Dulces Historias Amargos Relatos

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Dulces historias, amar-

gos relatos
Alfonso Ca-
rrasquer
Para Juan y Jesús.
Y para ella, por su paciencia.
Indice

I. Ante Diem IV Nones SextiIias 9

II. La cueva de los deseos 21

III. Ante Diem IV Nones Sextilias 33

IV. El regreso 40

V. Ante Diem III Nones Sextilias 61

VI. El secreto de Julián 69

VII. Pridie Nones Sextilias 80

VIII. Huida hacia ninguna parte 85

IX. Ante Diem VI Ides Sextilias 113

X. Tiempo de desamor 123

XI. Pridie Ides Sextilias 135


XII. La memoria perdida 138

XIII. El último hispano 154


Ilerda, 73 a.C.

Ante Diem IV Nones Sextilias

Cuando Quinto Sertorio inició su camino aquella maña-


na, no podía imaginar qué incierto futuro le reservaba el des-
tino.
Bajo un sol de justicia y acompañado por apenas tres
decurias, cruzó el río y avanzó entre los campos de cebada que
rodeaban la muralla ilerdense. La llanura despertaba ante él
desnudando sus tallos a manos de disciplinadas hoces. Los
campesinos, al advertir la presencia de la comitiva imperial, ce-

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saron por un instante en sus tareas, admirados por el fulgor que
desprendían corazas, escudos y caballerías.
Tras varios días de inciertas negociaciones, Sertorio ha-
bía logrado sellar un importante pacto con los ilergetes, la tribu
dominante en aquella región. Ese acuerdo reforzaba su hege-
monía sobre las ciudades que todavía conservaba bajo su po-
der. Con el valioso documento en sus manos, pretendía llegar a
Osca esa misma noche. Aunque el camino era largo y tedioso
Quinto trataba de distraer el ánimo creando cábalas sobre un
futuro tan esperanzador como incierto. Muy pronto, la nueva
promoción de fieles magistrados iniciaría su andadura en el fla-
mante Senado oscense, símbolo de la ciudad. Se enorgullecía
asimismo de sus aguerridos soldados hispanos, capaces de ha-
cer frente a cualquier centuria enemiga que se pusiera por de-
lante. Sin embargo, rememoraba las trágicas noticias que llega-
ban desde la costa, temiendo que la insigne Tarraco, una de las
ciudades aliadas, hubiese sido pasto de las legiones de Pompe-
yo.
Con el tiempo, Sertorio se había convertido en el mayor
enemigo de la República. Tras las sangrientas luchas entre las
facciones populares y optimates por alcanzar el poder, Roma se
arrodillaba ante la tiranía del despiadado Sila. Sertorio, fiel a la
causa popular, había sido tachado como un rebelde. Sin duda,
su antiguo nombramiento como pretor era un nefasto recuerdo
que se agitaba sobre la conciencia del tirano. De manera invo-
luntaria, Sila había dejado germinar una semilla que amenaza-
ba con quebrantar la integridad de Roma. El mismo hombre al

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que ordenó aplastar a los íberos, había jurado ahora librar a
Hispania de aquella opresión.
Ausetanos, vascones, lusitanos y otras tantas tribus
veían en Sertorio a su verdadero libertador; un general de talen-
to, lleno de arrojo y generoso con sus soldados, a quienes no
dudaba en repartir todo el botín sin quedarse nada a cambio.
Experto en la guerra irregular, a la que sacaba el máximo pro-
vecho, atacaba las rutas de abastecimientos enemigos y hosti-
gaba sus campamentos, para después ocultar sus tropas en te-
rrenos escarpados y de difícil acceso. Ese modo de vida reque-
ría de grandes sacrificios; sus hombres tenían que hacer largas
y penosas marchas, con escasos víveres y durmiendo siempre a
la intemperie. Pero el carisma que mostraba ante sus soldados,
lograba que éstos soportaran gustosos todas aquellas penalida-
des.
Acechado por sus enemigos, había establecido su frágil
gobierno al norte de la Hispania Citerior y hecho a Osca su ca-
pital. Aunque amaba aquellas tierras, nunca dejó de sentirse ro-
mano. Evocaba todavía a su antigua patria, donde el recuerdo
de una madre a quien idolatraba, le sumía con frecuencia en
una profunda y amarga tristeza. Una pesadumbre que se agravó
cuando, desesperado, quiso pactar con Sila una paz duradera. A
cambio, él regresaría pacíficamente a Nursia, la ciudad que le
vio nacer. Pero aquel pactó naufragó cuando el Senado de
Roma cursó un decreto donde se le señalaba oficialmente como
un proscrito. Sus enemigos habían llegado a ofrecer una recom-
pensa de cien talentos de plata y veinte yugadas de tierra a todo
aquél que pudiera darle muerte. Para más inri, su afamado

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ejército que había llegado a contar con más de 40.000 soldados,
empezaba a debilitarse, en un territorio cada vez más asediado
por las centurias enemigas.
La noche anterior tuvo un mal presentimiento. Un sue-
ño extraño donde se veía sumergido bajo las aguas de Aque-
ronte; la pesadilla que anunciaba el final de sus días. Por pri-
mera vez, después de tantos años de lucha, tuvo miedo a la
muerte. Aquella misma mañana, cambió sus planes y decidió
apartarse de la vía que atravesaba Tolus y Pertusa. Recorrería
más de cuarenta leguas hacia el norte por caminos secundarios
y poco transitados, evitando de ese modo ataques rebeldes que
pudieran entorpecer su camino o quitarle la vida. Confiaba en
su valiosa experiencia militar y pensó que aquella nueva ruta
podría protegerle de cualquier peligro.

A aquellas horas de la tarde, el calor que desprendía


Vulcano se hacía insoportable. Para muchos de los soldados no
era grato internarse por aquellos caminos tan desconocidos. La
comitiva se adentraba en el valle del Cinga, donde la quebrada
llanura ardía bajo sus pies, al tiempo que unas nubes sigilosas
planeaban sobre sus cabezas, presagiando, tal vez, una gran tor-
menta. El mes de sextilis era especialmente variable en aquella
región y eso lo sabía muy bien el joven Atulo, buen conocedor
de aquellas tierras. Hijo de la Iacetania y esclavo por la gracia
de Roma, Atulo no conocía otra vida que la de servir a los de-
más. Cuando apenas contaba diez años fue vendido al caudillo
por seis denarios de plata, aunque muy pronto triplicó su valor,
mostrando a todos una gran agudeza. Poseía además un don es-

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pecial para olfatear los peligros que, a menudo, se cernían so-
bre la cabeza de su amo. Servil y obediente, logró muy pronto
el afecto de Sertorio, hasta tal punto que en una ocasión, éste le
ofreció la posibilidad de ser un liberto. Atulo tomó entonces
una importante decisión: seguiría bajo las órdenes de su señor
hasta la muerte. El caudillo, agradecido, hizo muestras de su
gran generosidad y le nombró su consejero personal.
De repente, el cielo retumbó por primera vez. Enmude-
ció el sonido de las aves y tiñó el horizonte de enormes man-
chas grises. Atulo arrugó la frente con preocupado gesto y ad-
virtió a su señor:
— Mi caudillo, debemos protegernos. Los dioses augu-
ran una incierta tempestad.
— ¿Acaso no auguran mis enemigos algo peor? — res-
pondió Sertorio— Desconfío de ellos más que de una simple
tormenta.
— En esta época del año, el agua torna en piedra con
endiablada rapidez. Tal vez un breve descanso nos proteja de la
furia de Eolo.
— ¿Y retrasar nuestra misión? ¡Imposible! Pretendo
cruzar la muralla de Osca antes de la décima. La noche es un
buen refugio para aquellos que pretenden acabar con mi vida.
Es de vital importancia que el documento sellado por Ansón
llegue a manos de mis generales.
— Mi señor, algunos creen que sois la reencarnación
del mismísimo Viriato.
— He oído hablar mucho de ese guerrero. ¿Tan cierto
es lo que cuentan de él?

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— Viriato fue un gran ejemplo de entrega y coraje para
muchas de las tribus que conocéis. Tan sólo la traición de sus
generales pudo acabar con su vida.
— ¿Pretendes acaso que muera yo también para salvar a
Hispania?
— No anunciéis falsos designios, señor. Si así sucedie-
se, yo sería el primero en perecer a vuestro lado.
En aquel instante, Sertorio sintió un agudo y amargo es-
calofrío. Pensó, tal vez, que la fuerza de Helios había debilita-
do su cuerpo. Ante él, un extenso bosque de encinas anclaba
sus poderosas raíces sobre un tapiz de ardientes rocas.
— ¿Quién habita por estos lugares? —preguntó enton-
ces a Atulo.
— Tal vez nadie. Son muy pocos los que se aventuran a
vivir en esta región.
— Resulta bien extraño ¿Conoces acaso el motivo?
— Algo sé. Según he oído murmurar, estas tierras per-
tenecen al dominio de las terribles lamias.
— ¿Lamias? Curioso nombre para una tribu…
— Mi señor, las lamias no pertenecen a este mundo. Se-
gún contaban mis antepasados, son los verdaderos espíritus de
nuestros ancestros; de héroes como Indíbil o Viriato; almas que
vagan todavía por estos lugares. A menudo, sorprenden a los
indígenas con sus apariciones y aterrorizan a aquellos que se
atreven a truncar su sosiego.
— Me parecen absurdas todas esas leyendas. Mis úni-
cos temores son las falcatas de mis enemigos.

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En aquel instante, la lluvia hizo su repentina aparición.
Muy pronto, el asfixiante polvo del camino se había transfor-
mado en alfombras de barro, dificultando la marcha de la comi-
tiva. Sertorio, a su pesar, siguió el consejo de su fiel Atulo y
con un acostumbrado gesto ordenó un merecido descanso a sus
soldados. Los más avispados se cobijaron bajo unas rocas
mientras esperaban el final de la tormenta. El caudillo miró al
cielo con el rostro amargo, lamentando el retraso que aquella
inoportuna lluvia podía causarles.
Fue entonces cuando sucedió algo imprevisto. ¿O tal
vez no? Bajo el adverso influjo de Tisífone, el caballo de Serto-
rio rompió la soga que le amarraba a un árbol. Asustado por el
retumbar de los primeros truenos, el animal se encabritó y ele-
vó sus pezuñas sin dirección precisa, alertado de que algo fu-
nesto podría suceder.
— ¿Qué le pasa a esa bestia? —preguntó el caudillo,
ante la atónita expresión de su consejero.
— Lo desconozco, mi señor —respondió éste—. Tal
vez la tormenta haya alterado su sosiego. Trataremos de apaci-
guarlo cuanto antes.
Atulo ordenó entonces a Marcelo, uno de los soldados,
que fuera él a resolver tan ingrata tarea. El decurión avanzó ha-
cia el caballo lentamente, poco convencido de poder solventar
la situación. Fue entonces cuando el animal se enfureció toda-
vía más y echó a trotar hacia el interior del bosque.
Malhumorado, Sertorio dudó un instante antes de echar
a correr tras él.

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— ¡Señor, no vayáis ahora! —exclamó Atulo con cierta
inquietud—. La lluvia puede arreciar en cualquier momento.
Enviaremos a Marcelo en busca de vuestro caballo.
Sertorio no quiso escuchar los consejos de su disciplina-
do asistente y se internó entre la maleza a gran velocidad. Du-
rante un breve instante, oyó a la bestia trotar por un sendero
que no parecía tener fin. La espesura del bosque aumentaba a
cada paso, al tiempo que un inquietante silencio se apoderaba
de aquel lugar, truncado solamente por el crujir de las ramas
que se aplastaban bajo sus pies.
Al advertir que su acción resultaba estéril, quiso reto-
mar el camino de vuelta. Sin embargo y ante su asombro, vio
que la senda había desaparecido; se había literalmente esfuma-
do. Le extrañó mucho no poder hallar una salida en aquel bos-
que, pues siempre había presumido de poseer gran olfato. Atur-
dido, llamó a sus soldados con desesperados e inútiles gritos de
auxilio; todo fue en vano.

Al caer la noche se hallaba exhausto. Los tonos del atar-


decer habían mudado en mantos húmedos y oscuros, desfigu-
rando el aspecto de aquel lugar. Agazapado entre la maleza,
maldijo no llevar encima una buena capa que pudiera, al me-
nos, protegerle de la lluvia. Extrañó también su espada, sin la
cual se sentía indefenso en aquel inhóspito bosque.
Abatido y calado hasta los huesos, decidió reposar sus
costillas bajo el abrigo de unas rocas que parecían ser madri-
guera de alguna alimaña. Cuando fue a recostarse sobre la hu-
medecida tierra, creyó ver un extraño resplandor entre los ar-

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bustos. Recordó entonces a sus soldados y pensó, sin duda, que
éstos habrían iniciado al fin su búsqueda. Sin embargo, observó
que aquella luz procedía del interior de una covacha que pare-
cía camuflarse entre la maleza. Apartando la hojarasca con los
pies decidió averiguar el origen de tan misterioso brillo. Mien-
tras se acercaba, sigiloso, acudieron a su mente las temibles la-
mias, aquellos seres espantosos que Atulo había nombrado con
tanta inquietud. Cuando más intranquilo se hallaba, una repen-
tina voz susurró a sus espaldas:
— Puedes entrar, amigo…
Asustado, Sertorio giró su cuerpo y trató de revolverse
con un furioso ademán, erizando su piel para hacer frente al
miedo. Sin embargo, sus puños se paralizaron al ver ante sus
narices a un diminuto y encorvado anciano. Protegido con una
gruesa piel, sus manos sostenían, entre cientos de arrugas, una
pequeña lámpara de aceite. De cuerpo frágil y alargados cabe-
llos blancos, su mirada transmitía cierta confianza y su aspecto
nada tenía que ver con brujas o espantos que Sertorio hubiera
imaginado.
— Nada has de temer ante un viejo eremita —dijo en-
tonces—. Cobíjate en mi cueva hasta que cese la tormenta.
Sertorio arrinconó al instante todos sus temores al ver
que aquel anciano no podía hacerle ningún daño. Confundido y
sin soltar palabra, asintió con un gesto que pretendía ser ama-
ble y ambos penetraron en la cueva.
En su interior, una estrecha y sinuosa galería conducía
hasta el centro de la gruta. Nadie hubiese imaginado tanto es-
pacio viendo el pequeño hueco que servía de entrada. Una

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enorme sala dio la bienvenida a los recién llegados. Al fondo,
un acogedor fuego crepitaba con fuerza desvaneciendo la pe-
numbra inicial. A ambos lados, se apilaban cientos de vasijas,
tarros y tinajas sobre los que colgaban diminutos ídolos de ba-
rro. Una sencilla ara de piedra, situada en el centro, daba al lu-
gar un aspecto ciertamente tenebroso.
Al ver todas aquellas piezas hábilmente decoradas, el
caudillo se estremeció. Recordó por un instante sus días de in-
fancia, cuando jugaba a ser un héroe correteando por los mer-
cados de Nursia. Sin embargo, lo más sorprendente de aquel lu-
gar era la fragancia que emanaba de sus paredes. Una mezcla
de romero y miel penetraba en sus sentidos como un erótico
bálsamo, aliviando por momentos su denotada fatiga. Tras tan-
tos y largos años sin tregua, su espíritu no había logrado aún
hallar la paz y el descanso necesarios. Sobre su piel se enquis-
taban todavía las huellas del miedo y las heridas de la descon-
fianza.
El anciano adivinó la excitación en el rostro del joven y
le ofreció algo de sustento. Tras la ingesta de una copiosa ra-
ción de legumbres y unas deliciosas moras, ambos se acomoda-
ron sobre gélidas losas a modo de asiento, sosteniendo entre
sus manos dos generosas tazas de aguardiente. El eremita hizo
honor a su papel de anfitrión y realizó las obligadas presenta-
ciones.
— Mi nombre es Balkar y soy hijo de la Turdetania, si
bien ha tiempo que estos bosques me acogieron como a un her-
mano. ¿Quién eres y a qué debo tu visita, extranjero?

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Sertorio no quiso revelar al anciano su verdadera identi-
dad. Supuso, sin duda, que éste le tomaría por un chiflado. En
consecuencia, se presentó ante él como un simple liberto que
había extraviado el caballo de su amo a causa de la inesperada
tormenta. Balkar, con un fingido gesto de aprobación, sospechó
al instante que aquellas palabras no eran del todo sinceras.
— Por tu modo de hablar —dijo, con cierta aflicción—
no pareces ser quien dices, mas debo creerte. Como puedes
apreciar, sencillo es mi hogar como tediosa es mi existencia.
Con los primeros brillos del amanecer, acudo puntualmente
hasta la planicie que rodea este bosque, en un lugar soleado y
cercano al río. Con gran paciencia y dedicación, cuido de unos
panales que allí se hallan, esperando la llegada de los primeros
fríos para recolectar su preciado néctar, tarea que no debe des-
cuidarse nunca. Al declinar el día, regreso de nuevo a esta cue-
va y almaceno la miel en pequeños recipientes.
El anciano mojó sus labios con el ardiente licor y siguió
hablando con gran parsimonia.
— Ser mielero no resulta ser tarea grata. Recluido en
este bosque, no hallo ocasión de conversar con demasiados vi-
sitantes. Solum, el poblado más cercano donde acudo a vender
la miel, asemeja ser un desierto. Sus gentes exhiben modales
groseros y hacen gala de una terrible ignorancia. En cambio, tú
no pareces ser como ellos. Por tus gestos y apariencia, advierto
en ti a un hombre cultivado y honesto. No suelo errar en mis
apreciaciones, aunque lamentaría haberlo hecho en esta oca-
sión.

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Sutilmente adulado, Sertorio quiso seguir el hilo de la
conversación. Su voz carraspeó un par de veces antes de ha-
blar.
— Agradezco tus halagos y atenciones, anciano. Aun-
que, por tus palabras, intuyo que es mi compañía el precio a pa-
gar a cambio de tu tan preciada hospitalidad.
— Pareces un joven avispado —replicó Balkar, con
cierta ironía—. Créeme si te digo que no es ése mi propósito.
Soy hospitalario por naturaleza y ya desde muy joven aprendí a
compartir lo poco que poseo. Mi memoria es, tal vez, otra de
las pocas virtudes que aún conservo intactas. A menudo, suelo
recordar las leyendas que contaban mis antepasados en la calu-
rosas noches de Híspalis; relatos que endulzan mi vida y la de
aquellos que beben de mis palabras. Tú podrías ser uno de esos
pocos afortunados.
Sertorio accedió a escuchar alguna de aquellas historias
presumiendo que, al menos, podrían ayudarle a conciliar el
sueño. Al calor de las primeras palabras, adivinó que el relato
iba a resultar mucho más entretenido de lo que imaginaba.

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LA CUEVA DE LOS DESEOS

Suelves, undécimo mes del año 1128 d.C.

El invierno se anunciaba muy crudo en las inmediacio-


nes de Suelves. A aquellas horas de la tarde, la taberna era el
único resquicio de luz que mostraba la calle. El sol había mu-
dado su manto y dejaba paso a una escarcha ansiosa por per-
noctar en la aldea.
Sentado en un taburete, Pedro permanecía en silencio
con cara de pocos amigos. Inmóvil frente a una jarra de clarete
y con los codos apoyados sobre la mesa, su rostro reflejaba la
angustia y el desamparo. Ni tan siquiera la sombra de Faustino,

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el mesonero, hacía mención de estar presente, distraído como
de costumbre en sus cuentas.
Un brusco golpe despertó a Pedro de su letargo e hizo
vibrar el cristal de su vaso. Por la desvencijada puerta apareció
Joseph que, con fuertes y airados resoplidos, trataba de expul-
sar el demoníaco helor de su cuerpo. Por fin un espíritu amigo
con quien conversar y expiar las penas, pensó Pedro.
Sin quitarse la capa, el recién llegado reclamó un vaso a
Faustino, considerando que sería buen asunto compartir algo de
vino de la jarra de su amigo. El mesonero, enfurruñado como
todos los días del año, sugirió a sus clientes darse buena prisa y
evitar extensas charlas, pues la noche estaba por llegar y no era
conveniente importunarla.
— Como no despabiléis —dijo— se os va a congelar el
vino en las jarras. Aun sabiendo que a ninguno de vosotros es-
pera dueña, clavaré pronto el cerrojo, pues la mía reclama en
casa algo de lumbre.
— No me importaría quedarme aquí a dormir si eso
ayudara a consolar mis penas —comentó Pedro, en voz baja, a
su recién llegado amigo.
— ¿Qué mal pensamiento te abate? —Preguntó Joseph,
extrañado al escuchar aquel lamento de los labios de Pedro—.
¿Son deudas tal vez?
— Mucho peor amigo mío. Hace ya varios días que una
gran pesadumbre se apodera de mí, negándome el sueño.
— Explícate mejor, que a estas horas de la tarde no es-
toy yo para charadas.

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— Ya conoces la pasión que siento por Isabel, la hija
del herrero. Tras varios y vanos escarceos, su padre ha accedi-
do al fin a entregarme a su hija, estando cercana la fecha de
nuestra boda.
— Tus palabras me confunden —interrumpió Joseph,
alzando la voz con escasa discreción—. ¿Es acaso el desamor
la razón de tu amargura?
— Todo lo contrario mi escandaloso amigo. No hallaría
en este mundo mujer más hermosa y obediente.
— Acaba entonces tu historia, que la fatiga y el frío
adormecen mis sentidos.
— Mi amor hacia Isabel es puro y verdadero, mas esta
dicha no es completa. Dios nos ha hecho siervos de nuestro
amo debiendo atender de este modo a obligaciones de escasa
honra. La misma noche de los esponsales, como es necia cos-
tumbre en ésta y otras tantas aldeas, mi esposa será mancillada
por el señor que nos gobierna, perdiendo de ese modo su tan
preciada virtud. Es por ello que me hallo en este estado, aver-
gonzado ante tamaña humillación.
Joseph deslizó la mirada. Discurrió sobre el conflicto
que tanto amortecía el ánimo de su confidente, buscando entre
aquellas paredes algo que no existía. Con gran parsimonia, co-
gió su vaso y alivió el gaznate con un discreto trago de vino.
De repente, se reclinó sobre el taburete y agarró de sopetón los
hombros de su amigo.
— Yo puedo ayudarte y evitar esta amarga ofensa —ex-
clamó, al tiempo que golpeaba con rabia la mugrienta mesa,
llamando la atención de los otros clientes.

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— ¿Tú, un simple mielero, osarás enfrentarte al podero-
so señor de Suelves?
— Debes creer en mis palabras y aguzar el oído (bajó la
voz). El mismo día de tu casamiento y poco antes de concluir
el acostumbrado banquete, Isabel y tú marcharéis del festín sin
ser vistos, bajo alguna capa o pellejo que oculte vuestros ros-
tros. Os llegaréis entonces hasta el pinar, muy cerca del arroyo.
Desde aquel lugar guiaré vuestros pasos hasta una guarida que
nadie conoce; un lugar apartado, lejos de incómodas miradas
que puedan delataros. El paso del tiempo trenzará el cesto y se-
guro estoy que, antes de la primavera, nuestro señor olvidará
tal afrenta.
— Ya pasó por mi cabeza marchar de la aldea —replicó
Pedro, con cierta pesadumbre—. Créeme si te digo que sería
absurdo obrar de este modo. Rodrigo, caballero y fiel vasallo
de nuestro señor, estará presente en mis esponsales junto al res-
to de los invitados encargándose personalmente de llevar a Is-
abel hasta las garras de ese mal nacido. ¿Qué puedes hacer tú
para impedirlo?
— De ese tal Rodrigo nada ha de preocuparte, que ya
me ocuparé yo de que no acuda puntual a tu boda. Marcha
presto a casa, procura dormir y habla mañana con tu prometida.
Cuéntale lo que te he dicho, mas sé cauteloso, pues nadie debe
saber que esta conversación ha tenido lugar.
Y así fue como ambos tejieron aquella argucia, al tiem-
po que Faustino recogía sus últimos trastos y mascullaba im-
properios contra los clientes que aún permanecían en la taber-
na.

24
A la mañana siguiente, mula en mano, Joseph acudió al
castillo cargado con un fardel repleto de tarros. Ante él, la en-
hiesta torre se alzaba orgullosa sobre el resto de la fortaleza,
dominando el montículo donde reposaba la aldea. Tras la mura-
lla ondeaban banderas y estandartes de vivos colores; lucían en
las esquinas rancios sillares. Bajo las almenas, el escudo blaso-
nado de la Casa de Suelves mostraba el poder que se ejercía so-
bre aquellos dominios. Al coronar la empinada cuesta que con-
ducía hasta la cancela, un guardián desempuñó su espada con
gesto amenazante.
— ¡Alto en nombre del señor de Suelves! —gritó—
¿Qué llevas en esa saca, plebeyo?
— Me asombra tu desconfianza, soldado. ¿Qué acarrea
el frutero más que dulces y jugosas frutas? ¿Y el herrero en su
fardo? ¿Conoces acaso mi oficio? Como leal vasallo, he tenido
a bien hacerme cargo de las obligaciones hacia el señor que nos
gobierna. La miel que vengo a ofrecer saldará con creces el dis-
pendio que corresponde a mi trabajo. Haz llamar a Rodrigo,
pues él dará cuenta de tan preciada mercancía, satisfecho como
estará de saldar este adeudo conmigo.
Al poco, Rodrigo acudió a la entrada del castillo. Ata-
viado con gruesa capa, mullidos guantes, calzas de malla y so-
brevesta cuarteada, asemejaba con gran acierto el porte de un
vanidoso. Mostraba asimismo cuerpo grande y poca sesera; lar-
gos cabellos y estrecha barba dividida en pequeños mechones,
alrededor de los cuales se arrollaba un fino galón dorado. Era,
sin duda, la verdadera imagen de la soberbia.

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Inclinando su cabeza con obligado respeto, Joseph salu-
dó al caballero elogiando con gran empaque su elegante vesti-
menta. Explicó a Rodrigo la misma historia y le ofreció la saca
con los preciados tarros de miel. Éste, a pesar de su hosco ca-
rácter, aceptó de buen grado el presente, no sin mostrar cierto
desaire ante aquel villano. Antes de regresar a la aldea, Joseph
advirtió que se hallaban solos y se dirigió al caballero con
suma cautela:
— Gracias señor, al haberos dignado aceptar esta pre-
ciada miel. El cuidado de los panales resulta ser tarea suma-
mente ingrata. Por fortuna, doy gracias a Dios por la inmensa
riqueza que proporcionan sus frutos. Tanto es así que no hallo
lugar apropiado para ocultar tal esplendor de los avariciosos
ojos que me rodean.
Joseph descubrió bajo su capa una bolsa llena de escu-
dos y se la ofreció a Rodrigo. Ante el asombro del vanidoso ca-
ballero, le rogó que tuviera a bien aceptar aquel regalo y le pi-
dió que, a cambio, retrasara su asistencia a los esponsales del
joven Pedro. Temió recibir castigo ante tamaña osadía, pues
era poco usual que un vasallo espetara exigencias a su amo. Y
bien a punto estuvo Rodrigo en negarse a tan burdo chantaje,
pero, como suele suceder, la codicia y el brillo de las monedas
cegaron su escasa honra. Aceptó al trato convencido del prove-
cho que había logrado. Al fin y al cabo, pensó, el acudir con re-
traso al casorio de ese plebeyo no supondrá castigo por parte de
mi señor.
Satisfecho y convencido de haber engañado a Rodrigo,
Joseph regresó a la aldea.

