Bicudo
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Rudolf Pörtner
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Título original: Die Wikinger-Saga
Rudolf Pörtner, 1971
Traducción: Mariano Orta Manzano
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PRÓLOGO
¿Es oportuno un redescubrimiento del mundo de los vikingos? ¿No se ha cantado,
descrito y celebrado lo suficiente el estallido nórdico como intencionadamente se ha
llamado a la irrupción de los pueblos escandinavos en la vida y en la historia del
continente? ¿No basta ya de evocación de héroes, detalle de costumbres y altivez
racial con lo que nos han proporcionado las décadas de los años veinte y treinta de
este siglo?
Estas preguntas son justas. Pero un tema no pierde valor por el hecho de que
durante generaciones se haya tratado sin el necesario distanciamiento crítico, antes al
contrario, con una excesiva carga de sentimentalismo y de compromiso ideológico.
No cabe apartar, pura y simplemente, a estos vikingos a un lado. Se les puede odiar o
amar, incluso discutir con ellos o dejarse fascinar; lo que resulta imposible es
olvidarlos. Sus huellas son indelebles. El que desde un principio su destino haya
consistido en suscitar encontrados sentimientos no facilita en absoluto tratarlos con
justicia.
Los monjes cristianos los creyeron encarnaciones del diablo. Cronistas de
conventos e iglesias presentaron a estos pueblos y tribus nórdicas como monstruos y
lobos furiosos. Alrededor del 800 salieron del anonimato en que vivían dentro de la
historia y, durante tres siglos, los vikingos recorrieron los mares y las tierras de
Europa, que supo de su temperamento y del estallido de su fuerza. Y con esos
epítetos de monstruos y lobos se vengaban de que estos enviados del infierno
perturbaran su bien asentada paz y despreciaran su bienestar. Y, como se sabe, esos
juicios se han repetido una y mil veces, hasta que un día la moda obligó a afirmar lo
contrario.
Los apasionados panegiristas de lo nórdico transformaron los monstruos en
héroes, los honraron con la orden y el distintivo de honor de la auténtica existencia
germánica y los hicieron, metafóricamente, galopar con el corcel de ocho patas de
Odín por su imaginaria ópera de la historia. De esta suerte el sobrio gris del Norte se
convirtió en una niebla mitológica en que se entremezclaban sus representaciones de
raza, ética de señores y asentimiento popular, todo ello con un jactancioso despliegue
de palabras pseudocientíficas (que por lo demás nada tenían que ver con el duro y
añoso lenguaje de las sagas nórdicas).
Éste fue el motivo de que los vikingos tengan hoy mala prensa, porque, como
mínimo, pesa sobre ellos la fatal maldición de verlos como modelos de aquellas
«bestias rubias» cuya crianza llegó a ser cosa hecha y bien programada. Por el
contrario, en novelas históricas y libros para jóvenes viven como aventureros libres
de compromisos y audaces descubridores. Hollywood llega al extremo de construir
toda una flota vikinga y, para amortizarla, cual una oceánica película del lejano
Oeste, rueda un filme tras otro en los cuales la Antigüedad nórdica degenera hasta
convertirse en una novela por entregas y vanos espectáculos de opulencia.
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Al margen de todas estas simplificaciones, en los últimos decenios, historiadores,
arqueólogos y filólogos han investigado a conciencia el mundo de los vikingos y
obtenido de sus trabajos una incalculable cosecha de experiencia, puntos de vista y
nuevos conocimientos.
Resultado, ese mundo era esencialmente distinto de como se solía presentarlo.
Nada tiene que ver con imágenes estereotipadas. Muestra, por el contrario, una
riqueza y una profusión de vida como apenas se sospechaba tras la iluminada fachada
de la historiografía de aceptación corriente. Y posee un enorme peso histórico. Es una
parte integrante de la historia europea, aunque su peripecia exterior parezca
meramente episódica.
Los vikingos eran sobrios campesinos que vivían de las exiguas cosechas de sus
yermas tierras y conformaban su existencia según las enseñanzas de sus mayores.
Pero crearon el universo mitológico más lleno de fantasía después de la
Antigüedad clásica y su poesía, de insospechados reflejos y giros de una increíble
complicación, se ajusta a reglas extremadamente severas. Luchaban constantemente
entre sí y se atrevían contra lo divino y lo humano, pero obedecían sin paliativos su
antiquísimo código moral, cuya última instancia era la estirpe.
Construyeron los mejores y más rápidos barcos de su época, clíperes oceánicos
que, sin embargo, podían varar en lisas playas de arena y con ellos cruzaban sin
descanso mares y lagos como jinetes sobre desiertos y estepas. Asolaron las costas de
Europa, extorsionaron de los pueblos del continente enormes sumas de dinero y
penetraron profundamente en sus países. Asaltaron ciudades y monasterios, castillos
y caseríos, arrasaron, saquearon y rapiñaron todo cuanto les parecía útil y
conveniente: oro y joyas, paños de altar y espadas, objetos litúrgicos y hermosas
muchachas. Pero también fueron colonizadores expertos. Se aposentaron en las islas
atlánticas, poblaron Islandia y Groenlandia y, quinientos años antes que Colón,
pusieron pie en suelo americano.
Sostuvieron largas guerras contra el reino de los francos y los reinos
anglosajones, fundaron estados filiales en el Mediterráneo, crearon el imperio de
Kiev, en Rusia, formaron parte de la guardia personal de los emperadores romanos de
Oriente y su poderío se hizo sentir del Volga a Terranova, de Islandia a Sicilia, de
Birka a Bizancio. Astutos comerciantes, se encontraban a sus anchas en todos los
mercados de Europa, verdaderos hombres de negocios, que incansablemente trataban
y cambiaban con monedas árabes, francas y anglosajonas. Sus artesanos fabricaban
vasijas y herramientas cuyo impecable funcionalismo no se ha superado. Y en los
talleres de los forjadores y tallistas laboraban artistas de cuyas formas siguen
viviendo los actuales diseñadores nórdicos.
En una palabra: poseían un colosal radio de acción. Su naturaleza virgen, intacta,
les dejaba muchas fuerzas libres. Lo heroico no constituía el elemento medular de su
vida.
Eran de todo un poco: campesinos, descubridores y colonizadores. Los más
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audaces navegantes y los guerreros más temidos de su época. Piratas y comerciantes.
Héroes, tratantes y embaucadores. Aplicados artesanos e inteligentes organizadores.
Sanguinarios y artistas geniales. Guerreros furibundos y fríos calculadores.
Individualistas a ultranza y despreciadores del estado, pero obedientes hijos de su
estirpe.
El presente libro se esfuerza en ser justo con la multiplicidad de facetas de sus
vidas y de sus talentos. Ha querido borrar tanto la imagen de exacerbado pirata
pintada por los monjes medievales como la apostura de Sigfrido del tópico racial.
Pretende alejarse del mitológico azote del Norte, de las descabelladas aventuras de la
trivial literatura histórica, de los musculosos superhéroes de las películas en color de
Hollywood, para presentar una visión objetiva de lo que hoy sabemos del
contradictorio mundo de los vikingos, tan rico en tensiones.
En este intento, el autor se ha dejado guiar por el propósito de ser tan exacto,
objetivo y desapasionado como le sea posible. Pero también sabe que nuevas
cuestiones y nuevos conocimientos lo cambian todo constantemente y lo presentan
bajo una nueva luz; y que cada generación ha de elaborar de nuevo «su» historia y
que siempre habrá historias «por escribir». Eso es lo que se ha intentado aquí. La
acción de los poderosos y del estado se enfrenta una y otra vez con la descripción de
las estructuras sociales, espirituales y económicas. Los personajes principales de este
libro no son los grandes héroes de la época de esplendor nórdica, sino la gente
sencilla. El propósito de este redescubrimiento del mundo nórdico ha consistido en
rastrear, tras el estallido de la fuerza, las guerras y el entrechocar de armas de la
época de los vikingos, a esos hombres desconocidos.
Con ello el autor espera haber contestado a las preguntas que se formulan al
principio.
RUDOLF PÖRTNER
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PRIMERA PARTE — LOS ORÍGENES
CAPÍTULO PRIMERO
EL ASALTO A LINDISFARNE
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A los cincuenta años de su fundación, Lindisfame ya estaba considerada como
centro de la cultura monacal celta de Northumberland, como morada de la fe, del arte
y de la enseñanza, famosa sobre todo por su escuela de copistas, cuya obra más
conocida, el Evangeliario, compuesto alrededor del 700, se cuenta entre las
creaciones más hermosas de los primitivos copistas medievales; un siglo más tarde, la
fama del monasterio de Lindisfame había llegado incluso al continente, donde su
reputación casi igualaba a la de Lorsch y Echternach, a la de Fula y la de Reichenau.
No, los piadosos monjes de Lindisfarne carecían de motivos para temer a las
naves desconocidas que, mientras tanto, habían llegado a las aguas costeras poco
profundas, a orillas de la isla.
Pero de súbito les vino el infierno encima. Los tripulantes de los barcos pusieron
pie a tierra, y gritando espantosamente, al tiempo que blandían hachas y espadas, se
precipitaron contra los indefensos monjes que les salían al encuentro llenos de
confianza, los derribaron al suelo, «los asesinaron, se llevaron a algunos,
arrastrándolos con cadenas, los despojaron de sus ropas y cubrieron de burlas
ignominiosas y a más de uno ahogaron en el mar». Tampoco los criados del
monasterio se libraron de la carnicería. Incluso las mujeres fueron asesinadas o
«conquistadas a filo de espada» (como, con desenvuelta expresión, se dice en un libro
sobre los vikingos publicado en 1928 y cuyo autor, confiesa sin rebozo, «tardó…
cinco semanas en escribir, casi literalmente sin respirar»).
Ávidos de botín, los desconocidos guerreros robaron todo cuanto no estaba sujeto
con pernos y clavos. Saquearon el tesoro de la iglesia, hollaron los lugares sagrados,
derribaron los altares, destruyeron la biblioteca del monasterio, se apoderaron del
contenido de bodegas y graneros, mataron en los pastos vacas y ovejas y prendieron
fuego a todos los edificios.
Vociferantes y ebrios de triunfo, regresaron a sus barcos, que adornaban con
mascarones en forma de dragón, y desaparecieron. Atrás sólo quedaban escombros
humeantes, playas empapadas en sangre, una isla desierta: un lugar de horror y
desolación.
Con tales tonos describen los relatos contemporáneos, sobre todo la Crónica
anglosajona, la destrucción de la abadía insular de Lindisfarne. Con el ingenuo estilo
de su tiempo, que acepta toda clase de maravillas, narran que al espantoso asalto
precedieron innumerables signos extraños e inquietantes. Terribles tormentas
descargaron sobre la isla de San Cutberto, huracanes desatados arrancaron de cuajo
árboles y arbustos, alados dragones de llameantes fauces volaron sobre la isla
solitaria y, en tiempo de Cuaresma, cayó una lluvia de sangre sobre el tejado de la
iglesia de San Pedro, en York.
Pero, según todas las apariencias, los sucesos de Lindisfarne se ajustan a la
verdad. Un relieve de piedra, a buen seguro erigido después de la tropelía, confirma
lo escrito. A un lado muestra, bajo una cruz que domina todo el relieve, a dos
hombres arrodillados; sobre ellos el Sol, la Luna y la mano de Dios, símbolo de la fe
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y de la vida cristianas; al otro lado, una desenfrenada banda de guerreros, hombres de
atlética constitución, vestidos con estrechos pantalones y blusa semejante a un jubón,
enarbolan hachas y espadas.
El asalto a Lindisfarne, que, como una marca al fuego, señala y alumbra el
comienzo de la era de los vikingos, se repite incontables veces. Las crónicas de los
años siguientes están llenas de parecidas descripciones de fechorías cometidas por los
violentos hombres del Norte.
Todas estas acciones eran parecidas entre sí como un barco vikingo a otro. Las naves
con mascarones en forma de dragón surgían inesperadamente y, antes de que fuera
posible organizar la defensa, sus adiestradas tripulaciones saltaban a tierra, mataban a
todos cuantos se les ponían al paso, violaban y arrastraban a muchachas y a mujeres
jóvenes, y llenaban de botín las bodegas del barco. Luego se hacían otra vez a la mar.
A las pocas horas del asalto habían desaparecido de la vista de los supervivientes.
No había ningún medio para prevenir u oponerse a este tipo de piratería, contra
estos actos de terror y de codicia (que sólo algunos historiadores nórdicos han
calificado de «operaciones de avituallamiento»). La impotente cólera de los que
escapaban con vida no causaba mella alguna a los temerarios bandidos. Las
devastaciones que tras de sí dejaban se ahogaban en el indiferente oleaje del océano,
en el que se perdían rápidamente los rubios guerreros llegados del lejano Norte.
¿Quiénes eran estos rubios guerreros del Norte, estos vikingos que, allá por el
800, empezaron a inquietar a los pueblos y comarcas de Europa y que durante dos
siglos y medio habían de amenazar de un modo constante las costas del continente?
¿Dónde vivían? ¿Qué les empujaba al mundo?
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Vikingo significaría, por tanto, comerciante y tratante o, expresado algo
sumariamente, «gente de asentamiento»: una opinión que defiende con energía, ante
todo, el filólogo noruego Sophus Bugge, el editor del Edda. Análogamente el sueco
Elis Wadstein, partiendo también del latín vicus, identificó a los vikingos como
«habitantes de ciudades». Señaló que coincidía con esta hipótesis sliaswic, el viejo
nombre de Schleswig, la ciudad junto al Schlei, en la que incluso creyó reconocer el
lugar de nacimiento de la palabra vikingo (según Wadstein también: sliaswicinger).
Pero las interpretaciones de Bugge y Wadstein, por convincentes que parezcan a
primera vista, han hallado poca aceptación. Tampoco el intento de hablar de los
vikingos meramente como hijos de la comarca noruega de Vik ha resistido las
objeciones de la crítica; igual ocurre con la conjetura de más amplios vuelos que hace
derivar la palabra «vikingo» del verbo vige (= weichen = retirarse), según la cual
habría que entender por vikingo un pirata que «se retira con su botín». Finalmente,
tampoco han tenido mejor éxito los esfuerzos por buscar una relación entre vikingo y
wikan (= foca), aunque, por lo general, los vikingos fueran apasionados cazadores de
focas.
Si aún no se ha conseguido formular una explicación satisfactoria, la culpa no es
en último término de que en los idiomas nórdicos existan tantas palabras de idéntico
sonido. Como vik también significa bahía, muchos investigadores han considerado
que un vikingo es un pirata «que tiene su campamento en bahías». Igualmente se cita
la palabra vig (= lucha) aludiendo al insólito afán guerrero de los vikingos,
despreciadores de todos los peligros de este mundo. Por último, el filólogo Fritz
Askeberg ha señalado el masculino viking, designación de un luchador marino «que
se aleja de la patria en largos viajes», indudablemente una de las pasiones dominantes
de los vikingos. Pero también el femenino viking alude a esta típica cualidad de los
vikingos (el sentido puede traducirse por «desviación», «excursión» o
«alejamiento»), pues alude a conceptos en los que, según Brondsted, «radica el
significado esencial de la palabra vikingo con la que se enlaza siempre un largo viaje
por mar y una prolongada ausencia de la patria».
Además, a los piratas de las regiones escandinavas, duchos en vientos y
condiciones meteorológicas, no sólo se les conocía con el nombre de vikingos. Entre
los francos se empleaba la palabra normanni, esto es, hombre del Norte. Adam de
Bremen, el historiador de la misión nórdica, los llama ascomanni, hombres del
fresno, porque de preferencia utilizaban madera de fresno para la construcción de sus
barcos. Para los irlandeses eran los lochlannach, que significa asimismo «gente del
Norte». Los eslavos los llamaban rus, según la palabra aprendida de los suecos ruotsi,
que quiere decir «muchachos remeros». Y los árabes, desde luego más civilizados,
pero en modo alguno mejores que los vikingos, los tildaban de madjus, o sea de
bárbaros paganos.
Una rica selección de nombres, sin duda; nombres que se refieren a dos hechos
comprobados: a que los vikingos eran lo más opuesto a gente de naturaleza pacífica y
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a que procedían del norte de Europa: de Dinamarca, Suecia y Noruega; su patria era
la gigantesca península escandinava de escarpadas montañas, profundos fiordos y
recortadísimas costas, el gran arco de tierra entre el Báltico y el Atlántico.
«Donde el orbe termina, desfallecido…» Por aquel entonces esta Escandinavia era un
mundo casi desconocido para los pueblos de la Europa occidental: fuera de su
alcance, inexplorado, poco accesible, porque se hallaba tras un espeso bosque virgen
que cubría la gigantesca extensión de tierra como una enorme piel de oso; sólo junto
a las costas, ricas en ensenadas, y en algunas regiones interiores de clima
privilegiado, en espacios desboscados se encontraban poblados, pequeños y míseros
poblados, los habitantes de los cuales malvivían de la agricultura, la ganadería y la
pesca.
Esta improductividad de las tierras nórdicas, que hacen estremecer a los cronistas
contemporáneos, coincide con la escasez de noticias que nos han legado. Ni siquiera
hoy es fácil trazar un mapa de las poblaciones de Escandinavia del tiempo de los
vikingos. Como sólo existen pocas alusiones contemporáneas a poblados, ríos y
montañas de la que era entonces Europa del Norte, hay que contentarse con los
hallazgos de las expediciones arqueológicas.
Pero cabe afirmar con visos de seguridad que los tres pueblos germánicos del
Norte ya habían encontrado lo que constituye hoy su espacio vital. Los daneses se
establecieron en Jutlandia y en las islas de la parte occidental del mar Báltico, y
también ocuparon amplias zonas de Schonen, la región más meridional, suave y
fructífera de Suecia. Las tribus svear se congregaron alrededor del lago Mälar y al
norte de Uppland. Gotland del Este y Gotland del Oeste los poblaron en su mayoría
los godos, así como algunas regiones de los bosques de Varmland. También en
Noruega del Sur, alrededor del fiordo de Oslo y en el actual Bohuslän, se
mantuvieron restos de una población primitivamente goda. Por el contrario, la larga y
accidentada costa atlántica que se interna en el círculo polar ártico pertenecía
exclusivamente a los noruegos, que sólo en las tundras y estepas del Norte más
extremo se relacionaban con lapones y fineses.
Los poblados se concentraban en pequeñas fajas de tierra, en Jutlandia sobre los
territorios al norte del Eider, que separaba a los daneses de sus vecinos del Sur; los
sajones germanos en el Sudoeste y los obotritas eslavos y vendos en el Sudeste.
Todavía en el siglo XI, cuando el maestro Adam de Bremen fue el primero en tratar de
bosquejar un cuadro del áspero mundo del Norte, el suelo de la península de Jutlandia
se consideraba yermo e improductivo. «Apenas hay campos y es un terreno
completamente inapropiado para asentamientos humanos. Sólo en las proximidades
de las rías hay grandes lugares», por ejemplo Schleswig, «que también se llama
Haithabu.»
Algo más amable es su panorama de Fionia y Seeland. Habla de islas ricas y
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fértiles y nombra dos ciudades que todavía existen: Odense y Roskilde, la primera
corte danesa. La investigación del suelo ha confirmado lo más esencial de estos datos.
De ellos se deduce que, por lo menos la parte oriental de Fionia y la parte occidental
de Seeland, debían de estar densamente pobladas alrededor del 800, y producían
aquellas ricas cosechas de las que Adam habla admirativamente. «Cuando se deja
atrás la isla de los daneses —prosigue—, se abre un nuevo mundo en Suecia y
Noruega; éstos son dos extensos reinos del Norte, casi desconocidos, y se puede
recorrer Noruega en apenas un mes, y Suecia ni siquiera en dos meses.»
De Suecia conoce Gotland con los lugares de Skara, el distrito norte de Varmland
y Helsingland, y en el Sur las costas del mar Báltico. «Por el Este se llega hasta las
montañas Ripheische —refiriéndose al macizo lapón—, donde amplios espacios
desiertos, masas de nieve y hordas de monstruos humanos hacen imposible seguir.»
Pero Adam también cita a Birka, la isla de los comerciantes en las proximidades del
actual Estocolmo, cuyo entorno era el fértil, rico y suave paisaje del lago Mälar.
Gotland disfrutaba ya de un considerable bienestar cuyos artífices, según los
resultados de la investigación del suelo, también fueron los comerciantes.
A Noruega la cataloga Adam como el país más apartado del orbe, que se extiende
hasta el Norte más remoto. «Su costa forma la orilla del rugiente océano y su final se
encuentra también en las montañas Ripheische, donde el orbe termina, desfallecido.
Por sus ásperas montañas y por sus fríos incalculables, Noruega es el más estéril de
todos los países, apropiado sólo para la ganadería… Llevan a pastar los rebaños a
lejanos desiertos y viven de esta crianza de ganado: la leche de los animales les sirve
de alimento; la lana, de vestido.» Como única población de importancia, el cronista
cita Drontheim, por lo demás, centro de expansión de la Noruega de los vikingos.
Sobre la estructura política de Escandinavia a comienzos de los asaltos vikingos,
Adam no facilita noticia alguna. Sin embargo, sabemos que los tres pueblos que la
formaban en la época de la tragedia contra Lindisfarne aún no habían encontrado la
forma estatal que el magister de Bremen contemplaba tres siglos y medio más tarde.
En cierto modo las numerosas tribus vivían sin ligazón alguna, apenas organizadas y
con una feliz ausencia de aparato estatal (aunque en Suecia ya gobernaba algo
parecido a una monarquía entronizada). También Dinamarca fue regida durante un
corto período de tiempo, alrededor del 800, por un soberano firmemente establecido.
El más pequeño de los tres países nórdicos, Dinamarca, fue por eso también el punto
de partida de la primera gran acción naval de la época de los vikingos.
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los godos, los borgoñones, los hérulos y otros pueblos germánicos del Norte. Dejaban
atrás amplias fajas de tierra sin cultivar y casi desiertas, zonas que, es un decir, entre
los siglos IV y VIII permanecieron al margen de la historia. Excepto escasas noticias
sobre pequeños ataques contra las costas frisonas o galas, contra las islas Shetland o
Irlanda, las crónicas de este tiempo nada dicen que haga suponer la existencia de
pueblos marinos del Norte. Luego ese monstruoso estallido, ese despliegue de
incalculables energías que dura casi un cuarto de milenio, visto a la distancia de casi
mil doscientos años sigue produciendo el efecto de una poderosa erupción.
Para los cronistas eclesiásticos de aquel tiempo la explicación no podía ser más
simple. Veían en los vikingos el azote de Dios; en sus asaltos, el castigo que Dios
enviaba encolerizado por la vida pecaminosa de los hombres: una explicación
adecuada a los tiempos y de índole espiritual, que sólo revela que el mundo cristiano
se hallaba frente a las campañas de los vikingos como ante un fenómeno de la
naturaleza, impotente y lleno de miedo; como ante un temblor de tierra o un
maremoto, que la razón humana no acierta a comprender.
Sólo doscientos años más tarde, Dudo de Saint-Quentin (muerto en 1043) intentó
explicar de un modo racional el fenómeno de los asaltos de los vikingos,
atribuyéndolos a un exceso de población causado por la poligamia. Los daneses
establecidos en Normandía, afirmaba el postrer diagnóstico del piadoso decano, por
su inmoderada sensualidad, no se contentaban, como todo cristiano decente, con tener
una sola esposa, sino que casi siempre tenían varias, muchísimas, y, en consecuencia,
engendraban más hijos que los que podían alimentar. De igual manera, Adam de
Bremen, en su descripción sobre Suecia, reconoce que estos pueblos menosprecian
«lo que a nosotros nos admira hasta turbamos la razón: el oro, la plata, los regios
corceles, las pieles de marta y de armiño», pero que, en cuanto a mujeres, son
inmoderados, «viciosos como los eslavos, los partos y los moros».
Sin duda las concubinas, las barraganas y las mancebas no constituían ninguna
rareza en la Europa septentrional, y seguramente el fruto de este abuso de mujeres era
una descendencia en extremo numerosa. Pero la tesis de Dudo no resulta muy
convincente. La poligamia tenía que basarse en supuestos materiales, era una costosa
pasión de ricos y aristócratas. Ahora bien, sólo los múltiples matrimonios de los
príncipes no podían tener un desbordante efecto de crecimiento de la población,
aunque en las «grandes familias» se produjera de vez en cuando una gran expansión
de descendientes y, por tanto, de reservas vitales, ávidas de abrirse camino.
El derecho hereditario nórdico agudizaba la situación. Como los bienes de la
herencia se consideraban sagrados e indivisibles y, por regla general, pasaban al
primogénito, un crecido número de jóvenes descontentos y sin fortuna engrosaba el
censo de cualquier tribu de vikingos.
Dudo añade que «según una antiquísima costumbre» es usual despedir todos los
años a algunos de estos comedores superfluos y expulsarlos, con la orden expresa de
conquistarse en el mundo una nueva patria en la que «puedan vivir pacíficamente en
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lo sucesivo».
Los historiadores admiten con ciertas reservas esta afirmación, ya que no han
podido encontrar, aparte Dudo, ninguna alusión a un procedimiento formal de
destierro. Aunque no descartan que, por culpa del derecho hereditario de los vikingos,
en casi todas las familias había numerosos hijos cuya mísera existencia procuraban
explotar mediante viajes de piratería. Johannes Brondsted lo resume así: «En
conjunto, se ha de reconocer que al principio de la era de los vikingos había una
superpoblación en los países nórdicos que constituyó como causa fundamental al
comienzo de las expediciones guerreras.»
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otros países producen en tan rica medida.»
Quizá también los daneses y los suecos tuvieran necesidad de tierra. Pero esto no
se puede demostrar con fuentes escritas ni con los estudios de los terrenos. Aunque,
por las excavaciones realizadas, se reconoce cierto agotamiento de los suelos, que
para muchos campesinos nórdicos pudo ser el aguijón que los llevó a trazar surcos en
las olas del mar en lugar de sobre sus campos. Henri Pirenne, el gran historiador
belga, comparte la opinión de que, por lo menos, parte de los pueblos vikingos se
vieron ante la necesidad «de buscar medios de existencia, que el ingrato y yermo
suelo de la patria… no les proporcionaba ya en cantidad suficiente, fuera de
Escandinavia».
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Los primeros viajes de los vikingos (de los que se tienen noticias escritas), como
la incursión a Lindisfarne, se atribuyen a la solitaria iniciativa de príncipes de tribus o
jefes de estirpes. Fueron, como los llama Brondsted, «la aventura y la acción
particulares de pequeños caudillos»: asaltos que, como se deduce de las descripciones
campañas por botín, que se lanzaron a batallas de mayores proporciones.
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SEGUNDA PARTE — EL PANORAMA HISTÓRICO
CAPÍTULO SEGUNDO
David con la honda. / Sentimiento del final de los tiempos entre el Ródano y los
Pirineos. / «… se multiplicaba el número de barcos.» / El Rin en llamas. / El asedio
de París y la batalla del Dyle. / El duque Rollón consiente en bautizarse. / Las
mujeres de Francia conquistan a los conquistadores.
David con la honda. El rey Göttrik de Dinamarca ha sido causa de muchos sinsabores
para los historiadores franceses. Éstos lo presentan como un tipo arrogante que se
atrevió, con toda impertinencia, a perturbar el círculo de Carlomagno. Casi todos lo
han acusado de que, poco antes de su muerte, declaró que avanzaría con sus hombres
hasta Aquisgrán para prender fuego al palacio del emperador.
Esto sucedía en el año 810, cuando el reino de los francos constituía la potencia
más fuerte de Europa y el emperador Carlomagno era su gran caudillo.
En los primeros años de su imperio, el rey cristiano había tenido pocas ocasiones
para ocuparse de los paganos daneses. Incluso algunos señores nórdicos vivían en su
corte, en abierta camaradería con los rudos paladines amigos de la bebida. Y las
relaciones diplomáticas con el pequeño reino de los vikingos, que en el paso del
siglo VIII al IX habían encontrado una forma sorprendentemente firme, eran, como se
dice hoy, correctas, aunque de ningún modo cordiales. Se sabe, por ejemplo, que en la
Dieta imperial de Lippspringe en el año 782 tomó parte una legación danesa,
encabezada por un tal Halfdan. Otro Halfdan, en el 807, llegó con gran séquito a la
corte de Carlomagno y se hizo voluntariamente vasallo suyo.
Tampoco las acciones de piratería, cada vez más frecuentes al correr de un siglo a
otro, contra las costas frisonas y galas entorpecieron mucho, según todas las
apariencias, las relaciones franco-danesas. Carlomagno reforzó la protección costera
(por aquellas fechas se restauró en Bolonia una vieja torre romana y por las noches se
iluminaba con un faro), hizo construir barcos e inspeccionó personalmente que se
cumplieran sus órdenes. No sabemos si los barcos francos de vigilancia costera, a
cuyo servicio estaban obligados incluso los grandes terratenientes, ejercieron más
actividad que de ordinario, pero probablemente su existencia bastó para que el interés
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de los capitanes piratas vikingos se dirigiera más hacia Inglaterra y Escocia que hacia
Frisonia o Aquitania.
Las relaciones entre el reino de los francos y Dinamarca sólo se empeoraron
cuando, en 804, el emperador Carlomagno desalojó por la fuerza a los levantiscos
albigenses del norte de Sajonia y cedió las despobladas tierras que habían ocupado a
sus aliados los obotritas eslavos; porque a partir de entonces, francos y daneses, que
habían estado separados por la Sajonia de más acá del Elba y vivido a respetuosa
distancia, se convirtieron inmediatamente en vecinos y se empezaron a observar con
mutua desconfianza. Carlomagno, que ya había guerreado con los árabes en el
Mediterráneo, pudo comprobar aquí por segunda vez que un conquistador nunca llega
a la meta, porque cada nueva frontera engendra futuras hostilidades.
Y así fue. Parece que el rey Göttrik temió ahora caer víctima del ansia de poder
nunca aplacada de los carolingios. Sin duda estaba firmemente convencido de que el
ataque es la mejor defensa, y en 808, después de haber respondido cuatro años antes a
la construcción del campamento carolingio de Hollenstedt, junto a Harburg, con una
impresionante demostración naval, penetró en el país de los obotritas y se apoderó de
la plaza comercial eslava de Rerik, a cuyos comerciantes «trasladó» sin
contemplaciones a Schleswig. Al mismo tiempo empezó a levantar la fortificación
danesa, esa gigantesca muralla (todavía hoy visible) con que señaló de modo
inequívoco la frontera sur de su pequeño reino.
Después de estas demostraciones de fuerza, un año más tarde se dejó convencer
para entablar negociaciones en algún punto situado cerca del Stör inferior. Poco se
conoce sobre el cariz de esas conversaciones. Pero con posterioridad a esta reunión,
Carlomagno debió de comprender la intransigencia y peligrosidad de aquel
adversario. El caso es que en 810, en el Esesfeld junto a Itzehoe, montó el primer
punto de apoyo franco al otro lado del Elba, punto que, en el mismo año, debía
servirle como cabeza de puente ofensiva para una campaña contra Dinamarca.
Pero Gottrik se le adelantó; se presentó en Frisonia con doscientos barcos, con lo
cual se aseguró una fuerte posición estratégica. Sus combatientes se establecieron con
firmeza en el país, recogieron cien libras de plata como contribución de guerra y
prepararon a conciencia una marcha sobre Aquisgrán, plan que dejó estupefacto al
biógrafo palaciego carolingio Einhard.
Pero antes de iniciarse la marcha, Göttrik fue asesinado y el peligro quedó en
suspenso. Su hermano Hemming concertó un año más tarde la paz con el emperador,
quien cabe suponer se alegró de haber salido tan bien librado y a tan poca costa.
Los historiadores han deducido dos consecuencias de este primer enfrentamiento
de los daneses con los francos. La primera: este Göttrik no fue el engreído fanfarrón
que pintan los cronistas de la época, sino un soberano inteligente, enérgico, hábil y
calculador, un David con la honda que hizo frente con bravura al Goliat carolingio. Y
la segunda: este Goliat era vulnerable porque las interminables costas del gigantesco
imperio de los francos quedaban expuestas, sin defensa posible, a cualquier ataque
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procedente del mar.
Sentimiento del final de los tiempos entre el Ródano y los Pirineos. Por fin hubo
algunos años de paz, bien atemperada incluso, que sirvió para que el viejo y cansado
emperador disfrutase de un tranquilo ocaso después de su movida existencia, ya que
tras la muerte de Göttrik, Dinamarca quedó neutralizada a causa de las disputas que
por el trono periódicamente estallaban. Estos disturbios internos resurgieron en 814,
año de la muerte de Carlomagno, con el regreso de los hijos de Göttrik desde Suecia
y la derrota de los reyes Heriold y Regimberto, apoyados por los francos. Fue un
espectacular punto culminante, que luego degeneró en una cansada guerra de
guerrillas en la que aparecieron en escena los partidarios carolingios del país de los
obotritas. Según parece, esta táctica no tuvo mucho éxito.
En el año 826, el rey Heriold compareció en la Dieta imperial de Ingelheim en
demanda de apoyo, y recabó de Ludovico Pío una ayuda más eficaz, ayuda que éste
no le negó. Heriold correspondió a la promesa de más ayuda convirtiéndose al
cristianismo. En la iglesia de San Albano, en Mainz, entró vestido de blanco para
bautizarse en compañía de su esposa, hijo, sobrinos y gran séquito; un acontecimiento
totalmente espiritual pero que, debido a la personalidad del converso, adquirió
también importancia política. Heriold, el rey sin tierra y sin corona, consiguió el
condado de Rüstringen, entre el Jade y la desembocadura del Weser, como feudo
imperial y representó el papel de protector de la cristianización del Norte: el famoso
Ansgar de Corvey inició entonces su primer viaje misionero.
Con independencia de esta tentativa de crear una especie de reino cristiano-danés
en el exilio, quizás incluso molestos por esta intromisión en los problemas internos de
los daneses, los vikingos aumentaron poderosamente sus incursiones y tropelías en
número y en eficacia. Las metas principales eran los territorios situados en las
desembocaduras del Sena y del Loira, y ante todo las islas de Ré y Noirmoutier
(donde además de un monasterio bien provisto, ricos yacimientos de sal atraían su
ansia de rapiña).
Se ha de considerar como típica de esta época una empresa cuyas fases más
importantes nos ha legado la tradición. En el año 820 zarpó una flotilla pirata
compuesta por trece barcos dragones de las islas danesas. En Flandes, los piratas de
rojas barbas efectuaron un primer golpe de mano, sin éxito, por la rápida intervención
de los vigilantes costeros; sólo consiguieron matar algunas terneras en el pastizal y
con lo que mejoraron algo sus provisiones de carne.
En el siguiente asalto pretendían asentarse en la desembocadura del Sena, pero
sus habitantes la defendieron tan desesperadamente, que los saqueadores paganos —
esta expresión llena de menosprecio aparece una y otra vez en las crónicas de los
conventos— tuvieron que retirarse por segunda vez, dejando cinco muertos y sin
ninguna ganancia visible. Regresaron a Bretaña y, a pesar de sus pasados errores,
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desembarcaron sin grandes pérdidas en el actual Bouin, y con gran éxito, puesto que
las bodegas de sus barcos rebosaban botín cuando se hicieron de nuevo a la mar,
rumbo a Dinamarca, o quién sabe si a Irlanda, donde ya las primeras colonias de los
vikingos habían echado raíces.
A medida que el poder central franco se descomponía, bajo el piadoso y
desdichado Luis, tanto más peligrosas se hacían estas acciones. Cuando en 833 el
emperador capituló en el «Campo de la Mentira», próximo a Colmar, ante sus hijos, y
una guerra civil conmovía en sus cimientos el imperio hasta entonces tan poderoso,
empezó un decenio en que los corsarios vikingos se mostraron como enemigos
incansables. Por este tiempo quien más sufrió fue Dorestad, la actual Duurstede, en
las cercanías de Utrecht, asentada en una lengua de tierra en un recodo del Rin, plaza
comercial de importancia continental, centro aduanero y de cambio, del que se podía
sacar lo que más importaba a los ávidos vikingos: dinero, armas, vino, paños,
especias, en una palabra, mercancías de lujo y de consumo de cualquier procedencia.
Las crónicas de estos años registran una sucesión ininterrumpida de asaltos,
incendios y crueles acciones de piratería:
834 Los daneses devastan grandes extensiones en Frisonia; «luego avanzaron por
Utretch hacia la plaza comercial de Dorestad, donde lo devastaron todo,
mataron a parte de los habitantes, a otros se los llevaron prisioneros y
destruyeron con el fuego una parte de la ciudad».
835 Los normandos asolaron de nuevo Dorestad y destruyeron el monasterio de
Noirmoutier, que ya se dio por definitivamente perdido.
836 Otra vez incendiaron Amberes, asimismo Witla, ciudad portuaria en la
desembocadura del Mosa, penetraron en Dorestad y obligaron a los frisones a
pagar duros tributos.
837 El 17 de junio sorprendieron a la vigilancia costera de Walcheren, «mataron a
muchos y saquearon a muchísimos más de los habitantes», asesinaron al danés
cristianizado Hemming, raptaron a muchas mujeres y avanzaron hacia
Dorestad, donde volvieron a imponer tributos.
838 El débil emperador ordenó un nuevo reforzamiento de la defensa costera. Pero
resultó más eficaz una «poderosa tormenta» que destruyó una flota pirata
danesa con toda la tripulación.
839 Ahora fue Walcheren el objetivo de una flota pirata danesa. Adam de Bremen
describió como ocurrido también en este año un asalto (dudoso) sobre Colonia.
Por lo demás, los cronistas registran agitaciones en las fronteras del Eider.
840 Los Anales de Fulda llaman al emporio comercial franco de Dorestad feudo de
los vikingos. (Desde este momento Frisonia deja de tentar a los guerreros
daneses. Posiblemente hasta finales del siglo se encuentra en posesión de los
vikingos.)
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El sentimiento de indefensión y las noticias espeluznantes que se propalaban sobre
las fechorías de los normandos crearon un opresivo clima de hundimiento y fin del
mundo, que poco a poco se fue extendiendo por todo el país. Ya en 834 el cronista de
los Anales de Xanten escribió las sombrías frases de que el imperio de los francos
estaba «muy debilitado en sí mismo y que la miseria de los hombres crece con los
días». Los signos de una perdición irreparable se multiplicaban. Angustiados, los
cronistas describían apariciones de fuego en forma de dragones, monstruosas
tormentas con huracanes y llamas sobre el mar, cometas, deslizantes corrientes de luz
y estrellas que rezumaban llamas, sin que pudiera caber duda de que se acercaba el
día del juicio y que los paganos del Norte, sedientos de sangre, eran instrumentos de
la cólera divina.
En el año 839, el obispo Prudencio de Troyes, autor de los Anales de San Bertino,
protocolizaba la visión de un presbítero inglés, de la que también se informó al
piadoso emperador Luis. La anotación finaliza con estas terribles palabras: «Si ahora
los cristianos no hacen pronto penitencia por sus múltiples vicios y malas acciones…,
rápidamente caerá sobre ellos un grande e insufrible peligro; durante tres días y tres
noches se posará una espesa niebla sobre sus países, y los paganos llegarán contra
ellos con un número colosal de barcos, y la mayor parte del pueblo y de los países
cristianos, con todo lo que poseen, serán pasados a hierro y fuego.»
