La Saga de Los Vikingos
La Saga de Los Vikingos
La Saga de Los Vikingos
A
esta y otras cuestiones de la historia de este pueblo europeo
consagró Pörtner varios años de su vida. El resultado es un libro de
excepcional interés, escrito con un escrupuloso rigor histórico, como
refleja el capítulo final, dedicado a las fuentes, reconocidas y
solventes, utilizadas por el autor. El célebre historiador alemán, que
logra convertir la información en un apasionante ejercicio de lectura,
relata con ágil pulso periodístico tres siglos de civilización vikinga;
un panorama histórico que permite al lector responder por sí mismo
a la vieja pregunta: ¿héroes o monstruos?
Rudolf Pörtner
RUDOLF PÖRTNER
PRIMERA PARTE — LOS ORÍGENES
CAPÍTULO PRIMERO
EL ASALTO A LINDISFARNE
Todas estas acciones eran parecidas entre sí como un barco vikingo a otro.
Las naves con mascarones en forma de dragón surgían inesperadamente y,
antes de que fuera posible organizar la defensa, sus adiestradas
tripulaciones saltaban a tierra, mataban a todos cuantos se les ponían al
paso, violaban y arrastraban a muchachas y a mujeres jóvenes, y llenaban
de botín las bodegas del barco. Luego se hacían otra vez a la mar. A las
pocas horas del asalto habían desaparecido de la vista de los supervivientes.
No había ningún medio para prevenir u oponerse a este tipo de piratería,
contra estos actos de terror y de codicia (que sólo algunos historiadores
nórdicos han calificado de «operaciones de avituallamiento»). La impotente
cólera de los que escapaban con vida no causaba mella alguna a los
temerarios bandidos. Las devastaciones que tras de sí dejaban se ahogaban
en el indiferente oleaje del océano, en el que se perdían rápidamente los
rubios guerreros llegados del lejano Norte.
¿Quiénes eran estos rubios guerreros del Norte, estos vikingos que, allá
por el 800, empezaron a inquietar a los pueblos y comarcas de Europa y que
durante dos siglos y medio habían de amenazar de un modo constante las
costas del continente? ¿Dónde vivían? ¿Qué les empujaba al mundo?
Vikingos, normandos, hombres del fresno. La etimología de la palabra
«vikingo» aún no ha encontrado una explicación satisfactoria. Por el
contrario, cada vez resulta más enigmática. Se ha pretendido derivarla de la
palabra anglosajona wic, nacida, como la franca wik, de la latina vicus, en el
sentido de «lugar de mercado o de comercio». Vikingo significaría, por
tanto, comerciante y tratante o, expresado algo sumariamente, «gente de
asentamiento»: una opinión que defiende con energía, ante todo, el filólogo
noruego Sophus Bugge, el editor del Edda. Análogamente el sueco Elis
Wadstein, partiendo también del latín vicus, identificó a los vikingos como
«habitantes de ciudades». Señaló que coincidía con esta hipótesis sliaswic,
el viejo nombre de Schleswig, la ciudad junto al Schlei, en la que incluso
creyó reconocer el lugar de nacimiento de la palabra vikingo (según
Wadstein también: sliaswicinger).
Pero las interpretaciones de Bugge y Wadstein, por convincentes que
parezcan a primera vista, han hallado poca aceptación. Tampoco el intento
de hablar de los vikingos meramente como hijos de la comarca noruega de
Vik ha resistido las objeciones de la crítica; igual ocurre con la conjetura de
más amplios vuelos que hace derivar la palabra «vikingo» del verbo vige (=
weichen = retirarse), según la cual habría que entender por vikingo un
pirata que «se retira con su botín». Finalmente, tampoco han tenido mejor
éxito los esfuerzos por buscar una relación entre vikingo y wikan (= foca),
aunque, por lo general, los vikingos fueran apasionados cazadores de focas.
Si aún no se ha conseguido formular una explicación satisfactoria, la
culpa no es en último término de que en los idiomas nórdicos existan tantas
palabras de idéntico sonido. Como vik también significa bahía, muchos
investigadores han considerado que un vikingo es un pirata «que tiene su
campamento en bahías». Igualmente se cita la palabra vig (= lucha)
aludiendo al insólito afán guerrero de los vikingos, despreciadores de todos
los peligros de este mundo. Por último, el filólogo Fritz Askeberg ha
señalado el masculino viking, designación de un luchador marino «que se
aleja de la patria en largos viajes», indudablemente una de las pasiones
dominantes de los vikingos. Pero también el femenino viking alude a esta
típica cualidad de los vikingos (el sentido puede traducirse por
«desviación», «excursión» o «alejamiento»), pues alude a conceptos en los
que, según Brondsted, «radica el significado esencial de la palabra vikingo
con la que se enlaza siempre un largo viaje por mar y una prolongada
ausencia de la patria».
Además, a los piratas de las regiones escandinavas, duchos en vientos y
condiciones meteorológicas, no sólo se les conocía con el nombre de
vikingos. Entre los francos se empleaba la palabra normanni, esto es,
hombre del Norte. Adam de Bremen, el historiador de la misión nórdica, los
llama ascomanni, hombres del fresno, porque de preferencia utilizaban
madera de fresno para la construcción de sus barcos. Para los irlandeses
eran los lochlannach, que significa asimismo «gente del Norte». Los
eslavos los llamaban rus, según la palabra aprendida de los suecos ruotsi,
que quiere decir «muchachos remeros». Y los árabes, desde luego más
civilizados, pero en modo alguno mejores que los vikingos, los tildaban de
madjus, o sea de bárbaros paganos.
Una rica selección de nombres, sin duda; nombres que se refieren a dos
hechos comprobados: a que los vikingos eran lo más opuesto a gente de
naturaleza pacífica y a que procedían del norte de Europa: de Dinamarca,
Suecia y Noruega; su patria era la gigantesca península escandinava de
escarpadas montañas, profundos fiordos y recortadísimas costas, el gran
arco de tierra entre el Báltico y el Atlántico.
CAPÍTULO SEGUNDO
David con la honda. / Sentimiento del final de los tiempos entre el Ródano y
los Pirineos. / «… se multiplicaba el número de barcos.» / El Rin en llamas.
/ El asedio de París y la batalla del Dyle. / El duque Rollón consiente en
bautizarse. / Las mujeres de Francia conquistan a los conquistadores.
EL ZARPAZO A EUROPA
El noruego Turgeis funda Dublín. También las yermas y casi desiertas islas
de los archipiélagos situados en el Atlántico Norte y en el mar de Irlanda se
encontraban desde tiempo inmemorial en manos de los vikingos; primero,
saqueadas; después, pobladas y, por último, colonizadas; asimismo grandes
extensiones de Escocia e Irlanda.
Al principio, quizá ya «antes de Lindisfame», las veintitrés islas
Shetland, junto a la costa norte escocesa, formaban un archipiélago, como
opina Oxenstierna, «de amistosas y verdes islas en medio de la Corriente
del Golfo, con abundantes pastos, puertos protegidos y buenos lugares de
descanso» que ofrecían a ganaderos y pescadores una escasa pero suficiente
alimentación. También en el aspecto militar, como base de partida y plaza
de cambio para nuevas conquistas y campañas de saqueo, las islas Shetland
resultaban interesantes. Ya entonces los noruegos dominaban
magistralmente la técnica del «salto de islas» (que durante la segunda
guerra mundial practicaron nuevamente en el Pacífico americanos y
japoneses con los medios que les confería el armamento moderno), y las
Shetland debieron representar un papel importante como base trampolín y
de distribución.
Hacia el Norte, el impulso vikingo de botín, de conquista y de
descubrimiento llegó hasta las Feroe, esas islas que se alzan a pico en
medio de un mar encrespado entre Escocia e Islandia; islas sin árboles ni
arbustos que hasta entonces sólo habían servido como lugares de expiación
a anacoretas irlandeses y escoceses. Es comprensible que los míseros
eremitas, «tras la llegada de los piratas nórdicos», apenas entrevista una
oportunidad de servir a Dios en aquella soledad azotada por las tormentas,
los que se habían librado de ser asesinados, regresaran a los claustros de
donde procedían en tierra firme inglesa. Los vikingos se quedaron también
allí y pronto echaron raíces; animaban su existencia espartana con un poco
de cambio, ya que, según describe el historiador islandés Snorri Sturluson,
en los meses de verano se dirigían a Noruega para asaltar y saquear sus
comunidades nativas.
La ocupación de las Feroe fue sólo un salto de costado. Visto desde las
Shetland, el «salto de las islas» de las flotas piratas noruegas se realizó, ante
todo, en dirección sur. Sucesivamente conquistaron y colonizaron las
Órcadas, las Hébridas y las islas situadas ante la costa occidental de
Escocia. También en las costas escocesas se establecieron emigrantes del
Norte. Esto explica el porqué precisamente el cabo noroeste de Escocia se
llama Sutherland y también Südland. A continuación, la isla de Man, en el
mar de Irlanda, pasó a ser colonia noruega y se convirtió en asentamiento
comercial, estación de aprovisionamiento y base de partida de piratas
vikingos.
Por último, Irlanda misma: la isla de los extravagantes, de los
hilanderos, de los fantasiosos geniales, un tropel de individualistas, el
último fuerte bastión de los celtas en Europa; dominada por numerosos
jefecillos de tribu que cuidaban sus no menos innumerables y pequeñas
hostilidades con apasionamiento de jardineros; patria de ricos monasterios
cuyos monjes habían llevado el arte irlandés y el modo específico de su
fervor de creyentes irlandeses al suelo de Europa… Y, de otra parte, los
robustos depredadores del Norte, ansiosos de botín, que ejecutaban su
sangrienta tarea no sólo con crueldad de lobos, sino también con asombrosa
disciplina y gran amor a la organización. No es de extrañar que
precisamente los irlandeses pagasen un tributo de sangre extremadamente
alto a los barcos dragones de los piratas y que el furor de las fechorías de
los vikingos originara cascadas de tinta, elocuentes y ricas en imágenes,
hinchadas de furor homérico.
«Convirtieron la isla en un país de pillaje, de dominio de la espada y de
la conquista, desde un extremo a otro», se lamenta un cronista anónimo.
«Saquearon sus principales sitios, sus venerables iglesias y santuarios,
destruyeron sus cofrecillos de joyas, sus relicarios y sus libros, pisotearon
sus templos suntuosamente adornados. Porque este pueblo furioso, salvaje,
pagano, implacable y cruel, no sentía respeto, veneración ni gracia alguna
hacia los lugares sagrados; no se detenía ante las iglesias o los sagrarios y
no temía a Dios ni a los hombres. En una palabra, seria más fácil contar las
arenas del mar, la hierba de los campos o las estrellas del cielo que referir lo
que los irlandeses todos, hombre o mujer, joven o doncella, lego o clérigo,
libre o siervo han tenido que sufrir de ellos en ignominia, violencia y
opresión.»
Los hechos confirmaban escuetamente esta apasionada filípica. Ya
alrededor del 830, los noruegos dominaban las costas de la «isla verde», y
en la parte sur, también el interior del país. En el año 839 apareció el rey del
mar, Turgeis, con una poderosa flota, en las playas del norte de Irlanda; se
llamó a sí mismo «rey sobre todos los extranjeros de Erín», fundó Dublín,
destruyó numerosos santuarios y se presentó como sacerdote pagano en
ermitas cristianas. Provocación a la que los irlandeses, heridos en sus
sentimientos más profundos, reaccionaron de forma tal, que cuando en 844
atraparon al malhechor, lo ahogaron como a un gato sarnoso en el lago de
Nair.
A mediados del siglo encontraron una inesperada ayuda, y por cierto de
agrupaciones danesas que se habían establecido en la parte sur de la isla.
Irlandeses y daneses se aliaron e hicieron retroceder a los noruegos hacia el
Norte. En esa lucha, ambos bandos emplearon una vez más los medios más
extremos de brutalidad y perfidia para aniquilarse mutuamente. La peor
parte correspondió de nuevo a la población irlandesa. «Aunque hubiera
sobre el mismo cuello centenares de endurecidas cabezas de hierro, provista
cada una de centenares de afiladas y nuevas lenguas de bronce y aunque
cada una de ellas hablara sin interrupción con centenares de voces altas e
irreprimibles, no lograrían contar lo que el pueblo de Irlanda, los hombres y
las mujeres, los legos y los sacerdotes, los jóvenes y los ancianos han tenido
que soportar de sufrimiento a manos de ese pueblo pagano, pendenciero y
salvaje.» Así dice otro significativo texto de la Crónica irlandesa (que
muestra patentemente las características del lenguaje retorcido y barroco,
pero insólitamente impresionante, de los cronistas irlandeses).
Por lo demás, los noruegos volvieron pronto. Un caudillo, llamado Olav
el Sabio (¿era duque o rey?), reconquistó Dublín y expulsó a los daneses de
la isla. Poco después los noruegos se combatían entre sí; para colmo,
también intervino en la lucha el rey Halvdan de Inglaterra del Norte: un
caos indescifrable, una guerra de todos contra todos.
Sólo alrededor del 900, la isla, totalmente desangrada, encontró un
pasajero descanso. Veinte años más tarde, los noruegos tenían de nuevo a
Irlanda entre sus zarpas. A partir de entonces, y durante casi todo el siglo X
la «isla de los doctores y los santos» fue una colonia de los vikingos que,
sobre todo, bajo los tres reyes de la dinastía de Ivar: Sigtrygg, Gudrod y
Olav Kwaran, quedó a merced de los conquistadores hasta el último rincón.
Respecto a esto aparece otra larga anotación muy significativa en la
Crónica irlandesa: «En cada distrito se encontraba un rey noruego; en cada
clan, un caudillo; en cada aldea, un gobernador; en cada casa, un guerrero.»
Se destruyó una cultura vieja de siglos; toda la población irlandesa
retrocedió a una existencia primitiva, en la que «ni el bardo, ni el filósofo,
ni el músico pudieron seguir ejerciendo sus acostumbradas actividades»,
porque lo único que importaba era la supervivencia.
Sólo alrededor del año 1000 los irlandeses encontraron en su rey
máximo Brian al jefe que despertó una vez más la fiereza y la tenacidad
felina de los campesinos de la isla, y de tal forma combatió los
acuartelamientos enemigos, que al cabo de quince años de guerra, incluso
«lindas doncellas ataviadas con ricos adornos» podían viajar sin molestias
por todo el país.
En tanto que Irlanda se alegraba con la reconquistada libertad, Inglaterra
pasaba a ser de nuevo colonia danesa.
907 Por segunda vez aparecen los varegos ante el palacio del emperador
griego, montan sus barcos (según la dramática, pero poco verosímil,
exposición de la Crónica de Néstor) sobre ruedas, izan las velas y,
con viento favorable, se dirigen hacia la ciudad no amurallada. Ante
el peligro que se les viene encima los bizantinos conciertan a toda
prisa un tratado de amistad.
913/14 Los varegos, con quinientos barcos, cruzan el mar Negro por el
estrecho istmo Volga-Don (a la altura del actual Stalingrado) hasta
introducirse en el mar Caspio y desde allí en el Irak y en Azerbaijan.
941 El hijo de Rurik, Ingwar (en ruso, Igor), al mando de una poderosa
flota se planta ante Bizancio, pero sin éxito, ya que sus barcos son
incendiados con ayuda del «fuego griego» (especie de «cóctel
Molotov» hecho de petróleo, pez y azufre que se disparaba con
flechas, lanzas y cañas revestidas de cobre).
944 Con un gran ejército de jinetes se dirige a Miklagard (Bizancio) y, lo
mismo que su antepasado Helgi, logra un lucrativo tratado comercial
que concede a los comerciantes varegos sustanciosos privilegios (el
texto del convenio recogido en la Crónica de Néstor es también
interesante desde el punto de vista de la historia del lenguaje, ya que,
precisamente como el documento de 907, por el bando ruso contiene
apellidos casi exclusivamente de origen nórdico).
Pero alrededor del 970 cambia la situación. Los guerreros nórdicos, que
hasta entonces sólo habían aparecido como enemigos ante las murallas e
instalaciones portuarias de la dorada Bizancio, entran en número cada vez
mayor al servicio seguro y bien pagado de los emperadores griegos. Como
guardia personal de los soberanos bizantinos, los varegos (palabra que
significa los roncos y también los confederados, ciudadanos guardianes,
hombres del séquito) asumen funciones importantes y llenas de
responsabilidad en la corte de los Césares romanos de Oriente. De la
guardia personal del emperador, considerada por los griegos como una tropa
de «muchachos largos», salió el núcleo del ejército bizantino. La
batalladora legión extranjera defendió valerosamente al imperio griego en
numerosos combates, preferentemente contra árabes y búlgaros. Su
comandante era al mismo tiempo ayudante general del emperador y, en su
ausencia, disponía de las llaves de las puertas de la ciudad.
Antes ya se mencionó a uno de estos comandantes: aquel Harald
Haarderaade, el recaudador imperial de impuestos en el distrito de Kiev,
jefe de la «guardia sueca» en la corte de Bizancio y general del emperador
romano de Oriente, cargos que ocupó antes de morir como rey de Noruega
en la lucha contra Inglaterra. En el libro de imágenes de la época heroica
nórdica se considera a Harald el Duro como uno de los grandes héroes en
quien se encamó mejor la colosal vitalidad de los pueblos escandinavos: su
capacidad militar y su osadía, su instinto de lobo y su disposición a
arriesgar la vida en cualquier momento y por un vil salario. Talentos de
dudoso valor, pero cualidades susceptibles de tener sujeta y aterrorizada a
toda Europa.
Cuando, medio siglo más tarde, los normandos de Roberto Guiscard y
los varegos del emperador de Bizancio chocan en los combates de Durazzo,
debió parecer como si efectivamente estuviesen por doquier entre el Volga y
el Atlántico.
Por esta época hacía ya tiempo que se habían internado en el Atlántico
en busca del hemisferio occidental, hada América.
CAPÍTULO CUARTO
VIAJE A VINLAND
De hecho no era ningún paraíso, pero bastaba para vivir, y por eso, año tras
año, nuevos inmigrantes se fueron estableciendo en las recortadas costas, no
sólo procedentes de Noruega, sino también de las islas Británicas, de
Escocia y de Irlanda, lo cual representaba una aportación de sangre celta
que le convenía mucho al estado nórdico que estaba naciendo en la isla.
Por lo demás, Islandia no estaba tan despoblada como sus descubridores
vikingos habían supuesto. También aquí, casi a ochocientos kilómetros al
norte de Escocia, se habían establecido anacoretas iroceltas dispuestos a
servir a Dios mediante la pobreza, la soledad y la ascesis voluntariamente
elegidas. Simples y fervorosos anacoretas que, como refiere el monje
irlandés Dicuil, llamado el Geómetra, se asombraban en gran manera de que
durante los meses de verano, incluso en plena noche, podían buscar piojos
en sus camisas «como en lo más claro del día».
Pero estos anacoretas no permanecieron mucho tiempo en la isla
después de la llegada de los primeros inmigrantes. Como para ellos suponía
un horror convivir con paganos, abandonaron sus míseras ermitas,
montaron en sus diminutos botes de remo tejidos con sauce y forrados con
pieles de animales y regresaron a su patria. Pero abandonaron, además de
campanas, báculos y otros objetos religiosos, numerosos libros, cuyas
extrañas y fantásticas ilustraciones fueron de gran efecto.
La oleada de inmigrantes iniciada alrededor de 874 alcanzó su pleamar
alrededor de 930, fecha en que la isla ya había admitido a unas treinta mil
personas. Vivían según los usos y costumbres de sus padres, y formaban
una comunidad campesina que estaba orgullosa de su libertad, aunque en
realidad se hallaba dirigida y sojuzgada por algunas grandes familias. Esta
forma de vida no cambió apenas cuando, hacia 930, se procedió a la
fundación formal de un estado. El órgano supremo de esta «por aquel
entonces única república totalmente libre del mundo» era el Allthing, que
todos los años se reunía en verano en las llanuras de lava de Thingvellir,
tomaba decisiones de obligado cumplimiento (por ejemplo, en el año 1000
la de cristianizar la isla), promulgaba nuevas leyes y creaba derecho
conforme a las viejas leyes nativas, que, sin embargo, no se compilaron por
escrito hasta 1148.
Pero carecían de un poder ejecutivo que representase esa existencia
estatal, fallo que de modo indirecto llevó a la colonización de Groenlandia.
Thorfin Karlsefni, que no sólo era, como opina Paul Hermann, «un pionero
colonial de gran importancia», sino también un comerciante práctico, hizo
balance después de aquel combate y llegó a la conclusión «de que
ciertamente las condiciones de vida en este país son buenas, pero que
siempre habría hostilidad y lucha con los hombres que antes habían vivido
aquí». Levantó el asentamiento y regresó al Fiordo del Río, «porque allí
había suficiente de todo lo que necesitaban».
