La Saga de Los Vikingos

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¿Se limitaron los vikingos a recalar en América o hubo algo más?

A
esta y otras cuestiones de la historia de este pueblo europeo
consagró Pörtner varios años de su vida. El resultado es un libro de
excepcional interés, escrito con un escrupuloso rigor histórico, como
refleja el capítulo final, dedicado a las fuentes, reconocidas y
solventes, utilizadas por el autor. El célebre historiador alemán, que
logra convertir la información en un apasionante ejercicio de lectura,
relata con ágil pulso periodístico tres siglos de civilización vikinga;
un panorama histórico que permite al lector responder por sí mismo
a la vieja pregunta: ¿héroes o monstruos?
Rudolf Pörtner

La saga de los vikingos


ePub r1.0
Titivillus 23.02.17
Título original: Die Wikinger-Saga
Rudolf Pörtner, 1971
Traducción: Mariano Orta Manzano

Editor digital: Titivillus


Digitalización: armauirumque
ePub base r1.2
PRÓLOGO
¿Es oportuno un redescubrimiento del mundo de los vikingos? ¿No se ha
cantado, descrito y celebrado lo suficiente el estallido nórdico como
intencionadamente se ha llamado a la irrupción de los pueblos escandinavos
en la vida y en la historia del continente? ¿No basta ya de evocación de
héroes, detalle de costumbres y altivez racial con lo que nos han
proporcionado las décadas de los años veinte y treinta de este siglo?
Estas preguntas son justas. Pero un tema no pierde valor por el hecho de
que durante generaciones se haya tratado sin el necesario distanciamiento
crítico, antes al contrario, con una excesiva carga de sentimentalismo y de
compromiso ideológico. No cabe apartar, pura y simplemente, a estos
vikingos a un lado. Se les puede odiar o amar, incluso discutir con ellos o
dejarse fascinar; lo que resulta imposible es olvidarlos. Sus huellas son
indelebles. El que desde un principio su destino haya consistido en suscitar
encontrados sentimientos no facilita en absoluto tratarlos con justicia.
Los monjes cristianos los creyeron encarnaciones del diablo. Cronistas
de conventos e iglesias presentaron a estos pueblos y tribus nórdicas como
monstruos y lobos furiosos. Alrededor del 800 salieron del anonimato en
que vivían dentro de la historia y, durante tres siglos, los vikingos
recorrieron los mares y las tierras de Europa, que supo de su temperamento
y del estallido de su fuerza. Y con esos epítetos de monstruos y lobos se
vengaban de que estos enviados del infierno perturbaran su bien asentada
paz y despreciaran su bienestar. Y, como se sabe, esos juicios se han
repetido una y mil veces, hasta que un día la moda obligó a afirmar lo
contrario.
Los apasionados panegiristas de lo nórdico transformaron los monstruos
en héroes, los honraron con la orden y el distintivo de honor de la auténtica
existencia germánica y los hicieron, metafóricamente, galopar con el corcel
de ocho patas de Odín por su imaginaria ópera de la historia. De esta suerte
el sobrio gris del Norte se convirtió en una niebla mitológica en que se
entremezclaban sus representaciones de raza, ética de señores y
asentimiento popular, todo ello con un jactancioso despliegue de palabras
pseudocientíficas (que por lo demás nada tenían que ver con el duro y añoso
lenguaje de las sagas nórdicas).
Éste fue el motivo de que los vikingos tengan hoy mala prensa, porque,
como mínimo, pesa sobre ellos la fatal maldición de verlos como modelos
de aquellas «bestias rubias» cuya crianza llegó a ser cosa hecha y bien
programada. Por el contrario, en novelas históricas y libros para jóvenes
viven como aventureros libres de compromisos y audaces descubridores.
Hollywood llega al extremo de construir toda una flota vikinga y, para
amortizarla, cual una oceánica película del lejano Oeste, rueda un filme tras
otro en los cuales la Antigüedad nórdica degenera hasta convertirse en una
novela por entregas y vanos espectáculos de opulencia.
Al margen de todas estas simplificaciones, en los últimos decenios,
historiadores, arqueólogos y filólogos han investigado a conciencia el
mundo de los vikingos y obtenido de sus trabajos una incalculable cosecha
de experiencia, puntos de vista y nuevos conocimientos.
Resultado, ese mundo era esencialmente distinto de como se solía
presentarlo. Nada tiene que ver con imágenes estereotipadas. Muestra, por
el contrario, una riqueza y una profusión de vida como apenas se
sospechaba tras la iluminada fachada de la historiografía de aceptación
corriente. Y posee un enorme peso histórico. Es una parte integrante de la
historia europea, aunque su peripecia exterior parezca meramente episódica.
Los vikingos eran sobrios campesinos que vivían de las exiguas
cosechas de sus yermas tierras y conformaban su existencia según las
enseñanzas de sus mayores.
Pero crearon el universo mitológico más lleno de fantasía después de la
Antigüedad clásica y su poesía, de insospechados reflejos y giros de una
increíble complicación, se ajusta a reglas extremadamente severas.
Luchaban constantemente entre sí y se atrevían contra lo divino y lo
humano, pero obedecían sin paliativos su antiquísimo código moral, cuya
última instancia era la estirpe.
Construyeron los mejores y más rápidos barcos de su época, clíperes
oceánicos que, sin embargo, podían varar en lisas playas de arena y con
ellos cruzaban sin descanso mares y lagos como jinetes sobre desiertos y
estepas. Asolaron las costas de Europa, extorsionaron de los pueblos del
continente enormes sumas de dinero y penetraron profundamente en sus
países. Asaltaron ciudades y monasterios, castillos y caseríos, arrasaron,
saquearon y rapiñaron todo cuanto les parecía útil y conveniente: oro y
joyas, paños de altar y espadas, objetos litúrgicos y hermosas muchachas.
Pero también fueron colonizadores expertos. Se aposentaron en las islas
atlánticas, poblaron Islandia y Groenlandia y, quinientos años antes que
Colón, pusieron pie en suelo americano.
Sostuvieron largas guerras contra el reino de los francos y los reinos
anglosajones, fundaron estados filiales en el Mediterráneo, crearon el
imperio de Kiev, en Rusia, formaron parte de la guardia personal de los
emperadores romanos de Oriente y su poderío se hizo sentir del Volga a
Terranova, de Islandia a Sicilia, de Birka a Bizancio. Astutos comerciantes,
se encontraban a sus anchas en todos los mercados de Europa, verdaderos
hombres de negocios, que incansablemente trataban y cambiaban con
monedas árabes, francas y anglosajonas. Sus artesanos fabricaban vasijas y
herramientas cuyo impecable funcionalismo no se ha superado. Y en los
talleres de los forjadores y tallistas laboraban artistas de cuyas formas
siguen viviendo los actuales diseñadores nórdicos.
En una palabra: poseían un colosal radio de acción. Su naturaleza
virgen, intacta, les dejaba muchas fuerzas libres. Lo heroico no constituía el
elemento medular de su vida.
Eran de todo un poco: campesinos, descubridores y colonizadores. Los
más audaces navegantes y los guerreros más temidos de su época. Piratas y
comerciantes. Héroes, tratantes y embaucadores. Aplicados artesanos e
inteligentes organizadores. Sanguinarios y artistas geniales. Guerreros
furibundos y fríos calculadores. Individualistas a ultranza y despreciadores
del estado, pero obedientes hijos de su estirpe.
El presente libro se esfuerza en ser justo con la multiplicidad de facetas
de sus vidas y de sus talentos. Ha querido borrar tanto la imagen de
exacerbado pirata pintada por los monjes medievales como la apostura de
Sigfrido del tópico racial. Pretende alejarse del mitológico azote del Norte,
de las descabelladas aventuras de la trivial literatura histórica, de los
musculosos superhéroes de las películas en color de Hollywood, para
presentar una visión objetiva de lo que hoy sabemos del contradictorio
mundo de los vikingos, tan rico en tensiones.
En este intento, el autor se ha dejado guiar por el propósito de ser tan
exacto, objetivo y desapasionado como le sea posible. Pero también sabe
que nuevas cuestiones y nuevos conocimientos lo cambian todo
constantemente y lo presentan bajo una nueva luz; y que cada generación ha
de elaborar de nuevo «su» historia y que siempre habrá historias «por
escribir». Eso es lo que se ha intentado aquí. La acción de los poderosos y
del estado se enfrenta una y otra vez con la descripción de las estructuras
sociales, espirituales y económicas. Los personajes principales de este libro
no son los grandes héroes de la época de esplendor nórdica, sino la gente
sencilla. El propósito de este redescubrimiento del mundo nórdico ha
consistido en rastrear, tras el estallido de la fuerza, las guerras y el
entrechocar de armas de la época de los vikingos, a esos hombres
desconocidos.
Con ello el autor espera haber contestado a las preguntas que se
formulan al principio.

RUDOLF PÖRTNER
PRIMERA PARTE — LOS ORÍGENES

CAPÍTULO PRIMERO

EL ASALTO A LINDISFARNE

La patria de los vikingos y los motivos de sus campañas

Lindisfarne, 8 de junio de 793. / Vikingos, normandos, hombres del fresno. /


«Donde el orbe termina, desfallecido…». / La tesis de Dudo: la poligamia. /
Necesidad de tierra, y suelos agotados. / Los centros de gravedad de la
expansión de los vikingos.

Lindisfarne, 8 de junio de 793. En las crónicas anglosajonas de aquel


tiempo, el 8 de junio de 793 está escrito con letras mojadas en sangre.
Los monjes de la isla Lindisfarne, de las Hébridas, junto a la costa
oriental de Northumberland aprovechaban el hermoso día, casi veraniego,
recolectando heno para el invierno. La cosecha era buena; estaba visto que
la Providencia había bendecido la isla. Los monjes se alegraban de la
abundante recolección y daban gracias a Dios en lo profundo de sus
corazones.
Hacia mediodía aparecieron unos barcos, de grandes velas sesgadas, en
el confín difuso entre el mar y el cielo. Las embarcaciones enfilaban rumbo
a la isla santa y se acercaban rápidamente. Los piadosos monjes de
Lindisfarne no se intranquilizaron. Nada temían y, si los relatos de la época
son dignos de crédito, estaban dispuestos en todo momento a servir no sólo
al Señor, sino también a los hombres. Quizá los desconocidos navegantes
necesitaban su ayuda o andaban escasos de agua, y quién sabe si de víveres.
Posiblemente los había sorprendido una tempestad y ahora precisaban
disfrutar de un día de descanso en una playa hospitalaria. Los monjes del
monasterio de Lindisfame continuaron cosechando su heno. No
sospechaban nada malo. Vivían en uno de los venerables santuarios de
Inglaterra y se sentían seguros bajo el patrocinio de sus santos.
La abadía de la isla contaba ya entonces 158 años de antigüedad. La
habían fundado, en 635, monjes celtas de Jona, la isla rocosa de San
Columbano, frente a la costa occidental escocesa, guiados por San Aidano,
monje abnegado y fervoroso, de suaves maneras, que, desde Lindisfame,
misionó toda la Inglaterra oriental. San Cutberto —primero pastor de
ovejas, luego prior y por último ermitaño— había continuado la obra de San
Aidano, con el propósito de amalgamar el ideal de los anacoretas irlandeses
y escoceses con las exigencias de sabiduría y caridad que propugnaba la
regla benedictina.
A los cincuenta años de su fundación, Lindisfame ya estaba considerada
como centro de la cultura monacal celta de Northumberland, como morada
de la fe, del arte y de la enseñanza, famosa sobre todo por su escuela de
copistas, cuya obra más conocida, el Evangeliario, compuesto alrededor del
700, se cuenta entre las creaciones más hermosas de los primitivos copistas
medievales; un siglo más tarde, la fama del monasterio de Lindisfame había
llegado incluso al continente, donde su reputación casi igualaba a la de
Lorsch y Echternach, a la de Fula y la de Reichenau.
No, los piadosos monjes de Lindisfarne carecían de motivos para temer
a las naves desconocidas que, mientras tanto, habían llegado a las aguas
costeras poco profundas, a orillas de la isla.
Pero de súbito les vino el infierno encima. Los tripulantes de los barcos
pusieron pie a tierra, y gritando espantosamente, al tiempo que blandían
hachas y espadas, se precipitaron contra los indefensos monjes que les
salían al encuentro llenos de confianza, los derribaron al suelo, «los
asesinaron, se llevaron a algunos, arrastrándolos con cadenas, los
despojaron de sus ropas y cubrieron de burlas ignominiosas y a más de uno
ahogaron en el mar». Tampoco los criados del monasterio se libraron de la
carnicería. Incluso las mujeres fueron asesinadas o «conquistadas a filo de
espada» (como, con desenvuelta expresión, se dice en un libro sobre los
vikingos publicado en 1928 y cuyo autor, confiesa sin rebozo, «tardó…
cinco semanas en escribir, casi literalmente sin respirar»).
Ávidos de botín, los desconocidos guerreros robaron todo cuanto no
estaba sujeto con pernos y clavos. Saquearon el tesoro de la iglesia,
hollaron los lugares sagrados, derribaron los altares, destruyeron la
biblioteca del monasterio, se apoderaron del contenido de bodegas y
graneros, mataron en los pastos vacas y ovejas y prendieron fuego a todos
los edificios.
Vociferantes y ebrios de triunfo, regresaron a sus barcos, que adornaban
con mascarones en forma de dragón, y desaparecieron. Atrás sólo quedaban
escombros humeantes, playas empapadas en sangre, una isla desierta: un
lugar de horror y desolación.
Con tales tonos describen los relatos contemporáneos, sobre todo la
Crónica anglosajona, la destrucción de la abadía insular de Lindisfarne.
Con el ingenuo estilo de su tiempo, que acepta toda clase de maravillas,
narran que al espantoso asalto precedieron innumerables signos extraños e
inquietantes. Terribles tormentas descargaron sobre la isla de San Cutberto,
huracanes desatados arrancaron de cuajo árboles y arbustos, alados
dragones de llameantes fauces volaron sobre la isla solitaria y, en tiempo de
Cuaresma, cayó una lluvia de sangre sobre el tejado de la iglesia de San
Pedro, en York.
Pero, según todas las apariencias, los sucesos de Lindisfarne se ajustan a
la verdad. Un relieve de piedra, a buen seguro erigido después de la
tropelía, confirma lo escrito. A un lado muestra, bajo una cruz que domina
todo el relieve, a dos hombres arrodillados; sobre ellos el Sol, la Luna y la
mano de Dios, símbolo de la fe y de la vida cristianas; al otro lado, una
desenfrenada banda de guerreros, hombres de atlética constitución, vestidos
con estrechos pantalones y blusa semejante a un jubón, enarbolan hachas y
espadas.
El asalto a Lindisfarne, que, como una marca al fuego, señala y alumbra
el comienzo de la era de los vikingos, se repite incontables veces. Las
crónicas de los años siguientes están llenas de parecidas descripciones de
fechorías cometidas por los violentos hombres del Norte.

794 Perpetran un asalto contra los monasterios de Jarrow y Wearmouth, en


la costa oriental inglesa.
795 Saquean el convento de San Columbano, en Joña, la casa madre de
Lindisfarne, y los poblados de la norteña isla irlandesa de Lambey.
797 Incendian Kintyre, en Escocia, y la isla de Man, consagrada a San
Patricio, patrono de Irlanda.
799 La vida en las islas situadas frente a las costas de Frisia y de Aquitania
resulta insegura.
800 Se apoderan, mediante saqueos y asesinatos, de las islas Feroe.
802 y 806 Invaden de nuevo las fundaciones religiosas de Jona.

Todas estas acciones eran parecidas entre sí como un barco vikingo a otro.
Las naves con mascarones en forma de dragón surgían inesperadamente y,
antes de que fuera posible organizar la defensa, sus adiestradas
tripulaciones saltaban a tierra, mataban a todos cuantos se les ponían al
paso, violaban y arrastraban a muchachas y a mujeres jóvenes, y llenaban
de botín las bodegas del barco. Luego se hacían otra vez a la mar. A las
pocas horas del asalto habían desaparecido de la vista de los supervivientes.
No había ningún medio para prevenir u oponerse a este tipo de piratería,
contra estos actos de terror y de codicia (que sólo algunos historiadores
nórdicos han calificado de «operaciones de avituallamiento»). La impotente
cólera de los que escapaban con vida no causaba mella alguna a los
temerarios bandidos. Las devastaciones que tras de sí dejaban se ahogaban
en el indiferente oleaje del océano, en el que se perdían rápidamente los
rubios guerreros llegados del lejano Norte.
¿Quiénes eran estos rubios guerreros del Norte, estos vikingos que, allá
por el 800, empezaron a inquietar a los pueblos y comarcas de Europa y que
durante dos siglos y medio habían de amenazar de un modo constante las
costas del continente? ¿Dónde vivían? ¿Qué les empujaba al mundo?
Vikingos, normandos, hombres del fresno. La etimología de la palabra
«vikingo» aún no ha encontrado una explicación satisfactoria. Por el
contrario, cada vez resulta más enigmática. Se ha pretendido derivarla de la
palabra anglosajona wic, nacida, como la franca wik, de la latina vicus, en el
sentido de «lugar de mercado o de comercio». Vikingo significaría, por
tanto, comerciante y tratante o, expresado algo sumariamente, «gente de
asentamiento»: una opinión que defiende con energía, ante todo, el filólogo
noruego Sophus Bugge, el editor del Edda. Análogamente el sueco Elis
Wadstein, partiendo también del latín vicus, identificó a los vikingos como
«habitantes de ciudades». Señaló que coincidía con esta hipótesis sliaswic,
el viejo nombre de Schleswig, la ciudad junto al Schlei, en la que incluso
creyó reconocer el lugar de nacimiento de la palabra vikingo (según
Wadstein también: sliaswicinger).
Pero las interpretaciones de Bugge y Wadstein, por convincentes que
parezcan a primera vista, han hallado poca aceptación. Tampoco el intento
de hablar de los vikingos meramente como hijos de la comarca noruega de
Vik ha resistido las objeciones de la crítica; igual ocurre con la conjetura de
más amplios vuelos que hace derivar la palabra «vikingo» del verbo vige (=
weichen = retirarse), según la cual habría que entender por vikingo un
pirata que «se retira con su botín». Finalmente, tampoco han tenido mejor
éxito los esfuerzos por buscar una relación entre vikingo y wikan (= foca),
aunque, por lo general, los vikingos fueran apasionados cazadores de focas.
Si aún no se ha conseguido formular una explicación satisfactoria, la
culpa no es en último término de que en los idiomas nórdicos existan tantas
palabras de idéntico sonido. Como vik también significa bahía, muchos
investigadores han considerado que un vikingo es un pirata «que tiene su
campamento en bahías». Igualmente se cita la palabra vig (= lucha)
aludiendo al insólito afán guerrero de los vikingos, despreciadores de todos
los peligros de este mundo. Por último, el filólogo Fritz Askeberg ha
señalado el masculino viking, designación de un luchador marino «que se
aleja de la patria en largos viajes», indudablemente una de las pasiones
dominantes de los vikingos. Pero también el femenino viking alude a esta
típica cualidad de los vikingos (el sentido puede traducirse por
«desviación», «excursión» o «alejamiento»), pues alude a conceptos en los
que, según Brondsted, «radica el significado esencial de la palabra vikingo
con la que se enlaza siempre un largo viaje por mar y una prolongada
ausencia de la patria».
Además, a los piratas de las regiones escandinavas, duchos en vientos y
condiciones meteorológicas, no sólo se les conocía con el nombre de
vikingos. Entre los francos se empleaba la palabra normanni, esto es,
hombre del Norte. Adam de Bremen, el historiador de la misión nórdica, los
llama ascomanni, hombres del fresno, porque de preferencia utilizaban
madera de fresno para la construcción de sus barcos. Para los irlandeses
eran los lochlannach, que significa asimismo «gente del Norte». Los
eslavos los llamaban rus, según la palabra aprendida de los suecos ruotsi,
que quiere decir «muchachos remeros». Y los árabes, desde luego más
civilizados, pero en modo alguno mejores que los vikingos, los tildaban de
madjus, o sea de bárbaros paganos.
Una rica selección de nombres, sin duda; nombres que se refieren a dos
hechos comprobados: a que los vikingos eran lo más opuesto a gente de
naturaleza pacífica y a que procedían del norte de Europa: de Dinamarca,
Suecia y Noruega; su patria era la gigantesca península escandinava de
escarpadas montañas, profundos fiordos y recortadísimas costas, el gran
arco de tierra entre el Báltico y el Atlántico.

«Donde el orbe termina, desfallecido…» Por aquel entonces esta


Escandinavia era un mundo casi desconocido para los pueblos de la Europa
occidental: fuera de su alcance, inexplorado, poco accesible, porque se
hallaba tras un espeso bosque virgen que cubría la gigantesca extensión de
tierra como una enorme piel de oso; sólo junto a las costas, ricas en
ensenadas, y en algunas regiones interiores de clima privilegiado, en
espacios desboscados se encontraban poblados, pequeños y míseros
poblados, los habitantes de los cuales malvivían de la agricultura, la
ganadería y la pesca.
Esta improductividad de las tierras nórdicas, que hacen estremecer a los
cronistas contemporáneos, coincide con la escasez de noticias que nos han
legado. Ni siquiera hoy es fácil trazar un mapa de las poblaciones de
Escandinavia del tiempo de los vikingos. Como sólo existen pocas
alusiones contemporáneas a poblados, ríos y montañas de la que era
entonces Europa del Norte, hay que contentarse con los hallazgos de las
expediciones arqueológicas.
Pero cabe afirmar con visos de seguridad que los tres pueblos
germánicos del Norte ya habían encontrado lo que constituye hoy su
espacio vital. Los daneses se establecieron en Jutlandia y en las islas de la
parte occidental del mar Báltico, y también ocuparon amplias zonas de
Schonen, la región más meridional, suave y fructífera de Suecia. Las tribus
svear se congregaron alrededor del lago Mälar y al norte de Uppland.
Gotland del Este y Gotland del Oeste los poblaron en su mayoría los godos,
así como algunas regiones de los bosques de Varmland. También en
Noruega del Sur, alrededor del fiordo de Oslo y en el actual Bohuslän, se
mantuvieron restos de una población primitivamente goda. Por el contrario,
la larga y accidentada costa atlántica que se interna en el círculo polar ártico
pertenecía exclusivamente a los noruegos, que sólo en las tundras y estepas
del Norte más extremo se relacionaban con lapones y fineses.
Los poblados se concentraban en pequeñas fajas de tierra, en Jutlandia
sobre los territorios al norte del Eider, que separaba a los daneses de sus
vecinos del Sur; los sajones germanos en el Sudoeste y los obotritas eslavos
y vendos en el Sudeste. Todavía en el siglo XI, cuando el maestro Adam de
Bremen fue el primero en tratar de bosquejar un cuadro del áspero mundo
del Norte, el suelo de la península de Jutlandia se consideraba yermo e
improductivo. «Apenas hay campos y es un terreno completamente
inapropiado para asentamientos humanos. Sólo en las proximidades de las
rías hay grandes lugares», por ejemplo Schleswig, «que también se llama
Haithabu.»
Algo más amable es su panorama de Fionia y Seeland. Habla de islas
ricas y fértiles y nombra dos ciudades que todavía existen: Odense y
Roskilde, la primera corte danesa. La investigación del suelo ha confirmado
lo más esencial de estos datos. De ellos se deduce que, por lo menos la parte
oriental de Fionia y la parte occidental de Seeland, debían de estar
densamente pobladas alrededor del 800, y producían aquellas ricas cosechas
de las que Adam habla admirativamente. «Cuando se deja atrás la isla de
los daneses —prosigue—, se abre un nuevo mundo en Suecia y Noruega;
éstos son dos extensos reinos del Norte, casi desconocidos, y se puede
recorrer Noruega en apenas un mes, y Suecia ni siquiera en dos meses.»
De Suecia conoce Gotland con los lugares de Skara, el distrito norte de
Varmland y Helsingland, y en el Sur las costas del mar Báltico. «Por el Este
se llega hasta las montañas Ripheische —refiriéndose al macizo lapón—,
donde amplios espacios desiertos, masas de nieve y hordas de monstruos
humanos hacen imposible seguir.» Pero Adam también cita a Birka, la isla
de los comerciantes en las proximidades del actual Estocolmo, cuyo entorno
era el fértil, rico y suave paisaje del lago Mälar. Gotland disfrutaba ya de un
considerable bienestar cuyos artífices, según los resultados de la
investigación del suelo, también fueron los comerciantes.
A Noruega la cataloga Adam como el país más apartado del orbe, que
se extiende hasta el Norte más remoto. «Su costa forma la orilla del
rugiente océano y su final se encuentra también en las montañas
Ripheische, donde el orbe termina, desfallecido. Por sus ásperas montañas y
por sus fríos incalculables, Noruega es el más estéril de todos los países,
apropiado sólo para la ganadería… Llevan a pastar los rebaños a lejanos
desiertos y viven de esta crianza de ganado: la leche de los animales les
sirve de alimento; la lana, de vestido.» Como única población de
importancia, el cronista cita Drontheim, por lo demás, centro de expansión
de la Noruega de los vikingos.
Sobre la estructura política de Escandinavia a comienzos de los asaltos
vikingos, Adam no facilita noticia alguna. Sin embargo, sabemos que los
tres pueblos que la formaban en la época de la tragedia contra Lindisfarne
aún no habían encontrado la forma estatal que el magister de Bremen
contemplaba tres siglos y medio más tarde. En cierto modo las numerosas
tribus vivían sin ligazón alguna, apenas organizadas y con una feliz
ausencia de aparato estatal (aunque en Suecia ya gobernaba algo parecido a
una monarquía entronizada). También Dinamarca fue regida durante un
corto período de tiempo, alrededor del 800, por un soberano firmemente
establecido. El más pequeño de los tres países nórdicos, Dinamarca, fue por
eso también el punto de partida de la primera gran acción naval de la época
de los vikingos.

La tesis de Dudo: la poligamia. El motivo del repentino estallido después


de siglos de anonimato y de apartamiento ya preocupó a los historiadores de
la época, sin que todavía se haya logrado esclarecer totalmente el problema.
«Antes de Lindisfarne» reinó largo, larguísimo tiempo, la paz en el
Norte lejano y en los mares limítrofes: hecho que puede explicarse
fácilmente por la migración de los godos, los borgoñones, los hérulos y
otros pueblos germánicos del Norte. Dejaban atrás amplias fajas de tierra
sin cultivar y casi desiertas, zonas que, es un decir, entre los siglos IV y VIII
permanecieron al margen de la historia. Excepto escasas noticias sobre
pequeños ataques contra las costas frisonas o galas, contra las islas Shetland
o Irlanda, las crónicas de este tiempo nada dicen que haga suponer la
existencia de pueblos marinos del Norte. Luego ese monstruoso estallido,
ese despliegue de incalculables energías que dura casi un cuarto de milenio,
visto a la distancia de casi mil doscientos años sigue produciendo el efecto
de una poderosa erupción.
Para los cronistas eclesiásticos de aquel tiempo la explicación no podía
ser más simple. Veían en los vikingos el azote de Dios; en sus asaltos, el
castigo que Dios enviaba encolerizado por la vida pecaminosa de los
hombres: una explicación adecuada a los tiempos y de índole espiritual, que
sólo revela que el mundo cristiano se hallaba frente a las campañas de los
vikingos como ante un fenómeno de la naturaleza, impotente y lleno de
miedo; como ante un temblor de tierra o un maremoto, que la razón humana
no acierta a comprender.
Sólo doscientos años más tarde, Dudo de Saint-Quentin (muerto en
1043) intentó explicar de un modo racional el fenómeno de los asaltos de
los vikingos, atribuyéndolos a un exceso de población causado por la
poligamia. Los daneses establecidos en Normandía, afirmaba el postrer
diagnóstico del piadoso decano, por su inmoderada sensualidad, no se
contentaban, como todo cristiano decente, con tener una sola esposa, sino
que casi siempre tenían varias, muchísimas, y, en consecuencia,
engendraban más hijos que los que podían alimentar. De igual manera,
Adam de Bremen, en su descripción sobre Suecia, reconoce que estos
pueblos menosprecian «lo que a nosotros nos admira hasta turbamos la
razón: el oro, la plata, los regios corceles, las pieles de marta y de armiño»,
pero que, en cuanto a mujeres, son inmoderados, «viciosos como los
eslavos, los partos y los moros».
Sin duda las concubinas, las barraganas y las mancebas no constituían
ninguna rareza en la Europa septentrional, y seguramente el fruto de este
abuso de mujeres era una descendencia en extremo numerosa. Pero la tesis
de Dudo no resulta muy convincente. La poligamia tenía que basarse en
supuestos materiales, era una costosa pasión de ricos y aristócratas. Ahora
bien, sólo los múltiples matrimonios de los príncipes no podían tener un
desbordante efecto de crecimiento de la población, aunque en las «grandes
familias» se produjera de vez en cuando una gran expansión de
descendientes y, por tanto, de reservas vitales, ávidas de abrirse camino.
El derecho hereditario nórdico agudizaba la situación. Como los bienes
de la herencia se consideraban sagrados e indivisibles y, por regla general,
pasaban al primogénito, un crecido número de jóvenes descontentos y sin
fortuna engrosaba el censo de cualquier tribu de vikingos.
Dudo añade que «según una antiquísima costumbre» es usual despedir
todos los años a algunos de estos comedores superfluos y expulsarlos, con
la orden expresa de conquistarse en el mundo una nueva patria en la que
«puedan vivir pacíficamente en lo sucesivo».
Los historiadores admiten con ciertas reservas esta afirmación, ya que
no han podido encontrar, aparte Dudo, ninguna alusión a un procedimiento
formal de destierro. Aunque no descartan que, por culpa del derecho
hereditario de los vikingos, en casi todas las familias había numerosos hijos
cuya mísera existencia procuraban explotar mediante viajes de piratería.
Johannes Brondsted lo resume así: «En conjunto, se ha de reconocer que al
principio de la era de los vikingos había una superpoblación en los países
nórdicos que constituyó como causa fundamental al comienzo de las
expediciones guerreras.»
Necesidad de tierra, y suelos agotados. Brondsted también alude a las
numerosas escaramuzas internas que en la vida de los vikingos, como de
todos los pueblos germánicos, formaban parte de su vida cotidiana, en
extremo pendenciera y ansiosa de comercio. Elegir rey, por ejemplo,
ocasionaba siempre uno o más perdedores, que trataban de desquitarse de
otro modo. Porque una excursión de piratería no sólo era una oportunidad
bien acogida de calmar la pronta y ardorosa sangre, sino que proporcionaba
la esperanza de convertirse rápidamente en un hombre rico y de este modo
influir a su favor en las próximas elecciones mediante regalos.
Pero, siempre según Brondsted, motivos de esa clase que «por su
esencia son de naturaleza casual» no se pueden incluir con las causas
esenciales. Asimismo Brondsted niega la hipótesis de que los asaltos de los
vikingos se debieran a un empeoramiento muy duradero del clima. Los
geólogos escandinavos, que «en alto grado han prestado atención a las
variaciones climáticas en el Norte alto», no han descubierto hasta ahora
ninguna señal de grandes cambios meteorológicos alrededor del 800.
Por el contrario, Herbert Jankuhn defiende la teoría de un
empeoramiento climático (que por lo demás no habría empezado en la
época carolingia, sino varios siglos antes). Este cambio de clima parece
haber provocado que, por lo menos en Noruega, «la capacidad de
aceptación de la tierra a sostener la forma económica vigente hasta
entonces, y también la ganadería cada vez más extendida, se hubiese
agotado». Si bien es cierto que entonces los noruegos dedicaron todas sus
fuerzas a una agricultura más intensiva y trataron al mismo tiempo «de abrir
nuevos poblados, pero la naturaleza de las peladas tierras del Oeste se
mostraba en contra de tales esfuerzos y obligaron a los habitantes a
emigrar».
También Bertil Almgren ve en la necesidad de tierra nueva, ya que «el
suelo utilizable… se había vuelto yermo de un modo desesperante», uno de
los motivos que movió a muchos noruegos a establecerse como
colonizadores o a saquear los poblados costeros de los países ribereños del
mar. Por lo menos, en este sentido se podría interpretar la frase de Adam de
Bremen: «Expulsados de la patria por la pobreza, se lanzan por el mundo y,
con sus rapiñas de piratas, llevan a casa lo que otros países producen en tan
rica medida.»
Quizá también los daneses y los suecos tuvieran necesidad de tierra.
Pero esto no se puede demostrar con fuentes escritas ni con los estudios de
los terrenos. Aunque, por las excavaciones realizadas, se reconoce cierto
agotamiento de los suelos, que para muchos campesinos nórdicos pudo ser
el aguijón que los llevó a trazar surcos en las olas del mar en lugar de sobre
sus campos. Henri Pirenne, el gran historiador belga, comparte la opinión
de que, por lo menos, parte de los pueblos vikingos se vieron ante la
necesidad «de buscar medios de existencia, que el ingrato y yermo suelo de
la patria… no les proporcionaba ya en cantidad suficiente, fuera de
Escandinavia».

Los centros de gravedad de la expansión de los vikingos. Todos estos


motivos no habrían bastado para poner en marcha un movimiento de tal
envergadura en la historia mundial si no hubiera existido la preparación
natural, objetivos lejanos lo bastante atrayentes para arriesgar con gusto la
cabeza, un afán de aventura que no conocía leyes ni límites, y aquella
pasión por el mar que ya entre los contemporáneos obraba como una
verdadera obsesión: una confianza elemental, que no puede explicarse
racionalmente, de estos normandos en el agua, de la que amaban sus
inclemencias y despreciaban sus terrores.
Los objetivos a los que se dirigían estaban fijados por la naturaleza y la
situación de sus países respectivos. Todos aquellos viajes de los vikingos se
produjeron por rutas marcadas de antemano, hasta abrazar por último a toda
Europa como con tentáculos de pulpo. Desde Dinamarca, los vikingos
buscaron primero las costas y estuarios del reino de los francos, el sur de
Inglaterra y parte de Irlanda, finalmente España y el Mediterráneo. Los
suecos se dedicaron a las costas bálticas y desde allí avanzaron por las
inacabables extensiones de la Rusia actual hasta Bizancio. Al principio los
noruegos se concentraron en Escocia, Irlanda y los pequeños archipiélagos
atlánticos, antes de extender su campo de operaciones al helado y gris
Atlántico Norte azotado por las tormentas y poblar Islandia, fundar colonias
en Groenlandia y finalmente llegar a Labrador y Terranova.
Desde luego, se trata de un cuadro algo simplificado. En la realidad, y
dado el tipo tan sanguinario de su vida cotidiana, se produjeron varias
desviaciones. Los daneses pusieron también en peligro las costas venda y
prusiana; asimismo los suecos convirtieron el Mediterráneo en campo de
sus incursiones, y los noruegos participaron en la invasión de Francia y de
Inglaterra. Pero estos detalles poco cambian el cuadro general. Los tres
centros de gravedad de la expansión de los vikingos, los territorios costeros
del oeste de Europa, los bosques y la región de los ríos del este de Europa y
las grandes islas del Atlántico Norte están exactamente en la dirección
natural del punto de mira de los tres países nórdicos. En este caso los datos
geográficos también coinciden esencialmente con el curso de la historia.
Los primeros viajes de los vikingos (de los que se tienen noticias
escritas), como la incursión a Lindisfarne, se atribuyen a la solitaria
iniciativa de príncipes de tribus o jefes de estirpes. Fueron, como los llama
Brondsted, «la aventura y la acción particulares de pequeños caudillos»:
asaltos que, como se deduce de las descripciones campañas por botín, que
se lanzaron a batallas de mayores proporciones.
SEGUNDA PARTE — EL PANORAMA HISTÓRICO

CAPÍTULO SEGUNDO

LA GUERRA DE LOS CIEN AÑOS CON LOS FRANCOS

«… y líbranos, Señor, de la cólera de los vikingos»

David con la honda. / Sentimiento del final de los tiempos entre el Ródano y
los Pirineos. / «… se multiplicaba el número de barcos.» / El Rin en llamas.
/ El asedio de París y la batalla del Dyle. / El duque Rollón consiente en
bautizarse. / Las mujeres de Francia conquistan a los conquistadores.

David con la honda. El rey Göttrik de Dinamarca ha sido causa de muchos


sinsabores para los historiadores franceses. Éstos lo presentan como un tipo
arrogante que se atrevió, con toda impertinencia, a perturbar el círculo de
Carlomagno. Casi todos lo han acusado de que, poco antes de su muerte,
declaró que avanzaría con sus hombres hasta Aquisgrán para prender fuego
al palacio del emperador.
Esto sucedía en el año 810, cuando el reino de los francos constituía la
potencia más fuerte de Europa y el emperador Carlomagno era su gran
caudillo.
En los primeros años de su imperio, el rey cristiano había tenido pocas
ocasiones para ocuparse de los paganos daneses. Incluso algunos señores
nórdicos vivían en su corte, en abierta camaradería con los rudos paladines
amigos de la bebida. Y las relaciones diplomáticas con el pequeño reino de
los vikingos, que en el paso del siglo VIII al IX habían encontrado una forma
sorprendentemente firme, eran, como se dice hoy, correctas, aunque de
ningún modo cordiales. Se sabe, por ejemplo, que en la Dieta imperial de
Lippspringe en el año 782 tomó parte una legación danesa, encabezada por
un tal Halfdan. Otro Halfdan, en el 807, llegó con gran séquito a la corte de
Carlomagno y se hizo voluntariamente vasallo suyo.
Tampoco las acciones de piratería, cada vez más frecuentes al correr de
un siglo a otro, contra las costas frisonas y galas entorpecieron mucho,
según todas las apariencias, las relaciones franco-danesas. Carlomagno
reforzó la protección costera (por aquellas fechas se restauró en Bolonia una
vieja torre romana y por las noches se iluminaba con un faro), hizo
construir barcos e inspeccionó personalmente que se cumplieran sus
órdenes. No sabemos si los barcos francos de vigilancia costera, a cuyo
servicio estaban obligados incluso los grandes terratenientes, ejercieron más
actividad que de ordinario, pero probablemente su existencia bastó para que
el interés de los capitanes piratas vikingos se dirigiera más hacia Inglaterra
y Escocia que hacia Frisonia o Aquitania.
Las relaciones entre el reino de los francos y Dinamarca sólo se
empeoraron cuando, en 804, el emperador Carlomagno desalojó por la
fuerza a los levantiscos albigenses del norte de Sajonia y cedió las
despobladas tierras que habían ocupado a sus aliados los obotritas eslavos;
porque a partir de entonces, francos y daneses, que habían estado separados
por la Sajonia de más acá del Elba y vivido a respetuosa distancia, se
convirtieron inmediatamente en vecinos y se empezaron a observar con
mutua desconfianza. Carlomagno, que ya había guerreado con los árabes en
el Mediterráneo, pudo comprobar aquí por segunda vez que un conquistador
nunca llega a la meta, porque cada nueva frontera engendra futuras
hostilidades.
Y así fue. Parece que el rey Göttrik temió ahora caer víctima del ansia
de poder nunca aplacada de los carolingios. Sin duda estaba firmemente
convencido de que el ataque es la mejor defensa, y en 808, después de
haber respondido cuatro años antes a la construcción del campamento
carolingio de Hollenstedt, junto a Harburg, con una impresionante
demostración naval, penetró en el país de los obotritas y se apoderó de la
plaza comercial eslava de Rerik, a cuyos comerciantes «trasladó» sin
contemplaciones a Schleswig. Al mismo tiempo empezó a levantar la
fortificación danesa, esa gigantesca muralla (todavía hoy visible) con que
señaló de modo inequívoco la frontera sur de su pequeño reino.
Después de estas demostraciones de fuerza, un año más tarde se dejó
convencer para entablar negociaciones en algún punto situado cerca del
Stör inferior. Poco se conoce sobre el cariz de esas conversaciones. Pero
con posterioridad a esta reunión, Carlomagno debió de comprender la
intransigencia y peligrosidad de aquel adversario. El caso es que en 810, en
el Esesfeld junto a Itzehoe, montó el primer punto de apoyo franco al otro
lado del Elba, punto que, en el mismo año, debía servirle como cabeza de
puente ofensiva para una campaña contra Dinamarca.
Pero Gottrik se le adelantó; se presentó en Frisonia con doscientos
barcos, con lo cual se aseguró una fuerte posición estratégica. Sus
combatientes se establecieron con firmeza en el país, recogieron cien libras
de plata como contribución de guerra y prepararon a conciencia una marcha
sobre Aquisgrán, plan que dejó estupefacto al biógrafo palaciego carolingio
Einhard.
Pero antes de iniciarse la marcha, Göttrik fue asesinado y el peligro
quedó en suspenso. Su hermano Hemming concertó un año más tarde la paz
con el emperador, quien cabe suponer se alegró de haber salido tan bien
librado y a tan poca costa.
Los historiadores han deducido dos consecuencias de este primer
enfrentamiento de los daneses con los francos. La primera: este Göttrik no
fue el engreído fanfarrón que pintan los cronistas de la época, sino un
soberano inteligente, enérgico, hábil y calculador, un David con la honda
que hizo frente con bravura al Goliat carolingio. Y la segunda: este Goliat
era vulnerable porque las interminables costas del gigantesco imperio de los
francos quedaban expuestas, sin defensa posible, a cualquier ataque
procedente del mar.
Sentimiento del final de los tiempos entre el Ródano y los Pirineos. Por fin
hubo algunos años de paz, bien atemperada incluso, que sirvió para que el
viejo y cansado emperador disfrutase de un tranquilo ocaso después de su
movida existencia, ya que tras la muerte de Göttrik, Dinamarca quedó
neutralizada a causa de las disputas que por el trono periódicamente
estallaban. Estos disturbios internos resurgieron en 814, año de la muerte de
Carlomagno, con el regreso de los hijos de Göttrik desde Suecia y la derrota
de los reyes Heriold y Regimberto, apoyados por los francos. Fue un
espectacular punto culminante, que luego degeneró en una cansada guerra
de guerrillas en la que aparecieron en escena los partidarios carolingios del
país de los obotritas. Según parece, esta táctica no tuvo mucho éxito.
En el año 826, el rey Heriold compareció en la Dieta imperial de
Ingelheim en demanda de apoyo, y recabó de Ludovico Pío una ayuda más
eficaz, ayuda que éste no le negó. Heriold correspondió a la promesa de
más ayuda convirtiéndose al cristianismo. En la iglesia de San Albano, en
Mainz, entró vestido de blanco para bautizarse en compañía de su esposa,
hijo, sobrinos y gran séquito; un acontecimiento totalmente espiritual pero
que, debido a la personalidad del converso, adquirió también importancia
política. Heriold, el rey sin tierra y sin corona, consiguió el condado de
Rüstringen, entre el Jade y la desembocadura del Weser, como feudo
imperial y representó el papel de protector de la cristianización del Norte: el
famoso Ansgar de Corvey inició entonces su primer viaje misionero.
Con independencia de esta tentativa de crear una especie de reino
cristiano-danés en el exilio, quizás incluso molestos por esta intromisión en
los problemas internos de los daneses, los vikingos aumentaron
poderosamente sus incursiones y tropelías en número y en eficacia. Las
metas principales eran los territorios situados en las desembocaduras del
Sena y del Loira, y ante todo las islas de Ré y Noirmoutier (donde además
de un monasterio bien provisto, ricos yacimientos de sal atraían su ansia de
rapiña).
Se ha de considerar como típica de esta época una empresa cuyas fases
más importantes nos ha legado la tradición. En el año 820 zarpó una flotilla
pirata compuesta por trece barcos dragones de las islas danesas. En Flandes,
los piratas de rojas barbas efectuaron un primer golpe de mano, sin éxito,
por la rápida intervención de los vigilantes costeros; sólo consiguieron
matar algunas terneras en el pastizal y con lo que mejoraron algo sus
provisiones de carne.
En el siguiente asalto pretendían asentarse en la desembocadura del
Sena, pero sus habitantes la defendieron tan desesperadamente, que los
saqueadores paganos —esta expresión llena de menosprecio aparece una y
otra vez en las crónicas de los conventos— tuvieron que retirarse por
segunda vez, dejando cinco muertos y sin ninguna ganancia visible.
Regresaron a Bretaña y, a pesar de sus pasados errores, desembarcaron sin
grandes pérdidas en el actual Bouin, y con gran éxito, puesto que las
bodegas de sus barcos rebosaban botín cuando se hicieron de nuevo a la
mar, rumbo a Dinamarca, o quién sabe si a Irlanda, donde ya las primeras
colonias de los vikingos habían echado raíces.
A medida que el poder central franco se descomponía, bajo el piadoso y
desdichado Luis, tanto más peligrosas se hacían estas acciones. Cuando en
833 el emperador capituló en el «Campo de la Mentira», próximo a Colmar,
ante sus hijos, y una guerra civil conmovía en sus cimientos el imperio
hasta entonces tan poderoso, empezó un decenio en que los corsarios
vikingos se mostraron como enemigos incansables. Por este tiempo quien
más sufrió fue Dorestad, la actual Duurstede, en las cercanías de Utrecht,
asentada en una lengua de tierra en un recodo del Rin, plaza comercial de
importancia continental, centro aduanero y de cambio, del que se podía
sacar lo que más importaba a los ávidos vikingos: dinero, armas, vino,
paños, especias, en una palabra, mercancías de lujo y de consumo de
cualquier procedencia.
Las crónicas de estos años registran una sucesión ininterrumpida de
asaltos, incendios y crueles acciones de piratería:

834 Los daneses devastan grandes extensiones en Frisonia; «luego


avanzaron por Utretch hacia la plaza comercial de Dorestad, donde lo
devastaron todo, mataron a parte de los habitantes, a otros se los
llevaron prisioneros y destruyeron con el fuego una parte de la
ciudad».
835 Los normandos asolaron de nuevo Dorestad y destruyeron el
monasterio de Noirmoutier, que ya se dio por definitivamente
perdido.
836 Otra vez incendiaron Amberes, asimismo Witla, ciudad portuaria en la
desembocadura del Mosa, penetraron en Dorestad y obligaron a los
frisones a pagar duros tributos.
837 El 17 de junio sorprendieron a la vigilancia costera de Walcheren,
«mataron a muchos y saquearon a muchísimos más de los
habitantes», asesinaron al danés cristianizado Hemming, raptaron a
muchas mujeres y avanzaron hacia Dorestad, donde volvieron a
imponer tributos.
838 El débil emperador ordenó un nuevo reforzamiento de la defensa
costera. Pero resultó más eficaz una «poderosa tormenta» que
destruyó una flota pirata danesa con toda la tripulación.
839 Ahora fue Walcheren el objetivo de una flota pirata danesa. Adam de
Bremen describió como ocurrido también en este año un asalto
(dudoso) sobre Colonia. Por lo demás, los cronistas registran
agitaciones en las fronteras del Eider.
840 Los Anales de Fulda llaman al emporio comercial franco de Dorestad
feudo de los vikingos. (Desde este momento Frisonia deja de tentar a
los guerreros daneses. Posiblemente hasta finales del siglo se
encuentra en posesión de los vikingos.)

El sentimiento de indefensión y las noticias espeluznantes que se


propalaban sobre las fechorías de los normandos crearon un opresivo clima
de hundimiento y fin del mundo, que poco a poco se fue extendiendo por
todo el país. Ya en 834 el cronista de los Anales de Xanten escribió las
sombrías frases de que el imperio de los francos estaba «muy debilitado en
sí mismo y que la miseria de los hombres crece con los días». Los signos de
una perdición irreparable se multiplicaban. Angustiados, los cronistas
describían apariciones de fuego en forma de dragones, monstruosas
tormentas con huracanes y llamas sobre el mar, cometas, deslizantes
corrientes de luz y estrellas que rezumaban llamas, sin que pudiera caber
duda de que se acercaba el día del juicio y que los paganos del Norte,
sedientos de sangre, eran instrumentos de la cólera divina.
En el año 839, el obispo Prudencio de Troyes, autor de los Anales de
San Bertino, protocolizaba la visión de un presbítero inglés, de la que
también se informó al piadoso emperador Luis. La anotación finaliza con
estas terribles palabras: «Si ahora los cristianos no hacen pronto penitencia
por sus múltiples vicios y malas acciones…, rápidamente caerá sobre ellos
un grande e insufrible peligro; durante tres días y tres noches se posará una
espesa niebla sobre sus países, y los paganos llegarán contra ellos con un
número colosal de barcos, y la mayor parte del pueblo y de los países
cristianos, con todo lo que poseen, serán pasados a hierro y fuego.»
Los rudos guerreros del Norte ignoraban tales angustias, dudas y
remordimientos de conciencia. Para ellos, las incursiones y los asaltos no
sólo eran una forma legítima de ganarse el pan, sino además la forma más
pura de vida. Era natural que no tuviesen reparos en explotar las debilidades
de sus adversarios.

«… se multiplicaba el número de barcos.» En el año 840 murió Ludovico


Pío en una isla del Rin, cerca de su amado palacio de Ingelheim. Tres años
más tarde, en Verdún, sus hijos se repartieron el imperio, reparto que
también afectó a los vikingos: en lo sucesivo, las costas entre el Eider y el
Weser quedaban sometidas al rey Luis el Germánico; entre el Weser y el
Escalda mandaba el emperador Lotario; entre el Escalda y los Pirineos regía
Carlos el Calvo.
Resulta más fácil entenderse con tres señores que con uno, sobre todo si
éstos están constantemente peleando entre sí, de forma que ya no sólo cabe
tenerlos como adversarios, sino incluso como aliados.
Y así ocurrió. Los tres soberanos se ocupaban año tras año en hacerse la
guerra y en sacrificar la flor y nata de los caballeros del reino a sus intereses
particulares. En la batalla de Fontenoy (que en 841 decidió la partición en
tres reinos) fueron «las fuerzas combatientes francas tan diezmadas, que ni
siquiera quedaron en posición de poder defender las fronteras existentes,
cuanto menos de ampliarlas», según las sombrías palabras del monje
Regino de Prüm. Y veinte años más tarde, el monje Ermentarius se quejaba
de que «la discordia entre los hermanos proporciona nuevas fuerzas al
enemigo exterior: en un aprieto quedan los vigilantes junto a las costas del
océano, cesan las guerras con el exterior, pululan las guerras internas,
aumentaba el número de barcos, de modo ilimitado crecían las
muchedumbres de los normandos».
A este desbarajuste se sumaba el que los tres soberanos tenían que hacer
frente en sus respectivos países a adversarios tan tercos como activos: los
nobles, que en su tradicional lucha contra la corona aprovechaban ahora las
oportunidades que se les presentaban. También ellos, los pequeños pero
influyentes señores de provincias, estaban bien dispuestos a entenderse con
los invasores vikingos. Y los reyes nórdicos y caudillos del mar
aprovecharon ávidamente esta oportunidad, sobre todo en Bretaña y en
Aquitania.
En 841, un año después de la muerte de Ludovico Pío, los daneses, que
sin oposición habían llegado a la desembocadura del Sena, incendiaron
Ruán. El mismo año, el emperador Lotario cedió todo Walcheren al rey
Heriold y a su hermano Rorik, a fin de asegurarse la alianza de estos dos
príncipes daneses contra sus hermanos Luis y Carlos. Un año más tarde,
guerrilleros vikingos devastaron Quentovic, a la sazón tercera gran plaza
comercial en las costas francas después de Dorestad y Ruán. En junio de
843, una flota «de 67 gallardetes» se apoderó sin dificultad alguna de
Nantes y sus guerreros arremetieron contra la población, que precisamente
celebraba la fiesta de San Juan, fiesta que convirtieron en una espantosa
matanza. Como probablemente aquí ocurrió, también en el verano de 844,
la nobleza de los francos colaboró en varias campañas de saqueo a las
orillas del Garona. El año 845, las antorchas de los incendiarios iluminaban
Hamburgo y París.
Se dice que fueron seiscientos los barcos de los vikingos que atacaron
Hamburgo, número que representa una considerable fuerza naval aunque se
borre un cero. Pronto la ciudad se vio envuelta en llamas, incluida la central
misional confiada al obispo Ansgar ante las murallas del castillo-iglesia.
Sus habitantes huyeron en todas direcciones, y los que se quedaron fueron
secuestrados o asesinados, proceder que se registra con tanta frecuencia en
las descripciones de los cronistas religiosos, que resulta aventurado dudar
de su veracidad.
A principios de marzo atracaron 120 barcos dragones en la
desembocadura del Sena. Al mando del rey del mar Ragnar, que, como
Ragnar Lodbrok, forma parte de la constelación de héroes de las sagas
nórdicas, primero conquistaron Ruán, luego Carolivenna (veinte kilómetros
antes de Saint-Denis) y finalmente París, poblaciones que arrasaron según
la costumbre nórdica. Y, tan desmoralizadas estaban ya las fuerzas
combatientes francas, que a pesar de la superioridad en número y
armamento, ni siquiera se atrevieron a enfrentarse con los temerarios
«hombres del Norte». Después de espaciadas negociaciones, Carlos el
Calvo pagó la suma de siete mil libras de plata para que evacuaran su
profanada capital. Este inmenso tesoro fue el motivo de la triunfal
recepción que el rey Horik de Dinamarca tributó a Ragnar a su regreso.
Sin embargo, una parte considerable de este tesoro volvió al reino de los
francos. El rey Horik de Dinamarca cargó esa parte en varios carruajes y en
el otoño de 845 se dirigió a Paderborn, donde entregó el dinero a Luis el
Germánico como indemnización por haber asolado Hamburgo. A buen
seguro Horik se dio cuenta del peligro que suponía un ataque por parte de
este rey y prefirió contenerlo a tiempo. La Francia del Este, militarmente la
más fuerte de los tres reinos, tenía fronteras con Dinamarca, por lo cual,
más que una indemnización fue un acto de prudencia. En realidad, a partir
de 845, entre el Elba y el Eider florecieron ochenta años de paz.
Por el contrario, las costas y desembocaduras de ríos de la Francia del
Oeste siguieron expuestas el ataque de los vikingos. Bretaña y Aquitania
estuvieron desde mediados de siglo bajo control danés. La época de las
incontroladas flotillas de piratas que surgían inesperadamente, y que sus
remeros se transformaban en furiosos combatientes que se hacían a la vela
después de sus acciones depredadoras, hacía ya mucho tiempo que
pertenecía al pasado. Por ejemplo, en 847, Burdeos fue cercada por un
ejército nórdico que le puso sitio en toda regla y la conquistó en 848.
También Saintes, Périgueux y Limoges fueron varias veces incendiadas y
saqueadas durante estos años, incluso Tours, la «Roma gala», que no sólo
vio convertida en cenizas la basílica, sino también arder el monasterio de
San Martín.
Los guerreros daneses, con el apoyo de los noruegos, se establecieron
firmemente durante mucho tiempo en las costas. Sobre todo la isla de
Noirmoutier, ante la desembocadura del Loira, servía a los invasores de
cuartel permanente, de donde partían para sus sangrientas incursiones de
rapiña. También numerosas islas fluviales se encontraban casi siempre en
manos de los guerreros nórdicos: puntos de apoyo defendidos con
empalizadas y provistos de almacenes, firmes cuarteles de invierno que
como gigantescos barcos fondeados estaban ceñidos por furiosas aguas que
les servían de protección.
Cada vez se extendía más el caos, la inseguridad y la desesperación en
aquel pobre país asustado y destruido. Nada caracteriza mejor esta
evolución que el hecho, una y otra vez anotado por los cronistas religiosos,
de que hoy aquí, mañana allí, casi siempre aparecían las reliquias de los
santos tiradas en los caminos, en la huida ante los paganos. También la
población se veía arrastrada en el torbellino de los fugitivos y, como pasa
siempre que la guerra reduce a los hombres a la más desvalida miseria y al
más profundo miedo, se hundía todo el andamiaje moral y social.
En el año 853, la Asamblea imperial de Servais se vio obligada a
conceder a los míseros fugitivos el derecho a establecerse a su gusto en el
país; del mismo modo prohibió a los grandes terratenientes, y les amenazó
con severos castigos, de hacer siervos a los fugitivos. Los saqueos
aumentaron. Salteadores y ladrones convertían en inseguros los caminos,
asaltaban caseríos solitarios y llegaban a matar el ganado en los pastos.
Muchos campesinos, desesperados ya, se agruparon como si fueran
combatientes y trataron de defenderse por sus propios medios contra las
bandas de los vikingos; incluso algunas veces consiguieron relativos éxitos.
Pero pronto tropezaron con un adversario en el propio país. La nobleza
franca empezó a temer y recelar de aquellas agrupaciones de campesinos, y
lo aprovechó como un motivo más, supuestamente justificado, para ponerse
al lado de los invasores extranjeros. Pactando con los vikingos, no sólo
luchaba contra el rey, sino también contra los pequeños colonos a fin de
conservar sus privilegios, y así logró que provincias enteras se precipitaran
en el desorden, la rapiña y la brutalidad.
Por ninguna parte se vislumbraba la esperanza. Ningún respiro, ningún
descanso en la tormenta. Transcurrieron aún otros cincuenta años de
incertidumbres hasta llegar al momento culminante del poderío de los
vikingos.

El Rin en llamas. En especial, fueron tres los acontecimientos que


determinaron la evolución de los próximos decenios: la guerra de los siete
años que empezó alrededor de 870 y cuyo principal teatro de observaciones
era la isla de Jeufosse, en el Sena; las campañas del «gran ejército» entre
879 y 892, y la invasión de los vikingos que se inició alrededor del 900 en
la Francia del Norte, para acabar en 912 con la constitución del ducado de
Normandía.
La lucha por Jeufosse y el territorio de la desembocadura del Sena no
muestra, a primera vista, ninguna característica especial. Repetidas veces
los francos apostaron fuertes unidades a ambos lados del río, pero todo fue
en vano por carecer de embarcaciones. Además, Carlos el Calvo tuvo que
desplazar parte de sus fuerzas armadas al este del país, amenazado por su
hermano, Luis el Germánico.
Pero, si se examina con detenimiento, se comprueba que en Jeufosse se
empleó por primera vez, y en gran proporción, un medio eficaz contra los
invasores nórdicos. Carlos el Calvo entró en negociaciones con un caudillo
vikingo llamado Weland que, a cambio de suministrarle víveres y cinco mil
libras de plata, se comprometió a desalojar a sus paisanos de las islas del
Sena. El trato no se cumplió a la perfección, ya que Weland también se
vendió al otro bando y, ahora, son otras seis mil libras de plata, por lo cual
interrumpió el asedio iniciado con tanto éxito. Pero los francos dedujeron
del caso Weland la posibilidad de combatir a las bandas de los vikingos con
la ayuda de otras bandas de los mismos vikingos.
Efectivamente, en años venideros, se encuentran una y otra vez noticias
de acontecimientos que muestran cómo los asnos cargados de oro de Filipo
de Macedonia también socavaban la moral de los furibundos guerreros del
norte europeo; cada vez con más frecuencia, se muestran dispuestos a
reconocer que son capaces de cambiar su valor y su desprecio a la muerte
por monedas en buenos metales y prestarse a actuar como mercenarios
contra sus propios hermanos de tribu de Dinamarca y Noruega.
Sin embargo, la actividad del «gran ejército» impidió que Carlos el
Calvo pudiera seguir utilizando métodos desleales, pero efectivos. Ese
ejército procedía de Inglaterra, donde las tropas invasoras de los vikingos
habían encontrado en el rey Alfredo el Grande un adversario tan fuerte
como hábil, lo que les decidió a probar de nuevo suerte en el continente.
Desembarcaron en el estuario del Escalda el 12 de abril de 879, y, pocos
días después, oscuras nubes de humo sobre Gante mostraban sin lugar a
dudas que aquellas tropas habían empezado a desquitarse con éxito y sin
grandes daños de sus flacas campañas en las islas. Desde el territorio de la
desembocadura del Escalda emprendieron una serie de golpes de mano para
conseguir botín y aprovisionamiento que se extendieron por Flandes y
Frisonia hasta Lorena, e incluso llegaron hasta Provenza.
Una y otra vez fracasaba el sistema defensivo de los francos. Al antiguo
imperio, ahora partido en tres, no sólo le faltaba el poder central, que habría
sido capaz de movilizar sus reservas, sino también un mando militar
resuelto. En esta situación no significó cambio alguno el hecho de que en
870 Lorena, el imperio del centro, desapareciera del mapa en virtud del
tratado de Meersen, ni que Carlos el Gordo, a la muerte de Luis el
Germánico y de la extinción de los carolingios de Occidente, unificara de
nuevo el imperio franco.
Cuando, en enero de 882, Luis el Germánico murió en su palacio de
Francfort, los vikingos ya habían convertido en escombros y cenizas
Maastricht y Lüttich, Jülich y Neuss, Colonia y Bonn, viejas ciudades que
los romanos habían protegido con sólo dos murallas. Lo habían destruido
todo: iglesias y monasterios, mercados y barrios de comerciantes. En
Aquisgrán, unidades del «gran ejército» incendiaron el palacio imperial y
convirtieron la capilla del palacio en cuadra. También asolaron las ricas
abadías de Inden, Stablo (cuyos monjes habían salvado las reliquias de
Aquisgrán), Malmedy y Prüm.
Pocas semanas después de la muerte de Luis, avanzadillas de
saqueadores nórdicos llegaron a Coblenza. El 5 de abril, Jueves Santo,
llegaron a Tréveris, y el siguiente lunes de Resurrección estaban envueltos
en llamas los viejos edificios romanos. Con esta tropelía se aplacó durante
algún tiempo el ansia de destrucción y de botín de aquel ejército.
Regresaron a sus barcos, que tenían fondeados en Elsloo, y descargaron el
enorme botín ganado a tan poco precio. Envalentonados, exigieron por la
fuerza al obispo de Reims fuertes contribuciones.
Al mismo tiempo se concentraba en Andernach un ejército de francos,
germanos, bávaros, turingios, sajones, frisones y longobardos, que al mando
del gordo emperador Carlos se dirigió a Elsloo, donde puso cerco a las
huestes normandas en aquella localidad. El «colosal ejército» de los
francos, que según descripciones de los cronistas monásticos, ardía en
deseos de entrar en batalla, no consiguió, sin embargo, expulsar a los
odiados vikingos debido a las indecisiones de su temeroso soberano en la
tarea. En lugar de asaltarlos, el piadoso emperador, que de todo corazón
detestaba la guerra, ofreció a los cercados la libertad a cambio de 2.080
(según otra versión incluso 2.412) libras de oro y plata y prometió al rey de
aquellos paganos, Godofredo, cederle en feudo Frisonia si se convertía al
cristianismo.
Godofredo no vaciló mucho en aceptar tan principesca oferta. Se dejó
bautizar, le colmaron de objetos preciosos y se estableció con sus tropas en
el delta del Rin, del que ahora, con todo derecho, se podía considerar
soberano. Desde allí prosiguió su guerra contra el imperio de los francos.
De modo análogo, su hermano Sigfrido, que, después de haber jurado que
nunca más volvería a pisar el reino de los francos, se había retirado desde
Elsloo al Escalda inferior, donde había vuelto a atrincherarse, se lanzó a la
lucha.

El asedio de París y la batalla del Dyle. Tres años más tarde, el 24 de


noviembre de 885, apareció Sigfrido ante París, con setecientos barcos, que
cubrían la anchura de tres kilómetros y medio del Sena, y con cuarenta mil
hombres, el mayor ejército vikingo que jamás habría en suelo franco.
Confiando en el terror que habría de infundir la visión de sus guerreros
ansiosos de lucha, creía obtener fácilmente la victoria. Pero los parisienses,
acaudillados por el obispo Geuzlin y el conde Odón, no se dejaron amilanar,
y resistieron el asedio, con el resultado de que un año más tarde todos los
ataques del «gran ejército» habían fracasado.
En julio de 886, en la Dieta imperial de Metz, los grandes del imperio
exigieron a su obeso emperador ayuda para París. Carlos se sometió a tan
penosa exigencia y, de mala gana, y sin continuidad alguna, condujo un
ejército liberador hacia la sitiada ciudad. A los pies dé Montmartre, en las
murallas de París y con el fortificado campamento de Sigfrido ante los ojos,
tomó posiciones, pero tampoco esta vez se lanzó a la batalla: dilación que
decepcionó mucho a los orgullosos cronistas francos.
En lugar de atacar, también esta vez se decidió por un convenio bastante
dudoso. Vendió, como se narra en un viejo libro de historia, la fama de la
ciudad valerosamente defendida, comprando la retirada de los sitiadores por
un vergonzoso rescate; peor aún: accedió a que el «gran ejército»
estableciera sus cuarteles de invierno junto al Ródano; lo cual significaba
estar de acuerdo en que los invasores normandos trasladaran el campo de
sus tropelías a la hermosa Borgoña. Acuerdo deplorable que sólo consiguió
despertar abundantes rencores, porque las relaciones del informal soberano
con los señores de Borgoña se hicieron más que frías.
Cabe imaginarse el respiro que supuso para un imperio tan
profundamente humillado cuando, cinco años más tarde, después de la
muerte sin gloria de Carlos (887), un rey franco hizo por fin hablar las
armas y no el dinero, y esta vez con éxito arrollador. En Lovaina del Dyle
(en el actual Brabante), en 891, arremetió Arnulfo de Carintia, «deseoso de
dar una lección a los forajidos», contra un fuerte contingente vikingo, lo
derrotó sin contemplaciones y lo persiguió hasta el río. Allí se hundieron los
derrotados, como se cuenta en la descripción en forma de himno cantado
por los piadosos cronistas fuldenses, «a centenares y millares en las
profundidades, tanto que, lleno de muertos, el lecho del río parecía haberse
quedado seco».
Pero hasta el año siguiente el «gran ejército» no regresó a. Inglaterra,
más vencido por las epidemias y la gran sequía del verano de 892 que por la
fuerza de las armas francas. Sin embargo, la victoria de Lovaina del Dyle
(después de haberse defendido París tan valerosamente) tuvo un inesperado
efecto psicológico. Había caído el nimbo de la invencibilidad de los
vikingos. Ahora los ceñudos guerreros del norte europeo aparecían
vulnerables.
También la diaria guerra de guerrillas había proporcionado muchos
medios para defenderse de sus ataques. Ya Carlos el Calvo había asegurado
los ríos en peligro con puentes fortificados, cadenas y otros obstáculos.
Donde se hallaban apostadas agrupaciones francas de jinetes, habían
luchado con éxito contra las rápidas avanzadillas de tropas nórdicas. La
población de las grandes ciudades se mostraba resuelta a vender lo más cara
posible su vida, amparada tras las murallas restauradas o erigidas a toda
prisa. Los terratenientes rodeaban sus propiedades con anchos fosos llenos
de agua, y con altas empalizadas, y se defendían lo mejor que podían. En
los territorios del Rin, del Escalda, el Maas, el Sena y el Loira se encuentran
aún hoy día, a centenares y a millares, restos de estas Motten como se
llamaban a estas colinas de agua y de tierra.
En una palabra, ya a fines del siglo IX, las cosas no se les presentaban
tan halagüeñas a los vikingos; la resistencia se había endurecido, el riesgo
era mucho mayor. Además, como siempre, se enfrentaban con un estado
desorganizado, cuyas costas sin protección alguna seguían expuestas a toda
clase de ataques. En consecuencia, ambos bandos se vieron finalmente
obligados a firmar un compromiso que en 911 llevó a la fundación del
ducado de Normandía.

El duque Rollón consiente en bautizarse. No todas las partidas del «gran


ejército» habían regresado en 892 a Inglaterra. En el valle inferior del Sena
se mantenían numerosos enclaves en que los invasores se habían fijado
como parásitos. Vivían allí de una forma peculiar, mitad como bandidos,
mitad como colonizadores. Extorsionaban a los campesinos de los
alrededores próximos y lejanos, cobraban tributos y les obligaban a que les
entregaran suministros de carne y cereales. Al mismo tiempo, con ayuda del
botín que depredaban a los francos, empezaban a impulsar su agricultura y
su ganadería propias.
Centro del territorio; en donde desde hacía mucho tiempo se les
respetaba como a señores indiscutibles, era Ruán, que a pesar de estar
gravemente destruida, continuaba en actividad comercial y portuaria en el
curso inferior del Sena. Y allí, en Ruán, se estableció, probablemente al
correr del siglo IX al X, un duque vikingo llamado Rollón (también se le
denomina Hrolf o Rolf), príncipe de tribu de procedencia danesa que desde
Inglaterra llegó hasta la Franconia del Oeste, que convirtió en su territorio
de guerra e incursiones de pillaje. Pero cuando en el verano de 911, en un
ataque contra Chartres, sufrió una grave derrota, parece que reflexionó tan
en serio «sobre su situación» como los consejeros de la corona franca. Y
así, accedió a continuar las negociaciones que, por el bando contrario,
dirigían sobre todo altos dignatarios de la Iglesia.
Fue una decisión prudente. «Las fuerzas en lucha —opina Walther
Vogel— se encontraban, en cierto modo, equilibradas. Los normandos
tropezaban con una enérgica resistencia cuando salían de su propio terreno,
que los francos tampoco conseguían arrebatarles.» Una típica situación de
tablas. Aunque en apariencia los frentes seguían estando en movimiento, se
habían estabilizado. Los héroes habían terminado por aburrirse. No había ya
ningún objetivo concreto de guerra.
A finales del otoño del año 911, el rey Carlos el Simple, rodeado por un
enjambre de clérigos, hábiles diplomáticos, se reunió en Saint Clair d’Epte
con los caudillos normandos encabezados por Rollón. Como sólo se trataba
de legalizar el status quo existente, pronto llegaron a un acuerdo. El duque
Rollón recibía todo el territorio entre el Eure y el Epte, además de Bessin y
Cotentin, como feudo real y por añadidura la mano de la princesa Gisela,
«hija natural» del rey de los francos de Occidente. Por su parte, reconocía
como señor feudal a Carlos el Simple y se obligaba a abjurar de la creencia
de sus padres y a convertirse al cristianismo.
Un año más tarde, solemnemente vestido, se presentó para ser
bautizado; un hombre alto, vigoroso, de anchos hombros, guapo como el
dios de la guerra, que se decidía a profesar la fe de sus antiguos adversarios,
decisión que los cronistas cristianos contemporáneos, visiblemente
aliviados, acogieron con aplauso.
El bautismo de Rollón marca, si se exceptúan algunas pequeñas
acciones de piratería, el final de los ataques de los vikingos contra la
Europa de Occidente. Fue un final reconciliador para un siglo, durante el
cual los ejércitos procedentes del norte europeo, asoladores, hambrientos de
tierras y de botín, habían sacudido hasta en sus cimientos al poderoso
imperio carolingio. Final y nuevo comienzo al mismo tiempo, porque de
esta colonia de los vikingos en las costas del canal de la Mancha habían de
salir, cien años más tarde, los impulsos que desencadenaron de nuevo un
terremoto continental.

Las mujeres de Francia conquistan a los conquistadores. Para la Francia de


Occidente o, simplemente, para Francia, la fundación del ducado de
Normandía pronto resultó provechosa. Rollón asentó pacíficamente a sus
guerreros, llamó a otros inmigrantes y defendió su pequeño principado con
tanta energía como éxito contra los ataques de sus primos vikingos, todo
ello manteniendo fidelidad al rey. Éste le respetaba y se tenía por lo más
natural que nadie obstaculizara al duque en el gobierno de asuntos internos
de Normandía.
Lo mismo ocurrió con los sucesores de Rollón. Siguió el apoyo.
Además de daneses y pequeños grupos noruegos, en el transcurso del
siglo X también se instalaron en Normandía inmigrantes procedentes de los
territorios vikingos de Inglaterra. En este tiempo, Normandía había ido
creciendo constantemente hacia el Oeste a lo largo del curso inferior del
Sena. Nombres de lugares como Osmundiville, Regnetot, Torbrville y
Ulveville recuerdan hoy inconfundiblemente a inmigrantes llamados
Asmund, Ragnar, Torbjörn o Ulf. También en localidades con las sílabas
finales -gard, -land, -tofte o -torp sigue perdurando la colonización nórdica.
La colonización cambió toda la estructura de la región y la personalidad
de los habitantes. Un fuerte contingente de campesinos libres se extendió
por Normandía, región de fértiles tierras de cultivo y de pastos hasta
entonces que habían pertenecido a unos pocos terratenientes. Cuando a
finales del siglo la nueva generación de las clases altas intentó reinstaurar el
viejo sistema feudal, los campesinos se rebelaron porque no querían
renunciar a sus libertades consagradas por la tradición.
En general, parece que los inmigrantes no disimularon por mucho
tiempo sus costumbres ni sus concepciones morales. Sus usos sobre el
matrimonio siguieron siendo de amplios límites y claramente paganos.
Cuando en las fuentes contemporáneas se habla veladamente de un
matrimonio more danico (a la manera danesa), se quiere significar, ni más
ni menos, que poligamia. Porque muchos colonos, además de fincas y
fortunas, tenían varias mujeres, hijas del país, ya que los inmigrantes eran
casi exclusivamente del sexo masculino.
Según Almgren, «la revisión de los escritos que hablan de Normandía
entre 911 y 1066» demuestra estadísticamente «que de cada trescientos
hombres sólo seis mujeres llevaban apellidos escandinavos». Un resultado
revelador que explica y no en última instancia la asimilación lingüística de
los «normandos». El románico de las mujeres era, como es natural, el
lenguaje de uso corriente: lenguaje de la familia, del ama de casa, de las
obligaciones corrientes. El léxico germánico se limitaba al hablar
profesional de los hombres. Los pescadores de la península de Cotentin
utilizan hoy todavía numerosas palabras que son de inconfundible
ascendencia nórdica.
A pesar de que los colonizadores sucumbieron rápidamente a la fuerza
espiritual de asimilación de su nueva patria, Normandía conservó durante
siglos su peculiar situación; continuó siendo un cuerpo extraño. La ruidosa
y nunca agotada vitalidad de sus habitantes, en los que perduraba con vigor
la afición al mar, la alegría para con las armas y el ansia de peligros junto
con el desprecio a la muerte que habían caracterizado a sus padres,
suscitaban asombro, temores y críticas. Hasta bien avanzada la Edad Media,
las crónicas de los monjes rezuman algo del ansia y del terror que los
«bárbaros del Norte» habían despertado en pasados tiempos.
Por lo demás, si se prescinde de pequeñas guerras circunstanciales que
les sirvieron para redondear sus territorios, permanecieron tranquilos casi
ciento cincuenta años. Pero de pronto, inquietudes que de nuevo estallaron
y de un modo repentino los empujaron a orillas extranjeras. Conquistaron
Inglaterra y crearon en Sicilia aquel reino de mercenarios y entrechocar de
armas que después había de ser durante medio siglo el corazón del imperio
de los Staufen.
CAPÍTULO TERCERO

EL ZARPAZO A EUROPA

Los vikingos desde el Atlántico al Volga

Al norte del Támesis, Dinamarca. / El noruego Turgeis funda Dublín. J La


noche de San Bartolomé anglosajona. / El reino de Canuto el Grande. /
1066: invasión normanda de Inglaterra. / «Aves marinas de color rojo
oscuro» en el Mediterráneo. / El imperio oriental de los vikingos, cuna de
la Rusia cristiana. / Rurik y la Crónica de Néstor. / La legión extranjera del
emperador de Bizancio.

Al norte del Támesis, Dinamarca. También Inglaterra, durante el siglo IX


había sentido casi sin interrupción el zarpazo de los vikingos. En este
tiempo las islas Británicas estaban fragmentadas en múltiples reinos, cuyos
reyes, conforme a la costumbre germánica, se hacían la guerra entre sí. Sólo
en 819 el rey Egberto de Wessex consiguió «erigir una especie de
supremacía» en la parte sur de la isla, e imponerse de modo tal a los señores
locales que éstos se declararon dispuestos a una acción común.
Debido a eso, cuando a mediados de los años treinta los vikingos
desencadenaron sus primeros e importantes ataques contra las costas
inglesas del canal de la Mancha, tropezaron con una dura resistencia. En
vista de ello concentraron sus asaltos sobre la Inglaterra del centro, la
Inglaterra del Este y Northumbria, donde ya a mediados de siglo se habían
asentado con firmeza y fundado pequeñas pero muy activas colonias. Desde
estas bases de partida aterrorizaban al país, exigían contribuciones y
realizaban sus campañas de rapiña con tanta más crueldad cuanto que los
campesinos anglosajones se defendían enconadamente. Se cuenta el caso de
que a daneses que habían hecho prisioneros «les arrancaron el pellejo» y los
colgaron como trofeo en las puertas de las iglesias.
Los cronistas remontan la primera gran invasión al año 885. Después,
los saqueos perpetrados por los guerreros vikingos se convierten en
Inglaterra en plagas que aparecen año tras año. Basta con citar sólo las
fechas más importantes:

838 Anglia del Este y Kent se convierten en el objetivo preferido de


fuertes concentraciones danesas.
839 Una flota de 350 barcos dragones atraca en la desembocadura del
Támesis; las tripulaciones saquean Canterbury y Londres.
850 Por primera vez, los invasores pasan el invierno en Kent, en suelo
inglés.
866 Desembarcaron tres «grandes ejércitos paganos» al mando de los
hermanos Ivar («de los huesos blandos»), Ubbe y Halvdan, que,
como los «hijos de Lodbrok», penetran en la literatura nórdica en
Anglia del Este; conquistaron York y se colocaron en posición de
erizo tras las murallas de la vieja ciudad romana.
867 Toda Northumberland se convirtió en botín de las fuerzas combinadas
danesas y noruegas.
870 Penetraron en Wessex, que fue defendido encarnizadamente por el rey
Etelredo y su hermano Alfredo.
871 La movilización general en Wessex fue el artífice de la derrota que
sufrieron los vikingos en Reading; no obstante, continuaron siendo lo
bastante fuertes para establecerse en Londres, obligar al rey Alfredo
al pago de tributos y fijar la residencia en Northumbria, Inglaterra del
Nordeste y Anglia del Este; a partir de este momento, todo el país al
nordeste del Támesis quedaba en manos de los escandinavos.

A pesar de esto, en el año 871 se produjo un giro importante, al subir al


trono de Wessex el rey Alfredo. Hombre de aspecto insignificante, aquejado
de múltiples achaques, consiguió, en el curso de los tres decenios
siguientes, expulsar a los vikingos del sur de Inglaterra. El rey Alfredo, al
que los bretones llaman el Grande, fue el primero en organizar
metódicamente la resistencia contra los «hombres del Norte». Creó un
ejército permanente al cual también obligó a incorporarse a los pequeños
propietarios feudales y al que, con constantes ejercicios, mantenía en forma
y disponibilidad; pero, sobre todo, construyó una flota propia cuyos barcos
pronto ocasionaron muchos quebrantos a los barcos dragones nórdicos.
De su actuación, Jacques Mordal dice que empezó «a combatir a los
invasores en su propio elemento, a pararlos antes de que pudieran
desembarcar o bien por lo menos a perseguirlos cuando de nuevo se hacían
a la mar con su botín. A tales circunstancias se debe el nacimiento de la Roy
al Navy».
Durante siete años pagó los tributos estipulados para conseguir la
tranquilidad que necesitaba. Después atacó: en 878 venció junto a Edington,
en Wessex, a las agrupaciones de los vikingos que como langostas asolaban
el país, las cuales, a pesar de su superioridad numérica, se retiraron
maltrechas para probar suerte en el continente. Con éxito, puesto que
lograron situar el contingente principal de aquel «gran ejército» que desde
879 tuvo en vilo a toda Francia durante trece años.
Los que se habían quedado rezagados establecieron nuevas colonias de
vikingos al nordeste del Támesis, hasta llegar bien adentro en
Northumberland: territorio que más tarde fue conocido con el nombre de
Danelaw en el que todavía durante cien años imperaron el derecho y los
usos daneses.
Ocho años más tarde, el rey Alfredo reconquistó Londres. Además
concertó con el rey danés Guthrum un tratado sobre los respectivos límites
fronterizos, acuerdo que supuso para la oprimida población unos cuantos
años más de respiro. Pero, en 892, los restos del «gran ejército» volvieron a
las islas, y de nuevo se iniciaron los combates. También esta vez las
medidas defensivas del rey Alfredo se mostraron eficaces, lo mismo que su
desgaste del adversario mediante la táctica de guerrillas. Cuando su hijo
Eduardo, en 899, destruyó el fondeadero del «gran ejército» expedicionario
danés, el tiempo de los asaltos vikingos pertenecía al pasado, exactamente
como había de ocurrir en Francia diez años más tarde.
Las restantes tripulaciones pusieron rumbo al Sena; también el duque
Rollón, de regreso de Inglaterra, debió pisar entonces el suelo del
continente. Pero la masa del ejército regresó al Danelaw, al norte del
Támesis, que en el curso de los cien años siguientes había de convertirse en
un próspero y fértil territorio de campesinos, en el cual, según parece,
nativos y colonizadores convivían pacíficamente, aunque con una cierta
diferenciación social, y olvidaban a la par los horrores de la guerra.

El noruego Turgeis funda Dublín. También las yermas y casi desiertas islas
de los archipiélagos situados en el Atlántico Norte y en el mar de Irlanda se
encontraban desde tiempo inmemorial en manos de los vikingos; primero,
saqueadas; después, pobladas y, por último, colonizadas; asimismo grandes
extensiones de Escocia e Irlanda.
Al principio, quizá ya «antes de Lindisfame», las veintitrés islas
Shetland, junto a la costa norte escocesa, formaban un archipiélago, como
opina Oxenstierna, «de amistosas y verdes islas en medio de la Corriente
del Golfo, con abundantes pastos, puertos protegidos y buenos lugares de
descanso» que ofrecían a ganaderos y pescadores una escasa pero suficiente
alimentación. También en el aspecto militar, como base de partida y plaza
de cambio para nuevas conquistas y campañas de saqueo, las islas Shetland
resultaban interesantes. Ya entonces los noruegos dominaban
magistralmente la técnica del «salto de islas» (que durante la segunda
guerra mundial practicaron nuevamente en el Pacífico americanos y
japoneses con los medios que les confería el armamento moderno), y las
Shetland debieron representar un papel importante como base trampolín y
de distribución.
Hacia el Norte, el impulso vikingo de botín, de conquista y de
descubrimiento llegó hasta las Feroe, esas islas que se alzan a pico en
medio de un mar encrespado entre Escocia e Islandia; islas sin árboles ni
arbustos que hasta entonces sólo habían servido como lugares de expiación
a anacoretas irlandeses y escoceses. Es comprensible que los míseros
eremitas, «tras la llegada de los piratas nórdicos», apenas entrevista una
oportunidad de servir a Dios en aquella soledad azotada por las tormentas,
los que se habían librado de ser asesinados, regresaran a los claustros de
donde procedían en tierra firme inglesa. Los vikingos se quedaron también
allí y pronto echaron raíces; animaban su existencia espartana con un poco
de cambio, ya que, según describe el historiador islandés Snorri Sturluson,
en los meses de verano se dirigían a Noruega para asaltar y saquear sus
comunidades nativas.
La ocupación de las Feroe fue sólo un salto de costado. Visto desde las
Shetland, el «salto de las islas» de las flotas piratas noruegas se realizó, ante
todo, en dirección sur. Sucesivamente conquistaron y colonizaron las
Órcadas, las Hébridas y las islas situadas ante la costa occidental de
Escocia. También en las costas escocesas se establecieron emigrantes del
Norte. Esto explica el porqué precisamente el cabo noroeste de Escocia se
llama Sutherland y también Südland. A continuación, la isla de Man, en el
mar de Irlanda, pasó a ser colonia noruega y se convirtió en asentamiento
comercial, estación de aprovisionamiento y base de partida de piratas
vikingos.
Por último, Irlanda misma: la isla de los extravagantes, de los
hilanderos, de los fantasiosos geniales, un tropel de individualistas, el
último fuerte bastión de los celtas en Europa; dominada por numerosos
jefecillos de tribu que cuidaban sus no menos innumerables y pequeñas
hostilidades con apasionamiento de jardineros; patria de ricos monasterios
cuyos monjes habían llevado el arte irlandés y el modo específico de su
fervor de creyentes irlandeses al suelo de Europa… Y, de otra parte, los
robustos depredadores del Norte, ansiosos de botín, que ejecutaban su
sangrienta tarea no sólo con crueldad de lobos, sino también con asombrosa
disciplina y gran amor a la organización. No es de extrañar que
precisamente los irlandeses pagasen un tributo de sangre extremadamente
alto a los barcos dragones de los piratas y que el furor de las fechorías de
los vikingos originara cascadas de tinta, elocuentes y ricas en imágenes,
hinchadas de furor homérico.
«Convirtieron la isla en un país de pillaje, de dominio de la espada y de
la conquista, desde un extremo a otro», se lamenta un cronista anónimo.
«Saquearon sus principales sitios, sus venerables iglesias y santuarios,
destruyeron sus cofrecillos de joyas, sus relicarios y sus libros, pisotearon
sus templos suntuosamente adornados. Porque este pueblo furioso, salvaje,
pagano, implacable y cruel, no sentía respeto, veneración ni gracia alguna
hacia los lugares sagrados; no se detenía ante las iglesias o los sagrarios y
no temía a Dios ni a los hombres. En una palabra, seria más fácil contar las
arenas del mar, la hierba de los campos o las estrellas del cielo que referir lo
que los irlandeses todos, hombre o mujer, joven o doncella, lego o clérigo,
libre o siervo han tenido que sufrir de ellos en ignominia, violencia y
opresión.»
Los hechos confirmaban escuetamente esta apasionada filípica. Ya
alrededor del 830, los noruegos dominaban las costas de la «isla verde», y
en la parte sur, también el interior del país. En el año 839 apareció el rey del
mar, Turgeis, con una poderosa flota, en las playas del norte de Irlanda; se
llamó a sí mismo «rey sobre todos los extranjeros de Erín», fundó Dublín,
destruyó numerosos santuarios y se presentó como sacerdote pagano en
ermitas cristianas. Provocación a la que los irlandeses, heridos en sus
sentimientos más profundos, reaccionaron de forma tal, que cuando en 844
atraparon al malhechor, lo ahogaron como a un gato sarnoso en el lago de
Nair.
A mediados del siglo encontraron una inesperada ayuda, y por cierto de
agrupaciones danesas que se habían establecido en la parte sur de la isla.
Irlandeses y daneses se aliaron e hicieron retroceder a los noruegos hacia el
Norte. En esa lucha, ambos bandos emplearon una vez más los medios más
extremos de brutalidad y perfidia para aniquilarse mutuamente. La peor
parte correspondió de nuevo a la población irlandesa. «Aunque hubiera
sobre el mismo cuello centenares de endurecidas cabezas de hierro, provista
cada una de centenares de afiladas y nuevas lenguas de bronce y aunque
cada una de ellas hablara sin interrupción con centenares de voces altas e
irreprimibles, no lograrían contar lo que el pueblo de Irlanda, los hombres y
las mujeres, los legos y los sacerdotes, los jóvenes y los ancianos han tenido
que soportar de sufrimiento a manos de ese pueblo pagano, pendenciero y
salvaje.» Así dice otro significativo texto de la Crónica irlandesa (que
muestra patentemente las características del lenguaje retorcido y barroco,
pero insólitamente impresionante, de los cronistas irlandeses).
Por lo demás, los noruegos volvieron pronto. Un caudillo, llamado Olav
el Sabio (¿era duque o rey?), reconquistó Dublín y expulsó a los daneses de
la isla. Poco después los noruegos se combatían entre sí; para colmo,
también intervino en la lucha el rey Halvdan de Inglaterra del Norte: un
caos indescifrable, una guerra de todos contra todos.
Sólo alrededor del 900, la isla, totalmente desangrada, encontró un
pasajero descanso. Veinte años más tarde, los noruegos tenían de nuevo a
Irlanda entre sus zarpas. A partir de entonces, y durante casi todo el siglo X
la «isla de los doctores y los santos» fue una colonia de los vikingos que,
sobre todo, bajo los tres reyes de la dinastía de Ivar: Sigtrygg, Gudrod y
Olav Kwaran, quedó a merced de los conquistadores hasta el último rincón.
Respecto a esto aparece otra larga anotación muy significativa en la
Crónica irlandesa: «En cada distrito se encontraba un rey noruego; en cada
clan, un caudillo; en cada aldea, un gobernador; en cada casa, un guerrero.»
Se destruyó una cultura vieja de siglos; toda la población irlandesa
retrocedió a una existencia primitiva, en la que «ni el bardo, ni el filósofo,
ni el músico pudieron seguir ejerciendo sus acostumbradas actividades»,
porque lo único que importaba era la supervivencia.
Sólo alrededor del año 1000 los irlandeses encontraron en su rey
máximo Brian al jefe que despertó una vez más la fiereza y la tenacidad
felina de los campesinos de la isla, y de tal forma combatió los
acuartelamientos enemigos, que al cabo de quince años de guerra, incluso
«lindas doncellas ataviadas con ricos adornos» podían viajar sin molestias
por todo el país.
En tanto que Irlanda se alegraba con la reconquistada libertad, Inglaterra
pasaba a ser de nuevo colonia danesa.

La noche de San Bartolomé anglosajona. El siglo había empezado bien.


También el hijo de Alfredo, Eduardo, se mostraba como «un guerrero listo y
prudente», que sabía sacarles jugo a las libras de su padre. Sin arriesgar más
que lo necesario, fue haciendo retroceder lentamente a los vikingos al
mismo tiempo que poblaba los territorios en litigio con castillos y fuertes
guarniciones. Como los daneses en Inglaterra estaban presionados al mismo
tiempo por los noruegos de Escocia y de Irlanda, el hijo de Eduardo,
Aethelstan, pudo reconquistar finalmente los territorios en disputa, de forma
que, alrededor de 940, el dominio de los reyes de Wessex volvió a
extenderse sobre Mercia, Northumbria, York y amplias extensiones del
Danelaw (lo que no excluye que diez años más tarde, para culminar la
confusión, el noruego Erik Hacha de Sangre se proclamase rey de
Northumbria y de York).
Los hijos de Aethelstan, Edmundo y Edgardo, iniciaron con éxito la
lucha contra los invasores. Pero fueron lo bastante inteligentes para tolerar
los asentamientos vikingos en el Danelaw e incluso permitirles una cierta
autonomía. En una disposición de Edgardo, del año 970, se dice: «Quiero
que entre los daneses imperen las leyes buenas que ellos consideran justas,
lo que les he concedido y seguiré concediendo, como compensación a la
fidelidad que siempre me han mostrado.»
A pesar de tales concesiones, ambos hermanos gobernaron como
legítimos soberanos de Inglaterra, respetados también por los vikingos. En
su coronación, en 973, Edgardo consintió que la barcaza real fuese
impulsada por remos empuñados por príncipes daneses y celtas. A partir de
aquel día ostentó el significativo título de rey de Inglaterra y soberano de
los reyes de las islas y del mar.
Pero antes de concluir el siglo, la isla británica de nuevo fue objeto de
violentos ataques de barcos piratas daneses. Mientras tanto, los piratas del
mar del Norte habían acrecentado el arte de conseguir botín con una nueva
variante: el llamado «dinero danés». Navegaban de puerto en puerto y
amenazaban a la población con muerte y destrozos, pero concedían la
gracia a los que estaban en situación de responder, de rescatar la vida con
plata y oro.
Así, en 994, Londres tuvo que entregar de la noche a la mañana 16.000
libras de plata para lograr que una armada combinada noruego-danesa, una
de las flotas más poderosas desplegadas por los normandos, prosiguiera
viaje.
La fatalidad quiso que, precisamente en los decenios en que los daneses
asestaban golpes nuevos y temibles, la fuerza y la responsabilidad del reino
inglés se viesen socavadas por un ser débil: el hijo de Edgardo, Etelredo, al
que ya los contemporáneos llamaban el Indeciso o Perplejo. Como suele
suceder en las criaturas temerosas, un día intentó compensar su debilidad
con una extraordinaria acción de fuerza, al ordenar el 13 de noviembre de
1002, día de San Bricio, el asesinato de todos los daneses que vivieran en su
reino.
Su extraordinaria mala suerte le deparó que entre las víctimas de esta
noche anglosajona de San Bartolomé se encontrase también Gunhilda,
hermana del rey de los daneses, Sven Barba de Tenedor. Éste inició
inmediatamente algunas sangrientas acciones de represalia que entre otros
muchos lugares afectaron a Oxford y Cambridge, y, diez años más tarde,
apareció, resuelto a vengar el día de San Bricio, con una gigantesca flota en
la desembocadura del Támesis. Los reyes anglosajones tampoco
desdeñaban la ayuda de mercenarios nórdicos, y esta vez Londres fue
defendida, aunque discretamente, por el vikingo Torkil. Sven Barba de
Tenedor no inmovilizó sus ejércitos en un asedio, y siguió adelante;
conquistó Wessex, feudo de los reyes ingleses, y obligó a Etelredo a huir
vergonzosa y precipitadamente a refugiarse en las tierras de sus primos
normandos, al otro lado del canal.
Tres años más tarde, después de la muerte de Sven, toda Inglaterra
quedó incorporada al reino de Canuto el Grande, con lo cual el mar del
Norte se convirtió en un mar interior danés-vikingo.

El reino de Canuto el Grande. El reino del rey Gottrik fue la primera


formación estatal fundada en el Norte. Sin embargo, poco tiempo después
de la muerte de su fundador desapareció tal azote histórico. En tanto que los
caudillos y reyes del mar daneses mantenían en vilo a toda la Europa
occidental, en la misma Dinamarca no contaban con ningún soberano de la
suficiente categoría histórica; por lo visto, aquellos viajes de asalto y
saqueo por el mar consumían todas las fuerzas disponibles del pequeño
país.
En contraste con Dinamarca, alrededor del 800, en Noruega existían
numerosos pequeños señoríos de distritos cuyo horizonte político estaba
limitado por un egoísmo de tribu lleno de desconfianza. Will Durant habla
de una «maraña de treinta y un principados, cada uno de ellos regido por un
belicoso caudillo y separados entre sí por montañas, ríos y fiordos». Pero ya
a mediados del siglo IX, cuando los hijos de Göttrik habían dilapidado la
herencia de su padre, en Noruega se fue mostrando algo parecido a un
poder central. Las grandes figuras de la unificación monárquica noruega
son la reina Asa, su hijo Halvdan el Negro y aquel rey Harald que dejó
crecer sus rizos de un rubio rojizo todo el tiempo necesario hasta meter en
cintura a los últimos y más recalcitrantes adversarios; lo llamaban Harald el
de los Hermosos Cabellos.
Mientras Erik Hacha de Sangre, confiado el ejército al mando de los
descendientes que había tenido en sus once matrimonios, agotaba sus
fuerzas en la lucha contra Inglaterra, otro de sus hijos, Haakon el Bueno, se
aprovechaba de los éxitos de su padre y proporcionaba a su país una paz
interna de larga duración, de forma que muchos noruegos morían, de un
modo totalmente opuesto al proceder de los vikingos, «en la cama de paja
una decrépita muerte de viejo». Al igual que Haakon el Bueno, también el
segundo Haakon, llamado el Gran Jarl, al defender la potencia del reino
protegió con éxito el bienestar interno de su país, durante decenios, contra
las levantiscas fuerzas regionales. Pero a medida que se fue haciendo viejo
se dedicó abiertamente a buscar novia entre las hijas del país, lo cual
concitó contra él la indignación de los campesinos libres, que lo mataron en
una pocilga. Su herencia la recogió el famoso Olav Tryggvason, el «héroe
más resplandeciente de la época vikinga noruega».
Por aquel tiempo, Dinamarca también había recobrado su unidad. Los
historiadores escandinavos nombran, ante todo, a tres soberanos, principales
fautores de la restauración de la casa real danesa: Gorm el Viejo, muerto
alrededor de 950, quien desde su palacio de Jelling logró reunificar las islas
de Jutlandia; su hijo Harald Dientes Azules, a quien, por cierto, el
emperador alemán Otón el Grande le obligó a bautizarse y a entregar
Haithabu, y a pesar de eso extendió los límites de su país en dirección norte
hacia el sur de Noruega, y Harald, hijo de Sven Barba de Tenedor, uno de
los más vigorosos y triunfales soberanos de Dinamarca, que realizó el
decisivo trabajo previo para facilitar el nacimiento del gran imperio danés
bajo Canuto el Grande.
El primer encuentro decisivo se produjo todavía en el reinado de Sven
Barba de Tenedor en el año 1000, en la batalla naval de Svolder, en la cual
Olav Tryggvason perdió la flota y la vida, a pesar de que entró en combate
con el Gran Serpiente, el barco más hermoso y más fuerte de la época de
los vikingos. Como próximo hito importante los historiadores designan la
batalla de Ashingdan en Essex, en 1016, en la que Canuto derrotó al hijo de
Etelredo, Edmundo, que tuvo que ceder toda Inglaterra, excepto el país de
su corona, Wessex, al rey de los daneses. Cuando pocos meses más tarde
murió Edmundo, también Wessex reconoció la potencia de las armas de los
vikingos y se incorporó al imperio marítimo e insular de Dinamarca.
El gran Canuto consiguió su último triunfo en 1030, cuando derrotó en
Stiklestad al rey Olav el Santo, «un hombre bueno y muy dulce», que
cristianizó a sus paisanos pese a estar muy entregado a sus concubinas,
derrota aniquiladora mediante la cual Canuto se apoderó expeditivamente
del resto de Noruega.
Pero también el imperio de Canuto, con el que la historia de los
vikingos llegó a su punto culminante, fue de corta duración: se descompuso
exactamente con la misma rapidez con que había nacido. Ya en 1035,
Magno el Bueno, hijo del piadoso Olav, recuperó el trono de su padre. Y en
1042 los daneses perdieron Inglaterra.

1066: invasión normanda de Inglaterra. En el mismo año, después de un


corto interregno cuyo balance, sin pena ni gloria, corresponde a los reyes
daneses Harald Pies de Liebre y Harteknut, el hijo del rey Etelredo,
Eduardo, fue de nuevo rey de Inglaterra, más por obligación que siguiendo
su propio impulso, porque, de los cuarenta años que entonces tenía, había
pasado treinta en Normandía, en la sociedad formada por caballeros y
príncipes de la Iglesia normandos, cuyas costumbres de vida eran también
las suyas.
Eduardo hablaba francés, seguía los usos franceses y en su vida privada
manifestaba una piedad romántica y excesiva que no se ajustaba en absoluto
al tono bronco de la corte anglosajona. Además se trajo numerosos amigos
y consejeros, a los que liberalmente obsequió con feudos reales y
provechosos empleos, y preparó así, con anterioridad a Guillermo el
Conquistador, la conquista de la isla por los normandos.
Pero los jarls anglosajones no aceptaron sin resistencia esta evolución.
Mientras Eduardo el Confesor se dedicaba a estudios y ejercicios de piedad
y concentraba su actividad en la construcción de la abadía de Westminster,
su proyecto favorito, su cuñado Harold, calavera de vida alegre y
desenfadada y curtido guerrero, cada vez se hacía más cargo de la
administración del gobierno. Por tanto fue lógico que los nobles
anglosajones eligiesen precisamente a este Harold, retoño de los poderosos
condes de Wessex, como rey cuando Eduardo el Confesor murió en 1066
sin hijos. Siguiendo su último deseo, fue enterrado en la abadía de
Westminster.
Entonces el duque Guillermo de Normandía dejó oír su palabra y
declaró que era él y no el jarl Harold el legítimo sucesor de Eduardo. El
duque Guillermo, llamado el Bastardo, porque procedía de la unión
extramatrimonial de su padre Roberto (el legendario Diablo) con una
lavandera, tenía importantes argumentos en que fundar esa pretensión. Pudo
hacer creer que ya en 1052, Eduardo, como agradecimiento por la
hospitalidad que le dispensó en Normandía, le había prometido la corona de
Wessex. Además, el duque Guillermo en persona había armado caballero a
Harold durante su estancia en Ruán, por lo cual Harold, conforme al código
de la época, era su «hombre», su vasallo.
Guillermo el Bastardo supo aprovechar su talento, en el sentido bíblico.
Se procuró, con promesas que no cumplió, una licencia para luchar contra
Harold. Movilizó a todos los caballeros normandos, esto es, a los guerreros
más excelentes de Europa, en parte con dinero, en parte con amenazas, para
que le ayudasen en la planeada invasión. También fuera de Normandía
buscó y obtuvo otros apoyos, con la promesa de (citando a Jacques Mordal)
«vender audazmente la piel del oso» que todavía no había matado. Así
consiguió reunir en pocos meses una fuerza combatiente de 65.000
hombres, además de una flota que, según cálculos, disponía, por lo menos,
de 400 barcos de guerra y 1.000 transportes.
Pero todavía hizo más. Indujo al rey de Noruega, Harald el Duro, a
invadir Inglaterra. Este Harald era uno de los grandes héroes de la historia
nórdica; durante mucho tiempo había sido comandante de la guardia
imperial de palacio en Bizancio y, como general del emperador romano de
Oriente, había conquistado ochenta castillos y había conseguido dieciocho
victorias. Si bien es cierto que el joven Harold pudo destruir al ejército
noruego junto al puente de Stamford, ante los muros de York, en una batalla
que también costó la vida al experimentado guerrero nórdico, no lo es
menos que volvió a marchas forzadas a las costas del canal, pero ya era
demasiado tarde para detener la invasión en el mar o por lo menos en la
playa. La gigantesca fuerza combatiente de Guillermo el Bastardo ya había
desembarcado en las cercanías de Pevensey, en Sussex, el 28 de septiembre
de 1066.
Dos semanas más tarde, el 13 de octubre, ambos ejércitos entablaron
batalla. Nueve horas duró el combate (sobre cuyo transcurso nos informa,
no en último lugar, el tapiz mural confeccionado dos decenios más tarde,
llamado de Bayeux, de setenta metros de longitud). El ejército invasor
normando, muy bien organizado y dirigido con inteligencia, aplastó casi
totalmente la fuerza guerrera anglosajona.
El joven rey Harold, alcanzado por una flecha en un ojo, cayó bañado
en sangre en manos de los señores normandos, que lo despedazaron en
modo tal, que los monjes encargados de enterrar a las víctimas tuvieron que
solicitar la ayuda de la novia real, una dama llamada Edith Schwanenhals
(Cuello de Cisne), para encontrarlo. En la iglesia de Waltham, los restos
mortales de Harold recibieron cristiana sepultura.
El normando Guillermo, que a partir de aquel día ya no fue llamado el
Bastardo, sino el Conquistador, se hizo coronar rey en Winchester el día de
Natividad de 1066.
Sus restantes logros no interesan aquí. Sin embargo, lo que importa
afirmar es que este retoño de los vikingos estructuró estatal, intelectual y
socialmente a la Inglaterra de la Edad Media y de esta forma influyó de
manera perdurable en la historia de la isla y en las conquistas de sus
moradores. A partir de entonces ya no se produjeron más asaltos de los
vikingos, pues la invasión de 1066 fue la última que sufrió Inglaterra.
Desde aquellas fechas el país ha defendido su existencia y soberanía insular
durante más de novecientos años.
Pero no sólo Inglaterra conquistaron en la segunda mitad del siglo XI los
«inquietos hijos sin tierra de Normandía». Su fuerza llegó a crear también
en el Mediterráneo una serie de estados y ciudades-estados a los que la
historia de los estados europeos ha de agradecer importantes impulsos de
grandes efectos.