Los rudos guerreros del Norte ignoraban tales angustias, dudas y remordimientos
de conciencia. Para ellos, las incursiones y los asaltos no sólo eran una forma
legítima de ganarse el pan, sino además la forma más pura de vida. Era natural que no
tuviesen reparos en explotar las debilidades de sus adversarios.
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Ermentarius se quejaba de que «la discordia entre los hermanos proporciona nuevas
fuerzas al enemigo exterior: en un aprieto quedan los vigilantes junto a las costas del
océano, cesan las guerras con el exterior, pululan las guerras internas, aumentaba el
número de barcos, de modo ilimitado crecían las muchedumbres de los normandos».
A este desbarajuste se sumaba el que los tres soberanos tenían que hacer frente en
sus respectivos países a adversarios tan tercos como activos: los nobles, que en su
tradicional lucha contra la corona aprovechaban ahora las oportunidades que se les
presentaban. También ellos, los pequeños pero influyentes señores de provincias,
estaban bien dispuestos a entenderse con los invasores vikingos. Y los reyes nórdicos
y caudillos del mar aprovecharon ávidamente esta oportunidad, sobre todo en Bretaña
y en Aquitania.
En 841, un año después de la muerte de Ludovico Pío, los daneses, que sin
oposición habían llegado a la desembocadura del Sena, incendiaron Ruán. El mismo
año, el emperador Lotario cedió todo Walcheren al rey Heriold y a su hermano Rorik,
a fin de asegurarse la alianza de estos dos príncipes daneses contra sus hermanos Luis
y Carlos. Un año más tarde, guerrilleros vikingos devastaron Quentovic, a la sazón
tercera gran plaza comercial en las costas francas después de Dorestad y Ruán. En
junio de 843, una flota «de 67 gallardetes» se apoderó sin dificultad alguna de Nantes
y sus guerreros arremetieron contra la población, que precisamente celebraba la fiesta
de San Juan, fiesta que convirtieron en una espantosa matanza. Como probablemente
aquí ocurrió, también en el verano de 844, la nobleza de los francos colaboró en
varias campañas de saqueo a las orillas del Garona. El año 845, las antorchas de los
incendiarios iluminaban Hamburgo y París.
Se dice que fueron seiscientos los barcos de los vikingos que atacaron Hamburgo,
número que representa una considerable fuerza naval aunque se borre un cero. Pronto
la ciudad se vio envuelta en llamas, incluida la central misional confiada al obispo
Ansgar ante las murallas del castillo-iglesia. Sus habitantes huyeron en todas
direcciones, y los que se quedaron fueron secuestrados o asesinados, proceder que se
registra con tanta frecuencia en las descripciones de los cronistas religiosos, que
resulta aventurado dudar de su veracidad.
A principios de marzo atracaron 120 barcos dragones en la desembocadura del
Sena. Al mando del rey del mar Ragnar, que, como Ragnar Lodbrok, forma parte de
la constelación de héroes de las sagas nórdicas, primero conquistaron Ruán, luego
Carolivenna (veinte kilómetros antes de Saint-Denis) y finalmente París, poblaciones
que arrasaron según la costumbre nórdica. Y, tan desmoralizadas estaban ya las
fuerzas combatientes francas, que a pesar de la superioridad en número y armamento,
ni siquiera se atrevieron a enfrentarse con los temerarios «hombres del Norte».
Después de espaciadas negociaciones, Carlos el Calvo pagó la suma de siete mil
libras de plata para que evacuaran su profanada capital. Este inmenso tesoro fue el
motivo de la triunfal recepción que el rey Horik de Dinamarca tributó a Ragnar a su
regreso.
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Sin embargo, una parte considerable de este tesoro volvió al reino de los francos.
El rey Horik de Dinamarca cargó esa parte en varios carruajes y en el otoño de 845 se
dirigió a Paderborn, donde entregó el dinero a Luis el Germánico como
indemnización por haber asolado Hamburgo. A buen seguro Horik se dio cuenta del
peligro que suponía un ataque por parte de este rey y prefirió contenerlo a tiempo. La
Francia del Este, militarmente la más fuerte de los tres reinos, tenía fronteras con
Dinamarca, por lo cual, más que una indemnización fue un acto de prudencia. En
realidad, a partir de 845, entre el Elba y el Eider florecieron ochenta años de paz.
Por el contrario, las costas y desembocaduras de ríos de la Francia del Oeste
siguieron expuestas el ataque de los vikingos. Bretaña y Aquitania estuvieron desde
mediados de siglo bajo control danés. La época de las incontroladas flotillas de
piratas que surgían inesperadamente, y que sus remeros se transformaban en furiosos
combatientes que se hacían a la vela después de sus acciones depredadoras, hacía ya
mucho tiempo que pertenecía al pasado. Por ejemplo, en 847, Burdeos fue cercada
por un ejército nórdico que le puso sitio en toda regla y la conquistó en 848. También
Saintes, Périgueux y Limoges fueron varias veces incendiadas y saqueadas durante
estos años, incluso Tours, la «Roma gala», que no sólo vio convertida en cenizas la
basílica, sino también arder el monasterio de San Martín.
Los guerreros daneses, con el apoyo de los noruegos, se establecieron firmemente
durante mucho tiempo en las costas. Sobre todo la isla de Noirmoutier, ante la
desembocadura del Loira, servía a los invasores de cuartel permanente, de donde
partían para sus sangrientas incursiones de rapiña. También numerosas islas fluviales
se encontraban casi siempre en manos de los guerreros nórdicos: puntos de apoyo
defendidos con empalizadas y provistos de almacenes, firmes cuarteles de invierno
que como gigantescos barcos fondeados estaban ceñidos por furiosas aguas que les
servían de protección.
Cada vez se extendía más el caos, la inseguridad y la desesperación en aquel
pobre país asustado y destruido. Nada caracteriza mejor esta evolución que el hecho,
una y otra vez anotado por los cronistas religiosos, de que hoy aquí, mañana allí, casi
siempre aparecían las reliquias de los santos tiradas en los caminos, en la huida ante
los paganos. También la población se veía arrastrada en el torbellino de los fugitivos
y, como pasa siempre que la guerra reduce a los hombres a la más desvalida miseria y
al más profundo miedo, se hundía todo el andamiaje moral y social.
En el año 853, la Asamblea imperial de Servais se vio obligada a conceder a los
míseros fugitivos el derecho a establecerse a su gusto en el país; del mismo modo
prohibió a los grandes terratenientes, y les amenazó con severos castigos, de hacer
siervos a los fugitivos. Los saqueos aumentaron. Salteadores y ladrones convertían en
inseguros los caminos, asaltaban caseríos solitarios y llegaban a matar el ganado en
los pastos.
Muchos campesinos, desesperados ya, se agruparon como si fueran combatientes
y trataron de defenderse por sus propios medios contra las bandas de los vikingos;
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incluso algunas veces consiguieron relativos éxitos. Pero pronto tropezaron con un
adversario en el propio país. La nobleza franca empezó a temer y recelar de aquellas
agrupaciones de campesinos, y lo aprovechó como un motivo más, supuestamente
justificado, para ponerse al lado de los invasores extranjeros. Pactando con los
vikingos, no sólo luchaba contra el rey, sino también contra los pequeños colonos a
fin de conservar sus privilegios, y así logró que provincias enteras se precipitaran en
el desorden, la rapiña y la brutalidad.
Por ninguna parte se vislumbraba la esperanza. Ningún respiro, ningún descanso
en la tormenta. Transcurrieron aún otros cincuenta años de incertidumbres hasta
llegar al momento culminante del poderío de los vikingos.
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Inglaterra, donde las tropas invasoras de los vikingos habían encontrado en el rey
Alfredo el Grande un adversario tan fuerte como hábil, lo que les decidió a probar de
nuevo suerte en el continente. Desembarcaron en el estuario del Escalda el 12 de abril
de 879, y, pocos días después, oscuras nubes de humo sobre Gante mostraban sin
lugar a dudas que aquellas tropas habían empezado a desquitarse con éxito y sin
grandes daños de sus flacas campañas en las islas. Desde el territorio de la
desembocadura del Escalda emprendieron una serie de golpes de mano para
conseguir botín y aprovisionamiento que se extendieron por Flandes y Frisonia hasta
Lorena, e incluso llegaron hasta Provenza.
Una y otra vez fracasaba el sistema defensivo de los francos. Al antiguo imperio,
ahora partido en tres, no sólo le faltaba el poder central, que habría sido capaz de
movilizar sus reservas, sino también un mando militar resuelto. En esta situación no
significó cambio alguno el hecho de que en 870 Lorena, el imperio del centro,
desapareciera del mapa en virtud del tratado de Meersen, ni que Carlos el Gordo, a la
muerte de Luis el Germánico y de la extinción de los carolingios de Occidente,
unificara de nuevo el imperio franco.
Cuando, en enero de 882, Luis el Germánico murió en su palacio de Francfort, los
vikingos ya habían convertido en escombros y cenizas Maastricht y Lüttich, Jülich y
Neuss, Colonia y Bonn, viejas ciudades que los romanos habían protegido con sólo
dos murallas. Lo habían destruido todo: iglesias y monasterios, mercados y barrios de
comerciantes. En Aquisgrán, unidades del «gran ejército» incendiaron el palacio
imperial y convirtieron la capilla del palacio en cuadra. También asolaron las ricas
abadías de Inden, Stablo (cuyos monjes habían salvado las reliquias de Aquisgrán),
Malmedy y Prüm.
Pocas semanas después de la muerte de Luis, avanzadillas de saqueadores
nórdicos llegaron a Coblenza. El 5 de abril, Jueves Santo, llegaron a Tréveris, y el
siguiente lunes de Resurrección estaban envueltos en llamas los viejos edificios
romanos. Con esta tropelía se aplacó durante algún tiempo el ansia de destrucción y
de botín de aquel ejército. Regresaron a sus barcos, que tenían fondeados en Elsloo, y
descargaron el enorme botín ganado a tan poco precio. Envalentonados, exigieron por
la fuerza al obispo de Reims fuertes contribuciones.
Al mismo tiempo se concentraba en Andernach un ejército de francos, germanos,
bávaros, turingios, sajones, frisones y longobardos, que al mando del gordo
emperador Carlos se dirigió a Elsloo, donde puso cerco a las huestes normandas en
aquella localidad. El «colosal ejército» de los francos, que según descripciones de los
cronistas monásticos, ardía en deseos de entrar en batalla, no consiguió, sin embargo,
expulsar a los odiados vikingos debido a las indecisiones de su temeroso soberano en
la tarea. En lugar de asaltarlos, el piadoso emperador, que de todo corazón detestaba
la guerra, ofreció a los cercados la libertad a cambio de 2.080 (según otra versión
incluso 2.412) libras de oro y plata y prometió al rey de aquellos paganos, Godofredo,
cederle en feudo Frisonia si se convertía al cristianismo.
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Godofredo no vaciló mucho en aceptar tan principesca oferta. Se dejó bautizar, le
colmaron de objetos preciosos y se estableció con sus tropas en el delta del Rin, del
que ahora, con todo derecho, se podía considerar soberano. Desde allí prosiguió su
guerra contra el imperio de los francos. De modo análogo, su hermano Sigfrido, que,
después de haber jurado que nunca más volvería a pisar el reino de los francos, se
había retirado desde Elsloo al Escalda inferior, donde había vuelto a atrincherarse, se
lanzó a la lucha.
El asedio de París y la batalla del Dyle. Tres años más tarde, el 24 de noviembre de
885, apareció Sigfrido ante París, con setecientos barcos, que cubrían la anchura de
tres kilómetros y medio del Sena, y con cuarenta mil hombres, el mayor ejército
vikingo que jamás habría en suelo franco. Confiando en el terror que habría de
infundir la visión de sus guerreros ansiosos de lucha, creía obtener fácilmente la
victoria. Pero los parisienses, acaudillados por el obispo Geuzlin y el conde Odón, no
se dejaron amilanar, y resistieron el asedio, con el resultado de que un año más tarde
todos los ataques del «gran ejército» habían fracasado.
En julio de 886, en la Dieta imperial de Metz, los grandes del imperio exigieron a
su obeso emperador ayuda para París. Carlos se sometió a tan penosa exigencia y, de
mala gana, y sin continuidad alguna, condujo un ejército liberador hacia la sitiada
ciudad. A los pies dé Montmartre, en las murallas de París y con el fortificado
campamento de Sigfrido ante los ojos, tomó posiciones, pero tampoco esta vez se
lanzó a la batalla: dilación que decepcionó mucho a los orgullosos cronistas francos.
En lugar de atacar, también esta vez se decidió por un convenio bastante dudoso.
Vendió, como se narra en un viejo libro de historia, la fama de la ciudad
valerosamente defendida, comprando la retirada de los sitiadores por un vergonzoso
rescate; peor aún: accedió a que el «gran ejército» estableciera sus cuarteles de
invierno junto al Ródano; lo cual significaba estar de acuerdo en que los invasores
normandos trasladaran el campo de sus tropelías a la hermosa Borgoña. Acuerdo
deplorable que sólo consiguió despertar abundantes rencores, porque las relaciones
del informal soberano con los señores de Borgoña se hicieron más que frías.
Cabe imaginarse el respiro que supuso para un imperio tan profundamente
humillado cuando, cinco años más tarde, después de la muerte sin gloria de Carlos
(887), un rey franco hizo por fin hablar las armas y no el dinero, y esta vez con éxito
arrollador. En Lovaina del Dyle (en el actual Brabante), en 891, arremetió Arnulfo de
Carintia, «deseoso de dar una lección a los forajidos», contra un fuerte contingente
vikingo, lo derrotó sin contemplaciones y lo persiguió hasta el río. Allí se hundieron
los derrotados, como se cuenta en la descripción en forma de himno cantado por los
piadosos cronistas fuldenses, «a centenares y millares en las profundidades, tanto
que, lleno de muertos, el lecho del río parecía haberse quedado seco».
Pero hasta el año siguiente el «gran ejército» no regresó a. Inglaterra, más
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vencido por las epidemias y la gran sequía del verano de 892 que por la fuerza de las
armas francas. Sin embargo, la victoria de Lovaina del Dyle (después de haberse
defendido París tan valerosamente) tuvo un inesperado efecto psicológico. Había
caído el nimbo de la invencibilidad de los vikingos. Ahora los ceñudos guerreros del
norte europeo aparecían vulnerables.
También la diaria guerra de guerrillas había proporcionado muchos medios para
defenderse de sus ataques. Ya Carlos el Calvo había asegurado los ríos en peligro con
puentes fortificados, cadenas y otros obstáculos. Donde se hallaban apostadas
agrupaciones francas de jinetes, habían luchado con éxito contra las rápidas
avanzadillas de tropas nórdicas. La población de las grandes ciudades se mostraba
resuelta a vender lo más cara posible su vida, amparada tras las murallas restauradas
o erigidas a toda prisa. Los terratenientes rodeaban sus propiedades con anchos fosos
llenos de agua, y con altas empalizadas, y se defendían lo mejor que podían. En los
territorios del Rin, del Escalda, el Maas, el Sena y el Loira se encuentran aún hoy día,
a centenares y a millares, restos de estas Motten como se llamaban a estas colinas de
agua y de tierra.
En una palabra, ya a fines del siglo IX, las cosas no se les presentaban tan
halagüeñas a los vikingos; la resistencia se había endurecido, el riesgo era mucho
mayor. Además, como siempre, se enfrentaban con un estado desorganizado, cuyas
costas sin protección alguna seguían expuestas a toda clase de ataques. En
consecuencia, ambos bandos se vieron finalmente obligados a firmar un compromiso
que en 911 llevó a la fundación del ducado de Normandía.
El duque Rollón consiente en bautizarse. No todas las partidas del «gran ejército»
habían regresado en 892 a Inglaterra. En el valle inferior del Sena se mantenían
numerosos enclaves en que los invasores se habían fijado como parásitos. Vivían allí
de una forma peculiar, mitad como bandidos, mitad como colonizadores.
Extorsionaban a los campesinos de los alrededores próximos y lejanos, cobraban
tributos y les obligaban a que les entregaran suministros de carne y cereales. Al
mismo tiempo, con ayuda del botín que depredaban a los francos, empezaban a
impulsar su agricultura y su ganadería propias.
Centro del territorio; en donde desde hacía mucho tiempo se les respetaba como a
señores indiscutibles, era Ruán, que a pesar de estar gravemente destruida,
continuaba en actividad comercial y portuaria en el curso inferior del Sena. Y allí, en
Ruán, se estableció, probablemente al correr del siglo IX al X, un duque vikingo
llamado Rollón (también se le denomina Hrolf o Rolf), príncipe de tribu de
procedencia danesa que desde Inglaterra llegó hasta la Franconia del Oeste, que
convirtió en su territorio de guerra e incursiones de pillaje. Pero cuando en el verano
de 911, en un ataque contra Chartres, sufrió una grave derrota, parece que reflexionó
tan en serio «sobre su situación» como los consejeros de la corona franca. Y así,
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accedió a continuar las negociaciones que, por el bando contrario, dirigían sobre todo
altos dignatarios de la Iglesia.
Fue una decisión prudente. «Las fuerzas en lucha —opina Walther Vogel— se
encontraban, en cierto modo, equilibradas. Los normandos tropezaban con una
enérgica resistencia cuando salían de su propio terreno, que los francos tampoco
conseguían arrebatarles.» Una típica situación de tablas. Aunque en apariencia los
frentes seguían estando en movimiento, se habían estabilizado. Los héroes habían
terminado por aburrirse. No había ya ningún objetivo concreto de guerra.
A finales del otoño del año 911, el rey Carlos el Simple, rodeado por un enjambre de
clérigos, hábiles diplomáticos, se reunió en Saint Clair d’Epte con los caudillos
normandos encabezados por Rollón. Como sólo se trataba de legalizar el status quo
existente, pronto llegaron a un acuerdo. El duque Rollón recibía todo el territorio
entre el Eure y el Epte, además de Bessin y Cotentin, como feudo real y por
añadidura la mano de la princesa Gisela, «hija natural» del rey de los francos de
Occidente. Por su parte, reconocía como señor feudal a Carlos el Simple y se
obligaba a abjurar de la creencia de sus padres y a convertirse al cristianismo.
Un año más tarde, solemnemente vestido, se presentó para ser bautizado; un
hombre alto, vigoroso, de anchos hombros, guapo como el dios de la guerra, que se
decidía a profesar la fe de sus antiguos adversarios, decisión que los cronistas
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cristianos contemporáneos, visiblemente aliviados, acogieron con aplauso.
El bautismo de Rollón marca, si se exceptúan algunas pequeñas acciones de
piratería, el final de los ataques de los vikingos contra la Europa de Occidente. Fue un
final reconciliador para un siglo, durante el cual los ejércitos procedentes del norte
europeo, asoladores, hambrientos de tierras y de botín, habían sacudido hasta en sus
cimientos al poderoso imperio carolingio. Final y nuevo comienzo al mismo tiempo,
porque de esta colonia de los vikingos en las costas del canal de la Mancha habían de
salir, cien años más tarde, los impulsos que desencadenaron de nuevo un terremoto
continental.
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mujeres llevaban apellidos escandinavos». Un resultado revelador que explica y no
en última instancia la asimilación lingüística de los «normandos». El románico de las
mujeres era, como es natural, el lenguaje de uso corriente: lenguaje de la familia, del
ama de casa, de las obligaciones corrientes. El léxico germánico se limitaba al hablar
profesional de los hombres. Los pescadores de la península de Cotentin utilizan hoy
todavía numerosas palabras que son de inconfundible ascendencia nórdica.
A pesar de que los colonizadores sucumbieron rápidamente a la fuerza espiritual
de asimilación de su nueva patria, Normandía conservó durante siglos su peculiar
situación; continuó siendo un cuerpo extraño. La ruidosa y nunca agotada vitalidad de
sus habitantes, en los que perduraba con vigor la afición al mar, la alegría para con las
armas y el ansia de peligros junto con el desprecio a la muerte que habían
caracterizado a sus padres, suscitaban asombro, temores y críticas. Hasta bien
avanzada la Edad Media, las crónicas de los monjes rezuman algo del ansia y del
terror que los «bárbaros del Norte» habían despertado en pasados tiempos.
Por lo demás, si se prescinde de pequeñas guerras circunstanciales que les
sirvieron para redondear sus territorios, permanecieron tranquilos casi ciento
cincuenta años. Pero de pronto, inquietudes que de nuevo estallaron y de un modo
repentino los empujaron a orillas extranjeras. Conquistaron Inglaterra y crearon en
Sicilia aquel reino de mercenarios y entrechocar de armas que después había de ser
durante medio siglo el corazón del imperio de los Staufen.
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CAPÍTULO TERCERO
EL ZARPAZO A EUROPA
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(«de los huesos blandos»), Ubbe y Halvdan, que, como los «hijos de Lodbrok»,
penetran en la literatura nórdica en Anglia del Este; conquistaron York y se
colocaron en posición de erizo tras las murallas de la vieja ciudad romana.
867 Toda Northumberland se convirtió en botín de las fuerzas combinadas danesas y
noruegas.
870 Penetraron en Wessex, que fue defendido encarnizadamente por el rey Etelredo
y su hermano Alfredo.
871 La movilización general en Wessex fue el artífice de la derrota que sufrieron los
vikingos en Reading; no obstante, continuaron siendo lo bastante fuertes para
establecerse en Londres, obligar al rey Alfredo al pago de tributos y fijar la
residencia en Northumbria, Inglaterra del Nordeste y Anglia del Este; a partir
de este momento, todo el país al nordeste del Támesis quedaba en manos de los
escandinavos.
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combates. También esta vez las medidas defensivas del rey Alfredo se mostraron
eficaces, lo mismo que su desgaste del adversario mediante la táctica de guerrillas.
Cuando su hijo Eduardo, en 899, destruyó el fondeadero del «gran ejército»
expedicionario danés, el tiempo de los asaltos vikingos pertenecía al pasado,
exactamente como había de ocurrir en Francia diez años más tarde.
Las restantes tripulaciones pusieron rumbo al Sena; también el duque Rollón, de
regreso de Inglaterra, debió pisar entonces el suelo del continente. Pero la masa del
ejército regresó al Danelaw, al norte del Támesis, que en el curso de los cien años
siguientes había de convertirse en un próspero y fértil territorio de campesinos, en el
cual, según parece, nativos y colonizadores convivían pacíficamente, aunque con una
cierta diferenciación social, y olvidaban a la par los horrores de la guerra.
El noruego Turgeis funda Dublín. También las yermas y casi desiertas islas de los
archipiélagos situados en el Atlántico Norte y en el mar de Irlanda se encontraban
desde tiempo inmemorial en manos de los vikingos; primero, saqueadas; después,
pobladas y, por último, colonizadas; asimismo grandes extensiones de Escocia e
Irlanda.
Al principio, quizá ya «antes de Lindisfame», las veintitrés islas Shetland, junto a
la costa norte escocesa, formaban un archipiélago, como opina Oxenstierna, «de
amistosas y verdes islas en medio de la Corriente del Golfo, con abundantes pastos,
puertos protegidos y buenos lugares de descanso» que ofrecían a ganaderos y
pescadores una escasa pero suficiente alimentación. También en el aspecto militar,
como base de partida y plaza de cambio para nuevas conquistas y campañas de
saqueo, las islas Shetland resultaban interesantes. Ya entonces los noruegos
dominaban magistralmente la técnica del «salto de islas» (que durante la segunda
guerra mundial practicaron nuevamente en el Pacífico americanos y japoneses con los
medios que les confería el armamento moderno), y las Shetland debieron representar
un papel importante como base trampolín y de distribución.
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Hacia el Norte, el impulso vikingo de botín, de conquista y de descubrimiento llegó
hasta las Feroe, esas islas que se alzan a pico en medio de un mar encrespado entre
Escocia e Islandia; islas sin árboles ni arbustos que hasta entonces sólo habían
servido como lugares de expiación a anacoretas irlandeses y escoceses. Es
comprensible que los míseros eremitas, «tras la llegada de los piratas nórdicos»,
apenas entrevista una oportunidad de servir a Dios en aquella soledad azotada por las
tormentas, los que se habían librado de ser asesinados, regresaran a los claustros de
donde procedían en tierra firme inglesa. Los vikingos se quedaron también allí y
pronto echaron raíces; animaban su existencia espartana con un poco de cambio, ya
que, según describe el historiador islandés Snorri Sturluson, en los meses de verano
se dirigían a Noruega para asaltar y saquear sus comunidades nativas.
La ocupación de las Feroe fue sólo un salto de costado. Visto desde las Shetland,
el «salto de las islas» de las flotas piratas noruegas se realizó, ante todo, en dirección
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sur. Sucesivamente conquistaron y colonizaron las Órcadas, las Hébridas y las islas
situadas ante la costa occidental de Escocia. También en las costas escocesas se
establecieron emigrantes del Norte. Esto explica el porqué precisamente el cabo
noroeste de Escocia se llama Sutherland y también Südland. A continuación, la isla
de Man, en el mar de Irlanda, pasó a ser colonia noruega y se convirtió en
asentamiento comercial, estación de aprovisionamiento y base de partida de piratas
vikingos.
Por último, Irlanda misma: la isla de los extravagantes, de los hilanderos, de los
fantasiosos geniales, un tropel de individualistas, el último fuerte bastión de los celtas
en Europa; dominada por numerosos jefecillos de tribu que cuidaban sus no menos
innumerables y pequeñas hostilidades con apasionamiento de jardineros; patria de
ricos monasterios cuyos monjes habían llevado el arte irlandés y el modo específico
de su fervor de creyentes irlandeses al suelo de Europa… Y, de otra parte, los
robustos depredadores del Norte, ansiosos de botín, que ejecutaban su sangrienta
tarea no sólo con crueldad de lobos, sino también con asombrosa disciplina y gran
amor a la organización. No es de extrañar que precisamente los irlandeses pagasen un
tributo de sangre extremadamente alto a los barcos dragones de los piratas y que el
furor de las fechorías de los vikingos originara cascadas de tinta, elocuentes y ricas en
imágenes, hinchadas de furor homérico.
«Convirtieron la isla en un país de pillaje, de dominio de la espada y de la
conquista, desde un extremo a otro», se lamenta un cronista anónimo. «Saquearon sus
principales sitios, sus venerables iglesias y santuarios, destruyeron sus cofrecillos de
joyas, sus relicarios y sus libros, pisotearon sus templos suntuosamente adornados.
Porque este pueblo furioso, salvaje, pagano, implacable y cruel, no sentía respeto,
veneración ni gracia alguna hacia los lugares sagrados; no se detenía ante las iglesias
o los sagrarios y no temía a Dios ni a los hombres. En una palabra, seria más fácil
contar las arenas del mar, la hierba de los campos o las estrellas del cielo que referir
lo que los irlandeses todos, hombre o mujer, joven o doncella, lego o clérigo, libre o
siervo han tenido que sufrir de ellos en ignominia, violencia y opresión.»
Los hechos confirmaban escuetamente esta apasionada filípica. Ya alrededor del
830, los noruegos dominaban las costas de la «isla verde», y en la parte sur, también
el interior del país. En el año 839 apareció el rey del mar, Turgeis, con una poderosa
flota, en las playas del norte de Irlanda; se llamó a sí mismo «rey sobre todos los
extranjeros de Erín», fundó Dublín, destruyó numerosos santuarios y se presentó
como sacerdote pagano en ermitas cristianas. Provocación a la que los irlandeses,
heridos en sus sentimientos más profundos, reaccionaron de forma tal, que cuando en
844 atraparon al malhechor, lo ahogaron como a un gato sarnoso en el lago de Nair.
A mediados del siglo encontraron una inesperada ayuda, y por cierto de
agrupaciones danesas que se habían establecido en la parte sur de la isla. Irlandeses y
daneses se aliaron e hicieron retroceder a los noruegos hacia el Norte. En esa lucha,
ambos bandos emplearon una vez más los medios más extremos de brutalidad y
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perfidia para aniquilarse mutuamente. La peor parte correspondió de nuevo a la
población irlandesa. «Aunque hubiera sobre el mismo cuello centenares de
endurecidas cabezas de hierro, provista cada una de centenares de afiladas y nuevas
lenguas de bronce y aunque cada una de ellas hablara sin interrupción con centenares
de voces altas e irreprimibles, no lograrían contar lo que el pueblo de Irlanda, los
hombres y las mujeres, los legos y los sacerdotes, los jóvenes y los ancianos han
tenido que soportar de sufrimiento a manos de ese pueblo pagano, pendenciero y
salvaje.» Así dice otro significativo texto de la Crónica irlandesa (que muestra
patentemente las características del lenguaje retorcido y barroco, pero insólitamente
impresionante, de los cronistas irlandeses).
Por lo demás, los noruegos volvieron pronto. Un caudillo, llamado Olav el Sabio
(¿era duque o rey?), reconquistó Dublín y expulsó a los daneses de la isla. Poco
después los noruegos se combatían entre sí; para colmo, también intervino en la lucha
el rey Halvdan de Inglaterra del Norte: un caos indescifrable, una guerra de todos
contra todos.
Sólo alrededor del 900, la isla, totalmente desangrada, encontró un pasajero
descanso. Veinte años más tarde, los noruegos tenían de nuevo a Irlanda entre sus
zarpas. A partir de entonces, y durante casi todo el siglo X la «isla de los doctores y
los santos» fue una colonia de los vikingos que, sobre todo, bajo los tres reyes de la
dinastía de Ivar: Sigtrygg, Gudrod y Olav Kwaran, quedó a merced de los
conquistadores hasta el último rincón. Respecto a esto aparece otra larga anotación
muy significativa en la Crónica irlandesa: «En cada distrito se encontraba un rey
noruego; en cada clan, un caudillo; en cada aldea, un gobernador; en cada casa, un
guerrero.»
Se destruyó una cultura vieja de siglos; toda la población irlandesa retrocedió a
una existencia primitiva, en la que «ni el bardo, ni el filósofo, ni el músico pudieron
seguir ejerciendo sus acostumbradas actividades», porque lo único que importaba era
la supervivencia.
Sólo alrededor del año 1000 los irlandeses encontraron en su rey máximo Brian al
jefe que despertó una vez más la fiereza y la tenacidad felina de los campesinos de la
isla, y de tal forma combatió los acuartelamientos enemigos, que al cabo de quince
años de guerra, incluso «lindas doncellas ataviadas con ricos adornos» podían viajar
sin molestias por todo el país.
En tanto que Irlanda se alegraba con la reconquistada libertad, Inglaterra pasaba a
ser de nuevo colonia danesa.
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litigio con castillos y fuertes guarniciones. Como los daneses en Inglaterra estaban
presionados al mismo tiempo por los noruegos de Escocia y de Irlanda, el hijo de
Eduardo, Aethelstan, pudo reconquistar finalmente los territorios en disputa, de forma
que, alrededor de 940, el dominio de los reyes de Wessex volvió a extenderse sobre
Mercia, Northumbria, York y amplias extensiones del Danelaw (lo que no excluye
que diez años más tarde, para culminar la confusión, el noruego Erik Hacha de
Sangre se proclamase rey de Northumbria y de York).
Los hijos de Aethelstan, Edmundo y Edgardo, iniciaron con éxito la lucha contra
los invasores. Pero fueron lo bastante inteligentes para tolerar los asentamientos
vikingos en el Danelaw e incluso permitirles una cierta autonomía. En una
disposición de Edgardo, del año 970, se dice: «Quiero que entre los daneses imperen
las leyes buenas que ellos consideran justas, lo que les he concedido y seguiré
concediendo, como compensación a la fidelidad que siempre me han mostrado.»
A pesar de tales concesiones, ambos hermanos gobernaron como legítimos
soberanos de Inglaterra, respetados también por los vikingos. En su coronación, en
973, Edgardo consintió que la barcaza real fuese impulsada por remos empuñados por
príncipes daneses y celtas. A partir de aquel día ostentó el significativo título de rey
de Inglaterra y soberano de los reyes de las islas y del mar.
Pero antes de concluir el siglo, la isla británica de nuevo fue objeto de violentos
ataques de barcos piratas daneses. Mientras tanto, los piratas del mar del Norte habían
acrecentado el arte de conseguir botín con una nueva variante: el llamado «dinero
danés». Navegaban de puerto en puerto y amenazaban a la población con muerte y
destrozos, pero concedían la gracia a los que estaban en situación de responder, de
rescatar la vida con plata y oro.
Así, en 994, Londres tuvo que entregar de la noche a la mañana 16.000 libras de
plata para lograr que una armada combinada noruego-danesa, una de las flotas más
poderosas desplegadas por los normandos, prosiguiera viaje.
La fatalidad quiso que, precisamente en los decenios en que los daneses asestaban
golpes nuevos y temibles, la fuerza y la responsabilidad del reino inglés se viesen
socavadas por un ser débil: el hijo de Edgardo, Etelredo, al que ya los
contemporáneos llamaban el Indeciso o Perplejo. Como suele suceder en las criaturas
temerosas, un día intentó compensar su debilidad con una extraordinaria acción de
fuerza, al ordenar el 13 de noviembre de 1002, día de San Bricio, el asesinato de
todos los daneses que vivieran en su reino.
Su extraordinaria mala suerte le deparó que entre las víctimas de esta noche
anglosajona de San Bartolomé se encontrase también Gunhilda, hermana del rey de
los daneses, Sven Barba de Tenedor. Éste inició inmediatamente algunas sangrientas
acciones de represalia que entre otros muchos lugares afectaron a Oxford y
Cambridge, y, diez años más tarde, apareció, resuelto a vengar el día de San Bricio,
con una gigantesca flota en la desembocadura del Támesis. Los reyes anglosajones
tampoco desdeñaban la ayuda de mercenarios nórdicos, y esta vez Londres fue
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defendida, aunque discretamente, por el vikingo Torkil. Sven Barba de Tenedor no
inmovilizó sus ejércitos en un asedio, y siguió adelante; conquistó Wessex, feudo de
los reyes ingleses, y obligó a Etelredo a huir vergonzosa y precipitadamente a
refugiarse en las tierras de sus primos normandos, al otro lado del canal.
Tres años más tarde, después de la muerte de Sven, toda Inglaterra quedó
incorporada al reino de Canuto el Grande, con lo cual el mar del Norte se convirtió en
un mar interior danés-vikingo.
El reino de Canuto el Grande. El reino del rey Gottrik fue la primera formación
estatal fundada en el Norte. Sin embargo, poco tiempo después de la muerte de su
fundador desapareció tal azote histórico. En tanto que los caudillos y reyes del mar
daneses mantenían en vilo a toda la Europa occidental, en la misma Dinamarca no
contaban con ningún soberano de la suficiente categoría histórica; por lo visto,
aquellos viajes de asalto y saqueo por el mar consumían todas las fuerzas disponibles
del pequeño país.
En contraste con Dinamarca, alrededor del 800, en Noruega existían numerosos
pequeños señoríos de distritos cuyo horizonte político estaba limitado por un egoísmo
de tribu lleno de desconfianza. Will Durant habla de una «maraña de treinta y un
principados, cada uno de ellos regido por un belicoso caudillo y separados entre sí
por montañas, ríos y fiordos». Pero ya a mediados del siglo IX, cuando los hijos de
Göttrik habían dilapidado la herencia de su padre, en Noruega se fue mostrando algo
parecido a un poder central. Las grandes figuras de la unificación monárquica
noruega son la reina Asa, su hijo Halvdan el Negro y aquel rey Harald que dejó
crecer sus rizos de un rubio rojizo todo el tiempo necesario hasta meter en cintura a
los últimos y más recalcitrantes adversarios; lo llamaban Harald el de los Hermosos
Cabellos.
Mientras Erik Hacha de Sangre, confiado el ejército al mando de los
descendientes que había tenido en sus once matrimonios, agotaba sus fuerzas en la
lucha contra Inglaterra, otro de sus hijos, Haakon el Bueno, se aprovechaba de los
éxitos de su padre y proporcionaba a su país una paz interna de larga duración, de
forma que muchos noruegos morían, de un modo totalmente opuesto al proceder de
los vikingos, «en la cama de paja una decrépita muerte de viejo». Al igual que
Haakon el Bueno, también el segundo Haakon, llamado el Gran Jarl, al defender la
potencia del reino protegió con éxito el bienestar interno de su país, durante decenios,
contra las levantiscas fuerzas regionales. Pero a medida que se fue haciendo viejo se
dedicó abiertamente a buscar novia entre las hijas del país, lo cual concitó contra él la
indignación de los campesinos libres, que lo mataron en una pocilga. Su herencia la
recogió el famoso Olav Tryggvason, el «héroe más resplandeciente de la época
vikinga noruega».
Por aquel tiempo, Dinamarca también había recobrado su unidad. Los
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historiadores escandinavos nombran, ante todo, a tres soberanos, principales fautores
de la restauración de la casa real danesa: Gorm el Viejo, muerto alrededor de 950,
quien desde su palacio de Jelling logró reunificar las islas de Jutlandia; su hijo Harald
Dientes Azules, a quien, por cierto, el emperador alemán Otón el Grande le obligó a
bautizarse y a entregar Haithabu, y a pesar de eso extendió los límites de su país en
dirección norte hacia el sur de Noruega, y Harald, hijo de Sven Barba de Tenedor,
uno de los más vigorosos y triunfales soberanos de Dinamarca, que realizó el
decisivo trabajo previo para facilitar el nacimiento del gran imperio danés bajo
Canuto el Grande.
El primer encuentro decisivo se produjo todavía en el reinado de Sven Barba de
Tenedor en el año 1000, en la batalla naval de Svolder, en la cual Olav Tryggvason
perdió la flota y la vida, a pesar de que entró en combate con el Gran Serpiente, el
barco más hermoso y más fuerte de la época de los vikingos. Como próximo hito
importante los historiadores designan la batalla de Ashingdan en Essex, en 1016, en
la que Canuto derrotó al hijo de Etelredo, Edmundo, que tuvo que ceder toda
Inglaterra, excepto el país de su corona, Wessex, al rey de los daneses. Cuando pocos
meses más tarde murió Edmundo, también Wessex reconoció la potencia de las armas
de los vikingos y se incorporó al imperio marítimo e insular de Dinamarca.
El gran Canuto consiguió su último triunfo en 1030, cuando derrotó en Stiklestad
al rey Olav el Santo, «un hombre bueno y muy dulce», que cristianizó a sus paisanos
pese a estar muy entregado a sus concubinas, derrota aniquiladora mediante la cual
Canuto se apoderó expeditivamente del resto de Noruega.
Pero también el imperio de Canuto, con el que la historia de los vikingos llegó a
su punto culminante, fue de corta duración: se descompuso exactamente con la
misma rapidez con que había nacido. Ya en 1035, Magno el Bueno, hijo del piadoso
Olav, recuperó el trono de su padre. Y en 1042 los daneses perdieron Inglaterra.
