Antimanual de Sexo Valerie Tasso

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Hablamos

y hablamos sin cesar del sexo. Sin embargo, vamos repitiendo las
mismas estupideces y necedades, utilizando tópicos que se pegan más que el
chicle a la suela del zapato. Harta de escuchar siempre la misma canción,
decidí escribir un «antimanual» utilizando mis propias vivencias, para luego
reflexionar y desmontar algunos tópicos que nuestra mente colectiva ha
digerido, porque nuestro sexo no tiene una tecla «play», como un lavavajillas,
no es un cuaderno de autoescuela ni un piano que haya que afinar y aprender
a tocar con una maestría académica y uniforme. Antimanual de sexo es un
libro que se enfrenta al manual de uso y consumo y pretende desarmar con
ironía la cadena de palabras con la que han constreñido nuestra sexualidad.
Para luego, desde la libertad que da el conocimiento, cada uno actúe sin venir
aleccionado por ningún otro manual de combate.
Valérie Tasso

Antimanual de sexo

ePub r1.3

XcUiDi 30.06.2020
Título original: Antimanual de sexo

Valérie Tasso, 2008

Editor digital: XcUiDi

Corrección de erratas: hugocarterp, AnMarMel

ePub base r2.1


A Jorge, mi compañero de viaje.

A mi padre, que ya ha emprendido otro.


Nota de la autora

Se ha cambiado el nombre de algunas personas para hacerlas personajes, y


de algunos lugares para hacer los escenarios que nunca habitaron.

Algunos se merecen preservar su intimidad, otros están condenados a ello.

Las situaciones, para bien o para mal, son todas reales en la escenografía de
este baile de máscaras.

Los amados conservan el nombre, los amantes conservan la piel.


De puntita, nada más…

Hace unos años, cuando yo era una chica perdida (una de esas que, como
decía el cómico, son siempre las más buscadas), solicitó mis servicios de
compañía un hombre que se hizo llamar Alberto. Llegué a la cita como
acostumbraba, cinco minutos antes, pubis bien recortado, las bragas de
blonda de La Perla y mi mejor sonrisa. Confieso que la apariencia de Alberto
me decepcionó un poco. Aunque no debía de alcanzar la cincuentena, tenía un
aspecto envejecido y un tanto descuidado, un vientre prominente, una barba
que había crecido sin muchas atenciones y unos ojos más cerrados que
abiertos. Después de saludarme sin mucha efusión (parecía que lo había
despertado de un largo sopor), dirigió su mano hacia una mesita que hacía las
veces de recibidor y, de un cajoncito medio descolgado, extrajo una cartera
de bolsillo. Sacó unos billetes y me los alargó preguntándome si era eso lo
convenido. Afirmé con un «sí» muy francés y le pedí permiso para llamar a la
agencia. Movió las manos hacia arriba como diciendo que adelante, que eso
tampoco le importaba demasiado. Cuando hube confirmado a la agencia que
todo estaba correcto, le pregunté mirándole directamente a sus ojos
entornados qué le apetecía hacer. Esta pregunta solía tener un efecto
estimulador en los clientes, normalmente les encendía los ojos como cuando
al niño le das la piruleta que lleva un tiempo mirando desde el escaparate.
Alberto no varió su aire cansino. Me informó que la película había empezado
hacía apenas diez minutos y que por el tiempo que había contratado conmigo,
quizá pudiéramos acabarla de ver. Me inquieté extraordinariamente. Nos
sentamos sobre un viejo chester de color bermellón frente a un televisor de
no más de catorce pulgadas y vimos la película entera. Era una obra de Alain
Resnais, Hiroshima mon amour , en versión francesa original subtitulada en
castellano. Es algo muy infrecuente el que un cliente solicitara tus servicios
para luego no mantener relaciones sexuales. En los meses que ejercí esa
actividad, sólo me ocurrió dos veces y en ambas ocasiones se mezclaba el
sentimiento de satisfacción por obtener unos ingresos sin grandes esfuerzos
con la preocupación de si lo que había sucedido era porque no había sido
capaz de seducir al cliente. Durante la emisión de la película, le hice tres o
cuatro comentarios a Alberto a los que él apenas respondió con un
monosílabo. La hora contratada se cumplió faltando unos diez minutos para el
final de la película. Sin embargo, mantuve la vista fija en aquel pequeño
receptor encastrado en un muro infinito de libros. Cuando surgieron los
créditos sobre las imágenes, Alberto se levantó y me dio las gracias. Fue la
única vez en la velada en que me atreví a hablarle con franqueza. Le pregunté
directamente por qué no había mantenido relaciones sexuales conmigo. Me
miró como sin querer, como pidiéndole perdón por algo a alguien y me dijo:
«Hija… el sexo no existe».

En aquel momento, pensé que quizá se refería a que padecía alguna


disfunción que le impedía mantener relaciones sexuales, a que estaba
desencantado del sexo o que era simplemente un excéntrico. Sin embargo, no
sé si fue su vista siempre entornada como una puerta mal cerrada, el alud de
libros que amenazaba con caer sobre nosotros cada vez que Emmanuelle Riva
susurraba el texto de Duras o el cómo se rascaba metódicamente la rodilla
izquierda, pero algo me decía que aquella afirmación contenía en sí misma
algo muy poderoso, siniestro y salvajemente cierto que yo, en aquel momento,
no llegaba a alcanzar. Distraje mi atención enseguida, la noche no había
hecho nada más que empezar y una pareja me esperaba en un lujoso piso de
la zona alta de Barcelona. A Alberto no volví a verlo. No volvió a llamar a la
agencia.

Aproximadamente cuatro años después, hacía el amor apasionadamente (y


pocas veces este adverbio ha tenido tanto sentido) sobre otro chester , esta
vez ocre, con Jorge. Llevábamos horas o quizá días, o quizá varias vidas,
confundiéndonos el uno con el otro, perdiéndonos y volviéndonos a encontrar.
Cuando Jorge bajó las escaleras de su estudio, esquivando pilas de libros y
cosas, miles de cosas, para traer unas magdalenas que nos repusieran un
poco, se me ocurrió preguntarle si lo que habíamos hecho e íbamos a seguir
haciendo era sexo. Giró la cabeza y su pelo largo y lacio le tapó un ojo. Me
sonrió mientras la luz del lucernario dibujaba otra vez su forma y me dijo muy
suave, como no queriendo despertarme: «No existe el sexo… sólo lo que
hacemos con él».

A Jorge, a diferencia de Alberto, sí volví a verlo. Desde aquellos días que se


enredaban sobre ellos mismos y sobre nosotros, no me he separado de él.

Michel Foucault, con quien he tenido todos los placeres, salvo el de la carne,
expuso una idea interesantísima. A partir de cierto momento, que él situaba
en la época victoriana, el sexo se oculta hablando de sexo. Esta fórmula, que
parece una contradicción (un oxímoron, por si hay algún retórico que esté
leyendo estas líneas), resulta de una eficacia demoledora. Reprimimos el sexo
no por ocultación, sino por sobreexposición. Para ocultar la amplitud y la
magnitud del sexo, y para hacer de él algo controlable, hablamos y hablamos
sin cesar de lo que del sexo no nos perturba. Hasta que el sexo deviene algo
estrecho y manejable, hasta que hablar de sexo deja de ser un tabú, hasta que
lo que es un tabú es el sexo en sí mismo.

Cuando Alberto y Jorge negaban la existencia del sexo, negaban el discurso


normativo y moralizador del sexo; negaban «la forma» que con palabras,
millones de palabras, le hemos dado al sexo.

Negaban, en definitiva, lo que a lo largo de este libro he dado en llamar el


«Discurso normativo del sexo»; lo que nos quieren hacer creer que es el sexo,
pero que en realidad no es más que una representación moralista de él.

Esta forma que tiene un discurso normativo, una especie de programa


ideológico, lo hemos generado para afianzar un «Modelo» de sexo, nunca el
sexo en sí mismo. El autor de ese discurso ingente que llamamos sexo ha sido
y sigue siendo uno sólo: la moral. Independientemente de cómo venga
vestida; la religión, la medicina, las ciencias humanas… la moral se ha hecho
dueña y señora del Modelo de nuestra sexualidad. Un Modelo que se apoya en
tres patas; el coito, el falo y la pareja.

El coito es la práctica estrella del Modelo. Mientras nos masturbamos, nos


leemos unos a otros pasajes eróticos u observamos cuerpos desnudos, somos
seres «improductivos», no nos reproducimos. Por ello el Modelo coitocéntrico
ha hecho de todas las prácticas unas modalidades de «calentamiento»,
preparatorias para el gran objetivo final: la penetración.

El falo es el elemento, dentro de este juego, que más le preocupa al Modelo.


Su falocentrismo permite explicar la sexualidad humana desde un punto de
vista exclusivamente masculino. ¿Quién no sabe lo que mide de media un
pene? ¿Cuántas mujeres saben lo que mide su vagina? Otro ejemplo más: ¿por
qué en el siglo XXI seguimos desconociendo la veracidad y la constatación
física de meras suposiciones en la maquinaria erótica femenina como el
punto G, como la eyaculación femenina (si se puede producir o no y de qué
estaría compuesta), como la existencia de un orgasmo exclusivamente
vaginal, etcétera, etcétera, etcétera? Frente a todos estos elementos que la
cultura falocrática ha convertido en casi mitológicos, como los elfos, el Big
Foot o Nessie, conviene hacerse la pregunta correcta. Y quizá la pregunta no
es si existen, sino por qué no lo sabemos todavía.

La pareja es la sociedad erótica por excelencia del Modelo, porque es un


Modelo «familiar», que exige que el fruto del sexo (el sexo sin fruto, como
hemos dicho, no vale) sea protegido, educado, humanizado, responsabilizado.
Eróticas que trasciendan el binomio pareja son consideradas todavía hoy
anomalías y depravaciones o, en el mejor de los casos, simples extravagancias
condenadas y originadas indefectiblemente por la falta de amor.

Este «sexo de manual» homogeneizado, uniforme y controlable se construye,


en su discurso normativo, de aseveraciones normalmente falsas que, a fuerza
de ser repetidas hasta la saciedad, acaban convenciéndonos no sólo de su
veracidad, sino además de la falta de alternativa. Es como la cadena que no es
más que una consecución de sus eslabones. Esas afirmaciones infinitamente
repetidas y divulgadas, esos eslabones férreos, son los tópicos. Su poder es
tal que al igual que algunos politólogos hablaron del fin de la historia y
algunos críticos artísticos hablaron del fin del arte, hoy podamos empezar a
hablar de la muerte del sexo. Cuando se acaba la alternativa, porque un
Modelo se ha hecho único e incuestionable, se destruye la evolución, el
desarrollo y el crecimiento. Cuando algo es eso y nada más que eso, empieza
a no ser nada.

Contra el tópico, contra el engaño que conlleva y contra la resignación que


supone, está escrito este libro.

Cuentan que un día, Platón definió al hombre: «Animal bípedo sin plumas» y
que el sabio de Diógenes llevó hasta la puerta de su casa a un pollo
desplumado mientras exclamaba: «Aquí tenéis al hombre de Platón». Después
de esa lección, el ateniense reformuló su definición: «Animal bípedo sin
plumas de uñas planas». En el sexo nos falta un cínico que lleve a la casa del
moralista un pollo (o una polla) desplumado (a).

Pero ¿cómo cuestionar un manual sin generar otro alternativo? Hay algunos
inmorales que hablan con absoluta precisión del sexo: los poetas. Cuando
Leopoldo María Panero inicia un poema con el verso: «No es tu sexo lo que en
tu sexo busco», está hablando a las claras desde el sexo. Quizá porque en la
poesía, como decía Baudelaire: «La lógica de una obra sustituye cualquier
postulado moral».

Pero esto no es un libro de poesía, es un texto divulgativo, descarado y sin


miedo. Y sencillo, muy sencillo. Un libro que pretende enfrentarse al manual
de uso y consumo, porque nuestro sexo no es un cuaderno de autoescuela ni
un piano que haya que afinar y aprender a tocar con una maestría académica
y uniforme. Es un texto que pretende desarmar la cadena de palabras con la
que constreñimos erróneamente nuestra sexualidad. Y no es un libro para
solucionar problemas, es para evitarlos, para evitar generarlos donde no
existen, y para preguntar mucho más que para responder.

Es por eso por lo que este libro se titula Antimanual de sexo .

En una comedia española centrada en la guerra civil, un desencantado


sargento franquista mantenía aproximadamente el siguiente diálogo con un
soldado raso de su regimiento:

«¿Y tú, qué haces aquí?», a lo que el soldado perfectamente marcial e


instruido respondió: «Estoy aquí, mi sargento, para evitar el advenimiento de
las hordas rojas».

El sargento, hastiado de tanta guerra, le respondió: «Pero ¿tú sabes lo que es


una “horda”, capullo?».

Este libro es para intentar explicar lo que es una «horda», para intentar evitar
la formación institucionalizada de más «capullos» (elementos verdaderamente
molestos en la cama, en la ducha y en la palabra). Para que luego, desde la
libertad que da el conocimiento, cada uno actúe como buenamente pueda o
buenamente sea, sin venir aleccionado por ningún otro manual de combate.

Una vez dije que había sido puta. Hoy, quizá, insista en lo mismo.

VALÉRIE TASSO.

Noviembre de 2007.
Tópicos que desmontar
Hacemos el amor para sentir placer, comunicar o reproducirnos

Hecha esta división, cada mitad hacía esfuerzos para encontrar la otra mitad
de la que había sido separada; y cuando se encontraban ambas, se abrazaban
y se unían, llevadas del deseo de entrar en su antigua unidad, con un ardor tal
que, abrazadas perecían de hambre e inanición, no queriendo hacer nada la
una sin la otra.

Platón

El Banquete

«El sexo es el concepto que tenemos de nosotros mismos como seres


sexuados». La definición no es mía, es de Efigenio Amezúa y a buen seguro
regresaré a ella en alguna que otra ocasión. Efigenio nunca ha sido mi amante
(al menos que recuerde; las clases que impartía solían acabar de madrugada
en los bares que circundaban al Incisex, entre humo y vino tinto, y ya se sabe,
la memoria se dispersa), pero sí puedo decir que he practicado mucho, mucho
sexo con él.

Fue en una cama de hotel, entre cuatro almohadones de oca sintética y


pendiente de que un cretino no me clavara el cabezal estilo Imperio en la
tercera lumbar, cuando pensé: «Será porque tengo coño».

Era en verano y Francia le había ganado el mundial de fútbol a Brasil. Había


dejado a mi pareja oficial de aquel tiempo, Sandro, en la casa que sus padres,
nuestros anfitriones, tenían en un pueblecito cerca de Padua y me había liado
en una habitación de hotel con aquel tipo. No recuerdo su nombre, pero como
de todas maneras iba a ponerle un seudónimo, poco importa. Nicolini, por así
llamarlo (Sandro tenía un enorme gato capado al que llamaban así en honor al
«castrato» napolitano), me había proporcionado uno de los encuentros
sexuales más aburridos, mediocres e insípidos que recuerdan los anales de la
erotología italiana.

Desde que el padre de Sandro me lo había presentado como su socio en un


importante negocio inmobiliario, Nicolini no había bajado los ojos de mi
modesto escote. En la cena de bienvenida que los padres de Sandro habían
organizado en nuestro honor, intentó mostrarse galante y propuso que le
acompañara al día siguiente para ver las instalaciones que su empresa tenía
en la capital. Accedí, a sabiendas de que Sandro debía quedarse en casa para
resolver algunos asuntos. Naturalmente, de la empresa no llegaría a ver ni la
fachada.

Cuando vino a buscarme con su chófer, Nicolini estaba sentado en la parte de


atrás del coche y parecía una hiena a la que le agitan delante una chuleta.
Con un gesto entre firme y descarado le cerré la mandíbula (temía que en
cualquier momento empezara a babear sobre mis medias Wolford) y le
propuse directamente que me mostrara de lo que era capaz. Por un momento
me pareció que aquello le rompía el tour turístico/erótico que tenía previsto y
que tantas veces había debido de poner en marcha; deslumbrar con la
grandeur de su poder empresarial, comida frugal en un restaurante chic pero
intimista de muchas liras el cubierto y champagne en la cama. Ante ese
panorama y esa compañía, prefería ir directamente al champagne .

Mientras Nicolini buscaba la postura (hay amantes que deberían aprender


que mover el dedo corazón con un mínimo de gracia puede resultar
suficiente) empecé a preguntarme por qué estaba «encamada» con este tipo.

Hay una regla valorativa que permite apreciar bien la calidad de un encuentro
sexual. Debe aplicarse, según el viejo erotómano que me la prestó, justo en el
preciso momento en el que el encuentro sexual alcanza la máxima intensidad.
Dice así: «Si ahora puedes hacer otra cosa, hazla…». Si durante el sexo eres
capaz siquiera de pensar hacer cualquier cosa que no sea lo que estás
haciendo, es que algo no acaba de estar funcionando.

Pues bien, con (y bajo) Nicolini podría haber redecorado la suite , calcular la
raíz cúbica de 69 o picar piedra con las orejas. Sin embargo, ahí seguía,
oliendo su colonia de Armani mientras me tarareaba al oído una canción de
Frank Sinatra, mientras rebuscaba entre mis piernas, mientras gemía entre
nota y nota. Fue entonces cuando me lo pregunté: «¿Por qué hago el amor?».
Y fue entonces cuando me respondí ingenuamente: «Será porque tengo
coño». Aquel verano, en Padua, en el que Francia, en el parque de los
Príncipes, había ganado el Mundial de fútbol.

A Efigenio lo conocí muchos años después y supo darle nombre y predicados a


las intuiciones que yo había experimentado de cama en cama, de vida en vida,
en las trincheras donde no se ganan las guerras, pero se cuestionan. Cuando
le oí hablar de «seres sexuados», recordé el episodio del testa di cazo de
Nicolini y el de todos los otros que me habían permitido preguntarme,
mientras follaba, por qué hacemos el amor.

Somos seres sexuados, es decir, provistos de unos órganos sexuales


específicos, de un sistema endocrino que nos regula en esa condición y de un
esquema cultural de valores que nos aprueba o nos sanciona en su uso. Del
mismo modo que somos seres dotados de lenguaje. Ambos, el sexo y el
lenguaje, nos conforman y no se miden (ni el pene ni la laringe), son una
condición última de nosotros mismos y son «irrenunciables» (uno puede ser
mudo o abstinente, pero no por ello deja de ser lenguaje o sexo). Tenemos
entonces una condición; la de seres sexuados, pero esto, además de una
condición, es una conclusión. No nos podemos salir de ahí.

El pequeño fragmento que encabezaba este texto está extraído de El


Banquete de Platón. También se conoce como El mito del andrógino o El mito
de Aristófanes . En él se intenta explicar por qué los humanos somos
entidades sexuadas. Pone Platón en boca del cómico Aristófanes (quizá con
más mala leche que otra cosa) la leyenda de que originariamente éramos
seres esféricos (completos y perfectos) de corazón fuerte y animoso. Nuestros
géneros eran tres: hombres, mujeres y andróginos. Nuestro valor nos llevó a
subir a los cielos y a enfrentarnos al propio Zeus, quien, sin despeinarse, nos
dio más que a una estera (los dioses griegos nunca se han andado con
chiquitas a la hora de imponer castigos). Nos partió en dos, debilitándonos
enormemente, haciéndonos reproductivos (sólo porque así los dioses tendrían
más elementos que los alabaran) y condenándonos a buscar durante toda
nuestra existencia la mitad que nos habían «seccionado» (el verbo secare ,
que significaba en latín «cortar», tiene como participio pasado sexus , de ahí
proviene el término «sexo» y «seccionar»). Si originariamente en ese cuerpo
redondo éramos mujer, ahora como mujeres incompletas buscaríamos
desesperadamente la otra mujer que nos completa, si éramos hombre,
buscaríamos otro varón y si éramos andróginos, buscaríamos el género
contrario.

Esta boutade que el propio Platón cuenta en tono de alegoría cómica refleja la
preocupación de antiguo por saber «por qué somos seres sexuados». En todas
las culturas, no sólo en la nuestra greco, latina y judeocristiana, existen mitos
y cosmogonías sobre la «complementariedad» genérica y sobre esa energía
que nos lleva a buscar desesperadamente el ayuntamiento carnal.

Me atrevería a decir lo siguiente: creo que nuestra condición (de seres


sexuados) es nuestra motivación (para ponerla en práctica). Practicamos el
sexo porque somos sexo. Cuando pensé aquello de «será porque tengo coño»
quizá no iba tan desencaminada. Posiblemente Orígenes (uno de los padres de
la Iglesia cristiana que se emasculó) también pensara lo mismo que yo,
aunque en otra dirección, mucho más «noble» y piadosa (Dios nos libre). Es
obvio que en mi «coño» no se implicaban sólo unos genitales, sino, y sobre
todo, un cerebro (el gran genital humano) y un sistema de valores que es
mucho más difícil de someter a ablación (aunque no resulte imposible…
mortificados tiene la Iglesia…).

Es cierto que entre las motivaciones que nos llevan a practicar sexo se
pueden enumerar muchas otras. Por ejemplo, la búsqueda de comunicación y
de afecto. Después de «una temporada en el infierno», los psiquiatras de la
sanidad pública le dieron nombre a mi libertad (para amar y para morir). Es
cierto que llegaba tras un segundo intento de suicidio y que no ocultaba mi
promiscuidad. Ellos lo tuvieron muy claro y la diagnosticaron (algo muy
rimbombante relacionado con los afectos). Yo no. Cuando publiqué Diario de
una ninfómana , muchos eran los bienintencionados que explicaban mi
burlesca «ninfomanía» basándose en que se debía a una identificación entre
sexo y amor y que en realidad yo debía de ser una especie de «afectoadicta».
A estos comentaristas no les faltaba, posiblemente, algo de razón; mi infancia,
sin ser de cuento de Dickens, podía haber sido más completa en estos
terrenos afectivos. En cualquier caso, no niego que puede ser cierto que
practicamos sexo para «sociabilizarnos», para aprender y para encontrar
nuestro sitio (el más alto y el más reconfortante posible) en este entramado
perverso y enjuiciador que es lo social; en el ojo del otro.

Otras razones pertenecen al dominio del placer; mantenemos relaciones


sexuales porque suelen producir placer. Un tercer grupo de causas que se
pueden enunciar son las relativas a la reproducción (verdadero tótem de
biólogos, evolucionistas y pastores).

Sin embargo, con Nicolini, yo no buscaba afecto, algo de placer quizá, pero
para obtenerlo del sexo no me hacía falta un Nicolini más. Sentido del poder
para reducirlo a él y a toda la clase social que representaba a un cuerpo
mendicante, posiblemente, afán de reproducción, ninguno. No. Había algo
más. Creo que había una necesidad que se anteponía a todas ellas; había la
necesidad de ser yo misma, de ser un humano que se confirma en su
humanidad sexuada, que quiere, a través de ella, experimentar su condición
más profunda, los puntos de torsión de su sistema afectivo, los límites de su
corporeidad y el olor del exceso.

Hay otro motivo, quizá un poco más complejo de explicar, que me reafirma en
considerar que «mantengo relaciones sexuales porque soy un ser sexuado», y
es que salir de esta causa última es entrar inevitablemente en cuestiones
morales y ya está bien de que la moral hable en boca del sexo.

Porque el sexo no sirve para responder a cuestiones como «¿está bien lo que
hago?», «¿es esto correcto?». No, el sexo responde siempre a la pregunta
«¿quién soy?». Porque el sexo es metafísica en estado puro y práctico. Cada
vez que nos asalta esta duda existencial, hacemos uso de nuestra
conformación sexuada o anhelamos hacer uso de ella. Como quizá hubiera
podido decir el amoral de Nietzsche y nunca dijo (¡qué teórico ha perdido la
sexología!), el sexo «desmoralizado» no sirve para saber si hacemos lo
correcto o lo incorrecto, sirve para respondernos sobre quiénes somos.

Ése, creo, todo lo modestamente que se puede creer, que es el verdadero


motivo para hacer el amor; saber, desde lo que somos, quiénes somos.

Era el verano de 1998 y Frank Sinatra nunca más volvería a cantar Something
stupid . Aunque Nicolini, a buen seguro, lo seguirá haciendo…
El deseo está para iniciar una relación sexual

Cuentan que a un condenado a muerte le concedieron un último deseo.

—Mi deseo es no estar presente en la ejecución —respondió.

Los ejecutores lo pensaron un momento.

—Eso no te lo podemos conceder —le respondieron finalmente.

—Debes solicitarnos otro deseo.

El reo lo pensó un momento y finalmente apuntó:

—Entonces, mi deseo es aprender japonés…

Baruch Spinoza (que no es el nombre de ningún antiguo cliente al que quiera


ocultarle la identidad) decía, entre otras muchas cosas, «el deseo es la
verdadera esencia del hombre». Este filósofo judío sefardí, que para algunos
es el iniciador moderno del ateísmo, sostenía que lo que verdaderamente
resultaba sustancial de cada uno de nosotros era la perseverancia en ser uno
mismo. Lo llamó el conatus , la «insistencia» irrefrenable y continua por ser
uno mismo. Esto esencial que nos identifica y nos realiza a cada uno
individualmente y a todos como seres, sólo se consigue a través del deseo.

Aquella tarde de septiembre de 1999, en la que Susana me abrió la puerta,


fue la primera vez que entré en la «casa». La casa es como solíamos llamar
las chicas al burdel, quizá porque para algunas era lo más parecido a un
hogar. Apenas una hora después, tras un cigarrillo nervioso en compañía de
la encargada de día y de unas palabras con Cristina, la madame , yo ya estaba
haciéndole a un desconocido una felación de pago en la suite Bacará. Una
felación más difícil por la complejidad de sujetar el preservativo sin desplegar
en la correcta posición dentro de la boca que por el cargo moral que aquello
pudiera comportar. Más difícil por la erección blanda de un pagador
demasiado aficionado a la cocaína que porque no tuviera que hacer justo eso
en ese preciso momento.

Aquella tarde de septiembre yo llevaba a cabo un deseo (yo «insistía» en


seguir siendo yo); el de ser una novia de alquiler, el de prostituirme. Para mí,
ejercer de puta era un deseo, no una fantasía. Las fantasías nunca se realizan.
Pertenecen al imaginario erótico individual e intransferible de cada uno de
nosotros, y si bien operan con los mismos elementos imaginativos y narrativos
de los deseos, nunca se llevan al plano de la realidad (al menos
voluntariamente). La fantasía está poblada de personajes fantasmagóricos
que se mueven en escenarios de miedos almacenados. Pueden resultar
enormemente excitantes en ese marco onírico, pero en ningún otro.
El cliente acarició el lado interno de mis muslos mientras me introducía en el
jacuzzi . El agua burbujeante lo ocultaba hasta la cintura. Lo lavé. El día
anterior había adquirido en la farmacia un jabón dermatológico de un pH
extremadamente ácido y lo había colocado en un recipiente parecido a una
petaca que a partir de entonces llevaba siempre conmigo en mis salidas. Se
encontraba recostado, desnudo, sobre uno de los laterales de la bañera.
Mientras me contoneaba discretamente delante de aquel desconocido,
empezó a susurrarme algunas «palabras de amor»; «Las francesas siempre
habéis sido muy putas…».

Les suele gustar creer que ejercen el poder. Pero es pura ficción. El tempo , el
ritmo y la boca que se inclinaba sobre su pene húmedo eran míos. El que iba a
desarmarse era él y no yo.

«Deseo» y «desidia» tienen una misma raíz común, desideo (verbo que en
latín tenía un significado semejante a «vagar», «estar indolentemente», «ver
pasar las cosas sin intervenir en ellas»). En francés, désir deriva del verbo
desiderare («mirar a los astros», «contemplar los objetos siderales», «otear
los objetos que brillan»). Parece que para los antiguos sólo deseaba el ocioso.
Y parece que ya tempranamente el deseo se convirtió en algo moralmente
reprochable. «No es pobre quien menos tiene, sino quien más desea»,
sentenciaba Séneca, que además de acertado y estoico era un moralista (…
aunque así le fuera con Nerón).

Mientras me sujetaba la cabeza con las manos podía notar cómo sus piernas
se contraían sobre mi cuello.

—Qué bien lo haces —me dijo.

Levanté un momento la mirada y fijé la vista en sus ojos.

—Es que soy francesa… —le respondí. Esta frase me serviría desde entonces
de coletilla para con todos aquellos que valoraban así mis lúbricos encantos.

No sé realmente si en aquel momento de deseo mis aptitudes eran dignas de


ese elogio, lo que sí puedo asegurar es que no estaba ociosa…

Creo que fue Agustín de Hipona («San» para los devotos) el que hizo una
diferenciación entre las distintas libidos (por cierto, «libido» es una palabra
llana y no esdrújula, como suele pronunciar la mayoría de la gente, y significa
«avidez»). El bueno de Agustín distinguió tres, posiblemente siguiendo
aquello de «divide y vencerás». Existía, según él, la libido sciendi (o el deseo
por el conocimiento), la libido dominandi (el deseo de poder) y la libido
sentiendi (que era el deseo de sentir, de gozar carnalmente).

Intuyo que para este padre de la Iglesia católica, la diferenciación permitiría


el «gestionar» aquello consustancial a los seres humanos: el deseo. Una debía
ser buena, otra debía canalizarse y la otra debía directamente reprimirse.
Personalmente, no entiendo la diferenciación. Los tres se identifican uno con
otro, se llevan de la mano porque son lo mismo. Y no sólo porque desear
poder, sexo o conocimiento sea lo mismo: deseo, sino porque lo mismo es
también el poder, el sexo y el conocimiento.

Pude notar cómo eyaculaba por sus contracciones, por cómo apretó con más
fuerza mi cabeza entre sus manos mientras empujaba su pene hasta el fondo
de la garganta y porque el pequeño recipiente del condón se llenó dentro de
mi boca. En aquel momento yo sabía mejor quién era y hasta dónde podía
llegar, yo había dominado a ese individuo y esa situación (había tenido el
poder sobre esa persona y las circunstancias del encuentro) y había saciado
una apetencia carnal (la de tocar y ser tocada).