Después del tercer invierno surgieron nuevos problemas. Los hombres
se peleaban por causa de las mujeres. «Los solteros invadían él terreno de
los casados y surgieron así muchas disputas y disturbios.» El ansia de
descubrimientos que hasta entonces les había dado fuerzas para
sobreponerse a todas las decepciones, engendró una irritabilidad explosiva.
Aquello fue la señal. Thorfin Karsefni decidió interrumpir la empresa y
poner velas de nuevo hada Groenlandia.
El regreso no tuvo mejor fortuna. El barco de Bjarni se desvió de la ruta
y erró durante varias semanas hasta arribar a costas irlandesas. El
comerciante Thorfin Karlsefni llegó sano y salvo, aunque con las manos
vacías, a la ensenada de Brattahlid. Como botín sólo traía dos jóvenes
skraelinger que al final sus hombres habían conseguido apresar en la costa
de Markland.
Posteriormente adquirió terrenos en Islandia, donde residió «mientras
vivió» en la finca Glaumbö juntamente con su mujer Gudrid y su hijo
Snorri, que había venido al mundo en Vinland.
Aún engendró muchos hijos más y se le llegó a considerar un hombre
«al que el destino bendijo en sus descendientes». Karlsefni, así termina la
Saga de Groenlandia, «ha explicado con mucha exactitud los
acontecimientos que todos los hombres han de sufrir en los viajes, de los
que se han descrito aquí algunos».
CAPÍTULO QUINTO
La muerte del cantor Thormod. Se impone hacer una salvedad. Cierto que
estaba permitido matar a un hombre, pero el código de honor vikingo exigía
que para hacerlo, al menos entre iguales, se respetasen ciertas reglas, y las
dos partes arriesgasen la cabeza y el cuello. Matar por la espalda o
amparado en la oscuridad se consideraba despreciable y se juzgaba en
consecuencia; en los casos graves incluso se penaba con el destierro. El
robo también había que hacerlo a cara descubierta: el botín era algo
completamente distinto de un hurto vulgar y despreciable.
La saga de Egill ilustra esta actitud con una historia muy gráfica. Su
héroe cae prisionero de un campesino. Pero consigue liberarse e incluso
apropiarse de las piezas de plata de su aprensor. De pronto, cae en la cuenta
de que se portará como un cobarde ladrón si se lleva la plata a escondidas.
La consecuencia inmediata es que vuelve a entrar en casa del campesino,
los despierta a él y a sus familiares y a medida que lo hace los va matando
uno a uno. Tranquilo ya, regresa a su casa, convencido de que se ha ganado
la plata honradamente, esto es, jugándose la vida.
Por tanto, una descarnada moral llena de violencia y cuyo corolario
lógico era que nada había tan despreciable como la «muerte en la paja»,
porque un verdadero vikingo tenía que morir en el combate y no «como una
vaca en el establo», sobre la paja de su yacija.
No obstante, la moral vikinga exigía no sólo estar dispuesto para morir
en cualquier momento durante el combate, sino también la capacidad
máxima de dominio de sí mismo. En el catálogo de los ideales vikingos
ocupa un lugar preponderante, junto al desprecio perpetuo a la muerte, una
indiferencia estoica. Este espantoso código de costumbres exigía, incluso de
un condenado a muerte, que estuviese sereno y despreocupado hasta el
último momento; según una nota marginal de Adam de Bremen, el
condenado iba «al lugar de la ejecución tan contento como a una fiesta».
El culto al dominio de la voluntad, que Lessing comparó con una «llama
clara y devoradora», ha encontrado igualmente en las sagas «una
glorificación espontánea y áspera». El reproche de que uno ha llorado o «ha
tenido un temblor de llanto en la garganta» resulta intolerable. Hay que
burlarse de las quejas de los heridos, y las sagas describen con vivos colores
como a los valientes no se les nota si el hierro de una lanza se les ha
clavado bajo la rodilla o la punta de la flecha en la garganta. Cuando el
auténtico guerrero recibe el golpe no debe apartar la cabeza, y si la espada
le rompe la frente no debe pestañear. Y no se trata de figuras poéticas, sino
de convicción popular recogida en las sagas históricas como se recogían las
hazañas de los héroes.
Una muerte ejemplar, según el concepto vikingo, fue la que tuvo el
cantor Thormod. Alcanzado por una flecha cerca del corazón, se arrastró
hasta un granero donde una curandera asistía a los heridos. Pidió unas
tenazas con las que se arrancó la punta de la flecha. Luego comentó, medio
bromeando, medio conmovido: «Un corazón bien alimentado, por cierto;
eso tenemos que agradecérselo a nuestro rey.» Y se murió de pie, apoyado
en la pared del granero.
De la desenfrenada admiración por la fuerza surgía un código moral que
obligaba severamente a los vikingos, desde muy jóvenes, a adquirir
cualidades tales como ánimo, valentía, intrepidez, audacia, voluntad de
autoafirmación, iniciativa y fortaleza espiritual. También a las sagas
nórdicas hay que agradecerles una respetable caracterización, la del «rubio
Jarl», una especie de Sigfrido. Este retoño, fruto de un desliz de los dioses,
«manejaba el escudo, hacía arcos, amaestraba perros, sabía arrojar lanzas y
montar a caballo, dominaba la espada, nadaba, interpretaba runas, entendía
el lenguaje de los pájaros, conquistaba tierras, repartía oro, administraba
justicia, se casó y engendró muchos hijos».
Como se ve, un joven de variados conocimientos. Un hombre de
respetables cualidades. Pero no había aprendido la tabla de multiplicar.
¿Para qué? Para los vikingos, más importante que el cálculo, leer y
escribir era el favor del destino, lo cual constituía para ellos la suerte y que
no podían representarse de otra manera que como un don del cielo. Las
sagas y las canciones de los bardos lo llaman lo «sagrado» y con ello
quieren significar como una herencia metafísica que los dioses otorgan a
sus favoritos desde la misma cuna. Porque lo sagrado significa lo mismo
que éxito, y el éxito creaba el prestigio, la fama y el honor, valores éstos
colocados incluso por encima de la vida.
El vikingo, tal como exigía el código moral nórdico, colocaba su honor
por delante de todo, y siempre lo consideraba el elemento primordial de su
vida que debía conservar y defender.
Por eso las sagas no festejan únicamente a los guerreros audaces y a los
gallos de pelea, sino que tienen también palabras de elogio para los
lacónicos y los sufridos, los sensatos y los ponderados, los prudentes y los
vigilantes. Al viajero que se ve obligado a pernoctar bajo un techo extraño
se le aconseja que se mantenga en guardia.
Quien abra una puerta, que mire muy bien para comprobar si detrás de ella hay enemigos
escondidos.
De vez en cuando hay que moverse, no ser siempre huésped en un mismo sitio; resulta
molesto el que permanece mucho tiempo en casa de otra persona.
Casi siempre uno se arrepiente amargamente de las palabras que confía a otros; a menudo la
lengua hace que pague la cabeza.
El hombre debe ser moderadamente sabio, pero no demasiado.
Nadie conoce su destino con anticipación, por eso el sentido del hombre permanece libre de
cuidados.
Con el amigo hay que mantener buena amistad, pero no tanta hasta ser amigo del amigo del
enemigo.
Un lobo que descansa raramente consigue un hueso de jamón, un hombre que duerme
raramente consigue un triunfo.
El tullido puede conducir un caballo, el manco cuidar de un rebaño, el sordo dar la muerte.
Por este estilo de enseñanza astuta se regía la vida cotidiana. Cierto que las
mujeres debían ser bonitas, pero no llevar vestidos demasiado caros. Los
hombres debían beber, pero no con demasía. Se recomienda la prudencia en
el trato con el hidromiel y con las esposas de otros hombres. Cuando se
recibe a un huésped se impone ser cortés; si se muestra locuaz, conviene
dejarle la palabra. Ningún hombre es tan bueno que no se le pueda echar en
cara algo malo; ninguno es tan malo que no se pueda aprovechar de él algo
bueno.
El Havamal alaba la costumbre de acostarse temprano, buscar un
refugio abrigado en las frías montañas y un hombre locuaz como
compañero de viaje. Ensalza la amistad, aunque por motivos de pura
utilidad, y permite engañar a un enemigo con falsas palabras. Elogia la
riqueza y mira con desconfianza la pobreza. Ordena la fidelidad a la estirpe,
la generosidad para con el amigo, el odio para con el enemigo, y demás
lugares comunes.
En una palabra, proclama una moral utilitaria con el consejo expresado
en formas muy distintas de aprender de la vida y de aceptar a los hombres
tal como son, con todos sus defectos e imperfecciones. En este evangelio de
Odín, la muerte heroica no encuentra ningún valedor. Hay frases como:
«El hombre es la alegría del hombre». / Liza para los gallos de pelea. /
«Has de saber que tú eres mi hombre». / Islandia, ¿estado popular o
república de camarillas? / Los grandes hombres y los reyes. / Diablos con
sentido de los hechos.
Si tienes un amigo
al que estimas de verdad,
ve con frecuencia a buscarlo.
Las espinas crecen
y la hierba abunda
en la senda huérfana de caminantes.
En mi juventud,
me puse solo en camino
y me extravié;
tuve la suerte
de encontrar un acompañante:
el hombre es la alegría del hombre.
Sin embargo, esta alegría del hombre por el hombre no estaba exenta de
consideraciones materiales. La abnegación no era una virtud propia de los
campesinos nórdicos. A la amistad entre los vikingos correspondía el
regalar, un constante dar y tomar.
Si tienes un amigo
al que aprecias de veras
y del que esperas favores,
intercambia con él regalos
y ábrele tus pensamientos;
ve con frecuencia a buscarlo.
Por eso la frase de Tácito sobre los germanos de la época imperial de Roma
ya no es aplicable a los vikingos: «Se hacen regalos entre sí gustosamente,
pero no cuentan con que el favorecido corresponda, y éste no se siente
obligado a nada.» Por el contrario, entre los vikingos, la ley de la estirpe
había fijado la correspondencia incluso en los regalos. Las sagas llegan a
producir la impresión de que incluso la ley se había ocupado de ello.
Una forma distinguida de las ligas de amistad eran las hermandades de
sangre, forma superior e institucionalizada al mismo tiempo, porque las
relaciones de una hermandad juramentada se fundaban por medio de
ceremonias. La tradición (que, por lo demás, explica de modo improcedente
la magia de la sangre) conoce varios actos de hermanamiento: los
hermanados sumergen sus manos en sangre de un animal, se beben
mutuamente sangre o la mezclan y llevan a cabo con ello una especie de
fusión racial. El resultado de tales ritos y ejercicios era una especie de
«parentesco artificial». Una hermandad de sangre creaba, por tanto, algo así
como una familia, cuyos miembros tenían que apoyarse como los miembros
de una estirpe. En cuanto al orden en la categoría, lo decisivo era la edad.
La relación era «fratiarcal», los jóvenes tenían que someterse a los mayores.
Los juramentos de fidelidad ligaban también a los compañeros de
armas, esas camaraderías jaraneras y amigas de pendencias que, como
guardia personal y tropas dispuestas en todo momento al combate, se
congregaban en tomo de los grandes señores. Se sometían a una rígida
disciplina, incluso draconiana, como ha descrito de modo impresionante la
saga de Jom, historia de la fundación de Wollin por los daneses. La
responsabilidad, el mando y la administración de justicia recaían
exclusivamente en el señor de la compañía. A cambio de esas prerrogativas
tenía que ofrecer a su gente todo lo que anhelaba el corazón de un guerrero
nórdico: lucha y peligros, juegos y estruendosos banquetes, pero ante todo
regalos. También aquí tenía una gran importancia el aspecto material de las
relaciones. El caudillo —el «jefe», si se quiere— tenía que mantener el
buen humor de su tropa y reforzar su capacidad para el combate mediante
constantes distribuciones de regalos y de visibles distinciones. Si lo hacía
así, era un deber de honor para todos y cada uno de los hombres de su
compañía dejarse matar por el jefe.
Ya Tácito señaló que «en la batalla compiten en valor el señor y sus
seguidores, porque es una vergüenza indeleble apartarse con vida del campo
de batalla después de la muerte del jefe. El señor lucha por la victoria, su
compañía lucha por el señor». Y todos juntos, podría añadirse, no sólo
luchan por el honor, sino por el botín y por una recompensa contante y
sonante. Era una alianza defensiva y ofensiva que al mismo tiempo
constituía una comunidad de intereses.
Ligas de amigos, hermandades, compañeros de armas: todos estos
grupos «de deber y de inclinación» que también se dan en los vikingos
como en todos los pueblos germánicos, liberan «más fuerzas anímicas que
la obediencia al poder abstracto del estado». Pero estas asociaciones eran
más propias del hombre sin estirpe que del que había crecido en el seno de
su propia familia, más apropiadas para la gente que estaba siempre de viaje
que para la que permanecía en casa, más característicos de los guerreros que
de los campesinos. La consecuencia inmediata fue que, al final, estas
agrupaciones surgieron también en el terreno económico, donde el interés
material se apreciaba por encima de todo. Alrededor del 900 ya existen
indicios en Islandia de las primeras asociaciones nórdicas comerciales:
muestra económica de las ligas de hermandad, formas primitivas de los
posteriores gremios.
Liza para los gallos de pelea. Los vikingos desconocían las asociaciones de
tipo exclusivamente privado. Sentimientos de comunidad que fueran más
allá de los deberes de estirpe o de hermandad les tenían sin cuidado. Ayudar
a pobres, enfermos o débiles no les parecía misión que les correspondiera.
En su vocabulario carecían de tales palabras como el amor a la patria y el
sentido del estado. El heroísmo y el ansia de guerra bebían en fuentes que
no brotaban del suelo de la res publica.
Támbién el Thing —la asamblea de los hombres libres capaces de
empuñar las armas y que se reunía con regularidad— por su origen no era
propiamente un parlamento, sino una institución creada para dirimir las
enemistades entre las estirpes y los pleitos entre vecinos. El origen de la
palabra confirma que Thing significa lo mismo que tribunal, Y si en la
literatura de las sagas aparece clarísimamente como liza para gallos de
pelea y pendencieros contumaces, es cierto que con ello no se confirma su
significado, pero tampoco se falsea.
Támbién en la «cuestión derecho» de los vikingos la ciencia nórdica se
ha de limitar esencialmente a conjeturas. Los textos legales fijados por
escrito proceden principalmente de la tardía Edad Media, y por eso hay que
admitirlos con grandes reservas. Únicamente sobre Islandia, que, según
Adam de Bremen, «es cierto que no tenía ningún rey, pero disponía de un
derecho general», estamos bien informados. El que el orden del Thing,
fundado alrededor del 930 en la isla, siguiera el modelo noruego, tiene un
carácter marcadamente representativo. Lo mismo que en Islandia, en las
patrias madres de los vikingos se hablaba de derecho (o por lo menos de lo
que los germanos del Norte entendían por derecho).
Al principio Islandia estuvo dividida en doce distritos judiciales, luego
en trece. La asamblea del Thing de cada uno de aquellos distritos judiciales
se reunía dos veces al año, el Thing general, que estaba por encima de
todos, sólo una vez. El Thing general lo presidía un jurisconsulto elegido
cada tres años, un corpus juris de carne y hueso, cuya misión principal
consistía, al comienzo de cada Thing, en citar las fórmulas jurídicas
tradicionales (que sólo en 1118 se pusieron por escrito) y dedicar al
recuerdo del pasado un tercio de la sesión. Otros dos jurisconsultos lo
ayudaban.
Las actuaciones en sí, según los conceptos actuales eran farsas jurídicas que
descansaban sobre la base fundamental de la identidad de la fuerza y del
derecho. Incluso en una exposición tan benévola como la que hace Felix
Niedner en el tomo de introducción de su gran edición del Thule, se
reconoce que una sesión del Thing era más un espectáculo belicoso o una
función de circo que una actuación procesal.
Las dos partes litigantes se enfrentaban entre sí «como dos partidas de
combatientes». «Ya la manera como se movía el bando de los acusadores y
los compañeros del acusado recordaba totalmente los preparativos de una
gran batalla…» No le iba a la zaga el que los amigos y juramentados
«afirmaban conocer lo ocurrido por haberlo visto con sus propios ojos, lo
mismo que conocían que el hombre a quien defendían era un perfecto
hombre de honor. Del modo más ingenuo, los respectivos bandos no
silenciaban que para ellos lo principal era prestar apoyo a hombres
poderosos, ricos y llenos de prestigio».
«El tribunal no dirige la marcha del proceso en el sentido de determinar
el orden de las actuaciones. Éstas, más bien se desarrollan por sí mismas a
base de discursos y réplicas de las partes litigantes. Acusadores y acusados
no pretenden convencer a los jueces imparciales, sino aplastar a los
adversarios en el proceso haciéndoles ver lo absurdo de sus reclamaciones o
de su defensa. Los contrincantes no se esfuerzan tampoco en hacer relucir la
verdad o falsedad del hecho en litigio, sino únicamente en servirse de este
hecho para colocar en desventaja al adversario.»
«De este modo, los hombres de las partes litigantes están dispuestos a
afirmar cualquier cosa en defensa de su causa. Sobre la veracidad de esas
declaraciones los jueces no tienen ningún poder. Su misión se limita a dictar
sentencia.»
La ley conforme a la cual se juzgaba era un «complejo de costumbres»
cuyo origen se pierde en la oscuridad de los tiempos. Estas costumbres
jurídicas se basan, en su mayoría, en la concepción de que con dinero se
puede reparar todo o por lo menos casi todo. Incluso la vida de un hombre
libre se podía pagar con oro o plata, con ovejas, vacas y caballos, y hasta
con telas de las islas Frisia.
También las distintas partes, del cuerpo tenían fijado su valor legal. Es
curioso que por una nariz cortada hubiese que pagar tanto como por el
cuerpo entero. También había una indemnización que podría decirse total,
por las manos, los pies y los órganos genitales masculinos. Por el contrario,
un ojo sólo costaba la mitad; una oreja, una cuarta parte de la suma que
había que pagar por un muerto. En consecuencia, se había establecido todo
un código de expiaciones cuidadosamente diferenciadas. Es natural que de
este modo se impusiese la tendencia a recalcar las palabras en cualquier
procedimiento judicial. Una lesión en la piel se valoraba de modo muy
distinto a una lesión en la carne; una herida ya cicatrizada valía menos que
una que todavía no se había curado. Las heridas en la cara se castigaban
más enérgicamente que las heridas en el resto del cuerpo; las señales
visibles, más que las invisibles. También las ofensas estaban clasificadas
con toda precisión. Preguntarle a un vikingo libre cuándo fue la última vez
que le derrotaron, llamarle prostituido, envidioso, o aficionado a placeres
contra natura, se consideraba un crimen digno de maldición. En tales casos
ningún tribunal se atrevía a elegir entre castigos, por severos que éstos
fuesen, a menos que el ofendido consintiera en ser reparado así y no
mediante la venganza de sangre, cosa que era mucho más viril y más digna.
En el derecho nórdico el castigo máximo era la exclusión de la
sociedad. El acusado se convertía en un «hombre sin paz» y quedaba
declarado, por tanto, enemigo de todos, al que nadie podía proteger y al que
cualquiera estaba facultado de perseguir. Los bienes del sin paz ingresaban
en las pertenencias de la comunidad y luego se repartían de nuevo. Quedaba
separado de la esposa y los hijos, la estirpe lo borraba definitivamente. El
hombre sin paz se convertía en un fugitivo sin descanso. Marchaba al
bosque o, como en Islandia, a los desiertos pedregosos, donde, acosado
como un lobo, él mismo se convertía en lobo.
Sin embargo, no dejaban de dársele oportunidades al hombre que se
echaba al bosque. Se le concedía un plazo de fuga, de forma que tuviese la
posibilidad de salir fuera del país. Además se le concedían ocasiones de
rehabilitarse, ya fuera matando a otros sin paz o dando el oportuno anuncio
de la proximidad de un ataque enemigo. En Noruega, la familia de un
desterrado podía conseguir rehabilitarlo mediante el pago de una crecida
multa. Y el derecho de Islandia disponía el aplazamiento de la pérdida de la
paz: recuérdese cómo Erik el Rojo empleó los tres años de su exilio en
descubrir Groenlandia.
En casos sumamente difíciles, el tribunal pasaba la sentencia a una
autoridad anónima. Ordenaba la prueba de los hierros al rojo vivo o un
combate de los litigantes. Por lo general, este encuentro se efectuaba en un
islote —pequeña isla en aguas fluviales o interiores— y de ahí recibía el
nombre de Binnenwasserinsel (desafío en el islote), palabra que los cantores
del Norte han glorificado y en cierto modo han llenado de un contenido de
balada. Porque a ellos les parecía importante no sólo la situación, sino
también su forma de escoger el lugar donde celebrar el encuentro por medio
de ramitas sagradas de avellano. Por tanto, se confiaba a los dioses dilucidar
un caso que un tribunal ordinario se había visto incapaz de resolver. El que
por regla general saliera mejor librado el más fuerte, era para los vikingos
sólo una confirmación metafísica de su moral de la fuerza.