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Pero los jarls anglosajones no aceptaron sin resistencia esta evolución. Mientras
Eduardo el Confesor se dedicaba a estudios y ejercicios de piedad y concentraba su
actividad en la construcción de la abadía de Westminster, su proyecto favorito, su
cuñado Harold, calavera de vida alegre y desenfadada y curtido guerrero, cada vez se
hacía más cargo de la administración del gobierno. Por tanto fue lógico que los
nobles anglosajones eligiesen precisamente a este Harold, retoño de los poderosos
condes de Wessex, como rey cuando Eduardo el Confesor murió en 1066 sin hijos.
Siguiendo su último deseo, fue enterrado en la abadía de Westminster.
Entonces el duque Guillermo de Normandía dejó oír su palabra y declaró que era
él y no el jarl Harold el legítimo sucesor de Eduardo. El duque Guillermo, llamado el
Bastardo, porque procedía de la unión extramatrimonial de su padre Roberto (el
legendario Diablo) con una lavandera, tenía importantes argumentos en que fundar
esa pretensión. Pudo hacer creer que ya en 1052, Eduardo, como agradecimiento por
la hospitalidad que le dispensó en Normandía, le había prometido la corona de
Wessex. Además, el duque Guillermo en persona había armado caballero a Harold
durante su estancia en Ruán, por lo cual Harold, conforme al código de la época, era
su «hombre», su vasallo.
Guillermo el Bastardo supo aprovechar su talento, en el sentido bíblico. Se
procuró, con promesas que no cumplió, una licencia para luchar contra Harold.
Movilizó a todos los caballeros normandos, esto es, a los guerreros más excelentes de
Europa, en parte con dinero, en parte con amenazas, para que le ayudasen en la
planeada invasión. También fuera de Normandía buscó y obtuvo otros apoyos, con la
promesa de (citando a Jacques Mordal) «vender audazmente la piel del oso» que
todavía no había matado. Así consiguió reunir en pocos meses una fuerza
combatiente de 65.000 hombres, además de una flota que, según cálculos, disponía,
por lo menos, de 400 barcos de guerra y 1.000 transportes.
Pero todavía hizo más. Indujo al rey de Noruega, Harald el Duro, a invadir
Inglaterra. Este Harald era uno de los grandes héroes de la historia nórdica; durante
mucho tiempo había sido comandante de la guardia imperial de palacio en Bizancio
y, como general del emperador romano de Oriente, había conquistado ochenta
castillos y había conseguido dieciocho victorias. Si bien es cierto que el joven Harold
pudo destruir al ejército noruego junto al puente de Stamford, ante los muros de York,
en una batalla que también costó la vida al experimentado guerrero nórdico, no lo es
menos que volvió a marchas forzadas a las costas del canal, pero ya era demasiado
tarde para detener la invasión en el mar o por lo menos en la playa. La gigantesca
fuerza combatiente de Guillermo el Bastardo ya había desembarcado en las cercanías
de Pevensey, en Sussex, el 28 de septiembre de 1066.
Dos semanas más tarde, el 13 de octubre, ambos ejércitos entablaron batalla.
Nueve horas duró el combate (sobre cuyo transcurso nos informa, no en último lugar,
el tapiz mural confeccionado dos decenios más tarde, llamado de Bayeux, de setenta
metros de longitud). El ejército invasor normando, muy bien organizado y dirigido
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con inteligencia, aplastó casi totalmente la fuerza guerrera anglosajona.
El joven rey Harold, alcanzado por una flecha en un ojo, cayó bañado en sangre
en manos de los señores normandos, que lo despedazaron en modo tal, que los
monjes encargados de enterrar a las víctimas tuvieron que solicitar la ayuda de la
novia real, una dama llamada Edith Schwanenhals (Cuello de Cisne), para
encontrarlo. En la iglesia de Waltham, los restos mortales de Harold recibieron
cristiana sepultura.
El normando Guillermo, que a partir de aquel día ya no fue llamado el Bastardo,
sino el Conquistador, se hizo coronar rey en Winchester el día de Natividad de 1066.
Sus restantes logros no interesan aquí. Sin embargo, lo que importa afirmar es que
este retoño de los vikingos estructuró estatal, intelectual y socialmente a la Inglaterra
de la Edad Media y de esta forma influyó de manera perdurable en la historia de la
isla y en las conquistas de sus moradores. A partir de entonces ya no se produjeron
más asaltos de los vikingos, pues la invasión de 1066 fue la última que sufrió
Inglaterra. Desde aquellas fechas el país ha defendido su existencia y soberanía
insular durante más de novecientos años.
Pero no sólo Inglaterra conquistaron en la segunda mitad del siglo XI los
«inquietos hijos sin tierra de Normandía». Su fuerza llegó a crear también en el
Mediterráneo una serie de estados y ciudades-estados a los que la historia de los
estados europeos ha de agradecer importantes impulsos de grandes efectos.
«Aves marinas de color rojo oscuro» en el Mediterráneo. Los primeros viajes de los
vikingos al Mediterráneo pertenecen aún al «siglo de las aventuras». La leyenda
bonitamente adornada de un historiador franco de que ya Carlomagno en una visita al
sur de Francia vio surgir ante la costa barcos dragones que desaparecieron
seguidamente, hay que aceptarla con cautela. También hay noticias de un cronista
árabe que algunos decenios más tarde, aproximadamente en 840, vio pasar un barco
vikingo con grandes velas rectangulares, y quedó tan impresionado, que lo comparó
con un enjambre de «aves marinas de color rojo oscuro».
Ya en 827, tales «aves marinas de color rojo oscuro» procedentes quizá del nido
de piratas de Noirmoutier, habían efectuado un ataque en el reino de Asturias. Los
historiadores fijan en el año 844 una segunda campaña de saqueo en grandes
proporciones en que una flota vikinga compuesta de 54 largos barcos atacó las costas
del emirato de Córdoba, asedió durante trece días a Lisboa, acometió duramente a
Cádiz y prendió fuego a los arrabales de Sevilla. Después de haber devastado los
naranjales del Guadalquivir (llamado entonces Wadi el-Kebir), los «héroes nórdicos»,
cargados de botín, regresaron a sus puntos de partida sitos en la costa occidental
francesa.
Quince años más tarde, otra flota vikinga compuesta de 62 barcos salió de nuevo
de Bretaña para una incursión de piratería por el Mediterráneo. Esta empresa, que
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duró tres años, se cuenta entre las acciones más temerarias de la historia de la guerra
naval.
Los piratas, mandados por el rey del mar, Hasting, quien soñaba entonces con
restablecer la dignidad de emperador romano para su hijo Björn Costado de Hierro,
devastaron Algeciras, asestaron un corto pero sangriento ataque a Marruecos,
saquearon Mallorca y las Pitiusas, se establecieron en el delta del Ródano, navegaron
Ródano arriba hasta Valence, conquistaron Pisa, Fiesole y la hoy desaparecida Luna,
que ellos tomaron por Roma, incendiaron ciudades y aldeas, llenaron sus barcos de
botín y de prisioneros y constituyeron el terror de todas las aguas entre España, Italia
y el norte de África. Durante el regreso, a la altura del golfo de Vizcaya les
sorprendió una terrible tormenta de la que sólo escaparon indemnes diecisiete barcos.
Este contratiempo no impidió que los supervivientes se dirigieran de nuevo a
Pamplona y consiguieran extorsionar 30.000 denarios al gobernador.
Cuando en el año 862 regresaron a Nantes, dando por terminada su odisea de
rapiña y muerte, traían, para asombro de los cronistas, además de sillas de montar
moriscas, espléndidos paños árabes y otros objetos exóticos, así como numerosos
esclavos de piel oscura.
Después de esa campaña, los imbatidos hijos del Norte dejaron en paz a los países
ribereños del Mediterráneo. Sólo las costas de Asturias y Lisboa fueron de nuevo,
cien años más tarde, objetivo de bandas de caballeros saqueadores y navegantes. El
mar entre Siria y Gibraltar pertenecía, sin eufemismos, a los sarracenos, cuya ansia de
piratería no andaba a la zaga de los vikingos. Pero los vikingos, tan dados al mar y
con tanta experiencia guerrera, también quebrantaron finalmente el poderío de los
sarracenos. En puridad, fueron los mercenarios franco-normandos quienes en los
siglos XI-XII expulsaron a los árabes del sur de Italia y de Sicilia hasta el norte de
África.
La historia de los estados asociados normandos en el Mediterráneo, que no puede
faltar en un esquema, por conciso que sea, de la época de los vikingos, empezó a
finales del siglo, «en los tiempos en que Canuto guerreaba en Inglaterra». Ya en el
segundo decenio del siglo XI se formaron en la Italia inferior agrupadones armadas
normandas, que entraron al servicio de los emperadores griegos y en lo sucesivo se
dedicaron a defender las posesiones bizantinas en Apulia y Calabria contra sus
numerosos enemigos, ante todo los sarracenos sicilianos y las numerosas ciudades-
estados y ducados de Italia, que a pesar de estar todos enemistados entre sí, todos
miraban ávidamente hacia el Sur. Los normandos supieron hacerse dueños de la
situación en corto tiempo: a finales de los años veinte de aquel siglo fundaron
alrededor de Anversa un ducado normando que dictó su propia política, expulsó a los
funcionarios griegos, repartió la tierra conquistada según las costumbres nativas y,
finalmente, se convirtió en el más importante imperio de fuerza en el sur de Italia.
La figura central de la ocupación del sur de Italia por los normandos fue el duque
Roberto, cuyo apodo de Guiscard procede del francés vissart, que significa pícaro
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avispado. En 1059, Roberto Guiscard, uno de los doce hijos del conde Tancredo de
Hauteville, recibió como feudo todo el sur de Italia, de manos del papa Nicolás II;
liberó, en 1084, al papa de Canossa Gregorio VII, sitiado por el emperador
Enrique IV en Engelsburg; esos actos no le impidieron actuar siempre en su propia
conveniencia. Suprimió los últimos puntos de apoyo griegos en la parte sur de la
península e inició la conquista de Sicilia, que su hermano Roger completó en 1091,
seis años después de haber muerto Roberto Guiscard, víctima de la peste.
El hijo de este Roger, Roger II, no sólo unificó los diversos señoríos normandos
en la Italia inferior en un «reino de las Dos Sicilias», sino que lo elevó a la categoría
de gran potencia. Roger II, soberano del que su biógrafo árabe Idrisi afirma que
lograba más cosas en el sueño que otros en la vigilia, creó la administración más
eficaz de su época, la economía más floreciente y el estado de mayor civilización en
la Europa de aquellos tiempos. Dio coherencia y un espíritu común a sus súbditos,
insólita mezcla de pueblos que además de normandos e italianos contaba también con
sarracenos, griegos y judíos, y convirtió a Palermo, su corte, en una de las más
atractivas y maravillosas ciudades del Sur, además de un centro de poderío de
importancia continental, cuyo radio de acción se extendía, hacia 1150, por todo el
Mediterráneo.
El imperio oriental de los vikingos, cuna de la Rusia cristiana. Mientras tanto, los
vikingos también se habían servido de otro camino para penetrar en el Mediterráneo:
desde Suecia, a través del lago Ladoga y los grandes ríos rusos, llegaban por el mar
Negro hasta Bizancio, que ellos llamaban Miklagard, la gran ciudad.
Según parece, este movimiento Norte-Sur ya se había iniciado siglos antes de la
«era de los vikingos». Tesoros hallados en Helgö y Gotland muestran que ya en el
siglo VII existían contactos comerciales entre Suecia y los países del mar Caspio y del
océano Índico, y del siglo VIII aparecen huellas de una colonización sistemática de las
costas bálticas. Los «hombres del Norte» ocuparon primero la franja oriental del mar
Báltico con pequeñas aunque fortificadas plazas comerciales y desde allí extendieron
paulatinamente sus posiciones por las ensenadas del mar de Finlandia hasta la orilla
sur del lago Ladoga.
Se establecieron en el territorio del actual Ladoga viejo, dónde descargaban en
embarcaciones más pequeñas las mercancías contenidas en los barcos dragones que
eran capaces de navegar por el mar.
Sin preocuparse de los peligros que les amenazaban en las tierras vírgenes rusas,
ni tampoco de la resistencia de las tribus eslavas, se dirigieron desde el Ladoga
(adonde llegaron aproximadamente a mediados del siglo IX) a los ríos rusos para
adentrarse por el país, y pasando por el Voljov se dirigieron a las fuentes del Volga y
desde allí hasta Bolgar, el gran puerto comercial en la confluencia del Volga y del
Kama, punto final de la extensa ruta de la seda del lejano Oriente y estación de
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tránsito hasta los países del califato.
Aunque históricamente resultó más importante que, utilizando asimismo el
Voljov, encontrasen el camino hacia el Dniéper. Siguiendo el río, llegaron en 864 a
Kiev, donde edificaron una especie de avanzada para los territorios que les
interesaban. En el siglo X, el asentamiento fortificado se convirtió en centro del
poderoso imperio de Kiev, que se extendía desde el mar del Norte hasta el mar Negro,
a través de toda la Rusia occidental. En este imperio ocurrió en 987 un hecho
importante: el rey Vladimiro (El Santo) consintió en bautizarse. A partir de esta fecha
el país quedó abierto a los monjes misioneros grecobizantinos.
Un hito de categoría histórica mundial: el nombre de los guerreros nórdicos que
en, las fuentes literarias de la época aparecen casi siempre como Rus o Ruse, pasó a
los vencidos; Kiev se convirtió en la «madre de las ciudades rusas»; el imperio
oriental de los vikingos, en la cuna de la Rusia cristiana.
Rurik y la Crónica de Néstor. Pero las investigaciones más recientes formulan a este
respecto algunas dudas. El derecho de primogenitura vikingo no deja de ser
discutible. El panorama de aquella época y de aquellos territorios no está
suficientemente iluminado por testimonios escritos o arqueológicos; existen amplias
zonas que permanecen en la más profunda oscuridad. A estas dudas se mezclan
disputas ideológicas. A la Rusia actual le disgusta que se considere a los
conquistadores suecos como los fundadores del estado de Kiev. Por su parte, la
historiografía nórdica se empeña en atribuir a sus antepasados la fundación del
imperio de los rusos, sin necesidad de más investigaciones.
La afirmación de que los vikingos suecos no sólo dominaron toda la Rusia
occidental, por lo menos hasta el territorio del río Dniéper, sino que además lo
colonizaron, se apoya esencialmente en una Crónica de Néstor nacida en un
monasterio de cuevas de Kiev y cuya más antigua redacción conocida data del
siglo XIV. Según ella (rebatida fundamentalmente por la investigación soviética), en
aquel entonces las tribus eslavas carecían de derecho y el orden era inexistente. Las
estirpes se combatían entre sí, todos luchaban contra todos. Para poner fin a esa
lamentable situación, decidieron buscar un príncipe que los gobernase y rigiese.
«Así, pues, fueron por mar a los varegos —otro nombre de los rusos— y les
hablaron: “Nuestro país es grande y rico, pero impera el desorden. Venid para
mandarnos y gobernad sobre nosotros.” Y fueron elegidos tres hermanos con toda su
parentela y se llevaron con ellos a todos los rus y vinieron. Rurik, el mayor, se
estableció en Novgorod; el segundo, Sineus, en Beloozero; el tercero, Truvor, en
Izborsk.»
Una bonita historia, como reconoce incluso el sueco Oxenstierna, un cuento
«demasiado hermoso para ser cierto» y que es el mismo que en muchos otros países y
con distintas variantes se suele contar. Sin embargo se acepta sin reparos, no en
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último lugar, por los exegetas de la sangre nórdica. Según ella, el Este habría sido un
imperio sin fronteras y sin horizontes, incapaz de gobernarse a sí mismo y de crear un
orden estatal, por lo que tuvieron que venir «hombres del Norte» para roturar aquellas
tierras vírgenes y disciplinar a sus habitantes.
La objeción de más peso estriba en que la filología no ha podido aclarar la
procedencia del nombre de ruso, ni la arqueología ha conseguido dar una respuesta
satisfactoria a la pregunta sobre la participación de los suecos en el nacimiento del
estado de Kiev. De este fallo es en parte responsable la arqueología soviética, ya que
sólo publica las «imágenes aceptables», esto es, las que se acomodan a los deseos
oficiales.
Pero con cierta seguridad cabe afirmar que el estamento superior ruso-varego
procedente de Suecia estableció firmemente su poderío en el territorio del Dniéper en
el curso del siglo IX y desde allí por toda Ucrania hasta el mar Negro. Sin embargo,
hay que efectuar a este cuadro dos correcciones; primera: estos señores suecos se
asimilaron a la Rusia de Occidente con la misma rapidez que los guerreros daneses en
Normandía unieron su destino al de los sometidos; aunque fortalecidos por
contingentes de la patria, todavía en las crónicas del siglo XI siguen apareciendo
como el estamento superior extranjero. Segunda: hubo más comercio que lucha, el
intercambio de mercancías era mayor que las acciones bélicas; el fresco de las
campañas de los vikingos en la Europa occidental sólo puede trasladarse de un modo
muy condicionado a la Europa oriental.
865 El gran duque Helgi (en ruso: Oleg), del clan familiar de Rurik, organizó una
expedición contra Bizancio, la capital del imperio romano de Oriente, la sitió
un año más tarde y consiguió un tratado comercial que permitía a los
comerciantes varegos montar sus puestos de venta ante los muros de la ciudad.
907 Por segunda vez aparecen los varegos ante el palacio del emperador griego,
montan sus barcos (según la dramática, pero poco verosímil, exposición de la
Crónica de Néstor) sobre ruedas, izan las velas y, con viento favorable, se
dirigen hacia la ciudad no amurallada. Ante el peligro que se les viene encima
los bizantinos conciertan a toda prisa un tratado de amistad.
913/14 Los varegos, con quinientos barcos, cruzan el mar Negro por el estrecho
istmo Volga-Don (a la altura del actual Stalingrado) hasta introducirse en el
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mar Caspio y desde allí en el Irak y en Azerbaijan.
941 El hijo de Rurik, Ingwar (en ruso, Igor), al mando de una poderosa flota se
planta ante Bizancio, pero sin éxito, ya que sus barcos son incendiados con
ayuda del «fuego griego» (especie de «cóctel Molotov» hecho de petróleo, pez
y azufre que se disparaba con flechas, lanzas y cañas revestidas de cobre).
944 Con un gran ejército de jinetes se dirige a Miklagard (Bizancio) y, lo mismo que
su antepasado Helgi, logra un lucrativo tratado comercial que concede a los
comerciantes varegos sustanciosos privilegios (el texto del convenio recogido
en la Crónica de Néstor es también interesante desde el punto de vista de la
historia del lenguaje, ya que, precisamente como el documento de 907, por el
bando ruso contiene apellidos casi exclusivamente de origen nórdico).
Pero alrededor del 970 cambia la situación. Los guerreros nórdicos, que hasta
entonces sólo habían aparecido como enemigos ante las murallas e instalaciones
portuarias de la dorada Bizancio, entran en número cada vez mayor al servicio seguro
y bien pagado de los emperadores griegos. Como guardia personal de los soberanos
bizantinos, los varegos (palabra que significa los roncos y también los confederados,
ciudadanos guardianes, hombres del séquito) asumen funciones importantes y llenas
de responsabilidad en la corte de los Césares romanos de Oriente. De la guardia
personal del emperador, considerada por los griegos como una tropa de «muchachos
largos», salió el núcleo del ejército bizantino. La batalladora legión extranjera
defendió valerosamente al imperio griego en numerosos combates, preferentemente
contra árabes y búlgaros. Su comandante era al mismo tiempo ayudante general del
emperador y, en su ausencia, disponía de las llaves de las puertas de la ciudad.
Antes ya se mencionó a uno de estos comandantes: aquel Harald Haarderaade, el
recaudador imperial de impuestos en el distrito de Kiev, jefe de la «guardia sueca» en
la corte de Bizancio y general del emperador romano de Oriente, cargos que ocupó
antes de morir como rey de Noruega en la lucha contra Inglaterra. En el libro de
imágenes de la época heroica nórdica se considera a Harald el Duro como uno de los
grandes héroes en quien se encamó mejor la colosal vitalidad de los pueblos
escandinavos: su capacidad militar y su osadía, su instinto de lobo y su disposición a
arriesgar la vida en cualquier momento y por un vil salario. Talentos de dudoso valor,
pero cualidades susceptibles de tener sujeta y aterrorizada a toda Europa.
Cuando, medio siglo más tarde, los normandos de Roberto Guiscard y los varegos
del emperador de Bizancio chocan en los combates de Durazzo, debió parecer como
si efectivamente estuviesen por doquier entre el Volga y el Atlántico.
Por esta época hacía ya tiempo que se habían internado en el Atlántico en busca
del hemisferio occidental, hada América.
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CAPÍTULO CUARTO
VIAJE A VINLAND
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sentido y objeto a la creciente oleada de inmigrantes.
Los primeros pobladores vikingos de Islandia abandonaban Noruega por motivos
políticos, ya que en sus cerebros de campesinos no había sitio para un rey que ponía
en tela de juicio sus derechos tribales y gravaba sus fincas con impuestos. Harald el
de los Hermosos Cabellos, el unificador de Noruega, aún tiene hoy en la
historiografía islandesa mala prensa.
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De hecho no era ningún paraíso, pero bastaba para vivir, y por eso, año tras año,
nuevos inmigrantes se fueron estableciendo en las recortadas costas, no sólo
procedentes de Noruega, sino también de las islas Británicas, de Escocia y de Irlanda,
lo cual representaba una aportación de sangre celta que le convenía mucho al estado
nórdico que estaba naciendo en la isla.
Por lo demás, Islandia no estaba tan despoblada como sus descubridores vikingos
habían supuesto. También aquí, casi a ochocientos kilómetros al norte de Escocia, se
habían establecido anacoretas iroceltas dispuestos a servir a Dios mediante la
pobreza, la soledad y la ascesis voluntariamente elegidas. Simples y fervorosos
anacoretas que, como refiere el monje irlandés Dicuil, llamado el Geómetra, se
asombraban en gran manera de que durante los meses de verano, incluso en plena
noche, podían buscar piojos en sus camisas «como en lo más claro del día».
Pero estos anacoretas no permanecieron mucho tiempo en la isla después de la
llegada de los primeros inmigrantes. Como para ellos suponía un horror convivir con
paganos, abandonaron sus míseras ermitas, montaron en sus diminutos botes de remo
tejidos con sauce y forrados con pieles de animales y regresaron a su patria. Pero
abandonaron, además de campanas, báculos y otros objetos religiosos, numerosos
libros, cuyas extrañas y fantásticas ilustraciones fueron de gran efecto.
La oleada de inmigrantes iniciada alrededor de 874 alcanzó su pleamar alrededor
de 930, fecha en que la isla ya había admitido a unas treinta mil personas. Vivían
según los usos y costumbres de sus padres, y formaban una comunidad campesina
que estaba orgullosa de su libertad, aunque en realidad se hallaba dirigida y
sojuzgada por algunas grandes familias. Esta forma de vida no cambió apenas
cuando, hacia 930, se procedió a la fundación formal de un estado. El órgano
supremo de esta «por aquel entonces única república totalmente libre del mundo» era
el Allthing, que todos los años se reunía en verano en las llanuras de lava de
Thingvellir, tomaba decisiones de obligado cumplimiento (por ejemplo, en el año
1000 la de cristianizar la isla), promulgaba nuevas leyes y creaba derecho conforme a
las viejas leyes nativas, que, sin embargo, no se compilaron por escrito hasta 1148.
Pero carecían de un poder ejecutivo que representase esa existencia estatal, fallo
que de modo indirecto llevó a la colonización de Groenlandia.
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durante algunos años se esforzó sinceramente en alimentar a su hambrienta estirpe.
Pero, como su padre, era un gallo de pelea, que por el más insignificante motivo
perdía los estribos. También el rojo Erik resultó un homicida: dos hijos de su vecino
quedaron tendidos en el suelo.
El tribunal del Thing condenó al irascible Rojo a considerarse durante tres años
fuera de ley. Este castigo, los acusados, al no existir una administración de justicia,
solían eludirlo saliendo del país.
Erik Thorwaldsson se aprovechó de esta costumbre y, en 982, con más de treinta
años cumplidos, se marchó de Islandia con rumbo a Poniente. Al marcharse declaró,
como se cuenta en la Guía, que se dedicaría a buscar el país «que Gumbjörn, el hijo
de Ulf Krake, había vislumbrado cuando el mar lo lanzó a la deriva al oeste de
Islandia». Ese naufragio había sucedido alrededor del 900, y apenas había suscitado
algún deseo de descubrimientos. Porque el hijo de Krake, en su involuntario viaje a
merced de la tormenta, sólo había entrevisto nieblas, témpanos a la deriva y altas
cumbres cubiertas de nieve. Pero como la estirpe de Gumbjörn todavía era viva, el
país desconocido perduraba en los relatos de los viejos.
También Erik, después de varios días de viaje hacia Poniente, al principio sólo
distinguió una costa abrupta, áspera e inaccesible, azotada por altas olas y que
dificultaba totalmente el desembarco.
En vista de ello se dejó arrastrar hacia el Sur con los témpanos flotantes, bordeó
el actual cabo Farvel y de nuevo se dirigió hacia el Norte; allí consiguió avistar un
paisaje más acogedor. Había llegado al flanco sudoeste de Groenlandia, que, como la
ciencia ha demostrado desde entonces, al estar calentado por la Corriente del Golfo,
que pasaba por allí cerca, permitía que creciera una vegetación, aunque raquítica y
pobre.
Erik el Rojo, que por lo visto no era sólo un hombre irascible, sino también un
prudente y metódico descubridor, aprovechó los tres años de su destierro en explorar
el costado sudoeste de la isla recortado por numerosos fiordos. Avanzando de
ensenada en ensenada y viviendo como «pescador, cazador y atrapador de pájaros»,
reconoció metódicamente las posibilidades de asentamiento en el territorio costero.
Eran mejores de lo que esperaba. Muy al interior de los fiordos descubrió verdes
valles sombreados por las más altas montañas del mundo, con hielos perpetuos y
lugares climatológicamente privilegiados, con ríos y arroyos ricos en peces que
prometían una alimentación abundante. A esto venían a añadirse las aguas costeras,
que, «como en casa», estaban pobladas de focas y ballenas.
Cuando, después de permanecer allí tres inviernos y regresar a Islandia, tras una
difícil navegación de tres mil quinientos kilómetros, presentó de un modo tan vivido
y convincente a sus paisanos las excelencias de aquellos lugares de asentamiento, que
se organizó una emigración en masa. Entonces Groenlandia recibió su denominación:
Tierra Verde, ya que Erik opinaba, y con razón, que «muchos querrían viajar allí» si
el nuevo país tenía un nombre atractivo. Sucedió, pues, que «aquel verano veinticinco
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barcos zarparon del fiordo de Breide hacia Groenlandia», veinticinco barcos con
hombres y mujeres, viejos y niños, caballos y vacas, maderas y herramientas,
utensilios de cocina y redes para pescar. Como se cuenta en la Guía, sólo llegaron
catorce barcos. «Otros regresaron y algunos se hundieron en las olas.»
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Con unas setecientas personas, Erik el Rojo llegó a uno de los fiordos de la costa
sudoeste y las repartió en dos asentamientos: el del Este, en el territorio de la actual
Julianehaab, y el asentamiento del Oeste en las cercanías de la actual capital de
Groenlandia, Godthaab. Él se estableció en uno que a partir de entonces llevó su
nombre; fiordo de Erik, en una finca llamada Brattahlid «donde gozaba de gran
prestigio y todos se inclinaban ante él». Así, el hombre arrebatado que tenía dos vidas
sobre su conciencia se convirtió en el rey sin corona de un pequeño estado campesino
de vikingos, que al cabo de pocos decenios contaba con tres mil almas cristianas, dos
mil de ellas en el asentamiento del Este.
Probablemente, las condiciones climatológicas de Groenlandia entonces eran
mejores que las de hoy. En las descripciones de aquella época, en varias ocasiones se
habla de bosquecillos de abedules; en años especialmente buenos incluso las
manzanas llegaban a madurar. Pero aquella «Tierra Verde» no era un jardín del Edén;
Erik el Rojo había prometido demasiado. Por ejemplo, los campesinos vikingos no
consiguieron aclimatar los cereales de su país y eso los condenaba a una existencia
húmeda y sin luz, hacinados en chozas durante ocho meses al año, ocho meses bajo la
amenaza de los poderosos aludes de hielo de la isla, alimentándose exclusivamente de
sus flacos rebaños y de la caza y la pesca que los hombres traían al hogar. Una
existencia incierta, a menudo al borde de la muerte por inanición, sin pan y sin sol,
sin verduras y sin frutas, sin leña y sin hierro. Mísera y lastimera existencia que en
nada correspondía a las esperanzas que los habían impulsado desde Islandia a realizar
una travesía de varios días hacia el Este, por el tormentoso Atlántico Norte.
¡Qué impresión debieron sentir cuando un día Leif Eriksson, hijo de Erik el Rojo,
después de un año de ausencia, regresó y contó que había descubierto un país en que
el rocío tenía gusto a hidromiel, en el cual el ganado podía quedarse al aire libre por
las noches y donde bosques indescriptibles proporcionaban toda la leña que se
quisiera!
Como en ese país también había viñedos y cepas, lo llamó Vinland.
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Según la Saga de Groenlandia, especie de crónica de familia que se remonta
alrededor del 1200, declaró a su tripulación que quería, como de costumbre, pasar el
invierno bajo el techo de la casa familiar. «Y como todos manifestaran que lo
acompañarían en el viaje, él sentenció: “Nuestra marcha quizás os parezca una
locura, ya que ninguno de nosotros ha estado antes en el mar de Groenlandia”».
Izaron las velas y puso rumbo hacia el desconocido país, del que únicamente
sabía que se hallaba situado hacia el Oeste y que se le veía surgir del mar coronado de
montañas y de ventisqueros cuando Islandia «hubiese desaparecido a sus espaldas».
Durante tres días tuvieron buen viaje. «Pero luego cayó el viento favorable y
vinieron la niebla y las tormentas del Norte. No sabían dónde se encontraban, y esa
situación duró muchos días», hasta que por fin salió de nuevo el sol y Björn pudo
determinar su posición respecto al cielo. «Entonces izaron las velas y navegaron todo
el día y una noche. Después vieron tierra y se preguntaban qué país podría ser aquél.
Y Björn opinó que en modo alguno se trataba de Groenlandia» y ordenó acercarse.
«Eso es lo que hicieron y comprobaron que aquel país no tenía ninguna montaña alta,
pero contaba con bosques y pequeñas colinas.»
Lo dejaron atrás y siguieron navegando otros dos días. Cuando de nuevo
descubrieron tierra, le preguntaron a Bjóm si habían llegado ya a la meta; les contestó
«que esa tierra se parecía tan poco a Groenlandia como la tierra que habían visto
primero. “Porque se dice que en Groenlandia hay grandes heleros”». Por el contrarío,
la tierra que se extendía a su frente era llana y estaba cubierta de interminables
bosques.
Björn ordenó hacerse de nuevo a la mar y navegaron tres días con una fuerte brisa
del Sudoeste. Fue entonces cuando vieron emerger una tierra «alta y montañosa» con
heleros gigantescos. Pero también esta vez Björn denegó con la cabeza y no mandó
«arriar las velas» y, efectivamente, pronto comprobaron que sólo se trataba de una
islita.
Incansable, Björn siguió a favor del mismo viento, tan rápidamente «como podían
soportar los aparejos y el barco». De nuevo, al cabo de cuatro días, avistaron tierra, y
Bjorn se mostró satisfecho y dijo: «Esto se parece a lo que me han descrito de
Groenlandia; desembarcaremos aquí.»
Aquella misma noche alcanzaron una lengua de tierra en la que vararon el barco.
«Y en aquella lengua de tierra vivía el padre de Björn… Y Björn permaneció junto a
él mientras éste vivió. Y después de su muerte siguió viviendo allí.»
Una historia interesante. Pero todavía resulta más sorprendente el que Björn,
satisfecho por haber alcanzado su objetivo, apenas hablara de su azaroso viaje.
Cuando se decidió a hacerlo, habían transcurrido ya quince años.
Después de la muerte de su padre, Björn vivió algún tiempo en Noruega, en la
corte del jarl Erik. Se le reprochaba que en su viaje nunca hubiese dado con tierra.
Quizás estas palabras le llegaron al corazón o bien al final le sugirió la idea de que
había avistado las costas de un mundo nuevo. Lo cierto es que, ya de nuevo en
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Groenlandia, describió con todo detalle las circunstancias de su odisea a sus paisanos
y expuso con exactitud las experiencias náuticas de su viaje.
Como es natural, Erik el Rojo y sus hijos se enteraron de los descubrimientos de
Björn y, dado que es presumible mandaran en Groenlandia, el hijo mayor de Erik fue
el encargado de comprobar aquellas historias.
Adquirió el barco, marinero y con muchas singladuras, de Björn, lo equipó, y con
una tripulación de treinta y cinco hombres se hizo a la mar rumbo sudoeste para
buscar las costas avistadas por Björn. Esto sucedía quince años después de que éste
encontrara a su padre, o sea alrededor del año 1000. Casi quinientos años antes que
Cristóbal Colón.
Leif Eriksson el Afortunado. El viaje transcurrió tal como habían previsto. La Saga de
Groenlandia nos dice lacónicamente que cuando los hombres estuvieron dispuestos,
se hicieron a la mar «y primero arribaron a la tierra que Björn y su gente habían
descubierto en último lugar». Se acercaron a la costa, echaron al agua un bote y
remaron hasta la orilla. Pero se encontraron con una tierra yerma y sin hierba, una
tierra de heleros y piedras en la cual Leif no descubrió «ventajas apreciables».
Después de haberle otorgado el nombre de «Helluland» (que significa: Tierra de las
piedras planas), regresó con sus hombres al barco.
Incansables, buscaron la segunda de las tierras de que había hablado Björn. Allí,
sus corazones acostumbrados a yermos paisajes, algo se alegraron. Detrás de la costa,
de arena blanca de finos granos, se extendían innumerables bosques de un verde
oscuro. Leif, satisfecho por tal descubrimiento, manifestó: «Esta tierra se merece un
nombre que corresponda a su aspecto. La llamaremos Markland (Tierra de
Bosques).»
De nuevo, impulsados por un fuerte viento del Nordeste, surcaron durante dos
días el mar. Al tercero, de nuevo avistaron tierra. Desembarcaron en una islita que se
adelantaba. Y en aquel sitio corroboraron la maravillosa experiencia de la que Leif
Eriksson hablaba una y otra vez después de su regreso. Se arrodillaron, «empuñaron
las hierbas cubiertas de rocío, las saborearon y pensaron que nunca habían probado
nada tan dulce».
Luego atravesaron los estrechos que mediaban entre la isla y un cabo que se
adelantaba hacia el Norte, pusieron pie a tierra, costearon un río procedente de un
lago, y resueltos a pasar el invierno en aquellas tierras desembarcaron sus sacos de
cuero y demás pertrechos. «Ni en el río ni en el mar escaseaban los salmones, y eran
salmones mayores que los que nunca habían visto. En general, allí la tierra era tan
buena, que pensaban que ni siquiera en invierno el ganado necesitaría forraje alguno.
Tampoco se producían escarchas, y la hierba se marchitaba muy poco. Además, el día
y la noche no tenían una duración tan desigual como en Groenlandia o Islandia.»
Terminada la construcción de los cuarteles de invierno, Leif, «hombre alto y
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fuerte y en todos los aspectos un jefe capaz», según las palabras de la saga, repartió la
tripulación en dos grupos. Mientras un grupo permanecía en el campamento, el otro
se dedicaba a explorar el país. Pero una noche faltó uno de los exploradores,
precisamente el alemán Tyrkir, el cual hacía ya muchos años que vivía con la estirpe
de Erik y en la que representaba el papel de «padre adoptivo» de Leif, su mentor
paternal, en términos actuales.
Leif, vivamente preocupado al ver que Tyrkir no regresaba a su hora, con doce
hombres se dedicó a buscarlo. No habían avanzado gran trecho, cuando lo
encontraron en un estado lamentable. Aquel hombre bajito, de cara redonda y
cubierto de pecas, estaba fuera de sí. Giraba los ojos, hacía muecas y sólo después de
largas y bondadosas interpelaciones consiguieron que se expresara en nórdico.
Lo que Leif consiguió que les contara apenas era concebible: Tyrkir había
encontrado viñedos y cepas.
—¿Es verdad eso, padre? —preguntó Leif.
—Bien cierto, hijo —contestó Tyrkir—. Si no sabré yo lo que son uvas y cepas
después de haber nacido en una tierra que la doraban por doquier.
Después de aquel espectacular descubrimiento, Leif dispuso el regreso a la patria.
Con una carga de madera de construcción a bordo y un bote auxiliar lleno de cepas,
se hicieron nuevamente a la mar «y tuvieron buen viento hasta que pudieron ver a
Groenlandia y las montañas entre los heleros». Antes de ponerse en marcha, Leif dio
a la tierra que habían descubierto «un nombre que le conviniera»: la llamó Vinland,
esto es, Tierra del Vino.
La Saga de Groenlandia cuenta que Leif, el cual, después de su regreso a la
patria, recibió el apodo de El Afortunado, asumió la dirección del próximo viaje de su
hermano Thorwald y que éste, provisto de las necesarias indicaciones náuticas, llegó
a Vinland conforme al plan trazado. Thorwald invernó allá en las casas de arce
construidas por la gente de Leif e hizo explotar sistemáticamente el país. El resultado
coincidió con las observaciones de Leif. Playas blancas, fructíferos valles fluviales,
espesos bosques: una tierra que era una verdadera bendición de Dios.
Y ni la menor huella de pobladores. Al cabo de algún tiempo, los hombres de
Thorwald descubrieron un abandonado campo de cereales. Sólo después de pasar dos
inviernos tropezaron con hombres: nueve indígenas que navegaban en tres botes de
piel. Mataron a ocho de ellos; el noveno escapó y dio la alarma a su tribu. Poco
tiempo después se presentó una flotilla completa de canoas y atacó a los vikingos de
Groenlandia que vivaqueaban a orillas del río, pero sin atreverse a realizar un
combate cuerpo a cuerpo. Los cubrieron con una granizada de flechas. Thorwald
resultó alcanzado y murió a consecuencia de las heridas. Sus camaradas le dieron
sepultura y le colocaron dos cruces, una a la cabeza y otra a los pies.
Luego cargaron su barco de uvas y madera y regresaron a Groenlandia después de
tres años de ausencia.
A continuación de Thorwald, Thorstein, otro hermano de Leif, también intentó
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una nueva expedición para llegar a la legendaria Tierra del Vino. Pero esta expedición
(en la que quizá tomó parte el ya envejecido Erik el Rojo) no tuvo suerte. Vientos
contrarios arrastraron barco y tripulación, de forma que durante semanas fueron a la
deriva por alta mar y se alegraron cuando, por fin, sin éxito pero tampoco sin daño,
consiguieron tomar tierra en Brattahlid. Esto debió de ocurrir alrededor de 1006.
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hachas, armas y toda clase de víveres, a lo que había de añadirse un número que no se
menciona de mujeres, entre las cuales la hija de Erik, Freydis, era la más temeraria.
Por tanto, una completa empresa de exploración a la vez que colonizadora.