«Aves marinas de color rojo oscuro» en el Mediterráneo. Los primeros


viajes de los vikingos al Mediterráneo pertenecen aún al «siglo de las
aventuras». La leyenda bonitamente adornada de un historiador franco de
que ya Carlomagno en una visita al sur de Francia vio surgir ante la costa
barcos dragones que desaparecieron seguidamente, hay que aceptarla con
cautela. También hay noticias de un cronista árabe que algunos decenios
más tarde, aproximadamente en 840, vio pasar un barco vikingo con
grandes velas rectangulares, y quedó tan impresionado, que lo comparó con
un enjambre de «aves marinas de color rojo oscuro».
Ya en 827, tales «aves marinas de color rojo oscuro» procedentes quizá
del nido de piratas de Noirmoutier, habían efectuado un ataque en el reino
de Asturias. Los historiadores fijan en el año 844 una segunda campaña de
saqueo en grandes proporciones en que una flota vikinga compuesta de 54
largos barcos atacó las costas del emirato de Córdoba, asedió durante trece
días a Lisboa, acometió duramente a Cádiz y prendió fuego a los arrabales
de Sevilla. Después de haber devastado los naranjales del Guadalquivir
(llamado entonces Wadi el-Kebir), los «héroes nórdicos», cargados de
botín, regresaron a sus puntos de partida sitos en la costa occidental
francesa.
Quince años más tarde, otra flota vikinga compuesta de 62 barcos salió
de nuevo de Bretaña para una incursión de piratería por el Mediterráneo.
Esta empresa, que duró tres años, se cuenta entre las acciones más
temerarias de la historia de la guerra naval.
Los piratas, mandados por el rey del mar, Hasting, quien soñaba
entonces con restablecer la dignidad de emperador romano para su hijo
Björn Costado de Hierro, devastaron Algeciras, asestaron un corto pero
sangriento ataque a Marruecos, saquearon Mallorca y las Pitiusas, se
establecieron en el delta del Ródano, navegaron Ródano arriba hasta
Valence, conquistaron Pisa, Fiesole y la hoy desaparecida Luna, que ellos
tomaron por Roma, incendiaron ciudades y aldeas, llenaron sus barcos de
botín y de prisioneros y constituyeron el terror de todas las aguas entre
España, Italia y el norte de África. Durante el regreso, a la altura del golfo
de Vizcaya les sorprendió una terrible tormenta de la que sólo escaparon
indemnes diecisiete barcos.
Este contratiempo no impidió que los supervivientes se dirigieran de
nuevo a Pamplona y consiguieran extorsionar 30.000 denarios al
gobernador.
Cuando en el año 862 regresaron a Nantes, dando por terminada su
odisea de rapiña y muerte, traían, para asombro de los cronistas, además de
sillas de montar moriscas, espléndidos paños árabes y otros objetos
exóticos, así como numerosos esclavos de piel oscura.
Después de esa campaña, los imbatidos hijos del Norte dejaron en paz a
los países ribereños del Mediterráneo. Sólo las costas de Asturias y Lisboa
fueron de nuevo, cien años más tarde, objetivo de bandas de caballeros
saqueadores y navegantes. El mar entre Siria y Gibraltar pertenecía, sin
eufemismos, a los sarracenos, cuya ansia de piratería no andaba a la zaga de
los vikingos. Pero los vikingos, tan dados al mar y con tanta experiencia
guerrera, también quebrantaron finalmente el poderío de los sarracenos. En
puridad, fueron los mercenarios franco-normandos quienes en los siglos
XI-XII expulsaron a los árabes del sur de Italia y de Sicilia hasta el norte de
África.
La historia de los estados asociados normandos en el Mediterráneo, que
no puede faltar en un esquema, por conciso que sea, de la época de los
vikingos, empezó a finales del siglo, «en los tiempos en que Canuto
guerreaba en Inglaterra». Ya en el segundo decenio del siglo XI se formaron
en la Italia inferior agrupadones armadas normandas, que entraron al
servicio de los emperadores griegos y en lo sucesivo se dedicaron a
defender las posesiones bizantinas en Apulia y Calabria contra sus
numerosos enemigos, ante todo los sarracenos sicilianos y las numerosas
ciudades-estados y ducados de Italia, que a pesar de estar todos enemistados
entre sí, todos miraban ávidamente hacia el Sur. Los normandos supieron
hacerse dueños de la situación en corto tiempo: a finales de los años veinte
de aquel siglo fundaron alrededor de Anversa un ducado normando que
dictó su propia política, expulsó a los funcionarios griegos, repartió la tierra
conquistada según las costumbres nativas y, finalmente, se convirtió en el
más importante imperio de fuerza en el sur de Italia.
La figura central de la ocupación del sur de Italia por los normandos fue
el duque Roberto, cuyo apodo de Guiscard procede del francés vissart, que
significa pícaro avispado. En 1059, Roberto Guiscard, uno de los doce hijos
del conde Tancredo de Hauteville, recibió como feudo todo el sur de Italia,
de manos del papa Nicolás II; liberó, en 1084, al papa de Canossa
Gregorio VII, sitiado por el emperador Enrique IV en Engelsburg; esos
actos no le impidieron actuar siempre en su propia conveniencia. Suprimió
los últimos puntos de apoyo griegos en la parte sur de la península e inició
la conquista de Sicilia, que su hermano Roger completó en 1091, seis años
después de haber muerto Roberto Guiscard, víctima de la peste.
El hijo de este Roger, Roger II, no sólo unificó los diversos señoríos
normandos en la Italia inferior en un «reino de las Dos Sicilias», sino que lo
elevó a la categoría de gran potencia. Roger II, soberano del que su biógrafo
árabe Idrisi afirma que lograba más cosas en el sueño que otros en la vigilia,
creó la administración más eficaz de su época, la economía más floreciente
y el estado de mayor civilización en la Europa de aquellos tiempos. Dio
coherencia y un espíritu común a sus súbditos, insólita mezcla de pueblos
que además de normandos e italianos contaba también con sarracenos,
griegos y judíos, y convirtió a Palermo, su corte, en una de las más
atractivas y maravillosas ciudades del Sur, además de un centro de poderío
de importancia continental, cuyo radio de acción se extendía, hacia 1150,
por todo el Mediterráneo.
El imperio oriental de los vikingos, cuna de la Rusia cristiana. Mientras
tanto, los vikingos también se habían servido de otro camino para penetrar
en el Mediterráneo: desde Suecia, a través del lago Ladoga y los grandes
ríos rusos, llegaban por el mar Negro hasta Bizancio, que ellos llamaban
Miklagard, la gran ciudad.
Según parece, este movimiento Norte-Sur ya se había iniciado siglos
antes de la «era de los vikingos». Tesoros hallados en Helgö y Gotland
muestran que ya en el siglo VII existían contactos comerciales entre Suecia y
los países del mar Caspio y del océano Índico, y del siglo VIII aparecen
huellas de una colonización sistemática de las costas bálticas. Los «hombres
del Norte» ocuparon primero la franja oriental del mar Báltico con
pequeñas aunque fortificadas plazas comerciales y desde allí extendieron
paulatinamente sus posiciones por las ensenadas del mar de Finlandia hasta
la orilla sur del lago Ladoga.
Se establecieron en el territorio del actual Ladoga viejo, dónde
descargaban en embarcaciones más pequeñas las mercancías contenidas en
los barcos dragones que eran capaces de navegar por el mar.
Sin preocuparse de los peligros que les amenazaban en las tierras
vírgenes rusas, ni tampoco de la resistencia de las tribus eslavas, se
dirigieron desde el Ladoga (adonde llegaron aproximadamente a mediados
del siglo IX) a los ríos rusos para adentrarse por el país, y pasando por el
Voljov se dirigieron a las fuentes del Volga y desde allí hasta Bolgar, el gran
puerto comercial en la confluencia del Volga y del Kama, punto final de la
extensa ruta de la seda del lejano Oriente y estación de tránsito hasta los
países del califato.
Aunque históricamente resultó más importante que, utilizando asimismo
el Voljov, encontrasen el camino hacia el Dniéper. Siguiendo el río, llegaron
en 864 a Kiev, donde edificaron una especie de avanzada para los territorios
que les interesaban. En el siglo X, el asentamiento fortificado se convirtió en
centro del poderoso imperio de Kiev, que se extendía desde el mar del Norte
hasta el mar Negro, a través de toda la Rusia occidental. En este imperio
ocurrió en 987 un hecho importante: el rey Vladimiro (El Santo) consintió
en bautizarse. A partir de esta fecha el país quedó abierto a los monjes
misioneros grecobizantinos.
Un hito de categoría histórica mundial: el nombre de los guerreros
nórdicos que en, las fuentes literarias de la época aparecen casi siempre
como Rus o Ruse, pasó a los vencidos; Kiev se convirtió en la «madre de
las ciudades rusas»; el imperio oriental de los vikingos, en la cuna de la
Rusia cristiana.

Rurik y la Crónica de Néstor. Pero las investigaciones más recientes


formulan a este respecto algunas dudas. El derecho de primogenitura
vikingo no deja de ser discutible. El panorama de aquella época y de
aquellos territorios no está suficientemente iluminado por testimonios
escritos o arqueológicos; existen amplias zonas que permanecen en la más
profunda oscuridad. A estas dudas se mezclan disputas ideológicas. A la
Rusia actual le disgusta que se considere a los conquistadores suecos como
los fundadores del estado de Kiev. Por su parte, la historiografía nórdica se
empeña en atribuir a sus antepasados la fundación del imperio de los rusos,
sin necesidad de más investigaciones.
La afirmación de que los vikingos suecos no sólo dominaron toda la
Rusia occidental, por lo menos hasta el territorio del río Dniéper, sino que
además lo colonizaron, se apoya esencialmente en una Crónica de Néstor
nacida en un monasterio de cuevas de Kiev y cuya más antigua redacción
conocida data del siglo XIV. Según ella (rebatida fundamentalmente por la
investigación soviética), en aquel entonces las tribus eslavas carecían de
derecho y el orden era inexistente. Las estirpes se combatían entre sí, todos
luchaban contra todos. Para poner fin a esa lamentable situación, decidieron
buscar un príncipe que los gobernase y rigiese.
«Así, pues, fueron por mar a los varegos —otro nombre de los rusos—
y les hablaron: “Nuestro país es grande y rico, pero impera el desorden.
Venid para mandarnos y gobernad sobre nosotros.” Y fueron elegidos tres
hermanos con toda su parentela y se llevaron con ellos a todos los rus y
vinieron. Rurik, el mayor, se estableció en Novgorod; el segundo, Sineus,
en Beloozero; el tercero, Truvor, en Izborsk.»
Una bonita historia, como reconoce incluso el sueco Oxenstierna, un
cuento «demasiado hermoso para ser cierto» y que es el mismo que en
muchos otros países y con distintas variantes se suele contar. Sin embargo
se acepta sin reparos, no en último lugar, por los exegetas de la sangre
nórdica. Según ella, el Este habría sido un imperio sin fronteras y sin
horizontes, incapaz de gobernarse a sí mismo y de crear un orden estatal,
por lo que tuvieron que venir «hombres del Norte» para roturar aquellas
tierras vírgenes y disciplinar a sus habitantes.
La objeción de más peso estriba en que la filología no ha podido aclarar
la procedencia del nombre de ruso, ni la arqueología ha conseguido dar una
respuesta satisfactoria a la pregunta sobre la participación de los suecos en
el nacimiento del estado de Kiev. De este fallo es en parte responsable la
arqueología soviética, ya que sólo publica las «imágenes aceptables», esto
es, las que se acomodan a los deseos oficiales.
Pero con cierta seguridad cabe afirmar que el estamento superior ruso-
varego procedente de Suecia estableció firmemente su poderío en el
territorio del Dniéper en el curso del siglo IX y desde allí por toda Ucrania
hasta el mar Negro. Sin embargo, hay que efectuar a este cuadro dos
correcciones; primera: estos señores suecos se asimilaron a la Rusia de
Occidente con la misma rapidez que los guerreros daneses en Normandía
unieron su destino al de los sometidos; aunque fortalecidos por contingentes
de la patria, todavía en las crónicas del siglo XI siguen apareciendo como el
estamento superior extranjero. Segunda: hubo más comercio que lucha, el
intercambio de mercancías era mayor que las acciones bélicas; el fresco de
las campañas de los vikingos en la Europa occidental sólo puede trasladarse
de un modo muy condicionado a la Europa oriental.

La legión extranjera del emperador de Bizancio. Desde luego también se


desarrollaron acciones bélicas y campañas de saqueo, molestias y choques
con tribus levantiscas y guerras en toda regla, contra la poderosa Bizancio.
A continuación se citan sólo las más importantes:
865 El gran duque Helgi (en ruso: Oleg), del clan familiar de Rurik,
organizó una expedición contra Bizancio, la capital del imperio
romano de Oriente, la sitió un año más tarde y consiguió un tratado
comercial que permitía a los comerciantes varegos montar sus
puestos de venta ante los muros de la ciudad.

907 Por segunda vez aparecen los varegos ante el palacio del emperador
griego, montan sus barcos (según la dramática, pero poco verosímil,
exposición de la Crónica de Néstor) sobre ruedas, izan las velas y,
con viento favorable, se dirigen hacia la ciudad no amurallada. Ante
el peligro que se les viene encima los bizantinos conciertan a toda
prisa un tratado de amistad.
913/14 Los varegos, con quinientos barcos, cruzan el mar Negro por el
estrecho istmo Volga-Don (a la altura del actual Stalingrado) hasta
introducirse en el mar Caspio y desde allí en el Irak y en Azerbaijan.
941 El hijo de Rurik, Ingwar (en ruso, Igor), al mando de una poderosa
flota se planta ante Bizancio, pero sin éxito, ya que sus barcos son
incendiados con ayuda del «fuego griego» (especie de «cóctel
Molotov» hecho de petróleo, pez y azufre que se disparaba con
flechas, lanzas y cañas revestidas de cobre).
944 Con un gran ejército de jinetes se dirige a Miklagard (Bizancio) y, lo
mismo que su antepasado Helgi, logra un lucrativo tratado comercial
que concede a los comerciantes varegos sustanciosos privilegios (el
texto del convenio recogido en la Crónica de Néstor es también
interesante desde el punto de vista de la historia del lenguaje, ya que,
precisamente como el documento de 907, por el bando ruso contiene
apellidos casi exclusivamente de origen nórdico).

Pero alrededor del 970 cambia la situación. Los guerreros nórdicos, que
hasta entonces sólo habían aparecido como enemigos ante las murallas e
instalaciones portuarias de la dorada Bizancio, entran en número cada vez
mayor al servicio seguro y bien pagado de los emperadores griegos. Como
guardia personal de los soberanos bizantinos, los varegos (palabra que
significa los roncos y también los confederados, ciudadanos guardianes,
hombres del séquito) asumen funciones importantes y llenas de
responsabilidad en la corte de los Césares romanos de Oriente. De la
guardia personal del emperador, considerada por los griegos como una tropa
de «muchachos largos», salió el núcleo del ejército bizantino. La
batalladora legión extranjera defendió valerosamente al imperio griego en
numerosos combates, preferentemente contra árabes y búlgaros. Su
comandante era al mismo tiempo ayudante general del emperador y, en su
ausencia, disponía de las llaves de las puertas de la ciudad.
Antes ya se mencionó a uno de estos comandantes: aquel Harald
Haarderaade, el recaudador imperial de impuestos en el distrito de Kiev,
jefe de la «guardia sueca» en la corte de Bizancio y general del emperador
romano de Oriente, cargos que ocupó antes de morir como rey de Noruega
en la lucha contra Inglaterra. En el libro de imágenes de la época heroica
nórdica se considera a Harald el Duro como uno de los grandes héroes en
quien se encamó mejor la colosal vitalidad de los pueblos escandinavos: su
capacidad militar y su osadía, su instinto de lobo y su disposición a
arriesgar la vida en cualquier momento y por un vil salario. Talentos de
dudoso valor, pero cualidades susceptibles de tener sujeta y aterrorizada a
toda Europa.
Cuando, medio siglo más tarde, los normandos de Roberto Guiscard y
los varegos del emperador de Bizancio chocan en los combates de Durazzo,
debió parecer como si efectivamente estuviesen por doquier entre el Volga y
el Atlántico.
Por esta época hacía ya tiempo que se habían internado en el Atlántico
en busca del hemisferio occidental, hada América.
CAPÍTULO CUARTO

VIAJE A VINLAND

El descubrimiento de América… 500 años antes de Cristóbal Colón

Donde la mantequilla gotea de cada tallo de hierba. / «Grünktnd» y Erik el


Rojo. / Björn Herjulfsson en busca de su padre. / Leif Eriksson el
Afortunado. / La expedición a Vinland de Thorfin Karlsefni. / El salmón, el
vino y el trigo silvestre. / ¿Llegaron los vikingos a Minnesota? / La
expedición a Vinland de Helge Ingstad.

Donde la mantequilla gotea de cada tallo de hierba. La primera estación en


el camino hacia el «nuevo mundo» fue Islandia, y un vikingo llamado
Gardar Svarvarsson, un «típico cosmopolita de aquellos tiempos», según
Oxenstierna, el primero en traer noticias de esta isla a los escandinavos.
Establecido en Suecia, cultivaba una finca en Zelandia y estaba casado
con una noruega. Los padres de su esposa se habían afincado en las
Hébridas. A fin de recoger la herencia de su mujer, Gardar preparó un barco
para un viaje de varias semanas de duración y se hizo a la mar; pero a la
altura de las Órcadas le sorprendió una tormenta que lo lanzó a la deriva
para finalmente desembarcar en la costa de una gran isla sin moradores,
donde pasó el invierno. Al apuntar el verano regresó a su casa (las fuentes
no indican si con la herencia o sin ella) y habló de la isla desconocida en el
Atlántico Norte, a la que, sin recatarse, había puesto el nombre de
Gardarholm.
Esto sucedía en el año 861. Algún tiempo después, un enfurecido
huracán lanzó al armador noruego Naddodd a las costas de Gardarholm.
Examinando la isla a vista de pájaro desde la cima de una montaña,
descubrió llanuras de cantos rodados, desnudos acantilados y cimas
cubiertas de nieve y bautizó aquel país, por lo visto deshabitado y muy
inhóspito, con el nombre de Tierra de la Nieve.
A pesar de todo, su relato debió suscitar alguna curiosidad. Otro
noruego, llamado Flake Vilgardsson, se dirigió a la isla desde las Feroe; una
vez allí comprobó que era rica en peces y en colonias de pájaros. Construyó
un cobijo adecuado para pasar el invierno, aunque el ganado se le murió al
haberse olvidado de avituallarse del heno necesario, y por esa contrariedad
regresó bastante descontento de la isla. En sus relatos la llamó Tierra de:
Hielo. Y éste fue el nombre que tomó.
Uno de sus hombres, un joven campesino llamado Thorolf, vio la isla
con otros ojos. Había descubierto verdes y exuberantes valles y «prados tan
lustrosos, que la mantequilla goteaba de cada tallo de hierba»; tal
descripción le valió el sobrenombre de Thorolf Smör (es decir,
Mantequilla). A partir de la Guía islandesa, en el siglo XIII, las entusiastas
descripciones de este Thorolf Smór fueron las que pronto dieron sentido y
objeto a la creciente oleada de inmigrantes.
Los primeros pobladores vikingos de Islandia abandonaban Noruega
por motivos políticos, ya que en sus cerebros de campesinos no había sitio
para un rey que ponía en tela de juicio sus derechos tribales y gravaba sus
fincas con impuestos. Harald el de los Hermosos Cabellos, el unificador de
Noruega, aún tiene hoy en la historiografía islandesa mala prensa.

Los emigrantes, que por amor a su independencia se arriesgaban a


embarcarse hacia lo incierto, se vieron inesperadamente recompensados por
el destino. La isla, a la que llegaron después de un viaje de tres semanas en
barcos descubiertos, en la realidad correspondía más a las entusiastas
descripciones de Thorolf Smör que a los escuetos datos del malhumorado
Flake Vilgardsson. Detrás de unas cadenas de islotes, prácticamente
cubiertos de bandadas de pájaros, encontraron lustrosos y verdes prados y
ríos muy poblados de peces. Bosques de abedules proporcionaban troncos y
ramas para hacer carbón y se encontraban al aire libre yacimientos de hierro
que proporcionaban el metal indispensable. El mar traía maderas a la deriva
y en las aguas costeras abundaban las focas y las ballenas.

De hecho no era ningún paraíso, pero bastaba para vivir, y por eso, año tras
año, nuevos inmigrantes se fueron estableciendo en las recortadas costas, no
sólo procedentes de Noruega, sino también de las islas Británicas, de
Escocia y de Irlanda, lo cual representaba una aportación de sangre celta
que le convenía mucho al estado nórdico que estaba naciendo en la isla.
Por lo demás, Islandia no estaba tan despoblada como sus descubridores
vikingos habían supuesto. También aquí, casi a ochocientos kilómetros al
norte de Escocia, se habían establecido anacoretas iroceltas dispuestos a
servir a Dios mediante la pobreza, la soledad y la ascesis voluntariamente
elegidas. Simples y fervorosos anacoretas que, como refiere el monje
irlandés Dicuil, llamado el Geómetra, se asombraban en gran manera de que
durante los meses de verano, incluso en plena noche, podían buscar piojos
en sus camisas «como en lo más claro del día».
Pero estos anacoretas no permanecieron mucho tiempo en la isla
después de la llegada de los primeros inmigrantes. Como para ellos suponía
un horror convivir con paganos, abandonaron sus míseras ermitas,
montaron en sus diminutos botes de remo tejidos con sauce y forrados con
pieles de animales y regresaron a su patria. Pero abandonaron, además de
campanas, báculos y otros objetos religiosos, numerosos libros, cuyas
extrañas y fantásticas ilustraciones fueron de gran efecto.
La oleada de inmigrantes iniciada alrededor de 874 alcanzó su pleamar
alrededor de 930, fecha en que la isla ya había admitido a unas treinta mil
personas. Vivían según los usos y costumbres de sus padres, y formaban
una comunidad campesina que estaba orgullosa de su libertad, aunque en
realidad se hallaba dirigida y sojuzgada por algunas grandes familias. Esta
forma de vida no cambió apenas cuando, hacia 930, se procedió a la
fundación formal de un estado. El órgano supremo de esta «por aquel
entonces única república totalmente libre del mundo» era el Allthing, que
todos los años se reunía en verano en las llanuras de lava de Thingvellir,
tomaba decisiones de obligado cumplimiento (por ejemplo, en el año 1000
la de cristianizar la isla), promulgaba nuevas leyes y creaba derecho
conforme a las viejas leyes nativas, que, sin embargo, no se compilaron por
escrito hasta 1148.
Pero carecían de un poder ejecutivo que representase esa existencia
estatal, fallo que de modo indirecto llevó a la colonización de Groenlandia.

«Grünland» y Erik el Rojo. Hacia el año 960, el noruego Thorwald


Asvaldsson, de Jaederen (en las cercanías del actual Stvangr), emigró a
Islandia, por haber asesinado a un convecino. La finca que allí le
concedieron estaba situada en el norte de la isla, en Drangaland. Consistía
en yermos campos y pedregosos pastos, y apenas proporcionaba a la
familia, que iba creciendo más y más, una mísera existencia de apuros y
hambre.
Cuando Thorwald murió, su hijo Erik, llamado el Rojo, se puso al frente
de la mísera finca. Después se casó con una muchacha de una buena familia
islandesa, y durante algunos años se esforzó sinceramente en alimentar a su
hambrienta estirpe. Pero, como su padre, era un gallo de pelea, que por el
más insignificante motivo perdía los estribos. También el rojo Erik resultó
un homicida: dos hijos de su vecino quedaron tendidos en el suelo.
El tribunal del Thing condenó al irascible Rojo a considerarse durante
tres años fuera de ley. Este castigo, los acusados, al no existir una
administración de justicia, solían eludirlo saliendo del país.
Erik Thorwaldsson se aprovechó de esta costumbre y, en 982, con más
de treinta años cumplidos, se marchó de Islandia con rumbo a Poniente. Al
marcharse declaró, como se cuenta en la Guía, que se dedicaría a buscar el
país «que Gumbjörn, el hijo de Ulf Krake, había vislumbrado cuando el mar
lo lanzó a la deriva al oeste de Islandia». Ese naufragio había sucedido
alrededor del 900, y apenas había suscitado algún deseo de
descubrimientos. Porque el hijo de Krake, en su involuntario viaje a merced
de la tormenta, sólo había entrevisto nieblas, témpanos a la deriva y altas
cumbres cubiertas de nieve. Pero como la estirpe de Gumbjörn todavía era
viva, el país desconocido perduraba en los relatos de los viejos.
También Erik, después de varios días de viaje hacia Poniente, al
principio sólo distinguió una costa abrupta, áspera e inaccesible, azotada
por altas olas y que dificultaba totalmente el desembarco.
En vista de ello se dejó arrastrar hacia el Sur con los témpanos flotantes,
bordeó el actual cabo Farvel y de nuevo se dirigió hacia el Norte; allí
consiguió avistar un paisaje más acogedor. Había llegado al flanco sudoeste
de Groenlandia, que, como la ciencia ha demostrado desde entonces, al
estar calentado por la Corriente del Golfo, que pasaba por allí cerca,
permitía que creciera una vegetación, aunque raquítica y pobre.
Erik el Rojo, que por lo visto no era sólo un hombre irascible, sino
también un prudente y metódico descubridor, aprovechó los tres años de su
destierro en explorar el costado sudoeste de la isla recortado por numerosos
fiordos. Avanzando de ensenada en ensenada y viviendo como «pescador,
cazador y atrapador de pájaros», reconoció metódicamente las posibilidades
de asentamiento en el territorio costero. Eran mejores de lo que esperaba.
Muy al interior de los fiordos descubrió verdes valles sombreados por las
más altas montañas del mundo, con hielos perpetuos y lugares
climatológicamente privilegiados, con ríos y arroyos ricos en peces que
prometían una alimentación abundante. A esto venían a añadirse las aguas
costeras, que, «como en casa», estaban pobladas de focas y ballenas.
Cuando, después de permanecer allí tres inviernos y regresar a Islandia,
tras una difícil navegación de tres mil quinientos kilómetros, presentó de un
modo tan vivido y convincente a sus paisanos las excelencias de aquellos
lugares de asentamiento, que se organizó una emigración en masa. Entonces
Groenlandia recibió su denominación: Tierra Verde, ya que Erik opinaba, y
con razón, que «muchos querrían viajar allí» si el nuevo país tenía un
nombre atractivo. Sucedió, pues, que «aquel verano veinticinco barcos
zarparon del fiordo de Breide hacia Groenlandia», veinticinco barcos con
hombres y mujeres, viejos y niños, caballos y vacas, maderas y
herramientas, utensilios de cocina y redes para pescar. Como se cuenta en la
Guía, sólo llegaron catorce barcos. «Otros regresaron y algunos se
hundieron en las olas.»
Con unas setecientas personas, Erik el Rojo llegó a uno de los fiordos de la
costa sudoeste y las repartió en dos asentamientos: el del Este, en el
territorio de la actual Julianehaab, y el asentamiento del Oeste en las
cercanías de la actual capital de Groenlandia, Godthaab. Él se estableció en
uno que a partir de entonces llevó su nombre; fiordo de Erik, en una finca
llamada Brattahlid «donde gozaba de gran prestigio y todos se inclinaban
ante él». Así, el hombre arrebatado que tenía dos vidas sobre su conciencia
se convirtió en el rey sin corona de un pequeño estado campesino de
vikingos, que al cabo de pocos decenios contaba con tres mil almas
cristianas, dos mil de ellas en el asentamiento del Este.
Probablemente, las condiciones climatológicas de Groenlandia entonces
eran mejores que las de hoy. En las descripciones de aquella época, en
varias ocasiones se habla de bosquecillos de abedules; en años
especialmente buenos incluso las manzanas llegaban a madurar. Pero
aquella «Tierra Verde» no era un jardín del Edén; Erik el Rojo había
prometido demasiado. Por ejemplo, los campesinos vikingos no
consiguieron aclimatar los cereales de su país y eso los condenaba a una
existencia húmeda y sin luz, hacinados en chozas durante ocho meses al
año, ocho meses bajo la amenaza de los poderosos aludes de hielo de la isla,
alimentándose exclusivamente de sus flacos rebaños y de la caza y la pesca
que los hombres traían al hogar. Una existencia incierta, a menudo al borde
de la muerte por inanición, sin pan y sin sol, sin verduras y sin frutas, sin
leña y sin hierro. Mísera y lastimera existencia que en nada correspondía a
las esperanzas que los habían impulsado desde Islandia a realizar una
travesía de varios días hacia el Este, por el tormentoso Atlántico Norte.
¡Qué impresión debieron sentir cuando un día Leif Eriksson, hijo de
Erik el Rojo, después de un año de ausencia, regresó y contó que había
descubierto un país en que el rocío tenía gusto a hidromiel, en el cual el
ganado podía quedarse al aire libre por las noches y donde bosques
indescriptibles proporcionaban toda la leña que se quisiera!
Como en ese país también había viñedos y cepas, lo llamó Vinland.
Björn Herjulfsson en busca de su padre. También Leif Eriksson tenía un
predecesor. No fue el primero en surcar con un barco dragón el mar de
Labrador. La gloria de haber descubierto América pertenece a un temerario
joven que buscaba a su padre emigrado a Groenlandia; asombrosa e
inconcebible empresa y aventurera como la que más.
Björn Herjulfsson, con apenas veinte años, pero, es un decir, destetado
con agua del mar, pasó el verano de 985 en Noruega. Cuando en otoño
retomó a Islandia, encontró abandonada la finca paterna; su padre, Herjulf,
y su madre, Thorgard, según le dijeron, se habían marchado a Groenlandia
con la expedición de Erik el Rojo. Björn no vaciló en seguirlos y salió en
busca de sus padres en la isla de Erik.
Según la Saga de Groenlandia, especie de crónica de familia que se
remonta alrededor del 1200, declaró a su tripulación que quería, como de
costumbre, pasar el invierno bajo el techo de la casa familiar. «Y como
todos manifestaran que lo acompañarían en el viaje, él sentenció: “Nuestra
marcha quizás os parezca una locura, ya que ninguno de nosotros ha estado
antes en el mar de Groenlandia”».
Izaron las velas y puso rumbo hacia el desconocido país, del que
únicamente sabía que se hallaba situado hacia el Oeste y que se le veía
surgir del mar coronado de montañas y de ventisqueros cuando Islandia
«hubiese desaparecido a sus espaldas».
Durante tres días tuvieron buen viaje. «Pero luego cayó el viento
favorable y vinieron la niebla y las tormentas del Norte. No sabían dónde se
encontraban, y esa situación duró muchos días», hasta que por fin salió de
nuevo el sol y Björn pudo determinar su posición respecto al cielo.
«Entonces izaron las velas y navegaron todo el día y una noche. Después
vieron tierra y se preguntaban qué país podría ser aquél. Y Björn opinó que
en modo alguno se trataba de Groenlandia» y ordenó acercarse. «Eso es lo
que hicieron y comprobaron que aquel país no tenía ninguna montaña alta,
pero contaba con bosques y pequeñas colinas.»
Lo dejaron atrás y siguieron navegando otros dos días. Cuando de
nuevo descubrieron tierra, le preguntaron a Bjóm si habían llegado ya a la
meta; les contestó «que esa tierra se parecía tan poco a Groenlandia como la
tierra que habían visto primero. “Porque se dice que en Groenlandia hay
grandes heleros”». Por el contrarío, la tierra que se extendía a su frente era
llana y estaba cubierta de interminables bosques.
Björn ordenó hacerse de nuevo a la mar y navegaron tres días con una
fuerte brisa del Sudoeste. Fue entonces cuando vieron emerger una tierra
«alta y montañosa» con heleros gigantescos. Pero también esta vez Björn
denegó con la cabeza y no mandó «arriar las velas» y, efectivamente, pronto
comprobaron que sólo se trataba de una islita.
Incansable, Björn siguió a favor del mismo viento, tan rápidamente
«como podían soportar los aparejos y el barco». De nuevo, al cabo de
cuatro días, avistaron tierra, y Bjorn se mostró satisfecho y dijo: «Esto se
parece a lo que me han descrito de Groenlandia; desembarcaremos aquí.»
Aquella misma noche alcanzaron una lengua de tierra en la que vararon
el barco. «Y en aquella lengua de tierra vivía el padre de Björn… Y Björn
permaneció junto a él mientras éste vivió. Y después de su muerte siguió
viviendo allí.»
Una historia interesante. Pero todavía resulta más sorprendente el que
Björn, satisfecho por haber alcanzado su objetivo, apenas hablara de su
azaroso viaje. Cuando se decidió a hacerlo, habían transcurrido ya quince
años.
Después de la muerte de su padre, Björn vivió algún tiempo en
Noruega, en la corte del jarl Erik. Se le reprochaba que en su viaje nunca
hubiese dado con tierra. Quizás estas palabras le llegaron al corazón o bien
al final le sugirió la idea de que había avistado las costas de un mundo
nuevo. Lo cierto es que, ya de nuevo en Groenlandia, describió con todo
detalle las circunstancias de su odisea a sus paisanos y expuso con exactitud
las experiencias náuticas de su viaje.
Como es natural, Erik el Rojo y sus hijos se enteraron de los
descubrimientos de Björn y, dado que es presumible mandaran en
Groenlandia, el hijo mayor de Erik fue el encargado de comprobar aquellas
historias.
Adquirió el barco, marinero y con muchas singladuras, de Björn, lo
equipó, y con una tripulación de treinta y cinco hombres se hizo a la mar
rumbo sudoeste para buscar las costas avistadas por Björn. Esto sucedía
quince años después de que éste encontrara a su padre, o sea alrededor del
año 1000. Casi quinientos años antes que Cristóbal Colón.

Leif Eriksson el Afortunado. El viaje transcurrió tal como habían previsto.


La Saga de Groenlandia nos dice lacónicamente que cuando los hombres
estuvieron dispuestos, se hicieron a la mar «y primero arribaron a la tierra
que Björn y su gente habían descubierto en último lugar». Se acercaron a la
costa, echaron al agua un bote y remaron hasta la orilla. Pero se encontraron
con una tierra yerma y sin hierba, una tierra de heleros y piedras en la cual
Leif no descubrió «ventajas apreciables». Después de haberle otorgado el
nombre de «Helluland» (que significa: Tierra de las piedras planas), regresó
con sus hombres al barco.
Incansables, buscaron la segunda de las tierras de que había hablado
Björn. Allí, sus corazones acostumbrados a yermos paisajes, algo se
alegraron. Detrás de la costa, de arena blanca de finos granos, se extendían
innumerables bosques de un verde oscuro. Leif, satisfecho por tal
descubrimiento, manifestó: «Esta tierra se merece un nombre que
corresponda a su aspecto. La llamaremos Markland (Tierra de Bosques).»
De nuevo, impulsados por un fuerte viento del Nordeste, surcaron
durante dos días el mar. Al tercero, de nuevo avistaron tierra.
Desembarcaron en una islita que se adelantaba. Y en aquel sitio
corroboraron la maravillosa experiencia de la que Leif Eriksson hablaba
una y otra vez después de su regreso. Se arrodillaron, «empuñaron las
hierbas cubiertas de rocío, las saborearon y pensaron que nunca habían
probado nada tan dulce».
Luego atravesaron los estrechos que mediaban entre la isla y un cabo
que se adelantaba hacia el Norte, pusieron pie a tierra, costearon un río
procedente de un lago, y resueltos a pasar el invierno en aquellas tierras
desembarcaron sus sacos de cuero y demás pertrechos. «Ni en el río ni en el
mar escaseaban los salmones, y eran salmones mayores que los que nunca
habían visto. En general, allí la tierra era tan buena, que pensaban que ni
siquiera en invierno el ganado necesitaría forraje alguno. Tampoco se
producían escarchas, y la hierba se marchitaba muy poco. Además, el día y
la noche no tenían una duración tan desigual como en Groenlandia o
Islandia.»
Terminada la construcción de los cuarteles de invierno, Leif, «hombre
alto y fuerte y en todos los aspectos un jefe capaz», según las palabras de la
saga, repartió la tripulación en dos grupos. Mientras un grupo permanecía
en el campamento, el otro se dedicaba a explorar el país. Pero una noche
faltó uno de los exploradores, precisamente el alemán Tyrkir, el cual hacía
ya muchos años que vivía con la estirpe de Erik y en la que representaba el
papel de «padre adoptivo» de Leif, su mentor paternal, en términos
actuales.
Leif, vivamente preocupado al ver que Tyrkir no regresaba a su hora,
con doce hombres se dedicó a buscarlo. No habían avanzado gran trecho,
cuando lo encontraron en un estado lamentable. Aquel hombre bajito, de
cara redonda y cubierto de pecas, estaba fuera de sí. Giraba los ojos, hacía
muecas y sólo después de largas y bondadosas interpelaciones consiguieron
que se expresara en nórdico.
Lo que Leif consiguió que les contara apenas era concebible: Tyrkir
había encontrado viñedos y cepas.
—¿Es verdad eso, padre? —preguntó Leif.
—Bien cierto, hijo —contestó Tyrkir—. Si no sabré yo lo que son uvas
y cepas después de haber nacido en una tierra que la doraban por doquier.
Después de aquel espectacular descubrimiento, Leif dispuso el regreso a
la patria. Con una carga de madera de construcción a bordo y un bote
auxiliar lleno de cepas, se hicieron nuevamente a la mar «y tuvieron buen
viento hasta que pudieron ver a Groenlandia y las montañas entre los
heleros». Antes de ponerse en marcha, Leif dio a la tierra que habían
descubierto «un nombre que le conviniera»: la llamó Vinland, esto es,
Tierra del Vino.
La Saga de Groenlandia cuenta que Leif, el cual, después de su regreso
a la patria, recibió el apodo de El Afortunado, asumió la dirección del
próximo viaje de su hermano Thorwald y que éste, provisto de las
necesarias indicaciones náuticas, llegó a Vinland conforme al plan trazado.
Thorwald invernó allá en las casas de arce construidas por la gente de Leif e
hizo explotar sistemáticamente el país. El resultado coincidió con las
observaciones de Leif. Playas blancas, fructíferos valles fluviales, espesos
bosques: una tierra que era una verdadera bendición de Dios.
Y ni la menor huella de pobladores. Al cabo de algún tiempo, los
hombres de Thorwald descubrieron un abandonado campo de cereales. Sólo
después de pasar dos inviernos tropezaron con hombres: nueve indígenas
que navegaban en tres botes de piel. Mataron a ocho de ellos; el noveno
escapó y dio la alarma a su tribu. Poco tiempo después se presentó una
flotilla completa de canoas y atacó a los vikingos de Groenlandia que
vivaqueaban a orillas del río, pero sin atreverse a realizar un combate
cuerpo a cuerpo. Los cubrieron con una granizada de flechas. Thorwald
resultó alcanzado y murió a consecuencia de las heridas. Sus camaradas le
dieron sepultura y le colocaron dos cruces, una a la cabeza y otra a los pies.
Luego cargaron su barco de uvas y madera y regresaron a Groenlandia
después de tres años de ausencia.
A continuación de Thorwald, Thorstein, otro hermano de Leif, también
intentó una nueva expedición para llegar a la legendaria Tierra del Vino.
Pero esta expedición (en la que quizá tomó parte el ya envejecido Erik el
Rojo) no tuvo suerte. Vientos contrarios arrastraron barco y tripulación, de
forma que durante semanas fueron a la deriva por alta mar y se alegraron
cuando, por fin, sin éxito pero tampoco sin daño, consiguieron tomar tierra
en Brattahlid. Esto debió de ocurrir alrededor de 1006.

La expedición a Vinland de Thorfin Karlsefni. La lejana Vinland seguía


siendo tema de conversaciones. Los colonizadores groenlandeses, cuanto
más experimentaban en su propia carne la mísera y dura existencia que
llevaban, tanto más ocupaba su fantasía aquella Vinland. Una tierra con
gigantescos bosques, blancas playas de arena y ríos abundantes de peces;
con cepas, trigos silvestres y prados que también en invierno se podían
aprovechar, ¿no era eso en suma el paraíso? ¿Y, por ventura, no estaba
despoblada de forma que nada pudiera oponerse al desembarco? ¿No valía
la pena arriesgarse a una travesía de diez días por el mar, por peligrosa que
fuese y por incierto que fuera su resultado?
Estas preguntas se las formulaban una y otra vez en las largas y oscuras
noches de invierno de Groenlandia, crispadas por la escarcha; sin duda
también fueron tema de las conversaciones que algún tiempo más tarde
sostuvo el rojo Erik con dos propietarios de barcos a los que, durante el
invierno, había acogido como huéspedes en su finca de Brattahlid.
Uno de éstos, Thorfin Karlsefni, era hijo de Thord Cabeza de Caballo,
retirado en algún sitio del norte de Islandia. Poseía un barco con una
tripulación de cuarenta hombres y se había acreditado como un buen
comerciante que consiguió labrarse una fortuna. El otro, Bjarni
Grimolfsson, también era comerciante al tiempo que propietario de un
barco marinero. Ambos se habían desplazado a Groenlandia para iniciar
relaciones comerciales. Sorprendidos por el invierno, se alegraron al
encontrar en casa de Erik el Rojo un refugio abrigado y seguro.
Erik y sus invitados se entendieron rápidamente: primero con la
tradicional cerveza de Navidad, en la que Thorfin Karlsefni puso tanto
lúpulo, que la despedida del año transcurrió con el mejor humor; luego con
la boda de ese mismo Karlsefni, previo el correspondiente noviazgo, con la
hija de Erik, Gudrid, que se celebró en la época de las largas noches
invernales. También los juegos de tablero y las narraciones de la saga
hicieron latir más rápidamente los corazones hasta conquistar a los de los
dos comerciantes y propietarios de barco para una nueva expedición a
Vinland. Como la estirpe de Erik no quiso ser menos, equiparon un barco
que confiaron al mando de Thorhall, al que la saga llama el Cazador.
Freydis, una hija de Erik el Rojo habida fuera del matrimonio, y su marido
Thorward, se incorporaron a esta empresa.
De este modo, a comienzos del verano, delante de Brattahlid estaban
preparados tres barcos dragones dispuestos a efectuar un viaje más a la
atractiva Vinland; 3 barcos con un total de 140 hombres, animales
domésticos, tiendas de campaña, hachas, armas y toda clase de víveres, a lo
que había de añadirse un número que no se menciona de mujeres, entre las
cuales la hija de Erik, Freydis, era la más temeraria. Por tanto, una completa
empresa de exploración a la vez que colonizadora.
Primero, estos barcos navegaron a lo largo de la costa hasta
Vestribyggd, desde allí llegaron hasta la corriente polar y se dejaron
arrastrar por ella y por un constante viento del Norte hasta pasar junto a
Helluland y Markland. Dos días más con las velas completamente
hinchadas y de nuevo emergió de la gris soledad del mar la costa verde y
boscosa. Desembarcaron en una islita en la cual anidaban tantos pájaros
«que un hombre apenas podía poner el pie entre sus huevos», se internaron
hasta una ensenada que llamaron Fiordo del Río y allí pasaron el invierno,
el primero de su empresa de varios años. Ese primer invierno fue muy
mísero, ya que durante el tiempo frío los bosques no ofrecían «apenas nada
que se pudiera cazar», los huevos no eran comestibles y los ríos
proporcionaban muy pocos peces. Por este motivo, al llegar la primavera,
Thorhall el Cazador se independizó del grupo y, con nueve hombres, se
apartó de la expedición. Terminó en Irlanda, con sus hombres, donde fue
sometido a la servidumbre y, «al decir de los viajeros», perdió más tarde la
vida.
Thorfin y Bjarni siguieron navegando hacia el Sur y descubrieron una
desembocadura de río junto a la cual se extendía un verdadero mundo
maravilloso. «Allí se encontraban campos de trigo y viñas que habían
crecido solos en los bosques y en las alturas. Todos los riachuelos estaban
llenos de peces. Cuando subía la marea, el agua cubría grandes hoyos en la
tierra. Cuando la marea bajaba, en aquellos hoyos nadaban grandes meros.
En los bosques había toda clase de caza.»
Pero tan idílica vida pronto quedó interrumpida. Una mañana, apenas
amanecer, los colonos observaron estupefactos la presencia de nueve canoas
de piel en el lago a cuyas orillas habían construido sus viviendas. Sus
ocupantes, «hombrecillos pequeños y feos, de cabello revuelto, grandes
ojos y anchas caras», se acercaron precavidamente a tierra, los miraron
desde una respetuosa distancia «y se asombraron». Luego desaparecieron.
De momento no ocurrió nada más. Pero una extraña inquietud se apoderó
del campamento.
En la primavera siguiente, después de un invierno sin preocupaciones en
que el ganado se quedaba en el pastizal y «se cuidaba por su cuenta», un
buen día vieron surgir tantas canoas de piel ante su asentamiento ribereño,
«que el mar se puso negro de ellas como con pedazos de carbón». La Saga
de Erik el Rojo (que se ocupa detalladamente de esta empresa colonial y
que por eso también se la conoce como Saga Karlsefni) cuenta que después
de desconfiados preliminares por ambas partes, se desarrolló una especie de
«comercio mudo» en que los indígenas cambiaban pieles y cueros por
paños rojos.
Desgraciadamente, el toro de Thorfin estorbó este inicio de relaciones
comerciales. De pronto, mugió ruidosamente y salió «a la carrera del
bosque» y asustó tanto a los hombres de los botes de piel, que éstos
rápidamente saltaron a sus embarcaciones y se alejaron bogando.
Tres semanas más tarde volvieron; esta vez con claras intenciones
hostiles. Chillaban de un modo infernal, y atacaron a los colonos vikingos,
que se vieron sometidos a dura prueba debido a los espantosos y aullantes
disparos de honda. Como a Thorfin y a sus gentes les pareció que los
skraelinger, «cobardes», como llamaron a aquellos indígenas, que
consideraban más útil un combate con flechas y arcos que un choque
cuerpo a cuerpo, los presionaban por todas partes, se retiraron a un rocoso
barranco y desde allí presentaron una violenta resistencia en la que, por lo
demás, participaron también, con cólera y pasión, las mujeres, sobre todo
Freydis, la hija de Erik.

Thorfin Karlsefni, que no sólo era, como opina Paul Hermann, «un pionero
colonial de gran importancia», sino también un comerciante práctico, hizo
balance después de aquel combate y llegó a la conclusión «de que
ciertamente las condiciones de vida en este país son buenas, pero que
siempre habría hostilidad y lucha con los hombres que antes habían vivido
aquí». Levantó el asentamiento y regresó al Fiordo del Río, «porque allí
había suficiente de todo lo que necesitaban».
Después del tercer invierno surgieron nuevos problemas. Los hombres
se peleaban por causa de las mujeres. «Los solteros invadían él terreno de
los casados y surgieron así muchas disputas y disturbios.» El ansia de
descubrimientos que hasta entonces les había dado fuerzas para
sobreponerse a todas las decepciones, engendró una irritabilidad explosiva.
Aquello fue la señal. Thorfin Karsefni decidió interrumpir la empresa y
poner velas de nuevo hada Groenlandia.
El regreso no tuvo mejor fortuna. El barco de Bjarni se desvió de la ruta
y erró durante varias semanas hasta arribar a costas irlandesas. El
comerciante Thorfin Karlsefni llegó sano y salvo, aunque con las manos
vacías, a la ensenada de Brattahlid. Como botín sólo traía dos jóvenes
skraelinger que al final sus hombres habían conseguido apresar en la costa
de Markland.
Posteriormente adquirió terrenos en Islandia, donde residió «mientras
vivió» en la finca Glaumbö juntamente con su mujer Gudrid y su hijo
Snorri, que había venido al mundo en Vinland.
Aún engendró muchos hijos más y se le llegó a considerar un hombre
«al que el destino bendijo en sus descendientes». Karlsefni, así termina la
Saga de Groenlandia, «ha explicado con mucha exactitud los
acontecimientos que todos los hombres han de sufrir en los viajes, de los
que se han descrito aquí algunos».

El salmón, el vino y el trigo silvestre. Las sagas hablan aún de otra


expedición a Vinland. Estaba al frente de esta quinta tentativa la hija de
Erik, Freydis, quien, con dos barcos al mando de los hermanos Helge y
Finnboge, partió de Islandia y llegó sin novedad al asentamiento de Leif. La
expedición terminó de manera sangrienta. De nuevo surgieron disputas
entre los participantes: choques que Freydis, igual que una diosa vengadora
germánica, abortó drásticamente, ejecutando con el hacha, primero a sus
dos compañeros irlandeses, después a todas las mujeres de la expedición…
En la primavera del año siguiente, Freydis regresó a Groenlandia junto a
los suyos. A partir de ese momento se pierden en la oscuridad del
anonimato las huellas de su violenta vida.
La historia de este quinto viaje al Nuevo Mundo tiene caracteres
totalmente increíbles. El desconocido cronista muestra con demasiada
claridad su preferencia por los detalles dramáticos. El elemento de balada
de la saga nórdica absorbe por completo la sustancia épica de la narración
del descubrimiento.
Hace ya medio siglo que se presentó esta objeción contra la leyenda de
Vinland. Fritjof Nansen, por ejemplo, el explorador noruego del polo,
rechazó la saga de Erik y de Karlsefni como un mero producto de la
fantasía surgido de los sueños despiertos de los vikingos. Nuevas
investigaciones han demostrado que estos relatos no sólo contienen un
núcleo sólido, capaz de resistir cualquier investigación crítica, sino también
numerosos detalles que demuestran un conocimiento exacto de las
condiciones náuticas y geográficas. Ese aspecto se refiere principalmente al
relato de la «búsqueda de su padre» por parte de Björn.
El «seco diario, sin artificio alguno, de navegación» contiene «datos tan
significativos» y precisos que permiten dibujar la ruta. Desde Eyrar, en la
parte occidental de Islandia, Björn, primero navegó durante tres días rumbo
a Poniente. Cuando, al cuarto día, se vio envuelto en la niebla, había
perdido de vista las montañas de Islandia, la cual dejaba atrás, y le faltaban
dos días de viaje para llegar a Groenlandia. Datos, todos ellos
comprobables, que permiten suponer una singladura de treinta millas
marinas por día (unos cincuenta y cinco kilómetros).
Después de muchos días de navegar sin orientación ni rumbo, a causa
de la noche y la niebla, Björn gozó de nuevo de una vista despejada, lo que
permite aventurar que la corriente de Groenlandia del Este lo hubiese
remontado hacia el Sudoeste. Björn no conocía esa corriente y, por tanto,
obró con lógica cuando de nuevo se dirigió hacia Poniente, única dirección
en la que podía buscar a Groenlandia. En realidad, se encontraba a la altura
de la costa oriental americana, que avistó un día más tarde: una costa con
pequeñas colinas y bosques indescriptibles. El noruego Brogger, que ha
investigado el viaje de Björn, desde su perspectiva de geógrafo con
formación marinera, cree haber localizado este paraje en el sur de Labrador,
a la distancia de unos mil kilómetros de Groenlandia.
Puesto que Björn dejó esa tierra a babor, cabe suponer que siguió
navegando hacia el Norte, bordeando las numerosas islas y ensenadas de
Labrador, de las cuales, como marino prudente, se mantuvo apartado contra
los deseos de su tripulación. La tercera tierra que avistaron, de escarpados
bordes y picos y surcados por blancos heleros, es presumible fuera la punta
sur de la isla de Baffin. Eso cuadra con la descripción de que a partir de allí,
«llevado de fuerte brisa, con las velas firmes y capeando el temporal»,
tomase curso hacia el Sudeste y de esta manera llegase a Groenlandia.
Más difícil resulta reconstruir el viaje de Leif Eriksson, ya que lo
estrictamente marinero de esta parte del relato cede el lugar a la fantasía
marinera. Por eso la cuestión sobre el emplazamiento exacto de Vinland
descubierto por Leif no ha hallado aún una respuesta irrebatible. Se han
investigado, como posible lugar de su asentamiento, casi todos los estados
de la costa oriental de Norteamérica, desde Terranova hasta Massachusetts,
pasando por Carolina del Norte y Florida. Pero el interés se ha concentrado
principalmente en la comarca que se extiende entre Nueva York y Boston,
por tanto en los estados de Connecticut y Massachusetts. Tres caracteres
que se repiten constantemente en la saga desempeñan un papel importante
en esta búsqueda: el salmón, el vino y el trigo silvestre.
El salmón, típico pez de agua dulce, no desciende hacia el Sur más allá
del 41° de latitud. Su frontera llega casi exactamente a la altura de Nueva
York. Las cepas silvestres no rebasan el 46°, y el trigo silvestre, el 48°. El
promedio de estas tres situaciones se ubica en el 42°. Por eso, donde
primero se ha intentado localizar la Vinland de los vikingos ha sido entre
los 41° y 42° de latitud, por los alrededores de Boston, donde con razón se
ha erigido un monumento a Leif Eriksson, puesto que aquí las
segregaciones vegetales llamadas «rocío de miel» no constituyen ninguna
rareza científica. Y, para más abundamiento, indígenas de las costas
orientales americanas empleaban las hondas que se describen en la saga.
Con muchos visos de seguridad, de las fuentes escritas se deduce que
los vikingos de Groenlandia llegaron varias veces al Nuevo Mundo, que allí
realizaron varios intentos de colonización y que dominaron de modo
magistral las dificultades del viaje de ida y de regreso. Si bien las sagas
están recargadas de imágenes literarias y plagadas de una terminología
propia de descubridores, su fondo admite toda investigación. En realidad
son mejores que su fama, fenómeno parejo a muchos escritos históricos
ampliamente criticados y aún desprestigiados procedentes de la Edad
Media.
También se considera como prueba de un viaje a Vinland una
inscripción rúnica encontrada en Hönen, en la comarca noruega de
Ringerike; por el contrario, la piedra de Kensington, en el estado americano
de Minnesota, que durante mucho tiempo se la consideró como un testigo
principal e irrebatible de la aventura de los vikingos en el Nuevo Mundo, se
ha rechazado por tratarse de una falsificación.

¿Llegaron los vikingos a Minnesota? En agosto de 1898 el granjero Olaf


Ohman, residente en la 14.a sección del distrito urbano de Salem, en
Kensington, estado de Minnesota, al arrancar un álamo, encontró una
singular piedra sepultada en la tierra: se trataba de una piedra de ochenta
centímetros de longitud, cuarenta centímetros de anchura y quince
centímetros de espesor, con dos inscripciones rúnicas.
Olaf Ohman contaba entonces cuarenta y tres años. Nacido en Suecia,
vivía desde 1881 en los Estados Unidos y cultivaba con éxito, a la manera
de sus padres, una finca de extensión mediana en el territorio de los
Grandes Lagos. Desde su juventud conocía los signos rúnicos por haberlos
visto en viejos libros y calendarios escandinavos. Por eso no le causó la
menor sorpresa, ni tampoco a sus vecinos, que en su mayoría habían
emigrado de países del norte de Europa y eran gentes honradas y sobrias, el
hallazgo de una piedra rúnica aprisionada por las raíces del álamo, de unos
setenta años de antigüedad, como por los brazos de un pulpo.
La noticia se extendió rápidamente y pronto la finca de Olaf Ohman se
convirtió en meta de muchos investigadores y curiosos que, como
peregrinos, venían desde lejos a caballo o en carruaje para ver con sus
propios ojos la extraña piedra. Las visitas llegaron a ser tan numerosas, que
el diligente Olaf Ohman trasladó su hallazgo a una casa de banca de
Kensington, que la expuso en un escaparate, donde millares de personas
admiraron esta piedra.
Como el granjero no estaba en situación de descifrar las dos
inscripciones —nueve líneas en la cara anterior, más otras tres en uno de los
costados, a lo largo de la piedra—, envió copias exactas del texto a los
escandinavistas de las universidades de Minnesota y del Noroeste, los
profesores Breda y Curme. El resultado fue negativo tanto con uno como
con otro; George O. Curme incluso llegó a calificar rotundamente la
inscripción de burdo engaño. Molesto por ese resultado, el granjero Ohman
dispuso de su costosa piedra, tan duramente escarnecida por la ciencia, para
colocarla como umbral en la puerta de su granero.
Allí, en agosto de 1907, fue descubierta por segunda vez. Su Colón fue
un joven científico llamado Hjalmar R. Holand que por aquel entonces
estaba enfrascado en la redacción de una historia de los asentamientos
escandinavos en América. Fue un encuentro fatídico, porque el americano
Hjalmar R. Holand (también de padres suecos) sacrificó a la piedra de
Kensington toda su vida. Obsesionado con la idea de demostrar su
autenticidad, hizo del hallazgo del granjero Ohman algo semejante a un
mito nacional.
En el año 1908 publicó una primera traducción de las dos inscripciones.
En ellas se hablaba de ocho suecos y veintiún noruegos que se encontraron
en un viaje de descubrimiento desde Vinland hacia el Oeste, «un viaje de
varios días al Norte de esta piedra», donde montaron un campamento.
Algunos de ellos habían estado «un día fuera» para pescar. A su regreso
encontraron a diez miembros de su grupo asesinados «rojos de sangre y
muertos». La línea final decía: «AVM (Ave Virgo María) líbranos del mal.»
El texto de uno de los cantos decía que diez hombres «habían muerto en un
viaje de catorce días desde esta isla al mar para cuidar de los barcos». Como
final constaba el año: 1362.
Un año más tarde, Hjalmar R. Holand solicitó del granjero Olaf Ohman
y de su vecino, Nils Flaten, una minuciosa declaración sobre las
circunstancias del hallazgo y la hizo autenticar en el condado de Douglas en
el despacho del notario Rasmussen. Al mismo tiempo empezó a luchar con
la constancia de un corredor de maratón en pro de la piedra Kensington. En
incontables artículos de periódicos y revistas defendía la autenticidad de las
inscripciones rúnicas con argumentos que empezaron a impresionar a los
científicos más cautelosos. El álamo de setenta años cuyas raíces habrían
mantenido sujeta a la tierra la piedra tal como la encontró la azada del
granjero Ohman, representó en toda esa historia un papel importante.
Demostraba que la piedra se hallaba enterrada desde hacía bastante tiempo,
por lo menos desde 1825. Por esta fecha la comarca de Kensington era aún
más amplia que sus límites actuales y estaba en su mayoría despoblada, lo
cual le hacía preguntarse a Holand quién habría podido tener algún interés
en colocar una falsificada piedra rúnica en una región completamente
deshabitada.
Otras consideraciones más importantes se referían a la fecha de 1362.
Holand procuraba relacionarla con la legendaria expedición Knudson que
en 1354 organizó el piadoso rey de los suecos Magnus Erikson con la
cristiana misión de llevar ayuda a los groenlandeses que padecían
necesidad. El hecho de que mediaran nueve años entre una fecha y otra
apoyaba las hipótesis de Holand. ¿No podían en ese tiempo los hombres de
la expedición Knudson haberse llagado hasta Vinland? ¿Y no era posible
que desde allí se hubiesen arriesgado a una incursión por el interior del
país?
Holand dedicó a su tesis mucho trabajo, muchas reflexiones, muchos
esfuerzos físicos y morales. El resultado lo expuso, además de en
numerosos artículos, en tres voluminosos libros cuyos títulos: La piedra de
Kensington, Hacia el oeste de Vinland y Descubrimientos en América antes
de Colón indican clara y escuetamente el objetivo de sus argumentaciones.
Con estos libros despertó mucha expectación y consiguió bastantes
aplausos; incluso el Museo Nacional Americano de Washington le
manifestó, en 1948, que sus pruebas eran tan convincentes que se imponía
considerar a la piedra de Kensington «como uno de los documentos
históricos más notables y de mayor valor» del Nuevo Mundo. A pesar de
eso, la mayoría de los expertos no respetan sus intrincadas
argumentaciones.
Le formulan objeciones importantes. ¿Están verdaderamente aclaradas
en su totalidad las circunstancias del hallazgo? ¿No resulta sospechoso que
la piedra de Kensington se descubra precisamente en una finca explotada
por campesinos de ascendencia escandinava? ¿No se mostraban tanto más
fuertemente impresionados los colaboradores científicos de Holand por su
tesis cuanto menos la comprendían? ¿Existió alguna vez esa expedición
Knudson en la que sólo es posible creer a base de un registro de privilegios
de Magnus Erikson? ¿Por qué no se ha encontrado en parte alguna noticia
escrita de ella?
Pero lo más grave continúa siendo, como antes de las objeciones de los
científicos, la afirmación del profesor Breda, el primer experto en
inscripciones rúnicas, que se ocupó del texto de la piedra de Kensington: el
lenguaje de este texto no es en modo alguno nórdico antiguo, sino una
mezcla de sueco, noruego e inglés, y los signos de escritura empleados no
corresponden a los signos rúnicos que se utilizaban en el siglo XIV. Y
finalmente el número del año, que si bien se reproduce con signos nórdicos,
está en sucesión árabe. Caso único en toda la literatura rúnica, porque en la
mayoría de las piedras antiguas, de las cuales casi todas proceden de
soberanos posteriores a Magnus Erikson, las fechas de los años están
escritas con cifras romanas o bien con los números escritos letra a letra.
En resumen: el mito Kensington no ha podido resistir un examen a
fondo. Aún se ignora quién fue el autor de tamaña falsificación.

La expedición a Vinland de Helge Ingstad. Hubo aún una serie de


posteriores hallazgos que despertaron curiosidad y que por lo menos los
americanos de ascendencia escandinava discutieron con la propensión nada
disimulada de no permitir que nadie pusiera en tela de juicio su
autenticidad.
Un tal señor Dodd encontró en mayo de 1930 en su campo en las
cercanías de Beardmore, junto al lago Nipigon, una vieja espada, una
herrumbrosa hacha de combate, así como la empuñadura y el saliente de un
escudo: armas y restos de armas indudablemente de procedencia nórdica.
Pero los hallazgos resultaban discutibles y una vez más un americano de
ascendencia noruega estaba mezclado en la historia. En el año 1952, en las
excavaciones realizadas en la península de Barnstable, al sur de Boston, en
una comarca que por situación y naturaleza es fuertemente sospechosa de
vikinguismo, se descubrieron unos roídos trozos de madera que en los
primeros momentos de entusiasmo se reputaron como restos de un barco
dragón; pero después hubo dudas bien fundadas. Durante mucho tiempo se
consideró una torre existente en Newport, en Rhode Island, como reliquia
de una iglesia erigida por los vikingos; hoy se sabe que su construcción data
de una época muy posterior.
Con tanto mayor interés, los escandinavos y los arqueólogos americanos
siguieron la campaña del noruego Helge Ingstad, quien en 1960 trató de
descubrir la legendaria Vinland de sus antepasados valiéndose de los
medios de la ciencia moderna.
Helge Ingstad es uno de esos profanos que tienen éxito en sus
investigaciones arqueológicas. Fue gobernador de Spitzbergen y por
primera vez los titulares de los periódicos se ocuparon de él en los años
treinta cuando ocupó para su país una ancha faja costera del nordeste de
Groenlandia. Las primeras experiencias con la azada las realizó con su
esposa Anne Stine, arqueóloga de profesión, en las excavaciones de
asentamientos de los vikingos realizadas en la parte sur de la isla.
Helge Ingstad preparó concienzudamente su expedición a Vinland. Leyó
toda la literatura precedente: las Historias eclesiásticas de Adam, así como
las Sagas de Groenlandia y los Anales islandeses, estudió viejos mapas, se
enfrascó en los datos náuticos reseñados en las sagas y se aprendió de
memoria la topografía de Terranova. Luego fletó un cúter con el cual
recorrió sistemáticamente el imprevisible y escarpado mundo insular que
orla las costas del hemisferio occidental, investigó la vegetación y la fauna,
habló con esquimales e indios, preguntó en todas partes por viejos restos de
edificios, y en largos vuelos sin motor para los cuales el gobierno
canadiense puso un aparato a su disposición, contempló mar y tierra a vista
dé pájaro.
Por último, concentró su trabajo de prospección en un punto de la tan
ricamente articulada costa de Terranova: una bahía de la península de
L’Anse aux Meadows no lejos del cabo Bauld, 9° de latitud al sur del
asentamiento de las Bygdes del Este, donde se encuentran las corrientes de
Labrador y la corriente de la desembocadura del río San Lorenzo.
En ese paraje descubrió un lugar que coincidía exactamente con la
descripción tradicional: una ensenada con verdes prados, un arroyo que
proporcionaba agua fresca y copiosa, buenos campos de cultivo, orillas de
suave acceso, mucha madera apta para la construcción, mar con abundancia
de peces e ingente caza en los bosques.
Helge Ingstad se sintió, según sus propias palabras, desde la primera
mirada, en el ambiente de las fincas vikingas de Groenlandia. Pero lo más
importante para él eran «algunas inequívocas y cubiertas elevaciones que
casi desaparecían entre la hierba y los matorrales». Indudablemente restos
de edificios, pero restos viejos, viejísimos, a los que hasta entonces nadie
había concedido siquiera una mirada.
Las excavaciones duraron hasta mediados de los años sesenta. Al cabo
de dos veranos el éxito fue patente. El lugar de trabajo en que se apoyaba
Ingstad para su búsqueda del supuesto campamento de Leif se extendía
constantemente. En 1962, científicos de Suecia, Noruega y Canadá, de
Islandia y Terranova tomaron parte en la campaña. Y a pesar de que el lugar
de las excavaciones estaba en el extremo norte, en una punta de tierra
adelantada hacia el norte de Terranova, no dejaban de acudir visitantes.
«Los aviones venían como mosquitos»; apareció un obispo con todo su
séquito de clérigos vestidos de negro, un ministro con sus colaboradores
más allegados, y, finalmente, incluso el gobernador de Terranova. Llegaban,
se informaban sobre el objeto y el progreso de los trabajos en curso… y se
asombraban. ¿Y el resultado? Helge Ingstad, spiritus rector de la empresa,
se ha expresado muy lacónicamente en su libro sobre el primer
descubrimiento de América:
«Fueron desenterradas ocho casas, entre grandes y pequeñas, una forja;
además… tres grandes artesas, de las cuales dos debían de ser marmitas
para cocinar. En la tercera se encontró carbón de leña, probablemente para
el trabajo de la forja… Los edificios, y por cierto en primer lugar el mayor,
que comprendía cinco o seis habitaciones… con vestíbulo y otros detalles
que se conocen en la manera de construir durante la era de los vikingos en
los territorios del Norte. Lo mismo ha de considerarse en cuanto a las
chimeneas.
»De los objetos encontrados hay que mencionar algunas herramientas
de piedra, cierto número de agujas mohosas, trozos de hierro fundido, un
pedacito de cobre…, una primitiva lámpara de piedra de tipo análogo al que
conocemos de la baja Edad Media en Islandia, una piedra de afilar agujas
de cuarzo y el fragmento de una aguja de hueso de tipo nórdico. A todo eso
hay que añadir el hallazgo más importante, un tomo de hilar de esteatita que
indudablemente también es de tipo nórdico.»
Y continúa: «Doce muestras de carbono (C-14) de las: casas, la forja y las
artesas. Todos los análisis coinciden, poco más o menos, en las
proximidades del año 1000, o sea, en la época en que Leif Eriksson y otras
expediciones de la saga se hicieron sucesivamente a la vela hacia Vinland…
El material reunido justifica, por tanto, la afirmación de que unos quinientos
años antes de Colón hubo normandos establecidos en L’Anse aux
Meadows.»
Como es natural, no era posible demostrar que se trataba del
campamento de Leif. Sin embargo, los datos escuetos, aunque bastante
exactos, de la saga groenlandesa hacen que esto parezca verosímil. El viaje
desde Groenlandia a la actual L’Anse aux Meadows, que en vista de los
innumerables fiordos, bahías e islas en esta parte del mundo parece tan
extraordinariamente difícil, en realidad era muy fácil. Los navegantes que
emprendieron el viaje hacia Vinland sólo necesitaban «después de cruzar el
estrecho de Davis, pensar en una cosa: mantenerse a la vista de tierra por el
Oeste… y luego simplemente poner rumbo a lo largo de la costa de
Labrador hacia el Sur hasta que Terranova surgiese directamente en la
singladura. La isla sagrada sería entonces un hito inconfundible e
inmediatamente detrás estaba L’Anse aux Meadows».
«Así de fácil era la ruta. Leif Eriksson podía sentarse en su vestíbulo de
Groenlandia y con las escuetas palabras de la saga hacer tal descripción del
viaje que resultaba imposible no comprenderlo.»
Entonces, ¿se habían encontrado, por fin, los asentamientos americanos
de los colonizadores vikingos de Groenlandia? Persiste una duda en cuanto
al reconocimiento de los logros de los trabajos de Ingstad. A pesar del torno
de hilar y de los resultados C-14 no es posible, en vista de las muy severas
exigencias de la ciencia actual, según Almgren, «fechar de modo indudable
estas ruinas, que en muchos aspectos recuerdan hallazgos de tipo nórdico
correspondientes a la Edad del Hierro».
A pesar de esta objeción, hoy nadie duda seriamente de que Helge
Ingstad haya descubierto la dirección acertada. Si el campamento de Leif
estuvo o no realmente en L’Anse aux Meadows, puede ser objeto durante
algún tiempo de incontadas y sutiles discusiones. Pero ya no cabe dudar de
que las huellas de los vikingos hay que buscarlas en la punta norte de
Terranova y que la comarca que rodea al cabo Bauld es idéntica a la de la
legendaria Vinland.
TERCERA PARTE — LA SOCIEDAD DE LOS
VIKINGOS

CAPÍTULO QUINTO

«CREO EN MI FUERZA, Y EN NADA MÁS»

Los elementos fundamentales del código moral nórdico

Rubios y altos como palmeras. / Valkirias en domingo. / Corceles de las


olas, peces de la tempestad, abejas de las heridas. / Un joven señor prueba
su espada. / La muerte del cantor Thormod. / La venganza era un deber de
la estirpe. / Metafísica en la vida cotidiana. / El Knigge de Odín.

Rubios y altos como palmeras. Rollón, el primer duque de Normandía, era


tan alto y pesado, que ni el más fuerte caballo podía sostenerlo. El cronista
fuldense alababa la belleza, la alta estatura y las formas nobles de los
guerreros vikingos. El árabe Ibn Fadlan parece haberse sentido un enano al
contemplar a los comerciantes varegos con los que coincidió en su viaje a
Bolgar. «Nunca había Visto antes a hombres de una construcción corporal
más perfecta —dice en sus notas—. Son altos como palmeras y tienen los
cabellos rubios.» Del mismo modo su paisano Amin Razi quedó
fuertemente impresionado por el cabello de zorro, la piel blanca y la colosal
prestancia de las figuras de los comerciantes suecos.
Pero la arqueología y la antropología han corregido ampliamente estos
datos. Según las medidas de los esqueletos, la altura media de los antiguos
daneses se calcula en 1’70 metros, y la de los suecos, en 1’72. Por tanto, no
eran altos como palmeras, pero sobrepasaban un buen palmo a los
habitantes de la Europa central de aquellos días y casi una cabeza a los
menudos árabes.
También la fuerza y la dureza, la resistencia y la tenacidad de los
vikingos se ven confirmadas una y otra vez. Todos sus contemporáneos se
asombraban de su resistencia al frío, a la humedad y a otras inclemencias
del tiempo. Incluso el calor enervante de los países mediterráneos les
sentaba bien a los guerreros nórdicos, según las descripciones de los
cronistas, por lo menos mejor que a sus antepasados cimbrios y teutónicos,
cuya fuerza combatiente desaparecía con rapidez bajo el sol abrasador del
sur de Francia y de Italia.
Sin embargo, la investigación moderna tampoco ha podido confirmar la
tradicional imagen de los saludabilísimos superhombres vikingos. Los
vikingos tuvieron que pagar un crecido tributo a las húmedas nieblas y a los
helados vientos de las latitudes nórdicas. Con seguridad el artritismo y el
reuma eran los azotes que los atenazaban y contra los cuales no conocían
hierba alguna que los aliviara. Las espaldas y las caderas encorvadas eran
deformaciones corrientes, como lo demuestran las investigaciones
realizadas en los esqueletos hallados en Noruega y Jutlandia. Hay que
achacar a la carencia de aislamiento y calefacción en las casas el principal
origen de tales deformaciones.
Los resultados obtenidos en un intento de diagnóstico racial tampoco
ofrecen un cuadro muy brillante. Cierto que tanto en Dinamarca como en
Noruega dominaba en los esqueletos masculinos el cráneo dolicocéfalo
nórdico, pero en los femeninos sólo era dolicocéfalo en un cincuenta por
ciento; una tercera parte aproximadamente se identificó como mesocéfalo, y
el resto como braquicéfalo. En las investigaciones realizadas en Islandia, la
aportación celta era inconfundible.
No sabemos mucho de las caras. Ni los cronistas eclesiásticos ni los
narradores de sagas se interesaban mucho por el aspecto fisionómico.
Asimismo las imágenes plásticas que reproducen una cabeza humana, por
lo general renuncian a los rasgos individualizadores. En las pocas
excepciones que conocemos, se trata de miniformatos de escasa fuerza
expresiva. Una hebilla de bronce sueca muestra un rostro de mujer ancho y
vigorosamente grabado; una escultura de hueso hallada en Sigtuna, una
cabeza de guerrero de rostro pequeño de voluntariosa y saliente mandíbula.
Pero la ciencia se niega a deducir conclusiones definitivas de tales objetos
de adorno.
Sin embargo, estas diminutas esculturas proporcionan algunos detalles
sobre los peinados vikingos. La mujer representada en la hebilla lleva un
peinado liso sujeto por una cinta que le circunda la frente; el guerrero de la
escultura de hueso muestra una poblada barba y una ordenada cabellera que
le llega hasta el cuello. Según las fuentes escritas, las ondeantes melenas y
las pobladas barbas constituían, por lo menos en los tiempos primitivos, el
orgullo de los hombres; posteriormente se pusieron de moda los rizos y
bucles. Por el contrario, los caballeros normandos preferían, como muestran
las imágenes del tapiz de Bayeux, un corte de cabello a cepillo y mejillas
afeitadas o de barba rala. Cabezas enmarañadas y barbas floridas sólo se
encuentran entre trabajadores normandos de astilleros y guerreros
anglosajones. Los tocados de cabeza se empezaron a utilizar en el siglo XII.

Valkirias en domingo. Sobre la vestimenta estamos informados con más


exactitud, principalmente gracias al friso de Oseberg y a los tapices de
Bayeux; y también las piedras rúnicas de Gotland, las valkirias de Oland y
de Upland y los «hombrecillos de oro» de Eketorp han aportado muchos
datos en este aspecto.
Según esos documentos, la pieza principal del atuendo masculino
consistía en una túnica de lino o de lana que se echaban sobre la cabeza
como un capote y que llegaba hasta medio muslo y muchas veces incluso
hasta las rodillas. Las mangas tipo jubón se ajustaban al talle y de este
modo, si se llevaba la túnica sin cinturón, daba la oportunidad a quienes
tenían buena figura de lucir los bíceps y el pecho.
Si los faldones del capote se remetían bajo el cinturón, la vestimenta
dejaba también al descubierto la parte superior del muslo en los casos en
que, en lugar de calzoncillos largos, sólo se utilizaban los Broche o Bruche,
especie de shorts que han perdurado en los breeches ingleses, pero que al
contrario que éstos sólo tapaban la parte inferior del tronco y la parte
superior de la pierna. Los leñadores, los lancheros, la gente de mar, los
cocineros y los campesinos de Normandía parece que, por lo menos en los
duros trabajos corporales, tenían bastante con tan escasa ropa; también en
este aspecto los tapices de Bayeux proporcionan un testimonio excelente.
Pero lo normal era que a la túnica nórdica se añadiesen perneras que
llegaban hasta los pies. Al principio ceñidas, fueron ensanchándose con el
transcurso del tiempo hasta convertirse en amplios calzones bombachos
cuyo paño no era el último detalle en revelar la posición social de su
poseedor. Cuanto mayor era la reputación de éste y más interés tenía en
presentarse como hombre de mundo y de buenos ingresos, tanta más tela
empleaba en el recubrimiento de sus piernas. Para los señores de Bayeux
parece que lo más elegante consistía en una especie de superknikkerbocker
de corte oriental, cuyos colores recorrían todas las gamas del arco iris.
En general, los caballeros normandos estaban muy al tanto de la moda.
Los señores llevaban capas sueltas o esclavinas de tres cuartos que se
sujetaban bajo el mentón o sobre los hombros con adornadas hebillas.
Personalidades especialmente distinguidas muestran su categoría y su
dignidad mediante ligas verdes de extremos caídos; incluso el sobrio duque
Guillermo parece haber concentrado su alegría en vestidos que producen la
impresión de la abigarrada cola de un pavo real.
Los caudillos y comerciantes vikingos que se habían enriquecido
gustaban de llevar por casa pantalones y jubones con costosos aditamentos
de pieles, sobre todo de castor y de marta cebellina. Lo mismo hacían con
sus abrigos, que acaban en una especie de trenzas de piel, lo cual, además
de por el friso de Oseberg, está también confirmado por Ibn Fadlan. Según
la descripción de este árabe ansioso de saber, los comerciantes varegos sólo
se cubrían un hombro con esta prenda, disposición que confería a sus
portadores un aire muy senatorial. El brazo que quedaba al descubierto se lo
tatuaban o se lo pintaban «desde la punta de las uñas hasta el cuello» con
arabescos, árboles y figuras.
Pero el corazón se les iba detrás de anillos de oro, brazaletes en espiral y
diademas para la cabeza. Las tumbas de Birka, cuyos datos confirman
igualmente el amor que los señores nórdicos sentían por los adornos y los
vestidos, contenían (según Brondsted) bordados de oro de una
extraordinaria finura, «además de trabajos de pasamanería, espesos
brocados de oro y trencillas de la mejor calidad». Al guerrero de Mammen,
en la Jutlandia central, lo cubría un manto con bordados y las mangas eran
«de seda acolchada de lana con incrustaciones de hilos de oro», la cinta de
la frente estaba formada por dos tiras de seda en forma de flámulas «cuya
parte central, bordada con hilo de oro, consistía en dibujos muy artísticos a
manera de lazos», una vestimenta que incluso en el último lugar de
descanso del señor de Mammen hacía que pareciera un emporio de la
vanidad.
El vestido corriente de las mujeres era simple: sobre una camisa de lino
que llegaba hasta los pies, la mayoría de las veces plisada (las camisas de
lana se consideraban como cilicios), llevaban un conjunto de dos partes,
sujetado exteriormente con dos tiras al corpiño. Después llevaban (siempre
según Brondsted) «una esclavina de mangas más o menos largas», algo
parecida a la capa actual. A pesar de su sencillez, había en toda aquella
vestimenta algo pomposo; en realidad, las bien vestidas matronas vikingas
con sus ropas amplias y abuñoladas aparecen, por lo que vemos en el friso
de Oseberg, como vigorosas damas dedicadas a sus quehaceres domésticos
y ligeramente envejecidas, pero siempre como valkirias en domingo.
Para las muchachas, todo era más fácil. En uno de los carros de Oseberg
aparecen vestidas con faldas cortísimas y botas altas, descocadas y
atractivas, más Dianas que valkirias.
Naturalmente también las mujeres vikingas eran muy sensibles a los
adornos de toda clase. El perspicaz árabe Ibn Fadlan ha descrito sus adornos
con una minuciosidad que muestran cuán impresionado quedó ante la
ingenua alegría que el mundo de las damas varegas mostraba por el oro y la
plata.
«Estas mujeres —anotaba en el párrafo 82 del fascinante relato de su
viaje— llevan prendida sobre cada uno de sus pechos una cajita de hierro,
plata, cobre u oro, según la categoría y el valor de la fortuna de su marido;
cada cajita contiene un anillo y junto a ella un cuchillito, también cosido al
pecho. Rodean sus cuellos recios collares de oro y plata. Porque el marido
que posee diez mil dinares (unos diez mil gramos de pesadas monedas
árabes de plata), hace que su mujer lleve un collar. Y por cada diez mil
dinares más su mujer luce otro collar más.»
Las sagas islandesas confirman este extendido gusto, seguramente muy
costoso, por los adornos. En el poema de Rigthula se habla, por ejemplo, de
una mujer que llevaba «joyas en la cabeza y en los tirantes de los hombros».
También los cementerios de los vikingos corroboran la exactitud de estos
datos. Las tumbas de mujeres de Birka proporcionaron gran cantidad dé
muy diversas joyas: anillos y cadenas, alfileres y broches, collares de oro y
de perlas para las damas más ricas. No cabe menos que conjeturar que las
damas de los reinos vikingos, cuando se engalanaban para actos solemnes,
centelleaban como ángeles cubiertos de oropel, para alegría de ellas mismas
y provecho y edificación de sus maridos, que de este modo demostraban de
manera convincente su solidez financiera.
A pesar de esto, las Evas vikingas —las Thordis y Thorgerds, las
Gudruns, Herthruds y Vigtis o como quiera que se llamasen— también, por
lo visto, sabían hacer resaltar sus encantos naturales. Los desnudos, blancos
y relucientes brazos de las orgullosas mujeres y jóvenes del Norte, que se
quedaban al descubierto, queriendo sin querer, al deslizarse el manto,
desempeñan en las sagas islandesas casi el papel de un estimulante erótico.
Y de la altiva Hallgerd, la viuda del valle de Lachswasser, se dice que «era
muy hermosa de rostro y de gran estatura», y tenía un cabello tan
abundante, «que podía taparse con él». Por lo visto costaba mucho trabajo
peinarle los cabellos, tanto si se los dejaba caer «ricos y brillantes» hasta el
pecho como si se los disponía recogidos.
En general, parece que cuidaban su belleza. El árabe At-Tarcuschi, que
alrededor de 950 realizó una visita a Haithabu, habla de un sombreador para
los ojos que también utilizaban los señores del lugar, porque, como añade
At-Tarcuschi, realzaba «la belleza tanto de los hombres Como de las
mujeres…». Pero no ha revelado la receta.
La jactancia y la búsqueda de la corpulencia también tenían su puesto
en la sociedad de los vikingos. Es inconfundible su rasgo de ostentación y
de alarde, en nada modestos, ya que no reparaban en medios. Apenas
crecidos, aquellos hijos de la naturaleza mostraban su predilección por los
aspectos burdos y vulgares: músculos y brazos desnudos, adornos
decorativos y ostentación ruidosa, calzones abigarrados y trajes de seda
escarlata; en resumen, las características del nuevo rico: lo chillón de los
colores y el atuendo centelleante.

Corceles de las olas, peces de la tempestad, abejas de las heridas. Barrocos


ornamentos caracterizan también el atuendo lingüístico: la ampulosa forma
de comunicarse entre sí e incluso de esconder simples expresiones tras
suntuosas guirnaldas de palabras. Por lo visto, el lenguaje de los bardos
había coloreado la lengua cotidiana. El arte de la disimulada alusión y de la
descripción florida, de las peroratas y de las cantarinas ristras de palabras
que, en las epopeyas de los cantores, celebraban los triunfos de los
guerreros, penetró en el lenguaje usual y tuvo como consecuencia una
sobrecarga de metáforas.
El oro se les aparecía como un dragón; por tanto, una mujer adornada
con oro era como una diosa de un campamento de dragones. El fuego se
convertía en «azote de los bosques»; los dedos del pie se trocaban en
«ramas del pie»; el antebrazo se llamaba «país del halcón» (porque era
donde se llevaba a los halcones de caza amaestrados); las costas rocosas de
los lagos noruegos eran «un cinturón chapado de islas»; a un guerrero caído
lo llamaban «encina de Odín»; el arte poético recibía el nombre de
«hidromiel de Odín»; el pecho pasaba a ser la «vivienda de la risa».
La mayoría de las denominaciones las componían para su criatura
predilecta: el barco. La escala de las imágenes oscila desde «pájaro de
quilla» hasta «puñal de fiordo», desde «chivo de mar» a «caballo de lago»,
desde «corredor de olas» hasta «cisne divino del mar», desde «corcel de
olas» a «dragón de barco». Al océano lo describían como «pista de la
aventura»; al dios del mar, Agir, que al mismo tiempo se encargaba de
llevar al Walhalla el suministro de hidromiel, lo describían como
«cervecero de ondas»; las olas que él originaba, de acuerdo con el nombre
de su hija, recibían el apelativo de «hermanas de Kolga». A las tormentas
las comparaban con «lobos esteparios» o con «monstruos gigantescos» que
iban detrás de sus barcos. La fantasía de este pueblo había adornado
también el mundo de las armas y de la guerra con una gran abundancia de
originales y extrañas imágenes. La espada se convertía en «pez de la
tempestad del combate», en «escudo contra el espíritu maligno», en «rama
de sangre», en «mordedor de piedra de molino». Para la flecha inventaron
la maravillosa imagen «abeja de las heridas»; para el combate de hombre
contra hombre, expresiones tales como «tormentas de lanzas» o «grito de
lanzas». La cabeza se designaba como «sede del casco»; el escudo, como
«luna del barco»; la serie de escudos en el costado de la embarcación, como
«follaje de los árboles en el campo del rey del mar», descripción
verdaderamente complicada, pero todavía superada, y en mucho, por la
expresión que cita Almgren de «lanzador del fuego de la tormenta del
espíritu maligno contra la luna protectora del corcel del barco». No ha de
sorprender, pues, que resulte vulgar la modesta denominación de barco de
guerra.
Sin embargo, los vikingos también solían emplear el arte del apodo
breve y certero; incluso parece que les causaba un furtivo placer concentrar,
por así decirlo, los rasgos característicos de sus conciudadanos en la
brevedad de un apodo, habilidad ésta en la cual Strasser ve «una
contemplación amablemente fuerte, una aguda observación y un ingenio
osado».
Un encanto realmente rústico se desprende de estos apodos. El poema
de Rigthula llama a los campesinos Barba de Pincho y Barba de Gavilla,
Portero y Paladín, Mozo y Guerrero. También nombres como Baluarte de
Bocados, Thorsten Masticador de Bacalao y Mono Calvo nos han sido
transmitidos por la tradición. Aún más diestras son las designaciones de los
siervos. Se llamaban Cuidavacas y Camorrista, Tosco y Jorobado, Zoquete
y Batido de Huevo, Barrigón y Pellejo de Lobo. Pero también sus caudillos
y reyes obtenían certeras y enérgicas caracterizaciones. Hubo un Harald
Pies de Liebre (a causa de su andar rápido y algo desgarbado) y Harald
Dientes Azules, un Harald Cabellos Hermosos y un Harald Capagrís, un
Ingjold Malaidea y un Eyvind Valentón, un Halvdan Piernas Blancas y un
Ragnar Pantalones de Cuero, un Erik Hacha de Sangre y un Björn Costado
de Hierro, un Sigurd Ojos de Serpiente y un Olav Patas de Gallo, un Olav
Leñador y un Olav Rey de la Suerte, y la esposa de Olav el Sabio sólo era
conocida con el nombre de Aud la de los Ojos Profundos.
Por tanto, el lenguaje nórdico era además de extremadamente rico en
imágenes, transido de ironía y de malignidad. Los vikingos abundaban no
sólo en comparaciones extrañas hoy apenas comprensibles, sino que tenían
una aguda visión y un sentido muy perspicaz para las debilidades de sus
contemporáneos, especialmente para las limitaciones humanas. La amplitud
de su crítica oscilaba desde la exageración más barroca hasta la sobriedad
más objetiva. Con su temperamento desbordado revelaban una inteligencia
fuerte aunque ingenua. Por su lenguaje eran atletas del sentimiento, al
mismo tiempo que fríos razonadores.

Un joven señor prueba su espada. La idea de «fuerza» está en lo más alto


de la escala de sus valores. Sin embargo, sería demasiado simple
considerarlos unos inconsiderados y ruidosos adoradores de la fuerza. En su
entrega a los impulsos ciegos del cuerpo y del alma había un rasgo mítico.
Los vikingos amaban la lava del sentimiento volcánico y vivían en
elemental comunidad con sus impulsos. La debilidad se les aparecía como
vergüenza y fracaso, más aún: como un crimen. Conseguir la fuerza,
poseerla y mostrarla era para ellos su exclusiva misión en la vida.
—Dime en qué crees —le preguntaron a un guerrero nórdico.
—Creo en mi fuerza, y en nada más —fue la lapidaria respuesta.
Puesto que eliminaban a los niños débiles y enfermizos, el desarrollo
sistemático del élan vital empezaba desde la cuna. En lo sucesivo, la
educación tendía a despertar una moral de combate que sometía a los niños
y jóvenes vikingos a unas exigencias casi totalitarias. Los ejercicios
corporales constituían el duro meollo de esta educación. El manejo de la
honda, los saltos, las carreras, la equitación, el alpinismo y la natación eran
las disciplinas fundamentales en las que los retoños nórdicos eran
sometidos a prueba y entrenados. Y naturalmente, desde temprana edad se
empezaba a aprender el manejo de las armas.
Las sagas de Islandia destacan el respeto con que se registraban y
honraban las marcas corporales. Harald Dientes Azules fue un admirado
patinador sobre hielo. El Gunnar de la saga de Nial saltaba, completamente
equipado, obstáculos de la altura de un hombre o arroyos de más de seis
metros de anchura. Se cuentan verdaderas maravillas en logros atléticos y
artísticos de Olav Triggvason, el superhéroe de los relatos nórdicos. Podía,
fuera bordo, «mientras los hombres remaban», correr sobre los remos de su
embarcación al igual que, con arco y flecha, arrebatarle a un niño una bola
de madera colocada encima de la cabeza. Era capaz de realizar juegos
malabares con tres espadas al mismo tiempo y efectuar tan peligrosa tarea
incluso en la borda del barco. No tenía dificultad en arrojar dos lanzas al
mismo tiempo y recoger una lanza enemiga, aparte que era un nadador
incansable y más rápido que el más veloz de los caballos.
Se trate o no de fábulas, tales descripciones muestran una vez más las
artes deportivas y guerreras que más admiraban los vikingos; el hacha, la
lanza y la espada eran los juguetes favoritos de los hijos de los campesinos
vikingos. Ya de muchachos aprendían que el hombre libre se diferencia de
los siervos no sólo por llevar armas, sino por saber manejarlas. El combate
con espadas se ejercitaba con gran apasionamiento. Los profetas del mundo
nórdico han estado cantando hasta hoy las poesías transidas de los destellos
de los espadachines de la tradición.
Naturalmente era inevitable que corriese la sangre. La vida tenía poco
valor, incluso la vida propia. Un desprecio real y sombrío a la existencia era
la ley fundamental de la ideología nórdica. El mandamiento «No matarás»
no tenía entre los vikingos validez ni atracción alguna. Por el contrario, caer
en el combate redimía a la par que ennoblecía la vida más insignificante.
Los autores de las sagas han aunado de modo inseparable los temas de
la muerte y de los muertos. Es algo que aparece repetidamente en los
destinos de las familias campesinas nórdicas. Son variaciones éticas que
muestran cómo los vikingos desde su juventud se sentían sometidos a la ley
del desprecio a la vida y a la de la familiaridad con los muertos. Un
muchacho de quince años es objeto de las burlas de sus compañeros de
juego que le reprochan que todavía no ha aprendido a derramar sangre.
Vuelve a su casa muy avergonzado; por la noche se levanta porque no
puede conciliar el sueño, agarra la lanza de su padre y traspasa con ella el
flanco de un caballo. Terminada la faena, vuelve a su camastro y se duerme
tranquilamente. Un niño de siete años, derrotado en una pelea por otro de
once, enarbola un hacha y le parte el cráneo a su camarada de juegos. Un
niño de doce años recibe una reprimenda de su padre. Como la reprensión
le parece injusta, decide vengarse, y para ello mata al administrador, a quien
su padre apreciaba mucho. El relato acaba con estas escuetas palabras:
«Padre e hijo nunca hablaron de eso, ni para bien ni para mal, y así
transcurrió el invierno.»
Una visión profunda de la estructura arcaica del psiquismo nórdico nos
la proporciona también la historia de aquel joven que ha ganado una espada
nueva: una maravillosa arma, de brillante acero, de dos filos, flexible y
esbelta. Cabalgando de vuelta a casa, el joven vikingo pone a prueba la
fuerza y la calidad de su espada. Después de haber derribado varios
arbustos y de haber decapitado algunas copas de árboles, se encuentra con
un siervo de su padre. De un solo tajo le corta la cabeza. Muy feliz, el joven
señor habla a los suyos de su nueva espada y de las pruebas que ha hecho
con ella.
Nunca se ha formulado con una dureza más insólita el nulo aprecio en
que se tiene la vida humana. Ni siquiera los panegiristas de la vida nórdica
han conseguido hacer comprensible este rasgo presentándolo como
elemento fundamental de una primitiva ética guerrera. Los científicos
actuales evitan interpretar semejantes historias y caracterizan el «hábito
psíquico de los vikingos» como parte de un mundo en el cual aún no se
había descubierto el concepto de la moral y en que la vida humana estaba
sometida a la brutalidad de las leyes de la naturaleza.

La muerte del cantor Thormod. Se impone hacer una salvedad. Cierto que
estaba permitido matar a un hombre, pero el código de honor vikingo exigía
que para hacerlo, al menos entre iguales, se respetasen ciertas reglas, y las
dos partes arriesgasen la cabeza y el cuello. Matar por la espalda o
amparado en la oscuridad se consideraba despreciable y se juzgaba en
consecuencia; en los casos graves incluso se penaba con el destierro. El
robo también había que hacerlo a cara descubierta: el botín era algo
completamente distinto de un hurto vulgar y despreciable.
La saga de Egill ilustra esta actitud con una historia muy gráfica. Su
héroe cae prisionero de un campesino. Pero consigue liberarse e incluso
apropiarse de las piezas de plata de su aprensor. De pronto, cae en la cuenta
de que se portará como un cobarde ladrón si se lleva la plata a escondidas.
La consecuencia inmediata es que vuelve a entrar en casa del campesino,
los despierta a él y a sus familiares y a medida que lo hace los va matando
uno a uno. Tranquilo ya, regresa a su casa, convencido de que se ha ganado
la plata honradamente, esto es, jugándose la vida.
Por tanto, una descarnada moral llena de violencia y cuyo corolario
lógico era que nada había tan despreciable como la «muerte en la paja»,
porque un verdadero vikingo tenía que morir en el combate y no «como una
vaca en el establo», sobre la paja de su yacija.
No obstante, la moral vikinga exigía no sólo estar dispuesto para morir
en cualquier momento durante el combate, sino también la capacidad
máxima de dominio de sí mismo. En el catálogo de los ideales vikingos
ocupa un lugar preponderante, junto al desprecio perpetuo a la muerte, una
indiferencia estoica. Este espantoso código de costumbres exigía, incluso de
un condenado a muerte, que estuviese sereno y despreocupado hasta el
último momento; según una nota marginal de Adam de Bremen, el
condenado iba «al lugar de la ejecución tan contento como a una fiesta».
El culto al dominio de la voluntad, que Lessing comparó con una «llama
clara y devoradora», ha encontrado igualmente en las sagas «una
glorificación espontánea y áspera». El reproche de que uno ha llorado o «ha
tenido un temblor de llanto en la garganta» resulta intolerable. Hay que
burlarse de las quejas de los heridos, y las sagas describen con vivos colores
como a los valientes no se les nota si el hierro de una lanza se les ha
clavado bajo la rodilla o la punta de la flecha en la garganta. Cuando el
auténtico guerrero recibe el golpe no debe apartar la cabeza, y si la espada
le rompe la frente no debe pestañear. Y no se trata de figuras poéticas, sino
de convicción popular recogida en las sagas históricas como se recogían las
hazañas de los héroes.
Una muerte ejemplar, según el concepto vikingo, fue la que tuvo el
cantor Thormod. Alcanzado por una flecha cerca del corazón, se arrastró
hasta un granero donde una curandera asistía a los heridos. Pidió unas
tenazas con las que se arrancó la punta de la flecha. Luego comentó, medio
bromeando, medio conmovido: «Un corazón bien alimentado, por cierto;
eso tenemos que agradecérselo a nuestro rey.» Y se murió de pie, apoyado
en la pared del granero.
De la desenfrenada admiración por la fuerza surgía un código moral que
obligaba severamente a los vikingos, desde muy jóvenes, a adquirir
cualidades tales como ánimo, valentía, intrepidez, audacia, voluntad de
autoafirmación, iniciativa y fortaleza espiritual. También a las sagas
nórdicas hay que agradecerles una respetable caracterización, la del «rubio
Jarl», una especie de Sigfrido. Este retoño, fruto de un desliz de los dioses,
«manejaba el escudo, hacía arcos, amaestraba perros, sabía arrojar lanzas y
montar a caballo, dominaba la espada, nadaba, interpretaba runas, entendía
el lenguaje de los pájaros, conquistaba tierras, repartía oro, administraba
justicia, se casó y engendró muchos hijos».
Como se ve, un joven de variados conocimientos. Un hombre de
respetables cualidades. Pero no había aprendido la tabla de multiplicar.
¿Para qué? Para los vikingos, más importante que el cálculo, leer y
escribir era el favor del destino, lo cual constituía para ellos la suerte y que
no podían representarse de otra manera que como un don del cielo. Las
sagas y las canciones de los bardos lo llaman lo «sagrado» y con ello
quieren significar como una herencia metafísica que los dioses otorgan a
sus favoritos desde la misma cuna. Porque lo sagrado significa lo mismo
que éxito, y el éxito creaba el prestigio, la fama y el honor, valores éstos
colocados incluso por encima de la vida.
El vikingo, tal como exigía el código moral nórdico, colocaba su honor
por delante de todo, y siempre lo consideraba el elemento primordial de su
vida que debía conservar y defender.

La venganza era un deber de la estirpe. No resulta nada fácil definir el


concepto que del honor tenían los vikingos. El historiador danés y filósofo
de la religión Wilhelm Gronbech, que le dedica varios capítulos de su obra
en dos tomos, titulada Cultura y religión de los antiguos germanos, ve en
ello la más potente fuerza impulsora de la vida de los vikingos, en general:
una pasión asentada en el centro de la personalidad y que formaba el suelo
propicio para el desarrollo de aquella adoración de la sangre y de la muerte
que caracteriza la existencia nórdica de la época de las sagas.
Según la concepción de los vikingos, el honor no era tanto una cosa de
apreciación íntima como de respeto por parte del prójimo, una muestra del
prestigio público y una reputación no puesta en tela de juicio por nadie, que
se imponía mantener a toda costa. Expresado negativamente, el honor era el
resultado de la permanente exigencia de «no dejarse rebajar por nada» y
salir al encuentro de las ofensas más insignificantes poniendo en juego toda
la persona. Si el vikingo no se comportaba así, su vida quedaba marcada
con una mancha visible y la ofensa sufrida iba obrando en él como una
llaga incurable que lo sometía a un inexorable proceso de descomposición.
Decimos que las ofensas más insignificantes, incluso las involuntarias,
se equiparaban con las ofensas más graves. No había necesidad de derramar
sangre: una bofetada, una palabra dura, incluso una risa burlona bastaban
para poner en marcha el mecanismo del desquite, siempre pronto en el
vikingo.
Los hijos de Njal tomaron sangrienta venganza de un hombre que se
había expresado con cierto desprecio sobre la falta de barba de su padre. La
hermosa Hallgerd negó a su esposo Gunnar, que en cierta ocasión la había
pegado, unas cuantas trenzas de su largo cabello cuando él, atacado por
enemigos, necesitaba una cuerda nueva para su arco, y con la mayor
indiferencia lo dejó morir.
Todas las historias sobre este tema coinciden en mostrar que una ofensa
sólo puede borrarse mediante una represalia total y que «a lo imprescindible
del honor corresponde el deber inexcusable de la venganza». La venganza
era un deber de la estirpe.
El que no se sometía a este deber era objeto del desprecio general. Se le
consideraba un hombre de categoría inferior, indigno de vivir en la
comunidad de los hombres libres. El hombre que vacilaba en hacer expiar
cualquier ofensa que le hubiesen inferido se granjeaba la cólera de su
familia y a menudo la estirpe lo empujaba a vengarse. En este aspecto, las
mujeres era tan duras como los hombres, incluso las madres.
En resumen: sin venganza no hay honor, sin honor no hay vida. La
venganza no era sólo un hacer expiar una injusticia sufrida, sino una forma
extremada de autoafirmación espiritual y moral, una manifestación
contundente de la propia existencia. El cumplimiento de la venganza, que la
mayoría de las veces se ejecutaba con la misma sangre fría que un
complicadísimo negocio, venía a considerarse como una especie de nuevo
nacimiento, como el comienzo de una nueva vida. Así, el viejo Havard
permaneció durante tres años como impotente en su camastro, después que
le hubieron asesinado a su hijo. Al fin se levantó, mató al asesino y, al
liberarse de aquella vergüenza abrumadora, se sintió como recién nacido.
El afán de la venganza no se apagaba ni siquiera cuando el ofensor
había muerto antes de que el caso quedara zanjado o hubiera perecido a
manos de alguien que nada tuviese que ver con lo ocurrido. Porque
entonces en su lugar se elegía a otro miembro de la familia, casi siempre el
más importante. De vez en cuando también sucedía esto cuando el ofensor
no parecía bastante digno para ser objeto de hacerle expiar la ofensa. Y es
que la venganza sólo era posible entre iguales. Por eso, el destino más
espantoso para un vikingo era ser asesinado por un siervo. Porque contra un
esclavo no era posible tomar venganza alguna: estaba fuera de la ley, de la
estirpe y de las costumbres; sociológicamente era un elemento neutro.
La consecuencia inmediata del culto vikingo al honor y a la venganza
era la multiplicidad de disputas que se reñían constantemente y por todas
partes. Se ha comprobado que sólo en las sagas islandesas se habla de más
de quinientos combates de familias y de estirpes, narrándose con todo
detalle las fórmulas conforme a las cuales se ejercían las represalias y se
celebraba el éxito de las mismas.
El mandamiento de la venganza seguía en pie aunque al ofendido se le
ofrecieran satisfacciones de toda índole. En este aspecto los vikingos
practicaban «la virtud de la paciencia». Una venganza era tanto más
apreciada cuanto más racionalmente y a largo plazo estaba concebida, libre
de la excitación del primer momento. Si bien la represalia espontánea
también se aceptaba, no se le concedía el mismo valor que a una represalia
organizada con todo detalle.
Además, cuanto más fue afirmándose en Islandia o en la muy poblada
Jutlandia la sociedad campesina nórdica, tanto más resultó imperiosa la
necesidad de resolver jurídicamente el problema de la venganza sangrienta
y la posibilidad de borrar las ofensas no sólo mediante la sangre, sino por
otras compensaciones. En tales casos, el honor de los ofendidos se
restauraba mediante entregas materiales cuya cuantía fijaba el Thing.
Pero esta forma de arreglo pacífico no parece que se hiciera muy
popular. «Vender al hermano por anillos o meter al padre en la bolsa» no se
ajustaba mucho al concepto vikingo de la moral del honor y de la venganza.
En realidad, de los quinientos casos de disputa que conocemos por las
sagas, sólo unos treinta se resolvieron pacíficamente por el arbitraje del
Thing.

Metafísica en la vida cotidiana. Cuando se cerraba judicialmente una


reconciliación, los bandos puestos de acuerdo se reunían en un opíparo
banquete en el que el hidromiel corría a raudales. Tales fiestas, que también
servían para cerrar un trato comercial, la compra de una mujer o una
promesa de matrimonio, por lo general sólo terminaban cuando los
participantes habían llegado a la fase de la embriaguez total. Los hombres
de poca resistencia, que se veían obligados a capitular antes del reñido final,
solían disculparse y obtener de los testigos la seguridad de que los
convenios concertados previamente seguirían rigiendo.
El beber tenía también un significado místico. La embriaguez total, lo
mismo que el cumplimiento de la venganza, era un acto ritual. El
sentimiento de elevación de la vida conseguido por el disfrute del hidromiel
y del vino pertenecía a un reino mágico. Aquello servía para unir el cielo
con la tierra. Cuantas más nubes alcohólicas nublaban el cerebro de los
bebedores, tanto más cerca se sentían de los dioses del Walhalla.
Por lo menos dos o tres veces al año los vikingos procuraban acercarse a la
divinidad mediante una embriaguez completa. Para este fin se reunían en la
estancia mayor de la casa o en el vestíbulo del templo.
La costumbre era excitarse a beber cada vez más rápidamente y en
mayor cantidad. Se pasaba luego a los discursos grandilocuentes, a las
fanfarronadas y a los burlones juegos de palabras que solían terminar en
disputas y homicidios. Porque:

Muchos hombres están reunidos amistosamente,


pero en el banquete se insultan;
la enemistad vela constantemente
e indispone a un huésped con otro.

Los juramentos, las copas llenas, los buenos bocados, constituían la


metafísica de la vida cotidiana. Porque en tales fiestas el campesino vikingo
no buscaba sólo envolverse en las nubes de locura de la embriaguez, sino
afirmar su fuerza y su sentido de lo sagrado hasta penetrar en el vestíbulo
de la muerte, donde creía hallarse más cerca de sus dioses y de su destino.
La literatura de Islandia ha subrayado con numerosos ejemplos este
frenesí extremado de los campesinos nórdicos. También era característico el
celo que desplegaban en esconder sus riquezas, hasta el extremo que, según
se cuenta, uno de ellos una noche, en medio de la más espesa niebla, había
escondido su plata con objeto de ni siquiera él mismo poder localizarla
posteriormente.
Según todas las apariencias, este espíritu codicioso persistió a lo largo
de los siglos, enlazándose con la concepción calvinista-puritana, según la
cual la gracia divina también se manifiesta en los éxitos materiales en la
vida.
Incluso la tan ponderada hospitalidad de los vikingos encaja en este
cuadro. El anfitrión mostraba con ella que era un señor de categoría y que
sus almacenes de víveres estaban bien provistos, que la abundancia reinaba
en su casa, que lo bendecían el favor y la gracia de los dioses.
De un modo muy gráfico ilustra esta actitud una historia de Islandia. El
administrador de un gran campesino estuvo alimentando todo un invierno a
la tripulación de un barco extranjero que había encallado. En la primavera,
después de marcharse los huéspedes, compareció ante su señor y justificó
su conducta con las siguientes palabras:
—Quise mostrar qué señor tan generoso puede ser un hombre cuyo
siervo, sin consultarle, se permite semejante conducta.
Tras lo cual, el señor, orgulloso de tener un criado tan listo y
comprensivo, le regaló la libertad y una parcela de tierra.

El Knigge de Odín. Ahora bien, en estos vikingos ansiosos de sangre y de


muerte y para los cuales las palabras «honor», «venganza» o «fama» tenían
un significado místico, había también una fuerte dosis de calculadora
sensatez. Estos campesinos tan creyentes en la fatalidad, tan firmemente
convencidos de que la «suerte» era un don de los dioses, se comportaban en
la vida como realistas en un ciento por ciento. Eran calculadores fríos y
ponderados, dispuestos a defender su existencia terrenal de un modo
auténticamente campesino, no sólo a base de valentía, sino también de
ingenio y de astucia. En ellos la capacidad de concentrar sus fuerzas era tan
potente como la de despilfarrar sus energías.
Eran capaces de «defender con el sudor lo que habían conquistado con
la sangre», para citar la frase famosa de Tácito, y su sabiduría proverbial
quedaba registrada en el siguiente adagio:

Mucho pierde quien se pasa la mañana durmiendo.


Ya es medio rico el que se levanta temprano.

Por eso las sagas no festejan únicamente a los guerreros audaces y a los
gallos de pelea, sino que tienen también palabras de elogio para los
lacónicos y los sufridos, los sensatos y los ponderados, los prudentes y los
vigilantes. Al viajero que se ve obligado a pernoctar bajo un techo extraño
se le aconseja que se mantenga en guardia.

El prudente, que llega a comer,


lo escucha todo con cuidado y calla,
aguza los oídos,
escruta con los ojos,
examina en torno.

