CARATULA
CARATULA
CARATULA
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Homero
La Odisea (fragmento)
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La Eneida (fragmento)
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Ténedos, hoy anclaje mal seguro:
vanse hasta allí y en su arenal se esconden.
Los creemos en fuga hacia Micenas,
y de su largo duelo toda Troya
se siente libre al fin. Las puertas se abren
¡qué gozo ir por los dorios campamentos
y ver vacía la llanura toda
y desierta la orilla! «Aquí, los Dólopes,
aquí, las tiendas del cruel Aquiles;
cubrían las escuadras esta playa;
las batallas, aquí…» Muchos admiran
la mole del caballo, don funesto
a Palas virginal. Lanza Timetes
la idea de acogerle por los muros
hasta el alcázar —o traición dolosa,
u obra tal vez del Hado que ya urgía—.
Mas Capis, y con él los más juiciosos,
están porque en el mar se hunda al caballo,
don insidioso de la astucia griega,
tras entregarle al fuego, o se taladre
a que descubra el monstruo su secreto.
Incierto el vulgo entre los dos vacila.
De pronto, desde lo alto del alcázar,
acorre al frente de crecida tropa
Laoconte enardecido, y desde lejos:
«¡Oh ciudadanos míseros! —les grita—
¿qué locura es la vuestra? ¿al enemigo
imagináis en fuga? ¿o que una dádiva
pueda, si es griega, carecer de dolo?
¿no conocéis a Ulises? O es manida
de Argivos este leño, o es la máquina
que, salvando los muros, se dispone
a dominar las casas, y de súbito
dar sobre Ilión; en todo caso un fraude.
Mas del caballo no os fiéis, Troyanos:
yo temo al Griego, aunque presente dones.»
Dice, y en un alarde de pujanza,
venablo enorme contra el vientre asesta
del monstruo y sus igares acombados.
Prendido el dardo retembló, y al golpe
respondió en la caverna hondo gemido.
¡Y a no ser por los Hados, por la insania
de ceguera fatal, la madriguera
de esos Griegos hurgara él con la pica,
y en pie estuvieras, Troya,
y sin quebranto os irguierais, alcázares de Príamo!
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En este trance unos pastores teucros
con grande grita a un joven maniatado
traían ante el rey. A la captura
no había resistido: empeño suyo
era franquear Ilión a los Argivos;
y resuelto venía a todo extremo,
o a consumar su engaño, o de la muerte
a afrontar el rigor. Para mirarle,
ansiosa en torno de él se arremolina la juventud troyana y le baldona.
Mas oye la perfidia…, y por un Dánao
podrás sin falla conocer a todos.
Porque al verse indefenso entre el concurso,
todo él turbado, en torno la mirada
tiende por la dardania muchedumbre,
y «¡Ay! —suspiró— ¿qué mar, qué tierra amiga
me podrá recibir? ¿o qué me queda
cuitado, sin asilo entre los Griegos,
y reo cuya sangre airados piden
los Dardanios a una?» Este gemido
nos conmueve y abate nuestro encono.
Le alentamos a que hable, que nos diga
de qué raza es nacido, qué le trae
y en qué fundó, al rendirse, su esperanza.
Depuesto el miedo al fin, «Oh rey —prosigue—,
de cuanto ha sido, fuere lo que fuere,
la verdad diré yo. Y antes que nada,
no niego ser argivo: la Fortuna
pudo hacer a Sinón desventurado
mas no hablador mendaz y antojadizo.
Tal vez haya llegado a tus oídos
un nombre: Palamedes, el Belida,
rey glorioso, que, al tiempo de una falsa
alarma de traición, se vio acusado
—atropello inmoral de un inocente
sin más delito que objetar la guerra—.
Lo arrastraron los Griegos al suplicio;
llóranle hoy, tarde ya. Como, aunque pobres,
éramos de su sangre, yo desde Argos,
mandado por mi padre, joven vine
a iniciarme en las armas a su sombra;
y mientras el mantuvo su fortuna
e intacto su prestigio entre los reyes,
también logró mi nombre algún decoro.
Mas cuando, al galope del falsario Ulises,
partióse, como sabes, de esta vida,
derrocado yo al par, triste y oscura
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arrastraba mi suerte, protestando
a solas del malogro del amigo.
Y no callé, loco de mí: venganza
me atreví a prometer, si con victoria
volvía yo a mi patria, y duros odios
con esto concité. Tal fue el principio
de mi infortunio y del afán de Ulises
por aterrarme con achaques falsos
y dichos que esparcía por el vulgo.
Consciente de su crimen, dase mañas,
armas buscando contra mí, ni ceja
hasta lograr que Calcas, su ministro…
Mas ¿por qué revolver lo que a vosotros
nada puede importar? ¿a qué alargarme?