Como el genio de la lámpara, yo había conseguido los tres deseos a través de


una mamada de trescientos euros (comisiones descontadas). La libido
sentiendi , la sciendi y la dominandi me llevaron juntas, aquella tarde de
septiembre, a ser yo misma, a seguir siendo yo misma, a acabar siendo yo
misma.

Una vez, unos años antes en París, yo también había deseado aprender
japonés. Aquellos meses, en Barcelona, yo deseé ser puta.
Creemos saber lo que deseamos

(…) Haría calor. Simona depositó el plato en un banquillo, se instaló ante mí


y, sin dejar de mirarme, se sentó y sumergió su trasero en la leche. Permanecí
un rato inmóvil, la sangre se me había subido a la cabeza y temblaba,
mientras ella miraba cómo mi verga tensaba el pantalón. Me tendí a sus pies.
No se movía; por primera vez vi su «carne rosa y negra» bañada en la leche
blanca. Permanecimos largamente inmóviles, ambos igualmente sonrojados.
(…)

Georges Bataille

Historia del ojo

Se lo leía despacio. Intentando mantener la voz firme, pero sin apostarla. Era
una edición de 1967, publicada en París, con la cubierta ligeramente
amarillenta y las hojas fatigadas.

A Julien lo apodaban «el Lector» en la agencia. Solía llamar casi todas las
semanas pidiendo los servicios de una chica. La primera vez que tuve noticias
de él fue una tarde en la que yo me encontraba en la agencia. Acababa de
llegar un cliente y había pedido ver a las chicas que estábamos allí. Nos
presentamos una a una delante de él mostrando nuestras mejores galas como
solíamos hacer, pero a mí, aquella vez, de poco me sirvió. Isa resultó ser la
elegida. Cuando a alguien le gustaban las tetas grandes, todas estábamos
perdidas frente a los, al menos, 110 de talla de esta mulata que gastaba la
mayoría de sus ingresos en mantener aquellos dos cañones perfectamente
erguidos.

Cuando los dos, cliente e Isa, se retiraron, Susana apareció en la sala. Quizá
pudo adivinar un poco la decepción en mi rostro, porque nada más verme me
llevó a un aparte y me dijo en voz baja, procurando evitar que otras chicas lo
oyeran:

—No te preocupes, chiquilla, acaba de llamar el Lector, ha pedido una chica


para que se desplace a su casa.

Prosiguió sin dejarme hablar:

—Normalmente aviso a Cindy, pero le he dicho que teníamos una chica nueva,
francesa, con mucha cultura y me ha dicho que quería conocerte.

—Te lo agradezco —le dije, aunque sabía que allí en la casa funcionaba muy
bien aquella máxima de «favor, con favor se paga».

—Pues venga, date prisa, que le he dicho que en veinte minutos estarías en su
casa.
—¿Hay alguna cosa especial que tenga que preparar? —le pregunté un poco
inquieta.

—No, no te preocupes, es un cliente muy cómodo, leerle alguna cosita, quizá


meterle el dedo en el trasero, y poco más… —Se detuvo un instante como si
hubiera olvidado algo—. ¡Ah!, sí, perdona, llévate un lápiz y recuerda
ponértelo encima de la oreja…

El lápiz sobre la oreja, las tetas enormes de Isa, el Ferrari último modelo
aparcado frente al portal o la falda insultantemente cara tras los cristales del
escaparate de Gucci… Deseos.

Sabemos que el deseo opera en estructuras simbólicas. Cuando deseamos


determinado apartamento, determinado hombre, determinados zapatos, no
nos referimos a que realmente deseamos eso y sólo eso. Deseamos algo que
está detrás de ello; un estatus social, una relación sexual incomparable, un
atractivo irresistible… pero tampoco es eso, o sólo eso.

Detrás, y llevados por eso, deseamos comodidad, cariño, belleza… no, todavía
no hemos llegado. Más atrás aún aparece el Poder, la Permanencia, el Amor
(fin de trayecto quizá… no, creo que no). El objeto de deseo siempre remite a
algo que a su vez remite a algo. La secuencia de relaciones entre elementos
simbólicos es infinita. Y al final de esta interrelación de deseos codificados
simbólicamente se encuentra, como ya dijimos, uno mismo. El Gran Deseo por
llegar a ser uno mismo.

Con Julien yo tenía al menos una ventaja. Era, como él, francesa, y el poder
leerle en su lengua materna a Bataille o Sade me otorgaba cierto atractivo
para el Lector.

Cuando llegué a la puerta de su ático en Pedralbes, me coloqué el lápiz tras la


oreja y toqué una sola vez el timbre. Julien me abrió con una bata de seda roja
y una pipa encendida en la mano derecha.

—¿Eres francesa, no? —me preguntó en mi idioma.

—Sí —le respondí—. Nací en la Champagne .

Me pidió que me desnudara de cintura para abajo y que no me quitara el lápiz


de la oreja. Así lo hice. Él se sentó en un butacón de piel y de una pila de
libros que tenía a su alrededor, extrajo uno. Lo hojeó, dobló la esquina
superior de una hoja y me lo alargó indicándome:

—Lee.

De pie, frente a él, inicié la lectura.

Para ordenar el infinito armazón de significantes simbólicos que son los


deseos y al que nos hemos referido antes, utilizamos una estructura
determinada que se apoya en nuestra capacidad de representación, de
representarnos a nosotros mismos. Se trata de una estructura de orden
narrativo. Cuando deseamos, «nos montamos la película». Ordenamos una
secuencia imaginativa de episodios que conforman la «historia» de nuestro
deseo. El filósofo del deseo Gilíes Deleuze inventó un concepto que explica
muy bien esto. Él habló de «estructuras de experiencias» para explicar por
qué algunos elementos (personas, ventanas, olores…) son capaces de
evocarnos toda una vivencia ficticia, todo un deseo, alrededor suyo. Para
ilustrar su aportación utilizó un ejemplo en negativo: «¿Por qué nos dan
miedo los maniquíes?», la respuesta era porque los maniquíes no tienen
estructura de experiencia, porque no nos remiten a ningún sitio, porque nos
remiten a la nada, a la muerte.

Cuando deseamos, componemos, cuando deseamos, escribimos. Quizá sea por


eso por lo que algunos, en determinados momentos, adoramos la inmensa
capacidad creativa del deseo. Por eso algunos, como decía Nietzsche,
«llegamos a amar nuestro deseo, y no al objeto de ese deseo».

No siempre la sesión concluía en la lectura. En ocasiones, decidía


complementar la visita con alguna que otra práctica sexual más o menos
ingenua. Otras veces era un coito convencional el que ponía fin a la visita.
Pero, muchas, muchas veces, aquel hombre vivía su erotismo exclusivamente
en la audición de unos textos eróticos. El deseo, como finalmente aceptaron
Masters & Johnson, forma, indiscutiblemente, parte integrante de la
respuesta sexual humana.

Lo visité muchas veces en aquel lujoso ático. Supongo que cogió cariño a mi
voz dura y a mi entonación suave. Cuando abandoné la prostitución, Julien,
«el Lector», consiguió localizarme. Tras haber publicado Diario de una
ninfómana , contactó con mi editorial y me pidió que volviera a su casa,
alguna vez, para leerle. Volví en un par de ocasiones, esta vez sí sin cobrarle
nada a cambio, salvo, eso sí, el ejemplar de Histoire de l’oeil , de Georges
Bataille, editado por J. J. Pauvert en París en 1967 y del que antes transcribí
unas líneas.
El sexo ya no es tabú

Pues sí. Es que si la demanda ofrecida de la producción satisfecha no lo hago


bastante, resultará que habrá unas cotizaciones en los descensos.

Apuntó Obelix, intentando recordar la regla de oro de la economía que le


habían explicado.

En Obelix y Compañía , de Goscinny y Uderzo

Michel Foucault nació en 1926 en Poitiers. En 1976, publicó el primer tomo


de su Historia de la sexualidad con el subtítulo de La voluntad de saber. A
éste le siguieron dos volúmenes más publicados en 1984.

En Foucault, las ideas solían ser mejores que las argumentaciones. Pero si las
explicaciones son correctas, las ideas eran absolutamente brillantes.

Así ocurre con Historia de la sexualidad .

Orson Welles provocó el pánico en Nueva York cuando hizo su celebérrima


adaptación radiofónica de la guerra de los mundos , de H. G. Wells. La gente,
aterrorizada, colapso las calles y los servicios de urgencia, intentando
protegerse del ataque con gas de los marcianos y de sus rayos caloríficos. La
población de Nueva York fue perfectamente informada durante cuarenta
minutos de la invasión selenita, pero no estaba informada de que lo que le
contaban era falso.

Es sabido que, en nuestros tiempos y en nuestra cultura, el problema no está


en la cantidad de información, sino en su calidad. La opinión, que no el
conocimiento, se ha «democratizado». Cualquiera puede manifestarse,
cualquiera puede copiar a cualquiera y manifestarse a su vez. Internet, una
verdadera revolución social llena de logros y altruismos, es también una
biblioteca infinita sin bibliotecario en la que las verdades y las mentiras se
difunden sin más canon que el número de visitas, sin más éxito que el número
de veces que algo se repite, haciendo que el valor de la información resida en
su volumen y no en su contenido.

La nuestra es una «sociedad informada», una sociedad perfectamente


informada de todas las necedades, perfectamente instruida en historias de
platillos volantes y rayos orgásmicos.

En Historia de la sexualidad , Foucault detectó que el sexo, desde la invención


de nuestra «sexualidad moderna» y de su discurso normativo, no se oculta por
la represión y el silencio, sino por la sobreexposición y la escenificación. Su
genial intuición de que, desde el XIX, para no hablar de sexo hablamos sin
parar de sexo, está, hoy en día, más vigente que bajo el mandato de la reina
Victoria.
Cristina es una de esas chicas que hacen de su desinhibición su coraza.
Cuando la conocí en un tugurio sórdido de Barcelona, me pareció que su
desparpajo era sincero. Por su profesión, era redactora de una revista de
«ambiente», se encontraba siempre rodeada de actores de cine pornográfico,
de dominas en cueros y de gente variada del «mal vivir» (yo entre ellas).

Su conversación en temas sexuales, aunque insustancial pese a lo florido de


sus metáforas, tenía mucho desparpajo. «Follar», «joder», «dar por el culo»
eran coletillas habituales que empleaba en cuanto tenía ocasión. Pero no pasó
mucho tiempo para que se hicieran explícitos, a través de las grietas en su
máscara, su recato y su miedo atroz al sexo.

En el mundo de la cultura y en el de la basura, existe un tipo de personaje


bastante frecuente: el que se hace el tonto espabilado. Son personajes que
tratan todo con frivolidad y banalizan cualquier reflexión interesante sin
olvidarse de mostrar una posición de lo que, en Francia, llamamos étre au
delá .

No pueden dejar de intentar que cada chiste fácil que hacen o cada gesto
despreciativo que manifiestan refleje un cierto estado de superioridad, de
trascendencia. Estos elementos se hacen los tontos única y exclusivamente
para intentar evitar que se averigüe lo tontos que en realidad son. Y suele
funcionarles muy bien.

En el caso de Cristina, su continuo y desenfadado parloteo sobre el sexo era


estrictamente para intentar evitar que se le preguntara sobre sexo. Y a
Cristina la siguen considerando una chica con mucho desparpajo que sabe
mucho sobre el sexo.

Parece que el término «tabú» procede de la lengua polinesia y significa


literalmente «no tocar». Cuentan las crónicas que fue el capitán Cook quien lo
oyó por primera vez en 1777 en la isla de Tonga. Tapu se introdujo así en
nuestras lenguas, que no en nuestras conciencias, donde ya residía, desde
hace mucho, el concepto.

«No tocar» es precisamente lo que hacemos con el sexo, a fuerza de


engañarnos creyendo que no paramos de tocarlo. Leí un día que Hegel, en su
lecho de muerte, pronunció, recordando a su esposa, las siguientes palabras:
«Nadie me ha entendido, salvo quizá Marie… y no fue a mí a quien entendió».

Nos expresamos ampliamente sobre el sexo, pero no es sobre el sexo sobre lo


que nos expresamos. En este proceso de ocultar mostrando, hemos variado
las maneras, la temática pública de exposición y el propio objeto de
exposición (el sexo). Las fórmulas de expresión que cada uno de nosotros, y
de todos como sociedad, empleamos, han variado sustancialmente. Se han
desinhibido las maneras; ya no nos ocultamos detrás del secretismo y del
rubor en las mejillas, ahora lo hacemos tras la voz en alto y la risa tonta.
Hemos creado una técnica pública de expresión sobre el sexo que se basa
exclusivamente en la prevención (¿qué es un condón?), en la didáctica (¿cómo
se coloca?) y en el espectáculo (mostrar cómo se pone uno). Pero, sobre todo,
de lo que hablamos abiertamente en privado e institucionalmente en los
medios (hablamos y hablamos en cualquier caso) es de eso que hemos creado
y que ha sustituido al propio sexo: del «discurso normativo del sexo», que es
una especie de sucedáneo que podemos digerir con facilidad y que ha hecho
precisamente del parloteo continuo en torno a él su propia fuerza.

Imaginemos, por ejemplo, que las angulas fueran la base de nuestra cocina.
Pero como las crías de angula son un bien escaso que hay que controlar,
creamos un sucedáneo: las «gulas». Infinidad de anuncios hablarían sobre las
propiedades de este producto, saldrían multitud de firmas que lo
comercializarían, dietistas y cocineros nos explicarían sus magníficas
propiedades, y todos, en casa y públicamente, estaríamos todo el día con las
«gulas» en la boca, hasta el punto de que, al cabo de una o dos generaciones,
cuando habláramos de este producto elemental en nuestra cocina, las
angulas, seguiríamos usando este término, pero nos referiríamos a las
«gulas». Creeríamos que comemos a diario angulas, pero en realidad sólo nos
alimentaríamos de «gulas».

En el sexo hemos creado ese sucedáneo, que es el «discurso normativo del


sexo», compuesto exclusivamente de coitocentrismo, falocentrismo y pareja
(como la «gula» lleva surimi, pescado blanco y tinta de calamar), que nos
comemos y sobre el que hablamos sin pudor, porque es un «producto» que
está bajo control (que evita que salgamos a las albuferas a pescar angulas) y
perfectamente avalado por la moral y la ciencia (las que alaban sus
propiedades).

Por eso, creo que hoy en día, hablar de sexo ha dejado de ser un tabú, a
cambio de que el tabú sea el propio sexo. En una película sobre abogados, se
trataba una estrategia curiosa. El gabinete de uno de los implicados solicitó al
contrario una información de vital importancia para su defendido. Como el
bufete tenía que facilitar por ley ese dato, pero sabía que si llegaba a manos
del otro bufete su cliente estaría perdido, envió tres camiones de
documentación, decenas de millones de páginas entre las que se encontraba
la única que era importante.

Nada mejor para que no encontremos una aguja que echarle un pajar encima.
Nada mejor para que no hablemos de sexo que echarle un discurso infinito
encima con aquello que unos pocos han considerado oportuno que sea el sexo.

Para comprender y hacer pública la comprensión, la información que produce


el aprendizaje hay que entenderla (cosa para la que no todos estamos
dotados), debe ser cierta y no pretender el engaño (o acabaremos como los
neoyorquinos el 30 de octubre de 1938, esquivando marcianos) y hay que
evitar las mascaradas que ocultan nuestras verdaderas inquietudes (como le
pasa a Cristina).

«Mañana te pagaré dos puñados porque los precios de la coyuntura vuelan


con el mercado alcista y te ofrezco la demanda» —concluyó Obelix, a quien le
hicieron creer que le ofrecían prosperidad en lugar de pobreza.
Sabemos de sexo más que antes

—Su conectividad 3G utiliza un sistema EVDO que le facilita la transmisión de


datos en un entorno tecnológico CDMA. Su cámara de 3,2 Megapíxeles le
permite, por ejemplo, publicar imágenes en su blog para compartirlas.
Naturalmente, es tribanda con Bluetooth —dijo, mientras sostenía el aparato
como si fuera un recién nacido.

—¿Blutust? —le pregunté.

—Naturalmente —respondió.

Unas luces se encendieron en el salpicadero del coche. Vi como, tras hacer un


gesto de falsa contradicción, accionaba un interruptor del volante. «Es
imposible consentrarse », dijo, antes de que su interlocutor al teléfono
pudiera iniciar la charla.

No entiendo mucho de automóviles, pero aquél debía de haber costado el PIB


de Angola. La voz del que llamaba sonó en el interior del coche como si lo
hubieran teletransportado dentro. Hice un gesto señalándome el oído para
indicarle que pusiera el teléfono de manera que mantuviese la conversación
privada, pero él, agitando su mano con un gesto grandilocuente, me dio a
entender que no le importaba que la oyera.

Su interlocutor se esforzaba en explicarle que necesitaban la mediación de un


tercero para poder colocar el nuevo programa en una cadena de ámbito
nacional. Él fanfarroneaba con que lo tenía cogido por donde más duele.
Deduje, no era muy complicado, que el mediador era aficionado a las chicas
de alterne y a practicar con ellas eróticas no del todo bien reconocidas. La
conversación siguió con un montón de disparates más y al acabar tuve la
sensación de que no habían avanzado gran cosa, de que no se habían
entendido, de que no se había concretado nada y de que sólo eran dos pavos
meneando sus emplumadas colas.

—Los negosios no dejan un minuto, corasen —me dijo al volver a pulsar el


interruptor en el volante.

La radio, que llevaba loca una hora intentando sintonizar una emisora que no
estaba en la frecuencia que él creía, volvió a conectarse.

Yo había dejado hacía tiempo el oficio más antiguo del mundo, que no es
precisamente el de soplar vidrio, pero debo reconocer que con aquel pelmazo
que me llamaba corasen , dudé en reiniciar las actividades, sólo por el reto de
desplumarle.

Volvió a intentar concentrarse en la pantallita que dibujaba las calles, tocando


frenético todos los botones que tenía al alcance. Pero su cara de pasmo
indicaba que no tenía la más remota idea de cómo funcionaba el GPS. Sus
dedos ensortijados como las patas de un pichón mensajero no le ayudaban
mucho en la tarea.

No es que quiera ocultar la identidad de J. M. usando un acrónimo, es que era


de esos tipos que se hacen llamar por siglas. Volvía de una reunión con J. M.
donde me había propuesto que participara, como presentadora, en un nuevo
espacio televisivo que él iba a producir. «Puede ser el prinsipio de una gran
relasión », me dijo al concluir. En realidad, lo único que le interesaba era
follarme. Esto quedó pronto de manifiesto, antes incluso que su seseo. El
seseo, por cierto, que emplean algunos patanes como éste, que quieren sonar
a finos y cultivados.

—Déjame aquí —le indiqué—. Cogeré un taxi, no debe de estar muy lejos.

—¿Un tasi ? —repitió sorprendido.

No debía de haber acabado de entenderme.

Hoy en día, sabemos lo que es un e-mail , sabemos lo que es un SMS,


sabemos que la «banda» ancha no es una agrupación musical de muchos
músicos y hemos oído hablar de móviles de tercera generación, pero todo eso
no significa que sepamos comunicarnos mejor que antes. La tecnología de la
comunicación no es la comunicación. Aprender a comunicar no es aprender
qué tecla hay que apretar para obtener línea. La era digital no sustituye la
gramática, los colores de las carcasas de los inalámbricos no suplen la
retórica, ni el descubrimiento de los códigos de intercambio masivo, la idea
comunicable.

Comunicar es entablar una escritura compartida de inteligencias o de


estupideces, es construir el discurso de los «ambos», es crear un código de
participación. Sucede que, en nuestra cultura científica, confundimos
progreso tecnológico con sabiduría. Pero desarrollo y conocimiento, aunque
nos pese, no es lo mismo. Podemos conocer el genoma humano y conocemos
cómo se forma una existencia, desde la adherencia del blastocito a la pared
del útero hasta el parto, pero estamos lejos de saber lo que es la condición
humana y lo que es la vida. Shakespeare o Lao Tsu, en sus tiempos, sabían de
eso quizá más que nosotros y sin duda lo comunicaban, aunque no tuvieran
bluetooth , muchísimo mejor.

En el sexo sucede lo mismo. Ahora conocemos y manejamos neologismos


como «vida sexual», «sexología», «heterosexualidad», «complejo edípico» o
«abuso sexual», igual que ahora hablamos de «procesador de textos», de
«rotulador» o de «papel reciclado» para referirnos a términos relacionados
con la escritura. Empleamos las palabras que hemos inventado para dar un
marco moral, jurídico y clínico al sexo. Hablamos con términos de la nueva
«tecnología del sexo», con los que el recién inventado «discurso normativo del
sexo» nos ofrece, pero ello no implica que sepamos más de sexo, sólo implica
que le hemos dado una nueva regulación al sexo (igual que le hemos dado un
nuevo marco tecnológico a la comunicación). Eso es todo lo que en materia de
nuestro entendimiento del sexo hemos avanzado.
Forges, el humorista gráfico, dibujó un día a dos ancianas campesinas que se
lamentaban pesarosamente: «Ahora que habíamos aprendido a decir penícula
, resulta que lo llaman flim ».

En su práctica, en la interacción, el sexo tampoco se ha movido lo más


mínimo. No hay nada que dos (o tres o cuatro) personas en el Occidente del
siglo XXI no hicieran ya en la Grecia de Pericles. Si alguien puede, hoy en día,
imaginar alguna práctica sin pilas, eso ya se ha hecho. Como lo único que ha
variado es el decálogo moral con el que se juzga la sexualidad humana, los
efectos de nuestra condición de seres sexuados se han modificado en la
interpretación moral que socialmente hacemos de ellos, pero no los efectos en
sí mismos.

Algunos de esos «efectos» los hemos regularizado (como la pornografía),


otros los hemos obviado (como el sexo de pago), otros los hemos condenado
(como la pederastia) y otros, simplemente, los hemos banalizado (como la
orgía). En general, todo el fenómeno de la sexualidad lo hemos hecho
«problemático» y por tanto lo hemos convertido en algo necesariamente
sujeto a control a través de los canales jurídicos, morales y religiosos
habituales, ayudados en nuestros tiempos, y ésta es la novedad con relación a
tiempos pretéritos, por las recientes ciencias médicas.

Hasta los más célebres elementos que nuestra industria del ocio comercializa,
dildos o consoladores, existen desde que existe la capacidad de
representación. Sólo hay que aplicar nuevamente el desarrollo tecnológico
para diferenciar un consolador de látex de uno de madera de manzano. Sobre
el cómo usarlo o para qué, seguimos sabiendo lo mismo.

—Pero ¿puedo llamar con él? —le dije, un poco mosca, al solícito vendedor del
área de telefonía.

—Naturalmente —respondió.

Comunicar íntimamente con la gente, o con una misma, desde que a los
móviles los enseñaron a vibrar, es una tarea de lo más sencilla.
Los prejuicios sobre el sexo siempre han sido los mismos

Eras, que era un dios para los Antiguos, es un problema para los Modernos.

Denis de Rougemont

El metro trotaba como una cebra loca por la sabana.

De todos los metros que conozco, el de París es probablemente el más


funcional, pero a buen seguro no es el más cómodo. Volvía del apartamento
de Claire y me dirigía hacia el Instituto de Lenguas Orientales para asistir a
clase. En el vagón y junto a mí (contra mí, adherido a mí) un joven magrebí,
grueso y desaliñado, hablaba acaloradamente con otro. Aunque apenas les
separaba la distancia de un papel de fumar, el tono de su voz era alto, de
manera que todos los del compartimento (y probablemente los de media
Francia) podíamos oír sus opiniones:

—Lo que yo te diga: maricones los ha habido siempre.

El otro asentía.

—Y además, ¡los maricones siempre han sido maricones! Me sujeté con


firmeza a la barra, no para golpearle, sino porque me caía; el metro de París,
a hora punta, podría ser una atracción de éxito en Eurodisney. Pédé fue el
término francés que empleó. Un término despectivo que he optado por
traducir, muy a mi pesar, por «maricón».

Las palabras no son inocentes. Conllevan implícito, en su semántica, algo más


que aquello que significan. Una connotación despectiva como la de este
término siempre implica una condena moral a la práctica que representa. Es
la doble humillación del prejuicio: en palabra y obra.

Solemos creer, como mi vecino de «trote» en el metro, que los estigmas y


prejuicios en el sexo siempre han sido los mismos a lo largo de la historia de
nuestra cultura. Esto es un engaño de nuestro «discurso normativo del sexo»
que hace que creamos que nuestro Modelo de sexualidad es eterno, único y
por lo tanto infalible (y posiblemente dictado por algún Dios legislador o por
una «biopolítica» o «sanidad pública» tan eterna, cierta y aparentemente
única como Él). Ni siempre ha habido las mismas condenas a determinadas
prácticas eróticas, ni siempre a estas prácticas se las ha denominado con un
apodo despectivo.

A Claire la conocí en la iglesia de Saint Julien le Pauvre. Los centros de culto,


contrariamente a lo que se pueda pensar, no son un mal sitio para activar el
deseo. Había quedado con unos amigos para asistir a un concierto que una
orquesta de cámara interpretaba en el recinto de esta iglesia. El programa
incluía una pieza para flauta de Antonio Vivaldi: II cardellino .
Cinco minutos antes de iniciarse el recital, el público comenzó a ocupar sus
asientos, pero mis amigos no llegaban, así que decidí no esperarlos más y
entré. A mi izquierda se sentó una chica. Con su corto pelo negro arreglado
«a lo garçon », impecablemente vestida con un traje de tul oscuro generoso
de transparencias y un fular verde, el aleteo de sus pequeñas manos parecía
rebuscar por el aire algún recuerdo perdido.

Nos miramos furtivamente durante todo el concierto. Cuando concluyó, se


dirigió a mí con un aire tímido y una sonrisa que hubiera embrujado a todas
las hadas del bosque:

—Aquí, en Saint Julien, los jilgueros cantan de otra manera. Aquella noche no
regresé a casa. Pasé la noche, la aurora y el alba en el apartamento de Claire,
en el distrito quinto.

Nuestros prejuicios existen desde que existe «nuestra» sexualidad moderna.


Posiblemente se pueda datar este inicio en el primer tercio del siglo XIX (ese
momento que se recoge bajo el epígrafe, un tanto anglófilo, de época
victoriana). Es en ese tiempo en que los sistemas de producción (la
Revolución Industrial), la consolidación de una clase social poderosa (la
burguesía) o los avances científicos (Darwin y el evolucionismo) generan un
marco que obliga a que la ciudadanía y sus prácticas tengan que empezar a
estar sometida a control. Es el nacimiento de la «clínica», de la sociedad de
«control» (Foucault dixit ) frente a una pretérita de «encierro» y es el
momento en el que la sexualidad, sometida a los rigores de una diagnosis
clínica, se hace «problemática». Y ya sabemos; para que surjan los estigmas,
los prejuicios, las condenas y los miedos, tiene que existir algo que
consideremos un problema.

Es el tiempo en el que surgen neologismos como «sexo», como


«homosexualidad», como «vida sexual»; palabras que antes no existían y que
se «inventan», desde el ámbito de la clínica para designar, controlar y
gestionar nuestra condición de seres sexuados. Antes, desde las instituciones
morales se hablaba, por ejemplo, de «pecados de la carne», de «sodomía» o
de «deber conyugal».

La importancia de los términos.

Un chiste grueso:

El joven se acerca a su padre apesadumbrado.

—Papá, es que tengo que confesarte una cosa…

—Dime, niño —responde toscamente el padre.

—Verás… es que soy homosexual.

—Pero, niño, vamos a ver, ¿tú tienes estudios?


—No, papá…

—Entonces tú no eres homosexual, ¡tú lo que eres es maricón!

Claire era una chica extraordinaria: compleja, divertida, incisiva y generosa


sexualmente. El poco tiempo que pasé con ella es un hermoso recuerdo.
Mientras nos amábamos (creo que yo llegué verdaderamente a amar a Claire)
creí que, posiblemente, había encontrado lo que afectivamente llevaba ya
mucho tiempo buscando.

Recuerdo sus salidas tempranas en busca de los croissants de la panadería de


la esquina del boulevard Saint Germain, calientes, frágiles y que se licuaban
en cuanto entraban en contacto con la lengua (el croissant es un invento
austríaco muy popularizado, pero creo firmemente que un croissant francés
es otra cosa). Recuerdo los desayunos, juntas, en el pequeño apartamento;
ella tranquila y yo siempre apresurada, confundiendo en más de una ocasión
las sábanas con el abrigo. Recuerdo cómo le sorprendía mi ardor sexual
cuando nos entregábamos al bello fornicio y recuerdo nuestras discusiones
cuando ella repetía aquello de «las mujeres siempre hemos tenido menor
ardor sexual que los hombres»; porque, a mi juicio, el de entonces y el de
ahora, aquello no era más que un tópico y una idea errónea insertados en
nuestro imaginario para someter el deseo sexual femenino.

No, querido compañero de tren de aquel día, ni los homosexuales han existido
siempre, ni siempre han sido homosexuales. En Roma, por ejemplo, existía la
práctica sodomítica (antiquísima, ya que debe de remontarse, posiblemente,
al día que descubrimos que los humanos teníamos un orificio entre las nalgas)
y una actitud frente a ella. En la pragmática y casta Roma, no existían los
«homosexuales» (y no sólo porque faltaran unos dos mil años para inventar el
término); existían los activos y los pasivos. Los primeros (los que daban) eran
los «virtuosos», pues conservaban la virtus, el vigor sexual que debía
acompañar a todo hombre que pudiera considerarse como tal (¡cómo ha
cambiado el sentido de la «virtud»!), mientras que los segundos eran los
«impúdicos» y normalmente quedaba reservado este papel a esclavos,
jovencitos por aprender o a cortesanas que no hubieran adquirido un rango
importante en el escalafón social.