No obstante, el Thing no tenía poder alguno para hacer cumplir la
sentencia del Tribunal, tanto si se trataba de pagar una expiación en dinero,
o de haber declarado a un hombre sin paz, como el que se hubiera decidido
un combate singular. El Thing carecía de medios que poner a disposición
del tribunal. Ni policías, ni alguaciles. En una palabra, no detentaba el
menor poder ejecutivo. En consecuencia, incluso después de la condena del
adversario, el acusador quedaba obligado a tomarse la justicia por su mano.
El Thing lo único que podía concederle era su apoyo moral.
Esa carencia ha contribuido decisivamente a que la historia juzgue a los
vikingos como un pueblo con una conciencia del estado visiblemente
subdesarrollada. El estado era «sólo una fuente y un guardián del derecho
absolutamente condicionado», su sustancia ética era igual que nula. En
cuanto se le presentaba la ocasión, servía los intereses de la clase superior,
con cuyo bienestar y vida cómoda se identificaba tan ingenua como
despreocupadamente.
«Has de saber que tú eres mi hombre». Una historia del siglo IX narra el
encuentro del rey sueco Erik con un campesino de Varmland.
—¡Has de saber que tú eres mi hombre! —dijo Erik al terrateniente Ak.
Y Ak contestó:
—No es menester que me lo recuerdes; también yo sé que tú eres mi
hombre.
Una respuesta orgullosa y altiva, que el pobre Ak hubo de expiar
gravemente, porque el rey, enojado, lo mató en el acto.
La historia caracteriza el comienzo y el fin del desarrollo interno de los
países nórdicos. Por un lado, un campesinado consciente que defendía con
virilidad sus derechos; por el otro, una endurecida camarilla de mandamases
que no sentía ningún escrúpulo en atropellar tales derechos. Por una parte,
terratenientes libres que por eso mismo habían pensado en imponerle al rey
su voluntad y que no se arredraban en sacrificarlo cuando sobrevenían
malas cosechas o sus barcos tiempo hacía que esperaban un viento
favorable; por la otra, caudillos convencidos de su fuerza, que empleaban
de modo resuelto y con áspera violencia.
Una constelación dramática: los campesinos libres que luchaban
encarnizadamente por poner el fundamento de la igualdad democrática, y,
frente a ellos, una «declarada clase aristocrática» que despreciaba el
principio de igualdad y que terminó por alzarse con el tiempo.
La existencia de una clase de señores no encaja bien en el cuadro
romántico de la vida de los pueblos germánicos que los historiadores del
siglo XIX, sobre todo, esbozaron y adornaron con rasgos de un serio y
sensato sentido burgués. Según el cuadro tradicional, estos pueblos y capas
populares vivían en un embrionario estado democrático, representado por la
masa de los «libres comunes» que no sólo biológica, sino también
políticamente encarnaban la fuerza popular germánica y su colosal
dinámica. En este panorama no se le atribuía ninguna importancia especial
a la nobleza: a los príncipes los elegía el pueblo y se comportaban como sus
encargados, como reyes o duques durante algún tiempo, y después de
cumplir el encargo volvían al anonimato, al grupo.
El mérito de haber corregido estos puntos de vista corresponde a los
historiadores Dannenbauer, Keutgen y Waas. Después de la primera guerra
mundial, esta hipótesis encontró su formulación más apropiada en las obras
del que fue catedrático de Bonn, Fritz Kern, quien calificó explícitamente a
los caudillos y reyes germanos de «bandidos señores al modo más perfecto
de la época». Más aún: llega a hablar de «empresas políticas» que se
desarrollaban contra los hermanos más pobres que se habían quedado en
casa, contra los pequeños y medianos campesinos y de la nobleza; entonces
la parte que menos prosperaba tenía que volver al trabajo manual en el
campo.
La investigación más reciente ha confirmado estas hipótesis. En
consecuencia, seguir una frase del libro de Edith Ennen, Frühgeschichte der
europäischen Stadt («Historia primitiva de la ciudad europea»), «la cultura
germánica no fue una cultura estática que descansase en sí misma y fuera
puramente campesina, aunque contuviese como elemento dinámico un
grupo señorial y guerrero». Pero este grupo señorial vivía dueño del terreno,
conservaba un carácter rural. Incluso los reyes seguían siendo grandes
campesinos que con sus séquitos militar, eclesiástico y administrativo se
trasladaban de finca en finca, porque no había otros que pudieran
alimentarlos convenientemente.
Una nobleza de este tipo, formada por grandes terratenientes, es la que
sometió a su voluntad al Norte europeo; también la potencia explosiva de
los asaltos vikingos se retrotrae a rústicos bandidos señores que, una vez
llegados al poder, trataban a los campesinos pequeños y medianos sólo
como herramientas de sus deseos y los organizaban para sus propios fines
sin ninguna clase de consideraciones.
Los grandes hombres y los reyes. En las patrias de origen sucedía poco más
o menos lo mismo. Fuentes noruegas revelan que era competencia de los
poseedores del templo designar a los hombres que tenían que comparecer
ante el Thing y nombrar a los miembros encargados de las tareas
legislativas y judiciales. Y también allí, los representantes de las estirpes
rectoras presidían desde un escenario elevado, en tanto que «el pueblo», a
respetuosa distancia, se ejercitaba en el arte de adular y aclamar. Como cada
una de las familias privilegiadas tenía sus partidarios en la asamblea del
Thing, no resultaba sorprendente que se llegara a la lucha por los votos, si
los caudillos no se ponían de acuerdo.
Pero, si estaban de acuerdo, podían hacerle difícil la vida a su rey, y eso
contando sólo con sus seguidores, o sea, la fuerza de sus tropas particulares
que respaldaban sus deseos y sus exigencias. Debido a eso, en más de una
ocasión los regentes fueron depuestos por una presión ejercida «desde
abajo». Se necesitaban personalidades vigorosas y resueltas para tratar con
gran número de caudillos convencidos de su fuerza y que la mayoría de las
veces gobernaban sus tierras como príncipes soberanos.
Los reyes bastante hacían con observar ceñudamente las empresas de
sus grandes hombres: «Las reuniones de uno con otro, sus intentos de
hacerse populares entre el pueblo, sus afortunadas campañas guerreras y los
casamientos ventajosos para ellos y para sus allegados… Podían incluso
tener motivos para no sentirse ya muy seguros de los propios hijos…». El
rey Harald Dientes Azules, por ejemplo, «tuvo que huir después del
combate, gravemente herido, con su hijo, que había tenido mucho más
éxito, Sven Barba de Tenedor, a Bolin».
Pero ésta no era la regla. La mayoría de los jóvenes «aguardaba
pacientemente el día del relevo», preocupados tan sólo con adelantarse
oportunamente a las ambiciones al trono de hermanos avispados. Muchos
hijos de reyes emigraron y crearon «fuera» sus reinos. Por ejemplo,
Jutlandia del Sur estuvo entre 900 y 940 bajo el dominio de pequeños reyes
suecos, que según la bien establecida costumbre germánica trataban de
consolidar su posición mediante casamientos con las hijas del país. De este
modo el rey Knuba, uno de los tres regentes suecos de Haithabu, se casó
con una hija del caudillo danés Odinkar.
También los ejércitos particulares del rey ocasionaban a sus señores
muchas preocupaciones. Para mantenerse en forma y dejarse matar era
necesario, como ya hemos visto, multiplicar de modo considerable los
regalos a la tropa. Si cuando llegaba el momento las dádivas escaseaban o
no correspondían a las esperanzas de los interesados o el hidromiel que se
servía a la mesa era de calidad inferior, incluso los seguidores más fieles se
mostraban levantiscos y peligrosos. Para mantenerlos a raya se imponía
emprender constantemente aventuras bélicas.
Además, esta guardia personal siempre dispuesta para el combate
representaba un instrumento muy eficaz de poder. Con seguridad, la
existencia de tales tropas es uno de los factores principales a los que se
puede atribuir el hecho de que la mayoría de las familias regias
consiguieran transmitir su fuerza de generación en generación. Así se va
afirmando en el curso de los dos siglos y medio de la expansión de los
vikingos una evolución del estado popular al estado de los soberanos. La
dignidad de rey pasa a la familia, la superioridad manda y dirige, los medios
de fuerza, completan el proceso. La época tardía de los vikingos ya conoció
cuarteles y ejércitos permanentes cuya presencia bastaba para mostrar y
demostrar la voluntad de las casas imperantes.
Cierto que los campesinos nórdicos seguían siendo reyes en sus fincas,
pero sus derechos públicos se debilitaban lentamente en comparación con la
potencia en crecimiento de sus soberanos, tanto que ya en el siglo IX, como
muestra el infausto destino del terrateniente sueco Ak, al que hemos hecho
referencia, resultaba peligroso recordarle a un rey que no era del linaje de
ningún rey auténtico.
CAPÍTULO OCTAVO
La primera compañera de Ymir fue la vaca Audumla, que brotó del hielo
fundido. Siguieron procreando. De la axila de Ymir nacieron un hombre y
una mujer de poderosa contextura: los dos primeros gigantes. La caliente
lengua de Audumla lamió una piedra e hizo surgir un ser humano que fue
llamado Buri. De modo maravilloso consiguió un hijo al que le puso por
nombre Bor. Éste se juntó con la hija de los gigantes Bestia y engendró con
ella tres dioses: Odín, Vili y Ve.
Los hijos de Bor mataron al gigante Ymir y construyeron con él el
mundo. Su cráneo formó la bóveda del cielo, su cerebro se trocó en nubes
pasajeras. De su carne surgieron islas y países; de su sangre, el mar. De sus
hirsutas cejas los dioses hicieron la empalizada del reino, que se alza entre
el mundo inferior y el cielo y que por eso se llama Midgard: tierra del
centro. A los gigantes se les adjudicó Utgard, el país de la periferia:
desiertos, monte bajo, páramos rocosos.
Los dioses residían en Asgard, posición fortificada que habían hecho
construir a uno de los gigantes. El centro de Asgard era un vestíbulo
increíblemente grande donde creció el fresno del mundo, Yggdrasil. Creció
tanto que con su copa, de cuyas ramas siempre verdes fluía el dulcísimo
hidromiel, llegaba hasta la bóveda del cielo, aunque hundía sus raíces en las
profundidades del mundo inferior. Junto a las tres fuentes que allí
alimentaban al fresno, estaban sentadas las tres Nornas: Urd, Werlandi y
Skuld, quienes tejían los hilos que forman la trama del destino y que
alcanzan al mundo entero, sin exceptuar siquiera a los dioses.
Desde Asgard, los amos del Olimpo nórdico trazaron un puente
maravilloso hacia Midgard, el arco iris, y erigieron templos y herrerías en
unos campos próximos a sus moradas. Por último insuflaron su aliento
sobre dos troncos de árboles que había escupido el mar y así crearon la
primera pareja humana, que se llamó Askr y Embla.
Después de acabada la obra, los dioses se retiraron a su divina mansión
y allí, como es costumbre, se dedicaron a vivir muy bien. Comían, bebían,
hacían el amor y jugaban continua y apasionadamente al ajedrez. Pero los
enfados, las disputas y las discusiones eran continuas. Ya hemos dicho que
a la primera pareja humana, Askr y Embla, se le adjudicó la zona Midgard,
ceñida por la gigantesca serpiente que daba la vuelta al mundo.
Por último, no era sorprendente que en aquel panteón rústico
compitiesen dos estirpes: la de los Ases, que defendían encarnizadamente
su prioridad en el primado y, por tanto, aspiraban al mando supremo, y la de
los Vanes, que sólo después de una enconada lucha habían encontrado
aceptación en Asgard, donde formaban algo parecido a una oposición
dentro de la alianza.
Seguían persistiendo los contrastes bajo las envolturas de la forzada
coexistencia. Se ponían tanto más de manifiesto cuanto que los ámbitos de
competencia de uno y otro bando quedaban nada claros, lo que, según
Grappin, contribuye decisivamente a que la república nórdica de los dioses
aparezca tan extraña y complicada y «en definitiva resulte imposible fijarla
de un modo preciso».
Gengis Kan en las nubes. Odín, uno de los tres hijos de Bor y de Bestia, era
el As de los Ases: el gran presidente en el consejo de los dioses. Una figura
de inverosímiles dimensiones: señor del cielo, conocedor y dominador de
todos los misterios, poeta y pensador, mujeriego y eterno peregrino, jefe de
las batallas y dios de los muertos, ejercía su actividad, en todas partes.
Como señor del cielo, residía en Asgard, e imperaba desde un trono
ricamente tallado. Dos lobos, Geri y Freki, yacían tendidos a sus pies y
lamían los jirones crudos de carne que les arrojaba, porque Odín sólo se
alimentaba de carne. En sus hombros se posaban sus dos cuervos Hugin y
Mugin, el pensamiento y el recuerdo, sus dos clarividentes informadores,
que le susurraban al oído las noticias que habían recogido por el mundo en
sus vuelos de reconocimiento.
Pero Odín sabía mucho más de lo que podían contarle sus avispados
cuervos. Se esforzaba incansablemente en saberlo y en aprenderlo todo y
hacía grandes peregrinaciones para hablar de tú a tú con gigantes y elfos,
con espíritus de los bosques y del agua, y solía adoptar forma humana para
pasar la, noche en las cabañas de los hombres. Gustosamente también
conversaba con Mimir, uno de sus tíos, que, junto a las raíces del fresno del
mundo, vigilaba la fuente de la sabiduría. Para poder atisbar el fondo del
pozo del conocimiento, Odín había sacrificado un ojo. Tuerto desde
entonces, recorría el mundo envuelto en una amplia capa y con el
chambergo bien encasquetado.
A pesar de eso, veía más que nadie. También el futuro permanecía
abierto ante su ojo profundo, que todo lo penetraba. Odín podía, según las
palabras de la saga Ingling, predecir el destino de los hombres y «fijar su
muerte, su desgracia o su enfermedad…». Conocía el paradero de tesoros
enterrados y sabía canciones y fórmulas secretas que abrían la tierra delante
de él y «mediante palabras mágicas podía hacer desaparecer todo lo que
vivía en ella». Esta fuerza mágica le permitía asimismo cambiar de forma a
su antojo. Mientras «su cuerpo yacía como muerto», Odín llevaba en verdad
la vida de un pájaro, de un animal feroz, de un pez o de una serpiente.
Odín inventó las runas, esos misteriosos signos nórdicos de escritura
que servían más para la magia que para expresarse y que a partir de
entonces se encuentran sobre todo en las lápidas de tumbas o en
monumentos conmemorativos. Para inventarlas, realizó una especie de
inmolación mística de sí mismo. Durante nueve días estuvo colgado de una
rama del fresno del mundo, Yggdrasil, herido de un lanzazo, esperando
inútilmente ayuda. Entonces vio, abajo en el suelo, las varitas mágicas, las
alcanzó entre grandes dolores y se sintió rejuvenecido y renovado por el
árbol: un relato de profundo sentido que explica suficientemente las rituales
orgías de sacrificios del Norte.
Como maestro rúnico, el dios Odín concedió su protección a los bardos.
Obtuvo el hidromiel para los bardos de un gigante a cuya vigorosa hija
había seducido anteriormente en la Tierra y la cual era capaz de hablar de
modo bastante expresivo mediante rimas y versos. El dios se dignaba a
veces regalar a los hombres la bebida inspiradora. Los cantores le
consideraban «el sabio, anunciador e investigador del futuro», y debido a
eso se sentían fuertemente ligados con él y le honraban como al divino
padre poeta.
Esto les resultaba tanto más fácil cuanto que él en su vida privada y
amorosa (como también los Stars y los Showmasters del antiguo cielo de
los dioses) tenía rasgos marcadamente humanos; el tuerto Odín ha
desempeñado incluso con gran maestría, según las versiones competentes
del Edda, el papel de un seductor inveterado cazador de muchachas.
La competencia de Odín también se manifestaba en el aspecto de la vida
que más fuertemente ocupaba a los vikingos: el combate y la guerra.
Probablemente se hizo grande como dios de la guerra en el mundo de la
mitología germánica, como un dios del desenfreno, de la cólera y de la furia
(Wut) salvaje (los germanos del Sur lo llamaban Wotan).
Imponiéndose a la tormenta y al viento, desahogaba sus impulsos
furiosos cabalgando como un jinete de las estepas en su caballo de ocho
patas, Sleipnir, el caballo más veloz y resistente que pudiera pensarse. Y el
dios siempre mandaba como guía, en la salvaje partida de caza, al frente de
una horda de guerreros desenfrenados que, sobre corceles resoplantes,
surcaban las nubes.
Sin embargo, a este dios de la guerra no le seducía la aureola de gran
estratega y conquistador. Odín seguía siendo, con su casco de oro y con su
deslumbrante armadura, equipado con la lanza Gungnir que alcanzaba
automáticamente su blanco como un cohete moderno, una figura
melancólica y sombría. Como a su mirada inquisitiva nada quedaba oculto,
sabía que los gigantes, enemigos de los dioses, se lanzarían a una nueva
lucha contra Asgard. Con objeto de estar preparado para esta lucha, hacía
que sus hijas adoptivas, las valkirias, sedujeran a los héroes caídos del
mundo Midgard para atraerlos al Walhalla y aprestarlos para la batalla final.
Así, para mantenerse en forma, por la mañana se dedicaban al combate y a
los espectáculos sangrientos. Al anochecer se reunían en la gigantesca sala,
bajo un techo de escudos de oro, a gozar de una opulenta comida en la que
consumían incesantemente carne del jabalí divino. Bebían, además, muchos
jarros de dulcísimo hidromiel que les escanciaban, incansables, las
valkirias.
Y Odín también tomaba parte en aquellos banquetes oficiales; un dios
majestuoso y de armas deslumbrantes, aunque el conocimiento del fin de
todas las cosas pusiera una sombra trágica incluso en su embriaguez.
Era, como se ha dicho, una figura multifacética que rebasaba todas las
dimensiones: más poderoso que cualquier encantador, mago y vidente,
protector de los poetas y de los cantores, noble hidalgo y déspota ilustrado,
en la Tierra un honesto peregrino, un Gengis Kan en las nubes, dios de los
muertos y protector de los héroes. Y, a pesar de todo su hervor vital y
contradictorio, siempre de una sustancia aristocrática. Sin duda la más
significativa, la más fantástica e incomprensible creación de la mitología
germánica.
Saturnales nórdicas. Los pueblos nórdicos no sólo vivían con sus dioses en
un plano de confianza, sino que por doquier les rodeaban espíritus,
monstruos y demonios. El estado de los Ases y de los Vanes tenía una
infraestructura metafísica que penetraba todo el alcance de la naturaleza.
Los vikingos se creían en todos sus pasos protegidos por seres
misteriosos y amenazados por potencias malignas. Consideraban el mundo
como un escenario adecuado para hacer magia. Temían el mal de ojo. La
sangre y la saliva les parecían medios propios para encantamientos. Estaban
firmemente convencidos de que en los cabellos y en las uñas, «las partes del
cuerpo que crecen a ojos vistas», estaban ocultas energías inconcebibles.
Honraban el órgano genital masculino y creían en la fuerza curativa de las
manos: las sagas describen por ejemplo cómo «antes de la lucha las mujeres
pasaban las manos por el cuerpo del guerrero para ver cuál iba a ser su
suerte».
El contacto con la tierra desnuda defendía contra los encantamientos
dañosos. Los buenos espíritus bendecían los campos cultivados. El
muérdago y el lino se consideraban salvadores. La encina, el saúco y los
avellanos eran santos. En el prado se creía que estaban almacenadas las
fuerzas secretas de la madre tierra (de aquí el ritual de la hermandad de
sangre). Y lo mismo que en las praderas, bosques y bosquecillos, veían en
las fuentes, arroyos y estanques a seres vivos, sensibles y pensantes.
La fantasía animaba y poblaba todo el reino de la naturaleza. Demonios
de la vegetación iban y extendían las malas hierbas y la sequía. Extrañas
mujeres, llamadas Dises, avisaban antes de la enfermedad y de la muerte.
Los elfos bailaban por la noche en praderas húmedas de niebla. Enanos
deformes se alojaban en cuevas subterráneas. Había herreros, magos y
capaces, que eran jorobados, pero listos y trabajadores. Los gigantes
estaban constantemente al acecho, enemigos duros e implacables tanto de
los dioses como de los hombres. El granizo y la nieve, el huracán y la
inundación, el terremoto y el incendio eran su obra malvada.