Si ante vuestro rigor los Griegos todos
son una cosa, y ser yo Griego basta
para el castigo, tiempo es ya: matadme…
¿Qué más se quiere Ulises? ¡y a buen precio
de seguro os lo pagan los Atridas!. "
Homero
La Iliada (fragmento)
mester de clerecía:
Giovanni Boccaccio
El Decamerón (fragmento)
"Y estando las cosas de los longobardos prósperas y en paz, por la virtud y el juicio
de este rey Agilulfo, ocurrió que un palafrenero de la reina, hombre de vilísima
condición por su nacimiento pero, por otras cosas mucho mejor de lo que
correspondía a tan vil oficio, y tan alto y hermoso como el rey, se enamoró
desmedidamente de la reina. Y como su bajo estado no le impedía conocer la
inconveniencia de esta amor, a nadie lo declaraba, como sabio ni aún a ella se
atrevía a descubrirlo con los ojos. Y aunque vivía sin ninguna esperanza de
agradarle nunca, se gloriaba consigo mismo de haber puesto sus pensamientos en
tan alta parte; y como ardía todo en amoroso fuego, hacía más diligentemente que
ninguno de sus compañeros todas las cosas que podían agradar a la reina. Por lo
cual, sucedía que, cuando la reina quería cabalgar, montaba con más gusto el
palafrén cuidado por éste que por ningún otro; cuando eso ocurría, éste lo reputaba
grandísimo favor y no se apartaba del estribo, teniéndose por feliz si podía tocarle
las ropas. "
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El Poder de la Palabra
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"DON DIEGO: Ve aquí los frutos de la educación. Esto es lo que se llama criar bien
a una niña: enseñarla a que desmienta y oculte las pasiones más inocentes con una
pérfida disimulación. Las juzgan honestas luego que las ven instruidas en el arte de
callar y mentir. Se obstinan en que el temperamento, la edad ni el genio no han de
tener influencia alguna en sus inclinaciones, o en que su voluntad ha de torcerse al
capricho de quien las gobierna. Todo se las permite, menos la sinceridad. Con tal
que no digan lo que sienten, con tal que finjan aborrecer lo que más desean, con tal
que se presten a pronunciar, cuando se lo manden, un sí perjuro, sacrílego, origen
de tantos escándalos, ya están bien criadas, y se llama excelente educación la que
inspira en ellas el temor, la astucia y el silencio de un esclavo. "
El Poder de la Palabra
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El Cuento Decameron
Guilherme Figueiredo
Melita. No lo sé.
Xantos (con súbito arrebato, afligidísimo, entre sollozos). ¡Ah, he perdido a mi mujer,
mi dinero y mi esclavo! ¡He sido engañado! ¡Me han engañado! ¡Ah, Melita...! ¿Qué
puedo hacer? ¡Ah, ah, ah...!
Melita. ¿Y si Esopo no volviese, Xantos?
Xantos. Llamaré a los guardias, lo buscarán por todas partes. Y cuando lo
encuentre, lo haré torturar como no fue torturado nunca ningún esclavo.
(Sollozando-) ¡Ah, ah, ah...!
Melita (insinuante). — ¿Te gusta todavía tu mujer?
Xantos. ¡No se trata sólo de mi mujer! Ahora es mi mujer, mi dinero y mi esclavo.
Melita. Olvida un poco tu cólera. Mírame a mí. Contéstame: ¿te gusta tu mujer?
Xantos. ¡Claro que me gusta! Si no me gustara, no estaría así... (Sollozando.) ¡Mi
dinero!... ¡Ah, ah, ah!
Melita. Nunca pusiste tu atención en mí, Xantos. Pero soy yo quien le peina a Cleia
los cabellos de ese modo que a ti tanto te gusta... Soy quien elige sus túnicas y le
ciñe los pliegues al cuerpo, para que esté más hermosa.
Xantos. ¿Qué me quieres decir?
Melita. Soy yo quien le enseña los secretos del amor. Cleia no sabía que una mujer
ha de ser acariciada suavemente, como las cuerdas del arpa. Son misterios que se
aprenden en los versos de Safo y en los jardines de Corinto.
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Xantos. Por eso me gusta ella. Aprendió muy bien... Y ahora... (Sollozando.) ¡Ah,
ah, ah!
Melita. Si la perdieses, no lo lamentes. Yo conozco el amor mejor que ella... Y tú ni
siquiera me miras.
Xantos. ¿Qué estás diciendo?
Melita. A veces, cuando te sirvo el vino por encima de tu hombro, pienso que mi
perfume te va a hacer volver la cabeza, que tus ojos van a adivinar el temblor de
mis senos, que casi rozan tu nuca. Pero tú no te das cuenta.
Xantos. ¿Me quieres, Melita? ¡Pobre Melita!
Melita. Nunca digas pobre a una mujer. De todos los sentimientos, la piedad es el
que más nos hiere.
Xantos. Entonces, ¿me quieres? Estabas aquí, y yo no me fijaba.
Melita. La caricia que prefieres... la de pasar los dedos por tu cabeza, enredarlos en
sus cabellos y deslizarlos por tus hombros, fui yo quien se la enseñó. "
Iriarte
A orillas de un estanque
A UN AMIGO
A una mona
Al eslabón de crüel
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Anoche, querido Porcio
Cargado de conejos
El águila y el león
EL ASNO Y SU AMO
EL BURRO FLAUTISTA
EL CAZADOR Y EL HURÓN
EL CUERVO Y EL PAVO
EL GALÁN Y LA DAMA
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EL GOZQUE Y EL MACHO DE NORIA
EL JILGUERO Y EL CISNE
EL LEÓN Y EL ÁGUILA
EL LOBO Y EL PASTOR
EL MONO Y EL TITIRITERO
EL PATO Y LA SERPIENTE
EL PEDERNAL Y EL ESLABÓN
EL RATÓN Y EL GATO
EL RETRATO DE GOLILLA
EL RICOTE ERUDITO
EL SAPO Y EL MOCHUELO
EL TÉ Y LA SALVIA
EL TINTERO
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ENSAYO POÉTICO
Esta fabulilla,
LA ABEJA Y EL CUCLILLO
LA ARDILLA Y EL CABALLO
LA AVUTARDA
LA CABRA Y EL CABALLO
LA CAMPANA Y EL ESQUILÓN
LA HORMIGA Y LA PULGA
LA MONA
LA PARIETARIA Y EL TOMILLO
LA RANA Y EL RENACUAJO
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LA URRACA Y LA MONA
LOS HUEVOS
RECUERDOS TRISTES
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TRABAJOS POR JUANA
Ya alegra la campiña
Samaniego
Félix María de Samaniego
El cuervo y el Zorro
En la rama de un árbol,
bien ufano y contento,
con un queso en el pico,
estaba el señor Cuervo.