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Cuatro días más tarde, el sonido de las campanas anun-
ciaba un hecho poco usual en la comarca. Durante años, la te-
mida peste había diezmado la vida de muchos hombres y muje-
res, dejando en aquellas tierras un rastro de muerte difícil de
borrar. La fiesta era para todos un rebrote de vida, una esperan-
za para la supervivencia de Suelves.
La novia apareció muy hermosa, con un exquisito vesti-
do de hilo blanco adornado con elegantes encajes y un cendal
de gasa. El brillo de sus ojos obligó al sol a ocultar su rostro
aquella mañana. Durante el transcurso de la ceremonia, el no-
vio observaba con alivio la ausencia de Rodrigo en el interior
de la iglesia.
Tras el casamiento sobrevino el banquete, la música y
los juegos. A la algazara acompañaron cantos y bailes obsce-
nos. Isabel fue obsequiada con delicadas joyas, animales de
compañía y enseres del hogar. Su esposo le entregó un precioso
anillo de oro como símbolo de eterna fidelidad. Poco antes de
acabar el festejo y sin apenas despedirse, ambos saltaron como
astutas liebres hacia el arroyo. Joseph les esperaba allí, con
cierta impaciencia.
— Seguidme —dijo—. El camino es largo y nadie ha
de ser testigo de nuestra presencia.
Con paso presuroso se adentraron en un tupido y lóbre-
go bosque, donde centenares de pinos, bojes y zarzales se mez-
claban con el rumor lejano de las aguas. Cuando por fin llega-
ron, sumamente fatigados, les sorprendió la belleza de aquel lu-
gar tan inhóspito. En un claro del bosque, un inmenso roquedal
parecía surgir de las profundidades de la tierra. Tras unos zar-

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zales se hallaba la entrada de la cueva. En su interior, el fuego
luchaba contra la humedad dibujando sobre las paredes las
temblorosas sombras de los tres visitantes.
— Este será vuestro hogar —exclamó Joseph—. Vivi-
réis aquí hasta que el paso del tiempo y el acontecer de los días
borren el recuerdo de esta fecha tan señalada. No os faltará ali-
mento ni abrigo para sobrevivir a las inclemencias de los meses
venideros. Os espera, sin duda, un largo invierno.
Y así sucedió. El frío fue dejando sus huellas en aquel
paisaje; la escarcha apagó el brillo de las hojas en una tierra
congelada y hasta la nieve hizo su tímida aparición, cubriendo
con su lechoso manto aquel rincón apartado del mundo. Pese a
las carencias y dificultades, los dos enamorados sentían la pro-
tección de los espíritus arropando sus cuerpos en aquella mora-
da tan especial. En ocasiones, Joseph aparecía en la cueva con
generosos acopios, obrando con gran cautela para que su pre-
sencia no fuese advertida por nadie.
Una de aquellas desapacibles tardes, Rodrigo paseaba a
lomos de su caballo, procurando evadirse de la servidumbre a
la que era sometido por parte de su amo. Desde la desaparición
de Isabel, todos le trataban con absoluto desprecio; desconfia-
ban de él y le encomendaban tareas poco adecuadas al rango
que ostentaba. Entonces, vislumbró entre los arbustos la figura
de Joseph y vio como se internaba en el bosque. Extrañado,
sospechó que algo tramaba, pues era bien chocante verlo por
aquellos parajes a tan intempestivas horas. Desmontó de su ca-
ballo con gran sigilo, creyendo, sin duda, que el mielero oculta-
ba un fabuloso tesoro. En aquel instante sus ojos brillaron de

28
codicia. Con gran cautela siguió sus pasos, escondido entre los
arbustos para no ser descubierto. Entonces, se quedó pasmado
al observar la cabeza de Pedro asomando por una minúscula
grieta y reparó que había sido víctima de un burdo engaño por
parte de ambos.
Al caer la noche, una sombra cautelosa acechaba entre
la penumbra, quebrando con sus pasos el silencio de aquella
gruta. En su interior, dos siluetas recostadas en el suelo y prote-
gidas por gruesas pieles de cabra, ignoraban la amenaza que se
cernía sobre sus cabezas. Sin apenas tiempo a revolverse, la es-
palda de Pedro sucumbió bajo el arma de Rodrigo: dos certeras
puñaladas bastaron para robarle el aliento. El ruido despertó a
Isabel. La muchacha, sobresaltada, no pudo reprimir un desga-
rrador grito de angustia al ver que un charco de sangre rodeaba
el cuerpo de su esposo. Desesperada, trató de reanimarle. Todo
fue en vano; su alma había embarcado ya hacia la otra orilla.

A la mañana siguiente, desde la torre del castillo, un


centinela avistó la silueta de Rodrigo a lomos de su caballo. Sa-
tisfecho, a pesar de su vergonzoso crimen, llevaba prisionera a
la desdichada Isabel. Esperaba de su señor una generosa y justa
recompensa. Cuando le hizo entrega de la muchacha, el dueño
del castillo, más mezquino aún que el propio Rodrigo, despa-
chó al caballero sin mostrar gesto alguno de gratitud.
—No me interesa su cuerpo —dijo despectivamente—.
Tan sólo deseo verla sufrir por haber osado enfrentarse al señor
que la protege.

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Entonces, apretó los dientes con rabia e hizo llamar a la
guardia.
— Encerradla en el calabozo —ordenó—. En menos de
tres días será ajusticiada en la plaza. Pagará de este modo su in-
solente burla, siendo ejemplar escarmiento para el resto de la
plebe.
Isabel fue llevada a prisión. La echaron en el suelo,
como una más de las muchas ratas que anidaban en aquella in-
munda mazmorra. Con la mirada lánguida, acarició su abultado
vientre. Supo que sus ojos no verían el rostro del hijo que espe-
raba; aquella criatura que anidaba en su interior. En aquel ins-
tante cayó una lágrima sobre su rostro. Luego otras más. Se
apoyó sobre la pared, ocultó su rostro y dejo que sus pensa-
mientos la sumieran, lentamente, en una profunda tristeza.
Fuera, en los aledaños de la fortaleza, Rodrigo montó
en su caballo, dispuesto a regresar a la cueva. Imaginaba aquel
lugar repleto de monedas y no quería desperdiciar la ocasión de
enriquecerse a costa de Joseph. Cuando penetró en aquella gru-
ta, alguien le esperaba allí. Sentado frente al fuego, sostenía un
crucifijo entre las manos. Era Joseph. ¿Qué diablos? Rodrigo,
asustado, quiso resolver por las bravas aquel inesperado en-
cuentro y empuñó su daga, manchada aún con la sangre de Pe-
dro. La codicia es a menudo tan convincente…
De repente, un espantoso crujido paralizó su mano y el
tiempo se detuvo en aquella cueva. Las paredes se agrietaron
de un modo sobrecogedor; de sus vísceras brotó una lava ar-
diente y amenazadora; cayeron del techo mortíferas rocas que
se desplomaban bajo una asfixiante nube de polvo. Parecieron

30
siglos hasta que el silencio se hizo de nuevo en aquel infierno.
Un silencio realmente aterrador. Rodrigo, recobrando el poco
sentido que le restaba, quedó paralizado al ver que Joseph con-
tinuaba sentado sobre aquella roca. El astuto mielero descubría
en su rostro una inquietante mirada. Su voz retumbó entre el
frío y la oscuridad:
— La entrada a la gruta ha sido sellada —dijo—. Pue-
des empuñar tu daga con total impunidad, pues nadie será testi-
go de este crimen.
Rodrigo vio al demonio en los ojos de Joseph. Sintió un
agudo escalofrío. Quiso escapar, hallar una salida en aquella
madriguera. Trató de apartar inútilmente toda aquella montaña
de rocas que le aislaban del mundo exterior. Aterrorizado, notó
la agonía del aire en sus pulmones.
Al cabo de unas horas, se hallaba él también sentado so-
bre una roca, sollozando como una niña desvalida. Joseph le
observaba con cierta lástima.
— No debes angustiarte, Rodrigo. En esta gruta hay
miel suficiente para alimentar a un ejército durante meses, aun-
que es cierto que morirás antes de que ésta se agote.
La sombra del caballero se movió entre el asfixiante he-
dor de la penumbra. Con la voz temblorosa, trató de hallar un
último consuelo a su desesperación.
— ¿Dónde ocultas tus monedas? —preguntó, angustia-
do.
— Se hallan ante ti —respondió Joseph—. Mi riqueza
es la miel que recolecto. Observa los tarros que se almacenan
en esta gruta. No negarás que es un preciado tesoro, difícil de

31
ocultar. ¿Qué mejor recompensa podría hallar, más que el fruto
del esfuerzo?
— ¡Me has engañado!
— No es menester que te lamentes ahora. Tu codicia ha
cavado este sepulcro tan singular del cual seremos fieles mora-
dores. Ruega a Dios por la salvación de tu alma.

Aquella misma noche, voces de alarma sonaron en el


castillo; alertaron a su señor y le expulsaron de la alcoba. Te-
miendo tal vez el ataque de alguna temible y nocturna razzia,
observó que los gritos provenían de los calabozos. Con gran
nerviosismo, acudió hacia allí.
— Mi señor, mi señor —exclamaron los guardianes al
verle bajar por la estrecha escalinata—. La prisionera ha esca-
pado. No entendemos cómo ha podido suceder, pues no halla-
mos en esta celda, señal alguna que delate su fuga.
— ¡Maldita sea! Esto parece cosa del demonio —gruñó,
enfurecido—. Inspeccionadlo todo y encontrad a la muchacha
si en algo apreciáis vuestras vidas.
Los guardianes, inquietos, dieron una y mil vueltas en
aquella ratonera. Golpearon en cada losa, no fuera caso de la
existencia de algún oscuro y desconocido pasadizo. Su búsque-
da fue en vano: no hallaron rastro de la muchacha e imaginaron
sus cabezas rodando bajo el astral del verdugo.
Angustiados, no dieron cuenta de la presencia de una
pequeña abeja que zumbaba sobre ellos. Un ser diminuto que
muy pronto alcanzaría la libertad.
¿Quién ha dicho que la magia no existe

32
Solum, 73 a.C.

Ante Diem IV Nones Sextilias

— Paseando en un bello día por la verde colina de Pe-


lión, Apolo descubrió una virgen de gran belleza llamada Kyre-
ne. Prendado de ella, la desposó y concibió un hijo al que puso
de nombre Aristeo. Según las costumbres de los dioses, Apolo
confió a las Ninfas el cuidado de su hijo y éstas enseñaron al
joven el arte de cuidar las abejas. Cuando Aristeo alcanzó la
edad adulta, sintió el deseo de mostrar a los hombres los cono-
cimientos que había recibido. Visitó la isla de Keo y la ciudad

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de Arcadia, donde sus habitantes le trataron con grandes hono-
res. Una tarde, cuando descansaba de sus enseñanzas, halló en
el bosque a la ninfa Eurídice, esposa de Orfeo. Cautivado por
su hermosura, intentó seducirla, mas ella rehusó su amor y trató
de escapar hacia las montañas. El infortunio cayó sobre Eurídi-
ce. En su desesperada huida, pisó una serpiente venenosa que
le mordió y causó su muerte de manera fulminante.
Sertorio escuchaba entusiasmado el relato del anciano,
cautivado por la elegancia que desprendía el narrador en cada
gesto, en cada mirada. Preso de una gran curiosidad, anhelaba
conocer el final de aquella historia y fijaba su atención en las
frágiles manos de Balkar.
—Al parecer —continuó el anciano—, Aristeo, arre-
pentido por su inmoral acción, quiso salvar a la mujer que le
había rechazado. Desesperado, huyó hacia lejanas tierras donde
nadie había llegado antes y descubrió en ellas el secreto para
resucitar a Eurídice. Pero el infortunio cayó también sobre él.
De regreso a la Arcadia, su nave naufragó frente a las Colum-
nas de Hércules, azotada por la furia de Orfeo. Con sus endia-
blados cánticos, el celoso dios vengó de aquel modo la muerte
de su esposa y destruyó asimismo el reino que albergaba tal
enigma.
Sorprendido por el trágico devenir de la historia, el cau-
dillo quiso conocer el nombre de aquellas tierras.
— Tartessos —respondió Balkar, con cierta severidad.
Sertorio no podía dar crédito a las palabras del anciano.
Le hablaba de la legendaria Tarsis, el fabuloso reino donde se

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mezclaban realidad y fantasía. Entusiasmado, abordó a Balkar
con impaciencia.
—Hace años —dijo—, durante mi estancia en Maurita-
nia, supe de la existencia de ese mítico lugar leyendo los escri-
tos de un viajero, un tal Heródoto. Al parecer, la riqueza de
Tartessos era codiciada por un gran número de navegantes; lle-
gó a ser conocida como la Ciudad de Oro.
Balkar esbozó una exquisita sonrisa. El entusiasmo que
mostraba aquel joven y sus ansias por agradar, llenaron su alma
de júbilo. Reconfortado por el interés que despertaba su histo-
ria, el anciano siguió hablando:
— De Tartessos no quedó piedra sobre piedra ni hubo
nadie que regresara a ella. Montones de escombros, devorado-
ras dunas y voraces pantanos cubrían lo que una vez fue un pa-
raíso. Poco antes de embarcar hacia la Hélade e ignorando su
trágica muerte, Aristeo realizó ciertas anotaciones que guarda-
ban relación con aquel enigmático secreto. Por desgracia, el
pergamino desapareció y cayó en el olvido; nadie ha vuelto a
saber más de él.
Sertorio arrugó la nariz. Cayó en la cuenta que, como
otros muchos relatos, éste bebía también de las fuentes que
desbordan la imaginación de los hombres. Al notar la decep-
ción en el rostro del joven, Balkar quiso emprender un nuevo
rumbo a su historia.
— Hace mucho tiempo, en mi juventud, alguien me ha-
bló de ese pergamino…

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Al escuchar aquellas palabras, Sertorio pidió al anciano
que no le dejase con la miel en los labios. El eremita, complaci-
do, accedió a satisfacer sus deseos.
— Cuando apenas contaba veinte años —dijo—, pa-
seando junto a la playa en la próspera Baelokum, regresaba yo
de las enseñanzas de mi maestro, admirado por la belleza que
mostraba el cosmos aquella espléndida noche. Fue entonces
cuando creí oír unos gritos de auxilio que procedían de la oscu-
ridad. Bajo el arrecife, la silueta de un hombre luchaba deses-
peradamente contra las aguas. Sin tiempo para pensar, me lan-
cé sobre un tenebroso manto a fin de librar a aquel desdichado
de una muerte segura. Con gran esfuerzo logré arrancarle de las
garras de Durbed, salvándole la vida.
Balkar no pudo evitar emocionarse al recordar aquel pa-
saje de su juventud. Respiró profundamente y tejió más hilo a
su historia.
— Enteramente agradecido, Darío, que así se llamaba
aquel hombre, quiso complacerme con grandes halagos y aten-
ciones. Aquella misma noche acudimos a la taberna, donde me
obsequió con suculentos manjares y el más delicioso vino.
Contó ser un mercader procedente de la lejana Focea. Persegui-
do por la miseria, buscaba al parecer mejor fortuna lejos de su
empobrecida tierra y pretendía enriquecerse con el comercio
del tan preciado garum. Entre el júbilo y la embriaguez, no tar-
dó en soltar su lengua y me reveló la existencia del pergamino.
— Por todos los dioses. ¿Es cierto eso que cuentas?
¿Conoces acaso el lugar donde se halla el secreto de Aristeo?

36
— Jamás supe su paradero —respondió Balkar—. En su
lamentable estado, Darío me contó historias que hablaban de
Tartessos y de los prodigios que lograban sus enigmáticos
sacerdotes. Fue entonces cuando me habló de las abejas. Al pa-
recer, Aristeo quiso servirse de ellas como remedio para resuci-
tar a su amada.
— ¿Abejas? Me parecen sorprendentes las palabras de
ese focense, aunque es bien conocida por todos la imaginación
con la que los griegos adornan sus historias.
— No desdeñes nunca la sinceridad de un hombre em-
briagado. Yo sí creí en sus palabras y fue entonces cuando tuve
gran interés por conocer el mundo de esos pequeños insectos.
Como Aristeo, me inicié en el arte de cuidar las abejas. Con un
pellejo y unas sandalias recorrí los campos de media Iberia; ha-
llé los lugares donde anidaban y descubrí las poderosas virtu-
des de la miel que elaboran; ese dorado néctar admirado hasta
por vosotros, los romanos.
— Tu cueva esta repleta de tinajas. ¿Tiene acaso algo
que ver con la historia que me estás contando?
— Nada es verdad y nada es mentira; esa es la respuesta
a tus desvelados interrogantes. Desde el inicio de los tiempos
las abejas simbolizan el principio que rige nuestras concien-
cias. La poderosa reina, en ocasiones, puede complacer al hom-
bre con el mayor de los deseos.
— ¿La riqueza tal vez? —inquirió el joven nursio, des-
concertado ante las palabras del anciano.

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Balkar desvió la mirada hacia un oscuro rincón de la
gruta y fijó sus ojos en un pequeño recipiente. Tras un breve e
intenso suspiro, exclamó con gran entereza:
— La inmortalidad, querido amigo. La vida eterna.
Sertorio soltó una sonora carcajada y el eco retumbó en
las paredes de aquella cueva. Al observar el rostro serio de Ba-
lkar tras la penumbra, su risa se detuvo de inmediato. Se perca-
tó de su grosera actitud y temió haber ofendido al anciano.
Avergonzado, ocultó discretamente su rostro.
—No te preocupes —respondió Balkar, tratando de ali-
viar la pesadumbre del joven caudillo—. De ser tú, yo también
me habría echado a reír. A menudo, las leyendas suelen ador-
narse con grandes dosis de fantasía. Para comprender su verda-
dero significado, tan sólo hace falta creer.
— ¿Creer en qué? —preguntó Sertorio, cada vez más
inquieto.
— En el destino, mi impaciente amigo; en la necesidad
de alcanzar una meta por absurda y lejana que nos parezca. Du-
rante nuestra breve existencia, todos anhelamos, en alguna oca-
sión, hacer realidad unos sueños que jamás se engendrarán.
¿Acaso no has pensado alguna vez en ello?
El rostro de Sertorio adoptó un cariz reflexivo y se miró
en el espejo de sus más profundos deseos. En cierto modo,
aquel desconocido había hurgado con fuerza en la llaga de sus
debilidades. Desde su temprana rebelión ante la tiranía de los
optimates, él también anhelaba propósitos inalcanzables; ansia-
ba fundar una nueva Roma donde tribus rivales pudieran convi-

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vir en paz; una alianza sin luchas ni rencores. Acaso una qui-
mera como el reino de Argantonio.
Sí, curiosamente, aquella historia no resultaba tan extra-
ña y alejada de la realidad. Aristeo murió por alcanzar un sue-
ño. ¿Tendría él también que pagar con la vida para lograr sus
propósitos?

El fuego fue disipándose lentamente en la estancia y de-


jó en penumbra las siluetas de los dos inquilinos. Durante un
breve instante, el silencio se adueñó de aquel lugar. Fatigados,
ambos decidieron poner fin a tan deliciosa velada.

Al alba, Sertorio sería acompañado por el anciano a tra-


vés del bosque con el propósito de reencontrar a sus compañe-
ros y continuar su camino. Sumido en una tremenda oscuridad,
el caudillo trató de conciliar el sueño, mas, le fue del todo im-
posible: su mente vagaba como un alma en pena, perdida entre
reinos de fantasía.

39
EL REGRESO

Suelves, año de gracia de 1610.

Medianoche. Sebastián, al oír aquel estruendo, se levan-


tó de la cama sin saber muy bien hacia donde ir. Ciertamente,
no era hora ni momento para importunar a nadie. Nervioso, sol-
tó un juramento y se alquiló un buen garrote, no fuera caso de
un desafortunado encuentro con Ascasio, que se la tenía jurada
desde aquel calentón en la plaza. Todo por una absurda discu-
sión por el peso de la miel.

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— Ni el mochuelo se asoma a estas horas de la noche—
rumió— ¿Quién puede hurtarme el sueño de este modo, más
que un ataque de rabia de ese chotacabras?
O tal vez sea una desgracia lo que reclama mi presen-
cia, pensó entonces. Últimamente, la pobreza había arreciado
en hambre y la muerte repartía sus migajas entre los más débi-
les de la aldea. El invierno había plantado ya más de diez ho-
yos en el camposanto adornando las fachadas de las casas. Los
vecinos habían confiado en él para suplir a don Melchor, el ma-
tasanos que formaba parte de la lista de viajeros que se habían
apeado de la vida.
Entonces, atenazó su rabia y el enfado dio paso a la in-
certidumbre.
— Ni los ladrones trapichean con este frío —pensó, tal
vez para tranquilizarse.
Antes de asomar sus narices frente al umbral, apartó la
cabeza para hacer frente a cualquier amenaza y evitar de este
modo el primer estacazo, pues aquellos brazos no eran para
abrazar al diablo. El chirriar de la puerta se entremezcló con
unos gritos que procedían de la calle.
— ¡Abre, viejo amigo!
La piel de Sebastián se estremeció como la de un chi-
quillo. Aquella voz que procedía de la oscuridad, le recordaba
la presencia de un muerto. Alguien que regresaba del pasado.
¿Me desmayo ó le atizo con el garrote? se preguntó, antes de
mover un dedo y levantar la estaca.
Una sombra movió el farol de un lado a otro y descu-
brió el rostro avejentado de Miguel. Tal vez fuera su ánima.

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Aquel esqueleto de escasas y alargadas canas se protegía de la
noche con elegante capa, fina cairelota, un jubón forrado de es-
topilla y vistosos calzones.
— ¡Por todos los santos! —exclamó el supuesto fantas-
ma— Te reconocería hasta en el mismísimo infierno. Las arru-
gas de tu rostro no han logrado esconder esa inquietante mira-
da.
— ¡Alabado sea el Señor!—dijo Sebastián— No puedo
creer lo que estoy viendo. Te creíamos muerto.
— ¿Acaso de risa?
— No hagas burla de este encuentro. Si la memoria no
me traiciona, son más de veinte años los que nos separan de la
última charla.
Qué razón tenía Sebastián. Tras tantos días de ausencia,
se había perdido el rastro del pobre Miguel. Y ahora, el pastor
había regresado al pueblo que lo parió. En su rostro se dibujaba
el reflejo de la luz de ultramar y de los brillos matizados por la
metrópolis. Sus ropas delataban que un nuevo cuerpo se había
apoderado del bromista ovejero. Un regreso que nadie espera-
ba, pues, tras tantos años sin recibir noticias suyas, todos le da-
ban por muerto. Hasta en las plazas del Grau o de Balbastro,
donde éste tenía su puesto, aseguraban que compartía lecho con
los gusanos. Y sin embargo, allí estaba el amigo de la infancia,
el compañero de juegos con quien conversar.
— ¿En qué mundos has plantado tus raíces? —preguntó
Sebastián, con enorme curiosidad.
— En lugares menos lejanos de lo que imaginas. El sur
ha sido mi hogar y de Sevilla vengo, pues allí es donde he ha-

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llado la fortuna necesaria para olvidar mis penurias. La suerte
me ha sonreído en todos los asuntos y negocios que he realiza-
do. Mas, sentémonos amigo, que el carruaje ha maltratado mis
costillas y las piedras del camino han dejado sus huellas en mi
maltrecho cuerpo.
Un sentimiento de felicidad parecía adornar aquel en-
cuentro. Sebastián recordaba perfectamente el día en que su
amigo se despidió de Suelves. En aquellos años, España se ba-
tía contra el azote protestante que amenazaba la unidad espiri-
tual. El monarca, Felipe II, había enviado a los tercios a prote-
ger las fronteras y mandado construir fortalezas en Ainsa, Be-
nasque y otros tantos pueblos. Fueron años de guerras intermi-
nables y costosas campañas que arruinaron la Hacienda del
país. El gobierno cursó una Orden donde se prohibía comerciar
más allá de los Pirineos. Casualmente, por aquellas fechas, Mi-
guel había iniciado su andadura en un próspero negocio de ven-
ta de ganado, trabando cierta amistad con algunos terratenien-
tes de Tarbes y Saint-Lary. Sin embargo, aquel Decreto Real le
cerró las puertas a un fabuloso mercado y muy pronto vio
como sus ganancias menguaban, hasta el punto de arruinarse.
Una tibia mañana de agosto, decidió mudar su piel. Malvendió
los últimos corderos y tentó a la fortuna. La noche antes de su
partida quiso enrolar a Sebastián en el barco de sus ilusiones y
trató de convencerle para que le acompañara en su loca aventu-
ra. Sin embargo, Sebastián no quiso ir con él. Ambos se juraron
eterna amistad y pidieron favores a San Fabián para volver a
reencontrarse algún día. El buen santo cumplió; tarde, pero
cumplió.

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— Acomódate en la que siempre fue tu casa —dijo Se-
bastián, con gran emoción.
— Gracias amigo. Observo que el paso del tiempo no
ha cambiado tus buenos modales. Sigues siendo el mismo san-
turrón que conocí.
Sebastián se cubrió con una vieja manta y salió de la
casa, perdiéndose entre la niebla. Al poco, regresó con un buen
atado de troncos bajo sus brazos. Tras prender lumbre al hogar,
el vaho de los cristales y el relente de las piedras habían des-
aparecido por completo; un agradable olor a encina quemada
inundaba la estancia. Ambos se sentaron frente al fuego con
una gran sonrisa. El mielero, sorprendido por aquella repentina
aparición, le pidió a su amigo que tuviera a bien contarle el
motivo de su insólito regreso.
— Tantos años y desventuras son difíciles de relatar en
una sola noche —dijo—. Procuraré, no obstante, desvelarte al-
guno de mis secretos.
Miguel alumbró un cigarro. El humo del tabaco se ele-
vaba con sugerentes piruetas hasta la techumbre, evocando re-
cuerdos en su vasta memoria.
— Como bien sabes —dijo, finalmente—, marché del
pueblo aquel 12 de agosto. En mi corazón latía un único deseo:
partir hacia la Nueva España. Tras un largo y fatigoso viaje lle-
gué por fin hasta Sevilla, punto de partida de mi ilusionada
aventura y de la cientos de almas como yo. No podrías imagi-
nar qué sensaciones me embriagaron allí. Me esperaba una rica
ciudad, apacible, llana y muy alegre; cubierta de nobles gentes
y casas tan antiguas que parecen haber nacido con el Guadal-

44
quivir, tan ancho y hondo que pueden llegar junto a la ciudad
grandísimos navíos de cuatrocientas, quinientas y más tonela-
das. Enormes galeones dispuestos a surcar las aguas hacia un
nuevo mundo, con sus bodegas repletas de plata, que aquel me-
tal corre en gran cantidad por el puerto y acaricia los bolsillos
de los más astutos y extravagantes.