De la manera más impresionante se refleja el sentido nórdico de la realidad


en el Havamal: los Proverbios del Alto que por cierto se ponen en boca del
jefe de los dioses, Odín, revelan por su sensatez consuetudinaria y modesta
la procedencia de campesinos de pensar cazurro. Es inútil buscar en el
Havamal un oscuro tono órfico; las recomendaciones de Odín muestran una
mundología altamente oportunista y son tanto cínicas, prudentes, burlonas y
moralizadoras como cerca de ochocientos años más tarde serían las reglas
de vida del barón de Knigge. He aquí algunos ejemplos:

Quien abra una puerta, que mire muy bien para comprobar si detrás de ella hay enemigos
escondidos.
De vez en cuando hay que moverse, no ser siempre huésped en un mismo sitio; resulta
molesto el que permanece mucho tiempo en casa de otra persona.
Casi siempre uno se arrepiente amargamente de las palabras que confía a otros; a menudo la
lengua hace que pague la cabeza.
El hombre debe ser moderadamente sabio, pero no demasiado.
Nadie conoce su destino con anticipación, por eso el sentido del hombre permanece libre de
cuidados.
Con el amigo hay que mantener buena amistad, pero no tanta hasta ser amigo del amigo del
enemigo.
Un lobo que descansa raramente consigue un hueso de jamón, un hombre que duerme
raramente consigue un triunfo.
El tullido puede conducir un caballo, el manco cuidar de un rebaño, el sordo dar la muerte.

Por este estilo de enseñanza astuta se regía la vida cotidiana. Cierto que las
mujeres debían ser bonitas, pero no llevar vestidos demasiado caros. Los
hombres debían beber, pero no con demasía. Se recomienda la prudencia en
el trato con el hidromiel y con las esposas de otros hombres. Cuando se
recibe a un huésped se impone ser cortés; si se muestra locuaz, conviene
dejarle la palabra. Ningún hombre es tan bueno que no se le pueda echar en
cara algo malo; ninguno es tan malo que no se pueda aprovechar de él algo
bueno.
El Havamal alaba la costumbre de acostarse temprano, buscar un
refugio abrigado en las frías montañas y un hombre locuaz como
compañero de viaje. Ensalza la amistad, aunque por motivos de pura
utilidad, y permite engañar a un enemigo con falsas palabras. Elogia la
riqueza y mira con desconfianza la pobreza. Ordena la fidelidad a la estirpe,
la generosidad para con el amigo, el odio para con el enemigo, y demás
lugares comunes.
En una palabra, proclama una moral utilitaria con el consejo expresado
en formas muy distintas de aprender de la vida y de aceptar a los hombres
tal como son, con todos sus defectos e imperfecciones. En este evangelio de
Odín, la muerte heroica no encuentra ningún valedor. Hay frases como:

Todo el mundo apetece la vida;


El que está ya muerto nada consigue;
Es mejor estar ciego que yacer tendido sobre la pira.

Frases así van en contra de la ética guerrera nórdica y permiten sospechar


que también en el alma de los vikingos alentaba la alegría de vivir, por lo
menos en los corazones de los campesinos de Islandia que se habían
establecido en la isla como colonos pacíficos y no como los conquistadores
germánicos ansiosos de sangre y de muerte.
Es un mérito de la nueva historiografía haber descubierto esta faceta de
los personajes vikingos. Los historiadores recientes saben apreciar mejor
que los estudiosos anteriores las diferencias de carácter de los hombres del
Norte. Están firmemente convencidos de que palabras y conceptos como
desprecio a la muerte y fe en el destino, honor y venganza de sangre,
reputación y fama reflejan sólo parcialmente el mundo íntimo de la época
heroica de los hombres del Norte.
Indudablemente el vikingo obedecía a un código moral arcaico, pero
también se sentía compelido por otras fuerzas. Creía en lo «sagrado», pero
era lo bastante humano para ceder de vez en cuando a los atractivos del
mundo. Su sumisión al destino no lo convertía en un fatalista. Estaba
dispuesto a sacrificar su vida por naderías y valores falsos, pero calculaba
fríamente sus posibilidades de supervivencia. No era sólo un guerrero
frenético, sino también un organizador práctico; fanático y ponderado al
mismo tiempo; ingenuo, pero sensato. En esta sensatez se descubren ya
rasgos de una imponente agudeza. Los campesinos de Islandia eran, por
ejemplo, excelentes juristas y en las escuelas superiores discutían los
artículos de sus códigos de la manera más conceptuosa. No en balde califica
Gronbech sus leyes de «fino entramado de casuística».
Y aunque realmente lo más característico y diferenciador de todo
vikingo era su afán individualista, también en la vida nórdica existían unos
principios ordenadores rígidos pero consagrados, que penetraban como usos
y costumbres en la vida cotidiana e impedían que la desmesura en la
vitalidad se convirtiese en una lucha de todos contra todos.
Una ojeada a la sociedad de los vikingos demostrará esta confirmación
más cumplidamente.
CAPÍTULO SEXTO

LA ESTIRPE ERA «EL SEÑOR DEL HOMBRE»

¿Vivían los vikingos inmersos en el matriarcado?

Aventuras de un dios aburrido. / En la prisión de lo arbitrario. / Cráneos


duros, espaldas rígidas. / El hombre pasa, la estirpe continúa. / El «sexo» y
el matrimonio al modo vikingo. / «Romeo y Julieta no estarían a sus anchas
en el Norte». / «Siempre hay que seguir la palabra del padre». /
Compañera de los trabajos y de los peligros. / Muerte de Aud la de los Ojos
Profundos. / Piratas, guerreros y héroes en zapatillas. / Cuando los héroes
se cansaban.

Aventuras de un dios aburrido. El dios Heimdall, según cuenta el poema de


Rigthula, decidió un día abandonar su morada en Himinbjörg (Baluarte del
Cielo) y pasar algún tiempo en el mundo de los hombres.
Después de un largo peregrinaje llegó a una pobre cabaña que tenía la
puerta entreabierta. El dios Heimdall, que en su vagabundeo terrenal se
llamaba Rig, vio un tembloroso fuego encendido en la tierra y junto al cual
se acurrucaban dos lastimeras figuras, un hombre y una mujer. Entró,
compartió con la triste pareja una escasa comida a base de negro pan y débil
sopa y luego también compartió la yacija, toda una noche tres veces;
después, partió.
Nueve meses más tarde la mujer dio a luz un hijo al que puso el nombre
de «Siervo». Tenía la piel arrugada, los nudillos muy marcados, los dedos
gruesos, la espalda encorvada y una cara muy fea. Sin embargo, se convirtió
en un muchacho vigoroso al que era difícil llevarle la contraria, de anchos
hombros y potentes músculos. Hombre ya, conoció a una muchacha que no
era mucho más hermosa que él, una doncella de bastas piernas, pies sucios
y nariz chata, y de ella tuvo muchos hijos. «Toda una caterva de hijos e
hijas», la clase de los siervos.
El dios Heimdall (Rig) prosiguió su peregrinaje por la tierra. Una vez
más llegó a una casa que también tenía la puerta entornada, una casa sólida
con una chimenea en el centro de la habitación. Junto al fuego estaban
sentados Atti y Amma, muy atareados. Atti, de cabellos y barba muy bien
cuidados, cepillaba el madero de un telar. Su mujer, Amma, con una blusa
adornada con una cadena y cubierta con un blanco pañuelo de lino, hilaba
con la rueca.
Rig se unió a ellos; lo invitaron con un guisado de ternera y volvió a
pasar tres días como huésped, tres días y tres noches. Después del tiempo de
gestación, Amma trajo un hijo al mundo, al que llamó «Campesino», un
varoncito de mejillas frescas y sonrosadas, ojos vivos y miembros
vigorosos. «Campesino» aprendió a domesticar bueyes, manejar el arado,
construir casas y otras actividades parecidas, se casó con una muchacha
vestida con piel de cabra y tuvo de ella muchos, muchísimos hijos: la casta
de los campesinos libres.
Pero Rig aún no había acabado su misión. Continuando su peregrinaje,
llegó a un hermoso edificio de madera en el que se hallaba una pareja
sentada en el suelo sobre una capa de paja. El amo de la casa trenzaba una
cuerda nueva para su arco, y la señora estaba adornándose; se cubría con
una larga túnica ondeante su camisa azul. «El pecho y el cuello eran más
blancos que la nieve recién caída.» Rig se dejó invitar gustosamente. En la
mesa dispusieron cubiertos y fuentes de plata con asados de ternera y de
gallinas, y además un buen cántaro de vino. Bebieron y hablaron, el día fue
declinando y cuando llegó la hora de dormir compartieron el bien merecido
descanso.
El resultado de este tercer encuentro de Rig fue un muchacho muy
hermoso al que la madre llamó «Jarl» y al que envolvió en brillante seda.
Más tarde, Rig regresó, enseñó a su retoño la escritura rúnica y le ordenó
que sometiera al mundo entero. Así, el joven «Jarl» inició sus conquistas
encendiendo la guerra por doquier; pronto se apoderó de dieciocho castillos
y regaló a sus amigos joyas y caballos. Luego se casó con una bonita
muchacha de piel muy blanca, que se llamaba Erna, y fundó con ella el
linaje de los jarls.
El más fuerte y valeroso de sus muchos hijos fue el más joven, al que
llamó «Rey». El hijo «Konr» tenía tales brazos y músculos como los de
ocho hombres juntos y, por tanto, una fuerza sobrehumana. Sabía parar las
espadas mediante ensalmos rúnicos, «apaciguar las tormentas, salvar a
hombres del mar, poner freno a las llamas y aliviar los dolores». Además
comprendía el lenguaje de los pájaros; de ese modo un día en el bosque un
grajo le comunicó que debía apresurar sus preparativos guerreros.
Hasta aquí el poema de Rigthula que desgraciadamente se interrumpe
en este punto, poema sobrio pero muy instructivo y que en realidad abarca
toda la sociedad de los vikingos, cuya formación social en capas se explica
aquí por las aventuras amorosas de un dios aburrido del cual descienden
esas tres clases: los siervos, los campesinos libres y la clase superior de los
caudillos cuyo primus inter pares era el rey.

En la prisión de lo arbitrario. Incluso exteriormente los siervos se


diferenciaban de sus señores. Llevaban los cabellos cortos, no portaban
armas, su vestimenta se componía de burdas telas de lana sin color. Las
siervas también debían contentarse con vestidos sin adornos y de una lana
sucia y grisácea.
La tarea de los siervos consistía en ahorrar a sus propietarios todos los
trabajos pesados, desagradables y humillantes. Llevaban a pastar al ganado
y se cuidaban de ordeñar a las vacas y cabras. Recogían el estiércol y
abonaban los campos. Levantaban setos y talaban árboles. En una palabra,
realizaban todas las tareas inferiores que no proporcionaban gloria alguna,
pero que exigían mucha fuerza. Las mujeres e hijas de los siervos molían el
trigo, cocinaban, lavaban y hacían el pan. Servían a los hijos de los libres
como nodrizas, a las señoras de las casas como criadas, a los hombres como
concubinas.
Los esclavos de los vikingos desempeñaban el mismo papel que una
mercancía. Eran comprados, cambiados o robados y en consecuencia
podían negociarse de nuevo. Eran una «nada sin alma»; tenían vida, pero
humanamente no contaban. Miembros del más bajo grupo social, se les
consideraba perezosos, estúpidos, indignos de confianza y falsos. Por eso,
llamar «esclavo» a un campesino libre nórdico era una de las peores ofensas
que se le podía infligir. Nada llegaba a igualar la ignominia de morir a
manos de un esclavo. Un siervo llamado Kark trajo al rey noruego Olav
Tryggvason la cabeza del conde Haakon, que estaba puesta a un alto precio.
Olav no sólo le negó la recompensa, sino que lo hizo decapitar en el acto.
Porque en el orden social nórdico no había sitio alguno para los esclavos
que se atrevían a obrar contra la vida y la salud de su señor.
Por el contrario, un hombre libre podía, según su capricho, matar, azotar
o encarcelar a su esclavo. Tenía sobre él toda potestad y es incuestionable
que este derecho se utilizó de un modo infamante y sin conciencia. Por lo
demás, no hacían diferencia alguna entre los esclavos que habían nacido
tales y los que cobraban como botín de guerra, los cuales perdían, con su
dignidad humana, toda consideración como persona. En consecuencia era
lógico que un hombre libre que matase a un siervo de su vecino sólo tuviera
que pagar una indemnización en metálico, suficiente para compensar la
pérdida sufrida por el perjudicado.
El hombre libre también podía imponer su voluntad al elemento
femenino que formaba parte de su casa. Los retoños que el padre de familia
engendraba con sus criadas eran, naturalmente, bien acogidos como mano
de obra suplementaria, pero permanecían en el mismo nulo estado social de
sus madres y comían con los esclavos. También los hijos de una mujer libre
que hubiese tenido un desliz con algún esclavo pasaban automáticamente a
formar parte de la clase servil.
La burla y el desprecio acompañaban a los siervos hasta su muerte. No
tenían nombre, ni siquiera en la tumba. Las sepulturas de los esclavos de la
época de los vikingos no mencionan apodos ni ninguna alusión a la
ascendencia, sexo y vida de los muertos. Ibn Fadlan cuenta que los
comerciantes varegos con los que se encontraba en los grandes recodos del
Volga echaban a sus perros los restos mortales de sus esclavos.
A pesar de considerarlos como una mercancía, o quizá precisamente por
eso, los esclavos constituían el fundamento de la economía de los vikingos,
ya que sin esa base no habría sido posible la campaña de saqueos y
conquistas de los guerreros vikingos. Por eso cuidaban la vida y la utilidad
de los siervos de un modo adecuado.
Los siervos también disfrutaban de una especie de vida familiar. Los
hijos de los esclavos y de los señores se criaban juntos y ocurría a menudo
que una nodriza esclava amamantaba tanto a unos como a otros. En las
sagas leemos que durante la ausencia del dueño de la casa, esclavos de
confianza ejercían funciones de administrador y de inspector, trabajos por
los cuales, a menudo, se les recompensaba con la libertad.
También parece que la situación jurídica de los siervos fue mejorando
con el tiempo a medida que su potencia laboral se hizo cada vez más
necesaria. Pero existían muchas diferencias entre las distintas regiones. Si
bien en Islandia lo decisivo era la posesión de tierras, cosa que los esclavos
no podían tener, heredar ni legar, en Suecia se les permitía poseer una
cabaña y un rebaño propio, llevar a los mercados los animales que les
sobraban y ganar así el dinero suficiente para comprarse la emancipación.
Incluso en algunos distritos de Suecia se aceptaba a los esclavos como
testigos. Por lo demás, existía una forma legalizada del casamiento entre
esclavos, en contraste con otros países del Norte en que se toleraba la
convivencia de los siervos, pero no legitimada. Sin embargo, también estos
«casamientos inexistentes» contaban con cierta protección. En Noruega, por
ejemplo, un siervo que encontraba a su mujer o a su hija con un amante, el
código le reconocía el derecho a ir al pozo, sacar un cubo de agua y
refrescar al seductor y a la seducida.
Por lo demás, no todos los esclavos estaban condenados a serlo de por
vida. Los siervos podían ser manumitidos. Tenían la posibilidad de que se
les concediera gracia y lograran salir de la prisión de la arbitrariedad.
Tenemos un ejemplo en el noruego Erling Skialgsson, que vivió en
Rogalandia alrededor de 1100 y del cual sabemos que libertó a muchos
esclavos, a los que oportunamente fue preparando para esa libertad.
Los códigos de los vikingos contienen numerosas alusiones a la
manumisión de los esclavos. Así, en el oeste de Noruega, desde mediados
del siglo XI quedó establecido que todos los campesinos debían liberar todos
los años a un esclavo. En Islandia el liberto tenía que seguir cumpliendo
determinados deberes hacia sus antiguos dueños. Los códigos de aquel
estado incluso dejaban abierta la posibilidad de esclavizar de nuevo a todo
siervo que no se mostrase digno de la libertad que se le había concedido.
Reglamentaciones especiales se ocupaban de la liberación de hijos de
madres esclavas y padres libres, caso éste que se daba con mucha
frecuencia.
Pero las leyes detalladas sobre la liberación de esclavos proceden casi
todas de la época tardía de los vikingos. Consideraciones económicas
aparte, se muestran ya claramente los efectos de la cristianización. El estado
de los esclavos chocaba con el concepto cristiano sobre el deber de amor al
prójimo y la santidad de la vida. A pesar de que en un principio este
concepto afectó a los cristianos mismos (durante mucho tiempo los
claustros no sintieron escrúpulos en tener a su servicio a esclavos paganos),
la labor misionera en los estados escandinavos contribuyó esencialmente a
que la suerte de los siervos mejorara poco a poco: a los esclavos no se les
separaban los hijos, ni se asesinaba ya arbitrariamente a los siervos.
Por último, los esclavos muertos recibieron incluso una sepultura
religiosa, hecho de gran importancia simbólica, porque con ello se liberaba
al siervo de su calificación de «nada sin alma». En el más allá el puesto no
dependía del estado social en el mundo; el esclavo ya no era como antes
una no persona que se había hecho carne. A pesar de su dependencia
material, podía aspirar a que lo trataran como hombre. Cierto que esta
evolución tardó siglos en realizarse. Los historiadores calculan que
Dinamarca y Noruega quedaron sin esclavos, como muy pronto, alrededor
de 1250. Islandia necesitó cincuenta años más; Suecia, nada menos que
todo un siglo.
Pero en la primavera de los asaltos vikingos, una afluencia tal del
incalculable ejército de los esclavos y de los desheredados en la capa
privilegiada de los libres y de los poseedores sólo podía producirse en
condiciones excepcionales. Pues bien, esta capa fue la que formó el núcleo
de los pueblos vikingos.
Cráneos duros, espaldas rígidas. Dudo, el deán de Saint-Quentin, refiere en
su historia de los normandos una conversación de los francos con guerreros
vikingos del ejército invasor en el curso inferior del Sena.
—¿De dónde venís, qué queréis, qué buscáis en nuestro país? —
preguntaban los francos.
La respuesta era:
—Somos daneses y nos hemos propuesto conquistar vuestro reino.
—¿A quién obedecéis, quién es vuestro jefe y cómo se llama? —
siguieron preguntando los francos.
Y los daneses contestaron:
—No tenemos ningún jefe; somos todos iguales.
No era verdad, porque su duque Rollón era incuestionablemente «más
que ellos». Pero sólo como una especie de representante, un duque
temporal; teóricamente, en cualquier momento podían «destituirlo».
Después les preguntaron si estaban dispuestos a colocarse al servicio del
rey de los francos y a recibir de él una alta soldada y muchos favores. La
respuesta de los daneses fue tan orgullosa y altiva como al principio del
diálogo. Declararon que nunca habían estado sometidos a nadie y que no
cuadraba con ellos eso de recibir favores. Cuando querían algo, lo
conquistaban con la fuerza de sus armas.
Dudo refiere también otra historia muy significativa. Cuando el duque
Rollón, a pesar de todas las palabras altisonantes, reconoció como rey a
Carlos el Simple y seguidamente, en una solemne ceremonia, recibió en
feudo el ducado de Normandía, se negó a besar los pies del soberano.
Ordenó a uno de sus hombres que cumpliera por él con aquel gesto
protocolario. Pero tampoco ese sustituto podía obrar contra su naturaleza.
En vez de arrodillarse, se agachó un poco, agarró un pie del rey y se lo llevó
a la boca, con el resultado de que Carlos III de Francia del Oeste cayó de
espaldas, con gran regocijo de ambos séquitos.
En sus historias, Dudo narra toda clase de anécdotas, que, si no son
ciertas, están bien inventadas. Porque los vikingos nada amaban tanto como
su libertad y su independencia para demostrarlo en toda ocasión que se
presentase. Les resultaba harto difícil mostrar respeto a las autoridades. Los
noruegos que poblaron Islandia abandonaron su país, entre otros motivos,
porque se había instalado un nuevo régimen que pretendía rebajarles sus
privilegios.
Eran campesinos libres que preferían la emigración a vivir bajo la tutela
de un rey: campesinos orgullosos y tercos para quienes la tierra que
cultivaban era como un castillo inviolable. El científico inglés Foote-Wilson
llama a estos campesinos libres, campesinos terratenientes, con lo cual
quiere indicar que eran más que campesinos ordinarios: representaban y
siguen representando hasta hoy la fidelidad al suelo y la constancia propia
de la vida nórdica. Estos campesinos también tuvieron su peso político y
económico, incluso frente a la capa más alta de los vikingos, quienes, a lo
largo de los siglos, hubieron de doblegar su voluntad ante estos cráneos
duros.
A pesar de su fuerza, no eran una casta cerrada y fuertemente
ensamblada (o quizás un «bloque monolítico», como diríamos hoy). Cierto
que se consideraban «todos iguales», pero también a ellos se les puede
aplicar la frase de George Orwell de que unos se consideraban «más iguales
que otros». En otras palabras: el prestigio variaba según la categoría y la
dignidad del personaje, su trabajo y su éxito material, pero sobre todo según
el número y extensión de sus posesiones.
La fuerza más voluntariosa estaba representada por la clase de los
campesinos Odal. Con la palabra Odal (en los tiempos de máxima
veneración a los vikingos en Alemania, título de una revista cuyo único
programa consistía en glorificar y falsear lo «nórdico») se llamaba a los
herederos a quienes había que ofrecer primero la compra de tierras de la
estirpe y de la tribu. Sólo cuando no se encontraba a nadie que le interesaba
el odalbonder, el propietario podía ofrecer su finca en el mercado público.
Si la ofrecía sin cumplir este requisito, estaba obligado a satisfacer una
multa al rey.
Los «campesinos hereditarios» eran también los que marcaban la
marcha del Thing, la asamblea popular. Allí siempre tenían la suficiente
fuerza para imponer su voluntad aun en contra de la nobleza. En los
primitivos tiempos vikingos, incluso el rey estaba constantemente en
peligro de que sus voluntariosos campesinos Odal de duros cráneos lo
desautorizaran o depusieran; porque tenía que responder no sólo de
frustrados saqueos y campañas, sino también de cosechas flacas, de
granizadas, inundaciones y otros signos de deficiente fortuna.
En tales casos se discutía con toda franqueza si no sería mejor destituir
o matar al rey desgraciado. Lo inequívoco de las palabras que se empleaban
para eso puede deducirse del discurso, recogido por Snorri, que el
campesino y hombre de leyes Torgny dirigió en un Thing de Upsala al rey
Olaf. La síntesis del discurso es la siguiente: «Si no quieres hacer lo que te
decimos, nosotros, los campesinos, nos alzaremos contra ti y no te
toleraremos rebeldías ni violaciones de la ley. Eso ya lo hicieron nuestros
padres. Tiraron a cinco reyes, que también estaban llenos de arrogancia, a
un pozo en el Thing de Mula.»
También aquí se puede mencionar al experto maestro Adam como
autoridad fidedigna. Escribe sobre los antiguos suecos: «Tienen reyes de
una casa rica en tradiciones, pero cuyo poder depende de la voluntad del
pueblo. Debe acatar lo que deciden todos en común a no ser que parezca
mejor lo que él proponga, cosa que de vez en cuando ocurre, aunque a
regañadientes del pueblo. De esta forma gozan todos de igualdad.»
De igual manera Rimbert en su Ansgar-Vita: «Según sus usos, la
decisión sobre un asunto público radica más en la voluntad unánime del
pueblo que en la fuerza del rey.»
Por tanto, el pueblo, representado por las «estirpes pundonorosas» de
los campesinos libres y de los poderosos terratenientes, tenía muchas
posibilidades de forzar las decisiones. En realidad, hasta hoy se considera a
los vikingos como los mayores individualistas de su época, como solitarios
en contra de la autoridad, que se levantaban contra todo lo que amenazase
reducir su voluntad de independencia. Por ejemplo, Andreas Heusler los
encomia poniéndolos como ejemplo de activistas «contra la sofocante y
esterilizadora omnipotencia del estado».
También se suele emplear muy a menudo, y con gusto, la palabra
«democracia» en las descripciones de la época de los vikingos, pero
referida principalmente a la actividad social de aquellos días, que frenaba la
tendencia a la libre expansión del yo mediante otras muchas tendencias
contrarias.

El hombre pasa, la estirpe continúa. Cuando de la vida de un vikingo se


quiere destacar algo más que su desprecio a la muerte, su pundonor y su
alegría primitiva en las campañas guerreras y de saqueo, hay que referirse a
las obligaciones que le imponía la familia, representada por la estirpe, que
abarcaba a todos los parientes carnales y colaterales. La estirpe era el medio
en que se desarrollaba la vida del vikingo y el único tribunal moral y social
al que se sentía obligado. Gronbech ve por eso en la «energía del
sentimiento de la estirpe» el secreto de la sociedad de los vikingos.
La estirpe era para el campesino libre del Norte europeo un «símbolo
del poder eterno de la vida», un esquema metafísico tras el cual tomaba
forma una realidad secreta y superior a la que estaba superpuesta la realidad
simple y visible de la existencia. En las sagas, la familia y la estirpe
aparecen como una comunidad de fundamento religioso, que abarca a todos
y a cada uno, y por eso insiste en que hay que mostrarse paciente y sereno
frente a la ley de la transformación y de la caducidad. Eso significa que los
vínculos de la sangre estaban consagrados no sólo por una sustancia
psíquica, sino divina.
Por eso, lesionarlos se consideraba un crimen irreparable. Así como la
estirpe debía vengar a un miembro de la misma que hubiese sido asesinado,
era una acción insensata ejercer todo tipo de violencia contra un miembro
de la familia. Según el Edda, el que había roto un juramento solemne o
violado la sagrada paz de una estirpe, debía «vadear arroyos helados hasta
llegar a valles venenosos». Ni los dioses se escapaban de la maldición
porque no habían vengado en debida forma el asesinato de su compañero de
estirpe, Baldr.
La estirpe era, como dice el danés Johannes Brondsted, «lo más
importante del mundo para el campesino libre vikingo». El hombre pasaba,
la estirpe permanecía. La estirpe era «el amo del hombre». Si alguien
cometía «una acción vergonzosa y por eso lo expulsaban de la estirpe, le
ocurría lo peor que podía pasarle a cualquiera: se convertía en un hombre
sin paz». Porque no podía «subsistir sin su comunidad, sin la parte de
sociedad que le rodeaba y le apoyaba, y esta parte era la estirpe… Tener una
estirpe… y respetar sus mandamientos era una necesidad; obrar contra la
estirpe, una desgracia. No pertenecer a ninguna estirpe» era la mísera suerte
de los esclavos.
De modo análogo se expresa Gustav Neckel: la sociedad nórdica se
componía «de familias, no de individuos, porque el individuo sólo
pertenecía a la sociedad a través de la familia de la que era miembro en
servicio». La familia era realidad; la sociedad, una abstracción, para la cual
ni siquiera existía la palabra adecuada. Como ignoraban el concepto de la
res publica, tampoco conocían ninguna moral pública. Las leyes, cuando las
había, únicamente servían para proteger la vida de la familia y la
supervivencia de la estirpe.

El «sexo» y el matrimonio al modo vikingo. Pero esta vida nórdica en


estirpes no excluía una poligamia, recordaba las costumbres orientales. El
rey Harald Cabellos Hermosos, para casarse con la princesa Ragnhild de
Jutlandia, antes tuvo que separarse de nueve mujeres. Jarl Haakon de
Noruega, vencedor de Sven Barba de Tenedor, ya anciano no se privaba de
apresar a las mujeres e hijas de sus campesinos libres para aumentar con
ellas su harén de muchachas del país; al cabo de algún tiempo las mandaba
de nuevo a sus casas. Incluso el santo Olaf de Noruega tenía una corona de
bonitas concubinas, pero se le criticaba no el que las tuviera, sino que les
dedicase demasiado tiempo y afecto.
En una crónica irlandesa se habla de que los daneses establecidos en la
bahía de Shannon tenían numerosas barraganas. También Adam cuenta que
los daneses no conocían «ninguna mesura respecto a las mujeres. Cada uno
posee, conforme a su fortuna, dos o tres mujeres, pero los ricos o los jefes,
un número incalculable». Del mismo modo atribuye a los suecos un
ilimitado cortejo femenino. En parecidos términos se expresan otros
cronistas religiosos, sólo que éstos, en contraste con el objetivo maestro de
Bremen, hablan con la mayor indignación moral del escándalo que significa
este abuso de las mujeres.
Pero las noticias más pintorescas sobre el libertinaje sexual de los
vikingos hemos de agradecérselas a los viajeros árabes. Amin Razi cuenta
que cada uno de los cuatrocientos hombres del rey Rus poseía una esclava y
que ese hombre, «siempre que sentía deseos, cohabitaba con ella en
presencia de su rey. También el rey solía desahogarse públicamente sin
considerar que fuera una acción censurable»; pero, a diferencia de sus
cortesanos, tenía siempre a su disposición, para sus expansiones nocturnas,
a cuarenta concubinas, «sin necesidad siquiera de bajarse de su trono».
Pero el reportaje más famoso es el de Ibn Fadlan sobre las costumbres
de los comerciantes rusos, quienes, como hombres de experiencia, probaban
su mercancía, en este caso jóvenes esclavas, en el acto y por cierto en
grandes cabañas de madera situadas junto al río y en las que cabían de diez
a veinte personas. Cada comerciante tenía un banquillo en el que se
acomodaba con su corona de damas. En este banquillo «efectuaba el trato»,
mientras sus camaradas lo contemplaban. «Ocurre a menudo que cuando
todos están ocupados en actuar ante los ojos de los demás, llega un cliente
para comprarles alguna de las muchachas. Entra en el mismo momento en
que el comerciante está realizando el coito, pero el hombre no se interrumpe
hasta haber satisfecho su deseo.»
Es una escena que comprensiblemente ha impresionado de modo muy
profundo al cronista, pero lo que peor le ha sentado al fiel mahometano es
que los comerciantes nórdicos, después de sus tratos carnales, no se lavaban
las manos siquiera una sola vez.
Por las citas expuestas, cabe deducir que los vikingos no creían en la
utilidad de la continencia, que más bien vivían de acuerdo con sus impulsos
íntimos y que consideraban lo más natural del mundo abandonarse a ellos.
Los autores nórdicos proclaman hoy sin falsa vergüenza y tal vez con cierto
orgullo la desenfrenada vitalidad biológica de sus antepasados. Oxenstierna
subraya, por ejemplo, que sus compatriotas de otros tiempos estaban
«totalmente de acuerdo con su naturaleza humana y que de ahí surgía una
vida sin conflictos de conciencia, sin neurosis, sin graves conmociones
matrimoniales». Y la Därnische Rundschau (Revista Danesa), uno de los
órganos del Ministerio del Exterior en Copenhague, manifestaba hace poco
tiempo, por así decirlo, oficiosamente, que, en cuanto al Norte, «la posición
llena de libertad respecto a los problemas sexuales ha de retrotraerse a la
estructura social de la época de los vikingos»; en Escandinavia, se añade en
esa revista, se vivió siempre «conforme a la naturaleza», sin vergüenza ni
arrepentimiento, sin propensión a la mojigatería.
Los panegiristas alemanes de la vida campesina nórdica han cubierto
esta carencia específica de pudor ante el comercio carnal con el manto del
amor y han señalado que el famoso cuadro de Tácito sobre la vida
germánica tiene muchas lagunas. Andreas Heusler, que calificó a la
literatura de Islandia como «la más púdica de la Tierra», ha insistido en que
las alusiones a la actividad erótica de los primitivos escandinavos hay que
achacarlas a otros antecesores. Por ejemplo, las costumbres celtas fueron
más desenfrenadas que los usos germánico-nórdicos; o demás, si alguna vez
en una saga se presenta algo escabroso, el tema procede de un cuadro galés.
En realidad, las sagas raramente se ocupan de las aventuras y pasiones
del amor, y, cuando lo hacen, marcan un notable distanciamiento que deja
adivinar que esa sublimación psíquica ocupaba poco espacio en el alma de
un campesino nórdico. A pesar de eso, también los poetas de Islandia han
pulsado de vez en cuando las cuerdas del arpa de Eros. Una de las sagas
más conocidas, la historia de Gunlaug, Lengua de Serpiente, describe un
idilio amoroso de vigorosa complejidad y trágico fin, y tampoco en el
Havamal faltan comentarios adecuados sobre las penas del corazón y la
fogosidad de la sangre, comentarios que demuestran que en la literatura
nórdica no eran del todo desconocidos ciertos vislumbres sobre la
problemática de las relaciones entre los sexos.
Ni siquiera se silencian las relaciones aberrantes. A pesar de las
reprimendas y de las injurias, se manifiesta, por ejemplo, que, en contra del
desprecio de toda la comunidad, existía algo así como el amor de hombre a
hombre, por lo menos durante largas campañas de guerra o de pillaje.
Incluso parece que el trato camal con los animales no fue extraño a los
campesinos nórdicos. Las viejas leyes nórdicas se ocupaban también del
crimen de violación y «desarrollan una especie de casuística de posibles
ofensas contra las mujeres». Así, un código de Gotland contiene una lista
precisa de indemnizaciones que hay que pagar por ataques a muchachas
vírgenes, y en ellos se prevé desde el roce del codo o de la pierna entre la
rodilla y la pantorrilla hasta el manotazo en el pecho o el palpar disimulado
de un muslo de la doncella.
De esto se infiere que los hombres de leyes campesinos tenían que
enfrentarse con mucha frecuencia con tales casos y que la vida sexual y
amorosa del campesino nórdico en modo alguno se satisfacía simplemente
con el matrimonio.
Según el testimonio unánime de las sagas y de los códigos, también en
el extremo Norte, lo mismo que en todo el mundo indogermánico, lo usual
era que el hombre libre y rico tuviese junto a la mujer legítima algunas
mujeres secundarias. Estos concubinatos que Heusler define como vida
irregular en común sin compra de novia, estaban tan extendidos, que los
cronistas francos los llamaban precisamente «matrimonios al modo danés»
(more danico). El concubinato (Kebsen, la palabra procede del alemán
antiguo Kebisa = vuelta a la muchacha) se daba por regla general en las
familias de los no libres. También muchas jóvenes francas, irlandesas o
anglosajonas apresadas en campañas de saqueo habían de terminar sus días
como concubinas de potentados vikingos. Por último, existía la posibilidad
de conseguir lindas concubinas en el mercado de esclavos, lo que
presuponía una buena posición económica y servía no sólo para aumentar
los placeres de la vida, sino también para incrementar el prestigio social.
Los concubinatos o matrimonios Fridel se consideraban como
matrimonios de segunda categoría y por eso gozaban de cierta protección
jurídica (en Alemania hasta bien avanzada la Edad Media; piénsese en
Agnes Bernauer). El «marido», por ejemplo, podía exigir una
indemnización al seductor de su fridla, e incluso convertir su matrimonio
secundario en un matrimonio completo. Pero la fridla (en germánico del
Oeste: la amada) no participaba de la comunidad matrimonial de bienes.
Parece que, por lo general, las esposas legítimas no presentaban ninguna
objeción contra los concubinatos de sus maridos. En cambio exigían que las
concubinas estuviesen fuera de la casa, a distancia prudencial del
matrimonio, tal vez en un edificio anejo. Un marcado interés económico
explicaba aquella aceptación. Como ama de la casa, con todos los derechos,
estaba tan interesada como su marido en el crecimiento de la propiedad. Si
éste engendraba con sus esclavas hijos que recibían el trato de una
mercancía, para la propietaria también era el modo más fácil de incrementar
la riqueza común.
Como es lógico, el poder definitivo radicaba exclusivamente en la
esposa legítima. Las sagas transmiten la impresión de que esta esposa
defendía encarnizadamente su derecho en los casos dudosos. Dado que la
esposa se ocupaba de la explotación de la propiedad durante las constantes
ausencias de su aventurero esposo, estaba de sobra acostumbrada a mandar
sin ninguna clase de cortapisas.

«Romeo y Julieta no estarían a sus anchas en el Norte.» Desde luego, de


jovencitas, se les enseñaban cosas distintas. Aprendían a obedecer; a
plegarse a los deseos y exigencias de la familia; a dejarse guiar por las leyes
de la ética de la estirpe y de los intereses de la estirpe, y, por último,
aprendían a considerar esas sumisiones como los mandamientos supremos
de su vida. Su educación tendía a dos objetivos: aprender todas las artes de
llevar adelante una casa y una finca y conservar la doncellez hasta contraer
matrimonio. La muchacha nórdica aprendía a trabajar y a aprovechar todos
los momentos, al mismo tiempo que a resistir todas las tentaciones de la
carne hasta que llegase el momento en que recibiera de su esposo el
cinturón símbolo de su nueva dignidad. Hasta entonces vivía retraída y bien
protegida en el seno de la familia, que se preocupaba celosamente de velar
por aquella inocencia en crecimiento.
El convenio matrimonial se basaba exclusivamente en consideraciones
familiares que, según los casos, podían ser de naturaleza económica,
política o eugenésica. También los muchachos tenían que dejarse guiar por
motivos racionales y de política de estirpes. Tampoco ellos buscaban
contentar su corazón, sino redondear una propiedad, conseguir la riqueza,
ascender de categoría y demás motivos semejantes.
Para la hija del país, ese proceder significaba que no debía contar con
arrebatos del corazón ni apasionadas declaraciones amorosas. «En el áspero
Norte, Romeo y Julieta no estarían a sus anchas.» No importaba que se
aproximara el día de la boda o, por lo menos, de los esponsales: era una
época sometida a la misma rigidez. Si un novio desistía, en seguida se ponía
en marcha el mecanismo de la venganza de sangre.
El acuerdo para el casamiento lo concertaban, como en todos los
pueblos campesinos del mundo, los representantes de las dos familias
interesadas, y cada bando procuraba obtener de un modo tenaz, desconfiado
y astuto, las mayores ventajas posibles. Los deseos de los directamente
afectados ni siquiera salían a relucir. Hijos e hijas eran «condenados» al
matrimonio simplemente en virtud de la autoridad paterna, y normalmente
se plegaban a la decisión familiar sin objetar lo más mínimo. Sólo después
de la cristianización enraizó la costumbre de que el futuro cónyuge hiciera
depender su aprobación de la respuesta afirmativa del otro, aunque esto
tampoco significaba que una muchacha pudiera casarse contra la voluntad
de sus padres. Si lo hacía, se consideraba a su elegido como a un infame
seductor al que la estirpe ofendida podía matar impunemente.
El procedimiento seguido en un trato matrimonial nos lo refiere la saga
Njals. Se trata de Hallgerd, cuyos cabellos eran tan largos y espesos que la
podían cubrir por completo. Un hombre llamado Thorwald que quería
tomarla por esposa, acompañado por su padre, se presentó a pedir la mano
de Hallgerd a sus padres.
El padre de Hallgerd contestó:
—Conozco vuestra situación, pero no debéis pensar que entregue a mi
hija sin más ni más.
A lo que contestó Thorwald:
—Di cuáles son tus condiciones y entonces empezaremos el trato.
Trataron inmediatamente el proyecto y se pusieron de acuerdo en todos
los puntos.
Pero la guapa y voluntariosa Hallgerd, conforme a su fogoso
temperamento, se opuso a aquel plan de casamiento.
—Ahora sé —le dijo enfadada a su padre— lo que llevo sospechando
desde hace mucho tiempo: que tú no me quieres como has dicho siempre
que me querías, porque ni siquiera has tenido valor para hablar del asunto
conmigo. Me parece que ese casamiento no es una cosa tan espléndida
como tú me habías prometido.
El viejo padre no se dejó engañar.
—No voy a consentirle tanto a tu orgullo como para permitir que se
interponga en mis negocios —declaró categóricamente—. Soy yo quien
tiene que decidir, no tú; cuando nuestras opiniones son distintas soy yo
quien manda.
Y así quedó la cosa.
Una vez cerrado el trato por intervención directa del padre (o de su
representante), seguían los esponsales solemnes y, después de una espera
prudencial, que no podía sobrepasar un año, se celebraba la boda; fiesta a la
que se invitaba a todos los parientes hasta el tercer grado. El banquete lo
organizaba el padre de la novia, quien naturalmente no se arredraba ante
ningún gasto ni ninguna molestia con tal de demostrar ante sus invitados la
categoría y la riqueza de su estirpe. Por lo general, el severo protocolo
campesino se aflojaba durante la fiesta, que se prolongaba durante varios
días y la presidían los novios sentados en una tarima.

«Siempre hay que seguir la palabra del padre.» El fin principal de un


matrimonio vikingo era, expresado vulgarmente, tener un montón de hijos.
Desde muy jóvenes, los niños trabajaban y contribuían así a aumentar el
bienestar de la familia. Pero también eran los continuadores y signos
visibles de la supervivencia de la familia y aseguraban con ello la categoría
y la gloria de la estirpe.
Se infiere que las incursiones de los vikingos estaban motivadas, no en
último lugar, por la superpoblación, ya que los matrimonios vikingos tenían
el máximo número posible de hijos. El que la mayoría de los casamientos
fuera el resultado de una planificación político-familiar y no fruto de un
fogoso amor no influía para nada en la fecundidad de las mujeres nórdicas.
No es probable que existiera medio alguno para reducir los nacimientos.
Pero el padre tenía derecho a negarse a aceptar un hijo. Solía examinar a su
retoño inmediatamente después del nacimiento y decidir sobre su destino.
Si estaba mal formado o parecía que no iba a servir para la vida en el
inhóspito Norte o en alta mar, nada le impedía abandonarlo a la intemperie.
También en épocas de hambre y penuria les estaba permitido a los padres
matar a los hijos recién nacidos. Es posible, incluso probable, que esta
suerte la corrieran sobre todo las hijas. Hay ciertos indicios que autorizan a
suponer que el número de niñas se mantenía intencionadamente bastante
bajo con objeto de asegurarles después una aceptación más ventajosa por
parte del hombre. Solteronas viejas y tías célibes nunca aparecen en las
sagas de Islandia.
La costumbre de abandonar a los hijos poco agraciados se toleró en
silencio, según datos dignos de crédito, hasta bien avanzada la época de la
cristianización. Pero parece que normalmente lo que se imponía era la
prudencia.
El derecho a abandonar a la criatura prescribía en el momento en que el
padre había «aceptado» el hijo que le presentaban. Esa aceptación se
realizaba mediante una fórmula jurídica compuesta por tres ceremonias: el
padre recogía al niño del suelo, se lo colocaba sobre las rodillas, lo rociaba
con agua y le otorgaba nombre.
El acto más importante era el de darle nombre. Los hijos,
principalmente los varones, se llamaban casi siempre como determinados
parientes o amigos cuyas vidas habían estado favorecidas visiblemente por
la suerte y el éxito. La fórmula obligada, que desarrollaba expresamente el
deseo de que «la fortuna sigue al nombre», descansaba en la idea de que las
cualidades de un hombre dependen de cómo se llame y, por tanto, se
transmiten. Por eso el hecho de conferirle el nombre constituía un
acontecimiento en el cual el sentido nórdico de la estirpe se poetizaba con
actos casi religiosos.
Con ello el recién nacido se convertía en una especie de resucitado, en
la prueba visible de la creencia de que en un mundo en constante cambio y
de permanente ir y venir, sólo perdura la familia.
Las relaciones entre padres e hijos eran más que escuetas. De las sagas
de Islandia se deduce que incluso las madres se guardaban muy bien de
expresar con la lengua lo que sentían sus corazones. Y es que se
consideraba algo indecoroso dar rienda suelta a los sentimientos, incluso en
el más estrecho círculo familiar. Sin embargo, el código moral campesino
del Norte permitía que el padre se mostrara orgulloso de los hijos que le
iban creciendo.
A la inversa, era deber proverbial del hijo ver en el padre al modelo
intachable. El problema generacional no existió en la vida de los vikingos.
Las sagas hablan de numerosas tragedias familiares: madres que
sacrificaban sus hijos a la ley de la venganza; hermanos, primos y cuñados
que se acometían con la espada desnuda. Pero padres e hijos, como
mandaba la arcaica ley de la costumbre, habían de vivir los unos para los
otros. Alzarse frente a la autoridad paterna habría sido rebelión contra la
autoridad de la estirpe. La enemistad entre padre e hijo habría perturbado el
orden natural de las cosas.
En la queja del bardo Egil por su hijo borracho, uno de los pocos textos
literarios en que se percibe un pálpito del corazón, toma forma poética una
típica relación vikinga entre padre e hijo:

Bien se sabe que en mi hijo no creció ningún germen de hombre


inferior.
Siguió siempre las palabras del padre, aunque otros aconsejaran
cosas distintas;
en casa me ofrecía su ayuda, apoyaba con vigor mi fuerza.

Cuando partía a campañas de saqueos o de aventuras, el campesino nórdico


nombraba un padre adoptivo para el retoño varón, por regla general uno de
sus siervos; le confiaba no sólo la seguridad, sino también la educación de
su hijo. Otras muchas veces el hijo pasaba a vivir con parientes o familias
amigas para que se criase en unión de compañeros de su edad. Las
hermandades de sangre, que constituyen uno de los elementos constitutivos
de la estructura social de los vikingos, encontraban en estas comunidades
un subsuelo más fértil.
Naturalmente, no había escuelas. Ni el alfabeto ni la tabla de multiplicar
ejercían función alguna en el Norte vikingo. Las tradiciones domésticas y
familiares sustituían la educación que imparten las escuelas ante todo por el
relato de historias. La fuerza y la dureza eran la secuela inevitable de la
obligada formación guerrera, de la cual no se zafaba ningún joven vikingo.
Sin embargo, disfrutaba de mucha libertad, con lo cual desarrollaba de un
modo normal las virtudes de la autodefensa y le permitía comprender que el
desprecio a la muerte y el honor de la estirpe no eran conceptos vacíos.
A los doce años se le consideraba ya casi totalmente crecido. A los
catorce años podía tener una bonita esclava, comparecer en el Thing y
tomar parte en las inacabables disputas y acciones de venganza del clan
familiar; en una palabra: demostrar que se había hecho un hombre. A lo
más tardar a los quince años participaba en los grandes viajes.

Compañera de los trabajos y de los peligros. ¿Y las madres? ¿Cómo vivían


las mujeres que ya cuando muchachas las habían acostumbrado a ver en el
matrimonio, sobre todo en el matrimonio de los demás, una institución para
conservar y aumentar el bienestar familiar? ¿Qué era de las que se habían
casado sin que nadie les pidiera su opinión? ¿Qué suerte les esperaba a las
que, aparte su propio encanto, no tenían armas de ninguna clase contra las
concubinas que sus esposos traían a la casa? ¿Quién salía valedor para las
que podían sufrir la muerte a manos de sus maridos simplemente porque las
encontraron «en una situación impropia con un galanteador»? ¿Qué les
esperaba a las que ciertamente no carecían de algunos derechos, pero
derechos muy inferiores a los del esposo?
Hay que repetirlo una vez más: una Julieta de sangre ardiente no existe
en la literatura nórdica de la época de los vikingos; en las sagas y en las
epopeyas en verso de los bardos no hay sitio para los galanteos en el balcón
con acompañamiento de ruiseñores. Tampoco conocen el tipo de la heroína
proverbial de los relatos sentimentales: nada de Margarita, ni de Catalina, ni
de Clara. En cambio, describen muy bien la altivez y el odio femeninos y
cuentan acciones de mujeres vengativas y tercas; pero comparadas con las
reinas profundamente malvadas de la época de los merovingios o con las
desenfrenadas damiselas de los castillos en la época de los trovadores, estas
heroínas vikingas son ángeles con pequeños defectos.
Las valkirias y las amazonas nórdicas aparecen raramente en escena, a
pesar de que sin duda las ha habido, como, por ejemplo, la «Doncella Roja»
que con su banda dominó durante algún tiempo el nordeste de Irlanda y
que, como se lee entre líneas en la crónica, era una mujer diablo, una
mezcla de Brunilda y de jefa de guerrilleros.
Hasta la Alta Edad Media, la literatura nórdica traza de modo excelente
el retrato de la campesina, que está al lado de su marido «fiel, diligente y
digna de toda confianza», y forma con él una comunidad que apenas se deja
arredrar por el destino. Eso arroja mucha luz sobre la figura que ya Tácito
había alabado como «compañera de los trabajos y de los peligros». El ama
de casa dirime las disputas, posee una cabeza clara cuando los señores de la
creación amenazan con perder la sensatez por efecto de los vapores del
hidromiel, se dedica a las monótonas tareas de la vida de todos los días,
cuando aquéllos matan el tiempo jugando a los dados y hablando
homéricamente, y, a pesar de algunas excepciones, no toma en serio la
obligación de la venganza de sangre como la toman los hombres, tan
aficionados a las pendencias y a la fuerza bruta y con aquella
susceptibilidad para el pundonor.
La mujer vikinga sabía cómo afirmarse. Sus elementales cualidades
femeninas la capacitaban para asumir la mayor parte de los trabajos y por
eso se hacía imprescindible. Al menos durante las prolongadas ausencias
del marido ella era el tribunal inapelable en la finca, lo cual significaba
cultivar los campos, recoger la cosecha, cuidar el ganado, traer hijos al
mundo, mandar a los siervos y, si era menester, luchar contra vecinos
envidiosos; en resumen, gobernar con vara de hierro.
No era un destino fácil: pasaba su existencia esperando constantemente
el regreso de su inestable marido, que casi siempre volvía ya envejecido, y
obligado a renunciar de mala gana a su cómoda vida de pájaro emigrante y
a sus aventuras. Esta espera hacía que la mujer se endureciera, se
distanciase y se cerrase, y le exigía mucho dominio de sí misma. Las sagas
transmiten la impresión de que las mujeres de los vikingos, de muchas de
las cuales sabemos que esperaron en vano, se sometieran sin rechistar a esta
exigencia; que se amoldaron a mostrar compostura en todas las situaciones
de la vida e incluso a arrostrar impávidas los grandes golpes del destino,
manteniéndose soberanas e impasibles hasta el último momento.
Muerte de Aud la de los Ojos Profundos. La saga de Islandia ha
personificado del modo más puro este ideal vikingo de mujer en la figura de
Aud la de los Ojos Profundos, compañera de un general noruego en Irlanda
y que, después de la muerte de su marido, gobernó como reina en el norte
de Escocia, en las Órcadas y en las Feroe. Ya de edad avanzada, se apoderó
de tierras en Islandia y las repartió entre hombres de confianza de su
estirpe. «Ya por aquel tiempo la edad oprimía tanto a Aud, que no se
levantaba antes del mediodía y se acostaba temprano… Contestaba
enfadada cuando se le preguntaba por su salud.»
Sin embargo, hizo acto de presencia el día de la boda de su nieto más
joven, y saludó «con alegría y dignidad» a los invitados. Durante el
banquete de bodas se levantó y dijo: «Cedo esta finca con todos sus
edificios a mi nieto Olaf en propiedad y libre disposición.» Luego rogó a
los invitados que siguieran haciendo honor a la cerveza de fabricación
casera y se retiró a su habitación. Al salir con la cabeza muy erguida, «los
hombres comentaron que aquella mujer seguía siendo majestuosa».
A la mañana siguiente, Olaf entró en el dormitorio de su abuela y la
encontró muerta en la cama, incorporada sobre los cojines. «Y los hombres
expresaron su admiración por el hecho de que Aud había conservado su
dignidad hasta el último momento. Así, se celebraron al mismo tiempo las
bodas de Olaf y el entierro de Aud.»
Conforme a lo mandado, digna y altiva, ganándose todas las
consideraciones de una persona respetable, la mujer más anciana de la
estirpe que, como reina, simbolizaba el decoro y la actitud noble, venía
ciertamente a representar el término medio de la clase campesina. Y, sin
duda, las campesinas ajustaban su conducta a aquel modelo de mujer, la
cual se esforzaba en corresponder a aquella imagen con todos los signos
exteriores, esto es, con un pesado e impecable vestido, con el manojo de
llaves colgado del cinturón como símbolo de su estado social, de su
autoridad y de la conciencia que tenía de sí misma. Esto le resultaba tanto
más fácil cuanto que seguía siendo miembro de la estirpe paterna y por
tanto, en las disputas con el marido, tenía siempre la seguridad de contar
con la protección familiar.
Pero la vida de Aud la de los Ojos Profundos es también reveladora en
otro aspecto. Siguió a su belicoso marido a Irlanda. Se afirmó en Escocia y
en las islas atlánticas como cabeza de una familia de nuevos colonos.
Después de haber erigido los pilares de la sede hogareña en el mar y de
haber navegado sin pausa ni descanso, estableció una explotación agrícola
en Islandia, donde desempeñó funciones marcadamente masculinas. Por
diversas fuentes se sabe que las mujeres participaron en las empresas de
colonización y en los repartos de tierras, y además se mostraron tan
cuidadosas como los mismos hombres.
Asimismo gozaban de iguales derechos en todo lo relativo a la herencia.
Si moría el marido sin haber dejado sucesor masculino o si el hijo seguía,
todavía en vida de la madre, a su padre al Walhalla, la mujer vikinga se
hacía cargo de la herencia, e incluso podía heredar de su hija casada y el
yerno.
En una roca de Upland se describe secamente toda esta peripecia
familiar: «Germind tomó por mujer a Gerlóg cuando ésta era doncella.
Tuvieron un hijo antes de que Germind se ahogase. El hijo murió. Entonces
ella tomó por marido a Gudrik y tuvo hijos de él. De ellos sólo vivió una
muchacha que se llamó Inga y se casó con Ragnfast de Snottsta. Él murió
pronto y su hijo después. E Inga heredó de su hijo. Inga recibió luego por
marido a Erik y murió. Entonces Gerlög heredó de Inga, su hija.»
La inscripción también demuestra que no se criticaba lo más mínimo a
las viudas cuando volvían a casarse. Las viudas eran partidos no
desdeñables. Cuando el sueco Gisle Sursson inmediatamente después de la
muerte de su hermano pidió en matrimonio a su cuñada Ingeborg, se
justificó diciendo que «no estaba bien dejar marchar a una mujer tan buena
de la estirpe» (a lo que habría que añadir la respetable propiedad que ella
aportaba al matrimonio).

Piratas, guerreros y héroes en zapatillas. También la mujer vikinga tenía,


por tanto, sus triunfos en la mano. Su situación social era mejor que su
situación jurídica. Andreas Heusler llega a afirmar que resulta difícil trazar
los límites jurídicos entre un sexo y otro.
¿Llegaba a ser tan exagerada esta interferencia que pueda afirmarse,
como hace el historiador americano Will, que los vikingos en zapatillas, los
más temerarios navegantes y guerreros de la época, se convertían en
tímidos conejillos al verse entre las cuatro paredes de su casa?
La verdad es que el bronco mundo de los vikingos del Norte apenas se
concibe sin sus mujeres. Sólo la capacidad de sus esposas hacía posible que
los pueblos piratas de Escandinavia, ansiosos de sangre y de botín, tuviesen
la oportunidad de mantener a toda Europa en vilo. Pero la capacidad
significa autoridad y por eso surgió aquella típica «aura de autoridad
femenina» que la investigación nórdica señala hoy como rasgo fundamental
de la época de los vikingos. Así, el danés Henrik Hoffmeyer señala que la
cultura de los vikingos tiene muchos rasgos propios del matriarcado.
Los arqueólogos también pueden confirmarlo. La forma y distribución
de las tumbas revelan que socialmente hombre y mujer estaban
equiparados. Por eso no es ninguna casualidad que la más rica tumba
vikinga hasta ahora descubierta pertenezca a una mujer: la tumba barco de
Oseberg, que probablemente albergaba los restos mortales de la reina
noruega Aasa.
Del mismo modo pueden citarse en apoyo de esta tesis numerosas
piedras rúnicas. Muchas de ellas nombran a mujeres como altos dignatarios
y otras cuentan rasgos de su valor y de su presencia de espíritu.

Cuando los héroes se cansaban. Las mujeres estaban incluso mejor


colocadas que sus maridos en un punto: gobernaban más tiempo. Afirmaban
sus posiciones en la casa y en la familia como dignas matronas y seguían
mandando cuando sus maridos hacía ya tiempo que estaban relegados a
causa de la vejez.
Era la tragedia de los hombres nórdicos. En un mundo que ante todo
requería fuerza y vitalidad, movilidad y dinamismo, se desgastaban con una
rapidez increíble. Al campesino vikingo que no podía soportar una campaña
de guerra y saqueo de varios meses se le relegaba con los viejos. Tenía que
retirarse y ceder su puesto a un hombre más joven.
Pero no ocurría lo mismo con las mujeres. Con sus manos seguían
llevando la casa y la finca aunque la espada y la lanza no obedecieran ya a
las manos de sus maridos. Mientras los cansados héroes veían agotarse sus
energías, las encanecidas matronas podían seguir ejerciendo sus funciones
hasta el momento postrero, como Aud la de los Ojos Profundos.
Según el testimonio de las sagas, la vida de muchos pobres ancianos
debió ser bastante lastimera. Una vez se habían retirado a su finca y
firmado, por así decirlo, sus actas de capitulación, ya no contaban en
absoluto. Se convertían en viejos molestísimos.
Los que frecuentaban la casa no se limitaban a considerar burlonamente
aquella metamorfosis. Al contrario, se quejaban de que hubiese que dar de
comer a una persona inútil. Ha habido autores que han tratado de paliar este
proceder diciendo que las duras condiciones de vida en las tierras del Norte
obligaban a un extremado sentido práctico y a un sentimiento de pobreza.
Sin embargo, no puede silenciarse que el Havamal se ha convertido, en
cierto modo, en portavoz de los viejos. Pleiteaban para que se les continuara
honrando, para impedir que se burlasen de ellos y para que no despreciasen
sus experiencias. E indudablemente los ancianos desempeñaron un papel
muy activo en las deliberaciones del Thing y con mucha frecuencia fueron
quienes pronunciaron la última palabra.
De este modo el destino de los ancianos oscila entre las dos tendencias
extremas del mundo vikingo: la rudeza desdeñosa del guerrero y la
mundología calculadora y llena de experiencia del campesino y del
comerciante. Según los historiadores nórdicos actuales, también en la era de
los vikingos predominó la postura racional. La vida se mostró más fuerte
que el sentimiento caótico de la vida.
Con lentitud, pero afirmándose, la moral consuetudinaria de la guerra se
transformó paulatinamente en una ética del orden que, desde luego,
descansaba más en mandamientos no escritos de la estirpe que en leyes
escritas, y que terminó por ganarse respeto y obediencia; no en último lugar
en el círculo de la familia, que, como gran familia, había de desempeñar un
papel en las funciones sociales y luego en las del estado.
CAPÍTULO SÉPTIMO

CAMPESINOS, GODIS, BANDIDOS SEÑORES

Los vikingos y el estado

«El hombre es la alegría del hombre». / Liza para los gallos de pelea. /
«Has de saber que tú eres mi hombre». / Islandia, ¿estado popular o
república de camarillas? / Los grandes hombres y los reyes. / Diablos con
sentido de los hechos.

«El hombre es la alegría del hombre». Ya se ha dicho que no sólo la familia


ordenaba al vikingo someterse a determinadas exigencias sociales y normas
de honor. También las relaciones de fidelidad, obligación y amistad, ya
citadas por Tácito como de procedencia típicamente germánica, ejercían un
fuerte influjo. Las más importantes eran las muy citadas ligas de amistad,
las hermandades de sangre y los compañeros de armas: grupos sociales que,
en cierto modo, mediatizaban con su influjo la existencia particular y
oficial.
En la sociedad sin apenas clases de los vikingos libres, las amistades se
formaban como en todas partes y en todo tiempo se han formado: entre
jóvenes que crecían juntos, entre guerreros que compartían los mismos
peligros, entre comerciantes que hacían los negocios en común. La única
diferencia estriba en que tales amistades alcanzaban una profundidad
esencialmente más honda en la soledad del Norte.
Por lo que a la amistad se refiere, se calienta algunos grados la escueta y
helada literatura de Islandia:

Si tienes un amigo
al que estimas de verdad,
ve con frecuencia a buscarlo.
Las espinas crecen
y la hierba abunda
en la senda huérfana de caminantes.

De modo análogo suena la confesión de otro poeta de la Thule:

En mi juventud,
me puse solo en camino
y me extravié;
tuve la suerte
de encontrar un acompañante:
el hombre es la alegría del hombre.

Sin embargo, esta alegría del hombre por el hombre no estaba exenta de
consideraciones materiales. La abnegación no era una virtud propia de los
campesinos nórdicos. A la amistad entre los vikingos correspondía el
regalar, un constante dar y tomar.

Si tienes un amigo
al que aprecias de veras
y del que esperas favores,
intercambia con él regalos
y ábrele tus pensamientos;
ve con frecuencia a buscarlo.

Por eso la frase de Tácito sobre los germanos de la época imperial de Roma
ya no es aplicable a los vikingos: «Se hacen regalos entre sí gustosamente,
pero no cuentan con que el favorecido corresponda, y éste no se siente
obligado a nada.» Por el contrario, entre los vikingos, la ley de la estirpe
había fijado la correspondencia incluso en los regalos. Las sagas llegan a
producir la impresión de que incluso la ley se había ocupado de ello.
Una forma distinguida de las ligas de amistad eran las hermandades de
sangre, forma superior e institucionalizada al mismo tiempo, porque las
relaciones de una hermandad juramentada se fundaban por medio de
ceremonias. La tradición (que, por lo demás, explica de modo improcedente
la magia de la sangre) conoce varios actos de hermanamiento: los
hermanados sumergen sus manos en sangre de un animal, se beben
mutuamente sangre o la mezclan y llevan a cabo con ello una especie de
fusión racial. El resultado de tales ritos y ejercicios era una especie de
«parentesco artificial». Una hermandad de sangre creaba, por tanto, algo así
como una familia, cuyos miembros tenían que apoyarse como los miembros
de una estirpe. En cuanto al orden en la categoría, lo decisivo era la edad.
La relación era «fratiarcal», los jóvenes tenían que someterse a los mayores.
Los juramentos de fidelidad ligaban también a los compañeros de
armas, esas camaraderías jaraneras y amigas de pendencias que, como
guardia personal y tropas dispuestas en todo momento al combate, se
congregaban en tomo de los grandes señores. Se sometían a una rígida
disciplina, incluso draconiana, como ha descrito de modo impresionante la
saga de Jom, historia de la fundación de Wollin por los daneses. La
responsabilidad, el mando y la administración de justicia recaían
exclusivamente en el señor de la compañía. A cambio de esas prerrogativas
tenía que ofrecer a su gente todo lo que anhelaba el corazón de un guerrero
nórdico: lucha y peligros, juegos y estruendosos banquetes, pero ante todo
regalos. También aquí tenía una gran importancia el aspecto material de las
relaciones. El caudillo —el «jefe», si se quiere— tenía que mantener el
buen humor de su tropa y reforzar su capacidad para el combate mediante
constantes distribuciones de regalos y de visibles distinciones. Si lo hacía
así, era un deber de honor para todos y cada uno de los hombres de su
compañía dejarse matar por el jefe.
Ya Tácito señaló que «en la batalla compiten en valor el señor y sus
seguidores, porque es una vergüenza indeleble apartarse con vida del campo
de batalla después de la muerte del jefe. El señor lucha por la victoria, su
compañía lucha por el señor». Y todos juntos, podría añadirse, no sólo
luchan por el honor, sino por el botín y por una recompensa contante y
sonante. Era una alianza defensiva y ofensiva que al mismo tiempo
constituía una comunidad de intereses.
Ligas de amigos, hermandades, compañeros de armas: todos estos
grupos «de deber y de inclinación» que también se dan en los vikingos
como en todos los pueblos germánicos, liberan «más fuerzas anímicas que
la obediencia al poder abstracto del estado». Pero estas asociaciones eran
más propias del hombre sin estirpe que del que había crecido en el seno de
su propia familia, más apropiadas para la gente que estaba siempre de viaje
que para la que permanecía en casa, más característicos de los guerreros que
de los campesinos. La consecuencia inmediata fue que, al final, estas
agrupaciones surgieron también en el terreno económico, donde el interés
material se apreciaba por encima de todo. Alrededor del 900 ya existen
indicios en Islandia de las primeras asociaciones nórdicas comerciales:
muestra económica de las ligas de hermandad, formas primitivas de los
posteriores gremios.

Liza para los gallos de pelea. Los vikingos desconocían las asociaciones de
tipo exclusivamente privado. Sentimientos de comunidad que fueran más
allá de los deberes de estirpe o de hermandad les tenían sin cuidado. Ayudar
a pobres, enfermos o débiles no les parecía misión que les correspondiera.
En su vocabulario carecían de tales palabras como el amor a la patria y el
sentido del estado. El heroísmo y el ansia de guerra bebían en fuentes que
no brotaban del suelo de la res publica.
Támbién el Thing —la asamblea de los hombres libres capaces de
empuñar las armas y que se reunía con regularidad— por su origen no era
propiamente un parlamento, sino una institución creada para dirimir las
enemistades entre las estirpes y los pleitos entre vecinos. El origen de la
palabra confirma que Thing significa lo mismo que tribunal, Y si en la
literatura de las sagas aparece clarísimamente como liza para gallos de
pelea y pendencieros contumaces, es cierto que con ello no se confirma su
significado, pero tampoco se falsea.
Támbién en la «cuestión derecho» de los vikingos la ciencia nórdica se
ha de limitar esencialmente a conjeturas. Los textos legales fijados por
escrito proceden principalmente de la tardía Edad Media, y por eso hay que
admitirlos con grandes reservas. Únicamente sobre Islandia, que, según
Adam de Bremen, «es cierto que no tenía ningún rey, pero disponía de un
derecho general», estamos bien informados. El que el orden del Thing,
fundado alrededor del 930 en la isla, siguiera el modelo noruego, tiene un
carácter marcadamente representativo. Lo mismo que en Islandia, en las
patrias madres de los vikingos se hablaba de derecho (o por lo menos de lo
que los germanos del Norte entendían por derecho).
Al principio Islandia estuvo dividida en doce distritos judiciales, luego
en trece. La asamblea del Thing de cada uno de aquellos distritos judiciales
se reunía dos veces al año, el Thing general, que estaba por encima de
todos, sólo una vez. El Thing general lo presidía un jurisconsulto elegido
cada tres años, un corpus juris de carne y hueso, cuya misión principal
consistía, al comienzo de cada Thing, en citar las fórmulas jurídicas
tradicionales (que sólo en 1118 se pusieron por escrito) y dedicar al
recuerdo del pasado un tercio de la sesión. Otros dos jurisconsultos lo
ayudaban.
Las actuaciones en sí, según los conceptos actuales eran farsas jurídicas que
descansaban sobre la base fundamental de la identidad de la fuerza y del
derecho. Incluso en una exposición tan benévola como la que hace Felix
Niedner en el tomo de introducción de su gran edición del Thule, se
reconoce que una sesión del Thing era más un espectáculo belicoso o una
función de circo que una actuación procesal.
Las dos partes litigantes se enfrentaban entre sí «como dos partidas de
combatientes». «Ya la manera como se movía el bando de los acusadores y
los compañeros del acusado recordaba totalmente los preparativos de una
gran batalla…» No le iba a la zaga el que los amigos y juramentados
«afirmaban conocer lo ocurrido por haberlo visto con sus propios ojos, lo
mismo que conocían que el hombre a quien defendían era un perfecto
hombre de honor. Del modo más ingenuo, los respectivos bandos no
silenciaban que para ellos lo principal era prestar apoyo a hombres
poderosos, ricos y llenos de prestigio».
«El tribunal no dirige la marcha del proceso en el sentido de determinar
el orden de las actuaciones. Éstas, más bien se desarrollan por sí mismas a
base de discursos y réplicas de las partes litigantes. Acusadores y acusados
no pretenden convencer a los jueces imparciales, sino aplastar a los
adversarios en el proceso haciéndoles ver lo absurdo de sus reclamaciones o
de su defensa. Los contrincantes no se esfuerzan tampoco en hacer relucir la
verdad o falsedad del hecho en litigio, sino únicamente en servirse de este
hecho para colocar en desventaja al adversario.»
«De este modo, los hombres de las partes litigantes están dispuestos a
afirmar cualquier cosa en defensa de su causa. Sobre la veracidad de esas
declaraciones los jueces no tienen ningún poder. Su misión se limita a dictar
sentencia.»
La ley conforme a la cual se juzgaba era un «complejo de costumbres»
cuyo origen se pierde en la oscuridad de los tiempos. Estas costumbres
jurídicas se basan, en su mayoría, en la concepción de que con dinero se
puede reparar todo o por lo menos casi todo. Incluso la vida de un hombre
libre se podía pagar con oro o plata, con ovejas, vacas y caballos, y hasta
con telas de las islas Frisia.
También las distintas partes, del cuerpo tenían fijado su valor legal. Es
curioso que por una nariz cortada hubiese que pagar tanto como por el
cuerpo entero. También había una indemnización que podría decirse total,
por las manos, los pies y los órganos genitales masculinos. Por el contrario,
un ojo sólo costaba la mitad; una oreja, una cuarta parte de la suma que
había que pagar por un muerto. En consecuencia, se había establecido todo
un código de expiaciones cuidadosamente diferenciadas. Es natural que de
este modo se impusiese la tendencia a recalcar las palabras en cualquier
procedimiento judicial. Una lesión en la piel se valoraba de modo muy
distinto a una lesión en la carne; una herida ya cicatrizada valía menos que
una que todavía no se había curado. Las heridas en la cara se castigaban
más enérgicamente que las heridas en el resto del cuerpo; las señales
visibles, más que las invisibles. También las ofensas estaban clasificadas
con toda precisión. Preguntarle a un vikingo libre cuándo fue la última vez
que le derrotaron, llamarle prostituido, envidioso, o aficionado a placeres
contra natura, se consideraba un crimen digno de maldición. En tales casos
ningún tribunal se atrevía a elegir entre castigos, por severos que éstos
fuesen, a menos que el ofendido consintiera en ser reparado así y no
mediante la venganza de sangre, cosa que era mucho más viril y más digna.
En el derecho nórdico el castigo máximo era la exclusión de la
sociedad. El acusado se convertía en un «hombre sin paz» y quedaba
declarado, por tanto, enemigo de todos, al que nadie podía proteger y al que
cualquiera estaba facultado de perseguir. Los bienes del sin paz ingresaban
en las pertenencias de la comunidad y luego se repartían de nuevo. Quedaba
separado de la esposa y los hijos, la estirpe lo borraba definitivamente. El
hombre sin paz se convertía en un fugitivo sin descanso. Marchaba al
bosque o, como en Islandia, a los desiertos pedregosos, donde, acosado
como un lobo, él mismo se convertía en lobo.
Sin embargo, no dejaban de dársele oportunidades al hombre que se
echaba al bosque. Se le concedía un plazo de fuga, de forma que tuviese la
posibilidad de salir fuera del país. Además se le concedían ocasiones de
rehabilitarse, ya fuera matando a otros sin paz o dando el oportuno anuncio
de la proximidad de un ataque enemigo. En Noruega, la familia de un
desterrado podía conseguir rehabilitarlo mediante el pago de una crecida
multa. Y el derecho de Islandia disponía el aplazamiento de la pérdida de la
paz: recuérdese cómo Erik el Rojo empleó los tres años de su exilio en
descubrir Groenlandia.
En casos sumamente difíciles, el tribunal pasaba la sentencia a una
autoridad anónima. Ordenaba la prueba de los hierros al rojo vivo o un
combate de los litigantes. Por lo general, este encuentro se efectuaba en un
islote —pequeña isla en aguas fluviales o interiores— y de ahí recibía el
nombre de Binnenwasserinsel (desafío en el islote), palabra que los cantores
del Norte han glorificado y en cierto modo han llenado de un contenido de
balada. Porque a ellos les parecía importante no sólo la situación, sino
también su forma de escoger el lugar donde celebrar el encuentro por medio
de ramitas sagradas de avellano. Por tanto, se confiaba a los dioses dilucidar
un caso que un tribunal ordinario se había visto incapaz de resolver. El que
por regla general saliera mejor librado el más fuerte, era para los vikingos
sólo una confirmación metafísica de su moral de la fuerza.
No obstante, el Thing no tenía poder alguno para hacer cumplir la
sentencia del Tribunal, tanto si se trataba de pagar una expiación en dinero,
o de haber declarado a un hombre sin paz, como el que se hubiera decidido
un combate singular. El Thing carecía de medios que poner a disposición
del tribunal. Ni policías, ni alguaciles. En una palabra, no detentaba el
menor poder ejecutivo. En consecuencia, incluso después de la condena del
adversario, el acusador quedaba obligado a tomarse la justicia por su mano.
El Thing lo único que podía concederle era su apoyo moral.
Esa carencia ha contribuido decisivamente a que la historia juzgue a los
vikingos como un pueblo con una conciencia del estado visiblemente
subdesarrollada. El estado era «sólo una fuente y un guardián del derecho
absolutamente condicionado», su sustancia ética era igual que nula. En
cuanto se le presentaba la ocasión, servía los intereses de la clase superior,
con cuyo bienestar y vida cómoda se identificaba tan ingenua como
despreocupadamente.

«Has de saber que tú eres mi hombre». Una historia del siglo IX narra el
encuentro del rey sueco Erik con un campesino de Varmland.
—¡Has de saber que tú eres mi hombre! —dijo Erik al terrateniente Ak.
Y Ak contestó:
—No es menester que me lo recuerdes; también yo sé que tú eres mi
hombre.
Una respuesta orgullosa y altiva, que el pobre Ak hubo de expiar
gravemente, porque el rey, enojado, lo mató en el acto.
La historia caracteriza el comienzo y el fin del desarrollo interno de los
países nórdicos. Por un lado, un campesinado consciente que defendía con
virilidad sus derechos; por el otro, una endurecida camarilla de mandamases
que no sentía ningún escrúpulo en atropellar tales derechos. Por una parte,
terratenientes libres que por eso mismo habían pensado en imponerle al rey
su voluntad y que no se arredraban en sacrificarlo cuando sobrevenían
malas cosechas o sus barcos tiempo hacía que esperaban un viento
favorable; por la otra, caudillos convencidos de su fuerza, que empleaban
de modo resuelto y con áspera violencia.
Una constelación dramática: los campesinos libres que luchaban
encarnizadamente por poner el fundamento de la igualdad democrática, y,
frente a ellos, una «declarada clase aristocrática» que despreciaba el
principio de igualdad y que terminó por alzarse con el tiempo.
La existencia de una clase de señores no encaja bien en el cuadro
romántico de la vida de los pueblos germánicos que los historiadores del
siglo XIX, sobre todo, esbozaron y adornaron con rasgos de un serio y
sensato sentido burgués. Según el cuadro tradicional, estos pueblos y capas
populares vivían en un embrionario estado democrático, representado por la
masa de los «libres comunes» que no sólo biológica, sino también
políticamente encarnaban la fuerza popular germánica y su colosal
dinámica. En este panorama no se le atribuía ninguna importancia especial
a la nobleza: a los príncipes los elegía el pueblo y se comportaban como sus
encargados, como reyes o duques durante algún tiempo, y después de
cumplir el encargo volvían al anonimato, al grupo.
El mérito de haber corregido estos puntos de vista corresponde a los
historiadores Dannenbauer, Keutgen y Waas. Después de la primera guerra
mundial, esta hipótesis encontró su formulación más apropiada en las obras
del que fue catedrático de Bonn, Fritz Kern, quien calificó explícitamente a
los caudillos y reyes germanos de «bandidos señores al modo más perfecto
de la época». Más aún: llega a hablar de «empresas políticas» que se
desarrollaban contra los hermanos más pobres que se habían quedado en
casa, contra los pequeños y medianos campesinos y de la nobleza; entonces
la parte que menos prosperaba tenía que volver al trabajo manual en el
campo.
La investigación más reciente ha confirmado estas hipótesis. En
consecuencia, seguir una frase del libro de Edith Ennen, Frühgeschichte der
europäischen Stadt («Historia primitiva de la ciudad europea»), «la cultura
germánica no fue una cultura estática que descansase en sí misma y fuera
puramente campesina, aunque contuviese como elemento dinámico un
grupo señorial y guerrero». Pero este grupo señorial vivía dueño del terreno,
conservaba un carácter rural. Incluso los reyes seguían siendo grandes
campesinos que con sus séquitos militar, eclesiástico y administrativo se
trasladaban de finca en finca, porque no había otros que pudieran
alimentarlos convenientemente.
Una nobleza de este tipo, formada por grandes terratenientes, es la que
sometió a su voluntad al Norte europeo; también la potencia explosiva de
los asaltos vikingos se retrotrae a rústicos bandidos señores que, una vez
llegados al poder, trataban a los campesinos pequeños y medianos sólo
como herramientas de sus deseos y los organizaban para sus propios fines
sin ninguna clase de consideraciones.

Islandia, ¿estado popular o república de camarillas? Al comienzo de la era


de los vikingos no existía en Dinamarca ni en Suecia ni en Noruega una
nobleza como «estamento cerrado». Sin embargo ya empezaban a surgir de
la clase de los campesinos libres dinastías que gracias a la riqueza, a la
suerte y a su temeraria belicosidad disfrutaban de un prestigio por encima
del nivel corriente. Los límites de esta clase rectora no estaban, según
Wührer, trazados con exactitud: en aquel estamento era posible ascender
paulatinamente, pero también había que contar con el descenso brusco,
según el éxito y la capacidad. Es cierto que los miembros de estas estirpes
no tenían derechos especiales, pero en todo caso costaba algo más caro
matarlos; sin embargo, se habían esforzado en crearse «un árbol
genealógico legendario que se remontaba hasta un dios», como los
Skjöldungs o los Inglings suecos, de los cuales también procedían los reyes
noruegos Vestfold.
A los componentes de estas «grandes familias» del Norte, quizá
herederos de los hombres prehistóricos del hacha de piedra, se les enterraba
en tumbas lujosamente dispuestas, cuyos vestigios han caracterizado de
modo indeleble el paisaje escandinavo. Ya antes de iniciar su campaña de
asaltos, los vikingos fundaron en la Suecia central, en el Tröndelag, en la
Noruega oriental y septentrional, belicosos reinos de caudillos y pequeños
principados. Aparejaban y fletaban los barcos para los viajes militares y
comerciales y de esta suerte acumularon increíbles riquezas. Comerciaban
principalmente con esclavos, esculpían sus nombres y el relato de sus
acciones en piedras rúnicas de granito y se deleitaban, según canta el poema
de Rigthula, con pan de maíz, sopa de gallina y asados de ternera.
Convocaban las asambleas del Thing, ejercían de jurisconsultos y como
tales proclamaban lo que a juicio de ellos era derecho. Disponían incluso de
las instituciones religiosas como si fueran de su propiedad privada.
Las «grandes familias» dominaban también a la «democrática» Islandia,
la que orgullosamente se proclama la república más antigua del mundo, y
desarrollaron allí una simbiosis ejemplar de riqueza, estado y religión.
La unidad más pequeña de la comunidad casi perfecta de intereses,
formada por aristócratas campesinos terratenientes, jurisconsultos y
sacerdotes se llamaba un godord, «agrupación de personas que se
congregaba alrededor de un godi, esto es: de un dueño de templo». Llegar a
ser godi era teóricamente posible para todo islandés libre. Pero en la
práctica el número de los propietarios de templos quedó limitado a treinta y
nueve en virtud de la ordenación por distritos realizada en el año 965. Con
esto, la categoría de godi se convirtió paulatinamente en hereditaria, y al
extinguirse una estirpe sólo se podía acceder a ese honor por compra o
regalo. Así, dicha dignidad quedó limitada a un círculo que siempre era el
mismo: las treinta y nueve familias más antiguas y más prestigiosas de la
isla.
Este areópago de la nobleza inmigrante de Islandia concentraba en sus
manos todo el poder. Los godis eran los presidentes del Thing del distrito.
Convocaban las asambleas, formaban el poder legislativo, designaban al
jurisconsulto que durante sus tres años de presidencia era la cabeza suprema
de la población de la isla. Durante las sesiones del Thing se sentaban en
posición más elevada sobre bancos de madera o de piedra mientras los
demás campesinos seguían los debates de pie y apenas si llegaban a ser algo
más que respetuosos comparsas. Los godis dictaban sentencia en los casos
vistos por los tribunales y todos estaban de acuerdo en que no podía haber
peor crimen que matar a un godi. El autor no debía olvidar que le
impondrían una multa tres veces mayor, por lo menos, que en cualquier otro
asesinato.
Las «grandes familias» de Islandia habían asentado firmemente su
poder; su dominación apenas conocía límites. Tras el «aparato
democrático» se ocultaba una aristocracia que disponía de todos los resortes
importantes y decidía sobre lo justo y lo injusto exclusivamente según sus
intereses. Islandia no era un estado libre ni un estado popular, sino una
república de camarillas, una oligarquía según el modelo aristotélico.

Los grandes hombres y los reyes. En las patrias de origen sucedía poco más
o menos lo mismo. Fuentes noruegas revelan que era competencia de los
poseedores del templo designar a los hombres que tenían que comparecer
ante el Thing y nombrar a los miembros encargados de las tareas
legislativas y judiciales. Y también allí, los representantes de las estirpes
rectoras presidían desde un escenario elevado, en tanto que «el pueblo», a
respetuosa distancia, se ejercitaba en el arte de adular y aclamar. Como cada
una de las familias privilegiadas tenía sus partidarios en la asamblea del
Thing, no resultaba sorprendente que se llegara a la lucha por los votos, si
los caudillos no se ponían de acuerdo.
Pero, si estaban de acuerdo, podían hacerle difícil la vida a su rey, y eso
contando sólo con sus seguidores, o sea, la fuerza de sus tropas particulares
que respaldaban sus deseos y sus exigencias. Debido a eso, en más de una
ocasión los regentes fueron depuestos por una presión ejercida «desde
abajo». Se necesitaban personalidades vigorosas y resueltas para tratar con
gran número de caudillos convencidos de su fuerza y que la mayoría de las
veces gobernaban sus tierras como príncipes soberanos.
Los reyes bastante hacían con observar ceñudamente las empresas de
sus grandes hombres: «Las reuniones de uno con otro, sus intentos de
hacerse populares entre el pueblo, sus afortunadas campañas guerreras y los
casamientos ventajosos para ellos y para sus allegados… Podían incluso
tener motivos para no sentirse ya muy seguros de los propios hijos…». El
rey Harald Dientes Azules, por ejemplo, «tuvo que huir después del
combate, gravemente herido, con su hijo, que había tenido mucho más
éxito, Sven Barba de Tenedor, a Bolin».
Pero ésta no era la regla. La mayoría de los jóvenes «aguardaba
pacientemente el día del relevo», preocupados tan sólo con adelantarse
oportunamente a las ambiciones al trono de hermanos avispados. Muchos
hijos de reyes emigraron y crearon «fuera» sus reinos. Por ejemplo,
Jutlandia del Sur estuvo entre 900 y 940 bajo el dominio de pequeños reyes
suecos, que según la bien establecida costumbre germánica trataban de
consolidar su posición mediante casamientos con las hijas del país. De este
modo el rey Knuba, uno de los tres regentes suecos de Haithabu, se casó
con una hija del caudillo danés Odinkar.
También los ejércitos particulares del rey ocasionaban a sus señores
muchas preocupaciones. Para mantenerse en forma y dejarse matar era
necesario, como ya hemos visto, multiplicar de modo considerable los
regalos a la tropa. Si cuando llegaba el momento las dádivas escaseaban o
no correspondían a las esperanzas de los interesados o el hidromiel que se
servía a la mesa era de calidad inferior, incluso los seguidores más fieles se
mostraban levantiscos y peligrosos. Para mantenerlos a raya se imponía
emprender constantemente aventuras bélicas.
Además, esta guardia personal siempre dispuesta para el combate
representaba un instrumento muy eficaz de poder. Con seguridad, la
existencia de tales tropas es uno de los factores principales a los que se
puede atribuir el hecho de que la mayoría de las familias regias
consiguieran transmitir su fuerza de generación en generación. Así se va
afirmando en el curso de los dos siglos y medio de la expansión de los
vikingos una evolución del estado popular al estado de los soberanos. La
dignidad de rey pasa a la familia, la superioridad manda y dirige, los medios
de fuerza, completan el proceso. La época tardía de los vikingos ya conoció
cuarteles y ejércitos permanentes cuya presencia bastaba para mostrar y
demostrar la voluntad de las casas imperantes.
Cierto que los campesinos nórdicos seguían siendo reyes en sus fincas,
pero sus derechos públicos se debilitaban lentamente en comparación con la
potencia en crecimiento de sus soberanos, tanto que ya en el siglo IX, como
muestra el infausto destino del terrateniente sueco Ak, al que hemos hecho
referencia, resultaba peligroso recordarle a un rey que no era del linaje de
ningún rey auténtico.

Diablos con sentido de los hechos. También el desarrollo de la


administración y de la infraestructura estatal en los países nórdicos y en sus
asentamientos atlánticos muestra claramente esta tendencia. La unidad
inferior era la centena. Historiadores y filólogos han discutido largamente
sobre qué se oculta tras este concepto tan habitual. Se han formulado
conjeturas de que la palabra se refería a una agrupación guerrera de cien
militares. Según otra teoría, se trataba únicamente de un número
indeterminado de fincas, caseríos y aldeas. Hoy, con razones bastante
sólidas, se considera a la centena nórdica como una medida de limitada
extensión que comprende unas cien yugadas (a su vez, una yugada son,
aproximadamente, treinta fanegas).
Por lo general una aldea sueca abarcaba unas ocho yugadas, por lo cual
una centena sueca debía ser un conjunto de doce aldeas. El jefe de la
centena era el que en el nórdico antiguo se llamaba hersir. Ejercía su
función como delegado del pueblo, La comunidad del Thing lo elegía,
podía deponerlo y en cualquier momento exigirle responsabilidades. La
unidad inmediata superior abarcaba varias de estas centenas. En Uppland,
junto al lago Mälar, la región central de Suecia, había tres de estos distritos
superiores, uno con diez, otro con ocho, y otro más con cuatro centenas.
Estos distritos, formados por un número de aldeas que oscilaba entre
cincuenta y ciento veinte, se hallaban sometidos al jarl. Al principio la
palabra sólo significaba «hombre prestigioso», pero con el tiempo, como
pasó con la palabra hersir, adquirió paulatinamente un sentido técnico
administrativo y al comienzo de la era de los vikingos designaba a los
caudillos de aquellos incontables reinos diminutos que por aquel entonces
cubrían toda la península escandinava como una alfombra de lunares. De la
clase de estos potentados regionales surgió la mayoría de aquellos reyes
militares vikingos que con sus flotillas de piratas atacaron los países
costeros europeos y las islas atlánticas.
Es fácil imaginar que entre agrupaciones tan numerosas tenían que
surgir enfrentamientos y que las guerras sostenidas por las estirpes habían
de obligar a mayores concentraciones de poder. Al final, de la multiplicidad
de los reinos diminutos surgieron los tres modelos de estados nacionalistas
y reinos grandes cuyos nombres dominan hasta hoy el mapa escandinavo.
La «unificación del reino» fue una realidad:

alrededor de 872 por Harald Cabellos Hermosos en Noruega;


alrededor de 950 (después del prematuro y fracasado desembarco de Göttrik en la época
carolingia) por Gorm el Viejo en
Dinamarca;
en el curso del siglo X por los Inglings en Suecia.

Con la erección de estos grandes reinos, también se modificaban


fundamentalmente las superadas estructuras administrativas. Con la
«sustitución de los funcionarios elegidos por el pueblo por funcionarios del
rey» se acentuaba la tendencia al estado autoritario de fuerza. Si bien
persistieron las centenas, desaparecieron los hersir elegidos y cedieron el
puesto a gobernadores y otros funcionarios nombrados por el rey. También
los jarls y los pequeños reyes (a pesar de que en las comarcas montañosas,
difícilmente accesibles, de Noruega y Suecia lucharon hasta el siglo XIV por
sus puestos tradicionales) fueron vencidos o sustituidos por funcionarios de
la casa del soberano.
Así, los tres reinos nórdicos, después de consolidarse internamente,
llegaron con relativa rapidez a una administración simple, pero de
extremada eficacia, que a pesar de las tenaces resistencias regionales bastó
para hacer respetar la voluntad del rey.
También en la república de los emigrantes, Islandia, «el estado» se
había afirmado tanto al empezar el milenio, que la clase superior
representada por las familias de la nobleza inmigrada mantenía las riendas
en la mano. Las leyes de la Islandia medieval revelan perspicacia, disciplina
y una incondicional voluntad de orden. Crearon con ello los supuestos
previos para la «comunidad vital bien organizada», lo único que permitió,
en general, hacer soportable la existencia en la inhóspita isla del Atlántico.
En el curso de dos siglos, el desarrollo en el Norte europeo evolucionó
de una vida de naturaleza casi antiestatal a una realidad dominada
ampliamente por autoridades superiores. Este proceso explica una
característica que en la literatura antigua se honra principalmente por
decoro: las dotes de gobierno de los pueblos nórdicos, su aptitud para la
disciplina y la subordinación, su capacidad para planificar.
En la historiografía moderna se considera a Normandía como la más
rígida estructura estatal europea de su época, estructura en la que se
amasaban «la rudeza, la astucia y la infidelidad… hasta convertirse en
creadoras dotes políticas». Incluso Inglaterra, vencida y reducida por los
jinetes normandos después de un desembarco excelentemente preparado,
tuvo que agradecer a estos inteligentes herederos de los piratas daneses y
noruegos de otros tiempos, multitud de innovaciones institucionales y de
técnica administrativa, innovaciones que en parte aún rigen en la actualidad.
La investigación más reciente considera a los estados mediterráneos
filiales de Normandía como los primeros estados modernos en general,
estados que, como dice Hans Freyer, superan «audazmente a todas las
organizaciones medievales como la expansión de los vikingos supera, en el
espacio, los límites de la Europa carolingia y odónica». En el Mediterráneo,
en los ducados normandos de Apulia y de Sicilia, «ha nacido el estado
europeo moderno o, por lo menos, se ha anticipado: racional hasta la
médula, sin escrúpulos de ninguna clase en la prosecución de sus intereses
de fuerza, inclinado a la riqueza pero explotando políticamente la riqueza,
tolerante con una soberana condescendencia, en todo y por todo de este
mundo, sin necesitar ninguna legitimación fuera de la propia fuerza».
Ya se ha indicado que la nueva historiografía realza con más fuerza que
la anterior generación científica este ascenso a la categoría de estado.
Concede a los vikingos no sólo sus energías elementales, altamente
explosivas, sino también un inmenso potencial político, diplomático y
organizador. El efecto amplísimo de aquellas energías, que actuaron durante
siglos, se basaba además de en las cualidades de los vikingos que ya hemos
mencionado: su fuerza biológica y su arcaico desprecio a la muerte, su
dureza y su audacia fenomenal, en su fría serenidad.
Vikingo era el temperamento que se dispara como un géiser, el estallido
irresistible de una fuerza casi sobrehumana. Pero vikingos eran también, si
queremos emplear expresiones modernas, el talento para valorar
acertadamente unas determinadas coyunturas, la capacidad para el
management, y el muy desarrollado sentido de los hechos que estos
«enviados del infierno pagano» muestran en todas sus acciones.
CUARTA PARTE — EL ESCENARIO RELIGIOSO

CAPÍTULO OCTAVO

LOS CAUDILLOS DE ASGARD

Personajes y peripecias en la ópera de los dioses nórdicos

Sacrificios solemnes en Upsala. / Gigantes de hielo y de fuego. / Gengis


Kan en las nubes. / Thor, el lanzador de martillo. / El malvado Loki y el
dios de la luz Baldr. / También Asgard resultaba aburrido sin amor. /
Ragnarök, la perdición de los dioses. / Religión de cosecha propia. /
Saturnales nórdicas.

Sacrificios solemnes en Upsala. El maestro Adam de Bremen habla de un


templo «muy famoso» de Upsala, en la pagana Suecia. Rodeaba al edificio
una cadena de oro que colgaba de la fachada y alumbraba desde lejos a los
que venían, puesto que el santuario estaba situado en el valle y además
rodeado, como el escenario de un anfiteatro, por empinadas cuestas.
Adam habla también de un gran árbol que se levantaba en las
proximidades del santuario, un árbol siempre verde, de especie
desconocida, un árbol que iba ensanchando sus ramas a lo lejos. A la vera
del árbol manaba una fuente, junto a la cual los paganos ofrecían sacrificios
a sus dioses y en la que solían ahogar a hombres vivos. Si no emergían, se
consideraba que el ruego del pueblo había sido aceptado.
También cada nueve años se celebraba en Upsala una fiesta común de todas
las tribus suecas, en la cual todos y cada uno debían entregar sus dones. «Se
mostraban nueve cabezas de animales masculinos» que se colgaban de una
arboleda que había junto al templo: perros, caballos y hombres. Un cristiano
le había contado que en cierta ocasión había visto una confusa mezcla de
cadáveres colgados y que calculaba que eran unos setenta y dos.
Según Lejre y Skiringssal, se confirma respectivamente en Dinamarca y
Noruega la existencia de tales sacrificios solemnes: sangrientas carnicerías
que, al decir de Adam de Bremen, iban acompañadas de indecorosas y
obscenas canciones, según Saxo, «de movimientos lascivos, gesticulación
teatral y toque de campanas». Para este repulsivo culto se utilizaron incluso
los cadáveres, que se adornaban con arreglo a fórmulas tradicionales, una
de las cuales consistía en traspasar con una lanza a los ahorcados. A las
víctimas de posición muy superior las abrasaban en sus propias casas o las
ahogaban en un barril de hidromiel. A los prisioneros de guerra los
sacerdotes les abrían el pecho con una espada y les sacaban los pulmones.
También el árabe Ibn Rustah ha descrito este espantoso ritual. Cuenta
que los hechiceros de Rus (él los llama attiba) indicaban quiénes habían de
ser las víctimas: mujeres, hombres o ganado. Agarraban a los elegidos, les
anudaban una correa al cuello y los colgaban de un poste de madera hasta
ahorcarlos. Luego decían: «Es una donación que hacemos a nuestros
dioses.»
¿Quiénes eran estos dioses a los que había que ofrecer sacrificios tan
espantosos y a los que se trataba de corromper con sangre y cadáveres?

Gigantes de hielo y de fuego. Como describe solemnemente el poema de


Vóluspa, al principio era el caos. Al Norte, envueltas por la niebla, giraban
montañas de hielo perpetuo. Al Sur se alzaban las llamas de un fuego
permanente. Del contacto del hielo y del fuego surgió el primer ser que
respiraba, el protogigante Ymir, quien se alojaba solitario en la inhóspita
tierra de nadie entre el Norte y el Sur.

No había aún tierra, ni lagos, ni olas,


ni suelo debajo, ni cielo arriba,
un hueso sin fondo, y en ninguna parte hierba.

La primera compañera de Ymir fue la vaca Audumla, que brotó del hielo
fundido. Siguieron procreando. De la axila de Ymir nacieron un hombre y
una mujer de poderosa contextura: los dos primeros gigantes. La caliente
lengua de Audumla lamió una piedra e hizo surgir un ser humano que fue
llamado Buri. De modo maravilloso consiguió un hijo al que le puso por
nombre Bor. Éste se juntó con la hija de los gigantes Bestia y engendró con
ella tres dioses: Odín, Vili y Ve.
Los hijos de Bor mataron al gigante Ymir y construyeron con él el
mundo. Su cráneo formó la bóveda del cielo, su cerebro se trocó en nubes
pasajeras. De su carne surgieron islas y países; de su sangre, el mar. De sus
hirsutas cejas los dioses hicieron la empalizada del reino, que se alza entre
el mundo inferior y el cielo y que por eso se llama Midgard: tierra del
centro. A los gigantes se les adjudicó Utgard, el país de la periferia:
desiertos, monte bajo, páramos rocosos.
Los dioses residían en Asgard, posición fortificada que habían hecho
construir a uno de los gigantes. El centro de Asgard era un vestíbulo
increíblemente grande donde creció el fresno del mundo, Yggdrasil. Creció
tanto que con su copa, de cuyas ramas siempre verdes fluía el dulcísimo
hidromiel, llegaba hasta la bóveda del cielo, aunque hundía sus raíces en las
profundidades del mundo inferior. Junto a las tres fuentes que allí
alimentaban al fresno, estaban sentadas las tres Nornas: Urd, Werlandi y
Skuld, quienes tejían los hilos que forman la trama del destino y que
alcanzan al mundo entero, sin exceptuar siquiera a los dioses.
Desde Asgard, los amos del Olimpo nórdico trazaron un puente
maravilloso hacia Midgard, el arco iris, y erigieron templos y herrerías en
unos campos próximos a sus moradas. Por último insuflaron su aliento
sobre dos troncos de árboles que había escupido el mar y así crearon la
primera pareja humana, que se llamó Askr y Embla.
Después de acabada la obra, los dioses se retiraron a su divina mansión
y allí, como es costumbre, se dedicaron a vivir muy bien. Comían, bebían,
hacían el amor y jugaban continua y apasionadamente al ajedrez. Pero los
enfados, las disputas y las discusiones eran continuas. Ya hemos dicho que
a la primera pareja humana, Askr y Embla, se le adjudicó la zona Midgard,
ceñida por la gigantesca serpiente que daba la vuelta al mundo.
Por último, no era sorprendente que en aquel panteón rústico
compitiesen dos estirpes: la de los Ases, que defendían encarnizadamente
su prioridad en el primado y, por tanto, aspiraban al mando supremo, y la de
los Vanes, que sólo después de una enconada lucha habían encontrado
aceptación en Asgard, donde formaban algo parecido a una oposición
dentro de la alianza.
Seguían persistiendo los contrastes bajo las envolturas de la forzada
coexistencia. Se ponían tanto más de manifiesto cuanto que los ámbitos de
competencia de uno y otro bando quedaban nada claros, lo que, según
Grappin, contribuye decisivamente a que la república nórdica de los dioses
aparezca tan extraña y complicada y «en definitiva resulte imposible fijarla
de un modo preciso».

Gengis Kan en las nubes. Odín, uno de los tres hijos de Bor y de Bestia, era
el As de los Ases: el gran presidente en el consejo de los dioses. Una figura
de inverosímiles dimensiones: señor del cielo, conocedor y dominador de
todos los misterios, poeta y pensador, mujeriego y eterno peregrino, jefe de
las batallas y dios de los muertos, ejercía su actividad, en todas partes.
Como señor del cielo, residía en Asgard, e imperaba desde un trono
ricamente tallado. Dos lobos, Geri y Freki, yacían tendidos a sus pies y
lamían los jirones crudos de carne que les arrojaba, porque Odín sólo se
alimentaba de carne. En sus hombros se posaban sus dos cuervos Hugin y
Mugin, el pensamiento y el recuerdo, sus dos clarividentes informadores,
que le susurraban al oído las noticias que habían recogido por el mundo en
sus vuelos de reconocimiento.
Pero Odín sabía mucho más de lo que podían contarle sus avispados
cuervos. Se esforzaba incansablemente en saberlo y en aprenderlo todo y
hacía grandes peregrinaciones para hablar de tú a tú con gigantes y elfos,
con espíritus de los bosques y del agua, y solía adoptar forma humana para
pasar la, noche en las cabañas de los hombres. Gustosamente también
conversaba con Mimir, uno de sus tíos, que, junto a las raíces del fresno del
mundo, vigilaba la fuente de la sabiduría. Para poder atisbar el fondo del
pozo del conocimiento, Odín había sacrificado un ojo. Tuerto desde
entonces, recorría el mundo envuelto en una amplia capa y con el
chambergo bien encasquetado.
A pesar de eso, veía más que nadie. También el futuro permanecía
abierto ante su ojo profundo, que todo lo penetraba. Odín podía, según las
palabras de la saga Ingling, predecir el destino de los hombres y «fijar su
muerte, su desgracia o su enfermedad…». Conocía el paradero de tesoros
enterrados y sabía canciones y fórmulas secretas que abrían la tierra delante
de él y «mediante palabras mágicas podía hacer desaparecer todo lo que
vivía en ella». Esta fuerza mágica le permitía asimismo cambiar de forma a
su antojo. Mientras «su cuerpo yacía como muerto», Odín llevaba en verdad
la vida de un pájaro, de un animal feroz, de un pez o de una serpiente.
Odín inventó las runas, esos misteriosos signos nórdicos de escritura
que servían más para la magia que para expresarse y que a partir de
entonces se encuentran sobre todo en las lápidas de tumbas o en
monumentos conmemorativos. Para inventarlas, realizó una especie de
inmolación mística de sí mismo. Durante nueve días estuvo colgado de una
rama del fresno del mundo, Yggdrasil, herido de un lanzazo, esperando
inútilmente ayuda. Entonces vio, abajo en el suelo, las varitas mágicas, las
alcanzó entre grandes dolores y se sintió rejuvenecido y renovado por el
árbol: un relato de profundo sentido que explica suficientemente las rituales
orgías de sacrificios del Norte.
Como maestro rúnico, el dios Odín concedió su protección a los bardos.
Obtuvo el hidromiel para los bardos de un gigante a cuya vigorosa hija
había seducido anteriormente en la Tierra y la cual era capaz de hablar de
modo bastante expresivo mediante rimas y versos. El dios se dignaba a
veces regalar a los hombres la bebida inspiradora. Los cantores le
consideraban «el sabio, anunciador e investigador del futuro», y debido a
eso se sentían fuertemente ligados con él y le honraban como al divino
padre poeta.
Esto les resultaba tanto más fácil cuanto que él en su vida privada y
amorosa (como también los Stars y los Showmasters del antiguo cielo de
los dioses) tenía rasgos marcadamente humanos; el tuerto Odín ha
desempeñado incluso con gran maestría, según las versiones competentes
del Edda, el papel de un seductor inveterado cazador de muchachas.
La competencia de Odín también se manifestaba en el aspecto de la vida
que más fuertemente ocupaba a los vikingos: el combate y la guerra.
Probablemente se hizo grande como dios de la guerra en el mundo de la
mitología germánica, como un dios del desenfreno, de la cólera y de la furia
(Wut) salvaje (los germanos del Sur lo llamaban Wotan).
Imponiéndose a la tormenta y al viento, desahogaba sus impulsos
furiosos cabalgando como un jinete de las estepas en su caballo de ocho
patas, Sleipnir, el caballo más veloz y resistente que pudiera pensarse. Y el
dios siempre mandaba como guía, en la salvaje partida de caza, al frente de
una horda de guerreros desenfrenados que, sobre corceles resoplantes,
surcaban las nubes.
Sin embargo, a este dios de la guerra no le seducía la aureola de gran
estratega y conquistador. Odín seguía siendo, con su casco de oro y con su
deslumbrante armadura, equipado con la lanza Gungnir que alcanzaba
automáticamente su blanco como un cohete moderno, una figura
melancólica y sombría. Como a su mirada inquisitiva nada quedaba oculto,
sabía que los gigantes, enemigos de los dioses, se lanzarían a una nueva
lucha contra Asgard. Con objeto de estar preparado para esta lucha, hacía
que sus hijas adoptivas, las valkirias, sedujeran a los héroes caídos del
mundo Midgard para atraerlos al Walhalla y aprestarlos para la batalla final.
Así, para mantenerse en forma, por la mañana se dedicaban al combate y a
los espectáculos sangrientos. Al anochecer se reunían en la gigantesca sala,
bajo un techo de escudos de oro, a gozar de una opulenta comida en la que
consumían incesantemente carne del jabalí divino. Bebían, además, muchos
jarros de dulcísimo hidromiel que les escanciaban, incansables, las
valkirias.
Y Odín también tomaba parte en aquellos banquetes oficiales; un dios
majestuoso y de armas deslumbrantes, aunque el conocimiento del fin de
todas las cosas pusiera una sombra trágica incluso en su embriaguez.
Era, como se ha dicho, una figura multifacética que rebasaba todas las
dimensiones: más poderoso que cualquier encantador, mago y vidente,
protector de los poetas y de los cantores, noble hidalgo y déspota ilustrado,
en la Tierra un honesto peregrino, un Gengis Kan en las nubes, dios de los
muertos y protector de los héroes. Y, a pesar de todo su hervor vital y
contradictorio, siempre de una sustancia aristocrática. Sin duda la más
significativa, la más fantástica e incomprensible creación de la mitología
germánica.