Del olor atraído
un Zorro muy maestro,
le dijo estas palabras,
a poco más o menos:
«Tenga usted buenos días,
señor Cuervo, mi dueño;
vaya que estáis donoso,
mono, lindo en extremo;
yo no gasto lisonjas,
y digo lo que siento;
que si a tu bella traza
corresponde el gorjeo,
juro a la diosa Ceres,
siendo testigo el cielo,
que tú serás el fénix
de sus vastos imperios».
Al oír un discurso
tan dulce y halagüeño,
de vanidad llevado,
quiso cantar el Cuervo.
Abrió su negro pico,
dejó caer el queso;
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el muy astuto Zorro,
después de haberle preso,
le dijo: «Señor bobo,
pues sin otro alimento,
quedáis con alabanzas
tan hinchado y repleto,
digerid las lisonjas
mientras yo como el queso».
"Decía siempre “la mar”. Así es como le dicen en español cuando la quieren. A veces
los que la quieren hablan mal de “ella”, pero lo hacen siempre como si fuera una
mujer. Algunos de los pescadores más jóvenes, los que usaban boyas y flotadores
para sus sedales y tenían botes de motor comprados cuando los hígados de tiburón
se cotizaban alto, empleaban el artículo masculino, lo llamaban “el mar”. Hablaban
del mar como de un contendiente o un lugar, o incluso un enemigo. Pero el viejo lo
concebía siempre como perteneciente al género femenino y como algo que
concedía o negaba grandes favores, y si hacía cosas perversas y terribles era
porque no podía evitarlo. La luna, pensaba, le afectaba lo mismo que a una mujer.
Santiago es un pescador ya anciano que, día tras día, sale a navegar en su barco
en busca de peces por las aguas cubanas del mar Caribe. Santiago es un hombre
solitario, curtido por la vida, acostumbrado a la dureza del mar y las inclemencias
del tiempo, que le habían otorgado un buen número de arrugas, antiguas cicatrices
y manchas en la piel. "Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y estos tenían el color
mismo del mar y eran alegres e invictos", en ellos resplandecía un brillo de
resistencia y desafío.
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Su joven ayudante Manolín dejó de acompañarle tras 84 días sin conseguir pescar
nada junto a él; sus padres, convencidos de que el anciano estaba afectado por la
mala suerte, decidieron que se enrolara en otro barco que tuviera más éxito con la
pesca. Aunque Manolín, para el que Santiago era casi como un padre, nunca dejó
de preocuparse y ayudar al anciano siempre que le era posible.
Pero el viejo Santiago no se rinde: sale al mar una vez más, buscando su suerte y
con ella la reafirmación de su antigua valía como pescador. Esta vez es diferente:
un gran pez cae en su trampa y el anciano no está dispuesto a dejarlo escapar. El
ejemplar es enorme, mayor que la propia barca, pero la valentía y obstinación de
Santiago consiguen reducirlo y el pez es capturado por el viejo pescador, que
finalmente logra capturarlo y matarlo. Sin embargo, en los días que duró la travesía
de vuelta a tierra los tiburones devoran poco a poco al gran pez sin que Santiago
pueda evitarlo, a pesar de intentarlo con todas sus fuerzas.
El viejo pescador arriba al puerto derrotado, con la espina del pez como único trofeo.
A pesar de ello, los restos del animal sirven como prueba de la gran hazaña y le
devuelven el prestigio y la admiración perdida.
La historia que cuenta Hemingway en "El viejo y el mar" es, en definitiva, un reto
tardío del anciano pescador consigo mismo. Santiago, a sabiendas de que es su
última oportunidad, le echa un pulso a la vida y de este combate, en el que sus
únicas armas son el ímpetu, el esfuerzo y la valentía, sale fortalecido. Hay algo épico
en el triunfo de un hombre contra el mundo, hay algo que se antoja grande y casi
divino. Debe ser cuestión de carácter, de personalidad, porque como dice
Hemingway: "El hombre no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser
destruido, pero no derrotado".
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Mariano Azuela
Un día aparece un extraño, llamado Luis Cervantes, que es conducido con Macías.
Luis Cervantes dice estar comprometido con la causa de la revolución y, en esos
días, se desvive en los cuidados de Demetrio. En realidad, Cervantes comparte los
ideales, pero decide unirse a las filas revolucionarias cuando se entera que puede
hacer fortuna. Unos campesinos avisan a Demetrio de las intenciones del general
Natera de atacar Zacatecas, último baluarte de Huerta, y Cervantes aconseja dirigir
a los compañeros hacia Fresnillo. En un principio, Demetrio no se muestra
convencido ante el desconocido, pero Cervantes insiste en que se trata de un deber
revolucionario. En el camino aumenta el número de rebeldes bajo el mando de
Demetrio y llegan a Fresnillo precisamente cuando Natera avanza a Zacatecas. El
grupo rebelde se incorpora al ejército revolucionario. Los hombres conviven
animadamente y, a la toma de Zacatecas, Demetrio Macías es ascendido a general.
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La Revolución esta en su momento más álgido y Demetrio y su grupo entran en
contacto con la División del Norte. Aparecen dos rebeldes en escena, el güero
Margarito y su soldadera. Es, en este momento, cuando entran en contacto con la
fortuna prometida, cometen los peores saqueos y las hazañas más atroces. Luis
Cervantes, joven educado de buena familia, recomienda irse al norte con el botín,
pero Macías rechaza la oferta. En sus andares el ejército rebelde llega a Moyahua
donde vive el Mónico, cacique que tiempo atrás había denunciado a Macías con los
federales. Ahí, Demetrio decide respetar a su familia pero le quema su casa y todas
sus propiedades. En su afán por agradar al general Macías, Cervantes rapta a
Camila, la mujer que le brindó ayuda al revolucionario cuando estaba herido, y se la
ofrece a Macías. Por celos, tiempo más tarde, Camila muere a manos de la Pintada.
Demetrio Macías es llamado a participar en la Convención de Aguascalientes.