"Vienen de Sanlúcar
rompiendo el agua
a la Torre del Oro
barcos de plata"

Aquellos días, en los mesones, se mezclaban navegan-


tes de distintas partes del mundo. Indianos y peruleros que con-
taban historias fabulosas; banqueros lusitanos atraídos por la
enorme riqueza; financieros genoveses, impresores alemanes,
pintores italianos; y tantos otros. Una muchedumbre ávida de
aventuras y fortuna. Yo quería ser como ellos, como uno de
esos marineros dispuestos a cambiar de vida.
— Y a tal fin, ¿lograste embarcar hacia ultramar? —in-
terrumpió Sebastián.
— Ese era, sin duda, mi propósito. Mas, atiende, pues la
historia que voy a contar te sorprenderá y dará respuesta a tus
inquietudes.
Sebastián azuzó el fuego y se dispuso a escuchar el rela-
to de Miguel. Percibió que sus palabras eran muy distintas a las
de aquel tierno muchacho; alejadas de la inocencia y de la vul-
garidad, llenas de matices, pulidas con el paño del tiempo. Mi-

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guel había dejado atrás aquella apariencia mediocre y de tan
baja estofa. Se presentaba ante el mundo como un afamado
mercader, un nuevo rico. Sin embargo, en el interior de sus
ojos yacía aún el amor hacia la tierra que le alumbró; en su me-
moria, el recuerdo de aquellos que un día dejó en la aldea.
— Una calurosa tarde —prosiguió Miguel, acercando
sus manos al fuego—, recién llegado a la ciudad, traté de hallar
a Ibrahim, el mercader de joyas. Un viejo moro que tal vez
venga a tu memoria, pues durante largo tiempo tuvisteis gran
apego, en aquellos días de plaza y mercadeo. ¿Recuerdas tal
vez su imagen?
— Por supuesto —respondió Sebastián, complacido—.
En ocasiones, aquel anciano solía prodigarse por el colmenar.
Compartí con él mis conocimientos sobre las constelaciones y
el amor hacia la inmensidad de la noche. Recuerdo muy bien
que, de cada estrella, surgía una leyenda en su cabeza; de cada
misterio, una explicación que me sorprendía. Parece ser que un
día marchó hacia lugares más cálidos y acogedores, buscando
una paz que no hallaba en estas tierras. ¿Pudiste acaso reencon-
trarte con él?
— Así fue. Aunque ahora se relame con los placeres
que Alá le ha otorgado en el paraíso, vivió en la vieja Híspalis
hasta muy avanzada edad. Por aquel entonces, yo andaba con
grandes penurias. La fatalidad hizo que, atravesando la sierra
de Cazorla y a pocas leguas de mi destino, unos bandoleros
asaltaran el carruaje en el que yo viajaba. Me dejaron tirado en
la vereda que da al camino, medio muerto y limpio de mone-
das. Al llegar a Sevilla, todavía bien magullado, apenas me

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quedaban unos pocos maravedíes escondidos en las botas. Ha-
llándome perdido en aquella desconocida ciudad, me acordé de
él y rememoré su gran generosidad hacia las personas necesita-
das. Aun no siendo Ibrahim un verdadero cristiano, le conside-
raba un gran hombre, justo y generoso con quienes lo merecen.
Fue por ello que decidí honrarle con mi visita. Tras vanos in-
tentos y búsquedas malogradas, alguien me indicó por fin don-
de se hallaba su casa. Aquella tarde, el sol rasgaba el pellejo a
los que, como yo, carecíamos de una piel resistente a la inso-
portable canícula. En las plazas, donde personas, animales y
carromatos se concentraban para el mercado, los baches y mon-
tones de estiércol eran continuos; los charcos de barro podrido,
el polvo y el mal olor del verano eran muy molestos. Entre
cientos de plataneros atravesé la mayor plaza de la ciudad, que
todos llaman de la Laguna, donde enormes columnas parecían
ensombrecer mi marcha. Con gran precaución fui adentrándo-
me por calles cada vez más oscuras, allí donde el sol, tal vez
por miedo, no se atrevía a penetrar. Viviendas bajas y humildes
se amontonaban sobre los costales, entre algún sarpullido de
vegetación que ayudaba a soportar la calima que se escapaba
desde el río y las arriadas. No las tenia todas conmigo, pues se-
gún tenía oído, no eran pocas las muertes que se cernían diaria-
mente entre aquellos laberintos. Mas mi templanza, y sobreto-
do, la necesidad de llenar la panza, hicieron que me aventurara
por aquellas intrincadas callejas. En varias ocasiones hallé sali-
das ciegas que, por seguridad, se cerraban para evitar los hurtos
de farabustes y juaneros. Cuando penetré en el interior de aquel
corral, un mundo nuevo y desconocido se abrió ante mis ojos.

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Bajo la atenta mirada de algunos que, advirtiendo mi presencia,
me observaban con cara de desconfianza, hallé por fin a Ibra-
him. Éste, al verme llegar, me abrazó con gran júbilo como si
fuera su hermano. Le parecía un milagro encontrarme allí, a
tanta distancia de Balbastro. Su patio, que más bien asemejaba
una plaza, era el centro de convivencia de toda la comunidad
morisca; un lugar especial donde se hacía todo tipo de vida, in-
cluidas grescas, juegos y gritos.
— Un cristiano entre tanta morería es asunto bien curio-
so. ¿Cómo fue tu convivencia con ellos? —quiso saber Sebas-
tián.
— Aunque parecen extranjeros en su propia ciudad, tie-
nen un carácter sobrio y en el hablar son muy callados. A me-
nudo, se las ingenian en disimular cuanto tienen. Son inclina-
dos a las armas, muy diestros y ligeros de brazo pero, sobreto-
do, estiman mucho el honor, de modo que por no mancharlo no
temen a la muerte. En lo tocante a mi persona, salí muy bien
aparejado, que aun no siendo musulmán me trataron a cuerpo
de rey. Ibrahim, con sus influyentes amistades, me procuró em-
barque en un galeón de buena esfera donde al menos, según de-
cían, se trataba a la mugre con algo de humanidad. Yo, en el
fondo, envidiaba su persona, pues el viejo moro había logrado
en poco tiempo aquello que yo ansiaba: llegar a ser un rico
mercader.
— ¿Qué sucedió entonces? —apremió Sebastián— No
me gustan tus acertijos. Ya de mozo andabas con largos rodeos
para atracar en el mismo puerto.

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— ¡Vaya! — exclamó Miguel— el sosiego del que
siempre has hecho porte ha dado paso a la inquietud.
— Veinte años sin recordar tus bromas, son muchos
para mí.
— Atiende de nuevo, que lo mejor está por llegar. Aun-
que ya te advierto que jamás me embarqué en ese galeón, al
que por cierto apodaban la Buenaventura.
De repente, los ojos de Miguel se llenaron de tristeza.
Su sonrisa se diluyó en una mueca agria y empezó a sentirse
algo nervioso, más agitado. Inquieto, se levantó de la silla y dio
unos torpes pasos ante el resplandor de las llamas. Tal vez ne-
cesitara ordenar los recuerdos que se aturullaban en su cabeza.
Pidió un poco de agua a Sebastián, que le observaba con cierta
preocupación. Poco después, algo más sosegado, volvió a sen-
tarse y prosiguió con su relato. Pero esta vez, su tono de voz no
parecía tan jocoso.
— La tarde antes de embarcar —dijo, con la voz tem-
blorosa— decidí pasear entre aquellos jardines. A pesar de ser
agosto, el agua abundaba entre aquellas cañadas, con muy bue-
nas y placenteras sombras. Debió ser antaño barrio muy rico y
de buenas haciendas, que por todos lados se veían muros caí-
dos, trozos de vasijas y adobes. Muy pronto decidí descansar
en una de aquellas fuentes; un lugar deleitoso por la frescura de
sus grandes árboles y sus aguas cantarinas. Y estando la atarde-
cida de aquel día caluroso, echado a la sombra de una palmera,
observé como se acercaba la más hermosa criatura que jamás
viera. Con andar gallardo y melodioso traía un cántaro al costa-
do; su talle era flexible y su rostro suave como una rosa; sus

49
ojos grandes y negros como el azabache y sus labios encarna-
dos como la grana. Tal era mi asombro, que creí estar ante la
aparición de la mismísima Santa María, de no ser porque vestía
a la usanza morisca. Venía acalorada y traía el velo con el que
suelen taparse el rostro, descuidadamente bajado. Al verme, se
lo echó a la cara, con lo que destacaron aun más la grandeza y
negrura de sus ojos. Yo, viéndola tan conturbada, le ayudé a
llenar su cántaro y ella no dijo palabra. Durante un instante
nuestras manos se rozaron y sentí arder mi cuerpo como no lo
había hecho antes. Luego, ella apartó su velo y me sonrió.
Cuando quise acercarme, cogió el cántaro y retornó sobre sus
pasos, desapareciendo entre las zarzamoras.
— Así que el amor llamó a tu puerta —adornó Sebas-
tián, con una sonrisa pícara.
— Aquella noche apenas pude pegar ojo. Temía que
amaneciera y no pudiera volver a verla y el día despuntó. Des-
de la loma donde me hallaba, pude ver zarpar al galeón que ha-
bía de llevarme al otro rincón del mundo. Entre bandadas de
gaviotas, su silueta se alejaba entre las aguas del océano.
— Dios santo. ¡Cambiaste una nueva vida por esa mu-
jer!
— Eso fue lo que sucedió. En aquel instante, cegado
por su belleza, creí haber hecho el mejor negocio y obtenido la
mejor ganancia. Troqué la fortuna por un saco de amor y cam-
bié una ilusión por otra mayor.
— Al menos, ganaste un buen estipendio. ¿Cómo andu-
vo vuestro segundo encuentro?

50
— No hubo tal. Nunca sabré como fue, pues nunca
existió. Jamás supe su nombre ni volví a verla.
— ¿Cómo es posible? No puedo creer lo que oigo…
¿qué diantre sucedió?
— Durante días, semanas y meses, traté de hallarla. Con
cierto remordimiento, volvía cada tarde a la fuente e imaginaba
su presencia; las largas pláticas que tendríamos y que jamás tu-
vimos; los dulces besos que habíamos de darnos y no llegaron
a ser. El aire venía cargado de perfumes y el ruiseñor cantaba
en los zarzales, el agua susurraba entre las piedras, pero ella no
estaba.
De repente, el rostro de Miguel se difuminó entre las
manos, ocultando aquellas lágrimas silenciosas que todavía
guardaba en su interior. Tras un breve suspiro, continuó ha-
blando.
— Los brillos del verano palidecieron en aquella ciu-
dad; llegaron las tormentas que inundaron mi corazón de una
amarga pena. La violencia del río llegó a romper el puente de
barcas; se dañaron las mercancías y los almacenes que las guar-
daban; se anegaron los barcos y aislaron a Sevilla de su en-
torno. Pero yo, seguía ajeno a todo aquel trajín y al mundo que
me rodeaba, desfondado sobre el amargo influjo de los ojos de
aquella mora.
— ¿Cómo es posible que no hallaras su paradero? —
preguntó Sebastián—. Aun siendo Sevilla ciudad grande, tal
como la describes, alguien daría pistas que permitieran su en-
cuentro. ¿Pediste consejo a Ibrahim? ¿Le hablaste acaso de tu
infortunio?

51
— Así lo hice; y fue al poco de presenciar esa divina
aparición. Perturbado aún por lo acontecido, no dudé en contár-
selo todo.
— Le sorprendería, sin duda…
— Ibrahim, al escucharme, no parecía muy entusiasma-
do. Empezó a hablar como yo suelo hacer, con grandes rodeos
que no llegan a ninguna parte. Se subió a la higuera y como
quien no quiere la cosa, siguió discurriendo sobre las maldades
de la Fe cristiana y las verdades del Corán. Yo, que no entendía
esa plática, le contesté que al igual que hay cristianos malos, lo
mismo puede haberlos buenos. Y yendo ya al grano me dijo
que olvidara a aquella muchacha, pues no era digno de un cris-
tiano el seducir a una mora. A lo que respondí yo que mi amor
era puro y claro como el agua de la fuente donde la encontré.
Enojado, se echó las manos a la cabeza y se rascó las barbas
maldiciendo mi presencia. Su comportamiento me dejó muy
confundido, pues no entraba en mi cabeza que amar fuera peca-
do.
— ¿Qué hiciste entonces?
— Viéndome perdido en un callejón sin salida, resolví
quedarme a vivir en aquella ciudad. Le rogué a Ibrahim que me
perdonara y me inicié con él en el arte del trapicheo. El anciano
me acogió en su casa y me hizo jurar que olvidara esa aventura
(que nunca fue) con la muchacha. De ese modo, traté de com-
placerle. Pasados los años, vi como aumentaban mis ganancias
y amasé una gran fortuna. Sin embargo, amigo mío, cuanta más
riqueza poseía, más congoja se anudaba en mi corazón. Sin que
el viejo mercader supiera nada seguí buscando a aquella mora;

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traté de hallarla en todas y en cada una de las mujeres de Sevi-
lla. Muchas tardes, a escondidas, me acercaba a la fuente donde
la conocí. Entre el rumor del agua, me parecía oír su voz; so-
ñando que era ella, le susurraba mis sentimientos y le contaba
mis penas; acariciaba el agua y abrazaba la tierra sobre la que
ella puso sus pies y hasta le hablaba en su lengua, que algo
aprendí durante aquellos veinte años de agonía.
— El destino es a veces tan injusto… —dijo Sebastián,
entristecido—.
— Así es amigo, pero lo más asombroso está por llegar
—interrumpió Miguel.
— ¿Pretendes sorprenderme más aún?
— Tal vez seas tú el que lo haga en esta ocasión —res-
pondió Miguel alzando la voz— Lo que ahora acontece tiene
mucho que ver contigo.
Sorprendido ante aquellas palabras, Sebastián quedó pa-
ralizado durante unos instantes.
— ¿Qué intención tienen tus palabras? —dijo entonces
— El largo viaje te ha trastocado. Tal vez una buena alcoba
ayude a curar tu cansancio.
— O tal vez no. ¿Temes acaso que desvele algo inquie-
tante?
— ¡No se de qué diablos me hablas! — Gritó Sebastián,
tratando de disimular su nerviosismo.
— ¿Quieres saberlo? Pues atiende bien a mis palabras.
Hace apenas dos semanas vinieron a buscarme a casa con gran
urgencia comunicándome que Ibrahim estaba muy enfermo.
Los médicos habían dado su vida por perdida. De esta manera,

53
resolví llegarme presto hasta su casa. Lo encontré echado sobre
su lecho, muy pálido y demacrado por una enfermedad que le
consumía hasta el aliento. Al verme, sacó fuerzas de donde no
había y ordenó salir fuera a todos los que se hallaban en aquel
aposento. Cuando nos quedamos solos, me miró fijamente a los
ojos con una gran tristeza y pidió que me acercara a él. Fue en-
tonces cuando me confesó algo que jamás olvidaré.
— ¿Qué fue lo que escuchaste de él, que tanto te sor-
prendió?
— Tu nombre.
Sebastián quiso hablar, pero sus palabras apenas se es-
cucharon.
— ¿Mi nombre? —murmuró.
— Eso fue lo que oí. Ante mi sorpresa, el anciano seña-
ló hacia un rincón del dormitorio y me pidió que cogiera un co-
fre que se hallaba en el suelo, tan viejo y carcomido que pasaba
desapercibido a la vista de todos. Después, me hizo jurar ante
Ala que lo devolviera a su legítimo dueño… ¡a tus manos! En
aquel instante la respiración se le tornó agónica y creí ver su
alma flotando sobre la alcoba…
Miguel interrumpió su relato y miró fijamente a su ami-
go.
— Escúchame bien Sebastián— dijo— Ese hombre me
enseñó todo lo que soy y gracias a él pude vivir holgadamente
durante años. Aunque mi sorpresa fue mayúscula, tenía que
cumplir mi promesa. Ahora, ya conoces el motivo de mi regre-
so.

54
Miguel se levantó de la silla y sacó un diminuto cofre
del interior de su capa. Con sumo cuidado, como se coge a un
recién nacido, lo dejó sobre la mesa. Sebastián no sabia que de-
cir. Temía que su amigo le aturullara con preguntas que él no
podía responder.
— No sé qué misterio esconde esta endiablada caja —
dijo Miguel finalmente—. Pese a la amistad que nos unió, no
pretendo sonsacar nada que tú no quieras decir.
Entonces, miró hacia la puerta y rompió en pedazos el
mutismo que aprisionaba aquellas paredes.
— Es tarde —dijo—. Debo marchar.
— ¿Hacia dónde te diriges? — pregunto Sebastián,
lleno de congoja.
— Al lugar de dónde jamás debí salir.
— ¿Regresas a Sevilla?
— Todo lo contrario. Vuelvo a Montarnedo; a la casa
que me vio nacer. Cuando el viejo Ibrahim se despidió de mí,
una extraña sensación invadió mi cuerpo. Sentí que el aliento
de aquel cadáver se estremecía a mi alrededor. Parecía repetir-
me, una y otra vez, que embarcara de nuevo hacia otro destino.
Aquella misma noche, enclaustrado entre las sábanas de mi al-
coba, comprendí el significado de aquellas palabras. En menos
de una semana, mis riquezas se habían repartido entre las casas
y los corrales más humildes de la ciudad. En aquel barrio don-
de la miseria era una más, miles de personas pudieron comer,
sanar sus enfermedades, alimentar a sus familias.
— ¡No dejas de sorprenderme! ¿Diste toda tu fortuna a
los más pobres y necesitados?

55
— Así es. Con mi llegada a la aldea se han agotado, al
fin, las últimas monedas que guardaba. ¿Qué puedo esperar, si
no he logrado lo que tanto ansiaba? Volveré a ser el pastor que
fui. Mas seré ahora pastor de almas, guía y consuelo de los des-
dichados que, como yo, han extraviado lo que más desean.
Obraré de ese modo hasta consumir el tiempo que me resta en
vida, lejos de una abundancia que no ha saciado mis anhelos ni
curado mis heridas.
Miguel se cubrió con la capa, alzó su mano y sus ojos
vertieron unas lágrimas de despedida. Sebastián vio como la
puerta se cerraba ante sus narices. Aturdido, cogió el cofre y lo
observó detenidamente bajo el resplandor de una pequeña vela.
Sobre los tejados, el gallo pregonaba la llegada del amanecer.

Cuando salió de su casa, la campiña se acomodaba aún


bajo la bruma que escupe la noche. Con los pies congelados,
cruzó el puente y se internó en el bosque con endiablada rapi-
dez. Cuando llegó al colmenar, las abejas, perezosas, reposaban
todavía en sus dulces lechos sin darle los buenos días. No quiso
ofenderse y pasó de largo siguiendo un estrecho sendero, donde
las zarzas se batían por abrazar la escasa luz que ofrecía el bos-
que. Tras un pequeño risco se hallaba la cabaña, casi invisible.
Tras ella, la silueta de una mujer entonaba una bella melodía,
mientras sus manos removían la tierra que le daba de comer.
Sebastián hizo un gesto, pero ella no se percató de su presen-
cia.
— ¡Fátima!, dijo finalmente, alzando la voz.

56
Ella se sorprendió mucho; no era habitual verlo allí a
horas tan tempranas. Entonces, elevó su rostro y sonrió como
siempre lo hacía, con la mirada serena y los ojos de pura miel.
— Es muy temprano para cavar —dijo Sebastián—. El
frío no te deja mover los dedos. Ven, por favor. Debo contarte
algo muy importante.
Fátima dejó la escarda sobre el bancal y siguió a Sebas-
tián hasta la cabaña. Se sentaron los dos frente a una vieja
mesa. Entonces, él le mostró aquel cofre y explicó todo lo que
había sucedido en la aldea. Desenterró los huesos del pasado y
ella sintió un tremendo escalofrío. No creía nada de lo que esta-
ba oyendo. Su temblorosa voz preguntaba, una y otra vez, si
todo aquello no era una burla.
— Jamás te mentiría sobre este asunto —dijo él—. Es-
toy tan sorprendido como tú. No se qué más puedo decirte.
Fátima cerró sus ojos y empezó a soñar. Se acordó de
aquella tarde; de la fuente y de su cántaro; de los ojos de aquel
apuesto muchacho que la hechizó y del miedo que sintió al ver
que era cristiano. Recordó las huellas de su rostro y sus fuertes
manos, sus humildes ropajes y su fino cabello. Volvió a revivir
la pasión perdida en aquellos días sin retorno.
El camino de vuelta se le hizo eterno aquella tarde.
Cuando regresó a casa, agitada, quiso explicarle a su padre lo
que había sentido. Huérfana de nacimiento, anhelaba compartir
con él ese sentimiento tan nuevo y puro. Pero el viejo merca-
der, arropado en sus estrictas normas morales, sopesó el honor
antes que la propia felicidad de su hija. Ante el asombro de la
pobre muchacha, se irritó; agitó su cabeza negando lo que es-

57
cuchaba, dirigió sus brazos hacia el cielo y maldijo al cristiano
que había tratado de seducirla. Ofuscado, le prohibió que vol-
viese a ver a aquel perro y ella se negó; se enfrentó a la inque-
brantable autoridad paterna.
Al día siguiente, Ibrahim, celoso y desconfiado, la ence-
rró en uno de los almacenes de la casa; una prisión donde la os-
curidad y el tiempo se eternizaban. No estaba dispuesto a sufrir
el escarnio y la deshonra por parte de su familia ¿Qué sería de
él y de su respetada imagen? Jamás permitiría que su hija casa-
ra con un infiel. Carcomido por sus férreos principios, decidió
enviarla muy lejos y pagó a unos mercaderes para que se la lle-
varan prisionera a las frías montañas del norte. A la aldea per-
dida de Suelves.
Aquel día, Sebastián recibió un obsequio inesperado.
Cuando llegaron aquellos hombres, le entregaron a la mucha-
cha junto a una carta. En ella, Ibrahim le suplicaba acoger a su
pequeña durante un tiempo; el necesario para olvidar a aquel
cristiano. Sebastián juró cuidar a Fátima y guardó un secreto
que solamente conocían unos pocos. La protegió de las insidio-
sas miradas de los aldeanos y la escondió en una cabaña, muy
cerca del colmenar. Durante largos días y eternas noches, la
muchacha suplicó por su libertad. Sebastián, afligido, le expli-
có el motivo de su reclusión y prometió que su padre regresaría
muy pronto a buscarla. Jamás lo hizo.
Con el transcurrir de los años, Fátima olvidó a su fami-
lia y a su ciudad; empezó a trabajar la tierra y ayudó a Sebas-
tián en el cuidado de las colmenas. Llegó a tenerle gran estima
y hasta peinó sus primeras canas. Éste, la trató siempre como a

58
la hija que jamás tuvo; respetó sus creencias y le ayudó a secar
sus lágrimas en los momentos más difíciles.
A muchas leguas de allí, un viejo mercader se pudría
bajo el estiércol de la culpabilidad y trataba de redimir su con-
ciencia amasando una gran fortuna. Cuando la muerte atravesó
el patio de su casa, él la recibió implorando el perdón de sus
pecados. Arrepentido, o tal vez temeroso de no cruzar las
puertas del Paraíso, hizo llamar a Miguel y le entregó aquel co-
fre. Después, se despidió del mundo sin haber dicho adiós a su
hija.
Y ahora, en aquella humilde cabaña, Fátima se enfrenta-
ba a la verdad. Entonces, los dos se miraron frente a frente. Él
le dio la llave del cofre y ella lo cerró para siempre; selló de
este modo el final de su abnegada existencia.
Aquella misma noche, Sebastián regresó a Suelves.

Cuando Miguel vio su rostro creyó estar ante una apari-


ción divina. El velo descubrió ante él a un alma dichosa. Su ta-
lle era aún flexible y la piel se reflejaba suave, aterciopelada
como una rosa; sus ojos seguían siendo negros como el azaba-
che y reflejaban la belleza de aquel instante. En sus labios, la
grana había madurado con exquisita dulzura.
Sin decir nada, se acercó a ella y le cogió de la mano.
Supo que no estaba soñando y que todo aquel sufrimiento había
merecido la pena. Jamás le preguntó nada a Sebastián; no le
importó ignorar qué contenía aquel cofre ni por qué la mucha-
cha había regresado a su vida.

59
Después de veinte largos años, se cumplió un segundo
encuentro. Miguel halló la razón de su existencia, la fortuna
que una vez buscó lejos de su hogar: un hogar donde los dos
pasarían unidos el resto de sus vidas.

"La esperanza es el único bien común a todos los hom-


bres. Los que todo lo han perdido la poseen aún."
Tales de Mileto

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Solum 73 a.C.

Ante Diem III Nones Sextilias

Sertorio abrazó al anciano ante las incrédulas miradas


de los soldados; les asombraba ver al poderoso caudillo frente a
un viejo indígena vestido con harapos. Antes de partir hacia
Osca, quiso revelar a Balkar su verdadera identidad. Sentía la
necesidad de ser honesto con él, aun temiendo que éste se inco-
modara ante la presencia del hombre que gobernaba media His-
pania. Balkar no dijo nada; se limitó a sonreír. (Hasta un niño
hubiera resuelto el acertijo, al ver la admiración y el respeto
que mostraban todos hacia aquel “pobre liberto”).

61
— Lo siento; pensé que no me creerías —confesó Ser-
torio, mientras se ocultaba de los ojos de Balkar.
— Siempre he tratado de conocer el espíritu de los
hombres, sin importarme la tarea que el destino les ha enco-
mendado en el mundo.
— Tus palabras me reconfortan. Espero volver a verte
muy pronto.
— Los dioses ordenarán, joven caudillo.
En aquel instante, Balkar se acercó a él. Mientras estre-
chaba sus manos en señal de gratitud, musitó algo a sus oídos:
— Providentia suede adulatio
Sin comprender demasiado aquellas palabras, Sertorio
esbozó una forzada sonrisa, mezcla de curiosidad e ignorancia.
Respiró profundamente y con un grave ademán, ordenó reanu-
dar la marcha a sus soldados. Antes de alejarse, volvió la mira-
da hacia atrás y se prometió a sí mismo que jamás perdería la
amistad con el venerable anciano.

El polvoriento camino se perdía entre escarpados ba-


rrancos, donde una pedregosa cuesta les guiaba hacia Solum,
aquel extraño lugar mencionado por Balkar la noche anterior.
Sertorio se dejó llevar por la curiosidad y entró en el poblado.
A ambos lados, una decena de cabañas dispersaba sus raíces
sobre la desierta maleza, sin aparente rastro de vida. Ocultos
tras los zarzales, algunos de los indígenas observaban con te-
mor el paso del ilustre personaje por aquellos lugares tan aleja-
dos del mundo; tan hermosos, que en nada desmerecían a la be-
lleza del Pindo. Cuando el caudillo atravesaba aquel lugar, sin-

62
tió de nuevo un extraño escalofrío. ¿Estaré realmente enfermo?
se preguntó.
Bajo un cielo nítido y sereno los pinares se extendían
hasta el infinito, ocultando covachas donde algunos hombres se
afanaban extrayendo sal. Al notar la presencia de la comitiva,
trataron de esconderse entre las entrañas de la tierra, ante el te-
mor de ser asaltados o tal vez muertos.
— ¿Por qué huyen de nosotros? —preguntó Sertorio a
su consejero.
— Son ladrones, mi señor. Tratan de sustraer aquello
que, durante décadas, ha sido monopolio del poder de Roma.
Las contínuas guerras y rebeliones han empobrecido estas tie-
rras y a sus pobladores. Para ellos, la sal es una mercancía su-
mamente valiosa.
Durante el largo camino, el caudillo reflexionaba sobre
las palabras de Balkar. ¿Qué había querido decirle realmente?
Advertía en aquel anciano mucha más sabiduría que en cual-
quier filósofo hispano. Entonces, barajó la posibilidad de
atraerlo a la capital como instructor en la Academia de Osca.
Compartiría sus conocimientos con los discípulos, formándoles
en sus futuras obligaciones senatoriales; abandonaría por fin
aquella insidiosa tarea que tanto le amarraba a los panales. Sí,
sería, sin duda, un admirado y respetado magíster.
Pensó también en Mallo, su eterno y fiel amigo. Muy
pronto, se reuniría con él en el teatro, la basílica o tal vez en las
termas. Como siempre, harían pláticas sobre el incierto futuro
de Roma, discutirían sobre las costumbres de los hispanos y so-
bretodo, recordarían los pasajes que les unieron en la infancia.

63
Aquellos días en los que correteaban por los callejones de la
vieja Nursia y jugaban a la guerra con aquellas espadas de ma-
dera. Aquellos instantes en que la emoción se marcaba en sus
rostros, viendo regresar a las flamantes y victoriosas centurias.
Aquellas noches en las que, mirando a las estrellas, soñaban
con un futuro mejor.
Mallo fue siempre el compañero de Sertorio. Sus fami-
lias provenían de un oscuro linaje y compartían una pequeña
casa en la ínsula más pobre de la ciudad. Pertenecían al humil-
de gremio de los tignari, carpinteros asalariados que fabricaban
las piezas de artillería de las legiones romanas.
La vida les hizo andar por caminos muy diferentes. Ser-
torio fue criado con esmero por su madre y se ejercitó en los
estudios con bastante aplauso. Siendo aún muy joven, tal vez
demasiado, destacó por su elegante oratoria y sus hazañas en la
milicia. Al cumplir treinta años llegó a adquirir cierto poder en
Roma, ciudad que le recompensó con un ingreso en el Ordo
Equester.
En cambio, Mallo sólo pudo ser un obrero. Aunque as-
piraba a ser tan popular como su amigo Quinto, sus capacida-
des fueron más limitadas y su ambición no tuvo el éxito que es-
peraba. Durante largo tiempo, trabajó en la pequeña carpintería
familiar que su padre regentaba en los arrabales de Nursia.
Mientras sus manos se astillaban y se agrietaban de cansancio,
Sertorio vestía elegantes togas y se llenaba de gloria ante el
Senado romano. Hastiado y condenado a la nada, quiso promo-
cionarse e ingresó en una factoría como centonari. Pero tampo-
co allí logró ascender. Nadie se fijó en él.

