Edad Media - Primavera de La Fe - 476 A 1453

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EDAD MEDIA

PRIMAVERA DE LA FE
(del 476 a 1453)
Capítulo I – I – Edad Media
Noción, Conceptos, Generalidades

Capítulo I

I – Edad Media
Noción, Conceptos, Generalidades

Introducción
Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En
esa época la influencia de la sabiduría cristiana y su virtud divina penetraban en las
leyes, en las instituciones, en las costumbres de los pueblos, en todas las categorías y
todas las relaciones de la sociedad civil. Entonces la religión instituida por Jesucristo,
sólidamente establecida en el grado de dignidad que le es debido, era floreciente por
todas partes, gracias al favor de los Príncipes y a la protección legítima de los
Magistrados. Entonces el sacerdocio y el Imperio estaban ligados entre sí por una
feliz concordia y por la permuta amistosa de buenos oficios. Así organizada, la
sociedad civil dio frutos superiores a toda esperanza cuya memoria subsiste y
subsistirá, consignada como está en innumerables documentos que ningún artificio de
los adversarios podrá corromper u obscurecer1.

* * *

No sería exagerado pensar que León XIII fue inspirado por el divino Espíritu Santo, para
referirse con estas palabras, a esta época tan calumniada, tan criticada, tan controvertida, que se dio
en llamar “Edad Media”.
En realidad este nombre no expresa en absoluto los mil años de Historia que van,
aproximadamente, desde la caída del Imperio Romano de Occidente a la toma de Constantinopla
según algunos autores, hasta el descubrimiento de América, según otros.
Esa período de la Historia de la Humanidad, muy conturbado, por cierto, tiene sus lados
obscuros y reprobables, pero a la par de esos aspectos, encontramos una aspiración de la sociedad en
su conjunto a la perfección cristiana, un deseo de belleza, de armonía, de santidad, plasmado en mil
documentos, monumentos, y sobre todo con el sello de la santidad de vida, que nunca se volvió a
repetir.
A la par de actitudes muy rudas, violentas y terribles, propia a pueblos que salían de la
barbarie, encontramos trazos de delicadeza de alma, de elevación, de rectitud, de perfección que
asombraron a todos los siglos.
Es, pues, con este espíritu que nos adentraremos en estos mil años de “Edad Media”, dejando
de lado los prejuicios que, gratuitamente, se levantaron contra este colosal monumento de la
humanidad inspirado por la gracia de Dios.

1 León XIII, Encíclica Inmortale Dei, del 1/XI/1885

2
¿Qué se entiende por Edad Media?
¿Qué es lo que el hombre común entiende por Edad Media? ¿Cuál es la idea genérica que se
tiene de esta era histórica?
Habitualmente se la presenta como un tiempo oscuro, terrible, confuso, bárbaro, una época
de tinieblas, de salvajismo, “una noche de mil años”, que transcurrió del siglo V al XV,
aproximadamente, de nuestra era, diez siglos entre dos épocas áureas, la Antigüedad y el
Renacimiento. Un letargo de mil años. Esta idea errónea, corrió los siglos.
En la embriaguez que determinó su pasión por la Antigüedad, los “renacentistas” fueron de
una injusticia clamorosa para con la época que les precedió. Y como por otra parte, muchos eran
“reformados”, los prejuicios religiosos acompañaban a estos criterios estéticos; con lo cual se
rebajaba a la Iglesia Católica, cuando se menospreciaba una época en la que ella había inspirado y
regido toda una sociedad 2.
J. Herder, A. P. Burke y J. de Maistre, redescubrieron la Edad Media, ya avanzado el siglo
XVIII, para Alemania, Inglaterra y Francia, respectivamente, la actitud de menosprecio ante los
posibles valores o hallazgos medievales fue cambiando. En el siglo XIX, los románticos pusieron de
relieve los elementos formativos y los valores esenciales del medioevo.
En el umbral del siglo XVIII, cuando la “barbarie gótica” tendía a convertirse en perogrullada,
un honrado profesor alemán, Policarpo Leyser, publicó un enorme panfleto sobre “la pretendida
barbarie de la Edad Media”, y luego en 1721, una Historia de los Poetas de la Edad Media”; poco
después, cuando en 1733 los Benedictinos empezaron aquel monumento que fue la “Historia
Literaria de Francia”, tributaron un homenaje a los tiempos de San Bernardo, de las Canciones de
Gesta y del “Roman de la Rose”. Honra a los Románticos, y muy especialmente a Chateaubriand, el
haber restituido a la “Edad Media” su dignidad y su puesto de primer plano en la Historia de Europa,
y es significativo que el libro decisivo en el que se realizó este cambio estuviera consagrado a la gloria
de la Iglesia, pues fue “El Genio del Cristianismo”.
Hoy no hay nadie que vacile en honrar como se merecen a las generaciones de la “Edad
Media”. Y se estudian sus obras literarias o artísticas, se profundiza su Historia y se practica su
espiritualidad en un celo infinitamente más sólido que el entusiasmo romántico.

Si en la Historia de nuestra Cultura una época mereció alguna vez ser


glorificada como una Era de regeneración y de resurgimiento, es precisamente
aquella”, escribió Johan Nordströn, el gran historiador de Suecia. Y ante las maravillas
de Chartres, de Amiens y de Reims, que la fotografía y el cine nos ayudan a penetrar
mejor cada día, no hay quien no sienta la verdad de semejante frase, ni quien deje de
comprender que estamos, efectivamente, en presencia de uno de los grandes
momentos del espíritu humano 3.

Por ejemplo Godefroid Kurth, se lanzó en la polémica contra los impugnadores de la Edad
Media, presentándola como sinónimo de la sociedad cristiana por excelencia. La mala fe y la
ignorancia, para Kurth, habían sido factores esenciales en esta actitud de menosprecio hacia un
legado de mil años de Historia, rico en hallazgos y realizaciones del espíritu. El célebre Miguel de
Unamuno, en 1936, calificaba de “papanatas” a quienes usaban el calificativo de “medieval” para
cuanto deseaban menospreciar. En fechas recientes, se ha alzado en Francia la voz de Régine
Pernoud para significar cuánto aportó la Edad Media a nuestra civilización actual4.

2 Rops, Daniel; La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada, Págs. 10/11


3 Rops, Daniel, op. cit. Pág. 11
4 Manuel Riu: La alta Edad Media, del siglo V al siglo XII, Págs. 9 a 25

3
Capítulo I – I – Edad Media
Noción, Conceptos, Generalidades
Otro gran medievalista católico fue el profesor Plinio Corrêa de Oliveira, que en sus
innumerables escritos muestra la grandeza de este período histórico y lo coloca como una de las
épocas áureas del espíritu humano.
El concepto de Edad media sólo podría salir de este estancamiento a que le habían llevado las
inefables elucubraciones de los filósofos, buscando una interpretación más idónea en las fuentes
históricas. Y parece que la raíz de este concepto se ha encontrado en la concepción cristiana de la
vida y en la formulación agustiniana, típicamente medieval, de la historia. Su hallazgo esencial lo hizo
San Agustín (354 – 430) en el Libro de la Sabiduría, al fijarse en la afirmación bíblica: “Tú, oh Dios
Padre, gobiernas todas tus cosas con tu Providencia”5 y meditar sobre ella. La filosofía de la
Historia de San Agustín es una teología de la Historia. El Providencialismo histórico, que desarrollará
la historiografía medieval, está enraizado en la revelación divina, acontecimiento fundamental de la
“humanización” del hombre. Eusebio Colomer y José Ferrater Mora coinciden en señalar que la
Historia, a la luz de la fe cristiana, se convierte en una lucha entre la fe y la infidelidad para alcanzar la
felicidad eterna a la que el hombre ha sido destinado por Dios. Las raíces de esta enseñanza están en
San Jerónimo, Eusebio de Cesárea y formulada por San Agustín en su De Genesi al litteram entre
los años 401 y 415, y antes del año 426 en su Ciudad de Dios, no sólo hizo fortuna a lo largo de la
Edad Media, sino que en 1681 Bossuet le dio la expresión clásica que llegaría hasta nuestros días en
su Discours sur l’Histoire Universelle, y el Concilio Vaticano I6 la declaró dogma de fe, el 24 de
abril de 1870.
La Edad Media fue una época de intensa espiritualidad. La Divina Comedia de Dante (1265 –
1321) expuso, en plena Edad Media, una visión cristiana entonces muy extendida, la de que la
historia humana no se halla limitada al dominio terrestre, sino que engloba igualmente las
condiciones futuras del infierno, del purgatorio y del Cielo.
La expresión “Edad Media”, fue utilizada en la Europa de aquel entonces, en el sentido de
que esta vida era un médium evum, es decir, la Encarnación del Verbo puso fin a la “Edad Antigua”,
o sea la antigua ley, pero no estableció en la Tierra el “Reino de Dios”, por la malicia de los hombres.
En consecuencia, el “tiempo presente”, o sea la vida en este mundo no era más que una “edad
intermedia” en que el hombre se debatía entre el pecado y la penitencia, para alcanzar y gozar
después de su muerte una auténtica vida, en la “Edad definitiva”. Tal era el fin del hombre y, en
consecuencia, a él debían tender todos sus actos.
En pocas palabras: desde el triunfo del cristianismo hasta el inicio de las doctrinas
renacentistas, que buscaron el fin de esta vida en el propio mundo, la humanidad cristiana consideró
la vida como un “medio” para lograr el fin en el “reino de los cielos” y consideró su peregrinar por el
mundo terrenal su “Edad Media”. Los renacentistas, y más tarde los autores de los manuales de
historia, tergiversarían sin embargo el auténtico sentido de esta expresión y el concepto de Edad
media, dándole un contenido y un sentido completamente distintos7.

¿Cuándo comenzó la Edad Media y


cuándo termino?
Los historiadores debaten mucho cuando fue el comienzo de la Edad Media, generalmente
varían, pero de una manera aproximada se estableció que sería desde la caída del Imperio Romano
de Occidente en 476 hasta la caída de Constantinopla, 1453, algunos autores la extienden hasta el
descubrimiento de América en 1492.
Para Manuel Riu, “la Edad Media termina, entre 1450 y 1550, cuando se plasman nuevas
concepciones sociopolíticas, cuando decaen sus ideales característicos como el declinio de la
caballería”.

5 Sa., XIV, 3
6 En su sesión 3ª, capítulo 1º.
7 Manuel Riu, op. cit.

4
El Profesor Plinio Corrêa de Oliveira, acostumbraba a dar no como el fin de la Edad Media,
sino como una fecha importante en su decadencia el año de 1303, cuando el representante del Rey de
Francia Felipe el Bello, nieto de San Luis Rey, Nogaret, abofeteó al Papa Bonifacio VIII en la ciudad
italiana de Agnani.
Es, de todas maneras cuando a partir del siglo XIV o XV, cuando triunfan los nacionalismos,
cuando la espiritualidad católica decae frente a fuerzas nuevas y peligra la autoridad de la Iglesia,
cuando surge el deseo de perfeccionar el conocimiento de los clásicos y cuando, con ellos, el hombre
empieza a buscar en su propio mundo el fin y el goce que antes situaba en el Cielo.
Como bien dice el Profesor Plinio Corrêa de Oliveira, el proceso de decadencia de la Edad
Media comenzó por el triunfo de una mentalidad opuesta a la que imperaba en aquel entonces.

En el siglo XIV comienza a observarse, en la Europa cristiana, una


transformación de mentalidad que a lo largo del siglo XV crece cada vez más en
nitidez. El apetito de placeres terrenos se va transformando en ansia. Las diversiones
se van haciendo cada vez más suntuosas. Los hombres se preocupan siempre más
con ellas. En los trajes, en las maneras, en el lenguaje, en la literatura e en el arte el
anhelo creciente por una vida llena de deleites de la fantasía y de los sentidos va
produciendo progresivas manifestaciones de sensualidad y pereza. Hay un paulatino
deperecimiento de la seriedad y de la austeridad de otrora. Todo tiende a lo risueño, a
lo gracioso, a lo festivo. Los corazones se desprenden gradualmente del amor al
sacrificio, de la verdadera devoción a la Cruz, y de las aspiraciones a la santidad y a
la vida eterna. La Caballería, otrora una de las más altas expresiones de la austeridad
cristiana, se hace amorosa y sentimental, la literatura del amor invade todos los
países y los excesos del lujo y la consecuente avidez de lucros se extienden por todas
las clases sociales8.

Volveremos más adelante a esta temática de la decadencia de la Edad Media, cuando


tratemos del comienzo del Renacimiento y de los tiempos modernos.
Muchos autores convencionalmente dividen a la Edad Media en dos períodos, la Alta Edad
Media y la Baja Edad Media, situando el siglo XII como el que diferencia a ambas épocas históricas.
Es decir, según esta periodificación de la Edad Media, situaría a la Baja Edad Media entre los siglos V
y XII y la Alta Edad Media en los restantes. Para Luis Suárez Fernández hay una época de transición
(siglos IV al IX,) y después la Alta Edad Media (siglos X y XI) y la Baja Edad Media (siglos XII al
XV). Esta división tripartita es frecuente entre los historiadores españoles, donde señalan la primera
etapa del dominio islámico, otra de equilibrio islámico-cristiano y una tercera de dominio cristiano9.
En este trabajo no nos atendremos estrictamente a esta división.

Revalorización de la Edad Media


Es curioso notar, que este gran período histórico conocido como la Edad Media paso de ser
una edad de “oscuridad y tinieblas” a una creciente revalorización por parte de los historiadores
serios. Por ejemplo el ya citado Kurth, dice, entre otras cosas lo siguiente:

[La Edad Media] ha borrado la unidad imperial del mundo y la ha substituido


por las nacionalidades modernas, ha abrazado la fe cristiana con amor, ha hecho del
Papado la institución más respetada del universo, ha inaugurado la distinción entre lo
espiritual y lo temporal, ha fundado la monarquía constitucional y el gobierno
representativo, ha hecho florecer todas las formas de asociación, y su arte es nuestro
arte.

8 Plinio Corrêa de Oliveira, Revolución y Contra Revolución, Ed. Chevalerie, Sao Paulo, Brasil, 1994
9 Manuel Riu, op. cit.

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Capítulo I – I – Edad Media
Noción, Conceptos, Generalidades
Marc Bloch en su Apologie pour l’Histoire (traducida al castellano como “Introducción a la
Historia”), afirma que el papel de la Edad Media, “ha sido y sigue siendo capital”. Veamos algunos
aspectos. En lo religioso, de la Edad Media deriva la organización de la Iglesia: el poder y el prestigio
del Papado, la Curia romana, el Colegio Cardenalicio, la organización episcopal, los arcedianatos, y
arciprestazgos, las parroquias, buena parte de las órdenes religiosas (benedictinos, cluniacenses,
cistercienses. franciscanos, dominicos, agustinos, etc.) y las órdenes militares; la explicación de la
esencia del dogma, la moral y el derecho canónico; la mayor parte de las advocaciones del santoral;
la mayoría de los santuarios, catedrales, iglesias y monasterios, incluso en sus construcciones
actuales (románicas o góticas).
En el aspecto institucional bastará recordar la aparición de los Consejos, Parlamentos,
Estados Generales y Cortes, la organización de los tribunales, la formulación y fijación de la ley, la
organización de la administración y la burocracia, por no hablar aquí del conjunto de instituciones
feudales que dieron un orden a la sociedad, original y efectivo, partiendo de sus mismas bases.
En el aspecto económico, la instauración de ferias y mercados, la aparición de técnicas
comerciales y dinerarias como: la letra de cambio, la sociedad en comandita, la contabilidad por
partida doble, pagarés y cheques, el endoso de letras, el papel moneda, etc.
También produjo la creación de nuevas técnicas agrícolas, nuevos cultivos, nuevos abonos, el
desarrollo de la ganadería y nuevas técnicas industriales, la organización gremial, etc.
En el aspecto cultural, junto a las escuelas catedralicias, monásticas, parroquiales y
municipales, la formación y organización de las universidades. La aparición de las lenguas vernáculas
con literaturas propias. En el literario, además del desarrollo de muchos géneros (como el teatro), la
inspiración de numerosos escritores modernos en la temática medieval, como Lope de Vega,
Calderón, Tasso, Shakespeare. Y no solamente inspiraron a los poetas y escritores posteriores, sino
que sacaron de la ignorancia a los pueblos de toda Europa. Los concilios de aquella época ordenaban
a los curas dedicarse a la instrucción de los jóvenes, y, entre ellos el Tercer Concilio de Letrán,
celebrado el año de 1169, mandó formalmente que vigilasen la enseñanza como uno de los
principales cuidados. Es bien sabido también que todas las catedrales tenían escuelas públicas y
gratuitas para la juventud de todas las clases y condiciones, sin excluir a los siervos, sino al contrario
dándoles privilegios. Tal era el celo y cuidado de la Iglesia en esta parte, que en su consecuencia se
instituyó en todas las Catedrales la prebenda del Maestrescuelas cuyo oficio no era otro que vigilar la
enseñanza, así como la conducta y la capacidad de los maestros.
En el aspecto artístico a las grandes construcciones del románico y del gótico, la escultura en
mármol, piedra y madera o marfil, la pintura sobre tabla, sobre pergamino o al fresco. Algunos
monumentos medievales que en pleno siglo XXI producen no sólo la admiración de las gentes, sino
que son los más visitados por los turistas: Mont Saint Michel, la Torre de Pisa, las basílicas de Milán,
de San Petronio de Bolonia, Notre Dame de Paris, Notre Dame de Chartres, de Burgos, de Sevilla, de
Toledo, de Santiago de Compostela, de Colonia, de Beauvais, si continuásemos serían varios
volúmenes sólo para enumerar las maravillas arquitectónicas producidas por esa época
“oscurantista”...
Desde el punto de vista de la ilustración, la cultura, el saber, y sobre todo la teología,
podemos citar a Roger Bacon, Silvestre II, Pedro Lombardo, San Alberto Magno, San Anselmo, San
Bernardo, Santo Tomás de Aquino, San Buenaventura y mil otros.
Adón, Arzobispo de Viena, educado en la Abadía de Ferrieres, escribe una –historia
universal, desde la Creación del mundo hasta su tiempo; Abbon, monje de la abadía de Saint
Germain des Prés, compone un poema en latín, en que narra el sitio de Paris por los normandos:
Aimon de Aquitania, escribe en cuatro libros la historia de los francos; el monje alemán Dithmar nos
deja la crónica de Enrique I, de los Otones I y II y de Enrique II, crónica muy estimada, como escrita
con sinceridad, que se ha publicado repetidas veces, y de la cual se valió Leibnitz para ilustrar la
historia de Brunsvich. Además es autor de una crónica que abraza desde 829 hasta 1029; Glabero,
monje de Cluny, lo es de una historia muy estimada de los sucesos ocurridos en Francia desde 980
hasta su tiempo. En fin, sería de nunca acabar si quisiéramos recordar los trabajos históricos de

6
Sigeberto, de Guiberto, de Hugo, prior de San Victor y otros hombres insignes que, elevándose sobre
su tiempo, se dedicaban a esta clase de tareas.
Los avances realizados en música religiosa y profana, canto gregoriano, polifónico fueron
inmensos.
El entusiasmo de los románticos del siglo XIX por la Edad Media, fue haciéndose, con el
tiempo, más técnico y más crítico, prevaleciendo la erudición sobre el sentimiento afectivo por el
pasado, por influjo del positivismo, y examinando con detalle las instituciones. La búsqueda de la
documentación y la fidelidad rigurosa del dato, la objetividad expositiva, el método y el rigor
científicos han ido progresivamente enriqueciendo nuestro conocimiento de la Edad Media. Y con él
ha aumentado el prestigio del medievalista. De igual modo que no se puede apreciar aquello que se
desconoce, a medida que va mejorando nuestro conocimiento del hombre y de la mujer de la Edad
Media y de sus realizaciones y reacciones, va siendo mayor la deuda que con ellos vamos teniendo y
crece el aprecio que por ellos sentimos.
Cierto es que en la Edad Media hubo guerras, disturbios, herejías, zozobras, venganzas,
atropellos, hambres, pestes y mil sinsabores, pero, ¿acaso nuestra época puede decir que es inocente
de esos males?...
Las calumnias que corren contra la Edad Media provienen infaliblemente de historiadores de
mala fe y generalmente anticatólicos, puesto que en esta época tuvo un gran predominio, como
hemos visto, la religión católica cuya santa y sapiencial influencia penetró en los más profundos
meandros del orden temporal10.

II – Caída del Imperio Romano de


Occidente
San Benito, Patriarca de Europa

Decadencia moral del Imperio Romano


Por lo cual Dios los entregó a las concupiscencias de sus corazones, a la
impureza, hasta deshonrar sus cuerpos en sí mismos, los cuales trocaron la verdad de
Dios por la mentira, y adoraron y dieron culto a la criatura en lugar del Creador, el cual
es bendito por los siglos, Amén.
Por esto los entregó Dios a pasiones vergonzosas; pues, por una parte, sus
mujeres cambiaron el uso natural por el que es contra naturaleza. Igualmente, por otra,
también los varones, abandonando el uso natural de la mujer, se abrasaron en la
concupiscencia de los unos para con los otros, hombres con hombres cometiendo
cosas vergonzosas y recibiendo en sí mismos la debida recompensa de su extravío.
Y como no procuraron tener conocimiento cabal de Dios, Dios los entregó a
una mente depravada para hacer cosas indebidas, llenos de toda injusticia, malicia,
perversidad, codicia, maldad; rebosantes de odio, de homicidio, de disputas, de
engaño, de malignidad; chismosos, calumniadores, aborrecedores de Dios,
insolentes, altaneros, soberbios, inventores de maldades, desobedientes a los padres,
insensatos, desleales, sin amor y sin piedad: los cuales conociendo el justo decreto de
Dios, que los tales cosas hacen, son dignos de muerte, no solamente las hacen ellos,
sino que también se complacen en quienes las practican11.

10 Manuel Riu, op. cit. Y Manual de Ciencias Eclesiásticas, tomo 4


11 Romanos, 1, 24, 32

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Capítulo I – II – Caída del Imperio Romano de Occidente
San Benito, Patriarca de Europa
Con estas palabras de fuego del apóstol San Pablo, increpa a los romanos por su degradación
moral, la verdadera causa de su decadencia y extinción. Ya en los años del Apóstol, el Imperio
Romano tenía inyectado en sus venas el veneno que lo llevaría a la muerte. Pocos siglos más y caería
como un fruto podrido, y de sus ruinas saldría como brote primaveril, las almas de las que florecería
en la Edad Media.
Plinio Corrêa de Oliveira, muestra en sus cursos de Historia el grado de decadencia a que
habían llegado los romanos:

A partir dos últimos tempos da República, até a queda do império, o luxo em


Roma não conheceu limites.
Principalmente as damas da alta sociedade, levavam uma vida de ostentação
e de desperdício difícil de se conceber nos dias que correm. Em via de regra, cedo
pela manhã, a matrona do patriciado romano era despertada pelas escravas que
conduziam tinas de prata contendo leite finamente aromatizado. Destinava-se este
liquido à “toilette”, em virtude de ser corrente naquela época a impressão de que o
leite pode tornar mais macia a pele.
Em seguida, entravam no quarto da matrona, as numerosas escravas
incumbidas de velar pela manutenção de sua beleza. Essas escravas constituíam o
que hoje se pode chamar um “salon de beauté”, Cada uma delas tinham uma
especialidade. Uma era perita em extração de sobrancelhas, sem dor ou quase sem
dor. A outra era especializada no tratamento das mãos e dos pés. Outra ainda, era
artista incomparável em pentear, sabendo armar as mais espantosas obras de
arquitetura capilar. Algumas escravas tinham o segredo de preparar pomadas que
davam ao rosto de sua senhora uma fisionomia jovial ou triste, conforme melhor lhe
conviesse. Especialmente apreciadas eram as escravas, provenientes das mais
remotas províncias do império, sabiam preparar perfumes esquisitos e deliciosos.
Além deste verdadeiro exército de ”técnicas” havia ainda auxiliares, isto é as que
carregavam o espelho, os escrínios, os demais objetos necessários para o
aformoseamento da matrona. Parece que a arte de pintar os cabelos não tinha
atingido em Roma o desenvolvimento que conhece em nossos dias. Por isto, as
matronas apreciavam muito os cabelos louros que se vendiam em determinadas lojas
de Roma, e que eram importadas da perigosa e longínqua Germânia.
Terminada finalmente a ”toilette”, chegava a hora do passeio. Em geral, a
dama do patriciado romano saía à rua em uma liteira cercada de vidros, na qual ela se
deitava sobre riquíssimas almofadas e tapeçarias. Pouco distante dela vinha um
escravo, ou às vezes dois, trazendo leques imensos e custosos, para afastar os
insetos. De um outro lado da liteira, caminhava uma turba de bajuladores, que durante
o passeio, diziam à matrona coisas agradáveis. A liteira era carregada por escravos
que trajavam riquíssimas librés, e, no seu percurso, a plebe se afastava e abria alas
reverentemente.
Outras matronas, entretanto, preferiam carros finamente trabalhados, com
rodas de marfim e puxados por cavalos ajaezados com peças de ouro e de púrpura.
Finalmente chegou-se a um tal luxo, que algumas senhoras, dispensaram inteiramente
a liteira e o carro, bem como o séquito, fazendo anunciar à plebe a sua presença de
modo extravagante e dispendioso. Havia certas pérolas, muito usadas entre os
romanos, que, calcadas aos pés, produziam um ruído especial. Matronas romanas
havia, que forravam a sola com tais pérolas. O contato das pérolas com o pavimento
da rua produzia um ruído característico, já muito conhecido da multidão, e que
denotava estar se aproximando uma dama de alta aristocracia. Estas pérolas,
portanto, serviam de klaxon, e dispensavam quaisquer escravos ou lictores, para abrir
alas entre a multidão maravilhada com tanto luxo.
Mas seria errôneo supor-se que esses excessos de luxo só se registravam no
elemento feminino. Os homens, em Roma, rivalizavam com as mulheres em vaidades
e ostentação. Trajavam fazendas riquíssimas, ajustadas ao corpo por meio de
presilhas de ouro e pedraria, de valor freqüentemente inestimável. As dobras das
diversas partes do traje eram minuciosamente regulamentadas pelos ”grã-finos” da
época, era tal o transtorno e o imaginário prejuízo sofrido por eles quando uma dobra
era alterada, que um dos “elegantes” de Roma chegou a processar judicialmente um
conhecido, exigindo uma indenização pelo fato de ter este involuntariamente, ao

8
passar por uma rua muito estreita, no ”grã-fino” e com isto ter perturbado a bela
ordenação das pregas de seu traje! A nota distintiva dos rapazes de alta sociedade
era o uso das togas com franjas até a mão, e cintos riquíssimos. Todos os demais
detalhes de sua indumentária conduziam com o que aqui ficou dito sobre os apuros
de suas preocupações estéticas. Os seus cabelos eram cuidadosamente frisados.
Como é inevitável, desde que a beleza seja considerada como a principal
qualidade de uma pessoa, começa-se a lhe trazer o sacrifício dos mais caros afetos.
As mães, para conservarem por muito tempo o viço da mocidade, tinham o horror á
prole muito numerosa. E freqüentemente, se conheciam então certas “facilidades”
criminosas. A mãe, apenas nascia o filho, enviava-o para longe, confiando sua
educação a qualquer camponês que aceitasse o encargo mediante uma gorda
remuneração. O fito destas infames negociatas era claro: quando crescesse, o filho
seria um atestado vivo da velhice da mãe. Ocultando definitivamente o filho, a mãe
poderia, por muitos anos sucessivamente, “não envelhecer”, isto é não aumentar a
idade. E estava tudo resolvido. É inútil dizer que a entrega da criança aos seus novos
“pais” era feita de tal maneira que nem estes nem aqueles sabiam sua identidade, que
lhes ficava impenetravelmente ocultada
Se a nobreza luxava tanto, não é difícil imaginar a que excessos se
entregavam os imperadores, Heliogabalo atapetava de areia de ouro o pórtico do seu
palácio, para que todas as pessoas que ingressassem no edifício imperial saíssem
com os pés marcados. Esse mesmo imperador, usava túnicas de ouro e púrpura,
recobertas por um manto tão sobrecarregado de pedrarias, que não se podia mover.
Desde os tornozelos à cabeça, o imperador estava coberto de jóias. Comia ele em
triclínios de prata maciça, utilizando de ouro e de ágata. Sua cama era de prata
maciça, coberta de ouro. Até os animais que lhe pertenciam viviam no luxo. As feras
de seu jardim zoológico comiam papagaios e faisões. Os cavalos eram alimentados
com uvas raras.
É curioso que esse homem, cercado de todos os elementos materiais
necessários para alguém se possa sentir feliz, era atormentado pela constante
preocupação com o suicídio. Mandou Heliogabelo, construir uma alta torre, da qual se
pudesse atirar a qualquer momento. Ao pé da torre, havia um sol feito de ouro e
pedrarias, incrustado no chão. Destinava-se o sol a receber o corpo imperial, quando
este viesse espatifar-se de encontro à terra! Para facilitar mais o seu suicídio,
Heliogabalo mandou fazer uma espada com pedras embaixo das quais estavam
venenos fortíssimos. Removida a pedra facilmente, o imperador teria à sua
disposição, a qualquer momento, o veneno necessário para pôr termo á sua
brilhantíssima e desventurada existência.
São tremendos os reflexos que este fato nos sugere. Mas, ao mesmo tempo,
são confortadores. Tremendas, porque mostram que iludem cruelmente aqueles que
querem alicerçar a própria felicidade sobre as fortunas e os prazeres que ela
proporciona. Confortadoras, porque mostram aos homens retos e puros que não é na
concupiscência, nem na imoralidade, nem na dissipação, que se encontra a felicidade,
mas na tranqüilidade ordenada e metódica de uma vida pura.
Infelizmente, o mundo não soube ver isto. Faltava-lhe a luz sobrenatural do
cristianismo. E, por isto, o luxo em Roma crescia cada vez mais. Conta-se, entre
casos característicos, de uma famosa Lolia Paulina, que compareceu a uma pequena
reunião intima recoberta de esmeraldas avaliadas em quarenta milhões de sestércios,
que, em nossa moeda, daria mais de quarenta mil contos de reis.
Um companheiro inseparável do luxo é o jogo. Em Roma, ele não tinha
limites.
Para sustentar uma a outra coisa, Roma devastava uma a uma de suas
colônias, já tive ocasião de explicar aos Srs., por meio de que aparelhamento jurídico
e administrativo complicado, os governadores das províncias romanas tinham o
direito de confiscar em seu próprio benefício o que lhes aprouvesse, nas respectivas
províncias. O mesmo acontecia com os generais vitoriosos.
Paulo Emílio, regressando em grande pompa, entrou em Roma com um
cortejo no qual se notavam 250 carros com estátuas de ouro por ele confiscadas,
para dar certa satisfação a seus soldados, permitiu-lhes ele que saqueassem 70
cidades, retirando para si o que quisessem. Fatos como esses eram comuns.

9
Capítulo I – II – Caída del Imperio Romano de Occidente
San Benito, Patriarca de Europa
Certa vez, Calígula viajava pela Gália, e, para encher seus longos prazeres,
jogava com os amigos, tendo perdido no jogo todo o dinheiro que trazia consigo,
mandou vir o registro dos mais ricos habitantes da província, e condenou-os à morte,
e ao confisco dos respectivos patrimônios em benefício do erário imperial. Com isto,
explicou ele aos seus amigos, refazia sua fortuna em poucos minutos, dos prejuízos
sofridos durante longas, horas de jogo.
Aliás, o recurso á violência para o abastecimento das bolsas insaciáveis dos
magnatas romanos, não era no império. Já durante a República, Roma era teatro de
rapinas e assassinatos entrelaçados com complicações amorosas e lutas financeiras,
que constituíam o escândalo do mundo inteiro.
Sylla, tendo vencido Cinna e Mário (o filho do imoso Mário), na batalha de
Prenestes, mandou passar a fio de espada mil habitantes de Roma. Depois,
promulgou leis de confisco e proscrição tão generalizadas, que lembra os horrores da
Revolução Francesa ou da Revolução Russa. Depois, sentado triunfalmente, no
fórum romano, Sylla vendia em leilão as fortunas dos prescritos e dos exilados, e o
próprio título de cidadão romano, de que eram tão orgulhosos os antigos romanos.
Às prostitutas, mímicos, libertos, etc., deu ele as rendas de cidades inteiras, a título de
presente. Bastava que a propriedade de algum fosse cobiçada por algum dos
poderosos do momento, para que imediatamente fosse decretada a morte do infeliz
proprietário e o confisco de seus bens. É famoso, entre os outros, o caso de Quinto
Aurélio, pacato e riquíssimo romano que vivia afastado da política. Vendo, um dia, o
seu nome em uma famosa lista de prescrições, disse simplesmente! É a minha quinta
em al??? que me mate. E tinha razão.
Como a lei romana atribuía ao delator os bens do delatado, no caso de se
provar que a delação era verdadeira, generalizou-se de tal maneira em Roma a
delação, que até pais e filhos chegaram a delatar-se reciprocamente, com a
esperança de aumentar os respectivos haveres. Um geral sentimento de descaso pela
vida humana alastrou-se pela gloriosa capital do mundo, a tal ponto que os
cambalachos políticos feitos em torno de reciprocas permissões de assassinato eram
freqüentes. Augusto, por exemplo, fez cambalachos destes, de que a vítima foi o
imortal Cícero. Os inimigos do genial orador queriam a todo o custo a sua morte, o
que repugnava a Augusto, admirador de seu incomparável talento. Entretanto, Lépido
consentiu em que se matasse seu irmão Paulo, e Antônio sacrificou seu tio Lúcio
César. Em troca destas duas vidas, Augusto consentiu em sacrificar Cícero. Pelas
ruas, não era raro tropeçar-se em corpos de pessoas vitimadas por alguma violência.
Quando, do corpo, não era separada a cabeça, era isso indicio de que os executores
da ordem de homicídio tinham verificado haver-se enganado de vitimas, e, em
homenagem ao inocente, não lhe cortavam a cabeça, do cadáver já inerte.
Parece que o próprio afeto materno, o mais durável e o mais abnegado dos
afetos que a Providência inscreveu nas leis da natureza, afrouxou-se em Roma. Já
lhes contei o que faziam certas mulheres com seus filhos que lhe nasciam
importunamente. Vou contar-lhes um outro caso, talvez mais digno de censura.
Um jovem romano, tendo atingido a puberdade, visitava em companhia de
amigos, diversos templos da cidade de Roma, dando graças aos deuses, como era
de costume em tais circunstâncias, por ter chegado àquele dia. Como o jovem era
imensamente rico, seus amigos eram muito numerosos. Mas alguém conspirava
contra ele na sombra, provavelmente para se apoderar de sua fortuna. Enquanto o
jovem fazia suas visitas, veio uma pessoa cientificá-lo de que, por ordem
governamental, acabava de ser condenado à morte. Os Srs., podem imaginar
facilmente que os amigos imediatamente se dispersaram. E o jovem, espavorido
correu em demanda da casa materna, que era, de todos os lugares do mundo, aquele
que com mais afeto se lhe devia abrir em tão dura situação. Mas havia uma lei que
condenava à morte as pessoas, que asilassem alguém que tivesse sido objeto de
uma condenação à pena capital. Por isto previamente avisada, a mãe mandou fechar
as portas de sua casa, de modo que o filho lá fosse em demanda de proteção. Bateu
o jovem várias vezes às portas da residência de sua mãe ela não se deixou comover.
Vendo que nem junto à sua mãe ele encontrava refúgio e proteção, fugiu para o mato.
Aí, uma quadrilha de salteadores o reduziu à condição de escravo, e sua vida passou
a ser tão infeliz, que resolveu dar a conhecer sua identidade ao primeiro grupo de

10
soldados que encontrasse. Deparou, então, com alguns soldados, disse-lhes quem
era, e a sentença de morte foi imediatamente executada!
Aproveitando a geral desordem, muitos soldados irrompiam pelas moradias
dos ricos senhores, forçando-os a adotá-los como filhos e herdeiros, nos luxuosos e
requintados lares senatoriais, se introduzia como filho da casa algum miliciano boçal,
que era para seu pai adotivo um objeto, não de afeto, mas de pânico.
Tantas foram as desordens, e tal era o esbanjamento de dinheiro, que Bruto e
Cássio resolveram cobrar impostos das províncias asiáticas, com uma antecipação
de 10 anos!
Não foi em vão, portanto, que o grande Cícero disse: “Gemem todas as
províncias, lamentam-se todos os povos livres, todas as nações do mundo clamam
contra nossas violências, um único lugar não houve onde a tirania e a injustiça dos
nossos concidadãos tenham deixado de assentar campo. Agradam-vos os costumes
atuais, juizes? Um tal estapafúrdio vos satisfaz?”
Se era grande o despotismo republicano, não foi menor o despotismo
imperial. A arbitrariedade com que os imperadores trataram todas as classes sociais,
tem até algo de pueril, nos requintes às vezes ingênuos, de sua crueldade. Nem o que
era santo, nem o que era digno, nem o que era respeitável, escapava do desprezo
com que os imperadores olhavam o mundo inteiro. Os próprios deuses não
constituíram exceção a essa regra, como adiante veremos. Domiciano ordenou ao
patrício Glabrio que fosse enfrentar um leão no anfiteatro. Saindo-se bem do penoso
e difícil cometimento, Glabrio dava graças aos deuses, quando recebeu um recado de
Domiciano, que o condenava à morte por se ter infamado combatendo como um
gladiador no circo, conquanto fosse membro da nobreza romana.
Durante um espetáculo, chovia a cântaro. Domiciano mudou então, de roupa
para evitar qualquer moléstia, mas proibiu a assistência que o fizesse, sendo todos
forçados a assistir ao espetáculo debaixo de água.
Indo ao senado, Calígula dava o pé a beijar aos senadores, hábito este que
estes tenderam, depois, a generalizar.
Tendo assassinado sua mãe, Nero escreveu ao Senado uma carta em que
justificava o crime. Com a exceção de um só, que se retirou timidamente no momento
da votação, todos os Senadores aprovaram o delito imperial. Nero, então, mandou
que o Senado julgasse o Senador que se havia retirado. A ordem foi cumprida, e o
Senador foi condenado à morte. Além do matricídio que bastaria para torná-lo
tristemente imortal, Nero cometeu inúmeros outros crimes. Entre eles, figura o
assassinato do filho de sua esposa Pompea, pela simples razão de que o menino foi
surpreendido brincando de imperador, como as crianças hoje brincam de soldado!
Os crimes de Nero foram tão numerosos, que Tácito consagrou um livro
inteiro, á sua narrativa. Galba só permitiu o enterro dos mortos das legiões que se
haviam oposto a sua ascensão à dignidade imperial, com a condição de que o carro
que o levasse triunfalmente ao Capitólio passasse por cima dos cadáveres!
E o mais curioso, a prova mais patente de que toda essa corrupção moral
não existia apenas no palácio imperial, mas ainda na massa do povo, está na
popularidade imensa de que gozaram algum dos mais tristemente famosos
imperadores romanos, que amorteciam facilmente o senso moral, mediante a
distribuição de largos donativos ao populacho.
Heliogabalo, de tão deplorável memória, era popularíssimo em Roma.
Caracalla, soberano de vida debochada e hábitos, cruéis, era popularíssimo
porque fez a todos os habitantes romanos uma distribuição de hábitos novos.
Cômodo, quando combatia como gladiador, vestido de Mulher, era freneticamente
aplaudido pelo populacho. Nero, organizou para si mesmo um triunfo em que a
multidão exclamava: “Oh vencedor olímpico! Oh voz celeste! felizes são os que te
ouvem!”
A despeito de todos os seus crimes, Nero era tão popular, que, quando ele
faleceu, formou-se em Roma, um partido sebastianista, que afirmava não ser verídica
a morte do imperador, que, dia mais dia menos, reapareceria para tornar a reinar
sobre o seu povo. Vozes supersticiosas afirmaram ter ouvido sua voz junto à
montanha do Pincio. E o sucessor de Nero teve de lançar severíssimas penas sobre
os que afirmavam não ter ele falecido.

11
Capítulo I – II – Caída del Imperio Romano de Occidente
San Benito, Patriarca de Europa
O segredo da popularidade, de tantos imperadores, dignos de ódio, estava na
sua liberalidade para com o povo, liberalidade esta que traduzia na construção de
suntuosos edifícios públicos, como teatros, circos, etc., distribuição de vestes, e
banquetes públicos que atingiam, às vezes, proporções verdadeiramente pasmosas.
Realizou-se uma vez em Roma, uma distribuição gratuita de víveres ao povo, sob a
forma de opíparo banquete, em que tomaram parte 66 mil comensais.

Depravación sexual de los romanos


Não admira que, em meio a tanto luxo, os costumes fossem muito dissolutos.
O divórcio alastrou-se assustadoramente, em Roma. O próprio Augusto, que se quis
arvorar um campeão da moralidade, dos costumes contra a onda de corrupção que
crescia cada vez mais, casou-se com uma mulher divorciada (ele se dizia inimigo do
divórcio) e para isto nem se quer esperou o prazo legal para nascer o filho por ela
concebido do marido anterior.
Júlia, filha de Augusto, mereceu de Velleio Patérculo a afirmação de que ela
praticara todas as infâmias de que uma mulher é capaz.
Callígula violava a honra das patrícias romanas. E Agripina, mãe de Nero
poderia ser avó dos próprios filhos. Messalina, mulher de Cláudio, freqüentava casas
de tolerância, fazendo questão de receber o dinheiro em troca do qual vendia seu
corpo, para sentir o prazer de ser uma autêntica meretriz. Aliás, a corrupção de
Messalina, foi tão longe que ela chegou a casar-se enquanto ainda vivia com Cláudio,
com o aristocrata, Silio, que exercia o alto cargo de cônsul de Roma.
Houve patrícias que se matricularam oficialmente como meretrizes. Outras
casavam-se com eunucos. Os moços da plutocracia casavam-se com velhas de
aspectos físico repelente, com o único fito de herdar seu patrimônio. E as matronas
da aristocracia, casadas às vezes com ilustres senadores, andavam, à cata, não mais
apenas de moços de boa posição, mas até de escravos e de gladiadores, para
satisfazer seus torpes instintos.
Muitas delas, abandonavam seu lar, para ir viver em companhia de um
indivíduo destes.
Parece, no entanto, que ninguém pôde exceder em cinismo a Callígula, que
teve a audácia de instalar um lupanar... no próprio palácio imperial!
Sempre que Callígula passava pelo golfo de Baias, as senhoras mais ilustres
construíam cabanas provisórias nas margens, convidando o imperador a servir-se
delas. Em uma festa, em torno de um lago, construíram-se casas de tolerância onde
moças do patriciado se entregavam à vontade a quem as desejasse. Cômodo, que
acostumava aparecer em público vestido de mulher, vivia em uma turma de moços e
moças na maior devassidão, levando à própria tribuna imperial do circo as suas
concubinas. Heliogabalo, dizia não querer ter filhos, de medo que um deles saísse
honesto!

Os imperadores destruem as tradições e


estimulam a imoralidade
Em um tão geral desmoronamento da moralidade pública, os dois mais
eficientes esteios em que se poderia apoiar a sociedade, para evitar uma completa
ruína nacional, seriam naturalmente a religião e as tradições, lembravam aos romanos
as virtudes de seus maiores às quais, em grande parte, Roma devia o prodigioso
êxito de suas armas. Uma e outra, estavam intimamente ligadas a todos os costumes
sociais. Uma e outra se conservavam muito ascendentes sobre o espírito público. E,
por isto poderiam servir aos imperadores de preciosos auxiliares na obra de
preservação moral no país.
Entretanto, tal não se deu. Impelidos por um furor suicida, os imperadores
romanos destruíram os esteios sobre os quais se poderia ainda firmar, ao menos por
algum tempo, a sociedade vacilante. Foram eles os primeiros a desprestigiar a

12
religião e derrogar as antigas tradições herdadas dos maiores. Há mil fatos que
demonstravam essa asserção. As tradições romanas ligavam uma nota de infâmia
aos que combatessem nas arenas, ou representassem nos teatros. Apesar disto,
numerosos imperadores forçaram pessoas da mais alta classes a representar nos
teatros da cidade, para a satisfação dos caprichos imperiais. Mais de uma vez,
graves senadores e dignas matronas foram obrigadas inopinadamente a subir no
palco durante uma representação, para fazer o triste papel de bobos. Certa vez, uma
patrícia octogenária foi forçada a dançar no teatro, para recreação do auditório, que
não compadecia de sua velhice nem respeitava sua dignidade. Mais de uma vez,
também foram os membros da aristocracia obrigados à descer na arena, para
combater contra feras e gladiadores, adquirindo com isto a nota de infâmia que a lei
lhes aplicava por semelhante fato. Mas o escândalo não parou aí. Cômodo
acostumava descer pessoalmente, à arena para combater como gladiador, vestido de
mulher. Um imperador houve, que se ligou a uma “troupe” de artistas, que dava
espetáculos por todo o império, e que nessa companhia seguiu para a Grécia, onde
deveriam ter lugar as representações teatrais. E, com essas, todas as demais
tradições romanas caiam aos pedaços, precipitadas ao chão pela mão onipotente
dos imperadores.
Por outro lado, os mímicos, os bobos, os atores, e os escravos libertos
adquiriam na alta sociedade e na côrte uma influência cada vez maior. As leis
romanas consideravam a toda essa espécie de personagens como gente infame.
Não obstante isto, os Imperadores e as pessoas da aristocracia cumulava a tais
indivíduos com presentes tão magníficos e bens tão numerosos, que houve alguns
chegaram a ter fortunas capazes de figurar entre as maiores de Roma, ligando-se
pelo sangue e pelo casamento com as mais aristocráticas e ricas famílias da Capital
do Mundo.
Todos os antigos escritores romanos são unânimes em afirmar que a
introdução destes elementos adventícios na alta sociedade romana teve uma
influência profundamente nefasta sobre a moralidade. Nenhum deles tinha uma
posição definida a defender, ou um nome tradicional a proteger contra escândalos.
Eram aventureiros que deviam toda a sua fortuna e todos o seu esplendor à
munificência imperial ou à generosidade de algum aristocrata milhardário.
De um momento para outro, podiam novamente ser precipitados ao chão. E,
com todo o despudor e todo o cinismo, tratavam de aproveitar do melhor modo
possível suas imensas riquezas, enchendo toda a cidade e todo o Império com o
ruído de seus escândalos.
Enquanto a lei considerava infames tais personagens, eles eram preferidos,
nas aventuras amorosas, aos próprios Imperadores. Messalina, Faustina esposa de
Marco Aurélio, e esposa de Domiciano, tinha ligações ilícitas com gente de tal laia,
ligações estas conhecidas em Roma.
A voga dos gladiadores foi tão grande, que freqüentemente as esposas de
senadores abandonavam o lar para irem viver com eles.

Decadencia de la familia en el Imperio


Nesse naufrágio geral, a família teria de sofrer imensamente. E foi o que
sucedeu. Grande número de ricaços preferiam não casar-se para poder fruir sem
peias as falsas delícias da luxúria.
Não se casando, não tinham filhos, ou ao menos não tinham filhos legalmente
reconhecidos como tais. E, por isso tinham a faculdade de deixar, em testamento, sua
fortuna a quem mais lhes agradasse. Por esta razão, havia uma verdadeira caçada às
fortunas dos solteirões. Todos eles eram sitiados, noite e dia, por um verdadeiro
enxame de rapazelhos que lhe faziam a corte com as mais escandalosas e cínicas
atenções e provas de afeto, a ver se comoviam o coração dos solteirão e obtinham
alguma liberalidade testamentária. Este fato tornou-se em Roma, tão generalizado
que chegou a ser objeto de mofa nos livros da época.

13
Capítulo I – II – Caída del Imperio Romano de Occidente
San Benito, Patriarca de Europa
A esterilidade nos lares senatoriais tornou-se tão alarmante, que até foi
publicada a lei Pompéa, que procurava reprimir a limitação da natalidade. Mas a lei foi
totalmente inútil, e esse abominável abuso continuou.
Como já disse aos Srs., a opinião pública se indignava contra esses excessos
tanto quanto seria de desejar de esperar.
Quando veio de Baias, onde matara a própria Mãe, Nero recebeu uma
manifestação popular deslumbrante. As mulheres e crianças atiravam-lhe flores. E,
quando souberam que ele se suicidou, formou-se uma seita de “sebastianistas” que
esperava que ele voltasse. O povo, saudoso, afirmava que sua voz se fazia ouvir no
Pincio. E, ainda no reinado de Domiciano, se puniam severamente os aventureiros
que diziam ser o próprio Nero 12.

Los bárbaros invaden el Imperio


Romano
Era inevitable que una sociedad así corrompida no podía durar mucho tiempo. Con el correr
de los siglos, el derrumbe del imperio fue imposible de detener. Las fronteras cada vez más porosas
permitían el paso incesante de los bárbaros que venían del Este. Las otrora invencibles legiones
romanas minadas por el cáncer descrito por San Pablo, no tenían condiciones de resistir al empuje de
las hordas que constantemente cruzaban las fronteras.
En el año 410 de la era cristiana, se produjo lo que era previsto, el jefe bárbaro Alarico se
lanzó al asalto de Roma en el mes de agosto. Roma, que había presenciado los desfiles triunfales de
tantos y tantos generales que volvían victoriosos de los más diversos lugares de la tierra, esta vez
presenció la entrada de soldados que más parecían fieras que hombres, desprovistos de toda
educación y cultura, rudos, terribles, que sin piedad la saquearon e incendiaron. A la muerte de
Alarico, le sucedió Ataúlfo, cuñado de Alarico y que se casó con Gala Placidia, la hermana del último
emperador romano...
Era la primera vez que la ciudad dueña del mundo se veía asaltada y profanada por gentes no
romanas. Algunos nostálgicos de las viejas creencias paganas, en seguida culparon a los cristianos de
las desventuras del imperio. Las disposiciones contra el paganismo que había tomado recientemente
el emperador Teodosio el Grande, habían provocado la furia vengativa de los dioses. Esta calumnia
llegó hasta el norte de África, donde San Agustín, era el obispo de Hipona y uno de los más célebres
Padres y Doctores de la Iglesia. Agustín salió al paso de esta calumnia afirmando lo que era evidente,
los culpables de las desventuras de Roma era los propios romanos y no la religión cristiana. En el año
412 o 413, San Agustín emprendió la tarea de escribir uno de sus más famosos libros, “La Ciudad de
Dios”, síntesis maravillosa de la historia humana y divina en la cual nuestro linaje, divido en dos
ciudades, la ciudad de Dios o de los buenos, y la ciudad del hombre. En la ciudad de Dios, se ama a
Dios hasta el olvido de si mismo y en la ciudad del hombre se ama a si mismo hasta el olvido de
Dios. Estas dos concepciones de la vida y del amor, llevan a una lucha incesante entre una y otra
ciudad, bajo el mirar de Dios13.
Se comprendió entonces que había una Providencia divina que regía y ordenaba hacia fines, a
veces incomprensibles para los hombres, el destino de los individuos y de los pueblos; que las
desgracias materiales eran permitidas e impuestas por Dios para conducirnos como de la mano hacia
superiores bienes espirituales; que todo lo que pasaba en nosotros y en el mundo no obedecía a
fuerzas ciegas y fatales, sino a una mano sabia y rectora que guiaba todas las cosas.
Las desgracias no son nunca desgracias absolutas, sino, a menudo, fuente de altas
consolaciones. Esta concepción “providencialista” de la Historia ha sido el norte y guía de los
historiadores católicos de los siglos posteriores, desde los cronistas medievales hasta Mariana y
Bossuet14.

12 Plinio Corrêa de Oliveira, Curso de História


13 Manuel Riu, op. cit. y E. Bague, Edad Media, Diez siglos de civilización, pág. 35/6
14 E. Bagué, op. cit.

14
Con la caída del imperio romano de Occidente, sólo quedaba en pie el Imperio Romano de
Oriente, el cual sucumbiría 10 siglos más tarde, marcando el fin de la Edad Media.

San Benito de Nursia, un alma


providencial
Muchas veces la Divina Providencia espera las horas más trágicas para intervenir y
habitualmente lo hace a través de almas providenciales, es decir, suscita una persona sobre quien
recaen todas las esperanzas de la Iglesia, por ejemplo, fueron almas providenciales Carlomagno,
Juana de Arco, Ignacio de Loyola, Juan de Austria, y un largo etcétera.
En este trabajo, daremos un especial realce al papel de estas almas que Dios hace surgir a los
largo de los siglos.
Es bajo este prisma de consideración de las almas suscitadas por Dios, para alterar, o
reformar el curso de la Historia, que consideramos a San Benito y la orden benedictina, por él
fundada. De acuerdo con esto se lo puede considerar como la raíz de la Edad Media.
Más adelante continuaremos, en capítulo II con las invasiones de los bárbaros.
Mientras el Imperio Romano se derrumbaba y las hordas bárbaras se establecían en todo su
territorio. La confusión reinaba por doquier. En Roma, a pesar de que el catolicismo vivía en plena
libertad, la mentalidad de la gente continuaba infectada por los virus putrefactos del paganismo.
De ese ambiente y de una noble familia de senadores y patricios romanos, un día salió de
Roma un joven, casi un niño, su nombre Benito. Este adolescente estaba llamado por Dios a ser
Padre de una de las más gloriosas órdenes religiosas de Occidente, pero más aún, el patriarca de un
nuevo orden social que surgiría de una gruta: Subiaco.
Benito, nació el año 480 (+547), en Nursia, ducado de Spoleto. Desde niño dio señales de
grandes virtudes. A los 16 años fue enviado a Roma por sus padres para hacer sus estudios, pero
viendo la corrupción que dominaba las escuelas públicas, se afligió y resolvió a retirarse a la soledad
para consagrarse a Dios.
Este joven con una extraordinaria vocación resolvió darse enteramente a la gracia divina. Ésta
le decía en el fondo del alma: “Hijo mío, yo te quiero y te quiero por entero. ¿Tu te entregas por
entero?” Él respondió: “¡Si me doy por entero!”
Para llevar a efecto esa entrega completa, la experiencia la mostraba que él no podría
permanecer en aquel maremagno, mezcla de barbarie y de cultura romana, en que se encontraba
Europa. Decidió retirarse solo, para un lugar yermo e inhóspito, apartado del convivio de los
hombres, donde buscaría santificar su alma. Probablemente, no tenía noción de que la Providencia lo
llamaba a ser el árbol del cual brotarían todas las simientes que se difundirían por Europa, dando
origen a la Cristiandad Medieval. El, por así decir, se hundía en la soledad para ser visto apenas por
Dios y Nuestra Señora, para que nada perturbase la entrega completa que hiciera a Ellos. Allí se
dedicaría a la devoción, a la meditación, a la penitencia, para que la gracia tomase cada vez más
cuenta de su persona.

En la gruta de Subiaco, pensando


solamente en Dios
Podemos imaginar a San Benito, aún joven, de buena presencia, muy dotado con los
predicados de una familia senatorial y desapegado de todos esos dones naturales, dejando la casa
paterna camino de Subiaco. Se trataba de una montaña, una especie de palacio silvestre de grutas,
unas en cima de las otras, formando como que pisos. Escogió una de ellas, en la que podríamos
llamar de planta baja, y entró.

15
Capítulo I – II – Caída del Imperio Romano de Occidente
San Benito, Patriarca de Europa
El tal vez no supiese, pero en una de las aberturas superiores ha vivía hace muchos años, otro
eremita, mucho mayor que él, San Romano. Este vio llegar al joven asceta e inmediatamente percibió
la señal de Dios en aquella alma. No se hablaban, manteniendo cada cual su existencia recogida.
San Romano se alimentaba apenas de un pan que un cuervo le traía todos los días. Ahora,
San Benito fue para allí, sin preocuparse de la alimentación, confiante en Dios. Pero a partir de aquel
día, el cuervo pasó a traer dos panes. San Romano entendió en seguida para quien era el segundo
pan, consiguió una cesta, a la cual amarró una cuerda y por ella hizo descender la ración
suplementaria traída por el pájaro. Así que vio la cesta y su contenido, San Benito percibió que a
partir de aquel momento tendría su nutrición asegurada, comiendo el pan milagrosamente mandado
por Dios.
Su único contacto con el mundo exterior era la hora en que veía la cuerda bajar. Había
renunciado a todo, olvidado de si mismo, pensando solamente en las cosas divinas.

En las espinas, victoria sobre la carne


Tanto cuanto me es dado pensar, admito que San Benito, aunque sin tener plena conciencia
de lo que nacería de Subiaco, percibía que algo de muy grande se jugaba en el cielo cada vez que el
daba un paso ascendente en el camino de la fidelidad. Los ángeles cantaban y los demonios rugían.
El sentía todo el odio que el demonio ponía contra él – y, por lo tanto, cuanto le estaba siendo nocivo
- en las tentaciones cavilosas con las cuales a todo instante, y de un modo tormentoso, este lo
asediaba, y a las cuales era obligado a resistir.
En cierto momento, sin culpa suya, las tentaciones contra la pureza aumentaron de manera
terrible. ¡Era, naturalmente, la furia del espíritu impuro descargándose sobre un hombre tan
extraordinario como aquel! Para vencer esos ataques, San Benito se levantó y se lanzó sobre unos
arbustos erizados de espinas, para que la sensación del dolor ocasionado por éstas aplacase los malos
deseos de la carne.
En memoria del heroico y victorioso acto de su Fundador, los benedictinos conservan
siempre esos arbustos con una veneración y un cuidado extraordinarios. Siglos más tarde, estuvo allí
para rezar el gran San Francisco de Asís, que se conmovió a la vista de aquellos arbustos espinosos.
Y para significar cuanto fue agradable a dios el gesto de San benito el poverello plantó en el mismo
lugar un rosal. A partir de entonces, los arbustos y el rosal nacen juntos, entrelazados y perpetuando
en aquella gruta la suavidad de San Francisco y la noble austeridad de San Benito.

A través de San Benito, Dios velaba por


Europa
Y así, con los sucesivos triunfos sobre el mundo, el demonio y la carne, el joven eremita
llevaba la vida de virtudes que haría de su alma el elemento moderador de toda una familia religiosa,
la cual se extendería por los siglos venideros. Se hizo un santo de primera grandeza, el Patriarca de
los Monjes de Occidente, un varón igualado por pocos en la historia de la Iglesia, por que no es dado
al género humano engendrar tantos hombres con semejante envergadura espiritual.
Es preciso notar que, si San Benito cuidaba apenas de darse enteramente a Dios, Dios tomaba
cuenta enteramente de su fiel servidor para, a través de él, velar sobre Europa.
En efecto, San Benito tuvo un número considerable de hijos espirituales, los religiosos
benedictinos, que se expandieron por el continente y tuvieron una poderosa influencia en la
formación y en la difusión de la Edad Media. Fueron ellos que trabajaron para la conversión de los
bárbaros, sobre todo en las regiones más difíciles donde el cristianismo no había penetrado.
Inglaterra, Alemania, Suecia, Noruega, Dinamarca, Bohemia, Austria y también parte de
Hungría se convirtieron gracias al impulso de esa inmensa familia religiosa de los benedictinos que

16
emprendieron esa gesta apostólica de modo altamente prestigioso. Por cierto, sea dicho de paso que
prestigio y benedictismo son cosas casi indisociables. En toda la vida de la iglesia, la Orden de San
Benito conservó una especie de influencia y de categoría que aún guardan un perfume del buen
feudalismo medieval.

Punto de partida de la Civilización


Cristiana
Pero, ¿cómo actuaban los hijos del santo Patriarca?
Ellos se dirigían a los pueblos infieles, predicaban misiones y fundaban un monasterio. Este,
en general, edificado en un lugar desierto. Allí comenzaban a cantar, a practicar la liturgia, a distribuir
limosnas a los pobres que se presentaban, a derribar las florestas, hacer plantaciones regulares, secar
pantanos, etc.
Por causa de esa influencia que adquirían sobre las almas, especialmente por sus virtudes, las
poblaciones y las ciudades se iban construyendo en torno a sus monasterios. Cuando permanecían
solitarios, de las ciudades iban a visitarlos, y su acción se irradiaba a la distancia, auxiliando la
actuación del clero secular.
Era una verdadera preciosidad para cualquier población tener un monasterio benedictino
instalado en su vecindad. En verdad, no era lo propio de esos conventos y abadías el ser urbanos. Se
mantenían siempre apartados, hasta el momento en que no podían más substraerse al flujo de gente
que deseaba cada vez más estar cerca de los monjes, y entonces los cercaba. Su apostolado
característico, sin embargo, era ese que, de lejos, se ponía a refulgir con todo su brillo, a atraer con
todo su perfume, haciendo con que los pueblos viniesen a ellos. Lo que no deja de ser una linda
forma de actuar en beneficio de las almas.
Después de haber convertido Europa, los hijos de San Benito, por medio de la Congregación
de Cluny – que era una federación de abadías y monasterios benedictinos – prepararon el
florecimiento espiritual, cultural, artístico, político, militar, etc., de la Edad Media. No habría sido
posible la formación de esta, ni la del Sacro Imperio Romano Germánico, si no fuesen las ideas, las
máximas y principios irradiados desde Cluny.
Pero Cluny, a su vez, no habría existido sin Subiaco. Este fue el verdadero punto de partida
de la Civilización Cristiana. Ella surgió del “si” de aquel joven Benito, el cual, desprendiéndose del
gran pantano que era la Europa de su tiempo, camino hasta aquella gruta del Lacio, y allí inició una
vida espiritual de cuyos fulgores nacería la cristiandad medieval.
A la sombra del gran Benito aparecen las grandes figuras de la Edad Media. A él le
correspondió fundar el ritmo de vida monástico. San Gregorio, uno de sus tantos hijos espirituales
que llegaron a la gloria de los altares, fue el fundador del ritmo musical que aún llamamos “canto
gregoriano”.
La orden benedictina, supo dejarse asumir por el tipo humano de su fundador. Este sería el
modelo de hombre propio para la expansión del Cristianismo. San Benito creó un modelo de
cristiano, y sería este nuevo tipo humano que convertiría a los bárbaros que ya estaban diseminados
por doquier en la Europa convulsionada por la caída del Imperio Romano15.
San Benito es la fuente cristalina de donde brotó la Cristiandad. Junto con San Benito, su
complemento inseparable, San Gregorio, cuya preocupación fundamental fue extender al clero
secular las normas de disciplina propias de la vida monástica: redactó en consecuencia una regula
pastoralis, en donde la penitencia se ampliaba para convertirse en dirección de almas, y propuso la
inserción en la liturgia de una música especialmente creada para este uso. Como dijimos arriba, fue el
canto gregoriano, que aún hoy en día, en pleno siglo XXI atrae a las multitudes. Lo importante del
gregoriano no era el aspecto técnico de la composición musical, sino que ésta estaba pensada por y
para la Iglesia, exclusivamente.

15 Suárez Fernández, Luis, Raíces Cristianas de Europa, pág. 27

17
Capítulo I – II – Caída del Imperio Romano de Occidente
San Benito, Patriarca de Europa
Corresponde a San Gregorio magno la iniciativa de romper los límites de la romanidad para la
expansión de la Iglesia y llevarla a otros pueblos y latitudes.
De esta manera, mientras las ruinas del Imperio Romano no cesaban de desmoronarse, y los
bárbaros establecían un mosaico de reinos en los antiguos dominios romanos, la Iglesia, iba ya
echando las bases de su expansión y con ella la de la civilización. Y en este aspecto podríamos
mencionar a Son Bonifacio, apóstol de la Germania, a San Cirilo y San Metodio apóstoles de los
pueblos eslavos.
Los nuevos pueblos recién convertidos se ofrecían a los millares como misioneros para
evangelizar las regiones no latinas del viejo mundo: San Quiliano, San Galo, San Pirmino (o Fermín)
se asocian a la primera etapa de este esfuerzo.
En este escenario aparece un misionero de noble familia sajona, nacido en 675. La novedad
de su conducta consiste en que viajó a Roma para consultar al Papa Gregorio II, sobre su campo de
apostolado: y éste le señaló, nada menos que el país de los teutones, Deutscheland. Contando con el
apoyo de los gobernantes francos, cambió su nombre por el de Bonifacio, para asumir plenamente la
identidad latina, y fue consagrado obispo de Fritzlar. El año 741, fruto de los esfuerzos de Bonifacio
y de los misioneros anglo sajones existía ya una Iglesia germánica que se extendía desde el Mar del
Norte hasta los Alpes.
Bonifacio defendió la idea de una estrecha asociación de la Iglesia romana a la nueva
monarquía de los francos, que tras la “pérdida” de España16, se convertía en el bastión defensivo más
importante para la Cristiandad. El sínodo del 742, ideado por San Bonifacio, fue la primera etapa de
una reforma destinada a proporcionar a dicha Iglesia unidad bajo el Papado. No se engañaba
respecto a una cuestión: la de que sin la asistencia de los poderes laicos no sería posible a la
Cristiandad, arrojada brutalmente fuera del Mediterráneo por el impulso islámico, convertir, educar
en la fe y organizar a los pueblos germánicos, que ahora constituían la parcela fundamental de
Europa. Como si fuera un nuevo profeta Samuel, recabó la autorización del Papa y consagró a
Pepino rey de los francos. Este hecho anunciaba la coronación de Carlomagno, el año 800. La
autoridad laica se sometía a las normas sacralizadas de la Iglesia 17.
San Bonifacio, después de consagrar a Pepino y a sus hijos, se dedicó a la tarea de poner en
pie el Monasterio de Fulda, que sería centro intelectual para las diócesis germanas. Luego regresó a
Frisia, aquí sufrió el martirio, el 5 de junio de 754.
San Benito, San Gregorio y San Bonifacio coincidieron en la necesidad de convertir el
bautismo de los pueblos germánicos en su integración en la cultura latina18.
Como podemos ver en este primer capítulo, la Civilización Cristiana, la cultura cristiana, que
surgía con la fuerza de un brote primaveril, nació de la Iglesia, fue suscitada por la Iglesia, alimentada
por la Iglesia, orientada por la Iglesia y santificada por la Iglesia. En sus primordios la unión de la
Iglesia y la Sociedad temporal medieval era condición de existencia de ésta última.

16 Veremos la invasión musulmana más adelante


17 Suárez Fernández, Luis, op. cit. págs. 34 a 37
18 Suárez Fernández, Luis, op. cit. pág. 38

18
Lecturas complementarias

Un pequeño hecho de la vida de San


Benito
Este gran santo fue dotado por Dios del don de profecía, predijo, por ejemplo, las desgracias
que deberían afligir a Roma. Sabiendo de esto el jefe bárbaro Totila, quiso probarlo y le envió a uno
de sus escuderos, a quien le hizo vestir de púrpura. Aunque no lo conocía, San Benito al verlo llegar
le dijo: “Hijo mío, deja el traje que llevas, pues no es el tuyo”, con lo cual el escudero se postró por
tierra asustado de haber querido engañar al Santo. Vino pues el mismo Totila en persona: el
venerable abad lo reprendió y le exhortó a la penitencia y le predijo que después de reinar nueve años
moriría en el décimo: todo lo cual se cumplió al pie de la letra. Alterado el bárbaro, procedió en lo
sucesivo con bastante humanidad 19.

San Gregorio Magno y la conversión de


Inglaterra
Siendo ya Papa, San Gregorio Magno pasaba un día por el mercado de
Roma en donde vendían esclavos rubios y bellos, procedentes de las Islas Británicas.
Preguntó: “Qui sunt?”, ¿quienes son? Y los que los vendían replicaron: “Sunt angli”,
son anglos. Haciendo un juego de palabras, dijo el Pontífice: “non sunt angli, sed
angeli”, no son anglos, son ángeles. Y ordenó comprarlos para el bautismo y la
libertad. Decidió entonces llevar el Evangelio a la tierra donde habían salido 20.

Vida de Norberto, Arzobispo de


Magdeburgo
Al llegar a la ciudad fortificada de Huy, situada en el Mosa, distribuyó a los
indigentes el dinero que acababa de recibir y habiendo descargado así el fardo de los
bienes temporales, vestido tan sólo con una túnica de lana y envuelto en un manto,
con los pies desnudos, en un frío espantoso, partió hacia Saint Gilles con los
compañeros.
Allí encontró al Papa Gelasio que había sucedido al Papa Pascual después de
la muerte de éste y... recibió de él el libre poder para predicar, poder que el Papa
confirmó por la sanción oficial de una carta... Norberto y su compañero recorrían los
castillos, los pueblos, los lugares fortificados, predicando y reconciliando a los
enemigos, pacificando los odios y las guerras más arraigadas. No pedía nada a
nadie, pero todo lo que se le ofrecía lo daba a los pobres y a los leprosos. Estaba
absolutamente seguro de de obtener la gracia de Dios lo que era indispensable para
su existencia.
Como le gustaba ser en la tierra un simple peregrino, un viajero, no podía ser
tentando por ninguna ambición, él cuya esperanza estaba ligada al cielo. Fuera de
Cristo todo le parecía vil. La admiración y el afecto generales crecieron tanto en torno
a él dondequiera que se dirigiera, haciendo camino con su único compañero, que los
pastores abandonaban sus rebaños y corrían por delante para anunciar su llegada al
pueblo.
Las poblaciones se reunían entonces alrededor de él en multitud y, al
escucharlo durante la misa exhortarlos a la penitencia y a la esperanza en la salvación

19 Diccionario de Ciencias Eclesiásticas, tomo 2


20 Luis Suárez Fernández, Raíces Cristianas de Europa, pág. 27

19
Capítulo I – Lecturas complementarias

eterna – salvación prometida a cualquiera que haya invocado el nombre del Señor –,
todos se regocijaban de su presencia y cualquiera que hubiera tenido el honor de
albergarlo se consideraba feliz. Se maravillaban de este género de vida tan nuevo
como era el suyo: vivir sobre la tierra y no buscar nada de la tierra.
En efecto, según los preceptos del Evangelio, no llevaba zapatos ni túnica de
recambio, contentándose con algunos libros y sus vestiduras sacerdotales. No bebía
más que agua, a menos que fuese invitado por personas piadosas; entonces se
acomodaba a su manera de hacer...21

21Vida de san Norberto, arzobispo de Magdeburgo, apud G. Dubuy: Europa en la Edad Media, Ediciones Paidos, 1986,
Barcelona, pág. 27

20
Capítulo II

I – Las invasiones bárbaras

Introducción
El Imperio Romano agonizaba, no por causa de una derrota militar o un descalabro
económico o una peste contagiosa, sino por algo peor, la decadencia, de la cual dimos noticia en el
capítulo anterior, quitó al otrora dueño del mundo, fuerza, ánimo y coraje para mantener por las
armas los extensos territorios que habían conquistado por el empuje de sus invencibles legiones.
Esos tiempos habían pasado.
Si tomamos las denuncias hechas por San Pablo, en su Carta a los Romanos y la descripción
de la decadencia moral de los mismos hecha por Plinio Corrêa de Oliveira22 comprobamos, que
entregados a la sensualidad más degradante, fueron incapaces de defender a mano armada sus
fronteras ante la ola irresistible que los pueblos bárbaros que llegaban continuamente desde las
regiones del Este y Norte de Europa.
Los pueblos bárbaros, – la palabra Bárbari viene de “extranjeros” y no de barbudos como
muchos creen -- comenzaron poco a poco a desplazarse desde la Europa del Este y del Norte hacia el
Oeste y el Sur. Al llegar a las fronteras del Imperio, comenzaron poco a poco a forzarlas.
Es necesario aclarar que este proceso de las invasiones, no se realizó de un día, o mes o año
para otro, sino que duró varios siglos, pero fue ininterrumpido y progresivo.
Al principio los romanos contuvieron las poblaciones que deseaban entrar en el territorio del
Imperio, posteriormente, muchos bárbaros fueron contratados por los romanos para custodiar esas
mismas fronteras, al final fueron masas humanas que invadieron el territorio del Imperio, devastaron
las ciudades, asolaron los campos, destruyeron todo lo que encontraban a su paso, y se fueron
estableciendo en diferentes regiones, desde el Norte de África, pasando por la península ibérica, la
Gália, Inglaterra, al sur de Italia.
Las invasiones fueron uno de los acontecimientos más importantes de la Historia, porque a
partir de ellas y bajo la influencia de la Iglesia Católica, nació la Europa Cristiana, la Cristiandad.
El proceso arrancó en el siglo V, y en el siglo VII ya tenemos al viejo Mundo completamente
transformado en algo muy distinto de la Europa romana. Se pasó del imperio unificado a las
naciones.
El término Europa, que aparece por primera vez en una vida de santos de la época de San
Beda el Venerable; en la crónica mozárabe española del 754 y en el biógrafo de Carlomagno,
Eghinardo, no fue muy aceptado, se prefería hablar de Christianitas o Universitas Christiana23.

22 Ver capítulo I
23 Suárez Fernández, Luis, op. cit. págs. 29 y 30

21
Capítulo II – I – Las invasiones bárbaras

Ante las hordas que no terminaban de llegar el Imperio Romano se desmoronó como un
castillo de cartas, toda la construcción imperial caía por tierra. Lo único que permaneció en pié fue la
Iglesia Católica. Las Iglesias, las parroquias, y las abadías, fueron la fuente desde donde surgiría, con
el tiempo, el nuevo orden social medieval.

Las Grandes Invasiones


Como ya dijimos este movimiento de masas fue uno de los hechos más importantes de la
historia.
El Imperio Romano se encontraba envuelto por los bárbaros desde el Mar del Norte hasta el
Mar Negro. Para protegerse de sus incursiones, los romanos habían fortificado las fronteras,
levantando atrincheramientos y establecido numerosas legiones en campamentos permanentes. Estas
medidas defensivas fueron eficaces hasta el siglo IV, pero a partir del 378 y durante todo el siglo V,
los bárbaros empezaron a forzar las fronteras y penetraron en el Imperio, el cual, y durante cerca de
cien años, recorrieron en todos sentidos, asolando las provincias y buscando siempre donde fijarse.
No sólo paralizaron el desarrollo de la civilización romana, sino que, por cierto tiempo
pusieron en peligro la expresada civilización. Provocaron la dislocación y el desmembramiento del
Imperio, y, destruyendo su unidad, prepararon la Europa moderna.
Los bárbaros que se establecieron en los antiguos límites del Imperio, fueron poco a poco
siendo ganados por la obra civilizadora de la Iglesia.

Los principales pueblos invasores


Los Visigodos, franquearon el Danubio en el 378 y se establecieron en el Imperio de Oriente.
Después bajo las órdenes de Alarico y más tarde de Ataulfo, recorrieron y asolaron sucesivamente la
Macedonia, la Grecia, las costas del Adriático y la Italia, terminando por penetrar en la Galia y fijarse
en la Aquitania, es decir en el país comprendido entre el Loire y los Pirineos.
En el 405 comenzó la Gran Invasión, penetrando en Italia la primera horda de bárbaros, los
Suevos, conducidos y mandado por Radagasio, que fue exterminada junto a Florencia, el grueso de
los invasores, Alanos, Vándalos, y Burgundos, cayó sobre la Galia (en el 407) y la asoló durante
cuatro años. Los burgundos se fijaron en el valle de Saona y del Ródano, en Saboya, y después en la
Borgoña y en el Franco Condado actuales, mientras que los alanos y los vándalos invadían España.
Los Vándalos ganaron en seguida el África y persiguieron sus devastaciones por todos los territorios
que hoy comprender Argel y Túnez.
Los hunos, con Atila, invadieron la Galia en el 450. Batidos en los Campos Cataláunicos, se
arrojaron sobre Italia y arrasaron la llanura del Po.
Los hérulos, con Odoacro, se apoderaron en 475 por un poco de tiempo de Italia, la que les
fue arrebatada en 493 por Teodorico y los ostrogodos establecidos anteriormente en Pannonia, es
decir en la parte de Hungría situada a la orilla derecha del Danubio.
La creación del reino ostrogodo de Italia puede considerarse como la fecha que marca el fin
de las grandes invasiones.

22
Los Germanos: Psicología, religión,
organización política y social
Salvo los hunos, todos los invasores fueron germánicos.
Los germánicos, de raza indo-europea, como los latinos y los griegos, ocupaban el país
comprendido entre el Rin y el Danubio al Oeste y al Sur, el Vístula y el Báltico al Este y al Norte, o
sea lo que comprende hoy Alemania, Dinamarca, Austria y una parte de Hungría. También se los
encontraba en la península escandinava, en la Suecia y Noruega actuales.

Psicología
Los germánicos no formaban un Estado, sino que estaban divididos en una multitud de
pueblos. En su país cubierto de bosques y sembrado de pantanos, no se habían fijado al suelo sino a
medias. En el territorio que ocupaban no existían ciudades, sino pequeños pueblos compuestos de
casas en forma de cabañas redondas extremadamente distantes unas de otras, y perdidas, por decirlo
así, en medio de sus campos.
Los germánicos eran altos y rubios, tenían la piel blanca y los ojos azules. Valientes, pero
propensos al desaliento en caso de descalabro, eran al mismo tiempo orgullosos, habladores y se
entregaban con placer a las bebidas.
Cuando triunfaban en ciertas batallas, el jefe adversario tenia la cabeza cortada a la que se
levantaba la parte superior del cráneo y allí brindaba el jefe triunfador...

Dos rasgos principales caracterizan a los primitivos germánicos: la tendencia


al individualismo, al aislamiento y a la independencia, y a una meditabunda aspiración
hacia un ideal lejano y nebuloso24.

Religión
Ellos adoraban las fuerzas de la naturaleza divinizadas, como el trueno, Domar, el Sol,
Summa, la Luna, Mani; la Tierra, Hertha. El dios supremo era Otan, al que se llamaba también Odin,
y de aquí el nombre de Odinismo dado a la religión germánica. Ellos tenían doce dioses y doce
diosas. Que engendran semidioses, a los que van unidas las personificaciones de las fuerzas
naturales, que obran misteriosamente en el mundo y en ciertas naturalezas superiores, dándose a
conocer como enviados, como ministros de la divinidad. Estos dioses se acercan a los hombres para
servirles de ayuda, se despojan de su naturaleza invisible, se ciernen sobre la morada de los hombres
premiándolos y castigándolos; son jóvenes, pero pueden envejecer, el mundo de los dioses está
continuamente amenazado de una ruina, que los hombres y los dioses unidos deben conjurar.
Tres especies de sacrificios constituyen la esencia del culto; el sacrificio expiatorio, el de
acción de gracias y el propiciatorio, o mejor, profético. En las acciones de gracias se ofrecían frutos
naturales, celebrándose estas fiestas periódicamente cada año, y reuniéndose para ellas el pueblo en
alegres asambleas. En los sacrificios expiatorios se derrama la sangre de reses vivientes para aplacar a
la divinidad, y aún el sacrificio humano no causaba horror al germánico. El primer prisionero de
guerra era generalmente ofrecido en sacrifico; se inmolaba también a los culpables, Reyes o hijos de
Reyes, por parecerles los más aptos, como representantes del pueblo, para ser víctimas expiatorias
agradables a la divinidad. En los sacrificios de acción de gracias, se ofrecían animales que habían de
ser machos, y su carne podía comerse cocida, pero no asada. Estos animales no debían haber servido

24 Diccionario de Ciencias Eclesiásticas, Tomo V, entrada Germanos

23
Capítulo II – Los Germanos: Psicología, religión, organización política y social

aún a los hombres, y antes de derramar su sangre sobre el altar, eran coronados de flores y paseados
en medio del pueblo. Una parte noble, generalmente la cabeza, era colgada de las ramas de un árbol
sagrado o fijado en la punta de largas perchas. Cuando el sacrifico era público lo ofrecía el sacerdote,
al paso que el padre de familia era suficiente para ejercer las funciones sacerdotales en los sacrificios
domésticos. No puede ponerse en duda que los germanos tenían sacerdotes propiamente dichos,
llamados entre ellos ewashes, evates, se recurría a su ministerio en las ceremonias oficiales del culto,
en los juicios solemnes y en todos los actos públicos que se hacían bajo la invocación de los dioses.
Sus demás funciones consistían en guardar los bosques sagrados, los templos, los símbolos y
las estatuas de los dioses; en predecir el futuro, consagrar a los Reyes, bendecir a los matrimonios y
enterrar los muertos. También había sacerdotisas.
Los sacrificios se ofrecían en lugares destinados al culto, y aunque generalmente se hacían en
los bosques y florestas sagradas, en que se escogían para este objeto los árboles que estaban situados
sobre colinas.
Los dioses germánicos sólo respiran guerra y éstos están en lucha permanente.
Como los germánicos como eran muy belicosos imaginaban a sus dioses a su semejanza.
Wotan en su paraíso el Walhalla, sólo recibía a los bravos, es decir, a los que habían sucumbido en el
campo de batalla. Allí, eternamente jóvenes cazaban y combatían todo el día, y por la noche bebían
el agua celeste en los cráneos de los enemigos. Los que no habían perecido de muerte violenta eran
considerados como cobardes y condenados al infierno.
Eran numerosas las brujas y hechiceras que predecían el porvenir, ya observando el galope de
una yeguada, ya examinando las entrañas de las víctimas humanas.

Organización política y social


La primera condición de la vida social, era la capacidad de llevar armas, que además eran el
fundamento de la distinción entre el hombre libre y el esclavo. Sólo era hombre libre el que podía
llevar armas, el que no podía o no debía era necesariamente esclavo. El esclavo es propiedad del que
lleva las armas y está bajo su tutela.
El hijo del hombre libre que no había aún manejado las armas, y no era capaz de combatir
por los dioses, no pertenecía al rango de los hombres libres, estableciendo este mismo arte entre ellos
más o menos distinciones. El que se hacía más notable gozaba mayor consideración; le rodeaba
mayor gloria, transmitiéndola después a sus sucesores, porque al legarles la sangre les legaba también
un alma mejor, según las ideas germánicas, asegurándolas también, como una porción de su
herencia, la participación en su gloria personal. De este modo nació la más antigua nobleza, a la que
rodeaba una aureola religiosa, y que cuando no pudo distinguirse en los trabajos heroicos de la
guerra emprendida por amor de los dioses, sino por gracias sobrenaturales, y las virtudes divinas,
fueron las razas sacerdotales. El primogénito de las familias nobles, tenía una porción especial,
porque el primero de todos debía ser apto para llevar las armas, había heredado la primera parte del
alma de su padre y era el portador y el representante de la raza ante la posteridad. Así como el padre
de familia ejercía las funciones sacerdotales en las ceremonias del culto privado, así los ejercía el jefe
de familia cuando las familias se reunían, y como jefe de la raza entera, era el ministro cuando se
juntaba la nación entera.
La nobleza que estaba al frente de la nación, sin dominarla siempre, constituía un estado que
no estaba absolutamente cerrado para los demás. Ella era la depositaria de la tradición, rodeaba al
duque o al Rey, a quien debían obedecer, y a cuya dignidad podían llegar.
El hombre habitualmente compra a su esposa entre familias extranjeras, paga un precio por
ella y ésta llega a ser su propiedad que puede a su vez enajenarse. Es pues el marido dueño de
disolver el matrimonio, y si la mujer le es infiel, puede castigarla y aún hacerla morir, haciéndola,
muchas veces recorrer las ciudades azotándola; entre los borgoñones, la que abandonaba a su marido
era sofocada en el lodo. Nadie puede impedir al marido colérico matar a la adúltera; los frisones
podían inutilizarla, ahorcarla, abrasarla y matarla a cuchilladas; los daneses las vendían como

24
esclavas; y entre los anglo-sajones la adúltera quedaba obligada a comprar otra mujer al esposo
ultrajado. En fin, el marido podía reducir a su esposa a la categoría de sierva.
Pese a esta sujeción de la mujer, ésta no era esclava del hombre, sino que le testimoniaba
respeto, pues según los germánicos “había algo de divino en la mujer”.
El vínculo familiar, bajo la autoridad del padre, era tan estrecho entre los germanos, que la
injuria inferida a un uno de sus miembros era considerada como hecha a toda la familia; todos
debían perseguir la venganza.
Pero el que mata a alguien de la propia familia, éste ya no tiene parte en la confederación que
une a los miembros con Dios y entre sí, es considerado como el lobo en el rebaño, como el enemigo
en el santuario, y es necesario que ande errante sin tregua ni reposo, y en cualquier parte en que la
familia lo encuentre, lo considera como víctima expiatoria.
De otro modo se portan cuando el miembro de una familia extranjera turbaba la paz
doméstica y perjudica a un hombre libre en su persona, su piedad o en los que pertenecen a su tutela;
en este caso es necesario que un miembro responda por otro, extendiéndose la venganza hasta los
miembros más apartados que expían la ofensa al precio de su sangre o de su fortuna. Aquí se hallan
en toda la energía los dos principios de la vida germánica: el ardor guerrero y la fidelidad 25.

La tribu
La agrupación de un cierto número de familiar constituía la tribu. Los intereses de la tribu
eran discutidos entre todos los jefes de familia y los hombres libres reunidos en armas. Esta asamblea
se llamaba mall. Particularmente entre los francos, sus jefes o Reyes estaban en ciertos pueblos
sometidos a una especie de elección: los guerreros levantaban al elegido sobre un escudo y lo
paseaban alrededor del campo. El Rey se distinguía por su larga cabellera flotante.
Estos valores fueron hábilmente aprovechados por la Iglesia Católica para sacar de esta arcilla
el material con el cual moldearía la Cristiandad.

La propiedad
La organización de la propiedad era muy particular. Las tierras eran comunes, y cada año se
dividían entre diferentes familias. Este sistema era semejante a las granjas colectivas comunistas. El
germánico no podía poseer en propiedad más que su casa y el campo que la rodeaba.

La guerra
La única industria nacional de los pueblos germánicos era la guerra. El reparto anual de tierras
entre estos pueblos hacían imposible un aumento de fortuna, y los hombres enérgicos tenían que ir a
buscarlas fuera de su país. Como el oficio de las armas era el único que los germánicos encontraban
verdaderamente digno de ellos, se expatriaban para hacer la guerra. Para ejercerla, escogían un jefe a
cuyo alrededor se agrupaban y al que prometían obediencia y fidelidad absolutas. De esta manera
constituían una banda de guerra que, según las circunstancias, trabajaba por su propia cuenta o se
ponía al servicio de otro. Las bandas guerreaban ya en la misma Germanía, ya en las fronteras del
Imperio.
Los romanos las combatieron primero, pero después terminaron por tomarlas a sueldo,
dándoles tierras, acantonándolas sobre las fronteras y confiándoles por último la defensa contra
nuevas bandas. Así fue como Constantino instaló a los francos sobre el Rin desde los principios del
siglo IV.

25 Diccionario de Ciencias Eclesiásticas, Tomo IV, entrada Germanos

25
Capítulo II – Los Germanos: Psicología, religión, organización política y social

La invasión pacífica
Este establecimiento de las bandas germánicas en territorio romano fue una de las formas de
una invasión pacífica y lenta que precedió y preparó las invasiones violentas y en masa.
Los romanos no había empleado primero los bárbaros sino como auxiliares o como
federados, establecidos al lado de las legiones del ejército regular. Pero el reclutamiento de este
ejército era cada vez más difícil: los hombres faltaban y el oficio de soldado estaba desacreditado, y
los romanos abrieron entonces a los bárbaros las filas de sus mismas legiones. Los bárbaros así
regimentados se llamaban letes.
Al mismo tiempo que el Imperio carecía de soldados, carecía igualmente de labradores.
Entonces se buscaron entre los bárbaros y de entre ellos salieron obreros agrícolas reclutados entre
los germánicos, como se buscan hoy en ciertos países de la Unión Europea, donde se carece de
operarios. Estos obreros fueron instalados como colonos, pertenecían a la tierra, y no podía ser
vendida sin ellos.
Los letes y los colonos se introdujeron en número considerable en el Imperio tanto más
fácilmente, cuanto que los bárbaros no guardaban ningún sentimiento de rencor contra el mundo
romano, por el contrario, lo admiraban y se sentían arrastrados hacía él. Más de un jefe bárbaro envió
sus hijos a Roma para que recibiesen allí su educación; más de un rey bárbaro solicitó de los
emperadores un puesto en el ejército romano. El Imperio se encontró pues insensiblemente como
empapado de bárbaros mucho antes de las grandes invasiones. “Los bárbaros son todo, decía un
escritor del siglo IV. No existe ni una sola de nuestras familias en las que algún godo no sea el
hombre de servicio. En nuestras ciudades, el albañil, el aguador y el mozo de cordel son godos”.
Los bárbaros se encontraban hasta en la corte, entre los más altos personajes que rodeaban al
emperador. Cuando al morir Teodosio, les dejó para dirigirlos, en calidad de primer ministro, al
vándalo Estilicón, al que había casado con una sobrina suya.

Las invasiones violentas: su carácter


Las invasiones violentas, excepto la de los hunos, no fueron expediciones militares que
tuvieran por objeto la destrucción de un enemigo, el botín y la conquista. Fueron simplemente
emigraciones de pueblos, mudanzas de naciones enteras, hombres, mujeres, niños, y rebaños que
abandonaban, sin pensar en la vuelta, la primera patria, y que partían en busca de otra nueva.
Los bárbaros, en general, no estaban animados de sentimientos hostiles con respecto a los
países que atravesaban; solamente que aquella masa enorme de individuos lo devastaba todo para
vivir, y su paso por una comarca era la peor de las catástrofes.
El Imperio había tenido que sufrir ya, durante los siglos precedentes, varias invasiones, pero
las había rechazado. En el siglo V no costó ningún trabajo a los bárbaros franquear la frontera,
puesto que ésta no estaba guardada mas que por otros bárbaros federados o letes. Pudieron recorrer
libremente las provincias, porque los ejércitos que se les oponían no tenían ya ninguna superioridad
sobre ellos.

Causa de las invasiones de los hunos


La invasión de los bárbaros germanos fue provocada por los movimientos de los hunos,
bárbaros mucho más salvajes aún. Los germanos abandonaron su país por huir de ellos y se
arrojaron sobre el Imperio con la esperanza de encontrar asilo y protección.

26
Los hunos eran de raza amarilla, parientes próximos de los mogoles y los turcos. Eran
pequeños, morenos y rechonchos. Tenían la cabeza muy gruesa, los cabellos ásperos, la nariz
aplastada, los pómulos salientes, los ojos oblicuos en dirección a las sienes y las orejas grandes y
muy separadas. Sus tribus eran medio nómadas, como los son hoy las tribus de Mongolia. Eran
pastores, cazadores y saqueadores; vivían de sus rebaños, de lo que cazaban y de sus robos.
Aterraban a todos los que se les aproximaban, y este terror se refleja en los retratos que han dejado
dos historiadores contemporáneos de las invasiones: Amiano Marcelino y Jornadés.

Los hunos, dice Amiano, exceden en ferocidad y en barbarie a todo lo que se


pueda imaginar de bárbaro y feroz. Bajo una forma humana, viven en estado de
animales. Se alimentan de raíces de plantas salvajes y de carne medio cruda,
macerada entre sus muslos y el dorso de sus caballos. Su vestido consiste en una
túnica de lino y una casaca de pieles de ratas salvajes. La túnica es de color oscuro y
se les pudre sobre el cuerpo. Se cubren con un gorro y se envuelven las piernas con
pieles de machos cabrios.
Cuando cabalgan, se les creería clavados en sus pequeños caballos, feos,
pero infatigables y rápidos como el relámpago. Pasan su vida a caballo; a caballo
tienen sus asambleas, compran, venden, beben y comen, y hasta duermen a veces
sobre él. Nada iguala a la destreza con que lanzan a distancias prodigiosas sus
flechas armadas de huesos aguzados, tan duros y mortíferos como el hierro.

Desde el siglo II de la era cristiana, los hunos se habían establecido en los Urales, al norte del
Mar Caspio, a lo largo del Volga y hasta el pie del Caúcaso. En el siglo IV se dirigieron hacia el
Oeste, y pasaron sobre el cuerpo de los bárbaros ya establecidos en aquellas comarcas. Hacia el 374
llegaron a tocar con los primeros germanos y godos, e inmediatamente empezaron entre los primeros
aterrorizados, el éxodo general. La huida hacia el imperio y las invasiones.

Atila
Persiguiendo a los visigodos, que huían ante ellos, los hunos franquearon los Cárpatos y
penetraron y se establecieron en una gran llanura por donde corre el Danubio, que se llamó más tarde
Hungría, del nombre de otro pueblo de raza amarilla llamados húngaros. Las invasiones de los hunos
fueron desde luego completamente diferentes de las invasiones germanas; fueron, no emigraciones
del pueblo entero, sino expediciones de conquistas y campañas hechas por los guerreros solos.
Bajo el reinado de Atila estuvieron a punto de constituir un imperio bárbaro frente al imperio
romano.
Jornandès pinta a Atila de baja estatura, ancho de pecho, cabeza grande, ojos pequeños,
barba rara, nariz aplastada y color casi negro. Es el tipo humano de hoy. Jornandès añade que fue
“un hombre nacido para el pillaje del mundo y terror de la tierra”.
A Atila le gustaba hacerse llamar “el azote de Dios”, y se alababa, dicen, de que “allí donde
su caballo había pisado no volvía a nacer jamás la hierba”.
Durante algún tiempo Atila, al que el emperador había dado el título de general, jefe de las
milicias, recibió del Imperio, con el nombre de sueldo, un verdadero tributo. En 450, éste tributo le
fue negado. “Tengo el oro para mis amigos y el hierro para mis enemigos”, había respondido el
emperador Marciano. Atila se arrojó entonces sobre la Galia. En 451 franqueó el Rin con 500.000
hombres, según dicen. Atravesó primero Bélgica y la devastó totalmente. El terror causado por su
ejército fue tal, que todo huía delante de él, no encontrando por consiguiente ninguna resistencia:
sólo los habitantes de Paris, bajo la inspiración de la joven Santa Genoveva, cerraron sus puertas.
Atila no tomó Paris, pero siguió hasta Orleáns.
En Orleáns, el Obispo San Aignan organizó la resistencia. La ciudad se resistió lo suficiente
para el que general romano Aecio tuviese tiempo de reunir un ejército que comprendía, además de
las legiones galo romanas, los contingentes de todos los bárbaros establecidos en la Galia, visigodos,

27
Capítulo II – II – Los reinos bárbaros
Formación de la Cristiandad
burgundos y francos. El ejército de socorro llegó bajo los muros de Orleáns al mismo tiempo que la
población, reducida por el hambre, acababa de abrir sus puertas y cuando empezaba el pillaje.
Atila se batió en retirada hacia la Champaña, donde el país llano era particularmente favorable
para las evoluciones de su numerosa caballería. La batalla decisiva tuvo lugar probablemente entre
Sens y Troyes, en los Campos Cataláunicos (451). Atila vencido se resguardó detrás de un
atrincheramiento hecho de carretas, que sus adversarios, fatigados por la victoria, no intentaron
siquiera atacar. De esta manera pudo retirarse a la parte más allá del Rin.
Al año siguiente emprendió una campaña contra Italia, se dirigió hacia Roma quemando todo
lo que encontraba a su paso, Ravena, Milán Pavía eran montones de ruinas. Cuando parecía que
tenia las puertas abiertas para destruir Roma, un anciano inerme, cercado de algunos nobles
romanos, le intimó la retirada y amenazándole con la cólera de San Pedro Apóstol protector de Roma
y de la Iglesia. El anciano era el Papa San León y Atila, “bajo el cual no crecía la hierba”, sintió un
temor sobrenatural, y al mismo tiempo vio al lado del Pontífice una aparición que lo amenazaba. Así
este hombre poderoso que había devastado media Europa se retiró.
Es importante señalar que los principales fracaso que tuvo Atila fue cuando se enfrentó a
almas santas que lo doblegaron. La joven pastora Santa Genoveva en las murallas de Paris, San
Aignan en Orleáns y el Papa San León en las cercanías de Roma...
Al año siguiente volvió Atila a Italia pero respetó a Roma, dio la vuelta por la Galia y allí fue
derrotado por el jefe bárbaro Turismundo, que le obligó a emprender la retirada.
Atila murió en 453. Su imperio se deshizo casi inmediatamente en medio de guerras en que
sus cincuenta hijos se disputaron la sucesión. Nada quedó de las invasiones de los hunos más que un
recuerdo de terror y ruinas en el norte de la Galia y en todos los países por donde había pasado aquel
ciclón.

II – Los reinos bárbaros


Formación de la Cristiandad

Establecimiento de los bárbaros


Medio siglo después de la invasión de los hunos, al fin del siglo V, el estado político y
religioso de Europa Occidental era el siguiente.
Nominalmente existía el Imperio. Desde 476 ya no había Emperador de Occidente, sino que
el emperador de Constantinopla se consideraba como el soberano de todo el Imperio. De hecho, no
existían ya en Occidente funcionarios imperiales gobernando en nombre del emperador y por el
emperador; no existían ya más que jefes bárbaros que buscaban los medios de constituirse en reinos.
En el extremo Noroeste, los anglos y los sajones habían conquistado una parte de Gran
Bretaña, que tomó el nombre de tierra de los anglos o Inglaterra.
Los francos ocupaban la Galia septentrional, desde el Loire hasta el Rin; los burgundos, la
región del Saona, del Jura y del Ródano. Los visigodos habían fundado un vasto reino que
comprendía la Galia meridional y casi toda España.
Los ostrogodos, bajo el gobierno de su rey Teodorico, entonces el más poderoso de los reyes
bárbaros, eran dueños de Italia.
Por último los vándalos, después de haber ocupado y arrasado el sur de España, que
conservó el nombre de Vandalucía (Andalucía), se habían establecido en la provincia de África y,
dueños de Córcega y Cerdeña, dominaban el Mediterráneo.

28
Es importante observar que casi todos estos bárbaros, en particular los francos, los godos y
los burgundos, se habían establecido en el Imperio, por lo menos en apariencia, con consentimiento
del emperador y a su servicio. Los visigodos, por ejemplo, cuando se les dio por un tratado el valle
del Garona, habían prometido “servir fielmente al emperador y emplear sus fuerzas en la defensa
del Estado romano”. Sobre las monedas del rey ostrogodo Teodorico, sólo figuraba el nombre del
Emperador.
Por otra parte, en las regiones donde los bárbaros se habían establecido, los habitantes se
consideraban siempre como súbditos del Emperador. Para ellos, los reyes bárbaros, godos o francos,
no tenían otra autoridad que la que les daban sus títulos de oficiales imperiales. Estos sentimientos
de fidelidad al Imperio estaban entretenidos por el clero católico.
Bajo el punto de vista religioso, las poblaciones romanas eran católicas. Los francos
empezaban a convertirse al catolicismo. Los godos, los burgundos y los vándalos eran heréticos
arrianos. Los anglos y los sajones eran todavía paganos.

Duración de los reinos bárbaros


Estos Estados bárbaros tuvieron distintos destinos extremadamente diferentes y desiguales.
Tres de los más considerables desaparecieron desde el siglo VI. El reino burgundo cayó en
manos de los francos. Los reinos ostrogodo y vándalo fueron conquistados por el emperador
Justiniano.
En España el reino de los visigodos duró hasta la invasión árabe, a principios del siglo VIII
(711): Lo más curioso es que este Estado bárbaro se había transformado poco a poco en una
verdadera teocracia: después de la conversión de Recaredo (589), los visigodos habían llegado a ser
católicos y la dignidad real había terminado por estar completamente sometida a la tutela de los
obispos.
En Inglaterra, los anglos y los sajones habían formado siete pequeños reinos. Fueron
evangelizados por misioneros enviados de Roma por los Papas. La dominación anglo-sajona
subsistió hasta el siglo IX, siendo derivada entonces por unos nuevos conquistadores, llamados los
normandos.
De todos estos Estados bárbaros, sólo duró el reino franco, y de la monarquía franca fue
donde salio la Francia moderna.

Los francos – Clodoveo – Su conversión


al Cristianismo
La historia de los francos en Galia es particularmente instructiva, no sólo porque estos
bárbaros han sido los solos en crear una obra durable, sino porque establecidos en un país rico y
civilizado, permanecieron, más que los demás bárbaros, constantes en la civilización romana.
Inglaterra se había romanizado mucho menos profundamente que la Galia. Los visigodos mostraron
mucho mayores aptitudes que los francos en asimilarse a la civilización: En la Galia franca fue donde
apareció más que en ninguna otra parte, la transformación de las instituciones y de las costumbres.
Agustín Thierry ha hecho de los francos un célebre retrato:

En la parte superior de la frente levantaban y ataban sus cabellos, de un rubio


rojizo, formando una especie de penacho que caía después hacia atrás en forma de
cola de caballo. Llevaban la cara completamente afeitada, a excepción de un gran
bigote, cuyas largas puntas les caían a cada lado de la boca. Llevaban una especie de
ropón de lienzo ajustado al cuerpo y a los miembros con un ancho cinturón del que
pendía la espada. Su arma favorita era el hacha de uno o dos cortes, cuyo hierro era
grueso y afilado, y el mango muy corto.

29
Capítulo II – II – Los reinos bárbaros
Formación de la Cristiandad
Empezaban el combate lanzando desde lejos la expresada hacha bien a la
cara, bien al escudo del enemigo, y raramente erraban el golpe en el sitio preciso
donde querían herir. Además del hacha, a la que daban el sobrenombre de francisca,
tenían un arma arrojadiza que les era particular, y que en su lengua llamaban hang, es
decir anzuelo. Era una pica de mediana longitud y capaz de servir igualmente de cerca
como de lejos.

Los francos habían entrado al servicio del Imperio en tiempo de Juliano, el cual les había
dado el título de auxiliares perpetuos y los había establecido entre el Mosela y el Rhin, desde
Maguncia hasta el mar. No formaban un pueblo, sino que estaban divididos en dos grupos: francos
aliados y francos ripuarios, sobre el Rin.
Cada uno de estos grupos se subdividía en tribus, y cada una de estas tribus tenía un rey. Una
de las tribus de los francos salianos, la de los sicambrios, que probablemente no contaba más de
cinco a seis mil guerreros, se había establecido en Turnai en Bélgica. En 481 esta tribu tenía por rey a
Clodoveo.

Historia de Clodoveo – Santa Clotilde


Clodoveo atacó en 486 a Syagarius, que era jefe de una especie de reino galo-romano, entre el
Somme y el Loire, y lo venció en Soissons. Esta victoria le permitió extender poco a poco los
acantonamientos de los francos hasta el Loire.
Aunque pagano, en 493 contrajo matrimonio con la princesa católica Santa Clotilde, sobrina
del rey de los burgundos Gondebardo. Tres años más tarde, los alamanes, pueblo germánico invadía
la Galia. Clodoveo los batió en Tolbiac y los sometió, empezando así la conquista de Germanía.
Como los guerreros retrocediesen y se replegasen durante la batalla, Clodoveo invocó la
ayuda de Cristo diciendo: “Dios de Clotilde: si me das la victoria, creeré en Ti y me haré bautizar
en tu nombre”.
Una vez vencedor, Clodoveo cumplió su promesa. Se hizo instruir por San Remigio, que lo
bautizó en Reims, así como a tres mil de sus guerreros: “Dobla la cabeza, sicambrio dulcificado,
dijo el obispo al tiempo que vertía agua del bautismo sobre la frente del rey, quema lo que hasta
aquí has adorado, y adora lo que hasta aquí has quemado”.
Clodoveo fue el verdadero fundador del imperio de los francos. Aunque muchos francos ya
se habían convertido antes que Clodoveo, fue cuando su Rey dio este paso que el pueblo franco en
masa se hizo católico.
Después de la batalla de Tolbiac, Clodoveo temía que su pueblo no lo acompañase para
abrazar la nueva fe de Santa Clotilde, entonces decidió consultar a sus guerreros, los francos le
respondieron: “Nosotros renunciamos a los dioses mortales, y estamos prontos a obedecer al Dios
inmortal que anuncia Remigio”.
Nacía así Francia, “La Hija Primogénita de la Iglesia”.
En el año 500, Clodoveo atacó y venció al rey de los burgundos, que tuvo que pagarle tributo.
En 507 emprendió una expedición contra el rey de los visigodos, Alarico. Este fue vencido y muerto
en Vouillé, junto a Poitiers. Clodoveo se apoderó de la mayor parte de la Aquitania, es decir del país
comprendido desde el Loire hasta los Pirineos. Al acabar su conquista recibió del emperador
Anastasio el grado de Patricio y Cónsul.
Cuando Clodoveo conquistó toda la Galia, todo el país ya era católico mucho antes, y sólo
entre los visigodos, y poco después entre los borgoñones, reinaba el arrianismo. En cambio, los
francos de todas las tribus, con algunas excepciones, eran paganos. Pero la Providencia había
escogido precisamente a estos bárbaros, tan denodados como pérfidos para hacerlos el apoyo de su
Iglesia, para extender por medio de ellos el cristianismo entre los demás pueblos romanos, y para que
contribuyesen al extermino del arrianismo tan amenazador para la Iglesia católica y para la
civilización cristiana, entre los germanos de Occidente, porque esta herejía había tenido ya acceso

30
entre ellos a causa de sus relaciones con los visigodos y los borgoñones, como se ve por el ejemplo
de Lantechilda, hermana de Clodoveo que era arriana.
No cabe duda que Clodoveo y Santa Clotilde tuvieron hasta el fin de sus vidas un gran celo
para la extirpación del paganismo y la propagación del Evangelio.
Fue San Remigio quien más que otro alguno, secundado por Clodoveo, procuró activamente
la conversión de los francos y demás germánicos mezclados con ellos.
Hincmaro, en su Vida de San Remigio, refiere que este santo prelado convirtió a los francos
paganos, desviados de Clodoveo, a causa de su bautismo, y que se habían vuelto a Cambray en pos
de Ragnachar, el otro rey merovingio.
Además, Clodoveo y otros francos distinguidos regalaron al santo dominios, situados en
diversas provincias, que pueden considerar como otros tantos planteles del cristianismo; por ejemplo
el llamado, país de San Remigio, regalo de Clodoveo; el territorio de Baviera rhenana, Cusel,
Altenghan y sus alrededores. Otro predicador señalado que convirtió un gran número de francos y
teutones, habitantes de Flandes, fue San Vedasto, digno amigo y colaborador de San Remigio, quien
después de la victoria de Clodoveo sobre los alamanes, acompaño al vencedor desde Toul a Reims,
le instruyó en los dogmas de la fe, y fue consagrado por Remigio, Obispo de Arras, hacia el año 500,
“con el fin, se dice, de que atrajese la gracia del bautismo a todo el pueblo de los francos”. San
Vedasto, deseoso de ganar las almas de los grandes, aceptaba de ordinario la invitación que se le
hacía a la mesa de la corte. Asistiendo un día con el Rey Clotario I, hijo de Clodoveo, a un banquete
en que le sirvieron los huéspedes, aún paganos, en copas consagradas, según los ritos del paganismo
y llenas de cervezas, haciendo el santo la señal de la Cruz, las hizo estallar, y este milagro produjo la
conversión de un gran número de francos.
A pesar de todos los esfuerzos de estos santos hombres y de otros muchos obispos,
sacerdotes y monjes celosos de la conversión de los francos, ésta se hizo lentamente, sobre todo en
los francos que habitaban en la Germanía, donde imperaba el politeísmo teutónico.
Los vestigios del paganismo subsistieron hasta el siglo VIII. Para cristianizar todos estos
territorios, trabajaron abnegadamente San Eloy, San Amando, San Livino, San Landolado y otros.
Clodoveo murió en 511, después de haber hecho desaparecer, por una serie de homicidios,
los reyes de las diversas tribus francas. Había sometido a su autoridad la Galia entera, salvo el valle
del Saona y del Ródano.
No podríamos terminar sin dedicar unas líneas a Santa Clotilde, Reina de Francia, hija de
Childerico, Rey de Borgoña. De una belleza encantadora y de excelentes cualidades de espíritu. Se
casó con Clodoveo en 493, este matrimonio fue obra de San Remigio que perseguía el objetivo de la
conversión de Clodoveo Y uno de los primeros resultados de este casamiento fue que la ciudad de
Paris abrió las puertas a Clodoveo que antes se había negado rotundamente. Clotilde convirtió a su
esposo y de este modo comenzó la dinastía de los Reyes Cristianos de Francia. Clodoveo murió
joven y Santa Clotilde se retiró a Tours, hasta que sus hijos tuvieran edad de tomar las armas contra
los borgoñones. Clodomiro, el mayor murió en una batalla, dejando tres hijos, los otros Childerico y
Clotario los asesinaron para apoderarse de la corona. Sólo se salvó el menor de ellos, que se retiró a
un monasterio donde alcanzó una corona mejor, la de la santidad y es conocido con el nombre de
San Clodoaldo26.
Más tarde los dos hermanos tuvieron grandes disensiones y sólo evitaron la guerra civil por
los ruegos y súplicas de su santa madre. Santa Clotilde vivió retirada y entregada a obras de piedad,
dejó magníficas fundaciones y murió santamente el 3 de junio de 543. Su cuerpo fue trasladado a
Paris.

26 En francés, Saint Cloud.

31
Capítulo II – II – Los reinos bárbaros
Formación de la Cristiandad
Caracteres y dignidad real merovingia
Los descendientes de Clodoveo, a los que la costumbre de llamar Merovingios, del nombre
de Meroveo, abuelo de Clodoveo, reinaron en la Galia durante más de dos siglos.
Todos estos reyes merovingios, como el mismo Clodoveo, tuvieron un doble carácter: fueron
reyes de los francos y reyes de los galo-romanos.
Como reyes de los francos tuvieron muy poca autoridad sobre sus indisciplinados súbditos:
su poder dependía sobre todo del vigor de su brazo. Los guerreros que le rodeaban, a los que se
llamaba leudos, es decir, su gens, no le servían más que por el botín. En 532, Thierry, hijo de
Clodoveo, no habiendo querido marchar con sus hermanos contra los burgundos, sus leudos se
presentaron a él diciéndole: “Si no quieres ir con tus hermanos, te abandonaremos y les
seguiremos en tu lugar”. Thierry, para mantenerlos a su devoción tuvo que conducirlos al pillaje de
su parte de Aquitania, o sea la Auvernia.
Cuando no había países que saquear, los reyes daban a sus leudos, para mantenerlos a su
lado, algunas porciones de sus dominios, cuyas tierras dadas de esta manera, eran lo que llamaban
beneficios. Estos beneficios podían ser recobrados por los reyes cuando el leudo faltaba a su servicio.
Pero en 587, por el tratado de Andelot, los leudos hicieron proclamar que los beneficios serán
viajeros, es decir concedidos durante la vida de los concesionarios. Los reyes merovingios dieron así
poco a poco a sus leudos toda su fortuna, y cuando ya no tuvieron más que distribuir, no tuvieron ya
quien los sirviese y fueron reemplazados por los carolingios.
Como reyes de los galo-romanos, rodeados de ricos galo-romanos, los merovingios
conocieron la organización imperial y procuraron imitarla. Se adornaron con títulos pomposos,
llamándose Augusto y tuvieron, como los emperadores un palacio, es decir un conjunto de personas
que les servían y estaban considerados como empleados del Estado, como tesoreros, camareros,
refrendarios y condes de Palacio. Uno de estos personajes, el mayordomo de Palacio, de simple
intendente, debía terminar por ser el verdadero rey. Los merovingios empleaban en cabeza de sus
escritos las fórmulas imperiales: “Queremos y ordenamos”. En realidad el poder de los reyes era casi
nulo. No podían hacerse pagar los impuestos establecidos antiguamente por los emperadores. Sus
reinos fueron divididos en ciudades, como antiguamente el Imperio, y los condes administraban en
su nombre. Pero bajo el reinado de Clotario II, en 614, los laudos y los obispos, por la Constitución
perpetua, impusieron a los reyes la obligación de no escoger el conde sino entre los grandes
propietarios de la ciudad; así es que el conde resultó rápidamente mucho más rey que el rey mismo.

Las leyes de los merovingios


Una de las originalidades de la época merovingia y que demuestra bien la debilidad de los
reyes, es que no existía entonces una ley común a todos los habitantes. En nuestros días, a cualquier
nación que se pertenezca, se está sometido a la ley del país donde se habita: un alemán que vive en
Francia está sometido a las leyes francesas. Se dice que las leyes son territoriales. En los tiempos
merovingios, las leyes eran personales. Cada individuo debía ser juzgado según la ley de la nación a
que pertenecía; el galo romano, según la ley romana, el franco saliano, según la ley sálica, y lo mismo
para el ripuario, el burgundo, el alamán, el bávaro, el visigodo, etc.
Las leyes bárbaras no eran más que leyes penales o mejor dicho una tarifa de las sumas
debidas por la reparación de un perjuicio causado a otro. Esta tarifa, llamada wehrgeld o
composición, variaba según las leyes, la calidad de las víctimas y las circunstancias del delito. Por el
homicidio cometido en la persona de un obispo, un ripuario debía pagar 900 sueldos de oro, y un
alamán 960. La muerte de un esclavo costaba 30 sueldos de oro a un ripuario y 20 a un bávaro. Se
pagaban 100 sueldos de oro por una mano cortada, 45 solamente si perdía y 62 si estaba torcida.
Entre los salianos, un dedo pulgar valía 45 sueldos; el segundo dedo “que servía para tender el
arco” valía 35, y el meñique 15. Existía también una tarifa para las injurias, costando 6 sueldos de
oro el tratar alguno de liebre, es decir cobarde.

32
Las ordalias
Para demostrar la culpabilidad o la inocencia de un acusado, se recurría a las pruebas u
ordalias, o bien el duelo judicial: Las pruebas se hacían por medio del agua y del fuego. En la prueba
por el fuego, el acusado debía llevar durante algunos pasos un hierro candente. Si tres días después
no presentaban sus manos señal alguna de quemadura, o si las quemaduras tenían cierto aspecto, era
declarado inocente.
En el duelo judicial, se ponían frente a frente el acusador y el acusado, o, en su defecto,
campeones, que los representaban. El vencedor era reputado haber dicho la verdad, porque se
pensaba que Dios no podía permitir que el inocente sucumbiese. De aquí que se llamase al duelo
judicial, el juicio de Dios.

III – La influencia santificadora y


civilizadora de la Iglesia opera
maravillas
En medio de este ambiente verdaderamente salvaje la Iglesia realizó su misión sobrenatural.
Los bárbaros a pesar de sus terribles inclinaciones, fueron, por lo general dóciles y abiertos a la santa
influencia católica. Y así bajo la acción de la gracia y con el correr del tiempo, se operó una verdadera
maravilla en Europa.
Pero no fue un camino de rosas. El demonio no podía dejar de obstaculizar esta acción
evangelizadora de la Esposa Mística de Nuestro Señor. La herejía arriana, dificultaría la expansión de
la Verdad revelada.
Aunque el paganismo de la antigüedad clásica fuera oficialmente abolido el 27 de febrero del
380 por Teodosio, al declarar que deseaba que todos los pueblos a quienes regía la moderación de su
clemencia, practicaran la religión que “el Divino apóstol Pedro trajo a los romanos”, según la cual
“debemos creer en la sola Deidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, bajo igual majestad y
piadosa Trinidad”, las prácticas paganas hallaron refugio en la campiña y, durante siglos,
encontraremos referencias a ellas en los autores cristianos. El cristianismo que había sido, en los
primeros siglos, un fenómeno típicamente urbano, desarrollándose las comunidades cristianas en las
ciudades importantes de la cuenca del Mediterráneo, a partir del siglo IV empezó a extenderse por el
campo, constando la creación de capillas en las villae y parroquias rurales. Pero la antigua religión
oficial del Impero, ahora perseguida, subsistió. El proceso de cristianización de Europa no puede
considerar terminado hasta que, en el siglo XIII fueron evangelizados los prusianos.
Mientras tanto veremos que entre los indígenas y romanos del Imperio, como entre los
germanos y eslavos, que paulatinamente van aceptando el cristianismo, perduran viejas ceremonias y
costumbres paganas. San Pacianno obispo de Barcelona, al finalizar el siglo IV reprocha a los
barceloneses que sigan celebrando la festividad del año nuevo disfrazándose de animales y San
Martín de Dumio (+570) obispo de Braga, y evangelizador de los suevos de Galicia en la segunda
mitad del siglo VI, en su obra De correctione rusticorum27, cuenta que “el hombre cristiano adora
por dios a polillas y ratones”, que si a la entrada del nuevo año está alegre y feliz piensa que lo
estará durante todo él, que derrama frutos o vino sobre un tronco puesto al fuego, y echa migajas de
pan a una fuente deduciendo su buena o mala estrella de que se hundan o floten en el agua. “No

27 De la corrección de los campesinos

33
Capítulo II – III – La influencia santificadora y civilizadora de la Iglesia opera maravillas

cesáis, les dice, de hacer sacrificios a los demonios”, a escondidas o en público, y por demonios
entiende a los dioses paganos. Las prácticas supersticiosas continuaban, pues en vigor.
Pero las creencias cristianas no eran uniformes. Si el emperador Teodosio, antes de finalizar el
siglo IV, había declarado el cristianismo católico religión oficial del Impero Romano y ordenado que
se considerara a los restantes cristianos “que sostienen la infamia del dogma herético, como
dementes o insensatos”, condenando con ello a los arrianos a la persecución de sus oficiales,
además de “ser dignos del castigo divino”, desde que el Concilio de Nicea (año 325) había
declarado heréticos a los arrianos, en tiempos del emperador Constantino, los obispos arrianos, con
el propio Arrío a la cabeza habían emigrado al Norte del Danubio, difundiendo la herejía en las zonas
de los germánicos entre 364 y 378. Pasando así al arrianismo los visigodos, los vándalos y en el año
406 ya lo eran los burgundios y en la penúltima década del siglo V el arrianismo había contagiado a
los ostrogodos. A mediados del siglo VI ya lo eran los lombardos.
La mayor parte de los pueblos germanos que penetran en tierras del Imperio Romano en los
siglos IV y V eran cristianos-arrianos. Tan sólo los francos y los suevos pasaron directamente del
paganismo al catolicismo. En tanto que los visigodos pasaron del arrianismo al catolicismo en el
tercer Concilio de Toledo celebrado en 589.
También los pueblos sajones y anglos que invadieron Inglaterra en la segunda mitad del siglo
V eran paganos y fueron cristianizados por la Iglesia Católica Romana a partir del siglo VI a
instancias de San Gregorio Magno28.
El cristianismo irlandés participó también en la evangelización del mundo germánico, en los
siglos VI al VIII29.
Desde el siglo VII la espiritualidad del cristianismo católico, aceptada por los lombardos
como religión del Estado en 671, arrinconaba definitivamente al arrianismo. Pero si el catolicismo
había triunfado, debió enfrentarse con un nuevo enemigo religioso en plena expansión: el Islam 30.
Mas poco a poco, el apostolado de la Iglesia rindió sus frutos, la expansión del Evangelio
alcanzó los confines de Europa.
Poco antes de que se cumpliera el primer milenio del advenimiento de Cristo, el “modelo del
hombre nuevo”, existía ya. Éste se realizaba en clérigos, monjes, gobernantes, estudiosos, gentes del
pueblo, nobles y también reyes, asegurando la penetración y permitiendo avanzar a grandes pasos,
en la educación de la sociedad. Principios éticos. Principios éticos, que significaban una radical
novedad respecto a los que rigieran la humanidad desde su mismo origen, pasaban a ser aceptados
como simples y connaturales al hombre mismo. Los santos comenzaron a aparecer como los
modelos que debían ser imitados. El arquetipo de la sociedad eran los santos y santas. Al doblar el
año 1000 algunos hombres, como el Abad Oliba de Ripoll, o el sabio Gerberto de Aurillac (el Papa
Silvestre II), abrigaron la convicción de la barbarie podía ser vencida. Los siglos medievales fueron
siglos de progreso, gracias a la Iglesia: no es ninguna casualidad que Europa se haya convertido
después en la educadora del mundo.
Cuando en la Europa Cristiana comenzaron a levantarse esas maravillosas catedrales góticas
y sus guerreros, se lanzaron en la epopeya de las Cruzadas, se comprendió el trabajo de los “seis
siglos de admirables esfuerzos” de la Iglesia de Dios.

Si, la Iglesia, que había sido la única en afrontar el peligro durante el gran
desplome del siglo V; que con San Agustín, había dado a la Humanidad las bases de
un reconstrucción, y que, con San Benito, había reconstituido unas minorías directivas,
no había cesado, durante seiscientos años, de trabajar por Dios y de preparar con ello
el renacimiento de la Civilización. Con el envío de sus misioneros al centro de las
masas bárbaras y con la conversión de sus Reyes, había preparado aquella fusión de
razas de la que debía nacer Europa. Había protegido en sus conventos los embriones
de la cultura y del Arte, Incansable y sin desesperar nunca, había proseguido su tarea
de generación en generación; y cuando, tras la breve luminosidad del reinado de

28 Ver Capitulo I
29 Riu, Manuel, ob. Cit. pág. 41 a 43
30 Lo veremos en el capítulo siguiente

34
Carlomagno – a cuya gloria tanto había contribuido –, las tinieblas habían caído de
nuevo sobre Occidente, había impedido que las fuerzas anárquicas destruyesen
Europa. Durante seis siglos, en aquella terrible partida, su paciencia y su coraje habían
igualado a su fe y su esperanza. Y hacia 1050 pudo contar sus tantos31.

Sólo los historiadores verdaderamente católicos están en condiciones de descubrir todo el


alcance de este fenómeno. El Cristianismo no sólo sucedió al helenismo: penetró en él, incorporó a
su propio ser todo lo que éste lograra en el campo de la especulación y de la ciencia, invirtió los
términos haciendo del hombre una criatura de Dios, y como tal, llamada a la trascendencia, y lo lanzó
a la conquista del mundo por medio del trabajo que era a la vez castigo y medio de purificación.

31 Rops, Daniel, op. cit. pág. 13/14

35
Capítulo III – I – El Mundo Árabe – Mahoma
El Islam – Su expansión

Capítulo III

I – El Mundo Árabe – Mahoma


El Islam – Su expansión

Los árabes antes del Islam


Los pobladores de la península de Arabia sólo estaban unidos por su pertenencia a la raza
semítica, por cierta similitud de su lenguaje y, por último, por la creencia, transmitida por la tradición
oral, en unos antepasados comunes. La base de la vida social y política la constituía la tribu,
sometida a una familia principal y a su jeque, era un sistema de vida típicamente patriarcal. Ésta
ocupaba, en los pueblos de los oasis del Yemen, de Hadramun (al sur) y de Hedjaz (al oeste), un
barrio compacto, aislado de los restantes, mientas que entre los beduinos nómadas de las estepas y
desiertos del centro y el norte, formaba un círculo de tiendas específico.
Las tradiciones y el recuerdo de rivalidades ancestrales oponían permanentemente dos grupos
de tribus: las del norte, maaditas o nizaritas, que descendían de Abraham a través de Ismael, y las del
sur, yemenitas, que lo hacían a través de Qahtan. Los conflictos se agravaron como consecuencia de
los desplazamientos de los yemenitas hacia el norte, donde fundaron nuevas ciudades, en busca de
mejores puntos de agua o atraídos por los beneficios que producía la navegación en el mar Rojo. Ello
explica la profunda hostilidad existente en Hedjaz entre las gentes de La Meca (nizaritas) y las de
Yathrib (yemenitas).
Por otra parte, el modo de vida oponían los sedentarios del sur, agricultores, de bien irrigados
oasis en los que se alzaban palmeras y árboles aromáticos, a los del oeste, mercaderes, cambistas y
usureros, a los marinos del Golfo Pérsico y, sobre todo, a los nómadas del centro, criadores de
camellos. Los beduinos del desierto, temibles guerreros, protectores o saqueadores de caravanas,
marcaron la cultura árabe con un sello original; el derecho de fraternidad, el pillaje y la venganza, el
prestigio del jefe, el culto del honor, el respeto el valor y la hospitalidad, la virtud de la djahiliya
(rudeza o salvajismo) cantada por los poetas de las tribus, refractaria a toda forma de vida controlada

La vida religiosa
La vida religiosa acentuó aún más el particularismo de las tribus. Pese a que todas ellas creían
en las fuerzas de la naturaleza, en los espíritus (djinns) que habitaban las fuentes, las piedras, los
árboles sagrados, y que provocaban las calamidades naturales o la locura de los hombres, veneraban
asimismo a dioses particulares, el animal, por ejemplo, que cada grupo consideraba antepasado suyo.
Cada tribu nómada tenía sus propios totems y transportaba consigo su piedra sagrada, el betilo,
instalada sobre un camello, en cuya conducción se turnaban los diversos jefes.

36
Influidos, sin duda, por los judíos y los cristianos establecidos en las ciudades, los árabes
sedentarios y los mercaderes intentaban atraer a las tribus vecinas con ocasión de las grandes
peregrinaciones periódicas, que solían coincidir con las ferias de caravanas. Ellos fueron quienes
construyeron templos, o casas de Dios, frecuentemente consistentes en inmensos cubos de piedra.
Estos templos tenían su tesoro, así como importantes posesiones territoriales regidas por un colegio
de sacerdotes; recibían ofrendas de todo tipo, a veces, humanas.
Pese a las invocaciones colectivas a todas las “divinidades del mar y de la tierra, del este y
del oeste”, y a estar protegidos por imperiosos tabúes, estas peregrinaciones no establecían más que
una paz precaria y una frágil alianza entre algunas tribus próximas a la ciudad. En la Meca, una vez
concluido el tiempo sagrado de la tregua - haram -, la autoridad del Consejo de Notables apenas
sobrepasaba los límites de la ciudad. Igual ocurría en el sur con ocasión de las grandes ferias y
peregrinaciones del Yemen.

Los reinos árabes


Indudablemente, estos intentos de sincretismo religioso reflejaban una profunda aspiración
de unidad, pero su alcance fue muy limitado y sin ninguna trascendencia en el plano político. Tanto
al sur como al norte de la península, de los reinos árabes caían una y otra vez bajo la dominación
política o protectorado de los imperios vecinos; por otra parte, estos reinos incluían tribus
judaizantes o cristianizadas.
En el sur, el gran reino de Saba, notorio en torno al año 300 por las conquistas de Shammar,
sucumbió en 335 a los ataques de los etíopes del reino de Axum, que pronto se convertirían al
cristianismo. Desde entonces, en el Yemen y en todo el sur, judíos y cristianos se enzarzaron en
interminables querellas. A los etíopes les sucedieron árabes judaizantes que mantuvieron su
dominación durante más de un siglo, enriquecidos por el comercio de especias de la India y por el
tráfico hacia Persia. Pero, apoyadas por Justiniano, las perseguidas comunidades cristianas llamaron
en su ayuda a los etíopes que, vencedores en 525, establecieron un reino cristiano relativamente
independiente. En 572, por último, el rey persa Cosroes I, inquieto por la influencia bizantina sobre
estas regiones y por el consiguiente peligro que pesaba sobre las rutas iranias de la seda, conquistó
todo el sur de Arabia. Yemen y Hadramunt se convirtieron con ello, en simples satrapías del Imperio
persa.
Más hacia el norte, el reino de Kinda, fundado por tribus conquistadoras procedentes del sur
en torno a 480, tuvo una existencia efímera. Los únicos Estados árabes constituidos con anterioridad
al Islam se hallaban fuera de la península, allí donde antaño habían existido los reinos árabes de los
nabateos de Petra y Palmira. Al oeste, los gasaníes reinaban sobre tribus aún nómadas que,
acampando a veces al sur de Damasco, se desplazaban a través de Palestina. Al este, los lajmíes
habían establecido su capital en Hira, a orillas del Éufrates, cerca de la antigua Babilonia.
Estos dos reinos estuvieron constantemente enfrentados: los gasaníes apoyaban a Bizancio
desde los tiempos de Justiniano, y una buena parte de ellos eran cristianos monofisitas32, mientras
que los lajmíes servían a los reyes de Irán y eran nestorianos. Pero, a su vez, unos y otros
amenazaban ya a sus vecinos. La victoria de los árabes sobre los persas en Dhucar, cerca de Kufa,
anunciaba los futuros grandes éxitos del Islam. Los contraataques de bizantinos y persas que
arruinaron ambos reinos en torno al 600, no hicieron más que retardar algunos años del avance de las
conquistas árabes.

32 Ver Capítulo II

37
Capítulo III – I – El Mundo Árabe – Mahoma
El Islam – Su expansión
Mahoma
Mahoma nació en la Meca en el 570 o 571. Su nombre significa laudable. Habiendo quedado
huérfano a la edad de 5 años, fue educado por su abuelo Abdal Mottalet y luego por su tío Abu
Taleb, príncipe de la Meca de la tribu de los koreischitas, con quien pasó a Siria hacia el año 584. A
su vuelta se casó con una rica viuda, pariente suyo, llamada Kadigja, que le legó una considerable
fortuna.
Durante un buen tiempo fue conductor de caravanas por el desierto, en sus viajes tuvo
muchos encuentros con cristianos y judíos, conversando con ellos percibió la superioridad de la
Biblia sobre las creencias politeístas.33
Por espacio de quince años estuvo meditando la reforma religiosa que proyectaba de sus
conciudadanos, proponiéndose apartarlos de la idolatría, y al mismo tiempo reunir las tribus
dispersas de Arabia en un solo pueblo fuerte e independiente. A tal efecto, estableció como principio
fundamental de su doctrina: No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta. Todos los dogmas
de la nueva religión estaban acomodados al carácter guerrero del pueblo que le rodeaba,
acomodando en su persona las tradiciones esparcidas por Arabia, para refundir las tradiciones
paganas, judía y cristiana.
Este punto es muy importante, la mayoría de los estudiosos e historiadores del Islam,
mencionan esta amalgama y hacen especial hincapié en la adopción por parte de Mahoma de
elementos judíos y cristianos en su religión34. “Sus elementos estaban tomados casi exclusivamente
del judaísmo y del cristianismo”; “es indudable que la mayoría de las ideas e imágenes que
encontramos en la predicación de Mahoma, son de origen judío y cristiano”35.
Se empeño en presentarla como siendo “la última revelación de Dios”, con la doctrina de un
Dios único. Logró primero convertir a su esposa, a su primo Alí y a su tío Abu Beker, y además a
otras personas importantes que le siguieron y apoyaron con todo el fanatismo propio del carácter
oriental. Aumentó el número de sus seguidores con los pobres de la Meca, propagándose
rápidamente por todo el Oriente, sin embargo, “el profeta” tuvo que sostener una larga lucha contra
la aristocracia o familias nobles de su misma tribu, que persiguió encarnizadamente a sus discípulos,
obligándolos a refugiarse en Abisinia. A pesar de la sagacidad con que supo persuadir a los pueblos
que sus revelaciones le eran inspiradas por Dios, los koreischitas resolvieron matar al innovador, y
esto le obligó a huir a Yatreb el 14 de julio del 622, cuyos habitantes le eran favorables.
De esta huida empieza la era musulmana, o hégira, y la ciudad se llamó en adelante Medina,
donde Mahoma puso el centro de sus operaciones. Fingiendo que recibía revelaciones del Arcángel
Gabriel, fue formando el cuerpo de su doctrina que después de su muerte fue compilado en un libro
sagrado llamado Corán, y halagando sus pasiones logró hacerse reconocer jefe político y religioso de
su pueblo. Entonces trató de vengarse de la nobleza que le había perseguido, y después de algunas
batallas logró someter a su autoridad toda la península arábiga, y en el año 630 logró apoderarse de la
Meca, en donde destruyó trescientos sesenta ídolos de la Kaaba. Todas las tribus árabes no tardaron
en hacer su sumisión al islamismo. Y Mahoma pudo meditar sus conquistas para someter toda la
tierra a su nueva religión, por medio del fuego y de la espada, con exclusión de toda enseñanza y
procedimiento fundado en la persuasión. El Islam se expandió rápidamente por medios militares,
pero la muerte le sorprendió en Median en el año 632. Mahoma era un hombre inteligente, de gran
energía, audacia, y de animada fantasía.
Su vida privada, sin hablar de su incontinencia sexual, está manchada con muertes y
asesinatos, por que en su audacia, sin ser cruel por naturaleza, hollaba todo derecho cuando se
trataba de llevar a la práctica sus planes36.
En vano se buscará en Mahoma carácter de misión divina, santidad de vida.

33 Riu, Manuel, op. cit., pág. 66


34 Cf. Jacques Heer, Historia de la Edad Media; Christopher Dawson, Los orígenes de Europa
35 Cf. AAVV, Gustav Edmund Von Grunebaum, El Nacimiento de Europa – El Islam, págs. 34 y 44, Espasa Calpe, Madrid

36 Cf. Diccionario de Ciencias Eclesiásticas, DCE

38
Muchos santos y autores católicos califican a Mahoma como un precursor del Anticristo, por
ejemplo el historiador Plinio Corrêa de Oliveira lo considera como un precursor del movimiento
revolucionario que causaría la destrucción de la Edad Media y la decadencia de la Civilización
Cristiana37.

El Islam
La palabra Islam significa “sumisión a Dios” y a las leyes prescritas por Mahoma.
El islamismo es una religión que tiene como meta la conquista la tierra entera. Divide al
mundo en dos grandes partes, Dar el Islam (Casa del Islam) y Dar el Harb (Casa de la Guerra),
cuando a un musulmán le toca vivir en tierras que nos son musulmanes, potencialmente se encuentra
en guerra...
Mahoma impuso a sus sectarios el precepto de combatir a los infieles hasta aniquilar todas las
religiones falsas. En virtud de este principio, los musulmanes se creen obligados en conciencia a
detestar y aborrecer a todos los que consideran como infieles, a saber, los cristianos, los judíos,
persas, indios, etc., contra los cuales pueden cometer toda clase de injusticias y extorsiones38.
El rápido progreso del Islam se debió a esta terrible violencia, ellos llevaban a todas partes la
devastación, el incendio, y el degüello, manifestando la suerte que esperaba a las provincias y
ciudades que no se sometiesen a su poder. Los pueblos se veían en la dura alternativa de apostatar de
su religión abrazando la nueva, o de morir.
Propiamente no es una religión – como vimos es una amalgama de elementos cristianos,
judíos y paganos –, que arregle las relaciones con Dios, y sus destinos futuros conformes a la ley
moral. Se reduce a una predicación de la unidad absoluta de Dios, rechazando la Trinidad católica
acusándola de politeísta. Todos sus dogmas se reducen a creer en esta unidad de Dios, en la
existencia de los ángeles y en los libros inspirados, entre los cuales se cuentan la Ley de Moisés, los
Salmos de David, el Evangelio de Jesucristo y el Corán. Pero éste es superior a todos y Mahoma su
principal profeta.
El Islam se basa principalmente en el sentimiento y en la imaginación, el raciocinio entra muy
poco en la pseudo religión de Mahoma. Todas sus doctrinas están asentadas sobre un absurdo
fanatismo. Su moral es peor que sus dogmas, se limita únicamente a prácticas exteriores, sin tener en
cuenta la intención interior.

La “familia” y la mujer en el Islam


En el aspecto familiar es la más pura degradación, permite a cada hombre tener “hasta
cuatro esposas legítimas e innumerables concubinas y esclavas”, acepta el divorcio y el marido
puede repudiar a su esposa con solo decirlo en alta voz. Desprecia la castidad y la virginidad como
contrarias a la naturaleza. El Islam prohíbe firmemente el celibato. Si el catolicismo ha erigido la
virtud de la castidad de forma eminente, el Islam la ignora. El musulmán exalta la sexualidad y
considera que la abstinencia es contraria al bien de todos los seres humanos. El propio Mahoma dio
el ejemplo esposando muchas esposas, nueve, once o veintitrés, según las fuentes... De ahí que el
musulmán no puede comprender la vida consagrada.
Le mujer es profundamente inferior al hombre y, prácticamente no tiene ningún derecho.
Esta diferencia entre el hombre y la mujer, es de orden ontológico, el ser masculino es absolutamente
superior al femenino. El Corán establece esta diferencia 39.

37 Cf. Corrêa de Oliveira, Plinio, Revolución y Contra Revolución, Parte I, Cáp. VII, 1, Ed. Chevalerie, São Paulo, Brasil, 1993
38 Cf. DCE, tomo 7
39 Cr. 4, 38

39
Capítulo III – I – El Mundo Árabe – Mahoma
El Islam – Su expansión
La lectura de este libro sagrado musulmán nos permite comprender la importancia obsesional
que el Islam confiere a la sexualidad. Según el investigador tunecino Abdelwahab Bouhdiba, en una
obra muy erudita sobre el tema afirma que “la función sexual es en sí una función sagrada. Ella es
uno de los signos (àya) en los cuales se reconoce la potencia de Dios”.
El matrimonio es ante todo dirigido al gozo carnal del hombre. El novio debe entregar a la
novia una cantidad de dinero, mahr, “a cambio de su posesión y de su derecho al placer carnal”.
La esencia misma de la nupcialidad islámica se sitúa en las antípodas del matrimonio
cristiano. Para el Islam el amor es sobre todo físico. El matrimonio musulmán no está santificado por
un sacramento o por algo análogo, esta dimensión espiritual es desconocida. Por la expresión nikâh,
según la fórmula coránica, el hombre puede disponer de la mujer como le plazca. Los juristas
sunitas, han definido el matrimonio como: “El contrato por el cual se adquiere el órgano
reproductor de una mujer con la intención de gozar de él”.
La religión fundada por Mahoma, establece que el matrimonio está destinado a la
reproducción de la especie, pero, sin embargo, autoriza el aborto legal. En efecto, el feto no es
considerado como ser humano sino a partir del cuarto mes del embarazo, antes de este tiempo, su
eliminación es permitida.
El romanticismo musulmán es sensual. Su poesía – el arte mayor del Islam árabe, turco y
persa –, muy sugestiva, está marcada por un erotismo desconcertante, chocante, para la sensibilidad
occidental40.

El “cielo” de los musulmanes


El cielo o paraíso musulmán, es un lugar de los más degradantes deleites sexuales. Inclusive
la literatura musulmana – tan elogiada por ciertos autores – está plagada de inmoralidades41.
La “religión” islámica, si la analizamos en función de su escatología, reparamos que es una
religión materialista. El “cielo” de los musulmanes es – según los propios discípulos de Mahoma –
un lugar casi exclusivamente de delicias materiales. Éstas son tan degradantes que no nos atrevemos
a reproducirlas en este trabajo. Remitimos a la bibliografía en caso en que se desee profundizar más
sobre este punto, mas señalamos apenas como indicador de lo que decimos algunos puntos
extraídos del libro Kitàb Wasf Al-Firdaws (“La descripción del Paraíso”), cuya introducción,
traducción y estudio fue realizado por Juan Pedro Monferrer Sala 42.
Mencionamos los títulos de algunos capítulos o secciones de ésta autorizada descripción del
“cielo” islámico:
Cáp. 4 – De la descripción de los palacios y moradas del Paraíso;
Cáp. 5 – De la descripción de los pabellones y las tiendas del Paraíso;
Cáp. 6 – De la descripción de los grados del Paraíso;
Cáp. 7 – De los nombres de los jardines y su descripción;
Cáp. 8 – De la descripción de los ríos y bebidas del Paraíso;
Cáp. 9 – De las vasijas de la gente del Paraíso;
Cáp. 10 – De la comida y el alimento del Paraíso;
Cáp. 11 – De las necesidades de la gente en el Paraíso43;
Cáp. 12 – De las aves del Paraíso y lo que los habitantes del Paraíso comen de ellas;
Cáp. 13 – De la descripción de los árboles del Paraíso y sus frutos;

40 “Vivre avec l’Islam”, de Annie Laurent, Cap. Mariage et Famille en Islam, págs. 101 a 129. Ed. Saint Paul, Versailles,
Francia, 1996
41 Cf. Laurent, Annie, Vivre avec l’islam? Réflexions Chrétiennes sur la religion de Mahomet, dirigé par Annie Laurent, Ed.