Caso similar era el de las prostitutas, hoy llamadas «putas», con todas las
letras. En Roma, las lupas (las «lobas») eran respetadas y consideradas
necesarias, aunque los «lupanares» solieran situarse en la periferia. Incluso el
castísimo censor de Catón hacía una apología de ellas por considerarlas
necesarias en el orden social para proteger la «pudicia» de las esposas. Quizá
tuviera algo que ver en su apreciación que, en el origen legendario de la
gloriosa Roma, una «lupa» amamantó a los fundadores. En la libertina,
creativa y hedonista Grecia antigua, las hieródulas tenían además un papel
sagrado y su entrega generosa al prójimo era sinónimo de amor universal y
desinteresado; raros eran los templos o las festividades en los que en algún
momento las mujeres de cualquier condición no se entregaban a todos
aquellos que lo deseaban.
Cada marco moral tiene sus propios prejuicios, sus condenas y sus miedos;
creer que el nuestro no es sólo uno más, es estar condenado a respetarlo.
Como decía Georges Bataille: «Una conciencia sin escándalo es una
conciencia alienada».

Dejé a Claire cuando acabé mis stage en París. Tuve noticias suyas un tiempo
después, a través de un conocido común, cuando yo ya trabajaba en una
multinacional de Barcelona. Supe que Claire se había casado con un
publicista… y añoré los «bollos».
La primera vez es crucial

—Allí, bajo este roble, fue donde hice el amor por primera vez. Respiró
melancólico y prosiguió:

—Su madre, lo recuerdo bien, estaba aquí, justo donde yo me encuentro.

—¿Aquí?… —preguntó el otro espantado, viendo la corta distancia hasta el


roble.

¿Y ella, qué dijo?

—Beeeeeeeeeeee.

Chiste viejo que me contó alguien que sabía lo que era tratar con las cabras.

A mí no se me ocultó nada, pero tampoco se me dijo nada.

Mi madre me miraba desde la pequeña ventana del undécimo piso cuando


cruzaba la calle para ir al colegio. Todos los días. Entre los trece y los quince
años.

En los pabellones militares donde vivíamos, en espera de que le fuera


asignado un destino a mi padre, había una biblioteca. En la biblioteca,
aprendí lo que una niña puede aprender de sexo, antes de que llegase mi
primera regla, antes de que mi padre me comprara las primeras compresas.

En los sótanos de los pabellones militares, estaban el aparcamiento y los


contenedores de basura. En los sótanos, cerca de la puerta del ascensor,
dejaba que algunos chiquillos me besaran con lengua y me tocaran el pecho.
Antes de ponerme la ortodoncia dental, antes de que mi madre me comprara
los primeros sostenes.

Determinar la primera vez no es fácil. La primera vez siempre viene


precedida de muchas pequeñas primeras veces. La primera vez que amamos
siempre hemos amado muchas veces antes. La primera vez que reímos es la
primera vez que tomamos conciencia de que reímos. Y la única primera vez
que existe es, sólo, la que recordamos como tal. O la que nos hacen recordar.

Con la sexualidad sucede lo mismo. Nuestra primera actividad sexual,


derivada de nuestra condición de seres sexuados, se produce mucho antes de
que tomemos conciencia de que hemos puesto en práctica esa condición, y la
toma de conciencia es la que imprime nuestro recuerdo.

En seres sociales como nosotros, la toma de conciencia es un estado que no


se alcanza siempre en soledad. No somos siempre nosotros mismos los que
tomamos conciencia de algo; son los demás los que nos la hacen tomar. Es el
«ojo social» el que nos obliga muchas veces a «pensarnos», a concienciarnos
en una situación o en una acción concreta. Son los otros, los padres, los
amigos, los maestros, los que en la mayoría de ocasiones nos «otorgan» la
conciencia. La primera vez que nos dicen «eso no se hace», «eso no se toca»,
«eso no se dice» o «eso no se piensa» es cuando nos vemos a nosotros mismos
haciendo, tocando, diciendo o pensando eso.

La conciencia es, muchas veces, la vista propia apoyada en la conciencia de


los otros. La voz ronca con la que nos habla el control social, la moral y el
orden. El juicio del otro hecho yo.

Fui a un centro de planificación familiar al poco de tener mi primera


menstruación, que apareció justo el día que cumplí los catorce años. Llegué
sola, di mi nombre y esperé en una silla niquelada. La mujer centroafricana
que se sentaba a mi lado sonrió. Me cedió el turno cuando el ginecólogo le
ofreció pasar.

No hubo, lo recuerdo bien, ningún gesto de sorpresa en aquel médico cuando


le expliqué que quería que me recetara la píldora porque deseaba mantener
relaciones sexuales con penetración. No hubo ninguna recomendación,
ninguna valoración, ningún juicio. Me examinó sobre la camilla. Mientras él
observaba bajo el pequeño delantal blanco, me hizo algunas preguntas. Yo le
respondía, mirando de reojo, para distraerme, el dibujo sobre la pared del
aparato reproductor masculino y femenino. Me entregó una receta de
Diane 35, tres folletos y dos preservativos. No hubo ningún traumatismo en el
proceso que, desde la biblioteca al centro de planificación, permitió el que yo
adquiriera la prevención necesaria para afrontar un encuentro. No es
necesario, eso también lo aprendí con la bibliotecaria y el ginecólogo, apelar
al miedo de los «adultos» (o de los que siempre se presentan como nuestros
adultos) para establecer una prevención, por muy niño que se sea.

Al llegar a casa, guardé la receta entre las hojas de un libro y la bolsa con lo
demás en el armario, bajo mis braguitas y junto a mi diario. Un día, al poco, lo
descubrieron todo. Y de mi determinación se hizo una jaula para encerrar
grillos y de mi curiosidad, un problema.

Parece ser que en la sexualidad humana hay un momento crucial, en el que


debemos tomar conciencia de que hemos hecho uso de nuestra condición de
sexuados: el primer coito. No puede ser, naturalmente, de otra manera. Todo
está preparado por el gran animal social para que no nos perdamos un solo
detalle de este gran espectáculo público: la pérdida de la virginidad. Quizá,
con tanta magnificación, tanto preparativo y tanta grandilocuencia moral, lo
único que nos perdemos es el propio coito en sí. A cambio de que podamos,
eso sí, recordarlo como «la primera vez».

Virginidad/himen/coito parece ser la tríada con la que se escribe el relato de


ese presumible rito iniciático. Un rito iniciático, así nos lo hacen creer, en el
que todo se pierde: la inocencia, la virginidad, el himen…, y nada se gana.
Como si con la primera palabra que leemos se perdiera vista, como si con la
primera duda que aparece se perdiera inteligencia. Hemos hecho de la
primera vez una preocupación y no un mérito, un peligro y no un aprendizaje,
una vuelta y no una ida, la llegada del príncipe azul y no el beso a la rana. Y
hemos hecho y seguimos intentando hacer, de un encuentro, realizado desde
el desconocimiento y apadrinado por el fracaso, un condicionante existencial
para el resto de nuestras vidas.

Me gustaría explicar algo sobre el himen, sobre cómo se debilita, si no se ha


desprendido antes, para permitir el paso de la primera menstruación, sobre
cómo ser virgen es ser, implícitamente, ignorante y de cómo el coito no es
más sinónimo de nuestra sexualidad que el roast beeflo es de nuestra
alimentación. Pero dejaré esas explicaciones para los que las temen, porque
los que no las temen ya las conocen.

Perdí mi virginidad un 17 de julio de 1984, a las 02.46.50 de la madrugada…


lo sé, a veces me repito. Yo debí de dejarme el himen en algún lugar entre el
gimnasio y el sótano. Quizá estampado en el botón del lúgubre ascensor
enmoquetado de terciopelo rojo que me bajaba del piso undécimo al sótano.

Fue en una cama, en el campo, en casa del novio de la amiga donde me


alojaba. La única sensación que recuerdo, después de alojar un ratito el pene
de Edouard en mi vagina, es que aquello lo iba a recordar.

Creo que fue Shakespeare quien dijo: «La memoria es el centinela de nuestro
espíritu». Guardias, celadores, cabreros… Quienes hicieron de aquello algo
trascendente son los que siguen vigilando mi alma.

Y la de todos.
El impulso sexual empieza en la adolescencia

Un niño no tiene necesidad de escribir, es inocente.

Henry Miller

Inocente es aquel que no es culpable. El que está exento de culpa o,


etimológicamente, «el que no perjudica». Como los niños. Si la infancia es «la
edad de la inocencia», la inocencia, como ausencia de culpa, es un bien
caduco. Llega un día en que devenimos culpables, en el que dejamos de ser
inocentes, en el que alguien nos culpabiliza de algo.

Devenir culpables es un proceso gradual de aprendizaje, se aprende a ser


culpable, a dejar de ser niño, y esa enseñanza de la culpabilidad es quizá el
gran aprendizaje que realizamos a lo largo de nuestra infancia. Hasta que
llega el momento en el que tomamos conciencia de esa gran culpa que nos
han dicho que hemos cometido. Más o menos cuando los genitales se
engrandecen, cuando aparece vello en zonas que antes eran púberes,
inocentes, y cuando la capacidad reproductiva asoma por alguna esquina de
nuestra ropa interior. Eso es la adolescencia.

«Ya es una mujer…», es una fórmula convencional de despedida. Por eso los
padres la dicen con nostalgia, en voz baja, como si recitaran una salmodia.
Nos la escenifican como la pérdida de algo, en la que se agitarían pañuelos de
no ser por la urgencia de tener que limpiar afanosamente las primeras
manchas, las pruebas del delito, los estigmas de nuestra culpabilidad.

Es la partida sin retorno del Paraíso, dejando en él, olvidado, como si se nos
hubiera caído de los bolsillos, junto a los cromos o el olor del osito, algo que
ya nunca más podremos recuperar: nuestra condición de inocentes. Es
entonces cuando podemos empezar a actuar como culpables, es entonces
cuando nos sentimos culpables, después de que toda la culpabilidad que nos
han ofrecido la aceptamos como nuestra. Eso es la juventud. El resto del
tiempo, sólo «maduramos» lo que nos enseñaron en la infancia, asumimos en
la adolescencia y pusimos en práctica en nuestra juventud. Para que seamos
capaces de culpabilizar a otros inocentes.

Nuestra existencia es la historia de una culpa asumida que transmitimos


como la peste. Escribía Thomas Bernhard que «la infancia es un agujero
negro donde hemos sido precipitados por los padres y del que hay que salir
sin ninguna ayuda. Pero la mayoría de la gente no consigue salir de ese hoyo
que es la infancia, están allí toda su vida, no salen y son amargos». No
salimos de la culpa donde nos precipitan… quizá porque, para despojarse de
ella, hay que recuperar la inocencia.

Las sábanas solían ser de un estampado con flores rosas. Su olor era de
almidón, de fin de semana y de la piel tibia de Isabelle. Mi prima.
Es un esquema perverso el de la culpabilización. Eso sí que es perverso, y no
besar una flor. En todo ese proceso, nos han encontrado una serpiente que
roba el fruto y nos lo ofrece. La serpiente es el sexo y la manzana es el
conocimiento del sexo. Mientras existe la inocencia, el sexo no está. No hay
jardín de las delicias o Edén en el que habite un solo reptil. Cuando
mordemos la manzana de nuestro propio conocimiento de seres sexuados,
somos fulminantemente expulsados de la inocencia, de la falta de culpa.

Así nos lo hemos creído porque así nos lo han vendido (los mismos, entre
otros, que inventan los paraísos, las serpientes, las manzanas y hacen que los
niños nazcan con un pecado original que sólo se puede lavar con el
sacramento del bautismo; con la adhesión al club de los libertadores que nos
salvan del pecado que ellos inventaron).

Pero sucede que los niños, los angelitos, son, contrariamente a lo que cuenta
la leyenda, seres sexuados, como los adultos. Sólo que sin sentimiento de
culpa por ello. Sin el sentimiento que les imbuimos en la infancia y asumen
plenamente en la adolescencia, cuando pueden empezar a pensar en hacer
uso de su condición de sexuados. Porque el «sexo» no es «lo que los adultos
hacemos con los genitales». Para el sexo, no hay que esperar a que se cubra
nada de vello, o que encontremos un agujero que tapar o dejarnos tapar o que
tengamos plena conciencia del problema que nos hacen creer que es el sexo;
para el sexo, sólo hay que nacer.

Isabelle había cumplido los doce años dos meses antes que yo. Ambas
vivíamos nuestra adolescencia de fin de semana juntas. Su casa estaba en el
campo. Cerca de la entrada había un columpio, atado a las ramas de una
encina, donde se producían nuestras mayores discusiones. Calentábamos
agua ficticia en teteras de plástico y servíamos el té, en riguroso orden, a los
muñecos que se habían congregado alrededor de la mesa. Yo siempre
procuraba darle el trozo de pastel más grande a mi nounours , aunque no
siempre era fácil, porque Isabelle también tenía su favorito. Así que volvíamos
a discutir. Veníamos haciendo esto desde hacía años, y yo encontraba que eso
era ya cosas de niñas, pero Isabelle siempre prefería eso a ir a ver jugar al
fútbol a los chicos. A mí me gustaba Hervé y a Isabelle también. Por lo que
acabábamos discutiendo. Como cuando ella se empeñaba una y otra vez en
poner el mismo disco de música pop en el tocadiscos que le acababan de
regalar.

En el cobertizo nos contábamos nuestros secretos. Resulta curioso la de


secretos que tienen unas adolescentes. Allí le expliqué mi primer beso y allí
nos bebimos dos botellas de vino rancio que acabaron con nosotras. Un día,
encontramos un gatito volviendo del pueblo. Pese a nuestra insistencia, no
conseguimos que Isabelle pudiera quedárselo. Su padre se lo llevó.

En el camino que iba de la casa al pueblo fue donde me caí por primera vez
de una bicicleta (creo que, desde entonces, no he vuelto a subir a ninguna).

De noche, cuando no nos dejaban salir con el grupo, veíamos la tele con
nuestros padres. Los mayores tenían una especial habilidad para detectar los
cuadraditos blancos que aparecían en pantalla. En cuanto uno de ellos
asomaba, señal inequívoca, en Francia, de que el programa era para adultos,
nos mandaban a la cama.

Allí jugábamos, con la luz de una linterna, a papas y mamas. Y claro, los papas
y las mamas se besan y se tocan. Determinar quién hacía de papá o de mamá
era sencillo. Allí, casi nunca discutíamos.

Durante mucho tiempo, el ir, los fines de semana, a casa de Isabelle fue para
mí uno de los pocos alicientes de mi adolescencia.

El sexo no es tampoco la puesta en práctica del sexo. Igual que el lenguaje no


es el habla. El adolescente es una persona apasionada que balbucea. El niño
es una persona receptiva que todavía está pensando lo que va a decir. Ello no
implica que haya que protegerlos a ambos del lenguaje. A ellos habría que
protegerlos de la culpa muchísimo más que del sexo. Hay que protegerlos del
miedo de los adultos.

De lo que los adultos entendemos por sexo, bastaría con no mostrarles el


«espectáculo» del sexo. Y eso, muchas veces, más por las estupideces que
conlleva que por lo que de hiriente pueda tener para sus sensibilidades. Si
tienen que entender algo, que no sea una estupidez lo que entiendan.
Hagamos de su inocencia un fin y no un preámbulo para la culpabilidad. Y
dejemos de creer, nosotros los adultos, que la inocencia es la negación de su
sexualidad, sólo porque ya no recordamos lo que es ser inocente. Como decía
Jean Giono: «La inocencia es siempre imposible de demostrar»… sobre todo
cuando todos tenemos una prima a mano.
Los preliminares sirven para preparar el coito

Precalentar el horno, en posición gratinador, a 170 °C.

Colocar el pollo en un recipiente apto para el horno. Calentar a media altura


durante 12 minutos.

Sírvase caliente.

Anónimo

Extraído de los «Consejos de preparación» de un plato precocinado.

La glicinia estaba plantada desde hacía casi dos décadas. Sus racimos de
pequeñas flores violáceas cubrían el balcón de nuestro dormitorio.

«Preliminar» significa «antes del umbral»; se entiende, por tanto, que es


aquello que precede al paso por el quicio de la entrada. El uso del término
lleva implícito, en sí mismo, que la acción importante va a ser la «entrada».
Antes de entrar podemos divagar o despistarnos, pero nuestro destino está,
desde el momento en que tenemos conciencia de que lo que estamos haciendo
es un preliminar, determinado a alcanzar lo que verdaderamente entendemos
como significativo: entrar, alcanzar aquello que contiene el liminaris (el
«umbral»). Antes de entrar, cuando hablamos de «preliminar», nuestros pasos
ya están encaminados inexorablemente hacia la entrada (y condicionados por
ella).

En nuestro «discurso normativo del sexo», los preliminares son todas aquellas
acciones que anteceden al coito; aquellas que permiten su correcta
realización. Si no hiciéramos del coito la materia gruesa, el centro de la
erótica, no existirían preliminares, del mismo modo que no entendemos que
existan preliminares para los preliminares. Esta fijación por la «entrada», que
cataloga todas las otras eróticas como anticipos o «preliminares» a él, es lo
que llamamos «coitocentrismo».

Dicen, los que saben de estas cosas, que la hormiga es un insecto


himenóptero porque tiene una metamorfosis complicada y una boca que es a
la vez masticadora y lamedora. Y es, como los poetas, buscadora de flores, a
las que se arrima incansablemente en busca de néctar.

El término «parafilia» significa etimológicamente «al margen del amor». Nos


hemos referido en alguna ocasión a este epígrafe que es la «versión
actualizada» de lo que entendíamos por psicopatía sexual y después por
perversión sexual. A la «parafilia» la define el «discurso normativo del sexo»
como aquella actividad que se fija y se recrea en los preliminares y obtiene
placer de ellos, despreciando la cópula. Decía Freud, que inventó un
magnífico sistema para decir muchas cosas, que «lo que caracteriza a todas
las perversiones es que desprecian el objetivo esencial del sexo: la
reproducción». Si «preliminar» es una condena nominal para la acción,
«parafílico» es la culpa para el actuante.

Me tumbé desnuda en la cama con las piernas abiertas, dejando que él, una
vez más, me sorprendiera. Jorge abrió el balcón. Pensé que quizá, hoy, íbamos
a ser unos exhibicionistas amantes. Pero no fue así. Dejó que se posaran en su
mano un buen puñado de hormigas que trepaban concienzudamente por las
ramas de la glicinia. Después, las depositó, una y otra vez, sobre mi vientre.
Las hormigas empezaron a distribuirse alocadamente sobre mi cuerpo.
Notaba sus pequeños pies recorriendo desconcertados la extraña geografía de
mi cuerpo. Me estremecí. Jorge volvió a alargar la mano hasta la trepadora y
extrajo, de varios racimos, decenas de pequeñas flores. Algunas hormigas
habían abandonado ya mi cuerpo y vagaban por el páramo de las sábanas. De
pronto, me vi cubierta de flores malvas e, inmediatamente, las hormigas se
reagruparon en torno a ellas. Como con un imperativo marcial e irreprimible,
los pequeños insectos siguieron el rastro azul de su deseo y el circuito
invisible del mío. Se amontonaron sobre el pezón de mi pecho izquierdo,
rebuscando entre las flores con las que Jorge me lo había vestido. Se posaron
sobre la palma extendida de mi mano. Se posaron sobre mi pubis y sobre la
yema de mi dedo que me acariciaba. Y descendieron. Imprevisibles. Temibles.
Fue así como Jorge me tocó sin tocarme. Distribuyendo flores.

Perverso es llamar perverso a lo que no lo es. Perverso es hacer de algo


inconmensurable una imposición homogeneizada sometida a controles de
calidad. Perverso es ponerle nombre, «formicofilia», a lo que no lo tiene.
Perverso es decir que para «comer» (no sólo para comer un pollo
precocinado) hay que precalentar el horno a 170 °C, cocer doce minutos y
servir caliente. Y perverso es el que dice que el Amor está al margen del
amor.

Cuando no sabemos representar porque no hemos entendido lo que vamos a


pintar, a narrar o a razonar, olvidamos los detalles, no somos capaces de
exponer el matiz, aquel lugar, como decía Wilde, donde habita la inteligencia.
El plano de nuestra sexualidad «normatizada» se dibuja con una sola línea: la
que va desde el beso hasta el coito. Lo demás son enfermizas fijaciones que
borramos de la representación, dejándolas en algo, los preliminares, que no
alcanzan el rango de práctica, de erótica.

Decir que «los preliminares sirven para preparar el coito» es dibujar nuestra
sexualidad como los niños dibujan un hogar: con un trazo y un tejado rojo.
«No hay sin duda nada más emocionante en la vida de un hombre que el
descubrimiento fortuito de la perversión al que está destinado». Michel
Tournier sabe, sin duda, que para el orden moral no hay nada más excitante
de reprimir que la perversión que a uno le espera.

Alcancé el orgasmo entre piernas de hormigas y lenguas de flores. Antes de


que cayera la noche, recogimos las flores y a sus fieles amantes y los
devolvimos a su jardín. Ahora, en otoño, espero la primavera y que nuestro
balcón se cubra de flores malvas. Y que vuelvan a ellas estos insectos
himenópteros que muerden y chupan.
El sexo sin penetración es incompleto

Se habrá marcado un gol cuando el balón haya traspasado totalmente la línea


de meta entre los postes y por debajo del travesaño, siempre que el equipo
anotador no haya contravenido previamente las Regias de juego.

El gol en el Reglamento Oficial de Fútbol

Raúl era un importante empresario con negocios diversificados en distintos


países de Sudamérica. Una planta de producción de una de sus empresas
textiles se encontraba en Arequipa, en la frontera peruana con Chile. Fue allí
donde, en un segundo viaje, le conocí.

Nacido en Chile aunque oriundo de Europa, hijo de padre español y madre


italiana, hablaba con un curioso acento que hacía que las letras de mi nombre
bailaran cada vez que lo pronunciaba. Atractivo y encantador, sentía
predilección por un magnífico sombrero Panamá que había adquirido en un
reputado sombrerero ecuatoriano. Tenía una preciosa hija de cinco años fruto
de su primer matrimonio. Sus manos eran firmes, su sonrisa acogedora, su
pene no alcanzaba erecto los tres centímetros y sus ojos muy azules
contrastaban con el tono bronceado de su piel.

Cuando lo conocí yo tenía veinticinco años y era la responsable, para el área


sudamericana, de una importante agencia de prensa con sede en Canadá.
Raúl rondaba la cincuentena y, además de mi amante, fue una inestimable
ayuda para coordinar el reportaje especial en el que yo trabajaba.

Proviene de los escolásticos la expresión «todo lo que se hace se hace con


algún fin». Cuando el cristianismo intenta reconciliar lógica y fe en la Edad
Media, mete mano (simbólicamente, claro está) en las causas últimas
aristotélicas para explicar la existencia de Dios. «Nada en vano» propuso el
bueno de Aristóteles, del que nos han llegado muchas cosas, como, por
ejemplo, el que además de ser un pensador brillante, o quizá por eso, sentía
una especial predilección por la practica erótica del homo equus .

Con esta «lógica de la finalidad» se generó un término: «teleología», cuyo uso


hoy en día está bastante restringido a discursos teológicos y filosóficos. Pero
si bien la palabra, que suele emplearse como sinónimo de «finalidad», se
emplea reservadamente, el concepto está en plena vigencia. «Las cosas las
hacemos porque pretendemos alcanzar un fin; si no, no tendría sentido
iniciarlas» podría ser el lema que acompaña este pensamiento de los fines.

Nuestra cultura es una cultura finalista. Arrancando en una idea muy


cristiana y siguiendo, por ejemplo, la estela de un mal leído Maquiavelo,
nuestro orden moral, social y político viene marcado por preceptos de orden
económicos y militaristas. «Conseguir eso a cualquier precio», «antes la
muerte que el fracaso», «si falla el objetivo, lo que hemos hecho no sirve para
nada», «si la pelota no entra, se nos queda cara de tontos» (que diría un
ilustrado futbolista). Valoraciones que encontramos a diario y que
ejemplifican esa lógica del objetivo, pueril y un tanto ingenua, pero de enorme
utilidad en una sociedad de la libre competencia.

Aterrizar y despegar en Arequipa no es tarea sencilla. Pude verlo a mi


llegada, cuando los Andes parecían rascar la tripa del Boeing. Con Raúl
cogimos un vuelo de la compañía Faucett a primera hora de la mañana, la
tarde suele cubrir de niebla el aeropuerto e impide el tráfico, con destino a
Lima. Hasta entonces nuestra relación había sido estrictamente profesional,
pero algo dicho más allá de las palabras le había hecho regresar conmigo a
Lima.

Hicimos el amor por primera vez sobre una playa a unos trescientos
kilómetros de la capital, allí en Lima ni los pocos barrios residenciales tenían
playas en las que la contaminación permitiera el baño. Alojé mi boca sobre su
pecho recubierto de la sal del Pacífico, mientras él mesaba rítmicamente mi
pelo. Acaricié su costado hasta que mis dedos toparon con la cinta del
bañador. Recorrí el borde del traje de baño casi de puntillas hasta que
alcancé el nudo que lo cerraba. Noté cómo su respiración se volvía un
susurro. Lo deshice con facilidad y llegué, con la punta del índice, hasta su
glande. Nada, ni a él ni a mí, nos inquietó ni nos detuvo. Ni la práctica
imposibilidad de colocar un preservativo, que no podía sujetarse en ningún
sitio, ni el que yo tardara más tiempo en localizar su pene que en acariciarlo.

Nunca le pregunté cómo había podido tener una hija, nunca me lo dijo, quizá
porque nunca hizo falta.

Al sexo sólo le ponen objetivo los que pretenden algo. Ni siquiera el orgasmo
y muchísimo menos la penetración son un objetivo digno del sexo. Me
explicaba un día un amigo que lo «completo» implica que nada queda fuera,
lo completo trae consigo el que no haya un origen ni un destino, sólo un
tránsito. Nada cerrado puede ser tampoco completo.

Creer que la interacción sexual se «completa» con el coito es como creer que
la vida se completa con un Mercedes SLK. Igual de frustrante, igual de
enervante, igual de traumatizante, igual de débil. La inmensa mayoría de las
ansiedades que desembocan en disfunciones sexuales (impotencia,
eyaculación precoz, vaginismo…) provienen de esa obligación
malintencionada de darle sentido a la interacción sexual con el coito de
cierre.

—¿Sabes cuál es el último chino del listín telefónico?

—No —respondió el otro.

—Chim Pum.

El Chim Pum final, la mascletá , el postre, el eureka obligado que culmine una
relación que nos han estandarizado en todo y cada uno de sus puntos gentes
que sólo saben de puntos, de líneas rectas y de dos dimensiones.
El sexo, como un viaje planificado por una única y ecuménica agencia de
viajes que nos marca las paradas, que nos escoge los hoteles, que nos
programa las actividades, que nos desplaza a las tiendas de souvenirs y que
nos ofrece el coito como un único destino. Pero, en la lógica del viaje, sólo los
hombres de negocios tienen un destino, para los viajeros su destino es el
viaje.

Raúl me pidió en matrimonio. Fue a mi regreso a Madrid. Y yo, con


veinticinco años, lo dudé. Dos días. Ello liquidó la relación ilusoriamente
estable que mantenía en España. Bueno, eso y una decena de tipos más que
aparecieron (o que dejé que se filtraran) en los últimos tres meses. Desestimé
el amable ofrecimiento de Raúl, pese a que con él no sólo había aprendido un
poco mejor cómo funcionaba la economía en América Latina, si no, sobre
todo, que el sexo debía tener una finalidad más allá de una imposible
penetración.

Se me permitirá que no sea literal en la transcripción, los recuerdos siempre


son más creaciones nuestras que de otros, pero Paul Valéry anotaba en su
cuaderno de 1940 una nota que terminaba diciendo algo parecido a lo
siguiente: «Otra de las “aberraciones” de la sensibilidad es ese interés
persistente por atravesar la idea simplista de la finalidad».

Un poeta que, sin duda, no entendía gran cosa de fútbol…


El sexo con éxito acaba en el orgasmo

Continuo, nua. (Del lat., continüus).

1. adj. Que dura, obra, se hace o se extiende sin interrupción.

Éxito. (Del lat., exïtus, salida).

1. m. Resultado feliz de un negocio, actuación, etc.

Del Diccionario de la Real Academia Española

Felipe era el propietario y gerente de varias zapaterías en Barcelona. Como


amante era desinhibido y descarado, aunque respetuoso. Me gustaba.
Nuestros encuentros sexuales tenían lugar en el pequeño apartamento que yo
tenía alquilado. Cuando me anunció que iba a comprar un piso y que le
gustaría que nos fuéramos a vivir juntos a él, di por concluida nuestra
relación.

Nuestra cultura está hecha de principios y fines. Todo empieza y todo acaba a
partir del intercambio de conceptos antagónicos; nacimiento/muerte,
sonido/silencio, día/noche… Sin embargo, no todas las culturas opinan lo
mismo. El diagrama que refleja el fluir del ying y del yang ilustra el
movimiento perpetuo de las esencias; nada empieza y nada acaba, todo fluye,
y cuando alcanza un máximo, este máximo ya contiene en sí mismo su
opuesto. «El día empieza a medianoche», dice el pensamiento taoísta; cuando
creemos que algo ha alcanzado su final, no está nada más que iniciando su
inicio. En la pintura naturalista japonesa, por ejemplo, el todo sensible, lo que
llaman «las mil cosas», son manchas de tinta espontáneas pero reconocibles:
el mar, las nubes, la montaña, los pájaros, el campesino… Sin embargo, cada
uno de esos elementos representados parece que vaya a convertirse, en
cualquier momento, en el otro. La maestría de pintor está en saber reflejar
esto: la diferenciación de las cosas constituidas por lo mismo. La
individuación de lo que está constituido por lo mismo en perpetuo
movimiento, en insaciable cambio.