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Cuando Sertorio fue nombrado pretor de la Hispania Ci-
terior, se acordó de Mallo. Regresó a Nursia y se presentó en su
casa. En contra de las costumbres romanas, que negaban el as-
censo a las clases trabajadoras, no dudó en nombrarle procura-
dor de la nueva provincia. Un gesto de amistad digno de un
caudillo. Durante años, ambos se habían enfrentado a la furia
de sus enemigos y a la envidia de sus rivales políticos; celebra-
ron las victorias y soportaron las derrotas.
Sertorio se consideraba afortunado por tener a una per-
sona tan cercana y familiar a su lado. La compañía de Mallo le
ayudaba a soportar una melancolía que se agrandaba con el
paso del tiempo; un recuerdo materno difícil de borrar.

El sonido de las trompetas desvaneció aquellos pensa-


mientos. Tras el horizonte, una imponente muralla mostraba su
rostro anunciando a los viajeros el final del trayecto. Al entrar
en la ciudad, fueron recibidos con gran entusiasmo por una mu-
chedumbre que inundaba las calles con un alborotado colorido.
El foro se llenaba de mercaderes, quincalleros, mercachifles y
marchantes; ofrecían sus tesoros a los curiosos que se arremoli-
naban ante montañas de fruta, salazones, sedas y collares. Osca
rezumaba esplendor por los cuatro costados y sus habitantes
presumían de una ciudadanía que les otorgaba cierta prepoten-
cia frente a otras urbes cercanas.
La aglomeración de ínsulas que se extendía alrededor
del cardo condujo a la comitiva hasta el mismo impopulus,
donde los edificios mostraban mayor lustre y magnificencia. La
casa de Perpenna se hallaba, precisamente, en aquel ostentoso

65
barrio: una lujosa cripta envuelta en silencio que contrastaba
con el bullicio de la ciudad.
Perpenna era el eterno aliado de Quinto, aunque desde
su interesada unión con las tropas sertorianas, siempre dudó so-
bre la eficacia de aquella alianza. Oculto bajo una falsa amis-
tad, buscaba en realidad obtener el mando supremo y agitaba a
sus soldados en contra de Sertorio, al que acusaba de cobardía
por sus métodos guerrilleros y su benevolencia con los indí-
genas.
El cuerpo de guardia saludó la llegada del caudillo y le
acompañó hasta la presencia de Perpenna. Unos elegantes bus-
tos de mármol adornaban el atrio; a su alrededor, lujosas estan-
cias revestidas con delicados mosaicos daban paso a un exqui-
sito tablinum. Sertorio lo encontró allí, apoltronado como un
auténtico emperador; con el gesto indolente y una amarga ex-
presión en el rostro.
— Vestri salus, amigo Quinto —exclamó al verle lle-
gar, mientras despegaba su piel de la silla—. Andábamos preo-
cupados por tu tardanza. A punto estuve de enviar a toda una
cohorte para que fuera a tu encuentro.
— Tuvimos a los dioses en nuestra contra, Perpenna.
Siéntate. Deseo mostrarte el documento que certifica nuestra
unión con el pueblo ilergete.
— Celebro tu pequeño triunfo, Sertorio; jamás dudaría
de tu poder de convicción. No obstante, prefiero esperar el re-
greso de todos tus generales. Al fin y al cabo ¿no son ellos los
que arriesgan su vida por nosotros?

66
— Tal vez tengas razón. Ahora, ponme al corriente de
las nuevas que llegan desde la costa. Durante mi estancia en
Ilerda llegaron a mis oídos aciagos rumores. ¿Es cierto que
nuestras tropas se entregaron al castigo, antes que enfrentarse a
las hordas de Pompeyo?
— De ser así, parecería sensato el comportamiento de
nuestras centurias, dada la gran diferencia numérica entre am-
bos ejércitos.
— Por Júpiter, ¿cómo osas injuriar de este modo? Esa
actitud tan vergonzosa es un acto humillante para el resto de las
tropas.
— No debes enfurecerte, Sertorio. Has conseguido el
apoyo de miles de íberos, deseosos de luchar y premiarte con la
cabeza de Pompeyo. Confían en ti y seguirían tus pasos hasta el
mismo infierno. Créeme si te digo que el pueblo está contigo,
mas no enfurezcas a los dioses actuando como ellos. Tanta in-
dulgencia acabará por hacerles creer que somos débiles, que no
tenemos fuerzas para combatir a Roma.
— Esa indulgencia a la que haces mención es el inicio
de nuestra victoria —aseveró Sertorio.
— ¿Hasta qué punto llega esa atracción? Corre el ru-
mor de que te presentas ante la plebe como uno de ellos. Hasta
los jóvenes hispanos que pretendes educar en la Academia la-
mentan tu actitud con los indígenas. No entienden tu amistad
con esa carroña, más no osarían desvelar sus temores, pues tie-
nen gran aprecio a su vida.

67
— ¿Cómo osas ofenderme? Eso que dices es desprecia-
ble. Hablas de los íberos como si fueran animales —sentencio
el caudillo.
— Roma nunca consideró a esas tribus como ciudada-
nos, excepto tú.
— Esos hombres que menosprecias desean romper el
yugo que les ata a la República, tanto como nosotros.
— No son más que esclavos, Sertorio. Ciudadanos de
segunda, aves carroñeras que esperan tu muerte. Con el tiempo,
romperán los lazos que les unen a ti. ¿Por qué no despiertas de
tu sueño?
— Eres tú el que debe hacerlo. Roma será vencida gra-
cias a nuestra alianza con esos indígenas. La fuerza de Diana
guiará mis pasos hacia una gran gesta.
— Guárdate de tus fervientes aliados y de su falsa devo-
tio. Acabaran por traicionarte.
— Y tú, Perpenna, ¿serías capaz de hacerlo?
— No irrites a los dioses injuriando contra mí. No serán
mis manos las que busquen tu perdición.

Al caer la noche, Perpenna se retiró a sus aposentos con


el ánimo enfurecido. Llamó entonces a Marco, su esclavo pre-
dilecto. En honor a las virtudes de Baco, el color de su copa re-
flejaba la mirada del traidor e imaginaba la sangre derramada
de su aliado. Embriagado y fuera de sí, trató de aliviar su rabia
en la piel del joven mancebo.

68
EL SECRETO DE JULIAN

Suelves, 24 de agosto de 1797.

Atardecía en Los Peñares cuando Julián pensó que ya


era momento de acabar sus tareas. Dos picotazos y poco más se
llevo aquel día. Las hileras de chopos se agitaban cerca del ba-
rranquizo, en una tarde fresca que anunciaba el final del estío
en aquellas tierras sin agua.
Como de costumbre, aseguró los tiellos, recogió sus en-
seres y los guardó en el almacén, cerca de un corral huérfano
de gallinas. Tan sólo una casucha agria le recordaba aquella

69
ilusión perdida al no haber podido criar allí aquellas aves. Un
rigor estival que hizo perder su paciencia y también a las clue-
cas. No es buen sitio aquí, pensó, pero no quería tener más dis-
putas con el molinero. Las lindes marcadas por don Felipe que-
daban muy claras y Julián trató en vano de convencer a su ve-
cino para acoger a las bestias en un lugar más fresco y cercano
al río.
— Adiós pequeñas, os he dejado el arna bien limpia.
También como de costumbre, cargó a sus espaldas la
dorada mercancía y emprendió la marcha por el sendero que
lleva hacia el Llastre. Aquella cuesta le parecía cada vez más
empinada. ¿O eran sus cincuenta ya cumplidos? Un pie delante
y otro detrás, atravesando Mirabueno, la fuen Morica y el mo-
lino. Cuidó bien de no asomarse allí, no fuera visto. La envidia
es muy mala, pensó, y no quería tener más trifulcas con el mo-
linero, que llevaba días vigilando las sacas. Mira que las llega a
contar; no se fía ni de su sombra.
Cercano al tozal de Broto, descansó sus costillas recos-
tado en una vieja encina. Se apoyó en la arpillera y se dispuso
entonces a liar un cigarrito que, según el médico, buena falta le
hacía. Apetece estar aquí, pensó, mientras avistaba en la lejanía
las grises manchas de la Cunarda.
No dio cuenta de su vista, que ya le empezaba a fallar,
pero sí de sus oídos. La carreta de don Francisco se acercaba
por el maltrecho camino, espantando al tomillar y truncando el
silencio de la tarde. Julián agachó la cabeza como si no pasara
nadie. No le gustaba charrar cuando llevaba mercancía y abu-
rrido estaba de aguantar a don Paco y sus mentiras.

70
— ¡A la paz de Dios, Julián!
Don Paco, como le llamaban algunos, bajó de la carreta
con un vigoroso salto, mostrando ese alarde de fuerza que sólo
sus treinta le podían permitir.
Julián no ocultaba su enemistad hacia aquel cacique.
Los Bernad no eran bien vistos en el pueblo desde que Francis-
co arruinó al bueno de Mariano. Le acusó de un hurto que ja-
más cometió y le obligó a malvender sus tierras para evitar la
ira de una justicia corrupta y bien pagada por don Francisco.
Un fardel de sueldos bastó, según algunos, para robarle media
fanega. Mariano era muy querido por Julián. Les unía una gran
amistad por favores sin retorno, de cuando el romeral no crecía
y el hambre llamaba a la puerta de su casa.
— ¡Anda Julián, con ese carácter no casarás nunca!
Don Paco tenia costumbre de iniciar su charla con un
aderezo amargo aunque, aquella tarde, su rostro parecía menos
ruin que en otras ocasiones. Otra vez con la misma historia,
farfulló Julián.
— Mira, esta vez no voy a andarme con rodeos —dijo
don Francisco—. Atiende bien a lo que te propongo.
El cacique aliñó con rotundidad sus palabras e insistió
de nuevo a Julián en la conveniencia de venderle los panales.
Tiempo hacía que andaba tras aquellas tierras y ante el asom-
bro de Julián, le ofreció trescientos sueldos, dinero suficiente
como para dejar un trabajo tan esclavo y servil.
Total, por un miserable arnal…
Julián ignoraba los engaños que don Francisco había
entretejido durante años como interventor de las salinas de Na-

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val, falseando el libro de acopios y certificando partidas que
nunca llegaban a Huesca. Aquellas artimañas habían enriqueci-
do al cacique durante muchos inviernos. Y aun así, jamás sos-
pecharía la verdadera razón por la que aquél pretendía com-
prarle los panales.
Cuando Francisco era apenas un zagal, oyó hablar a su
padre en repetidas ocasiones sobre la existencia de un tesoro
bajo la tierra que cobija el arnal. Un secreto de épocas pasadas
que, al parecer, enterraron los indígenas de aquella región al
verse acorralados por tribus enemigas. O tal vez una suerte de
alhajas escondidas por un rico mercader huyendo de espadas
cristianas. Fuese una u otra historia, siempre se había chismo-
rreado que en Los Peñares se ocultaba algo que enriquecería
una y mil veces a aquél que lo hallara. Fábulas de pueblo que
Francisco creía a pies juntillas; historias que no estaba dispues-
to a dejar en el olvido.
Esa obsesión por adueñarse de los panales le atormenta-
ba día tras día, mortificaba su existencia y hacía germinar en él
un profundo odio hacia Julián. Pero el tiempo pasaba en balde
y sus pretensiones resultaban cada vez más estériles, pese a las
tentadoras ofertas que le había hecho.
— No quiero que me quiten el jornal en la plaza, don
Francisco —espetó Julián, con absoluta hosquedad—. Ya he-
mos hablado de este asunto en repetidas ocasiones. El arnal no
está en venta.
Pero el cacique ya sabía qué responder. Le aseguró que
la miel se vendería en otros mercados más allá de Barbastro,

72
que no habría tal competencia y… ¡puñeta!, que se fiara de su
palabra.
— Nadie te dará tanto por ese miserable arnal. Piénsalo
bien y no seas tan tozudo. Con el dinero que te ofrezco, vivirás
como un señor. Podrás, si así lo deseas, construir otros panales
y vender de nuevo tu propia miel.
Julián conocía la fama de don Francisco y cómo se las
gastaba cuando algo se torcía. Pensaba también en un futuro in-
cierto; en la necesidad de descansar y olvidar aquella penosa
tarea. Los panales ya no daban más que para asquearse, viendo
menguar los escasos frutos que elaboraban las abejas. La tierra
había cambiado y sus grietas clamaban a un cielo cada vez más
miserable. Abandonarlo todo y marchar a hacer puñetas no era
tan mala idea.
— No hay trato —acabó sentenciando Julián—. Ni por
todo el oro del mundo será usted el dueño de Los Peñares. Bús-
quese otras tierras para enmarañar sus asuntos y olvídese de
mis panales.
A don Paco se le hincharon las narices al oír aquella
respuesta, acostumbrado como estaba a tratar con rufianes de la
misma calaña. Hastiado de tanta palabrería, miró fijamente a
Julián y, sin decir nada, subió de nuevo a la carreta. Fustigó
con rabia los caballos y se alejó entre polvaredas de odio y ren-
cor.

73
A la mañana siguiente, en Naval.

El despacho de don Felipe era una madriguera sucia y


desordenada. Toneladas de papeles, legajos y cartones se espar-
cían sin decoro por toda la estancia, mezclándose entre una
rancia mesa colonial y dos carcomidas estanterías. La luz de la
mañana palidecía a través de los sucios ventanales y acariciaba
con gracia la calva del ilustre notario.
— Don Francisco, lamento comunicarle una mala noti-
cia. Las escrituras que ese hombre tiene en su poder son autén-
ticas. Este documento prueba la donación del difunto Dionisio
Ferrer, anterior dueño del arnal, a favor de Julián Lafarga. Al
no aparecer hijos o descendientes directos por parte del falleci-
do, Julián queda legitimado como dueño de la propiedad sita en
Los Peñares, así como de todos los bienes que allí se encuen-
tran. ¿Comprende usted, don Francisco?
— No entiendo nada, Felipe. Nada. Hace años que co-
noces el interés que tengo por esas tierras.
— El mismo que tuvo el insigne don Ramiro, que Dios
lo tenga en la gloria.
— Así es. Mi padre trató de persuadir al viejo Ferrer en
repetidas ocasiones, pero jamás pudo con su endiablada tozu-
dez. Cuando por fin falleció Dionisio y nadie reclamó su heren-
cia, supe que esas tierras acabarían siendo mías. Todo estaba
preparado y el Concejo dictaría a mi favor. Aquella tarde,
como del mismo infierno, apareció ese necio con unos docu-
mentos que le otorgaban la propiedad del arnal. ¿Crees que no
pensé que eran falsos?

74
— Si, supongo. Resultó tan sorprendente como la des-
aparición del cuerpo de Dionisio al poco de su entierro. Su
tumba fue profanada sin que nadie en el pueblo diera cuenta de
ello. La noticia corrió en boca de todos. Se farfullaba que ese
desconocido, Julián, tenía algo que ver con la muerte del viejo,
pero nunca se pudo probar la relación que ambos tenían. De
poco sirvió untar al juez para que falseara algunas pruebas;
nada se pudo demostrar. Fue un caso muy extraño, si. Lo re-
cuerdo perfectamente, don Francisco.
— Pues yo siempre he tenido mis recelos hacia ese pue-
blerino, Felipe. Apenas sale de casa, no se le conoce familia ni
amigos, anda siempre de aquí para allá sin gastar palabra. ¿No
te parece extraño? He tratado de razonar muchas veces con ese
ignorante y no he logrado convencerle, pero mi paciencia tiene
un límite. ¡Que tú ya me conoces, coño!

Hacía calor en aquel despachuzo. Con un gesto de re-


signación, el notario entrecruzó los dedos y miró a las telarañas
esperando que don Francisco le dejara en paz, después de haber
perdido toda la mañana buscando aquella maldita escritura. En-
tonces, el cacique levantó su trasero de la silla con el rostro
crispado y una extraña mirada. Sin despedirse, sin hablar, dio
un fuerte portazo que echó a volar algunos papeles sobre la
mesa del notario. Don Francisco salió de aquel despacho con la
convicción de que aquel asunto acabaría muy pronto.

75
Suelves. Una semana más tarde.

Durante tres días, nadie reclamo el cadáver.


Pocos sabían de la vida de Julián y nadie quiso velar su
cuerpo.
El Concejo resolvió por fin darle sepultura en un rincón
perdido del camposanto, apartado del resto de los nichos y ale-
jado de todas las miradas. Oculto como una larva que jamás
despertaría.
Ni un alma. Salvo el cura y, claro está, Matías el sepul-
turero, nadie acudió a su sepelio. Sobre el agrietado tapial, unas
abejas revoltosas acompañaron las últimas plegarias y lloraron
su muerte en el ocaso de aquel 31 de agosto.
Lo hallaron en su casa, sentado y con la nariz rota; su
frente echada sobre una mesa servida para la ocasión. Fue su
último caldo. Acuchillado como un cerdo, su cuerpo mostraba
enormes brechas que adornaban el mantel con pinceladas de
sangre. En su lastimoso estado, no quisieron que ningún zagal
viera el cadáver.
Cuando levantaron al muerto, sus labios esbozaban una
gran sonrisa, como si aquel espanto hubiera causado en él tre-
menda dicha. Aquel suceso tan extraño dejó las puertas abiertas
al chismorreo de los aldeanos. Algunos de los vecinos asegura-
ban haber visto al diablo en el rostro de Julián.
¿Quién si no, puede sonreír de ese modo ante tanta
crueldad?

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Los Peñares. Tres días más tarde.

— Apresuraos, imbéciles —gritaba don Francisco, puro


en boca, mientras recostaba sus posaderas en una vieja silla de
mimbre—. Caerá otra vez la noche y todavía no habréis en-
contrado nada.
Aquellos insultos parecían ser una broma de mal gusto,
en opinión de aquellos que, durante más de tres días, habían
convertido Los Peñares en un nuevo cementerio. La cuadrilla
de don Francisco se asemejaba a un diligente ejército de hormi-
gas que destrozaba la tierra y aniquilaba las raíces del pasado.
Algunos farfullaban en voz baja si el cacique no habría enlo-
quecido ya, tan obcecado como estaba en remover toda aquella
fanega de tierra seca.
El sol fugó su silueta para alivio de muchos, que veían
de esa manera el final de otra larga y fatigosa jornada. Don
Francisco llamó a su capataz con un amargo gesto de impoten-
cia.
— Óyeme bien, Jacinto —ordenó el cacique—. Mañana
os quiero aquí a todos otra vez. Acércate esta noche a la taber-
na y contrata más hombres a jornal y comida pagada.
— Don Francisco —tartamudeó Jacinto, tratando de no
hincharle demasiado las narices—, va a resultar difícil lo que
usted me pide. No es esta la mejor estación para reclutar a na-
die. Ya sabe lo atareados que andan todos en el pueblo reco-
giendo la uva. Para este año se espera una buena cosecha.

77
— ¡Pues te llevas estas monedas y que se agrie el vino
en las cepas! Y si es menester, te acercas hasta Naval y me bus-
cas allí otros brazos. ¿Has entendido, Jacinto?
— Si, don Francisco —murmuró Jacinto, con la mirada
fijada en el suelo.
La cuadrilla dejó picos y palas en el almacén y regresó
hacia la aldea. Con los rostros abrasados y los cuerpos dolori-
dos tras interminables horas de esfuerzo, todos maldecían en
voz baja a su patrono.
Los Peñares quedaron en silencio; enmudecieron bajo
una fresca brisa que columpiaba los chopos con un suave ba-
lanceo. Don Francisco reclinó su silla sobre la pared del alma-
cén y alumbró otro purito que pudiera aplacar su mal genio.
Elevó la mirada y buscó entre los algodones el rostro de Julián.
— ¿Por qué no bajas y me dices dónde está tu maldito
secreto, bastardo? No cesaré en mi empeño aunque tenga que
remover, palmo a palmo, todo el arnal, ¿me oyes? No ha naci-
do aún quien pueda acabar conmigo.
El eco de su voz salpicó a los panales y alertó a sus pe-
queñas moradoras. Irritó a las abejas, causando en ellas una
agitación imperceptible a los oídos del cacique. Un terrible so-
por se apoderó de su cuerpo; notó como se cerraban sus grue-
sos párpados y la visión se le nublaba. Sentía un extraño placer
que le invitaba a reposar durante unas horas.
Don Francisco se echó la última siesta; cayó en un pro-
fundo sueño del que jamás despertaría.

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Al alba, Jacinto fue el primero en encontrar el cuerpo
reposando sobre las almohadas de la tierra. Una macabra orgía
se había cebado en cada resquicio de su piel, que se revelaba
ahora como un putrefacto amasijo de carne hinchada y desfigu-
rado rostro. En sus ojos se advertía el pánico. En sus venas el
dolor. La muerte en todo su ser.
Uno de los hombres se compadeció de su patrón y es-
pantó a las moscas que sobrevolaban el cadáver, mientras lo
cubría con unas viejas arpilleras. Nadie sabía qué hacer. Algu-
nos sonreían sin ningún rubor. Jacinto, entre incesantes mur-
mullos, ordenó por fin cargar el pesado cuerpo en su carreta;
una carreta que jamás le llevaría a la aldea.
A cambio, disfrutó de un agradable paseo hasta la puer-
ta del cementerio, donde Julián le esperaba con una amable
sonrisa.

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Osca, 73 a.C.

Pridie Nones Sextilias

Como astutos zorros, el grupo de conspiradores fue lle-


gando hasta la casa de Perpenna bajo la complicidad de la no-
che. A la hora convenida, Elio, uno de los esclavos, acompañó
a los generales hasta el triclinium, donde una mesa circular se
había dispuesto para regocijo de los más voraces. Allí, recosta-
do, les esperaba el gran traidor, temeroso e inquieto de ser des-
cubierto por algún confidente de Sertorio. Los invitados fueron
bordeando la mesa según el orden estipulado por el anfitrión;

80
un esclavo nomenclator leía sus nombres y anunciaba su rango.
Poco a poco, fueron ocupándose todos los triclinios.
A la señal de Perpenna, un numeroso grupo de sirvien-
tes apareció por la sala con bandejas repletas de exquisitos
manjares. Como en una interminable tragedia de Eurípides,
fueron apareciendo por la escena los diferentes platos. En el
primer acto, aceitunas, huevos, trufas y ciruelas de Damasco.
Luego llegó la prima távola con sus riñones, cabritos, cochini-
llos, capones y liebres aderezadas con salsas dulces o picantes.
Más tarde, los invitados pasaron a otra mesa, donde pasteles de
frutos secos y jarras de vino dulce procuraban saciar su tremen-
da gula.
Algunos de ellos, al ver tal derroche, se provocaron el
vómito con gran rapidez introduciendo una pluma de pavo en
su garganta. El vomitorium cumplió con creces su desagrada-
ble misión. Entre uno y otro plato, fueron apareciendo por el
escenario algunos comediantes, cómicos mediocres, equilibris-
tas, músicos y bailarinas. Las muchachas, esclavas de naci-
miento y procedentes de la lejana Gades, agitaban sus cuerpos
de manera sensual provocando la excitación de los invitados.
El erotismo y las risas aumentaban el tono de la velada; el vino,
hábilmente mezclado con agua caliente, no dejaba de llenar las
copas para deleite de los más exigentes, ansiosos por hallar al
mejor rex bibendi. Muy pronto llegaron las libaciones; algunos
vertieron el vino sobre el suelo para rendir homenaje a los dio-
ses. La misma copa pasaba de mano en mano y de boca en
boca hasta vaciarse y ser rellenada con rapidez por los esclavos
de servicio, dispuestos a servirles con el mayor de los agrados.

81
Cerca de la medianoche y seducidos con tantas atencio-
nes, dejaron que Perpenna se dirigiera a ellos como su verdade-
ro caudillo. El anfitrión miró a sus cómplices. Muchos cabe-
ceaban, embriagados y aturdidos. Otros, sonreían maliciosa-
mente; esperaban que Perpenna acabara con todas sus penalida-
des y les elevara a la categoría de los dioses. Cuando se hizo el
silencio, el gran traidor inicio su arenga con un ensayado dis-
curso.
— Como era de esperar —dijo—, Roma ha decidido
amnistiar a todos aquellos que dignen alejarse de la causa po-
pular. La llegada de las tropas de Pompeyo es inminente, sien-
do sus fuerzas muy superiores frente a nuestro debilitado
ejército. Sertorio ha agotado finalmente nuestra paciencia. Ha
tejido lazos con las masas populares, ha enojado a nuestros dio-
ses y ha quebrantado los principios que rigen la autoridad de
Roma. ¿Qué mal Genio se ha apoderado de nosotros para arro-
jarnos de mal en peor? Nos desdeñábamos de ejecutar, sin salir
de nuestras casas, las órdenes de Sila, y ahora, queriendo vivir
libres, hemos caído en una voluntaria servidumbre como vícti-
mas del destierro de Sertorio. Y aunque se nos llame Senado,
nombre del que se burlan los que lo oyen, pasamos en realidad
por mandatos y trabajos en nada más tolerables de los que su-
fren íberos y lusitanos.

El grupo de lobos hambrientos aulló con estridencia en


aquella estancia. Aclamaron a su nuevo líder con grandes ges-
tos de satisfacción, mientras las copas de vino caían sobre el
mármol.

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Fue justo en aquel instante cuando un esclavo anunció,
por sorpresa, la llegada del último de los invitados. El ensorde-
cedor bullicio cesó repentinamente. Una figura apareció bajo el
pórtico que daba entrada al triclinium. Algunos de los genera-
les, creyendo estar ante una visión, se frotaron los ojos. Aufidio
se levanto raudo de su sillón y se abalanzó sobre el recién lle-
gado, con el ánimo de clavar su daga y provocarle la muerte.
La poderosa mano de Perpenna le detuvo al instante.
—Guarda tu ira para otras ocasiones. Él también está
con nosotros.
— ¿Mallo? —exclamó con incredulidad
Aufidio creía estar soñando. Aquel nuevo cómplice era,
en efecto, Mallo.
Embriagado por la ambición y cegado por el brillo que
emana el poder, el fiel amigo de Sertorio pretendía ganar ahora
en el juego de la traición. Desde muy joven, siempre le consi-
deró como un molesto rival, rodeado de unos halagos y admira-
ciones que él jamás pudo tener; encumbrado en una fama que
ni tan siquiera tocó con las yemas de los dedos. Ahora, aquel
niño que compartió tantos juegos con él, atravesaba el umbral
que divide la fidelidad de la traición; dejaba enterrados aque-
llos años de amistad. Seducido por el perfume que desprendía
el aura de Perpenna, no dudaba en quebrantar su eterna devotio
hacia Sertorio.
— Los dioses alumbran tu llegada, amigo Mallo —ex-
clamó el gran traidor, acercándose a él.
Mallo no dijo nada. Hizo un simple gesto con la mano y
ambos se dirigieron hacia una pequeña estancia, alejada del

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murmullo y de la curiosidad. Cuando se hallaron solos, Perpen-
na se dirigió a él con un gesto de reprobación.
— ¿Qué te sucede, Mallo? ¿Temes acaso la ira de Mar-
te?
— Escucha bien mis palabras, Perpenna. No he venido
aquí para celebrar tu triunfo, como hacen esos borrachos a los
que llamas tus generales. Tan solo pretendo rememorar tu pro-
mesa. Me juraste no acabar con la vida de Quinto a cambio de
mi ayuda y espero que cumplas con tu palabra. Él me ha de-
mostrado siempre un gran afecto y no sería justo que pagara
con la vida.
— Así será. No tengo otra pretensión que la de entregar
a ese loco en las manos de Pompeyo. Él decidirá sobre la suerte
de tu amigo. El honor es una virtud que aprendí desde muy jo-
ven.
Mallo asintió con la cabeza. Creyó en las palabras de
Perpenna. Entonces, todos los presentes le escogieron como ar-
did. Su amistad con Sertorio borraría toda sospecha. ¿Qué me-
jor confianza que la de su eterno compañero de infancia? Éste
se presentaría ante él con falsas noticias, donde se anunciaría
una victoria conseguida por Domicio, uno de sus lugartenien-
tes.
Todo estaba dispuesto. Sobre la mesa, algunos esclavos
servían la muerte en bandejas de plata.