Saint Paul, Versailles, 1996


42 Editado por Al Mundum, Universidad de Granada, Facultad de Filosofía y Letras, Departamento de Estudios Semíticos,

Grupo de Investigación Ciudades Andaluzas bajo el Islam, Granada 1997.


43 Se refiere a las necesidades orgánicas...

40
Cáp. 21 – De la descripción de los habitantes del Paraíso, su edad y su hermosura;
Cáp. 22 – De los camellos de noble raza, corceles y bestias de los habitantes del Paraíso;
Cáp. 23 – Del zoco (mercado) del Paraíso;
Cáp. 24 – De los visitantes de los habitantes del Paraíso y su ascensión del grado más bajo;
Cáp. 25 – Del aroma de los habitantes del Paraíso;
Cáp. 26 – De lo que oyen los habitantes del Paraíso;
Cáp. 27 – Del coito de los habitantes del Paraíso;
Cáp. 28 – De los hijos del Paraíso;
Cáp. 29 – De la mujer que tiene dos esposos en este mundo;
Cáp. 30 – Del número de esposas de los habitantes del Paraíso;
Cáp. 31 – De la descripción de las huríes44;

Como podemos ver este es el “cielo” que corresponde a una religión puramente carnal, que
no tiene ninguna noción de un Dios trascendente y del alma humana creada a imagen y semejanza de
Dios. Excluye totalmente la contemplación de Dios en el Cielo. Es apenas un gozo material, sensual
y embriagante. Esta religión sin dogmas, sin moral, sin obligaciones y con tal cielo no tiene nada que
envidiar a los sueños más extravagantes de Freud y sus discípulos, los ejecutores de la Revolución de
Mayo del 68 en Paris, cuyo lema era “Prohibido prohibir” y “Ni Dios ni Patrón”...
Por cierto, es un “cielo” para hombres, no tiene la más mínima concesión al feminismo45...

Los preceptos del Islam


Todos los preceptos del Islam se reducen al cumplimiento de los “cinco pilares”o “piedras
angulares”:

1) La chahada, que el creyente debía recitar en una fórmula ritual: “No hay más Dios que
Alá y Mahoma es su profeta”.

2) La salat, plegaria ritual pública. Esta oración establecería una comunión íntima entre el
hombre y Dios. Es un acto de adoración que no implicaba ninguna demanda precisa, es puramente
externa, y se sigue un ritual muy meticuloso, el fiel mientras recita fórmulas sagradas, efectúa un
cierto número de gestos – elevación de las manos, inclinaciones – que guarda una unidad, en este rito
el creyente debe estar vuelto hacia la Meca, y recitar esta oración cinco veces al día, en la mezquita.
Nada que ver con la oración del católico.
Los musulmanes no tienen clero, no tienen una clase sacerdotal, que tiene una vocación
divina para guiar, enseñar y santificar. En el Islam la comunidad designa a un muezzin responsable de
llamar a la oración desde lo alto del minarete, así como escribas y oficiales para la administración de
las posesiones de la mezquita y mantenerla en buen estado.
La mezquita es un lugar de oración, pero también de reunión, de lectura, e incluso de
diversión, es sede de tribunal de justicia, establecimiento de enseñanza donde los niños aprendían el
Corán y a leer; la mezquita permitía también al jefe de la comunidad, imán, hacer conocer su
voluntad y ejercer su mando. La oración pública es siempre dirigida por el imán.

3) Todo musulmán está obligado a observar el ayuno ritual – sawn – durante el mes del
Ramadán, el noveno del calendario islámico, y aquel en que “el Corán fue enviado al mundo”.
Durante este ayuno los fieles deben evitar abstenerse de ingerir toda clase de alimentos desde la
salida del sol hasta el ocaso.

44 Son las “doncellas” que estarán para satisfacer eternamente las más ardientes y bajas pasiones de los “habitantes del
Paraíso” musulmán...
45 Op. cit. págs. 28 y 29

41
Capítulo III – I – El Mundo Árabe – Mahoma
El Islam – Su expansión

4) Todo musulmán está obligado a pagar un impuesto o limosna – zacat –, como se lo quiera
entender, del décimo de sus ingresos, destinado a los pobres.

5) La última obligación, aunque menos estricta, consiste en la peregrinación a la Meca, a la


Kaaba, al menos una vez en la vida, hajj. Ésta confería al que la realizaba una especie de santidad.
Esta peregrinación incluye la visita a otros santuarios. Los ritos son similares a los antiguos rituales
paganos e inspirados en algunas tradiciones hebraicas. Comportaban prácticas de purificación,
sacrificios, gestos simbólicos, oraciones, y ante todo, una procesión alrededor de la Kaaba y la
adoración de la piedra negra46.

La Kaaba, ¿qué es?


La Kaaba es el principal de los santuarios musulmanes, y, según ellos, superior a todos los
santuarios del mundo.
Según los musulmanes Adán encontró un templo en el sitio de la Kaaba actual, y que hizo
cuarenta peregrinaciones desde la Indias a aquel templo. En tiempos del diluvio, esta primera kaaba
fue elevada desde la tierra a la cuarta región del cielo. Según el Corán, Abraham, encontró ya la
Kaaba actual, pero profanada por los ídolos, que pudo alejar con el concurso de Ismael. Allí
Abraham sacrificó, y en memoria de aquel sacrifico suspendieron en el techo de la Kaaba los
cuernos del carnero que inmoló; estos cuernos quedaron hasta que Mahoma los quitó para impedir la
idolatría. Fue en tiempo de Abrahán cuando cayó del cielo, pura de origen, pero quedó de color
negro por el contacto de una mujer impura. Esta piedra negra goza hasta hoy de la más alta
veneración. El Corán también dice que Abraham, recibió del cielo la misión de convertir la kaaba en
objeto de peregrinación religiosa47.
Como dice Retz, el Islam presenta un profeta sin milagros y sin pruebas de su misión; una
religión sin dogmas, sin misterios, sin sacerdocio y sin sacramentos; una moral que da rienda suelta a
todas las pasiones; y un cielo que horroriza a toda alma casta y honrada.

Diferencias dogmáticas entre el


Catolicismo y el Islam
Se habla muchas veces que los musulmanes y los católicos creemos en un mismo Dios. Esto
no es verdad, pues los islámicos afirman que la creencia y devoción de los católicos a la Santísima
Trinidad, es politeísmo. Ahora, el único y verdadero Dios es Uno y Trino, luego no creer en un Dios
Uno y Trino, es no creer en el mismo Dios que los Católicos. De la misma forma, los personajes
bíblicos mencionados por el Islam, poco tienen que ver con lo que en realidad fueron, por ejemplo
Abraham, Nuestra Señora y el mismo Nuestro Señor, dicen de ellos cosas que ellos no fueron,
niegan la Divinidad de Nuestro Señor, su Muerte en la Cruz y Resurrección, por lo tanto son otras
personas. Y no los que los Católicos rendimos culto48.

46 Heers, Jacques, Historia de la Edad Media, Labor Universitaria, págs. 325 a 342
47 DCE, t. II, Kaaba
48 Cf. Annie Laurent, “Vivre avec l’Islam? ” Réflexions chrétiennes sur la religion de Mahomet, Ed. Saint Paul, Versailles, 1996,

pág. 130 y siguientes

42
Elementos judaicos en el Islam
Otro aspecto que nos parece interesante resaltar son los elementos judaicos integrados en la
religión de Mahoma: la circuncisión de los hombres. El pecado de la representación, que es la
negación de hacer y rendir culto a imágenes de Dios, de Nuestro Señor, Nuestra Señora y los santos.
Es curioso que este elemento judaizante lo encontramos también en todas las herejías nacidas de la
“reforma” protestante... Otro es la abstención de la carne de cerdo y de “animales impuros”.

El Corán y la Ley
El Islam impregnó toda la vida social de los musulmanes. Para el Islam no hay diferencia
entre la esfera religiosa y la temporal, es todo una sola cosa: el Islam y la llave de todo está en el
Corán, que contiene todos los dogmas, leyes y espiritualidad. Es un libro más que santo, es casi un
ser vivo, un ser sagrado. En este aspecto hay una cierta analogía con la Torá de los judíos. Por
ejemplo en el judaísmo cuando una Torá es profanada se la entierra como a un muerto...
En el Corán están las propias palabras de Mahoma, intérprete de Alá. Al morir Mahoma, no
quedaba más que un conjunto disperso de fragmentos escritos en piedras, huesos y palmas. Después
de varias tentativas, la redacción del Corán sólo se completó en tiempo del califa Otmán (644 - 656).
El libro comprendía 114 capítulos o suras, formuladas sin otro orden que el azar de la inspiración o
de las circunstancias y escritas en el lenguaje metafórico de un poeta inspirado.
De difícil interpretación (todo lo contrario de los Santos Evangelios), y conteniendo pasajes
considerados como apócrifos por algunos, el Corán distaba mucho de abarcar todos los aspectos de
la vida política, social o económica. De ahí que los califas, administradores, y jueces hiciesen
establecer por los doctores de la fe una tradición – haddit – inspirada por los hechos y expresiones
de Mahoma, así como en las opiniones que formuló a lo largo de su vida ante sus fieles.
El conjunto de estas tradiciones formaba la sunna, ley oral del Islam. Pero ya bajo el califato
de los primeros abassíes, cuando la religión pasó a regular todos los actos de la vida pública, se
elaboró una jurisprudencia más completa, frecuentemente basada en fuentes distintas a la sunna.
Desde entonces se opusieron diversas escuelas o rituales que aún hoy escinden al mundo musulmán,
dividido en extensas provincias sujetas a jurisdicciones diferentes, ritos hanafí, malikí y shafií.

Cismas dentro del Islam


Mucho más grave resultó ser, el repudio total de la sunna. A los ortodoxos o sunníes, se
opusieron quienes no admitían más que la ley directamente dictada por el profeta o por sus familiares
más cercanos. Como ya vimos, ello significó, desde el punto de vista político, la oposición de chiítas
y jariyitas a los califas omeyas y abasíes. Estas herejías repercutieron también en el dominio de la fe
y de las prácticas religiosas.
Los jariyitas, divididos en numerosas sectas y frecuentemente calificados de “puritanos del
islamismo”, impusieron una religión ligada al respeto a las obras y caracterizada por una
espiritualidad profunda y austera. Los chiítas, por su parte, introdujeron en el Islam varias nociones
originales que marcaron su fe con unos rasgos peculiares en los que son fácilmente distinguibles las
influencias orientales, iranias en especial: así, por ejemplo, la espera de un Mahdi, señor omnipotente
que implantará el reinado de la justicia divina y cuya llegada anunciará el fin del mundo. Este
redentor fue, al principio Mahoma, luego Alí u otro miembro de su familia. El Mahdi pasó a ser,
entonces, el último imán descendiente de Alí, el imán oculto. La espera de su regreso constituye un
acto de fe para la mayoría de los chiítas.
Sin embargo, las diferentes sectas no coincidían en la personalidad de este último imán;
algunos consideraban que la descendencia de Alí se detenía en el quinto imán; otros, los ismaelitas,
en el séptimo, mientas que la mayoría la hacía llegar hasta el duodécimo Mohamed misteriosamente

43
Capítulo III – I – El Mundo Árabe – Mahoma
El Islam – Su expansión
desaparecido entre 880 y 900. Para todos ellos, la devoción al imán oculto y de los mártires alidas
asociaba la idea de Pasión a la Redención. Los peregrinos chiítas acudían en masa a los santuarios
que guardaban las reliquias de Alí y de los imanes: por ejemplo, a Kerbela, tumba de Husain, cuyo
santuario destruido en 850 por las toras del califa, fue reconstruido en 979; o la tumba del imán Reza,
en Meched.
Las ciudades santas del Irak y Persia (Irán), el culto popular a los mártires, las devociones
espectaculares, la representación de misterios, el arraigado sentido de lo sagrado, la sumisión
absoluta a la doctrina del imán oculto, expresada a través de las sentencias de los doctores de los
grandes santuarios, el carácter frecuentemente oculto y secreto de la vida religiosa y, por ultimo, la
espera de un reino redentor, situaban al islam chiíta netamente al margen de la ortodoxia sunnita.
Esta originalidad se afirmó aún más en las sectas extremistas, que se organizaron como
sociedades secretas de iniciados que impusieron un mortífero terror en varias regiones: la de los
karmatas, por ejemplo, y, alrededor del año mil, la de los Asesinos.

El misticismo, y el esoterismo islámico:


el sufismo
La victoria del Islam no destruyó antiguas creencias o los restos del pensamiento helenístico
ni impidió las aportaciones de religiones cercanas. El culto de los santos - wali en oriente, marabut
en el norte de África - personajes ensalzados por sus virtudes o sus hazañas guerreras, a menudo
renovó el de las antiguas divinidades orientales o incluso, de simples creencias paganas: adoración de
animales sagrados y fuerzas naturales. Estos cultos iban acompañados por diversas supersticiones y
prácticas mágicas encaminadas a conseguir protección y curación. A veces parecen una reacción
local contra la influencia del Islam: tal fue el caso, muy al principio de los beréberes.
En el África negra, el Islam es mucho más ecléctico aún y sus creencias están mucho más
mezcladas con el animismo.
Por estos datos podemos ver como el Islam tiene un aspecto ocultista, esotérico y un
misticismo de una procedencia más que dudosa, que habitualmente es pasado bajo silencio.
Los “profetas”, hombres y mujeres, que predicaron nuevas religiones en Arabia, y
especialmente en el Yemen, después de la muerte de Mahoma, tenían su inspiración en doctrinas
cristianas. Así mismo, la influencia del cristianismo se dejó sentir durante largo tiempo en los ascetas
del Islam que adoptaron prácticas de los eremitas o estilitas de Egipto y Siria. Estos místicos o sufíes,
que vestían hábitos de lana blanca, pretendían acercarse a Dios y huir del mundo, pura apariencia; de
ahí las largas meditaciones, los éxtasis, las letanías rituales. Surgido de las antiguas provincias de
Mesopotamia, Basora y Kufa especialmente, el movimiento se extendió a todos los países
musulmanes.
Los sufíes se agruparon en conventos – tekke – frecuentemente construidos alrededor de la
tumba de un santo, en los que daban hospitalidad a los peregrinos. Otros conventos – ribat –,
erigidos en las zonas fronterizas, aceptaron durante algún tiempo voluntarios combatientes de la fe
deseosos de hacer méritos mediante la guerra Santa. Estos ribat fueron a menudo albergues para las
caravanas así como puestos de vigilancia y refugio para las poblaciones amenazadas. A ellos
acudieron numerosos sufíes atraídos por el deseo de sacrificio de aislamiento y de vida comunitaria;
su número se incrementó rápidamente: En las fronteras de Tansoxiana, frente a las tribus del Asia
central, se construyeron miles de ellos49.

49 Herrs, J., op. cit., págs. 342 a 345

44
Daños que causó a la Iglesia Católica, la
propagación del Islam
El Islam siempre fue considerado por la Iglesia, los santos y por los autores católicos como
una “castigo de Dios”. Por ejemplo el Cardenal Hergenroeter50 consideraba a esta pseudo religión
como un “azote de la Providencia” y describe sus funestos resultados en la marcha de la
humanidad, pero lo considera bajo el punto de vista de su importancia en el plan divino.

El islamismo ejerció una influencia disolvente y transformadora en los


progresos de la fe cristiana por el mundo. Y sin embargo, puede asignársele también
su lugar en la plan divino. Efectivamente, la nueva institución político religiosa, fue un
castigo para los cristianos degenerados, principalmente los orientales, que con su
corrupción moral, sus cismas religiosos y la profanación de las cosas sagradas por el
poder despótico del Estado, allanaron el camino a su propagación perniciosa.

Los mejores historiadores lamentan los funestos resultados del islamismo bajo el punto de
vista de la civilización. Una doctrina que halagaba las pasiones de los pueblos debía producir
necesariamente la inmoralidad, la ignorancia y la tiranía. Y entre los musulmanes se observan los
horrores que se lamentan en las antiguas sociedades paganas.
El Islam es una barrera insuperable para la adopción del cristianismo y padecería una gran
equivocación el que se imaginase que puede allanar el camino a alguna doctrina más pura. La Espada
de Mahoma y el Corán son los más funestos enemigos de la Civilización Cristiana.
Según palabras de Bergier, los tristes resultados de la doctrina islámica fueron la corrupción
de ambos sexos, el envilecimiento y servidumbre de las mujeres, la necesidad de encerrarlas y
ponerlas bajo la custodia de eunucos, el acrecentamiento de la esclavitud, una ignorancia universal e
incurable, el despotismo de las comarcas más bellas del universo, el odio recíproco y la antipatía de
las naciones, son los efectos que constantemente ha producido el Islam.
Pero el mayor daño que el Islam causó a la Iglesia fue el de impedir los progresos del
catolicismo y retardar así la verdadera civilización, es decir la civilización cristiana.
Ahora bien, el Islam se expandió rápidamente. ¿Por qué?
Bergeron dice que Mahoma empleó tres clases de medios para propagar su religión:

1) superstición, imposturas y falsedades;

2) libertad de conciencia, no considerando la religión sino en el corazón y en la sensualidad;

3) la fuerza de las armas y la violencia, mandando dar muerte a todos los que no creyesen, y
no disputar en caso alguno.

Los pueblos del Oriente cristiano sufrían de todos los vicios del Imperio griego, la decadencia
en que se hallaban los persas por guerras sangrientas y continuas, y sobre todo por las divisiones
entre los cristianos por diversas sectas que se odiaban, los arrianos, nestorianos, eutiquianos, etc.,
dispuestos a prestar apoyo a quien les ayudase a prevalecer sobre sus enemigos.
Mahoma había dicho: “Haced la guerra a los que no creen en Dios ni en su profeta.
Hacedles la guerra hasta que paguen el tributo y sean humillados”. Como aliciente de sus
guerreros, Mahoma, además de prometer los ricos botines de guerra, prometía, sobre todo las
alegrías sensuales de su paraíso. Así es que inmediatamente después de su muerte, los árabes dieron
principio a la “guerra santa”. Mientras que hacia el Este conquistaban Persia y Turquestán y
penetraban en la India, atacaban al Oeste y al Norte el imperio griego y le quitaban Siria, Palestina y
Egipto.

50 DCE, T II

45
Capítulo III – II – La invasión musulmana a España

Continuando su marcha, sometieron todos los países del Norte de África, haciendo
desaparecer los reinos vándalos, como Trípoli, Túnez, Argel y Marruecos.
El ejército musulmán era muy poderoso, fanatizado, eufórico por sus recientes victorias, y
sobre todo contaba con una excelente caballería, célebre por la rapidez de sus maniobras y la furia de
sus cargas. Además poseían, en aquel entonces, unidad de comando, que contribuyó enormemente
para asegurarles las victorias. La “guerra santa” comenzó el mismo año de la muerte de Mahoma,
en 632. Los sucesos fueron casi prodigiosos debidos al comando del Califa Omar, primer sucesor de
Mahoma.
Cincuenta años después de la muerte de Mahoma, los árabes habían llegado desde la
Península arábiga al Atlántico.

II – La invasión musulmana a
España

Antecedentes – Arrio y la Herejía


arriana
Tuvo fundamental importancia en la conquista de España por los musulmanes, la infección
de gran parte de la población visigótica por el arrianismo.
Esta herejía que contagió a la mayoría de los pueblos bárbaros que invadieron el Occidente,
tuvo su origen en la persona de Arrio, sacerdote de origen libio. Persona bien preparada, aunque
dicen sus contemporáneos, de inteligencia mediocre, pero había adquirido extensos conocimientos
literarios y era un buen dialéctico. El obispo de Alejandría, Pedro, lo admitió a las Sagradas Órdenes
en una edad temprana, pero fue excluido de la Iglesia por haber abrazado el partido de Melecio. Sin
embargo, Pedro, usando de indulgencia, lo acogió de nuevo y lo ordeno diácono, lo que no impidió a
Arrio de incurrir nuevamente en excomunión por haber tomado nuevamente la defensa del mismo
Melecio, al que decía había renunciado. Fue en tiempo de Achilas, cuando Arrio entró en la
comunión de la Iglesia y fue ordenado sacerdote, después de haber aparecido sinceramente
arrepentido de su doble caída y haber prometido consagrarse para siempre a la causa de la Iglesia. Se
le confió en 313, la dirección de una Iglesia en Alejandría, y a la muerte de Achilas, faltó poco para
que fuese elegido obispo.
Un día el obispo Alejandro habló delante de su clero del dogma de la Santísima Trinidad en
términos, quizá un tanto vagos, Arrio se atrevió a replicarle, exponiendo su doctrina que en
resumidas síntesis era la negación de la misma Trinidad. En vano se trató de hacer volver a Arrio a la
verdad, por el contrario, perseveró en su error, con la obstinación propia de los herejes. El heresiarca
comenzó a difundir su doctrina y sus maléficas ideas se expandieron por el Asia menor, Egipto y
Siria.
El emperador Constantino convocó al primer concilio ecuménico de Nicea, 325, para
devolver al paz a la Iglesia. En él todos los obispos incluidos los infectados por la herejía
subscribieron un símbolo ortodoxo en contraposición a la herejía arriana. Arrio y los obispos
perseverantes en la herejía fueron desterrados a Iliria, siendo anatematizadas sus doctrinas. El
sucesor de Alejandro fue el glorioso San Atanasio, quien defendió con un ardor increíble la
verdadera fe y la verdadera doctrina en el concilio de Nicea.
Pero Constantino, influenciado por su hermana ablandó la política contra Arrio, lo hizo
aparecer en la corte, y éste terminó calumniando a Atanasio que se vio obligado a defenderse contra
los infundidos de Arrio. Después de muchas idas y venidas, San Atanasio fue exiliado. Mas tarde se

46
celebró en Roma otro concilio en 343, Atanasio fue declarado inocente, pero no bastó para calmar
los ánimos. Se sucedieron las luchas y las excomuniones mutuas. A todos esto, el arrianismo
contagió a los pueblos bárbaros, y la casi totalidad de los que vinieron a Europa Occidental estaban
infeccionados por el arrianismo, salvo los francos y sajones que eran paganos y se convirtieron
directamente al catolicismo.
Es España los visigodos habían estado infectados de arrianismo, pero Recaredo en 589, en el
Tercer Concilio de Toledo, hizo la profesión de fe católica y con él prácticamente toda la población se
convirtió al catolicismo. Recaredo escribió al Papa, San Gregorio Magno, sobre el fausto
acontecimiento, pero quedaron unos núcleos arrianos, como un quiste contagioso. Fueron estos
grupos relacionados con los rebeldes al Rey don Rodrigo los que se aliaron a los musulmanes para
derrotar a los católicos, abriendo así las puertas de España y de Europa a las bandas islamistas51.

Decadencia Visigótica y San Isidoro de


Sevilla
Los reinos visigóticos que dominaban España se encontraban en plena decadencia.
Debilitados por una serie de divisiones de carácter religioso, habían perdido la fibra de otrora. Por la
conversión de Recaredo, el reino había reencontrado la anhelada unidad católica, mas los gérmenes
de decadencia no habían desaparecido lo mismo que restos de la antigua herejía se encontraban
dispuestos a cualquier cosa para vencer a la ortodoxia católica
Pero esta decadencia estuvo matizada por un esplendor de la religión católica que permitió el
florecimiento de innumerables santos, como San Isidoro, calificado de “Nuevo Salomón”, que fue
uno de los pilares de la Iglesia y de la Cristiandad en su tiempo. Además de una extraordinaria obra
intelectual, estableció una liturgia, llamada posteriormente “isidoriana” y más tarde – con la invasión
musulmana – mozárabe. Junto con San Isidoro, brillaron también San Braulio, San Leandro, San
Fulgencio, Santa Florentina, estos tres últimos hermanos mayores de San Isidoro.
Algunas de las innumerables obras escritas por San Isidoro:

Exposición de los misterios místicos o cuestiones del Antiguo Testamento;


Algunas alegorías de la Sagrada Escritura;
Libro de los Proemios;
Exposición del Cántico de los Cánticos;
Tratado de las Sentencias;
De la Fe Católica contra los judíos;
El Libro de la naturaleza de las cosas;
Historia de los Godos, vándalos y Suevos;
El libro de los sinónimos o lamentos del alma pecadora;
La regla de los monjes;
Del conflicto o de la lucha entre vicios y virtudes.

Estas son apenas algunas de las obras de este gran santo e intelectual que fue San Isidoro de
Sevilla. Fue también uno de los primeros a defender la Inmaculada Concepción.
Entregó su alma a Dios el 4 de abril del año 636.
Desgraciadamente los ejemplos de San Isidoro y de los otros santos no fueron suficientes, la
civilización visigótica siguió su camino hacia el abismo. San Bonifacio, el evangelizador de Alemania
al enterarse de la invasión musulmana en España comentó que era un castigo de Dios por causa de
los innumerables pecados contra la castidad que allí se cometían...

51 Cf. DCE, Tomo I, Arrio, Arrianismo, Arrianismo en España

47
Capítulo III – II – La invasión musulmana a España

La Traición y la Invasión Islámica


En este ambiente, se presenta la invasión árabe musulmana, que se encontraba en una
posición psicológica totalmente opuesta, enardecida por sus victorias y por la rápida expansión de su
religión, esperaba rápidamente conquistar el mundo.
El conocido medievalista español, Claudio Sánchez Albornoz, así relata el inicio de la
invasión islámica.

Un estado envejecido, en lucha con una sociedad que pugna por nacer. Una
nueva aristocracia surgida en torno del gobierno y que le ha hecho prisionero. El
poder supremo moviéndose entre la arbitrariedad y la impotencia. Para distraer la
atención del país hacia cuestiones laterales se inventan peligros contra la seguridad de
la nación y se persigue a los judíos. Las clases inferiores se agitan en la desesperanza
y el odio. Las gentes han perdido el gusto por batirse y en vano uno de los postreros
reyes dicta leyes drásticas a fin de castigar la tibieza en el cumplimiento de los
deberes militares.
Frenéticos apetitos del poder que otorga innumerables mercedes y a cuya
sombra se medra y se enriquece. Electiva la más alta magistratura de los godos, las
facciones disputan encarnizadamente por encaramar hasta la altura a uno de los
suyos. Intrigas, zancadillas, odios. Ambiente de guerra civil. Y entretanto, al otro lado
del Estrecho avanza un pueblo de guerreros, recién convertido a una fe novísima y
una organización estatal; un pueblo que ama la lucha y la rapiña, un pueblo ebrio de
entusiasmo y de pasión, que acaba de conquistar un imperio gigantesco.
He aquí la situación en que se hallaba la monarquía visigoda cuando, a la
muerte de Vitiza, sin dejar sino hijos menores, Rodrigo es elegido rey por el Senado
y, con la espada se apodera del reino, en lucha con los partidarios de los jóvenes
príncipes. Tal cambio agudo en la vida política arrebata el poder a quienes venían
detentándolo por decenios. No se conforman con perderlo.
Por tres veces, en la historia hispano gótica, las facciones habían solicitado la
intervención extranjera a fin de vencer a sus enemigos interiores. Los hijos de Vitiza
acuden a los árabes, que dominaban África, en demanda de socorros para
reconquistar el trono de su padre. Lleva la voz cerca de los musulmanes de allende el
Estrecho, Julián, señor o gobernador de Ceuta y de Tánger, y fiel vasallo de su
progenitor.
Se había sostenido en su último refugio con la ayuda de España, hasta que la
muerte de Vitiza, al privarle de socorro, le había obligado a capitular ante Musa ben
Nusayr. Transmitió a éste la petición de ayuda de los príncipes52.
Muza consultó al califa, tanteó con Tarif y envió un ejército de beréberes a las
órdenes de su liberto Tariq para decidir la discordia civil española. Los traidores
vitizanos se pasaron a sus filas en la batalla decisiva dada en las márgenes del
Guadalete. Invasores y vitizanos raudos avanzaron hacia la capital del reino,
apoyados por la facción interior que les era favorable y por los judíos.
Pero la facilidad de la empresa hizo surgir en los muslimes la idea de
transformar la intervención en conquista y ésta se logró tras largo y porfiado batallar.
Ni de los antecedentes de la invasión ni de los pormenores de la misma tenemos
relato puntual y de fiar. Es preciso reconstruir aquellos y éstos examinando con
atención todas las muchas fuentes disponibles...

Los ejércitos musulmanes continuaron avanzando hasta tomar prácticamente toda la


península. Sólo en el extremo norte de Asturias se les ofreció una encarnizada resistencia dirigida por
don Pelayo.

52 Sánchez Albornoz, Claudio, La España Musulmana, Tomo I

48
Don Pelayo y Covadonga
Las tropas musulmanas no cesaban de desembarcar y ocupar progresivamente toda la
península. En algunos lugares se produjeron resistencias heroicas, pero fueron aplastadas por el
número de los invasores. La suerte de España parecía sellada, sería, si no aparecía un factor nuevo,
un país islámico, como se convirtieron todos los reinos del norte de África. ¿Sería esta la suerte de
España?
Nuevamente Dios suscitaría un hombre providencial que por su resistencia, su valor, su
fidelidad a la fe verdadera de Nuestro Señor, cambiaría los planes de los hombres y haría que España
caminase en las vías de la única Iglesia de Dios. Este hombre fue don Pelayo, proclamado rey de
Asturias en 714 y murió en 737, reinando 23 años.
Ante el avance imparable de los ejércitos islámicos, los católicos, comenzaron a esconder
imágenes y reliquias de santos para evitar que éstas cayesen en manos de los sectarios de Mahoma, a
fin de liberarlas de su profanación. La distancia de las Asturias y la rudeza de sus montes,
convidaban por otra parte con un asilo seguro a los que no eran aptos para combatir contra los
incursores; y por esta causa, en la desesperación última, concurrieron allí a unirse con sus deudos y
familias muchos ilustres y esforzados capitanes godos, de los que habían peleado tan valerosa como
inútilmente, con el fin de dar algún descanso a las continuas fatigas y trabajos de dos años de
desgraciada guerra.
Estas proporciones llevaron allí al generoso espíritu de don Pelayo, que al punto que se dejó
ver con el esplendor de las más robusta juventud, infundió un nuevo vigor a los ánimos desfallecidos
de los naturales y de los demás españoles retraídos en aquellas asperezas, en donde, o ya fuese a su
solicitud, o por espontáneo movimiento, o por la consideración de ser Don Pelayo hijo de Favila, a
quien había dado muerte Witiza, y por consiguiente de la estirpe real de los godos, le aclamaron Rey
con general aplauso y alegría, aquellos pocos y mal apercibidos soldados y particulares que entonces
representaban el cuerpo de la nación.
Los musulmanes llegaron en grandísima cantidad, entraron en la región por la aldea de
Cangas de Onís. Don Pelayo y los suyos se atrincheraron en una gran cueva en lo alto de la montaña,
dispuestos a resistir hasta la muerte.
Don Oppas, obispo de Sevilla, hermano del rey Witiza según algunos historiadores, hijo,
según otros. Estuvo implicado gravemente en la invasión mahometana, pues fue él uno de los que
recurrió a los musulmanes para pedir ayuda a fin de recuperar el trono para Witiza. O sea, fue uno de
los que abrió las puertas a la invasión islámica de España
A la cabeza de los islamistas venía el jefe Alkaman, junto con don Oppas, y otros jefes
importantes. Don Oppas fiel a su alma traidora llevaba la misión de presionar para que don Pelayo y
los suyos se rindiesen y aceptasen vivir en una nación dominada por los secuaces del pérfido
Mahoma.
Don Oppas aproximándose a la cueva donde estaba Pelayo con los suyos, dirigió a éste unas
palabras invitándolo a una sumisión a los nuevos jefes de España:

– Pelayo, Pelayo, ¿dónde estás?

El interpelado se asomó a la ventana (de la Casa de la Virgen María) y respondió:

– ¡Aquí estoy!

El obispo dijo entonces estas palabras:

– Juzgo, hermano e hijo, que no se te oculta como hace poco se hallaba toda España unida
bajo el gobierno de godos y brillaba más que los otros países por su doctrina y ciencia, y
que, sin embargo, reunido todo el ejército de los godos, no pudo sostener el ímpetu de los
ismaelitas, ¿podrás tú defenderte en la cima de este monte? Me parece difícil. Escucha mi

49
Capítulo III – II – La invasión musulmana a España

consejo: vuelve de tu acuerdo, gozarás de muchos bienes y disfrutarás de la amistad de los


caldeos (musulmanes).

Pelayo respondió entonces:

– ¿No leíste en las Sagradas Escrituras que la Iglesia del Señor llegará a ser como el grano
de la mostaza y de nuevo crecerá por la misericordia de Dios?

El Obispo contestó:

– Verdaderamente así está escrito…

Pelayo dijo:

– Cristo es nuestra esperanza; que por este pequeño montículo que veas sea España salvada
y reparado el ejército de los godos. Confío en que se cumpla en nosotros la promesa del
Señor, porque David ha dicho: ¡Castigaré con mi vara sus iniquidades y con azotes sus
pecados, pero no les faltará misericordia! Así, pues, confiando en la misericordia de
Jesucristo, desprecio esa multitud y no temo el combate con que nos amenazas. Tenemos
por abogado cerca del padre a Nuestro Señor Jesucristo, que puede librarnos de estos
paganos.

El Obispo, vuelto entonces al ejército, dijo:

– Acercaos y pelead. Ya habéis oído como me ha respondido; a lo que adivino su intención,


no tendréis paz con él, sino por la venganza de la espada.

Los árabes atacaron el reducto de los últimos combatientes de la fe dirigidos por don Pelayo.
Estos se defendieron con ardor.

Pero al punto se mostraron las magnificencias del Señor: las piedras que salín
de los fundíbulos y llegaban a la casa de la Virgen Santa María, que estaba dentro de
la cueva, se volvía contra los que las disparaban y mataban a los caldeos. Y como
Dios no necesita las lanzas, sino que da la palma de la victoria a quien quiere, los
cristianos salieron de la cueva para luchar con los caldeos, emprendieron éstos la
fuga, se dividió en dos su hueste, y allí mismo fue muerto Alqama y apresado el
obispo Oppas.
En el mismo lugar murieron ciento veinticinco mil caldeos y los sesenta y tres
mil restantes subieron a la cumbre del monte Aseuva y por el lugar llamado Amuesa
descendieron a la Liébana. Pero ni estos escaparon a la venganza del Señor, cuando
atravesaban por la cima del monte que está a orillas del río Deva, junto al predio de
Cosgaya, se cumplió el juicio del Señor: el monte desgajándose de sus cimientos,
arrojó al río los sesenta y tres mil caldeos y los aplastó a todos. Hasta hoy, cuando el
río traspasa los límites de su cauce, muestras muchas señales de aquellos53...

Esta memorable batalla se dio en el año de 722.


A partir de Covadonga, don Pelayo inició, sin tardanza, la Reconquista, tomando la región
circunvecina. Según algunos historiadores llegó a liberar la ciudad de Oviedo, Gijón y León, pero
según documentos de otros historiadores quien liberó León, fue su yerno, do Alfonso I, casado con
Hermesinda, hija de don Pelayo. Murió este glorioso batallador en 775. Fue sepultado en la Iglesia de

53De la Crónica de Alfonso III, según texto Ed. Gómez Moreno, Bol, Ac. Ha. C., 1932, 612, Apud, Sánchez Albornoz, Claudio,
La España Musulmana, tomo I, págs. 75 y 76.

50
Santa Olaya de Velonio, en la comarca de Cangas de Onís, fundación suya y de la Reina doña
Gaudiosa, su mujer.

Mozárabes y mozarabismo –
Condiciones de vida de los cristianos
bajo el Islam
Habitualmente se denomina “mozárabe” o”muzárabes” a los españoles católicos que vivieron
bajo el jugo musulmán durante toda la ocupación islámica. La expresión mozárabe viene de
“mezclados con los árabes”. Entre los mozárabes hubo dos tipos de almas. Los que anhelaban por
la reconquista católica, se mantuvieron fervorosos en la fe y en sus convicciones, sin ceder un ápice a
la falsa fe mahometana. Entre éstos hubo santos, como San Eulogio de Toledo, y muchos mártires.
La segunda categoría es fácil de adivinar, fueron los oportunistas que aceptaron la dominación
musulmana, se resignaron a vivir en una situación en que la Iglesia – como veremos – se vio
ultrajada, invadida, destruida y perseguida y decidieron cuidar de sus negocios, su vida, sus intereses.
Entre esta gente hubo colaboradores del poder islámico, hubo matrimonios mixtos, de los cuales la
prole nunca fue católica. En fin, ellos fueron los lejanos antecesores de la triste táctica del “ceder
para no perder”. Fueron deglutidos por la Historia...
La Antigua constitución de la sociedad hispano cristiana quedó notablemente alterada,
después de la conquista sarracénica, por los fueros y estatutos recibidos de los conquistadores.
En virtud de los tratados, los cristianos mozárabes quedaban legalmente protegidos y
amparados por el Estado musulmán en todos los derechos personales y reales de más importancia:
en sus vidas y haciendas, en su religión y en sus leyes patrias. Aunque tales derechos eran menos
favorables a pueblos conquistados a viva fuerza que a los sometidos por capitulación, esta diferencia
no debió ser mucha entre las diversas ciudades y territorios de la Península, a causa de los pactos
ventajosos que obtuvieron muchos de los pueblos ganados por fuerza de las armas. En las
poblaciones sojuzgadas de este segundo modo, los naturales quedaban como se a visto a merced del
vencedor, que podía matarlos, esclavizarlos o venderlos; pero si tales desdichas y estragos se
multiplicaron en el momento de la conquista, no sabemos que pueblo alguno español quedase por su
resistencia sometido a perpetua servidumbre personal.
Por el contrario, los habitantes de algunas comarcas apenas quedaron sometidos al nuevo
señorío y gobierno sino por el pago de ciertos tributos, como sucedió a los situados entre Lorca y
Valencia. Mas posteriormente la violación sucesiva y sistemática de los convenios por parte del
Estado musulmán vino a uniformar la condición de los súbditos cristianos, nivelándolos en la
sujeción y en la miseria. Legalmente, todos los mozárabes eran dimmíes54, o clientes de los
mahometanos y rayas o sujetos al imperio islámico y a las leyes civiles del islamismo, excepto las
exenciones y fueros establecidos en los pactos. El país donde habitaban formaba parte del Dar al
Islam, o territorio musulmán, y la condición de todos ellos era muy inferior en derechos y
prerrogativas a los súbditos mahometanos.
En cuanto a los derechos civiles y políticos, los cristianos españoles conservaron bajo la
dominación sarracénica, al par con la legislación visigótica, cierta forma y manera de gobierno propio
y la antigua condición de las personas sin alteración considerable. En cuanto a la legislación,
conservaron en el orden eclesiástico los cánones de la antigua iglesia española (rito isidoriano), y en
el civil las leyes visigodas o Fueros Juzgo, rigiéndose por estas en todo aquello que se relacionaba
con su gobierno, exclusivamente municipal y local, y no contrariaba las leyes y policía islámica. Así
lo acreditan varios códices canónicos y legales que han llegado hasta nuestros días escritos por mano
de nuestros mozárabes, y el empeño con que los de la Marca Hispánica y los de Toledo,
emancipados del yugo sarracénico, impetraron de sus egregios libertadores, el Emperador Ludovico
Pío y el Rey de Castilla D. Alfonso VI, el ser juzgados por la Lex Gothorum o Forum Judicum.

54 Sobre los dimmíes, ver “Vivre avec l’Islam”, de Annie Laurent, bibliografía.

51
Capítulo III – II – La invasión musulmana a España

Ya hemos visto que los cristianos estaban inhabilitados por el derecho muslímico para ejercer
todo cargo honroso y lucrativo que tuviese relación directa con los musulmanes, y principalmente los
judiciales y económicos, mas no así para los militares y puramente administrativos, y para los
relativos a los hombres de su propio pueblo y ley; y ya hemos visto también que en los pactos
ajustados entre españoles y sarracenos al tiempo de la conquista se estipuló que aquellos se
gobernasen por sus leyes y magistrados propios, que así se cumplió, en efecto, lo atestiguan algunos
datos que se encuentran en los autores latinos y arábigos del tiempo de la cautividad. En las
poblaciones mozárabes de más importancia, la suma del Gobierno quedó en manos de un comes o
conde, título que había llevado en tiempo de los visigodos todos los altos funcionarios del orden
civil, y cuyo cargo equivalía particularmente al de nuestros gobernadores de provincia.
Sin embargo el lustre y ascendiente de la nobleza no se conservan sino con grandes
merecimientos y bienes de fortuna, y los infelices mozárabes ni podían mejorar su condición por
señalados servicios prestados a su patria, que estaba cautiva, ni obtener de ella grandes mercedes que
acrecentasen su haber. Y aunque tenemos noticia de algunos mozárabes principales y ricos, que
florecieron no solamente en los tiempos próximos a la conquista, sino también en época posterior,
estos tales eran muy pocos y raros entre la inmensa mayoría de españoles sometidos, a quienes la
codicia de los musulmanes no tardó en reducir a la pobreza.
Según leemos en los mismos cronistas arábigos, ya por lo años 740 los conquistadores de
España estaban tan opulentos como Reyes, y poco tiempo después las colonias siríacas, que habían
arribado en el último grado de miseria y desnudez, se hallaban ricas y poderosas, por lo cual no es
extraño que en el siglo IX muchas de las poblaciones cristianas, entre ellas la de Córdoba, estuviesen
en la pobreza. Así lo reconoce un autor muy competente y nada parcial en favor de los mozárabes,
afirmando también que con la conquista el antiguo esplendor de nuestras clases privilegiadas, clero y
aristocracia, quedó disminuido y casi aniquilado.
Muchos de los nobles y patricios españoles habían muerto en los combates durante la
invasión o en la toma de las plazas y otros habían huido a las montañas del norte, sin contar que
muchos habían sido cautivados y llevados como trofeo de victoria a las regiones orientales,
quedando confiscados los bienes de todos ellos, es decir, de los muertos, de los cautivos y de los
fugitivos. Contribuyeron al menoscabo de la nobleza española los malos españoles que formaron
una parcialidad favorable a la morisma y los que con el favor de los sultanes se elevaban de la
condición más humilde a los puestos más altos de la sociedad mozárabe.
Como ejemplo de los primeros tenemos a los descendientes del Rey Witiza, de los cuales
algunos perseveraron en la fe cristiana y ocuparon cargos eminentes entre sus correligionarios,
mientras que los musulmanes honraban en ellos y estimaban como blasón de singular nobleza la
infame traición cometida por los hijos y deudos de aquel Monarca. En cuanto a los segundos, baste
por muchos el ejemplo de aquel Servando de mala memoria que, como lamenta el abad Sansón en
su Apologético, se levanto con el favor de los musulmanes desde la clase servil hasta la dignidad de
Conde de Córdoba, para ser el azote de los cristianos.
La clase alta decayó, los siervos y esclavos nada perdieron de su condición servil y ventajas
materiales; antes bien muchos de ellos ganaron al mudar de señores. Reinhart Dozy, muy partidario
del Islam escribe que la esclavitud bajo el Islam era corta, después de algunos años el esclavo
generalmente era liberado, sobre todo si abrazaba el islamismo... de la misma manera los siervos,
pero si tenemos en cuenta los dos aspectos que han caracterizado a los “moros” en todos los
tiempos, su crueldad y su lascivia, su menosprecio por los pueblos sometidos y, sobre todo, a los
“perros cristianos”, su repugnancia al trabajo propio, es de creer que los siervos españoles de aquella
época, acostumbrados al dominio paternal de los señores visigodos, sufrirían mucho con sus nuevos
señores.
El mismo Reinhart Dozy, reconoce que “en cuanto a los esclavos y siervos de los
cristianos, la conquista les suministraba un medio fácil para conseguir su libertad. Les bastaba
para ello con huirse a la propiedad de un musulmán y pronunciar la fórmula: ‘No hay más que un
solo Dios y Mahoma es su profeta’, y siendo desde entonces musulmanes, eran liberados”. Pero sin
apostatar de su fe, los siervos cristianos, y particularmente los que lo eran de los infieles, podrían

52
mejorar su condición y aún conseguir su completa libertad con un medio digno, aunque más difícil, a
saber: huyendo al país de los cristianos libres (...).
Estas fugas y emigraciones debieron ser frecuentes entre los siervos cristianos que moraban
junto a las fronteras del norte, pero también tenemos noticias de algunos que desde largas distancias
buscaban refugio en los nuevos reinos de Asturias, León y Navarra. Entre los documentos que
atestiguan este hecho, está el del abad del célebre Monasterio de San Juan de la Peña, que en 1083,
dio unos campos en la villa de Larrés a tres siervos lusitanos que se habían escapado de las tierras de
moros.
Un aspecto deplorable en la sociedad mozárabe fue la cantidad de apostasías hacia el Islam y
el número de matrimonios mixtos, entre católicos y musulmanes. La prole por regla general era
musulmana y quedaba excluida de la Iglesia. Hubo mozárabes mártires que lucharon contra la
opresión mora, y también rebeliones contra el dominio islámico, pero el peligro de exponerse a la
apostasía era enorme.
Por eso la institución que más padeció la dominación musulmana fue la Iglesia Católica,
ultrajada, quebrantada profundamente en su fe, en su culto, su organización y en su libertad. Grandes
fueron los atropellos y daños que el impío furor musulmán ejecutó en las personas y cosas cristianas,
y dignos de los lamentos que les han consagrado nuestros historiadores. Innumerables fueron, en
verdad, los templos y santuarios destruidos por los sarracenos invasores; muchas obras maestras de
arte cristiano que perecieron quemadas o demolidas, dejando vastas y perdurables ruinas; no pocos
los sacerdotes y Prelados que, temiendo ser blanco del fanatismo musulmán, huyeron a las montañas
de Asturias y aún allende los Pirineos, abandonando sus rebaños a mercede de los lobos.
Grandes y enormes fueron estos estragos en los primeros tiempos de la conquista, y, sobre
todo, en las poblaciones del Mediodía ganadas por los moros a viva fuerza; mas no fueron más
afortunadas de allí en adelante las ciudades y diócesis situadas al Norte de la Península y en las
fronteras de los cristianos independientes de Galicia, Asturias, Cantabria y Francia, cuyos territorios
fueron por largo tiempo teatro de una guerra encarnizada y de donde los musulmanes tenían interés
den alejar a los Obispos y clero, impidiéndoles que alentasen a sus fieles para sacudir el yugo en que
gemían con el calor de sus correligionarios vecinos.
Hay razones para sospechar que muchos de los Obispos que se escaparon hacia el Norte,
venían en la clandestinidad a tierras de moros para atender sus rebaños y sus diócesis, enfrentando
mil peligros. También se supone que algunas diócesis destruidas por los sarracenos perseveraron con
sus obispos, pero no se tienen el nombre de éstos, porque los documentos desaparecieron.
La liturgia, la vida religiosa, etc., estaba regida para los cristianos mozárabes por el rito
isidoriano, que terminó siendo llamado rito mozárabe, fue San Gregorio VII que ordenó que en los
territorios cristianos se emplease el rito latino y este se impusiese en las regiones reconquistadas. En
el siglo XV, el Cardenal Fray Francisco Cisneros – de ideas renacentistas – restableció el rito
mozárabe en la Catedral de Toledo, en la cual hasta el día de hoy conserva una capilla donde se
celebra esta liturgia55.
Como ya dijimos el furor islámico destruyó muchos templos, monasterios, catedrales y
capillas, los que permanecieron en pie fueron gravados con impuestos especiales. Las joyas,
ornamentos sagrados en metales preciosos fueron víctimas de la rapacidad de los musulmanes y,
finalmente, las rentas y bienes eclesiásticos sufrieron un gran menoscabo.
Los Obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas en tierras moras conservaron su manera de
vestir y sus insignias y con éstas se presentaban en público, de acuerdo al uso en los tiempos
visigóticos. Los fieles al principio continuaron a vestirse como en la época de los visigodos, pero con
el andar de los años comenzaron a adoptar las maneras de vestir de los musulmanes, y éstos
adoptaron algunas costumbres exteriores de los cristianos, haciendo que después de un cierto tiempo
en la calle no se distinguiesen moros de cristianos. Como sucedía en Córdoba a mitades del siglo IX.
Los dominadores musulmanes permitieron el culto católico público, pero la Iglesia estaba
sometida a una servidumbre dura y afrentosa. En las poblaciones mozárabes, el orden eclesiástico

55 Cf. DCE

53
Capítulo III – II – La invasión musulmana a España

como el civil quedó bajo la suprema soberanía del Estado islámico, el cual por la “tolerancia” y la
“protección” que decía prestaba a la Iglesia, se arrogó derechos y regalías que gozaba la monarquía
visigótica en orden a la elección de Obispos, convocación de Concilios y otros puntos de la disciplina
eclesiástica, cosa monstruosa tratándose no de Príncipes cristianos sino de monarcas infieles. Los
musulmanes, por ejemplo, premiaron a don Oppas con el Arzobispado de Toledo...
En el curso de la historia de España veremos a varios Obispos nombrados, o depuestos, a
veces con violencia, por los sultanes musulmanes, y casi siempre, por no decir siempre, contrariando
los intereses católicos. Lo peor fue que los mozárabes reconocieron a los sultanes musulmanes tal
derecho y más de un sacerdote acudió a la corte de un sultán mahometano pidiendo la obtención de
una mitra. Pero parece que tal prerrogativa no fue aceptada por toda la Iglesia mozárabe, en el siglo
IX, San Eulogio, fue elegido por los obispos para la silla metropolitana. Otras veces los Obispos
mozárabes. Fueron elegidos por los Reyes cristianos de Asturias, León, Castilla y Aragón, por
considerarse a éstos como protectores de la Iglesia cautiva y sucesores de la Iglesia visigoda.
La dominación sarracena perjudicó las relaciones de la iglesia mozárabe con la Santa Sede,
pero no llegó a producirse un cisma y el Santo Padre fue siempre considerado el jefe de la Iglesia
Universal.
Con respecto a la sociedad civil, a medida que pasaba el tiempo, la dominación musulmana
se fue haciendo más despótica, esto es hoy en día reconocido por todos los historiadores, inclusive
los pro islámicos, como Reinhart Dozy. Por ejemplo, para que un cristiano, pueda participar en el
gobierno municipal debería apostatar de su fe. Muchos españoles renegados así lo hacían, pero los
que preferían permanecer fieles a la verdadera fe, se veían apartados de todo cualquier puesto de
importancia política.
Por otro lado, según su pérfido Corán, – que en algunas de sus frases incita al odio y
separación contra los cristianos a los cuales califica de politeístas, por creer en la Santísima Trinidad,
por ejemplo: “No pidáis ni lumbre a los politeístas”; “yo reniego de todo muslim que habite
dentro de los muros de los politeístas” – los musulmanes tenían verdadera antipatía por la religión y
por la raza de los españoles, por lo tanto se mantenían alejados de estos, y para éstos era imposible
una convivencia sin renunciar a su fe. Hoy se habla mucho de la tolerancia musulmana para con los
cristianos, más era para con este tipo de “cristianos”...
Por esta razón los moros obligaron, en muchos casos, a los cristianos a salir de las ciudades y
vivir en los campos y aldeas vecinas, por ejemplo en Córdoba, Segovia, Tarazona, Valencia, etc.
También hacían esto, pues en las ciudades que eran sede episcopales, los cristianos eran muchos,
potentes y ardorosos, enviándolos al campo o a las aldeas de las vecindades, los separaban, los
disminuían y perdían su poder. No nos olvidemos que los moros tenían también miedo del valor de
los españoles.
No se dieron en la Península ni en ninguna otra región dominada por los musulmanes una
fusión de pueblos, como se operó en América Latina con la evangelización y colonización hispano-
portuguesa. Lo que hubo en España fue conquista y ocupación militar.
Esta antipatía era tan fuerte que hasta los renegados o mulladíes no podían sufrir el desdén,
insolencia y despotismo de los moros

Batalla de Poitiers – Una batalla de una


guerra religiosa
El primer empuje de la ola islámica fue tan fuerte y rápido que pasó los Pirineos y si
Covadonga fue el marco de la inflexión de la conquista musulmana y el punto de partida de la
reconquista española, Poitiers significó el fracaso de su introducción en tierras galas.
En el año 719 los musulmanes asolaron el valle del Ródano hasta Lyón y después
conquistaron el valle del Garona. Pero los francos del norte se prepararon a cortarles el paso y,
mandado por Carlos Martel, duque de Austrasia, encontraron a los moros juntos en Poitiers, era el
año 732, diez años después de Covadonga.

54
Los guerreros francos, a pie, ordenados en columnas cerradas y con la lanza en ristre,
resistieron a todas las cargas de la caballería árabe. Por la noche, los musulmanes se batieron en
retirada con inmensas pérdidas.
La batalla de Poitiers es una de las más importantes de la historia, puesto que puso fin a las
ilusiones musulmanas de conquistar Europa.
En Poitiers se encontraron frente a frente no sólo dos ejércitos, sino dos religiones, una
verdadera y la otra falsa, el Islam, dos civilizaciones, la Cristiana y la musulmana, dos culturas. La
batalla de Poitiers salvo no sólo a la religión católica en Europa, sino la Civilización Cristiana que
comenzaba a florecer. La característica de la civilización islámica, era siempre la misma, en los
primeros años había un cierto progreso, pero inmediatamente después un horroroso estancamiento,
que impedía el desarrollo de los pueblos.

55
Capítulo IV – I – Carlomagno

Capítulo IV

I – Carlomagno
Creo en ese sentido que Carlomagno fue el fundador de la Europa Occidental,
fue el fundador de la Edad Media, y la impresión que tengo es que Carlomagno no era
capaz de componer el gótico, pero si viese el gótico, cantaría de entusiasmo: “es lo
que estaba en mi alma”. (…)
Creo que fue el Moisés de la Edad Media...
Plinio Corrêa de Oliveira

Como bien dice el profesor Plinio Corrêa de Oliveira, Carlomagno fue el profeta de la Edad
Media.
Un hombre, de tal manera providencial, de tal manera suscitado por Dios para formar la
Europa Cristiana que en su vida se hace difícil distinguir entre la biografía y la leyenda. ¿Quién no
oyó hablar del Emperador Carlos de la “barba florida”? ¿O de Carlomagno y los doce pares de
Francia? ¿De la Chanson de Roland?
En este trabajo intentaremos estudiar su vida, su historia, sin perder de vista la leyenda. Para
ello debemos situarnos en el contexto histórico en que vivió este gran paladín de la Iglesia, pero
debemos hacer un esfuerzo para comprender los hábitos mentales, usos y costumbres de una época
que aún portaba en muchos aspectos la marca de la barbarie.

Su padre Pepino “El Breve”


Se puede considerar como casi seguro el 2 de abril del 742 el día en que nació aquel que
debía ilustrar tanto el nombre de Carlos. En esta fecha, su padre Pepino, el Breve, era aún el
mayordomo de palacio.
Diez años más tarde, Pepino dio el famoso “golpe de Estado” apartando a Childerico III, el
último Rey merovingio. El hermano de Pepino, Carlomán, con quien compartió el poder, atraído por
la vida contemplativa, se apartó de la Corte y entró en el célebre monasterio de Monte Casino como
un simple monje.
Chiledrico fue tonsurado y encerrado en un monasterio. Pepino de mayordomo pasó a ser
Rey de los francos, con el asentimiento del Papa Zacarías, que confirmó el advenimiento del nuevo
Rey con su “autoridad apostólica”.
La nueva “casa reinante” recibió la sanción de la Iglesia con la consagración. La unción con el
óleo santo56 fue conferida la primera vez a Pepino por San Bonifacio; algunos años más tarde, en el
mes de abril del 754, el sucesor de Zacarías, Esteban II, fue a Francia y fue renovada la consagración

56 Ver capítulo I

56
a Pepino por las manos del Vicario de Cristo en persona y extendida a su esposa Berta, así como a
sus dos hijos Carlos y Carlomán. Esta escena memorable se desarrolló con toda la pompa posible en
la basílica de Saint Denis. No fue solamente para afirmar la Casa Carolingia, de una manera decisiva,
sino también para unir estrechamente la política entre esta Familia y la Santa Sede, y hacer del
Monarca franco el protector titulado del jefe de la Iglesia, en ese momento amenazado por los
lombardos.
En ese sentido Pepino no fue sólo el fundador sino el precursor: es el que limpia el camino y
lo consolida: uno más grande que él se servirá de esto como trampolín. Así se precisan los papeles
respectivos de las generaciones sucesivas. Nuestro Carlos I, tal vez, no hubiese sido Carlomagno, si
su padre y predecesor no hubiese sido Pepino.
Pepino, digno hijo de Carlos Martel, quien paró a los musulmanes en Poitiers, alió felizmente
la firmeza con la habilidad. Con su bravura, su renombre de fuerza física, a pesar de ser de pequeña
estatura; hace la guerra por necesidad y no por gusto. Socorrió al Papa Esteban II, quien asaltado por
el Rey lombardo Aistolfo, ansioso de hacer de Roma su capital. Bajó dos veces a Italia y las dos
fueron victoriosas para los francos. Exige a los lombardos la firma del tratado franco lombardo que
echa los cimientos de los futuros territorios pontificios, pero los lombardos no son sinceros, no
renuncian a una revancha, diplomática o militar.
Pepino fortalece las fronteras del reino franco. Derrota a los sajones en Iburg; alcanza el
Weser, dicta la promesa de un tributo. Impone un juramento de vasallaje a su sobrino Tassillon que
gobierna Baviera en calidad de duque. Prosigue el rechazo del Islam, muy venido a menos en el norte
de los Pirineos por causa de la batalla de Poitiers, y los rechaza hasta la Septimania 57, donde retoma
brillantemente la ciudad de Narbonne en 759. Invade la Aquitania contra el duque rebelde Gaiffier,
los francos hacen dos campañas obstinadas en el sur del Loire, de 760 a 768, el meridional rebelde
muere con las armas en la mano.

Muerte de Pepino y comienzos del Reino


de Carlos
Pepino fallece el 24 de septiembre del 768 a la edad de cincuenta y cuatro años, en Saint
Denis, el mismo lugar donde había recibido la unción apostólica.
Casi inmediatamente Carlos y su hermano Carlomán, se dividen la herencia franca, según un
dispositivo fijado en Saint Denis por su madre. La Reina Madre Berta, preside la división y la
inauguración de los dos reinos paralelos. Los dos Reyes son consagrados, uno en Noyon y el otro en
Soissons, el 9 de octubre.
La herencia de los dos reinos no fue del todo pacífica... ¿Habría temido Pepino que sus hijos
chocasen entre ellos? Lo cierto es que rápidamente los dos jóvenes Príncipes están en desacuerdo.
Berta se esfuerza de todas las maneras posibles para evitar la guerra entre los dos hermanos. ¿No es
ella la única capaz de apaciguarlos? Su piedad duplica su amor materno. Un duque de Aquitania se
rebela contra Carlos, éste pide su ayuda a Carlomán, quien se niega a ayudarlo. Los dos hermanos se
reúnen en Moncontour. Carlos, se ve obligado a entrar sólo en campaña contra el rebelde: suceso
total. El rebelde es muerto en la batalla.
La tensión entre los dos hermanos llega a su auge. Pero Carlomán muere el 4 de diciembre
del 771, en Samoussy, cerca de Laon. A todo esto Carlos se había casado con Desirée, princesa
lombarda, Carlomán, a su vez, lo había hecho con su hermana Gerberga, ambas hijas del Rey
lombardo, Didier.
Estos enlaces habían sido arreglados entre Berta, la madre de Carlos y por el Papa Esteban III
– éste con reticencias, pues no confiaba en la unión franco lombarda y se preguntaba si la política de
Pepino sería substituida por la diplomacia –, y el Rey lombardo, Didier. La intención era acabar con

57 Actual Cataluña

57
Capítulo IV – I – Carlomagno

el peligro lombardo por medio de esta unión. Berta va a buscar a su nuera a Pavía. El matrimonio de
Carlos tuvo lugar en Mayence, probablemente en Navidad del 770.
En el momento de la muerte de su hermano Carlomán, Carlos repudia a su mujer Desirée. El
efecto de esta decisión esta en concomitancia de la toma de los territorios del muerto por Carlos, que,
no tuvo en cuenta los derechos de los herederos de su hermano, ni de su esposa, Gueberga.
La viuda y los hijos de Carlomán se refugian en Pavía y Desirée retorna a la capital lombarda.
La hora de Berta ha pasado. Su sueño de una aproximación franco lombarda, pacificando el
Occidente con fronteras estables se hunde.
Carlos ha escogido, continuará la política de Pepino, pero le imprimirá a la acción entrevista
por su sucesor el ritmo acelerado del genio. Carlos realizará una obra maestra de tal envergadura que
el mundo no había conocido desde Julio César58.
Pero Carlos, no era sólo un genio militar, era también un héroe cristiano. Por ejemplo,
durante sus largas campañas militares, nunca dejaba de tener alguien que le lea las obras de San
Agustín. Por todos lados incentivaba la piedad y la vida religiosa. Fue el Gran Carlos quien compuso
el Veni Creator Spíritus, ese magnífico himno al divino Espíritu Santo.
Todavía no era más que un Rey, cuando ya comprendió que debía servir de guía a las
poblaciones cristianas, Rector Christiani Populi.

Carlos el conquistador – Italia


El repudio de Desirée, hija del Rey de los lombardos, Didier, era un verdadero casus belli.
Carlos no podía ignorar, de ninguna manera, las consecuencias de su acto. Deliberadamente decidió
correr todos los riesgos. Es en esta voluntad reflexionada en la hora crucial que brilla el genio del
hombre que viene de tomar en sus manos los destinos del Occidente59.
Los acontecimientos se precipitan unos después de los otros. El Papa Adriano, que nunca
había admitido la validez de la unión franco lombarda, recibe un ultimátum de la Corte de Pavía, para
que corone a los hijos de Carlomán. El Papa se niega. Las tropas lombardas entran en los territorios
de San Pedro. Adriano llama al Rey de los Francos. Y aquel, después de algunas negociaciones,
apenas para dejar clara la responsabilidad del agresor, se pone a la cabeza de un ejército de invasión.
Atravesando temerariamente los Alpes, en el otoño del 773, pasando por el Monte Cenis y el
San Bernardo – hay que considerar lo que eran los caminos en el siglo VIII, y las temperaturas
otoñales de los Alpes... –, Carlos cae como un águila sobre la retaguardia de los lombardos.
Abrumado por esta audacia, Didier, cuya desbandada es inmediata y completa, se refugia en Pavía,
mientras que su hijo Adalgise, con la viuda y los hijos de Carlomán, se encierra en Verona. Pero
Adalgise huye. Encontrará asilo en Bizancio. Gueberga y sus hijos caen en las manos del vencedor.
Pavía aún resiste a las tropas de Carlos. En las Pascuas del 774, todavía resiste, mientras
Carlos peregrina a Roma. Allí es saludado con el título de Patricio y afirma su derecho de
protectorado de la Ciudad Eterna. Retorna en seguida a Pavía donde recibe la rendición de Didier, el
cual fue enviado a la abadía de Corbía.
Carlos se hace aclamar Rey de los lombardos, y coloca sobre su cabeza la célebre “corona de
60
hierro” . Y confirma al Soberano Pontífice la “donación” de Pepino.
Si se estudia con detenimiento las campañas militares de Carlomagno, se verá que fue uno de
los mayores hombres de guerra de la Historia.
Hundimiento de la potencia lombarda, afirmación del protectorado franco establecido en
Roma, son los resultados brillantes de esta campaña de la guerra de Italia.

58 Cf. Calmette, Joseph, Charlemagne, Presses Universitaires de France, pág. 11.


59 Calmette, op. cit., pág. 12.
60 Esta corona de hierro era llamada así por el siguiente detallo: era de oro, como todas las coronas, solo que por dentro tenía

un círculo que le servía de armadura interior. De ahí el nombre.

58
Sajonia
Después de Italia, Sajonia. Mientras Carlos combatía en Italia, el problema alemán
aumentaba. El Rey franco se vio obligado a mirar inmediatamente hacia el Rhin.
Clovis y sus sucesores habían rechazado las tribus germánicas paganas que se lanzaban sobre
los territorios francos y los amenazaban. Clovis había derrotado a los Alamanes, había ampliado sus
tierras en Turingia, en Franconia y sobre la rivera izquierda del Rin. La Austrasia, obra maestra de la
monarquía franca, se había extendido sobre la futura Francia del Este y sobre la futura Alemania del
Oeste. Obra iniciada, pero aún frágil.
Carlomagno llevará esta obra a término: de la Germanía bárbara y amorfa, su genio hará
surgir la Alemania de la Edad Media y de los tiempos modernos.
Los sajones del siglo VIII, con sus tres grandes tribus – Ostfalianos, Westfalianos,
Angarianos – eran, la barrera que se oponía – y desde hace mucho tiempo – a la extensión del
Estado franco civilizador más allá del Rin inferior y medio.
La Sajonia se había mostrado siempre agitada, refractaria y amenazante. Fija en la barbarie
germánica más primitiva, se obstinaba en mantener sus particularismos locales y en el culto
sanguinario de sus viejos dioses.
Carlos estaba decidido a acabar con este problema, tan cerca de la frontera de su reino.
En el año 772 comienza la primera campaña de Carlomagno contra Sajonia, como éstos no le
habían pagado un tributo establecido en la época de Pepino. El ejército franco se lanza sobre
Ehresburg, en el corazón del país de la tribu de las Angarianos. Carlos levanta una fortaleza, destruye
un ídolo local, Irminsul, y en su lugar levanta un oratorio. Continúa el avance hasta Weser. Después
de algunos meses, mientras Carlos opera en Italia, los sajones se rebelan de nuevo, atacan Hesse.
Una expedición punitiva en 774, es la réplica de los francos. En 775 se lanza una operación más
importante. Esta vez, los francos penetran en Sigisburg, plaza fuerte de los Westfalianos, sobre el
Rhur. Ehresburg, que los Angarianos habían demolido es vuelta a levantar. Éstos son derrotados en
Brunisberg, y los batallones victoriosos alcanzan el curso del Weser por segunda vez.
Dejando una retaguardia sobre el río, Carlos avanza sobre los Ostfalianos y exige de ellos
rehenes. A su vuelta, se entera que su retaguardia fue atacada y que sufrió pesadas pérdidas.
Inmediatamente cae sobre los Westfalianos, culpables de no mantener la palabra, y en la batalla les
mata un gran número y vuelve con más rehenes. Ehresburg, una vez más es demolido y una vez más
reconstruido. Una segunda fortaleza se levanta: Karlsburg.
En pleno corazón de Sajonia levanta una fortaleza con su propio nombre, ¿no es una manera
de tomar posesión de todo el país? A partir de este gesto, no va a quedar ninguna duda. El plan
carolingio es límpido: Sajonia será cristiana y franca.
La obra marcha rápidamente y, en 777, se puede creer en vías de realización. Carlos va a
Paderbon. Convoca una asamblea común de francos y sajones. Surge una primera organización. Se
construyen fortalezas en lugares estratégicos, se consolida el terreno conquistado. El hijo de Pepino
tiene intuiciones de un gran colonizador. ¿No es una obra colonizadora y de un alto valor cultural, el
instalar a los francos sinceramente católicos y fuertemente latinizados en el corazón de la Germanía
ancestral y salvaje? Carlos procede a una serie de bautismo en maza, lo cuales no fueron bien vistos
por la Santa Sede, pero en aquellos tiempos las costumbres no eran las de ahora...
Pero un líder nacionalista sajón, se rebela para que la Sajonia vuelva a su aislamiento y a su
idolatría. Wittikind. Este hombre es un buen militar y lanza una campaña contra los francos. Los
sajones son derrotados cada vez que Carlos está al frente de sus tropas, y son victoriosos cuando
Carlos está ausente. La guerra se extiende desde 779 hasta 782.
Pero nuevamente Wittikind se levanta y causa una terrible derrota a los francos, mucho más
dolorosa que la que sufriría la retaguardia de Carlos en Roncesvalles. Pero Carlomagno no anda con
contemplaciones arrasa a los sajones en Verde, donde el Rey de los francos ordena una serie de
matanzas generalizadas, causando la muerte de unos cuatro mil quinientos rehenes, pero Wittikind se
escapó y durante tres años no pudo ser hecho prisionero. Carlos tuvo que volver a Sajonia en

59
Capítulo IV – I – Carlomagno

persona, organiza la conquista metódicamente, hasta que llega a la sumisión y bautismo de Wittikind
a fines del año 786. El día que entró en la Iglesia, salió de la historia. Desaparece de la escena.
Las célebres Capitulares sajonas imponen a Sajonia una disciplina rigurosa, el culto católico
obligatorio y la fidelidad a la autoridad franca. El pueblo sajón tiene, desde entonces un régimen de
estado de sitio. A partir de entonces los sajones fueron fieles al reino franco, salvo algunos espasmos
sin trascendencia.

Baviera
La Baviera ya era católica y su duque reinante, Tassillon, primo de Carlomagno por parte de
Madre y feudatario de Pepino el breve. Tenía el sueño de un estado independiente del reino franco.
Carlomagno ya tenía paz en Sajonia, en Italia, pero se encontró de pronto frente al problema
del futuro de Alemania. En ese momento la Baviera cobró toda su importancia.
La cronología muestra a la evidencia la estrecha relación entre los problemas de Sajonia y los
de Baviera. Es en 782 que, por la primera vez, Tassillon, hasta aquí libre de movimientos, es invitado
a renovar el juramento prestado anteriormente a Pepino. Tassillon, acepta, pero no modifica casi
nada a sus maneras de independencia y Carlos, que frente a una Sajonia rebelada nuevamente con
Wittikind a la cabeza, está muy ocupado y prefiere cerrar los ojos de nuevo. Condescendencia. Pero
una vez libre del caso sajón, el monarca de “la barba florida”, exige a Tassillon, la aplicación efectiva
de su vasallaje. Esto en el año 787. Y como el duque bávaro tergiversa, la guerra estalla.
El gran Carlos invade con sus ejércitos la Baviera por tres partes, por el Lech, por el Danubio
y por el Tirol. Tassillon se siente incapaz de resistir semejante asalto. Los textos de documentos
francos hacen mención de ciertos bávaros, “más fieles al Rey que al duque”, e incluso de
divergencias entre Obispos y abades. Un trabajo interno ha conmovido la autoridad de Tassillon. El 3
de octubre de 887, éste se acerca al campo de Carlos, reconoce sus errores, admite sus infidelidades
que le han hecho perder la legitimidad del ducado que Pepino le había concedido, pero que retoma
con un nuevo acto de vasallaje, que presta según el uso medieval, es decir, de rodillas poniendo sus
manos, entre las manos de su Señor. Un juramento del pueblo bávaro sanciona esta sumisión.
Tassillon, no fue leal, así que algunos ejércitos francos se retiraron de Baviera, comienza a
intrigar contra Carlos, primero con los griegos de Bizancio, con el duque de Benevento, e incluso con
los avaros, sus vecinos del Danubio, a los cuales la intervención franca de este lado del río los había
dejado desconfiados.
Pero había en Baviera gente que era más devota al rey que al vasallo. Los manejos del duque
son denunciados. Tassillon recibe la conminación de presentarse a la Asamblea en Ingelheim. Es
llevado por los comisarios reales. “Bávaros fieles”, se hacen los acusadores. Se levanta un
requisitorio contra él. Sus juramentos y sus perjurios confunden al vasallo felón. La Asamblea es un
tribunal: “Judicium Francorum”. La sentencia a tales acusaciones era fácil de prever. Pero Carlos
conmuta la pena capital pronunciada contra su primo, por una internación de por vida en un
monasterio.
Así, la Baviera y la Sajonia fueron incorporadas al Estado franco.
Carlomagno impuso a la altiva Baviera, como a la Sajonia rebelde e idólatra, la disciplina de
los francos del Oeste. Haciendo así, él modeló la Alemania de la Edad Media.
Inyectó en el viejo tronco germánico el cristianismo civilizador y fecundo. De esta manera la
Cristiandad medieval se amplia y se delimita hacia el Este: La espada carolingia dibujó las fronteras.

España
¿Tuvo Carlomagno la idea de conquistar la España? Un hecho es cierto. El proyecto si
durante un tiempo fue acariciado, fue de corta duración, y cedió el lugar a un designio más modesto:
establecer en los confines del Islam, una fuerte línea de defensas.

60
La única expedición que el soberano franco haya conducido en persona más allá de los
Pirineos fue en el 778 y ha hecho célebre el nombre de Roncesvalles. Estando en Sajonia, en
Paderbon, Carlos recibió las propuestas de un príncipe musulmán de Zaragoza, rebelado contra el
emir de Córdoba. La España musulmana le fue presentada como el de un país en plena anarquía,
maduro para una intervención extranjera. ¿Cómo el campeón de la Cruz, aquel que quería a todo
precio ganar la Sajonia para Cristo, hubiese resistido a hacer el esfuerzo necesario para restituirle la
patria de San Isidoro? ¿Expulsar a los sectarios de Mahoma, rechazarlos hacia África, no era
continuar la línea de Carlos Martel y de Pepino?
Carlos se deja seducir por esta perspectiva. Pero, si llegó hasta Zaragoza, fue para percibir que
el emir de Córdoba había retomado el control de sus tierras y de sus hombres, y si las murallas de
Pamplona fueron derribadas en represalia, la ocasión estaba frustrada. Se vio obligado a volver a
cruzar los Pirineos sin resultados tangibles. Fue en el curso de esta retirada que tuvo lugar el
dramático combate de retaguardia del 15 de agosto del 778, aquel, donde víctima de los vascos con
otros paladines de renombre, murió el valiente conde Roland. La epopeya magnificó el episodio y
dio lugar a una de las más bellas canciones de gesta, sino la más bella: “La Chanson de Roland”.
El hecho esencial es que lejos de adentrarse en el territorio dominado por las guerrillas
españolas, Carlos supo prudentemente cuidarse de toda aventura. Renuncia a arrancar la península
ibérica a los musulmanes y se limita a proteger la Galia contra sus incursiones.
Los musulmanes realizaron un raid de pillaje en el Languedoc en 793, hizo que el duque de
Toulouse, San Guillermo, primo de Carlomagno, con riesgo de su vida y su honor les salió al
encuentro, pero fue derrotado por los invasores, mas les causó tales pérdidas que se vieron obligados
a volver al otro lado de los Pirineos. Un poco más tarde el duque, en una ofensiva de represalias
dirigidas por San Guillermo, en tierra sarracena vengó el honor de las armas francas.
En las operaciones subsiguientes, dirigidas por San Guillermo, llegó a tomar posiciones
estratégicas en la vertiente oriental de los Pirineos y en los confines de la Navarra. En la “marca de
España”, futura Cataluña, levantaron fortalezas en Vic, Cardona, Lérida y todo fue coronado por la
toma de Barcelona en 803.

En el país de los Avaros


Cuando se desplazó a Ratisbona para organizar la Baviera, Carlos se enfrentó a un nuevo
problema: un pueblo recientemente instalado sobre el Danubio medio, hacía correr un riesgo
inesperado al Reino franco. Eran los avaros, primos de los hunos. Estoas bárbaros turco-mongoles
hicieron fracasar todas las tentativas emprendidas desde 789 a 791 para acantonarlos en sus límites.
La guerra avara, impuesta a Carlos por la preocupación de asegurar la tranquilidad y la paz a la
Alemania, fue de las más duras después de la de Sajonia.
La campaña vigorosa de 791 abrió una serie de grandes ofensivas. El episodio decisivo se
ubica en el 799: fue cuando sus tropas forzaron el campamento fortificado de la capital de los avaros.
Fueron encontradas inmensas riquezas, fruto de los numerosos años de pillajes. La distribución de
estos restos fue saludada con tanto entusiasmo cuanto que el vencedor se mostró generoso para los
laicos como para las Iglesias.
Aprovechando las discordias internas de los avaros, Carlos hizo de su país un verdadero
estado satélite; los obligó al bautismo y lanzó los cimientos de la cultura en la cuenca media del
Danubio, que como consecuencia de nuevas invasiones, de ciertas tribus de finlandeses, debería
transformarse dentro de poco en Hungría.

61
Capítulo IV – I – Carlomagno

Fronteras escandinavas y eslavas


La conversión de Alemania coherente puso delante de la autoridad franca el problema de las
fronteras. Al norte y al este, los límites de la dominación carolingia están expuestos a las incursiones
de pueblos paganos y agitados: los escandinavos y los eslavos.
El hijo mayor del gran Carlos, su homónimo, el Príncipe Carlos, es particularmente
encargado de la frontera eslava. El construyó sobre el Saale y sobre el Elba, fortalezas a la sombra de
las cuales nacerán las ciudades de Halle y Magdeburgo.
Dinamarca tenía su fuerza principal en la piratería. Un flagelo que perturbará todo el siglo IX.
La piratería normanda fue terrible. Señor de la Sajonia, Carlomagno amenaza a su vecino
escandinavo del Norte, que realizaba ataques con sus flotillas, por medio de sus fuerzas de tierra.
Tiene tropas sobre el Eider y sobre la ribera derecha de este río está bajo su control.

La “dilatatio Regni”
En total, un verdadero conquistador con una espada brillante que duplicó la extensión de la
herencia recibida de los merovingios y de Pepino. Esto es lo que los textos carolingios denominan la
“dilatatio Regni”. Esta dilatación del reino da a Carlos el señorío el dominio del Occidente. El
Estado franco ha tomado las proporciones de un Imperio. ¿No es lógico y legítimo que su soberano
añada el titulo de Imperator al título de Rex?

Carlomagno, Emperador de Occidente


Desde el año 476 no había más emperador en Roma. En esta fecha como vimos, el Rey de
los hérulos, Odoacro, señor de Italia, habiendo eliminado al último de los sucesores de Augusto – el
pálido y desgraciado fantasma imperial con el nombre simbólico de Rómulo Augustulo – había
enviado las insignias imperiales a Bizancio, donde reinaba el Emperador Zenón.
Con las vicisitudes de todo lo sucedido después de la caída del Imperio Romano de
Occidente, y con la afirmación del reino franco, la idea del Imperio había renacido en muchas
personas, que veían en esta institución el baluarte de la Iglesia y de la civilización cristiana.
El reino de Carlos, la extensión y evangelización producidas por su empuje, tanto hacia el
Este cuanto la defensa de las fronteras y la marca hispánica en el Oeste, es el gran territorio donde
Carlomagno fue reconocido como soberano.
En la noche de Navidad del año 800, estando arrodillado en oración delante del altar de la
Basílica de San Pedro de Roma, el Papa San León III, se aproximó y depositó sobre su frente la
corona Imperial, título con el cual fue aclamado por todo el pueblo allí presente de la siguiente
manera: “¡A Carlos Augusto, coronado por Dios, grande y pacífico Emperador de los romanos,
vida y victoria!”
Acababa de realizarse uno de los actos más simbólicos y retumbantes de la Historia: había
nuevamente un Imperio de Occidente.
Pero no es la resurrección pura y simple del antiguo y pagano imperio romano. En este nuevo
Imperio Cristiano, prácticamente no figuraba la Península Ibérica, dominada por el Islam, salvo la
marca hispánica, pero en cambio, se extendía por la Alemania, antigua tierra de los bárbaros.
El concepto que se desprende de la política inaugurada por San León III, el día de Navidad,
responde a lo que hoy se llamaría una “mística”. Según su biógrafo, Eginhard, Carlomagno sólo una
vez vistió las ropas imperiales romanas, por que consideraba que el Imperio, más que un régimen era
un ideal moral. Significaba, para él, la unidad de Occidente bajo un jefe que ejerce la plenitud del
poder en un pensamiento cristiano. Una doble delegación divina “surplombe” los “fieles”. ¿No es el
mismo término con que se designa a los súbditos de la Iglesia y el Estado? En la cumbre de la

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jerarquía están el Emperador y sobre éste el Vicario de Cristo, el Papa. Ellos presiden, cada uno en su
esfera, los destinos de los cuerpos y de las almas.
De esta manera se precisa la nueva manera de comprender el gobierno de los hombres en la
Edad Media. Las relaciones entre el Papado y el Imperio regirán desde ahora las condiciones
necesarias al equilibrio del sistema en el cual los acontecimientos acabarán de formar su armazón.
En la conciencia carolingia, el Imperio se elevará a la altura de una entidad superior,
trascendental, garantía del orden y de la armonía universal: “pax romana et pax Christi”.

Carlomagno, el hombre
Llegó el momento de trazar un retrato del emperador y de esbozar el ambiente que lo rodea.
En este punto la Historia y la leyenda se entrelazan y al mismo tiempo se chocan. Nos
atendremos a su biógrafo Eginhard, que lo conoció muy bien.
Carlomagno era un hombre fuerte y vigoroso, de talla elevada, pero sin exceso. Lo describe
sin la “barba florida”... pero con unos bigotes grandes que envolvían el mentón. Los autores que le
atribuyen la barba se inspiraron en los hábitos de aquel entonces, en que la barba era un atributo de
fuerza.
Sólido y firme en su caminar, el Gran Carlos tenía una voz fuerte y clara. Gozaba de una
excelente salud, que sólo se debilitó en sus últimos años. Fue cuando los médicos le prescribieron un
régimen alimentario estricto, pero él se rebeló contra ellos pues le prohibían comer carnes asadas y la
carne de la caza que le encantaba, porque es un intrépido cazador. Eginhard subraya igualmente su
gusto por el agua y por todo lo que hoy consideraríamos deportes, es un diestro nadador, y posee un
gran talento en la equitación.
Al mismo tiempo es simple en su vestir y en su trato. Le gusta la manera de vestir de los
francos. En general se lo ve vestido con un chaleco de piel fina, que le cubre también las piernas, por
encima una túnica, y una capa azul sobre los hombros. En la cintura siempre lleva la espada.
En la mesa su apetito es robusto, pero tiene horror a la ebriedad, por eso evita beber vino en
exceso.
Después de haber repudiado a su primera esposa, la hija de Didier, Rey de los lombardos, se
casó con una Franca, Hildegarda, con la cual tubo tres niños, Carlos, Pepino y Luis, y tres niñas,
Rotruda, Berta y Gisela. Hildegarda fue una buena esposa, al mismo tiempo que Reina consciente y
activa, acompañaba a su marido hasta las fronteras del reino y en la abertura de las grandes
campañas. Ella murió el 30 de abril del 783.
Viudo a los cuarenta y un años, volvió a contractar otros tres matrimonios, siempre por
viudez. Se casó primero con una franca, Fastrade, con la cual tubo tres hijas: Theodrade, Hiltrude y
Rothaïde; después de la muerte de Fastrade en 794, se casó con Liutgarda, de la cual se ignora el
origen y que no le dio hijos.
Según Eginhard, tuvo varias amantes – Madelgarde, Gervinde, Reine, Adelaida –, varias hijas
naturales – Rothilde, Adeltrude – y dos hijos: Drogón (futuro Arzobispo de Metz), Hugues y Thierry.
Carlomagno tuvo repugnancia a casar sus hijas, sin embargo, casó a una de sus hijas
ilegítimas, que se tornó condesa de Toulouse.
Sus hijos ilegítimos no tuvieron ningún papel en el Imperio, a no ser Drogón, Arzobispo de
Metz. En toda su política imperial tuvieron importancia sus hijos: Carlos, Pepino y Luis “el
Piadoso”.

Aachen (Aquisgrán)
Carlos no fue un soberano estable viviendo en una residencia inmutable. Como sus ancestros
el vivía de ciudad en ciudad, es decir compartió su vida, muy irregularmente entre los grandes
dominios de la corona. Lo vemos en Nivelle, en Stablo, o Echternach, en Ponthion, o Quiersy,

63
Capítulo IV – I – Carlomagno

explotaciones rurales heredadas de Pepino, lo vemos en Worns, en Frankfurt, en Ingelheim. Las


guerras, las campañas y la propia economía del reino lo obligan a este nomadismo. Cada vez que se
desplaza lo hace con innumerables servidores palatinos.
No obstante, Carlos tenía la ambición de tener una residencia principal, que sea la capital de
su Imperio. Pepino había escogido Paris. Carlos optó por Aquisgrán, en Renania; su nombre es
Aachen en alemán, Aquisgranum en latín y Aix la Chapelle en francés. Esta elección parece ser
motivada por la posición de esta ciudad, de eje entre sus dominios.
En poco tiempo Carlos el Grande la transforma en la capital de su reino, sobre todo a partir
del año 800. En los últimos años de su vida el vivirá en Aachen casi permanentemente.
Desgraciadamente no nos podemos hacer una idea clara de lo que fue la vida de este gran
hombre en su ciudad, debido a que los incendios y destrucciones no han dejado casi nada de su
residencia
El palacio se extendía sobre la colina que baja en la ciudad actual de Aachen, de la plaza del
mercado a la Catedral. La residencia ocupaba la parte más elevada. Entre el palacio y la capilla –
cuyos cimientos han servido para la construcción de la Catedral – se extendía un vasto patio,
rodeado de pórticos y ornado de pabellones. En el centro había una estatua ecuestre de Teodorico el
Grande, Rey de los Ostrogodos, trofeo de la guerra de Italia que se trajo de Ravena.
Sobre los cimientos del palacio se eleva hoy el ayuntamiento.
El cuarto del soberano, que tenía calefacción, era precedido de una antecámara, donde se
esperaba el levantar del Señor. El monje de Saint Gall, cuyas memorias datan de fines del siglo IX,
nos enseña que en su cuarto el emperador tenía acceso a una terraza de donde podía gozar de la vista
de su palacio.
La Capilla no es un poco mejor conocida que el palacio. Por indicación expresa de
Carlomagno fue construida en forma octogonal y recibió la dignidad de Basílica y fue dedicada
canónicamente a Nuestra Señora.
Las mujeres en el palacio, manejan hábilmente las agujas de tejer y la rueca. Las princesas
son orgullosas de las obras que salen de sus manos. Incluso ellas confeccionan sus propios vestidos.
Pero también se aprecian las telas lujosas que vienen del Oriente.
La vida de Corte es intensa pero se desarrolla en torno al Príncipe y su familia. En la Corte
Carolingia se confunden los letrados con los colaboradores de la política Imperial. Angilbert, era un
poeta ministro, mientras compone versos, realiza misiones gubernamentales de mucha importancia...
Fue uno de los grandes consejeros de Pepino, del Rey de Italia y asegura la correspondencia entre
Aachen, Roma y Pavía. San Benito de Aniano, una de las luminarias de la Iglesia y de la cultura, guía
de acuerdo con el duque San Guillermo, el joven Rey de Aquitania, Luis el Piadoso, hijo de Carlos.
Así se diseña una organización coherente, capaz de conciliar lo que hay de saludable en la
descentralización y lo que hay de necesario en la centralización.

La Diplomacia Carolingia y los Imperios


Orientales
Los dos imperios que miran con recelo al Imperio de Carlomagno, son el Imperio cristiano de
Bizancio y el Califato musulmán de Bagdad.
Carlos siempre tuvo como máxima de conducta vivir en paz con el Basileo, y siempre tuvo la
preocupación de evitar toda ocasión de conflicto con los griegos. El hijo de Didier, Rey de los
Lombardos, como vimos, después de ser derrotado por los francos se refugió en el imperio bizantino
y desde allí intrigó continuamente contra Carlos. Éste último tomó el partido de ignorar las intrigas y
tomó todas las medidas posibles para evitar cualquier choque con los griegos.
La coronación de Carlos en la Navidad del 800 llevó a un punto crítico las tensiones entre los
dos imperios cristianos. Carlos hizo todo lo posible para desarmar las cóleras del Basileus, que se
consideró muy herido por el acto de San León III. Por un momento Carlos pensó, estando viudo, en
contraer matrimonio con la emperatriz Irene de Grecia, viuda también. El fruto habría sido el retorno

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a la unidad imperial, pero Irene fue derrocada por Nicéforo. El nuevo Basileus, manifestó enseguida
su reprobación por el acto de la Navidad del 800.
De hecho los emperadores de Bizancio, sucesores de Zenón se consideraban también señores
del Imperio de Occidente, y el gesto de San León III erigiendo un nuevo imperio en Roma ”atentaba”
contra sus derechos. Más aún, para los juristas helénicos el gesto del Papa era de una legalidad
dudosa y por lo tanto, difícilmente aceptable. Sobre todo lo más injurioso era que el nuevo
Emperador era, a los ojos de los griegos... un “bárbaro”.
Mas Carlos no quería romper con los griegos. Llegó a pensar en casar a una de sus hijas, la
Princesa Rotruda para mantener la paz. Pero la mala voluntad de los griegos hizo fracasar este plan.
El sucesor de Irene se niega a aceptar los hechos de la Navidad del 800. Pero aquel que llevaba el
título de Imperator en Occidente ni pensaba ceder ante el Basileus.
Carlomagno envía muchas embajadas a Constantinopla, mas sin ningún resultado. Pero
Carlos sabía esperar. Cuando las fronteras del reino franco estaban tranquilas, se presentó la ocasión
para cambiar la situación.
Venecia se encontraba en una situación muy particular, situada en el límite entre los dos
Imperios y en derecho estricto era sufragánea de los bizantinos, pero esta dominación era más que
nominal.
Mientras tanto el progreso económico de Venecia, estaba en plena ascensión y se había
convertido en el punto de unión entre Occidente y Oriente. Riqueza comercial y emancipación
comunal iban una junto a la otra.
Bajo pretexto que se preparaban movimientos subversivos en el interior de Venecia, Carlos,
cruzó sus flotas delante del puerto. Al mismo tiempo sus tropas que venían de Lombardía y de Friuli
avanzan por tierra sobre la ciudad de Venecia. Al mismo tiempo dentro de la ciudad comienzan
disturbios. Los acontecimientos se precipitan. En el año 806 el Doge de Venecia, el Duque y
Arzobispo de Zara colocan Venecia y Dalmacia bajo la protección de Carlomagno, y el Emperador
rápidamente toma las dos riveras del Adriático.
El golpe fue magistral. El Emperador de Occidente se encuentra en este momento en una
posición que le permite de esperar que el otro Emperador se resigne a hablar otro lenguaje. Sin
embargo Nicéforo se obstina. En 809, Pepino, hijo de Carlos, ocupa Venecia. La guerra entre los dos
Imperios cristianos parece inminente. Pero la paz fue salvada. Nicéforo murió y su yerno Miguel le
sucedió, éste comprendió que se podía evitar la guerra. Decidió comenzar negociaciones que llegaron
a su conclusión en un acuerdo en Aachen en 812. Miguel cedía y consentía en llamar a Carlos de
“hermano”. Era reconocer el dualismo de los dos Imperios Cristianos.
Carlos mantuvo buenas relaciones con la Corte de Bagdad y no es en vano que en 812, al
mismo tiempo en que el Basileus reconocía el Imperio Carolingio, el emir de Córdoba reconocía a
Carlos y las fronteras que había dado a su Imperio.
El Califa de Bagdad, acuerda a su amigo de Occidente un tratado precioso que favorece a los
peregrinos que van a rezar al Santo Sepulcro de Nuestro Señor y para las comunidades cristianas que
se encuentran establecidas en Jerusalén: peregrinos y comunidades de ahora en adelante estarán
colocadas bajo la protección franca. Con este protectorado están abiertas las vías para las futuras
cruzadas.
Carlos está en su apogeo. Los vastos horizontes de su Imperio no son oscurecidos por
ninguna nube. Todos los problemas se resolvieron según los designios del Gran hombre cuya obra
toca a su cenit.
La calma reina en las fronteras eslavas como en los confines ibéricos, donde el Rey de
Asturias y de Galicia, Alfonso, goza de la garantía carolingia.
Frente a los Imperios Orientales y al Islam en España, el Imperio fundado en el año 800 está
en posesión de una hegemonía evidente y completa sobre los Estados de Occidente. A aquellos que
él no ha querido conquistar – y esta moderación lo honra – Carlos les irradia el brillo de todo su
poder.

65
Capítulo IV – I – Carlomagno

Carlomagno, el Administrador
Carlos fue un gran administrador. Su acción fue eminentemente bienhechora. Curiosamente
él no es ni un revolucionario ni un innovador, al contrario, lo que encuentra bueno lo mantiene y lo
prestigia. Respeta la ley consuetudinaria. Está persuadido que mejoradas por sus Capitulares, las
leyes y las costumbres en vigor bastan para asegurar el buen gobierno del Estado.
Carlomagno dejó sus leyes nacionales a todos los pueblos que sometió: los bávaros y
lombardos conservaron sus Códigos, los sajones sus libertades, y el Emperador se contentó con
introducir un gobierno común que, dando a todos los pueblos el carácter de un imperio cristiano,
inspiraba a todos una abnegación y un amor recíproco.
Fundó una unidad viva por medio de la fe y de la autoridad, de esa unidad salió la
administrativa, y todas las nacionalidades más diversas pudieron subsistir, aunque se conservara ilesa
la unidad del Imperio.
Carlomagno creyó sin presunción poder conducirse como si fuera uno de los jefes de la
Cristiandad.
El Estado franco en tanto que Estado está basado en la fidelidad.
Por fidelidad se entiende el vínculo que existe entre el súbdito y el Señor, tanto en el orden
temporal, cuanto en el orden espiritual. El juramento de fidelidad es exigido de todo adulto: el
juramento comporta obligaciones legales al mismo tiempo que obligaciones con respecto al Estado.
La importancia del sacramentum fidelitas es fundamental. Las modalidades están fijadas en
las Capitulares. Cuando Carlos fue consagrado Emperador ordenó la renovación de este juramento.
En general el súbdito jura en una Iglesia, sobre reliquias de los santos, de preferencia del más
venerado en la región.
El juramento de 802 especificaba expresamente que el fiel debe servir a Dios, obedecer a los
mandamientos de la iglesia, se obligaba a un especie de servicio militar, ser dócil a las obligaciones
con respecto al Estado, leal y sincero en justicia.

Funcionarios del Imperio Carolingio


El Imperio administra su extenso territorio dividido en condados. Se calcula que a fines de la
vida de Carlomagno debería haber por lo menos ciento diez condados. El conde es, como su título lo
indica, un compañero del rey, comes, en suma un delegado del Emperador, fijado como un
funcionario al centro de una región que le es confiada. Se podría decir que el conde es un alcalde
carolingio. Pero además de su papel de “alcalde”, el conde suma las funciones de policía, justicia y
ejército. Es un verdadero general y jefe militar de la región, por que se encarga de la movilización, y
de estar en el lugar de encuentro fijado para el inicio de una campaña y presentarse con su
contingente armado.
Los subordinados del conde son nombrados por él: vizconde, agentes inferiores, etc.
Sólo es independiente del conde el Obispo. Y como habitualmente, el lugar o la ciudad donde
se establece el conde, también es la sede de un obispado, por lo tanto en cada ciudad importante,
civitas, hay dos poderes uno espiritual, ejercido por el Obispo y otro, temporal, ejercido por el
conde. Generalmente los dos poderes colaboran uno con el otro. Este es el principio fundamental del
régimen. En caso de disputas interviene el gobierno central. La compenetración de esta unión entre el
poder Espiritual y Temporal, que se manifiesta en el juramento de fidelidad, es un reflejo de la
colaboración entre el Papa y el Emperador. No nos olvidemos que el fin supremo, tanto del gobierno
Temporal, como el Espiritual, es la salvación de las almas.
Otro tipo de funcionarios, en apariencia superiores a los condes, son los duques y los
marqueses. Ambos, duques y marqueses, en el siglo IX son sinónimos, son dos términos
equivalentes. Uno latino, el otro germánico, y markio o marqués, no es sino la latinización grosera
del termino markgraff (“margave”), es decir el conde de fronteras.

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El duque es un conde que ejerce, en sus funciones condales, un comando militar superior,
sobre muchos condes, agrupados en ducados o marcas. Tales circunscripciones militares existen
sobre todo cerca de las fronteras. Así San Guilhem, conde de Toulouse, es duque, y esto significa
simplemente que, por encima de los condes vecinos, sus colegas, que cada uno tiene comandos de
tropas, San Guilhem manda, en calidad de duque, el conjunto de los contingentes de su marca, de la
cual, de alguna manera, es el generalísimo, frente al Islam que invade desde España.
El duque, fuera de esta preeminencia militar, no tiene superioridad alguna sobre los condes,
que están subordinados directamente al Emperador, y nunca un duque interviene en la
administración civil de un conde.

Los “missi dominici”


Literalmente, significa, enviados del Señor. Esta institución era anterior a Carlomagno, pero
fue él quien la sistematizó y bajo su gobierno alcanzó un nuevo alcance. Eran en realidad
funcionarios enviados para inspeccionar permanente y anualmente el funcionamiento de todos los
servicios públicos. Así los “missi” entraron en la leyenda junto con la “barba florida” del Gran
Carlos.
Los missi dominici eran delegados del poder por el propio soberano a fin de controlar en el
terreno a los condes y los subordinados del conde. En sentido inverso, tienen orden de informar al
Palacio de las necesidades y aspiraciones de los pueblos a los cuales ellos sirven.
Basta enunciar tal programa para mostrar la importancia y la naturaleza particularmente
delicada. Los missi parten muñidos por el Palacio de instrucciones, de las cuales nosotros
encontraremos ecos en algunas a las Capitulares. Ellos tienen la confianza del jefe del Estado. Carlos
los recluta entre los altos funcionarios de su personal laico o eclesiástico. Caminando dos a dos, o
cuatro a cuatro, los missi, mitad laicos mitad eclesiásticos, actúan en conjunto, solidariamente, esta
colegialidad característica, que responde exactamente a la paridad del Obispo con el conde en la
ciudad, esta bien hecha para garantizar el máximo de integridad y de prestigio de aquellos que van a
inspeccionar las ciudades y sus funcionarios. Cada año se hace un cuadro de las zonas de inspección.
El grupo de condes visitador por una comisión determinada no tiene nada de fijo. Las missatica son
variables. Un conde elevado al rango de missus por un año no cesa de ser conde y continua a
administrar su dominio, salvo si se hace sustituir por uno de sus subordinados – de preferencia un
vizconde – durante su ausencia en el servicio ordenado.
¿Cuáles son las atribuciones de los missus? Ellos tienen todas las atribuciones. La extensión
del Imperio y la lentitud de las comunicaciones obligan a darles amplios poderes y gozan de total
confianza del emperador. No solo ellos inspeccionan, sino que hacen informes, y llegado el caso
pueden actuar. A este título pueden anular las decisiones del conde y de decidir en su lugar,
suspender un conde, que queda a merced de la decisión última del Emperador.
Un control regulador, bien estrecho, activo y eficiente se ejerce sobre todas las formas de la
autoridad pública.
Si se dice que la pax carolingia marcó una época feliz ha sido sobre todo por el fruto de las
inspecciones de los missi.
Con los missi es el Palacio que va a hacia las poblaciones; con los plaids son las poblaciones
que van hacia el Palacio.

Los Plaids
Los Plaids, placita, son las Asambleas carolingias. Los plaids se realizan generalmente en la
primavera. Se viene de diversas provincias y traen los dones anuales, los impuestos directos. Se
estipula también el programa del año próximo. Este programa, presentado por el soberano, que ha
deliberado ya con sus consejeros, es puesto a punto gracias a la intervención de los “grandes”: los

67
Capítulo IV – I – Carlomagno

asistentes de menor dignidad no hacen sino aprobar dando su consentimiento (consenso), esto que
significa que se obligan a obedecer.
Un plaid de otoño se puede añadir a uno de primavera, pero a este sólo asisten los personajes
de primer plano. Y esta sesión no es otra cosa que un Consejo del Príncipe ampliado.
Así se ordena el procedimiento normal de los actos gubernamentales. El soberano ha
preparado con los palatinos, sus consejeros ordinarios y permanentes, las medidas que parecen
oportunas. Los plaids ponen todo a punto. Ellos permiten de tener en cuenta las aspiraciones y las
necesidades constatadas en las circunscripciones y en las regiones, pero la decisión final de todo
queda siempre en las manos de Carlomagno.
Los plaids también tienen funciones judiciales, se erigen en tribunal para juzgar los casos de
alta traición, tal fue el caso de Tassillon. Esta especie de Suprema Corte que los textos carolingios
llaman de “Judicium Francorum”.

La Iglesia en los tiempos carolingios


En el reino carolingio, el orden espiritual y el temporal están estrechamente asociados, más
que ninguno otro de sus ancestros. Carlomagno tiene el sentimiento profundo que la religión requiere
la solicitud del Príncipe y que ella compromete la responsabilidad de su conciencia, al menos, tanto
que la administración propiamente dicha. Es necesario vigilar el orden y bienestar de sus fieles, pero
también su salvación eterna.
Es por eso que el reclutamiento de los Obispos es tan serio cuanto el de los condes. La
disciplina eclesiástica y el dogma no son menos importantes para el Emperador que el pago de
impuestos. Escoger los buenos prelados, dirigir, y llegado el caso rectificar en este sentido las
elecciones canónicas, hacen que el Gran Carlos se aplique con todo empeño. La purificación de las
costumbres del clero no tiene menos alcance que la de los funcionarios. Es por eso que Carlos legisla
en materia eclesiástica de tan buena gana como en materia civil, y todo el mundo lo encuentra
pertinente.
Carlos recomienda al clero que no deje de predicar. Toda una literatura apropiada la facilita,
las homilías del Diácono Pablo, especialmente. Alcuino por su Antifonario, Amalario, su discípulo,
por su Sacramentario, ponen a disposición de los sacerdotes las normas que disipan las variantes
entre los diferentes ritos que están en uso. El bautismo es objeto de instrucciones precisas. Se
confiere por aspersión y no más por inmersión, ya es el bautismo moderno. Se lo da a lo niños y no,
como antaño, a los adultos.
La cuestión del filioque suministra la transición de la liturgia al dogma. Toda una discusión
ardorosa se desarrolla en torno a la formula filioque procedit, que precisa este punto de fe: El
Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo.
Pese a la oposición durísima de los Orientales y de las reticencias de Roma, Carlos tomó
resueltamente la posición sobre este problema e hizo adoptar la fórmula de su elección en su capilla
de Aachen. Finalmente, Carlos tuvo razón. Como lo ha observado uno de los más ilustres
historiadores de la Iglesia, Monseñor Duchesne, es la voluntad del gran Emperador que, sobre este
punto tan importante, fijó la ortodoxia de la Iglesia.
En general Roma y Aachen siguen el mismo camino. Tal fue el caso de la lucha emprendida
contra el adopcionismo, herejía según la cual Nuestro Señor sería un hijo “adoptivo” de Dios.
Elipando de Toledo y Félix de Urgel, promotores principales de esta heterodoxia, fueron
perseguidos, el primero se retractó, el segundo, como vivía en un país musulmán continuó a
defender la herejía, pero sin fruto.
El Emperador no temió perder su dignidad, dando a sus súbditos el ejemplo de la obediencia
hacia los Mandamientos del Salvador. En 749 escribía las siguientes palabras en una capitular:

La paz, la unión y la armonía deben reinar entre el pueblo cristiano, lo mismo


entre los Obispos y abades que entre los condes y jueces; la paz debe reinar siempre

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y por todas partes, pues sin ella nada es del agrado de Dios, y únicamente por el
cumplimiento de la Ley de la paz es como los hijos de Dios se distinguen de los del
espíritu del mal.

Al mismo tiempo que eximía a los Obispos de la obligación de ir a la guerra, prohibía


también que se les molestara en el ejercicio de su ministerio, recordando a los suyos los numerosos
reinos germánicos que se habían perdido por haber despojado a las Iglesias.
“Castigaré, decía, el homicidio con inexorable rigor”, pero al mismo tiempo ordenaba a los
parientes de las víctimas recibieran una indemnización por la muerte, con objeto de poner término a
la costumbre pagana de las sangrientas venganzas. El mismo se titulaba “defensor adicto de la
Santa Sede Apostólica”, "devotus Sancte Ecclesiae, defensor atque adjutor in omnibus
apostolicae Sedis”.
Esta era su misión, su grandeza y el objeto de toda su vida.
Escribió al Papa respecto de las herejías que habían estallado en el Imperio; pero en lugar de
decidir esta cuestión como los Emperadores de Bizancio, dejó este cuidado a los Concilios que
convocó, y mantuvo así en Occidente la separación del poder temporal del espiritual, separación que
sirvió para caracterizar la Iglesia de Occidente y de los Estados germánicos – cristianos,
permitiéndoles llevar a cabo en los siglos siguientes lo que se hizo de grande e importante, y que dio,
a Europa una incontestable superioridad sobre las demás partes del mundo.
Mantuvo la unidad de la fe y de la disciplina, procuró la ejecución de los cánones, que ya iban
cayendo en olvido, fomentó la pureza de las costumbres entre los laicos y el clero, recomendó a los
sacerdotes cultivar las ciencias, hizo desaparecer los Obispos que no administraban ninguna diócesis,
y fue fiel a las leyes comunes de la Iglesia hasta el punto de decir en una de sus célebres capitulares:

Es menester respetar la Santa Sede y emplear para con ella tanta humildad
como dulzura. Aunque impusiera a los Reyes y a los fieles un yugo casi intolerable, yo
lo soportaré todavía con piadosa y alegre condescendencia.

Gracias a su protección poderosa, los misioneros cristianos habían llevado el Evangelio a


todos los pueblos germánicos, escandinavos y eslavos; y al mismo tiempo que su solicitud velaba
por la salvación de sus súbditos más lejanos, su genio se aplicaba a los menores detalles de la
economía política y de la administración de los mercados. No había conquistado solamente un
inmenso Imperio; lo gobernaba, dirigía y administraba él mismo.
Los príncipes cristianos lo escuchaban como un oráculo, entre los mismos infieles, el califa
Aroum al Raschid, le atestiguó su admiración, sometiendo el Santo Sepulcro a su autoridad. El Padre
de los fieles, San León III, le nombró hijo querido de la Iglesia de Jesucristo61.
Si Carlomagno tomaba tanto cuidado en cortar el paso a la herejía, con más fuerte razón se
empeñaba en exterminar cualquier renacimiento de creencias paganas. Proscribió severamente los
sacrificios, los amuletos, y los encantamientos. No cesó durante todo el reinado de purificar las
creencias y recibió por esto los elogios de los Soberanos Pontífices y de los Prelados que veían en él
un nuevo Constantino, un “Obispo exterior”.
También se preocupó de la manutención del clero, de proveer a su subsistencia, para esto
estableció una legislación apropiada y regularizó el pago del diezmo. De esta manera favoreció la
existencia decente del clero y de sus superiores. También favoreció las donaciones al clero por
ocasión de ciertas ceremonias del culto, bautismo o exequias, pero estas donaciones tenían carácter
voluntario.
Estas medidas favorecieron enormemente el enriquecimiento del clero, de las abadías y
monasterios, pero, es necesario comprender que en esta época el clero tenía a su cargo la educación,
bajo forma de escuelas abaciales y episcopales, y todos los gastos corrían por cuenta de los religiosos
sin ninguna participación del Estado.

61 DCE, tomo II, Carlomagno.

69
Capítulo IV – I – Carlomagno

Lo mismo para la asistencia pública, en términos actuales, todo lo que era la Seguridad Social,
hospitales, orfelinatos, limosnas son instituciones de orden eclesiástico. Si la Iglesia recibe larguezas
de los príncipes, inmunidades, privilegios variados, es por que ella da en contrapartida el apoyo y
sustento para servir en instituciones ya sea de educación, sea de caridad que en los días de hoy
corren por cuenta del Estado62.

Vida económica y social


Así la vida económica y social entra en escena.
La actividad principal en toda la extensión del imperio carolingio era la agricultura. La tierra,
como en la época merovingia, continúa a ser la fuente de riqueza por excelencia. En esta activa
explotación del suelo, los monasterios benedictinos jugaron un papel de primer plano. Al lado de los
servicios de enseñanza y de caridad, los monjes se entregan a un trabajo de preparación de las tierras
para el cultivo. Trabajar con sus manos es tan imperativo para los monjes como de rezar a Dios con
las horas canónicas. La mano de obra monástica contribuye a procurar la alimentación del país y a
promover su prosperidad 63.
Y esto es una contrapartida más para las donaciones, legados y los privilegios de todas
suertes que los personajes privados o públicos acuerdan a las fundaciones de abadías y prioratos con
una generosidad que sería sin justificación posible si no se tomase en consideración la utilidad social
del esfuerzo así suscitado y mantenido.
Los paisanos traban, por su parte, en el mismo frente que los monjes. El régimen de la gran
propiedad es el que está en vigor. Los grandes dominios – villa – es el tipo más característico de la
explotación rural. Se divide en dos lotes: el reservado al propietario y el que trabajan los paisanos, es
decir, parcelas distribuidas a los cultivadores. En estas parcelas trabajan colonos, siervos, hombres de
condiciones jurídicas o de orígenes muy diversos, forman esta paisanería que dispersa sus miembros
sobre toda la superficie de la villa.
Se vive sobre todo de la tierra. Se alimenta de lo que se cosecha. Se come la carne del ganado
vacuno y bovino. Se hila su lana y con ella se hacen las vestimentas. Los instrumentos de labranza
son fabricados en la misma villa. De esta manera la industria está más relacionada al trabajo agrícola
que al comercio. Cada región vive de lo que se produce. El comercio exterior es pequeño. El
Mediterráneo, esta gran vía de comunicación de la Europa medieval, está dominada por la piratería
islámica que dificulta el intercambio. La economía es fundamentalmente agrícola y cerrada.
Algo de comercio textil se inicia en las tierras belgas y una pequeña exportación de vinos en
los puertos del norte de Francia. A través de Venecia se inicia también un intercambio de productos
con el Oriente, telas, especies y otros objetos, pero en pequeña escala.
La vida es eminentemente local. Nadie parece quejarse de ello. Se ha dicho con razón que el
Imperio carolingio era una gran potencia política, pero no era una gran potencia comercial. Y hay
más, si ellos centralizaron en el orden político no lo fueron, en absoluto, en el orden económico.
Ellos habrían entrado en quiebra si se hubiesen opuesto a una corriente irresistible: aquella que llevó
al mundo Occidental hacia una economía cerrada.

Carlomagno, el restaurador de los


estudios
Es un hecho que la Galia de los merovingios había caído en una gran incultura. No se podía
comparar con la Italia de los Lombardos, con la España de los Visigodos o con el Imperio Romano
de Oriente. Los españoles que se escapaban de la opresión islámica franqueando los Pirineos,

62 Calmette, Joseph, op. cit. págs. 62 a 65


63 Calmette, J. Oc. Cit.

70
aportaban a la Francia que los acogía el beneficio de su saber y su comprensión de la belleza.
Lombardos, españoles, ingleses, hablaban y escribían en un latín bien más próximo de la lengua
clásica que los franceses merovingios.
Nada honra más al gran Carlos que esta conciencia que el tuvo del valor del espíritu y del
precio que por él conviene pagar.
Carlos Martel y Pepino han ayudado y sostenido a San Bonifacio, pero ellos no siguieron los
consejos del santo apóstol de la Germanía sobre la necesidad de la formación del clero. Los
sacerdotes de Francia que van a Roma escandalizan por su ignorancia. Carlomagno fue sensible a los
consejos dados a su abuelo y su padre por San Bonifacio. ¿Cómo asegurar la salvación de las almas
si los sacerdotes son incapaces de penetrar las Escrituras que los deben inspirar?

La reforma escolar
Carlos está movido por la piedad. Su deber de vigilar por la salvación de las almas lo lleva a
plantearse el problema de la instrucción del clero. Es esencialmente para dar a sus súbditos
sacerdotes aptos para conducirlos a Dios por las vías de la ortodoxia de la conciencia que decide
promover en los territorios que dependen de él, una cultura digna de un Estado cristiano. El punto de
partida fue una reforma escolar que en el espacio de una generación va a transformar totalmente el
estado intelectual de la Galia franca.
Para lograr el éxito en esta difícil tarea, Carlos actuará con esa clarividencia, con ese realismo,
del cual él frecuentemente ha dado muestras. Como los países vecinos son el ejemplo sobre los
cuales conviene modelarse, Carlos apelará a los representantes calificados de la cultura. La Corte de
Aachen será frecuentada por numerosos extranjeros, de preferencia Ingleses y Lombardos como
Alcuino, Paul Diacre, Ethelwulf, Pierre de Pisa, Paulino de Aquilea, Witton, Fridugise, Sigulfe, el
visigodo español, Theodulfo. Carlos los atrae, los colma de atenciones, los retiene, los escucha.
Notemos que el lombardo Paulo Diacre y el inglés Alcuino, han sido los colaboradores principales de
la reforma escolar. Al lado de ellos un franco de raza, Eginhard, discípulo fiel de Alcuino y de Paulo
Diacre.

La Escuela Palatina y las escuelas


eclesiásticas
El encuentro de Alcuino y de Paulo Diacre, llamados y retenidos el uno y el otro por la
iniciativa inspirada de Carlos, hizo posible el establecimiento y la aplicación de un plan concertado,
destinado a revigorizar los estudios y generalizarlos. Todo esto nos muestra un soberano
personalmente atento a la marcha de esta experiencia, de la cual la idea y la iniciativa provenían
únicamente de él.
Ella se realiza bajo la doble forma de las escuelas monásticas y episcopales, y la escuela
palatina.
Esta escuela del palacio fue el prototipo y jugó un papel precursor en la enseñanza en el reino
franco. A decir verdad esta escuela ha sido la prueba más brillante de la preocupación intelectual de
Carlos64.
Las clases fueron instaladas en el propio palacio de Carlos y era habitual ver al Emperador de
la “barba florida”, pasar por las clases y comprobar el grado de aprovechamiento de los estudiantes,
la mayoría hijos de la nobleza que se preparaban en dichos estudios para ocupar cargos ya sea en el
Gobierno o en la Iglesia, Obispados, Arzobispados, Abadías, etc.
Durante los merovingios y después con Carlos Martel y Pepino, los hijos de la nobleza,
recibían en el palacio real formación militar, la formación cultural, era dejada de lado. Esta práctica,

64 Calmette, J., op. cit.

71
Capítulo IV – I – Carlomagno

tal vez haya continuado con Carlomagno. Ahora, ¿cómo es posible que en su deseo de dar no sólo a
los futuros prelados, pero también a los futuros funcionarios una cultura digna de sus carreras, Carlos
haya podido desconocer la necesidad de añadir a la cultura física, aquello que hoy nosotros
llamaríamos de cultura general?
Generalmente los hijos de la nobleza deseaban la formación militar pero despreciaban la
cultural, en cambio los humildes aspiraban una instrucción general más amplia. Carlos amonestaba a
los perezosos diciéndole que los grandes cargos del Estado y de la Iglesia irían no en función de su
nobleza, sino en función de su aprovechamiento en los estudios65.
Las escuelas eclesiásticas son aquellas organizadas por los obispados y por las abadías. Las
Capitulares obligan a los Obispos y Abades de una manera estricta de abrir y mantener en sus
iglesias escuelas donde aplicaría la nueva pedagogía, aquella cuyo maestro más eminente es y será
Alcuino. Los Missi tienen orden de vigilar el establecimiento y la marcha de estas escuelas. Entre
aquellas que manifiestan ser las más avanzadas son las de Reims, Troyes y Le Mans.
Ninguna enseñanza da resultados si ella no va acompañada de sanciones, ¿cuáles serán las
sanciones? Los exámenes. La Capitular del 802 es decisiva en la materia. Se intitula De examinandis
ecclesiasticis. Se crearon entonces los exámenes para los religiosos. Su ordenación, su progreso,
serán, de ahora en adelante, subordinados a su capacidad. Aquellos que habrán respondido mal serán
postergados y verán su carrera retrasada hasta que hayan reparado su fracaso. En 803, las
instrucciones dirigidas a los Missi prohíben toda ordenación sin examen.
Es necesario, en consecuencia, representarse el vasto Imperio, como iluminado, en todas
partes, por estas escuelas que han sido abiertas en las ciudades episcopales y en los monasterios. La
orden benedictina es desde luego la mejor preparada para el papel que le incumbe. La escuela
palatina da el tono, y también la de San Martín de Tours, que todo indica como la escuela monástica
modelo. Las dos fueron dirigidas por Alcuino, verdadero director de enseñanza y se lo podría
calificar como verdadero ministro de la Educación de la Corte carolingia.
Se podría decir que Alcuino es la pedagogía hecha hombre, profesor de carrera y de
temperamento. El preparó los programas, redacta también los manuales para aplicarlos. Son
manuales a la manera anglo sajona, enciclopédicos, en la medida en que era enciclopédica la
enseñanza de entonces. El desarrollo se presenta por preguntas y respuestas: en suma el dispositivo
del catecismo. No sólo el siglo IX adoptó estos manuales, sino que estuvieron en uso durante mucho
tiempo. Alcuino escribió tratados sobre Gramática, Retórica y Dialéctica, a los que se suman
Geometría, Aritmética, Música y Astrología, éstas siete eran llamadas las “siete artes liberales”.
Alcuino decía que eran las “siete columnas del Templo de Salomón”66. Más tarde Alcuino añadió un
suplemento de Ortografía. Este tratado muestra las faltas más chocantes y que se comenten con más
frecuencia en latín.
La solicitud carolingia se extiende al dominio de la lengua y de la literatura germánicas.
Al mismo tiempo Carlomagno fue el protector de las letras y de las artes. Durante su reino se
produjo una gran renovación literaria y artística. Se la llama el “Renacimiento Carolingio”. A este
respecto el grupo de la Academia palatina jugó un papel considerable. Entre los sabios y los letrados
conviene retener los nombres de Angilberto, Paulo Diacre, Eginhard, Alcuino.
Los encuentros entre estos sabios se hacían muchas veces en la presencia de Carlomagno.
Este “Renacimiento Carolingio” se dio también en el arte, la música, la arquitectura, etc. La
Catedral de Aachen, ideada por el propio Carlos, es una muestra del esplendor de este renacer de la
cultura. “Renacer” que no tiene nada que ver con el Renacimiento pagano que veremos más
adelante.
En fin, el Gran Carlos había llevado el reino franco a un verdadero apogeo religioso, militar,
político, cultural, artístico y económico.

65 Calmette, J., op. cit.


66 Calmette, J. Ob. Cit.

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Muerte de Carlos – Extensión del
Imperio
Carlos, que en sus últimos años había visto su salud debilitarse, enfermó de una pleuresía, en
aquellos tiempos era un mal incurable. El Gran Emperador entregó su bella alma a Dios el 28 de
enero de 814 a las 9 horas de la mañana.
¿Cómo quedaba su vasto Imperio?
Su territorio se extendía desde la marca hispánica – futura Cataluña –, incluyendo puestos en
la vertiente Occidental de los Pirineos en Navarra, las Islas Baleares. Toda la Francia actual, centro y
norte de Italia con las islas del Mediterráneo.
Eghinard cuenta también la Pannonia y la Dacia, entre las tierras conquistadas por este héroe
de Dios. Esta mención corresponde a la sumisión de los avaros, a quienes impuso el bautismo y cuyo
Príncipe es un protegido de Carlos. Los dominios sobre los que este jefe de clan ejerce su autoridad
están a caballo entre la Hungría y la Rumania actuales. En este frente, el límite del Imperio
propiamente dicho está constituido por las marcas de Friuli, Carintia y Baviera Oriental. La región de
Carniola parece que perteneció enteramente al Imperio. Sobre el frente danés, el límite es ciertamente
el Eider.
En Italia, el Estado Pontificio, lanzado como un echarpe a través de la península, casi en el
medio de la misma, une por un estrecho corredor, la campaña romana – con Roma y Ostia sobre el
mar Tirreno – a la Pentapole – con Ancona sobre el Adriático – y al exarcado de Ravena. El todo
constituye un Estado sui géneris, el patrimonio de San Pedro, sin analogía en el mundo, ni para el
presente, ni para el futuro: ahora, las circunstancias que han precedido el nacimiento de este Estado,
lo han colocado materialmente bajo el protectorado imperial, no sólo por que la garantía imperial es
una condición necesaria de su perennidad, pero más aún por que la salvaguarda de la Santa Sede y
de sus intereses concretos, no menos que de su autoridad espiritual, es una de las razones de ser del
Imperio Cristiano, por eso, entonces, una de las obligaciones primordiales de este Imperio es la
seguridad de la Iglesia.

II – Sucesión de Carlomagno
Desmembramiento del Imperio

El problema de la sucesión
Por eso a todos los cristianos se les ponía una pregunta angustiante: ¿qué será del Imperio a
la muerte de aquel que lo ha creado? No tenemos ningún texto de naturaleza a revelarnos el
pensamiento de Carlomagno en cuanto a la solución de este problema. Sólo se ofrece para
esclarecernos la partición de 806: Divisio Regni. Es un documento cuyo detalle importa poco,
porque no tuvo aplicación y porque los datos territoriales caducaron. Por que dos de los tres hijos de
Hildegarda, murieron antes que su padre, lo cual hizo del restante de sus hijos, Luis el Piadoso, el
único heredero legítimo.
Carlos cuando dividió el Imperio entre sus tres hijos, tuvo en cuenta el derecho tradicional
franco que quiere que los hijos hereden los bienes fundiarios en pié de igualdad.
Mas los hermanos Pepino y Carlos mueren en 811 y 812 respectivamente, por lo tanto es el
menor, Luis, llamado “el Piadoso”, que heredará la totalidad el Imperio.

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Capítulo IV – II – Sucesión de Carlomagno
Desmembramiento del Imperio
Luis el Piadoso
Luis, el menor de los hijos de Carlos, era Rey de Aquitania, desde su infancia. Nacido en
Roncesvalles el año de 778, en el momento de su ascensión al trono del Imperio, tenía 36 años. En
cuanto fue informado de la muerte de su padre se dirigió inmediatamente a Aachen, desde ese
momento su nueva capital. Fue consagrado en la dignidad imperial por el Papa Esteban IV, en Reims
en el año 816.
Carlos en sus actos y textos oficiales se intitulaba gloriossimus (“gloriosísimo”); Luis adoptó
la el título de piisimus (“piadosísimo”). Pero sus contemporáneos le dieron el nombre de
“debonnaire”, que podríamos traducir por bonachón. El sucesor de Carlos el Grande justificó
demasiadamente es epíteto.
El segundo Emperador carolingio fue un devoto en toda la fuerza del término. Su religiosidad
se afirmaba en toda ocasión. Instruido, con una gran fuerza física, y excelente en los ejercicios
militares, pero muy dedicado a los estudios intelectuales. Luis es grande, robusto, cazador intrépido,
un “deportista” como su padre, sus ojos claros y dulces templan la incontestable majestad de sus
prestancia.
La desgracia es que esta apariencia, que, de inicio, impresiona favorablemente, oculta una
intensa y peligrosa nerviosidad. Un desequilibrio grave afecta al Príncipe. El es vivo, apasionado, es
el hombre de esfuerzos violentos, seguido de abatimientos profundos, es un hombre que tiene
accesos de todo, de pasión, de cólera, de piedad y de humildad. El perdona o envía al suplicio según
su estado nervioso, pero en seguida se entrega a penitencias deshonrosa para su posición, para
compensar una severidad excesiva o una longanimidad de naturaleza a perjudicar sea la dignidad
soberana, sea los intereses públicos. No tiene igualdad de humor, las circunstancias lo gobiernan.
Inteligencia intermitente, voluntad vacilante.
La primera mujer de Luis no parece haber tenido ningún papel político. Se llamaba
Hermegarda y la había esposado muy joven. De ella quedó en la historia el recuerdo de una vida
corta, sin mancha, y de una maternidad fecunda. Tres niños: Lotario, Luis y Pepino. Ella dejó viudo a
su marido en 818.

La constitución de 817
Una enfermedad pone a Luis frente a las dificultades posibles de una desaparición prematura.
En 817, fija la suerte del Imperio y del mundo carolingio por un acto solemne y de un alcance
inmenso: la “Ordinatio Imperii”, en otras palabras la “Constitución del Imperio”. El gesto de Luis
es sin precedentes. Hace lo que no hizo Carlomagno. No se limita a una partición de tierras. Bajo el
velo de una repartición de tierras y poderes, distribuye la herencia eventual entre los tres hijos de
Hermegarda. El hecho nuevo es que no se delimita a la manera de los ancestros, de partes iguales. El
pasa más allá de la tradición franca y establece el derecho de primogenitura. Lotario, en efecto, tendrá
el Imperio y todo lo que de él depende, a la sola excepción de algunos fragmentos que serán
destacados en favor de sus hermanos: la Aquitania, la marca de Toulouse y algunos condados en
Borgoña, para formar el reino de Pepino; la Baviera y las marcas orientales para formar el reino de
Luis, este Luis que adquiere el sobrenombre de Luis “el Germánico”.
Los lotes de Pepino y de Luis el Germánico escaparán a Lotario, y también la Italia, dejada
por Carlomagno entre las manos de su nieto Bernardo.
Pero si, gracias al mantenimiento en posesión de Bernardo, el Emperador reinante respeta las
disposiciones anteriormente tomadas en beneficio de su sobrino, y si el hecho que sus propios
hermanos menores tienen una suerte análoga a aquella que asigna al heredero del primer Rey de
Italia, el disminuye singularmente el efecto de estas generosidades porque el acta de 817 subordina
los tres reyes al Emperador Lotario. Éstos deberán rendir cuentas de sus actos al “emperador”.
Tendrán que pagar tasas anuales, es decir, “impuestos directos”. Además no podrán emprender
guerras ofensivas, ni firmar acuerdos de paz, sin la autorización previa del Emperador. Así mismo el

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Emperador tendrá derecho de deposición, también tendrá el derecho de advertir y corregir, para
coronar estas disposiciones el Emperador tendrá el derecho de heredar todo el reino, en caso de
ausencia de posteridad masculina de uno de los reyes, si uno de ellos tuviere muchos hijos, sólo
heredará el mayor, y para reinar en las condiciones estrictas definidas por la Ordinatio.
Como vemos estas disposiciones son de un carácter “estadista” y “unitario”, en la medida en
que ella hace sólo una autoridad el Emperador y hace de los Reyes apenas gobernadores hereditarios
de Estados satélites. Estos Estados no tienen independencia real. Sus jefes son y serán vasallos del
Imperio.
Todo hace presumir que el autor o el inspirador de estas disposiciones ha sido Wala, abad de
Corbía, el consejero más escuchado por Luis. Si no fue ni el autor, ni el inspirador, fue el ejecutor
más convencido de las mismas.
Se quiera o no, si esta Ordinatio, hubiera sido respetada y mantenida, se hubiera evitado el
posterior desmembramiento del Imperio. Conviene subrayar que en ningún momento la solidez del
majestuoso monumento construido por Carlomagno pareció más asegurada para el futuro que
después de la Ordinatio de 817.
La rebelión de Bernardo ensombreció, por un momento, la atmósfera, pero no puso en
peligro el equilibrio del edificio. El Rey de Italia se estima lesado; considera el acto de 817 como un
atentado a sus derechos adquiridos. Se insurge. Pura locura. Es preso, internado y juzgado por la
plaid de Aachen. Este nieto de Carlomagno es condenado a muerte por traición. Sin embargo, el tío
Luis, conmuta la pena de muerte, por la pena a privarlo de la vista. Una pena común en aquel
entonces. El infortunado Bernardo murió como consecuencia del acto de arrancarle los ojos. Luis, el
Piadoso, aterrado por ese hecho, se obligó a una penitencia pública poco compatible con la corona
imperial.
Fue en este ambiente en que la Emperatriz Hermegarda rindió el último suspiro en Angers, el
3 de octubre de 818.
Luis, el Piadoso, decidió casarse de nuevo, se hizo presentar las jóvenes de la nobleza más
bellas del Imperio y escogió la más bonita, una bella alemana llamada Judith, hija del Conde Welf, un
rico propietario Bávaro.
Wala se había transformado en prácticamente un “Primer Ministro” algo que nunca se dio
con Carlos el Grande. Wala nombró en los puntos claves del imperio a gente de su confianza. Por
otro lado dirigía enteramente al Príncipe Lotario. A tal punto que condujo a éste a Roma y lo hizo
coronar por el Papa Pascual I, el 5 de abril de 823. Fue un gesto significativo, Lotario quedó como
“Emperador asociado”, para muchos será un Emperador reinante: Los actos públicos no tardan a
expresar este extraño condominio, a partir de agosto de 825 se intitularán “Luis y Lotario,
emperadores”. ¿Se habría convertido el hijo de Carlomagno en un Emperador honorario? El 13 de
junio de 823 la emperatriz Judith dio a luz un nuevo hijo de Luis, el vástago se llamará Carlos,
apellidado “el Calvo”. El niño desde casi su nacimiento será causa de rivalidades. Judith había
tomado cada vez más influencia sobre su marido y poco a poco comenzó una lucha sorda entre Wala
y la Emperatriz Judith. En torno a ellos se forman dos bandos enemigos entre sí.
Carlos va creciendo y su madre pleitea para él una situación análoga con los hijos del primer
matrimonio, ella acepta la Ordinatio de 817, no pide territorios, pero si un tratamiento igual a los
otros dos hijos menores, Pepino y Luis.
Wala se opone a cualquier revisión de la ley del 817. Se imputa esta intransigencia al parti
pris de hacer fracasar a Judith y guardar el monopolio de su influencia política.
El hecho grave fue que lanzando por su obstinación un tal desafío a la segunda Emperatriz,
Wala lanzó la suerte del Imperio al juego de las rivalidades políticas de los clanes, y por ahí
desencadenó terribles luchas clandestinas donde la obra de Carlomagno, que nada condenaba a la
muerte, haya finalmente sucumbido.

75
Capítulo IV – II – Sucesión de Carlomagno
Desmembramiento del Imperio
Bernardo de Septimania y caída de Wala
En torno a Luis el Piadoso el ambiente comienza a nublarse.
Carlos tenía un año, cuando en la Capilla imperial de Aachen se celebró un gran matrimonio.
El conde de Barcelona, Bernardo, marqués de Septimania, esposaba con gran pompa, a Dhuoda o
Doda. La nueva marquesa era instruida y autora de un prolijo “Manual”, para la formación de sus
hijos. Bernardo pertenecía a la familia imperial, hijo del duque de Toulouse, San Guillermo, a quien
hemos visto, incumbir de brazo derecho de Luis Rey de Aquitania, él gozaba de un gran prestigio
ante su imperial primo.
Es infinitamente probable que desde su matrimonio, Bernardo se puso del lado de la
Emperatriz Judith. Por lo menos veremos a Bernardo ser tratado como si estuviese contra el clan de
Wala. Éste último había conseguido casar a Lothario con la hija de uno de sus íntimos, Hugo el
tímido, o el miedoso. El ministro estaba en este momento en el cenit de su carrera. Rechaza una y
otra vez las demandas de la Emperatriz Judith.
La marca hispánica cuya capital Barcelona se encontraba en los límites de la tierra del Islam.
En 826 se preparaba una fuerte invasión musulmana para arrancar a los francos la futura Cataluña.
Bernardo prevé que la lucha será ardua. Pide socorro a Aachen. Wala, promete auxilio, pero se
demora en enviar las tropas. Los refuerzos al final parten dirigidos por Hugo el tímido, que tenía este
apodo porque era muy miedoso. El ejército se dirige al sur a pasos tan lentos que los musulmanes
tienen el tiempo de atacar. Barcelona se encontraba rodeada de tropas enemigas. Bernardo tuvo que
librar la batalla solo, sin auxilio de Hugo. Derrotó al Islam por sus propios medios, liberó la frontera
catalana y salió de la batalla singularmente engrandecido. Los jefes del ejército de socorro, volvieron
atrás, por que ya no eran necesarios, pero enlodados por la vergüenza y el escándalo de no haber
prestado ayuda a un conde en el momento del peligro. Era un hecho que no tenía precedentes en el
Imperio. La indignación fue tan general y tan agresiva que no se pudo evitar aplicar sanciones. Los
jefes fueron juzgados por traición y condenados a muerte, pero agraciados por la clemencia soberana
– se adivina de quien provenía –, los culpables fueron apenas destituidos de sus cargos y exiliados.
Luis el Piadoso a instancias de su mujer Judith comienza a ver la influencia de su ministro
Wala. En la dieta de Worns de 829, lo destituye, le ordena que se retire a su abadía de Corbía, crea el
ducado de Alsacia para su hijo Carlos el Calvo y nombra a su sobrino Bernardo de Septimania como
primer ministro. Lothario el “emperador asociado” es exiliado a su reino de Italia.
Pero al mismo tiempo estas medidas muestran la influencia femenina, en este caso Judith y la
falta de pulso que sería inimaginable en el Gran Carlos.
Pero Wala está lejos de resignarse a su exilio abacial. Si fue un hábil jefe político, es más hábil
jefe de la oposición. Organiza, aglutina una verdadera conspiración política para retomar el poder.
Lanza una campaña de calumnias contra Bernardo y la emperatriz Judith. Acusan a éste de
adulterio con Judith, de magia para desviar el pensamiento y las ideas del Emperador, proyecto de
asesinar al soberano y a sus hijos. Una vez muerto éste se declararía el mismo Emperador. Si el golpe
falla se escaparía con su amante a Barcelona. Todo un romance.
El triunfo de estos rumores es completo. Pero en realidad esta campaña no es lanzada contra
Bernardo y la Emperatriz, sino contra el propio Emperador. Wala excita a los tres hijos de
Hermengarda a rebelarse contra su padre, no duda en ofrecer a Pepino y a Luis un aumento de sus
territorios y se asocian a Lothario contra su padre.
El escenario ha sido montado con una capacidad propia a las grandes revoluciones políticas.
Mientras que Bernardo, sin ninguna desconfianza se prepara para conducir una expedición contra los
bretones sublevados, el ejército que el moviliza se amotina. Los amigos de Wala están a la cabeza de
los rebeldes. Pepino y Luis toman las armas. Lothario es invitado secretamente a retornar de Italia.
De pronto, el Emperador, la Emperatriz y el Primer Ministro, se ven aislados, sin tropas, sin recursos
contra la rebelión que estalla.
Bernardo no ha nada prevenido, previsto, ni impedido. Este valiente hombre de guerra que se
había ilustrado ante los sarracenos en España, fue un fracaso como jefe de Gobierno, pero en su
descargo hay que decir que la manera de actuar de Wala era algo enteramente nuevo.

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En conclusión los nietos de Carlomagno osaron levantarse en armas contra el Emperador hijo
del Gran Carlos, consagrado por un Papa y todo esto por obra de las intrigas y calumnias.
Bernardo tuvo el tiempo de escapar hacia Barcelona, Luis el Piadoso y su mujer son hechos
cautivos, pero tienen fieles que están dispuestos a luchar por ellos. A partir de este momento, la
“melée” de los partidos será incesante. Amigos de Wala, amigos de la Emperatriz, luchan entre sí,
incansablemente. La guerra civil es endémica en el Imperio. La década de 829 a 840 transcurre en
esta tragedia y termina dramáticamente el reino del segundo emperador carolingio, acaba al mismo
tiempo el concepto de unidad y de legitimidad del Imperio. A través de luchas políticas y combates
guerreros, Luis es sucesivamente depuesto y restablecido en el trono.
Todo el Imperio es trastornado, las provincias toman posición unas contra las otras, los
condes pasan de una facción a otra al grado de sus intereses y preferencias. La fidelidad se subasta al
mejor postor. Las grandes familias ven crecer su poder, ellas se enracinan, disponen de tierras y
poder. En medio de esta anarquía Luis el Piadoso muere el 20 de junio de 840, en una isla del Rin,
cuando estaba en camino para sofocar una rebelión de su hijo Luis el Germánico.
A partir de esta fecha comienza una guerra fratricida que se extiende desde 840 a 843. ¿Cómo
solucionar de otra manera el problema inextricable de la sucesión carolingia?
La solución está en la suerte de las armas.
Luis el Germánico y Carlos el Calvo están amenazados por Lothario que quiere resucitar la
Ordinatio de 817, se unen contra su hermano. Lothario encuentra un aliado en su sobrino, Pepino,
hijo de su hermano homónimo. Liga contra liga, los condes toman parte por unos o por otros. El
choque tiene lugar en Fontanetum, llamada más tarde Fontenoy-en-Puisaye, cerca de Auxerre, el 25
de junio de 841. La batalla fue sangrienta y terrible, al fin de la cual Lothario y Pepino debieron
retirarse.
Lothario no acepta el “juicio de Dios” de 841. Los vencedores del 25 de junio, estrecharon
sus lazos de unión y el 14 de febrero, hicieron el famoso juramento de Estrasburgo, que los unía
indisolublemente contra el hermano intransigente. Lothario no tuvo más remedio que ofrecer
negociaciones de paz. Y consintió en dar su adhesión al tratado de Verdun, del 10 de agosto de 843.
El Tratado de Verdun tuvo una importancia histórica. Por él los tres hermanos se distribuyen
los territorios. La dignidad imperial subsiste, pero sólo como una preeminencia. Así la solución
jerárquica y unitaria de 817, es substituida por la de 843, que establece tres Estados independientes.
Una primera Europa, en el sentido histórico del término se dibuja y se expresa: Un Occidente
cristiano de tres potencias.
El Imperio carolingio terminaba de esta manera. La idea imperial subsistía, pero esta unidad
que soñó con reconstituir el Orbis romanus, relacionada estrechamente con la Galia, la Italia y la
Germania cesaba de existir en la realidad concreta de los hechos. Ella continuará pero como un
espejismo. El universo civilizado, tal como lo había concebido el genio profético de Carlomagno
estaba irremediablemente condenado.
La Europa nacida de la nebulosa carolingia comienza su carrera agitada y dolorosa. Los tres
Estados nacidos de 843, no estarán fácilmente de acuerdo unos con los otros. Chocarán, lucharán
entre sí, ya sea por sus fronteras, ya sea por su prestigio. La división no se limitará a la tríade de
Verdun. Los reinos se separarán a su vez. Nuevos Estados surgirán. En su interior el espíritu feudal
continuará y su desmembramiento medieval consumirá de etapa en etapa.

77
Capítulo IV – III – Lecturas complementarias

III – Lecturas complementarias

La luz carolingia atraviesa los siglos


Carlomagno colocó su gloria y su salvación bajo la protección de Nuestra Señora, cuya
imagen siempre portaba, pendiente al cuello de una cadena de oro. Su poderosa intercesión el
atribuía al suceso de todas sus empresas, y por eso quiso dejar a las generaciones futuras un
testimonio de su piedad y su reconocimiento de María: la basílica de Aix la Chapelle.
Y en esta iglesia, por él consagrada a María, deseó ser coronado Rey de los Romanos a fin de
hacer entender que de las manos de María recibía la corona.
Eginhard, el gran historiador contemporáneo del Emperador, afirma:

Él asistía puntualmente a la basílica por ocasión de las oraciones públicas de


la mañana y de la tarde, y asistía a los oficios de la noche y al Santo Sacrificio.
Velaba para que las ceremonias se hiciesen con gran dignidad; recomendaba
continuamente a los guardianes que no tolerasen en el templo la falta de limpieza,
indigna de la Santa Virgen.