Primera parte
Los federales llegan a El Limón y Demetrio Macía, en defensa de su esposa, los
asesina. Macías sabe que regresarán por él y decide huir con sus compañeros. En
el camino se le van uniendo muchos hombres que comparten la idea de la
revolución. Macías es herido pero llega a un pueblo donde les brindan ayuda. Ahí,
aparece Luis Cervantes, hombre con educación y buena posición social, que desea
ser aceptado en la tropa. Macías y su grupo son avisados de las intenciones del
general Natera de tomar Zacatecas. El grupo rebelde se dirige a Fresnillo para
incorporarse a las filas revolucionarias. Con el ataque a Zacatecas, Macías es
ascendido a general.
Segunda parte
La Revolución ha triunfado y los pueblos están en manos del grupo rebelde. La
brigada de Macías entra en contacto con los representantes de la División del Norte.
Ha llegado el momento de cobrar lo que la revolución les había prometido. Los
rebeldes cometen los peores saqueos. Luis Cervantes aconseja a Macías viajar a
Estados Unidos con la fortuna que han logrado pero éste se niega. Demetrio extraña
a la mujer que lo cuidó cuando estaba herido, Camila, y Cervantes decide ir por ella.
Demetrio disfruta de la compañía de Camila pero la Pintada, soldadera de la División
del Norte, la mata en un ataque de celos. Tiempo después, Macías es llamado para
participar en la Convención de Aguascalientes. Con el viaje en tren, mientras los
rebeldes van narrando sus aventuras, termina la segunda parte.
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Tercera parte
La tercera parte transcurre cuando la revolución se encuentra en su declive. Los
mejores hombres de Macías han muerto y Cervantes, finalmente, se encuentra en
Estados Unidos. Macías vuelve a El Limón donde lo recibe su mujer y su hijo. La
brigada rebelde está en descomposición y los ideales revolucionarios están
pereciendo. La esposa de Macías le pide que se quede pero él decide seguir su
camino. En la sierra, donde Demetrio Macías inició sus batallas, es atacado junto
con los pocos hombres que quedaban bajo su mando. Todos son asesinados y
Demetrio Macías muere con el fusil en la mano.
Personajes
Demetrio Macías: personaje principal. Joven campesino que decide enfilarse en la
lucha armada. En el transcurso de sus batallas su brigada va en aumento. Demetrio
se hace famoso y todo el mundo sabe de sus andanzas.
Franz Kafka
La metamorfosis (fragmento)
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grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación
sin consistencia. "
-¿Qué ha pasado?
No, no soñaba. Su habitación, aunque excesivamente pequeña, aparecía como de
ordinario entre sus cuatro harto reducidas paredes.
Presidiendo la mesa, sobre la cual estaba esparcido un muestrario de telas -Samsa
era viajante de comercio-, colgaba una ilustración recortada poco antes de una
revista que había colocado en un lindo marco dorado.
Representaba a una señora tocada con un gorro de pieles, envuelta en una lona
también de pieles, y que, muy erguida, esgrimía contra el espectador un amplio
manguito, asimismo de piel, dentro del cual se perdía todo su antebrazo.
El Poder de la Palabra
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Ni qué decir, por supuesto, lo que gastan los ojos en ver tanta tierra sobre plana.
Por los cuatro lados de la distancia se va la vista hasta el horizonte. Sólo fijándose
bien se divisan pequeños grupos de árboles, campos de tierras removidas y
caminos de esos que se forman de tanto pasar y pasar por el mismo punto y que
van llevando por allí mismo, hacia ranchos con humano contento de fuego, de mujer,
de hijos, de corrales donde la vida picotea, como gallina insaciable, el contento de
los días.
En una de esas desesperadas horas de calor y escasez de aire, volvió a casa doña
Petronila Ángela, a quien unos apelaban así y otros Petrángela, esposa de don
Felipe Alvizures, madre de varón y encinta de meses. Doña Petronila Ángela hace
como que no hace nada para que su marido no la regañe por hacer cosas en el
estado en que está, y con ese como no hacer nada mantiene la casa en orden,
todas las cosas derechas: ropa limpia en las camas, aseo en las habitaciones, patios
y corredores, ojos en la cocina, manos en la costura y en el horno, y pies por todas
partes: por el gallinero, por el cuarto de moler maíz o cacao, por el cuarto de guardar
cosas viejas, por el corral, por la huerta, por el cuarto de aplanchar, por la despensa,
por todas partes.
Por toda la casa se reparte la fuerza del sol. Un sol con hambre que sabe que es la
hora del almuerzo. Pero bajo los techos de teja de barro se siente más bien fresco.
Contra su costumbre, Felipito, el hijo mayor, llegó antes que su padre, saltó a caballo
sobre la puerta de trancas, sólo dos trancas tenía pasadas, las más altas y
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peligrosas, y entre el espanto de las gallinas, los ladridos de los perros y el
revolotear de las palomas de castilla, después de una ida y venida a velocidad de
relámpago, sentó el caballo entre las chispas arrancadas del choque de las
herraduras en las piedras del patio, y soltó una risotada.
El almuerzo terminó, como siempre, sin muchas palabras, entre el silencio de todos
y las consultas de Petrángela a la cara y el movimiento de las manos de su esposo,
para saber cuándo éste había concluido el plato y pedir a la sirvienta lo que seguía.
—Dios se lo pague, señora madre... Y todo concluyó con don Felipe en la hamaca,
su mujer en una silla de balancín y Felipito en un banco, en el que seguía montado
a caballo. Cada quien en sus pensamientos. El señor Felipe fumaba. Felipito no se
animaba a fumar en la cara de su padre y se le iban los ojos tras el humo, y
Petrángela, se hamaqueaba, dándose movimiento con uno de sus pequeños pies.