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HUIDA HACIA NINGUNA PARTE

Suelves, 19 de marzo de 1938.

— ¡Maldita la suerte que ordenó el Santísimo! ¿Cómo


salgo yo ahora con esta coscorra?
Andrés se mostraba cada vez más inquieto y nervioso.
Golpeaba con rabia la mesa del comedor, bajo una nube de
grietas que invitaban a la lluvia a hospedarse en la casa. Los
pozales no daban abasto aquella tarde. Las gotas, traviesas, ju-
gueteaban entre las vigas de madera y asomaban su nariz por
las paredes, en un amasijo de cal podrida y herrumbres ensarta-
das.

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Y por fin, apareció aquel sol que irradiaba al pueblo con
una suerte de insólitas luces y un brillo inusual. Un maná del
cielo, bálsamo para sus cuerpos y bendición para sus almas.

Cuando abrió la puerta de su casa, un trueno amenaza-


dor bramó en el horizonte, rasgando el cielo de una cuchillada.
Sobre el fondo del barranco, una gruesa columna de humo ele-
vaba sus brazos, empañando el carmín de aquel hermoso atar-
decer.
— No ha podido ser un rayo, el cielo escampa —caviló
Andrés, desconcertado ante aquel curioso fenómeno.
Sus apresurados pasos atravesaron el barrio de la igle-
sia. No se oía un alma por la calle y hasta la tasca del Ramonet
parecía haber entrado en un profundo letargo. Sus pies notaban
un agradable cosquilleo y sobre los charcos, la humedad se
mezclaba con el fenollo. Se internó por el sendero que cruza el
Llastre y escuchó el rumor del agua. Tal y como imaginaba, el
arroyuelo había desaparecido; se había camuflado bajo un cho-
colate fangoso que destrozaba la tierra y arrancaba de sus már-
genes piedras y ramas. Al ver que la cosa pintaba muy fea, se
alcanzó hasta el viejo molino con la esperanza de sortear la
inoportuna crecida. Tal vez allí pueda atravesar este infierno,
pensó. Una segunda explosión, mucho más fuerte que la ante-
rior, le hizo desistir de su tentativa.
— Mañana os vendré a ver, amigas. Espero que los tie-
llos soporten este capote.
De regreso al pueblo, Andrés no podía dar crédito a sus
ojos. En la plaza, un gran murmullo de gente se agolpaba, dis-

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cutiendo y alzando los brazos de manera ostensible. Nadie po-
día dormir aun siendo noche cerrada y hasta los críos corretea-
ban por las callejuelas. Al abrigo de las casas y de los balcones,
se escuchaban lamentos que presagiaban la llegada de lo desco-
nocido. Entre Los Mons y Santa Cruz, una ráfaga de intermi-
tentes luces avanzaba hacia Suelves. A muchos les recordó el
mal trago que pasaron con el zagal de los Lafarga. El chico, de
apenas dos años, se perdió en el bosque y todos emprendieron
una búsqueda que acabó bien. Hasta hubo fiesta grande para
celebrarlo. Pero en esta ocasión se dieron cuenta de que todo
era distinto. Tal vez los extraviados fueran ellos y desde luego,
no querían que nadie les encontrara.
Don Justo le vio llegar y se apartó de los corrillos. Con
la mirada perdida, se acercó hasta él con un gesto de resigna-
ción.
— ¿Que sucede Padre? — preguntó el muchacho, no-
tando la preocupación en el rostro del cura.
— Escucha Andrés, —dijo éste, con cara de obligadas
circunstancias—. Esta vez no vienen a por mí. Debes marchar-
te cuanto antes.
***
Aquella noche, a muy poca distancia, la plazoleta de
Naval se llenó de gente. Frente a las arcadas de la Casa Consis-
torial, un grupo de milicianos esperaba con impaciencia el ini-
cio de la fiesta. Según se farfullaba, aquellos forasteros malo-
lientes procedían de Biescas. Sus ropas ajadas y el trajín de los
continuos traslados delataban el paso del tiempo. Inquietos,

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cansados y siempre en la retaguardia, esperaban el final de
aquella eterna partida, hastiados de jugar a la guerra.
Las pocas mocetas se escondían entre los callejones,
por Santo Cristo, la Balsa o el Cotón, esperando la hora del bai-
le. Risas inocentes y deseos malogrados. Sobre todo, en la en-
trepierna de algunas que, como Rosita, habían visto a sus no-
vios marchar al frente. Pasado el tiempo, aquellas chicas no se
acordaban ya de ellos, preocupadas más que nunca en cepillar-
se el pelo o pintarse los morros.
Ismael era uno de aquellos arrogantes milicianos. Un
auténtico don Juan, convencido de tomarse los postres antes de
medianoche. Asturiano hasta la médula, conocía las injusticias
de la guerra y sobretodo, sabía quienes eran sus enemigos. Con
la mirada perdida entre aquellas gentes, recordó por un instante
su alistamiento en Oviedo, donde juró defender la bandera re-
publicana hasta la muerte.
La mañana del 17 de julio, el diario socialista “Avance”
dio a conocer la noticia de la sublevación. Las organizaciones
del Frente Popular decretaron la huelga general y pusieron en
pie de guerra al proletariado. En Moreda, su pueblo, la vida
cambió para él y para toda su familia. Aquella misma noche les
fueron a buscar a casa. Al Consistorio Municipal. Don Álvaro,
que ya lindaba los cuarenta y muchos, no cumplió un día más;
nunca imaginó lo que se le echaba encima. Le cogieron por
sorpresa entre cuatro cobardes y se lo llevaron al río. En la vera
del Aller, le pegaron un santo tiro en la frente y lo lanzaron al
agua, con un saco de piedras atado al cuello. Es lo malo de ser
alcalde comunista y que te pillen en campo contrario. Luego

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fueron a por él. Ismael les esperaba en la escalera de su casa
con una escopeta de caza. A tres de ellos les saltó los sesos y el
cuarto huyó con el rabo entre las piernas. Antes de que amane-
ciera, tuvo que saltar como un gamo y llegó hasta Oviedo para
buscar algún escondrijo. Durante aquellos días, desde las cuen-
cas del Caudal y del Nalón, acudieron a la ciudad nutridos con-
tingentes de mineros, veteranos en su mayoría de la revolución
del treinta y cuatro. Ismael se alistó en el batallón de las Juven-
tudes Libertarias y combatió en Grullos, en Candamo y en Las
Regueras. Los ataques de los nacionales eran muy duros. En
Candamo, resultó herido en el muslo por una ráfaga de ametra-
lladora mientras acudía a la llamada de un compañero que pe-
día auxilio. Le recogieron en un mulo y se lo llevaron al hospi-
tal de Avilés, donde le salvaron la vida.
Después llegó la derrota. El Ejército Nacional del Nor-
te, muy superior y apoyado por la aviación, lanzó un ataque de-
finitivo que derrotó al Consejo Soberano y propició el hundi-
miento del último bastión de la República en Asturias. Dueño
de la capital, el coronel Aranda lanzó un estentóreo ¡viva Espa-
ña! a través de la radio. La Brigada a la que pertenecía Ismael
tuvo que retirarse y huir hacia Aragón. Entonces, éste se juro a
sí mismo que vengaría la memoria de su padre hasta el final de
sus días. De eso hasta hoy, había pasado una eternidad.
Lejos de su hogar, en aquella desconocida plaza, trataba
de evadirse de la contienda durante unas horas.
No le hizo falta llegar al descanso para saber que Rosita
estaba en las mismas circunstancias. A la muchacha le gustó el
acento tan dulce que desprendía aquel fornido asturiano. Basta-

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ron cuatro bailes y unas pocas palabras para llegarse hasta la
era más alejada del murmullo o de los ojos saltones de alguna
alcahueta. Los dos se dejaron llevar por el deseo más irracio-
nal, con el alma desnuda y temblorosa bajo un cielo de negros
nubarrones. En tiempos de guerra, el diablo vela gustoso en to-
dos los rincones de la miseria humana.
Pero la fiesta terminó antes de lo previsto. Algunos de
los soldados oyeron rugir aquellas baterías y subieron por los
callejones hasta el mismo tozal de la Asunción. Entonces, ob-
servaron aquel lucero de Satanás protegidos, que ironía, por el
tapial del cementerio. Cuando escuchó los gritos de alarma, a
Ismael se le atragantó hasta la hebilla del cinturón. Nervioso y
enojado, trató de atarse las botas mientras buscaba su puerca
camisa entre la oscuridad. Rosita, tendida sobre las brasas del
deseo, esperaba de él unas palabras dulces; un “te quiero” o tal
vez un “pensaré en ti”. Pero no fue así. El soldado se puso en
pie y no dijo nada. La miró un instante y le hizo adiós con la
mano. Un gesto de resignación y cobardía que ella no pudo en-
tender. Ismael desapareció como un fantasma para no verla
más. El amor es a veces tan incierto y fugaz…
Muy pronto, los camiones se llenaron de soldados. En
su interior, los rostros amargos y la incertidumbre en los bolsi-
llos. Un último adiós antes de sumergirse entre las sombras y
huir hacia la frontera en una noche que se hizo eterna.
La plaza quedó desierta. Enmudecieron las notas de los
músicos y se apagaron las bombillas. Se cerraron las puertas y
todos se esfumaron: zagales, viejos, muchachas. Todos en sus

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casas, en el zaguán o en la alcoba, esperando a que amainara
aquella tormenta.

***

Echado sobre una manta con olor a gasolina, sus costi-


llas despertaron al notar el vaivén de las curvas y el traqueteo
del motor. La luz del mediodía desbordaba sobre sus pupilas al
tiempo que un insoportable dolor recorría todos sus huesos. Se-
diento y desorientado, se preguntó si aquello no era un mal sue-
ño. La memoria le vino al caso y empezó a recordarlo todo. Re-
cordó las palabras de don Justo, la agitación y el pulso acelera-
do, el miedo sobre su espalda y aquel chasquido inesperado;
aquella pólvora que le adormeció por unas horas.
De repente, una enorme mano tocó su frente; sigilosa,
sin avisar. Andrés apartó bruscamente su cabeza de la sombra
que le atenazaba.
— No te asustes, chico —exclamó una voz ronca y ás-
pera—. ¿Sabes dónde estás? Bueno, veo que no tienes ni idea.
Andrés recorrió con la mirada la prolongación de aque-
lla mano. Una boca desdentada sonreía abiertamente bajo unos
grandes ojos que cruzaban el rostro de costado y embutían el
conjunto en una voluminosa cabeza. Todo parecía enorme en
aquel hombretón mal afeitado que le observaba con indudable
curiosidad.
— Te recogimos anoche huyendo de esos mal nacidos
¿sabes? Subiendo por el alto del Pino, vimos un cuerpo tendido
sobre la cuneta ¡Por poco no te aplasta el camión! Beltrán,

91
nuestro comandante, no sabía si rematarte o echarte por el ba-
rranco. Tenía prisa y pensaba que eras uno de ellos. Bajé del
camión y noté que aun respirabas; así que le convencí para que
te subieran con nosotros. A Beltrán no le gustan los desertores,
¿entiendes? Ha visto ya tantos, que no quiere malgastar más
munición.
Andrés no entendía nada de aquella plática que aturulla-
ba su cabeza. Trató de incorporarse y preguntó a aquel desco-
nocido que tanto y tan extraño le hablaba:
— ¿Y vosotros quiénes sois?
— ¿Nosotros? Los buenos, quienes si no. Durante dos
semanas hemos combatido por la sierra de Guara, haciendo
frente a esos cerdos. Anoche, en Naval, vimos que los rebeldes
avanzaban y se ordenó la retirada. Puro sentido común, ya sa-
bes…
— No me encuentro bien, estoy algo mareado —mascu-
lló Andrés.
— ¿Mareado? Es un milagro que estés vivo. Esa bala
atravesó tu espalda y apenas tienes algo de fiebre. ¡Hay que jo-
derse la suerte que tienen algunos!
— ¿Una bala? … ¿quién me curó la herida?
— Pues un servidor, Ismael Encina. Llámame Isma,
¿eh? Encantado de conocerte chico y no te asustes si hablo de-
masiado. Allá en Asturies, en el pueblo, me apodaban el rom-
pecabezas ¿sabes?
— Me llamo Andrés, Andrés Pueyo. Gracias amigo.
¿Eres médico o algo así?

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— No hombre, no —rió el hombretón, mientras dejaba
entrever sus generosas caries—. Me manejo bien en estos me-
nesteres. Desde crío, siempre he ayudado a curar a les vaques.
No te ofendas, pero anoche parecías un pobre ternero.
— Pues me has salvado la vida.
— Quién sabe si tú podrás hacer lo mismo de aquí en
adelante. Cuando llegue lo peor, tendrás ocasión de devolver-
me el favor.
— ¿Hacia dónde vamos?
— A Bielsa, o eso creo. Negrín quiere agrupar algunos
de nuestros batallones para defender la frontera y nos ordena
detener el avance rebelde; resistir como sea. Pero el asunto está
muy feo ¿sabes? A estas alturas tan sólo nos queda la dignidad
y poco más.

¿Quién era aquel Negrín? Al pobre Andrés le costaba


mantener el hilo de la conversación. Cerró los ojos y apoyó la
cabeza sobre la chapa del camión deseando despertar de aque-
lla pesadilla. ¿Qué pintaba él allí? Refrescó su memoria y re-
cordó a los del pueblo, carne sin hacer, alistándose en la plaza.
Él no fue tan valiente y se escondió en un bosque que conocía
como la palma de la mano. Durante semanas, malvivió en un
almacén, sin apenas comida y con la única compañía de las
abejas. Aquella guerra le importaba poco o nada. Había estado
ya en tantas que veía una estupidez dejarlo todo por una tierra
hecha pedazos, por una España sumergida en el odio.
Cuando regresó a Suelves, no le avergonzó pasar como
un cobarde ante mujeres y viejos. Todos le daban la espalda y

93
apartaban sus miradas al verle llegar cada tarde desde el arnal.
Don Justo, el cura, fue el único que entendió su postura. Él
también fue perseguido al inicio de la guerra. Durante meses,
tuvo que ocultarse en la falsa de Andrés. Amenazado por unos
energúmenos que ondeaban la bandera tricolor, soportó el do-
lor ajeno de otros párrocos, asesinados sobre las brasas de sus
altares.
Definitivamente, aquella guerra no era justa para casi
nadie.
Recostado en una esquina del camión, Andrés veía có-
mo se marchitaba, a sus dieciséis años, la flor de la vida a gol-
pes de fusil.
Las gotas mancharon el asfalto sobre el camino que lle-
gaba hasta la frontera. Desde las elevadas cumbres del Pirineo,
un angosto desfiladero salpicaba con su verdor las frías aguas
del Cinca. Sobre la cuneta, un descolorido cartel anunciaba la
llegada a Bielsa.

Parzán, tres meses después.

Aquel 16 de junio, tras haber iniciado la última ofensi-


va, el Ejército Nacional lanzó una devastadora ola de destruc-
ción sobre las posiciones republicanas. Por toda la carretera
empezaron a caer obuses que hacían difícil la circulación, bien
fuese a pie o sobre caballos y mulos. En el aire se relevaban las
escuadrillas enemigas para arrasar todo lo que quedaba en pie;
les saludaban en forma de diluvio venido del cielo. Para los re-
publicanos, era su último día de batalla en aquel valle perdido.

94
No les quedaba otra solución que replegarse en orden y escalar
la pedregosa montaña que les separaba de Francia. En aquellos
momentos se imponía tener ánimo y serenidad. Algunas com-
pañías, sin más armas que sus propias manos, se dirigían hacia
la frontera. Una columna de hombres en fila india se arrastraba
sobre el único sendero que les llevaría hacia la salvación.
Agotados, llevaban varios días sin dormir y sus fuerzas
habían alcanzado un límite difícil de superar. Aquella mañana,
su comandante no parecía tampoco demasiado entero; salió del
puesto de mando con el rostro demacrado e hizo llamar a algu-
nos de sus soldados.
— Necesito unos cuantos brazos —dijo, con cierto
aplomo—. He recibido una llamada urgente del Estado Mayor.
Nos ordenan que destruyamos todo el material y los documen-
tos que puedan comprometer a la República; no deben caer en
manos de los fascistas.
Andrés formaba parte de aquel grupo de retaguardia que
había jurado permanecer hasta el final. En pocos minutos, una
gran llamarada convertía en cenizas las cajas que contenían al-
gunos secretos; secretos que jamás se conocerían: informes
confidenciales, partes de guerra, cartas y planos detallados de
la zona. Los exhaustos milicianos, agotando sus últimas fuer-
zas, precipitaron algunos coches y camiones sobre el barranco.
Andrés observaba como toda aquella maquinaria de guerra se
convertía, a los pocos segundos, en un amasijo de inservible
chatarra; se destrozaba contra los peñascos a cientos de metros
de profundidad. El ruido metálico era espantoso; un lamento
desgarrador que maldecía todas las penalidades sufridas en

95
aquel endiablado cerco. Cuando todo aquello parecía haber
acabado, Andrés se dejó caer sobre un húmedo manto de hier-
ba. Víctima de la impotencia y de la desesperación, rompió a
llorar desconsoladamente. Ismael se acercó a él, esperó a que
su llanto se calmara y le golpeó el hombro con afecto.
— Amigo, ha llegado el momento de poner pies en pol-
vorosa. En menos de dos horas, los fascistas estarán aquí, pi-
sándonos los talones.
Repentinamente, una voz les alertó que todavía era tem-
prano para levantar el vuelo. Beltrán, tratando de mitigar su fa-
tiga, se acercó a ellos con cierto nerviosismo.
— Necesito un voluntario para una misión urgente —
dijo—; alguien que corra bien, que tenga buenas piernas. De su
rapidez dependerá la vida de algunos combatientes que todavía
están allá abajo.
Los dos amigos se miraron con sorpresa. No podían
imaginar que algunos de sus compañeros se hallaban todavía
lejos de Bielsa, acorralados en aquel infierno. Sin pestañear, Is-
mael se adelantó del grupo y golpeó sus botas con un brusco y
seco chasquido
— Yo soy ese voluntario que busca, mi comandante —
exclamó con rabia.
Sin inmutarse lo más mínimo, Beltrán le entregó un so-
bre cerrado.
— Éstas son las instrucciones de repliegue para algunas
unidades de la 130. Deben recibirlas rápidamente; de lo contra-
rio, no podrán alcanzar Bielsa esta misma tarde para cruzar la
frontera. Según mis cálculos, andarán ahora por las inmediacio-

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nes de Salinas. Debes localizar su paradero y entregar este so-
bre.
— Si, mi comandante. ¡A sus órdenes!
En aquel instante, Andrés se acercó a ellos y les inte-
rrumpió con una sonora exclamación.
— Mi comandante, yo voy con Ismael. Una de las mo-
tos funciona todavía. Podemos bajar hasta el barranco de Sin
en menos de un cuarto de hora. Si no regresamos con ella, la ti-
raremos al río.
Beltrán lanzó una mirada de satisfacción ante el arrojo
de Andrés. Aquel muchacho que le hablaba, casi un crío, había
dado incontables muestras de valor. A su edad, había demostra-
do tener más agallas que muchos de sus veteranos compañeros.
El comandante se sentía orgulloso de aquellos dos locos que,
aún en los momentos más críticos, no dudaban en arriesgar sus
vidas por los demás. Con el puño levantado, despidió a los dos
valientes.
— ¡Que os vaya bien! —exclamó, con gran emoción—.
Os espero aquí antes de las cinco. Andad con mucho ojo y
suerte, soldados.
Sin pensar en lo arriesgado de aquella misión suicida,
los dos se echaron carretera abajo sobre aquella destartalada
motocicleta. Los baches del asfalto se clavaban con insistencia
en sus posaderas como un maldito percutor. Al cruzar el río,
muy cerca de Bielsa, se toparon inesperadamente con un mili-
tar que andaba perdido. Se trataba del teniente Martín, el man-
do superior de aquella brigada de rezagados que permanecía
Cinca abajo. Nervioso, les indicó donde podrían encontrar a

97
aquellos soldados y les sugirió que dejaran la moto: a poca dis-
tancia de allí, la carretera se encontraba llena de rocas, tierra
desprendida, agujeros hechos por los obuses y mulos destripa-
dos por la metralla. No hizo falta abandonar el vehículo por-
que, en aquel instante, un estallido ensordecedor reventó el as-
falto y les hizo caer de bruces al suelo. El obús había estallado
a pocos metros de distancia. Aquella explosión era un augurio
amenazador que les advertía del peligro que corrían. El teniente
se puso en pie y salió corriendo carretera arriba, mientras les
gritaba:
— ¡Corred ahora que aún tenéis piernas! ¡Corred, idio-
tas!
Aquel teniente parecía un auténtico pelele; les dio mu-
cha lástima. Había abandonado a sus soldados y huía como
alma que lleva el diablo, con las medallas en el pecho y la ver-
güenza a sus espaldas. Pero ellos estaban hechos de otra pasta;
empezaron a correr… ¡en dirección contraria! Se abalanzaron
hasta las fauces del lobo, burlándose de la muerte.
Al cabo de media hora todavía estaban vivos. El Cinca
llevaba las aguas teñidas de sangre y tras los pinos, unas len-
guas humeantes advertían que el enemigo se hallaba a escasos
kilómetros de distancia. De repente, como por arte de magia,
vieron salir a un grupo de fantasmas entre la asfixiante nube de
polvo. Eran los supervivientes de la 130 Brigada; aquellos que
todavía resistían a las puertas del infierno. Algunos de ellos
apenas podían sostenerse en pie; gritaban de dolor mostrando
las heridas de la contienda. Aterrorizados y muertos de miedo,
esperaban una salvación que era prácticamente imposible. Sus

98
fuerzas estaban muy limitadas y la infantería enemiga, com-
puesta por mercenarios moros, les pisaba los talones. Si se en-
tregaban, serían cruelmente acuchillados por unos enemigos
que no hacían prisioneros.
— ¿Qué estáis haciendo aquí? — les gritó uno de ellos
— ¡Marchaos, salvad vuestras vidas!
Ismael se acercó a aquel grupo de desarrapados y se
plantó frente al sargento que parecía comandar la brigada. Con
un perfecto saludo marcial, le mostró aquel sobre.
— Tenemos órdenes de entregar estas instrucciones —
dijo.
— ¿Instrucciones? Estúpidas órdenes ¿Es que no veis
que los rebeldes están a dos curvas de nosotros? Tirad esos pa-
peles al río y echad a correr.
— Pero, las órdenes… — replicó Ismael.
— ¡A la mierda esas órdenes!
Aquel sargento tenía razón ¿De qué servían todas aque-
llas formalidades, si lo importante en aquel momento era salvar
el pellejo? Andrés advirtió a su amigo.
— Nos van a freír.
— ¡Cállate y no seas catenazo! ¡Echa a correr como to-
dos!
Andrés se dio cuenta que muchos de aquellos soldados
morirían de agotamiento antes de alcanzar la frontera; ni tan si-
quiera llegarían a las inmediaciones de Bielsa.
Perdidos en aquella carretera y rodeados por el fuego
enemigo, aquel estrecho valle se había convertido en una rato-
nera; en un laberinto que les llevaría al cementerio.

99
Entonces, Ismael echó un fuerte resoplido, observó a su
alrededor y vislumbró el único camino hacia la salvación
— ¡Echad a correr monte arriba! —gritó— ¡Hacia la
boca del túnel!
— ¿Qué diablos dices? ¿De qué túnel estas hablando?
— replicó Andrés, tan angustiado como los demás.
— Del que tienes en tus narices. Ese tubo lleva las
aguas desde las turbinas de la central eléctrica hasta el pantano;
su salida está muy cerca de Bielsa. Vamos a meternos dentro.
— ¿Estas loco? ¿Quieres morir ahogado?
— Esa central no funciona desde hace meses. El agua
no llegará a sobrepasarnos. Hazme caso; ya te he salvado una
vez la vida ¿no?
Ciertamente, aquel no era el mejor momento para ini-
ciar una discusión. El olor de la pólvora se olisqueaba muy cer-
ca de ellos. Aquellos valientes no se lo pensaron dos veces: sal-
varse, o morir en aquel barranco. No había otra elección. Su-
bieron por aquella montaña como lobos malheridos, agarrándo-
se a los bojes y a las ramas de los pinos; aferrados a la única
posibilidad de salvación. Cuando fueron tragados por las fau-
ces de aquel engendro metálico, sintieron que la muerte golpea-
ba sobre sus cabezas. La angustia y la claustrofobia se adueña-
ron de aquellos hombres, inmersos en una pesadilla que se ha-
cía realidad.
Aquel túnel era su única esperanza. Más de tres kilóme-
tros de empinada cuesta, sumergidos en una total oscuridad y
con un agua helada que les cubría hasta el pecho. Muy pronto,
se deshicieron de las escasas armas que llevaban encima. El si-

100
lencio era casi absoluto. Solamente la agitada respiración co-
lectiva y el chapoteo de unos cuerpos que trataban de no desfa-
llecer, indicaban que seguían vivos. Algunos de los soldados,
exhaustos, se dejaron caer y no volvieron a levantar la cabeza;
se quedaron allí, dormidos en un ataúd que les protegería para
siempre. Nadie les pudo ayudar. La desesperación y la angustia
eran tales, que todos continuaron su camino, agazapados y con
la boca bien sellada. Durante una hora que se hizo eterna, el
agua deshizo los pocos recuerdos que todavía guardaban en su
uniforme. Durante aquella hora, el miedo selló en aquellos
cuerpos un recuerdo para el resto de sus vidas.
Cuando percibieron la luz en la salida del túnel, más de
uno volvió a creer en Dios. Todos supieron que aquello era un
milagro. Ni tan siquiera pudieron soltar un grito de júbilo.
Como unos autómatas, se miraron unos a los otros arrastrándo-
se por la estrecha senda que descendía hacia el barranco. A
poca distancia de allí, las escasas luces de Bielsa les alumbra-
ron con una cierta esperanza. Atardecía en aquel valle maldito.
El sol, horrorizado, se ocultó antes de la hora convenida.

A las seis en punto regresaron a Parzán. Beltrán escu-


chó unos gritos de alegría y vio como aquellos valientes, cala-
dos hasta los huesos y con el aliento en las botas, se arrastraban
sobre el asfalto con una gran sonrisa en los labios. Ismael se
acercó a su superior, inspiró con fuerza el aire helado de aque-
llas montañas y exclamó con orgullo:
— Misión cumplida, mi comandante.