En un plató de televisión conocí a Manuel. Médico de profesión,


participábamos, junto a otros invitados, en un debate bastante riguroso. Al
acabar, nos intercambiamos los teléfonos. Fue, después de la cena, cuando
me decidí a aceptar su invitación para continuar la charla en su casa. Cuando
desabrochó mi sujetador y apoyó su mano sobre mi pecho, me levanté y di por
finalizada nuestra relación.

Una de las muchas cosas que en materia sexual confundimos es el «sexo» con
la «interacción sexual». Lo primero hace referencia a todo aquello que se
desprende de nuestra condición de seres sexuados. Lo segundo se refiere al
uso que hacemos de esa condición durante un encuentro con otro ser humano
o con cualquier elemento que nos impulse a manifestarnos sexualmente
durante un tiempo determinado. Lo primero es como el lenguaje, lo segundo,
como una opinión dada a un conocido. Lo primero está vigente en nosotros
desde que nacemos hasta que morimos, lo segundo existe mientras se
prolonga el encuentro.

El «sexo» no entiende de principio ni final. Tampoco se define, ya lo hemos


dicho en algún momento, a través del «orgasmo». La «interacción sexual»
opera, normalmente, siguiendo unos mecanismos que se conocen como «la
respuesta sexual humana» o por las siglas DEMOR (Deseo, Excitación,
Meseta, Orgasmo y Resolución). Pero no siempre es así de lineal y previsible.
En ocasiones una «interacción sexual» se agota en el deseo, otras en la fase
de excitación y otras en la meseta. La ausencia de orgasmo no implica, en
ningún caso, que el encuentro no haya existido, o que haya sido incompleto o
que se tenga que interpretar como insatisfactorio.

Borja era vecino mío. Tenía un pene de dimensiones descomunales que


manejaba con cuidado. Su piel era tostada y su acento sureño puso música a
algunas de mis noches. Cuando su novia se quedó embarazada, concluimos
con nuestra relación.

La satisfacción suele ser un asunto mucho más cultural de lo que creemos y


mucho más subjetivo de lo que nos suelen hacer creer. Sentirse satisfecho
depende en gran medida de la escala de valores que hemos ido adoptando,
pero la satisfacción, como ocurre con la decepción, es siempre una
interpretación subjetiva que hacemos de unas circunstancias concretas.

Si creemos que para alcanzar el éxito en una interacción sexual debemos


obtener un orgasmo, nos frustraremos en el caso de que esto no suceda. Si
entramos condicionados en ese encuentro por ese objetivo de finitud, el
orgasmo, además estaremos generando, sin darnos ni cuenta, una enorme
tensión que nos va a sabotear, además del destino, el propio viaje.

La inmensa mayoría de las consultas que recibo sobre dificultades sexuales


comunes, como la eyaculación precoz, el vaginismo o la impotencia, tienen
siempre un mismo origen; la obligatoriedad ineludible de procurar el orgasmo
propio y el ajeno. Esa imposición proviene a su vez de que hemos equiparado
el éxito al orgasmo, como en lo humano equiparamos el éxito al volumen de
una cuenta bancaria. La misma lógica, la misma necedad. Esclavos
ocasionales pero serviles de un éxito mal entendido.

Todo terminó con Andrés cuando se masturbó delante de mí. No es que me


importara lo más mínimo que nuestra relación erótica pasara por esta
práctica o que la hubiera puesto en escena sólo unas horas después de
conocernos. Fue más bien un «defecto» de estética. Su manera de jadear, el
aire rosado de sus pezones, los movimientos convulsivos de sus manos…
completaron un cuadro que no me apetecía volver a ver.

Hablábamos de los japoneses y su estética. Ellos utilizan un concepto, shibui ,


intraducible a nuestro idioma e incomprensible a nuestro pensamiento. La
estética o el «buen gusto» derivados del shibui consiste en apreciar la belleza
de lo incompleto, de lo insípido, de lo que nos deja la libertad para construir
lo que pueda faltar, el disfrute de lo que no se ve pero está. Mejor que yo lo
explica, por ejemplo, el probar el sashimi y tan bien como él, lo cuentan las
relaciones que no acaban en orgasmo y nos colman.

Desde mi ruptura con Felipe hasta la salida del piso de Andrés, entre los
primeros días de junio de 2003 hasta mediados del mismo mes, se produjeron
varios finales para varios principios, todos en una sola continuidad: mi
sexualidad.
El sexo está para pasárselo bien

(…) Y para disimular que estaba intacta de mi semen, fingió lavarse los
muslos.

Amores . Libro III

Ovidio

El barco zarpó a la hora prevista.

No consigo recordar por qué, en aquella ocasión, utilicé un ferry de la


compañía Grimaldi para desplazarme a Génova. Supongo que la premura con
la que se organizaron mis vacaciones en Italia imposibilitaron que consiguiera
un medio de transporte alternativo.

No soy muy amante de los barcos comerciales. Mi anterior y único viaje


apoyada en el mar, dentro del alma siempre húmeda de una de estas
máquinas, había sido cuando yo apenas contaba con dieciséis años, en un
viaje de Le Havre a Southampton, donde me habían contratado como
monitora en unas colonias veraniegas. La experiencia no resultó muy
agradable.

Lo que sí recuerdo bien fue el motivo que me llevó a Génova. Debía


encontrarme con Jacopo, con el que había entablado, en el trabajo, una de
esas amistades que van más allá de las palabras y más allá de las manos.
Recorrer con él, durante unos días, el sur de Italia era nuestro objetivo.
Validaron mi pasaje casi tres horas antes de subir por la escalerilla del buque,
así que tuve mucho tiempo para mirar.

El hedonismo es una actitud ante la vida. Es una filosofía vital que prima el
instante sobre el devenir, que reivindica la valentía sobre el miedo, que
respeta la materialidad y cuestiona el espíritu, que gestiona lo que sucede sin
despreciarse por lo que nunca sucedió, que aprecia la lógica de vida y
cuestiona la lógica de muerte, que sabe que lo suficiente es suficiente, que
busca el placer donde está, no donde se busca, que hace de su cuerpo su
aliado, no su prisión, que desea sin que lo esclavice su deseo, que emplea su
tiempo más que su dinero, que hace del placer un entendimiento y no un
elemento de uso y que cree que la felicidad de los otros, que pasa por la de
uno, es alcanzable a poco que la entendamos. El hedonista ejerce el difícil
arte de establecer la paz consigo mismo.

A los seguidores de Epicuro los llamaban los «cerdos», porque, al igual que
ellos, se decía que no podían levantar la cabeza hacia el cielo. Epicuro era un
hombre de salud frágil, que reflexionaba en un jardín, que bebía agua y comía
verduras, aunque no despreciaba el que un día llegara vino o fresas y que
creía que si bien el dolor era inevitable, el sufrimiento podía cuestionarse.
Fue después de que los coches hubieran ocupado la bodega de carga, cuando
nos hicieron embarcar por orden. Reconocí el olor a salitre, a vómito cubierto
de vómito camuflado, a la avaricia de la humedad y a suela de plástico que ha
pisado cloro. La mar parecía calmada. Diecinueve horas de viaje eran muchas.
Toqué su hombro derecho, el que quedaba al descubierto por una guitarra
que le tapaba la espalda. «¿Te apetece que tomemos algo en alguna
esquina?… Supongo que este barco tendrá esquinas…». «Bueno, ¿por qué
no?», me respondió, mientras sonreía como si de la sonrisa hubiera hecho un
oficio.

Con aquel hedonismo de los antiguos, nuestra sociedad ha construido una


justificación de la economía de mercado. Vivimos tiempos de reivindicación
continua del deber del gozo. De un placer asociado únicamente a la posesión,
al consumo. Nos han hecho creer, y hemos caído como pardillos, que nuestra
capacidad para acumular bienes de consumo es el indicativo de nuestro nivel
de felicidad. Olvidando aquello tan sabio de que «las cosas son de nosotros
tanto como nosotros de ellas», que el principio de la pérdida es la tenencia (o,
como apunta aquel viejo refrán castellano, de que «de lo contado el lobo
come») y que, como decía Séneca, «el pobre no es el que tiene poco, sino el
que desea más».

En el sexo, el consumo equivale a la consumación. Hay que consumar a toda


costa, hay que empujar, gemir y alcanzar al orgasmo. De lo contrario, mejor
fingir, mejor engañar, mejor lavarse los muslos como si hubiera que
lavárselos; cualquier cosa antes de reconocer que se ha pretendido comprar
algo y que no quedan fondos en la tarjeta de crédito. Pero tan tiránica y tan
poco hedonista resulta la exigencia de placer como la prohibición del mismo.
Y creer que el sexo es sólo para pasárselo bien es tan necio y estresante como
creer que es malo.

Cuando Javier se colocó encima de mí, saltó la alarma en su rostro. Habíamos


pasado las primeras horas de la noche recorriendo, entre charlas y risas, los
pasillos y las paredes de aquella pecera. Me contó que era músico y que se
dirigía a Génova a visitar a su padre. Le propuse mi camarote, el suyo era
interior y lo compartía con un amigo que lo acompañaba en la travesía. Me
acarició con maestría y yo le correspondí con entrega. Fue después, sobre mí,
cuando su pene perdió la erección, cuando su semblante palideció y cuando
apareció la primera excusa. Por este orden. Recordé el viejo chiste del
«tratamiento». «Entonces, ¿cómo lo hacéis?». «Muy sencillo, con el
tratamiento. Él trata y yo miento…».

Al pronto, la primera excusa se convirtió en una segunda, ésta en una


inquietud, la siguiente en una amargura y ésta en una catástrofe. Traté de
restarle importancia, no porque me hubiera encaprichado de aquel músico
que naufragaba, sino porque, sinceramente, yo añoraba más sus manos que
su pene. Sin embargo, nada de lo que le dije debió de sonarle a cierto. Y allí
concluyó todo.

Nuestro marco cultural regido por las leyes, casi divinas, de la economía de
mercado también se asienta en la lógica de la mortificación de la carne. De
los más de trescientos tratados que sabemos que escribió Epicuro, el
oscurantismo se ha ocupado de dejarlos en apenas tres cartas, de los
Cirenaicos sólo conservamos el nombre, a los Cínicos helenistas los hemos
considerados ágrafos, de Lucrecio ha trascendido una obra (naturalmente
porque antes se le descalificó como loco), etcétera, etcétera, etcétera. De la
mayoría de los templos paganos conservamos las cimentaciones sepultadas
bajo las iglesias cristianas y de sus cultos sólo sabemos lo que dicen los que
los condenan. Mientras que de los demás, de los espiritualistas que han
impuesto el sacrificio y la obediencia sobre el disfrute y el cuestionamiento,
conservamos hasta los restos mortuorios (incorruptos, eso sí).

Es por ello, quizá, por lo que mientras más nos asocian el placer al consumo,
la riqueza a la posesión y el sexo al orgasmo, más estrechos se vuelven los
mecanismos de control y de sanción sobre los medios para alcanzar la
felicidad. Consumir con dinero, enriquecerse adueñándose y correrse tras
meterla de determinada manera y bajo determinado marco y compañía. Eso
es lo que da la felicidad, lo demás son filosofías antiguas…

Al día siguiente, nuestro horario indicaba que debíamos amarrar en Génova a


las siete de la tarde. Lo busqué por el buque. Sin ningún éxito. Tropecé con el
animador que se esforzaba en entregar al grupo de jubilados su dosis de
placer prometida, vi en la pequeña piscina de popa a alguien reclamando a la
empleada porque su cabina de preferente no le garantizaba un sitio en las
hamacas amarillas, y no vi ni rastro de aquella guitarra. Una guitarra que
había aflojado sus cuerdas sólo porque olvidó que el sexo no es ni todo lo que
nos dicen ni para lo que nos dicen, sólo porque creyó que el éxito del
concierto estaba supeditado a unos «bises».
No se puede vivir sin sexo

Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos
por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino
de los Cielos.

Evangelio según San Mateo 19,12

Es difícil encontrar un acto más sexual que la emasculación voluntaria.


Castrarse, para intentar liberarse de la condición de ser sexuado, para borrar,
desde la amputación física, cualquier atisbo de sexo en uno mismo, es un
gesto de infinita exaltación del sexo. Un gesto que sólo un ser sexuado,
extremadamente consciente de su naturaleza, puede hacer única y
exclusivamente a través del sexo. Un gesto que añade más que borra, que
realza más que oculta y que criminaliza a los que, de nuestra naturaleza
sexual, han hecho un crimen, mucho más que lo que purifica.

Hacer del sexo una condena es, ante todo… hacer sexo .

«Sin embargo, es seguro que un eunuco sólo puede satisfacer a los deseos de
la carne, a la sensualidad, a la pasión, al libertinaje, a la impureza, a la
voluptuosidad, a la lubricidad. Como no son capaces de engendrar, están más
cerca del crimen que los hombres perfectos, y son más buscados por las
mujeres libertinas, porque les dan el placer del matrimonio sin que corran los
riesgos». Así lo contaba Ancillon en su Tratado de los eunucos , una
curiosísima obra de principios del XVIII.

Orígenes, el alejandrino del siglo II, uno de los principales exegetas de la


doctrina cristiana, hizo de la autoextirpación de sus genitales una ofrenda. Se
mutiló en un arrebato de deseo por dejar de desear… para entregar un
eunuco a los cielos. Apasionadamente.

Al abrir mi correo electrónico, vi que había recibido una nota de Paul. Junto a
unas líneas, en las que sublimaba el hecho de haberme conocido y me
animaba en mi curiosidad por la erótica masoquista, enviaba tres imágenes:
Paul atado en una cruz de San Andrés, Paul escarificado en una jaula
cilíndrica y el escroto de Paul clavado en una tabla. Supongo que era una
carta de amor.

En la letra de la mortificación, que come de lo que reprime, el sexo también


escribe.

Sofía temía el que su marido la cogiera de la mano cuando llegaba a casa.


Temía su mano meciéndole los cabellos, temía los gestos de complicidad,
cuando sólo él era el cómplice, y temía cualquier cosa que pudiera indicar que
el encuentro sexual estaba próximo. A cambio, a sus sesenta y tres años,
regentaba una cadena de establecimientos de ropa, practicaba el paddle o el
golf antes de incorporarse al trabajo, fumaba dos cajetillas de tabaco inglés al
día y su móvil no se apagaba nunca. Sin embargo, los dolores de cabeza sólo
aparecían cuando no quedaba otra excusa.

La conocí a finales de 1999. Ella sabía que yo, en aquella época, ejercía la
prostitución, sencillamente porque había contratado mis servicios para
demostrarse que su desapego a la sexualidad no era un asunto de preferencia
sexual. Desde entonces, y pese a lo fallido, en lo erótico, del encuentro,
habíamos entablado una peculiar amistad.

Epicuro, en su teoría hedonista, clasificaba las apetencias en naturales y


necesarias, naturales y no necesarias y ni naturales ni necesarias. El hambre,
por ejemplo, era de las primeras, comer un soufflé de langosta, de las
segundas y tomar un sorbete de frambuesa después de haberse comido un
soufflé de langostas en el restaurante más chic de la ciudad, de las terceras.
La felicidad consistiría en satisfacer las primeras, no depender de las
segundas y prescindir de las terceras.

El sexo, como condición consustancial a la naturaleza de lo humano, es


natural y necesario, además de irrenunciable. El sexo no se emascula por más
voluntad que se le ponga. Pero otra cosa es la puesta en práctica de las
actividades que el deseo sexual propone, lo cual es una apetencia natural
pero no necesaria.

El sexo es la propuesta, la capacidad infinita que tenemos de proponer, no


sólo la concreción de estas propuestas. Igual que la escritura es la propuesta
de escritura, no sólo la concreción en un libro. Los que escribimos libros
somos escritores, igual que los que follamos somos sexo, pero eso no significa
que el que no los escribe o el que no interacciona sexualmente no sea
literatura o sexo.

Perder el habla no es perder el lenguaje; el afónico, el mudo o el que quiere


quedarse callado siguen siendo lenguaje, porque el lenguaje es su condición
de humano. Y la humanidad no atiende a negociaciones, a voluntades o a
mutilaciones. Hablar es algo natural pero no necesario. El voto de silencio y el
voto de castidad no eliminan ni el lenguaje ni el sexo, no eliminan nuestra
humanidad, sólo la mortifican.

Sofía me propuso que me acostara con su marido.

Se cuenta que el esteta John Ruskin abandonó las prácticas sexuales cuando
descubrió que su esposa tenía vello en el pubis. De Schopenhauer, sabemos
que su misoginia le hizo permanecer célibe toda su existencia; de Bataille,
que pese a sus magistrales y sicalípticos relatos, sentía terror cuando debía
hablar de sexo o cuando veía una obra de Magritte que representaba una cara
en la que los ojos y la boca habían sido sustituidos por unos pechos y un
pubis. Georges Sand dejó escrito que Chopin sólo tocaba el piano.

De Ruskin, Schopenhauer, Bataille o Chopin, se puede decir que tenían


particularidades con la puesta en práctica de lo que su sexo les escribía. Pero
ninguno de ellos murió de eso. Y a ninguno de ellos les dejó de hablar su sexo.
Hace poco volví a encontrarme con Sofía y me interesé por su ánimo. Nos
sentamos en la terraza de un bar frente a dos cafés, y en su tono siempre
vehemente y jovial, me habló. Llevaba veinte años de matrimonio y amaba
profundamente a su esposo, pero las estrategias para evitar el «roce» se le
estaban acabando. Me contó que, de joven, tuvo la regla durante seis meses,
prácticamente de manera ininterrumpida, y que estaba convencida de que fue
ella la que se la provocó para poder justificar el no tener encuentros sexuales
con su novio de entonces. Me contó que su ginecólogo le había dicho que
nunca había visto un caso de falta de deseo semejante al suyo. Me contó las
dolencias que fingía frente a su parienaire , alguna de ellas tan pintoresca
como que sufría un «síndrome agudo de espasmo perineal». Y me contó que,
ocasionalmente, cuando todo lo demás fallaba, transigía.

Deduje de sus extensas explicaciones que, por encima de todo, lo que más le
inquietaba era su presunta «anormalidad». Le expliqué que ella tenía más
sexo que nadie. Que, en mi opinión, el sexo ocupaba más espacio en su cabeza
que ninguna otra actividad. Que lo único que le sucedía era que no le gustaba
«follar», posiblemente porque había perdido o no tenía el hábito, la «cultura»,
de la interacción sexual.

Ella me miró con curiosidad y, dando un brinco, me dejó con la taza de café
en las manos. Se despidió rápidamente alegando no sé qué. Posiblemente le
inquietó pensar que pensaba.
El sexo es un impulso biológico

ESCENA VII.

El patio de palacio repleto de gente.

(PADRE UBÚ coronado, MADRE UBÚ, CAPITÁN BORDURA, LACAYOS


cargados de carne).

LA PLEBE. ¡He aquí el rey! ¡Viva el rey! ¡Hurra!

PADRE UBÚ (Arrojando oro). Tomad, para vosotros. No me divierte


demasiado daros dinero, pero ya sabéis, es Madre Ubú quien lo ha querido.
Prometedme, al menos, que pagaréis los impuestos.

TODOS. ¡Sí, Sí!

CAPITÁN BORDURA. Mire, Madre Ubú, cómo se disputan el oro. ¡Qué


batalla!

MADRE UBÚ. Verdaderamente horrible. ¡Argg! Allí hay uno con el cráneo
abierto.

PADRE UBÚ. ¡Qué bonito espectáculo! Traed más arcas de oro.

(…)

Del Acto II de Ubú Rey

ALFRED JARRY

(Ubú acaba de derrocar como rey a Venceslao).

Tan decepcionante es derrocar a un rey como esperar algo del nuevo, y tan
ajeno suele resultar para el pueblo, como indiferente para el concepto del
poder. Al menos, mientras nos sigan haciendo falta reyes.

Determinar quién debe mandar no es siempre asunto sencillo. Pero entre las
características múltiples que pueda tener un poder, hay una que suele ser
común a todos los recién Llegados que alcanzan el trono: estar, o hacer creer
que están, en posesión de la Verdad.

La verdad se convierte así en «aquello que justifica la toma de poder y el


ejercicio legítimo del mismo». Un «discurso de la verdad» suplanta a otro y
vive el tiempo que tarda en aparecer un tercero, mientras que en proclamarse
tarda lo que tarda en convencer de que la suya es la «verdad más verdadera».
Lo irrefutable deja de serlo cuando otro poder se proclama (en su
justificación) como irrefutable.

Un rey dura lo que dura su verdad. El tiempo en que nos tiene convencidos de
que no hay más verdad que la suya.

En las alcobas de palacio, se está discutiendo sobre quién es el rey legítimo


que gestiona el «discurso normativo del sexo». Se discute sobre quién debe,
desde la verdad, ejercer el uso de la palabra en nombre del sexo. Mientras, el
sexo calla y el modelo que lo representa permanece inmutable, respaldado
por las distintas verdades (los distintos emperadores) que lo justifican y lo
consolidan. Porque no se cambia el collar, sólo se discute sobre quién es el
amo que debe, esta noche, pasear a la fiera. Y nosotros vemos pasear al
perro, mientras nos hacen creer que es un perro el que pasea y que la fiera es
sólo un pastor alemán adiestrado.

Hasta ahora, la voz del rey nos decía que el ejercicio del sexo dependía de
nuestro raciocinio, el que, hábilmente guiado por el recto código moral que la
corte emitía en forma de cultura, mantenía el control sobre lo que nosotros
decidíamos hacer con nuestra puesta en práctica de la sexualidad. Sólo existía
algo único que mandaba sobre nuestras pasiones y nos permitía obrar bien o
mal: nuestra propia voluntad. Ésa era la verdad.

Un día, apareció un nuevo pretendiente. Sostenía, en su verdad, que nosotros


éramos entidades bioquímicas, determinadas y reguladas por un
funcionamiento endocrino en el que nuestra conciencia, nuestra voluntad,
muy poco podía hacer. El monarca pretendiente llegó, en su argumentación
de toma de poder, cargado de hormonas, de ciertos niveles de producción en
sangre, de glándulas y de estadísticas. Y expuso la nueva verdad de las cosas.

La infidelidad no era ya una cuestión de inmoralidad, sino de una conducta


inmoral determinada por la oxitocina, el deseo ya no era una cuestión de un
mayor o menor uso libertino de nuestra libido, sino de niveles de testosterona
que nos convertían o no en libertinos. Inmorales y libertinos en ambos casos,
por cualquier motivo.

Y los pecadores pasaron a ser pacientes. Y lo que antes se remediaba con


penitencias ahora se remedia con parches. Porque no podía ser de otra
manera, lo que la moral exige que se remedie tiene remedio. Cuando la
voluntad no controla la endocrinología que nos conforma, la única voluntad
que nos queda es la de «remediarnos». La ridícula pugna entre algunos
«culturistas» (humanistas, religiosos, moralistas…) que proclaman que lo que
determina el uso de nuestra sexualidad son factores estrictamente culturales
y algunos «biologistas» (científicos, médicos, biólogos…) que sostienen que
sólo somos lo que nos conforma bioquímicamente y en función de eso
actuamos, estaba servida. Parece que hace falta un rey que, en el sexo,
defienda con verdades el discurso normativo de siempre.

Nunca me ha gustado el atún poco hecho.

Pedí que lo pasasen un poco más, o que, al menos, lo pescasen antes de


servírmelo.

—Prefiero que no nade en mi estómago…

Observé mi copa medio vacía y busqué desesperadamente en la cubitera la


botella de tinto. Si la noche seguía así, sólo acabaría encontrando consuelo en
el vino. De los cuatro comensales que me acompañaban, tres eran estúpidas y
el cuarto, el marido de una de ellas. Borracho. No podía ser de otra manera.

Hay veces en las que tendemos a marcar dicotomías donde no existen. Pero
ya se sabe, nuestro entendimiento parece que sólo funciona si confrontamos
opuestos. Si no está arriba, está abajo, si no es claro, es oscuro, si no es de
día, es de noche. Es nuestra lógica de la confrontación binaria, donde «esto»
es «lo que no es aquello», olvidando los «sucediendo» y «lo que tiende a». La
«lógica difusa» sigue siendo más difusa que lógica.

Determinar si nuestra naturaleza última es cultura o biología me parece una


de esas dicotomías absurdas. Somos bioquímica y cultura. Nuestra bioquímica
condiciona la aprobación o el rechazo de los valores culturales que se nos
presentan y nuestros valores culturales adquiridos, en nuestro proceso de
«humanización», condicionan nuestras reacciones bioquímicas. Cuando mis
valores hacen que interprete una situación como triste, mis niveles de
dopamina bajarán, cuando mis niveles de dopamina bajan, harán que
interprete cualquier situación como triste.

Sexualmente, mi orgasmo, sin la interpretación que de él hace mi código de


valores, sería como un calambre, mientras que si mi orgasmo no fuera
acompañado de una reacción física, sería una mera especulación abstracta.

Escribía no hace mucho, en un artículo, otro ejemplo:

Es como si mi panadero se preguntara cuando solicito la de cuarto muy


hecha:

«¿Quién me está hablando? ¿La filosofía y la gramática de Valérie o la laringe


y la lengua de esta francesa tan… francesa?».

¿Quién debe regir mi forma de pedir la barra? ¿Los gramáticos, los logopedas,
los otorrinolaringólogos, Dale Carnegie o mis ganas de comer pan?

Determinar nuestra naturaleza última es darle el cetro a quien consideremos


que tiene la autoridad (la verdad) sobre el sexo y decidir quién puede
establecer los códigos morales para seguir haciendo moral del sexo. Eso es lo
que creo que verdaderamente se está decidiendo.

Al estar yo en la mesa, la conversación derivó, inevitablemente, hacia el sexo.


En el aburrimiento o en la reflexión es cuando verdaderamente podemos
llegar a ver lo que un idiota puede dar de sí. Las tres defendían
apasionadamente la tesis de que el bien moral está en la «naturaleza». «Las
leonas cuidan a sus cachorritos amorosamente…», sostuvo la de mi izquierda
para ilustrar su tesis. Mientras, las otras dos reflexionaban profundamente
sobre lo que ella acababa de decir (aunque, quizá, sólo rezaban en espera de
la iluminación divina). Y el otro seguía bebiendo (aunque, quizá, sólo
comulgaba).

Llegó el punto central de su argumentación; la homosexualidad no se daba en


la naturaleza, por tanto, la homosexualidad no estaba «bien». In vino ventas ,
pensé, tomando otro trago. Posiblemente fue el vino, o mi hartazgo, o que
anticipaba que la cuenta iba a acabar cayendo de mi lado (cuando hay cuatro
ricos en una mesa, suele ser el quinto pobre el que paga la cena). Así que,
muy solemne, me puse en pie, tiré sin querer el vaso de agua (posiblemente
bendita) que bebía la partidaria de lo natural. Y le dije: «Mira, bonita, si una
de las cachorritas crece, es más que probable que su padre se la folie en
cuanto tenga su primer celo. A los cachorros machos, posiblemente no les dé
por el culo, pero sólo porque antes se los habrá comido a poco que tu amorosa
leona madre se descuide un momento…». Balbuceó algo mientras se secaba el
agua de la falda. Pensé que allí se había acabado la cena, pero no. Y la cuenta
cayó de mi lado.

Los riesgos de una moral biologista son evidentes: si aceptamos la verdad


biológica de que somos marionetas en manos de nuestra endocrinología, el
orden moral debería tambalearse. Porque el mismo fundamento del libre
albedrío y de la responsabilidad última de obrar bien o mal quedaría en
entredicho. Ya no seríamos ni buenos ni malos, sólo actuaríamos bien o mal,
pero nunca por culpa nuestra, sino por culpa de algo que nos trasciende;
nuestra conformación química.

En Occidente, el ser humano es la causa última de su responsabilidad. EE UU


es el país (aunque no el único) del sueño americano. Quien quiere puede, sólo
es cuestión de voluntad y determinación. Cualquiera puede ser presidente o
millonario, sólo depende de su voluntad de serlo. Es quizá por eso por lo que
es el país con más frustración y amargura por metro cuadrado; quien no
consigue lo que quiere es porque le falta ejercer la responsabilidad sobre él
mismo, lo que lo convierte en un vago o un disminuido. Por otro lado, el
mismo país es posiblemente el único de nuestra cultura que mantiene vigente
la pena de muerte como sanción a un delito. El principio es el mismo: las
acciones son siempre responsabilidad del que las ejecuta, no de su páncreas.
Quizá por eso sea también el país donde más creacionistas existen y más se
condena a Darwin (aunque se haga una particular interpretación de su teoría
de la selección natural aplicada a los negocios).

Morales deterministas escritas por la ciencia o por la mano de Dios, cuando la


verdadera moral del sexo es muy sencilla: «Gozar y hacer gozar, sin hacer
daño ni a ti ni a nadie: he aquí, creo, toda la moral», como dejó por escrito
Nicolás de Chamfort. El mismo que dijo que «cualquiera que haya destruido
un prejuicio, un solo prejuicio, es un bienhechor del género humano». Pero lo
primero es imposible sin lo segundo. No haremos el bien si al otro lo han
convencido de que le estamos haciendo el mal.

Rompamos los prejuicios y no los perpetuemos desde una concepción de


nosotros mismos o desde otra… que el conocimiento de nuestra condición no
alimente la concepción que de nosotros tienen los de siempre.
Y dejemos a Ubú Roi para los buenos lectores… y los reyes para los
monárquicos.
Los hombres siempre tienen ganas y las mujeres no

En las mujeres el útero y la vulva no se parecen menos a un animal deseoso


de procrear, de manera que si permanece sin producir fruto largo tiempo en
la estación propicia se irrita y enoja, erra a través de un lado a otro a través
de todo el cuerpo, obstruye los pasos del aire, impide la respiración, reduce el
cuerpo a las últimas extremidades y engendra mil enfermedades (…)

Platón Timeo

Otra vez Platón. No es casualidad. Platón es algo más que un filósofo: es la


ideología dominante. ¡Ojo con él!, pues es el padre de nuestro sistema de
valores. De esa moral que prima la continencia o la mortificación en pos de un
más allá (mucho más allá), de la que desprecia el mundo y mira a los cielos.
Su «idealismo», ultramundano, superior y absoluto cumplió la victoria del
espíritu sobre la carne, del escándalo sobre la aceptación y de la culpabilidad
sobre el gozo.