Thor, el lanzador de martillo. El dios Thor, el más popular de los dioses


nórdicos, produce, por el contrario, el efecto de un campesino, algo vulgar,
pero simpático, y «precisamente tan democrático como Odín era
aristocrático».
Muchachote tosco, de barba roja y de bíceps muy desarrollados, vivía
en un palacio de 540 salas; consumía en una jornada un buey completo,
ocho salmones y una cantidad inmensa de golosinas; sin pestañear, dejaba
caer por la abrasada garganta tres jarros de hidromiel; rodaba, haciendo un
ruido enorme, en su carro tirado por un macho cabrío, a través de las nubes;
estaba siempre dispuesto para la disputa y la pendencia; había reñido
innumerables combates con los gigantes, que si bien exteriormente se le
parecían, en contraste con él, estaban llenos de perfidia y de bajeza e
incesantemente maquinaban acciones malvadas.
Thor estaba exento de toda maldad. Se excitaba fácilmente, tenía un
temperamento volcánico y era temible en sus estallidos de cólera, pero se
mostraba bondadoso y compasivo con los hombres, sobre todo con los
desgraciados campesinos, a los que entregaba todo su salvaje y gran
corazón. Thor se preocupaba por el trigo de los campos, el heno de los
prados, la ternera en el establo; proporcionaba el rocío y la lluvia, el sol y el
viento; regalaba a los hombres fuerza y a las novias fecundidad; bendecía el
lecho matrimonial; protegía las costumbres, la estirpe y la familia; movía el
martillo con el herrero, conducía los barcos por el mar, llenaba las redes de
peces y velaba el descanso de los muertos. En suma: una apariencia ruda,
grosera y pendenciera, pero en el fondo lleno de bondad.
Este dios pendenciero no era inteligente en demasía. A menudo se
dejaba sorprender por enemigos que lo atacaban por la espalda. Por eso,
cuando emprendía grandes viajes se hacía acompañar por el astuto Loki,
quien, al igual que los gigantes y otros enemigos, dominaba muy bien el
arte de la celada.
El tronante dios de barba roja disponía de tres fuentes de energía que en
combate abierto lo convertían en invencible: un cinturón que duplicaba su
fuerza de toro, unas manoplas de hierro con las que empuñaba firmemente
su martillo, y este mismo martillo, el temible Mjolnir, que todo lo hacía
trizas y que él solía arrojar como un hacha. Además, Mjolnir tenía dos
propiedades maravillosas: despedía relámpagos cuando cruzaba el aire más
rápido que la más rápida flecha, y volvía obedientemente, como un
bumerán, a manos de su dueño.
Los bardos islandeses y los escritores de sagas han amado de un modo
especial al «muchachote de la barba roja» y han mantenido despierto su
recuerdo con una gran abundancia de historietas alegres y picantes (pero
que todavía no han encontrado su Balzac). En el templo de Upsala fue
honrado como dios principal; en el templo de Drontheim, las pinturas que
representaban al tronante con su carro tirado por un macho cabrío
constituían la atracción principal. Incontables veces lo eternizaron los
tallistas nórdicos en pilastras de tronos sitiales, en ruedas de barcos y en
columnas de camas. También los que esculpían la piedra y los que creaban
objetos de adorno han transmitido a la posteridad su retrato marcial en
muchas versiones. Su martillo volante pertenecía al inventario simbólico de
toda casa campesina.
Este Thor era el buen espíritu de los vikingos, la figura ideal en que
ellos mismos se reconocían. La nobleza nórdica de Irlanda se jactaba del
proceder de Thor. Los normandos lo honraron con el nombre de Tur. De los
cuatro millares largos de apellidos que figuran en el registro de la propiedad
de Islandia, no menos de 984 están relacionados de un modo u otro con el
nombre de Thor.
El dador de fuerzas, el lanzador de martillo, el que por temperamento
estaba siempre a punto de estallar (un «auténtico gigante de cuento de
hadas» lo ha llamado Jan de Vries), era el dios más popular en el tiempo de
los héroes nórdicos. Si hubiese habido elecciones para un imaginario
parlamento de los dioses, el tronante habría obtenido el mayor número de
votos. Orgullosamente se llamaban los vikingos «el pueblo de Thor».

El malvado Loki y el dios de la luz Baldr. Los restantes retoños de As no


eran precisamente comparsas, pero junto a los dos actores principales sólo
aparecían en un segundo término de la escena dramática.
El primero en afirmarse fue, una vez más, el dios de la guerra Tyr.
Mitológicamente fue uno de los patriarcas de la constelación indogermánica
de dioses, y en el Norte se le honró sobre todo en Dinamarca y menos en
Noruega y Suecia. Según las sagas, los Ases «tenían que agradecer al
impertérrito, potente y muy valeroso Tyr, que hubiera conseguido dominar
al gigantesco lobo Fenris y atarlo a una cadena irrompible hasta el último
incendio del mundo. Tyr perdió en esa proeza una mano: estaba lisiado
como Odín, que había sacrificado un ojo para poder mirar en la fuente de la
sabiduría».
En la pérfida acción del amordazamiento de entre los dioses, Tyr fue el
único que permaneció fiel a su palabra. Desde entonces ocupó la
presidencia en el parlamento Asgard. También las organizaciones terrenas
Thing se ponían bajo su protección. ¿Quién sino el honrado y concienzudo
dios de la guerra habría podido determinar los derechos de los campesinos
nórdicos que, sin él, se habrían fijado como en un torneo? Como vigilante
de los convenios, a Tyr también se le invocaba cuando se concertaba un
matrimonio. Del mismo modo, los magos rúnicos se servían gustosamente
de su nombre lleno de buena fama. Y como es obligado también a este dios,
que lo mismo sabía manejar la espada que dictar una ley, se le ofrecían
sacrificios, por lo general de delincuentes y de prisioneros de guerra.
De índole muy distinta a la del digno y reverenciado Tyr era el astuto
Loki, la figura más contradictoria, cambiante y tornasolada de la ópera
nórdica de los dioses; un fenómeno luciferino, «mitad dios, mitad diablo»,
el «psicópata entre los dioses», y muchos otros apelativos se han aplicado a
este complicadísimo, inquietante y escurridizo enredador.
Se contaba entre los Ases a pesar de que, en realidad, no pertenecía a la
familia soberana. Parece que, como hermano de sangre de Odín (tras cuya
generosidad se ocultaba igualmente mucha perfidia), consiguió el derecho
de vivir en Asgard y acceso a la estirpe sublime. Desde entonces formó
parte de la misma: un espíritu extraordinariamente móvil, fosforescente,
silbante, como el fuego, del que era dios. Todavía hoy se dice en Noruega
que Loki golpea a sus hijos cuando se oye crepitar y chisporrotear el fuego
en el hogar.
¿Hijos de Loki? El As adoptivo se había casado con la dama gigante
Angerboda (la portadora de disgustos) y había engendrado con ella
monstruos espantosos: la poderosa serpiente Midgard a la que ni siquiera
pudo dominar el atlético Thor, el feroz lobo Fenris y la sombría Hel, la
diosa del infierno. Pero Loki también era capaz de engendrar por su cuenta
seres vivos: Sleipnir, el caballo de ocho patas de Odín, era un producto de
esta procreación.
Loki tenía muchos talentos dudosos, Podía, como Odín, entrar en
cualquier momento en la piel de otro, adoptar otra figura. Poseía zapatos
que le permitían desaparecer en un instante. Y desde un observatorio de su
propiedad observaba todo lo que ocurría en Asgard, Midgard y Utgard.
Utilizaba sin contemplaciones los conocimientos que adquiría de esta
manera. Era maestro en todas las cábalas, un intrigante nato. Sigilosamente
perseguía a todas las diosas de Asgard, y luego se jactaba ruidosamente de
haber gozado de sus favores. Le gustaba descubrir los secretos ajenos y
delataba con gran entusiasmo. Conocía todas las infidelidades y acciones
vergonzosas de los demás dioses y sentía la necesidad irresistible de
ponerlos en ridículo ante cualquier grupo de hombres. Pronunciaba afilados
y pérfidos discursos polémicos. Calumniaba a todo el mundo, echaba sal en
todas las heridas, envenenaba todas las fuentes. Atizaba sin cesar las
disputas y experimentaba un placer enorme al comprobar cómo prosperaba
la semilla de sus mentiras y de sus maldades.
Carecía de moral, no tenía corazón ni tacto; a veces se mostraba amable,
pero siempre lleno de malicia: un excelente intrigante; Ulises y Mefistófeles
al mismo tiempo. Un poco picapleitos además. Quien estaba en apuros y
necesitaba de un buen consejo se dirigía a Loki.
De este modo disfrutó durante mucho tiempo de privilegios especiales
en Asgard. Incluso cuando empezó, descaradamente y sin contemplaciones,
a colaborar con los gigantes, siguieron soportándolo. Sólo su pérfido ataque
al «celeste Baldr» indignó tanto a los dioses, que lo soldaron a una roca a la
que llegaba la saliva siempre goteante de una serpiente venenosa.
Baldr, «el luminoso», era la figura de la luz en la mitología nórdica, un
dios sin mácula; la bondad, la pureza y la virtud en persona. Snorri lo
llamaba «el mejor de todos, bello de rostro y resplandeciente», y no sólo el
más inteligente de los Ases, sino también el más suave, el reconciliador de
todos los enemigos. Esta encarnación de la mansedumbre y de la buena
voluntad se difuminaba un poco entre las figuras, por lo demás muy
humanas, del Olimpo germano, como un santo se difumina entre
empedernidos pecadores. Por tanto era lógico que cayese víctima de un
pérfido ataque, porque la paz, la suavidad y la armonía, según se lee entre
líneas en el poema del Edda que ha cantado de modo emocionante el
destino de Baldr, no son cosas de este mundo.
El fuego y el agua, los minerales y las piedras, los árboles y los
animales, los venenos y las enfermedades todas, habían acordado no
infligirle ningún sufrimiento. Sólo un «pequeño retoño al oeste del
Walhalla», una joven rama de muérdago, que no se había tenido en cuenta
al prestarse aquel juramento, sirvió al malvado Loki para elaborar su plan.
Confeccionó una flecha con aquella rama de muérdago e intrigó cerca del
ciego Hödr (al igual que Baldr, hijo de Odín y de su esposa Frigg), que fue
lo bastante ingenuo para acometer a su hermano. Atravesado por el flechazo
de Loki, el dios de la luz cayó muerto.
Si bien Baldr recibió sepultura en una ceremonia oficial a la que incluso
los hostiles gigantes enviaron una delegación, y todos los dioses lloraron y
se entristecieron con aquella «desgraciadísima acción, que no podía
compararse con ninguna otra», con aquel crimen inconcebible, la paz del
mundo y la santidad de la familia se alejaron para siempre.
Porque aunque el astuto Loki, el promotor del ataque, recibió también su
justo castigo, su perfidia perduró. Los sentimientos puros e inquebrantables
no tenían sitio en la Tierra. Donde había florecido la bondad, en lo sucesivo
también creció la maldad. El destino de los hombres consistió en vivir en un
mundo culpable.

También Asgard resultaba aburrido sin amor. En la crónica de las estirpes


de los Vanes no aparecen semejantes acontecimientos dramáticos y
turbadores. Los Vanes, amantes de la paz, eran de una madera más blanda
que los Ases, rebosantes de actividad y de impaciencia. Enseñaron a los
hombres a amar el mundo presente: el calor del sol y la bendición de la
tierra, el respirar del mar y la risa de los niños, una bebida cordial y las
horas del amor, el comercio y la riqueza y el sentimiento bendito de la
hartura, las sencillas alegrías de la vida cotidiana.
El más viejo de la estirpe era Njörd. Imperaba sobre el viento y el agua,
defendía a los cazadores y pescadores, protegía a los comerciantes, amaba
su corte junto al mar y se sentía feliz cuando el oleaje bramaba, zumbaban
los vientos y graznaban las gaviotas. A Skadi, su esposa, no le gustaba
aquella cortina de ruidos. Su mundo eran los sombríos bosques y las altivas
montañas, que incluso en lo más frío del invierno recorría sobre esquís.
Armada con lanza y arco, como una Diana nórdica, no volvía a casa hasta
que podía obsequiar ricamente a los suyos con piezas cobradas en la
cacería. También con respecto a su cazadora esposa, Njörd daba pruebas de
su espíritu pacífico y la seguía cada nueve días a la montaña, a lo que Skadi
correspondía acompañándolo cada nueve días también junto al mar a pesar
de que el griterío y los graznidos de los pájaros le turbaban el sueño.
Pero el dios principal de los Vanes era Freyr, señor generoso y benévolo
con los hombres, que disponía de un amplio repertorio de números mágicos.
Se trasladaba de un lado a otro en un carro tirado por un jabalí de oro,
animal de pies ligeros y rápido como un caballo al galope. Poseía una
espada que asestaba golpes por su cuenta y un maravilloso barco que era lo
bastante grande para acoger en su seno a todo el estado de los dioses,
aunque ese barco, bien plegado, cabía en el bolsillo de la capa de Freyr.
Freyr sentía compasión de todas las necesidades humanas y de vez en
cuando se sentía embargado por deseos completamente humanos. Cuando
un día, desde el trono de Odín, vio las habitaciones de la hermosa hija del
gigante Gerd, lo turbó de tal modo aquella visión, que inmediatamente
envió a su criado Skrinir a buscar a la hermosa defendida por perros
salvajes y llamas silbantes. La tradición literaria no cuenta si el éxito coronó
esta acción espontánea. Pero se sabe que en el templo de Upsala la Vieja el
dios Freyr estaba representado «con un miembro masculino monstruoso» y
que los reyes del linaje sueco Ingling se consideraban sus descendientes.
Como el dios Freyr, el Fecundo, también gozaba de gran veneración en
el Norte europeo su guapa hermana Freyja.
Era la jefa de las valkirias y en ese sentido no sólo la gobernanta, sino
también la dama de protocolo del Walhalla. Recibía a los héroes caídos y
según su categoría y su estirpe les asignaba el sitio que les correspondía en
la gran mesa. Gozaba asimismo del privilegio de recibir y hospedar a los
héroes que se le antojaban en sus propios salones.
Como diosa del amor y de la belleza, sabía muchas artes secretas. Por
ejemplo, poseía un vestido de plumas de halcón, que le facilitaba cambiar y
corregir su figura. Como a la hermosa y coqueta esposa de Odín, Frigg, con
la que la confundían constantemente, le gustaban las joyas y adornos, pero
sobre todo su collar de oro, confeccionado durante cuatro noches de
ininterrumpido trabajo por unos enanos habitantes del mundo subterráneo
expertos en la forja.
Al igual que aparece en otras diosas, por lo visto Freyja vivía
plenamente convencida de que no debía estar siempre triste. Incluso la
esposa de Odín, Frigg, tenía una manga muy ancha en cuanto a sus deberes
matrimoniales, y durante las frecuentes ausencias del padre de los dioses
concedía sus favores a otros dioses. Ni que decir tiene que las mujeres
nórdicas la reverenciaban en grado sumo.
Eso indica que los habitantes de Asgard estaban igualmente sometidos a
muchas tentaciones terrenas y gustosamente caían en las mismas. También
para ellos rige la profunda frase que Kleist hace pronunciar a Júpiter
Olímpico después de su regreso del lado de Alcmene, la esposa del general
Anfitrión: que incluso el cielo resulta aburrido sin amor.

Ragnarök, la perdición de los dioses. Los pueblos nórdicos no creían que el


mundo en que vivían fuera eterno. Igualmente la existencia de sus dioses
estaba sometida a plazo. Un día caería sobre ellos el Ragnarök, la perdición
de los dioses, con fuerza aniquiladora.
La catástrofe no llegó de forma inesperada. Los dioses se habían ido
cargando de pesadas culpas. Durante demasiado tiempo la mentira y el
engaño fueron su ley.
Su falsedad ya se evidenció en la construcción de Asgard. Prometieron
al gigante que contrataron como arquitecto regalarle el Sol, la Luna y la
hermosa Freyja cuando el palacio estuviese terminado. El gigante arquitecto
se entregó al trabajo con salvaje energía y, como poseía un caballo que
tiraba sin esfuerzo de las rocas más pesadas, realizó su tarea día tras día.
Los dioses, que no querían pagar el precio convenido, pidieron consejo al
astuto Loki; éste, que nunca se turbaba cuando le proponían una perfidia, se
transformó en una yegua castaña y atrajo al caballo del arquitecto,
apartándolo de la obra en construcción. De este modo, el palacio no se
acabó el día convenido. El gigante juró tomar sangrienta venganza, pero
Thor lo mató con su temible martillo.
También el caso Gullveig había recargado pesadamente la cuenta de los
dioses. Torturaron a la bruja que sabía alquimia, pero no, consiguieron
arrancarle su secreto y la quemaron tres veces, porque, resistía todas las
torturas. De este modo fueron acumulando fechoría tras fechoría, traición
tras traición, y no eran en nada mejores que los hombres cuyos modelos
debían haber sido.
Desde entonces reinaba la guerra en el mundo, y el maestro de las runas,
Odín, sabía que por ese motivo los dioses estaban condenados a reñir el
combate final. En previsión llamaba al Walhalla a todos los guerreros
caídos, y transformó todo Asgard en un gigantesco campamento, y de todos
exigía vigilancia. Heimdall, uno de los muchos principillos del cielo de los
dioses nórdicos (a cuya peregrinación terrenal tenían que agradecerle su
entrada en el mundo los siervos, los campesinos y los jarls), tenía la misión
de vigilar todos los movimientos enemigos y soplar su gran luz cuando se
acercase el peligro. Lo ayudaba un gallo con cresta de oro, que se empinaba
en las ramas del gran fresno y, con ojos incansables, oteaba el mundo.
Si los dioses ya no vivían en paz y la astucia y la perfidia menudeaban,
¿cómo podía ser de otra manera en la Tierra? También aquí imperaban los
malos, los criminales y los que faltaban a su palabra; nada era ya sagrado
para los hombres.
Con las palabras de Völuspa, primer poema del Edda cuyos versos
describen con sordo redoblar de tambores la decadencia del mundo:

Los hermanos luchan y se dan muerte.


Los hijos de los hermanos quebrantan la ley de la estirpe.
Engaño es el mundo, temible el adulterio.
Estallan los tiempos de la espada, el hacha y los escudos.
Tiempo del viento y tiempo del lobo hasta que el mundo
desaparece.

A esta obertura sigue un pronóstico fatídico. Se anuncia la catástrofe. El


dios Heimdall sopla horrísonamente su trompeta de bronce. El gallo de la
cresta de oro cacarea. Las ramas del fresno del mundo tiemblan. Estallan
los puentes por la helada. Se agita la Tierra. Aúlla Gorm, el perro de Hel. El
lobo Fenris rompe su cadena y lleva su venganza hasta el cielo. La serpiente
Midgard azota el mar. El final empieza.
El ejército de los dioses y de los héroes está preparado, el campo de
batalla mide cien millas cuadradas. Odín, flanqueado por sus valkirias
montadas en corceles alados, es el primero en lanzarse al combate. Pero el
lobo Fenris se lo traga. Pronto Wider lo venga, metiéndole la espada por la
abierta garganta hasta llegarle al corazón.
Thor mata a la serpiente Midgard, pero sucumbe a causa de la saliva
venenosa con que ésta lo rocía. Loki y Heimdall se atacan mutuamente y lo
mismo Tyr y el perro Gorm. Todos los dioses mueren, la batalla acaba en
una embriaguez de aniquilamiento de la que nadie escapa. Tampoco el
mundo de los hombres, que es arrasado por incendios, terremotos e
inundaciones.
Sólo queda el caos. Rocas peladas y abismos resquebrajados. Un cielo
sin Sol, sin estrellas. Una nada gris, helada, envuelta en niebla.
Pero esta nada engendra un mundo nuevo. Una tierra virgen se alza de
la inundación. La tierra reverdece, los peces vuelven al agua, los campos
llenan de nuevo casa y bodega a pesar de que nadie ha cultivado ni
sembrado.
Y una nueva generación de dioses asume el mando. Su jefe será Baldr,
asesinado tan traidoramente, y el cual vuelve del infierno acompañado por
los hijos de Odín, Hödr, Wider y Wali, que, como Baldr, nunca habían
tomado parte en las luchas e intrigas de Asgard. Surge un mundo nuevo, un
mundo sin disputas, lleno de amor, de bondad, un mundo de pureza y de
felicidad para las criaturas.

El oscuro dragón vuela en lo hondo.


La tornasolada serpiente sale de la oscuridad del barranco.
Y se hunde. Lo malo se hará mejor.
Las alegrías palpitan en el tiempo lejano.
Religión de cosecha propia. No puede negarse que se trata de un
espectáculo profundamente significativo y rico en sugerencias. Fantástico,
visionario, inauditamente dramático; distinto por completo a un «sistema
estático»; al contrario, dinámico como la época misma de los vikingos. Pero
también tosco, esquinado, rústico.
La mitología nórdica aún contiene muchos aspectos oscuros.
Considerable número de símbolos, escenas y figuras escapan a nuestro
entendimiento. Las contradicciones no preocupan a los vikingos. Un mismo
acontecimiento se cuenta de distintos dioses. A menudo los contornos
quedan en la penumbra. Las figuras peculiarmente confusas de las diosas
apenas se pueden individualizar. A pesar de esto, todo guarda una fuerte
trabazón.
La ópera nórdica de los dioses es una gran obra fragmentaria en la que
casi cada episodio tiene su valor dramático; por eso no es ninguna
casualidad que una y otra vez haya atraído la atención de los contrastes.
El escenario transmitido por los lieder-Edda, que iluminan hasta el
último rincón, gozan incluso hoy de un gran grado de popularidad que en
nada tiene que envidiar al del antiguo cielo de los dioses. La ciencia
también se ha ocupado diligentemente de este tema. Investigadores de
muchos países han tratado, por ejemplo, con «un asombroso despliegue de
sagacidad», de poner en claro sus puntos de contacto con otras religiones.
Se ha comprobado que los dioses germánicos y, en consecuencia, también
los dioses vikingos tienen una rica parentela. Están relacionados con los
magnates de las creencias indogermánicas, así como con los dignatarios de
cultos del viejo Oriente.
En tanto que el culto de los Vanes creció probablemente sobre la base
del mundo de las representaciones de los pueblos campesinos
protohistóricos de la cerámica de cordones, los Ases deben de haber surgido
del cielo de los dioses de la capa señorial indogermánica. Por lo visto, el
choque de los campesinos megalíticos y de la gente de las hachas de
combate en la constelación Ases-Vanes se reproduce en la mitología.
También el gran dios Tyr recuerda esclarecidos antepasados. Tiene
parentesco con el dios hindú Dyauh; su nombre del sur de Germania, Ziu,
recuerda al antiguo Júpiter (= Diu-pitter). Thor y Hércules podrían ser
primos. En Odín, el Wotan de los germanos del Sur, palpita sangre
dionisíaca.
Seguramente también cultos del Próximo Oriente (ante todo los mitos
del crecimiento y de la resurrección) han influido en la religión de los
pueblos nórdicos. Incluso ha absorbido, transmitido y ampliado elementos
cristianos que circulan gracias a los comerciantes vikingos que se ven
forzados a bautizarse si quieren acceder a los mercados del oeste de Europa.
Pero nada de esto cambia que el cielo de los dioses descrito en el Edda
sea una creación propia de los vikingos. Sobre todo Odín es una innovación
de la fantasía nórdica, un fenómeno mitológico sin precedentes ni ejemplos.
Toda la dinámica viajera y la fuerza vital de la clase de los caudillos
nórdicos se ha personificado en él. Este Odín no es ningún patriarca
campesino que afila su hacha, ni tampoco una figura heroica ideal, a pesar
de que realmente no carece de aficiones belicosas, sino una figura muy
compleja y contradictoria que en plenitud humana y en tensión íntima llega
a superar incluso a Júpiter. También Baldr es algo parecido a un monopolio
del Norte germánico a pesar de que resulte fácil rastrear el nexo con los
antiquísimos mitos de la renovación de Persia y de Siria.
Esta religión nórdica es de cosecha propia. Como imagen de una
sociedad aristocrático-campesina, refleja los ideales terrenales de los
pueblos vikingos. En su Altergermanischen Religionsgeschichte («Historia
de la Antigua Religión Germánica»), Jan de Vries escribe: «Han imaginado
a sus dioses completamente cerca de la vida. Éstos viven en la sala
iluminada por el fuego de la chimenea como el terrateniente en su finca;
comen y beben, pelean y aman, van al Thing, deliberan y juzgan, tienen sus
espadas y corceles, sus cascos y corazas. Forjan armas o se sientan junto al
tablero de juego, todo exactamente igual que lo que hacen los hombres.»
Tampoco se hallaban libres de preocupaciones y dolores. «Son heridos y
mueren, sucumben ante la maldad de los gigantes y demonios y envejecen
cuando ya no pueden probar las manzanas de oro de Iduns» (la diosa de la
juventud). Y conocen el trágico destino que les aguarda, saben el final de
todas las cosas. «No luchan meramente porque esto sea una característica
de la nobleza, sino porque así tratan de escapar a la amenaza de un destino
hostil.» Su elixir de vida es una mezcla de obstinación y de terquedad que
los capacita para mirar cara a cara al destino que les está asignado.
Esta concepción nórdica de los dioses «no era otra cosa que la gran
familia germánica en la que Odín desempeñaba el papel de padre de la
casa», al que se debía respeto y obediencia, y todos juntos forman el clan de
una estirpe que lucha resueltamente por sus intereses.

Saturnales nórdicas. Los pueblos nórdicos no sólo vivían con sus dioses en
un plano de confianza, sino que por doquier les rodeaban espíritus,
monstruos y demonios. El estado de los Ases y de los Vanes tenía una
infraestructura metafísica que penetraba todo el alcance de la naturaleza.
Los vikingos se creían en todos sus pasos protegidos por seres
misteriosos y amenazados por potencias malignas. Consideraban el mundo
como un escenario adecuado para hacer magia. Temían el mal de ojo. La
sangre y la saliva les parecían medios propios para encantamientos. Estaban
firmemente convencidos de que en los cabellos y en las uñas, «las partes del
cuerpo que crecen a ojos vistas», estaban ocultas energías inconcebibles.
Honraban el órgano genital masculino y creían en la fuerza curativa de las
manos: las sagas describen por ejemplo cómo «antes de la lucha las mujeres
pasaban las manos por el cuerpo del guerrero para ver cuál iba a ser su
suerte».
El contacto con la tierra desnuda defendía contra los encantamientos
dañosos. Los buenos espíritus bendecían los campos cultivados. El
muérdago y el lino se consideraban salvadores. La encina, el saúco y los
avellanos eran santos. En el prado se creía que estaban almacenadas las
fuerzas secretas de la madre tierra (de aquí el ritual de la hermandad de
sangre). Y lo mismo que en las praderas, bosques y bosquecillos, veían en
las fuentes, arroyos y estanques a seres vivos, sensibles y pensantes.
La fantasía animaba y poblaba todo el reino de la naturaleza. Demonios
de la vegetación iban y extendían las malas hierbas y la sequía. Extrañas
mujeres, llamadas Dises, avisaban antes de la enfermedad y de la muerte.
Los elfos bailaban por la noche en praderas húmedas de niebla. Enanos
deformes se alojaban en cuevas subterráneas. Había herreros, magos y
capaces, que eran jorobados, pero listos y trabajadores. Los gigantes
estaban constantemente al acecho, enemigos duros e implacables tanto de
los dioses como de los hombres. El granizo y la nieve, el huracán y la
inundación, el terremoto y el incendio eran su obra malvada.
Numerosos «métodos de servir a los dioses» cuyo desarrollo puede
reconstruirse a través de las sagas y por representaciones plásticas servían
para tener contento a aquel mundo de los dioses y de los espíritus que era
imposible olvidar. Muchas costumbres han perdurado después de la época
de la cristianización e incluso hasta hoy. Desfiles rituales, fiestas
campestres, cabalgatas primaverales son los tardíos descendientes de estos
ejercicios paganos que predominantemente estaban dedicados a los buenos
espíritus de los campos y de los ríos y a los patriarcas repartidores de
bendiciones de la estirpe de los Vanes.
De las grandes fiestas, los hitos mitológicos culminantes del año, las
más importantes eran las que se celebraban en los dos solsticios: en la
vaguada del invierno y en la cumbre del verano. La fiesta de mediados del
invierno, dedicada al mismo tiempo a la fecundidad y a los antepasados,
duraba doce días, durante los cuales se ponía una mesa para los muertos o
se les invitaba a una comida común. El ganado recibía las postreras gavillas
de la última cosecha. Hombres enmascarados iban de un lado a otro con
patas de caballo o figuras de macho cabrío, proporcionaban pasatiempos o
daban bromas y escandalizaban como posesos.
Por las notas del emperador bizantino Constantino Porfirogenetos
sabemos que incluso la guardia varega de los césares romanos de Oriente
celebraba la fiesta de mediados de invierno a la manera pagana. Con capas
de piel y máscaras en la cara, los «godos» (como los llama el emperador) se
precipitaban en la sala de la fiesta, golpeaban con sus lanzas en los escudos
de madera, gritaban «Jul, Jul» y daban tres vueltas a la «mesa santa». La
estrepitosa fiesta desembocaba, como pasaba siempre en el mundo nórdico,
en un banquete cuyo centro mágico era una gigantesca vasija llena de
espumeante hidromiel. Odín mismo, «el tuerto barba gris», era el protector
siempre presente de estas saturnales de los vikingos.
Pero lo mismo en la fiesta del solsticio de invierno que en la de verano o
en la fiesta de las Dises, el rito de los sacrificios ocupaba un lugar
prominente en el programa; se ofrecía a los dioses y se buscaba de ese
modo tenerlos favorables.
Por lo general se sacrificaban ovejas y cabras a las potencias
desconocidas; en ocasiones importantes, también caballos, la posesión más
preciosa de los grandes hombres nórdicos. Los godis —caudillos de
Islandia y al mismo tiempo sacerdotes— recogían la sangre de los animales
y con ella rociaban luego la totalidad de las víctimas. La carne sacrificada a
los dioses, su mayor parte la consumían luego los asistentes a la fiesta. La
ceremonia, con que de un modo palpable se intentaba sobornar a los del
más allá, finalizaba con una monumental borrachera de hidromiel.
Como las ceremonias de las ligas de amistad y de las hermandades de
sangre, tampoco los sacrificios solemnes estaban libres de consideraciones
de utilidad. Se regalaba para recibir regalos. Se invitaba para colocarse a
una luz favorable. Se cultivaban las relaciones con los poderosos señores de
Asgard.
Jan de Vries también sospecha que había una considerable dosis de
orgullo en esta «reciprocidad del dar». El campesino nórdico sólo aceptaba
algo de los dioses cuando podía mostrarles su reconocimiento. Cabría decir
que entraba en tratos con ellos sobre la base de una equiparación que le
permitiera ir pagando poco a poco su deuda. El gran número de hallazgos
que se señalan, ante todo en los mapas de los arqueólogos suecos, señalan
que en estas relaciones el campesino «no pecaba de mezquindad».
Normalmente el lugar de los sacrificios eran los bosques y aquellos
«bosquecillos sagrados» de los que ya Tácito ha dado testimonio. Sólo en
las postrimerías de la época de los vikingos existieron templos, en
competencia con la construcción de iglesias cristianas, que iba en aumento.
Sobre el enclavamiento y las dimensiones de los templos vikingos nos
informan algunas excavaciones, de las cuales la más importante es la de
Jelling, la antigua sede real danesa en Jutlandia.
El arqueólogo Ejnar Dyggve descubrió allí un recinto sagrado que en su
proyección horizontal formaba un ángulo de veinticinco grados. En este
ángulo había una colina funeraria de once metros de altura y setenta y siete
metros de diámetro. Los lados de la «V» lo formaban doscientas piedras sin
desbastar de la altura de un hombre: en el lenguaje profesional llamadas
sillares. El santuario estaba a pocos metros de la colina redonda, algo fuera
del eje central, de forma que «el punto más sagrado… estaba reservado para
el sacrificio bajo el cielo libre». Sus restos únicamente revelan que debían
de tratarse de un pequeño edificio rectangular de madera con el suelo de
arcilla apisonada.
De un modo más exacto, las excavaciones llevadas a cabo en el año
1926 en la antigua Upsala permitieron reconocer los restos del templo
descrito tan elocuentemente por Adam. Las huellas de los pilares muestran
dos cuadrados de pared dispuestas concéntricamente y cuya estructura
arquitectónica revela la iglesia mayor del medievo nórdico. En todo caso, la
construcción en ángulo recto debió desbancar la estructura de la
«construcción exterior más débil hecha de paredes de madera».
El interior de ambos cuadrados era el «santuario» y guardaba las
imágenes de los dioses citadas por Adam: las de Odín, Thor y Tyr, a los
que, todavía en las postrimerías de la época pagana, se hacían tantos
sacrificios humanos.
CAPÍTULO NOVENO

EN LA CELDA DEL ÁNGEL DE LA MUERTE

Formas de las tumbas y costumbres mortuorias en la época de los vikingos

Con toda la fuerza hacia el más allá. / Ceniza, clavos de cabeza redonda y
pernos de Hierro. / Entierro de un caudillo varego. / Los grandes arsenales
de los muertos. / Tumbas principescas de los vikingos.

Con toda la fuerza hacia el más allá. Los guerreros caídos seguían viviendo
su desenfadada y alegre vida de lansquenetes. Los muertos en el mar, a
menos que hubiesen caído en viril lucha, los recogía Ran, la diosa del
Aegir, en una red gigantesca. A los «muertos en la paja» les quedaba el
subterráneo reino de las sombras: el Niflheim.
Según las antiguas representaciones mitológicas, el Niflheim estaba
situado en el Norte más bronco, en la tierra de la niebla, de la crepitante
escarcha y de la noche perpetua. En época posterior lo pusieron, como en la
Antigüedad clásica, bajo tierra. Ríos salvajes e impetuosos atronaban
aquella mansión. Sobre uno de estos estrepitosos ríos lanzados como
cataratas en el mundo subterráneo se levantaba un ancho puente
pavimentado con deslumbrante oro. Llevaba al llamado vestíbulo de los
muertos, que en su forma primitiva recuerda una gigantesca tumba de
hunos, pero que posteriormente adopta cada vez más los rasgos de un
sombrío reino del más allá y se convierte en un lugar de expiación.
Este dominio, llamado también Hel, lo gobierna la diosa del mismo
nombre, una reina del mundo subterráneo, la cual, en la forma definitiva de
la mitología nórdica establecida por el Edda, resulta ser hija del diabólico
Loki. Tenía poder sobre nueve mundos y vivía en un palacio equiparable al
de los Ases y el de los Vanes. Su centro era una poderosa sala de oro a la
que también la sombría diosa de los muertos invitaba gustosamente a los
amigos. Por raro que parezca, en ninguna parte se dice qué destino le
esperaba al gris ejército de sombras de los habitantes del Hel. Sin embargo,
un aburrimiento interminable parece haber aplastado a los «muertos en la
paja» en los subterráneos sin luz del mundo terráqueo.
En gran parte, este Hel debió ser un invento de la escuela poética
islandesa de la Alta Edad Media. No se aprecian influjos cristianos en el
sentido de considerar el más allá como cárcel y expiación. Y, como el
Hades de los griegos, el infierno germánico también era «un mundo de vida
degradada, un triste y sordo reino de los muertos», que condenaba a los
difuntos a una existencia aparencial e informe como de sombras.
Pero estos préstamos literarios no se acomodan del todo con los usos
mortuorios del Norte vikingo. En éste, la muerte no aparece como final de
la existencia, sino «como una crisis que podía dar un giro a la vida, sin
suprimirla totalmente». De ahí que tuviera tan gran importancia el «cómo»
y el «cuándo» del morir. Según las ideas germánicas del Norte, una
condición de la unidad de la vida y de la supervivencia era «ir a Odín con
toda la fuerza» o al menos con una considerable reserva de fuerza.
Quien se despedía debilitado y consumido tras una larga enfermedad, no
tenía ya ninguna esperanza formal de sobrevivir. Por eso Jan de Vries
conjetura que incluso el matar a los ancianos primitivamente tenía un
carácter de exigencia del culto y que las víctimas lo consideraban
«necesario y deseable».
El culto a los antepasados también echaba sus raíces en la
representación de la supervivencia activa. Los muertos permanecían en
comunidad con los vivos, aunque llevasen mucho tiempo en el reino de las
sombras del Hel, donde nunca ocurría nada, se agitasen en la red de la diosa
Ran o se entregasen virilmente a las diversiones del Walhalla. Los que les
sobrevivían tenían la misión de equiparlos decorosamente para la nueva
existencia, proporcionarles una sepultura digna, cantar las acciones
gloriosas del muerto y, naturalmente, hacer que éste participara en la vida
de la estirpe, ofreciéndole sacrificios, invitándole a la mesa en las grandes
solemnidades del año y recordarlo en todos los acontecimientos familiares
importantes.
Si no cumplían con esas obligaciones, si renunciaban a satisfacer a los
difuntos, podía ocurrir que un día éstos regresasen y se mostraran como
fomentadores de discordias y como «malintencionados». En tales casos la
estirpe se veía obligada a matar a los muertos por segunda vez. Muchas de
las tumbas profanadas que los arqueólogos han descubierto probablemente
fueron abiertas por motivos de culto.

Ceniza, clavos de cabeza redonda y pernos de hierro. En el Norte, las


costumbres funerarias eran ya, en los tiempos previkingos (que empiezan
alrededor del 600), extraordinariamente multiformes. Tanto las noticias
literarias como los descubrimientos arqueológicos testimonian las más
diversas formas de inhumación.
Todavía en los siglos del imperio romano se acostumbraba incinerar a
los muertos y guardar sus cenizas en urnas, bajo chatas colinas. Pero la
costumbre de enterrar el cadáver se extendió paulatinamente por el Norte
europeo a finales de la época de los vikingos. Este fenómeno, al observarse
inicialmente en Dinamarca, permite colegir los primeros influjos cristianos.
El sepultar en la tierra pasó luego a Noruega y a Suecia, pero allí no llegó a
imponerse en la misma proporción que en Jutlandia, Fionia y Zelandia.
Los investigadores de las religiones se han enfrentado con arduos
trabajos para descubrir, tras las distintas formas de inhumación, diferentes
concepciones mitológicas. Esfuerzos baldíos. Lo más que logran es la
impresión de que, en general, la idea de la supervivencia tras la muerte no
depende de la clase de enterramiento: por lo visto también un guerrero
quemado tenía asegurada una estancia bastante duradera, gozando de la
lucha y demás placeres terrenos en el Walhalla de Odín.
Siempre los restos mortales de un difunto se colocaban en una colina.
Uno de los axiomas del credo de la antigua mitología expresaba que una
elevación del suelo era una garantía de fuerza y, por tanto, de vida. Las
colinas se consideraban «centros de fuerza de la Tierra».
Pero la situación y el trazado de las colinas mortuorias respondía a
numerosas formas especiales (en parte según el condicionamiento local).
Los sitios preferidos eran los promontorios de rocas junto al mar o
pequeñas elevaciones en tierra desde las cuales el difunto pudiese atisbar
sus posesiones. Naturalmente, la altura de la colina funeraria también
variaba según la categoría y la riqueza del muerto. La mayor de las dos
colinas reales de Jelling, en Dinamarca, alcanza la altura de una casa de
cuatro pisos.
Con frecuencia, los vikingos enterraron a sus muertos en una especie de
habitaciones de madera o en tumbas que son barcos. Los suecos y los
noruegos, de preferencia, se han inclinado por este último sistema de
enterramiento. También aquí la investigación resulta múltiple y variada.
Muchos barcos acabaron con sus muertos en un montón de escombros;
clavos de cabeza redonda y pernos de hierro revueltos con cenizas humanas
son la característica principal de este tipo de inhumación. A menudo los
restos de cadáveres quemados se confiaban a un barco que no se quemaba o
bien se enterraba al mismo tiempo a barcos y pasajeros muertos.
Pero sólo los grandes hombres y las familias podían permitirse el lujo
de una de estas tumbas tan costosas. El campesino acostumbrado al mar se
contentaba con un conjunto de piedras dispuestos en forma de barco, esa
sepultura que simboliza un barco y que ha quedado hasta la actualidad en el
paisaje nórdico como una característica del mismo que no cabe olvidar.
En casi todos los casos se proveía a las tumbas de aditamentos, por lo
general relucientes y ostentosos, signo que denota claramente un espíritu
pagano.
Adam comenta, por ejemplo, que los noruegos enterraban en la colina,
junto con el muerto, «sus bienes de fortuna, sus armas y todo lo que en vida
había apreciado más». Porque, como el alma seguía subsistiendo con una
esencia corporal, debía estar provista de todo lo que exige la vida cotidiana:
las herramientas más precisas, armas, adornos y ropa, carne y pan, vino o
hidromiel. A los reyes, caudillos y grandes terratenientes se les proveía
también de perros, caballos y esclavas.
El cuadro general del culto nórdico a los muertos es rico en variantes.
Cabe decir que difícilmente hay una «situación más abigarrada,
multifacética y confusa» que la que se presenta «al investigador que se
dedica al estudio de las tumbas de los vikingos del Norte».
Johannes Brondsted ha expresado así esta situación: «¿Practicaban la
incineración? Sí. ¿Enterraban sin incinerar? Sí. ¿Puede tener la tumba
forma de una gran habitación de madera? Sí. ¿La de un modesto ataúd de
madera? Sí. ¿La de un gran barco? Sí. ¿La de una lanchita? Sí. ¿O la de un
barco simbólico, representado por piedras? Sí. ¿La de un carro? Sí. ¿Puede
estar colocada la tumba bajo una colina funeraria? Sí. ¿O en suelo llano? Sí.
¿Puede ser rico el equipo funerario? Sí. ¿O modesto? Sí. ¿O incluso pobre?
Sí. ¿O incluso no contener nada? Sí. Cabría seguir preguntando en este
tenor más de una hora…»

Entierro de un caudillo varego. Según las sagas, era deber inexcusable de


un vikingo enterrar a los muertos, incluso al adversario al que hubiera dado
muerte. A un moribundo se le apretaban los labios y las ventanillas de la
nariz para que el alma pudiera escaparse más fácilmente. Al entierro, como
es natural, se invitaba a toda la estirpe. Seguía luego un banquete ritual que
entre los potentados duraba en ocasiones un día entero y estaba amenizado
por cánticos que ensalzaban la vida gloriosa del difunto. En Islandia, en
estas comidas funerales, a veces participaban más de mil personas.
La exposición más exacta, reveladora y sugerente de un enterramiento
nórdico tenemos que agradecérsela al secretario árabe de embajada Ibn
Fadlan, que en 921-922 estaba en algún lugar del Volga cuando un gran
hombre varego emprendió su viaje al Walhalla.
Su minucioso informe empieza así: «Ya me habían contado muchas
veces que después de la muerte de sus caudillos hacen cosas de las cuales la
menos importante era la incineración del cadáver. Yo estaba muy interesado
por poner aquello en claro. Un día me enteré de que uno de sus jefes más
prestigiosos había muerto. Lo metieron en la tumba y lo tuvieron tapado
diez días, mientras se afanaban en cortar y coser sus trajes.
»A los súbditos más pobres les hacen un pequeño barco, los meten
dentro y les prenden fuego. Pero si se trata de un potentado, reúnen todos
sus bienes y los dividen en tres partes. Una tercera parte la recibe la familia,
con otra tercera parte preparan los vestidos y con la tercera restante fabrican
nabid (una bebida alcohólica, probablemente hidromiel). Porque se vuelven
locos por el nabid y lo beben día y noche. Bastante a menudo ocurre que
uno de ellos muere con la copa en la mano.
»A la muerte de un caudillo, los miembros de la familia preguntan a las
esclavas y a los criados: “¿Quién de vosotros quiere morir junto con él?”
Entonces uno de ellos responde: “Yo”. Y después de haberlo dicho, está
obligado a cumplir su palabra. No tiene ya libertad para volverse atrás.
Aunque quisiera hacerlo, no se lo permitirían. La mayor parte de quienes
dicen “yo” son esclavas.
»Cuando murió, pues, el hombre que he mencionado, preguntaron a sus
sirvientas: “¿Quién de vosotras quiere partir junto con él a la muerte?” Y
una respondió: “Yo”. Encargaron a otras dos esclavas que la vigilaran y que
estuvieran a su lado, adondequiera que fuese. Luego empezaron a arreglar
las cosas del amo, a cortar sus trajes y a prepararlo todo según correspondía.
Mientras tanto la esclava bebía y cantaba todos los días con una alegría que
reflejaba una gran felicidad.
»El día en que tenían que incinerar al muerto y a su sirvienta, fui al río
donde estaba el barco. Ya lo habían sacado a Tierra. Cuatro pilastras
angulares de abedul y de otras maderas estaban preparadas y alrededor se
alzaban grandes imágenes de madera parecidas a personas. Entonces tiraron
del barco y lo izaron encima de los soportes. Mientras tanto los hombres
iban de aquí para allá y decían palabras que yo no comprendía, ínterin el
muerto seguía aún en su tumba. Luego colocaron una banqueta en el barco
y la cubrieron con cojines, brocado griego de seda y almohadas del mismo
tejido.
»Después se acercó una mujer anciana a la que llamaban Ángel de la
Muerte. Era una mujer gigantesca, vieja, gruesa y de expresión sombría y
cuya misión consistía en vestir al difunto y en matar a la esclava elegida.
Sacaron al muerto de su tumba y le quitaron las ropas con las que había
fallecido. Observé que estaba completamente negro, pero lo curioso es que
no apestaba y en él nada había cambiado excepto el color de su piel. Luego
lo vistieron con calzones, pantalones, botas, casaca y abrigo de tela bordada
de oro y con botones de oro, le encasquetaron una gorra de seda adornada
con piel de marta y lo llevaron a la tienda de campaña que había en el
barco. Allí lo colocaron sobre mantas mullidas y lo sostuvieron con cojines.
»A continuación trajeron nabid, frutas y hierbas aromáticas, que
colocaron junto al muerto. También depositaron pan, carne y cebollas.
Luego cogieron un perro, lo despedazaron por la mitad y lo llevaron al
barco. También dispusieron junto al difunto sus armas; trajeron dos
caballos, los hicieron correr hasta que el sudor los empapaba, los
despedazaron con sus espadas y arrojaron los despojos al barco. Asimismo
descuartizaron dos bueyes, que corrieron igual suerte. Finalmente vinieron
con un gallo y una gallina, los mataron y los arrojaron al barco.
»La esclava que había deseado que la matasen iba entre tanto de una a
otra tienda de campaña y cada propietario cohabitaba con ella y le decía:
“Comunícale a tu señor que hago esto por ti.”
»Cuando llegó la tarde, arrastraron a la esclava hasta un armazón por el
estilo de un marco de puerta y la elevaron tanto que rebasó el armazón y le
hablaron en su lengua. Esto se repitió tres veces. Luego le alargaron una
gallina, la esclava le cortó la cabeza, lo mismo que a un gallo, y los arrojó al
barco. Le pregunté al intérprete qué significaba todo aquello.
»Él contestó: “Cuando elevaron por primera vez a la sirvienta, ella dijo:
‘Mira, veo a mi padre y a mi madre.’ A la segunda vez, dijo: ‘Mira, veo a
todos mis parientes difuntos.’ A la tercera vez dijo: ‘Mira, veo a mi señor
sentado en el más allá, y todo está placentero y verde, y junto a él hay
hombres y jóvenes criados. Él me llama. Dejadme ir a él.’”
»Entonces se dirigieron con ella al barco. Allí se despojó de los dos
brazaletes que llevaba y se los dio a la anciana a la que llamaban el Ángel
de la Muerte y que era la encargada de matarla. Se quitó también sus dos
ajorcas y se las regaló a la hija de la anciana. La subieron al barco, pero no
la dejaron entrar todavía en la tienda de campaña. Llegaron entonces
hombres con escudos y barras de madera y le dieron nabid en una copa.
Ella la tomó, cantó y la vació.
»“Con esta copa —dijo el intérprete— se despide de sus amigas.”
»Luego le alargaron otra copa más. La tomó y cantó una larga canción.
Pero la vieja la empujaba para que se diese prisa, vaciase la copa y entrara
en la tienda de su señor muerto. La miré y noté que el miedo la embargaba.
Cierto que ella quería entrar en la tienda, pero sólo asomaba la cabeza.
Entonces la vieja la agarró por la cabeza, tiró de ella hacia la tienda y entró
acompañándola. Los hombres empezaron a golpear en los escudos con sus
barras de madera para que no la oyeran gritar y para que otras mujeres no se
asustasen y no quisieran ya morir con su señor.
»Entonces entraron seis hombres en la tienda y todos cohabitaron con la
esclava. Después la tendieron al lado del muerto. Dos hombres la agarraron
por los pies, otros dos por las manos, y la anciana, a la que llamaban Ángel
de la Muerte, le colocó un nudo corredizo alrededor del cuello y alargó las
puntas a los dos hombres para que tirasen. Ella misma avanzó con un
cuchillo grande y ancho, se lo clavó a la muchacha entre las costillas y lo
sacó. Los dos hombres la estrangulaban con el nudo, hasta que murió.
»Seguidamente se adelantó el pariente más próximo del difunto, tomó
un madero y le prendió fuego. Luego caminó de espaldas hacia el barco,
vuelto su rostro al pueblo, y en una mano empuñaba el madero mientras la
otra la tenía puesta en la parte trasera de su cuerpo; iba desnudo y prendió
fuego a las maderas que habían amontonado debajo del barco. Luego se
acercaron también los otros con sus maderas encendidas y las arrojaron en
la hoguera. Pronto ardió en llamas, primero el barco, luego la tienda de
campaña, luego el hombre y la muchacha y todo lo que el barco contenía.
»Sopló un fuerte viento, de forma que las llamas se hicieron aún
mayores, y el fuego, más poderoso. Y ni siquiera había pasado una hora
cuando ya el barco y la leña, la muchacha y el muerto se habían convertido
en cenizas. Seguidamente erigieron en el sitio donde había estado el barco
una colina redonda. En la cima colocaron un gran poste de madera de
abedul. En él escribieron el nombre del muerto y el nombre del rey de los
Rus. Y continuaron su camino.»
Una descripción opresiva, cruel, aterradora, un relato que incluso
después de más de un milenio deja en suspenso. Pero no es ningún caso
único. Otros viajeros árabes han confirmado el minucioso relato de un
enterramiento escrito por Ibn Fadlan.
Cuando alguien moría, cuenta Al Massudi, su mujer se quemaba viva
con él y muchas mujeres deseaban ardientemente convertirse en ceniza con
sus maridos para seguirlos al paraíso. Y por Ibn Rustah sabemos que los
varegos construían las tumbas de sus caudillos, grandes, como casas
espaciosas en las que además de ropas, armas, brazaletes de oro,
provisiones y monedas introducían también a las favoritas de sus noches.
Las encerraban con él mientras aún tenían vida. «Luego se cerraba la puerta
de la tumba y ellas morían allí.»
¿Fábulas, relatos de oídas, historias escalofriantes y de horror? De
ningún modo. Los arqueólogos han descubierto bastantes tumbas que
responden exactamente a estos datos.

Los grandes arsenales de los muertos. Principalmente en Suecia se han


encontrado numerosas tumbas-piras cuyas cenizas contienen restos de
armas, así como rastros de adornos femeninos: la señal más segura de que
una mujer seguía en la muerte a su marido (o propietario); o mejor dicho: la
quemaban con él y quedaba convertida en ceniza.
También numerosas sepulturas bajo tierra han conservado los restos
conjuntos de hombres y mujeres. En las cámaras mortuorias de los ricos
comerciantes de Birka, por ejemplo, se encontraron varios detalles
reveladores de que el muerto había emprendido su último viaje en compañía
de su esposa o de una esclava joven. Del mismo modo, parece que muchas
damas de Birka estaban convencidas de que también en el más allá
necesitarían la ayuda de una sirvienta. En una espaciosa cámara funeraria,
los arqueólogos encontraron los esqueletos de dos mujeres. Uno de ellos
estaba en una postura extrañamente contorsionada. El hallazgo permite
conjeturar que una dama de alta posición, tal vez una princesa, quizá una
reina, se había llevado a la tumba a una esclava. Y desde luego con vida; su
postura contorsionada revelaba claramente que sólo se asfixió después que
hubieron cerrado la cámara.
Tampoco la reina del famoso barco noruego de Oseberg emprendió sola
el viaje. Una anciana de unos sesenta a setenta años, artrítica y reumática,
con la columna vertebral casi rígida, la acompañaba. Indudablemente su
sirvienta.
Pero más importantes que estas confirmaciones de fuentes literarias son
los objetos que los arqueólogos han encontrado en las tumbas de los
vikingos en el transcurso de siglo y medio, objetos que, además de las
vitrinas, ocupan también los almacenes de los museos nórdicos desde el
suelo hasta el techo y ofrecen un amplio cuadro de la cultura material de los
vikingos.
Los arqueólogos alemanes han contribuido a ensanchar este cuadro
mediante las investigaciones que realizaron en los cinco grandes
cementerios de Haithabu. De un total de diez mil sepulturas, hasta ahora se
han excavado dos mil. Las excavaciones, además de proporcionar una
abundancia casi incalculable de hallazgos, confirmaron las multifacéticas
características del culto funerario nórdico. Los habitantes del Wik
enterraban a sus muertos tanto en cámaras, fosas, o féretros. Las cámaras
funerarias las proveían abundantemente de objetos; las fosas, sólo con
carácter esporádico. En el cementerio de ataúdes de la vertiente sur del
Hochburg únicamente las tumbas de las mujeres contenían objetos de
adorno y utensilios, en tanto que las de los hombres, excepto raras
excepciones, estaban vacías. En el cementerio propiamente dicho del
Hochburg (baluarte, acrópolis) sólo se encontraron tumbas-piras. El
cementerio descubierto en 1957 junto a la puerta sur, iniciado alrededor del
800 por los frisones, contiene únicamente urnas.
En Dinamarca adquirió renombre internacional el cementerio de
Lindholm Hoje (cerca de Aalborg, en Jutlandia del Norte). Los hallazgos
fueron muy escasos, ya que el cementerio se componía casi exclusivamente
de tumbas-piras cuyos objetos, catalogados en forma de cenizas y escorias,
permitían reconstruir con toda claridad el proceso de la tumba-pira. El jefe
de las excavaciones terminadas en 1958 después de seis años de trabajos,
Thorkild Ramskov, ha descrito ese proceso de la manera siguiente:
«La incineración de los cadáveres no se efectuaba en el cementerio, sino
en un lugar desconocido. Juntamente con el muerto, se quemaban los
objetos y animales que había de llevar consigo. Éstos podían consistir en
objetos de adorno, cuentas de cristal, cuchillos, ruecas, piedras de afilar,
piedras para el juego de tablas, un perro, una oveja y más raramente un
caballo o una vaca. Los restos de la pira se llevaban después al cementerio y
se extendían en un círculo de aproximadamente un metro de diámetro que
se cubría con una delgada capa de tierra. Encima podía colocarse una vasija
para los sacrificios.»
En este cementerio se puede estudiar, como en ninguna otra parte, la
técnica de la colocación de piedras incluso en sus formas más antiguas:
triangulares, rectangulares, circulares y ovaladas. Las tumbas en forma de
barco, típicas de la época de los vikingos, superan a todas las demás. Las
investigaciones de Ramskov muestran lo descuidados que estaban estos
cementerios. Por tanto, ha llegado a la conclusión de que su significado
simbólico se extendía sólo al acto de dar sepultura. Opina que se invitaba a
las almas de los muertos a ponerse en marcha mediante la colocación de
piedras en forma de barco. Una vez efectuada esta invitación, la tumba en sí
carecía de interés.
También el gran cementerio de Birka, la en otros tiempos isla de los
comerciantes en el lago Mälar, muestra que en la época de los vikingos
coexistían distintas clases de enterramiento. Los grandes señores se hacían
enterrar en cámaras funerarias, con perro y caballo, armas y arreos.
Normalmente, a las mujeres se las enterraba en sencillos féretros de
madera: quizás un signo del alborear de la cristianización, que encontraba
en la isla de los comerciantes uno de sus principales puntos de apoyo. Sin
embargo, entre las dos mil quinientas colinas funerarias del cementerio de
Birka también hay numerosas tumbas-piras. Por lo visto, esta forma de
enterramiento, precisamente en Suecia, «defendió con tenacidad sus últimas
trincheras».
Haithabu, Lindholm Hoje y Birka son los grandes arsenales de muertos
en esta investigación de las costumbres mortuorias de los vikingos. Pero las
auténticas «celebridades» de las tumbas de los vikingos son tumbas
aisladas: los renombrados mausoleos de los grandes hombres y reyes
nórdicos. De entre ellos cabe citar como los más importantes:

la tumba-barco de Haithabu;
la colina real de Jelling;
la tumba de caudillo de Mammen;
la tumba-barco del señor de Ladby;
las tres tumbas-barcos de Tune, Gokstad
y Oseberg junto al fiordo de Oslo.

Tumbas principescas de los vikingos. La tumba-barco de Haithabu, junto a


Schleswig, estaba situada al sur de la superficie amurallada de la vieja
ciudad, emporio comercial de los vikingos, y se dibujaba como una pequeña
elevación ovalada en medio del paisaje, antes de que las excavaciones de
1908 la pusieran al descubierto.
Lo formaba una gran cámara funeraria de madera de 3’40 por 2’40
metros y dividida en dos aposentos por tablones puestos de lado. Los
aposentos contenían objetos muy valiosos de dos o tres hombres: tres
espléndidas espadas, restos de varios escudos, flechas, bridas y espuelas,
una copa de cristal, una bandeja de bronce y un cubo de madera con aros de
hierro. En una fosa plana al borde de la cámara estaban enterrados tres
caballos.
En la colina funeraria, los parientes o amigos de los difuntos habían
apoyado en unas piedras, con la quilla vuelta abajo, un pequeño y marinero
barco de carga de unos quince a dieciocho metros de eslora. Pero en el
suelo sólo había ya pernos y planchas podridas.
La tumba, que databa del siglo IX, con toda probabilidad pertenecía a
«un rey o uno de los miembros de una capa social especialmente
privilegiada». Pero el análisis de los objetos no permite aventurar ninguna
suposición sobre quiénes eran el muerto y sus acompañantes ni de dónde
procedían. Tampoco la técnica seguida en la construcción de la tumba
permite llegar a una conclusión convincente. Como, en teoría, se conoce la
existencia de cámaras situadas bajo el barco, pero no se han encontrado más
ejemplos que el de la tumba-barco de Haithabu, ésta detenta todavía hoy el
valor de ser única.
Únicas, por lo menos en Dinamarca, son también las dos colinas reales
de Jelling de Vejle que se alzan en el recinto del templo en forma de «V»
descubierto por Ejnar Dyggve.
Se han estudiado ambas, la colina septentrional ya en el siglo pasado.
En el año 1820 se descubrió en la prominencia de una altura de once metros
una cámara funeraria de madera de 1’45 metros de altura, 6’70 de larga por
2’60 de profundidad, erigida, por lo visto, para dos personas. Pero ni el
menor rastro de enterramiento ni despojos de esqueletos. En 1861, la
majestuosa colina de los muertos volvió a abrirse por expreso deseo del rey
Federico VII. En esta segunda excavación sólo se halló una copa de plata y
algunos objetos de, madera tallada.
Ochenta años más tarde, arqueólogos daneses emprendieron la
excavación de la segunda colina, equipados con todo el instrumental de la
moderna investigación del suelo. Durante un año efectuaron numerosos
cortes en la poderosa obra. Hallaron un poste indicador, algunos utensilios
de madera, unas cuantas piezas rotas de un carro, varias azadas, pero
ninguna cámara funeraria ni, en general, nada que se refiriera a un posible
enterramiento. Por tanto, una simple colina conmemorativa. Y una gran
decepción. Se buscaban las tumbas de Gorm el Viejo y de su esposa Tyra y
se tenía la firme convicción de encontrarlas allí, porque una de las dos
famosas piedras rúnicas de Jelling lleva la inscripción: «El rey Gorm erigió
este monumento en honor de su mujer, gloria de Dinamarca.»
Distinta es la situación en Mammen, en la Jutlandia central. El muerto
enterrado bajo una gran colina de tierra en un féretro hecho con tablas de
encina —incuestionablemente un miembro perteneciente a la clase de los
grandes hombres daneses—, ha quedado en el anonimato, pero su tumba
permaneció respetada e incólume. El caudillo de Mammen descansaba
sobre almohadas de plumas y conservaba mangas de seda bordadas de oro,
una cinta de seda finamente tejida y prendas de lana con adornos bordados.
Entre los objetos encontrados en su tumba había una hermosa olla de
bronce, un gran cubo de madera y una vela de cera. A los pies del muerto
estaban dos hachas de combate, una de ellas con una rica incrustación de
plata, cuyos adornos, junto con la collera de caballo en forma de cabeza de
león, dieron su nombre al estilo Mammen que hasta hoy ha conservado este
carácter de frontispicio.
A los objetos del caudillo de Ladby en el nordeste de Fionia no les ha
correspondido una gloria semejante. Sin embargo, el descubrimiento de su
tumba —hasta ahora la única tumba-barco en Dinamarca— cuenta entre las
horas estelares de la arqueología nórdica,
El barco funerario de Ladby se alzaba sobre la quilla en una hondonada
previamente excavada y que debía impedir que se tumbara o rompiera bajo
el peso de las cosas que contendría el barco. A pesar de esta precaución, la
parte de estribor de la proa del barco había dejado escapar su macabra
carga: un detalle sorprendente, pero comprensible cuando se comprobó que
los familiares del señor de Ladby habían traído para la estancia de aquél en
el más allá nada menos que la carga que pudieron transportar once caballos.
Uno de los caballos situado en la parte de babor en el centro del barco tenía
puesta aún su costosa brida y era probablemente el caballo que había
montado el difunto. El barco también contenía gran número de huesos de
perro y los arreos de un tronco de caballos que debía estar compuesto por
un mínimo de cuatro animales. Confirman la alta categoría del caudillo de
Ladby una hebilla de cinturón de plata maciza con adornos de hojas
doradas, un plato dorado, una fuente de bronce, una vasija de madera de
más de medio metro de diámetro, así como un tablero de juego. Otros
veinticinco objetos más ya no fue posible identificarlos. En vida, el señor de
Ladby, lo mismo que el caudillo de Mammen, había llevado vestidos
bordados de oro y descansado sobre cojines y almohadas de plumas, y
ordenó que igual le dispusieran para su último descanso.
En contraposición, su armamento era modesto. Aparte un escudo de
hierro, el barco Ladby sólo contenía 45 puntas de flecha. Pero también se
halló una explicación plausible para este fenómeno. Porque el señor de
Ladby, ya en tiempos remotos, había sido despojado. Robado y en cierto
modo hurtado él mismo. Los profanadores de tumbas habían abierto la
colina funeraria y evacuado a su morador y, por cierto, lo habían hecho tan
concienzuda y metódicamente, que no cabía hablar de un trabajo
improvisado. Su acción había exigido por lo menos, según pudieron deducir
los arqueólogos por las huellas que habían dejado, catorce días de
esfuerzos.
Se trataba, por tanto, de una «excavación» planificada. Pero el objetivo
y el fin de la empresa sólo podían conjeturarse. Era posible que hubieran
«trasladado» de noche al caudillo de Ladby porque sus familiares hubiesen
decidido descuartizarlo, convirtiéndolo así en inofensivo; pero es más
probable que en su colina funeraria, incluso después de la época de las
misiones se siguieran celebrando sacrificios a los que, mediante la
exhumación del muerto, se les preparaba un final cristiano.
Las armas del gran hombre danés, enterrado alrededor del 950, debían
seguir siendo utilizables en la época del traslado: lo mismo que el muerto
cambió de morada, cambiaron ellas de poseedor.
También Suecia conoce una serie de semejantes tumbas-barco. En
Uppland, por ejemplo, se han examinado cementerios en los cuales, bajo
casi todas sus colinas funerarias —como hacen suponer los pernos de hierro
que se han encontrado—, hubo en remotos tiempos un barco, Pero las
tumbas-barcos más grandiosas se han descubierto en Noruega.
Ya en 1867, en la colina funeraria excavada en Tune en la margen este
del fiordo de Oslo, arqueólogos nórdicos encontraron los restos mortales de
un hombre que, junto con su caballo, había sido enterrado en la cubierta de
popa de su barco calafateado con musgo y enebro. Los objetos que
enterraron con él se conservaron mal. Aparte una espada, un escudo, una
punta de lanza, varias cuentas de cristal, restos de telas y finalmente de
madera con adornos tallados, no se pudo identificar ningún objeto más.
También la tumba de Tune fue saqueada por bandidos. Pero el barco y la
colina de tierra, de ochenta metros de ancho, muestran inequívocamente
que el señor de Tune había sido un hombre rico y poderoso que se había
llevado consigo al más allá buena parte de sus pertenencias personales.
También en el barco de Gokstad, descubierto en 1880 en la margen oeste
del fiordo de Oslo, encontró su último descanso un acaudalado caudillo
vikingo de vigorosa constitución, de 1’78 metros de estatura, al que se
había enterrado en una cámara mortuoria de tosca construcción en forma de
tienda de campaña, situada en la popa del barco, junto con doce caballos,
seis perros y gran número de objetos. Desde la olla de bronce hasta el
candelabro, desde la azada de madera hasta la lanza de cazador, desde los
utensilios de cocina hasta un gran cántaro de agua para beber, desde el
tablero de madera para juegos hasta los esquís tallados se le había provisto
de todo lo que un señor de su categoría necesitaba para un largo viaje,
además de tres botes de remos de madera de encina y seis espaciosas
camas.
Pero el bienestar mostrado de modo tan ostensible por el hombre de
Gokstad palidece junto a la riqueza de la dama que en el barco de Oseberg,
excavado en 1904, había emprendido su último viaje.
Sus parientes la habían equipado para su estancia en el reino de los
muertos con tres espléndidos trineos y un carruaje de lujo, tres camas, tres
arcones, dos tiendas de campaña, una silla, una lámpara de pie de hierro y
un cubo de madera que podía contener 126 litros. La cuadra y el pastizal
habían proporcionado quince caballos, cuatro perros y un buey; los campos
y campiñas facilitaron, además de numerosos utensilios menores, un sólido
trineo para transportar estiércol. A esto se añadía un surtido completo de
todo lo necesario en una cocina: cazuelas y sartenes, platos y fuentes,
hachas y cuchillos, piedras de amolar y artesas, ollas y cubos, trigo y avena,
manzanas y nueces y, naturalmente, rico y abundante forraje.
También se la había provisto en abundancia de lo necesario para las
ocupaciones caseras durante la larga ausencia. Cuatro telares con los
correspondientes tornos y husos, tijeras y punzones; piedras de afilar y
planchas nos presentan a la muerta como una dama que también «al otro
lado del río» quería ocuparse en la confección de telas y vestidos. Sobre
todo debía ser una amante de las telas costosas. Su cámara funeraria estaba
adornada con trabajos coloreados y tapices. Tanto las mantas y las prendas
como las almohadas y los cojines de plumas demuestran que no sólo había
sido aficionada a la comodidad, sino que también tenía buen gusto y un
sentido muy vivo para las cosas bellas de la vida.
Una de las causas del alcance mundial de la fama de la tumba de
Oseberg estriba en que en este caso era posible identificar a su moradora
con un gran coeficiente de probabilidades de acertar. El barco de Oseberg
pudo haber sido la última residencia de la reina Aasa, la hija de Havald
Barbarroja, la fundadora del gran reino nórdico.
La saga Ingling nos ha transmitido su historia. Barbarroja se negó a dar
su hermosa hija Aasa, como esposa, al rey Gudröd de Westfold y por esto le
atacó y mató el despechado pretendiente. Raptada, la llevaron por la fuerza
al lecho matrimonial; la inteligente Aasa pareció someterse. Pero en
realidad pensaba sin cesar en la venganza. Un año después del nacimiento
de su hijo Halvdan se le presentó la oportunidad de hacer expiar la afrenta
que le habían infligido a ella y a su familia.
Para decirlo con las palabras de la saga Ingling: «Gudród realizó un
viaje y se detuvo en Stiflusund. Allí hubo una gran borrachera a bordo e
incluso el rey se embriagó mucho. Al anochecer, cuando ya había
oscurecido, abandonó el barco y al llegar al final de la escalerilla, un
hombre lo atacó, y atravesándolo con su lanza lo mató. Al hombre lo
ejecutaron inmediatamente y por la mañana, al amanecer, reconocieron con
sorpresa que se trataba del criado de la reina Aasa.»
La enérgica y orgullosa reina aceptó francamente su acción, y los
asombrados hombres del rey Gudród doblaron con respeto la rodilla ante
ella. Aasa siguió gobernando ella sola con mano dura y fuerte hasta que su
hijo Halvdan, llamado el Negro, junto con su hermanastro Olaf, asumió el
gobierno del país.
Cuando Aasa murió a la edad de cincuenta años, aproximadamente, la
enterraron «como a un hombre». El estudio de sus restos mortales hallados
en el barco de Oseberg demostró que había sido una mujer grácil, esbelta,
de constitución delicada.
CAPÍTULO DÉCIMO

EL GRIFO Y EL GRAN LEÓN

Entre el caos y el orden — Elementos estilísticos del arte nórdico

Fabuloso mundo faunesco. / Klee y Picasso en el Norte germánico. /


Adopción del rey de la selva. / Fastuosidad barroca en miniaturas. / Del
estilo Borre al estilo Urnes. / Microcosmo del movimiento. / Los cincuenta
años de Oseberg.

Fabuloso mundo faunesco. La esbelta dama, de miembros de corza, que


hizo matar a sangre fría a su esposo, el asesino de su padre y de su
hermano, recuperando así el honor de su familia, fue, además de una
enérgica regente, una generosa amante de las artes, una mecenas de gusto y
de talento que ocupaba en su corte a buen número de importantes artistas,
ante todo tallistas.
El barco, el coche y los trineos con que la equiparon para su último
viaje muestran la capacidad artesana, la sensibilidad estilística y la
desbordante fantasía de estos artistas. Todos los vehículos de la reina
difunta están profusamente ornados con espléndidas tallas de madera que,
según el penetrante análisis de Haakon Shetelig, estudioso e intérprete del
arte Oseberg, debió ser la obra de seis maestros y, por lo menos, tres
ayudantes. Sus trabajos se han conservado de un modo muy notable gracias
a la protección de la tierra y revelan uno de los procesos más sensacionales
en el dramático y movido panorama artístico del Norte europeo.
Los dos codastes de barcos se rejuvenecen en una efectista espiral que
en la proa se alarga en una estilizada cabeza de serpiente, y en la popa se
extiende en una cola serpentiforme y llena de anillos. Los costados llevan
adornos consistentes en ágiles y rítmicos frisos que, tras un examen más
detenido, se revelan como un trenzado, en forma de arco, de animales con
manos de hombre y barbas de gnomos. Cada uno de estos animales se
diferencia de los demás, pero todos juntos obedecen a la ley de la
composición. El mismo artista también ha adornado las planchas
triangulares de la parte interior de los codastes con vigorosos relieves. Aquí
vuelve a aparecer una teoría igualmente interminable de fantásticos,
intrincados y trenzados animales cuyos enormes ojos fijos producen una
extraña y fascinante impresión.
De vez en cuando, estos relieves qué, sin embargo, dejan imaginar los
ojos benévolos y pacientes del autor, se dedican a narrar escenas y a
presentar figuras. La parte central del coche regio (que probablemente
servía para fines rituales) muestra al héroe de la saga, Gunnar, amenazado
por todo un ejército de reptiles, en forma de cintas, en la cueva de las
serpientes. En la tabla superior de la pared derecha se descubre un jinete,
atacado por un guerrero. Éste, mientras con una mano sujeta las riendas
para dominar el caballo, con la otra empuña una espada que agita en alto.
Una elegante mujer, adornada con brazaletes, trata, por lo visto, de
impedirle el golpe.
Las varas que tiran de la caja del coche terminan en cabezas talladas que
con sus ojos fijos y circulares y sus mentones alargados y cubiertos de
barba, recuerdan las esculturas de los expresionistas modernos. Las cabezas
y las barbas servían además para un fin práctico: se ataban a ellas las
cuerdas que aseguraban la móvil caja del coche.
También los trineos de la dama de Oseberg están revestidos de
frondosas y espléndidas tallas. El desconocido maestro ha cubierto de
adornos los patines y las guías, los contrafuertes y los soportes, dejando
libre apenas un centímetro cuadrado. La mayor gloria la gozan los trineos
llamados Shetelig (por el nombre de su intérprete), cuyas cantoneras
vuelven a mostrar cuatro inquietantes cabezas fabulosas de animales de una
crueldad grotesca que enseñan los dientes y miran el mundo con una risa
sarcástica, mientras los bastidores están adornados con extraños dibujos
geométricos y de lazos.
La ornamentación de los trineos está muy cerca de las cuatro pilastras
con cabezas de animales y, a pesar de los quince metros cuadrados de tallas
en el barco, en el fastuoso coche y en los trineos, constituyen la pieza más
admirada en el conjunto de hallazgos de Oseberg. Probablemente
pertenecían al tesoro ritual de la corte: tal vez adornaban las paredes de la
sala real, quizá se llevaban al frente en los desfiles ceremoniales como
medios protectores contra la desgracia. Sus fauces abiertas de par en par,
ávidas y ansiosas de devorar, estaban visiblemente pensadas para infundir
espanto.

Adondequiera que se mire aparecen animales. A estos escultores nórdicos la


realidad apenas les interesó, a pesar de que, como revelan sus estudios de
retratos humanos, poseían agudas dotes de observación y una mirada
penetrante para los rasgos individuales. Su mundo era un fabuloso mundo
faunesco, de dragones y otros monstruos de cuerpos y miembros
entrelazados cuyos movimientos se subordinaban a la vez a los ritmos y
líneas ondulantes de ornamentos vegetales y geométricos. Un mundo de
refinado artificio, de un devorador fuego interno, estaba frenado por una
severa ordenación.
A pesar de esa ordenación, ¡qué caracteres tan distintos, qué
temperamentos tan dispares, qué fases estilísticas tan claramente
apreciables!
Shetelig ha mostrado que las tallas más antiguas del hallazgo Oseberg
deben fecharse en el paso del siglo VIII al IX. Las más modernas surgieron
unos cincuenta años después. Pero precisamente en este tiempo el arte
nórdico tuvo un dramático desarrollo.
Las obras de los tallistas de Oseberg reproducen un proceso cultural de
alta importancia y de características impresionantes: la irrupción de
elementos formales carolingios en el arte de los vikingos y el nacimiento de
aquel complicado «estilo grifo» que durante el siglo IX llegó a ser propiedad
común de los pueblos escandinavos.

Klee y Picasso en el Norte germánico. En el mundo de los germanos no


existía arte en el sentido moderno del mismo. Su arte era casi
exclusivamente decorativo. Se encuentra en broches y hebillas, en espadas
y escudos, en lanzas de coches y en codastes de barcos, en una palabra, en
todos los sitios donde se ofrecía la posibilidad de llenar una limitada
superficie vacía.
El horror al vacío fue una de las secretas fuerzas impulsoras de los
ejercicios artísticos germánicos. Debido a eso, por lo general, trabajos de
pequeño formato de forjadores y tallistas constituyen el material de la
investigación. El arte de los vikingos se ha inmortalizado en las piedras
rúnicas y en aquellas altas piedras angulosas y casi del tamaño de un
hombre que constituyen una especialidad de la isla sueca de Gotland.
Sus rasgos comunes son los mismos elementos que caracterizan las
tallas de Oseberg: figuras de animales y motivos ornamentales. El arte
germánico se presenta (salvo pocas excepciones a las cuales pertenecen las
obras de los escultores de Gotland) como ornamentación de motivos
animales. En el Norte europeo esta ornamentación dominó durante
setecientos años el ámbito artístico, aproximadamente desde el siglo V hasta
el XII.
Se originó en el arte antiguo tardío, al que los forjadores germánicos
han de agradecer el conocimiento de los motivos alemanes y el encuentro
con los modelos de tallas del territorio romano Rin-Danubio y, por tanto, el
descubrimiento de aquel estilo decorativo, refinado y técnicamente
perfecto, cuyo efecto principal surgía del «encanto inmediato óptico-
sensual» de las movidas superficies.
Sin embargo, no fue sólo el arte romano tardío el que proporcionó la
clave a los orífices y plateros germánicos. En el esplendor de su producción
de objetos de adorno y de armas perduraban también influencias celtas y,
transmitidas por talleres góticos, tradiciones escitas y sarmáticas.
Según Holmqvist, «se debe, por tanto, contar con tres componentes
principales en el arte nórdico: la componente oriental, que procede sobre
todo de la cultura asiática de las estepas, la celta y la romana.
»Pero no se trata de un simple prisma de tres caras, sino de una
multiplicidad de diversos reflejos: escita-celta, celta-romano y otras
mezclas parecidas en el Este; romano-germánico, celta-romano, etcétera, en
el Oeste».
Así, los forjadores artísticos germánicos tienen en su ornamentación de
motivos animales una abundancia casi incalculable de formas e influjos a su
disposición.
En los territorios costeros del mar del Norte, de Dinamarca y Noruega,
así como en las costas alemanas del mar del Norte, nació, en la segunda
mitad del siglo V, el llamado estilo animal I, que se caracteriza por una
consecuente estilización de las figuras orgánicas de animales: el primer
paso para subordinar el mundo naturalista de las formas al ornamento
abstracto.
Ya en esta primera fase del estilo animal germánico, los artistas
nórdicos iniciaron, a finales del siglo, sobre todo los suecos, la vanguardia
del desarrollo. La figura animal fue «despedazada por ellos en sus
elementos formales sin contemplación alguna». La cabeza y el cuerpo, las
patas y las garras se liberaron de su relación anatómica y pasaron al
complicado juego de líneas de la decoración, esa vigorosa obra de marcos y
molduras que en este tiempo asume el mando sin encontrar resistencia. El
animal quedó desnaturalizado. Adoptó la forma de entrelazadas líneas y
cintas.
Típico de este primer florecimiento de la ornamentación nórdica con
motivos de animales es un brazalete encontrado en la parroquia sueca de
Ekeby, brazalete de plata fundida sobredorada en el cual, además de la
cabeza y de los ojos telescópicos de las figuras frontales, se descubren en la
composición brazos y piernas de personas colocados arbitrariamente,
«como los restos que se arrojan de una comida». Un «ribete de fantásticos
animales que se arrastran y están al acecho o de partes de tales animales»
forma el inquietante borde del brazalete, cuyos detalles recuerdan las
fragmentadas imágenes humanas de las telas de Picasso. También «las
composiciones de líneas y curvas» por el estilo de Paul Klee les vienen a la
mano, por lo visto fácilmente, a los artistas de este capítulo artístico, el más
antiguo de la ornamentación nórdica a base de animales.
Con la aceptación de los modelos de cintas entretejidas del
Mediterráneo oriental se desarrolló, en el siglo VI, el estilo animal II,
germánico, que desde la Italia de los lombardos avanzó hacia el Norte,
conquistó la Renania franca y el mundo insular anglosajón y pronto penetró
también en los países escandinavos.
En Suecia, donde ese estilo fue recibido en principio por la forja
artística de los Svear, influenció fuertemente; pero sin tardanza, con tanto
temperamento como voluntad de forma, los vikingos lo convirtieron en un
estilo propio: el estilo Vendel, que debe su nombre al gran cementerio de
tumbas-barco de Vendel, en Uppland. Los talleres de la cultura Vendel
(cuya época primitiva A pertenece aún, según los métodos actuales de
clasificación, al periodo más antiguo animal) mantenían indefectiblemente
un desprecio soberano a la anatomía. Pero los «delgados cuerpos de
animales en forma de cintas» del siglo VI realizaron una nueva
metamorfosis y se convirtieron totalmente en complicados adornos de lazos
y líneas. Sus patas de araña se transformaron en «extraños nudos y rizos»,
los cuerpos desaparecieron, incluso las obligadas máscaras; el rostro con
sus fauces abiertas, sus lamedoras lenguas y sus cuellos delgados como
hilos se sumergieron bajo el frondoso ornamento de las líneas.
Con el trabajo mediterráneo del trenzado también en el Norte se abrió
camino el motivo clásico de los zarcillos de la vid y del acanto. Los tallistas
nórdicos gustaron de los «detalles vegetales», pero no exageradamente. No
tuvieron escrúpulos para sustituir las antiguas teorías de los sarmientos del
acanto y de la vida por guirnaldas de cabezas de animales mordedores y con
los ojos saltones y también de esta forma verter el estilo animal II
germánico en una peculiar forma germánica del Norte.
El florecimiento tardío del estilo Vendel (en el lenguaje profesional
llamado Vendel-E) desembocó en el estilo animal III, que es íntegramente un
producto escandinavo. Esta forma final del arte previkingo nació,
aproximadamente, en el 700 con las corrientes cada vez más enigmáticas de
los elementos formales irlandeses y anglosajones. Pero las fuerzas
resultaron insuficientes para una fusión creadora de estos elementos
importados. Los nuevos impulsos —alambicadas y complicadas figuras de
animales traídas de Irlanda, dibujos botánico-zoológicos de zarcillos
procedentes de Inglaterra—, si bien dejaron una inquietud perceptible, no
llegaron a constituir un momento estelar del arte.
Los artistas decorativos nórdicos enriquecieron todavía más su
repertorio de formas con las aportaciones del Occidente europeo. El
resultado fue una especie de superlativo. Los cuerpos de animales en forma
de cintas se entrelazaron en ocho clases de nudos cuyas intrincadas curvas
apenas podía ya seguir ni siquiera el ojo bien educado para ello. El juego de
las líneas se hizo cada vez más complicado, más extraño, más caprichoso.
Sin embargo, la técnica artesana alcanzó en esta misteriosa ornamentación
un extremado refinamiento y una perfección hasta entonces no conocida.
Pero este florecimiento era un producto decadente. Rico en gracia, «en
arrobamiento y en espíritu caprichoso», pero pobre en sustancia, el arte
decorativo nórdico de finales del siglo VIII mostraba todos los síntomas de
una incipiente anemia. En esta situación, el encuentro con las obras del
renacimiento carolingio a comienzos de la época de los vikingos tuvo el
efecto de una reanimadora transfusión de sangre.
Adopción del rey de la selva. El motivo que se impuso a la parpadeante
fantasía de los forjadores artísticos y de los tallistas vikingos fue la figura
favorita de los francos en libros y paredes: el león. Los artistas nórdicos se
apoderaron del melodramático rey de la selva, pero cambiaron su imagen de
forma tal, que adoptó una figura y una fisonomía completamente distintas.
Este león así enriquecido con elementos nórdicos entró en la historia del
arte como el «grifo» vikingo.
Era un animal que servía para todo, el animal completo por
antonomasia: macho cabrío, perro y jabalí al mismo tiempo, distendido
como un gato, obeso como un osezno. De cuerpo esbelto, caderas llenas y
gruesas, extremidades largas, cimbreantes. Nacido de una fantasía
desenfrenada: ridículo pero dinámico; grotesco pero peligroso; cómico pero
muy agresivo.
Porque este monstruo está constantemente dispuesto a dar el salto. Se
revuelve con amplios movimientos. Se encabrita, estira, extiende, entrelaza
sus miembros, los reduce, los hace un ovillo y los enreda entre sí. Siempre
en movimiento enfermizo y lleno de violencia, siempre lleno de «vida,
malignidad y fuerza ofensiva», podría haberse escapado del parque
zoológico más atrevido de los cuentos de Walt Disney.
«Infinitas posibilidades de variantes —se dice en la descripción que
hace Brondsted del grifo ario— viven en el maravilloso animal de redondos
ojos saltones que dan la impresión de que lleva gafas, de la cabeza calva y
del largo tupé. Con el tiempo, el cuerpo se le ha alargado hasta convertirse
en un delgado alambre. Un pequeño y salvaje espíritu maligno, un loco con
gorro de duende… Los miembros delanteros y traseros hinchándose
plásticamente, las garras siempre arañando y sacudiendo… un animal
fantástico que a los vikingos —y de eso no cabe ninguna duda— debía de
hacerles una gracia enorme.»
Pero no sólo eso; el grifo fundó un estilo de extraordinaria fuerza vital,
fue la «fuente de la juventud de una inagotable renovación del viejo arte
ornamental nórdico sobre motivos animales» y durante doscientos años le
regaló su indeleble peculiaridad.
Fastuosidad barroca en miniaturas. Las tallas Oseberg marcan las etapas de
este proceso de renovación con insuperable claridad, sobre todo en las
diversas cabezas de animales.
Al principio están los trabajos del «académico conservador» que cubre
la lanza de tiro del fastuoso trineo con figuras de pájaros que se entrelazan
en múltiples combinaciones y la termina con la talla de una maligna cabeza
de dragón que ríe sarcásticamente.
Se le considera el maestro más seguro, más exacto y detallista de todos los
maestros de Oseberg. Las enrevesadas líneas de su cabeza de dragón están
trabajadas con inquietante pulcritud en la pardusca madera de arce. «No hay
ninguna intranquilidad en la composición, ningún tanteo inseguro con el
cuchillo; con claridad y con firmeza, el dibujo se ha vertido en la oscura
madera.» La característica especial de esta obra tan elegante como
majestuosa consiste en el cuello liso entre la parte de la cabeza cubierta con
cuerpos de animales entrelazados y el ornamento geométrico del
«alzacuello».
Pero el conjunto produce la impresión de algo demasiado conseguido,
demasiado acabado, demasiado hecho. Es un producto de ese estilo de
perfección que los tallistas nórdicos de alrededor del 800 dominaban,
aparentemente, sin el menor esfuerzo.
A este producto le siguió el encrespado dramatismo de las tempranas
formas del grifo en la obra del renacimiento carolingio que igualmente
cubre la cabeza de un grotesco ser fabuloso con un trenzado de entrelazados
Cuerpos de animales. Pero, ¡qué contraste!
«Allí hierven —para citar alguna frase de la sobrecogedora descripción
de Oxenstierna— gordos y vigorosos grifos pequeñitos de narices chatas y
ojos saltones. Se agarran convulsivamente entre sí, se tiran y se arañan con
garras y patas, desarticulan sus pesados cuerpos para encontrar sitio; la
zarpa a la garganta, seis puños cruzados en todas direcciones. Se aferran a
los desnudos tupés, olfatean los bordes, se muerden en la grupa. Finalmente
todos se acomodan. Ni un segundo reina la calma; todo sigue lleno de
tensión, de movimiento y de vida. Y este singular conjunto en una cabeza
de dragón que ríe sarcásticamente con afilados colmillos.»
No hay nada que preguntar: se trata de un nuevo estilo. Si bien el
renacimiento carolingio está aún presente, el renacimiento carolingio que
rige entre los tallistas de Oseberg marcha ya por un camino propio.
Y luego el «maestro barroco» que cubre sus dragones con corazas de
escamas en un pequeño medallón en cuya limitada superficie se desahogan
centenares de expansivas figuras de animales: cuerpos estirados y flexibles
de animales de presa que se levantan vigorosamente de la superficie. A
pesar de esta postura se tiene la impresión de que ni la rozan siquiera. La
talla produce la impresión de una envoltura ornamental, la cabeza y el
cuello del monstruo de piedra rodeados como por una red.
Jan de Vries habla precisamente de una inversión del cometido del
ornamento: el relieve decorativo no se contenta con suprimir la superficie,
casi la suprime; la hace desaparecer.
El «maestro barroco» que, como el más joven de los tres grandes
tallistas de Oseberg, trabajó alrededor del 850, dominaba ya el estilo grifo
con la más alta perfección. Quien se adentra en los detalles ve y comprueba
en sus trabajos una exótica y desbordante fantasía que juega sobre un trozo
de seca madera como en un órgano lleno de sensibilidad del que pulsase
todos los registros. Todos sus animales se encuentran como en salvaje
levantamiento y se afanan como locos en el angosto redondel en que los ha
encerrado la mano del artista. Se muerden, se encabritan, se anudan, se
atacan y rechazan entre sí: un verdadero aquelarre de brujas de hirviente
temperamento y vertiginosa actividad.
Y todo esto como hecho para verlo con lupa, en el más pequeño espacio
concebible. Fastuosidad barroca en miniaturas. «Nunca y en ninguna parte
se ha realizado mejor artesanía.»
El estilo grifo para cubrir superficies ha conquistado y sometido en poco
tiempo los talleres de decoración y tallado de los tres países nórdicos. El
«animal» en sí experimentó algunos cambios en el transcurso del tiempo.
Las partes de las caderas se hicieron más compactas, el cuerpo y la cola se
estiraron y convirtieron en un hilo. La grupa adoptó la forma de un
semicírculo que se cruzaba con el cuello. Y al final de rebasado el milenio
se acercó de nuevo al «gran león».
Pero estos cambios no afectaron en nada a su fuerza vital. Sin ninguna
violencia para conseguirlo, el «grifo» alcanzó una edad de más de
doscientos años.

Del estilo Borre al estilo Urnes. El arte nórdico, en su época del grifo,
también aceptó y practicó numerosas sugerencias.
Con los asaltos de los vikingos entraba una inmensa cantidad de botín
en los países escandinavos que aportaba el conocimiento de numerosos
elementos estilísticos nuevos, los cuales una vez más enriquecían el canon
tradicional de formas nórdicas. Por eso una inquietud constante y la
predisposición al cambio continuo constituyen una característica del arte
nórdico en la época de los vikingos.
Los historiadores del arte diferencian (prescindiendo de aisladas
culturas locales) cinco formas estilísticas distintas cuyas características
especiales están, empero, cubiertas por los elementos tradicionales de la
ornamentación faunesca, lo que dificulta que el profano las aprecie.
Está primero el estilo Borre, que debe su nombre a los arreos y a
algunos objetos de madera con refuerzos de metal descubiertos en 1850
bajo una colina funeraria en el Eldorado de los arqueólogos, junto al fiordo
de Oslo.
Los objetos Borre, unos cincuenta años más recientes que las más
modernas tallas Oseberg, presentan de nuevo motivos de trenzados de
cintas y figuras de animales y se unen a los característicos modelos de
cadenas.
Para eso el grifo proporcionaba las garras, los miembros extendidos
enérgicamente y la cabeza triangular a modo de máscara con sus ojos
circulares y saltones. También el estilo Borre muestra hasta qué punto el
retoño del león carolingio conmovió la antigua fauna decorativa de la
ornamentación sobre motivos animales. A pesar de la finura del detalle y de
la precisión del trabajo, el estilo Borre produce una impresión de
campesinado vigoroso, quizás incluso un poco bárbaro, pero lleno de vida.
Son producciones típicas de este estilo, además de los hallazgos de Borre,
las tallas y trabajos en metal de la tumba Gokstad. El famoso broche de
Finkarby, en Suecia, consta de un disco de plata de cinco centímetros de
diámetro en el que se han colocado cuatro cuerpos de animales
artísticamente entrelazados. De las cuatro cabezas que se reúnen en el
centro, cada una de ellas con sus ojos de elipse invade a la vecina: una
composición increíblemente complicada, pero soberbiamente conseguida.
Debido a esto se la considera una pieza representativa.
El estilo Borre pasa a ser estilo Jelling, y su primer representante una
pequeña copa de plata encontrada en la colina norte de Jelling. Los
elementos zoológicos de su decoración —miembros, cabezas y fauces
abiertas— recuerdan modelos previkingos, incluso los cuerpos en forma de
«S» retorcida. Sin embargo, los historiadores del arte han descubierto en los
esbeltos animales Jelling en forma de cinta, los cuales se muestran casi
siempre de perfil, influencias irlandesas: «legado» artístico de la época de
las invasiones danesas y noruegas en la primera mitad del siglo X.
Medio siglo más joven es el estilo Mammen; la pieza representativa es
la famosa hacha de combate de plata fundida del caudillo de Mammen.
Los artistas Mammen combinan de nuevo motivos de plantas y
animales, pero de un modo original, haciendo pasar los miembros de sus
animales fabulosos por zarcillos de acanto. A pesar de toda su fantasía no
deja de ser un estilo heráldico que aprovecha como vehículo los mástiles de
las banderas, las piedras rúnicas, los arreos de los caballos y los refuerzos
de las paredes, y, sin embargo, es un estilo sobrio, elegante y amplio.
La obra más admirada del estilo Mammen adorna uno de los lados de la
piedra Jelling de dos metros y medio de altura: una serpiente luchando con
un león. Los estilizados elementos animales y los zarcillos de las plantas se
han combinado para producir una desconcertante unidad ornamental.
Ambos, el «gran animal» y el aditamento vegetal, han llegado a
Escandinavia con las campañas en Inglaterra del gran reino danés y han
encontrado allí una fecunda simbiosis artística.
Una íntima mezcla de fauna y de flora es también la característica del
estilo llamado Ringerike, que recibe esta denominación por un grupo de
piedras rúnicas noruegas. En este estilo los autores se esfuerzan en
conseguir una estilización más marcada de los sarmientos; asimismo se
inclina a una forma más fastuosa y rica que el estilo Mammen. La
ornamentación a base de plantas —excepto zarcillos de acanto, palmas y
haces de hojas, sobre todo hojas en forma de pera— alcanzó, en manos de
los artistas del Ringerike, un florecimiento jamás visto en el Norte europeo.
También se han dejado inspirar fuertemente por motivos anglosajones,
especialmente por las obras de los miniaturistas ilustradores del Libro de
Winchester.
En las postrimerías de la era de los vikingos surge el estilo Urnes, que
debe su nombre a las tallas encontradas en la fachada de una solitaria iglesia
de madera en el oeste de Noruega. Sus líneas fluidas y rítmicas, con sus
figuras de animales esbeltos como gacelas y sus sarmientos armoniosos,
constituyen hasta hoy una delicia para los ojos. La habilidad ornamental de
este estilo no oculta la incipiente decadencia del arte nórdico.
Como los maestros fin-de-siècle del siglo VIII, los forjadores artísticos,
los tallistas y los escultores del alto siglo XI se contentaban con hacer
variaciones sobre el repertorio de formas de que disponían y lucirse con sus
habilidades técnicas. Comparados con la fulminante fuerza creadora de
formas y la riqueza de ideas de los talleres Oseberg, no proporcionaron
mucho más que una fría rutina. Con el estilo Urnes se inicia la decadencia
del arte vikingo. En regiones apartadas, la ornamentación nórdica subsistió
todavía algún tiempo. Como fenómeno artístico había terminado.

Microcosmo del movimiento. ¿Qué se oculta detrás de este arte? ¿Qué nos
dice sobre las fuerzas íntimas del mundo nórdico? ¿Hasta qué punto puede
iluminar el ámbito espiritual?
Ya hemos dicho que no se trata de arte en el sentido actual. Los
maestros nórdicos no pretendían elaborar ninguna imagen del mundo ni
disipar las sombras del mismo. El hombre les interesaba lo mismo que la
sociedad o el aspecto de un paisaje: nada. No hacían arte «libre» ni realista;
ni tampoco abstracto; ni monumental y heroico. Faltaban en su vocabulario
conceptos tales como naturaleza o realidad.
Su arte estaba tan libre de propósitos como el de los árabes, que casi al
mismo tiempo aceptaron el legado de la Antigüedad. Y lo mismo que el arte
islámico, el arte nórdico servía para traducir sueños y visiones al lenguaje
abstracto de la ornamentación. Tanto aquí como allí cuajan rostros íntimos
en un lenguaje que, sin embargo, es todo menos «realista».
Pero las obras de los maestros nórdicos, especialmente de los vikingos,
no tienen nada de la calma y la claridad del arte árabe. Su aliento va más
aprisa, vibra de tensión. Una alfombrilla para orar emana serenidad y
armonía; el adorno de una hebilla de cinturón nórdica pregona la inquietud
y el apasionamiento. Estalla en erupciones de actividad y de violencia.
Nada le es más extraño que el sosiego del soñador o la contemplación
tranquila y gozosa.
La ornamentación nórdica maneja lava volcánica. Sus gestos son
ásperos, faunescos, violentos; casi siempre complicados, a veces retorcidos.
Su genio se despliega en un restallante fortissimo de líneas que se acometen
entre sí, que sin principio ni fin describen curvas y círculos completos en la
superficie que se les ofrece. Evita, para citar una frase de Wilhelm Pinder,
«todos los ángulos, todas las rectas, todas las formas definitivas de la
geometría inferior» con objeto de dar un valor exclusivo «al mundo de las
matemáticas superiores».
Engendra un microcosmo del movimiento y de la autoafirmación activista y
con ello un símbolo del todo nórdico, un símbolo de lo que defienden los
Ases y los Vanes: un mundo atormentado por gigantes y espíritus malignos
y que los vikingos no podían representarse de otro modo que como un
gigantesco campo de batalla.
En sus fantasías de líneas que se entrelazan, se anudan y se entresijan y
que, aunque tomen en préstamo objetos del mundo, en realidad permanecen
sin objetos identificables, impera, sin embargo, una razón clarividente. «Un
caos para el ojo perezoso, una polifonía para el diligente.» Porque cumplen
reglas y leyes que rigen de modo dictatorial. Entre ellos el objetivo no es
sólo el de la movilidad, sino también el del orden.
Donde los artistas árabes se habían esforzado en crear «figuras como
flores», los maestros nórdicos inventaron animales fabulosos que al mismo
tiempo se desenfrenaban y se sometían al yugo de la ornamentación, e
incluso se convertían ellos mismos en ornamentos. Tras la esplendorosa
fastuosidad de sus enrevesadas guirnaldas de animales a las que
posteriormente corresponden en los escritos de Islandia el torbellino de
palabras de las canciones de los bardos, imperan la economía y la
organización. De otro modo no habría sido posible someter esas figuras
«polífonas» a la limitada superficie de una hebilla de cinturón.
Si en alguna parte del arte antiguo rige la ley del «acorde de los
contrarios», en ningún sitio se muestra con más claridad que en el arte
vikingo.
Pone al descubierto, como todas las manifestaciones de vida de los
pueblos nórdicos, la colosal vitalidad y el dinamismo de los vikingos, así
como su capacidad para la subordinación y su facultad de esbozar leyes y
realizarlas, cuando era necesario, en la superficie del tamaño de una fíbula.
El resto es secreto. El arte nórdico tenía también el carácter de un culto,
estaba profundamente enraizado en el suelo de la magia, totalmente
integrado en las representaciones mitológicas de la época de los vikingos.
Quizás incluso ejercía, como conjetura Holmqvist, la función de un
lenguaje de imágenes que, como los jeroglíficos egipcios, servía «para
transmitir informaciones con signos». Así podían, para hombres capaces de
«leerlos», haber tenido «un sentido que va mucho más allá de lo que
nuestros ojos pueden abarcar».
Pero éstas son hipótesis que se pueden defender, mas imposible probar.

Los cincuenta años de Oseberg. Los enigmas que plantea una y otra vez la
ornamentación nórdica de animales quizá hayan contribuido a que hasta
hoy no ocupen un lugar destacado en los grandes tratados de arte. El
formalismo de la exposición, la servidumbre a un determinado repertorio de
formas y, no en último lugar, el que en su mayor parte se trate de un
quehacer artístico de miniaturistas del que sólo se aprecia su riqueza
examinándolo con lupa, han producido que las obras de los anónimos
maestros vikingos sigan viviendo fuera del campo de la cultura tradicional.
Las excepciones pronto se enumeran: la collera de caballo y el hacha de
Mammen, las dos armazones de tiro de Sollested, la pequeña copa de plata
y la gran piedra de Jelling, la veleta de bronce dorado de Heggen en
Noruega, su competidora sueca de Söderala, algunas piedras rúnicas y
varias esculturas de Gotland, y con ello están mencionadas casi todas las
piezas famosas del arte vikingo. Pero con una excepción: las obras de los
maestros de Oseberg.
Más que cuanto ha quedado, las tallas de Oseberg proporcionan el
paradigma de este tipo de arte desconcertante y fascinador. Los trineos,
coches y pilastras con cabezas de animales de la colina Oseberg, cuyo
descubrimiento, en el verano de 1904, se cuenta entre los hitos afortunados
de la arqueología, proporcionaron al historiador de la cultura nórdica una
impresión abrumadora de la categoría de los maestros tallistas vikingos y la
firme convicción de que habían sido los precursores de las grandes
revoluciones estilísticas de este tiempo. Los fundidores de metal y los
forjadores artísticos, así se supone hoy, estaban en un segundo plano.
Entre el «académico» y el «maestro barroco» se extienden, como
Haakon Shetelig ha demostrado de modo concluyente, sólo cincuenta años:
el medio siglo que va del 800 al 850. En este medio siglo, los países
escandinavos irrumpieron como una tromba, ruidosa y agresiva, en la
historia europea. Desde Oseberg sabemos que ese tiempo fue también uno
de los períodos más fructíferos de la historia del arte nórdico, un proceso
que como ningún otro da a conocer el poderoso aliento del estallido
nórdico.
QUINTA PARTE — LOS ELEMENTOS
FUNDAMENTALES DE LA VIDA

CAPÍTULO UNDÉCIMO

EL TRONO DE LOS CAMPESINOS ERA DE RESISTENTE MADERA

El pequeño mundo de la cotidiana vida hogareña

Idilio feacio-nórdico. / Casas de señores y cuarteles de siervos. / Huellas


recientes de arado en un campo roturado hace 900 años. / Pesca de la
ballena al modo vikingo. / Especialmente para todo. / Sitial para el señor
de la casa. / La cocina de la princesa de Oseberg. / Toque de trompas para
montañas de carne.

Idilio feacio-nórdico. Los exaltadores del mundo nórdico han cantado


entusiásticamente al campesino vikingo; el retrato que de él han esbozado
se ha ido ampliando de autor en autor y ha ocurrido igual que con todas las
figuras idealizadas románticamente que proporcionan una idílica visión
heroica en lugar de la gris realidad.
Según este cuadro, el campesino nórdico camina por sus tierras
orgulloso, altivo y con brillantes ojos. Se siente más a gusto en la ancha
naturaleza de Dios que en la estrechez de las ciudades; administra
honradamente las posesiones heredadas del padre y guía a los suyos con un
sentido severo y majestuoso; para la esposa se muestra modesto y recatado;
para los hijos, padre benévolo; para los siervos, señor y patriarca fiel. Es el
campesino que trabaja duramente el suelo que le han confiado por un
exiguo salario, el que se endurece al hacer frente a todas las tormentas y se
siente agradecido por el modesto resultado que logra con sus manos; es el
ciudadano libre que rechaza todo lo que sea sujeción, el que teme a la
esclavitud más que a la muerte, el que en el Thing defiende virilmente los
buenos usos y costumbres, el que se siente obligado al pueblo y al rey, el
que lleva sus armas al campo, y también en un combate sin esperanza
permanece tenaz y animoso al lado de su señor.
Un idilio feacio pintado con mucha emoción: «De los banquetes
solemnes se cuidaban hombres y mujeres con diligente trabajo… Con todo
esmero hilaban y tejían las muchachas. Se contaban historias o se cantaban
canciones. Se jugaba a los dados o a las tablas… como en otros tiempos los
dioses en la edad de oro… Se entablaban amistades y se invitaban unos a
otros… Aquello podía celebrarse por todo lo alto. Asados, también comidas
de lujo procedentes del extranjero, incluso vino del Sur llegaban a la mesa.
La habitación estaba… alegremente adornada. En el centro ardía un gran
fuego. El suelo estaba cubierto con paja; los asientos de los hombres,
realzados con adornos; las paredes, entre los pudientes, cubiertas con
suntuosos tapices.»
También se pinta a menudo con vivos colores el solemne Thing que en
primavera y otoño reunía a los hombres del distrito en una deliberación
común. «Llegan aquí con todas sus armas, de las que sólo se despojan, en el
santuario, en las fiestas de ofrendas de sacrificios. Desde una colina situada
cerca del Thing se anuncian las decisiones de la asamblea. Se discuten las
disputas sobre límites, el robo de ganado, los incendios o el homicidio del
algún que otro vecino. Como en los sacrificios solemnes, toda disputa con
armas quedaba prohibida…»
Cuadros del mundo rural, pinturas para glorificar la rectitud campesina,
su prudencia y su mesura. Esbozos de visiones políticas llenas de
perspicacia. Hoy sabemos que todo esto está hermoseado, que muchos
hechos sombríos, pero que no encajan dentro de este brillante cuadro, se
suprimen y se sustituyen por una abundancia exagerada de «poesía de la
sangre y el suelo».
Una empresa altamente superflua, porque los hechos nada hermoseados
de la vida campesina nórdica muestran con la claridad de un grabado de
madera el cuadro de un mundo elemental de labradores cuyas vigorosas
cualidades no necesitan de ninguna idealización.