Lida Sal, una mulata más torneada que un trompo, seguía con la oreja, no en lo que
hacía, sino en la cháchara del ciego Benito Jojón y un tal Faluterio, encargado de la
fiesta de la Virgen del Carmen. El ciego y Faluterio habían terminado de comer y
estaban para irse. Esto ayudaba a que Lida Sal escuchara lo que hablaban. Los
lavaderos de platos y trastos sucios estaban casi a la par de la puerta que la
comedería tenía sobre la calle.
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—Los "Perfectantes" —decía el ciego, ensayando gestos igual que si se arrancara
de las arrugas de la cara, molestias de telaraña— son los mágicos, y cómo va a ser
eso que usted me dice, cómo no se van a encontrar candidatas máxime ahora que
los hombres andan tan ariscos. Sí, amigo Faluterio, hay poca boda y mucho bautizo,
lo que no está bueno. Mucho solterón con cría, mucho solterón con cría...
—¿Qué es lo que usted quiere?, y le formulo la pregunta así a boca de jarro para
que me diga su cabalidad en este asunto, y pueda yo conversarlo después con los
otros miembros de la cofradía de la Santísima Virgen. Ya la fiesta está encima, y si
no hay mujeres que se hagan cargo de los vestidos de los "Perfectantes", pues se
hará como el año pasado, sin mágicos…
—Es difícil, Benito, es difícil. Creencias de antes. Hoy con lo que la gente sabe,
quién va a creer en semejante cochinada. De mi parte y de parte de todos los del
comité de la fiesta patronal, creo que no habrá inconveniente en dar a usted, que
es necesitado y no puede trabajar por ser ciego, los atavíos de los "Perfectantes".
—Sí, sí, yo daré pasos para repartirlos, y así no se acaban las cosas de antes.
—Le tomo la palabra, Faluterio, le tomo la palabra, y voy a buscar por donde Dios
me ayude.
La mano fría y jabonosa de Lida Sal abandonó el plato que estaba lavando, se posó
en el brazo del ciego, en la manga de su saco que de tanto remiendo era un solo
remiendo. Benito Jojón cedió al ademán afectuoso, detuvo el paso, pues él también
iba hacia su casa que era la plaza toda, y preguntó quién le retenía.
—Soy yo, Lida Sal, la muchacha que friega los platos aquí en la comidería.
—¡Ja! ¡Ja!, entonces vos sos de las que creen que hay consejos viejos...
—Y mismito por eso, yo lo quiero nuevo. Un consejo que invente sólo para mí, que
no se lo haya dado a ninguna otra, que ni siquiera lo haya pensado. Nuevo, qué se
entiende, nuevo…
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—Se trata, ya sabe usted...
—No, no sé nada...
—Que estoy, ¿cómo le dijera?, que estoy algo prendada de un hombre y éste ni
siquiera me vuelve a ver...
—¿Es soltero?
—Sí, soltero, guapo, rico... —suspiró Lida Sal—, pero qué se va a fijar en mí,
friegatrastes, si él es una gran cosa...
—No te des más trabajo. Sé lo que querés, pero como me has dicho que eres
fregona, me cuesta pensar en que te alcance para dar la limosna de uno de los
trajes de los "Perfectantes". Son muy caros...
Lida Sal se inclinó hasta una de las grandes orejas rugosas y peludas y mugrientas
del ciego, y le dijo:
—Ah... ah...
—Felipito Alvizures...
—¡No, por Dios! ¡Acuérdese que es ciego y nopuede ver claro, si lo que ve en mi
amor es el interés!
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—Eso está bueno. ¿Cuántos años tenés?
—Diez y nueve voy a cumplir, pero yo digo que tal vez van a ser veinte. ¡Épale, quite
la mano de allí... ciego y todo tanteando cómo es el bulto!
—Hoy mismo... ¿Y qué es esto que me has clavado en el dedo? ¿Es un anillo?
—Y se lo doy a cuenta de lo que haya que pagar por la limosna del traje de
"Perfectante".
—Sos práctica, niña, pero no puedo ir adonde los Alvizures, sin saber siquiera cómo
te llamas...
3
El ciego le quiso besar la mano a doña Petronila Ángela, pero ésta la escabulló a
tiempo y en el aire quedó el chasquido. No le gustaban los besuqueos y por eso le
caían mal los perros.
—La boca se hizo para comer, para hablar, para rezar, Jojón, y no para andarse
comiéndose a la gente. ¿Venía en busca de los hombres? Por allí están en las
hamacas. Déme la mano, lo llevo para que no se vaya a caer. ¿Y qué le dio por
dejarse venir tan de repente? Por fortuna usted sabe que las carretas están a su
entera disposición y que ésta es su casa.
—Sí, Dios se lo pague, mi señora, y si eché el viaje sin avisarles antes, es porque
el tiempo se nos está entrando y hay que ganarle la delantera para preparar bien la
fiesta de la Santísima Virgen.
—Tiene razón, ya casi estamos en vísperas del gran día, y tan pronto ¿verdad? si
parece que no hubiera pasado un año.
—Y ahora se hacen preparativos muy mejores que los del año pasado. Viera usted...
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El señor Felipe en una hamaca y Felipito en otra, se mecían mientras iba cayendo
el sol. El señor Felipe fumaba tabaco con olor a higo y Felipito, por respeto, se
conformaba con ver formarse y deshacerse las nubes del humo perfumado en el
aire tibio.
—¿Se lo trajeron los carreteros, Jojón? —preguntó Felipito. —Así es niño, así es.
Pero si tuve cómo venirme, no se cómo me voy a ir de aquí.
—¡Ay, mi señora, si fuera cosa, me quedaba, pero tengo boca, y ya sabe que
prendas con boca, molestan siempre!
El señor Felipe, mientras tanto, estrechó la mano del ciego, tan llena de
oscuridades, y le condujo a una silla que había traído Felipito.