Numerosos «métodos de servir a los dioses» cuyo desarrollo puede
reconstruirse a través de las sagas y por representaciones plásticas servían
para tener contento a aquel mundo de los dioses y de los espíritus que era
imposible olvidar. Muchas costumbres han perdurado después de la época
de la cristianización e incluso hasta hoy. Desfiles rituales, fiestas
campestres, cabalgatas primaverales son los tardíos descendientes de estos
ejercicios paganos que predominantemente estaban dedicados a los buenos
espíritus de los campos y de los ríos y a los patriarcas repartidores de
bendiciones de la estirpe de los Vanes.
De las grandes fiestas, los hitos mitológicos culminantes del año, las
más importantes eran las que se celebraban en los dos solsticios: en la
vaguada del invierno y en la cumbre del verano. La fiesta de mediados del
invierno, dedicada al mismo tiempo a la fecundidad y a los antepasados,
duraba doce días, durante los cuales se ponía una mesa para los muertos o
se les invitaba a una comida común. El ganado recibía las postreras gavillas
de la última cosecha. Hombres enmascarados iban de un lado a otro con
patas de caballo o figuras de macho cabrío, proporcionaban pasatiempos o
daban bromas y escandalizaban como posesos.
Por las notas del emperador bizantino Constantino Porfirogenetos
sabemos que incluso la guardia varega de los césares romanos de Oriente
celebraba la fiesta de mediados de invierno a la manera pagana. Con capas
de piel y máscaras en la cara, los «godos» (como los llama el emperador) se
precipitaban en la sala de la fiesta, golpeaban con sus lanzas en los escudos
de madera, gritaban «Jul, Jul» y daban tres vueltas a la «mesa santa». La
estrepitosa fiesta desembocaba, como pasaba siempre en el mundo nórdico,
en un banquete cuyo centro mágico era una gigantesca vasija llena de
espumeante hidromiel. Odín mismo, «el tuerto barba gris», era el protector
siempre presente de estas saturnales de los vikingos.
Pero lo mismo en la fiesta del solsticio de invierno que en la de verano o
en la fiesta de las Dises, el rito de los sacrificios ocupaba un lugar
prominente en el programa; se ofrecía a los dioses y se buscaba de ese
modo tenerlos favorables.
Por lo general se sacrificaban ovejas y cabras a las potencias
desconocidas; en ocasiones importantes, también caballos, la posesión más
preciosa de los grandes hombres nórdicos. Los godis —caudillos de
Islandia y al mismo tiempo sacerdotes— recogían la sangre de los animales
y con ella rociaban luego la totalidad de las víctimas. La carne sacrificada a
los dioses, su mayor parte la consumían luego los asistentes a la fiesta. La
ceremonia, con que de un modo palpable se intentaba sobornar a los del
más allá, finalizaba con una monumental borrachera de hidromiel.
Como las ceremonias de las ligas de amistad y de las hermandades de
sangre, tampoco los sacrificios solemnes estaban libres de consideraciones
de utilidad. Se regalaba para recibir regalos. Se invitaba para colocarse a
una luz favorable. Se cultivaban las relaciones con los poderosos señores de
Asgard.
Jan de Vries también sospecha que había una considerable dosis de
orgullo en esta «reciprocidad del dar». El campesino nórdico sólo aceptaba
algo de los dioses cuando podía mostrarles su reconocimiento. Cabría decir
que entraba en tratos con ellos sobre la base de una equiparación que le
permitiera ir pagando poco a poco su deuda. El gran número de hallazgos
que se señalan, ante todo en los mapas de los arqueólogos suecos, señalan
que en estas relaciones el campesino «no pecaba de mezquindad».
Normalmente el lugar de los sacrificios eran los bosques y aquellos
«bosquecillos sagrados» de los que ya Tácito ha dado testimonio. Sólo en
las postrimerías de la época de los vikingos existieron templos, en
competencia con la construcción de iglesias cristianas, que iba en aumento.
Sobre el enclavamiento y las dimensiones de los templos vikingos nos
informan algunas excavaciones, de las cuales la más importante es la de
Jelling, la antigua sede real danesa en Jutlandia.
El arqueólogo Ejnar Dyggve descubrió allí un recinto sagrado que en su
proyección horizontal formaba un ángulo de veinticinco grados. En este
ángulo había una colina funeraria de once metros de altura y setenta y siete
metros de diámetro. Los lados de la «V» lo formaban doscientas piedras sin
desbastar de la altura de un hombre: en el lenguaje profesional llamadas
sillares. El santuario estaba a pocos metros de la colina redonda, algo fuera
del eje central, de forma que «el punto más sagrado… estaba reservado para
el sacrificio bajo el cielo libre». Sus restos únicamente revelan que debían
de tratarse de un pequeño edificio rectangular de madera con el suelo de
arcilla apisonada.
De un modo más exacto, las excavaciones llevadas a cabo en el año
1926 en la antigua Upsala permitieron reconocer los restos del templo
descrito tan elocuentemente por Adam. Las huellas de los pilares muestran
dos cuadrados de pared dispuestas concéntricamente y cuya estructura
arquitectónica revela la iglesia mayor del medievo nórdico. En todo caso, la
construcción en ángulo recto debió desbancar la estructura de la
«construcción exterior más débil hecha de paredes de madera».
El interior de ambos cuadrados era el «santuario» y guardaba las
imágenes de los dioses citadas por Adam: las de Odín, Thor y Tyr, a los
que, todavía en las postrimerías de la época pagana, se hacían tantos
sacrificios humanos.
CAPÍTULO NOVENO
Con toda la fuerza hacia el más allá. / Ceniza, clavos de cabeza redonda y
pernos de Hierro. / Entierro de un caudillo varego. / Los grandes arsenales
de los muertos. / Tumbas principescas de los vikingos.
Con toda la fuerza hacia el más allá. Los guerreros caídos seguían viviendo
su desenfadada y alegre vida de lansquenetes. Los muertos en el mar, a
menos que hubiesen caído en viril lucha, los recogía Ran, la diosa del
Aegir, en una red gigantesca. A los «muertos en la paja» les quedaba el
subterráneo reino de las sombras: el Niflheim.
Según las antiguas representaciones mitológicas, el Niflheim estaba
situado en el Norte más bronco, en la tierra de la niebla, de la crepitante
escarcha y de la noche perpetua. En época posterior lo pusieron, como en la
Antigüedad clásica, bajo tierra. Ríos salvajes e impetuosos atronaban
aquella mansión. Sobre uno de estos estrepitosos ríos lanzados como
cataratas en el mundo subterráneo se levantaba un ancho puente
pavimentado con deslumbrante oro. Llevaba al llamado vestíbulo de los
muertos, que en su forma primitiva recuerda una gigantesca tumba de
hunos, pero que posteriormente adopta cada vez más los rasgos de un
sombrío reino del más allá y se convierte en un lugar de expiación.
Este dominio, llamado también Hel, lo gobierna la diosa del mismo
nombre, una reina del mundo subterráneo, la cual, en la forma definitiva de
la mitología nórdica establecida por el Edda, resulta ser hija del diabólico
Loki. Tenía poder sobre nueve mundos y vivía en un palacio equiparable al
de los Ases y el de los Vanes. Su centro era una poderosa sala de oro a la
que también la sombría diosa de los muertos invitaba gustosamente a los
amigos. Por raro que parezca, en ninguna parte se dice qué destino le
esperaba al gris ejército de sombras de los habitantes del Hel. Sin embargo,
un aburrimiento interminable parece haber aplastado a los «muertos en la
paja» en los subterráneos sin luz del mundo terráqueo.
En gran parte, este Hel debió ser un invento de la escuela poética
islandesa de la Alta Edad Media. No se aprecian influjos cristianos en el
sentido de considerar el más allá como cárcel y expiación. Y, como el
Hades de los griegos, el infierno germánico también era «un mundo de vida
degradada, un triste y sordo reino de los muertos», que condenaba a los
difuntos a una existencia aparencial e informe como de sombras.
Pero estos préstamos literarios no se acomodan del todo con los usos
mortuorios del Norte vikingo. En éste, la muerte no aparece como final de
la existencia, sino «como una crisis que podía dar un giro a la vida, sin
suprimirla totalmente». De ahí que tuviera tan gran importancia el «cómo»
y el «cuándo» del morir. Según las ideas germánicas del Norte, una
condición de la unidad de la vida y de la supervivencia era «ir a Odín con
toda la fuerza» o al menos con una considerable reserva de fuerza.
Quien se despedía debilitado y consumido tras una larga enfermedad, no
tenía ya ninguna esperanza formal de sobrevivir. Por eso Jan de Vries
conjetura que incluso el matar a los ancianos primitivamente tenía un
carácter de exigencia del culto y que las víctimas lo consideraban
«necesario y deseable».
El culto a los antepasados también echaba sus raíces en la
representación de la supervivencia activa. Los muertos permanecían en
comunidad con los vivos, aunque llevasen mucho tiempo en el reino de las
sombras del Hel, donde nunca ocurría nada, se agitasen en la red de la diosa
Ran o se entregasen virilmente a las diversiones del Walhalla. Los que les
sobrevivían tenían la misión de equiparlos decorosamente para la nueva
existencia, proporcionarles una sepultura digna, cantar las acciones
gloriosas del muerto y, naturalmente, hacer que éste participara en la vida
de la estirpe, ofreciéndole sacrificios, invitándole a la mesa en las grandes
solemnidades del año y recordarlo en todos los acontecimientos familiares
importantes.
Si no cumplían con esas obligaciones, si renunciaban a satisfacer a los
difuntos, podía ocurrir que un día éstos regresasen y se mostraran como
fomentadores de discordias y como «malintencionados». En tales casos la
estirpe se veía obligada a matar a los muertos por segunda vez. Muchas de
las tumbas profanadas que los arqueólogos han descubierto probablemente
fueron abiertas por motivos de culto.
la tumba-barco de Haithabu;
la colina real de Jelling;
la tumba de caudillo de Mammen;
la tumba-barco del señor de Ladby;
las tres tumbas-barcos de Tune, Gokstad
y Oseberg junto al fiordo de Oslo.
Del estilo Borre al estilo Urnes. El arte nórdico, en su época del grifo,
también aceptó y practicó numerosas sugerencias.
Con los asaltos de los vikingos entraba una inmensa cantidad de botín
en los países escandinavos que aportaba el conocimiento de numerosos
elementos estilísticos nuevos, los cuales una vez más enriquecían el canon
tradicional de formas nórdicas. Por eso una inquietud constante y la
predisposición al cambio continuo constituyen una característica del arte
nórdico en la época de los vikingos.
Los historiadores del arte diferencian (prescindiendo de aisladas
culturas locales) cinco formas estilísticas distintas cuyas características
especiales están, empero, cubiertas por los elementos tradicionales de la
ornamentación faunesca, lo que dificulta que el profano las aprecie.
Está primero el estilo Borre, que debe su nombre a los arreos y a
algunos objetos de madera con refuerzos de metal descubiertos en 1850
bajo una colina funeraria en el Eldorado de los arqueólogos, junto al fiordo
de Oslo.
Los objetos Borre, unos cincuenta años más recientes que las más
modernas tallas Oseberg, presentan de nuevo motivos de trenzados de
cintas y figuras de animales y se unen a los característicos modelos de
cadenas.
Para eso el grifo proporcionaba las garras, los miembros extendidos
enérgicamente y la cabeza triangular a modo de máscara con sus ojos
circulares y saltones. También el estilo Borre muestra hasta qué punto el
retoño del león carolingio conmovió la antigua fauna decorativa de la
ornamentación sobre motivos animales. A pesar de la finura del detalle y de
la precisión del trabajo, el estilo Borre produce una impresión de
campesinado vigoroso, quizás incluso un poco bárbaro, pero lleno de vida.
Son producciones típicas de este estilo, además de los hallazgos de Borre,
las tallas y trabajos en metal de la tumba Gokstad. El famoso broche de
Finkarby, en Suecia, consta de un disco de plata de cinco centímetros de
diámetro en el que se han colocado cuatro cuerpos de animales
artísticamente entrelazados. De las cuatro cabezas que se reúnen en el
centro, cada una de ellas con sus ojos de elipse invade a la vecina: una
composición increíblemente complicada, pero soberbiamente conseguida.
Debido a esto se la considera una pieza representativa.
El estilo Borre pasa a ser estilo Jelling, y su primer representante una
pequeña copa de plata encontrada en la colina norte de Jelling. Los
elementos zoológicos de su decoración —miembros, cabezas y fauces
abiertas— recuerdan modelos previkingos, incluso los cuerpos en forma de
«S» retorcida. Sin embargo, los historiadores del arte han descubierto en los
esbeltos animales Jelling en forma de cinta, los cuales se muestran casi
siempre de perfil, influencias irlandesas: «legado» artístico de la época de
las invasiones danesas y noruegas en la primera mitad del siglo X.
Medio siglo más joven es el estilo Mammen; la pieza representativa es
la famosa hacha de combate de plata fundida del caudillo de Mammen.
Los artistas Mammen combinan de nuevo motivos de plantas y
animales, pero de un modo original, haciendo pasar los miembros de sus
animales fabulosos por zarcillos de acanto. A pesar de toda su fantasía no
deja de ser un estilo heráldico que aprovecha como vehículo los mástiles de
las banderas, las piedras rúnicas, los arreos de los caballos y los refuerzos
de las paredes, y, sin embargo, es un estilo sobrio, elegante y amplio.
La obra más admirada del estilo Mammen adorna uno de los lados de la
piedra Jelling de dos metros y medio de altura: una serpiente luchando con
un león. Los estilizados elementos animales y los zarcillos de las plantas se
han combinado para producir una desconcertante unidad ornamental.
Ambos, el «gran animal» y el aditamento vegetal, han llegado a
Escandinavia con las campañas en Inglaterra del gran reino danés y han
encontrado allí una fecunda simbiosis artística.
Una íntima mezcla de fauna y de flora es también la característica del
estilo llamado Ringerike, que recibe esta denominación por un grupo de
piedras rúnicas noruegas. En este estilo los autores se esfuerzan en
conseguir una estilización más marcada de los sarmientos; asimismo se
inclina a una forma más fastuosa y rica que el estilo Mammen. La
ornamentación a base de plantas —excepto zarcillos de acanto, palmas y
haces de hojas, sobre todo hojas en forma de pera— alcanzó, en manos de
los artistas del Ringerike, un florecimiento jamás visto en el Norte europeo.
También se han dejado inspirar fuertemente por motivos anglosajones,
especialmente por las obras de los miniaturistas ilustradores del Libro de
Winchester.
En las postrimerías de la era de los vikingos surge el estilo Urnes, que
debe su nombre a las tallas encontradas en la fachada de una solitaria iglesia
de madera en el oeste de Noruega. Sus líneas fluidas y rítmicas, con sus
figuras de animales esbeltos como gacelas y sus sarmientos armoniosos,
constituyen hasta hoy una delicia para los ojos. La habilidad ornamental de
este estilo no oculta la incipiente decadencia del arte nórdico.
Como los maestros fin-de-siècle del siglo VIII, los forjadores artísticos,
los tallistas y los escultores del alto siglo XI se contentaban con hacer
variaciones sobre el repertorio de formas de que disponían y lucirse con sus
habilidades técnicas. Comparados con la fulminante fuerza creadora de
formas y la riqueza de ideas de los talleres Oseberg, no proporcionaron
mucho más que una fría rutina. Con el estilo Urnes se inicia la decadencia
del arte vikingo. En regiones apartadas, la ornamentación nórdica subsistió
todavía algún tiempo. Como fenómeno artístico había terminado.
Microcosmo del movimiento. ¿Qué se oculta detrás de este arte? ¿Qué nos
dice sobre las fuerzas íntimas del mundo nórdico? ¿Hasta qué punto puede
iluminar el ámbito espiritual?
Ya hemos dicho que no se trata de arte en el sentido actual. Los
maestros nórdicos no pretendían elaborar ninguna imagen del mundo ni
disipar las sombras del mismo. El hombre les interesaba lo mismo que la
sociedad o el aspecto de un paisaje: nada. No hacían arte «libre» ni realista;
ni tampoco abstracto; ni monumental y heroico. Faltaban en su vocabulario
conceptos tales como naturaleza o realidad.
Su arte estaba tan libre de propósitos como el de los árabes, que casi al
mismo tiempo aceptaron el legado de la Antigüedad. Y lo mismo que el arte
islámico, el arte nórdico servía para traducir sueños y visiones al lenguaje
abstracto de la ornamentación. Tanto aquí como allí cuajan rostros íntimos
en un lenguaje que, sin embargo, es todo menos «realista».
Pero las obras de los maestros nórdicos, especialmente de los vikingos,
no tienen nada de la calma y la claridad del arte árabe. Su aliento va más
aprisa, vibra de tensión. Una alfombrilla para orar emana serenidad y
armonía; el adorno de una hebilla de cinturón nórdica pregona la inquietud
y el apasionamiento. Estalla en erupciones de actividad y de violencia.
Nada le es más extraño que el sosiego del soñador o la contemplación
tranquila y gozosa.
La ornamentación nórdica maneja lava volcánica. Sus gestos son
ásperos, faunescos, violentos; casi siempre complicados, a veces retorcidos.
Su genio se despliega en un restallante fortissimo de líneas que se acometen
entre sí, que sin principio ni fin describen curvas y círculos completos en la
superficie que se les ofrece. Evita, para citar una frase de Wilhelm Pinder,
«todos los ángulos, todas las rectas, todas las formas definitivas de la
geometría inferior» con objeto de dar un valor exclusivo «al mundo de las
matemáticas superiores».
Engendra un microcosmo del movimiento y de la autoafirmación activista y
con ello un símbolo del todo nórdico, un símbolo de lo que defienden los
Ases y los Vanes: un mundo atormentado por gigantes y espíritus malignos
y que los vikingos no podían representarse de otro modo que como un
gigantesco campo de batalla.
En sus fantasías de líneas que se entrelazan, se anudan y se entresijan y
que, aunque tomen en préstamo objetos del mundo, en realidad permanecen
sin objetos identificables, impera, sin embargo, una razón clarividente. «Un
caos para el ojo perezoso, una polifonía para el diligente.» Porque cumplen
reglas y leyes que rigen de modo dictatorial. Entre ellos el objetivo no es
sólo el de la movilidad, sino también el del orden.
Donde los artistas árabes se habían esforzado en crear «figuras como
flores», los maestros nórdicos inventaron animales fabulosos que al mismo
tiempo se desenfrenaban y se sometían al yugo de la ornamentación, e
incluso se convertían ellos mismos en ornamentos. Tras la esplendorosa
fastuosidad de sus enrevesadas guirnaldas de animales a las que
posteriormente corresponden en los escritos de Islandia el torbellino de
palabras de las canciones de los bardos, imperan la economía y la
organización. De otro modo no habría sido posible someter esas figuras
«polífonas» a la limitada superficie de una hebilla de cinturón.
Si en alguna parte del arte antiguo rige la ley del «acorde de los
contrarios», en ningún sitio se muestra con más claridad que en el arte
vikingo.
Pone al descubierto, como todas las manifestaciones de vida de los
pueblos nórdicos, la colosal vitalidad y el dinamismo de los vikingos, así
como su capacidad para la subordinación y su facultad de esbozar leyes y
realizarlas, cuando era necesario, en la superficie del tamaño de una fíbula.
El resto es secreto. El arte nórdico tenía también el carácter de un culto,
estaba profundamente enraizado en el suelo de la magia, totalmente
integrado en las representaciones mitológicas de la época de los vikingos.
Quizás incluso ejercía, como conjetura Holmqvist, la función de un
lenguaje de imágenes que, como los jeroglíficos egipcios, servía «para
transmitir informaciones con signos». Así podían, para hombres capaces de
«leerlos», haber tenido «un sentido que va mucho más allá de lo que
nuestros ojos pueden abarcar».
Pero éstas son hipótesis que se pueden defender, mas imposible probar.
Los cincuenta años de Oseberg. Los enigmas que plantea una y otra vez la
ornamentación nórdica de animales quizá hayan contribuido a que hasta
hoy no ocupen un lugar destacado en los grandes tratados de arte. El
formalismo de la exposición, la servidumbre a un determinado repertorio de
formas y, no en último lugar, el que en su mayor parte se trate de un
quehacer artístico de miniaturistas del que sólo se aprecia su riqueza
examinándolo con lupa, han producido que las obras de los anónimos
maestros vikingos sigan viviendo fuera del campo de la cultura tradicional.
Las excepciones pronto se enumeran: la collera de caballo y el hacha de
Mammen, las dos armazones de tiro de Sollested, la pequeña copa de plata
y la gran piedra de Jelling, la veleta de bronce dorado de Heggen en
Noruega, su competidora sueca de Söderala, algunas piedras rúnicas y
varias esculturas de Gotland, y con ello están mencionadas casi todas las
piezas famosas del arte vikingo. Pero con una excepción: las obras de los
maestros de Oseberg.