Si en la batalla por los sistemas de valores hubiera ganado, por ejemplo, el


libertino de Aristipo de Cirene o el sabio de Epicuro, nuestra cultura no se
parecería en nada a la que es y, por ejemplo, el cristianismo, quizá, nunca
hubiera terminado siendo lo que es.

No olvidemos eso. Somos lo que nos han enseñado a ser algunos. Nuestros
mecanismos de aceptación y rechazo, de análisis y comprensión se los
debemos a unos modelos propuestos por determinados «guionistas» de
nuestra cultura. Muchos de ellos santificados por las Iglesias y otros por las
universidades (como Platón).

—¿Te apuntas, entonces?

Guillermo era un vividor sin grandes vidas. Casado con una morena bastante
estúpida (hablar con ella era como escuchar la tele apagada) a la que nunca la
hizo partícipe de nuestros divertimentos sexuales, mis ratos con él podrían
definirse como los que mantengo con el tabaco: no es que sirvan para gran
cosa, pero entretienen. Tenía el mérito, eso sí, de no haberse dejado intimidar
por la reputación pública que yo empezaba a adquirir de, como decirlo, mujer
«exigente».

Lo pensé un momento. No conocía a los demás invitados y si bien no


importaba demasiado, una empieza a hacerse un poco selectiva con la edad.

—Vale, de acuerdo, estaré allí alrededor de las ocho —le respondí.

La orgía estaba, pues, a punto.

Al útero se le llamaba hystera en griego. De ahí procede el término con el que


la naciente, represiva y catalogadora clínica del XIX designaba a las mujeres
que sufrían de una sintomatología compleja; en los orígenes de nuestra
sexualidad, a las que «padecían» de ardores pasionales se las llamaba
«histéricas». Siempre mujeres, los elementos pacientes de esa diagnosis
solían ser aquellas féminas a las que se les suponía una elevada virtud
(monjas, viudas o jovencitas).

Hoy en día al generoso deseo sexual femenino se le llama «ninfomanía»;


literalmente «furor uterino» (no parece que hayan cambiado mucho las
cosas). Los dos términos, histérica y ninfómana , «gozan» (ya hemos dicho
que las palabras no son inocentes) de una connotación marcadamente
estigmatizante y despreciativa. El léxico popular las designa como «guarras»,
«putas», «calentorras», etc. (todos, en fin, muy cariñosos también). Los
antiguos decían que aunque las ninfas solían ser beneficiosas, uno debía
guardarse muy mucho de su excesiva proximidad, porque su contacto
continuado producía otro mal: la «ninfolepsia». El «ninfolepto» se vería
atacado de manías y locuras que debilitarían su entendimiento. Empezaba,
pues, a entenderse el deseo femenino como agente patógeno y contaminante.

Pero ¿y los hombres? Ellos no pueden ser histéricos (pues no poseen ese
animal de la hystera ), aunque Freud intentó en alguna ocasión demostrarlo
(sin mucho éxito académico, por cierto). Entonces, ¿cómo podemos designar a
aquellos que sufren de ardores «genitales»? ¿Alguien lo sabe? ¿Alguien sabe
por qué no lo sabe?

Nuestro modelo «falocéntrico», que explica toda la sexualidad humana desde


la respuesta sexual masculina, no se ha preocupado mucho de darles nombre.
«Sátiro» es el término más o menos clínico y «satiriasis», el padecimiento.
Popularmente se puede hablar de «machote», de «Don Juan» o de «ligón».
¿Alguien ha percibido el matiz al compararlo con los términos femeninos?
¿Alguien nota la diferencia entre la aprobación y la condena?

El dúplex donde nos habíamos citado estaba en el barrio de la Bonanova de


Barcelona. El propietario era un tipo larguirucho, con cara de partida a medio
empezar. Fue él el que me abrió la puerta.

—Hola, soy Valérie —le dije.

—Sí, te he conocido… te he visto en la tele —dijo un tanto entusiasmado.

Inmediatamente apareció Guillermo.

—Ven, te presentaré a mis amigos… Conté, aproximadamente, unas diez


personas, además del anfitrión, Guillermo y yo. En total cinco mujeres y ocho
hombres.

Silvia, una chica regordita y ambiciosa, había empezado a retozar en un sofá


con un joven atractivo, carne de spa y de suscripción a revistas de
metrosexuales. Guillermo les interrumpió un momento para realizar las
presentaciones. Silvia, con el pecho izquierdo al aire, alargó la mano y me
sonrió pícaramente. Juraría que estaba ensalivando. El jovencito se levantó
muy cortésmente y me besó dos veces en la mejilla. Olí en su boca el pezón de
Silvia.

Para las «histéricas», el tratamiento era sencillo: una comadrona o el propio


doctor realizaban un «masaje pélvico» consistente en estimular directamente
con sus manos o un chorro de agua sus genitales hasta que la paciente
alcanzaba el eretismo.

Mi amigo Juan Romeu, psiquiatra, hedonista y sabio, me contó un día un


chiste:

El médico auscultando a la paciente.

—Ay, doctor, que eso no es mi espalda.

—Ni eso mi fonendoscopio, querida…

Esta «masturbación terapéutica» debió de resultar éticamente controvertida


para los biempensantes, pues al poco tiempo se inventó un elemento de
enorme utilidad: el consolador. Diseñado originariamente (el primer vibrador
mecánico data de alrededor de 1870) como elemento exclusivamente
terapéutico, su uso comenzó a «domesticarse» pronto (debió de deberse,
supongo, a una «plaga» generalizada y sobrecogedora de histerismo
colectivo). El espéculo, ese aparatito en forma de cucurucho que se introduce
en la vagina y que permite abrirla para observar su estado, es un invento
también de esa época que no ha tenido tanto éxito fuera de las clínicas
ginecológicas (salvo quizá en caso de voyeurs despistados o en ámbitos del
SM).

Por qué las mujeres no podían masturbarse solas y necesitaban de ese


ambiente clínico y de una dirección colegiada masculina se enmarca dentro
de ese contexto de extrema vigilancia sobre aquel verdadero terror de
nuestro modelo sexual: el deseo femenino.

La música sonaba por todo el piso. Mientras miraba a Ingrid, la chica


holandesa que le había empezado a realizar una felación a Guillermo, alguien
me sujetó suavemente por detrás. Pude notar su mano en mi vientre y su duro
miembro apoyándose en mis nalgas. Me giré despacio y, sin mirarle a la cara,
desabroché el botón de su pantalón y bajé ligeramente la cremallera hasta
poder ver como el glande pugnaba por salir de unos calzoncillos demasiado
estrechos. Su respiración se agitaba, incliné despacio mi cabeza dejando que
mi cabellera cayera sobre el lado izquierdo de mi cara. Me quedé quieta unos
segundos, apenas a cinco centímetros de su violáceo glande. Con un gesto le
impedí que llevara sus manos a mi cabeza.

—Ponte el preservativo y siéntate en el sofá —le dije. Mientras me obedecía,


extraje dos cubitos de hielo del whisky que me acababa de servir el anfitrión.

Coloqué cada uno bajo sus pies. Rechinó suavemente en un grito contenido.

—Antes de que se hayan deshecho, te habrás corrido —le susurré al oído—. Y


todo habrá concluido para ti…
Todavía vestida, me coloqué a cuatro patas frente a él y apoyé la punta de mi
lengua sobre el frenillo de su prepucio. Noté las manos de Ingrid, que, desde
atrás y boca abajo, luchaban por desabrocharme el pantalón. Guillermo sobre
el suelo la penetraba repetidas veces con ardor guerrero.

Nada teme más el «discurso normativo del sexo» que el deseo femenino y
nada comprende menos que la sexualidad femenina. Por eso inventa
sentencias que, como el estribillo de la canción del verano, se nos adhieren
hasta que nos resulta imposible dejar de tararearlas. Una de ellas es la de
«los hombres siempre tienen ganas y las mujeres no».

Aquella tarde, que se metió en el día siguiente, en aquel dúplex de Barcelona,


los hombres y las mujeres gozaban de las mismas ganas. Aquella tarde,
guarras y machotes nos consolamos unos sobre los otros. En aquel encuentro
no hubo asimetrías en el deseo, no hubo ni hombres ni mujeres, aunque sólo
fuera durante un rato, durante el rato que duró aquel encuentro.
La mayoría de las mujeres prefieren el sexo con amor

El sexo femenino, de baja estatura, de hombros estrechos, de caderas anchas


y de piernas cortas, sólo puede ser llamado el «bello sexo» por un intelecto
masculino nublado por el instinto sexual. En otras palabras, toda la belleza
femenina reside en provocar ese instinto.

Arthur Schopenhauer

Luc me preguntó qué me apetecía tomar. «Un té estaría bien, gracias»,


respondí. A Pierre todavía le quedaba cerveza en la copa. Habían cerrado el
bar. Debían de rondar las cuatro de la mañana.

La hembra de nuestra especie no manifiesta un celo puntual. Al contrario de


lo que sucede en otros mamíferos, su periodo de fertilidad no genera un
instinto incontrolable por aparearse. Es más, ni siquiera la propia mujer, si no
se ayuda de un calendario y de unas operaciones aritméticas básicas, conoce
esos días en los que resulta especialmente fecundable. No hay sintomatología
física ni emocional y, por tanto, no desprendemos ninguna señal que haga que
el macho busque un acoplamiento en un momento en que su intervención
sería especialmente efectiva. Se puede decir que nosotras, las hembras de la
especie humana, mantenemos una predisposición a tiempo completo para
ejercer nuestra condición de seres sexuados. Tremendo. Apocalíptico. El
control tiene que ser, además de eficaz, continuo.

A Pierre lo conocí a través de unos amigos comunes en un local del que él era
copropietario. Francés de nacimiento, aunque residía desde hacía tiempo en
España, tenía un aura de tipo enigmático que me atrajo enseguida. Bien
parecido, con buenos modales y un discurrir sobrio pero inteligente, intuí que
era de ese tipo de personas con recursos humanos que no se dejan intimidar
con facilidad. En aquel momento de mi vida, en el que públicamente mi
imagen se prestaba a cierta confusión, pensé que podía ser el tipo de persona
que, a diferencia de los cretinos y advenedizos que solían rondarme como los
tiburones a una balsa, podía reportarme algo. Así fue como, después de
vernos varias veces, asistir juntos a algunos recitales y de unas cuantas horas
de sexo de buen nivel, me enamoré de él.

El arquetipo de una mujer siempre dispuesta es un elemento totalmente


desestabilizador de una cultura como la nuestra. Una cultura que se
estructura a través de una familia formada en la erótica de una pareja. En ese
marco de estructuración social (y por tanto moral), a la mujer hay que
«desengañarla» de sus instintos y de su disponibilidad y establecer unos
«periodos» y unas «condiciones» que limiten su ardor. Hay, en definitiva, que
inventarle un «celo».

Para controlar, dominar y coartar esta perpetua y generosa disposición,


hemos inventado a lo largo del tiempo multitud de estratagemas. Algunas de
ellas absolutamente pueriles (como la noche de bodas o la luna de miel), otras
perversas, como catalogarla de enferma o de despreciable (como ya hemos
visto) cuando manifiesta y usa de esa apetencia sexual sostenida y otros
ingenuas, como inculcarnos que la apetencia sexual masculina es mayor que
la femenina.

Posiblemente la «luna de miel» sea un invento del siglo XVI. Su función


originaria era sencilla. Durante todo un ciclo lunar (la luna de miel debía
durar veintiocho días) los casados debían permanecer juntos sin tener
contacto con elementos externos a la pareja. Ello aseguraba que durante el
asintomático estro de la mujer, el único que podía fecundarla era el marido.
Evidentemente, los veintiocho días completaban el ciclo femenino entre
menstruación y menstruación (término que en su etimología hace referencia
al «mes»), con lo que no había posibilidad de perderse el periodo de máxima
fertilidad. Cuentan las leyendas que durante este encierro, los esposos bebían
una pócima que facilitaba, presuntamente, la fertilidad: la hidromiel.

La «noche de bodas», muy presente en nuestros días, aseguraba que al menos


la cópula de ese día se reservaba al esposo, mientras que la «luna de miel»
parece haber derivado en el «viaje de novios» en el que las felices parejas se
desplazan a lugares exóticos, más que probablemente, aunque en su
conciencia no esté escrito, para alejar a la mujer de las tentaciones de su
entorno y justificar, en un lugar extraño en el que ella se pueda sentir
inhibida, una convivencia estrecha. La intención de «la luna de miel» no
parece haber variado gran cosa, salvo que de ella se ha hecho un negocio
lucrativo en el que quizá sólo han salido poco favorecidos los productores de
hidromiel.

Estas medidas «sujetan» durante un tiempo a la hembra siempre dispuesta,


pero falta algo de mayor eficacia. Falta crearle un periodo en el que su
apetito se legitime, en el que ella misma pueda mostrarse hospitalaria y
receptiva porque «algo» la autoriza. Y si el cuerpo no da señales, hagamos
que las dé el «espíritu».

Y qué mejor para eso que utilizar el amor. El «celo» de las mujeres es el amor.
Es una hipótesis, lo sé, que en nada pretende desprestigiar este real y
profundo sentimiento humano, pero que, según creo, se manipula para
«autorizar» una actividad humana, el sexo, que no necesariamente debe ir, ni
física ni emocionalmente, unida a él.

Hemos sido educadas desde pequeñas para amar amando. El enamoramiento


nos legitima moralmente en nuestras andanzas. Estamos siendo
continuamente reeducadas para que respetemos esa asociación amor/sexo.
Ése es el programa, creo, aunque no todas las mujeres caen
indefectiblemente en él. «Seguro, el amor es la respuesta. Pero mientras
esperamos la respuesta, el sexo plantea preguntas muy pertinentes»,
declaraba Woody Allen en una entrevista. Para un tiempo después matizar:
«El sexo sin amor es una experiencia vacía, cierto. Pero de entre las
experiencias vacías es una de las mejores».

Sorbí el té evitando quemarme. Pierre me sostenía la mano con dulzura.


Acercó sus labios a los míos y después de besarme, me propuso seguirle.
Luc acababa de secar unos vasos.

—Vamos arriba, ¿vienes?

El paño húmedo sobre la barra fue su respuesta afirmativa.

En el deseo sexual, la mujer es un animal que bebe té y el hombre uno que


bebe agua. Los dos son actos motivados por una misma apetencia: la sed.
Pero ello no supone que el «volumen» de sed entre unos y otros no sea el
mismo. De igual manera, la cantidad de deseo sexual no se cuantifica por
género. Hay, en todo caso, una diferencia cualitativa que tiene que ver con la
«construcción» de la bebida, con la elaboración del deseo.

Regresé a casa al alba. Mi encuentro sexual con Luc y con Pierre había sido
muy satisfactorio. Continué un tiempo viéndome con Pierre. Llegué incluso a
pensar que posiblemente él cubriría la ausencia de Giovanni. Pero me
equivoqué. La discusión que mantuvimos el día que yo, inocentemente, le
pregunté por Luc, puso fin a nuestra relación. Le resultó difícil entender que
yo no amaba a Luc. Aunque quizá le resultó más difícil entender que yo
hubiera follado con Luc sin amarlo.

La comprensión de estos seres de espaldas estrechas, cuyo único atractivo es


obnubilar el pensamiento masculino de tal manera que lleguen a pensar que
somos bellas, no es fácil.
Hay que preocuparse siempre por el otro durante el sexo

El yo-yo es un artilugio consistente en dos discos unidos por un eje y un


cordón. En la ranura que forman los discos y donde se oculta el eje, se enrolla
el cordón que, anudado a un dedo y mediante sacudidas, sube y baja.

El yo-yo

Definición enciclopédica

En 1660, Rembrandt se pintó con su gorro blanco de pintor, un pincel y la


paleta frente al caballete. Sólo su rostro escapa de la penumbra. Moriría
nueve años después y aquél sería uno de sus últimos autorretratos.

Sólo temen al egoísmo los «egoístas». La comprensión, la compasión y el


cariño son algo que sólo se puede ejercer desde el profundo conocimiento de
uno mismo, después de haber conocido en uno mismo y desde uno mismo la
incomprensión, la crueldad y el desprecio. El egoísmo, «la práctica del yo»,
bajo todas sus formas de «yoísmo» y «solipsismo», es una forma de ontología,
una manera de entender que el mundo no es más que lo que el yo entiende
por el mundo. Del yo se alimenta la poesía que se transmite a un nosotros y es
el yo lo que los valientes se atreven a romper y a poner en riesgo para saber
lo que es el otro. El egoísmo es, además, una ética: la del que no hace daño
porque sabe lo que es el daño. Sólo aprendemos desde el yo lo que al otro yo
no le gusta.

El insolidario, el estúpido y el ignorante no es un egoísta, es un ególatra que


practica la devoción estéril de uno mismo para contentar a ese pobre uno
mismo, o un megalómano que cree que fuera de él no existe nada.

Egoístas no hay muchos, ególatras y megalómanos sí. Nuestra cultura de la


competencia y del sueño del caníbal triunfante los cultiva y protege. Al
humanismo egoísta, en cambio, se le pone el nombre de egoísmo y luego se lo
define en el diccionario.

Cuando entramos en la sala, el guía mandó guardar silencio. No sé muy bien


por qué aquel día me había decidido, en el hueco largo que dejaban dos
clases, a visitar el Louvre. Empecé el recorrido sola, pero tardé poco tiempo
en sentirme abrumada, así que, nada más subir a la segunda planta, me
adherí a un grupo de turistas alemanes. No tenía, por aquel entonces,
ninguna dificultad con el idioma alemán, por lo que las explicaciones del
solícito guía no me resultaban difíciles de entender.

La interacción sexual es una «fraternidad de egoístas». El sexo, por su parte,


es una lección egoísta.

Cuando se produce el encuentro sexual sólo hay una voz que escuchar, la
propia, y un único elemento que mirar, uno mismo. Esto puede resultar un
poco difícil de entender, acostumbrados como estamos a tratar con ególatras
de ambos géneros, que son incapaces de «entender» con quién se está
interactuando y el qué se está poniendo en práctica. Estos pajilleros que
prefieren la vagina ajena que la mano propia, o estas «dolientes» que
prefieren el lamento en compañía que en solitario, no son, naturalmente, los
egoístas a los que me refiero. Estos o estas del «yo me lo trabajo» o estas y
estos del «no me muevo porque me despeino» son elementos a evitar en
cualquier caso, fundamentalmente porque son elementos que no aprenden.

No son éstos, sino los egoístas, los que sólo acaban resultando buenos
amantes, aquellos que se han formado en la escuela de la autocontemplación;
aquellos que, a fuerza de tener tiempo para uno mismo, han sabido entender
su deseo e interpretar la reactividad de su cuerpo. Desde esa formación es
desde donde se alcanza la solidaridad con el otro, desde donde se le entiende
y se le ama. Y es desde allí, desde donde se adquiere la máxima sabiduría en
el uso del sexo y de la vida: la espontaneidad.

El silencio que pidió el guía fue para rendir homenaje a Rembrandt. La sala
albergaba varias obras suyas. Entre otras, el autorretrato Rembrandt en el
caballete , al que algunos también llaman Autorretrato con pintura y pinceles
. Era el efecto de una vida. Cada arruga pintada era una conclusión, cada
oscuridad, una emoción y su mirada era una lección: la lección. El guía, en un
alemán esforzado, explicaba cuestiones técnicas y biográficas relacionadas
con la pintura. Me apreté en el grupo con intención de ocultarme.

Yo no diría que soy especialmente aficionada a las orgías. Creo que


posiblemente se deba a la dispersión que suelen conllevar. La preocupación
excesiva por el estado de los otros, la atención por los cambios de
preservativos de vagina a vagina, los continuos cambios de posición, impiden
la introspección. He obtenido algunos orgasmos satisfactorios en ellas, tanto
en las de pago como en las «amistosas», pero para ellos he tenido siempre
que dar, de palabra, algunas indicaciones previas y cerrar el corrillo a mi
alrededor a no más de tres personas. Las orgías son demasiado «solidarias».
Buscan más el placer del colectivo que el de las individualidades que lo
componen y eso, bajo mi criterio, le resta eficacia. Son más interesantes de
contar que de vivir.

Los caminos del deseo son inescrutables. Frente a aquella magistral


enseñanza de vida pintada sobre una tela tuve la imperiosa necesidad de
masturbarme. Entre varios alemanes con más ganas de ver Pigalle que de
pararse en la sala de pintura flamenca, introduje mi mano derecha en el
bolsillo del pantalón, pasé mi dedo enguantado en el forro del bolsillo por
debajo de las braguitas y empecé a acariciarme. Fui capaz incluso de hacer
una pregunta, sin dejar de rozarme, cuando nuestro cicerone parecía que
abandonaba la obra para dirigirse a otro cuadro. Cualquier cosa por retenerlo
un minuto más. No escuché la respuesta. Cuando el hombre grueso que me
cubría el flanco derecho se agachó para recoger la bolsa que había dejado en
el suelo y continuar trayecto, yo alcancé el orgasmo.

Compré en la tienda de souvenir una postal con la imagen de aquella obra.


Sólo para poder contemplar una y otra vez cómo, a través del acto egoísta de
retratarse a uno mismo, aquel viejo pintor holandés me había explicado,
mejor que nadie, el sentido de la condición humana.

Un oficio y una sabiduría que le había procurado el dulce y magistral


balanceo del yoyó.
Hay que practicar mucho para hacer bien el amor

Coll: En efecto, les vamos a enseñar cómo se llena un vaso de agua. Y a partir
de este instante, todas las palabras las irá traduciendo mi compañero al
francés, que como verán, es una lengua que domina perfectamente.

Tip: Bah… com si com sa…

(…)

Coll: Comenzamos.

Tip: Comenson.

Coll: Empezamos.

Tip: Enpeson.

Coll: Principiamos.

Tip: Principion.

(…)

Coll: Socabramos.

Tip:… lamadelon.

Coll: Para llenar un vaso de agua…

Tip: Pur llené un vas de ló…

Coll: Es imprescindible que el vaso esté vacío.

Tip: Que le vas va sua.

Coll: Porque si el vaso está lleno…

Tip: Pasque si é llenon…

Coll: No se podrá…

Tip: Ce né pa posible!

(…)
Extracto de la transcripción del diálogo de Tip y Coll explicando cómo debe
llenarse un vaso de agua.

Sentada en aquel viejo taxi me preguntaba de qué le había servido al taxista


llevar treinta años al volante. «Llevo treinta años en el taxi, señorita. Y le
aseguro que es mejor subir por Diagonal», dijo entre sacudidas y volantazos.

El inconveniente de la práctica es que crea rutinas. El problema es que se


hace de la rutina de la práctica la propia práctica. Entre la infinitud de
actividades que realizamos los humanos, hay una, por encima de todas, que se
apoya mucho más en la creación y en el conocimiento que en haber generado
una rutina de actuación: el trato entre humanos. Cada ser humano es un
elemento extremadamente complejo, diferenciado e imprevisible y no es lo
mismo venderle un coche o relacionarse con él en una web de contactos que
pretender entablar un encuentro carnal o conocerlo en una biblioteca pública.
Sin embargo, solemos topar con personas que emplean la misma estrategia, el
mismo método o la misma secuencia de actos, independientemente de con
quién traten, en qué situación se encuentren o lo que pretendan. Son
personas que han creado una «rutina de interacción», que en el marco donde
se ha generado puede tener cierta eficacia, pero que resulta ridícula cuando
la emplean en una circunstancia distinta a la que la generó. Son personas
incapaces de «crear» otro «formulario de contacto» porque son personas sin
capacidad creativa y sin el mérito sabio de la espontaneidad.

Tocar un violín, manejar un MD-87 o construir un zapato son actividades que


requieren una cierta dosis de espontaneidad creativa, pero sobre todo un
fabuloso bagaje de práctica. El violinista, el piloto o el zapatero deben llegar a
una comunión total con el elemento con el que interaccionan, haciendo de la
práctica un método extremadamente eficaz. Sin embargo, los seres humanos
no somos un instrumento, un avión o un calzado, somos una sinfonía, un cielo
o un camino.

Cuando conocí a Monsieur Guignot en la asignatura de Filosofía de la


Universidad de Besançon, me dejó absolutamente fascinada. Su conocimiento
sobre las vidas, obras y milagros de los filósofos franceses del siglo XX era
vastísimo. Sus ideas me parecieron extremadamente originales, y
naturalmente, con veintiún años, sucumbí irremediablemente a sus encantos.
El problema, en aquel entonces, fue que él no sucumbió a los míos.

Ocho años después, participaba como tertuliano en un programa de


televisión. Yo me encontraba en casa de mis padres, pasando unos días con
ellos después de demasiado tiempo sin apenas contacto. Me pegué al
televisor. Sobre la mesa de debate sus respuestas fueron tópicas, su erudición
sonaba siempre pedante y sus reflexiones, estandarizadas. Tuve la sensación
de que entre tanta lectura, entre tanta práctica de reflexión, se le había
escapado la mayor; se había aprendido de memoria el mapa, pero no conocía
el país. Monsieur Guignot, ocho años después, era un filósofo, pero no un
sabio. La práctica había hecho de él un practicante, pero no un humanista,
había aprendido mucho, pero no entendía gran cosa.

El valor de la práctica está siempre en función de la capacidad de aprendizaje


del individuo. Si el umbral de aprendizaje es bajo, la experiencia adquirida
con la práctica resulta del todo innecesaria. El genio, en una disciplina, con la
práctica, potenciará su genialidad, el tonto, con la práctica, sólo potenciará su
tontería.

La experiencia es el más alto de todos los valores cuando se ha hecho de la


experiencia un valor. Cuando se ha hecho de ella, de la práctica, una rutina
que no aporta experiencia por más horas que acumule, el experimentado no
tiene más méritos que el novato. Lo importante, según creo, es la capacidad
de entendimiento, la empatía que somos capaces de generar con nuestros
semejantes, y esto no lo dan necesariamente las horas de vuelo, el número de
camas o las titulaciones académicas. «El sabio puede sentarse en un
hormiguero, sólo el necio se queda sentado en él», dice el proverbio chino.
Hay que saber cuándo hay que levantarse del hormiguero y mirar hacia otro
sitio para convertirse en un experimentado y sabio entomólogo.

Recordé a Diego, mi último amante, abandonado en el portal de mi casa la


noche anterior. Diego fue, la primera noche, un magnífico amante. Supo
encadenar una coreografía que hizo que nuestro encuentro fuera plenamente
satisfactorio. Se le notaba maestría y oficio en el tacto. Se veía que la mía no
era su primera cama, ni la única que visitaría aquella semana.

La segunda noche, algo hizo disparar mi señal de alarma: la incómoda


sensación de déjà vu . La tercera noche ya sabía qué iba a decir, cómo se iba
a colocar, por qué puerta iba a entrar y por cuál iba a salir. Si Verne, de la
mano de Phileas Fogg, dio la vuelta al mundo en ochenta días y Cortázar, la
vuelta al día en ochenta mundos, yo había dado ochenta vueltas a Diego en
una noche. Justo lo que tarda uno en comerse un plato precocinado o en
leerse el manual de usuario de un lavavajillas.

Para la interacción sexual, una buena cabeza vale mucho más que una
mecanización de procesos más o menos eficaz. Para la vida, también. El sexo
es un asunto de comprensión de lo humano y no una secuencia de gestos y
puntos bien aprendida. No hay mejor práctica para el sexo que el
pensamiento. Sin embargo, siempre hay un buen samaritano dispuesto a
darnos o a vendernos la receta y a recordarnos que el hábito sí hace al monje.

En tiempos en los que no hay tiempo, en nuestra era de la inminencia, somos


presa fácil de los manuales, de las mecanizaciones, de los artículos copiados y
de los remedios milagreros. Preferimos reducirlo todo a una cancioncilla fácil
de aprender y convertir todo en la receta de una compota de manzana.

La única ventaja de confeccionar y adquirir «manuales del buen amante» o


«códigos del perfecto seductor» es que cuando te encuentres al lector de uno
de ellos en tu cama, puedas saber cuál de esos libros se ha leído, y si te lo has
leído tú también, tener al menos algo de que hablar mientras practicas lo de
siempre.

En el sexo hay que conocer tres cosas básicas que se aprenden, a poco que
nos dejen, antes incluso de aprender a leer. Los manuales que recomiendan la
práctica de una estandarización de la seducción o del ars amandi resultan
igual de cómicos que dar una lección bilingüe sobre cómo llenar un vaso de
agua o la afirmación de Salvador Dalí: «Soy practicante pero no creyente».
Con la salvedad de que la lección y la afirmación son geniales.

En ésas estaba cuando se le caló el taxi. En medio de aquel atasco en la calle


Diagonal.
El hombre, cuanto más aguanta, mejor amante es

«¡Puccini tardó cuatro años en componerla!», susurró maravillado,


interrumpiendo, una vez más, la audición.

Giovanni se giró hacia él, molesto:

«¿Crees que si hubiera tardado diez minutos, cambiaría algo?», le dijo.

El político se quedó meditativo.

«Llevas demasiado tiempo pagando a tus empleados por hora…», concluyó


Giovanni.

En una pequeña población de la Toscana, durante un recital que incluía una


selección de fragmentos de Turandot.

(El concejal de Cultura, que quería asociarse con Giovanni en un negocio


inmobiliario, nos hizo de anfitrión. Solícito, complaciente, queriendo agradar
continuamente, nos dio la noche).