El culto que tributaba a la Santísima Virgen le inspiró igualmente la devoción al Espíritu


Santo y fue él quien compuso, en honor de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, ese
admirable apelo a la divina luz: Veni Créator Spiritus.
Sintiendo su fin próximo, el emperador que fuera grande durante la vida, supo también serlo
delante de la muerte: confiante en la Reina de los Cielos, a quien él tan bien sirviera, quiso ser
enterrado con una estatua de María sobre el pecho, en la basílica de Aix la Chapelle, por él edificada
en honor de su divina Protectora.
Eginhard nos muestra de cerca la personalidad de Carlomagno:
Era de cuerpo robusto, de siete pies de altura (más de 2.10 metros).
Sus ojos eran muy grandes y vivos. Tenía hermosos cabellos blancos y una fisionomía afable
y alegre. Quiera estuviese sentado o de pie, su fisionomía ofrecía una apariencia en extremo digna e
imponente. Su paso era firme, sus actitudes varoniles; clara era su voz. De esa figura heroica
emanaba un espíritu alegre. Un monje de Saint Gall cuenta que quien hubiese llegado triste ante
Carlomagno, de él se separaba sereno, solamente por el efecto de su presencia y algunas de sus
palabras.
El frescor y la claridad de su índole confortaban todos los que se ponían en contacto con él.
Su majestad no consistía jamás en una soberbia rigidez, ni en una sombría reserva, mas en la serena
grandeza de su personalidad, que superaba todo y no obstante, carecía de pretensiones y reposaba
sobre si misma.
La terrible impresión que producía como guerreo, frente a sus ejércitos, en el corazón de sus
enemigos, nos la describe un monje de Saint Gall:

Entonces se vio al férreo Carlos, que tenía su cabeza cubierta por un yelmo
de hierro, los brazos revestidos de abrazaderas de hierro. En la mano izquierda
llevaba la férrea lanza, y en la derecha su espada de acero siempre victoriosa. Los
músculos cubiertos por escamas de hierro, y el escudo también de hierro. Entonces
un grito de dolor, de todos los habitantes de Pavía: “¡El férreo! ¡El férreo!”

Este hombre de hierro tenía un corazón profundamente sensible. Carlos lloraba como un
niño la muerte de un amigo. El vencedor de cien batallas cuidaba fraternalmente de los pobres. El
hombre bajo cuyos pasos de gigante temblaba Europa, por cuyos grandes planes fueron subyugados
un millón de hombres, era el más tierno de los padres de familia, que en su casa no podía comer sin
sus hijos.

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La religión dio el más noble impulso a su espíritu fuerte y fecundo. Consagró su poder y
amparó los pueblos, que su espada había subyugado.
Carlomagno salió del círculo de sus héroes y entró en la tranquila morada de la muerte. Pero
su imagen sobrevivió en el corazón de los pueblos. Su cuerpo fue a descansar en la Catedral de
Aachen, donde se coronaban los Reyes de Alemania. Porque había ceñido la corona, llevaba espada,
manto y sandalias. Estas pasaron a ser reliquias del Imperio. Cuando el Occidente de puso en
movimiento para liberar el Santo Sepulcro, todos creyeron que Carlomagno había ido a Jerusalén,
para ser el modelo de la Caballería, y así sobrevivió por los siglos, pues el tiempo y la muerte
perdieron su poder ante su espiritual grandeza67.

El testamento de Carlomagno
La muerte de un rey constituye siempre un acontecimiento. La de Carlomagno revistió una
excepcional importancia. En este principio del siglo IX, se creyó ver en una serie de presagios la
aproximación de la muerte del Emperador. Nadie dudaba de su fin inminente: juzgad vos mismos, si
estos presentimientos eran fundados. Durante tres años seguidos se produjeron frecuentes eclipses;
un pórtico que Carlos había hecho construir entre la basílica de Aix la Chapelle se derrumbó el día de
la Ascensión: el fuego devastó un puente de madera sobre el Rin.
Un día que el rey había dejado el campo al amanecer, vio una antorcha brillante atravesar el
aire de derecha a izquierda; el caballo del Emperador cayó bruscamente; los servidores tuvieron que
ayudar a Carlos a levantarse que se encontró súbitamente sin armas y sin capote. Añadid frecuentes
temblores de tierra bajo el palacio de Aix, caída de techos, rayos sobre la basílica; al interior de la
misma una inscripción en letras rojas decía: “Carlos Rey...”; el año de la muerte del Emperador
algunos observaron que la palabra “Rey” estaba de tal manera borrada que era casi ilegible...
De todas maneras Carlos despreciaba estos presagios. Durante una cacería, en las florestas de
Aix, el sufrió un enfriamiento, fue tomado por fiebres complicada de pleuresía; una dieta terrible, que
habitualmente lo libraba de todas las enfermedades, no tuvo otro efecto que agotarlo. Murió el
séptimo día de su enfermedad, habiendo recibido la comunión; el tenía 72 años y estaba en el 47 año
de su reinado. Se dudaba en el lugar donde debería ser inhumado, porque cuando vivo el Emperador
no había dejado nada ordenado para ello. Pero se pusieron de acuerdo para escoger la basílica de
Aix, que él había hecho construir en honor de María. El fue enterrado el mismo día de su muerte; un
arca dorada, con su retrato y una inscripción fue colocada sobre su tumba.
Tres años antes de morir, Carlos había precedido a una repartición de sus tesoros, de su
fortuna y de sus vestimentas y de sus muebles en presencia de sus amigos y de sus oficiales. Por el
dinero el la dividió en tres partes: él se reservaba una, las otras dos partes fueron subdivididas en 21
partes correspondientes a las 21 ciudades metropolitanas del Imperio. Cada uno de los
metropolitanos (arzobispos) debía dividir su parte como sigue: una parte para su Iglesia, dos tercios
para los obispos que dependía de él. Los arzobispos no debían tocar en este dinero sino a la muerte
del Emperador. Mientras tanto los ponía bajo sellos. El tercio reservado a Carlos fue empleado para
sus necesidades personales, a su muerte, y siguiendo sus indicaciones, se distribuyó este dinero de la
manera siguiente: un cuarto añadido al lote previsto para los metropolitanos, un cuarto para sus hijos,
un cuarto según la costumbre cristiana para los pobres, un cuarto para los servidores del palacio.
Cuanto a los objetos personales, Carlos los distribuyó de la misma manera.
Luis el Piadoso, después de la muerte de su padre, se empleó con diligencia a ejecutar sus
voluntades68...

67 Marqués de la Franquerie, La Vierge Marie dans l’histoire de France, pp 30-35/59-63; J. B. Weiss, Historia Universal. Apud A
Cavalaría
68 Reunión de profesores: Le Moyen Age, Ligel, Paris

79
Capítulo V – I – Nuevas invasiones

Capítulo V

I – Nuevas invasiones

Francia y Alemania
Carlomagno murió en el 814, treinta años más tarde el Imperio zozobraba.
El tratado de Verdun69 es uno de los hechos sobresalientes de la historia europea: A partir de
ese momento el Occidente forma dos bloques principales, Francia y Alemania, que organizaron su
vida propia y se enfrentaron frecuentemente en el campo de batalla.
El reino de Lotario se desmiembra a la muerte del emperador en 855: la Italia, la Provenza y la
Lotaringia o Lorena formaron tres regiones separadas. La Lotaringia fue el objeto de las codicias de
Carlos y de Luis: una primera guerra franco – alemana estalla en 859. Después los dos hermanos
terminaron por dividir la Lotaringia. Desde entonces Francia y Alemania fueron países vecinos...
En cuanto al título de Emperador, pasa sucesivamente a un Rey de Francia y a un Rey de
Alemania, hasta que se fijó en Alemania en el siglo X. La unidad imperial, un sueño del papado, un
momento realizado bajo Carlos el Grande, se deshizo definitivamente a la muerte de este Príncipe en
888.

Una nueva ola de invasores se


desencadena sobre Europa
Parecía que el Ángel tutelar de Europa hubiese dado las espaldas a este continente, donde la
Iglesia realizaba ingentes esfuerzos por evangelizar y civilizar. Después de la muerte de Carlomagno,
que había extendido la Cristiandad y asegurado sus fronteras, Europa nuevamente debía hacer frente
a invasores terribles.
Venidos del Este y del Norte nuevos bárbaros cayeron sobre los reinos cristianos de Europa
en el siglo IX. Es necesario resaltar que la división de los dirigentes y las querellas dinásticas
debilitaron enormemente las defensas cristianas y facilitaron el suceso de los atacantes.
Del Asia, inagotable en reservas de hombres, llegaron los terribles magiares, feroces y
saqueadores, después de haber devastado el norte de Italia, el sur de Alemania, el valle del Ródano
hasta la ciudad de Bourges, se instalaron, como antiguamente los Hunos, en las ricas planicies de
Hungría, que atraviesa el Danubio. Cuando los reyes alemanes los hubieron domado en 950, se
convirtieron al Cristianismo.

69 Ver capítulo IV

80
Por el sur, nuevamente los Sarracenos o árabes, dueños de África y de España, pillaban y
devastaban las costas del Mediterráneo. En 902 toda Sicilia caía en sus manos. Avanzaron hasta
Roma, pero fracasaron. Consiguieron eso sí, instalar algunos puestos fijos en la península italiana y
en la costa de la Provenza.

Los vikingos o normandos


Las invasiones de los escandinavos o normandos, de raza germánica, fueron las más terribles,
y las más importantes en su consecuencias. Estos bravos guerreros operaban por el mar.
Los escandinavos venidos de Noruega, Suecia y Dinamarca, habitaban países muy pobres y
muy agitados por luchas políticas para que ellos se puedan fijar. Eran por excelencia hombres de
mar, conducidos por sus jefes los Vikingos, iban a buscar fortuna lejos de sus costas. Su religión
belicosa, parecida a la de los antiguos germanos, exaltaba la fuerza y el coraje. Subidos en sus
“drakkars”, largos barcos sin puente, sin cubierta, de unos veinticinco metros de largo, afrontaban las
peores tempestades. La proa de estas grandes chalupas terminaba por una punta aguda o por una
cabeza de un animal fantástico; llevaban mástil, se gobernaban a la vela o al remo y podían embarcar
de sesenta a setenta y cinco hombres, de los cuales treinta eran remeros.
En tierra eran excelente soldados.
Su método era por siempre el mismo, remontaban los ríos y ganaban así las villas y aldeas del
interior, que pillaban por sorpresa, preferentemente de noche. Ocultos durante el día en algún
repliegue de la costa, sorprendían a la caída de la noche el pueblo más inmediato. Con los caballos
que encontraban, improvisaban una caballería, y de esta manera podían dar golpes de mano a larga
distancia, efectuando verdaderos saqueos. La instantaneidad de su aparición aterrorizaba a los
pueblos y paralizaba su defensa.
Al principio, terminada la expedición, o, como ellos decían, “la cosecha de verano” y los
barcos cargados de botín, los normandos regresaban a su país; pero después ocuparon islas o puntos
fáciles de fortificar y defender en las embocaduras de los ríos, donde crearon campos atrincherados,
estableciéndose así de una manera permanente en los países que devastaban.
Con el tiempo ellos se establecieron en diversos lugares, contribuyendo así a transformar la
situación política de ciertos países.
De esta forma los noruegos se instalaron en Islandia, los suecos sobre las riveras del Nieper,
donde fundaron colonias mercantiles poniendo en comunicación Constantinopla con Europa del
Norte. Los daneses invadieron muchas veces la Gran Bretaña, fueron rechazados en el siglo IX por el
Rey Alfredo el Grande, sin embargo se apoderaron del país a inicios del siglo XI. Canuto el Grande,
se transformó así en Rey de Dinamarca y de Inglaterra (1016 – 1035).
Los Normandos sembraron el terror en Francia, tierra rica, pero mal defendida. Los anchos
estuarios franceses constituían vías de acceso hacia las grandes ciudades. Rouen, Paris, Orleáns,
Bordeaux, Toulouse, Valence... recibieron muchas veces las visitas de los “hombres del norte”.
Los invasores frecuentemente encontraron una resistencia pasiva: monjes, paisanos,
escapaban y se refugiaban en los castillos y en las ciudades fortificadas rápidamente. Sólo el conde
de Anjou, Roberto el fuerte, ancestro de los capetos, les opuso una resistencia encarnizada a los
invasores. Paris, reducido en esta época a la “Ile de la Cité”, sufrió en 885, un largo sitio que los
habitantes apoyaron con heroísmo. El Obispo Goslin y el Conde Eudes, hijo de Roberto el Fuerte,
negaron el pasaje a los normandos que querían remontar el Sena para pillar la Borgoña. La ciudad
resiste durante un año; la peste forzó los defensores a recurrir a Carlos el Grande, Rey de Francia y
de Alemania: él llegó con un poderoso ejército, pero prefirió negociar; pagó a los normandos y les
permitió devastar la Borgoña. Su conducta la valió ser depuesto el año siguiente (886), Eudes, el
defensor de Paris, recibió la corona.
En 911, por el tratado de Saint-Clair-sur-Epte, el Rey Carlos el simple libra al jefe normando
Rollon el valle inferior del Sena. Rollón se convirtió al Cristianismo y reconoció al Rey de Francia
por su señor.

81
Capítulo V – II – Sacro Imperio Romano Germánico

Los normandos fueron a establecerse desde entonces pacíficamente en el país cedido a


Rollon y que tomó el nombre de sus conquistadores, o sea la Normandía. Una vez convertidos no
tardaron en olvidar la lengua de su antigua patria. Hechos franceses, conservaron sin embargo su
carácter original, su espíritu emprendedor y el gusto a las aventuras y a las expediciones lejanas.
Poco tiempo después debían conquistar la Inglaterra, la Sicilia y el Sur de Italia, y en las Cruzadas
representaron en Oriente un papel importantísimo.

El fin de los carolingios en Francia


A Carlos el Calvo, Rey de los francos, le había sucedido, en 877, su hijo Luis el Tartamudo, el
cual tuvo por heredero a Luis el Gordo que reunió por un momento las coronas de Francia y
Alemania. Hemos visto como fue depuesto por Eudes, defensor de Paris.
Pero la realeza, en esos tiempos de anarquía, se había hecho prácticamente electiva; ella pasa
al gusto de los nobles, alternativamente de un descendiente de Carlomagno (Carolingios) a un
descendiente de Roberto el fuerte y de Eudes.
Los Carolingios, Carlos el Simple y Luis de Ultramar, fueron sumergidos por la ambición de
los grandes, al punto que Luis IV debió hacer apelo al Rey de Alemania, Otto el Grande, contra el
duque Hugo el Grande, descendiente de Roberto el fuerte, transformado en un verdadero
“mayordomo de Palacio”.

Advenimiento de los Capetos


A la muerte del Carolingio Luis V, en 987, el arzobispo de Reims, Adalberon, propone a los
grandes elegir como Rey al hijo de Hugo el Grande, Hugo Capeto. Quien era posesor de la abadía de
San Martín de Tours; en su calidad de Abad conservaba la capa, de ahí su nombre de “Capeto”.
Hugo, fue consagrado a Noyon. Con él comenzaba la dinastía de los capetos que debían
reinar en Francia durante más de ochocientos años.

II – Sacro Imperio Romano


Germánico

La situación de Alemania bajo los


últimos carolingios
En Alemania bajo los últimos carolingios, el desorden fue peor que en Francia.
Los sucesores de Luis el Germánico (muerto en 876); Carlos el Gordo, Arnolfo, Luis el Niño,
se mostraron incapaces de imponerse a los grandes que se consideraban políticamente
independientes respecto del poder real.
Los diferentes pueblos germánicos, nunca se había entremezclado, ellos correspondían a los
cuatro grandes ducados que formaban el reino de Germanía. El ducado de Suabia, al sudoeste,
estaba habitado por los alamanes, que en el siglo XI dieron su nombre a todo el país. El ducado de
Baviera, al sudeste, agrupaba a los bávaros. Los francos orientales o franconios vivían en el ducado
de Franconia. El ducado de Saxe, ocupado por los célebres Sajones, civilizados por Carlomagno,

82
cubría todo el norte de la Germania: de estos cuatro ducados era el más poderoso y el más
influyente.
Los duques se conducían como verdaderos soberanos hereditarios; la autoridad del Rey era
nominal, por lo demás, la corona real permanecía electiva. Continuas incursiones húngaras llevaban
la anarquía al auge.
Fue la dinastía sajona la que restableció la autoridad y el orden en Germanía.
El último carolingio, Luis el Niño, murió en 911. Los grandes lo reemplazaron por el duque
de Franconia, Rey bajo el nombre de Conrado I. El luchó en vano contra la feudalidad y pereció en
una lucha contra los húngaros, en 918.
Cuenta la historia que Conrado I antes de morir, hizo llevar al duque de Saxe, Enrique, las
insignias reales, que las recibió en el curso de una cacería de pájaros. Enrique el “cazador de
pájaros”, fue, en efecto, elegido Rey al inicio de 919. Con él comenzó la dinastía sajona.
Enrique I “el cazador de pájaros” (919 – 936) traza la vía a sus sucesores: el sometió a los
grandes vasallos, en particular al duque de Baviera; anexa la Lorena que Carlos el Simple de Francia
no podía defender; rechaza los húngaros, a quienes infligió la derrota de Mersebourg (933). Fue un
constructor de ciudades, reorganizó el ejército alemán. Cuando murió en 936, su hijo Otón fue
elegido sin objeciones. Otón iba a llevar a sus últimas consecuencias las iniciativas de su padre.

Otón I, el Grande (936 – 973)


Otto I tenía 24 años cuando subió al trono. Era grande, fuerte, su tez de color vivo, su barba
flotante, la vivacidad de sus ojos son legendarias.
Su ideal era Carlomagno, por eso se hizo coronar en Aachen. Quería tener la consagración de
la Iglesia y restablecer el Imperio Universal de los carolingios. Para la coronación vistió el traje
franco, para mejor imitar a Carlomagno, y afirmaba que el Rey de cualquier linaje que sea, se hace
franco por la coronación. Se asignó un doble objetivo: asegurar la autoridad real en el exterior como
en el interior; y ceñir un día la corona imperial.
En la ceremonia de su consagración, en la sala de las columnas, junto a la Iglesia de Santa
María, le ofrecieron homenaje los Príncipes. Luego el metropolitano de Germania, el arzobispo
Hildiberto de Maguncia, le condujo al medio de la Catedral y habló al pueblo: “Aquí os traigo al
elegido por Dios, nombrado por Enrique, ahora elevado al trono por todos los Príncipes, ¡Otón!
¡Si os agrada esta elección elevad vuestra mano al Cielo!”
Resonó un clamor de júbilo, luego Hildiberto entregó a Otón, junto al altar, la espada de
Carlomagno, exhortándole a rechazar a los contradictores de Cristo y fundar con toda la fuerza de los
francos la paz de la Cristiandad; y le dio el manto regio para que este vestido que llegaba hasta el
suelo le advirtiera que debía arder en el celo de la fe, y perseverar hasta el fin en la conservación de la
paz. Al entregarle el cetro recordó al rey que con él debía castigar paternalmente a sus súbditos, y le
ungió con óleo para que en su cabeza nunca se extinguiera el óleo de la misericordia.
En el banquete solemne que se celebró en el palacio de Carlomagno en la mesa de mármol,
delante de todo el pueblo, Arnulfo de Baviera desempeñó el oficio de mariscal, y Hernán de Suabia el
de sumiller, Gisilberto de Lorena el de trinchante. Así mostró la nación en sus Príncipes que estaba
unida y dispuesta al servicio del Rey, y el elegido era el hombre a propósito para abrir al pueblo un
nuevo período de grandeza y de gloria.
Otón, espíritu clarividente, grave, severo, enérgico, penetrado de la persuasión de que el Rey
debía ser una imagen de la real majestad, parecía nacido para soberano.
Su contemporáneo Widikind así nos lo describe:

La piedad del Emperador era célebre, era el más constante de los hombres,
alegre cuando no necesitaba imponer el terror de su regia majestad; liberal, dormía
poco y durante el sueño hablaba constantemente, de suerte que creían que continuaba
velando; amigo, no podía negar cosa alguna a sus amigos, siempre les era fiel en su
corazón; a veces era tan magnánimo que tomaba la defensa de aquellos que habían

83
Capítulo V – II – Sacro Imperio Romano Germánico

sido acusados por su causa; su avidez por aprender era tan vehemente, que después
de la muerte de Edita, todavía aprendió a leer y entender los libros. Hablaba latín y
eslavo, pero raras veces, por lo mucho que amaba su alemán; era fervoroso cazador,
aficionado al ajedrez; ejercía bien el arte de cabalgar, pero con dignidad regia. De
cuerpo gigantesco, la cabeza sembrada de canas, ojos movedizos, que despedían
rayos, faz rosada, barba larga más de lo que hasta entonces era usual: pecho de león,
cubierto de pelo, paso ya acelerado, ya grave, vestido patrio – nunca usó traje
extranjero – le daban regia dignidad, de la cual tenía un tan alto concepto, que se
decía que ayunaba cada vez que se había de poner la corona.

Otón tenía una sensibilidad profunda y tierna, en 996 salió de Italia para ver de nuevo a su
madre, quien había favorecido excesivamente a su hermano Enrique. En el monasterio de
Nordhausen, Matilde se despidió de su hijo coronado de gloria, y le confesó: “Yo amaba
demasiadamente a tu hermano, porque tenía el nombre de tu padre”. El Emperador le prometió
cumplir todos sus deseos. Al despedirse salieron juntos de la iglesia, se abrazaron delante de la puerta
y se separaron bañados de lágrimas. Todavía se detuvo la reina, condujo al Emperador donde tenía el
caballo, y le miró atentamente. Luego regresó a la iglesia, dobló las rodillas y besó el sitio en que el
Emperador había estado durante la misa. Esto le fue comunicado a Otón, que inmediatamente se
apeó del caballo, corrió a la iglesia donde su madre oraba todavía, y lloró, y se echó a tierra diciendo:
“¡Oh madre venerable!, ¿con qué servicios te puedo pagar esas lágrimas?”
Pero Otón tuvo mucho que luchar dentro y fuera de Alemania para poder llegar a su anhelado
sueño de la corona imperial.

San Wenceslao, rebelión en Bohemia


Otón comenzó su reinado con una guerra contra los eslavos. A la noticia de la muerte de
Enrique, Bohemia se había levantado la primera. Allí había sucedido a Spithiniew I, fundador de la
Monarquía, su hermano, Wratislaw I, y a este Wenceslaw. Enrique sojuzgó a Wenceslao, pero ahora
ya no reinaba éste. Había sido un fervoroso hijo de la Iglesia, “aprendía como un párroco”,
amparaba a las viudas y huérfanos y mantenía rigurosamente la palabra dada al Rey de Alemania.
Los magnates le aborrecían, por que en su tiempo había acabado la antigua independencia pagana y
guerrera, y rodearon a su hermano Boleslaw.
El 27 de septiembre de 936, Wenzeslao visitó a su hermano en Altbunzlau y fue muerto por él
al día siguiente delante de la Iglesia. Varios de sus partidarios fueron asesinados, los sacerdotes
expulsados; la madre, Drahomira, huyó a Croacia, en el Fístula, superior. Entonces comenzó un
levantamiento nacional contra los alemanes, cuyos partidarios fueron expulsados, y se encendió la
guerra de muchos años contra Otón, hasta que éste en 950 se dirigió personalmente a Bohemia con
un gran ejército y obligó a Boleslao a someterse.
Desde entonces Boleslao pagó tributo, y se mantuvo al lado de los alemanes en la lucha
contra los húngaros, conquistó la Moravia y Eslovaquia, y en su propio país quebrantó el poder de
los magnates; por la sangrienta represión de los Leches se le dio el nombre de el Cruel; había
mandado a los magnates reunidos, que le construyeran una ciudad con muros de piedra, y como se
negaran había cortado la cabeza al primero y luego los demás se sometieron.
San Wenceslao no había muerto inútilmente, ya que Boleslao hubo de volver a favorecer el
Cristianismo, su hija Dubrawka casada con Mieczyslaw I de Polonia, propagó en este país la doctrina
del Evangelio, su hijo se hizo monje. El cadáver de San Wenceslao fue solemnemente trasladado a la
Iglesia de San Guido por él edificada en Praga, presto se esparció la fama de los milagros que se
obraban en su sepulcro, y en breve tiempo San Wenceslao fue venerado como el santo tutelar de
Bohemia.
Bajo el hijo de Boleslao II, el Pío, a quien llaman el Príncipe cristiano, el justo y victorioso, la
rosa que florece en las espinas, el cordero nacido del lobo, el amor de los suyos y terror de los

84
enemigos; se erigió en Praga un propio obispado que fue puesto bajo la dependencia de Maguncia en
973.

Otón en Alemania
Sometió los ducados, colocando en su cabeza a miembros de su familia, condes palatinos,
otros missi dominici, controlaron, en nombre del Rey, la administración de los duques.
Otón intervino también en la iglesia alemana, instalando sus partidarios en las diócesis y las
abadías, fueron las primeras muestras de abusos que más tarde provocarían la querella de las
investiduras entre Roma y el Emperador.
Al mismo tiempo, Otón defendía las fronteras germánicas contra las incursiones de los
bárbaros. En 955, aplasta a los húngaros delante de Augsburgo, a orillas del lago Lech. Esta batalla de
Lechfield, donde se dice que 100.000 húngaros encontraron la muerte, marca el fin de las incursiones
magiares. El Rey fortifica sus fronteras orientales, por la creación de las marcas: Carintia, Austria,
Lusace, Brandeburgo...
Al Oeste, Otón anexa el reino de Arles, resto del antiguo reino de Lotario, sucesor de Luis el
Piadoso. Ya señor de la Lorena, Otón poseía así toda la antigua Lotaringia, menos Italia.

Otón en Italia
Italia se encontraba en plena anarquía; numerosos principados rivales se habían formado:
Toscana, Nápoles, Benevento... El sur de la península estaba en manos de los bizantinos que
luchaban penosamente contra los sarracenos. La Corona real era disputada entre dos pretendientes:
Lotario y Berenguer. Habiendo muerto Lotario, su viuda, Adelaida, invoca el socorro de Otón, con
que la contrajo matrimonio y que impuso a Berenguer el dominio germánico (951). Diez años
después, Otón franqueó los Alpes, tomó a Milán la corona de Italia (962), después descendió a
Roma.

Otón Emperador – Creación del Sacro


Imperio Romano Germánico
En Roma, el 2 de febrero de 962, el Papa Juan XII, coronó a Otón Emperador. Así la corona
imperial pasaba a Germania. Otón creía renovar el gesto de Carlomagno, que gobernó todo el
Occidente. Como vemos el ideal carolingio, muchos años después de la muerte del gran Emperador,
continuaba a animar las esperanzas de los que anhelaban por la idea de una Cristiandad unida. Pero,
de hecho, el Imperio que nacía sólo ejerció su poder en Alemania e Italia, de ahí el nombre de Sacro
Imperio Romano Germánico.
Señor de Italia, Otón dispuso de la Corona Pontificia. El Papa Juan XII, fue depuesto por el
Emperador. El poder espiritual estaba a merced del poder temporal. Las dolorosas luchas entre la
Iglesia y el Imperio estaban apareciendo en el horizonte.
El Emperador germánico fuerza su colega de Bizancio a reconocer su nueva dignidad. El
quiso dar como esposa a su hijo la hija del emperador de Oriente: pero aquél despreció la embajada
de Otón. El germánico atacó las posiciones griegas en el sur de Italia (970). Entonces el griego se
inclino y en 972, en San Pedro de Roma, Otón II esposaba a Theofano, hija de Romano II.
Otón I había hecho consagrar a su hijo, viviendo él. Cuando murió, en 973, el Imperio parecía
sólidamente establecido.

85
Capítulo V – II – Sacro Imperio Romano Germánico

De Otón II a San Enrique


Otón II tenía 18 años cuando subió al trono, dotado de buenas cualidades, muy bien
educado, ardiendo de ambición de no ser inferior a las hazañas de su padre y de su abuelo;
Carlomagno era su ideal; a los 14 años había sido coronado en Roma como Augusto, y desde muy
pronto le animó la idea de la completa restauración del Imperio romano, la completa sumisión de
Italia a los alemanes, la expulsión de los bizantinos y árabes de aquella Península. De figura
primorosa, tenía en el cuerpo pequeño un alma heroica.
A los 17 años se casó con la bella y espiritual griega Teofanía, hija de Romano, la primera
princesa griega que entró en la familia imperial de Occidente.
Otón II continúa la obra de su padre, pensando en la grandeza del Sacro Imperio. Pero
fracaso en Italia, no pudo expulsar a los griegos ni a los sarracenos de la Italia meridional. Murió en
Roma en 983.
Su hijo Otón III (983 – 1002), coronado desde su niñez, sufrió la influencia de su madre la
griega Teofanía y de su preceptor Gerbert, un erudito francés que después fue Papa bajo el nombre
de Silvestre II. Otón y el Papa aspiraban por un imperio universal, cuyo centro estaría en Roma. Muy
cultivado, el emperador desdeñaba sus súbditos germánicos y residía con mucha frecuencia en Roma
en su palacio del Aventino, donde se rodeaba de una corte principesca a la manera de los
emperadores bizantinos.
Pero el sueño de Otón III también era de imitar a Carlomagno. Mas el gran Carlos era sencillo
y se honraba de su estirpe germánica, y conquistó para los alemanes el señorío del mundo; Otón se
avergonzaba de su origen, y se rodeaba de bizantinos vanos. Y no obstante, el débil joven emperador
se comparaba con el espíritu grandioso de Carlomagno.

El cuerpo incorrupto de Carlomagno


Una vez el joven Emperador hizo abrir la tumba de Carlomagno y con dos obispos y un
conde italiano, Otón de Lomello, bajó a ella. El último refiere:

Entramos; Carlomagno no yacía tendido como los otros cadáveres, sino


como vivo, estaba sentado en una silla, en la cabeza una corona de oro, teniendo un
cetro, con guantes en las manos, por las cuales habían crecido las uñas de los dedos.
En seguida nos pusimos de rodillas delante del Emperador y oramos. Otón mando
poner al cadáver nuevos vestidos, cortarle las uñas y corregir otras faltas. Ninguno de
los miembros estaba aún destruido por la corrupción, fuera de la nariz que Otón hizo
restaurar con oro. Después de haberse llevado como memoria un diente de la boca
del Emperador, se volvió a cerrar su tumba.

Otón III murió sin heredero en 1002, con él desaparecía la dinastía sajona, que había dado a
Alemania la conciencia de su existencia y de su grandeza. Le sucedió un bávaro, Enrique II el Santo
(1002 – 1024).

San Enrique II (1002 – 1024)


A la muerte de Otón III sin herederos directos se extinguía el linaje de los Otones. El más
próximo heredero de la línea oblicua lo tenía el nieto del hermano de Otón, Enrique, como duque de
Baviera.
Como había, por otras ramas varios competidores para la sucesión, el peligro era una nueva
división del Imperio, que sería muy perjudicial para la Cristiandad.
En Polling junto al lago Ammer, Enrique recibió el cuerpo de Otón, en marzo de 1002; exigió
a sus acompañantes que le reconocieran como legítimo sucesor al trono y se apoderó de las insignias

86
imperiales. El arzobispo de Colonia, Heriberto, que en previsión de esto había enviado a Alemania la
santa lanza, símbolo del poder real sobre el ejército, fue retenido en prisión hasta que la entregara.
Apoyado en su derecho hereditario y en posesión de las insignias imperiales, Enrique confiaba estar
seguro de la elección.
Enrique tuvo que luchar contra los que aspiraban por la corona Imperial, hasta que al fin
obtuvo la victoria.
El nuevo Emperador procuró levantar el poder monárquico robusteciendo el de los obispos;
los obispados y abadías vacantes se proveyeron con varones hábiles, adictos al Emperador, por lo
general formados en la Chancillería regia y celosos del poder y honor de Alemania. De inició se
empeño en el mejoramiento de las costumbres, el restablecimiento del orden y la disciplina entre el
Clero y los legos. Por eso convocó tantos sínodos en los cuales se ganó los ánimos opuestos por una
impresionante elocuencia.
En su política exterior, Enrique abandonó todos los planes de Otón III, procuró someter a la
soberanía alemana a Polonia, y establecer más estrechas relaciones con Hungría, y fundar una sólida
paz entre la Corona y la Tiara.
Enrique tuvo muchas y sangrientas guerras en Polonia, en Alemania y en Italia, en Francia
por la Borgoña, con la finalidad de afianzar el Imperio.
Por muy fervorosos que fueran los sentimientos de Enrique, no tomaba con menor empeño
los derechos del Imperio; por lo cual retuvo a Bruno (Bonifacio) para que no fuera a Polonia, quien
cual después de una larga permanencia en Hungría se dirigió al Gran Príncipe Wladimiro y desde allí
a los Petscheneges, los más bárbaros y crueles de todos los paganos. Este noble sacerdote opuso su
ardiente amor a la fe a todas las indicaciones del peligro a que se lanzaba, diciendo: “Nasce agnos
meos, pasce oves meas”.
En realidad logró, entre las armas levantadas contra él, convertir a algunos nobles. Desde allí
su celo le llevó en 1008 a Polonia, luego envió a uno de sus compañeros, al que había consagrado
obispo, por el Mar Báltico, a Suecia, y el Rey Olao se hizo bautizar con otros. Pero el mismo Bruno
se dirigió a los prusianos idólatras. En 1009 cruzó la Prusia, a pesar de las amenazas de los caudillos,
predicando y bautizando, fue preso y decapitado con 18 de sus compañeros el 14 de febrero de 1009.
Como Enrique quería asegurar la influencia alemana en Hungría, hizo a su hermano Arnoldo
arzobispo de Ravena, porque del vecino monasterio de Pereum salía una acción encaminada a
formar una iglesia húngara y eslava independiente. Por la misma causa San Romualdo hubo de
regresar desde las fronteras de Hungría, donde quería trabajar en pro de una iglesia nacional.
También el escocés Colomán fue sacrificado a la sospecha de ser un agente para semejantes fines, en
1017, y desde entonces es uno de los santos patronos de Hungría.
El Papa y el Emperador procuraron entonces reformar la Iglesia mancomunadamente, en
especial trabajando contra la simonía y la incontinencia de los clérigos; y mantener el celibato de los
sacerdotes, fundado, así en la tradición como en el carácter del estado sacerdotal, y medio único para
oponerse a la herencia de los beneficios eclesiásticos, y conservar la hacienda y eficacia ideal de la
Iglesia, pues para sustentar a sus hijos los clérigos casados, hacían todo cuanto pedían los nobles, y
como perros mudos callaban en toda usurpación y violencia. Como dice Gfrörer en su libro
Gregorio VII:

Si el nuevo uso de los matrimonios de los clérigos hubiera durado solamente


dos generaciones, la aristocracia hubiera logrado sin duda alguna, un triunfo inaudito;
entonces se hubieran venido al suelo los pilares espirituales y temporales que
sostenían la bóveda del orden social; entonces se hubieran roto los lazos de unidad
eclesiástica que envuelven al mundo cristiano, y con ella su fundamento: la Cátedra de
Pedro; entonces hubiera caído el Imperio, y no menos las coronas de los reinos
menores, pues los reyes de Francia, Inglaterra, España, sin el auxilio del clero célibe,
nunca hubieran podido mantener unidos sus reinos, en una época en que todavía no
existía el tercer estado, ni una hacienda organizada, ni un sistema de ejércitos
asalariados; fuerzas que sustituyeron no sin grandes sacrificios, lo que en la Edad
Media hacía la Iglesia a favor de los pueblos por vía legal, naturalmente y sin sangre;

87
Capítulo V – III – La Sociedad Feudal del siglo IX al siglo XIII

entonces ya no hubieran quedado en los países de Occidente, sino baronías, y el


pesado gobierno de reyezuelos; en una palabra, un Islamismo europeo 70.

Enrique II persiguió el mismo fin oponiéndose al derecho de primogenitura de las familias


nobiliarias, quería hacerlas inocuas por la división de la herencia.
Rigorosos son los decretos del Concilio de Pavía de 1022, que confirmó el Emperador allí
presente: Ningún clérigo puede tener mujer legítima ni concubina. El que obra en contra pierde su
beneficio y se hace incapaz de todo cargo público. Ningún obispo puede ser casado, ninguno puede
vivir con su mujer. Quien tal hace es depuesto. Todos los hijos e hijas de clérigos, sea la madre libre
o no, quedan siervos de la Iglesia, con todos sus haberes. Ningún juez se atreva a otorgar a hijos de
sacerdotes Cartas de libertad; el que lo hiciera será castigado como sacrílego.
El Papa y el Emperador querían llevar a cabo la reforma de la Iglesia y la paz universal en un
Concilio ecuménico; para prepararlo el Emperador se entrevisto con el Rey de Francia, Roberto, en
Ivois, en 1023, y se estableció la paz para lo porvenir. Por desgracia no llegó a realizarse el Concilio,
pues el Papa y el Emperador murieron al año siguiente y no se hizo ninguna reforma pacífica, sino se
libraron para ella, largos y pesados combates.
Los sentimientos religiosos aumentaban de año en año en el ánimo del Emperador, y hasta se
dice que alimentaba la idea de entrar en el monasterio de Saint Vannes, cerca de Verdún, y que el
abad a quien había prometido obediencia le declaró:

Muy bien, así harás lo que yo te encargue; y te mando que vuelvas al mundo y
con todas tus fuerzas gobiernes el país que Dios de ha confiado, y con temor y
temblor de Dios te consagres al bien de tus Estados.

Enrique murió en Grona de Sajonia, el 13 de julio de 1024. En 1146 el Papa Eugenio III lo
declaró santo. Este soberano, prudente, enérgico, incansable, adquirió los mayores merecimientos,
tanto a respecto de la Iglesia cuanto del Imperio. Refrenó en Alemania el poder de los magnates con
el de los obispos, y de esta manera levantó la autoridad de la monarquía, aunque en todas partes
favorecía los Estamentos y declaraba paladinamente que nunca tomaría ninguna resolución sin
consejo y aquiescencia de sus leales. Si Otón I miraba la salvación de la monarquía en reunir en sí y
en su familia los primeros ducados, San Enrique la halló en el poder de los fieles obispos, probados
por él y formados en la política en su Chancillería.

III – La Sociedad Feudal del siglo IX


al siglo XIII
La distribución de la sociedad cristiana en tres órdenes, estructura simbólica con raíces
bíblicas, la encontramos en época carolingia en la obra de teoría política de Jonás de Orleáns (+ 843).
De institutione regia y, a partir de este momento, la hallaremos repetida en múltiples ocasiones a lo
largo de la Edad Media. Dentro de la ordinatio ad unum de la Creación, el hombre aparece dividido
en tres órdenes que se complementan entre sí, en sus funciones, para garantizar la concordia y
pervivencia de la Humanidad: unos rezan (los oratores), otros combaten (los pugnatores) y otros
trabajan (los laboratores), ejerciendo la misión confiada por Dios no sólo para sí mismos sino
también para los dos otros órdenes.
Quienes combaten, lo hacen para proteger a los que trabajan y a los que rezan. Quienes rezan,
solicitan la protección divina para quienes combaten y para quienes trabajan. Y quienes trabajan

70 Op. cit., vol. VI, pág. 180

88
alimentan con su trabajo a los guerreros y a los clérigos. Clérigos, guerreros y campesinos
constituyen pues, puntales básicos y complementarios sobre los que se asienta la sociedad cristiana
medieval71.

La realeza en la Sociedad Feudal

La sociedad medieval, a través de los textos de la época se nos aparece cada vez más como
un organismo completo, semejante al organismo humano, que posee una cabeza, un corazón y
miembros. Vemos en un poema medieval:

Labeur de clerc est de prier


Et justice de chevalier;
Pain leur trouvent les labouriers.
Cil paist, cil prie et cil défend.
Au champ, à la ville, au moustier,
S’entraïdent de leur métier
Ces trois par bel ordenement 72.

El resultado es una sociedad compleja, que evoca la complejidad del cuerpo humano con una
multitud de órganos estrechamente dependientes unos de otros, y que concurren a la existencia tanto
como al equilibrio de la persona, de que todos se benefician por igual73.
Esta complejidad de estructura se acentúa con la suma variedad de señoríos y provincias:
La tarea del poder central era especialmente ardua ante semejante marquetería. Es evidente
que en la Edad Media no había sitio para un régimen autoritario ni para una monarquía absoluta. Los
rasgos de la realeza medieval cobran tanto más interés dado que cada uno de ellos aporta la solución
para un problema en el marco siempre difícil de las relaciones del individuo con el poder central.

Innumerables cuerpos intermediarios


entre el hombre medieval y el monarca
impiden un poder absoluto y
centralizador
Es digna de atención en primer término la multitud de escalones que se interponen entre uno
y otro. El Estado y el individuo no son dos fuerzas únicas que se enfrentan, sino que se comunican
mediante una multitud de intermediarios. El hombre de la Edad Media nunca está aislado;
necesariamente forma parte de un grupo: señorío, asociación o universidad, que asegura su defensa
al tiempo que lo vigila. El artesano y el comerciante son objeto simultáneamente de defensa y
vigilancia por parte de los maestros del gremio, a quienes han elegido ellos mismos. El campesino
está sometido a un señor, que a su vez es vasallo de otro, y éste de otro, y así sucesivamente hasta
llegar al Rey. De modo que una serie de contactos personales desempeñan la función de “tapones”
entre el poder central y el hombre medio, que en consecuencia nunca es afectado por medidas
generales aplicadas arbitrariamente, ni tiene que vérselas con poderes irresponsables o anónimos,
como el de una ley, un trust o un partido.

71 Riu Manuel, La Alta Edad Media, pág. 121


72 La función del clérigo es rezar y hacer justicia la del caballero; los labradores les aseguran el pan. Éstos labran, esos
defienden y aquellos rezan. En el campo, en la ciudad, en el monasterio, sus trabajos se complementan en perfecto orden de
a tres.
73 Pernoud, Régine, op. cit. pág. 73 y 74

89
Capítulo V – III – La Sociedad Feudal del siglo IX al siglo XIII

Por otra parte el dominio del poder central está estrictamente limitado a los asuntos públicos.
El Estado no tiene derecho a intervenir en problemas de orden familiar, tan importantes para la
sociedad medieval. Cabe decir que en cada familia el padre es el Rey. Matrimonios, testamentos,
educación, contratos personales, son regulados por la Costumbre, así como el trabajo y en general
todas las modalidades de la vida personal. Ahora bien, la costumbre es un conjunto de observancias,
tradiciones, reglamentos, surgidos de la naturaleza de los hechos, no de la voluntad exterior; presenta
la garantía de no haberse impuesto por la vía de la fuerza, sino de haberse desarrollado
espontáneamente de acuerdo con la evolución del pueblo; y tiene la ventaja de ser infinitamente
maleable, de adaptarse a hechos nuevos, de absorber cambios.

El Rey es el Padre del pueblo en la


monarquía medieval
¿Cómo se ejercía la autoridad real? El teólogo Enrique de Gante ve en la persona del Rey a
un jefe de familia que defiende los intereses de todos y de cada uno. Éste parece ser el carácter de la
monarquía medieval. El Rey, colocado a la cabeza de la jerarquía feudal, como el señor a la cabeza
del señorío, y el padre a la cabeza de la familia, es al mismo tiempo un administrador y un justiciero.
Y esa doble función está simbolizada en sus atributos: el cetro y la mano de marfil.
El poder real podría haber sido platónico, porque durante la mayor parte de la Edad Media el
Rey, muchas veces con su exiguo dominio, dispone de recursos inferiores a los de los grandes
vasallos. Pero el prestigio que les confería la unción, y la alta envergadura moral del linaje, fueron
singularmente eficaces contra los señores más turbulentos. Prueba suficiente es el ejemplo del Rey
de Inglaterra al declarar que no pude sitiar un lugar donde se encuentra su dueño. Hasta el siglo XVI
la autoridad real se fundó antes en la fuerza moral que en los efectivos militares.
Además afianzó con solidez la reputación de los reyes justicieros: los Regrets de la mort de
Saint Louis, insisten en este punto:

Je dis que Droit est mort, et Loyauté éteinte


Quand le bon roi est mort, la créature sainte
Qui Chacune et chacun faisait droit à sa plainte...
A qui se pourront mais les pauvres gens clamer
Quand le bon roi est mort qui les sut tant aimer?74

Por otra parte el “Buen Rey” solía insistir en este punto en sus Enseignements (enseñanzas) a
su hijo:

Sé leal y rígido con tus súbditos en la administración de la justicia, no te


vuelvas a derecha e izquierda, sino mantente en la línea recta; y apoya la querella del
pobre hasta que se declare la verdad.

Joinville refiere en varias oportunidades cómo aplicaba esos principios:

... y dentro del Ródano encontramos un castillo que se llama Roche de Glin,
que el Rey había ordenado echar abajo, porque Roger, el señor del castillo, estaba
acusado de robar a los peregrinos y a los comerciantes.

La imagen familiar de la encina de Vincennes, bajo la cual se hacía justicia, tiene motivos
para haberse popularizado. Las penas impuestas a los culpables podían llegar hasta la confiscación
de los bienes.

74Digo que ha muerto el Derecho y se ha extinguido la Lealtad, porque ha muerto el buen rey, el santo que hacía justicia al
clamor de mujeres y hombres... ¿A quien recurrirán las pobres gentes si ha muerto el buen rey que tanto los amó?

90
“El pueblo no está hecho para el
Príncipe, sino el Príncipe para el
Pueblo”
En la Edad Media la propiedad era inalienable: aunque estuviera acribillado de deudas, un
señor podía conservarla siempre durante toda su vida, pero en cambio corría siempre el riesgo de que
se le confiscaran si se mostraba indigno de sus responsabilidades o si transgredía un juramento. Todo
poder implicaba entonces una responsabilidad. El Rey no estaba exceptuado de esa regla.
Nuevamente el teólogo Enrique de Gante nos enseña que los súbditos tenían el derecho de deponerlo
si les da una orden contraria a su conciencia: El Papa puede librarlos de su juramento de fidelidad, y
no deja de recurrir a esa facultad cuando un rey comete una exacción, aun en su vida privada; es el
caso que se presentó cuando la desdichada Reina Ingeburge, abandonada por Felipe Augusto, apeló
a Roma desde la prisión. El principio fundamental es que, de acuerdo con la doctrina de Santo
Tomás, “el pueblo no está hecho para el Príncipe, sino el Príncipe para el pueblo”.
Es preciso mencionar también la placidez, la amable familiaridad de los Reyes de Francia.
Nadie menos autócrata que un monarca medieval. Es sabido que en determinados días, San
Fernando III, aparecía en una de las ventanas de los Alcáceres Reales de Sevilla – ciudad que
conquistó a los moros y donde fijó su residencia –, para atender los reclamos y quejas de la gente del
pueblo.

El monarca medieval nunca toma una


deliberación sin consultar a sus vasallos
En las crónicas, en los relatos, siempre se trata de asambleas, deliberaciones, consejos de
guerra. El Rey no hace nada sin consultar su mesnie. Esa mesnie no está compuesta, como en
Versailles, de dóciles cortesanos: son hombres de armas, vasallos tan poderosos como el Rey y a
veces más que él, monjes, sabios, juristas; el Rey les pide consejo, discute con ellos, y otorga una
gran importancia a estos contactos:

Cuida de rodearte de hombres nobles y leales, leemos en los Enseignements


de San Luis, que no estén llenos de codicia, religiosos o seculares, y habla a menudo
con ellos... Y si alguno actúa contra ti, no lo creas hasta que no hayas averiguado la
verdad, porque entonces tus consejeros lo juzgarán con más audacia, a tu favor o en
contra.

El mismo predica con el ejemplo; es necesario leer en toda su extensión, en Joinville, el relato
de ese patético consejo de guerra que mantiene el Rey en Tierra Santa, cuando los infortunados
inicios de su cruzada obligan a replantear todo e incitan a la mayoría de los barones a querer volver a
Francia. El modo como San Luis IX hace saber a Joinville que le está agradecido por haber tomado el
partido opuesto y haberse atrevido a expresarlo, está impregnado de la familiaridad
extraordinariamente simpática, que unía a los Reyes con su entorno.

Mientras el Rey los escuchaba, me dirigí a una ventana enrejada... y coloqué


mis brazos entre los hierros, pensando que si el Rey se volvía a Francia, yo me
dirigiría al príncipe de Antioquia... En eso estaba cuando el Rey vino a apoyarse en mi
hombro, y puso sus dos manos sobre mi cabeza.
Supuse que se trataba de Felipe de Namours, que me había importunado
mucho durante el día por el consejo que le di; y entonces dije:
– ¡Déjeme en paz, Señor Felipe!

91
Capítulo V – A) El Feudalismo

Por azar, al volver la cabeza, la mano del Rey se deslizó sobre mi rostro: lo
reconocí por la esmeralda que llevaba en el dedo. Y me dijo:
– Callaos, porque quiero preguntaros como fuisteis audaz, vos, un joven, que
os atrevisteis a apoyar mi permanencia, cuando los grandes hombres y los sabios de
Francia eran partidarios de que me fuera.
– Señor, dije, mi corazón debería estar lleno de maldad para apoyar esa
decisión.
– ¿Decís, me dijo, que haría mal en partir?
– Qué Dios me oiga, Señor, sí.
Y me preguntó:
– Si me quedo, ¿os quedarías vos?
Le dije que si...
– Quedaos tranquilo, me dijo, os estoy agradecido por haberme apoyado...

Esta llaneza, esta sencillez de costumbres, son muy características de la época. Mientras que
el emperador y la mayoría de los grandes vasallos se complacían en hacer alardes de lujo, el linaje de
los Capeto se caracterizaba por la frugalidad de su vida. Los Reyes iban y venían en medio de la
multitud.
Un día Luis VII se durmió solo en el borde de un bosque, y cuando sus familiares los
despertaron, los comentó que podía dormir muy bien así, sólo y sin armas, porque nadie lo odiaba...
¡¡¡Que diferencia con algunos gobernantes muy “populares” de la actualidad, que no se mueven si
no es con muchísimos guardias y toda clase de medidas de seguridad!!!
San Luis, insultado en la calle por una anciana, prohibió a sus compañeros que la increparan.
Reservaban para las fiestas y las jornadas solemnes jubones de terciopelo y mantos de armiño, y
solían usar cilicio bajo el armiño.
Ni los Valois, ni sus sucesores del Renacimiento, imitaron esa sencillez; ganaron con ello una
corte brillante, pero perdieron el contacto familiar con el pueblo, que es un elemento inapreciable en
el prestigio del príncipe75.

A) El Feudalismo

Los orígenes de la sociedad feudal


Para comprender la sociedad feudal, es preciso imaginar una sociedad que vivía de acuerdo
con un modelo completamente diferente, una sociedad donde la noción de trabajo asalariado, e
incluso la del dinero, estaban ausentes o eran muy secundarias. El fundamento de las relaciones
humanas era la doble noción de fidelidad por una parte y de protección por la otra. Quien garantizaba
a otro su lealtad esperaba a cambio seguridad. No comprometía su actividad con vistas a un trabajo
preciso, con una remuneración establecida, sino su persona, o mejor dicho su fe, para exigir a cambio
subsistencia y protección en todo el sentido del término. Esta es la esencia del vínculo feudal76.
La sociedad feudal fue el fin de un trabajo largo y profundo, en el cual fue profunda la
influencia de la gracia, porque, como vimos más arriba, el fundamento último era la fidelidad y la
relación personal entre el señor y el vasallo. Esta relación, se repetirá en toda la escala social.

75 Pernoud, Régine, op. cit., págs. 73 a 83


76 Régine Pernoud, “A la luz de la Edad Media”, pág. 31.

92
Inseguridad y búsqueda de protección
Una primera causa reside en la “inmunidad”: desde la época merovingia, la realeza se había
despojado de algunos privilegios a favor de ciertos sujetos. El derecho de hacer justicia, de acuñar
monedas pasa así a colectividades o a particulares: Iglesias, monasterios o señores.
Pero la causa que precipita la formación de la sociedad feudal fue la inseguridad general,
consecutiva a las invasiones del siglo IX. Los pequeños propietarios, amenazados por los
normandos, los húngaros o los sarracenos, vendieron en masa sus tierras a los más poderosos, los
“Señores”. Estos le concedían una parte del producto de la tierra y se transformaban al mismo
tiempo sus protectores. Los Señores cubrieron Europa e Castillos (“châteaux forts”), donde venían
a refugiarse sus protegidos. La incapacidad del poder real en la época de las invasiones hizo de los
Señores la célula viva del país.
Muy rápido, los Señores se independizaron del Rey. La pirámide feudal se dibujó: en la
cumbre el Rey, Señor nominal de todos los súbditos; por debajo una jerarquía donde cada uno tenía
su lugar y no estaba limitado sino por los deberes contraídos con sus superiores e inferiores.
Esta jerarquía se fijó cuando el Rey Carlos el Calvo decretó en 877, la herencia de los cargos
y beneficios.

El Principio Feudal – ¿Qué es el


feudalismo?
Mientras tanto la sociedad se iba reestructurando de abajo a arriba, a medida que las
instituciones del Bajo Imperio dejaban de cumplir la misión para la cual fueron creadas, y que la
familia se consolidaba como célula básica de integración social, en los distintos reinos germánicos al
desintegrarse la Sippe, o clan familiar. La aparición, favorecida por los nuevos establecimientos
rurales, del núcleo compuesto por los abuelos, padres e hijos, con el correspondiente lote de tierras y
ganado para poder subsistir, núcleo que pronto hallaría una cohesión superior en la parroquia y en el
castro, superando la pequeña protección de la turris privada, destaca entre una serie de hallazgos
socio-económicos, y políticos que van a configurar lo que hemos convenido en llamar feudalismo.
Cuando el Estado, empobrecido, no es capaz de garantizar la paz y la asistencia a sus
súbditos, económica y social, ni dispone de tropas eficaces para protegerles de enemigos internos y
externos, es lógico que del propio seno de esta sociedad surjan los medios para obtener aquello que
los poderes superiores se muestran incapaces de lograr. Los dueños de fincas organizan sus propios
ejércitos, en el siglo VII para garantizar a sus huéspedes, colonos y siervos sus vidas, cosechas y
rebaños. Los hombres libres de las aldeas se agrupan en torno a la Iglesia parroquial y del párroco,
los pequeños campesinos que poseen bienes alodiales (all-od = plena propiedad) se fortifican en los
castros. Y así surgen nuevas estructuras políticas y económicas que configuran el feudalismo. El
proceso de feudalización de la sociedad es un proceso gradual, lento y carente de sincronía. En unos
lugares y países se produce antes, en otros, como Bizancio, donde subsiste más tiempo un Estado
fuerte, se produce mucho más tarde y aún de un modo distinto. En algunos lugares la adaptación de
las soluciones “feudales” es no sólo lenta, sino superficial, como imposición de una nueva
superestructura que no cala hondo en la sociedad.
La feudalización de la sociedad fue un fenómeno de autodefensa y de auto subsistencia,
generado progresivamente en su mismo seno, en la Europa de los reinos germánicos y en otras partes
y épocas cuando el Estado o no existía o se hallaba incapacitado para buscar solución a los
problemas de la vida social (políticos, administrativos, económicos y también espirituales y
culturales).
Carlomagno no sólo legalizó esta situación sino que la generalizó ordenando que todos los
que desempeñaban funciones públicas tuviesen que entrar en el vasallaje del Rey o de otro
magistrado de quien dependiesen.

93
Capítulo V – A) El Feudalismo

El feudalismo es, pues, no sólo una institución o un conjunto de instituciones que, durante
varios siglos, domina la mentalidad, las relaciones personales, el régimen de propiedad y posesión de
la tierra o de otros bienes muebles, inmuebles o semovientes, y la vida pública, sino una solución
temporal, particularmente eficaz en los siglos X al XIII para la sociedad del Occidente europeo e
implantada luego en otros ámbitos con variantes y, a menudo, con menor fortuna.
La inseguridad ante las sucesivas invasiones y la carencia de ejércitos estatales eficaces
condujo a la búsqueda del patrocinio o protección de los poderosos mediante una vinculación
personal, expresada en el acto de homenaje y juramento de fidelidad (fides mutua), y llamada
vasallaje. Esta relación personal entre dos hombres libres mediante el cual uno pasaba a ser señor
(senior) del otro, y éste hombre (homo) de aquel, sin perder su libertad, comportaba para el primero
la obligación de proteger y facilitar su manutención al segundo, y para éste la de prestar servicio de
armas a caballo (circunstancia importante para el fomento de la caballería) y dar consejo y
asesoramiento al primero siempre que fuera requerido para ello 77.

Vasallaje, relación siempre personal –


Amor de los medievales por las
ceremonias y los gestos simbólicos
Durante la mayor parte de la Edad Media ese vinculo se caracteriza fundamentalmente por ser
personal: un vasallo determinado se encomienda a un señor igualmente determinado; decide plegarse
a él, le jura fidelidad, y espera de él el mantenimiento personal y protección moral. Este último punto
es muy importante, pues muestra como la relación no era apenas de seguridad material, sino que
tenía una dimensión espiritual.
Rolando muere evocando a “Carlos, el Señor que lo ha nutrido”, y esta simple evocación
dice bastante acerca de la naturaleza del lazo que los une.
Este vínculo personal que une el vasallo con su Señor era proclamado en el curso de una
ceremonia que corrobora el formalismo muy caro a la Edad Media. Toda obligación, toda
transacción, todo acuerdo, ha de traducirse en un gesto simbólico, forma visible e indispensable del
consentimiento interior78.
La ceremonia del juramento, cuya importancia nunca se pondrá bastante de relieve. Hay que
entender el juramento en su sentido etimológico: sacramentum, cosa sagrada. El vasallo jura sobre
los Evangelios, comprometiendo así no solamente su honor sino su fe, su persona entera. Es tan
grande el valor del juramento y tan monstruoso el perjurio, que el individuo no vacila en atenerse a la
palabra dada en casos sumamente graves, por ejemplo, para probar la última voluntad del moribundo
mediante el juramento de uno o dos testigos. En la mentalidad medieval renegar del propio
juramento representa la peor de las degradaciones.
Un pasaje de Joinville, Senescal de Francia y amigo de San Luis Rey de Francia, manifiesta
de manera muy significativa que se trata de un extremo al que un caballero no puede llegar, aunque
esté en juego su vida: estando cautivo, los dramonanes del sultán de Egipto vinieron a ofrecerle su
liberación y la de sus compañeros.

– ¿Nos entregarías a cambio de vuestra liberación alguno de los castillos de


los barones de ultramar?
El conde respondió que no podía, porque eran del Emperador de Alemania
que allí vivía. Preguntaron si les entregaríamos alguno de los castillos del Templo o
del Hospital a cambio de nuestra liberación. El conde respondió que no podía ser, que
cuando a un castellano se le entregaba un castillo debía jurar por los santos que no
entregaría ningún castillo para liberar a un hombre. Entonces nos dijeron que les
parecía que no teníamos posibilidades de ser liberados, que ellos irían y nos enviarían

77 Riu, Manuel, op. cit. págs. 92 y 93


78 Pernoud, Régine, op. cit. págs. 34 y 35

94
a aquellos que usarían de sus espadas con nosotros, como habían hecho con los
demás79.

La ceremonia, de las tradiciones que entraña, se desprende la alta idea que la Edad Media se
hacía de la dignidad personal. Ninguna época ha estado tan dispuesta a hacer a un lado
abstracciones, principios, para remitirse únicamente a las convenciones de hombre a hombre;
ninguna tampoco ha apelado a sentimientos tan altos como base de esas convenciones. Significa
rendir un homenaje magnífico a la persona humana. Claro que es audaz concebir una sociedad
fundada en la fidelidad recíproca; como era previsible abundaron los abusos y las faltas: lo prueban
las luchas de los reyes contra los vasallos recalcitrantes.
Pero lo cierto es que durante más de cinco siglos la fe y el honor siguieron siendo la base
esencial, el armazón de las relaciones sociales. No podemos creer que la sociedad ganara cuando
ellos fueron substituidos por el absolutismo, en el siglo XVI y sobre todo en el siglo XVIII; en todo
caso la nobleza, disminuida ya por otras razones, perdió entonces su resorte moral esencial80.
El acto del homenaje, mediante el cual se contraía el vínculo, consistía en colocar las manos
juntas y extendidas el vasallo entre las del señor que le acogía, generalmente el primero de rodillas y
el segundo sentado, y en un ósculo o beso seguido de la prestación del juramento de fidelidad ante
una Biblia o de la reliquia de un santo. En el feudalismo pleno seguía al homenaje la concesión por
parte del señor al vasallo de un beneficio (un “bien hecho” por el señor), o lote de tierras que le
permitiera vivir al vasallo y cumplir las obligaciones de carácter militar que contraía. Entonces tenía
lugar la “investidura”: el señor entregaba al vasallo un objeto: bandera, bastón, que simbolizaba el
feudo. El acto de investidura debía ser renovada a cada cambio de vasallo o de señor.
La voz beneficio, sin embargo, que aparece expresada en la documentación de la época, no
corresponde en realidad al hablar vulgar (era un cultismo). El hombre corriente llamaba feudo a lo
que el escribiente seguía calificado de beneficium81.
La generalización del vasallaje, resultante del feudalismo, trajo consecuencias importantes.
Ante todo obligó a la Iglesia a intervenir para insertar la relación personal en los valores morales
católicos, haciéndolos sustentarse en la virtud de la fidelidad: Señores y vasallos se la debían
mutuamente y ésta era una muestra de amor.
Ahora, bien, al ser recíproca, esta fidelidad resultaba exigible también desde el punto de vista
de los inferiores: es lo que trató de expresar, a mediados del siglo XII, un anónimo poeta, monje sin
duda, en esos versos que dirigió al Cid: “¡Dios, que buen vasallo si oviera buen señor!”
Por esos mismos años, uno de los grandes pensadores políticos, Juan de Salisbury, obispo y
teólogo, escribió en el Polycraticus – obra que se produce en los años que preceden al martirio de
Santo Tomás Becket, de quien Salisbury fue importante colaborador – que el monarca que incumple
la fidelidad se convierte en tirano.
El vasallaje era también una profesión, un servicio de armas a caballo. Nació de él la
caballería como un modo de vida y una conducta para mejor servir: un verdadero culto al valor se
extendió por Europa. Aquí también intervino la Iglesia, en aquellas épocas los hombres eran muy
dados a la guerra, eran de una tendencia muy belicosa y las guerras eran continuas. La Iglesia para
mostrar a los caballeros que la verdadera nobleza, es la del espíritu, y en defender a los débiles, a las
mujeres, a los hombres de Dios y que no hay mejor meta que luchar por un ideal cristiano, por así
decir santificó la caballería y la impregnó de sobrenatural.
Para apaciguar las guerras continuas la iglesia inculcaba en ellos sus ideales, ¿cómo podía un
caballero luchar un jueves, día de la Eucaristía, o en viernes, día de la Cruz, o en sábado, día de la
Virgen, o en domingo, día del Señor? Y les pidió, por la “paz de Dios” que redujeran a tres los días
hábiles para dar mandobles82.

79 Quiere decir que los degollarían, como a los demás


80 Pernoud, Régine, A la luz de la Edad Media, págs. 35 a 37
81 Riu, Manuel, op. cit. pág. 94

82 Suárez Fernández, Luis, Raicies Cristianas de Europa, págs. 62 y 63

95
Capítulo V – A) El Feudalismo

Feudo – Diversas formas de posesión de


los bienes – Vasallajes múltiples
La voz popular fevum (y sus variantes feu, fee, fief, feudo, etc.) se ha supuesto derivada del
viejo alemán Viech (ganado), posiblemente emparentada con las voces latinas pecus (ganado) y
pecunia (bienes, riqueza). Poseer una tierra en feudo equivalía a tener el derecho a disfrutar de la
misma mientras se prestara el servicio que su posesión comportaba, pero inicialmente esta posesión
no implicaba la propiedad de la misma, ni la facultad de traspasarla a terceros o cederla en herencia a
los hijos, aunque con el tiempo los feudos se hicieron de hecho hereditarios.
Coexistían, pues, varias formas de posesión de bienes, el aloldio o plena propiedad libre,
exenta del pago de censos; el feudo o simple posesión que implicaba el disfrute pero no la propiedad
y comportaba la prestación de servicios de armas y otros; y la tenencia, o disfrute temporal de un
bien a censo, o mediante el pago de una renta anual en especies o en dinero.
Por el hecho de pagar las funciones administrativas con beneficios la propia realeza en los
reinos germánicos, como en la Francia merovingia, contribuyó a favorecer el feudalismo y
empobrecer al Estado en particular a partir del momento circunstancial en que Carlos Calvo, en 87783,
concedió que los honores feudales fueran hereditarios. Aunque esta concesión a los hijos de los
condes fue debida a un intento de conservar la paz interior en ocasión de una expedición a Italia,
iniciaba un largo proceso que culminaría dos siglos después haciendo todos los feudos hereditarios,
incluso los menores.
Si el honor condal podía considerarse el mayor de los feudos, los condes, debían redistribuir
y conceder en feudo una parte importante del mismo, a diversos vasallos suyos que ya no eran fieles
directos del rey sino del conde. Y estos vasallos de vasallos o valvasores podían seguir sub-
enfeudando parcelas de sus feudos y, a su vez, recibir otros feudos de distintos señores. Con lo cual
quedaba estrictamente regulada una escala feudal que era a la vez, escala social, encabezada por el
rey y seguida por el duque, marqués, conde, vizconde, barón y caballero (miles) entre los miembros
de la nobleza laica y de la cual participaba también la alta jerarquía eclesiástica (cardenales,
arzobispos, obispos, abades y abadesas) con sus propios vasallos.
Sólo el Rey se consideró que no podía ser vasallo, por su situación en la cúspide de la escala
feudal. No obstante a partir de 1066, cuando el duque de Normandía, vasallo del Rey de Francia,
pasó a ser Rey de Inglaterra, se dio la situación anómala, fuente de conflictos jerárquicos y políticos.
Esta escala de sucesivos vasallajes que se iniciaba en el hombre libre (la libertad personal era
necesaria para poder cumplir su compromiso) y podía terminar en el Emperador, ante la proliferación
del vasallaje múltiple, principalmente desde finales del siglo XI, dio lugar al homenaje ligio o
primordial, que anteponía obligaciones a cualesquiera otras que se hubieran contraído o se pudieran
contraer. Mas, los varios homenajes prestados por una misma persona a varios señores, para poder
disfrutar de más beneficios, implicaban de hecho la imposibilidad material de cumplir todos los
compromisos. Y llegó un momento (siglo XII) en que proliferaron los homenajes ligios, con lo cual
las ventajas políticas del sistema se vinieron abajo. El vasallaje dejó de cumplir los fines para los
cuales había sido creado, conduciendo ya al caos en algunos lugares, más intensamente feudalizados
(como el norte de Francia), en el siglo XIII. En ese siglo culminaría el feudalismo clásico y en él se
iniciaría el proceso desintegrado, volviendo a asumir la realeza su papel directivo de hecho y no sólo
de derecho.
El prestigio de la caballería y la necesidad de mayor número de combatientes a caballo
condujo asimismo a la amplificación del status a quienes, no siendo nobles, poseían bienes de
fortuna suficientes para poder mantener caballo y equipo de caballero, dando lugar a la creación de
los caballeros de alarde o caballeros de cuantía de tanto relieve, por ejemplo en numerosas ciudades
y villas de Castilla.

83 Capitular de Quierzy

96
Derechos y obligaciones feudales
En este proceso de transformación del feudalismo operado desde el siglo IX al XIII, no
podemos dejar de hablar de los aspectos económicos. Se consideren éstos o no fundamentales, no
dejan de ser importantes. El contrato feudal entre señor y vasallo (con el tiempo extendido entre éste
y sus servidores o sus hombres propios y sólidos) solía comportar, en el feudalismo pleno por lo
menos, unas obligaciones de carácter económico.
En determinados casos (cuando el señor armaba caballero al hijo mayor, cuando casaba a su
hija mayor, cuando se hallaba cautivo y era preciso reunir el dinero del rescate, etc.) todo los vasallos
debían contribuir y aportar sus donativos. Debían al señor y su comitiva hospedaje y comida
(estática, cena, yantar), debían facilitarle cebada para las caballerías e incluso hacerle donativos de
potros o caballos, procurarle otros medios de transporte, abonar el diezmo señorial, contribuir a los
gastos de mantenimiento de las fortalezas, construcción de puentes y caminos, etc.
El señor solía obtener alimentos básicos (cereales, vino, huevos, queso...) de la explotación
directa (con su familia y sus siervos) de las condaminas o campos de las reserva señorial y de su lote
de ganado; de las rentas y censos en dinero y en especies que le proporcionaban las tierras cedidas a
campesinos de distinta condición y procedencia para su explotación (explotación indirecta de la
terra mansata); de los laudemios o tercios (derechos señoriales) que percibía en cada traspaso del
dominio útil a terceros; de los monopolios establecidos en sus tierras sobre molinos, hornos,
herrerías, etc., derechos de caza, pesca, leña, pastos, paso de personas y ganado por puentes, vados,
etc.; derechos de mercado, etc., además de la parte proporcional por los tribunales del señorío en
ocasiones extraordinarias, y los malos usos, generalizados desde el siglo XIII, y más o menos
gravosos según las condiciones de vida en distintos lugares.
Con todo lo dicho no agotamos, ni mucho menos, el tema. Pero estas observaciones, por el
momento, las creemos suficientes para que no haya merma de la claridad en la exposición de un
tema complejo y controvertido. Baste aquí señalar que, en líneas generales, el régimen fue
equilibrado y eficaz hasta el siglo XIII en que sufrió transformaciones que, en algunos casos lo
hicieron gravoso y en otros insoportable, o que modificaron su esencia y condicionaron su evolución
posterior.
El señor poseía el derecho de “bando”, de administración, de policía, más tarde el señor tuvo
derecho de moneda y de justicia. Mutuamente el señor y el vasallo se debían “consejo y ayuda”.
El vasallo debía al señor tres servicios:
– servicio de corte: consistía en ayudar al señor en el ejercicio de la justicia;
– servicio militar: debía ayudar al señor en la milicia;
– el impuesto: se practicaba en cuatro casos: para el rescate del señor prisionero; cuando el
hijo mayor del señor era hecho caballero; para el matrimonio de su hija mayor, y para la partida de
éste para la cruzada.
Aquel que rompía sus obligaciones era declarado “felón” o traidor. La felonía acarreaba para
el señor la pérdida de su señorío y para el vasallo, la confiscación del feudo.
El vasallo podía depender de muchos señores, lo que complicaba las obligaciones. Se imagina
entonces el “homenaje lige”, es decir, “estrechamente ligado a su señor”, rendido a un solo señor
que se debía ayudar contra todos.

Diferencias en el proceso de
feudalización
Aunque hay autores que no se hallan dispuestos a admitir diferencias en el proceso de
feudalización, de hecho la hubo, como ya hemos insinuado, y con frecuencia fueron muy notables
de un lugar a otro. Estamos habituados a considerar clásico el feudalismo del Norte de Francia y no
advertimos que, incluso en la propia Francia, hubo diferencias notables: en el Languedoc, por

97
Capítulo V – B) La familia en la Sociedad Feudal

ejemplo, probablemente debido a las raíces derivadas del predominio visigodo, y en Provenza,
debido a la influencia del feudalismo alemán.
En Italia, las tradiciones lombardas se interfirieron con las francas, dando lugar a modalidades
peculiares en el sistema de transmisión de los feudos y en el reparto familiar de obligaciones y
servicios. En Inglaterra el feudalismo importado por los normandos de la Normandía francesa sufrió
también en el siglo XI modificaciones esenciales84.
En Cataluña también experimento modificaciones el feudalismo de importación carolingia,
permitiendo el excepcional código de los Usatges, cuya compilación se inició en el último tercio del
siglo XI en el condado de Barcelona para completarse a mediados del siglo XII, conocer en toda su
compleja minuciosidad la evolución e influencias del feudalismo catalán.
Muy distinta fue, asimismo, la evolución del feudalismo castellano-leonés, de cuya existencia
han dudado incluso algunos autores hasta fechas recientes, ya por fijarse en las persistencia de
instituciones peculiares como la de las behetrías, ya por estimar que la Reconquista y repoblación
constituyeron una válvula de escape a la feudalización intensiva del país, ya por observar en la
documentación la persistencia de pequeños campesinos propietarios de condición libre, ya por la
composición de la población de los núcleos urbanos, etc.
Consideraciones todas ellas que, no obstante ser ciertas, no invalidan la existencia de un
proceso de feudalización, con aportaciones francas primero a través de la ruta de la peregrinación a
Santiago de Compostela, y muy pronto borgoñona, y de otras latitudes, particularmente en los siglos
XI y XII, por la participación extranjera en las tareas de la Reconquista y repoblación de las tierras
ganadas a los musulmanes.

Los capetos y la feudalidad


Hugo Capeto, a su advenimiento al trono, era ante todo, un Señor feudal: tenía su dominio,
no muy grande, que administraba como feudo. Su dominio incluía la abadía donde estaba la capa
que había usado San Martín de Tours, de ahí su nombre “Capeto”. El reino no era su dominio, sino
su “esfera de influencia”. La prerrogativa real no se manifestó sino en los actos públicos, fechados
los años del reino y por su consagración, que lo diferenciaban de los más grandes señores y lo
hicieron “Rey por la gracia de Dios”.
En el seno del reino se formaron los estados feudales, mucho mayores que el dominio real
por su extensión y por su población: los grandes feudales eran los duques de Anjou; de Flandres, de
Champagne, de Normandía, de Borgoña, de Aquitania; de Bretaña, de Toulouse... eran en efecto,
más poderosos que el rey, y fundaron verdaderas dinastías.

B) La familia en la Sociedad Feudal


Para comprender la sociedad feudal hay que estudiar su organización familiar. Ahí está la
“llave” de la Edad Media, y también su originalidad.
También en este punto tan importante no podemos dejar de ver la obra evangelizadora y
santificadora de la Iglesia, la cual predicando las verdades sobrenaturales, fecundadas por la gracia de
Dios, consiguió transformar las costumbres paganas. Inculcando en las almas el valor del sacramento
del matrimonio elevó toda la sociedad, dando frutos insuperables que perduran hasta el día de hoy.

84 El duque-rey Guillermo no permitió, por ejemplo, que nadie pudiera tener tantos bienes ni poder como el propio Rey,
sirviéndose de su experiencia personal para evitar conflictos y reguló cuidadosamente la prestación de las obligaciones y su
cumplimiento por parte de los vasallos.

98
En la Edad Media todas las relaciones se establecen sobre el modelo familiar: tanto la del
señor con el vasallo como la del maestro con el aprendiz. La vida rural, la historia de la Europa
cristiana, se explican únicamente por el régimen de las familias que vivieron en él. Cuando se quería
evaluar la importancia de una aldea no se calculaba la cantidad de individuos que la componían sino
su cantidad de “hogares”. En la legislación y en las costumbres todas las disposiciones se remiten al
bien familiar, al interés del linaje, o bien, extendiendo esta noción familiar a un círculo más amplio, al
interés de un grupo, del gremio, que no es más que una familia ampliada, fundada en el mismo
modelo que la célula familiar propiamente dicha. Los altos barones son ante todo padres de familia,
que agrupan a su alrededor a todos aquellos que por su nacimiento participan del dominio
patrimonial; sus luchas son querellas familiares, en las que interviene toda la “mesnie”85, cuya
defensa y administración tienen a su cargo. La historia del feudalismo no es otra cosa que la historia
de sus linajes principales.
¿Qué es en última instancia la historia del poder real desde el siglo X hasta el siglo XIV? La
de un linaje, que se afianza gracias a su reputación de coraje, al valor que demostraron sus
antepasados: mucho más que un hombre, los barones colocaron a su cabeza una familia; en la
persona de Hugo Capeto veían al descendiente de Roberto el Fuerte, que había defendido la comarca
contra los invasores normandos, y de Hugo el Grande que ya había sido Rey; ello está claro en el
famoso discurso de Adalberon de Reims:

Daos por jefe al duque de los Francos, gloriosos por sus hechos, por su
familia y sus hombres, el duque en quien hallareis un tutor, no solamente de los
asuntos públicos sino también de los privados.

Este linaje se mantuvo en el trono por herencia de padre a hijo, y vio acrecentarse sus
dominios antes a través de herencias y matrimonios que de conquistas: historia que en diferentes
grados se repite millares de veces en nuestro territorio, y que decidió para siempre los destinos de
Francia, afincando en su tierra linajes de campesinos y artesanos cuya persistencia a través de las
venturas y desventuras de los tiempos creó en realidad nuestra nación. En la base de la “energía
francesa” está la familia, tal como la concibió y comprendió la Edad Media.
En la concepción del imperio romano, basada en el derecho, la importancia residía en el
hombre. En la Edad Media no subsiste esta concepción. Ya no importa el hombre, sino el linaje. En
la Edad Media, cuando estudiamos, por ejemplo, la historia de la unidad francesa es la historia del
linaje de los Capeto. Para percibir la Edad Media hay que verla en su continuidad, en su conjunto.
Tal vez sea el motivo de que su conocimiento sea más imperfecto, y de que sea más difícil de
estudiar que la época antigua, porque hay que desenmarañar su complejidad, seguirla en el curso del
tiempo a través de las mesnies que son su trama; y no se trata solamente de aquellas que dejaron un
nombre debido al brillo de sus hazañas y a la importancia de su dominio, sino también de las familias
más humildes, las de los pobladores de las ciudades y los campos, que hay que conocer en su
cotidianidad si queremos darnos cuenta de lo que fue la sociedad medieval.
Esto tiene su explicación: durante ese período que fue la época del derrumbe del Imperio
Romano y las primeras invasiones del Este, la única fuente de unidad, la única fuerza que siguió viva,
fue precisamente le núcleo familiar, a partir de la cual se constituyó poco a poco la unidad de las
naciones. De manea que, debido a las circunstancias, la familia, su base patrimonial, y sobre todo los
monasterios y parroquias, fueron la base de las naciones de la Europa Cristiana.
La importancia atribuida a la familia se traduce en la preponderancia de la vida privada sobre
la pública, muy acusada en la Edad media. En Roma un hombre vale sólo en la medida en que ejerce
sus derechos de ciudadano, en tanto vote, delibere o participe en los asuntos del Estado; las luchas de
la plebe por obtener representatividad a través de un tribuno son muy significativas al respecto.
En la Edad Media rara vez se trata de asuntos públicos: o mejor dicho, estos asuntos cobran
enseguida el carácter de una administración familiar; son informes patrimoniales, reglamentos de

85Término francés medieval que no tiene equivalente exacto en castellano, ni en el francés actual. Designa al conjunto de
personas que dependen de un señor, incluyendo familiares, criados, séquito.

99
Capítulo V – B) La familia en la Sociedad Feudal

colonos y de propietarios; aun cuando en el momento de la formación de las comunas los burgueses
reclaman derechos políticos, es para ejercer libremente su oficio, para no verse incomodados por los
peajes y los derechos de aduana; la actividad política en sí misma no presenta interés para ellos. Por
otra parte, la vida rural es por entonces infinitamente más activa que la urbana, y tanto en una como
en otra es la familia y no el individuo quien prevalece como unidad social.
Tal como se nos aparece a partir del siglo X, la sociedad presenta como rasgo esencial la
noción de solidaridad familiar, surgida de las costumbres bárbaras, germánicas o nórdicas. La familia
se considera como un cuerpo, en cuyos miembros circula la misma sangre, o como un microcosmos,
donde cada persona desempeña su función consciente de formar parte de un todo. De modo que la
unión ya no se funda, como en la antigüedad romana, en la concepción estadista de la autoridad de
un jefe, sino en el hecho, de orden biológico, pero sobre todo moral, de que todos los individuos que
componen una familia están unidos por la carne y la sangre, de que sus intereses son solidarios, y de
que nada es tan respetable como el afecto que une naturalmente a unos con otros. El sentimiento de
ese carácter común de los miembros de una misma familia es muy vivo.
“Los amables hijos de padres y madres amables no son herederos importunos”, dice un
autor de la época. Quienes viven bajo un mismo techo, cultivan un mismo campo y se calientan ante
el mismo hogar, o para decirlo en los términos de la época, quienes comparten el mismo pan y el
mismo plato, quienes cortan del mismo pan, saben que pueden contar unos con otros, y llegado el
caso no les faltará el apoyo de su familia. En efecto, el espíritu de cuerpo es más poderoso que en
cualquier otro grupo, porque está fundado en los lazos indiscutibles del parentesco sanguíneo, y se
apoya en una comunidad de intereses no menos visible y evidente.
De modo que en familia se comparten alegrías y sufrimientos; sus miembros se hacen cargo
de los hijos de los muertos o de los necesitados, y se ponen en movimiento para vengar la injuria de
que ha sido objeto uno de ellos. Durante buena parte de la Edad Media se reconoció el derecho a la
guerra privada, que no es otra cosa que la expresión de la solidaridad familiar. Inicialmente respondía
a una necesidad; dada la debilidad del poder central, el individuo podía contar solamente con la
ayuda familiar para su defensa; de encontrarse solo, durante la época de las invasiones se hubiera
visto abandonado a toda suerte de riesgos y miserias. Para vivir había que agruparse en un frente, y
ningún grupo gana en solidez al constituido por una familia firmemente unida.
La solidaridad familiar se expresaba a través de las armas si era necesario, resolvía entonces el
difícil problema de la seguridad personal y de la protección de las propiedades. En algunas
provincias, especialmente las del norte de Francia, el hábitat traduce este sentido de la solidaridad: la
habitación más importante de la casa es la sala, que con su gran chimenea preside las reuniones
familiares, la sala donde la gente se reúne para comer, para festejar matrimonios y aniversarios, y
para velar a los muertos; es el hall de la tradición anglosajona, porque en la Edad Media, Inglaterra
tuvo costumbres parecidas a las francesas, a las que en muchos aspectos permanece fiel.
Esta comunidad de bienes y de afectos necesita un administrador. Como es natural, el que
desempeña esa función es el padre de familia. Su función consiste en proteger a los seres débiles, las
mujeres, los niños y sirvientes que viven bajo su techo, asegurar la gestión del patrimonio, pero no es
el dueño a perpetuidad de quienes viven en la casa, ni el propietario del dominio. Tiene sólo el
usufructo de los bienes patrimoniales de los que goza; ha de transmitirlo tal como los recibió de sus
antepasados a aquellos que por su nacimiento le sucederán. El verdadero propietario es la familia, no
el individuo.
Asimismo, si bien posee toda la autoridad necesaria para sus funciones, está lejos de tener
sobre su mujer e hijos el poder ilimitado que le concedía el derecho romano. Su mujer colabora en la
administración de la comunidad y en la educación de los hijos; él administra los bienes que
pertenecen a su mujer porque se lo considera más capaz que ella de hacerlos prosperar, cosa que
requiere fuerza y trabajo; pero si por una u otra razón tiene que ausentarse, su mujer se hace cargo de
la administración sin ningún obstáculo y sin necesidad de autorización previa. El recuerdo del origen
de su fortuna se mantiene tan vivo que en caso de que muera una mujer sin hijos sus bienes vuelven
íntegramente a su familia; no hay contrato que pueda oponerse a que suceda naturalmente así.

100
Respecto de los hijos, el padre es custodio, protector y maestro. Su autoridad paterna cesa
cuando los hijos alcanzan la mayoría de edad, que es temprana: entre los plebeyos esa mayoría se
adquiere a los catorce años; entre los nobles oscila entre los catorce y los veinte, porque la defensa
del feudo les exige prestar un servicio más activo, que requiere fuerzas y experiencia. Los Reyes de
Francia eran considerados mayores desde los catorce o quince años; a esa edad Felipe Augusto
arremetía al frente de sus tropas...
Una vez mayor, el joven continua gozando de la protección de los suyos, pero a diferencia de
lo que sucedía en Roma, y en las comarcas de derecho escrito, adquiere plena libertad de iniciativa, y
puede alejarse, fundar una familia, administrar sus propios bienes como quiera. En cuanto es capaz
de actuar por si solo nada viene a interferir su actividad; se hace dueño de sí mismo, al tiempo que
conserva el apoyo de la familia de la que ha salido. Así entendida, la noción de familia se funda en
una base material: el bien familiar, que suele ser un bien inmueble, porque al comenzar la Edad
Media la tierra constituye la única fuente de riqueza, y sigue siendo el bien estable por excelencia.
“Héritage ne peut mouvoir, mais meubles est chose volage”86, se decía en aquel entonces.
Se trate de una posesión servil o de un dominio señorial, ese bien familiar es siempre propiedad del
linaje. Es inembargable e inalienable; los accidentales reveses de la familia no pueden afectarle. Nadie
puede arrancárselo, y ella tampoco tiene derecho a venderlo ni a traficar con él.
Cuando el padre muere, este bien de familia pasa a los herederos directos. Si se trata de un
feudo noble, el hijo mayor recibe casi su totalidad, porque para mantener y defender una propiedad
hace falta un hombre, y un hombre curtido por la experiencia; esta es la razón del derecho de
progenitura, consagrado en casi todo el derecho consuetudinario.
En cuanto a las posesiones plebeyas, el uso varía según las regiones: a veces la herencia es
compartida, pero suele ser el hijo mayor quien la recibe.
En algunas regiones como el Hainaut, el Artois, la Picardía y algunas zonas de Bretaña no es
el mayor sino el más joven quien recibe la herencia principal, también en este caso hay razones de
derecho natural: en una familia los mayores son los primeros en casarse y establecerse por su cuenta,
mientras que el hijo menor es el que permanece más tiempo junto a sus padres y los cuida durante su
vejez. Este “derecho de minorazgo” atestigua la flexibilidad y la diversidad del derecho
consuetudinario, que de acuerdo con las condiciones de vida se adapta a los hábitos familiares.
El objetivo perseguido por todas las costumbres es no dejar que el patrimonio se debilite.
Razón por la cual, al menos en los feudos nobles, nunca había más que un heredero. Resultaba
terrible el parcelamiento que al dividir al infinito la tierra la empobrece. El parcelamiento siempre fue
origen de discusiones y procesos; perjudica al agricultor y obstaculiza el progreso familiar, porque
para poder aprovechar los avances que la ciencia o el trabajo ponen al alcance del campesino hace
falta una empresa de cierta envergadura, que en caso necesario pueda soportar fracasos parciales, y
en todo caso proporcionar recursos varios. La gran propiedad, tal como existe bajo el régimen feudal,
permite una explotación sensata de la tierra: periódicamente, se puede dejar una parte en barbechos,
lo que le da tiempo de renovarse, y variar los cultivos, conservando siempre una proporción
armoniosas de cada uno de ellos. Así fue como en el curso de la Edad Media la vida rural fue
extraordinariamente activa, y en Francia se introdujeron muchos cultivos.
El objetivo de nuestros antepasados era garantizar a la familia una base estable, clavarla en
cierta medida al suelo para que pudiera arraigar, dar fruto y perpetuarse. Con las riquezas muebles se
puede traficar, disponer de ellas por testamento, porque por naturaleza son cambiantes e inestables;
por razones inversas, el bien familiar, que es inmueble, es inalienable e inembargable. El hombre es
sólo un custodio temporal, quien lo usufructúa, pero el verdadero propietarios es el linaje.
La obra de esos miles de familias obstinadamente clavadas al suelo, en el tiempo y en el
espacio, es la que formó los diferentes países. Por ejemplo la Francia. Francos, burgundios,
normandos, visigodos, todos esos pueblos en movimiento cuya masa inestable hace de la época que
va del siglo V al siglo IX un caos tan desconcertante, formaban desde el siglo X una nación
sólidamente apegada a la tierra unida por lazos más firmes que todas las federaciones cuya existencia

86 La herencia no puede moverse, pero los muebles son tornadizos.

101
Capítulo V – B) La familia en la Sociedad Feudal

haya podido proclamarse. El renovado esfuerzo de esas familias microscópicas había dado
nacimiento a una gran familia, un macrocosmos, cuya envergadura aparece simbolizada en el linaje
de los Capeto, que durante tres siglos condujo gloriosamente, de padre a hijo, los destinos de
Francia. Sin duda unos de los espectáculos más hermosos que pueda ofrecer la historia es esta
familia gobernante que su sucede en línea directa, sin interrupción, sin desfallecimiento, durante más
de trescientos años – un tiempo equivalente al que transcurrió desde el advenimiento del Rey enrique
IV hasta la guerra de 1940...
Pero lo que importa comprender es que la historia de los Capeto es la historia de una familia
francesa entre muchas otras. Todos los hogares de Francia, salvo accidentes y azares inevitables de la
existencia, poseyeron en grado aproximadamente igual esta vitalidad, esta persistencia en el suelo.
Surgida de la incertidumbre y el desarraigo, de la guerra y la invasión, la Edad Media fue una época
de estabilidad, de permanencia en el sentido etimológico del término.
Esta concepción de la familia y del arraigo al suelo, fue una de las causas del éxito de la
Reconquista española. Por un lado los expulsados por los musulmanes mantenían el ardoroso deseo
de volver a la tierra de sus ancestros, al mismo tiempo los que iban detrás de los cruzados y se
asentaban en tierras de los moros expulsados, se aferraban a su tierra y consistieron en un baluarte
que evitaba cualquier veleidad de volver atrás.
Esto se debe a las instituciones familiares, tal como las expone nuestro derecho
consuetudinario. En efecto, concilian el máximo de independencia individual y el máximo de
seguridad. Cada individuo encuentra en el hogar la ayuda material, y en la solidaridad familiar la
protección moral que puede necesitar; al mismo tiempo, en cuanto se basta a si mismo es libre, libre
de desplegar su iniciativa, de “hacer su vida”; nada detiene la expansión de su personalidad. Los
lazos que lo unen al hogar paterno, a su pasado, a sus tradiciones, no significan una traba; la vida
comienza de nuevo para él, del mismo modo que biológicamente hablando comienza para el recién
nacido – o como la experiencia personal, tesoro incomunicable que cada cual ha de forjar por sí
mismo, y que es válida sólo en tanto es propia.
Es evidente que semejante concepción de la familia basta para fundar todo el dinamismo y
también toda la solidez de una nación. La aventura de Roberto Guiscardo y sus hermanos, hijos
menores de una familia normanda, demasiado pobre y demasiado numerosa, que emigra, llega a ser
Rey de Sicilia y funda una poderosa dinastía, es característica de la historia medieval, hecha de
audacia, sentido familiar y fecundidad.
Francia ha sido modelada por el derecho consuetudinario; existe sin duda la costumbre de
designar el sur del Loire y el valle del Ródano con la denominación de “zona del derecho escrito”,
es decir, de derecho romano, pero esto significa que en esas provincias las costumbres se inspiraban
en la ley romana, no que estuviera en vigor el código Justiniano. Durante toda la Edad Media Francia
conservó intactas sus costumbres familiares, sus tradiciones domésticas. Sólo a partir del siglo XVI
las instituciones francesas, bajo la influencia de los legistas, evolucionan en un sentido cada vez más
latino. Es una transformación que se opera lentamente y se hace perceptible primero a través de
pequeñas modificaciones: la mayoría de edad se eleva a los veinticinco años, lo mismo que en la
antigua Roma, donde el hijo es un perpetuo menor frente a su padre.
El matrimonio, que hasta entonces se consideraba como un sacramento, como la adhesión de
dos voluntades libres para la realización de un fin, vino a añadirse la noción de contrato, de un
acuerdo exclusivamente humano basado en estipulaciones materiales. La familia francesa se
conforma de acuerdo con un modelo estadista que no había conocido nunca; así como el padre de
familia no tarda en concentrar en sus manos todo el poder familiar, asimismo el Estado se encamina
hacia la Monarquía absoluta. A pesar de las apariencias la Revolución no fue un punto de partida
sino de llegada, el resultado de una evolución de dos o tres siglos; representa el fortalecimiento en
nuestra vida de la ley romana, a expensas de la costumbre; al instituir el Código Civil y al organizar el
ejército, la enseñanza, la nación entera sobre el ideal burocrático propio de la antigua Roma,
Napoleón no hizo otra cosa que concluir la obra de la Revolución.
La Francia medieval no era Paris, sino la Ile-de-France, no era Burdeos, sino la Guyena, no
era Rouen, sino Normandía; sólo podemos concebirla en sus provincias de suelo fecundo en buen

102
queso y buen vino. Es significativo el hecho de que bajo la Revolución aquel que se designaba como
manant 87 pasó ser llamado de ciudadano: el concepto de ciudadano entraña el de ciudad. Es
comprensible, porque es la ciudad que detenta el poder político, y por consiguiente el poder
principal, dado que al no existir ya la costumbre todo dependería ahora de la ley. Con la Revolución
se destruyó la Francia rural regida por la ley consuetudinaria. Las nuevas divisiones administrativas
de Francia, sus departamentos que giran en torno de una ciudad, al margen de la calidad del suelo de
las campiñas que la componen, atestiguan esta evolución de concepciones.
A partir de aquel momento la vida familiar ya estaba lo suficientemente debilitada como para
dar cabida a instituciones como el divorcio, el carácter alienable del patrimonio o leyes modernas
sobre la sucesión. Las libertades privadas, tan celosamente salvaguardadas hasta hacía poco,
desaparecían ante la concepción de un estado centralizado. Tal vez habría que buscar allí el origen de
los problemas que con posterioridad se plantearon tan agudamente: problemas de la infancia, de la
educación, de la natalidad – problemas que en la Edad Media no existían porque entonces la familia,
regada por la gracia sobrenatural difundida por la Iglesia, era una realidad, poseía una base material y
moral, y las libertades necesarias para su existencia 88.

La Nobleza en la Sociedad Feudal


Durante toda la Edad Media, un sin olvidar su origen territorial, patrimonial, esta nobleza tuvo
un carácter fundamentalmente militar; en efecto, su deber protector implicaba ante todo una función
guerrera: defender la propiedad contra las posibles incursiones; además, aunque se hicieran esfuerzos
por reducirlo, persistía el derecho a la guerra privada, y la solidaridad familiar podía implicar la
obligación de vengar mediante las armas las injurias infligidas a uno de los miembros de su familia.
A esto se añadía un problema de orden material: los señores que poseían la principal fuente
de riqueza, si no la única, que era la tierra, eran los únicos que tenían la posibilidad de equipar un
caballo para la guerra y de armar a escuderos y sargentos. De modo que el servicio militar era
inseparable del servicio de un feudo, y el juramento de un vasallo noble implica el auxilio de sus
armas en caso necesario.
Esta obligación de defender el dominio y a sus habitantes es la primera y más onerosa entre
las responsabilidades de la nobleza.

L’épée dit: C’est ma justice


Garder les clercs de Sainte Église
Et ceux par qui viande est quise89.

Las fortalezas más antiguas, las que se levantaron en épocas de conmociones e invasiones,
llevan la marca visible de esa necesidad: la aldea, las viviendas de los siervos y de los campesinos,
cuelgan de las pendientes de la fortaleza adonde toda la población irá a refugiarse en caso de peligro,
donde en caso de asedio encontrará socorro y vituallas.
La mayoría de las costumbres de la nobleza son una consecuencia de sus obligaciones
militares. El derecho de mayorazgo viene en parte de la necesidad de confiar la herencia al más
fuerte, que ha de defenderla con la espada si es necesario. Eso explica también la ley de la
masculinidad: sólo un hombre puede garantizar la defensa de una fortaleza. Cuando un feudo recae
en una mujer, por ser ella la única heredera, el dueño responsable de ese feudo que ha caído en
condición de inferioridad está obligado a casarse con ella. Esta es la razón por la cual una mujer sólo
hereda después de sus hermanos menores, y éstos después del mayor.
Los nobles tienen también el deber de hacer justicia a sus vasallos de cualquier condición, y
de administrar el feudo. Se trata del ejercicio de un deber, y no de un derecho, que implica

87 El que reside.
88 Pernoud, Régine, op. cit., págs. 14 a 30.
89 Dice la espada: Es mi oficio Custodiar a los clérigos de la Santa Iglesia y a aquellos a quienes debemos el alimento.

103
Capítulo V – B) La familia en la Sociedad Feudal

responsabilidades graves, dado que cada señor ha de dar cuenta de su dominio no sólo a su linaje
sino también a su superior.
Étienne de Fougères describe la vida del señor de una gran propiedad como llena de
preocupaciones y fatigas:

Çà et là va, souvent se tourne


Ne repose ni se séjourne:
Château abord, Château aourne,
Souvent haitié, plus souvent mourne.
Çà et là va, pas ne repose
Que sa marche ne soit déclose90.

Lejos de ser ilimitado, como suele creerse, su poder es mucho menor que el que tiene en la
actualidad el jefe de una industria o un propietario cualquiera, porque nunca tiene la propiedad
absoluta de su dominio, porque siempre depende de un señor y aun los señores más poderosos
dependen del Rey. En la Edad Media en caso de mala administración, el señor afronta penas que
pueden llegar a la confiscación de los bienes. De modo que nadie gobierna con una autoridad
absoluta.
Por otra parte, las obligaciones que unen al vasallo con su señor entrañan la reciprocidad. “El
señor debe a su vasallo tanta fe y lealtad como el vasallo a su señor”, dice Beaumanoir. Esta noción
de deber recíproco, de servicio mutuo, se encuentra con frecuencia tanto en los textos jurídicos
como en los literarios:

Graigneur fait a sire à son homme


Que l’homme à son seigneur et dome91.

La nobleza es hereditaria, pero también puede adquirirse, como retribución de servicios


prestados, o simplemente al adquirir una propiedad noble. Esto sucedió en gran escala a fines del
siglo XIII. Muchos nobles resultaron muertos o arruinados en las grandes expediciones de Oriente, y
familias de burgueses enriquecidos accedieron en masa a la nobleza, lo que provocó su reacción.
También la caballería ennoblece a aquel a quien otorgada. Por último, hubo cartas de
ennoblecimiento, que se distribuyeron, eso sí, con gran parsimonia.
Así como se puede adquirir, la nobleza también se puede perder por degradación, como
consecuencia de una condena infamante.

La honte d’une heure du jour


Tolt bien de quarante ans l’honnour92.

También se pierde por derogación, cuando se prueba que el noble ha ejercido un oficio
plebeyo, o ha realizado algún negocio; en efecto, le está prohibido salirse de la función que se le ha
asignado, y no puede intentar enriquecerse asumiendo tareas que puedan hacerle descuidar aquellas
a las que debe consagrar su vida. Pero de esta prohibición está excluido las actividades que por el
hecho de requerir recursos importantes no podían ser practicadas sino por los nobles: por ejemplo la
cristalería o la fundición, también les estaba permitido el tráfico marítimo, porque además de
capitales exige un espíritu de aventura.
La nobleza era una clase privilegiada. Éstos eran en primera instancia honoríficos, como los
derechos de preeminencia. Algunos de ellos son consecuencia de las responsabilidades que asume:
por ejemplo, el noble es el único que tiene derecho a llevar espuelas, cinturón y bandera, lo que
recuerda que inicialmente los nobles eran los únicos que podían equipar un caballo para la guerra.

90 Va aquí y allí, a menudo desanda el camino, / No descansa, no se detiene: / Castillo cercano, castillo alejado / A veces
alegre, pero las más preocupado. / Va aquí y allí, no descansa, / Su marcha nunca termine.
91 Más reconocimiento debe el señor a su vasallo que éste a su señor.

92 La vergüenza de una hora borra cuarenta años de honor.

104
Junto a esto gozaba de ciertas exenciones, las mismas de las que gozaban originalmente todos los
hombres libres; estaban exentos, por ejemplo del tributo y de algunos impuestos indirectos, cuya
importancia, nula en la Edad Media, no dejaría de acrecentarse en el siglo XVI y sobre todo en el
XVII.
Por último, la nobleza posee derechos precisos, sustanciales; son los que se desprenden del
derecho a la propiedad: derecho a percibir rentas, a cazar, etc. Los censos y rentas que pagaban los
campesinos no son otra cosa que el alquiler de la tierra sobre la que tenían permiso para instalarse, o
que sus antepasados habían cedido a un propietario más poderoso que ellos.
Sin embargo, no cabe duda de que gradualmente, hacia fines de la Edad Media, las
responsabilidades de la nobleza disminuyeron sin que por ello fueran reducidos sus privilegios. Fue
un gran perjuicio el arrancar a los nobles de sus tierras y no saber adaptar sus privilegios a las nuevas
condiciones de vida; desde el momento en que el servicio de un feudo, y sobre todo su defensa,
dejaron de ser una carga onerosa, los privilegios de la nobleza perdieron su objetivo.
Esto provocó la decadencia de la aristocracia, decadencia moral, seguida inevitablemente de
la decadencia material. La difusión de las ideas de Voltaire y de Rousseau, contribuyeron a su
derrumbe y a llevar Luis XVI al cadalso y a Carlos X al exilio. Todo esto significó una gran pérdida
para Francia, porque un país sin aristocracia es un país sin osamenta, sin tradiciones, librado a todas
las oscilaciones y a todos los errores93.

La vida rural y la vida urbana en la


Sociedad Feudal

a) La vida rural
Hasta el día de hoy los libros comunes de estudio de los estudiantes secundarios y, a veces,
hasta universitarios, bien como la literatura común, distorsionar terriblemente la realidad social de la
Edad Media.
Pero, también en este campo la acción santificadora y civilizadora de la Iglesia dejó sentir sus
magníficos efectos, consecuencia del cual se dio ese extraordinario entramado de relaciones sociales,
en los cuales reinaba la caridad cristiana, y cuya ley era la Ley de Dios y de su Iglesia.
En realidad el “Tercer Estado” entraña una multitud de condiciones intermediarias entre la
libertad absoluta y la servidumbre. Nada más diverso y desconcertante que la sociedad medieval y las
posesiones rurales de la época: su origen empírico da cuenta de una variedad prodigiosa en la
condición de personas y bienes. Para dar un ejemplo, en la Edad Media, en que el desdoblamiento
del dominio representa la concepción general del derecho de propiedad, existió lo que nuestro
tiempo ignora: el alodio, esto es la posesión de una tierra libre de todos los derechos y de toda suerte
de imposiciones; se mantuvo hasta el momento de la Revolución Francesa, que declaró libres todas
las tierras; los alodios dejaron entonces de existir, puesto que todo fue sometido al control e
imposiciones del Estado. Advirtamos además que en la Edad Media, cuando un campesino se instala
en una tierra y trabaja en ella durante el período prescrito – que corresponde al ciclo completo de las
tareas del campo, desde la siembra hasta la cosecha – sin ser perturbado, se lo considera el único
propietario de la tierra.
Esto da una idea de la infinita cantidad de modalidades que existían. Diferentes términos –
“hôtes”, “colons”, “lites”, “colliberts” – corresponden a otras tantas condiciones personales
diferentes. Y la condición de las tierras presenta una variedad mayor aún: “cens”, “rente”,

93 Pernoud, Régine, op. cit., págs. 31 a 43.

105
Capítulo V – La vida rural y la vida urbana en la Sociedad Feudal

“champart”, “métairie”, “tenure en bordelage, en marché, en quevaise, à complan, en


collonge”94, de acuerdo con las épocas y las regiones, hay una infinidad de acepciones diferentes en
la posesión de la tierra, con un solo punto en común: salvo el caso especial del alodio, siempre hay
varios propietarios, o al menos varios que tiene derecho sobre el mismo dominio.
Todo depende de la costumbre, y la costumbre se adapta a todas las variedades del terreno,
del clima y de las tradiciones, lo cual es lógico, porque no cabe exigir a quienes viven en un suelo
pobre las mismas obligaciones que pueden cumplir los de suelos ricos, como los de la Beauce o de
Turene, en Francia. Pero hay una profusión y diversidad de costumbres; y dentro de cada una de
ellas hay multitud de condiciones diferentes, desde la del roturador que se instala en una tierra nueva,
y a quien sólo se le exige una proporción mínima de cosechas, hasta el labrador establecido en una
tierra en pleno rendimiento, sujeto a tributos y rentas anuales.
En la Edad Media al margen de la nobleza, hubo una gran cantidad de hombres libres que
prestaban a sus señores un juramento semejante al que prestaban los vasallos a los nobles, y una
cantidad no inferior de individuos cuya condición oscilaba entre la libertad y la servidumbre. El
jurista Beaumanoir distingue nítidamente tres condiciones:

No todos los libres son gentilhombres... Se denominan gentilhombres a


quienes proceden de linajes libres, como el Rey, los duques, los condes y los
caballeros; y esta condición se transmite de padre a hijo... Otra cosa es la condición
de libre del villano, que es libre por parte de madre, y quienquiera nazca de una mujer
libre es libre, y libre de hacer lo que quiera... y el tercer estado es el siervo. Los
siervos no tienen todos la misma condición, hay varias condiciones de servidumbre...

Libres son todos los habitantes de las ciudades, que se multiplicaron desde comienzos del
siglo XII, la gran cantidad de ciudades que todavía hoy llevan los nombres de Villefranche,
Villeneuve95. Quienes se establecían en una de esas ciudades levantadas recientemente eran
declarados libres, como lo eran los burgueses y los artesanos en las comunas, y en general en todas
las ciudades del reino. Además, hay muchos campesinos libres, en primer lugar denominados
plebeyos o villanos, términos desprovistos del sentido peyorativo que cobraron después; el plebeyo
es el campesino, el roturador; el villano es en términos generales el que habita una propiedad, villa.
Después estaban los siervos. El término se ha prestado a malentendidos, porque se ha
confundido la servidumbre, propia de la Edad Media, con la esclavitud, base de las sociedades
antiguas, y de la que no queda huella en la sociedad medieval. En Francia, por ejemplo, cuando un
esclavo accede a los límites y se hace bautizar, queda libre.
Como en virtud de la fuerza de las circunstancias, la Edad Media extrajo su vocabulario de la
lengua latina, era fácil deducir de la semejanza de los términos la semejanza de los sentidos. Pero la
condición de siervo es completamente diferente de la del esclavo antiguo: el esclavo es una cosa, no
una persona, se encuentra bajo la dependencia absoluta de su dueño, que tiene derecho de vida o
muerte sobre él; le está vedada toda actividad personal; no sabe lo que es una familia, el matrimonio,
la propiedad.
Por el contrario, el siervo es una persona, no una cosa, y se lo trata como tal. Tiene familia, un
hogar, un campo y una vez que ha pagado su tributo es libre ante su señor. No está sometido a un
dueño, sino apegado a un dominio: la suya no es una servidumbre personal, sino real. La restricción
impuesta a su libertad consiste en que no puede abandonar la tierra que cultiva. Pero advirtamos que
esta restricción significa una ventaja, porque aunque no puede abandonar el territorio, tampoco nadie
puede arrancárselo; en la Edad Media esta peculiaridad no estaba lejos de considerarse un privilegio;
en efecto, encontramos este término en un registro de costumbres, el Brakton, que hablando de los

94 Estos términos designan condiciones sociales que representan grados intermedios entre hombres libres y siervos; así como
formas de dominio de la tierra que no tienen equivalente en castellano.
95 Literalmente, villa franca, villa nueva.

106
siervos dice expresamente: “tali gaudent privilegio, quod a gleba amoveri non poterunt...” Gozan
del privilegio de no poder ser arrancados de su tierra96.
El colono libre está sometido a toda clase de responsabilidades civiles, que vuelven más o
menos precaria su suerte; si se en deuda puede perder su tierra, en caso de guerra, puede verse
obligado a participar en ella, o puede ver devastada su posesión, sin posibilidad de compensación. El
siervo, en cambio, está al abrigo de estas vicisitudes; no puede perder la tierra que trabaja, como
tampoco puede alejarse de ella. Esta atadura a la gleba es reveladora de la mentalidad medieval, y en
este sentido el noble está sujeto a las mismas obligaciones que el siervo, porque tampoco él puede
alienar su dominio, ni separarse de él bajo ningún concepto: en los dos extremos de la jerarquía
encontramos la misma necesidad de estabilidad, de afincamiento, inherente al alma medieval, que
hizo a Francia y en términos generales a Europa occidental.
No es paradójico decir que el campesino actual debe su prosperidad a la servidumbre de sus
antepasados; ninguna institución ha contribuido más a la fortuna del campesinado francés; clavado
durante siglos al mismo suelo, sin responsabilidades civiles, sin obligaciones militares, el campesino
se ha convertido en el verdadero dueño de la tierra; sólo la servidumbre podía lograr un apego tan
profundo del hombre a la gleba, y hacer del antiguo siervo el propietario de la tierra.
La condición del campesino en el Este de Europa, en Polonia y otros países, siguió siendo tan
miserable porque no tuvo el vínculo protector de la servidumbre.
Al siervo le estaba prohibido casarse fuera del dominio del señor, porque ese dominio se vería
reducido; pero la Iglesia no dejó de protestar contra este derecho que afectaba las libertades
familiares, y de hecho se atenuó a partir del siglo X; entonces se estableció la costumbre de reclamar
solamente una indemnización pecuniaria al siervo que abandonaba un feudo para casarse en otro;
éste es el origen del famoso “derecho de pernada”, acerca del cual se han dicho tantas tonterías: no
significaba sino el derecho que tenía el señor a autorizar el matrimonio de su siervos; como en la
Edad Media todo se traduce en símbolos, el derecho del señor dio lugar a gestos simbólicos cuyo
alcance se ha exagerado: por ejemplo, colocar la mano o la pierna en el lecho conyugal, de ahí el
modo como se denomina este derecho y las enojosas y erróneas interpretaciones a que ha dado
lugar.
El siervo podía ser liberado; a partir de fines del siglo XIII se multiplicaron las manumisiones,
porque el siervo debía comprar su libertad, con dinero o bien comprometiéndose a pagar un tributo
anual, como el arrendatario libre.
El régimen de vida y de alimentación de los siervos no ofrece motivo alguno de compasión.
El campesino medieval no sufrió más de lo que sufre la humanidad en general en todas las épocas de
su historia. Padeció las consecuencias de las guerras, pero, ¿se salvaron de ellas sus descendientes de
los siglos XIX y XX? El siervo medieval estaba además libre de obligaciones militares como la
mayoría de los roturadores; el castillo señorial era para él un refugio en el desamparo, y la paz de
Dios una garantía contra las brutalidades de los soldados. Sufrió hambre en épocas de mala cosecha
– como la ha sufrido el mundo entero hasta el momento en que el desarrollo de los transportes
permitió llevar auxilio a las zonas amenazadas, y aun después... – pero contaba con el recurso de
acudir al granero del señor.

¿Fue objeto de desprecio el campesino?


¿Fue objeto de desprecio el campesino? Tal vez nunca menos que en la Edad Media. No
debemos dejarnos confundir por la literatura donde el campesino aparece burlado: es sólo el
testimonio del rencor, antiguo como el mundo, que siente el juglar, el vagabundo, ante el campesino,
de morada estable, de ingenio a veces lento y reacio para soltar un céntimo, unido a la tendencia,
muy medieval, de burlarse de todo, incluido lo que aparece como más respetable.

96 En nuestros días sería parecido a un seguro de desempleo.

107
Capítulo V – La vida rural y la vida urbana en la Sociedad Feudal

En realidad, las relaciones entre las clases dirigentes – los nobles en este caso – y el pueblo
nunca fueron más estrechas, relaciones facilitadas por la noción de vínculo personal, esencial en la
sociedad medieval, multiplicado por las ceremonias locales, fiestas religiosas y otras, en las que el
señor se encuentra con su arrendatario, aprende a conocerlo y comparte su vida, mucho más
estrechamente que en nuestros días el pequeño burgués con sus criados. La administración del feudo
le obliga a tener en cuenta todos los detalles de su vida, los nacimientos, los matrimonios, las muertes
en las familias de los siervos interesan directamente al dominio del señor; éste tiene
responsabilidades, judiciales, que le obligan a asistir a los campesinos, a resolver sus litigios, a
arbitrar sus disputas, de modo que tiene ante ellos una responsabilidad moral, que se suma a la
responsabilidad material del feudo ante su señor.
En nuestros días el dueño de una fábrica está libre de toda responsabilidad material y moral
respecto de sus obreros, una vez que éstos han pasado por la caja para cobrar su salario; no les abre
las puertas de su casa para ofrecerles un banquete, con motivo del casamiento de unos de sus hijos,
por ejemplo. En conjunto, es una concepción radicalmente diferente de la que prevalece en la Edad
Media, durante la cual, como ha dicho Jean Guiraud, el campesino se sienta en el extremo de la
mesa, pero es la mesa de su señor.
Nos es fácil enterarnos de esto si echamos un vistazo al patrimonio artístico que nos legó la
época, y constatamos el sitio que en él ocupa el campesino. En la Edad Media lo encontramos por
todas partes: en los cuadros, tapices, en las esculturas de las catedrales, en las ilustraciones de los
manuscritos; las tareas del campo son un tema corriente de inspiración. Las ilustraciones de las Très
Riches Heures du Duc de Berry, o los cuadritos de los meses en el pórtico de Notre Dame y de
muchos otros edificios, valen más que cualquier himno de homenaje al campesino.
Lo que es cierto para la Edad Media, no lo es para las épocas posteriores. Desde fines del
siglo XV se produce una escisión entre los nobles letrados y el pueblo; a partir de entonces una y
otras clase vivirán vidas paralelas; penetrándose y comprendiéndose cada vez menos. Como es
natural, la clase alta drenaría hacia sí la vida intelectual y artística, y el campesino quedará al margen
tanto de la cultura como de la actividad política del país. El siglo XVIII sólo conocerá una copia
artificial de la vida rural. En la Edad Media ocupó un lugar primordial en la vida de la Europa
Cristiana97.

b) La vida urbana, la ciudad, la


burguesía, las corporaciones de oficios...
A partir del siglo XI empieza el período de gran actividad urbana. Los oficios y el comercio,
dos factores de la vida económica que hasta entonces habían sido secundarios, cobrarán una
importancia primordial. Con ellos se formará una clase que influiría decisivamente en los destinos de
Europa, aunque su acceso efectivo al poder date de la Revolución Francesa, de la que será la única
beneficiaria real: la burguesía.
Pero su poder data de mucho antes, porque desde su origen ocupó un sitio preponderante en
el gobierno de las ciudades, al tiempo que los reyes, especialmente a partir de Felipe el Hermoso,
apelaban a los burgueses para que desempeñaran funciones de consejeros, administradores y agentes
del poder central. Debe su grandeza a la expansión del movimiento comunal, del que fue el motor
principal. Nada más vivo, más dinámico, que este impulso irresistible, que desde el siglo XI hasta el
comienzo del siglo XIII, lleva a nada más celosamente guardado que las libertades comunales, una
vez adquiridas.
En efecto, los derechos de que gozaban los barones se volvían intolerables desde el momento
en que su protección ya no se hacía necesaria: en tiempos difíciles, los impuestos municipales y los
peajes se justificaban porque representaban los gastos de la policía de tráfico, si un comerciante era
desvalijado en las tierras de un señor, podía hacerse indemnizar por él; pero a nuevos y mejores

97 Pernoud, R., op. cit., págs. 45 a 55.

108
tiempos correspondía un reajuste que fue obra del movimiento comunal. La realeza dio el ejemplo
del movimiento al otorgar libertades a las comunas rurales: el documento Lorris, que concedió Luis
VI, suprime las prestaciones y la servidumbre, reduce las contribuciones, simplifica los
procedimientos judiciales y estipula además la protección de mercados y ferias:

Ningún hombre de la parroquia de Lorris pagará aduana, ni derecho alguno


por lo necesario par su subsistencia, ni tributo sobre la s cosechas producto de su
trabajo o el de sus animales, ni tributo sobre el vino que obtenga de sus viñas.
Nadie será enviado en viaje o expedición que le impida volver ese mismo día
a su casa, si así lo desea.
Quien posea una propiedad en la parroquia de Lorris, no le será confiscada
como castigo si comete un delito, salvo que se trate de un delito contra nosotros o
nuestra gente.
No será capturado ni molestado nadie que venga a las ferias o al mercado de
Lorris, o regrese de ellos, salvo que ese día haya cometido un delito.
Ni nosotros ni nadie puede cobrar tributo a los hombres de Lorris. (...)
Ninguno de ellos prestara servicio para nosotros sino una vez al año, para
llevar nuestro vino a Orleáns, y no a otro sitio. (...)
Y quienquiera viva un año y un día en la parroquia de Lorris sin que nadie le
haga reclamos, y sin que lo tenga prohibido por nosotros o nuestro preboste, será en
adelante libre...

Poco después la ciudad de Beaumont recibió los mismos privilegios, y el movimiento no


tardó en perfilarse en todo el reino.
La evolución de una ciudad medieval es uno de los espectáculos más fascinantes de la
historia: ciudades mediterráneas como Marsella, Arles, Aviñón, o Montpellier, rivalizan en audacia
con las grandes ciudades italianas en el comercio, “de este lado del mar”; centros de tráfico como
Laón, Provins, Troyes, o Le Mans; centros de industria textil como Cambrai, Noyon o Valenciennes;
todas dan prueba de un ardor y una vitalidad sin igual. Además gozaron de la simpatía de la realeza:
en efecto, en su voluntad de debilitar el poder de los grandes señores feudales y de acrecentar de
modo inesperado el dominio real, dado que entonces las ciudades liberadas pasaban a depender de la
corona. A veces fue necesaria la violencia, y asistimos a movimientos populares como de Laon o Le
Mans, pero en la mayoría de los casos las ciudades se liberan a través de intercambios, de tratos
sucesivos, o simplemente por dinero.
También en esto prevalece la diversidad, como en todos los aspectos de la sociedad medieval,
porque la independencia puede no ser total: un sector de la ciudad, un derecho determinado,
permanecen bajo la autoridad del señor, mientas que el resto depende de la comuna: Marsella nos
proporciona un ejemplo típico: los burgueses se apoderaron, barrio por barrio, de la parte baja de la
ciudad y del puente, que compartían los vizconde y que llegaron a ser independientes, mientras que
la parte alta de la ciudad siguió siendo dominio del obispo y del cabildo, y una parte de la rada frente
al puerto siguió siendo propiedad e la abadía de Saint Victor.
En todo caso, un denominador común de todas las ciudades es el afán que pusieron en hacer
confirmar las preciosas libertades que acaban de conseguir, y su prisa por organizarse, para registrar
por escrito sus costumbres, por regular sus instituciones de acuerdo con las necesidades que le eran
propias. Sus costumbres varían según la especialidad de cada una: tejido, comercio, ferretería,
curtiduría, industrias marítimas u otras. Esta variedad de una ciudad a otra daba a Francia – y a todos
los países de la Europa medieval – una fisionomía seductora, y muy simpática; la monarquía
absoluta tuvo el acierto de no tocas los usos locales, de no imponer un tipo de uniforme de
administración; fue una de las fuerzas – y uno de los encantos – de la antigua Francia.
Cada ciudad tenía una personalidad propia, en un grado difícil de imaginar en nuestros días,
no sólo externa sino interna, en todos los detalles de su administración, en todas las modalidades de
su existencia. Por lo general, al menos en el Mediodía, fueron dirigidas por cónsules, que podían ser
dos, seis, y a veces doce; o bien por un solo rector que reunía todos los cargos, asistido por un
veguer que representaba al señor cuando la ciudad no poseía la plenitud de las libertades políticas.

109
Capítulo V – La vida rural y la vida urbana en la Sociedad Feudal

Era frecuente también en las ciudades mediterráneas recurrir a la podestá, curiosa institución,
representada siempre por un extranjero (los de Marsella eran italianos), a quien se le confiaba por un
año o dos el gobierno de una ciudad; este régimen se mostró enteramente satisfactorio en todas
partes donde fue empleado.
En todo caso, la administración de la ciudad comprendía un consejo elegido por sus
habitantes, generalmente mediante sufragio restringido o de varios grados, y asambleas plenarias que
reunían al conjunto de la población, pero cuya función era más bien consultiva. Los representantes
de los oficios tenían un lugar importante, y sabemos que la participación del preboste de los
comerciantes de Paris en los movimientos populares del siglo XIV fue decisiva.
En los siglos XII y XIII el comercio se extendió prodigiosamente gracias al nuevo impulso
que le dio una cusa externa: las Cruzadas98.

Oficios y corporaciones, su jerarquía, su


autonomía, sus leyes, sus costumbres, sus
fiestas
El elemento esencial de la vida urbana, junto con el comercio, son los oficios: El modo como
los entendió la Edad Media y como reglamentó su ejercicio y condiciones, ha atraído muy
especialmente la atención de nuestra época, que ve en el sistema corporativo una posible solución al
problema del trabajo. Pero el único tipo de corporación verdaderamente interesante es la corporación
medieval, entendida en el sentido amplio de cofradía o asociación gremial. La corporación medieval
no tiene absolutamente nada que ver con sistemas empleados en el siglo XX por gobiernos
dictatoriales en Europa, que llevan el mismo nombre.
La mejor manera de definir la corporación medieval es ver en ella la organización familiar
aplicada al trabajo. Agrupa en un organismo único a todos los elementos de un gremio determinado:
patrones, obreros y aprendices se reúnen no bajo la autoridad sino en virtud de la solidaridad que
surge naturalmente del hecho de ejercer la misma industria. Lo mismo que la familia, es una
asociación natural, no emana del Estado ni del Rey. Cuando San Luis ordenó a Étienne Boileau que
redactara el Livre des Métiers, lo hizo sólo para consignar por escrito los usos ya existentes, sobre
los que no intervenía su autoridad. La única formación del Rey frente a la corporación, lo mismo que
frente a todas las instituciones de derecho privado, consiste en controlar la aplicación leal de las
normas en vigor; como la familia y como la Universidad, la corporación medieval es un cuerpo libre,
que no conoce otras leyes que las que ella misma se ha forjado; ese es el rasgo esencial que
conservará hasta fines del siglo XV.
Todos los miembros de un mismo ofició forman parte de la corporación, pero claro está, que
no todos desempeñan en ella la misma función: la jerarquía asciende desde los aprendices hasta los
jefes de la corporación que forman el consejo superior del gremio. Se suelen distinguir tres grados:
aprendiz, oficial o ayudante y maestro; pero esto no corresponde al período medieval, durante el
cual, hasta el siglo XIV aproximadamente, en la mayoría de los gremios se puede pasar a la
condición de maestro no bien se ha concluido el aprendizaje. Los ayudantes se hicieron numerosos a
partir del siglo XVII, cuando una oligarquía de artesanos ricos trató de reservarse cada vez más el
acceso al maestrazgo, lo cual esboza la formación de un proletariado industrial. Pero durante la Edad
Media todos tenían al comenzar exactamente las mismas posibilidades, y todo aprendiz terminaba
siendo maestro, salvo que fuera extraordinariamente torpe o perezoso.
El aprendiz está vinculado al maestro mediante un contrato de aprendizaje – siempre ese
vínculo personal caro a la Edad Media – que entraña obligaciones para ambas partes: el maestro está
obligado a formar a su alumno en el oficio, a asegurarle alojamiento y comida, dado que los padres
pagan los gastos de aprendizaje; el aprendiz debe obediencia a su maestro, y está obligado a aplicarse

98 Pernoud, Régine, op. cit., págs. 57 a 65.

110
en su trabajo. La doble noción de “fidelidad – protección” que une al señor con su vasallo o con su
colono aparece aquí trasladada al artesano.
Pero como en este caso una de las partes es un niño de doce a catorce años, se pone sumo
cuidado en enfatizar la protección a que tiene derecho; las faltas, distracciones y hasta los
vagabundeos del aprendiz, son objeto de una gran indulgencia, mientras que los deberes del maestro
son precisados con severidad: sólo puede tomar un aprendiz por vez, para que su enseñanza sea
provechosa, y no pueda explotar a sus alumnos descargando en ellos parte de su trabajo, tiene
derecho a hacerse cargo de ese aprendiz sólo después de un año de ejercer el maestrazgo, para que
puedan evaluarse sus cualidades técnicas y morales.

Nadie puede tomar aprendiz si no es sabio y rico como para poder enseñarle,
gobernarle y mantenerlo de acuerdo con el contrato... El maestro tiene los deberes y
responsabilidades de un padre ante él, y entre otras cosas ha de hacerse cargo de su
conducta y de su comportamiento moral; en cambio el aprendiz le debe respeto y
obediencia.

Los reglamentos tenían además la función de garantizar la correcta ejecución del oficio,
investigar los fraudes, y castigar las “chapucerías”; con ese objetivo, el trabajo debía realizarse dentro
de lo posible fuera, o al menos a plena luz. ¡Pobre del tendero que amontonara tela de mala calidad
en los recovecos oscuros de su tienda! Todo ha de mostrase a la luz.
La función de los maestros jurados, consiste en controlar que se cumplan los reglamentos.
Ejercen una severa inspección. Ponen en la picota a los tramposos, y los exponen con su mala
mercadería durante un tiempo variable; sus compañeros son los primeros en señalarlos con el dedo.
El sentimiento del honor del propio oficio es muy vivo. Quienes lo mancillan despiertan el desprecio
de sus compañeros, que se ven alcanzados por la vergüenza que salpica a todo el gremio; se los
considera como a caballeros perjuros que merecen una degradación.
La cofradía, de origen religioso, que prácticamente existe en todas partes, incluso allí donde
los oficios no están organizados en maestrazgo o corporación de artesanos, es un centro de ayuda
mutua. Entre las cargas que pesan regularmente en la caja de la comunidad figuran en primer lugar
las pensiones que reciben los maestros de edad o inválidos, y el auxilio a los miembros enfermos,
durante su período de enfermedad y de convalecencia. Es un sistema de seguridad en el que permite
encontrar el remedio apropiado para cada situación y evitar también abusos y acumulaciones.
“Si el hijo de un maestro fuera pobre, y quisiera aprender, las autoridades de la
corporación deben enseñarle con las tasas corporativas y con sus limosnas”, dice el estatuto de los
fabricantes de hebillas.

Un hecho pintoresco
Por ejemplo en Inglaterra los zapateros llaman a su arte: “el Noble Oficio”. El orgullo de la
propia condición es un rasgo específicamente medieval, y no menos medieval es el celo con que cada
corporación reivindica sus privilegios.
Thomas Deloney, pone en boca de un cofrade del Noble Oficio muy significativo. Tom Drum
(ese es su nombre) se encuentra en camino con un joven señor arruinado, y le propone que lo
acompañe a Londres.

– Yo pago, le dice, pero en la próxima ciudad nos divertiremos mucho.


– Cómo, dice el joven, creí que tenían un céntimo por toda fortuna…
– Te explicare, dice Tom; si fueras zapatero como yo, podrías viajar de un
extremo a otro de Inglaterra con sólo un penique en tu bolsillo. En cada ciudad
encontrarías alojamiento y comida, y bebida, y ni siquiera tendrías necesidad de
gastar tu penique. A los zapateros no les gusta ver que a uno de los suyos les falte
algo. Nuestro reglamento establece lo siguiente: Si a una ciudad llega un compañero

111
Capítulo V – La vida rural y la vida urbana en la Sociedad Feudal

sin dinero y sin pan, no tiene más que darse a conocer, y no necesitará preocuparse
más. Los demás compañeros de la ciudad no solamente le reciben bien, sino que le
proporcionan casa y comida gratis. Si quiere trabajar, su administración se ocupa de
buscarle un patrón, y no tiene por qué preocuparse.

Este breve pasaje no necesita comentarios99.


Así entendidas, las corporaciones eran centros dinámicos de ayuda mutua, que hacían honor
a su consigna: “todos para uno y cada uno para todos”. Se glorificaban con sus obras de caridad.
Los orfebres, pro ejemplo consiguieron permiso para abrir la tienda los domingos y en las fiestas de
los Apóstoles que suelen ser festivos, por turno; lo que ganan ese día sirve para ofrecer el día de
Pascua una comida a los pobres de Paris:

Cuanto gana quien ha abierto su tienda, lo coloca en la caja de la cofradía de


los orfebres... y con el dinero de esa caja, el día de Pascua de cada año se ofrece
una comida para los pobres del Hôtel Dieu de Paris.

En la mayor parte de los gremios, la corporación se hace cargo de sus huérfanos.


Todo esto sucede en una atmósfera de concordia y alegría de la que no puede dar noción el
trabajo moderno. Cada corporación y cofradía tiene sus tradiciones, sus fiestas, su santo patrono, sus
ritos piadosos, sus capellanes, sus canciones, sus insignias. Siempre de acuerdo con Thomas
Deloney, para que un zapatero sea aceptado como hijo del “Noble Oficio” tiene que saber “cantar,
tocar el corno, la flauta, manejar el bastón ferrado, combatir con la espada, enumerar sus
instrumentos en verso”. En las fiestas de la ciudad y en los cortejos solemnes, las corporaciones
despliegan sus banderas, y compiten por la preeminencia. Son pequeños mundos
extraordinariamente dinámicos y activos, que terminan por dar a la ciudad su impulso y su
fisionomía particular.
Henri Pirenne, el gran historiador de las ciudades medievales, afirma:

La economía urbana es digna de la arquitectura gótica de la que es


contemporánea. Ha creado... una legislación social más completa que la de cualquier
otra época, incluida la nuestra. Al suprimir los intermediarios entre comprador y
vendedor, garantizó a los burgueses una vida confortable a bajo precio; persiguió
implacablemente el fraude, protegió al trabajador contra la competencia y la
explotación, reglamentó su trabajo y su salario, atendió a su higiene, proporcionó
aprendizaje, impidió el trabajo de la mujer y el niño, al tiempo que logró reservar a la
ciudad el monopolio del suministro de sus productos a la campiña cercana, y
encontrar salidas lejanas para su comercio 100.

99 Pernoud, Régine, op. cit., págs. 65, 71.


100 Les villes et les Institutions urbaines au Moyen Âge, pág. 481, apud Pernoud, Régine, op. cit., págs. 71 y 72.

112
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media

Este capítulo trata del tema más importante de la Edad Media: el papel fundamentalísimo de
la Iglesia Católica en este período histórico.
La Iglesia Católica fue para la Edad Media, lo que el alma es para el cuerpo, lo que la savia es
para un árbol.
Nunca una era histórica, hasta el momento, se inspiró, se guió y se modeló tanto por la Iglesia
como la Edad Media. De ahí las calumnias que levantó contra ella el odio anticatólico.
En este capítulo, lamentablemente resumido – como todo este trabajo, pues para cada tema
tratado se podrían escribir varios volúmenes –, trataremos de mostrar el papel de la Santa Iglesia
Católica Apostólica y Romana en la Civilización Medieval.

Sociedad Espiritual y Sociedad


Temporal profundamente entrelazadas
La historia de la Iglesia están tan íntimamente vinculada a la Edad Media en general, que es
difícil hacer de ella el objeto de un capítulo aparte; sin duda, más valdría estudiar la influencia que la
Iglesia ejerció o la participación que le cupo a propósito de cada rasgo de la sociedad medieval.
Por ejemplo, estudios históricos recientes, han destacado el origen no sólo religioso, sino más
exactamente eucarístico de las asociaciones medievales: la procesión del Santísimo Sacramento ha
sido “causa directa” de la fundación de cofradías obreras.
Por otra parte, es imposible tener una visión precisa de la época si no tenemos cierto
conocimiento de la Iglesia, no sólo en sus grandes líneas, sino incluso en detalles tales como la
liturgia o la hagiografía.

La Iglesia protege la civilización durante


las invasiones
En los albores de la Edad Media, en ese período de dispersión de fuerzas, la Iglesia representó
la única jerarquía organizada. Frente a la disgregación del poder civil, el Papado permanece estable,
irradiando en el mundo occidental en la persona de los obispos; aun en los momentos de eclipse por
los que pasa la Santa Sede, el conjunto de la organización se mantiene sólido. En Francia, los
monasterios y los obispos cumplen una función esencial en la formación de la jerarquía feudal.
Este movimiento que impulsa a las gentes sin recursos a buscar la protección de los grandes
propietarios, a confiarse a ellos mediante esos actos de commendatio que vemos multiplicarse desde
fines del Bajo Imperio, no podía sino desempeñar un papel favorable a los bienes eclesiásticos; la
gente se agrupaba antes alrededor de los monasterios que de los señoríos laicos. “Es bueno vivir
bajo la cruz”, decía un refrán popular, traduciendo el proverbio latino “jugun ecclesie, jugum
dilecte”. Abadías como Saint-Germain-des-Près, Lérins, Marmoutiers, Saint Victor de Marsella,

113
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – La vida rural y la vida urbana en la Sociedad Feudal
vieron acrecentarse sus posesiones. A menudo los obispos se convirtieron en señores temporales de
toda o parte de la ciudad de la que habían hecho su metrópoli, y a cuya defensa contra las invasiones
contribuyeron activamente. La actitud del obispo Gozlin cuando los normandos atacaron Paris está
lejos de constituir un hecho aislado, y a menudo la arquitectura misma de la Iglesia lleva la marca de
esta función militar, que para todos quienes tuvieran algún poder constituía por entonces un deber y
una necesidad, este es el caso de Santa María del Mar o las Iglesias fortificadas de la Thiérache.

Carlomagno: el altar y el trono


La gran sabiduría y la gran virtud de Carlomagno consistieron en percibir las ventajas que
presentaba esta jerarquía sólidamente organizada, y el gran factor de unidad que la Iglesia podía
significar para el Imperio. De hecho, la ley católica era la única que podía cristalizar las posibilidades
de unión abiertas por el advenimiento del linaje carolingio, la única capaz de cimentar unos con otros
estos grupos dispersos de hombres atrincherados en sus dominios. Así como aceptaba la feudalidad
y le parecía más útil servir al poder de los barones que combatirlo, al favorecer a la Iglesia facilitó el
advenimiento de la Cristiandad.
Su coronación en Roma por el Papa León III es una de las fechas decisivas de la Edad Media,
que asoció durante siglos el poder espiritual con el temporal. La donación de Pepino acababa de
proporcionar al Papado el dominio territorial que constituiría la base de su magisterio doctrinal; al
recibir su corona de manos del Papa, Carlomagno afirmaba a la vez su propio poder y la índole de
ese poder, que fundaba en bases espirituales el establecimiento del orden europeo. El Papado se
había dado un cuerpo, el Imperio se dio un alma.
De ahí la complejidad de la sociedad medieval, tanto civil como religiosa. En ella se fundían
continuamente el poder espiritual y el temporal; a partir del Renacimiento estos dos poderes fueron
cada vez más concebidos como distintos y separados, se intentó definir sus respectivos límites, y se
llegó a pensar que se ignoraban mutuamente.
Si distinguimos lo que corresponde a Dios y lo que corresponde al César, los mismos
personajes pueden representar alternativamente a uno y otro, y los dos poderes se complementan.
Un obispo o un abad son también administradores de señoríos, y no es raro ver que la autoridad laica
y la autoridad religiosa comparten el mismo señorío o la misma ciudad; Marsella proporciona un
caso típico: en ella coexisten la ciudad episcopal y vizcondal, con un enclave reservado al cabildo
llamado “villa de las Torres”. Este poder básico del clero es resultado de hechos económicos y
sociales, y de la mentalidad general de la época, donde la necesidad de una unidad moral compensa
la descentralización.
Sin duda Francia es uno de los países donde se realizó con mayor precisión esta síntesis entre
el poder espiritual y el temporal; en su conjunto, los Capeto hasta Felipe el Hermoso consiguieron
conciliar la defensa de sus intereses con el respeto de la autoridad eclesiástica.

Influencia benéfica de la Iglesia en la


sociedad civil
Resulta más difícil desentrañar la influencia moral que ejerce la Iglesia en las instituciones
privadas, porque la mayor parte de las nociones que se le deben se han incorporado hasta tal punto a
las costumbres que nos cuesta darnos cuenta de la novedad que significaban. La igualdad moral entre
el hombre y la mujer, por ejemplo, es un concepto enteramente ajeno a la Antigüedad; un problema
que ni siquiera se había planteado. Asimismo, en la legislación familiar, el hecho de reemplazar el
derecho del más fuerte por la protección a los débiles significaba también una profunda originalidad,
que modificaba por completo la función del padre de familia y del propietario. Frente a su poder, se
proclamaba la dignidad de la mujer y del niño. También el modo de concebir el matrimonio era

114
radicalmente nuevo, en virtud del sacramento pasó a tener una dignidad sobrenatural, santa y
bendecida por Dios.
Habría que señalar también la influencia que ejerció en el régimen de trabajo; en los contratos
de alquiler o venta el derecho romano no conocía otra ley que la de la oferta y la demanda, mientras
que el derecho canónico, y a través de él el consuetudinario, sometían la voluntad de los firmantes a
las exigencias de la moral y a la consideración de la dignidad humana. Esto tendría una profunda
influencia en los reglamentos de las corporaciones, que prohibían a la mujer trabajos demasiado
pesados para ella; otro resultado fueron las precauciones que rodean los contratos de aprendizaje, y
el derecho de visita que se otorga a los jefes de corporación, cuyo objetivo es controlar las
condiciones de trabajo del artesano y el cumplimiento de los estatutos. Es preciso destacar como
revelador el hecho de haber extendido el descanso dominical a los sábados por la tarde, en el
momento en que la actividad económica se ampliaba debido al resurgimiento del gran comercio y al
desarrollo de la industria.
Más profunda todavía es la revolución que esas doctrinas introdujeron en lo referente a la
esclavitud. Advirtamos que la Iglesia no se levantó contra la institución de la esclavitud, necesidad
económica de las civilizaciones antiguas. Luchó para que el esclavo, tratado hasta entonces como un
objeto, fuera considerado un ser humano, y poseyera los derechos propios de la dignidad humana;
una vez logrado este objetivo, la esclavitud se vio de hecho abolida; las costumbres germánicas, que
practicaban de modo muy amortiguado de servidumbre, facilitaron la evolución; el conjunto dio
lugar a la servidumbre medieval, que respetaba los derechos del ser humano, e introducía como única
restricción de la libertad la atadura a la gleba. Es curioso constatar que el hecho paradójico de la
reaparición de la esclavitud en el siglo XVI, en plena civilización cristiana, coincide con la vuelta al
derecho romano en las costumbres.