Más que cuanto ha quedado, las tallas de Oseberg proporcionan el
paradigma de este tipo de arte desconcertante y fascinador. Los trineos,
coches y pilastras con cabezas de animales de la colina Oseberg, cuyo
descubrimiento, en el verano de 1904, se cuenta entre los hitos afortunados
de la arqueología, proporcionaron al historiador de la cultura nórdica una
impresión abrumadora de la categoría de los maestros tallistas vikingos y la
firme convicción de que habían sido los precursores de las grandes
revoluciones estilísticas de este tiempo. Los fundidores de metal y los
forjadores artísticos, así se supone hoy, estaban en un segundo plano.
Entre el «académico» y el «maestro barroco» se extienden, como
Haakon Shetelig ha demostrado de modo concluyente, sólo cincuenta años:
el medio siglo que va del 800 al 850. En este medio siglo, los países
escandinavos irrumpieron como una tromba, ruidosa y agresiva, en la
historia europea. Desde Oseberg sabemos que ese tiempo fue también uno
de los períodos más fructíferos de la historia del arte nórdico, un proceso
que como ningún otro da a conocer el poderoso aliento del estallido
nórdico.
QUINTA PARTE — LOS ELEMENTOS
FUNDAMENTALES DE LA VIDA
CAPÍTULO UNDÉCIMO
hacha de carpintero en forma de «T», con la cual se realizaban los trabajos más bastos;
garras de hierro que, «como una especie de cepillo de carpintero», servían para alisar la
madera;
limas de grandes dientes con las que se podía trabajar no sólo la madera, sino también el
cuerno;
sierras de metal que recordaban los actuales serruchos;
cuchillos de los más distintos tamaños que servían como herramientas universales, y barrenas
de trabajo exactísimo.
Queda una pregunta por formular: Desde el punto de vista de la salud, ¿qué
valor tenía la dieta de los vikingos? Para resolver este complejo problema,
Ole Klindt-Jensen se refiere a una investigación realizada en Islandia y que
se basa sobre las costumbres alimentarias que registran las sagas. Los
resultados, muy reveladores por cierto, son los siguientes:
«La vitamina A la recibían de los pescados, no en último lugar de
vísceras tales como el hígado y las huevas, de la carne de ballena y de la
carne de león marino. Fueron también una fuente importante de esta
vitamina los pájaros marinos, la leche y la mantequilla de los animales
sacrificados en el otoño. Los víveres, ya fueran secos o salados, podían
conservar su riqueza vitamínica durante todo el invierno.
»La vitamina B se la aportaba fácilmente la harina molida con
tosquedad; así como otros alimentos ya mencionados resultaban
importantes en este aspecto», por ejemplo: el hígado, la yema de huevo, los
mariscos, la leche, la mantequilla y el queso.
«La vitamina C suponía un problema en una época en que no se
conocían las patatas, los limones y determinadas clases de verdura. Pero es
probable que las cebollas y las bayas, la carne y el pescado sustituyeran a
esos artículos. El escorbuto debió representar un gran papel, pero por lo
visto sólo en contadas ocasiones, por ejemplo en largos viajes en barco.
»La vitamina D (cuya falta produce el raquitismo) se encuentra en los
hígados de pescado y en su grasa, pero también la leche y la mantequilla
contienen vitamina D (como asimismo otros productos de los rumiantes).»
Esto significa que la alimentación de los escandinavos de aquellos
tiempos era, aunque se la juzgue valiéndonos del microscopio de los
modernos conocimientos científicos alimentarios, variada, vigorosa y rica
en materiales de crecimiento. Indudablemente contribuyó a las descargas
vitales de la época de los vikingos.
CAPÍTULO DUODÉCIMO
«SILBANDO PODEROSAMENTE, HIERVEN LAS OLAS…»
Los cinco de Skuldelev. Mientras tanto se han reconstruido dos de los cinco
barcos; los tres restantes van tomando forma lentamente. Ya se conocen las
medidas de las cinco embarcaciones, así como la construcción del barco y
del esqueleto. También se han averiguado sus cometidos: se trata de dos
barcos de guerra, dos transportes de comerciantes y un pequeño barco
costero.
El mayor de los dos barcos de guerra es hasta ahora la mayor
embarcación de los vikingos que nunca se haya encontrado. A pesar de su
mal estado de conservación, los investigadores daneses han podido
demostrar que tenía unos 28 metros de eslora (5 metros más que el barco de
Gokstad) y una manga máxima de 4’50 metros. Podía transportar de 50 a 60
guerreros, tenía mástil y vela y era indudablemente uno de aquellos temidos
barcos largos vikingos con los que los reyes daneses realizaban sus ataques
contra Inglaterra.
El segundo barco de guerra no sólo es más pequeño, sino también más
estrecho. De unos 18 metros de eslora y una manga máxima de 2’60 metros,
casi produce la impresión de un hermano gemelo del esbelto barco de
Ladby. En el «perfil» se parece a los barcos del duque normando Guillermo
que figuran en el tapiz de Bayeux. Disponía de sitio para 24 remeros y
estaba constituido con madera de encina excepto las tres filas superiores de
planchas, para las cuales los fresnos habían suministrado el material. Pero
estas planchas procedían de otra embarcación; por lo visto, los
constructores navales nórdicos dominaban también la técnica del
«desguace».
El más voluminoso de los dos cargueros tenía 16’50 metros de eslora,
4’50 metros de manga y alcanzaba una altura de casi 2 metros. En su
panzudo interior había, a proa y a popa, una cubierta intermedia separada de
la bodega situada en el centro del barco. Los expertos en navegación creen
que este barco se trataba de un transporte de muy buenas condiciones
marineras, el típico barco del Atlántico que tal vez se empleó para los viajes
comerciales a Inglaterra o para las expediciones a Islandia y Groenlandia.
La segunda embarcación comercial —13’30 metros de eslora, 3’30
metros de manga y 1’60 metros de altura— se ajusta más al tipo adecuado
para el comercio en el mar Báltico. Las mercancías se guardaban «apiladas
bajo pieles» en la bodega, mientras la tripulación, de cuatro a seis hombres,
tenía que resistir en cubierta las inclemencias del mar y las tormentas. El
carguero se podía impulsar con remos o velas. Desde la punta del mástil,
como se comprobó en este barco por primera vez, «arrancaban cuerdas de
apoyo hacia la proa y hacia los costados».
Finalmente, el barquito costero: 12 metros de eslora, 2’50 metros de
manga y 1’20 metros de altura. Con dispositivo para el velamen, pero sin
las usuales chumaceras para los remos; construido de encina, abedul y pino.
Un tipo de barco apto tanto para viajeros como para pescadores.
Los barcos de Skuldelev fueron hundidos con su carga de piedra entre
los años 1000 y 1050 en el fiordo Roskilde, en la Peberrende, a veinte
kilómetros al norte de la ciudad. Son, por tanto, unos doscientos años más
recientes que el yate de Oseberg. Así como el más viejo de los tres barcos-
tumbas noruegos pertenece aún a la etapa temprana de la época de los
vikingos, los despojos sacados del fango del canal de Skuldelev marcan ya
el final de esta época. Sin embargo, son los hijos inconfundibles de la
misma familia. Su construcción destaca con más fuerza los elementos
fundamentales que los cambios de detalles.
Esto significa que, en la época carolingia, para los vikingos, la
construcción de barcos era un arte que ya había alcanzado un alto grado de
madurez. Con su sistema de tablazón, con la quilla y el mástil y la
combinación de remos y velas construyen barcos tanto de lujo como de
guerra o de comercio, barcos en los que apenas hay algo que mejorar. En su
desarrollo posterior sólo se puede hablar de tres tendencias: la de una
constante mejora en el trabajo de artesanía, la tendencia a aumentar el
tamaño (tendencia que se da siempre que se han resuelto los problemas
técnicos) y, por último, la predisposición a una más evidente diferenciación
de los tipos.
Velas de color púrpura y cabezas de dragón. Nadie puede afirmar con toda
seguridad si ya en los tiempos prehistóricos hubo trabajadores dedicados
exclusivamente a la construcción de barcos. Se trata de una cuestión en la
que dudan casi todos los investigadores. Probablemente, la construcción de
barcos era un «ejercicio común de los habitantes de las costas que solían
hacer viajes por el mar»; algo así como una empresa comunitaria en la que
participaba todo aquel que supiera manejar razonablemente un hacha de
carpintero.
También en la época de los vikingos la construcción de barcos era un
deber público. A este fin las comarcas costeras del Norte europeo estaban
divididas en distritos de construcción naval, que en Noruega llegaban hasta
la región de los pantanos. Cada uno de aquellos distritos, que, por lo
general, solían coincidir con las divisiones en centenas, tenía la obligación
de sostener un barco de guerra con 20, 25 o 30 remeros, según la extensión
y la riqueza del lugar. También las ciudades separadas de la organización en
centenas o los asentamientos mayores debían poner a disposición del rey un
barco completamente a punto para las grandes expediciones guerreras.
Cuando posteriormente nacen las ciudades o asentamientos análogos, la
construcción de barcos pasa a manos de profesionales capacitados y con
salario. Por ejemplo, la ley del Thing Gula del siglo X nombra a carpinteros
que son responsables de la quilla, los codastes y las cuadernas, esto es, el
esqueleto del barco, en tanto que a los encargados de colocar las planchas se
les encomienda lo exterior, la piel del barco: un trabajo que, por lo visto, se
estima considerablemente más simple y por el cual se paga sólo la mitad del
salario asignado a los carpinteros de primera. En su relato sobre el
nacimiento de la Gran Serpiente, la saga de Olaf cita incluso a un maestro
constructor responsable, además de los remachadores, de los taladores y
preparadores de árboles.
Recientemente, unos investigadores suecos han descubierto los restos de
un astillero de los tiempos vikingos, los cuales muestran una cualificada
organización para dividir los trabajos. También las imágenes del tapiz de
Bayeux representan a una cuadrilla de obreros especializados trabajando en
la construcción de barcos en las postrimerías de la época de los vikingos.
Según una ley no escrita, los barcos, debían construirse con madera de
encina. Cuando ésta escaseaba, se utilizaba también la madera de arce o de
tilo, la de abedul o la de haya, la de fresno o la de álamo, pero sólo para las
partes menos importantes. La preferencia por la encina se explica
fácilmente. Además de ser la madera más dura que se da en aquellas
latitudes, se deja hender radialmente. Tal como muestra el tapiz de Bayeux,
los troncos sujetos a una rama en forma de horquilla, se rajaban con las
azuelas de hoja ancha.
Primero interesaba hacer la quilla, ligeramente arqueada hacia afuera.
Debido a que había de soportar la carga principal del barco, a ser posible,
debía consistir en una sola pieza. La seguían los dos codastes, que en la
mayoría de los barcos estaban compuestos por tres partes: la que se unía
con la quilla debajo del agua, la central, llamada bard, que sobrepasaba la
línea de flotación y que a menudo tenía un refuerzo de hierro, y la pieza
superior vertical que terminaba en una punta aguzada o en un remate de
adorno.
Una vez preparados los codastes y la quilla se empezaba el montaje del
casco del barco. Las filas de planchas inferiores se clavaban y se
remachaban antes de poner las cuadernas a modo de costillas. Seguía luego,
según Thorleif Sjovold, el «afianzamiento a la quilla y la colocación de las
planchas en el tablaje sujetando una plancha a otra con clavos de hierro de
cabeza redonda que luego se remachaban con una plaquita de hierro
rectangular.
»Todas las junturas y sitios de unión se calafateaban con crin de vaca.
La estopa consistía en hebras sueltas o en hilos de lana empapados en
alquitrán.» Seguidamente se introducía en una hendedura situada en el
borde inferior de cada tabla, de modo que, al producirse el remache,
quedaba bien apretado. El agua que de todos modos se filtraba era achicada
por los marineros nórdicos mediante unas cucharas en forma de pala, o
simplemente con dos cubos que —como en algunos pozos— «pendían de
los extremos de un cabo que se deslizaba sobre una roldana».
«Las cuadernas se colocaban cuando la décima fila de planchas estaba
en su sitio» y, por cierto, a una distancia de un metro aproximadamente, lo
que proporcionaba el espacio necesario para el movimiento de los remos.
También en este caso se renunciaba a los remaches y se prefería un
afianzamiento elástico (por ejemplo, con raíces de pino), lo que no dejaba
de ser un método muy penoso, pero cuyas ventajas son evidentes. Esta
forma de enlazar planchas y cuadernas permitía que unas y otras cedieran
sin romperse, y se aumentaba la elasticidad del barco cuando se empleaban
las velas. Además se ahorraba peso.
El filo superior del casco estaba reforzado por una gruesa tabla. Debajo
de ésta, los constructores nórdicos colocaban un listón con cortes
cuadrangulares por los que se podían asir las correas de los escudos. Las
planchas con aberturas que podían cerrarse estaban colocadas normalmente
dos filas más abajo.
En los primeros tiempos de los asaltos vikingos, los constructores
nórdicos aún tuvieron dificultades por lo que se refiere al dispositivo para
las velas. Pero en la época del barco de Gokstad, como demostró una copia
del mismo, ya estaban en disposición de colocar un vigoroso mástil capaz
de soportar la vela con viento fuerte. No se ha podido calcular con exactitud
la altura de los mástiles en los barcos vikingos. Pero, como probablemente
no sobrepasarían a los codastes de popa, la altura máxima podía ser de unos
diez metros.
También se estima un tamaño similar para el palo que soportaba la vela
cuadrada o trapezoidal. Por lo general, de tejido blanco de lana, más
raramente de lona, a menudo adornada con un ribete de color, y en los
barcos de lujo incluso tenía figuras bordadas. Los reyes y los caudillos
amantes del fausto solían llevar velas de color púrpura.
Los costados del barco se alquitranaban todos los años, por regla
general en el otoño, tras el regreso de los grandes viajes. A muchos
propietarios de barcos debió parecerles monótono el oscuro color del
alquitrán. Por eso hacían pintar sus barcos por encima de la línea de
flotación, de preferencia con franjas blancas y rojas que se alternaban en las
filas de planchas. Los normandos que conquistaron Inglaterra preferían
(según muestra el tapiz de Bayeux) franjas negras, rojas, doradas, azules y
verde mar.
No bastaba con eso: donde las filas superiores de planchas llegaban a
los codastes, empezaba el reino del artista nórdico. El barco de Oseberg
muestra la posibilidad de esta exuberancia decorativa, por lo menos en los
yates estatales, donde las superficies talladas se extendían incluso en la
parte interior del codaste. Por regla general los remates que se colocaban en
los codastes consisten en cabezas de serpientes o en caprichosas volutas que
suelen terminar en testas de animales. Las cabezas de dragón (que dieron
nombre a todo un género de barcos de guerra) constituían el motivo
principal, pero también había codastes rematados con las de osos, perros,
bisontes o figuras de grullas y de buitres.
A esas cabezas de codastes se les atribuían poderes mágicos. Su carácter
de fetiches lo demuestra una ley islandesa que prohibía fondear en la isla a
barcos que llevasen mascarones en forma de monstruos con las fauces
abiertas o de dragones con las garras extendidas, porque los buenos
espíritus de la tierra y de los campos podrían asustarse.
Los navegantes, que no querían renunciar a la protección de sus
animales fabulosos contra los malos espíritus del mar, resolvían el problema
mágico decapitando sus barcos en las proximidades de tierra, y retiraban sin
más trámites los adornos de sus codastes.
Como los pueblos nórdicos estaban convencidos del poder mágico de
los nombres, muchos propietarios de barcos los solían denominar con el
nombre del animal o del ser fantástico cuya talla adornaba el codaste.
También esta costumbre muestra hasta qué punto los pueblos nórdicos
estaban compenetrados con sus barcos.
Para ellos los barcos eran seres de carne y hueso. Los amaban como a
nobles caballos de los que se estima no sólo su utilidad, sino también su
belleza, su fuerza y su intrepidez. Los rápidos, seguros y casi animados
barcos, que se diría que respiraban, despertaban en sus poseedores, como
las sagas dejan entrever a pesar de su lacónico y áspero lenguaje, una
especie de orgullo de criadores, unos sentimientos auténticamente
paternales y que, fundiéndose con la reputación de que aquellos barcos
gozaban, venían a formar una mezcla extraña y perdurable.
La maravillosa tradición artesana de los barcos vikingos, que no decayó
a lo largo de los siglos, y la impecable preparación de esos barcos, explica
de sobra que hubiera siempre uña especie de competición imaginaria por
conseguir el mayor y más hermoso barco.
Así nació el más famoso barco de la época de los vikingos: la Gran
Serpiente de Olaf Tryggvason.
los Schniggen, a los que Strasser audazmente y quizá resulte desfasado, compara con los
acorazados modernos, barcos ágiles como comadrejas, con hasta 20 parejas de remeros y que
podían llevar unos 100 hombres aproximadamente;
los Skeidhs, los «barcos de línea» de las flotas nórdicas de guerra, por lo general con 25
bancos de remeros, eran tan reducidos y rápidos como los Schniggen, pero se diferenciaban de
éstos por el codaste más alto y mejor aparejo; los barcos dragones (llamados también Draken o
Drakkare), según Strasser los dreadnoughts de los vikingos, con cabezas de dragón y 30 bancos
de remeros, como mínimo; se diferenciaban de los buques de guerra más pequeños por la mayor
manga, ser más altos los costados y, posiblemente, un velamen más complicado.
CAPÍTULO DECIMOCUARTO
La hora de los frisones. Mediado el siglo VII sonó la hora histórica de los
frisones, o frisios, establecidos en las costas poco productivas del mar del
Norte, Ya en la época romana se habían dedicado al comercio porque
habían de cambiar su superproducción ganadera por cereales y artículos de
consumo. Ahora se apoderaron de todo el tráfico comercial entre Irlanda y
Jutlandia. Cien años más tarde —en tanto que los comerciantes árabes
tomaban la exclusiva del tráfico comercial mediterráneo— los frisones
abrían también el mar Báltico al intercambio de mercancías entre el Norte y
el Sur.
En el mar Báltico se encontraron con otros comerciantes que, al igual
que ellos, estaban dispuestos a arriesgar la cabeza por un buen negocio. Las
familias de aquellos reyes y caudillos amantes del oro y del fausto y que
anteriormente habían demostrado su habilidad comercial en la ruta de
Aquileia, mientras tanto habían sido expulsados o habían muerto. Los
nuevos señores, cuya existencia está confirmada literariamente por la Saga
Ingling y, arqueológicamente, por las tumbas de Upsala, Vendel, Valsgärde
y Ulltuna en Suecia, tenían las mismas pasiones que sus antepasados y
sabían apreciar como éstos las mercancías lujosas del Sur. Al estar
bloqueada la ruta de Aquileia tuvieron que buscar otro enlace. Dieron un
rodeo al cerrojo eslavo-ávaro buscando nuevamente por el Sur el camino
hacia la Europa occidental. Para esto los frisones resultaban los
intermediarios más apropiados. Al principio las relaciones entre frisones y
vikingos fueron pacíficas. Sólo cuando, después de la empresa contra
Lindisfarne, también la rica ciudad frisona de Wike, en la costa del mar del
Norte, desde comienzos del siglo IX, fue pasto y botín de los depredadores
en empresas bélicas. Pero entonces ocurrió algo sorprendente, pues si bien
los viajes comerciales se hicieron más peligrosos, nadie pensó en
suspenderlos. «Aunque los ataques de los hombres normandos pudieran
estorbar las comunicaciones pacíficas, no podían ya destruirlas», se lee en
Jankuhn. «Aunque en las fuentes literarias sólo hablan de esto
excepcionalmente, los hallazgos arqueológicos demuestran que las
relaciones comerciales continuaban tras una cortina de sangre y de
lágrimas, sin que esto signifique que los viajes comerciales no fuesen
mucho más peligrosos.»
También las fuentes literarias permiten suponer las dificultades que
tuvieron que afrontar los frisones para continuar con el comercio en la
Europa del Norte desde que se iniciaron los asaltos vikingos. Dorestad, que
en la actual Holanda venía a ejercer aproximadamente la función de
Rotterdam, fue incendiada varias veces. Pasajeramente, toda Frisia estuvo
sometida a caudillos daneses. Pero también las muy concurridas rutas hacia
Haithabu y Birka se hicieron cada vez más inseguras. Tanto en el estuario
del río Elba como en las islas y ensenadas nórdicas, los comerciantes
frisones tenían que contar con ser atacados en cualquier momento.
El arzobispo Rimbert de Hamburgo-Bremen ha descrito uno de estos
asaltos en su biografía de Ansgar. Cuando los comerciantes, a los que se
había confiado la embajada de la fe, «habían recorrido aproximadamente la
mitad del camino, tropezaron con piratas. Los hombres se defendieron
valientemente en sus barcos y al principio con éxito. Pero al segundo ataque
fueron vencidos por completo y arrollados de forma que hubieron de dar
por perdidos sus barcos y todo lo que llevaban, y sólo con grandes apuros
consiguieron salvarse y llegar a tierra. En aquella ocasión perdieron incluso
los regalos imperiales cuyo destino era Suecia, así como sus objetos más
preciosos, excepto algunas pequeñeces que pudieron salvar consigo al saltar
de los barcos».