Casas de señores y cuarteles de gentuza. Las fincas estaban desperdigadas


por el país y se mantenían a respetuosa distancia unas de otras. Con sus
cercas en forma de empalizada y sus límites cuidadosamente marcados,
formaban reductos campesinos; cada una de ellas un mundo aparte,
autárquico, distanciador y lacónico. Grandes centros colonizadores eran tan
raros a principios de la época de los vikingos tanto en Dinamarca como en
Noruega o Suecia. Excepto pequeños e incluso mínimos centros
comerciales, determinadas posesiones rústicas constituían todo el panorama
de la colonización.
Tales asentamientos se encontraban en todos los sitios donde la
naturaleza, con más o menos largueza, ofrecía a un puñado de hombres la
posibilidad de alimentarse y combatir el frío. Entre las islas danesas,
Jutlandia, con su fértil suelo de morrenas, era la más habitada; en Noruega
los asentamientos humanos se concentraban en las pendientes ricas de
hierba, húmedas y relativamente templadas junto a los fiordos, y en Suecia,
exactamente igual que hoy, en las regiones fructíferas y fácilmente
accesibles del sur del país. Pero el constante crecimiento de la población
tuvo como efecto ya en los siglos previkingos que también los bosques y
costas de la Escandinavia del Norte se abrieran paulatinamente al paso del
hombre.
Los arqueólogos han puesto a contribución todos los resortes de su
ciencia para seguir el rastro de los asentamientos vikingos en los tres países
nórdicos, así como en las costas del mar Báltico y en las islas del Atlántico
Norte. Pero el número de objetos hallados es muy insignificante porque los
actuales asentamientos y aldeas han cubierto las antiguas instalaciones de
los vikingos, que así se han zafado del trabajo de las azadas. Pero algunas
excavaciones de importancia y muchos hallazgos casuales han bastado para
aclarar, al menos, los problemas técnicos y estructurales.
Las herramientas cambiaban según la naturaleza y la comarca. Cuando
no las había, suplían su falta con espíritu de inventiva y comprensión de las
posibilidades del material disponible. En los parajes ricos en bosques de
Suecia y de Rusia, los vikingos construían predominantemente con madera.
Levantaban, según Brondsted, casas con bloques de troncos de árboles
colocados horizontalmente y trabados en los ángulos; otras casas las
construían con entramado de pilastras verticales en las paredes y planchas
en el suelo, y finalmente había casas-tronco con paredes que descendían
sobre palos llamados varas. Por tanto, los carpinteros disponían de todo un
repertorio de técnicas diversas.
En las comarcas campesinas pobres se contentaban con armazones de
madera. Había casas cuyas paredes estaban hechas de tablas revestidas por
fuera con hierbas; casas con paredes de tierra y tejados de césped; casas en
las que la techumbre estaba sostenida por pilastras al aire, en tanto que las
paredes eran una combinación de postes y arcilla. Pero las numerosas
variantes locales sólo sirven para confirmar el hecho de que la casa con
armazón de madera y ramaje recubierto de arcilla era la dominante, por lo
menos en la parte occidental del mundo vikingo.
Sin embargo, también en este aspecto existían abundantes
presentaciones. Así las paredes de la corte de jarl de una de las islas
Shetland estaban formadas por dos muros separados de piedra cuyo espacio
intermedio se rellenaba con tierra. El mismo tipo de paredes era el
dominante en Islandia, como asimismo el tejado de hierbas que descendían
hasta el suelo. También la casa de Erik el Rojo en Brattahlid era una mezcla
de piedras y hierbas.
El material de construcción determinaba no sólo la forma de la casa
solariega aislada, sino también la organización de los edificios de la finca.
Donde los bosques proporcionaban suficiente madera adecuada para
construir, los vikingos solían erigir abundantes edificios pequeños. La
piedra y la arcilla, el césped y los palos les obligaban a contentarse con
pocos edificios de mayores dimensiones.
Se sabe que la casa larga «germánica» apoyada en postes, con sus
gruesas paredes de tierra y de ramas entrelazadas, se impuso en el remoto
Norte ya en los tiempos previkingos: la comunidad total de hombres y
animales, cuya forma «clásica» se ha encontrado en Alemania gracias a las
excavaciones realizadas entre las ciudades de Bremerhaven y Cuxhaven.
Pero ya en el siglo VIII se muestra claramente la tendencia a terminar con la
vida en común de hombres y animales, forma que tal vez resultaba más
abrigada, pero no precisamente más cómoda. También los siervos
recibieron sus propios alojamientos.
Y así la mansión campesina única sufrió una serie de modificaciones
hasta transformarse en un conjunto de casas de señores, casas de siervos,
cuartos de trabajo, graneros y cuadras.
La arqueología ilustra esta tendencia con ejemplos convincentes. En
Lindholm Hoje (Jutlandia) domina el tipo de edificios de dos por diecisiete
metros y al lado figuran las habitaciones de las mujeres y en tiempos
posteriores hasta una docena de cuartos anejos, en uno de los cuales se halló
incluso una bañera: primera y modesta concesión a los cuidados de la salud
y a la higiene.
Pero a pesar de todos los complementos y ampliaciones, siguió
imponiéndose la forma de casa alargada, uno de cuyos modelos más
patentes y demostrativos es la del jarl de las islas Shetland. Los
colonizadores nórdicos que se establecieron allí a principios del siglo IX, lo
hicieron atraídos por una bahía protegida contra los vientos y rica en pesca,
y la arena de sus orillas se convirtió en pastos y campos fructíferos. El
material de construcción lo proporcionaban las pequeñas chozas redondas,
de piedra, y las torres cónicas de la población aborigen (que por lo visto
desapareció rápidamente del lugar). Los colonizadores, según las
costumbres patrias, construyeron un asentamiento con grandes casas
alargadas. También aquí rodearon la vivienda central con un conjunto de
edificios auxiliares, entre ellos una forja con un horno amurallado y yunque
de piedra, un granero y un «cuartel de siervos», donde también se hilaba y
se tejía. El ganado estaba defendido por muros de piedra, y pavimentados
los caminos entre las casas e incluso los que llevaban al campo.
Datos análogos proporcionan los hallazgos en las casas de campo
islandesas de Hofstadir y de Skallakot, así como los resultados de las
excavaciones Norlund en Groenlandia. En ambos lugares la gran casa
alargada y espaciosa con sala y chimenea era el centro natural de la finca;
alrededor establos, almacenes, graneros, cámaras de víveres y cuartos de
trabajó que en Brattahlid estaban en parte excavados en la roca. En todos
ellos instalaciones cuya «infraestructura» se diría que obedecen a un plan:
evidencian una idea de explotación económica y no dejan duda alguna
sobre el de que estos colonos vikingos eran campesinos concienzudos que,
con sobriedad y trabajando duramente, también sabían imponerse a las
condiciones más desfavorables.

Huellas recientes de arado en un campo roturado hace 900 años. La


sucesión de cosechas determinaba el cambio de la siembra de invierno,
siembra de primavera y roturación, por tanto, el tradicional cultivo por
amelgas trienales, que probablemente ya en la época carolingia también
halló acogida en el Norte europeo, por lo menos en Fionia, Seeland y
Escania, que Adam de Bremen ensalza como la faja terrestre más fructífera
de toda Escandinavia.
El programa de cultivo queda al descubierto por los restos, en su
mayoría carbonizados, o los objetos de arcilla que se han encontrado en las
excavaciones. El centeno, fácil de contentar y acostumbrado al frío,
constituía el fundamento de la alimentación. La avena se cultivaba ante
todo como el más apreciado pienso para los caballos, y la cebada como
fermento para la preparación del hidromiel casero. Numerosos nombres de
lugares y fincas, especialmente en Islandia, muestran muy a las claras qué
estas clases de cereales fueron las que también alimentaban a las colonias
de campesinos de las islas atlánticas. En Groenlandia los colonizadores
consiguieron aclimatar, por lo menos, cebada y elimo, una especie de avena.
La cebolla era su hortaliza favorita. Los campesinos vikingos, además
de apreciar su sabor, alababan sus poderes curativos y vigorizadores. Donde
era posible, cultivaban también guisantes y berros. La recolección de frutas
era modesta. Aparte la manzana, en el Norte europeo no maduraba otra
fruta. Con todo, en los años buenos, incluso en Groenlandia se daban
manzanas comestibles.
Tanto en las narraciones del Edda como en las colecciones de leyes
islandesas se habla del abono de los campos con el estiércol de los establos.
Para este menester se utilizaban unos trineos de forma especial que todavía
en el pasado siglo seguían empleándose en Noruega. Se caracterizaban por
tener una parte superior en forma de artesa que, con varitas de mimbre, se
ataba al armazón del patín del trineo.
Los campos se roturaban con arados de las más diversas formas y
procedencias, como se deduce de las piezas de hierro recogidas en
excavaciones arqueológicas. En la mayoría de los casos se trata de una
herramienta de vertedera fija y de reja en forma de zapato. El tapiz de
Bayeux muestra un arado tirado por seis bueyes y cuya reja curvada
probablemente era de madera con refuerzos de hierro.
Pero fuese cual fuere el arado que empleasen, el campesino vikingo
había de practicar determinados ritos que conjurasen mágicamente la
fertilidad de la tierra. Por eso dedica el mayor cuidado a la preparación de
sus campos.
La prueba más convincente de esto se obtuvo en las excavaciones
realizadas en Lindholm Hoje. Los investigadores daneses encontraron allí,
por increíble que pueda parecer, un campo recién arado de las postrimerías
de la época de los vikingos: un campo que, según todas las apariencias,
cuando aún estaban trabajando en él, sufrió la embestida de una pesada
tormenta de arena que lo cubrió con una capa de treinta centímetros de
altura, y lo mantuvo de esta suerte hasta el año 1955.
En la excavación, según se dice en un informe de Oscar Marseen, se
apartó cuidadosamente la arena «hasta que apareció el humus original y por
cierto en forma de una gigantesca plancha para lavar ropa. Cada surco
aparecía trazado con la misma claridad que el día en que la arena volandera
había cubierto el campo inutilizándolo para cualquier labor posterior».
Aquel banco de arena que se abatió sobre Jutlandia con la velocidad de
un tifón, incluso conservó un postrer signo de vida de los últimos
moradores de Lindholm Hoje: las huellas de los carros de los campesinos
desde sus plantaciones hasta los edificios de la granja.
Además del arado, los campesinos vikingos conocían otras muchas
herramientas para trabajar la tierra. Por ejemplo, azadas de madera con
refuerzos de hierro, horcas y rastrillos. La tumba de Oseberg contenía
mazas de madera que probablemente habían servido para romper los
terrones de campos recién roturados. En el tapiz de Bayeux, junto al arado
del que tiran los bueyes, se ve un caballo que arrastra una grada. Según
parece, los últimos campesinos de Lindholm Hoje también conocieron esta
última técnica agrícola.
Hoces y guadañas, rastrillos y mayales de trillar completan el catálogo
de herramientas: un equipo muy poco inferior a las posibilidades técnicas
de una casa de labor de hace cincuenta o cien años. Como el hierro
escaseaba, era lógico que la mayoría de las herramientas se confeccionaran
de madera.
Según Almgren: «Los hombres iban al bosque para buscar árboles
jóvenes que por su forma sirvieran para construir un arado, una horca o el
mango de una hoz. Y a veces esperaban quizás años enteros hasta que tal o
cual árbol creciese y alcanzase el tamaño deseado.»

Pesca ele la ballena al modo vikingo. La ganadería constituía el


complemento natural de la agricultura. Las fuentes dan cuenta de que los
vikingos eran apasionados ganaderos y que no sólo en el espacio los
establos estaban más cerca de ellos que los campos. De aquí el respetuoso
comentario de Adam en el sentido de que en Noruega y Suecia incluso los
hombres más importantes se dedicaban con pasión a la cría del ganado.
Por lo demás, sus animales eran bastante pequeños y poco
desarrollados. Si acaso los perros y los caballos se hubieran podido
comparar con los ejemplares de hoy. Los perros eran el acompañamiento
constante de todo labrador de importancia; servían de guardianes y pastores
y, enseñados, ayudaban en la caza. Probablemente ejercían también
funciones militares, sobre todo en la defensa. Y, desde luego, seguían a su
amo al más allá, lo mismo que sus caballos favoritos. Collares de perros y
correas de jaurías se encuentran en las tumbas de los vikingos casi con la
misma frecuencia que bridas y espuelas, estribos y sillas y demás enseres
pertenecientes a los arreos de un caballo.
Los caballos se utilizaban sobre todo como monturas. Sin embargo
también tiraban del arado y de carros, como muestran de sobra el tapiz de
Bayeux y las esculturas de Gotland. Especialmente los suelos blandos se
araban con caballos; los duros campos de arcilla y de piedra quedaban
reservados para las yuntas de bueyes.
Así como el caballo gozaba de alta veneración en el mundo del culto, a
la vaca se la consideraba de preferencia como símbolo de bienestar: no es
ninguna casualidad que todavía en los albores de la época de los vikingos se
conceptuara este animal como una especie de unidad monetaria. La riqueza
de un campesino no sólo se medía por la extensión de su finca, sino también
por el número de sus vacas. Diez terneras era la cantidad mínima que debía
tener una granja modesta, y veinte la de tipo medio. Erik el Rojo tenía
cuatro establos con un total de cuarenta cabezas; el obispo de Gardar, en
Groenlandia, podía disponer de cien vacas.
Los grandes rebaños de ovejas constituían el orgullo de los campesinos
islandeses. Rebaños de mil e incluso dos mil cabezas que en verano se
dirigían a las montañas para pastar y que en invierno se sacrificaban para
carne, no parece que fueran rareza alguna. En el alto e intransitable Norte
de Noruega, en el límite donde desaparece la vegetación, las manadas de
renos servían para dar categoría y renombre a un campesino. Sabemos, por
ejemplo, de Ottar, el interlocutor del rey Alfredo, que además de veinte
vacas, veinte ovejas y veinte cerdos, poseía «seiscientos ciervos mansos,
también llamados renos».
El problema principal para mantener el ganado estribaba en el forraje de
invierno. Los largos inviernos nórdicos exigían reservas gigantescas. Un
viejo adagio campesino afirmaba que una vaca estabulada necesitaba por
día veinticinco libras de heno, es decir, cincuenta quintales para los
doscientos días oscuros del año nórdico. Lo cual significaba que para un
rebaño de veinte terneras había que almacenar mil quintales de heno. Si se
calcula que con los medios auxiliares técnicos de que entonces disponía un
hombre, necesitaba por lo menos ciento cincuenta horas para reunir el
forraje que precisaba en el invierno una sola vaca, para veinte vacas había
que emplear tres mil horas de trabajo. Esto representaba que en una granja
nórdica mediana se requerían diez hombres que estuvieran trabajando diez
horas diarias durante todo un mes con la guadaña y luego secando y
transportando el forraje para el invierno. En este cálculo ni siquiera se tiene
en cuenta que también los caballos y las ovejas exigen en el invierno su
ración diaria de heno.
La recolección del heno (que en Islandia, según la latitud de la finca, ha
de hacerse entre junio y septiembre) se explica en los textos populares que
cantan la vida del campesino nórdico, con acentos que más tienen de himno
que de exposición objetiva. Los panegiristas de los años treinta exultaban
de entusiasmo al describirla. «Toda la vida estaba en el campo. Los siervos
segaban, las muchachas arreglaban los silos, los caballos llevaban el heno
seco a los almacenes.» Alegría y bonitas canciones. Los animales
resoplaban esperanzados, temblándoles las ventanillas de la nariz. El señor
de la finca esperaba confiadamente el invierno…
Pero pocas veces la vida cotidiana coincidía con estos cuadros idílicos.
Muchos prados eran húmedos y pedregosos, la mayoría de las laderas
tenían más cardos que hierbas, y cuando el sol tardaba en presentarse, el
heno se pudría antes de estar seco. Y sólo en los años buenos bastaban las
provisiones. Las más de las veces había que mezclar el heno con hojas
secas y también con pescados o restos de pescados. A pesar de eso, en
invierno, los inevitables sacrificios de animales se sucedían sin tregua
alguna, y solía acontecer que, a principios del verano siguiente, el ganado
superviviente estaba tan débil que se imponía arrastrarlo hasta los
pastizales, lo cual permite conjeturar la dureza de la vida de los campesinos
vikingos por lo menos en las regiones polares.
El acecho del hambre obligó a los campesinos vikingos a buscar nuevas
fuentes de alimentos. Así, además de la agricultura y de la ganadería, la
caza y la pesca cobraron una importancia incalculable en la vida cotidiana:
hecho que testimonian tanto las alusiones literarias como los hallazgos
arqueológicos. Por ejemplo, tumbas con equipo completo de caza han
revelado que incluso las montañas del Este de Noruega eran ya en los
siglos VII y VIII un paraíso para los Nemrod con éxito (a los que debemos
figurarnos como cazadores profesionales), y que la caza menor se realizaba
con ayuda de trampas y en cambio los ciervos, osos y los jabalíes se
cazaban con lanzas arrojadizas y flechas.
Los pescadores lo mismo conocían las nasas y los anzuelos que las
redes, y en las aguas interiores pescaban ante todo el salmón y la trucha; en
el mar, merluzas y arenques. Los peces mayores, como muestra una
escultura de Gotland, se pescaban con lanzas; los lobos marinos, la morsa,
que tantas aplicaciones tenía —su carne era comestible, su piel servía para
la fabricación de compartimientos de barcos y sus colmillos eran un artículo
muy apreciado en los tratos comerciales—, se pescaban con arpones o se
mataban con pesadas mazas de madera. También se pescaban las ballenas,
probablemente siguiendo un método que todavía hoy se emplea en las islas
Feroe: se remolcaba al gigantesco mamífero marino hasta la orilla y allí se
le daba muerte.
Los cazadores de pájaros se daban preferentemente en las islas
atlánticas y en las regiones polares de Escandinavia, donde incluso
actualmente existen extensas y populosas colonias de aves. En este aspecto,
Almgren recuerda también las costumbres de las islas Feroe. Los vikingos
bajaban a los escollos que sobresalían del mar, colgados de una cuerda
afianzada en el acantilado. En esa postura utilizaban una red con una larga
pértiga. Por el contrario, las plumas y los plumones los recogían a mano.
Que todas estas actividades formaban parte de la vida cotidiana del
campesino lo confirma la saga del islandés Skallagrim, que tenía su finca al
borde del fiordo Borgar. «Desde allí enviaba a sus hombres, en botes de
remos, a pescar peces, a cazar lobos marinos y a juntar huevos… Tenía
siempre un puñado de hombres a su disposición y buscaba celosamente las
cosas importantes para la vida que se encontraban en la comarca. Por aquel
tiempo abundaban las ballenas, y todos tenían libertad para arponearlas. La
caza vivía sin temor en los bosques, porque allí el hombre era aún
desconocido.»

Especialistas para todo. El terrateniente Skallagrim era también, como se


comenta expresamente, un hombre ducho en muchas artes. Cuando murió,
sus hijos depositaron en su tumba, además del caballo y las armas, sus
herramientas de herrero. Los investigadores nórdicos han podido averiguar
que hubo muchos campesinos como Skallagrim. El campesino vikingo, que
era a la vez ganadero, cazador, pescador y atrapaba pájaros, por lo general,
también era su propio artesano; con palabras de hoy: un do it yourself man
de gran capacidad y altas cualidades, el cual, como «especialista para todo»,
era tan de fiar con su hacha y su martillo como con sus herramientas de
labranza y sus armas.
Una fragua colocada casi siempre en los límites de la explotación
formaba parte indispensable de todas las grandes fincas. El arte nórdico de
la forja, sostenido por una tradición milenaria, está representado
literariamente en la saga de Veland; en las esculturas de Gotland,
plásticamente. Los hallazgos arqueológicos, sobre todo en las tumbas
noruegas, han proporcionado abundante material sobre estas actividades:
martillos pesados y ligeros, tenazas de bocas rectas o curvas, limas, cinceles
y gran número de pequeños yunques de hierro que ya habían conquistado
un lugar fijo en los talleres junto al poderoso yunque de piedra.
En ocultos refugios, numerosas barras de hierro también han
sobrevivido a la época de los vikingos. El análisis de las mismas demuestra
que el hierro, por lo menos en Dinamarca, se extraía de la limonita, casi
siempre existente en el lugar del hallazgo. Ole Klindt-Jensen ha descrito en
términos profesionales el proceso de la fundición.
«Los herreros conocían el arte de mantener encendido un fuerte homo
con chimenea sobre un esqueleto de madera con revestimiento de arcilla.
En él se colocaba una mezcla de carbón vegetal y de limonita y mediante un
calentamiento calculado con toda exactitud se conseguía que el mineral
tomase todo el carbón que necesitaba y que produjese una masa esponjosa
que se podía trabajar con el martillo.
»En la forja se realizaban los trabajos posteriores. Había allí tenazas y
martillos, yunques y cántaros de agua, la fragua con los dos fuelles que
soplaban el aire sobre el carbón vegetal por un tubo de arcilla, obteniendo
así un gran calor. Para no sufrir los efectos de este calor, el soplador del
fuelle y sus herramientas estaban protegidos por una piedra semicircular
que muchas veces servía de adorno y que tenía un agujero para introducir el
aire por el tubo. Tras muchos utensilios y armas aparentemente simples se
oculta una técnica sorprendente que era única en el mundo de entonces.»
Además del herrero de la finca, que, por lo general, era el mismo
campesino, había el herrero profesional. En todos los grandes
asentamientos, en los palacios reales o en los emporios del comercio, estos
herreros trabajaban como industriales independientes «para el mercado».
Otros salían en busca del mercado recorriendo el país como herreros
ambulantes y se quedaban en el primer sitio donde honrasen su trabajo con
un buen trato y un pago generoso. Por lo general se les encomendaban los
trabajos difíciles: construir una cerradura o vasijas de hierro, forjar una
espada o las herraduras del caballo.
Uno de estos herreros ambulantes, no se sabe por qué motivo, abandonó
en un lago cerca de Mästermyr, en Gotland, su caja de herramientas.
Cuando mil años más tarde la sacaron de nuevo a la luz del día, los
arqueólogos encontraron casi 150 herramientas distintas en aquella caja:
hachas y sierras, tenazas y limas, cinceles y barrenas: un surtido que incluso
haría honor a un maestro herrero de nuestros días.
Las tumbas situadas en las proximidades de grandes fincas contenían
también numerosas herramientas de carpintero. Almgren cita como las más
importantes:

hacha de carpintero en forma de «T», con la cual se realizaban los trabajos más bastos;
garras de hierro que, «como una especie de cepillo de carpintero», servían para alisar la
madera;
limas de grandes dientes con las que se podía trabajar no sólo la madera, sino también el
cuerno;
sierras de metal que recordaban los actuales serruchos;
cuchillos de los más distintos tamaños que servían como herramientas universales, y barrenas
de trabajo exactísimo.

En resumen, un utillaje que tanto por su abundancia como por su


adecuación técnica apenas resulta superable un milenio después.
Con este amplio material para trabajar la madera, el campesino vikingo
disponía de las herramientas adecuadas para construir su propia casa.
Sitial para el señor de la casa. La vivienda vikinga no es tema suficiente
para la historia del arte. El historiador de la arquitectura tiene pocos
motivos para ocuparse de ella. Su construcción era simple; la comodidad
que ofrecía, mínima. No brindaba nada, excepto calor, refugio y seguridad
contra las inclemencias del tiempo. Como logro de la albañilería campesina,
no merece ninguna consideración.
Repetimos que la casa única nórdica que albergaba bajo su techo de paja
o de ripia tanto a hombres como a animales, desapareció en la era de los
vikingos. Terneras, cerdos y ovejas, a pesar de que con ellos se alejase una
importante fuente de calor, se evacuaron a edificios anexos.
Pero el tradicional espacio único se afirmó en el sentido de que la
mayoría de los campesinos vikingos se contentó en lo sucesivo con casas
con el interior sin dividir, en forma de sala. Únicamente los caudillos y los
reyes —el danés Ole Klindt-Jensen los llama «grandes hombres»—
disponían de edificios de varias habitaciones en los que, además de la
cocina, también estaban separados los distintos dormitorios. En casos
aislados parece que incluso conocieron casas destinadas totalmente a
dormitorios.
La «habitación alargada» tipo sala estaba dividida en tres naves por
medio de dos hileras de pilastras. Las dos naves laterales, algo levantadas,
servían de sitio para sentarse y tenderse. Las casas mejores disponían de
bancos que se apoyaban en las paredes revestidas de un trenzado de arcilla
o de planchas de madera.
El señor de la casa sé sentaba en el centro de la nave lateral sur, «frente
a la claraboya del techo por donde entraba el sol», en un sitio elevado: el
famoso sitial desde el cual el campesino vikingo, si hemos de creer a los
exaltadores de la vida nórdica, se comportaba regiamente, aunque estuviese
poco favorecido con bienes terrenales. El trono de aquel hombre libre se
apoyaba en pilastras de madera que, si había medios para ello, estaban
realzadas con ornamentos, signos mágicos y adornos metafóricos.
Si la familia emigraba, se llevaba consigo las pilastras de los sitiales.
Según una costumbre muy cantada, al llegar frente a la nueva orilla se las
arrojaba por la borda y se desembarcaba «en donde eran arrastradas por la
voluntad de los dioses». El Libro de los desembarcos islandés nos cuenta
que uno de los primeros inmigrantes, el noruego Ingolf Arnason, volvió a
encontrar los apoyos de su sitial confiados al mar, después de una larga
búsqueda, en la costa sudoeste de la isla, en un sitio al que la naturaleza
había privilegiado con «fuentes calientes y humeantes». Ingolf Arnason,
que tal vez ayudó un poco a su suerte, llamó a este sitio «ensenada del
humo» —en el lenguaje nórdico «Reykjavik»— y con ello dio a la que en el
tiempo sería capital de la república insular de Islandia su nombre rico en
sugerencias.
Frente al sitial de ceremonias del señor de la casa se encontraba un sitial
algo más pequeño, reservado para los buenos amigos y los huéspedes
distinguidos. Entre los sitiales campesinos, en el centro de la sala, ardía
sobre un alargado hogar de piedra o arcilla el crepitante y tembloroso fuego
silbador que las sagas describen como centro mítico de la vida familiar
nórdica. Y con todo derecho, ya que las ventanas de vejigas de cerdo o de
pellejos brillantes y apergaminados de terneras nonnatas sólo se inventaron
a finales de la Edad Media, y aparte las primitivas lamparitas de aceite
vegetal o de aceite de ballena no había otras luces, y el fuego era en la casa
no sólo la fuente del calor, sino también la más importante (y bastante a
menudo, la única) fuente de luz. Se explica que en la penumbra espectral de
las chisporroteantes llamas se entablasen animadas conversaciones en las
largas vigilias.
A pesar de todo, aquello no debía ser una situación idílica. La leña, por
lo menos en las islas atlánticas, escaseaba enormemente y la turba y el
estiércol seco de vaca tenían la fatal inclinación a formar corrosivas nubes
de humo que probablemente atacaban de modo considerable los bronquios
y la membrana pituitaria.
Como en las Órcadas, en las Shetland y en las Hébridas todavía existen
edificios procedentes de la arquitectura vikinga de la madera y del trenzado
de ramas, no resulta difícil imaginarse el interior de una de esas casas. «El
tiznado techo de paja se arquea sobre una habitación en penumbra, el humo
sube del hogar abierto en medio del suelo y quema en los ojos. Todo el
interior está sumergido en un ligero vapor que se escapa al exterior cuando
se abre la puerta. Pero la habitación está caliente y acogedora y no se
percibe la fuerza del viento.»

La cocina de la princesa de Oseberg. El amueblamiento de las casas era


más que modesto en comparación con las necesidades actuales. Fuera de los
bancos, que no sólo servían para sentarse, sino también para tenderse y
dormir, la vivienda de un campesino vikingo no contenía mobiliario alguno.
En el milieu de los grandes hombres la situación era distinta, como han
demostrado los hallazgos en las ricas tumbas-barco de los caudillos y de los
reyes.
La princesa de la tumba de Oseberg dormía tapada por un cobertor de
plumas sobre un blando y caliente colchón en una cama de 1’65 por 1’80
metros cuyas patas acababan en cabezas de animales: los ceñudos vigilantes
de su sueño principesco. Camas análogas a las del barco de Oseberg
contenía también la tumba del terrateniente de Mammen en Jutlandia:
toscas y sólidas obras de carpintería, pero que incluso en estos tiempos
podrían reclamar un lugar respetable dentro de un mobiliario campesino.
Las mesas eran, por regla general, largas y estrechas y además, en su
mayoría, bastante bajas. Por ejemplo, la mesa de la tumba de Hörning en
Jutlandia del Este, que «parece una caja larga sobre cuatro patas», tiene sólo
treinta centímetros de altura. Diez centímetros de altura tiene la silla de la
tumba de Oseberg, un tetraedro de madera con respaldo y asiento trenzados.
También se conocen otros modelos: el tapiz de Bayeux muestra sillas con
pilastras en el respaldo y cabezas de animales hermosamente talladas; la
escultura de Buttle en Gotland muestra asientos por el estilo de sillas
macizas.
Los arqueólogos han sacado asimismo de las tumbas de los vikingos
numerosas cajas y arcones: por lo general bien proporcionadas, con
refuerzos de metal y adornados con tallas. Constituyen la parte más
importante del mobiliario. Muchas de ellas, por ejemplo, el arca de madera
de encina de 120 centímetros de longitud y 40 centímetros de altura,
procedente del barco de Oseberg, producen la impresión de arcas de
caudales. Efectivamente, en estas cajas se han descubierto cerraduras muy
ingeniosas, pequeñas obras maestras del arte nórdico de la forja, que
«alcanzaban un máximo de seguridad con un mínimo de complicación».
En las tumbas de mujeres también se encuentran de vez en cuando bonitos y
coquetones cofrecillos que servían para guardar joyas y objetos de tocador.
Pero la cajita más bella es la encontrada en la cámara del tesoro Bamberger,
en Alemania. Perteneció a la esposa de Enrique el Santo, la emperatriz
Cunegunda, hija de Canuto el Grande de Dinamarca.
Por lo general los inventarios de tumbas revelan muchas cosas sobre la
vida de las mujeres, y en lugar destacado sobre sus habilidades para tejer y
cocinar.
Sólo de la multiplicidad y abundancia de los instrumentos puede
deducirse que la técnica del hilado y del tejido se practicaba incluso en las
más modestas casas campesinas con gran competencia. Las damas de la
reina de Oseberg dominaban incluso el difícil arte de acoplar en sus tejidos
figuras bordadas.
El ama de casa también disponía de un bien surtido arsenal de utensilios
de cocina para diversos usos. Según muestran los hallazgos realizados en
tumbas, de un equipo corriente formaban parte artesas y cubos de madera,
vasijas y cubetas, frecuentemente con refuerzos de hierro, y cucharas y
paletas de madera. El herrero proporcionaba hachas y cuchillos de hierro,
espetones y asadores, y naturalmente cacerolas y ollas de diversos tamaños.
Pero la mayor parte de las ollas se fabricaban con esteatita, material
duradero y fácilmente moldeable que se extraía sobre todo en Noruega y
que seguramente contribuyó de modo decisivo a que durante la época de los
vikingos se redujera cada vez más la alfarería.
Los objetos encontrados en la tumba de Oseberg permiten conjeturar
que el menaje de cocina de la casa de un gran terrateniente era apenas más
pequeño que el de la cocina de un castillo medieval en Alemania o Francia.
A la dama de Oseberg la habían equipado para su último viaje con baterías
enteras de cacharros de cocina: tres ollas de hierro, unos trébedes del mismo
metal, cuatro artesas, cinco cucharones, cuatro fuentes, siete bandejas, diez
cubas y una cacerola, dos hachas y cinco cuchillos; incluso le habían
proporcionado una piedra de afilar. Un respetable equipo, incluso para una
reina viajera.
Toque de trompas para montañas de carne. Pero, ¿cómo marchaba una
cocina? ¿Qué se cocía, se guisaba o se asaba? ¿Qué sabemos de las
costumbres gastronómicas, del arte culinario, del pan de cada día de los
vikingos?
Cada uno era su propio proveedor. Se vivía autárquicamente, o sea que
lo que se cultivaba pasaba directamente del campo a la cocina. Por tanto,
correspondía al ama de casa ingeniárselas con lo que produjera la propia
explotación, con lo que proporcionara la finca en granos y carne, leche y
huevos.
Los granos se trituraban en molinos de mano, trabajo fastidioso y
agotador que, por lo general, se encomendaba a los siervos. Seguramente la
harina así obtenida no era flor de harina, pero no estaba adulterada y era
rica en albúmina y almidón. Pero contenía numerosos cuerpos extraños,
sobre todo polvo de la piedra y pequeños guijarros que atacaban con dureza
a los dientes y los desgastaban del todo en el transcurso de los años.
Parte de la harina se utilizaba para las comidas y la otra parte se cocía.
Las gachas de avena o de cebada, aunque en las sagas se describan como
comida de los siervos, debían ser el plato habitual del desayuno. Al mismo
se unía probablemente pan, pan de calidades muy distintas, según la
categoría y la riqueza del propietario, como se cuenta en el poema de
Rigthula. Los sesenta restos de pan, aproximadamente, que se conservan de
la época de los vikingos muestran que predominaba el «basto y duro» pan
de avena. Casi todos los tipos de harina contenían desechos. Hay ciertas
clases de harina que contienen guisantes triturados; otras, cortezas de pino,
aditamento amargo e indigesto, pero cuyo alto contenido de vitamina C era
una protección eficaz contra el escorbuto y otras enfermedades del
estómago.
El ama de casa cocía su pan en sartenes de hierro de mango muy largo,
las cuales solían girar sobre un perno colocado en el medio. Estos discos
asadores proporcionaban tortas crujientes, una especie de cuscurro vikingo
que gracias a su resistencia servía en los viajes largos como ración de
hierro.
Además de estas sartenes había muchos hornos caseros de arcilla y «un
armazón en forma de colmena confeccionado con rejillas de mimbre». Se
calentaban pronto, pero se rompían fácilmente, lo cual obligaba a
renovarlos con frecuencia.
Además de pan, los vikingos consumían grandes cantidades de carne.
Parece que el comer carne fue para los vikingos uno de los grandes placeres
de la vida. El árabe Ibn Fadlan los ha apostrofado de voraces comedores de
carne de cerdo, y les echó en cara que siempre estaban ansiosos de comer
carne.
El tapiz de Bayeux dedica toda una secuencia de cuadros a pintar un
suculento banquete que se abre con un toque de trompas y cuyos platos
principales consisten en montañas de carne y de aves. Y los guerreros
caídos se deleitaban en el Walhalla con carne de jabalíes descuartizados, lo
que, según la concepción de los vikingos, era además de un deleite para el
paladar, un medio vigorizador del corazón y del ánimo en general.
A los moradores del Walhalla les servían la carne cocida. Pero los
soldados normandos del tapiz de Bayeux la tomaban asada sobre fuego
abierto. Si se concede crédito a los hallazgos arqueológicos, se impone
afirmar que tomaban más carne cocida y guisada que asada. La sopa con
carne muy picada debió de constituir algo así como el plato nacional del
hombre corriente, y figura en la comida principal que el ama de casa
nórdica ponía sobre la mesa después de las gachas del desayuno. La sopa de
carne se preparaba en vasijas semiesféricas de hierro que contenían de
cuatro a seis litros y colgaban de cadenas sobre el fuego abierto. Si la
comida se preparaba al aire libre, se colocaba la vasija sobre unos trébedes
cuyas fuertes patas terminaban frecuentemente en una especie de garras de
ave de rapiña.
Los muchos espetones y asadores que se han encontrado en las tumbas
de los vikingos indican claramente que en el plan de comidas también
entraban con frecuencia los asados. Para las cosas fritas es probable que se
utilizasen aquellas sartenes de largos mangos que se empleaban para hacer
pan.
Ole Klindt-Jensen cita todavía un tercer método que ha descubierto en
sus excavaciones. En la casa de Sogn, en la comarca noruega de Ardalen,
halló un agujero de unos setenta y cinco centímetros de profundidad que
tenía toda la apariencia de una concavidad forrada de numerosas piedras
aptas para hacer un buen asado. Por lo visto, el asado se hacía solo: bastaba
con meter la carne, el pescado o el ave envuelto en arcilla o en hojas entre
las piedras calentadas hasta el rojo, procedimiento que encuentra el aplauso
de los modernos dietistas, ya que así se conservan el jugo y las vitaminas.
«A juzgar por la aparición constante de estos hoyos, el procedimiento era
muy apreciado.»
Las amas de casa también sabían cómo conservar los víveres durante
largo tiempo. Si no, ¿de qué manera habrían podido sustentar a sus familias
durante los largos inviernos nórdicos o suministrar a sus maridos las
necesarias provisiones para sus dilatadas correrías de piratas, guerreros o
comerciantes? Conocían los métodos de secar, ahumar y salar la carne y el
pescado, y además de mantequilla y queso sabían hacer esa leche espesa
llamada skyr que, salada y fermentada, podía conservarse comestible
durante todo un invierno, guardada en grandes vasijas. También la leche
agria era un artículo de gran consumo y muy apreciado.
Tenían muy pocas verduras: algunas cebollas, puerros y guisantes.
También había mucha escasez de frutas. Sin embargo, un cubo lleno de
manzanas silvestres en la tumba de Oseberg permite conjeturar que, por lo
menos en la casa del rey, de vez en cuando aparecían frutas frescas sobre la
mesa. De cosas dulces gustaban sólo de la miel, un placer costoso e
indudablemente muy raro, pues la miel también servía para la fabricación
del hidromiel: esa bebida alcohólica hecha a base de cebada y hierbas
aromáticas, cuyos efectos, felices o desastrosos, según el punto de vista,
describen ampliamente las sagas.
Para comer se servían del cuchillo, que alternaban con cucharas planas
de hierro o madera y naturalmente con los propios dedos. Platos y fuentes
de madera completaban la vajilla. Las costumbres de la mesa eran simples,
pero en modo alguno bárbaras. Incluso ya se conocía el mantel, como se
deduce de una poesía del Edda:

Luego tomó la madre un hermoso mantel


de leve lino
y lo colocó sobre la mesa.

Queda una pregunta por formular: Desde el punto de vista de la salud, ¿qué
valor tenía la dieta de los vikingos? Para resolver este complejo problema,
Ole Klindt-Jensen se refiere a una investigación realizada en Islandia y que
se basa sobre las costumbres alimentarias que registran las sagas. Los
resultados, muy reveladores por cierto, son los siguientes:
«La vitamina A la recibían de los pescados, no en último lugar de
vísceras tales como el hígado y las huevas, de la carne de ballena y de la
carne de león marino. Fueron también una fuente importante de esta
vitamina los pájaros marinos, la leche y la mantequilla de los animales
sacrificados en el otoño. Los víveres, ya fueran secos o salados, podían
conservar su riqueza vitamínica durante todo el invierno.
»La vitamina B se la aportaba fácilmente la harina molida con
tosquedad; así como otros alimentos ya mencionados resultaban
importantes en este aspecto», por ejemplo: el hígado, la yema de huevo, los
mariscos, la leche, la mantequilla y el queso.
«La vitamina C suponía un problema en una época en que no se
conocían las patatas, los limones y determinadas clases de verdura. Pero es
probable que las cebollas y las bayas, la carne y el pescado sustituyeran a
esos artículos. El escorbuto debió representar un gran papel, pero por lo
visto sólo en contadas ocasiones, por ejemplo en largos viajes en barco.
»La vitamina D (cuya falta produce el raquitismo) se encuentra en los
hígados de pescado y en su grasa, pero también la leche y la mantequilla
contienen vitamina D (como asimismo otros productos de los rumiantes).»
Esto significa que la alimentación de los escandinavos de aquellos
tiempos era, aunque se la juzgue valiéndonos del microscopio de los
modernos conocimientos científicos alimentarios, variada, vigorosa y rica
en materiales de crecimiento. Indudablemente contribuyó a las descargas
vitales de la época de los vikingos.
CAPÍTULO DUODÉCIMO
«SILBANDO PODEROSAMENTE, HIERVEN LAS OLAS…»

Los barcos eran los templos de los vikingos

Lebreles del mar. / Los antepasados de los barcos vikingos. / Con el


«Vikingo» a América. / El yate de lujo de la reina Asa. / Trabajo submarino
con la manga de incendios. / Los cinco de Skuldelev. / Velas de color
púrpura y cabezas de dragón. / Schniggen, Skeidhs y Draken. / Los Knorren
y los Byrdinge. / Navegación en alta mar sin brújula. / Cuando llegaba la
tormenta… / Tres días desde Dinamarca a Inglaterra.
Lebreles del mar. Desde que Adam de Bremen hizo luchar a los barcos
vikingos en los abismos del océano con desgarradores remolinos, mucho se
ha fantaseado sobre la fascinación que el mar ejercía en los pueblos
escandinavos. Lo mismo que ha ocurrido con los campesinos nórdicos, se
ha falsificado a los navegantes del Norte hasta hacerlos irreconocibles a
fuerza de tanto incienso y tanta poesía. En las películas en colores que se
proyectan en pantallas gigantes, hoy compiten con los héroes de las
praderas y se pinta a los vikingos como cowboys del Atlántico que clavan
las espuelas en sus corceles marinos como los encallecidos hombres del
lejano Oeste las clavaban en sus espumeantes caballos.
Ya sus contemporáneos habían afirmado que los vikingos se
encontraban tan a sus anchas en el agua como en sus prados y campos
patrios. Los restos que han dejado muestran que a estos hombres nada les
atraía tanto como el mar. Los barcos son el motivo favorito de las esculturas
encontradas en Gotland. Los barcos aparecen en la decoración de las vainas
de espada y en los objetos de adorno. El tapiz de Bayeux dedica a la
construcción de la flota invasora normanda toda una secuencia de imágenes.
Numerosos reyes y caudillos fueron enterrados en tumbas-barco o en
construcciones de piedras que recordaban la forma de un barco. Las
aventuras en el mar constituyen uno de los grandes temas de los autores de
sagas y para ningún otro objeto ha encontrado el lenguaje usual nórdico
tantos nombres delicados y fantásticos como para el barco.
También a los autores que han estudiado el mundo de los vikingos les
ha fascinado esta pasión anfibia. Oxenstierna llama a los barcos de sus
antepasados «los rápidos lebreles del océano», Almgren habla de los
«clippers de su época». De Winston Churchill procede el comentario de que
«el alma de los vikingos reposaba en sus barcos». Wheaton calcula que, ya
a principios del siglo IX, «el número de los daneses que viajaban por el mar
sobrepasaba en mucho al número de los que se quedaban en casa». Y
Mordal opina «que el título de rey de mar» que ostentaban los jefes de
banda vikingos «era tan codiciado como posteriormente en otros países el
título de noble».
Incluso el seco lenguaje de Brondsted se convierte en una rapsodia
cuando habla del arte de la arquitectura naval de los vikingos. «Los barcos
encarnan el punto culminante de la capacidad y del saber técnicos de los
vikingos… Los barcos eran su instrumento de fuerza, su alegría, su
propiedad más querida. Lo que los templos representaban para los griegos,
eran los barcos para los vikingos. Significaban una grande y pura armonía.
Tanto si el barco negro se deslizaba aún por tierra sobre su quilla fría o si,
como un cabrito, saltaba las olas con su afilada proa, siempre era el hijo
favorito del vikingo, creado por sus manos y cantado por las estrofas de sus
poetas.» El corazón de los vikingos pertenecía al mar; ellos eran los más
valerosos y capacitados navegantes de su época, y sus barcos se cuentan
entre las más hermosas y logradas creaciones de todo el arte de la
construcción naval.

Los antepasados de los barcos vikingos. La naturaleza y la situación de sus


respectivos países obligaron, ya desde los tiempos primitivos, a los
habitantes del Norte europeo, a lanzarse al mar. El mar era el camino más
corto entre la masa continental escandinava y el continente europeo;
también el tráfico interior entre los fiordos y las incontables islas e islitas de
estas regiones tenía que confiarse a barcos de buenas condiciones
marineras. La necesidad no sólo enseñaba a rezar, sino también a construir
barcos.
No sabemos cuándo nació la primera piragua en el Norte europeo,
cuándo se construyó el primer bote, cuándo se procedió a la botadura del
primer barco. Pero los relieves de fama mundial labrados en rocas de Suecia
y Noruega demuestran que el tráfico y el comercio marítimos
desempeñaban ya un papel preponderante en los comienzos de la Edad del
Bronce. El noruego Brogger habla precisamente del «gran milenio de la
navegación», de flotas comerciales y de compañías navieras, de nuevas
rutas y de líneas servidas con regularidad.
Cierto que los surcos en las rocas —y lo mismo las muy citadas
«ilustraciones trazadas con navajas de afeitar»— reproducen sólo muy
vagamente las formas y los aparejos de los barcos, pero proporcionan
detalles muy interesantes a los investigadores especializados en la historia
de la navegación. Entre ellos, que los barcos iban provistos de doble
codaste que ya entonces acababa, la mayoría de las veces, en cabezas
talladas de animales, que disponían de timón y se impulsaban con remos
que probablemente iban sujetos a la borda con cuerdas. Embarcaciones muy
marineras que dan pie para suponer (según Brogger) «que los barcos
inmortalizados en los pétreos grabados suecos y noruegos… representan los
logros más altos de la navegación europea durante la Edad del Bronce».
Los prehistoriadores opinan que a finales de la Edad del Bronce se
produjo un considerable empeoramiento del clima, lo que obligó a
profundas e importantes modificaciones en la construcción de barcos. Hubo
que reforzar el cuerpo del navío y su esqueleto, levantar los codastes y los
costados para impedir que el agua penetrara cuando la mar estaba movida.
Parece que la solución de estos problemas exigió siglos de paciente trabajo.
El barco de Alsen, descubierto en 1921-22, que, por los objetos que
contenía, puede fecharse en el siglo IV a. de J. C., sigue aferrado a las
tradiciones de la Edad del Bronce. De más de 13 metros de eslora, 2 metros
de manga en el centro y sólo unos 60 centímetros de calado, es el más
antiguo de los barcos que se conservan del Norte con el característico doble
codaste de las embarcaciones registradas en los dibujos lapidarios. Además
se utilizaron en él fórmulas de construcción de botes de piel muy
primitivos. Pese a todo, el barco de Alsen de planchas de madera de tilo y
cuadernas de madera de avellano es de una esbeltez y una ligereza
extraordinarias. Probablemente se trata de un veloz remero que servía para
realizar golpes de mano en el ámbito de las islas danesas y finalmente fue
hundido, como ofrenda de guerra, en los pantanos. No estaba dotado para
navegar por alta mar.
Cuatrocientos años después del nacimiento de Cristo, la gente marinera
germánica se había adaptado ya con admirable habilidad y sentido práctico
a las ásperas condiciones climáticas. El famoso barco de Nydam,
descubierto en 1863 al norte de Flensburgo, hoy la principal atracción del
Museo Nacional de Schleswig-Holstein, era capaz, sin duda alguna, de
mantenerse en los más furiosos mares. Es un imponente barco de encina, de
algo menos de 24 metros de eslora, más de 3 metros de manga, 1 metro
largo de altura, en parte clavado y remachado, en parte calafateado y sujeto
con tejido de lana y cuerdas de esparto. A cada costado tenían asiento 18
remeros y, con la dotación completa, podía llevar, como mínimo, 50
hombres con armas, tiendas de campaña y víveres.
El progreso técnico más importantes desde el barco de Alsen, que no
tenía nada metálico, son los remaches de las cinco capas de planchas
superpuestas como en un tejado y el afianzamiento de la elegante roda de
encina en la reforzada plancha del suelo.
La etapa siguiente en la construcción naval anterior a los vikingos la
caracteriza el barco unos cien años más joven llamado Kvalsund, que estaba
enterrado cerca de Sunnmore, en Noruega. Tiene 18 metros de eslora y su
rasgo más característico son los dos codastes que se curvan en forma de
media luna y se alargan hasta el centro del barco: novedad en su estructura
que confiere a la embarcación una estabilidad muy mejorada. Inútilmente,
en el barco Kvalsund se ha buscado la huella de un mástil. Sin embargo, el
cuerpo del navío tiene un aspecto tan vigoroso, que parece muy posible la
existencia del velamen.
A pesar de que los investigadores del lenguaje conceden una gran
antigüedad a la palabra (germánica) vela, el uso de la vela en el Norte
europeo sólo puede demostrarse en los siglos posromanos.
Ya en tiempos de César, los vénetos celtas llegaron a las costas
occidentales de la Galia utilizando pieles tensas. Los germanos del bajo Rin
aprendieron a utilizar la vela lo más tarde a principios de la época imperial.
También los anglos y los sajones que navegaron a Inglaterra debieron estar
familiarizados con ella.
Por el contrario, en el ámbito escandinavo, sólo aparece en los siglos
que siguen a la migración de los pueblos. Esto no excluye que se emplease
ya con anterioridad. Es posible que los comerciantes nórdicos ya se
sirvieran de la vela en el siglo II, como por lo general hay otros muchos
detalles que indican que fueron los comerciantes y no los guerreros los
iniciadores del progreso en la construcción naval nórdica. Pero lo más tarde
en el siglo VII, la vela, en forma de vela de piragua, rectangular o latina, era
usual en los barcos-transportes de los pueblos nórdicos. Sin embargo
predominaba un tipo de barco que según la necesidad se podía impulsar con
velas o con remos.
Revelaciones exactas sobre el aspecto y las cualidades técnicas de estos
transportes de combate las proporcionaron los famosos barcos-tumbas,
descubiertos y sacados a la luz en las proximidades del fiordo de Oslo,
acontecimiento único en la historia de la arqueología noruega, «casi
demasiado hermoso para ser cierto», como se decía en la descripción del
hallazgo hecha por Thorleif Sjovold.

Con el «Vikingo» a América. El principio lo marcó, como ya se ha dicho, el


barco de Tune, que en 1867 se encontró en la isla Rolvsoy, en la parte
oriental del fiordo de Oslo.
Del barco sólo se hallaron fragmentos. Faltaban los codastes y las
planchas de cubierta. Todas las demás partes estaban muy estropeadas o
podridas. A pesar de ese estado, la forma y el esqueleto del barco se podían
reconocer claramente. El barco, todo de madera de encina, tenía unos 20
metros de eslora. A la construcción no podía buscársele defectos y el mástil
y la quilla eran tan vigorosos, que apenas podía dudarse de su capacidad
marinera. Además de mástil y vela, llevaba once pares de remos. Los
expertos navales la hicieron datar de finales del siglo IX.
Pero este primer encuentro con un barco de los vikingos no tuvo nada
de sensacional. Los escasos hallazgos no suministraban un cuadro
representativo. Pero pocos años más tarde los arqueólogos noruegos
realizaron un hallazgo que hasta hoy ha llenado de entusiasmo los
corazones de los expertos nórdicos en construcción de barcos.
El barco de Gokstad, descubierto en 1880, se hallaba, como el de Tune,
enterrado en un túmulo de cinco metros de altura, que ya había sido objeto
de violaciones. La nave estaba perfectamente conservada gracias a la arcilla
con que la habían rellenado. A la cualidad conservadora de esta materia se
debió que todas las partes de madera —visto a la luz del día, prácticamente
el barco entero— se hubieran mantenido inalteradas. El resultado fue una
nave vikinga completa, que permitió, como un objeto vivo, el estudio de su
forma, tamaño y sistema de construcción.
Un barco maravilloso e inigualable, un velero rápido de mediados del
siglo IX y cuyo noble codaste se ha convertido en símbolo de la pasión
nórdica por el mar, un barco que combina la solidez, la sobriedad y la
experiencia con un alto refinamiento técnico; en suma, una obra maestra.
La columna vertebral del barco, que sólo en las medidas (eslora, 23’80
metros; máximo de manga, 5’25 metros; calado en el centro del barco, 1’75
metros) se diferencia esencialmente del barco de Tune, es la afilada y
maciza quilla, posiblemente elaborada con un abeto recto de por lo menos
veinticinco metros de altura. Forma entre la proa y la popa un arco plano y
alcanza en el centro del barco una hondura superior en 30 centímetros a la
que tiene en proa y en popa, lo que podemos considerar un pequeño rasgo
magistral de la construcción.
También los dos elegantes codastes se componen de una sola pieza. Dos
cortas partes intermedias los unen a la quilla, de modo que los costados
superpuestos (es decir, cortados en sentido oblicuo) quedan remachados y,
además, asegurados mediante clavijas. Clavos de encina remachan también
las dieciséis planchas, nueve de las cuales quedan debajo de la línea de
flotación. Varas de mimbre sujetan las planchas a las cuadernas, y cabos de
lana embreada proporcionan el calafateo necesario. Su forma especial
proporcionaba al barco una elasticidad extraordinaria, que se manifestaba
sobre todo cuando la mar estaba movida. Un auténtico barco vikingo, que
podía cruzar los mares más furiosos como un animal de fábula.
La prueba se hizo en 1893 con un velero construido sobre el modelo del
de Gokstad y que, tripulado «por experta gente marinera, de la que entonces
aún había en abundancia», cruzó el Atlántico sin tropiezo alguno. «Ligero
como una gaviota, avanzaba con graciosos movimientos» que hacían lanzar
exclamaciones de admiración incluso a los marinos más experimentados.
Según los cálculos del capitán Magnus Andersen, «el fondo de la nave se
adaptaba, quilla incluida, a los movimientos del casco», sin que se
produjera rendija alguna.
Otra sorpresa fue que las velas bastaron para que la copia del de
Gokstad llamado Vikingo superara la velocidad de un vapor mercante. El
Vikingo realizó su mejor hazaña del 15 al 16 de mayo de 1893 cuando, con
viento favorable, recorrió 223 millas marinas y por tanto una media de 9’3
millas. (Una copia de la Santa María de Colón, que en el mismo año acudió
a la Exposición Mundial de Chicago, sólo logró seis nudos y medio.)
En el capitán Magnus Andersen, viejo lobo de mar, despertó especial
entusiasmo el timón colocado a un lado de la popa. En su informe sobre la
expedición, escribió: «Este timón debe considerarse como prueba
inequívoca de la visión y de la experiencia de nuestros antepasados en la
construcción de barcos… Es una cosa genial. Según mi experiencia, para un
barco así el timón colocado al costado es muy superior al timón de popa; en
todos los aspectos trabaja con más seguridad, y con cualquier clase de
tiempo un solo hombre puede llevarlo sin el menor esfuerzo.»
Cuando había calma chicha, impulsaban el barco de Gokstad con remos
de cinco metros y medio de longitud hechos de madera de pino y cuyos
asientos —dieciséis aberturas circulares a cada costado— estaban a medio
metro sobre la superficie del agua. En el puerto, quizá también en alta mar,
la tripulación colgaba de cada una de estas chumaceras dos escudos,
alternativamente en negro y amarillo: un adorno tan decorativo como
impresionante y que además levantaba un buen trecho la borda. Por tanto,
un barco fuerte, potente y hermoso que podía transportar sin esfuerzo una
carga de nueve toneladas, por ejemplo, una tripulación de setenta hombres,
de ochenta kilos de peso cada uno, además de cuatrocientos kilos de armas,
dos mil quinientos kilos de agua y víveres y quinientos kilos de carga varia.
Una embarcación práctica y de mediano tamaño, racional y apropiada hasta
la última cuaderna, eficaz y bien pensada, un barco que combina la solidez
de la obra hecha a mano con la alta perfección técnica, nacido en el apogeo
de las campañas de los vikingos, poco después de mediados del siglo IX.
Anders Hagen opina que «aproximadamente así debían de tener el
aspecto la mayoría de los barcos que… en la primavera, recién
alquitranados y bien aparejados, se dirigían para campañas bélicas o viajes
comerciales a costas extranjeras… Barcos así fueron los que solos o en
grupos, a pesar de la tormenta, del viento y de la niebla, llegaron a los
países del mar de Poniente, a Islandia y Groenlandia. Barcos de esta clase
llegaron a todos los rincones del Mediterráneo y, a lo largo de los grandes
ríos rusos, flotas enteras de semejantes embarcaciones se adentraron hasta
el mar Negro».
El yate de lujo de la reina Asa. Y luego el barco de Oseberg, que en 1904
fue sacado a la luz del día en la comarca de Slagen. Una excavación difícil,
porque al terraplenarse la colina, el barco sucumbió bajo montañas de
piedra. Pero los fragmentos en que se descompuso se habían conservado tan
bien en su cubierta de hierba y arcilla, que fue posible reconstituirlo
después de decenios de paciente trabajo.
Un barco grande y abierto como el barco de Gokstad, una artística
combinación de velero y de remero rápido, y, sin embargo, un tipo
completamente distinto. Nada de un barco de alta mar y alta borda, sino un
yate de lujo que debió navegar excelentemente por las tranquilas aguas
costeras. Aunque de la misma manga que el de Gokstad, tenía dos metros
menos de eslora, y esta chalupa oficial da la impresión de ser más angosta y
enjuta y posiblemente más elegante que su competidor de Gokstad.
Con razón se ha puesto en duda que tan bonito barco tuviese grandes
cualidades marineras. Para resistir una tormenta en alta mar carecía de la
contextura exterior y del ensamblaje interior necesarios. Los costados eran
demasiado bajos; los dispositivos para sujetar el mástil, demasiado débiles.
Sin embargo, como embarcación costera real con sus hinchadas velas de
púrpura y sus codastes riquísimamente tallados —todo un despliegue
estilístico del arte vikingo—, debió representar un papel muy lucido. «En
gracia y en pureza de formas —según opinión de Brondsted— no lo ha
superado hasta hoy ninguna otra embarcación de los vikingos.»
Después del descubrimiento de los tres barcos-tumbas noruegos, los
arqueólogos nórdicos han hecho aún una serie de hallazgos que han
ampliado considerablemente sus conocimientos sobre el arte vikingo de la
construcción naval. Sobre todo en Suecia se acumulan cada vez más «las
hileras lindamente ordenadas de remaches de barcos del todo podridos» y
así se hace posible, al menos, una reconstrucción de laboratorio. Pero ni los
cementerios de Upsala la Vieja ni el cementerio de barcos de Vendel en
Uppland proporcionan un barco completo que pueda compararse ni de lejos
con los barcos noruegos.
Más éxito tuvo la excavación que el farmacéutico Poul Helweg
Mickelsen realizó en 1935-1936 en la colina Ladby junto al fiordo
Kerteminde en la isla danesa de Fionia. También él tuvo que contentarse
con clavos y huellas dejadas en el suelo (el barco «parecía que se hubiera
fundido con la tierra en que descansaba»), pero los escasos restos bastaron
para formarse una exacta idea del mismo. El barco Ladby tenía 21’60
metros de eslora, 2’85 metros de manga y 0’80 metros de calado, y era, por
tanto, un barco muy esbelto y seguramente también muy rápido debido a
sus dieciséis parejas de remeros: algo así como una gacela del mar. Pero,
desde luego, nunca llegó a estar en alta mar.
En realidad quizá no estuvo nunca en el agua, sino que de antemano lo
destinaron a barco-tumba. Incluso algunos investigadores opinan que
tampoco el yate de Oseberg ni el barco de Gokstad llegaron nunca a
navegar. Por eso se interesó tanto todo el mundo profesional cuando en los
años siguientes a la segunda guerra mundial se descubrieron, tanto en aguas
alemanas como en suecas y danesas, barcos vikingos hundidos.
Ese cambio se debe a que en el último decenio han sido ante todo los
arqueólogos submarinos los que han buscado con éxito barcos vikingos.

Trabajo submarino con la manga de incendios. Los arqueólogos


submarinos localizaron en 1953 en el puerto de Haithabu, junto a
Schleswig, un barco de las postrimerías de la época de los vikingos. Hasta
ahora no ha sido posible izar la embarcación y probablemente transcurrirá
todavía algún tiempo hasta conseguir que vea la luz del día. Una excavación
submarina en las frías y turbias aguas costeras del Atlántico es una empresa
costosa y técnicamente difícil.
Tampoco se han recuperado los barcos vikingos que en el verano de
1959 fueron localizados y fotografiados por unos buceadores deportivos
suecos en el golfo de Landfjärden a treinta y cinco kilómetros de
Estocolmo. Únicamente se sabe que se trata, por lo menos, de tres barcos y
qué uno de ellos, una embarcación abierta de tamaño mediano, «de borda
remachada de pino» (no de encina), mástil y herramientas se encuentra allí.
Según opinión de Oxenstierna se trata de barcos que en 1007 fueron
hundidos en un combate naval en las cercanías de Sotaskär.
Estaba aún reciente la noticia de Landfjärden cuando los periódicos
daneses anunciaron que en el fiordo Roskilde se había descubierto toda una
flotilla de barcos vikingos hundidos. Se ha conseguido reconquistar esta
flotilla mediante una acción de salvamento que se considera uno de los
logros más espectaculares de la arqueología submarina hasta el presente.
Ya en 1957, hombres ranas daneses, cuya profesión civil era la de
peritos del Museo Nacional de Copenhague, pusieron manos a la obra para
estudiar los restos de un barco hundido junto a Skuldelev, en uno de los
sitios más estrechos del fiordo, de los que ya se sabía su existencia. Ese
barco bloqueaba el canal desde los tiempos más remotos; se le llamaba el
«barco de la reina Margarita» y la tradición local afirmaba que había sido
hundido por orden de la famosa reina, alrededor del 1400, «para evitar el
saqueo de la primera capital de Dinamarca por los piratas».
Pero pronto los arqueólogos submarinos comprobaron con asombro que
el objeto buscado y hallado no se parecía en modo alguno, según un
informe del inspector del museo Olaf Olsen, «a un barco; en realidad era un
montón de piedras de cincuenta metros de longitud por unos diez o quince
metros de anchura, que se extendía por el canal y estaba cubierto de
conchas y algas». Un montón de piedras que no se podían sacar con
ninguna clase de grúa. «Aquí hay que excavar, excavar y excavar.» Pero,
¿cómo? Con los métodos corrientes de la arqueología de tierra no se
conseguiría nada. Había que prescindir de ellos.
Los investigadores anfibios empezaron por amarrar una balsa de trabajo
al lugar de los restos. En ella residía «nuestro hombre de cubierta, que, con
la paciencia de un pescador de caña, vigilaba nuestras cuerdas de
salvamento y tubos de respiración, se cuidaba del material y mantenía en
funcionamiento la manga de riego, el instrumento más importante para
nuestro trabajo de excavación». Porque allí no se podían utilizar la pala, la
cuchara ni la brocha, las herramientas usuales de los arqueólogos, que sólo
habrían servido para enfangar el suelo y enturbiar el agua. Pero con la
manga de riego «se conseguía apartar la arena y las conchas del suelo y
dejar al descubierto el lugar del trabajo sin enturbiar la visión».
Palmo a palmo, el chorro de agua de la manga fue despejando la carga de
piedras y ya en esta fase del trabajo se descubrió que no tenían que
habérselas con un solo barco, sino con toda una serie.
La tarea siguiente consistió en retirar la carga de aquellos barcos. A
veces con las manos, otras con máquinas adecuadas, los hombres ranas
daneses sacaron hasta tres quintales de piedras y guijarros que arrojaban a
una plataforma especial que cuando estaba llena se vaciaba en aguas más
profundas. Así, los investigadores fueron trabajando lenta y penosamente
hasta llegar a la madera de encina que, en general, se conservaba en buen
estado.
Y al dar con las primeras partes de madera, los investigadores
confirmaron la conjetura que ya habían formulado en un principio: que el
bloqueo del canal se había efectuado en plena época de los vikingos, esto
es, siglos antes de la reina Margarita.
Para orientarse mejor, los topógrafos submarinos tendieron cables de
acero con indicación métrica alrededor de los barcos, que sólo yacían a
unos tres metros de profundidad. La carta obtenida tras varios meses de
mediciones al fondo del mar, que señalaba exactamente la situación y las
dimensiones de las naves, sirvió de indicador al reanudarse la campaña
submarina. Constituyó asimismo la base cartográfica para la recuperación
de los cinco barcos, operación que en el verano de 1962 exigió otros cuatro
meses de ardua labor.
Toda la zona fue puesta en seco mientras duraban los trabajos de
rescate. Los científicos daneses empezaron por mandar poner una cerca de
hierro, en forma de un gran pentágono, alrededor de las cinco naves, y
vaciar luego el lugar de la «excavación». Desde una plancha movible de
madera comenzó el levantamiento de las naves. Echados boca abajo, a
veinte centímetros de altura sobre el fondo desecado, extrajeron del
negruzco y reluciente cieno los restos, trozo a trozo, trabajo que hubo que
hacer casi siempre con las manos. Éstas se mostraron más sensibles que
todas las herramientas arqueológicas, con un tacto superior al de la cuchara
y la brocha que, en medio del fango del fiordo, no se habrían podido
utilizar.
De este modo se recobraron más de cinco mil fragmentos que,
empaquetados en bolsas de plástico llenas de agua y numeradas, se
transportaban el mismo día a los talleres del Museo Nacional. Allí recibían
un tratamiento de poliglicol que los conservaba debidamente, preparación
que, a su vez, requirió más de dos años.

Los cinco de Skuldelev. Mientras tanto se han reconstruido dos de los cinco
barcos; los tres restantes van tomando forma lentamente. Ya se conocen las
medidas de las cinco embarcaciones, así como la construcción del barco y
del esqueleto. También se han averiguado sus cometidos: se trata de dos
barcos de guerra, dos transportes de comerciantes y un pequeño barco
costero.
El mayor de los dos barcos de guerra es hasta ahora la mayor
embarcación de los vikingos que nunca se haya encontrado. A pesar de su
mal estado de conservación, los investigadores daneses han podido
demostrar que tenía unos 28 metros de eslora (5 metros más que el barco de
Gokstad) y una manga máxima de 4’50 metros. Podía transportar de 50 a 60
guerreros, tenía mástil y vela y era indudablemente uno de aquellos temidos
barcos largos vikingos con los que los reyes daneses realizaban sus ataques
contra Inglaterra.
El segundo barco de guerra no sólo es más pequeño, sino también más
estrecho. De unos 18 metros de eslora y una manga máxima de 2’60 metros,
casi produce la impresión de un hermano gemelo del esbelto barco de
Ladby. En el «perfil» se parece a los barcos del duque normando Guillermo
que figuran en el tapiz de Bayeux. Disponía de sitio para 24 remeros y
estaba constituido con madera de encina excepto las tres filas superiores de
planchas, para las cuales los fresnos habían suministrado el material. Pero
estas planchas procedían de otra embarcación; por lo visto, los
constructores navales nórdicos dominaban también la técnica del
«desguace».
El más voluminoso de los dos cargueros tenía 16’50 metros de eslora,
4’50 metros de manga y alcanzaba una altura de casi 2 metros. En su
panzudo interior había, a proa y a popa, una cubierta intermedia separada de
la bodega situada en el centro del barco. Los expertos en navegación creen
que este barco se trataba de un transporte de muy buenas condiciones
marineras, el típico barco del Atlántico que tal vez se empleó para los viajes
comerciales a Inglaterra o para las expediciones a Islandia y Groenlandia.
La segunda embarcación comercial —13’30 metros de eslora, 3’30
metros de manga y 1’60 metros de altura— se ajusta más al tipo adecuado
para el comercio en el mar Báltico. Las mercancías se guardaban «apiladas
bajo pieles» en la bodega, mientras la tripulación, de cuatro a seis hombres,
tenía que resistir en cubierta las inclemencias del mar y las tormentas. El
carguero se podía impulsar con remos o velas. Desde la punta del mástil,
como se comprobó en este barco por primera vez, «arrancaban cuerdas de
apoyo hacia la proa y hacia los costados».
Finalmente, el barquito costero: 12 metros de eslora, 2’50 metros de
manga y 1’20 metros de altura. Con dispositivo para el velamen, pero sin
las usuales chumaceras para los remos; construido de encina, abedul y pino.
Un tipo de barco apto tanto para viajeros como para pescadores.
Los barcos de Skuldelev fueron hundidos con su carga de piedra entre
los años 1000 y 1050 en el fiordo Roskilde, en la Peberrende, a veinte
kilómetros al norte de la ciudad. Son, por tanto, unos doscientos años más
recientes que el yate de Oseberg. Así como el más viejo de los tres barcos-
tumbas noruegos pertenece aún a la etapa temprana de la época de los
vikingos, los despojos sacados del fango del canal de Skuldelev marcan ya
el final de esta época. Sin embargo, son los hijos inconfundibles de la
misma familia. Su construcción destaca con más fuerza los elementos
fundamentales que los cambios de detalles.
Esto significa que, en la época carolingia, para los vikingos, la
construcción de barcos era un arte que ya había alcanzado un alto grado de
madurez. Con su sistema de tablazón, con la quilla y el mástil y la
combinación de remos y velas construyen barcos tanto de lujo como de
guerra o de comercio, barcos en los que apenas hay algo que mejorar. En su
desarrollo posterior sólo se puede hablar de tres tendencias: la de una
constante mejora en el trabajo de artesanía, la tendencia a aumentar el
tamaño (tendencia que se da siempre que se han resuelto los problemas
técnicos) y, por último, la predisposición a una más evidente diferenciación
de los tipos.

Velas de color púrpura y cabezas de dragón. Nadie puede afirmar con toda
seguridad si ya en los tiempos prehistóricos hubo trabajadores dedicados
exclusivamente a la construcción de barcos. Se trata de una cuestión en la
que dudan casi todos los investigadores. Probablemente, la construcción de
barcos era un «ejercicio común de los habitantes de las costas que solían
hacer viajes por el mar»; algo así como una empresa comunitaria en la que
participaba todo aquel que supiera manejar razonablemente un hacha de
carpintero.
También en la época de los vikingos la construcción de barcos era un
deber público. A este fin las comarcas costeras del Norte europeo estaban
divididas en distritos de construcción naval, que en Noruega llegaban hasta
la región de los pantanos. Cada uno de aquellos distritos, que, por lo
general, solían coincidir con las divisiones en centenas, tenía la obligación
de sostener un barco de guerra con 20, 25 o 30 remeros, según la extensión
y la riqueza del lugar. También las ciudades separadas de la organización en
centenas o los asentamientos mayores debían poner a disposición del rey un
barco completamente a punto para las grandes expediciones guerreras.
Cuando posteriormente nacen las ciudades o asentamientos análogos, la
construcción de barcos pasa a manos de profesionales capacitados y con
salario. Por ejemplo, la ley del Thing Gula del siglo X nombra a carpinteros
que son responsables de la quilla, los codastes y las cuadernas, esto es, el
esqueleto del barco, en tanto que a los encargados de colocar las planchas se
les encomienda lo exterior, la piel del barco: un trabajo que, por lo visto, se
estima considerablemente más simple y por el cual se paga sólo la mitad del
salario asignado a los carpinteros de primera. En su relato sobre el
nacimiento de la Gran Serpiente, la saga de Olaf cita incluso a un maestro
constructor responsable, además de los remachadores, de los taladores y
preparadores de árboles.
Recientemente, unos investigadores suecos han descubierto los restos de
un astillero de los tiempos vikingos, los cuales muestran una cualificada
organización para dividir los trabajos. También las imágenes del tapiz de
Bayeux representan a una cuadrilla de obreros especializados trabajando en
la construcción de barcos en las postrimerías de la época de los vikingos.
Según una ley no escrita, los barcos, debían construirse con madera de
encina. Cuando ésta escaseaba, se utilizaba también la madera de arce o de
tilo, la de abedul o la de haya, la de fresno o la de álamo, pero sólo para las
partes menos importantes. La preferencia por la encina se explica
fácilmente. Además de ser la madera más dura que se da en aquellas
latitudes, se deja hender radialmente. Tal como muestra el tapiz de Bayeux,
los troncos sujetos a una rama en forma de horquilla, se rajaban con las
azuelas de hoja ancha.
Primero interesaba hacer la quilla, ligeramente arqueada hacia afuera.
Debido a que había de soportar la carga principal del barco, a ser posible,
debía consistir en una sola pieza. La seguían los dos codastes, que en la
mayoría de los barcos estaban compuestos por tres partes: la que se unía
con la quilla debajo del agua, la central, llamada bard, que sobrepasaba la
línea de flotación y que a menudo tenía un refuerzo de hierro, y la pieza
superior vertical que terminaba en una punta aguzada o en un remate de
adorno.
Una vez preparados los codastes y la quilla se empezaba el montaje del
casco del barco. Las filas de planchas inferiores se clavaban y se
remachaban antes de poner las cuadernas a modo de costillas. Seguía luego,
según Thorleif Sjovold, el «afianzamiento a la quilla y la colocación de las
planchas en el tablaje sujetando una plancha a otra con clavos de hierro de
cabeza redonda que luego se remachaban con una plaquita de hierro
rectangular.
»Todas las junturas y sitios de unión se calafateaban con crin de vaca.
La estopa consistía en hebras sueltas o en hilos de lana empapados en
alquitrán.» Seguidamente se introducía en una hendedura situada en el
borde inferior de cada tabla, de modo que, al producirse el remache,
quedaba bien apretado. El agua que de todos modos se filtraba era achicada
por los marineros nórdicos mediante unas cucharas en forma de pala, o
simplemente con dos cubos que —como en algunos pozos— «pendían de
los extremos de un cabo que se deslizaba sobre una roldana».
«Las cuadernas se colocaban cuando la décima fila de planchas estaba
en su sitio» y, por cierto, a una distancia de un metro aproximadamente, lo
que proporcionaba el espacio necesario para el movimiento de los remos.
También en este caso se renunciaba a los remaches y se prefería un
afianzamiento elástico (por ejemplo, con raíces de pino), lo que no dejaba
de ser un método muy penoso, pero cuyas ventajas son evidentes. Esta
forma de enlazar planchas y cuadernas permitía que unas y otras cedieran
sin romperse, y se aumentaba la elasticidad del barco cuando se empleaban
las velas. Además se ahorraba peso.
El filo superior del casco estaba reforzado por una gruesa tabla. Debajo
de ésta, los constructores nórdicos colocaban un listón con cortes
cuadrangulares por los que se podían asir las correas de los escudos. Las
planchas con aberturas que podían cerrarse estaban colocadas normalmente
dos filas más abajo.
En los primeros tiempos de los asaltos vikingos, los constructores
nórdicos aún tuvieron dificultades por lo que se refiere al dispositivo para
las velas. Pero en la época del barco de Gokstad, como demostró una copia
del mismo, ya estaban en disposición de colocar un vigoroso mástil capaz
de soportar la vela con viento fuerte. No se ha podido calcular con exactitud
la altura de los mástiles en los barcos vikingos. Pero, como probablemente
no sobrepasarían a los codastes de popa, la altura máxima podía ser de unos
diez metros.
También se estima un tamaño similar para el palo que soportaba la vela
cuadrada o trapezoidal. Por lo general, de tejido blanco de lana, más
raramente de lona, a menudo adornada con un ribete de color, y en los
barcos de lujo incluso tenía figuras bordadas. Los reyes y los caudillos
amantes del fausto solían llevar velas de color púrpura.
Los costados del barco se alquitranaban todos los años, por regla
general en el otoño, tras el regreso de los grandes viajes. A muchos
propietarios de barcos debió parecerles monótono el oscuro color del
alquitrán. Por eso hacían pintar sus barcos por encima de la línea de
flotación, de preferencia con franjas blancas y rojas que se alternaban en las
filas de planchas. Los normandos que conquistaron Inglaterra preferían
(según muestra el tapiz de Bayeux) franjas negras, rojas, doradas, azules y
verde mar.
No bastaba con eso: donde las filas superiores de planchas llegaban a
los codastes, empezaba el reino del artista nórdico. El barco de Oseberg
muestra la posibilidad de esta exuberancia decorativa, por lo menos en los
yates estatales, donde las superficies talladas se extendían incluso en la
parte interior del codaste. Por regla general los remates que se colocaban en
los codastes consisten en cabezas de serpientes o en caprichosas volutas que
suelen terminar en testas de animales. Las cabezas de dragón (que dieron
nombre a todo un género de barcos de guerra) constituían el motivo
principal, pero también había codastes rematados con las de osos, perros,
bisontes o figuras de grullas y de buitres.
A esas cabezas de codastes se les atribuían poderes mágicos. Su carácter
de fetiches lo demuestra una ley islandesa que prohibía fondear en la isla a
barcos que llevasen mascarones en forma de monstruos con las fauces
abiertas o de dragones con las garras extendidas, porque los buenos
espíritus de la tierra y de los campos podrían asustarse.
Los navegantes, que no querían renunciar a la protección de sus
animales fabulosos contra los malos espíritus del mar, resolvían el problema
mágico decapitando sus barcos en las proximidades de tierra, y retiraban sin
más trámites los adornos de sus codastes.
Como los pueblos nórdicos estaban convencidos del poder mágico de
los nombres, muchos propietarios de barcos los solían denominar con el
nombre del animal o del ser fantástico cuya talla adornaba el codaste.
También esta costumbre muestra hasta qué punto los pueblos nórdicos
estaban compenetrados con sus barcos.
Para ellos los barcos eran seres de carne y hueso. Los amaban como a
nobles caballos de los que se estima no sólo su utilidad, sino también su
belleza, su fuerza y su intrepidez. Los rápidos, seguros y casi animados
barcos, que se diría que respiraban, despertaban en sus poseedores, como
las sagas dejan entrever a pesar de su lacónico y áspero lenguaje, una
especie de orgullo de criadores, unos sentimientos auténticamente
paternales y que, fundiéndose con la reputación de que aquellos barcos
gozaban, venían a formar una mezcla extraña y perdurable.
La maravillosa tradición artesana de los barcos vikingos, que no decayó
a lo largo de los siglos, y la impecable preparación de esos barcos, explica
de sobra que hubiera siempre uña especie de competición imaginaria por
conseguir el mayor y más hermoso barco.
Así nació el más famoso barco de la época de los vikingos: la Gran
Serpiente de Olaf Tryggvason.

Schniggen, Skeidhs y Draken. En el año 999, el rey Olaf zarpó con su


Grulla, rápido y vigoroso barco de 30 cuadernas, hacia Halogaland, en el
Norte de Noruega. Allí le salió al encuentro el caudillo Raud con su
Pequeña Serpiente, barco que a pesar de su modesto nombre era mayor y
más hermoso que el Grulla. Esto irritó al rey de modo tal, que a su regreso
mandó construir inmediatamente un nuevo barco aún mayor.
Lo empezaron en invierno y en la primavera siguiente ya efectuó su
primer viaje. Lleno de orgullo, Olaf lo llamó Gran Serpiente. Era un barco
dragón de casi 50 metros de eslora y 35 bancas de remeros a cada costado:
un barco que juntamente con su rey entró en el mundo de las sagas
nórdicas. Todavía siglos más tarde, según afirma Snorri, el Homero
campesino de Islandia, los maestros constructores de barcos de Drontheim
se sabían de memoria las medidas del Gran Serpiente.
Pero a los pocos meses, cuando Olaf Tryggvason a la cabeza de la flota
noruega efectuó una acción contra la armada combinada danesa-sueca, en la
batalla naval de Svolder, se comprobó que barcos de aquel tamaño estaban
en considerable desventaja frente a los ágiles barquitos de 25 metros del
tipo de Gokstad. No mejor suerte corrieron los descendientes del Gran
Serpiente: por ejemplo el Mariasuden de Harald Haarderaade, impulsado
por 70 remeros y con sus buenos 45 metros de eslora, o el Kristsuden de
Magnus Lagaboter (perteneciente ya a la Alta Edad Media), que con sus 37
bancos de remeros sobrepasaba en más del doble al barco de Gokstad, y el
mayor de todos, el gran barco real de Canuto, embarcación de 60 cuadernas
que, si este dato merece crédito, debió tener una eslora de 70 metros.
Todos estos barcos —según Oxenstierna, el Gran Serpiente sirvió de
modelo a doce «barcos insignias»— fueron admirados y cantados, pero los
autores de las sagas nada tuvieron que contar de ellos. Eran fastuosos
barcos reales, carrozas estatales sobre el agua, ostentosos, magníficos y
colosales, pero no aptos para el combate, ni tampoco apropiados para la
navegación en alta mar. Los barcos con los que los vikingos se lanzaban a
las expediciones de guerra y de botín eran más pequeños, más vigorosos y
más rápidos, pertenecían más a la familia del de Gokstad que a la estirpe del
Gran Serpiente. Las sagas nombran ante todo tres tipos:

los Schniggen, a los que Strasser audazmente y quizá resulte desfasado, compara con los
acorazados modernos, barcos ágiles como comadrejas, con hasta 20 parejas de remeros y que
podían llevar unos 100 hombres aproximadamente;
los Skeidhs, los «barcos de línea» de las flotas nórdicas de guerra, por lo general con 25
bancos de remeros, eran tan reducidos y rápidos como los Schniggen, pero se diferenciaban de
éstos por el codaste más alto y mejor aparejo; los barcos dragones (llamados también Draken o
Drakkare), según Strasser los dreadnoughts de los vikingos, con cabezas de dragón y 30 bancos
de remeros, como mínimo; se diferenciaban de los buques de guerra más pequeños por la mayor
manga, ser más altos los costados y, posiblemente, un velamen más complicado.

Según esto, el barco de Ladby pertenecía a los Schniggen; el mayor de los


dos barcos de guerra de Skuldelev, a los Skeidhs, y el Gran Serpiente, a los
Drakkare, pero con la salvedad de que todavía resulta extraordinariamente
difícil concordar de un modo seguro los hallazgos de barcos hasta el
momento presente con los tipos que se describen en las sagas. Incluso los
nombres parecen estar sometidos a influjos de la moda. Así, al Mariasuden
de Harald Haarderaade tan pronto se le designa Skeidh como Draken.
No obstante, todos los barcos de guerra o barcos largos tenían una serie
de cualidades comunes. Éstas radicaban en la curvatura de los codastes y en
la distribución interior del buque. Los autores de sagas distinguen:

el castillo, pequeña semicubierta de proa donde se sitúan el abanderado y el vigía;


la habitación llamada «de las tijeras» (por la parte de igual nombre de la borda), en donde
durante el combate se instalaba la tropa selecta;
los dos pequeños cuartos de achique donde afluían las aguas del timón;
la parte llamada krappar delante y detrás del mástil, sitio
para los remeros y los guerreros corrientes;
el fyrrirum, en donde estaba la caja de las armas y se preparaba «el grupo de los excelentes»,
y
el alcázar de popa, la reducida semicubierta de popa donde
estaba el caudillo con su timonel: el puente de mando,
por tanto.

En sus tiempos, estos barcos de guerra vikingos no tenían competencia de


ninguna clase. Detlev Ellmers ha descrito así sus excelencias: «Con su
pequeño calado y su quilla arqueada podían fondear en toda orilla y
adentrarse por los ríos hasta el interior de los países. Su gran velocidad y
capacidad para las maniobras facilitaban los ataques por sorpresa que
podían realizarse, a pesar de la pequeña cabida del barco, con un número de
tropas relativamente grande, porque también los guerreros remaban y, por
tanto, no había que reservar sitio para simples combatientes.» Semejaba una
«caballería del mar» que por su rapidez y fuerza combativa superaba los
resultados que pudiesen conseguir trescientos infantes corrientes.
El mayor defecto de los barcos de guerra nórdicos consistía en que
apenas resultaban apropiados para viajes por alta mar. Si bien los Draken
vikingos llegaban, aunque con dificultades, a las costas occidentales de
Europa, a las del Mediterráneo e incluso a Escocia y las Órcadas, eran
demasiado frágiles para surcar el Atlántico Norte.
Como barcos de altura les aventajaban los cargueros y los transportes
comerciales.

Los Knorren y los Byrdinge. El barco de Gokstad (construido hacia el 800)


no tenía aún una misión específica; se podía emplear, como indica Almgren,
tanto en plan de barco de guerra como de mercante «capaz de llevar a bordo
una carga cuyo transporte por mar produjera la suficiente compensación».
Posteriormente, al terminar el milenio, el desarrollo de mercantes
especiales, como los cargueros de Skuldelev, había terminado, y aunque se
construían según el mismo esquema, ya no presentan ninguna diferencia
importante en los detalles.
Se hunden más profundamente en el agua y ya no cabalgan sobre las
olas como los Schniggen, Skeidhs y Drakkare. Por lo demás, eran más
cortos, más anchos y más sólidos. Tenían las cuadernas y planchas sujetadas
con clavos en lugar de cuerdas. Una estructura rígida sustituía al esqueleto
«semirrígido» del barco de guerra. Lo que el barco perdía en elasticidad, lo
ganaba en fuerza y en capacidad marinera.
El exterior también se modificó. Los barcos comerciales tenían una
borda más alta que los barcos largos. Por fuera, las planchas de la borda
habían subido unas cuantas tongadas por la proa y por la popa. Tras
aquellas planchas se aposentaban los remeros si el viaje debía hacerse
bogando, lo cual sólo ocurría en las proximidades de las costas.
Las fuentes escritas nombran diversos tipos. Pero en este caso ni los
dibujos ni los hallazgos arqueológicos son suficientes para identificarlos
con exactitud. Con seguridad el mayor de los dos cargueros de Skuldelev
pertenece a la dilatada familia Knorr.
La característica especial de los Knorren era su configuración
semiesférica, diríase carnosa (una saga islandesa los compara con los
pechos de una campesina bien desarrollada). Este tipo de carguero tenía de
15 a 18 metros de eslora y de 4 a 5 metros de manga. Podía llevar hasta 50
hombres, pero normalmente no llevaba más de 15. El sueco Tuxen ha
estimado la capacidad de su bodega en unas 40 toneladas.
De vez en cuando también se menciona a los Knorren como barcos de
acompañamiento de grandes flotas de guerra, y asimismo los llamados
Byrdinge, que, por lo general, se empleaban en servicios costeros, así como
para viajes a Islandia. Se parecían a los Knorren, pero eran más pequeños y,
por lo común, sólo llevaban 10 hombres. Otra variante era el Knorr del mar
Báltico, el tipo de carguero más usual en Suecia, al que las fuentes
contemporáneas describen como un barco de 13 cuadernas y 3 travesaños.
Un hijo de esta estirpe debió ser el segundo barco comercial de Skuldelev,
que, con su eslora de 13’30 metros corresponde a los datos de las fuentes
escritas.

Navegación en alta mar sin brújula. Pero tanto si el navegante vikingo


zarpaba para acciones de piratería, como para comerciar, conquistar o
colonizar, el caso es que siempre arriesgaba la cabeza, que sólo estaba
separado por una delgada pared de planchas de madera del imprevisible y
poderoso elemento al que se había entregado. En aquellos tiempos no se
conocían los numerosos medios auxiliares náuticos que la marina
internacional tiene a su disposición desde hace siglos; entonces aún no
existían cartas de navegación, faros, brújulas, sirenas, radiogoniómetros.
Todo viaje era una expedición a lo incierto.
Únicamente en la navegación de cabotaje se conocían marcas de
orientación, naturales y artificiales: montes, ensenadas, islas, árboles
solitarios, cruces o montículos de piedra. Pero en alta mar se hallaban a
merced del Sol, de la Luna y de las estrellas, acompañantes inseguros y no
muy de fiar, que a menudo se ocultaban tras una cortina de nubes y podían
tardar en llegar como cualquier remolcador de práctico. Cierto que al cabo
de algún tiempo los hombres de mar experimentados conseguían orientarse
por la dirección del viento, las corrientes marinas y el oleaje, pero si les
sorprendía un período de mal tiempo, la niebla o la tormenta, incluso los
piratas más rudos tenían que abandonarse a su suerte y prescindir de su
instinto.
Sin embargo, investigaciones recientes han confirmado la sospecha de
que los vikingos, por lo menos en sus últimos tiempos, conocieron algunos
sencillos instrumentos náuticos auxiliares. Almgren alude a un disco de
madera que con ayuda de una aguja vertical permitía determinar la altura
del Sol, en tanto que una aguja horizontal indicaba el curso que había que
seguir. También en época reciente se han investigado a fondo las «piedras
de Sol» tan citadas en la antigua literatura. En opinión del arqueólogo danés
Thorkild Ramskov, esas piedras podían haber funcionado de modo análogo
a las «brújulas crepusculares» de la moderna navegación aérea. En todo
caso, mostraban la situación del Sol incluso con el cielo completamente
cubierto. En Noruega y en Groenlandia se da un mineral rómbico
seudohexagonal, la cordierita de un amarillo grisáceo y tornasolado, que, si
se mantiene contra el Sol, toma una coloración azulada.
La carencia de instrumentos de orientación obligaba a los marinos
vikingos a mantenerse dentro de lo posible al alcance protector de las costas
y entonces avanzaban de un punto fijo a otro y procuraban limitar el
inevitable riesgo del viaje por alta mar, para lo cual realizaban una especie
de «brinco de islas». Los conocimientos y los datos numéricos necesarios
para navegar de esta suerte, los navegantes se los aprendían de memoria.
Alusiones a semejantes fórmulas sobre el rumbo que era menester seguir
aparecen no sólo en la Saga de Groenlandia y en el Libro de registro de
tierras islandés, sino también en la obra de Adam de Bremen.
Por ejemplo, para el viaje desde Hennö, en Noruega, hasta el actual
cabo de Farvel, en Groenlandia, la regla decía: «Se navega primero todo al
Norte hasta pasar junto a las Shetland, de las que se separa uno únicamente
cuando la vista del mar está del todo clara; entonces todo al sur de las Feroe
hasta que el espejo del agua llega hasta media altura de la montaña y tan al
sur de Islandia que vaya uno acompañado por pájaros y ballenas.»

Cuando llegaba la tormenta… Por útiles que indudablemente pudieran


resultar estas indicaciones, requerían, incluso con buen tiempo, una gran
dosis de experiencia marinera, los ojos de un halcón y una familiaridad
innata con el mar: un instinto constante y presente de pájaro migratorio que
automáticamente tomaba su rumbo cuando fallaban todos los medios
empíricos auxiliares. Y, con frecuencia, éste debía ser el caso. Las ballenas
y los pájaros no aparecían en formaciones claras y tampoco los cuervos que
guiaron al navegante Flaki en su viaje desde las islas Shetland hasta
Islandia garantizaban una llegada feliz.
El navegante debía, figuradamente, tener «el tiempo» en la sangre,
percibir los frentes de lluvia y de tormenta antes de que se hicieran
peligrosos y «oler» de tal modo el temporal que pudiera capearlo a tiempo.
Si no lo conseguía, tenía que realizar, según el testimonio de las sagas, la
necesaria maniobra conforme a los libros. Walther Vogel la ha descrito así:
«La superficie de las velas se empequeñecía, en cada cabo se colocaba a
un hombre, las lonas viejas se sustituían por nuevas, las paredes de los
costados se alzaban en el centro añadiéndose una borda suplementaria. Si la
oscilación del mástil amenazaba con hacer saltar el conjunto de planchas, se
acortaba. A veces se pasaban cabos por debajo de la quilla para atar con
ellos todo el cuerpo del buque.
»Ante la tormenta, el navegante costero huía dirigiéndose a tierra y
procuraba colocar su barco lo más cerca posible de la orilla. Por el
contrario, el navegante de alta mar se esforzaba en evitar la peligrosa
cercanía de la costa y mantenerse en mar abierto, donde, al final sin velas,
con el mástil bajado y retirado el timón, dejaba el barco al garete
impidiendo con los remos que se tumbase de costado y zozobrase.
»Si no era ya posible huir del rompiente y de los escollos, se prefería
lanzar el barco hacia tierra y hacerlo encallar para así salvar, por lo menos,
la vida.»
Por lo demás, la vida a bordo parecía ajustarse a un orden fijo y estricto
cuando no había ningún peligro a la vista. Según el derecho marítimo
noruego (sólo puesto por escrito en el siglo XIII), la tripulación, por tumos
regulares, tenía que cuidarse de las velas, de la aguada y, naturalmente,
montar guardia: en alta mar la «guardia de las velas», en los fiordos la
«guardia de los islotes», en el puerto la «guardia del cabo del ancla».
El jefe del barco era la suprema y última instancia a bordo. Pero solía
comentar sus decisiones con la tripulación o con el fletador que iba a bordo,
en una especie de junta permanente al pie del mástil. Podía ocurrir, y de
hecho sucedía, que sometiese a votación el rumbo que se debía seguir u otra
decisión importante; esta costumbre se cita gustosamente como prueba de
las milenarias tradiciones democráticas del Norte.
Por la noche, los navegantes vikingos solían dirigirse a tierra cuando la
situación lo permitía. Varaban sus barcos en la playa lisa o los anclaban
muy cerca de la orilla. Pasaban las noches en tiendas de campaña que en las
expediciones bélicas montaban casi siempre en cubierta, una en el castillo
de proa y otra en el alcázar de popa. Si se deducen las características por las
dos tiendas de campaña de Oseberg y los restos de la tienda de campaña de
Gokstad, éstas constaban de un bastidor de madera sobre el cual se
extendían las mantas o las pieles. La dama de Oseberg y el hombre
importante de Gokstad disponían incluso de camas plegables: camas de
campaña que ocupaban poco sitio y se montaban en cuestión de minutos.
En alta mar, los vikingos, ya fuesen piratas, colonizadores o
comerciantes, dormían en sacos de piel, generalmente por parejas. Durante
el día, el saco de piel servía para guardar las armas y la vajilla; los trajes
marineros a base de pellejos, que la tripulación se ponía cuando el tiempo
era muy malo, también se guardaban en aquellos sacos. Los barcos de
guerra, en lugar de sacos, llevaban cajas que al mismo tiempo servían de
bancos para los remeros.
A bordo de los barcos vikingos no había fuego. Cuando había que cocer
algo se efectuaba por la noche al bajar a tierra. Para ello utilizaban un
caldero que podía contener 150 litros y que se colgaba de un trípode
desmontable. Aparte de gachas, puré o, en el mejor de los casos, carne
cocida, no disponían de otros alimentos. A bordo habían de contentarse con
comidas frías. Pan duro, mantequilla, bacalao, jamón o carne salada se
humedecían con agua, hidromiel o suero de leche. Los víveres y los
líquidos se guardaban en sacos de pellejo «por el estilo de los odres de vino
que se utilizan en los países del Mediterráneo».
Por tanto, una comida frugal, bastante escasa, que explica que, en
realidad, muchas acciones de piratería no fuesen más que golpes de mano
para aprovisionarse, sobre todo de carne.

Tres días desde Dinamarca a Inglaterra. A pesar de todo, esas hazañas; a


pesar de tanta escasez y privaciones, estas desmesuradas gestas, apenas
concebibles: las invasiones en el occidente de Europa, las incursiones de
piratería en el Mediterráneo, la apertura completa del mar Báltico y de los
ríos rusos, los viajes a Islandia, Groendia y América, surcando el océano en
barcos abiertos de apenas el tamaño de una gabarra.
Cierto que no es nada fácil calcular las singladuras de los barcos
vikingos, ya que las fuentes escritas sólo proporcionan unos datos escuetos;
pero investigaciones y análisis concienzudos han obtenido resultados que
merecen crédito. Según Strasser, se necesitaba para un viaje:
desde el norte de Escocia hasta las Hébridas, dos días; desde las
Órcadas a las Feroe, dos días y dos noches; desde Dinamarca a
Inglaterra, tres días; desde Statt, en Noruega, hasta Hom, en el
este de Islandia, tres días y medio;
desde el oeste de Islandia a Groenlandia, cuatro días;
desde Schonen a Birka, cinco días;
desde Birka a Rusia, cinco días;
desde Bergen a Groenlandia, seis días;
desde el norte de Irlanda a Islandia, seis días;
desde el centro de Noruega al cabo Norte de Islandia, siete días.

Algunos datos del historiador Walther Vogel completan esta tabla. Ha


calculado para viajes de Noruega a Islandia velocidades medias de 6’6 a 8
millas marinas. Para cruzar el mar del Norte, desde Dinamarca a Inglaterra,
los barcos vikingos no sobrepasaban, por lo general, una media de 5 millas,
por lo que navegaban durante tres días y tres noches. Desde el Oder hasta la
desembocadura del Neva hay relatos de viajes de catorce días, y el noruego
Ottar, interlocutor de Alfredo el Grande, cuando zarpó de Noruega en
primavera con su carguero, necesitó diecisiete días para llegar a Skiringssal,
en el actual fiordo de Oslo, y cinco días más para llegar desde allí a
Haithabu, aunque las noches debía pasarlas en tierra.
En un viaje sin paradas, un Knorr recorrió unas 150 millas por día:
275 km aproximadamente, o sea casi 11’5 km por hora, una hazaña
extraordinaria para un barco de apenas 20 metros de eslora y con una sola
vela.
Las bajas debían ser bastante elevadas, sobre todo en el tormentoso
Atlántico Norte. Erik el Rojo perdió, ya se indicó, en su viaje de
colonización a Groenlandia casi la mitad de sus marineros. Y que no se
trató de una desgracia fortuita lo prueba la historia de un hombre llamado
Lodin que trabajaba en la costa de Groenlandia como «recogedor
profesional de cadáveres», lo que le valió el mote de Lodin-Cadáveres. Se
dedicaba a recoger los muertos que encontraba en cavernas y bajíos y a los
que habían sido arrastrados por témpanos o restos de naufragios.
Los vikingos eran hombres prácticos y lo bastante apegados a la vida
para rehuir los riesgos inútiles. Que estuviesen siempre en actitud de
desafiar al destino, no deja de ser un bello motivo heroico que incluso en
los países escandinavos se acoge hoy con reservas. En ninguna parte de la
amplia literatura de las sagas se encuentra una alusión a que los navegantes
nórdicos hiciesen frente a las perfidias y amenazas del mar con otra actitud
que no fuera la de una tenacidad viril y resuelta. Los peligros que
afrontaban parecían estimularles el valor, la fuerza y el desprecio a la
muerte. Su pasión por el mar era más fuerte que todas las intemperies y
penalidades que tenían que soportar en el océano.
En los versos del bardo Egil se percibe algo del ferviente y
contradictorio amor-odio con que desafiaban a las furias de las tormentas
atlánticas:

La tormenta, con grandes martillazos,


golpea en las costillas del barco.
Silbando poderosamente, hierven las olas.
Un aliento helado de pérfida boca gigantesca
se rompe alrededor de la proa
con un estruendo aniquilador.
CAPÍTULO DECIMOTERCERO

LOS GUERREROS CALCULADORES

Imagen y evolución del guerrero nórdico

Con golpes de remos y fragor de espadas. / Jinetes del mar. / Maestros en la


guerra de guerrillas. / Bajo la bandera del cuervo de Odín. / «Gente como
bestias.» / El «féretro troyano» de Luna. / Lobos y perros pastores. / De la
fortificación danesa a Trelleborg. / Para construir 31 refugios: 8.000
árboles. / Soldados profesionales y legionarios extranjeros.

Con golpes de remos y fragor de espadas. Según cuenta el historiador


islandés Snorri, en el año 1000, el rey de los daneses Sven Barba de
Tenedor, el rey Olaf de Suecia y el jarl noruego Erik concertaron una
alianza contra el rey Olav Tryggvason de Noruega. Juntaron una poderosa
flota y se concentraron en Oresund. Olav Tryggvason, el «mayor gallo de
pelea de aquellos tiempos» y que consideraba vergonzoso rehuir cualquier
combate, les salió al encuentro. Ambas escuadras se avistaron junto a
Svolder, y Olav Tryggvason, contra el parecer de su gente, mandó al punto
tocar zafarrancho.
Se formó su flota, cerraron fila los barcos y unieron con cuerdas sus
codastes. En el centro, el Gran Serpiente, el barco orgullo de Olav, con el
casco pintado de oro; al lado, algo más pequeños, el Pequeña Serpiente y el
Grulla, y junto a ellos las demás embarcaciones: una muralla flotante. Los
hombres ocuparon sus puestos. El rey en persona iba a popa: un héroe de
libro ilustrado, con el escudo brillante de purpurina y el casco chapado de
oro, sobre la coraza un corto jubón de roja púrpura.
Trompetas de bronce y cuernos tocaban a combate. La bandera del rey
se alzó en el mástil. «Hubo golpes de remos y fragor de espadas. Escudos
chocaban contra escudos, se entonaban canciones de guerra», era un
espectáculo capaz de cortar el aliento.
El primer asalto lo ganó el héroe Olav Tryggvason. Su poderoso barco
insignia avanzó triunfante hasta el centro de la formación naval enemiga.
Los marineros arrojaban anclas y arpones contra el barco de Sven Barba de
Tenedor y empleaban sus armas contra los guerreros que tenían a sus pies,
porque ellos se encontraban en posición más elevada, y la gente del barco
de Sven «estaba como gente perdida» y también los suecos pasaban apuros
frente a los hombres de Tryggvason.
Pero luego cambió la suerte de la batalla. El jarl Erik atacó la fortaleza
flotante de Olav por los flancos. Abordó el barco más alejado y lo inutilizó.
Luego arremetió contra la nave siguiente, y cuando también ésta estuvo
desvalijada, las tripulaciones de las embarcaciones menores buscaron
refugio en las naves grandes. El jarl siguió destrozando todos los barcos,
una vez desalojadas sus dotaciones. Así abordaron los guerreros de Erik una
nave tras otra, poniéndolas fuera de combate, hasta que sólo quedó el barco
insignia.
Al llegar a este momento, la descripción de Snorri se hace muy
dramática: se cree oír el choque de las espadas y los salvajes gritos de
guerra de los combatientes. Las lanzas vuelan de barco a barco, y tan tupida
es la lluvia de dardos y flechas, que la tripulación del navío real apenas
puede resistir. El mismo Olav Tryggvason lucha con la fuerza y la
intrepidez de un oso. Hecha tras flecha salen zumbando de la cuerda de su
arco, con ambas manos arroja lanzas. Y cuando la espada se le mella, abre
la caja de las armas para proveerse él y sus hombres de hojas nuevas.
Todo inútil: la gente del jarl Erik atacó también al Gran Serpiente. En
vano los últimos defensores se agruparon a popa, alrededor del rey. Pero
todos fueron cayendo. Muchos escapaban de sus adversarios lanzándose por
la borda con armas y escudo.
También Olav Tryggvason saltó al fin por la borda, con toda su
armadura. «Y cuando iban a prenderle, se tapó con el escudo y se hundió.»
Según el concepto vikingo, un desenlace como no se podía soñar mejor, el
final ejemplar de un guerrero. Los bardos cantaron su muerte durante
mucho tiempo.
Otras famosas batallas navales, que pueden haber quedado recogidas en
la saga de Egil o en la saga de los Jomsvikingos, no transcurrieron tan
dramáticamente, pero sí en análogos escenarios.
Esto significa que los vikingos no emprendieron combates en alta mar.
Sus batallas navales se desarrollaron exclusivamente en golfos, estrechos o
fiordos, y, por lo general, en acciones de abordaje que acababan en luchas
cuerpo a cuerpo. Las batallas navales eran batallas terrestres reñidas en el
agua. Los lobos de mar nórdicos no dominaban el arte de embestir con el
espolón ni el de pasar por el costado rompiendo los remos del enemigo. No
había choques ni embestidas tal como se conocieron más tarde.
El encuentro con el adversario se iniciaba arriando las velas. Al mismo
tiempo los guerreros se tapaban el pecho con el escudo para protegerse
contra las lanzas arrojadizas. Los remeros ocupaban sus puestos y bogaban
vigorosamente. En línea de frente, barco junto a barco, se iban aproximando
las flotas adversarias, los codastes de proa, y a veces también los de popa
unidos entre sí por medio de amarras. El buque insignia marchaba en el
centro del castillo flotante, y las embarcaciones pequeñas formaban las alas.
Al primer toque de trompa las tripulaciones corrían a sus puestos: el
caudillo o rey a popa, en el alcázar; los combatientes de mayor experiencia
delante, en la proa; los abanderados, en el centro.
Las hostilidades se abrían con una lucha a distancia: el combate con
arcos. A la «granizada de las flechas» seguía la lluvia de las lanzas y la
tormenta de las piedras. A este fin, los largos barcos vikingos llevaban
siempre un considerable cargamento de guijarros y otros cuerpos
arrojadizos.
Cuando se había llegado a una distancia tal que se percibía el aliento del
adversario, se procuraba tirar de su barco con arpones o anclas de hierro y
se procedía al abordaje. Conseguida esta operación, empezaba la lucha
cuerpo a cuerpo con hachas y espadas, lucha que, por lo general, se
desarrollaba primeramente en la parte de proa.
Por eso representaba una ventaja disponer de una proa bastante elevada.
Cuando en el año 897 la navy virgen de Alfredo el Grande alcanzó una
importante victoria naval sobre la flota invasora de los vikingos, hubo de
agradecerlo, y no en último lugar, al hecho de que sus barcos eran más altos
que los del enemigo. Además, si la cubierta era demasiado alta se corría el
peligro de meter los remos a demasiada hondura. Debido a eso, en época
posterior se acostumbraba erigir en el cuerpo de proa torrecillas o castilletes
para de este modo tener la ventaja de una posición elevada desde la cual
combatir.
Mientras, el resto de la tripulación seguía luchando desde la plataforma
de popa con arcos y lanzas, apiñados los hombres alrededor del caudillo
hasta que también él, como le pasó al héroe Tryggvason en Svolder, se veía
obligado a empuñar el hacha, la espada o la maza. Un documento de la Alta
Edad Media cita incluso la guadaña, el garrote y la honda como armas para
el combate marítimo cuerpo a cuerpo.
Ni el menor asomo de táctica. A pesar de su pasión por el mar, los
vikingos no habían descubierto aún que éste pudiese ser un campo de
combate. Por eso las batallas navales de esta época ocupan en la historia
marítima sólo un puesto insignificante. La formación en línea de frente
tenía un efecto adicional; era, por ejemplo, imposible romper de frente
semejante agrupación de barcos atados unos con otros y permitía a los
hombres desplazarse de un lado a otro dentro de la fortaleza flotante. Pero
estas ventajas resultaban anuladas por la falta de movilidad. Además, los
flancos quedaban abiertos, por lo que un número de adversarios fuertes,
como pasó en Svolder, podían forzar fácilmente la suerte del combate
atacando las débiles alas.
Sin embargo, los vikingos alcanzaron fama de haber llevado hasta la
perfección suprema una de las más elementales maniobras de la guerra
marítima y costera: el «mazazo», el golpe fulminante en las costas
enemigas.
Jinetes del mar. Ya la «empresa Lindisfarne» fue el caso modelo de una de
estas maniobras, cuyo desarrollo puede reducirse a una fórmula simple:
desembarcar, atacar y desaparecer.
Los barcos, que todos los años en primavera pululaban en busca de
pillaje, acechaban sus objetivos desde alturas próximas a tierra. Cuando el
mando pirata decidía el desembarco, los parajes elegidos solían ser las
playas llanas o las anchas entradas de las desembocaduras de ríos. Como la
población continental poseía pocos barcos o ninguno, apenas existía el
peligro de encontrar resistencia: las orillas y los asentamientos ribereños
eran presas indefensas frente a un ataque decidido.
Por lo general, las maniobras de desembarco se desarrollaban con una
rapidez inquietante. Caían las velas, los remeros impulsaban los barcos
dragones hacia la costa, y dado que los panzudos barcos apenas tenían un
metro de calado, no necesitaban ni puerto ni muelle. Tan pronto como los
primeros crujidos indicaban que la quilla rozaba con la tierra, los guerreros
se lanzaban desde proa al agua y llegaban a tierra vadeando. Mientras los
encargados de varar los barcos tiraban de éstos sobre rodillos para
disponerlos en la orilla, el resto de la tripulación ya había formado para el
ataque.
Según expone Almgren, «transcurrían pocos minutos entre el momento
en que se veía surgir un barco vikingo entre la niebla del mar del Norte y el
instante en que los piratas saltaban a tierra y, saqueando y matando, se
adentraban en las ciudades y aldeas costeras. Cuando los defensores habían
conseguido reunirse, hacía ya mucho tiempo que los bandidos, se habían
escapado con su botín».
Durante siglos el mundo nórdico arrojó gran número de semejantes
bandas desesperadas contra las costas del continente. Llegaban como las
tormentas de verano, repentina e irresistiblemente, con la fuerza
devastadora de tifones, y con estos ataques por sorpresa obligaban a sus
adversarios a aceptar todo lo que se les antojase.
Sus fulminantes acciones de saqueo recuerdan las tropelías y rapiñas de
los pueblos orientales de las estepas, que, al igual que los vikingos,
conmovieron varias veces los muros seculares de Europa. Aún más rápidos,
más duros y más devastadores que los hunos, los magiares o las bandas del
Gengis Kan, también los «normandos» (hombres del Norte) caían como una
tromba de jinetes sobre el continente, como un pueblo de jinetes del mar,
presentes en todas partes pero a los cuales no era posible atrapar en
ninguna, y que por este motivo conseguían gigantescos resultados con
reducidas unidades.
Con este proceder, los vikingos mostraron por primera vez en la historia
que una potencia marítima es muy superior a una potencia terrestre, incluso
más fuerte mientras ésta no pueda atacar a su adversario en el territorio de
origen.
El historiador militar tiene que agradecer a los vikingos otra
comprobación: la de que emplearon con mucho éxito en el interior del
continente la táctica de caballería que habían aplicado desde el mar contra
las costas europeas. Obligaron a los perezosos ejércitos terrestres del
continente a una forma, por aquel entonces insólita, de guerra de
movimiento. La movilidad propia de jinetes continuó siendo su arma
secreta, aunque operasen en el interior de los países y lejos ya de las costas.