101
Cruzaron la frontera sobre la vertiente francesa a las
cuatro de la madrugada. El viento de aquella noche de junio
atravesaba sus ropas y levantaba una nube helada que azotaba
sus rostros con fuertes punzadas. La senda, por donde sólo
transitaban los mulos, servía de guía a los soldados; armados
con los cinco sentidos, despiertos para no caer por aquellos
abismos sin fondo. Todo permanecía en silencio. Por primera
vez después de tres largos meses, cesó el sonido de las balas.
Muertos de frío y de cansancio, hicieron fuego junto a
una cabaña que parecía ser refugio de pastores. A lo lejos se
vislumbraba el resplandor de una España ardiendo por los cua-
tro costados. Andrés echó una última mirada hacia el valle y se
despidió de su hogar.
Sentado frente a una desangelada hoguera, Ismael trata-
ba de apretarse contra una manta. Tras la desventura en aquel
improvisado túnel, el frío le quebraba los huesos. Andrés olis-
queó su cigarrillo a cierta distancia y se acercó hasta él. Lo en-
contró como un trozo de hielo, tiritando y resoplando de frío.
— Para ser asturiano —dijo, con cierta sorna — no
aguantas nada esta fresqueta.
— No te rías de mí. En mi pueblo no hace tanto frío.
Eso sí, allí lo que nos sobra es agua. Nos despertamos, trabaja-
mos y comemos con la lluvia; hasta en la sidrería nos mojamos
el cuerpo. Es una lluvia muy fina, pero que no cesa nunca ¿sa-
bes?
— ¿Cómo la soportáis?
— No se aguanta, se vive. Hay que nacer en aquellos
prados para entender al cielo. Los asturianos somos como los

102
gallegos, un poco brujos, con tantas meigas a nuestro alrede-
dor.
Ismael seguía tiritando y pedía a gritos algo de calor. Su
amigo movió el rescoldo que dejaban las brasas, tratando de
avivar aquel fuego.
— Aún no te he dado las gracias — dijo entonces.
— ¿Gracias? ¿Por qué?
— Por salvarme la vida otra vez.
— ¡Vaya tontería! Lo importante es que sacamos a
aquellos desgraciados de allí. Ya sabes que los moros no per-
donan la vida.
— Por cierto… ¿cómo sabías lo de esa central eléctri-
ca? Tú nunca has estado por aquí.
— Bueno. Es la gran ventaja del tabaco. Aquí, vale más
un cigarrillo que una onza de oro; casi tanto como la propia co-
mida. Los de Intendencia se han fumado ya muchos como és-
tos. A cambio, me han dejado echar algún que otro vistazo a las
cajas.
— ¡Qué me dices! ¿Has estado espiando?
— En todo caso, aprendiendo. A mí sólo me interesan
los planos; los de aquí y los que cualquier otra parte. Siempre
me han gustado ¿sabes? Cuando era un crío y nos llevaban a
Oviedo de excursión, me pasaba el día boquiabierto; observaba
todos aquellos edificios tan altos y me preguntaba si algún día
sería capaz de diseñarlos yo también. Dibujar una casa y hacer-
la realidad, darle vida a un proyecto ¡me fascinaba! Mi padre
siempre me apoyó; nunca dejó que fuese un ganadero como él,

103
¡y eso que llegó a alcalde! Pero él quería que hiciese algo im-
portante en la vida, tener unos estudios…
— Me has dejado boquiabierto.
— Amigo, muchas veces las cosas no son lo que pare-
cen. De todos modos ¿qué importa ahora? Cuando estalló la
guerra, todo se fue a la mierda.
Ismael desvió la cabeza hacia un lado y se apretó la
manta de nuevo. En aquel instante sintió una amarga sensación
de impotencia y dejó de tener frío. Aquella maldita guerra le
había arrancado de su tierra, había matado a su padre y devora-
do sus ilusiones. ¿Qué mal había hecho para merecer aquel cas-
tigo? Andrés vio como bajaba la guardia, pero no supo que de-
cir. Los dos se quedaron mudos bajo un cielo infinito que des-
aparecía en los brazos del alba.

Amanecía en el valle de la Nesté. Un valle verde y bri-


llante. Al otro lado de la frontera creyeron ver unas luces dife-
rentes, tal vez más acogedoras. Muy pronto, se toparon con un
grupo de soldados franceses que esperaban a ambos lados del
camino. Sus brillantes uniformes contrastaban con las rasgadas
y malolientes camisas de los republicanos; les observaban con
desprecio, como a unos apestados.
Cuando llegaron junto al puente de Aragnouet, uno de
los capitanes, con groseros modales, les obligó a echar los fusi-
les sobre una gran pirámide de chatarra, al tiempo que les grita-
ba como a unos auténticos borregos. La pradera, salpicada de
rencor, servía de alfombra a la ametralladora que les apuntaba.

104
Luces de odio que se repetían también al otro lado de los Piri-
neos.
Aquella misma mañana llegaron a Arreau. Sobre el as-
falto fueron dejando las suelas de unas aparentes botas, tras
más de treinta agonizantes kilómetros de marcha. Era casi me-
diodía y sus cuerpos tiritaban de frío y desconfianza. Al entrar
en la plaza de la villa y ante un campanario que llegaba hasta el
purgatorio, les sorprendió el recibimiento que les habían prepa-
rado. Una gran multitud les vitoreaba y aplaudía con gran entu-
siasmo. Aquel aliento insuflaba una fuerza que no habían halla-
do aún. Todos les animaban, lanzándoles diminutos paquetes
con golosinas o tabaco. Tan sorprendidos como los pobres mi-
licianos, las autoridades locales no vieron con buenos ojos
aquel apoyo popular tan espontáneo. Los gendarmes, rabiosos
y faltos de escrúpulos, les desviaron a través de unos callejones
alejados de aquel gentío. Una inmensa y alargada hilera de sau-
ces se perdía hasta la estación.
Aquel edificio ruinoso y descuidado albergaba, en una
de sus salas, el despacho de la Gendarmerie. En su interior,
todo estaba preparado. Una comisión neutral, enviada por la
Sociedad de Naciones, se presentó allí con el objeto de interro-
garles sobre el destino que querían tomar. Por una parte, se les
ofrecía regresar a La Junquera, donde se hallaba el último bas-
tión republicano. La otra opción era viajar hasta Irún y entre-
garse a las autoridades del bando nacional. Sin embargo, las
posibilidades de quedarse allí no eran negociables. En ningún
caso permitirían que aquellos andrajosos anidaran en suelo
francés.

105
Una interminable fila de soldados se impacientaba ante
el improvisado confesionario. En aquella habitación, una dece-
na de comisionados, con impecables trajes y vistosas corbatas,
esperaban cómodamente sentados. Tras dos horas de discusión,
se inició aquel examen de conciencia. Algunos de los que en-
traban por aquella puerta escogían el tren que los llevaría direc-
tamente a las garras de Franco. Eran, sobretodo, ingenieros y
oficinistas de las planas mayores que veían de aquel modo una
oportunidad de seguir con vida. Tras la puerta, Ismael les ob-
servaba con el rostro encolerizado y les gritaba con rabia.
— ¡Cerdos! ¡Traidores de la patria!
Beltrán parecía muy nervioso pese a su habitual parsi-
monia. Veía en los miembros de aquella comisión, supuesta-
mente neutral, una mano oculta. Entonces, se acercó con caute-
la a un grupo de soldados y les hizo un gesto con la cabeza.
— Esto no me gusta nada — dijo, en voz baja—. Qui-
siera saber cuánto les han pagado por presionar a los nuestros
para que se humillen de esta manera. Los agentes fascistas no
permanecerán inactivos en la frontera española. ¡Andad con
cuidado!
Cuando le llegó el turno a Ismael, éste se acercó frente a
la mesa con un ensayado alarde de bravuconería. Sin darles
tiempo a preguntar, les gritó:
— ¡Sois todos unos traidores! ¡Viva la República espa-
ñola!
Aquel inesperado y amenazante gesto no gustó nada a
las autoridades francesas. Uno de los comisionados llamó a los
gendarmes y ordenó la detención de Ismael. Sin ningún mira-

106
miento le arrastraron con violencia hasta un pequeño calabozo,
mientas uno de ellos gritaba: “¡A la merde ces espagnols!”
Ajeno a todo ese bullicio, Andrés se derretía de cansan-
cio, viendo cómo el tiempo se eternizaba en aquella fila y so-
ñando con un regreso que nunca llegaba. Tocaron las once
cuando se presentó, por fin, ante los elegantes miembros de la
comisión. Uno de ellos, con el rostro malicioso y el traje arru-
gado, se acercó a él cortésmente y con un perfecto castellano.
— Pareces muy joven para ser un soldado, ¿no es así?
—preguntó, de manera arrogante—. Nosotros, somos amigos
de los españoles y podemos ayudarte. Sigue nuestros consejos
y olvida la propaganda de los republicanos. El gobierno de
Burgos te acogerá con los brazos abiertos. ¿Me comprendes,
verdad?
Andrés entendió perfectamente aquella sugerencia. Tras
la cortina, vio aquel tren estacionado en el andén y por un mo-
mento pensó en sí mismo, en su salvación. Aquel desconocido
tenía razón. ¿Qué le impedía subir a aquel vagón y regresar a
España?
En aquel instante, oyó unos gritos de angustia. Tras la
pared del calabozo, Ismael echaba pestes y golpeaba con fuerza
la puerta que le mantenía aislado de sus compañeros. Entonces,
recordó las veces que éste le había salvado el pellejo. No podía
dejarle ahora en la estacada. La convivencia con aquellos mili-
cianos le había enseñado a compartir, también, los malos mo-
mentos. Le había fortalecido ante las adversidades y endureci-
do sus agallas.

107
— Yo también soy republicano —contestó finalmente,
con una amplia sonrisa entre los labios.
Por primera vez en mucho tiempo, creyó saber cual era
su destino.

Siete horas más tarde.

— Por esta vez, podemos agradecer a los franceses el


trato que nos han dispensado; viajamos en tercera clase. No ol-
vidéis que otros batallones se amontonan en vagones de gana-
do.
El comandante trataba de levantar el ánimo a su desmo-
ralizada tropa. Los rostros de los soldados, serios y pensativos,
mostraban las secuelas del duro revés que acababan de recibir.
Algunos se rendían ante la evidencia de la derrota; ante la
muerte anunciada de una república ensartada.
Al llegar a Toulouse, el tren fue estacionado en una vía
muerta, lejos del andén principal. Los frenos chirriaron brusca-
mente y alertaron a los pasajeros de que algo no iba bien. Bel-
trán, con el rostro circunspecto, bajó por la escalerilla a fin de
averiguar qué estaba sucediendo. Tras una airada y tensa discu-
sión con un grupo de gendarmes, regresó al vagón con eviden-
tes muestras de enfado y curvó sus cejas con un malhumorado
gesto.
— ¿Qué sucede mi comandante? — preguntó uno de
los soldados.
— Las autoridades han decidido detener el tren en vista
de las manifestaciones de simpatía hacia nuestra causa. Al pa-

108
recer, cientos de ciudadanos esperan nuestra llegada en la esta-
ción principal de la ciudad. Saldremos de aquí cuando se cal-
men los ánimos y la gente vuelva a sus casas. No pueden ga-
rantizar la seguridad de las personas que quieren recibirnos en
la estación.
— Menudos pájaros —añadió Ismael— ¿Acaso no
quieren que volvamos pronto a nuestra patria? ¿Qué esperan
entonces para dejarnos salir?
Las quejas no sirvieron de nada. Los gendarmes les
ofrecieron un improvisado cobijo para pasar la noche, a la es-
pera de las órdenes oportunas. Se trataba de una chabola próxi-
ma a la estación; una auténtica ratonera que obligaba a entrar
agachado y daba cobijo a más de veinte hombres, tendidos sin
más colchón que la tierra.

Al caer la noche, se acurrucaron los unos contra los


otros con el propósito de descansar durante unas horas. Nada
más lejos de la realidad. Una silueta se deslizó entre las som-
bras y asomó la cabeza por la puerta del barracón: era Ismael.
Con una caja de madera entre sus manos y la estridente voz que
le caracterizaba, despertó a los pocos que habían logrado conci-
liar el sueño.
— Mi comandante —dijo—. Es mi deber comunicarle
que un grupo de simpatizantes ha querido obsequiarnos con
este presente. La vuelta a las trincheras bien merece una cele-
bración, si usted da su permiso por supuesto.

109
Ismael mostró el contenido de la caja a su superior. Un
magnífico surtido de botellas de vino blanco esperaba con im-
paciencia el momento de ser descorchado.
— ¡Vino de Languedoc! ¡Exquisita recompensa para
mis soldados! —exclamó Beltrán.
El alborozo fue instantáneo. En su penosa situación,
aquella sencilla caja era para ellos un auténtico lujo, un privile-
gio difícil de alcanzar. Jesús, uno de los cabos, sacó de su bol-
sillo un diminuto artilugio metálico con el propósito de descor-
char la primera botella.
— ¡Compañeros! — dijo, con evidente satisfacción—
Bebamos, recordando a aquellos que han sacrificado su vida
para liberar a España de las hordas fascistas.
— Pensemos también en las duras jornadas que aún nos
esperan —apostilló finalmente otro de los soldados.
Muy pronto, empezaron a oírse las risas contagiosas y
las canciones de la tierra. Himnos de guerra y cánticos de la
milicia. Después, hasta alguno se atrevió con una jota. Ismael,
claramente ofendido, se abrazó a todos los que pudo y entonó
con ellos Asturias patria querida. Andrés se contagió de la
inesperada alegría que embargaba a aquellos desdichados y ac-
cedió a suavizar su garganta. Que el hábito hace al monje se
puso de manifiesto a los pocos tragos. Notablemente embriaga-
do, el muchacho soltó algunos improperios y acabó tumbado en
el suelo, ante las sonoras carcajadas de los que todavía se man-
tenían en pie. Morfeo dobló su turno aquella noche de junio,
donde un puñado de intrépidos afrontaba los últimos coletazos
de la resistencia.

110
Su despertar fue obra del mismísimo Diablo. Nadie hu-
biese lanzado peor castigo viendo el lamentable estado en el
que se hallaba. Menuda trompa, pensó Andrés; vaya manera de
celebrar la vuelta al infierno. La cabeza le estallaba en mil pe-
dacitos de alcohol. Sintió que la garganta se le agrietaba y juz-
gó sensato aliviar el dolor con algo que no fuese vino. Para col-
mo, la luz penetraba a través de aquella destartalada chapa de
hierro, aumentando la temperatura y la sensación de ahogo.
Cuando salió de aquel inmundo cascarón, tuvo que cerrar los
ojos y volvió a encontrarse mal. ¿Tan tarde es?, se preguntó
mientras soportaba la resaca en su lastimoso cuerpo. Entonces,
levantó el plomo de sus botas y se dirigió hacia el andén. A lo
lejos, el jefe de la estación, escoltado por un numeroso grupo
de soldados, daba salida a un tren con dirección a España.
Tal vez creyera estar soñando cuando vio a Ismael a tra-
vés de una de las ventanillas. Quizás por eso, nervioso y aturdi-
do, tratara de alcanzar aquel maldito tren o, al menos, el vagón
de cola. Pero sus piernas no respondieron como él hubiera de-
seado. Tal vez por ello, sus alterados gritos se ahogaron en el
incesante murmullo de la estación.
En el interior de aquel vagón, alguien creía haber he-
cho lo correcto. Sentado frente a sus compañeros sobre un
asiento de tercera, no pudo contener su llanto. Lágrimas agri-
dulces por aquella despedida a la francesa y sobretodo, por una
amistad que se esfumaba entre las vías del ferrocarril. Porque
él sabía que la guerra estaba perdida. Lo supo cuando se metió
en aquel maldito túnel. En aquel instante, vio que la derrota les

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pisaría los talones allá donde fueran y que muchos de ellos aca-
barían encarcelados o condenados a muerte. No quiso que su
amigo se atragantara y escupiera el regusto amargo que la de-
rrota deja en la garganta. Convenció a Beltrán, aún no sabe
como, pero lo hizo. Pactó con el comandante un abandono pre-
meditado, una carta blanca. Dio alas a su juventud y le ofreció
la libertad. Tal vez creyera haberle salvado la vida por tercera
vez.

Extenuado y apoyando sus manos contra las rodillas,


Andrés vio cómo se alejaba aquel tren. Trató de entender qué
diablos estaba sucediendo, pero no pudo. Sus compañeros le
habían abandonado como a un perro; le habían dado puerta en
menos que canta un gallo librándole de todo sufrimiento.
Por un instante pensó que se trataba de una broma.
Pero muy pronto vio que no volverían a buscarle. Quiso
llorar y acabó riéndose con la pena en los bolsillos.
Desangelado y solo en aquella fría estación, su cuerpo
le arrastraba por los arrabales hacia el centro de la ciudad.

112
Osca, 73 a.C.

Ante Diem VI Ides Sextilias

Aquella tarde, Sertorio dedicó su tiempo a visitar la


Academia que con tanto esfuerzo había fundado tres años atrás.
En sus aulas se enseñaba el quadrivium y la literatura griega a
los hijos de las principales familias de la ciudad. Esa educación
equivalía a un privilegio aristocrático, daba el nombre y dere-
chos de ciudadanos romanos y abría el camino a las magistratu-
ras y cargos públicos. Él mismo solía asistir a los exámenes de
esa escuela y distribuía los premios a los alumnos más aplica-
dos. Aquella tarea comenzaba a dar, por fin, los primeros fru-
tos: de sus aulas saldría muy pronto la primera promoción de
jóvenes hispanos, dispuestos a llevar a buen término el go-
bierno de la ciudad. Sin embargo, por las intrincadas calles de

113
Bolskan, las lenguas más afiladas murmuraban que aquella
Academia no era más que un astuto engaño para tener secues-
trados a los jóvenes más distinguidos. Sertorio, ajeno a esos
maliciosos comentarios, veía en aquellos discípulos al germen
político de su soñado imperio. Una formación que debía pasar,
ineludiblemente, por las manos de Balkar, pues confiaba en él
para contagiar con su entusiasmo a los futuros magistrados.

Un poco más tarde, acompañado de su inseparable Atu-


lo, acudió al templo. Bajo el majestuoso friso que adornaba la
fachada, un grupo de sumos sacerdotes le esperaba con impa-
ciencia. Al penetrar bajo el pórtico del edificio, Sertorio sintió
estremecer su piel por tercera vez. En el interior de aquella
naos, enormes columnas teñidas de rojo protegían con su forta-
leza la ira de los dioses. El caudillo se quedó solo ante la cella,
donde permanecía la imagen de Diana. Como de costumbre,
ofreció un cordero para el solemne sacrificio y depositó en el
larario las diminutas figuras de bronce que simbolizaban aquel
ritual. Tras él, los flámines iniciaron el rito ancestral; uno de
ellos rasgó el cuerpo de la bestia con un cuchillo, mientras el
otro sostenía la pátera donde iba vertiéndose la sangre del ani-
mal. Después llegaron los arúspices y se llevaron las vísceras;
sobre ellas, entonaron cánticos y oraciones con el objeto de
adivinar el porvenir y conocer la voluntad de la diosa. Final-
mente, el caudillo repitió las plegarias del Pontifex Máximus y
realizó la interminable suplicatio. Como siempre, desde su lle-
gada a Hispania, pidió favores por su querida madre. En aquel
instante, creyó ver su imagen dibujada entre las dos pequeñas

114
antorchas que iluminaban el templo. Un gran escalofrío se apo-
deró de su cuerpo; sintió un violento ahogo en la garganta y no-
tó como las piernas se debilitaban. Cuando Atulo vio el cuerpo
de su amo desmoronándose sobre las frías losas de mármol,
acudió a socorrerlo.
— ¡Mi señor! ¿Qué ocurre? —exclamó, muy asustado.
Al oír aquellos gritos, Sertorio se incorporó de inmedia-
to y apretó los dedos sobre su frente. Abrió los ojos como si
hubiera visto a un fantasma.
— No me sucede nada, Atulo. — mintió— Cansancio
tal vez.
— ¿Acaso estáis enfermo? Dejad que llame al medico.
Sus brebajes pueden ayudaros a curar esa fiebre.
— Me encuentro bien. Vayamos a casa.

A mucha distancia de allí, en una villa cercana a Nursia,


una anciana suspiraba por última vez y rendía culto a la muerte.

Al salir del templo, Sertorio disimuló aquel percance


ante todos los presentes. Una oportuna e inesperada brisa cal-
mó el ardor que desprendía su rostro y alivió su malestar por
momentos. A su lado, Atulo parecía estar muy preocupado; su
probada intuición le decía que algo no marchaba bien.
Entonces, Sertorio distinguió el rostro de Mallo entre el
enorme gentío que se agolpaba ante la escalinata. Éste le espe-
raba con cierta impaciencia, ocultando en su rostro la sutil me-
zquindad de la que hacen gala los traidores. Con fingidos ges-
tos de alegría, llamó la atención del caudillo y se acercó a él

115
con gran alborozo. Los dos amigos se fundieron en un abrazo.
Para uno, el abrazo del reencuentro; para otro, el de de la trai-
ción.
— Ansiaba volver a verte. Tengo mucho que contarte,
amigo.
— Celebro tu regreso Quinto. Alégrate, pues hoy es, sin
duda, un día memorable. Vengo con gran urgencia a comuni-
carte que una heroica gesta ha tenido lugar frente a la insigne
Calagurris. El valeroso Domicio ha logrado una inesperada vic-
toria frente a las centurias de Metelo.
Sertorio no pudo disimular su alegría ante la magnitud
de la noticia y alzó sus brazos hacia el cielo en señal de victo-
ria.
— Diana ha escuchado mis ruegos, tras múltiples penu-
rias y calamidades. Mi espíritu se enorgullece al escuchar tus
palabras, fiel Mallo.
El insigne traidor ciñó su rostro con gran compostura y
decidió aprovechar el entusiasmo de Sertorio para adularle con
envenenados consejos.
— Esta gesta merecería un espléndido banquete en tu
honor. Como bien sabes, muchos de tus generales andan últi-
mamente con el ánimo alicaído. No te quepa duda que una gran
celebración alegraría sus debilitados espíritus.
Sertorio pensó que ésa sería, sin duda, una excelente
oportunidad para reforzar la moral de su tropa y limar aspere-
zas con Perpenna. Nervioso y excitado, se acercó hasta su fiel
consejero.

116
— Atulo —dijo—, ordena ensillar tu caballo de inme-
diato. Saldrás de la ciudad esta misma tarde y te dirigirás hacia
Solum con gran premura. Trata de hallar a Balkar entre aque-
llos bosques. Es mi deseo que el anciano comparta este día de
gloria junto a mis generales. Hazle saber también de mis pro-
pósitos hacia sus futuras tareas en la Academia. Confío en tu
discreción para el buen alcance de esta misión.
Con los últimos latidos del atardecer, Atulo cruzó la
puerta de la muralla acompañado por dos decuriones. Confiado
en su buena suerte, cabalgaba velozmente entre los polvorien-
tos caminos que conducían hacia Solum con la esperanza de
complacer a su amo. Ignoraba que el pérfido Mallo había escu-
chado aquella conversación y una bolsa de talentos había mu-
dado de dueño. Atulo no regresaría jamás a Osca.

Pasaron tres días y el joven consejero no dio señales de


vida. Apesadumbrado, Sertorio tuvo que admitir aquel incómo-
do retraso y no quiso postergar más un banquete que considera-
ba vital para afianzar la lealtad de sus generales.
Aquella misma noche, el caudillo no podía disimular su
preocupación ante los invitados que llenaban la estancia. La au-
sencia de Balkar no parecía ser un buen presagio. Temía que
algún percance hubiese malogrado la tarea que Atulo tenía en-
comendada. Mallo tampoco acudió. Por la mañana, Mauricio,
uno de sus esclavos, excusó su ausencia a causa de unas moles-
tas fiebres que le obligaban a permanecer en la cama y guardar
reposo.

117
Entonces, en medio del festín, algunos de los generales,
fingiendo estar embriagados, empezaron a usar groseras expre-
siones y a tirar sus copas contra el suelo. Sertorio, incómodo
ante aquel desorden, mudó de postura y se reclinó sobre el
asiento, simulando no atender a lo que sucedía. Perpenna se
deslizó tras él como una astuta serpiente.
— No pareces divertirte en tu propia fiesta —dijo, apo-
yando su mano en el hombro del caudillo.
— Ya conoces mi aversión hacia la excesiva embria-
guez de los hombres. Prefiero el silencio, a escuchar esas bur-
das groserías.
— Yo puedo apaciguar a esos necios y lograr tu sosie-
go, amigo Quinto.
En ese mismo instante, Perpenna tomó una taza llena de
vino y derramó su contenido sobre la mesa. Se hizo un gran si-
lencio (era la señal acordada por todos para dar muerte al cau-
dillo). Antonio, uno de los generales, levantó la daga con en-
diablada furia y hundió su filo en el pecho de Sertorio. Incrédu-
lo al ver lo que estaba sucediendo, éste se desplomó contra el
suelo, mientras la sangre brotaba ante los ojos de su asesino. El
caudillo pidió ayuda inútilmente, con gemidos y balbuceos que
nadie atendió, pues todos los invitados deseaban su muerte. A
su lado, Caronte esperaba con impaciencia el ansiado trofeo.
Perpenna intervino de inmediato al comprobar que su
aliado estaba más muerto que vivo. Se acercó a él y susurró al
oído con gran cinismo:
— Puedes ver que soy hombre de palabra. Mis manos
permanecen impunes ante este lamentable suceso.

118
Entonces, con un deleznable gesto, arrancó la insignia
del cuello de Sertorio; la joya que concedía el poder supremo
de Roma. ¡Aquel símbolo tan deseado!
— ¡Levantad su cuerpo! —les ordenó, con absoluto
desprecio—. Llevadlo hasta los arrabales de la ciudad y dejad
que su sangre contamine las aguas del río. Quiero que sus cos-
tillas se claven a una estaca y que se proceda a su crucifixión.
No existe mejor castigo para los que osan enfrentarse al poder
de Roma. La noticia de su muerte llegará como un rayo hasta
los oídos de Pompeyo. Su recompensa será mi camino hacia la
gloria.
Antonio y Lucio Cornelio se dispusieron a cargar el
cuerpo sobre una carreta que esperaba en la oscuridad. Con
gran cautela, avanzaron entre los angostos callejones que des-
embocaban en la muralla. La luna les observaba entristecida. El
campo de Marte era el lugar destinado para el castigo de rebel-
des, ladrones e insurrectos. Las estacas, clavadas en el suelo,
recordaban la sangre que una vez se derramó sobre ellas. Cien-
tos de almas mutiladas que habían sufrido la barbarie de Roma
antes de la llegada de Sertorio. Ahora, era él quien ocupaba su
lugar. Levantaron su cuerpo y oprimieron con fuerza aquella
cuerda para provocar de ese modo una muerte agónica y pro-
longada. Lucio se dirigió hasta la orilla del río para limpiar la
sangre de su túnica. En aquel instante, creyó ver las aguas teñi-
das de rojo y se frotó los ojos creyendo estar ante una visión. A
pocos metros, Antonio sintió un extraño escalofrío sobre sus
hombros: los ojos de Sertorio parecían reclamar justicia ante su
asesino. La luna se ocultó y el miedo llamó a las puertas del va-

119
leroso general. Nervioso, se acercó hasta Lucio con un fingido
gesto de arrogancia.
— La noche es demasiado oscura y desagradable —dijo
—. Nadie ha podido ser testigo de nuestra presencia. ¿Pretende
acaso Perpenna que hagamos compañía a un muerto?
— No me gustaría compartir la velada con ese chiflado
—respondió Lucio—. Además, ¿quién va a aparecer a estas ho-
ras? Nos merecemos un buen descanso, amigo Antonio. Regre-
semos a nuestras casas y olvidemos esta tarea tan desagradable.
Nada sucederá aquí que no sepamos.
Ocultando sus temores y simulando estar fatigados, am-
bos desaparecieron de aquel lugar espantados por la furia de
Durmas. Bajo los pies de la muralla, alguien les observaba con
gran atención.

Al día siguiente, todos despertaron con el ánimo de de-


leitarse ante el cadáver de Sertorio. Al llegar, vieron con gran
sorpresa que éste había desaparecido, dejando huérfana a la es-
taca que lo sostenía. Perpenna, confuso y aturdido, se acercó
hasta allí tratando de hallar alguna explicación al inesperado
suceso. Giró su cabeza bruscamente y señaló con el dedo el in-
crédulo rostro de Antonio.
— ¿Por qué no ordenaste un retén de vigilancia durante
la noche? —gritó, cada vez más ofuscado—. Merecerías ocu-
par ese lugar por tu inexcusable torpeza. No dudo que alguno
de esos indígenas se ha burlado de nosotros; ha descolgado el
cadáver y lo ha hecho desaparecer. Pasaré a cuchillo a cuantos

120
tengan indicios de ser sospechosos por haber infringido las le-
yes de Roma y burlarse de su principal gestor.