La práctica del coitus reservatus surgió, como el coitus interruptus , como un


método anticonceptivo. Su propósito era, en un principio, simple: evitar,
durante el coito, la eyaculación dentro de la vagina. Para conseguirlo, se
empleaban distintas técnicas de control físico (retención de la próstata a
través del músculo pubococcígeo y control de la respiración), mental
(fundamentados en gestionar la excitación) y una rutina copulatoria que
contemplaba la combinación de penetraciones profundas y cortas con
detenciones.

A Giovanni lo conocí en el burdel en octubre de 1999. Desde el momento en


que nos vimos, supimos, pese a nosotros mismos, que íbamos a vivir algo más
que unos ratos de sexo de pago. Solía venir, en nuestros primeros encuentros,
acompañado de un amigo de ojos muy redondos, como los de un besugo, y de
nombre Alessandro. Alessandro se ganó pronto entre las chicas el apodo de
«pez martillo».

Imaginémonos un mundo feliz en el que en la interacción sexual no existieran


obligaciones. Si tuviera que escribir el acta constituyente de sus estatutos,
probablemente empezaría con estos artículos:

1. Ningún varón está obligado a hacer que el coito dure más de cinco
minutos.

2. Ninguna hembra está obligada a aguantar a ningún varón que haga que el
coito dure más de cinco minutos.

Y como no hay dos sin tres:

3. Ninguno de los participantes estará obligado a cumplir los puntos 1 y 2 y


ninguno de ellos está tampoco obligado a saber lo que significa el término
«coito».

Preocuparse por la duración del coito genera dos cosas: preocupación y coito.
Ninguna de las dos es necesaria para desarrollarnos como seres sexuados.
Normalmente, prolongar el coito es, para el varón, acortar su capacidad para
disfrutar del sexo. Para la mujer, normalmente es prolongar su capacidad
para distraerse.

«Cuando uno teme sufrir, ya está sufriendo», dice el proverbio chino. En los
hombres, la obligación, casi moral, de prolongar el coito genera una ansiedad
que, con demasiada frecuencia, desemboca en las disfunciones sexuales más
comunes: impotencia, eyaculación retardada y especialmente el antónimo de
lo que se pretende con esta servidumbre: la eyaculación precoz.

En la puerta de mi casa levantaron hace poco la acera para pasar no sé qué


canalización. A las ocho de la mañana se ponía en marcha el martillo pilón y a
las ocho de la tarde se paraba. Durante todos y cada uno de los días que
duraron las obras, no pude dejar de pensar en Alessandro.

El tiempo mínimo que contrataba era de dos horas (más de una vez, Giovanni
y yo teníamos que esperar en el vestíbulo de un hotel a que acabara o viendo
en la tele, desde la cama, alguna reposición de películas de cine negro).

Clara, una chica por la que Alessandro sentía especial inclinación, llevaba en
el bolso, cada vez que lo visitaba, una botellita de 250ml de aceite de oliva
virgen. Nada mejor que el aceite de oliva para intentar calmar la irritación
que «un persistente» provoca en la vagina, me explicó un día. Alessandro,
mientras, creía que era el mejor amante que hubiera dado Italia desde
tiempos de Giacomo Casanova… si no desde antes.

Existe la creencia de que cuando algo, por ejemplo una obra de arte, ha
tardado mucho tiempo en construirse, su valor es mayor. En el tiempo en que
Mozart componía una sinfonía, Schumann escribía un acorde, en el tiempo en
que Antoni Tapies pinta un cuadro, Antonio López desenrosca el tapón de un
tubo de óleo y mientras Basho componía un haiku de corrido, Dante tardó
alrededor de quince años en escribir La Divina Comedia . Ello no implica que
el valor de la Sinfonía Renana sea necesariamente superior a la 40 de Mozart,
que tenga más valor la Gran Vía de Antonio López que Núvol i cadira o que se
disfrute más La Divina Comedia que El viejo estanque . Confundir tiempo con
calidad es como confundir valor con precio.

El buen amante, como el buen artista, no entiende de tiempos de ejecución,


entiende de ejecución. No entiende de minutos, entiende de duración.

Por aquel entonces, por aquellos tiempos en los que Alessandro hacía de las
suyas y Giovanni empezaba a ser, para mí, Giovanni, frecuentaba el burdel un
tipo charlatán, de espaldas estrechas y de profesión abogado. Su práctica
favorita era meterla durante cincuenta y nueve minutos y correrse cuando la
alarma de su reloj, que siempre ponía en marcha por si le escaqueábamos
algún minuto, indicaba que había pasado una hora. Las chicas le temían como
al café frío y yo estaba particularmente harta de ese «metomentodo», de sus
paraditas y de sus instrucciones, de su reprise y de sus frenazos en seco.
Aquella mañana, en la que yo esperaba que un italiano volviera a llamar para
encontrarse conmigo, me tocó a mí atenderle.

La vagina, lo he dicho alguna vez ya, tiene, aproximadamente, la misma


sensibilidad que el recto. Eso no quiere decir que no tenga; durante el sexo
todo nuestro cuerpo es una terminación nerviosa y cualquier parte de él es
susceptible de producir un orgasmo (hasta la vagina). Coito largo para los
amantes a quienes les guste el coito largo, como les pasa a los americanos
con el café, coito sin tiempo para los que quieran un coito y no un reto, y coito
como una alternativa erótica más para los que quieran interactuar
sexualmente.

Aguanté a que su excitación le hiciera detenerse por primera vez. En verdad,


no fue mucho.

—Espera, espera, espera…

Entonces, lancé un alarido como si todos los orgasmos del mundo acudieran a
mi encuentro. Contraje repetida y fuertemente los músculos de la vagina
simulando las contracciones orgásmicas. Y se corrió.

No volvió a ofrecerme empleo como secretaria suya y no volvió a negociar


conmigo el precio del servicio, porque no volvió a contratarlo. Y yo me quité a
un abogado, estrecho de hombros, cretino y martilleante, de encima.

No hay mejor manera de disfrutar del tiempo que despreocupándose de él. Y


no hay mejor manera de ser un buen amante que despreocupándose de
serlo… y siéndolo.
El tantra sirve para aprender a follar durante horas

Dostat se autem na letiste je velice snadné, protoíe letiste leíi vedle dálnice Di
Bmo-Olomouc jestl na území mista Brna. Na 201 km od Prahyje sjezd na
Slatinu a odbocka na letisti je viditel-né oznacena. Od dálnicního sjezduje
letiste vzdáleno 2 km.

Naturalmente, me perdí.

Sólo somos capaces de nombrar los conceptos que entendemos, los que somos
capaces de concebir. Algo ininteligible para nosotros no tiene palabra porque,
para nosotros, no tiene significado.

El término sánscrito tantra podría traducirse a nuestro idioma por «extender»


o «conectar», aunque también por «continuidad», pero también por
«urdimbre» o «trama» o «tejido» y, por derivación, también, como «tratado»,
«enseñanza». Demasiados términos de traducción, demasiadas
aproximaciones y demasiado dispares entre ellas para nombrar algo que un
hindú, capaz de concebirlo, llama tantra .

Simón era argentino. Me inscribí en el centro de yoga que él dirigía porque se


encontraba cerca del burdel. En su tarjeta, que me dio al presentarse,
figuraba el título de maestro de tantra, además de extraños dibujitos y una
florida sentencia.

Tras la primera clase, con muchas más palabras de autoayuda y de comunión


fraternal que yoga, se despidió de mí mandándome un «beso de luz». Noté, al
salir, su mirada clavada en mi trasero.

El tantrismo es una de las tres grandes orientaciones religiosas del


hinduismo, aunque también participa de las enseñanzas del tantra el budismo,
en su vertiente Vajrayana, la que se conoce como «budismo tibetano» o
«lamaísmo».

En el hinduismo tántrico, se rinde culto y estudio a sakti , la energía genésica


y generadora que se deriva de la unificación del opuesto de los géneros. Su
práctica es ascética, de una enorme disciplina física y corporal, en la que las
enseñanzas ritualizadas se ilustran con enigmáticos diagramas del
conocimiento llamados yantras y se consolida con la ejercitación exigente de
actividades físicas como el kundalini yoga . La búsqueda de una revelación de
lo absoluto, que trascienda el dualismo a través de un elevado orden
contemplativo, es el objetivo de un sakta , de un conocedor de sakti .

En el budismo tibetano, las enseñanzas del tantrismo cobran el mismo sentido


aunque perseveran más en los aspectos conceptuales de la instrucción que en
los de disciplina física.
En ambas orientaciones, búdica e hinduista, se aprende a gestionar el deseo,
bien sea para canalizarlo y utilizarlo como una mística reveladora, bien sea
para evitar las dependencias de él.

Tanto el tantrismo hinduista como las enseñanzas tántricas en el budismo


tibetano son escuelas esotéricas. Es decir, las enseñanzas son secretas y sólo
se transmiten a iniciados a través de la instrucción de un gurú o maestro. No
es como el cristianismo u otras religiones exotéricas que hacen del
proselitismo y de la propaganda evangelizadora su fuerza. Son doctrinas
«reveladas» y nadie, salvo un iniciado, puede saber nada de ellas.

El segundo día, mucha música de sitar, mucho incienso, mucho manirá


cogidos de la mano y mucho tejido naranja. De kundalini yoga siguió habiendo
muy poco.

Fue durante la ejecución de una asana cuando tuve claras algunas intenciones
de Simón. Sujetó con su mano derecha mis glúteos mientras la izquierda la
apoyaba en mi pecho… «es para abrir el tercer chakra », me dijo. Aquí, de
tejas para abajo, lo llamamos «meter mano», pensé.

Al despedirme, me contó que estaba en plena fase de expansión de su negocio


de centros de sexualidad tántrica por todo el territorio español y que alguien
como yo, atractiva y lista, podía serle de mucha utilidad.

Pretender los resultados sexuales que se le supone a un iniciado en el


tantrismo, sin haber tenido acceso a sus esotéricos procesos formativos, es
como intuir que se puede operar una válvula aórtica sin preocuparse de haber
pasado por la Facultad de medicina. Y apoyarse un cuchillo en el pecho.

Obtener o pretender obtener el objetivo sin el conocimiento que da el


esfuerzo para conseguirlos es peligroso. Es como los niños que se hacen o
nacen ricos sin saber lo que es el dinero o las armas automáticas en manos de
quien no sabe lo que es una vida. Decía el físico Stephen Hawking, cuando se
le preguntaba por lo que más temía, ahora que los avances científicos nos
podían convertir en el primo de Dios, «que nuestro poder crece mucho más
rápido que nuestra sabiduría». A veces no resulta peligroso, sino simplemente
ridículo. En nuestra cultura del eslogan comercial, de esa filosofía sapiencial
que es el tantra, nos han silbado las proezas amatorias y los logros de
retención eyaculatoria; el espectáculo en definitiva, como a los grandes
centros comerciales llega la primavera o la China. Pero exponer latas de
comida china no es la China, y comerse un pato laqueado no es entenderla,
entre otras cosas, porque la China sólo la entienden los chinos.

«Hacerse la picha un lío» es una expresión que podría muy bien haberse
acuñado para la mayoría de los que hablan y practican, aquí en el Oeste, el
tantra.

Abandoné el centro y al maestro tántrico cuando finalizó la tercera clase para


inscribirme en otro un poco más lejano, pero en el que sigo desde hace tres
años. Como tengo tendencia a explicar la razones de mi partida antes de irme,
le dije al gurú , en español clarito, no fuera a ser que el sánscrito se me
resistiera, que me parecía que lo único que le interesaba era hacer pasta y
echarme un polvo, y que si para lo primero se podía valer solo, para lo
segundo era yo quien sacaba la pasta.

Todos, quizá, podríamos aprender un día checo y saber llegar al aeropuerto


de Brno sin perdernos. Algunos, también, con más esfuerzo quizá, alcanzarían
un día la ciudadanía checa. Pero muy difícilmente podrá, ninguno, «ser»
checo. Aquí, en el Occidente judeocristiano de fe y grecolatino de razón, es
decir, en nosotros, el tantra hay que entenderlo como un espectáculo exótico
en el que los bienintencionados pueden llegar a ser estudiosos y las
«teletiendas» pueden llegar a sacarle rendimiento comercial. Porque para
«ser» algo, hace falta, además de entender e interpretar, una cultura y un
contexto. Y para nosotros, la cultura y el contexto donde tiene sentido y
entendimiento el tantrismo son tan extraños como para un perro las clases de
cetrería.

Él, sonriente, me dijo que yo no había entendido la esencia de su mensaje.


Durante los siguientes tres meses siguieron pasando recibos a mi cuenta
bancaria. Yo creo que sí había entendido la esencia de Simón.

Cuentan que Antonin Artaud asistió un día a una función de teatro balinés. Se
cuenta que, tras el espectáculo y no entender que se trataba de una
representación, pues él creyó que los actores estaban poseídos por un
verdadero arrebato visionario, creó el «teatro de la crueldad». Su propuesta
teatral ha sido fundamental para que se desarrollase una vanguardia teatral
en nuestra cultura.

Probablemente, de creer haber entendido algo, aunque en realidad no


hayamos pillado ni la copla, podamos en Occidente generar algo interesante
que haga que nuestras relaciones amatorias mejoren en concepto y práctica.
Una especie de dalealtrantran o de sexo tántrico que, como a nosotros nos
interesa, resulte útil y operativo.

Como decía el sabio indio en el Tantraraja Tantra :

Na kadacit pivet siddho devyarghyam

aniveditam Pananca tavat kurvita yavata syan manolayah

Tatah karoti cet sadayah pataki bhavati dhruvam

Devtagurusevanyat pivannasavam ashaya

Pataki rajadandyash cavidyopasaka eva ca.

Naturalmente.
Todos podemos ser multiorgásmicos

Sonya Thomas el 1 de febrero de 2006 se comió veintiséis sándwiches de


queso en diez minutos. Ganó con ello el prestigioso Campeonato Mundial de
Comedores de Sándwich de Queso. Al finalizar la competición se mostró
decepcionada: «Podía haberlo hecho mucho mejor», declaró.

Noticia

Recuerdo mejor los gritos de mi madre que el motivo de los gritos. Yo debía
de tener apenas cinco años y un osito de peluche, de color osito de peluche,
tres dedos más grande que yo. No sabría explicar muy bien por qué me
frotaba contra él, aunque intuyo que mi madre sí debía de tener una idea
mucho más clara que yo. Al menos su cara de pánico reflejaba una enorme
seguridad.

Un tiempo después seguía sin saber qué ocasionaba los gritos de mi madre,
pero aprendí a ocultarme cada vez que buscaba el cariño de mi amigo de
trapo. Entonces, la naturalidad se convirtió en intención y la satisfacción en
ocultación, aunque la inquietud no estaba en mí, sino en el ojo de mi madre.
Con toda su buena intención.

Aprendí, cuando ya era yo la que le sacaba tres cuartas al osito, que no era la
única niña que se sentía bien muy cerca de su nounours , ni la única que
desvestía a mis muñecas más con la intención de ver que con la de
cambiarlas. Podría incluso decirse que yo no resultaba nada original en mi
actitud. Aunque quizá, para cuando supe esto, y con vistas a evitar la culpa,
ya era un poco tarde.

El orgasmo tiene algo de partida, de experiencia inefable y de expresión


muda.

Bataille lo llamaba la petite mort («la pequeña muerte») posiblemente porque,


si bien una se va, tiene ocasión de regresar. Es de las cosas más inequívocas
de sentir, pero más endiabladamente difíciles de definir. Es pura acción, puro
gerundio, sin circunloquios ni argumentaciones. Su experiencia misma
oscurece todos los discursos sobre él. De nada vale, tampoco, una exposición
clara de la sintomatología que lo acompaña, porque su realidad es mucho más
amplia que la suma de los síntomas que produce. De nada valen tampoco las
valoraciones en torno a él, porque cuando él llega se las lleva a todas. Y no
hay ciencia que lo aborde, a no ser la mística.

El orgasmo es el «gran comedor» de palabras. Sólo permite el gemido, el


aullido, la expresión infrahumana, pero no la palabra. Lo que queda de
humano en nosotros, en presencia suya, es sólo la necesidad de expresar,
pero no el lenguaje, ni el pensamiento. No hay tampoco risas durante su
presencia, «antes» posiblemente, «después», tal vez, pero «durante» nunca.
Ni risas, ni palabras, sólo él.

Tuve que superar con claridad la veintena para sentir mi primer orgasmo. Lo
alcancé sola. Una de aquellas noches en las que deseaba más pensar en mi
ocasional amante que en estrecharlo.

La maquinaria sexual femenina es de una enorme complejidad; olvidada,


moralmente castigada en su uso y enormemente misteriosa. Una misma debe
aprender a tratarla y debe aprender a perder el miedo a tratarla. La marea de
falsas creencias, de supersticiones, de miedos acumulados, de doctas
ignorancias ocultan el verdadero hecho: tener un orgasmo es haber aprendido
a tenerlo. Y todo conocimiento requiere valentía para trascender, talento para
medir y tiempo para crecer.

En el aula vacía de Derecho Internacional se dio mi primerizo orgasmo en


compañía, con mi mano dirigiendo la suya. El peluche de aquellos días se
llamaba Thierry. Fue un orgasmo «en construcción». Apareció, de eso no
tengo dudas, y en cierta medida amplificó las sensaciones placenteras que
decenas de amantes antes que él me habían propiciado.

Otra tarea compleja es intentar definir el sexo sin asociarlo al orgasmo. Y sin
embargo así debería hacerse. Creer que el sexo es «aquello que tiende o
procura el orgasmo» es limitar extraordinariamente el sentido del sexo y
darle una finalidad concreta. Es intentar hacerle un traje de novia al viento.
El sexo sólo tiene límites para quien se los pone y finalidad para el que se la
impone.

Llegué con el tiempo justo de cambiarme para recibirlo. Tenía poco pelo. De
mediana estatura, debía de rondar la cincuentena y, aunque de extremidades
delgadas, su vientre era prominente y redondo. Por su aspecto deduje que
posiblemente se dedicaría a la abogacía. Yo ya había cumplido los treinta.

La respuesta sexual humana, en términos estrictamente operativos, se inicia


con el deseo. A él le sigue la excitación que precede a la meseta, tras ésta se
alcanza el orgasmo y finaliza la interacción con el periodo refractario. Este
último «segmento» varía entre los hombres y mujeres. En los primeros, si el
orgasmo ha ido acompañado de eyaculación, el periodo refractario se
convierte más en una fase de resolución que da lugar a una «incapacidad»
física transitoria por poder continuar. Tras un periodo de tiempo de reposo
que oscila en función de varios factores, nada impide que vuelva a poder
retomarse el proceso de deseo, excitación y meseta hasta alcanzar otro
orgasmo. Si en los varones se sabe distinguir las contracciones prostáticas
que anteceden a la eyaculación y se identifica el orgasmo con ellas, la fase de
resolución no sucede y se pueden encadenar varias «secuencias» de
espasmos prostáticos en un mismo encuentro sin perder la excitación. En las
mujeres, el periodo refractario es menos concluyente y tiene una pendiente
más suave, de forma que es relativamente sencillo que la excitación lo
«desactive» sin tener que realizar un periodo de reposo.

A esta posibilidad de alcanzar un orgasmo tras de otro en una misma relación,


vía minimización del periodo refractario, alguien dio en llamarla
«multiorgasmia». La «orgasmia secuencial», un neologismo, que yo sepa, que
propongo y que creo que es un término más adecuado porque evita la
simultaneidad que puede conllevar el prefijo «multi», es un concepto que se
ha introducido en nuestro «discurso normativo del sexo» recientemente.

En la habitación del jacuzzi y las cortinas rojas, no me resultó muy difícil que
alcanzara pronto el orgasmo. Sin embargo, él había pagado dos horas y,
además, era de aquel tipo de cliente, digamos, «complaciente». Así que
sugirió que ahora debía ser yo quien lo alcanzara. Y acepté la sugerencia.

En mi caso no me había resultado demasiado difícil alcanzar el orgasmo en


otras relaciones mantenidas con clientes. No siempre era así, pero a poco que
el eretismo asomara la cabeza, no tendía nunca a despreciarlo.

Me coloqué sentada encima de su cara, y él empezó a lamer. El orgasmo que


apareció, sorprendentemente a los pocos minutos, fue un orgasmo de plena
madurez. Su nivel de gratificación fue tan elevado que hizo que la excitación
superara ampliamente el modesto periodo refractario. Con lo que después del
primero vino el segundo. Y tras éste, otro. Era la primera vez en mi vida que
enlazaba varios orgasmos en una misma relación.

Para que eso sucediera, tuve que haber cumplido tres décadas, tuve que topar
con una persona que por su físico y sus habilidades me dejara totalmente
indiferente, es decir, completa y exclusivamente preocupada de mí y de mi
placer, y tuve, eso también hay que decirlo, que haberme metido, unos meses
antes, a puta.

En una sociedad que se rige por los niveles de producción, que sigue
condenando la sexualidad no productiva (la que no genera y engendra:
onanismo, homosexualidad, voyeurismo, fetichismo…), nadie puede rechazar
los altos niveles de rentabilidad que procura la multiorgasmia. Quizá por eso
la llamada multiorgasmia es uno de los grandes temas de la divulgación del
discurso normativo. Las agencias de prensa de la sexualidad comme il faut y
del «goce usted produciendo como ninguno» se encargan de divulgar a los
cuatro vientos el superorgasmo o la secuencia infinita, sin dejar por ello un
instante que nos olvidemos del «cómo» coital, sin dejar siquiera que nos
preguntemos por otro «cómo» que no sea ése. Mientras, la señora, que
bastante tiene en su casa con lo suyo, con su modesto orgasmo un sábado de
cada tres si el mes es propicio, padece por no llegar a alcanzar estos excelsos
niveles de rendimiento.

Decía Epicuro: «Nada es suficiente para el que lo suficiente es poco». Uno no


sabrá a nada si pueden ser dos, y el tercero se quedará pobre si no se alcanza
el cuarto. Ésa es la esclavitud de la generación en cadena, del «consiga usted
todo lo que quiera» con el que suelen acabar los cuentos en nuestra sociedad
postindustrial.

Es muy posible que todos, como seres humanos, podamos comernos dos
bocadillos de queso en diez minutos, o quince o hasta veintiséis, pero ¿por
qué?, y ¿para qué?

Debo confesar que tanto hablar del orgasmo me ha abierto el apetito.


El orgasmo simultáneo es lo más

En un día de mucho calor, un león y un jabalí llegaron a la vez para beber en


un arroyo. Discutieron amargamente para otorgarse el derecho a beber
primero, hasta el punto de retarse a muerte. Cuando el feroz combate era
inminente, se acercaron hasta ellos un grupo de buitres y cuervos.

El jabalí entonces propuso:

«Mejor que bebas tú primero y seamos amigos que espectáculo y alimento


para otros».

Traducción libre de la fábula de El león y el jabalí de Ésopo

Eric había perdido el vuelo. Habíamos pasado la noche intentando uno de sus
descubrimientos eróticos más recientes relacionado con la simultaneidad. Sin
más éxito, por cierto, que el que le quise hacer creer.

Una de las ventajas de que tu padre sea el propietario de la empresa es que, a


veces, puedes perder el vuelo sin que vuele con él tu empleo. Desde la oficina
le reorganizaron las visitas para el día siguiente, aunque mantuvieron su
agenda de trabajo de cuatro días en París. A Eric, más como una humillación
que como un premio, le dieron el día libre. Yo no lo supe hasta que llamó al
portal.

A Fernando lo conocí la noche anterior, cuando con unas amigas tomaba unas
copas en un local chic de la posmodernidad madrileña. Era uno de esos
aspirantes a trovadores, con un aire muy estudiado de malditismo y con más
encanto que oficio. Intimamos, de esa manera de la que sólo se puede intimar
en los dos metros cuadrados del lavabo del local. Como el encuentro había
sido muy «estrecho», le propuse repetir al día siguiente, a las once de la
noche en mi piso, bueno, en el piso de Eric, bueno, en el piso del papá de Eric.

Entre las muchas cosas que intercambiamos apoyados entre la puerta cerrada
y el pomo de la cisterna, no figuraron ni el teléfono ni mi situación de vida en
pareja. Yo debía partir la semana siguiente a Sudamérica para una estancia
que se alargaría tres meses. Ultimaba, desde casa, los preparativos del viaje.

A las once de la mañana sonó el interfono y un Eric cabizbajo me pidió que le


abriera. Sorprendida por que no estuviera en el vuelo a París, pero sólo
ligeramente contrariada, le abrí, desde el piso, el portal. Justo después de
apretar el pulsador y antes de que yo colgara el auricular, oí como alguien se
dirigía a él pidiéndole que no cerrara la puerta. Me pareció reconocer la voz
de Fernando.

Parece ser que el término «coito» ya lleva implícito, en su etimología, el ir a


algún sitio y en compañía. En latín, al coito se le daba el nombre de coitus , de
donde deriva el término actual. Coitus se formaba del prefijo co (que implica
unidad y conjunción) y de itus que sería el participio pasado del verbo iré
(marchar, partir). Idos conjuntamente , podría ser una definición etimológica
bastante ajustada del significado de «coito».

«Simultáneo» procede del término latino simul , que significa «juntamente»,


«a una». Probablemente, si para los romanos la simultaneidad de acciones y
reflejos, en lugar de la compañía, hubiera sido una característica definitoria
del sexo, hubieran llamado al coito algo así como simulitus («idos a una») y
denominaríamos, por ejemplo, «simulateo» al hecho de copular teniendo que
alcanzar el orgasmo de manera sincrónica. Discúlpenme los filólogos esta
pura ficción etimológica.

Siempre tuve, desde que viví en aquel piso, dificultades para accionar los
mecanismos eléctricos que abrían las ventanas. Quizá fue eso lo que me
impidió el intentar salir por alguna de ellas, cuando desde la mirilla pude ver
como Fernando y Eric salían juntos del ascensor y se dirigían hacia mi puerta.
Quizá fue entonces cuando empecé a detestar, creo que a Einstein le pasaba
algo similar aunque por motivos distintos, la simultaneidad y el sincronismo.

«Me voy a correr» es mi recurrente. Pero hay muchas otras: «me vengo», «ya
llego», «me voy»… Todas ellas para anunciar lo mismo; la inminencia de la
partida, el fin de las palabras y la omnipresencia del orgasmo.

Los humanos somos entidades parlanchinas. Pero, por mi experiencia, parece


que las mujeres anticipamos verbalmente más este acontecimiento que los
hombres, posiblemente, y no quiero ser mala, como anuncio de la
representación que va a tener lugar. Mucha historia y mucha vida de cada
una de nosotras se ha apoyado y se apoya en la gran «función»: la puesta en
escena de la obra El orgasmo fingido para soprano y continuo , en la que hay
que sacar a pista los caballos, la mujer barbuda, el tragasables, el vidente de
la venda y hasta el mono titiritero.

También es posible que los humanos, frente a este traslado fugaz al mundo de
nunca jamás, busquemos compañía. Aunque, exceptuando la muerte, no
puede haber experiencia más solitaria, individual e incompartible que el
orgasmo.

Es por eso por lo que la búsqueda de la simultaneidad de orgasmos me


recuerda más a lo que algunos llaman una extravaganza que a un logro para
el bagaje sexual de cada uno. Además, si sincronizar el orgasmo de uno
mismo es sencillo y el de dos puede ser una tarea complicada, organizar la
simultaneidad de tres, cuatro o de n+i participantes, debe de resultar
verdaderamente milagroso.

Conviene aclarar también que la simultaneidad de dos experiencias


personales no supone en ningún caso la suma de éstas. Si dos luces se
encienden, vemos más, pero si un barco se hunde, hay más muertos y más
dolientes pero no más muerte. Es por ello por lo que tiendo a ver en el tipo de
proclamas como «el orgasmo simultáneo es lo más» una voluntad
intencionada de seguir imponiendo una sexualidad basada exclusivamente en
el binomio pareja, que está muy bien siempre que estemos ofreciendo una
posibilidad a la voluntad de los participantes y no definiendo lo que es el sexo
o creándole un marco de buenas costumbres.

Antes de que Eric se volviera para preguntarle a Fernando lo que quería, yo


ya había abierto la puerta.

Le di un beso a Eric y a Fernando le estreché la mano prometiéndole que yo


entregaría la documentación personalmente al director de la agencia porque
todavía no estaba preparada. Su cara parecía dos signos de interrogación con
un círculo en medio.

—Perdonad, no os he presentado, Eric, mi novio, Fernando, el correo de la


agencia.

Volví a fingir, pero Fernando fingió peor que yo.

El sexo es un mal animal de carga. Mientras más obligaciones, sugerencias,


objetivos y consejos se le imponen, más se encabrita. En el sexo, como en las
prácticas meditativas, la mirada tiene que estar dirigida hacia lo que se es y
no hacia el cómo se debe ser, porque eso sólo se aprende siendo. La búsqueda
del orgasmo simultáneo, cuando, más allá de una curiosidad o una casualidad,
deviene un imperativo del manual de los amantes perfectos, es uno más de
esos fardos que la grupa del sexo suele sacudirse en cuanto que se lo cargan
encima.

Mi viaje era inaplazable. Yo, al contrario que Eric, no podía perder ningún
avión. Tuve que alojarme en casa de una amiga hasta mi partida, sabiendo
que a la vuelta debería, antes de deshacer las maletas, buscar un nuevo piso
donde vivir.

Supe que Eric y Fernando se hicieron amigos, aunque no volví a ver a


ninguno de los dos. No sé lo que se contarían, aunque posiblemente pasarían
las horas hablando del interés de uno por sincronizar el orgasmo y del otro
por no sincronizar el reloj.
Existe el punto G

(…) A veces la cabeza es de león, el cuerpo de cabra y la cola es de serpiente;


a veces tenemos en cambio un solo cuerpo, de león o de cabra, y tres cabezas,
de león, cabra y serpiente; a veces, finalmente, tiene las tres cabezas de los
animales pegadas a partes distintas de un solo cuerpo, generalmente de león
(…)

La Quimera

Diccionario ilustrado de los monstruos Massimo Izzi

Mi madre solía recortar los puntos que daban con el paquete de detergente
de lavadoras. Dos por paquete. Cuando se habían conseguido treinta, había
que meterlos en un sobre, franquearlo y enviarlo a la dirección del fabricante.
Al cabo de un mes, recibíamos en casa, a portes debidos, un tazón para el
café con leche decorado con calcomanías de animales. Todavía los conserva
en la alacena.