La Iglesia cambia la justicia pagana por


la cristiana
Así es como muchas concepciones propias de las leyes canónicas pasaron al derecho
consuetudinario. El modo como la Edad Media concibe la justicia es muy revelador desde este punto
de vista, porque deja traslucir la noción de igualdad de los seres humanos, ajena a las leyes antiguas.
En este sentido, con el correr del tiempo se introdujeron diversas reformas, la referida a la legislación
sobre los bastardos, por ejemplo, a quienes el derecho eclesiástico trata más favorablemente que el
derecho civil, porque no los considera responsables de la falta a la que deben la vida. En derecho
canónico, la imposición de una pena tiene la finalidad de enmendar al culpable, no la devengar un
daño o la de una reparación para con la sociedad, y este concepto enteramente nuevo, no ha dejado
de modificar el derecho consuetudinario.
Así, la sociedad medieval conoce el derecho de asilo, consagrado por la Iglesia; la mentalidad
moderna le resulta desconcertante saber que oficiales de justicia fueran condenados por atreverse a
penetrar en las tierras de un monasterio para capturar un criminal; sin embargo es lo que sucedió,
entre otros, el jurista, Beaumanoir. Añadamos que los tribunales eclesiásticos rechazan el duelo
judicial mucho antes de que prescribiera San Luis IX, y que hasta la ordenanza de 1324, fueron los
únicos en prever daños e intereses para la parte afectada. Bajo la misma influencia, la Edad Media
conocía la gratuidad de la justicia para los pobres, que si era necesario recibían un abogado de oficio.
El culpable no era declarado tal hasta que se tuvieran pruebas, lo que implica que se desconocía la
prisión preventiva.
Como toda institución medieval, la Iglesia gozaba de privilegios, el más importante de los
cuales consistía precisamente en poseer tribunales propios. Era el privilegium fori, que se les
reconoce a todos los clérigos, y a aquellos que por su actividad están vinculados a la condición
clerical, como los estudiantes y los médicos. La función de los tribunales eclesiásticos se extendió en
la medida en que el número de personas que dependía directa o indirectamente del clero era
inmenso, y como el título de clérigo se aplicaba entonces de manera infinitamente menos restringida

115
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – La vida rural y la vida urbana en la Sociedad Feudal
que en nuestros días, a menudo había confusión y pugnas entre la justicia real o señorial y la
eclesiástica.
Clérigos eran todos los que tenían un modo de vida clerical; esta definición bastante vaga,
tenía el inconveniente de aplicarse tanto a los que frecuentaban la Universidad, fueran maestros o
alumnos, como a los monjes y a los sacerdotes; a veces la aplicación del término se ha asociado con
señales externas, como la tonsura o la vestimenta, pero esos atributos podían ser usurpados por
quienes preferían la justicia del derecho canónico a la del derecho consuetudinario; de ahí el
proverbio: “el hábito no hace al monje”.
En términos generales se consideraba clérigos a quienes se sometían a las obligaciones de la
vida clerical, especialmente en lo referido a la prohibición de casarse, que por entonces regía
solamente para los clérigos de órdenes mayores, es decir, diáconos y los presbíteros.

La lucha contra la herejía no es sólo de


la Iglesia sino de la sociedad temporal
también
Una de las funciones de la Iglesia y sus tribunales era la lucha contra la herejía. Este es uno de
los rasgos esenciales de la vida medieval. Para comprenderlo es preciso hacerse cargo de que la
Iglesia garantizaba el orden social, y de que todo lo que la amenazaba era al mismo tiempo un ataque
contra la sociedad civil. Por eso las herejías suelen despertar más reprobación en los laicos que en los
clérigos. Para poner un ejemplo, en nuestros días nos cuesta imaginar el profundo malestar que
produjo en la sociedad la herejía albigense, simplemente por el hecho de que proscribía el juramento;
era resquebrajar la esencia misma de la vida medieval; el vínculo feudal. Conmovía los cimientos de
la feudalidad.
Esa es la razón de las reacciones vigorosas, a veces excesivas, que esa herejía despertó. ¿Hay
que atribuir a la Iglesia esos excesos? Luchaire, a quien no cabe acusar de indulgencia para con la
Iglesia, ve en el Papado un “poder fundamentalmente moderador” en la lucha contra la herejía. En
efecto, es lo que se desprende de las relaciones entre Inocencio III y Raimundo de Toulouse, y de la
correspondencia del Papa con sus legados. Por otra parte, el análisis de estos detalles revela
inequívocamente que los pillajes y las matanzas, cuando se producen, son obra de una minoría
excitada, a quien la autoridad eclesiástica condena violentamente.
Ya se ha mencionado la carta de San Bernardo a los burgueses de Colonia, tras la matanza de
herejes que tuvo lugar en 1145. “El pueblo de Colonia ha desbordado los límites. Aprobamos su
celo pero no lo que ha hecho, porque la fe es obra de persuasión y no se impone”. Es que, como
suele suceder, los laicos son mucho menos moderados y más implacables que los clérigos en sus
juicios, y en ellos las preocupaciones doctrinales resultan agravadas al sumárseles las preocupaciones
materiales. El primer Rey que aplicó a los herejes librados a la justicia secular la muerte en la hoguera
fue Federico II.
La matanza de judíos durante la primera cruzada no fue obra de los ejércitos, sino órdenes
que dio en Alemania el conde Ennrich de Leiningen una vez que los cruzados hubieron partido. En
Francia hubo tres destierros de judíos, uno bajo el reinado de San Luis, en el momento de su
cruzada, y otros bajo el reinado de Felipe el Hermoso, ordenado por razones financieras.
La inquisición se ganó enojosa reputación bajo acción similar de los poderes laicos,
desviando a su favor, y para convertirlas en instrumento de dominio, las medidas de defensa que
tomó la Iglesia – a veces con la complicidad de algunos eclesiásticos. Durante la Edad Media fue sólo
un tribunal eclesiástico, destinado a “exterminar” la herejía, esto es, a extirparla arrojándola fuera de
los límites del reino; las penitencias que impone no salen del marco de las penitencias eclesiásticas,
ordenadas en confesión; limosnas, peregrinajes, ayunos.
Sólo en casos graves el culpable es entregado a la justicia secular, lo que significa que ha de
afrontar penas de cárcel o de muerte; en cualquier caso, el tribunal eclesiástico no tiene derecho a
dictar penas como ésas. Los autores que han estudiado la Inquisición en sus textos, sea cual fuere la

116
tendencia a que pertenecen, coinciden en la conclusión de que “sus víctimas fueron pocas”, según
la expresión de Lea, escritor protestante traducido al francés por Salomón Reinach. Sobre las 930
condenas dictadas por el Inquisidor Bernard Gui durante su carrera, 42 entrañaron la pena capital.
En cuanto a la tortura, en la historia de la Inquisición en Languedoc se registran a ciencia
cierta sólo tres casos en que fue aplicada, lo cual significa que su uso no estaba generalizado.
Además, no se podía aplicar sino cuando había comienzos de prueba; sólo servía para completar
confesiones ya iniciadas. Añadamos que, como cualquier tribunal eclesiástico, el de la Inquisición
ignora la prisión preventiva, y deja en libertad a los sospechosos mientras no haya pruebas de su
culpabilidad 101.

La Iglesia un Estado sin fronteras,


dentro de la sociedad medieval
La Iglesia era un Estado sin fronteras y que superaba todas las fronteras; un Estado sin armas
en medio de una Sociedad militar, y que, sin embargo, se imponía a los guerreros.
El clero, parte integrante de la sociedad medieval, se fundía literalmente con ella, y, sin
embargo, estaba totalmente separado de ella.
La Iglesia disponía, proporcionalmente, de una masa de hombres mucho más considerable
que en nuestros días. La “clase orante” atraía enormes vocaciones porque su función era
considerada como eminente. El problema del reclutamiento sacerdotal no existía. Afluían los
candidatos al sacerdocio; los coros de los canónigos estaban llenos; la última parroquia tenía su
párroco y, a menudo, varios vicarios.
Esta afluencia fue particularmente notable en el clero regular, del cual sabemos que
constituía, de un modo general, la selección, el elemento motor de la Iglesia. El crecimiento de las
Órdenes monásticas fue algo pasmoso. Recordamos algunas cifras. Cluny, fundada al comienzo del
siglo X, contaba en 1100 con diez mil monjes en cuatrocientos cincuenta Casas, el mayor número de
la cuales estaba en Francia, pero que se diseminaron por todo el Occidente europeo. El cister, en
menos de cincuenta años, contó con trescientos cuarenta y ocho monasterios, y el biógrafo de San
Bernardo no exageraba al mostrar al gran Abad “convertido en el terror de las madres y de las
esposas, pues, allí donde hablaba, todos, maridos e hijos, todos se encaminaban al Convento”.
Cuando San Francisco y Santo Domingo exhortaron a su vez a los cristianos a que los
siguiesen por el camino de Dios, hallaron en sus contemporáneos un auditorio igual; en 1316 los
Franciscanos contaban mil cuatrocientas Casas y más de treinta mil religiosos; los Dominicos, en
1303, seiscientas Casas y diez mil hermanos.
¿De donde salía aquel clero tan abundante? De todas las clases sociales, sin excepción.
Cualquiera podía alcanzar los más altos puestos de la Iglesia, por la inteligencia, el estudio y la
práctica de la virtud.
Decía el famoso Arzobispo carolingio Adalberón:

La Ley Divina no admite ninguna distinción de naturaleza entre los miembros


de la Iglesia. Hace a todos de igual condición, por desiguales que lo hayan hecho su
rango y su nacimiento; el hijo del artesano, a sus ojos, no es inferior al heredero del
Monarca.

La Iglesia, Sociedad aristocrática, organizada monárquicamente, era democrática por su


reclutamiento y se templaba constantemente en las vivas fuentes del pueblo.
Por ejemplo, Sigerio, Abad de Saint Denis, fue hijo de un siervo; Mauricio de Sully, el
Obispo de Paris, que construyó Notre Dame de Paris, nació de un mendigo; y San Pedro Damián,
futuro Cardenal, era guardián de puercos; lo mismo que le Obispo de Lieja, Wazón. Entre los

101 Pernoud, R. Ob. Cit. págs. 97 a 110.

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Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – La vida rural y la vida urbana en la Sociedad Feudal
sucesores de San Pedro encontramos un hijo de carpintero que fue San Gregorio VII; un hijo de
carnicero: Benedicto XI, Urbano II y Adriano VI, fueron de origen muy oscuro.

La cabeza de la Iglesia: el Papado


El clero tenía un jefe, el Padre común de los fieles de Cristo, el Papa. La Iglesia tendió, cada
vez más, organizarse como una monarquía fuertemente centralizada.
¿Cómo era elegido el Papa?
Desde el Decreto de Nicolás II, en 1039, por los Cardenales. Este término, ya antiguo en la
Iglesia, había designado primero, de modo vago, a aquellos clérigos que eran como el gozne (cardo)
de la Iglesia; incardinar un clérigo en una iglesia era incrustarlo en ella como gozne en una puerta.
Durante el siglo X, ese término, en un sentido más amplio por el que significaba “principal”,
“muy importante”. Se aplicó a las personalidades eclesiásticas de alto rango, Arzobispos, o
Patriarcas de diversas sedes. Pero fue en Roma donde el “clero cardenal” adquirió un lugar decisivo,
y se enlazó con las antiguas glorias de la Ciudad de Pedro. Los Cardenales Obispos, fueron así los
“suburbicarios” de las siete diócesis que rodeaban la capital, desde Ostia hasta Albano, siendo la
más alejada la de Palestrina, cuyo Obispo, sin embargo no tenía que hacer veinte leguas para venir a
Letrán. Los Cardenales Presbítero, fueron los párrocos de las principales parroquias de Roma, los
cuales tenían que servir por otra parte las grandes Basílicas de San Pedro, San Pablo extramuros, y
San Lorenzo. Y por fin los Cardenales Diáconos, que fueron los descendientes de aquellos diáconos
regionales que administraban los siete barrios de la ciudad.
En total el Colegio Cardenalicio se componía en el siglo XIII de cincuenta y tres miembros,
siete Obispos, Veintiocho sacerdotes, y dieciocho diáconos. Alejandro III fue el primero que confirió
el título cardenalicio a algunos Prelados extranjeros.
En 1245, Inocencio IV dotó a sus Legados de un sombrero rojo, que poco a poco, adoptaron
todos los Cardenales. “Pilares de la Iglesia”, “Sucesores de los Apóstoles”, fueron los títulos
corrientes con que se designó a estos grandes prelados.
La autoridad del Papa era ilimitada. A condición de respetar las Escrituras y los cánones de
los Concilios, decidía soberanamente en toda materia dogmática o disciplinar. La infalibilidad
pontificia no constaba todavía como dogma, pero estaba admitida de hecho. “La Iglesia Romana no
ha errado jamás y la Escritura atestigua que no errará nunca”. Era una fórmula de San Gregorio
VII.
Santo Tomás basó la infalibilidad en el pasaje evangélico en que el Señor declaró a Pedro:
“Yo he rogado por ti para que tu Fe no desfallezca y tú, cuando re conviertas, confirma la Fe de
tus hermanos”102. Cita también aquel texto de la Epístola a los Corintios en el que San Pablo requiere
la unidad en la Fe103, unidad cuyo custodio y cuya prenda era el Papa. Rebelarse contra él era, pues,
rebelarse contra Dios y merecer los peores castigos.
El prestigio del Papa se manifestaba en muchos signos exteriores. Aunque en los actos
oficiales que emanaban de su Cancillería, tomaba humildemente el título de “Siervo de los siervos
de Dios”, a veces cuando hablaba de si mismo, solía llamarse más exactamente “Vicario de San
Pedro” o “Vicario de Jesucristo”. La expresión “Santo Padre” se hizo corriente para dirigirse a él;
y la de “Santidad” imitada de las liturgias imperiales de Oriente, no fue rara.
Para hacer ejecutar sus órdenes y controlar a los Obispos el Papa puntualizó una institución
importante: los Legados. La idea tomada de los Missi Dominci carolingios, había empezado a tomar
cuerpo ya en el período gregoriano. San Pedro Damián, el Cardenal Humberto e Hildebrando habían
sido enviados en “legación” para resolver asuntos. Al llegar a Papa, Hildebrando desarrolló y
perfeccionó la institución. Estos “Legati Apostolicae Sedis”, o “Legati Santae Romanae
Ecclesiae” estaban revestidos de la autoridad superior durante su misión. Todos los demás poderes

102 San Lucas, XXII, 32.


103 I Cor, I, 10.

118
debían ceder ante el suyo, y se les daba permiso de deponer a los Obispos, aun cuando ellos mismos
no fuesen más que simples clérigos o monjes.
San Gregorio VII estableció Legados que permaneciesen definitivamente. Al inmovilizarse, el
Legado se convirtió en el Hombre del Papa en aquel sector. Representó la fidelidad absoluta, la
obediencia sin vacilación ni murmullo.
Algunos Legados tomaron el título arzobispal de la ciudad donde iban, y de esta forma varios
obtuvieron la “Primacía”, por ejemplo Urbano II dio al Arzobispo de Reims, la Primacía sobre
Bélgica, al de Narbona, la Primacía de la Galia Narbonense; al de Cantorbery, lo creó Primado de
Inglaterra, y al de Salerno, Primado del Sur de Italia.
Los legados hicieron sentir la autoridad pontificia sobre el clero. Otros fueron enviados junto
a los Reyes, como los “nuncios” de hoy; hubo así tales embajadores en Inglaterra, en Francia y en el
Imperio. Hubo Legados que fueron en las Cruzadas.

Los Concilios Ecuménicos


Un Concilio ecuménico era convocado por el Papa. ¿Por qué? Porque éste experimentaba la
necesidad de apoyarse sobre la Iglesia entera para fijar un punto del dogma o para tomar graves
decisiones. La Curia había preparado el orden del día, y, muy a menudo, había elaborado los
“Cánones” que habrían de aprobar los Padre del Concilio. El Soberano Pontífice presidía las
sesiones con todo el esplendor de la pompa romana. Tenía un poco el carácter de una cámara
consultiva, pero nunca el papel de un parlamento, el Papa siempre mantenía los plenos poderes en la
Iglesia. El acuerdo entre los Padre de los Concilios y los Papas, sobre lo esencial, era casi siempre
absoluto y nadie discutía la autoridad que éstos ejercían de hecho.
El Concilio tipo, el Concilio supremo de toda la Edad Media fue el que Inocencio III reunió
en Letrán en 1215 y que señaló el apogeo de su Pontificado. El 19 de abril de 1214, aquel gran Papa
dirigió a todos los Patriarcas, Arzobispos, Obispos, Abades, Príncipes y Reyes del Mundo cristiano
una invitación para que acudiesen a Roma, el primero de noviembre de 1215. El Plazo previsto entre
la convocatoria y la reunión era significativo: un año y medio; se pretendía que las cosas estuviesen
bien preparadas y que nadie se excusase. Por otra parte, las órdenes del Papa referentes a la presencia
en el Concilio fueron estrictas.
Por eso, en cuanto comenzó el otoño de 1215, toda la Europa cristiana marchó hacia Roma.
Cuatrocientos doce Obispos respondieron a la llamada del Papa. Ochocientos Abades o Priores se
pusieron asimismo en camino, representando a todo el monacato de Occidente. Los Poderes
temporales estuvieron también presentes en esta reunión de la Cristiandad, en la persona de
Embajadores escogidos entre los Príncipes de alto linaje. El Emperador latino de Constantinopla, los
Reyes de Germanía, Francia, Inglaterra, Jerusalén, Aragón, Portugal y Hungría, enviaron lo mejor
que tenían en su séquito; y muchos Señores acudieron en persona, particularmente el Conde de
Toulouse y varios nobles del Mediodía de Francia, pues la cuestión albigense figuraba en el orden del
día. De Oriente no vinieron más que tres o cuatro Obispos griegos, pero, en desquite, Polonia y
Dalmacia afirmaron su adhesión a la Iglesia con notables representaciones. En cuanto a los simples
clérigos se contaron por millares, al menos unos tres mil.
La Basílica de Letrán resultó demasiado pequeña para contener a la muchedumbre. Cuando
apareció Inocencio III resonaron unas aclamaciones inmensas y apasionadas. El gran Papa, ante la
Cristiandad, así congregada, encarnaba la manifiesta supremacía de la Iglesia sobre todos los
Poderes.
Los temas tratados versaron sobre la liberación de Tierra Santa, sobre la reforma moral, sobre
la cuestión de los albigenses y sobre muchos otros temas igualmente espinosos, los Padres del
Concilio votaron en el sentido que deseaba el Papa. Este Concilio fue una manifestación clamorosa
de la unidad de la Iglesia, y consagró también la gloria del papado.

119
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – La vida rural y la vida urbana en la Sociedad Feudal
Obispos y Diócesis
En el plano regional la organización eclesiástica descansaba, desde sus orígenes, sobre un
elemento fundamental, espiritual y administrativo, la Iglesia, comunidad humana dirigida por el
Obispo. Se había adherido a ella, en el curso de los siglos, una noción de división territorial: mucho
antes de las invasiones, el Obispo había llegado a ser el hombre consagrado que dirigía a los
Cristianos en una región dada. La autoridad episcopal estaba casi asociada a una ciudad o villa; en el
interior de sus murallas, tenía su catedral, su palacio, la sede de su administración. Pero a medida que
el Cristianismo penetró en el campo y se fueron creando las parroquias rurales, la autoridad episcopal
se desbordó sobre un territorio más vasto, sobre el suburbium campesino. Durante el siglo X, se
tomó la costumbre de aplicar a este territorio la vieja denominación administrativa del Imperio:
Diócesis, y la palabra pasó a ser de uso corriente.
Pero con Diócesis grande o pequeña, rica o pobre, el Obispo seguía estando revestido de un
indiscutible prestigio e investido de una considerable autoridad.
Cuando, en su Catedral – la iglesia de su “cátedra” –, subía las gradas de su Sede, su gloria
resplandecía a los ojos de la multitud. Llevaba una fina túnica de lino, una estola recamada de oro,
una dalmática y una casulla adornadas con bordados, y se cubría con aquella mitra alta y puntiaguda,
que vemos en las esculturas de Chartres; se apoyaba en el báculo con la mano izquierda; y con la
derecha, ensortijada de oro, bendecía a su pueblo, si era Arzobispo, o especialmente estimado por la
Santa Sede; caía recto sobre la mitad de su cuerpo el palio, una banda de lana blanca que el Papa le
imponía el día de San Pedro y San Pablo, que significaba su carácter de pastor y además el afecto del
Papa.
Sus poderes eran muy grandes, tanto de Orden como en Jurisdicción.
Por encima del Obispo, existía, en principio el Arzobispo metropolitano, que tenía autoridad
sobre los “sufragáneos” u Obispos de su provincia, pero en realidad era más bien una autoridad
apenas de precedencia y simbólica, más una antigua precedencia que un derecho.

Párrocos y Parroquias
La división elemental de la Sociedad cristiana era la Parroquia. El régimen parroquial, nacido
en los tiempos de los merovingios, no había cesado de aumentar las mallas de su red; incluso en los
países de Cristianismo más reciente, como el Este de Alemania, Bohemia y Polonia, había
parroquias, es decir, unidades eclesiásticas, por todas partes, tanto en los campos como en las
ciudades.
Estaba asentándose la situación de la Europa cristiana moderna.
Las circunstancias históricas había favorecido la desemejanza, unas eran extensas y otras
pequeñas, al igual que en las diócesis.
El clero de las parroquias llevaba diversos nombres. Durante mucho tiempo se dijo solamente
“presbítero”, o “rector ecclesiae”, término que siguió usándose en Bretaña. Pero en el siglo XIII
prevaleció el uso de la palabra cura: El cura es el sacerdote que tiene la cura – es decir, el cuidado –,
de las almas, es el pastor.
La parroquia formaba una comunidad infinitamente más compacta que en nuestros días. El
Cura estaba, pues, en constante contacto con su rebaño, lo conocía persona por persona. Todo afluía
hacia él, súplicas y reclamaciones. Velaba tanto sobre el estado sanitario, como sobre el estado moral
de su parroquia; vigilaba a los leprosos; era una especie de comisario de policía a quien se entregaba
el dinero encontrado o ante quien todos venían a quejarse; además registraba los bautismos,
casamientos y defunciones. Y como salido de aquel mismo pueblo al que dirigía, nadie se extrañaba
que interviniera familiarmente en todos los asuntos y de que, en pleno púlpito, denunciase a un
ladrón o un adúltero. Así, a pesar de defectos evidentes, aquel clero medieval fue el vínculo de la
Sociedad cristiana, y ayudó a mantener viva la Fe del pueblo humilde.

120
Los “Regulares”
La evolución del clero regular da cuenta con exactitud de la evolución general de la Iglesia. En
los primeros siglos, los monjes benedictinos desempeñan una función práctica: son roturadores, que
abren el camino del Evangelio con la reja de su arado; abaten selvas, desecan marismas, aclimatan la
viña y siembran trigo; su función es eminentemente social y civilizadora; son ellos quienes conservan
en Europa los manuscritos de la Antigüedad y fundad los primeros centros de erudición. Al
responder a las necesidades de la sociedad a la que evangelizaban fueron pioneros y educadores que
dieron un poderoso impulso al progreso material y moral de esa sociedad.
Las órdenes que se fundaron ulteriormente tuvieron otro carácter: franciscanos, dominicos,
tienen ante todo un objetivo doctrinal; representan precisamente una reacción contra el abuso de
riquezas que se le reprocha a la Iglesia de su tiempo, y contra las herejías que la amenazan.
Al mismo tiempo, acentúan el movimiento de Reforma ya insinuado en dos oportunidades
por los monjes negros de Cluny y los monjes blancos de Claraval y Cister. De modo que la Iglesia
había percibido los peligros a que la exponía el sitio que ocupaba en el mundo medieval, y los
remediaba, sin dejar de afrontar las nuevas necesidades que surgían: a los peligros que corrían los
Lugares Sagrados, a las dificultades que experimentaban los peregrinos que los visitaban, la Iglesia
opuso el auxilio guerrero de los Templarios, de los Teutónicos y el auxilio caritativo que los
Hospitalarios. Cada situación consumada suscita de su parte nuevas iniciativas, a través de las cuales
cabe seguir el proceso de una época.
Se llamaba “regular” a los hombres y mujeres que llevaban una vida religiosa sujeta a una
regla. Aquel pueblo innumerable de “regulares” comprendía monjes, o religiosos, y moniales o
religiosas, situados ambos bajo la dirección de Superiores, que según los casos, llevaban los títulos
de Abades, Priores, Prebostes, Abadesas o Prioras.
Los siglos XII y XIII fueron la edad de oro del monacato, al punto extremo de su evolución,
que lo llevó entonces a un influjo y a una variedad prodigiosa. Por su santidad, por su número, por la
influencia que ejerció en la Iglesia, como junto a los Poderes Públicos, por los hombres que hizo
destacar en la jerarquía secular, en los puestos superiores de Obispos, Cardenales, e incluso Papas;
por su acción económica y social, la institución monástica fue, sin duda, unos de los fundamentos de
la Cristiandad.
Alrededor del monasterio propiamente dicho, alrededor de los cien o doscientos monjes allí
residentes, había toda una familia, una verdadera ciudad monástica, la de los famuli, cuyas moradas
rodeaban los edificios conventuales y, a menudo, iban a ser el origen de verdaderas aldeas. Estaban
los gestores, vicarios, villici o majores, que administraban los dominios de la Abadía; estaban los
ministeriales, poseedores del feudo hereditario, de la cocina, de la panadería, o de la peletería; estaba
también el pueblo humilde de los servidores alquilados, que substituían a los religiosos en los más
duros trabajos, pues aquellos se preocupaban más de los que de las labores y de las cosechas; oficios
y de las copias, estaban los queridos oblatos, que habían entregado a la Abadía sus bienes y sus
personas para tener la dicha de vivir en la paz del claustro y a los cuales se les confería el hábito de la
Orden; estaban también los siervos voluntarios, hombres y mujeres libres que se habían sometido
literalmente a la comunidad para satisfacer la exigencia de su piedad, y a los cuales, en ceremonia
significativa, el Abad había pasado alrededor del cuello la cuerda de la campana conventual.
A la cabeza de la Abadía estaba el Abad, elegido para toda la vida y cuya autoridad sobre su
rebaño era, en principio absoluta. Según la regla de San Benito, el Abad debería ser un jefe, un
verdadero Padre, un guía espiritual, un administrador. Tenía a su lado como subordinados al Prior y
al Maestro de Novicios.
En principio cada monasterio benedictino era autónomo; la centralización cluniacense se
había desvanecido poco a poco. Sin embargo, las Comunidades no permanecían aisladas; se
enlazaban entre sí mediante ciertas “hermandades” constituidas para un intercambio de servicios

121
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – La vida rural y la vida urbana en la Sociedad Feudal
espirituales e incluso materiales, como hospitalidad y asistencia recíproca, sin que aquello implicara
un control de la Orden sobre cada monasterio 104.

La Iglesia de la Edad Media y la


Santidad
Muchos historiadores laicos, imbuidos de anticlericalismo, de agnosticismo y del espíritu
volteriano y enciclopedista han derrochado mucha tinta para afirmar que la religiosidad medieval era
supersticiosa, que se vivía con miedo al demonio y al infierno, que había una constante “caza de
brujas”, con procesos arbitrarios e injustos.
Puede ser que haya habido – no lo negamos – superstición, ignorancia, etc., pero quedarnos
en ello sería cometer, pura y simplemente una traición. Pues el hecho que en aquellos tiempos
existieran hechos lamentables – en que época no los hay... – no anula, en absoluto, el admirable
testimonio dado por millares de figuras sublimes en favor de una Fe que nada tenía de fácil
credulidad. Los verdaderos guías de aquella sociedad fueron los místicos y los santos.
¡La santidad de la Edad Media!
Sería vano que pretendiésemos esbozar su cuadro y toda relación nominal que de ella
hiciésemos sería irrisoria. Germinó por doquier en la tierra cristiana; se desarrolló en innumerables
flores.
Hubo santos en todos los países, en todas las clases, en todas las condiciones. Fueron
sacerdotes y monjes, Obispos y Papas, pero también simples laicos, Reyes, Príncipes, artesanos,
labradores. Hubo entre ellos intelectuales y soldados, contemplativos y hombres de acción. Hubo
quien para ir a Dios huyo del mundo, se encerró en un convento e incluso en la absoluta soledad de
una ermita o en la voluntaria prisión de los reclusos, renunciando a toda eficacia inmediata para
mejor trabajar en salvar a la Humanidad por el poder de sus oraciones y la reversión de sus méritos.
Pero también los hubo que abrazaron la condición humana, pelearon contra el mal y la incredulidad,
predicaron por todas partes la Palabra de Dios o, sencillamente, ofrecieron su sangre en las batallas.
Y lo más admirable fue que aquellas dos formas del esfuerzo hacia Dios se realizaron a menudo en el
mismo hombre, una eficaz síntesis de la contemplación y de la acción.
El ejemplo de innumerables santos de la Edad Media responde perentoriamente a quienes en
todo místico ven un anormal, un maníaco del ensueño o una “esquizofrénico”, y en todo
contemplativo a un desertor de la vida: pensemos en San Bernardo, en Santo Domingo o en San Luis
o San Fernando. ¿Es posible imaginar personalidades mejor equilibradas, almas más elevadas y
mejor avenidas con unos cuerpos llenos de energía? “Los grandes místicos – dijo Bergson – han
sido generalmente hombres y mujeres de acción, de un buen sentido superior”.
Bastará, pues, con que evoquemos aquí a la santidad de la Edad Media, dejando para la
continuación de estas páginas el cuidado de ilustrar con muchas siluetas este esbozo. En la raíz de
aquellos esfuerzos y de aquel heroísmo se distingue una sola fuerza determinante: el amor de Dios.
La Edad Media fue esencialmente un tiempo místico, tomando esta palabra en su verdadero sentido.
La Mística, que es, hablando propiamente aquel acto de amor que hace tocar y gustar a Dios, tuvo en
ella un puesto decisivo. Descuidar ese rasgo sería falsear el cuadro.
¡Con qué profundidad y con qué sentido concibieron y definieron que ese esfuerzo humano
que coronaba a todos los demás no dependía sólo del hombre, sino que era una gracia y que tenía
por causa primera al mismo Dios, pues manifestaba, de un modo muy espiritual, Su presencia y sus
perfecciones, y llamaba al alma a Él.
Señalaron que si el propio trabajo moral sobre sí mismo era indispensable a quien quería
elevarse, no era lo esencial y que la mortificación permanecía así en un grado inferior y casi

104 Daniel Rops, La Iglesia de la Catedral y la Cruzada, op. cit., págs. 274 a 297, y Pernoud, R, op. cit., págs. 102/103.

122
elemental de la vida espiritual: Los místicos de la Edad Media, que personalmente fueron ejemplares
ascetas, supieron ver en la ascesis un medio y no un fin 105.
Pero aunque las personalidades más elevadas – San Bernardo, San Francisco, Santo
Domingo y otros – se beneficiaron de ellas, guardaron una extremada discreción sobre las mismas. Y
sobre los métodos para llegar a Dios, sobre los grados de esa ascensión, los místicos de la Edad
Media aportaron unas precisiones que la posteridad no hizo más que confirmar:

Por cuatro cosas se ejerce la vida de los justos, y se eleva, como por otros
tantos escalones, hacia la futura perfección; a saber; la lectura y el estudio, la
meditación, la oración y la operación, es decir, el ímpetu de amor que llama de algún
modo a Dios; en quinto lugar viene la contemplación, que es como el fruto de cuanto
la precede, y por ella se obtiene en esta vida como un anticipo de la futura
recompensa.

Cuando se lee este análisis de Hugo de San Victor se da uno cuenta de que en materia de
experiencia espiritual la Edad Media no dejó a sus sucesores mucho que descubrir...
Esta fecundidad mística se expresó en la diversidad de las tendencias. Así como sobre un
mismo tema grandes músicos pueden componer melodías enteramente diferentes, las escuelas
místicas ordenaron en torno al tema único del amor de Dios unas actividades espirituales que apenas
se parecen.
Un benedictino, un cisterciense, un franciscano, un dominico, no habían de utilizar los
mismos medios de perfección. Para el hijo de San Benito, ésta se obtendría por la obediencia a la
Regla, por el esplendor de la Liturgia y de las ceremonias religiosas, por la alabanza divina en el coro,
por una vida de retiro común, bien ordenada, apacible, de actividades moderadas pero no
absorbentes, de estudio piadoso; en fin, por el amor de la belleza puesto al servicio de Dios.
Cuando la reforma del Cister hubo impreso a los monjes blancos su sello particular, la
contemplación les ocupó mayor espacio, la ascesis se hizo mayor, el trabajo manual se llevó más
tiempo y la belleza formal se busco menos que sobrio despojo; pero lo que de austero hubo en
aquella espiritualidad fue compensado por una doble inclinación hacia la Humanidad de Cristo y una
muy dulce devoción a la Virgen María.
Iguales profundas diferencias hubo entre las Órdenes nacidas en el mismo momento, a
comienzos del siglo XIII, no obstante alinearse bajo la etiqueta de Mendicantes. Entre los hijos del
Poverello de Asís se acentuaron la renuncia y la pobreza absoluta. Se diría un desposorio místico con
la pobreza. Al mismo tiempo que un amor apasionado por Nuestro Señor Jesucristo y una exquisita
veneración de la Creación, imagen de Dios: aquella espiritualidad franciscana rebosó así de ternura y
suavidad.
La de los Dominicos, en cambio pareció, de primera intención, más austera, más orientada
hacia lo especulativo; pero su fundador fue también un gran contemplativo y la práctica mariana del
Rosario había de extenderse en el clima dominico. La tónica espiritual de los hijos de Santo
Domingo fue considerar el estudio como medio de elevación, y concebir el apostolado – esa caridad
en acto – como medio de unirse a Dios.
En la tradición de los benedictinos tenemos a los grandes abades de Cluny, San Odón, San
Odilón, San Mayeul y otros, y a San Anselmo, el gran Doctor que fue sucesivamente Abad de Bec y
Arzobispo de Cantorbery. En el cister abundaron figuras de primer plano: en primer lugar,
naturalmente San Bernardo, cuya personalidad fue tan ejemplar que marcó todo su siglo, pero
también tenemos Guillermo de Saint Thierry, cuya admirable carta de oro es uno de los textos
místicos más penetrantes y más substanciales de su época; a Santa Gertrudis (1256 - 1301), la gran
mística alemana, cuyas espiritualidad, afectiva y práctica al mismo tiempo, expresada en sus
Ejercicios, influyó profundamente sobre su tiempo, y a Santa Brígida de Suecia, Princesa de sangre
Real, que entró en el convento después de su viudez y que tuvo una acción muy clara en la reforma
de la Iglesia.

105 Rops, D., op. cit., págs. 54 a 56.

123
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – La vida rural y la vida urbana en la Sociedad Feudal
Santa Hildegarda de Bingen la gran abadesa y mística elogiada por San Bernardo y que
escribió obras verdaderamente inspiradas por el divino Espíritu Santo.
En la Escuela de San Victor, creada por Guillermo de Champeaux, al pie de la montaña de
Santa Genoveva, unos maestros eminente renovaron el Agustinismo e hicieron de la ascesis y del
estudio un todo ordenado por la aspiración mística; el más célebre fue Hugo de San Victor (1099
1141), cuya gran obra sobre los sacramentos fue famosa y del cual debería recordar todo intelectual
cristiano aquellas dos bellas frases complementarias: “ignorar es flaqueza”, “el amor es más que la
ciencia”. Entre los Cartujos brillaron los dos Guigues (siglo XII) uno de los cuales fue el autor de la
Escala del Paraíso; entre los Premostratenses y en pos de San Norberto, sus discípulos inmediatos:
Hugo de Fosses, Gualterio de San Mauricio y el autor de una de las grandes síntesis de la Edad
Media, Felipe de Buenaesperanza.
Y cuando San Francisco (1181 - 1226) y Santo Domingo (1170 - 1221) hubieron lanzado, por
fin sus redes, detrás de cada uno de ellos se agruparon verdaderas bandadas de figuras místicas. Bajo
el sayal franciscano estuvo San Buenaventura (muerto en 1274), aquel “Doctor Seráfico” que añadió
un esfuerzo de pensamiento teológico al ímpetu recibido de su maestro; estuvo el anónimo autor de
la Meditación de la vida de Cristo; estuvo la Beata Ángela de Foligno (muerta en 1309), aquella mujer
mundana que entró en la Tercera Orden Franciscana y cuya voz nos parece todavía tan próxima.
Y aunque en la blanca cohorte de Santo Domingo, Santo Tomás de Aquino (1225 - 1274) y
San Alberto Magno (muerto en 1280) superaron a los demás por su talla, sería larga la lista de los que
se contaron entre los más grandes espirituales de su tiempo. Pues todavía habría que añadir a ella
muchos nombres de sacerdotes seculares o de laicos que realizaron también aquella sublime
experiencia y la atestiguaron. Eso hicieron en tierras germánicas los que se agrupaban entre los
“amigos de Dios”, Enrique de Langernstein, o Rulman Merswin; eso hicieron en Francia el
misterioso Honorio de Autun, Ricardo de Saint Laurent y aquel Rey San Luis, más famoso todavía,
cuyas Enseñanzas a su hijo son un verdadero tratado de vida cristiana.
A juzgar por tan numerosos testigos, el alma de la Edad Media distó mucho de ser
supersticiosa, crédula o entenebrecida; resplandeció de fervor lúcido y de inteligencia creyente. Su Fe
sobrenatural la había situado en la luz de Dios106.

La Fe y algunos rasgos de la Religión


Medieval
Al estudiar la Iglesia en la Edad Media, es interesante dedicar algo de atención a los rasgos de
la fe medieval, sobre la cual se han vertido muchos juicios erróneos. Es frecuente concebirla como
una época de “fe ingenua”, de “fe del carbonero”, que acepta en bloque y ciegamente preceptos y
prescripciones eclesiásticas, en que el miedo del infierno mantiene aterrorizadas a poblaciones
crédulas, por eso mismo fácil objeto de explotación, una época, en fin, en que el rigor de las
disciplinas y el temor del pecado excluyen todo placer temporal.
En realidad, en la Edad Media se elaboró una de las síntesis más amplias y audaces que haya
conocido la historia de la filosofía.
Esta conciliación de la sabiduría antigua con el dogma cristiano, que culminó en las grandes
obras de los teólogos del siglo XIII, ¿no representa un esfuerzo magnífico del espíritu? La querella de
los Universales, las discusiones sobre nominalismo o iluminismo, que apasionaron al mundo
intelectual de entonces, testimonian la intensa actividad filosófica cuyo centro eran las Universidades
de Paris, Boloña, Oxford, y otras.
Los torneos entre teólogos, los altercados de Abelardo o de Sigerio de Brabante, que los
jóvenes estudiantes seguían y discutían ardientemente, ¿no constituyen la demostración de que el
sentido crítico se ejercitaba en esos terrenos tal vez más que en ningún otro?

106 Rops, D., op. cit., págs. 56 a 59.

124
Cuando se decidió la Cruzada contra los albigenses, después del asesinato del legado Pedro
de Castelnau, habían transcurrido más de veinte años de discusiones entre los enviados de Roma y
los cátaros: ¿es lícito que sigamos diciendo que la fe no era objeto de discusión? Por el contrario, se
diría que la religión, tal como se la concebía tanto a la inteligencia como el corazón y que no se
dejaban de profundizar sus diferentes aspectos. No existe huella de ingenuidad, como tampoco la
hay en lo que inspiraba, se trate de las catedrales o de las cruzadas. Cabría objetar que en el pueblo
no era lo mismo, y sin embargo del pueblo salían esos monjes y esos estudiantes que se apasionaban
con la dialéctica y la teología; era el pueblo que en los “fabliaux” lanzaba ataques contra las riquezas
del clero, y también el que partía para las cruzadas y construía las catedrales.
Al responder a la voz de los predicadores, no hacía un acto irreflexivo, de mera obediencia.
Los poemas y canciones de las Cruzadas que circulaban en la época apelan a la persuasión para
convencer, a esa persuasión propia de la doctrina católica, que propone al hombre como fin último el
amor divino, pero que de todos modos no es una llamada sentimental, sino dialéctica:
La creencia del infierno, pertenece al dogma católico y por consiguiente no es específico de la
Edad Media. Falta saber si las visiones del infierno, magistralmente evocadas por pintores y poetas,
engendraban ese terror paralizante que tendemos a imaginar, y si las mortificaciones que inspiraba la
Iglesia lograban privar a nuestros antepasados de las alegrías de la existencia. Al parecer, la fuente
especial de la fe medieval fue el amor, no el miedo: “Ningún hombre puede servir bien a Dios sin
amor”, decían.

Octavo pecado capital: la tristeza...


Es sorprendente encontrar, en los tratados de moral de la época, la enumeración de ocho
pecados capitales, en lugar de los siete que conocemos: el octavo, cosa inesperada, es la tristeza,
tristitia. Los teólogos la definen para condenarla, y detallas los remediae Tristitiae, a los que han de
recurrir quien es presa de la melancolía.

Puede perder el Paraíso


Quien esté irritado, triste o pensativo;
Mientras que lleno de alegría y rodeado de gente –
Siempre que se guarde de otros pecados –
Puede reconquistarlo.

En la base de la concepción medieval del mundo encontramos un sólido optimismo. Con


razón o sin ella, se partía del principio de que el mundo está bien hecho, de que el pecado pierde al
hombre, pero la Redención lo salva, y de que ni las dificultades ni las alegrías llegan sin que se les
pueda sacar beneficio, sin que se aprenda algo de ellas.
Si en la historia del mundo hubo una época de alegría, esa fue la Edad Media; y a concluir
con la observación exacta de Drieu de la Rochelle:

No es a pesar del cristianismo sino gracias a él como se manifiesta abierta y


plenamente la alegría de vivir, la alegría de tener un cuerpo, de tener un alma en ese
cuerpo... la alegría de ser107.

Cuatro rasgos de la fe medieval


Durante los grandes siglos de la Edad Media, se observaron en la religión católica cuatro
rasgos principales.

107 Pernoud, R., op. cit., págs. 110 a 114.

125
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – La vida rural y la vida urbana en la Sociedad Feudal
A) El primero, el más esencial, fue su carácter profundamente escriturista. La Sagrada
Escritura, la Biblia fue conocida por la mayoría sin ninguna duda, al menos en sus líneas generales.
Naturalmente que en los conventos y en las Universidades, se leyeron muchas otras cosas,
especialmente los Padres de la Iglesia y, sobre todo, San Agustín. Pero lo que conocía el conjunto del
público creyente era el Evangelio, que es el mismo Cristo enseñado y manifestado; era el resto del
Nuevo Testamento que evocaba los comienzos de la era cristiana y que, por el Apocalipsis,
desembocaba en la misteriosa aurora del más allá; y era el Antiguo Testamento, porque, según una
concepción heredada de los Padres de la Iglesia y universalmente difundida, sus personajes y sus
episodios, eran el anuncio profético, la prefiguración del Nuevo.
La prueba de que los Cristianos de la Edad Media conocían la Sagrada Escritura nos es
proporcionada por la escultura y los vitrales de las Catedrales. ¿Para qué iban los maestros
constructores a haber multiplicado las páginas de aquellas “Biblias de Piedra”, de aquellos
Evangelios transparentes, si los usuarios del edificio no hubieran visto en todo ello más que
jeroglíficos? Se ha dicho que la catedral “hablaba al analfabeto”; pero hay que admitir que éste era
capaz de entender su lenguaje.
La Sagrada Escritura era conocida porque era estudiada y enseñada. Y no solamente en los
conventos en donde, según la Regla de San Benito, la lectio divina, de la cual constituía lo esencial,
había de ocupar un tercio de la jornada. Ni tan sólo entre los especialistas, entre los intelectuales, que
se la asimilaban hasta el punto de que – y esto es impresionante en San Bernardo –, su pensamiento
se amoldaba al marco de los dos Testamentos y de que su mismo estilo se impregnaba de giros
bíblicos.
Pues el Texto santo no estaba reservado para los clérigos que sabían latín. Las traducciones
de la Biblia se multiplicaron entre el siglo XI y el XIII; hacia 1100 se tradujeron al francés los Cuatro
Libros de los Reyes, y hacia 1150, se vertieron al anglo normando los Proverbios de Salomón, a los
que siguieron muy pronto los célebres Salterios de Oxford y de Cambridge. Más aún: en 1190 el
buen canónigo Hermann de Valenciennes, publicó una Biblia traducida en alejandrinos.
Este interés por la Biblia llegó a ser tan grande que la autoridad se inquietó por él, temió que
sus ovejas se alimentasen fuera de su magisterio en unos textos que no siempre son fáciles de
comprender: temor justificado, puesto que los herejes Valdenses y Albigenses extrajeron sus
argumentos de buenos pasajes del Libro 108. Resulta, pues, que donde primero bebió esta Fe fue en la
misma Escritura, en la Palabra de Dios: y eso nos explica, sin duda, que fuera tan fresca y tan viva.

B) El segundo rasgo característico fue la importancia que adquirió el Culto a los Santos.
Estaba arraigado en las capas más profundas de la fe cristiana, pero alcanzó entonces una amplitud
inconmensurable. Hay que comprender también lo que tenía de conmovedor y de profundo.
El hombre de la Edad Media se sentía humilde e inerme ante el Eterno: y experimentaba así la
necesidad de colocar entre el Todopoderoso y él, unos intermediarios, unos hombres como él que
hubieran conquistado el Cielo levantando hasta la perfección su propia naturaleza.
El católico de la Edad Media admiraba a los santos, lo que, sin duda vale más que idolatrar a
los artistas de cine, o los jugadores de football...
Para el medieval la historia de las grandes figuras que habían servido a Dios, eran como la
tercera parte de un tríptico, cuyas dos primeras eran al Antiguo y Nuevo Testamento; y le concedió
casi el mismo crédito que a aquellos. Los textos que contaban aquellas vidas ejemplares fueron
innumerables. No estaban todos destinados a ser leídos en la Iglesia, al leccionario o al breviario;
muy lejos de eso, muchos pertenecían al repertorio de los juglares, de los poetas ambulantes, con el
mismo título que las canciones de gesta, de la cuales estuvieron por lo demás muy cerca.
El benedictino Guido de Chartres y los dominicos Pedro Calo y Bernardo Guy, reunieron en
unas enormes compilaciones que tuvieron gran éxito, centenares de vidas de santos de todas las
épocas. Tampoco se olvidaron de las de aquel tiempo: y así apenas hubo caído mártir Santo Tomás

108Se tomaron algunas medidas en este sentido por Inocencio III en 1199, y, más tarde, el Papa Alejandro III recordó la
reprobación que condenaba a los juglares culpables de enseñar a su manera los textos sagrados.

126
Becket, bajo el hierro de los caballeros del Rey, cuando el clérigo francés Guernes de Pont-Sainte-
Maxence contó su vida con apasionada elocuencia. Y aunque en su Leyenda Dorada, Jacobo de
Vorágine mezcló granos de verdad con hierbas de fábulas, no por ello dejó de propagar aquella su
famosa recopilación, una conmovedora veneración a los Santos.
Los Santos, innumerables, estaban, pues, por todas partes. Cada provincia, cada diócesis, los
reclamaba para sí a docenas. En la vida corriente y en la Geografía todo estaba bajo su protección;
desde su nacimiento, el niño había recibido el nombre de un “patrono” al que debía venerar
especialmente. Para conservar la salud se confiaba más en los Santos que en los curanderos.
Todo el mundo sabía que Santa Genoveva curaba las fiebres; y Santa Apolonia y San Blas los
dolores de garganta; y que San Humberto preservaba de la rabia. En el trabajo cotidiano, el
campesino invocaba a San Medardo para salvar de las heladas a su viña, a San Antonio para proteger
a sus cerdos, y a muchos otros santos para muchos otros usos igualmente útiles. El cofrade cantero
rezaba a Santo Tomás Apóstol; el cardador de lana a San Blas; el curtidor a San Bartolomé; el
zapatero a San Crispín, y todo viajero sabía que no podía partir tranquilo sino bajo la custodia de
San Miguel, o de San Juan el Hospitalario.
Por otra parte, todo el año estaba colocado bajo la protección de los Santos: se invocaba a
San Marcos y a San Jorge en primavera; a San Juan, en verano y en invierno; San Martín era muy
apreciado en otoño, y había muchos otros Santos cuyos recuerdos siguen viviendo en nuestros
campos y entre nuestros campesinos.
Santos y Santas, naturalmente tenían su puesto en las esculturas y los vitrales de las
catedrales. Mezclados familiarmente con los grandes personajes de la Biblia, hacían guardia de honor
en los pórticos; los episodios de su vida se evocaban en concurrencia con las escenas de ambos
Testamentos y el pueblo cristiano los conocía, los reconocía.
¡Conmovedora fidelidad!
La presencia de un Santo constituía un vínculo entre cristianos. La ciudad entera, el país
mismo, habían pagado para que sus venerados huesos se depositaran en una urna digna para la cual
los esmaltistas – los de Limoges figuraban entre los más ilustres –, habían derrochado los tesoros de
un arte sutil. En determinados días del año, o para conjurar algún azote, se paseaba en procesión la o
la estatua del protector, y había un gran alborozo cuando aquel objeto venerado avanzaba a través de
las calles llevado sobre un caballo bien engualdrapado, mientras que a su alrededor los clérigos
jóvenes hacían sonar los címbalos y tocaban unos cuernos de marfil.
¿Había en este culto a los Santos apenas una conmovedora ingenuidad? Había algo más.
En primer lugar, una permanente lección de Fe y de progreso moral; el cristiano recibía un
ejemplo sublime de cada uno de estos héroes; derivaba de su vida una regla para la suya. El
desarrollo de aquel Culto correspondió a la expansión del Dogma de la Comunión de los Santos; San
Bernardo describió la sociedad espiritual que unía entre ellos enlazándoles con Cristo, su Jefe, a
todos los Cristianos, los de la Tierra y los del Cielo; San Buenaventura dio un impresionante relieve a
la teología de esta sublime realidad; Santa Mechtilde de Hackerborn recibió en sus visiones la
conmovedora imagen de aquella Iglesia, reunida más allá de la muerte109.
El gran dogma de la reversión de los méritos estaba en segundo plano y daba su verdadero
sentido a una devoción que, en apariencia, parecía demasiado fácil y popular, pero que, en realidad,
fue uno de los medios más eficaces que utilizó la Iglesia para elevar al hombre en la vida moral, por
medio de la Fe.

C) Pero estos dos elementos de la Religión, amor a la Escritura y Culto de los Santos, habían
contado ya mucho en los siglos anteriores. Por eso, si el Cristianismo medieval tiene una coloración
muy particular y nos conmueve tan profundamente, lo debe a otros dos elementos característicos; la
devoción a al humanidad de Cristo y el Culto de la Virgen María.

109 Rops, D., op. cit., págs. 59 a 63.

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Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – La vida rural y la vida urbana en la Sociedad Feudal
La gran novedad, escribe el P. Rouseleot, el incomparable mérito religioso de
la Edad Media, fue la inteligencia y el amor, o, por mejor decir, la pasión por la
humanidad de Cristo: el Verbo Encarnado, Homo Christus Jesus, no fue ya sólo el
modelo al que se había de imitar, el guía que había que seguir, y, por otra parte, la luz
increada que iluminaba el interior del alma; sino que era el esposo del alma que
obraba en ella, era el Amigo.

Juan XXII instituyó en esta época la fiesta de la Santísima Trinidad; y también es un signo la
popularidad de himnos, como el Veni Creator, herencia de siglos anteriores110, y el Veni Sancte
Spiritus que Esteban de Langdon, Arzobispo de Cantorbery escribió hacia 1200. Y tampoco hay que
exagerar la originalidad absoluta de la devoción medieval a Cristo hombre, de la cual pueden hallarse
antecedentes hasta en los Padres de los primeros siglos, por ejemplo en San Ignacio de Antioquía.
Pero, con todo, se había marcado un nuevo acento.

Yo te saludo, Jesús a Quien amo. ¡Tú sabes por qué deseo adherirme a tu
Cruz! Mírame desde lo alto de esa Cruz de la que cuelgas, mi Bien Amado; atráeme
totalmente a Ti y dime: “Yo te curo, yo te perdono”, mientras que, en un ímpetu de
amor, yo te beso enrojeciendo.

Semejantes oraciones caracterizan esta nueva devoción: pertenecen al místico que fue
verdaderamente su iniciador, a San Bernardo. Antes de él habían subido, de los labios de San
Anselmo y de Juan de Fécamp, hermosos “arrebatos de amor” hacia el Dios hecho Hombre, pero
no con esa intensidad, ni con aquella desgarradora ternura. El cristiano ya no olvidó ese canto
punzante de la Fe; fueron innumerables las almas piadosas que lo repitieron, y San Francisco de Asís
“que, por encima de todo, fue el amigo de Jesús”, multiplicó todavía sus ecos.
El propósito de esta devoción fue eminentemente análogo al que se reconoce en el Culto de
los Santos, es decir, el insistir sobre el elemento humano de la Segunda Persona Divina, se la
aproximaba al hombre, se hacía sentir mejor que Ella era la suprema intermediaria entre el pecador y
su Juez. También ahora se exalta a un hombre, que era plenamente hombre pero también superior a
todo hombre, el único Modelo. Correspondía aquello sin ninguna duda a una profundización
decisiva de los elementos de la Revelación.
Desde entonces se iban a iluminar todos los aspectos humanos del Señor para estudiarlos en
los libros y enseñarlos en los sermones. Se habló del Niño Recién nacido del Pesebre, del cual había
de evocar San Bernardo incluso los pañales; del Niño de doce años, sobre el cual escribió San
Aelredo de Reivaluz todo un tratado. Se analizó Su conducta durante los años de Su vida pública,
para vislumbrar su enseñanza. Y sobre todo se meditó Su fin, Su agonía, Su muerte; se sintió la
“pasión por su Pasión”.
El desarrollo de esta devoción a la Humanidad de Cristo produjo consecuencias en todos los
campos. La podemos ver en la Liturgia, en la cual la Hostia consagrada, fue rodeada desde entonces
de un fervor particularísimo, y en la fiesta de la Eucaristía, del Corpus Domini fomentada por la
religiosas premostratense, Beata Julia de Mont Cornillon, cuando se conoció por la Cristiandad el
célebre milagro de Bolsena, se instituyó en 1246 en la diócesis de Lieja y fue extendida muy pronto
por el Papa Urbano IV a toda la Cristiandad; para esa fiesta compuso Santo Tomás de Aquino esa
obra maestra que es el Lauda Sion.
Pero donde esta devoción se marcó mucho más admirablemente fue sobre todo en el Arte.
Fue la causa de que los escultores y los maestros vidrieros representasen todas las escenas de la vida
del Señor. Fue la causa de que toda una fachada de catedral se ordenase tan majestuosamente, con
Jesús como centro, invocándole sucesivamente en su Encarnación, en Su vida terrena, y, luego, en su
glorificación, como sucede en la Portada Regia de Chartres.

110 Ver cáp. IV.

128
D) El otro aspecto de la piedad medieval fue la enorme importancia que tomó el Culto a la
Madre de Dios.
La devoción a la virgen, nacida en los orígenes de la Iglesia, no había cesado de crecer en el
curso de los siglos, en especial en Oriente, en donde la ultrajante actitud de Nestorio había
provocado, por reacción, un gran aumento de fervor hacia Ella. Pero, en Occidente, a partir del siglo
XI, surgió una verdadera corriente de amor hacia la Madre de Jesús.
¿Por qué? Pues por la misma razón que hizo creer el culto a los Santos y que acentuó el lado
humano de Cristo; por una inspiración de la gracia de Dios, unida a un deseo de unirse más
perfectamente a Jesús; también influyó la noción de que el hombre caído, miserable y pecador tenía
necesidad de mediadores ante la temible Majestad de Dios.
¿Quien podría interceder junto al Hijo mejor que Su Madre? En todo caso, el culto de María
estuvo estrictamente asociado al de Jesús: “Toda alabanza de la Madre, pertenece al Hijo”, dijo
San Bernardo, y Conrado de Sajonia agregó: “Para alabar a Nuestro Señor nada hay que mejor
alabar a su gloriosísima y dulcísima Madre”.
Se suele enlazar de ordinario esta corriente mariana con la acción de San Bernardo, con las
enseñanzas de San Buenaventura y con las predicaciones de las Órdenes Mendicantes. Pero, en
realidad, apenas hubo personalidad espiritual de aquellos tres siglos que no trabajase por reforzarla y
difundirla. Habría que citar sucesivamente a San Anselmo, a su discípulo Eadmer, a los maestros de
la Abadía de San Víctor de Paris, Ricardo y Adán, a los Premostratenses Felipe de Buena Esperanza
y al Beato Hermano José, a San Francisco, a Santo Domingo, y a muchos otros para atribuir a cada
cual lo que se merece. En España y Portugal fueron desde San Isidoro de Sevilla fervorosos devotos
de Nuestra Señora, sobre todo en oposición al Islam que dominaba gran extensión de la Península
Ibérica.
Pero si queremos captar en lo vivo los sentimientos de los siglos XII y XIII, para con la
Virgen, basta con que recurramos a los Sermones de San Bernardo, o al Espejo de la Bienaventurada
Virgen María de Conrado de Sajonia, o, también esa verdadera Summa mariana que Ricardo de Saint
Laurent escribió en sus doce libros sobre Las Alabanzas de la Bienaventurada Virgen María.
Esta fue la época en que se compusieron las antífonas Salve Regina y Alma Redemptoris
Mater; la primera, todo indica que la compuso San Pedro de Mesonzo, Obispo de Santiago de
Compostela, si bien que algunos la atribuyen a Ademar de Monteuil, el adalid de la primera Cruzada.
Sabido es que los Cruzados la cantaron al entrar en Jerusalén. La otra por un monje de Reichenau,
Hermann Contract.
Esta fue la época en que los Cistercienses extendieron la costumbre, que tomaron de la
Caballería, de llamar a María “Nuestra Señora”. Esta fue la época en que juglares y trovadores
cantaron los milagros que se le atribuyen, en especial el del buen Teófilo. Y esta fue, sobre todo, la
época en que el Ave María empezó a difundirse en el pueblo cristiano, y en la que, muy pronto había
de nacer el Rosario; también fue este momento – y no cabría decirlo todo en esta materia –, en el que
la fiesta de la Inmaculada Concepción, admitida en Portugal y España desde tiempo inmemorial, y
Irlanda desde el siglo IX, ganó Inglaterra en el siglo XI, y, desde allí se difundió por Europa por todas
partes; y en el que se instauró la de la Concepción de la Virgen por el Capítulo General de los
Franciscanos de 1263.
María, Madre de Cristo, fue amada con un amor que no se parecía a ningún otro, como una
madre a la que se confían las propias penas, como una abogada que había de defender la causa de los
pecadores. El franciscano Jacobo de Milán, en El Aguijón de Amor, la llama “la arrebatadora de los
corazones”... Se buscaron en el Antiguo Testamento las figuras que profetizaban la suya; se meditó
– Eva, Ave –, el misterio de que el pecado de la primera mujer hubiera sido redimido por otra mujer.
Se cantaron sus gozos, pero también sus angustias, y junto a la alegre Virgen María de la Natividad,
se contempló a la Virgen de los Siete Dolores, a la Madre del Stabat.
Evidentemente, aquel fervor se tradujo en admirables páginas de Arte. Fueron innumerables
las Iglesias que ostentaron el nombre de la virgen; alrededor de las de “Nuestra Señora de Paris”,
otras siete “Nuestra Señora” se dibujaron en los pórticos y en los tímpanos cada vez más
frecuentemente, primero con su Hijo, luego sola, e incluso “en majestad” – Nuestra Señora sentada

129
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – La vida rural y la vida urbana en la Sociedad Feudal
en un trono con el Niño Jesús sobre sus rodillas –, actitud reservada antiguamente a Cristo. Los
artistas rivalizaron para evocar sus rasgos con exquisita gracia. Y al ocupar así en la religión, el
eminente puesto que vemos tiene hoy, el culto de la Virgen dio al Cristianismo un matiz de ternura
único e insubstituible que constituye uno de los florones de la Edad Media 111.
En una palabra fue la Edad Media que dio vuelo de águila a la Mariología.

La predicación
¿Cómo difundía la Iglesia las grandes nociones dogmáticas que servían de base a estas
devociones, los elementos de la Escritura y de la Hagiografía?
Esencialmente por la predicación. En la Edad Media no había periódicos, radio, televisión,
cine, no había reuniones políticas, internet. Todo eso que absorbe a nuestros contemporáneos mucho
tiempo y muchas facultades de atención, era substituido por las ceremonias de la Iglesia. Por
paradójico que pueda parecernos, la Misa y el Sermón ocupaban en la Edad Media el lugar de
diversiones instructivas. La predicación abandonada en las épocas de turbación y de invasiones
violentas. Recobró su ímpetu en el siglo XII. Y este renacimiento ha de atribuirse, ciertamente, al
mismo ímpetu que levantó el alma de la época, en todos los campos, a la sed de conocer las cosas de
Dios
Comenzó primero en los ambiente religiosos; los maestros del principio del siglo XI se
dirigieron a una minoría de clérigos. Pero muy pronto salieron de los cabildos y de los monasterios, y
Pedro el Calvo, Mauricio de Sully, Obispo de Paris (muerto en 1196) y Raúl Ardent, cuyo “verbo era
una espada”, se dirigieron ya a la muchedumbre.
Desde entonces la predicación tomó un desarrollo inaudito. Un gran número de las
celebridades religiosas de la época debieron a ella su gloria. San Norberto, el fundador de los
Premostratenses; San Bernardo, voz poderosa en cuerpo débil; San Francisco de Asís y Santo
Domingo, fueron oradores que congregaron a las multitudes; pero el más célebre fue San Antonio de
Padua, tribuno sagrado. Predicadores célebres fueron también San Buenaventura y Santo Tomás de
Aquino.
A partir del siglo XII, se predicó sin cesar: todas las ocasiones fueron buenas. Misas
peregrinaciones, ceremonias religiosas, tomas de hábito o consagraciones de iglesias, pero también
en actos civiles, como coronaciones, enterramientos, negociaciones de paz, e incluso torneos. Se
predicó en las ferias, en los puentes y en las esquinas de las calles. Y era frecuente instalar un púlpito
de piedra o levantar un estrado de madera en las plazas.
Para atraer la atención, el orador no vacilaba en lanzar, entre sus argumentos, las noticias,
grandes y pequeñas, que hubiese recogido a lo largo de sus viajes; y así anunciaba la toma de
Jerusalén por los Cruzados o la humillación del Emperador Enrique IV en Canossa.

¿Cómo vivía espiritualmente el fiel de la


Edad Media?
En primer lugar, rezaba. Rezaba mucho. Son innumerables los textos en los cuales un
personaje reza una oración en un peligro o en cualquier circunstancia de la vida. Para orar, utilizaba
las fórmulas tradicionales: el Pater y el Credo, que muchos concilios recordaron que nadie debía
ignorar. El Ave María – que se completó con su segunda parte durante el siglo XII, tomó carácter
oficial a partir de 1198, con Sully, Obispo de Paris. Estas plegarias orales se repetían con gusto;
después del siglo X se tenía la costumbre de rezar una serie de Padrenuestros, desgranando unos
nudos hechos sobre un cordón; cuando en el siglo XII y en el XIII esta costumbre se transfirió al Ave
María, bajo la doble influencia primero del Cister, después de los Dominicos, cuyo fundador, Santo

111 Daniel Rops, ob. cit. págs. 59 a 67.

130
Domingo recibió la revelación del Santo Rosario por parte de la propia Santísima Virgen en la
floresta de Muret, cercana a Toulouse, infestada en aquellos tiempos por la herejía cátara.
Pero los católicos de la Edad Media no se contentaban con la plegaria oral. Los autores
místicos han explicado perfectamente que junto a ella existía la oración mental, y es frecuente que,
en un texto incluso profano, por ejemplo en una Canción de Gesta, se nos muestre al héroe “orando
en silencio”. Godofredo de Vendôme (muerto en 1132) habla incluso de la “oración de las
lágrimas”; y parece que el Cristiano de la Edad Media la practicó mucho.
Fue en esta época que aparecieron muchas obras que tratan de este tipo de oración, están las
de San Anselmo; los Ejercicios de Santa Gertrudis, las oraciones de San Francisco, las de Santo
Tomás de Aquino, etc.
La oración se acompañaba, casi obligatoriamente, de actitudes igualmente tradicionales. Se
había conservado el uso de volverse hacia Oriente, hacia Jerusalén; tampoco se habían perdido los
grandes gestos de la oración antigua, como abrir los brazos en Cruz o levantarlos en imploración, a la
manera de los orantes de las Catacumbas. Se multiplicaron las señales de la Cruz, las genuflexiones,
las prosternaciones (a las que se llamaban “venias”, “vanas” o “aflicciones”).
Aquel admirable rezador que fue Santo Domingo daba mucha importancia a las
exteriorizaciones de la oración. Y muchas estatuas de nuestras catedrales conservan el recuerdo de
muchos de estos gestos. ¿Para que rezaban? Sobre todo para pedir a Dios su protección y sus
beneficios. Ulrico de Estrasburgo, definió la oración como “la elevación del espíritu hacia Dios,
como hacía el Autor de lo que se desea”, y otro elevado místico, Hugo de San Victor,
preguntándose por qué era bueno rezar recitando los salmos, que, sin embargo, no contienen muchas
peticiones, concluía igualmente que era porque aquellas fórmulas inspiradas “obtenían de Dios
todavía más”. Aspecto realista del alma medieval.
Había también otra causa para esta continua oración: el profundo sentimiento que el hombre
tenía de su miseria. He ahí uno de los rasgos conmovedores de la Fe medieval. El alma de aquel
tiempo sentía pesadamente el lastre del pecado; nada ignoraba de su propia miseria y se humillaba
ante Dios.
Lo que si fue raro fue la comunión frecuente. Se comulgaba pocas veces al año. En el Siglo
XI San Pedro Damián y San Gregorio VII la recomendaron cotidiana, como “medio notable para
fortificarse en la práctica de la castidad”. Pero, en realidad, sus consejos no fueron seguidos. Se
admitía que los sacerdotes comulgasen cada día, pero no los laicos. En 1215, el Cuarto Concilio de
Letrán creyó útil promulgar la obligación actual: confesión y comunión anuales. San Luis comulgaba
seis veces al año.

Consagración de la Existencia cotidiana


Aquella vida del alma creyente estaba favorecida por el clima general de la época. Es éste,
también, un punto de vista en el que cuesta mucho trabajo situarse al hombre moderno. En la
mayoría de los países de hoy, el aire que se respira es “laico”; lo sagrado no ocupa lugar en él mas
que subrepticiamente.
En la Edad Media sucedía de modo completamente contrario: se respiraba un aire
impregnado de la gracia sobrenatural. Aquel hombre cuya jornada se veía acompasada por las voz de
las campana, y especialmente por aquella admirable oración del Ángelus que se desarrolló entonces,
cuyo año seguía el curso del ciclo litúrgico, cuyos días de alborozo eran fiestas religiosas, y cuyo
trabajo estaba santificado por los ritos religiosos de su “cofradía”, ¿cómo no habría de sentirse
envuelto por el Cristianismo, sostenido y guiado por él?
Aquel estar envuelta la existencia por lo sagrado se marcaba también en el calendario. Todo el
año estaba ocupado por Cristo, por el recuerdo de su Vida, Pasión, Muerte y Resurrección.
En diciembre cuando la naturaleza dormía, la Iglesia anunciaba la venida del Salvador, que
había de vencer a las tinieblas. Los cuatro domingos de Adviento preparaban su venida. El día de
gloria – natalis dies, Navidad –, estaba rodeado de ceremonias maravillosas, llenas de alegres cantos.

131
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – La vida rural y la vida urbana en la Sociedad Feudal
A partir de San Francisco de Asís, que lo montó el primero, en 1223, por todas partes se hicieron
“belenes”. La fiesta de la Circuncisión y la Epifanía recordaban en seguida los momentos solemnes
en los que Jesús se manifestó al mundo. Durante algunas semanas se conmemoraba la venida del
Señor, y se evocaba su mensaje. Pero, inmediatamente, se imponía a la conciencia el misterio central
del Cristianismo: la Redención.
Y cuando el miércoles de Ceniza se penetraba en aquel ayuno de cuarenta días que evocaba
el de Cristo antes de su entrada en la vida pública, ya no se atendía sino al drama que se acercaba.
Apenas si la fiesta de la Anunciación establecida en Occidente en esta época, interrumpía con una
sonrisa angelical aquella meditación dolorosa. Por fin, llegaba la Semana Santa: en el domingo de
Ramos, o Pascua Florida, Jesús había entrado en su Ciudad; y paso a paso, a partir de la tarde del
miércoles, se el acompañaba en su drama; el Viernes Santo era un día de desamparo y de afligida
tristeza. Pero, dos días después, estallaba la alegría de la Pascua, tan luminosa por tantas y tan bellas
ceremonias que en diversos países, en especial en la Francia de los Capetos, se hacía comenzar el
año en aquel día. Alegría que iba a prolongarse de nuevo durante cuarenta días de vida resucitada
que servían de paralelo a la inquieta tristeza de la Cuaresma, hasta el momento en que el Señor
hiciera su Ascensión, y desde el Cielo enviase muy pronto sobre los suyos el Espíritu Santo en el día
de Pentecostés.
Todo el año estaba jalonado así por las Fiestas. Y no sólo por las de Cristo. Porque había
muchos Santos honrados de ceremonias igualmente importantes. Las de la Santísima Virgen
superaban en rango a todas las demás, y así las fiesta de su Natividad, el ocho de septiembre, la fiesta
de la Purificación o Candelaria, fiesta de los cirios (2 de febrero), y la fiesta de la Asunción se
celebraban con fervor por todas partes.
Todas aquellas fechas importantes del calendario religioso y todos los domingos iban
acompañados por una prescripción: la de un reposo consagrado. La importancia de este hecho
escapa también al hombre del siglo XXI. Para él, el ritmo del trabajo y del descanso está fijado por
leyes estatales, e incluso cuando esas vacaciones “laicas” guardan correlación con fechas cristianas
(Navidad, Pascua, Pentecostés), son demasiado numerosos los que se olvidan totalmente de su
sentido religioso. Pero en la Edad Media, sucedía lo contrario: el trabajador descansaba porque el
domingo estaba ofrecido al Señor y por que, en ciertos días, había que honrar a los Santos.
La Iglesia prohibió, pues, dedicarse a los trabajos serviles – y también, por otra parte, a las
diversiones mundanas – en el domingo y en las fiestas de guardar.
De otro modo, en cierta época del año, los ayunos indicaban con signo religioso, lo que el
hombre tenía de más humilde y de más animal: la necesidad de alimentarse. Aquella venerable
costumbre heredada de Israel, y muy desarrollada en la primitiva Iglesia, conservó gran importancia.
Aceptar el no hacer más que una comida en toda la jornada – pues por la noche se toleraba una ligera
colación –, era imponer al propio cuerpo que pensase en Dios ya que renunciaba por Él a sí mismo.
Se ayunaba durante la Cuaresma, en las Cuatro Témporas, en las vigilias de las Fiestas, y los viernes,
día conmemorativo de la Pasión.

La Liturgia, espectáculo sagrado, hacía


más presente a Dios, que el más erudito
tratado y que el mejor sermón...
Los oficios de la Iglesia, se veían muy concurridos. La asistencia a ellos era casi unánime;
toda la población acude a la misa a la que sigue la procesión. Nadie eludía esta obligación sin
escándalo. Y no sólo atraían a las muchedumbres las Misas del domingo y de las fiestas sino otros
oficios muy descuidados actualmente, por ejemplo las Vísperas. El hombre de la Edad Media se
sentía en su casa en la Iglesia y acudía gustoso a ella.
El alma del fiel se encontraba así en contacto con esa expresión elevada, total, universal, de la
Fe que es la Liturgia. Hacía ésta presente a Dios más sensiblemente que el mejor sermón y que el
más erudito tratado. Aquel conjunto de gestos y de palabras, mediante las cuales regulaba la Iglesia

132
las relaciones oficiales y comunales de sus fieles, y con el que acompañaba los grandes momentos de
la vida pública y privada, ocupaba, pues, un lugar eminente en el hecho religioso medieval.
La liturgia obraba sobre el alma por su belleza formal. La riqueza de los ornamentos
sacerdotales, la serena pompa de las ceremonias, el poder emocional de los órganos, la poderosa
sencillez del canto llano, las nubes de incienso perfumado que se desprendían de los turíbulos, todo
contribuía a envolver al asistente en una atmósfera exaltante, en una penetrante luz espiritual. En
aquel inmenso navío de piedra, bajo la variada claridad que caía de los vitrales, ¿cómo no iba a
sentirse el fiel, según dice la Liturgia de la Dedicación de Iglesias, en el seno de la “Jerusalén
celestial, cuyas paredes son de piedras preciosas, y que está ataviada como la esposa para el
esposo”?
Para el medieval, el rito se inscribía en una tradición secular; o una fidelidad ancestral. Se
sentía, se sabía enfrentado con el drama de su propia salvación, con los misterios que importan más
que la vida, con la Encarnación, con la Redención, con la Resurrección. Se comprende así que un
místico como San Luis estuviese tan penetrado por el esplendor de la Liturgia que cayera a veces en
éxtasis durante la Misa.
En Occidente, la Liturgia usada casi por todas partes era la romana; había sido introducida en
toda la Iglesia latina en el curso de la Época Carolingia y apenas tenía excepciones. No se toleraban
formas diferentes más que en algunas raras diócesis en las que una tradición podía probar su
antigüedad, como en Toledo, Milán, en Lyón, o en algunas Órdenes, como la de Santo Domingo,
que había obtenido varios privilegios especiales. Tal y como la conocemos estaba establecida en sus
líneas generales desde hacía ya mucho tiempo; la Edad Media añadió pocos textos al misal112. La
bendición final, reservada antaño sólo a los Obispos, se daba ahora por los simples sacerdotes. San
Luis Rey, en su Capilla, inauguró el uso de doblar la rodilla en el “et incarnatus est” del Credo. Y a
esta época remonta todo el gesto, tan hermoso, de la Elevación, esa ostentación del Santísimo, esa
presentación a la adoración de los fieles del Cuerpo de Cristo.
En Occidente, la Misa era verdaderamente un drama que el fiel podía seguir y cuyas etapas le
eran familiares. A pesar de las reducciones hechas en los oficios de la Edad Media, ¿no es verdad que
muchas ceremonias del ciclo litúrgico – por ejemplo las de Semana Santa, o las ceremonias de
Navidad o de Pascua – sugieren todavía hoy, irresistiblemente, la idea del drama? Los responsos
alternados, los cantos e incluso los ornamentos, todo impulsaba a suscitar en las conciencias el
sentimiento dramático. El mismo texto sagrado se prestaba directamente a esa interpretación.
En la segunda mitad del siglo XI, nació así en la Iglesia, con toda naturalidad, una especie de
Liturgia dramatizada. Se “interpretaban” así la Navidad, la Epifanía, la Pasión o la Resurrección.
Todo aquello entusiasmaba a las muchedumbres. Durante horas seguían apasionadamente
aquellos episodios que todos conocían, pero que tanto les agradaba reconocer. Los clérigos que
representaban el papel lo interpretaban de todo corazón, conscientes del carácter sagrado de su
misión113.

Las peregrinaciones
Uno de los aspectos más pintorescos que expresaban la Fe de los medievales eran las
peregrinaciones.
Ya en el siglo II había cristianos que hacían extensos desplazamientos para visitar los lugares
donde había vivido Nuestro Señor, o para venerar las tumbas de los Santos Apóstoles San Pedro y
San Pablo.
Pero fue en la Edad Media que estos viajes religiosos cobraron su mayor realce.
Cuesta trabajo imaginar aquellos enormes desplazamientos, aquellas interminables caravanas.
Las cifras que conocemos son apenas creíbles: medio millón de personas iban cada año por el

112 En especial cuatro prosas: el Stabat Mater, el Lauda Sion, el Veni Sancte Spiritus, y el Dies Irae.
113 Daniel Rops, op. cit., págs. 72 a 83.

133
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – La vida rural y la vida urbana en la Sociedad Feudal
camino de Compostela. En Roma, durante el primer “Año Santo”, hubo más de dos millones de
peregrinos, y nunca hubo menos de doscientos mil a un tiempo en la Ciudad. En 1064, Gunther,
Obispo de Bamberg, llevó de una sola vez siete mil peregrinos hasta la misma Jerusalén.
¿Y por que se hacía una peregrinación? Sencillamente, por Dios. Porque se tenía algo que
pedirle; y así sucedía con los enfermos que se ponían en camino para obtener la curación. Porque
tenía uno que hacerse perdonar un gran pecado, o que cumplir una penitencia impuesta por un
confesor. O para contarle al Señor la propia Fe, la propia alegría, el propio amor e incluso la propia
gran inquietud, como la de Anne Vercors en la Anunciación hecha a María. Por todas esas razones se
encaminaban los “jacobeos” o “jacobitas”, hacia Compostela; los “romeros” o “romitas”, a la
Ciudad Eterna los “palmeros” a Jerusalén; y más modestos en su finalidad pero también fervorosos
los “migueletes”, al Mont-Saint-Michel.
La peregrinación era un acto por el cual, durante algún tiempo, se colocaba uno al servicio
exclusivo de Dios. Era la forma eminente de la oración y la penitencia.
Participaban en ella las tres Iglesias: la Militante que penaba y hacía el camino; la Purgante,
constituida por los muertos que habían seguido antaño el mismo camino, y esperaban que el amor de
sus hijos les ayudase a ganar el Cielo; y la Triunfante, representada por los Santos a quienes se
honraba con esta ruda marcha. Por otra parte, todo peregrino se beneficiaba de gracias excepcionales:
en el tímpano de Autun, en el Juicio Final, todos los muertos salen de la tumba desnudos como
Adán, salvo dos peregrinos que conservan colgado del hombro su zurrón, marcado el uno con la
Cruz de Tierra Santa y el otro con la Concha de Santiago. Bajo la protección de aquellos emblemas
podía afrontarse el juicio de Dios.
Todo el mundo iba así en peregrinación o tenía el deseo de ir a ella. Poderosos y humildes,
Prelados y Príncipes, artesanos y labradores. En aquella enorme caminata las clases se confundían
fraternalmente bajo el hábito tradicional. Y también las edades, pues hubo peregrinaciones de niños
de doce años y casos de octogenarios que anduvieron penosas etapas.
Dificultades y peligros esperaban a los peregrinos. En principio, su carácter sagrado debía
protegerles, pero solía acaecer que fueran atacados por bandoleros sin fe.
¡Que rudas penitencias eran la larga caminata, la fatiga y el frío! Cierta0mente que algunos
generosos cristianos abrían su casa y su mesa al Jacobeo o al Romero, ciertamente que también
existían, para dar cobijo a estos peregrinos de Cristo, las abadías de generosa hospitalidad, y los
hospicios, construidos por entidades caritativas. Pero la prueba seguía siendo dura y tenía mucho
mérito a los ojos de Dios.
¿Cómo se iniciaba la peregrinación?
Generalmente en los alrededores de la Pascua, en el lugar de concentración – en Paris era en
la bellísima Torre de Santiago –se congregaban centenares de alegres peregrinos. Oían una Misa en la
cual se pronunciaban sobre ellos las oraciones especialmente previstas para la peregrinación. El
sacerdote los salpicaba con agua bendita y entregaba a cada uno de ellos el bordón y el zurrón. La
última jornada transcurría en las despedidas, y, a la caída de la noche, aquella multitud empezaba a
moverse. Un inmenso “¡aleluya!” brotaba de todos los pechos y allá por el camino se oía irse
apagando aquel estribillo alentador: “¡Adelante, peregrino, siempre adelante!”
Aquella caravana iba a atravesar así países enteros, siguiendo unas rutas determinadas por la
tradición. Hombres, mujeres, niños caminaban mezclados y a pie: eran raros los que habían podio
ofrecerse el modesto lujo de un caballo o un asno. Algunos juglares escoltaban a los caminantes, y
sus voces alternaban con los cánticos repetidos a coro por la muchedumbre. Únicamente los
penitentes públicos, reconocibles por su negra cogulla marcada con cruces rojas caminaban en
silencio, meditando y llorando. Así se desarrollaba la gran aventura del pueblo cristiano en marcha.
Las etapas iban de un santuario a otro, pues la ruta que se seguía estaba jalonada por recuerdos de la
fe.
A Santiago, desde Paris, eran nueve meses, un poco menos para Roma, y a veces tres años
para el Sepulcro de Cristo.

134
La peregrinación a Santiago tenía algo de peculiar. España estaba en una Cruzada continua
para expulsar al Islam invasor. Santiago Apóstol se había aparecido muchas veces en los combates
contra los sarracenos ayudando a la Caballería cristiana en lo más duro de la pelea.
La ida a Compostela, muchas veces acababa con que la persona se enrolaba en la lucha
contra los moros, por esa razón para la tumba del Apóstol Santiago afluían peregrinos Germanos,
Flamencos, Ingleses, Polacos, Húngaros y, sobre todo franceses, en tan gran número que la vía que
estos tomaban hasta el día de hoy se llama “el camino francés”.

Autoridad y armas de la Iglesia


¿Cómo siendo por definición un Poder espiritual, pudo ejercer, la Iglesia, una autoridad
temporal?
La respuesta es sencilla si se piensa en la unanimidad de la Fe. ¿Cuáles fueron los elementos
psicológicos que fundamentaron tal autoridad? En primer término el respeto que sentía un creyente
hacia aquellos que representaban a Dios sobre la Tierra. Cuando el Papa Inocencio IV declaró que su
Poder como Vicario de Cristo era superior a todo poder laico, “como el alma lo es al cuerpo y el sol
a la luna”, formuló una opinión universalmente admitida.
En segundo lugar, ha de tenerse en cuenta el entrelazamiento que existió entonces entre la
obediencia debida a las leyes del Estado y la debida a las leyes de Dios. Del mismo modo que la
herejía, crimen religioso, estaba asimilada al crimen laico de lesa majestad, así también, en sentido
inverso, solía ocurrir que, para un delito, para un crimen que, en nuestros días, se castigaría con
sanciones penales, los tribunales infligieran una penitencia, la obligación, pro ejemplo, de una
peregrinación.
En la Edad Media, toda la vida se desarrollaba en el interior de unos límites estrictamente
establecidos por Dios, y quien los transgredía cometía una falta religiosa; con lo cual la Iglesia se
encontraba con que, en realidad, controlaba el armazón de la sociedad.
Gracias a esa autoridad, tan sólidamente fundada en las conciencias, la Iglesia iba a poder
realizar – como ya lo había hecho en los tiempos bárbaros – una doble acción. Una exterior, cuyas
etapas podemos seguir en la creación de nuevas instituciones y en sus relaciones con los Poderes
Públicos de la época; y otra completamente íntima y que se analiza con menos precisión, en las
almas. La combinación de esos dos esfuerzos desembocó en la expansión de un tipo humano y de
una forma de Civilización, que tuvo sus fallas, pero que hizo honor al hombre.
¿Cómo se ejerció esa autoridad? Por unos medios de orden religioso, penitenciales. A
quienes contravenían sus preceptos, la Iglesia les podía imponer unos castigos públicos o privados,
los cuales era muy difícil esquivar dada la psicología de la época: peregrinaciones, flagelaciones,
limosnas, ayunos, oraciones. La Iglesia, que infligía esas penitencias, podía también disminuir su
carga, pues “lo que Ella ataba en la Tierra quedaba atado en el Cielo y lo que desataba en la
Tierra, quedaba desatado en el Cielo”.
Sus armas eran, pues, únicamente espirituales; y si resultaban eficaces era porque los
hombres de entonces creían, porque tenían miedo al infierno y porque temían aquella grave ruptura
con la Comunidad que implicaba la proscripción de la Comunión Cristiana.
Nadie, ni siquiera los pecadores empedernidos y los peores violentos, tomaba a la ligera las
invectivas de la elocuencia sagrada. Cuando un predicador señalaba desde el púlpito aun culpable y
lo amenazaba con el fuego del infierno, el más cínico se sentía sobrecogido.
Inocencio III dirigió públicamente esta terrible intimación a Pedro de Courtenay, que acababa
de maltratar al Obispo de Auxerre:

Tu conciencia testificará contra ti. Serás arrojado a las tinieblas exteriores


atado de pies y manos y las llamas vengadoras te consumirán. Y será en vano que
supliques entonces al Obispo de Auxerre que humedezca en el agua la punta de su
dedo y te refresque la lengua con ella – ¿Y qué podrás decir en tu defensa,

135
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – La vida rural y la vida urbana en la Sociedad Feudal
desdichado, cuando oigas que la voz del Señor te dice: “Lo que hiciste a uno de mis
más humildes servidores, a mi me lo hiciste”?

La Iglesia unía a estas terribles advertencias algunas sanciones. Una de ellas, sobrenatural era
el anatema, la maldición solemne. He aquí, por ejemplo, la fórmula que pronunció el Cabildo de San
Julián de Brioude, contra el ladrón que hurtó el inestimable relicario dado a su Iglesia por
Carlomagno:

¡Maldito sea, en vida y en muerte, comiendo y bebiendo, de pie y sentado!


Qué su vida sea corta y que los enemigos saqueen sus bienes. Que una incurable
parálisis invada sus ojos, su frente, su barba, su gaznate, su lengua, su boca, su
cuello, su pecho, sus pulmones, sus orejas... Que viva como siervo sediento,
perseguido por los cazadores. Que sus hijos lleguen a ser huérfanos; y viuda y loca su
esposa...

Y eso no era todo. Pues dos de las sanciones de que disponía la Iglesia, aun siendo
estrictamente religiosas, implicaban graves consecuencias de orden social y político: eran la
excomunión y el entredicho. Por la primera medida el culpable se veía separado de la comunión de
los fieles. La Iglesia lo rechazaba, cesaba de pertenecer a la comunidad humana, puesto que el
vínculo social era de esencia religiosa. Su mujer podía abandonarlo, sus hijos desafiaban
impunemente su autoridad. Sus criados le huían. Sus bienes atacados, nadie los protegía. Quedaba
proscrito de la sociedad.
El ceremonial de la excomunión era dramático y propio para impresionar a los espíritus: era
como una liturgia fúnebre pronunciada sobre un vivo y que no tenía como fin abrirle el Cielo, sino
hundirlo en la muerte; cuando los sacerdotes vestidos de negro, apagaban los cirios, repitiendo el
nombre del excomulgado, no había Cristiano que no se sintiera angustiado. Y aunque el condenado
fuera el Rey más grande de la Tierra, aquellas medidas se le aplicaban; si entraba en una de sus
Ciudades, las iglesias se cerraban, callaban las campanas, se vaciaban las calles y todos huían de
aquel apestado del alma.
El entredicho era todavía peor. Se aplicaba a toda una región, y si era un Rey quien se veía
castigado por él, a todo un Reino. Se cerraban las iglesias; se derribaban las cruces; y no se
administraba ya ningún sacramento, salvo el Bautismo. Ya no se celebraban matrimonios, ni
entierros religiosos, y como la Iglesia llevaba entonces los registros de los que nosotros llamamos
“estado civil”, las bases de la existencia legal se derrumbaban. La vida social quedaba interrumpida;
ya no había domingos ni fiestas. ¡Qué angustia pesaba entonces sobre aquella población creyente,
privada de unos bienes que ella sabía que valían más que la vida! La rebelión amenazaba en seguida
y acababa por estallar si el Príncipe culpable no se sometía.
Se comprende que tales armas fueran eficaces. ¿Contra quién y en qué casos las empleaba la
Iglesia? La excomunión caía sobre poderosos y sobre humildes, cuando eran culpables de
infracciones a las leyes morales y religiosas: matrimonios ilegítimos, actos de bandolerismo,
atentados cometidos contra el clero o el Derecho de gentes; entre los soberanos la padecieron Felipe I
de Francia, Godofredo de Lorena, Felipe Augusto, Luis VII, Alfonso IX de León y muchos otros.
Uno de los casos más impresionantes es el de Enrique IV, excomulgado por San Gregorio VII, que
tuvo que ir vestido como penitente a Canossa y pedir perdón.

La Fe cristiana, base de todo


Toda la Sociedad iba, pues, a esta literalmente dominada por el Cristianismo. Nada o casi
nada de lo que durante aquella época había de realizarse puede apreciarse exactamente sino en
función de los principios cristianos. Cada hombre se sentía “teñido con la Sangre de Cristo”; y en
conclusión, “todo lo que había en el hombre llevaba el signo de la Cruz”.

136
La organización política era inseparable del Cristianismo. ¿Sobre que descansaba, en efecto,
el vínculo feudal sino sobre un texto religioso, sobre un juramento prestado sobre el Evangelio?
¿Quién daba al Emperador, desde Carlomagno, su carácter de delegado de Dios sobre la Tierra, sino
la Consagración, repetición del augusto ceremonial de la noche de Navidad del año 800?
Si los Reyes “Cristianísimos”, ya fueran de Francia, de España o de Inglaterra, recibían la
unción, era para señalar así de un modo prodigioso que, por encima de los derechos del nacimiento y
de la fuerza, su poder procedía del Cielo. Y aquella presencia de un elemento religioso en la base
misma del poder explicaba que, para controlar su ejercicio, la Iglesia se viera obligada a intervenir en
el plano político, a emitir un juicio cristiano sobre unos hechos que, en apariencia, estaban fuera de
ese dominio.
Y si se trataba de la vida social, era el Cristianismo quien asignaba a cada una de las clases su
papel en la búsqueda del bien común, quien permitía a los humildes subir las gradas de la escala,
quien socorría, por la caridad, a los desheredados y les impedía naufragar en la desesperación y la
rebeldía.
La misma actividad económica reflejó el control inmediato del cristiano. No sólo en un plano
totalmente material, porque la Iglesia como potencia temporal, intervino forzosamente en ello;
porque los monasterios fueron centros de producción e intercambio y porque las construcciones de
las catedrales fueron los más evidentes de los “grandes trabajos” de la época; sino porque la actitud
desconfiada de la Iglesia frente al dinero, su condena de la especulación y de la usura, su noción del
“justo precio” crearon un estado de espíritu enteramente diferente del nuestro, cuyas consecuencias
en la vida práctica fueron inmensas.
La acción moral del Cristianismo, hecho decisivo de aquel período. La conducta de cada cual
estuvo regulada por la Fe, por los Diez Mandamientos y por las leyes de la Iglesia. Como había
sucedido desde los orígenes, los representantes de Cristo en la Tierra recordaron obstinadamente a
los hombres los principios de la vida perfecta. Y al imponer a todos una moral indiscutible, el
Cristianismo mantuvo así viva una exigencia de perfeccionamiento por encima de los errores,
desbordamientos y violencias y de las miserias inherentes a las consecuencias del Pecado Original.
Y precisamente por ser católico, es decir, universal suscitó también en la sociedad aquel
deseo de expansión, aquella voluntad de conquista para Dios que había de traducirse tanto en las
luchas de la Reconquista de España, como en las misiones de San Francisco, y, sobre todo, en
aquella epopeya, única en su especie y repetida durante casi dos siglos que fue la Cruzada.
El es el que domina en la inteligencia, ordena los esfuerzos del espíritu y orienta las
investigaciones, porque como dijo San Bernardo, “desde que el Verbo se hizo carne y habitó entre
nosotros, habita también en nuestra memoria y en nuestro pensamiento”. El Cristianismo
proporcionó sus temas a la Filosofía y a la Poesía, e inspiró y animó cuanto importó algo en el
campo del Espíritu. Apenas si hay necesidad, por fin, de repetir lo presente y creador que estuvo el
Cristianismo en el Arte, puesto que para atestiguárnoslo está ahí la Catedral, irrecusable obra de Fe,
“gran navío que zarpa hacia el cielo”114.

San Bernardo de Claraval, el portavoz de


Dios
Bernardo nació en Borgoña, de noble familia, fue el tercero de numerosos hermanos. Desde
joven se percibió una enorme vocación. Tuvo una educación esmerada, por parte de los monjes de
Chatillon sur Seine.
Alrededor de los 23 años sintió la vocación religiosa y pidió a su padre permiso para entrar en
el Cister, pero éste se oponía. Aquel convento del Cister tenía fama de llevar en él los monjes una
vida muy dura, labrando la tierra y cuidando las acequias, no le parecía en absoluto que correspondía
a lo que esperaba para su hijo. Pero entonces apareció aquel misterioso – y sobrenatural – poder de

114 Daniel Rops, op. cit., págs. 84 a 100.

137
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – La vida rural y la vida urbana en la Sociedad Feudal
persuasión que durante toda su vida habría de irradiar de la persona de Bernardo. Alrededor del
prosélito se produjo toda una santa conjuración. Su tío Gaudry lo apoyó y acabó por seguirlo.
Sucesivamente todos sus hermanos sin excepción, se dejaron arrastrar a su estela. Sin embargo, la
mayoría eran hombres de guerra; y uno de ellos estaba incluso casado. Pero Bernardo les predijo a
todos que Dios sabría hacerse con ellos.
Y Gerardo, herido en el combate, contemplando como corría su sangre, exclamó, como si
hubiera sido bautizado por segunda vez: “Desde ahora soy monje del Cister”. Y Guido, el joven
esposo, abandonó a su mujer, que, por su parte corrió al claustro con sus dos hijitas. Quedaba uno
de ellos, el más joven: Nivardo. Tenía quince años y no podía entrar en el monasterio. “Ya ves que
va a ser rico”, le decían los mayores ante la herencia que le abandonaban. “¿Cómo? ¿Con qué
vosotros cogéis el Cielo y a mí me dejáis la Tierra?”, replicó el niño. “Me niego a este reparto”. Y
marchó también al Cister. ¿Qué dique hubiera podido oponer Tescelino (el padre de Bernardo) a este
místico torrente? “Sed moderados – se limitó a decir a sus hijos –; os conozco bien: costará trabajo
contener vuestro celo”. Más tarde, el mismo Tescelino se reunió, bajo la blanca cogulla de los
Cistercienses, a los que él había dado a Dios.
En abril de 1112, un grupo de nobles – una treintena, pues muchos amigos habían seguido el
ejemplo de los jóvenes de Fontaines –, llegaba al umbral de Citeaux.
“¿Qué queréis?”, interrogó el Abad, Esteban Harding. Y San Bernardo, cayendo de rodillas,
respondió, en nombre de todos, la fórmula ritual: “la misericordia de Dios y la vuestra”.
Al entrar en el Cister, Bernardo, conoció la alegría – casi inexpresable, de tanto como toca a
las profundas raíces del ser –, de haber acertado con su verdadera vocación115.

Un monje que influencia a la Iglesia y la


sociedad
De esta manera el Gran San Bernardo iniciaba así su camino de santidad bajo el hábito del
Cister, y así influenciaría profundamente la Iglesia y la Cristiandad durante todo su siglo y los
venideros.
Poco después de su entrada en el Cister, fue nombrado Abad de Claraval, uno de los
conventos fundados por él mismo. En breve reunió más de 700 novicios y empezó a darse a conocer
por su sabiduría, por sus austeridades, y por su prudencia en arreglar los negocios más difíciles; de
suerte que bien pronto el Papa y los Obispos, los Reyes y los Príncipes le escogieron para arreglar
sus diferencias y le consultaban como a un oráculo.
Asistió en 1128 al concilio de Troyes, en donde redactó la reglar de los Templarios y en 1130
fue llamado al Concilio de Etampes, en donde gracias a su intervención fue reconocido el legítimo
Papa Inocencio III, sucesor de Honorio II, contra el antipapa Pedro de León, elegido por unos
Cardenales ambiciosos y que tomó el nombre de Anacleto II.
Además, San Bernardo hizo que el Papa legítimo fuese reconocido por el Emperador de
Alemania y los Obispos germanos. El cisma duró siete años hasta la muerte del antipapa, pero
merced a los esfuerzos del Santo Abad de Claraval no tuvo consecuencias, pues supo terminarlo
felizmente, haciendo desistir a otro que a la muerte del antipapa fue elegido por los cismáticos.
Entre tanto Inocencio II no se separaba de San Bernardo, y se gobernaba por sus consejos
hasta que logró entrar en Roma ayudado por las armas del Emperador Lotario y el Rey de Inglaterra,
y por la poderosa palabra de este Santo que valía más entonces que un numeroso ejército. Poco
tiempo permaneció en Roma San Bernardo, pues apenas dejó al Papa tranquilo en el Vaticano,
volvió a Francia en donde era necesaria su presencia, y en donde efectivamente tuvo que hacer
grandes cosas, ya poniendo en paz al Rey y a la nobleza, ya defendiendo los derechos de muchos
Obispos oprimidos por algunos magnates. Entonces atacó enérgicamente los errores de Abelardo.
Logró sofocar aquellos errores, y que Abelardo fuese reducido al silencio.

115 Daniel Rops, op. cit., págs. 106 y 107.

138
También trabajó con ardor contra el revolucionario Arnaldo de Brescia, y a él se debió en
gran parte que este novador fuese juzgado y condenado.
Después de esto fue elegido Papa en 1145 Eugenio III, discípulo y amigo de San Bernardo.
Este Papa encargó a San Bernardo predicar en su nombre la segunda Cruzada, con ocasión de la
toma de Edesa por los sarracenos: y así lo hizo efectivamente en Vezelay en 1146, siendo recibida su
palabra con el mayor entusiasmo, alistándose innumerables soldados. También redujo al Emperador
Conrado, que se hallaba poco dispuesto a aceptarla, con gran entusiasmo religioso.
Incansable San Bernardo luchó contra varias herejías que crecían en Francia, entre ellas la de
Gilberto Porretano, Obispo de Poitiers, acusado de diversos errores acerca de la esencia Divina y las
propiedades de las Divinas Personas.
Todas estas luchas y triunfos fueron realizados en medio a graves dificultades y
contratiempos que causaron al santo abad muchísimos disgustos. Aunque tuvo que hacer muchos y
largos viajes, en todas partes observaba su vida austera y mortificada como si estuviera en su abadía.
Al fin, ya resentida su salud, afligido por las calumnias que le dirigían, y por haber fracasado la gran
cruzada que había predicado, así como también la muerte de su amigo el Papa Eugenio III, murió
santamente en Claraval el año 1153, a los 63 años de su edad. Veinte años después fue canonizado
por el Papa Alejandro III. San Bernardo es el último de los Padres de la Iglesia, y ha merecido el
título de Doctor Mellifluos.

Escritor prolífico
En medio a una vida tan gloriosa y tan llena de grandes trabajos, tuvo tiempo de escribir sus
admirables obras, cuyas doctrinas y espíritu son el retrato de su carácter y de su época. Escribió 450
cartas, poco más o menos dirigidas a diversos personajes, Papas, Cardenales, Obispos, Príncipes, que
tratan de los negocios de su tiempo, y son una viva imagen de aquella época tan fecunda en
conocimientos.
Sus Sermones sobre diversos asuntos ascienden a 340. Entre éstos son notables los que tratan
de la Santísima Virgen María, algunos de los cuales están adornados con las galas de la poesía y las
más brillantes imágenes.
Sus obras son muchas y extraordinarias, entre ellas citamos:

* De laude novae militiae, en la cual elogia la Orden de los Templarios, expone sus
obligaciones y exhorta a que las cumplan valerosamente;
* De gradibus humilitatis et superbiae, indicando los medios de alcanzar la humildad y
ponderando los funestos casos de orgullo;
* De officio episcoporum, en la cual trata de las obligaciones de los Obispos según lo indica
su título, y de las virtudes y condiciones que ha de tener un buen Obispo para cumplir su ministerio;
* De conversione ad clericos, en el cual trata de las virtudes que ha de tener el clero, y de los
vicios que a la sazón le afeaban, exhortando vivamente a la reforma, y demostrando la gran
responsabilidad del estado clerical.

Y muchas otras.
San Bernardo fue como una luz que alumbró todo su siglo e indicó a la Europa Católica los
caminos de Dios116.

116 DCE, tomo II, San Bernardo.

139
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – La vida rural y la vida urbana en la Sociedad Feudal
San Bernardo imagen viva de un
Cristianismo viril y combativo
Fue una imagen viva del Cristianismo viril y combativo de la Edad Media.
Soñó con una orden que fuera su viva realización, en medio de la sociedad de la época: y ésta
fue la Orden del Temple. En 1128, en el Concilio de Troyes, al cual había querido el Papa Honorio II
que aportase sus luces, fue encargado de plantear los principios de esta milicia, cuya misión debería
ser la de defender Tierra Santa contra las posibles ofensivas de los infieles. Hizo redactar sus
estatutos y escribió aquel Elogio de la Nueva Caballería, en el comentó con ardor el ideal de aquellos
soldados de Cristo. El hábito blanco de los Templarios recordaba, por otra parte, que habían nacido
del linaje del Cister (pues la gran cruz roja se le añadió sólo más tarde). Y aquellos monjes guerreros
tenían que vivir, al contrario de aquella caballería mundana escarnecida por San Bernardo, como
“pobres soldados de Cristo” en la renunciación y la ascesis. Los más antiguos blasones de los
Templarios representan así a dos caballeros sobre una sola montura, para recordarle la virtud de la
pobreza.
En la concepción de Bernardo, la Caballería habría hallado así su expresión más total en
aquellos hombres que habrían representado, a la vez, el más alto ideal temporal de la época, el del
soldado intrépido, siempre dispuesto a morir por la causa que sirve y el más alto ideal espiritual del
Cristianismo. La “nueva milicia” hubiera sido el elemento más perfecto y más eficaz de la sociedad,
puesto que en ella se hubiera realizado la unión de lo sagrado y lo profano. Puesta al servicio de la
Iglesia, y, más particularmente, de los grandes propósitos del Papado, aquella milicia hubiese sido de
una eficacia sobrehumana117.

Muerte de San Bernardo


El 20 de agosto de 1153, a las nueve de la mañana, el gran San Bernardo se durmió en Dios.
Tenía 63 años. Y “en el instante en que expiró – dice la crónica – se vio aparecer a su cabecera a la
misericordiosísima Madre de Dios, su especial patrona, que venía a buscar el alma del
Bienaventurado”. Sus monjes, antes de enterrar su cuerpo, hicieron tomar su efigie mortuoria; de
ella derivan todas las imágenes; vemos en ellas a un Bernardo de mejillas hundidas y de profundas
arrugas, pero cuya altísima frente revela la inteligencia y cuyo rostro irradia, todo él, maravillosa
pureza.
Las crónicas también refieren que después de muerto, realizó milagros, en mayo número que
mientras vivió. Un epiléptico se aproximó a su cuerpo y quedó libre de su mal. Una joven madre que
posó su hijo paralítico sobre el cuerpo del Santo, lo vio agitarse inmediatamente con alegría. Y como
los prodigios continuaron una vez enterrados sus restos, acudió tanta muchedumbre al Val
d’Absinthe que las oraciones de los monjes se vieron muy turbadas, al enterarse de lo cual el Abad
del cister marchó a Claraval y, sobre la tumba, prohibió al alma del Santo, en nombre de la
obediencia que continuase sus milagros. Y el humilde monje, más allá de la muerte, obedeció.
El ímpetu que había dado a su Orden iba a durar, después de muerto él, con igual vigor; las
abadías cistercienses continuaron brotando de la tierra con abundancia y fueron planteles de grandes
cristianos. Claraval suministró a la Iglesia un Papa, quince cardenales e innumerables Obispos.
La Iglesia había de ratificar muy de prisa el juicio admirativo de las muchedumbres. ¿Acaso
no merecía ser inscrito en el rango de los Santos aquel a quien durante su vida, había llamado el Papa
Inocencio II “el muro inexpugnable que sostiene la Iglesia”? El dieciocho de enero de 1174, menos
de veintiún años después de su muerte, lo fue por el Papa Alejandro III, en unas Cartas apostólicas
en las cuales brilla un verdadero fervor hacia su memoria. En 1201, el Papa Inocencio III compuso
por si mismo una colecta en la que llamaba a Bernardo Doctor egregius.

117 Daniel Rops, pág. 142.

140
Correspondió al Papa Pío VIII, proclamar a San Bernardo doctor de la Iglesia Universal, por
el breve Quod unum, el 23 de junio de 1830.
Para la Historia de la Iglesia de Cristo sigue siendo la imagen más cumplida del hombre, tal y
como pudo concebirla la Edad Media, uno de los supremos guías de la Cristiandad por su camino de
luz, y el testigo de su tiempo delante de Dios118.

San Gregorio VII, el gran Pontífice de la


Edad Media
El 21 de abril de 1073 murió el Papa Alejandro II. Y el Cardenal Hildebrando, el personaje
más influyente de la Curia Romana, ordenó oraciones públicas para que el cielo bendijese la nueva
elección. Pero al día siguiente, la multitud que asistía al entierro del difunto, gritó “¡Hildebrando,
Papa!”, “¡Hildebrando, Obispo!”, con tanta violencia que los Cardenales a quienes incumbía, desde
1059, el cuidado de nombrar al sucesor de Pedro, se apresuraron a confirmar aquella elección
popular. Sin embargo, el nuevo elegido no mostró ninguna alegría por esa premoción. “El terrible
peso de la Iglesia fue echado sobre mí a pesar de mis gemidos”. Pero, ¿cómo desobedecer cuando
Dios había hablado? Hildebrando tomó como nombre de su reinado el de Gregorio, en memoria del
amado maestro de su juventud; el 22 de mayo se hizo ordenar sacerdote, pues aquel modesto monje,
en lo más alto de los honores, no era todavía más que diácono, y el 29 de junio, en la fiesta de los
Apóstoles Pedro y Pablo fue consagrado Obispo de Roma.
Hildebrando era uno de aquellos “poderosos del Señor”, que imprimió a toda una época una
dirección espiritual.
Era entonces un hombre de 53 años, en la plena fuerza de la edad, corpulento, corto de
piernas y de pequeña estatura, poco seductor de apariencia, pero que irradiaba poder espiritual. Sus
cualidades humanas más impresionantes eran una inteligencia de magnífica lucidez, una voluntad de
hierro, una energía constantemente empleada, y una sublime firmeza ante la adversidad. Sus
enemigos lo presentaron como un ambicioso sin escrúpulos, un político para quien eran buenos
todos los medios, y también como un violento y un malvado. Pero nada hay más falso, pues fueron
muchas las pruebas de su caridad, de su delicadeza, y de su mesura: “amar a los hombres,
detestando a sus vicios”, era uno de sus principios.
Era, en verdad, un alma sobrenatural, para quien el fin supremo era el amor de Dios, para
quien toda la Ley se resumía en dos palabras: “humildad y caridad”; que no realizaba una sola acción
sin pensar que tendría que dar cuenta de ella al Juez Supremo, y que del honor de llevar la tiara no
retuvo más que su pesada responsabilidad. Pocos Pontífices han tenido en tan alto grado el sentido
de la Iglesia, aquella Iglesia suya Fe defendió cuando condenó a los herejes, como Berengario;
aquella Iglesia cuyas dos partes, Oriente y Occidente, separadas entonces desde hacía veinte años,
tanto hubiera deseado reunir; aquella Iglesia que, anticipándose a su tiempo, soñaba con lanzar a la
Cruzada, aquella Iglesia a la que, sobre todo, deseba apasionadamente pura y santa, digna de su
Maestro.

De familia humilde
Nació en 1020, en Sonno, en una humilde familia, y, muy niño, entró como oblato en el
monasterio de Santa María de Aventino – filial de Cluny –, y de allí fue a Cluny donde fue Prior.
El abad del joven Hildebrando dijo haber visto a menudo centellas de fuego en torno de su
cabeza. Como Prior o vicario del abad, Hildebrando fue también a la corte de Enrique III y allí parece
haber llamado la atención del Rey por su elocuencia.

118 Daniel Rops, op. cit., págs. 145 a 147.

141
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – La vida rural y la vida urbana en la Sociedad Feudal
En interés de Cluny fue dado por consejero del Papa Gregorio VI (1045 - 1046), después de
su muerte regresó a Cluny. La dirección de Cluny se concentró en él como en un foco. El salvó la
idealidad de la Iglesia.
Ayudó luego vigorosamente a su amigo Brunon, Obispo de Toul, a convertirse en Papa, lo
que le llevó, con menos de 30 años, a desempeñar un papel importante junto al gran León IX (1049 -
1054) – aquel Papa que, para mostrar claramente su voluntad de reformar las costumbres de cierto
clero, había entrado descalzo en roma el día de su consagración – y posteriormente asumió diversas
misiones bajo Victor II (1055 - 1057) y Esteban IX (1057 - 1058); llevo a la Sede de San Pedro a
Nicolás II (1059 - 1061), y, por fin, fue el brazo derecho de Alejandro II (1061 - 1073) quien había
deseado tenerlo como sucesor. Como encargado de sucesivas embajadas o inspecciones, guía del
Papa y miembro de varios, Concilios había adquirido un extenso conocimiento de toda la
Cristiandad. Muchos de sus actos habían sido decisivos en varios terrenos; por ejemplo, él había sido
quien había hecho otorgar el apoyo de la Iglesia al Duque Guillermo de Normandía, para su gran
ataque a Inglaterra. Y, sobre todo, sus contactos, sus observaciones, y su meditación personal, le
habían convencido de que la Reforma era la tarea más indispensable de su tiempo.
Cuando nació el pequeño Hildebrando, hacía más de cien años de la fundación de Cluny, en
la Borgoña (910) había dado a la reforma su capital, aquella abadía que iba a desempeñar un papel
decisivo durante siglo y medio bajo sus Santos Abades Odón, Maïeul, Odilón y Hugo. La voluntad
de vivir plenamente en Dios había hecho surgir ya a los Ermitaños Camaldulenses de San Romualdo
y a los monjes Vallumbrosianos de San Juan Gualberto; iba a lanzar al asalto de unas moradas
clericales demasiado ricas a las ardientes muchedumbres de “la Pattaria”; y simultáneamente con el
mismo Hildebrando, había crecido aquel santo asceta, hecho Cardenal por Esteban IX, que fue San
Pedro Damián.
El espíritu reformista, salido de los conventos y pasado al pueblo, había sido reanudado por
una serie de Papas, a los cuales había enseñado el camino aquel terrible Cardenal Humberto, autor
del libro Contra los Simoníacos (1057). Decretos y decisiones conciliares habían denunciado errores
y condenado abusos. El deseo de innumerables almas santas, llenas del anhelo de lo mejor, era
restaurar la Iglesia en su pureza.
La Iglesia se había dejado influenciar demasiado por el Poder temporal. Ella que debía ser el
órgano del espíritu, se había sumergido totalmente en la materia y hecho esclava del Poder civil.

Lucha para reformar al clero y la


sociedad
El Pontificado de Gregorio VII implicó una profunda significación; pues fue en él cuando el
movimiento para la reforma del clero cuajó en actitudes decisivas, y gracias a él se demostró la
interdependencia de dos problemas planteados a la Iglesia y se formuló la doctrina que había de
permitir que uno y otro fueran resueltos.
En el momento en que Hildebrando alcanzó un puesto de mando bajo Alejandro II, se
discernían a propósito de la reforma dos actitudes; y acaso tres: Las conciencias rectas sabían que era
necesaria, pero podían discrepar sobre sus medios. Unos, sobre todo en Italia, abogaban por el
método directo, apostólico y moral: predicar contra los desórdenes, predicando en primer lugar, en
con el ejemplo, y castigar a los culpables con penas severa; el principal representante de esta
tendencia era San Pedro Damián.
Otros aseguraban que el extravío tenía por verdadera causa el mal reclutamiento del clero,
resultado de la intrusión de los laicos; y preconizaban un método institucional y político que liberase
a la Iglesia de la tutela de los Señores y de los Reyes; pensaban así muchos eminentes clérigos de
Lorena, buenos canonistas y políticos sagaces, y sobre todos, el Cardenal Humberto.
Por fin, no ha de excluirse que una nostalgia del pasado, en especial de la grandiosa época de
Carlomagno, hubiera introducido en algunos espíritus la idea de que era preciso restaurar el Orden
cristiano, degradado desde la decadencia carolingia, y de que éste sería el verdadero medio tanto de

142
devolver a los clérigos a su deber; como de limitar las ambiciones de los Príncipes. El gran mérito de
Gregorio VII fue comprender, por otra parte a costa de una experiencia cruel, que aquellas tres
nociones formaban sólo una para las exigencias de la Historia.
Si Gregorio quería salvar la espiritualidad e independencia de la Iglesia, debía emprender la
lucha no sólo con teorías, sino contra las pasiones e interese, contra el Poder temporal, y aún contra
la mayoría del clero. San Gregorio no tenía nada en su favor contra aquellas potestades, ni dinero, ni
ejército, sino sólo el poder de sus ideas, su entusiasmo, su confianza en Dios, y los fervorosos
hermanos de Cluny. Por medio de ellos transformó a todos los que se pusieron en contacto con él, y
los encadenó consigo y con su causa; Damiani le llama por eso un Santo Tentador: “Como un
tirano, como un Nerón, como un león, me ha forzado a todo lo bueno”. “En tu presencia no tengo
voluntad, siempre obedezco a todo cuanto emprende; yo era como un rayo en tu mano, en los
combates que tu sostuviste”.
Al comienzo de su Pontificado, probó el primer método, y quiso entenderse con os Príncipes
para realizar la reforma. Intentó un acercamiento con los simoníacos declarados, como Enrique IV, el
Emperador germánico y Felipe I el Capeto, por añadidura públicos adúlteros. En marzo de 1074, se
reunió así un concilio en Roma y promulgó cuatro decretos:

Quienquiera que hubiera obtenido, por simonía, una ordenación o una cargo
espiritual, debía ser excluido de la jerarquía eclesiástica. Quienquiera que fuese
poseedor de un a iglesia o abadía, por haberla comprado, quedaba ipso facto
desposeído de ella. Ningún clérigo fornicario podría celebrar la misa, ni siquiera
ejercer en el altar las funciones de las órdenes menores. Y cuando un clérigo
desobedeciese públicamente a los tres ordenamientos anteriores, el pueblo cristiano
tendría interdicción de asistir a sus oficios y debería presionarlo para que se
sometiera.

Estos decretos de 1074 formulaban perfectamente los principios de la indispensable reforma.


Inmediatamente San Gregorio VII envió legados para hacerlos aplicar. Pero éstos tropezaron casi por
todas partes con una oposición variable en cuanto a la forma, pero idéntica en cuanto al fondo. Los
Obispos y Prelados simoníacos, sostenidos por los soberanos, utilizaron todos los medios para hacer
ineficaces aquellas decisiones conciliares; y algunos se sublevaron muy tranquilamente. En
Alemania, Hermann de Bamberg y Liemann de Brema, dirigieron la oposición, apoyados por
millares de sacerdotes; fue corriente tratar al Papa de hereje. “Si no quiere hacer asegurar los
oficios por clérigos, que se dirija a los Ángeles”, se gritó en una asamblea del clero alemán.
El Santo Obispo Altmann de Passau estuvo a punto de ser asesinado por haber recordado las
órdenes pontificias, mientras que, por otra parte, su colega Otón de Constanza animaba a sus
sacerdotes a casarse. Los fornicarios apedrearon a los legados. En cuanto a Francia, todo el esfuerzo
del legado Hugo de Die fue estéril; el Concilio de Paris concluyó en seguida; Gualterio, Abad de
Pontoise, fue apaleado por haber sostenido la reforma, y el Concilio de Poitiers acabó
tumultuosamente bajo la mirada, apacible y burlona de Felipe I, quien no contento con sacar a
subasta Obispados y abadías organizó en su territorio el saqueo de los peregrinos.
Pero a pesar de estos obstáculos, San Gregorio VII comprendió que en adelante era menester
aplicar el hierro a la raíz del mal. A partir de febrero de 1075, dirigió, pues el ataque contra la
influencia de los laicos en la Iglesia, y procuró llevar a cabo un doble programa de reformas morales
y de decisiones políticas, dirigidas éstas a liberar la Iglesia de la tutela laica. Sus decretos, tal y como
se pueden leer en los célebres Dictatus Pape, no hicieron nada más que repetir las cuatro decisiones
del 1074. Pero, por eso mismo, se encontró comprometido en un conflicto con quienes se
beneficiaban del estado de cosas condenado, con los soberanos, y, por tanto, se vio llevado a
plantear la cuestión de las relaciones religiosas con el Poder civil.
El Cristianismo no es para él una teoría, sino la eterna verdad; cree firmemente en la divinidad
de Cristo y que el Papa es su Vicario en la tierra. Por eso antepone la Autoridad sacerdotal a la regla.
Así escribía el 8 de mayo de 1080 a Guillermo el Conquistador:

143
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – La vida rural y la vida urbana en la Sociedad Feudal
Como Dios creó dos eminente lumbrera celestiales el sol y la luna, para que
alumbrados por sus rayos los ojos corporales puedan conocer la hermosura del
mundo; así encargó a dos Potestades, la apostólica y la real, la conservación del
orden social, para el humano linaje, que el Eterno se digno formar a su imagen y
semejanza, no se hunda en errores que corrompen el alma. A estas dos Potestades
dio tal posición relativa, que la dignidad apostólica debe gozar la preeminencia regia.

Pero no sólo la idea, sino también la Historia daba a la Potestad eclesiástica la preeminencia
sobre la temporal.

Mientras desde el comienzo del mundo han reinado innumerables reyes en los
diferentes reinos de la tierra, entre esa gran masa hay muy poco que merezcan el
nombre de santos. Al contrario, en la serie de los Obispos de una sola ciudad, es a
saber, de Roma, se hallan cien santos desde el tiempo del Apóstol San Pedro hasta el
día de hoy.

Los Príncipes se portan generalmente como hijos genuinos de Nemrod; los más son
corrompidos, ciegos por las malas pasiones, llenos de rapacidad, soberbia y deslealtad. Mas los
Príncipes cristianos han de ser vasallos de Jesucristo, y por eso han de prestar el juramento feudal al
vicario de Dios en la Tierra. Entonces también los Estados serán regidos de un modo cristiano y por
el espíritu de Cristo, como el cuerpo por el alma. Los pueblos particulares se alinean en torno de la
Sede de Pedro al mando de sus Príncipes; estos no pueden dar leyes como les plazca, sino están
sujetos a la aquiescencia de los estamentos.
También la forma de gobierno republicana es admisible en el Reino de Dios. El Protector de
la Iglesia es el Emperador, el cual recibe su consagración del Papa; si no cumple con sus
obligaciones, el Papa lo depone y levanta a otro. Si el Reino de Dios se ha impuesto hasta ahora tan
poco es por causa de la simonía.
Para obtener dinero, los Príncipes venden las dignidades eclesiásticas, y sacerdotes sin
conciencia las compran. Luego los tales no tienen ánimo para oponerse a las injusticias y el pobre
pueblo queda abandonado. Aquellos que debían guiarle, dan ellos mismos ejemplo de toda impureza
y vicio, no tiene de cristianos más que el nombre, y son peores que los judíos y gentiles. Sólo hay
dos medios capaces de devolver a la Iglesia su antiguo esplendor, la libertad de las elecciones y la
vida casta del clero. Las sedes episcopales no se han de promover en adelante según el arbitrio de los
reyes, sino por la libre elección de los cabildos, la cual confirma el Vicario de Cristo. Luego volverán
a hacerse valer la virtud y el talento.
Para que los clérigos se puedan consagrar enteramente a su vocación, han de vivir célibes; la
virginidad es una cualidad esencial del sacerdocio, como está prescrita en el Evangelio, por la
doctrina de los Padres, por el ejemplo de los Santos, ella sola mantiene par ano caer en egoísmo, y
despierta el espíritu de la comunidad.
Esta son las ideas fundamentales de San Gregorio VII.
La lucha por la reforma pasaba del plano moral al plano institucional y político. Eso fue la
severa “Querella de las Investiduras”119, transformada muy pronto en la “lucha del Sacerdocio y
del Imperio”, con patéticos y dolorosos episodios.
Se cuenta que cuando San Gregorio VII en 1085, refugiado en Salerno, sintió venir la muerte,
en la amargura de su aparente fracaso, exclamó: “Amé la justicias y odió la iniquidad; por eso
muero en el destierro”. Pero aunque momentáneamente el mal apareciera victorioso, la huella escrita
en la Historia por este gran Papa era imborrable. La simonía había recibido un golpe mortal y el
Estado nunca volvió a ser lo que era después de la rendición de Canossa de Enrique IV120.

119 La veremos más adelante.


120 Daniel Rops, op. cit., págs. 154 a 159; Weiss, J.B., Historia Universal, Tomo V, págs. 305 a 308.

144
Inocencio III
Inocencio III es otro de los grandes Papas la Edad Media.
Cuando el 8 de enero de 1198, la noche misma de la muerte del Papa Celestino III, el Sacro
Colegio, reunido en Cónclave, eligió por unanimidad para sustituir al difunto. Al más joven de sus
miembros, nadie dudó de que empezara un pontificado importantísimo. Lorenzo de Segni, que tomó
el nombre de Inocencio III, era un hombre alto, fino, de noble aspecto, en cuyo rostro se leía la
inteligencia y la energía, mezcladas con algo meditativo y casi inquieto. Como antiguo estudiante de
la Universidad de Paris, y, luego de la de Bolonia, en donde había seguido los cursos de Uguccio de
Pisa, había logrado unas sólidas bases intelectuales, tanto clásicas como jurídicas.
Tenía treinta años cuando su tío Clemente III lo creó Cardenal diácono; llegaba a la Sede
apostólica a los treinta y ocho años y había de ocuparla dieciocho años (1216).
Santa Lutgarda aseguró que en una de sus visiones lo había reconocido en el Purgatorio,
haciendo penitencia hasta el Juicio Final...
Sus grandes planos políticos velaron los propósitos, verdaderamente cristianos de su alma. Es
muy cierto que su Pontificado fue uno de los más brillantes de la Historia Cristiana, que arrojó de
Italia al Emperador, que estableció su tutela en Sicilia y su señorío sobre Inglaterra, que dispuso de la
Corona Germánica, que controló Hungría, Aragón y Castilla, que volvió a lanzar a la Cristiandad e la
Cruzada, que abatió a la herejía por las armas y que, en definitiva, su indescriptible acción reveló un
carácter de talla excepcional. Pero todo aquel gigantesco despliegue de medios temporales nunca
tuvo más que un ideal: la gloria de la Iglesia, cuya grandeza sentía y cuyo orgullo llevaba en sí.
Tenía, ciertamente, el tono vivo e incisiva la forma. Cuando estaba en juego el interés de la
Iglesia, llegaba a tratar de “asno maloliente”, o de “lechón que se revuelca en el fango” a cualquiera
de sus adversarios; y, desde luego, ese no es un lenguaje pontificio corriente. Ordinariamente las
grandes cualidades del hombre de acción suelen ir acompañadas de alguna apariencia abrupta. Pero
quien se atiene a su correspondencia, ¡qué distinto parece aquel combativo Papa de la imagen que de
él se tiene!
Una caridad maravillosa, dispuesta a vendar las llagas que había tenido que hacer su justicia;
un amor sincero a los pobres, a los cautivos, y a los enfermos; una piedad casi mística, alimentada
por las obras de San Bernardo, de Hugo de San víctor y de San Pedro Damián; y una humildad
auténtica matizan singularmente el retrato de aquél a quien tanto las circunstancias, como su genio,
situaron en el punto culminante de la curva de la histórica seguida por la Iglesia medieval, y que,
aunque pudo equivocarse, sólo obró siempre por la gloria de Dios.
Durante sus viajes por la Cristiandad cuando era joven sacerdote y, luego, un joven Cardenal,
se había irritado varias veces contra aquellos Obispos que no se atrevían a proclamar la verdad de la
Palabra; “perros mudos que ya no son capaces de ladrar”. Había estudiado tan a fondo las frases
de De Consideratione, de San Bernardo, que éstas hubieron de acudir frecuentemente a su pluma.
Y así, desde el mismo umbral de su Pontificado, sus Bulas recordaron su inexorable voluntad
de combatir los viejos errores, la simonía y el nicolaísmo. Una de las primeras recordó a los clérigos
la dignidad de su atavío, les prohibió vestirse como pisaverdes, amenazó con sus rayos a los que se
dejasen arrastrar a la embriaguez y fustigó a los que desconocían su vocación, hasta llegar el aceptar
llevar armas. Y su decisión inmediata fue reducir el boato de la Corte Pontificia.
Inocencio III puso una notable obstinación en hacer aplicar los principios que había
planteado desde su elección. Apenas se pueden enumerar sus Bulas “reformadoras”. La Curia
Romana fue reorganizada; se trató de apartar de ella a los negociantes que allí pululaban, a los
fabricantes de falsas Bulas, y a los funcionarios sospechosos de venalidad. La designación de los
Obispos fue controlada de cerca y los que no llenaban las condiciones canónicas de edad y de ciencia
fueron rechazados. Inocencio III mantuvo un estrecho contacto con los más dignos, recordándoles
sus deberes y repitiéndoles, según escribía a un Obispo de Lieja, que “aquel a quien incumbe el
servicio de las almas debe brillar por el ejemplo y por la ciencia como si fuese una antorcha”.

145
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – La vida rural y la vida urbana en la Sociedad Feudal
En cuanto se enteraba de que en una diócesis se había deslizado un abuso, advertía al Obispo
y le ordenaba a que procediese. Si alguno se mostraba blando en la reprensión, lo hacía amonestar
por hombres de su confianza.
En Norwich, en Inglaterra, en Gniezno, en Polonia, y en Dinamarca legisló contra los
sacerdotes incontinentes; denunció por todas partes la acumulación de beneficios y la avidez del
lucro. Los monjes se beneficiaron de la misma rigurosa solicitud. Obró en todos los casos con una
exactitud de información y una oportunidad admirables. Acción personal que prolongó la de los
Concilios nacionales y provinciales, cuya reunión provocó y que tuvieron como tarea la de adaptar
sus decisiones a las circunstancias locales.
Aquel inmenso esfuerzo se consagró en la reunión del Cuarto Concilio de Letrán, en 1215, un
año antes de la muerte del Papa. De todos modos, tanto en el plano político como en lo referente a la
Cruzada, aquella grandiosa reunión de cuatrocientos doce Obispos, ochocientos Abades o Priores, y
embajadores de todos los países, señaló la cumbre del pontificado. Pero la reforma moral ocupó el
primer lugar en sus trabajos. Más de veinte cánones tendieron a definir, de forma detallada, el ideal
del clero. Para formarlo, se decidió que toda Diócesis tenía que tener un “maestro de Teología” que
enseñase a los jóvenes. Todas las tesis reformadoras de Inocencio III quedaron resumidas en
aquellos cánones.
Aquella reforma moral no hacía más que confirmar y ejecutar, en mayor plano, unas ideas
que ya eran clásicas desde San Gregorio VII. Pero aquel gran Papa se dio cuenta intuitivamente, de
los cambios que se operaban; y comprendió así que el retorno al Evangelio tenía que hacerse por
nuevas vías.
Su actuación frente a las Órdenes y Congregaciones fue característica: buscó visiblemente
entre ellas a los elementos que habían de permitir que la Iglesia conservase un vivo contacto que
aquella masa humana a la que la coyuntura histórico-social encaminaba hacia nuevos destinos.
Apoyó a los Premostratenses, porque tales clérigos regulares podían desarrollar en ellos las virtudes
más elevadas y seguir siendo los hombres de las parroquias del rebaño común.
Animó a los religiosos que, extendiendo su acción fuera del claustro, se consagraban a la
caridad; así la Orden del Espíritu Santo, de modestos comienzos, llegó a ser una Orden internacional
de múltiples ramificaciones, dotada de una regla en 1213; y, gracias también a él, el provenzal San
Juan de Mata pudo fundar, en 1198, aquella admirable Orden de los Trinitarios, que tenía por
vocación arrancar al Islam los cristianos cautivos.
En Lombardía, algunas almas piadosas se agruparon para santificarse, sacerdotes, religiosos,
laicos, pañeros y comerciantes; se comprometían todos a practicar la caridad y a vivir castos y
pobres. Las autoridades desconfiaban de aquellos “humillados”, y los confundían más o menos con
los herejes, pero Inocencio III comprendió la buena voluntad de aquellos cristianos y los aprobó en
1201. Más aún entre los valdenses y cátaros había algunos elementos que quería volver a la Iglesia,
pero que, al someterse, deseaban practicar el mismo género de vida que habían llevado y continuar
trabajando por la predicación en la regeneración moral de la sociedad, bajo el control de la Jerarquía.
Inocencio III los comprendió. Los acogió y, contra sus desconcertados Prelados, dotó calurosamente
con un estatuto a aquellos “Pobres Católicos” dirigidos por Durando de Huesca.
Pero aquel gran Papa veía todavía más lejos. Se dio cuenta de que para luchar contra la
herejía, para remover de nuevo la levadura en la masa cristiana, ya no bastaban los antiguos métodos.
Y nació en él el proyecto de suscitar una nueva forma de predicación más próxima al pueblo y mejor
armada. Soñó con hombres de gran fe, inspirados en el ideal evangélico, desprendidos de los bienes
de este Mundo, y capaces de ir a los humildes con las manos abiertas para volver a decirles las
palabras de amor y de verdad.
Pensó primero en el Cister, transformándose, podría suministrarlos. Pero éste ya se
encontraba en decadencia y pese a los llamados del Papa, pocos respondieron.
Pero la Providencia iba a responder a esta llamada. Pues en el momento en que Inocencio III
escribía la Bula del 19 de noviembre de 1206 en la que recomendaba que se escogiesen “algunos
hombres experimentados que, imitando la pobreza de Cristo, el gran pobre, no temiesen ir, bajo
un vestido humilde pero con una ardiente inspiración, a buscar a los herejes para – con la ayuda

146
de Dios –, arrancarlos al error, tanto por el ejemplo de vida, como por lo pertinente de su
discurso”; en ese momento surgieron las Órdenes Mendicantes, a las cuales habría de corresponder,
en aquella encrucijada decisiva de la Historia, la tarea de que la masa cristiana subiese una vez más.
Y acaso ante Dios el mérito superior del gran Papa, sea haber comprendido y apoyado a los
Santos que iban a volver a enseñar a la Iglesia el principio de la renuncia a si mismo: San Francisco
de Asís y Santo Domingo de Guzmán 121.

Un soplo de gracias después de San


Gregorio VIII
El deseo de San Gregorio VII de re enfervorizar la Iglesia y por medio de ella la Cristiandad
fue seguido por muchos.
Debemos considerar que gloriosas instituciones de la Iglesia habían entrado en un proceso de
decadencia. Por ejemplo, Cluny, aquella gran Cluny que tan bien había mostrado el camino merecía
serios y graves reproches. Su abad Pedro, “el Venerable” no lo ocultaba: “Con excepción de un
pequeño número de monjes, el resto no es más que una sinagoga de Satán. ¿Qué pueden
reivindicar de monjes, sino el nombre y el hábito?”. En el curso de los siglos el monacato había
derivado muy lejos del recto camino fijado por sus reglas.
Por causa de su éxito, los monasterios habían pactado más o menos con la sociedad
temporal; tenían demasiadas riquezas y demasiadas tierras que regir; quizá tuvieran también
demasiados estudios, e incluso demasiados oficios, con detrimento del trabajo y del esfuerza
ascético.
Cluny había caminado en esta dirección. Se había perdido el espíritu de la fundación. La
reforma moral estaba implícita en aquel retorno a lo que se llamaba entonces la vita apostolica.
Así como había pasado con Cluny, otras instituciones de la Iglesia habían decaído de su
espíritu primero.
Pero el Divino Espíritu Santo suscitó una familia de almas con fervor y deseos de poner una
solución a estos problemas.
San Romualdo fundó en 1012 la orden de los Camaldulenses y San Juan Gualberto al año
siguiente otra orden contemplativa. El Beato Roberto de Arbrissel, un bretón con alma de fuego,
descontento con su vida de canónigo, se lanzó por los caminos a denunciar con entusiasmo los vicios
de cierto clero, arrastró de esta forma detrás de sí innumerables almas y fundó, por fin, la abadía de
Fontevrault (1096), aquella abadía donde hombres y mujeres eran recibidos en casas gemelas,
germen de una Congregación, que llegó a contar tres mil religiosos en Francia, Inglaterra y España.
Uno y otro realizaron así verdaderas reformas, tomando la Regla de San Benito y evitando todos los
desvíos de la decadencia. Llegando a prohibir, por ejemplo, la posesión de la menor parcela de tierra
fuera del monasterio.
Hubo almas con deseos de una radical entrega a Dios por medio de la soledad, el aislamiento,
y el silencio, fueron los cartujos fundados por San Bruno (1084), un noble de la Renania, y antiguo
estudiante de Bolonia y de Paris, que abandonó Reims, y sus cargos de maestro y canciller, por no
querer seguir sometido a un Obispo indigno. Aconsejado por su antiguo discípulo, Hugo, Obispo de
Grenoble, se instaló con seis discípulos en aquel salvaje bosque que habían de hacer famoso.
Y cuando en 1110 el Papa Urbano II lo mandó llamar a Roma, no pudo soportar vivir en
aquella ciudad demasiado agitada y volvió a marchar a otras soledades de la Calabria donde fundó
una nueva casa.
¿Cuál era la originalidad de la Cartuja?
Una mezcla de eremitismo y de cenobitismo. La “celda” del monje es un realidad una
pequeña casita de tres habitaciones, una es oratorio, la otra cuarto de dormir y la tercera un taller, sala
de estudios. Cada celda también tiene su pequeño jardín y huerta. El silencio es perpetuo, se reúnen

121 Daniel Rops, op. cit., págs. 174 a 178.

147
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – La vida rural y la vida urbana en la Sociedad Feudal
en el coro para cantar las horas del oficio y en el Refectorio los domingos y fiestas, como también el
día que muere un cartujo, ya que consideran que es una fiesta, pues el cartujo nació, ese día para el
Cielo. Todas las semanas hacen un paseo que sirve de recreación. Tienen una sola comida al día, se
privan de carne, y hacen un ayuno más riguroso desde el 14 de septiembre hasta Pascua. En pocos
años la vida cartujana se extendió por toda Europa, en el siglo XII ya contaba con 37 casas, dos de
las cuales eran de monjas cartujas.
Pero la orden que más influenció en el siglo XII a la Edad Media fue el Cister.
¿En que consistió la reforma del Cister? Nada más, pero nada menos, que un retorno a la
pureza de la regla de San Benito, desembarazada de todos los elementos añadidos por los siglos. Los
conventos cistercienses estaban instalados preferentemente en valles pantanosos – y no sobre
aquellas colinas tan amadas por Cluny –, debían de ser lugares de renunciación total a los bienes del
mundo. El vestido se componía de una simple túnica de lana, una cogulla y un escapulario de la
misma naturaleza. Como alimentación, ni carne, ni pescado, ni grasas, ni lacticinios, ni huevos; nada
más que legumbres hervidas; y además, desde el catorce de septiembre a Pascua, una sola comida
por día. Dormían en un jergón, sin ropa, en el que se acostaban vestidos. En medio de la noche se
levantaban para rezar y cantar Maitines. Sus iglesias eran austeras, desnudas de todo ornato. Y, sobre
todo, sus monasterios no debían aceptar donaciones ni diezmos, ni poseer tierras más que la escasa
cantidad para que pudieran vivir los monjes.
Austeridad inaudita, admirable; pero más admirable aún fue el éxito que acogió a esa
iniciativa. El vestido blanco de los cistercienses pareció ser el símbolo de una vida perfecta
Otra familia de almas que influenció en la época fue la fundada por San Norberto (1085 -
1143), los Premostratenses.
Norberto, joven noble alemán, nervioso y sensible, más preocupado de las bellas pieles y de
los equipos de caza que del Evangelio y que, habiendo disipado sus energías hasta los treinta años, se
vio requerido repentinamente por Dios mediante un rayo que mató a su caballo. Era Canónigo de
Xanten, en Prusia y prefería el Arzobispado de Colonia o la Corte de Enrique V, a su Cabildo, pero
cuando el Señor le hubo llamado, se puso a predicar con santa violencia contra los errores, suplicó a
sus colegas que se reformasen e intentó imponerles la observancia regular. Pero no tuvo éxito, pues
sus buenas intenciones no le valieron más que malos tratos, los escupitajos que un lamentable clérigo
le lanzó al rostro, y una denuncia motivada ante el Concilio de Fritzlar.
Abandonó entonces Xanten y todos sus bienes, se lanzó por los caminos de Alemania,
Bélgica y Francia y predicó por todas partes el retorno a la Vida divina y la necesidad de la
Penitencia. Su nombre empezó a hacerse célebre; intervino como árbitro en muchas discordias
feudales; y sus contemporáneos lo compararon a Bernardo de Claraval, e incluso algunos lo
declararon superior a él.
En 1119, Calixto II encontró a Norberto y le aconsejó que se arraigase, consejo juicioso, pues
en aquella época en que la Abadía era el verdadero centro de la vida religiosa, el mejor medio de
acción era el tener una base comunal y estable: la hora de los predicadores itinerantes no había
sonado todavía. Así fue como, en 1121, se fundó en Premontré, en el bosque de Saint Gobain, una
nueva Comunidad de Canónigos que practicaba la regla agustiniana. Pero el deseo del apostolado
enardecía al santo Fundador, quien volvió a partir, reanudó la predicación, y, por otra parte, fue
llamado muy pronto al Arzobispado de Magdeburgo en donde impuso las ideas reformadoras y
participó en la lucha contra el antipapa Pedro de León.
Felizmente, dejaba tras de sí a su amigo y colaborador Hugo de Fosses, que dio su
Constitución a la Orden. Tomó del cister el Capítulo general y la visita de las filiales por las Casas
Fundadoras, pero sobre todo la idea, verdaderamente genial, de utilizar a sus Canónigos regulares
como fermento para la masa del clero.
Los Premostratenses vivirían exactamente como monjes, en común, cantando los oficios,
mortificándose. Pero no se quedarían en clausura, sino que se consagrarían al ministerio parroquial;
y así sus conventos y sus Prioratos serían centros de vida cristiana activa. En suma, el

148
Premostratense sería la síntesis del monje y del párroco. Hacia 1350 la Orden contaba con 1350 casa
en Europa. Y en Alemania y en Europa Central, la cristianización de los campos fue obra suya122.

Las Órdenes Mendicantes


San Francisco y Santo Domingo

San Francisco de Asís – Un sueño


premonitorio
Durante el verano del 1210, Inocencio III, vio presentarse en su audiencia a un pequeño
hombre, delgado, de ojos ardientes, de unos 28 años, de baja estatura, delgado y de gran distinción.
¿Quién era? ¿Un nuevo alumbrado que venía a proponer alguna locura o una nueva herejía, como la
de los valdenses o los patarinos – una secta herética? ¡No!, venía recomendado por don Guido,
Obispo de Asís, y por el Cardenal Juan Colonna.
Cuando el joven se presentó ante él Papa, vestido de una manera más que humilde y tosca,
con un sayal muy usado, pero muy limpio; y sobre todo, cuando comenzó a hablar con una voz
vehemente y dulce, sin ninguna inhibición, y con la fuerza persuasiva de un alma poseída por Dios.
Inocencio III al escucharlo, tuvo una gran alegría, pues esa misma noche había tenido un sueño que
coincidía con sus más dolorosos pensamientos. Había visto que la Basílica de San Juan de Letrán,
vacilaba a punto de desplomarse, cuando surgió un hombre, enviado por Nuestro Señor, que con
sólo apoyarse en las bamboleantes murallas, impidió la catástrofe. Un hombre delgado, joven, de
rostro ascético y ojos de fuego, vestido de humilde estameña, y que era el exacto rostro de aquel que
tenía frente a si.
Así fue como Francisco Bernardone, venido a Roma simplemente para confiar al Santo Padre
sus esperanzas, se encontró, él y sus hermanos, autorizado a exhortar a los cristianos a que vivieran
como tales. De esta forma los hombres que seguían a Francisco se convirtieron en la primera semilla
de la Orden de los Hermanos Menores, tal y como había de llamarla su Fundador seis años más
tarde. Una gloria nueva surgía en la Iglesia.
Francisco, según los retratos que nos han llegado de él, era de una delgada silueta, de barba
rala, rasgos regulares y finos, y unos grandes y brillantes ojos negros, que dejaban trasparecer un
alma meditativa y exigente, un carácter de hierro, bajo aquella aparente dulzura.