Primero, estos barcos navegaron a lo largo de la costa hasta Vestribyggd, desde
allí llegaron hasta la corriente polar y se dejaron arrastrar por ella y por un constante
viento del Norte hasta pasar junto a Helluland y Markland. Dos días más con las
velas completamente hinchadas y de nuevo emergió de la gris soledad del mar la
costa verde y boscosa. Desembarcaron en una islita en la cual anidaban tantos pájaros
«que un hombre apenas podía poner el pie entre sus huevos», se internaron hasta una
ensenada que llamaron Fiordo del Río y allí pasaron el invierno, el primero de su
empresa de varios años. Ese primer invierno fue muy mísero, ya que durante el
tiempo frío los bosques no ofrecían «apenas nada que se pudiera cazar», los huevos
no eran comestibles y los ríos proporcionaban muy pocos peces. Por este motivo, al
llegar la primavera, Thorhall el Cazador se independizó del grupo y, con nueve
hombres, se apartó de la expedición. Terminó en Irlanda, con sus hombres, donde fue
sometido a la servidumbre y, «al decir de los viajeros», perdió más tarde la vida.
Thorfin y Bjarni siguieron navegando hacia el Sur y descubrieron una
desembocadura de río junto a la cual se extendía un verdadero mundo maravilloso.
«Allí se encontraban campos de trigo y viñas que habían crecido solos en los bosques
y en las alturas. Todos los riachuelos estaban llenos de peces. Cuando subía la marea,
el agua cubría grandes hoyos en la tierra. Cuando la marea bajaba, en aquellos hoyos
nadaban grandes meros. En los bosques había toda clase de caza.»
Pero tan idílica vida pronto quedó interrumpida. Una mañana, apenas amanecer,
los colonos observaron estupefactos la presencia de nueve canoas de piel en el lago a
cuyas orillas habían construido sus viviendas. Sus ocupantes, «hombrecillos
pequeños y feos, de cabello revuelto, grandes ojos y anchas caras», se acercaron
precavidamente a tierra, los miraron desde una respetuosa distancia «y se
asombraron». Luego desaparecieron. De momento no ocurrió nada más. Pero una
extraña inquietud se apoderó del campamento.
En la primavera siguiente, después de un invierno sin preocupaciones en que el
ganado se quedaba en el pastizal y «se cuidaba por su cuenta», un buen día vieron
surgir tantas canoas de piel ante su asentamiento ribereño, «que el mar se puso negro
de ellas como con pedazos de carbón». La Saga de Erik el Rojo (que se ocupa
detalladamente de esta empresa colonial y que por eso también se la conoce como
Saga Karlsefni) cuenta que después de desconfiados preliminares por ambas partes,
se desarrolló una especie de «comercio mudo» en que los indígenas cambiaban pieles
y cueros por paños rojos.
Desgraciadamente, el toro de Thorfin estorbó este inicio de relaciones
comerciales. De pronto, mugió ruidosamente y salió «a la carrera del bosque» y
asustó tanto a los hombres de los botes de piel, que éstos rápidamente saltaron a sus
embarcaciones y se alejaron bogando.
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Tres semanas más tarde volvieron; esta vez con claras intenciones hostiles.
Chillaban de un modo infernal, y atacaron a los colonos vikingos, que se vieron
sometidos a dura prueba debido a los espantosos y aullantes disparos de honda. Como
a Thorfin y a sus gentes les pareció que los skraelinger, «cobardes», como llamaron a
aquellos indígenas, que consideraban más útil un combate con flechas y arcos que un
choque cuerpo a cuerpo, los presionaban por todas partes, se retiraron a un rocoso
barranco y desde allí presentaron una violenta resistencia en la que, por lo demás,
participaron también, con cólera y pasión, las mujeres, sobre todo Freydis, la hija de
Erik.
Thorfin Karlsefni, que no sólo era, como opina Paul Hermann, «un pionero colonial
de gran importancia», sino también un comerciante práctico, hizo balance después de
aquel combate y llegó a la conclusión «de que ciertamente las condiciones de vida en
este país son buenas, pero que siempre habría hostilidad y lucha con los hombres que
antes habían vivido aquí». Levantó el asentamiento y regresó al Fiordo del Río,
«porque allí había suficiente de todo lo que necesitaban».
Después del tercer invierno surgieron nuevos problemas. Los hombres se
peleaban por causa de las mujeres. «Los solteros invadían él terreno de los casados y
surgieron así muchas disputas y disturbios.» El ansia de descubrimientos que hasta
entonces les había dado fuerzas para sobreponerse a todas las decepciones, engendró
una irritabilidad explosiva. Aquello fue la señal. Thorfin Karsefni decidió interrumpir
la empresa y poner velas de nuevo hada Groenlandia.
El regreso no tuvo mejor fortuna. El barco de Bjarni se desvió de la ruta y erró
durante varias semanas hasta arribar a costas irlandesas. El comerciante Thorfin
Karlsefni llegó sano y salvo, aunque con las manos vacías, a la ensenada de
Brattahlid. Como botín sólo traía dos jóvenes skraelinger que al final sus hombres
habían conseguido apresar en la costa de Markland.
Posteriormente adquirió terrenos en Islandia, donde residió «mientras vivió» en la
finca Glaumbö juntamente con su mujer Gudrid y su hijo Snorri, que había venido al
mundo en Vinland.
Aún engendró muchos hijos más y se le llegó a considerar un hombre «al que el
destino bendijo en sus descendientes». Karlsefni, así termina la Saga de Groenlandia,
«ha explicado con mucha exactitud los acontecimientos que todos los hombres han de
sufrir en los viajes, de los que se han descrito aquí algunos».
El salmón, el vino y el trigo silvestre. Las sagas hablan aún de otra expedición a
Vinland. Estaba al frente de esta quinta tentativa la hija de Erik, Freydis, quien, con
dos barcos al mando de los hermanos Helge y Finnboge, partió de Islandia y llegó sin
novedad al asentamiento de Leif. La expedición terminó de manera sangrienta. De
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nuevo surgieron disputas entre los participantes: choques que Freydis, igual que una
diosa vengadora germánica, abortó drásticamente, ejecutando con el hacha, primero a
sus dos compañeros irlandeses, después a todas las mujeres de la expedición…
En la primavera del año siguiente, Freydis regresó a Groenlandia junto a los
suyos. A partir de ese momento se pierden en la oscuridad del anonimato las huellas
de su violenta vida.
La historia de este quinto viaje al Nuevo Mundo tiene caracteres totalmente
increíbles. El desconocido cronista muestra con demasiada claridad su preferencia
por los detalles dramáticos. El elemento de balada de la saga nórdica absorbe por
completo la sustancia épica de la narración del descubrimiento.
Hace ya medio siglo que se presentó esta objeción contra la leyenda de Vinland.
Fritjof Nansen, por ejemplo, el explorador noruego del polo, rechazó la saga de Erik
y de Karlsefni como un mero producto de la fantasía surgido de los sueños despiertos
de los vikingos. Nuevas investigaciones han demostrado que estos relatos no sólo
contienen un núcleo sólido, capaz de resistir cualquier investigación crítica, sino
también numerosos detalles que demuestran un conocimiento exacto de las
condiciones náuticas y geográficas. Ese aspecto se refiere principalmente al relato de
la «búsqueda de su padre» por parte de Björn.
El «seco diario, sin artificio alguno, de navegación» contiene «datos tan
significativos» y precisos que permiten dibujar la ruta. Desde Eyrar, en la parte
occidental de Islandia, Björn, primero navegó durante tres días rumbo a Poniente.
Cuando, al cuarto día, se vio envuelto en la niebla, había perdido de vista las
montañas de Islandia, la cual dejaba atrás, y le faltaban dos días de viaje para llegar a
Groenlandia. Datos, todos ellos comprobables, que permiten suponer una singladura
de treinta millas marinas por día (unos cincuenta y cinco kilómetros).
Después de muchos días de navegar sin orientación ni rumbo, a causa de la noche
y la niebla, Björn gozó de nuevo de una vista despejada, lo que permite aventurar que
la corriente de Groenlandia del Este lo hubiese remontado hacia el Sudoeste. Björn
no conocía esa corriente y, por tanto, obró con lógica cuando de nuevo se dirigió
hacia Poniente, única dirección en la que podía buscar a Groenlandia. En realidad, se
encontraba a la altura de la costa oriental americana, que avistó un día más tarde: una
costa con pequeñas colinas y bosques indescriptibles. El noruego Brogger, que ha
investigado el viaje de Björn, desde su perspectiva de geógrafo con formación
marinera, cree haber localizado este paraje en el sur de Labrador, a la distancia de
unos mil kilómetros de Groenlandia.
Puesto que Björn dejó esa tierra a babor, cabe suponer que siguió navegando
hacia el Norte, bordeando las numerosas islas y ensenadas de Labrador, de las cuales,
como marino prudente, se mantuvo apartado contra los deseos de su tripulación. La
tercera tierra que avistaron, de escarpados bordes y picos y surcados por blancos
heleros, es presumible fuera la punta sur de la isla de Baffin. Eso cuadra con la
descripción de que a partir de allí, «llevado de fuerte brisa, con las velas firmes y
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capeando el temporal», tomase curso hacia el Sudeste y de esta manera llegase a
Groenlandia.
Más difícil resulta reconstruir el viaje de Leif Eriksson, ya que lo estrictamente
marinero de esta parte del relato cede el lugar a la fantasía marinera. Por eso la
cuestión sobre el emplazamiento exacto de Vinland descubierto por Leif no ha
hallado aún una respuesta irrebatible. Se han investigado, como posible lugar de su
asentamiento, casi todos los estados de la costa oriental de Norteamérica, desde
Terranova hasta Massachusetts, pasando por Carolina del Norte y Florida. Pero el
interés se ha concentrado principalmente en la comarca que se extiende entre Nueva
York y Boston, por tanto en los estados de Connecticut y Massachusetts. Tres
caracteres que se repiten constantemente en la saga desempeñan un papel importante
en esta búsqueda: el salmón, el vino y el trigo silvestre.
El salmón, típico pez de agua dulce, no desciende hacia el Sur más allá del 41° de
latitud. Su frontera llega casi exactamente a la altura de Nueva York. Las cepas
silvestres no rebasan el 46°, y el trigo silvestre, el 48°. El promedio de estas tres
situaciones se ubica en el 42°. Por eso, donde primero se ha intentado localizar la
Vinland de los vikingos ha sido entre los 41° y 42° de latitud, por los alrededores de
Boston, donde con razón se ha erigido un monumento a Leif Eriksson, puesto que
aquí las segregaciones vegetales llamadas «rocío de miel» no constituyen ninguna
rareza científica. Y, para más abundamiento, indígenas de las costas orientales
americanas empleaban las hondas que se describen en la saga.
Con muchos visos de seguridad, de las fuentes escritas se deduce que los vikingos
de Groenlandia llegaron varias veces al Nuevo Mundo, que allí realizaron varios
intentos de colonización y que dominaron de modo magistral las dificultades del viaje
de ida y de regreso. Si bien las sagas están recargadas de imágenes literarias y
plagadas de una terminología propia de descubridores, su fondo admite toda
investigación. En realidad son mejores que su fama, fenómeno parejo a muchos
escritos históricos ampliamente criticados y aún desprestigiados procedentes de la
Edad Media.
También se considera como prueba de un viaje a Vinland una inscripción rúnica
encontrada en Hönen, en la comarca noruega de Ringerike; por el contrario, la piedra
de Kensington, en el estado americano de Minnesota, que durante mucho tiempo se la
consideró como un testigo principal e irrebatible de la aventura de los vikingos en el
Nuevo Mundo, se ha rechazado por tratarse de una falsificación.
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Olaf Ohman contaba entonces cuarenta y tres años. Nacido en Suecia, vivía desde
1881 en los Estados Unidos y cultivaba con éxito, a la manera de sus padres, una
finca de extensión mediana en el territorio de los Grandes Lagos. Desde su juventud
conocía los signos rúnicos por haberlos visto en viejos libros y calendarios
escandinavos. Por eso no le causó la menor sorpresa, ni tampoco a sus vecinos, que
en su mayoría habían emigrado de países del norte de Europa y eran gentes honradas
y sobrias, el hallazgo de una piedra rúnica aprisionada por las raíces del álamo, de
unos setenta años de antigüedad, como por los brazos de un pulpo.
La noticia se extendió rápidamente y pronto la finca de Olaf Ohman se convirtió
en meta de muchos investigadores y curiosos que, como peregrinos, venían desde
lejos a caballo o en carruaje para ver con sus propios ojos la extraña piedra. Las
visitas llegaron a ser tan numerosas, que el diligente Olaf Ohman trasladó su hallazgo
a una casa de banca de Kensington, que la expuso en un escaparate, donde millares de
personas admiraron esta piedra.
Como el granjero no estaba en situación de descifrar las dos inscripciones —
nueve líneas en la cara anterior, más otras tres en uno de los costados, a lo largo de la
piedra—, envió copias exactas del texto a los escandinavistas de las universidades de
Minnesota y del Noroeste, los profesores Breda y Curme. El resultado fue negativo
tanto con uno como con otro; George O. Curme incluso llegó a calificar
rotundamente la inscripción de burdo engaño. Molesto por ese resultado, el granjero
Ohman dispuso de su costosa piedra, tan duramente escarnecida por la ciencia, para
colocarla como umbral en la puerta de su granero.
Allí, en agosto de 1907, fue descubierta por segunda vez. Su Colón fue un joven
científico llamado Hjalmar R. Holand que por aquel entonces estaba enfrascado en la
redacción de una historia de los asentamientos escandinavos en América. Fue un
encuentro fatídico, porque el americano Hjalmar R. Holand (también de padres
suecos) sacrificó a la piedra de Kensington toda su vida. Obsesionado con la idea de
demostrar su autenticidad, hizo del hallazgo del granjero Ohman algo semejante a un
mito nacional.
En el año 1908 publicó una primera traducción de las dos inscripciones. En ellas
se hablaba de ocho suecos y veintiún noruegos que se encontraron en un viaje de
descubrimiento desde Vinland hacia el Oeste, «un viaje de varios días al Norte de esta
piedra», donde montaron un campamento. Algunos de ellos habían estado «un día
fuera» para pescar. A su regreso encontraron a diez miembros de su grupo asesinados
«rojos de sangre y muertos». La línea final decía: «AVM (Ave Virgo María) líbranos
del mal.» El texto de uno de los cantos decía que diez hombres «habían muerto en un
viaje de catorce días desde esta isla al mar para cuidar de los barcos». Como final
constaba el año: 1362.
Un año más tarde, Hjalmar R. Holand solicitó del granjero Olaf Ohman y de su
vecino, Nils Flaten, una minuciosa declaración sobre las circunstancias del hallazgo y
la hizo autenticar en el condado de Douglas en el despacho del notario Rasmussen. Al
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mismo tiempo empezó a luchar con la constancia de un corredor de maratón en pro
de la piedra Kensington. En incontables artículos de periódicos y revistas defendía la
autenticidad de las inscripciones rúnicas con argumentos que empezaron a
impresionar a los científicos más cautelosos. El álamo de setenta años cuyas raíces
habrían mantenido sujeta a la tierra la piedra tal como la encontró la azada del
granjero Ohman, representó en toda esa historia un papel importante. Demostraba que
la piedra se hallaba enterrada desde hacía bastante tiempo, por lo menos desde 1825.
Por esta fecha la comarca de Kensington era aún más amplia que sus límites actuales
y estaba en su mayoría despoblada, lo cual le hacía preguntarse a Holand quién habría
podido tener algún interés en colocar una falsificada piedra rúnica en una región
completamente deshabitada.
Otras consideraciones más importantes se referían a la fecha de 1362. Holand
procuraba relacionarla con la legendaria expedición Knudson que en 1354 organizó el
piadoso rey de los suecos Magnus Erikson con la cristiana misión de llevar ayuda a
los groenlandeses que padecían necesidad. El hecho de que mediaran nueve años
entre una fecha y otra apoyaba las hipótesis de Holand. ¿No podían en ese tiempo los
hombres de la expedición Knudson haberse llagado hasta Vinland? ¿Y no era posible
que desde allí se hubiesen arriesgado a una incursión por el interior del país?
Holand dedicó a su tesis mucho trabajo, muchas reflexiones, muchos esfuerzos
físicos y morales. El resultado lo expuso, además de en numerosos artículos, en tres
voluminosos libros cuyos títulos: La piedra de Kensington, Hacia el oeste de Vinland
y Descubrimientos en América antes de Colón indican clara y escuetamente el
objetivo de sus argumentaciones. Con estos libros despertó mucha expectación y
consiguió bastantes aplausos; incluso el Museo Nacional Americano de Washington
le manifestó, en 1948, que sus pruebas eran tan convincentes que se imponía
considerar a la piedra de Kensington «como uno de los documentos históricos más
notables y de mayor valor» del Nuevo Mundo. A pesar de eso, la mayoría de los
expertos no respetan sus intrincadas argumentaciones.
Le formulan objeciones importantes. ¿Están verdaderamente aclaradas en su
totalidad las circunstancias del hallazgo? ¿No resulta sospechoso que la piedra de
Kensington se descubra precisamente en una finca explotada por campesinos de
ascendencia escandinava? ¿No se mostraban tanto más fuertemente impresionados
los colaboradores científicos de Holand por su tesis cuanto menos la comprendían?
¿Existió alguna vez esa expedición Knudson en la que sólo es posible creer a base de
un registro de privilegios de Magnus Erikson? ¿Por qué no se ha encontrado en parte
alguna noticia escrita de ella?
Pero lo más grave continúa siendo, como antes de las objeciones de los
científicos, la afirmación del profesor Breda, el primer experto en inscripciones
rúnicas, que se ocupó del texto de la piedra de Kensington: el lenguaje de este texto
no es en modo alguno nórdico antiguo, sino una mezcla de sueco, noruego e inglés, y
los signos de escritura empleados no corresponden a los signos rúnicos que se
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utilizaban en el siglo XIV. Y finalmente el número del año, que si bien se reproduce
con signos nórdicos, está en sucesión árabe. Caso único en toda la literatura rúnica,
porque en la mayoría de las piedras antiguas, de las cuales casi todas proceden de
soberanos posteriores a Magnus Erikson, las fechas de los años están escritas con
cifras romanas o bien con los números escritos letra a letra.
En resumen: el mito Kensington no ha podido resistir un examen a fondo. Aún se
ignora quién fue el autor de tamaña falsificación.
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vegetación y la fauna, habló con esquimales e indios, preguntó en todas partes por
viejos restos de edificios, y en largos vuelos sin motor para los cuales el gobierno
canadiense puso un aparato a su disposición, contempló mar y tierra a vista dé pájaro.
Por último, concentró su trabajo de prospección en un punto de la tan ricamente
articulada costa de Terranova: una bahía de la península de L’Anse aux Meadows no
lejos del cabo Bauld, 9° de latitud al sur del asentamiento de las Bygdes del Este,
donde se encuentran las corrientes de Labrador y la corriente de la desembocadura
del río San Lorenzo.
En ese paraje descubrió un lugar que coincidía exactamente con la descripción
tradicional: una ensenada con verdes prados, un arroyo que proporcionaba agua
fresca y copiosa, buenos campos de cultivo, orillas de suave acceso, mucha madera
apta para la construcción, mar con abundancia de peces e ingente caza en los
bosques.
Helge Ingstad se sintió, según sus propias palabras, desde la primera mirada, en el
ambiente de las fincas vikingas de Groenlandia. Pero lo más importante para él eran
«algunas inequívocas y cubiertas elevaciones que casi desaparecían entre la hierba y
los matorrales». Indudablemente restos de edificios, pero restos viejos, viejísimos, a
los que hasta entonces nadie había concedido siquiera una mirada.
Las excavaciones duraron hasta mediados de los años sesenta. Al cabo de dos
veranos el éxito fue patente. El lugar de trabajo en que se apoyaba Ingstad para su
búsqueda del supuesto campamento de Leif se extendía constantemente. En 1962,
científicos de Suecia, Noruega y Canadá, de Islandia y Terranova tomaron parte en la
campaña. Y a pesar de que el lugar de las excavaciones estaba en el extremo norte, en
una punta de tierra adelantada hacia el norte de Terranova, no dejaban de acudir
visitantes. «Los aviones venían como mosquitos»; apareció un obispo con todo su
séquito de clérigos vestidos de negro, un ministro con sus colaboradores más
allegados, y, finalmente, incluso el gobernador de Terranova. Llegaban, se
informaban sobre el objeto y el progreso de los trabajos en curso… y se asombraban.
¿Y el resultado? Helge Ingstad, spiritus rector de la empresa, se ha expresado muy
lacónicamente en su libro sobre el primer descubrimiento de América:
«Fueron desenterradas ocho casas, entre grandes y pequeñas, una forja; además…
tres grandes artesas, de las cuales dos debían de ser marmitas para cocinar. En la
tercera se encontró carbón de leña, probablemente para el trabajo de la forja… Los
edificios, y por cierto en primer lugar el mayor, que comprendía cinco o seis
habitaciones… con vestíbulo y otros detalles que se conocen en la manera de
construir durante la era de los vikingos en los territorios del Norte. Lo mismo ha de
considerarse en cuanto a las chimeneas.
»De los objetos encontrados hay que mencionar algunas herramientas de piedra,
cierto número de agujas mohosas, trozos de hierro fundido, un pedacito de cobre…,
una primitiva lámpara de piedra de tipo análogo al que conocemos de la baja Edad
Media en Islandia, una piedra de afilar agujas de cuarzo y el fragmento de una aguja
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de hueso de tipo nórdico. A todo eso hay que añadir el hallazgo más importante, un
tomo de hilar de esteatita que indudablemente también es de tipo nórdico.»
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Y continúa: «Doce muestras de carbono (C-14) de las: casas, la forja y las artesas.
Todos los análisis coinciden, poco más o menos, en las proximidades del año 1000, o
sea, en la época en que Leif Eriksson y otras expediciones de la saga se hicieron
sucesivamente a la vela hacia Vinland… El material reunido justifica, por tanto, la
afirmación de que unos quinientos años antes de Colón hubo normandos establecidos
en L’Anse aux Meadows.»
Como es natural, no era posible demostrar que se trataba del campamento de Leif.
Sin embargo, los datos escuetos, aunque bastante exactos, de la saga groenlandesa
hacen que esto parezca verosímil. El viaje desde Groenlandia a la actual L’Anse aux
Meadows, que en vista de los innumerables fiordos, bahías e islas en esta parte del
mundo parece tan extraordinariamente difícil, en realidad era muy fácil. Los
navegantes que emprendieron el viaje hacia Vinland sólo necesitaban «después de
cruzar el estrecho de Davis, pensar en una cosa: mantenerse a la vista de tierra por el
Oeste… y luego simplemente poner rumbo a lo largo de la costa de Labrador hacia el
Sur hasta que Terranova surgiese directamente en la singladura. La isla sagrada sería
entonces un hito inconfundible e inmediatamente detrás estaba L’Anse aux
Meadows».
«Así de fácil era la ruta. Leif Eriksson podía sentarse en su vestíbulo de
Groenlandia y con las escuetas palabras de la saga hacer tal descripción del viaje que
resultaba imposible no comprenderlo.»
Entonces, ¿se habían encontrado, por fin, los asentamientos americanos de los
colonizadores vikingos de Groenlandia? Persiste una duda en cuanto al
reconocimiento de los logros de los trabajos de Ingstad. A pesar del torno de hilar y
de los resultados C-14 no es posible, en vista de las muy severas exigencias de la
ciencia actual, según Almgren, «fechar de modo indudable estas ruinas, que en
muchos aspectos recuerdan hallazgos de tipo nórdico correspondientes a la Edad del
Hierro».
A pesar de esta objeción, hoy nadie duda seriamente de que Helge Ingstad haya
descubierto la dirección acertada. Si el campamento de Leif estuvo o no realmente en
L’Anse aux Meadows, puede ser objeto durante algún tiempo de incontadas y sutiles
discusiones. Pero ya no cabe dudar de que las huellas de los vikingos hay que
buscarlas en la punta norte de Terranova y que la comarca que rodea al cabo Bauld es
idéntica a la de la legendaria Vinland.
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TERCERA PARTE — LA SOCIEDAD DE LOS VIKINGOS
CAPÍTULO QUINTO
Rubios y altos como palmeras. / Valkirias en domingo. / Corceles de las olas, peces
de la tempestad, abejas de las heridas. / Un joven señor prueba su espada. / La
muerte del cantor Thormod. / La venganza era un deber de la estirpe. / Metafísica en
la vida cotidiana. / El Knigge de Odín.
Rubios y altos como palmeras. Rollón, el primer duque de Normandía, era tan alto y
pesado, que ni el más fuerte caballo podía sostenerlo. El cronista fuldense alababa la
belleza, la alta estatura y las formas nobles de los guerreros vikingos. El árabe Ibn
Fadlan parece haberse sentido un enano al contemplar a los comerciantes varegos con
los que coincidió en su viaje a Bolgar. «Nunca había Visto antes a hombres de una
construcción corporal más perfecta —dice en sus notas—. Son altos como palmeras y
tienen los cabellos rubios.» Del mismo modo su paisano Amin Razi quedó
fuertemente impresionado por el cabello de zorro, la piel blanca y la colosal
prestancia de las figuras de los comerciantes suecos.
Pero la arqueología y la antropología han corregido ampliamente estos datos.
Según las medidas de los esqueletos, la altura media de los antiguos daneses se
calcula en 1’70 metros, y la de los suecos, en 1’72. Por tanto, no eran altos como
palmeras, pero sobrepasaban un buen palmo a los habitantes de la Europa central de
aquellos días y casi una cabeza a los menudos árabes.
También la fuerza y la dureza, la resistencia y la tenacidad de los vikingos se ven
confirmadas una y otra vez. Todos sus contemporáneos se asombraban de su
resistencia al frío, a la humedad y a otras inclemencias del tiempo. Incluso el calor
enervante de los países mediterráneos les sentaba bien a los guerreros nórdicos, según
las descripciones de los cronistas, por lo menos mejor que a sus antepasados cimbrios
y teutónicos, cuya fuerza combatiente desaparecía con rapidez bajo el sol abrasador
del sur de Francia y de Italia.
Sin embargo, la investigación moderna tampoco ha podido confirmar la
tradicional imagen de los saludabilísimos superhombres vikingos. Los vikingos
tuvieron que pagar un crecido tributo a las húmedas nieblas y a los helados vientos de
las latitudes nórdicas. Con seguridad el artritismo y el reuma eran los azotes que los
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atenazaban y contra los cuales no conocían hierba alguna que los aliviara. Las
espaldas y las caderas encorvadas eran deformaciones corrientes, como lo demuestran
las investigaciones realizadas en los esqueletos hallados en Noruega y Jutlandia. Hay
que achacar a la carencia de aislamiento y calefacción en las casas el principal origen
de tales deformaciones.
Los resultados obtenidos en un intento de diagnóstico racial tampoco ofrecen un
cuadro muy brillante. Cierto que tanto en Dinamarca como en Noruega dominaba en
los esqueletos masculinos el cráneo dolicocéfalo nórdico, pero en los femeninos sólo
era dolicocéfalo en un cincuenta por ciento; una tercera parte aproximadamente se
identificó como mesocéfalo, y el resto como braquicéfalo. En las investigaciones
realizadas en Islandia, la aportación celta era inconfundible.
No sabemos mucho de las caras. Ni los cronistas eclesiásticos ni los narradores de
sagas se interesaban mucho por el aspecto fisionómico. Asimismo las imágenes
plásticas que reproducen una cabeza humana, por lo general renuncian a los rasgos
individualizadores. En las pocas excepciones que conocemos, se trata de
miniformatos de escasa fuerza expresiva. Una hebilla de bronce sueca muestra un
rostro de mujer ancho y vigorosamente grabado; una escultura de hueso hallada en
Sigtuna, una cabeza de guerrero de rostro pequeño de voluntariosa y saliente
mandíbula. Pero la ciencia se niega a deducir conclusiones definitivas de tales objetos
de adorno.
Sin embargo, estas diminutas esculturas proporcionan algunos detalles sobre los
peinados vikingos. La mujer representada en la hebilla lleva un peinado liso sujeto
por una cinta que le circunda la frente; el guerrero de la escultura de hueso muestra
una poblada barba y una ordenada cabellera que le llega hasta el cuello. Según las
fuentes escritas, las ondeantes melenas y las pobladas barbas constituían, por lo
menos en los tiempos primitivos, el orgullo de los hombres; posteriormente se
pusieron de moda los rizos y bucles. Por el contrario, los caballeros normandos
preferían, como muestran las imágenes del tapiz de Bayeux, un corte de cabello a
cepillo y mejillas afeitadas o de barba rala. Cabezas enmarañadas y barbas floridas
sólo se encuentran entre trabajadores normandos de astilleros y guerreros
anglosajones. Los tocados de cabeza se empezaron a utilizar en el siglo XII.
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oportunidad a quienes tenían buena figura de lucir los bíceps y el pecho.
Si los faldones del capote se remetían bajo el cinturón, la vestimenta dejaba
también al descubierto la parte superior del muslo en los casos en que, en lugar de
calzoncillos largos, sólo se utilizaban los Broche o Bruche, especie de shorts que han
perdurado en los breeches ingleses, pero que al contrario que éstos sólo tapaban la
parte inferior del tronco y la parte superior de la pierna. Los leñadores, los lancheros,
la gente de mar, los cocineros y los campesinos de Normandía parece que, por lo
menos en los duros trabajos corporales, tenían bastante con tan escasa ropa; también
en este aspecto los tapices de Bayeux proporcionan un testimonio excelente.
Pero lo normal era que a la túnica nórdica se añadiesen perneras que llegaban
hasta los pies. Al principio ceñidas, fueron ensanchándose con el transcurso del
tiempo hasta convertirse en amplios calzones bombachos cuyo paño no era el último
detalle en revelar la posición social de su poseedor. Cuanto mayor era la reputación
de éste y más interés tenía en presentarse como hombre de mundo y de buenos
ingresos, tanta más tela empleaba en el recubrimiento de sus piernas. Para los señores
de Bayeux parece que lo más elegante consistía en una especie de
superknikkerbocker de corte oriental, cuyos colores recorrían todas las gamas del
arco iris.
En general, los caballeros normandos estaban muy al tanto de la moda. Los
señores llevaban capas sueltas o esclavinas de tres cuartos que se sujetaban bajo el
mentón o sobre los hombros con adornadas hebillas. Personalidades especialmente
distinguidas muestran su categoría y su dignidad mediante ligas verdes de extremos
caídos; incluso el sobrio duque Guillermo parece haber concentrado su alegría en
vestidos que producen la impresión de la abigarrada cola de un pavo real.
Los caudillos y comerciantes vikingos que se habían enriquecido gustaban de
llevar por casa pantalones y jubones con costosos aditamentos de pieles, sobre todo
de castor y de marta cebellina. Lo mismo hacían con sus abrigos, que acaban en una
especie de trenzas de piel, lo cual, además de por el friso de Oseberg, está también
confirmado por Ibn Fadlan. Según la descripción de este árabe ansioso de saber, los
comerciantes varegos sólo se cubrían un hombro con esta prenda, disposición que
confería a sus portadores un aire muy senatorial. El brazo que quedaba al descubierto
se lo tatuaban o se lo pintaban «desde la punta de las uñas hasta el cuello» con
arabescos, árboles y figuras.
Pero el corazón se les iba detrás de anillos de oro, brazaletes en espiral y
diademas para la cabeza. Las tumbas de Birka, cuyos datos confirman igualmente el
amor que los señores nórdicos sentían por los adornos y los vestidos, contenían
(según Brondsted) bordados de oro de una extraordinaria finura, «además de trabajos
de pasamanería, espesos brocados de oro y trencillas de la mejor calidad». Al
guerrero de Mammen, en la Jutlandia central, lo cubría un manto con bordados y las
mangas eran «de seda acolchada de lana con incrustaciones de hilos de oro», la cinta
de la frente estaba formada por dos tiras de seda en forma de flámulas «cuya parte
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central, bordada con hilo de oro, consistía en dibujos muy artísticos a manera de
lazos», una vestimenta que incluso en el último lugar de descanso del señor de
Mammen hacía que pareciera un emporio de la vanidad.
El vestido corriente de las mujeres era simple: sobre una camisa de lino que
llegaba hasta los pies, la mayoría de las veces plisada (las camisas de lana se
consideraban como cilicios), llevaban un conjunto de dos partes, sujetado
exteriormente con dos tiras al corpiño. Después llevaban (siempre según Brondsted)
«una esclavina de mangas más o menos largas», algo parecida a la capa actual. A
pesar de su sencillez, había en toda aquella vestimenta algo pomposo; en realidad, las
bien vestidas matronas vikingas con sus ropas amplias y abuñoladas aparecen, por lo
que vemos en el friso de Oseberg, como vigorosas damas dedicadas a sus quehaceres
domésticos y ligeramente envejecidas, pero siempre como valkirias en domingo.
Para las muchachas, todo era más fácil. En uno de los carros de Oseberg aparecen
vestidas con faldas cortísimas y botas altas, descocadas y atractivas, más Dianas que
valkirias.
Naturalmente también las mujeres vikingas eran muy sensibles a los adornos de
toda clase. El perspicaz árabe Ibn Fadlan ha descrito sus adornos con una
minuciosidad que muestran cuán impresionado quedó ante la ingenua alegría que el
mundo de las damas varegas mostraba por el oro y la plata.
«Estas mujeres —anotaba en el párrafo 82 del fascinante relato de su viaje—
llevan prendida sobre cada uno de sus pechos una cajita de hierro, plata, cobre u oro,
según la categoría y el valor de la fortuna de su marido; cada cajita contiene un anillo
y junto a ella un cuchillito, también cosido al pecho. Rodean sus cuellos recios
collares de oro y plata. Porque el marido que posee diez mil dinares (unos diez mil
gramos de pesadas monedas árabes de plata), hace que su mujer lleve un collar. Y por
cada diez mil dinares más su mujer luce otro collar más.»
Las sagas islandesas confirman este extendido gusto, seguramente muy costoso,
por los adornos. En el poema de Rigthula se habla, por ejemplo, de una mujer que
llevaba «joyas en la cabeza y en los tirantes de los hombros». También los
cementerios de los vikingos corroboran la exactitud de estos datos. Las tumbas de
mujeres de Birka proporcionaron gran cantidad dé muy diversas joyas: anillos y
cadenas, alfileres y broches, collares de oro y de perlas para las damas más ricas. No
cabe menos que conjeturar que las damas de los reinos vikingos, cuando se
engalanaban para actos solemnes, centelleaban como ángeles cubiertos de oropel,
para alegría de ellas mismas y provecho y edificación de sus maridos, que de este
modo demostraban de manera convincente su solidez financiera.
A pesar de esto, las Evas vikingas —las Thordis y Thorgerds, las Gudruns,
Herthruds y Vigtis o como quiera que se llamasen— también, por lo visto, sabían
hacer resaltar sus encantos naturales. Los desnudos, blancos y relucientes brazos de
las orgullosas mujeres y jóvenes del Norte, que se quedaban al descubierto, queriendo
sin querer, al deslizarse el manto, desempeñan en las sagas islandesas casi el papel de
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un estimulante erótico. Y de la altiva Hallgerd, la viuda del valle de Lachswasser, se
dice que «era muy hermosa de rostro y de gran estatura», y tenía un cabello tan
abundante, «que podía taparse con él». Por lo visto costaba mucho trabajo peinarle
los cabellos, tanto si se los dejaba caer «ricos y brillantes» hasta el pecho como si se
los disponía recogidos.
En general, parece que cuidaban su belleza. El árabe At-Tarcuschi, que alrededor
de 950 realizó una visita a Haithabu, habla de un sombreador para los ojos que
también utilizaban los señores del lugar, porque, como añade At-Tarcuschi, realzaba
«la belleza tanto de los hombres Como de las mujeres…». Pero no ha revelado la
receta.
La jactancia y la búsqueda de la corpulencia también tenían su puesto en la
sociedad de los vikingos. Es inconfundible su rasgo de ostentación y de alarde, en
nada modestos, ya que no reparaban en medios. Apenas crecidos, aquellos hijos de la
naturaleza mostraban su predilección por los aspectos burdos y vulgares: músculos y
brazos desnudos, adornos decorativos y ostentación ruidosa, calzones abigarrados y
trajes de seda escarlata; en resumen, las características del nuevo rico: lo chillón de
los colores y el atuendo centelleante.
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recibían el apelativo de «hermanas de Kolga». A las tormentas las comparaban con
«lobos esteparios» o con «monstruos gigantescos» que iban detrás de sus barcos. La
fantasía de este pueblo había adornado también el mundo de las armas y de la guerra
con una gran abundancia de originales y extrañas imágenes. La espada se convertía
en «pez de la tempestad del combate», en «escudo contra el espíritu maligno», en
«rama de sangre», en «mordedor de piedra de molino». Para la flecha inventaron la
maravillosa imagen «abeja de las heridas»; para el combate de hombre contra
hombre, expresiones tales como «tormentas de lanzas» o «grito de lanzas». La cabeza
se designaba como «sede del casco»; el escudo, como «luna del barco»; la serie de
escudos en el costado de la embarcación, como «follaje de los árboles en el campo
del rey del mar», descripción verdaderamente complicada, pero todavía superada, y
en mucho, por la expresión que cita Almgren de «lanzador del fuego de la tormenta
del espíritu maligno contra la luna protectora del corcel del barco». No ha de
sorprender, pues, que resulte vulgar la modesta denominación de barco de guerra.
Sin embargo, los vikingos también solían emplear el arte del apodo breve y
certero; incluso parece que les causaba un furtivo placer concentrar, por así decirlo,
los rasgos característicos de sus conciudadanos en la brevedad de un apodo, habilidad
ésta en la cual Strasser ve «una contemplación amablemente fuerte, una aguda
observación y un ingenio osado».
Un encanto realmente rústico se desprende de estos apodos. El poema de Rigthula
llama a los campesinos Barba de Pincho y Barba de Gavilla, Portero y Paladín, Mozo
y Guerrero. También nombres como Baluarte de Bocados, Thorsten Masticador de
Bacalao y Mono Calvo nos han sido transmitidos por la tradición. Aún más diestras
son las designaciones de los siervos. Se llamaban Cuidavacas y Camorrista, Tosco y
Jorobado, Zoquete y Batido de Huevo, Barrigón y Pellejo de Lobo. Pero también sus
caudillos y reyes obtenían certeras y enérgicas caracterizaciones. Hubo un Harald
Pies de Liebre (a causa de su andar rápido y algo desgarbado) y Harald Dientes
Azules, un Harald Cabellos Hermosos y un Harald Capagrís, un Ingjold Malaidea y
un Eyvind Valentón, un Halvdan Piernas Blancas y un Ragnar Pantalones de Cuero,
un Erik Hacha de Sangre y un Björn Costado de Hierro, un Sigurd Ojos de Serpiente
y un Olav Patas de Gallo, un Olav Leñador y un Olav Rey de la Suerte, y la esposa de
Olav el Sabio sólo era conocida con el nombre de Aud la de los Ojos Profundos.