—Les decía que no era visita la mía, sino molesta. Y así es, pura molesta. Vengo
con la embajada de ver si Felipito quiere ser este año el jefe de los "Perfectantes".
—Algo tramado está eso... —reaccionó Felipito, soltando un chisquete de saliva que
brilló en el piso. Cada vez que se ponía nervioso escupía así.
—No es puñalada de pícaro —adujo Jojón—, pues hay tiempo para pensarlo bien y
resolver despacio, siempre que sea pronto, pues ya la festividad se viene, y afíjese,
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niño, que hay que probarle el vestido, para que le quede bien y coserle en las
mangas los galones de Príncipe de los "Perfectantes".
—No creo que haya mucho que pensarlo —decidió la ejecutiva Petrángela—,
Felipito está ofrecido a la Virgen del Carmen, y qué mejor oportunidad para rendirle
culto, queparticipar en su fiesta principal.
—Por lo pronto los galones de Príncipe —dijo Jojón—. El vestido hasta después se
lo voy a traer para que se lo pruebe, porque no me lo han dado.
—Sea... —aceptó Felipito—, y para no perder tiempo voy a ver si hallo un macho
manso, antes de que se nos entre la noche.
—¡Espere, Don preciso! —le detuvo la madre—, vamos a que Jojón tome un su
buen chocolate...
—Sí, sí, madre, ya sé, pero mientras él toma el chocolate, yo busco el macho y lo
ensillo. Se hace tarde... —y ya fue saliendo hacia los corrales—, se hace tarde y
oscurece, aunque a un ciego lo mismo le da andar de día que de noche... se dijo
Felipito para él solo.
4
La comedería estaba apagada y silenciosa. Poca gente de noche. Todo el
movimiento era a mediodía. Así que hubo espacio y anchura para que el ciego, muy
del brazo de Felipito Alvizures, entrara a sentarse en una de las mesas, y para que
dos ojos fijaran en éste sus pupilas negras, llenas de una luz de esperanza.
—Se sirven de algo —acercóse a preguntar Lida Sal, frotando la mesa de madera
vieja, gastada por los años y las intemperies, con una servilleta.
—Un par de cervezas —contestó Felipito—, y si hay panes con carne, nos da dos.
La mulata perdía por momentos la seguridad del piso, lo único seguro que tenía bajo
los pies. Estaba en un sofoco que disimulaba mal. Cada vez que podía frotaba sus
brazos desnudos y sus senos firmes, temblantes bajo la camisita, en los hombros
de Felipe. Pretextos para acercársele no faltaban: los vasos, la espuma derramada
del vaso del ciego, los platos con los panes con carne.
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—Y usted —preguntó Alvizures al ciego— dónde pernocta, porque ya lo voy a ir
dejando.
—Por aquí. Aquí mismo en la comediría me dan posada a veces ¿verdad Lida Sal?
—Sí, sí... —fue todo lo que ésta pudo decir, y más le costó formar con sus labios la
cifra del valor de las cervezas y los panes.
En la mano hecha hueco, hueco en el que sentía el corazón, apretó las moneditas
calentitas que le pagó Alvizures, calentitas de estar en su bolsa, en contacto de su
persona, y sin poder resistir más, se las llevó a los labios y las besó. Luego de
besarlas se las frotó en la cara y las dejó caer entre sus senos.
Por la oscuridad sin ojos, esa oscuridad de las noches que empiezan y acaban
negras, color de pizarra, trotaba el caballo de Felipito Alvizures que se alejaba
seguido del andar sonzón del macho en que había venido montado el ciego.
—Sosiego, don ciego —le salió el juego de palabras, tan de fiesta tenía el alma—,
no escosa de andar palpando...
—La mano te quiere apretar, malpensada, para que me sintás el anillo que desde
hoy me diste, en el dedo, ya como cosa mía, pues trabajo me ha costado ganármelo,
trabajo y maña. Mañana tendrás aquí el vestido de "Perfectante" que lucirá Felipito
en la fiesta.—Y qué debo hacer...
—Hija, dormir con el vestido bastantes noches, para que lo dejes impregnado de tu
magia, cuando uno duerme se vuelve mágico, y que así al ponérselo él para la
fiesta, sienta el encantamiento, y te busque, y ya no pueda vivir sin verte.
Lida Sal se quiso agarrar del aire. Se le fue la cabeza. Apretó la mano en el respaldo
de una silla, con la otra mano se apoyó en la mesa, y un sollozo cerrado le llegó a
los labios.
—¿Lloras?
—¿Lloras o no lloras?
—Sí, de felicidad...
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La teta caliente de la mulata se le fue de la mano al viejo, mientras aquélla sentía
que las monedas con que le pagó Felipito Alvizures escurríansele de los senos hacia
el vientre, igual que si su corazón estuviera ya soltando pedazos de metal caliente,
emitiendo dinero para acabar de cubrir a Jojón la limosna del traje mágico.
5
No había disfraz más vistoso que el del "Perfectante". Calzón de Guardia Suizo,
peto de arcángel, chaquetilla torera. Botas, galones, flecos dorados, abotonaduras
y cordones de oro, colores firmes y tornasolados, lentejuelas, abalorios, pedazos de
cristal con destellos de piedras preciosas. Los "Perfectantes" brillaban como soles
entre las comparsas que acompañaban a la Virgen del Carmen, durante la
procesión que recorríatodas las calles del pueblo, las principales y las humildes,
pues nadie era menos para que no pasara por su casa la Gran Señora.
—Tan prendado estaba yo de tu señora madre cuando nos casamos, Felipito, que
la gente contaba que ella había dormido siete noches seguidas con el traje con que
yo salí de "Perfectante", hará unos veintisiete, treinta años tal vez...