Maestros en la guerra de guerrillas. Los ríos eran los caminos naturales


que los vikingos seguían. También aquí, en los grandes ríos europeos
cargados de historia, seguían empleando sus llanas y flexibles
embarcaciones, que podían impulsar con velas, remos o a la sirga.
Si el río era poco profundo, utilizaban sus botes auxiliares o se
confiaban a simples «piraguas», que, en manos de expertos marineros,
avanzaban como serpientes en medio de la noche. En 1806, en Pont de Jena
se extrajo del fango del Sena una de estas piraguas de los vikingos; medía 8
metros de eslora, 1’20 metros de manga y 0’75 metros de calado. En caso
de necesidad transportaban sus barcos por tierra, como ocurrió en el año
886 junto a París, donde dieron un rodeo de dos mil pasos a la ciudad, que
había obstruido encarnizadamente la navegación por el Sena.
Del mismo modo los vikingos remontaron con sus barcos el Elba hasta
llegar a Hamburgo. Recorrieron el Rin hasta Maguncia, el Somme hasta
Amiens, el Mame hasta Meaux. Por el Loira «marcharon» por Tours hasta
Orleans, por el Garona hasta Toulouse. Desde el delta del Ródano llegaron a
Arles y Lyón.
Sus barcos planos, pero extraordinariamente bien construidos, les
permitían invernar en territorio enemigo. Cuando anclaban en mitad de un
río, eran inatacables, y lo mismo en las islas fluviales que gustosamente
elegían como cuarteles. Sin esfuerzo se deslizaban con sus cáscaras de nuez
por aguas superficiales, pantanos y marismas que impedían el paso a sus
adversarios. Cuando en 860, en la isla Jeufosse, del Sena, a sólo pocos
kilómetros de París, vivaquearon y asaron carne fresca en sus fuegos de
campamento, es cierto que avanzó contra ellos, por ambas márgenes del río,
una fuerza combatiente franca, pero nada pudo conseguir por no disponer
de barcos.
Cuando los guerreros nórdicos se apoderaban de tales puntos de apoyo
para sus expediciones de saqueo o de aprovisionamiento requisaban los
caballos de los campesinos de la comarca y organizaban escaramuzas, casi
siempre en pequeños grupos volantes. A pesar de que luchaban contando
con una base de partida, se aseguraban todas las ventajas de una guerra
móvil. Como las divisiones acorazadas que operaban independientemente
durante la segunda guerra mundial, se movían a su antojo por el país,
aunque pensando más en el botín que en ganar territorios, daban un rodeo a
las ciudades amuralladas, mostraban un soberano desprecio por las plazas
fuertes, rehuían los grandes choques y, después de rápidas marchas
nocturnas, aparecían al amanecer ante los muros de un monasterio o un
castillo, a cuyos habitantes despertaban sin contemplaciones.
Como indica Strasser, operaban así, «con increíble descaro». Conocían
todas las tácticas y estratagemas de la guerra de guerrillas. Formaba parte
de ese proceder el que asegurasen su campamento estableciendo
avanzadillas, y que sólo se decidieran a grandes acciones cuando, mediante
informes, habían adquirido un conocimiento exacto de la situación. Si se
veían obligados a una rápida retirada desaparecían en la espesura de los
bosques. También dominaban magistralmente el arte de aprovechar el
terreno. «La aproximación imperceptible entre hierbas y colinas, la
dispersión y la concentración según las condiciones del terreno formaban
parte esencial de su arte de la guerra. Con ojos de halcón sabían elegir
campamentos favorables y plazas fortificadas. Antes del combate sabían
encontrar posiciones dominantes en las colinas y tener el Sol a la espalda.»
También aprendieron a operar con grandes unidades, pero la movilidad
siguió siendo la fórmula de más éxito en su quehacer guerrero. Estaban
siempre en movimiento y en acción, lanzaban sus fuerzas ora aquí, ora allá,
sitiaban una fortaleza toda una noche y a pesar de lo mucho que les gustaba
atacar, no era para ellos ninguna vergüenza retirarse ante un enemigo
superior y desaparecer como tragados por la tierra. En la época del «gran
ejército» incluso utilizaban el mar para esta guerra de movimiento de sabor
marcadamente moderno.
El mapa (publicado por Almgren) sobre las operaciones de los vikingos
a ambos lados del canal permite observar la extraordinaria movilidad «de
los navegantes bandidos y también la dificultad de defenderse eficazmente
contra ellos en una época que apenas conocía los ejércitos permanentes y
las flotas en todo momento preparadas para entrar en acción».

Bajo la bandera del cuervo de Odín. El equipo de los guerreros vikingos


representaba un papel decisivo en sus éxitos. El arsenal de sus armas
contenía, junto a la «espada real», el hacha y la maza, la espada y la lanza,
así como la flecha y el arco. Para la defensa utilizaban el escudo, el casco y
la coraza.
La espada era el símbolo de la condición de hombre libre, el arma
mágica por antonomasia. Los cantos de los bardos y las epopeyas de las
sagas han tejido toda una fabulosa guirnalda alrededor de este precioso y
personalísimo instrumento de lucha. Siete veces alaba la Edda de Sigurd la
espada Gram que brillaba como fuego y era tan afilada que cortaba un copo
de lana arrastrado por la corriente del río. Egil Skallagrimsson alaba en su
Dragrawantil, un mito sueco, la espada Tyrfing, forjada por enanos y que la
doncella Herwör arrebató, después de muchas peripecias, de las manos del
héroe, apartándola de los campos de la guerra y la rapiña eternas.
Los vikingos profesaban un verdadero culto a sus espadas; les conferían
nombres pomposos, altisonantes y esclarecidos, amaban el centelleante
acero con fervor religioso e hinchaban su sangrienta poesía de las espadas
con alusiones eróticas capaces de hacer creer que los poseedores de las
espadas no se separaban nunca de sus armas e incluso se acostaban con
ellas.
La ciencia no sólo dispone de impresiones poéticas, sino de abundante
material. Sólo en tierra noruega se han encontrado más de dos mil espadas
nórdicas. Tal abundancia ha permitido a los arqueólogos establecer una
clasificación de tipos de espadas con más de veinte grupos distintos. Pero
todas tienen una característica común: la hoja recta, terminada en pico y
casi siempre de dos filos y en cuyo centro hay excavado un canal liso o
ranura.
Las mejores hojas procedían de la Renania franca (sobre todo en el
«triángulo de hierro» entre Colonia, Solingen y Siegen) dónde en aquellos
tiempos trabajaban los mejores forjadores de armas de toda Europa. Los
fabricantes de espadas renanos producían un acero de primera calidad y
dominaban también el arte del damasquinado. Las hojas de acero las
producían (según la descripción técnica de James Mann) «mediante la
fusión de diversos metales colocados en delgadas capas, unos encima de
otros y luego martilleados hasta que se producía un conjunto uniforme».
Con las espadas procedentes de estas fábricas, hojas hermosas y
deslumbrantes, no podían competir los talleres nórdicos de aquel tiempo.
Además fabricaban los adornos y los aditamentos necesarios. La
especialidad era el grifo decorado según la riqueza y posición del
comprador, esto es, cincelado, plateado, dorado y con incrustaciones, Por
eso la espada ideal de un gran hombre vikingo se componía de una hoja
franca y de un grifo nórdico. La vaina era de madera reforzada con cuero y
se colgaba al cuerpo con correas y hebillas. De un cinto de cuero colgaba
también el puñal de hierro de un solo filo que el vikingo llevaba siempre
consigo y que para el guerrero era la ultima ratio en la lucha cuerpo a
cuerpo.
Lo que la espada era para los caudillos ricos y los orgullosos jefes de
estirpe, era el hacha para el guerrero común. De fabricación rápida y barata
y también de mucho uso en las necesidades de la vida corriente, aquella
arma de mango largo y ancha hoja (y que ya había dado nombre a los
hombres del paleolítico) volvió a tener una segunda primavera durante la
época de los vikingos. En las crónicas de los monjes aparece precisamente
como el símbolo del ansia pagana de muerte y derramamiento de sangre.
Los arqueólogos, cuyos almacenes están también ricamente provistos de
estas armas, distinguen dos tipos principales de hachas: «Aquella cuyo filo
tiene forma de barba», usada ya en el siglo VIII, y la de filo ancho, muy
curvado en sus extremos, que —según Brondsted— solía ser de un acero
especialmente duro, pero que no tuvo verdadero éxito hasta el año 1000
aproximadamente. Como formas del arte de forja nórdico, ambos tipos de
hacha no sólo han entrado en la historia de la guerra, sino también en la del
arte, como sucede con las espadas de los vikingos.
La pica y la lanza se afirmaron a pesar del hacha y de la espada. Las
diferencias entre las tradicionales «armas de asta» de la infantería y la
caballería eran pequeñas. Tanto en unas como en otras, la hoja larga y
esbelta terminaba en una embocadura en la que encajaba el mango de
madera, lo cual permitía decorar ambas partes con fantásticos adornos. Sin
duda eran armas peligrosas, con un poder penetrante tan considerable como
el de las flechas de los arcos.
Como arma defensiva se servían ante todo del escudo, casi siempre en
forma de un disco liso de madera de un metro de diámetro y reforzado a
menudo con cuero. En el tapiz de Bayeux se contemplan también escudos
ovalados y con un pico hacia abajo, pero por lo visto este tipo de escudo era
privativo de la caballería normanda. Los escudos redondos vikingos
llevaban en el medio una abolladura de hierro para proteger la mano que
por dentro lo sostenía. Solían estar pintados con vivos colores. Los sesenta
y cuatro escudos, por ejemplo, de la dotación del barco de Gokstad estaban
cubiertos alternativamente de amarillo y de negro.
Los cascos eran, lo mismo que las espadas, prendas costosas, y por este
motivo estaban reservados para los reyes y los caudillos. Por regla general
eran de cuero y copiaban modelos probablemente orientales. Por el
contrario, los cascos de forma cónica que llevaron a Inglaterra los guerreros
normandos parecen copiados de los cascos góticos de los francos.
Los bordados de Bayeux también muestran las armaduras utilizadas por
los normandos, a base de anillos de hierro entretejidos. Terminaban en una
caperuza de cuero, y los grandes señores de la guerra llevaban esa coraza
hasta el nacimiento de las piernas. En los tapices de la reina de Oseberg
aparecen corazas pintadas de blanco que cubrían todo el cuerpo. Pero estos
vestidos de hierro debían ser muy raros, porque sus portadores se veían
condenados casi a la inmovilidad.
A finales de esta época, los jinetes llevaban también coraza en las
piernas en forma de polainas que se ataban detrás de la pantorrilla. Tanto
esta coraza como los estribos y las espuelas eran de inspiración oriental.
Semejantes detalles confirman la impresión de que los pueblos nórdicos se
inclinaron siempre por las cosas prácticas. Por eso, Almgren opina que sus
éxitos guerreros deben atribuirse, entre otros motivos, a que «en su equipo
de combate prescindieron de todas las viejas tradiciones farragosas e
inútiles, y los sustituyeron por elementos funcionales que ellos mismos
desarrollaron de otra manera». Así, sus armas, a pesar de lo mucho que este
pueblo gustaba de los adornos, eran producto del más puro sentido
funcional. El tapiz de Bayeux registra su eficacia con un realismo
sorprendente.
Los grandes ejércitos vikingos llevaban enseñas de campaña, casi
siempre banderas blancas con imágenes de animales y otros emblemas
terroríficos, de los que se esperaba un efecto desmoralizador sobre el
adversario. Que el deseado efecto de horror se conseguía a menudo lo
demuestran las alusiones de los autores de los anales fuldenses sobre los
signa horribilia de las bandas anticristianas. En los estandartes de Ragnar
Lodbrok campeaban, bordados por la propia hija del rey, los negros cuervos
de Odín y, en Hastings, sobre las fuerzas invasoras normandas ondeaban
diabólicamente al viento demacradas figuras de dragón.
También formaban parte del campo de la guerra psicológica las
trompetas de bronce que anunciaban con lúgubres tonos el comienzo de un
combate. Asimismo el terrible grito de guerra de los vikingos parece haber
desalentado prematuramente a muchos adversarios. En todo caso, a los
cronistas eclesiásticos se les erizan visiblemente las plumas cuando, desde
la tranquilidad de sus celdas, describen el furioso aullido de lobo con que
los bandidos nórdicos subrayan sus acciones agresivas cuando se lanzan
como posesos contra sus adversarios.

«Gente como bestias.» La palabra berserker ha entrado en el lenguaje usual


alemán como un sinónimo altamente expresivo de sanguinario, colérico o
impetuoso, y se ha olvidado su procedencia del nórdico berserksgangr, esto
es, piel de oso. Los berserker desempeñan en la saga de Islandia un papel
sombrío, misterioso y espectral: seres que cuando sobreviene la noche
adoptan la figura de animales e, invulnerables, indomables y feroces,
recorren bosques y prados, asaltan las casas de los buenos campesinos,
acechan el interior de los hogares, violan a doncellas y obran mal durante
toda la noche hasta que al amanecer vuelven a transformarse en hombres
inofensivos y bondadosos.
Parece que grupos con personas de esta calaña se dieron también en la
realidad: gentuza vagabunda que rehuía la luz y vivía del robo, del crimen y
de la opresión, gente antisocial y marginada, capaz de todas las felonías y
crueldades, forajidos islandeses, si se les quiere llamar así.
Asimismo los guerreros vikingos se conducían la mayoría de las veces
como berserker, como «furiosos bravucones medio enloquecidos» que,
cuando les entraba el arrebato, cometían barbaridades sin cuento. Según
Snorri —el padre de la poesía islandesa ya describe a los berserker en su
saga Ingling, aunque dándoles cierto carácter mitológico—, estos hombres
«se lanzaban al combate sin armadura, rabiosos como perros o lobos,
pegaban mordiscos a sus escudos y se mostraban fuertes como osos o toros,
atacaban a diestro y siniestro, y ni el fuego ni el hierro podían detenerlos».
Investigadores recientes consideran posible que los berserker vikingos
consiguieron ese estado artificialmente, quizás ingiriendo hongos que
contienen un veneno que ataca los nervios, la muscarina, droga alucinógena
que causa los mismos efectos que el LSD. Pero con droga o sin ella, todo
vikingo era un poco berserker. Los forajidos de que hemos hablado eran,
como opina Karl Bosl, uno de los estratos de la sociedad nórdica y en
ninguna parte podían desahogar mejor sus inclinaciones agresivas que en
las campañas de rapiña y de guerra.
Los bardos y los autores de sagas islandeses han aprovechado todas las
oportunidades para describir entusiásticamente los estallidos de cólera
propios de los berserker. Por ejemplo, en la Heimskringla, se cuenta que el
rey Harald Haarderaade fue presa en la batalla del puente Stamford por una
cólera tal, «que empujaba a los suyos, levantándolos con ambas manos y,
sin casco ni armadura, hacía correr a todos los que se encontraban en sus
proximidades». Horas más tarde, después que una flecha hubo herido
mortalmente al rey Harald, los seguidores del noruego Eystein Orri se
lanzaron al combate y, por cierto, con tal ímpetu, «que mientras podían
mantenerse en pie, ni siquiera se protegían con sus escudos». Finalmente se
despojaron incluso de sus cotas de malla, de forma que los ingleses podían
matarlos sin la menor dificultad. «Muchos cayeron agotados y murieron sin
recibir ninguna herida.»
El estado de berserker en los pueblos nórdicos (extremado salvajismo,
sangrienta embriaguez suicida, éxtasis furioso y derrumbamiento total) se
manifestaba también en la inconcebible crueldad con que hacían la guerra.
Las fuentes contemporáneas están llenas de protocolos sobre actos de una
espantosa brutalidad que quizá los monjes han desorbitado, pero que, sin
duda, no han inventado.
Cuando los merodeadores nórdicos, marítimos y fluviales, asaltaron
Nantes el día de San Juan de 834, «realizaron una horrorosa matanza de
hombres y mujeres, un insensato baño de sangre, y arrojaban a los recién
nacidos, como si fueran pelotas, contra las picas». Ragnar Lodbrok, junto a
Olav Tryggvason, el más admirado solista de la épica nórdica, hizo dar
muerte, en 845, en Carolivenna, a unos veinte kilómetros delante de
St. Denis, en una isla del Sena, a ciento once prisioneros, ante los aterrados
ojos de los francos. Si bien algunos años más tarde el rey Ella de
Northumberland eliminó a Ragnar Lodbrok por medio de serpientes
venenosas, sus hijos lo vengaron cuando, después de hacer prisionero a
Ella, ordenaron que le abriesen el pecho con hierros al rojo y que le
arrancasen los pulmones.
También el maestro Adam ha estudiado el tema de la crueldad de los
vikingos de un modo concienzudo. Cuenta, por ejemplo, que el rey del mar
Ivar Lodbrokson, enfurecido contra el monje sajón Edmundo, primero lo
hizo azotar, luego mandó decapitarlo y dispuso que el cadáver fuese
entregado a perros hambrientos. En el verano de 994, una fuerza
combatiente danesa que había avanzado hasta Stade, junto al Elba, cortó a
los prisioneros las manos y los pies, las orejas y las narices. Entre los así
mutilados, según informa Adam, se encontraban «varios nobles señores que
para deshonor del Imperio y espectáculo doloroso para todo el mundo,
siguieron con vida aún largo tiempo». Que en los bosques y en las estepas
del Este ocurría de modo parecido, lo indica una frase de Ibn Fadlan.
Llamaba a los espantosos hombres del Norte, «gente como bestias».

El «féretro troyano» de Luna. Pero las crónicas de aquellos tiempos no sólo


contienen lamentaciones sobre la crueldad de los guerreros nórdicos, sino
también de su perfidia. Los escritos nórdicos confirman lo justificado de
estas quejas. Los autores de sagas y los historiadores atestiguan, sin lugar a
dudas, de que las estratagemas y las emboscadas gozaban de tanto prestigio
como la fría brutalidad o la locura combativa de los berserker.
El deán Dudo de St. Quentin dedicó a la toma de Luna, junto a la
desembocadura del Magra, al sur del golfo de La Spezia, un detallado relato
que, como ninguna otra fuente, sin exceptuar los furiosos escritos de los
cronistas eclesiásticos, muestra la absoluta inmoralidad con que hacían la
guerra los vikingos. He aquí los pasajes más importantes de su informe en
el que un féretro representa el papel de caballo de Troya:
«Los jefes de la ciudad de Luna, asustados por la terrible e inminente
amenaza del ataque, armaron a toda prisa a los ciudadanos, y Hasting, el
comandante de las fuerzas navales enemigas, comprendió que la ciudad no
podría tomarse con el poder de las armas. Entonces se le ocurrió una
estratagema: envió una embajada al conde y al obispo de la ciudad, y el
mensajero, conducido que fue ante los dignatarios, declaró lo siguiente:
»“Hasting, el duque de los daneses, y todos los que con él han salido de
Dinamarca, os envían sus saludos. Vosotros no ignoráis que, errando por el
mar tempestuoso, hemos llegado al reino de los francos. Hemos penetrado
en él y, en muchas batallas contra los pueblos francos, hemos sometido su
país al imperio de nuestro jefe. Después de haber completado la
dominación, queríamos volver a nuestro país natal. Pero al emprender viaje
hacia el Norte, hemos tropezado con vientos contrarios del Poniente y del
Sur y por eso, contra nuestra voluntad y por pura necesidad hemos arribado
a vuestras costas. Os rogamos que nos concedáis la paz y que nos vendáis
víveres. Nuestro duque está enfermo. Aquejado de dolores, desea recibir de
vosotros el bautismo y si, consumido por la debilidad, tuviese que morir
antes, suplica a vuestra piedad y misericordia que le concedáis una
sepultura en la ciudad.” A lo que el obispo y el conde contestaron:
“Concertamos con vosotros una paz eterna y bautizaremos como cristiano a
vuestro duque. Os permitimos comprar lo que queráis.” Se concertó, por
tanto, un tratado de paz y se inició un activo comercio entre los cristianos y
los paganos infieles.
»El obispo preparó la pila bautismal, bendijo el agua e hizo encender los
cirios. El alevoso Hasting fue transportado a la ciudad, lo metieron en el
agua, recibió el bautismo y volvieron a llevarlo al barco, gravemente
enfermo. Allí llamó a sus pícaros y les comunicó el horroroso plan secreto
que había maquinado: “La próxima noche diréis al obispo y al conde que he
muerto y, entre lágrimas, les comunicaréis que he pedido que me entierren
en su ciudad. Como recompensa, les prometeréis mi espada y mi brida y
todo lo que me pertenece.”
»Dicho y hecho. Lamentándose, los hombres del Norte fueron a los
señores de la ciudad…, volvieron y anunciaron el éxito de su engaño.
Hasting convocó, lleno de alegría, a los caudillos de sus distintas tribus y
les dijo: «Ahora hacedme a toda prisa un ataúd y metedme dentro como si
estuviera muerto, pero poned mis armas junto a mí, y vosotros colocaos
alrededor como dolientes. Los demás, en las calles, en el campamento y en
los barcos dejarán oír sus lamentaciones.
»Esta orden fue ejecutada al pie de la letra. Los gritos de dolor de los
hombres del Norte resonaban por doquier mientras en la ciudad el doblar de
las campanas llamaba al pueblo a la iglesia… Entre cristianos y hombres
del Norte, llevaron a Hasting desde la puerta de la ciudad hasta el
monasterio donde la tumba está preparada. Entonces, el obispo empieza a
celebrar solemnemente la misa y el pueblo escucha con recogimiento los
cantos del coro. De pronto, los hombres del Norte se acercan al féretro y
gritan que el duque no debe ser enterrado. Como fulminados por el rayo, los
cristianos se quedan inmóviles. De improviso salta Hasting del ataúd, saca
de la vaina la deslumbrante espada y mata al desgraciado obispo y también
al conde.
»Los hombres del Norte cierran rápidamente las puertas de la iglesia y
entonces realizan una cruel carnicería entre los cristianos indefensos. Luego
se lanzan a las calles y matan a todos los que se les resisten. También la
gente de los barcos irrumpe por las puertas de la ciudad y se une a la furiosa
lucha. Terminan por fin el sangriento trabajo; el pueblo cristiano ha sido
casi completamente aniquilado. A los que quedan con vida, los cargan de
cadenas y los llevan a los barcos.»
¿Una leyenda? ¿Una fábula macabra? ¿El producto de la fantasía de un
cronista eclesiástico? Seguramente la conquista de Luna no se desarrolló
del modo como la cuenta Dudo. Pero se sabe que la exposición del deán de
St. Quentin descansaba en una tradición oral muy extendida y que, además
de él, seis autores de su época han referido de modo semejante la toma de
Luna.
También la Crónica de Néstor habla de tretas parecidas. Un caudillo
nórdico llamado Helgi, pariente de Rurik, cuando acampó a las puertas de
Kiev, ocultó a sus guerreros en los barcos; luego, cuando se acercaron los
primeros curiosos, «se hicieron pasar por comerciantes», los atrajeron a
campo abierto y los mataron. Del mismo modo se comportó Harald
Haarderaade ante los muros de una ciudad siciliana. El normando Robert
Guiscard («el Zorro») se introdujo con una comitiva fúnebre y un féretro
lleno de espadas en el recinto de un convento calabrés.
Probablemente, opina Strasser, semejantes triquiñuelas formaban parte
del repertorio táctico de un «astuto ejército vikingo» desde la estratagema
de Hasting en la toma de Luna.
Fuera como fuese, la fidelidad a los convenios concertados con el
enemigo no formaba parte de las virtudes practicadas por los guerreros
nórdicos. Les parecía que tenían perfecto derecho de volverse atrás de todas
sus promesas. La falta de escrúpulos era un ingrediente de su moral militar
que ensalzaba sin remordimientos de conciencia no sólo el derecho del más
fuerte, sino también del más astuto. Cuando en 845 levantaron el asedio de
París después de recibir siete mil libras de plata, juraron con toda
solemnidad no volver a atacar al imperio franco. Pero ya en el regreso a su
patria quebrantaron este juramento que habían prestado sobre sus armas, su
posesión más sagrada.

Lobos y perros pastores. Pero, con la conciencia tranquila, los historiadores


militares pueden ensalzar, libres de consideraciones morales, las buenas
cualidades de los soldados que formaban los ejércitos vikingos. Alaban no
sólo las cualidades que se designan con palabras tales como valor, dominio
de sí mismo o desprecio a la muerte, sino que también aprecian la disciplina
y la capacidad de organización de los ejércitos vikingos: la aptitud para la
subordinación y la facultad de estructurar un sistema jerárquico de mando.
Ya Tácito había destacado la lealtad del guerrero germánico, lealtad que
crece en el terreno mítico de la fidelidad a los compañeros de armas.
Sabemos por él que señor y séquito competían en la batalla por conseguir el
premio al valor; indeleble vergüenza caía sobre aquel que, tras la muerte del
señor, se alejaba del combate; el señor luchaba por la victoria, los soldados
por el señor. Delbrück lo ha expresado algo prosaicamente en su historia de
la guerra: la alegría de la lucha dominaba de tal modo a los pueblos
germánicos, que estaban dispuestos en todo momento «a combatir por
cualquier fin». Amaban la guerra por la guerra misma, y para ellos el non
plus ultra del guerrear era la lucha del hombre contra el hombre, la alegría
de «en primera línea, a la vista de todos, pelear por su cuenta».
Esta característica fundamental de la locura bélica germánica, que en la
época de los vikingos aún no había perdido nada de su ímpetu arrollador, no
produjo jamás ni un César ni un Aníbal. Los bardos prefieren cantar un
ataque furioso que abre claros en las filas enemigas como una guadaña en
un campo de trigo. En realidad, los francos y los anglosajones, los
escoceses y los irlandeses, aparte el infierno y la condenación eterna, no
había nada que temiesen tanto como aquellas embestidas aniquiladoras que,
desde luego, no siempre resultaban inocuas para los atacantes. A menudo su
arranque (o su sed nunca aplacada de botín) los llevaba tan lejos de sus
propias tropas, que de pronto se encontraban ante una superioridad
aplastante de enemigos. De este modo, muchos vikingos fueron víctimas de
su temperamento.
En la defensa formaban, como siglos más tarde los campesinos suizos,
un erizo de lanzas y escudos: una fortaleza viviente y llena de pinchos,
inexpugnable todo el tiempo que conservaban esa formación. En cuanto en
semejante muralla de escudos se abría una brecha, todo se hundía
rápidamente. Entonces la lucha se desarrollaba en combates aislados en los
que, por lo general, los guerreros vikingos quedaban aplastados por sus
enemigos, muy superiores en número.
Por consiguiente, tanto en el ataque como en la defensa, en muchas
batallas tenían que pagar un alto tributo de sangre.
¿Es menester recalcar que en esta forma arcaica de llevar la guerra no
había sitio alguno para una ordenada organización sanitaria? Sin embargo,
parece que existieron puntos de reunión o concentración para los heridos.
Snorri cuenta que el bardo Thormod, gravemente herido, se arrastró hasta
una choza donde una anciana se dedicaba a vendar a los heridos. Sobre el
suelo de la choza —el lazareto improvisado en un granero, como dice
Brondsted— ardía un fuego en el que se calentaba, en un gran caldero, agua
para lavar las heridas. Además, en una marmita de piedra tenía preparada
una pasta de puerros y cebollas, con la que alimentaba a los héroes heridos.
De este modo trataba de comprobar si una herida era leve o mortal.
«Porque se creía que las heridas por cuyas bocas se percibía el olor de la
cebolla, eran heridas incurables», idea que probablemente tenía algo que
ver con experiencias de heridas en el vientre. Pero estos tratamientos, ya
que la terapia consistía apenas en aplicaciones de agua fría o caliente o en
los conocimientos que pudieran tener pastores o mujeres herbolarias, no es
probable que sirvieran de mucho. Normalmente, una herida grave debía
tener como fin una muerte dolorosísima. También los largos períodos de
hambre y las epidemias (como la peste que en 845 asoló a una flota de los
vikingos durante el regreso a la patria) parece que exigían incontables
víctimas… Pero en las filas adversarias ocurría otro tanto.
Además, los jefes vikingos estaban de sobra a la altura de su cometido.
Sus unidades eran muy superiores a las del adversario no sólo gracias a su
inteligente táctica de guerrillas, sino a lo eficaz de la organización. Con
asombro, dice Strasser, por ejemplo, que «con la mayor naturalidad
combinaban la flota y el ejército en operaciones comunes, como si fuesen
dos brazos del mismo cuerpo».
Pronto aprendieron también el difícil arte del asedio. Ya a mediados del
siglo IX dominaban tanto la técnica de las obras de zapa como la del ataque
con arietes y catapultas. Delante de París, en 885-86 colocaron muros
protectores transportables análogos a las vineae romanas. Allí construyeron
un ariete triple de un tipo nuevo, pero que (como sabemos por Abbo) quedó
inacabado por la prematura muerte de su inventor.
También en el siglo IX alcanzaron, al parecer sin dificultades, la fusión
de pequeñas agrupaciones rivales para organizar ejércitos que operasen
conjuntamente. Después de la temprana invasión de Frisia por el rey
Göttrik, en la que desembarcaron 10.000 hombres, se formó en Escocia
durante los años sesenta el primer «gran ejército» que abarcaba más de
20.000 guerreros. El ejército que sitió a París en 885-86 se componía, según
cálculos dignos de crédito, de unos 30.000 combatientes (los cronistas
francos hablan de pugiles). Semejantes logros son tanto más alabados por
los historiadores militares cuanto que estos grandes ejércitos actuaban sin
contacto firme con la patria, sin fábricas de armas, sin aparato de
aprovisionamiento, y, a pesar de eso, se adentraban profundamente en el
territorio del adversario.
Este modo de actuar presupone una eficasísima organización y una
jerarquía de mando basada en una rígida disciplina.
La doble naturaleza de los pueblos nórdicos, que oscilaba entre la
embriaguez y la extremada sobriedad, imprimía también su sello en la
manera de los vikingos de conducir la guerra. Bajo las férreas manos de sus
señores, acostumbrados a mandar, los lobos se transformaban en obedientes
perros pastores. Por individualistas que fuesen se sometían sin rechistar al
yugo de lo colectivo. Fanáticos de la igualdad, se plegaban a las órdenes de
los superiores. Como se expresa en el frío protocolo de Adam: «En su
patria, todos propugnan la igualdad, pero, cuando entran en combate,
prestan una obediencia inquebrantable al rey.»
Incluso poseían reducidas bandas que operaban independientemente,
pero que, según Walther Vogel, constituían «una rígida organización». Los
jefes de las mismas no sentían escrúpulos al castigar implacablemente las
más pequeñas transgresiones contra las leyes no escritas de la disciplina.
Cuando en 861, en St. Omer, cuentan los Annales Bertiniani, unos
guerreros vikingos sustrajeron algunos objetos del saqueado tesoro de una
iglesia, fueron juzgados sumarísimamente y ahorcados.
La predisposición para someterse al mando de uno más fuerte
caracteriza la muy marcada jerarquía del mando. El primer «gran ejército»
de Escocia obedecía las órdenes de ocho reyes, que, por lo que parece,
dependían de uno solo. A los ocho reyes estaban sometidos veinte jarls, y
de cada jarl dependían mil guerreros aproximadamente. Por debajo de los
jarls estaban los caudillos, que, por lo general, mandaban a unos cien
hombres (en el mar, uno o dos barcos).
La división de la patria en distritos y en centenas correspondía a la
estructura de mando en la guerra. La concepción nórdica de las estirpes y de
las familias se trasladaba con la mayor naturalidad a la organización de los
ejércitos vikingos. Con sorprendente éxito, el orden oligárquico (sólo
aparentemente democrático) «de casa» se conservó también «en el exterior»
casi durante dos siglos.
Pero en las postrimerías de la época de los vikingos ya no bastó con eso.
El núcleo de los poderosos ejércitos con los que Sven Barba de Tenedor y
Canuto el Grande conquistaron Inglaterra estaba formado por tropas
regulares y cuadros de mercenarios perfectamente instruidos. Su proeza
máxima la constituyen los imponentes campamentos militares de la época
del gran reino danés.

De la fortificación danesa a Trelleborg. Los vikingos gozaban fama de ser


expertos constructores de murallas y baluartes. La literatura antigua
también se vuelca en desmedida admiración respecto a este tema. Y habla
de la fortificación danesa, el más amplio sistema de murallas entre Schlei y
Treene, cuya parte más antigua se erigió en el reinado de Göttrik. La
describe entusiásticamente como una obra maestra del arte nórdico de la
fortificación a pesar de que se trata de poco más que una señalización
fronteriza.
Tampoco fuera de Escandinavia han ahorrado los ditirambos al juzgar
las viejas murallas construidas durante los siglos de los asaltos vikingos.
Strasser alaba, por ejemplo, los baluartes irlandeses de Limerick, Cork y
Waterford, «nidos de halcones en los acantilados, desde los cuales se
domina una amplísima extensión del mar» y los fuertes de Lincoln,
Nottingham, Stamford, Derby y Leicester que «como torres en un tablero de
ajedrez» dominan el paisaje que se extiende a los pies de Mercia.
Pero la investigación más reciente se muestra bastante escéptica.
Brondsted pone en guardia contra amontonamientos de tierra «en los que no
ha habido hallazgos de objetos que permitan conjeturar una edad» sin que,
además, existan datos escritos respecto a tal extremo. En su opinión, los
muchos burks, camps y dykes que casi siempre están ligados
lingüísticamente con los daneses «guardan gran oscuridad respecto a sus
orígenes».
Incluso las excavaciones conjuntas sueco-danesas realizadas durante
1951-52 en el Hague Dike (dique de La Haya), muralla de tierra que cruza
de Este a Oeste la península de Cotentin, en Normandía, dejan sin respuesta
la pregunta más importante. Cierto que los hallazgos señalan sin duda
alguna la función militar del Landspitzendeiches (dique de la punta de
tierra). (Los excavadores descubrieron entre otras cosas restos de incendios
atribuibles quizás a grandes fuegos empleados en largas zanjas como medio
de defensa); la instalación olía a nórdico, pero no se encontró ningún objeto
susceptible de poder aventurar una fecha. El trabajo acabó con un resignado
«Puede ser y puede no ser».
Además, las amplias y cuidadosas excavaciones realizadas en las
instalaciones militares danesas demostraron rotundamente que tres de ellas,
Trelleborg, Fyrkat y Nonnebakken, surgieron en el último decenio del
siglo X, en tanto que la cuarta, Aggesborg, procede de la primera mitad del
siglo XI. Más detenidamente se estudió desde 1934 hasta 1941 la instalación
de Trelleborg, en la Seeland occidental (luego, lo mismo que había ocurrido
con el oppidum, plaza fortificada, celta de Manching, junto a Ingolstadt,
surgió el plan de convertir la muralla en un velódromo). He aquí, en
síntesis, los resultados:
La fortificación de Trelleborg, compuesta de explanada y castillo, ocupa
unas siete hectáreas de terreno y originariamente estaba en una ancha
lengua de tierra entre las desembocaduras de dos ríos que llevaban sus
aguas a un lago continental rico en enseñadas. Existía así un enlace
navegable con el Gran Belt distante unos tres kilómetros. Por consiguiente,
los barcos de la fortificación una vez fondeados quedaban a la vista de los
hombres de la guarnición.
Actualmente al castillo lo rodea una muralla circular de 6 metros de altura y
de 17 metros de anchura en la base. Al principio estaba cubierta, por fuera y
por dentro, con empalizadas. Además, en la parte exterior se encontraba un
murete, revestido de troncos, que probablemente servía de primera posición
defensiva. La muralla circular se interrumpía en la dirección de los cuatro
puntos cardinales por sendas puertas cuyos batientes de madera podían
cerrarse. Estas aberturas estaban techadas por tablas cubiertas de arcilla que
descansaban a ambos lados sobre pilas de piedras de 6 metros de anchura.
De las cuatro puertas salían dos carreteras de madera que se cruzaban en
el centro del campamento. Un camino afirmado con troncos de árboles
inundaba la parte interior de la muralla. Las carreteras de madera dividían el
espacio interior en cuatro grandes sectores. En cada uno de estos sectores
había cuatro casas de corte elipsoidal alrededor de un patio abierto y
dispuestas en cuadrado.
La muralla principal estaba asegurada en tres de sus lados por arroyos y
pantanos. La parte de tierra se hallaba protegida por una fosa de 17 a 18
metros de anchura y 4 metros de profundidad, surcada por dos puentes.
Delante, en otra línea circular, había una segunda muralla de tierra
igualmente fortificada con zanjas que por el lado del Este se torcían en
ángulo recto alrededor de un cementerio. Entre la muralla circular y la
muralla exterior, en el terreno de la explanada, había otras quince casas,
trece de ellas colocadas como barcos firmemente anclados por la parte
interior de la fortificación exterior.
La medida tomada como unidad por el jefe de las excavaciones, Poul
Norlund, representaba 29’33 centímetros (que se aproxima al clásico pie
romano en una diferencia de 2’5 milímetros). Esa medida entraba en las
más diversas combinaciones e igualdades. El radio interior desde el centro
hasta la muralla mecha 234 pies y lo mismo la distancia desde las fosas
interiores a las exteriores; el radio desde el centro hasta la fachada de la fila
exterior de casas es dos veces 234 pies. Las casas del castillo tenían 100
pies de longitud, las de la explanada 90. La anchura de la muralla circular
era exactamente de 60 pies.
Por tanto, una instalación rigurosamente geométrica y cuyo riguroso
orden militar sólo se veía alterado por pequeñas garitas de centinelas. Un
concienzudo trabajo de geómetras que antes de la excavación Trelleborg
nadie habría creído posible en el Norte vikingo. Como dice Oxenstierna,
«allí trabajaron, marcaron, aplanaron y alisaron con niveles y líneas de mira
arquitectos y agrimensores, hasta que todas las líneas encajaron con la
exactitud de un cabello».
Para construir 31 refugios: 8.000 árboles. También las casas de Trelleborg
revelan el espíritu de un «celo burocrático», que aquí puso manos a la obra
de un modo asombroso. Eran producciones en serie, intercambiables y, por
lo que sabemos, congruentes en todos los detalles, con la única diferencia
de que los cuarteles de la explanada eran diez pies más cortos. Los
excavadores han calculado que para construir los 31 refugios se necesitaron
unos 8.000 árboles ya bien crecidos.
A pesar de que los arqueólogos sólo podían señalar los agujeros de las
pilastras, Norlund y su colaborador Schultz se arriesgaron a realizar la
reconstrucción de un cuartel Trelleborg. Dos cajitas de adorno del tesoro
catedralicio de Bamberg y Kammin —ambas en forma de casas de paredes
longitudinales elípticamente curvadas y con las paredes de la fachada rectas
— proporcionaron una ayuda valiosa. También supuso una buena
aportación de material útil para comparar la serie de lápidas sepulcrales
vikingas del norte de Inglaterra, las llamadas hog-backs, tan
cuidadosamente esculpidas, que incluso se ven las tejas.
El cuartel Trelleborg establecido con arreglo a semejantes modelos
queda dividido en tres estancias: una gran sala central que ocupa tres
quintas partes del total del espacio disponible, y dos habitaciones pequeñas
a cada una de las cuales corresponde una quinta parte de la casa. El refugio
tiene cuatro puertas: dos en la fachada y dos en las paredes laterales de la
gran sala central. Estas dos últimas puertas estaban colocadas
asimétricamente, en diagonal. Probablemente las habitaciones de la fachada
servían de cuartos de víveres y la sala central se utilizaba como sala de
estar, vivienda y dormitorio. En el centro de la casa, calculado con exactitud
geométrica, estaba el fuego, en un espacio cuadrado rodeado de piedras. En
los bancos colocados junto a las paredes largas podían sentarse unos
cincuenta hombres. Esto hace suponer que cada una de aquellas casas servía
como cuartel de la tripulación de un barco.
Ya durante la excavación, a los científicos daneses les llamaron la
atención las hileras de postes que, con un metro de distancia entre sí, se
extendían a lo largo de las paredes de los cuarteles, paredes que —por cierto
— estaban curvadas hacia fuera como los costados de un barco. El
descubrimiento originó interminables discusiones que al fin degeneraron en
una viva disputa científica, al opinar Norlund y Schultz que aquellos postes
de Trelleborg habían servido para sostener una galería cubierta. Según Olaf
Olsen, los censuradores «consideraron que tal construcción exterior hubiera
sido demasiado importante para la relativa utilidad que una galería podía
tener para semejante edificio». Asimismo combatieron la suposición de
Norlund de que las paredes habían estado hincadas en la tierra.
Que estos últimos eran quienes tenían la razón, lo demostraron años
más tarde las excavaciones realizadas en el campamento Fyrkat junto a
Hobro, en el lado Kattegat de la Jutlandia del Norte. Porque en Fyrkat se
comprobó que las pilastras exteriores de las casas —que se parecían de un
modo sorprendente a las de Trelleborg— no habían estado verticales, sino
oblicuas, con un ángulo de inclinación de unos 70°. Además, los restos de
las pilastras dejaban apreciar que las vigas exteriores de apoyo estaban
cortadas en forma de planchas y que «por su lado ancho estuvieron
colocadas contra la pared de la casa y que incluso posiblemente eran
idénticas a los cabrios». Por tanto no habían soportado galería alguna, sino
descargado a las paredes de la presión del tejado.
Cuando los investigadores daneses volvieron, una vez más, en 1965-67,
después de la excavación de Fyrkat, a Trelleborg, pudieron comprobar que
también allí «los agujeros de las pilastras exteriores tenían una ligera
dirección oblicua» y, lo más probable, habían sostenido un tejado
marcadamente inclinado. La ventaja de semejante construcción estribaba en
que permitía emplear maderas muchísimo más delgadas. Ahorrar madera
para empresas costosas como las instalaciones militares, que, a buen seguro,
se estaban construyendo en varios sitios a la vez, era uno de los cometidos
más importantes que debía resolver el maestro de obras responsable.
En su corta exposición sobre estas instalaciones militares, Olaf Olsen
emite un juicio extraordinariamente positivo: «La casa Trelleborg copia su
forma, y seguramente también la mayor parte de sus características de
construcción, de la habitual casa larga de la época de los vikingos. Pero con
su rígida forma geométrica, la exactitud de la ejecución y, no por último, su
audaz aprovechamiento de la madera de construcción, constituye un
edificio con valor propio. El maestro de obras de aquella fortificación no
sólo conocía el monumental arte arquitectónico nórdico de su tiempo, sino
que también era capaz de ennoblecer la casa larga. No tenemos la menor
idea de quién era y tampoco puede sospecharse de dónde procedía, pero
este anónimo maestro tiene derecho a un puesto de honor en la historia de la
arquitectura danesa.»
Por lo demás, el campamento Fyrkat se mostraba como pariente
próximo de la fortificación Trelleborg. El aire de familia era innegable.
Fyrkat también estaba situado en una península, al amparo de arroyos y
pantanos, y tenía un acceso al mar. La muralla, con un diámetro de 120
metros, era tan circular como la de Trelleborg. Las cuatro puertas, «a modo
de túneles, cuadrangulares, con cañas revestidas de madera», se abrían a las
cuatro direcciones de los puntos cardinales, y dentro del recinto amurallado
había, junto a calles pavimentadas con palos alrededor de patios abiertos,
dieciséis refugios con los flancos arqueados hacia fuera como el costado de
un barco. Pero el campamento Fyrkat no tenía explanada, la muralla era un
metro más baja, las casas medían cuatro pies menos y en tres patios había
pequeños edificios de función desconocida. Todo lo demás mostraba la
misma mano; no era menester esforzarse mucho para identificar a Fyrkart
como hermano en el tiempo de la fortificación Trelleborg.
La tercera de las grandes instalaciones militares danesas era Nonnebakken,
junto a Odense, estudiada a finales de los años cincuenta, sólo que durante
un período más breve, porque ya los primeros cortes de prueba mostraron
con bastante seguridad que también se trataba de una de esas notables
guarniciones redondas de la época de los vikingos y sobre cuya procedencia
existen aún muchos enigmas. También el fuerte de Aggersborg junto a la
orilla norte del fiordo de Lin, donde se hicieron excavaciones a finales de
los años cuarenta, pertenecía a este tipo de campamentos de muralla
circular con grandes casas agrupadas en cuadrados, pero su diámetro
interior era 407 pies mayor.
En consecuencia, la construcción interior también se mostraba mucho
más rica y diferenciada. La muralla circular de Aggersborg ceñía a no
menos de 48 cuarteles que se dividían en 12 bloques de 4 casas cada uno.
Los agujeros de las pilastras de los refugios de 110 pies de longitud
revelaban la misma distribución del interior, pero los lados de las fachadas
eran algo más anchos y las paredes marginales estaban menos arqueadas.
Además probablemente no estaban hechas de planchas unidas entre sí, sino
de mimbre trenzado y revestidas de arcilla.
Pero estas diferencias de la norma no revelan mucho. También este
campamento, algunos decenios más joven, como ya se ha dicho, este super
Trelleborg, confirmaba la impresión general. Un sistema rígido de
construcción. Una precisión matemática. Un refinado aprovechamiento del
espacio, una respetable capacidad técnica, sobre todo en la construcción de
casas. Y una funcionalidad que cabe relacionarla sin duda alguna con la
finalidad racional de un campamento militar romano.

Soldados profesionales y legionarios extranjeros. Estas instalaciones


militares presuponen de modo concluyente un poder central soberano, una
voluntad de mando altamente desarrollada y un poder ejecutivo lleno de
eficacia. Es indudable que Dinamarca fue un estado rígidamente organizado
bajo los reyes Sven Barba de Tenedor y Canuto el Grande.
También se adivina fácilmente la función de estos campamentos. Eran
castillos fuertes para el propio país, que representaban el poder y el
prestigio de los reyes aunque éstos se encontraran empeñados en campañas
bélicas. De este modo amortiguaban el cantonalismo de caudillos
levantiscos y ansiosos de aventuras. Por lo demás, servían como centros de
preparación para acciones militares, entre las cuales, es de suponer,
figuraban en lugar preferente las constantes invasiones de Inglaterra.
Por lo que cabe suponer, en estos campamentos los soberanos del gran
reino danés reunían sus tropas, las armaban y las instruían. La masa de estas
tropas procedía de la población propia, que, por el deber de vasallaje, estaba
sometida a una especie de servicio militar obligatorio. Si bien sólo de los
tiempos de Waldemar el Victorioso (1202-1241) se conoce una orden por
escrito de servicio bajo las armas, sus disposiciones más importantes debían
regir ya en el reinado de Canuto. Además, de cada tres propietarios libres,
uno estaba obligado a aportar sus hombres al servicio militar.
De uno de ellos sabemos incluso su nombre. Se llamaba Erik, era un
«valiente guerrero» y, en 983, encontró la muerte, como combatiente danés,
en el asedio de Haithabu. Thorulf, un seguidor de Sven Barba de Tenedor,
mereció ser recordado en una piedra rúnica.
Pero los reyes del imperio danés del mar del Norte también empleaban a
mercenarios: ante todo a soldados profesionales de Suecia, como se registra
en las piedras rúnicas. Los pertenecientes a esta legión extranjera no servían
sólo, como en Bizancio, en la guardia personal del rey, sino que
probablemente también formaban los cuadros de las tropas de reserva
estacionadas en campamentos vikingos.
Que se trataba de guarniciones fijas lo ha demostrado el cementerio del
campamento de Trelleborg. Los excavadores encontraron allí, además de las
tumbas que esperaban de guerreros, las de niños y mujeres con las
correspondientes ruecas e instrumentos de tejer. De ahí se deduce que los
familiares de la guarnición debían vivir en las inmediaciones de tales
fortalezas. Los inventarios de los objetos hallados registran herramientas de
herrero, rejas de arado, hoces y hojas de guadaña. Esto permite deducir que
la tropa poseía fábricas de armas y cultivaba los campos adyacentes.
Tales hallazgos muestran una clara tendencia a un ejército profesional,
compuesto ya no por «combatientes vikingos de temporada» y bandas de
piratas, sino por unidades militares fuertes y eficaces. Los profanadores,
diablos, asesinos, saqueadores y monstruos, como motejaban los monjes
cronistas a los guerreros nórdicos, se han convertido en soldados.
Probablemente nunca podrá determinarse con exactitud hasta qué punto
se debe esta transformación a experiencias y estímulos «llegados de fuera»,
o bien a la propia capacidad. Que existía una aptitud, es cosa que hoy ya no
se discute, sobre todo en vista de que la labor científica de los últimos
decenios ha demostrado, cada vez con mayor claridad, las dotes de
organización de que los vikingos dieron prueba, también, en la vida
económica de sus tiempos.
Estos guerreros, los más furiosos de su época, fueron también al mismo
tiempo los más osados, astutos y codiciosos comerciantes, gente fría,
taimada y de corazón duro cuyos logros históricos dejaron huellas más
profundas que todas las empresas realizadas en Europa por las flotas y los
ejércitos nórdicos.
SEXTA PARTE — EL COMERCIO

CAPÍTULO DECIMOCUARTO

HACEDORES DE NEGOCIOS, HACEDORES DE HISTORIA

El papel histórico del comerciante-bandido nórdico

El señor Ottar de Halogaland. / Rutas comerciales entre el Norte y el Sur. /


La hora de los frisones. / A Bolgar, junto al Volga —Por el río Dniéper
hacia Bizancio. / Cráneos utilizados como copas. / Cabras para los dioses.
/ «Escritos en rojo sobre pergamino.» / La misión de los «wikgrafen»
(condes de las ciudades). / Corporaciones: las hermandades de los
comerciantes.

El señor Ottar de Halogaland. El noruego Ottar vivía, según el


concienzudo protocolo del rey Alfredo, «entre todos los hombres del Norte,
el que más al Norte», en una tierra alargada y estrecha que se llamaba
Halogaland.
Era un país áspero y rocoso, sólo habitable en las costas, y esas franjas
costeras se hacían cada vez más estrechas, le había contado Ottar al rey. En
el Sur aún tenían sesenta millas de anchura, pero en el extremo Norte se
estrechaban hasta las tres millas. Al este de la costa se extendían anchos
pantanos, algunos de ellos tan anchos que se necesitaban dos semanas para
cruzarlos. En los pantanos residían fineses.
Ottar era su señor y estaban obligados a pagarle tributos en forma de
regalos. Estos regalos consistían en pieles de animales, plumas de aves,
marfil de ballenas y amarras de barcos que «hacían con la piel de ballenas y
de leones marinos». Cada cual pagaba según su categoría. El más
distinguido de los fineses había entregado quince pieles de marta, cinco
pieles de reno, una piel de oso, diez cubos de plumas, un jubón de pellejo
de oso o de nutria y dos amarras de barco, cada una de sesenta anas (treinta
metros por lo menos) de largo.
Por su parte, Ottar se dedicaba a la pesca y a la caza, en especial de
ballenas y leones marinos, con mucho éxito. Por lo general se sentía más a
sus anchas en el mar que en tierra. Una vez navegó hacía el Norte durante
tres días, se internó en alta mar y llegó a los territorios más apartados de los
cazadores de ballenas. Desde allí volvió a navegar otros tres días hacia el
Norte. «Luego la tierra se doblaba en dirección este o el mar se internaba en
la tierra; él no lo sabía con exactitud.»
Después de haber esperado durante algunos días el viento de poniente
navegó hacia el Este y luego hacia el Sur hasta llegar a la desembocadura
de un gran río donde encontró a pescadores, pajareros y cazadores que
hablaban casi la misma lengua que los fineses. Les compró pieles de morsa.
Algunas piezas especialmente buenas se las había traído al rey.
Pero Ottar no sólo le habló de su expedición al cabo Norte y al mar
Blanco, sino también de los viajes que todos los años emprendía con fines
comerciales. Desde Halogaland solía navegar hacia el Sur hasta llegar a un
puerto que él llamaba Skiringssal. Para ese viaje necesitaba con viento
favorable un mes, teniendo siempre a la vista por babor las montañas y los
golfos de Noruega. Al sur de Skiringssal llegaba a un gran mar. Necesitaba
tres días y tres noches para cruzarlo y llegar hasta la punta norte de
Jutlandia. Desde allí invertía otros dos días en llegar a Haithabu, donde
descargaba sus mercancías.
También el comerciante Wulfstan, el otro interlocutor de Alfredo el
Grande, era visitante asiduo de Haithabu. Le describió detalladamente al
rey un viaje a Truso, adonde tardaba en llegar siete días desde Haithabu. El
lugar estaba situado en algún sitio de la desembocadura del Vístula, que,
según las palabras de Wulfstan, separaba a los vendos de los estonios.
La saga Skallagrimsson nombra a un tercer comerciante: Thorolf
Kvedulfsson, que era vasallo de Harald Cabellos Hermosos y, como Ottar,
caudillo de Halogaland. Tampoco él se contentaba con cultivar sus campos.
Se dedicaba a la caza de las morsas, mandaba un ejército de pescadores de
arenques y bacalaos y hacía recoger huevos de las colonias de pájaros del
norte de Noruega. En sus viajes comerciales, que lo llevaban
preferentemente a Inglaterra, intercambiaba pellejos y pieles por telas y
vino, cereales y miel. Naturalmente, también aceptaba oro.
Los tres —Ottar, Wulfstan y Thorolf— vivieron alrededor del 900. Y
eran campesinos comerciantes ambulantes que pasaban el invierno junto al
fuego del hogar, pero que todos los años, por primavera, emprendían
nuevos viajes, impulsados por su sangre inquieta y por su afán de aventuras,
aunque también por la esperanza de rápidas y ricas ganancias.
Estos labradores comerciantes y marineros que, cuando la situación lo
permitía, gustosamente actuaban un poco como piratas o fijaban los precios
con la espada, fueron los adelantados del comercio vikingo. Conforme a su
ascendencia de representantes de la «categoría de los señores campesinos
germánicos» —ese estamento de belicosos caudillos en que la dinámica de
la época de los vikingos encarnó de la forma más pura— fueron los más
emprendedores comerciantes a distancia de su tiempo, tan valerosos como
acostumbrados al uso de las armas y astutos. Junto con los árabes y los
frisones descubrieron nuevos caminos para el intercambio de mercancías en
la temprana Edad Media y abrieron nuevos horizontes.

Rutas comerciales entre el Norte y el Sur. Ya en la época prehistórica


existieron lazos de comercio entre la Europa del Sur y la del Norte, entre los
ribereños del Mediterráneo y los del mar del Norte y mar Báltico.
Relaciones casi idénticas formaron en la época romana las arterias de un
tráfico comercial que funcionaba de modo excelente.
Una poderosa afluencia de mercancías corrió entonces Rin abajo hasta
las costas del mar del Norte y luego hacia los territorios de las
desembocaduras del Weser-Elba. El mapa de los hallazgos arqueológicos
muestra claramente que desde allí los comerciantes no sólo se preocupaban
de adentrarse en el interior del país, sino que seguían navegando hacia el
Norte. A la costa occidental de Jutlandia llegaron de paso hacia las
comarcas meridionales de Noruega. O bien cruzaron la península jutlándica
a la altura de Ripen, desde allí llegaron a las islas danesas y luego
establecieron relaciones comerciales con Suecia.
Una segunda ruta comercial muy utilizada les abría camino desde
Aquileia, en el delta del Isonzo, por Carnuntum, junto a Viena, por el valle
del Morava y las puertas moravas, hasta los mercados de marfil del mar
Báltico. El tercer camino los llevaba por terrenos en su mayor parte
desconocidos, desde el mar Negro hasta el Báltico.
Las dos rutas de Oriente estuvieron interrumpidas algún tiempo, durante la
época de la migración de los pueblos, por la penetración de grupos nómadas
a caballo. Hasta tal punto se cortó que la ruta del Rin volvió a ser
pasajeramente el único enlace comercial entre el Norte y el Sur, que siguió
ejerciendo, aunque con intensidad disminuida, incluso después de la
retirada de las legiones romanas. Los logros de las manufacturas renanas,
cada vez más mejoradas, influyeron fuertemente en este intercambio de
mercancías. Sólo alrededor del año 500 la ruta del Rin perdió considerable
importancia, probablemente a causa de que el interés del joven reino de los
francos, al mando de Clodoveo y de sus hijos, se inclinó decisivamente
hacia el Norte.
En aquel tiempo el papel de la ruta del Rin sobrepasó a la vieja y a la
nueva línea Aquileia, que, después del hundimiento del imperio de los
hunos y de la erección del estado de los ostrogodos en Italia, llevaba
nuevamente en su mayor parte a través de territorios seguros. Sobre todo
oro, muchísimo oro, llegó por aquel entonces por el Danubio medio a
Suecia, con lo que se inició la época fastuosa del arte decorativo nórdico.
Pero el intermezzo sólo duró cien años. La muerte del emperador bizantino
Justiniano, bajo el cual el Imperio había vivido su último y breve
renacimiento, y los iniciados asaltos de los ávaros preparaban ya, alrededor
de 565, un nuevo final brusco al comercio entre Aquileia y el norte europeo.
Después de los ávaros vinieron los eslavos, que hasta entonces
«rodeados por pueblos fineses y turcos» se habían contentado con un
pequeño asentamiento junto al Dniéper medio. Primero se filtraron en las
despobladas fajas de terrenos entre el Bug y el Vístula, siguieron avanzando
hasta el Oder y, finalmente, llegaron al Elba. Todas estas corrientes
contribuyeron al comercio Norte-Sur de Europa.
Mientras tanto, el tráfico Rin-mar del Norte había recobrado su
esplendor; hecho que los historiadores atribuyen, ante todo, a que, a
comienzos del siglo VII, con la subida de los carolingios, el centro de
gravedad del reino de los francos había vuelto a desplazarse hacia el Este.
Las regiones que más provecho sacaron de ese renacer fueron la comarca
renana, la actual Holanda, y las franjas costeras del norte de la Galia.
Asegurada la política de poder y, mediante una nueva fundación de
numerosos centros eclesiásticos, reconquistadas las antiguas tradiciones
cristianas, estos territorios vivieron un nuevo florecimiento económico que,
arqueológicamente, se manifiesta tanto por las monedas como por la
alfarería y la producción de vidrio.

La hora de los frisones. Mediado el siglo VII sonó la hora histórica de los
frisones, o frisios, establecidos en las costas poco productivas del mar del
Norte, Ya en la época romana se habían dedicado al comercio porque
habían de cambiar su superproducción ganadera por cereales y artículos de
consumo. Ahora se apoderaron de todo el tráfico comercial entre Irlanda y
Jutlandia. Cien años más tarde —en tanto que los comerciantes árabes
tomaban la exclusiva del tráfico comercial mediterráneo— los frisones
abrían también el mar Báltico al intercambio de mercancías entre el Norte y
el Sur.
En el mar Báltico se encontraron con otros comerciantes que, al igual
que ellos, estaban dispuestos a arriesgar la cabeza por un buen negocio. Las
familias de aquellos reyes y caudillos amantes del oro y del fausto y que
anteriormente habían demostrado su habilidad comercial en la ruta de
Aquileia, mientras tanto habían sido expulsados o habían muerto. Los
nuevos señores, cuya existencia está confirmada literariamente por la Saga
Ingling y, arqueológicamente, por las tumbas de Upsala, Vendel, Valsgärde
y Ulltuna en Suecia, tenían las mismas pasiones que sus antepasados y
sabían apreciar como éstos las mercancías lujosas del Sur. Al estar
bloqueada la ruta de Aquileia tuvieron que buscar otro enlace. Dieron un
rodeo al cerrojo eslavo-ávaro buscando nuevamente por el Sur el camino
hacia la Europa occidental. Para esto los frisones resultaban los
intermediarios más apropiados. Al principio las relaciones entre frisones y
vikingos fueron pacíficas. Sólo cuando, después de la empresa contra
Lindisfarne, también la rica ciudad frisona de Wike, en la costa del mar del
Norte, desde comienzos del siglo IX, fue pasto y botín de los depredadores
en empresas bélicas. Pero entonces ocurrió algo sorprendente, pues si bien
los viajes comerciales se hicieron más peligrosos, nadie pensó en
suspenderlos. «Aunque los ataques de los hombres normandos pudieran
estorbar las comunicaciones pacíficas, no podían ya destruirlas», se lee en
Jankuhn. «Aunque en las fuentes literarias sólo hablan de esto
excepcionalmente, los hallazgos arqueológicos demuestran que las
relaciones comerciales continuaban tras una cortina de sangre y de
lágrimas, sin que esto signifique que los viajes comerciales no fuesen
mucho más peligrosos.»
También las fuentes literarias permiten suponer las dificultades que
tuvieron que afrontar los frisones para continuar con el comercio en la
Europa del Norte desde que se iniciaron los asaltos vikingos. Dorestad, que
en la actual Holanda venía a ejercer aproximadamente la función de
Rotterdam, fue incendiada varias veces. Pasajeramente, toda Frisia estuvo
sometida a caudillos daneses. Pero también las muy concurridas rutas hacia
Haithabu y Birka se hicieron cada vez más inseguras. Tanto en el estuario
del río Elba como en las islas y ensenadas nórdicas, los comerciantes
frisones tenían que contar con ser atacados en cualquier momento.
El arzobispo Rimbert de Hamburgo-Bremen ha descrito uno de estos
asaltos en su biografía de Ansgar. Cuando los comerciantes, a los que se
había confiado la embajada de la fe, «habían recorrido aproximadamente la
mitad del camino, tropezaron con piratas. Los hombres se defendieron
valientemente en sus barcos y al principio con éxito. Pero al segundo ataque
fueron vencidos por completo y arrollados de forma que hubieron de dar
por perdidos sus barcos y todo lo que llevaban, y sólo con grandes apuros
consiguieron salvarse y llegar a tierra. En aquella ocasión perdieron incluso
los regalos imperiales cuyo destino era Suecia, así como sus objetos más
preciosos, excepto algunas pequeñeces que pudieron salvar consigo al saltar
de los barcos».
Eso ocurrió en la primavera de 830. Cuando en 852 Ansgar efectuó un
segundo viaje a Birka, aunque llegó sano y salvo, los peligros continuaban
siendo tan grandes como antes. El portavoz de los diputados del Parlamento
de Birka simpatizantes con los cristianos se refirió expresamente a eso en su
discurso de salutación. «¡Rey y héroes de la asamblea Thing, oídme!
Muchos de nosotros ya estamos bien enterados del culto que se tributa a ese
Dios; sabemos también que a los que creen en Él puede concederles gran
ayuda. Eso lo hemos experimentado también muchos de nosotros en
peligros en alta mar y en otros muchos apuros. Anteriormente algunos de
nosotros han ido a Dorestad y han aceptado libremente esa creencia…
Ahora nos acechan en el camino hasta allí muchos peligros. Los ataques de
los piratas convierten a tales viajes en muy peligrosos para nosotros. ¿Por
qué hemos de buscar con esfuerzo en la lejanía lo que ahora se nos ofrece
aquí?»
Las demás manifestaciones del oportunista y descarado orador no
interesan aquí. Dijo, simplemente, que el mar era peligroso, y que no
resultaba fácil ganarse el pan como mercader navegante, por atractivo que a
veces fuera el negocio.
Numerosos barcos piratas estaban constantemente al acecho en las
ensenadas y fiordos de la península escandinava o recorrían las aguas en
busca de presa. A pesar de eso, los comerciantes se empeñaban en buscar
mercancías y en transportarlas a costas extranjeras. Si les atacaban, se
defendían. Cuando les era posible marchar en convoy, la cosa no siempre
resultaba un juego fácil para el atacante. Si, pese a todo, les apresaban,
confiaban en encontrar un pariente o un comerciante amigo que los
rescatara o conocer a un caudillo generoso que ordenase ponerlos en
libertad.
La muerte o la esclavitud siempre eran un riesgo de su profesión. Tenían
que contar con el peligro constante de perder la libertad o la vida. En Birka,
una botella de vino del Rin no debía resultar nada barata.
Pero las había. En Birka vivió alrededor de 850, como Rimbert sigue
contando en su vida de Ansgar, una mujer muy piadosa, llamada
Friedeburg, que, cuando empezó a sentirse enferma, «ansiosa del
sacramento que ella ya conocía por los cristianos, quiso comprar algo de
vino y, en una vasija especial», tenerlo dispuesto para su última hora.
Además de eso encargó a su hija, para cuando ella muriera, desprenderse o
vender todas sus propiedades y, con el dinero que obtuviera, trasladarse a
Dorestad a la primera oportunidad y repartir allí lo que le sobrara.
Como la hija tenía la suficiente posición económica para poder cumplir
al pie de la letra todos los deseos maternos, cabe suponer que el tráfico
comercial seguía existiendo entre Birka y Dorestad a pesar de todas las
dificultades y que la colonia frisona de Birka disfrutaba de un pasable
bienestar.
No sabemos cuándo los daneses, los suecos y los noruegos fueron
socios y competidores de sus primos frisones. Pero la fundación de
Haithabu en el año 804 debió aumentar considerablemente la participación
de éstos en el comercio del mar del Norte y del Báltico. Y desde mediados
del siglo IX el comercio de Frisia debió extenderse por la costa franca del
mar del Norte (Kletler habla de la «Normandía frisona») y a partir de 857
estuvo cada vez más bajo el dominio danés.
No obstante, la ruta había cambiado un poco. Los comerciantes (cuando
no navegaban a Jutlandia costeando) cruzaban la «península cimbria», pero
no a la altura de Ripen, sino entre Haithabu y Hollingstedt, por el estrecho
puente de tierra entre el Schlei y el Treene. La cuestión de si cargaban sus
mercancías en carros o remolcaban sus barcos por tierra ha originado hasta
hoy vivas y numerosas discusiones en la zona de Schleswig. Pero, hasta
ahora, la pregunta queda aún sin respuesta.
Lo más tarde a partir del 900 también Inglaterra, Irlanda, Escocia y las
islas del norte del Atlántico caen en el campo de acción de los comerciantes
nórdicos. Las tumbas, tanto en «el exterior» como «en casa», han
proporcionado pruebas abundantes de que a los guerreros y a los
colonizadores vikingos muy pronto los siguieron los hombres dedicados a
la compraventa. Quizás eran los mismos. Como cabe sospechar con razón,
entonces surgió el tipo de ese comerciante que no sólo hacía negocios, sino
también historia: aquel tipo de cabeza de Jano, comerciante y corsario a la
vez, para el cual ninguna costa era demasiado remota, ningún mar
demasiado tormentoso, ningún río demasiado turbulento, y que en sus
expediciones colocaba en el platillo no sólo sus mercancías, sino su pellejo.
No es ninguna casualidad que en muchas tumbas de esta época, además de
monedas y de balanzas de plata también se encuentren espadas, lanzas y
otros instrumentos guerreros.

A Bolgar, junto al Volga. Este comerciante-bandido nórdico ha hecho servir


también a sus intereses a los bosques y estepas del Este.
La conquista de las estepas y de los bosques rusos empezó con la
colonización dé las costas bálticas, cuyo inicio se sitúa, aproximadamente, a
mediados del siglo VII. La isla de Gotland es la primera que aparece en esta
tentativa todavía vacilante de las tribus Svear por convertir a la parte
oriental del mar Báltico en un mar interior sueco que sirviera de punto de
partida náutico. Eso explica el que también hombres de Gotland
participaran decisivamente en la fundación de la primera colonia comercial
nórdica en el Báltico: en Grobin de Libau.
Probablemente, los comerciantes Svear, al poco tiempo de erigirse este
asentamiento bajo protección militar se adentraron en tierra por el golfo de
Riga remontando el Danubio. Pero no avanzaron mucho por este camino.
Cabe suponer que al principio les parecería más importante tantear las
posibilidades de mercados en las rutas costeras.
Así, ya a principios del siglo VIII, desde Uppland y a través de las islas
Aland, exploran los golfos del mar de Finlandia. Desde allí, por el Neva, sin
dar importancia a las pantanosas orillas en las que novecientos años más
tarde el zar Pedro mandaría construir una nueva corte, el lago Ladoga y el
territorio de la desembocadura del Voljov, donde, siguiendo su costumbre, a
unos diez kilómetros de distancia de la costa fundaron otra plaza comercial
fortificada. Desde este viejo Ladoga (los vikingos lo llamaban
Aldeigjuborg) emprendieron nuevas aventuras guerreras y mercantiles.
Por el Svir navegaron hacia el Este hasta el lago Onega, desde donde,
por pequeños ríos y lagos, llegaron hasta Beloozero (la actual Bielosersk) y
finalmente junto al recodo norte del Volga. Según Marten Stenberger, «otro
camino más al Sur llevaba desde el lago Ladoga… hasta Mologa, un
afluente del Volga. Finalmente una tercera ruta aún más al Sur llevaba…
desde el lago limen, Msta arriba y desde allí, por tierra, al río Tverza que
desemboca en el Volga superior».
Con esto los comerciantes ambulantes ruso-varegos ya a principios del
siglo IX (decenios antes del llamado año «histórico» 852 en la Crónica de
Néstor) habían establecido un enlace del Norte con el comercio del lejano
Oriente.
La siguiente gran plaza comercial que a partir de entonces fue
adquiriendo cada vez mayor importancia era la ciudad de Bolgar, junto al
recodo oriental del Volga, desde donde arrancaba la famosa ruta de la seda
hacia China. Allí no sólo se encontraban las caravanas de los pueblos de las
estepas del Asia central, sino también los cargueros de los comerciantes
árabes.
Los comerciantes musulmanes procedían de las florecientes provincias
orientales del califato que, con el traslado de la capital desde Damasco a
Bagdad (alrededor de 760), habían asumido el papel rector, cultural y
económico en el imperio árabe. Por el mar Caspio llegaron junto a Atil, la
moderna Astracán, al delta de la desembocadura del Volga, que era lo
bastante profundo para llevar sus maniobreros barcos corriente arriba hasta
Bolgar. La misma Atil se benefició de los múltiples y varios intereses
comerciales que se derivaban de esta ruta y creció exactamente igual que
Bolgar hasta convertirse en una plaza de cambio de primer orden que
también atraía irresistiblemente a los comerciantes nórdicos.
No se sabe cuándo llegaron los primeros vikingos a Atil, la capital del reino
de los jázaros. Pero parece que, lo más tarde a mediados del siglo IX, se
contaban entre los visitantes que iban todos los años al gran mercado.
Alrededor de 860, el árabe Ibn Jordabeh encontró, incluso en Bagdad y en
Bizancio, a comerciantes nórdicos que le ofrecieron indistintamente espadas
y pieles de zorros y de nutrias.

Por el río Dniéper hacia Bizancio. No sólo existía la línea del Volga, sino
también la ruta del Dniéper y, probablemente, a pesar de Bolgar y Atil, esta
línea era la más importante.
El punto de partida de la mayoría de viajes por el Dniéper también
debió ser el Ladoga. La ruta, como el afluente meridional del Volga,
llevaba, primero hacia el Voljov, pasaba junto a Holmgard (la actual
Novgorod) y cruzaba el lago limen. En el extremo sur del lago se internaba
en el Lovat, al que seguía durante unos 250 kilómetros hasta llegar a las
proximidades del Usviat. Allí los comerciantes tenían que recorrer un
estrecho istmo para llegar al río Usbier propiamente dicho. Navegaban a
vela o remaban hasta llegar al curso superior del Dvina, cuyos afluentes los
llevaban a las proximidades del nacimiento del Dniéper, donde por segunda
vez tenían que remolcar sus barcos por tierra.
Un viaje agotador y lleno de molestias, que exigía conocimientos muy
exactos del terreno. Pequeños ríos apenas visibles, bosques, pantanos,
orillas llenas de cañaverales. Aguas quietas y enjambres de mosquitos. A
esto hay que añadir dos agotadores transportes por tierra sobre un suelo
movedizo. Oxenstierna habla de «arrastrarse por el fango». En el estrecho
istmo entre el Dvina y el Dniéper se hallaba (después del Ladoga y de
Holmgard) la tercera y ruidosa plaza de cambio: la precursora de la actual
Gnezdovo junto a Esmolensco, cuya ascendencia nórdica está
suficientemente demostrada por el gran cementerio, y que era el nudo de
comunicaciones en la red de las rutas comerciales del Este: tan parecida a
una ciudad como Birka y Haithabu, fortificada y gobernada por un jefe
ruso.
En Gnezdovo los comerciantes vikingos confiaban sus barcos al
Dniéper, en un canal que poco a poco iba ensanchándose y por el cual se
deslizaban entre impenetrables selvas vírgenes hasta llegar hasta Kiev,
después de más de quinientos kilómetros de recorrido.
También en Kiev se encontraban con un mercado en el que
comerciantes procedentes de todas las direcciones de la rosa de los vientos
pregonaban sus mercancías. Las casas comerciales de los asentamientos de
ríos y estepas sostenían relaciones constantes con Cracovia y Praga y, a
través de Praga, con Regensburgo y Maguncia. Otras dos importantes rutas
comerciales cruzaban el país entre el Dniéper y el Volga. En tanto que una
seguía por el Desna, el Ugna y el Oka, la otra se trataba de un camino de
caravanas muy utilizado que cruzaba Ucrania por el Don y seguía hasta el
recodo del Volga junto a Stalingrado.
Los comerciantes varegos tampoco temían al curso inferior del Dniéper,
a pesar de las peligrosas cataratas que en la comarca del actual
Dnieperpetrovsk les hacían difícil la vida. Sobre esta parte del viaje, el
emperador griego Constantino Porfirogenetos, en su manual de gobierno ha
informado con viva alegría al referirse a los detalles dramáticos. Su
exposición es tanto más reveladora cuanto que de ella se puede deducir que
el comercio del Dniéper estaba casi todo en manos de la casta de señores
varegos, que hacía mucho tiempo que se habían establecido en el país y
vivían, sobre todo, de los tributos que les pagaban sus súbditos eslavos.
Según el informe imperial, la recogida de esos tributos era el medio más
importante para pasar agradablemente el invierno. A principios de
noviembre, tras el regreso de los comerciantes que habían efectuado la gira
anual, los caudillos varegos salían de Kiev y buscaban a sus tribus vasallas
a ambos lados del gran río. En primavera, después del deshielo, regresaban
a la metrópoli con sus mercancías (principalmente esclavos y pieles),
desguazaban las piraguas que habían utilizado para recorrer el curso
superior del río y compraban nuevos barcos que durante el invierno habían
construido los carpinteros de ribera eslavos. Luego se dedicaban a aparejar
esos barcos.
En junio se ponían en marcha «los viajeros de Grecia». Se concentraban
en Viteczev, una plaza fuerte del estado de Kiev; cuando toda la flota se
había congregado navegaban en convoy, río arriba, para hacer frente a las
dificultades del viaje.
Las principales dificultades radicaban en las siete cataratas al sur de
Poltava, donde el Dniéper volcaba sus masas de agua a través de un cauce
de ochenta kilómetros de longitud entre las estribaciones de granito de los
Cárpatos. El reportero imperial ha descrito de un modo muy plástico el
modo que tenían de cruzar las cataratas. «Llegaban a la primera catarata,
llamada el Essupi (que significa el río borracho)… Es estrecho como el
Tzykanisterion (un lugar de Bizancio). En el centro se alzan abruptas y altas
rocas que tienen el aspecto de islas. En el sitio donde el agua llega a ellas, el
rompiente causa un estrépito enorme y aterrador.
»Los rus no se atreven a navegar entre esas rocas, sino que ordenan a la
gente bajar a tierra mientras llevan las mercancías a los barcos. Luego se
meten desnudos en el agua, y van palpando con mucho cuidado con los pies
para no tropezar con las piedras. Hacen luego deslizarse a los barcos sobre
rodillos de madera y así cruzan la catarata, aunque se mantienen siempre al
borde de la orilla.
»Cuando han dejado atrás la catarata, la tripulación sube de nuevo a
bordo y siguen navegando.»
El peor sitio parece que era el cuarto estrecho, llamado Aifor, que se
caracterizaba por los pelícanos que anidaban allí entre las rocas. «Allí
encallan con la proa en tierra y los que han de quedarse de centinelas suben
a bordo. Los demás sacan sus cosas del barco y conducen a los esclavos (la
parte más valiosa del cargamento) atados con cadenas por tierra firme y
durante un trayecto de seis millas, hasta que han cruzado la catarata.
Después transportan sus canoas, parte del trayecto tirando de ellas y el resto
llevándolas a hombros, hasta que dejan atrás la catarata y pueden colocar de
nuevo sus embarcaciones en el río. Entonces vuelven a cargar sus
mercancías, suben a bordo y siguen navegando.»
El resto del recorrido por el Dniéper era menos fatigoso. Siempre hacia
arriba, los comerciantes nórdicos llegaban a la isla de Beresina (= isla de
Birken), en el delta del Dniéper, en la que habían construido una plaza
fuerte. Parece que desde Beresina mantenían en el verano una línea
marítima en dos direcciones; una, por el mar de Azof que llevaba hasta
Stalingrado; la otra, por el mar Negro, hasta Bizancio, la mayor, más
populosa y consumidora corte del emperador griego.

Cráneos utilizados como copas. En 1905 se descubrió en la isla de Beresina


una piedra rúnica que un hombre llamado Grani habría erigido «para su
camarada Karl»: la única piedra rúnica encontrada en Rusia. Este Grani
había sido, como demuestra un análisis del texto, un hombre de Gotland; su
«camarada Karl», su amigo y compañero de viaje, que había muerto allí, en
la isla de Birken, en el delta del Dniéper, teniendo ante los ojos el mar
Negro y habiendo ya casi logrado el objetivo de su viaje.
Casi quinientas piedras rúnicas suecas cuentan, en el lenguaje lapidario
que les es propio, que tal o cual habitante del Norte no volvió de un viaje
«al Este» o al «lejano país de la seda». La mayor parte de estos
monumentos conmemorativos rúnicos se han encontrado en Uppland y
Södermanland, hecho que, según Stenberger, cuadra muy bien con la
suposición de que «los varegos que iban a Rusia procedían principalmente
de estas partes de Suecia». Todos esos monumentos hacen suponer que un
viaje comercial por las extensiones inexploradas del Este resultaba una
peligrosa aventura. Aunque los comerciantes-guerreros nórdicos hubiesen
asegurado su camino mediante fortificados puntos de apoyo, sus viajes
comportaban un alto porcentaje de riesgo. La muerte era una compañera y
un socio constante.
«Ingefast hizo construir esta piedra para Sigvid, su padre. Cayó en
Holmgard como capitán de barco, con su tripulación», se dice, por ejemplo.
O «Torgard erigió esta piedra para Assur, el hermano de su madre, que
murió en el extranjero, en el Este, en Grecia.» O, aún más lacónicamente:
«Ingvar cayó en un viaje al Este, Dios ayude a su alma.»
Junto a Sjonhen, en Gotland, una piedra rúnica conjura el recuerdo de
los hijos de Rodvisl y de Rodälf, de los cuales uno perdió su vida junto a
Windau, en Curlandia, y el otro entre los valaquios (un pueblo de la actual
Rumania) «engañado y asesinado».
Otra piedra de Gotland, descubierta a diez kilómetros de Visby, alaba a
un hombre llamado Vitgeir que pereció en los pantanos de Novgorod. La
famosa piedra Gripsholm se ocupa de Harald, hijo de Tila, que «salió en
busca de oro» y que, en el lejano Sur, en el país de la seda llamado
Särkland, «dio de comer a las águilas», o sea que después de su muerte fue
presa de hambrientas aves de rapiña.
Sin embargo, la mayoría de los peligros procedían de las tribus eslavas
sometidas pero en modo alguno dominadas. Aunque los varegos eran
señores del país, sus viajes comerciales fueron estorbados en más de una
ocasión por los ataques de los nativos. Ya de por sí el territorio de las
cataratas exigía la mayor vigilancia. El emperador Constantino
Porfirogenetos cuenta que cuando los comerciantes al llegar a Aifor tenían
que pasar sus barcos a tierra enviaban patrullas contra los pechenegos, «que
allí estaban constantemente al acecho».
La Crónica de Néstor lo confirma. Así nos enteramos de que en el año
962, Sviatoslav, nieto de Rurik, llegó «a las cataratas del río. Allí lo atacó
Kuria, el príncipe de los pechenegos. Y mataron a Sviatoslav y le cortaron
la cabeza e hicieron una copa con ella, vaciándole el cráneo, en el que
bebieron».

Cabras para los dioses. Pero los comerciantes que llegaban al punto de
destino pronto quedaban inmersos en el griterío y la confusión de un
mercado en pleno apogeo. Como han testimoniado sobre todo los viajeros
árabes, los comerciantes nórdicos iniciaban su encuentro regular con un
estrépito ensordecedor. Se estrechaban las manos y alababan la calidad de
sus respectivas mercancías, regateaban, se hacían fiadores de su excelencia
y prometían el oro y el moro.
Cuando los negocios iban mal tenían que intervenir también los dioses.
Aquí cuadra el sorprendente relato del árabe Ibn Fadlan sobre las
antiquísimas costumbres de los comerciantes de Rus con los que se
encontró en Bolgar en 921-22:
«Tan pronto como sus barcos hubieron echado anclas, todos los
hombres saltaron a tierra. Traían pan, carne, cebollas, leche y nabid
(probablemente una bebida parecida a la cerveza) y se dirigieron a un alto
poste de madera que tenía una especie de rostro humano. Alrededor había
figuritas, detrás más postes clavados en el suelo. Uno de aquellos hombres
se dirige a la figura grande, se postra y dice: “¡Oh señor mío, he llegado
desde lejos con tantas y cuantas muchachas y tantas y cuantas pieles de
cebellina!” Luego enumera todas sus mercancías y prosigue: “Vengo ahora
a ofrecerte este sacrificio.”
»Después de eso se puso en pie y colocó ante el poste de madera lo que
había traído consigo. “Deseo que me hagas conocer a un comerciante que
tenga muchos dinares y dirhems y que me compre lo que yo quiera vender y
no contradiga mi palabra.” Después se va.
»Si su trato se prolonga y transcurre el tiempo inútilmente, trae de
nuevo uno o dos sacrificios o le ofrenda a cada una de las figuritas un
regalo y dice: “Éstas son las mujeres, los hijos y las hijas de nuestro señor.”
Luego implora a una figura tras otra que le permitan realizar un buen
negocio. Cuando el trato transcurre bien y se realiza la venta, dice: “El
señor ha cumplido mi deseo, ahora es deber mío recompensarlo.”
»Entonces se dirige a un rebaño de cabras o de cabritos, toma uno de los
animales y lo sacrifica. Da como limosna algo de su carne. El resto lo arroja
entre los grandes postes y las figuritas que los rodean. Los cuernos del
animal los cuelga en el poste grande clavado en la tierra. Cuando se hace de
noche, vienen los perros y se lo comen todo. El hombre que ha presentado
la ofrenda dice entonces: “Verdaderamente, mi señor ha aceptado mi
sacrificio.”»
Pero no sólo eran los comerciantes varegos los que intentaban sobornar
a sus dioses. Si el negocio se presentaba mal, también los tratantes de
Haithabu, como sabemos por Ibrahim At-Tartuschi de Córdoba, traían sus
víctimas a los celestiales poderes: bueyes, carneros o cabras que, matados y
despellejados, colgaban en piquetas a la puerta del patio «Para que todo el
pueblo se enterase de que habían hecho aquello en honor de sus dioses».
Mientras tanto organizaban también sacrificios solemnes en los que los
ejercicios de ritual se hacían muy hospitalariamente. Como una profunda
borrachera se consideraba una especie de servicio a Dios, parece que
también era de buen tono mostrar en este aspecto mucha voluntad de
sacrificio y someterse gustosamente a la metafísica necesidad de consumo.
Las canciones que con este motivo entonaban impresionaron
profundamente al comerciante de Córdoba, quien anotó: «Nunca en mi vida
oí canciones más horribles que las de los hombres de Schleswig; sus
gargantas arrojaban gritos como ladridos, sólo que más animalescos.»

«Escritos en rojo sobre pergamino.» A pesar de todas las costumbres


primitivas, el comercio de los vikingos obedecía a determinadas leyes, se
basaba sobre fundamentos justos que, por lo visto, pretendían, al menos en
los centros comerciales, someter las relaciones entre compradores y
vendedores a una ordenación definida.
También por aquel entonces los poderes establecidos —estados,
regentes, camarillas de dignatarios— concertaban tratados comerciales.
Quizá ya contenía acuerdos económicos el convenio que Carlomagno y el
rey Göttrik de Dinamarca concertaron en 811 junto al Eider; por lo menos
tres años antes Göttrik había «trasladado» a los comerciantes de Reric a
Haithabu, demostrando con eso que tenía pensado el desarrollo económico
de su país. Los historiadores suponen que también en las negociaciones que
efectuó Ansgar, el «misionero del Norte», en 849, con el rey de los daneses
Horich, figuraban en el programa temas de política comercial; por lo menos
no se habló de un «tratado de paz», sino también del «beneficio de ambos
reinos» (utriusque regni utilitas). Y en 873 comparecieron, como describen
los Anales Fuldenses, enviados del rey danés Sigfrido en la corte de Luis el
Germánico para concertar formalmente que los «comerciantes de ambos
países puedan cruzar las fronteras recíprocamente, llevar consigo sus
mercancías y vender y comprar pacíficamente».
También los varegos y bizantinos concertaron tratados comerciales.
Después que, en 911, el emperador León VI y Oleg, el gran duque de Kiev,
confirmaron con dos documentos «escritos en rojo sobre pergamino, la
amistad existente desde hace muchos años entre los cristianos y los rusos»,
se reunieron en 944, después de muchas escaramuzas militares, los
delegados de ambos países para celebrar conversaciones amistosas. El
acuerdo que surgió, después de varios meses de negociaciones, y que, como
ya se ha dicho, enriqueció la historiografía con los nombres de casi cien
diplomáticos varegos, se ocupaba de temas jurídicos tan difíciles como el
asesinato, el hurto o el saqueo de restos de naufragios, pero también
contenía una serie de significativas normas comerciales.
Los comerciantes del estado de Kiev, que hasta entonces habían tenido
que mostrar un sello de plata de su gran duque, tuvieron que proveerse de
una credencial en regla para entrar en la ciudad imperial de Bizancio.
Debían utilizar una determinada puerta, no podían llevar armas y su número
estaba limitado a cincuenta. Cuando traían telas de seda habían de atenerse
a los precios máximos fijados por las autoridades, y un inspector imperial
vigilaría la corrección en los tratos comerciales.
Si los negociantes varegos respetaban estas normas tenían seguro el
favor del césar griego, por lo menos protocolariamente. En el tratado se
especificaba que «cuando los rusos se marchen de aquí recibirán de
nosotros alimentos que les basten para su largo viaje y para que puedan
regresar sanos y salvos a su país. Pero no invernarán en las afueras de la
ciudad santa». También en Beresina y en Beloberezje, una segunda ciudad-
mercado de la desembocadura del Dniéper, podían realizar sus negocios,
pero sólo durante los meses del verano. «Cuando llega el otoño deben
regresar a Rusia.»
El convenio se presenta como un perfecto tratado comercial redactado
por juristas expertos; detrás de él se adivina toda la prolija burocracia del
imperio bizantino. Probablemente los acuerdos económicos de los países
nórdicos con sus colegas del occidente de Europa no eran tan ricos en
finezas contractuales. Sin embargo, incluso el héroe Olav Tryggvason de
Noruega perfeccionó jurídicamente las relaciones politicoeconómicas con
Inglaterra mediante un tratado que concertó con el rey Etelredo.

La misión de los «wikgrafen». De tales convenios se derivaba forzosamente


para ambas partes el deber, por lo menos en lo que se refiere a los lejanos
centros de mercados, puntos de reunión anual de los negociantes, de
someterlo todo a una ley especial, es decir, garantizar a los comerciantes
extranjeros la seguridad personal. A este objeto los soberanos francos
extendían salvoconductos, pero éstos servían únicamente dentro de un
recinto determinado, por lo general, dentro de las murallas del lugar que
servía de mercado.
Los detalles jurídicos escapan a nuestro conocimiento. Sólo se ha
conservado un texto resumido del Björköarätts que, con justificado
fundamento, se considera procedente de Birka. Pero también el «derecho
Birka» deja muchas preguntas en el aire. Sin embargo, permite deducir que
los reyes de los suecos estaban considerados como señores de la ciudad y
disponían del suelo y de las tierras de la misma. Igual ocurría en Haithabu;
el misionero Ansgar recibió allí, gracias a la orden del rey, el solar que
necesitaba para la construcción de una iglesia. Pero incluso la voluntad del
soberano estaba sometida a limitaciones dentro del recinto fijado por el
derecho. En Dorestad, el rey no podía impedir las actividades de los
comerciantes acogidos al distrito de Utrecht ni arrendar las fincas ribereñas
a comerciantes extranjeros. Y en Birka pronunciaba la última palabra en
todas las cuestiones públicas el Thing, un parlamento cuya mayoría estaba
constituida seguramente por comerciantes.
Almgren sospecha que se promulgó expresamente para Birka un nuevo
código legal; según los reyes Svear se habrían decidido a proclamarlo,
respecto a la isla del lago Mälar, porque ésta se encontraba entre
jurisdicciones de varias centenas y entre distritos de Folkland y debido a esa
situación parecía una tierra de nadie en el aspecto jurídico, donde los
privilegios concedidos a los comerciantes no chocaban con las antiguas
normas de derecho.
Se comprende que los reyes no prodigaran tales privilegios. Si
comerciantes extranjeros, cuya vida estaba a merced de cualquiera según las
normas vigentes en el Norte pagano, querían recibir protección para ellos y
para sus costosas mercancías, habían de someterse al trato que se les
impusiera. Los géneros recién introducidos podía comprarlos cualquiera en
el espacio de tres días. De este modo, el rey del pueblo Svear era
indudablemente un hombre tan acaudalado que le permitía hacer eficaz su
poder siempre que quisiera.
Además, y como es natural, percibía impuestos; los comerciantes
pagaban por la protección que se les concedía en los lugares del mercado.
Estos tributos los cobraba el rey por medio de los wikgrafen.
Estos wikgrafen o condes de las ciudades pertenecían al personal fijo de
los numerosos emporios comerciales que surgieron en las costas del mar del
Norte y del mar Báltico desde comienzos del siglo VII. En el Londres
anglosajón, ya en 685, un wicgerefa estampaba su nombre al pie de un
tratado comercial. Hay documentos que muestran la existencia, en 755, de
un praefectus urbis en Utrecht y, por la misma época, la de un tal Abba que
ejercía el officium praefecturae en Dokkum por voluntad y encargo del rey
Pepino. Igualmente por fuentes carolingias se conoce a los wikprafekten
Gervaldus y Grippo de Quentovic, un puerto comercial no identificado
hasta ahora en el nordeste del reino de los francos. En la biografía que
escribe Rimbert del monje Ansgar se cita al conde Bernarius de Hamburgo,
que desgraciadamente «no estaba presente» cuando los daneses, en 845, se
apoderaron de la ciudad. Por el mismo tiempo residía en Birka un conde de
la ciudad llamado Hergeir, que también era consejero del rey, quien lo
apreciaba mucho.
Estas citas muestran que los wikgrafen estaban dotados de muchos
poderes. Como representantes del rey eran el supremo y último tribunal de
los emporios comerciales y responsables tanto de la seguridad exterior
como del derecho y la paz en los mercados. Pero su misión más importante
debió de consistir en hacerse cargo de los regalos que estaban obligados a
entregar los vendedores del mercado, según la cuantía e importancia de sus
negocios.

Corporaciones: las hermandades de los comerciantes. Cuando una nueva


institución surge a la vida, la mayoría de las veces también se forma una
contrainstitución. El cargo de wikgrafen promovió la agrupación de los
comerciantes. Éstos, que en un principio realizaban sus actividades,
peligrosas, pero llenas de ganancias, de modo por completo independiente,
se organizaron y crearon con sus corporaciones una representación de
intereses y de estado social que hasta la Alta Edad Media constituyó uno de
los signos más característicos de la vida económica de la Europa del Norte
y de Occidente.
Muy probablemente, las corporaciones no son un producto
genuinamente nórdico. Así cómo en el reino de los francos ya se comprueba
su existencia a finales del siglo VIII, en Escandinavia sólo se las puede situar
con seguridad a finales del siglo X. Evidentemente crecieron en el suelo
común de las representaciones culturales germánicas. Que éstas se
conservaron en el Norte durante más tiempo y con mayor pureza, lo
muestran los rasgos más antiguos de las corporaciones escandinavas.
La palabra significa en frisón, como en el nórdico antiguo, algo parecido a
banquete o festín, caracterizando en sentido más concreto las opulentas
comilonas que en las sesiones solemnes de los miembros de las
corporaciones, al igual que en las hermandades de sangre, constituían el
punto culminante, mezcla de rito y de gastronomía. Debido a eso el
ceremonial hace pensar en el estrecho e íntimo parentesco de ambas
instituciones.
Como se sabe, las hermandades de sangre eran comunidades cuyo
objetivo más importante era suplir la familia de que carecía el hombre sin
estirpe.
Sin estirpe eran también los comerciantes ambulantes y grandes viajeros
que en sus largos y peligrosos recorridos iban como perdidos por el mundo
si no se aliaban a sus iguales. De aquí la cercanía y conexión que hubo
desde un principio entre corporaciones y hermandades, pero de aquí
también el contraste básico entre corporación y séquito.
La organización parecida a las hermandades de las corporaciones de la
Europa de Occidente y del Norte tenía carácter democrático. Según Edith
Ennen, las corporaciones no sabían lo que era tener un jefe. Incluso el
Alderman de las viejas corporaciones protectoras danesas estaba
considerado sólo como primus inter pares. Del mismo modo estaba
limitada la coerción ejercida por la comunidad.
Además, los miembros de la corporación estaban obligados bajo
juramento a prestar a sus colegas todas las ayudas concebibles: recoger a
los náufragos, liberar del cautiverio a los prisioneros, cuidarse de su casa y
de su establo e intervenir en caso de pérdida de la riqueza. Incluso el
homicida tenía derecho a ser ayudado.
Así se decía en el párrafo 15 de la Flensburger Knutsgilde: «Cuando
ocurra que un hermano mate a un hombre que no sea hermano de la
corporación de San Canuto y haya presentes miembros de la corporación,
deben ayudarle a salvar la vida como mejor puedan. Si el agua está cerca,
deben proporcionarle un bote y remos, una vasija, pedernal y un hacha… Si
necesita un caballo, los hermanos deben proporcionarle uno o bien él puede
tomar el de su hermano como si fuera propio y utilizarlo durante un día y
una noche. Si lo necesita por más tiempo, lo pagará, pero no más de seis
marcos. Si muere el caballo a su servicio, sólo lo pagará si tiene fortuna
para hacerlo; si no tiene fortuna, lo pagarán entre todos los hermanos.»
Las primeras sociedades comerciales «hermanadas» aparecieron en
Islandia alrededor del 900. Poco más reciente es una inscripción rúnica que
se refiere a una corporación de comerciantes frisones y suecos de Sigtuna
(no lejos de Upsala). Alrededor de 1100, los bartholiner de Drontheim
redactaron su estatuto. Hay indicios de una corporación de Olav nacida en
1120 en Reykjaholar, en Islandia. Por aquel entonces había en Novgorod
una hermandad de comerciantes de Gotland, que incluso poseía un
domicilio social.
Pero probablemente, ya a finales del milenio, en la mayoría de los
emporios comerciales del oeste y del norte de Europa se habían constituido
hermandades de comerciantes. Sus miembros realizaban los viajes juntos y
se enfrentaban a los wiken como grupos sólidos. Por lo visto, se entendían
bien con los wikgrafen. Como comerciantes acostumbrados al trato pagaban
bien y gustosamente la seguridad que les concedían los comisarios reales.
Con capital fuerte y bien organizados, según todas las apariencias sabían
influir también para que las decisiones de los prefectos les fuesen
favorables.
Por el estatuto de Drontheim sabemos que éste no estaba limitado a los
habitantes de la ciudad. La corporación allí constituida también incluía a
comerciantes de los alrededores de la ciudad, entre otros a campesinos bien
acomodados que una y otra vez, como Ottar de Halogaland, se dedicaban al
comercio como profesión accesoria y de temporada. Sin embargo, en este
tiempo ya se perfila claramente la tendencia hacia el comerciante
profesional: junto al viajero de ascendencia de terratenientes aparece en
escena el negociante profesional que no está ligado ni a la mancera ni al
establo.
Uno de ellos, un anglosajón, presenta de modo muy pintoresco una
descripción de su vida, redactada hacia 1100. Se llamaba Godric de
Fínchale y era hijo de un pobre campesino cuya sopa diaria estaba sazonada
por el hambre. Godric empezó su carrera como tendero ambulante de
ínfima categoría hasta que pudo reunir un pequeño capital con el que se
estableció en Londres y se inscribió en una sociedad de comerciantes. En
unión de colegas hermanos de la corporación siguió sus años de
peregrinación y aprendizaje como vendedor ambulante. Luego descubrió el
mar.
Como navegante dedicado al comercio, viajó a Escocia, Dinamarca y
Flandes, siempre muy emprendedor y con un agudo sentido para las
oportunidades de efectuar buenos negocios en los diversos mercados que
iba visitando. De este modo sus cofres de dinero se llenaron rápidamente.
Pronto estuvo en situación de disponer de un barco propio. En un segundo
barco participó con la mitad de la suma de compras. Además, según Edith
Ennen, le correspondía «un cuarto de la ganancia del barco de un tercero».
Como la suerte siguió siéndole fiel, el hijo del pequeño campesino se
convirtió en un ricachón. Ya la vida del campo no le atraía. Godric siguió
siendo comerciante ambulante y no labrador.
La transformación que esto revela es innegable. El señor Ottar pasaba
toda la época fría del año junto al caliente hogar de su casa. Su comercio
era un negocio de temporada. En cambio, el señor Godric también era
comerciante en el invierno, y todo el año. Ser comerciante se había
convertido en una profesión.
CAPÍTULO DECIMOQUINTO

HAITHABU, LA BABILONIA DEL MAR BÁLTICO

Los mercados del intercambio comercial nórdico-frisón

Asentamientos de calle única y ciudades semicirculares. / Wike desde el


Támesis hasta el Elba. / La corregida saga Jomsvikingos. / ¿Estaba situada
Truso en la estación de ferrocarril del Elba? / Gotland, la cámara
escandinava del oro. / Helgö comercia desde el Himalaya hasta el
Atlántico. / Birka, la isla con cuatro puertos. / La historia de Oslo empieza
en Skiringssal. / Altas llamas brotaban de los tejados. / El Wik de los
muchos pueblos. / Arroyo, puentes, camino de palos. / Los objetos artísticos
de Haithabu dominaban el ámbito báltico. / El asentamiento en el llano.

Asentamientos de calle única y ciudades semicirculares. ¿Se observa


también el paso del comercio de trueque propio de la gente del campo al
comercio profesional ciudadano en el desarrollo de las plazas comerciales?
¿Qué aspecto tenían estos emporios comerciales? ¿Dónde se hallaban
situados? ¿Estaban siempre habitados? ¿Estaban fortificados? ¿Se les podía
considerar ciudades?
No buscaban el mar abierto. Casi siempre se construían junto a un gran
río, junto a un golfo o, como Birka, en una isla en medio de un lago. Esta
situación respondía a las condiciones entonces existentes del tráfico y, no en
último lugar, a la configuración de los barcos, cuya descarga había de
efectuarse en agua lisa y superficial o bien ser arrastrados a tierra.
Los científicos indican varios emporios comerciales que estuvieron
construidos en semejantes parajes, adecuados para los barcos. El más
antiguo se descubrió en 1907, en Upsala. La investigación demostró que la
faja ribereña que servía como embarcadero estaba dividida en varios
solares, en cada uno de los cuales había estado la vivienda o el almacén de
un comerciante y que este tipo de construcción se respetó hasta el siglo XIII.
El tránsito entre el comercio marítimo y el terrestre necesitaba un mínimo
de espacio. Las mercancías se trasladaban inmediatamente del barco al
almacén y a las tiendas.
Pero ya en el siglo XII, junto a estas parcelas de agua se levantaron los
primeros muelles: prueba irrefutable de que los barcos se construían cada
vez mayores y más hondos y que ya no podían varar en las suaves orillas.
Estos primeros muelles (muestras de los cuales se han conservado en
Sandwich, Inglaterra, en restos que datan de 1038) se componían de cajas
de madera llenas de tierra a modo de bloques que se adentraban en el mar
como una lengua. Se les llamaba puentes y los restos más antiguos se
remontan al siglo XII por lo que se refiere a Bergen, como demostraron
excavaciones hechas después del gran incendio de 1955. También en Birka
se conocen huellas de estos embarcaderos. Allí se construyeron
especialmente para los Koggen (carabelas anseáticas) que, en las
postrimerías de la época de los vikingos, sustituyeron cada vez más a los
Knorren nórdicos.
Estos asentamientos portuarios aparecen en el mapa como una sola calle
o como ciudades semicirculares. Hasta ahora es una incógnita saber qué
condiciones hacían surgir uno u otro tipo.
El emporio mercantil de calle única se encuentra ya en la primera época
del comercio medieval: en Borgoña lo mismo que en la Baja Alemania;
tanto en Irlanda como en Noruega y en Rusia. Es posible que copiasen
modelos galorromanos. «Además —comenta Edith Ennen—, la instalación
en una sola calle, aunque sea junto a la costa, es una forma tan diseñada por
la naturaleza, que no cabe pensar que siempre se trate de una copia.»
Las ciudades en semicírculo no es posible explicarlas de un modo
análogo. Sin embargo, parece que este tipo, como tal vez ocurría en la
frisona Dorestad, tenía mucho que ver con la política. Tanto Haithabu como
Birka eran sedes reales y tenían no sólo funciones económicas, sino
también fiscales. Pero la discusión sobre este problema no ha terminado
aún.
No obstante, para ambos tipos de asentamientos se tiene la convicción
de que no se trataba, por ejemplo, de los centros naturales de la comarca,
sino exclusivamente de sitios que habían ganado importancia por servir
para el intercambio de mercancías. Eran estaciones de importantes rutas de
tierra y de agua y, como tales, supeditadas a las necesidades del comerciante
de lejanas tierras que quería encontrar un lugar fijo de descanso donde
guardar sus géneros y poder vivir entre un viaje y otro, así como estar
seguro de que allí iba a encontrar a otros comerciantes.