Por tanto, el lenguaje nórdico era además de extremadamente rico en imágenes,
transido de ironía y de malignidad. Los vikingos abundaban no sólo en
comparaciones extrañas hoy apenas comprensibles, sino que tenían una aguda visión
y un sentido muy perspicaz para las debilidades de sus contemporáneos,
especialmente para las limitaciones humanas. La amplitud de su crítica oscilaba
desde la exageración más barroca hasta la sobriedad más objetiva. Con su
temperamento desbordado revelaban una inteligencia fuerte aunque ingenua. Por su
lenguaje eran atletas del sentimiento, al mismo tiempo que fríos razonadores.
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Un joven señor prueba su espada. La idea de «fuerza» está en lo más alto de la escala
de sus valores. Sin embargo, sería demasiado simple considerarlos unos
inconsiderados y ruidosos adoradores de la fuerza. En su entrega a los impulsos
ciegos del cuerpo y del alma había un rasgo mítico. Los vikingos amaban la lava del
sentimiento volcánico y vivían en elemental comunidad con sus impulsos. La
debilidad se les aparecía como vergüenza y fracaso, más aún: como un crimen.
Conseguir la fuerza, poseerla y mostrarla era para ellos su exclusiva misión en la
vida.
—Dime en qué crees —le preguntaron a un guerrero nórdico.
—Creo en mi fuerza, y en nada más —fue la lapidaria respuesta.
Puesto que eliminaban a los niños débiles y enfermizos, el desarrollo sistemático
del élan vital empezaba desde la cuna. En lo sucesivo, la educación tendía a despertar
una moral de combate que sometía a los niños y jóvenes vikingos a unas exigencias
casi totalitarias. Los ejercicios corporales constituían el duro meollo de esta
educación. El manejo de la honda, los saltos, las carreras, la equitación, el alpinismo
y la natación eran las disciplinas fundamentales en las que los retoños nórdicos eran
sometidos a prueba y entrenados. Y naturalmente, desde temprana edad se empezaba
a aprender el manejo de las armas.
Las sagas de Islandia destacan el respeto con que se registraban y honraban las
marcas corporales. Harald Dientes Azules fue un admirado patinador sobre hielo. El
Gunnar de la saga de Nial saltaba, completamente equipado, obstáculos de la altura
de un hombre o arroyos de más de seis metros de anchura. Se cuentan verdaderas
maravillas en logros atléticos y artísticos de Olav Triggvason, el superhéroe de los
relatos nórdicos. Podía, fuera bordo, «mientras los hombres remaban», correr sobre
los remos de su embarcación al igual que, con arco y flecha, arrebatarle a un niño una
bola de madera colocada encima de la cabeza. Era capaz de realizar juegos malabares
con tres espadas al mismo tiempo y efectuar tan peligrosa tarea incluso en la borda
del barco. No tenía dificultad en arrojar dos lanzas al mismo tiempo y recoger una
lanza enemiga, aparte que era un nadador incansable y más rápido que el más veloz
de los caballos.
Se trate o no de fábulas, tales descripciones muestran una vez más las artes
deportivas y guerreras que más admiraban los vikingos; el hacha, la lanza y la espada
eran los juguetes favoritos de los hijos de los campesinos vikingos. Ya de muchachos
aprendían que el hombre libre se diferencia de los siervos no sólo por llevar armas,
sino por saber manejarlas. El combate con espadas se ejercitaba con gran
apasionamiento. Los profetas del mundo nórdico han estado cantando hasta hoy las
poesías transidas de los destellos de los espadachines de la tradición.
Naturalmente era inevitable que corriese la sangre. La vida tenía poco valor,
incluso la vida propia. Un desprecio real y sombrío a la existencia era la ley
fundamental de la ideología nórdica. El mandamiento «No matarás» no tenía entre los
vikingos validez ni atracción alguna. Por el contrario, caer en el combate redimía a la
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par que ennoblecía la vida más insignificante.
Los autores de las sagas han aunado de modo inseparable los temas de la muerte y
de los muertos. Es algo que aparece repetidamente en los destinos de las familias
campesinas nórdicas. Son variaciones éticas que muestran cómo los vikingos desde
su juventud se sentían sometidos a la ley del desprecio a la vida y a la de la
familiaridad con los muertos. Un muchacho de quince años es objeto de las burlas de
sus compañeros de juego que le reprochan que todavía no ha aprendido a derramar
sangre. Vuelve a su casa muy avergonzado; por la noche se levanta porque no puede
conciliar el sueño, agarra la lanza de su padre y traspasa con ella el flanco de un
caballo. Terminada la faena, vuelve a su camastro y se duerme tranquilamente. Un
niño de siete años, derrotado en una pelea por otro de once, enarbola un hacha y le
parte el cráneo a su camarada de juegos. Un niño de doce años recibe una reprimenda
de su padre. Como la reprensión le parece injusta, decide vengarse, y para ello mata
al administrador, a quien su padre apreciaba mucho. El relato acaba con estas
escuetas palabras: «Padre e hijo nunca hablaron de eso, ni para bien ni para mal, y así
transcurrió el invierno.»
Una visión profunda de la estructura arcaica del psiquismo nórdico nos la
proporciona también la historia de aquel joven que ha ganado una espada nueva: una
maravillosa arma, de brillante acero, de dos filos, flexible y esbelta. Cabalgando de
vuelta a casa, el joven vikingo pone a prueba la fuerza y la calidad de su espada.
Después de haber derribado varios arbustos y de haber decapitado algunas copas de
árboles, se encuentra con un siervo de su padre. De un solo tajo le corta la cabeza.
Muy feliz, el joven señor habla a los suyos de su nueva espada y de las pruebas que
ha hecho con ella.
Nunca se ha formulado con una dureza más insólita el nulo aprecio en que se
tiene la vida humana. Ni siquiera los panegiristas de la vida nórdica han conseguido
hacer comprensible este rasgo presentándolo como elemento fundamental de una
primitiva ética guerrera. Los científicos actuales evitan interpretar semejantes
historias y caracterizan el «hábito psíquico de los vikingos» como parte de un mundo
en el cual aún no se había descubierto el concepto de la moral y en que la vida
humana estaba sometida a la brutalidad de las leyes de la naturaleza.
La muerte del cantor Thormod. Se impone hacer una salvedad. Cierto que estaba
permitido matar a un hombre, pero el código de honor vikingo exigía que para
hacerlo, al menos entre iguales, se respetasen ciertas reglas, y las dos partes
arriesgasen la cabeza y el cuello. Matar por la espalda o amparado en la oscuridad se
consideraba despreciable y se juzgaba en consecuencia; en los casos graves incluso se
penaba con el destierro. El robo también había que hacerlo a cara descubierta: el
botín era algo completamente distinto de un hurto vulgar y despreciable.
La saga de Egill ilustra esta actitud con una historia muy gráfica. Su héroe cae
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prisionero de un campesino. Pero consigue liberarse e incluso apropiarse de las piezas
de plata de su aprensor. De pronto, cae en la cuenta de que se portará como un
cobarde ladrón si se lleva la plata a escondidas. La consecuencia inmediata es que
vuelve a entrar en casa del campesino, los despierta a él y a sus familiares y a medida
que lo hace los va matando uno a uno. Tranquilo ya, regresa a su casa, convencido de
que se ha ganado la plata honradamente, esto es, jugándose la vida.
Por tanto, una descarnada moral llena de violencia y cuyo corolario lógico era que
nada había tan despreciable como la «muerte en la paja», porque un verdadero
vikingo tenía que morir en el combate y no «como una vaca en el establo», sobre la
paja de su yacija.
No obstante, la moral vikinga exigía no sólo estar dispuesto para morir en
cualquier momento durante el combate, sino también la capacidad máxima de
dominio de sí mismo. En el catálogo de los ideales vikingos ocupa un lugar
preponderante, junto al desprecio perpetuo a la muerte, una indiferencia estoica. Este
espantoso código de costumbres exigía, incluso de un condenado a muerte, que
estuviese sereno y despreocupado hasta el último momento; según una nota marginal
de Adam de Bremen, el condenado iba «al lugar de la ejecución tan contento como a
una fiesta».
El culto al dominio de la voluntad, que Lessing comparó con una «llama clara y
devoradora», ha encontrado igualmente en las sagas «una glorificación espontánea y
áspera». El reproche de que uno ha llorado o «ha tenido un temblor de llanto en la
garganta» resulta intolerable. Hay que burlarse de las quejas de los heridos, y las
sagas describen con vivos colores como a los valientes no se les nota si el hierro de
una lanza se les ha clavado bajo la rodilla o la punta de la flecha en la garganta.
Cuando el auténtico guerrero recibe el golpe no debe apartar la cabeza, y si la espada
le rompe la frente no debe pestañear. Y no se trata de figuras poéticas, sino de
convicción popular recogida en las sagas históricas como se recogían las hazañas de
los héroes.
Una muerte ejemplar, según el concepto vikingo, fue la que tuvo el cantor
Thormod. Alcanzado por una flecha cerca del corazón, se arrastró hasta un granero
donde una curandera asistía a los heridos. Pidió unas tenazas con las que se arrancó la
punta de la flecha. Luego comentó, medio bromeando, medio conmovido: «Un
corazón bien alimentado, por cierto; eso tenemos que agradecérselo a nuestro rey.» Y
se murió de pie, apoyado en la pared del granero.
De la desenfrenada admiración por la fuerza surgía un código moral que obligaba
severamente a los vikingos, desde muy jóvenes, a adquirir cualidades tales como
ánimo, valentía, intrepidez, audacia, voluntad de autoafirmación, iniciativa y
fortaleza espiritual. También a las sagas nórdicas hay que agradecerles una respetable
caracterización, la del «rubio Jarl», una especie de Sigfrido. Este retoño, fruto de un
desliz de los dioses, «manejaba el escudo, hacía arcos, amaestraba perros, sabía
arrojar lanzas y montar a caballo, dominaba la espada, nadaba, interpretaba runas,
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entendía el lenguaje de los pájaros, conquistaba tierras, repartía oro, administraba
justicia, se casó y engendró muchos hijos».
Como se ve, un joven de variados conocimientos. Un hombre de respetables
cualidades. Pero no había aprendido la tabla de multiplicar.
¿Para qué? Para los vikingos, más importante que el cálculo, leer y escribir era el
favor del destino, lo cual constituía para ellos la suerte y que no podían representarse
de otra manera que como un don del cielo. Las sagas y las canciones de los bardos lo
llaman lo «sagrado» y con ello quieren significar como una herencia metafísica que
los dioses otorgan a sus favoritos desde la misma cuna. Porque lo sagrado significa lo
mismo que éxito, y el éxito creaba el prestigio, la fama y el honor, valores éstos
colocados incluso por encima de la vida.
El vikingo, tal como exigía el código moral nórdico, colocaba su honor por
delante de todo, y siempre lo consideraba el elemento primordial de su vida que debía
conservar y defender.
La venganza era un deber de la estirpe. No resulta nada fácil definir el concepto que
del honor tenían los vikingos. El historiador danés y filósofo de la religión Wilhelm
Gronbech, que le dedica varios capítulos de su obra en dos tomos, titulada Cultura y
religión de los antiguos germanos, ve en ello la más potente fuerza impulsora de la
vida de los vikingos, en general: una pasión asentada en el centro de la personalidad y
que formaba el suelo propicio para el desarrollo de aquella adoración de la sangre y
de la muerte que caracteriza la existencia nórdica de la época de las sagas.
Según la concepción de los vikingos, el honor no era tanto una cosa de
apreciación íntima como de respeto por parte del prójimo, una muestra del prestigio
público y una reputación no puesta en tela de juicio por nadie, que se imponía
mantener a toda costa. Expresado negativamente, el honor era el resultado de la
permanente exigencia de «no dejarse rebajar por nada» y salir al encuentro de las
ofensas más insignificantes poniendo en juego toda la persona. Si el vikingo no se
comportaba así, su vida quedaba marcada con una mancha visible y la ofensa sufrida
iba obrando en él como una llaga incurable que lo sometía a un inexorable proceso de
descomposición.
Decimos que las ofensas más insignificantes, incluso las involuntarias, se
equiparaban con las ofensas más graves. No había necesidad de derramar sangre: una
bofetada, una palabra dura, incluso una risa burlona bastaban para poner en marcha el
mecanismo del desquite, siempre pronto en el vikingo.
Los hijos de Njal tomaron sangrienta venganza de un hombre que se había
expresado con cierto desprecio sobre la falta de barba de su padre. La hermosa
Hallgerd negó a su esposo Gunnar, que en cierta ocasión la había pegado, unas
cuantas trenzas de su largo cabello cuando él, atacado por enemigos, necesitaba una
cuerda nueva para su arco, y con la mayor indiferencia lo dejó morir.
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Todas las historias sobre este tema coinciden en mostrar que una ofensa sólo
puede borrarse mediante una represalia total y que «a lo imprescindible del honor
corresponde el deber inexcusable de la venganza». La venganza era un deber de la
estirpe.
El que no se sometía a este deber era objeto del desprecio general. Se le
consideraba un hombre de categoría inferior, indigno de vivir en la comunidad de los
hombres libres. El hombre que vacilaba en hacer expiar cualquier ofensa que le
hubiesen inferido se granjeaba la cólera de su familia y a menudo la estirpe lo
empujaba a vengarse. En este aspecto, las mujeres era tan duras como los hombres,
incluso las madres.
En resumen: sin venganza no hay honor, sin honor no hay vida. La venganza no
era sólo un hacer expiar una injusticia sufrida, sino una forma extremada de
autoafirmación espiritual y moral, una manifestación contundente de la propia
existencia. El cumplimiento de la venganza, que la mayoría de las veces se ejecutaba
con la misma sangre fría que un complicadísimo negocio, venía a considerarse como
una especie de nuevo nacimiento, como el comienzo de una nueva vida. Así, el viejo
Havard permaneció durante tres años como impotente en su camastro, después que le
hubieron asesinado a su hijo. Al fin se levantó, mató al asesino y, al liberarse de
aquella vergüenza abrumadora, se sintió como recién nacido.
El afán de la venganza no se apagaba ni siquiera cuando el ofensor había muerto
antes de que el caso quedara zanjado o hubiera perecido a manos de alguien que nada
tuviese que ver con lo ocurrido. Porque entonces en su lugar se elegía a otro miembro
de la familia, casi siempre el más importante. De vez en cuando también sucedía esto
cuando el ofensor no parecía bastante digno para ser objeto de hacerle expiar la
ofensa. Y es que la venganza sólo era posible entre iguales. Por eso, el destino más
espantoso para un vikingo era ser asesinado por un siervo. Porque contra un esclavo
no era posible tomar venganza alguna: estaba fuera de la ley, de la estirpe y de las
costumbres; sociológicamente era un elemento neutro.
La consecuencia inmediata del culto vikingo al honor y a la venganza era la
multiplicidad de disputas que se reñían constantemente y por todas partes. Se ha
comprobado que sólo en las sagas islandesas se habla de más de quinientos combates
de familias y de estirpes, narrándose con todo detalle las fórmulas conforme a las
cuales se ejercían las represalias y se celebraba el éxito de las mismas.
El mandamiento de la venganza seguía en pie aunque al ofendido se le ofrecieran
satisfacciones de toda índole. En este aspecto los vikingos practicaban «la virtud de la
paciencia». Una venganza era tanto más apreciada cuanto más racionalmente y a
largo plazo estaba concebida, libre de la excitación del primer momento. Si bien la
represalia espontánea también se aceptaba, no se le concedía el mismo valor que a
una represalia organizada con todo detalle.
Además, cuanto más fue afirmándose en Islandia o en la muy poblada Jutlandia la
sociedad campesina nórdica, tanto más resultó imperiosa la necesidad de resolver
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jurídicamente el problema de la venganza sangrienta y la posibilidad de borrar las
ofensas no sólo mediante la sangre, sino por otras compensaciones. En tales casos, el
honor de los ofendidos se restauraba mediante entregas materiales cuya cuantía fijaba
el Thing.
Pero esta forma de arreglo pacífico no parece que se hiciera muy popular.
«Vender al hermano por anillos o meter al padre en la bolsa» no se ajustaba mucho al
concepto vikingo de la moral del honor y de la venganza. En realidad, de los
quinientos casos de disputa que conocemos por las sagas, sólo unos treinta se
resolvieron pacíficamente por el arbitraje del Thing.
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Por lo menos dos o tres veces al año los vikingos procuraban acercarse a la divinidad
mediante una embriaguez completa. Para este fin se reunían en la estancia mayor de
la casa o en el vestíbulo del templo.
La costumbre era excitarse a beber cada vez más rápidamente y en mayor
cantidad. Se pasaba luego a los discursos grandilocuentes, a las fanfarronadas y a los
burlones juegos de palabras que solían terminar en disputas y homicidios. Porque:
Los juramentos, las copas llenas, los buenos bocados, constituían la metafísica de la
vida cotidiana. Porque en tales fiestas el campesino vikingo no buscaba sólo
envolverse en las nubes de locura de la embriaguez, sino afirmar su fuerza y su
sentido de lo sagrado hasta penetrar en el vestíbulo de la muerte, donde creía hallarse
más cerca de sus dioses y de su destino.
La literatura de Islandia ha subrayado con numerosos ejemplos este frenesí
extremado de los campesinos nórdicos. También era característico el celo que
desplegaban en esconder sus riquezas, hasta el extremo que, según se cuenta, uno de
ellos una noche, en medio de la más espesa niebla, había escondido su plata con
objeto de ni siquiera él mismo poder localizarla posteriormente.
Según todas las apariencias, este espíritu codicioso persistió a lo largo de los
siglos, enlazándose con la concepción calvinista-puritana, según la cual la gracia
divina también se manifiesta en los éxitos materiales en la vida.
Incluso la tan ponderada hospitalidad de los vikingos encaja en este cuadro. El
anfitrión mostraba con ella que era un señor de categoría y que sus almacenes de
víveres estaban bien provistos, que la abundancia reinaba en su casa, que lo
bendecían el favor y la gracia de los dioses.
De un modo muy gráfico ilustra esta actitud una historia de Islandia. El
administrador de un gran campesino estuvo alimentando todo un invierno a la
tripulación de un barco extranjero que había encallado. En la primavera, después de
marcharse los huéspedes, compareció ante su señor y justificó su conducta con las
siguientes palabras:
—Quise mostrar qué señor tan generoso puede ser un hombre cuyo siervo, sin
consultarle, se permite semejante conducta.
Tras lo cual, el señor, orgulloso de tener un criado tan listo y comprensivo, le
regaló la libertad y una parcela de tierra.
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para los cuales las palabras «honor», «venganza» o «fama» tenían un significado
místico, había también una fuerte dosis de calculadora sensatez. Estos campesinos tan
creyentes en la fatalidad, tan firmemente convencidos de que la «suerte» era un don
de los dioses, se comportaban en la vida como realistas en un ciento por ciento. Eran
calculadores fríos y ponderados, dispuestos a defender su existencia terrenal de un
modo auténticamente campesino, no sólo a base de valentía, sino también de ingenio
y de astucia. En ellos la capacidad de concentrar sus fuerzas era tan potente como la
de despilfarrar sus energías.
Eran capaces de «defender con el sudor lo que habían conquistado con la sangre»,
para citar la frase famosa de Tácito, y su sabiduría proverbial quedaba registrada en el
siguiente adagio:
Por eso las sagas no festejan únicamente a los guerreros audaces y a los gallos de
pelea, sino que tienen también palabras de elogio para los lacónicos y los sufridos, los
sensatos y los ponderados, los prudentes y los vigilantes. Al viajero que se ve
obligado a pernoctar bajo un techo extraño se le aconseja que se mantenga en
guardia.
Quien abra una puerta, que mire muy bien para comprobar si detrás de ella hay enemigos escondidos.
De vez en cuando hay que moverse, no ser siempre huésped en un mismo sitio; resulta molesto el que
permanece mucho tiempo en casa de otra persona.
Casi siempre uno se arrepiente amargamente de las palabras que confía a otros; a menudo la lengua hace
que pague la cabeza.
El hombre debe ser moderadamente sabio, pero no demasiado.
Nadie conoce su destino con anticipación, por eso el sentido del hombre permanece libre de cuidados.
Con el amigo hay que mantener buena amistad, pero no tanta hasta ser amigo del amigo del enemigo.
Un lobo que descansa raramente consigue un hueso de jamón, un hombre que duerme raramente consigue
un triunfo.
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El tullido puede conducir un caballo, el manco cuidar de un rebaño, el sordo dar la muerte.
Por este estilo de enseñanza astuta se regía la vida cotidiana. Cierto que las mujeres
debían ser bonitas, pero no llevar vestidos demasiado caros. Los hombres debían
beber, pero no con demasía. Se recomienda la prudencia en el trato con el hidromiel y
con las esposas de otros hombres. Cuando se recibe a un huésped se impone ser
cortés; si se muestra locuaz, conviene dejarle la palabra. Ningún hombre es tan bueno
que no se le pueda echar en cara algo malo; ninguno es tan malo que no se pueda
aprovechar de él algo bueno.
El Havamal alaba la costumbre de acostarse temprano, buscar un refugio
abrigado en las frías montañas y un hombre locuaz como compañero de viaje.
Ensalza la amistad, aunque por motivos de pura utilidad, y permite engañar a un
enemigo con falsas palabras. Elogia la riqueza y mira con desconfianza la pobreza.
Ordena la fidelidad a la estirpe, la generosidad para con el amigo, el odio para con el
enemigo, y demás lugares comunes.
En una palabra, proclama una moral utilitaria con el consejo expresado en formas
muy distintas de aprender de la vida y de aceptar a los hombres tal como son, con
todos sus defectos e imperfecciones. En este evangelio de Odín, la muerte heroica no
encuentra ningún valedor. Hay frases como:
Frases así van en contra de la ética guerrera nórdica y permiten sospechar que
también en el alma de los vikingos alentaba la alegría de vivir, por lo menos en los
corazones de los campesinos de Islandia que se habían establecido en la isla como
colonos pacíficos y no como los conquistadores germánicos ansiosos de sangre y de
muerte.
Es un mérito de la nueva historiografía haber descubierto esta faceta de los
personajes vikingos. Los historiadores recientes saben apreciar mejor que los
estudiosos anteriores las diferencias de carácter de los hombres del Norte. Están
firmemente convencidos de que palabras y conceptos como desprecio a la muerte y fe
en el destino, honor y venganza de sangre, reputación y fama reflejan sólo
parcialmente el mundo íntimo de la época heroica de los hombres del Norte.
Indudablemente el vikingo obedecía a un código moral arcaico, pero también se
sentía compelido por otras fuerzas. Creía en lo «sagrado», pero era lo bastante
humano para ceder de vez en cuando a los atractivos del mundo. Su sumisión al
destino no lo convertía en un fatalista. Estaba dispuesto a sacrificar su vida por
naderías y valores falsos, pero calculaba fríamente sus posibilidades de
supervivencia. No era sólo un guerrero frenético, sino también un organizador
práctico; fanático y ponderado al mismo tiempo; ingenuo, pero sensato. En esta
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sensatez se descubren ya rasgos de una imponente agudeza. Los campesinos de
Islandia eran, por ejemplo, excelentes juristas y en las escuelas superiores discutían
los artículos de sus códigos de la manera más conceptuosa. No en balde califica
Gronbech sus leyes de «fino entramado de casuística».
Y aunque realmente lo más característico y diferenciador de todo vikingo era su
afán individualista, también en la vida nórdica existían unos principios ordenadores
rígidos pero consagrados, que penetraban como usos y costumbres en la vida
cotidiana e impedían que la desmesura en la vitalidad se convirtiese en una lucha de
todos contra todos.
Una ojeada a la sociedad de los vikingos demostrará esta confirmación más
cumplidamente.
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CAPÍTULO SEXTO
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bueyes, manejar el arado, construir casas y otras actividades parecidas, se casó con
una muchacha vestida con piel de cabra y tuvo de ella muchos, muchísimos hijos: la
casta de los campesinos libres.
Pero Rig aún no había acabado su misión. Continuando su peregrinaje, llegó a un
hermoso edificio de madera en el que se hallaba una pareja sentada en el suelo sobre
una capa de paja. El amo de la casa trenzaba una cuerda nueva para su arco, y la
señora estaba adornándose; se cubría con una larga túnica ondeante su camisa azul.
«El pecho y el cuello eran más blancos que la nieve recién caída.» Rig se dejó invitar
gustosamente. En la mesa dispusieron cubiertos y fuentes de plata con asados de
ternera y de gallinas, y además un buen cántaro de vino. Bebieron y hablaron, el día
fue declinando y cuando llegó la hora de dormir compartieron el bien merecido
descanso.
El resultado de este tercer encuentro de Rig fue un muchacho muy hermoso al
que la madre llamó «Jarl» y al que envolvió en brillante seda. Más tarde, Rig regresó,
enseñó a su retoño la escritura rúnica y le ordenó que sometiera al mundo entero. Así,
el joven «Jarl» inició sus conquistas encendiendo la guerra por doquier; pronto se
apoderó de dieciocho castillos y regaló a sus amigos joyas y caballos. Luego se casó
con una bonita muchacha de piel muy blanca, que se llamaba Erna, y fundó con ella
el linaje de los jarls.
El más fuerte y valeroso de sus muchos hijos fue el más joven, al que llamó
«Rey». El hijo «Konr» tenía tales brazos y músculos como los de ocho hombres
juntos y, por tanto, una fuerza sobrehumana. Sabía parar las espadas mediante
ensalmos rúnicos, «apaciguar las tormentas, salvar a hombres del mar, poner freno a
las llamas y aliviar los dolores». Además comprendía el lenguaje de los pájaros; de
ese modo un día en el bosque un grajo le comunicó que debía apresurar sus
preparativos guerreros.
Hasta aquí el poema de Rigthula que desgraciadamente se interrumpe en este
punto, poema sobrio pero muy instructivo y que en realidad abarca toda la sociedad
de los vikingos, cuya formación social en capas se explica aquí por las aventuras
amorosas de un dios aburrido del cual descienden esas tres clases: los siervos, los
campesinos libres y la clase superior de los caudillos cuyo primus inter pares era el
rey.
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Levantaban setos y talaban árboles. En una palabra, realizaban todas las tareas
inferiores que no proporcionaban gloria alguna, pero que exigían mucha fuerza. Las
mujeres e hijas de los siervos molían el trigo, cocinaban, lavaban y hacían el pan.
Servían a los hijos de los libres como nodrizas, a las señoras de las casas como
criadas, a los hombres como concubinas.
Los esclavos de los vikingos desempeñaban el mismo papel que una mercancía.
Eran comprados, cambiados o robados y en consecuencia podían negociarse de
nuevo. Eran una «nada sin alma»; tenían vida, pero humanamente no contaban.
Miembros del más bajo grupo social, se les consideraba perezosos, estúpidos,
indignos de confianza y falsos. Por eso, llamar «esclavo» a un campesino libre
nórdico era una de las peores ofensas que se le podía infligir. Nada llegaba a igualar
la ignominia de morir a manos de un esclavo. Un siervo llamado Kark trajo al rey
noruego Olav Tryggvason la cabeza del conde Haakon, que estaba puesta a un alto
precio. Olav no sólo le negó la recompensa, sino que lo hizo decapitar en el acto.
Porque en el orden social nórdico no había sitio alguno para los esclavos que se
atrevían a obrar contra la vida y la salud de su señor.
Por el contrario, un hombre libre podía, según su capricho, matar, azotar o
encarcelar a su esclavo. Tenía sobre él toda potestad y es incuestionable que este
derecho se utilizó de un modo infamante y sin conciencia. Por lo demás, no hacían
diferencia alguna entre los esclavos que habían nacido tales y los que cobraban como
botín de guerra, los cuales perdían, con su dignidad humana, toda consideración
como persona. En consecuencia era lógico que un hombre libre que matase a un
siervo de su vecino sólo tuviera que pagar una indemnización en metálico, suficiente
para compensar la pérdida sufrida por el perjudicado.
El hombre libre también podía imponer su voluntad al elemento femenino que
formaba parte de su casa. Los retoños que el padre de familia engendraba con sus
criadas eran, naturalmente, bien acogidos como mano de obra suplementaria, pero
permanecían en el mismo nulo estado social de sus madres y comían con los
esclavos. También los hijos de una mujer libre que hubiese tenido un desliz con algún
esclavo pasaban automáticamente a formar parte de la clase servil.
La burla y el desprecio acompañaban a los siervos hasta su muerte. No tenían
nombre, ni siquiera en la tumba. Las sepulturas de los esclavos de la época de los
vikingos no mencionan apodos ni ninguna alusión a la ascendencia, sexo y vida de
los muertos. Ibn Fadlan cuenta que los comerciantes varegos con los que se
encontraba en los grandes recodos del Volga echaban a sus perros los restos mortales
de sus esclavos.
A pesar de considerarlos como una mercancía, o quizá precisamente por eso, los
esclavos constituían el fundamento de la economía de los vikingos, ya que sin esa
base no habría sido posible la campaña de saqueos y conquistas de los guerreros
vikingos. Por eso cuidaban la vida y la utilidad de los siervos de un modo adecuado.
Los siervos también disfrutaban de una especie de vida familiar. Los hijos de los
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esclavos y de los señores se criaban juntos y ocurría a menudo que una nodriza
esclava amamantaba tanto a unos como a otros. En las sagas leemos que durante la
ausencia del dueño de la casa, esclavos de confianza ejercían funciones de
administrador y de inspector, trabajos por los cuales, a menudo, se les recompensaba
con la libertad.
También parece que la situación jurídica de los siervos fue mejorando con el
tiempo a medida que su potencia laboral se hizo cada vez más necesaria. Pero
existían muchas diferencias entre las distintas regiones. Si bien en Islandia lo decisivo
era la posesión de tierras, cosa que los esclavos no podían tener, heredar ni legar, en
Suecia se les permitía poseer una cabaña y un rebaño propio, llevar a los mercados
los animales que les sobraban y ganar así el dinero suficiente para comprarse la
emancipación. Incluso en algunos distritos de Suecia se aceptaba a los esclavos como
testigos. Por lo demás, existía una forma legalizada del casamiento entre esclavos, en
contraste con otros países del Norte en que se toleraba la convivencia de los siervos,
pero no legitimada. Sin embargo, también estos «casamientos inexistentes» contaban
con cierta protección. En Noruega, por ejemplo, un siervo que encontraba a su mujer
o a su hija con un amante, el código le reconocía el derecho a ir al pozo, sacar un
cubo de agua y refrescar al seductor y a la seducida.
Por lo demás, no todos los esclavos estaban condenados a serlo de por vida. Los
siervos podían ser manumitidos. Tenían la posibilidad de que se les concediera gracia
y lograran salir de la prisión de la arbitrariedad. Tenemos un ejemplo en el noruego
Erling Skialgsson, que vivió en Rogalandia alrededor de 1100 y del cual sabemos que
libertó a muchos esclavos, a los que oportunamente fue preparando para esa libertad.
Los códigos de los vikingos contienen numerosas alusiones a la manumisión de
los esclavos. Así, en el oeste de Noruega, desde mediados del siglo XI quedó
establecido que todos los campesinos debían liberar todos los años a un esclavo. En
Islandia el liberto tenía que seguir cumpliendo determinados deberes hacia sus
antiguos dueños. Los códigos de aquel estado incluso dejaban abierta la posibilidad
de esclavizar de nuevo a todo siervo que no se mostrase digno de la libertad que se le
había concedido. Reglamentaciones especiales se ocupaban de la liberación de hijos
de madres esclavas y padres libres, caso éste que se daba con mucha frecuencia.
Pero las leyes detalladas sobre la liberación de esclavos proceden casi todas de la
época tardía de los vikingos. Consideraciones económicas aparte, se muestran ya
claramente los efectos de la cristianización. El estado de los esclavos chocaba con el
concepto cristiano sobre el deber de amor al prójimo y la santidad de la vida. A pesar
de que en un principio este concepto afectó a los cristianos mismos (durante mucho
tiempo los claustros no sintieron escrúpulos en tener a su servicio a esclavos
paganos), la labor misionera en los estados escandinavos contribuyó esencialmente a
que la suerte de los siervos mejorara poco a poco: a los esclavos no se les separaban
los hijos, ni se asesinaba ya arbitrariamente a los siervos.
Por último, los esclavos muertos recibieron incluso una sepultura religiosa, hecho
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de gran importancia simbólica, porque con ello se liberaba al siervo de su calificación
de «nada sin alma». En el más allá el puesto no dependía del estado social en el
mundo; el esclavo ya no era como antes una no persona que se había hecho carne. A
pesar de su dependencia material, podía aspirar a que lo trataran como hombre. Cierto
que esta evolución tardó siglos en realizarse. Los historiadores calculan que
Dinamarca y Noruega quedaron sin esclavos, como muy pronto, alrededor de 1250.
Islandia necesitó cincuenta años más; Suecia, nada menos que todo un siglo.
Pero en la primavera de los asaltos vikingos, una afluencia tal del incalculable
ejército de los esclavos y de los desheredados en la capa privilegiada de los libres y
de los poseedores sólo podía producirse en condiciones excepcionales. Pues bien, esta
capa fue la que formó el núcleo de los pueblos vikingos.
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bien inventadas. Porque los vikingos nada amaban tanto como su libertad y su
independencia para demostrarlo en toda ocasión que se presentase. Les resultaba
harto difícil mostrar respeto a las autoridades. Los noruegos que poblaron Islandia
abandonaron su país, entre otros motivos, porque se había instalado un nuevo
régimen que pretendía rebajarles sus privilegios.
Eran campesinos libres que preferían la emigración a vivir bajo la tutela de un
rey: campesinos orgullosos y tercos para quienes la tierra que cultivaban era como un
castillo inviolable. El científico inglés Foote-Wilson llama a estos campesinos libres,
campesinos terratenientes, con lo cual quiere indicar que eran más que campesinos
ordinarios: representaban y siguen representando hasta hoy la fidelidad al suelo y la
constancia propia de la vida nórdica. Estos campesinos también tuvieron su peso
político y económico, incluso frente a la capa más alta de los vikingos, quienes, a lo
largo de los siglos, hubieron de doblegar su voluntad ante estos cráneos duros.
A pesar de su fuerza, no eran una casta cerrada y fuertemente ensamblada (o
quizás un «bloque monolítico», como diríamos hoy). Cierto que se consideraban
«todos iguales», pero también a ellos se les puede aplicar la frase de George Orwell
de que unos se consideraban «más iguales que otros». En otras palabras: el prestigio
variaba según la categoría y la dignidad del personaje, su trabajo y su éxito material,
pero sobre todo según el número y extensión de sus posesiones.
La fuerza más voluntariosa estaba representada por la clase de los campesinos
Odal. Con la palabra Odal (en los tiempos de máxima veneración a los vikingos en
Alemania, título de una revista cuyo único programa consistía en glorificar y falsear
lo «nórdico») se llamaba a los herederos a quienes había que ofrecer primero la
compra de tierras de la estirpe y de la tribu. Sólo cuando no se encontraba a nadie que
le interesaba el odalbonder, el propietario podía ofrecer su finca en el mercado
público. Si la ofrecía sin cumplir este requisito, estaba obligado a satisfacer una multa
al rey.
Los «campesinos hereditarios» eran también los que marcaban la marcha del
Thing, la asamblea popular. Allí siempre tenían la suficiente fuerza para imponer su
voluntad aun en contra de la nobleza. En los primitivos tiempos vikingos, incluso el
rey estaba constantemente en peligro de que sus voluntariosos campesinos Odal de
duros cráneos lo desautorizaran o depusieran; porque tenía que responder no sólo de
frustrados saqueos y campañas, sino también de cosechas flacas, de granizadas,
inundaciones y otros signos de deficiente fortuna.
En tales casos se discutía con toda franqueza si no sería mejor destituir o matar al
rey desgraciado. Lo inequívoco de las palabras que se empleaban para eso puede
deducirse del discurso, recogido por Snorri, que el campesino y hombre de leyes
Torgny dirigió en un Thing de Upsala al rey Olaf. La síntesis del discurso es la
siguiente: «Si no quieres hacer lo que te decimos, nosotros, los campesinos, nos
alzaremos contra ti y no te toleraremos rebeldías ni violaciones de la ley. Eso ya lo
hicieron nuestros padres. Tiraron a cinco reyes, que también estaban llenos de
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arrogancia, a un pozo en el Thing de Mula.»
También aquí se puede mencionar al experto maestro Adam como autoridad
fidedigna. Escribe sobre los antiguos suecos: «Tienen reyes de una casa rica en
tradiciones, pero cuyo poder depende de la voluntad del pueblo. Debe acatar lo que
deciden todos en común a no ser que parezca mejor lo que él proponga, cosa que de
vez en cuando ocurre, aunque a regañadientes del pueblo. De esta forma gozan todos
de igualdad.»
De igual manera Rimbert en su Ansgar-Vita: «Según sus usos, la decisión sobre
un asunto público radica más en la voluntad unánime del pueblo que en la fuerza del
rey.»
Por tanto, el pueblo, representado por las «estirpes pundonorosas» de los
campesinos libres y de los poderosos terratenientes, tenía muchas posibilidades de
forzar las decisiones. En realidad, hasta hoy se considera a los vikingos como los
mayores individualistas de su época, como solitarios en contra de la autoridad, que se
levantaban contra todo lo que amenazase reducir su voluntad de independencia. Por
ejemplo, Andreas Heusler los encomia poniéndolos como ejemplo de activistas
«contra la sofocante y esterilizadora omnipotencia del estado».
También se suele emplear muy a menudo, y con gusto, la palabra «democracia»
en las descripciones de la época de los vikingos, pero referida principalmente a la
actividad social de aquellos días, que frenaba la tendencia a la libre expansión del yo
mediante otras muchas tendencias contrarias.
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insensata ejercer todo tipo de violencia contra un miembro de la familia. Según el
Edda, el que había roto un juramento solemne o violado la sagrada paz de una estirpe,
debía «vadear arroyos helados hasta llegar a valles venenosos». Ni los dioses se
escapaban de la maldición porque no habían vengado en debida forma el asesinato de
su compañero de estirpe, Baldr.
La estirpe era, como dice el danés Johannes Brondsted, «lo más importante del
mundo para el campesino libre vikingo». El hombre pasaba, la estirpe permanecía. La
estirpe era «el amo del hombre». Si alguien cometía «una acción vergonzosa y por
eso lo expulsaban de la estirpe, le ocurría lo peor que podía pasarle a cualquiera: se
convertía en un hombre sin paz». Porque no podía «subsistir sin su comunidad, sin la
parte de sociedad que le rodeaba y le apoyaba, y esta parte era la estirpe… Tener una
estirpe… y respetar sus mandamientos era una necesidad; obrar contra la estirpe, una
desgracia. No pertenecer a ninguna estirpe» era la mísera suerte de los esclavos.
De modo análogo se expresa Gustav Neckel: la sociedad nórdica se componía «de
familias, no de individuos, porque el individuo sólo pertenecía a la sociedad a través
de la familia de la que era miembro en servicio». La familia era realidad; la sociedad,
una abstracción, para la cual ni siquiera existía la palabra adecuada. Como ignoraban
el concepto de la res publica, tampoco conocían ninguna moral pública. Las leyes,
cuando las había, únicamente servían para proteger la vida de la familia y la
supervivencia de la estirpe.