—Pues entonces de baldito dormiste con el traje... —rió Alvizures, hombre de pocas
risas, y no porque no le gustara reírse, era sabroso reírse, sino porque desde que
se casó decía—: la risa se queda en la puerta de la iglesia donde uno se casa,
donde empieza el viacrucis...
—Eso de que yo te magié para que te casaras conmigo, es pura invención tuya...
Si saliste de "Perfectante", quién sabe por quien otra...
—¿Otra?... Ni veinte leguas a la redonda... —y rió, rió de muy buena gana, invitando
a reírse a Felipito—: ¡Reíte, hijo, reíte, aún sos soltero! El reír y la risa son privilegios
dela soltería. Cuando te cases, cuando alguna duerma con el vestido de
"Perfectante" que te toque lucir en la fiesta, adiós risa para siempre. Los casados
no nos reímos, hacemos como que nos reímos, lo que no es lo mismo... la risa es
atributo de la soltería... de la soltería joven ¿eh? porque los solterones viejos
tampoco se ríen, enseñan los dientes...
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La Petrángela no concilio el sueño esa noche. Asomaban a su conciencia aquellas
noches en que en verdad durmió con el traje de "Perfectante", que el señor Felipe
Alvizures vistió en la fiesta hará treinta años. Tuvo que contradecirlo ante su hijo,
porque hay secretos que no se revelan ni a los hijos. No secretos, intimidades,
pequeñas intimidades. No amanecía. Sintió frío. Trajo los pies al amor de la cobija.
Apretó los párpados. Imposible volver a dormirse. El sueño andaba ausente de sus
ojos, temía que a esa hora, en víspera de la fiesta de Nuestra Señora del Carmen,
alguna estuviera durmiendo con el traje de "Perfectante" que luciría Felipito, para
impregnarlo de su sudor mágico y que por este arte lo sedujera.
—¡Ay, Señora del Cielo, Virgen Santísima!... —mascullaba—, perdona mis temores,
mis supersticiones, sé que son estúpidos... que son sólo creencias, creencias sin
fundamento... pero es mi hijo... mi hijo!
Lo efectivo sería evitar que saliera de "Perfectante". Pero cómo evitarlo, si había
aceptado e iba a figurar como Príncipe de los "Perfectantes". Sería desorganizarlo
todo y luego que ella, ante su esposo, fue la que dispuso que Felipito aceptara.
—¿Qué mujer, Dios mío, qué mujer estará durmiendo con el traje de "Perfectante"
que llevará mi Felipito?
6
Lida Sal, más pómulos que ojos de día, pero de noche más ojos que pómulos,
arrastraba las pupilas de un lado a otro de la pieza en que dormía y al asegurarse
que estaba sola, que sólo la gran oscuridad era su compañera, la puerta bien
atrancada, la puerta y un ventanuco que daba a la más ciega despensa, quedábase
fríamente desnuda, paseaba sus manos de piel escamosa por la fregadera de los
trastes, a lo largo de su cuerpo fino, y seca la garganta por la congoja, y húmedos
los ojos, y temblorosos los muslos, se enfundaba el traje de "Perfectante", antes de
echarse a dormir. Pero más que dormir, era privazón la Que le iba paralizando el
cuerpo, privazón y cansancio que no impedían que en voz baja, medio dormida, le
conversara al trapo, le confiara a cada uno de los hilos de colores, a las lentejuelas,
a los abalorios, a los oros, sus sentimientos amorosos.
Pero una noche no se lo puso. Lo dejó bajo su almohada hecho un molote, triste
porque no tenía un espejo de cuerpo entero para vérselo enfundado, no porque le
importara saber cómo le quedaba, si corto, si largo, si folludo, si estrecho, sino
porque era parte de la premagia, vestírselo y vérselo puesto delante de un gran
espejo. Poco a poco lo fue sacando de bajo la almohada, mangas, piernas, espalda,
pecho, para acariciarlo con sus mejillas, posarle encima la frente con sus
pensamientos, besarlo con menudos chasquidos...
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Muy de mañana vino Jojón por su desayuno. Desde que andaba en connivencias
con ella, comía a su apetito, siempre a espaldas de la patrona, que en esos días
poco estaba en la comediría, pues andaba haciendo los preparativos para poder dar
cumplimiento con la clientela y los forasteros, durante los días de la fiesta.
—La desgracia de ser pobre —se quejó la mulata—, no tengo espejo grande para
verme...
—Y eso sí que es urgente —le contestó el ciego—, porque por allí te puede fallar la
magia…
—Y qué hacer, sólo que me fuera a meter como ladrona, a una casa rica, a media
noche, vestida de "Perfectante". Estoy desesperada. Desde anoche estoy que no
sé qué hacer. Aconséjeme...
—Sí, porque la magia consiste en esto o consiste en aquello, pero siempre consiste
en algo, y .en este caso, consiste en vestir de "Perfectante" y verse en un espejo de
cuerpo entero.
—No soy ciego de nacimiento, hijita. Perdí la vista ya de grande, culpa de un mal
purulento que me carcomió los párpados, primero, y luego se me fue adentro.
—Sí, en las casas grandes, hay grandes espejos... allí donde los Alvizures...
—Diz que hay uno muy hermoso donde los Alvizures y hasta se cuenta... No, no es
picardía... Bueno, pero tal vez con eso te puedo dar una esperanza. Por eso te lo
referiré, no por chismoso. Hago la salvedad para cuando seas su nuera. Se cuenta
que como la madre de Felipito, doña Petrángela, no tuvo espejo donde verse
cuando hechizó a su marido, el día que se casó llevaba el traje de "Perfectante" bajo
el vestido de novia, y al decirle don Felipe que se desvistiera, se quitó el traje blanco
y en lugar de aparecer desnuda, resultó de "Perfectante", sólo para cumplir el rito,
para cumplir con la magia...
—Sí, hija...