Eso ocurrió en la primavera de 830. Cuando en 852 Ansgar efectuó un
segundo viaje a Birka, aunque llegó sano y salvo, los peligros continuaban
siendo tan grandes como antes. El portavoz de los diputados del Parlamento
de Birka simpatizantes con los cristianos se refirió expresamente a eso en su
discurso de salutación. «¡Rey y héroes de la asamblea Thing, oídme!
Muchos de nosotros ya estamos bien enterados del culto que se tributa a ese
Dios; sabemos también que a los que creen en Él puede concederles gran
ayuda. Eso lo hemos experimentado también muchos de nosotros en
peligros en alta mar y en otros muchos apuros. Anteriormente algunos de
nosotros han ido a Dorestad y han aceptado libremente esa creencia…
Ahora nos acechan en el camino hasta allí muchos peligros. Los ataques de
los piratas convierten a tales viajes en muy peligrosos para nosotros. ¿Por
qué hemos de buscar con esfuerzo en la lejanía lo que ahora se nos ofrece
aquí?»
Las demás manifestaciones del oportunista y descarado orador no
interesan aquí. Dijo, simplemente, que el mar era peligroso, y que no
resultaba fácil ganarse el pan como mercader navegante, por atractivo que a
veces fuera el negocio.
Numerosos barcos piratas estaban constantemente al acecho en las
ensenadas y fiordos de la península escandinava o recorrían las aguas en
busca de presa. A pesar de eso, los comerciantes se empeñaban en buscar
mercancías y en transportarlas a costas extranjeras. Si les atacaban, se
defendían. Cuando les era posible marchar en convoy, la cosa no siempre
resultaba un juego fácil para el atacante. Si, pese a todo, les apresaban,
confiaban en encontrar un pariente o un comerciante amigo que los
rescatara o conocer a un caudillo generoso que ordenase ponerlos en
libertad.
La muerte o la esclavitud siempre eran un riesgo de su profesión. Tenían
que contar con el peligro constante de perder la libertad o la vida. En Birka,
una botella de vino del Rin no debía resultar nada barata.
Pero las había. En Birka vivió alrededor de 850, como Rimbert sigue
contando en su vida de Ansgar, una mujer muy piadosa, llamada
Friedeburg, que, cuando empezó a sentirse enferma, «ansiosa del
sacramento que ella ya conocía por los cristianos, quiso comprar algo de
vino y, en una vasija especial», tenerlo dispuesto para su última hora.
Además de eso encargó a su hija, para cuando ella muriera, desprenderse o
vender todas sus propiedades y, con el dinero que obtuviera, trasladarse a
Dorestad a la primera oportunidad y repartir allí lo que le sobrara.
Como la hija tenía la suficiente posición económica para poder cumplir
al pie de la letra todos los deseos maternos, cabe suponer que el tráfico
comercial seguía existiendo entre Birka y Dorestad a pesar de todas las
dificultades y que la colonia frisona de Birka disfrutaba de un pasable
bienestar.
No sabemos cuándo los daneses, los suecos y los noruegos fueron
socios y competidores de sus primos frisones. Pero la fundación de
Haithabu en el año 804 debió aumentar considerablemente la participación
de éstos en el comercio del mar del Norte y del Báltico. Y desde mediados
del siglo IX el comercio de Frisia debió extenderse por la costa franca del
mar del Norte (Kletler habla de la «Normandía frisona») y a partir de 857
estuvo cada vez más bajo el dominio danés.
No obstante, la ruta había cambiado un poco. Los comerciantes (cuando
no navegaban a Jutlandia costeando) cruzaban la «península cimbria», pero
no a la altura de Ripen, sino entre Haithabu y Hollingstedt, por el estrecho
puente de tierra entre el Schlei y el Treene. La cuestión de si cargaban sus
mercancías en carros o remolcaban sus barcos por tierra ha originado hasta
hoy vivas y numerosas discusiones en la zona de Schleswig. Pero, hasta
ahora, la pregunta queda aún sin respuesta.
Lo más tarde a partir del 900 también Inglaterra, Irlanda, Escocia y las
islas del norte del Atlántico caen en el campo de acción de los comerciantes
nórdicos. Las tumbas, tanto en «el exterior» como «en casa», han
proporcionado pruebas abundantes de que a los guerreros y a los
colonizadores vikingos muy pronto los siguieron los hombres dedicados a
la compraventa. Quizás eran los mismos. Como cabe sospechar con razón,
entonces surgió el tipo de ese comerciante que no sólo hacía negocios, sino
también historia: aquel tipo de cabeza de Jano, comerciante y corsario a la
vez, para el cual ninguna costa era demasiado remota, ningún mar
demasiado tormentoso, ningún río demasiado turbulento, y que en sus
expediciones colocaba en el platillo no sólo sus mercancías, sino su pellejo.
No es ninguna casualidad que en muchas tumbas de esta época, además de
monedas y de balanzas de plata también se encuentren espadas, lanzas y
otros instrumentos guerreros.
Por el río Dniéper hacia Bizancio. No sólo existía la línea del Volga, sino
también la ruta del Dniéper y, probablemente, a pesar de Bolgar y Atil, esta
línea era la más importante.
El punto de partida de la mayoría de viajes por el Dniéper también
debió ser el Ladoga. La ruta, como el afluente meridional del Volga,
llevaba, primero hacia el Voljov, pasaba junto a Holmgard (la actual
Novgorod) y cruzaba el lago limen. En el extremo sur del lago se internaba
en el Lovat, al que seguía durante unos 250 kilómetros hasta llegar a las
proximidades del Usviat. Allí los comerciantes tenían que recorrer un
estrecho istmo para llegar al río Usbier propiamente dicho. Navegaban a
vela o remaban hasta llegar al curso superior del Dvina, cuyos afluentes los
llevaban a las proximidades del nacimiento del Dniéper, donde por segunda
vez tenían que remolcar sus barcos por tierra.
Un viaje agotador y lleno de molestias, que exigía conocimientos muy
exactos del terreno. Pequeños ríos apenas visibles, bosques, pantanos,
orillas llenas de cañaverales. Aguas quietas y enjambres de mosquitos. A
esto hay que añadir dos agotadores transportes por tierra sobre un suelo
movedizo. Oxenstierna habla de «arrastrarse por el fango». En el estrecho
istmo entre el Dvina y el Dniéper se hallaba (después del Ladoga y de
Holmgard) la tercera y ruidosa plaza de cambio: la precursora de la actual
Gnezdovo junto a Esmolensco, cuya ascendencia nórdica está
suficientemente demostrada por el gran cementerio, y que era el nudo de
comunicaciones en la red de las rutas comerciales del Este: tan parecida a
una ciudad como Birka y Haithabu, fortificada y gobernada por un jefe
ruso.
En Gnezdovo los comerciantes vikingos confiaban sus barcos al
Dniéper, en un canal que poco a poco iba ensanchándose y por el cual se
deslizaban entre impenetrables selvas vírgenes hasta llegar hasta Kiev,
después de más de quinientos kilómetros de recorrido.
También en Kiev se encontraban con un mercado en el que
comerciantes procedentes de todas las direcciones de la rosa de los vientos
pregonaban sus mercancías. Las casas comerciales de los asentamientos de
ríos y estepas sostenían relaciones constantes con Cracovia y Praga y, a
través de Praga, con Regensburgo y Maguncia. Otras dos importantes rutas
comerciales cruzaban el país entre el Dniéper y el Volga. En tanto que una
seguía por el Desna, el Ugna y el Oka, la otra se trataba de un camino de
caravanas muy utilizado que cruzaba Ucrania por el Don y seguía hasta el
recodo del Volga junto a Stalingrado.
Los comerciantes varegos tampoco temían al curso inferior del Dniéper,
a pesar de las peligrosas cataratas que en la comarca del actual
Dnieperpetrovsk les hacían difícil la vida. Sobre esta parte del viaje, el
emperador griego Constantino Porfirogenetos, en su manual de gobierno ha
informado con viva alegría al referirse a los detalles dramáticos. Su
exposición es tanto más reveladora cuanto que de ella se puede deducir que
el comercio del Dniéper estaba casi todo en manos de la casta de señores
varegos, que hacía mucho tiempo que se habían establecido en el país y
vivían, sobre todo, de los tributos que les pagaban sus súbditos eslavos.
Según el informe imperial, la recogida de esos tributos era el medio más
importante para pasar agradablemente el invierno. A principios de
noviembre, tras el regreso de los comerciantes que habían efectuado la gira
anual, los caudillos varegos salían de Kiev y buscaban a sus tribus vasallas
a ambos lados del gran río. En primavera, después del deshielo, regresaban
a la metrópoli con sus mercancías (principalmente esclavos y pieles),
desguazaban las piraguas que habían utilizado para recorrer el curso
superior del río y compraban nuevos barcos que durante el invierno habían
construido los carpinteros de ribera eslavos. Luego se dedicaban a aparejar
esos barcos.
En junio se ponían en marcha «los viajeros de Grecia». Se concentraban
en Viteczev, una plaza fuerte del estado de Kiev; cuando toda la flota se
había congregado navegaban en convoy, río arriba, para hacer frente a las
dificultades del viaje.
Las principales dificultades radicaban en las siete cataratas al sur de
Poltava, donde el Dniéper volcaba sus masas de agua a través de un cauce
de ochenta kilómetros de longitud entre las estribaciones de granito de los
Cárpatos. El reportero imperial ha descrito de un modo muy plástico el
modo que tenían de cruzar las cataratas. «Llegaban a la primera catarata,
llamada el Essupi (que significa el río borracho)… Es estrecho como el
Tzykanisterion (un lugar de Bizancio). En el centro se alzan abruptas y altas
rocas que tienen el aspecto de islas. En el sitio donde el agua llega a ellas, el
rompiente causa un estrépito enorme y aterrador.
»Los rus no se atreven a navegar entre esas rocas, sino que ordenan a la
gente bajar a tierra mientras llevan las mercancías a los barcos. Luego se
meten desnudos en el agua, y van palpando con mucho cuidado con los pies
para no tropezar con las piedras. Hacen luego deslizarse a los barcos sobre
rodillos de madera y así cruzan la catarata, aunque se mantienen siempre al
borde de la orilla.
»Cuando han dejado atrás la catarata, la tripulación sube de nuevo a
bordo y siguen navegando.»
El peor sitio parece que era el cuarto estrecho, llamado Aifor, que se
caracterizaba por los pelícanos que anidaban allí entre las rocas. «Allí
encallan con la proa en tierra y los que han de quedarse de centinelas suben
a bordo. Los demás sacan sus cosas del barco y conducen a los esclavos (la
parte más valiosa del cargamento) atados con cadenas por tierra firme y
durante un trayecto de seis millas, hasta que han cruzado la catarata.
Después transportan sus canoas, parte del trayecto tirando de ellas y el resto
llevándolas a hombros, hasta que dejan atrás la catarata y pueden colocar de
nuevo sus embarcaciones en el río. Entonces vuelven a cargar sus
mercancías, suben a bordo y siguen navegando.»
El resto del recorrido por el Dniéper era menos fatigoso. Siempre hacia
arriba, los comerciantes nórdicos llegaban a la isla de Beresina (= isla de
Birken), en el delta del Dniéper, en la que habían construido una plaza
fuerte. Parece que desde Beresina mantenían en el verano una línea
marítima en dos direcciones; una, por el mar de Azof que llevaba hasta
Stalingrado; la otra, por el mar Negro, hasta Bizancio, la mayor, más
populosa y consumidora corte del emperador griego.
Cabras para los dioses. Pero los comerciantes que llegaban al punto de
destino pronto quedaban inmersos en el griterío y la confusión de un
mercado en pleno apogeo. Como han testimoniado sobre todo los viajeros
árabes, los comerciantes nórdicos iniciaban su encuentro regular con un
estrépito ensordecedor. Se estrechaban las manos y alababan la calidad de
sus respectivas mercancías, regateaban, se hacían fiadores de su excelencia
y prometían el oro y el moro.
Cuando los negocios iban mal tenían que intervenir también los dioses.
Aquí cuadra el sorprendente relato del árabe Ibn Fadlan sobre las
antiquísimas costumbres de los comerciantes de Rus con los que se
encontró en Bolgar en 921-22:
«Tan pronto como sus barcos hubieron echado anclas, todos los
hombres saltaron a tierra. Traían pan, carne, cebollas, leche y nabid
(probablemente una bebida parecida a la cerveza) y se dirigieron a un alto
poste de madera que tenía una especie de rostro humano. Alrededor había
figuritas, detrás más postes clavados en el suelo. Uno de aquellos hombres
se dirige a la figura grande, se postra y dice: “¡Oh señor mío, he llegado
desde lejos con tantas y cuantas muchachas y tantas y cuantas pieles de
cebellina!” Luego enumera todas sus mercancías y prosigue: “Vengo ahora
a ofrecerte este sacrificio.”
»Después de eso se puso en pie y colocó ante el poste de madera lo que
había traído consigo. “Deseo que me hagas conocer a un comerciante que
tenga muchos dinares y dirhems y que me compre lo que yo quiera vender y
no contradiga mi palabra.” Después se va.
»Si su trato se prolonga y transcurre el tiempo inútilmente, trae de
nuevo uno o dos sacrificios o le ofrenda a cada una de las figuritas un
regalo y dice: “Éstas son las mujeres, los hijos y las hijas de nuestro señor.”
Luego implora a una figura tras otra que le permitan realizar un buen
negocio. Cuando el trato transcurre bien y se realiza la venta, dice: “El
señor ha cumplido mi deseo, ahora es deber mío recompensarlo.”
»Entonces se dirige a un rebaño de cabras o de cabritos, toma uno de los
animales y lo sacrifica. Da como limosna algo de su carne. El resto lo arroja
entre los grandes postes y las figuritas que los rodean. Los cuernos del
animal los cuelga en el poste grande clavado en la tierra. Cuando se hace de
noche, vienen los perros y se lo comen todo. El hombre que ha presentado
la ofrenda dice entonces: “Verdaderamente, mi señor ha aceptado mi
sacrificio.”»
Pero no sólo eran los comerciantes varegos los que intentaban sobornar
a sus dioses. Si el negocio se presentaba mal, también los tratantes de
Haithabu, como sabemos por Ibrahim At-Tartuschi de Córdoba, traían sus
víctimas a los celestiales poderes: bueyes, carneros o cabras que, matados y
despellejados, colgaban en piquetas a la puerta del patio «Para que todo el
pueblo se enterase de que habían hecho aquello en honor de sus dioses».
Mientras tanto organizaban también sacrificios solemnes en los que los
ejercicios de ritual se hacían muy hospitalariamente. Como una profunda
borrachera se consideraba una especie de servicio a Dios, parece que
también era de buen tono mostrar en este aspecto mucha voluntad de
sacrificio y someterse gustosamente a la metafísica necesidad de consumo.
Las canciones que con este motivo entonaban impresionaron
profundamente al comerciante de Córdoba, quien anotó: «Nunca en mi vida
oí canciones más horribles que las de los hombres de Schleswig; sus
gargantas arrojaban gritos como ladridos, sólo que más animalescos.»
de Gotland proceden más de quinientos de los ochocientos tesoros que los arqueólogos de Suecia
han inventariado hasta ahora y, según Stenberger, apenas transcurre un año sin que en esta isla tan
rica en antigüedades se haga un hallazgo de los tiempos vikingos;
en Gotland se ha encontrado más oro de la época de los vikingos que en cualquier territorio
del Norte, y montañas de adornos y objetos decorativos de toda índole;
Gotland ha proporcionado más monedas de la época de los vikingos que ningún otro sitio del
ámbito escandinavo: de doscientas mil acuñaciones de esta época, sólo a Gotland corresponden
cien mil, a más de un número casi incalculable de fragmentos y barras de plata.
Esto es, la isla de Gotland debió ser algo así como la cámara del tesoro de
todo el Norte. Debió nadar en la abundancia.
Bertil Almgren ha hecho un cálculo revelador. Si se supone “que de mil
de las monedas empleadas por el comercio sólo se ha conservado una, los
habitantes de Gotland recibieron, durante el siglo y medio de la época
floreciente de su comercio, más de cien millones de monedas. Y el término
medio anual podría calcularse probablemente en un millón de monedas. Un
valor monstruoso, porque a pesar del poco valor de la moneda de plata
anglosajona llamada pfennig, cada una de ellas, según nuestra actual
valoración, tendría un poder adquisitivo de seis a doce marcos. En
consecuencia, los ingresos obtenidos por el comercio de Gotland durante las
postrimerías de la época de los vikingos pueden cifrarse alrededor de los
doce millones de marcos por año.
Frente a esto, la propia oferta de mercancías era pequeña. La isla podía
suministrar, todo lo más, carne y aceite de pescado, pieles y plumas. El
comercio de Gotland tenía como fundamento principal la favorable
situación de la isla y la agilidad de sus habitantes. Los comerciantes de
Gotland, Casi exclusivamente comerciantes campesinos, estaban
considerados como magníficos navegantes. Sus carpinteros de ribera
construían los barcos más capaces del mar Báltico, que eran lo bastante
rápidos para escapar a los actos de piratería de los Jomsvikingos y de sus
colaboradores eslavos. Quizá los navegantes de Gotland, como hombres
duchos en el comercio sabían hacerse pagar también la escolta que diesen
en convoyes.
El caso es que sus caminos los llevaban a las ricas minas de plata de la
Alemania central pasando por los territorios al este del Elba poblados por
tribus eslavas.
A pesar de esas cualidades, hasta ahora no se ha descubierto ningún Wik
vikingo en Gotland. Probablemente los habitantes de la isla ganaron el
dinero y las riquezas, que en tan gran número confiaron a la tierra nativa, en
mercados extranjeros. Según los conocimientos actuales, Gotland ni
siquiera disponía de un puerto natural; durante los meses de invierno, los
viajeros varaban sus barcos en las lisas playas de arena de la isla, a ser
posible en las inmediaciones de sus viviendas.
Sólo en el siglo XII echó raíces como centro comercial Visby, en la costa
occidental de la isla. Desde un principio Visby miró a Alemania. Fue
lógico, por tanto, que se convirtiera en uno de los grandes centros de
intercambio del comercio hanseático.
Pero no sólo estos tres objetos espléndidos, sino otros muchos hallazgos no
tan singulares —antiguos bronces celtas, dados romanos de piedra, adornos
del Báltico oriental, cerámica del occidente de Europa e incontables
fragmentos de vidriería franca— confirmaron un comercio de grandes
dimensiones cuyo radio de acción llegaba desde el Himalaya hasta el
Atlántico. También el oro y la plata aparecieron en grandes cantidades en
las excavaciones de Ekerö: el oro, sobre todo, en forma de monedas de las
postrimerías romanas procedentes de Milán, Ravena, Roma y Bizancio;
plata, principalmente en dirhems árabes.
Como el florecimiento de Helgö coincide con la época de la poderosa
dinastía de reyes amantes del lujo, de Vendel y Upsala, es de suponer que
los comerciantes de la pequeña isla del lago Mälar no fueron los últimos en
proveer a los soberanos Svear con los deseados artículos de fausto y
esplendor y que la riqueza de estas estirpes se pagaba también con los
ingresos del comercio de Helgö.
Los hallazgos de Ekerö acaban en el siglo XI. Pero ya en el siglo IX
empiezan a escasear. Se perfila el auge de Birka.
el Kugghamn, en la punta norte de la isla. En este nombre los filólogos adivinan la palabra
Kogge, por lo que el Kugghamn habría sido el puerto de los frisones; el Korshamn, cuyo nombre
quizás es una deformación de Kornhamn; en él, por tanto, habría que ver el antiguo puerto para
granos (Korn = grano); y
la Salviksgropen, una dársena cuadrada artificial (hoy rodeada de tierra) cuyo nombre viene a
significar algo así como hoyo de comercio o de venta.
De un extremo al otro
ardía Hedby (Haithabu). Cruel
cólera de la lucha. Majestuosamente
aparecía la gran ciudad. Pienso que
Sven debió de enfadarse.
En el crepúsculo,
con los pies clavados en el suelo, vi como
altas llamas brotaban de los tejados.
Arroyo, puentes, camino de palos. La parte más vieja del asentamiento, que
puede fecharse de mediados del siglo VIII, estaba, como ya ha demostrado
Herbert Jankuhn, fuera del semicírculo, al sur de la tardía muralla pegada al
Noor. Hacia la mitad del siglo IX se forman, al parecer independientemente
entre sí, dos asentamientos más: uno al pie del castillo, el otro en la
desembocadura del arroyo que hasta hoy recorre el solar de las
excavaciones en dirección oeste-este.