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cuatrocientos hombres del rey Rus poseía una esclava y que ese hombre, «siempre
que sentía deseos, cohabitaba con ella en presencia de su rey. También el rey solía
desahogarse públicamente sin considerar que fuera una acción censurable»; pero, a
diferencia de sus cortesanos, tenía siempre a su disposición, para sus expansiones
nocturnas, a cuarenta concubinas, «sin necesidad siquiera de bajarse de su trono».
Pero el reportaje más famoso es el de Ibn Fadlan sobre las costumbres de los
comerciantes rusos, quienes, como hombres de experiencia, probaban su mercancía,
en este caso jóvenes esclavas, en el acto y por cierto en grandes cabañas de madera
situadas junto al río y en las que cabían de diez a veinte personas. Cada comerciante
tenía un banquillo en el que se acomodaba con su corona de damas. En este banquillo
«efectuaba el trato», mientras sus camaradas lo contemplaban. «Ocurre a menudo que
cuando todos están ocupados en actuar ante los ojos de los demás, llega un cliente
para comprarles alguna de las muchachas. Entra en el mismo momento en que el
comerciante está realizando el coito, pero el hombre no se interrumpe hasta haber
satisfecho su deseo.»
Es una escena que comprensiblemente ha impresionado de modo muy profundo al
cronista, pero lo que peor le ha sentado al fiel mahometano es que los comerciantes
nórdicos, después de sus tratos carnales, no se lavaban las manos siquiera una sola
vez.
Por las citas expuestas, cabe deducir que los vikingos no creían en la utilidad de
la continencia, que más bien vivían de acuerdo con sus impulsos íntimos y que
consideraban lo más natural del mundo abandonarse a ellos. Los autores nórdicos
proclaman hoy sin falsa vergüenza y tal vez con cierto orgullo la desenfrenada
vitalidad biológica de sus antepasados. Oxenstierna subraya, por ejemplo, que sus
compatriotas de otros tiempos estaban «totalmente de acuerdo con su naturaleza
humana y que de ahí surgía una vida sin conflictos de conciencia, sin neurosis, sin
graves conmociones matrimoniales». Y la Därnische Rundschau (Revista Danesa),
uno de los órganos del Ministerio del Exterior en Copenhague, manifestaba hace
poco tiempo, por así decirlo, oficiosamente, que, en cuanto al Norte, «la posición
llena de libertad respecto a los problemas sexuales ha de retrotraerse a la estructura
social de la época de los vikingos»; en Escandinavia, se añade en esa revista, se vivió
siempre «conforme a la naturaleza», sin vergüenza ni arrepentimiento, sin propensión
a la mojigatería.
Los panegiristas alemanes de la vida campesina nórdica han cubierto esta
carencia específica de pudor ante el comercio carnal con el manto del amor y han
señalado que el famoso cuadro de Tácito sobre la vida germánica tiene muchas
lagunas. Andreas Heusler, que calificó a la literatura de Islandia como «la más púdica
de la Tierra», ha insistido en que las alusiones a la actividad erótica de los primitivos
escandinavos hay que achacarlas a otros antecesores. Por ejemplo, las costumbres
celtas fueron más desenfrenadas que los usos germánico-nórdicos; o demás, si alguna
vez en una saga se presenta algo escabroso, el tema procede de un cuadro galés.
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En realidad, las sagas raramente se ocupan de las aventuras y pasiones del amor,
y, cuando lo hacen, marcan un notable distanciamiento que deja adivinar que esa
sublimación psíquica ocupaba poco espacio en el alma de un campesino nórdico. A
pesar de eso, también los poetas de Islandia han pulsado de vez en cuando las cuerdas
del arpa de Eros. Una de las sagas más conocidas, la historia de Gunlaug, Lengua de
Serpiente, describe un idilio amoroso de vigorosa complejidad y trágico fin, y
tampoco en el Havamal faltan comentarios adecuados sobre las penas del corazón y
la fogosidad de la sangre, comentarios que demuestran que en la literatura nórdica no
eran del todo desconocidos ciertos vislumbres sobre la problemática de las relaciones
entre los sexos.
Ni siquiera se silencian las relaciones aberrantes. A pesar de las reprimendas y de
las injurias, se manifiesta, por ejemplo, que, en contra del desprecio de toda la
comunidad, existía algo así como el amor de hombre a hombre, por lo menos durante
largas campañas de guerra o de pillaje. Incluso parece que el trato camal con los
animales no fue extraño a los campesinos nórdicos. Las viejas leyes nórdicas se
ocupaban también del crimen de violación y «desarrollan una especie de casuística de
posibles ofensas contra las mujeres». Así, un código de Gotland contiene una lista
precisa de indemnizaciones que hay que pagar por ataques a muchachas vírgenes, y
en ellos se prevé desde el roce del codo o de la pierna entre la rodilla y la pantorrilla
hasta el manotazo en el pecho o el palpar disimulado de un muslo de la doncella.
De esto se infiere que los hombres de leyes campesinos tenían que enfrentarse
con mucha frecuencia con tales casos y que la vida sexual y amorosa del campesino
nórdico en modo alguno se satisfacía simplemente con el matrimonio.
Según el testimonio unánime de las sagas y de los códigos, también en el extremo
Norte, lo mismo que en todo el mundo indogermánico, lo usual era que el hombre
libre y rico tuviese junto a la mujer legítima algunas mujeres secundarias. Estos
concubinatos que Heusler define como vida irregular en común sin compra de novia,
estaban tan extendidos, que los cronistas francos los llamaban precisamente
«matrimonios al modo danés» (more danico). El concubinato (Kebsen, la palabra
procede del alemán antiguo Kebisa = vuelta a la muchacha) se daba por regla general
en las familias de los no libres. También muchas jóvenes francas, irlandesas o
anglosajonas apresadas en campañas de saqueo habían de terminar sus días como
concubinas de potentados vikingos. Por último, existía la posibilidad de conseguir
lindas concubinas en el mercado de esclavos, lo que presuponía una buena posición
económica y servía no sólo para aumentar los placeres de la vida, sino también para
incrementar el prestigio social.
Los concubinatos o matrimonios Fridel se consideraban como matrimonios de
segunda categoría y por eso gozaban de cierta protección jurídica (en Alemania hasta
bien avanzada la Edad Media; piénsese en Agnes Bernauer). El «marido», por
ejemplo, podía exigir una indemnización al seductor de su fridla, e incluso convertir
su matrimonio secundario en un matrimonio completo. Pero la fridla (en germánico
«Siempre hay que seguir la palabra del padre.» El fin principal de un matrimonio
Piratas, guerreros y héroes en zapatillas. También la mujer vikinga tenía, por tanto,
sus triunfos en la mano. Su situación social era mejor que su situación jurídica.
Andreas Heusler llega a afirmar que resulta difícil trazar los límites jurídicos entre un
sexo y otro.
¿Llegaba a ser tan exagerada esta interferencia que pueda afirmarse, como hace el
historiador americano Will, que los vikingos en zapatillas, los más temerarios
navegantes y guerreros de la época, se convertían en tímidos conejillos al verse entre
las cuatro paredes de su casa?
La verdad es que el bronco mundo de los vikingos del Norte apenas se concibe
sin sus mujeres. Sólo la capacidad de sus esposas hacía posible que los pueblos
piratas de Escandinavia, ansiosos de sangre y de botín, tuviesen la oportunidad de
mantener a toda Europa en vilo. Pero la capacidad significa autoridad y por eso
surgió aquella típica «aura de autoridad femenina» que la investigación nórdica
señala hoy como rasgo fundamental de la época de los vikingos. Así, el danés Henrik
Cuando los héroes se cansaban. Las mujeres estaban incluso mejor colocadas que sus
maridos en un punto: gobernaban más tiempo. Afirmaban sus posiciones en la casa y
en la familia como dignas matronas y seguían mandando cuando sus maridos hacía ya
tiempo que estaban relegados a causa de la vejez.
Era la tragedia de los hombres nórdicos. En un mundo que ante todo requería
fuerza y vitalidad, movilidad y dinamismo, se desgastaban con una rapidez increíble.
Al campesino vikingo que no podía soportar una campaña de guerra y saqueo de
varios meses se le relegaba con los viejos. Tenía que retirarse y ceder su puesto a un
hombre más joven.
Pero no ocurría lo mismo con las mujeres. Con sus manos seguían llevando la
casa y la finca aunque la espada y la lanza no obedecieran ya a las manos de sus
maridos. Mientras los cansados héroes veían agotarse sus energías, las encanecidas
matronas podían seguir ejerciendo sus funciones hasta el momento postrero, como
Aud la de los Ojos Profundos.
Según el testimonio de las sagas, la vida de muchos pobres ancianos debió ser
bastante lastimera. Una vez se habían retirado a su finca y firmado, por así decirlo,
sus actas de capitulación, ya no contaban en absoluto. Se convertían en viejos
molestísimos.
Los que frecuentaban la casa no se limitaban a considerar burlonamente aquella
metamorfosis. Al contrario, se quejaban de que hubiese que dar de comer a una
persona inútil. Ha habido autores que han tratado de paliar este proceder diciendo que
las duras condiciones de vida en las tierras del Norte obligaban a un extremado
sentido práctico y a un sentimiento de pobreza.
Sin embargo, no puede silenciarse que el Havamal se ha convertido, en cierto
modo, en portavoz de los viejos. Pleiteaban para que se les continuara honrando, para
impedir que se burlasen de ellos y para que no despreciasen sus experiencias. E
indudablemente los ancianos desempeñaron un papel muy activo en las
deliberaciones del Thing y con mucha frecuencia fueron quienes pronunciaron la
última palabra.
«El hombre es la alegría del hombre». / Liza para los gallos de pelea. / «Has de
saber que tú eres mi hombre». / Islandia, ¿estado popular o república de camarillas?
/ Los grandes hombres y los reyes. / Diablos con sentido de los hechos.
«El hombre es la alegría del hombre». Ya se ha dicho que no sólo la familia ordenaba
al vikingo someterse a determinadas exigencias sociales y normas de honor. También
las relaciones de fidelidad, obligación y amistad, ya citadas por Tácito como de
procedencia típicamente germánica, ejercían un fuerte influjo. Las más importantes
eran las muy citadas ligas de amistad, las hermandades de sangre y los compañeros
de armas: grupos sociales que, en cierto modo, mediatizaban con su influjo la
existencia particular y oficial.
En la sociedad sin apenas clases de los vikingos libres, las amistades se formaban
como en todas partes y en todo tiempo se han formado: entre jóvenes que crecían
juntos, entre guerreros que compartían los mismos peligros, entre comerciantes que
hacían los negocios en común. La única diferencia estriba en que tales amistades
alcanzaban una profundidad esencialmente más honda en la soledad del Norte.
Por lo que a la amistad se refiere, se calienta algunos grados la escueta y helada
literatura de Islandia:
Si tienes un amigo
al que estimas de verdad,
ve con frecuencia a buscarlo.
Las espinas crecen
y la hierba abunda
en la senda huérfana de caminantes.
En mi juventud,
me puse solo en camino
y me extravié;
tuve la suerte
de encontrar un acompañante:
el hombre es la alegría del hombre.
Si tienes un amigo
al que aprecias de veras
y del que esperas favores,
intercambia con él regalos
y ábrele tus pensamientos;
ve con frecuencia a buscarlo.
Por eso la frase de Tácito sobre los germanos de la época imperial de Roma ya no es
aplicable a los vikingos: «Se hacen regalos entre sí gustosamente, pero no cuentan
con que el favorecido corresponda, y éste no se siente obligado a nada.» Por el
contrario, entre los vikingos, la ley de la estirpe había fijado la correspondencia
incluso en los regalos. Las sagas llegan a producir la impresión de que incluso la ley
se había ocupado de ello.
Una forma distinguida de las ligas de amistad eran las hermandades de sangre,
forma superior e institucionalizada al mismo tiempo, porque las relaciones de una
hermandad juramentada se fundaban por medio de ceremonias. La tradición (que, por
lo demás, explica de modo improcedente la magia de la sangre) conoce varios actos
de hermanamiento: los hermanados sumergen sus manos en sangre de un animal, se
beben mutuamente sangre o la mezclan y llevan a cabo con ello una especie de fusión
racial. El resultado de tales ritos y ejercicios era una especie de «parentesco
artificial». Una hermandad de sangre creaba, por tanto, algo así como una familia,
cuyos miembros tenían que apoyarse como los miembros de una estirpe. En cuanto al
orden en la categoría, lo decisivo era la edad. La relación era «fratiarcal», los jóvenes
tenían que someterse a los mayores.
Los juramentos de fidelidad ligaban también a los compañeros de armas, esas
camaraderías jaraneras y amigas de pendencias que, como guardia personal y tropas
dispuestas en todo momento al combate, se congregaban en tomo de los grandes
señores. Se sometían a una rígida disciplina, incluso draconiana, como ha descrito de
modo impresionante la saga de Jom, historia de la fundación de Wollin por los
daneses. La responsabilidad, el mando y la administración de justicia recaían
exclusivamente en el señor de la compañía. A cambio de esas prerrogativas tenía que
ofrecer a su gente todo lo que anhelaba el corazón de un guerrero nórdico: lucha y
peligros, juegos y estruendosos banquetes, pero ante todo regalos. También aquí tenía
una gran importancia el aspecto material de las relaciones. El caudillo —el «jefe», si
se quiere— tenía que mantener el buen humor de su tropa y reforzar su capacidad
para el combate mediante constantes distribuciones de regalos y de visibles
Liza para los gallos de pelea. Los vikingos desconocían las asociaciones de tipo
exclusivamente privado. Sentimientos de comunidad que fueran más allá de los
deberes de estirpe o de hermandad les tenían sin cuidado. Ayudar a pobres, enfermos
o débiles no les parecía misión que les correspondiera. En su vocabulario carecían de
tales palabras como el amor a la patria y el sentido del estado. El heroísmo y el ansia
de guerra bebían en fuentes que no brotaban del suelo de la res publica.
Támbién el Thing —la asamblea de los hombres libres capaces de empuñar las
armas y que se reunía con regularidad— por su origen no era propiamente un
parlamento, sino una institución creada para dirimir las enemistades entre las estirpes
y los pleitos entre vecinos. El origen de la palabra confirma que Thing significa lo
mismo que tribunal, Y si en la literatura de las sagas aparece clarísimamente como
liza para gallos de pelea y pendencieros contumaces, es cierto que con ello no se
confirma su significado, pero tampoco se falsea.
Támbién en la «cuestión derecho» de los vikingos la ciencia nórdica se ha de
limitar esencialmente a conjeturas. Los textos legales fijados por escrito proceden
principalmente de la tardía Edad Media, y por eso hay que admitirlos con grandes
reservas. Únicamente sobre Islandia, que, según Adam de Bremen, «es cierto que no
tenía ningún rey, pero disponía de un derecho general», estamos bien informados. El
que el orden del Thing, fundado alrededor del 930 en la isla, siguiera el modelo
«Has de saber que tú eres mi hombre». Una historia del siglo IX narra el encuentro
del rey sueco Erik con un campesino de Varmland.
—¡Has de saber que tú eres mi hombre! —dijo Erik al terrateniente Ak.
Y Ak contestó:
—No es menester que me lo recuerdes; también yo sé que tú eres mi hombre.
Una respuesta orgullosa y altiva, que el pobre Ak hubo de expiar gravemente,
porque el rey, enojado, lo mató en el acto.
La historia caracteriza el comienzo y el fin del desarrollo interno de los países
nórdicos. Por un lado, un campesinado consciente que defendía con virilidad sus
derechos; por el otro, una endurecida camarilla de mandamases que no sentía ningún
escrúpulo en atropellar tales derechos. Por una parte, terratenientes libres que por eso
mismo habían pensado en imponerle al rey su voluntad y que no se arredraban en
sacrificarlo cuando sobrevenían malas cosechas o sus barcos tiempo hacía que
esperaban un viento favorable; por la otra, caudillos convencidos de su fuerza, que
empleaban de modo resuelto y con áspera violencia.
Una constelación dramática: los campesinos libres que luchaban
encarnizadamente por poner el fundamento de la igualdad democrática, y, frente a
ellos, una «declarada clase aristocrática» que despreciaba el principio de igualdad y
que terminó por alzarse con el tiempo.
La existencia de una clase de señores no encaja bien en el cuadro romántico de la
vida de los pueblos germánicos que los historiadores del siglo XIX, sobre todo,
esbozaron y adornaron con rasgos de un serio y sensato sentido burgués. Según el
cuadro tradicional, estos pueblos y capas populares vivían en un embrionario estado
democrático, representado por la masa de los «libres comunes» que no sólo biológica,
sino también políticamente encarnaban la fuerza popular germánica y su colosal
dinámica. En este panorama no se le atribuía ninguna importancia especial a la
nobleza: a los príncipes los elegía el pueblo y se comportaban como sus encargados,
como reyes o duques durante algún tiempo, y después de cumplir el encargo volvían
al anonimato, al grupo.
El mérito de haber corregido estos puntos de vista corresponde a los historiadores
Dannenbauer, Keutgen y Waas. Después de la primera guerra mundial, esta hipótesis
encontró su formulación más apropiada en las obras del que fue catedrático de Bonn,
Fritz Kern, quien calificó explícitamente a los caudillos y reyes germanos de
«bandidos señores al modo más perfecto de la época». Más aún: llega a hablar de
«empresas políticas» que se desarrollaban contra los hermanos más pobres que se
Los grandes hombres y los reyes. En las patrias de origen sucedía poco más o menos
lo mismo. Fuentes noruegas revelan que era competencia de los poseedores del
templo designar a los hombres que tenían que comparecer ante el Thing y nombrar a
los miembros encargados de las tareas legislativas y judiciales. Y también allí, los
representantes de las estirpes rectoras presidían desde un escenario elevado, en tanto
que «el pueblo», a respetuosa distancia, se ejercitaba en el arte de adular y aclamar.
Como cada una de las familias privilegiadas tenía sus partidarios en la asamblea del
CAPÍTULO OCTAVO
La primera compañera de Ymir fue la vaca Audumla, que brotó del hielo fundido.
Siguieron procreando. De la axila de Ymir nacieron un hombre y una mujer de
poderosa contextura: los dos primeros gigantes. La caliente lengua de Audumla lamió
una piedra e hizo surgir un ser humano que fue llamado Buri. De modo maravilloso
consiguió un hijo al que le puso por nombre Bor. Éste se juntó con la hija de los
gigantes Bestia y engendró con ella tres dioses: Odín, Vili y Ve.
Los hijos de Bor mataron al gigante Ymir y construyeron con él el mundo. Su
cráneo formó la bóveda del cielo, su cerebro se trocó en nubes pasajeras. De su carne
surgieron islas y países; de su sangre, el mar. De sus hirsutas cejas los dioses hicieron
la empalizada del reino, que se alza entre el mundo inferior y el cielo y que por eso se
llama Midgard: tierra del centro. A los gigantes se les adjudicó Utgard, el país de la
periferia: desiertos, monte bajo, páramos rocosos.
Los dioses residían en Asgard, posición fortificada que habían hecho construir a
uno de los gigantes. El centro de Asgard era un vestíbulo increíblemente grande
donde creció el fresno del mundo, Yggdrasil. Creció tanto que con su copa, de cuyas
ramas siempre verdes fluía el dulcísimo hidromiel, llegaba hasta la bóveda del cielo,
aunque hundía sus raíces en las profundidades del mundo inferior. Junto a las tres
fuentes que allí alimentaban al fresno, estaban sentadas las tres Nornas: Urd,
Werlandi y Skuld, quienes tejían los hilos que forman la trama del destino y que
alcanzan al mundo entero, sin exceptuar siquiera a los dioses.
Desde Asgard, los amos del Olimpo nórdico trazaron un puente maravilloso hacia
Gengis Kan en las nubes. Odín, uno de los tres hijos de Bor y de Bestia, era el As de
los Ases: el gran presidente en el consejo de los dioses. Una figura de inverosímiles
dimensiones: señor del cielo, conocedor y dominador de todos los misterios, poeta y
pensador, mujeriego y eterno peregrino, jefe de las batallas y dios de los muertos,
ejercía su actividad, en todas partes.
Como señor del cielo, residía en Asgard, e imperaba desde un trono ricamente
tallado. Dos lobos, Geri y Freki, yacían tendidos a sus pies y lamían los jirones
crudos de carne que les arrojaba, porque Odín sólo se alimentaba de carne. En sus
hombros se posaban sus dos cuervos Hugin y Mugin, el pensamiento y el recuerdo,
sus dos clarividentes informadores, que le susurraban al oído las noticias que habían
recogido por el mundo en sus vuelos de reconocimiento.
Thor, el lanzador de martillo. El dios Thor, el más popular de los dioses nórdicos,
produce, por el contrario, el efecto de un campesino, algo vulgar, pero simpático, y
«precisamente tan democrático como Odín era aristocrático».
Muchachote tosco, de barba roja y de bíceps muy desarrollados, vivía en un
palacio de 540 salas; consumía en una jornada un buey completo, ocho salmones y
una cantidad inmensa de golosinas; sin pestañear, dejaba caer por la abrasada
garganta tres jarros de hidromiel; rodaba, haciendo un ruido enorme, en su carro
tirado por un macho cabrío, a través de las nubes; estaba siempre dispuesto para la
disputa y la pendencia; había reñido innumerables combates con los gigantes, que si
bien exteriormente se le parecían, en contraste con él, estaban llenos de perfidia y de
Porque aunque el astuto Loki, el promotor del ataque, recibió también su justo
castigo, su perfidia perduró. Los sentimientos puros e inquebrantables no tenían sitio
en la Tierra. Donde había florecido la bondad, en lo sucesivo también creció la
maldad. El destino de los hombres consistió en vivir en un mundo culpable.
También Asgard resultaba aburrido sin amor. En la crónica de las estirpes de los
Vanes no aparecen semejantes acontecimientos dramáticos y turbadores. Los Vanes,
amantes de la paz, eran de una madera más blanda que los Ases, rebosantes de
actividad y de impaciencia. Enseñaron a los hombres a amar el mundo presente: el
calor del sol y la bendición de la tierra, el respirar del mar y la risa de los niños, una
bebida cordial y las horas del amor, el comercio y la riqueza y el sentimiento bendito
de la hartura, las sencillas alegrías de la vida cotidiana.
El más viejo de la estirpe era Njörd. Imperaba sobre el viento y el agua, defendía
a los cazadores y pescadores, protegía a los comerciantes, amaba su corte junto al
mar y se sentía feliz cuando el oleaje bramaba, zumbaban los vientos y graznaban las
gaviotas. A Skadi, su esposa, no le gustaba aquella cortina de ruidos. Su mundo eran
los sombríos bosques y las altivas montañas, que incluso en lo más frío del invierno
recorría sobre esquís. Armada con lanza y arco, como una Diana nórdica, no volvía a
Ragnarök, la perdición de los dioses. Los pueblos nórdicos no creían que el mundo
en que vivían fuera eterno. Igualmente la existencia de sus dioses estaba sometida a
plazo. Un día caería sobre ellos el Ragnarök, la perdición de los dioses, con fuerza
aniquiladora.
La catástrofe no llegó de forma inesperada. Los dioses se habían ido cargando de
pesadas culpas. Durante demasiado tiempo la mentira y el engaño fueron su ley.
Su falsedad ya se evidenció en la construcción de Asgard. Prometieron al gigante
que contrataron como arquitecto regalarle el Sol, la Luna y la hermosa Freyja cuando
el palacio estuviese terminado. El gigante arquitecto se entregó al trabajo con salvaje
energía y, como poseía un caballo que tiraba sin esfuerzo de las rocas más pesadas,
realizó su tarea día tras día. Los dioses, que no querían pagar el precio convenido,
pidieron consejo al astuto Loki; éste, que nunca se turbaba cuando le proponían una
perfidia, se transformó en una yegua castaña y atrajo al caballo del arquitecto,
apartándolo de la obra en construcción. De este modo, el palacio no se acabó el día
convenido. El gigante juró tomar sangrienta venganza, pero Thor lo mató con su
temible martillo.
También el caso Gullveig había recargado pesadamente la cuenta de los dioses.
Torturaron a la bruja que sabía alquimia, pero no, consiguieron arrancarle su secreto y
la quemaron tres veces, porque, resistía todas las torturas. De este modo fueron
acumulando fechoría tras fechoría, traición tras traición, y no eran en nada mejores
que los hombres cuyos modelos debían haber sido.
Desde entonces reinaba la guerra en el mundo, y el maestro de las runas, Odín,
sabía que por ese motivo los dioses estaban condenados a reñir el combate final. En
previsión llamaba al Walhalla a todos los guerreros caídos, y transformó todo Asgard
en un gigantesco campamento, y de todos exigía vigilancia. Heimdall, uno de los
muchos principillos del cielo de los dioses nórdicos (a cuya peregrinación terrenal
tenían que agradecerle su entrada en el mundo los siervos, los campesinos y los
jarls), tenía la misión de vigilar todos los movimientos enemigos y soplar su gran luz
cuando se acercase el peligro. Lo ayudaba un gallo con cresta de oro, que se
empinaba en las ramas del gran fresno y, con ojos incansables, oteaba el mundo.
Si los dioses ya no vivían en paz y la astucia y la perfidia menudeaban, ¿cómo
podía ser de otra manera en la Tierra? También aquí imperaban los malos, los
criminales y los que faltaban a su palabra; nada era ya sagrado para los hombres.
Con las palabras de Völuspa, primer poema del Edda cuyos versos describen con
sordo redoblar de tambores la decadencia del mundo:
Saturnales nórdicas. Los pueblos nórdicos no sólo vivían con sus dioses en un plano
de confianza, sino que por doquier les rodeaban espíritus, monstruos y demonios. El
estado de los Ases y de los Vanes tenía una infraestructura metafísica que penetraba
todo el alcance de la naturaleza.
Los vikingos se creían en todos sus pasos protegidos por seres misteriosos y
amenazados por potencias malignas. Consideraban el mundo como un escenario
adecuado para hacer magia. Temían el mal de ojo. La sangre y la saliva les parecían
medios propios para encantamientos. Estaban firmemente convencidos de que en los
cabellos y en las uñas, «las partes del cuerpo que crecen a ojos vistas», estaban
ocultas energías inconcebibles. Honraban el órgano genital masculino y creían en la
fuerza curativa de las manos: las sagas describen por ejemplo cómo «antes de la
lucha las mujeres pasaban las manos por el cuerpo del guerrero para ver cuál iba a ser
su suerte».
El contacto con la tierra desnuda defendía contra los encantamientos dañosos. Los
buenos espíritus bendecían los campos cultivados. El muérdago y el lino se
consideraban salvadores. La encina, el saúco y los avellanos eran santos. En el prado
se creía que estaban almacenadas las fuerzas secretas de la madre tierra (de aquí el
ritual de la hermandad de sangre). Y lo mismo que en las praderas, bosques y
Con toda la fuerza hacia el más allá. / Ceniza, clavos de cabeza redonda y pernos de
Hierro. / Entierro de un caudillo varego. / Los grandes arsenales de los muertos. /
Tumbas principescas de los vikingos.
Con toda la fuerza hacia el más allá. Los guerreros caídos seguían viviendo su
desenfadada y alegre vida de lansquenetes. Los muertos en el mar, a menos que
hubiesen caído en viril lucha, los recogía Ran, la diosa del Aegir, en una red
gigantesca. A los «muertos en la paja» les quedaba el subterráneo reino de las
sombras: el Niflheim.
Según las antiguas representaciones mitológicas, el Niflheim estaba situado en el
Norte más bronco, en la tierra de la niebla, de la crepitante escarcha y de la noche
perpetua. En época posterior lo pusieron, como en la Antigüedad clásica, bajo tierra.
Ríos salvajes e impetuosos atronaban aquella mansión. Sobre uno de estos
estrepitosos ríos lanzados como cataratas en el mundo subterráneo se levantaba un
ancho puente pavimentado con deslumbrante oro. Llevaba al llamado vestíbulo de los
muertos, que en su forma primitiva recuerda una gigantesca tumba de hunos, pero
que posteriormente adopta cada vez más los rasgos de un sombrío reino del más allá
y se convierte en un lugar de expiación.
Este dominio, llamado también Hel, lo gobierna la diosa del mismo nombre, una
reina del mundo subterráneo, la cual, en la forma definitiva de la mitología nórdica
establecida por el Edda, resulta ser hija del diabólico Loki. Tenía poder sobre nueve
mundos y vivía en un palacio equiparable al de los Ases y el de los Vanes. Su centro
era una poderosa sala de oro a la que también la sombría diosa de los muertos
invitaba gustosamente a los amigos. Por raro que parezca, en ninguna parte se dice
qué destino le esperaba al gris ejército de sombras de los habitantes del Hel. Sin
embargo, un aburrimiento interminable parece haber aplastado a los «muertos en la
paja» en los subterráneos sin luz del mundo terráqueo.
En gran parte, este Hel debió ser un invento de la escuela poética islandesa de la
Alta Edad Media. No se aprecian influjos cristianos en el sentido de considerar el más
allá como cárcel y expiación. Y, como el Hades de los griegos, el infierno germánico
también era «un mundo de vida degradada, un triste y sordo reino de los muertos»,
que condenaba a los difuntos a una existencia aparencial e informe como de sombras.
Pero estos préstamos literarios no se acomodan del todo con los usos mortuorios
Entierro de un caudillo varego. Según las sagas, era deber inexcusable de un vikingo
enterrar a los muertos, incluso al adversario al que hubiera dado muerte. A un
moribundo se le apretaban los labios y las ventanillas de la nariz para que el alma
pudiera escaparse más fácilmente. Al entierro, como es natural, se invitaba a toda la
estirpe. Seguía luego un banquete ritual que entre los potentados duraba en ocasiones
un día entero y estaba amenizado por cánticos que ensalzaban la vida gloriosa del
difunto. En Islandia, en estas comidas funerales, a veces participaban más de mil
personas.
La exposición más exacta, reveladora y sugerente de un enterramiento nórdico
tenemos que agradecérsela al secretario árabe de embajada Ibn Fadlan, que en
921-922 estaba en algún lugar del Volga cuando un gran hombre varego emprendió
su viaje al Walhalla.
Su minucioso informe empieza así: «Ya me habían contado muchas veces que
después de la muerte de sus caudillos hacen cosas de las cuales la menos importante
era la incineración del cadáver. Yo estaba muy interesado por poner aquello en claro.
Un día me enteré de que uno de sus jefes más prestigiosos había muerto. Lo metieron
en la tumba y lo tuvieron tapado diez días, mientras se afanaban en cortar y coser sus
trajes.
»A los súbditos más pobres les hacen un pequeño barco, los meten dentro y les
prenden fuego. Pero si se trata de un potentado, reúnen todos sus bienes y los dividen
en tres partes. Una tercera parte la recibe la familia, con otra tercera parte preparan
los vestidos y con la tercera restante fabrican nabid (una bebida alcohólica,
probablemente hidromiel). Porque se vuelven locos por el nabid y lo beben día y
noche. Bastante a menudo ocurre que uno de ellos muere con la copa en la mano.
»A la muerte de un caudillo, los miembros de la familia preguntan a las esclavas y
a los criados: “¿Quién de vosotros quiere morir junto con él?” Entonces uno de ellos
responde: “Yo”. Y después de haberlo dicho, está obligado a cumplir su palabra. No
tiene ya libertad para volverse atrás. Aunque quisiera hacerlo, no se lo permitirían. La
mayor parte de quienes dicen “yo” son esclavas.
»Cuando murió, pues, el hombre que he mencionado, preguntaron a sus
sirvientas: “¿Quién de vosotras quiere partir junto con él a la muerte?” Y una
respondió: “Yo”. Encargaron a otras dos esclavas que la vigilaran y que estuvieran a
su lado, adondequiera que fuese. Luego empezaron a arreglar las cosas del amo, a
cortar sus trajes y a prepararlo todo según correspondía. Mientras tanto la esclava
bebía y cantaba todos los días con una alegría que reflejaba una gran felicidad.
Fabuloso mundo faunesco. La esbelta dama, de miembros de corza, que hizo matar a
sangre fría a su esposo, el asesino de su padre y de su hermano, recuperando así el
honor de su familia, fue, además de una enérgica regente, una generosa amante de las
artes, una mecenas de gusto y de talento que ocupaba en su corte a buen número de
importantes artistas, ante todo tallistas.
El barco, el coche y los trineos con que la equiparon para su último viaje
muestran la capacidad artesana, la sensibilidad estilística y la desbordante fantasía de
estos artistas. Todos los vehículos de la reina difunta están profusamente ornados con
espléndidas tallas de madera que, según el penetrante análisis de Haakon Shetelig,
estudioso e intérprete del arte Oseberg, debió ser la obra de seis maestros y, por lo
menos, tres ayudantes. Sus trabajos se han conservado de un modo muy notable
gracias a la protección de la tierra y revelan uno de los procesos más sensacionales en
el dramático y movido panorama artístico del Norte europeo.
Los dos codastes de barcos se rejuvenecen en una efectista espiral que en la proa
se alarga en una estilizada cabeza de serpiente, y en la popa se extiende en una cola
serpentiforme y llena de anillos. Los costados llevan adornos consistentes en ágiles y
rítmicos frisos que, tras un examen más detenido, se revelan como un trenzado, en
forma de arco, de animales con manos de hombre y barbas de gnomos. Cada uno de
estos animales se diferencia de los demás, pero todos juntos obedecen a la ley de la
composición. El mismo artista también ha adornado las planchas triangulares de la
parte interior de los codastes con vigorosos relieves. Aquí vuelve a aparecer una
teoría igualmente interminable de fantásticos, intrincados y trenzados animales cuyos
enormes ojos fijos producen una extraña y fascinante impresión.
De vez en cuando, estos relieves qué, sin embargo, dejan imaginar los ojos
benévolos y pacientes del autor, se dedican a narrar escenas y a presentar figuras. La
parte central del coche regio (que probablemente servía para fines rituales) muestra al
héroe de la saga, Gunnar, amenazado por todo un ejército de reptiles, en forma de
cintas, en la cueva de las serpientes. En la tabla superior de la pared derecha se
descubre un jinete, atacado por un guerrero. Éste, mientras con una mano sujeta las
Fastuosidad barroca en miniaturas. Las tallas Oseberg marcan las etapas de este
proceso de renovación con insuperable claridad, sobre todo en las diversas cabezas de
animales.
Al principio están los trabajos del «académico conservador» que cubre la lanza de
tiro del fastuoso trineo con figuras de pájaros que se entrelazan en múltiples
combinaciones y la termina con la talla de una maligna cabeza de dragón que ríe
sarcásticamente.
Del estilo Borre al estilo Urnes. El arte nórdico, en su época del grifo, también aceptó
y practicó numerosas sugerencias.
Con los asaltos de los vikingos entraba una inmensa cantidad de botín en los
países escandinavos que aportaba el conocimiento de numerosos elementos
estilísticos nuevos, los cuales una vez más enriquecían el canon tradicional de formas
nórdicas. Por eso una inquietud constante y la predisposición al cambio continuo
constituyen una característica del arte nórdico en la época de los vikingos.
Los historiadores del arte diferencian (prescindiendo de aisladas culturas locales)
cinco formas estilísticas distintas cuyas características especiales están, empero,
cubiertas por los elementos tradicionales de la ornamentación faunesca, lo que
dificulta que el profano las aprecie.
Está primero el estilo Borre, que debe su nombre a los arreos y a algunos objetos
de madera con refuerzos de metal descubiertos en 1850 bajo una colina funeraria en
el Eldorado de los arqueólogos, junto al fiordo de Oslo.
Los objetos Borre, unos cincuenta años más recientes que las más modernas tallas
Oseberg, presentan de nuevo motivos de trenzados de cintas y figuras de animales y
se unen a los característicos modelos de cadenas.
Para eso el grifo proporcionaba las garras, los miembros extendidos
enérgicamente y la cabeza triangular a modo de máscara con sus ojos circulares y
saltones. También el estilo Borre muestra hasta qué punto el retoño del león
carolingio conmovió la antigua fauna decorativa de la ornamentación sobre motivos
animales. A pesar de la finura del detalle y de la precisión del trabajo, el estilo Borre
produce una impresión de campesinado vigoroso, quizás incluso un poco bárbaro,
pero lleno de vida.
Microcosmo del movimiento. ¿Qué se oculta detrás de este arte? ¿Qué nos dice sobre
las fuerzas íntimas del mundo nórdico? ¿Hasta qué punto puede iluminar el ámbito
Los cincuenta años de Oseberg. Los enigmas que plantea una y otra vez la
ornamentación nórdica de animales quizá hayan contribuido a que hasta hoy no
ocupen un lugar destacado en los grandes tratados de arte. El formalismo de la
exposición, la servidumbre a un determinado repertorio de formas y, no en último
lugar, el que en su mayor parte se trate de un quehacer artístico de miniaturistas del
que sólo se aprecia su riqueza examinándolo con lupa, han producido que las obras de
CAPÍTULO UNDÉCIMO
Casas de señores y cuarteles de gentuza. Las fincas estaban desperdigadas por el país
y se mantenían a respetuosa distancia unas de otras. Con sus cercas en forma de
empalizada y sus límites cuidadosamente marcados, formaban reductos campesinos;
cada una de ellas un mundo aparte, autárquico, distanciador y lacónico. Grandes
centros colonizadores eran tan raros a principios de la época de los vikingos tanto en
Dinamarca como en Noruega o Suecia. Excepto pequeños e incluso mínimos centros
comerciales, determinadas posesiones rústicas constituían todo el panorama de la
colonización.
Tales asentamientos se encontraban en todos los sitios donde la naturaleza, con
más o menos largueza, ofrecía a un puñado de hombres la posibilidad de alimentarse
y combatir el frío. Entre las islas danesas, Jutlandia, con su fértil suelo de morrenas,
era la más habitada; en Noruega los asentamientos humanos se concentraban en las
pendientes ricas de hierba, húmedas y relativamente templadas junto a los fiordos, y
en Suecia, exactamente igual que hoy, en las regiones fructíferas y fácilmente
accesibles del sur del país. Pero el constante crecimiento de la población tuvo como
efecto ya en los siglos previkingos que también los bosques y costas de la
Escandinavia del Norte se abrieran paulatinamente al paso del hombre.
Los arqueólogos han puesto a contribución todos los resortes de su ciencia para
seguir el rastro de los asentamientos vikingos en los tres países nórdicos, así como en
hacha de carpintero en forma de «T», con la cual se realizaban los trabajos más bastos;
garras de hierro que, «como una especie de cepillo de carpintero», servían para alisar la madera;
limas de grandes dientes con las que se podía trabajar no sólo la madera, sino también el cuerno;
sierras de metal que recordaban los actuales serruchos;
cuchillos de los más distintos tamaños que servían como herramientas universales, y barrenas de trabajo
exactísimo.
En resumen, un utillaje que tanto por su abundancia como por su adecuación técnica
apenas resulta superable un milenio después.
Con este amplio material para trabajar la madera, el campesino vikingo disponía
de las herramientas adecuadas para construir su propia casa.