Wike desde el Támesis hasta el Elba. Las plazas más importantes de


intercambio del comercio nórdico en la parte occidental del mar del Norte
eran Londres, los emporios franco-frisones de Quentovic, Domburgo y
Dorestad, así como los Wike de Emden, Bremen y Hamburgo, en la actual
costa alemana del mar del Norte.
Según parece, Londres era ya alrededor de 700 un floreciente y animado
puerto comercial. El Venerable Beda, historiador de la primitiva Iglesia
inglesa, lo llama un «emporio formado por muchos pueblos de agua y de
tierra» en el que también los comerciantes frisones tenían su barrio. En la
segunda mitad del siglo IX existe ya una muralla que rodea la ciudad, así
como una burguesía que obra independientemente y que, a pesar de todas
las exigencias de los vikingos, va creciendo constantemente y se aprecia en
ella el sentido comercial de muchos de sus miembros.
De Quentovic sabemos que era uno de los centros más importantes de
acuñación de monedas del reino franco. También desempeñó un papel
fundamental como estación de tránsito de la corriente de peregrinos desde
Inglaterra a Roma. Cuando en 842 fue amenazada por ejércitos vikingos era
lo bastante rica para pagar su liberación. Con posterioridad también tuvo
suficiente fuerza vital para afirmar su categoría como lugar de intercambio
y de acuñación de monedas. En este último aspecto, todavía en 862 se la
nombra en primer lugar entre las otras ciudades del reino. Y lo más
sorprendente es que ni siquiera se sabe dónde estuvo situada. Los
historiadores franceses suponen que este emporio perdido hay que buscarlo
en el curso inferior del Canche, en el territorio de la actual Étaples.
Distinto es el caso de Domburgo. En el siglo pasado, investigadores
holandeses pusieron en claro que en las inmediaciones de Domburgo, en la
isla de Walcheren, hubo a principios de la Edad Media un importante centro
comercial y, por cierto, en un lugar que ya en la época romana había
prestado considerables servicios en el tráfico con Inglaterra. Gracias a este
comercio con Inglaterra, el Wik de Domburgo consiguió su florecimiento.
Según hallazgos arqueológicos, a comienzos del siglo VII creció como
asentamiento de calle única de una longitud de 1.300 metros. La tierra de
Domburgo dejó al descubierto, además de cristal, cerámica y objetos
metálicos, numerosas monedas de oro merovingias y más de ochocientos
denarios de plata. Pero el nombre de este emporio no lo conocemos. Lo
único seguro es que no es idéntico al de Quentovic.
Dorestad, la Rotterdam de la Baja Edad Media, se apoyaba en un brazo
secundario del sistema fluvial del delta del Rin y era asimismo un típico
Wik de calle única. Junto a la calle, larga de casi un kilómetro, se alineaban,
como han comprobado las excavaciones, las casas de madera y de
entramado de los comerciantes, como muescas en una tarja. En tanto que
una mitad del lugar estaba constantemente habitada, la otra mitad servía,
según Bárbara Rohwer, «para los tratos entre los extranjeros». Esos
extranjeros eran «en número predominante los muy emprendedores
frisones», pero también hay noticias de comerciantes de Haithabu y Birka.
«Concertaban allí sus tratos señores de todos los países y se efectuaban
toda clase de embarcos. Junto a las monedas nativas circulaban también las
del imperio (franco), a veces las de Maguncia e incluso algunas tan lejanas
como las de Inglaterra, Milán, Pavía, Tréveris y hasta de Bizancio. Como
camino de tránsito para todas las direcciones de llegada servían los dos
accesos fluviales. Había un fondeadero en que los barcos podían
permanecer bastante tiempo, sobre todo en invierno. Parte del terreno
ribereño pertenecía a comerciantes de Dorestad, que estaban protegidos en
sus derechos por guardias de la Iglesia de Utrecht. No sabemos más detalles
sobre las relaciones entre los habitantes y el terreno ni entre los habitantes
en sí. No quedan testimonios respecto a la población y a sus industrias; lo
único demostrado es la existencia de los comerciantes.»
El asentamiento, que tenía una anchura de hasta 150 metros, estaba
rodeado por una empalizada de madera, probablemente el límite del distrito
colocado bajo la protección del rey. La protección militar la ejercía un
castillo carolingio situado en las inmediaciones. Pero esa protección no
debió de ser muy eficaz, puesto que Dorestad, como ya se ha dicho, fue
incendiada siete veces entre 834 y 863. Posteriormente se hundió hasta
convertirse en un pequeño e insignificante fondeadero que más tarde había
de ceder su nombre, en tiempos tan sonoros, a la actual Wijk bij Duurstede.
Emden, en la desembocadura del Ems, era siglo y medio más reciente
que Dorestad. La investigación del suelo ha demostrado que el viejo
Amüthon de otros tiempos fue planeado y construido como asentamiento
comercial y que, en consecuencia, no era de raíces campesinas. Por eso
Emden está considerado como el ejemplo más antiguo conocido en
Alemania, hasta ahora, de un asentamiento comercial edificado conforme a
un plan.
El Wik de Dorestad se hizo cargo del padrinazgo de la nueva población,
pues también el antiguo Emden constaba de pequeñas casas de madera, de
limpio trazo, formando una sola calle (vía que se distingue aún
perfectamente en el plano de la ciudad de 1600).
También en Bremen se puede conjeturar la existencia de un
emprendedor asiento de comerciantes ya a principios de la época de los
vikingos. Surgió como lugar de paso y de intercambio en la encrucijada del
camino ribereño del Weser y de una ruta comercial que llevaba del Sudoeste
al Nordeste. Pero el Wik de Bremen tiene a su favor dos acontecimientos
eclesiásticos: en 787, el anglosajón Willehad fundó el obispado de Bremen,
y en 847, después de la destrucción de Hamburgo por los vikingos, Ansgar
trasladó la central de la archidiócesis Hamburgo-Bremen desde el Elba al
Weser.
Al pie del castillo eclesiástico (en 861 se consagró la primera gran
iglesia de piedra), los comerciantes de Bremen construyeron, junto a un
brazo del Weser hoy desaparecido, el muelle de casi cincuenta metros de
anchura, y sus tinglados, casas y almacenes. Este barrio de comerciantes
aún no lo han localizado los arqueólogos que han estado trabajando en
Bremen. Sin embargo, Rimbert habla de un activo comercio con el Norte, al
que debió de dar un poderoso impulso de crecimiento la actividad misionera
de la Iglesia de Bremen en Escandinavia.
Más aún que Bremen fue Hamburgo una creación de la Iglesia. El
germen de la ciudad fue el Hammaburgo erigido en 825: un gran castillo de
130 por 130 metros que, con sus fosos y empalizadas, ocupaba una estrecha
lengua de secano entre el Elba y el Alster. Al amparo de esta fortificación
pronto se establecieron, como han demostrado las excavaciones hechas en
Hamburgo después de la guerra, «personas civiles que, según los hallazgos,
eran de procedencia en parte occidental, probablemente frisones».
Su instalación de cabañas alcanzaba hasta el pie de las murallas del
baluarte, aprovechando que el castillo carolingio era además una fortaleza
de Dios, la cual servía para promover el comercio. Porque en él estuvo,
además del monasterio correspondiente, la primera iglesia de Ansgar.
La columna vertebral del Wik no fortificado la formaba, según Reinhard
Schindler, «un estrecho foso que por el Alster vertía sus aguas en el Elba.
Al principio sólo se construyó en la orilla norte, fortificada con fajinas y
preparada para la descarga de los barcos, en una legua de terreno que se
extendía desde la antigua pescadería hasta el zarzal. Posteriormente, cuando
ya allí no había sitio para nuevos inmigrantes, se añadió al puerto la orilla
sur. Esto ocurrió en la segunda mitad del siglo IX, después que en 845 el
castillo del obispado fue destruido por el asalto de los vikingos y Ansgar se
había trasladado a Bremen».
En este caso, los comerciantes y vendedores mostraron más tenacidad
que los mensajeros de la fe. Se quedaron, reconstruyeron sus incendiados
tinglados y continuaron como antes sus provechosos negocios. El éxito
recompensó su terquedad: ya a comienzos del siglo X, el Wik de los
comerciantes hamburgueses se extendía sobre la actual calle de los
panaderos y de los herreros.
La corregida saga Jomsvikingos. También la alegría y la pasión del
comercio en el mar Báltico, durante el apogeo del Norte de Europa, hizo
surgir una serie de asentamientos de comerciantes.
En algún punto de la costa de Mecklenburgo estaba situada Rerik,
asentamiento eslavo que hasta ahora ha escapado obstinadamente a todas
las investigaciones. Su nombre se conoce sólo por los Anales carolingios:
en 808 el rey Göttrik de Dinamarca destruyó el emporio «que
proporcionaba gran ventaja a su reino por el pago de impuestos» y fundó en
el mismo año Haithabu, lo que permite suponer que trasladó una parte de
los deberes y de los derechos de Rerik al lugar situado junto al Schlei. El
desconocido cronista comenta que el rey se llevó consigo a los
comerciantes de Rerik al puerto de Sliesthrop, esto es, Schleswig.
Tampoco se sabe con certeza dónde estuvo situada la legendaria Viñeta.
Pero hay muchos detalles que permiten suponer que era el centro comercial
de Jumne o de Julin que Adam de Bremen ha descrito tan elocuentemente.
«Detrás de los livtizanos, que también se llaman wilzanos, se encuentra
el Oder, el río más rico del país eslavo. Junto a su desembocadura, en el mar
de los escitas, se alza la muy famosa ciudad de Jumne, punto muy
concurrido. Como en alabanza de esta ciudad se cuentan toda clase de cosas
insólitas y apenas verosímiles, considero conveniente recoger aquí algunas
noticias valiosas:
»Es realmente la mayor de todas las ciudades que existen en Europa; en
ella viven eslavos y otras tribus, griegos y bárbaros. También los
extranjeros de Sajonia han recibido permiso de residencia, aunque durante
su estancia no pueden hacer profesión de fe cristiana. La ciudad está llena
con mercancías de todos los pueblos del Norte; no falta nada apetecible o
raro. También hay una “estopa de volcán”, los habitantes hablan del fuego
griego, como ya lo conocía Solinus»: un fanal, como conjeturan los
investigadores.
«Desde esa ciudad se va en un corto viaje a remo a la ciudad de
Demmin, junto a la desembocadura del Peene. Desde allí se va a Sambia,
que se encuentra en posesión de los pruzzanos. La ruta del viaje está tan
concurrida, que desde Hamburgo, junto al Elba, yendo por tierra, se puede
llegar en siete días a la ciudad de Jumne; para el viaje por mar hay que ir en
barco a Schleswig u Oldenburg para trasladarse a Jumme.»
También otros autores, como Saxo Grammaticus y Sven Aggesen, se
ocupan del lugar junto a la desembocadura del Oder. Pero entre ellos adopta
las características inequívocas de un asentamiento guerrero. El rey de los
daneses, Harald Dientes Azules —se nos dice—, después de ser expulsado
por su hijo Sven Barba de Tenedor, se dirigió a Julin en el país de los
vendos y allí construyó el Jomsburgó (baluarte de Joms) desde el cual, junto
con los piratas eslavos, hizo reinar la inseguridad en todo el mar Báltico.
Luego, la leyenda del Jomsburgo entró en el mundo de la saga
islandesa, donde fue objeto de consideraciones históricas esclarecedoras o
de tipo baladas. Incluso en este siglo la saga Jomsvikingos ha originado
varias exposiciones novelescas. Según ellas, el Jomsburgo habría sido una
poderosa base militar nórdica al tiempo que colonia independiente vikinga,
con una dársena artificial en la que podían echar anclas no menos de
trescientos barcos largos. Tras las poderosas murallas de la fortaleza vivía
juramentada una comunidad de guerreros que hacían gala de la más severa
disciplina; rechazaban el trato con las mujeres, despreciaban la muerte y
nada amaban tanto como la lucha sangrienta e implacable: una orden, por
tanto, que concretaba con anticipación el ideal de las agrupaciones
hitlerianas de las SS.
Las excavaciones que, bajo la dirección de Otto Kunkel, se realizaron a
comienzos de los años treinta en la pequeña ciudad de Wollin,
proporcionaron un cuadro muchísimo más modesto. Los estudios, que se
extendieron por más de cuatro kilómetros en un terreno de cincuenta
hectáreas en la orilla este del brazo oriental del Oder, el Dievenov, y que
finalmente se concentraron en la plaza del mercado de Wollin, demostraron
que allí había existido un gran centro comercial. Debió de surgir alrededor
de 900, tal vez algunos decenios más tarde, y fue destruido varias veces: la
capa de escombros de once metros de profundidad por debajo de la plaza
del mercado permitió reconocer quince capas distintas. Después de
devastadores incendios, aproximadamente en 1000 y 1050, sucumbió
definitivamente, envuelto en las llamas, a finales del siglo XII. Quedó una
pequeña aldea venda que aproximadamente en 1250 desapareció, sustituida
por una nueva fundación alemana qué conservó el nombre eslavo de Wollin.
Los hallazgos obtenidos en las excavaciones permitieron, a pesar de
muchas lagunas, reconocer claramente el cuadro interior de la ciudad de
Jumne. Uno de los excavadores, el doctor Karl-August Wilde de Stettin, ha
escrito: «Vemos que hace unos mil años en el lugar de Wollin hubo un
asentamiento que, considerado relativamente conforme a las condiciones de
aquel entonces, puede describirse como gran ciudad, con una población
mixta, esto es, nórdica y eslava, con comunicaciones amplias, activo
comercio y una industria floreciente que en parte utilizaba materias primas
extranjeras y manufacturaba artículos para la venta en el extranjero.
Probablemente, una fundación hecha con arreglo a un plan por hombres de
ascendencia germánica del Norte, quienes al principio desempeñaron el
papel rector frente a los eslavos allí establecidos y que sólo poco a poco
fueron cediendo en el transcurso de enfrentamientos guerreros, aunque el
lugar siguió conservando sus características de gran ciudad de aquellos
tiempos.»
Los admiradores de Jomsburgo sufrieron una desagradable decepción.
La tierra de Wollin no contenía la menor huella de fortaleza ni de
campamento militar. Wilde no ha dejado ninguna duda sobre ese particular.
«Las excavaciones —declara él lacónicamente— no ofrecen ningún dato
que sirva para dictaminar la existencia de una fortaleza guerrera.»
También Johannes Brondsted ha hablado fríamente en su libro La gran
época de los vikingos de la leyenda monumental del Jomsburgo,
despojándola del halo heroico que la envolvía: las excavaciones realizadas
en la orilla este del Dievenov sólo han proporcionado hallazgos que indican
que en Wollin, en el curso superior del Oder, hubo establecidos vikingos del
Norte como colonizadores, los cuales encontraron buenas posibilidades para
el comercio y poco a poco se integraron con la población eslava aborigen.

¿Estaba situada Truso en la estación de ferrocarril de Elbing? También


muchos quebraderos de cabeza ha proporcionado a los arqueólogos la
ciudad de Truso, mencionada por Alfredo el Grande y a la cual llegó el
corresponsal del rey, Wulfstan, en un viaje de siete días que realizó desde
Haithabu.
Estaba situada junto a un brazo de la desembocadura del Vístula, en un
país que, según Wulfstan, estaba dominado por los estonianos y tenía
muchos castillos y también muchos reyes. Allí, los caudillos y los hombres
ricos bebían leche de burra; los pobres apagaban su sed con hidromiel.
Entre los estonianos regía la insólita costumbre de conservar en casa de sus
parientes o de sus amigos al allegado que hubiese fallecido. Lo tenían así,
sin quemarlo, durante un mes o más tiempo y durante todas aquellas
semanas reinaban la alegría y el jolgorio hasta el día del entierro. Y es
porque los estonianos dominaban el arte de conservar el frío y así podían
tener a sus muertos sin peligro de que se descompusiesen.
Por desgracia, los datos topográficos que proporciona Wulfstan son muy
poco exactos. Hasta hace unos cuarenta años, la mayoría de autores
conjeturaba que Truso debía encontrarse en algún punto del Frisches Haff
(golfo de Koenigsberg o de Memel). A mediados de los años treinta, la
ciudad de Elbing, de la Prusia occidental, anunció que, después de una
excavación llevada a cabo con éxito, se había encontrado en las
proximidades de la estación del ferrocarril un gran cementerio nórdico en el
que había numerosos objetos tales como broches, fíbulas, brazaletes,
espadas y puntas de lanza que procedían casi exclusivamente de los
siglos IX y X, es decir, de los tiempos de Wulfstan y de Alfredo el Grande.
Los hallazgos de Elbing permiten apreciar claramente que los
comerciantes de Gotland fueron los adelantados de la colonización nórdica.
Sólo a finales del siglo IX, suecos del centro dominaron la escena. Un
resultado parecido lo proporcionó el cementerio de Wiskiauten en el
territorio de Memel, pero con la diferencia de que los objetos allí
encontrados procedían no sólo de comerciantes de Gotland y de guerreros
suecos, sino también de vikingos daneses, lo que confirma la alusión de
Saxo Grammaticus de que había un punto de apoyo (surgido alrededor de
1000) de los daneses en Sambia.
Probablemente por este tiempo los invasores nórdicos ya habían vuelto
a abandonar las costas de Curlandia. Después de los resultados de las
excavaciones conjuntas realizadas durante varios años por suecos y letones
en Libau-Grobin, cabe aventurar que hombres de Gotland habían fundado
allí, ya en el siglo VII, un asentamiento comercial que pronto estuvo
habitado también por mujeres y niños. Pero no parece que durase mucho
aquella colonización pacífica. Sea como fuere, cien años más tarde, suecos
de Uppland erigieron un punto de apoyo militar que evidentemente tenía
como objeto mantener en jaque a los curlandeses aborígenes. Pero, lo más
tarde, alrededor de 850, éstos lograron expulsar del país a los visitantes no
gratos.
Una descripción de Rimbert (en su biografía de Ansgar) arroja una
vislumbre interesante de este tiempo. Durante el segundo viaje a Suecia del
misionero, en 853 o 854, un ejército danés irrumpió en Curlandia. Pero
tropezó con una dura resistencia y, muy diezmado y teniendo que abandonar
todo su botín, emprendió una vergonzosa fuga hasta los barcos.
«Cuando el rey Olaf y el pueblo de los suecos se enteraron de esa
derrota quisieron ganar renombre con una acción en la que habían fracasado
los daneses, ya que además, en otros tiempos, ellos habían tenido sometidos
a los curlandeses. Desembarcaron por sorpresa junto al fuerte de Seeburg,
lo saquearon, devastaron y siguieron avanzando hasta el fuerte de Apulia,
donde, según Rimbert, se defendieron encarnizadamente no menos de
quince mil guerreros enemigos. Pero los combatientes suecos indujeron a
los sitiados a pagar una gruesa suma, aunque, por su parte, no consiguieron
apoderarse de la fortaleza, por lo cual al final se alegraron de poder volver
sanos y salvos a sus barcos.»
El fuerte de Apulia fue localizado, sin objeción alguna, en 1931 por
excavaciones realizadas en Apuole, Lituania. Si Seeburg era idéntica a
Grobin o, mejor dicho, si la población de la plaza comercial de Seeburg,
protegida por una guarnición sueca, era la que había encontrado su último
descanso en los cementerios de Grobin, es hasta hoy un enigma no resuelto.
Birger Nerman creyó poder responder afirmativamente la pregunta; por el
contrario, Johannes Brondsted opina que «apenas puede establecerse aquí
una relación segura entre las fuentes escritas y las arqueológicas».
El ejemplo de Grobin muestra lo poco que sabemos actualmente sobre
los grandes emporios comerciales nórdico-eslavos en el mar Báltico. Los
arqueólogos no pueden trazar planos de ciudades. Sus conjeturas se apoyan
casi exclusivamente en tumbas. La situación en las viejas ciudades
comerciales rusas no es mejor. La ciencia conoce un amplio lugar habitado
en el viejo Ladoga, formado por casas cuadradas de palos y fuegos
rodeados de piedras, con reducidos establos y aljibes de madera, pero eso es
casi todo.
¿Qué aspecto reinaba entonces en los países nórdicos? ¿Qué sabemos de
los Wike de los vikingos en sus países nativos?

Gotland, la cámara escandinava del oro. Primer resultado sorprendente:


Gotland, la isla de los tesoros enterrados, sólo concentró su comercio a
finales de la época de los vikingos, a comienzos del siglo XII, en el punto
geográfico de Visby; hasta entonces Gotland fue un centro comercial sin
centro propiamente dicho.
La mayor isla del mar Báltico, a una distancia de noventa kilómetros de
la costa oriental sueca, de 117 kilómetros de longitud y 45 kilómetros de
anchura, era ya en la época romana uno de los lugares de distribución del
intercambio de mercancías del Este y del Oeste, como lo demuestran
numerosos hallazgos. Pero la gran época de Gotland abarca los dos siglos
anteriores y posteriores del inicio del milenio, durante los cuales la isla fue
«el corazón del comercio del mar Báltico» y sostenía relaciones con Bagdad
y Bizancio, con los centros productores de plata de Alemania central y los
emporios de intercambios de la Europa occidental.
Este comercio había hecho afluir una inmensa riqueza a Gotland,
habiéndose convertido la isla en un Eldorado de los arqueólogos. Para citar
sólo los hechos más importantes:

de Gotland proceden más de quinientos de los ochocientos tesoros que los arqueólogos de Suecia
han inventariado hasta ahora y, según Stenberger, apenas transcurre un año sin que en esta isla tan
rica en antigüedades se haga un hallazgo de los tiempos vikingos;
en Gotland se ha encontrado más oro de la época de los vikingos que en cualquier territorio
del Norte, y montañas de adornos y objetos decorativos de toda índole;
Gotland ha proporcionado más monedas de la época de los vikingos que ningún otro sitio del
ámbito escandinavo: de doscientas mil acuñaciones de esta época, sólo a Gotland corresponden
cien mil, a más de un número casi incalculable de fragmentos y barras de plata.
Esto es, la isla de Gotland debió ser algo así como la cámara del tesoro de
todo el Norte. Debió nadar en la abundancia.
Bertil Almgren ha hecho un cálculo revelador. Si se supone “que de mil
de las monedas empleadas por el comercio sólo se ha conservado una, los
habitantes de Gotland recibieron, durante el siglo y medio de la época
floreciente de su comercio, más de cien millones de monedas. Y el término
medio anual podría calcularse probablemente en un millón de monedas. Un
valor monstruoso, porque a pesar del poco valor de la moneda de plata
anglosajona llamada pfennig, cada una de ellas, según nuestra actual
valoración, tendría un poder adquisitivo de seis a doce marcos. En
consecuencia, los ingresos obtenidos por el comercio de Gotland durante las
postrimerías de la época de los vikingos pueden cifrarse alrededor de los
doce millones de marcos por año.
Frente a esto, la propia oferta de mercancías era pequeña. La isla podía
suministrar, todo lo más, carne y aceite de pescado, pieles y plumas. El
comercio de Gotland tenía como fundamento principal la favorable
situación de la isla y la agilidad de sus habitantes. Los comerciantes de
Gotland, Casi exclusivamente comerciantes campesinos, estaban
considerados como magníficos navegantes. Sus carpinteros de ribera
construían los barcos más capaces del mar Báltico, que eran lo bastante
rápidos para escapar a los actos de piratería de los Jomsvikingos y de sus
colaboradores eslavos. Quizá los navegantes de Gotland, como hombres
duchos en el comercio sabían hacerse pagar también la escolta que diesen
en convoyes.
El caso es que sus caminos los llevaban a las ricas minas de plata de la
Alemania central pasando por los territorios al este del Elba poblados por
tribus eslavas.
A pesar de esas cualidades, hasta ahora no se ha descubierto ningún Wik
vikingo en Gotland. Probablemente los habitantes de la isla ganaron el
dinero y las riquezas, que en tan gran número confiaron a la tierra nativa, en
mercados extranjeros. Según los conocimientos actuales, Gotland ni
siquiera disponía de un puerto natural; durante los meses de invierno, los
viajeros varaban sus barcos en las lisas playas de arena de la isla, a ser
posible en las inmediaciones de sus viviendas.
Sólo en el siglo XII echó raíces como centro comercial Visby, en la costa
occidental de la isla. Desde un principio Visby miró a Alemania. Fue
lógico, por tanto, que se convirtiera en uno de los grandes centros de
intercambio del comercio hanseático.

Helgö comercia desde el Himalaya hasta el Atlántico. Por este tiempo la


fama de Helgó ya había palidecido.
La «isla sagrada» en el lago Mälar que, durante casi todo el primer
milenio del cómputo cristiano había mantenido relaciones comerciales
desde la India hasta Irlanda, había vuelto a hundirse en la oscuridad del
anonimato. Y así siguió hasta que, alrededor de 1950, fue de nuevo
descubierta después de un sueño de mil años.
En una construcción de chalets veraniegos en la isla, situada a treinta
kilómetros al oeste de Estocolmo, unos hallazgos casuales, que empezaron
con dos anillos de oro en forma de espiral, despertaron el interés de los
arqueólogos por la «isla para fines de semana» llamada en la actualidad
Ekeró. En el año 1954, bajo la dirección de Wilhelm Holmqvist empezaron
las primeras investigaciones, que continúan hasta hoy, y que pronto
obtuvieron resultados de una extraordinaria importancia histórica. En un
terreno de una extensión de 200 por 600 metros se hallaron los restos de un
centro comercial absolutamente desconocido y que había sido ampliado con
un barrio industrial.
Aparte las murallas de un castillo y de dos cementerios, los investigadores
suecos encontraron en Ekerö media docena de grupos de casas de campo
dotadas de terrazas artificiales. Había casas construidas en las
profundidades del suelo, otras sobre pilastras a la altura de la tierra, casas de
madera y casas de piedra y otras de un tipo desconocido hasta entonces.
Algunas de aquellas viviendas, que debieron estar habitadas
permanentemente durante más de quinientos años, proporcionaron tanta
abundancia de material de trabajo, que probablemente los estudiosos
escandinavos tendrán ocupación para varios decenios.
Pero los arqueólogos suecos calificaron de «verdaderamente
sensacional» el hecho de que aquellas casas de las edades más diversas y de
las más diversas facturas contuviesen también los más diversos objetos
metálicos. Entre los productos cuidadosamente cribados se encontraban,
según Holmqvist, «muchos millares de fragmentos grandes y pequeños de
formas fundidas, un número aún mayor de crisoles, trozos de fuelles,
platinas de fundición y de limpieza, espirales y pepitas de oro, trozos de
plata, de estaño y de plomo, barras de bronce y cera» y cuanto corresponde
al inventario de talleres metalúrgicos. La mayoría de los objetos hallados
databa de los siglos V y VI, lo que, desde el punto de vista científico, es un
dato de gran importancia, porque destruía la leyenda, admitida hasta
entonces, de la «laguna en la migración de los pueblos», para explicar la
cual los investigadores suecos habían avanzado diversas teorías muy
arriesgadas, desde levantamientos de esclavos hasta oleadas de saqueos de
tumbas.
Los hallazgos de Ekerö demuestran que la comarca del Mälar estaba ya
densamente poblada antes del comienzo de la expansión y que en esta isla
situada en el lago de Mälar residía ya una mano de obra altamente
cualificada cuyos productos suscitan una serie de problemas.
Causó gran sensación el hallazgo de veintiséis parejas de enamorados
en planchas laminadas: una especialidad del arte decorativo nórdico que
probablemente se relacionaba con un desconocido rito de la fecundación.
Las veintiséis parejitas de planchas —hombre y mujer en apretado abrazo—
habían escapado, entre los restos de una casa habitada en otros tiempos,
durante más de un milenio, a las miradas de este mundo. Verosímilmente
fueron fabricadas también en Helgö. Por lo menos serían una atracción del
mercado insular.
Pero los excavadores de Helgö sacaron también a la luz del día
innumerables artículos de importación. Mientras tanto, algunos de ellos han
ganado fama mundial, así

una cuchara de bronce de finales de la Antigüedad cuyos elementos estilísticos coptos se


muestran en el Mediterráneo oriental;
un Buda de 8,4 centímetros de alto con los labios pintados y un signo dorado de casta en la
frente: una estatuita que debió de ser modelada en cualquier momento del siglo V en el norte de
la India, antes de recorrer el largo camino de 9.000 kilómetros hasta llegar a Suecia; un báculo
episcopal de Irlanda, obra datada en el siglo VII, que probablemente llegó a Helgö como botín de
guerra.

Pero no sólo estos tres objetos espléndidos, sino otros muchos hallazgos no
tan singulares —antiguos bronces celtas, dados romanos de piedra, adornos
del Báltico oriental, cerámica del occidente de Europa e incontables
fragmentos de vidriería franca— confirmaron un comercio de grandes
dimensiones cuyo radio de acción llegaba desde el Himalaya hasta el
Atlántico. También el oro y la plata aparecieron en grandes cantidades en
las excavaciones de Ekerö: el oro, sobre todo, en forma de monedas de las
postrimerías romanas procedentes de Milán, Ravena, Roma y Bizancio;
plata, principalmente en dirhems árabes.
Como el florecimiento de Helgö coincide con la época de la poderosa
dinastía de reyes amantes del lujo, de Vendel y Upsala, es de suponer que
los comerciantes de la pequeña isla del lago Mälar no fueron los últimos en
proveer a los soberanos Svear con los deseados artículos de fausto y
esplendor y que la riqueza de estas estirpes se pagaba también con los
ingresos del comercio de Helgö.
Los hallazgos de Ekerö acaban en el siglo XI. Pero ya en el siglo IX
empiezan a escasear. Se perfila el auge de Birka.

Birka, la isla con cuatro puertos. Alrededor de 845, cuenta Rimbert en su


biografía de Ansgar, llegó huyendo, expulsado de su reino, el rey de los
suecos Anund, quien pidió a los daneses que le ayudaran a reconquistar su
mando. Para atraerlos les habló de la perspectiva de ricas ganancias.
«Les describió el Wik comercial de Birka; allí había muchos comerciantes
acaudalados, gran abundancia de géneros de todas clases y mucho oro y
objetos preciosos. Prometió que los llevaría a ese Wik, donde podrían
conseguir un rico botín sin daño para su ejército. Llenos de codiciosos
deseos de conquistar tales riquezas, los daneses se alegraban por los regalos
que se prometían de antemano. Prepararon veintiún barcos para ayudar a
Anund y zarparon con él. Por su parte, él poseía once barcos propios. Así,
pues, abandonaron Dinamarca y aparecieron inesperadamente delante de
Birka, cuyo rey estaba lejos en aquellos momentos.»
La continuación de la amplia y adornada historia del piadoso Rimbert
interesa sólo en cuanto hace referencia a que los habitantes del Wik salieron
del paso con una carga de plata que trajeron de la noche a la mañana, y los
daneses se enfadaron mucho con aquel convenio, porque opinaban,
probablemente con razón, que «cada uno de los comerciantes de allí poseía
por sí solo más que lo que habían ofrecido entre todos».
Los hallazgos de los arqueólogos, que desde hace cien años están
trabajando en la isla de Birka, han confirmado que efectivamente allí
nadaban en la abundancia y que Birka, junto a Haithabu, fue el emporio
comercial más floreciente de la época de los vikingos, un Wik de
importancia continental: mayor, más rico y más abierto al mundo que la
Estocolmo medieval.
El asentamiento descubierto en 1687 por el anticuario sueco Hardorph
estaba situado en la punta noroeste de la isla de Björkö en el lago Mälar. El
asentamiento, algo escondido, lo mismo que Helgö, distante sólo siete
kilómetros, probablemente colaboró a la fundación del Wik alrededor de
800. Pero se encontraba en medio de aguas cuyos brazos de pulpo le
proporcionaban enlace con todos los grandes asentamientos de la Suecia
central.
El Wik de Birka, hoy una idílica región de prados, en la que, según
Oxenstierna, «todavía reina una paz susurrante», hasta ahora en las actas de
las excavaciones sólo aparece en sus contornos. El territorio de la ciudad
estaba dominado en el Sur por un castillo-refugio que se alzaba en una
meseta de roca de una altura de unos treinta metros que caía a pico en el
agua. Lo mismo que la muralla del castillo, el acantilado del asentamiento
de otros tiempos es lo único que se ve en toda la extensión. Pero el
dispositivo de forma circular y que provisto de torres de madera corría
desde el castillo en dirección nordeste a través del terreno, sólo surgió a
principios del siglo X. Para ello debieron servirse de modelos de
fortificaciones eslavas.
La antigua superficie habitada destaca por su coloración oscura del
suelo de los alrededores. Esta «tierra negra» de Birka cubre una extensión
de doce hectáreas que «abundan en carbón y cenizas y en restos orgánicos
de toda clase», un desecho que aún guarda sus secretos. Como dice
Oxenstierna, «no se ha descubierto ningún tesoro que pueda servir de
fundamento a hipótesis científicas. Todavía ese archivo de indudable mérito
permanece intacto en su mayor parte…».
El asentamiento de comerciantes con sus casas de bloques y de entramado
miraba hacia una playa de arena lamida por un agua superficial. Todavía
existen en ese «puerto interior» algunas piquetas de encina que quizá
servían de soporte a algún embarcadero o tal vez formaban parte de una
empalizada. Pero Birka tenía además otros tres puertos:

el Kugghamn, en la punta norte de la isla. En este nombre los filólogos adivinan la palabra
Kogge, por lo que el Kugghamn habría sido el puerto de los frisones; el Korshamn, cuyo nombre
quizás es una deformación de Kornhamn; en él, por tanto, habría que ver el antiguo puerto para
granos (Korn = grano); y
la Salviksgropen, una dársena cuadrada artificial (hoy rodeada de tierra) cuyo nombre viene a
significar algo así como hoyo de comercio o de venta.

Sin embargo, la mayoría de las informaciones más exactas y coloristas


sobre la vida en Birka hemos de agradecérselas a las tumbas, en número de
más de tres mil (redondas, cuadradas, triangulares y en forma de barco), de
las cuales el etnógrafo y arqueólogo Hjalmar Stolpe ya en el siglo anterior
estudió unas mil cien, lo suficiente para llenar todo un museo con los
objetos encontrados. Las demás siguen sin investigar; junto a la «tierra
negra», un amplio archivo subterráneo que está esperando que la hagan
hablar.
Pero ya los hallazgos registrados e inventariados contienen todo lo que
amaban los corazones vikingos siempre ansiosos de riquezas: «Plata árabe,
seda y brocados bizantinos, vasos renanos, telas frisonas y armas francas»,
además, dados y piezas de piedra, pieles nobles y costosos estribos, sin
olvidar el vino del Rin, que, tal como se contó, incluso hizo traer a Birka
desde Dorestad la desconsolada viuda Friedeburg. Y mucho oro, muchos
zarcillos, muchas cadenas, muchos broches, adornos por los que suspiraban
ante todo las mujeres de los comerciantes ricos. Joyas deslumbradoras,
restos de sedas chinas y utensilios de bronce de procedencia anglo-irlandesa
se encontraron en el barrio de las damas de Birka.
Desde luego, la codicia y el amor al lujo de estas últimas se veía
constantemente atizado por los talleres locales dedicados al arte de la
decoración y del adorno. Con seguridad había en la isla del lago Mälar
empresas que se habían especializado en la confección de adornos con
perlas selectas. Se encontraron, por ejemplo, «perlas, sin agujerear, de
cornalina y de cristal de roca y se puede suponer que el agujerear tales
perlas y el juntarlas en collares debió de tener mucho éxito en Birka. Hay
también muchos indicios de que en la ciudad se dedicaban al tallado de
piedras preciosas».
Las necesidades cotidianas de las provincias suecas más importantes
debían estar ampliamente satisfechas por Birka. «En los hallazgos
realizados en el territorio de la ciudad —dice Birgit Arrhenius— predomina
un número asombrosamente grande de objetos de hierro: simples cubos,
tijeras, barras de cortinas, limas, bocados y herraduras para caballos. Estos
productos de hierro son probablemente de fabricación propia y también se
vendían; algunos artículos como clavos, cuchillos y puntas de flechas se
encuentran en toda la Suecia central».
Todo esto proporciona el cuadro de un animado centro comercial y de
fabricación con un claro orden en la distribución del trabajo. También se
destacan los rasgos ciudadanos. En tanto que en la topografía de Helgö, a
pesar de los numerosos talleres metalúrgicos, seguía predominando el
carácter campesino, en Birka, incluso en sus arrabales, imperaba el tipo
urbano. Un recinto ciudadano bien delimitado, un castillo refugio con
guarnición, varios puertos, una burocracia institucionalizada cuya misión
era hacer que el fisco del rey tuviera participación en los negocios y, por
tanto, en el crecimiento del bienestar privado, una especie de autonomía
comunal… No hay duda: conceptualmente Birka había llegado a
convertirse en una ciudad.
Lo que no está aclarado es por qué este Wik nórdico cerró sus tiendas,
sus almacenes y sus talleres al cabo de poco más de doscientos años. Los
historiadores aducen una multiplicidad de razones: parece que el canal del
Södertälg quedó cegado en algún momento; la ruina del estado de los
samánidas en Persia hizo difícil el comercio con Oriente; es posible también
que la casa real gobernante no estuviese ya capacitada para garantizar la
seguridad de los hombres dedicados al comercio; también cabe que las
disensiones internas en Suecia tuviesen consecuencias en Birka.
Las monedas alemanas y anglosajonas en curso llegan hasta 980. Ya
pocos decenios más tarde se acuñan monedas propias en Sigtuna, el
asentamiento que, en las proximidades de Upsala, heredó a Birka.
Birka, cuyos comerciantes finalmente se trasladaron a Sigtuna (o fueron
trasladados), siguió siendo habitada cierto tiempo, como demuestra una
piedra rúnica del siglo XI, adornada con una cruz. También la fama de esta
isla pervivió hasta bien avanzado el siglo XI. El maestro Adam sabía aún
que Birka, «que está en medio de Suecia frente al poblado eslavo de
Jumne», era un Wik donde solían fondear muchos barcos «de los daneses y
de los noruegos, de los eslavos y de otras tribus escitas, por muchas
necesidades del comercio».
Pero su Historia de la Iglesia contiene también un comentario que
testimonia la rápida caída de Birka. Cuando el obispo Adalvardo de Sigtuna
fue en 1060 a Birka para visitar la tumba del arzobispo Unni de Hamburgo-
Bremen (que había muerto allí en 936) se encontró con un lugar
espantosamente devastado. Tampoco era posible encontrar ya la tumba de
Unni.

La historia de Oslo empieza en Skiringssal. Helgö, Birka y Sigtuna están


consideradas como las antecesoras de Estocolmo. La historia de Oslo, cabe
afirmar con alguna reserva, empieza en Skiringssal, aquella plaza comercial
y portuaria en la que solía hacer escala el terrateniente Ottar de Halogaland
en sus viajes a Haithabu. En todo caso, esta Skiringssal es el único Wik
conocido de la Noruega vikinga.
El lugar fue por primera vez redescubierto hace unos veinte años junto a
Kaupang, en Vestfold, una superficie de cinco fanegas «de tierra negra»
próxima a una bahía que hoy en su mayor parte está cegada con aluviones y
llena de marismas. Pero aquel cuadro que al principio no resultaba nada
atrayente prestó luego servicios valiosos. En cuanto se comprobó que
originariamente el nivel del agua debió alcanzar dos metros más de altura,
la escena cambió de improviso. Surgió el panorama bien conocido de un
pequeño puerto natural que guarecía a los barcos tras un escudo de islas,
islotes y escollos, y permitía que los barcos pudieran vararse en la orilla y
utilizar aquel espacio como mercado al aire libre. Se trataba de un puerto
incluso bien terminado, ya que por primera vez se descubrieron allí partes
de un muelle de más de mil años de antigüedad, reforzado con piedras.
Detrás, en el lugar de aquella tierra negra, llena de mondas de patatas y
que las excavaciones pusieron al descubierto, se ofrecía un mercado, abierto
y sin fortificar, al aire libre, la versión simplificada de un Wik de calle única
y del tipo de Dorestad. Desde entonces, entre el humus que se ha
descubierto allí, han aparecido restos de casas de madera y muchos
desechos compuestos de huesos de animales domésticos, espinas de
pescado, fragmentos de utensilios de plata y de bronce y escorias de hierro.
Por tanto, también había en Skiringssal talleres dedicados a la metalurgia.
Las importaciones debían efectuarse principalmente a la Europa
occidental. El constante hallazgo de voluminosos cántaros de arcilla
procedentes del Rin apoya la conjetura de que Skiringssal tuvo importancia
como centro de distribución de vinos. Ante todo las tumbas contenían
objetos anglosajones, escoceses e irlandeses. Sin embargo, las relaciones
del emporio noruego con las islas Británicas no eran sólo de naturaleza
mercantil. El inventario de Kaupang registra numerosos broches y platitos
de adorno que indudablemente pertenecieron a algunas iglesias: un botín
litúrgico que las hábiles manos de los forjadores artísticos nórdicos habían
secularizado inmediatamente.
Pero, comparada con Birka, Skiringssal, según se deduce de los
hallazgos, sólo era un pequeño centro de intercambios, poco más que el
punto de reunión regular de tratantes campesinos que hacían sus negocios
exclusivamente por trueque, como lo prueba la sorprendente ausencia de
monedas. Según todas las apariencias, Skiringssal no tuvo nada que ver con
la típica afluencia de oro.
En todo caso, el centro comercial de Kaupang-Skiringssal sólo subsistió
unos cien años. Probablemente, cuando Ottar la visitó había alcanzado ya su
fase final. Alrededor de 900 desapareció del escenario del comercio
vikingo.
Quizá los comerciantes empezaron a sentirse más atraídos por el
pequeño centro portuario de Oslo que se menciona por primera vez en
1050. O es más probable que el prematuro final de Skiringssal se deba más
bien al rápido auge de Haithabu, que en el siglo X, en unión de Birka, se
había convertido en el mayor emporio comercial nórdico.

Altas llamas brotaban de los tejados. Haithabu, el gran centro comercial


junto al Schlei, estaba como una araña en la red en medio de los numerosos
mercados en que se encontraban todos los años en verano los comerciantes
frisones y anglosajones con sus hermanos nórdicos de las corporaciones.
Según el cronista que por primera vez menciona en 804 a Haithabu-
Sliesthorp en los Anales Carolingios, el lugar era entonces un pequeño
asentamiento en el territorio fronterizo danés-sajón. Cuatro años más tarde,
después de haber destruido Rerik, el rey Göttrik cambió la situación, pero
indudablemente a su favor: construyó el más antiguo baluarte de los
daneses y de este modo dio a conocer que en lo sucesivo consideraba a
Haithabu como danesa y estaba resuelto a que nadie le disputase las
ganancias que pudiera sacar de allí.
A continuación, las fuentes permanecen mudas durante algunos
decenios. Sólo por la biografía que Rimbert escribe de Ansgar vuelve a
enterarse el historiador de algunos detalles interesantes: por ejemplo, que el
rey danés Horich se esforzó en mejorar las relaciones con los que eran
enemigos de siempre, los francos; al «misionero del Norte» le permitió en
849 construir en Haithabu una iglesia y «dio libertad a sus súbditos para
hacerse cristianos». La consecuencia fue que los comerciantes, tanto de allí
como de la comarca de Bremen y Hamburgo, «como también Dorestad,
hiciesen lo que antes no se habían atrevido, esto es, ir sin temor a Sliaswich,
lo que fue motivo de que se acumularan mercancías y víveres de todas
clases en grandísima cantidad».
Aunque treinta años más tarde, Alfredo el Grande describió con
bastante exactitud las diversas rutas hacia Haithabu, el lugar en sí no le
interesó. El apéndice que pone el rey a la Historia del mundo de Orosio
permite suponer que por aquel tiempo Haithabu era indudablemente danés.
Por el contrario, alrededor de 900 reinaba una dinastía sueca junto al Schlei.
El interregno, del que no dicen una palabra las crónicas contemporáneas, lo
explican en cambio Adam de Bremen y dos de las piedras rúnicas
descubiertas en las proximidades de Schleswig, actualmente en el Museo de
Prehistoria e Historia Antigua de dicha ciudad. Citan otros nombres, por
ejemplo el de la reina Asfrid, la hija de Odinkar, la cual hizo grabar aquella
piedra para el rey Sigtrygg, hijo de ella y de Knuba.
También el autor de la Historia de Sajonia, el monje Widukind de
Corvey, menciona a este Knuba. Porque en el año 934, Enrique I, el primer
rey alemán de la dinastía sajona, cruzó con un fuerte ejército la frontera del
Eider, conquistó Haithabu y obligó a Knuba (que antes había amenazado la
costa de Frisia) a bautizarse y a pagar tributos, por aquel entonces el gesto
usual de sometimiento. Pero Haithabu siguió siendo sueca, aunque como
protectorado alemán. Sólo en 974, la plaza fue anexionada oficialmente al
reino del emperador de Sajonia, pero por poco tiempo, porque nueve años
más tarde el rey Sven Barba de Tenedor reconquistó para Dinamarca la
plaza junto al Schlei.
A las luchas que entonces se encendieron por Haithabu alude la piedra
rúnica de Busdorf, construcción de granito de la altura de un hombre erigida
por el rey Sven en memoria de su servidor Skartha, «que avanzó hacia
Occidente, pero que encontró la muerte en Haithabu».
Al mismo tiempo la reconquista de Haithabu marca el gran cambio en la
historia de aquel mercado. ¿Fueron tribus suecas o eslavas, por no hablar de
Inglaterra, que también les reclamaba a los daneses la posesión de
Haithabu, las que lucharon por esta ciudad? Baste saber que alrededor de
1000 se quejaba el obispo Ekkehard de Schleswig de que su obispado había
sido devastado, abandonada su civitas, desolada su iglesia, expresiones
éstas que, según todas las apariencias, se refieren a Haithabu.
Este siglo trajo consigo el final definitivo, violento y dramático. Un
ejército del rey Harald el Duro, de Noruega asaltó el centro comercial junto
al Schlei y lo redujo completamente a cenizas. Un desconocido bardo
noruego, que vio alzarse en llamas las casas y las cabañas de Haithabu,
describió el acontecimiento con palabras conmovidas:

De un extremo al otro
ardía Hedby (Haithabu). Cruel
cólera de la lucha. Majestuosamente
aparecía la gran ciudad. Pienso que
Sven debió de enfadarse.
En el crepúsculo,
con los pies clavados en el suelo, vi como
altas llamas brotaban de los tejados.

Lo que quedó, lo destruyeron, cuenta Adam de Bremen, los eslavos en


1066, el año en que Guillermo el Conquistador desembarcaba en Inglaterra.
Hasta aquí las fuentes escritas, que, como la mayoría de esta época, sólo
saben dar el contorno de la escena; los colores y los detalles característicos,
también en Haithabu, los ha proporcionado la investigación arqueológica.

El Wik de los muchos pueblos. Los arqueólogos pudieron demostrar que, ya


en el primer tercio del siglo VIII, los comerciantes franco-frisones habían
descubierto el istmo entre el Eider y el Schlei. Éstos navegaban a remo o a
vela con sus barcos hasta Hollingstedt, y por tierra transportaban sus
mercancías hasta el Schlei, en donde los cargaban de nuevo en
embarcaciones. Tumbas de la Baja Edad Media entre Hollingstedt y
Schleswig son los mudos testigos de este tráfico de mercancías: según
Jankuhn, «testimonios de una corriente comercial Oeste-Este desde el
Treene hasta el Schlei».
No se requiere mucha fantasía para imaginarse que al final de este
camino surgió un asentamiento, un conjunto de marineros, transportistas y
comerciantes dispuestos a ayudar a quienes habían traído sus mercancías
desde lejanas tierras. Las primeras tumbas de Haithabu hacen referencia a
finales del siglo VIII.
El traslado de los comerciantes de Rerik por orden del rey Göttrik
facilitó que el lugar, modesto hasta entonces, adquiriese un poderoso
impulso de crecimiento. Así, aumentó constantemente el número de la
población durante los primeros decenios del siglo IX. Las tumbas que
revelan este aumento están bien provistas de objetos a los que
inequívocamente se puede fijar fecha y procedencia, esta última danesa-
noruega. La inmigración se concentró en Haithabu, pero también se
desparramó por la comarca de los alrededores. Allí los recién llegados
llevaron consigo a sus mujeres, una prueba de que la en otros tiempos
salvaje Haithabu se iba convirtiendo lentamente en un próspero centro
comercial.
Las tierras circundantes se llenaron a finales del siglo, que coincidía con
el inicio del mandato sueco, con emigrantes de la Suecia central, que se
dedicaron intensivamente a la agricultura. Después de 950 una tercera
oleada de inmigrantes, esta vez de Jutlandia, llegó al emporio comercial
junto al Schlei y a sus alrededores.
Haithabu era ya entonces una plaza cosmopolita, internacional como
ningún otro Wik de Europa. Además de daneses, frisones, sajones,
anglosajones, noruegos y suecos, también comerciantes eslavos gozaban
allí de derechos comerciales y de ciudadanía. Una abigarrada mezcla de
pueblos juntados por los lazos de intereses comunes y por todas las fatigas
del trato con las mercancías, los precios y los clientes ansiosos de comprar.
También los muertos ponen de manifiesto la variedad de las
procedencias de origen. Domina el tipo «nórdico», dolicocéfalo y de rostro
pequeño, pero no en la misma proporción que en Suecia o en Noruega. Los
antropólogos descubrieron también cráneos más pequeños y rostros más
anchos. Sus medidas demostraron que los hombres de Haithabu eran más
bajos que los ejemplares normales de aquellos días, ya que la altura media
sólo era de 1,65 metros. El hecho de que murieran entre los treinta y los
cuarenta años corresponde a las expectativas de vida de aquellos tiempos.
Muchos de ellos sucumbieron por enfermedades tuberculosas.
La estructura social de Haithabu debió estar bastante diferenciada. Los
objetos hallados en las tumbas permiten deducir que, aparte la riqueza y la
pobreza, existía también un bienestar bien distribuido. Por lo que se refiere
a los enterramientos, llama la atención un grupo de cámaras funerarias
construidas con bastante lujo. Como los objetos de estas tumbas, sobre todo
armas, corresponden evidentemente al siglo X, hay que suponer que en ellas
fueron enterrados los caudillos suecos que entonces dominaban en
Haithabu.
También por aquel tiempo, el repetido centro comercial alcanzó su
mayor densidad de población. Pero el número de sus habitantes no se puede
determinar exactamente, aunque la suma de las tumbas y la edad media
propia de entonces permitan deducir algunas vagas conclusiones. Con todo,
el lugar, durante la época de su florecimiento en el siglo X, debió alimentar
de ochocientos a mil habitantes permanentes.
Pero sólo durante su máximo esplendor en el siglo X, llenó Haithabu por
completo las veinticuatro hectáreas de superficie de su semicírculo. La
investigación del suelo ha mostrado que el asentamiento primitivo fue
considerablemente más pequeño. Tampoco Haithabu se hizo en un día.

Arroyo, puentes, camino de palos. La parte más vieja del asentamiento, que
puede fecharse de mediados del siglo VIII, estaba, como ya ha demostrado
Herbert Jankuhn, fuera del semicírculo, al sur de la tardía muralla pegada al
Noor. Hacia la mitad del siglo IX se forman, al parecer independientemente
entre sí, dos asentamientos más: uno al pie del castillo, el otro en la
desembocadura del arroyo que hasta hoy recorre el solar de las
excavaciones en dirección oeste-este.
En tanto que la aldea del Sur y el asentamiento del castillo
desaparecieron una y otra vez, el tercer asentamiento echó raíces. Desde
este germen de la ciudad antigua Haithabu se fue extendiendo sin pausa
durante el siglo IX, al principio en dirección oeste, luego también en la parte
sur, pero ésta nunca llegó a completarse del todo. A pesar de eso, Jankuhn
llega a la conclusión de que, mediado el siglo X, todo el espacio interior
delimitado por la muralla semicircular estaba densamente poblado; incluso
el cementerio, que sufrió nuevas ampliaciones, se hallaba en aquella zona.
Según Kurt Schietzel, que hoy administra el departamento de
investigación de la vida de los vikingos, en el Museo Nacional de
Schleswig-Holstein, la muralla delimitadora se erigió, como muy pronto, un
siglo después de empezarse la colonización. En ella, probablemente,
trabajaron varias generaciones. Un corte en la puerta septentrional reveló,
mediante el análisis con rayos X, no menos de nueve períodos de
construcción. La muralla, de dos metros y medio de altura, y que al
principio sólo era la línea de demarcación del mercado, estaba hecha de
tierra cubierta de césped, y en su cara anterior estaba revestida hasta la
mitad con planchas de madera. Su estructura no se modificó con los
añadidos posteriores, pero avanzó algunos metros, en su mayor parte hacia
los fosos superficiales, y en forma de artesa, que la rodean.
El asentamiento que se alzaba detrás creció lentamente a causa de su
tráfico privilegiado; fue un crecimiento paulatino pero constante. Influyó
poderosamente en eso la favorable situación del terreno que reunía todas las
condiciones para centro portuario y comercial. Las orillas se deslizaban
suavemente hacia el Noor, en el que dos lenguas de arena formaban un
embarcadero natural. El arroyo traía agua dulce en cantidad suficiente y el
seco suelo de arena proporcionaba un buen terreno de edificación sobre el
cual levantar tiendas de campaña y otros refugios de emergencia.
Las casas, que muestran un espléndido trabajo de carpintería, pero ni el
menor asomo de higiene y comodidad, eran de diversos tamaños, sobre todo
en Eldorado de los ricos comerciantes, que se alzaba inmediatamente junto
al Noor. La más amplia tenía una superficie de 7 por 17’50 metros, con lo
que alcanza las proporciones de una casa de campo de tipo medio. En la
«ciudad nueva», situada a Poniente, dominaba un tipo de casa de
emergencia de 3 por 4 metros de superficie y que, como las de los francos,
en Neuwied, junto al Rin, medio milenio más viejas, estaba embutida medio
metro en el suelo.
También las casas grandes en la «ciudad antigua» tenían sólo una
estancia. Su centro era, como en la casa de labor en el campo, el hogar,
formado por un cerco ovalado de piedra revestido con arcilla. El humo salía
por una claraboya. En Haithabu desconocían el lujo de las aberturas de las
ventanas. Por lo visto, incluso los ricos vivían en la oscuridad, enturbiada
por el humo, en sus casas de madera en las que la única fuente de luz era el
chisporroteante y humeante fuego del hogar.
Las bajas y estrechas puertas de las casas se abrían a un pequeño patio
delantero cercado por una valla de planchas que lo separaban de la calle,
mejor dicho, de un camino de unos 1’20 metros de anchura, hecho
cuidadosamente con palos y que cruzaba el arroyo, la arteria de agua dulce
de la ciudad. En el húmedo terreno ribereño se han conservado partes de los
puentes que cruzaban el arroyo, como asimismo restos de los senderos de
madera y piedra que unían las calles y las casas. Los campos eran algo más
anchos que las reducidas cabañas de madera de los habitantes, pero, en su
mayoría, tan largos, que en el corral había sitio para establos o cobertizos.
Allí se encontraban también los pozos, cuya profundidad no han podido
averiguar aún los arqueólogos, y con unos brocales de madera de una
anchura de ochenta centímetros.
En la «ciudad antigua» había algo que permitía reconocer la mano
ordenadora de la superioridad. Es de suponer que no existían hormas sobre
la forma y el tamaño de las casas, pero los hallazgos muestran que las
orillas del arroyo fueron fortificadas en el curso del tiempo y que a este fin
se derribaron diversos edificios, lo que hace suponer una intervención de la
autoridad en los bienes inmuebles.
Kurt Schietzel, quien en 1970 terminó las excavaciones que había
realizado por espacio de ocho años, durante los cuales se albergó en una
tienda de campaña transportable y con calefacción, deduce de eso que los
caminos, las empalizadas y los edificios se construían a lo largo de la línea
recta del arroyo canalizado y que esta disposición se muestra tanto en las
cercanías del arroyo como a lo largo de todas las fosas existentes en el
centro del asentamiento. Por eso sospecha que desde un principio estuvo
todo sometido a un claro plan de construcción, imputable quizás al rey
Göttrik.
Ya los trabajos realizados en 1953-54 indicaron la existencia de una
empalizada que protegía a Haithabu contra el mar. Pero, como han
demostrado nuevas investigaciones, no constituían una continuación de la
muralla semicircular, sino un arco independiente y más estrecho. En el agua
superficial no había dispositivos propiamente adecuados para la descarga.
Bastaba con algunas estacas a las que los comerciantes podían amarrar sus
barcos. Los arqueólogos también han descubierto restos de tales estacas
junto al Noor; su número permite sospechar que se trataba de una flotilla de
pequeñas barcazas que en las épocas de mercado anclaban delante de
Haithabu y descargaban sus mercancías.

Los objetos artísticos de Haithabu dominaban el ámbito báltico. Gran


impresión han causado también los talleres de este Wik descubiertos durante
las excavaciones de varios decenios. Se comprueba que la fundición del
bronce había llegado en Haithabu al mayor florecimiento. De la materia
prima importada en barras surgían objetos suntuarios que, como las fíbulas
en forma de tortuga y los broches de hojas de trébol, pertenecen a adornos
más sutiles de esta época. Los artesanos de Haithabu descollaron también
en la fabricación de hermosos adornos de estaño con los que incluso
llegaron a superar la vieja competencia de Domburgo junto al Walcheren.
Otra especialidad la constituían los trabajos de filigranas de Haithabu:
productos de un arte que, como consecuencia de incitaciones del Sur, fue
extendiéndose desde el 900 por el Norte de Europa. En la tierra
comprendida dentro de la muralla semicircular se encontraron otras dos
formas que fueron muy apreciadas a mediados del siglo X. Una de ellas es
el molde de una preciosa fíbula de oro descubierta en una cámara suntuaria
de la Gotland oriental. De los demás moldes se sacaron pequeños discos de
adorno cuyos originales se reparten por todo el ámbito del mar Báltico. Los
artesanos de Haithabu no debían quejarse por falta de compradores, pues
incluso de los más valiosos trabajos de filigranas también llegaban al
mercado imitaciones baratas.
Las actas de excavación de Haithabu registran como uno de los
hallazgos más interesantes el horno de vidrio descubierto en 1913 y que,
además de carbón vegetal y huesos, contenía numerosas escorias y
fragmentos. A pesar de que probablemente ese homo sólo servía para la
fabricación de perlas de cristal, su descubrimiento adquiere una cierta
importancia desde el punto de vista de la economía política. Porque el
horno de vidrio de Haithabu es el primer testigo de un regreso del secreto
arte de la fabricación del vidrio «desde los bosques a las ciudades», un
movimiento que con toda claridad sólo puede seguirse a partir del siglo XII.
En Haithabu no había sólo trabajadores especializados en el arte
decorativo y vidrieros. Una y otra vez los arqueólogos van descubriendo
objetos hechos con huesos y cuernos como, por ejemplo, peines, agujas de
adorno, empuñaduras de cuchillos, dados y fichas para juegos. Las
importaciones de ámbar de los países bálticos servían, sobre todo, para la
fabricación de perlas y pendientes.
Trozos de tejidos y restos de husos de mano se han descubierto en
número tal, que muy bien puede conjeturarse la existencia de toda una
industria textil. También el arte de la alfarería, como opina Jankuhn, es algo
más que una dedicación simplemente casera. El llamado puchero Haithabu
aparece con tanta frecuencia en las excavaciones, que hace pensar en toda
una producción industrial de cerámica.

El asentamiento en el llano. Un poblado que surgió por orden del rey; un


sitio en la confluencia de intereses políticos y económicos; un Wik
protegido militarmente y que, por lo menos de vez en cuando, servía de
corte para el rey; un emporio comercial que también se utilizaba como
centro de misiones; un conjunto de artesanos con industrias altamente
especializadas; un puerto con escolleras y fondeaderos; una plaza de
intercambios de mercancías en la que se encontraban comerciantes de toda
Europa; todo esto era Haithabu. Fue un conglomerado emprendedor, activo,
de una vida extraordinariamente agitada: un centro acaudalado, ruidoso,
internacional, una pequeña Babilonia del mar Báltico.
En realidad, Haithabu está considerado como el mercado nórdico que
más se aproximó a la forma de ser y a la función de una ciudad, sin
exceptuar a las más importantes compañeras y competidoras, Dorestad y
Birka. Pero los últimos pasos en este sentido no llegó a darlos. Siguió
siendo, como da a entender su nombre danés Hedby, un «asentamiento en el
llano», sin raíces, sin contactos firmes con el mundo exterior. Siguió siendo
una incipiente ciudad con intereses mercantiles cuya importancia máxima
se manifestaba en la época de mercado.
En el panorama de este asentamiento, las instituciones rectoras sólo
aparecen vagamente. También se muestran modestos los logros urbanos.
Las casas de Haithabu se aferran a las tradiciones de los edificios
germánicos de madera. Paredes sólidas y tejados cubiertos de ripias, pero en
ninguna parte la tentativa de crear una arquitectura ciudadana.
Haithabu produce una impresión rústica y campesina, sigue pareciendo
un producto del tráfico comercial frisón-vikingo. A pesar de que alcanzó la
edad respetable de dos siglos y medio, no puede despojarse del carácter
emigrante y trashumante y de su ascendencia. También Haithabu fue creada
por hombres que consideraban la ciudad como un asentamiento repulsivo al
que miraban hostilmente.
Cierto que estos Wike nórdicos, nacidos como estaciones de depósito,
lugares de descanso y de intercambios, contribuyeron al nacimiento de la
ciudad medieval, pero más bien como simples pioneros. Por eso la mayoría
fue hundiéndose después de un breve esplendor o se agostó en una modesta
existencia llena de escombros.
Por lo demás, Haithabu no pudo jactarse de un gran sentimiento
ciudadano de sus habitantes. Cuando en el año 1066 fue destruida, los
supervivientes abandonaron el campo de ruinas y se resignaron a la
destrucción total. Ésta no tardó mucho tiempo en consumarse y el prado
reconquistó «el asentamiento en el llano» mientras al otro lado del Schlei
surgía un nuevo lugar que adoptaba el nombre franco de Haithabu, esto es,
Sliaswich.
CAPÍTULO DECIMOSEXTO

LOS MAYORES TRATANTES DE ESCLAVOS DE SU TIEMPO

La cesta de la compra del comerciante nórdico

Piedras, alfarería y vidrio del Rin. / Con los misioneros llega el vino. /
Telas frisonas, artículo cotizable de primera categoría. / La edad de la
plata del Norte. / La calderilla de los vikingos. / Pieles, «el veneno de la
ostentación». / Los curanderos compraban pieles de morsa. / El obispo
redime de la esclavitud a una monja. / La historia de Höskuld y de
Melkorka.

Piedras, alfarería y vidrio del Rin. Una pregunta importante queda aún por
contestar: ¿Qué ofrecían los comerciantes extranjeros que año tras año
aparecían con estrépito en los mercados entre Dorestad y Birka? ¿En qué
trataban? ¿Qué contenían los vientres de sus barcos?
La configuración de los barcos dragones de los vikingos y los kogge de
los frisones no permitía almacenar gran cantidad de mercancías. Por fuentes
escritas se sabe que Noruega proporcionaba pescado seco a Inglaterra,
Irlanda importaba cabezas de ganado, y Groenlandia cereales, pero
normalmente las bodegas de aquellos barcos transportaban cargas más
preciosas y de mayor valor. Por lo general el comercio de la época de los
vikingos era un comercio de lujo.
Naturalmente había excepciones. Una y otra vez, como en la época
romana, las canteras de basalto de Mayen del Eifel surtían al Norte de
piedras de molino, casi siempre listas para utilizar, aunque también se
enviaban a medio fabricar Rin abajo y por el mar del Norte. En cambio
Haithabu suministraba piedras sin terminar, también de Mayen. Sobre todo,
el centro comercial ubicado junto al Schlei parece haber sido el principal en
cuanto al comercio de piedras en el Norte vikingo.
La Renania franca también proporcionaba artículos de alfarería en
grandes cantidades, especialmente cerámica de cordones de las
manufacturas de las estribaciones de Colonia. En los hallazgos
arqueológicos, la producción de Badorf está representada por vasijas bien
conocidas a las que adorna un dibujo de ángulos rectos estampados. Esas
mismas excavaciones han proporcionado muchos fragmentos de ánforas
renanas con relieves y asimismo negras y brillantes jarras con
incrustaciones de finas hojas de estaño. De la cerámica moderna de
Pingsdorf, lo que principalmente llegó a los países escandinavos fue una
olla de dos asas de un tono amarillento y esmaltada, de color castaño, con
puntos y trazos distribuidos irregularmente.
El emporio comercial enclavado junto al Schlei era estación término
para los artículos de alfarería renanos. Según Herbert Jankuhn, desde
Haithabu, sólo ejemplares sueltos penetraron en los países nórdicos.
El comercio del vidrio renano alcanzaba más allá de Jutlandia. Las
tumbas de Birka, por ejemplo, han proporcionado a los museos suecos
numerosas copas cónicas de producción franca. También espejos y piezas
semiesféricas de cristal e incluso fragmentos de cristal de ventanas están
ricamente representados en los inventarios de Helgo y de Birka. Por el
contrario, los hallazgos de Haithabu son pobres en este aspecto, a pesar de
que la gran tumba-barco contiene un hermoso embudo de cristal
perfectamente conservado. Pero la parvedad de estos hallazgos se explica
fácilmente: es probable que en Haithabu hubiese una fábrica de vidrio que
volviera a fundir todo el cristal y vidrio de desecho.
Un artículo también muy solicitado en el Norte europeo eran los
adornos francos, sobre todo los del Oeste, que dieron a conocer en el mundo
vikingo un elemento formal de la Antigüedad, el motivo del acanto tan
apreciado por el renacimiento carolingio. Asimismo, las tumbas contenían
trabajos de orfebrería irlandesa y anglosajona, la mayoría de tipo religioso.
Pero debía tratarse de botín, de souvenirs que los belicosos hombres del
Norte traían de sus viajes de rapiña.
Con los misioneros llega el vino. También floreció el negocio de las armas.
Los talleres francos de Renania proporcionaban, por lo visto en número
considerable, las espadas con que los guerreros vikingos daban muerte, no
en último término, a los francos. Por ese motivo Carlomagno prohibió la
exportación de armas francas. Pero los astutos comerciantes dominaban ya
en aquellos tiempos el arte del contrabando y del enmascaramiento, y
exportaban, en lugar de las espadas completas, partes casi terminadas; de
aquí la combinación que se da con tanta frecuencia de hoja franca y
empuñadura nórdica.
La superioridad de las hojas renanas consistía en el arte del
damasquinado y en el empleo de una cavidad de acero que, por lo menos en
las espadas, hacía equiparable al acero de un tal Ulfberth con el de los
actuales cuchillos de acero. No se sabe dónde estaba el taller de Ulfberth,
pero el nombre está relacionado con la comarca del medio o bajo Rin.
Posiblemente vivía en Colonia, que con posterioridad, en la Alta Edad
Media, alcanzó fama continental como centro productor de armas.
Ya en el siglo X, Ulfberth abarcaba un mercado gigantesco. Hojas
marcadas con su nombre se han encontrado en Inglaterra y en Irlanda, en la
Prusia oriental y en el espacio báltico-finés e incluso en el curso inferior del
Dniéper. También por Ibn Fadlan sabemos que las espadas anchas y planas
de los comerciantes de Rus eran de tipo franco. En Haithabu sólo se ha
descubierto una hoja quizá procedente de los talleres de Ulfberth. Sin
embargo, Jankuhn opina que el comercio con las ojas de Ulfberth llegó más
allá del puerto sobre el Schlei.
Esta misma ruta tomó el vino del Rin, el vino en general; porque junto a
caldos renanos también otros borgoñeses y mediterráneos llegaban a las
costas del mar Báltico pasando por Dorestad y Haithabu. Que allí no sólo
refrescaban las gargantas de los guerreros vikingos y de los grandes
hombres, sino que también apagaban la sed de los monjes y de los enviados
de la fe y además servían para fines litúrgicos, se deduce del gran número
de cántaros frisones que se han hallado en Birka, sede central de la misión
sueca. También la historia de la viuda Friedeburg muestra que en la isla del
lago Mälar figuraba el vino entre los artículos de consumo de la vida diaria.
Todavía cabe mencionar aquí a un segundo testigo literario de la corona
como cronista del mercado. El monje Ermoldus Nigellus, residente en
Alsacia, se quejaba en 830 en una elegía al rey Pepino de Aquitania de que
los marineros vendían caro el vino y en cambio había gente que, rodeada de
vides, tenía que morirse de sed. Porque el padre Rin, allí en Alsacia,
producía tanto vino, que la buena gente de aquella faja de tierra estaba
borracha la mayor parte del tiempo, aunque no en tan gran número como
los vendedores frisones (además, la palabra kaufen = comprar, se deriva de
la latina caupo = tabernero).

Telas frisonas, artículo cotizable de primera categoría. La poesía del monje


Ermoldus Nigellus contiene otra interesante alusión al intercambio de
mercancías de su tiempo: los alsacianos, «buenos ciudadanos del reino»,
cambiaban ventajosamente su vino por telas frisonas.
El tejido frisón era entonces algo así como una unidad de compra, un
artículo de mercado de primera categoría. Carlomagno envió a su amigo
árabe, el califa Harun al Raschid en la lejana Bagdad, abrigos frisones en
verde, gris, rojo y azul. Ludovico Pío hacía repartir varias veces al año entre
los dignatarios de su corte productos de las manufacturas textiles frisonas.
Y alegró también el corazón del Padre Santo (que lo visitó en Reims en
816-17) con abrigos de lana de fabricación franca. El monasterio de Fulda
recibía todos los años 835 abrigos de Frisia; los monjes de Essen-Werden se
vestían con telas de lana que recibían de sus posesiones frisonas, y, aquí
como allí, los piadosos hermanos envolvían por las noches sus ateridos
miembros con mantas frisonas de pelos de cabra; lectisternia caprina se
llamaban.
El tejido frisón era siempre una moneda tranquilizadora y cotizable. La
base de este aprecio era una tela de lana gris, llamada fríes, que en la
Europa occidental se conocía como «ropa de lana» y en el Norte de Europa
como «medida de tela», y constituía medio de pago usual. En Suecia, 12
anas de fríes correspondían a un ör de plata, 96 anas a un marco de plata.
Observaciones y hallazgos arqueológicos han confirmado el papel de
Frisia (Friesland) en la fabricación textil durante la Baja Edad Media. Así,
las excavaciones realizadas en los Wurten (colinas-viviendas artificiales en
las costas del mar del Norte) han aportado numerosos objetos que muestran
una actividad intensiva de las artes textiles: husos y ruecas, telares y
lanzaderas. En un Wurt de Wilhelmshaven, Werner Haarnagel descubrió en
la capa supuesta del siglo VII las huellas de una sala de tres naves que había
servido como astillero y en la que se hallaban muchos restos de tela con
hilos vigorosos y una gran escala de diversos dibujos. Por lo visto, en la
época merovingia Frisia era un centro de producción de cualificadas telas
de lana.
La importancia de las telas frisonas en el comercio ultramarino con
Escandinavia es difícil de probar por lo perecedero del material, que sólo en
contados casos llega a manos de los arqueólogos. Uno de estos casos fueron
las tumbas de Birka, donde, junto a tejidos bastos de tipo local, se
conservaban numerosos restos de telas de fina urdimbre que muchos
expertos consideran frisonas. Telas semejantes se descubrieron en
Skiringssal, asimismo en el este de Gotland y en la famosa tumba Oseberg.
En Haithabu sólo una tumba de mujer ha proporcionado algunos restos
textiles. Pero aquí también se trataba una vez más de aquella tela de fina
urdimbre cuyas primeras pruebas las proporcionaron las tumbas de Birka.
Junto a esta tela sólida, resistente y de mucho abrigo, también se
solicitaban tejidos de lujo. El lino se consideraba tres veces más valioso que
la lana. El miembro del servicio de información de Carlomagno en
Aquisgrán, Teodulfo de Orleans, informa, por ejemplo, en el sentido de que
los francos acaudalados enviaban lino recién blanqueado a los jueces
débiles para que dictaran sentencias favorables a sus intereses.
Aún mayor aprecio encontraban los tejidos que tenían en la urdimbre
hebras de oro: una moda de origen oriental que acogieron con ingenuo
entusiasmo los grandes del reino de los francos. Después, los tejidos de oro,
como se deduce de observaciones escritas, merecieron también el unánime
aplauso de los caudillos vikingos y grandes terratenientes amantes del
fausto. El emperador Ludovico Pío proporcionó una gran alegría al rey de
los daneses Harald, quien en 826 consintió en bautizarse en Ingelheim, al
regalarle tejidos con hebras de oro de fabricación franca. Y el campesino
islandés Gunnar de Haldenende trajo de su visita a Haithabu (en el siglo X),
muy orgulloso, «un vestido de príncipe, guantes bordados de oro y una
diadema con nudos de oro».
En Haithabu se han encontrado hilos de oro que quizás, en su tiempo,
adornaron alguna diadema u otro tejido de gala. También las tumbas de
Birka han confirmado el amor de los ricos del Norte por tales brillantes
tejidos.
No menos de cuarenta y cinco tumbas de Birka contenían restos de seda
e indudablemente la demanda de seda fue un elemento vivificante del
comercio vikingo. Sin embargo, los comerciantes frisones sólo participaban
en ese tráfico con un pequeño porcentaje, al actuar como intermediarios
para los productos del sur de Francia que desde comienzos del siglo IX se
ofrecían en los mercados europeos. La mayoría de las telas de seda llegaban
por los caminos de las caravanas de Oriente, y a través de Bolgar y
Bizancio terminaban en el Norte europeo.

La edad de la plata del Norte. El Oriente además de seda proporcionaba


cosméticos y joyas, artículos de tocador y baratijas; por lo visto las
manufacturas árabes hacían rebajas especiales a sus colegas negociantes del
Norte.
Las tumbas de Birka permiten conocer lo que, por medio de los
comerciantes ruso-varegos, llegaba de Oriente al Norte europeo: cinturones
de cuero con incrustaciones sasánidas, bolsas tártaras, máscaras mongolas
de animales, vajilla árabe, perlas de cristal egipcias, vasijas coptas, botellas
de bronce persas, bandejas de plata sirias, pendientes jázaros, en suma,
productos de una industria especializada en artículos de regalo que, muy
astuta y oportunamente, se ofrecían al gusto algo vulgar de los nuevos ricos
vikingos.
Pero el artículo más importante que llegaba a la península escandinava
desde los países del califato, a través de Rusia, era la plata. Según
Oxenstierna, la época de los vikingos fue la edad de la plata del Norte, que
(después de la «edad del oro» que periclitó alrededor del 600) irrumpió
aproximadamente hacia 900 y, por lo menos a Suecia, la sometió totalmente
a la magia de este metal.

El siglo de la plata se alimentaba sobre todo de las minas de plata de las


partes orientales del califato, situadas en Samarkanda, Taschkent y
Afganistán. Su época de florecimiento abarca del año 913 al 943, bajo el
reinado del soberano samánida Nasr ibn Ahmad, quien esquilmaba aquellas
minas de plata sin contemplación alguna para sus sucesores.
Según un informe del árabe Ibn Jacqub, la plata se encontraba en la
cumbre de una montaña con tantos agujeros que parecía un cedazo. Se
contaba de un hombre que, excavando él solo, había obtenido una ganancia
de 300.00 dirhems. En consecuencia, los precios oscilaban: con un dirhem
(la moneda de tres gramos introducida alrededor de 700) no se podía
comprar siquiera «un manojo de verdura». Pero no todos los caballeros
buscadores de fortuna se hacían ricos. Muchos encontraban, en lugar de la
esperada veta de plata, solamente agua o piedras y volvían a sus casas más
pobres que antes de haber pisado aquella comarca tan alabada.
Como es de suponer reinaban allí la cólera y la maldad, y los asesinatos
estaban a la orden del día. Como ha comentado Oxenstierna, «el más puro
Klondike (río de Alaska) del salvaje Oriente con matones, aventureros,
buscadores de fortuna y catástrofes humanas».

La calderilla de los vikingos. La plata llegaba manufacturada en diversas


formas a Escandinavia: en trozos, en barras, como joyas, pero más en
general como monedas, como dinero.
Después de la reorganización del sistema monetario franco en los
reinados de Pepino el Breve y de Carlomagno, las acuñaciones de
Domburgo y Dorestad se convirtieron en la base monetaria del comercio
frisón en el mar del Norte. Alrededor del 800, Escandinavia y sus
avanzadillas en el Sur del mar Báltico se valían todavía de barras de plata.
En sus primeros decenios Haithabu también subsistía a base de un
rudimentario comercio basado en el dinero. Los comerciantes, cuando
realizaban un trato, no echaban mano a la bolsa del dinero, sino que se
sacaban del bolsillo una barra de plata y cortaban un pedazo equivalente al
valor de la mercancía adquirida.
El precio se calculaba al peso, conforme a tres unidades distintas: el
peso del ertog u ortuge, que en su forma antigua pesaba 8,67 gramos y en su
forma más moderna 8,16 gramos; el peso de 24,56 gramos del ör y el peso
de 204 gramos del marco. Un marco (Brondsted atribuye la etimología de la
palabra a la señal de una marca en la barra de las balanzas utilizadas en
aquel tiempo) correspondía, redondeando, al valor de 8 ores o de 24 ertogs.
Pero no sólo se pagaba con barras de plata, sino también con fragmentos
de plata que se sacaban de anillos en espiral, brazaletes u otras joyas rotas,
con lo cual los más bellos y pequeños objetos artísticos eran brutalmente
sacrificados cuando lo exigían las necesidades mercantiles.
Las primeras monedas carolingias emprendieron el camino hacia el
Norte, desde luego sólo en pequeño número, a principios del siglo IX.
Además, la destrucción del Wik frisón en el mar del Norte preparó el acceso
de acuñaciones francas, que en la época de Ansgar, el misionero, alcanzaron
su punto culminante, aunque terminó pronto. Entonces, desde el 800 en
adelante, en su lugar afluyó por los caminos comerciales del Este una
incalculable corriente de dirhems árabes que inundaron el Norte europeo.
Durante siglo y medio, las acuñaciones de los califas fueron la calderilla de
los vikingos.
En ese aspecto Haithabu constituye una notable excepción, lo que
acredita su importancia y su capacidad para bastarse a sí misma. Cuando
cesó la afluencia, por lo demás escasa, de monedas de la Europa occidental,
el Wik situado junto al Schlei empezó a acuñar dinero por su cuenta y, por
cierto, utilizando el modelo carolingio.
Las primeras acuñaciones en el Norte europeo imitaron las monedas de
Dorestad con la inscripción CAROLUS. Pero la capacidad de los fabricantes
de monedas de Schlei era pequeña. Sus imitaciones de Dorestad tendrán
siempre la categoría de rarezas numismáticas. Y, como opina Herbert
Jankuhn, parece que en general el uso de la plata al peso predominó
ampliamente como medio de pago.
Sólo alrededor de 940, Haithabu pudo por fin, después de un breve
intermedio durante el cual también los dirhems imperaron allí, ser su propia
suministradora de monedas.
Empezó la época de las delgadas monedas de plata «de una sola cara»
que en poco tiempo consiguieron hacer retroceder al dinero árabe en
Schleswig y en Dinamarca y finalmente conquistar todo el espacio del mar
Báltico y desde aquí principalmente la región del río Oder alrededor de
Jumne-Wollin.
Eran «monedas mudas», sin número de año, y tampoco constaba la
procedencia, pero se ha hallado tal cantidad en Haithabu y en sus
alrededores, que sólo pueden haber sido acuñadas allí. El sistema de la plata
al peso desapareció alrededor de 950.
Los tesoros enterrados de este tiempo se componen casi exclusivamente
de dinero acuñado. Una pregunta que aún no ha recibido respuesta es de
dónde procedía la plata con que se fabricaron las monedas de Haithabu. En
el Norte europeo no había minas de plata. Las minas alemanas del Harz no
se abrieron hasta alrededor de 970. La afluencia de plata procedente de los
pagos de tributos ingleses empezó, como muy pronto, diez años antes de
terminar el milenio.

Jankuhn supone que fundían monedas de plata árabes para acuñar monedas
propias, probablemente a favor de la autoridad, que con este procedimiento
enriquecía las arcas del tesoro.
Parece que esta costumbre decae en la época del dominio alemán,
aunque la total ausencia de monedas sajonas hace suponer que no eran los
emperadores otónicos quienes mantenían ocupados a los fabricantes
profesionales de monedas de Haithabu. La solución de este enigma aún
sería digna de una moneda conmemorativa.
Entre 980 y 990, la acuñación de monedas en Haithabu se extingue
silenciosamente. El centro comercial del Schlei tampoco aparece en la lista
de lugares en que Sven Barba de Tenedor mandó erigir casas de monedas
poco antes del final del milenio (aunque Haithabu, desde 983-84, había
vuelto a pertenecer al reino danés). La oleada de monedas anglosajonas que
por aquel tiempo inundó a toda Dinamarca llegó en tan escasa cantidad a
Haithabu como la afluencia de monedas alemanas de plata del Harz; hasta
ahora sólo se ha encontrado un único «pfennig sajón» dentro de la muralla
semicircular.
También Birka intentó dominar el arte de hacer dinero. Las tumbas del
siglo IX contienen numerosas imitaciones de sceattas anglosajonas, esas
monedas de plata conocidas desde el siglo VII y que durante la época de
Bonifacio circulaban en el continente y sobre todo en Frisia. Entre las
imitaciones realizadas en Birka, la más frecuente es el «tipo Wotan»; se
trata de una moneda cuya cara está ocupada por una barbuda cabeza de
hombre. Por aquel entonces su modelo tenía ya más de cien años de
antigüedad.
Pero aún más que el dinero de Haithabu, las acuñaciones de Birka
fueron un episodio transitorio. Comparadas con los dirhems árabes,
representaban poco más que un sistema monetario local. Al final también
en Suecia predominaron las monedas de la Europa occidental, acuñaciones
alemanas y anglosajonas sobre todo que, más tarde, en la época de la
Hansa, dominaron el mercado sin encontrar rivalidad alguna.
Herbert Jankuhn también se ha formulado la pregunta sobre el valor del
dinero. Ha intentado deducir conclusiones de los pocos datos conocidos
respecto a los precios en Irlanda, en Dinamarca y en Haithabu. Pero ha
obtenido muy escasos resultados.
Sin embargo, ha logrado establecer que hacia finales del milenio, por
quince ores de plata (casi dos marcos) se podía adquirir una vaca preñada.
Con marco y medio bastaba para comprar un esclavo vigoroso. Una esclava
de calidad media valía medio marco menos. Como sabemos por Rimbert, el
cual pudo libertar con su caballo a un prisionero, puede asignársele al
animal el valor de 200 a 300 gramos de plata.
Sin embargo, éstos son únicamente vagos puntos de referencia. Por lo
demás, también entonces regía la ley de la oferta y de la demanda, y, lo
mismo que ahora, había oscilaciones en la coyuntura y carestías. El nivel dé
los precios variaba, aunque desde luego no tan rápidamente como hoy, y,
como en todos los tiempos, los precios fijos eran un sueño inalcanzable de
los consumidores, tanto si se trataba de mercancías vivas o muertas.
Pieles, «el veneno de la ostentación». Y ahora hay que hablar de la oferta
de los vikingos. ¿Con qué pagaban los hombres del Norte el vino y los
adornos, las telas, la cristalería, la plata y todas las demás cosas
imprescindibles o superfluas que deseaban para la vida y para destacar una
posición brillante?
Con seguridad las pieles ocupaban uno de los puestos más elevados en
la lista de las ofertas nórdicas. Las pieles y los curtidos escandinavos
dominaban ya en la época romana, en aquel entonces llevados por
comerciantes germánicos que los transportaban al mercado continental
europeo. El aprecio de una noble piel que incluso servía de motivo de gozo
en el cálido Mediterráneo, no se modificó en nada tras el hundimiento del
imperio romano. Así, la Historia de los godos, escrita en el siglo VI por
Jordanis, habla de las valiosas pieles de los suecos que «por rutas
comerciales a través de una multitud de diversos pueblos… llegan a
Roma».
Medio milenio más tarde, el maestro Adam hablaba de las numerosas y
extrañas pieles que poseían los prusianos y los sambianos, «pieles cuyo
aroma ha extendido por el mundo el mortífero veneno de la ostentación»;
también hablaba de gente que «ansiaba tanto una piel de marta como la
bienaventuranza eterna», palabras un poco duras en boca de un sesudo
monje cristiano, pero que revelan que el ansia de hermosas y blandas pieles,
en su época seguía estimulando fuertemente el comercio Norte-Sur.
El principal país exportador de pieles era Suecia. También las regiones
polares de Noruega participaban activamente en el negocio. Según el bien
informado maestro de Bremen, había en el Norte, en el territorio de los
fineses, tanta caza, «que casi el país entero vivía de los animales del
bosque», de uros, búfalos y alces, martas blancas y osos blancos, que eran
los que más asombraban a Adam, porque le parecía increíble que pudieran
zambullirse en las aguas heladas del mar del Norte como ballenas jóvenes.
También los arqueólogos nórdicos han escrito un interesante capítulo
sobre el comercio de pieles. En las rutas entre los terrenos de caza, el
círculo polar y la isla de Birka en el lago Mälar, descubrieron numerosos
enterramientos que, por los objetos que contenían, mostraban
inequívocamente que se trataba de tumbas de cazadores: tumbas con puntas
de flecha y lanzas, hachas y grandes cuchillos y todo cuanto correspondía al
equipo de un «trampero nórdico».
De sus artículos más perecederos de caza y de comercio, sólo han
quedado excepcionalmente algunos jirones. Sin embargo, en las tumbas de
Birka, cuya importancia en el comercio nórdico de pieles está confirmada
por fuentes escritas, se encontraron otros indiscutibles testimonios de los
mercados invernales de pieles y, por cierto, tan sorprendentes como patines,
que en aquel entonces no eran de hierro, sino de pies de cerdos, de caballos
y vacas. «Algo achatados, dos veces agujereados para los cordones del
tobillo —dice Oxenstierna—, propios para las lisas autopistas de los lagos y
ríos helados en el rigor del invierno. Se comprende que los mercados
anuales de pieles —también en Gotland, que ante todo suministraba a la
Alemania central— siempre se celebraran concluida la temporada de caza
invernal», de forma que las preciadas mercancías pudiesen llegar a los
consumidores antes del comienzo de la primavera.
En Rusia se concentraba la actividad de los «grandes cazadores» en la
comarca de Perm. Su principal plaza de cambio junto al Volga era Bolgar,
una de las ferias más importantes del comercio de pieles en general, cuya
animación han descrito los viajeros árabes con mal disimulado gozo.
Al-Massudi vio allí, en la orilla derecha del Volga, muchos grandes
barcos cargados con negras pieles de zorro. Quien tenía suficientes dirhems
en el bolsillo también podía comprar «cebellina, ardilla gris, armiño, marta,
castor y liebres abigarradas». Y, naturalmente, los caudillos de los bárbaros
mostraban que no eran unos pobretones y se pavoneaban con sus gorros de
piel y sus gruesos abrigos delante de sus puestos.
En Haithabu debía ser poco más o menos igual. Según las noticias de
Adam, el Wik del Schlei era el centro de intercambio más importante para
las pieles procedentes de Sambia.
Asimismo, el informe de Ottar indica que los comerciantes de Haithabu
vivían en parte muy principal del comercio de pieles. La arqueología no
tiene nada que decir sobre este tema porque, excepto algunas pieles de
marta y de castor, las tumbas de Haithabu no contienen indicio alguno del
comercio peletero nórdico.

Los curanderos compraban pieles de morsa. Rastros mucho más claros han
dejado las vasijas de esteatita nórdica, material blando, incombustible y
fácil de trabajar que se extraía en las canteras del fiordo de Oslo. Con ella
se confeccionaban ollas, bandejas y vasijas que se extendieron por el sur de
Noruega, Jutlandia y la desembocadura del Elba. Skiringssal debió ser el
principal puerto de descarga, y Haithabu el principal centro de distribución.
También en la «tierra negra» de Birka se han encontrado claras huellas de
los talleres donde se trabajaba la esteatita. Pero probablemente esta
industria no llegó a la Suecia central.
Ya en tiempos de los vikingos, Suecia tenía fama como país del hierro.
Así, las investigaciones sobre los montones de escoria de Haithabu han
llevado a la sorprendente conclusión de que se trata de mineral procedente
del centro de Suecia. Con mucha probabilidad, el mineral de hierro era uno
de los artículos que figuraba más constantemente en la lista de mercancías
de un comerciante vikingo. Las doce hachas que hace algún tiempo se
descubrieron en la playa de Gjerrild, en el Este de Jutlandia, a buen seguro
estaban destinadas a la exportación.
Como hijos de un pueblo rico en lagos y en costas, los comerciantes
nórdicos ofrecían también abundantes «frutos del mar»: los arenques
ahumados, salados o secos eran uno de los artículos que los comerciantes
nórdicos más exportaban a Inglaterra. La caza del lobo marino
proporcionaba, además de piel, aceite y carne. Del mismo modo, la grasa de
ballena debía ser un artículo bastante apreciado para la exportación. En
cuanto a la piel de morsa, los curanderos ambulantes de los mercados
continentales la consideraban restos sagrados del legendario unicornio y
pagaban por ella enormes sumas. El señor Ottar de Halogaland honró a su
regio amigo Alfredo con un colmillo, ciertamente hermoso, de morsa,
regalo que le alegró muy regiamente.
La cesta de la compra de Ottar también contenía huevos, plumas y grasa
que le proporcionaban las colonias de aves marinas de las costas ricas en
arrecifes. Los comerciantes de Islandia y de Groenlandia negociaban
incluso con pájaros vivos: los gerifaltes, que, en la Edad Media, se
consideraban como los mejores y más inteligentes halcones de caza. En
general se consideraba al halcón blanco con manchas negras de
Groenlandia como el rey de las aves rapaces. Pero todo esto aparece como
al margen de la oferta de los vikingos. El objeto de comercio más
importante de los negociantes nórdicos era una mercancía viva de clase
especial: los vikingos eran los mayores tratantes de esclavos de su época.

El obispo redime de la esclavitud a una monja. A finales del milenio, tener


esclavos aún estaba considerado como uno de los derechos obvios de los
fuertes y de los poderosos. Tampoco la Iglesia ponía en tela de juicio este
derecho. Con una excepción, sin embargo: los correligionarios gozaban, en
cierto modo, de una protección especial. Por eso el depósito principal lo
formaban los pueblos paganos de las inmensidades de la Europa del Este.
Así, el califa de Córdoba mantenía en el siglo X una guardia personal
compuesta exclusivamente de esclavos eslavos.
El suministro de esclavos era uno de los monopolios de los
comerciantes ruso-varegos, quienes disponían de las debidas autorizaciones
para la caza de hombres. Los mismos esclavos estaban apostados en las
costas del mar Negro y en las orillas del Próximo Oriente de los
musulmanes, que los vendían a Grecia y a Bizancio. Los comerciantes
italianos se cuidaban de las peticiones del Norte de África. Los habitantes
de las tierras cristianas mediterráneas eran víctimas de los asaltos de los
cazadores musulmanes de hombres y, como es de suponer, los vikingos
también esclavizaban a los prisioneros cristianos que traían de sus
campañas de saqueo por la Europa occidental.
La mercancía llegaba a manos de los consumidores por distintas rutas:
por el Volga, el Don y el mar Caspio al califato; por la ruta del Dniéper a
Bizancio y a los mercados del Próximo Oriente. Además había el camino
continental desde Kiev a Cracovia y a continuación, por la Europa central y
occidental, a España. Existía también la llamada «ruta húmeda» por el mar
Báltico y el mar del Norte, que asimismo terminaba en la península ibérica.
Los mercados más importantes de la Europa central eran Praga,
Regensburgo y Magdeburgo, que mantenían a su vez estrechos contactos
con los centros comerciales del Norte de Italia y, por las rutas de Occidente,
con Berlín y Lyón. El éxito con que realizaban estos tratos los dos emporios
comerciales alemanes lo demuestran las acuñaciones de monedas en
Regensburgo y Magdeburgo en los siglos X y XI, así como los pfennigs
sajones y los pfennigs Otón-Adelaida que probablemente procedían de
Goslar. Porque todas estas acuñaciones se encuentran en gran número hasta
muy adentro del Oriente continental y, por tanto, muestran considerables
relaciones de negocios que, según las investigaciones actuales, tenían
mucho que ver con la trata de esclavos.
El gran mercado de esclavos de la ruta mar Báltico-mar del Norte era
Haithabu. También en este caso la amplia dispersión de las monedas aquí
acuñadas indica un intensivo cambio de mercancías con los territorios
eslavos suministradores. El comercio de esclavos está descrito
principalmente en los informes misioneros de Rimbert y de Adam.
Rimbert habla de su predecesor Ansgar, el cual «entre otros muchos
prisioneros arrastrados a la lejana Suecia, había liberado al hijo de una
viuda y se lo había traído a casa como también a otros hombres del Norte y
a eslavos» para organizar con ellos una santa empresa misionera. El
anunciador de la fe parece haberse esforzado sobre todo en suavizar la
suerte de los esclavos y por eso se atrajo muchas recriminaciones. Según
testimonio de Adam, también Rimbert trató de suprimir en su diócesis la
trata de esclavos. «Para la liberación de prisioneros, gastó casi todo lo que
poseía»; en tierra de paganos, llegó a dar «incluso los vasos del altar».
A estos constantes esfuerzos tenemos que agradecerles un documento
literario nunca superado en vivacidad e interés, una descripción, sobre la
cual no puede caber duda alguna, de cómo Haithabu era también un centro
de la trata de esclavos.
«Una vez, cuando Rimbert fue al país de los daneses, en Sliaswich vio,
en un lugar donde hacía poco tiempo él había construido una iglesia para
una comunidad recién fundada de cristianos, a una multitud de prisioneros
cristianos que se arrastraban encadenados. Entre ellos se encontraba una
monja que, arrodillándose delante de él e inclinando repetidas veces la
cabeza, mostraba su veneración; al mismo tiempo parecía implorarle que la
liberara. También empezó a cantar salmos en voz alta.
»El obispo, movido a compasión, le pidió llorando a Dios que la
ayudara. Gracias a su oración, inmediatamente se rompió la cadena que
sujetaba a la prisionera por el cuello. Pero los paganos la agarraron
fuertemente y le impidieron que huyese. Entonces el santo obispo, lleno de
temor y amor, empezó a ofrecer a los guardianes paganos distintos objetos
de valor que llevaba consigo, rogándoles que pusiesen en libertad a la
prisionera; pero ellos no querían aceptar nada a menos que les diese el
caballo en que iba montado.
»Él no vaciló, sino que saltó inmediatamente de la silla y entregó el
caballo con todos sus arreos a cambio de la prisionera; a ésta, en cuanto la
hubo liberado, le devolvió la libertad y la dejó ir adonde quisiera.»

La historia de Höskuld y de Melkorka. Se trata de una descripción muy


reveladora y sobre todo muy exacta en los detalles. Si bien lo que describe
es una transacción excepcional, también se dispone de buenos informes
sobre los tratos normales en el mercado, a base sobre todo de fuentes
árabes.
Según éstas, los tratantes de esclavos agrupados en el gremio
correspondiente debían ser verdaderos charlatanes y pícaros. Como
chalanes, no se paraban en barras en lo referente a hermosear y a modificar
su mercancía adaptándola al gusto de los clientes. «Cepillaban, pintaban y
refinaban» a sus esclavos y esclavas para hacerlos aparecer jóvenes y
frescos. Teñían de rubio los cabellos negros y dominaban también el arte de
hacer atractivo el aspecto femenino mediante un juvenil make up. Conocían
jugos que hacían brillar los ojos cansados y, mediante almohadillas
adecuadas, conseguían producir la impresión de hombros de atletas o de
apretadas redondeces. No sentían escrúpulos en vender como muchacha a
un bonito chiquillo «o a la inversa, si había un cliente que deseaba lo que no
tenían en venta».
Por eso, los compradores tenían sobradas razones para mostrarse
desconfiados y, en efecto, como cuenta el árabe Alí Mazaheri, los más
prudentes llevaban consigo «a su médico al mercado de esclavos para que
aquél pudiera examinar a fondo la mercancía que ellos deseaban adquirir».
Una saga nórdica nos refiere cómo se efectuaba una compra semejante:
es la historia de Höskuld, un terrateniente noruego que alrededor de 950 fue
a una asamblea del rey y allí se encontró con un comerciante, llamado
«Gilli el Ruso», que vendía esclavas.
«Höskuld dijo que quería comprar una esclava, “en caso de que tengas
una que ofrecerme”. Gilli replicó: “Crees que me vas a poner en un apuro,
pero no es así.” Gilli levantó la cortina que tapaba la mitad de la tienda de
campaña, y Höskuld vio que al fondo estaban sentadas doce mujeres, todas
en fila. Höskuld distinguió una mujer, sentada en un extremo, junto a la
pared de la tienda. Si bien iba pobremente vestida era de hermoso aspecto.
»Entonces dijo Höskuld: “¿Cuánto debo pagar por esa mujer, si quiero
comprarla?” Gilli contestó: “Debes pagar por ella tres marcos de plata.”
Höskuld insistió: “Parece que quieres venderme esa esclava muy cara; ése
es el precio de tres.” Gilli contestó: “Tienes razón, te la vendo más cara que
las demás. Elige otra cualquiera de las once restantes y págame por la que
sea un marco de plata, pero ésta quiero conservarla en mi poder.” Höskuld
le rogó a Gilli que trajera la balanza y echó mano de su bolsa. Entonces
habló Gilli: “Este trato debe cerrarse sin engaño por mi parte. Porque esta
mujer tiene un gran defecto. Esta mujer es muda. De muchas maneras he
intentado hacerla hablar, pero nunca le he sacado una palabra.”
»Entonces dijo Höskuld: “Trae la balanza y veamos cuánto pesa la bolsa
que tengo aquí.” Gilli trajo la balanza, pesaron la plata; eran tres marcos en
peso de plata. Entonces dijo Hoskuld: “Así, pues, cerramos nuestro trato.
Toma tú la plata, yo me llevaré a esta mujer. Confieso que en este trato te
has portado honradamente.” Tras lo cual Hoskuld volvió a su tienda.»
La historia tiene aún un bonito epílogo. La muda de Gilli le dio a su
nuevo poseedor un hijo. Un día que se creía no observada, se inclinó sobre
la cuna y empezó a hablar con el niño. Höskuld, que sin ser visto había
contemplado aquella escena, se acercó y supo por la joven madre, que ya no
se abstenía de hablar, que se llamaba Melkorka y que era hija del rey
Myrkjarten de Irlanda, y que la habían raptado cuando era un niña de
quince años.
El melodramático epílogo quizá sea inventado, una pequeña sensiblería
para personas de espíritu romántico.
El trato en sí debió desarrollarse tal como cuenta el desconocido autor
de la saga. Un mercado junto a la costa, la asamblea del Thing, los tinglados
y las casas de los comerciantes, un vendedor al que llaman «el Ruso», el
consabido regateo, el pesaje de la plata, todo eso constituye el telón de
fondo y los bastidores de la trata de esclavos.
Era un negocio importante, amplio y rentable. Porque los esclavos se
utilizaban por doquier: en la casa, en el campo, en la pesca. E incluso recién
sacados del mercado, podían ofrecerse como víctimas a los dioses.
SÉPTIMA PARTE — EL FINAL

CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO

EL MARTILLO DE THOR Y LA CRUZ DE CRISTO

Los misioneros trazaron el filete de cola

Ansgar, la lanza de Dios. / El certificado de piedra del bautismo de


Dinamarca. / Leif Eriksson como misionero. / Bebida de amor para la
Madre de Dios. / «Mezclados en las creencias.» / La vieja y la nueva
Europa. / En el campo de lava de Thingvellir. / Los cazadores, cazados.

Ansgar, la lanza de Dios. ¿Quiénes eran esos misioneros que en los


mercados nórdicos compraban esclavos para liberarlos y anunciaban
encolerizadamente que también los siervos eran hijos de Dios? ¿De dónde
venían? ¿Cuándo empezó la cristianización de los paganos vikingos?
¿Quién la dirigió? ¿Cuándo terminó?
Inicia la época de las misiones en Escandinavia el monje Ansgar de
Corvey, el primer arzobispo de Hamburgo, al que la Iglesia, a pesar de
algunos fracasos, honra como «apóstol del Norte». El «intrépido luchador
de Cristo», probablemente hijo de padres sajones, vio la luz del mundo,
alrededor de 800, en Flandes o en Picardía y a los quince años fue confiado
al monasterio de Corbie del Somme, que, año y medio más tarde, lo envió
como maestro a la fundación filial de Corvey, junto al Weser. La fama de su
extraordinaria sabiduría y del poder dé su fe se extendió desde allí tan
rápidamente que, en 826, Ludovico Pío, por medio del pretendiente a la
corona danesa, Harald, bautizado en Ingelheim, lo mandó llamar para que
convirtiese a los inquietos hombres del Norte y los transformase en
apacibles cristianos.
No fue culpa de Ansgar que este deseo no se cumpliera. Ya su primer
viaje estuvo, como comenta su discípulo, sucesor y biógrafo Rimbert, bajo
una mala estrella. Si bien el monje de Corvey tuvo al principio algunos
éxitos, sobre todo en Ripen y Haithabu, y «llevó a muchos a la fe», pronto
los tercos daneses adoptaron una actitud tan amenazadora contra su nada
querido pretendiente al trono y su misionero franco, que éstos prefirieron
abandonar el país y esperar mejores tiempos en Rüstringen (junto al
Jadebusen, en las cercanías del actual Wilhelmshaven).
Tres años más tarde, el tenaz mensajero de la fe emprendió aquel primer
viaje a Birka en que su barco fue abordado por piratas vikingos que llevaron
a tierra al indefenso misionero. No ha quedado ninguna huella perdurable
de su estancia en la isla de los comerciantes del lago Malar, a la que llegó a
pesar de aquel incidente.
En el año 832, Ansgar, con sus amigos y consejeros, se estableció en
Hammaburgo, situado junto al Elba y que el papa Gregorio IV había
elevado hacía poco tiempo a sede de un arzobispado. Transformó el fuerte
militar en un punto de apoyo religioso. Erigió una iglesia, una escuela, un
hospital, se rodeó de aplicados discípulos y ayudantes, a los que él mismo
aleccionó en el arte de misionar, y con eso creó la organización básica que
faltaba para la cristianización del Norte europeo.
Reinhard Schindler, en sus excavaciones entre los cascotes del
Hamburgo de la posguerra, encontró los escasos restos de estas
edificaciones de Ansgar. Descubrió las huellas de las pilastras de una sala
de tres naves que se había alzado en el centro del recinto amurallado
«inmediatamente debajo del santuario de la posterior nave gótica de la
iglesia»: lo que había quedado de la primera iglesia bautizante y misionera.
También encontró «algunos indicios de construcciones parecidas a
casamatas» cuyo frente trasero se apoyaba en el muro de madera y de tierra,
un método muy utilizado por aquel entonces y que servía para ahorrar
material de construcción y aumentar la seguridad. En aquellos edificios,
probablemente simples casas con paredes entramadas, debía transcurrir la
existencia no sólo de los soldados del fuerte, sino también de los moradores
del claustro.
Los vikingos, que en 845 con sus barcos dragones remontaron el curso
del Elba y asaltaron Hammaburgo, destruyeron la colonia obispal de
Ansgar. A duras penas el apóstol consiguió huir hasta Bremen y desde allí
prosiguió su actividad misionera. Ahora con cierto éxito; así, el rey Horich
el Viejo de Dinamarca le permitió en 849 construir en Haithabu una iglesia
que según todas las apariencias llegó a convertirse en centro de una activa
comunidad cristiana. Una segunda iglesia nació en 854 en Ripen. Con ello
Ansgar, por lo menos, había puesto el pie en Jutlandia.
Pero no consiguió convertir a los reyes daneses. Por lo visto, éstos veían
la nueva creencia con ojos bastante indiferentes. No tenían nada que oponer
si sus comerciantes y viajeros campesinos se dejaban bautizar o por lo
menos «señalarse con la cruz» para, de este modo, lograr entrar en los
mercados continentales; ellos por su parte podían vivir y seguían viviendo
sin esos mercados y sacrificando a sus Ases y Vanes, con sangre o con
hidromiel, según la ocasión o la oportunidad.
Después de la muerte de Ansgar, en el año 865, languideció la actividad
misionera de Hamburgo y de Bremen. A pesar de que su sucesor Rimbert,
si hay que creer a Adam, realizó verdaderos esfuerzos por anunciar a los
pueblos paganos la palabra de Dios, todavía continúa siendo una incógnita
si las islas misionadas por Ansgar siguieron aferradas a la fe en los años
posteriores. A pesar de todo, el ascético monje de Corvey, «la lanza de
Dios», primer metropolitano de Hamburgo-Bremen, se muestra como uno
de los grandes mensajeros eclesiásticos de la fe, no sólo por su tenacidad,
sino también por su extraordinaria habilidad en los tratos con los paganos.
El mil cien aniversario del día de su muerte fue celebrado solemnemente en
Alemania por ambas confesiones.

El certificado de piedra del bautismo de Dinamarca. Sólo cien años más


tarde, cuando se había impulsado a la cristianización no sólo con medios
religiosos, sino también con robustecidos procedimientos seculares, se
comprobaron los resultados a la larga de lo que Ansgar y su discípulo
Rimbert habían creído un fracaso.
En 935, el rey Enrique I, el primer soberano alemán de casa sajona,
después de una breve pero victoriosa expedición de castigo contra
Haithabu, obligó al rey de los suecos Knuba a bautizarse, y poco tiempo
después envió al arzobispo Unni de Bremen en viaje misionero a
Dinamarca y luego a Birka, donde Unni murió en 936.
El hijo de Enrique, Otón, completó la obra que su padre había
empezado tan vigorosamente: en 948 fundó en Ingelheim, «en la marca de
los daneses», los tres obispados de Schleswig, Ripen y Aarhus, los proveyó
con príncipes de la Iglesia alemanes y los sometió al arzobispo Adaldag de
Hamburgo. De este modo rodeó la sede real danesa de Jelling, en Jutlandia
del Sur, con puntos de apoyo religiosos.
Harald Gormsson, llamado Dientes Azules, pareció haber comprendido
muy pronto el sentido y el objeto de aquella abierta amenaza. Por lo que
fuere, alrededor de 960, mediante el sacerdote alemán Poppo, que, según el
maravillado relato de Adam, había cogido entre las manos hierro al rojo
para mostrar el poder del Dios de los cristianos, se dejó bautizar
solemnemente. Otón el Grande honró este acto de perspicacia política
reconociendo en 965 jurisdicción propia y exención de tributos a los tres
obispados nórdicos.
Estos acontecimientos forman el trasfondo histórico de los cambios a
los que tuvo que someterse entonces el bosque sagrado de Jelling.
Harald hizo derribar el viejo templo pagano juntamente con el altar de
los sacrificios y los sustituyó por una iglesia cristiana de madera cuyas
huellas se descubrieron claramente en las excavaciones de Eijnar Dyggve
bajo el coro de la actual iglesia de Jelling. En el montón de arcilla que
cubría la base del templo pagano descubrió tres agujeros de pilastra y la
esquina de una casa con los restos de madera de una tarima de encina. El
hallazgo coincide perfectamente con el cuadro de una vieja iglesia mayor
nórdica: «Dos pilastras para el arco de triunfo, un poste más pesado para las
cuatro vigas principales, y los ángulos entre la iglesia y el coro.»
Probablemente la primera iglesia mayor danesa acogió luego los restos
mortales de Gorm y de Tyra, que en 1861 se buscaron inútilmente en la
colina norte, y en 1941 en la colina sur.
También esta segunda colina fue obra de Harald: una gigantesca colina
hueca que tenía como objeto evidente demostrar el poderío de su dinastía.
Entre las dos colinas funerarias encontraba asiento un segundo
monumento rúnico: aquella «gran piedra de Jelling», una de cuyas caras
muestra el famoso león con hojas de acanto mientras en la otra aparece la
figura de Cristo rodeada por innumerables sarmientos. En la tercera cara se
lee la orgullosa inscripción: «El rey Harald erigió este monumento para
Gorm, su padre, y para su madre Tyra, el mismo Harald que conquistó toda
Dinamarca y Noruega e hizo cristianos a los daneses.»
La piedra rúnica nórdica más hermosa y el certificado de piedra del
bautismo de Dinamarca, ambas cosas al mismo tiempo.
Leif Eriksson como misionero. Noruega necesitaba aún algunos decenios
más para incorporarse a la nueva creencia. Cierto que ya a mediados del
siglo IX el rey Haakon el Bueno intentó convertir a su país con ayuda de
sacerdotes anglosajones. Pero sus tercos campesinos expulsaron a los
monjes y a los predicadores extranjeros, y Haakon fue lo bastante
comprensivo para dejar la cristianización a sus sucesores. Sólo Olav
Tryggvason y Olav el Santo reunieron cincuenta años más tarde la fuerza y
argumentos necesarios para mover a sus reacios súbditos al bautismo.
También en Islandia al principio hubo dificultades. Varios misioneros —en
981 el sajón Fredrik, en 998 el alemán Tankbrando— fueron víctimas de la
oposición pagana y se vieron obligados a abandonar la isla. Pero ya en el
año 1000, poco después del bautismo de Olav Tryggvason, Torgeir,
presidente del Thing islandés, anunciaba probablemente después de previo
acuerdo con los godi, que en lo sucesivo era ley «que todos se hiciesen
cristianos».
Desde luego fue lo bastante listo para dejar sueltas algunas mallas en la
red de su ordenación. «Respecto a la exposición a la intemperie de los niños
y al consumo de carne de caballo» siguió rigiendo la vieja ley. Además
permitió a sus compatriotas «sacrificar a escondidas». Pero si éstos se
dejaban sorprender y se encontraban testigos que jurasen haber presenciado
sus fechorías, tenían que contar con un destierro de tres años.
En el mismo año también fue cristianizada Groenlandia, incluso sin
visita misionera. Leif Eriksson, el descubridor de América, después de una
larga estancia en la corte de Olav Tryggvason volvió partidario de la nueva
fe y movió a los habitantes de su isla natal a seguir su ejemplo.
Las sagas cuentan que sólo presentó resistencia su padre. Erik el Rojo
no quiso tener nada que ver con los sacerdotes y así nació la primera iglesia
de Groenlandia, una cabaña de dos por cuatro metros con tejado de dos
vertientes cubierto de césped, a bastante distancia de su finca de Brattahlid.
Los vikingos suecos defendieron aún por más tiempo la fe de sus
mayores a pesar de que no faltaron las tentativas misioneras. Junto a
predicadores alemanes, anglosajones y franceses, también sacerdotes
griegos ortodoxos procuraron iluminar sus cerradas almas. Si bien en los
diversos centros comerciales consiguieron fundar pequeñas comunidades y
convencer, por lo menos a los representantes de la clase alta, de la utilidad
del bautismo, los campesinos suecos siguieron irreductibles y obstinados.
Poco después del milenio expulsaron a su rey Olaf Skötkonung cuando se
extendió el rumor de que tenía la intención de destruir el templo de Upsala.
Y todavía en la segunda mitad del siglo XI, obligaron a su rey Inge a
abandonar el país por negarse a hacer los sacrificios que le habían pedido.
Esta situación duró hasta el siglo XII, en que, al menos en los grandes
asentamientos, se erigió la cruz. Pero todavía durante mucho tiempo los
cronistas siguieron quejándose de recaídas en la vieja barbarie. «Cuando las
tormentas de la desgracia, cuando la esterilidad, la sequía, los huracanes o
el mal tiempo» azotaban al país, los Svears no tenían escrúpulos en seguir
con la adoración de sus viejos dioses. Se juntaban, «se vengaban en los
sacerdotes y trataban de expulsarlos del país».
Así se expresaba el monje anglosajón Elneto de Canterbury en el
siglo XII, el siglo de las catedrales sálicas en Alemania.