En tanto que la aldea del Sur y el asentamiento del castillo
desaparecieron una y otra vez, el tercer asentamiento echó raíces. Desde
este germen de la ciudad antigua Haithabu se fue extendiendo sin pausa
durante el siglo IX, al principio en dirección oeste, luego también en la parte
sur, pero ésta nunca llegó a completarse del todo. A pesar de eso, Jankuhn
llega a la conclusión de que, mediado el siglo X, todo el espacio interior
delimitado por la muralla semicircular estaba densamente poblado; incluso
el cementerio, que sufrió nuevas ampliaciones, se hallaba en aquella zona.
Según Kurt Schietzel, que hoy administra el departamento de
investigación de la vida de los vikingos, en el Museo Nacional de
Schleswig-Holstein, la muralla delimitadora se erigió, como muy pronto, un
siglo después de empezarse la colonización. En ella, probablemente,
trabajaron varias generaciones. Un corte en la puerta septentrional reveló,
mediante el análisis con rayos X, no menos de nueve períodos de
construcción. La muralla, de dos metros y medio de altura, y que al
principio sólo era la línea de demarcación del mercado, estaba hecha de
tierra cubierta de césped, y en su cara anterior estaba revestida hasta la
mitad con planchas de madera. Su estructura no se modificó con los
añadidos posteriores, pero avanzó algunos metros, en su mayor parte hacia
los fosos superficiales, y en forma de artesa, que la rodean.
El asentamiento que se alzaba detrás creció lentamente a causa de su
tráfico privilegiado; fue un crecimiento paulatino pero constante. Influyó
poderosamente en eso la favorable situación del terreno que reunía todas las
condiciones para centro portuario y comercial. Las orillas se deslizaban
suavemente hacia el Noor, en el que dos lenguas de arena formaban un
embarcadero natural. El arroyo traía agua dulce en cantidad suficiente y el
seco suelo de arena proporcionaba un buen terreno de edificación sobre el
cual levantar tiendas de campaña y otros refugios de emergencia.
Las casas, que muestran un espléndido trabajo de carpintería, pero ni el
menor asomo de higiene y comodidad, eran de diversos tamaños, sobre todo
en Eldorado de los ricos comerciantes, que se alzaba inmediatamente junto
al Noor. La más amplia tenía una superficie de 7 por 17’50 metros, con lo
que alcanza las proporciones de una casa de campo de tipo medio. En la
«ciudad nueva», situada a Poniente, dominaba un tipo de casa de
emergencia de 3 por 4 metros de superficie y que, como las de los francos,
en Neuwied, junto al Rin, medio milenio más viejas, estaba embutida medio
metro en el suelo.
También las casas grandes en la «ciudad antigua» tenían sólo una
estancia. Su centro era, como en la casa de labor en el campo, el hogar,
formado por un cerco ovalado de piedra revestido con arcilla. El humo salía
por una claraboya. En Haithabu desconocían el lujo de las aberturas de las
ventanas. Por lo visto, incluso los ricos vivían en la oscuridad, enturbiada
por el humo, en sus casas de madera en las que la única fuente de luz era el
chisporroteante y humeante fuego del hogar.
Las bajas y estrechas puertas de las casas se abrían a un pequeño patio
delantero cercado por una valla de planchas que lo separaban de la calle,
mejor dicho, de un camino de unos 1’20 metros de anchura, hecho
cuidadosamente con palos y que cruzaba el arroyo, la arteria de agua dulce
de la ciudad. En el húmedo terreno ribereño se han conservado partes de los
puentes que cruzaban el arroyo, como asimismo restos de los senderos de
madera y piedra que unían las calles y las casas. Los campos eran algo más
anchos que las reducidas cabañas de madera de los habitantes, pero, en su
mayoría, tan largos, que en el corral había sitio para establos o cobertizos.
Allí se encontraban también los pozos, cuya profundidad no han podido
averiguar aún los arqueólogos, y con unos brocales de madera de una
anchura de ochenta centímetros.
En la «ciudad antigua» había algo que permitía reconocer la mano
ordenadora de la superioridad. Es de suponer que no existían hormas sobre
la forma y el tamaño de las casas, pero los hallazgos muestran que las
orillas del arroyo fueron fortificadas en el curso del tiempo y que a este fin
se derribaron diversos edificios, lo que hace suponer una intervención de la
autoridad en los bienes inmuebles.
Kurt Schietzel, quien en 1970 terminó las excavaciones que había
realizado por espacio de ocho años, durante los cuales se albergó en una
tienda de campaña transportable y con calefacción, deduce de eso que los
caminos, las empalizadas y los edificios se construían a lo largo de la línea
recta del arroyo canalizado y que esta disposición se muestra tanto en las
cercanías del arroyo como a lo largo de todas las fosas existentes en el
centro del asentamiento. Por eso sospecha que desde un principio estuvo
todo sometido a un claro plan de construcción, imputable quizás al rey
Göttrik.
Ya los trabajos realizados en 1953-54 indicaron la existencia de una
empalizada que protegía a Haithabu contra el mar. Pero, como han
demostrado nuevas investigaciones, no constituían una continuación de la
muralla semicircular, sino un arco independiente y más estrecho. En el agua
superficial no había dispositivos propiamente adecuados para la descarga.
Bastaba con algunas estacas a las que los comerciantes podían amarrar sus
barcos. Los arqueólogos también han descubierto restos de tales estacas
junto al Noor; su número permite sospechar que se trataba de una flotilla de
pequeñas barcazas que en las épocas de mercado anclaban delante de
Haithabu y descargaban sus mercancías.
Piedras, alfarería y vidrio del Rin. / Con los misioneros llega el vino. /
Telas frisonas, artículo cotizable de primera categoría. / La edad de la
plata del Norte. / La calderilla de los vikingos. / Pieles, «el veneno de la
ostentación». / Los curanderos compraban pieles de morsa. / El obispo
redime de la esclavitud a una monja. / La historia de Höskuld y de
Melkorka.
Piedras, alfarería y vidrio del Rin. Una pregunta importante queda aún por
contestar: ¿Qué ofrecían los comerciantes extranjeros que año tras año
aparecían con estrépito en los mercados entre Dorestad y Birka? ¿En qué
trataban? ¿Qué contenían los vientres de sus barcos?
La configuración de los barcos dragones de los vikingos y los kogge de
los frisones no permitía almacenar gran cantidad de mercancías. Por fuentes
escritas se sabe que Noruega proporcionaba pescado seco a Inglaterra,
Irlanda importaba cabezas de ganado, y Groenlandia cereales, pero
normalmente las bodegas de aquellos barcos transportaban cargas más
preciosas y de mayor valor. Por lo general el comercio de la época de los
vikingos era un comercio de lujo.
Naturalmente había excepciones. Una y otra vez, como en la época
romana, las canteras de basalto de Mayen del Eifel surtían al Norte de
piedras de molino, casi siempre listas para utilizar, aunque también se
enviaban a medio fabricar Rin abajo y por el mar del Norte. En cambio
Haithabu suministraba piedras sin terminar, también de Mayen. Sobre todo,
el centro comercial ubicado junto al Schlei parece haber sido el principal en
cuanto al comercio de piedras en el Norte vikingo.
La Renania franca también proporcionaba artículos de alfarería en
grandes cantidades, especialmente cerámica de cordones de las
manufacturas de las estribaciones de Colonia. En los hallazgos
arqueológicos, la producción de Badorf está representada por vasijas bien
conocidas a las que adorna un dibujo de ángulos rectos estampados. Esas
mismas excavaciones han proporcionado muchos fragmentos de ánforas
renanas con relieves y asimismo negras y brillantes jarras con
incrustaciones de finas hojas de estaño. De la cerámica moderna de
Pingsdorf, lo que principalmente llegó a los países escandinavos fue una
olla de dos asas de un tono amarillento y esmaltada, de color castaño, con
puntos y trazos distribuidos irregularmente.
El emporio comercial enclavado junto al Schlei era estación término
para los artículos de alfarería renanos. Según Herbert Jankuhn, desde
Haithabu, sólo ejemplares sueltos penetraron en los países nórdicos.
El comercio del vidrio renano alcanzaba más allá de Jutlandia. Las
tumbas de Birka, por ejemplo, han proporcionado a los museos suecos
numerosas copas cónicas de producción franca. También espejos y piezas
semiesféricas de cristal e incluso fragmentos de cristal de ventanas están
ricamente representados en los inventarios de Helgo y de Birka. Por el
contrario, los hallazgos de Haithabu son pobres en este aspecto, a pesar de
que la gran tumba-barco contiene un hermoso embudo de cristal
perfectamente conservado. Pero la parvedad de estos hallazgos se explica
fácilmente: es probable que en Haithabu hubiese una fábrica de vidrio que
volviera a fundir todo el cristal y vidrio de desecho.
Un artículo también muy solicitado en el Norte europeo eran los
adornos francos, sobre todo los del Oeste, que dieron a conocer en el mundo
vikingo un elemento formal de la Antigüedad, el motivo del acanto tan
apreciado por el renacimiento carolingio. Asimismo, las tumbas contenían
trabajos de orfebrería irlandesa y anglosajona, la mayoría de tipo religioso.
Pero debía tratarse de botín, de souvenirs que los belicosos hombres del
Norte traían de sus viajes de rapiña.
Con los misioneros llega el vino. También floreció el negocio de las armas.
Los talleres francos de Renania proporcionaban, por lo visto en número
considerable, las espadas con que los guerreros vikingos daban muerte, no
en último término, a los francos. Por ese motivo Carlomagno prohibió la
exportación de armas francas. Pero los astutos comerciantes dominaban ya
en aquellos tiempos el arte del contrabando y del enmascaramiento, y
exportaban, en lugar de las espadas completas, partes casi terminadas; de
aquí la combinación que se da con tanta frecuencia de hoja franca y
empuñadura nórdica.
La superioridad de las hojas renanas consistía en el arte del
damasquinado y en el empleo de una cavidad de acero que, por lo menos en
las espadas, hacía equiparable al acero de un tal Ulfberth con el de los
actuales cuchillos de acero. No se sabe dónde estaba el taller de Ulfberth,
pero el nombre está relacionado con la comarca del medio o bajo Rin.
Posiblemente vivía en Colonia, que con posterioridad, en la Alta Edad
Media, alcanzó fama continental como centro productor de armas.
Ya en el siglo X, Ulfberth abarcaba un mercado gigantesco. Hojas
marcadas con su nombre se han encontrado en Inglaterra y en Irlanda, en la
Prusia oriental y en el espacio báltico-finés e incluso en el curso inferior del
Dniéper. También por Ibn Fadlan sabemos que las espadas anchas y planas
de los comerciantes de Rus eran de tipo franco. En Haithabu sólo se ha
descubierto una hoja quizá procedente de los talleres de Ulfberth. Sin
embargo, Jankuhn opina que el comercio con las ojas de Ulfberth llegó más
allá del puerto sobre el Schlei.
Esta misma ruta tomó el vino del Rin, el vino en general; porque junto a
caldos renanos también otros borgoñeses y mediterráneos llegaban a las
costas del mar Báltico pasando por Dorestad y Haithabu. Que allí no sólo
refrescaban las gargantas de los guerreros vikingos y de los grandes
hombres, sino que también apagaban la sed de los monjes y de los enviados
de la fe y además servían para fines litúrgicos, se deduce del gran número
de cántaros frisones que se han hallado en Birka, sede central de la misión
sueca. También la historia de la viuda Friedeburg muestra que en la isla del
lago Mälar figuraba el vino entre los artículos de consumo de la vida diaria.
Todavía cabe mencionar aquí a un segundo testigo literario de la corona
como cronista del mercado. El monje Ermoldus Nigellus, residente en
Alsacia, se quejaba en 830 en una elegía al rey Pepino de Aquitania de que
los marineros vendían caro el vino y en cambio había gente que, rodeada de
vides, tenía que morirse de sed. Porque el padre Rin, allí en Alsacia,
producía tanto vino, que la buena gente de aquella faja de tierra estaba
borracha la mayor parte del tiempo, aunque no en tan gran número como
los vendedores frisones (además, la palabra kaufen = comprar, se deriva de
la latina caupo = tabernero).
Jankuhn supone que fundían monedas de plata árabes para acuñar monedas
propias, probablemente a favor de la autoridad, que con este procedimiento
enriquecía las arcas del tesoro.
Parece que esta costumbre decae en la época del dominio alemán,
aunque la total ausencia de monedas sajonas hace suponer que no eran los
emperadores otónicos quienes mantenían ocupados a los fabricantes
profesionales de monedas de Haithabu. La solución de este enigma aún
sería digna de una moneda conmemorativa.
Entre 980 y 990, la acuñación de monedas en Haithabu se extingue
silenciosamente. El centro comercial del Schlei tampoco aparece en la lista
de lugares en que Sven Barba de Tenedor mandó erigir casas de monedas
poco antes del final del milenio (aunque Haithabu, desde 983-84, había
vuelto a pertenecer al reino danés). La oleada de monedas anglosajonas que
por aquel tiempo inundó a toda Dinamarca llegó en tan escasa cantidad a
Haithabu como la afluencia de monedas alemanas de plata del Harz; hasta
ahora sólo se ha encontrado un único «pfennig sajón» dentro de la muralla
semicircular.
También Birka intentó dominar el arte de hacer dinero. Las tumbas del
siglo IX contienen numerosas imitaciones de sceattas anglosajonas, esas
monedas de plata conocidas desde el siglo VII y que durante la época de
Bonifacio circulaban en el continente y sobre todo en Frisia. Entre las
imitaciones realizadas en Birka, la más frecuente es el «tipo Wotan»; se
trata de una moneda cuya cara está ocupada por una barbuda cabeza de
hombre. Por aquel entonces su modelo tenía ya más de cien años de
antigüedad.
Pero aún más que el dinero de Haithabu, las acuñaciones de Birka
fueron un episodio transitorio. Comparadas con los dirhems árabes,
representaban poco más que un sistema monetario local. Al final también
en Suecia predominaron las monedas de la Europa occidental, acuñaciones
alemanas y anglosajonas sobre todo que, más tarde, en la época de la
Hansa, dominaron el mercado sin encontrar rivalidad alguna.
Herbert Jankuhn también se ha formulado la pregunta sobre el valor del
dinero. Ha intentado deducir conclusiones de los pocos datos conocidos
respecto a los precios en Irlanda, en Dinamarca y en Haithabu. Pero ha
obtenido muy escasos resultados.
Sin embargo, ha logrado establecer que hacia finales del milenio, por
quince ores de plata (casi dos marcos) se podía adquirir una vaca preñada.
Con marco y medio bastaba para comprar un esclavo vigoroso. Una esclava
de calidad media valía medio marco menos. Como sabemos por Rimbert, el
cual pudo libertar con su caballo a un prisionero, puede asignársele al
animal el valor de 200 a 300 gramos de plata.
Sin embargo, éstos son únicamente vagos puntos de referencia. Por lo
demás, también entonces regía la ley de la oferta y de la demanda, y, lo
mismo que ahora, había oscilaciones en la coyuntura y carestías. El nivel dé
los precios variaba, aunque desde luego no tan rápidamente como hoy, y,
como en todos los tiempos, los precios fijos eran un sueño inalcanzable de
los consumidores, tanto si se trataba de mercancías vivas o muertas.
Pieles, «el veneno de la ostentación». Y ahora hay que hablar de la oferta
de los vikingos. ¿Con qué pagaban los hombres del Norte el vino y los
adornos, las telas, la cristalería, la plata y todas las demás cosas
imprescindibles o superfluas que deseaban para la vida y para destacar una
posición brillante?
Con seguridad las pieles ocupaban uno de los puestos más elevados en
la lista de las ofertas nórdicas. Las pieles y los curtidos escandinavos
dominaban ya en la época romana, en aquel entonces llevados por
comerciantes germánicos que los transportaban al mercado continental
europeo. El aprecio de una noble piel que incluso servía de motivo de gozo
en el cálido Mediterráneo, no se modificó en nada tras el hundimiento del
imperio romano. Así, la Historia de los godos, escrita en el siglo VI por
Jordanis, habla de las valiosas pieles de los suecos que «por rutas
comerciales a través de una multitud de diversos pueblos… llegan a
Roma».
Medio milenio más tarde, el maestro Adam hablaba de las numerosas y
extrañas pieles que poseían los prusianos y los sambianos, «pieles cuyo
aroma ha extendido por el mundo el mortífero veneno de la ostentación»;
también hablaba de gente que «ansiaba tanto una piel de marta como la
bienaventuranza eterna», palabras un poco duras en boca de un sesudo
monje cristiano, pero que revelan que el ansia de hermosas y blandas pieles,
en su época seguía estimulando fuertemente el comercio Norte-Sur.
El principal país exportador de pieles era Suecia. También las regiones
polares de Noruega participaban activamente en el negocio. Según el bien
informado maestro de Bremen, había en el Norte, en el territorio de los
fineses, tanta caza, «que casi el país entero vivía de los animales del
bosque», de uros, búfalos y alces, martas blancas y osos blancos, que eran
los que más asombraban a Adam, porque le parecía increíble que pudieran
zambullirse en las aguas heladas del mar del Norte como ballenas jóvenes.
También los arqueólogos nórdicos han escrito un interesante capítulo
sobre el comercio de pieles. En las rutas entre los terrenos de caza, el
círculo polar y la isla de Birka en el lago Mälar, descubrieron numerosos
enterramientos que, por los objetos que contenían, mostraban
inequívocamente que se trataba de tumbas de cazadores: tumbas con puntas
de flecha y lanzas, hachas y grandes cuchillos y todo cuanto correspondía al
equipo de un «trampero nórdico».
De sus artículos más perecederos de caza y de comercio, sólo han
quedado excepcionalmente algunos jirones. Sin embargo, en las tumbas de
Birka, cuya importancia en el comercio nórdico de pieles está confirmada
por fuentes escritas, se encontraron otros indiscutibles testimonios de los
mercados invernales de pieles y, por cierto, tan sorprendentes como patines,
que en aquel entonces no eran de hierro, sino de pies de cerdos, de caballos
y vacas. «Algo achatados, dos veces agujereados para los cordones del
tobillo —dice Oxenstierna—, propios para las lisas autopistas de los lagos y
ríos helados en el rigor del invierno. Se comprende que los mercados
anuales de pieles —también en Gotland, que ante todo suministraba a la
Alemania central— siempre se celebraran concluida la temporada de caza
invernal», de forma que las preciadas mercancías pudiesen llegar a los
consumidores antes del comienzo de la primavera.
En Rusia se concentraba la actividad de los «grandes cazadores» en la
comarca de Perm. Su principal plaza de cambio junto al Volga era Bolgar,
una de las ferias más importantes del comercio de pieles en general, cuya
animación han descrito los viajeros árabes con mal disimulado gozo.
Al-Massudi vio allí, en la orilla derecha del Volga, muchos grandes
barcos cargados con negras pieles de zorro. Quien tenía suficientes dirhems
en el bolsillo también podía comprar «cebellina, ardilla gris, armiño, marta,
castor y liebres abigarradas». Y, naturalmente, los caudillos de los bárbaros
mostraban que no eran unos pobretones y se pavoneaban con sus gorros de
piel y sus gruesos abrigos delante de sus puestos.
En Haithabu debía ser poco más o menos igual. Según las noticias de
Adam, el Wik del Schlei era el centro de intercambio más importante para
las pieles procedentes de Sambia.
Asimismo, el informe de Ottar indica que los comerciantes de Haithabu
vivían en parte muy principal del comercio de pieles. La arqueología no
tiene nada que decir sobre este tema porque, excepto algunas pieles de
marta y de castor, las tumbas de Haithabu no contienen indicio alguno del
comercio peletero nórdico.
Los curanderos compraban pieles de morsa. Rastros mucho más claros han
dejado las vasijas de esteatita nórdica, material blando, incombustible y
fácil de trabajar que se extraía en las canteras del fiordo de Oslo. Con ella
se confeccionaban ollas, bandejas y vasijas que se extendieron por el sur de
Noruega, Jutlandia y la desembocadura del Elba. Skiringssal debió ser el
principal puerto de descarga, y Haithabu el principal centro de distribución.
También en la «tierra negra» de Birka se han encontrado claras huellas de
los talleres donde se trabajaba la esteatita. Pero probablemente esta
industria no llegó a la Suecia central.
Ya en tiempos de los vikingos, Suecia tenía fama como país del hierro.
Así, las investigaciones sobre los montones de escoria de Haithabu han
llevado a la sorprendente conclusión de que se trata de mineral procedente
del centro de Suecia. Con mucha probabilidad, el mineral de hierro era uno
de los artículos que figuraba más constantemente en la lista de mercancías
de un comerciante vikingo. Las doce hachas que hace algún tiempo se
descubrieron en la playa de Gjerrild, en el Este de Jutlandia, a buen seguro
estaban destinadas a la exportación.