De familia burguesa y acomodada


De una familia burguesa y comerciante acomodada, Francisco era generoso, casi en exceso,
servicial, ardoroso, dulce, cortés, de una constante gentileza. Pero tanta gracia escondía la más
auténtica virtud de fortaleza, una voluntad sin hendiduras y un temperamento, que si no hubiera
dominado, hubiera sido capaz de llevarlo a los extremos. Su encanto estaba hecho de aquella mezcla
de contención y de audacia. Nunca usaba palabras groseras, pero jamás vacilaba en decir lo que
consideraba verdadero y justo. Nunca se le vio cometer la menor indignidad ni pactar en lo más
mínimo con aquel código de exigencias interiores y de refinamiento en la delicadeza que regía sus
actos de Caballero de Cristo.

122 Daniel Rops, op. cit., págs. 159 a 168.

149
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – Las Órdenes Mendicantes
San Francisco y Santo Domingo
Cuando en 1210 se presentó ante el Soberano Pontífice, hacía ya varios años que Francisco
había elegido su camino. Sin embargo, el Señor había tenido que llamar fuertemente y que advertir
varias veces para que el hijo del rico comerciante de lanas Bernardone se convirtiese en el Poverello.
Habían sido precisos varios sueños inspirados, el milagro de un Crucifijo que rompió a hablar y, más
modestamente, la dolorosa experiencia del cautiverio y de la enfermedad, para que aquel guapo
mozo de sangre viva, al que la loca juventud de Asís había aclamado como a uno de sus jefes, se
trocase en aquel humilde penitente, vestido miserablemente, que, arrodillado ante el Papa, recibía la
tonsura de los servidores de Dios.
Nacido en 1182, en aquella ciudad de Asís, en la Umbría. Su nombre su padre se lo había
dado por Francia a la que iba siempre por razones comerciales y de la cual gustaba mucho.
Llevó la vida de un joven burgués acomodado, con sueños y veleidades de luchas y de
mundanismo. Se sumergió en aquellas guerras que, por aquel entonces, trababan entre sí las
ciudades y estados de la península italiana.

Su conversión
Precisamente en uno de aquellos conflictos le proporcionó la ocasión de un retiro forzado.
Durante su prisión en Perusa, Francisco había empezado a reflexionar sobre sí mismo. Después de
un año de prisión volvió a su casa en tan precario estado de salud que tuvo que guardar cama, y
entonces dispuesto de largas horas de silencio, las cuales son más propicias para la venida del Señor
que la disipación de la vida activa. Entonces fue cuando oyó acercarse a Dios: tenía por aquel tiempo
21 años.
Desde aquel instante cautivo en manos del Maestro. Pensó en alistarse en la Cruzada,
esperando ser armado Caballero allí, pero inmediatamente y por dos veces, Nuestro Señor le advirtió
que se equivocaba de camino. Todavía dividido entre sus antiguos gustos y esta llamada del Señor,
un día mientras caminaba por esas llanuras de la Umbría, a lo largo de una colina erizada de cipreses,
sintió de pronto, un desgarro, que Cristo estaba allí, junto a él, en él, humillado y trágico, traspasado
por sus cinco llagas. Y todo quedó resuelto para él.
Francisco había reconocido al Señor en aquel leproso purulento que encontró en su camino.
Había sentido su Presencia inefable en sus horas de oración solitaria en las grutas de la montaña; y
también Le había querido servir cuando en Roma, durante la peregrinación, había pasado por
humillación, horas enteras como mendigo entre los mendigos. Sobre todo un día cuando rezaba ante
un crucifijo bizantino en la destartalada capilla de San Damián, de pronto, Éste le ordenó con dulce
pero irresistible voz: “¡Francisco, ve y reconstruye Mi Casa, pues Mi Casa se cuartea!”
Francisco modestamente, sin imaginar que Nuestro Señor le pidiese la tarea no de reconstruir
iglesias de piedra, sino la propia Iglesia de Cristo, comenzó a restaurar con sus propias manos
algunas capillas, oratorios y otros edificios religiosos que amenazaban de ruina. Pero Dios, utilizó
otros medios para hacerse entender.

Ruptura con su familia


El señor Bernardone, furioso al ver que su hijo de 25 años se escabullía al deber, de vender
tela y ganar dinero, había puesto manos a la obra. El Rector de San Damián, aquel que había acogido
benignamente a Francisco, fue increpado severamente por el padre de Francisco. Pero éste tenía muy
claro que la orden del Señor de que para seguirlo había que abandonar todo, incluso el hogar
paterno, resistió las intimaciones de reintegrarse al hogar paterno y también la demanda que ante los
Magistrados presentó su propio padre en tal sentido.
Entonces sucedió aquella escena de la que fue testigo todo Asís: Francisco, el elegante
Francisco de antaño, compareció casi desnudo, en la plaza, ante el Obispo Guido, a quien se había

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apelado para que dictaminase sobre su caso; arrojó sus vestidos y el resto del dinero a los pies de su
padre y exclamó que, a partir de aquel momento, ya no reconocería a otro padre que Al que reina en
los Cielos, al oír lo cual el Obispo, adoptando a aquel hijo en nombre de la Iglesia, lo había cubierto
con el borde de su manto.

Francisco y sus místicas nupcias con la


pobreza evangélica
Francisco comprendió en ese momento y para siempre que su propia misión era la de ser
pobre con El más grande de los pobres. Y desde entonces se había desposó con la Santa Pobreza. Un
desposorio místico.
Durante su vida no repitió otra cosa. La Pobreza, la absoluta negativa a poseer el más mínimo
de los bienes de este Mundo, que luego nos poseen a nosotros; no enseñó nada más. No aportaría a
una Iglesia amenazada de ruina por el dinero, otro apoyo que aquel recuerdo de la verdad evangélica,
sin duda la más ardua de todas las verdades. Y la Pobreza, para él, ni siquiera sería el medio de liberar
de todas las trabas al Cristiano para que pudiera ser éste más apto para servir a Dios, tal y como lo
había sido para los grandes monjes, por ejemplo, San Bernardo, o como iba a serlo, en aquel mismo
momento, para un émulo suyo Santo Domingo. No, para él, el renunciamiento total, el absoluto
despojo serían el fin supremo, medio y fin a la vez de toda Santidad, esa hambre del Reino de Dios y
de su Justicia, la cual se le prometió que todo se le daría por añadidura.
¿Pero sería una vida de un pobre solitario a la que lo llamaba su Vocación?
Un día de febrero de 1209, cuando Francisco oía Misa solo en la iglesia de San Damián,
restaurada con sus manos, un versículo del Evangelio le hirió en pleno corazón: “¡Id y predicad!
Decid: ¡El Reino de los Cielo se aproxima!...” Ir... Predicar... Y no aquella soledad, demasiado
dichosa, en donde se buscaba al Señor entre la paz de los campos y los trinos de los pájaros. Había
que gritar la Palabra al mundo. Y cogiendo un túnica gris de campesino, y ciñéndose una cuerda a los
riñones, Francisco había subido entonces la dura cuesta que conducía a Asís y se había puesto a
hablar en la plaza de su Ciudad.

Pobreza y predicación del Evangelio


Su vocación de predicador acababa de añadirse a su vocación de pobre: quedaban así
planteadas las dos bases de lo que había de llegar a ser la Orden Franciscana.
El aliento de Inocencio III dio a la nueva Orden el ímpetu decisivo. Puesto que el Papa los
había autorizado a predicar, los Hermanos franciscanos de hábito gris, pudieron dirigirse a los curas y
obtener de ellos el permiso de enseñar a las gentes. Desde el lastimoso convento de Rivo Torto, por
debajo de la Colina de Asís, en donde se había edificado con sus manos algunas cabañas, los
Hermanos se fueron, dos a dos, por toda la comarca, a Espoleto, a Perusa, a Gubbio, a Montefalco, e
incluso más lejos, hacia Arezzo y hacia Siena. Un nuevo clima de fraternal dulzura, se extendía a su
alrededor en cuanto aparecían.
En Asís, las facciones, reconciliadas por la voz del joven Santo, dieron tregua a sus querellas.
Afluyeron las vocaciones; después de Rivo Torto, Santa María de los Ángeles, que había de llegar a
ser célebre a causa de la indulgencia de la “Porciúncula”, vio elevarse el nuevo convento de l os
Pobrecillos. Muy pronto, toda Italia central se habituó a ver por sus caminos a aquellos Hermanos
grises que mendigaban su pan cotidiano y no tenían morada fija, pero cuyas voces, alegres y
fervientes, hablaban tan bien de Cristo con músicas y cantos de ángeles.

151
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – Las Órdenes Mendicantes
San Francisco y Santo Domingo
Santa Clara y la “Orden de las Pobres
Damas”
Una de las más admirables seguidoras que obtuvo Francisco fue Clara, aquella exquisita
joven de rasgos tan puros, cuyo mismo nombre parecía irradiar luz y cuyo retrato, en el muro de la
Basílica de Asís, todavía conmueve al visitante con un penetrante y misterioso encanto. Rica y
hermosa, hija de noble linaje, también hubiera podido aceptar la vida fácil que la esperaba, pero en
cuanto oyó a Francisco en la Catedral de Asís, hablar de Dios y del único Amor, con palabras que no
parecían de la Tierra, decidió abandonarlo todo para seguir al testigo de Dios.
El Domingo de Ramos del año 1212 abandonó a su familia y confió su vocación al Obispo
Guido; y luego en la luminosidad primaveral de la Umbría, se fue a instalar como ermitaña en un
hayedo cercano al convento de los Hermanos. Acababa de nacer la Orden de las Pobres Damas,
nuestras actuales Clarisas.
Cuando en 1215, el Concilio de Letrán, al ver el desorden de la proliferación de muchos
grupos y órdenes religiosas, decretó que no se aceptaría ninguna orden nueva, las que surgiesen
deberían adoptar la regla de alguna ya existente. Pero Inocencio III viendo el progreso extraordinario
de los hermanos de San Francisco, aclaró que por lo que se refería a los “Penitentes de Asís”, él ya
les había autorizado para tener su regla.
A todo esto la orden de San Francisco crecía como un reguero de pólvora. En poco se
encontraba arraigada en toda Europa, hasta en el mismo Oriente.

La Orden Tercera franciscana


En 221, surgió una nueva planta franciscana, la Orden Tercera Franciscana, que permitía a las
personas de uno y otro sexo, a quienes los deberes de estado retenían en el mundo, vivir conforme a
la regla de conducta análoga a la de los Hermanos.
Idea profunda que había de hacer penetrar el mensaje franciscano en lo más espeso de la
masa cristiana, y multiplicar de algún modo el efecto de esta nueva levadura. Hemos de ver surgir de
esta milicia laica sublimes figuras, como, entre muchas, Santa Isabel de Hungría, y San Luis Rey de
Francia, ambos miembros de la Orden Tercera Franciscana.

Expansión de la obra y cruces


Pero el éxito del Poverello tuvo su contrapartida en dificultades, no pequeñas para la Orden
Franciscana. El éxito es un gran problema y no es fácil encontrarle solución. La orden creció tanto
hubo tanta afluencia de gente que hubo una necesidad de institucionalizarla. Era preciso prever una
organización, una administración, unos reglamentos. ¿Cómo conservar el espíritu al
institucionalizarla? He aquí en problema muy serio.
Francisco por su parte quería la expansión de su Obra, pensó en ir a Marruecos, para
convertir a los musulmanes, no lo pudo hacer, pero envió a seis hermanos, que obtuvieron allí la
palma del martirio.
El mismo fue a Tierra Santa, rezó en el Santo Sepulcro y pasó a Egipto, para convertir al
Sultán, conversó con él de las cosas de la religión y este Sultán conservó una especie de amistad por
Francisco.
Entre 1218 y 1223, la Orden tuvo que aceptar tener un noviciado, una regla, varias veces
corregida, se establecieron casas donde residan los hermanos, hubo cargos, funciones
administrativas. La orden fue dividida en provincias, y todas éstas dirigidas por un “Ministro
General”. A esta sistematización, que había de ser fecunda, se añadió la clericalización, con los

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sacerdotes que afluían cada vez en mayor número a la orden; a partir de 1223, los Franciscanos
tuvieron que “celebrar cada día el Oficio según el uso de la Iglesia Romana”.
Toda esta evolución, no se realizó sin grandes dolores de San Francisco. El Santo Fundador
se preguntaba si verdaderamente era esto lo que Cristo quería, si su ideal no había sido traicionado.
“¿Quiénes son los que se han atrevido a separar de mí a mis Hermanos?” murmuraba en los días
de inquietud.

Unión mística con Nuestro Señor


Mientras se aproximaba el fin de su vida, San Francisco crecía en una verdadera unión
mística con Nuestro Señor Jesucristo. Vivía cada vez más en Dios. Pasó un tiempo en la gruta de
Subbiaco. En el mes de septiembre de 1224 acababa de subir a la cumbre del monte Alverno, para
orar, después de varios días de contemplación y de sed de Dios, de repente en la mañana del 17,
apareció ante sus ojos extasiados en el deslumbramiento del Amor, un Serafín, que batía el aire con
sus seis alas y que llevaba dibujada en su ser sobrenatural la imagen del Crucificado. Al salir del
éxtasis, Francisco sintió penetrado de un dolor múltiple, desgarrador y suave: sobre sus manos, sobre
sus pies y sobre su costado eran visibles y sangrientas las llagas de la Pasión. El testigo de Cristo
llevaba en su carne los estigmas de Dios.
Aquella alegría inefable debía ser el alimento de sus dos últimos años. No pareció sobrevivir a
aquel instante único más que para cantar a Dios y para alabarlo de mil modos.
Casi agonizante, quiso que se le transportara hacia aquella Santa María de los Ángeles que le
recordaba su juventud, y en el camino, haciendo detener a los portadores de las angarillas, bendijo
por última vez a su ciudad. Había añadido al Cántico del sol una estrofa para alabar a “Nuestra
hermana la Muerte”. El sábado 3 de octubre de 1226, cuando ya su garganta había casi enmudecido,
lanzó todavía frases del salmista: “He clamado hacia Dios toda mi voz”. Y luego murió. Y se
asegura que una gran bandada de alondras se elevó hacia el Cielo como si acompañasen el alma de
Francisco 123.

Santo Domingo de Guzmán, fundador de


los predicadores: una orden
eminentemente mariana
Un día de verano de 1205 se presentó ante Inocencio III el Obispo de la Diócesis de Osma,
don Diego de Acevedo. Viajaba desde hacía dos años, encargado, por el Rey Alfonso VIII de
Castilla, de traer de Dinamarca una prometida para el Infante heredero; pero habiendo muerto la
joven Princesa, no había querido regresar a España sin orar ante la tumba del Apóstol. Era un Santo
varón, un alma sacerdotal a quien hostigaba el hambre de servir mejor a Dios. Su pequeña diócesis
había sido ya reformada por su predecesor don Martín de Bazán, y su Cabildo de Canónigos seguía
los usos de los Premostratenses. Pero a don Diego no le bastaba con cumplir lo mejor posible su
tranquilo oficio de Obispo. Pensaba en los millones de almas entenebrecidas a quienes el Señor
quería que fuese llevada la luz.
Había oído hablar de los Kumanos, bárbaros acampados en los confines de Hungría, cuyas
costumbres eran tenidas por particularmente feroces. Venía así a pedir al Papa la autorización para
dimitir de su cargo episcopal con el fin de ir a bautizar a aquellos salvajes. Junto a él, como una
especie de consejero de embajada, se hallaba un joven, el Superior de su Cabildo, al que don Diego
amaba como a un hijo. Aquel Sacerdote tenías rasgos serenos, frente alta, recta la mirada; emanaba

123 Rops. D., op. cit., págs. 178 a 188.

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Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – Las Órdenes Mendicantes
San Francisco y Santo Domingo
de él una impresión de fuerza tranquila y de firmeza sin grieta alguna. Se llamaba Domingo de
Guzmán.
Nadie ha sabido lo que le dijo el Papa a sus dos visitantes, pero, por los resultados, se puede
conjeturar su pensamiento:

¿Porque ir tan lejos a llevar el Evangelio a unos paganos, cuando a dos pasos
de vosotros, al otro lado de los Pirineos, tantas, tan preciosas almas, se pierden para
Cristo? La misión difícil que anheláis está al alcance de vuestra mano en ese
Languedoc cristiano devastado por la herejía.

Era el momento exacto en que Inocencio III, angustiado por los progresos de la herejía
cátara, pensaba en promover algunos predicadores que fuesen a combatir a los cátaros en su propia
casa, y que, para esta tarea, se había dirigido al Cister.
Don Diego se rindió a las razones del Pontífice. Volvió a España desviándose por Borgoña
para saludar de paso la gran Abadía e incluso vestir la cogulla de los hijos de San Bernardo, entre los
casi cuarenta misiones pontificios que trabajaban en Languedoc.

El sur de Francia arrasado por la herejía


cátara
La situación en el sur de Francia era desgarradora. Los jefes cátaros, los “perfectos”,
provocaban a públicos torneos ideológicos a los jefes católicos y éstos no siempre salían victoriosos.
Sucesivamente, Reynier y Guido del Cister, Pedro de Castelnau, arcediano de Maguelonne, y el
mismo Abad de Cister Arnaldo Amalarico, Legados del Papa para la lucha anticátara, se habían
sentido conquistar por el desaliento.
Domingo y don Diego percibieron la dificultad de la lucha: la destreza dialéctica de los
herejes y la insuficiencia de los argumentos que se les oponían. Percibió también, asistiendo a una
asamblea de Abades y de dignatarios cistercienses, se atrevieron a decir su observación en alta voz.
Todos aquellos Legados encargados de llevar la Palabra de Cristo iban por los caminos con
confortable equipaje, con caballos, coches, bagajes y criados, todo lo cual les parecía necesario a su
rango. Los “perfectos”, por el contrario, vivían como pobres, caminaban a pie y se mostraban
humildes.
Domingo y don Diego, eran “hombres experimentados, decididos a imitar la pobreza del
Gran Pobre”. Poniendo en práctica sus ideas, enviaron a su séquito a Osma y anunciaron que desde
entonces irían por los caminos sin equipaje y a pie, como los primeros Apóstoles. Domingo dedujo
así la lección de una doble experiencia: descubrió el fin al cual debía de tender: fundamentar
sólidamente el pensamiento, para ponerlo al servicio de la verdad de Cristo; y el medio de
atestiguarlo por el ejemplo: la absoluta renunciación, la Santa Pobreza.
Era entonces un hombre de unos treinta y cinco años, tranquilo y apasionado como son los
mejores hijos de su País.

Domingo un hidalgo castellano


Domingo había visto la luz en 1171, en el duro valle del Duero, tercer hijo de Félix y de doña
Juana, en el seño de una familia enlazada con el ilustre linaje de los Guzmanes. Calahorra, aldea
mínima, apenas ofrecía medios de educación, por lo que fue enviado a casa de un tío suyo Arcipreste
de Gumiel de Izán, y luego a la Universidad de Palencia, donde permaneció unos diez años.
Sus padres adivinaron, sin duda, en él una inteligencia sólida y dotada para el estudio; por
otra parte, su madre, mientras lo llevaba en su seno, había tenido un sueño premonitorio, pues había

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visto salir de sus entrañas a un perro ardiente que llevaba en las fauces una antorcha con la que
abrazaba toda la Tierra. Parece que, desde su juventud, se manifestó la verdad de aquella profecía,
pues, cuando llegó a ser Canónigo regular de Osma, Domingo se reveló pronto como el verdadero
jefe del Cabildo; y cuando aún no tenía treinta años fue elegido Superior y escogido para consejero
del Obispo don Diego.
Todos sus biógrafos coinciden en decir, y todavía más que los otros su hija espiritual, la Beata
Cecilia Cesarini, que era un hombre digno, bien constituido, de estatura media, pero de perfectas
proporciones, cuyo rostro resplandecía con una mirada luminosa, cuyas manos era largas y finas y
que todo su porte estaba lleno de dignidad. Emanaba de él una especie de sereno resplandor que a
todos inspiraba cariño y respeto.
Siempre dispuesto para la lucha y ardiendo en deseos de buscar al adversario, había mucho
en él de atleta de Cristo, del Cruzado. Pero se alababa también su extrema sencillez, su generoso
corazón y su caridad siempre despierta.
Para Domingo el estudio lúcido de los hechos, y la reflexión fundada sobre sólidos
conocimientos, eran los medios de la determinación; y cuando quedaba definido el objetivo que
había de alcanzar, se entregaba a él con una tranquila fuerza; de él se había dicho que era “un
constructor”, pues estas cualidades de organización y método creador, cuando están asociadas a la
audacia del ímpetu, forman un hombre singularmente eficaz. Tenía además el don de expresar con
elocuencia sus claras ideas, sus proyectos y sus razonamientos. Todos sus biógrafos están también
conformes en un punto; cuando hablaba, con una voz sucesivamente afectuosa y tonante, nadie
resistía a la seducción de su lenguaje, a la fuerza de sus argumentos, a la emoción que, visiblemente
se apoderaba de él y que se hacía comunicativa.
Verdaderamente parecía que Dios se expresaba por él. Y era cierto, pues aquel hombre de
acción, aquel pensador, aquel gran constructor, era al mismo tiempo y más fundamentalmente un
místico, un alma entregada a Cristo y ardientemente preocupada de modelarse sobre Su imagen.
Su pensamiento, alimentado por la Sagrada Escritura, cuyos libros no abandonaba nunca,
estaba literalmente impregnado del Evangelio.
Su Fe era una de aquellas a las que se prometió que levantarían las montañas, y los
numerosos milagros que se le reconocen apenas asombran, pues un tal poder de convicción tenía la
talla suficiente para resucitar cuatro muertos. Como eclesiástico sentía apasionadamente su
pertenencia a la Ecclesia Mater, custodia de las tradiciones y de las fidelidades. Y resulta
emocionante ver como aquel hombre de hierro, comprometido en tan duras luchas, se convertía en
un niño a los pies de Nuestra Señora; la Orden nacida de él, estuvo por voluntad suya, marcada por
el sello mariano.

Un místico activo
Santo Domingo fue, pues, un místico activo, conforme a un tipo que la gracia produjo en la
Edad Media, como San Bernardo, San Luis Rey o San Fernando III; al mismo tiempo fue un
pensador.
Después del regreso de don Diego a Osma, donde debía morir en diciembre de 1207,
Domingo asumió sólo la responsabilizad del nuevo apostolado. Fue, sin duda, ayudado por algunos
compañeros. Las ciudades y aldeas del Languedoc vieron aparecer aquellos misioneros de un género
inusitado, que vivían pobremente y eran tan abnegados, tan modestos, y tan caritativos. Se les
encontró en Caraman, cerca de Toulouse, en Carcasona, en Verfeil, y en Fanjeaux, no lejos de
Pamiers.
Sus contiendas con los herejes se multiplicaron y empezaron a favorecer la Fe cristiana. El
mismo Señor apoyaba la acción de sus fieles con milagros insignes. Un día, un escrito del Santo,
arrojado al fuego como prueba u ordalía, fue rechazado indemne por la llamas, mientras que el libro
del hereje cátaro fue consumido por entero por las llamas.

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Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – Las Órdenes Mendicantes
San Francisco y Santo Domingo
Fue entonces que Santo Domingo hizo su primera fundación. En la aldea de Prouille, al pie
de los Pirineos, era un lugar de peregrinación mariana. Santo Domingo había orado muchas veces a
Nuestra Señora de Prouille y recibió de Ella la inspiración de fundar un convento que acogiera a las
mujeres y muchachas que abjurasen de la herejía pero que deseasen continuar viviendo con la
misma vida austera y pura. Idea profunda, pues aquel centro ejercería la influencia del ejemplo sobre
una selecta minoría femenina, y, más tarde se le confiaría además la educación de los niños de una
escuela.
Simultáneamente los misioneros itinerantes tendrían un centro desde donde podrían irradiar
su apostolado por toda la comarca hereje y comunicarían fácilmente con Toulouse
El nuevo Obispo de Prouille, Foulques, recurrió a Domingo y sus compañeros, un burgués de
la ciudad les dio una casa cerca de la iglesia de San Román y con ello quedo cubierta una segunda
etapa. Domingo se había convertido, oficialmente, en el dirigente de la comunidad de misioneros
diocesanos bajo la autoridad del Obispo: era el germen de la Orden de los Predicadores.
Domingo y sus hermanos presentían que, pese a ser siete, Dios los llamaba a una tarea
inmensa. El Obispo Foulques les dio el nombre con el que pasarían a la posteridad: “Hermanos
Predicadores”, que más tarde debería ratificar el Papa Honorio III.
En 1215 se abrió el Concilio de Letrán. Foulques y Santo Domingo pensaron que había
llegado el momento en que la Iglesia aprobaría su orden. Inocencio III los animó a continuar la
predicación, pero se chocaron con los Decretos del Concilio que prohibía la constitución de nuevas
órdenes religiosas y exigía que las nuevas que surgiesen adoptasen las reglas de algunas de las
existentes. Santo Domingo conocía muy bien la de San Agustín, cuya flexibilidad le permitiría el
cumplimiento de su misión, serían a la vez monjes por su espíritu y misioneros por su modo de vivir.
Adoptaron costumbres muy parecidas a la Orden de los Premostratenses.
Pero muerto Inocencio III, subió al trono pontifico el anciano Cardenal Savelli, que moriría
más que centenario. Un hombre de fuego y muy lúcido. Comprendió el peligro cátaro y conociendo
el trabajo de Santo Domingo y sus hermanos, les envió en enero de 1217, una calurosa carta de
aprobación, escribiendo a Domingo que los Hermanos de su Orden debían ser “los campeones de la
Fe y las verdaderas luces del mundo”. Formalmente el Papa “confirmaba la Orden y la tomaba
bajo su protección”.
¿Cuántos eran? Sólo dieciséis, seis españoles, que se codeaban con normandos, ingleses,
franceses, provenzales, navarros y languedocianos. Su hábito era una túnica blanca de los Canónigos
Regulares y una capa negra de los sacerdotes españoles. Lo que no quiere decir que la Santísima
Virgen no se hubiera cuidado de precisarles los detalles de su vestidura, y en especial la obligación de
llevar el escapulario, según se cuenta en el éxtasis del Hermano Reginaldo de Orleáns.

En los grandes centros intelectuales, y en


las plazas y mercados
Desde aquel entonces quedaron fijados sus caracteres, serían predicadores y hombres de
estudio; una Orden de palabra y pobreza.
Hablarían en las iglesias, en las Universidades y en las escuelas, pero también en las plazas y
los mercados. Apenas fundada la Orden, Santo Domingo la dispersó por los cuatro puntos de la
Cristiandad, apuntando sobre todo a los grandes centros intelectuales, donde la lucha de las ideas
podría ser más dura, pero más fructuosa.
Santo Domingo quería que sus hijos cultivasen el conocimiento antes de lanzarse a través del
mundo. Ya en 1216, antes de ir a Roma, Santo Domingo había confiado su grupo a un maestro de
Toulouse, para que les diese lecciones. Una vez obtenida la aprobación pontificia, la Orden apunto a
las Universidades célebres de la época, en primer lugar para formar a los suyos, y, luego, para
introducirse en las filas de los maestros.

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Por fin Santo Domingo impuso, personalmente, la Pobreza. Veía que a medida que la Orden
fuese desarrollándose, podía crecer la tentación de sentirse trabada por causa de los bienes que
pudieran darle y por las iglesias que se le pidiera que rigiesen. Se corría el riesgo que su aspecto
“canonical”, impidiese la predicación y obstaculizase la libertad de movimiento.

Encuentro en Roma con San Francisco


de Asís
En Roma Santo Domingo se encontró con San Francisco de Asís, probablemente en casa del
Cardenal Hugolino, aquellos dos hombres de Dios, por diferentes que fueran se comprendieron
profundamente. Quiere una tradición que en el segundo Capítulo de los Franciscano en 1217, un
vestido blanco destacase entre las túnicas grises, y es famosa aquella escena pintada por Andrea della
Robbia, en la loggia de San Pablo de Florencia, que presente a Santo Domingo en el momento de
despedirse del Poverello, rogándole que le ofreciese como reliquia la cuerda de cáñamo que le ceñía
los riñones.
Confirmado en sus ideas de pobreza por el ejemplo de San Francisco, Santo Domingo volvió
a plantear la cuestión ante su Orden y en Pentecostés de 1220, en el Capítulo General de Bolonia,
hizo decidir que los Predicadores renunciasen a poseer iglesias y conventos y toda propiedad
inmobiliaria, y que fuesen también mendicantes, a fin de poder estar totalmente ágiles para el servicio
de Dios.

Un fundador como pocos en la Historia


La regla sólo estaría codificada en 1228, pero su Fundador había visto ya lo que era esencial
de lo que sería indispensable para que aquella pequeña semilla pudiera llegar a convertirse en árbol.
Tal fue el genio de Santo Domingo que sus sucesores no tuvieron que hacer otra cosa sino seguir sus
huellas. Lo que tuvo, entre otras ventajas, la de evitar que la Orden dominica tuviese la crisis por la
que pasó la franciscana después de muerto el Poverello.
La comprensión de las necesidades de su época y la voluntad de ir recto a su fin, hicieron de
Santo Domingo uno de los más notables Fundadores que jamás existieron.
La Orden, tal y como la concibió, realizaba una síntesis entre la autoridad de los jefes y su
dependencia frente a sus subordinados. Se parecía a la vez a las dos formas políticas que se
desarrollaban en aquel momento: la Monarquía y el Municipio. En cada Casa, el mando pertenecía al
Prior, que era elegido para cierto lapso de tiempo por todos los religiosos y que, una vez acabado su
período de mando, volvía a ocupar su puesto entre sus filas; el Capítulo Conventual constituía un
freno para los excesos de poder.
En el escalón superior de la Provincia, el Capítulo Provincial confirmaba la elección de los
Priores, y elegía al Prior provincial cuya tarea principal era la de visitar a todas las Casas que
dependían de él; ese Capítulo provincial se componía de los Priores conventuales, asistidos cada uno
de ellos por un Definidor elegido y por los Predicadores generales, es decir aquellos Hermanos que
tenían el derecho de predicar en todas las Diócesis.
El papel de esos “definidores”, hombres de confianza elegidos por los religiosos, había de ser
muy importantes; fueron los consejeros de los Provinciales y sus intermediarios cerca de sus
Hermanos. Por fin, el Maestro General era elegido por el Capítulo General, compuesto por los
Provinciales y por los Definidores. Por otra parte, ese Capítulo General se desdoblaba, en cierto
mudo, para asegurar desde arriba una constante vigilancia y también para reservar válvulas de
seguridad a los descontentos; cada tres años se reunían así todos los Provinciales; los otros dos lo
hacían los Definidores, y esos Capítulos anuales resolvían todas las quejas que se les dirigían.

157
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – Las Órdenes Mendicantes
San Francisco y Santo Domingo
Las Constituciones Dominicas han demostrado ser lo bastante flexibles para poderse adaptar
a las nuevas necesidades, pero también tan sólidas que nunca han sido reformadas. Y nada atestigua
tanto la gentil lucidez del Fundador que el hecho de que esta organización haya podido permanecer
casi idéntica desde el siglo XIII hasta nuestros días.
Paralelamente a la fundación de la Orden masculina nacieron otras instituciones. En Nuestra
Señora de la Prouille, la Orden femenina había precedido a la de los predicadores. Se transformó en
una Orden contemplativa, que pronto alcanzó gran importancia, cuando las Religiosas de Santa
María del Transtevere de Roma aceptaron colocarse bajo la obediencia dominica. Más tarde, la
Orden contemplativa se completo con “Terceras Órdenes regulares”, consagradas a la enseñanza y al
cuidado de los enfermos.

La orden tercera dominica


La penetración de la idea dominica había de verse todavía acrecida con la creación del Orden
Tercero. Bastante diferente del Franciscano; al menos en el origen, se definió primero como una
“Milicia de Jesucristo” encargada de defender la Iglesia y luego como una “Hermandad de la
Penitencia”; pero muy pronto, su ideal fue el aplicar a la vida profana lo más posible los principios
de la Orden. Con eso el escapulario dominico se llevó también debajo de la coraza de los guerreros y
de los mantos de los Reyes.
La aprobación pontificia fue la señal para un impulso decisivo. Se presentaron vocaciones
eminentes y numerosas. En pocos años los caminos de Europa se vieron recorridos por religiosos
vestidos de blanco y negro.
Pero más importante que la importancia del reclutamiento fue la exactitud de los puntos de
vista y de propósitos, en la cual es imposible dejar de reconocer todavía la genial lucidez del
Fundador.
Pues los puntos donde la nueva Orden arraigó fueron exactamente aquellos en los que la
Cristiandad podía preparar su porvenir: Roma, Paris, Bolonia. En Roma, el Convento de San Sixto, y
poco después el de Santa Sabina en el Aventino, establecieron firmemente la presencia dominica
cerca del Jefe Supremo de la Iglesia
El pensamiento dominico estuve presente en los dos grandes centros universitarios
medievales, Paris y Bolonia
Al final de la vida de Santo Domingo, su Orden contaba con ocho provincias dominicanas:
España, Provenza, Francia, Lombardía, Roma, Alemania e Inglaterra.

Muerte de Santo Domingo


Un ángel de extraordinaria belleza apareció a Santo Domingo y le anunció que moriría antes
del día de la Asunción de Nuestra Señora.
Llegó a Bolonia en 1221 con una terrible jaqueca y una fortísima disentería. Eran sus últimos
días. Su muerte tuvo la dignidad sencilla y serena de su vida. Quiso dar los últimos consejos a los
jóvenes novicios.
Luego hizo venir en torno a su jergón a doce hermanos entre los más antiguos. Les hizo en
primer lugar, sus supremas amonestaciones para la prosperidad de la Orden, después de lo cual se
confesó públicamente delante de todos ellos. Al referir esta confesión, el Beato Jordán de Sajonia, su
biógrafo, refiere este rasgo del Santo:

Aunque la Bondad Divina me ha preservado hasta este instante de toda


impureza – dijo –, quiero confesar, sin embargo, que no he podido escapar a la

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imperfección de hallar más placer en la conversación de las mujeres jóvenes que en la
de las mujeres de edad.

El viernes seis de agosto, un poco antes del mediodía, hizo alinear a todos sus Hermanos
cerca de su cama, como en el coro, para que pudieran rezar, en el instante supremo, la oración de los
agonizantes.
Todavía tuvo fuerzas para decirles: “¡Empezad!” Y en el momento en que resonaban las
palabras: “Venid en su ayuda, Santos de Dios; venid ante él Ángeles del Señor”, entregó su alma.
Se contó que en el mismo instante, en el Convento de Brescia, el Santo Prior Guala tuvo un
éxtasis; como Jacob, vio abiertos los cielos y, a lo largo de una escala, a los Ángeles que subían hasta
el Trono de Cristo a un hombre vestido con la túnica dominica124...

Fue a Santo Domingo a quien Nuestra


Señora entregó el Rosario
No podíamos terminar esta somerísima biografía del gran Santo Domingo sin añadir que fue
a él a quien Nuestra Señora en la pequeña ciudad de Muret en las cercanías de Toulouse, dominada
en ese momento por una mayoría cátara, le reveló después de muchos días de penitencia y oración,
la gran devoción del Santo Rosario, que sería uno de los distintivos de la Orden por él fundada, y que
a lo largo de la Historia operaría innumerables milagros. Y sería elogiada por todos los Santos y
Papas ininterrumpidamente125.

Importancia de las Órdenes Mendicantes


La entrada en escena de estas nuevas milicias que fueron las Órdenes Mendicantes fue el
acontecimiento más considerable y más importante en la vida de la Iglesia durante los siglos XI al
XIII. Los monjes del nuevo tipo no iban ya a influenciar a la masa de los bautizados desde el fondo
del convento, ni siquiera en las clases de la escuela, sino directamente, por una predicación adaptada
a las necesidades de las almas en aquellos tiempos126.
Los mendicantes constituyeron, pues, una milicia totalmente consagrada al Papa, una
organización de propaganda maravillosamente activa para difundir su pensamiento, y un cuerpo de
diplomáticos para las misiones difíciles o peligrosas. Se les vio, por ejemplo, por orden pontificia,
sostener a Carlos de Anjou, en Sicilia; preparar la paz entre San Luis e Inglaterra; y minar el poderío
de Federico II. Esta eficacia les valió le rechazo y terribles odios; así el Emperador llegó hasta
decretar en 1249 la pena de la hoguera contra los Dominicos y Franciscanos que “bajo el manto de
la Religión, desempeñan el papel de Lucifer”127.

La Iglesia y el Estado: la Querella de


las Investiduras
Llegamos a unos de los puntos más importantes de esta reseña histórica de la Iglesia en la
Edad Media.

124 Daniel Rops., op. cit., págs. 189 a 200.


125 San Luis María Grignion de Montfort, Tratado del Santísimo Rosario, Obras completas, BAC, Madrid.
126 Daniel Rops, op. cit., pág. 200.

127 Daniel Rops, op. cit., pág. 208.

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Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – La Iglesia y el Estado: la Querella de las Investiduras
Desde los comienzos de la Edad Media, la Iglesia recibió innumerables e inmensas
donaciones territoriales, por esa razón, muchos Obispos y Abades, se transformaron en señores
feudales.
Con el tiempo este entrelazamiento feudal, permitió que, en muchos casos, los dirigentes
temporales, Emperador, Reyes, Duques, Condes, Barones, etc., proveyeran los cargos vacantes de
obispados, abadías e incluso parroquias. Lo que produjo no pequeña confusión y malestar de los
Papas por esta situación.
Al mismo tiempo, se produjo una decadencia en el clero diocesano en materia de costumbres,
no eran pocos los que vivían en estado de concubinato, con sus respectivas.
Este clero corrupto se entendió muy bien con muchos representantes del poder temporal y no
tuvo escrúpulos en vender y comprar cargos y beneficios religiosos, cayendo así en el pecado y
delito de simonía.
Contra estos tres desórdenes se levantó San Gregorio VII y una pléyade de Santos, quienes
lucharon con toda el alma para una re cristianización de las costumbres del clero y de la sociedad.
Así llegamos a ese momento histórico de trascendental importancia que fue la lucha de las
investiduras.
Se entiende por “investidura”, cuando una autoridad temporal investía a un clérigo de un
obispado, una abadía, o una parroquia.
San Gregorio VII regía el timón de la Barca de Pedro, el Emperador era Enrique IV. Entre
ambos hubo al principio relaciones amistosas. Inés, madre de Enrique, vivía en Roma como monja,
el Papa trató al Rey con mucha benevolencia. Por las exhortaciones de su madre y del Papa, el Rey
alejó de su comitiva a los Consejeros excomulgados por Alejandro II. Enrique estaba todavía
demasiado ocupado por la guerra contra los sajones y Gregorio tenía contiendas con Robert Giscard
de Sicilia. Además seguía en su lucha por la pureza y la libertad de la Iglesia.

San Gregorio VII renueva los decretos


contra la simonía y el concubinato de los
sacerdotes
En el Sínodo cuaresmal de 1074 Gregorio VII renovó todos los anteriores decretos contra la
simonía y el concubinato de los sacerdotes, y agravó las penas, exigiendo a todos los fieles que en lo
futuro no obedecieran a ningún Obispo que consintiera largo tiempo que los diáconos y subdiáconos
vivieran con mujeres; y no recibieran los sacramentos de ningún sacerdote simoniaco o
concubinario.
¡Gran agitación en Italia!
Luego llegó la exhortación para ejecutar la ley del celibato a los obispo s alemanes, y excitó
una verdadera tormenta entre el Clero, pues en gran parte estaban amancebados. Hubo Obispos que
se dejaron intimidar por aquella resistencia; otros desaprobaban la intervención de San Gregorio VII
como extemporánea, otros apelaban sólo a medidas débiles. Como en la Corte de Enrique IV se
hacía las más vergonzosa venta de los beneficios, el Papa citó a cinco Consejeros del Rey, que
vendían las prebendas, al Sínodo cuaresma de 1075, en Roma, para que dieran cuenta de sí.
Al propio tiempo en dicho Sínodo el Papa expresó la trascendental máxima, que todo clérigo
que recibiera un obispado de manos de un lego, incurriría por ello en excomunión hasta que,
arrepentido, depusiera su dignidad; que cualquiera, Emperador, Rey o Príncipe, que osara dar la
investidura de una dignidad eclesiástica, quedara excluido de la comunión de la Iglesia. A la vez
fueron suspendidos seis Obispos alemanes.

160
Enrique IV se insurge contra el Papa
Enrique IV consideró aquellas medidas como un ataque contra sus derechos, calló hasta que
hubo sojuzgado a los sajones y luego pensaba resolver aquella cuestión en Italia al frente de un
ejército. Súbitamente ocurrió en Roma un atentado contra el Papa el 24 de diciembre de 1075.
Mientras San Gregorio celebraba la misa del alba en Santa María Mayor, la iglesia se llenó de
hombres armados que cogieron al Papa y le llevaron por los cabellos y le hirieron, le colocaron en un
caballo y le llevaron a una de las casas fuertes de Roma. Pero los ciudadanos liberaron al Papa. El
atentado había sido ejecutado por un Cencio (abreviatura de Crescencio), hombre en todo obediente
al Rey de Alemania.
Gfrörer ha aducido pruebas convincentes de que el atentado contra la libertad y la vida de San
Gregorio VII había sido ordenado por Enrique IV, el cual ya había quitado de en medio con astucia a
más de uno de sus adversarios. La mejor prueba consiste en que en seguida se encendió la lucha
entre el Emperador y el Papa.
Enrique IV había ya desde junio de 1075 sometido a los sajones y su soberbia se encamino
ahora contra el Papa y sus ordenaciones. Sin consideración al Decreto sobre las investiduras, Enrique
IV proveyó a su arbitrio obispados alemanes e italianos, y después de la muerte de Annón, el 4 de
diciembre de 1075, impuso a los de Colonia como Arzobispo al indigno canónigo Hildulfo. Pero San
Gregorio VII estaba resuelto a no ceder.

Soberbia del Emperador


Legados del Papa invitaron al rey a acudir a Roma para la semana de Pascua, a fin de dar allí
cuenta de sí ante un Sínodo por causa de las acusaciones que contra él se oponían; en caso de no
comparecer, sería excomulgado. El Rey echó con enojo a los legados y convocó en Worns un
sínodo para el 24 de enero de 1076.
Los allí congregados hubieron de declarar depuesto al Papa, porque lleno de ambición, sólo
pretendía que el mundo hablara de él; porque trastornaba el orden social, e introducía en la Iglesia la
democracia; porque trataba a los Obispos como esclavos. Todos los Obispos firmaron menos dos.
Annón, que hubiera tenido ánimo para oponerse al Rey, había fallecido ya. Enrique, en un decreto a
los romanos, llamó a Gregorio traidor a la República romana y al Imperio germánico. Su escrito al
Papa comenzaba con estas palabras: “Enrique, no por usurpación, sino por voluntad de Dios, Rey,
a Hildebrando, que desde hoy no es ya Apostolicus, sino Apostaticus”.
Pero San Gregorio VII no era hombre que se dejara intimidar. Después de haber hecho leer
algunos antiguos cánones sobre las penas de los desobedientes, y luego que los presentes le hubieron
excitado a emplear la espada, para que todos los justos se alegraran de ver el castigo; Gregorio VII
pronunció el anatema con estas palabras:

Oh Santo Príncipe de los apóstoles, Pedro; inclina a nosotros tu oído y


escúchame a mí tu siervo, al que tú has nutrido desde la niñez y amparado contra los
impíos hasta el día de hoy.
Tú y Mi Señora la Madre de Dios, y tu hermano San Pablo, sed mis testigos,
que tu Santa Romana Iglesia me ha confiado su timón contra mi voluntad, y yo no he
ascendido a su Sede como ladrón. De mejor gana hubiera terminado mi vida en el
extranjero que arrebatar tu Sede por deseo de gloria temporal y por espíritu mundano.
Y por eso creo que procede de tu gracia y no de mi obra el que te agrade y haya
agradado que el pueblo cristiano, especialmente confiado a ti, me obedezca en virtud
de la representación tuya que se me ha dado, y por tu intercesión me ha dado Dios el
poder de atar y desatar en la tierra y en el Cielo.
Por tanto, confiando en esto, prohíbo, para honra y defensa de la Iglesia, en
nombre de Dios Omnipotente, Padre, hijo y Espíritu Santo, al Rey Enrique, hijo del
Emperador Enrique, el gobierno de todo el Imperio alemán e italiano, porque con
inaudita soberbia se ha levantado contra tu Iglesia; eximo a todos los cristianos de la

161
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – La Iglesia y el Estado: la Querella de las Investiduras
obligación del juramento que le han prestado o en adelante le prestaren, y prohíbo que
en adelante le sirvan a su Rey. Pues conviene que quien ataque la dignidad de la
Iglesia, pierda su propia dignidad.
Y porque él tiene en poco obedecer como cristiano, y no se vuelve a Dios a
quien ha abandonado; al contrario, tiene trato con excomulgados, hace mucho daño,
desprecia mis exhortaciones, y por su conato de dividir la Iglesia, él mismo se ha
separado de ella; le encadeno en tu nombre con las cadenas de la maldición, para que
todos los pueblos sepan y conozcan que Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificó su
Iglesia el hijo de Dios vivo, a la cual no podrán superar las puertas del infierno.

A partir de estas terribles palabras pronunciadas por San Gregorio VII, con toda la
solemnidad posible, los Obispos, los Príncipes, los vasallos y el propio pueblo comenzaron a
abandonar al otrora orgulloso soberano del Imperio.
El 16 de octubre se reunieron los Príncipes Imperio en Tribur, con los Legados Pontificios, el
Obispo Altmann de Passau y el Patriarca de Aquilea. Los mencionados prelados tenían plenos
poderes para levantar la excomunión a todos los que dieran satisfacción, menos a Enrique que San
Gregorio se la reservaba para si.
Los nobles levantaron el tema de la destitución de Enrique IV, pero Gregorio quería la
salvación del pecador y no su muerte. Aun en esta situación los legados explicaron, llamarían a San
Gregorio VII para que fuese a Augsburgo y allí juzgase al Emperador. Si Enrique se sometía seguiría
siendo Rey, y el Papa le absolvería. Mientras tanto debería vivir como un particular en Espira, no
debía asistir al culto público y esperar la decisión del Papa. Si Enrique quebraba algunos de estos
puntos, los Príncipes no aguardarían ya la resolución, sino elegirían en seguida otro Rey.

Enrique IV, vestido de penitente, se


presenta en Canosa
Por muy humillantes que fueran estas condiciones, Enrique las aceptó. San Gregorio VII
aceptó viajar a Augsburgo, diciendo: “Voy a vosotros dispuesto a morir por la honra de Dios y la
salud de vuestras almas”. Gregorio partió para esta ciudad a fin de asistir a la Dieta. Entonces
Enrique se presentó inesperadamente en Italia, para arreglar sus cosas con el Papa sin convocar a la
dieta. Enrique había observado todas las condiciones, había vivido en Espira como particular, pero
no se había estado en aquella ciudad, sabiendo que los Príncipes los querían deponer y temiendo que
por la manifestación de su abominable conducta, forzarían a San Gregorio VII en la dieta a dejarle en
la excomunión, y, por ende, destronado; quiso a toda costa adelantarse a los Príncipes y ganarse al
Vicario de Cristo, cuyo nombre reunía a todos sus adversarios, y por esa manera esperaba deshacer
la alianza de éstos.
Pero, ¿cómo ir a Italia? Los Príncipes habían cerrado todos los pasos alemanes y muchos a
quien el Emperador en los días de su fortuna había levantado al poder y la riqueza, rehusaban todo
préstamo, porque le tenían por perdido.
Pero Enrique acumulando energías, reunió el dinero necesario para el viaje y en todo secreto
partió de Espira, para llegar a Pavía, por Borgoña, Saboya y por el Mont Cenis, acompañado sólo por
su esposa, su pequeño hijo, un amigo leal, y pocos servidores.
Aquel invierno de 1076 a 1077 era de los más rigurosos, y el descenso de los Alpes era
todavía más peligroso. La Reina, su hijo pequeño, y los caballos se sujetaron fuertemente en cueros
de vaca, y se deslizaron; los hombres frecuentemente hubieron de gatear en pies y manos, y todos
ellos debieron solamente su salvación a los hábiles guías montañeses.
Cuando Enrique llegó a Pavía, los Obispos de Lombardía juzgaban que no debía tratar con
Gregorio ni darle el título de Apostólico, pues querían que durase la hostilidad entre la Corona
alemana y la Sede Apostólica. Enrique resistió a sus invitaciones, y declaró que no descansaría hasta
que hubiera alcanzado la absolución de sus censuras.

162
San Gregorio recibió la noticia de la llegada de Enrique a Lombardía, y que los Obispos y
nobles excomulgados le rodeaban con júbilo. Por eso se retiró al inexpugnable castillo de Canosa, en
las fronteras de Parma y Módena, asiento de la Gran Condesa Matilde, aquella noble Princesa que
dedicó su hacienda, su poder y su fortuna a la defensa de la causa de la Iglesia combatida.
Enrique IV se dirigió a ella (aunque su padre había ofendido a su familia gravemente); así
como al Abad Hugo de Cluny, su padrino, pidiéndoles intercedieran ante Gregorio VII.
Los Obispos y Consejeros excomulgados, que antes de él se habían venido a Italia, habían
sido absueltos de la excomunión tras una penitencia de muchos días.
San Gregorio VII rehusó repetidas veces la propuesta de Enrique, porque la resolución se
había prometido a los Príncipes alemanes, en la Dieta de Augsburgo. El rey declaró que sólo
pretendía ser absuelto de la excomunión, y recibido de nuevo en la comunión de la Iglesia; este acto
no debía perjudicar la votación de Augsburgo; depondría la corona sin murmurar, si el juicio de
Augsburgo se la negaba.
Gregorio resistió largo tiempo, conociendo bien la inconstancia del Rey. Pero le rogaron que
no rompiera la caña quebrada.
El 25 de enero de 1077, Enrique se presentó súbita e inesperadamente en Canosa, que estaba
rodeada de tres recintos de murallas, para obtener la absolución por medio de la penitencia.
Allí se estuvo en medio del invierno, en el segundo recinto, con los pies descalzos, un saco de
penitente sobre los vestidos, y ayunando desde la mañana a la noche. Así habían hecho penitencia en
otro tiempo Teodosio el Grande y el Emperador Ludovico Pio y el “rojo león” Otón ante el Obispo
de Halberstadt.
La penitencia canónica nada tenía de deshonroso para la opinión de aquella época. De
semejante manera hizo penitencia Enrique del 26 al 27 de enero. Todos se conmovieron hasta
derramar lágrimas, y Gregorio VII creyó que el Rey obraba seriamente, aunque a menudo se había
portado con deslealtad.
El 28, San Gregorio se declaró presto a la reconciliación. Pero antes exigió una seguridad
jurada, que se le dio en nombre de Enrique IV por muchos Príncipes eclesiásticos y seglares, entre
los que estaban el abad Hugo de Cluny, la Condesa Matilde y la Marquesa Adelaida. El juramento de
Enrique ha sido conservado:

Yo, el Rey Enrique, tocante a las quejas que aducen contra mí los Obispos,
Arzobispos, Duques, Condes y demás Príncipes alemanes y sus partidarios, quiero
dar satisfacción en un termino que establecerá el Señor Papa Gregorio y conforme a
su juicio; o me avendré a su consejo, si no se opone algún obstáculo; removido el
cual, estaré dispuesto a ejecutar esta resolución.
Si, además, el mismo Señor Papa Gregorio quiere hacer el viaje por montes o
a cualquiera otra parte, gozarán de seguridad él y sus acompañantes, así como los
enviados que él mande o vengan a él; tanto en su viaje de ida y vuelta como durante
su estancia, y serán protegidos por mí y por mis vasallos, contra todo peligro de vida
o del cuerpo, y contra el cautiverio, y con mi conocimiento y voluntad no hallarán
obstáculo alguno que sea contra su dignidad. Pero si alguno opusiera semejantes
obstáculos, ayudaré contra él con todas mis fuerzas.

Por esta seguridad jurada, se quitó a todo el acto de la reconciliación su carácter político, y no
se puso impedimento a las resoluciones de la proyectada Dieta imperial.
Después de esta seguridad, Enrique IV fue admitido en el interior del castillo. Llorando se
arrojó al suelo con sus acompañantes ante San Gregorio VII, y le pidió gracia. Los Príncipes testigos
de esta escena sollozaban ruidosamente, y el enérgico Vicario de Cristo dio la absolución con
lágrimas. Entonces se dirigieron a la iglesia del castillo, donde Gregorio VII celebró la Santa Misa y el
rey penitente recibió la Sagrada Comunión de manos del Papa.
Después de la Misa, el Papa invitó al Rey a su mesa, y le trató como un padre al hijo pródigo
y luego arrepentido; le dio buenos consejos, y en adelante se esforzó por conservarle la Corona.
Enrique había tomado en serio su arrepentimiento, pero no fue constante, y ya a los 15 días
su corazón comenzó a vacilar y luego a inclinarse a la parte contraria.

163
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – La Iglesia y el Estado: la Querella de las Investiduras
Los Obispos y magnates lombardos excomulgados, se conducían como locos al saber la
penitencia de Canosa; llamaban loco a Enrique, traidor y desagradecido, amenazaban con elegir Rey
en su lugar a su hijo Conrado, por haberse él hecho indigno de la Corona. Enrique fue recibido con
frialdad o con reproches, y en muchos lugares no fue admitido. Con esto mudó de ánimo.
Su madre Inés, que le visitó en Plasencia, quiso protegerle contra las insinuaciones de los
lombardos. Enrique comenzó a tratar por la noche con los cabecillas, porque de día se avergonzaba
de ellos por causa de su madre. En estas reuniones nocturnas, se alió estrechamente con los
adversarios del Papa, y ahora los lombardos le volvieron a tratar como rey.
En una palabra, Enrique se trocó de suerte que hasta parece haber pensado en atraer al Papa
con Matilde al otro lado del Po y hacerlos prisioneros. En todo caso quebrantó el tratado de Canosa y
sus deberes como si fueran telarañas128.
Pero, pese a esta actitud de Enrique IV, la interferencia del poder temporal en los asuntos de
la Iglesia había recibido un golpe del cual no se recuperaría. La Iglesia, firmemente guiada por San
Gregorio VII, había reafirmado la supremacía del poder espiritual y su total independencia del poder
temporal.
Muchos historiadores han pensado que el verdadero vencido de Canosa fue el Papa, que con
la astucia del Rey se adueño de su firmeza y que aquel perdón fue una falta política. Cierto es que
esta absolución, antes de la Dieta de Augsburgo, comprometió los planes del Papa, pero el gesto que
acababa de hacer tenía, para el Santo que era Gregorio, una significación muy distinta, pues era la
expresión de la infinita misericordia a la cual ningún pecador recurre sin que deje de ser acogido;
jamás fue más grande así el Pontífice que en aquel instante.
Los Príncipes alemanes, estupefactos ante aquella reconciliación que estorbaba sus intrigas,
se negaron a reconocer como Rey al absuelto penitente. Se reunieron el 13 de marzo en Forchheim, y
allí, a pesar de los Legados Pontificios, proclamaron el destronamiento de Enrique IV y su
substitución por su cuñado Rodolfo de Rheinfelden, Duque de Suabia y Gobernador de Borgoña.
Estalló una furiosa guerra civil, incrementada por la rebelión religiosa de Enrique IV contra el
Papa, a quien consideraba aliado de sus enemigos. Depuesto nuevamente en marzo de 1080, el Rey
respondió haciendo declarar otra vez, por el Concilio de Brixen, el destronamiento de Gregorio VII,
“falso monje, devastador de iglesias y nigromante”, y proclamar Papa a Guiberto, Arzobispo de
Ravena, que tomó el nombre de Clemente III.
Por un instante se creyó que las armas iban a resolver el asunto. Enrique IV fue vencido en
Grona, entre el Elster y el Saale, pero Rodolfo murió. El Rey se abalanzó sobre Italia, se ciñó en
Milán la Corona de Hierro y marchó sobre Roma, escoltado por su antipapa. La situación de San
Gregorio VII era crítica. Roberto Guiscard, excomulgado a causa de sus desvergonzados pillajes,
Toscana y las Ciudades de la Condesa Matilde se entregaban al alemán que les devolvía sus
privilegios.
En vano se apresuró Gregorio VII a negociar con Guiscard y le reconoció la investidura de las
tierras que él y sus compañeros habían tomado, pues el Normando, ocupado contra Bizancio, no
intervino en Italia. En dos años Enrique IV logró establecer su autoridad sobre todo el Norte de la
Península. Después de largas marchas entró en Roma y entronizó a su antipapa, quien a su vez lo
consagró Emperador el 31 de marzo 1084.
Cuesta trabajo imaginar semejante confusión. El Emperador y el antipapa ocupaban San
Pedro y Letrán; pero Gregorio VII seguía situado entre los dos en el Castillo de Santangelo, del cual
era imposible desalojarlo, y además dos grupos de partidarios suyos resistían en el Capitolio y en el
Palatino. Se celebraron algunas negociaciones. Y en las callejuelas de la Ciudad los dos clanes se
combatían en una batalla de apaches.
Por fin los imperiales tomaron el Capitolio, y cuando San Gregorio VII ya no esperaba más
que el último asalto contra su Fortaleza, Roberto Guiscard acabó por comprender que con el triunfo
de Enrique IV lo perdería todo, y avanzó briosamente, ante lo cual el Rey levanto el campo. Pero el
remedio era todavía peor que la enfermedad. Las hordas de bandidos, musulmanes en su mayoría,

128 Weiss, J. B., tomo V, págs. 338 a 349.

164
que componían el ejército de Guiscard, se dedicaron a robar, violar, profanar y matar a rienda suelta,
hasta que los Romanos, dirigidos por los defensores del partido imperial, se sublevaron, y entonces
Roberto Guiscard ahogó en sangre la insurrección, haciendo exterminar a unos cuanto millares de
inocentes y vender como esclavos a otros, sobre todo mujeres y niños, algunos de familias
senatoriales. Se cuenta que un morabito dijo la oración islámica en el semiderruído San Pedro.
El Papa había alcanzado el colmo del dolor. Sabía que los principios que había planteado
eran verdaderos, pero su delicada conciencia se inquietaba por las ruinas que su aplicación política
había acumulado. No pudo seguir permaneciendo en Roma y se dejó arrastras a tierras del
normando, a Salerno. Cuando poco después murió allí, el 25 de mayo de 1085, pudo parecer que su
acción no había llevado más que al fracaso. “Amé la Justicia y odió la iniquidad, por eso muero en
el destierro”, fueron sus últimas palabras.
En su última encíclica recordó sus supremos principios y proclamó su fe indefectible en la
Nave de San Pedro, a la que las tempestades del mundo pueden sacudir, pero a la que nada
sumergirá jamás.
En la práctica, se planteó la cuestión de saber si se debía continuar la lucha o buscar un
campo de acuerdo. Después del breve Pontificado de Victor III (1086 - 1087), marcado por una crisis
en la que se enfrentaron moderados e intransigentes, el enérgico francés, Eudes de Chatillon,
convertido en el Papa Urbano II (1088 - 1099) optó por la misma posición de San Gregorio VII.
El Beato Urbano II así se expresó al subir al solio pontificio:

Tened confianza en mí como antaño la tuvisteis en nuestro Bienaventurado


Padre Gregorio, pues quiero seguir su huella en todas las cosas. Condeno lo que él
condenó; quiero lo que él amó; apruebo lo que el consideró justo y católico. En fin,
pienso como él en todos los puntos129.

Durante algunos años la situación permaneció confusa, pero el Pontífice encarnó la fidelidad
a los principios, ya recorriendo Italia para mantener el valor de sus partidarios, ya permaneciendo en
Roma bajo la amenaza de los seguidores del antipapa. Y, poco a poco, la victoria volvió al lado de la
Iglesia, ayudada por otra parte por la flexible diplomacia del Papa. Roger de Sicilia, hermano de
Roberto Guiscard, que acababa de concluir la conquista de la Isla, se proclamó y fue reconocido
como Legado del Papa sobre sus tierras. Por aquel lado Roma estaba segura.

Victoria post mortem de San Gregorio


VII
Las ciudades del Norte de Italia, agrupadas alrededor de Milán, constituyeron una Liga contra
Enrique IV, aliada a la Condesa Matilde, que acababa de casarse con el Duque de Baviera: Lorena y
Sajonia se aliaron con Urbano II; y por fin, Conrado, el hijo mayor del Rey, se rebeló contra su padre
y volvió a la obediencia del Papa. En el famoso Concilio de Clermont de 1095 – en el que anunció la
Cruzada –, Urbano II pareció haber devuelto al Papado toda su talla. Aunque hubo rebrotes en
Inglaterra y en Francia, el triunfo de la Iglesia era irreversible, gracias a la santidad y la
indefectibilidad de San Gregorio VII.
El Concordato de Worns del 23 de septiembre de 1122, estableció el acuerdo por el cual el
Emperador renunciaba a toda investidura por el báculo y el anillo, la cual quedó reservada al Papa o
al Obispo consagrante, y prometió la libertad de las elecciones canónicas.
La Querella de las Investiduras había concluido; la Iglesia quedaba libre de la intromisión
laica en su gobierno. Las consecuencias fueron dichosas para la Iglesia: una generación de Obispos,
ganada íntegramente para las ideas de la reforma de las costumbres, se instaló en todas las diócesis.

129 Daniel Rops, op. cit., págs. 168/169.

165
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – La Iglesia y el Estado: la Querella de las Investiduras
Triunfo de la Doctrina Católica
Otro punto importante fue la explicitación de la doctrina católica de la primacía de la
autoridad.
San Gregorio VII tenía una idea muy elevada de la autoridad:

El Papa – escribía – es el único hombre cuyos pies deben besar todos los
pueblos; si está elegido canónicamente, queda santificado por los méritos de San
Pedro.

Y antecediendo en ocho siglos el dogma de la infalibilidad pontificia, seguía afirmando: “La


Iglesia no puede errar jamás; La Escritura atestigua que jamás errará”. De donde concluía:

El que quiere ejecutar las órdenes de Dios no puede despreciar las nuestras,
cuando interpretan las decisiones de los Santos Padres, y debe acogerlas como si
vinieran del mismo Apóstol.

De esta superioridad esencial del Poder religioso derivaban naturalísimamente algunas


consecuencias. Gregorio VII no vaciló en formularlas. Y ya en el alborear de su Pontificado, a
comienzos de 1075, redactó una serie veintisiete proposiciones lapidarias, los Dictatus Papae, que
resumían sus propósitos reformadores y formulaban la doctrina pontificia del primado romano.
Puesto que el Papa, testigo de Cristo en la Tierra, era el heredero de los poderes que recibieron los
Apóstoles, ningún otro poder en el mundo podía rivalizar con él suyo. Todos le estaban
subordinados. La duodécima proposición decía formalmente: “Está permitido al Papa deponer a
los Emperadores”. Este axioma era el que había de aplicar San Gregorio VII al castigar a Enrique IV.
Esta doctrina, no era una elucubración de San Gregorio VII, sino que eran ya antiguas en la
Iglesia y constituían lo que se ha llamado el “Agustinismo político” (pues eran extraídas de la obra
de San Agustín), el cual se había ido formando lentamente desde hacía mucho tiempo. En el siglo
VII San Isidoro de Sevilla había afirmado la subordinación de los poderes laicos a la autoridad
religiosa; e igualmente Alcuino, en la cima del poder de Carlomagno, afirmaba: “¡La Santa Sede no
está sujeta al juicio de nadie!”
Era evidente que el Poder espiritual y el temporal no tenían la misma esencia y no operaban
en el mismo campo. Pero, ¿se seguía de ello que la Iglesia no tuviese que intervenir en el dominio del
Estado? De ningún modo. El razonamiento iba a ser de una lógica perfecta. El primer deber de los
gobernantes era el trabajar por la salvación de las almas, y en dicho plano, era seguro que dependían
de la Iglesia. Pero ¿no era también cierto que, en los asuntos humanos, aconteciese que los principios
espirituales fueran violados y que los estadistas cediesen al pecado? Así, pues, en razón del pecado,
ratione peccati, la Iglesia tenía derecho a controlarlos.
Esta doctrina es una doctrina célebre, llamada de las dos llaves o las dos espadas, y recibió su
pleno sentido cuando San Bernardo la hizo suya. Estas “dos espadas” a las que se alude en el
Evangelio130 representaban el Poder Espiritual y el Poder Temporal. “Una y otra pertenecen a Pedro.
Una está en su mano, y la otra a sus órdenes cuantas veces sea necesario desenvainarlas”.
A Pedro se le dijo, en efecto, con motivo de lo que parecía convenirle menos “vuelve tu
espada a la vaina. Luego le pertenecía, pero no debía utilizarla por su propia mano”. Cuando San
Bernardo escribía tales frases exponía la única doctrina que sus contemporáneos tenían como válida:
la de que en el plano espiritual, la Iglesia, por su jefe el Papa, tenía, evidentemente, todos los
derechos, y por tanto, el de juzgar a todos los Cristianos, incluidos los Príncipes, cuando cometían
pecados; pero al lado de este Poder directo disponía de otro poder indirecto: el de hacer obedecer a
los amos laicos a fin de que las instituciones terrenales se amoldasen a los principios divinos.
Tal iba a ser la posición de todos los Papas de los siglos XII y XIII. Sobre este esquema
doctrinal se desarrollaron, pues, los graves acontecimientos que, en los siglos XII y XIII,

130 Lucas XXII, 38.

166
comprometieron a la Iglesia en nuevos conflictos con los Poderes públicos. Los Papas mantuvieron
esta posición hasta el fin, hasta la terrible crisis de comienzos del siglo XIV.
Inocencio IV (1234 - 1254) tuvo fórmulas todavía más categóricas que Inocencio III y, en
1302, en le célebre bula Unam Sanctam, Bonifacio VIII reafirmó para la Iglesia el derecho de mandar
a las dos espadas.
Los propósitos de los Papas eran nobles y puros, y que lo que los movía no era el orgullo,
sino una fe profunda y exigente en su misión sobrenatural y el legítimo orgullo de ser los testigos del
espíritu.
Una tal concepción estaba en la lógica del alma medieval; era el final de la Fe universal, la
coronación de la gran idea de la Cristiandad.

Respondía a la aspiración de los pueblos, salvaguardando la justicia cristiana


y creando el Derecho en aquella Sociedad de Naciones Cristiana constituida por la
Cristiandad de la Edad Media131.

La Iglesia y la vida intelectual en la


Edad Media
El escritor romántico Chateaubriand ha tributado un homenaje al papel de la Iglesia en la
Edad Media, evocando los monasterios con esta frase célebre: “una especie de fortaleza donde se
guarneció la Civilización”, y el mismo escritor añade:

Se conservó allí con la verdad filosófica que renació de la verdad religiosa. Sin
la inviolabilidad y el ocio del claustro, los libros y las lenguas de la antigüedad no se
nos habrían transmitido en absoluto y se hubiera roto la cadena del pasado con el
presente132.

Salvo la expresión “ocio del claustro”, que no nos parece adecuada, en todo lo demás afirma
una verdad clara como el agua.
Fue la Iglesia la que preservó la vida intelectual, cultural y social durante los peores
momentos del derrumbe del Imperio Romano y las invasiones bárbaras.
Los monjes que pasaban años y años copiando los viejos manuscritos no lo hacían por
ninguna gloria mundana, ellos trabajaban por la Gloria de Dios. Toda la actividad de la inteligencia,
como todos los esfuerzos humanos, estaban sometidos a esta gloria: la cultura estaba subordinada a
la Religión. Sin la práctica del latín no podía haber conocimientos escriturarios ni bella liturgia; ni
tampoco podía haber una recta Fe sin un serio estudio de los libros sagrados y de los Santos Padres;
por haberlo comprendido así habían trabajado los Papas, los obispos y los abades de los monasterios
para salvaguardar la cultura en una sociedad que sentía por ella el más completo desprecio.
Los clérigos no sólo eran los hombres consagrados a Dios, sino los intelectuales, los
especialistas de la cultura.
La Iglesia trabajó, pues, también de otro modo para la salvaguarda del espíritu, haciendo de la
Fe el cimiento de la cultura y del pensamiento. Desde el siglo XII al XIV, salvo rarísimas
excepciones, toda la cultura se mantuvo así fundamentalmente religiosa y se dedicó a mantener la
orientación cristiana de la actividad intelectual.

131 Rops, Daniel, op. cit., págs. 225 a 234.


132 Daniel Rops, pág. 372.

167
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – La Iglesia y la vida intelectual en la Edad Media
Bibliotecas y copistas
Se amaba, se veneraba, se rodeaba de celosos cuidados a aquel pesado cuadrado de
pergamino que contenía la Palabra de Dios o de uno de sus fieles, y que, por otra parte, era raro y
costaba caro.
San Bernardo decía que “un claustro sin libros es un castillo sin arsenal”. Aquellas
preciosas obras se transmitían de convento en convento.
La imagen del monje copista, inclinado sobre su escritorio durante toda una jornada o
iluminando las páginas de un Evangelio o un Salterio, está en la memoria de todos.
Durante siglos hubo unos centros célebres de copia; que continuaron existiendo desde el XI
al XIV. Por ejemplo el Mont Saint Michel, la de Saint Martial de Limoges en Francia, la de Santo
Domingo de Silos, o San Pedro de Cardeña en España.
Cuando en el siglo XIII, saliendo de los conventos y de las Catedrales, la cultura se instaló en
las Universidades, los copistas siguieron el mismo camino. Bajo el control de los maestros, que eran
clérigos se crearon los talleres laicos. Los de Paris, fueron enormes, según Guilleberto de Metz, al
comienzo del siglo XIV sesenta mil copistas trabajaban en la capital de Francia.

Escuelas parroquiales, monásticas y


catedralicias
Una de las calumnias más corrientes contra la Edad Media y contra la Iglesia Católica es que
la misma iglesia, para mantener mejor su propia autoridad, dejó a los pueblos en la ignorancia. Es
una verdadera injuria contra la cual claman los hechos.
Desde el siglo VI, se había oído al gran San Cesáreo de Arles, explicar al Concilio de Vaison
(529), cuales eran las imperiosas razones que exigían que se creasen escuelas en los campos. Incluso
en los medios más humildes, la instrucción de los niños no debió estar tan descuidada.
Fue la Iglesia la que dictó a Carlomagno su política escolar, la primera que se práctico
seriamente en Occidente. Y en el curso del siglo X decayeron las escuelas, como todas las actividades
de la Civilización, en cuanto el ambiente volvió a mejorar, la Iglesia reanudó su tarea educativa,
volvió a abrir sus escuelas, y repitió desde el púlpito la necesidad de la instrucción. Los cánones del
Concilio de Letrán de 1179, reunido por Alejandro III, ordenan al clero que abra escuelas por todas
partes para instruir gratis a todos los niños, incluso “a los escolares pobres”.
La imagen tradicional de los escolares andando a lo largo de los caminos no data, en modo
alguno, de la institución de la escuela “laica y obligatoria”, en un país como Francia, tiene
fácilmente más de 1000 años de antigüedad.
La enseñanza se daba en un local colindante con la Iglesia, o en la misma Iglesia. El maestro
recibía ordinariamente de sus alumnos modestas retribuciones en especie, habas, pescado, vino y,
rara vez algún dinero. El docente antes de ser nombrado, debía ser confirmado por la Iglesia.
Se puede tener por cierto, que en los siglos XII y XIII, había en los países más evolucionados
de Occidente un sistema de instrucción primaria bastante extendido. El Sr. Thiers 133, hombre que no
pasa por clerical, tributó a esta vieja enseñanza medieval el siguiente homenaje:

¡Ah! ¡Si la escuela hubiera de estar siempre dirigida, como antaño, por el cura
y el sacristán, estaría muy lejos de oponerme al desarrollo de las escuelas para los
hijos del pueblo!

En un grado superior, algo que sería semejante a la enseñanza secundaria, estaban las
escuelas monásticas. En Francia, las abadías de San Victor y Saint Germain des Près, en Paris, por
ejemplo. Se contaban en Francia setenta abadías que impartían esta enseñanza.

133 Primer Ministro francés del siglo XIX.

168
En el Cister, en el siglo XII, para evitar la coexistencia de escuelas para alumnos y otra para
novicios, se negaron a admitir niños, en el interior o en las dependencias de las abadías.
Otros grandes centros de enseñanza secundaria fueron Toledo, en España, Cantorbery en
Inglaterra, Bolonia, Salerno y Ravena en Italia.
En todas estas casas la autoridad religiosa ejercía un control, y más que un control, una
influencia directa animadora. El Maestre escuela, generalmente un canónigo designado por el Obispo
o por el Deán del Cabildo, se entregaba en cuerpo y alma a esta tarea.
Estas escuelas atendían a todos los que venían, ya sean hijos de señores o hijos de lenceros,
de siete a veinte años.

La Universidad: “lámpara
resplandeciente” de la Edad Media
¡La Universidad!
Fue el orgullo de la Edad Media cristiana, era la hermana espiritual de las Catedrales. Su
aparición marcó una fecha en la Historia de la Civilización Occidental.
Nacida a la sombra de las Catedrales, encontró apoyo en el acto en las autoridades de la
Iglesia, en los Papas, entonces en la cumbre de su poder y de sus santas ambiciones, que desearon
naturalmente, ejercer sobre estos centros vivos del pensamiento. La Iglesia fue la matriz de donde
salió la Universidad.
Tomemos como ejemplo la Universidad de Paris, es típica. Surgió a fines del siglo XII. Las
escuelas catedralicias declinaban, incluso la de Chartres, que todavía era célebre la misma víspera,
pues la multitud de jóvenes ávidos de instruirse se inclinaba ahora hacia Paris. La escuela episcopal
de la Cité estaba desbordada, las de las Abadías de San Victor y de Santa Genoveva habían sido
invadidas por innumerables maestros de título privado, enseñaban aquí y allá en todas las calles que
descendían de aquella colina desde la cual la urna de la Santa protegía a la ciudad.
Salvada por ella de Atila. Maestros y estudiantes pululaban por todas partes, en sus laderas
todavía verdeantes, alrededor de San Julián el Pobre134 – donde se reunía el Consejo de la
Universidad –, en el huerto de Bruneau, en el huerto de Chardonet, a todo lo largo de la calle Saint
Jacques (Santiago), la más antigua de Paris, tan grata a los peregrinos de Compostela, y en aquella
plaza Mauber que había de conservar hasta nosotros el recuerdo de un amado maestre, el Magnus
Alberto, San Alberto Magno, y en aquella calle del Cardenal Lemoine, cuyo nombre conmemoraría a
un insigne bienhechor de la Gens estudiantil.
En el año 1200 se produjo un incidente. Unos estudiantes alemanes saquearon una taberna y
acogotaron al tabernero, pero algunos burgueses respondieron con las armas, alentados por el
Preboste Real y su policía; y cinco estudiantes quedaron tendidos en el empedrado. La Universidad
apeló al Rey. Felipe Augusto se dio cuenta de la importancia que tenía para su capital tener la
Universidad; resultado, dimitió al Preboste, castigó a los burgueses y otorgó a la Universidad “el
privilegio del fuero eclesiástico”, que la liberó de todo control policial.
El Papa Inocencio III, estuvo perfectamente conforme en tomar bajo su protección a la
naciente Universidad, y en 1215, su legado Roberto de Courson le dio su estatuto, en el cual los
derechos de los Obispos eran reducidos a casi nada.
Con el tiempo comenzaron a ingresar en la Universidad miembros de las nuevas órdenes
mendicantes. Al principio los clérigos se mostraron reacios y con no poca envidia.
El conflicto entre los clérigos y los mendicantes fue muy serio y apasionado. Los seculares
pretendieron prohibir a los religiosos el acceso a las cátedras. Pero el Papa Alejandro IV, antiguo
predicador, exigió el libro acceso de los mendicantes a la cátedra. La Universidad tuvo que ceder. De
esta forma lucró muchísimo, pues tuvo profesores de la talla de San Alberto Magno, San
Buenaventura, Santo Tomás de Aquino, etc.

134 Que aún existe en Paris, cerca de Notre Dame.

169
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – La Iglesia y la vida intelectual en la Edad Media
A fines del siglo XIII el Papado dejó debilitarse su influencia, la Universidad se sintió cada
vez más libre. Aunque sus maestros y sus estudiantes siguieran siendo, en su casi totalidad, clérigos
tonsurados, y la Virgen María con el Niño presidía el compartimiento superior de su sello. Siguió
siendo una corporación religiosa.
El Rector, su jefe electivo – al comienzo rotaba todos los meses, más tarde fueron tres meses
–, era un personaje; su título oficial era “Amplissime Domine”; en las ceremonias precedía a los
Nuncios, a los Embajadores e incluso a los Cardenales; cuando un Rey de Francia entraba en su
capital, quien lo recibía y cumplimentaba era el Rector. Si aquel humilde profesor moría en el cargo
recibía los honores debidos a Príncipe de la sangre y era sepultado en Saint Denis, el panteón Real.
A la Universidad de Paris acudían estudiantes de todas las provincias de Francia, de
Alemania, de Flandes, de Italia, e incluso de Siria, de Armenia y de Egipto. Eran muchos los
Príncipes que otorgaban becas a estudiantes que deseasen ir a Paris para seguir alguna enseñanza
ilustre, por ejemplo, hay un documento de Sancho I de Portugal, quien en 1192 asignó cuatrocientos
morabitinos al Monasterio de Santa Cruz de Coimbra “para sustentar a los Canónigos que
estudian en tierra de Francia”.
Los profesores de moda no tenían a menudo otro recurso para reunir a sus oyentes que
enseñar desde el púlpito de alguna iglesia. Una de las razones del éxito que conoció, apenas fundado,
el Colegio Sorbon, fue que poseía una sala grandísima, y que todos pudieron reunirse en “la
Sorbonna”.
Los estudios eran repartidos en cuatro sesiones o Facultades, dirigidas cada una por un
Decano: Teología, Decreto (es decir Derecho), Medicina y Artes. Esta última correspondía a lo que
constituía las clases superiores de los Liceos; Filosofía, Matemáticas elementales y Retórica superior:
la palabra “Arte” debe ser tomada en el sentido de Artes Liberales.
En la enseñanza se distinguían tres elementos: la lectio, es decir, el recorrido del texto, la
questio, que era su comentario, y la disputatio, en la que estudiantes y maestros analizaban juntos
los temas del pensamiento; esta última parte de la enseñanza había de tomar una importancia
creciente, y algunos maestros deberían sobresalir en ella, como Santo Tomás de Aquino. El
Quodlibet o discusión libre sobre toda clase de materias, era lo más extenso, y gustó mucho a los
estudiantes.
No hubo ninguna región del Occidente que no tuviese a honor el tener su Universidad. En
España, la célebre Salamanca, en Portugal, la no menos famosa Coimbra; en Italia la de Bolonia, la
de Padua, donde enseñó San Antonio, las de Pavía, Nápoles y Palermo; en Inglaterra la de Oxford, y
muchísimas otras.

La escolástica
La Escolástica – Teología y Filosofía de la Escuela –, cuyos antepasados se podían encontrar
en San Agustín, San Isidoro de Sevilla, y más tarde Alcuino, Y Rabano Mauro, tuvieron otras
ambiciones. Quisieron apoyarse sobre la Filosofía y demostrar que los Dogmas eran conformes a la
razón, que ninguna objeción podía invadirlos. Nació así la “teología especulativa”; la Filosofía se
convirtió en la ancilla theologiae. Todo lo que significó algo en los siglos XII y XIII dependió de la
Escolástica.
La Filosofía escolástica quiso estudiar racionalmente los problemas del mundo; la Teología
escolástica quiso ligar en un cuerpo de doctrina, en una Summa, las verdades reveladas. El método
empleado para hacer progresar el conocimiento fue, sobre todo la Dialéctica, el arte de razonar, que
trata de deducir las consecuencias lógicas de una noción dada: el silogismo alcanzó el pináculo, y
aunque aquel método de investigación degenerase a veces en discusiones ociosas y en distinciones
verbales, no cabría negar que contribuyó también al progreso del pensamiento y a la profundización
de los grandes problemas.
Pues – y ese fue uno de los rasgos impresionantes y admirables de aquella vida intelectual de
la Edad Media – se enfrentaba verdaderamente con los grandes problemas. Podrá a veces

170
desconcertarnos la forma bajo la cual se planteaban, pero si tratamos de ver lo que había bajo
aquellos términos abstrusos reconoceremos nuestras mismas preocupaciones.
Así sucede con la gran Disputa que agitó a toda la Edad Media, la de los Universales. ¿De qué
se trataba? De saber si las ideas generales o universales que nosotros expresamos con palabras como
“género humano”, o “especie” respondían a tipos realmente existentes o si no eran más que puras
abstracciones, invenciones del espíritu. ¿Qué era lo que se discutía? Nada menos que el valor del
conocimiento, la posibilidad para el hombre de captar la verdad por medio de lo real, el antagonismo
entre la esencia y la existencia.
¿Han cesado de ser actuales estos problemas? Cuestión ésta que está en el mismo corazón
del drama del mundo actual, y cuya importancia superior supieron ver los escolásticos.
El pensamiento medieval, está muy lejos de estar estancado, da pues la impresión de una
efervescencia de la cual pocos períodos han ofrecido un espectáculo tan bello. En ese clima tan
fascinante trabajaron San Anselmo, San Bernardo, San Alberto Magno, San Buenaventura, Santo
Tomás de Aquino, Rogerio Bacon y Duns Scoto.
La Teología era, pues, sin discusión, la más alta de las Ciencias, la Ciencia por excelencia,
aquella de la cual todo partía y en la que todo desembocaba. Pero la Fe no era una traba para el
espíritu; al contrario: al asegurar al hombre en una certidumbre, le permitía fecundas audacias. Los
escolásticos podían aventurarse, pues sabían que las bases inquebrantables no le faltarían.
El problema decisivo era, pues, el de las relaciones entre la razón y la Fe. ¿La razón debía
ayudar a la Fe, o la Fe a la razón? Creer para comprender o comprender para creer; tal fue la
alternativa que los pensadores de la Edad Media afrontaron muy pronto.
Para que naciera la especulación ortodoxa no hacía falta más que un hombre: y éste fue San
Anselmo (1033 - 1109), llamado a veces “Padre de la Escolástica”. La figura de aquel intelectual para
quien el amor era uno de los más altos valores del conocimiento, de aquel Obispo cuya intervención
en las luchas políticas no perjudico las exquisitas cualidades de su corazón, es conmovedora.
Anselmo, hijo de la alta nobleza del Valle de Aosta – su padre era primo de la condesa Matilde de
Toscana –, niño a quien gustaba meditar por las montañas de su tierra natal, discípulo a quien
arrancó Lanfranco de inquietantes vagabundeos, monje del Bec, Abad y por fin Arzobispo de
Cantorbery, no tuvo durante toda su vida según diría luego, “más que un consuelo: el amor de
Dios”.
Su investigación intelectual, su Escolástica, su dialéctica, forman así una misma cosa con su
mística.

San Buenaventura
Se abrió pues, un nuevo período que había de ser el de las máximas realizaciones: el siglo de
San Alberto Magno, de San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino. La teología “Reina de las
ciencias”, vio como su sierva, la Filosofía, cobraba una importancia creciente. La enseñanza continuó
apoyándose sobre las autoridades – y en este sentido siguió siendo “agustiniana” –, pero, al mismo
tiempo, se esforzó en explicar los elementos de la Revelación y cada vez recurrió más a la lógica. En
aquel momento todo el mundo admitía la necesidad de comprender para creer, lo cual no quería
decir que no existiesen tendencias opuestas. Porque, ¿cómo se iba a comprender? ¿Por medio de la
clara razón? ¿O bien recurriendo a métodos más sutiles e intuitivos, próximos al ímpetu místico? El
hombre podía instituir una Filosofía estrictamente racional como lo habían hecho los antiguos, pero,
¿tenía ese derecho como cristiano? Sobre tan grave punto disintieron dos amigos: San Buenaventura
y Santo Tomás de Aquino.
Acaeció, por otra parte, un hecho de capital importancia que influyó en el curso del
pensamiento: fue la invasión aristotélica. Hasta entonces, en líneas generales, la Filosofía cristiana,
desde los Santos Padres había sido platónica. El aristotelismo, con su realismo y sus métodos
racionalistas, era poco conocido. Pero reapareció en Occidente de mano de los árabes Avicena y

171
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – La Iglesia y la vida intelectual en la Edad Media
Averroes, o de judíos como Maimónides, y a partir de 1162, se multiplicaron las traducciones.
Algunos lo estudiaron, como Alejandro de Hales y San Alberto Magno.
En 1210, un concilio parisiense excomulgó a los aristotélicos, condena que fue repetida seis o
siete veces, pero inútilmente. Entonces bajo el impulso de Gregorio IX, la Iglesia cambió de método
y decidió escoger lo que hubiese de bueno en Aristóteles para hacerlo servir a la Gloria de Dios. Y
cuando, para llevar este genial proyecto a su lógica conclusión, se logró hallar un hombre genial,
surgió entonces la obra maestra: la Summa de Santo Tomás de Aquino.
Uno de los iniciadores de los estudios de Aristóteles fue el profesor inglés Alejandro de Hales
(1180 - 1245), posteriormente entró como monje franciscano y fue el que preparó el camino para San
Buenaventura.
En los dominicos el precursor fue San Alberto Magno (1206 - 1280), un verdadero genio. Era
un joven noble alemán que a los diecisiete años, cuando estudiaba en Padua, había sido arrastrado
por el torrente que desencadeno Santo Domingo y que, sucesivamente, había sido profesor en Paris
y luego jefe del Studium dominico de Colonia; y cuya autoridad llegó a ser tan enorme que la
fórmula Magister Albertus dixit acababa con las discusiones.
San Alberto se lanzó por el delicado campo de las relaciones entre la ciencia y la Fe y
demostró que la razón no podría explicar el misterio, pero que ayudaba a preparar los caminos de
Dios. Seguidor de Aristóteles, afirmó que se le podía utilizar como San Agustín había utilizado a
Platón, pero al mismo tiempo no vaciló en distinguir y en rechazar lo que en él era contrario a la
doctrina cristiana.
San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino fueron los dos hombres que dominaron la
mitad del siglo XIII, todavía en nuestros días, parecen asumir conjuntamente una importancia de
primer orden. Estos dos santos estuvieron unidos por un profundo afecto. Reducir el uno a un
defensor de la filosofía mística, intuicionista, anti intelectual, y al otro a un estricto racionalista, es
falsear dos imágenes, las cuales son ambas, infinitamente más complejas. A decir verdad, son
inseparables y complementarios.
Cada uno de ellos encarna una de las dos corrientes del pensamiento cristiano y,
considerándolos en conjunto, podemos palparlo en su plenitud.
Juan de Fidanza, nació en Bagno Reggio, cerca de Viterbo, se benefició de un milagro del
Poverello y recibió de él su apodo de Buenaventura, pues San Francisco vio proféticamente el
glorioso camino que había de seguir aquel niño.
Entró en la Orden franciscana, a los diecisiete años ya era Hermano menor y discípulo de
Alejandro de Hales en Paris, en donde triunfó su joven genio tan rápidamente que la Universidad,
después de aquellas duras peleas, que ya mencionamos, le abrió sus puertas. Tenía treinta y seis
años. Predominaba en su Orden, hasta el punto de que fue elegido Ministro General y tuvo que
abandonar la enseñanza para ocuparse, en circunstancias delicadas, de administración, de arbitrar y
de apaciguar. Predicó por todas partes, presidió asambleas, fue amigo de los Papas y consejero de
muchos grandes; y continuó así en el mundo la acción que iniciara en la Universidad, sin dejar, entre
tanto, de meditar y escribir incansablemente.
Cuando en 1274, el Papa Gregorio X lo creó Cardenal, casi a la fuerza para enviarlo al
concilio de Lyón, se sometió, también por obediencia. Y murió, al partir de aquel Concilio, el 14 de
julio de 1274, a los cincuenta y tres años.
Todos los que lo conocieron, durante su vida, dieron de él la misma imagen: la de un hombre
exquisito, de una fina sensibilidad que no tenía igual, y al mismo tiempo, de una transparencia
sobrenatural. “Parecía que Adán no había pecado en él”, decía su maestro Alejandro de Hales. Fue
verdaderamente el heredero directo del Santo cuyo hábito llevaba, del cual, por otra parte, había
escrito una fervorosa biografía; y aquel imperioso amor de Dios, aquella abrasadora dulzura de la que
desbordaba su alma mística, fueron los elementos de todo su pensamiento y su coronación.
Fue la suya una obra “poderosa y compleja”; nos asombra que pudiera desarrollarse en tan
pocos años y en medio de las tareas administrativas. Fue exegeta, comentador del Eclesiastés, de la
Sabiduría, de San Lucas y de San Juan; como orador, poseemos de él más de cien conferencias y
casi quinientos sermones; fue el autor espiritual de la Vía Triple, del Soliloquio, de las Cinco Fiestas

172
de Jesús, de la Viña mística y de otros diez tratados; y como teólogo sus Comentarios a las
Sentencias de Pedro Lombardo, sus Cuestiones disputadas y su Itinerario del alma hacia dios
hicieron época; toda su obra estuvo dominada por la misma voluntad, única, de tender hacia Dios, de
conducir a Él las almas; el esfuerzo intelectual, para él no tuvo sentido ni alcance más que ordenado a
la Fe y al Amor de Dios.
San Buenaventura apela a las vías del Espíritu Santo y de la Gracia. No admite que la razón
pueda llevar a Dios sola; toda la filosofía debe estar subordinada a las nociones sobrenaturales que
iluminan el espíritu humano, y que no otra cosa que la Fe y la Sabiduría de Dios.
Así su teología y su filosofía, íntimamente ligadas, son místicas, impulsadas por la pasión
sobrenatural hacía Dios. Fue de este modo el heredero de San Agustín, su maestro preferido, de San
Anselmo y de San Bernardo.
Desde 1587 está en las filas de los Doctores de la Iglesia.

Santo Tomás de Aquino: el apogeo de la


Escolástica
En el año 1248, entre los estudiantes que seguían el curso de San Alberto Magno en el
Studium dominico de Colonia, apenas se distinguía, sino por sus dimensiones físicas, un macizo
muchachote, de plácido rostro, que parecía rumiar constantemente no sabemos que ausencia de
pensamientos. Sus camaradas le habían apodado “el buey mudo”, de tan estúpidas que les parecían
su vasta quietud y su asombrosa capacidad de silencio. Pero cuando, por casualidad, aquel joven
intervenía en una discusión, era para aplastar con diez palabras a todos sus adversarios; y un día el
maestro que, por su parte, lo conocía bien y que, según rumoreaba, incluso lo utilizaba como
colaborador en sus prodigiosos trabajos, había exclamado, recogiendo el irónico mote: “Todo lo
buey mudo que queráis, pero yo os anuncio que mugirá tan fuerte que el Universo entero se
estremecerá”.
Se llamaba Tomás y tenía veinticuatro años. Sin duda nunca había dicho a nadie que la
familia napolitana de Aquino, de la cual había nacido en 1224, era una de las más nobles de toda
Italia; que el Emperador Barbarroja era tío suyo, y Federico II, su primo; y que hubiera tenido el
derecho de acuartelar su escudo con cuatro o cinco armas regias si, desde hacía mucho tiempo, no
hubiese abandonado aquel escudo y otras vanidades del mundo, para no conocer otro blasón que la
negra Cruz de Cristo.
Aquel pequeño oblato de seis años de Montecassino que sorprendió atónitos a sus maestros,
preguntándoles inopinadamente “¿qué es Dios?”, había encontrado a los quince años, cuando
estudiaba en Nápoles la corriente del joven fervor dominico y se había arrojado a ella con alegría.
Nadie había podido arrancarle a esta vocación que sabía providencial: “Ni los gritos de sus padres,
ni las zalamerías de sus hermanas, ni las violencias de sus hermanos, poco halagados por ver
mendicante a un Aquino”. Su familia lo mantuvo encerrado en uno de sus castillo, e incluso llegó a
imaginar llevarle allí a una mujer de mala vida para tentarle, pero aquella mensajera de Satán lo fue
para su mayor vergüenza y escapó por muy poco al tizón que contra ella blandiera. Quería éste ser
dominico y dominico sería, y no Abad de Monte Casino ni Arzobispo de Nápoles. Nadie podría
reducir su santa obstinación.
Durante seis años en Paris, y luego algo más de dos en Colonia, siguió como novicio
dominico, la enseñanza del maestro más grande de la Orden. En 1251, se hallaba formado y poseía
una cultura inmensa y un juicio cuya madurez impresionaba. Convenía, pues, que enseñase a su vez.
Instantáneamente atrajo a las muchedumbres. Jamás se habían oído deducir del famoso Libro de las
Sentencias de Pedro Lombardo, unos comentarios tan nuevos, ni unos razonamientos tan densos: lo
cual no servía de gusto a quienes contemplaban con creciente rabia y envidia, el asalto que los
Mendicantes daban a los bastiones de la inteligencia.
Pero en 1256, por orden formal de Alejandro IV, Tomás entró en el claustro de profesores de
la Universidad parisiense, al mismo tiempo que San Buenaventura, su amigo franciscano.

173
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – La Iglesia y la vida intelectual en la Edad Media
Desde entonces, reconocido como una lumbrera por muchos de sus contemporáneos iba a
proseguir, con el mismo macizo ímpetu que siempre había correspondido a su manera, una triple
tarea de profesor, escritor y de consejero de Papas. A los tres años de estar en Paris fue llamado a la
Corte Pontificia, y asesoró sucesivamente a Alejandro IV, a Urbano IV y a Clemente IV, como una
especie de teólogo oficial de la curia; tras de los cual regresó de nuevo a Paris, donde permaneció
durante tres años, marchando luego a Nápoles para fundar su Universidad y continuar sembrando a
manos llenas las ideas entre auditorios entusiastas.
Pero simultáneamente no sabemos merced a que milagro se dedicaba a escribir, comentar y
razonar a lo largo de millares de páginas, marcadas todas con el sello de la originalidad y del genio:
de sus poderosas manos salió así la Summa teológica.
Su destino de pensador parecía, pues, trazado de antemano, cuando, en 1274, Gregorio X,
considerándole como a uno de los más seguros testigos de sus propósitos, le ordenó que marchase a
Lyón, para asistir al concilio, al que también habría de ir del mismo modo San Buenaventura. Santo
Tomás no llegó al Concilio, tuvo que detenerse en el camino, y en el convento cisterciense de Fossa-
Nuova lo derribó la enfermedad, murió el siete de marzo, cuando aún no tenia cincuenta años.
Aquel tranquilo gigante, de rasgos llenos y apacibles y recta mirada, era el mismo cuya brusca
violencia estallaba en cuanto se trataba de una causa que le era querida, o el que recorría con furiosos
trancos las galerías de los claustros cuando la savia de las ideas hervía en él. Aquel esgrimidor de
ideas, a quien se imagina ocupado únicamente en alinear los párrafos de la Summa, era el mismo que
cuando tenía que resolver una cuestión difícil, apoyaba su frente contra la puerta del tabernáculo; el
mismo a quien el misterio de Cristo inmolado trastornaba hasta las lágrimas, el mismo que, con la
sencillez de un escolar, ponía su trabajo bajo la custodia de la Santísima Virgen; el mismo que
convenía en haber “conocido, en visiones místicas, cosas junto de las cuales todos sus escritos no
eran más que paja”; el mismo, en fin, que in articulo mortis, se hizo leer el Cantar de los Cantares.
¿Qué hemos de admirar más en aquel prodigioso genio, la extensión de su vuelo, su fuerza de
organización y de ordenamiento, su casi inadmisible fecundidad o aquella capacidad de acometer de
frente cuatro o cinco problemas y dictar respuestas pertinentes sobre cuatro o cinco cuestiones
discutidas a cuatro o cinco secretarios? Pero también aquel don de observar con precisión y a lo
lejos, de ir derecho a lo esencial, de reconocer lo trascendente en el testimonio de los sentidos, y
aquel modo tan simple que tenía de aceptar la realidad y de someterse a sus lecciones. Y todo eso,
que definió la grandeza de aquel hombre ante los hombres, todavía no es nada junto a lo que lo
caracterizó ante la faz de Dios: su modestia, su fe, su angélica pureza, su caridad sobrenatural y
aquella visible luz que irradiaba de su frente, la luz de un verdadero cristiano...
El también fue el poeta, autor de esas obras maestras que son el Lauda Sion o el Pange
Lingua.
La sola enumeración de los títulos de su obra escrita llenaría páginas enteras. Apenas existe
ningún tema que él no tratase, a su manera, que era regia y definitiva.
Consagró escritos exegéticos tanto a Isaías, a Job, o al Cantar de los Cantares, como a los
Evangelio o a San Pablo; pronunció innumerables sermones que hacían sollozar los auditorios;
escribió tratados de ascética y de mística, entre los cuales Dos Preceptos de la Caridad y el escrito
sobre la Salutación Angélica son verdaderas joyas; su gran obra de apologética polémica Summa
contra Gentes destrozó a los incrédulos y a los paganos; publicó libros filosóficos sobre Lógica,
Física, Ciencias naturales, Moral, Política y Metafísica, y sus inacabados Comentarios de las Obras
de Aristóteles son como los fundamentos del conjunto. Finalmente escribió obras teológicas, nacidas
en su mayoría de las Cuestiones disputadas que emprendía con sus alumnos; y toda la lista basta
para que se comprenda lo limitado que es reducir todo Santo Tomás a la Summa teológica.
Ciertamente ésta es la nave del edificio.

174
La Suma Teológica
Santo Tomás tuvo la idea de emprender la Suma Teológica en Roma. Y durante nueve años
se entregó a esta tarea, que únicamente había de interrumpir la muerte. La consideraba apenas como
una iniciación a la teología...
Se proponía únicamente dar a sus estudiantes una enseñanza precisa y sistemática, puesto
que las Sumas anteriores eran desordenadas e incompletas. Pero aunque su propósito fuera modesto,
realizó una obra de una importancia única: la Suma Teológica es la Suma de su genio; es también la
más completa experiencia de cuantos conocimientos había adquirido la Edad Media en materia
religiosa.
La Suma teológica, redactada bajo la forma de preguntas y respuestas, de uso corriente en la
Escolástica, es a la vez una obra de síntesis y de análisis.
De análisis, pues las cuestiones decisivas se toman allí una tras otra y se examinan con un
asombroso arte de disección intelectual.
De síntesis, pues los elementos así identificados vuelven de algún modo a crearse según un
orden nuevo y se sitúan en unas perspectivas hasta entonces desconocidas. Dios, objeto central de
toda Teología, está siempre presente a lo largo de sus Capítulos: directa o indirectamente, siempre se
trata de Él solo.
En la primera parte es estudiado como Ser, primero en sí mismo, Dios uno y Dios Trino;
luego fuera de Sí, como principio, tal y como se le puede conocer en sus obras, como Dios creador y
dueño del Mundo, y a través de la naturaleza del Universo espiritual y temporal, incluida en Él la
Humanidad.
La segunda parte considera a Dios como Bien, es decir, como el fin que deben alcanzar las
criaturas razonables, lo que lleva al autor a considerar sucesivamente los actos humanos, las
pasiones, los principios de conducta, la ley, por la cual Dios nos instruye, y la Gracia, por la cual nos
ayuda; luego, tomando en conjunto las obligaciones morales a las cuales debe someterse el hombre
para ir a Dios, analiza todas las virtudes, teologales, cardinales, humanas, y los vicios que se les
oponen, lo que lleva a concluir analizando los modos de vida y los dones que permiten practicar los
unos y huir de los otros.
Por fin, en la tercera parte, quería mostrar a Dios como Vía no sólo para el hombre en si,
abstracto y teórico, sino para el hombre de carne y de pecado, caído por la falta, pero a quien Cristo
ha redimido por la Encarnación y el Sacrifico; esta parte, la más corta, que dejó inacabada y que
completó mediante notas y otros trabajos su amigo y discípulo, Reginaldo de Piperno, hubiera
superado sin duda a las anteriores en poder de emoción y en ímpetu, si juzgamos por lo que de ella
conocemos: las cuestiones sobre Cristo y la de los Sacramentos.
Es un plan prodigioso que no deja sin examinar ninguno de los grandes problemas que se
plantean al hombre; quizá haya que ver en la intención que lo dictó Santo Tomás una correlación con
la que en el mismo momento tenía el Papa de unificar toda la Iglesia en un solo cuerpo vivo del cual
él sería la Cabeza. La Suma sería así la obra de unificación del espíritu cristiano.
En todo caso, hubo un punto en el que Santo Tomás entró de lleno en los deseos expresado
por los Soberanos Pontífices a partir de 1231: fue el utilizar para el bien de la Iglesia lo que fuera
válido en Aristóteles, en lugar de rechazarlo; en esta dirección había de ir más lujos, mucho más lejos
que su maestro San Alberto Magno.
Lo que de esencial tomó de Aristóteles fue la idea que el hombre puede valerse de la razón.
Para el Neoplatonismo (y para el Agustinismo) era ésta una etapa en la vida religiosa, un esbozo de la
iluminación sobrenatural. En el aristotelismo valía por sí misma; su vocación no era conocer las
cosas sobrenaturales y divinas, sino proceder a un trabajo de abstracción sobre los resultados
adquiridos por los sentidos. Así pues, razón y tenían cada una su orden, su campo de acción, con lo
cual se resolvía el famoso problema de sus relaciones.
“El filósofo considera en las criaturas lo que las caracteriza según su propia naturaleza;
el creyente no considera en ella sino lo que las caracteriza con relación a Dios”, dice Santo Tomás
en la Suma contra los Gentiles.

175
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – La Iglesia y la vida intelectual en la Edad Media
Pero la razón y la Fe no podían oponerse, pues, a la verdad, pues la verdad es una, por ser
Dios la verdad total; la verdad según la razón y la verdad según la fe debían pues, coincidir en sus
resultados y ayudarse mutuamente. Y así como el astrónomo y el físico, por caminos diferentes,
acaban ambos afirmando la redondez de la tierra, así también la verdad única podrá alcanzarse por la
razón natural y por la Revelación sobrenatural.

El “tomismo” es una Filosofía y una


Teología
El tomismo es, pues, a la vez una Filosofía y un a Teología, separadas en su orden y unidas
en sus propósitos.
Es como una alta montaña del espíritu; las bases descansan firmemente sobre el suelo de lo
real, de lo concreto, de lo sensible, pero la cumbre se hunde en lo infinito y en lo invisible.
El hombre es abarcado en ella en su conjunto, en su naturaleza, su vida mortal, sus defectos y
sus límites. Puesto que es a la vez cuerpo y alma – ontológicamente asociados –, nada autoriza a
despreciar el guiñapo carnal, como tendían a hacer los discípulos de Platón; por el contrario, puesto
que Dios ha dotado al hombre de sentidos, hay que partir de la experiencia sensorial para conocer al
mundo y para descubrir a Dios en su creación.
Así como San Buenaventura pensaba que detenerse en las cosas de la experiencia era
“gustar del árbol prohibido del bien y del mal”, Santo Tomás afirmó al respecto de lo creado, de lo
carnal, de lo humano; la moral cristiana resultó renovada por esa nueva posición, de la cual había de
salir, mucho más tarde, la Sociología y la Economía Cristianas.
La razón trabaja sobre estos datos de los hechos para abstraer, caracterizar y concluir. Hacer
progresar el conocimiento, pero según su orden, es decir que deja fuera de ella el campo de la Fe y de
la Revelación. Su verdadera tarea consiste en establecer la verdad para que ella se yerga, irrecusable.
Sin negar el papel de las iluminaciones sobrenaturales, no les achacaba Santo Tomás la importancia
decisiva de San Anselmo o que San Buenaventura, pues sabía que se pude alcanzar a Dios por el
impulso interior y por el don del alma, pero estas vías, tan a menudo subjetivas, era para él menos
seguras y de valor menos universal que la clara razón. Y si todo no era explicable por la razón, si
entre Fe y razón parecían existir algunas antinomias era porque el espíritu del hombre es el de un ser
finito, incapaz de penetrar en lo infinito y lo invisible, que son propiamente dominio de la
Revelación. La Fe, hacía la cual tendía todo el esfuerzo racional, era, pues, el último coronamiento de
éste.
En este gigantesco sistema se insertaban y resolvían todos los grandes problemas; el de la
existencia de Dios, el del conocimiento; el de la libertad; el de las relaciones entre naturaleza y sobre
naturaleza. Mediante la aplicación de aquellos principios, recibían también su solución las cuestiones
que se planteaban a la conciencia, ya se tratase de Moral, de Sociología, o de Política: el Tomismo lo
explicaba todo. El vigor incomparable del sistema reside en esa solidez con la cual todo se ordena, se
articula y se equilibra en él, desde lo más humilde a lo más grande, merced a la sujeción impuesta por
la mano de un genio de la organización.
No se trata de un laborioso calco de una filosofía antigua transpuesta al Cristianismo, ni
tampoco de un mosaico de ideas y de referencias, sino que verdaderamente es una nueva síntesis,
que respondía a una inmensa expectación del pensamiento cristiano. El Tomismo no creó los
dogmas, pero permitió que los hombres se adhiriesen mejor a ellos.
¿Cómo no ceder al entusiasmo ante semejante monumento?
Hemos de contemplar su obra como uno de los testimonios más asombrosos del genio de
Occidente. Incluso durante su vida, ésta fue considerada así por muchos. Para convencerse de ello,
no hay más que leer la carta que los maestros de la Universidad de Paris dirigieron al Capítulo general
de los Predicadores, a raíz de la muerte del Santo, era, dice: “La estrella que guía al mundo, el
luminare majus de que habla el Génesis, el sol que preside el día”. La Iglesia lo canonizó cincuenta

176
años después de su muerte, en 1326, y en 1567, el que fuera apodado el “Doctor Angélico” fue
oficialmente colocado en el rango de los Doctores.
León XIII, por medio de su Encíclica Aeterni Patris, lo considera como el guía oficial en los
estudios filosóficos y teológicos, y desde entonces todos los Papas han exaltado su sabiduría, su
beneficencia y su genio 135.

Las Herejías en la Edad Media


En el monumento constituido por la Cristiandad medieval, por grandioso y bien equilibrado y
sólido que fuera, existían, sin embargo unas secretas fisuras que, si no se hubiesen vigilado, hubieran
podido bambolearlo seriamente, Eran las herejías, desviaciones doctrinales, sediciones y rebeldías
contra la autoridad de la Santa Iglesia, que resquebrajaron en varias ocasiones, más o menos
profundamente el edificio de la Sociedad Cristiana, la cual tuvo que responder vigorosamente a sus
amenazas.
La herejía es tan vieja como la Iglesia. La lista de estos penosos errores durante los cuatro
primeros siglos había sido larga, desde los gnósticos y los montanistas a los donatistas y los
maniqueos. Al principio parecía que la herejía se ceñía sólo al Oriente, pero posteriormente
aparecieron también en Occidente.
Las causas de las herejías fueron diversas. Algunas conservaron el carácter doctrinal y
teológico que había revestido las de los primeros tiempos, pues discutir de las cosas de la religión
como de todas las demás nociones era una tentación para los espíritus que comenzaban a descubrir
el apasionante juego de las discusiones ideológicas.
Pero a estas causas intelectuales se añadieron otras; las herejías tomaron un carácter de
reivindicación moral, de enjuiciamiento de la Iglesia docente, casi totalmente nuevo. Los extravíos de
la conducta de una parte del clero proporcionaron la ocasión para ello.
La aguda y desgarradora conciencia del peligro que corría la Iglesia que tuvieron los Papas,
los Obispos y los monjes reformadores, en lugar de concluir como en San Gregorio VII, o en San
Bernardo, o San Francisco de Asís o Santo Domingo de Guzmán, en la firme voluntad de trabajar
enérgicamente para su salvación, sin salir de su sagrado ámbito, llevó a los espíritus débiles o a los
temperamentos exagerados a rechazar la disciplina y la obediencia de aquel depositario infiel para
volver a lo que les parecía la verdad de Cristo.
La Sociedad Cristiana, impulsada por una especie de instinto, reaccionó muy de prisa contra
estas doctrinas y los movimientos que a ellas se refirieron. Casi se puede decir que la masa de los
fieles reaccionó más aprisa y más violentamente que la misma Iglesia en la persona de sus Jefes. La
herejía aparecía como un insulto a lo que constituía lo mejor y más esencial de su ser, su Fe. Puesto
que la Religión formaba parte integrante de la exigencia humana, lo que atentaba contra ella hería al
hombre en sus fuerzas vivas y amenazaba esta existencia. Aquellos creyentes para quienes lo único
importante era ganar el Cielo y evitar el infierno, evidentemente no podían tolerar las blasfemias de
los herejes que cabía que atrajesen sobre todos la cólera de Dios.
Muy a menudo, fue así la opinión pública quien exigió de las autoridades el castigo ejemplar
de los culpables, y a veces incluso se sustituyó a ella para ejercerla, como sucedió en 1120 en
Soissons, en donde el Obispo, que vacilaba en entregar a unos herejes, vio como la multitud se los
arrebataba y levantaba por si misma la hoguera; y como sucedió en Colonia, en donde San Bernardo
no pudo impedir que el pueblo arrancara de la prisión a unos cátaros para asesinarlos; y como
ocurrió en Saint Gilles, en donde Pedro de Bruys fue literalmente linchado. Podrían citarse centenas
de casos parecidos.

135 Daniel Rops, op.cit., págs. 372 a 412.

177
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – Las Herejías en la Edad Media
Toda la Sociedad Cristiana tenía para rebelarse contra la herejía otra razón importante. Todo
su régimen político y social se apoyaba sobre la Fe; sus instituciones se apoyaban en los artículos del
Credo. La herejía se presentaba, pues, como un atentado también contra el orden establecido. Los
herejes eran revolucionarios. La concepción de la Cristiandad acabó por considerar la herejía como la
más peligrosa de las anarquías.
Como dice Monseñor Arquillière:

Nada tiene de extraño el hecho de que aquella Ciudad cristiana viera en la


herejía el espectro de su propia destrucción, pues, defender la herejía era mutilar la
persona de Cristo, disfrazar la enseñanza de la Iglesia, herir a la Sociedad en sus
fuerzas vivas, amenazar de ruina al mudo cristiano.

La herejía cátara: un grave peligro para


la Cristiandad – Orígenes
En la Edad Media hubo muchas herejías, por ejemplo los valdenses y otras las diversas
regiones de la Cristiandad, pero, de lejos, la más peligrosa y la que estuvo a punto de desprender una
inmensa región del redil de la Iglesia fue la herejía cátara o albigense.
Lo esencial de sus ideas no tenía nada de cristiano. Era el resurgimiento, después de mucho
caminar subterráneo, de aquella vieja corriente dualista cuyo manantial se hallaba en la lejanía del
tiempo y en la profundidad del Asia, allá por la pare del Irán Mazdeano.
En el siglo II de nuestra era, la antigua doctrina de los dos Príncipes enemigos había recibido
un nuevo impulso de un profeta del demonio llamado Mani o Manes, quien forjó con ella un
sincretismo de toda clase de datos dispares, expresados con unas briznas de judeocristianismos.
Cuando Manes murió, probablemente ejecutado a petición de los sacerdotes de Zoroastro, su secta
se difundió por amplias regiones del Imperio Romano. Sus progresos fueron continuos, dado que la
simplicidad de los dogmas esenciales del maniqueísmo, y el modo con que pretendía dar respuestas
claras a todos los grandes problemas, así como la facilidad de su moral contribuían a ello.
En el siglo IV la Iglesia tuvo que enfrentarse con “esa peste venida de Oriente”. Y San
Agustín, que en su juventud había sido maniqueo, dedicó duros esfuerzos para frenar su expansión
en el norte de África, sin llegar a extirparla.
Durante los tiempos bárbaros, el maniqueísmo había continuado a funcionar en todo el
Imperio. En el Oriente, había aparecido la secta de los Paulicianos, que parece haber tomado su
nombre de Pablo de Samosata, uno de sus fundadores, cuya madre era maniquea. Él se decía
cristiano, incluso afirmaba ser su doctrina, el único cristianismo auténtico. Era totalmente dualista.
Afirmaba que el mundo era el palenque en el que se enfrentaban los dos poderes: de un lado, el
Padre Celestial con sus tres Personas, dueño del Cielo y de los Ángeles; y del otro, el Creador o
Demiurgo, dios del mal y señor de todo lo que hay sobre Tierra. Esta secta se hallaba en plena
expansión en el siglo IX bajo la dirección de Sergio, apodado Tychico, contaba entonces siete
diócesis, con Corintio como Iglesia Madre.
En el siglo XI, fueron perseguidos y exterminados, no restando más que algunos dispersos.
Pero entre tanto, la herejía dualista había retoñado en los Países Balcánicos, entre los
elementos búlgaros o griegos esclavizados con la herejía bogomiliana, que debe su nombre al pope
Bogomilo, que había vivido en el siglo X. Su doctrina recogía los errores de los paulicianos y de
viejos elementos del paganismo eslavo, el cual también reconocía dos principios: Bielobog y
Tchernobog, el dios blanco y el dios negro. Los begomilianos no admitían la Trinidad, ni la
Encarnación, ni el Bautismo, ni la Cruz. Para ellos sólo contaba la oración, especialmente el Padre
Nuestro. Su ideal era de ayudar al dios blanco que está en el cielo, contra el dios negro, creador de la
tierra, condenaban el matrimonio y la acción carnal que prolonga aquí abajo la procreación.

178
Los progresos de la secta fueron rápidos. En el siglo XII vieron desarrollarse contra ellos una
persecución en los países bizantinos, y también en Bulgaria y Serbia. Se refugiaron entonces en
Bosnia.
La herejía llegó a Occidente desde la Dalmacia, por la Provenza, la Aquitania y el Languedoc.
También impregnó el norte de Italia. Se atribuye a este origen oriental el nombre de Búlgaros o de
Bougres, dado a menudo a los herejes albigenses.
Hacia el ano Mil, en Maguncia, Arrás, Limoges, Toulouse, el viejo dualismo reaparecía.

El catarismo – Su doctrina
La herejía cátara se nos presenta como un extraño sincretismo en el que se superponen el
fondo dualista, maniqueo, elementos heredados de otras herejías. Hay aspectos del Docetismo,
aquella herejía que negaba la Encarnación. Hay también elementos de la Gnosis, aquel hermético
sistema lleno de misteriosas y extrañas especulaciones, que había florecido en Egipto y en todo el
Próximo Oriente, durante los primeros siglos. Hay también huellas de hinduismo, especialmente por
la creencia en la metempsicosis (reencarnación), pues, como decía un Inquisidor:

Los Cátaros jamás mataban animal, ni volátil, por estar persuadidos de que
las almas de los hombres muertos fuera de sus ritos habitan en los animales
irracionales.

Lo esencial seguía siendo el dualismo. En el mundo se enfrentaban dos principios: Perfección


e Imperfección. Absoluto y Relativo, Bien y Mal; Espíritu y Materia.
El primero era puro, infinitamente perfecto, bueno, era el Espíritu en su plenitud. El segundo,
al que llamaban Satán o Luzbel. Sus opiniones diferían, unos afirmaban que era otro dios, totalmente
extraño al dios bueno, pero otros lo concebían como una criatura a quien el orgullo había hecho caer
en la rebeldía y el mal.
A esta esencial dualidad, correspondía una doble creación, en la cual encontramos los
elementos del Maniqueísmo, que pasaron a los Paulicianos y los Bogomilianos. El dios bueno había
creado el mundo invisible de los espíritus perfectos; el dios malo había creado el mundo visible de la
materia, donde reside el pecado. ¿Y cómo había nacido el hombre? Porque Luzbel, tras haber hecho
surgir la Tierra de la Nada, quiso poblarla, para lo cual fabricó con barro unos cuerpos, y luego,
después de un largo asecho en las profundidades del cielo, logró capturar a algunos espíritus puros y
seducirlos, con el fin de encerrarlos en aquellas envolturas terrenales. Mediante la atracción de la
concupiscencia, hizo conocer el acto carnal a las primeras de estas criaturas, y ahora cada vez que
nace un niño, el Malo encierra en su cuerpo el alma de un ángel caído.
Mientras tanto el dios bueno se apiadó de sus ángeles encadenados sobre la tierra, y decidió
enviarles su Palabra por la voz de un mensajero, para lo cual congregó a los ángeles fieles y les
propuso esta difícil misión. Todos se excusaron, menos uno, Jesús, a quien dios llamó desde
entonces su hijo. Jesús bajo a la tierra, pero, como espíritu puro, no debía de tener ningún contacto
con la materia; y así sólo aparentemente tomo cuerpo humano de hombre en el seno de una mujer y
sólo aparentemente vivió, sufrió y murió.
El mundo, es el campo de batalla entre los dos dioses y el hombre debería trabajar para
desasirse de todo lo que fuera carnal, terrestre, pues sólo así serviría al dios bueno. Al final de los
tiempos, cuando la última creación de Luzbel hubiere rechazado su envoltura carnal, habría
desaparecido todo lo que era impuro; todos los espíritus, recobrarían su puesto en la armonía celeste.
Como vemos es una oposición total al catolicismo.
Algunos hombres y mujeres adhirieron totalmente a él, y fueron llamados, Perfectos, o según
la raíz griega Cátaros.
Los “Perfectos” practicaban el desasimiento total absoluto de los bienes de la tierra, de la
propiedad, del matrimonio y de todo placer carnal. Vivían una rigurosa ascesis, sin comer jamás

179
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – Las Herejías en la Edad Media
carne ni nada que viniera de animal. Si eran casados repudiaban a su esposa y conservaban absoluta
continencia. Algunos vivían como los fakires o ermitaños hindúes, “inmóviles como un tronco de
árbol, insensibles a todo lo que les rodeaba”.
Para los cátaros sólo se salvarían los “Perfectos”, sólo ellos escaparían a la servidumbre de la
material; sólo ellos volverían a encontrar, después de su muerte, la esfera del Espíritu Puro y del dios
bueno. Acontecía también que algunos de ellos tuvieran un deseo tan vivo de alcanzar cuanto antes
ese estado de felicidad que anhelasen morir. Esa conducta – no aconsejada, pero muy admirada por
la secta – llevaba al suicido sagrado, la endura, que se hacía por envenenamiento o por ayuno
ilimitado.
¿Cómo se llegaba a ser “Perfecto”? Por una especie de sacramento que se llamaba
Consolamentum y que se realizaba por la imposición de las manos y del libro de los Evangelios
sobre la cabeza del impetrante. Constituía un compromiso definitivo, después del cual no era posible
ningún retroceso. Una vez recibido este pseudo sacramento era preciso vivir como “Perfecto”, pues
el espíritu de dios había descendido sobre el.
Los que no se animaban o no se decidían a este paso eran los “creyentes”. Éstos podían
hacer todo lo que les placía. Podían comer carne. Podían continuar a ir a las iglesias católicas y
recibir allí los sacramentos. Podían casarse y practicar el acto carnal, incluso podían realizarlo fuera
del matrimonio, lo cual casi era mejor, puesto que el concubinato no tendía a la procreación...
Incluso algunos de los “Perfectos” se entregaban a toda clase de depravaciones sexuales, tales
como el pecado contra naturaleza, etc.
Los cátaros rechazaban el juramento. En su culto no había manifestaciones exteriores, ni
Cruz, ni imágenes, ni Eucaristía, ni reliquias. Los fieles se reunían al menos una vez por semana, en
una ceremonia, en la cual un Perfecto leía un pasaje del Evangelio y lo comentaba. De vez en cuando
había un banquete sagrado, imitando más bien del ágape primitivo de la Eucaristía, que pretendía
repetir la Santa Cena.
También tenían una caricatura de la Confesión Católica, se llamaba el aparejamiento, en la
cual se confesaban de los “pecados” que habían cometido contra los dogmas y disciplina de la secta.
La secta territorialmente estaba dividida en diócesis, dirigidas por obispos cátaros, ayudados
por un “hermano mayor”.
Los Perfectos eran una minoría, su radical indiferencia a todo lo terreno acababa por negar
todo principio moral, y por abandonar el ser humano a sus pasiones incontroladas.
El historiador protestante americano H. C. Lea, nada sospechoso de simpatías por el
Catolicismo escribió sobre los cátaros:

Si su creencia hubiera reclutado una mayoría de fieles, hubiese tenido como


efecto devolver a Europa al salvajismo de los tiempos primitivos; pues no sólo era
una rebeldía contra la Iglesia, sino la abdicación del hombre ante la naturaleza.

El mediodía de Francia, presa de la


herejía
En el siglo XII, incluso era muy grande. La herejía ganaba terreno en vastas zonas cristianas y
parecía que nada podía detenerla. Las dos regiones más infestadas eran Italia y el Mediodía de
Francia. En la Península estaban en Lombardía, en Calabria, en Ferrara, Verona, Rímini, Treviso y
hasta en los Estados Pontificios.
En Francia la situación era muy grave en todo el Mediodía y, especialmente en el Languedoc,
en la región de Toulouse y sus límites, hasta los confines del Pirineo. En todo aquel Mediodía
“refinado y sutil”, el Cristianismo distaba de haber guardado la intensidad de vida que tenía en el
Norte. Las ciudades eran demasiado ricas, la existencia era demasiado fácil. Había en materia
religiosa una verdadera laxitud, una tolerancia hecha sobre todo de indiferencia. Los judíos eran

180
admitidos por todas partes, y a menudo llegaba a altas funciones públicas. Preocupaban más las
disertaciones de amor y poesía galante que las certezas metafísicas.
La Iglesia estaba en plena decadencia. La vida de los sacerdotes escandalizaba con demasiada
frecuencia. El clero, de arriba a abajo de la escala social estaba frecuentemente vinculado a los
herejes por el parentesco o por una especie de camaradería. Cierto Abad del monasterio de Alet,
impuesto por el señor del lugar, se declaró cátaro; otro de San Volusiano de Foix tenía un hermano y
una hermana cátaros, y lo mismo ocurría al de Saint Papoul. Muchos párrocos aceptaban las
invitaciones de los Perfectos y, con frecuencia asistían a sus ceremonias.
Los poderes públicos habían sido ganados por la herejía. La casi totalidad de los señores eran
cómplices de los cátaros. Los niños de las clases ricas eran educados en escuelas maniqueas; las
viudas y las muchachas solteras se retiraban a los conventos de las Perfectas.
En general los grandes señores no se declaraban herejes para evitar la excomunión. Era lo que
sucedía con Raimundo VI de Toulouse. Lo mismo hizo Raimundo Roger de Foix. Los Vizcondes de
Beziers y de Carcasona, los Trencavel, eran tenidos por herejes.
En cuanto a los pequeños señores, casi todos se habían aliado con la herejía. Y como el
antagonismo entre ciudades y nobleza no existía en modo alguno en el Mediodía, todos los centros
urbanos estaban contaminados también por el catarismo, a excepción de Narbona, Montpellier y
Nimes, en donde los católicos seguían siendo todavía los dueños
El Abad de Claraval, Enrique, en 1177 declaraba sobre la situación de la Fe católica en
Toulouse:

La opinión común en Toulouse era que si nosotros hubiésemos tardado


solamente tres años en hacer acto de presencia, apenas se habría encontrado en
aquel país alguien que hubiera enseñado todavía el nombre de Jesucristo.

La Iglesia demostró para con los albigenses una paciencia increíble. Durante medio siglo no
utilizó contra ellos más que las armas de la caridad, de la predicación y de la discusión pública. Una
cruzada espiritual precedió a la de los guerreros y únicamente.
El peligro de la herejía fue denunciado en 1119 en un Concilio celebrado en Toulouse: los
defensores de la secta fueron excomulgado, pero parece que no aminoró sus progresos, en 1147,
Eugenio III, que había ido a Francia para predicar la Segunda Cruzada, se declaró espantado de lo
que llegó a enterarse sobre esta materia. Se envió entonces una misión para que llevase a cabo la
doble tarea de devolver a los herejes a la verdadera Fe y a los clérigos a la buena conducta, entre los
enviados, estaba San Bernardo, quien gimió por lo que vio:

¡Las Basílicas carecen de fieles, los fieles de sacerdotes, y los sacerdotes de


honor; ya no hay más que cristianos sin Cristo!

A pesar de su santidad, de sus milagros, de su portentosa elocuencia, obtuvo muy pocos


resultados.
En 1163, en el Concilio de Lyón, esta situación estaba referida por Alejandro III, en términos
patéticos. Se prohibió a los Obispos y a los Príncipes de las regiones albigenses, que protegieran o
que tolerasen a los herejes, e incluso se les intimó a que confiscasen sus bienes. Raimundo VI de
Toulouse, en una carta al Papa se excusaba de tomar esas medidas, pues era tal el poder de los
herejes, que “no podía ni se atrevía a reprimir el mal”.
En 1179 el tercer Concilio de Letrán lanzó de nuevo el grito de alarma; se llegó a invitar a los
fieles a que se armaran contra los herejes, prometiéndoles indulgencias.
Fue Inocencio III, quien hizo adelantar decididamente a la Iglesia por el camino acertado.
Desde el primer año de su pontificado, 1198, anunció su resolución de combatir la herejía. En Italia
ordenó excluir a los cátaros de las funciones públicas, e hizo confiscar sus bienes. Pero en Italia se
vio trabado en sus planes por sus divergencias con el Imperio y por la necesidad que tenía de
granjearse aliados en las ciudades en donde pululaban los herejes.

181
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – Las Herejías en la Edad Media
Pero en el Mediodía de Francia se sintió más libre y actuó con vigor. Los primeros Legados
que envió, tropezaron con tantas dificultades que tuvo que volver a llamarlos, pero sin dejarse abatir
mandó otros dos cistercienses del Monasterio de Fontfroide, Pedro de Castelnau y Raúl, lo cual fue
un nuevo fracaso, pues la mala voluntad de los señores y de parte de los Obispos inutilizó los
esfuerzos de los Legados. Pero Inocencio III, les ordenó que se quedaran y les agregó un tercero,
Arnaldo, Abad del Cister. Las medidas anticátaras fueron reforzadas; se ordenó a los cistercienses
que combatieran la herejía mediante sermones y discusiones públicas, y, al mismo tiempo, los
grandes señores fueron advertidos de que, si continuaban siendo cómplices de la herejía, el Papa
incitaría al Rey de Francia a que se apoderase de sus bienes.
Fue en esos tiempos en que entró en acción también Santo Domingo de Guzmán, que
comenzó a predicar y discutir con los herejes.
Pero a pesar de Santo Domingo la herejía continuaba muy fuerte en Francia.
La Cristiandad se preguntaba si no habría llegado el momento de emplear la fuerza para
acabar con este peligro.

La Cruzada contra los cátaros


El 13 de enero de 1208, el Legado Pedro de Castelnau y el Obispo de Couserans
abandonaban, la pequeña ciudad de Saint Gilles en donde, una vez más, habían tratado de negociar
con Raimundo VI de Toulouse, para que cesara de proteger a los herejes. Pero la entrevista no había
llevado a nada. Después de haber pasado la noche en un hostal de la orilla derecha y celebrado Misa,
el 14 al amanecer, se disponían a cruzar el Ródano, cuando un soldadote se precipitó sobre ellos,
lanza en ristre y atravesó a Pedro de Castelnau, que murió poco después, teniendo justamente el
tiempo de perdonar a su asesino. Este era un caballero vasallo de Raimundo.
Este asesinato colmó el vaso de la paciencia de Inocencio III. El Papa, si bien no tuviese
pruebas de la intervención de Raimundo en este asesinato, estaba convencido de que fuera el
responsable de esta muerte; el decretó la Cruzada contra los herejes. Durante todo el año 1208, los
emisarios del Papa la predicaron en el Norte de Francia. Se concederían a quienes tomasen las armas
contra los cátaros y sus aliados feudales, los mismos derechos, privilegios, indulgencias y honores,
que a los Cruzados de Tierra Santa.
A pesar que se sabía que los herejes y sus aliados se defenderían, se estimó que bastarían
cuarenta días para acabar con ellos.
Raimundo al ver que se cernía en el horizonte un ejército contra él, se apresuró a entrar en
negociaciones con el Papa, y estaba dispuesto a retractarse si le enviasen un Legado más equitativo
que el Abad Arnaldo del Cister. Y en efecto fue nombrado el Obispo Milón, el Conde de Toulouse
prometió fidelidad al Papa e incluso se comprometió a cruzarse contra los herejes de su propio
condado. Aceptó todo lo que el Legado le pidió, a fin de que le levantasen la excomunión. Pero a
mediados de junio de 1209 era ya demasiado tarde para evitar que estallase la tormenta, y el principal
resultado de aquella maniobra fue el de dejar solos frente a la Cruzada del Norte al Vizconde de
Béziers, Albi y Carcasona, Raimundo II Trencavel, y al Conde de Foix, Raimundo Roger.
El ejército de los Cruzados se había reunido en Lyón y su partida se había fijado para el día
de San Juan. El Rey de Francia, muy ocupado por su guerra contra Juan Sin Tierra, se había hecho el
sordo a las invitaciones del Papa y se había limitado únicamente a autorizar a sus vasallos que se
cruzaran. Ésta era, pues, sólo una expedición de señores de la alta y pequeña nobleza, de Obispos y
Arzobispos, cuyas personalidades mas notorias eran el Duque de Borgoña, el Conde de Nevers y el
Conde de Saint Pol, a los cuales se había unido algunos vasallos de Raimundo VI, como el Conde de
Poitiers, y el de Valentinois. El número de soldados según los cronistas varía entre 50 mil y 500 mil.
Todo indica como más fiable la primera cifra, es decir, 50 mil hombres.
Las instrucciones del Papa eran formales, había que extirpar la herejía, expulsando a los
albigenses de los puntos que ocupaban y restableciendo la autoridad de la Iglesia; pero de ningún

182
modo era que se resolviera la cuestión cátara con una matanza, ni que se saqueasen las riquezas del
país.
Aquella Cruzada contra los aterradores progresos de la herejía, fue muy sangrienta y larga.
Mucho se ha acusado a los “Bárbaros del Norte” por las matanzas realizadas contra los cátaros, pero,
poco se habla de las que hicieron éstos últimos.
El verano de 1209 vio desarrollarse una Cruzada “relámpago”. Al principio, a lo largo del
Ródano, tuvo el aspecto de un paseo militar. No hubo resistencia; ciudades y aldeas abrían sus
puertas y festejaban al cruzado Raimundo VI, que se mostraba con una cruz muy grande sobre el
pecho.

Toma de Béziers y pasada a cuchillo de


la población
En Béziers, el joven Raimundo Roger quiso capitular. Sus funcionarios habían amparado a
los herejes contra su voluntad. Pero el Abad del Cister Arnaldo, carácter duro y áspero, le rebatió; y
él se defendió como pudo. El Abad tomo las declaraciones de Raimundo Roger como una
disimulación, para ganar tiempo, hasta que el ejército de los cruzados se hubiera vuelto a dispersar;
ya que la mayoría de los peregrinos se había obligado por cuarenta días. Raimundo Roger se dispuso
a la defensa de Béziers y colocó en todas sus plazas guarniciones suficientes. El se fue a Carcasona
para organizar la resistencia.
El ejército cruzado envió a la ciudad a su Obispo. El venerable Prelado exhortó a sus fieles en
la Iglesia principal, a entregar a los herejes de la ciudad o emigrar ellos mismos para no ser enterrados
bajo las ruinas de la ciudad. Pero los habitantes afirmaron que preferían sacrificar a sus propios hijos
que cumplir esa condición. Los sitiadores por su parte, exclamaron que no perdonarían a ninguno
sino lo destruirían todo con hierro y fuego. Inmediatamente comenzó la lucha; los que estaban en la
ciudad intentaron una salida, mataron a algunos cruzados, pero fueron rechazados por los cruzados,
mientras los caudillos deliberaban todavía. Rápidamente se escalaron las murallas, y en el primer
ímpetu de una ira largo tiempo refrenada, se paso a cuchillo a todos sin distinción de edad, sexo y
religión. En la Iglesia principal parece que se pasaron a cuchillo a 7000 hombres, la ciudad fue
saqueada y reducida a escombros, el 22 de julio de 1209.
Ante la difusión de esta matanza en Béziers, más de cien castillos se entregaron a los
cruzados.
Según algunos historiadores la famosa frase del Legado del Papa “¡Matadlos a todos! ¡Dios
reconocerá a los suyos!” nunca fue pronunciada...
En Carcasona, la próxima ciudad a ser asediada, no se produjeron incidentes semejantes. La
ciudad fue tomada por sorpresa y Raimundo Roger fue capturado. Con la caída de estas dos
ciudades el catarismo había recibido un golpe muy duro. Pero no estaba extinguido.

Simón de Montfort toma el comando de


la Cruzada
Como los cuarenta días llegaban a su fin, muchos de los grandes señores y sus soldados se
retirarían al Norte. Hubo que pensar en un guerrero que continuase la lucha. La elección recayó sobre
Simón de Montfort.
Era un noble, profundamente católico, fervoroso, recto y caballeresco, de la región de Paris.
Sus posesiones están en Houdan y Montfort l’Amaury, donde todavía se contempla, altanera, la
torre de su castillo. Por parte de su madre era también Conde de Leicester. Tenía cuarenta y cinco
años, no tenía nada de un aventurero, pero era de un valor y una tenacidad en la lucha inigualables.
Era un caballero que “se batió por su fe, sin consideración por sí mismo ni para los demás”.

183
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – Las Herejías en la Edad Media
Al instalarse legítimamente, según las leyes feudales, en las tierras de Raimundo Roger, iba a
asumir por sí sólo, rodeado apenas por un puñado de fieles y unos cuatro mil infantes, la
responsabilidad de la Cruzada y la lucha contra la herejía.
La guerra que se imponía después de la toma de Carcasona, era una guerra de sitios de
fortalezas, de guerrillas, bajo las condiciones climáticas adversas del otoño y del invierno de aquel
año. Por lo tanto, una lucha muy dura.
Simón de Montfort no perdió una sola batalla, con sus pocos hombres hizo verdaderas
maravillas.

La batalla de Muret
En uno de sus tantos cambios y traiciones, Raimundo VI de Toulouse, se había vuelto a pasar
(nunca dejo de estar de ese lado...) a los cátaros. Tomó el castillo de Puzot y mando ahorcar a toda la
guarnición.
Su ejército reforzado con el del Rey Pedro de Aragón se encontró con el de Simón de
Montfort en Muret, el 10 de septiembre. La diferencia numérica era inmensa. Montfort tenía
muchísimo menos soldados que los albigenses, pero una gran confianza en la ayuda de Dios.
Don Pedro, tenía a su amante en Toulouse y en una carta a esta mujer le decía que, “por su
amor venía al país a expulsar a los franceses”.
Simón de Montfort, al enterarse de esta misiva, dijo: “¡Yo no necesito temer a un Rey que
combate por una pecadora contra Dios!”. Luego se dirigió a una iglesia y oró:

Tú me has elegido a mí, indigno, para pelear por ti: yo vuelvo a tomar del altar
esta espada para hacer la guerra por ti justamente.

Y a pesar de la contradicción de sus oficiales y del cansancio de sus hombres, Simón se


encaminó a Muret directamente y los adversarios le dejaron entrar en la plaza para terminar la guerra
de un golpe, pues tenían por segura su victoria dado el corto número de sus enemigos.
Don Pedro le exigió la entrega a discreción. Se armaron para la batalla del día siguiente.
Simón de Montfort pasó la noche en oración. Don Pedro en su pecado. Con las palabras
“Dios mío, te ofrezco mi cuerpo y te entrego mi alma”, Simón entró en la iglesia en la madrugada
del 12 de septiembre para oír Misa. Cuando montó, el caballo se encabritó y le arrojó al suelo. Los
enemigos que vieron esto desde lejos, estallaron en una risotada.

¡Ahora burlaos de mí, pero confío en Dios y espero cabalgar hoy detrás de
vosotros hasta las puertas de Toulouse!

Él y sus guerreros estaban llenos de entusiasmo religioso, en número de mil. Caballeros y


escuderos se habían confesado y ahora habían abrazado unos a otros y se pidieron perdón por las
injurias. Los Obispos presentes les dieron su bendición como paladines de Cristo; mientras los
obispos se dirigían a la iglesia para pedir la victoria.
Simón salió de la ciudad por la puerta opuesta a los enemigos como intentando huir. Fue un
golpe maestro. Los provenzales comían y bebían y ni siquiera habían puesto centinelas, y de después
de una vuelta hábil, Simón de Montfort se colocó súbitamente delante de ellos con sus hombres. Sus
enemigos quedaron enteramente sorprendidos y formaron una masa confusa: no se oyó o no se
obedeció voz alguna de mando. Bajo el terrible ímpetu del ataque, se dispersó la primera división
como el polvo ante el viento. Entonces la furia del ataque se dirigió contra el centro:

Tan violento fue el ímpetu que al chocar de las armas se parecía al ruido de un
bosque que cae bajo las hachas de los leñadores.