Bebida de amor para la Madre de Dios. A pesar de esos contratiempos, la


cristianización del Norte europeo estuvo lejos de ser un acontecimiento
altamente dramático. Comparada con la conversión de los sajones paganos
en la época carolingia, transcurrió casi sin ruido. Sin disturbios, sin
condenas a muerte, sin movimientos contrarios organizados en forma.
La religión germánica poseía una gran capacidad de tolerancia, como
todas las religiones politeístas. El estado de muchos dioses del Walhalla
estaba dispuesto en cualquier momento a aceptar nuevos dioses. En realidad
las fuentes históricas muchas veces producen la impresión de que los
pueblos vikingos sólo añadieron el «nuevo Dios» de los misioneros
cristianos (y de los comerciantes) a las figuras conocidas de las estirpes de
los Ases y de los Vanes. Siempre había sitio de sobra para un protector
fuerte tanto en las representaciones sagradas como en la moral utilitaria de
los pueblos nórdicos. Así, cabe suponer que en muchas ocasiones el
bautizarse apenas era más que una especie de convenio de reaseguro.
Por regla general los misioneros eran lo bastante perspicaces y
comprensivos para tener en cuenta esta actitud. La mayoría de los
bautismos se conferían después de una conversión superficial y las más de
las veces sin preparación religiosa. Normalmente, la conversión tampoco
iba dirigida al pueblo sencillo, sino a los grandes hombres: los reyes y los
caudillos. Ganados éstos, ganados muchos. Era lo más natural que el
séquito se adhiriese a su señor y que, al igual que éste, se dejase, llevar con
buen ánimo por la esperanza de una recompensa contante y sonante y de
una pronta y visible bienaventuranza.
Si la recompensa tardaba en llegar o si se suprimían de un plumazo los
acostumbrados banquetes rituales del programa anual de fiestas, podían
surgir dificultades. La mayoría de las veces se resolvía el problema
continuando, con otros nombres, los usos tradicionales. Por ejemplo, los
hermanos de las agrupaciones brindaban sus bebidas de amor no ya al dios
padre Odín, sino a Cristo, a la Madre de Dios o a San Miguel.
Además, las nuevas ceremonias de culto causaban impresión.
Acostumbrados a la maravilla y a la magia, los ingenuos espíritus de los
rudos hombres del Norte y de sus no menos rudas mujeres se conmovían y
se iluminaban gustosamente con el oloroso incienso, el tañido de campanas
y el misterioso resplandor de los cirios encendidos. También la
magnificencia de las vestiduras eclesiásticas y de los objetos litúrgicos
impresionaban profundamente sus corazones y sus almas.
Cuando había indiferencia y espontánea hostilidad, casi siempre la
culpa ha de achacarse a graves errores de los encargados de llevar a cabo la
conversión. Los dos misioneros alemanes que empezaron a actuar en
Islandia y a quienes obligaron de mala manera a abandonar la isla, por lo
visto se presentaron demasiado convencidos de su importancia y demasiado
profetas de un mundo mejor. Y si los campesinos se rebelaban contra sus
grandes hombres cristianizados, muchas veces ocurría porque estos últimos
trataban, so capa de pretensiones religiosas, de satisfacer deseos muy
personales.
Las agrupaciones de las estirpes nórdicas también tuvieron que
defenderse, de vez en cuando, contra las pretensiones excesivas de la
Iglesia. Mensajeros de la fe que trataban de despojar a la familia vikinga de
su carácter de tribunal supremo, mordían en piedra. Y sólo empezaron a
tener éxito cuando supieron combinar, en cierto modo, el bautismo con
efectos retroactivos, a fin de asegurar también a los antepasados paganos las
promesas del más allá. El islandés Radbod retiró los pies de la pila
bautismal cuando oyó que sus antecesores estaban condenados al infierno y
que en cambio él tenía plausibles perspectivas de participar en las
bienaventuranzas.

«Mezclados en las creencias.» La mayoría de los sacerdotes encargados de


la predicación y conversión parece que previeron esas reacciones y, por
tanto, no plantearon exigencias inaceptables. Mostraron paciencia,
aceptaron recaídas y dejaron tiempo a las almas conquistadas para olvidar a
sus viejos dioses. De este modo, muchos templos paganos se convirtieron
en poco tiempo en iglesias cristianas, muchas viejas costumbres perduraron
y las transgresiones de las normas cristianas no siempre eran tratadas con la
amenaza de la condenación eterna.
El libro islandés de La conquista de la tierra habla de un hombre
llamado Helgi que tenía una mezcla de creencias. Se había hecho bautizar,
pero cuando salía al mar y el viento se le mostraba contrario, invocaba
como antes al dios del trueno, Thor, su conocido amigo y protector.
Probablemente hubo muchos de estos Helgi.
El período de transición se perfila también claramente en los inventarios
arqueológicos. Los maestros de las runas paganas se servían de fórmulas
cristianas. En lápidas suecas aparecen cruces estilizadas junto a las usuales
cabezas de dragón. Ornamentos nórdicos adornaban los sarcófagos de
piedra de los primeros obispos. Objetos no cristianos quedaban
cristianizados inmediatamente con sólo colgarles alguna que otra cruz. De
la manera más gráfica y también en el más pequeño espacio se muestra la
coexistencia de representaciones paganas y cristianas en el molde de un
taller de Jutlandia del Norte, molde que se utilizaba tanto para fabricar
martillos de Thor como para producir cruces.
La victoria del cristianismo no estuvo nunca en peligro. Las dinastías de
los Ases y Vanes habían periclitado. La mitología germánica, como se
percibe en el final de los Eddas, no tenía ya ninguna fuerza interior. El
cristianismo era una religión madurada y de fundamento ético junto a cuya
poderosa edificación espiritual la mitología germánica, rica en fantasía,
pero notablemente difusa, era como una cabaña de madera junto al panteón
romano. Y, lo que tampoco era una razón desdeñable, poseía una
organización amplia, racional y bien estructurada que vivía en íntima
conexión con los poderes del mundo.
Los pueblos nórdicos, bien dotados para las cuestiones de organización,
muy pronto se dieron cuenta del poder que poseía el aparato eclesiástico. En
el camino hacia los mercados continentales, los comerciantes vikingos del
siglo IX ya habían tenido buena cuenta de no pasar por alto los centros
religiosos. Quien quisiera realizar negocios con los países de Europa, lo que
a la larga era más prometedor y lucrativo que la guerra y los actos de
piratería, tenía que dejarse bautizar.

La vieja y la nueva Europa. ¿Qué significa esta dualidad? Significa que de


sus campañas continentales los vikingos habían traído a la patria no sólo
incalculables cargamentos de botín material y humano, sino también una
nueva visión y un nuevo entendimiento del mundo. La nueva Europa a la
que ellos, sobre todo en el siglo IX, habían maltratado tan monstruosamente,
poseía al fin y al cabo vitalidad, moral y fortuna suficientes para domesticar
y civilizar a los salvajes guerreros y navegantes de Escandinavia. También
ante los vikingos demostró su poder de asimilación nutrido por años de
experiencia, conquistándolos ética, económicamente y desde el punto de
vista de la organización.
Pero las acometidas nórdicas habían dejado huellas indelebles. Los
Svears y los varegos prepararon la cuna del imperio ruso. Descendientes de
aquellos guerreros desenfrenados que, al mando del duque Rollón, se
establecieron en Normandía, pusieron fin a las luchas de siglos entre
anglosajones, daneses y noruegos y crearon los fundamentos de la
Inglaterra actual. Los estados normandos en el Mediterráneo y el
cristianismo por ellos practicado, «el más encarnizado, activo y práctico
tipo de cristianismo…, que ha estado nunca al servicio de Dios antes de la
época de los puritanos», constituyeron el más fuerte baluarte en la lucha
contra el Islam, fueron «el nervio de la resistencia» contra la penetración
del mundo árabe.
Allí, en los principados normandos, nació el «estado moderno» que,
como Freyer comenta en su Historia mundial de Europa, «mezcló las
tradiciones políticas y administrativas árabes con las bizantinas y las de la
Roma antigua, dando testimonio, al mismo tiempo, del innato talento de los
normandos para enfrentarse con los hechos, dominar a los hombres y
ordenar fríamente las situaciones: preludio de un mundo en que no hay ya
reino de Dios y donde la razón de Estado se convierte en norma suprema».
Del mismo modo, los vikingos se adelantaron al tipo del moderno
hombre económico. En ellos estaban prefiguradas todas las cualidades que
habían de capacitar al comerciante europeo de los nuevos tiempos,
comerciando y conquistando al mismo tiempo, para erigir una especie de
dominio mundial europeo. Tenían el afán de lo desmesurado, la alegría por
la aventura, el instinto del poder y de una riqueza hecha rápidamente, la
conciencia robusta y el infalible sentido práctico… Y no en último lugar, la
alegría de crear, planear y mandar.
Al final de la época de los vikingos, y gracias en gran parte a los
navegantes nórdicos, el comercio era ya capaz de respetables esfuerzos
organizadores. El comerciante ya no era en todos los casos su propio
armador. Muchos negociantes tenían empleados a los que mandaban muy
lejos por tierra y por mar. Tenían compañeros y amigos de negocios, se
juntaban en comunidades de intereses, redactaban facturas y otorgaban
créditos: hechos y tendencias que iban a mostrarse con amplitud en el
futuro.
En suma, los vikingos tuvieron una participación importante en el
desarrollo que se experimentó en el viejo continente en los siglos próximos
al milenio; su vitalidad y su exuberante inteligencia actuaron como fuerzas
nuevas que desataron impulsos que durante mucho tiempo siguieron
actuando en la historia de Europa.
En el campo de lava de Thingvellir. Pero sus conquistas, que más bien han
de atribuirse a hazañas de bravura militar que a guerras metódicamente
vigorizadas, no tuvieron gran consistencia.
La historia muestra que la Normandía del duque Rollón estaba
romanizada cien años más tarde. Los caballeros de Guillermo el
Conquistador hablaban y pensaban en francés. En Normandía no se
conservan huellas visibles de la invasión de los vikingos. Sólo los nombres
de lugares y numerosas fisonomías nórdicas recuerdan que la comarca entre
Ruán y Avranches estuvo en tiempos pasados ocupada por daneses y
noruegos que la colonizaron.
De igual modo, en Inglaterra, donde la herencia nórdica sólo es ya un
objeto de estudio de arqueólogos y filólogos que, de vez en cuando,
encuentran en los viejos territorios del Danelag terrenos que contienen
muchas pistas para sus estudios. Aún más fructíferas son para los filólogos
las llanuras de las islas atlánticas. En las Hébridas se han registrado 125
nombres de aldeas y granjas de ascendencia nórdica. Alrededor de 1920, en
las islas Shetland y en las Órcadas, donde los idiomas nórdicos se afirmaron
hasta el siglo XVII, se desenmascararon, alrededor de 1900, 10.000 vocablos
de origen vikingo.
En Irlanda todavía numerosas y altas torres de piedra testimonian los
peligros de la época de los vikingos: torres de refugio de los aborígenes
que, cuando había peligro, se retiraban a aquellas construcciones en forma
de chimenea. También aquí, como en Gran Bretaña, los arqueólogos han
realizado muchos hallazgos, desde broches de adorno hasta puntas de
flecha, desde espadas hasta lápidas. Otro tanto ocurre en la isla de Man,
cuyas cruces nórdicas de piedra han proporcionado numerosas
contribuciones para la historia del estilo del arte nórdico. También en la isla
de Man se alza todavía la colina del Thing vikingo: un cuadrado de tres
metros de altura con una superficie de veinticinco metros de piedra desde
las cuales hasta hoy se siguen comunicando a la población de la isla las
leyes de Londres, acto que, desde luego, tiene más carácter folklórico que
político.
La colonia noruego-islandesa de Groenlandia ha vivido el segundo
descubrimiento de América por Colón y por lo menos ha alcanzado desde
entonces cierto bienestar. Una sede episcopal en Gardar, en las
inmediaciones del asentamiento oriental, dieciséis iglesias y dos
monasterios son testigos de la época de florecimiento en Groenlandia en los
siglos XII y XIII. Y, probablemente, hasta bien entrado el siglo XIV, verano
tras verano, algunos barcos iban a Terranova para satisfacer la necesidad de
leña y pieles de los colonos.
Desde entonces la población degeneró. Los muertos de Herjulfsnes,
desenterrados por Poul Norlund, habían estado sin tocar, como en una
cámara frigorífica, durante más de quinientos años. Seguían vestidos a la
moda de aquellos tiempos, pero su constitución corporal manifestaba las
huellas de una constante consanguinidad y de avitaminosis. El raquitismo,
el enanismo, el reuma, la tuberculosis y la muerte prematura parecen haber
sido en los últimos tiempos el destino inexorable de los vikingos de
Groenlandia.
Cuando en 1540 el islandés Jon echó anclas ante Groenlandia encontró
aún viviendas, graneros y secaderos de pescado, pero a ninguna persona,
excepto a un muerto desenterrado, envuelto en cuero de lobo marino y con
capucha de piel. Junto a él había un puñal curvo.
¿E Islandia? La república de Islandia es la única de todas las
fundaciones estatales de los vikingos que ha sobrevivido, y sus tradiciones
se conservan desde la época de la toma de la tierra hasta hoy. El parlamento
sigue llamándose Allthing y se reúne todos los años en verano en el campo
de lava de Thingvellir, el lugar del Thing de los antepasados, donde en 1944
festejaron la reconquistada independencia. Y la lengua islandesa es la única
lengua germánica que ha conservado su estructura medieval, lo que explica
que, por eso y por los Eddas, Islandia sea la tierra prometida de la filología
nórdica.
¿Y Rusia? ¿Y los asentamientos nórdicos en los estados bálticos? ¿Y los
establecimientos arábigo-bizantinos?
El monopolio comercial vikingo ya se había desmoronado alrededor del
milenio. Las minas árabes de plata se habían agotado. Las minas del Harz
abiertas por los emperadores de Sajonia desviaban el intercambio de
mercancías por nuevos caminos. El tráfico continental por carreteras ganó
importancia. Los koggen frisones también llevaban mercancías en grandes
cantidades. Los comerciantes de la Hansa hacían retroceder al navegante
escandinavo.
En las inmensidades del Este nada recuerda ya los siglos en que
estuvieron sometidas al mando nórdico. Mas aún que en el Occidente de
Europa, entre el Volga y el Vístula, la época de los vikingos fue un mero
episodio. Un episodio no amado, además: los rusos han borrado de su
memoria a los hombres del Rus.

Los cazadores, cazados. El comienzo de la época de los vikingos lo marcó


con letras sangrientas en el libro de la historia el asalto a Lindisfarne. El
final no es posible caracterizarlo. O mejor dicho: los historiadores no
pueden citar ningún acontecimiento espectacular equiparable a la empresa
de Lindisfarne. El principio se conoce; el final, no. El tiempo heroico
nórdico se retira como el agua después de una gigantesca inundación
catastrófica. Se pierde en algún momento en los años y decenios siguientes
a la cristianización. En Dinamarca, alrededor de comienzos del milenio. En
Noruega, cincuenta años más tarde. En Suecia, todavía cien años más tarde.
En el año 1135, piratas eslavos asaltaron la ciudad de Kungahälla, en la
costa occidental sueca, la devastaron y saquearon y, para remate, vendieron
a siete mil personas del Norte en el mercado de esclavos de Mecklenburgo.
Ocho años más tarde, el obispo danés Absalón, para defenderse de los
ataques constantes de los Vendos, inició la construcción de un fuerte junto
al Oeresund: la posterior Copenhague. Y en el año 1187, el centro
comercial sueco de Sigtuna fue atacado, incendiado y destruido por piratas
estonianos.
Los cazadores se habían convertido en cazados.
APÉNDICE: LAS FUENTES

CLAVES DEL MUNDO DE LOS VIKINGOS

Crónicas, piedras rúnicas y tapices.


Documentos que ocultaba la tierra

Los países del Sol de medianoche. / Gritos de dolor y pánico apocalíptica. /


El maestro Adam, el Tácito del Norte. / Musulmanes piadosos y testas
coronadas. / Sagas que contaba el hombre de las sagas. / La prosa y las
canciones de los Eddas. / Cifras y símbolos de Odín. / Suecia, Eldorado
rúnico nórdico. / Historias en imágenes sobre piedras. / El tapiz de Bayeux.
/ Monumentos del suelo y archivos subterráneos.

Los países del Sol de medianoche. El primero que descubrió para los
pueblos de Europa el mundo áspero y pobre del extremo Norte fue el
antiguo geógrafo y matemático Piteas. Este griego, que vivía en Massilia, la
actual Marsella, emprendió alrededor de 330 a. de J. C. (en los tiempos de
Alejandro Magno) un viaje lleno de molestias y realmente muy peligroso,
que lo llevó por España y Bretaña a la legendaria ultima Thule, aquella isla
al borde del mundo con la que quizá se designaba a Islandia, o tal vez a
Groenlandia. Desde allí llegó a la Noruega central y, finalmente, a las aguas
del golfo alemán, desde donde emprendió el viaje de regreso a Massilia.
Piteas describió su arriesgada expedición en un libro titulado Del océano,
cuyo contenido la posteridad sólo ha podido conocer por medio de otros
autores.
Aproximadamente trescientos años más tarde, el escritor romano nacido
en España Pomponio Mela se atrevió a presentar una descripción del mundo
entonces conocido. Entre los que le proporcionaron materiales se
encontraba también Piteas. En esta temprana descripción latina de la Tierra,
cuya falta de originalidad se esconde tras un lenguaje excesivamente
adornado, surge una bahía que él llama Sinus Codanus y en ella una isla
cuyo nombre de Codanovia hace adivinar la que Plinio el Viejo llamó
Scandinavia. La palabra significa algo así como «isla de los daños» y se
refiere especialmente a los bancos de arena de Skanor en Schonen, que por
aquel entonces habían sido la ruina de muchos navegantes.
Muchísimo más exacto y conciso se expresa, cien años más tarde, el
historiador romano Cornelio Tácito en el capítulo XLIV de su Germania,
exposición muy citada que hasta hoy constituye el fundamento literario de
la historia nórdica. En ella dice:
«A esto sigue, situada ya en el océano, la comunidad de los sujones
(esto es, de los suecos), que no sólo son fuertes por sus hombres y sus
armas, sino también por su flota. Los barcos se distinguen por su forma de
los usuales hasta ahora, ya que, tanto en la popa como en la proa, tienen un
codaste y están siempre dispuestos para tomar tierra. No llevan velas ni
tienen remos fijos a los costados. Los remos están sueltos y se pueden
trasladar de un costado a otro, según exija la situación.
»Entre ellos se honra también la riqueza y por eso hay uno solo que
manda sin limitación de ninguna clase y con derecho a una obediencia
absoluta. Las armas no se encuentran como entre los demás germanos en
manos de todos, sino que están encerradas, custodiadas por un vigilante, y
éste es un esclavo. El océano impide los ataques por sorpresa de enemigos,
y además hombres armados ejercen vigilancia. Desde luego va en interés
del rey que no sea un noble ni un libre ni un liberto el que se cuide de
vigilar las armas.»
Todavía cincuenta años más tarde, el famoso Ptolomeo de Alejandría —
un sabio cuyo sistema del universo determinó la imagen europea del mundo
durante milenio y medio— se ocupaba de la geografía del Norte de Europa.
Su panorama comprende al este de Jutlandia cuatro islas Skandia: tres más
pequeñas en las que con un poco de fantasía pueden reconocerse las islas
danesas, y otra mayor que él sitúa en la desembocadura del Vístula.
Conoció también los nombres de algunos pueblos que vivían en Skandia,
los de los tapones, por ejemplo, pero también los de los Gauten o Göten, los
antiguos godos, por tanto.
Que los godos veneraban en estos Gauten a sus antepasados, lo ha dicho
también Casiodoro, el canciller de Teodorico el Grande o, más exactamente:
el godo Jordanis, a quien hemos de agradecerle un resumen de la perdida
historia de los godos de Casiodoro, la llamada Getica. Jordanis cita tas
treinta tribus nórdicas: la de los finni-scerefennae y de los suetidi o suehans,
los alogii y los raumi, los arothi y los eunixi y como quiera que se llamen
los demás. Tiene noticias del Sol de medianoche y sabe describir tas
interminables noches invernales llenas de hielo. Ataba los rápidos y
resistentes caballos y los preciosos vestidos de pieles de los suecos y
comenta con algún asombro que no se dan cuenta del valor de sus
envolturas de abrigo. Asimismo ensalza la alta estatura de los pueblos
nórdicos, su valentía y su gusto por la guerra y la aventura.
Sin embargo, el más interesante, breve y sobrecogedor reportaje sobre
los usos, costumbres y forma de vida del Norte europeo fluye de la pluma
del historiador bizantino Procopio: aquel Procopio que tan certeramente y
con tanto conocimiento ha descrito la decadencia de los godos en Italia. El
informe del bizantino, que, como consiliarius y assessor de Justiniano,
acompañó al general Belisario en sus campañas, se encuentra en el relato
sobre una delegación que los hérulos germánicos establecidos entre el
March y el Theis enviaron a sus primos escandinavos. Según Procopio: a la
lejana Thule, que él afirma que era «diez veces mayor que Bretaña».
«Pero allí ocurre todos los años algo maravilloso: aproximadamente en
el tiempo del solsticio de verano hay cuarenta días en que el Sol no se pone,
es visible en todos los momentos sobre la superficie de la Tierra. Seis meses
más tarde no se ve el Sol en absoluto, reina la noche perpetua, cosa que allí
oprime mucho a los hombres… Cuando han transcurrido treinta y cinco
días de oscuridad invernal, algunos hombres suben al pico de una montaña
y tan pronto ven allí al Sol, les comunican a los hombres del valle que
dentro de cinco días volverá a lucir. Después de este alegre mensaje, celebra
el pueblo una fiesta, la mayor fiesta del año.
»De los habitantes de la isla sólo un pueblo vive al borde de los
animales salvajes, son los que andan sobre aletas. Éstos no llevan vestidos
ni zapatos, no beben vino y no toman ningún alimento del campo. Tanto los
hombres como las mujeres se dedican exclusivamente a la caza, devoran la
carne de los animales muertos y se visten con las pieles de los mismos.
Todos los demás habitantes viven como personas corrientes. Pero rezan a
muchos ídolos y espíritus del cielo, del aire, de la tierra y del mar y creen
que hay toda clase de seres divinos en las fuentes y en los ríos.
»A los dioses les llevan constantemente ofrendas, y también a los
muertos. Consideran como mejor víctima al hombre que haya sido el
primero en ser hecho prisionero en una guerra. A éste lo sacrifican al dios
de la guerra, al que consideran como su dios máximo. Pero no se contentan
con sacrificarlo; también ocurre que lo cuelguen de una estaca, que lo
arrojen a un zarzal o lo maten de otra manera cruel…»
Hasta aquí, Procopio, cuyo cuadro lleno de colorido es una mezcla
prodigiosa de poesía y verdad que todavía nos transmite del modo más
certero las representaciones que el mundo antiguo tenía del Norte europeo.

Gritos de dolor y pánico apocalíptico. Se comprende que las descripciones


de los francos fuesen de una índole distinta. En las crónicas de los
historiadores monásticos no se trata ya de repetir noticias inciertas sobre
pueblos lejanos, sino del reflejo de los acontecimientos. Los cronistas de los
claustros no informaban únicamente sobre las situaciones y peculiaridades
que sólo conocían de oídas, sino también de experiencias y de hechos:
sucesos duros, sangrientos y dramáticos que en parte habían vivido ellos
mismos.
La primera exposición auténtica hemos de agradecérsela al biógrafo de
Carlomagno, el monje Einhard, que desde luego pintó al rey de los,
daneses, Göttrik, como al mayor de los enemigos, pero que por lo demás
poseía ideas claras sobre la geografía de los países nórdicos y del mar
Báltico, aunque todavía no supiese dónde acababa por el Este el gran golfo.
Si se prescinde de poemas de alabanza contemporáneos como los que el
monje de Aquitania, Ermoldus Nigellus, escribe para agradecer los
constantes favores de Ludovico Pío, no se puede negar el mérito de este
escritor de Franconia que ha sido el primero en proporcionar un cálculo
cronológico aceptable de la época de los vikingos, así como numerosos
detalles esclarecedores y amplias descripciones que nos muestran un
profundo conocimiento de la mentalidad y de las costumbres militares de
los temidos hombres del Norte. Las fuentes más importantes de esta época
son:

los Annales regni Francorum, que sobre todo dan noticia exacta de los asaltos daneses de los
años 828 y 829;
los Annales Fuldenses, que prolongan hasta 901 los anales del reino en la parte este de
Franconia y cuyos autores, los monjes Rodolfo y Meginardo, escribieron un cuidado libro sobre
los desmanes de los vikingos;
los Annales Xantenses, cuyo autor principal, el clérigo Gervaldo, anteriormente bibliotecario
palatino de Ludovico Pío, fue, en 864, testigo presencial de la destrucción de Xanten por los
hombres del Norte y describió con pluma estremecida los horrores de estos actos de piratería;
los Annales Bertiniani, continuación de los anales del reino franco del Oeste, cuyos
renombrados autores, el obispo Prudencio de Troyes y el arzobispo Hinkmar de Reims, gracias a
su posición en la corte, podían exponer, además de los secos hechos, el cuadro interior de las
luchas con los vikingos; y
los Annales Vedastini, que completan los relatos más o menos «oficiosos» bertinianos y
especialmente suministran muchas luces interesantes sobre el gran panorama catastrófico de los
años 874 a 900.

Informaciones valiosas sobre la temprana época de los asaltos vikingos las


contienen también las obras de la Vida de Ludovico Pío y la Historia del
monje Nithardt (de la que surgió el relato de la unión mundana de la hija de
Carlomagno, Berta, con el abad Angilberto). Muy revelador, aunque
difícilmente comprensible, es el reportaje en verso del monje Abbo Sobre la
guerra de París. A estas fuentes se añaden anales de importancia más local
en los que se registran ante todo las tristes experiencias de frailes frisones,
aquitanos y borgoñones.
Las fechas más importantes sobre la época de los vikingos en Inglaterra
las ha registrado la Crónica anglosajona: una sucesión de diversos anales
que se completan entre sí y que, empezando siempre con las palabras «En
este año…», registran con británica objetividad todos los acontecimientos
importantes a partir de 835. El fresco pintado por la Crónica se transmitió a
la Historia regnum de Simeón de Durham, que recoge más de tres siglos de
historia de reyes ingleses con los ojos serenos de un monje piadoso. Otros
autores eclesiásticos han retratado la vida del rey Alfredo, así como de los
soberanos daneses en Inglaterra.
También las numerosas obras hagiográficas de este tiempo gozan hoy de
una cierta consideración. A pesar del desenfado con que tratan los hechos
históricos, han completado el cuadro que suministran los anales con muchos
rasgos aislados, principalmente de índole anecdótica. Asimismo se han
filtrado de las cartas numerosos ingredientes de importancia histórica (por
ejemplo, la copiosa correspondencia de Hinkmar de Reims), documentos,
protocolos sinodales, actas de concilios y capitulaciones regias.
Las descripciones y comentarios de estos testigos exclusivamente
eclesiásticos proporcionan hasta hoy el sombrío cuadro de la época de los
vikingos. Todos estos monjes, bibliotecarios y obispos metidos a escritores
eran hombres que pintaban en blanco y negro, que veían en los paganos
hombres del Norte el mal por antonomasia; sus apuntes llenos de cólera
resuenan una y otra vez con fieros gritos de dolor cuyo lamento revela el
pánico apocalíptico y la convicción del fin del mundo. Por tanto, el manejo
de estos protocolos requiere experiencia y comprensión en cuanto a la
mentalidad de sus autores y de cuyas afirmaciones conviene distanciarse
con cierto escepticismo.
Una fuente que merece especial confianza la constituye la obra surgida
alrededor de 880; es la biografía de Ansgar compuesta por el arzobispo
Rimbert. Aunque para Rimbert la misión principal consiste en presentar
como ejemplo la vida de su famoso predecesor, a pesar de eso tiene el
mérito de ser el primero que ha hecho un informe realmente objetivo sobre
la vida, las costumbres y la manera de pensar de los pueblos vikingos. No
puede negarse que esta exposición está llena de celo misionero y de un
soberano desprecio hacia todos los paganos, pero el mundo de los vikingos
está reflejado con cierto interés etnográfico.
Al final de la serie de fuentes estatales francas aparece un libro que
festeja, incluso de modo entusiástico, las hazañas de los vikingos, pero se
trata de una obra que contempla las empresas de los guerreros nórdicos a la
distancia, más que tranquilizadora, de cien años. El autor de esta exposición
es el tantas veces citado deán Dudo de St. Quentin, quien hacia 1040
presentó a los duques de Normandía un monumento literario que había
realizado con emoción, apasionamiento y vuelo panegírico. Pero a pesar de
todo, su obra se ha convertido en un libro de categoría histórica que incluso
refleja de modo excelente los movidos decenios que precedieron a la
constitución del ducado normando en Francia.

El maestro Adam, el Tácito del Norte. La época de los vikingos encontró su


Tácito, cuatro decenios más tarde, en el maestro Adam de Bremen, que fue
el primero en esforzarse en presentar un cuadro completo de los hombres,
de los países y de la naturaleza inexplorada del Norte europeo.
El maestro Adam era, a pesar de su modesto título, director de la
escuela catedralicia del arzobispo Adalberto de Hamburgo-Bremen, al que
los historiadores reconocen como una de las figuras más fascinantes del
medievo alemán. Lo que constituyó la obra de toda la vida del hombre que,
hijo de un conde turingio, en el año 1043 recibió el encargo del emperador
Enrique III de ponerse al frente de los obispados de Alemania del Norte, es,
desde luego, algo que se puede discutir, pero sus concepciones tenían un
formato de historia mundial, como las tenía el mismo Adalberto, a quien la
naturaleza proveyó visiblemente con grandes dotes.
Adalberto fue el preceptor de Enrique IV (que fue rey durante seis años
y tuvo que ir a Canossa), con Anno de Colonia gobernó durante muchos
años como protector y mayordomo del soberano menor de edad y regresó
de una campaña en Hungría como triunfador indiscutible. Pero sus
contemporáneos se fijaron sobre todo en el valor de este personaje como
príncipe de la Iglesia. Los misioneros de Adalberto convirtieron al príncipe
de los abotritas Gottschalk, fundaron las diócesis de Ratzeburgo y de
Mecklenburgo e iniciaron así la cristianización del Este alemán.
Pero todas estas tareas palidecen junto al trabajo religioso y organizador
que realizó en la iglesia de Bremen y en su intervención en el mundo
nórdico. Adalberto se dio cuenta instintivamente de las oportunidades que
le brindaba el hundimiento del imperio del Norte fundado por el rey de los
daneses Canuto el Grande. Reanudó el trabajo misionero de sus
predecesores, llevó a buen fin la estructuración de la Iglesia danesa y envió
a sus mensajeros de la fe a Escandinavia, Islandia y Groenlandia. La meta
de su amplia política eclesiástica era constituir un patriarcado nórdico y con
ello el establecimiento de un poder subordinado a una de las diócesis
nórdicas. Este plan lo absorbió de tal modo, que en 1046 renunció incluso a
la tiara papal.
El maestro Adam, que probablemente vino de la serena Franconia del
Main a la ruda Alemania del Norte, se había quedado muy impresionado
por la carrera meteórica de su arzobispo. Cuando, después de corta estancia
en la sede de Adalberto, decidió escribir una historia del arzobispado
hamburgués-bremense, no sólo le movía el deseo de elevar un monumento
literario para su amigo y favorecedor. Quería más aun: intentaba poner con
su obra, sólida y artísticamente construida, los fundamentos que necesitaban
los planes visionarios de Adalberto, por lo que tenía que describir la obra
misionera en el Norte europeo como una tarea exclusiva de la Iglesia
hamburguesa-bremense.
Adam dedicó diez años de su vida a ese trabajo, en el que no dejó de
poner ni un átomo del concienzudo modo de obrar alemán. Registró con
celo los archivos del arzobispado, estudió actas de concilios y sínodos,
documentos de fundación de monasterios, escrituras de posesión y regalos,
libros y cartas de hermandades y todo lo que podía encontrar en la
cancillería arzobispal. Nunca estuvo afligido por dudas respecto a los
documentos que tenía a su disposición. Como hijo fiel y sin malicia de la
Iglesia, incluso las más groseras falsificaciones constituían para él pruebas
indiscutibles.
Como también aceptaba fuentes antiguas sin el menor sentido crítico, su
Historia de la Iglesia está entreverada de toda clase de fábulas pintorescas.
Según él, los sambianos y los prusianos llevaban las caras pintadas de
rojo y los cuerpos de un verde pálido. En las costas del mar Báltico vivían
amazonas, que se quedaban embarazadas con sólo beber agua pura; según
otra versión, que también Adam cree verosímil, esto pasaba por el trato de
las mujeres con comerciantes o prisioneros de guerra. Allí todos los
varoncitos vienen al mundo con cabezas de perro, la cabeza delante del
pecho, y cuando es necesario, lanzan a ejércitos enteros de tales cabezas de
perro a la guerra. También en el Este de Suecia viven, según la descripción
de Adam, amazonas con sus hijos perros, asimismo cíclopes con un solo ojo
en la frente y otros seres a los que Solinus llamaba himantópodos porque
avanzan sobre pies provistos de pezuñas, así como devoradores de hombres
«a los que se rehúye por eso y se silencian con razón».
De los habitantes del Norte de Noruega cuenta que, gracias a fuerzas
mágicas, sabían todo lo que estaba haciendo en aquel momento cualquier
habitante de la Tierra; con eficaces fórmulas de encantamiento podían
incluso atraer del mar a ballenas y hacerlas varar en la playa. En las
inhóspitas montañas de Escandinavia viven mujeres barbudas que, cuando
hablan entre sí, más bien producen sonidos rechinantes que palabras. Junto
a las islas Órcadas el mar está tan espeso y tan lleno de sal, que los barcos
sólo pueden avanzar con ayuda de vientos poderosos. Y en la isla de Thule
(que Adam identifica con Islandia) hay hielo «tan negro y tan seco por la
edad, que se alza en llamas cuando se le prende fuego».
Cuenta también una historia fantástica de una hermandad frisona de
navegantes que se propuso encontrar el fin del mundo. Después de haber
pasado por la helada Islandia, siguieron avanzando hacia el Norte y
penetraron en unas tinieblas profundas. «Y allí una fuerte corriente del
océano sorbió a los infelices y desesperados navegantes al caos» que recoge
todas las corrientes del mar y las vuelve a escupir. «Cuando imploraban
misericordia de Dios, aquella resaca los volvió a sacar a la superficie, pero
los demás barcos fueron tragados por la corriente.»
Pero Adam era lo bastante cauto para no admitir todas esas fábulas. De
vez en cuando se excusa y achaca a otros autores la responsabilidad de las
descripciones más fantásticas. En general fue, para su época y su mundo, un
espíritu de gran sentido crítico y un genio de la aplicación y de la paciencia.
Por ejemplo, se carteaba mucho con conventos extranjeros, ante todo
con Corvey, la abadía de Ansgar. También recogió numerosas noticias que
escuchaba de viva voz, inaugurando así la técnica completamente moderna
de la «entrevista». Obispos y sacerdotes, príncipes alemanes y embajadores
extranjeros, comerciantes de Bremen y navegantes frisones, le hablaron y le
respondieron, le informaron y le transmitieron sus experiencias, e
indudablemente, la historia de la evolución de la iglesia de Bremen tiene
que agradecer a estos diálogos, además de un gran colorido, muchos
detalles característicos y anecdóticos.
El más prominente e ilustrado de los protectores del maestro fue el rey
Sven Estridsen de Dinamarca, que en gran manera contribuyó a ampliar
estos conocimientos obtenidos de viva voz. Adam de Bremen le interrogó
concienzudamente sobre viajes, tierras, pueblos y cambios políticos en el
Norte europeo. Su cuarto libro, en el que compendió las ideas
contemporáneas sobre la geografía y los pueblos de Escandinavia, lo
escribió con toda fidelidad, reproduciendo al pie de la letra las
conversaciones con el rey danés.
De este modo el diligente Adam, a pesar del mucho lastre
contemporáneo, produjo un cuadro tan certero como instructivo sobre la
actividad misionera alemana en el Norte y además presentó «la primera
exposición científica de los países y pueblos desconocidos del Norte»,
siendo una fuente primordial en la que se basa hasta hoy el conocimiento
que exploran los investigadores del mundo vikingo.

Musulmanes piadosos y testas coronadas. Finalmente, para el cuadro de


este mundo vikingo se dispone de un grupo de fuentes que han iluminado
ante todo el panorama etnográfico, civilizador y económico de aquellos
pueblos. Entre los autores de esos libros, muy del gusto de los historiadores,
porque no los dicta la cólera, sino el ansia de saber, se encuentran dos testas
coronadas: el rey Alfredo el Grande de Inglaterra y el emperador de
Bizancio, Constantino Porfirogenetos. Otros informes muy reveladores hay
que agradecérselos, por extraño que esto pueda parecer, a diplomáticos,
sabios y comerciantes árabes.
Alfredo el Grande, el primer rey que hizo frente a los vikingos con
medios propios, no sólo fue un espléndido estratega, sino también un
hombre de formación y de cultura. Como Carlomagno, tenía en su palacio
una escuela en cuya mesa redonda se juntaban algunos de los polígrafos
más importantes de su época. Apoyaba los esfuerzos culturales de los
monasterios, promovió la poesía populgar anglosajona y fundó la biblioteca
de la universidad de Oxford, a la que dotó, no sólo de libros religiosos, sino
también de obras filosóficas, históricas y geográficas.
Como para él, según propia confesión, el sentido de la vida consistía en
aprender constantemente, procuró entusiasmar no sólo a los monjes
anglosajones, sino también a sus guerreros y campesinos, por la escritura.
Así, «en medio de los numerosos esfuerzos» que le exigía el gobierno de su
reino siempre en peligro, mandó traducir al lenguaje de su pueblo «algunos
de los libros que son más importantes para todos los hombres». Una de
estas obras fue la Historia del mundo del presbítero español Orosio: la
tradujo y le añadió, para ponerla al día, dos informes sobre la vida de los
pueblos nórdicos.
Los dos epílogos los basó en extensas conversaciones que sostuvo con
su compatriota Wulfstan y el noruego Ottar de Halogaland. Wulfstan le
proporcionó las informaciones sobre un viaje desde Inglaterra a Haithabu y
después a Truso. Ottar (que, como profesor de náutica, estuvo
temporalmente al servicio del rey) le contó detalladamente cómo era la vida
de un gran ganadero en el círculo polar y le proporcionó un detallado relato
sobre un azaroso viaje por el helado mar del Norte, viaje en el que, según
todas las apariencias, costeó la península de Kola y llegó a la
desembocadura del Dina. Richard Henning, hablando del regio humanista,
comenta que sus dos «importantísimos informes contienen datos
extraordinariamente valiosos» para la historia de los viajes humanos de
descubrimientos; en realidad, en la literatura occidental de aquellos tiempos
no hay nada que pueda compararse con los protocolos de Alfredo el
Grande.
Sin embargo, son equiparables los libros del emperador de Bizancio
Constantino Porfirogenetos. El «César nacido en la sala de pórfido» que en
913, a los dieciocho años, accedió al trono de los soberanos griegos y que
reinó durante cuarenta y seis más, está considerado como el perfeccionador
del renacimiento macedónico en el imperio romano de Oriente y prototipo
del déspota ilustrado. Sus escritos, que no en último lugar estaban
destinados a preparar a su hijo para las tareas de sucesor del trono, es cierto
que se ocupan predominantemente de los problemas de la administración
civil y militar, pero en ellos también se encuentra un capítulo sobre los
vecinos rusos, capítulo que exactamente igual que los relatos geográficos de
Alfredo, se basa en noticias obtenidas de viva voz y en los viajes de los
temerarios comerciantes ruso-varegos. Todo ello redactado con la
objetividad de un culto racionalista.
Pero son los árabes quienes más mérito han adquirido en la iluminación
de las penumbras ruso-varegas. En tanto que las fuentes nórdicas fallan
completamente en este punto y la Crónica de Néstor, nacida de 1056 a
1116, se refiere única y totalmente a la cristianización del reino de Kiev, los
relatos árabes contienen una profusión de valioso material sobre la cultura y
sobre la historia, y en conjunto constituyen un mosaico de las noticias más
directas y auténticas. Todavía hoy se percibe algo del asombro y del ansia
de saber con que los diplomáticos, viajeros y geógrafos árabes examinaron
y anotaron el mundo de la cuenca nórdica entre el Dniéper y el Volga.
Bagdad, desde 763 residencia de los califas y centro de gravedad
política del Oriente, era entonces la ciudad más populosa de la Tierra,
confluencia de un comercio de alcance casi mundial cuyos clientes, ávidos
de bienes de consumo, vivían en la abundancia y el lujo de una corte
suntuosa. Los comerciantes musulmanes sostenían numerosos almacenes,
filiales y centros de intercambio en las costas del Mediterráneo, y en el
siglo VIII, incluso en India y China. Naturalmente, de sus viajes traían,
además de una respetable cantidad de mercancía, excitantes cargamentos de
noticias: descripciones de lejanos países y sus gentes, cosas estas que en los
mercados del califato tenían evidentemente tanta aceptación como las
riquezas y los productos exquisitos del Lejano Oriente.
Fue una consecuencia natural que a Ja postre también tales novedades
se valoraran económicamente. Muchos comerciantes escribieron sus
experiencias e impresiones y vendieron sus protocolos a salas de lectura y a
salones literarios que los reproducían y los multiplicaban. La mayor parte
de estos textos no servía sólo para breves conversaciones, sino que
fácilmente se incorporaba al mundo de los cuentos de hadas y de las
fábulas; por ejemplo, la historia de Simbad el Marino debe de ser producto
de este notable género de narraciones escritas por navegantes dedicados al
comercio. Pero hubo también manuscritos completamente serios que se
proponían como tema proporcionar informaciones de primera mano. De
este modo apareció en 846 una amplia obra sobre las rutas del califato árabe
y en 851 (cuatro siglos y medio antes de Marco Polo) una Descripción de la
China y de la India que facilitaba a los comerciantes y geógrafos con
intereses en el Lejano Oriente los conocimientos deseados.
Ibn Jordadbeh, el autor del libro de las rutas, testimonia ya la presencia
de comerciantes vikingos en Bagdad. Los ruso-varegos encuentran su
verdadero descubridor en el diplomático Ibn Fadlan, un joven culto y
ansioso de saber que participó en una delegación del «soberano de los
creyentes» como intérprete y secretario de embajada. La legación salió el
21 de junio de 921 de Bagdad y llegó once meses más tarde, el 12 de mayo
de 922, a Bolgar. Ibn Fadlan permaneció allí algún tiempo y aprovechó la
ocasión para informar exacta y concienzudamente no sólo sobre el mundo
de sus anfitriones jázaros, sino también sobre sus vecinos rusos. Su
reportaje, después de una estancia de varios años, sobre los países y pueblos
extranjeros se caracteriza por su extraordinaria objetividad. Sin esforzarse
en conseguir adornos literarios, este árabe se ha circunscrito a su tema con
la impasibilidad de una máquina registradora. Sus informes revelan, según
el experto juicio de Richard Henning, «no sólo una sorprendente habilidad
en la selección de material, sino también observaciones de un carácter tan
científico-crítico que en muchos aspectos tienen todo el sello de la
modernidad».
Por lo demás, la naturaleza del país apenas le ha interesado (excepto las
tormentas invernales de la estepa que al secretario de embajada
acostumbrado al sol le producían lógicamente bastante incomodidad), pero
en cambio parece haberle fascinado la naturaleza, aún no desbastada, de
aquellos hombres. Pero, sobre todo, le interesan los usos y costumbres de
vida de los pueblos del Rus que contradicen de modo más decisivo las
exigencias del profeta. El soberano desprecio de los mismos por toda clase
de higiene corporal, sus ritos comerciales, sus ceremonias sacrificiales, su
indiferencia frente a la vida humana, sus costumbres en los enterramientos
son temas, por ejemplo, con los que el piadoso musulmán se ha ocupado de
modo más intensivo en su diario de viaje.
El astrónomo y geógrafo Ibn Rustah prosiguió, algunos decenios más
tarde, el trabajo de Ibn Fadlan. Si bien su exposición debió basarse en
numerosas compilaciones anteriores, tiene hasta tal punto el «sello de
garantía», que puede contarse entre los clásicos testigos de la corona de la
época de los vikingos en la Rusia primitiva.
Pero de los relatos de los viajeros árabes irrumpe también una luz
abundante sobre la Europa central y septentrional:

El poeta Al Gazal acompañó a mediados del siglo IX a una embajada del califa español
Abderramán II a Escandinavia; desgraciadamente no anotó fechas ni nombres de lugares, por lo
que no se puede saber exactamente adónde lo llevó su viaje, omisión esta que sólo
imperfectamente está compensada por la minuciosa descripción de un episodio de amor que por
lo visto vivió con una reina nórdica;
el tratante de esclavos judío Ibrahim ben Yacub llegó en 973 desde Wismar a Magdeburgo,
donde fue recibido en audiencia por el emperador Otón el Grande, siguió viajando luego hasta
Praga y más tarde recogió sus impresiones en un informe para el califa de Córdoba;
el comerciante At-Tartuschi, asimismo residente en el califato español, en un viaje por
Alemania, que lo llevó entre otros sitios a Soest, Paderborn, Merseburgo y Fulda, estuvo también
algunos días en el emporio comercial vikingo de Haithabu y trajo de allí, además de mercancía
humana, que probablemente era lo que más le interesaba, algunas experiencias reveladoras de
índole cultural e histórica.

La mayoría de estos y otros informes los recogió a finales del siglo XI el


sabio árabe El Bekri en un manual geográfico; a él tenemos que agradecerle
los datos más importantes sobre la aparición de los vikingos en el
Mediterráneo.

Sagas que contaba el hombre de las sagas. También el mismo Norte


europeo ha contribuido a pintar el cuadro histórico de la época de los
vikingos; pero sólo siglos más tarde, desde una distancia amplia y
esclarecedora que seguramente no siempre sirve para aumentar la exactitud
de la exposición.
El secretario del belicoso príncipe de la Iglesia danesa, Abasalón, que
en 1167 en la costa oriental de Seeland, junto al Orsund, mandó construir
un fuerte contra los piratas eslavos y puso con ello los cimientos de
Copenhague, escribió treinta años después un libro sobre las hazañas de los
daneses, estableciendo así la base de la historiografía danesa. Hasta hoy, las
Gesta Danorum pertenecen al indispensable acervo cultural del país. Por el
contrario, su autor Saxo Grammaticus sigue siendo «menos que un
contorno», apenas más que una sombra.
Se sabe que nació en Seeland, que fue una especie de ayudante de
predicador y que murió alrededor de 1220. También se sabe que las Gesta
Danorum nacieron pacíficamente de anteriores textos extranjeros. Pero el
corazón de aquel retraído sabio latía con el redoble de un tambor de guerra:
su libro está escrito con la espada. Canta la confusión de la lucha y el
estrépito de las armas y celebra la intrepidez y el desprecio a la muerte
como supremas virtudes. Andreas Heusler, el ditirámbico mentor de la
literatura nórdica, lo llamó «un panteón nacional danés de la más elevada
categoría».
Pero el valor histórico de las Gesta Danorum no corresponde ni al
fortissimo constante de la exposición ni a su papel de símbolo en la
conciencia nacional de los daneses. Saxo Grammaticus ha recogido
concienzudamente leyenda e historia y las ha mezclado a placer.
Comparada con la sobria Historia de la Iglesia de Adam, su obra es más
poesía patria que reportaje histórico.
Por lo demás, los tres países básicos nórdicos sólo han dejado escasa
cosecha en la historiografía. La contribución de Dinamarca se limita a la
retumbante obra de Saxo Grammaticus. La participación de Suecia está
representada por algunas mezquinas crónicas rimadas. Noruega es cierto
que puede aspirar a la gloria de haber desarrollado las formas
fundamentales de la historiografía escandinava, pero su aportación por
escrito es nula. Las antiguas obras de historia nórdica en la vieja lengua
nórdica han nacido exclusivamente en Islandia.
Los viejos escritos islandeses son un fenómeno cuyo nacimiento escapa
al análisis literario. Indudablemente, la soledad de los habitantes de la isla
mantuvo despierto el recuerdo de los primeros inmigrantes y finalmente
hizo nacer la necesidad de poner por escrito los acontecimientos de la época
de la arribada; con cierto derecho, también el aislamiento geográfico
justifica el sentido de solidaridad y la consiguiente pasión por las historias
de familias y de antepasados. Pero el estallido de géiseres de naturaleza
creadora que entre unos pocos miles de campesinos en una isla pobre y
estéril del Atlántico Norte hizo nacer una literatura nacional propia no se
explica con estos supuestos; hay que aceptarlo como un fenómeno de la
naturaleza.
Padre de la Iglesia y patriarca de esta vieja literatura nórdica y también
fuente inagotable para los historiadores, fue Saemundo el Sabio, sacerdote
que había estudiado en París y que, antes de 1100, juntó en torno a sí, en
Oddi, a un puñado de adeptos que, como él, quisieron glorificar las hazañas
de los padres. De la propia pluma de Saemundo surgió una historia de los
reyes de Noruega, que desde luego se perdió, aunque proporcionó el
necesario material de trabajo a generaciones de tempranos historiadores.
Pero más importantes fueron sus incitaciones; pronto no hubo ya ningún
héroe noruego-islandés cuyas acciones no hubiesen sido cantadas por los
discípulos de Saemundo.
Sin embargo, la vieja literatura islandesa encontró su Homero en el gran
Snorri Sturluson. Este Snorri Sturluson, uno de los fenómenos más
extraordinarios de su tiempo, no fue sólo uno de los más ricos terratenientes
de la isla y apasionado político (que después de asumir por dos veces la
presidencia fue asesinado por sus adversarios), sino también la figura señera
de la vida espiritual islandesa en la primera mitad del siglo XIII; a sus
esfuerzos se debe la creación de la escuela de Reykjaholt, que vino a ser
algo así como la primera universidad insular. A él hemos de agradecerle las
amplias y preciosas colecciones de epopeyas en verso y en prosa que hasta
entonces sólo se habían ido transmitiendo oralmente de generación en
generación: los cantos de los bardos y las sagas.
Las sagas constituyen la planta literaria más peculiar que produjese
nunca el mezquino suelo de Islandia. El nombre de aquéllas se retrotrae al
hombre de las sagas, el afamado narrador que en las largas noches de
invierno repetía los añejos relatos del tiempo de la ocupación de la isla en
su forma tradicional. En lo esencial, los redactores de las sagas han
respetado esta forma anquilosada.
Los personajes de las sagas de Islandia son, ante todo, aquellos
campesinos del norte de Noruega que fueron los primeros en atreverse a dar
el salto sobre el Atlántico, en unión de mujeres y niños, siervos y animales,
para establecerse en la isla inhóspita. El estilo de las sagas corresponde a la
dureza y a la enorme sobriedad de la época de los pioneros. Es áspero,
monosilábico, viril, y junta una extremada objetividad con una frialdad de
expresión que conserva su voluntaria monotonía incluso en la descripción
de escenas de alto dramatismo. En esta enjuta y lacónica prosa de
campesinos (a cuyas leyes de elaboración ha tratado de acercarse la épica
moderna) no hay sitio para pasajes de adorno, secuencias líricas o
consideraciones psicológicas. Domina la acción. La acción lo es todo, los
sentimientos no son nada, el autor desaparece completamente tras el relato.
Entre la serie de las sagas islandesas descuellan tres principalmente:

el Libro de Islandia de Ari Thorgilsson, que alrededor de 1130, como primer autor medieval,
puso por escrito la historia de su patria en la lengua del país;
el Libro de la toma de la tierra, escrito hacia 1200, que relata la historia de la colonización de
la isla y transmite más de 400 apellidos de la primera generación de inmigrantes; y
las Sagas de Islandia, relatos en prosa de autores anónimos del siglo XIII, dedicados
principalmente a los destinos de familias y héroes sueltos.

Al mismo grupo pertenecen los dos manuscritos de Groenlandia: La saga


de los groenlandeses, que describe los viajes de Erik el Rojo y los primeros
viajes a Vinland, y la Saga de Erik el Rojo, que a pesar de su título se ocupa
especialmente de la expedición a Vinland del comerciante Karlsefni.
Pero los autores de las sagas islandesas no sólo han contado su propia
historia, sino también la de la madre patria. De este modo surgieron las
sagas de los reyes noruegos precisamente en la república de campesinos de
Islandia. Su única y solitaria cumbre la constituye la Heimskringla (algo así
como el Círculo del mundo), de Snorri Sturluson, epopeya en prosa que
consta de seis partes y que relata la historia de Noruega (hasta el año 1177):
por la forma y el contenido, es el punto culminante de la literatura islandesa
de las sagas.
Un viejo tema de discusión es hasta qué punto las sagas islandesas
pertenecen a la literatura histórica. Es indudable que los autores de estas
galerías de monumentos literarios han mezclado sin contemplaciones el
mito y la historia; es indudable también que las sagas fueron escritas a
mucha distancia, lo que no da el suficiente relieve a los acontecimientos que
se describen; el latido de lo contemporáneo falta en el relato. Pero aunque
no todo corresponda a los hechos históricos, se aprecia en estas obras (para
citar una frase de Almgren) «algo del espíritu de la Historia». Además,
muchas de las sagas han comunicado datos, por ejemplo sobre distancias u
otras particularidades náuticas, que demuestran ser de mucha garantía.
Finalmente los detalles de las narraciones contienen no sólo un cuadro de
extraordinario colorido y seguramente muy realista de la vida cotidiana de
los vikingos, sino también las leyes elementales del código moral y
matrimonial nórdico.
Esto rige del mismo modo para las obras de los viejos bardos nórdicos,
cuya antología constituye asimismo un mérito del poeta islandés y culto
aristócrata campesino que fue Snorri Sturluson.

La prosa y las canciones de los Eddas. Los rastros de las poesías de los
Eddas se encuentran primeramente en Noruega, donde tienen un temprano
florecimiento en las canciones de Bragi el Viejo, como sabemos por la
biografía de Ansgar escrita por Rimbert. Fueron escritas en la primera
mitad del siglo IX. Al final de este siglo se formó en la corte de Harald
Cabellos Hermosos una famosa escuela de cantores que gracias al favor real
disfrutó de ventajas materiales. Cien años más tarde, un tal Eyvind recopiló
toda la herencia poética de sus predecesores con muy poco éxito, porque le
llamaban el destructor de la poesía.
Pero en aquel tiempo Noruega ya había cedido el mando en este aspecto
a Islandia. La isla del Atlántico Norte, azotada por las tormentas, a finales
del milenio ya hacía tiempo que se había convertido en la sede de la poesía
de los bardos. Las historias de la literatura nórdica realzan, junto a las
canciones del cantor Gunnlaug Lengua de Serpiente y de Sigvat
Thordarsson, sobre todo la obra de Egill Skallagrimsson, quien después de
una vida inquieta de guerrero (cantada en la saga de Egill) conquistó un
puesto de honor en el cielo de los bardos con dos grandes epopeyas en
verso: una movida y dramática canción que compuso en la corte de Erik
Hacha de Sangre, valiéndose de un antiguo modelo, y una conmovedora
poesía sobre la muerte de su hijo más joven. Aunque es fuerte en su
apasionamiento y en su impulso vital, en ambos poemas muestra Egill
Skallagrimsson una maestría formal que lo convierte en el gran virtuoso del
estilo bardo.
A este estilo bardo, Brondsted lo caracteriza como «un arte propiamente
sometido a reglas rígidas, complicado y lleno de adornos», que es
equiparable a los retorcidos ornamentos de los objetos decorativos vikingos.
Brilla con artísticas metáforas y extrañas comparaciones que llegan a ser
totalmente ininteligibles. Estos arabescos en las descripciones, llamados en
el lenguaje erudito kenningar, muchas veces, más que narrar la acción, la
envuelven en una superabundancia barroca.
Nuestros conocimientos de los laberintos artísticos de la poesía barda
del Norte descansan principalmente en dos grandes colecciones que están
adornadas con los muy famosos nombres nada explicativos de Edda: la
Prosa-Edda de Snorri Sturluson y las más antiguas Canciones-Edda que
durante mucho tiempo se atribuyeron a Saemundo el Sabio.
Si bien la Snorri-Edda empieza con un diálogo expositivo de tema
mitológico, en esencia se trata de un manual para adeptos al arte del canto,
una iniciación en los difíciles ejercicios de la poesía nórdica, que con sus
numerosas citas, sus comentarios sobre los giros más usuales y su
enumeración de las formas de versificar, han permitido a los historiadores
de la literatura el acceso a la poesía increíblemente complicada de los
cantores.
Las Canciones-Edda son por su parte la Biblia de las representaciones
religiosas germánicas del Norte. Los treinta mitos versificados que un
recopilador desconocido juntó en la segunda mitad del siglo XIII esbozan
aquel cuadro visionario del mundo en el que aparece el universo vikingo
como una gigantesca trinidad cósmica: con Asgard, la resistencia de los
dioses; Midgard, el campo de batalla de los hombres, y Hel, el reino de los
muertos. Cierto que alborea ya sobre los mitos de las Canciones-Edda, que
por cierto fueron escritas dos siglos después de la cristianización, la «pátina
de lo añejo» y el recuerdo esclarecedor, pero indudablemente reflejan de
modo exacto el mundo de las representaciones religiosas de los vikingos y
además en las más diversas variantes, desde las sublimes hasta las ridículas.
Para citar sólo algunos ejemplos,

la epopeya Völuspa cuenta una de las más coloristas y espectaculares óperas de dioses y de
concepción del mundo que existen en la literatura mundial;
la Canción Hymir canta las azarosas luchas de Thor con los gigantes enemigos;
el Viaje a Hel de Brynhild describe la muerte de una heroína en forma de una balada lírica;
el Poema Rigthula se complace en numerosos episodios eróticos que sazonan el viaje por la
Tierra del dios Heimdall; la Trymskvida y la Lokisenna cuentan historias de dioses de una índole
bastante escabrosa;
las Vafprudnismal, Grimnismal y Havamal pertenecen, según los conceptos modernos, a la
literatura práctica e instructiva.

Por tanto, una rica selección de canciones de acontecimientos, de humor,


poesías prácticas y didácticas, así como proverbios. En resumen, una
literatura que era a la vez producción artística y espejo de la vida y que, en
consecuencia, ha incrustado también en el mosaico de la historia cultural
nórdica una gran abundancia de piedras coloreadas.
En cuanto al valor informativo de las grandes epopeyas bardas ha sido
nada menos que el propio Snorri Sturluson el que manifestó con toda
claridad en el prólogo de su Heimskringla: «En la corte de Harald Cabellos
Hermosos vivían varios poetas, y aún se conocen sus poesías y las poesías
sobre reyes antiguos que hubo entonces en Noruega… Todo lo que en estas
poesías se dice sobre nuestros mayores y sus luchas, lo consideramos cierto.
También es verdad que, según el uso de los bardos, casi siempre
acostumbraban encomiar, pero ninguno se habría atrevido a describir
acciones que todos los que oían, y ellos mismos, habrían sabido también
que se trataba de mentiras y de discursos vanos.»

Cifras y símbolos de Odín. Como importantes documentos históricos están


consideradas también las piedras rúnicas a las que tantas veces hemos
hecho referencia: monumentos en piedra para cuyas inscripciones se
utilizaba el alfabeto rúnico germánico.
Según una explicación popular, el nombre de la escritura nórdica tenía
algo que ver con la palabra raunen (susurrar), sinónima de «cuchichear» o
«hablar en secreto y en voz baja». Sea o no correcta esta explicación, las
runas siempre han sido sentidas por los pueblos germánicos como algo
secreto, como signos cabalísticos y fórmulas de la magia sacerdotal. Típico
de esta explicación es el Mito Havamal, que relata el descubrimiento de las
runas por el padre de los dioses, Odín, el más sabio de todos los maestros
del mundo.
La explicación científica, muchísimo más prosaica, afirma que el
alfabeto germánico rúnico nació entre los marcomanos en el territorio Rin-
Danubio o en las costas del mar Báltico y que las letras latinas o etruscas
sirvieron de modelos. El primer alfabeto rúnico tenía veinticuatro signos
cuyas formas angulosas muestran la técnica y la tradición del arte tallista
germánico. Esta serie rúnica, antigua y más completa, fue disminuyendo en
el transcurso de los siglos hasta quedar reducida a dieciséis letras, evolución
cuya etapa final en el Norte europeo coincide con el comienzo de la época
de los vikingos.
Las runas más modernas formaron a su vez diversos tipos regionales.
Brondsted distingue tres variantes:

la serie rúnica «usual» que se extendió por las islas danesas y por Escania, en el oeste de Suecia y
en el este de Noruega;
las runas sueco-noruegas que dominaron en la Suecia oriental, en el sur y en el oeste de
Noruega y en las colonias de Noruega en Europa occidental;
el alfabeto Helsinge, que se aclimató también en el norte de Suecia y que constituía una
especie de escritura secreta formada por el abandono de la barra principal de cada runa.

A pesar de todos los cambios, las runas conservaron su exclusividad.


Siguieron siendo una escritura para pocos, un arte de cifras y símbolos que
servían más para el conjuro qué para el entendimiento mutuo. Tampoco la
literatura hizo uso de las runas (los autores islandeses se sirvieron de la
lengua latina).
Las runas más antiguas se encuentran en armas y piezas de adorno y
prefieren mantenerse en sitios ocultos: en el tahalí de una espada, por
ejemplo, o en la parte interior de la anilla de un escudo. Pero también las
inscripciones mismas —fórmulas mágicas que escapan a las miradas
indiferentes del mundo— revelan que a estas runas se les atribuían fuerzas
sibilinas. Una cajita de cobre contenía así una amenaza contra bandidos; un
broche, según la inscripción que figuraba en el mismo, podía aliviar los
dolores del parto; una espada, alcanzar mortalmente a todos los enemigos
de su dueño.
Pero ya en la época previkinga las runas desempeñaron otro papel,
aunque sólo interesante para los historiadores. Por lo visto, desde el Rin
romano llegó la costumbre que se extendió por Noruega y Suecia, y
posteriormente también por Dinamarca, adoptando alrededor de 900 el
patrón usual de «N N erigió esta piedra en recuerdo de…». A muchas de
estas inscripciones es difícil fijarles fecha, quizá también hay en ellas
complicaciones y enigmas incomprensibles sacados de la magia de los
números, pero a pesar de eso pertenecen al inagotable material de trabajo
del historiador.
Son «fuentes primarias»: originales documentos en piedra que hablan de
un modo directo al observador y, por cierto, en el lenguaje de aquel tiempo.

Suecia, Eldorado rúnico nórdico. Las doscientas piedras rúnicas danesas


proceden en su mayor parte de la época que va del 950 al 1050 y, en cierto
modo, están repartidas uniformemente por todo el país. Los expertos en
runas de Noruega pueden concentrar sus investigaciones sobre todo en la
zona de Jaren, al sur de Stavanger. Pero Eldorado escandinavo lo constituye
Suecia, donde durante los siglos vikingos estuvo probablemente
funcionando toda una industria de lápidas rúnicas. Sólo así se explica que
en Suecia se hayan descubierto hasta hoy más de tres mil piedras rúnicas,
de ellas mil sólo en la provincia de Uppland (cuyas lápidas, gracias a sus
ricos adornos, encuentran también un puesto considerable en la historia del
arte nórdico).
Las inscripciones de las piedras de Suecia son tanto más importantes
cuanto que han proporcionado una serie de informes no sólo a los
historiadores, sino a sus colegas de la historia de la cultura y de la
economía. Estos informes breves, concisos y apretados se muestran con un
estilo que casi se podría llamar lacónico, lo que no excluye que los tallistas
rúnicos suecos de vez en cuando hayan intentado un lenguaje más pomposo
e incluso la poesía.
En opinión de Sven Jansson, estas lápidas, a pesar de su laconismo, son
los testigos más elocuentes de la época en que Suecia, saliendo de la
oscuridad de los siglos prehistóricos, aparece pujante y belicosa en el
escenario de Europa. «Examinándolas con atención se pueden observar en
muchas de estas inscripciones rúnicas rasgos del amor de los vikingos a las
aventuras y a las acciones tempestuosas.» Las piedras rúnicas se elevaban
también en recuerdo de parientes que habían hallado la muerte en países
extranjeros. Por eso cabría llamarlas los monumentos de las campañas
vikingas, porque cuando cesaron los viajes lejanos, cuando se cerraron los
viejos caminos comerciales y en la primavera ya no se aparejaban los
barcos vikingos para navegar al Este o al Oeste, ya no hubo quien tallase y
colocara piedras rúnicas.
«Pero las inscripciones rúnicas suecas no informan sólo sobre luchas,
hechos de armas, viajes comerciales llenos de ganancias y campañas
vikingas en lejanas tierras: en Rusia, Grecia, Valaquia, Italia, Serkland,
Inglaterra, Alemania; arrojan también bastante luz sobre el comercio
pacífico, así como sobre el trabajo V la actividad de los hombres en la
patria. Nos enteramos de algo sobre los gremios de comerciantes, sobre
puentes en pantanos difícilmente transitables y en ríos caudalosos, sobre la
construcción de caminos y de lugares para las asambleas, sobre limitaciones
de la propiedad y complicadas herencias, sobre el cultivo del suelo y otros
trabajos. Conocemos así millares de nombres de personas, linajes de
grandes campesinos y cómo se llamaban sus fincas. También nos salen al
encuentro nombres de lugares de otra clase, nombres de comarcas y
regiones. Incluso tropezamos con una serie de poetas de la época en las
piedras rúnicas.»
El colosal radio de acción de los vikingos lo testimonian asimismo las
numerosas lápidas rúnicas descubiertas fuera de los estados nórdicos. En la
isla de Birken, en el delta del Dniéper, el sueco Grane hizo erigir una piedra
«para su compañero Karl». Al clásico león de mármol que en 1688 fue
arrastrado por tropas de Hannóver desde Píreo hasta Venecia y a partir de
entonces vigila ceñudamente la puerta de la vieja casa de la flota en la
ciudad de los Dux, lo adorna una inscripción rúnica, desgraciadamente casi
ilegible, que es probable se remonte a un varego establecido en Atenas.
Sobre treinta cruces con inscripciones rúnicas se conserva el recuerdo de los
invasores vikingos en la isla de Man y en las Órcadas. También los
inventarios irlandeses, ingleses e islandeses registran una serie de
interesantes lápidas rúnicas. Incluso en Kingigtorsoak, en Groenlandia, en
las cercanías del 73° de latitud norte, se halla un antepasado de piedra de la
población vikinga de la isla.
Historias en imágenes sobre piedras. Como, según Georg Dehio, también
«los monumentos del arte son una fuente histórica de primera categoría»,
las esculturas de piedra de Gotland se cuentan entre los silenciosos pero
imprescindibles testigos de la época de los vikingos.
Nos referimos a un grupo de monumentos de piedra de los siglos V al XI
que se han conservado hasta hoy en la confluencia de muchos intereses
comerciales en la isla del mar Báltico. Desde el punto de vista de la historia
de la cultura constituyen un fenómeno enigmático: este arte se remonta
desde luego a influencias romanas, pero echó raíces (prescindiendo de
algunas excepciones, como los jinetes de piedra de Hornhausen bei Halle)
solamente en Gotland. Para el historiador constituyen un material de trabajo
muy instructivo: las imágenes de piedra le proporcionan las únicas
ilustraciones originales del mundo vikingo.
La forma fundamental de las piedras con imágenes de Gotland es, según
Sune Lindquist, un rectángulo de bastante altura cuya cara está cubierta con
adornos de figuras y otros motivos ornamentales.
Se empleaban preferentemente planchas de piedra cuya superficie
estuviese pulida por el hielo de forma que el escultor pudiera trabajarla sin
mucho esfuerzo. En la mayoría de los casos el reverso de la piedra queda
sin desbastar. Con el tallado de los cantos, los bloques reciben el contorno
deseado.
El tamaño de las planchas de piedra embutidas en el suelo variaba entre
uno y tres metros. Las formas se repiten. Pero las piedras mayores son
también las más hermosas: por lo visto los escultores de Gotland dejaban la
preparación de las piedras pequeñas a sus aprendices y oficiales.
Las imágenes y símbolos en el anverso están hechos en altorrelieve,
pero sólo aparecen cincelados los contornos. Sune Lindquist supone que los
detalles —rostros, manos, cabellos, vestidos, armas— estaban reproducidos
en color. También las ásperas superficies del reverso estaban probablemente
pintadas, en casos aislados quizás incluso doradas a la manera de iconos: un
ejercicio artístico muy ambicioso, aunque en este caso se trata de productos
de una floreciente industria de las piedras conmemorativas que en la
mayoría de los casos fueron erigidas en recuerdo de difuntos propietarios de
barcos.
Por lo menos, los barcos son el motivo que aparece una y otra vez:
barcos con las velas hinchadas, barcos con remeros, con guerreros armados
de escudo y de lanza. También las escenas de lucha con hombres que
blanden hachas y espadas constituyen el tema principal de los altorrelieves
de Gotland. Pero en esas escenas se encuentran también muchas alusiones a
la pacífica vida cotidiana: utensilios, herramientas, adornos. Aparecen
caballos que caracolean. Una vez incluso surge una casa cortada como por
un plano vertical y en la que hay dos personas, sentadas frente a frente.
Incluso los ritos propios de los enterramientos han sido perpetuados en estas
imágenes de piedra.
Las piedras ilustradas proporcionan además una contribución
insoslayable sobre la mitología y el mundo legendario de los vikingos.
Thor, el dios del martillo, se muestra una y otra vez como el campeón de la
constelación germánica de los dioses. Ya las piedras de los tiempos más
antiguos muestran de vez en cuando a monstruos de aspecto de dragón que
recuerdan al Fafnir de las leyendas de los Nibelungos. Las grandes piedras
de los tiempos posteriores contienen «relatos completos expresados en
imágenes». Los dos famosos monumentos conmemorativos dobles de
Lärbro ilustran, por ejemplo, la historia de la hija de un rey vikingo, el
raptor de la cual muere en lucha contra el padre de aquélla, sediento de
venganza, pero luego penetra triunfalmente en el Walhalla. Éste es un
motivo que aparece de forma constante en las imágenes de los talleres de
Gotland.
Estas representaciones están completadas por muchos ornamentos y
símbolos sagrados cuya significación escapa desde luego al observador
actual. Del mismo modo surgen de vez en cuando tiras rúnicas como
explicación. Así ocurre en la obra artística más perfecta de los últimos
tiempos, la gran piedra de Hogrän, cuya cinta escrita por debajo despliega
una serie de nudos que impresiona mucho a los amigos de las complicadas
formas de los vikingos.
La piedra de Hogrän tiene, al igual que las de Lárbro, la forma de una
cerradura barbuda. En realidad, estas piedras de Gotland han sido
cerraduras que han abierto las puertas al mundo de los vikingos. Sobre todo
se han beneficiado de ellas los historiadores de la cultura.

El tapiz de Bayeux. Entre los intentos de los pueblos nórdicos por explicar y
representar plásticamente su mundo, figura también el tapiz de Bayeux,
obra que pertenece por igual al arte y a la propaganda política.
Las imágenes del tapiz de Bayeux bordadas con abigarradas hebras de
lana sobre una tela de setenta metros de longitud y cincuenta centímetros de
altura, describen la conquista de Inglaterra por los normandos en una
sucesión de escenas que desfila ante los ojos del espectador como una
especie de reportaje cinematográfico. Los tapices de esta clase no eran
insólitos en aquel tiempo. Destinados a un público que no sabía leer ni
escribir, tenían como misión conservar ópticamente los grandes
acontecimientos de la época y al mismo tiempo presentar una versión
oficiosa al mayor número posible de personas.
También este tapiz, tejido por encargo de Guillermo el Conquistador y
destinado al ornato de la nueva catedral de Bayeux consagrada en 1077, ha
sido durante siglos algo parecido a una autoridad pública, que (junto con los
relatos en prosa de los dos historiadores cortesanos Guillermo de Jumièges
y Guillermo de Poitiers) interpretaba dócilmente la invasión normanda de
Inglaterra. A pesar de eso, los historiadores han concedido un alto grado de
autenticidad al tapiz de Bayeux. Aunque indudablemente se trata de una
obra de encargo, la sucesión de escenas alcanza un nivel considerable; no se
hunde en la leyenda ni en una polémica contra el vencido Harold, a quien,
por el contrario, incluso se le conceden honores reales.
El precioso tejido contiene setenta y tres cuadros, algunos de los cuales
están adornados con bordes que contienen figuras de la leyenda y de la
fábula. Las escenas sueltas forman una secuencia destinada a exponer el
dramatismo del enfrentamiento entre el duque Guillermo y su «vasallo»
Harold. También la lacónica concisión y las palabras impresionantes de los
pies explicativos («Aquí el duque Guillermo manda construir barcos»;
«Aquí se celebra un banquete»; «Aquí el obispo Ode empuña una
cachiporra») permiten conjeturar el cordial entusiasmo con que los
desconocidos creadores de este tapiz aprovecharon el material histórico.
Pero también el historiador de la cultura aprovecha los datos que le
proporcionan estas imágenes que estilísticamente proceden de la escuela de
Canterbury, porque el tapiz muestra también en sus detalles una
extraordinaria familiaridad con el tema objeto de la exposición. Por
ejemplo, permite una ojeada instructiva sobre la vida cotidiana del ejército
normando de invasión. Así aparecen en el ilustre tapiz más de doscientos
guerreros portadores de armas: hombres con picas, lanzas, hachas, espadas
y cachiporras, con yelmos, escudos y armaduras, soldados a caballo y en
barco, en lucha y en descanso, forrajeando y comiendo.
El tapiz transmite también una visión ricamente coloreada de la
vestimenta de los personajes, desde el ondeante manto del rey hasta el
jubón germánico de los carpinteros y de los grumetes. Sólo es reducida la
contribución en cuanto a la moda femenina. Por desgracia, el sexo débil
sólo está representado tres veces en los cuadros militares, con rollizas
matronas envueltas en amplios vestidos que les velan las formas.
Pero esta carencia los científicos han podido suplirla con otro tapiz que
se ocupa del mundo de los vikingos: el tapiz Oseberg de Noruega. También
representa un espectáculo bélico cuyo significado aún se discute, también
abunda en aditamentos decorativos y es como un muestrario en el que
aparece incluso algún que otro broche de armas vikingas. El elemento
femenino no está representado con demasiada exigüidad. A pesar de que el
tapiz sólo tiene veinte centímetros de altura, constituye uno de los tesoros
más valiosos en que se ha eternizado el mundo vikingo.
La ciencia tiene finalmente que reconocer un valor documental a las
obras de los tallistas y de los autores de obras de arte decorativo, por
ejemplo, a las pequeñas figuras de plata de las valkirias que se cuentan
entre las grandes atracciones del Museo Nacional Sueco en Estocolmo:
valkirias a las que el desconocido creador, sin preocuparse de sus funciones
divinas, ha cubierto con los vestidos corrientes de las damas vikingas.
El tapiz de Oseberg procede de la famosa tumba-barco del mismo
nombre y ha sido restaurado tan inteligentemente que puede aspirar al
honor de contarse entre los documentos históricos. También las valkirias de
plata lograron conservarse, parte en tumbas, parte en tesoros escondidos.
Con ello tenemos la tercera fuente de información que nutre nuestros
conocimientos del mundo vikingo: la arqueología, cuyos resultados pueden
compararse con los datos escritos y plásticos, llegando incluso a superarlos
en muchos aspectos.

Monumentos del suelo y archivos subterráneos. Jürgen Eggers, en su


Introducción a la prehistoria, que cuenta entre las obras fundamentales de
la arqueología alemana, dice: «El hallazgo del suelo hoy ya no es
simplemente un auxiliar necesario para los tiempos de los que no se conoce
aún ninguna fuente escrita, sino que constituye más bien una fuente con
valor propio, un control necesario e indispensable para contrastar las
transmisiones literarias. Hay casos en que las fuentes literarias muestran su
superioridad; otras veces ocurre al revés. Pero, de cualquier modo, cuando
disponemos de ambas fuentes, las dos se combinan para obtener de sus
distintos puntos de vista un cuadro del mayor valor plástico. La tesis
arqueológica necesita una antítesis literaria, y, a la inversa, el historiador
necesita para su tesis literaria la antítesis arqueológica. Así se logrará la
auténtica síntesis.»
En este sentido, la investigación del suelo en plan internacional también
ha iluminado decisivamente la época de los vikingos. Las condiciones que
se ofrecían para ello eran extraordinariamente favorables. No sólo en su
patria, sino también en sus «colonias» y en los países que conquistaron,
saquearon e incendiaron, los pueblos nórdicos dejaron numerosas huellas en
sus asentamientos, sus tumbas y sus tesoros, por hablar sólo de los tres
grupos principales de la investigación arqueológica.
Los investigadores de los asentamientos han podido deducir
conclusiones, basadas en los restos de casas de labor, de la vida de los
campesinos vikingos. Rehacer el trazado de sus casas y de sus talleres, de
sus almacenes de provisiones y de sus establos. Atisbar los métodos de
cultivo, los de promoción del ganado, capacidad técnica e incluso los
secretos culinarios de las amas de casa nórdicas. Los restos de instalaciones
militares permiten conocer algo sobre la organización racional y la rígida
disciplina a que estuvieron sometidos los ejércitos vikingos por lo menos en
los últimos tiempos. Las instalaciones de los comerciantes con sus puertos,
fábricas y talleres industriales suministraron un cuadro casi completo de la
ordenación, los métodos y las listas de mercancías del comercio vikingo.
También las tumbas con su abundancia de objetos funerarios permiten
conocer adornos y armas, carrozas y trineos, mobiliario de casas y cabañas
e incluso barcos perfectamente conservados. La construcción y la
disposición de las tumbas muestran las ceremonias de culto y las
costumbres de enterramiento de la época de los vikingos. El cambio
paulatino de estas costumbres marca el paso hacia la cristianización.
Y luego los muchos tesoros que todavía no se han podido inventariar
del todo: hallazgos de monedas que nos dan una topografía de los centros y
rutas comerciales; que nos permiten situar los lugares de mayor bienestar y
que muestran así elocuentemente el influjo de las complicaciones bélicas. Y,
por último, los numerosos hallazgos de sitios dedicados a sacrificios
religiosos con que los hombres procuraban atraerse el favor y la
misericordia de los dioses.
Resultados todavía más reveladores los proporcionan las fuentes
arqueológicas cuando, como por ejemplo en la isla de Gotland, se
encuentran más monedas, más oro y más plata que en cualquier otro punto
de Europa; cuando entre los tesoros escondido se descubren riquezas de los
países del califato, de India y de China; cuando las colecciones de objetos
de adorno nos dejan conjeturar la evolución del arte vikingo hasta en sus
más finas desviaciones. La historia del arte y de la economía ha
aprovechado también estos archivos subterráneos para aumentar nuestros
conocimientos sobre la existencia del «hombre corriente», cosa de la que no
tendríamos apenas idea sin el trabajo de los arqueólogos.
En una palabra: ha aportado una inmensa cosecha, dispuesta para el
análisis cada vez más concienzudo, lo que se transformará en un cuadro
más perfecto de la época de los vikingos, como está ocurriendo en los
últimos decenios.
El grabado en blanco y negro de furiosos piratas y de implacables
asesinos hace mucho tiempo que ha sido desenmascarado como producto de
escritores mediocres. Junto al monstruo que blande el hacha y viola a
jovencitas, los campesinos, colonizadores y comerciantes nórdicos han
conquistado una posición irrebatible en el escenario de aquellos tiempos.
Este cambio ha sido posible gracias al trabajo conjunto de los
investigadores de varias naciones, que han aclarado hasta los detalles más
sutiles.
PEQUEÑA GUÍA TURÍSTICA

Itinerario por tierras vikingas

Schleswig: Una vez en esta ciudad, antigua residencia ducal situada a


orillas del Schlei, se nos ofrece la ocasión de visitar el museo de
Prehistoria y Arqueología del Estado de Schleswig-Holstein,
instalado en el palacio de Gottorf. Contiene éste una importante
colección prehistórica y la nave de Nydam, así como una sección
vikinga con numerosos hallazgos, mapas y maquetas del antiguo
centro comercial de Haithabu. Piedras rúnicas. Haithabu. Iglesia de
guijarro en Haddeby (alrededor de 1200) y baluarte. Muralla
semicircular que rodea una superficie de 24 hectáreas; altura: 6-8
metros; 4 aberturas. Varios cementerios (véase plano en el texto). Al
sur de la muralla: colina conteniendo sepulcro con restos de nave,
campo de colinas sepulcrales y muro anterior. Al oeste, muralla
conocida por Margarethenwall y colina sepulcral de Svensberg.
En los alrededores: piedra rúnica de Busdorf (junto a la Carretera
Vieja). Ochensenweg, camino militar prehistórico que avanza hacia el
Sur. Kograben, parte más antigua del sistema Danewerk, construido
en el año 808. Danewerk: sistema de fortificación, de diecisiete
kilómetros de longitud, que se extiende entre el Schlei y el Treene,
con su muralla de Waldemar (muro de ladrillo del siglo XII).
Tyraburg: meseta artificial que mide 40 × 55 metros (probablemente,
también del siglo XII). Continuación del viaje, si se va en coche, por
la autopista B 76 (E 3) hasta Flensburg. Paso de la frontera por
Kupfermühle. Seguidamente, carretera danesa 10 (E 3) en dirección a
Abenra. A unos 20 kilómetros después de Flensburg, poco antes de
Abénra, a la izquierda por delante del bosque, desviación hacia
Ny Hedeby: Campamento de exploradores según el modelo de Haithabu.
Unas cien bocas de mina, fortaleza circular, pequeño lago. Hornos de
fundición, caminos de madera. Arroyo con puente. Regreso a E 3. Por
Abenra y Haderslev a Kolding. De allí, por la carretera principal I a
Fredericia y por el puente sobre el Belt (1.200 m de largo) a Odense
(ciudad de Andersen). Nueve kilómetros más allá de Odense, enfilar
la carretera de Kerteminde para visitar el
barco de Ladby (indicador: Vikingerskibet). Túmulo sepulcral convertido
en museo. Contiene los restos de un barco vikingo de 22 m de largo.
Situado junto al fiordo de Kerteminde. Aparcamiento. De Kerteminde
a Nyborg, pasando por Avnslev, o bien mediante el transbordador de
Knudshoved. En transbordador (1 hora) a Halsskov, en las
inmediaciones de Korsr. Trece kilómetros más allá de Korsr, por la
carretera principal I (E 66), desviación hacia la fortaleza circular
vikinga de
Trelleborg, de finales del siglo X. Reconstrucción de una casa vikinga.
Indicación de los edificios situados dentro del campamento (cuarteles
para las tripulaciones de los barcos). Desde Trelleborg, por Slagelsee
y Ringstedt, hasta el
Museo Naval de Roskilde. Cinco barcos extraídos del fondo del fiordo de
Roskilde por arqueólogos daneses. Planos, dibujos, fotografías,
objetos descubiertos. Película sonora en color, de 20 minutos de
duración, sobre la recuperación de las naves. El museo alberga
también un taller: la restauración de los barcos de Skuldelev se
efectúa ante los ojos de los visitantes.
Desde Roskilde (motel), por la carretera principal I (2 moteles), a
32 km de distancia:
Copenhague. Colección danesa del Museo Nacional (entrada por el canal
de Frederiksholm). De especial interés: numerosas alhajas y objetos
de adorno con reproducción de animales, tesoros en oro y plata,
hacha procedente de Mammen, vaso de plata de Jelling. Numerosas
piedras rúnicas (p. ej., reproducción de la piedra de Jelling con la
gran imagen de un león). Interesante sección prehistórica (carro del
sol de Trundholm, instrumentos de viento de bronce, la nave de
Alsen. Caldero de plata de Gundestrup, objetos hallados en
pantanos).
De Copenhague, en dirección norte, por la autopista, a Helsingor,
a 46 km de distancia. Desde allí se cruza el Öre-Sund en
transbordador (25 minutos por la carretera E 4) a través de Ljungby,
Jönköping-Huskvarna, Motala, Askersund, Örebro y Västeräs (o
Linköping y Norrköping), por una región de gran riqueza histórica
(piedras rúnicas y muchas tumbas en forma de barco), hasta
Estocolmo. Museo Histórico (Statens Historika Museum) en el Narvaväg,
barrio de Östermalm. Secciones dedicadas a la Edad de Hierro y a los
vikingos, con gran número de piezas interesantes: piedras rúnicas,
piedras labradas, armas, herramientas de artesanos, alhajas, hallazgos
de Birka (¡jarros francos de cristal!), monedas, objetos de plata, el
buda de Helgö. Duración de la visita: 3-4 horas.
Desde Estocolmo, excursión (día entero) a Uppsala por la
carretera E 4 hacia el Norte, pasando junto al aeropuerto de Arlanda.
Piedras rúnicas de la catedral de Uppsala. Cerca de la catedral, el
museo de la Universidad, con antigüedades nórdicas y colecciones
históricas. Cinco kilómetros al norte, la Antigua Uppsala con túmulos
reales e iglesia románica (lugar del templo pagano). En la posada
«Odinsborg», despacho de aloja. En las proximidades, la colina del
«Thing». Partiendo de la Antigua Uppsala a través de Tensta y
Viksta, llegada a Vendel y su famosa necrópolis de los siglos VII-XI.
Regreso por Sigtuna. Museo con colección de antigüedades y ruinas
de las iglesias de St. Per, St. Olof y St. Lars (siglos XII-XIII).
Segunda excursión de un día (en barco) a la isla de Birka, 28 km
al oeste de Estocolmo. Fortaleza de la época vikinga, con cruz de
Ansgar y necrópolis.
Posible excursión a Gotland. A Visby, en avión, 45 minutos; en
barco (desde Nynäshamm), cinco horas. Museo de antigüedades en
Visby. Otras posibilidades de excursiones. Partiendo de Estocolmo, a
través de Västeräs, Örebro y Karlstad, a 560 km de distancia, se
encuentra.
Oslo: Museo Histórico (Frederiksgate 2) con la famosa colección de
antigüedades de la Universidad y sala de la época vikinga. Museo
Naval de la península de Bygdöy, con los barcos restaurados de
Oseberg, Gokstad y Tune. Colección de Oseberg: tallas (cabezas de
animales, carros y trineos ricamente decorados, sala textil, utensilios
de cocina, útiles de labranza y pertrechos navales). Objetos hallados
en Gokstad y Borre.
Desde Oslo, por Drammen, Sande y Holmestrand, hasta el Parque
Nacional de Borre con sus grandes túmulos funerarios y dos
importantes colecciones de piedras. La más extraordinaria necrópolis
de Noruega se halla en la parte occidental del fiordo de Oslo.
Probablemente fue el cementerio de los reyes de la dinastía Yngling.
Desde Oslo, por la autopista E 6, que pasa por Moss, Sarpsborg, la
estación fronteriza del Swinesund, Tanum (piedras rúnicas y grabados
prehistóricos en rocas) y Uddevalla, hasta Gotemburgo, situada a
327 km de distancia. Desde Gotemburgo, en transbordador (4 horas)
a Frederikshavn, en la punta nordeste de Jutlandia. De Frederikshavn,
por la carretera principal 10 (E 3), a la ciudad (62 Km de distancia)
de
Aalborg. Poco antes de Aalborg, en Norresundby, desviación hacia la
derecha (pasando por Forbindelgesvejen, Vikingvej y Hvorupsvej)
hasta Lindholm Höje, la mayor necrópolis de la época vikinga, con
unos setecientos sepulcros (en su mayoría, con barco). Mina en su
lugar primitivo. Campo de labranza con surcos de arado milenarios.
Desde Aalborg (Motel Scheelsminde, antigua granja jutlandesa),
por la E 3 hasta la localidad de Hobro, a 50 km de distancia. Desde
allí, excursión a la
fortificación circular de Fyrkat. Tres kilómetros al sudoeste de Hobro (hay
indicadores de camino), en pleno campo. Uno de los grandes
campamentos militares de la época de Canuto el Grande.
Regreso a Hobro. Desde allí, siguiendo por la E 3, por Randers,
hasta
Arhus: Segunda ciudad de Dinamarca (aprox. 200.000 hab.). En el centro
de la ciudad (cerca de la plaza de la Catedral), Museo Vikingo en el
sótano del «Handelsbank». En él hay parte de muralla, un camino
entablado (auténticamente in situ), una boca de mina y numerosas
fotos y dibujos. Vale la pena la visita al Museo Prehistórico de
Moesgard, 9 km al sur de Arhus (objetos aparecidos en terreno
pantanoso).
Dejando Arhus por la misma autopista E 3, camino de Vejle, se
sigue por la carretera 18 en dirección noroeste hasta
Jelling. Dos grandes túmulos. Iglesia en lugar de un templo pagano. Dos
piedras rúnicas, una de las cuales da fe de la cristianización de
Dinamarca por Haroldo Diente Azul.
Regreso a Vejle. Continuación por la E 3, pasando por Kolding y
Haderslev. Nuevamente, paso de la frontera por Flensburg.
El itinerario abarca de 4.000 a 4.500 kilómetros. Duración
mínima del viaje: 15-20 días. Para personas interesadas en la materia
se recomiendan las siguientes obras: Med arkaelogen Danmark rundt,
Politikens Forlag, Copenhague, 1963; Med arkeologen Sverige runt,
Forum, Estocolmo, 1965; Reiseforer til fortiden. Med arkeologen
rundt Oslo-fjorden, J. W. Capellens forlag, Oslo, 1966.
TABLA CRONOLÓGICA
793 Piratas nórdicos asaltan el monasterio insular de Lindisfame.
Comienzo de la época de Jos vikingos.
795 Primeros asaltos daneses contra Irlanda.
800 aprox. Descubrimiento de Irlanda.
Nacimiento de los centros comerciales de Skiringssal y Birka.
804 Primera mención conocida de Sliestorp, la predecesora de Haithabu.
808 Destrucción del centro comercial eslavo de Reric por el rey Göttrik de
Dinamarca y «traslado» de los comerciantes a Haithabu.
Ataques daneses contra Frisia.
810 Construcción del fuerte franco de Itzehoe para asegurar la frontera
danesa.
Asesinato del rey Göttrik de Dinamarca.
814-840 Reinado del emperador Ludovico Pío.
820 aprox. Los varegos en Rusia.
820 Asaltos de los vikingos en Flandes y en la desembocadura del Sena.
Comienzos del estado de los vikingos en Irlanda.
824 El rey Egberto de Wessex (802-839) somete a los restantes estados
locales ingleses.
826 Dieta en Ingelheim. Bautizo del rey de los daneses, Harald.
El monje de Corvey Ansgar (801-865) se convierte en «apóstol
del Norte».
826-829 Estancia de Ansgar en Dinamarca.
827 Expulsión del rey Harald de Dinamarca por Horich, hijo de Göttrik.
827-854 Horich, rey de Dinamarca.
830 aprox. Ansgar en Birka.
831 Ansgar, arzobispo de Hamburgo.
834 Primer saqueo de Dorestad, en el delta del Rin.
835 Vikingos en la desembocadura del Támesis.
839 Enviados del pueblo Rus con delegación bizantina en Ingelheim, junto
al Rin.
El noruego Turgeis, fundador de Dublín, en Irlanda.
843 Partición del imperio franco: Luis el Germánico recibe Franconia del
Este; Carlos el Calvo, Franconia del Oeste; Lotario I, el título de
emperador, así como Italia y el territorio entre el Ródano, el Rin y el
Escalda.
Noruegos de Vestfold saquean Nantes.
844 Campaña de los vikingos en España y Portugal.
Los irlandeses ahogan al caudillo noruego Turgeis en el lago Nair.
845 El danés Ragnar Lodbrok conquista París.
Destrucción de Hamburgo por los vikingos.
Bremen pasa a ser sede del arzobispado de Hamburgo.
851-870 El noruego Olav el Sabio, rey de Dublín.
857 De nuevo los vikingos en París.
859 Rurik, gran duque de Kiev.
859-862 Los vikingos en el Mediterráneo.
Toma de Luna.
860 Ataque de los Rus contra Bizancio.
861 París por tercera vez en manos de los vikingos.
862 Los varegos en Novgorod.
863 Destrucción de Xanten por los normandos.
864 Restauración del arzobispado Hamburgo-Bremen.
Inundación en Frisia.
Fin de Dorestad.
865 Campaña de los varegos contra Bizancio.
866 Ataque de los «hijos de Lodbrok» Ivar, Ubbe y Halvdan contra Anglia
del Este.
Conquista de York.
Primeros pagos daneses en dinero.
870 Reparto de Lorena entre Luis el Germánico y Carlos el Calvo.
El noruego Ivar asume el mando de su hermano Olav en Dublín.
871-901 Alfredo el Grande, rey de Inglaterra.
872 Victoria de Harald Cabellos Hermosos en el fiordo de Hafrs.
Unificación de Noruega.
874 Emigrantes noruegos empiezan la colonización de Islandia.
Comienzo de la colonización danesa noruega en el Danelag.
878 Alfredo el Grande derrota a los vikingos daneses en Edington y
reconquista Londres.
Nacimiento del «gran ejército».
Desembarco en la desembocadura del Escalda.
880 aprox. Biografía de Ansgar por Rimbert.
880 Victoria de los vikingos sobre el duque de Sajonia Brun.
881 Los vikingos en el Rin y en Lorena.
Destrucción del Palatinado de Aquisgrán.
Asaltos contra Colonia, Bonn, Mainz, Worms y Metz.
Victoria de Luis de la Franconia del Oeste sobre los vikingos en
Saucort, junto al Somme.
881-888 Reinado del emperador Carlos el Gordo.
Nueva unificación del reino de los francos.
882 Carlos el Gordo cerca a los vikingos en Elsloo del Maas, pero les
concede libre retirada, tributos y condados en Frisia.
885 Comienzo del asedio de París.
Carlos el Gordo compra la libertad de París.
Pignoración de Borgoña.
886 Londres reconquistado por Alfredo el Grande.
Trazado de fronteras entre los territorios de Alfredo y los del rey
vikingo Guthrum.
887-899 Reinado del rey Arnulfo de Carintia.
888 Odón, rey de Franconia.
890 Informe de Alfredo el Grande sobre sus conversaciones con Wulfstan
y Ottar de Halogaland.
891 Victoria de Arnulfo sobre un ejército vikingo en Lovaina.
892 Final del «gran ejército» por epidemias y hambre.
Restos del «gran ejército» van a Inglaterra.
De nuevo duras luchas de Alfredo el Grande con los vikingos.
896 La royal navy combate contra barcos vikingos ante la isla de Wight.
900 aprox. Arte de los bardos en la corte noruega.
Comienzo del dominio sueco en Dinamarca del Sur y en
Haithabu.
901 Reconquista de Dublín por los irlandeses.
911 El vikingo Rollón pasa a ser (como Roberto I) duque de Normandía,
se casa con Gisela, hija de Carlos el Simple, y consiente en bautizarse
un año después.
Tratado comercial Kiev-Bizancio.
912-950 Reinado del emperador Constantino VII Porfirogenetos.
916 en adelante Dinastía noruega de Ivar en Irlanda.
920 aprox. Estancia del árabe Ibn Fadlan en Bolgar.
920 en adelante Reconquista del territorio Danelag por los ingleses.
Final de la inmigración noruega en Islandia.
Fundación del Allthing.
Primer legislador Ulfjot.
934 Conquista de Haithabu por el rey Enrique I.
El rey Knuba se deja bautizar.
936 Final del dominio sueco en Haithabu. Jelling pasa a ser sede real en
Jutlandia.
El arzobispo Unni de Hamburgo-Bremen muere en Birka.
940 aprox. Gorm el Viejo y la reina Tyra en Jelling.
940-945 Erik Hacha de Sangre, rey de Noruega.
941 Bizancio rechaza un ataque de la flota ruso-varega.
944 Tratado de paz Kiev-Bizancio.
945-960 Haakon el Bueno, rey de Noruega.
950 aprox. Egil Skallagrimsson, el más importante bardo de Islandia.
Muerte de Gorm el Viejo.
Visita del comerciante árabe At-Tartuschi de Córdoba a Haithabu.
960 aprox. Harald Dientes Azules se hace bautizar y «convierte a los
daneses en cristianos».
960-970 Harald Manto Gris, rey de Noruega.
970-995 Dominio del jarl Haakon en Noruega.
974 Ataque de Otón II contra Haithabu y Dinamarca.
980 aprox. Batalla de Fyris-Wällen, junto a Upsala.
Victoria de Eric Segersäll.
Poco después, fundación de Sigtuna.
Comienzo de las nuevas campañas de los vikingos contra
Inglaterra.
Después de la unificación de los dos kanatos de Novgorod y Kiev,
ésta se convierte en la capital del imperio ruso.
980-1015 Vladimiro I, príncipe de Kiev.
981 El clérigo sajón Fredrik, en Islandia.
982 Erik el Rojo declarado fuera de la ley en Islandia.
985-86 Empresa de colonización de Groenlandia por Erik.
986 Muerte del rey danés Harald Dientes Azules en el destierro en Jumne-
Wollin.
Viaje sin rumbo de Björn Herjulfsson entre Groenlandia y
Labrador.
986-1014 Sven Barba de Tenedor, rey de Dinamarca.
987 Bautizo de Vladimiro I de Kiev.
994 Bautizo del rey sueco Olaf.
Cien barcos largos de Sven Barba de Tenedor y de Olav
Tryggvason delante de Londres.
Olav Tryggvason se hace cristiano.
995-1000 Olav Tryggvason, rey de Noruega.
977 El misionero alemán Tangbrando, en Islandia.
Siglo X (final) Construcción de los campamentos militares de Trelleborg,
Fyrkat y Nonnebakken.
1000 aprox. Viaje de Leif Eriksson a Vinland.
1000 Batalla naval de Svolder.
Muerte de Olav Tryggvason.
Noruega se hace danesa.
Introducción del cristianismo en Islandia y Groenlandia.
1000-1016 Erik Jarl y Sven Jarl, reyes de Noruega.
1002 El 13 de noviembre, matanza en masa de los daneses en Inglaterra.
1003-4 Campaña de represalia del rey danés Sven Barba de Tenedor
contra Inglaterra.
1013 Sven Barba de Tenedor, rey de Inglaterra.
1014 Final del dominio vikingo en Irlanda.
1014-1018 Harald, rey de Dinamarca.
1016-1030 Olav el Santo, rey de Noruega.
Cristianización de Noruega y decadencia de los pequeños reyes.
1016-1035 Canuto el Grande, rey de Dinamarca.
Gran imperio danés del mar del Norte.
1020 Normandos en la Italia inferior.
1030 Batalla de Siklestad.
Muerte de Olav el Santo.
1035-1042 Canuto Harth, rey de Dinamarca.
1035-1087 Guillermo I, duque de Normandía, desde 1066 también rey de
Inglaterra.
1035-1047 Magnus el Bueno de Noruega, desde 1042 también rey de
Dinamarca.
1043 Primera mención de Copenhague.
Los normandos derrotan a los árabes en Apulia.
1043-1066 Eduardo el Confesor, rey de Inglaterra.
1047-1066 Harald Haarderaade, rey de Noruega.
1048 Fundación de Oslo por el rey Harald.
1047-1076 Sven Estridsson, rey de Dinamarca.
1050 Asalto de Harald Haarderaade contra Haithabu.
1060 Roberto Giscard, duque de Apulia.
1061-1091 Los normandos conquistan Sicilia.
1066 Victoria del rey Harold de Inglaterra sobre el noruego Harald
Haarderaade en Stamford Bridge.
Desembarco de un ejército normando en Inglaterra.
Batalla de Hastings.
Saqueo de Haithabu por los vendos.
1066-1093 Olav el Pacífico, de Noruega.
1072 Los normandos conquistan Palermo.
1075 aprox. Historia de la Iglesia por el maestro Adam.
1076-1080 Harald Hein, rey de Dinamarca.
1080-1086 Canuto el Santo, rey de Dinamarca.
1085 Último intento de reconquistar Inglaterra para Dinamarca.
1086 Destrucción del Aggersborg.
1086-1095 Olaf Hunger, rey de Dinamarca.
1110 aprox. Nacimiento de la Crónica de Néstor en el monasterio de Kiev.
Bajo la dirección de Saemundo el Sabio (1056-1133) se empieza
a escribir la historia de Islandia.
1116 Segunda edición de la Crónica de Néstor.
1135 Ataque de los eslavos contra Kungahälla.
1200 aprox. Libro de la toma de la tierra de Islandia y la Historia de los
daneses de Saxo Grammaticus.
FUENTES DE LAS ILUSTRACIONES
Fotos:

1, 2, 3, 4, 5: Verein zur Förderung des Schieswig-Holsteinischen


Landesmuseums für Vor- und Frühgeschichte, asociación inscrita en
el registro de sociedades, Schleswig.
6, 7, 8, 13, 14: Nationalmuseet, Copenhague.
9: Rudolf Pörtner.
10, 11, 12: Skibhistorisk Laboratorium, Vikingeskibshallen
Roskide/Dinamarca.
15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22, 23, 24, 26, 27: Antikvarisk-Topografiska
Arkivet (ATA), Estocolmo.
25: Historiska Museet, Estocolmo (foto: Sören Hallgren).
28, 29, 30, 31, 32, 33: Universitetets Oldsaksamling, Oslo.
34: Staatsbibliothek, Berlín.

Dibujos:

Página 34, 61, 64, 215, 249, 308, 333: DIE WIKINGER, editorial Burkard
Ernst Heyer, Essen, por amistosa autorización de la editorial Tre
Tryckare, Cagner & Cia., Göteborg.
Página 190: Klindt-Jensen, WELT DER WIKINGER, editorial Umschau,
Francfort.
Página 330, 346: Oxenstierna, DIE WIKINGER, W. Kohlhammer
editorial, Stuttgart.
RUDOLF PÖRTNER nacido en 1912. es uno de los historiadores más
brillantes de su generación, formado en las universidades de Marburgo,
Berlín y Leipzig. El autor logra cuajar una obra de historia viva de la
cultura y de la civilización de un pueblo que, desde el Volga a Terranova y
desde el cabo Norte hasta el África septentrional, ha dejado una profunda
impronta en la aventura de la humanidad.

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