Su esclavo le alertó que un terrible rumor se extendía


por toda la ciudad. Le aseguró que, cuando acudió al foro aque-
lla mañana, la muerte de Sertorio corría de boca en boca. Algu-
nos aseguraban haber visto su cadáver flotando por el río; otros
murmuraban que el caudillo había sido cruelmente despedaza-
do; todos lamentaban su muerte. Mallo, con un nudo en la gar-
ganta, reprendió a Mauricio por su atrevimiento y arremetió
contra él.
— ¿Cómo osas propagar esas calumnias? —gritó, muy
alterado.
— Mi amo, me han asegurado que es cierto. Por las ca-
lles se rumorea que Perpenna es el nuevo caudillo.
— ¡Escoria! Te arrepentirás, si eso que dices es falso.
Angustiado y mal aseado, salió de su casa con el alma
en vilo. Cuando sus sandalias pisaron la calle, vio a un grupo
de soldados que se dirigía hacia las murallas. Le sorprendió
verlos correr tan alarmados y tragó saliva un par de veces. De
repente, un susurro atravesó su espalda. Giró la cabeza y obser-
vó que alguien le hacía señas para que se acercara. Tras unas
columnas, reconoció la silueta de Cornelio bajo una enorme
toga. Cuando se acercó a él, éste, muy asustado, le dijo:
— Mauricio no te ha mentido, Mallo. Yo mismo he vis-
to la carreta con la sangre de Sertorio. El pueblo está alarmado.
Algunos dicen que es el fin de tus días. Anda precavido y no te
dirijas hacia las murallas.

121
Mallo quiso vomitar. Nunca imagino que Perpenna aca-
bara con la vida de Sertorio; aún menos que quisiera acabar
con la suya. Aquel traidor le había engañado. ¿De qué le sirve
la fama un difunto?
Sigiloso como una rata, atravesó los callejones que sa-
bía desiertos a esas horas de la mañana. Agazapado tras una ta-
pia, observó a varios de los generales de Perpenna. Gritaban ví-
tores por su nuevo caudillo y levantaban sus puños en señal de
victoria. Al escucharles, su piel ardió como una tea. Lleno de
ira, quiso enfrentarse a ellos, acudir con la espada y vengar la
muerte de su amigo. Pero no pudo hacerlo. Fue un cobarde. En
aquel instante, el miedo le aplastó el alma contra los adoquines.
Cuando regresó a casa, la angustia se apoderó de su cuerpo y
las piernas le temblaron como a un títere. Se apoyó contra la
cama y lloró amargamente.
Porque Quinto se lo había dado todo y él le había paga-
do con la traición.
Porque él no merecía seguir viviendo.
Se encerró en su dormitorio y trató de conciliar el sueño
con una copa de arsénico.
Mientras tanto, a muchas leguas de allí, un caballo lle-
vaba sobre su espalda el cuerpo moribundo de Sertorio.

122
TIEMPO DE DESAMOR

Toulouse, 2 de marzo de 1940.

La casa de los Rovira conservaba aún aquella solemni-


dad heredada de épocas pasadas, cuando la ciudad era un hervi-
dero de ricos mercaderes y su opulencia inundaba las calles. El
caserón destacaba sobre el resto de los tejados, donde gatos fa-
mélicos y chimeneas de carbón oteaban el horizonte en busca
de esperanza. Entre Saint Etienne y l’Esquile, los álamos exhi-
bían su desnudez adornando el lienzo de una acuarela teñida en
ocres. Por los callejones, plazas, y cafés, se anunciaba con al-
borozo el ansiado retorno de la primavera, siempre perezosa en
aquellas tierras.
En el interior de aquella casa, la humedad hibernaba
bajo alfombras de lana marroquí, cortinajes de lino y ancianos
muebles que adornaban el salón. Entre sus paredes se respiraba
un aire rancio y desgastado, herencia de siglos anteriores y de
tiempos mejores. Sentado frente al fuego, una silueta achapa-
rrada y oscura contemplaba el caprichoso vuelo de las chispas

123
ante la gran chimenea de mármol que presidía la estancia. Ab-
sorto en sus pensamientos, Claudio sostenía entre sus manos
una taza de café, oculta bajo un colchón de guindas. El resplan-
dor de las llamas reflejaba en sus diminutas lentes la preocupa-
ción por los últimos acontecimientos bélicos. La invasión de
Danzing por tropas alemanas había degenerado en una espanto-
sa guerra que amenazaba a muchos inocentes. Los franceses se
sumergían, de aquel modo, en un conflicto donde España,
arruinada tras su propia guerra, quedaba al margen de cualquier
alianza.
En una elegante Philips de baquelita granate, un locutor
informaba desde Radio Barcelona, sobre los llamamientos rea-
lizados por el gobierno de Madrid hacia los exiliados que toda-
vía permanecían en suelo francés.

"En estos momentos críticos para Europa, España se


dirige a sus hijos y les invita a volver al suelo patrio. Nuestra
nación, regida por el Glorioso Caudillo, está abierta a todos
los españoles. Todos saben, incluso por informes de los suyos,
cómo se administra la justicia de Franco, con benevolencia y
escrupulosa apreciación. Volved pues a la España, una Gran-
de y Libre que os espera. Cuando la guerra os deja huérfanos
en tierras extranjeras, vuestra patria os llama. ¡Viva Franco!
¡Arriba España!"

Claudio no pudo evitar morderse la lengua. Le indigna-


ba escuchar a través de las ondas aquella sucia propaganda. Él
ya sabía lo lastimoso que resulta huir de la patria por la puerta

124
de servicio. Conocía el significado de la palabra exilio; había
vivido aquella experiencia en sus propias carnes.
Su huída desde Barcelona, cuando apenas contaba vein-
te años, supuso para él un duro revés. Al igual que otros quin-
tos, él también se negó a embarcar hacia Marruecos en aquella
guerra estúpida. Los trágicos sucesos del Barranco del Lobo
habían conmocionado finalmente a la opinión pública: decenas
de soldados españoles hallaron la muerte en aquella ratonera,
acribillados por los exaltados rifeños.

“En el Barranco del Lobo hay una fuente que mana


sangre de los españoles que murieron por la patria”

El gobierno español no pudo censurar la noticia y las re-


vueltas se sucedieron en varias ciudades del país. Aquella ma-
ñana, Barcelona despertó entre columnas de humo. Cuando
Claudio salió al balcón de su casa, vio arder los tejados en Gra-
cia y Aribau, los templos saqueados en las Ramblas y las trin-
cheras de sacos frente a la Guardia Nacional. En un muelle to-
mado por el ejército, las mujeres de los soldados lloraban a gri-
tos. Desde la popa del barco, los mismos reclutas gritaban mue-
ras a la policía, a Maura y a la guerra. Los obreros, desde las
atarazanas, gritaban: “¡Tirad los fusiles! ¡Que vayan los cuotas!
Era domingo. Un domingo sangriento que anunciaba la
llegada del horror; el preludio de una trágica semana en aquel
mes de julio de 1909.
Unos vecinos le alertaron que las patrullas andaban por
la Barceloneta; buscaban a los desertores para llevárselos al

125
muelle y obligarles a embarcar a la fuerza. Claudio no tenía
otra elección. Escapó de su casa aquella misma noche y cogió
un tren hacia la frontera, con una maleta escasa de ropa y llena
de incertidumbres.
Y fue en Toulouse donde se apeó de aquel vagón y trató
de seguir adelante. Mendigando durante meses para sobrevivir
al hambre y al frío, acompañó al sol durante fatigosas jornadas
y se dejó el aliento en aquel sucio almacén de transporte. Des-
pués, tuvo que soportar el cerco alemán durante la Gran Gue-
rra. Combatió en una trinchera que no era la suya y acabó heri-
do en un hospital, donde, por fortuna, conocería a una preciosa
enfermera llamada Jeannine.
Acabada la guerra, alquiló un humilde apartamento en
la parte más antigua de la ciudad y siguió trabajando, mientras
se veía a escondidas con aquella chica. Los padres de Jeannine,
procedentes de una respetada y próspera familia, trataron de
impedir aquella relación a toda costa. Cuando ambos unieron
sus vidas definitivamente, nadie apostó un franco por ellos y
muy pocos se equivocaron. A los tres años, el matrimonio se
hizo añicos a causa de la muerte de su mujer, tras un parto
complicado que se la llevó al otro barrio y le dejó, a cambio, un
recién nacido a su cargo.
Una vida tan dura y sacrificada no merecía que se repi-
tieran, de nuevo, las tragedias del pasado. Porque Claudio ha-
bía sufrido ya bastante. Con sus cincuenta recién cumplidos,
conocía el exilio, la guerra y la soledad.

126
En aquellos momentos, Andrés regresaba de su turno en
la fábrica dejando a sus espaldas el humeante latido de las chi-
meneas. Su vida empezaba a cobrar sentido desde que Claudio
le ofreció aquel trabajo tan redondo en la factoría Michelín.
Aquel viejo exiliado era para él como el padre que nunca tuvo,
alguien que le animaba en los momentos más difíciles; un ver-
dadero amigo en el que poder confiar.
Atravesando el elegante barrio des Jacobins, percibió en
su rostro la fresca brisa de abril; las primeras luces reflejadas
en la Garonne; el perfume de los geranios en los balcones y la
respiración de una ciudad que se abría ante sus ojos. La gente
paseaba tranquila bajo el tibio sol de la tarde. En los bouleva-
res, los vestidos y los sombreros competían en un “savoir faire”
de refinada elegancia; desprendían un candor que encendía las
farolas y adornaba las terrazas. Sobre ellos se desplegaba un
paraguas que les protegía; que disimulaba la guerra que, muy
pronto, les aplastaría a todos.

Al oír el picaporte, Claudio se apresuró a ocultar aque-


llos recuerdos bajo el polvo de la alfombra. Miró el reloj: las
siete y media. No había duda; era Andrés. Con cierta preocupa-
ción, se levantó de la silla y cruzó el enmoquetado pasillo. Sin-
tió frío en las manos. Temía que aquella insidiosa propaganda
hubiese llegado a los oídos de su joven huésped. Cuando se
abrió la puerta, el muchacho no pudo disimular su nerviosismo.
— ¿No te has enterado aún? —exclamó, mientras col-
gaba la chaqueta en el perchero de la entrada—. Durante el

127
turno de la mañana, ha llegado a mis manos propaganda fran-
quista.
— Lo sé hijo, lo sé —respondió Claudio con un gesto
de decepción—. El Caudillo ha prometido clemencia para to-
dos aquellos que regresen a España. ¿Cuántas mentiras hemos
de soportar todavía?
— Tal vez demasiadas. Por desgracia, muchos cruzarán
de nuevo la frontera. El deseo de abrazar a los suyos hará efec-
to sobre una gente muy desmoralizada.
— Esos cabrones juegan con los sentimientos ajenos.
¡No es justo!
— No todos han tenido tanta suerte como yo ¿verdad?
— Así es, Andrés. Duele pensar que una gran mayoría
ha acabado con sus huesos en los campos de refugiados; allí
son tratados peor que los animales.
— Son momentos difíciles para todos. Tal vez mi estan-
cia en esta casa pueda llegar a comprometerte.
— ¿Bromeas? Sabes perfectamente que no es así. Cuan-
do aquella mañana llamaste a mi puerta, con aquel aspecto tan
andrajoso, no podía imaginar que acabarías siendo mi huésped.
— Un huésped que ha vivido sin pagar un franco duran-
te dos años. Todavía espero que me cobres el alquiler.
— Ya has pagado sobradamente Andrés. Tu llegada a
esta casa ha sido una verdadera bendición para nosotros, lo-
grando borrar la tristeza que nos embargaba desde la muerte de
mi esposa. Gracias a ti, todo ha vuelto a ser como antes.
— Vas a conseguir que me ruborice como una demoise-
lle.

128
— ¿Acaso no es cierto lo que digo?
— No sé. Os considero como a mi familia, aunque no
es necesario que lo sepa todo el vecindario.
— A estas alturas y todavía no sabes mentir con elegan-
cia ¿eh? —replicó Claudio—. Debo recordarte que soy perro
viejo.
— No te entiendo, Claudio. ¿A qué viene eso?
— Pues a que esa absurda propaganda ha reavivado al-
gunos recuerdos. ¿No es cierto?
— Querido amigo, tu perspicacia me recuerda a alguien
que conocí hace tiempo.
— Vamos Andrés, ¿qué te sucede? Te ofrezco soportar
mis delirios y achaques de viejo. ¿Acaso no te encuentras a
gusto en esta casa?
—Por supuesto, pero la nostalgia es a veces muy pode-
rosa.
— He olvidado ese mismo sentimiento en un desván
hace ya algún tiempo. Con el paso de los años, tú también des-
cubrirás dónde se halla tu verdadero lugar en el mundo. Pero,
sea cual sea tu decisión, las puertas de esta casa estarán siem-
pre abiertas.
Andrés se emocionó ante aquellas palabras tan paterna-
les. Apoyó su mano derecha sobre la espalda de Claudio y de-
cidió contarle la verdad.
— ¿Recuerdas la carta que recibí ayer? —dijo—. Es de
don Justo, el cura del que tanto te he hablado. No tenía noticias
suyas desde mi huída de Suelves.

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Andrés hurgó en el pantalón y sacó de su bolsillo un pa-
pel arrugado. Lo desdobló con cuidado y se lo entregó a Clau-
dio.
—Toma —dijo—. Quiero que la leas.

Suelves, 15 de febrero de 1940


Querido Andrés:

Te escribo estas letras con gran emoción. No podrías


imaginar la alegría que me embargó al saber de tu paradero,
dando gracias al Señor por tu milagrosa salvación.
Acabada la guerra, aquí todo ha vuelto a la normalidad. Algu-
nos regresaron a la aldea y la tierra dará muy pronto sus pri-
meras cosechas. ¿Has pensado en volver? Tal vez sea un buen
momento para el reencuentro y el perdón.
Contesta pronto y hazme saber algo de ti.

Se despide con afecto tu amigo y confesor.

Justo Castarlenas
Tras un interminable e incómodo silencio, Claudio dejó
la carta sobre la mesilla. Frunció el ceño y exhaló un anestésico
vaho que llegó hasta el estómago de Andrés.
— No quisiera meterme donde no me llaman —dijo—,
pero te recuerdo, y siento hablarte así, que los curas están con
Franco, ¿entiendes? Jamás dudaría de tus palabras cuando me
hablas de la amistad que os unió. Sin embargo, la gente cam-
bia, y mucho más si comparte mesa con el poder. ¿Quién te

130
asegura que esta carta no es un engaño? No serías el primero ni
el último en caer preso, o aún peor, fusilado ante una tapia.
— Pondría la mano en el fuego por él. No todos los reli-
giosos son como tú crees. Cuando empezó la guerra, muchos
de ellos fueron cruelmente asesinados por ser fieles a sus
creencias. ¿Qué mal hicieron entonces?
Claudio notó un cierto desafío en las palabras de An-
drés. Tal vez aquel comentario había calado hondo en los re-
cuerdos del muchacho. Dándole una palmada cariñosa en la es-
palda, trató de matizar sus palabras.
— Bueno —dijo—. Ya sabes que no comulgo demasia-
do con los asuntos de la Fe…
— No se trata de Fe, sino de amistad —replicó Andrés.
— Lo siento, pero te aprecio de veras y desearía que si-
guieras mis consejos.
Tras la puerta del pasillo, alguien trataba de escuchar
esa conversación. Era Marta, la hija de Claudio. Una niña de
anaranjados cabellos y nariz respingona. Una muchacha huér-
fana de un cariño materno que jamás conoció.
A sus diecisiete años, Marta ya era toda una mujercita.
Claudio quiso educarla siempre con responsabilidad, dándole el
mayor cariño y procurando suplir la ausencia de una madre en-
terrada. Lo consiguió en parte, pues, aunque la muchacha mos-
traba siempre su mejor cara, se consideraba la única autora y
responsable de la muerte de su madre. Aunque Claudio tratara
de quitarle esa absurda idea de la cabeza, nunca lo consiguió.
Desde la llegada de Andrés, Marta había plantado semi-
llas en un tiesto abonado de esperanza. Muchas tardes, cuando

131
el muchacho regresaba de la fábrica, los dos paseaban por las
ajetreadas calles de la ciudad compartiendo interminables char-
las y hasta algún que otro secreto. Sentados sobre los bancos de
Saint Sernín, dibujaban las nubes en aquel cielo de cristal.
Aquel chico, llegado desde tan lejos, le hablaba de sus panales,
de la fuente y del molino, de los zagales en la plaza y de los
chascarrillos de las viejas. De todo y de nada.
Fue en una de aquellas tardes, cuando vislumbró en sus
labios algo más que palabras. Fijó su mirada en él y percibió
que un nuevo sentimiento se arropaba en su interior. Le gustó
tanto que decidió llamarlo amor.
Un día, paseando por la plaza del Capitolio, confesó al
muchacho sus deseos por llegar a ser una célebre escritora.
Cada noche, después de hacer las tareas de casa, se afanaba en
una disciplinada y absorbente tarea, emborronando cientos de
cuartillas con la esperanza de acabar su primera novela.
Andrés, con un gesto cariñoso, guiñó un ojo y la animó
a no desfallecer. Realmente, aquella chica no dejaba de sor-
prenderle.
— ¿De qué hablas en ese libro? — preguntó, con cierta
curiosidad.
— Lo siento —le respondió ella, con una contagiosa
sonrisa—. Una escritora que se precie como tal, jamás desvela-
ría el argumento de su obra antes de sacarla a la luz. Cuando
eso suceda, tú serás el primero en descubrir el misterio.
— Entonces, me resultará difícil hablar contigo. Estarás
rodeada por esa farsa de críticos literarios, tan cursis y refina-
dos…

132
Marta volvió a sonreír. Mientras conversaban, un grupo
de niñas saltaba alegremente en medio de la plaza.

Je suis t'un pauvre conscrit


de l'an mille huit cent dix.
Oh! il faut quitter le Langue dô
avec le sac sur le dos…

— Recuerdo que de niña me encantaba esa canción —


dijo ella, con la mirada perdida—. La repetíamos continuamen-
te en nuestros juegos, al salir de la escuela ¿sabes? Cuenta la
historia de un soldado enamorado que marcha a la guerra y
acaba muriéndose de pena en las trincheras. Cuando su amada
conoce la trágica noticia, decide también quitarse la vida. Re-
sulta extraño que la cantáramos con tanta alegría, siendo una
historia tan dramática ¿verdad? Supongo que entonces éramos
más inocentes. La vida se nos mostraba a través de un cristal
teñido en rosa.
El rostro de Marta palideció por momentos. En ocasio-
nes, el recuerdo de una madre imaginaria golpeaba su puerta
con demasiada insistencia.
— ¿Sabes una cosa? —Dijo entonces, tratando de bo-
rrar la melancolía de su rostro—. Tú podrías ser ese soldado
que cuenta la canción. A veces, te noto demasiado triste, como
si hubieras dejado algo importante muy lejos de aquí. ¿Es tal
vez el recuerdo de una chica a la que quisiste?

133
El muchacho enrojeció de inmediato. Ella, a su vez,
tuvo que inspirar con fuerza un par de veces antes de seguir ha-
blando. Temía haber sido delatada por sus sentimientos. ¿Có-
mo había sido capaz de mostrarse tan atrevida con él? La res-
puesta no se hizo esperar.
— He pensado regresar al pueblo la semana que viene.
Tal vez sea el lugar perdido del que me hablas —dijo Andrés.
El corazón de Marta dio un vuelco tremendo y saltó por
la ventana en un intento de suicidio. Vio que el mundo se des-
vanecía ante ella y que su novela jamás vería la luz sin la pre-
sencia de Andrés: el protagonista de su historia, la trama que
rodeaba su vida. Ahora, el muy ladrón, pretendía esfumarse
como duende malicioso que niega los deseos de su amo. Deja-
ba de existir en su frágil pluma, en su delicado corazón.
Marta se puso en pie. Con los ojos húmedos, no quiso
profanar aquel incómodo silencio. Una fingida sonrisa ocultaba
la tristeza más amarga de todas: la tristeza del desamor.
— Hace frío aquí. ¿Volvemos a casa? —balbuceó, en-
trecortada, sin poder hacer frente a la tormenta que se desataba
en su interior.

134
Solum, 73 a.C.

Pridie Ides Sextilias

Sertorio respiraba aún bajo tremendos y sofocantes de-


lirios. Sentía que un halo de muerte acariciaba su rostro y trata-
ba de borrar el último aliento de vida. A su lado, una barca per-
manecía varada en aquel bosque, a la espera de su regreso a la
Estigia.
Con deliciosa parsimonia, el misterioso personaje abrió
el pequeño frasco. Inmerso en un mágico ritual, alzó con cuida-
do la cabeza del moribundo y dispuso el brebaje entre sus la-
bios. Un aura de luz iluminó aquel negruzco rincón del bosque.
Entre aquellos árboles parecía escucharse el lamento de los es-
píritus; se oyeron cánticos y letanías que parecían surgir de las
profundidades de la tierra. Ante el cuerpo de Sertorio, una som-
bra se puso en pie y esperó el milagro.

A muchas millas de allí, la noticia de su muerte llegó


hasta los oídos de sus fieles aliados. La guardia de devotos, que
había jurado no sobrevivir a su caudillo, cumplió con su acos-

135
tumbrada fidelidad e hizo un sacrificio sublime. Se quitaron la
vida unos a los otros, mostrando un gran desprecio hacia la
muerte. El último de ellos, antes de clavar la daga en su propio
pecho, dejó una inscripción sobre las piedras de la muralla,
como memoria imperecedera de esa valerosa fidelidad.

HIC MULTAE QUAE SE MANISUS


Q. SERTORII TURMAE, ET TERRAE
MORTALIUM OMNIUM PARENTI
DEVOVERE, DUM, BO SUBLATO
SUPERESSE TAEDERET, ET FORTITES
PUGNANDO INVICEM CECIDERE,
IORTE AD PRAESENS OPTATA JACENT.

Aquella mañana, la ciudad de Osca se tiñó de sangre y


cubrió sus tejados con una gran toga negra.

Si en los traidores pudiera tener cabida el pundonor,


Perpenna debió haber muerto de remordimiento y de bochorno.
Cuando abrió el testamento de Sertorio, vio que éste le tenía
nombrado heredero y sucesor suyo. Entonces, la ambición
pudo con él. Cambió sus planes de rendición y quiso enfrentar-
se a las hordas de Pompeyo.

Al cabo de tres días, las poderosas legiones enemigas


cercaron la ciudad. Frente a la orgullosa Bolskan, miles de sol-
dados esperaban las órdenes del sumo general en jefe; un solo
gesto bastaría para iniciar el ataque.

136
Pompeyo, sintiéndose engañado, envió a sus huestes ha-
cia la victoria.
Las legiones del joven general pulverizaron al ejército
de Perpenna. Éste, contrario a las estrategias de Sertorio, quiso
vencer a campo abierto en una batalla suicida que les llevó ha-
cia la muerte. Acobardado, se escondió entre unos matorrales y
acabó siendo descubierto por soldados enemigos.
El traidor quiso evitar la muerte y trató de engañar a
Pompeyo. A cambio de su salvación, le ofreció mostrar unas
cartas falsas, donde varones consulares y senadores de gran
poder reclamaban ayuda a Sertorio para que invadiera Roma,
con el deseo de trastornar el orden existente y mudar el go-
bierno.
Pompeyo se condujo como un hombre de prudencia
consumada. Recogió todas aquellas cartas y las quemó sin leer-
las, ni dejar que otros lo hiciesen.
Después, mandó dar muerte a Perpenna.

137
LA MEMORIA PERDIDA

Barbastro, 7 de junio de 1978.

A la una y diez minutos llegó, con acostumbrado retra-


so, el coche procedente de Lérida. Maletas, bultos, petates y ca-
jas de madera, pacientemente anudadas, esperaban la salida del
siguiente autobús. Pocos eran los viajeros que bajaban por la
escalerilla a esas horas de la tarde. Tras un largo y soporífero
viaje, sus rostros mostraban las señales de la fatiga y del aburri-
miento. En un día caluroso, el bochorno se tornaba aún más so-
focante bajo la oxidada estructura del techo de la estación.
Aquel glorioso y moderno edificio, inaugurado con tanta pom-
pa durante los años de la posguerra, empezaba a mostrar los
primeros achaques propios de la edad.
Jorge no tardó en reconocer a sus invitados, ojeando
aquella fotografía en blanco y negro que sujetaba entre los de-
dos. Sudoroso, limpió su frente con un pañuelo y se acercó has-
ta aquella pareja de cincuentones que esperaba en el vestíbulo.
— Hola, soy Jorge —dijo, sin más.

138
— ¡Hombre muchacho! —exclamó Andrés, ofreciéndo-
le cinco dedos y la mejor de sus sonrisas—. Ya tenía ganas de
conocerte. ¿Hace mucho que esperas?
— No, no…
— ¿Te importa ayudarnos con el equipaje? Ya no so-
mos unos jovencitos.
Jorge auscultó al viajero con una mirada de desprecio,
como si aquella petición le hubiera ofendido en lo más profun-
do de su ser. Con un gesto serio y apático, agarró las dos male-
tas que se hallaban en el suelo. Andrés se mordió el labio infe-
rior y volvió a hablar.
— Gracias, chico —dijo— Por cierto, ¿Qué tal tu pa-
dre?
— Bien, bien.
— La semana pasada pude hablar con él. Ya me contó
lo de tu abuela. ¿Cómo se encuentra doña Adelina?
— Va haciendo… ¿me acompañan?
— Espera hombre, que no he venido solo. ¿Jorge? Te
presento a mi mujer.
Marta se acercó a él, pero un inesperado gesto del mu-
chacho evitó dos cariñosos besos en sus mejillas. Mientras se
estrechaban la mano, como en un frío acuerdo comercial, An-
drés insistió.
— Tenemos también una hija —dijo—. Se llama Cris-
tine. No ha podido venir a España ¿sabes? El trabajo no la deja
tranquila. Es una lástima, seguro que te hubiera gustado cono-
cerla.
— Si, claro… ¿nos vamos ya?

139
Andrés lanzó una mirada de estupor y golpeó a Marta
con el codo. ¿De dónde había salido aquel chico tan raro? Con
un rostro alargado y huesudo, manos esqueléticas y un aspecto
delgaducho que rozaba la anemia, aquel muchacho era la antí-
tesis de su padre. Por lo poco visto y menos oído, no se carac-
terizaba, precisamente, por su amena y dilatada conversación.
Una camiseta negra con pegatinas de escaso gusto, un estrafa-
lario pantalón roto y unas zapatillas agujereadas conformaban
su aspecto exterior. Menuda facha, pensó Andrés.

Salieron de la estación, siguiendo los pasos del mucha-


cho por las calles del centro. En la plaza de Aragón, una mo-
derna fuente trataba de aliviar, en vano, los rigores de un calu-
roso mes de junio. A cambio, los árboles del Coso prestaban su
esbelta y agradecida sombra a jubilados, militares, sacerdotes y
agricultores de fin de semana. La calle San Ramón era un her-
videro de gentes que corrían de aquí para allá; las bolsas de pan
y los carritos de la compra competían en una frenética carrera
de obstáculos, cuya meta era llegar a fin de mes. Algunos co-
merciantes cerraban puertas y bajaban persianas con un moles-
to y estridente chirrido, para indignación de los apresurados
transeúntes. Andrés miraba de un lado a otro. Recordaba unas
calles mucho más apacibles; unos lugares más familiares y aco-
gedores: la cerrajería de don Faustino, la carnicería de la Pauli-
na, el almacén de don Constancio o el de Sambeat.