Como hijos de un pueblo rico en lagos y en costas, los comerciantes
nórdicos ofrecían también abundantes «frutos del mar»: los arenques
ahumados, salados o secos eran uno de los artículos que los comerciantes
nórdicos más exportaban a Inglaterra. La caza del lobo marino
proporcionaba, además de piel, aceite y carne. Del mismo modo, la grasa de
ballena debía ser un artículo bastante apreciado para la exportación. En
cuanto a la piel de morsa, los curanderos ambulantes de los mercados
continentales la consideraban restos sagrados del legendario unicornio y
pagaban por ella enormes sumas. El señor Ottar de Halogaland honró a su
regio amigo Alfredo con un colmillo, ciertamente hermoso, de morsa,
regalo que le alegró muy regiamente.
La cesta de la compra de Ottar también contenía huevos, plumas y grasa
que le proporcionaban las colonias de aves marinas de las costas ricas en
arrecifes. Los comerciantes de Islandia y de Groenlandia negociaban
incluso con pájaros vivos: los gerifaltes, que, en la Edad Media, se
consideraban como los mejores y más inteligentes halcones de caza. En
general se consideraba al halcón blanco con manchas negras de
Groenlandia como el rey de las aves rapaces. Pero todo esto aparece como
al margen de la oferta de los vikingos. El objeto de comercio más
importante de los negociantes nórdicos era una mercancía viva de clase
especial: los vikingos eran los mayores tratantes de esclavos de su época.
CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO
Los países del Sol de medianoche. El primero que descubrió para los
pueblos de Europa el mundo áspero y pobre del extremo Norte fue el
antiguo geógrafo y matemático Piteas. Este griego, que vivía en Massilia, la
actual Marsella, emprendió alrededor de 330 a. de J. C. (en los tiempos de
Alejandro Magno) un viaje lleno de molestias y realmente muy peligroso,
que lo llevó por España y Bretaña a la legendaria ultima Thule, aquella isla
al borde del mundo con la que quizá se designaba a Islandia, o tal vez a
Groenlandia. Desde allí llegó a la Noruega central y, finalmente, a las aguas
del golfo alemán, desde donde emprendió el viaje de regreso a Massilia.
Piteas describió su arriesgada expedición en un libro titulado Del océano,
cuyo contenido la posteridad sólo ha podido conocer por medio de otros
autores.
Aproximadamente trescientos años más tarde, el escritor romano nacido
en España Pomponio Mela se atrevió a presentar una descripción del mundo
entonces conocido. Entre los que le proporcionaron materiales se
encontraba también Piteas. En esta temprana descripción latina de la Tierra,
cuya falta de originalidad se esconde tras un lenguaje excesivamente
adornado, surge una bahía que él llama Sinus Codanus y en ella una isla
cuyo nombre de Codanovia hace adivinar la que Plinio el Viejo llamó
Scandinavia. La palabra significa algo así como «isla de los daños» y se
refiere especialmente a los bancos de arena de Skanor en Schonen, que por
aquel entonces habían sido la ruina de muchos navegantes.
Muchísimo más exacto y conciso se expresa, cien años más tarde, el
historiador romano Cornelio Tácito en el capítulo XLIV de su Germania,
exposición muy citada que hasta hoy constituye el fundamento literario de
la historia nórdica. En ella dice:
«A esto sigue, situada ya en el océano, la comunidad de los sujones
(esto es, de los suecos), que no sólo son fuertes por sus hombres y sus
armas, sino también por su flota. Los barcos se distinguen por su forma de
los usuales hasta ahora, ya que, tanto en la popa como en la proa, tienen un
codaste y están siempre dispuestos para tomar tierra. No llevan velas ni
tienen remos fijos a los costados. Los remos están sueltos y se pueden
trasladar de un costado a otro, según exija la situación.
»Entre ellos se honra también la riqueza y por eso hay uno solo que
manda sin limitación de ninguna clase y con derecho a una obediencia
absoluta. Las armas no se encuentran como entre los demás germanos en
manos de todos, sino que están encerradas, custodiadas por un vigilante, y
éste es un esclavo. El océano impide los ataques por sorpresa de enemigos,
y además hombres armados ejercen vigilancia. Desde luego va en interés
del rey que no sea un noble ni un libre ni un liberto el que se cuide de
vigilar las armas.»
Todavía cincuenta años más tarde, el famoso Ptolomeo de Alejandría —
un sabio cuyo sistema del universo determinó la imagen europea del mundo
durante milenio y medio— se ocupaba de la geografía del Norte de Europa.
Su panorama comprende al este de Jutlandia cuatro islas Skandia: tres más
pequeñas en las que con un poco de fantasía pueden reconocerse las islas
danesas, y otra mayor que él sitúa en la desembocadura del Vístula.
Conoció también los nombres de algunos pueblos que vivían en Skandia,
los de los tapones, por ejemplo, pero también los de los Gauten o Göten, los
antiguos godos, por tanto.
Que los godos veneraban en estos Gauten a sus antepasados, lo ha dicho
también Casiodoro, el canciller de Teodorico el Grande o, más exactamente:
el godo Jordanis, a quien hemos de agradecerle un resumen de la perdida
historia de los godos de Casiodoro, la llamada Getica. Jordanis cita tas
treinta tribus nórdicas: la de los finni-scerefennae y de los suetidi o suehans,
los alogii y los raumi, los arothi y los eunixi y como quiera que se llamen
los demás. Tiene noticias del Sol de medianoche y sabe describir tas
interminables noches invernales llenas de hielo. Ataba los rápidos y
resistentes caballos y los preciosos vestidos de pieles de los suecos y
comenta con algún asombro que no se dan cuenta del valor de sus
envolturas de abrigo. Asimismo ensalza la alta estatura de los pueblos
nórdicos, su valentía y su gusto por la guerra y la aventura.
Sin embargo, el más interesante, breve y sobrecogedor reportaje sobre
los usos, costumbres y forma de vida del Norte europeo fluye de la pluma
del historiador bizantino Procopio: aquel Procopio que tan certeramente y
con tanto conocimiento ha descrito la decadencia de los godos en Italia. El
informe del bizantino, que, como consiliarius y assessor de Justiniano,
acompañó al general Belisario en sus campañas, se encuentra en el relato
sobre una delegación que los hérulos germánicos establecidos entre el
March y el Theis enviaron a sus primos escandinavos. Según Procopio: a la
lejana Thule, que él afirma que era «diez veces mayor que Bretaña».
«Pero allí ocurre todos los años algo maravilloso: aproximadamente en
el tiempo del solsticio de verano hay cuarenta días en que el Sol no se pone,
es visible en todos los momentos sobre la superficie de la Tierra. Seis meses
más tarde no se ve el Sol en absoluto, reina la noche perpetua, cosa que allí
oprime mucho a los hombres… Cuando han transcurrido treinta y cinco
días de oscuridad invernal, algunos hombres suben al pico de una montaña
y tan pronto ven allí al Sol, les comunican a los hombres del valle que
dentro de cinco días volverá a lucir. Después de este alegre mensaje, celebra
el pueblo una fiesta, la mayor fiesta del año.
»De los habitantes de la isla sólo un pueblo vive al borde de los
animales salvajes, son los que andan sobre aletas. Éstos no llevan vestidos
ni zapatos, no beben vino y no toman ningún alimento del campo. Tanto los
hombres como las mujeres se dedican exclusivamente a la caza, devoran la
carne de los animales muertos y se visten con las pieles de los mismos.
Todos los demás habitantes viven como personas corrientes. Pero rezan a
muchos ídolos y espíritus del cielo, del aire, de la tierra y del mar y creen
que hay toda clase de seres divinos en las fuentes y en los ríos.
»A los dioses les llevan constantemente ofrendas, y también a los
muertos. Consideran como mejor víctima al hombre que haya sido el
primero en ser hecho prisionero en una guerra. A éste lo sacrifican al dios
de la guerra, al que consideran como su dios máximo. Pero no se contentan
con sacrificarlo; también ocurre que lo cuelguen de una estaca, que lo
arrojen a un zarzal o lo maten de otra manera cruel…»
Hasta aquí, Procopio, cuyo cuadro lleno de colorido es una mezcla
prodigiosa de poesía y verdad que todavía nos transmite del modo más
certero las representaciones que el mundo antiguo tenía del Norte europeo.
los Annales regni Francorum, que sobre todo dan noticia exacta de los asaltos daneses de los
años 828 y 829;
los Annales Fuldenses, que prolongan hasta 901 los anales del reino en la parte este de
Franconia y cuyos autores, los monjes Rodolfo y Meginardo, escribieron un cuidado libro sobre
los desmanes de los vikingos;
los Annales Xantenses, cuyo autor principal, el clérigo Gervaldo, anteriormente bibliotecario
palatino de Ludovico Pío, fue, en 864, testigo presencial de la destrucción de Xanten por los
hombres del Norte y describió con pluma estremecida los horrores de estos actos de piratería;
los Annales Bertiniani, continuación de los anales del reino franco del Oeste, cuyos
renombrados autores, el obispo Prudencio de Troyes y el arzobispo Hinkmar de Reims, gracias a
su posición en la corte, podían exponer, además de los secos hechos, el cuadro interior de las
luchas con los vikingos; y
los Annales Vedastini, que completan los relatos más o menos «oficiosos» bertinianos y
especialmente suministran muchas luces interesantes sobre el gran panorama catastrófico de los
años 874 a 900.
El poeta Al Gazal acompañó a mediados del siglo IX a una embajada del califa español
Abderramán II a Escandinavia; desgraciadamente no anotó fechas ni nombres de lugares, por lo
que no se puede saber exactamente adónde lo llevó su viaje, omisión esta que sólo
imperfectamente está compensada por la minuciosa descripción de un episodio de amor que por
lo visto vivió con una reina nórdica;
el tratante de esclavos judío Ibrahim ben Yacub llegó en 973 desde Wismar a Magdeburgo,
donde fue recibido en audiencia por el emperador Otón el Grande, siguió viajando luego hasta
Praga y más tarde recogió sus impresiones en un informe para el califa de Córdoba;
el comerciante At-Tartuschi, asimismo residente en el califato español, en un viaje por
Alemania, que lo llevó entre otros sitios a Soest, Paderborn, Merseburgo y Fulda, estuvo también
algunos días en el emporio comercial vikingo de Haithabu y trajo de allí, además de mercancía
humana, que probablemente era lo que más le interesaba, algunas experiencias reveladoras de
índole cultural e histórica.
el Libro de Islandia de Ari Thorgilsson, que alrededor de 1130, como primer autor medieval,
puso por escrito la historia de su patria en la lengua del país;
el Libro de la toma de la tierra, escrito hacia 1200, que relata la historia de la colonización de
la isla y transmite más de 400 apellidos de la primera generación de inmigrantes; y
las Sagas de Islandia, relatos en prosa de autores anónimos del siglo XIII, dedicados
principalmente a los destinos de familias y héroes sueltos.
La prosa y las canciones de los Eddas. Los rastros de las poesías de los
Eddas se encuentran primeramente en Noruega, donde tienen un temprano
florecimiento en las canciones de Bragi el Viejo, como sabemos por la
biografía de Ansgar escrita por Rimbert. Fueron escritas en la primera
mitad del siglo IX. Al final de este siglo se formó en la corte de Harald
Cabellos Hermosos una famosa escuela de cantores que gracias al favor real
disfrutó de ventajas materiales. Cien años más tarde, un tal Eyvind recopiló
toda la herencia poética de sus predecesores con muy poco éxito, porque le
llamaban el destructor de la poesía.
Pero en aquel tiempo Noruega ya había cedido el mando en este aspecto
a Islandia. La isla del Atlántico Norte, azotada por las tormentas, a finales
del milenio ya hacía tiempo que se había convertido en la sede de la poesía
de los bardos. Las historias de la literatura nórdica realzan, junto a las
canciones del cantor Gunnlaug Lengua de Serpiente y de Sigvat
Thordarsson, sobre todo la obra de Egill Skallagrimsson, quien después de
una vida inquieta de guerrero (cantada en la saga de Egill) conquistó un
puesto de honor en el cielo de los bardos con dos grandes epopeyas en
verso: una movida y dramática canción que compuso en la corte de Erik
Hacha de Sangre, valiéndose de un antiguo modelo, y una conmovedora
poesía sobre la muerte de su hijo más joven. Aunque es fuerte en su
apasionamiento y en su impulso vital, en ambos poemas muestra Egill
Skallagrimsson una maestría formal que lo convierte en el gran virtuoso del
estilo bardo.
A este estilo bardo, Brondsted lo caracteriza como «un arte propiamente
sometido a reglas rígidas, complicado y lleno de adornos», que es
equiparable a los retorcidos ornamentos de los objetos decorativos vikingos.
Brilla con artísticas metáforas y extrañas comparaciones que llegan a ser
totalmente ininteligibles. Estos arabescos en las descripciones, llamados en
el lenguaje erudito kenningar, muchas veces, más que narrar la acción, la
envuelven en una superabundancia barroca.
Nuestros conocimientos de los laberintos artísticos de la poesía barda
del Norte descansan principalmente en dos grandes colecciones que están
adornadas con los muy famosos nombres nada explicativos de Edda: la
Prosa-Edda de Snorri Sturluson y las más antiguas Canciones-Edda que
durante mucho tiempo se atribuyeron a Saemundo el Sabio.
Si bien la Snorri-Edda empieza con un diálogo expositivo de tema
mitológico, en esencia se trata de un manual para adeptos al arte del canto,
una iniciación en los difíciles ejercicios de la poesía nórdica, que con sus
numerosas citas, sus comentarios sobre los giros más usuales y su
enumeración de las formas de versificar, han permitido a los historiadores
de la literatura el acceso a la poesía increíblemente complicada de los
cantores.
Las Canciones-Edda son por su parte la Biblia de las representaciones
religiosas germánicas del Norte. Los treinta mitos versificados que un
recopilador desconocido juntó en la segunda mitad del siglo XIII esbozan
aquel cuadro visionario del mundo en el que aparece el universo vikingo
como una gigantesca trinidad cósmica: con Asgard, la resistencia de los
dioses; Midgard, el campo de batalla de los hombres, y Hel, el reino de los
muertos. Cierto que alborea ya sobre los mitos de las Canciones-Edda, que
por cierto fueron escritas dos siglos después de la cristianización, la «pátina
de lo añejo» y el recuerdo esclarecedor, pero indudablemente reflejan de
modo exacto el mundo de las representaciones religiosas de los vikingos y
además en las más diversas variantes, desde las sublimes hasta las ridículas.
Para citar sólo algunos ejemplos,
la epopeya Völuspa cuenta una de las más coloristas y espectaculares óperas de dioses y de
concepción del mundo que existen en la literatura mundial;
la Canción Hymir canta las azarosas luchas de Thor con los gigantes enemigos;
el Viaje a Hel de Brynhild describe la muerte de una heroína en forma de una balada lírica;
el Poema Rigthula se complace en numerosos episodios eróticos que sazonan el viaje por la
Tierra del dios Heimdall; la Trymskvida y la Lokisenna cuentan historias de dioses de una índole
bastante escabrosa;
las Vafprudnismal, Grimnismal y Havamal pertenecen, según los conceptos modernos, a la
literatura práctica e instructiva.
la serie rúnica «usual» que se extendió por las islas danesas y por Escania, en el oeste de Suecia y
en el este de Noruega;
las runas sueco-noruegas que dominaron en la Suecia oriental, en el sur y en el oeste de
Noruega y en las colonias de Noruega en Europa occidental;
el alfabeto Helsinge, que se aclimató también en el norte de Suecia y que constituía una
especie de escritura secreta formada por el abandono de la barra principal de cada runa.
El tapiz de Bayeux. Entre los intentos de los pueblos nórdicos por explicar y
representar plásticamente su mundo, figura también el tapiz de Bayeux,
obra que pertenece por igual al arte y a la propaganda política.
Las imágenes del tapiz de Bayeux bordadas con abigarradas hebras de
lana sobre una tela de setenta metros de longitud y cincuenta centímetros de
altura, describen la conquista de Inglaterra por los normandos en una
sucesión de escenas que desfila ante los ojos del espectador como una
especie de reportaje cinematográfico. Los tapices de esta clase no eran
insólitos en aquel tiempo. Destinados a un público que no sabía leer ni
escribir, tenían como misión conservar ópticamente los grandes
acontecimientos de la época y al mismo tiempo presentar una versión
oficiosa al mayor número posible de personas.
También este tapiz, tejido por encargo de Guillermo el Conquistador y
destinado al ornato de la nueva catedral de Bayeux consagrada en 1077, ha
sido durante siglos algo parecido a una autoridad pública, que (junto con los
relatos en prosa de los dos historiadores cortesanos Guillermo de Jumièges
y Guillermo de Poitiers) interpretaba dócilmente la invasión normanda de
Inglaterra. A pesar de eso, los historiadores han concedido un alto grado de
autenticidad al tapiz de Bayeux. Aunque indudablemente se trata de una
obra de encargo, la sucesión de escenas alcanza un nivel considerable; no se
hunde en la leyenda ni en una polémica contra el vencido Harold, a quien,
por el contrario, incluso se le conceden honores reales.
El precioso tejido contiene setenta y tres cuadros, algunos de los cuales
están adornados con bordes que contienen figuras de la leyenda y de la
fábula. Las escenas sueltas forman una secuencia destinada a exponer el
dramatismo del enfrentamiento entre el duque Guillermo y su «vasallo»
Harold. También la lacónica concisión y las palabras impresionantes de los
pies explicativos («Aquí el duque Guillermo manda construir barcos»;
«Aquí se celebra un banquete»; «Aquí el obispo Ode empuña una
cachiporra») permiten conjeturar el cordial entusiasmo con que los
desconocidos creadores de este tapiz aprovecharon el material histórico.
Pero también el historiador de la cultura aprovecha los datos que le
proporcionan estas imágenes que estilísticamente proceden de la escuela de
Canterbury, porque el tapiz muestra también en sus detalles una
extraordinaria familiaridad con el tema objeto de la exposición. Por
ejemplo, permite una ojeada instructiva sobre la vida cotidiana del ejército
normando de invasión. Así aparecen en el ilustre tapiz más de doscientos
guerreros portadores de armas: hombres con picas, lanzas, hachas, espadas
y cachiporras, con yelmos, escudos y armaduras, soldados a caballo y en
barco, en lucha y en descanso, forrajeando y comiendo.
El tapiz transmite también una visión ricamente coloreada de la
vestimenta de los personajes, desde el ondeante manto del rey hasta el
jubón germánico de los carpinteros y de los grumetes. Sólo es reducida la
contribución en cuanto a la moda femenina. Por desgracia, el sexo débil
sólo está representado tres veces en los cuadros militares, con rollizas
matronas envueltas en amplios vestidos que les velan las formas.
Pero esta carencia los científicos han podido suplirla con otro tapiz que
se ocupa del mundo de los vikingos: el tapiz Oseberg de Noruega. También
representa un espectáculo bélico cuyo significado aún se discute, también
abunda en aditamentos decorativos y es como un muestrario en el que
aparece incluso algún que otro broche de armas vikingas. El elemento
femenino no está representado con demasiada exigüidad. A pesar de que el
tapiz sólo tiene veinte centímetros de altura, constituye uno de los tesoros
más valiosos en que se ha eternizado el mundo vikingo.
La ciencia tiene finalmente que reconocer un valor documental a las
obras de los tallistas y de los autores de obras de arte decorativo, por
ejemplo, a las pequeñas figuras de plata de las valkirias que se cuentan
entre las grandes atracciones del Museo Nacional Sueco en Estocolmo:
valkirias a las que el desconocido creador, sin preocuparse de sus funciones
divinas, ha cubierto con los vestidos corrientes de las damas vikingas.
El tapiz de Oseberg procede de la famosa tumba-barco del mismo
nombre y ha sido restaurado tan inteligentemente que puede aspirar al
honor de contarse entre los documentos históricos. También las valkirias de
plata lograron conservarse, parte en tumbas, parte en tesoros escondidos.
Con ello tenemos la tercera fuente de información que nutre nuestros
conocimientos del mundo vikingo: la arqueología, cuyos resultados pueden
compararse con los datos escritos y plásticos, llegando incluso a superarlos
en muchos aspectos.
Dibujos:
Página 34, 61, 64, 215, 249, 308, 333: DIE WIKINGER, editorial Burkard
Ernst Heyer, Essen, por amistosa autorización de la editorial Tre
Tryckare, Cagner & Cia., Göteborg.
Página 190: Klindt-Jensen, WELT DER WIKINGER, editorial Umschau,
Francfort.
Página 330, 346: Oxenstierna, DIE WIKINGER, W. Kohlhammer
editorial, Stuttgart.
RUDOLF PÖRTNER nacido en 1912. es uno de los historiadores más
brillantes de su generación, formado en las universidades de Marburgo,
Berlín y Leipzig. El autor logra cuajar una obra de historia viva de la
cultura y de la civilización de un pueblo que, desde el Volga a Terranova y
desde el cabo Norte hasta el África septentrional, ha dejado una profunda
impronta en la aventura de la humanidad.