184
Varios franceses buscaban al rey de Aragón. Arrojaron de su silla a un jinete que llevaba las
armas del Rey; pero clamaron en seguida: “¡No es este el hombre!”
“No, exclamó Pedro, no es ese el Rey; ¡yo soy don Pedro de Aragón!” Y con el grito de
guerra “Aragón, Aragón” se lanzó contra ellos. Al instante se vio rodeado y herido por muchas
lanzas. “¡El Rey Pedro está muerto!” exclamaron los aragoneses, y se dispersaron. La batalla se
convirtió entonces en una degollina. Más de 15.000 hombres murieron bajo la espada del vencedor o
en la huida en las aguas del Garona.
Simón de Montfort derramó lágrimas cuando vio el cadáver del Rey tendido en tierra y
desnudo; volvió con los pies descalzos a la iglesia de Muret, para dar gracias a Dios por la victoria;
legó a los pobres su caballo de batalla y su espada.
Fue en las proximidades de este lugar en el que Nuestra Señora se apareció a Santo Domingo
y le reveló el Rosario...
Simón de Montfort tomó Marmande, Montauban, Narbonne y finalmente Toulouse.
Fue en este período de la guerra que los cátaros comenzaron a cometer terribles atrocidades,
las que fueron seguidas, como represalia, por las tropas de Montfort. Eran las leyes de la guerra de
aquellos tiempos.
Una columna de cruzados que venía del norte como refuerzo para Simón de Montfort, fue
tomada de sorpresa por los partidarios de los cátaros. Los que no murieron en el combate, tuvieron
los ojos, narices, orejas y lengua arrancados, salvo a uno de ellos que le dejaron sólo un ojo, para que
los guía al campamento cristiano y atemorizarlos. Lo que consiguió fue que a partir de ese momento
la guerra se convirtiese en una lucha sin cuartel ni piedad...
El 8 de enero de 1215, un concilio en Montpellier, proclamó a Simón de Montfort, Príncipe
de todo el territorio conquistado y pidió al Papa que confirmase esta legitimación.
Pero Inocencio III juzgaba evidentemente que aquel asunto iba demasiado lejos. Reservó su
decisión hasta el concilio de Letrán que había convocado para el mes de noviembre próximo, y entre
tanto se opuso a la expropiación de todos los vencidos y cuando el Conde de Toulouse llegó a Roma
lo acogió lo más paternalmente que pudo. No quería tomar medidas que le parecían una expoliación.
Le hubiera parecido mejor una política de apaciguamiento, pero los Obispos le aseguraron que
restituir sus bienes a los Señores autóctonos, era devolver su triunfo a la herejía. Inocencio III se
rindió a sus razones, pero para garantizar, sin embargo, los derechos de la mujer y del hijo de
Raimundo de Toulouse.
Simón de Montfort continuó con sus campañas contra los herejes. Pero el 25 de junio de
1218 el un nuevo sitio a la ciudad de Toulouse, una piedra lanzada desde la ciudad le golpeó
fuertemente en la cabeza causándole la muerte de este gran guerrero cristiano.
El hijo de Simón no estuvo a la altura del padre y las fuerzas cristianas se retiraron a
Carcasona.
Los cátaros comenzaron a levantar nuevamente la cabeza por todas partes. Aterrado, el nuevo
Papa Honorio III, suplicó a Felipe Augusto que interviniera. Por entonces la situación había
cambiado, pues los ingleses, vencidos en Bouvines, Juan Sin Tierra y sus aliados ya no eran de
temer.
En 1219, las tropas mandadas por el Príncipe heredero Luis – el futuro Luis VIII –, llegaron
por primera vez al Mediodía. Las tropas reales no pudieron tomar Toulouse. Amaury de Montfort le
cedió todos sus derechos sobre el Mediodía.
Luis VIII aceptó la oferta. Los Legados del Papa y los Concilios reunidos en París y Bourges,
le suplicaron que rehiciese una verdadera Cruzada contra Raimundo VII de Toulouse, más amigo de
los herejes que su padre y excomulgado. Y enjulio de 1226, los Cruzados se pusieron pues en
camino para el Mediodía por segunda vez. Cayó Aviñón, convertido en madriguera de cátaros y
valdenses, y luego también Béziers y Carcasona. Una nube de clérigos y monjes marchaba delante
del ejército real, invitando a la población a someterse. En unas semanas parecía todo arreglado. La
asamblea de Pamiers devolvió al Rey de Francia todas las tierras pertenecientes a los herejes. La
muerte de Luis VIII hizo prolongarse las cosas, pero el Mediodía estaba agotado, y sus Príncipes
habían comprendido que la dominación regia era la mejor solución. Raimundo VII deseaba

185
Capítulo VI
La Iglesia en la Edad Media – La Inquisición
reconciliarse con la Iglesia; su hija Juana se casó con Alfonso, hermano de San Luis IX y le
sucedería. Por otra parte, ofreció al Papa el Condado de Aviñón y una parte de sus bienes a la
Corona. Blanca de Castilla y el Legado, el Cardenal Santangel, firmaron el acuerdo en Paris el 12 de
abril de 1229.
Los jefes cátaros pasaron a manos de la Inquisición. Muchos se escondieron, otros huyeron.
La herejía perdió toda su influencia sobre la población y su herejía se recogió a unos pocos que
vivieron ocultos. En todo caso la Iglesia salió vencedora de esta Cruzada, y la Orden de Santo
Domingo se expandió enormemente en la región y en toda Europa136.
Curiosamente fue en las regiones cátaras que la herejía protestante, hugonote, tuvo mucha
fuerza en el siglo XVI...

La Inquisición
Como hemos visto más arriba la Iglesia tenía tribunales propios y una de sus funciones era
luchar contra la herejía. Tocamos aquí uno de los puntos más polémicos sobre el papel de la Iglesia
en la Edad Media. A propósito del cual ha corrido mucha tinta, mucha vehemencia y... muchas
calumnias.
Para comprender el papel de la inquisición es necesario situarse en la concepción de que la
Iglesia era la garante del orden social. Todo el sistema político, social, cultural, laboral, económico de
la Edad Media reposaba sobre la fe católica. Y todo lo que amenazaba la fe, amenazaba los
fundamentos más profundos de la sociedad.
No es exagerado afirmar que, en la mayor parte de los casos, un hereje es un revolucionario
que atenta contra la Iglesia en el plano religioso, pero también atenta contra la sociedad. Veremos en
el siglo XVI, cuando surgieron las sectas protestantes, al mismo tiempo de ser contestatarias contra
los Dogmas y el Papado, eran también contestatarias, en muchos casos, contra el orden político y
social.
Es por esa razón que las herejías solían despertar más reprobación en los laicos que en los
clérigos. Por ejemplo estudiamos la herejía cátara, nos cuesta comprender hoy en día, el malestar que
causaba por el hecho de proscribir el juramento; era resquebrajar la esencia misma de la vida
medieval: el vínculo feudal. Conmovía los cimientos de la feudalidad. De ahí las reacciones
vigorosas, a veces excesivas, que esa herejía despertó.
A veces la exaltación de la sociedad era tan grande que, por ejemplo, San Bernardo en una
carta a los burgueses de Colonia que habían matado a muchos judíos, afirma:

El pueblo de Colonia ha desbordado los límites. Aprobamos su celo pero no


lo que ha hecho, por que la fe es obra de persuasión y no se la impone.

Lo mismo sucedió en Toledo, cuando los habitantes de la ciudad fueron al gueto y asesinaron
a muchos judíos, la Iglesia desaprobó enérgicamente esas matanzas. Los laicos son mucho menos
moderados que los clérigos en sus juicios, y en ellos las preocupaciones doctrinales resultan
agravadas al sumárseles las preocupaciones materiales. El primer Rey que aplicó la a los herejes
librados al brazo secular la muerte en la hoguera fue Federico II.
La Inquisición medieval fue sólo un tribunal eclesiástico, destinado a “exterminar” la herejía,
esto es, a extirparla arrojándola fuera de los límites ex terminis del reino: las penitencias que impone
no salen del marco de las penitencias eclesiásticas, ordenadas en confesión: limosnas, peregrinajes,
ayunos. Sólo en casos graves el culpable es entregado a la justicia secular, lo que significa que ha de
afrontar penas de cárcel o de muerte; en cualquier caso, el tribunal eclesiástico no tiene derecho a
dictar penas como éstas.

136 Daniel Rops, op. cit., págs. 638 a 670; Weiss, J. B., op. cit., tomo VI, págs. 122 a 123.

186
Los autores que han estudiado la Inquisición en sus textos, sea cual fuere la tendencia a que
pertenecen coinciden en la conclusión de que sus “víctimas fueron pocas”, según la expresión de
Lea, escritor protestante traducido al francés por Salomón Reinach. Por ejemplo de 930 condenados
por el inquisidor Bernard Gui durante su carrera, 42 entrañaron la pena capital.
En cuanto a la tortura, en la historia de la Inquisición en Languedoc se registran a ciencia
cierta sólo tres casos en que fue aplicada, lo cual significa que su uso no estaba generalizado.
Además, no se podía aplicar sino cuando había comienzos de prueba: sólo servía para completar
confesiones ya iniciadas. Añadamos que, como cualquier tribunal eclesiástico, el de la Inquisición
ignora la prisión preventiva, y deja en libertad a los sospechosos mientras no haya pruebas de su
culpabilidad 137.
En otra parte de este trabajo estudiaremos la Inquisición española del siglo XVI, y lo mismo
que la medieval, también demostraremos que mucho se ha mentido sobre ella... Pero lo dejamos para
el momento oportuno.

137 Régine Pernoud, op. cit., págs. 107 a 110.

187
Capítulo VII
Los Grandes Reinos Cristianos
del siglo X al XIII – Alemania, Sacro Imperio

Capítulo VII
Los Grandes Reinos Cristianos
del siglo X al XIII

Alemania, Sacro Imperio


Hemos visto ya en el capítulo V, la creación del Sacro Imperio Romano Germánico, y los
Emperadores hasta San Enrique II.
Después del bávaro San Enrique, los alemanes escogieron para Emperador a Conrado II. Éste
fue el tronco de una dinastía que duró un siglo (1024 - 1125), y contó cuatro emperadores. Uno de
ellos fue Enrique IV (1056 - 1125) que se vio envuelto en el conflicto con San Gregorio VII (Ver
capítulo VI). Esta querella con la Iglesia sirvió de pretexto para la insurrección de la nobleza alemana,
que procuraba aprovechar toda ocasión para debilitar la autoridad imperial. Los trastornos
continuaron durante el reinado de Enrique V, hijo de Enrique IV, y con él se extinguió la dinastía
franconia. (1125)

La dinastía suaba, Federico Barbarroja


En 1137 pasó la corona de los Hohenstaufen. Federico Barbarroja (1152 1190), fue el
segundo de los emperadores suabos. Esta casa real no se caracterizó por su fidelidad al Papado.
Apenas transcurridos treinta años después del concordato de Worns (ver capítulo VI), que un
Príncipe iba a escribir:

Puesto que, por disposición divina, me llamo y soy Emperador de los


Romanos, si no tengo el gobierno de Roma, no tengo más que la sombra del poder.

El Príncipe que se atrevía a mantener semejante lenguaje era, en 1152, a raíz de su


advenimiento al trono germánico, un hombre de treinta años, en quien el sentido de la grandeza y la
pasión de la gloria se hallaban servidos por otras cualidades eminentes.
Grande, erguido, de talle esbelto, era el tipo mismo de esos jóvenes alemanes en quienes el
equilibrio moral y la salud se alían en servicio de la voluntad de dominar y del instinto de
combatividad. Era un soldado, un conductor de hombres, no desprovisto, por otra parte, de
inteligencia y de juicio. No cabe sino tributar homenaje a su carácter, cuya crueldad no ensombrecía
la nobleza y cuya violencia se mezclaba con la generosidad.
Creyente y practicante, pero, como veremos, muy a su manera, y con ideas muy especiales.

188
Tenía la piel clara, los ojos azules y vivos, su boca estaba rodeada por una tupida barba de
reflejos de oro, y de llama; de ahí el apodo Barbarroja con el cual pasó a la Historia. Pues, desde 1152
a 1190 la política europea sería dominada por este Emperador.

Güelfos y gibelinos...
Desde hacía treinta años el mundo germánico conocía un eclipse. Al morir sin hijos Enrique
V dejó una situación confusa, en la que las ambiciones de los feudales pudieron abrirse camino. Tres
familias estaban en pugna; la de Sajonia, que, desde la minoría de Enrique V, socavaba la autoridad
imperial; la de los Welfos, poderosos en los alrededores del lago de Constanza y Duques hereditarios
de Baviera, desde 1070; y por fin la de los Duques de Suabia y de Franconia, sólidamente asentados
entre Basilea y Maguncia, y tan ricos que “arrastraban un castillo a la cosa de su caballo”, decía
un proverbio, aquellos Hohenstaufen, a quienes se designaba también con el nombre de su tierra de
Weiblingen.
La competencia entre los Güelfos y Gibelinos – como se pronunciaba en Italia. Dejó subir al
trono al sajón Lotario (1125 - 1137); pero a la muerte de éste el gibelino Conrado III (1138 - 1152)
ganó en velocidad a sus adversarios, se ciñó la corona y derrotó luego a los sublevados Welfos. Un
matrimonio de la viuda del Welfo vencido con el hermano del Staufen vencedor concluyó – por
algún tiempo – con la lucha, de cuyo matrimonio nació Federico, güelfo y gibelino a un tiempo y
predestinado, según parecía para dirigir hacia grandes proyectos a una Alemania reconciliada.
Simultáneamente, el Papado había conocido también un período oscurecimiento. Graves
disturbios habían agitado a Roma y a la Cristiandad. A la muerte de Calixto II, un antipapa se levantó
contra Honorio II; y cuando éste murió, Inocencio II vio como surgía otro, Anacleto; durante diez
años transcurrió así aquel terrible Cisma, en cuyo apaciguamiento trabajó San Bernardo con toda su
autoridad. Siguieron dos Papas de poco peso, Celestino II y Lucio II. Y aunque Eugenio III (1145 -
1153), el cisterciense amigo de San Bernardo y destinatario del admirable tratado De
Consideratione, logró un real resurgimiento del papado, consolidó la vida intelectual y moral,
reavivó el entusiasmo por la Cruzada e hizo capitular a diversos herejes; tras él, el viejo Anastasio IV
(1153 - 1154) parecía muy débil para arrostrar al Emperador Rey de Alemania.
Además, la situación se había complicado en Italia a causa de dos nuevos elementos. Uno era
la formación del Reino normando de Sicilia. En 1101 había sucedido al conquistador Roger I, su hijo
Roger II, tan excelente diplomático como jefe de guerra, un verdadero Hautville. Y con él (1101 -
1154) la aventura normanda había alcanzado la grandeza. Vencedor y luego heredero de su primo
Guillermo, Roger II unificó el Sur de Italia, sin tener en cuenta las protestas del Papa; cuando
Honorio intervino, su ejército se le opuso, y en 1128, en Benevento, con una pompa bárbara, al
resplandor de las antorchas, el normando recibió la investidura del Ducado de Apulia. Deseoso de ir
más lejos, Roger sacó partido hábilmente de las dificultades en que el Cisma de Anacleto colocaba a
la Iglesia y, a pesar de las súplicas que San Bernardo fue a dirigirle en Salerno, sostuvo al antipapa, y
el 23 de diciembre de 1130, con un gran brillo de telas preciosas y resplandor de armas cinceladas en
oro, se hizo coronar Rey. Cuando murió Anacleto suscitó a otro antipapa, Víctor IV, el cual, por otra
parte, se sometió a Inocencio II casi inmediatamente.
El otro era el desarrollo de las ciudades. El comienzo del siglo XII corresponde, para Italia, el
movimiento de independencia de los municipios. Elemento complicado éste, de una política que ya
no era sencilla. Pues los odios entre ciudades eran feroces; Milán detestaba a Pavía; y Venecia,
Génova y Pisa, se enviaban mutuamente a los infiernos. En el mismo interior de las ciudades los
antagonismos, de barrio a barrio, no eran menos severos. Y la leyenda de Romeo y Julieta
inmortalizó su recuerdo con el odio de los Montescos contra los Capuletos.
La Iglesia y el Imperio, hostiles a este movimiento municipal, iban a jugar unas embrolladas
partidas, pues la querella alemana de los Güelfos y de los Gibelinos se convirtió en la Península en
una lucha a favor o en contra del Papado.

189
Capítulo VII
Los Grandes Reinos Cristianos
del siglo X al XIII – Alemania, Sacro Imperio
En la misma Roma, el movimiento municipal había estallado como una bomba. Hasta
entonces el Papa conservaba la autoridad él solo; nombraba un Prefecto de la Ciudad, mandaba a la
policía y juzgaba a los criminales. Los cónsules romanos, a pesar de su pomposo título, no eran más
que sus funcionarios. Pero por poderoso que fuera tenía muchos adversarios turbulentos; aristócratas
que añoraban la época en la que hacían a los Papas, y plebe urbana a la que cualquier nadería bastaba
para agitar. En 1143, un motín asaltó el Capitolio e instaló en él a un Senado. En vano Lucio resistió
hasta ser herido mortalmente tratando de recuperar el Capitolio, pues Eugenio III tuvo que reconocer
al Senado, considerándose dichoso por poder reservar su derecho de investidura (1145).

Arnaldo de Brescia, un revolucionario


La situación empeoró cuando apareció en Roma Arnaldo de Brescia, un hombre extraño,
buen orador, dispuesto a fanatizar las muchedumbres. Era un Canónigo regular, de vida austera,
obsesionado por ideas apocalípticas; un visionario injertado en un tribuno. Había inspirado a Pascal
II, pero añadía a ellas unos elementos sociales y políticos que le convertían en el heredero de la
Pataria, aquella plebe violentamente reformadora que había agitado tanto a Italia en el siglo anterior.
¡Nada de contaminación de poderes! ¡Qué la autoridad civil fuera sólo para los laicos! ¡Qué el clero
abandonase sus posesiones y sus tierras y viviera únicamente de los diezmos y de la caridad pública!
Condenado por su obispo en 1139, pasó a Francia en donde su amigo Abelardo lo acogió con
alegría, y al ser expulsado del Reino a petición de San Bernardo, aquel campeón revolucionario llegó
a Roma en el mismo momento (1140) en el que Eugenio III se veía obligado a abandonar la Ciudad
Eterna.
Allí sus exaltados discursos contra las taras de la Iglesia tuvieron enorme resonancia. La
mayor parte del pueblo y muchos elementos del mismo clero se le adhirieron. Convertido así en una
especie de dictador, Arnaldo entusiasmó a los romanos prometiéndoles reconstruir la antigua gloria
de la Ciudad, la Roma de los conquistadores, y la República con su Senado, su Orden ecuestre, sus
Tribunos de la plebe...
Y cuando en 1145 Eugenio III pudo volver a Roma, con la ayuda de Roger de Sicilia, se vio
obligado a pactar con aquel terrible tribuno. Una tercera concepción de la dominación universal
quedó así planteada como rival de la del Papa y de la del Emperador.

Federico Barbarroja, sus desavenencias


con la Santa Sede
Apenas llegó al Poder, Federico Barbarroja volvió sus miradas hacia Roma. Su modelo era
Carlomagno. No le hubiese bastado a su inmenso apetito con unificar a todos sus dominios de
Alemania y de Italia bajo la autoridad como aquella de la que tan afortunados ejemplos daban los
Reyes de Francia, Inglaterra y de Sicilia. Sino que desde un principio tendió nada menos que a la
restauración de la autoridad imperial universal, empresa que prosiguió pacientemente hasta su fin.
Se proclamó así: Romanorum imperator semper Augustus, divus, piisimus, imperator et
gubernator urbi et orbi. En 1133 heredó el Reino de Arlés, despojo de la antigua Lorena, que
además de Provenza, abarcaba el Franco Condado, Borgoña, el Lionesado, el Viennois, Suiza
Occidental, Saboya y el Delfinado. Pero su trono no se había anexionado aquellas tierras, sino que en
1156 se casó con la heredera de la Alta Borgoña y vino a ceñirse en Arles la Corona Borgoñesa.
Todos los Reyes parecían lugartenientes a su órdenes, como el de Polonia, Boleslao, que
aceptó arrodillarse ante él; el de Hungría y el de Dinamarca, que se reconocieron sus vasallos, y el de
Bohemia, al que había creado cuando dijo al duque Ladislao una corona de oro más simbólica que
real. Únicamente los de Francia y de Inglaterra, Luis VII y Enrique Plantagenet, manifestaron hacía

190
aquel gran Señor una protocolaria deferencia, pero se negaron a someterse, lo que hizo que Federico
los calificase de regentes de provincia o de reyezuelos.
¿Cómo un hombre así iba a aceptar el que se levantase frente a él la primacía pontificia?
El gobierno de Roma era indispensable para el éxito de su vasto programa. Y así, dos años
después de su advenimiento, se puso en marcha. El municipio romano podía pesar poco ante el
ejército alemán. El viejo Papa Anastasio agonizaba.
Pero entonces surgió el hombre providencial que iba a poner en jaque a tales pretensiones.
Era un inglés, uno de esos hombres de corteza dura y de inteligencia viva, tenaces como dogos, que
suelen nacer en las Islas Británicas. Su padre era un aldeano, se dice que brutal, y que en sus últimos
días había ingresado como Hermano lego en un convento; el mismo había crecido entre clérigos, y
había llegado a ser Canónigo regular de San Rufo de Aviñón; Eugenio III lo creó Cardenal y lo envió
como Legado a Escandinavia. Y cuando murió Anastasio IV el tres de diciembre de 1154, cuarenta y
ocho horas después, el Sacro Colegio por unanimidad eligió a ese Nicolás Breackspeare, que tomó el
nombre de Adriano IV (1154 - 1159).
Federico estaba en el Norte de Italia. Había reunido a sus vasallos en la llanura de Roncaglia
cerca de Piacenza, donde había citado ante él a los representantes de las Ciudades, les había
prometido reformas y anunciado su intención de ceñir en Pavía la Corona de hierro de los Reyes
lombardos, para ir luego a Roma. Momentáneamente los intereses del Papa y del Emperador estaban
de acuerdo, pues Federico no quería nada bueno para Arnaldo de Brescia, y Adriano IV acababa de
lanzar el entredicho sobre Roma, donde un Cardenal había sido asesinado. Se estableció así entre
ellos una alianza, llena de recíproca desconfianza, y cuando se encontraron, Federico se negó al
principio a cumplir con aquel servicio de “escudero” consistente en llevar el caballo y sostener el
estribo del Papa, que, desde hacía siglos, era protocolario, y no consintió en ello más que cuando se
le hubo explicado que aquella tradición se remontaba a Carlomagno.
El 18 de junio, en la Catedral de San Pedro se desarrolló la coronación imperial. Arnaldo de
Brescia, fue apresado, ahorcado, quemado y sus cenizas se arrojaron al Tíber. El Papa reconstituyó
su poder sobre las ruinas de la República. En cuanto el Emperador, volvió a partir inquieto por los
estragos que la “malaria” hacía entre sus tropas. Su orgullo y su dureza iban dejando tras él una
desconfianza general.
Pero la desconfianza entre el Papa y el Emperador no hacía sino crecer. Un incidente hizo
estallar el conflicto: la detención del Arzobispo de Lund por el Emperador. El Papa envió una carta
categórica, que dos Legados fueron a llevar a Besançon, en donde Federico celebraba una Dieta en
aquella primavera de 1157. Y en esta asamblea de imperiales, la misiva hizo el efecto de una
provocación. En términos ambiguos, sin duda premeditados, Adriano IV recordaba al Emperador los
beneficios que a él le debía, entre otras la Corona Imperial que por él le había sido conferida.
Reinaldo de Dassel, Canciller del Emperador, clamó por el insulto.
La Asamblea vocifero vehementes protestas. Mas los dos Legados no se dejaron intimidar.
“¿Pues de quién tiene el Emperador la Corona, sino del Papa?”, preguntó el Cardenal Rolando. Al
oír lo cual un edecán se arrojó sobre él con la espada desnuda y lo hubiera matado simplemente, si el
mismo Federico no hubiese cubierto al sacerdote con su fuerza. ¿Creyó Adriano IV, ante semejante
cólera, que había ido demasiado lejos? ¿O bien juzgó suficiente el efecto producido? El caso es que
precisó que había querido hablar de “beneficios” y no de “feudos”; beneficium, non feudum, sed
bonum factum. Pero a los Legados se les prohibió que inspeccionase Alemania; y Reinaldo organizó
una propaganda antipontificia. Las palabras hirientes se cruzaron como aceros. La guerra estaba
virtualmente entablada.
Su objetivo apareció claramente cuando, al año siguiente, en la nueva dieta de Roncaglia
(1158), Federico hizo exponer por los cuatro más celebres juristas de la época la doctrina de la
autoridad imperial absoluta, tal y como la concebía el Derecho Romano, entonces en pleno
renacimiento, es decir, la doctrina más radicalmente opuesta a la tesis pontificia. Luego, pasó a
aplicarla y decretó una reorganización de Italia inspirada en las Pandectas y en los métodos
bizantinos, que impuso la autoridad imperial, prohibió las federaciones de Ciudades e incluso

191
Capítulo VII
Los Grandes Reinos Cristianos
del siglo X al XIII – Alemania, Sacro Imperio
instituyó una moneda única, pero para cuya aplicación no cabría evitar el tener que recurrir a la
fuerza. Y así fue como comenzó el drama.

Resistencias en Italia al Emperador


Para someter a las ciudades italianas, Federico quiso imponerles unos oficiales imperiales, los
Podestás. En Génova, en Brescia, en Cremona y en Piacenza, se organizó la resistencia. En Milán
sobrevino la rebelión. Durante dos años y medio, la heroica ciudad desafió al ejército imperial. Pero,
agotados los víveres, tuvo que capitular al fin; los milaneses rompieron solemnemente el símbolo de
su libertad, el Carrocio, carreta tirada por cuatro bueyes que llevaba el estandarte municipal. Pero
Federico tuvo la crueldad de incendiar toda la ciudad incluidas las iglesias, mientras que la población
era dispersada y condenada a trabajos forzados. Para distraerse, los soldados germánicos jugaron a
los bolos con las cabezas de los prisioneros degollados.
Adriano IV había seguido angustiado este drama desde Roma. Los bienes de la Condesa
Matilde acababan de ser usurpados por el Duque de Baviera, siendo así que la difunta había querido
legarlos a la Santa Sede. Algunos Arzobispados importantes, como Bolonia y Ravena, habían sido
entregados a favoritos de Federico. Y cuando el Papa protestó, le fue respondido que la posesión de
Roma era necesaria para la realización de los planes forjados en Roncaglia y que el emperador se
instalaría pronto allí. Entonces Adriano VI se refugió en Anagni y se disponía a excomulgar a
Federico, cuando murió el primero de septiembre de 1159.

Alejandro III
Cuando parecía que esta prematura muerte iba a entregar a la Iglesia a la ambición imperial,
los Cardenales eligieron, por una mayoría abrumadora, a aquel mismo Cardenal Rolando que había
desafiado la ira germánica en Besançon. Alejandro III (1159 1181) era un hombre dulce y firme, un
jurista de primer orden y un diplomático como suele formarlos la Toscana. Ante esta elección el
Emperador no se hizo ilusiones y se lanzó a la lucha. Y como tres Cardenales disidentes habían
elegido a un antipapa, el Emperador lo reconoció en el acto.
Durante, aquella tentativa cismática imperial no tuvo ningún éxito. Únicamente Alemania
aceptó a su Pontífice.
Refugiado en Sens, Alejandro III fue tratado con los mayores respetos por Luis VII,
reconocido por Enrique II de Inglaterra y aceptado por casi todo el Occidente. Incluso aquel terrible
drama que, poco después, había de oponer el inglés a la Iglesia y había de costar la vida a Santo
Tomás Becket, no hizo discutir la autoridad de Alejandro. Federico se sintió sacudido por esta
unanimidad, pero ya no podía retroceder. Cuando murió Victor IV, hizo elegir un segundo antipapa,
Pascual III; y a la muerte de este último, un tercero, Calixto III. Pero, ¿qué pesaban estos fantoches?
Para Alejandro III había llegado el momento de obrar. Vuelto a Roma y recibido como un
verdadero libertador, comenzó a organizar una serie de alianzas contra el Imperio.
Federico II cruzó los Alpes, llegó a Roma, Alejandro III tuvo que huir nuevamente, pero una
terrible epidemia diezmo al ejército imperial, y el Emperador tuvo que escapar a Alemania en medio
de terribles dificultades, en la que las misma Emperatriz tuvo que manejar la espada y en las que el
propio Emperador, a punto de ser apresado tuvo que disfrazarse de criado para no caer prisionero.
Al año siguiente, para cerrar el camino a los germanos, se levantó una nueva plaza fuerte en la
confluencia del Tanaro y de la Dormida, a la cual dieron el nombre del gran Papa: Alejandría. “¡Es
una ciudad de paja!”, exclamó Barbarroja, pero para acabar con ella hizo falta mas que un fuego.

192
La batalla de Legnano asegura la
primacía pontificia sobre el Imperio
Durante varios años Federico rumió su cólera. Su tercer antipapa no le atrajo la protección del
Cielo. Y en 1774 volvió a empezar. Fue su fracaso. Sus súbditos estaban cansados de las mortíferas
bajadas a Italia. Reunió apenas a 8000 hombres, pero fueron derrotados frente a Alejandría. Reclamó
refuerzos pero no pudo conseguir más que 6000 soldados. El 29 de mayo de 1176, en Legnano, entre
el Lago Mayor y Milán, las milicias urbanas y las tropas pontificias, 10.000 hombres, hicieron frente a
los germánicos. Barbarroja fue desmontado de su caballo y se salvó porque un oficial le dio su
montura. Su portaestandarte murió y su insignia fue conquistada, al ver lo cual sus tropas se
desbandaron.
Legnano, gran fecha en la historia medieval, consagraba la primacía pontificia. Durante la
firma del tratado, el Emperador ayudó a montar a caballo a Alejandro III, quien, en señal de perdón
le dio el beso de la paz.
En Roma rugía de nuevo el motín y el Pontífice murió en el destierro, en Civitacastellana, el
30 de agosto de 1181. Seis años más tarde, Saladino tomó Jerusalén, causando una saludable
reacción en la Cristiandad. Federico partió para la Cruzada, pero murió ahogado en las aguas del
Cydnus...
Federico era un imperialista no como lo fue el Gran Carlomagno, sino, más bien aspiraba a un
Imperio Mediterráneo, algo a la manera de los dos Antonios o Constantino.
El antagonismo entre el Papado y el Imperio iba a cambiar, pues, de sentido; ya no se iba a
tratar de adueñarse de Italia para salvaguardar la independencia de la Santa Sede. Dos concepciones
del mundo iban a afrontarse: la del Papa, tendente a mantener en pie la Cristiandad e intacta la
ortodoxia; y la del Emperador, tendente a restablecer la unidad mediterránea por la reconciliación de
las diversas religiones, y la independencia del Poder laico frente a la Iglesia 138.

Las querellas de los Papas con los


Hohenstaufen
Federico Barbarroja había hecho casar a su hijo Enrique con la heredera del reino normando
de las Dos Sicilias. Los Hohenstaufen resultaron de esta manera los dueños de la Italia del Sur,
pudiendo desde luego atacar por retaguardia los Estados del Papa, que amenazaban ya por el Norte.
Cogidos así los Papas entre dos fuegos, ya no se creyeron seguros, haciendo por consiguiente los
mayores esfuerzos por romper el poder de los Hohenstaufen, y después de una terrible lucha
concluyeron por destrozar a los que en el furor de la batalla, llamó el Papa Inocencio IV una raza de
víboras.
Quitada la Italia del Sur a los Hohenstaufen, fue dada al Príncipe francés Carlos de Anjou
(1266). Alemania también les fue arrebatada a esta casa rebelde de los Hohenstaufen.
Los trastornos y las guerras civiles habían vuelto a empezar desde la muerte de Barbarroja.
Los Príncipes y los Obispos terminaron por poner literalmente la Corona real en venta, y en honor de
la verdad ya no existieron Reyes de Germania desde 1250 a 1273. Esto es lo que se llama el Gran
interregno.

La anarquía en Alemania
Durante este período, toda traza de autoridad soberana y de Estado alemán acabo de
desaparecer. La Alemania cayó en la anarquía, es decir en la ausencia de todo gobierno. Cada cual,
grande o pequeño, duque o simple caballero, arzobispo o sacerdote, trabajó por hacerse

138 Daniel Rops, La Iglesia de la Catedral y de las Cruzadas, págs. 234 a 244.

193
Capítulo VII
Los Grandes Reinos Cristianos
del siglo X al XIII – Francia; los reyes Capetos
independiente y transformarse en Rey de su dominio, y todos lo consiguieron. Gran número de
ciudades se emanciparon también, dividiéndose la Alemania en unos cuatrocientos estados, y desde
entonces se llama, no ya la Alemania, sino las Alemanias. Naturalmente, en este estado de cosas, ya
no existió ni orden, ni derecho, ni justicia. En la época en que San Luis conseguía en Francia casi
suprimir las guerras privadas, triunfaba en Alemania el Faustrecht, o sea el derecho del puño y la ley
del más fuerte.

Francia; los reyes Capetos


La historia de Francia desde el siglo X al siglo XIII es por completo diferente a la de
Alemania. Desde 987 perteneció la Corona a la dinastía de los Capetos, sucediéndose catorce reyes
en una línea directa de esta familia desde 987 hasta 1328. Tres de ellos, Felipe Augusto, San Luis y
Felipe el Hermoso, tuvieron una importancia excepcional. Pero todos trabajaron con un esfuerzo
perseverante en una misma obra, que fue durable, o sea la unificación de Francia, dividida en grandes
señoríos y feudos desde el fin de la dinastía carolingia.
En 987, al advenimiento de Hugo Capeto, fundador de la nueva dinastía, el reino se
componía de principados hereditarios, o grandes feudos, ducados y condados. En cada uno de ellos,
el duque o el conde era soberano. Duques y condes eran los vasallos y no los súbditos del rey.
Desde la decadencia carolingia, el Rey no era más que Señor elegido por los otros señores.
Allí no existía ni gobierno ni administración del reino. No había funcionarios como en tiempo de
Carlomagno. El Rey no gobernaba, ni administraba más que su dominio, o sean las tierras que había
heredado de sus antepasados.
El dominio real, consistía en una estrecha banda de tierra que se extendía desde el Orleanés,
hasta el Norte del Sena, donde se encontraban dos ciudades importantes: Paris y Orleáns. Pero aun
dentro de este dominio había enclavados señoríos, cuyos poseedores, simples merodeadores,
impedían al Rey circular libremente por sus tierras. El Rey era, en fin, el menos rico, y menos
poderoso de los grandes Señores.
Los principios de la dinastía capeta fueron pues muy turbulentos. Los primeros Capetos
lucharon sin gloria y sin éxito contra los grandes vasallos, duques de Normandía, y condes de Blois.
Por lo menos consiguieron mantener la dignidad real en su familia. La Corona era lectiva, pero Hugo
Capeto tuvo la idea de hacer elegir y consagrar a su hijo, aún viviendo él, y durante dos siglos
tomaron sus descendientes la misma precaución. De esta manera volvió a ser la dignidad real
hereditaria.
Al principio del siglo XII hizo la autoridad real algunos progresos. Luis VI el Gordo, destruyó
a los Señores merodeadores instalados en sus dominios. Su hijo Luis VII (1137 - 1180), que había
contraído matrimonio con Leonor, heredera, del gran ducado de Aquitania, resultó el mayor
propietario del reino. Pero en 1152 repudió a su esposa, que volvió a tomar posesión de sus bienes,
volviendo ésta a casarse con uno de los grandes vasallos, llamado Enrique Plantagenet.
Fue entonces cuando se constituyó la formidable unión anglo-angevina. Enrique Plantagenet
poseía ya el Anjou, el Maine, la Turena y la Normandía, cuyos territorios se aumentaron con su
casamiento con Alienor, que le aportó la Aquitania. Dos años después de su matrimonio heredó el
reino de Inglaterra (1154). La lucha era inevitable entre los Capetos y estos vasallos demasiado
poderosos; esta lucha empezó en 1154 y duró casi un siglo.

194
Felipe Augusto
Bajo el reinado de Luis VII, la guerra no dio resultado alguno, y a Felipe Augusto fue al que
le tocó destrozar el poder de los Plantagenet. Fue el primer gran Rey Capeto, el Rey “reunidor de
tierras”.
Felipe II Augusto a (1180 - 1223), agregó a la Corona francesa la Normandía, el Anjou, la
Turena, el Berry, Poitou, Auvernia, Vermandois, Artois y varios pequeños señoríos. Felipe II era un
hombre de cualidades relevantes; sabía juntar la osadía con la prudencia, la magnanimidad con el
astuto cálculo de las circunstancias; era valeroso, laborioso, perseverante; le animaba una grande
ambición: la de restablecer el Imperio de Carlomagno. Cuando en 1185 un día estaba el Rey
sumergido en una profunda reflexión y los cortesanos deliberaban sobre lo que así le tenía ocupado;
uno de ellos tuvo el atrevimiento para preguntárselo al rey, y él contesto:

Pensaba si Dios me concedería la gracia a, mi o a uno de mis herederos, de


volver al Imperio de los Francos el poder que tuvo en tiempos de Carlomagno.

Y de hecho, el conato constante del Rey generalmente coronado del éxito, consistía en
humillar a los magnates, levantar las ciudades, procurar a la Corona autoridad y a Francia amplitud.
Ya el año primero de su reinado los grandes vasallos intentaron explotar su juventud para
hacerse independientes. Pero el joven Rey exclamó:

Si yo sufriera esto, serían grandes mi oprobio y la desgracia del país; pero yo


emplearé mis fuerzas y agradará a Dios que ellos se hagan viejos y débiles y yo
crezca.

Y realmente, en dos años los rebeldes fueron sojuzgados y puestos en razón. Poco después,
en 1185, un golpe felizmente dirigido contra el Conde de Flandes le puso en posesión del
Vermandois.
Entonces la contienda de Enrique II con sus hijos, las insensateces de Ricardo Corazón de
León, las traiciones de Juan Sin tierra, luego el asesinato de Arturo cuando Juan llegó a ser Rey;
dieron ánimo a Felipe para emplazar al Rey de Inglaterra ante un tribunal, y no habiendo
comparecido, para declararle privado de todos los feudos franceses, y hasta condenarle a muerte; el
rompimiento de Juan con la Iglesia romana, su discordia con su propio pueblo; fomentaron los
conatos del Francés para echar enteramente a los ingleses del Continente.
Todavía subió más alto la ambición de Felipe, cuando Inocencio III le estimuló a la conquista
de Inglaterra; como le fue odiosa la exhortación a la paz, cuando Juan se ajustó prontamente con el
Papa. ¡Y de cuán buena gana vio que los barones ingleses proclamaran por rey a su hijo Luis! Este,
llamado por su fuerza el León, se dirigió a Inglaterra y fue coronado y proclamado Rey en Londres.
La muerte de Juan impidió sus progresos, como el ser mozo Enrique III – se excitó el sentimiento
nacional de los ingleses y el Conde de Pembroke, en la coronación de Enrique III a la sazón de diez
años de edad, dijo a los barones aquellas palabras:

Hemos perseguido al padre por sus crímenes, y esto con razón; pero este
niño que veis delante de vosotros, es tan inocente de las acciones de su padre como
tierno en edad. Por eso elegidle Rey y Señor y echemos de nosotros el yugo de la
servidumbre extranjera.

Así el joven Enrique fue un enemigo mucho más terrible que el astuto Juan. La parcialidad de
Luis se disminuyó; y su ejército fue derrotado en Lincoln el 20 de mayo de 1217. La flota francesa
fue casi enteramente aniquilada por la inglesa el 24 de agosto, Luis se vio encerrado en Londres, y
hubo de negociar para su libertad personal.
El 11 de septiembre de 1217 se llegó al tratado de Lambeth: por ambas partes se pusieron en
libertad a los prisioneros; Enrique prometió recibir en su gracia a los ingleses partidarios de Luis, y

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Capítulo VII
Los Grandes Reinos Cristianos
del siglo X al XIII – Francia; los reyes Capetos
éste salir de Inglaterra con sus partidarios extranjeros. Según las relaciones inglesas, Luis llegó a
prometer con juramento restituir al Rey inglés todas las anteriores posesiones de los ingleses en el
Continente, en cuanto él subiera al trono de Francia. Inglaterra quedó, por ende, ahora libre de
Francia, como antes Francia se liberó de Inglaterra.
A pesar de este golpe, el carecimiento de poder de la corona francesa era notable; cada
adquisición robustecía la autoridad del Rey. En la batalla de Bouvines no sólo fueron derrotados
Juan y el Emperador Otón, sino también el poder de los vasallos franceses. Ninguno de los nobles
franceses pudo tenérselas ya con la Monarquía; al contrario, oímos decir que ahora estaban
generalmente sometidos a la Corona, que el poder legislativo del Rey se extendió más allá de los
territorios de la Corona, sobre todo el territorio del Estado. Los grandes vasallos ya no dictaron
ordenanzas en sus propios dominios; en 1209 se miró esto como un atentado contra el Rey; cuando
se dividía un gran feudo, todos los partícipes habían de prestar homenaje al Rey como poseedor del
total. Se puso en práctica el axioma de que el Rey nunca podía ser vasallo, y los inmediatos vasallos
del Trono eran forzados a prestar el homenaje de ligues; esto es, debían jurar al Rey que le serían
fieles contra todos y estarían a su disposición.
Bajo Felipe Augusto también el Colegio de los Pares de Francia alcanzó mayor importancia.
Eran estos los más poderosos vasallos, que ya antes los Reyes franceses habían ocasionalmente
congregado en su Corte para relacionarlos más íntimamente consigo, para resolver los litigios entre
ellos, para deliberar con ellos sobre las medidas para la seguridad del Reino. Felipe Augusto convocó
este Colegio en Paris en 1202 para pronunciar juicio contra Juan Sin Tierra. Estos eran los Doce
Pares de Francia, seis seglares y seis eclesiásticos, los Duques de Normandía, de Guyenna y
Borgoña, los Condes de Toulouse, Champaña y Flandes; los seis eclesiásticos eran el Arzobispo de
Reims, y sus sufragáneos, los Obispos de Beauvais, de Chalons sur Marne, Noyón, Laón y el Obispo
de Langres. Poseían feudos inmediatamente sujetos a la soberanía del Rey. Los Señores eclesiásticos
constituían naturalmente un contrapeso de los seglares, y en caso de necesidad, el Rey asociaba a un
tribunal de Pares los más prestigiosos funcionarios de su Corte, para estar seguro de la votación.
La elevación del Estado burgués debía limitar el Feudalismo; el espíritu de libertad de las
ciudades no era peligroso para la Corona, pero sí para la nobleza. Felipe Augusto confirmó de grado
y en gran número los privilegios de las comunidades ciudadanas ya existentes. Una porción de
nuevas ciudades fue por él creada y provista de derechos. La actividad de la industria y el comercio
reclamaban todo posible fomento; 22.000 ordenaciones de Felipe Augusto manifiestan la
extraordinaria actividad de este Rey por los intereses de la burguesía.

Felipe Augusto desafía a la Iglesia


Con esto quedaba firmemente establecido el poder de Felipe Augusto y su prestigio en todas
las clases de la población. Sólo una vez vaciló todo el edificio del Rey, cuando por sus pasiones
quiso desafiar a Inocencio III.
Después de la muerte de su primera esposa, Isabel de Hainaut, Felipe Augusto en 1193 pidió
la mano de la segunda hermana del Rey Canuto VI de Dinamarca, celebrada por su belleza. Como
dote debía traerle el derecho de Dinamarca sobre Inglaterra, que se derivaba del Rey Canuto el
Grande, así como un ejército y una armada para hacerlo valer. Ingeburga recibió una considerable
dote, pero los daneses no quisieron meterse en una expedición, pues ésta era rica y poderosa para
defenderse contra todo enemigo. Este fracaso de su plan político, fue sin duda la causa de los malos
tratamientos a Ingeburga. Por mucho que Felipe Augusto la hubiera deseado – le salió al encuentro
hasta Amiens, el 14 de agosto – mostró grande aversión a ella después de la noche de bodas; en la
coronación de Reims tembló y empalideció a la vista de su esposa; apenas se la podía nombrar en
presencia.
El 4 de noviembre el Rey en Compiègne, ante una asamblea de Obispos, exigió el divorcio
bajo el falso pretexto de su próximo parentesco. Se pronunció la separación. La Reina lloró cuando

196
un intérprete le comunicó la sentencia. “¡Mala Francia, mala Francia! ¡Roma, Roma!”, exclamó
sollozando, significando que, como último refugio contra la injusticia, apelaba al Papa. Como se
negó a regresar a Dinamarca, el Rey la hizo encerrar en el monasterio de Beaurepaire.

Escándalo del Rey y severidad de


Inocencio III
El escándalo fue grande. El Rey de Dinamarca se querelló por el maltrato a su hermana y
Roma declaró inválido el divorcio. Pero el Rey, después que Inés de Hohenstaufen le rechazó, ajustó
rápidamente un nuevo enlace con la bella Inés, hija del Duque de Meran, de la Casa de los Condes de
Andechs.
Los Obispos franceses no pusieron resistencia alguna, “como perros mudos que no saben
ladrar y temen por su pellejo”. En cartas conmovedoras, Ingeburga pintó al Papa su desgracia; el
Rey de Dinamarca exigía urgentemente la intervención de la Sede Apostólica contra el despreciador
de las leyes de la Iglesia. Entonces Inocencio III intervino con todo su vigor. Primero envió serias
advertencias: no debía mirar a los hombres sino a Dios, escribió el Papa al clero francés. También el
Duque de Bohemia siguiendo el ejemplo de Felipe Augusto, había repudiado a su mujer legítima y
se había unido sin reparo a una adúltera; otros Príncipes y personas privadas se disponían a judaizar
y dar a sus mujeres libelo de repudio, si no se ponía coto cuanto antes a tales comienzos.
Como no aprovechara el camino de la blandura, se amenazó con el interdicto en un Concilio
de Dijón, el 14 de enero de 1200; y como el Rey perseverara contumaz, se pronunció el entredicho
en toda Francia. Un contemporáneo lamenta:

¡Qué terrible espectáculo, cuan lamentable era ver en todas las ciudades las
puertas de las iglesias cerradas, el ingreso en ellas prohibido a los fieles como perros,
suprimidas las públicas oraciones del coro, el Misterio del Cuerpo y Sangre del Señor
interrumpido, en las grandes festividades ninguna concurrencia del pueblo, los
cadáveres de los finados no enterrados con ritos cristianos, de suerte que su hedor
inficionaba el aire y su vista infundía horror a los vivos!

El que todos los beneficios de la religión se sustrajeron al pueblo causaba una grande
impresión, y le amotinaba.
El Rey se enfureció:

Tened cuenta, oh clérigos, que no os cuelgue alto el canasto del pan; que no
embargue vuestros bienes, amenazó al Obispo de Paris, de mejor gana perderé la
mitad de mis dominios, que me separe de Inés, pues es una misma carne conmigo.

Otra vez Felipe amenazó airado que se haría pagano, y dijo que Saladino era dichoso porque
no tenía Papa. Pero todo eso fue sin provecho, poco a poco no sólo el clero, sino los caballeros y el
pueblo se hicieron hostiles al Rey; ya no querían servir a un rebelde a la Iglesia. Ya le amenazaba la
excomunión y deposición. Los Señores, a los que convocó para deliberar en Paris, no se dejaron
cegar por la gracia y hermosura de Inés, que se presentó en traje de luto: aconsejaron al Rey a
someterse a la voluntad del Papa. Después de alguna resistencia, el Rey prometió que se sometería.
Restituyó a la Iglesia lo que le había quitado, visitó a Ingeburga y juró volverla a recibir como esposa
y Reina de Francia. Entonces el Legado levantó el interdicto el 7 de septiembre: las campanas
volvieron a resonar, las iglesias se abrieron, las imágenes dejaron sus velos, el júbilo del pueblo fue
indecible.
Pero apenas el entredicho había cesado, Felipe volvió a hacer encerrar a Ingeburga, Inés no
fue alejada del reino; pero Inocencio III no era hombre para permitir que se jugara con él. Esta
cuestión matrimonial debía resolverse; en Soissons, en marzo de 1201, tuvo lugar una negociación
bajo la presidencia del Legado, en la cual se presentaron el Rey e Ingeburga. Ya quería el Legado

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Capítulo VII
Los Grandes Reinos Cristianos
del siglo X al XIII – Francia; los reyes Capetos
pronunciar una sentencia a favor de Ingeburga, cuando el Rey hizo decir, que reconocía a Ingeburga
como su esposa, la tomó a la grupa del caballo y dejó con ella la ciudad. Pero no era sino otro juego,
Ingeburga fue de nuevo puesta en prisión, pero también el Rey de equivocó de nuevo. Hubo de
doblegarse. Por este tiempo, en 1202 murió Inés de tristeza de ser tenida como concubina y estar
alejada de su amante.
Es verdad que Inocencio III se mostró conciliador declarando de legítima descendencia, por
deseo del Rey, a los hijos que había tenido de Inés. Pero permaneció inexorable en la exigencia de
que Felipe debía tratar a Ingeburga de la manera digna de su estado, y debía tributarle honores regios.
Felipe se mostró inventivo, entabló demanda de divorcio por encantamientos que le impedían vivir
con ella como marido. Inocencio no entró por este camino.
Luego Felipe obligó a Ingeburga a asegurar con juramento, mediante la promesa de una renta
anual de mil libras, que entraría en un monasterio y pediría el divorcio por parentesco próximo, por
magia y por causa del voto. El litigio se prolongó hasta el año de 1212, y finalmente, Inocencio rogó
al Rey que no lo volviera a molestar con semejantes cosas – y entonces la resistencia del Rey quedó
vencida por la firmeza del Papa. En 1213, el Rey se reconcilio con su esposa, la alegría del pueblo fue
grande. La indisolubilidad del matrimonio se había conservado en su santidad a los ojos del pueblo y
para mayor bien, contra las pasiones tempestuosas de los grandes Señores.

Muerte de Felipe Augusto y Luis VIII


El 14 de julio de 1223 murió Felipe Augusto a los 53 años de Edad. Le sucedió su hijo Luis
VIII, de 23 años, a la cabeza del reino de Francia. La monarquía francesa era ya tan robusta que
Felipe Augusto no tuvo por necesario obtener en vida, de los Señores del reino, el reconocimiento de
su hijo como Rey. Era el primero de los Capetos que no había recibido en vida de su padre la unción
real.
Apenas ascendido al trono, el Papa le exhortó a ofrecer al Señor las primicias de su reinado,
dirigiendo la cruzada contra los albigenses. El hijo de Simón de Montfort cedió a Luis VIII todos sus
derechos de conquista en la Provenza, realizados por su padre.
Mas Luis VIII se preocupó más en su lucha contra los ingleses que contra los herejes
albigenses.
La lucha contra Inglaterra fue favorable a los franceses, pero el Papa Honorio III y Luis VIII
seguían entablando negociaciones por el asunto de los cátaros. Finalmente fundándose en los
dictámenes dados por los obispos franceses, Raimundo VII de Toulouse fue de nuevo excomulgado
como hereje y el 28 de enero de 1226 sus posesiones se prometieron en Paris al Rey de Francia. Luis
VIII emprendió con celo la lucha en este sentido. Con un ejército de 200.000 hombres se encaminó al
Mediodía. Raimundo VII fue abandonado por muchos de sus vasallos, la resistencia era imposible.
Mensajeros tras mensajeros pidiendo gracia al Rey. Fueron recibidos duramente. La ciudad se armó
para resistir. Luis juró no retirarse hasta que la hubiera tomado y se preparó para sitiar Aviñón. La
ciudad resistió seis meses, pero después capituló, el 12 de septiembre de 1226.
Los cruzados se dirigieron a Toulouse, pero la peste mató a muchos guerreros e incluso
contagió al propio Luis VIII, que murió a su regreso en Auvernia, el 8 de noviembre de 1226,
después de haber pedido a los grandes vasallos que hicieran coronar cuanto antes a su hijo de 12
años, Luis IX, y después de haber encomendado su tutela a la Reina Doña Blanca de Castilla 139.

139 Weiss, J. B., Historia Universal, tomo VI, págs. 172 a 183.

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San Luis Rey de Francia: Gloria de la
Edad Media
Aquel ideal de vivir bajo la mirada de Dios que la Iglesia impuso a la Sociedad medieval a
través de tantas dificultades y adversidades, supieron ponerlo en práctica con sublime perfección
muchos hombres y mujeres que sin abandonar el mundo, ni entrar en el clero, iluminaron la Edad
Media con la luz de la santidad.
Tal vez uno de los más bellos ejemplos es la vida de San Luis IX, que desde 1226 a 1270
ocupó, ¡y con qué soberana Grandeza!, el trono de Francia.
En él, como que llegó a su auge la Edad Media. Dominó su tiempo y lo iluminó con su luz
sobrenatural.
A los ojos de la posteridad San Luis fue el arquetipo de los hombres, tal y como concibió la
Edad Media en lo mejor de sí misma.
Físicamente era un hombre alto, delgado, de rostro regular, cabellos rubios y ojos de claro y
puro azul. La menor expresión de sus rasgos mostraba la fuerza y la bondad como los reflejos de su
alma. En lo moral era un santo, nada de mojigato, nada de sensiblero. Era alegre jovial, sabía
bromear, prefería los quolibet, decir conversaciones “à bâton rompu”, que enfrascarse en pesados
tratados.
Daba a su corte un ambiente patriarcal. Pero no era bonachón ni gustaba de la familiaridad en
la que siempre se mezcla lo grosero. Conservaba las distancias, no tuteaba a nadie y, cuando era
necesario, revelaba ser capaz de una firmeza de cortante acero. Rara vez vivió sobre la tierra un
hombre con una convicción tan total de que pronto pertenecería al Cielo, pero rara vez existió
también un místico más al corriente de los real y que se comprometiera más totalmente con la
acción.
En la base de todo estaba par él la Fe, una Fe admirable, reflexiva, y sólida.
La santidad de San Luis debe mucho a los desvelos, oraciones y buenos consejos de su
excelente Madre, la Reina Blanca de Castilla, hija del Rey de Castilla, Alfonso IX, hermana de Doña
Berenguela, madre del otro Santo Rey, Fernando III de Castilla, que fue la otra gran gloria de la
Cristiandad medieval. Sí, San Luis Rey de Francia, era primo hermano de San Fernando III de
Castilla, del cual también hablaremos en este capítulo.
San Luis vivió y se educó bajo la autoridad severa, austera y bondadosa de Blanca de Castilla,
que frecuentemente le decía cada mañana: “Bello y dulce hijo no tengo en el mundo nada más caro
que tú; pero preferiría perderte por la muerte que verte manchado por un sólo pecado mortal”. Y
el hijo pagó fielmente la solicitud de su madre, la cual a veces lo llamaba con orgullo, “el lirio de los
lirios”.
El gran amigo del Rey, Joinville, dice: “Ponía en Dios su confianza, y Dios le guardó desde
la juventud hasta el fin de su vida”.
El gran Santo mariano, San Luis María Grignion de Montfort, en su Tratado del Santo
Rosario, cuenta que la Reina Blanca afligida por no dar descendencia a Luis VIII, recurrió a Santo
Domingo pidiéndole un consejo sobre este tema. Santo Domingo le aconsejó rezar el Rosario. Así
hizo la Reina, y tuvo un heredero, el cual murió poco después. La Reina en lugar de desanimarse,
aumentó sus rosarios a Nuestra Señora, al poco tiempo tuvo un nuevo hijo, que sería el modelo de
los Príncipes cristianos: San Luis Rey de Francia.
La piadosa Reina encontró tiempo en medio de sus agotadoras tareas para vigilar de cerca la
educación de su hijo. Sobre todo, si tenemos en cuenta que a la Regente Blanca de Castilla, le tocó
enfrentar no pocos problemas en su gobierno.
La vida de San Luis era muy dura. Además de todas sus extenuantes tareas de Estado,
encontraba tiempo para rezar cada día las horas litúrgicas y para leer asiduamente la Escritura y los
Padres de la Iglesia; se confesaba a menudo y exigía disciplinazos como penitencia; ayunaba, llevaba
cilicio y vivía con extremada frugalidad y modestia – al menos mientras su rango no le obligaba a
revestir los trajes de etiqueta: “Sus costumbres – dijo un biógrafo – no fueron sólo las de un Rey,
sino las de un monje”; en todo caso, las costumbres de un terciario franciscano.

199
Capítulo VII
Los Grandes Reinos Cristianos
del siglo X al XIII – Francia; los reyes Capetos
En San Luis nunca la Fe entró en conflicto con su misión de máximo responsable de Francia,
y fue milagroso que trabajando por la una supiera hacer coincidir sus intereses con los sobrenaturales
de la otra.
San Luis fue el contraste total de Federico II Hohenstaufen. El primero sostuvo una lucha a
muerte con la Iglesia. San Luis fue el Campeón de la Cristiandad. Federico II tenía por incompatibles
el Poder Imperial y la Libertad de la Iglesia; San Luis demostró que se puede ser hijo de la Iglesia;
por su política Federico arruinó su Casa y el Imperio; San Luis, al contrario, restableció la agitada
sociedad francesa y fundó como de nuevo la monarquía, y su imagen pura brilla, a través de los
siglos, con el suave esplendor de las más hermosas virtudes.
Este gran Rey nació el 25 de abril de 1215, tenía 12 años cuando murió su padre. La
coronación del joven Rey se realizó el 29 de noviembre de 1226 en Reims.
Muchos grandes Señores, querían aprovechar la regencia de Blanca de Castilla para recuperar
el poder perdido, y por este motivo se habían aliado con el Rey de Inglaterra. Pero Blanca no sólo era
la más bella, sino la más prudente mujer de su tiempo, y estaba dispuesta a la guerra.
Convocó en Tours a las tropas reales, desde allí con el joven Rey se dirigió a Poitiers. Ante
este movimiento de fuerza, muchos señores hostiles dieron la partida por perdida, uno tras otros se
acercaron prestando homenaje al Rey. Primero Teobaldo VI de Champaña.
“Doña Blanca sacó mayores provechos de su virtud, que otras mujeres hubieran sacado de
su debilidad”. En marzo de 1227 hasta el inquieto Duque de Bretaña prestó juramento de fidelidad
en manos de Luis.
Pero ya el mismo año estalló una conjuración; el tío del Rey, Felipe de Boulogne, se indignó
por el favor que gozaba Teobaldo en la corte, y sus partidarios acordaron nombrarle regente y quitar
al joven Rey a su madre. Inmediatamente Doña blanca y su hijo se dirigieron a París, pero fueron
detenidos en Montlery: entonces Doña Blanca pidió a París socorros por medio de mensajeros
secretos y en masa corrieron a salvarla. Luis IX, todavía en sus últimos años, gustaba referir de que
manera el camino de Montlery hasta París estaba lleno de gentes armadas y sin armas, y todos
clamaban a Dios, que le concediera una vida larga y feliz, y le guardara de sus enemigos. Los
magnates, por temor de la masa popular, renunciaron a su atentado.
El 3 de mayo de 1230, Enrique III de Inglaterra desembarcó en San Maló, en la Bretaña, con
un gran ejército. El Duque de Bretaña y la nobleza le rindieron homenaje. Doña Blanca, se dirigió
con su ejército contra la Bretaña y ante los ojos de los ingleses tomó Ancenis.
El Poitou y la Normandía se quisieron levantar a favor de los ingleses, pero Enrique III no
estaba a la altura de su empresa, derrochó su dinero en fiestas y banquetes y volvió sin gloria a
Inglaterra en octubre de 1230. Cansado de la resistencia, el Duque de Bretaña, en 1234 fue a París y
juró al Rey y a su madre servir fielmente.
Con Inglaterra se ajustó un enlace familiar: Margarita, hija del Conde Ramón Berenguer IV,
de Provenza, se casó con San Luis en 1234 y en 1236 su hermana Eleonora fue desposada con
Enrique III de Inglaterra.
En 1241 Luis IX celebró Cortes en Saumur, llamadas por su magnificencia “Las
Incomparables”, y que el Joinville nos ha descrito con juvenil intuición. Allí el Rey dio a su
hermano Alfonso la investidura del Poitou, Auvernia y la del país de los cátaros, que en 1229 había
cedido el conde de Toulouse, y lo acompaño a Poitiers.
Hugo X de Lusignan, Conde de La Marca, excitado por el orgullo de su mujer Isabela, viuda
de Juan de Inglaterra, negó la obediencia a Alfonso de manera afrentosa, aunque le había prestado
homenaje en Saumur, y ganó por aliado a Raimundo VII de Toulouse. Luis quiso entonces obligarles
por la fuerza a obedecer, más Isabela llamó en su hijo Enrique III y así se encendió la guerra entre
Inglaterra y Francia. Enrique, el 19 de marzo de 1242, desembarcó con mucho dinero y un ejército en
las bocas del Garonna, con la vana esperanza de que muchos nobles se levantarían.
El ejército de Luis crecía a cada milla como una corriente acrecentada por muchos afluentes.
El 19 de julio de 1242 los ingleses fueron puestos en fuga en Taillebourg. Luis IX peleó como un
héroe; Enrique III, por su parte, sólo escapo a la cautividad por un ardid. El 20 de julio, Luis los

200
volvió a derrotar en Saintes. El Conde de La Marca se humilló ante el Rey y San Luis lo perdonó con
magnanimidad, “persuadido de que ningún hombre de corazón duro llegaría a la
bienaventuranza”. También Raimundo VII fue derrotado y hubo de renovar las condiciones de
1229.
El Rey de Inglaterra ajustó la paz de Burdeos, el 7 de abril de 1243, renunciando al Poitou y a
la isla de Ré. Los Consejeros del Rey Francés le amonestaron argumentando que no supo
aprovechar la débil situación del Rey de Inglaterra, a lo cual respondió San Luis rehusó advirtiendo:

Nuestras mujeres son hermanas, nuestros hijos son primos hermanos, por lo
cual está bien que haya paz. Ahora el Rey de Inglaterra es mi vasallo, lo cual no era
antes.

Para prevenir nuevas contiendas, el Rey en 1244 exigió a los vasallos que poseían al mismo
tiempo feudos en Inglaterra y en Francia, que renunciaran a los unos o a los otros, y fueran del todo
ingleses o franceses; pues por semejante posición ambigua, ningún rey podría contar con seguridad
con la fidelidad de sus vasallos, ni prohibirles que mantuvieran inteligencias con los enemigos. Todos
se acomodaron a la ley.
Luis era de índole hondamente religiosa y tomaba muy a pecho los Mandamientos de la
Sagrada Escritura, para lo cual era menester ocuparse con el pensamiento de lo eterno, leer la Sagrada
Biblia y era su recreación cantar por la noche en el coro y explicar a sus cortesanos las verdades de la
salvación. San Luis fue un asceta en el trono.
No sólo asistía diariamente a una misa de difuntos rezada y luego a la misa cantada del día,
sino se hacía azotar por su confesor con cadenillas de hierro. Mas el Rey tomaba al pie de la letra los
preceptos morales de la religión cristiana: nunca juraba, ni maldecía, ni echaba votos, nunca se
dejaba dominar por la ira, y siempre recibía bien la verdad aun cuando se le dijese en forma injuriosa;
consagraba a los pobres y enfermos la más amorosa compasión, mostraba la mayor misericordia a
las miserias humanas, no tenía por el contrario a su dignidad sustentar diariamente 200 pobres a su
mesa y lavarles los pies, cuidar a los enfermos aun a los leprosos.
Joinville dice:

Este santo varón amaba a Dios de todo corazón y practicaba sus obras.
Como Dios murió por el amor de su pueblo, él puso muchas veces en peligro su
cuerpo por el amor que a su pueblo tenía, sobre el cual fácilmente hubiera podido
ensoberbecerse, si hubiera querido. El amor a su pueblo se mostró en lo que dijo a su
hijo primogénito, cuando estaba postrado en Fontainebleau por una grave
enfermedad: “Bello hijo – le dijo – te ruego que obres de manera que te ame el pueblo
de tu reino; pues verdaderamente preferiría que viniera de Escocia un escocés y
gobernara bien el pueblo y reinara con justicia, que tú reinaras mal”.
El Santo amaba tanto la verdad, que ni si quiera quiso quebrantar su palabra a
los sarracenos, en lo que les había prometido. Era de tal sobriedad en el comer y
beber, que nunca oí que encargara manjares especiales, sino comía con paciencia lo
que sus cocineros le presentaban.
En sus palabras era moderado, pues nunca en mi vida oíle hablar mal de
nadie, ni pronunciar el nombre del demonio, lo cual es tan corriente en nuestro reino,
pero, según yo creo, no es agradable a Dios. Su vino lo aguaba, según creía que el
vino lo podía sufrir.

201
Capítulo VII
Los Grandes Reinos Cristianos
del siglo X al XIII – Pequeños hechos en la vida de San Luis
Pequeños hechos en la vida de San
Luis

¿La lepra o el pecado mortal?


Con ingenuidad inimitable refiere Joinville, que antes había estado a menudo en la comitiva
de Teobaldo de Champaña, y estuvo mucho tiempo con Luis IX en la Cruzada y le cautivaba por su
alegre frescura y serenidad, y de día en día trabó con él más íntimas relaciones; como el Rey le
enseñaba a él del modo que él a otros:

Una vez me llamó y me dijo:


– No me atrevo a hablar con vos de cosas tocantes a Dios, porque sois de
humor tan burlón; y por eso he llamado a estos dos Hermanos, porque os quiero
dirigir una pregunta.
La pregunta era:
– Senescal, ¿qué cosa es Dios?
– Yo contesté, es cosa tan buena, que no puede haber otra mejor.
– Verdaderamente – dijo él – este llamo yo contestar bien; pues la
contestación que me habéis dado se halla escrita en el libro que tengo en la mano.
– Ahora os pregunto, continuó: ¿qué preferiríais, ser leproso o haber cometido
un pecado mortal?
Y yo, que nunca mentía, le contesté que querría antes haber cometido treinta
[pecados mortales] que ser leproso. Y como los Frailes se hubieron marchado, me
llamó a solas, me hizo sentar a sus píes y me dijo:
– ¿Qué me dijiste ayer?
Y yo le dije que aún ahora le decía lo mismo. Y me dijo:
– Habláis como un viejo necio, ninguna lepra puede ser tan asquerosa y tan
abominable como el pecado mortal; pues el alma que ha cometido uno se parece al
demonio; por tanto, ninguna lepra puede ser tan asquerosa. Es verdad que cuando el
hombre muere queda curado de la lepra del cuerpo, pero el hombre que ha cometido
un pecado mortal no sabe ni esta seguro de que tendrá tal arrepentimiento, que Dios
le perdonará; y por eso ha de estar con gran temor de que se le pegue la lepra infernal
mientras Dios esté en el Cielo. Por eso os ruego que, cuanto podáis, dispongáis
vuestro corazón por amor a Dios y a mí, de suerte, que prefiráis que cualquiera daño
os ocurra en el cuerpo, de la lepra o de otra cualquiera enfermedad, antes que sufráis
daño en vuestra alma por el pecado mortal.
Me preguntó si lavaba los pies a los pobres el Jueves Santo.
– Señor, le dije, muy lejos estoy de esto, nunca lavaría yo los pies de esos
sucios.
– A la verdad, esto digo yo mal contestado, pues nunca os ha de dar asco lo
que Dios hace nuestra enseñanza. Así os ruego por amor de Dios, sobre todas las
cosas, y luego también por amor de mi, que os acostumbréis a lavárselos.

Justicia en el “Bois de Vincennes”


Luis quería principalmente que entre su pueblo surgiera la confianza de una estricta justicia.

Acaeció a menudo, que en el verano, después de Misa, se sentaba en el


Bosque de Vincennes y se arrimará a una encina, y nos mandaba sentarnos en
derredor suyo; y todos los que tenían algo que tratar con él, podían hablarle sin
estorbo de porteros o de otros.
Y luego les preguntaba por su propia boca:

202
– ¿Hay aquí alguien que tenga alguna querella?
Se levantaban los que tenían y luego decía:
– Callad todos, se oirá uno tras otro.
Y luego llamaba al Señor Fontaines y al Señor Godofredo de Villette y decía a
uno de ellos: “Evacuad ahora esta querella”; y si tenía algo que corregir en las
palabras de los que hablaban por otros, lo corregía él mismo por su boca. Una vez le
vi en verano en los huertos de Paris para administrar justicia a su pueblo, vestido con
un vestido interior de pelos de camello, con un sobretodo sin mangas, con un manto
de cendal negro en la espalda, bien peinado y sin red en los cabellos, en la cabeza un
sombrero con plumas blancas de pavo real; hizo extender alfombras para que nos
sentáramos en torno suyo. Y todo el pueblo que tenía algo que tratar con él estaba en
derredor, y luego pronunció en Derecho, como arriba he dicho del Bosque de
Vincennes.

San Luis, el Rey justo


En un Viernes Santo una vez se pidió perdón para un criminal noble; Luis no estaba adverso
a que se concediera, pero entonces se le ocurrió precisamente el verso: “Bienaventurados los que
guardan la justicia y la ejercitan todos los días”, y por eso como el Juez superior le expusiera cuán
gravemente había delinquido el preso, él hizo llevar a cabo el mismo día la ejecución.
El Rey Santo no siempre se inclinaba por la tolerancia... Era un reflejo de la Justicia de Dios.
Una cierta vez un cocinero, culpable de ciertas violencias, pensó que se salvaría de la horca por
pertenecer a las mesnadas reales. Fue en vano, terminó ejecutado.
También está el caso de una noble dama de Pontoise, culpable de haber hecho asesinar a su
marido por su amante. Por su vida intercedieron los frailes menores, los hermanos predicadores, las
altas damas de la Corte e incluso la misma Reina Margarita. Inútil. San Luis la mandó quemar en el
mismo lugar de su crimen, “porque la justicia al aire libre es buena”...
San Luis detestaba la usura y por amor a su pueblo fue severo contra los judíos usureros.
Numerosas ordenaciones desde el año 1230 a 1268 procuran amparar las usuras de usuras de los
judíos, declaran en parte inválidas las deudas a los judíos, exigen a éstos que renuncien a la usura,
vivan de la industria o de un comercio honrado. El piadoso Luis IX dirigió principalmente sus miras a
ganar a los judíos instruyéndolos en el Cristianismo. Los judíos contumaces que no desistían de las
usuras fueron desterrados o castigados con multas fue empleado para buenos fines cristianos, por
ejemplo, para sustento del oprimido Imperio latino.
No menos bien recibida fue la ley de San Luis sobre la moneda. Unos 80 barones y prelados
tenían entonces derecho de acuñar moneda; esto era una plaga para el pueblo, por un parte los
barones descontaban un sexto del importe como coste de la acuñación, luego no dejaban circular
otras monedas que las que ellos mismos habían hecho acuñar; finalmente se hacían pagar por sus
súbditos un impuesto para que no refundieran la moneda, pero, además de esto acuñaban moneda de
mala ley.
Luis IX mandó que sólo las monedas reales valieran en los dominios cuyos señores no
acuñaban monedas, y que pasaran en los demás distritos junto con las otras y cuidó además de que
se acuñaran monedas de todo su valor.
Así la moneda real se extendió por todas partes y el pueblo quedó amparado del modo más
eficaz contra los abusos del derecho de acuñar – El Libro de los oficios de la ciudad de París
muestra asimismo de que manera el gobierno velaba por el bienestar del pueblo; es una Ley
completa de industrias, compuesta por el preboste Esteban Boileau, en inteligencia con personas
peritas en cada ramo. Generalmente era máxima de San Luis tomar primero consejo de los peritos de
cada clase de la sociedad, antes de decretar una ley que tocara a sus intereses.

203
Capítulo VII
Los Grandes Reinos Cristianos
del siglo X al XIII – Pequeños hechos en la vida de San Luis
San Luis esposo y padre modelo
Mientras que su contemporáneo Federico II Barbarroja, llevaba una vida muy irregular, y que
entre los propios Capetos no se mantuvo ejemplarmente la fidelidad conyugal, como es el caso de
Felipe Augusto. San Luis fue un modelo de fidelidad. Casado en el umbral de la adolescencia, con
Margarita De Provenza, cuando ella tenía 14 años, Luis no tardo en juzgarla demasiado ligera,
demasiado coqueta, demasiado poco acorde con sus propias aspiraciones de santidad.
Si bien que ella supo mostrarse de un valor y una dignidad sin nombre en la Cruzada, no
estuvo a la altura de su marido, pequeñas intrigas, pequeñas maquinaciones, a menudo una penosa
incomprensión. Pero a pesar de ello San Luis tuvo un amor constante para con su mujer que le dio
11 hijos. En su alianza matrimonial, en la parte interna, había mandado grabar “En este anillo todo
mi amor”.
Según se desprende de su proceso de canonización, San Luis practicaba la continencia en la
cuaresma, en el adviento, todos los viernes y sábados, durante las vigilias de las fiestas, en las fiestas
y cuando recibía la comunión. Margarita de Provenza aceptó someterse a esta disciplina y colaboró
así a la santidad de su esposo.
El Santo Rey fue un padre modelo. A su hijo Felipe le decía: “Debes poner tu atención en
que tus gentes y tus súbditos vivan bajo ti en paz y en rectitud”.

Caridad de San Luis


Guillermo de Saint Pathus escribió de San Luis:

Tuvo caridad para con su prójimo y compasión ordenada y virtuosa. E hizo las
obras de misericordia, albergó, alimentó, sació, vistió, visitó, confortó, ayudó y
sostuvo a pobres y enfermos con el servicio de su propia persona, rescató a los
infelices prisioneros, sepultó a los muertos y ayudó copiosa y virtuosamente a todos.

San Luis salía a pie por las calles de sus ciudades, para distribuir dinero a los pobres a
puñados; Luis IX cuidaba en la Maison Dieu de Compiègne a los más hediondos enfermos,
indiferente al pus que las llagas de un escrofuloso hacían correr sobre él. San Luis invitaba a su mesa
a veinte pobres tan sucios y malolientes que los guardias del Palacio llegaban a marearse totalmente;
el Santo Rey iba directamente al leproso, a quien anunciaba desde lejos el son de sus campanillas y
lo besaba fraternalmente.
Todas estas anécdotas, y cien más no han salido de una “leyenda dorada”, sino de las más
seguras crónicas.
Las obras y las instituciones caritativas que se le deben son innumerables: “Hotel Dieu”, de
Pontoise, “Hotel Dieu” de Versailles, el “Quinze Vingts”, para los ciegos de Paris, los hospicios, los
orfelinatos para no hablar de tantos conventos de benedictinos.
Joinville dijo: “iluminó su reino con la gran cantidad de Hospitales que creó en él” y
añadió: “muchos sacerdotes y Prelados desearían ser semejantes al Rey en sus costumbres y sus
virtudes”.

San Luis el Caballero y el Cruzado


Durante toda su vida fue un caballero, un soldado para quien el valor era algo connatural,
porque estaba fundado sobre la certeza de la vida eterna. Para quien combatir al enemigo era alegría
y fervor, y que en la batalla se dirigía siempre a los sitios peligrosos nunca retrocedió, jamás recurrió
a la astucia. Siempre fue recto y leal como la lámina de su espada. Usaba una armadura dorada y por

204
su altura sobresalía de todos sus caballeros en el combate, siempre se lo encontraba en el lugar de
mayor peligro.
En una retirada, después de la tragedia de Mansurah, en la primera Cruzada que emprendió, a
pesar de estar sufriendo disentería y por ende, muy débil, con pocos caballeros estuvo defendiendo
la retirada de todo su ejército durante horas y horas de los asaltos de los sarracenos.
La fuerza de su personalidad era tal que se imponía incluso a sus enemigos; cuando cayó
cautivo de los musulmanes, la manera que tuvo de tratarlo el Sultán fue tan honorable para el Moro
como reveladora del ascendiente que ejercía el Cristiano. Son innumerables las anécdotas que
atestiguan su prestigio; un día que un jefe del Islam, llamado Taress Edin, asesinó salvajemente a su
amo y fue luego a buscar al Rey prisionero para que lo armase caballero, a título de recompensa, San
Luis se negó no sin ironía, puesto que preguntó al bandido si, ante todo, pensaba abjurar del Corán.
Y ante la sorpresa negativa, aquel violento inclinó la cabeza y se retiró sin un gesto de venganza; tal
era la autoridad del Santo.
Y el caballero, no sólo tuvo las cualidades militares, pues no cesó de cultivar aquellas virtudes
de humanidad y de delicadeza que hacían que un caballero no fuera sólo un guerrero selecto, sino un
testigo de Dios. Su mansedumbre para con los humildes, su deseo de proteger a los débiles, su
generosidad para con sus adversarios, todos esos rasgos suyos que todavía caracterizan hoy el
término “caballeresco”, fueron en él tan naturales que nos olvidamos de pensar que acaso pudieran
ser meritorios en un hombre como él, de temperamento vivo e inclinado a la cólera.
Con un Rey de tal santidad Francia no podía ser sino un gran reino. Todos los historiadores
son unánimes en afirmar que fue uno de los reinados más felices que haya conocido nunca la nación
francesa.
Así, siendo fiel a sus deberes de cristiano, San Luis cumplió plenamente con su oficio de
Rey. Así también, Francia fue en su tiempo, a los ojos de la Cristiandad, “la tierra más bendita y
más dichosa”.
Fue con un tal Rey que la Francia llegó a su apogeo espiritual y material. En esos años,
Monseñor Roberto de Sorbon, capellán del Rey, creó aquel colegio que había de ser célebre hasta
nuestros días, la Sorbona. Fue cuanto en el Reino de Francia, y sobre todo en Paris, toda la colina de
Santa Genoveva, se cubrió de institutos, de colegios, de casas de estudiantes, en el llamado “Barrio
Latino”, porque la mayoría de sus habitantes – estudiantes – hablaban en latín, la lengua de los
estudios en aquel entonces; fue cuando se levantaron las torres de Notre Dame de París y sus capillas
laterales; cuando Chartres reconstruyó su Catedral, destruida en el incendio de 1194; cuando las
obras de Reims, de Bourges, de Amiens, de Beauvais y de Rouen, trabajaron a pleno rendimiento.
Y fue, por fin, entonces cuando, como símbolo de aquel reinado, proyectada como él hacia el
Cielo, se levantó, para cobijar la más santa reliquia: la Corona de Espinas, esa aérea audacia de piedra
cincelada y de maravillosas vidrieras que se denomina la Santa Capilla.
Cuando murió San Luis, una dolorida queja expresó en términos conmovedores, el dolor de
Francia: “¿A quién podrán clamar los pobres ahora que ha muerto el buen Rey que tanto supo
amarlos?”
Y no sólo Francia; toda la Cristiandad admiró a San Luis y lo tuvo durante su vida por un
hombre de Dios.
En las querellas entre la Santa Sede y Federico Barbarroja, hizo todo lo posible para un
acercamiento de las dos partes.
Pero hubo un caso en que manifestó su grandeza y generosidad, puesto que en apariencia se
determinó contra los propios intereses de Francia. Fue en las relaciones con el Rey de Inglaterra,
Enrique III Plantagenet.
Felipe Augusto, en reparación de la ofensa que le había hecho su vasallo Juan Sin Tierra,
había conquistado la casi totalidad de sus bienes en Francia, incluido el dominio patrimonial de los
Plantagenet. Los ingleses no cesaban de protestar contra esta confiscación y seguían dispuestos a
reanudar la guerra a la primera ocasión. San Luis se preguntaba si su antepasado habría obrado
equitativamente: “la conciencia le remordía”. Pero lo cierto era que el Rey de Inglaterra, a quien sus
barones molestaban sin cesar, aún apoyado por su hermano el Conde de Cornuailles – convertido,

205
Capítulo VII
Los Grandes Reinos Cristianos
del siglo X al XIII – Pequeños hechos en la vida de San Luis
por voluntad del Papa, en un muy nominal “Rey de romanos” –, no parecía muy temible, y que si
San Luis no hubiese escuchado más que el interés público, hubiera podido barrer fuera de Francia
con un sólo golpe de Espada.
Sin embargo, la solución que adoptó fue muy diferente. Hizo decir a Enrique III:

Si renunciáis en absoluto a Normandía, Anjou, Turena, Maine y Poitou y


aceptáis que estas provincias sean definitivamente francesas; y si, por otra parte, me
prestáis homenaje en Guyena, yo os abandonaré a título de feudos, por los cuales me
deberéis homenaje, todo lo que poseo en Lemosin, Quercy y Perigord, y si Alfonso de
Poitiers muere sin hijos, incluso os dejaré tomar luego mediante las mismas
condiciones de vasallaje, Saintonge y Agenias.

Esta proposición dejó estupefactos a los consejeros del Rey, quienes le preguntaron que
objeto se proponía con ella, a lo cual respondió el Santo: “El que haya amor entre mis hijos y los
suyos, que son primos hermanos”.
El Rey de Inglaterra, descubierto, sin manto, cinturón, ni espuela, se arrodilló ante San Luis y,
con sus manos entre las manos del Rey de Francia, le juro fe y lealtad.
Mucha gente y hasta el día de hoy no comprendió este acto de San Luis, pero debemos
situarnos en las normas y leyes de la época, por las cuales el hecho de prestar homenaje por una
tierra era cosa extremadamente grave, y en la que un Soberano de la talla del Rey de Francia ejercía
un control total sobre las feudos de su vasallo. No había una pulgada de suelo francés que el Rey de
Inglaterra ocupase como Soberano independiente; Normandía y todo el valle del Loire volvían de
pleno derecho a Francia y aquella lejana Guyena que, de hecho, hubiera sido extremadamente difícil
conquistar, entraba en la obediencia francesa, hasta el punto de que Bordeaux había de someterse al
fuero juridisccional de París.
Las dos Cruzadas, fueron hechos culminantes de San Luis, derrotado en ambas, en una por
una carga desobediente e imprudente de su hermano, que le costó toda su caballería. Murió allí lo
mejor de la nobleza francesa. Y la otra derrotado por la peste, murió frente a los muros de Tunez.
Esas derrotas materiales aumentaron la grandeza moral y el prestigio de Rey Cristianísimo de
San Luis IX140.
La bondad del Rey, la inagotable caridad de su corazón, “traspasado de piedad por los
miserables”, según palabras de su confesor. Su renombre de justicia, la seducción de sus virtudes y
la fama de su santidad contribuyeron que sus actos políticos, sirvieran a aumentar la autoridad y el
prestigio de la monarquía francesa. San Luis inspiraba un respeto universal. Enrique III de Inglaterra
estaba orgulloso de ser su vasallo “a causa de su preeminencia en Caballería”.
El historiador inglés Mathieu Paris le llamaba “El Rey de los Reyes de la Tierra”.
Todos, poderosos y humildes, tenían fe en su equidad, tanto fuera de Francia como en su
reino.
El Emperador Federico II y el Rey de Inglaterra le tomaban siempre como árbitro en sus
luchas, el uno contra el Papa y el otro contra sus barones.

Se veían, dice Joinville, borgoñones y loreneses ir delante de él a defenderse


en procesos que tenían entre ellos. El trono de Francia resplandecía sobre todos los
demás, como el Sol reparte sus rayos.

Veintisiete años después de su muerte, en 1297, la Iglesia colocaba en el catálogo de los


Santos a este Rey, del cual, uno de sus mejores epitafios fue obra del impío Voltaire: “No es posible
que ningún hombre haya llevado más lejos la virtud”.

140 Weiss, J.B. Historia Universal, tomo VI, págs. 231 a 279; Daniel Rops, op. cit., págs. 359 a 372; Les Propos de Saint Louis

206
Inglaterra – La Conquista – La Gran
Carta
Inglaterra, disputada primero entre los anglo-sajones y los daneses, fue por último
conquistada por los normandos de Francia en 1066. Pero mientras que Francia tenía tendencias a
resultar una monarquía absoluta, Inglaterra resultó en el siglo XIII una monarquía limitada. En 1215,
los señores impusieron al Rey, Juan Sin Tierra, la Gran Carta, fundamento de las libertades inglesas.
La misma nación participo del gobierno por sus representantes, que entraron en el Parlamento.

Inglaterra antes de la conquista


normanda
Aunque protegida por el mar, Inglaterra, que los romanos llamaban Bretaña, no escapó a las
invasiones. En el siglo VI, bandas germánicas, los anglos y los sajones se apoderaron de todo el país
llano. Entonces tomó el nombre de “tierra de los anglos” o Inglaterra. Pero Escocia, el País de
Gales y la isla de Irlanda, quedaron independientes en manos de los celtas o bretones, que habían ido
de la Galia antes de la era cristiana.
Dos siglos más tarde empezaron las invasiones danesas. Los daneses eran piratas
escandinavos, hermanos de los normandos. Saquearon primero las costas y después ensayaron
establecerse en el país, como los normandos en Francia.
Inglaterra fue en 1016 hasta sometida toda entera al Rey danés Canuto el Grande (1016 -
1035); pero poco tiempo después de su muerte pudieron los anglosajones colocar de nuevo sobre el
trono a San Eduardo el Confesor, Príncipe de su raza.
Sin embargo, entre los reyes sajones y los Duques de Normandía se habían establecido
estrechas relaciones, pues Ethelredo, padre de Eduardo, se había casado con la hija del Duque de
Normandía y el mismo San Eduardo el Confesor había sido educado en Normandía y había llamado
a su corte numeroso normandos del ducado.

La conquista normanda
En 1066 el Rey Eduardo murió sin dejar hijos, y los guerreros sajones reconocieron como rey
a su hermano político, Haroldo. Pero apenas consagrado, Guillermo, Duque de Normandía, reclamó
la Corona.
Guillermo era hijo del Duque Roberto, apellidado el diablo, a causa de su maldad, y de
Arlette, hija de un curtidor. Era grueso, calvo y de una fuerza extraordinaria, cazador intrépido, bravo
soldado, político hábil, astuto, violento y frecuentemente cruel. En una ocasión hizo cortar los pies y
las manos a los defensores de un reducto que acababa de tomar, porque antes del ataque, para
burlarse de su abuelo el curtidor, habían gritado desde lo alto de los muros: “¡La piel, la piel!”
Guillermo era primo de Eduardo. Pretendía que éste le había prometido su sucesión, y que
Haroldo mismo había jurado sobre reliquias de santos ayudarle para ser Rey de Inglaterra. El Papa
reconoció sus derechos y le envió como signo de su investidura un estandarte bendito, y excomulgó
a Haroldo.
El Duque resolvió entonces invadir Inglaterra. Reunió un fuerte ejército, compuesto no
solamente de normandos, sino de guerreros de todos los países vecinos, traídos por la esperanza del
botín. El 14 de octubre se empeño la batalla decisiva junto a Hastings, que termino por la destrucción
completa de los sajones y la muerte de Haroldo.

207
Capítulo VII
Los Grandes Reinos Cristianos
del siglo X al XIII – Inglaterra – La Conquista – La Gran Carta
La victoria de Hastings bastó por si sola para que Guillermo se hiciese dueño de toda
Inglaterra. Tres meses después, el día de Navidad, era coronado Rey en la abadía de Westminster, en
Londres.

Organización de la Conquista
Guillermo se ocupó inmediatamente en arreglar las cuentas de la expedición. Se apoderó de
todos los bienes del dominio real sajón, después confiscó los bienes de Haroldo, los de su familia y
de todos los que habían combatido en Hastings.
Conservó por su parte las ciudades, la mayor parte de los bosques y quinientas casas
solariegas, es decir, mil quinientas grandes propiedades. Ningún Rey era tan rico como él. El resto de
las tierras confiscadas fue repartido en más de sesenta mil feudos y distribuido a los soldados de la
expedición. Los simples soldados, la víspera todavía carreteros, sastres o boyeros – cuyos nombres
tenemos – fueron transformados en caballeros, y los jefes fueron nombrados barones o condes.
Pero los feudos dados a los soldados no era ninguno para un sólo propietario, como en
Francia, y su extensión era siempre bastante reducida. Además, los señores, condes y barones – más
tarde se les llamó lores – no tenían ni el derecho de guerra, ni el derecho de justicia, ni el derecho de
acuñar moneda. Por último, los feudos no constituían toda la Inglaterra, como constituían toda
Francia: estaban enclavados en los condados, divisiones administrativas del reino, y del que
formaban parte. El rey estaba representado encada condado por un funcionario llamado el sherif,
nombrado por él y revocable por él. En resumen, era más poderoso que ningún otro Rey en toda
Europa de aquella época.

Los Plantagenets
La dinastía normanda fue de corta duración. En 1154, Enrique Plantagenet. Conde de Anjou
y biznieto del Conquistador por su madre, llegó a ser Rey de Inglaterra con el nombre de Enrique II.
Anteriormente hemos visto que Enrique Plantagenet, dueño de Anjou, de la Normandía y de la
Aquitania, poseía casi la mitad del reino de Francia.
Esta circunstancia debía ejercer una influencia decisiva sobre los destinos de los Plantagenets.
Estos consideraron siempre sus dominios de Francia como sus bienes principales, y la Corona de
Inglaterra como secundaria o accesoria. En su reino no vieron más que una reserva de hombres y de
dinero para sus guerras con los Capetos. Enrique II y su hijo Ricardo Corazón de León pudieron
hacer allí lo que quisieron, porque eran enérgicos y victoriosos, y además inspiraban el temor en sus
súbditos. Pero los ingleses no quisieron soportar tal régimen, cuando se encontraron con un Rey
como Juan Sin Tierra, cobarde, despreciable, vencido por Felipe Augusto y humillado por el Papa,
del que se reconoció vasallo.

La Carta Magna
El 24 de mayo de 1215 ocuparon los señores la ciudad de Londres; siete caballeros solamente
permanecieron fieles a Juan que, el 5 de junio, tuvo que presentarse en medio de los amotinados y
jurar la Gran Carta. Las disposiciones más importantes eran las siguientes:
El Rey no podía imponer ningún impuesto a los súbditos sino con consentimiento del gran
Consejo del Reino. El Gran Consejo se componía de Arzobispos, Obispos, Condes y Barones,
convocados por cartas con cuarenta y ocho horas de anticipación, cada vez que hubiera necesidad.

208
El Rey se comprometía a no hacer tomar nada por sus oficiales, sin pagar el precio fijado por
los mismos propietarios.
Ningún hombre libre podía ser detenido, ni reducido a prisión, ni atacado de ninguna manera,
sino en virtud de una sentencia regular dictada por sus pares y según la ley del País.
Para asegurar la ejecución de las convenciones acordadas, serían elegidos veinticinco
barones, como guardianes y conservadores. Si el Rey violaba la Carta, éstos podrían apoderarse de
los castillos y de las tierras del rey, hasta que el mal fuese reparado, según su sentencia.
La Carta daba pues a los ingleses, a la vez que garantías de libertad individual garantías de
orden político. También les daba hasta el derecho de resistencia legal, si estas garantías no eran
respetadas por el Rey.
La obligación de jurar la Gran Carta hizo que se apoderase de Juan Sin Tierra un furor
indecible: “Rechinaba los dientes, dice un contemporáneo, revolvía los ojos como un loco, mordía
pedazos de madera”. Su primer cuidado, después de prestado el juramento fue pedir al Papa la
autorización de no guardarlo, y el Papa se la concedió. Pero los Señores ingleses tomaron las armas,
y la Corona hubiese escapado de la familia de los Plantagenets, si Juan Sin Tierra no hubiera muerto
en un momento extremadamente oportuno de un acceso de fiebre y de una indigestión de guisantes.

Enrique III, los Estatutos de Oxford


Enrique III valía más que su padre, pero tenía el carácter débil y estaba rodeado de franceses
que no amaban a Inglaterra. Por otra parte tenía grandes ambiciones, y era desgraciado en todo:
había sido vencido en Francia por San Luis, había fracasado en Alemania, donde quería hacer de su
hermano un Emperador, y en Sicilia donde quería hacer de su hijo segundo un Rey. Todas estas
tentativas costaban mucho dinero que Enrique pedía al Gran Consejo, el cual se reunía casi todos los
años, y que desde 1239 empezó a llamarse Parlamento.
Últimamente el Parlamento se cansó. En 1258, cuando el Rey los convocó, los Señores
llegaron en armas e impusieron a Enrique III la deposición de sus favoritos extranjeros, y una serie
de disposiciones que completaban la Gran Carta, que se llamaron los Estatutos de Oxford. El
Parlamento debía reunirse tres veces por año. “Para aconsejar al Rey en todas las cosas, enmendar
y enderezar todo lo que había necesidad de ser enmendado y enderezado”, el Parlamento
nombraría quince personas que constituirían el Consejo del Rey. Los grandes oficiales de la Corona
serían igualmente nombrados por él y le rendirían cuentas a la salida de su cargo.
En realidad los Estatutos de Oxford ponían el Gobierno del Reino en manos de los Señores.

El Parlamento
Cuando Enrique III, como consecuencia de haber violado los Estatutos fue hecho prisionero
por Simón de Montfort, Jefe de los Señores, éste convocó un Parlamento extraordinario (1265). No
se contentó con llamar a el a los Obispos y Barones, sino que, para atraerse nuevos partidarios,
convocó dos caballeros por cada condado e invitó al pueblo común, es decir a los propietarios que
habitaban las ciudades o arrabales. A nombrar diputados. La reunión de estos diputados y caballeros
constituyó la Cámara de los Comunes o Cámara baja, al lado de la Cámara de los Lores o Cámara
Alta, compuesta por los Condes, los Barones y los Obispos. Estas dos Cámaras son las que
constituyen hoy el Parlamento de Inglaterra.
Fue treinta años más tarde, en 1295, bajo el Reinado de Eduardo I, cuando la institución de la
Cámara de los Comunes llegó a ser regular y el Parlamento resultó definitivamente una asamblea
representativa.

209
Capítulo VII
Los Grandes Reinos Cristianos
del siglo X al XIII – España Medieval – La Reconquista
España Medieval – La Reconquista
Llegamos a otro de los puntos culminantes de la Historia de la Edad Media. La España
Medieval.
En panorama que encontramos en esta nación es bien diferente del resto de Europa. En los
otros reinos, las monarquías se fueron afianzando y expandiendo no teniendo dentro de sus fronteras
un enemigo religioso. Había luchas, guerras, entre señores feudales, o de los reyes contra otros reyes,
pero no era una guerra religiosa. Las instituciones se fueron desarrollando, por así decir,
normalmente, el feudalismo, las universidades, los oficios, etc., incluso la misma Iglesia.
En España y en Portugal, la situación era enteramente diferente, tenían que vérselas con un
Islam poderoso, con fuertes alianzas en el Norte de África, y en una guerra continua, incesante. Esta
guerra, que duró casi 800 años, forjó una Edad Media muy diferente al resto de Europa, sobre todo
porque modeló un temperamento que estuvo siempre vuelto hacia la lucha religiosa, “reconquistar
al moro” lo que él se había adueñado. Esto formó un temperamento, una manera de ser, y, sobre
todo, una religiosidad, profundamente combativa y aguerrida, que a su vez conformó la civilización
medieval de la Península Ibérica, especialmente a España, dado que Portugal, una país bien más
pequeño, completó mucho antes la liberación de su territorio.
La Reconquista española, de 800 años, tuvo luces y sombras. Entre las segundas no podemos
dejar de mencionar, las veces que los Príncipes cristianos combatieron entre sí, por problemas
territoriales, o de amor propio. Las luces, son radiantes, las Órdenes de Caballería típicamente
españolas, San Fernando III, el Cid Campeador, etc.
Intentaremos en estas páginas dar una visión lo más abarcativa posible. En el Capítulo III
vimos la invasión musulmana, su extensión en la Península, Don Pelayo, Covadonga, el inicio de la
Reconquista y la formación del Reino de Asturias.

Marcha de la Reconquista y formación


de los Reinos Cristianos
Después de la batalla histórica y milagrosa de Covadonga (718), Don Pelayo fue proclamado
Rey de Asturias. Poco a poco, y a fuerza de incesantes y terribles luchas, el Reino de Asturias se
ensanchó por la cuenca del Duero, y resultó, en el siglo X, el Reino de León. Los Reyes de León
conquistaron a su vez la región de Burgos, que fue primero como una marca fronteriza, y después
formó un reino independiente, Castilla, porque estaba cubierto de castillos aguerridos para enfrentar
los asaltos de los musulmanes.
En Tiempos de Carlomagno, los francos conquistaron todo el territorio comprendido entre
los Pirineos y el Ebro. Cuando el Imperio se desmembró, la marca del Ebro dio nacimiento a dos
nuevos Estados cristianos: por la parte del Golfo de Vizcaya, el Reino de Navarra, y por la parte del
Mediterráneo, el Condado de Barcelona, o Cataluña.
Un poco más tarde, se formaron otros dos Reinos, al norte, y también en la región del Ebro,
el Reino de Aragón, que se ensanchó a expensas de los emires de Zaragoza, y al oeste, sobre la Costa
Atlántica, el Reino de Portugal, fundado por un Señor francés del Borgoña.
Dos de éstos Estados tomaron una importancia más grande, sea por la habilidad de los Reyes,
sea por consecuencia de acertados matrimonios, sobre todo porque sostuvieron con una constancia
infatigable la lucha contra los infieles, de la que sacaron gran provecho: uno fue el de Castilla, que
adsorbió el Reino de León, y otro el de Aragón que por su parte se aumentó con el Condado de
Barcelona. A partir del siglo XII, Alfonso, Rey de Castilla, llegó a ser un Príncipe tan poderoso, que
fue proclamado emperador (1135): al norte de los Pirineos, el Conde de Toulouse le reconocía como
soberano; el Rey de Francia, Luis VII, buscaba su alianza y, habiéndole visitado en Toledo, juraba
“no haber visto jamás corte tan brillante y que sin duda no existía otra igual en el universo”.

210
La Reconquista
Mientras duró el gran califato de Córdoba, los cristianos hicieron pocos progresos, y aún les
costó trabajo mantenerse en sus montañas. Pero en 1031 se desmembró el califato en un gran
número de principados, cuyos reyes se llamaban emires. Los más poderosos de estos emiratos
fueron los de Toledo, Sevilla, Córdoba y Zaragoza.
Los emires estaban en continua revalidad de unos contra los otros y se ocupaban más de
combatir entre ellos que de proseguir la guerra contra los cristianos. Aun a veces se les vio solicitar la
alianza de un Rey cristiano contra un rival musulmán: así se comprende que Alfonso VI, el
conquistador de Toledo, tuviese por aliado al emir de Sevilla, con cuya hija se había casado. Las
discordias de los musulmanes fueron pues la principal causa de su ruina.
Por otra parte, en los Estados musulmanes existía una importante población cristiana. A estos
cristianos se les llamaba mozárabes, porque a pesar de conservar su religión, habían adoptado las
costumbres y vestidos de los árabes. Los mozárabes fueron pues para los conquistadores cristianos
aliados naturales, sobre todo cuando la España musulmana tuvo que sufrir la dominación de los
fanáticos almorávides y almohades, implacables perseguidores de los cristianos.
Los mozárabes fueron los cristianos que después de la invasión musulmana quedaron en
territorio dominado por éstos y obtuvieron la libertad de conservar el ejercicio de su religión. De ahí
vino el nombre que los caracterizó. En efecto, mozárabes o muzárabes, significa “mezclados con los
árabes”. El rito que ellos mantuvieron en su liturgia tomó el mismo nombre y duró hasta el siglo XI,
en que San Gregorio VII los persuadió a seguir la liturgia romana.
Por último, en la lucha contra los musulmanes, los españoles no se vieron jamás reducidos a
sus propias fuerzas, pues que de la época de las Cruzadas y las guerras de España, no eran más que
una incesante Cruzada: un gran número de caballeros de todos los países, pero sobre todo de
Francia, fueron a España para combatir por la Fe. Con la ayuda de los Señores del Mediodía francés
fue con la que Alfonso I de Aragón consiguió tomar Zaragoza. Un barón francés, Enrique de
Borgoña, fue el primer soberano de Portugal, como dijimos anteriormente.

Toma de Toledo
La era de las grandes conquistas cristianas se abrió casi inmediatamente después del
desmembramiento del califato de Córdoba. Fernando I de Castilla y de León, se apoderó entre 1057
y 1064 de casi toda la cuenca del Duero y llevó la devastación hasta Andalucía. Su hijo Alfonso VI
(1073 1109) hizo hacer a la reconquista una etapa decisiva, apoderándose de Toledo, sobre le Tajo, la
antigua capital de los Reyes godos.
Toledo, enclavada sobre una roca de granito, en una revuelta del Tajo, parecía inexpugnable.
Durante años, Alfonso VI se limito a producir el vacío alrededor de la ciudad, haciendo quemar los
trigales, cortar los árboles y destruir los pueblos inmediatos. Cuando Toledo estuvo completamente
aislado, fue a sitiarlo con un numeroso ejército y, al cabo de seis meses de sitio y vencida por el
hambre, Toledo capitulo en 1085).
La táctica adoptada por Alfonso VI fue empleada en adelante por todos los conquistadores
cristianos. La conquista se preparó por la devastación sistemática.
Hasta el día de hoy se conserva intacta la calle y la puerta de la muralla por donde entró el
Rey en la Toledo reconquistada, actualmente se llama “Calle del Rey”, y pasa frente a la Iglesia de
Santiago del Arrabal.
En 1146, el Rey de Castilla, Alfonso VII, invadió Andalucía:

Eran entonces los días de la recolección, dice la crónica, y el Rey hizo prender
fuego a todos los campos de trigo, cortar las viñas, los olivos y las higueras. El

211
Capítulo VII
Los Grandes Reinos Cristianos
del siglo X al XIII – España Medieval – La Reconquista
ejército cristiano quemó todas las ciudades y los castillos abandonados; no se podían
contar los cautivos, el ganado el aceite, el vino y el trigo que fueron recogidos por el
campo. Las mezquitas de los infieles eran libradas a las llamas con sus libros impíos y
los doctores de su ley pasados a cuchillo.

Estas terribles devastaciones repetidas sin cesar facilitaron con seguridad la conquista.

Los Almorávides
La toma de Toledo había tenido una inmensa resonancia en el mundo musulmán, teniendo
por consecuencia el establecimiento de los almorávides en España.
Los Almorávides eran una secta de musulmanes fanáticos reclutada entre los nómadas del
Sahara, y que había fundado un vasto imperio yendo de Marruecos a Sudán. Yusuf, su jefe, reinaba
en Marruecos, capital que el mismo había fundado. Llamado por los emires de España, desembarcó
en Algeciras en 1086 con un ejército compuesto de árabes, berberiscos, nómadas del desierto
montados en camellos, y también soldados cristianos mercenarios, armados de punta en blanco.
Alfonso VI marchó a su encuentro, pero su ejército fue completamente destruido en Zalaca,
junto a Badajoz: cuando regresó a Toledo, no tenía a su alrededor mas que 100 hombres (1086). Sin
embargo, Toledo continuó perteneciendo a los cristianos. Yusuf se contentó con reinar en Andalucía:
tomó el título de “emir de los emires” andaluces, pero después, como los emires soportaban mal su
vasallaje, se desembarazó de ellos por la violencia. El poderoso almorávide murió centenario en 1106.
Pero su imperio sufrió una decadencia rápida. Obligados a luchar en África contra los
almohades, secta nueva y más feroz que ellos, los almorávides resistieron ya menos a los cristianos
de España. Alfonso I el Batallador, Rey de Aragón, fundó la potencia aragonesa por la toma de
Zaragoza (1118). El poderoso Rey de Castilla, Alfonso VII arrasó toda la Andalucía, desde córdoba a
Cádiz. Alfonso Henrique, Rey de Portugal, conquistó definitivamente Lisboa en 1147. Este era el
momento en que la dominación de los almorávides tocaba a su fin, pues los almohades, después de
haberse hecho dueños de Marruecos penetraron en Andalucía.

El Cid Campeador
La lucha encarnizada que se verificó entre musulmanes y cristianos tiene un carácter de
epopeya. Esta epopeya tiene sus grandes héroes, entre los cuales figura en primera línea el Cid
Campeador, el más ilustre en la memoria popular de todos los caballeros cristianos.
Se llamaba Rui Díaz de Vivar, era un barón castellano de muy noble familia. La fecha de su
nacimiento no se conoce exactamente no se conoce exactamente, pues unos la fijan en 1026,
mientras los otros la dan en 1045. En poco tiempo se hizo célebre por el vigor de su brazo, su osada
valentía, su ímpetu insuperable para la guerra.
Era llamado el Campeador por el gran número de batallas que venció. Desde su juventud
empezó a distinguirse con hazañas y victorias, si verdaderas en su fondo, añadidas y adornadas de
leyendas y circunstancias fabulosas. Valiente, pundonoroso y altivo, así como también piadoso y
buen cristiano, era el tipo más a propósito para que los poetas españoles le tomasen como modelo de
caballeros, de guerreros y de cristianos que confundían en un mismo pensamiento la defensa de su
patria y de la fe.
El Conde Gormaz había insultado gravemente a Diego Lainez, padre del Cid, que por su
ancianidad no podía tomar satisfacción del agravio. Rodrigo que entonces era muy joven, lo mató
por su propia mano y llevó la cabeza a su padre; marchó después en peregrinación a Compostela, y
en el camino encontró a un leproso, con quien partió su ropa y cama; en seguida se le apareció San

212
Lázaro, diciéndole que él era el mendigo a quien había socorrido con tanta caridad, y que en premio
jamás sería vencido en batalla alguna.
Enviado por don Sancho, Rey de Castilla, redujo a los soberanos de Navarra y Aragón, y por
todas partes llevó triunfantes las banderas de Castilla. Habiendo sido asesinado el Rey don Sancho
en Zamora por el traidor Bellido Dolfos, dicen los romances que el Cid retó a Zamora y a todos sus
habitantes, y aun al aire y al agua. Por muerte de aquel pasaba el reino a don Alfonso de León, y el
Cid hizo prestar en Santa Gadea al nuevo monarca juramente de que no había tenido parte alguna en
la muerte de aquel. Pero Alfonso VI, desde entonces miró con malos ojos al Cid, y al fin le desterró
de sus reinos. El héroe marchó a Barcelona, y juntando un ejército empezó una campaña continuada
contra los moros. El Rey Alfonso VI le llamó para que le ayudase en la conquista de Toledo: la tomó
el Cid y en premio recibió muchas mercedes de castillos y lugares, pero muy en breve le fueron
quitados y condenado a un nuevo destierro.
Desde aquella época siguió solo por su cuenta, haciendo correrías y acometiendo a los
moros, a los cuales después de mucho tiempo les tomó la ciudad de Valencia en donde dicen que
fundo su Iglesia Catedral.
Es célebre la venganza que tomó de los infantes de Carrión, por el desaire que hicieron a sus
hijas después de haberlas tomado por esposas. Por último, volvió a Valencia y murió en esta ciudad
el año de 1099.
Los romances añaden que ganó una batalla después de muerto, pues viéndose Valencia
atacada por los moros en aquellos días, puso el cadáver del Cid en su famoso Babieca, y aquellos, al
verle, huyeron, creyendo que todavía estaba vivo. El cadáver fue llevado a Cardeña donde
permaneció hasta 1842, en que sus restos fueron llevados a Burgos, donde reposan en la Catedral.
Pese a que la leyenda tomó un papel relevante en los hechos del Cid, la mayor parte de sus
acciones no pueden ponerse en duda.
El Cid legendario es un paladín que defiende por todas partes el honor, y castiga a los
traidores y felones; pero es también el más altanero de los barones, ante el cual todos los Reyes
tiemblan, porque no estaban a su altura. “¡Ay Dios, que buen Vasallo si hubiese un buen Señor!”,
dice la leyenda de tan gran caballero.

Las Navas de Tolosa


El establecimiento de los almohades en España, hacia mediados del siglo XII, fue seguido de
la ofensiva de los musulmanes contra los cristianos. Desafiado por el Rey de Castilla Alfonso VIII, el
emperador almohade Yacub fue completamente vencedor en Alarcos (1195), pero esta fue la última
gran victoria de los musulmanes.
Alfonso VIII preparó durante mucho tiempo su revancha, que debía ser decisiva. Supo
atraerse el apoyo del Papa Inocencio III que hizo predicar la Cruzada en Francia: franceses y hasta
italianos afluyeron a Toledo, en número de 100.000 infantes y 10.000 caballos, según las crónicas. En
toda España cristiana hubo un movimiento de entusiasmo, y los contingentes de Navarra, Portugal y
Aragón fueron a unirse al ejército castellano. La campaña empezó en junio de 1212.
El 16 de julio sobre la meseta llamada Las Navas de Tolosa, el jefe Almohade Mohamed
había reunido también un poderos ejército, compuesto sobre todo de africanos: sentado sobre un
escudo, delante de su tienda de seda roja, permanecía sobre una altura fortificada y guardada por
50.000 hombres. Pero todo cedió ante el ímpetu de los caballeros cristianos.
Mohamed, amenazado en su mismo atrincheramiento, se vio obligado a apelar a la fuga,
dejando sobre el campo de batalla más de 100.000 hombres y abandonando a los vencedores un
inmenso botín.
La victoria de las Navas de Tolosa es una fecha capital en la historia de la Reconquista, pues
no solamente demolió el imperio de los almohades en España, sino que se puede decir que cerró
definitivamente la era de la ofensiva musulmana. En adelante, no cesó ya la media luna de retroceder
ante la Cruz victoriosa de Nuestro Señor Jesucristo.

213
Capítulo VII
Los Grandes Reinos Cristianos
del siglo X al XIII – España Medieval – La Reconquista

Extensión de los Reinos de Aragón y


Castilla
La decadencia y la anarquía musulmanas sirvieron de provecho sobretodo a los dos reinos
cristianos de Aragón y de Castilla. Cada uno de ellos contaba en el siglo XII con un Rey
conquistador. Aragón con don Jaime I, y Castilla con San Fernando III.
Jaime I de Aragón (1213 1276) era un jinete intrépido; con ocho compañeros puso un día a
200 moros. Resolvió quitar los musulmanes las Islas Baleares, nido de piratas que robaban todo
cuanto encontraban por los mares inmediatos, causando un perjuicio enorme al comercio catalán.
Después de un sitio terrible, se apoderó de Palma, la principal plaza de Mallorca (1229) y se hizo bien
pronto dueño de todo el archipiélago. Después en 1238, con la ayuda de numeroso cruzados
franceses e ingleses, se apoderó de Valencia, la antigua capital del Cid. El reino de Aragón llegó
entonces a su mayor extensión en España. Potencia marítima que poseía una inmensa costa del
Mediterráneo, en los siglos siguientes tuvo ocasión de extenderse por Italia.

San Fernando III de Castilla: el brazo e


invencible de la Cristiandad
Fernando III, el Santo (1201 - 1254) fue el guerrero, el cruzado, el caballero invicto de la
Cristiandad. Piadoso, fuerte, terrible, compasivo, generoso. Primo hermano de San Luis Rey de
Francia, pues sus madres eran hermanas, se encontró con una situación totalmente diferente en
España a la que Luis IX encontró en Francia.
Al igual que San Luis, hizo todo lo posible para evitar la lucha contra los otros Señores
españoles y lanzó una gran ofensiva contra el poder del Islam en la Península.
San Fernando nació en el año 1201, su madre la Princesa Doña Berenguela, que a su vez era
hija del Alfonso VIII, el Rey victorioso de las Navas de Tolosa, y de Doña Leonor, de Inglaterra,
hermana de Ricardo Corazón de León. Doña Berenguela tuvo varias hermanas, una de ellas fue
Doña Blanca de Castilla, que sería la madre ejemplar de San Luis Rey de Francia; su otra hermana
era Doña Leonor, casi de la edad de San Fernando, que esposaría a Jaime I de Aragón, el gran
conquistador de las Baleares.
Doña Berenguela fue casada con Alfonso IX Rey de León, su primo hermano, de esta unión
nació el Infante Fernando, pero como sus padres tenían un parentesco demasiado próximo su
casamiento fue declarado nulo por el Papa Inocencio III.
A la muerte del Rey de Castilla, heredó su hijo el Infante Enrique, que sería el III de su
nombre, hermano mayor de Doña Berenguela, mas en un accidente, falleció el joven infante. Con
esta nueva muerte, la Corona de Castilla es colocada en la Frente de Fernando III. La regencia es
asumida por Doña Berenguela.
En aquellos tiempos se consideraba que las manos de una mujer eran demasiado débiles para
gobernar, además las ambiciones de algunos señores hicieron que los comienzos del reinado de
Fernando III fuesen muy conflictivos.
El 14 de junio de 1217, en presencia de Doña Berenguela, de los Obispos de Palencia y de
Burgos, en Autillo, no lejos de Palencia, a la sombra de un olmo fue proclamado Fernando Rey de
Castilla: “¡Real, Real! ¡Por el Rey Fernando nuestro Señor!”
Así en los campos de Castilla comenzaba uno de los reinados más gloriosos de la Cristiandad
medieval.
Doña Berenguela y el Fernando III, con 17 años, marcharon sobre Palencia.

214
En aquellos tiempos varios Señores muy poderosos estaban en plena sublevación contra el
Rey. Los más importantes eran los Señores de Lara, y de ellos el más poderoso era Álvaro Núñez de
Lara.
Cuando San Fernando llegó a Palencia, a sus menguadas huestes se le unió un numeroso
grupo de gente armada, descontento de la tiranía de Lara, y con ellos marcharon a Valladolid. La
regente y el Rey intentaron conversaciones para evitar la lucha, mas Lara exigía ser el tutor del Rey.
La regente lo rechazó. El Señor de Lara abandonó Valladolid y se dirigió a León, ante el Rey
Alfonso, padre de Fernando, para inducir a entrar en guerra contra Castilla.
La acogida de Valladolid a Don Fernando y Doña Berenguela fue entusiasta.
Don Fernando, al igual que su primo San Luis se impuso como norma evitar a toda costa
entrar en guerra contra Príncipes cristianos, pues deseaba guardar el ímpetu guerrero para luchar
contra los moros invasores.
Después de muchas negociaciones con diversos señores y ciudades, se dio la solemne
coronación de San Fernando, el 2 de julio de 1217.

Luchas de San Fernando con su padre


Alfonso IX no se conformaba con la disolución de su matrimonio, por orden del Papa, y
tampoco que su hijo fuese Rey de Castilla, exigía que la Reina, Doña Berenguela vuelva a él y que
juntos reinasen en Castilla y León, ya a su muerte reinaría don Fernando.
Por esta razón, Alfonso IX, invadió los territorios de su hijo, devastando todo lo que
encontraba a su paso. Los caballeros cristianos, al ver los estragos que hacía el Rey de León,
quisieron salirle al paso. Pero Fernando, optó por enviar a su padre una embajada, compuesta por el
Obispo de Burgos, y el de Ávila, “para rogarle que desistiera de inquietar a su hijo Rey de
Castilla”.
Pero Alfonso, envuelto en su orgullo, prosiguió sus acciones bélicas, atravesó el Pisuerga y
acampó en Laguna al sur de Valladolid.
Nueva embajada de San Fernando, esta presidida por don Tello, Obispo de Palencia, pidiendo
al Rey de León “que no fatigase más sus pueblos, ni les ocasionase mayores males; que debía
agradecer a la Reina el haber dado a un hijo suyo un reino, y tal reino, que había causado a León
grandes daños, de allí en adelante no le vendría de sino mucha ayuda”.
Pero el leonés contestó “que sentía se hubiese hecho sin su permiso; que volviera la reina a
juntarse con el, para lo que lograría dispensa del Papa y reinarían juntos en Castilla y León, y a
su muerte serían para ellos todos su reinos y señoríos”.
Doña Berenguela no accedió a este requerimiento de su antiguo esposo.
Alfonso IX continuó a devastar tierras castellanas. Don Fernando y Doña Berenguela se
encerraron en Palencia y no presentaron batalla al Rey de León.
Los Lara se unen a don Alfonso IX para luchar contra el rey castellano. San Fernando escribe
una carta a su real Padre:

Padre y Señor don Alfonso, Rey de León: ¿Qué saña desventura es ésta?
Bien parece que os pesa mi bien, y de ser yo Rey, cuando os había de placer tener un
hijo Rey de Castilla, que siempre estará a vuestro servicio y honra, y nunca habrá
cristiano o moro que temiéndome a mi no os tema a vos. ¿De donde esta saña tan
dura?
Entender debías que vuestro daño hacéis en el daño que a mi hacéis, y bien
podías ver que yo les puedo ir a la mano a cuantos reyes hubiera en León y en el
mundo entero, mas a vos, que sois mi padre, no sería cosa guisada, mas conviéneme
de vos sufrir hasta que entendáis lo que hacéis.

Alfonso refunfuñó “que le hacía la guerra por diez mil maravedíes que le debía el Rey
Enrique (hermano de Doña Berenguela), por el cambio de Santibáñez de la Mota”.

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Capítulo VII
Los Grandes Reinos Cristianos
del siglo X al XIII – España Medieval – La Reconquista
Pues que se le den dineros y que se vaya en paz, pensó San Fernando.
Y se firmó la paz de Toro el 26 de agosto de 1218. San Fernando III y Doña Berenguela se
comprometieron a pagarle los once mil maravedíes en dos etapas. Ambos Reyes se comprometían a
no hacerse daño y a respetar los respectivos territorios. El leonés se comprometía a acoger a los
castellanos rebeldes y reconocía a San Fernando como legítimo heredero del reino de León.
Enviaron este pacto al Papa para que lo ratificase con su autoridad y autorizaron al Arzobispo de
Toledo y a los Obispos de Burgos y Palencia, de una parte, y al Arzobispo de Santiago y a los
Obispos de Zamora y Astorga, de la otra a excomulgar al Rey que quebrase la paz firmada y a poner
en entredicho al reino.
Al perder a su aliado, Fernando Núñez de Lara, rindió homenaje al Rey castellano y entregó
las fortalezas que retenía. Más adelante se desnaturó y pasó al África al servicio del rey moro
Miramamolín y allí murió.
Don Álvaro de Lara, encerrado en Castroverde, gravemente enfermo, sintió que se le
acercaba la muerte, pidió el hábito de la Orden de Santiago y meses después murió en Toro.
Un noble gesto de Doña Berenguela. Don Álvaro de Lara murió tan pobre que no había con
que lo llevar a Uclés, para ser enterrado, ni dinero para velas siquiera. La Madre de San Fernando,
mando todo lo que fuese necesario para que lo llevasen y un paño de oro para el ataúd.

Doña Beatriz de Suabia, esposa de San


Fernando
La escogida por Doña Berenguela fue Beatriz de Suabia. Nieta del Emperador Federico I,
“Barbarroja”. Su padre Felipe de Suabia, el octavo hijo del emperador, casado con Irene, hija de
Isaac II Angelo, Emperador del Imperio Romano de Oriente, tuvo cuatro hijas, María, Cunegunda,
Beatriz y Etisa. María se casó con el Duque de Brabante; Cunegunda lo hizo con Wenceslao, Rey de
Bohemia, Beatriz con Otón IV y Etisa, que posteriormente se cambió el nombre por Beatriz, esposó
a San Fernando.
La comitiva castellana que fue a pedir la mano de Beatriz, llegó a la Corte de Federico II en
1219, dirigida por el Obispo de Burgos, Don Mauricio. En septiembre se concretaron los contratos
matrimoniales y tuvo lugar la entrega de la joven Beatriz. Fernando III en las capitulaciones
matrimoniales entregó a su esposa las villas, castillos y derechos reales de Carrión, Logroño,
Belodorado, Peñafiel, Castrogeriz, Pancorbo, Ampudia, Montealegre, Palenzuela, Astudillo,
Villafranca de Montes de Oca y Roa. Recios nombres castellanos que aprendería a pronunciar la
joven novia por el camino.
El Arzobispo de Toledo, Don Rodrigo califica a la Princesa que viene del Norte de “muy
bella, sabia, ruborosa y pura”. La Crónica castellana la describe como “dulcísima domicella” y la
Crónica Latina, escrita posiblemente por un Obispo de la Corte de San Fernando, la considera
“nobilísima y bellísima”.

San Fernando armado caballero


Burgos estaba en fiestas y regocijos por el próximo matrimonio del Rey, fijado para el día de
San Andrés. Tres días antes, el 27 de noviembre, Fernando va a ser investido caballero en el
monasterio de Santa María de las Huelgas.
Sus abuelos, Alfonso VIII y Leonor, levantaron este monasterio en las afueras de Burgos, y
en ellos recibieron sepultura. La fundación de las huelgas tuvo lugar el 2 de noviembre de 1179 y el
Papa Clemente III lo confirmó en 1187. En 1199 se incorporó al Cister.

216
Sus abadesas, colmadas de beneficios, poderes, privilegios y exenciones que causarán la
envidia a los mismos obispos. Usarán báculo y mitra como ellos, y ejercerán una función casi
episcopal en su monasterio y en numerosos pueblos e iglesias que les estaban sometidos.
En el siglo XIII, el armarse caballero, tenía formas y ceremonial casi propios a un sacramento.
La sabiduría y la santidad de la Iglesia, viendo el carácter combativo y guerrero de los pueblos
germánicos, canalizó este ardor y fuego en una obra de las más altas de la Edad Media, la caballería
(ver capítulo siguiente). Concedió a la caballería un código de nobleza dignificó al caballero y lo
elevó a un grado religioso.
La fórmula se asemejaba a la profesión de los monjes. En largo noviciado se pasaba por los
estadios de paje y escudero, donde se aprendía el arte de la caza y de las armas. Después de llegar a
la mayoría de edad, a los veintiún años, se ascendía a caballero, “la más alta, mas preciada orden
que Dios en el mundo fizo”, según se lee en un libro de aquella época titulado Orden de la Banda.
El Rey también se somete a la orden de caballería, costumbre que viene del siglo anterior en
que los nobles de nacimiento se hacen armar caballeros, para adornar su nobleza con la caballería,
costumbre que viene del siglo anterior en que los nobles se hacen armar caballeros.
La víspera vela las armas en la iglesia. Antes se ha la vado bien el cuerpo y la cabeza, como
mandan las reglas, y se ha colocado los vestidos mejores. Después de confesarse para lavar también
el alma, y a que ha de recibir al día siguiente la Sagrada Eucaristía. Ya en el templo, pasa la noche en
vela, de hinojos, en oración “ca la vigilia de los caballeros non fue establecida para juegos, sino
para rogar a Dios que los guarde, e que los enderesce, e alivie, como omes que entran en carrera
de muerte”.
En ayunas (sólo podía probar pan, agua y sal) aguarda el clarear de la mañana, en que oye la
primera Misa donde comulga. Más tarde, se celebra la Misa solemne en la que es revestido de sus
armas que han pasado la noche sobre el altar.
Ofició la Misa solemne Don Mauricio, Obispo de Burgos, presente la Corte y otros prelados,
entre ellos el Arzobispo de Toledo, Don Rodrigo Jiménez de Rada. Una vez concluida la misa venía
el rito en el que se confería la orden de caballería. Don Mauricio bendice las armas que se hallan
sobre el altar. Los padrinos ya han vestido al neófito con los briales blanco, rojo y negro de limpieza,
el rojo de sangre derramada, el negro que tiene presente la muerte; le han colocado las brahoneras y
las calzas y espuelas; le han entregado el yelmo. Ahora debe recibir la espada que reposa en un cojín
sobre el altar. Es el momento álgido: la espada es el arma del caballero. Perder la espada, o entregarla
es signo de rendición y de vergüenza. Con ella, al recibirla de su señor se hace caballero.
Pero Fernando no la recibe de Don Mauricio. Significaría que Castilla es feudo de la Santa
Sede, como sucedía en Aragón. Ni podía recibirla de ningún caballero de su reino, lo que indicaría su
sometimiento a él. Fernando se acercó al altar, y él mismo tomó la espada, como recibida de lo alto,
del mismo Dios, y se la ciñó.
Después del novel caballero desenvaina la espada, y jura morir por la ley de caballería, por su
señor natural y por su tierra.
Un último acto de la ceremonia caballeresca, desceñir la espada, era función del padrino.

“Desceñir la espada es la primera cosa que deben facer, después que el


caballero novel fuese fecho; e por ende ha de ser muy catado quien es el que se la ha
de desceñir. E esto non debe ser fecho sinon por mano de ome que haya en sí una de
estas tres cosas: o que sea su señor natural, o ome honrado que lo ficiese por hacerle
honra, o caballero que fuere muy bueno en armas.

No fue ningún caballero, sino su madre Doña Berenguela, cuenta la Crónica latina, quien le
desciñó la espada.

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Capítulo VII
Los Grandes Reinos Cristianos
del siglo X al XIII – España Medieval – La Reconquista
La Boda Real
La boda se celebró en la Catedral de Brugos el 20 de noviembre de 1219. Festividad de San
Andrés Apóstol. No en la Catedral actual de airoso estilo gótico, sino en la antigua, de estilo
románico, de Santa María, que es muy pequeña.
Don Mauricio ha pasado por Francia y ha visto los maravillosos templos góticos y sueña algo
así para Burgos. Fernando le va a secundar en el empeño.
El Obispo de Burgos, ofició las bendiciones nupciales.

El momento puede ser descrito a través de una preciosa estatua (de


Berenguela), pareja de otra que representa a Fernando. El Rey coronado y con manto,
ofrece a la reina el anillo nupcial. Ella mira al esposo, y con sonrisa inefable acepta el
galardón simbólico. Toca su graciosa cabeza con una mitra alemana que ella, como
novedad de moda, introduciría en Castilla. La mitra lleva barbuquejo que orla la faz
amable y de encantadora belleza de la reina. Todavía el dorado de la primitiva
policromía ha dejado sus huellas en la cabellera rubia. Suponemos sus ojos de color
azul nórdico; una mano cuelga de la cinta que por delante sujeta sobre los hombros el
manto. La izquierda recoge el traje talar141.

En el coro treinta canónigos del cabildo salmodian. En las naves del templo, la corte, los
Señores y prelados. Y afuera, la plebe bullanguera se regocija a la espera de la salida de los novios.

San Fernando proclama la lucha contra


el Islam
¡Fue una inspiración del Divino Espíritu Santo!
Un día del verano de 1224, inesperadamente, San Fernando, reunió a la Corte y les propuso
un plan que los dejó asombrados: iniciar la guerra contra los moros. La Crónica latina, siempre tan
concisa en sus relatos, puntualiza por dos veces que “el Rey Fernando actuó como movido su
corazón por el Espíritu del Señor”. Allí estaba su madre doña Berenguela, su esposa la piadosa
Doña Beatriz de Suabia, los magnates y caballeros de su Corte, los más cercanos a él: López Díaz de
Haro, llamado “cabeza brava”, Alfonso Téllez de Meneses, Rodrigo Ruiz Girón y su hermano
Gonzalo.
El Rey se dirigió a su madre:

Queridísima madre y dulcísima Señora: ¿De qué me sirve el Reino de Castilla


que me disteis con vuestra abdicación; y una esposa tan noble que me trajisteis de
tierras lejanas y está unida a mi con amor indecible; de qué el celo con que os
adelantáis a todos mis deseos, cumpliéndolos con maternal amor antes de que yo los
haya concebido; si me enredo en la pereza y se desvanece la flor de mi juventud sin
fruto; si se extinguen los fulgores del comienzo de mi reinado?
Ha llegado la hora señalada por Dios omnipotente en que puedo servir a
Jesucristo, por quien los Reyes reinan, en la guerra contra los enemigos de la fe
cristiana para honor y gloria de su nombre. La puerta está abierta y expedito el
camino. Tenemos paz en el reino; los moros arden en discordias. Cristo, Dios y
Hombre, esta de nuestra parte; de parte de los moros, el infiel y condenado apóstata
Mahoma, ¿qué esperamos? Os suplico, Madre Mía, a quien debo cuanto tengo
después de Dios, me deis licencia para declarar la guerra a los moros.

Cuando el Rey Fernando terminó de hablar, todos los presentes lloraron de emoción ante el
coraje del Rey.

141 Ballesteros-Beretta.

218
Doña Berenguela, emocionada, rompió el silencio y habló así a su hijo:

Hijo dulcísimo, tú eres mi gloria y mi gozo y siempre deseé y procuré t u


felicidad y tu éxito. Están presentes tus vasallos que aconsejen como es su deber y
seguid su consejo.

Salió el Rey de la sala de reunión y quedaron a deliberar los Señores solos con la Reina. La
decisión fue unánime: declarar la guerra a los moros.
Al enterarse Fernando de la decisión del Consejo “se alegró en el Señor más de lo que
podría creerse”.
Pero tal decisión debía ser ratificada por las Cortes del Reino, que fueron convocadas
inmediatamente en Carrión. La resolución de las Cortes también fue unánime: declarar la guerra a los
moros.
A primeros de septiembre todos debían congregarse en Toledo. Los Señores con sus
mesnadas, los magnates y los maestres de las Órdenes militares.
Fernando III se adelantó a todos y “como león rugiente, como cumplidor de su voto,
pasando por Extremadura, alrededor de la fiesta de la Asunción de Santa María, entró en
Toledo”.
Y así comenzó esta epopeya de San Fernando, la continuación de la Reconquista territorial
del sur que no cesó sino con su muerte, casi treinta años después en la ciudad de Sevilla. El joven
Rey de 23 años congrega a los mejor de las fuerzas de Castilla tras de sí y emprende las campañas
bélicas de su abuelo. La ruta de Al Andaluz está abierta desde los tiempos de las Navas de Tolosa.
El 29 de septiembre de 1224 las tropas castellanas salen de Toledo y pasan la frontera de
Despeñaperros.
En cuanto San Fernando III asomó sus tropas por las crestas de Sierra Morena, al Bayyasí,
reyezuelo de Baeza, salió inmediatamente al encuentro del Rey castellano y le rindió pleitesía. Firmó
un pacto con el Rey y le entregó su hijo pequeño en rehén. El emir moro se puso bajo la protección
de San Fernando, para ponerse a salvo de la ira de los otros moros.
Fernando III siguió adelante y saqueó Quesada, ya bien metido en territorio enemigo. Con la
llegada del invierno, volvió a Toledo, para la fiesta de San Martín, 11 de noviembre, y ya planeando
la próxima ofensiva.
En 1225 se desarrolló la segunda expedición militar de San Fernando. La campaña se inició
en mayo, con la llegada del buen tiempo. El Rey de Baeza le sale al encuentro y se declara su vasallo
“de forma inseparable hasta la muerte” y se dispone a entregarle los castillos de Martos, Andújar y
Jaén cuando los recupere.
San Fernando avanza devastando las tierras de moros. Destruyó toda la región de Jaén, pero
no pudo tomar la ciudad bien defendida. Tomó la ciudad de Prego, bien defendida por torres y
murallas, matando a gran cantidad de moros. El caudillo moro que se rindió le entregó muchos
moros en rehenes, San Fernando los confió a sus caballeros para hacerlos construir fortificaciones y
caminos.
En esos momentos le llegó la noticia a Fernando que sus tropas habían cercado Loja.
Inmediatamente mandó tomar la ciudad por asalto. Horadaron sus muros, quemaron sus puertas y
penetraron a sangre y espada matando a cuanto moro se les ponía por delante. Los que se rindieron
en la Alcazaba se salvaron, mas se rindieron, pero después volvieron atrás. A San Fernando “vínole
gran saña”, por ello, ordenó el asalto, y murieron muchos, siendo cautivos otros tantos.
De Loja se dirigió al Alhama, muy cerca de Granada, que la encontró vacía, sus habitantes
huyeron de miedo del Rey de Castilla.
Sus fuerzas continuaron en la vega de Granada, destruyendo todo lo que encontraban a su
paso “matando muchos moros” y saqueando sus bienes. El rey moro de Granada, temeroso de San
Fernando, inmediatamente pactó con él y envió como su representante al desnaturado de Castilla,
Alvar Pérez de Castro, que volvió a la gracia de San Fernando y fueron liberados 1300 prisioneros

219
Capítulo VII
Los Grandes Reinos Cristianos
del siglo X al XIII – España Medieval – La Reconquista
cristianos, que alabaron la hora bendita en que el Rey castellano se acercó a aquellas tierras. Éstos
pasaron a engrosar las tropas de San Fernando.
Con esta campaña las fronteras de Castilla avanzaron hacia el Sur. El Rey volvió victorioso a
Toledo. A las iglesias les concedió un inmenso botín.
El Papa Honorio III, sabedor de sus hazañas, le escribió el 20 de septiembre, alegrándose de
la lucha emprendida y le concedía las gracias de Cruzada para todos los que tomasen la Cruz y
acudiesen a la guerra contra los moros.
San Fernando y sus valerosos caballeros se lanzaron junto con las ordenes de Calatrava y de
Santiago, y también el recién agraciado Alvar Pérez de Castro, en dirección a Sevilla.
Alvar Pérez de Castro, era grueso, corpulento y muy valeroso, despreciaba la s armaduras y
las mallas, y así solía lanzarse a la pelea con el mismo valor y desprecio del peligro.
En esta campaña tomaron Tejada, derrotaron a los sevillanos en Al Kars, hoy Aznalcazar.
Fernando III inquieto en Toledo por las noticias de sus tropas, decidió volver al sur en
octubre. Sus consejeros intentaron disuadirlo “por la aspereza del tiempo invernal”. Pero él,
“tocado por el Espíritu de Dios, alrededor de la festividad de Todos los Santos, quiso volverse a
aquellas tierras para visitar y consolar al maestre de Calatrava y a los otros que había dejado en
la frontera”.
Después de tomar varias ciudades regresó a Toledo. Mientras tanto el hijo del Rey de Baeza
que había quedado como rehén de San Fernando, se convirtió al catolicismo y tomó en el bautismo
el nombre del gran Rey de Castilla. Mientras tanto su padre, el rey moro de Baeza, por su cuenta
intentó tomar Sevilla, pero fue derrotad, fue capturado y muerto. Cuenta la leyenda que se había
hecho cristiano en secreto.
En 1226 conquista el poderoso castillo de Capilla. Volviendo a Toledo, “el Rey el Arzobispo
pusieron juntos la primera piedra de los cimientos de la Iglesia de Toledo, que aún conservaba su
forma de mezquita desde los tiempos árabes”.

San Fernando Rey de León


Mientras San Fernando proseguía la guerra contra los moros, y después de unas disputas con
la Santa Sede, por causa de las territorialidades de los nombramientos de algunos obispos, pero
gracias a Dios solucionadas; en 1230 muere Alfonso IX, rey de León, su padre. Pero infiel a lo
pactado con su hijo y con Doña Berenguela, por la cual declaraba como legítimo sucesor a Fernando.
En un nuevo testamento disponía que heredasen la corona de León, las hijas de su primer
matrimonio con Doña Teresa de Portugal.
San Fernando, se enteró de la muerte de su padre en tierras de moros. Por indicación de Doña
Berenguela se puso inmediatamente en camino para asumir el reino de su padre. Fue acompañado
por los más altos señores de Castilla
Don Fernando fue reconocido Rey de León en algunas ciudades y en otras las infantas, la
situación era confusa. Pero ahí fue la providencial intervención de Doña Berenguela y de Doña
Teresa de Portugal. Ellas conversaron a solas y resolvieron la situación. Las infantas renunciaban a
todos sus derechos, ciudades, castillos y señoríos en favor de don Fernando III, sólo se quedaban
con algunos castillos como garantía del tratado; Fernando se comprometía por su parte, a pasar a sus
hermanas una renta vitalicia de 30.000 maravedíes anuales.
El 11 de diciembre de 1230 se firmó solemnemente el tratado y un año después fue ratificado
por el Papa Gregorio IX.
Doña Teresa volvió a su convento de Lorbaón y por su vida ejemplar llegó a la gloria de los
altares1.
San Fernando recorre todas las tierras y ciudades del Reino de León y visita a la tumba del
apóstol Santiago. Pero no olvida la Cruzada contra los infieles.

220
Continúa la Cruzada contra los
moros

“¡Machuca Vargas!, ¡Machuca!”


Mientras se daban estos acontecimientos, un grupo de bravos caballeros castellanos,
capitaneado por don Alvar Pérez de Castro, el hermano menor de don Fernando III, el Infante don
Alfonso; los hermanos diego y Garci Pérez de Vargas, Tello Alfonso, Rodrigo González, Pero Miguel
que tenia tal fuerza en sus brazos que podía matar a un enemigo de un abrazo; Pero de Guzmán, el
padre de Guzmán el Bueno, Fernando Abdalon, el hijo convertido del rey de Baeza y otros muchos
caballeros.
Pasaron por Córdoba haciendo destrozos, tomaron de asalto Palma del Río, matando a sus
defensores “que solo uno no dejaron con vida”, bordearon Sevilla y acamaron en los campos de
Jerez, junto al Guadalete. El caudillo de Sevilla Ibn Hud les vino al encuentro con poderosas huestes.
Los castellanos tenían poca infantería, su caballería poseía en los choques por sorpresa, pero
podía resultar peligroso con un ejército formado en línea de batalla.
Los cristianos no tenían alternativa; estaban rodeados por las tropas moras y por territorios
hostiles. Aquella noche se confesaron con los clérigos los que pudieron y los que no unos con otros.
Se encomendaron a Dios y se lanzaron en la batalla.
Diego Pérez de Vargas en lo más vivo de la refriega, quebró la lanza y la espada y perdió la
maza de guerra. Toma por arma un cepejón de olivo y lanza mamporros a diestro y siniestro. Alvar
Pérez de Castro le grita: “¡Así Vargas, así, machuca, machuca!”
Y desde entonces, a Diego Pérez de Vargas y a sus descendientes se les conoció con el
sobrenombre de Machuca.
Su hermano, Garci, tuvo tres caballos muertos debajo suyo y volvió al combate. Se topó con
el rey de los Gazules y lo mató de un mazazo. Los moros se desbandaron aterrorizados. A Ibn Hud,
nunca más se lo vio.
Tal ardor pusieron en la batalla a orillas del Guadalete – tan diferente de la vergüenza de 711 –
que los moros confesaron haber visto al mismo apóstol Santiago “en un caballo blanco... y que
andaba por allí una legión de caballeros blancos, y aun dicen que ángeles vieron andar sobre ellos
en el aire”
San Fernando se apresta a volver inmediatamente al sur. En diciembre de 1232 ya está en
Toledo, dispuesto a nuevas campañas. El 6 de enero, de ese año, fiesta de los Reyes Magos, puso
cerco a Úbeda. Días después, caía en sus manos Trujillo. Úbeda capituló ante Fernando III en julio
de ese año.
La Reina Doña Beatriz, muy identificada e imitadora de la piedad de su santo esposo,
especialmente en la devoción a la Santísima virgen, falleció en Toro, el 5 de noviembre de 1235.
Había dado a Fernando diez hijos.

Reconquista de Córdoba
San Fernando tenía siempre presente su misión de extender al máximo la Reconquista
católica de toda la Península y después, con la ayuda de Dios, invadir África.
Estando en Benavente a mediados de enero de 1236, en un invierno riguroso, recibe un
correo presuroso. Un puñado de sus mejores caballeros en un acto de arrojo y valentía habían
tomado el barrio oriental amurallado de Córdoba. Sabiendo que esa parte de la ciudad estaba
desguarnecida y, a pesar de su pequeño número, se dijeron: “Pues que aquí estamos, fagamos la

221
Capítulo VII
Los Grandes Reinos Cristianos
del siglo X al XIII – Continúa la Cruzada contra los moros
señal de la Cruz et nos acomendemos a Dios e Sancta María et al Apóstol Santiago”. Y se
lanzaron en esta gloriosa aventura.
Una vez tomada la ciudad pidieron al Rey urgentes refuerzos para completar la conquista con
la toma de la mezquita y el Alcázar.
San Fernando no se hizo de rogar, inmediatamente dejó lo que estaba haciendo, ensilló su
caballo y corrió presuroso hacia Al Andaluz con los pocos caballeros que componían su Corte.
La Crónica latina – que ya hemos citado muchas veces –, relata:

Irrumpió el Espíritu del Señor en el Rey que, poniendo su esperanza en el


Señor Jesucristo, endureció sus oídos para no oír el consejo de los que, como
encantadores, con palabras persuasivas, intentaban impedir hecho tan noble,
alegando la aspereza del invierno que inundaba con lluvias más de los acostumbrado,
los peligros de los caminos, las inundaciones de los ríos, los pocos nobles que con él
estaban, el dudoso éxito de tan gran peligro, y, lo que era más de temer, la
innumerable multitud del pueblo cordobés, que aventajaba desde la antigüedad a los
restantes moros cismarinos en valor y ejercicio de las armas.