Toque de trompas para montañas de carne. Pero, ¿cómo marchaba una cocina? ¿Qué
se cocía, se guisaba o se asaba? ¿Qué sabemos de las costumbres gastronómicas, del
arte culinario, del pan de cada día de los vikingos?
Cada uno era su propio proveedor. Se vivía autárquicamente, o sea que lo que se
cultivaba pasaba directamente del campo a la cocina. Por tanto, correspondía al ama
de casa ingeniárselas con lo que produjera la propia explotación, con lo que
proporcionara la finca en granos y carne, leche y huevos.
Los granos se trituraban en molinos de mano, trabajo fastidioso y agotador que,
por lo general, se encomendaba a los siervos. Seguramente la harina así obtenida no
era flor de harina, pero no estaba adulterada y era rica en albúmina y almidón. Pero
Queda una pregunta por formular: Desde el punto de vista de la salud, ¿qué valor
tenía la dieta de los vikingos? Para resolver este complejo problema, Ole Klindt-
Jensen se refiere a una investigación realizada en Islandia y que se basa sobre las
costumbres alimentarias que registran las sagas. Los resultados, muy reveladores por
Lebreles del mar. / Los antepasados de los barcos vikingos. / Con el «Vikingo» a
América. / El yate de lujo de la reina Asa. / Trabajo submarino con la manga de
incendios. / Los cinco de Skuldelev. / Velas de color púrpura y cabezas de dragón. /
Schniggen, Skeidhs y Draken. / Los Knorren y los Byrdinge. / Navegación en alta mar
sin brújula. / Cuando llegaba la tormenta… / Tres días desde Dinamarca a
Inglaterra.
Lebreles del mar. Desde que Adam de Bremen hizo luchar a los barcos vikingos en
los abismos del océano con desgarradores remolinos, mucho se ha fantaseado sobre la
fascinación que el mar ejercía en los pueblos escandinavos. Lo mismo que ha
ocurrido con los campesinos nórdicos, se ha falsificado a los navegantes del Norte
hasta hacerlos irreconocibles a fuerza de tanto incienso y tanta poesía. En las
películas en colores que se proyectan en pantallas gigantes, hoy compiten con los
héroes de las praderas y se pinta a los vikingos como cowboys del Atlántico que
clavan las espuelas en sus corceles marinos como los encallecidos hombres del lejano
El yate de lujo de la reina Asa. Y luego el barco de Oseberg, que en 1904 fue sacado
Los cinco de Skuldelev. Mientras tanto se han reconstruido dos de los cinco barcos;
los tres restantes van tomando forma lentamente. Ya se conocen las medidas de las
cinco embarcaciones, así como la construcción del barco y del esqueleto. También se
han averiguado sus cometidos: se trata de dos barcos de guerra, dos transportes de
comerciantes y un pequeño barco costero.
El mayor de los dos barcos de guerra es hasta ahora la mayor embarcación de los
vikingos que nunca se haya encontrado. A pesar de su mal estado de conservación,
los investigadores daneses han podido demostrar que tenía unos 28 metros de eslora
(5 metros más que el barco de Gokstad) y una manga máxima de 4’50 metros. Podía
transportar de 50 a 60 guerreros, tenía mástil y vela y era indudablemente uno de
aquellos temidos barcos largos vikingos con los que los reyes daneses realizaban sus
ataques contra Inglaterra.
El segundo barco de guerra no sólo es más pequeño, sino también más estrecho.
De unos 18 metros de eslora y una manga máxima de 2’60 metros, casi produce la
impresión de un hermano gemelo del esbelto barco de Ladby. En el «perfil» se parece
a los barcos del duque normando Guillermo que figuran en el tapiz de Bayeux.
Disponía de sitio para 24 remeros y estaba constituido con madera de encina excepto
las tres filas superiores de planchas, para las cuales los fresnos habían suministrado el
material. Pero estas planchas procedían de otra embarcación; por lo visto, los
constructores navales nórdicos dominaban también la técnica del «desguace».
El más voluminoso de los dos cargueros tenía 16’50 metros de eslora, 4’50
metros de manga y alcanzaba una altura de casi 2 metros. En su panzudo interior
había, a proa y a popa, una cubierta intermedia separada de la bodega situada en el
centro del barco. Los expertos en navegación creen que este barco se trataba de un
transporte de muy buenas condiciones marineras, el típico barco del Atlántico que tal
vez se empleó para los viajes comerciales a Inglaterra o para las expediciones a
Islandia y Groenlandia.
La segunda embarcación comercial —13’30 metros de eslora, 3’30 metros de
manga y 1’60 metros de altura— se ajusta más al tipo adecuado para el comercio en
Velas de color púrpura y cabezas de dragón. Nadie puede afirmar con toda seguridad
si ya en los tiempos prehistóricos hubo trabajadores dedicados exclusivamente a la
construcción de barcos. Se trata de una cuestión en la que dudan casi todos los
investigadores. Probablemente, la construcción de barcos era un «ejercicio común de
los habitantes de las costas que solían hacer viajes por el mar»; algo así como una
empresa comunitaria en la que participaba todo aquel que supiera manejar
razonablemente un hacha de carpintero.
También en la época de los vikingos la construcción de barcos era un deber
público. A este fin las comarcas costeras del Norte europeo estaban divididas en
distritos de construcción naval, que en Noruega llegaban hasta la región de los
pantanos. Cada uno de aquellos distritos, que, por lo general, solían coincidir con las
divisiones en centenas, tenía la obligación de sostener un barco de guerra con 20, 25
o 30 remeros, según la extensión y la riqueza del lugar. También las ciudades
separadas de la organización en centenas o los asentamientos mayores debían poner a
Schniggen, Skeidhs y Draken. En el año 999, el rey Olaf zarpó con su Grulla, rápido
y vigoroso barco de 30 cuadernas, hacia Halogaland, en el Norte de Noruega. Allí le
salió al encuentro el caudillo Raud con su Pequeña Serpiente, barco que a pesar de su
modesto nombre era mayor y más hermoso que el Grulla. Esto irritó al rey de modo
tal, que a su regreso mandó construir inmediatamente un nuevo barco aún mayor.
Lo empezaron en invierno y en la primavera siguiente ya efectuó su primer viaje.
Lleno de orgullo, Olaf lo llamó Gran Serpiente. Era un barco dragón de casi 50
metros de eslora y 35 bancas de remeros a cada costado: un barco que juntamente con
su rey entró en el mundo de las sagas nórdicas. Todavía siglos más tarde, según
afirma Snorri, el Homero campesino de Islandia, los maestros constructores de barcos
de Drontheim se sabían de memoria las medidas del Gran Serpiente.
los Schniggen, a los que Strasser audazmente y quizá resulte desfasado, compara con los acorazados
modernos, barcos ágiles como comadrejas, con hasta 20 parejas de remeros y que podían llevar unos 100
hombres aproximadamente;
los Skeidhs, los «barcos de línea» de las flotas nórdicas de guerra, por lo general con 25 bancos de
remeros, eran tan reducidos y rápidos como los Schniggen, pero se diferenciaban de éstos por el codaste más
alto y mejor aparejo; los barcos dragones (llamados también Draken o Drakkare), según Strasser los
dreadnoughts de los vikingos, con cabezas de dragón y 30 bancos de remeros, como mínimo; se diferenciaban
de los buques de guerra más pequeños por la mayor manga, ser más altos los costados y, posiblemente, un
velamen más complicado.
Según esto, el barco de Ladby pertenecía a los Schniggen; el mayor de los dos barcos
de guerra de Skuldelev, a los Skeidhs, y el Gran Serpiente, a los Drakkare, pero con
la salvedad de que todavía resulta extraordinariamente difícil concordar de un modo
seguro los hallazgos de barcos hasta el momento presente con los tipos que se
describen en las sagas. Incluso los nombres parecen estar sometidos a influjos de la
moda. Así, al Mariasuden de Harald Haarderaade tan pronto se le designa Skeidh
como Draken.
No obstante, todos los barcos de guerra o barcos largos tenían una serie de
cualidades comunes. Éstas radicaban en la curvatura de los codastes y en la
distribución interior del buque. Los autores de sagas distinguen:
Los Knorren y los Byrdinge. El barco de Gokstad (construido hacia el 800) no tenía
aún una misión específica; se podía emplear, como indica Almgren, tanto en plan de
barco de guerra como de mercante «capaz de llevar a bordo una carga cuyo transporte
por mar produjera la suficiente compensación». Posteriormente, al terminar el
milenio, el desarrollo de mercantes especiales, como los cargueros de Skuldelev,
había terminado, y aunque se construían según el mismo esquema, ya no presentan
ninguna diferencia importante en los detalles.
Se hunden más profundamente en el agua y ya no cabalgan sobre las olas como
los Schniggen, Skeidhs y Drakkare. Por lo demás, eran más cortos, más anchos y más
sólidos. Tenían las cuadernas y planchas sujetadas con clavos en lugar de cuerdas.
Una estructura rígida sustituía al esqueleto «semirrígido» del barco de guerra. Lo que
el barco perdía en elasticidad, lo ganaba en fuerza y en capacidad marinera.
El exterior también se modificó. Los barcos comerciales tenían una borda más
alta que los barcos largos. Por fuera, las planchas de la borda habían subido unas
cuantas tongadas por la proa y por la popa. Tras aquellas planchas se aposentaban los
remeros si el viaje debía hacerse bogando, lo cual sólo ocurría en las proximidades de
las costas.
Las fuentes escritas nombran diversos tipos. Pero en este caso ni los dibujos ni los
hallazgos arqueológicos son suficientes para identificarlos con exactitud. Con
Navegación en alta mar sin brújula. Pero tanto si el navegante vikingo zarpaba para
acciones de piratería, como para comerciar, conquistar o colonizar, el caso es que
siempre arriesgaba la cabeza, que sólo estaba separado por una delgada pared de
planchas de madera del imprevisible y poderoso elemento al que se había entregado.
En aquellos tiempos no se conocían los numerosos medios auxiliares náuticos que la
marina internacional tiene a su disposición desde hace siglos; entonces aún no
existían cartas de navegación, faros, brújulas, sirenas, radiogoniómetros. Todo viaje
era una expedición a lo incierto.
Únicamente en la navegación de cabotaje se conocían marcas de orientación,
naturales y artificiales: montes, ensenadas, islas, árboles solitarios, cruces o
montículos de piedra. Pero en alta mar se hallaban a merced del Sol, de la Luna y de
las estrellas, acompañantes inseguros y no muy de fiar, que a menudo se ocultaban
tras una cortina de nubes y podían tardar en llegar como cualquier remolcador de
práctico. Cierto que al cabo de algún tiempo los hombres de mar experimentados
conseguían orientarse por la dirección del viento, las corrientes marinas y el oleaje,
pero si les sorprendía un período de mal tiempo, la niebla o la tormenta, incluso los
piratas más rudos tenían que abandonarse a su suerte y prescindir de su instinto.
Sin embargo, investigaciones recientes han confirmado la sospecha de que los
vikingos, por lo menos en sus últimos tiempos, conocieron algunos sencillos
instrumentos náuticos auxiliares. Almgren alude a un disco de madera que con ayuda
de una aguja vertical permitía determinar la altura del Sol, en tanto que una aguja
horizontal indicaba el curso que había que seguir. También en época reciente se han
investigado a fondo las «piedras de Sol» tan citadas en la antigua literatura. En
Cuando llegaba la tormenta… Por útiles que indudablemente pudieran resultar estas
indicaciones, requerían, incluso con buen tiempo, una gran dosis de experiencia
marinera, los ojos de un halcón y una familiaridad innata con el mar: un instinto
constante y presente de pájaro migratorio que automáticamente tomaba su rumbo
cuando fallaban todos los medios empíricos auxiliares. Y, con frecuencia, éste debía
ser el caso. Las ballenas y los pájaros no aparecían en formaciones claras y tampoco
los cuervos que guiaron al navegante Flaki en su viaje desde las islas Shetland hasta
Islandia garantizaban una llegada feliz.
El navegante debía, figuradamente, tener «el tiempo» en la sangre, percibir los
frentes de lluvia y de tormenta antes de que se hicieran peligrosos y «oler» de tal
modo el temporal que pudiera capearlo a tiempo. Si no lo conseguía, tenía que
realizar, según el testimonio de las sagas, la necesaria maniobra conforme a los libros.
Walther Vogel la ha descrito así:
«La superficie de las velas se empequeñecía, en cada cabo se colocaba a un
hombre, las lonas viejas se sustituían por nuevas, las paredes de los costados se
alzaban en el centro añadiéndose una borda suplementaria. Si la oscilación del mástil
amenazaba con hacer saltar el conjunto de planchas, se acortaba. A veces se pasaban
cabos por debajo de la quilla para atar con ellos todo el cuerpo del buque.
»Ante la tormenta, el navegante costero huía dirigiéndose a tierra y procuraba
Tres días desde Dinamarca a Inglaterra. A pesar de todo, esas hazañas; a pesar de
tanta escasez y privaciones, estas desmesuradas gestas, apenas concebibles: las
invasiones en el occidente de Europa, las incursiones de piratería en el Mediterráneo,
la apertura completa del mar Báltico y de los ríos rusos, los viajes a Islandia,
Groendia y América, surcando el océano en barcos abiertos de apenas el tamaño de
una gabarra.
Cierto que no es nada fácil calcular las singladuras de los barcos vikingos, ya que
las fuentes escritas sólo proporcionan unos datos escuetos; pero investigaciones y
análisis concienzudos han obtenido resultados que merecen crédito. Según Strasser,
se necesitaba para un viaje:
desde el norte de Escocia hasta las Hébridas, dos días; desde las Órcadas a
las Feroe, dos días y dos noches; desde Dinamarca a Inglaterra, tres días;
desde Statt, en Noruega, hasta Hom, en el este de Islandia, tres días y
medio;
desde el oeste de Islandia a Groenlandia, cuatro días;
desde Schonen a Birka, cinco días;
desde Birka a Rusia, cinco días;
desde Bergen a Groenlandia, seis días;
desde el norte de Irlanda a Islandia, seis días;
desde el centro de Noruega al cabo Norte de Islandia, siete días.
Algunos datos del historiador Walther Vogel completan esta tabla. Ha calculado para
viajes de Noruega a Islandia velocidades medias de 6’6 a 8 millas marinas. Para
cruzar el mar del Norte, desde Dinamarca a Inglaterra, los barcos vikingos no
sobrepasaban, por lo general, una media de 5 millas, por lo que navegaban durante
tres días y tres noches. Desde el Oder hasta la desembocadura del Neva hay relatos de
viajes de catorce días, y el noruego Ottar, interlocutor de Alfredo el Grande, cuando
zarpó de Noruega en primavera con su carguero, necesitó diecisiete días para llegar a
Skiringssal, en el actual fiordo de Oslo, y cinco días más para llegar desde allí a
Haithabu, aunque las noches debía pasarlas en tierra.
En un viaje sin paradas, un Knorr recorrió unas 150 millas por día: 275 km
aproximadamente, o sea casi 11’5 km por hora, una hazaña extraordinaria para un
barco de apenas 20 metros de eslora y con una sola vela.
Las bajas debían ser bastante elevadas, sobre todo en el tormentoso Atlántico
Norte. Erik el Rojo perdió, ya se indicó, en su viaje de colonización a Groenlandia
casi la mitad de sus marineros. Y que no se trató de una desgracia fortuita lo prueba la
Con golpes de remos y fragor de espadas. / Jinetes del mar. / Maestros en la guerra
de guerrillas. / Bajo la bandera del cuervo de Odín. / «Gente como bestias.» / El
«féretro troyano» de Luna. / Lobos y perros pastores. / De la fortificación danesa a
Trelleborg. / Para construir 31 refugios: 8.000 árboles. / Soldados profesionales y
legionarios extranjeros.
Jinetes del mar. Ya la «empresa Lindisfarne» fue el caso modelo de una de estas
maniobras, cuyo desarrollo puede reducirse a una fórmula simple: desembarcar,
atacar y desaparecer.
Los barcos, que todos los años en primavera pululaban en busca de pillaje,
acechaban sus objetivos desde alturas próximas a tierra. Cuando el mando pirata
decidía el desembarco, los parajes elegidos solían ser las playas llanas o las anchas
Maestros en la guerra de guerrillas. Los ríos eran los caminos naturales que los
vikingos seguían. También aquí, en los grandes ríos europeos cargados de historia,
Bajo la bandera del cuervo de Odín. El equipo de los guerreros vikingos representaba
un papel decisivo en sus éxitos. El arsenal de sus armas contenía, junto a la «espada
real», el hacha y la maza, la espada y la lanza, así como la flecha y el arco. Para la
defensa utilizaban el escudo, el casco y la coraza.
La espada era el símbolo de la condición de hombre libre, el arma mágica por
antonomasia. Los cantos de los bardos y las epopeyas de las sagas han tejido toda una
fabulosa guirnalda alrededor de este precioso y personalísimo instrumento de lucha.
Siete veces alaba la Edda de Sigurd la espada Gram que brillaba como fuego y era
tan afilada que cortaba un copo de lana arrastrado por la corriente del río. Egil
Skallagrimsson alaba en su Dragrawantil, un mito sueco, la espada Tyrfing, forjada
por enanos y que la doncella Herwör arrebató, después de muchas peripecias, de las
manos del héroe, apartándola de los campos de la guerra y la rapiña eternas.
Los vikingos profesaban un verdadero culto a sus espadas; les conferían nombres
pomposos, altisonantes y esclarecidos, amaban el centelleante acero con fervor
religioso e hinchaban su sangrienta poesía de las espadas con alusiones eróticas
capaces de hacer creer que los poseedores de las espadas no se separaban nunca de
sus armas e incluso se acostaban con ellas.
La ciencia no sólo dispone de impresiones poéticas, sino de abundante material.
Sólo en tierra noruega se han encontrado más de dos mil espadas nórdicas. Tal
abundancia ha permitido a los arqueólogos establecer una clasificación de tipos de
espadas con más de veinte grupos distintos. Pero todas tienen una característica
común: la hoja recta, terminada en pico y casi siempre de dos filos y en cuyo centro
hay excavado un canal liso o ranura.
Las mejores hojas procedían de la Renania franca (sobre todo en el «triángulo de
El «féretro troyano» de Luna. Pero las crónicas de aquellos tiempos no sólo contienen
lamentaciones sobre la crueldad de los guerreros nórdicos, sino también de su
perfidia. Los escritos nórdicos confirman lo justificado de estas quejas. Los autores
de sagas y los historiadores atestiguan, sin lugar a dudas, de que las estratagemas y
las emboscadas gozaban de tanto prestigio como la fría brutalidad o la locura
combativa de los berserker.
El deán Dudo de St. Quentin dedicó a la toma de Luna, junto a la desembocadura
del Magra, al sur del golfo de La Spezia, un detallado relato que, como ninguna otra
fuente, sin exceptuar los furiosos escritos de los cronistas eclesiásticos, muestra la
absoluta inmoralidad con que hacían la guerra los vikingos. He aquí los pasajes más
importantes de su informe en el que un féretro representa el papel de caballo de
Troya:
«Los jefes de la ciudad de Luna, asustados por la terrible e inminente amenaza del
ataque, armaron a toda prisa a los ciudadanos, y Hasting, el comandante de las
fuerzas navales enemigas, comprendió que la ciudad no podría tomarse con el poder
de las armas. Entonces se le ocurrió una estratagema: envió una embajada al conde y
al obispo de la ciudad, y el mensajero, conducido que fue ante los dignatarios, declaró
lo siguiente:
»“Hasting, el duque de los daneses, y todos los que con él han salido de
Dinamarca, os envían sus saludos. Vosotros no ignoráis que, errando por el mar
tempestuoso, hemos llegado al reino de los francos. Hemos penetrado en él y, en
muchas batallas contra los pueblos francos, hemos sometido su país al imperio de
nuestro jefe. Después de haber completado la dominación, queríamos volver a
nuestro país natal. Pero al emprender viaje hacia el Norte, hemos tropezado con
vientos contrarios del Poniente y del Sur y por eso, contra nuestra voluntad y por pura
necesidad hemos arribado a vuestras costas. Os rogamos que nos concedáis la paz y
que nos vendáis víveres. Nuestro duque está enfermo. Aquejado de dolores, desea
recibir de vosotros el bautismo y si, consumido por la debilidad, tuviese que morir
antes, suplica a vuestra piedad y misericordia que le concedáis una sepultura en la
Lobos y perros pastores. Pero, con la conciencia tranquila, los historiadores militares
pueden ensalzar, libres de consideraciones morales, las buenas cualidades de los
soldados que formaban los ejércitos vikingos. Alaban no sólo las cualidades que se
designan con palabras tales como valor, dominio de sí mismo o desprecio a la muerte,
sino que también aprecian la disciplina y la capacidad de organización de los ejércitos
vikingos: la aptitud para la subordinación y la facultad de estructurar un sistema
jerárquico de mando.
Ya Tácito había destacado la lealtad del guerrero germánico, lealtad que crece en
el terreno mítico de la fidelidad a los compañeros de armas. Sabemos por él que señor
y séquito competían en la batalla por conseguir el premio al valor; indeleble
vergüenza caía sobre aquel que, tras la muerte del señor, se alejaba del combate; el
señor luchaba por la victoria, los soldados por el señor. Delbrück lo ha expresado
algo prosaicamente en su historia de la guerra: la alegría de la lucha dominaba de tal
modo a los pueblos germánicos, que estaban dispuestos en todo momento «a
combatir por cualquier fin». Amaban la guerra por la guerra misma, y para ellos el
non plus ultra del guerrear era la lucha del hombre contra el hombre, la alegría de «en
primera línea, a la vista de todos, pelear por su cuenta».
Esta característica fundamental de la locura bélica germánica, que en la época de
los vikingos aún no había perdido nada de su ímpetu arrollador, no produjo jamás ni
un César ni un Aníbal. Los bardos prefieren cantar un ataque furioso que abre claros
en las filas enemigas como una guadaña en un campo de trigo. En realidad, los
francos y los anglosajones, los escoceses y los irlandeses, aparte el infierno y la
condenación eterna, no había nada que temiesen tanto como aquellas embestidas
aniquiladoras que, desde luego, no siempre resultaban inocuas para los atacantes. A
Para construir 31 refugios: 8.000 árboles. También las casas de Trelleborg revelan el
espíritu de un «celo burocrático», que aquí puso manos a la obra de un modo
asombroso. Eran producciones en serie, intercambiables y, por lo que sabemos,
congruentes en todos los detalles, con la única diferencia de que los cuarteles de la
explanada eran diez pies más cortos. Los excavadores han calculado que para
construir los 31 refugios se necesitaron unos 8.000 árboles ya bien crecidos.
A pesar de que los arqueólogos sólo podían señalar los agujeros de las pilastras,
Norlund y su colaborador Schultz se arriesgaron a realizar la reconstrucción de un
cuartel Trelleborg. Dos cajitas de adorno del tesoro catedralicio de Bamberg y
Kammin —ambas en forma de casas de paredes longitudinales elípticamente
curvadas y con las paredes de la fachada rectas— proporcionaron una ayuda valiosa.
También supuso una buena aportación de material útil para comparar la serie de
lápidas sepulcrales vikingas del norte de Inglaterra, las llamadas hog-backs, tan
cuidadosamente esculpidas, que incluso se ven las tejas.
El cuartel Trelleborg establecido con arreglo a semejantes modelos queda
dividido en tres estancias: una gran sala central que ocupa tres quintas partes del total
CAPÍTULO DECIMOCUARTO
La hora de los frisones. Mediado el siglo VII sonó la hora histórica de los frisones, o
frisios, establecidos en las costas poco productivas del mar del Norte, Ya en la época
romana se habían dedicado al comercio porque habían de cambiar su
superproducción ganadera por cereales y artículos de consumo. Ahora se apoderaron
de todo el tráfico comercial entre Irlanda y Jutlandia. Cien años más tarde —en tanto
Por el río Dniéper hacia Bizancio. No sólo existía la línea del Volga, sino también la
ruta del Dniéper y, probablemente, a pesar de Bolgar y Atil, esta línea era la más
importante.
El punto de partida de la mayoría de viajes por el Dniéper también debió ser el
Ladoga. La ruta, como el afluente meridional del Volga, llevaba, primero hacia el
Voljov, pasaba junto a Holmgard (la actual Novgorod) y cruzaba el lago limen. En el
extremo sur del lago se internaba en el Lovat, al que seguía durante unos 250
kilómetros hasta llegar a las proximidades del Usviat. Allí los comerciantes tenían
que recorrer un estrecho istmo para llegar al río Usbier propiamente dicho.
Navegaban a vela o remaban hasta llegar al curso superior del Dvina, cuyos afluentes
los llevaban a las proximidades del nacimiento del Dniéper, donde por segunda vez
tenían que remolcar sus barcos por tierra.
Un viaje agotador y lleno de molestias, que exigía conocimientos muy exactos del
terreno. Pequeños ríos apenas visibles, bosques, pantanos, orillas llenas de
cañaverales. Aguas quietas y enjambres de mosquitos. A esto hay que añadir dos
agotadores transportes por tierra sobre un suelo movedizo. Oxenstierna habla de
«arrastrarse por el fango». En el estrecho istmo entre el Dvina y el Dniéper se hallaba
(después del Ladoga y de Holmgard) la tercera y ruidosa plaza de cambio: la
precursora de la actual Gnezdovo junto a Esmolensco, cuya ascendencia nórdica está
suficientemente demostrada por el gran cementerio, y que era el nudo de
comunicaciones en la red de las rutas comerciales del Este: tan parecida a una ciudad
como Birka y Haithabu, fortificada y gobernada por un jefe ruso.
En Gnezdovo los comerciantes vikingos confiaban sus barcos al Dniéper, en un
canal que poco a poco iba ensanchándose y por el cual se deslizaban entre
impenetrables selvas vírgenes hasta llegar hasta Kiev, después de más de quinientos
kilómetros de recorrido.
También en Kiev se encontraban con un mercado en el que comerciantes
procedentes de todas las direcciones de la rosa de los vientos pregonaban sus
mercancías. Las casas comerciales de los asentamientos de ríos y estepas sostenían
relaciones constantes con Cracovia y Praga y, a través de Praga, con Regensburgo y
Maguncia. Otras dos importantes rutas comerciales cruzaban el país entre el Dniéper
y el Volga. En tanto que una seguía por el Desna, el Ugna y el Oka, la otra se trataba
de un camino de caravanas muy utilizado que cruzaba Ucrania por el Don y seguía
Cabras para los dioses. Pero los comerciantes que llegaban al punto de destino
pronto quedaban inmersos en el griterío y la confusión de un mercado en pleno
apogeo. Como han testimoniado sobre todo los viajeros árabes, los comerciantes
nórdicos iniciaban su encuentro regular con un estrépito ensordecedor. Se estrechaban
las manos y alababan la calidad de sus respectivas mercancías, regateaban, se hacían
fiadores de su excelencia y prometían el oro y el moro.
Cuando los negocios iban mal tenían que intervenir también los dioses. Aquí
cuadra el sorprendente relato del árabe Ibn Fadlan sobre las antiquísimas costumbres
de los comerciantes de Rus con los que se encontró en Bolgar en 921-22:
«Tan pronto como sus barcos hubieron echado anclas, todos los hombres saltaron
a tierra. Traían pan, carne, cebollas, leche y nabid (probablemente una bebida
parecida a la cerveza) y se dirigieron a un alto poste de madera que tenía una especie
de rostro humano. Alrededor había figuritas, detrás más postes clavados en el suelo.
Uno de aquellos hombres se dirige a la figura grande, se postra y dice: “¡Oh señor
mío, he llegado desde lejos con tantas y cuantas muchachas y tantas y cuantas pieles
de cebellina!” Luego enumera todas sus mercancías y prosigue: “Vengo ahora a
ofrecerte este sacrificio.”
»Después de eso se puso en pie y colocó ante el poste de madera lo que había
traído consigo. “Deseo que me hagas conocer a un comerciante que tenga muchos
dinares y dirhems y que me compre lo que yo quiera vender y no contradiga mi
palabra.” Después se va.
»Si su trato se prolonga y transcurre el tiempo inútilmente, trae de nuevo uno o
dos sacrificios o le ofrenda a cada una de las figuritas un regalo y dice: “Éstas son las
mujeres, los hijos y las hijas de nuestro señor.” Luego implora a una figura tras otra
que le permitan realizar un buen negocio. Cuando el trato transcurre bien y se realiza
la venta, dice: “El señor ha cumplido mi deseo, ahora es deber mío recompensarlo.”
»Entonces se dirige a un rebaño de cabras o de cabritos, toma uno de los animales
Wike desde el Támesis hasta el Elba. Las plazas más importantes de intercambio del
comercio nórdico en la parte occidental del mar del Norte eran Londres, los emporios
franco-frisones de Quentovic, Domburgo y Dorestad, así como los Wike de Emden,
Bremen y Hamburgo, en la actual costa alemana del mar del Norte.
Según parece, Londres era ya alrededor de 700 un floreciente y animado puerto
comercial. El Venerable Beda, historiador de la primitiva Iglesia inglesa, lo llama un
«emporio formado por muchos pueblos de agua y de tierra» en el que también los
comerciantes frisones tenían su barrio. En la segunda mitad del siglo IX existe ya una
muralla que rodea la ciudad, así como una burguesía que obra independientemente y
que, a pesar de todas las exigencias de los vikingos, va creciendo constantemente y se
aprecia en ella el sentido comercial de muchos de sus miembros.
De Quentovic sabemos que era uno de los centros más importantes de acuñación
de monedas del reino franco. También desempeñó un papel fundamental como
estación de tránsito de la corriente de peregrinos desde Inglaterra a Roma. Cuando en
El Wik de Dorestad se hizo cargo del padrinazgo de la nueva población, pues también
el antiguo Emden constaba de pequeñas casas de madera, de limpio trazo, formando
una sola calle (vía que se distingue aún perfectamente en el plano de la ciudad de
1600).
También en Bremen se puede conjeturar la existencia de un emprendedor asiento
de comerciantes ya a principios de la época de los vikingos. Surgió como lugar de
paso y de intercambio en la encrucijada del camino ribereño del Weser y de una ruta
comercial que llevaba del Sudoeste al Nordeste. Pero el Wik de Bremen tiene a su
favor dos acontecimientos eclesiásticos: en 787, el anglosajón Willehad fundó el
obispado de Bremen, y en 847, después de la destrucción de Hamburgo por los
vikingos, Ansgar trasladó la central de la archidiócesis Hamburgo-Bremen desde el
Elba al Weser.
Al pie del castillo eclesiástico (en 861 se consagró la primera gran iglesia de
de Gotland proceden más de quinientos de los ochocientos tesoros que los arqueólogos de Suecia han
inventariado hasta ahora y, según Stenberger, apenas transcurre un año sin que en esta isla tan rica en
antigüedades se haga un hallazgo de los tiempos vikingos;
en Gotland se ha encontrado más oro de la época de los vikingos que en cualquier territorio del Norte, y
montañas de adornos y objetos decorativos de toda índole;
Gotland ha proporcionado más monedas de la época de los vikingos que ningún otro sitio del ámbito
escandinavo: de doscientas mil acuñaciones de esta época, sólo a Gotland corresponden cien mil, a más de un
número casi incalculable de fragmentos y barras de plata.
Esto es, la isla de Gotland debió ser algo así como la cámara del tesoro de todo el
Norte. Debió nadar en la abundancia.
Bertil Almgren ha hecho un cálculo revelador. Si se supone “que de mil de las
monedas empleadas por el comercio sólo se ha conservado una, los habitantes de
Gotland recibieron, durante el siglo y medio de la época floreciente de su comercio,
más de cien millones de monedas. Y el término medio anual podría calcularse
probablemente en un millón de monedas. Un valor monstruoso, porque a pesar del
poco valor de la moneda de plata anglosajona llamada pfennig, cada una de ellas,
según nuestra actual valoración, tendría un poder adquisitivo de seis a doce marcos.
En consecuencia, los ingresos obtenidos por el comercio de Gotland durante las
postrimerías de la época de los vikingos pueden cifrarse alrededor de los doce
millones de marcos por año.
Frente a esto, la propia oferta de mercancías era pequeña. La isla podía
suministrar, todo lo más, carne y aceite de pescado, pieles y plumas. El comercio de
Gotland tenía como fundamento principal la favorable situación de la isla y la
agilidad de sus habitantes. Los comerciantes de Gotland, Casi exclusivamente
comerciantes campesinos, estaban considerados como magníficos navegantes. Sus
carpinteros de ribera construían los barcos más capaces del mar Báltico, que eran lo
bastante rápidos para escapar a los actos de piratería de los Jomsvikingos y de sus
colaboradores eslavos. Quizá los navegantes de Gotland, como hombres duchos en el
comercio sabían hacerse pagar también la escolta que diesen en convoyes.
El caso es que sus caminos los llevaban a las ricas minas de plata de la Alemania
central pasando por los territorios al este del Elba poblados por tribus eslavas.
Helgö comercia desde el Himalaya hasta el Atlántico. Por este tiempo la fama de
Helgó ya había palidecido.
La «isla sagrada» en el lago Mälar que, durante casi todo el primer milenio del
cómputo cristiano había mantenido relaciones comerciales desde la India hasta
Irlanda, había vuelto a hundirse en la oscuridad del anonimato. Y así siguió hasta que,
alrededor de 1950, fue de nuevo descubierta después de un sueño de mil años.
En una construcción de chalets veraniegos en la isla, situada a treinta kilómetros
al oeste de Estocolmo, unos hallazgos casuales, que empezaron con dos anillos de oro
en forma de espiral, despertaron el interés de los arqueólogos por la «isla para fines
de semana» llamada en la actualidad Ekeró. En el año 1954, bajo la dirección de
Wilhelm Holmqvist empezaron las primeras investigaciones, que continúan hasta
hoy, y que pronto obtuvieron resultados de una extraordinaria importancia histórica.
En un terreno de una extensión de 200 por 600 metros se hallaron los restos de un
centro comercial absolutamente desconocido y que había sido ampliado con un barrio
industrial.
una cuchara de bronce de finales de la Antigüedad cuyos elementos estilísticos coptos se muestran en el
Mediterráneo oriental;
un Buda de 8,4 centímetros de alto con los labios pintados y un signo dorado de casta en la frente: una
estatuita que debió de ser modelada en cualquier momento del siglo V en el norte de la India, antes de recorrer
el largo camino de 9.000 kilómetros hasta llegar a Suecia; un báculo episcopal de Irlanda, obra datada en el
siglo VII, que probablemente llegó a Helgö como botín de guerra.
Pero no sólo estos tres objetos espléndidos, sino otros muchos hallazgos no tan
singulares —antiguos bronces celtas, dados romanos de piedra, adornos del Báltico
oriental, cerámica del occidente de Europa e incontables fragmentos de vidriería
franca— confirmaron un comercio de grandes dimensiones cuyo radio de acción
llegaba desde el Himalaya hasta el Atlántico. También el oro y la plata aparecieron en
grandes cantidades en las excavaciones de Ekerö: el oro, sobre todo, en forma de
monedas de las postrimerías romanas procedentes de Milán, Ravena, Roma y
Bizancio; plata, principalmente en dirhems árabes.
Como el florecimiento de Helgö coincide con la época de la poderosa dinastía de
reyes amantes del lujo, de Vendel y Upsala, es de suponer que los comerciantes de la
pequeña isla del lago Mälar no fueron los últimos en proveer a los soberanos Svear
con los deseados artículos de fausto y esplendor y que la riqueza de estas estirpes se
pagaba también con los ingresos del comercio de Helgö.
Los hallazgos de Ekerö acaban en el siglo XI. Pero ya en el siglo IX empiezan a
escasear. Se perfila el auge de Birka.
Birka, la isla con cuatro puertos. Alrededor de 845, cuenta Rimbert en su biografía
de Ansgar, llegó huyendo, expulsado de su reino, el rey de los suecos Anund, quien
pidió a los daneses que le ayudaran a reconquistar su mando. Para atraerlos les habló
de la perspectiva de ricas ganancias.
el Kugghamn, en la punta norte de la isla. En este nombre los filólogos adivinan la palabra Kogge, por lo que
el Kugghamn habría sido el puerto de los frisones; el Korshamn, cuyo nombre quizás es una deformación de
Kornhamn; en él, por tanto, habría que ver el antiguo puerto para granos (Korn = grano); y
la Salviksgropen, una dársena cuadrada artificial (hoy rodeada de tierra) cuyo nombre viene a significar
algo así como hoyo de comercio o de venta.
Sin embargo, la mayoría de las informaciones más exactas y coloristas sobre la vida
en Birka hemos de agradecérselas a las tumbas, en número de más de tres mil
(redondas, cuadradas, triangulares y en forma de barco), de las cuales el etnógrafo y
arqueólogo Hjalmar Stolpe ya en el siglo anterior estudió unas mil cien, lo suficiente
para llenar todo un museo con los objetos encontrados. Las demás siguen sin
investigar; junto a la «tierra negra», un amplio archivo subterráneo que está
esperando que la hagan hablar.
Pero ya los hallazgos registrados e inventariados contienen todo lo que amaban
los corazones vikingos siempre ansiosos de riquezas: «Plata árabe, seda y brocados
bizantinos, vasos renanos, telas frisonas y armas francas», además, dados y piezas de
piedra, pieles nobles y costosos estribos, sin olvidar el vino del Rin, que, tal como se
contó, incluso hizo traer a Birka desde Dorestad la desconsolada viuda Friedeburg. Y
mucho oro, muchos zarcillos, muchas cadenas, muchos broches, adornos por los que
suspiraban ante todo las mujeres de los comerciantes ricos. Joyas deslumbradoras,
restos de sedas chinas y utensilios de bronce de procedencia anglo-irlandesa se
encontraron en el barrio de las damas de Birka.
Desde luego, la codicia y el amor al lujo de estas últimas se veía constantemente
atizado por los talleres locales dedicados al arte de la decoración y del adorno. Con
seguridad había en la isla del lago Mälar empresas que se habían especializado en la
confección de adornos con perlas selectas. Se encontraron, por ejemplo, «perlas, sin
agujerear, de cornalina y de cristal de roca y se puede suponer que el agujerear tales
perlas y el juntarlas en collares debió de tener mucho éxito en Birka. Hay también
muchos indicios de que en la ciudad se dedicaban al tallado de piedras preciosas».
Las necesidades cotidianas de las provincias suecas más importantes debían estar
ampliamente satisfechas por Birka. «En los hallazgos realizados en el territorio de la
ciudad —dice Birgit Arrhenius— predomina un número asombrosamente grande de
objetos de hierro: simples cubos, tijeras, barras de cortinas, limas, bocados y
herraduras para caballos. Estos productos de hierro son probablemente de fabricación
propia y también se vendían; algunos artículos como clavos, cuchillos y puntas de
flechas se encuentran en toda la Suecia central».
Altas llamas brotaban de los tejados. Haithabu, el gran centro comercial junto al
Schlei, estaba como una araña en la red en medio de los numerosos mercados en que
De un extremo al otro
ardía Hedby (Haithabu). Cruel
cólera de la lucha. Majestuosamente
aparecía la gran ciudad. Pienso que
Sven debió de enfadarse.
En el crepúsculo,
con los pies clavados en el suelo, vi como
altas llamas brotaban de los tejados.