La vagina cada vez tiene más puntos. Desde que se descubrió oficialmente
que era insensible, con tan pocas terminaciones nerviosas que es posible
hacer un raspado del cuello del útero sin apenas anestesia, empezaron a
aparecer por todas partes de su geografía. Les pusieron iniciales: «F», «A»,
«K», «G»…, que siempre son más serias y científicas que las descripciones.

Que nadie se inquiete, que si se acaban las letras, podemos hacer como con
las matrículas y poner números, y que nadie se altere tampoco por lo limitado
en tamaño de la vagina; en doce elásticos centímetros caben muchas cosas, y
si son puntos, más todavía.

El inconveniente de los superlativos es que no se pueden matizar. No


podemos decir, por ejemplo, «muy buenísimo» o «extraordinariamente
máximo». Sin embargo, estos puntos, en sus anuncios, prometen conseguir
magnificar un superlativo: el orgasmo. De paso, prometen también
redimirnos, a todas las que seguimos estimulándonos el clítoris, de nuestra
ignorancia y de nuestra mediocre capacidad de goce.

Mientras, algunas chiquillas siguen preguntando si el preservativo hay que


ingerirlo plegado o desplegado, si se pueden quedar embarazadas con una
felación o si la píldora se introduce en la vagina, y algunos, no tan chiquillos,
se devanan los sesos pensando si un pene de doce centímetros es normal o si
tres veces a la semana es poco.

Mientras, la ciencia sigue sin saber si… bueno, sigue sin saber. Y entretanto,
el coito, el rey de las prácticas eróticas del «discurso normativo del sexo»,
sonríe.
De lo que no se duda, ni chiquillas ni adultillos, es de que metiéndola a fondo,
la mujer alcanza indefectiblemente lo que llamaban, no hace mucho, el
«paroxismo histérico» (el «orgasmo» para los que somos de aquí). Histérica,
con tanto meter y sacar, sí puede acabar una, eso es cierto, pero a la más
pura histeria está condenada una si topa con uno de esos «hurgadores
vaginales», con «los exploradores de grutas», cada vez más frecuentes por
leer lo que no deben, que creen que la vagina es una nevera llena en tiempos
de Cuaresma.

Fue al acabar la cena cuando me lo propuso:

—Miguel no consigue encontrarme el punto G, no sé… a lo mejor te parezco


muy descarada, pero… a lo mejor… si tú y yo…

Conociéndola un poco como la conocía, la oferta no me sorprendió demasiado.

De Tatiana resultaba especialmente atractiva su ingenuidad. Momentos antes,


en el sorbete de melón, nos había escenificado con todo detalle cómo alcanzó
el orgasmo cuando su marido la había poseído rabiosamente durante un
crucero por el Nilo. Sus gritos y gemidos aceleraron la llegada de la cuenta.

No dije ni que sí ni que no, estaba valorando si me interesaba aprovechar que


el Ebro pasaba por Tortosa, pero ella prosiguió:

—No te preocupes por Miguel, se lo he contado y ¡le parece perfecto!

No era en mí, sino en Miguel, en quien estaba pensando.

El punto G sirve, por lo menos, para diferenciar dos tipos de mujeres: las que
manifiestan que lo tienen y loan sus virtudes y las que niegan o prescinden de
su existencia y dudan de sus cualidades en caso de que las hubiera. Ambas
posiciones, creyentes versus agnósticas y ateas, se enfrentan en una lucha
despiadada en la que las susceptibilidades se enconan y el rango de feminidad
parece estar en juego. Los hombres, por lo general, parecen tenerlo mucho
más claro: la inmensa mayoría de las parientas se corren, como gacelas
perseguidas por leones en la sabana, a poco que las penetren. En cualquier
caso, el tema es muy sensible (posiblemente tanto o más que el traído y
llevado punto de Grafenberg).

Personalmente, yo, como se puede deducir, me englobaría en el grupo de las


agnósticas. Nunca he experimentado un orgasmo derivado exclusivamente de
la estimulación vaginal. Cuando estimulo, o me estimulan, la zona rugosa que
se corresponde, según los mapas, con el punto G, ni siento ni dejo de sentir,
quizá porque no olvido que se está estimulando la raíz interna del clítoris y
presionando la uretra. Y ya se sabe, nada peor para escribir relatos sobre el
rayo que saber lo que es el rayo…

Por lo tanto, yo diría que el punto G ni existe ni no existe, sino todo lo


contrario. Creo que las mujeres que experimentan orgasmos a través de esta
zona de la vagina son verídicas en sus afirmaciones (experimentan lo que
cuentan), pero opino que las que lo niegan son veraces en las suyas (es
verdad lo que cuentan).

Cada mujer es, en cualquier caso, un universo y cada deseo individual opera
con mecanismos de una infinita complejidad que se activan a poco que el
deseante crea que se deben activar con una cosa o la otra. Pero, y en eso
insisto, para lo que sin duda sirve el punto G, y todos los demás, es para
perpetuar el modelo de una sexualidad de vocación reproductiva y de práctica
copulativa. De todas formas, creo que el problema, la pregunta y la respuesta
al «teorema de los puntos» no pasa por resolver su existencia. Que exista o no
es, quizá, lo de menos. El tema de fondo es otro.

Cuando, en la cama, de rodillas frente a ella, deslicé sus braguitas por sus
largas piernas, pude ver su hermoso pubis cubierto por una fina capa de vello
rubio. Tatiana me había lamido rítmicamente, dibujando sobre mi vulva, con
su lengua, todo un abecedario. Su boca iba y venía sobre mi clítoris, como si
hubiera olvidado algo que repentinamente recordaba. Mientras, sus dedos me
acariciaban, a saltitos, el vientre, el interior de los muslos, el pecho y su larga
melena cosquilleaba mis caderas. Noté que ya no me oía a mí misma, intenté
retenerme un segundo más, pero una corriente punzante en el sacro inició
mis espasmos.

Ligeramente incorporada y situada a su lado derecho, empecé a besar la línea


que va de su vientre hasta su mentón. Con mi mano izquierda masajeaba su
cabeza y con la derecha me centré en sus genitales. Levanté con la punta del
pulgar, presionando ligeramente, el capuchón de su clítoris, mientras rozaba
lo que quedaba al descubierto con la parte media de mi dedo. Al mismo
tiempo, introduje mi dedo corazón hasta la mitad en su vagina para alcanzar
el inicio del hueso pélvico. Mantuve un tiempo los movimientos sincronizados
de mi pulgar y del corazón. Su respiración se agitó, sus gemidos se
incrementaron y con un grito exclamó: «¡Me corro…!». Noté las convulsiones
comprimiendo mi dedo, y mi mano y mi antebrazo se vieron empapados por
un líquido caliente. Las dos nos sorprendimos. Ella se incorporó rápidamente
y observando la situación y la humedad de las sábanas, me dijo, con la misma
candidez en su rostro con la que me propuso el encuentro:

—Lo siento… me he hecho pipí…

Y era verdad.

Lo verdaderamente significativo de las dudas que genera el punto G y sus


aledaños resulta del preguntarse por qué, en puertas de clonar a un humano,
no sabemos cómo funciona la maquinaria sexual femenina. La segunda duda
de fondo surge al preguntarse a quién le interesa que la cosa siga siendo así.

Que el punto G o la eyaculación femenina sean como el Santo Grial o como


una Quimera sólo demuestra el pánico atroz que le sigue despertando la
sexualidad femenina al «discurso normativo del sexo». Decía Víctor Hugo que
existen dos maneras de ignorar las cosas: la primera es ignorándolas y la
segunda es creyendo que las sabemos mientras las ignoramos.

No sabemos nada y no nos dejan saber nada de eso, de la sexualidad


femenina, que para algunos sigue siendo un animal ávido con vida propia que
devora y humea a todo el que se le acerca. Si algo aparece de cierto, lo
inundan de fantasías y leyendas de unicornios alados, de esquemas cifrados
para pianistas o espeleólogos y de puntos y secuencias.

Muchos puntos para alguien como yo, que prefiere el café a las tazas.
Las bolas chinas sirven para dar placer

Ella extrajo con cuidado de la caja sus bolas chinas. La presentadora le


preguntó con aire pícaro:

—¿Y eso para qué sirve, Susana?

Susana era stripper y titulada por la vida en «gimnasia vaginal».

—Esto es para introducirlo en la vagina —respondió.

Intervine:

—Sirve para fortalecer los músculos del suelo pélvico.

—Eso… —apuntó Susana.

La presentadora alargó la mano y las sostuvo a media distancia,


observándolas como se observa el cadáver de un pichón recién muerto.

—Pesan mucho, ¿no?

—Bueno, es que éstas son de acero, porque Susana tiene unos músculos de la
vagina muy entrenados —maticé.

—Sí, éstas son las mías… —aseveró ella. Cara de alarma en la presentadora:

—Pero ¿las habrás lavado? —exclamó aterrada.

En un plató de televisión. Un viernes por la noche

Los chinos las llaman Ben Wa , pero en un «todo a cien» o en los


establecimientos de juguetes eróticos es mejor pedirlas como «bolas chinas»
(si no, corremos el riesgo de que nos den algún cepillo para la ropa con
mango ergonómico). Su invención parece antiquísima y su origen es,
naturalmente, chino. Confeccionadas originalmente en jade, marfil o hueso,
algunas contenían mercurio en su interior para facilitar el movimiento. Su
función residía en fortalecer los músculos del suelo pélvico y tener un mayor
control sobre las paredes de la vagina con vistas a procurar un orgasmo
rápido en los varones (normalmente clientes de burdel o soldados en
campaña).

Que Hassan era aficionado a meterme botellines de coca cola de 25cl por la
vagina es algo que quizá algunos ya conozcan. Les daba la vuelta,
introducirlas de frente puede provocar el vacío, y las metía lentamente,
recreándose en la suerte. Para Hassan eran los botellines, para Piero, los
plátanos pelados (que luego se comía), Andrés tenía preferencia por los
pepinos (que también yo le hacía pelar, no sólo porque la piel del pepino
puede ser incómodamente rugosa, sino porque la pulpa del pepino contiene
sustancias astringentes y antisépticas), el piadoso de Roberto (un antiguo
cliente), velas blancas de unos 5 cm de diámetro que compraba en una
cerería del barrio gótico de Barcelona, a Luz le perdían los consoladores
(variadísimos, cuanto de más tamaño y más «veristas», mejor), a Carlos (otro
cliente, este de la línea fetichista) era un collar de perlas de su difunta madre,
y a muchos, a muchos otros, los dedos. No hablo de los que buscan
directamente meter el pene.

Es curiosa la de cosas que se pueden meter o sacar de una vagina, pero es


mucho más curioso el motivo por el que se introducen.

El suelo pélvico lo conforman una serie de músculos que suelen operar de


manera sincronizada, es por ello por lo que también se habla de ellos como si
de uno solo se tratase, denominándolos el «pubococcígeo». Extendiéndose
desde la parte anterior de la pelvis hasta el sacro (el hueso «cóccix»), retiene
y evita la caída de órganos como la vagina, el útero o la vejiga en la mujer y la
próstata, por citar uno, en los hombres. Un músculo bien formado permite
tener control sobre la micción o sobre la evacuación fecal y previene de
trastornos como el prolapso de útero y vagina en las mujeres, mientras que en
los hombres les permite tener un control sobre la próstata y por tanto sobre la
eyaculación. El austríaco Arnold Kegel ideó, en la década de los cuarenta del
siglo XX, una serie de ejercicios que permite ejercitar esa musculatura,
ejercicios en los que resultan de enorme utilidad las bolas chinas.

A Marisa la conocí en Madrid. Fue ella misma la que se presentó. Era de


madrugada. Yo salía de un plató de televisión, donde había concedido una
entrevista.

—Valérie, he leído tu libro y tenía que decirte que me ha parecido ¡fascinante!


—me dijo, acercándose a mí de manera decidida.

Marisa vestía elegantemente. Bellísima, con el talle de una quinceañera, se le


notaba gusto, dinero y una especial inclinación por Versace.

—Muy amable, te lo agradezco… —le respondí realmente agradecida por el


cumplido.

A partir de entonces nos vimos con relativa frecuencia hasta llegar a intimar
(de palabra) y compartir algunas asignaturas en las aulas del Incisex.
Formada en un círculo estricto del cristianismo más fundamentalista,
conmigo se sentía desinhibida para relatarme con todo detalle los continuos
pecados de la carne que cometía, siempre, eso sí, dentro del marco del
sagrado matrimonio. La interpretación que hacía de la doctrina que le habían
imbuido del deber marital era, sencillamente, brillante. Cumplía uno a uno los
preceptos de obediencia y sumisión, pero había convertido esos preceptos no
en una mutilación, sino en un gozo carnal continuo.

—Soy la puta de mi marido —solía repetirme. No había nada que él no hiciera


que a ella no le reportara un extraordinario placer sexual. Además, como todo
buen ortodoxo, había dejado abiertos los convenientes «puntos de fuga» en
forma de incumplimientos a la ley divina, con los que justificarse frente al
confesor y a la familia.

Fue otro austríaco, Sigmund Freud, el que valoró el orgasmo vaginal como
superior al clitoriano. Según el padre del psicoanálisis (uno de los
intelectuales más originales, por cierto, de la modernidad), la mujer sentía en
su periodo formativo un orgasmo de origen clitoridial que en la madurez se
iba redirigiendo hacia la vagina. Por tanto, una mujer madura era la que con
su vagina, y no con su clítoris, podía provocarse orgasmos. Todos, excepto un
grupo reducido y sin demasiado criterio (las mujeres), estuvieron de acuerdo.
El tercer pilar del discurso normativo de nuestro modelo de sexualidad, el
«coitocentrismo», estaba remachado con hormigón armado. Si entre todos
convertíamos la vagina en algo sensible, el meter cosas dentro de ella
cobraba pleno sentido.

Eran tiempos en los que las sufragistas empezaban a reclamar un papel


igualitario en el derecho a voto (que en Francia, por ejemplo, no llegaría
hasta 1944, más o menos cuando Kegel creó sus ejercicios); eran tiempos en
los que a las mujeres había que empezar a «convencerlas».

Se hizo el silencio en el aula de sexología de la Universidad de Alcalá de


Henares. Marisa acababa de anunciar con rotundidad que, pese a las
observaciones del profesor, ella sí alcanzaba orgasmos vaginales cuando su
marido la penetraba. Frente a las miradas de la veintena de alumnos que se
dirigían a ella (no tanto quizá por la observación, sino por la falta de pudor
con la que la había emitido), ella meditó un momento y prosiguió:

—Bueno, también me corro cuando me la mete por el culo…

A mí me gusta que me la metan de tarde en tarde, debo confesarlo. No es mi


modalidad erótica favorita, pero tampoco le hago ascos. Pero nunca, ni por
empatía, el coito me ha producido exclusivamente un orgasmo. Ni a mí ni a
ninguna de las mujeres con las que he hablado de ello. Salvo a Marisa. Es una
sensación placentera, no lo niego, especialmente cuando, por ejemplo a
cuatro patas, el falo toca la pared anterior de la vagina y estimula
indirectamente la zona interna del clítoris. Es una sensación psicológicamente
agradable, la de integrarse en algo parecido a una unidad cuando el amante
lo merece. Pero de ahí al orgasmo… ¿Por qué seguimos discutiendo sobre
eso? ¿Por qué seguimos sin saber si la vagina tiene terminaciones nerviosas
que puedan inducir al orgasmo? ¿A quién le interesa que desconozcamos eso?

Susana puede hacer ritmos con las bolas chinas introducidas en la vagina.
Puede, según dice, mover el pene de su compañero a voluntad y masturbarlo
(o «vagiturbarlo») sin demasiado esfuerzo. Eso está bien, es un gran logro,
pero tiendo a ver en ello una adaptación más de la anatomía femenina al
placer sexual masculino que un avance en el goce propio. «Lo malo de la
ignorancia es que va adquiriendo confianza a medida que se prolonga»,
proclamaba Alexis de Tocqueville. Ignorancia es creer que las bolas chinas
sirven para dar placer a las mujeres. Ignorancia es no saber a quién beneficia
esa creencia.

Dos mujeres conversan entre ellas:


—Por ahí viene mi marido con un ramo de flores… esta noche me tocará
abrirme de piernas.

—Pero, coño, ¿es que no tenéis un florero?

Frente a un «coitocentrismo» demoledor y excluyente yo no propondría un


«coitofugismo», pero sí un «cogitocentrismo» conciliador y sensato. Y si uno
no acaba de encontrar su «cogito», que busque dentro de una vagina, a lo
mejor está allí, uno nunca sabe la de cosas extrañas que se pueden meter en
ella…
Si no siento placer, es que soy anorgásmica

Creo verdaderamente que las decisiones que he tomado harán un mundo


mejor.

Georges Bush

Declaraciones en Time evaluando la invasión de Irak

El orgasmo no es una casualidad que se presenta, es una decisión que se


toma. Una determinación a la que se llega, después de haber realizado una
valoración, durante la interacción sexual, de esas circunstancias concretas
que nos proponen la posibilidad del orgasmo. Como en cualquier toma de
decisión, por inconsciente que sea, nuestro sistema de valores evalúa lo que
está sucediendo, juzga la conveniencia o no de optar por la posibilidad que
tenemos y decide si queremos adoptar esta alternativa o no. Sucede que,
muchas veces, esta decisión la tomamos, sin saber que estamos tomando una
decisión. Normalmente, es un proceso implícito que no requiere que tomemos
lápiz y papel, pero que, en cualquier caso, sí exige que se haya aprendido a
tomar esa decisión de manera implícita.

Un orgasmo no se tiene, se aprende a tenerlo, mejor dicho, se aprende a


«permitirse» obtenerlo. Hay que instruirse no sólo en un conocimiento de la
propia reacción sexual frente a determinados estímulos anatómicos (saber
cómo es nuestro cuerpo y qué y de qué forma nos procura placer), sino, sobre
todo, hay que formarse en el difícil arte de dejarse llevar, de dejar que la
decisión quede en manos de nuestra respuesta sexual y no de nuestras
«razones». Cuando la razón aparece, el orgasmo huye como los corderos del
lobo. Cuando la razón toma la decisión, el orgasmo ya ha tomado la decisión
antes.

Más que decir, como la coletilla, que no existen mujeres frígidas, sino
amantes que no saben tocar, convendría disculpar un poco al amante
(sabiendo que, efectivamente, hay demasiados amantes que no merecen ese
calificativo) y matizar que, normalmente, no existen mujeres frígidas, sino
mujeres que no han aprendido a dejarse tocar.

El papel del amante en el proceso tiene muchísima menos importancia de la


que se suele atribuir. Alcanzar el orgasmo es una decisión estrictamente
personal en la que el amante es sólo un elemento más de los que
interpretamos en nuestra decisión de dejarnos o no alcanzar el eretismo. El
orgasmo no nos lo procuran, lo alcanzamos nosotros solos. Decía Catherine
Millet que no creía en absoluto que el sexo fuera un medio para comunicar,
sino que es el dominio donde cada uno vive las cosas de la manera menos
comparable que exista. El orgasmo es, en ese marco, una de las acciones más
individualistas posibles. «¿Gozas , querida?», solía repetir Agapurnio. Y yo, o
cualquiera, hasta con Agapurnio tocando el perineo o el laúd, podía haber
gozado.

En cualquier caso, mi falta de orgasmo con él no era una manifestación de


anorgasmia. Era, simplemente, que con él y con todo lo que rodeaba nuestra
interacción sexual, yo decidía no alcanzar el orgasmo. La anorgasmia es la
imposibilidad de alcanzar el orgasmo, no la imposibilidad de alcanzar un
orgasmo.

Asunción era una de esas personas instaladas en la «lógica de lo peor». Todo


le salía mal y, si en alguna ocasión no era así, ya se ocupaba ella muy mucho
de que así fuera. Cualquier circunstancia de su existencia era «interpretada»
por Asunción como el signo inequívoco de que las cosas «le venían de culo».

Sin embargo, su vida podía ser, a los ojos de cualquier otro que no fuera
Asunción, envidiable. Adinerada, con una profesión liberal que le permitía
marcar sus horarios, disponía de un extenso patrimonio que lo componían,
además de su vivienda principal, varias propiedades en zonas turísticas del
sur de España. Aficionada a la música clásica y a las películas romanticonas,
no se perdía ningún estreno musical en la Fundación Caja Madrid.

Pero sucedía que, desde niña, le había acompañado el sufrimiento, con un


padre que la había repudiado y una madre que la maltrataba lo suficiente
como para que ella asociara el cariño con el maltrato (sólo porque creyó en
los cuentos de hadas, en los que las madres son unas reinas y nunca la bruja
de la manzana). Hasta que hizo de su sufrimiento su seña de identidad.

«Todo ha salido mal. A Asunción, todo le sale mal. Por lo tanto, soy Asunción».

Tememos más el perder la que creemos que es nuestra identidad que el


sufrimiento.

Vivía sola, en una casa grande en las afueras de Madrid, con varias personas
a su servicio que le hacían sufrir lo necesario (la trataban con el «cariño» que
ella exigía). Asunción gozaba, además, de una mala salud de hierro, que le
permitía vivir constantemente preocupada por ella, aunque sus achaques no
derivaran nunca a mayores.

Los casos de anorgasmia derivados de un problema orgánico son apenas del


cinco por ciento del total. El área donde el terapeuta que pretende remediar
una anorgasmia debe intervenir no es, por tanto y normalmente, en el
organismo, sino en los procesos sexológicos que atañen a esa «decisión» de
alcanzar un orgasmo.

«Frigidez» es un término que, por su connotación despreciativa, ha caído


bastante en desuso en la escritura científica. No así tanto en el lenguaje
coloquial. Resulta curioso como la sexualidad femenina siempre es
nominalmente castigada si exhibe, a los ojos de no se sabe bien quién, un
deseo sexual demasiado corto o demasiado largo. Frígida o ninfómana
(nuevamente términos a los que el «discurso normativo del sexo» no
contempla equivalencia para los varones), el ejercicio de la sexualidad
femenina se enmarca en límites muy estrechos.
Organismo y orgasmo (y organización y orgía) tienen una misma raíz común
etimológica. Algo querrá decir… El prefijo «org» significa «trabajo». El
orgasmo necesita «trabajarse», «organizarse» en su consecución.

Dentro de los casos en los que no se consigue un orgasmo, se establecen


diferenciaciones conceptuales entre aquellas personas que no lo alcanzan
porque en su respuesta sexual no logran la fase inicial de deseo y las que,
alcanzando las fases de deseo, excitación y meseta, no consiguen el orgasmo.
De manera genérica, también se puede hablar de las condiciones de esa
imposibilidad, si es porque nunca se ha conseguido, si es que se ha dejado de
conseguir o si no se consigue de determinada manera en la que se supone que
podría procurarse.

En cualquier caso, el gran enemigo del orgasmo es la necesidad de


procurarse un orgasmo y la ansiedad por el orgasmo es el peor amigo del
aprendizaje para la consecución del orgasmo. Nuestra maquinaria sexual es
un mecanismo que, normalmente, funciona muy bien a poco que lo dejemos
funcionar. El desconocimiento, muchas veces, nos lleva a encontrar un
problema donde sólo había una circunstancia. Hacemos de la ignorancia un
problema, cuando el único problema es la propia ignorancia. Una falta de
reacción orgásmica en la puesta en práctica de nuestra sexualidad no
significa, casi nunca, que nuestro diagnóstico sea la anorgasmia. Pero si
creemos que es éste, entonces muy probablemente padeceremos anorgasmia.

Naturalmente, Asunción «decidía» siempre no tener orgasmos. Asumir esa


exaltación del gozo que supone el orgasmo era, inconscientemente,
inconcebible para ella. Le resultaba mucho más gratificante, pese a que ello
fuera contra su voluntad consciente, la insatisfacción que la aceptación del
placer. La buena mujer se esforzaba (puedo decirlo en primera persona
porque me acosté con ella tres veces en uno de sus apartamentos de la costa
andaluza), pero tras un eterno «¡ya me viene!», Godot no venía nunca.
Inmediatamente después, volvía a su exaltado discurso amoroso. Porque
Asunción me amaba a su manera, al día de hoy sigo sin dudarlo. La mejor
prueba de ello era la negación del gozo. El amor, como le enseñaron de niña,
y ella no consigue olvidar, nada tiene que ver con el placer.

No hay peor guerra civil que la que uno sostiene contra sí mismo. Decía Gide
que hay muy pocos monstruos que se merezcan el miedo que les tenemos.
Uno de esos monstruos a los que, quizá, sí debamos temer es el miedo a dejar
de ser lo que creemos que somos; los otros, a veces, gobiernan naciones.
La eyaculación precoz es un problema del hombre

No juremos su Santo Nombre en vano… que la comedia gana divinidad,


cuando lo divino pierde tragedia.

Jaculatoria arrabalesca . De Fernando Arrabal

Una jaculatoria es una oración breve y fervorosa que normalmente se realiza


mirando al cielo. Las jaculatorias se «lanzan», por eso su nombre deriva del
latín iaculatorius (de iacere , «lanzar»). Jaculatoria y eyaculación tienen el
mismo origen etimológico. El dramaturgo Fernando Arrabal lo sabe bien.

«¡¡¡Ay… Dios, ya llego… me vengo…!!!», solía ser la particular «jaculatoria


eyaculatoria» de Günter.

Günter no era mal amante. De temperamento nervioso e hiperactivo, parecía


que nunca quería estar donde estaba, sino donde esperaba estar después; las
cosas, para él, pasaban demasiado lentamente. Solía tener siempre algún
dedo en la boca que mordisqueaba, inconscientemente, mientras completaba
las frases de los demás antes de que las hubieran concluido, no siempre con
acierto.

De origen bávaro, Günter era alto y enormemente delgado. Cuando lo conocí,


acababan de nombrarle responsable máximo en España de una multinacional
del sector tecnológico. Cuando me acosté con él por primera vez, llamó mi
atención un curioso ritual: tenía que tener a mano un recipiente con cubitos
de hielo. Brillante en su trabajo, original en sus planteamientos, Günter tenía
el firme convencimiento de que era un eyaculador precoz.

Sólo los que no conocen el tiempo creen que el tiempo pasa sin tenernos en
cuenta. Que es algo lineal, que no se dilata, se deforma o mengua. No hace
falta entrar en Bergson o en la física relativista para saber que el tiempo
sucede en función de la interpretación que de él hacemos en nosotros
mismos. El tiempo no se mide con relojes, sino con emociones, porque el
tiempo es el sentimiento de nuestro tiempo.

Es por eso por lo que siempre me ha parecido un tanto ridículo emplear un


«tiempo objetivo» para valorar una respuesta o para emitir una conclusión.
«Todo amor piensa en el instante y en la eternidad, pero nunca en la
duración», decía Nietzsche. A la «duración» que transcurre entre la
excitación y el orgasmo también le hemos puesto tiempo. Para encontrar,
nuevamente desde otra medición, la normalidad y catalogarnos de
«subnormales» o de «supranormales» en nuestra respuesta sexual.

La eyaculación precoz, o quizá mejor dicho, el eretismo precoz, tiene que ver
exclusivamente con los sentimientos de frustración y satisfacción, no con el
paso de las manecillas. Tiene que ver con que vivamos con plenitud una
interacción sexual, en la que sean las emociones y no los relojes los que la
validen o la sancionen. En la que nos condicione el placer que
proporcionamos o recibimos y no los tiempos de ejecución que otros, por
muchos que sean, han establecido como convenientes.

Con Günter, había que estar en continua comunicación. La valoración que él


hacía de la prontitud con la que siempre le «amenazaba» el orgasmo hacía
que el gesto de apoyar un cubito de hielo en la base de su espalda se
convirtiera en un gesto común más en la coreografía sexual de cada
encuentro. En cuanto su mano se agitaba buscando el bloque de agua, sabía
que su orgasmo era inminente. Había veces en las que la postura o la posición
le impedían alcanzarlo él mismo, entonces suplicaba «¡hielo!». Yo me detenía
y se lo aplicaba, bien en la espalda sobre la columna, bien sobre el vientre,
entre el ombligo y el pubis.

Sorprendentemente, sucedía que, en ocasiones, pasaba mucho rato antes de


que su angustia le hiciera vislumbrar su eretismo. A veces, debíamos
interrumpir nuestro encuentro en múltiples ocasiones para que siempre el
agua mantuviera su consistencia sólida. Aun así, el resultado era el mismo; al
eyacular, Günter se disculpaba por no poder sobreponerse a su «dolencia».
Para Günter, el convencimiento de su mal era su único mal.

Por mi experiencia con él y muchos otros, no es tan importante el tiempo que


se emplee en obtener el orgasmo como el convencimiento de que ese tiempo
siempre va a resultar demasiado corto. Muchos hombres están convencidos
de que son eyaculadores precoces. Y quizá eso sea, en muchos casos, su
verdadero problema.

La clínica clasifica, para ella, esta disfunción en primaria o secundaria según


la frecuencia con la que se presenta. Si siempre se produce, será «primaria»,
si se produce esporádicamente, se hablará de «secundaria». También se
establece una distinción temporal basada en el «cuándo» se alcanza el
orgasmo; si éste acontece antes de que se haya llegado a la penetración, se
habla de ejaculatio ante portas («antes de las puertas») o de ejaculatio intra
portas («entre las puertas»). No es necesario explicar a qué remiten las
puertas y qué practica es la única que se contempla como «atravesadora de
puertas».