De nada sirvieron estos consejos prudentes. El “fortísimo” Rey don Fernando salió al día
siguiente de Benavente camino del sur. Envió mensaje a su madre, que se hallaba en León,
notificándole la partida y pidiéndole que reclutase refuerzos de los consejos. Con las pocas tropas
que levantó en su camino “sin desviarse a derecha o izquierda”, llegó directo a las tierras moras. El
7 de febrero estuvo ante los muros de Córdoba.

¡Feliz día aquel – refiere la Crónica latina – en que el pueblo cristiano pudo ver
a su Rey, que se expuso a tanto peligro para ayudar a su pueblo!

Los caballeros cristianos de todas las regiones conquistadas a los moros, al tomar
conocimiento de la osadía de los caballeros y del arrojo del Rey comienzan a enviar tropas y
refuerzos. Pero esas tropas no eran suficientes. Los moros recibían tropas de apoyo desde Murcia y
acampan en Écija, junto con los infieles llega Lorenzo Suárez y su mesnada de doscientos hombres,
desnaturados por el Rey Castellano.
Este movimiento de tropas musulmanas ponía en un evidente riesgo a San Fernando y sus
valientes cruzados.
En una estrategia temeraria, San Fernando bloquea el puente de la Clahorra, la única salida de
los cordobeses para Écija y Sevilla. El jefe moro, el feroz Ibn Hud, reaparecido después de su derrota
en Guadalete, recibió noticias de las pocas tropas de San Fernando, pero no lo atacó. Simplemente
no creyó en que el Rey Castellano realizase tal ataque con tan pocas fuerzas. Temía una celada.
El desnaturado Lorenzo Suárez pidió a Ibn Hud permiso para ir con trescientos de sus
hombres y acercarse de noche al campamento cristiano y cerciorarse si estas informaciones eran
verdaderas. En realidad Lorenzo Suárez, arrepentido quería entrar nuevamente en la gracia de San
Fernando, y en su presencia, le propuso una estratagema. Durante varias noches, el ejército cristiano
encendería grandes luminarias en amplias zonas para dar la sensación de tener un gran ejército,
mientras él volvería a Ibn Hud y le convencería de la fortaleza del ejército cristiano. Si no lo lograba,
tomaría a sus hombres y se uniría a la causa castellana. El monarca lo tomó de nuevo por vasallo y
Lorenzo Suárez volvió a informar al caudillo andalusí.
Ibn Hud, que no quería arriesgarse a una lucha contra San Fernando, no necesitaba muchos
argumentos, levantó el campamento y se fue a Valencia a proteger a los moros de esta ciudad
atacados por Jaime I de Aragón, tío de San Fernando.
Los cordobeses viéndose abandonados por sus correligionarios, consiguen defenderse hasta
el verano, pero muertos de hambre entregan la ciudad al gran Rey Castellano. La entrega de Córdoba
se realiza el 29 de junio de 1236, fiesta de los apóstoles San Pedro y San Pablo. En la más alta de las
torres de Córdoba ondea el estandarte del Rey de Castilla y León. Esa misma tarde el Lope fitero,

222
futuro Obispo de Córdoba, junto con el Obispo de Osma, purificaron la mezquita para el servicio del
culto cristiano bajo la advocación de la Asunción de la virgen María.
San Fernando deja una valerosa tropa de caballeros en Córdoba y vuelve a Toledo donde cae
enfermo gravemente. Sólo por un milagro se salvó de la muerte.

Segundas nupcias de San Fernando con


Doña Juana de Ponthieu
Entre Doña Berenguela y Dona Blanca de Castilla hubo un acuerdo para escoger a la futura
esposa del Rey de Castilla y León. Se trató de Doña Juan de Ponthieu. El Rey tiene 35 años y diez
hijos, de los que aún viven ocho.
Juana viene de Francia es biznieta de Luis VII de Francia. Estuvo casada por procuración con
Enrique III de Inglaterra, pero Doña Blanca hizo anular dicho matrimonio por que los vínculos de
parentesco eran muy próximos.
La boda tuvo lugar en Burgos, en noviembre de 1237. Corren sobre Doña Juana rumores de
que no estuvo a la altura de San Fernando e incluso de mal comportamiento. Pero no es este la
opinión de Alfonso X, y de otros cronistas.

Era de gran linaje, grande e formosa más que las otras dueñas, et temprada
en todas buenas costumbres, et por tal se probó ante el Rey don Fernando su marido
et ante la vista de los omnes, por complida en sus buenas costumbres, et ser amada a
todos.

Fernando la llevó siempre en sus viajes. Y la amó mucho. Ella también. Fue mujer dulce que
palió con su ternura el cansancio de tanta guerra en Andalucía.
Le dio cinco hijos. La más conocida es Doña Leonor, casada a los diez años con el Príncipe
Eduardo de Inglaterra, a quien posteriormente acompaño a la Cruzada. En una batalla fue herido por
una flecha envenenada y ella tuvo el valor de chupar el veneno para salvar a su marido. Al regresar de
la Cruzada, comprobó la muerte de dos de sus hijos y del Rey de Inglaterra, Enrique III. Eduardo
subió al trono y ella fue Reina de Inglaterra. Murió en 1290 acompañando a su marido en la guerra
contra los escoceses. Eduardo acompañó el cadáver hasta Westminster, donde fue enterrada. El viaje
duró trece días y en cada parada el Rey erigió una cruz conmemorativa. La última, la Claring Cross,
en el mismo centro de Londres. Su sepulcro se encuentra al lado del de Eduardo el Confesor.
Cuando murió San Fernando, Juana después de un tiempo volvió a Francia y se volvió a
casar con Juan de Nesle, Señor de Faloy y de Herelle, también viudo. Ella murió en Abbeville, el 16
de marzo de 1279.
Pero volvamos a San Fernando. En 1243, San Fernando se encuentra enfermo en Burgos. No
tiene fuerzas para dirigir las próximas acciones militares contra los moros. Pero, estando en Toledo,
le llega la embajada del rey moro de Murcia para ofrecerle pleitesía y ponerse bajo su protección.
Murcia se entrega prácticamente sin condiciones...
Su hijo primogénito, Alfonso, parece que a no sabiendas de su padre se lanza con tropas para
tomar toda la región murciana y en poco tiempo conquista para Castilla casi toda esta región.

El resto de su vida en Andalucía...


El rey moro de Granada formó un nuevo ejército y hostiliza continuamente las regiones de
Córdoba y Jaén.
San Fernando, envía a su hermano natural, Rodrigo Alfonso con un puñado de caballeros,
pero le falta el carisma del Rey. En un encuentro con Muhammad Ibn al Ahmar, fue derrotado,
dejando muertos a veinte caballeros cristianos en el combate.

223
Capítulo VII
Los Grandes Reinos Cristianos
del siglo X al XIII – Continúa la Cruzada contra los moros
Es la chispa que enciende de nuevo la llama conquistadora de San Fernando. La campaña
tiene dos frentes: Murcia y Andalucía. A Murcia llega el infante don Alfonso, para consolidar la
conquista del año anterior y forzar la rendición de las pocas plazas no sometidas.
San Fernando se reserva Al Andaluz. Y está dispuesto a permanecer en esta tierra el tiempo
que sea necesario.
Don Fernando III reúne a toda su familia y con poca tropa entra en Andalucía a través del
paso de Muradal. Toma Arjona, devasta las regiones cercanas. Pasa el invierno en Córdoba. Se
encuentra con Doña Berenguela en Ciudad Real, se abrazan y se despiden, nunca más se verían.
Tampoco sabía San Fernando que pasando por Despeñaperros, nunca más volvería a Castilla. Su
vida, desde ahora y hasta su muerte se desarrollará en Andalucía.

Toma de Jaén
Fernando III necesitaba tomar Jaén, era una plaza estratégica para después poder lanzarse a
su objetivo codiciado: la conquista de Sevilla. El asedio comenzó en 1245.
El asedio era difícil. Jaén era una plaza muy bien fortificada, con un poderos castillo, bien
aprovisionada y con abundante agua. Las tropas de don Fernando dos veces en campañas anteriores
la habían asediado y Jaén había resistido.
San Fernando sabía que sería un asedio largo, pero estaba convencido que había llegado el
momento de la ofensiva total, de la reconquista total. No habría vuelta atrás. Las lluvias y los fríos del
invierno golpeaban duramente a los Cruzados. En lagunas salidas los moros habían causado
dolorosas bajas en los caballeros cristianos. Pero, poco a poco, el cerco dejaba a los moros de Jaén
en una situación cada vez más desesperada.
El rey moro de Granada, impotente para socorrerlos y temeroso de la rebelión de sus propios
capitanes, decidió someterse a San Fernando. A espaldas de su corte, dejó Granada y se dirigió a
Jaén para pactar con San Fernando.
Con solemnidad el rey moro se acercó a San Fernando III, le besó la mano en señal de
vasallaje y le dijo que “hiciese de él y de su tierra lo que quisiese, y le entregó Jaén”.
Por lo tratado Jaén pasaba a Castilla y sus habitantes habían de salir de la ciudad. Pero el rey
granadino conservaría su reino, pagaría un tributo anual de ciento cincuenta mil maravedíes y como
vasallo del castellano acudiría anualmente a su corte y le apoyaría en la guerra.
Este pacto de Jaén tuvo lugar el 6 de 1246. A Fernando III se le abrían las puertas de la
inexpugnable fortaleza de Jaén, sin haberla tomado al asalto.
Y como consecuencia del espíritu cristiano medieval que animaba aquellos valerosos
caballeros y, sobre todo, al Santo Rey de Castilla y León, surgió entre ambos monarcas una buena
amistad. Cuando Fernando III muera, todos los años cien caballeros moros acudirán a su tumba con
un cirio de cera blanca en sus manos a rendir pleitesía al difunto monarca. Esta bella tradición se
conservó hasta la caída de Granada en manos de los Reyes Católicos.
A finales de marzo, San Fernando III hizo su entrada triunfal en Jaén. Cristianizada la
mezquita mayor y consagrada bajo la advocación de Santa María, ofició la primera Misa el Obispo
de Córdoba.
El Santo Rey Cruzado mandó colocar sobre el altar una imagen de la Virgen que siempre
llevaba consigo en todas sus batallas, presidió las operaciones de repoblación y permaneció varios
meses en la ciudad.
Mientras San Fernando estaba empeñado en la Cruzada contra el infiel, Doña Berenguela, ya
en su ancianidad, se había retirado al convento de Las Huelgas de Burgos, donde falleció el 8 de
noviembre y en este monasterio fue enterrada la piadosa y valerosa madre del Santo Rey de Castilla.
Fernando dudo si volver a Castilla para rezar ante la sepultura de su madre, pero comprendió que
debía a la Iglesia y a la Cristiandad la conquista de Sevilla, lo cual sería un golpe durísimo para el
Islam en la Península y en el mundo.

224
Conquista de Sevilla, última perla en la
Corona del Rey Santo
El Papa Inocencio IV dio una Bula fechada el 15 de marzo de 1247, por la que las Iglesias de
Castilla y León deben aplicar las tercias de fábrica en los gastos de la guerra por la conquista de la
legendaria ciudad.
Córdoba es el punto de agrupamiento de los Cruzados, mientras tanto Fernando III hace
nuevas aproximaciones para despejar el camino y cubrir la retaguardia. Asedia Carmona. A fines de
1247 Carmona capituló. Por la sierra norte se rinden a los pendones de Castilla y León, las ciudades
de Constantina y Reina, esta última es cedida a la Orden de Santiago. Lora del Río capitula y entrega
su castillo al Prior de la Orden de San Juan.
San Fernando tomó al asalto la ciudad de Cantillana, bien fortificada. Después tomó Gillena y
Gerena. Poco tiempo después, la ciudad de Alcalá del Río, bien defendida, cede al empuje de los
cristianos y se rinde en agosto de 1247. Pero San Fernando está muy enfermo y “doliente”.
Vencidos estos obstáculos Sevilla aparecía a la vista de los Cruzados españoles. Los moros
tenían la secreta esperanza que San Fernando volviese al norte y todo quedase como antes, pero el
Santo Rey era definitivo. Cercar Sevilla y conquistarla.
Mientras tanto una flota cristiana mandada por Ramón Bonifaz se acercaba para entrar por el
Guadalquivir y estrechar el cerco de Sevilla. Las trece navas de Bonifaz fueron atacadas por treinta
navíos moros de Ceuta y Tánger, mas las naves moras no soportan el choque de las naves cristianas
y son derrotadas. Los Cruzados toman tres naves moras que incrementarán su escuadra.
El 15 de agosto San Fernando se reunió con la flota.
El 20 de agosto de 1247 comenzaba el asedio de Sevilla Sería un asedio largo, para San
Fernando no habrá ni descanso en el tórrido agosto sevillano, ni cuarteles de invierno. Apenas con
las órdenes militares y algunas tropas castellanas, San Fernando espera los refuerzos.
Hay salidas, celadas, luchas, combates singulares, pero San Fernando no cede. Establece su
cuartel general en La Tablada.
La guerrilla entre moros y cristianos no para ni un sólo día.
Con la llegada de la primavera comienzan a llegar tropas y caballeros de Castilla, Asturias,
Navarra, Aragón, León, de Francia y de otras regiones de la Cristiandad para la lucha final por Sevilla
y derrota del Islam.
La flota cristiana y las tropas de San Fernando consiguen tomar el puente de Triana. Sevilla
queda aislada. El fin se aproxima. Con la llegada el invierno y la falta de víveres, la ciudad no puede
demorar mucho tiempo en capitular.
Los negociadores moros se acercan a don Fernando III, para negociar, pero el Rey castellano
es intransigente: “la ciudad debe quedar libre y quita”. Los moros debieron aceptar las condiciones
de San Fernando. Sevilla había de ser entregada libre y entera, con sus casas, mezquitas y
fortificaciones.
La capitulación se firmó el 23 de noviembre de 1248, festividad de San Clemente Papa.
Inmediatamente sobre las torres de las murallas de Sevilla aparecieron los pendones de Castilla y
León, al verlos de las tropas cristianas salió un clamor único: “¡Dios ayuda!”.
San Fernando entró triunfalmente en Sevilla. La mezquita mayor fue dedicada al culto de la
Virgen con el nombre de Santa María, Como hiciera el Santo Rey en todas las ciudades
conquistadas, mostrando de esta manera su devoción mariana. En la novel iglesia de Santa María
resonó el Te Deum, salido de pechos varoniles con voces roncas y guerreras, cansadas de tanto
asedio y castigadas por el sol ardiente de Andalucía, pero alegres y entusiasmados por la victoria, que
era un preanuncio de la victoria total de la Cruz sobre el creciente.
Cuando San Fernando entró en Sevilla no había ningún cristiano. El último obispo había
emigrado a Toledo un siglo atrás.

225
Capítulo VII
Los Grandes Reinos Cristianos
del siglo X al XIII – Continúa la Cruzada contra los moros
Cuando en Sevilla había cristianos – y en casi todas las tierras dominadas por los
musulmanes – el trato que recibían era humillante. En aquel mundo islámico, los cristianos eran una
casta inferior:

No deberá consentirse que ningún alcabalero, policía, judío ni cristiano, lleve


atuendo de persona honorable, ni de alfaqui, ni de hombre de bien; al revés, habrán de
ser aborrecidos y huidos. Tampoco se les saludará con la fórmula “La paz sea sobre
ti”, porque Satán se apoderó de ellos por entero y les hizo olvidar el nombre de Dios,
el partido de Satán es el de los que pierden. Deberán llevar un signo por el que sean
conocidos, por vía de humillarlos.

Pero apenas desplomado el poder moro, San Fernando repobló Sevilla, junto con esta gente
que venía del norte, entraron muchísimos monjes, dominicos, franciscanos, etc.

Muerte del glorioso San Fernando


Después de la conquista de Sevilla San Fernando pensaba seriamente continuar la guerra al
moro en la propia África, pero los designios de Dios fueron otros.
Después de repoblar la ciudad, de entregar muchas tierras a los monjes mendicantes y
mandar edificar iglesias, se notaba que la vida de San Fernando se extinguía. El percibía que le
quedaban pocos días.
Se cuenta que un caballero le pregunto que tipo de sepulcro y estatua desearía para después
de su muerte. A lo que el Santo respondió: “si mis obras son buenas, ellas serán mi mejor
sepultura”.
Murió de hidropesía. Cuenta una crónica:

El católico y muy piadoso Fernando era viejo, de larga edad e apelidado con
enfermedad de hidropesía, que había traído por el trabajo de las batallas, que siempre
fisiera, por el trabajo de los muy malos moros. Cansado de tanta lasedad... e el Señor
Jesu Cristo por quien tantas pasiones había sofrido, quería librar a su caballero e
vicario, de los peligros de este mundo, e darle reino para siempre durable entre los
gloriosos mártires e reyes, que legítima e fielmente habían peleado por amor de la fe,
e de su nombre, con los muy malos moros, e recibirle en el palacio del Cielo, dándole
corona de oro que mereció haber por siempre.

San Fernando aún muy enfermo creía tener energías para continuar a luchar y pensaba en su
expedición al Norte de África. Pero se siente morir. Presintió “que era cumplido el tiempo de la su
vida, et que era llegada la hora en que había de finar”.
Doña Juana, los hijos de Doña Beatriz y ella misma estaban en torno al lecho del moribundo.
Desgraciadamente los hijos de San Fernando no estuvieron a la altura de su Padre, Alfonso,
un renacentista, Fadrique, en malos términos con don Alfonso, que lo mandaría matar; Felipe,
Arzobispo de Sevilla, enamoradizo e inquieto aventurero; Enrique, el Senador. Ausentes: Sancho,
arzobispo electo de Toledo, Berenguela, monja en las huelgas y el pequeño Manuel. Los tres hijos de
doña Juana, muy jóvenes aún.
San Fernando pidió el viático que le llevó en solemne procesión su confesor don Remondo,
Obispo de Segovia. Y el Rey cuando oyó el sonido de la campanilla, “fizo una muy maravillosa
cosa de grande humildad”; bajó del lecho, se postró rodillas en tierra, y se echó una soga al cuello y
la besó repetidas veces. Hizo protestación de Fe y recibió el viático de manos de don Remondo.
Después pidió que le “quitasen los paños reales que vestía”, que se había puesto para
recibir con dignidad a Nuestro Señor sacramentado, y, ya en el lecho, llamó a su mujer, la Reina
doña Juana, y a sus hijos presentes, los bendijo, hizo pública protestación de fe, tomó en sus manos

226
una candela bendita “que todo cristiano debe tener en la mano al su finamiento et dieronsela”, y
con sereno espíritu, murió, mientras todos los presentes entonaban el Te Deum.
Era la medianoche del jueves 30 de mayo de 1252.
Según la tradición se escucharon cantos de ángeles en la noche sevillana. “Mandando Dios a
sus ángeles que fueron los primeros cronistas de sus heroicas virtudes”.
El cuerpo de San Fernando III reposa incorrupto en la Capilla Real de la Catedral de Sevilla,
la conquista que más le costó, pero la ciudad que más amó.
El 4 de febrero de 1671, Clemente X firmó el decreto de canonización. Fernando III, Rey de
Castilla y León, es ya San Fernando. El Papa lo inscribió en el número de los Santos y lo expone
como modelo a los cristianos142.

La Cristiandad
En este breve resumen intentamos dar una visión somera de la civilización que se plasmó en
los diversos reinos al influjo santo y sabio de la Iglesia Católica. Como vimos hubo luces y sombras
en este panorama. Pero, las luces brillan con muchísimo más esplendor que la oscuridad tenue de las
sombras.
Es verdad hubo Reyes y funcionarios, tanto eclesiásticos como civiles que no
correspondieron a la gracia de Dios, pero del conjunto de la sociedad se puede decir que exhalaba el
perfume suave y penetrante del Santo Evangelio de Nuestro Señor. Inclusive los Reyes que no
anduvieron en las sendas de la gracia de Dios, se esforzaban por presentarse como cristianos.
Este conjunto maravilloso de Reinos inspirados por la Iglesia Católica, unidos por ella, se
denominó la Cristiandad.

142Esta reseña, muy breve de la vida del glorioso San Fernando, fue extraída del libro “Fernando III el Santo”, de Carlos Ros,
editado por el Cabildo de los Capellanes Reales y la Asociación de Fieles Nuestra Señora de los Reyes y San Fernando,
Sevilla, 1990.

227
Capítulo VIII
Las Cruzadas – La Caballería
Las Órdenes Militares – I – Las Cruzadas

Capítulo VIII
Las Cruzadas – La Caballería
Las Órdenes Militares

I – Las Cruzadas
Se llaman Cruzadas a las expediciones que se emprendieron por los cristianos de la Europa
Occidental en los siglos XII y XIII para rescatar a Jerusalén y el Santo Sepulcro de Cristo, caídos en
poder de los musulmanes. El nombre de Cruzada procede de que, cualquiera que tomaba parte en
estas expediciones hacía coser a su vestido sobre el hombro una cruz de paño rojo.
En estas expediciones las distinciones de razas, de naciones, y de Estados, no se tuvieron en
cuenta. Franceses, alemanes, italianos, españoles formaban como un solo pueblo, llamado entonces
pueblo cristiano. De aquí que se haya dicho que las cruzadas fueron llamadas guerras exteriores de la
Cristiandad.
Las cruzadas comenzaron en Francia, convocadas en Clermont, por el Beato Urbano II, y en
los primeros años fueron en su mayoría compuestas por franceses, por eso un contemporáneo de
ellas, Guiberto de Nogent, acuñó la célebre frase: Gesta Dei per francos.
Pero no debía ser tomada en sentido patriotero, pues, en primer lugar en aquel entonces la
concepción de “patria” era absolutamente diferente de la de hoy en día; en segundo lugar, a todos los
cruzados, alemanes, franceses, españoles, italianos, los musulmanes los llamaban “francos”.
Después de la convocación del Beato Urbano II para la Cruzada, todos los otros problemas
de la Cristiandad, inclusive las rencillas y disputas entre señores feudales, pasaron a segundo plano.
Algunos historiadores hablan de un número de Cruzadas, y numeran ocho, pero otros hablan
de “Cruzada”, simplemente, por que no hubo un solo año en que no partiesen de Europa, más o
menos numerosos grupos de “Cruzados”, a veces sin armas y encuadrados no por capitanes, sino
por monjes, en quienes la llamada de Tierra Santa resonaba con tanta fuerza que no admitían ni
espera ni prudencia.
Por eso, estos historiadores, hablan de “Cruzada”, como un solo y único ímpetu de fervor
ininterrumpido durante dos siglos, que arrojó lo mejor del Occidente Cristiano de rodillas ante el
Santo Sepulcro.

Una Causa Religiosa – Un soplo del


Espíritu Santo
La causa primera de todas las Cruzadas fue la Fe.

228
La motivación principal fue la religiosa. El deseo ardiente de liberar el Santo Sepulcro de
Nuestro Señor y los Santos Lugares de la vida terrena del Redentor, del dominio musulmán.
Aquella gran aventura, la más asombrosa de la historia medieval, comenzó en Clermont.
El 18 de noviembre de 1095 se había abierto un Concilio bajo la presidencia personal del
Papa. Durante nueve días, Obispos, Abades y Prelados habían estudiado las cuestiones que la Iglesia
planteaba; la urgencia, cada vez mayor de la reforma; las relaciones con el Emperador Germánico,
aquel inquietante Enrique IV.
Pero de repente, el décimo día, como si hubiera querido esperar a que su proyecto hubiese
madurado perfectamente, el Vicario de Cristo se levantó para hablar de algo muy distinto: evocó el
Sepulcro donde Jesús permaneció tres días bajo tierra antes de que, con la luz de la Pascua, estallase
la gloria de la Resurrección; describió aquel lugar sagrado entre todos, hacía el cual habían dirigido
tantos peregrinos los pasos de sus fatigas y de sus esperanzas, y que ahora estaba en manos de los
infieles, profanado, casi inaccesible.
¡Jerusalén! ¡Jerusalén!
¿Había de permanecer cautiva la ciudad de tan santas fidelidades?
Y el Papa concluyó poniendo en su voz toda su alma ferviente:
El lugar desde donde hablaba el Papa era al aire libre, y en su presencia había una gran
multitud de gente. Urbano II comenzó a hablar sobre la consagración de los Santos Lugares y el
apuro de los Cristianos que vivían allí; de que manera los santos templos se habían convertido en
cuadras para los caballos, los sacerdotes habían sido asesinados, las doncellas violadas; y les recordó
a Carlomagno.
Y con un fuego y unción sobrenatural les dijo:

¡Hombres de Dios, hombres elegidos y benditos entre todos, unid vuestras


fuerzas! ¡Tomad el Camino del Santo Sepulcro y estad seguros de que la gloria
imperecedera os espera en al Reino de Dios! ¡Qué cada cual renuncie a sí mismo y
cargue con la Cruz!
Armaos, amados hermanos, con el celo de Dios, ceñíos vuestras espadas,
armaos y sed hijos del Omnipotente. Es mejor morir en la pelea que ver padecer a
nuestro pueblo y a los santos. Quien tenga celo por la causa de Dios, júntesenos.
Queremos acudir en auxilio de nuestros hermanos. Volved contra los enemigos de la
fe y el nombre cristianos las armas con que derramáis puniblemente la sangre de
vuestros hermanos.

Y millares de voces concordes, poderosas como el trueno o el bramido del mar le


contestaron: “¡Dios lo quiere! ¡Diex le veult! ¡Deus le volt!”
Después que se hubo impuesto silencio, continuó el Papa:

¡Esta palabra sea vuestro grito de guerra en todos los peligros, y la Cruz
vuestra insignia que os dé fuerza y humildad!

Y prometió indulgencia a todos los que se señalaran con la cruz, y perdón de los pecados a
cuantos cayeran en la lucha. Entonces salió con rostro alegre el Obispo Ademar de Puy, que ya había
recorrido Tierra Santa, y pidió la cruz roja y la bendición, y después de él muchos clérigos y legos; de
suerte que Urbano II hubo de rasgar su propio vestido para ponerles la cruz en el hombro derecho.
Ademar de Puy de aspecto caballeresco, e inclinado a todo lo bueno, fue nombrado por el Papa su
Legado, o sea, adalid espiritual del ejército que se formaba, y segundo Moisés.
El Papa que con este fuego hablaba a sus hermanos en el episcopado, a sus hijos sacerdotes,
nobles, barones y pueblo fiel en general, era un monje salido de las falanges de Cluny, discípulo de
San Gregorio VII y al convocar para la mayor epopeya de la Cristiandad, lo hacía siguiendo los pasos
de aquel gran Papa ejemplar.
El efecto de este discurso fue incalculable, empujó al mundo por un nuevo camino.
Europa fue barrida por un verdadero tifón, no de viento, sino de un soplo del Espíritu Santo.

229
Capítulo VIII
Las Cruzadas – La Caballería
Las Órdenes Militares – I – Las Cruzadas
Un contemporáneo describe de que manera muchos aborrecieron lo que hasta entonces
amaban, los ricos sus castillos, los barones a sus mujeres e hijos, y sólo pensaban en la Tierra Santa;
cómo algunos que hoy se burlaban todavía de toda empresa, y le predecían un fin desastroso,
mañana por un repentino impulso daban toda su hacienda para tomar parte en la cruzada, y se
marchaban con aquellos mismos de quienes antes se habían burlado.

¡Quién contará los niños, las mujeres de edad que se armaban para la guerra;
quien las doncellas, los ancianos temblorosos bajo el peso de la edad; quien los
pobres que uncían sus bueyes al carro donde iba su familia y hacienda, y en cada
castillo y cada ciudad que veían, preguntaban en su simplicidad, si aquello era
Jerusalén!
No sólo los franceses, sino aun los escoceses acudieron con sus abigarradas
capas. Desembarcaban en nuestros puertos, Dios nos es testigo, gentes a quienes no
entendíamos y que no nos entendían, pero cruzaban sus dedos en forma de cruz y
colegíamos de ello que querían pelear por el Santo Sepulcro.

Parecía haberse derramado por los pueblos un fuego que en cada ciudad, en cada reunión,
levantaba nuevas llamas. Cesaron las guerras, las contiendas y violencias.
Se vieron señales y prodigios; en los cielos se vieron cruces, espadas, guerreros, ángeles que
amonestaban a partir; los santos, los antiguos héroes, Carlomagno, salían de sus tumbas. A todos
animaba un elevado ideal.
Hay que decirlo, pero también hubo entre este movimiento extraordinario de alma, personas
movidas por intereses terrenos y egoístas, como en todas las empresas humanas, mas no
consiguieron empañar la acción de Dios en un número incontable de almas.
Entre estos movimientos de “contrafacción”, como diríamos hoy, estuvo la “Cruzada” de
Pedro el Ermitaño, que entusiasmó al pequeño pueblo cristiano, pero sin una base sólida, sin
conocimientos, sin táctica, sin estrategia, y, sobre todo sin principios verdaderos, llevó una
innumerable cantidad de personas a una muerte sin gloria en los arenales del Medio Oriente, además
de desprestigiar el espíritu verdadero de la Cruzada, lanzado, bajo la inspiración del Espíritu Santo,
por el Beato Urbano II.
Otro que siguió los pasos de Pedro el Ermitaño, fue Gualterio “sans avoir” (“sin bienes”).
Estas “cruzadas populares”, cometieron toda clase de abusos, devastaciones, y crímenes, en
las regiones de Europa por donde pasaban especialmente en Hungría, Alemania, y Grecia. Lo que
perjudicó mucho a los ejércitos de los nobles que partieron posteriormente.
Mientras tanto la nobleza, aprovechó el invierno para prepararse meticulosamente para tan
gran expedición, pensando en aprovechar la fiesta de Pentecostés de 1098 para iniciar la expedición –
peregrinación a Tierra Santa. La dirección de esta operación militar, se hacía bajo la dirección del
Papado, que pretendía poner de su lado todas las posibilidades de triunfo.

Primera Cruzada
Fue ésta la más gloriosa y en la que más las almas se dejaron llevar por el soplo del Espíritu
Santo, si bien que a veces, individual y colectivamente, hubo caídas en miserias increíbles, pero,
también, prestamente se levantaban y seguían con entusiasmo y fervor impresionantes.
Se habían constituido cuatro cuerpos de ejército y previsto cuatro itinerarios; la reunión de
todos se haría en Constantinopla, después de lo cual los Cruzados entrarían todos juntos en Asia.
¿Cuántos eran en total? Las cifras varían de 50.000 a 500 mil, pero no se saben en definitiva el
número total, en la Edad Media, los cronistas, no se preocupaban mucho con la exactitud numérica.
El primer ejército estaba formado por los belgas, franceses del norte, loreneses y alemanes.
Su jefe era Godofredo de Bouillon, Duque de Baja Lorena, un hombre magnífico tanto física como

230
moralmente, alto, de amplio pecho, altiva cabeza, de una fuerza y valor sobrehumanos, y a la vez
modesto, generoso y de una piedad ejemplar. El prototipo del verdadero Cruzado, tal vez un santo.
Godofredo había participado en los ejércitos del Emperador Enrique IV y había tomado parte
en las guerras contra Gregorio VII y participado en la toma de Roma, de lo cual, según asegura la
crónica de Alberico de Trois Fontaines, sintió una tan terrible vergüenza que la fiebre lo postró
durante varios días y entonces fue cuando hizo el voto de ir a Tierra Santa.
Junto a él, su hermano Balduino de Boulogne, más político, pero también valeroso guerrero,
tenía probablemente proyectos más realistas.
Hugo de Vermandois, hermano del Rey de Francia, Felipe I – el excomulgado –, mandaba a
los franceses del centro – los normandos llevados por Roberto Courte Heuse, hijo de Guillermo el
Conquistador, los vasallos del Conde Esteban de Blois y los de Roberto II, Conde de Flandes –: era
un gran Señor elegante, refinado, más diplomático que amigo de las batallas.
Los franceses del sur fueron acaudillados por Raimundo de Saint Gilles; Conde de Toulouse
y Marqués de Provenza, de personalidad compleja; como antiguo peregrino de Jerusalén y
combatiente en España, había sido el primer grande que se cruzó, pero quedó decepcionado por el
nombramiento del Obispo Ademar de Monteil como Legado pontificio y Jefe de la Cruzada; era
capaz de mucho heroísmo pero también de aflictivos fallos, aunque no cabía negar su profunda fe y
su abnegación por la Causa de Dios.
Por fin, el cuarto grupo era formado por un comando normando constituido por Bohemundo
de Tarento, aquel hijo de Guiscard que tan difícil hizo la vida entre 1081 y 1085 al Basileo Comeno;
por eso aún cuando el deseo de obedecer a la llamada del Santo Padre pudo haber sido sincero en
aquellos aliados del Papado, es difícil llegar a convencerse de que aquellos zorros no vieran también
en la Cruzada la ocasión de satisfacer su apetito...
El primer ejército se puso en movimiento en agosto de 1096; siguió el vale del Danubio –
donde los húngaros, instruidos por el paso de las “cruzadas populares”, exigieron rehenes antes de
otorgarles el paso libre –, caminó en orden y disciplina y llegó a Constantinopla en diciembre.
La vanguardia del segundo le había precedido, pues, desde Roma, donde el Papa le había
entregado el pendón de San Pedro, Hugo se había embarcado en Bari para Durazzo y había
atravesado los Balcanes, donde los funcionarios bizantinos le habían acogido con tanto respeto que
su acogida se parecía mucho a un cautiverio. Los provenzales y los languedocianos de Raimundo,
que partieron con el Legado en octubre, tomaron la ruta del Norte de Italia y de los Balcanes, donde
sus relaciones con los croatas y los dálmatas fueron de todo, menos fraternales. En cuanto a los
normandos, volvieron a tomar, durante el invierno, aquel camino que tan bien conocían, la
Egnaciana, la que ya habían recorrido no como cruzados, sino como adversarios.
En agosto de 1097 los cuatro cuerpos de ejército se encontraron en Constantinopla, lo cual
agradaba muy poco al Basileo.
La situación de Alejo Comneno, era delicada. No le agradaba tener tan cerca a semejante
ejército de Cruzados. A pesar de todas las restricciones que tenía contra los Occidentales, no quería
una lucha entre cristianos, teniendo en frente a las poderosas fuerzas musulmanas.
Ana Comnemo, hija del Basileo, dejó escrito en la “Alexeiada”, donde narra el reinado de su
padre, el vil desprecio que esta inteligente Princesa y la clase alta de Constantinopla sentían por los
Cruzados.
Muestra a los Cruzados avarientos y charlatanes, versátiles y desvergonzados, valerosos y
crueles; denuncia su admiración por el oro, las pedrerías, las sedas, en palabra, los considera unos
bárbaros.
Por su parte los Occidentales no comprendían las intrigas continuas de los griegos, no
gustaban de su manera de vivir. Los sacerdotes y monjes que acompañaban a los Cruzados les
repetían que los Orientales eran unos cismáticos, enemigos de la Santa Iglesia, lo que significaba para
los guerreros de la Cruz que eran más o menos criaturas de Satán y carne de la horca.
El Basileo empleó todo tipo de intrigas, de argucias diplomáticas, amabilidades, violencias
solapadas, como por ejemplo, interrumpir de repente el avituallamiento de los Cruzados al que se
había comprometido. En fin, logró que todos los jefes Cruzados hiciesen el acto de vasallaje para

231
Capítulo VIII
Las Cruzadas – La Caballería
Las Órdenes Militares – I – Las Cruzadas
todas las tierras que reconquistaran de los infieles. El único que se negó fue Raimundo de Saint
Gilles.
El Emperador griego se comprometió a prestar los barcos necesarios para transportar a los
Cruzados hasta las costas de Asia, lo cual se realizó en la primavera del 1097. Para llegar a Siria,
puerta de la Tierra Santa, los Cruzados habían de atravesar de parte a parte el Asia Menor, ocupada
por los turcos Seljúcidas, de Anatolia. Territorios tomados hacía tiempo a la debilidad de los griegos.
El objetivo primero de los Cruzados fue tomar Nicea. La audacia y la agresividad de los
guerreros de la Cruz, ayudados por las máquinas de guerra de Bizancio y la intervención de la flota,
acabaron pronto con ellos. Pero cuando se iban a lanzar al asalto de los muros, vieron flotar sobre
ellos el estandarte de Alejo Comneno, se creyeron engañados y protestaron.
Luego empezaron las verdaderas dificultades. El verano ardiente de las estepas, era horrible
para los jinetes de Occidentes, revestidos de hierro. El avituallamiento se reveló precario. Para
facilitarlo el ejército se dividió en dos cuerpos; el de los normandos de Sicilia y Francia, mandado por
Bohemundo, y el de Godofredo de Bouillon y de Raimundo de Saint Gilles. Aquello era para los
turcos una buena ocasión para aplastar a los cristianos en golpes sucesivos.
En Dorilea, el primero de julio, bajo los inclementes rayos del sol, el cuerpo normando se vio
rodeado por el torbellino de jinetes en caballos rápidos que los acribillaban a flechazos desde lejos.
Los muertos eran muchos y todo parecía que acabaría en un desastre para los Cruzados, pero la
batalla fue salvada por la fulgurante intervención de Godofredo. El valeroso héroe se abalanzo sobre
los turcos con sólo cincuenta caballeros, aunque pronto se le reunió el ejército y atrajo sobre sus
masas a las fuerzas turcas, mientras Ademar de Monteil hacía una hábil maniobra envolvente. Sólo
unos miles de fugitivos turcos pudieron ganar la montaña.
Fueron muy bellas las palabras con las que Godofredo de Bouillon enardeció a los suyos a
cargar sobre los turcos:

Gentiles Señores, si esos rumores son verdaderos, si esos perros desleales


han asesinado a nuestros compañeros, sólo nos resta morir como ellos, o sea como
buenos cristianos y gente de honor. Oh, si Cristo quiere que aún lo sirvamos,
venguemos la muerte de estos bravos.

Uniendo la palabra al ejemplo se lanzó sobre los turcos con tanta fuerza que los lanzó al río.
Fue en el curso de esta “melée”143 que, según nos cuenta la crónica, Godofredo “hizo proezas de las
que se hablará para siempre”. De un solo golpe de espada partió en dos a un turco por el tronco.

El busto cayó a tierra, mientras que de la cadera para abajo, permanecieron


aferradas al caballo que se alejó al galope144.

La superioridad de los cristianos sobre el Islam quedó afirmada por un siglo...


Pero a pesar de tener las puertas abiertas de Tierra Santa, los obstáculos no desaparecían. La
travesía de la meseta, un árido desierto, fue para los Cruzados una etapa muy dura. Entre los jefes
cristianos comenzaron a aparecer los primeros signos de interés personal. Balduino y Tancredo con
sus fuerzas abandonaron el grueso de la expedición para ir a buscar fortuna por el lado de Edesa.
En las montañas del Tauro encontraron a los cristianos armenios amigos, con cuyo
conocimiento del país y su destreza habría de ser para los Cruzados una preciosa ayuda.
El 20 de octubre la vanguardia guiada por Bohemundo llegó ante Antioquia, ciudad que traía
piadosos recuerdos a los cristianos; había sido capital de la Iglesia después de Jerusalén; San Pedro y
San Pablo allí habían vivido...
El sitio a esta ciudad duró cinco meses. Vinieron en su auxilio ingleses y genoveses, con
máquinas de cerco, que sumada a la inteligencia de los armenios permitieron a los guerreros de la

143 Combates múltiples cuerpo a cuerpo.


144 Grousset, René, L’epopée des Croisades, pág. 37.

232
Cruz no morir de hambre y tomar la ciudad. Pese a rivalidades mezquinas de Bohemundo, la ciudad
fue tomada el 2 de julio de 1098.
Pero inmediatamente un poderoso ejército musulmán cercó la ciudad. Los cristianos de
sitiadores se convirtieron en sitiados. Lo más terrible era que estaban agotados. Daba la impresión
que la Cruzada terminaría en la derrota de Antioquia. Pero Nuestro Señor velaba por aquellos que
peleaban por el Santo Sepulcro. Un milagro reanimó y dio mayor entusiasmo a sus tropas.
Un peregrino provenzal, Pedro Bartolomé recibió en sueños indicaciones de donde se
encontraría la Santa Lanza que atravesó el Sagrado Corazón de Jesús.
Arrebatados de entusiasmo y de fervor los Cruzados realizaron una salida en masa que
destrozó y aniquiló a las fuerzas turcas. Su jefe Kurbuka, solo se salvó por la velocidad de su caballo.
Esta tercera gran victoria cristiana entregaba Tierra Santa a los Cruzados, pero en lugar de
avanzar inmediatamente se quedaron cinco meses en la inacción. Lo que favoreció las intrigas. El
Legado Pontificio Ademar de Monteil, murió a primeros de agosto.
Los Jefes militares comenzaron a discutir, unos querían atacar Egipto, otros a Irak. Las
rivalidades de intereses se manifestaban cada vez más. Bohemundo anunció su decisión de quedarse
en Antioquia.
Mas entre los soldados el deseo era conquistar Jerusalén, y la tropa comenzó a hostigar a los
jefes para emprender el camino.
Al final Raimundo de Saint Gilles dio el ejemplo y se puso en marcha hacia la Ciudad Santa,
caminando descalzo...
La verdad es que continuaban con un fervor sublime, pero el agotamiento era terrible, las
pérdidas de hombres muy grandes, y a pesar de los grandes refuerzos recibidos – a veces
considerables, como veinte mil escandinavos llevados por Guynemer de Boulogne –, no
compensaban el número de muertos.
Sin embargo los musulmanes estaban aterrorizados y se rendían al ver aparecer la primera
armadura, así lo hicieron en Beirut, Tiro y San Juan de Acre. Gastón de Beaune y Roberto de
Flandes, entraron en Ramla sin desenvainar la espada, y cien jinetes dirigidos por Roberto y
Balduino de Bourg, primo de Godofredo, avanzaron en flecha hasta Belén, donde fueron recibidos
por los cristianos griegos y sirios con aclamaciones.

Sitio y conquista de Jerusalén


Por fin llegaron a Jerusalén. Al ver esta ciudad, como que las miserias y penas que habían
sufrido y que, a veces los había irritado unos contra otros, desaparecieron como por milagro.

Cuando oyeron este nombre – dice la crónica – no pudieron contener sus


lágrimas. Hincándose de rodillas dieron gracias a Dios por haberles permitido
alcanzar el fin de su peregrinación, aquella Ciudad Santa donde Nuestro Señor quiso
salvar al mundo. ¡Qué emocionante fue entonces oír los sollozos que brotaban de
toda aquella gente! Avanzaron hasta que los muros y las torres de la ciudad se
distinguieron bien. Y entonces levantaron sus manos en acción de gracias al Cielo y
besaron humildemente la tierra.

El sitio fue difícil. Los primeros asaltos fracasaron. Tuvieron que traer máquinas de guerra. La
lucha fue ardua y terrible.
Los Cruzados, con Godofredo a la cabeza hicieron una procesión alrededor de la ciudad. El
15 de julio de se dio el asalto general. Todos los jefes intervinieron personalmente.

233
Capítulo VIII
Las Cruzadas – La Caballería
Las Órdenes Militares – I – Las Cruzadas
Una visión de Godofredo en medio del
combate exalta el ánimo de los Cruzados
En lo más rudo del combate Godofredo vio en el Monte de los Olivos un hombre con
brillante escudo: “¡San Jorge viene en nuestro auxilio!”, exclamó y de nuevo volvieron al asalto, se
hicieron rodar hasta la ciudad las torres que superaban los muros. Se echaron como leones
embravecidos sobre los puentes y se asaltaron esas fortificaciones.
Godofredo fue el primero en poner los pies en la muralla de la Ciudad Santa; Tancredo y
Roberto Courte-Heuse se lanzaron por una brecha abierta. Al anochecer, un viernes, Jerusalén estaba
en manos de los Cruzados.
Los Cruzados entraron en la Ciudad Santa cantando la Salve Regina.
La lucha fue sin cuartel, la matanza general. En la mezquita de Omar, construida sobre el
emplazamiento del Templo, la sangre llegaba hasta los estribos de los caballos.
Después de estos hechos terribles, los vencedores subieron la Vía Dolorosa, besando
devotamente los sitios en que Nuestro Señor Jesucristo tuvo las tres caídas. Luego ante el Santo
Sepulcro, se arrojaron al suelo y permanecieron mucho tiempo allí, agotados y dichosos, con los
brazos en Cruz.

Reino Franco de Jerusalén


Una vez tomada Jerusalén, vieron que no se podía abandonar los Lugares Santos, sobre todo
porque sabían que los turcos volverían con deseos de vengarse y reconquistar la ciudad.
Muchos, después de la conquista de la Ciudad Santa consideraron que habían cumplido con
su voto y retornaron a Europa.
¿Quién sería capaz de quedarse en Tierra Santa con el puñado de bravos – unos 500
caballeros –, que decidieron permanecer al lado del Santo Sepulcro? ¿Quién sería la persona más
idónea? La decisión fue unánime: Godofredo de Bouillon.
Este héroe cristiano no aceptó ser nombrado Rey de Jerusalén, porque “donde Nuestro
Señor fue coronado de espinas, no era digno de llevar una Corona de oro”. Tomó el título de
“Procurador del Santo Sepulcro”. Esta noble humildad sella el retrato de este gran Cruzado. Un año
más tarde, cuando murió, el 18 de julio de 1100, su hermano Balduino tuvo menos escrúpulos, y con
él, el Reino Franco de Jerusalén tuvo un Rey.
Al Reino de Jerusalén, que comprendía la Palestina, se unieron los principados que varios
Jefes de la Cruzada habían conquistado durante la misma expedición, como el Principado de Edesa,
el de Antioquia y el de Trípoli.
El Reino Franco de Jerusalén, nacía en un medio hostil, rodeado de enemigos de la Fe
Católica. No tenía un ejército regular, pues no había medios para pagar a soldados. Fue en estas
circunstancias que nacieron las Órdenes Militares, que se comportaron como el brazo armado del
Reino.
Esta primera Cruzada fue la victoriosa, donde hubo actos de generosidad y heroísmo en los
que se percibe claramente que fueron motivados por el divino Espíritu Santo.
Las restantes, si bien, se notó esta acción de la gracia y fervor, no tuvieron el alcance, tal vez
por infidelidades y pecados de los hombres, que tuvo la primera. En este trabajo nos limitares a dar
una breve reseña de las mismas.

Oración de un Cruzado antes de morir


El Conde de Edessa, Jocelin de Courtenay, un Cruzado de la primera hora, valeroso y
caballero, libró su última batalla desde una camilla. Los turcos que asediaban el Castillo de Kaisoun,

234
al saber que se acercaba Jocelin no tuvieron coraje de presentar batalla y huyeron. Pero el Conde
estaba viejo y malherido, sintió que llegaba su último momento y así se dirigió al Señor:

Beau sire Dieu, je vous rends grâce et merci de toute mon âme d’avoir voulu
qu’a la fin de mes jours, devant moi qui suis a demi mort, devant moi qui suis un
infirme et déjà presque un cadavre, les ennemis aient un telle peur qu’ils n’aient pas
osé m’attendre sur le terrain et qu’ils se soient enfuis à mon approche. Beau sire Dieu,
je reconnais bien que tout cela vient de votre bonté et de votre courtoisie145.

Dicho estas palabras – impregnadas del espíritu medieval de la caballería – expiró 146.

Una victoria gloriosa, la de Balduino IV,


adolescente y leproso sobre Saladino...
El reino franco de Jerusalén agonizaba, la decadencia del fervor había llevado a muchas
derrotas.
Pero es en los momentos críticos que Dios no abandona a los que luchan por Él.
La corona de Jerusalén había recaído en un niño de 15 años, Balduino IV, que además, era
leproso, mas tenía el temple de Godofredo de Bouillon, y en él vivía plenamente el ideal de la
Cruzada. El entusiasmo, la fe, el ardor y, sobre todo, el Amor a Dios le daban una fuerza y un ímpetu
que hicieron de él uno de los grandes guerreros de su tiempo.
Siendo imposible en este trabajo extendernos sobre esta alma llena de fuego y amor, nos
ceñiremos a relatar una de sus más gloriosas batallas contra el más poderoso jefe turco que la historia
haya conocido: Saladino.
Balduino IV en lugar de seguir a al enemigo por la gran ruta de Jerusalén, fue hacia el norte,
bordeando la costa, para en seguida volver hacia el sur este sobre la pista de los musulmanes. Un
vigoroso deseo de venganza animaba a la pequeña tropa atravesando las campiñas incendiadas por
los enemigos.
Cerca de Ramla, descubrieron las columnas musulmanas. En otras circunstancias la caballería
franca hubiese dudado delante de su increíble inferioridad numérica, pero el ardor de los primeros
cruzados animaba al Rey Leproso.

Dios que hace aparecer Su fuerza en los débiles, escribe Miguel el Sirio,
inspira al Rey enfermo. Descendió de su caballo, se prosternó tocando con su face la
tierra, delante de la Cruz y rezó con lágrimas. Viendo esto todos sus soldados
sintieron su corazón profundamente emocionado, juraron sobre la Cruz de no
retroceder y de tener como traidor al que se vuelva hacia atrás. Remontaron todos a
caballo y cargaron.

En primera línea iba la Verdadera Cruz, llevada por el Obispo Aubert de Belén; ella debía,
una vez más, dominar la batalla y más tarde los combatientes cristianos contaron haber tenido la
impresión que en el medio de la “melée” ella les había parecido inmensa, al punto de tocar el cielo.
Los cronistas nos muestran a Balduino IV y sus cuatro cientos caballeros hundiéndose y
perdiéndose un instante en las filas musulmanas. Éstos que pensaban al comienzo, ahogarlos con su
número, comenzaron inmediatamente a perder su valor delante de la furia franca.
De repente aparecieron los escuadrones francos, ágiles como lobos, gritando como perros;
cargando en masa, ardientes como las llamas. Los musulmanes no resistieron el choque. Saladino, el

145 Bello Señor Dios, yo os rindo gracias y merced de toda mi alma de haber querido que en el fin de mis días, delante de mi

que estoy medio muerto, delante de mi que soy un enfermo y ya casi un cadáver, los enemigos hayan tenido un tal miedo que
no hayan osado esperarme en el campo de batalla y que hayan huido cuando yo me aproximaba. Bello Señor Dios, reconozco
muy bien que todo esto viene de Vuestra Bondad y de Vuestra Cortesía.
146 René Grousset, L’épopée des croisades, pág. 118.

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Capítulo VIII
Las Cruzadas – La Caballería
Las Órdenes Militares – I – Las Cruzadas
Sultán de Egipto y de Damasco, con sus millares de turcos, kurdos, árabes y sudaneses, huía delante
de los cuatro cientos caballeros del adolescente leproso.
Huida desesperada. Tirando bagajes, cascos y armas, los musulmanes galopaban a través del
desierto de Amalek, directamente hacia el Delta de Egipto. Durante dos días Balduino IV,
siguiéndoles las pistas, recogió un botín prodigioso, después volvió triunfante a Jerusalén.
De hecho, nunca había habido una tan bella victoria cristiana en el Levante. Todo el mérito
recaía en el joven Rey de diez y siete años, que al mismo tiempo, triunfaba por un instante del mal
que consumía su cuerpo147...

Las otras Cruzadas


La Segunda Cruzada (1147 - 1149) fue predicada por San Bernardo, constituyó una de las
más numerosas en tropas y en importancia de personas. Se organizó para ir en ayuda de Jerusalén
amenazada. Tuvo por iniciador a Luis VII, el Joven. El Emperador de Alemania Conrado III fue
compañero del Rey de Francia. La expedición fracasó. Tuvo un verdadero desastre en el Asia Menor
(1149)
La Tercera Cruzada (1189 1192) Provocada por la toma de Jerusalén por Saladino, sultán de
Egipto. Fue hecha por el Emperador Federico Barbarroja, hombre muy poco piadoso; por Felipe
Augusto, ya vimos también su vida y el Rey de Inglaterra, Ricardo Corazón de León. El Emperador
murió ahogado en un río del Asia Menor. Felipe Augusto y Ricardo Corazón de León tomaron a San
Juan de Acre, pero Jerusalén quedó en manos de Saladino.
La Cuarta Cruzada (1202 1204), emprendida por los Señores franceses y los venecianos, se
desvió de su verdadero objetivo, o sea Egipto y la Palestina, dio por resultado la toma de
Constantinopla, la destrucción del Imperio Griego y la creación del Imperio Latino de Oriente que
duró casi un siglo.
La Quinta Cruzada (1212 1221), dirigida contra Egipto por el Señor francés Juan de Brienne y
el Rey de Hungría, no dio ningún resultado.
La Sexta Cruzada (1228 1229) dirigida por el Emperador Federico II, el cual estaba
excomulgado y que, en lugar de combatir a los musulmanes, negoció en éstos; obteniendo para los
peregrinos cristianos la libertad de poder ir a Jerusalén.

Las Cruzadas de un Santo


La Séptima y Octava Cruzadas (1248 1254) fueron las Cruzadas de San Luis Rey de Francia.
A fines de 1244, San Luis, gravemente enfermo, hace voto de Cruzarse si se restablecía.
Curó, e inmediatamente empezó a cumplir su voto. El Papa Inocencio IV, elegido hacía dieciocho
meses, era un partidario entusiasmado de la Cruzada. En el Concilio de Lyon de 1245 la hizo decidir
y financiar por nuevos impuestos. Esta nueva Cruzada no podría esta dirigida por el Emperador de
Alemania, Federico II, una vez más excomulgado, menos Enrique III que sólo aspiraba a tomar la
revancha contra Francia. Se realizaron conversaciones secretas en la célebre abadía de Cluny, el
Papa, San Luis y Blanca de Castilla. En ellas el santo Rey comprendió que estaría solo en la
expedición.
Mientras tanto en Oriente las cosas no se presentaban muy mal para los cristianos. El Islam se
hallaba en crisis. Los mogoles, que habían ocupado Persia entre 1235 y 1239, amenazaban el Asia
Menor, donde los armenios – siempre pícaros en materia política – se habían declarado sus vasallos
en 1244.

147 Gousset, René, op. cit., págs. 177 y 178.

236
Por otro lado había una lucha fratricida entre Damasco y El Cairo. En 1245 las tropas egipcias
asediaban la capital siria.
A San Luis, no le gustaban las intrigas orientales. El mejor narrador de la Cruzada fue el
Señor de Joinville, Senescal de Champagna, quien las dejó escritas en su conocido libro El libro de
las Santas Palabras y de los Buenos Hechos de nuestro Santo Rey Luis.
A través de sus páginas revivimos la vida del santo héroe de la manera más conmovedora,
pues Joinville, caballero cortés y narrador elocuente, sabía reconocer también la verdadera grandeza.
En marzo de 1247, el Legado Eudes de Chateauroux predicó la Cruzada. Los tres hermanos
del Rey, muchos grandes Señores de Flandes, de Bretaña y de Borgoña se cruzaron, lo mismo que el
Rey Haakon de Noruega.
San Luis emprendió esta expedición guerrera como una peregrinación, con un ímpetu
místico, llegando incluso a crear una comisión par recibir las quejas de sus súbditos a fin de poder
partir al Santo Sepulcro con seguridad de no dejar ninguna iniquidad detrás de él.
Descalzo, vestido de estameña y llevando cogulla y bordón de peregrino, se fue a orar, en
muchas abadías, a los Santos de Francia para que velasen por su empresa. Luego organizó todo para
que durante su ausencia, Madame Blanca, su venerada madre, asistida en las cuestiones militares por
el Conde de Poitiers, tuviera autoridad sobre el Reino que se hallaría en buenas manos. Y el 25 de
agosto la flota real, de 38 navíos, zarpo de Aigues Mortes, en el canto mil veces repetido del Veni
Creator...

San Luis negocia con los mogoles


En Chipre, fueron recibidos por el Rey Enrique I. Fue aquí que San Luis tomó contacto con
los mogoles y pensó en negociar con ellos. El Papa también había querido entrar en conversaciones
con ellos. San Luis recibió una misiva de Eidjidai, comisario mogol de la región caucásica, para
atacar concertadamente a los musulmanes. El Rey de Francia envió por medio de emisarios ricos
presentes al jefe mogol, entre ellos una rica tienda en forma de capilla y adornada con imágenes de la
Virgen y de los Santos.
Estas negociaciones no llegaron a ninguna conclusión.

Desembarco de San Luis y toma de


Damieta
Por fin, el 4 de julio de 1249, el ejército Cruzado, llegó a Damieta.
Sin esperar a que todas las fuerzas estuviesen reunidas, San Luis, se lanzó al ataque, tan
apresurado de pisar el suelo enemigo que, con el escudo al cuello y el yelmo en la cabeza, marchó
hacia la orilla con el agua hasta las axilas. Los musulmanes sorprendidos por el ataque, libraron
apenas algunas escaramuzas y escaparon. Damieta cayó en manos cristianas.
San Luis era muy reconocible, muy alto con una armadura dorada, blandiendo su larga
espada de acero alemán que manejaba con sus dos manos, estaba siempre en lo más peligroso del
combate.
El Santo Rey esperó varios meses los refuerzos que su hermano, Alfonso de Poitiers, le
llevaba. El 20 de noviembre, marcharon sobre El Cairo, al que los Cruzados llamaban Babilonia.

237
Capítulo VIII
Las Cruzadas – La Caballería
Las Órdenes Militares – I – Las Cruzadas
Imprudencia de Roberto de Artois y
desastre de Mansurah
Cuando San Luis y el ejército de la Cruz avanzaron hacia Mansurah, en el valle del Nilo, las
noticias en El Cairo dejaron a todos aterrados y consternados, pensaban que era el fin del Islam
Los egipcios después de la primera derrota se reagruparon en torno a esta ciudad, su mejor
general, el emir Fakr-ed-Dein, había tomado esta ciudad como la base de sus operaciones.
El valle del Delta del Nilo que los Cristianos estaban obligados a cruzar, presentaba
condiciones ideales para una defensa musulmana.
El combate comenzó encarnizado, con grandes pérdidas por ambos lados, al final, por un
beduino traidor los Cruzados encontraron un paso del Nilo y atacaron los musulmanes por detrás.
Roberto de Artois y el Gran Maestre de los Templarios mandaban la vanguardia.
Cuando Roberto vio que algunos jinetes islámicos huían quiso perseguirlos, pero los
Templarios se opusieron, pues veían que era una temeridad. Roberto indignado exclamó:

Los Templarios y los Hospitalarios sois unos traidores, también traicionaron a


Federico, están en inteligencia con los sarracenos, el Oriente no se hace Cristiano
para que ellos sean siempre necesarios.

Y gritó a su caballería “¡A ellos!” para perseguir a los egipcios.


Entonces los Templarios también espolearon sus caballos y al galope penetraron en el
campamento de los sarracenos. Murió el emir Fakr-ed-Dein, y los cruzados entraron por las puertas
de Mansurah.
Pero entonces, el combate cambió, los mamelucos cargaron sobre los Cruzados, los
caballeros fueron encerrados en Mansurah y exterminados. Roberto de Artois, murió con los
mejores 300 caballeros franceses, Roberto de Salisbury con todos los Cruzados ingleses, los
templarios y demás caballeros fueron muertos en las callejuelas de la ciudad. Sólo el Gran Maestre
del Temple, se salvó habiendo perdido un ojo en la refriega.
San Luis que con el resto de sus fuerzas estaba cruzando el Nilo, al enterarse de tamaño
desastre levantó las manos al cielo llorando y diciendo: “Se ha cumplido la voluntad de Dios. ¡Sea
bendito su santo nombre!”
Los turcos retomaron ánimo y se lanzaron sobre los guerreros de la Cruz. Fueron atacados
continuamente por los musulmanes, se vieron cortados y separados de su base en Damieta. Al
mismo tiempo hicieron su aparición el hambre, la peste, el escorbuto.
Los Cruzados se vieron obligados a batirse en retirada.

Prisión de San Luis y del resto de su


ejército
San Luis atacado de disentería y se batió como un león, cubriendo con un puñado de
caballeros la retirada de su ejército. Estaba como siempre: tranquilo, enérgico, sublime.
El nuevo jefe moro, el emir Baibars, un turco de Rusia, un coloso de ojos azules, lanzó a sus
tropas en persecución por un puente de barcas que habían omitido cortar. Los hermanos del Rey y
los principales barones se rindieron. Los vencedores encontraron a San Luis, exhausto, en una pobre
choza de aldea, y lo hicieron prisionero.
La humillación y la prueba fueron terribles, pero es ahí que San Luis dio todo de si mismo y
mostró su elevadísima estatura moral.
Tomó conocimiento de la inmensa extensión de la derrota, pero no desesperó. Le quedaba
Dios en quien él vivía más que nunca. Rezaba continuamente impresionando a los musulmanes por
su calma y su piedad. En el plano político le quedaba Damieta, donde su esposa acababa de dar a luz.

238
La Reina, que en Francia era mundana, aquí se comportó con un valor extraordinario, pidiendo a los
barones que estaban con ella guardando Damieta que la matasen antes que dejarla caer en manos
musulmanas.
San Luis con nobleza, dignidad, y sobre todo, santidad, condujo las cosas a tal punto, que
más parecía un vencedor, que un prisionero derrotado. Obtuvo condiciones ventajosas para su
liberación y la de todos sus hombres, a cambio de Damieta y de una cantidad de dinero en oro.
A fines de abril de 1250 se embarcó para San Juan de Acre y permaneció en Oriente por
cuatro años, pues estimaba no haber cumplido su voto. Durante aquel tiempo fue el verdadero jefe
del Rey franco, y en todos los países limítrofes un personaje legendario. El Sultán recibió sus
opiniones y al fin lo liberó de su deuda.
El Viejo de la Montaña, el terrible jefe de los asesinos, esa secta fanática que usaba tan
fácilmente el puñal, deseó convertirse en su amigo. Los sultanes de Alepo y El Cairo, antes enemigos
se habían reconciliado, ambos le ofrecieron un salvoconducto para que pueda visitar el Santo
Sepulcro, pero San Luis lo rechazó porque no quería deberla nada a los infieles.
San Luis hizo fortificar las plazas de San Juan de Acre y retornó a Francia, en abril de 1254.
En 1270 San Luis se lanzó nuevamente en la Cruzada, esta vez el plan era atacar primero a
Túnez, pero el santo Rey fue atacado por una terrible peste frente a los muros de la ciudad y murió,
como había vivido, como un gran santo. Percibiendo que se acercaba la muerte, pidió el hábito
franciscano, de quien era hermano terciario, se extendió en el suelo sobre cenizas y murió con los
brazos en Cruz.
De esta manera terminaron las Cruzadas, “en beauté”...
Después de San Luis, en repetidas ocasiones los Papas convocaron a los Príncipes Cristianos
para la reconquista de la Tierra Santa, pero éstos ya no eran dóciles a las inspiraciones de la gracia, y
se preocupaban más por sus intereses personales que por rescatar el Santo Sepulcro del Salvador148.

II – Las Órdenes Militares


El espíritu de la Iglesia dio nacimiento entonces a aquellas Órdenes que tanto hicieron por la
conservación de la Tierra Santa; aquellos caballeros orantes y monjes armados cuyos monasterios
eran castillos, que recibían las expediciones de peregrinos, los amparaban, curaban a los heridos y
enfermos, y obedecían con el mismo fervor a la campana y a la trompeta cuando los llamaba a la
batalla; los primeros en el ataque y los últimos en la retirada, cuya espada infería tan graves heridas y
cuyas oraciones y cantos se elevaban entusiastas al Cielo.
El espíritu de las Cruzadas, la unión del heroísmo con la devoción, del amor al prójimo y la
virilidad, de la espada y la penitencia, se muestra con los colores más brillantes en las Órdenes de
Caballería.

Los Templarios
Sin duda la más célebre, más legendaria y, tal vez la más gloriosa orden militar, fue la de los
Templarios.
Nueve varones temerosos de Dios, de la clase de los caballeros, en 1118, hicieron en
Jerusalén en manos del patriarca los votos de castidad, pobreza y obediencia, y un cuarto voto de
nunca retroceder ante el enemigo, junto con el juramento de proteger los caminos, acompañar a los

148 Daniel Rops, op. cit., págs. 531 a 592; Weiss J.B., op. cit., págs. 464 a 479.

239
Capítulo VIII
Las Cruzadas – La Caballería
Las Órdenes Militares – II – Las Órdenes Militares
peregrinos a los Santos Lugares, defenderlos contra las sorpresas y exponer caballerosamente su
vida, para defender contra los infieles la Tierra Santa.
Presidente de esta asociación, en honor de la Dulce Madre de Dios, fue Hugo de Payens. La
Orden era tan pobre, que al principio dos caballeros iban en un caballo, y el caballo con dos jinetes
fue el blasón de la Orden. Ninguna asociación podía responder mejor a la tendencia de aquella época
y a las urgentes necesidades; nadie podía practicar más espléndidamente el amor del prójimo y el
valor heroico, por el cual la Orden adquirió rápidamente estimación general. El Rey Balduino II les
dio una parte de su Palacio que estaba pegado al llamado Templo de Salomón, y el abad y los
canónigos les dieron una calle adyacente, de donde tomaron el nombre de templarios149.
El Concilio de Troyes de 1128 confirmó la Orden. San Bernardo se interesó por ella
amorosamente y le dio la idea fundamental de su severa Regla.

En la lucha corporal – escribe San Bernardo – no es ajeno de nosotros


mantenernos caballerosamente; pero poder alcanzar la victoria en la lucha contra la
tentación y el pecado, lo muestran los innumerables habitantes del claustro. Mas
cuando el hombre se ciñe la espada para esta doble lucha, nuestros ojos maravillados
se fijan en el que encierra su cuerpo en el acero y su alma en el arnés de la Fe, que
con la máxima “en la vida y en la muerte soy del Señor” se arroja contra los enemigos
de la Cruz; que en vida obedece a Cristo, por el cual morir es ganancia.
¡Alégrate, osado guerrero, si vences y vives en el Señor; alégrate todavía más
cuando caes, y vas al Señor! ¡Oh vida bienaventurada, cuando se espera la muerte
con dulce anhelo! Con veste de seda, espuelas de oro, y el abigarrado ornato de las
armas, se dirige a la batalla el caballero mundano, espoleado por pasiones humanas,
por el deseo de venganza, gloria o hacienda.
Pero el caballero de Cristo, se lanza a la pelea libre de culpa y lleno de
esperanza, de suerte que la humillada hija de Sión, sacude el polvo de su cabeza y
entra en el lugar santo de la oración. El caballero de Cristo ha de vivir en disciplina y
obediencia, sobrio y moderado, sin mujer, sin hijos, ni hacienda, concorde, severo, sin
descansar, enemigo del ornato exterior y de los placeres mundanos.
En un caballo fuerte y veloz ha de ir a la batalla, no deseando la gloria sino
sólo el triunfo; aguardando la victoria, no de sus propias fuerzas, sino del Dios del
Cielo. Ha de juntar la mansedumbre del cordero con la osadía del león; el monje con el
caballero. El Templo de Salomón brillaba con esplendor y gloria, pero la devoción y la
humildad adornan el nuevo Templo de Jerusalén.

Tal era el ideal al cual respondía el hábito de la Orden señala por el Papa Eugenio III: el manto
blanco, símbolo de la pureza del corazón, la cruz roja, señal del martirio. El estandarte de loa Orden,
el Beauseant, llevaba la inscripción: Non nobis, Domine, sed nomini tuo da gloriam.
Pobreza, absoluta obediencia y abnegación, era obligatorias, como el pelear aunque fuera
contra tres, estaba prohibido pedir cuartel, ceder una pulgada de muralla o de tierra; el que se dejaba
hacer prisionero era mirado como cobarde y expulsado de la Orden, y nadie se cuidaba de él.
Así es fácil de entender, que la Orden, en breve tiempo se hiciera una potencia en Oriente,
que presto no hubiera ciudad ninguna de Occidente, donde personas devotas no les dejaran algunos
legados; que las primeras familias le enviaran con orgullo sus hijos, que hasta Reyes vistieran su
hábito. La Orden se dividió en países, ballayas, condados; en caballeros, sacerdotes, capellanes,
hermanos de servicio (escuderos) y artesanos. A la cabeza estaba el Maestre, al cual acompañaba un
Consejo.

149 Templarii Milites, fratres Templi, Pauperes Conmilitones Christe Templique Salomoniaci.

240
Los Hospitalarios de San Juan
En 1048 ciertos comerciantes ricos de Amalfi habían edificado un hospital para peregrinos
cerca de la iglesia de la Resurrección. Los peregrinos pobres y enfermos eran allí atendidos y
auxiliados; monjes benedictinos celebraban el culto divino; San Juan Bautista fue honrado como
patrono tutelar. Bajo Gerardo de Provenza se cuidaron allí, durante el asedio de Jerusalén, tantos
cristianos y musulmanes, enfermos y heridos, que los turcos, aun en su acerba lucha y odio contra
los cristianos, perdonaron el monasterio, y después de la conquista, Godofredo lo dotó copiosamente
con bienes.
El establecimiento se hizo independiente del monasterio, y los maestros y hermanos tomaron
la Regla y hábito de los Canónigos de San Agustín, y pusieron una cruz ochavada blanca en el lado
izquierdo del negro manto, y trabajaron tan espléndidamente en la curación de los enfermos y
necesitados, que la gloria de la Casa se extendió rápidamente por todo el mundo. De todas partes les
venían legados, y el Papa Pascual II confirmó sus institutos y posesiones. En 1113 y los eximió del
diezmo al Patriarca de Jerusalén, y les dio derecho para elegirse un Maestre de la Orden, sin
intervención de la autoridad eclesiástica ni secular.
Raimundo Dupuy (1118 115), dio a la Orden una Regla fundamental. Según ella todo
miembro debía, por lo menos, de 13 años; nacido de legítimo matrimonio, libre y soltero, hijo de
padres cristianos; prometer pobreza, castidad y obediencia; debía observar la más estricta moralidad
y modestia, cumplir fielmente sus obligaciones y portarse con blandura y caridad con todos,
principalmente con los enfermos a su cuidado.
Los clérigos se ocupaban del altar o junto del lecho de los enfermos, los caballeros en la lucha
contra los infieles y la protección de los peregrinos; los hermanos de servicio, según su vocación,
desempeñaban los oficios inferiores de la paz y de la guerra150.
Calixto II e Inocencio II confirmaron la Regla fundamental.
El Presidente Hugo de Reval tomó el título de Gran Maestre (Magnus Magister) en 1268. La
constitución era aristocrática. El Gran Maestre cuidaba de la administración de la Orden, con los altos
funcionarios, el Comendador Mayor, el Mariscal, el Hospitalario, al Almirante, los baglivi
conventuales llevaban el nombre de pilares: Provenza, Auvernia, Francia con 240 encomiendas;
Aragón y Castilla; Italia, Inglaterra y Alemania.

La Orden Teutónica
Esta Orden militar fue fundada en 1190 delante de San Juan de Acre, por algunos ciudadanos
de Lubeck y de Bremen, que establecieron en el campo de los Cruzados un hospital para los
cristianos heridos y enfermos.
Su nombre original era Orden de Santa María de los Alemanes151, más conocida como la
Orden de los Caballeros Teutónicos.
Esta orden teutónica tuvo una característica muy bonita, fue la única de estas milicias
religiosas que desde el comienzo fue consagrada a Nuestra Señora.
El Papa Celestino III, por una bula confirmaba, al año siguiente el instituto de los Hermanos
Hospitalarios Teutónicos de Nuestra Señora de Sión, mandándoles que llevasen cruz negra sobre
capa blanca, y vivieran bajo la regla de San Agustín, con todos los privilegios concedidos a los
hospitalarios de San Juan y a los Caballeros del Temple.
Al poco tiempo los Caballeros Teutónicos se hicieron militares, a imitación de las dos
Órdenes que les habían precedido.

150 Frères servants d’armes et de métier.


151 Ordo Sanctae Mariae Teutonicorum.

241
Capítulo VIII
Las Cruzadas – La Caballería
Las Órdenes Militares – III – La Caballería
Alrededor de 1210 los Caballeros fueron llamados por el Emperador a Alemania, y les
propuso la conquista de la Prusia, todavía pagana, para poseerla como feudo dependiente del
Imperio. Llevaron la guerra a aquel país en 1227, y se apoderaron de la mayor parte de él.
En 1275 el gran maestre era Hartman de Sangershausen, quien fijó su residencia de Venecia,
pero durante su magistratura fue fundada la ciudad de Mariemburgo.
Cuando en 1290 San Juan de Acre cae definitivamente en manos de los musulmanes, fijan su
residencia en Alemania, y eligieron por Capital la ciudad de Marburgo, en Hesse.
La principal misión de los Caballeros Teutónicos fue cristianizar el Este de Europa, que en
muchos lugares continuaba a ser pagano, quienes impedían la entrada de los misioneros de la Iglesia
Católica. Los Teutónicos debían proteger la libertad de predicación de los misioneros y combatir
contra los que se lo obstaculizaban.

En España y Portugal
Durante la Reconquista que los católicos españoles y portugueses llevaban contra los
musulmanes, surgieron también Órdenes de Caballería con el mismo espíritu que las de Tierra Santa:
Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa en España; y la Orden de Cristo en Portugal.

III – La Caballería
Una de las manifestaciones más sublimes y gloriosas del espíritu medieval. Fue la plenitud de
lo que la Iglesia llamaba el miles Christi.
Cuanto comenzaba el espíritu del Cristianismo a penetrar en todas las esferas de la vida, se
muestra sobre todo en la Caballería de esta época, en la cual se refleja la tendencia de ella, la unión
del espíritu religioso con el guerrero.
El armar al joven con lanza, escudo y espada, con lo cual obtenía el derecho de compartir los
peligros y la gloria de la sociedad, era ya mirado por los antiguos germanos como un acto solemne y
de suma trascendencia para la vida.
¡Pero que profundo sentido se imprimió en este tiempo a la entrega de la espada; cuán nobles
cosas prometía el joven antes de recibir el espaldarazo; de que manera la Iglesia bendecía y dirigía
prudentemente aquellas armas que no podía arrancar de las manos de aquella generación belicosa!
De los 12 a los 14 años, el joven noble era llevado por su padre y su madre al altar, allí le
adornaban con la espada y el cinto, y su padrino y madrina, que prometían en su nombre amor y
lealtad, le regalaban las espuelas de plata. Luego se llamaba escudero. Servía a su Señor a la mesa,
mantenía listas sus armas. En la batalla llevaba en pos de él la pesada lanza y el yelmo y corría a su
lado, cuando lo veía en apuros o herido. Después que durante siete años había aprendido todas las
habilidades y virtudes caballerescas, llegaba el día más solemne de su vida; era armado caballero.
Se preparaba para ello con ayunos, oraciones y ejercicios de penitencia, tomaba un baño,
vestía una túnica blanca en señal de su limpieza, luego otro vestido rojo como signo de su ardiente
anhelo de derramar la sangre por la fe, luego uno negro en señal de que debía tener siempre presente
la idea de la muerte. La noche precedente hacía la vela de armas, pasándola en oración en una iglesia;
por la mañana se confesaba, oía la santa misa, y recibía la Sagrada Comunión.
Luego en la festiva asamblea se le preguntaba acerca de los deberes del caballero y se le daba
instrucción sobre ellos, y prometía solemnemente ser valeroso, animoso y leal; proteger a los pobres,
para que los ricos no puedan oprimirlos, y ayudar a los débiles, para que los soberbios no los
maltraten; no matar al enemigo que pide gracia, suavizar la suerte de los prisioneros, alejarse de todo

242
sitio donde habitan la traición y la injusticia, ayunar todos los viernes, asistir diariamente a la misa,
profesar la fe y defenderla ante todo el mundo, amar a sus compañeros, honrarlos y auxiliarlos.
Entonces caballeros y señoras lo adornaban con las espuelas de oro, le ponían el arnés, los
brazales, los zapatos de hierro, y le ceñían la espada.
Estando él de rodillas en su presencia, el Señor feudal con la espada de plano le daba tres
golpes en el hombre o el cuello, con lo cual le hacía caballero en nombre de Dios y de San Miguel y
San Jorge; luego le levantaba y le daba un ósculo fraternal
Las campanas repicaban, resonaban las trompetas, se entregaban al nuevo caballero el
escudo, lanza y yelmo, y le presentaban un caballo de batalla. Montaba, blandía la lanza al sol,
cortaba el aire con su espada, y hacía galopar su bridón en la plaza ante el castillo entre el júbilo del
pueblo, al cual se presentaba así en su dignidad de caballero; como quien ha entrado en las filas de
aquellos que sirven Dios con la espada, como con su manera leal de hablar y obrar. Debía guardar
inmaculado el honor, y amparar a los débiles, principalmente a las mujeres, niños, huérfanos y
ancianos152.

152Weiss, J. B., op. cit., Tomo V, págs. 485 a 489.


Para un estudio más profundo y extenso sobre la caballería remitimos a la apostilla A Cavalaria, del Profesor Plinio Corrêa de
Oliveira, elaborada bajo la dirección del Sr. Joao Clá para los cursos de formación de San Bento, Praesto Sum y Sáude.

243
Capítulo IX
Los Grandes Monumentos Medievales:
Las Catedrales – III – La Caballería

Capítulo IX
Los Grandes Monumentos Medievales:
Las Catedrales

La Edad Media fue, como vimos, una era histórica caracterizada por la fe y el amor a Dios y a
la Iglesia; por una movimiento, casi diríamos colectivo, hacia la perfección, hacia la santidad. Había,
de una manera confusa en algunos, clara en otros, un ardiente deseo del cielo, un ardiente deseo del
Reino de Cristo. La savia vivificante de la gracia de Dios opero maravillas en la Europa medieval.
Estas innumerables gracias místicas, gracias operantes y la gracia santificante, por así decir,
dejaron sus huellas digitales en innumerables monumentos que constituyen, aún hoy en día, un
cántico glorioso a la Iglesia y a su obra evangelizadora realizada en pueblos bárbaros en los
momentos más oscuros de la civilización.
Hoy en día, falta esa fe, ese amor a Dios, ese deseo de la perfección y la santidad, por esa
razón los hombres no consiguen, con medios mucho más poderosos, construir las catedrales, las
torres, los castillos que levantaron los medievales con sus manos y su fe.
Al ver una maravilla como es la Sainte Chapelle de Paris, a nadie se le ocurre pensar en
levantar algo semejante. Se la visita por millares, se la admira, se la fotografía, se la filma, pero no se
la imita. Con la tecnología que tenemos en este comienzo de siglo XXI, a nadie se le ocurre levantar
una Sainte Chapelle... San Luis Rey, construyó esta “Capilla”, en sólo dos años, para albergar la
Corona de Espinas de Nuestro Señor...
La Edad Media se expresó en monumentos con una plenitud de belleza nunca igualada en
ninguna parte ni en ninguna otra época histórica.
Esa flor que representó la Edad Media fue la Catedral: única, insustituible, es un testimonio
privilegiado de su tiempo.
Damos a la palabra “Catedral”, un sentido simbólico, no queremos apartar las iglesias
abaciales, otras iglesias, que son maravillosas, pero que no son canónicamente Catedrales...
Imaginemos que, de toda la Cristiandad medieval, nada hubiera subsistido más que las
catedrales; pues bastarían, o faltaría poco, para que comprendiéramos aquel mundo en todo lo que
tenía de esencial: su espiritualidad, su moral, si vida práctica, sus trabajos, su literatura, y, en cierto
sentido, su política.
Pero, en sentido contrario imaginemos que no hubieran sobrevivido. No conociésemos, ni
Reims, ni Burgos, ni Sevilla, ni Paris, ni Colonia, ni Amiens: sentiríamos claramente lo que faltaría a
nuestro patrimonio y como esta espantosa amputación nos condenaría a una irremediable ignorancia.
Imaginemos un caminante que avanza por unos trigales dorados por el sol del verano, de
pronto ve de lejos, elevarse las torres de la Catedral de Chartres, o de Amiens, o de Burgos. Da la
impresión que esas torres nacen de la tierra, que en ella echaron raíces muy profundas. Ver desde las
lejanías la Catedral de Paris, de Bourges, de Rouen, y a su alrededor, apiñadas como buscando
protección una cantidad enorme de casas, que hacen pensar en aquel pasaje del Evangelio en que
Nuestro Señor habla de la gallina y los polluelos que buscan refugio bajo sus alas. En cierta medida
la civilización medieval vivió en esa relación con la Santa Iglesia de Dios

244
En los alrededores del Año Mil, el aspecto de Europa ya había cambiado. El cronista
borgoñón Raúl Glaber evocaba el “blanco manto de iglesias” que ya cubría la Cristiandad. Por
todas partes surgían iglesias y capillas, todavía modestas, pero cuyos rasgos anunciaban ya las de las
catedrales.
Ya se sabía tallar bien las piedras y construir muros a plomo como los de ladrillo; como la
iglesia se había hecho cada vez más alta, había sido preciso acudir a algo distinto de la columna,
imitada del templo antiguo. Se había comenzado a estudiar la bóveda, que, olvidada durante mucho
tiempo, había vuelto a aparecer en los tiempos de los merovingios, pero en forma más que modesta.
Estaba en gestación un nuevo arte que nacería de la fe y del amor.
Por doquier, en todos los países en que la Iglesia Católica guiaba a los hombres, una alegre
emulación, una fiebre creadora lanzó a los trabajadores a obras santas.
Las catedrales de Cremona, de Piacenza, de Ferrara, o la exquisita Santa María del
Transtevere de Roma, así como Cambridge, Oxford, Glasgow, Worns, Salamanca, Hildesheim,
Coimbra son exactamente contemporáneas de Saint Gilles du Gard, de San Trofimo de Arlés, de
Poitiers o de Saint Denis, lo mismo que cuando más tarde Noyon, Laon, Bourges, Chartres, Paris,
Reims y Amiens yergan sus inolvidables siluetas bajo el cielo de Francia, San Lorenzo Extramuros
en Roma y la basílica de Asís en Italia, Rochester, Worcester o Westminster en Inglaterra;
Magdeburgo, Francfort o Colonia en Alemania y Santa Gúdula de Brúcelas en Tierras de Flandes,
darán todas ellas – y con ellas, otras innumerables –, el mismo testimonio de idéntico fervor.

Las Catedrales y los templos tuvieron


que ser grandes por el entusiasmo de los
fieles y el deseo de dar a Dios una
morada digna de Él
Las razones de la construcción de grandes templos, fue el entusiasmo de los fieles. Por
ejemplo, en la abadía de Saint Denis, cerca de Paris, cuando se exponían las reliquias, era tanta la
afluencia de fieles, que muchas veces los clérigos que las exponían tenían que salir por las ventanas.
Estas aglomeraciones también causaban frecuentes desmayos, especialmente entre las mujeres. Estos
problemas se daban especialmente en los grandes santuarios, las iglesias pequeñas ya no daban a
basto y así comenzaron los grandes templos, como Saint Sernin, de Toulouse, y, naturalmente,
Santiago de Compostela.
Pero, también es verdad, que muchas veces la causa de esta substitución de una antigua
iglesia por una nueva se debió al deseo de mejorar las cosas de Dios, para dar a Dios una morada
más digna y bella. Este en realidad fue el verdadero motor de la construcción de grandes y
maravillosas iglesias.
El Obispo Guillermo de Seignely, de Auxerre, explica por que decide construir una nueva
catedral de su ciudad; quería hacerle un edificio religioso con tanta belleza como lo había visto hacer
en Paris y en las ciudades del norte del Reino, a fin de que “desechando su forma antigua, su
catedral resplandeciese con toda la belleza de una juventud renovada y no fuera inferior a
ninguna otra en belleza ni en perfección”. No es el único de esta opinión: Mauricio de Sully, para
reconstruir Notre Dame de Paris, derribó la iglesia acabada solamente setenta años antes, pero
anhelaba hacer algo de más bello para Dios. Movimientos iguales se dieron en Laon, en Reims, en
Burgos, donde surgieron espléndidos templos góticos.
Nada explica mejor la joven vitalidad de una época para la cual creer en Dios era sinónimo de
progreso.
Esta rapidez nos confunde a nosotros, los hombres del siglo XXI, a quienes el cemento
armado tiene acostumbrados, sin embargo, a unas modas de construcción infinitamente menos
duraderas y sobre todo infinitamente menos bellas, que las conseguidas con la argamasa, el ladrillo y
la piedra de los antiguos.

245
Capítulo IX
Los Grandes Monumentos Medievales:
Las Catedrales – III – La Caballería

El gótico se expandió velozmente por


Europa
El gótico se expandió con una velocidad increíble para aquellos tiempos: Noyon se construye
en 1140, Angers en 1145, Le Mans, en 1150, Senlis en 1153, Laon en 1160, Poitiers en 1162, Sens en
1168, Bayeux en 1175, Agde en 1180, Bourges en 1192, Chartres en 1194, y posteriormente surgen
Reims, Amiens, Troyes, el Mont-Saint-Michel, la Sainte Chapelle y tantas otras.
Se ha observado que un maestro albañil que hubiera comenzado su carrera a los veinte años
como aprendiz en las obras de Laon o Paris, y que hubiera llegado a Chartres hacia los treinta,
hubiese podido trabajar en los comienzos de Reims y vivir lo bastante para ser testigo de las grandes
audacias de Amiens.
Esta extraordinaria fecundidad era el signo de una profunda vitalidad y no de una
improvisación febril, era un continuo esfuerzo creador. Pero esta fuerza creadora era profundamente
cristiana y era la Fe la que daba sentido y la gracia sobrenatural la inspiración. La que influenció toda
aquella empresa artística fue la Iglesia Católica.

Construir para Dios


Los promotores de aquellas inmensas construcciones fueron los eclesiásticos. En primer lugar
los monjes, que, en este campo, como en todos los demás, se hallaron en la cúspide del movimiento
que iba a reanimar la civilización. Hasta mediados del siglo XII, por lo menos, el arte fue, sobre todo,
monástico; la abadía precedió a la catedral y le enseñó el camino del porvenir; le enseñó las grandes
audacias creadoras, cuando elevó su bóveda hasta los treinta metros de altura de Cluny, y cuando
alargó su nave mucho más allá de los cien metros.
Las catedrales románicas de Reims, de Limoges, de Périgueux, o de Toulouse, para no tomar
más que cuatro ejemplos típicos, harían un modesto papel junto a las vecinas abadías de San
Remigio, San Marcial, Saint Front y San Fermín.
A la cabeza del movimiento de arquitectura monástica estuvo Cluny, la grande y fecunda
Cluny, cuyo nombre despierta melancólicamente en nosotros el recuerdo de las estupideces
humanas y de las impías destrucciones de la Revolución Francesa y del no menos impío Napoleón.
Durante todo el siglo XI y, por lo menos la primera mitad del siglo XII, la ilustre abadía
borgoñona, bajo la dirección de los Santos Abades, Hugo, Odón, Odilón, Mayeul, se mantuvo
verdaderamente en la fuente de todo lo que contó en la Arquitectura occidental, y no fue uno de los
menores méritos de los monjes el haber propuesto a su tiempo la idea de poner el Arte al servicio de
Dios...
El gran renacimiento de la escultura y su íntima asociación con la Arquitectura fueron obra
cluniacense. También han demostrado recientes investigaciones, que los orígenes de los vitrales se
deben también a la influencia de Cluny.
Esta maravillosa abadía de Cluny, levantada entre 1088 y 1130, destruida en el siglo XIX – al
que alguien llamó de “estúpido”, nunca también calificado – por un odio ciego a la religión católica.
Solo conocemos los despojos de la más vasta abadía de Europa, y el glorioso erizamiento de sus
siete campanarios. Pero Cluny sembró tantos campos, a menudo incluso lejos de su Borgoña, que
fueron muchas las obras que nacieron de ella y las que todavía testimonian de su grandeza. Como
Vezelay, alta y pura levantada en 1140 por el abad Poncio de Monbaissier; como Saint Benoit-sur-
Loire, como la de Fécamp, la de Saint Pierre-sur-Dives y la de Lessay. No acabaríamos de enumerar
así esas pruebas, todavía tangibles, del genio que entonces desplegaron los grandes monjes
constructores.

246
El arte monástico duró tanto como la Edad Media e incluso le sobrevivió. Dentro de un plan
fijado por este amor, esta fe y la tradición, maravillosamente adaptado a las exigencias de la vida
conventual, sala capitular, locutorio, refectorio, dormitorio, biblioteca y cocina continuaron
ordenándose en una grandiosa armonía; los innumerables claustros que en todos los países de
Occidente dan al visitante de hoy una impresión tan profunda de la tranquila belleza de las cosas
divinas, no cesaron de multiplicarse. La arquitectura de los monjes, que durante mucho tiempo fue
románica – hasta el punto de que se ha podido decir, con un paralelo demasiado fácil, que la abadía
era románica, mientras que la catedral era gótica; lo cual es exagerado –, evolucionó con el tiempo y
adoptó las nuevas técnicas; pero a partir de mediados del siglo XII ya no le correspondió un papel
director.
El desarrollo de las ciudades, y la consolidación de la sociedad urbana, tuvo su repercusión
sobre el arte. Pero así mismo se continuó construyendo para Dios y la catedral sucedió a la abadía.
¿Quien la inició? Casi siempre el Obispo. La catedral era su sede, su “cátedra”; litúrgicamente
era su iglesia y la de su cabildo, exactamente como la abadía era la iglesia del Abad y de los monjes.
Resultaba así normal que tan alto Prelado quisiera hacerla tan bella y tan grande como fuera posible

En la construcción de las catedrales


intervenía todo el pueblo
Pero, era una obra en la que intervenía todo el pueblo.
En Chartres o en Laon, en Paris o en Reims, todo un pueblo participaba en aquellos
prodigiosos trabajos con su mano o con su entusiasmo. Incluso podemos preguntarnos como
algunas ciudades relativamente modestas – de unas decenas de millares de habitantes – podían
atender al esfuerzo necesario para financiar los trabajos, alimentar y alojar a los trabajadores, del
mismo modo que nos preguntamos como tantas obras emprendidas simultáneamente pudieron
procurarse la suficiente mano de obra calificada. Pero cuando la sociedad entera participaba en la
obra, sentía que al mismo tiempo que trabajaba para si misma, construía para Dios.

Trabajo en silencio y en oración


Llegó incluso a ocurrir que el pueblo cristiano participase en la misma construcción de la
catedral, con sus brazos, con sus piernas, con su fatiga. Dos textos mil veces citados – el uno del
Arzobispo de Rouen a su cofrade de Amiens, y una carta de Aimón, Abad de Saint Pierre sur Dives,
a los monjes ingleses de Tonbury –, evocan estas prestaciones voluntarias. Nuestra Señora de
Chartres se benefició de aquel abnegado fervor.

Se veía a hombres poderosos, orgullosos de su nacimiento y de su riqueza y


acostumbrados a una vida muelle, uncirse con correas a un carromato y arrastrar en él
piedras, cal, madera y todos los materiales necesarios... A veces, más de mil
personas, hombres y mujeres, arrastraban esos carromatos, de tan pesada como era
su carga.
Guardaban un silencio tal que no se oía la voz ni el bisbiseo de ninguno de
ellos. Cuando se detenían durante el camino no se oía más que la confesión de sus
faltas y una oración a Dios, pura y suplicante, para obtener el perdón de sus pecados.
Los sacerdotes exhortaban a la concordia; se acallaban los odios,
desaparecían las enemistades, se perdonaban las deudas y las almas volvían a la
unidad.
Si se encontraba a alguno tan aferrado al mal que no quisiera perdonar y
seguir el parecer de los sacerdotes, su ofrenda era arrojada fuera del carromato como
impura, y él mismo era expulsado con ignominia de la sociedad del pueblo santo.

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Capítulo IX
Los Grandes Monumentos Medievales:
Las Catedrales – III – La Caballería
¿Cómo se conseguían los donativos para
la construcción de las Iglesias?
Los donativos abundaban. Cuando era preciso construir la catedral, se empezaba por recoger
las cotizaciones del Obispo, de los canónigos, de los burgueses ricos y de los Señores vecinos; el
Rey, solicitado respondía con una abundante ofrenda.
Se pedía por toda la ciudad y sus alrededores; y nadie se escabullía a un deber tan alto, ni
siquiera los más pobres: “la catedral de París ha sido edificada en gran parte con los óbolos de las
viejas”, dijo Eudes de Chateauroux, Cardenal Legado. Se solicitaban del Papa indulgencias. Luego
se enviaban predicadores, que a menudo transportaban las más preciosas reliquias del santuario que
había que edificar, o reedificar, para pronunciar, a veces, muy lejos, unos sermones en los que
anunciaban las colectas; por otra parte, estos colectores eran recibidos muy bien y a veces incluso se
organizaban fiestas en su honor.
Por añadidura, el Buen Dios y los Santos se mezclaban en ello concediendo milagros a los
donantes generosos. Como el caso de aquel estudiante inglés que, en un arranque de generosidad,
donó para la construcción de Notre Dame de Paris el anillo de oro que llevaba para su prometida: la
Santísima Virgen se le apareció en el camino y le devolvió el anillo...
A veces un donante generoso tomaba a su cargo un trozo del edificio; más a menudo, era una
corporación quien ofrecía una vidriera; en Chartres, diecinueve gremios dedicaron por si solos,
cuarenta y siete vitrales.
Se otorgaba este medio de hacer penitencia incluso a los pecadores públicos; los usureros
podían devolver así el dinero mal adquirido, y en Paris, incluso la “corporación” de las mujeres de
vida descarriada, suplicó al Obispo que le autorizase a dar una vidriera o un cáliz, lo cual aceptó el
teólogo moralista que se encargó de examinar este escabroso asunto, con tal de que aquel don se
hiciera discretamente...
¡Admirable entusiasmo de todo un pueblo! Lo cierto es que, históricamente, la catedral
aparece como la expresión de una sociedad, que sentía con ardor y fervor, para poner su vida
exuberante al servicio de la fe.
Algunos han visto – como Luis Gillet – en la construcción de las catedrales una repercusión
del espíritu de la Cruzada, una réplica burguesa a aquella otra sublime que consistía en ir a
reconquistar el Santo Sepulcro.
Una y otra empresa procedían del mismo espíritu y expresaban la misma alma, lo que
equivale a decir que atestiguaban una misma Fe.

Las manos que hicieron las catedrales


¿Quienes era esos hombres cuyas manos hicieron esas maravillas? Todavía no se los
designaba con la sabia palabra de arquitecto. Se decía maestro de obras, o maestro de albañiles, o
también más simplemente, maestro albañil, y cuando las profesiones se organizaron, fueron
inscritos en el “gremio” de los morteleros y talladores de piedra, de tan inexistente como era en esta
época la diferencia entre artesano y artista y de tan emparejado como iba el respeto al trabajo manual
con la más alta inspiración artística. Pues, naturalmente, que no eran unos obreros, en el sentido
actual de la palabra, y menos todavía unos palurdos; algunos poseían una cultura bastante extensa y
habían practicado el latín. En todo caso obtenían conocimientos, más empíricos que librescos, de los
numerosos viajes que se veían obligados a hacer. El epitafio de uno de ellos, Pedro de Montereaux,
que estuvo durante mucho tiempo en Saint Germain des Près, lo califica de doctor de los talladores
de piedra, doctor lathomorum, título lleno de dignidad.
Estos maestros albañiles y talladores de piedra – pues ambos oficios estaban asociados a
menudo en el mismo hombre, por convertirse el arquitecto en escultor en el invierno, durante las
largas horas de la noche.

248
Los constructores de las catedrales eran, pues, sobre todo hombres de oficio, pero también, y
al mismo tiempo, hombres de fe. No eran santos, pero como todos los hombres de su época, creían;
se iban, de obra en obra, a trabajar “por Dios y la Santa Iglesia”, con la simplicidad de corazón de
quien se sabe en la vía recta. Amaban a su oficio y tenían la sensación de servir al Divino Maestro y
de labrarse el Cielo. Su fe se fundía con su arte, con su oficio, con su tarea cotidiana; en aquel tiempo
se estaba tan lejos como era posible de estos artistas modernos que “hacen arte sagrado”
proclamando que no tienen fe...
Tales eran, pues, los hombres a los cuales llamaban el promotor, el donante y los Obispos,
cuando se lanzaban a la gran empresa. Se plantea entonces un problema: ¿cómo eran contratados,
mantenidos y pagados? También sobre este punto la Edad Media difiere enormemente de nuestro
tiempo.
La cuestión del dinero se planteaba de modo menos penoso que en nuestros días; entre todos
los documentos de archivos que poseemos sobre la erección de las catedrales, ni uno alude a un
conflicto de intereses... Modestamente, los maestros de obras más apreciados eran pagados
anualmente, en sueldos y dineros, como simples artesanos, previéndose primas para el trabajo
efectuado; si el promotor era una congregación, el artista era alimentado como los monjes. Salvo los
días de ayuno en los que se especificaba que había de recibir mejor ración que ellos; a menudo se le
otorgaban ventajas en especie, vestidos y especialmente “unos guantes para guardarse de la cal”.
Esta sencillez era hermosa; digamos que era profundamente cristiana; pues trabajar para Dios era ya
para sí mismo una recompensa, y los méritos que con ello se adquirían no eran de los que se
evaluaban en dinero.

El románico, un estilo para la


meditación
De las fecundas manos de los maestros constructores salieron unas formas cuya historia
constituye el capítulo tal vez más apasionante de la Historia del Arte.
¿Es indiferente para el historiador de la Iglesia representarse los templos donde oraban los
fieles de la edad Media y los aspectos que la Casa de Dios revestía para ellos? Tanto más cuanto que
muchos de ellos todavía nos cobijan y cuanto que nuestras oraciones suben muy a menudo hacia las
mismas bóvedas que oyeron rezar a los cristianos del tiempo de San Bernardo y de San Luis.
En los alrededores del año mil, saliendo de la crisálida carolingia, un nuevo estilo
arquitectónico se había desplegado por casi todas las tierras que había gobernado antaño el Gran
Emperador. No era en modo alguno un arte primitivo, sino, por el contrario, un arte lleno de
reminiscencias, en el que se señalaban las influencias más dispares, de Roma, de Bizancio, del
Oriente Asiático. Poco a poco todos aquellos elementos fueron absorbidos, digeridos, y se
impusieron unas fuerzas nuevas que se designan con el nombre de Arte Románico. En el año mil, o
inmediatamente después, San Filiberto de Tournus (918 - 1019), la abadía de Saint Foy de Conques
(1030 - 1080), y San Hilario de Poitiers (1045 - 1080), propusieron admirables modelos suyos.
Los más recientes estudios sobre los orígenes del Arte románico conceden una atención
particular a un conjunto de iglesias que datan de ese período y que se reparten a lo largo de una
banda de países que va desde Cataluña hasta Suiza, por Saboya, Lombardía y borgoña. Parece que
Cataluña, esa Cataluña donde la abadía de Santa María de Ripoll (consagrada en 1031) llega ya a lo
monumental, dio también a este primer Arte Románico un vivo impulso.
El tipo que prevaleció estuvo inspirado por la basílica, más cómoda para cobijar vastas
multitudes; una nave central flanqueada por otras colaterales. Simples y sólidas, estas primeras naves
de la tradición románica producen ya esa impresión de tranquilo poder, que conservo siempre el
estilo. El uso del crucero, es decir de esa nave transversal que cierra la gran nave y da al conjunto la
forma de la Cruz, uso practicado ya en las más antiguas basílicas, así como un rudimento de corredor
que rodea al ábside (el deambulatorio) dieron pronto al edificio unas perspectivas más complejas y
unos juegos de luz y de sombra más sutiles. La nave iba a tender también a ensancharse y a elevarse,

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Capítulo IX
Los Grandes Monumentos Medievales:
Las Catedrales – III – La Caballería
mientras que las torres y los campanarios – que existían ya desde hacía muchos siglos, y a menudo
estaban aislados del edificio – se fundían con la iglesia, y al integrarse en su fachada, contribuían a
darle una soberana majestad.
Se planteó entonces, por el hecho mismo del aumento de las dimensiones, un delicado
problema técnico: el de la techumbre. El medio más simple para cubrir una nave era, evidentemente,
el de colocar una viga situadas sobre ambos muros, vigas que cabía dejar aparecer, o disfrazar con
cajones. Este modo de techumbre no se abandonaría por entero; el viejo San Pedro de Roma, hasta
la época de Bramante, fue un edificio de cinco naves cubiertas de madera; y muchas basílicas
romanas ofrecen todavía el espectáculo de esos techos de madera adornados con suntuosas
decoraciones. El defecto de aquel sistema era doble no permitía ensanchar la nave como se hubiera
deseado, y, además, aquel amasijo de madera seca constituía un regalo para el fuego. Se conocía otro
procedimiento de techumbre, el de la bóveda de piedra, que los romanos habían recibido de Oriente.
Y este procedimiento fue el que los maestros constructores y los monjes arquitectos de los siglos XI
y XII adoptaron cada vez más deliberadamente.
Abovedar es ajustar unas piedras, previamente talladas, de tal modo que, una vez quitado el
andamiaje, se mantengan por su propio peso. Los arquitectos del románico utilizaron dos tipos de
bóveda heredadas de Roma, la bóveda de “cuna”, que es exactamente un semicilindro, y la bóveda
de “aristas”, que se define matemáticamente como la resultante de la penetración de dos cunas,
pero de la cual puede decirse más simplemente que está hecho por cuatro compartimentos
abombados que se apoyan por sus bases sobre unos soportes, lo cual disminuye los empujes, del
peso de la bóveda.
Nada tiene de extraño que, al contrario de su hermana gótica, cuya unidad de formas
impresiona, la arquitectura románica fuera extraordinariamente diversa. Existía unidad, pero era
interior, trascendente a las mismas formas: era una unidad de alma que hacía reconocer al primer
golpe de vista como hermanos y contemporáneos a monumentos que en apariencia eran
completamente diferentes.
El románico fue el primer testigo de la grandeza del arte medieval. Sentimos que en él la savia
creadora estaba en pleno trabajo: supo hacer surgir de la complejidad de las aportaciones seculares y
de las influencias del suelo, un sistema coherente, bañado con una nueva armonía, dentro de la cual
de decorado – el del fresco, la vidriera, y la escultura –, incrementaron la belleza de las masas y las
líneas. Esta arquitectura, en cierto modo horizontal, fue profundamente religiosa, y hace pensar en la
meditación silenciosa del monje; mientras que correspondía a una espiritualidad totalmente interior y
cuya virtud dominante era la fe.
Si aquel arte se vio superado, no fue porque hubiese fracasado en sus tentativas, sino porque,
técnicamente, el esfuerzo que había proseguido había preparado a los hombres para hallar nuevas
soluciones, y también porque en su contención, ya no correspondía al ímpetu de una Cristiandad en
plena fuerza, segura de sí, y que quería expresar en la piedra su virtud predilecta: la esperanza que
eleva al hombre por encima de sí mismo al elevarlo hacia Dios.

El gótico: el ímpetu del alma hacía Dios


El deseo de perfección, de los sublime y de la santidad, inspiraron a los medievales,
seguramente, por un soplo del Espíritu Santo, un estilo de construcción que representase esos
estados de alma. Este estilo, fue el gótico.
La técnica gótica llamaba a la luz con todo su deseo, y le entregaba todo el edificio para que
lo atravesara y se aposentase en él; y esos dos rasgos característicos que le reconocen nuestros
sentidos tenían su instantánea correlación en el alma. Pues en ella se exalta algo sobrenaturalmente
unido a ese ímpetu y a esa llamada a las alturas; y la instintiva dicha que derrama la luz a torrentes
parece la promesa de los esclarecimientos definitivos, y el reflejo terrestre de la luz increada.

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La invención – o tal vez diríamos mejor, la inspiración –, fue la ojiva. Esta forma artística tan
elegante en los ventanales de las iglesias como en las galerías de los claustros constituida por dos
segmentos de círculo que se junta en un ángulo más o menos agudo, existía ya en la época románica,
del mismo modo que el arco de medio punto, que a menudo se tiene como característica del
románico, se halla corrientemente en la época gótica. La ojiva, o el “cruce de las ojivas” – “la ojiva
se cierra como se juntan las manos” –, no es nada más que un medio técnico, descubierto para
resolver el problema de la cobertura de la nave, mejor de lo que lo había hecho la bóveda románica.
Pero no podemos dejar de pensar que este “descubrimiento”, fue obra de la gracia de Dios,
que respondía generosamente al anhelo de una Cristiandad que deseaba algo más perfecto para la
“Casa de Dios”.
Un conocido filósofo, no muy ortodoxo, tuvo una expresión feliz: decía que la ojiva era en la
arquitectura lo que la Suma Teológica de Santo Tomás era para la teología...
Presentimos aquí – en las construcciones góticas –, un misterioso encuentro entre los
elementos de la técnica y los que dependen de las más elevada espiritualidad. Si los maestros
constructores de las catedrales no se movieron ciertamente – por lo menos en su gran mayoría –, por
propósitos místicos; tampoco es seguro que quisieran conscientemente crear belleza. Y, sin embargo,
como en ellos circulaba la savia de la fe y d la esperanza cristianas, hicieron naturalmente algo bello,
algo grande, algo espiritual. Resuelto el problema de la techumbre, las naves se elevaron casi más allá
de lo que era prudente; y por una ley elemental de las proporciones, se alargaron, superando todo lo
que se había hecho hasta entonces. Se multiplicaron también; unas naves triples, quíntuples, llevaban
a las multitudes en triunfales avenidas hacia el altar del Dios presente.
Los campanarios, como arrebatados por el ímpetu del fervor que levantaba todo el edificio, se
elevaron a unas alturas jamás alcanzadas, a 82 metros en Reims, a 123 en Chartres, a 142 en
Estrasburgo, a 160 en Ulm...
Sin embargo, aquel arte, de una ambición sobrenatural, siguió siendo de proporciones
profundamente humanas; nada llega en él a lo colosal, a lo desmesurado que vemos en los templos
romanos de la decadencia o a los inhumanamente altos edificios de las babeles contemporáneas...
Del mismo modo que la escultura de la catedral gótica había de permanecer ligada al hombre,
a su vida y a las apariencias que le son familiares, su misma arquitectura conservó la medida humana,
lo que podemos comprobar observando que las puertas, las galerías de servicio, las balaustrada de
apoyo, y hasta las gradas de las escaleras están hechas a escala del hombre y concebidas en función
de él. El profundo humanismo de la doctrina tomista se ve logrado así.
Fue en Francia, y muy especialmente en el restringido perímetro que rodeaba a la capital
capeta, donde surgieron las más grandes obras góticas, que habían de servir de modelo por todas
partes.

¿Donde surgió el primer cruce de ojivas?


Pero, ¿donde surgió el primer cruce de ojivas?
Algunos arqueólogos ingleses sustentan que se fue en las catedrales de Durham y de
Peterborough, donde la nueva técnica habría aparecido bajo formas muy humildes, y podrían ser
datadas, por textos, en 1093.
Mas realizada la invención ojival, los maestros constructores no la consideraron de una vez
para siempre como definitiva e incapaz de perfeccionamiento. Los creadores se sintieron más libres
para osar, para emprender, para enriquecer sin cesar sus métodos. Y de generación en generación,
tendieron más a la obra maestra.
Con Notre Dame de Paris (1163 - 1260) se abre la lista de las cuatro obras maestras del gótico
francés: Paris, Chartres, Reims y Amiens, para no hablar de otras menores como la de Rouen o
Bourges.

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Capítulo IX
Los Grandes Monumentos Medievales:
Las Catedrales – III – La Caballería
La piedra y el color
Contrariamente a lo que se cree las catedrales góticas eran todo color y todo brillo.
Constituyeron un mundo en que la luz jugaba sobre sus oros y sobre todos los tonos de la paleta,
formando una especie de cofrecillo maravilloso del cual pueden dar todavía una idea los grandes
retablos. Las estatuas y los bajorrelieves estaban pintados, “estofados” como se decía, pues sucedía
que para mejor adherir el color colocaron sobre la piedra un tejido.
Pero el gran medio gótico de utilizar el color fue, por encima de todo, el vitral. Este acabo de
dar a las catedrales su acción persuasiva sobre quienes acudían a orar en ellas; las que carecen de este
prestigioso complemento dejar una impresión de desnudez y de sequedad.
Hay que haber visto ponerse el sol a través de los vitrales de Chartres o de Bourges para
medir todo lo que una invención técnica – o inspiración de la gracia del Divino Espíritu Santo – hizo
aún más sublimes los templos medievales.
Un vitral no es una pintura sobre vidrio, sino una pintura hecha con vidrios, es decir, un
conjunto de piezas de vidrio coloreado en su masa y mantenido por un rad de plomo.
El Abad Sigerio, que construyó los vitrales de la Abadía de Saint Denis, cercana a Paris,
cuenta que para realizar los vitrales de este templo se arrojaron piedras preciosas a la masa en fusión,
para hacer más perfectos y espléndidos los colores.
Lo mismo se dice el famoso vitral de Chartres llamado Notre Dame de la Belle Verrière del
siglo XII, el cual tiene un azul, nunca igualado; cuentan que fue porque se agregó cobalto a la masa
en fusión...
Desde entonces el vidrio coloreado tan magníficamente en las grandes catedrales, abadías y
otras iglesias, participó del honor de interpretar y de figurar la Sagrada Escritura y la enseñanza de la
Iglesia.
La época gótica es el triunfo de los vitrales. Al desaparecer el muro gracias a las audacias
técnicas de la arquitectura, ¿por qué no se iba a dar todo el espacio a los luminosos vitrales?
Poco a poco, a medida que la catedral se hizo cada vez más fiel al espíritu mismo de su genio,
la pintura en vidrio tomó mayor parte en ella y en la Sainte Chapelle, en la sala alta, acabó por
sustituirse casi totalmente al muro. Las armaduras de hierro que sostenían el conjunto se unieron
desde entonces con los contornos de los medallones y de las figuras, lo cual había de comprometer a
los artistas en una nueva vía. Junto a las vidrieras “historiadas” aparecieron entonces las que,
consagradas enteramente a una sola figura, se leían mucho más fácilmente.
El rostro de Cristo o de la SantísimaVirgen, las galerías de los Profetas y de los Apóstoles,
toda una población, hermana de la que montaba la guardia en los pies derechos de los portales, se
instaló en los ventanales de las naves, para montar también en ellos otra guardia de oraciones.
En Chartres, en Bourges, en Tours, y en Angers, se desarrollaron, pues unos prodigiosos
conjuntos, que completaban, para la felicidad de los ojos, la enseñanza dada por la Escultura.
Y cuando un genial anónimo hubo tenido la idea de abrir rosetones a la invasión de la luz
tanto en lo más alto de las fachadas como en los dos extremos del crucero, nada faltó ya a la catedral
para que pareciese a sus fieles un signo visible y como la promesa del Cielo.
El mal llamado “Renacimiento”, de los siglos XV y XVI recubrió todos los frescos
medievales de las catedrales y, en algunos casos llegó a destruir los propios vitrales y los reemplazó
por vidrios transparentes o blancos.
Es difícil tener una idea de lo que fue el ornato y la maravilla de las iglesias medievales. El
colorido era verdaderamente extraordinario.

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La Catedral, “Casa del Pueblo” y
Catecismo en Piedra
La catedral era como una súper parroquia, la iglesia madre en la que se reunían, en los días de
fiesta mayor, los fieles venidos de todas las parroquias de la ciudad; aquellos días, las gigantescas
naves eran justamente lo bastante grandes para cobijar a todo el rebaño. Los esplendores de los
vitrales y de las esculturas y de los fastos litúrgicos se ofrecían a todos, tanto pobres como ricos,
liberalmente: y no había que pagar las sillas, pues éstas no existían.
La catedral era, pues, verdaderamente “la Casa del Pueblo”, y no en el sentido laico, vulgar y
reivindicativo que algunos han querido dar a esa expresión, sino simplemente como un lugar en
donde el pueblo le gustaba reunirse. Es completamente cierto que, desde su construcción, la catedral
fue utilizada como sala común, “locutorio de burgueses”, bolsa o tribunal de comercio, ferias y
mercados y para muchos otros usos: esto era obvio.
Puesto que no existía una sala tan vasta y tan cómoda como ella, ¿por qué no pedírsela al
Buen Dios? El cristiano en la Edad Media, precisamente por que era un buen cristiano, no se sentía
tan intimidado con el Señor. Se tomaba con Él y con su Casa unas libertades que hoy nos
sorprenderían.
En Chartres, por ejemplo, peregrinos que venían de lejos se tomaban la libertad de comer
algo dentro de la Iglesia para calmar el hambre, y otros, ¿por qué no? dormían dentro del mismo
templo.
En Santiago de Compostela era exactamente igual, y como dormía tanta gente en la Catedral,
se ideó el famoso “Botafumeiro”, ese gigantesco turíbulo, que si bien su papel más importante era
glorificar a Dios, uno secundario, pero muy útil era purificar el aire...
La Catedral, casa del pueblo, sabía ponerse maravillosamente al alcance de todos, tanto para
los sabios, eruditos y teólogos, como para los pobres, pues tenía también un aspecto sencillo,
familiar, popular, acogedor, que daba confianza a los humildes.
En los vitrales, o en las pinturas había “calendarios”, en los que el campesino se veía
representado en sus actitudes cotidianas, podando la viña o segando el trigo, calentándose en el
hogar o matando el cerdo. La flora y la fauna, que se mostraban en mil sitios del edificio, tomaban
sus elementos de las plantas y de los animales cotidianos, mezclando sin embargo en ellos la
suficiente fantasía para divertir y espolear la curiosidad.
Las virtudes y los vicios, figurados en historietas, impresionaban igualmente a los espíritus:
¡cómo se debía reír viendo a la Cobardía representada por un hermoso caballero miedoso que huía
ante una liebre, o a la discordia concretada en aquella disputa de un marido y de su mujer en la que
acaban volando por el aire la rueca de la una y el vino del otro!
¿Se imagina la influencia que había de ejercer sobre todo el pueblo cristiano este contacto
con la catedral? Un hombre – o un pueblo – no se habitúa en vano a vivir rodeado de belleza; algo de
ella penetra en él, y le hará luego oponerse a las vulgaridades y a las caídas. A la vez que distribuía al
pueblo cristiano la enseñanza moral y religiosa, la catedral le dio así la más pertinente de las lecciones
estéticas. Fue un lugar de oración incomparable.
Pues todo lo que ocupaba un lugar en la catedral tendía a la belleza. El mobiliario litúrgico
estaba tan trabajado como era posible, y en los sitiales del coro la escultura en madera rivalizaba con
su émula en piedra de la fachada.
¡Qué no habría de mirar y admirar recorriendo aquellas vastas naves! Por ejemplo, aquellas
tumbas en las que se veía “yacer” en paz a los Obispos, a los dignatarios de la Iglesia, a los Señores y
sus Damas, espectáculo del que nadie pensaba en absoluto en entristecerse de tan apacible como se
representaba a la muerte, certidumbre y abandono en Dios.
A veces esas tumbas contaban toda una historia, la historia de aquellos o aquellas cuyos
restos mortales acababan de disolverse allí. O también reflejaban sus funerales asociándolos a alguna
evocación religiosa como la Crucifixión, el Juicio o la Coronación de Nuestra Señora.
Tal sucede con ese arte sorprendente que procede de la pintura, de la orfebrería, y de los
vitrales, el arte de los “esmaltistas” que, conocido y amado ya en los tiempos Carolingios, adquirió

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Capítulo IX
Los Grandes Monumentos Medievales:
Las Catedrales – III – La Caballería
en el siglo XII una enorme importancia y tuvo como centro principal a Limoges. Relicarios, báculos,
“gemellones”, placas en relieve, cofrecillos, o simplemente paneles decorativos nacidos para la sola
alegría de los ojos.
En los días de grandes fiestas, a todo lo largo de la nave, de pilar a pilar, se colgaban
inmensos y suntuosos tapices, cuyo espesor y cuyos profundos colores armonizaban tanto con la
piedra como con las vidrieras. Desde el comienzo del siglo XII el arte del tejido era conocido y
apreciado.
Y además toda esta belleza no debemos considerarla como inmóvil y cuajada, tal como la que
admiramos en los museos. Todas las artes cobijadas en la catedral participaron en el conjunto
viviente de sus ceremonias, y se animaron en aquella savia cristiana que subía de todas partes por las
mil raíces invisibles del edificio.
La catedral no adquiría verdaderamente todo su sentido más que en los días de las grandes
fiestas, en la pompa de aquella liturgia cuyo esplendor se manifestaba en las bodas o funerales de un
noble, cuando se manifestaba un fausto sin igual, o mejor todavía, cuando la consagración de un Rey
parecía como si consagrase allí, por mano de la Ecclesia Mater, los místicos esponsales del Príncipe
con la Nación cristiana.
Es hermoso, y es también humano, que de la misma liturgia y por mediación del drama
litúrgico organizado en la catedral, antes de salir al umbral de su pórtico, reapareciese aquel teatro,
distracción del pueblo, exaltación colectiva de su alma.
Así era en plena vida la catedral, en los días en que todo un pueblo participaba en el ímpetu
de que atestiguaban sus bóvedas, cuando una Cristiandad entera se reconocía en ella en lo que tenía
de más puro y bello 153.

153 Daniel Rops, op. cit., págs. 426 a 483; Pernoud, Regine, Pour en finir avec le Moyen Age, págs. 22 y 23.

254
Capítulo X
El anochecer de la Edad Media

¿Cuál fue la causa de este ocaso?


La Edad Media había llegado a un apogeo en todos los campos de la actividad humana, pero
especialmente en lo que dice respecto a su fe católica y su amor a Dios. El deseo de la perfección y
de la santidad; la teología, la arquitectura, el arte, la música gregoriana, las Cruzadas, la Caballería, las
órdenes mendicantes, la organización social, en fin se notaba en todos los órdenes un verdadero
ápice.
Pese a que Jerusalén se había perdido, el prestigio y la gloria de la Cristiandad Occidental
llegaban a todos los confines del mundo de aquel entonces.
La vida espiritual de los individuos puede ser comparada con la de los pueblos o de las
naciones, y así como un hombre que en su vida interior llega a un punto muy alto de santidad, corre
el riesgo de, si no continua a avanzar, retrocede y por ende, cae; es inevitable.
En la unión con Dios no hay términos medios, o se avanza o se retrocede.
La Edad Media se encontraba, así, en una disyuntiva, o hacía un esfuerzo generoso y
avanzaba con más ardor y entusiasmo, o se detenía en el camino y comenzaba la decadencia.
Por lo que veremos en este capítulo, la Civilización Medieval, desgraciadamente, no dio ese
paso.
¿Por qué? El Profesor Plinio Corrêa de Oliveira, da una explicación magnífica, enfocando el
problema desde el punto de vista místico y, por lo tanto religioso y sobrenatural. Sustenta que es
muy posible que un alma con una gran vocación, muy dilecta de Dios, un nuevo San Francisco o un
Santo Domingo, o un San Bernardo, estaba llamada, por su correspondencia a la gracia, a arrastrar,
por así decir, la Edad Media tras de sí y hacerla subir aún más en las vías de Dios. Esta alma dijo
“no” a Dios, cometiendo así un pecado inmenso. Las consecuencias de este pecado, en el plano
sobrenatural, fueron desastrosas.
Los elementos del mal, como que hibernaban en sus antros; cometido el pecado, recibieron
fuerzas para comenzar a actuar y articularse.
En poco tiempo, pareció como si una extraña hada maligna hubiese tocado a la Cristiandad
con su vara maldita y todo comenzase a marchar mal para la Iglesia y la Civilización Cristiana.

Una intensa y dolorosa fermentación –


Menos llama y menos fervor
A fines del siglo XIII, la Cristiandad se enfrenta con una serie de factores con los cuales
nunca se había visto antes.
La Cátedra de Pedro hace dos años que está vacante. Los cardenales en cónclave había
elegido Papa a Celestino V, San Celestino, que poco tiempo después, el 13 de diciembre de 1294

255
Capítulo X
El anochecer de la Edad Media – III – La Caballería
abdicó de la Tiara y volvió a su vida de ermitaño. Fue el único caso de abdicación pontificia en toda
la Historia.
El cónclave reunido escogió como Papa al Cardenal Benedicto Gaetani, que tomo el nombre
de Bonifacio VIII.
Los síntomas de una fermentación profunda eran muy notorios. Hacia 1350, todas las bases
sobre las cuales estaba edificada la Cristiandad parecían tambalearse. La Iglesia de Dios ya había
pasado por persecuciones, herejías, luchas contra los soberanos temporales y había salido victoriosa,
¿por que ahora, esta crisis que se delineaba en el horizonte, marcaría el fin de una época?
Es que, a decir verdad, todo se hallaba en tela de juicio. ¿Estaba cansada la Iglesia por los
esfuerzos que había desplegado para mantener e incluso reforzar su dominio sobre el Occidente?
¿Había agotado su savia al multiplicar las grandes empresas? En todo caso, era visible que, en todos
los campos, su ímpetu interior no era ya el de antaño, que había en él menos llama, menos fervor.
Bastaba con mirar alrededor para comprobarlo.
El Papado no era lo único sometido a discusión, aun cuando los Pontífices se sucedieran en él
demasiado a menudo, y desde hacía ya mucho tiempo, con demasiada rapidez para emprender; aun
que las vacancias de la Sede se prolongase de modo inquietante (diez años de ausencia entre 1241 y
1305); y aunque, muy pronto, fuese a abandonar Roma por Aviñón.
Las Cruzadas pertenecían ya al pasado, toda aquella sangre abundantemente derrochada no
había podido conseguir evitar que el Santo Sepulcro quedase en manos de los infieles; y en 1291,
había caído San Juan de Acre. El celo de los constructores de las catedrales decaía; seguían abiertas
sus obras y se procuraba concluir aquellas grandes empresas, pero ya no existía el entusiasmo de la
época en que voluntarios de todos los rangos se ofrecían para transportar las piedras y en el que los
recaudadores de limosnas para las catedrales eran acogidos con alegría por todas partes.
Había algo más grave.
Y era que, una vez más, actuaba la ley humana, demasiado humana, de perpetuo
deslizamiento, de inquietante decadencia, que quiere que a todo gran esfuerzo de resurgimiento
suceda un período de laxitud. Aquella masa, que tanto y tan bien habían trabajado, los Mendicantes,
decaía.
El clero volvía otra vez hacia aquellos viejos extravíos de los cuales le habían apartado los
reformadores en tres ocasiones. Cierto que le habían alcanzado algunos resultados, sobre los cuales
ya no había de volverse; que ya no había sacerdotes casados, pero, como forzada consecuencia de
un defectuosos reclutamiento realizado en una sociedad cuyas costumbres tendían a relajarse, había
muchos de ellos cuya falta de dignidad de vida causaba todavía más escándalo que sus verdaderos
extravíos.
La negligencia en el cumplimiento de los deberes de estado, era otro mal extremadamente
difundido; había demasiados canónigos prebendados, demasiados párrocos que no residían y que no
celebraban la Misa más que de tarde en tarde. Y cuando un Príncipe de la Iglesia poseía cuatro o
cinco Obispados y tres o cuatro Abadías, cabía dudar de que se sintiera muy preocupado, por todas
partes a la vez, por los intereses espirituales de sus ovejas.
El afán de lucro gangrenaba al clero. Era éste el vicio de la época; los grandes burgueses de
las ciudades lo habían elevado al rango de principio y penetraba a todas las clases de la sociedad.
Empezaba a notarse en el Palacio pontificio, donde no se podía penetrar sin ver decenas de clérigos
ocupados en contar monedas de oro, y en el que la administración se empeñaba cada vez más en
multiplicar unas tasas que los colectores recaudarían luego con consideración. Seguía notándose en
los altos Prelados, a demasiados que parecían tener como principal preocupación la de acaparar
beneficios: se citaba a un Cardenal que poseía veintitrés...
El Cardenal Juan Le Moyne emitía sobre los Prelados este severo juicio:

Ninguno, o desgraciadamente muy pocos de ellos, se ocupan hoy de llevar


sus rebaños. Todos piensan, por el contrario, en esquilarlos y ordeñarlos; se
preocupan así de la lana y de la leche, pero no de las ovejas.

256
Esta crisis tuvo graves consecuencias en la Iglesia. Implicó una fermentación general, un
hervor semejante al que se produce en los líquidos que se descomponen. Los viejos errores
reaparecieron por todas partes, sin que hubiese siquiera relaciones entre los diversos grupos de sus
promotores. Los “Hermanos del Libre Espíritu” no habían muerto. Revivieron ahora en Alemania,
en Italia, por todas partes, y también las pequeñas sectas de doctrinas aberrantes, como los
turlupinos, los adamitas y otros parecidos. “Toda mujer casada que no llore su virginidad perdida
se condenará”, decían algunos. “Hay dos palabras funestas: lo tuyo y lo mío; y es menester
suprimirlas”, afirmaban otros, partidarios de un comunismo integral; los begardos, movimiento que
comenzó con una piedad auténtica, pero se desvió y cobijó a muchos exaltados deambulaban
gritando “¡brod, durch Gott!” (“¡pan, por Dios!”).
Los valdenses a quienes no había podido reducir la inquisición, volvieron a levantar cabeza y
salieron de sus valles altos. Estallaron nuevas herejías: por ejemplo los “hermanos apostólicos”,
fundada por un franciscano expulsado de la Orden, Segarelli, quien se sublevó contra la Iglesia,
“guarida de Satán, antro del demonio y del dinero”, y anunció su próxima caída; toda la región de
Parma fue invadida por él y por más que detuvieron al fundador y lo quemaron con sus más
fervientes discípulos, el movimiento no dejó de continuar por eso bajo la dirección de Fra Dolcino, e
hizo tantos estragos en la provincia de Verceil, que el Obispo tuvo que levantar contra aquellos
exaltados una verdadera Cruzada y no logró acabar con ellos más después de dos años de lucha
armada (1307).
Tales síntomas eran graves, y demostraban que estos errores correspondían a una
expectación. Muchos buenos cristianos se preguntaban si los males que sufría la Cristiandad no
tendrían el valor de signo; si no anunciaran próximos castigos; si la Iglesia, tal y como estaba
organizada temporalmente no habría traicionado su misión; si no sería menester promover otra cosa,
una sociedad más pura, más cercana a Dios, en la cual el Espíritu Santo no rigiera al Mundo por
medio de una Jerarquía clerical, sino directamente, ordenando a las almas fieles a su Ley. Como
vemos todo un mundo de ensueños más o menos apocalípticos se alimentaba en tales fuentes, que
exaltaban peligrosamente a las mentes débiles. Y a todos ellos le suministraba Joaquin de Fiore
inagotables alimentos.
Aquel Joaquín era, un cisterciense con una imaginación excesivamente viva, y con una
tendencia al iluminismo. Muchos de sus contemporáneos lo tenían por santo y habían hecho mucho
caso de sus teorías, a pesar de que el IV Concilio de Letrán hubiera condenado sus ideas sobre la
Trinidad. Pero sus “profecías” no habían sido condenadas...
Y conforme a la concepción tripartita que tenía de la Historia de la Humanidad, Joaquin de
Fiore anunciaba que después de la revelación de Padre y de la del Hijo iba a venir por último la del
Espíritu Santo, en la cual se perfeccionaría todo, desaparecería toda suciedad y se cumplirían los
preceptos del Evangelio Eterno. Joaquin de Fiore, había determinado que sería en el año 1260
cuando empezase el reinado de la “Tercera Persona”, y no terminaría sino que con el fin del mundo.
Estas ideas que, por otra parte, concluían en la necesidad de la penitencia, había corrido por
toda la Cristiandad. Como se mantenían dentro del sentido de la reforma, la autoridad apenas las
habían combatido, pero a partir de la fecha fatídica, 1260, fueron recogidas y ampliadas por ciertos
franciscanos, a quienes se apodaba de Espirituales.
El portavoz principal de los Espirituales era Gerardo de Borgo San Donnino, quien, llevando
estas ideas al extremo, se sublevaba contra toda propiedad eclesiástica de los religiosos y, sobre todo,
mezclaba de un modo singular los temas franciscanos con los de Joaquin de Fiore. En su libro
Introducción al Evangelio Eterno, anunciaba que la tercera edad de la Humanidad sería la de San
Francisco; que el Poverello era el “ángel del sexto sello” mencionado en el Apocalipsis; y que ellos,
los franciscanos espirituales, dirigirían muy pronto toda la Tierra e instaurarían en ella el Reino de
Dios.
Por más que Alejando IV condenó estos ensueños desde 1255, y por más que San
Buenaventura hizo cuanto pudo para mantener a la Orden dentro de las vías del Fundador, el
movimiento de los Espirituales ganó terreno.

257
Capítulo X
El anochecer de la Edad Media – III – La Caballería
Sus principales focos fueron el Languedoc – donde la herejía cátara había sido vencida, pero
debajo de las cenizas había brasas... –; la Toscana. Y la Marca de Ancona. Bonifacio VIII ordenó a
los Espirituales que se reintegren en la Orden Franciscana. Un gran número de ellos se negaron.
Éstos comenzaron a ser llamados desde entonces fraticelli. Quienes se sentían animados por una
extraordinaria exaltación que Jacopone de Todi traducía en vehementes “Laudes”. Esta aspiración –
¿sincera? –, concluyó en una penosa rebelión contra la Iglesia, a la que lanzaban los peores insultos.
Peor aún los fraticelli se aliaron con los Colonna contra Bonifacio VIII y, más tarde, con Luis de
Baviera contra Juan XXII. Tratados desde entonces como rebeles y como herejes, los fraticelli o
Espirituales, fueron perseguidos por la Inquisición.
Pero el movimiento no desapareció. La corriente espiritual, cada vez más orientada en el
sentido de condenar a la Iglesia jerárquica e institucional, cuya destrucción era indispensable,
resurgió amenazadora, aquí y allá, a comienzos del siglo XIV; y así en 1322, a orillas del Rin hizo
nacer a la secta de los lollardos, fundada por el holandés Lollard Walter, que fue detenido y
quemado. Y esta fermentación no cesó hasta el nacimiento del protestantismo.

El arte se hace más terreno y humano


El arte atestiguó también la decadencia. Disminuía el número de obras maestras. Cambió en
lo profundo la inspiración. Se insinuaba en las venas de los artistas cierta tendencia a lo artificial, al
preciosismo, a lo recargado. La arquitectura daba el tono. En lugar de aquellos admirables conjuntos
en los que la misma complejidad del detalle deslizándose, en el “flamígero”, a lo artificioso, en
cuanto artificioso, cuando no a lo sobrecargado. Los maestros constructores, dueños de una técnica
impecable, querían atestiguarla con cualquier motivo, y aun sin él, y el resultado eran aquellos secos
edificios que parecen esquemas geométricos audazmente lanzados al espacio; aquella proliferación
de curvas y de contra curvas, aquella multiplicidad de adornos alrededor de los pórticos y de las
ventanas, de las balaustradas y de los campanarios. Todo aquello era maravilloso, exquisito, pero ya
no era el arte de una gran época de fe.
Las artes que se habían situado bajo la tutela de la arquitectura iban a tender a separarse de
ella. Los “imagineros”, maestros también de su técnica, ya no querían ser simples colaboradores de
los “albañiles”. Los escultores, en vez de trabajar sólo para la catedral, iban a producir para la
clientela privada, la de los bellos palacios y la de las ricas tumbas. Los pintores abandonarían los
muros de los santuarios y se consagraran desde entonces a los cuadros de caballete. Por otra parte, la
inspiración evolucionaba: lo que predominaba no era ya el impulso místico o la grandeza, sino el
gusto por lo sensible y por lo pintoresco.
Dios, Nuestra Señora, la Iglesia, dejaban de ser el norte de los artistas.

Renacimiento del Derecho romano –


Crece la influencia de los “legistas”
Ha de ensalzarse con esta “laicización” de la vida del pensamiento un fenómeno de capital
importancia, el renacimiento del Derecho romano. Ya vimos como la Iglesia había vuelto a honrar, en
sus Universidades o, en todo caso, con el trabajo de los maestros, los antiguos estudios jurídicos,
aquellos Códigos, Novelas, Digesto e Instituta que los Emperadores de Oriente hicieran compilar.
Bolonia había llegado a ser la capital de estos estudios. Pero aquel renacimiento implicaba
graves peligros, los mismos que hemos encontrado ya en otros campos, pues así como el Derecho
canónico estaba fundado sobre las Leyes divinas y la Tradición de la Iglesia, el Derecho romano
quería bastarse a sí mismo y nada tomaba de la Escritura para fundar su Código. Accursio, el
maestro boloñés (muerto en 1260), lo declaraba sin rodeos. Todos los elementos jurídicos de la
Sociedad cesaban, por eso mismo, de estar irrigados por la savia del Evangelio.

258
Por ejemplo, en el matrimonio, a la noción de Sacramento se añadía – en cierto sentido se
substituía – por la noción puramente humana de contrato...
Otro punto muy importante, es que los legistas amparados en el Derecho romano
despreciaban del Derecho consuetudinario, que era cristiano y orgánico.
Y esta misma laicización había de provocar peores consecuencias en otro campo, en el de las
relaciones entre la Iglesia y los poderes públicos. Pues cuando los juristas pretendieron que sus
principios, que eran los del Imperio Romano pagano, sustituyeran a los que la Cristiandad
consideraba como únicos valederos, se produjo una crisis extremadamente violenta, en la que la
Iglesia tuvo que enfrentarse con unas nuevas potencias en pleno desarrollo.

La Cristiandad se resquebraja...
La crisis política, en cierta medida, determinada y, en todo caso, se agravó por la ruptura que
empezó a producirse entonces en la unidad misma de la Cristiandad. La crisis del Espíritu entrañaba
la ruina de la vigorosa unidad orgánica que había conocido la inteligencia medieval, con sus estrictas
jerarquías y su bien regulado ordenamiento. Pero al mismo tiempo que ella se apartaba de su
principio, la inteligencia tendía a disgregarse.
Aquella grandiosa imagen de una sociedad intelectual unida, atravesada de punta a cabo de la
Cristiandad por corrientes vitales, en la que los intercambios de los hombres y de ideas eran
constantes y singularmente fecundos, y en la que la lengua litúrgica, el latín, servía de vehículo
internacional al pensamiento; aquella imagen que durante siglos había correspondido a la realidad,
estaba en pleno declive.
La unidad intelectual se hallaba modificada también de otro modo; durante toda la Edad
Media, el personal de las universidades se había reclutado casi totalmente entre los clérigos. De
hecho, desde 1050 hasta los alrededores de 1300, todo el que había contado en la vida del
pensamiento había sido sacerdote o monje. Pero a partir del siglo XIV se operó un cambio,
débilmente, pero cada vez más evidente. Algunos laicos, burgueses en su mayoría, entraron en el
campo intelectual: Buridán fue el primer rector de la Universidad de Paris que no fue clérigo. Se
empezaron a escribir obras para los laicos cultos, que no eran ya especialistas; incluso tratados de
Teología. La perspectiva, pues cambiaba...

Surgen los “nacionalismos”


Sedaba otro fenómeno de “laicización”: la definitiva entrada en escena de las lenguas
nacionales. A partir de mediados del siglo XIII el latín se había encontrado con la competencia de las
lenguas nacionales; el movimiento fue acentuándose; parecía obedecer a una fuerza profunda de la
Historia. El nombre de “barrio latino” de París, hoy en día, tan visitado por los turistas de todo el
mundo, debe su nombre a que era el barrio de las Universidades y de los estudiantes, y todos
hablaban el latín, de ahí su nombre.
Incluso los que lamentaban que la lengua latina no fuera ya el símbolo vivo de la unidad
occidental trabajaban para hacerla perecer, como Dante, que fundaba, por así decir, la lengua italiana.
El alemán no cesaba de ganar terreno, el francés idem. En Inglaterra el primer escrito oficial
en inglés fue la proclamación de Enrique III en 1258. En España la mayoría de los documentos desde
1150 eran en lengua castellana y en 1300 era casi el único idioma utilizado. Ya a comienzos del siglo
XIII la suerte del latín como lengua oficial de la Cristiandad estaba echada.
Pero aquella revolución lingüística no era más que el signo de otra todavía más grave y
profunda: el despertar de los nacionalismos. Los Reyes, vencedores del Feudalismo, trataban de
crear unos Estados fuertes, apoyados en una sólida conciencia nacional, y con tendencias fuetes al
centralismo. Las burguesías, comprometidas en competencias comerciales a menudo violentas, se
oponían unas a otras por encima de las fronteras. Muchas causas, unas muy nobles y otras menos,

259
Capítulo X
El anochecer de la Edad Media – III – La Caballería
reforzaban en cada pueblo el sentimiento de lo que le era propio, ya se trataba de intereses comunes
o de comunes creencias. Y una división, no sólo política, sino cultural e incluso religiosa amenazaba
a Europa y habría de desgarrarla mañana.
En el umbral del siglo XIV la Cristiandad se hallaba así sometida a terribles fuerzas de
disgregación. ¿No irían a desplomarse, víctima a la vez de sus propias infidelidades y de aquellos
obscuros poderes? Muchas mentes lúcidas lo preveían. Y cuando, hacia 1311 - 1313, el Abad
Engelberto de Admont escribió un libro sobre el fin del Imperio Romano, en el cual examinaba el
porvenir, pudo comprobar que existían tres especies de “separaciones”, según el pensamiento de San
Pablo 154: el Espíritu se había separado de la Fe; la comunidad cristiana se había separado de la Sede
Apostólica; y los Reinos habían renunciado al antiguo orden unitario para dirigirse cada uno
aisladamente por su ruta. Le pareció que aquellos síntomas anunciaban la venida del fin del mundo.
En realidad anunciaban el término de una era histórica...

Se atenta contra la primacía de la Iglesia


en el Orden Temporal
En el Concilio de Lyón, en 1254, Inocencio IV, había proclamado que Cristo, verdadero Rey
y verdadero Sacerdote según el Orden de Melquisedec, había transmitido a Pedro y sus sucesores la
monarquía sacerdotal y regia, la cual delegaban éstos a los Soberanos; y el canonista Enrique de Susa
difundió esta doctrina en su Summa Aurea.
Hasta entonces el Papado no había tenido frente a sí más que a los Emperadores, y desde el
hundimiento de la dinastía Hohenstaufen, la corona imperial germánica apenas podía ser ya un rival
muy peligroso para Roma. Pero la situación cambió con la aparición de los jóvenes Estados
occidentales. Pues sus reyes habían amordazado a la nobleza y habían establecido su autoridad tanto
sobre las ciudades como sobre los campos; la clerecía nacional era su aliada; y el Estado reivindicaba
ahora aquellas misiones civilizadoras que la Iglesia había asegurado hasta hacía poco tiempo, y que
habían contribuido a su superioridad.
Las reivindicaba el Estado, lo cual equivalía a decir sus servidores, aquella clase de cultos
laicos, más o menos envidiosos de la Iglesia, y para quienes el éxito del Estado se confundía con su
propio triunfo. Aquellos jóvenes Estados – y entre ellos el más poderoso, el más avanzado por este
camino, era el Reino de Francia – ya no apuntaban, evidentemente, a la dominación de la
Cristiandad, sino tan sólo a su libertad total. Y sus jefes se considerarían en adelante lo bastante
adultos como para no aceptar ya el recibir de la Iglesia sus poderes.
Se constituyó, pues, una nueva doctrina, fundada a la vez sobre nociones escriturarias y sobre
el Derecho romano. Se hizo remontar el Poder directamente a Dios, sin pasar por la mediación del
Papa, por otra parte, se tomó de los Antiguos su concepción del Estados y de la plenitud de su poder.
Aquellas ideas surgieron de diversos ambientes; algunos teólogos de París, deseosos de resistir a la
Curia Romana, empezaron a formularlas; un opúsculo de los alrededores de 1280, Questio in
utramque partem, afirmó con gran alarde de argumentos que el Rey de Francia no dependía del
Papado en nada...
Otro libelo, más soberbio aseveró:

Antes de que hubiera clérigos, había un Rey de Francia que tenía la custodia
de su Reino y que podía legislar.