Lo que quedó, lo destruyeron, cuenta Adam de Bremen, los eslavos en 1066, el año
en que Guillermo el Conquistador desembarcaba en Inglaterra.
Hasta aquí las fuentes escritas, que, como la mayoría de esta época, sólo saben
dar el contorno de la escena; los colores y los detalles característicos, también en
Haithabu, los ha proporcionado la investigación arqueológica.
Arroyo, puentes, camino de palos. La parte más vieja del asentamiento, que puede
fecharse de mediados del siglo VIII, estaba, como ya ha demostrado Herbert Jankuhn,
fuera del semicírculo, al sur de la tardía muralla pegada al Noor. Hacia la mitad del
siglo IX se forman, al parecer independientemente entre sí, dos asentamientos más:
uno al pie del castillo, el otro en la desembocadura del arroyo que hasta hoy recorre el
solar de las excavaciones en dirección oeste-este.
En tanto que la aldea del Sur y el asentamiento del castillo desaparecieron una y
otra vez, el tercer asentamiento echó raíces. Desde este germen de la ciudad antigua
Haithabu se fue extendiendo sin pausa durante el siglo IX, al principio en dirección
oeste, luego también en la parte sur, pero ésta nunca llegó a completarse del todo. A
pesar de eso, Jankuhn llega a la conclusión de que, mediado el siglo X, todo el
espacio interior delimitado por la muralla semicircular estaba densamente poblado;
incluso el cementerio, que sufrió nuevas ampliaciones, se hallaba en aquella zona.
Según Kurt Schietzel, que hoy administra el departamento de investigación de la
vida de los vikingos, en el Museo Nacional de Schleswig-Holstein, la muralla
delimitadora se erigió, como muy pronto, un siglo después de empezarse la
colonización. En ella, probablemente, trabajaron varias generaciones. Un corte en la
puerta septentrional reveló, mediante el análisis con rayos X, no menos de nueve
períodos de construcción. La muralla, de dos metros y medio de altura, y que al
principio sólo era la línea de demarcación del mercado, estaba hecha de tierra
cubierta de césped, y en su cara anterior estaba revestida hasta la mitad con planchas
de madera. Su estructura no se modificó con los añadidos posteriores, pero avanzó
algunos metros, en su mayor parte hacia los fosos superficiales, y en forma de artesa,
que la rodean.
El asentamiento que se alzaba detrás creció lentamente a causa de su tráfico
privilegiado; fue un crecimiento paulatino pero constante. Influyó poderosamente en
eso la favorable situación del terreno que reunía todas las condiciones para centro
portuario y comercial. Las orillas se deslizaban suavemente hacia el Noor, en el que
dos lenguas de arena formaban un embarcadero natural. El arroyo traía agua dulce en
cantidad suficiente y el seco suelo de arena proporcionaba un buen terreno de
edificación sobre el cual levantar tiendas de campaña y otros refugios de emergencia.
Las casas, que muestran un espléndido trabajo de carpintería, pero ni el menor
asomo de higiene y comodidad, eran de diversos tamaños, sobre todo en Eldorado de
los ricos comerciantes, que se alzaba inmediatamente junto al Noor. La más amplia
tenía una superficie de 7 por 17’50 metros, con lo que alcanza las proporciones de
una casa de campo de tipo medio. En la «ciudad nueva», situada a Poniente,
Los objetos artísticos de Haithabu dominaban el ámbito báltico. Gran impresión han
causado también los talleres de este Wik descubiertos durante las excavaciones de
varios decenios. Se comprueba que la fundición del bronce había llegado en Haithabu
al mayor florecimiento. De la materia prima importada en barras surgían objetos
suntuarios que, como las fíbulas en forma de tortuga y los broches de hojas de trébol,
pertenecen a adornos más sutiles de esta época. Los artesanos de Haithabu
descollaron también en la fabricación de hermosos adornos de estaño con los que
incluso llegaron a superar la vieja competencia de Domburgo junto al Walcheren.
Otra especialidad la constituían los trabajos de filigranas de Haithabu: productos de
un arte que, como consecuencia de incitaciones del Sur, fue extendiéndose desde el
900 por el Norte de Europa. En la tierra comprendida dentro de la muralla
semicircular se encontraron otras dos formas que fueron muy apreciadas a mediados
del siglo X. Una de ellas es el molde de una preciosa fíbula de oro descubierta en una
cámara suntuaria de la Gotland oriental. De los demás moldes se sacaron pequeños
discos de adorno cuyos originales se reparten por todo el ámbito del mar Báltico. Los
artesanos de Haithabu no debían quejarse por falta de compradores, pues incluso de
El asentamiento en el llano. Un poblado que surgió por orden del rey; un sitio en la
confluencia de intereses políticos y económicos; un Wik protegido militarmente y
que, por lo menos de vez en cuando, servía de corte para el rey; un emporio
comercial que también se utilizaba como centro de misiones; un conjunto de
artesanos con industrias altamente especializadas; un puerto con escolleras y
fondeaderos; una plaza de intercambios de mercancías en la que se encontraban
comerciantes de toda Europa; todo esto era Haithabu. Fue un conglomerado
emprendedor, activo, de una vida extraordinariamente agitada: un centro acaudalado,
ruidoso, internacional, una pequeña Babilonia del mar Báltico.
En realidad, Haithabu está considerado como el mercado nórdico que más se
aproximó a la forma de ser y a la función de una ciudad, sin exceptuar a las más
importantes compañeras y competidoras, Dorestad y Birka. Pero los últimos pasos en
este sentido no llegó a darlos. Siguió siendo, como da a entender su nombre danés
Hedby, un «asentamiento en el llano», sin raíces, sin contactos firmes con el mundo
exterior. Siguió siendo una incipiente ciudad con intereses mercantiles cuya
importancia máxima se manifestaba en la época de mercado.
En el panorama de este asentamiento, las instituciones rectoras sólo aparecen
vagamente. También se muestran modestos los logros urbanos. Las casas de Haithabu
se aferran a las tradiciones de los edificios germánicos de madera. Paredes sólidas y
Piedras, alfarería y vidrio del Rin. / Con los misioneros llega el vino. / Telas frisonas,
artículo cotizable de primera categoría. / La edad de la plata del Norte. / La
calderilla de los vikingos. / Pieles, «el veneno de la ostentación». / Los curanderos
compraban pieles de morsa. / El obispo redime de la esclavitud a una monja. / La
historia de Höskuld y de Melkorka.
Piedras, alfarería y vidrio del Rin. Una pregunta importante queda aún por contestar:
¿Qué ofrecían los comerciantes extranjeros que año tras año aparecían con estrépito
en los mercados entre Dorestad y Birka? ¿En qué trataban? ¿Qué contenían los
vientres de sus barcos?
La configuración de los barcos dragones de los vikingos y los kogge de los
frisones no permitía almacenar gran cantidad de mercancías. Por fuentes escritas se
sabe que Noruega proporcionaba pescado seco a Inglaterra, Irlanda importaba
cabezas de ganado, y Groenlandia cereales, pero normalmente las bodegas de
aquellos barcos transportaban cargas más preciosas y de mayor valor. Por lo general
el comercio de la época de los vikingos era un comercio de lujo.
Naturalmente había excepciones. Una y otra vez, como en la época romana, las
canteras de basalto de Mayen del Eifel surtían al Norte de piedras de molino, casi
siempre listas para utilizar, aunque también se enviaban a medio fabricar Rin abajo y
por el mar del Norte. En cambio Haithabu suministraba piedras sin terminar, también
de Mayen. Sobre todo, el centro comercial ubicado junto al Schlei parece haber sido
el principal en cuanto al comercio de piedras en el Norte vikingo.
La Renania franca también proporcionaba artículos de alfarería en grandes
cantidades, especialmente cerámica de cordones de las manufacturas de las
estribaciones de Colonia. En los hallazgos arqueológicos, la producción de Badorf
está representada por vasijas bien conocidas a las que adorna un dibujo de ángulos
rectos estampados. Esas mismas excavaciones han proporcionado muchos fragmentos
de ánforas renanas con relieves y asimismo negras y brillantes jarras con
incrustaciones de finas hojas de estaño. De la cerámica moderna de Pingsdorf, lo que
principalmente llegó a los países escandinavos fue una olla de dos asas de un tono
amarillento y esmaltada, de color castaño, con puntos y trazos distribuidos
irregularmente.
El emporio comercial enclavado junto al Schlei era estación término para los
Con los misioneros llega el vino. También floreció el negocio de las armas. Los
talleres francos de Renania proporcionaban, por lo visto en número considerable, las
espadas con que los guerreros vikingos daban muerte, no en último término, a los
francos. Por ese motivo Carlomagno prohibió la exportación de armas francas. Pero
los astutos comerciantes dominaban ya en aquellos tiempos el arte del contrabando y
del enmascaramiento, y exportaban, en lugar de las espadas completas, partes casi
terminadas; de aquí la combinación que se da con tanta frecuencia de hoja franca y
empuñadura nórdica.
La superioridad de las hojas renanas consistía en el arte del damasquinado y en el
empleo de una cavidad de acero que, por lo menos en las espadas, hacía equiparable
al acero de un tal Ulfberth con el de los actuales cuchillos de acero. No se sabe dónde
estaba el taller de Ulfberth, pero el nombre está relacionado con la comarca del medio
o bajo Rin. Posiblemente vivía en Colonia, que con posterioridad, en la Alta Edad
Media, alcanzó fama continental como centro productor de armas.
Ya en el siglo X, Ulfberth abarcaba un mercado gigantesco. Hojas marcadas con
su nombre se han encontrado en Inglaterra y en Irlanda, en la Prusia oriental y en el
espacio báltico-finés e incluso en el curso inferior del Dniéper. También por Ibn
Fadlan sabemos que las espadas anchas y planas de los comerciantes de Rus eran de
tipo franco. En Haithabu sólo se ha descubierto una hoja quizá procedente de los
talleres de Ulfberth. Sin embargo, Jankuhn opina que el comercio con las ojas de
Ulfberth llegó más allá del puerto sobre el Schlei.
Esta misma ruta tomó el vino del Rin, el vino en general; porque junto a caldos
El siglo de la plata se alimentaba sobre todo de las minas de plata de las partes
orientales del califato, situadas en Samarkanda, Taschkent y Afganistán. Su época de
florecimiento abarca del año 913 al 943, bajo el reinado del soberano samánida Nasr
ibn Ahmad, quien esquilmaba aquellas minas de plata sin contemplación alguna para
Sin embargo, ha logrado establecer que hacia finales del milenio, por quince ores de
plata (casi dos marcos) se podía adquirir una vaca preñada. Con marco y medio
bastaba para comprar un esclavo vigoroso. Una esclava de calidad media valía medio
marco menos. Como sabemos por Rimbert, el cual pudo libertar con su caballo a un
prisionero, puede asignársele al animal el valor de 200 a 300 gramos de plata.
Sin embargo, éstos son únicamente vagos puntos de referencia. Por lo demás,
también entonces regía la ley de la oferta y de la demanda, y, lo mismo que ahora,
había oscilaciones en la coyuntura y carestías. El nivel dé los precios variaba, aunque
desde luego no tan rápidamente como hoy, y, como en todos los tiempos, los precios
fijos eran un sueño inalcanzable de los consumidores, tanto si se trataba de
mercancías vivas o muertas.
Los curanderos compraban pieles de morsa. Rastros mucho más claros han dejado
las vasijas de esteatita nórdica, material blando, incombustible y fácil de trabajar que
se extraía en las canteras del fiordo de Oslo. Con ella se confeccionaban ollas,
bandejas y vasijas que se extendieron por el sur de Noruega, Jutlandia y la
desembocadura del Elba. Skiringssal debió ser el principal puerto de descarga, y
Haithabu el principal centro de distribución. También en la «tierra negra» de Birka se
han encontrado claras huellas de los talleres donde se trabajaba la esteatita. Pero
probablemente esta industria no llegó a la Suecia central.
Ya en tiempos de los vikingos, Suecia tenía fama como país del hierro. Así, las
investigaciones sobre los montones de escoria de Haithabu han llevado a la
sorprendente conclusión de que se trata de mineral procedente del centro de Suecia.
Con mucha probabilidad, el mineral de hierro era uno de los artículos que figuraba
más constantemente en la lista de mercancías de un comerciante vikingo. Las doce
hachas que hace algún tiempo se descubrieron en la playa de Gjerrild, en el Este de
Jutlandia, a buen seguro estaban destinadas a la exportación.
Como hijos de un pueblo rico en lagos y en costas, los comerciantes nórdicos
ofrecían también abundantes «frutos del mar»: los arenques ahumados, salados o
El obispo redime de la esclavitud a una monja. A finales del milenio, tener esclavos
aún estaba considerado como uno de los derechos obvios de los fuertes y de los
poderosos. Tampoco la Iglesia ponía en tela de juicio este derecho. Con una
excepción, sin embargo: los correligionarios gozaban, en cierto modo, de una
protección especial. Por eso el depósito principal lo formaban los pueblos paganos de
las inmensidades de la Europa del Este. Así, el califa de Córdoba mantenía en el
siglo X una guardia personal compuesta exclusivamente de esclavos eslavos.
El suministro de esclavos era uno de los monopolios de los comerciantes ruso-
varegos, quienes disponían de las debidas autorizaciones para la caza de hombres.
Los mismos esclavos estaban apostados en las costas del mar Negro y en las orillas
del Próximo Oriente de los musulmanes, que los vendían a Grecia y a Bizancio. Los
comerciantes italianos se cuidaban de las peticiones del Norte de África. Los
habitantes de las tierras cristianas mediterráneas eran víctimas de los asaltos de los
cazadores musulmanes de hombres y, como es de suponer, los vikingos también
esclavizaban a los prisioneros cristianos que traían de sus campañas de saqueo por la
Europa occidental.
La mercancía llegaba a manos de los consumidores por distintas rutas: por el
Volga, el Don y el mar Caspio al califato; por la ruta del Dniéper a Bizancio y a los
mercados del Próximo Oriente. Además había el camino continental desde Kiev a
Cracovia y a continuación, por la Europa central y occidental, a España. Existía
también la llamada «ruta húmeda» por el mar Báltico y el mar del Norte, que
asimismo terminaba en la península ibérica.
CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO
Ansgar, la lanza de Dios. ¿Quiénes eran esos misioneros que en los mercados
nórdicos compraban esclavos para liberarlos y anunciaban encolerizadamente que
también los siervos eran hijos de Dios? ¿De dónde venían? ¿Cuándo empezó la
cristianización de los paganos vikingos? ¿Quién la dirigió? ¿Cuándo terminó?
Inicia la época de las misiones en Escandinavia el monje Ansgar de Corvey, el
primer arzobispo de Hamburgo, al que la Iglesia, a pesar de algunos fracasos, honra
como «apóstol del Norte». El «intrépido luchador de Cristo», probablemente hijo de
padres sajones, vio la luz del mundo, alrededor de 800, en Flandes o en Picardía y a
los quince años fue confiado al monasterio de Corbie del Somme, que, año y medio
más tarde, lo envió como maestro a la fundación filial de Corvey, junto al Weser. La
fama de su extraordinaria sabiduría y del poder dé su fe se extendió desde allí tan
rápidamente que, en 826, Ludovico Pío, por medio del pretendiente a la corona
danesa, Harald, bautizado en Ingelheim, lo mandó llamar para que convirtiese a los
inquietos hombres del Norte y los transformase en apacibles cristianos.
No fue culpa de Ansgar que este deseo no se cumpliera. Ya su primer viaje
estuvo, como comenta su discípulo, sucesor y biógrafo Rimbert, bajo una mala
estrella. Si bien el monje de Corvey tuvo al principio algunos éxitos, sobre todo en
Ripen y Haithabu, y «llevó a muchos a la fe», pronto los tercos daneses adoptaron
una actitud tan amenazadora contra su nada querido pretendiente al trono y su
misionero franco, que éstos prefirieron abandonar el país y esperar mejores tiempos
en Rüstringen (junto al Jadebusen, en las cercanías del actual Wilhelmshaven).
Tres años más tarde, el tenaz mensajero de la fe emprendió aquel primer viaje a
Birka en que su barco fue abordado por piratas vikingos que llevaron a tierra al
indefenso misionero. No ha quedado ninguna huella perdurable de su estancia en la
isla de los comerciantes del lago Malar, a la que llegó a pesar de aquel incidente.
Leif Eriksson como misionero. Noruega necesitaba aún algunos decenios más para
incorporarse a la nueva creencia. Cierto que ya a mediados del siglo IX el rey Haakon
el Bueno intentó convertir a su país con ayuda de sacerdotes anglosajones. Pero sus
tercos campesinos expulsaron a los monjes y a los predicadores extranjeros, y
Haakon fue lo bastante comprensivo para dejar la cristianización a sus sucesores.
Sólo Olav Tryggvason y Olav el Santo reunieron cincuenta años más tarde la fuerza y
argumentos necesarios para mover a sus reacios súbditos al bautismo. También en
Islandia al principio hubo dificultades. Varios misioneros —en 981 el sajón Fredrik,
La vieja y la nueva Europa. ¿Qué significa esta dualidad? Significa que de sus
campañas continentales los vikingos habían traído a la patria no sólo incalculables
cargamentos de botín material y humano, sino también una nueva visión y un nuevo
entendimiento del mundo. La nueva Europa a la que ellos, sobre todo en el siglo IX,
habían maltratado tan monstruosamente, poseía al fin y al cabo vitalidad, moral y
fortuna suficientes para domesticar y civilizar a los salvajes guerreros y navegantes
de Escandinavia. También ante los vikingos demostró su poder de asimilación nutrido
por años de experiencia, conquistándolos ética, económicamente y desde el punto de
vista de la organización.
Pero las acometidas nórdicas habían dejado huellas indelebles. Los Svears y los
varegos prepararon la cuna del imperio ruso. Descendientes de aquellos guerreros
desenfrenados que, al mando del duque Rollón, se establecieron en Normandía,
pusieron fin a las luchas de siglos entre anglosajones, daneses y noruegos y crearon
los fundamentos de la Inglaterra actual. Los estados normandos en el Mediterráneo y
el cristianismo por ellos practicado, «el más encarnizado, activo y práctico tipo de
cristianismo…, que ha estado nunca al servicio de Dios antes de la época de los
puritanos», constituyeron el más fuerte baluarte en la lucha contra el Islam, fueron «el
nervio de la resistencia» contra la penetración del mundo árabe.
Allí, en los principados normandos, nació el «estado moderno» que, como Freyer
comenta en su Historia mundial de Europa, «mezcló las tradiciones políticas y
administrativas árabes con las bizantinas y las de la Roma antigua, dando testimonio,
al mismo tiempo, del innato talento de los normandos para enfrentarse con los
hechos, dominar a los hombres y ordenar fríamente las situaciones: preludio de un
mundo en que no hay ya reino de Dios y donde la razón de Estado se convierte en
norma suprema».
Del mismo modo, los vikingos se adelantaron al tipo del moderno hombre
económico. En ellos estaban prefiguradas todas las cualidades que habían de
capacitar al comerciante europeo de los nuevos tiempos, comerciando y conquistando
al mismo tiempo, para erigir una especie de dominio mundial europeo. Tenían el afán
de lo desmesurado, la alegría por la aventura, el instinto del poder y de una riqueza
hecha rápidamente, la conciencia robusta y el infalible sentido práctico… Y no en
último lugar, la alegría de crear, planear y mandar.
Al final de la época de los vikingos, y gracias en gran parte a los navegantes
nórdicos, el comercio era ya capaz de respetables esfuerzos organizadores. El
comerciante ya no era en todos los casos su propio armador. Muchos negociantes
tenían empleados a los que mandaban muy lejos por tierra y por mar. Tenían
compañeros y amigos de negocios, se juntaban en comunidades de intereses,
En el campo de lava de Thingvellir. Pero sus conquistas, que más bien han de
atribuirse a hazañas de bravura militar que a guerras metódicamente vigorizadas, no
tuvieron gran consistencia.
La historia muestra que la Normandía del duque Rollón estaba romanizada cien
años más tarde. Los caballeros de Guillermo el Conquistador hablaban y pensaban en
francés. En Normandía no se conservan huellas visibles de la invasión de los
vikingos. Sólo los nombres de lugares y numerosas fisonomías nórdicas recuerdan
que la comarca entre Ruán y Avranches estuvo en tiempos pasados ocupada por
daneses y noruegos que la colonizaron.
De igual modo, en Inglaterra, donde la herencia nórdica sólo es ya un objeto de
estudio de arqueólogos y filólogos que, de vez en cuando, encuentran en los viejos
territorios del Danelag terrenos que contienen muchas pistas para sus estudios. Aún
más fructíferas son para los filólogos las llanuras de las islas atlánticas. En las
Hébridas se han registrado 125 nombres de aldeas y granjas de ascendencia nórdica.
Alrededor de 1920, en las islas Shetland y en las Órcadas, donde los idiomas nórdicos
se afirmaron hasta el siglo XVII, se desenmascararon, alrededor de 1900, 10.000
vocablos de origen vikingo.
En Irlanda todavía numerosas y altas torres de piedra testimonian los peligros de
la época de los vikingos: torres de refugio de los aborígenes que, cuando había
peligro, se retiraban a aquellas construcciones en forma de chimenea. También aquí,
como en Gran Bretaña, los arqueólogos han realizado muchos hallazgos, desde
broches de adorno hasta puntas de flecha, desde espadas hasta lápidas. Otro tanto
ocurre en la isla de Man, cuyas cruces nórdicas de piedra han proporcionado
numerosas contribuciones para la historia del estilo del arte nórdico. También en la
isla de Man se alza todavía la colina del Thing vikingo: un cuadrado de tres metros de
altura con una superficie de veinticinco metros de piedra desde las cuales hasta hoy
se siguen comunicando a la población de la isla las leyes de Londres, acto que, desde
luego, tiene más carácter folklórico que político.
La colonia noruego-islandesa de Groenlandia ha vivido el segundo
descubrimiento de América por Colón y por lo menos ha alcanzado desde entonces
cierto bienestar. Una sede episcopal en Gardar, en las inmediaciones del asentamiento
oriental, dieciséis iglesias y dos monasterios son testigos de la época de florecimiento
en Groenlandia en los siglos XII y XIII. Y, probablemente, hasta bien entrado el
Los cazadores, cazados. El comienzo de la época de los vikingos lo marcó con letras
sangrientas en el libro de la historia el asalto a Lindisfarne. El final no es posible
caracterizarlo. O mejor dicho: los historiadores no pueden citar ningún
acontecimiento espectacular equiparable a la empresa de Lindisfarne. El principio se
conoce; el final, no. El tiempo heroico nórdico se retira como el agua después de una
gigantesca inundación catastrófica. Se pierde en algún momento en los años y
Los países del Sol de medianoche. El primero que descubrió para los pueblos de
Europa el mundo áspero y pobre del extremo Norte fue el antiguo geógrafo y
matemático Piteas. Este griego, que vivía en Massilia, la actual Marsella, emprendió
alrededor de 330 a. de J. C. (en los tiempos de Alejandro Magno) un viaje lleno de
molestias y realmente muy peligroso, que lo llevó por España y Bretaña a la
legendaria ultima Thule, aquella isla al borde del mundo con la que quizá se
designaba a Islandia, o tal vez a Groenlandia. Desde allí llegó a la Noruega central y,
finalmente, a las aguas del golfo alemán, desde donde emprendió el viaje de regreso a
Massilia. Piteas describió su arriesgada expedición en un libro titulado Del océano,
cuyo contenido la posteridad sólo ha podido conocer por medio de otros autores.
Aproximadamente trescientos años más tarde, el escritor romano nacido en
España Pomponio Mela se atrevió a presentar una descripción del mundo entonces
conocido. Entre los que le proporcionaron materiales se encontraba también Piteas.
En esta temprana descripción latina de la Tierra, cuya falta de originalidad se esconde
tras un lenguaje excesivamente adornado, surge una bahía que él llama Sinus
Codanus y en ella una isla cuyo nombre de Codanovia hace adivinar la que Plinio el
Viejo llamó Scandinavia. La palabra significa algo así como «isla de los daños» y se
refiere especialmente a los bancos de arena de Skanor en Schonen, que por aquel
entonces habían sido la ruina de muchos navegantes.
Muchísimo más exacto y conciso se expresa, cien años más tarde, el historiador
romano Cornelio Tácito en el capítulo XLIV de su Germania, exposición muy citada
que hasta hoy constituye el fundamento literario de la historia nórdica. En ella dice:
«A esto sigue, situada ya en el océano, la comunidad de los sujones (esto es, de
los suecos), que no sólo son fuertes por sus hombres y sus armas, sino también por su
flota. Los barcos se distinguen por su forma de los usuales hasta ahora, ya que, tanto
Informaciones valiosas sobre la temprana época de los asaltos vikingos las contienen
también las obras de la Vida de Ludovico Pío y la Historia del monje Nithardt (de la
que surgió el relato de la unión mundana de la hija de Carlomagno, Berta, con el abad
Angilberto). Muy revelador, aunque difícilmente comprensible, es el reportaje en
verso del monje Abbo Sobre la guerra de París. A estas fuentes se añaden anales de
importancia más local en los que se registran ante todo las tristes experiencias de
frailes frisones, aquitanos y borgoñones.
Las fechas más importantes sobre la época de los vikingos en Inglaterra las ha
registrado la Crónica anglosajona: una sucesión de diversos anales que se completan
entre sí y que, empezando siempre con las palabras «En este año…», registran con
británica objetividad todos los acontecimientos importantes a partir de 835. El fresco
pintado por la Crónica se transmitió a la Historia regnum de Simeón de Durham, que
recoge más de tres siglos de historia de reyes ingleses con los ojos serenos de un
monje piadoso. Otros autores eclesiásticos han retratado la vida del rey Alfredo, así
como de los soberanos daneses en Inglaterra.
También las numerosas obras hagiográficas de este tiempo gozan hoy de una
cierta consideración. A pesar del desenfado con que tratan los hechos históricos, han
completado el cuadro que suministran los anales con muchos rasgos aislados,
principalmente de índole anecdótica. Asimismo se han filtrado de las cartas
numerosos ingredientes de importancia histórica (por ejemplo, la copiosa
correspondencia de Hinkmar de Reims), documentos, protocolos sinodales, actas de
concilios y capitulaciones regias.
Las descripciones y comentarios de estos testigos exclusivamente eclesiásticos
proporcionan hasta hoy el sombrío cuadro de la época de los vikingos. Todos estos
monjes, bibliotecarios y obispos metidos a escritores eran hombres que pintaban en
blanco y negro, que veían en los paganos hombres del Norte el mal por antonomasia;
sus apuntes llenos de cólera resuenan una y otra vez con fieros gritos de dolor cuyo
lamento revela el pánico apocalíptico y la convicción del fin del mundo. Por tanto, el
manejo de estos protocolos requiere experiencia y comprensión en cuanto a la
mentalidad de sus autores y de cuyas afirmaciones conviene distanciarse con cierto
escepticismo.
Una fuente que merece especial confianza la constituye la obra surgida alrededor
El maestro Adam, el Tácito del Norte. La época de los vikingos encontró su Tácito,
cuatro decenios más tarde, en el maestro Adam de Bremen, que fue el primero en
esforzarse en presentar un cuadro completo de los hombres, de los países y de la
naturaleza inexplorada del Norte europeo.
El maestro Adam era, a pesar de su modesto título, director de la escuela
catedralicia del arzobispo Adalberto de Hamburgo-Bremen, al que los historiadores
reconocen como una de las figuras más fascinantes del medievo alemán. Lo que
constituyó la obra de toda la vida del hombre que, hijo de un conde turingio, en el año
1043 recibió el encargo del emperador Enrique III de ponerse al frente de los
obispados de Alemania del Norte, es, desde luego, algo que se puede discutir, pero
sus concepciones tenían un formato de historia mundial, como las tenía el mismo
Adalberto, a quien la naturaleza proveyó visiblemente con grandes dotes.
Adalberto fue el preceptor de Enrique IV (que fue rey durante seis años y tuvo
que ir a Canossa), con Anno de Colonia gobernó durante muchos años como
protector y mayordomo del soberano menor de edad y regresó de una campaña en
Hungría como triunfador indiscutible. Pero sus contemporáneos se fijaron sobre todo
en el valor de este personaje como príncipe de la Iglesia. Los misioneros de
Adalberto convirtieron al príncipe de los abotritas Gottschalk, fundaron las diócesis
de Ratzeburgo y de Mecklenburgo e iniciaron así la cristianización del Este alemán.
Pero todas estas tareas palidecen junto al trabajo religioso y organizador que
realizó en la iglesia de Bremen y en su intervención en el mundo nórdico. Adalberto
se dio cuenta instintivamente de las oportunidades que le brindaba el hundimiento del
imperio del Norte fundado por el rey de los daneses Canuto el Grande. Reanudó el
El poeta Al Gazal acompañó a mediados del siglo IX a una embajada del califa español Abderramán II a
Escandinavia; desgraciadamente no anotó fechas ni nombres de lugares, por lo que no se puede saber
exactamente adónde lo llevó su viaje, omisión esta que sólo imperfectamente está compensada por la
minuciosa descripción de un episodio de amor que por lo visto vivió con una reina nórdica;
el tratante de esclavos judío Ibrahim ben Yacub llegó en 973 desde Wismar a Magdeburgo, donde fue
recibido en audiencia por el emperador Otón el Grande, siguió viajando luego hasta Praga y más tarde recogió
sus impresiones en un informe para el califa de Córdoba;
el comerciante At-Tartuschi, asimismo residente en el califato español, en un viaje por Alemania, que lo
llevó entre otros sitios a Soest, Paderborn, Merseburgo y Fulda, estuvo también algunos días en el emporio
comercial vikingo de Haithabu y trajo de allí, además de mercancía humana, que probablemente era lo que
más le interesaba, algunas experiencias reveladoras de índole cultural e histórica.
La mayoría de estos y otros informes los recogió a finales del siglo XI el sabio árabe
El Bekri en un manual geográfico; a él tenemos que agradecerle los datos más
importantes sobre la aparición de los vikingos en el Mediterráneo.
Sagas que contaba el hombre de las sagas. También el mismo Norte europeo ha
contribuido a pintar el cuadro histórico de la época de los vikingos; pero sólo siglos
el Libro de Islandia de Ari Thorgilsson, que alrededor de 1130, como primer autor medieval, puso por escrito
la historia de su patria en la lengua del país;
el Libro de la toma de la tierra, escrito hacia 1200, que relata la historia de la colonización de la isla y
transmite más de 400 apellidos de la primera generación de inmigrantes; y
las Sagas de Islandia, relatos en prosa de autores anónimos del siglo XIII, dedicados principalmente a los
destinos de familias y héroes sueltos.
La prosa y las canciones de los Eddas. Los rastros de las poesías de los Eddas se
encuentran primeramente en Noruega, donde tienen un temprano florecimiento en las
canciones de Bragi el Viejo, como sabemos por la biografía de Ansgar escrita por
Rimbert. Fueron escritas en la primera mitad del siglo IX. Al final de este siglo se
formó en la corte de Harald Cabellos Hermosos una famosa escuela de cantores que
gracias al favor real disfrutó de ventajas materiales. Cien años más tarde, un tal
Eyvind recopiló toda la herencia poética de sus predecesores con muy poco éxito,
porque le llamaban el destructor de la poesía.
Pero en aquel tiempo Noruega ya había cedido el mando en este aspecto a
Islandia. La isla del Atlántico Norte, azotada por las tormentas, a finales del milenio
ya hacía tiempo que se había convertido en la sede de la poesía de los bardos. Las
historias de la literatura nórdica realzan, junto a las canciones del cantor Gunnlaug
Lengua de Serpiente y de Sigvat Thordarsson, sobre todo la obra de Egill
Skallagrimsson, quien después de una vida inquieta de guerrero (cantada en la saga
de Egill) conquistó un puesto de honor en el cielo de los bardos con dos grandes
la epopeya Völuspa cuenta una de las más coloristas y espectaculares óperas de dioses y de concepción del
mundo que existen en la literatura mundial;
la Canción Hymir canta las azarosas luchas de Thor con los gigantes enemigos;
el Viaje a Hel de Brynhild describe la muerte de una heroína en forma de una balada lírica;
el Poema Rigthula se complace en numerosos episodios eróticos que sazonan el viaje por la Tierra del dios
Heimdall; la Trymskvida y la Lokisenna cuentan historias de dioses de una índole bastante escabrosa;
las Vafprudnismal, Grimnismal y Havamal pertenecen, según los conceptos modernos, a la literatura
práctica e instructiva.
la serie rúnica «usual» que se extendió por las islas danesas y por Escania, en el oeste de Suecia y en el este de
Noruega;
las runas sueco-noruegas que dominaron en la Suecia oriental, en el sur y en el oeste de Noruega y en las
colonias de Noruega en Europa occidental;
el alfabeto Helsinge, que se aclimató también en el norte de Suecia y que constituía una especie de
Suecia, Eldorado rúnico nórdico. Las doscientas piedras rúnicas danesas proceden en
su mayor parte de la época que va del 950 al 1050 y, en cierto modo, están repartidas
uniformemente por todo el país. Los expertos en runas de Noruega pueden concentrar
sus investigaciones sobre todo en la zona de Jaren, al sur de Stavanger. Pero Eldorado
escandinavo lo constituye Suecia, donde durante los siglos vikingos estuvo
probablemente funcionando toda una industria de lápidas rúnicas. Sólo así se explica
que en Suecia se hayan descubierto hasta hoy más de tres mil piedras rúnicas, de ellas
mil sólo en la provincia de Uppland (cuyas lápidas, gracias a sus ricos adornos,
encuentran también un puesto considerable en la historia del arte nórdico).
Las inscripciones de las piedras de Suecia son tanto más importantes cuanto que
han proporcionado una serie de informes no sólo a los historiadores, sino a sus
colegas de la historia de la cultura y de la economía. Estos informes breves, concisos
y apretados se muestran con un estilo que casi se podría llamar lacónico, lo que no
excluye que los tallistas rúnicos suecos de vez en cuando hayan intentado un lenguaje
más pomposo e incluso la poesía.
Historias en imágenes sobre piedras. Como, según Georg Dehio, también «los
monumentos del arte son una fuente histórica de primera categoría», las esculturas de
piedra de Gotland se cuentan entre los silenciosos pero imprescindibles testigos de la
época de los vikingos.
El tapiz de Bayeux. Entre los intentos de los pueblos nórdicos por explicar y
representar plásticamente su mundo, figura también el tapiz de Bayeux, obra que
pertenece por igual al arte y a la propaganda política.
Las imágenes del tapiz de Bayeux bordadas con abigarradas hebras de lana sobre
una tela de setenta metros de longitud y cincuenta centímetros de altura, describen la
conquista de Inglaterra por los normandos en una sucesión de escenas que desfila
ante los ojos del espectador como una especie de reportaje cinematográfico. Los
tapices de esta clase no eran insólitos en aquel tiempo. Destinados a un público que
no sabía leer ni escribir, tenían como misión conservar ópticamente los grandes
acontecimientos de la época y al mismo tiempo presentar una versión oficiosa al
mayor número posible de personas.
También este tapiz, tejido por encargo de Guillermo el Conquistador y destinado
al ornato de la nueva catedral de Bayeux consagrada en 1077, ha sido durante siglos
algo parecido a una autoridad pública, que (junto con los relatos en prosa de los dos
historiadores cortesanos Guillermo de Jumièges y Guillermo de Poitiers) interpretaba
dócilmente la invasión normanda de Inglaterra. A pesar de eso, los historiadores han
concedido un alto grado de autenticidad al tapiz de Bayeux. Aunque indudablemente
se trata de una obra de encargo, la sucesión de escenas alcanza un nivel considerable;
no se hunde en la leyenda ni en una polémica contra el vencido Harold, a quien, por
el contrario, incluso se le conceden honores reales.
El precioso tejido contiene setenta y tres cuadros, algunos de los cuales están
adornados con bordes que contienen figuras de la leyenda y de la fábula. Las escenas
sueltas forman una secuencia destinada a exponer el dramatismo del enfrentamiento
Schleswig: Una vez en esta ciudad, antigua residencia ducal situada a orillas del
Schlei, se nos ofrece la ocasión de visitar el museo de Prehistoria y
Arqueología del Estado de Schleswig-Holstein, instalado en el palacio de
Gottorf. Contiene éste una importante colección prehistórica y la nave de
Nydam, así como una sección vikinga con numerosos hallazgos, mapas y
maquetas del antiguo centro comercial de Haithabu. Piedras rúnicas. Haithabu.
Iglesia de guijarro en Haddeby (alrededor de 1200) y baluarte. Muralla
semicircular que rodea una superficie de 24 hectáreas; altura: 6-8 metros; 4
aberturas. Varios cementerios (véase plano en el texto). Al sur de la muralla:
colina conteniendo sepulcro con restos de nave, campo de colinas sepulcrales y
muro anterior. Al oeste, muralla conocida por Margarethenwall y colina
sepulcral de Svensberg.
En los alrededores: piedra rúnica de Busdorf (junto a la Carretera Vieja).
Ochensenweg, camino militar prehistórico que avanza hacia el Sur. Kograben,
parte más antigua del sistema Danewerk, construido en el año 808. Danewerk:
sistema de fortificación, de diecisiete kilómetros de longitud, que se extiende
entre el Schlei y el Treene, con su muralla de Waldemar (muro de ladrillo del
siglo XII). Tyraburg: meseta artificial que mide 40 × 55 metros (probablemente,
también del siglo XII). Continuación del viaje, si se va en coche, por la
autopista B 76 (E 3) hasta Flensburg. Paso de la frontera por Kupfermühle.
Seguidamente, carretera danesa 10 (E 3) en dirección a Abenra. A unos 20
kilómetros después de Flensburg, poco antes de Abénra, a la izquierda por
delante del bosque, desviación hacia
Ny Hedeby: Campamento de exploradores según el modelo de Haithabu. Unas cien
bocas de mina, fortaleza circular, pequeño lago. Hornos de fundición, caminos
de madera. Arroyo con puente. Regreso a E 3. Por Abenra y Haderslev a
Kolding. De allí, por la carretera principal I a Fredericia y por el puente sobre
el Belt (1.200 m de largo) a Odense (ciudad de Andersen). Nueve kilómetros
más allá de Odense, enfilar la carretera de Kerteminde para visitar el
barco de Ladby (indicador: Vikingerskibet). Túmulo sepulcral convertido en museo.
Contiene los restos de un barco vikingo de 22 m de largo. Situado junto al
fiordo de Kerteminde. Aparcamiento. De Kerteminde a Nyborg, pasando por
Avnslev, o bien mediante el transbordador de Knudshoved. En transbordador (1
hora) a Halsskov, en las inmediaciones de Korsr. Trece kilómetros más allá de
Dibujos:
Página 34, 61, 64, 215, 249, 308, 333: DIE WIKINGER, editorial Burkard Ernst
Heyer, Essen, por amistosa autorización de la editorial Tre Tryckare,
Cagner & Cia., Göteborg.
Página 190: Klindt-Jensen, WELT DER WIKINGER, editorial Umschau, Francfort.
Página 330, 346: Oxenstierna, DIE WIKINGER, W. Kohlhammer editorial,
Stuttgart.