—Sí, y como aún no me había carcomido los ojos, el mal, pude ver a mi mujer…
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—Vestida de "Perfectante"…
Lida Sal retiraba el tazón en que acababa de tomar café con leche el ciego y sacudía
las migas de pan sobre la mesa. No fuera a venir la patrona.
—No sé dónde, pero tenés que buscar un espejo para verte de cuerpo entero
vestida de "Perfectante"... —fueron sus últimas palabras. Esa vez se le olvidó
advertirla que el plazo para devolver el vestido se iba acercando, que ya la fiesta
estaba encima, y que había que llevar el traje a donde los Alvizures.
7
Estrellas casi náufragas en la claridad de la luna, árboles de color verdoso oscuro,
corrales olorosos a leche y a sereno, montones de heno hacinado en el campo, más
amarillo a la luz del plenilunio. La tarde se había quedado mucho. Se había ido
afilando hasta no ser sino un reflejo cortante justo donde el cielo ya era estrellado.
Y en ese filo cortante, azulenco, rojizo, rosa, verde, violeta de la tarde, tenía Lida
Sal los ojos fijos, pensando en que se llegaba el plazo de devolver el vestido.
—Mañana último día que te lo dejo —le advirtió Jojón—, pues si no se los llevo a
tiempo, lo echamos a perder todo...
—En el espejo de tus sueños será, hijita, porque no veo dónde... El filo luminoso de
la tarde le quedó a Lida Sal en las pupilas, como la rendija de un imposible, como
una rendija por donde podía asomarse al cielo.
La mulata se dejó tirar la greña y pellizcar los brazos sin contestar. Un momento
después, como por ensalmo, amainó el regaño. Pero era peor. Porque al palabrerío
insultante siguieron jaculatorias y adoctrinamientos.
—Ya viene la fiesta y la señorita ni siquiera me ha pedido para hacerse una mudada
nueva. De lo que te tengo debías comprar un vestido, unos zapatos, unas medias.
No es cuento de presentarte en la iglesia y en la procesión como una pobre
chaparrastrosa. Da vergüenza, qué van a decir de mí que soy tu patrona, lo menos
que te tengo con hambreo que me quedo con tus mesadas.
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—Pues, claro, niña, agrado quiere agrado. Vos me agradas con el oficio, y yo te
agrado comprándote lo que te hace falta. Y más que sos joven y no sos fea. Quién
te dice que entre los que vienen a vender ganado a la fiesta, no te sale un buen
partido.
Lida Sal, la oía como no oírla. Fregaba sus trastos, pensando, rumiando lo que
había imaginado frente a la última rendija de la tarde. Lo más duro era fregar los
sartenes y las ollas. Qué infelicidad. Tenía que rasparlas a muñeca con piedra
pómez hasta quitarles la mantecosidad del fondo y luego, por fuera, batallar con el
hollín también grasiento.
El esplendor de la luna no permitía pensar que era de noche. Sólo parecía que el
día se había enfriado, pero que seguía igual.
—No queda lejos —se dijo dando forma verbal a su pensamiento— y es un aguaje
bien grande, casi una laguneta.
Al principio, el campo abierto la sobrecogió. Pero luego fue familiarizando los ojos
con las arboledas, las piedras, las sombras. Veía tan claro por donde iba, que le
parecía andar a la luz de un día sumergido. Nadie la encontró con aquel vestido
raro, si no hubiera echado a correr, como ante una visión diabólica. Tuvo miedo,
miedo de ser una visión de fuego, una antorcha de lentejuelas en llamas, un reguero
de abalorio, de chispas de agua que integrarían una sola piedra preciosa con forma
humana, al llegar y asomarse al lago vestida con el traje que luciría Felipito Alvizures
en la fiesta.
De lado y lado iban rozándole los hombros las pestañas de los pinos, flores
sonámbulas de perfume dormido le mojaban el cabello y la cara con besos de
pocitos de agua.
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—¡Abran paso! ¡Abran paso!... —repetía al dejar atrás rocas y piedras gigantescas
rodadas desde el cielo, si eran areolitos, o desde la boca de un volcán en no remoto
cataclismo, si eran de la tierra.
—¡Campo y anchura para que pase la hermosura! —a los regatos y arroyos que
también iban como ella a verse al gran espejo.
No había viento. Luna y agua. Lida Sal se arrimó a un árbol que dormía llorando,
masal punto se alejó horrorizada, tal vez era de mal agüero asomarse al espejo
junto a un árbol que lloraba dormido.
De un lado a otro de la playa fue buscando sitio para verse de cuerpo entero. No
lograba su imagen completa. De cuerpo entero. Sólo que subiera a una de las altas
piedras de la otra orilla.
—Si me viera el ciego..., pero qué tontería, cómo podía verla un ciego... Sí, había
dicho una tontería y la que tenía que mirarse era ella, mirarse de pies a cabeza.
Deslizó un pie hacia el extremo para recrearse en el vestido que llevaba, lentejuelas,
abalorios, piedras luminosas, galones, flecos y cordones de oro y luego el otro pie
para verse mejor y ya no se detuvo, dio su cuerpo contra su imagen, choque del
que no quedó ni su imagen ni su cuerpo.
Lo último que cerró fueren las inmensas congojas de sus ojos que divisaban cada
vez más lejos la orilla del pequeño lago llamado desde entonces el "Espejo de Lida
Sal".
Cuando llueve con luna flota su cadáver. Lo han visto las rocas. Lo han visto los
sauces que lloran hojas y reflejos. Los venados, los conejos lo han visto. Se
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telegrafían la noticia, con la palpitación de sus corazoncitos de tierra, los topos,
antes de volver a sus oscuridades.
Conclusión
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Vemos que la creación literaria está generalmente reconocida como una actividad
definida y con rasgos propios ya se la consideré desde el punto de vista psicológico
o sociológico. Poco más hace falta para concebir la literatura como un tipo definido
de actividad discursiva, pragmática.
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