Poco después un dominico eminente de París, sostuvo que el fundamento del Estado estaba
tomado del Derecho natural y que su fin podía alcanzarse incluso sin la dirección cristiana, pues le
bastaba aplicar los mandamientos de la razón y de la moral elemental, no teniendo Iglesia que
ocuparse más que de los fines sobrenaturales del hombre. Incluso fue más lejos al preguntarse si el

154 Tesalonicenses, II, 3.

260
pueblo cristiano debía intervenir directamente en la conducción de la Iglesia y si la soberanía popular
sería la base de todo Poder incluso del clerical...
Los legistas, juristas de profesión y consejeros de los Reyes, trasponían estas tesis a fórmulas
sacadas del Derecho romano, el cual, por definición, ignoraba los derechos de la Iglesia; los Ministros
de Felipe el Hermoso, Pedro Flotte y Guillén de Nogaret – como veremos dos hombres que hicieron
un gran daño a la Iglesia y a la Cristiandad –, fueron los primeros legistas que llegaron a ser
Cancilleres, eran profesores de Derecho romano.
Ante esos asaltos de adversarios que trataban de socavar su autoridad y de prohibirle toda
acción que no fuera la estrictamente espiritual, el Papado reaccionó. Y los polemistas del poder
pontificio respondieron a lo del Estado. La discusión se hizo cada vez más viva.
En el campo de los legistas los ataques fueron cada vez más osados. Uno de ellos fue Marsilio
de Padua, cuyo libro El Defensor de la Paz, escrito en 1323, había de producir enorme ruido.
Proponía un sistema del mundo en el que la Iglesia no tendría poder más que sobre lo espiritual, y en
el que la autoridad residiría en el pueblo, el cual mediante votación, la delegaría a quien bien le
pareciera, lo que equivalía a decir que el Concilio – en el cual debía participar los simples fieles – era
el juez de la Fe, y no el Papa. Además, Marsilio añadía que el Papa no era en modo alguno el sucesor
de San Pedro, y que todos los sacerdotes eran igualmente depositarios de los poderes de Cristo. Esta
concepción de la Iglesia, entendida únicamente como una doctrina y ya no como una sociedad,
tendía a arruinar todo aquello sobre lo que la Cristiandad había vivido hasta entonces.
Que tales doctrinas pudieran hallar crédito, prueba la decadencia deprimente contra la
autoridad pontificia y también contra la concepción de la Cristiandad; por lo demás, al mismo tiempo
que se desarrollaba esta estruendoso debate ideológico, graves acontecimientos políticos habían de
otro modo, lo seria que era esta decadencia. El protagonista y la víctima de ellos fue el Papa
Bonifacio VIII (1294 - 1303), es decir, el antiguo Cardenal Benedicto Gaetani, que había sucedido a
Celestino V155.

Felipe el Hermoso, un gibelino


coronado...
Bien se puede decir que con este Rey, nieto de San Luis, la Edad Media llegó a su fin.
Los legistas, basados en el Derecho romano y, precursores del absolutismo real, cobraron
cada vez más ascendencia ante los Reyes.
Felipe III, el “Atrevido” (1270 a 1285), sucedió a San Luis. Fue llamado el “Atrevido” por su
valor en el campo de batalla. Acompañó a su padre en la sexta Cruzada, cuando sólo tenía tres años
de edad.
A la muerte de Felipe III, le sucedió Felipe IV el hermoso.
El poder real aumentó todavía más bajo el reinado de Felipe el Hermoso (1285 - 1314).
Felipe a la edad de 17 años era bien formado y el hombre más bello de su época, subió al
trono en seguida después de la muerte de su padre. Fue una especie de Luis XIV de la Edad Media.
Maravilloso conjunto de cualidades opuestas: liberal hasta la prodigalidad y no menos duro con su
pueblo, al cual oprimió con impuestos, valeroso, belicoso, se mostró, no obstante, raras veces al
frente del ejército, y no procuró la gloria de la Caballería.
Al mismo tiempo noble y magnánimo, era silencioso, alma de bronce, irreconciliable en sus
odios, cuando intervenían razones de Estado, y celoso de su prestigio que procuraba ampliar cada
día más.
Nunca fue escrupuloso en los medios con tal que pudiera alcanzar su fin. Aunque joven
todavía, Felipe no mostró gozarse en la variedad, en los placeres y el esplendor, estaba rodeado de
juristas cejijuntos, y atendía sus discursos sacados del Derecho romano, robre el poder real absoluto,

155 Daniel Rops, op. cit., págs 681 a 704.

261
Capítulo X
El anochecer de la Edad Media – III – La Caballería
que su alma codiciaba. Que siguiendo esta dirección había de chocar con la Iglesia, guardadora de la
libertad, era inevitable, por la misma naturaleza de las cosas.
Se ha notado que el educador de Felipe fue Egidio Colonna, de Roma, llamado doctor
Fundatissimus, que luego fue por él nombrado Arzobispo de Bourges, y en un escrito, De regimine
principium, defendió los principios de los gibelinos: Jesucristo no dio a la Iglesia poder temporal, y
el Rey no recibe su autoridad sino de Dios, y sólo ha de reconocer superior en las cosas espirituales.
Entre los legistas muy cercanos a Felipe estaba Guillermo de Nogaret y Pedro Flotte, con
quien nos encontraremos más adelante...
Los legistas que lo aconsejaban no se limitaban a estudiar las costumbres o las leyes
particulares de las diversas regiones, tan abundantes y tan sabias en la Francia medieval, pero
estudiaban la ley romana, y ésta, frente a las costumbres que se contradecían, les parecían como un
modelo de orden y de lógica a la que era necesario aproximarse e inspirarse en ella. Pero la ley
romana, redactada bajo los Emperadores paganos y soberanos absolutos, proclamaba que la
voluntad del soberano es la ley, y que el mismo era la ley viva. Penetrados de estas ideas, los legistas
se esforzaron en transformar la monarquía feudal en monarquía absoluta a la romana. Fueron los
primeros pasos para la centralización, la abolición de la “consuetudine” y, evidentemente, para la
decadencia de la Edad Media.
Los primeros años del reinado de Felipe sólo están caracterizados por particulares
ordenanzas. Procuraba levantar a las ciudades, pero no por amo a la burguesía, sino sólo para abatir
por ese camino a la nobleza, para fomentar aquello que servía para robustecer la realeza. Empleaba
todos los medios para exprimir a los súbditos el último ochavo, para llenar las arcas del Estado y
tener recursos para una política maligna, en la cual esperaba más del soborno que de las luchas
abiertas.

Los impuestos; nacen los “Estados


Generales” en Francia
Dos especies de hechos muestran bien los progresos de la autoridad real bajo el reinado de
Felipe el Hermoso. Estos hechos son el establecimiento y la percepción de impuestos y la reunión de
las grandes asambleas, llamadas después Estados Generales.
Hasta Felipe el Hermoso, los Reyes habían pagado de su peculio particular, sobre su dinero y
sus rentas personales todos sus gastos, sus servidores, sus soldados, sus jueces, etc. Pero
ensanchados los dominios, necesitaba más funcionarios y costaba mucho más caro administrarlos; la
política más activa necesitaba más dinero. Las rentas del Rey no fueron ya suficientes, y el Rey tuvo
que buscar nuevos recursos, encontrándolos en los impuestos, a los cuales se llamó “ayudas”.
Felipe el Hermoso, para mantener en varias ocasiones sus ejércitos, hizo uso de las “ayudas de la
hueste” o impuestos para el ejército. Estos impuestos se recibían no solamente en el dominio, sino
también en todos los feudos. Por todas partes se recogían directamente por los agentes del Rey.
Este fue el principio de una novedad importantísima, o sea la de la “Hacienda del Estado”.
En adelante, en el reino de Francia, como antiguamente en el Imperio Romano, la carga de los gastos
políticos y administrativos debía recaer sobre los súbditos.
En varias ocasiones y en particular en la lucha contra el Papa Bonifacio III, el Rey quiso
aparecer como sostenido por la Francia entera. A este efecto reunión asambleas donde tomaban
asiento representantes del clero, de la nobleza y de las ciudades. Pero no hay que representarse a
estos asambleistas como diputados elegidos por la nación. Se reunían por orden del Rey y eran
advertidos que iban a la asamblea “para oír las órdenes del Señor Rey y después de oírlas
comunicar sus voluntades”.
Estas reuniones prueban que en los feudos como en el dominio, todo el mundo empezaba a
reconocer el principio romano de la autoridad absoluta del Rey, preconizada por los legistas.

262
A dos italianos se dieron rentas de provincias enteras, para poder sacar de ellos siempre
dinero. Los judíos obtuvieron derechos importantes mediante enromes impuestos. Los tributos
subieron a una altura intolerable.
Cuanto el Rey era duro con su propio pueblo, tanto era afable con los súbditos extranjeros a
los que quería ganarse.
Felipe el Hermoso, tuvo guerras con otros Príncipes cristianos.
Era un hombre de una gran soberbia, un contemporáneo decía de él:

Es el hombre más hermoso del mundo, pero no sabe mirar a las personas que
de una manera orgullosa y sin hablar. No es ni un hombre, ni una bestia, sino una
estatua.

Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso


El acontecimiento capital del Reinado de Felipe el Hermoso fue su lucha contra el Papa
Bonifacio VIII.
Los Papas tenían en la Edad Media el poder de las llaves ejercido en toda su plenitud156. Ya
hemos visto la “querella de las investiduras” y otros conflictos entre la Iglesia y el Estado.
La lucha de Felipe el Hermoso contra Bonifacio VIII fue, tal vez, el último episodio de estas
querellas. Pero también fue un marco importantísimo, quizá de los más importantes, en la decadencia
de la Civilización Cristiana.
La crisis se desencadenó a partir de una cuestión pecuniaria.
Felipe se encontraba en continua penuria de dinero. El Rey, para mantener sus ejércitos, en
lucha contra el Rey de Inglaterra, impuso impuestos al clero recaudando del modo más duro tasas a
laicos y clérigos. En un escrito el pueblo de Francia escribió al Papa, pidiéndole auxilio urgente. El
Papa, padre de todos los fieles, expidió el 25 de febrero de 1296 una Bula Clericis laicos: desde
antiguos tiempos era cosa conocida que los legos abrigaban sentimientos hostiles contra los clérigos,
y eso se muestra también al presente. Sin pensar que no tiene poder ninguno sobre los clérigos, les
imponen intolerables cargas. Para impedir este abuso, se fulminaría con excomunión y entredicho
contra los clérigos, que sin permiso de la Santa Sede pagaran tales impuestos, y contra los legos que
lo exigieran – el Rey de Inglaterra, Eduardo, que había también impuesto pesados impuestos al clero
y al pueblo inglés, y Felipe el Hermoso por la misma razón; pero no los nombró.
Felipe contestó a este golpe asimismo, sin nombrar al Papa, por una ordenanza del 17 de
agosto de 1296, por la que prohibía toda exportación de oro, plata y piedras preciosas sin permiso
real, y todo trato y comercio de extranjeros en su país. Con esto no sólo quedaba muy perjudicada la
Cámara Pontificia, que sacaba grandes sumas de Francia, y las necesitaba, sino que se perjudicaba
mucho la posición política del Papa y se interrumpía el trato del clero francés con Roma.
Bonifacio VIII, el 25 de septiembre de 1296, contestó en la Bula Ineffabilis:

Si tu ordenanza ha sido por ventura motivada por la nuestra sobre la libertad


de la Iglesia, esta no hace más que renovar antiguas disposiciones canónicas.
Nosotros no prohibimos en manera alguna que se impongan tributos a los prelados y
clérigos para las necesidades de tu reino; pero esto no se debe hacer sin nuestro
permiso; pues aquellos son demasiado oprimidos por tus funcionarios y piden auxilio
a la Santa Sede – ¿Cuándo tus predecesores o tú habéis pedido inútilmente a la Sede
apostólica auxilios en casos de necesidad?

Al fin el Papa recuerda al Rey que tiene muchos enemigos.

Piensa cuantos Reyes te hostilizan a ti y a tu reino. ¿No se queja el Rey de


romanos de que tiene en tu poder algunas de sus ciudades y comarcas,

156 Ver Capítulo VI.

263
Capítulo X
El anochecer de la Edad Media – III – La Caballería
especialmente el Condado de Borgoña? ¿No afirma el propio Rey de Inglaterra
respecto de algunas partes de Gascuña? Estos Reyes están dispuestos a aceptar una
sentencia arbitral en esos negocios. ¿Puede la Sede apostólica rehusarles la
decisión? – ¿Cuál sería tu suerte, si por graves ofensas obligaras a la Sede apostólica
a hacerse aliada de ellos?

A lo que parece Felipe el Hermoso respondió con orgullo:

La ley se dictó solamente para conservación y seguridad del reino. La Iglesia


no consta solamente de clérigos, Cristo no murió por ellos solos. Con aprobación de
los Príncipes les han sido otorgadas libertades por los Papas; pero estas no deben
redundar en perjuicio del Estado: Todo súbdito, clérigo y lego, que rehúsa su auxilio al
Estado es un miembro inútil. – ¡Qué escándalo! El Vicario de Cristo prohíbe pagar el
censo al César, ayudar al señor territorial es sus necesidades.

Parece que Felipe no tuvo coraje de mandar este escrito al Papa.


Todo dependía de la actitud del clero francés; si permanecía constante, el Rey habría de
ceder, pero si se mostraba débil, habría de ceder el Papa. Los Obispos franceses que habían ellos
mismos acudido al auxilio de Bonifacio, le dejaron ahora en el atolladero. Es verdad que le dieron las
gracias por su buena intención, pero observaron también, que así el Rey como los súbditos se
sentían heridos por la Bula, y rogaban al Papa que la revocara o la expusiera con blandura.
Bonifacio contestó al Rey el 7 de febrero de 1297:

Pertenece al autor el explicar un documento; por eso declaramos para tu


seguridad y la de tus herederos, que, si los clérigos te quieren auxiliar por su propia
resolución, sin ninguna coacción, y te ofrecen donativos o préstamos, no se lo
prohíben nuestras ordenanzas. Las cuales tampoco se extienden a sus obligaciones
feudales o a las circunstancias apuradas en que les falta tiempo para consultar a la
Santa Sede.

Bonifacio VIII estaba aquí del todo en el terreno del derecho canónico.
En esa misma Bula del 7 de febrero de 1297, declaró el Papa que su Bula anterior Clericis
laicos sólo miraba a la libertad de la Iglesia, no a prohibir al Rey, en casos de emergencia, recibir
donativos voluntarios de los clérigos.
Entonces Felipe también revocó su edicto y la contienda entre Roma y Paris, pareció
apaciguarse.
El 11 de agosto Bonifacio VIII canonizó con toda pompa a San Luis Rey de Francia, esto
causó un gran júbilo en el pueblo francés. Parecía que la querella había terminado... en la superficie.
La guerra entre Felipe el Hermoso y el Rey de Inglaterra, Eduardo, continuaba, pero en
noviembre de 1297 se ajustó una tregua valedera hasta febrero y luego se prolongó a instancias de
Bonifacio hasta el año 1300. Ambos Reyes admitieron la mediación del Papa, pero con la condición
que actuaría como persona particular y no con la plenitud de la potestad eclesiástica.
El 27 de junio de 1298 la sentencia arbitral de Bonifacio resolvió que entre ambos Reyes
Cristianos habría paz perpetua. Para confirmarla, Eduardo se debería casar con Margarita, hermana
menor de Felipe, y el Príncipe Eduardo con Isabel, hija de Felipe. Todo el botín de guerra y los
territorios arrebatados se restituirían por ambas partes. Eduardo prestaría homenaje a Felipe como
había hecho su padre. Los territorio en litigio serían custodiados por tropas pontificas hasta un
acuerdo definitivo.
En la Corte francesa el acuerdo fue mal recibido, pero se realizó la boda. Pero Felipe continuó
con sus astucias y dobleces. En 1301 quitó osadamente al Imperio la ciudad de Toul. Entonces
reanudó la contienda con Bonifacio VIII. El Rey de Francia no tenía ninguna razón para quejarse del
Papa.
La contienda estalló cuando, en 1301, Bonifacio envió al Rey con especial encargo, al Obispo
de Pamiers, Bernardo de Saisset.

264
Bernardo de Saisset, era por sí contrario al Rey, pues había llegado a su sede contra su
voluntad, y el Rey había entregado el Gobierno de Pamiers al Conde de Foix, contra lo cual el
Obispo buscó su derecho en el Papa y lo halló. Bernardo parece haber amenazado muy duramente
con excomunión y entredicho caso de que el Rey no pusiera en libertad a Guido de Flandes.
Felipe oyó al Obispo con sombrío silencio, y envió a sus diócesis funcionarios para reunir
materiales para un proceso de alta traición. Súbitamente Bernardo fue encarcelado y el 24 de Octubre
de 1301, presentado a juicio en Senlis.
Lo acusaron de haber llamado al Rey de “monedero falso, hombre inútil, que no era de la
verdadera descendencia de Carlomagno y no sabía reinar; había dicho que en la corte no había
más que fraude y enredos; que había querido sublevar al país contra el Rey”. Bernardo declaró que
todo era falso.
El obispo fue condenado y entregado al Obispo de Narbona, su metropolitano, para que éste
le hiciera primero deponer por un Concilio Provincial y luego lo entregara al brazo secular para su
castigo. El Arzobispo de Narbona se negó a tratar a Bernardo como preso, y declaró al Rey que sólo
el Papa era su juez y pidió un salvoconducto para enviar el preso a Roma.
Bernardo continuó en prisión, pues en él, el Rey quería humillar a Roma.
Felipe exigía de Roma la deposición de Bernardo, y castigarlo por alta traición.
Bonifacio estaba persuadido de la inocencia del obispo, y la copa del disgusto, por el poder
del Rey, estaba llena hasta los bordes. En rápida sucesión el Papa publicó varias Bulas: primero se
requirió al Rey el 5 de diciembre de 1301 a que no impidiera el viaje del Obispo a roma, así como le
devolviera los bienes muebles e inmuebles. El mismo día envía una carta al clero francés pidiéndole
que mandara a Roma, como máximo hasta el primero de noviembre de 1301, diputados para con
ellos se pudiera analizar de que manera se podían remediar las opresiones a la Iglesia en Francia.
En otra Bula del 4 de diciembre de 1301, Salvator Mundi, se revocaron los privilegios y
concesiones que se habían otorgado a Felipe, porque éste había abusado de ellos.

Lo que los eclesiásticos y religiosos se habían obligado a pagar como diezmo


o bajo otro nombre, no lo debían pagar más en lo futuro sin expresa licencia del Papa.

Pero lo más grave contra Felipe lo decía en la Bula del 5 de diciembre de ese año, que
comienza con estas palabras: “Ausculta fili”.

No te dejes persuadir por quienquiera, de que no tienes superior, y que no


estás sometido al supremo Jefe de la Jerarquía eclesiástica; quien así piensa esta
loco. Y quien lo afirma con contumacia, es un incrédulo. Aunque los legos no tienen
poder ninguno sobre los clérigos y personas eclesiásticas, los llevas, no obstante, a tu
tribunal, aun en cosas que tocas a sus personas o haciendas, que no han recibido en
feudo de ti; no permites defenderlas con la espada espiritual o ejercer jurisdicción en
los monasterios o lugares eclesiásticos.
En la colación de las dignidades y beneficios eclesiásticos pertenece al Papa
la suprema autoridad. Tu no puede disponer de ellos sin su aquiescencia.

También prevenía al Rey contra los que lo rodeaban:

Los malos consejeros devoran a tus súbditos y recogen miel, pero no para ti,
sino para sí propios.

El arcediano de Narbona, Jacobo des Normands, debía llevar esta Bula a Felipe, pero con
conocimiento del Rey, se presentó una Bula falsificada compuesta por Pedro Flote, Canciller de
Felipe.
Todo el colegio cardenalicio y el mismo Arcediano de Narbonne, atestiguaron que la Bula
entregada por Pedro Flotte era falsa y redactada para irritar a los franceses. Cuando Jacobo des
Normands quiso entregar la autentica Ausculta fili, el Conde de Artois, se la arrancó de las manos y
la echó al fuego; por lo cual no se pudo encaminar a los estamentos.

265
Capítulo X
El anochecer de la Edad Media – III – La Caballería
Felipe contestó a Bonifacio con una carta en la cual muestra todo su espíritu gibelino y una
soberbia espantosa:

Felipe, por la gracia de Dios Rey de Francia, a Bonifacio, que se jacta de ser
Papa, poca salud o ninguna. Tu gran necedad ha de saber que por Derecho Canónico
nos pertenece la colación de ciertas iglesias y prebendas vacantes, que sus rentas
nos pertenecen, que nuestras colaciones ya se hayan hecho o se hagan en lo
sucesivo, son válidas, y que defenderemos contra cualquiera a los que se hallan ya en
posesión de ellas. A quien creyere otra cosa, le tendremos por fatuo y loco.

Este escrito nunca se entregó en Roma, sino solamente se esparció en Francia para engañar a
los franceses. Pero Roma tuvo noticia de él.
El rompimiento era irremediable.
El Rey, delante de toda la Corte congregada, declaró a sus hijos privados de todos sus
derechos a la sucesión al trono, si reconocían jamás otro soberano que a Dios en las cosas
temporales. Las sumas que se habían reunido para la Cruzada fueron embargadas, se prohibió toda
exportación de plata u oro a Roma, y se vedó a los clérigos que se dirigieran a Roma para el concilio,
y al Nuncio que publicara la Bula, el mismo Nuncio, junto con el Obispo de Pamiers, fue expulsado
del país.
Bonifacio había convocado un concilio contra Felipe; éste procuró prevenirle por medio de
una asamblea nacional. El 10 de abril de 1302 reunió los tres Estamentos: Nobleza, Clero y Pueblo,
en la Iglesia Notre Dame de París.
La nobleza, que estaba constantemente en litigios con el clero por causa de derechos o
posesiones, se inclinaba de suyo a favor del Rey; para ganarse al pueblo, el déspota, que de ordinario
procedía arbitrariamente en todas las cosas, convocó también a los representantes del Tercer estado,
y además, diputados de ciudades, cabildos, universidades y otras corporaciones.
El Parlamento de 1302 se llamó Estados Generales. El Rey se presentó a los Estamentos con
toda la Corte. Pedro Flotte, ahora Guardasellos, abrió las sesiones con una acusación contra el Papa,
el 10 de abril: el Rey no podía continuar sufriendo los afrentosos tratamientos que recibía de parte
del Papa y por eso se había dirigido a su pueblo.
Mientras el Rey y sus predecesores habían recibido su reino sólo de Dios, el Papa afirmaba
que él se lo había dado. Las reservaciones, las arbitrarias ordenaciones, la colación de prebendas
perjudicaban al trono, al reino y al altar; el celo de los fieles se enfriaba, las iglesias no recibían ya
donativos. La falsa Bula se leyó públicamente y así se agregó la mentira al fraude. Los Barones
declararon en seguida que estaban dispuestos a sacrificar sus haciendas y vidas por sus derechos; el
Tercer Estado se dejó arrastrar. El Clero observó que el Rey quería hacer hacerlos cómplices de su
conducta; a él pertenecía ahora rasgar la urdimbre de mentiras, pero se mostró tímido, sólo procuró
ganar tiempo y pidió un plazo para resolverse.
Entonces se le intimó que sería declarado traidor al Rey y al Estado, si no contestaba en
seguida como se deseaba. Los Prelados, en su cobardía, afirmaron temblando su lealtad, y sólo
pidieron que se les permitiera dirigirse a Roma para el Concilio. Naturalmente se les negó.
El Sacro Colegio unánimemente declaró que la Bula que había presentado Pedro Flotte
estaba falsificada.

El Papa jamás escribió al Rey que le estaba sujeto en las cosas temporales, ni
que tenía de él su reino en Feudo; lo que Pedro Flotte había dicho sobre en la
asamblea de Paris era una invención. Nadie que este en su juicio sano, pude dudar
que el Pontífice Romano es el Primado y puede llamar a todo hombre a responder de
sí por causa de su pecado “ratione peccati”.

Al Clero francés, que antes le había invocado en su auxilio, Bonifacio VIII le echó en cara la
cobardía:

266
Debías haber rebatido los discursos soberbios y cismáticos en aquella
asamblea, o por lo menos no los debías haber escuchado; por medio de espejismos
se os quería hacer faltar a la fidelidad a la Iglesia, y excitaros contra nosotros para
tener cómplices.

El 30 de octubre de 1302 se abrió en Roma el concilio: 4 Arzobispos franceses, 35 Obispos, 6


Abades y muchos doctores y maestros habían llegado a pesar de la prohibición del Rey; los otros se
habían disculpado porque Felipe tenía ocupado los caminos. Allí se investigó de nuevo y se condenó
todo el proceder del Rey contra la Iglesia y el pueblo.
La Bula Una, sanctam ofrece el modo de pensar de la asamblea:

Por la fe nos está mandado admitir una Iglesia única y santa; la cual tiene un
cuerpo y una Cabeza; esta tiene dos espadas una espiritual y otra temporal; ambas la
espiritual y la material están en poder de la Iglesia; la una la ha de usar la Iglesia, la
otra se ha de usar en pro de ella; la una por el Sacerdote, la otra por los Reyes y
guerreros, pero según la indicación del Sacerdote y cuando lo permite.
A la Potestad espiritual pertenece juzgar a la terrena cuando no es buena.
Cuando la Potestad terrena se extravía por malos caminos, ha de ser juzgada por la
espiritual; cuando la espiritual inferior, ha de ser juzgada por la superior, mas si yerra
la superior sólo puede ser juzgada por Dios, no por hombre ninguno. Quien, por ende,
resiste a la Potestad ordenada por Dios, resiste a la ordenación de Dios. Declaramos
que toda criatura humana está sometida al Romano Pontífice.

El 18 de noviembre de 1302 fueron excomulgados y anatematizados todos los que estorban a


un fiel dirigirse a la Santa Sede. A Felipe no se lo nombraba.
La Bula causó una gran agitación en Francia. El Gobierno preparó un contragolpe. El 12 de
marzo de 1303 Guillermo de Nogaret, descendiente de cátaros, según el conocido historiador
Georges Bordonove; ahora canciller del Rey, presentó en el consejo de Estado una acusación contra
Bonifacio VIII:

Era un malhechor, no era Papa, había subido al trono por caminos vedados,
por tanto era ladrón y salteador; era hereje, el peor simoniaco, era culpable de
horribles crímenes, y estaba tan endurecido, que nadie podía esperar su enmienda; la
Iglesia se arruinaba si le dejaban obrar más tiempo; de sus labios salían maldiciones,
sus pies eran veloces para derramar sangre; por eso se debía procurar que se
convocara un concilio universal, que en él se condenara la indigno y se eligiera un
nuevo Papa.
El Rey de Francia, conforme a su juramento y al glorioso ejemplo de sus
antepasados, estaba obligado a amparar a la Iglesia, y por eso se le rogaba que
tomara cargo de ella.

Así pues, mientras Bonifacio amenazaba con excomunión y entredicho, el Rey proponía la
convocación de un Concilio universal y la deposición del Papa. No obstante, cada uno de ellos
vacilaba ante el paso definitivo. Todavía se mantenían secretas negociaciones por medio del Cardenal
Lemoine que gozaba de la confianza del Papa y de la Corte francesa.
El Papa pedía sencillamente la admisión de los 12 artículos: que se revocara la prohibición de
ir a Roma para el Concilio; se reconociera el derecho del Papa para conferir beneficios eclesiásticos;
reconocer su derecho a enviar Legados y Nuncios a todos los reinos sin permiso de terceros; la
administración de los bienes y rentas eclesiásticas no pertenece a los legos; ningún Príncipe puede
arrogarse derechos eclesiásticos; el Rey se ha de justificar por haber quemado la Bula pontificia; el
Rey ha de indemnizar los perjuicios a los Prelados por la acuñación de moneda falsas.
Felipe contestó concediendo unas cosas y rehusando otras; en algunas se justificaba y
excusaba. En general, la contestación era indeterminada, oscura, evasiva, negaba los hechos o echaba
la culpa a los funcionarios; evidentemente procuraba ganar tiempo.

267
Capítulo X
El anochecer de la Edad Media – III – La Caballería
La situación continuaba tensa y varios acontecimientos sucedieron mientras tanto. Pero
Felipe que tenía una concepción gibelina del Poder de los Papas y al mismo tiempo estaba
impregnado de absolutismo por sus consejeros, estaba dispuesto a llevar la querella contra Bonifacio
VIII hasta las últimas consecuencias. El 13 de junio se reunió en el Louvre, un Consejo de Estado,
donde Bonifacio fue acusado de los peores cargos que se puedan imaginar contra un Sucesor de
Pedro, por ejemplo que no creía en la Transubstanciación, que consultaba con un demonio, y un
largo etc.
Bonifacio VIII se preparó para el combate. A la noticia de lo ocurrido en Paris, se retiró a su
ciudad natal de Anagni, en mayo de 1303. En un Consistorio del 15 de agosto del mismo año, el
Papa habló con enojo de las acusaciones que se habían fulminado contra él en París:

Cuando colmábamos al Rey de beneficios, éramos católicos; ahora nos


maldice. ¿De dónde nace está súbita mudanza? De que le queremos purificar de sus
pecados y le ofrecíamos la amarga medicina de la penitencia.

Se publicó una serie de Bulas, se prohibió a las universidades de Francia, dar grados
académicos y cátedras, hasta que el Rey hubiera ofrecido la satisfacción debida. Aquellos que
hubieran impedido la publicación de Bulas pontificias fueron excomulgados; todas las elecciones
canónicas y colación de prebendas en Francia se suspendieron.
La Bula Nuper ad Audientiam del 1 de septiembre de 1303, se ocupó principalmente del Rey,
describió su conducta con la Santa Sede, le amenazó con la excomunión y le exhortó huir del fuego.
La Bula de excomunión Super Petri solio se expidió el 8 de septiembre de 1303, en caso que
el Rey no mudara de parecer, y se debía prohibir a sus súbditos obedecerle hasta que se hubiera
sometido a Roma.

El atentado de Anagni – Muerte de


Bonifacio VIII
El hecho que pasamos a relatar representa, tal vez, el más simbólico de la decadencia de la
Edad Media. El representante – descendiente de cátaros, como fue dicho – del Rey Cristianísimo,
nieto de San Luis; máximo dirigente de la que fue llamada justamente la “hija primogénita de la
Iglesia”, comete un sacrilegio terrible. Marcando una ruptura en las relaciones entre la Iglesia y el
Estado. Nunca un representante temporal había osado a hacer lo que realizó el representante del Rey
Cristianísimo.
Desde el punto de vista sobrenatural, evidentemente tuvo una repercusión enorme el pecado
cometido, alentando así, los factores naturales y sobrenaturales que minaron la Cristiandad medieval.
El 7 de septiembre de 1303, el Rey de Francia dirigió el golpe principal contra la persona del
Papa.
Ya en marzo de ese año se había acordado en el Consejo de Estado forzar al Papa a abdicar,
por medio de un golpe de mano, y encarcelarle si se negaba, salvo si suspendía el procedimiento
contra el Rey; llevarle preso a Lyón, convocar un Concilio universal y elegir un nuevo Papa.
Nogaret fue enviado en abril a Italia, junto con Sciarra Colonna, a la casa del banquero
Petrucci, provistos de letras de cambio para ejecutar el golpe.
El pretexto del viaje fue que debía llevar al Papa las conclusiones de las Asamblea de los
Estamentos de junio, sobre la apelación a un Concilio General, y debía exigir la convocación del
mismo. Pero ya se había marchado secretamente dos meses antes de aquella asamblea, y no se
dirigió a Roma ni a Anagni, donde estaba el Papa. Nogaret anduvo disfrazado por Italia varios meses,
se alió con los enemigos del Papa y reclutó, por grandes sumas de dinero, partidarios y soldados.
Un florentino, Musciato, le dio su castillo Staggia como punto de reunión para el
levantamiento. Los conjurados, 400 jinetes y algunos centenares de infantes, estaban al amanecer
delante de Anagni, el 7 de septiembre de 1303; Arnolfo, capitán de la milicia ciudadana de Anagni,

268
sobornado por el oro, les abrió enseguida. Enarbolando la bandera francesa y al grito de “¡Viva el
Rey de Francia, abajo el Papa!” se lanzaron por las calles hacia el palacio del Pontífice.
En la ciudad todos fueron sorprendidos. Un sobrino del Papa procuró inútilmente detener a
los asaltantes. El palacio fue tomado y los defensores muertos. Sólo dos Cardenales Nicolao
Boccasini y Pedro de Sabina se quedaron animosamente con el Papa. Bonifacio dijo a los pocos
servidores que le quedaba: “Abridles las puertas de mis aposentos, quiero ser mártir por la
Iglesia”. Cuando los enemigos penetraron en el aposento del Santo Padre, le encontraron sentado en
su trono, la tiara en la cabeza, en una mano las Llaves y en la otra el Crucifijo, y los ojos dirigidos
hacia el altar y esperando tranquilamente la muerte. La masa de soldados se detuvo un momento
sobrecogida.
Entonces Sciarra Colonna cubrió al Papa con un diluvio de injurias y parece que llegó a darle
un puñetazo, y le hubiera matado en su furor, si no lo hubiera impedido Nogaret.
Este dijo brutalmente:

¡Mísero Papa, mira la bondad de Mi Señor! él, a quien tú querías echar del
trono, te protege contra tus enemigos…

La respuesta del Pontífice fue un noble silencio.


Cuando Nogaret le insinuó que abdicara o le llevaría a Lyón para que allí lo juzgara un
Concilio, dijo Bonifacio:

Aquí está mi cabeza y mi cuello; yo Papa católico y legítimo Vicario de Cristo,


sufriré de buen grado la muerte por la libertad de la Iglesia, y seré condenado, como
hereje, por los “patarinos”.

El abuelo de Nogaret había sido quemado por pertenecer a esta herejía (muy próxima a los
cátaros); herido por esta alusión, se calló y se retiró.
Durante tres días Bonifacio VIII estuvo en poder de sus enemigos; entretanto, fue saqueado
su tesoro, su palacio fue devastado, el archivo papal dispersado, un Obispo fue muerto.
El Papa estuvo tres días sin alimento. Las relaciones son diferentes, sobre si se le quiso matar
de hambre, o si él mismo no quiso tomar alimento por la tristeza o el temor de ser envenenado.
Finalmente se movieron los romanos y al cuarto día los Orsini reunieron unos centenares de
hombres, y los ciudadanos de Anagni, sublevados por el crimen, se levantaron, y al grito “¡mueran
los traidores!”, se volvió a asaltar el palacio y Bonifacio VIII fue liberado.
Nogaret huyó herido y con él Sciarra Colonna. El Santo Padre desde el balcón del palacio, dio
las gracias a sus libertadores, y perdonó magnánimo a aquellos que le habían maltratado e hizo poner
en libertad los prisioneros. Los Orsini lo acompañaron hasta Roma para evitar una sorpresa de los
Colonna. Los romanos lo recibieron en procesión con señales del más vivo interés. Pero cuando se
quería dirigir del Vaticano a Letrán, sus libertadores se lo impidieron. Lo querían retener y explotar
sus apuros.
Todos estos achaques, produjeron en Bonifacio VIII una terrible fiebre. El sufrido Papa murió
el 11 de octubre de 1303, en presencia de sus Cardenales, haciendo profesión de fe católica.
Corrió la leyenda de que Bonifacio se dio la muerte a si mismo golpeándose la cabeza contra
la pared. Esta leyenda quedó desmentida desde el 11 de octubre de 1605, en cuyo día se sacó el
féretro de Bonifacio y se halló su cuerpo incorrupto; su rostro tenía todavía la majestad de la
muerte157.
Después de la muerte de Bonifacio subió al trono pontifico el Cardenal Nicolao Bocassini,
testigo presencial de los ultrajes a Bonifacio en Anagni; tomó el nombre de Benedicto XI, sacerdote
dominico; comenzó con deseos de pacificar las relaciones con Francia. Levantó las excomuniones,
inclusive la que penaba a Felipe el Hermoso.

157 Weiss, J. B., Tomo VI, págs. 721 a 750.

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Capítulo X
El anochecer de la Edad Media – III – La Caballería
Pero el 7 de julio de 1304, publicó la Bula Flagitiosum scelus, en la cual con santa ira
describe lo sucedido en Anagni. Designó por su nombre a todos y delante de ellos a Nogaret, los que
habían cometido el crimen de lesa majestad, de alta traición y sacrilegio, como hijos de perdición,
declaró que habían incurrido en excomunión y les fijo un plazo para responder por sí ante la Sede
Pontificia. Asimismo fueron excomulgados los promotores de aquel hecho, y que estos no eran otro
que Felipe el Hermoso, lo sabía todo el mundo, aunque su nombre no se designaba. Por lo tanto se
volvía a la situación de Bonifacio VIII.
Pero entonces, el mismo 7 de julio de 1304, murió súbitamente Benedicto XI, después de un
reinado de 8 meses y 16 días. Las circunstancias de su muerte fueron tan sospechosas que reinó la
persuasión que murió envenenado. Parece que murió después de haber comido unos hermosos
higos...
Un autor contemporáneo designa a Felipe el Hermoso como autor del asesinato. Benedicto
fue tenido como mártir de la Iglesia; se habla de milagros en su sepulcro, y Benedicto XIII lo puso en
el Martirologio romano.
Posteriormente a Benedicto XI, Felipe el Hermoso consiguió hacer elegir como Papa a
Beltran de Goth, Arzobispo de Bordeaux, el cual tomó el nombre de Clemente V, y se estableció en
Aviñón en 1307.Allí estuvo a las órdenes del Rey de Francia, cometiendo la cobardía de absolver a
Nogaret y declarar que, en todos aquellos asuntos, Felipe no había obrado sino guiado “por un celo
bueno y justo”.
Clemente V, dócil en las manos de Felipe el Hermoso, deja Roma y se instala en Aviñon,
comenzando ese período triste de la Iglesia llamado “el exilio de Aviñon”. Ambos hechos, el
atentado de Anagni y el encierro de los Papas en Aviñon, fue un duro golpe a la Cristiandad, a la
Iglesia y a la Primacía del Poder del Sucesor de Pedro en materia temporal158.

La tragedia de los Templarios


El drama de los Templarios comenzó en 1305. Un tal Esquieu de Floyran, originario de
Béziers, fue a ver a algunos consejeros regios y les hizo registrar todo un cúmulo de denuncias contra
la Orden del Temple. Nogaret aguzó el oído. El Temple era un símbolo de la Caballería que
perduraba a pesar de la decadencia de sus componentes. Además era rico, eso bastó para interesar a
Nogaret. Dos años después, el 13 de julio de 1307, al día siguiente de las exequias de la esposa de
Carlos de Valois, a las que el Gran Maestre había asistido sin desconfianza, todos los Templarios de
Francia fueron detenidos con el Gran Maestre a la cabeza; la policía real puso estar satisfecha de
aquella redada.

Una campaña de opinión...


Inmediatamente se desencadenó una campaña de opinión en la que se reconocía el estilo
legista. Unas tortuosas acusaciones contra los Caballeros del Temple fueron lanzadas al público: eran
unos profanadores que, en el día de su recepción, escupían sobre el Crucifijo, unos adoradores de los
ídolos, y por otra parte unos libertinos adeptos de aquellas costumbres por las cuales Dios condenó a
Sodoma a perecer, y, por fin, unos desvergonzados especuladores y unos aterradores traficantes.
Estas últimas acusaciones, las únicas que tenían visos de verdad, dejaban asomar la oreja de
los ministros del Rey. La Historia ha hecho justicia a todas las demás: ningún documento, ningún
comienzo de prueba ha podido ser hallado para mantenerlas. ¿Cómo iba a haber podido caer tan
bajo aquella gloriosa milicia nacida en la irradiación de la Cruzada y con el aval de San Bernardo?
Tan sólo veinte años antes, en San Juan de Acre, ¿no habían dado aún los Templarios el ejemplo del
más puro heroísmo?

158 Weiss, J. B., Historia Universal, Tomo VI, págs …. a ...; Rops, Daniel, op. cit., págs. 704 a …...

270
Fama de banqueros con muchos
deudores
Pero la Orden de los Templarios tenía entonces, por doquier, muy mala prensa. Sabiamente
administrada, había reunido en dos siglos unas enormes riquezas y, durante las últimas Cruzadas,
había desempeñado el papel de banquero providencial; perdida la Tierra Santa, había continuado sus
operaciones de Banca y muchos Señores, muchos comerciantes e incluso algunos Estados,
resultaban ser sus deudores. Es raro que un deudor quiera mucho a su acreedor... Para un ataque
contra el Temple, los legistas de Felipe el Hermoso encontraron, pues la complicidad de la opinión
pública. Cada una de las últimas Cruzadas había ahondado el foso que separaba a la Orden de
Caballería de Occidente.
Los Templarios adiestrados en la lucha contra el infiel, no habían vacilado en criticar la
estrategia de los cruzados frecuentemente enloquecida. Llevados, por otra parte, a mantener
relaciones diplomáticas con los infieles, se habían hecho sospechosos de compromiso e incluso de
traición. Su orgullo indiscutible, y también su tendencia a la desobediencia irritaban; San Luis y
Federico II los habían criticado por eso severamente, por fin, el verdadero cuidado que ponían en
rodear de misterio sus ceremonias y ritos – “por simple tontería”, habría de confesar uno de ellos –,
daba a la Orden un aspecto de sociedad secreta que hacía plausibles todas las fábulas, sobre todo las
más atroces, las más obscenas. La policía del Rey tenía, pues, una partida fácil.
Desconcertados por su inesperada detención, y totalmente desarmados frente a los retorcidos
legistas, aquellos hombres de espada se dejaron manejar como mozuelos. Les decían que el Papa los
abandonaba, que el Rey era su amigo y no quería más que su bien; pero frente a ellos y al lado de los
agentes reales hallaban a unos inquisidores. ¿Qué debían, qué podían hacer ellos? Situados ante el
dilema de confesar par obtener el perdón o ser condenados a muerte y, además, entregados a torturas
abominables, muchos con el gran Maestre Jacobo de Molay, creyeron hábil reconocerse culpables.
Los legistas no esperaban más que esto, pues aquellas confesiones les iban a permitir perder
definitivamente la Orden.
El asunto se prolongó siete años. Pasado el primer momento de sorpresa, cierto número de
Templarios se retractaron de sus confesiones. El Papa Clemente V, aunque débil y fatigado, protestó
contra la justicia real que había despreciado el “fuero eclesiástico” y anunció que, avocando a sí la
causa, confiaba su instrucción a los Obispos y a unos inquisidores ordinarios que nombraría,
debiendo reservarse la decisión general referente a la Orden para un Concilio. Y ante la Justicia de la
Iglesia, que se negaba a emplear la tortura, los acusados se retractaron en masa.
Felipe el Hermoso y sus legistas se mostraron muy irritados por el giro que tomaban las
cosas. Aquel procedimiento lento y moderado no les convenía; a ellos les hacía falta el gran proceso
espectacular. Y recurrieron al mismo método que habían utilizado contra Bonifacio VIII. Una
asamblea de los Estados, convocada en Tours, soliviantada por la gente del Rey, decretó la
destrucción de la Orden. Así apoyado, Nogaret presionó sobre el Papa; se le recordó claramente todo
lo que la Corona de Francia había hecho para la Iglesia y, a media voz, que sería inútil que se
opusiera a la voluntad del Soberano, “pues si no, se hablaría otro lenguaje”. Clemente V vacilaba
todavía con la blanda resistencia de los débiles. Pero en un determinado instante lo llevaron a algunos
Templarios escogidos que repitieron las confesiones. E inmediatamente aceptó invitar a todos los
gobiernos a que hicieran instruir el proceso del Temple.
Pero eso no era todavía lo que quería el Gobierno real. Pues en los innumerables procesos
que por todas partes se instruían a los Templarios, la verdad empezaba a filtrarse; los jefes habían
claudicado, pero un buen número de Caballeros gritaban antes sus jueces la inocencia de la Orden y
algunos hacían palidecer a los circunstantes al referir las torturas durante las que habían sido
arrancadas sus confesiones.
Era menester dar un golpe. Enguerrando de Marigny se encargó de ello. Su hermano, el
Arzobispo de Sens, reunió un Concilio provincial ante el cual se hizo comparecer a cincuenta y

271
Capítulo X
El anochecer de la Edad Media – III – La Caballería
cuatro Templarios, que, sin haber podido defenderse, fueron condenados como relapsos por haberse
retractado de sus precedentes confesiones. Y al día siguiente, en los linderos del bosque de
Vincennes, todos aquellos desdichados fueron quemados a fuego lento aunque protestaron hasta el
fin de su inocencia. La casi totalidad de los detenidos – salvo cuatro –, aterrorizados, se hundieron en
la confesión. “Yo hubiera confesado incluso que había matado a Dios”, llegó a gritar uno de ellos
(1310).
En este clima de terror se reunió en Vienne, en el Delfinado, el Concilio que debía estatuir
sobre la suerte de la Orden. En Inglaterra, en España, en Alemania y en Portugal, los tribunales
eclesiásticos habían sentenciado la no culpabilidad de la Orden. Pero Felipe acudió personalmente
para controlar los debates, y Clemente V, que estaba al fin de sus fuerzas, cedió. La Bula Vox in
Excelso pronunció la disolución de la Orden, “culpable de escándalos confesados, odiosa al Rey
Felipe, inútil ya para Tierra Santa”. Y los Gobiernos cristianos fueron invitados a proceder a su
supresión. Sólo se negó Portugal, donde la Orden sobrevivió bajo el nombre de la Milicia de Cristo;
más tarde ayudó a Enrique el Navegante para emprender los grandes viajes del descubrimiento.
Felipe el Hermoso había, pues salido con la suya.
Pero los legistas no estaban todavía satisfechos, pues si bien la mayoría de los Caballeros o
estaba encarcelados, o apartados de la Orden, quedaba por saldar la suerte de sus jefes, a fin de que,
ante la opinión pública, el Rey dijera la última palabra y nada quedase ya de aquellas retractaciones y
de aquellas sospechas vertidas sobre los métodos de su justicia. Fue así inútil que Jacobo de Molay y
Godofredo de Charnay apelasen al Papa, pues Clemente V no se atrevió a responderles. Y el 19 de
marzo de 1314, conducidos ante Notre Dame de París, y en presencia de tres Cardenales, de muchos
prelados y de una enorme muchedumbre, se oyeron condenar a prisión perpetua.
Entonces, aquellos hombres que habían estado tan por debajo de su jefatura y cuya ilusoria
habilidad y cuyas torpes prudencias habían perjudicado tanto a la causa de su Orden, volvieron a
sentirse Caballeros. Y protestaron.

Nosotros no somos culpables de las cosas de las que se nos acusan, pero
somos culpables de haber traicionado bajamente a la Orden, para salvar nuestras
vidas. La Orden es pura, la Orden es santa; esas acusaciones son absurdas y esas
confesiones embusteras.

Felipe el Hermoso no podía aceptar semejante bofetada, Y aquella misma noche declarados
relapsos, en un lugar cercano al jardín del Palacio, aproximadamente donde hoy está emplazada la
estatua de Enrique IV en el Pont Neuf, los dos jefes Templarios subían a la hoguera con un valor
indomable, redimiendo así, en la hora suprema, sus faltas y su cobardía. En el momento en que iban
a ser ajusticiados pidieron que se los vuelva hacia la Catedral de Notre Dame y allí, una vez más,
clamaron su inocencia. Y como el Papa y el Rey murieron aquel mismo año, el pueblo dijo unánime
que Jacobo de Molay, al sucumbir los había emplazado ante el Tribunal de Dios.
El drama y tragedia de los Templarios ha conservado, hasta nosotros, muchos elementos de
misterio. Desde el punto de vista de la Iglesia y la Cristiandad, aquel drama implicó penosas
consecuencias. Toda una gloriosa página de la Historia de la Caballería, resultó empañada; y por eso
no fue, sin duda, casual que fuera el mismo hombre, aquel mismo Felipe el Hermoso, quien insultase
y atentase contra el Papa y fuera el verdugo de los Caballeros del Temple. Por otra parte, por el modo
como fue llevado, por la debilidad de que dio prueba en él Clemente V, aquel doloroso asunto acabó
de arraigar en los ánimos la idea de que desde que había abandonado Roma por Aviñón, el Papado
era un juguete en manos de los Reyes de Francia.

272
El Papado en Aviñón
Durante la Cruzada contra los albigenses (cátaros), Inocencio III había exigido a Raimundo
VI de Toulouse la entrega de siete castillos en la Provenza, los cuales fueron cambiados, más tarde,
por el Rey Felipe III, por el Condado de Aviñón.
La aparición de la Corte Pontificia no tiene nada de extraordinario; lo que fue inaudito y
censurado por dos grandes santas que era, por así decir, portavoces de Dios, Santa Catalina de Siena
y Santa Brígida de Suecia; fue la permanencia en Aviñón durante setenta años, desde 1309 a 1376.
Cuando el 7 de julio de 1304 murió Benedicto XI, los Estados Pontificios se hallaban en plena
confusión, Menospreciada por el espíritu de independencia de las ciudades, por la infidelidad de los
vasallos, y por la ambición de los usureros locales, la autoridad del Papa parecía no ser ya más que
nominal. Era una imagen reducida de Italia, en donde la Casa de Anjou, instalada en Nápoles, cabeza
del Partido Güelfo, tropezaba con el Rey de los Romanos, candidato perpetuo a la Corona imperial,
al mismo tiempo que con los aragoneses de Sicilia; en donde Florencia bloqueaba a los Gibelinos en
Pistoia; en donde Venecia ambicionaba la pontificia Ferrara; en donde Milán veía subir la inquietante
estrella de los Visconti, precursora de muchas familias de tiranuelos sin escrúpulos. Los Cardenales,
reunidos en Perusa, podían hablar con justicia de las “tempestuosas nubes que amenazaban hacer
naufragar a la navecilla de Pedro”.

Clemente V, un moderado...
Pero sobre el Cónclave pesaba otra sombra todavía más inquietante, la de Felipe el Hermoso,
quien, persiguiendo con su odio a Bonifacio VIII, hasta más allá de la tumba, pretendía exigir que se
procesara su memoria. En abril, una embajada había ido a recordar esta odiosa exigencia a la Corte
pontificia y en septiembre, Guillén de Nogaret – ¡siempre Nogaret! –, había depositado en el
Provisorato de París tres memoriales en este sentido. Benedicto XI, al absolver al rey y al mantener la
excomunión de su ministro, había tratado de separarlos, pero sin éxito.
El Conclave estaba dividido sobre la conducta que había de mantenerse para con el principal
Reino cristiano. Diez Cardenales italianos dirigidos por el Decano Mateo Orsini, pretendían preservar
la memoria de Bonifacio, mientras que otros seis, dirigidos por el propio sobrino del Decano,
Napoleón Orsini, anhelaban la reconciliación con el Rey de Francia, aunque fuera a costa de un
Concilio. El Cónclave, abierto el 18 de julio, se prolongó. No se le aplicaron las estrictas normas,
previstas en 1274, de ayuno a pan y agua a partir del segundo día, y llegó diciembre sin que ningún
miembro del Sacro Colegio obtuviese la mayoría de los dos tercios requerida. Napoleón Orsini
emitió entonces la idea de elegir un Prelado que no fuese Cardenal.
Y el clan de los “Bonifacios” lanzó entonces el nombre de Bertrand de Got, Arzobispo de
Bordeaux, que pasaba por ser muy moderado; el “clan francés”, vacilante al principio, acabó por
adherir a esta candidatura después de muchas negociaciones bastante obscuras, en la que la
diplomacia de Felipe el Hermoso se mostró tan activa que corrió el rumor de que el Rey se había
encontrado secretamente con el Arzobispo para imponerle sus condiciones. En todo caso, sólo
cuando el Capeto hubo hecho saber a Perusa que estaba de acuerdo, fue cuando el Cónclave se
atrevió a pronunciarse, el 5 de junio de 1305, por el Prelado gascón.
Cuando, después de haber tomado el nombre de Clemente V y anunciado que sería
consagrado en Vienne del Delfinado – una tierra imperial –, y que inmediatamente después
regresaría a Roma, el mismo Papa examinó de cerca la situación, se sintió extremadamente inquieto.
Pensó que era preciso ordenar las cuestiones y poner fin al conflicto con el Capeto antes de cruzar
los Alpes. Alimentaba, por otra parte, vastos proyectos: consolidar la frágil paz concluida en 1303
entre Francia e Inglaterra y unir a todas las fuerzas cristianas en una nueva Cruzada. Se puso, pues,
en contacto con los embajadores del rey y, para complacerles, hizo dos concesiones graves: trasladar
el lugar de su coronación desde Vienne a Lyón, ciudad controlada por Francia, y crear, de golpe, una
hornada de nueve Cardenales, todos franceses...

273
Capítulo X
El anochecer de la Edad Media – III – La Caballería
Clemente V no era un carácter de acero, no era un Urbano II y, mucho menos un San
Gregorio VIII, tenía un natural ameno e ingenioso, lenguaje fácil y agudeza de ingenio, pero no le
valieron de nada ante el glacial Felipe el Hermoso y sus legistas.
Durante los recientes acontecimientos, había llevado un doble juego hábil, asistiendo a las
reunión “anti-Bonifacio VIII” del clero francés sin dejar luego de aparecer en el Concilio de Roma.
Aquel afán de satisfacer a todo el mundo degeneró, en contacto con Felipe, en una deplorable
debilidad.
Su ciega blandura actuaba en provecho de una familia ávida: prácticamente, nada se hizo ya
en la Corte pontificia sin que interviniera algún Cardenal sobrino, más o menos comprado por
Francia. Y en cuando llegaba un embajador de París, el Papa, debilitado, por un cáncer de intestino,
perdía casi todo medio de defensa: quedaba fascinado.
Clemente no mantuvo su palabra de volver a Roma; estaba demasiado ocupado con los
asuntos de Francia. Felipe le exigía que abandonase a los Templarios. Por eso, después de una
entrevista con el Rey en Poitiers consideró tal vez que era demasiado peligroso permanecer en tierra
francesa. El Condado de Aviñón, propiedad pontificia, le aseguraría por lo menos una apariencia de
libertad. Y así fue como los Papas se quedaron en Aviñón.
Aquella instalación en Aviñón nada tenía de definitivo, y cuando el concilio de Vienne hubo
resuelto la cuestión de los Templarios, el Papa habló de regresar a Roma. Pero la ciudad estaba
envuelta en sangre y fuego: el partido Güelfo había sublevado tanto las pasiones populares contra
Enrique VII de Luxemburgo (1308 1314), elegido Rey de los Romanos, que éste no pudo hacerse
coronar en San Pedro y tuvo que conformarse con San Juan de Letrán. Amargado, llamó en su
ayuda a los aragoneses de Sicilia. ¿Cómo preparar en estas condiciones el regreso del Papa a Roma?
Por otra parte, Clemente, percibió que iba a morir, quiso volver a su Gascuña natal, pero en el
camino entregó su alma a Dios, en Roquemaure, el 20 de abril de 1314.

Juan XXII, el exilio de Aviñón se


eterniza...
Su herencia era muy pesada. Había comprometido a la Iglesia por un camino muy peligroso,
al ligarla demasiado a la suerte de Francia.
El Cónclave reunido, primero en Carpentras y después den Lyón, eligió a Jacobo Duése, el 7
de agosto de 1316, el cual tomó el nombre de Juan XXII; un prelado septuagenario, y endeble que
parecía no molestar a nadie, sin embargo vivió veinte años más, y desplegó una energía que
confunde la imaginación. Una de las primeras cosas que hizo fue acondicionar bien el palacio
episcopal, su residencia, pues con la derrota de los Güelfos en Italia, la vuelta a Roma quedaba
descartada por mucho tiempo.
Juan XXII, mejoró mucho la residencia papal, pero sin embargo, no desesperaba de regresar
a la Península. Se interesaba mucho por lo que sucedía en Italia. Para volver a poner orden en los
Estados Pontificios había que reducir a la obediencia al partido Gibelino, dueño de las ciudades
lombardas y, sobre todo, de Milán, en donde Mateo Visconti había establecido una verdadera
dictadura. El Papa mandó a un legado con un ejército contra Milán y además lanzaba condenas por
herejía contra sus enemigos. Pero Luis IV de Baviera, Rey de Germanía (1314 - 1347), que acababa
de derrotar a su rival Habsburgo, Federico el Hermoso, reanudaba las pretensiones de sus
predecesores. El conflicto entre el Sacerdocio y el Imperio entraba, pues, en fase nueva. Los teóricos
de la independencia de los Estados frente a la Iglesia, sobre todo Marsilio de Padua y Ockham, se
disponían a justificar esa política con argumentos y los Espirituales, condenados por la Santa Sede,
trabajaban ardientemente para levantar las masas contra él.
Luis IV, excomulgado, bajo a Italia, reagrupó a los Gibelinos, se hizo consagrar y coronar en
Roma y otorgó la tiara a un monje llamado Pedro de Rietti, que fue el antipapa Nicolás V.
Al mismo tiempo, una disensión entre al Papado y Eduardo III de Inglaterra a propósito de
una recaudación de impuestos, que había estallado bajo Clemente V, pareció que iba a acabar mal.

274
La situación era grave. Sin embargo, casi se arregló. Los Gibelinos de Italia se pelearon rápidamente
con los germánicos; y el antipapa, arrojado de Roma a pedradas, no pensó más que en hacerse
perdonar. Pero cuando Juan XXII, incansable, preparaba una nueva campaña en Italia, murió: tenía
noventa años.
Se planteó la cuestión de si había de continuar esta política y pensar en un regreso a Italia.
Los sucesores de Juan XXII se lo preguntaron. El pacífico y económico Benedicto XII (1334 - 1342,
hubiera querido reconciliarse con los Gibelinos. Pero por todas partes crecía el desorden. La Romaña
y la Marca de Ancona estaban en plena anarquía. En Roma, las grandes familias, instaladas en las
ruinas antiguas que habían convertido en fortalezas, en el Coliseo, el Palatino, el Arco de Tito y el
teatro Marcelo, se entregaban a verdaderas guerras.
La situación empeoró con Clemente VI. Este hombre distinguido y aristocrático, fue el más
“magnífico” de los Papas de Aviñón, acostumbraba a decir: “Mis predecesores no supieron ser
Papas”. Había sido abad de Fécamp, Obispo de Arrás, Arzobispo de Sens y de Rouen, consejero del
Rey y diplomático. De inteligencia brillante, trabajador y de inmensa cultura, pero, por lo pronto,
renunció, de hecho, a la esperanza de volver a Roma.
Fue él quien decidió completar y embellecer el Palacio de los Papas de la ciudad.
A pesar de los pesares, como hemos visto someramente, los Papas de Aviñón, no dejaron de
alentar misiones en tierras de infieles, establecieron la jerarquía católica en Persia; alimentaron la idea
de restaurar las Cruzadas, y algunos, incluso intentaron llevarla a cabo, pero, lamentablemente, los
espíritus de los Príncipes, estaban muy lejanos de San Gregorio VII, Beato Urbano II, Godofredo,
San Luis o San Fernando, se hacía de noche en la Cristiandad...
Sólo obtuvieron que algunas galeras acometieran algunos ataques y se ocupara la plaza de
Esmirna.
Pero, las críticas contra el “cautiverio” de Aviñón eran innumerables y de una extremada
violencia. Dante reprochaba a Clemente V de “haber casado a la Iglesia con el Reino de Francia”,
Petrarca se refería a Aviñón como “el infierno de los vivos, la sentina de los vicios, el albañal de la
tierra, la más hedionda de las ciudades”.
Un día, a la puerta de un Cardenal, se encontró una “carta de Lucifer”, en la que el dueño
del infierno felicita a los miembros del Sacro Colegio por trabajar tan bien para él.
Es verdad que las críticas eran bien fuertes, pero no se puede dejar de reconocer que tenían
mucho de verdad.
Sobre todo a los ojos de la Cristiandad, la ausencia del Papado de Roma apareció como una
traición. La Ciudad de San Pedro podía seguir estando presa por la anarquía; pero seguía teniendo
una tradición y un poder simbólico contra los cuales nade debía prevalecer; la Ciudad Santa cuyo
santuario había visto desplegar las multitudes, en el jubileo de 1300, no podía permanecer viuda del
Sucesor de Apóstol. Así, la imagen de la “nueva Cautividad de Babilonia”, de un Papado
prisionero se impuso a los espíritus.
Santa Brígida de Suecia y Santa Catalina de Siena, con sus voces inspiradas por el Espíritu
Santo, increparon, especialmente Santa Catalina de Siena, a los Papas y proclamaron este cautiverio.
A pesar de haber razones que permitirían explicar la estancia de los Papas en Aviñón, no dejo
de constituir un símbolo de este anochecer de la Edad Media y de las cóleras del cielo.
En este triste período se dieron una serie de signos que alentaron esta convicción de la cólera
de Dios. Aquel universo ordenado, lúcido, coherente, vacilaba, y la angustia subía en él de todas
partes. En el año de 1315 el paso de un cometa espantó a los pueblos. Después en 1325, sucedió lo
mismo con la conjunción de Saturno y de Júpiter, signo muy inquietante según sabemos; tras de lo
cual, en 1341, tuvo lugar un eclipse solar total. Todo aquello, hizo pensar a las gentes que los tiempos
se aproximaban a su fin.

275
Capítulo X
El anochecer de la Edad Media – III – La Caballería
Cuando se hizo noche en la Edad Media
Tales signos abundaban en los alrededores de 1350. El desgarro de la Cristiandad, que desde
hacía años existía en las conciencias, había pasado a los hechos. La concepción de una Cristiandad
unida bajo el “yugo suave” de Nuestro Señor, en la persona de Su Vicario en la tierra, estaba
olvidada. El ideal de retomar el Santo Sepulcro, también. En la Península Ibérica después de la
muerte de San Fernando, sólo se continuó seriamente la Reconquista con los Reyes Católicos, es
decir, en pleno siglo XV.
No bastaba ya con que se hubiese reanudado la impía lucha del Imperio contra el sacerdocio,
ni con que Anjou y Aragón devastaran a sangre y fuego el Sur de Italia, por ellos disputado, mientras
el resto de la Península era entregado a los horrores de la guerra civil; ni conque Alemania fuera un
caos, ni con que los campesinos suizos estuvieran en plena acción contra la caballería germánica, ni
conque la nobleza española hiciese vacilar a la autoridad regia; sino que un guerra que iba a superar a
todas las otras en desastrosos resultados, acababa de empezar entre Francia e Inglaterra, aquella que
la Historia conoce bajo el nombre de Guerra de los Cien Años.
Aparentemente la causa era una de las tantas querellas dinásticas igual a muchas de las que
habían opuesto a ambos países en siglos anteriores: cuando los tres hijos de Felipe el Hermoso –
Luis X, “el Hutin”, Felipe V “el largo” y Carlos IV “el Hermoso” – murieron jóvenes, sin dejar hijos,
las asamblea plenaria de los Barones se negó por dos veces a dar la Corona a Eduardo III de
Inglaterra, hijo de Isabel de Francia, la hija de Felipe el Hermoso, pues declaró que su candidatura era
contraria a la “costumbre Francia, totalmente común, que quiere que la mujer no suceda en el
Reino”. ¿Pensó el Rey inglés en irritarse de esta negativa? No inmediatamente, pues cuando, en
1328, Felipe VI de Valois, sobrino de Felipe “el Hermoso”, biznieto de San Luis, fue consagrado,
Eduardo III le prestó pleito homenaje para Guyena y Ponthieu.
Pero existían causas de antagonismo más profundas, que no tardaron en levantar a la una
contra la otra a aquellas dos jóvenes monarquías de Occidente. Primero, la existencia de aquellos
dominios ingleses en tierra francesa, que se comprendían y podían aceptarse cuando el vínculo
feudal, era una realidad, pero que parecían antinaturales ahora que prevalecían nuevas formas
políticas tendentes a la centralización.
Existían también algunas violentas causas económicas de antagonismo; Francia se irritaba de
ver el puerto de Burdeos controlado por Londres, mercado del vino y del trigo; ambas potencias
tenían sus miras sobre Flandes, gran centro de negocios donde confluían – en Brujas – las vías del
tráfico hacia Venecia, hacia el Báltico y hacia España. Y todavía más profundamente, se enfrentaban
dos voluntades hegemónicas sobre el Occidente.
La guerra iniciada en 1337, tomó un nuevo carácter de violencia. Ya no se trataba de un
simple conflicto feudal, en el que dos Señores luchasen en un sangriento torneo. Los pueblos se
hallaban más unidos e iba a entrar en juego un sentimiento novísimo: el sentimiento nacional.
Además, una gran parte del Occidente estaba implicada allí: del lado inglés, el Emperador Luis de
Baviera y los Condes de Holanda y Zelanda; del lado francés, el Rey de Bohemia, Juan el Ciego,
Conde de Luxemburgo, el Príncipe Obispo de Lieja y diversos Señores. Flandes, baza de la lucha, se
había lanzado al campo de Inglaterra, su proveedora de lana, cuando Jacobo Van Artevelde la
sublevó explotando la miseria consecutiva al cierre de las importaciones. Pero la situación distaba allí
de ser clara, pues unos aterradores remolinos sociales acababan de derribar al tribuno.
El Reino de Francia sufrió al comienzo dos severas derrotas. En 1340 en La Esclusa, fue
destruida su flota, dejando el mar en manos de los ingleses, cuyos raids barrieron algunas provincias
francesas; pero el más serio fue en 1346, en la batalla de Crécy, donde la infantería británica, apoyada
por una nueva arma: la artillería, aplastó a la caballería francesa. Los ingleses conquistaron Calais, en
donde tan solo la piedad de la Reina Felipa de Hainut, impidió a Eduardo III ejecutar a Eustaquio de
Saint Pierre y a los heroicos rehenes burgueses. Los Papas no consiguieron detener esta guerra.
Después de tomar Calais, el Papa Juan XXII obtuvo una tregua, pero volvió a emprenderse
en 1355, en Francia Juan II “el Bueno” o “el Bravo”, había sucedido a su padre Felipe VI.

276
En 1356, el Príncipe de Gales, apellidado “el Príncipe Negro” por el color de su armadura,
hizo sufrir a los franceses una nueva derrota, aún más completa que la de Crécy, fue la batalla de
Poitiers. El Rey Juan fue hecho prisionero. El reino de Francia cayó entonces en una espantosa
anarquía. El país estaba asolado por partidas de bandidos; los paisanos exasperados por la miseria se
sublevaron contra los nobles. Los hacendados parisienses procuraban apoderarse del gobierno; pero
el Delfín Carlos concluyó por obtener el poder, y organizó la defensa: Eduardo III se resignó a tratar:
en 1360 se firmó la paz de Bretigny, por la cual Juan el Bueno cedía al Rey de Inglaterra cuatro
provincias del Oeste y Calais, pagando además como rescate tres millones de escudos de oro.
Parecía que un castigo había caído sobre Francia, pero ésta pese a sus infidelidades
continuaba a ser la “Hija primogénita de la Iglesia”, y la Divina Providencia la protegería.
En esta guerra de cien años surgieron del lado francés dos grandes figuras, una de ellas fue el
Condestable Du Guesclin, un formidable guerrero bretón que se caracterizó por su valentía, arrojo y
lealtad. Luchó en Francia contra las bandas de bandidos surgidos en la anarquía de las derrotas de
Crécy y Poitiers, más tarde fue a combatir por el Rey de Castilla contra su hermano Pedro el Cruel,
aliado al Príncipe Negro. Posteriormente volvió a Francia a batirse por su Rey contra los ingleses, a
los cuales derrotó en repetidas ocasiones.
De tal manera Du Guesclin fue un héroe que salvó a su país en este período de la guerra, que
el Rey, determinó que sus despojos mortales descansasen en el panteón real en la Basílica de Saint
Denis.
La otra gran figura, más que una figura, fue por así decir, el “canto del cisne” de la Edad
Media, esa flor de virginidad, santidad y espíritu guerrero, fue Santa Juana de Arco.

Triste situación del Reino Cristianísimo


en el momento en que Dios suscitó a
Santa Juana de Arco
Después de tantos años de guerra y anarquía la situación del reino de Francia era calamitosa.
Los ingleses además de la Guyena, ocupaban todos los países de Francia al norte del Loire.
Enrique V se había hecho ilegítimamente coronar en Notre Dame, como Rey de Inglaterra y de
Francia. Parecía que este país iba a desaparecer.
Durante este tiempo, Carlos VII, en su corte de Bourges, rodeado de favoritos, gastaba en
fiestas el poco dinero que tenía, y “perdía alegremente su reino”. En 1428 fueron los ingleses a
sitiar Orleáns, la llave del Loire. La ciudad iba a sucumbir, cuando Dios envió a Santa Juana de Arco.
Después de tantas miserias sufridas por el Reino de San Luis, Dios se apiadaba de esta nación
ingrata suscitando a la “Pucelle”.
Juana había nacido el 6 de enero de 1412, en Domrémy, un pequeño pueblo sobre la orilla
izquierda del Mosa, en el límite de la Lorena y la Champaña. Pertenecía a una familia bien
acomodada, piadosa y caritativa. Los habitantes de Domrémy, como los del pueblo inmediato de
Vaucouleurs, habían permanecido profundamente afectos y fieles a Carlos VII, el Rey legítimo de
Francia, en medio de un país ocupado por los ingleses y los borgoñones, sus aliados.
A los trece años, Juana oyó una voz que le decía: Se buena y prudente y ve frecuentemente a
la iglesia. Después tuvo varias visiones, en medio de un gran resplandor, primero al Arcángel San
Miguel, el protector de Francia; y más tarde a Santa Catalina y Santa Margarita. El Arcángel le hablo
de la gran piedad que había en el Reino de Francia y le dio la orden de ir a Francia. Las visiones
llegaron a ser cada vez más frecuentes y las órdenes cada vez más apremiantes. Las “voces”, como
decía la santa doncella, le instaban a salvar a Francia.
En el momento en que los ingleses sitiaban la ciudad de Orleáns, el Arcángel y las santas
Catalina y Margarita le ordenaron marchar para liberar la plaza y que arrojase a los ingleses de
Francia. Entonces tenía tan sólo diez y seis años. Era morena, hermosa, alta y vigorosa; tenía una
fisionomía graciosa y jovial, la voz dulce y un talante modesto. Su persona, conforme los caballeros

277
Capítulo X
El anochecer de la Edad Media – III – La Caballería
que la acompañaron, irradiaba pureza y virginidad, ellos afirmaron que nunca sintieron tentaciones
impuras cerca suyo.
Cuando después de muchas vacilaciones, habló a su padre de su partida, éste declaró que
quería ahogarla él mismo que verla ir entre los hombres de guerra.
Entonces se dirigió a Baudricourt, el capitán que mandaba en Vaucouleurs, la pequeña
guarnición real. “Es preciso llevarla a su padre bien abofeteada”, concluyó el capitán. Ella insistió.

Antes de mediados de la cuaresma es preciso que yo esté junto al Rey,


aunque para ello gaste mis piernas hasta las rodillas.

Tanta energía terminó por conmover a Baudricourt. Le dio una espada, y para conducirla
junto a Carlos VII a Chinón, le dio una escolta de seis hombres de armas. Eso fue lo bastante par que
no pasase desapercibida, y demasiado poco para que pudiese defenderse. Los habitantes de
Vaucouleurs le habían comprado a su costa en común un caballo y una armadura (25 de febrero de
1249).
Era preciso atravesar ciento cincuenta leguas de un país recorrido en todos los sentidos por
bandas enemigas. El trayecto fue hecho en once días sin incidente, y con una felicidad que pareció
un prodigio.
En Chinón se desconfiaba de ella. El Rey consintió en recibirla, pero mandó que uno de sus
cortesanos se vistiese de Rey y él lo hizo de cortesano. Introducida Juana, se dirigió directamente a él
como si lo hubiese conocido antes. Le dijo que era enviada de Dios, ante el Trono de quien estaban
de rodillas pidiendo por Francia “San Carlomagno y San Luis”, y que Dios le ordenaba que
conduzca al rey a su consagración en Reims y poner en huida a los ingleses. Más tarde habló en
secreto y le dio un signo de su misión. Según algunos, el Rey tenia dudas si era hijo legítimo, y por lo
tanto Rey legítimo, y Santa Juana le confirmó que era el verdadero Rey de Francia. Esto impresionó
vivamente a Carlos VII.
Sin embargo, el Rey la hizo interrogar largamente por los teólogos y los prelados, para
asegurarse que no era una hechicera y enviada del demonio. Las respuestas de Juana eran de una
sabiduría divina y todos la reconocieron como una buena cristiana.
Entonces se le confió un pequeño ejército, en el cual los capitanes temían al ser guiados por
una jovencita, con estas tropas y en esas condiciones se dirigió a Orleáns. Antes de entrar en
campaña dictó para los jefes del ejército inglés una carta en que los intimaba a abandonar la Francia:

Vosotros, arqueros, compañeros de guerra que estáis delante de la buena


ciudad de Orleáns, marchaos, por Dios, a vuestro país, y si no lo hacéis esperad
noticias de la Doncella 159, que irá a veros dentro de poco, con gran daño vuestro.

La Doncella salva Orleáns


Aquella niña de diez y siete años tenía un extraordinario instinto de la guerra, o mejor,
podríamos decir que era inspirada por Dios, y por otra parte, supo hacer pasar a los capitanes de su
ejército y sus soldados la fe que la animaba en su misión divina y la certeza de la victoria. Desde el 29
de abril se encontraba en Orleáns donde los vecinos manifestaron tal alegría “como si hubiesen visto
descender a Dios entre ellos”.
El grueso de sus tropas se le unió el 4 de mayo, e inmediatamente comenzó a atacar las
“fortalezas”, es decir los reductos que los ingleses habían construido para bloquear a Orleáns. El
reducto de Saint Loup fue tomado el 4 por la tarde; el 6 se tomó un nuevo reducto; el 7 Juana hacía
dar el asalto a la más fuerte de las fortificaciones o sea el reducto de las Torrecillas. Cuando el ataque
empezaba, una flecha le atravesó el hombro. Ya se hablaba de la retirada, pero Juana ordenó volver a
la carga y, presentándose en el sitio de más peligro, arrastró con ella a todas sus tropas. Las

159 Este era su apodo popular.

278
Torrecillas fueron ocupadas. Al día siguiente, 8 de mayo, un domingo, los ingleses, sin esperar
nuevos ataques, evacuaron las últimas fortificaciones abandonando una gran parte de su artillería y
de sus provisiones.
La salvación de Orleáns tuvo una gran resonancia en toda Francia. El pueblo veía en Juana
una enviada del cielo; se le concedía el don de los milagros; se acuñaban medallas y se dibujaban
retratos donde se la representaba con una aureola alrededor de la frente, como las santas. Pero sobre
todo, exaltó el patriotismo, y de todas partes se vio acudir gente que quería combatir bajo sus
órdenes.
Por el contrario, el simple nombre de Juana sembraba el terror entre los ingleses

Santa Juana de Arco lleva a Carlos VII a


Reims para ser consagrado
Inmediatamente de levantado el cerco de Orleáns, Juana quiso conducir a Carlos a Reims
para hacerlo consagrar, Carlos mal aconseja, vaciló casi dos meses y solamente cuando la “Doncella”
obtuvo en Patay (18 de junio) una brillante victoria sobre Talbot, uno de los más célebres jefes
ingleses, fue cuando Carlos se decidió a intentar el viaje. El país entre el Loire y Reims estaba en
manos de los ingleses o borgoñones. Sin embargo, después de haber tomado Troyes al paso, Carlos
entraba el 16 de julio en Reims. El domingo 17 de julio era consagrado en la catedral. Se sabe cuán
grande era la importancia religiosa y política de la consagración. En adelante, Carlos era sin
contradicción, como se lo decía Juana, el “verdadero Rey a quien debía pertenecer el Reino de
Francia”.
Al mismo tiempo en que crecía el prestigio y el amor de los franceses a Juana, también crecía
el odio y la envidia contra ella.

Ataque a París
Hubiera sido necesario marchar inmediatamente sobre París y aprovechar el desorden en que
la maravillosa audacia de Santa Juana de Arco había puesto a los ingleses y sus partidarios; pero a
pesar de la opinión de la heroína se retardó esta marcha, y el ataque de París no tuvo lugar sino hasta
el 8 de septiembre.
Juana fue herida ante la puerta de Saint Honoré, de la que había tomado todas las
fortificaciones avanzadas. Se hizo retirar a la fuerza del combate y, a pesar de sus súplicas, no se le
permitió al día siguiente hacer de nuevo la tentativa cuyo éxito hubiera sido cierto. Esa fue otra vez la
obra de los favoritos de Carlos VII que temían la influencia que Juana y sus compañeros de victoria
pudieran ejercer sobre el Rey, y que estaban envidiosos de su gloria.

Cae prisionera
Se volvió a enviar a Juana sobre el Loire, donde se la retuvo en la corte llena de honores, pero
inactiva durante todo el invierno. En la primavera de 1430, habiendo sabido que los borgoñones
sitiaban Compiègne, se escapó y se presentó en la plaza sitiada.
La tarde misma de su llegada, el 23 de mayo, en una salida y cuando cubría la retirada de los
suyos, fue derribada de su caballo y hecha prisionera, siendo vendida a los ingleses por 10.000
francos de oro.
Carlos VII no hizo la menor tentativa para salvarla, pagando su rescate. Sus favoritos estaban
en el fondo extremadamente contentos con la desgracia de la Doncella.

279
Capítulo X
El anochecer de la Edad Media – III – La Caballería
Un proceso inicuo de brujería y herejía
Juana fue conducida a Rouen (18 de diciembre de 1430), donde los ingleses buscaron los
medios de instruirle un proceso. No era suficiente para ellos tenerla en prisión, sino que era preciso
destruir su prestigio. Había anunciado que Dios quería limpiar de ingleses a Francia, y era necesario
probar que ella no era enviada de Dios, demostrar que su misión era un impostura y sus voces y
visiones obras diabólicas. Del mismo golpe se quebrantaba la confianza que los franceses tenían en
su victoria final y se deshonraba al Carlos, que se había asociado a una hija de Satán.
Los ingleses encontraron un cómplice en el Obispo de Beauvais, Pierre Cauchon, una de las
figuras más odiosas de la Historia. El proceso fue una escandalosa parodia de la justicia.
“Vosotros escribís todo lo que hay en contra mí, pero no queréis escribir lo que hay en mi
favor”... decía Santa Juana de Arco.
El proceso duró cuatro meses y fue una larga pasión. Juana estaba encerrada en un calabozo
con grillos a los pies todo el día, y por la noche atada a un poste por medio de una gruesa cadena.
Sus jueces la interrogaban durante largas horas, a veces tres horas por la mañana y otras tres por la
tarde, haciéndole preguntas capciosas y tendiéndole lazos de los que su robusto buen sentido y la
inspiración de la gracia divina, pudieron escapar siempre.
Cauchon le preguntó: “¿Estáis en estado de gracia?”
Si respondía si mostraba su orgullo diabólico y si decía que no, era la confesión que no era
enviada de Dios, y por consiguiente condenada.
“Si no lo estoy, Dios velará por que lo esté; si lo estoy, Dios quiera conservarme en ella”,
respondió la “Doncella” con la Sabiduría de Dios.
No pudo convencérsela de hechicería, y se la acusó de herejía, persiguiéndola por haber
usado vestidos de hombre.
Cauchon la condenó a prisión perpetua, “al pan del dolor y al agua de la angustia”, y la
envió a los ingleses. Estos estaban furiosos porque querían su muerte. El pretexto para hacerla
perecer fue encontrado bien pronto.
Juana se había comprometido a no usar en adelante más que vestidos de mujer; pero durante
su sueño se los quitaron, colocando en cambio a su lado vestidos de hombre. A pesar de sus súplicas
no pudo obtener que le devolvieran aquellos. Desde aquel momento se la consideraba como
reincidente en su falta y, como relapsa, fue condenada por este sólo hecho a ser quemada viva.

“¡Las voces no mintieron!...”


El 26 de mayo de 1431, a las nueve de la mañana, fue conducida a la Plaza del Viejo
Mercado, en Rouen, rodeada de un millar de soldados. Cuando se le anunció que le había llegado la
hora de morir y que iba a perecer en el fuego, aquella niña de diez y nueve años tuvo un momento de
debilidad. Se puso “a gritar dolorosamente y a tirarse de los cabellos”. Pero cuando llegó al sitio
del suplicio recobró su calma sobrenatural fría y su heroísmo. Proclamó de nuevo a la faz de los
ingleses exasperados, que sus voces y sus visiones eran de Dios y que no la habían engañado.
Rogó que se tuviese en alto ante sus ojos la Cruz que había pedido y que habían ido a buscar
a la iglesia inmediata. Cuando las llamas empezaron a subir invocó a Santa Catalina, a Santa
Margarita y a San Miguel; expiró pronunciado dulcemente el nombre de Jesús. Los ingleses hicieron
arrojar sus cenizas al Sena. Cuentan algunos que los verdugos que se encargaron de este triste oficio,
exclamaron “¡Estamos perdidos: hemos quemado a una Santa!”
En realidad la misión de Santa Juana de Arco fue una misión profética para salvar al Reino
Cristianísimo, no sólo de la dominación inglesa, sino evitar que caiga en la herejía. Menos de cien
años después de la muerte de la “Doncella”, Inglaterra caía en el cisma e inmediatamente después en
la herejía. Se puede decir, con toda seguridad, que Santa Juana de Arco cumplió su misión y que
salvo a Francia de caer en el anglicanismo.

280
Fin de la guerra de cien años
Quedaba todavía mucho por hacer libertar el reino de Francia. Pero Juana de Arco había
infundido el entusiasmo, reanimando los corazones y hecho revivir la esperanza. La lucha contra los
ingleses se persiguió desde entonces con una felicidad casi constante. El mismo Rey Carlos, – hay
que decirlo, su comportamiento fue el de un verdadero poltrón –, mejor rodeado y aconsejado,
empezó a salir de su habitual inercia.
Juana había hecho empezar negociaciones para reconciliar al Duque de Borgoña con Carlos
VII. Estas negociaciones dieron por resultado en 1435, el Tratado de Arras. Por consecuencia, los
ingleses se encontraban considerablemente debilitados. En 1436, Carlos VII pudo entrar, por fin, en
París.
Después hubo una tregua de cinco años (1444 – 1449), que Carlos empleó en organizar un
ejército permanente y regular. Creó las Compañías de Ordenanza, compuesta cada una de cien
lanzas guarnecidas. Cada lanza comprendía seis hombres: un hombre de armas o gendarme, todo
cubierto de hierro; tres arqueros; un cuchillero y un paje que servía de ordenanza del grupo. Todos
estaban a caballo; los arqueros formaron una especie de caballería ligera. Carlos VII tuvo también
una infantería nacional, a ejemplo de los ingleses, y cañones colocados sobre cureñas móviles, que
formaban una verdadera artillería de campaña.
Así es que, cuando volvió a empezar la guerra, los franceses fueron vencedores por todas
partes, primero en Formigny (1450), y después en Castillón. Esta última victoria tuvo por
consecuencia la conquista de la Guyena, que era inglesa hacía trescientos años.
De esta manera, los ingleses que habían conquistado casi toda Francia, no tuvieron más
remedio que refugiarse en su isla, sólo quedando con Calais, que sería reconquistada por Luis XIII.

Europa a fines del siglo XV

Inglaterra
La pérdida de sus posesiones en Francia y la alianza del Duque de Borgoña, fue un golpe
terrible para el comercio, que se vio cerrar los mercados de Guyena y de Flandes.
Hicieron al Rey responsable de los desastres y, después de la derrota de Formigny, estalló
una sublevación organizada por Ricardo de York, primo del Rey, que pretendía tener derechos a la
Corona. Este fue el punto de partida de una guerra civil que duró treinta años (1455 - 1485). Esta
contienda fue llamada guerra de las Dos Rosas, porque los adversarios tenían cada uno en su
escudo una rosa, Ricardo de York una rosa blanca, y Enrique VI de Lancaster una rosa roja.
“Pocos períodos de la historia de Inglaterra son tan repugnantes, dice un historiador
inglés, pues no hubo más que luchas furiosas, ejecuciones atroces y vergonzosas traiciones”.
Ricardo de York, Enrique VI y su hijo el Príncipe de Gales perecieron en la lucha, el primero muerto
en una batalla y los otros dos asesinados.
En 1483, Ricardo III, un abominable tirano de la rama de York, se apoderó de la corona
asesinando a sus sobrinos. Dos años después era vencido y muerto a su vez en una batalla librada
contra Enrique Tudor, un Príncipe de la casa de Lancaster.
La guerra de las Dos Rosas tuvo consecuencias importantes. Arruinó a la aristocracia inglesa
en provecho de los reyes. Millares de Señores habían perecido en los campos de batalla, y familias
enteras habían desaparecido. Las tierras que poseían – casi la quinta parte del suelo de Inglaterra –
pasaron a ser posesión del Rey que habiendo resultado así muy rico y teniendo bastante dinero, no
tuvo apenas necesidad de recurrir al Parlamento. De aquí que los soberanos de la dinastía de los

281
Capítulo X
El anochecer de la Edad Media – Europa a fines del siglo XV
Tudor pudieron gobernar durante el siglo XVI casi como los Reyes de Francia, es decir, casi como
monarcas absolutos.

Francia
Tampoco este reino conoció la paz después de la guerra de los Cien Años. El Rey Luis XI
(1461 - 1483), hijo de Carlos VI, tuvo que luchar contra un nuevo feudalismo que sus predecesores
habían constituido.
A mediados del siglo XV existían en Francia, al lado de algunos restos del feudalismo, como
el ducado de Bretaña, cuatro grandes Casas de Origen Real, la Casa de Anjou, la Casa de Borbón, la
Casa de Orleáns, y la Casa de Borgoña. El Duque de Borgoña poseía, con la Borgoña, propiamente
dicha, el Artois, la Picardía, Flandes, los Países Bajos y el Luxemburgo. Flandes sobre todo, con sus
tejidos y paño y seda, sus fábricas de tapicería y sus tierras bien cultivadas, le aprovisionaban de
enormes recursos. De aquí que el Duque tuviese la corte más brillante de Europa, en la que dios
fiestas de extraordinaria suntuosidad. Sólo le faltaba el título de Rey, pero era más rico y poderoso
que muchos reyes.
En 1467, Carlos el Temerario, hijo de Felipe el Bueno, llegó a ser Duque de borgoña. Era un
Príncipe de una terrible violencia, testarudo y ambicioso. Soñaba con el trono, y reconstituir entre la
Francia y la Alemania el antiguo reino de Lotaringia: El cual no podía realizarse sino a costa de
Francia. De aquí que Carlos el Temerario fuese el enemigo implacable de Luis XI, contra el cual
organizó muchas veces verdaderas coaliciones.
Pero Luis XI era un hábil político y maestro consumado en el disimulo, el engaño y la intriga;
su mismo rival le llamaba “la araña universal”, pues sin ruido tiende sus hilos y sus trampas por
todas partes. Carlos el Temerario terminó por caer en una de las trampas de “la araña”.
Luis XI persuadió a los suizos que su independencia estaba amenazada por los proyectos del
Duque de Borgoña y los inclino a declararle la guerra. Carlos invadió inmediatamente Suiza,
sufriendo dos terribles derrotas en Granson y Morat (1467). Loco de rabia y de humillación, se arrojó
sobre la Lorena que había conquistado y que acababa de sublevarse contra él. Pero fue vencido y
muerto delante de Nancy: dos días después de la batalla se encontró a Carlos el Temerario con el
cuerpo atravesado por una lanza, desnudo, la mitad del cuerpo hundido en la nieve y la cara medio
devorada por los lobos..
La heredera del Ducado de Borgoña era la joven María de veinte años, la cual contrajo
matrimonio con el hijo del Emperador, el archiduque Maximiliano y más tarde Emperador. Luis XI
se quedó con la Borgoña y la Picardía. Flandes, Artois y el Franco Condado pasaron después a los
hijos de María de Borgoña y Maximiliano.
Luis XI fue más feliz con la Casa de Anjou, recogió todos los bienes, que le dejó en su
testamento René de Anjou, es decir, el Anjou, el Maine y la Provenza.
El hijo de Luis XI, Carlos VIII, se casó con la heredera del ducado de Bretaña, Ana,
añadiendo así a la corona el último estado feudal. En adelante sólo continuaron independientes la
Casa de Albret y la Casa de Borbón, que debía unirse en el siglo XVI.
Ya en aquella época Francia era el Estado que más se asemejaba a los Estados modernos.
Había una administración regular, hacienda del Estado y un ejército permanente. En todas partes el
dominio del Rey estaba representado por funcionario nombrados por le monarca.

España
Desde fines del siglo XIII, con la conquista de Sevilla por San Fernando, del antiguo poder
musulmán quedaba en España, apenas el Reino de Granada, que se había hecho vasallo del Rey.
Pero lamentablemente con los sucesores de San Fernando, España entró en convulsiones y guerras
entre los principales reinos cristianos de la Península. Aragón Castilla, Navarra y Portugal.

282
Fueron continuas revueltas, guerras civiles y luchas feroces entre pretendientes al trono.
Esta anarquía tenía por causa principal, la debilidad del poder real. Por consecuencia del
estado de guerra permanente que España había vivido durante siglos, la nobleza, el clero y las
ciudades habían arrancado sin cesar a los Reyes nuevas concesiones y tomado costumbres de
independencia. Ciertas provincias, como Cataluña, que formaba parte del Reino de Aragón, tenían
una constitución casi republicana.
El clero era rico y poderoso, y tenía que serlo en aquellas poblaciones de una fe ardiente y
combativa. El Obispo de Toledo era casi más rico que el Rey de Castilla. En Portugal, los Obispos
eran los verdaderos dueños del Reino y así lo fueron hasta el siglo XV.
La nobleza era belicosa y turbulenta. Había muchos nobles muy ricos y poderosos. Era entre
los nobles que se reclutaban las Órdenes militares de Santiago, Calatrava y Alcántara. Estas órdenes
de monjes guerreros, creadas en el siglo XII, para combatir a los musulmanes se habían hecho
poderosas y riquísimas, formaban un Estado dentro del Estado y gobernaban casi toda la población
de Castilla. El Gran Maestre de Santiago podía poner en pie de guerra mil quinientas lanzas.
En España se habían constituido asambleas representativas que limitaban el poder del Rey, se
las llamaba Cortes.
Las Cortes se componían generalmente de cuatro órdenes o brazos del Reino, el Clero, los
Ricos hombres; la pequeña nobleza de los caballeros y los hidalgos, y las ciudades. Sus poderes eran
muy extensos, especialmente en Aragón, desde el Privilegio general de 1283, el Rey no podía
establecer ni nuevo impuesto ni ley nueva, sin su consentimiento. Las Cortes debían convocarse por
lo menos cada dos años. En el intervalo de las sesiones se constituía una Comisión permanente que
se llamaba Diputación de Aragón, que estaba encargada de velar por el mantenimiento de los fueros.
En Castilla, aunque las Cortes no tuvieses sus poderes tan claramente definidos, eran
consultadas en toda clase de asuntos.
En Aragón existía una magistratura cuyo equivalente no se encuentra en ningún otro Estado,
y que demuestra con que celo los aragoneses defendían sus libertades. Esta magistratura se llamaba
el Justicia, que tenía el derecho de poner bajo su protección a todo individuo que se quejaba de
violencias ejercidas por sus jueces, cualesquiera que fuesen. Se podía apelar a él de toda sentencia.
Examinaba si la sentencia estaba conforme o era contraria a las leyes y a los fueros de Aragón. De
esta manera estaban garantidos los derechos de cada uno contra la tiranía de todos, Reyes, Clero o
Nobleza.

Formación de la unidad española


La anarquía había durado demasiado tiempo en España. Debía producirse una reacción
favorable al poder real. Ésta se encontró singularmente fortificada al fin del siglo XV, por la unión de
las Coronas de Aragón y de Castilla.
Esta se dio por el matrimonio de Fernando I de Aragón e Isabel I de Castilla, en 1469.
La Reconquista de Granada, y con ella el fin de la lucha contra el moro de más de 800 años,
fue la consecuencia casi inmediata de la unión de los dos principales reinos. Durante más de 200
años las discordias entre los cristianos habían paralizado la Reconquista, desde los tiempos de San
Fernando III.
En 1491, Fernando e Isabel se establecen frente a Granada para tomarla y para marcar que el
sitio era hasta el fin, para campamento de sus tropas construyeron una ciudad que se llamó y llama
Santa Fe. Granada, terminó por capitular y se entregó el 2 de enero de 1492.
Al mismo tiempo Fernando e Isabel establecieron la unidad de España. En los primeros años
la autoridad real se hizo sentir por todas partes: en los últimos años fue dueña indiscutible por todo
aquel vasto reino. Los Reyes obtuvieron del Papa, el derecho de designar ellos mismos los Obispos,
lo cual equivalía a poner el clero español bajo la dependencia de la Corona (1482). Establecieron en
todas las ciudades magistrados reales llamados Corregidores.

283
Capítulo X
El anochecer de la Edad Media – Europa Central
El poder de la nobleza quedó quebrantado. Fernando e Isabel subordinaron a su poder a los
más grandes Señores del reino.
Para acabar con las bandas de merodeadores, ladrones, delincuentes, los Reyes formaron una
policía rural, agrupando todas las poblaciones en una Santa Hermandad, de la que se reservaron la
dirección y que puso en armas una policía permanente de 2000 arqueros. El castigo de los culpables
que caían en sus manos era inmediato y terrible: los pies cortados o la muerte.

Europa Central

Alemania
A fines del siglo XIII, el Imperio de Alemania se había descompuesto y dislocado en más de
cuatrocientos Estados, unidos de nombre, pero de hecho independientes. Este estado de anarquía no
se modificó durante los siglos XIV y XV, En 1273, los Príncipes alemanes habían sentido la
necesidad de poner fin al desorden del gran interregno, y habían elegido Emperador a causa de su
reputación de energía a un pequeño Príncipe originario de Suiza y de las orillas del Rin: Rodolfo de
Habsburgo, cuyos descendientes reinaron en Austria hasta 1918...
Rodolfo tomó en serio su título imperial y, como el Rey de bohemia uno de los miembros del
Imperio, se negase a rendirle homenaje, marchó contra él, lo batió y le quitó Austria, Estiria, Carintia
y Carniola. Estos territorios resultaron el centro del poder de la familia Habsburgo, llamada
frecuentemente desde entonces con el nombre de aquellos territorios, o sea la Casa de Austria.
Rodolfo resultó en adelante rico y fuerte. El desarrollo rápido de su poder inquietó a los
Príncipes alemanes, celosos de su independencia, y enemigos natos de todo soberano que quisiera
disciplinarlos y que fuera bastante poderoso para intentarlo. Así es que, a la muerte de Rodolfo
(1291, no eligieron a su hijo. Durante todo el siglo XIV y parte del XV (1291 1438) practicaron de
nuevo la política de sus antepasados en los siglos XI y XII. Dieron la corona unas veces a una
familia, otras veces a otra, a un Príncipe de Nassau, a bávaros y a Príncipes de Luxemburgo. Sólo en
1438 fue cuando se dio de nuevo la Corona a la Casa de Austria, la cual debía conservarla hasta fines
del Sacro Imperio (1806).

La “Bula de Oro”
Carlos IV, uno de los Emperadores de la familia de Luxemburgo, fijó en fin la constitución de
Alemania por la célebre Bula de Oro, de 1356.
En virtud de la Bula de Oro, el Emperador debía ser elegido por siete Príncipes, llamados
electores. Estos electores, tres eclesiásticos – los Arzobispos de Tréveris, de Colonia y de Maguncia
– y cuatro laicos – el Rey de Bohemia, el Duque de Sajonia, el Margrave de Brandeburgo y el Conde
Palatino, – eran en sus electorados, es decir en sus estados personales, soberanos absolutos
independientes. Para gobernar el Imperio, el Emperador estaba asistido por una Dieta.
Esta Dieta se componía de tres asambleas o colegios: colegio de los electores, colegio de los
Príncipes y colegio de las ciudades. El emperador no podía hacer una ley, ni cobrar un impuesto, ni
armar un soldado sin el asentimiento y concurso de los tres colegios. La Bula de Oro sancionaba
pues el estado de anarquía en que había caído Alemania: el emperador, en apariencia jefe del
Imperio, no era en realidad más que el ejecutor de las voluntades de la Dieta.

284
Las Ciudades Libres – La liga
hanseática
La anarquía política no impidió el desarrollo del comercio y el enriquecimiento de Alemania.
A favor de los trastornos provocados en Alemania por la terrible lucha de los Emperadores y los
Papas, numerosas ciudades habían conseguido emanciparse completamente, como hacían en la
misma época las ciudades del norte de Italia. Dichas ciudades formaban repúblicas, se llamaban
Ciudades libres y eran verdaderos Estados soberanos, que tenían sus tribunales, sus ejércitos y su
hacienda, y podían firmar tratados, contratar alianzas y formar ligas.
Las ciudades se ligaron, en particular durante el gran interregno, para hacer la policía y
garantir la seguridad de las comunicaciones. A estas ligas se les llamaba Hansas.
La más célebre de las Hansas fue la Liga Hanseática, que terminó por llamarse simplemente
Hansa. Alcanzó su mayor grado de prosperidad a fines del siglo XIV. Comprendía entonces más de
ochenta ciudades, entre las cuales las más prósperas eran Lubeck, Hamburgo, Bremen, Danzing y
Colonia. Lubeck era la ciudad jefe, es decir la capital de la Hansa. Cada año, los diputados de las
ciudades afiliadas iban allí a deliberar sobre los intereses comunes.
La Liga había creado cuatro mercados en el extranjero, en Rusia, Noruega, Flandes (Brujas)
y en Inglaterra (Londres). Estos mercados o factorías eran verdaderas ciudadelas, en cuyo interior se
encontraba un mercado para los cambios con las gentes del país, y almacenes para apilar las
mercancías que se acababan de vender o que se habían comprado. Los empleados de estos
almacenes fortificados eran al mismo tiempo los defensores.
El principal centro para los cambios era Brujas, en Flandes. Allí llevaba la Hansa los
productos del norte, cáñamo, brea y pieles de Rusia, maderas y pescados secos de Noruega y trigos
de Polonia. Sus barcos iban a buscar los paños, las telas y las tapicerías de Flandes, los vinos de
Francia y todos los productos del Mediodía y del Oriente, como especias, frutas, sederías y perfumes
que llevaban pro su parte las flotas venecianas. De manera que, gracias a la actividad de la Liga
Hanseática, la Alemania rebosaba de riquezas del siglo XIV al XV, en medio del desorden político.
Esta prosperidad debía prolongarse bastante en el siglo XVI. La misma liga duró hasta la segunda
mitad del siglo XVII.

La confederación Suiza
Al sudoeste del Imperio, en los Alpes centrales, algunos territorios que habían dependido
anteriormente de los Habsburgos, pero que se habían hecho independientes, formaban la
Confederación Suiza, la cual comprendía ocho cantones. Los hombres de los cantones habían
probado recientemente su energía y bravura destrozando a los ejércitos de Carlos el Temerario. De
aquí que los Príncipes, sus vecinos buscasen reclutar entre ellos mercenarios. Como eran pobres,
aceptaban gustosos servir a precio de dinero. La Suiza debía ser en el siglo XVI un verdadero
depósito de soldados.
A fines del siglo XVIII los más valientes defensores de Luis XVI y la Monarquía francesa
fueron los famosos regimientos suizos que se hicieron matar en defensa de las Tullerías.
Hasta el día de hoy, la célebre Guardia Suiza del Papa, hace honor a esta tradición.

Italia
A partir de la dislocación del Imperio de Carlomagno, Italia no fue más que una expresión
geográfica: no existió un Estado italiano, como había un reino de Francia, de Alemania, de Inglaterra
e, incluso, después de los Reyes Católicos, un Reino de España.
La Italia de la Edad Media se dividió en numerosos Estados, entre los cuales no existía el más
pequeño lazo de unión.

285
Capítulo X
El anochecer de la Edad Media – Europa Central
Al sur se encontraba el Reino de Nápoles poseído sucesivamente por la dinastía normanda,
después por los Hohenstaufen, dado por el Papa, y después de la ruina de éstos, a un Príncipe
francés, un hermano de San Luis, el Duque de Anjou, y por último conquistado por los Príncipes
españoles de Aragón (1442).
En el centro, los Estados de la Iglesia.
Al norte, numerosas ciudades, restos del antiguo reino de Italia y nominalmente vasallos del
Emperador, tales como Florencia, Pisa, Génova, Mantua, Milán y Venecia.
Hasta principios del siglo XIV, estas ciudades habían sido amenazadas en sus libertades por
las ambiciones de los emperadores. Ya hemos visto como resistieron a Federico Barbarroja. La ruina
de los Hohenstaufen las libró del peligro imperial. En adelante, plenamente independientes,
verdaderas repúblicas urbanas, representaron un papel considerable en el Mediterráneo y poseyeron
casi imperios. Venecia, una de ellas, se contó desde el siglo XV al XVI entre las grandes potencias de
Europa.
Estas ciudades, como las ciudades pertenecientes a Flandes y Alemania, debieron su
prosperidad a la industria y al comercio. Florencia fue el tipo de ciudad industrial, y Génova y
Venecia, los tipos de las ciudades comerciales.

Florencia
Los florentinos fueron grandes fabricantes de paños de lujo. En el siglo XII compraban los
paños de Flandes para volverlos a trabajar, los tundían, los teñían y, por medio de una nueva presión,
los transformaban en tejidos más tupidos, más finos, más suaves y brillantes. Estos paños se vendían
y se venden aún muy caros en Oriente. En el siglo XIV, los florentinos emprendieron la fabricación
completa y tejieron ellos mismos los paños, ocupando esta industria más de la tercera parte de la
población. Se fabricaban por año sesenta a ochenta mil piezas de paño, de un valor medio de sesenta
a setenta millones de francos oro.
El aflujo de dinero facilitó el desarrollo de los bancos y del comercio del dinero, en el que
sobresalieron los florentinos. Fueron los concurrentes de los judíos, particularmente en Francia, y
prestaba grandes sumas a los Reyes. Una familia de banqueros florentinos, los Médicis, resultó en el
siglo XV bastante poderosa para hacerse dueña del gobierno de la ciudad.
Su riqueza permitió a los florentinos tomar ejércitos a su sueldo. En efecto, en Italia, como en
Francia, existían en la misma época empresario de ejército, los condotieri, que alquilaban los
servicios de sus bandas a quien quería pagarlos. Los florentinos pudieron así conquistar, al principio
del siglo XV, la mayor parte de la Toscana. Su ciudad resultó la capital de un Estado que tocaba el
mar y que tenía por puerto a Pisa, anteriormente poderosa por si misma sobre le Mediterráneo,
vencida y tomada por los florentinos en 1406.
Al mismo tiempo que la más rica de las ciudades de Italia, después de Venecia, Florencia fue
la más civilizada. En esta capital es del número de las ciudades que deben colocarse en primera línea
en la historia de la civilización universal. Fue la patria de los primeros y grandes artistas italianos;
Giotte en el siglo XII, Dante en el siglo XIV, autor de la Divina Comedia.
Las letras no estuvieron menos favorecidas. En el siglo XV los Medicis acogieron a los sabios
griegos que huían de Constantinopla, tomada por los turcos.

Venecia
Venecia es una ciudad completamente original, construida sobre algunos islotes en medio de
las lagunas del noroeste del Adriático. Las casas están fundadas obre pilotes, es decir sobre estacas
hundidas en el lecho de la laguna; las fachadas dan directamente sobre el agua; en lugar de calles hay
canales por donde no se puede circular mas que en barcos o góndolas.

286
Esta ciudad de comerciantes tenía un gobierno muy aristocrático. Sólo los que estaban
inscritos en el Libro de Oro, es decir en el registro de las más antiguas familias de comerciantes,
podían participar del gobierno de la república. El jefe aparente era el Dux, el Duque, elegido por toda
la vida, en medio de magníficas ceremonias. Pero en el siglo XV ya no era más que un personaje de
aparato. El gobierno pertenecía en realidad a consejos, de los que el más célebre fue el Consejo de
los Diez, que tenían un poder casi absoluto.
Venecia debió su fortuna a las especias: fue el gran mercado de la pimienta hasta el siglo XVI.
Su fortuna era tal, que se llamaba a los venecianos los señores del oro de toda la Cristiandad.
Tuvieron hasta tres mil cien barcos, montados por más de treinta seis mil marineros.
Cada años el Dux, montado en una galera toda rodara y cuyas velas eran de púrpura, iba
seguido de un suntuoso cortejo a casarse con el mar arrojando un anillo de oro en medio de las olas.
En realidad, los venecianos habían conquistado solamente la costa oriental del Mar Adriático y, en el
Mediterráneo, la gran isla de Creta, con una buena parte del archipiélago. En Italia y a fines del siglo
XV, había conquistado vastos territorios, al norte del Po y del Adriático hasta los Alpes: esto es lo
que se llamó los Estados de la tierra firme o Venecia. Este Estado duró hasta fines del siglo XVIII,
cuando las guerras de la Revolución Francesa se la arrebataron.

Europa Oriental: El Imperio


Bizantino; los eslavos; los turcos - La
toma de Constantinopla

El Impero Bizantino
Al morir Teodosio en 395, había dividido el Impero Romano en el Imperio de Occidente y el
de Oriente. El de Occidente, asaltado por todas partes por las hordas de los bárbaros hermanos, no
duró ni un siglo; en 476, cuando los hérulos de Odoacro se apoderaron de Italia, ya no subsistía nada
de aquel. Por el contrario el Imperio de Oriente, más conocido por el nombre de Imperio Bizantino
o Imperio Griego, se mantuvo durante unos mil años, no desapareciendo sino a mediados del siglo
XV, en 1453, cuando los turcos se apoderaron de Constantinopla.
Sin embargo, también este imperio había sufrido el asalto de los bárbaros en Europa; en Asia
había sido asaltado sucesivamente por los persas, y los turcos, de manera que, en el transcurso de los
tiempos se había ido reduciendo de siglo en siglo, se había ido desmembrando poco a poco y
reducido casi a la nada. Mientras que en su nacimiento se extendía desde el Mar Adriático al Mar
Rojo y desde el Egipto al Danubio, ocupando Europa Oriental y una parte del Asia y del África, se
había reducido a casi los alrededores de Constantinopla cuando sucumbió.
Los territorios de Europa le habían sido quitados por los bárbaros eslavos, que habían
constituido los Estados nuevos e independientes; sus posesiones en África y Asia le habían sido
tomadas por los musulmanes.

Los eslavos
Los romanos conocieron a los bárbaros eslavos, como a los bárbaros germanos. Se llamaban
los Sármatas. Los eslavos tenían la piel blanca, los ojos claros y los cabellos castaños o rubios.
Habitaban primitivamente la Rusia actual, pero cuando los germanos, para arrojarse sobre el Imperio
romano, evacuaron los países comprendidos entre el Vístula y el Elba, los eslavos fueron a ocupar
las regiones abandonadas.

287
Capítulo X
El anochecer de la Edad Media – Europa Oriental: El Imperio Bizantino; los eslavos; los turcos - La toma de
Constantinopla
Los eslavos del Norte formaron dos pueblos principales: los polacos, establecidos sobre las
dos orillas del Vístula, y los tcheques, establecidos sobre la meseta de Bohemia. Los polacos y los
tcheques fueron convertidos al cristianismo por los misioneros católicos. Adoptaron las creencias y
la civilización de la Europa Occidental. El reino tcheque de Bohemia entró también en el Imperio de
Alemania en el siglo X. Praga, su capital, resultó una de las ciudades más grandes de Europa.
Los eslavos del sur fueron a asaltar el Imperio griego, del que ocuparon la parte norte y oeste,
y donde se dividieron en dos grupos.
Los que remontaron a lo largo del Save, y se dirigieron hacia el Adriático, fueron convertidos,
como los tcheques, por misioneros que fueron de Occidente, adoptando la religión católica, el
alfabeto latino y la civilización latina. Estos fueron los croatas y los dálmatas.
Los que pasaron el Danubio y se internaron en la península de los Balcanes hasta la
Macedonia actual, tomaron contacto con los monjes greco-cismáticos, adoptaron su religión, el
alfabeto griego y la civilización griega. Estos son los serbios, los herzegovinos y los montenegrinos.

Los búlgaros
Al lado de los serbios fueron a establecerse igualmente en el siglo VII los búlgaros, pueblo de
raza amarilla, al sur del curso inferior del Danubio. Jinetes intrépidos, los búlgaros llegaron más de
una vez a las puertas de Constantinopla, particularmente en el siglo X.

Los Magiares
Los húngaros, otro pueblo amarillo, se habían deslizado en la Europa Occidental y habían
ocupado la llanura del Danubio, donde habían acampado sucesivamente los hunos y los avaros. Ya
hemos viso como asaltaron Alemania en el siglo IX. En el año 1000, su Rey se convirtió al
catolicismo. La Corona fue enviada por el Papa Silvestre II, y él tomó el nombre de Esteban, fue el
glorioso San Esteban, cuyo hijo fue el Rey San Américo.
En 1358 se había extinguido la dinastía nacional y los húngaros eligieron a un Príncipe
francés, descendiente de Carlos de Anjou, hermano de San Luis. Esta dinastía angevina llevó a
Hungría la civilización de Occidente. En lo sucesivo, a fines del siglo XV y en particular bajo el
reinado de Matías Corvino (1458 - 1490) y en el siglo XVI, los húngaros debían de servir de defensa
de Europa contra los turcos, que se habían adueñado de la península de los Balcanes.

Los turcos
El pueblo turco, un tercer pueblo amarillo llegó a establecerse en Europa en el siglo XV. El
fue el que dio el golpe de gracia al Imperio bizantino, ya más que medio arruinado.
Los turcos habían conquistado Siria, la Tierra Santa y el Asia menor. Este imperio se
desmembró, pero en el siglo XIV, el jefe turco Osmán, es decir quebrantador de piernas, reunió de
nuevo bajo su autoridad los países del Asia Menor. Sus súbditos se llamaron los otomanos o los
osmalis. En 1326, Orkan, sucesor de Osmán, llevó su capital a Brusa, en las inmediaciones del Mar
de Mármara. Desde entonces soñó apoderarse de Constantinopla: preparó sus fuerzas y se creó un
ejército. Este era el momento en que en Europa Occidental empezaba la Guerra de los Cien Años.

288
La Conquista de la Península de los
Balcanes
Los turcos no atacaron a Constantinopla de frente, ocupándose ante todo en aislarla. En 1356
pusieron el pie en Europa apoderándose de Gallipoli. Con esta conquista eran dueños del estrecho de
los Dardanelos y quitaban a los griegos toda probabilidad de recibir socorros de Europa por el mar.
Después atacaron el reino serbio, que era el más importante de los reinos eslavos del sur. El
ejército serbio encontró a los turcos sobre la meseta de Kosovo, en el Campo de los Mirlos (1389). El
Zar Lázaro hizo vanamente prodigios de valor: fue cogido y decapitado por los turcos después de la
batalla, y su ejército fue derrotado. Su vencedor, el Sultán Murat, había sido a su vez acuchillado
durante la acción por un Señor Serbio. Vencedores los turcos, pudieron llegar hasta el Danubio.
En la Cristiandad se predicó una Cruzada contra los turcos. Esta Cruzada, dirigida por el hijo
del Duque de Borgoña, Juan sin Miedo, primo de Carlos VI, terminó, por el orgullo y la indisciplina
de los caballeros franceses en un completo desastre en Nicópolis (1396). Sobre el Danubio se repitió
la escena de Crecy y Poitiers.
La aparición en el Asia Menor del gran conquistador mongol Tamerlán, que se apoderó de los
Estados turcos del Asia retardó en medio siglo la caída de Constantinopla.

La caída de Constantinopla
En 1453, el sultán Mohammed o Mahomet II, dueño de toda la península, fue, con doscientos
mil hombres, a sitiar Constantinopla. La ciudad fue heroicamente defendida por el Emperador
Constantino Dragascés, que disponía apenas de diez mil soldados. El sitio empezó el 5 de abril, y el
29 de mayo se dio un asalto general. Rechazados los turcos por todas partes, consiguieron
sorprender una puerta. Constantino murió como un héroe, encontrándose por la noche bajo un
montón de cadáveres.
Los turcos hicieron una espantosa matanza en la multitud que, en lugar de batirse, esperaba
en la plaza principal de la ciudad la aparición de un ángel, encargado de poner en fuga al enemigo. A
mediodía hacía Mahomet su entrada en la catedral de Santa Sofía, que desde entonces fue convertida
en mezquita.
Mahomet II, que había tomado el título de Sultán, ensayó arrojarse sobre Europa, pero fue
batido delante de Belgrado (1456) por los restos de los ejércitos serbios y el ejército húngaro de
Matías Corvino.
Volvió hacia el sur de la península de los Balcanes, donde acabó la conquista ocupando
Morea. Entonces empezó a prepararse para intentar la conquista de Italia. Quería, según decía, hacer
comer su caballo sobre el altar mayor de San Pedro de Roma. Murió sin haber realizado su proyecto
(1481), pero había puesto los cimientos del Imperio turco en Europa160.

160 Daniel Rops, op. cit., págs. 709 a ...

289
Bibliografía – Europa Oriental: El Imperio Bizantino; los eslavos; los turcos - La toma de Constantinopla

Bibliografía

Abd al Malik B Habïb: Kitab Wasf al Firdaws (Descripción del Paraíso), Al Mundun, Univ. de
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Riu, Manuel - La Alta Edad Media del siglo V al XII, Ed. Montesinos, Barcelona, 1989
Rops, Daniel - La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada, Ed. Luis de Caralt, Barcelona, 1956
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y la Asociación de Fieles de Nuestra Señora de los Reyes y San Fernando.
Sánchez Albornoz, Claudio - La España Musulmana, Tomo I, Espasa Calpe, Madrid, 1986

161 Este autor no es de una línea católica, sino laica. Pero cita textos que no dejan de ser interesantes.

290
Simonet, Francisco Javier - Historia de los Mozárabes de España, tomo I, (años 711 a 756),
Ediciones Turner, Madrid, 1983
Suárez Fernández, Luis - Historia social y económica de la Edad Media Europea, Espasa Calpe,
Madrid, 1984
Suárez Fernández, Luis - Raíces Cristianas de Europa, Libros MC, Ediciones Palabra, Madrid, 1987
Weisbach, Werner - Reforma Religiosa y Arte Medieval
Weiss, Juan Bautista - Historia Universal, Voluménes V y VI, Ed. La Educación, Barcelona, 1927

291
Índice – Europa Oriental: El Imperio Bizantino; los eslavos; los turcos - La toma de Constantinopla

Índice

CAPÍTULO I .......................................................................................................................................2
I – EDAD MEDIA NOCIÓN, CONCEPTOS, GENERALIDADES................................................................2
Introducción ..........................................................................................................................2
¿Qué se entiende por Edad Media?.....................................................................................3
¿Cuándo comenzó la Edad Media y cuándo termino? ......................................................4
Revalorización de la Edad Media........................................................................................5
II – CAÍDA DEL IMPERIO ROMANO DE OCCIDENTE SAN BENITO, PATRIARCA DE EUROPA ................7
Decadencia moral del Imperio Romano..............................................................................7
Depravación sexual de los romanos ..................................................................................12
Os imperadores destruem as tradições e estimulam a imoralidade ..............................13
Decadencia de la familia en el Imperio.............................................................................14
Los bárbaros invaden el Imperio Romano........................................................................14
San Benito de Nursia, un alma providencial....................................................................15
En la gruta de Subiaco, pensando solamente en Dios.....................................................16
En las espinas, victoria sobre la carne..............................................................................16
A través de San Benito, Dios velaba por Europa .............................................................17
Punto de partida de la Civilización Cristiana.................................................................17
LECTURAS COMPLEMENTARIAS ......................................................................................................19
Un pequeño hecho de la vida de San Benito.....................................................................19
San Gregorio Magno y la conversión de Inglaterra........................................................19
Vida de Norberto, Arzobispo de Magdeburgo..................................................................19
CAPÍTULO II....................................................................................................................................21
I – LAS INVASIONES BÁRBARAS ......................................................................................................21
Introducción ........................................................................................................................21
Las Grandes Invasiones .....................................................................................................22
Los principales pueblos invasores.....................................................................................22
LOS GERMANOS: PSICOLOGÍA, RELIGIÓN, ORGANIZACIÓN POLÍTICA Y SOCIAL ...............................22
Psicología.............................................................................................................................23
Religión ................................................................................................................................23
Organización política y social...........................................................................................24
La tribu .................................................................................................................................25
La propiedad........................................................................................................................25
La guerra..............................................................................................................................25
La invasión pacífica............................................................................................................25
Las invasiones violentas: su carácter ...............................................................................26
Causa de las invasiones de los hunos................................................................................26
Atila.......................................................................................................................................27
II – LOS REINOS BÁRBAROS FORMACIÓN DE LA CRISTIANDAD .......................................................28

292
Establecimiento de los bárbaros ....................................................................................... 28
Duración de los reinos bárbaros....................................................................................... 29
Los francos – Clodoveo – Su conversión al Cristianismo.............................................. 29
Historia de Clodoveo – Santa Clotilde............................................................................. 30
Caracteres y dignidad real merovingia ........................................................................... 31
Las leyes de los merovingios.............................................................................................. 32
Las ordalias......................................................................................................................... 32
III – LA INFLUENCIA SANTIFICADORA Y CIVILIZADORA DE LA IGLESIA OPERA MARAVILLAS ............33
CAPÍTULO III ................................................................................................................................. 35
I – EL MUNDO ÁRABE – MAHOMA EL ISLAM – SU EXPANSIÓN ......................................................35
Los árabes antes del Islam................................................................................................. 35
La vida religiosa................................................................................................................. 35
Los reinos árabes................................................................................................................ 36
Mahoma ............................................................................................................................... 36
El Islam ................................................................................................................................ 38
La “familia” y la mujer en el Islam................................................................................... 38
El “cielo” de los musulmanes ............................................................................................ 39
Los preceptos del Islam...................................................................................................... 40
La Kaaba, ¿qué es?............................................................................................................. 41
Diferencias dogmáticas entre el Catolicismo y el Islam................................................. 41
Elementos judaicos en el Islam.......................................................................................... 41
El Corán y la Ley................................................................................................................. 42
Cismas dentro del Islam..................................................................................................... 42
El misticismo, y el esoterismo islámico: el sufismo ......................................................... 43
Daños que causó a la Iglesia Católica, la propagación del Islam................................ 43
II – LA INVASIÓN MUSULMANA A ESPAÑA.......................................................................................45
Antecedentes – Arrio y la Herejía arriana ....................................................................... 45
Decadencia Visigótica y San Isidoro de Sevilla.............................................................. 46
La Traición y la Invasión Islámica................................................................................... 46
Don Pelayo y Covadonga................................................................................................... 47
Mozárabes y mozarabismo – Condiciones de vida de los cristianos bajo el
Islam........................................................................................................................... 49
Batalla de Poitiers – Una batalla de una guerra religiosa ............................................ 53
CAPÍTULO IV.................................................................................................................................. 54
I – CARLOMAGNO...........................................................................................................................54
Su padre Pepino “El Breve” .............................................................................................. 54
Muerte de Pepino y comienzos del Reino de Carlos........................................................ 55
Carlos el conquistador – Italia ......................................................................................... 56
Sajonia................................................................................................................................. 57
Baviera................................................................................................................................. 58
España ................................................................................................................................. 58
En el país de los Avaros...................................................................................................... 59
Fronteras escandinavas y eslavas..................................................................................... 59
La “dilatatio Regni”.......................................................................................................... 60
Carlomagno, Emperador de Occidente............................................................................ 60
Carlomagno, el hombre ...................................................................................................... 61
Aachen (Aquisgrán)............................................................................................................ 61
La Diplomacia Carolingia y los Imperios Orientales .................................................... 62
Carlomagno, el Administrador.......................................................................................... 63
Funcionarios del Imperio Carolingio .............................................................................. 64

293
Índice – Europa Oriental: El Imperio Bizantino; los eslavos; los turcos - La toma de Constantinopla

Los “missi dominici”..........................................................................................................65


Los Plaids .............................................................................................................................65
La Iglesia en los tiempos carolingios................................................................................66
Vida económica y social .....................................................................................................67
Carlomagno, el restaurador de los estudios.....................................................................68
La reforma escolar ..............................................................................................................68
La Escuela Palatina y las escuelas eclesiásticas ..............................................................69
Muerte de Carlos – Extensión del Imperio.......................................................................70
II – SUCESIÓN DE CARLOMAGNO DESMEMBRAMIENTO DEL IMPERIO ..............................................71
El problema de la sucesión .................................................................................................71
Luis el Piadoso.....................................................................................................................71
La constitución de 817 .......................................................................................................72
Bernardo de Septimania y caída de Wala .........................................................................73
III – LECTURAS COMPLEMENTARIAS ..............................................................................................75
La luz carolingia atraviesa los siglos................................................................................75
El testamento de Carlomagno ............................................................................................76
CAPÍTULO V....................................................................................................................................78
I – NUEVAS INVASIONES .................................................................................................................78
Francia y Alemania .............................................................................................................78
Una nueva ola de invasores se desencadena sobre Europa............................................78
Los vikingos o normandos..................................................................................................79
El fin de los carolingios en Francia...................................................................................80
Advenimiento de los Capetos .............................................................................................80
II – SACRO IMPERIO ROMANO GERMÁNICO ...................................................................................80
La situación de Alemania bajo los últimos carolingios ..................................................80
Otón I, el Grande (936 – 973)............................................................................................81
San Wenceslao, rebelión en Bohemia ................................................................................82
Otón en Alemania................................................................................................................82
Otón en Italia.......................................................................................................................83
Otón Emperador – Creación del Sacro Imperio Romano Germánico...........................83
De Otón II a San Enrique...................................................................................................83
El cuerpo incorrupto de Carlomagno ...............................................................................84
San Enrique II (1002 – 1024) ............................................................................................84
III – LA SOCIEDAD FEUDAL DEL SIGLO IX AL SIGLO XIII...............................................................86
La realeza en la Sociedad Feudal ......................................................................................86
Innumerables cuerpos intermediarios entre el hombre medieval y el monarca
impiden un poder absoluto y centralizador ............................................................87
El Rey es el Padre del pueblo en la monarquía medieval .................................................88
“El pueblo no está hecho para el Príncipe, sino el Príncipe para el Pueblo” ...............88
El monarca medieval nunca toma una deliberación sin consultar a sus
vasallos .......................................................................................................................89
A) EL FEUDALISMO ........................................................................................................................90
Los orígenes de la sociedad feudal....................................................................................90
Inseguridad y búsqueda de protección .............................................................................90
El Principio Feudal – ¿Qué es el feudalismo? ..................................................................91
Vasallaje, relación siempre personal – Amor de los medievales por las
ceremonias y los gestos simbólicos..........................................................................92
Feudo – Diversas formas de posesión de los bienes – Vasallajes múltiples ..................93
Derechos y obligaciones feudales ......................................................................................94
Diferencias en el proceso de feudalización ......................................................................95
Los capetos y la feudalidad ................................................................................................96

294
B) LA FAMILIA EN LA SOCIEDAD FEUDAL........................................................................................96
La Nobleza en la Sociedad Feudal .................................................................................. 101
LA VIDA RURAL Y LA VIDA URBANA EN LA SOCIEDAD FEUDAL.......................................................103
a) La vida rural................................................................................................................. 103
¿Fue objeto de desprecio el campesino? ........................................................................ 105
b) La vida urbana, la ciudad, la burguesía, las corporaciones de oficios... ............... 106
Oficios y corporaciones, su jerarquía, su autonomía, sus leyes, sus
costumbres, sus fiestas ........................................................................................... 107
Un hecho pintoresco......................................................................................................... 109
CAPÍTULO VI LA IGLESIA EN LA EDAD MEDIA ............................................................ 111
Sociedad Espiritual y Sociedad Temporal profundamente entrelazadas ................... 111
La Iglesia protege la civilización durante las invasiones............................................ 111
Carlomagno: el altar y el trono ....................................................................................... 112
Influencia benéfica de la Iglesia en la sociedad civil.................................................... 112
La Iglesia cambia la justicia pagana por la cristiana ................................................. 113
La lucha contra la herejía no es sólo de la Iglesia sino de la sociedad
temporal también .................................................................................................... 114
La Iglesia un Estado sin fronteras, dentro de la sociedad medieval........................... 115
La cabeza de la Iglesia: el Papado.................................................................................. 116
Los Concilios Ecuménicos ............................................................................................... 117
Obispos y Diócesis............................................................................................................ 117
Párrocos y Parroquias ..................................................................................................... 118
Los “Regulares” ............................................................................................................... 118
La Iglesia de la Edad Media y la Santidad .................................................................... 120
La Fe y algunos rasgos de la Religión Medieval ........................................................... 122
Octavo pecado capital: la tristeza... ............................................................................... 123
Cuatro rasgos de la fe medieval...................................................................................... 123
La predicación .................................................................................................................. 127
¿Cómo vivía espiritualmente el fiel de la Edad Media? ............................................... 128
Consagración de la Existencia cotidiana...................................................................... 129
La Liturgia, espectáculo sagrado, hacía más presente a Dios, que el más
erudito tratado y que el mejor sermón.................................................................. 130
Las peregrinaciones ......................................................................................................... 131
Autoridad y armas de la Iglesia...................................................................................... 132
La Fe cristiana, base de todo .......................................................................................... 134
San Bernardo de Claraval, el portavoz de Dios ............................................................ 135
Un monje que influencia a la Iglesia y la sociedad....................................................... 136
Escritor prolífico .............................................................................................................. 136
San Bernardo imagen viva de un Cristianismo viril y combativo............................... 137
Muerte de San Bernardo .................................................................................................. 137
San Gregorio VII, el gran Pontífice de la Edad Media ................................................ 138
De familia humilde............................................................................................................ 139
Lucha para reformar al clero y la sociedad ................................................................... 140
Inocencio III ..................................................................................................................... 142
Un soplo de gracias después de San Gregorio VIII ..................................................... 144
LAS ÓRDENES MENDICANTES SAN FRANCISCO Y SANTO DOMINGO ............................................146
San Francisco de Asís – Un sueño premonitorio .......................................................... 146
De familia burguesa y acomodada.................................................................................. 147
Su conversión .................................................................................................................... 147
Ruptura con su familia..................................................................................................... 148
Francisco y sus místicas nupcias con la pobreza evangélica....................................... 148

295
Índice – Europa Oriental: El Imperio Bizantino; los eslavos; los turcos - La toma de Constantinopla

Pobreza y predicación del Evangelio ............................................................................. 148


Santa Clara y la “Orden de las Pobres Damas” ........................................................... 149
La Orden Tercera franciscana........................................................................................ 149
Expansión de la obra y cruces......................................................................................... 149
Unión mística con Nuestro Señor................................................................................... 150
Santo Domingo de Guzmán, fundador de los predicadores: una orden
eminentemente mariana......................................................................................... 150
El sur de Francia arrasado por la herejía cátara......................................................... 151
Domingo un hidalgo castellano ...................................................................................... 151
Un místico activo.............................................................................................................. 152
En los grandes centros intelectuales, y en las plazas y mercados................................ 153
Encuentro en Roma con San Francisco de Asís ............................................................ 154
Un fundador como pocos en la Historia........................................................................ 154
La orden tercera dominica .............................................................................................. 155
Muerte de Santo Domingo............................................................................................... 155
Fue a Santo Domingo a quien Nuestra Señora entregó el Rosario............................ 156
Importancia de las Órdenes Mendicantes ..................................................................... 156
LA IGLESIA Y EL ESTADO: LA QUERELLA DE LAS INVESTIDURAS...................................................156
San Gregorio VII renueva los decretos contra la simonía y el concubinato de
los sacerdotes.......................................................................................................... 157
Enrique IV se insurge contra el Papa ............................................................................ 157
Soberbia del Emperador .................................................................................................. 158
Enrique IV, vestido de penitente, se presenta en Canosa ............................................ 159
Victoria post mortem de San Gregorio VII................................................................... 162
Triunfo de la Doctrina Católica ..................................................................................... 162
LA IGLESIA Y LA VIDA INTELECTUAL EN LA EDAD MEDIA .............................................................164
Bibliotecas y copistas....................................................................................................... 164
Escuelas parroquiales, monásticas y catedralicias ...................................................... 165
La Universidad: “lámpara resplandeciente” de la Edad Media................................. 166
La escolástica ................................................................................................................... 167
San Buenaventura ............................................................................................................ 168
Santo Tomás de Aquino: el apogeo de la Escolástica .................................................. 170
La Suma Teológica ........................................................................................................... 171
El “tomismo” es una Filosofía y una Teología.............................................................. 172
LAS HEREJÍAS EN LA EDAD MEDIA ...............................................................................................173
La herejía cátara: un grave peligro para la Cristiandad – Orígenes ........................ 174
El catarismo – Su doctrina.............................................................................................. 175
El mediodía de Francia, presa de la herejía .................................................................. 177
La Cruzada contra los cátaros ....................................................................................... 178
Toma de Béziers y pasada a cuchillo de la población................................................... 179
Simón de Montfort toma el comando de la Cruzada .................................................... 180
La batalla de Muret .......................................................................................................... 180
LA INQUISICIÓN ...........................................................................................................................182
CAPÍTULO VII LOS GRANDES REINOS CRISTIANOS DEL SIGLO X AL XIII........ 184
ALEMANIA, SACRO IMPERIO.........................................................................................................184
La dinastía suaba, Federico Barbarroja........................................................................ 184
Güelfos y gibelinos... ........................................................................................................ 185
Arnaldo de Brescia, un revolucionario .......................................................................... 186
Federico Barbarroja, sus desavenencias con la Santa Sede........................................ 186
Resistencias en Italia al Emperador .............................................................................. 188
Alejandro III ..................................................................................................................... 188

296
La batalla de Legnano asegura la primacía pontificia sobre el Imperio ................... 188
Las querellas de los Papas con los Hohenstaufen ......................................................... 189
La anarquía en Alemania................................................................................................. 189
FRANCIA; LOS REYES CAPETOS ....................................................................................................190
Felipe Augusto................................................................................................................... 190
Felipe Augusto desafía a la Iglesia................................................................................. 192
Escándalo del Rey y severidad de Inocencio III............................................................ 192
Muerte de Felipe Augusto y Luis VIII ............................................................................ 194
San Luis Rey de Francia: Gloria de la Edad Media...................................................... 194
PEQUEÑOS HECHOS EN LA VIDA DE SAN LUIS ................................................................................197
¿La lepra o el pecado mortal? ......................................................................................... 197
Justicia en el “Bois de Vincennes”................................................................................. 198
San Luis, el Rey justo........................................................................................................ 198
San Luis esposo y padre modelo ..................................................................................... 199
Caridad de San Luis......................................................................................................... 200
San Luis el Caballero y el Cruzado ................................................................................. 200
INGLATERRA – LA CONQUISTA – LA GRAN CARTA .....................................................................202
Inglaterra antes de la conquista normanda .................................................................. 202
La conquista normanda ................................................................................................... 203
Organización de la Conquista ........................................................................................ 203
Los Plantagenets............................................................................................................... 204
La Carta Magna ............................................................................................................... 204
Enrique III, los Estatutos de Oxford .............................................................................. 204
El Parlamento.................................................................................................................... 205
ESPAÑA MEDIEVAL – LA RECONQUISTA ......................................................................................205
Marcha de la Reconquista y formación de los Reinos Cristianos............................... 206
La Reconquista ................................................................................................................. 206
Toma de Toledo................................................................................................................. 207
Los Almorávides................................................................................................................ 207
El Cid Campeador ............................................................................................................ 208
Las Navas de Tolosa......................................................................................................... 209
Extensión de los Reinos de Aragón y Castilla................................................................ 209
San Fernando III de Castilla: el brazo e invencible de la Cristiandad ...................... 209
Luchas de San Fernando con su padre........................................................................... 210
Doña Beatriz de Suabia, esposa de San Fernando ....................................................... 211
San Fernando armado caballero..................................................................................... 212
La Boda Real ..................................................................................................................... 213
San Fernando proclama la lucha contra el Islam.......................................................... 213
San Fernando Rey de León .............................................................................................. 215
CONTINÚA LA CRUZADA CONTRA LOS MOROS ..............................................................................216
“¡Machuca Vargas!, ¡Machuca!” ................................................................................... 216
Reconquista de Córdoba.................................................................................................. 217
Segundas nupcias de San Fernando con Doña Juana de Ponthieu ............................ 218
El resto de su vida en Andalucía... .................................................................................. 219
Toma de Jaén..................................................................................................................... 219
Conquista de Sevilla, última perla en la Corona del Rey Santo................................... 220
Muerte del glorioso San Fernando ................................................................................. 221
La Cristiandad.................................................................................................................. 222
CAPÍTULO VIII LAS CRUZADAS – LA CABALLERÍA LAS ÓRDENES MILITARES223
I – LAS CRUZADAS .......................................................................................................................223
Una Causa Religiosa – Un soplo del Espíritu Santo .................................................... 223

297
Índice – Europa Oriental: El Imperio Bizantino; los eslavos; los turcos - La toma de Constantinopla

Primera Cruzada .............................................................................................................. 225


Sitio y conquista de Jerusalén ........................................................................................ 228
Una visión de Godofredo en medio del combate exalta el ánimo de los
Cruzados.................................................................................................................. 228
Reino Franco de Jerusalén .............................................................................................. 229
Oración de un Cruzado antes de morir ......................................................................... 229
Una victoria gloriosa, la de Balduino IV, adolescente y leproso sobre
Saladino................................................................................................................... 230
Las otras Cruzadas .......................................................................................................... 231
Las Cruzadas de un Santo............................................................................................... 231
San Luis negocia con los mogoles .................................................................................. 232
Desembarco de San Luis y toma de Damieta ................................................................ 232
Imprudencia de Roberto de Artois y desastre de Mansurah........................................ 232
Prisión de San Luis y del resto de su ejército................................................................ 233
II – LAS ÓRDENES MILITARES .....................................................................................................234
Los Templarios ................................................................................................................. 234
Los Hospitalarios de San Juan ....................................................................................... 235
La Orden Teutónica ......................................................................................................... 236
En España y Portugal....................................................................................................... 236
III – LA CABALLERÍA ...................................................................................................................237
CAPÍTULO IX LOS GRANDES MONUMENTOS MEDIEVALES: LAS CATEDRALES238
Las Catedrales y los templos tuvieron que ser grandes por el entusiasmo de
los fieles y el deseo de dar a Dios una morada digna de Él ............................... 239
El gótico se expandió velozmente por Europa............................................................... 240
Construir para Dios......................................................................................................... 240
En la construcción de las catedrales intervenía todo el pueblo................................... 241
Trabajo en silencio y en oración..................................................................................... 241
¿Cómo se conseguían los donativos para la construcción de las Iglesias?............... 242
Las manos que hicieron las catedrales .......................................................................... 242
El románico, un estilo para la meditación..................................................................... 243
El gótico: el ímpetu del alma hacía Dios........................................................................ 244
¿Donde surgió el primer cruce de ojivas? ..................................................................... 245
La piedra y el color........................................................................................................... 245
La Catedral, “Casa del Pueblo” y Catecismo en Piedra.............................................. 246
CAPÍTULO X EL ANOCHECER DE LA EDAD MEDIA..................................................... 249
¿Cuál fue la causa de este ocaso?................................................................................... 249
Una intensa y dolorosa fermentación – Menos llama y menos fervor ........................ 249
El arte se hace más terreno y humano............................................................................ 252
Renacimiento del Derecho romano – Crece la influencia de los “legistas” .............. 252
La Cristiandad se resquebraja... .................................................................................... 253
Surgen los “nacionalismos” ........................................................................................... 253
Se atenta contra la primacía de la Iglesia en el Orden Temporal............................... 254
Felipe el Hermoso, un gibelino coronado... ................................................................... 255
Los impuestos; nacen los “Estados Generales” en Francia........................................ 256
Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso................................................................................ 257
El atentado de Anagni – Muerte de Bonifacio VIII...................................................... 262
La tragedia de los Templarios ........................................................................................ 264
Una campaña de opinión... ............................................................................................. 264
Fama de banqueros con muchos deudores .................................................................... 264
El Papado en Aviñón ........................................................................................................ 266

298
Clemente V, un moderado... ............................................................................................. 267
Juan XXII, el exilio de Aviñón se eterniza...................................................................... 268
Cuando se hizo noche en la Edad Media ....................................................................... 269
Triste situación del Reino Cristianísimo en el momento en que Dios suscitó a
Santa Juana de Arco............................................................................................... 271
La Doncella salva Orleáns ............................................................................................... 272
Santa Juana de Arco lleva a Carlos VII a Reims para ser consagrado ...................... 272
Ataque a París................................................................................................................... 273
Cae prisionera .................................................................................................................. 273
Un proceso inicuo de brujería y herejía......................................................................... 273
“¡Las voces no mintieron!...” .......................................................................................... 274
Fin de la guerra de cien años .......................................................................................... 274
EUROPA A FINES DEL SIGLO XV ...................................................................................................275
Inglaterra .......................................................................................................................... 275
Francia............................................................................................................................... 275
España ............................................................................................................................... 276
Formación de la unidad española................................................................................... 277
EUROPA CENTRAL........................................................................................................................277
Alemania............................................................................................................................ 277
La “Bula de Oro” ............................................................................................................. 278
Las Ciudades Libres – La liga hanseática..................................................................... 278
La confederación Suiza.................................................................................................... 279
Italia................................................................................................................................... 279
Florencia............................................................................................................................ 279
Venecia............................................................................................................................... 280
EUROPA ORIENTAL: EL IMPERIO BIZANTINO; LOS ESLAVOS; LOS TURCOS - LA TOMA DE
CONSTANTINOPLA ........................................................................................................................280
El Impero Bizantino ......................................................................................................... 280
Los eslavos......................................................................................................................... 281
Los búlgaros ...................................................................................................................... 281
Los Magiares..................................................................................................................... 281
Los turcos .......................................................................................................................... 282
La Conquista de la Península de los Balcanes............................................................... 282
La caída de Constantinopla ............................................................................................ 282
BIBLIOGRAFÍA............................................................................................................................ 284

ÍNDICE ............................................................................................................................................ 286

299

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