Cuando pisó la plaza del Mercado, le pareció que ésta


había cambiado mucho, tal vez demasiado. Le supo rancia, in-

140
sípida, abarrotada de coches y llena de charcos de grasa malo-
liente. Los Almacenes de San Pedro eran el único centro de
atracción permanente en aquel lugar. Aquel edificio había sido
todo un símbolo de progreso en los años 20; con un refinado
porte neoclásico, sus elevadas columnas contrastaban con los
humildes porches del resto de la plaza. Tras sus amplios venta-
nales se percibía ahora el olor de la modernidad: dependientas
perfectamente uniformadas, largas y aburridas colas en las ca-
jas, laberintos y pasillos repletos de género, atractivos cachiva-
ches llegados desde muy lejos, ventiladores en los techos y un
aire irrespirable de farándula y consumo.
¿Dónde quedó aquella plaza, pintada al óleo con bellos
colores? Aquellas posadas, albacerías, bodegas, alpargaterías,
lagares y cererías. Esas cuevas en penumbra donde se amonto-
naban y se mezclaban el vino y el carbón, las camas de hierro y
las albarcas “al pelo”, los bordones de guitarra y las tripas de
violín. Aquellos ultramarinos que ofrecían cacao de Fernando
Poo, frutos coloniales, salazones y encurtidos. Mercerías, con
sus caprichos y vanidades; sus agremanes de seda y sus cintu-
ras de torzal, botones de lata, trencillas, abanicos de hueso y
peinetas de nácar. Las droguerías con sus jabones y perboratos,
sus escarpidores y hojas de afeitar. Las columnas de piedra, los
puestos de fruta, de verduras y verduleros, de mercancías y
mercaderes, de cajas que se abrían a la conversación, de toneles
llenos de palabras y hasta de mulos enternecedores. Aquellos
gritos entremezclados en una alegre y discordante melodía; la
algazara de los buhoneros, la astucia del regateo y los acuerdos
signados con la palabra.

141
¿Dónde quedó aquella magia? Se preguntó Andrés.

Jorge se unió a aquella frenética y vertiginosa marea


humana y aceleró sus pasos. Resignados, sus dos acompañantes
trataron de alcanzarle, como unos penitentes en plena proce-
sión estival. Cuando desembocaron por General Ricardos, el
tráfico colapsaba la respiración de una calle gris y estrecha.
Marta y Andrés no podían creer lo que estaban viendo: dos
enormes camiones se hallaban atrapados en una de las curvas
de la calle. Los dos conductores trataban de salir de aquel ato-
lladero, pero no había nada que hacer. Ninguno de ellos quería
moverse y dar el brazo a torcer; ni “recular”, ni “echar palan-
te”. Cuando por fin se bajaron del burro y lo intentaron, ya era
demasiado tarde: una marea de vehículos cerraba el paso y les
impedía maniobrar. A los pocos minutos, la calle se convirtió
en una traca de pitidos, gritos, insultos y exclamaciones, a cual
más grosera e irreverente. Desde los balcones, algunos vecinos
contemplaban el espectáculo que se les ofrecía, aunque tampo-
co se echaban las manos a la cabeza. A fuerza de palos, se ha-
bían acostumbrado a soportar aquellas nimiedades; atascos de
pichiclá, como decían algunos; una rutina más en el quehacer
diario.
Los clientes del Bar Claveles dejaron sus tapas, sus ca-
ñas y el aburrimiento y salieron a la calle. Tras auscultar el te-
rreno y analizar la situación, se iniciaron en sus habituales chá-
charas y devaneos.
— ¡Esto es una vergüenza! —dijo uno de ellos.

142
— Hala maño, que siempre ha sido así —respondió
otro.
— ¡Animal! Pero antes circulaban carros y no estos
monstruos. ¿No has visto como están las fachadas de puercas,
con tanto transito?
— A mi me lo vas a decir, que tengo a mi joven vivien-
do al lado de Casa Palá. ¿No te jode?
— Pues como no empujen …
A los pocos minutos volvieron a entrar en el bar. Se
apoltronaron sobre la barra y siguieron cascando sobre el trán-
sito y la variante que no finalizaba. Y tras un par de penaltis,
sobre el hospital que tampoco aparecía. Y como nada se arre-
gló aquella tarde, se consolaron las tripas con chiretas y cala-
mares.

Pero aquel sábado, la mayoría de los convecinos tenía


otro tema de charla mucho más interesante. Sobre las paredes,
las tapias y los muretes, se mostraban a todos aquellas fotogra-
fías en color. Por el suelo se esparcían, como en fiesta mayor,
confetis llenos de promesas que confundían a la gente y daban
a las calles el aspecto de un mercado ambulante, de una feria o
de una subasta ¡vaya usted a saber!
Para Barbastro, como para el resto de España, se anun-
ciaban fechas históricas y memorables. Las elecciones eran, sin
duda, el plato fuerte en el menú de restaurantes, tascas y bares.
Sentimientos divergentes y opiniones encontradas se agolpaban
en pocos metros cuadrados, dándose codazos unas con otras.
Los barbastrenses podrían elegir, al fin, a sus legítimos gober-

143
nantes. La mayoría lo hacía por primera vez; otros no tendrían
tanta suerte, refugiados en el exilio o alojados en apacibles ni-
chos.
Ajenos a tanto bullicio, los zagales jugaban al marro o
al guau, rayando con un yeso el cemento de la calle. Las niñas,
estratégicamente separadas, saltaban a la comba con gran agili-
dad. Marta se detuvo ante ellas, embelesada, como si quisiera
saltar y participar del juego. Movió la cabeza al ritmo que mar-
caba la cuerda y sintió una gran nostalgia. Tanta, que el tiempo
retrocedió ante ella y la llevó en volandas hasta los jardines del
Capitolio. Aquella tarde de abril, Andrés la detuvo. No quiso
que regresara a casa. Entonces, volvieron a aquel banco que
tanto les había unido y hablaron de hombre a mujer sobre sus
sentimientos más profundos. Cuando las estrellas bostezaban
sobre sus cabezas y a Cupido no le quedaban más flechas que
lanzar, ella le abrazó, sollozando de alegría. Marta compró su
alma a cambio de un beso y escribió un bonito final a su nove-
la; un episodio feliz en aquella historia de desamor. Andrés no
regresó a Suelves y desde entonces, no se habían separado nun-
ca.
De sopetón, un jarro de agua fría deshizo aquellas imá-
genes tan entrañables. Marta volvió a pisar el asfalto de la rea-
lidad.
— Pueden subir —dijo Jorge.
— “Cambio y corto”, sólo le falta decir a éste —mascu-
lló Andrés.
Un flamante 850 Coupé esperaba a los pasajeros. Aquel
coche, aparcado entre tantos Seiscientos y Gordinis, provocaba

144
la admiración de muchos y la envidia de todos. Andrés trató de
acomodarse en aquella incómoda lata de sardinas; para él, un
coche cómodo era un coche grande. Con evidentes muestras de
sofoco, trató de romper el hielo; iniciar una conversación que
pudiera despertar al muchacho de su letargo.
— Cuanta propaganda ¿verdad? —exclamó—. La ilu-
sión por acudir a votar debe ser tremenda.
Jorge ahogó aquel comentario haciendo explotar las
válvulas del motor. El moderno utilitario rugió como una fiera
enjaulada y los cristales subidos les salvaron, probablemente,
de una muerte por asfixia.
¿Elecciones? A Jorge no le apasionaba la política. Es
más, le traía absolutamente sin cuidado. Al contrario que otros
jóvenes de su edad, él no salía a las calles enarbolando bande-
ras y cánticos de libertad. Jorge era un chico raro; siempre fue
la comidilla de todos por su empeño en navegar contra la co-
rriente. Nunca tuvo amigos con los que compartir su apatía y
los pocos que se acercaron a él, huyeron, empiojados de amar-
gura y aburrimiento. Jorge se había convertido en un pasota y
la llegada de la democracia no le levantaba de la cama. Su úni-
co objetivo era ganar dinero y gastárselo de la manera más ab-
surda. Nunca padeció el hambre ni conoció las cartillas de ra-
cionamiento; ni formó parte de aquellas colas interminables en
busca de pan negro. Cuando sus ojos vieron la luz, España ha-
bía cambiado de muda. Con la camisa limpia y la cara aseada,
el país daba la bienvenida al turismo, a la apertura y a los Pla-
nes de Desarrollo. Precisamente, hacía pocos meses que el mu-
chacho se había estrenado como aprendiz de montaje. Al igual

145
que otros muchos barbastrenses, realizaba turnos en la recién
estrenada Moulinex, cobrando 6.000 pesetas al mes. Una au-
téntica fortuna.

Atravesaron la plaza Diputación y cruzaron el puente de


la carretera de Graus; para muchos, el puente de la Victoria. La
modernidad había borrado las huellas del pasado en aquel en-
clave tan entrañable: se talaron los álamos blancos que escolta-
ban la vieja carretera, se derruyeron “casa Pico” y “casa Pa-
drós” y el cartel de Chocolates Acín que adornaba aquellos
años de la posguerra, había desaparecido. En su lugar, decenas
de grúas revestían aquellos campos con armaduras de cemento
y metal. Ante los ojos de Marta, el paisaje fue discurriendo
como una decepcionante película en blanco y negro; riscos de-
sérticos colgados sobre el río, montañas achicharradas bajo un
ardiente sol y un estrecho hilo de agua agonizando entre tomi-
llos y jaras. Todo era tan diferente al fresco y húmedo verdor
de su tierra, que aquella primera impresión la había sumido en
una gran decepción. Las continuas sequías habían esquilmado
la vida por completo. Ya nada era como antes.
A su lado, Andrés recordaba a su compañero de guerra.
Sumido en una gran nostalgia, añoraba aquellos años sin re-
torno y le hablaba a Jorge del aguerrido miliciano que le salvó
la vida. Pero el muchacho no ocultaba su incomodidad ante
aquellas batallitas tan rancias y se salía por la tangente con de-
mostrada habilidad. Era evidente que padre e hijo no se lleva-
ban demasiado bien. El exacerbado pasotismo de Jorge había

146
degenerado en frecuentes discusiones con su padre, al que apo-
daba despectivamente “viejo rojo”.
Y vaya si lo era…

Tras la victoria de los nacionales en abril del 39, Ismael


fue acusado de traición a la patria en un juicio sumarísimo que
le llevó a Carabanchel. No pudo evitar su encarcelamiento,
aunque tampoco le importó demasiado. Sus ideales permane-
cían sellados en tinta sobre los poros de su piel, lacrados para
toda la vida con la imagen de su padre. Otros fueron más co-
bardes y trataron de engañar, mentir o sollozar, para conseguir
la redención de la justicia. Él supo dar la cara; golpeó de frente
y con la cabeza muy alta; tanto, como los muros de la prisión
donde acabó con sus huesos. Veinte años permaneció allí. Mu-
chos años para olvidar y demasiados para recordar. Cuando re-
gresó a Moreda con la libertad en la mano, ya nada era como
antes. Su madre se había trastornado. Había enloquecido. Cada
tarde, salía de casa y se arrastraba entre las piedras del río, el
musgo y la bruma, buscando a un muerto y gritando su nom-
bre. Su condena era mucho peor. A los pocos meses de su lle-
gada, el pobre Ismael la enterró bajo una fina y delicada lluvia.
Se quedó solo en aquel pueblucho de pastos y minas. Una ma-
ñana, deshizo la cama y marchó de Moreda con una mochila a
sus espaldas.
Durante semanas, vagó perdido entre los prados y los
pinares; se alimentó de las raíces y bebió de sus propias lágri-
mas. Hasta que un día decidió ir a Naval a recuperar el pasado.
En la plaza, una mujer le vio llegar con el rostro agitado y la

147
ropa destrozada. Ismael se plantó ante ella y, con la voz entre-
cortada, le preguntó por el paradero de una muchacha. Nadie le
contestó. Nadie quiso decirle que Rosita había muerto hacía
tiempo durante el asalto de los nacionales, por una bala perdida
de no se sabe donde. Nadie le confesó que la muchacha había
fallecido la misma noche en que se conocieron. Destrozado, Is-
mael no quiso regresar a su tierra. Se olvidó de la lluvia y de
los prados; de su infancia y de las tumbas de sus antepasados.
Acabó en Barbastro, trabajando como mecánico; viendo como
otros construían las casas que una vez soñó dibujar. Un día
cualquiera, conoció a Jacinta, una buena mujer, más flaca que
una espiga y acabó compartiendo con ella el aburrimiento y la
tristeza.
El primer beso nunca se olvida. El primer amor se lo
lleva uno a la tumba.

Al llegar a Suelves, un hiriente olor a soledad lo inun-


daba todo. El pueblo, o lo que aún quedaba de él, yacía entre la
tristeza y el abandono. Las grietas y desconchados mutilaban
las paredes, las techumbres permanecían hundidas y los mato-
jos cubrían lo que antes era una plaza. En la cima del tozal,
unos carteles anunciaban la construcción de unos chalés, con
piscina y pistas de tenis. Las siluetas de unos veraneantes, pin-
tadas en aquel anuncio, eran el único rastro de vida que se per-
cibía en aquel lugar. ¿Qué había sucedido? La última carta de
don Justo había alertado a Andrés de que una nueva y terrible
plaga asolaba al pueblo. Los jóvenes no querían consumir sus
huesos al sol, ni romperse el lomo y cavar inútilmente en una

148
tierra baldía. El progreso les devoraba como un goyesco Colo-
so. Expulsaba sus almas lejos de aquel lugar, dejando huérfa-
nos de compañía a los muertos del cementerio.

Cuando abrió la puerta de aquella casa, comprobó que


nadie había estado allí desde aquel fatídico 19 de marzo. Todo
permanecía en su sitio con milimétrica precisión: la mesa ca-
muflada bajo una montaña de polvo, los mugrientos y oxidados
cubiertos sobre la inservible pica, baldes ennegrecidos esperan-
do unas gotas de agua; la muerte y la soledad en toda la estan-
cia. El tiempo se había enraizado en aquella triste fotografía.
Marta no ahogó una exclamación de sorpresa, al obser-
var el lamentable estado en que se hallaba todo.
— ¡Uff! Hará falta una semana para adecentar todo esto
—dijo.
— No te preocupes cariño. En menos de dos días mar-
charemos de aquí.
Tras la puerta, Jorge les observaba con una sangrante
cara de apatía. Miró el reloj un par de veces. Carraspeó, tratan-
do de llamar la atención de la pareja.
— Bueno —dijo entonces, con un tono de voz más ele-
vado—. Tengo que marchar. Mi padre vendrá a verles mañana.
Andrés se acercó a él y le tendió la mano. Una mano
fría que certificaba la imposibilidad de un abrazo. Ciertamente,
Jorge no había dado lugar a más confianzas. Otra vez será, pen-
só.
— Cuídate y no corras, por favor —le dijo finalmente,
mientras pensaba en Ismael.

149
El coche volvió a ronronear. Barrió la tierra y sembró
de humo la plaza; una nube que dejó al pueblo en el más absur-
do de los silencios. Andrés observaba la silueta del deportivo
alejándose entre una montaña de polvo. Volvió a pensar en su
amigo. Una mano se apoyó delicadamente sobre su hombro.
— ¡Anda, déjalo ya!—dijo Marta, tratando de animarle
—. No tiene remedio. ¿Es que no sabes como es la juventud
ahora?
— Ni lo sé, ni me importa —contestó Andrés, algo ai-
rado—.Vaya moregón está hecho.
— A esta edad todos son iguales, hombre
— Viendo a nuestra hija, no creo que sea verdad.
— Cristine es diferente. Es nuestro ángel de la guarda.
¿Te acuerdas de cuando era tan chiquitina?
— Pues claro cariño, eso no se olvida nunca.
— Anda vamos, que hay mucho por hacer.
Durante el resto de la tarde, los dos se afanaron en una
fatigosa tarea. Trataron de reanimar aquel cadáver, lavarle la
cara y dignificar el pasado entre aquellas paredes. Cuando las
sombras ocultaron al pueblo, Andrés rascó un fósforo y la hoja-
rasca prendió con rapidez en el hogaril. El resplandor de las lla-
mas se reflejaba en el blanco de una vajilla que había resucita-
do. Sobre la impoluta mesa, un ramillete de espliego peinaba
sus cabellos sobre una lata de aceitunas negras. Aquella casa
volvía a respirar, salía de un coma de más de cuarenta años.
Andrés miraba de un lado a otro. Nunca vio aquello tan limpio
y reluciente. Marta le observaba con los ojos melosos.

150
— ¿Te encuentras bien? Preguntó él, al verla tan calla-
da.
— Estoy en el cielo.
— Me pena mucho que hayas conocido el pueblo de
esta manera.
— Realmente, parece un lugar de fantasmas. Pero tú no
tienes la culpa.
— No sé que decirte…
— Escucha Andrés. Para los jóvenes, el futuro está en
las ciudades ¿entiendes? Es allí donde hay trabajo. Marchan
con la esperanza de cambiar sus vidas.
— Claro… y dejan morir la sangre que los ha parido.
— No seas tan dramático, hombre. Mañana me lo ense-
ñas todo; ya verás como te cambia el humor.
— Como no te enseñe algunas piedras…
— Seguro que te guardan algún recuerdo. ¿Tal vez la
cabeza de alguien a la que fueron a parar?
Andrés sonrió. Marta sabía como animarle cuando baja-
ba la guardia y las penas revoloteaban a su alrededor. Desde la
llegada a Suelves, todas sus esperanzas se habían disuelto en
un vaso de hiel; toda su sonrisa en un rostro avinagrado. Se
arrimó a ella y ronroneó a su lado como los gatos de la calle.
— Te quiero — dijo.
— ¡Vaya sorpresa! Es la primera noticia que tengo —
contestó ella.
— ¿Sabes una cosa? Mañana acabará todo esto.
— Lo sé. Hemos hablado tantas veces de este día que
todavía me cuesta creerlo.

151
— Mañana lo harás.
— ¿Y si no vuelves? Me da miedo que te pase algo te-
rrible. ¡Te quiero tanto!
— ¿De veras? Es la primera noticia que tengo.
— Tonto …
— ¡Claro que volveré! No te voy a dejar sola en este lu-
gar tan patético.
— Deja que vaya contigo, por favor.
Andrés hizo un gesto con la cabeza y Marta apartó la
mirada; entristeció su cara.
— Estoy algo cansada —dijo, con una voz casi imper-
ceptible.
— Descansa mi amor. Es muy tarde.

Sentado frente al fuego, Andrés se arropó las piernas


con una manta. Ya no recordaba lo frías que eran allí las no-
ches, aunque tampoco pensó que fueran tan tristes. Suelves ya
no respiraba. Sus casas no alumbraban nada; las chimeneas no
soltaban el humo y los murmullos desaparecieron hace tiempo.
Hasta el canto de la lechuza parecía haber enmudecido.
Andrés deseó, con todas sus fuerzas, que amaneciera
cuanto antes en aquel lugar de pesadilla.
A la mañana siguiente, se levantaría muy temprano para
zanjar un asunto pendiente.

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EL ÚLTIMO HISPANO

Suelves, el día de su funeral.

Cuando llegó a los Peñares, una profunda tristeza inva-


dió su cuerpo.
Los panales no eran más que esqueletos de barro espe-
rando la absolución. Víctimas de la soledad y del desamparo
más absurdo, mostraban las huellas de aquellos que un día los
abandonaron. Se acercó a ellos, como quien busca el perdón en
la soga del ahorcado.
— Lo siento —balbuceó, con voz temblorosa.
Entró en un destartalado almacén, sin puerta ni techum-
bre que lo abrigara. Las ortigas cubrían por completo el interior
de aquella casucha; se elevaban sobre unas paredes derruidas
que no protegían nada, salvo su vergüenza. Aquel refugio que
endulzó tantas veces sus momentos más amargos, se consumía
ante él como escarcha derretida.
Entonces, con un gesto de rabia, se arrodilló contra el
suelo y echó a llorar, tratando de arrancar con sus manos las
malas hierbas que cubrían el solaz. Durante horas, se arañó la
piel y el alma escarbando aquella tierra maldita; tratando de
partirle los dientes con una furia incontenible.

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De repente, un chasquido metálico le alertó y se detuvo
de inmediato.
Nervioso, buscó en su bolsillo aquella navaja y empezó
a rascar sobre lo que parecía una pequeña argolla. Cuando la
vio brillar, suspiró aliviado y se apoyó en una de aquellas pare-
des desnudas. Temía haber extraviado aquel recuerdo en un
rincón de la memoria. Haciendo de tripas corazón, tiró de aque-
lla argolla con todas sus fuerzas, mientras notaba el gemido de
sus músculos y el azote en sus pulmones. Por fin, tras varios
esfuerzos, la pesada losa se abrió ante él. En su interior, un ex-
traño recipiente asomaba la cabeza, oculto bajo el amparo de
las raíces. Con las manos temblorosas, Andrés arrancó aquel
objeto de las entrañas de una tierra que, durante siglos, lo había
cobijado en su regazo.
Temblando de miedo y de emoción, extrajo algo de su
interior.
Después de tanto tiempo, volvió a ver aquel pergamino.
Entonces, salió del almacén y se acercó hasta el borde
del precipicio. Contempló el ardiente valle que se extendía bajo
sus pies y recordó cómo era antes aquella tierra.
Porque él jamás murió.
Seguía vivo en aquel mundo de locos.
Cerrando sus ojos, regreso al instante en que sus heridas
sanaron para siempre.
Aquella noche, tras rescatar al moribundo de las garras
de Perpenna, Balkar retó a la muerte. Arrodillado frente al
cuerpo del caudillo, concentró toda la magia en aquel soñador
traicionado por sus amigos. Limpió su sangre y arrancó el alma

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de sus vísceras antes de que ésta escapara. Llamó a las abejas y
conjuró a los espíritus que habitaban en aquel bosque. En la se-
gunda noche, las lamias acudieron en su auxilio; espíritus de
antiguos héroes que, como él, le insuflaron un aliento de vida.
De vida eterna.
Balkar le ofreció aquel don a cambio de un enorme sa-
crificio. Jamás podría concebir un hijo ni vivir como el resto de
los hombres. El precio de la inmortalidad era muy elevado
¿Qué peor castigo, viendo morir a sus seres queridos sin poder
detener el pulso de la vida?
Después, le escondió en aquella cueva, apartado del
azote de los enemigos. Fue allí donde le reveló el ansiado se-
creto de Aristeo. Aquel pergamino donde se desentrañaba la
fórmula de la eterna juventud. Un tesoro digno de los dioses
que no pudo salvar a Eurídice, pero que le rescató a él de la
muerte.

Durante años, Sertorio fue el mejor discípulo de Balkar.


El anciano le enseñó a ser un hombre verdadero. Contó miles
de historias, cuentos y fábulas que el joven guardó en su me-
moria. Le desveló los enigmas del universo, los secretos que la
tierra guardaba en sus entrañas y hasta le habló de los dioses
verdaderos.
Una mañana, le despertó muy temprano, casi antes del
alba.
— ¡Vamos amigo! —le dijo con impaciencia.
— ¿Qué sucede?

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— Ha llegado el día que esperabas. Debes marchar de
esta cueva y olvidarte de mí para siempre. No preguntes nada;
solamente, calza tus pies y echa a andar. Deja que tus pasos te
guíen hacia el mundo que quieres modelar. Camina Sertorio,
procura alcanzar aquellos sueños que una vez deseaste.
— ¿Me abandonas ahora? ¿Y nuestra amistad?
— Confía en ti mismo y no temas al destino. Antes de
separarnos, quiero desvelarte algo.
Y Balkar le confesó su mayor secreto.
Le dijo quién era él realmente. Le desveló su verdadera
identidad.
— Guarda para siempre estas palabras en tu interior. No
reveles nunca a nadie quien soy y cual es mi misión en este
mundo.
Y el joven caudillo juró cumplir su promesa.

Los dos se despidieron aquella mañana, tras varios años


de convivencia. Aquel día tan especial, el anciano le entregó el
pergamino y marchó hacia lugares muy lejanos.
— ¿Volverás algún día? — preguntó Sertorio.
— Me verás muchas veces sin darte cuenta, reencarna-
do en otros hombres. Hallarás mi consuelo en otros rostros y
mi guía en otras manos. Te acompañaré siempre, hasta que el
cansancio te desborde y decidas morir.

Y Sertorio inició su cruzada por la paz.


Durante siglos, vio persecuciones bajo la invocación de
un Dios todopoderoso; monarcas que aplastaban a sus siervos

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bajo el yugo de la codicia; tiranos que germinaban el odio y el
desarraigo entre las gentes.
Desolado, vio a sus semejantes destrozarse en arduas e
interminables batallas. Contempló las guerras que asolaban la
tierra. Vio cómo la crueldad se adueñaba de los hombres y có-
mo la esperanza caía en el profundo pozo del desamparo.
Durante aquel largo tiempo, trató de aplacar, inútilmen-
te, toda la ira que subyace en el ser humano. Sus esfuerzos no
le llevaron a ninguna parte. Constató que el mundo seria siem-
pre un nido de conflictos, una podredumbre que muy pronto
llegaría a su fin.
Y un día, agotado y sin fuerzas, trató de hallar a alguien
que siguiera sus enseñanzas; un discípulo que pudiera cambiar
el destino de la humanidad. Pero no lo consiguió. No halló, en-
tre millones de almas, la pureza suficiente para aliviar el dolor
de los hombres.
Roto y apesadumbrado, quiso abandonar su tarea. Trató
de engañar a Balkar y enloqueció: una rabia tan poderosa que
le obligó a quitarse la vida en muchas ocasiones. Jamás lo con-
siguió. Su cuerpo sanaba las heridas una y otra vez; renacía de
nuevo en otro ser mucho más vigoroso.
Sin una madre que le consolara y sin hijos a los que
amar, sin apellidos ni identidad, se abandonó durante siglos.
Navegó por la inmensidad del olvido perdiendo la conciencia
de su propia existencia.
Hasta el día que la conoció y se enamoró de ella.
Marta le mostró otro camino y le guió por un sendero
mucho más dulce y lleno de ternura. Sertorio decidió enraizar

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sus sentimientos en aquella mujer. Abandonó su calvario y
cambió la vida eterna por aquel gran amor.
Ahora se encontraba allí, solo ante el mundo y despi-
diéndose de todos. Miró hacia el campanario y a las calles que
le vieron nacer en tantas ocasiones. Recordó a los fantasmas
que antaño fueron sus amigos o sus enemigos; a las tumbas que
abrigaban a aquellos que una vez conoció en vida.
Y pronunció, uno a uno, todos sus nombres.
Con un gesto de valor prendió fuego al pergamino. Dejó
que se consumieran, lentamente, aquellas cenizas que oculta-
ban para siempre el secreto de Tartessos. Entonces, alzó las
manos y dio gracias a Balkar por haberle dado la vida eterna.
Aunque jamás volvería a verle, el anciano cuidaría de otros pa-
nales y habitaría en otras cuevas. Nunca perdería la amistad
con él.

Y antes de regresar, observó por última vez la silueta


de Suelves tras un manto gris, creyendo ver en aquellas casas el
reflejo de su propia vida. En poco tiempo, apenas unos años,
los dos morirían sin remedio. No tendrían ocasión de vivir eter-
namente. Aunque tal vez la pena fuese más profunda al saber
que nadie regresaría allí. Ni tan siquiera las abejas serían testi-
gos de la existencia de aquel lugar.
Lleno de dolor, arropó aquel pueblo enfermo y le dio la
extrema unción. Con el paso del tiempo, se enterrarían las pie-
dras y los caminos bajo la tierra; se borrarían de la memoria las
huellas de las gentes, sus obras y sus miserias.
Tal vez, hasta desapareciera su nombre.

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Entonces, Sertorio comprendió que algunos sueños de-
ben permanecer en el mundo de la fantasía; en fábulas o en pre-
ciosos cuentos. En dulces historias o en amargos relatos.

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