En la cultura romana, existía una expresión de peligro inminente que podría


equivaler a nuestro «¡que viene el lobo!». En Roma se decía, desde la
Segunda Guerra Púnica, Hanníbal ad portas! , o Hanníbal ante portas!
Cuando se escuchaba esto, era que algo tremendo iba a suceder, como que el
general cartaginés Aníbal Barca estaba a punto de someter la ciudad.

El enemigo, aquí, no es un militar con muy mala leche y elefantes como para
fundar un zoo, sino algo tan gratificante como el orgasmo. Convendría
reflexionar sobre qué extraños mecanismos pueden hacer que temamos a
nuestro propio orgasmo.

Me cité con Hugh tres veces durante mi estancia en Londres con motivo de
un stage de posgrado en una empresa. Cenábamos, tomábamos unas copas, y
una vez llegamos a besarnos. Lo que de común tuvieron los tres encuentros es
que terminaban de una manera brusca, dos en el portal de su casa y uno en la
recepción de un hotel en el barrio londinense de Notting Hill. Cuando todo
parecía predispuesto al encuentro sexual, de repente, algo fallaba.

No llegué a saber muy bien cuál era la causa, hasta que, dos años después,
contactó conmigo porque iba a desplazarse a París y quería que le
recomendara algunos lugares que visitar. En su carta, me informaba, después
de explicarme el motivo de la misma, que vivía desde hacía seis meses con
una chica de Birmingham y que con ella había conseguido superar el
problema que yo sin duda habría intuido (y que en verdad yo nunca intuí):
Hugh era un «eyaculador anticipativo», se corría al pensar que el coito podía
tener lugar.

La eyaculación precoz es más un problema del «hambre» que del hombre.


Como dificultad común, suele tener un muy eficaz tratamiento que pasa, como
la solución a la mayoría de los problemas, por entender lo que sucede. Una de
las primeras cosas que realiza el terapeuta es, con toda la razón del mundo,
traspasar la unidad clínica del hombre a la pareja. Las disfunciones
eyaculatorias no son asunto de uno, sino de la unidad que interacciona. En la
práctica terapéutica de este conflicto, tienen especial importancia los
ejercicios llamados de «focalización sensorial», con los que se pretende
establecer una relación carnal «no exigente», que no tenga como finalidad ni
el orgasmo ni siquiera, al principio, la propia excitación. También se recurre a
algunas técnicas de control mediante presión del glande, realizadas por el
parienaire , que resulta, por su posición, más eficaz en este cometido, a fin de
generar seguridad y evitar la falsa creencia de la inevitabilidad del orgasmo.

Se trata de reeducar la estimación que se tiene del placer (propio y ajeno) y


del significado de la relación sexual (poniendo, por ejemplo, en el lugar que se
merece al coito, principal «agente patógeno» por la mala interpretación que
de él se hace en este tipo de dificultad) para amortiguar, fundamentalmente,
las ansiedades que provoca el desconocimiento.

Gran parte de esta práctica terapéutica se la debemos a los sexólogos


Masters y Johnson, los mismos que propusieron que, en los casos en los que
un «cliente» (término más apropiado para evitar la connotación patológica
que tiene el de «paciente») llegara sin pareja, fuera ayudado en su proceso de
aprendizaje por una «terapeuta sexual» que hiciera las funciones de su
inexistente pareja. Con este principio el novelista Irving Wallace publicó una
curiosa novela en 1987 que llevaba por título The celestial bed (La cama
celestial) , donde se relataban las actitudes y los comportamientos de estas
carnales terapeutas sexuales.

Leí, en una ocasión, del filólogo Marius Serra, el caso de un monje, Pompeyo
Salvio, que a principios del XVII, de la jaculatoria Ave María, gratia plena,
dominus tecum , había conseguido sacar quinientos anagramas (quinientas
composiciones con sentido, combinando y utilizando las treinta y una letras de
la jaculatoria). No sabemos cuánto tardó el tal Salvio en su cometido, pero en
ningún caso debió de tratarse de un lanzamiento precoz… Y si con una
jaculatoria se puede hacer eso, imagínense con una eyaculación…
Mi pareja me toca menos… Seguro que ya no me quiere

—El ser humano parpadea unas diez veces por minuto —le dije.

—¿Ah, sí…? —me respondió.

Y empezó, involuntariamente, a parpadear como un poseso.

Marcelo era un hipocondríaco y además un cretino que me había dado la


tarde. Se lo tenía merecido.

Nada mejor para crear un problema que creer que ya existe.

Las relaciones de pareja son siempre un «terreno problemático»,


fundamentalmente porque se construyen basándose en pactos y éstos no
siempre se pueden poner por escrito. Hay, como los buenos legisladores, que
saber leer y saber interpretar. Para lo primero, hay que conocer la
«escritura» del otro, saber cómo se expresa, conocer su vocabulario y
entender su letra. Para interpretar, hay que conocer el «idioma» que se ha
generado en la relación, hay que haber aprendido a colocar cada palabra en
un discurso formado entre dos individualidades que escriben el libro de su
existencia a dos manos. Decía Michel de Montaigne en sus Ensayos que «la
palabra es mitad de quien la pronuncia, mitad de quien la escucha». Pocas
veces como en la pareja esta afirmación cobra tanto valor.

Vivía en mi casa desde hacía seis meses.

Ya hemos dicho que el amor es un asunto de entendimiento y de cultura


«amorosa». Con él sucede un poco como con el gusto; «yo no entiendo mucho
de arte, pero sé perfectamente lo que me gusta», suele decir uno cuando se
enfrenta a una obra artística y no ha visto muchas antes. Con ello se pretende
recalcar que uno tiene criterio estético, olvidando que el gusto no es más que
una capacidad inconsciente, común a todo mortal y que se genera
involuntariamente desde el momento que tenemos vista. Pero tener la
capacidad de apreciar si algo nos resulta agradable o no está muy lejos de
tener «gusto». Entre un «enterado» y un «conocedor», la diferencia radical es
que el segundo ha sabido educar su ojo para una lectura eficaz y ha sabido
establecer un canon con las miles de «miradas» que ha efectuado. Mientras
que el primero sólo ve, el segundo interpreta lo que ve. En el amor y en las
relaciones de pareja pasa igual, todos creemos que podemos gestionarlas
simplemente porque somos capaces de amar (de ver), sin darnos cuenta de
que las podremos gestionar verdaderamente sólo cuando seamos capaces de
interpretar lo que vemos.

Le dije que me dolía la cabeza. Es cierto que llevaba un tiempo sin acostarme
con él. Yo no sabría decir cuánto, pero él seguro que sí. Me giró la espalda y
apagó la luz. Yo, a tientas, me levanté a buscar una aspirina.
Un sofisma es un razonamiento aparente que nos pretende convencer de lo
falso:

Sócrates es mortal.

Las vacas son mortales.

Sócrates es una vaca.

Algunos, como éste, parten de dos premisas ciertas para alcanzar una
conclusión errónea. Otros, directamente, se apoyan en premisas falsas, que
creemos como ciertas, para completar un silogismo engañoso. Un ejemplo:

El sexo es pasión.

La pasión es amor.

El sexo es amor.

Ni el sexo es exclusivamente un acto pasional, ni la pasión es sinónimo de


amor, ni la falta de sexo es sinónimo de desamor. Esto último es lo que aquí
nos interesa.

Al despertar, recordé el desencuentro de la noche. Me acurruqué contra su


cuerpo y puse cariñosamente la mano sobre sus genitales. Él todavía dormía.
Le susurré algo al oído y me respondió con un exabrupto del que sólo pude
entender algo así como «déjame dormir, ¡joder!». Me di la vuelta irritada y
decidí que volveríamos a practicar sexo justo cuando y como yo quisiera.

Al «discurso normativo del sexo» le gustan las medidas. No sé exactamente el


porqué, aunque intuyo que tiene algo que ver con estrategias para
comercializar mercantilmente el sexo. Una de sus mediciones favoritas es la
frecuencia. «¿Cuántas veces practicamos el sexo al año?»; nadie explica, y
menos los fabricantes de condones, lo que significa «practicar el sexo»,
aunque todos, desgraciadamente, tenemos una idea bastante clara de a lo que
se refieren.

He dicho ya en algún sitio que las estadísticas sirven para saber lo que dicen
las estadísticas. Poco más. Sin embargo, y esto lo sabe cualquier político en
campaña, también pueden influir notablemente en la idea de «normalidad»
que la ciudadanía pueda tener de ella misma. Estadística es, también, por
cierto, la amiga que nos cuenta cuántos polvos ha echado con su maromo la
última semana. Si nos creemos, por ejemplo, que las parejas normalizadas
follan (es decir, la meten) tres veces por semana, empezaremos a tener un
problema. Cuando no cumplamos con la «media» normalizada, creeremos que
somos menos amados.

Pasaron los días y yo le chantajeé emocionalmente negándole el encuentro


sexual. Esto hizo aumentar notablemente la tensión en casa. Fue una buena
amiga, a veces es una desgracia tener una buena amiga, la que me llamó,
preocupadísima, para informarme que le habían visto en compañía de otra
gran amiga. Un patrimonio, esto de las grandes amigas. Me dolió
enormemente, pero me pareció vulgar el reprochárselo, quería algo más
sofisticado, así que me enrollé con su mejor amigo.

La interacción sexual en una pareja estabilizada es un acto cultural. No es un


sentimiento, como nos quieren vender, es un convenio sentimental. No es una
pulsión inmanejable, es una apetencia pactada. Como ir juntos al teatro, como
compartir la cena, como prestar consuelo. Nos hacen vivir en una idea del
amor y la convivencia en la que se olvida que, por encima de sentimientos
incontrolables (los que nos acometen al empezar a construir, pero no para ir
construyendo) y de novelescas pasiones decimonónicas, está el acuerdo; el
acuerdo por crecer en la compañía de alguien sabiendo escribir, leer e
interpretar cada uno de los párrafos de la Constitución. Pero si consumir es
fácil, igual que engañarse, construir es laborioso, igual que comprender.

No tardó mucho en enterarse. Rompió la vajilla, recogió sus cosas y se


marchó. No sé si realmente le quería o si él llegó a amarme, no sé si se tiró a
mi amiga, pero ahora sé que de un dolor de cabeza y del sueño de una
mañana de domingo, hicimos un problema.

Estas líneas no son una apología de la pareja, es una apología del


entendimiento cuando se quiere vivir en pareja. Es una patada en los huevos
de los que nos quieren hacer creer que amar, cuando se quiere amar, es fácil,
de los que nos engañan con sus papeles diciendo que cuando se folla poco es
porque, irremediablemente, ya no existe el amor y de los que hacen de su
sinrazón la razón de otros. Como decía perfectamente el poeta: «Amamos sin
razón y olvidamos sin motivo». Sería hermoso amar con razón y olvidar los
motivos.
Con la edad se pierden las ganas

Gorgias Leontino, que cumplió ciento siete años y que jamás cesó en su
estudio y trabajo; el cual, habiéndosele preguntado por qué quería vivir tantos
años, dijo:

«Nada tengo de que acusar a la vejez».

Extracto de Catón el Viejo o de la Vejez

Cicerón

No hay mejor manera para hacer que algo sea cierto que creer que es cierto.

Madame Claudette sentía una especial predilección por los trajes de Chanel.
Pese a lo avanzado de su edad, mantenía una silueta esbelta y un pelo cano y
lacio que dulcificaba su rostro y daba sentido a sus arrugas. De miembros
largos y delgados, sus gestos eran siempre comedidos pero determinados. Al
hablar, sus manos se movían por el aire como las de un pianista durante un
recital.

Era propietaria, durante la ocupación nazi de Francia, de un prestigioso


restaurante de la comarca, y su actitud, como la de muchos franceses en
aquella situación, había sido la de «incomodar»; los mejores vinos se aguaban
en su casa cuando llegaban los oficiales alemanes, las tarifas se
incrementaban y el oído se afinaba. Sin embargo, se contaba de ella que,
además de estos gestos, había realizado servicios de contraespionaje para la
resistencia francesa y que en su cama le había sacado algo más que cariño a
algunos de los mandatarios alemanes de zona. Pero ella, al menos que yo
sepa, nunca confirmó ni desmintió nada de aquello. Tuvo dos hijos de su
primer matrimonio, uno murió en las Ardenas, el otro heredó el hostal. Solía
verla pasar, siendo yo niña, andando lentamente, con su discreta seguridad a
las espaldas, por delante de la puerta de mi casa, cuando, en verano,
pasábamos unos días en el pueblo de mi padre, en la región de La Champagne
-Ardenne.

El discurso normativo de nuestra sexualidad ha convertido el sexo en una


actividad «adultista». El segmento de población legitimado para ejercerla ha
quedado restringido de ese modo a aquel grupo que es «productivo»; al que
es capaz de engendrar, al que puede manejarse bien con el esperma. En su
criba, el Modelo, que como ya hemos dicho ha hecho del sexo el coito y de la
sexualidad un problema, ha borrado dos amplios grupos de población: los
niños y los ancianos. En cuestiones de sexo, el de los niños no existe y el de
los ancianos se desprecia.

Como resulta complicado, por la corrección política, decir que uno no es un


ser humano de niño y de anciano y, por lo tanto, una entidad sexuada en esos
periodos de su vida, lo que se ha hecho ha sido poner adjetivaciones
concretas a esos seres humanos «particulares». Los niños son inocentes
(como si «inocencia» y «sexualidad» no pudieran ir juntas) y los ancianos,
apáticos (como si el sexo fuera mover la pelvis como un poseso). Los niños
desconocen la vileza del estigma de ser sexuado y los viejecitos ya no tienen
energía como para entregarse a los desenfrenos de la carne. Así, todos, salvo
los implicados, contentos. Y si preguntan, a unos se les oculta y a los otros se
les engaña.

Por ejemplo, cualquiera que haya tenido trato, más o menos directo, con los
centros de confinamiento de estos grupos de edad, parvularios o escuelas
primarias y geriátricos, sabe que en ellos la actividad sexual es intensa. No
quiere esto decir, por supuesto, que se organicen orgías ni cópulas masivas
entre los internados ante los ojos atónitos de los celadores, pero sí que el
ejercicio de la condición de sexuados de estas personas se pone en práctica.
Mientras los niños averiguan, los ancianos confirman.

Madame Claudette, a la que despectivamente llamaban Madame Traineuse


(algo así como Señora Trotona), solía ser tema de conversación en las
interminables reuniones que, entre copas de cassis , celebraban en casa mi
madre y sus vecinas. «No quiere hacerse cargo de sus nietos», «se ha visto
entrar al señor tal en su casa», «no tiene edad para esas cosas…» solían ser
comentarios recurrentes. Y mientras más y más centraba la anciana de los
trajes de Chanel sus iras, más y más fascinante me resultaba su persona. Ella
empezó a representar para mí una canción distinta, una película que me
evadía de las sesiones de cartas y moralina, de las rutinas del orden familiar
conveniente y de los rituales de buenas costumbres de clase media francesa.

Intuyo, ahora, que lo que más les indignaba a la vecindad de la actitud de


Madame Claudette no era su presunta promiscuidad, sino su probada
dignidad. Y no era su libertad, sino que hiciera uso de ella. Así que, mañana
tras mañana, antes de ir a buscar el pan de la mano de mi padre, me sentaba
en la puerta para que, como solía hacer, Madame Claudette respondiera a mi
mirada curiosa con una sonrisa franca.

Para las mujeres, la «menopausia» tiene un carácter mucho más marcado que
la llamada «andropausia» para los varones. El proceso que nos lleva a la
pérdida de la regla es largo y penoso y durante él se producen una serie de
cambios traumáticos en nuestra mecánica hormonal que nos afecta en
alteraciones emocionales y en trastornos orgánicos más o menos evidentes.
La irregular producción de una hormona llamada testosterona (que solemos
creer que sólo la producen los varones) genera una serie de inconveniencias
en el ámbito de los genitales: mayor sequedad vaginal, pérdida de elasticidad
en ese conducto, estrechamiento del tramo posterior y del cuello del útero… y
de mermas en el proceso bioquímico del deseo.

Ello no es en ningún caso determinante, ni siquiera condicionante, para que


una mujer posmenopáusica no pueda hacer un uso totalmente satisfactorio de
su sexualidad. Este proceso natural de la menopausia es condicionante, y por
lo que se ve cada vez menos, en la capacidad de fertilidad de la mujer, pero
sólo para los que erróneamente asocien la fertilidad con el sexo puede ser un
inconveniente o sólo para los que quieren hacer creer esto a las personas que
ya han cumplido este tránsito orgánico.

«Kourocracia» es un término que no existe, pero que al igual que


«gerontocracia» podría formarse uniendo los términos kouros (hombre joven)
y kratos (poder). Su significado podría equivaler al de «gobierno de los
jóvenes». La juventud, el modelo que de ellos hemos construido para vender
bienes asociados a ellos (de yogures a cirugías), con su vitalismo productivo,
su belleza eternamente fresca, su acción siempre determinante, se ha
impuesto, como un mal amante, sobre nuestras espaldas. Si, como decíamos,
el Modelo Normativo de la Sexualidad ha convertido el sexo en algo
«adultista», su práctica la ha convertido en algo «juvenil». Hay que tener
cuerpos brillantes y modelados, la movilidad de un trapecista, la elasticidad
de un contorsionista chino y el cerebro de un… bueno, a juego con el
conjunto. Los adultos empiezan a ser un bien escaso. Y los jóvenes de verdad,
no los de anuncio, andan tan escamoteados como aquéllos. Olvidándonos
siempre de aquello de que el verdadero genital es el cerebro y su eficacia
depende del pensamiento, y que a éste sólo lo adiestra un tutor: la edad.

Una mañana no despertó. La asistenta la encontró en su cama. Se dijo,


porque siempre está bien decir algo, que últimamente se veía con un
jovencito que debió de consumir, en aquellas mismas sábanas, sus últimas
energías. Acompañé a mi madre a casa de Madame Claudette para darle el
pésame a una hija suya, nacida de su segundo matrimonio, que vivía en la
capital y a la que yo nunca había visto por allí. Cuando entré en la casa cogida
de mi madre, pude ver algunos rastros de su vida. Unas fotos sonrientes sobre
el piano negro, una vajilla tras los cristales de la alacena con dibujos como
bordados, una botella de brandy junto a un vaso, vestidos de Chanel apilados
sobre el sofá de terciopelo azul, y sobre la pequeña consola de la entrada un
libro cuyo título no alcancé a leer, pero que bien podría ser De Senectute , de
Marco Tulio Cicerón, en el que se habla de aquel viejo sofista que vivió
muchos años sin despreciar lo que le hizo vivirlos.
La masturbación es un sustituto del sexo

De tiempo en tiempo, una mujer es un substituto razonable a la masturbación.


Pero, naturalmente, exige de mucha imaginación.

Karl Kraus

Un día, decidí que ya no entrarían más hombres en mi cama. Debía de ser


hacia mediados de noviembre de 2004.

Decía el cómico que lo malo de los cuernos es que tienes que cargar con toda
la vaca. A mí me había tocado una mala racha de oportunistas, simplones,
pretenciosos y enamoradizos, de esos que lees en medio polvo, que los tienes
del todo vistos antes de que se bajen los calzoncillos y que se acaban por
donde empezaron. A cambio, había tenido que cargar con pamplinas de
seducción, cenas de charlas mal guionizadas, polvos que ensucian más que
edifican y despedidas a la francesa. Mucha vaca para tan poca cornamenta.
Pensé que ya había trotado bastante. Y que no hay mejor sexo que el que una
se procura.

La algarroba es un sucedáneo del chocolate sólo para los que creen que no
existe nada más que el chocolate. Para los demás, es el fruto del algarrobo, de
vainas alargadas y color marrón oscuro, cuando maduran, y un saludable
alimento.

El origen del término «masturbarse» no parece estar del todo claro para los
filólogos. De origen latino, podría derivar de la locución manu stupare , algo
así como violarse o forzarse con la mano, o de manu turbare , turbarse con la
mano. El matiz entre la condena y el gozo es amplio, pareciendo quedar a
gusto del consumidor el sentido que le pueda dar a la práctica de esta erótica:
la culpa o el placer.

Hemos hablado ya de que hemos construido una sexualidad humana


eminentemente «masculinizada». Sabemos lo que mide un pene, pero
ignoramos lo que mide una vagina, la respuesta sexual femenina sigue siendo
un terreno lleno de brumas y pantanos (que si orgasmo vaginal, que si punto
de cruz, que si eyaculaciones femeninas…), el deseo sexual se anatemiza en
las hembras y se aplaude en los varones (una «guarra» o una ninfómana es un
donjuán o un sátiro) y hemos hecho del coito, que satisface especialmente a
quien satisface, el fundamento finalista de nuestras posibilidades eróticas.
«Masturbación», que procede en cualquier caso de una acción cometida con
la mano, no parece salvarse de esta tendencia a nombrar los elementos de la
sexualidad humana de manera varonil; el término digiturbar , por ejemplo, no
existe.

Esta excesiva «dependencia de la mano» no pasó desapercibida para los


sexólogos de principios del siglo XX. Havelock Ellis, en su Studies in the
Psychobgy of Sex, prefiere emplear el de «autoerotismo», para hacer
referencias a todas aquellas prácticas que tendían a producir placer a través
de la interacción sexual con uno mismo.

El sexólogo italiano Rinaldo Pellegrini, en la década de los cincuenta, utiliza,


creo que por primera vez, el término ipsación (equivalente al de
«autoerotismo» de Ellis), derivado también del latín y que significaría algo así
como «a sí mismo» o «acción sobre uno mismo». La ipsación sería, entonces,
todas aquellas prácticas que, con ayuda o no de elementos instrumentales
(consoladores, dildos, vibradores, etc.), procuran placer en solitario. El mismo
Pellegrini, para eliminar las connotaciones morales de masturbación y para
hacer referencia exclusiva a esas prácticas de ipsación que usan la mano,
introduce el término, tomado del griego, quiroerastia («amar con la mano»).

Una cosa son las prácticas en solitario y otras, las que se realizan con la
mano. Una cosa es amarse a sí mismo y otra, amar con la mano. Una cosa no
conlleva la otra y la otra no es sinónimo de la primera. El matiz es
fundamental. Cuando las cosas las entendemos, las nombramos
correctamente.

Mientras encendía mi portátil y colocaba una película porno en el lector de


DVD, recordaba, en los inicios de mi deseo, a Diógenes de Sínope, el cínico,
que se masturbaba públicamente cada vez que su apetencia lo requería.
«¡Ah!, si pudiera saciar mi apetito del mismo modo que sacio mi deseo
sexual… con sólo frotarme el vientre…», cuentan que decía cuando se le
increpaba.

En mi recién estrenado estado voluntario de celibato (nada casto), el hacer


uso de mi condición de ser sexuado sin necesidad de un (a) pelmazo/a era una
bendición. Por eso desabroché el botón de mi tejano y deslicé los dedos por
debajo del tanga. Como otras veces habían hecho otros.

Dos son los grandes errores malintencionados que circundan al hecho


masturbatorio: el habernos engañado con que es un acto exclusivamente
solitario, y el creernos que es una práctica sustitutoria de otras eróticas
(como la algarroba del chocolate). Ambas creencias erróneas se apoyan en el
hecho de que el «discurso normativo del sexo» sanciona las prácticas sexuales
no «productivas», haciendo de ellas, como ya hemos visto, preliminares de
algo, o mortificando al que las acomete convirtiéndolo, en el caso del
masturbador, en una especie de «deficiente social».

En la Roma antigua, el orgasmo no podía procurárselo uno solo. Por más solo
que estuviese. Se requería siempre la ayuda de un genio, de un manes, que
era el que, a través de la práctica ipsatoria, viniera a procurar el eretismo. En
el siglo XVIII, Crébillon hijo escribió una novela en la que le dio el nombre de
Sylphe a ese genio portador de orgasmos. Tampoco en latín, como parece que
cuenta Marcial, existía el sustantivo «masturbación», aunque sí existiera el
verbo «masturbar». Un verbo implica, o al menos no descarta, la
participación. Uno, aquí y en Roma, puede masturbar a otro.

Creo que fue a Arrabal al que oí mencionar el hecho de que Sartre, cumplidos
los cincuenta, se declaró exclusivamente como un «masturbador de clítoris».
Salvo que el existencialismo, en su infinita sabiduría, le hubiera procurado a
Sartre un clítoris, Sartre masturbaba en compañía. La quiroerastia, el amar
con la mano, no es sólo asunto privado.

Yo tenía un amigo que amaba a su esponja. Tenía una hermosa esponja


natural con la que practicaba el coito en la soledad de la bañera. Una amiga
prefería las berenjenas, con las que se unía en su cama.

El coito, la cópula, el ayuntamiento y hasta la fornicación pueden ser también


una práctica en soledad (si alguien tiene dudas de lo que digo, que consulte el
diccionario de la Real Academia); sin embargo, cuando así sucede, decimos
que es una masturbación. ¿Por qué?

La segunda condena proviene de creernos que las eróticas ipsatorias son un


sucedáneo de algo que pretendemos y no logramos. Un sucedáneo de la
interacción sexual en compañía (de follarse a alguien atractivo, por ser más
explícitos).

Contaba Dion Crisóstomo, el retórico, que el dios Pan ardía en deseos de


poseer a la ninfa Eco. Ante la imposibilidad de lograr su objetivo, Hermes, su
padre, le reveló los secretos del placer en solitario. Secretos que él pronto
difundió entre los pastores de la Arcadia, posiblemente junto al de la zoofilia.

En su origen legendario, ya se hace de la ipsación el sustituto de una unión


imposible, el fruto de una carencia. Sin embargo, sabemos que el vivir en
pareja no elimina el que mantengamos nuestro «amor propio» (que, como
decía Wilde, es una aventura de por vida). La ipsación permanece aún cuando
tengamos un partenaire , o un grupo de partenaires que satisfagan
plenamente nuestra puesta en práctica del sexo.

Un día, decidí que ya no entrarían más hombres en mi cama. Debía de ser


hacia mediados de noviembre de 2004. La decisión me duró apenas quince
días. La vida me determinó a encamarme, en el día más largo, con Jorge.
Aunque mi nueva determinación, esto lo puedo asegurar, no fue por un
quítame allá esas pajas…
Es difícil perdonar una infidelidad

Ésta es la historia de Pasifae: la esposa de Minos, reina de Creta, se enamora


del toro divino que Neptuno ha regalado al rey. Pasifae va en busca de
Dédalo, el «técnico». Le pide que fabrique una becerra mecánica en donde
ella pueda meterse y con un diseño tan ingenioso que logre engañar al toro
para que este introduzca el «fascinus» en su vulva. Pasifae puede conocer así
la voluptuosidad de los animales, los deseos no permitidos. La becerra de
Pasifae es el caballo de Troya del deseo.

Pascal Quignard

El sexo y el espanto

Los animales astados no siempre han tenido mala prensa. Como vemos, en
ocasiones, hasta han servido para convertir, a su vez, en cornudo a todo un
rey.

Hay cosas que si hubiera sabido explicarme por qué las hacía, posiblemente
no las hubiera hecho. Una de ellas fue llamar a Dieter y Elsa.

Ocurrió en 1997 y yo volvía a instalarme en Barcelona después de vivir un


tiempo demasiado largo en Madrid. El anuncio decía:

Pareja liberal con buena presencia y alto nivel sociocultural, busca chica seria
para mantener relaciones sexuales.

No lo dudé mucho y llamé. Supongo, como digo, que fue el no saber


explicarme a mí misma por qué llamaba lo que me hizo llamar. Cogió el
teléfono Dieter.

Alguna vez hemos hablado ya de que uno de los tres fundamentos en los que
se apoya eso que algunos llaman la sexualidad humana (que en realidad no es
más que el «discurso normativo del sexo» que nos hemos procurado para
salvaguardar un sistema social articulado en la familia y destinado a la
reproducción) es que la ejercitación de nuestra condición de seres sexuados
debe realizarse dentro de la «asociación» pareja.

Familia y reproducción son los únicos usos que ese discurso, que nos encajan
como si fuera el verdadero sexo, permite. Esto puede sonar a demodé y
podemos creer que ya no está en vigor porque nos hemos comprado un
vibrador, pero si alguien piensa, por ejemplo, que no es cristiano porque no
visita las iglesias, que revise su sistema de valores y luego evalúe la
afirmación que niega su «cristiandad» (hay muchos menos «infieles» de lo
que nos imaginamos).

Para preservar esos usos hay que, entre muchas cosas, controlar de manera
feroz el deseo femenino (y tolerar o aplaudir por «natural» el masculino), hay
que sacralizar los genitales femeninos (que son los que «generan»; los que
reproducen) basándose en un control moral oscurantista sobre su uso y a la
ignorancia sobre ellos (sólo lo que desconocemos puede ser sagrado), hay que
hacer de la única práctica erótica reproductiva, el coito, la finalidad del sexo o
hay que dar «títulos de propiedad», a los contrayentes del contrato de pareja,
sobre la genitalidad del otro, catalogando esta exótica práctica, de la
exclusividad genital, como «fidelidad».

Dieter no me causó mala impresión. Quedamos para encontrarnos al día


siguiente para tomar un café y charlar un rato. Me anunció que le
acompañaría su pareja, Elsa.

El adulterio se despenalizó en España en 1978 y en Francia en 1975, pero en


ambos países se sigue considerando una falta civil que permite, vía divorcio,
disolver el acuerdo matrimonial sancionando al adúltero.

Elsa fijó enseguida sus hermosos ojos sobre los míos. Dieter se mostró
calmado y cariñoso, exponiendo con claridad lo que pretendían de este
encuentro. Pagó los cafés y abandonamos por separado la terraza. Aquella
misma noche me recogerían para acompañarme a la casa que tenían en
Sitges. Yo encaminé mis pasos hacia la lencería. Comprarme ropa interior
estimulaba mi apetito.

La expresión española «poner los cuernos», en italiano, por ejemplo, se


traduce por metiere le coma y si mis fuentes no me engañan, en chino se
expresa como «poner un sombrero verde». En cualquier caso, con cuernos o
sombreros, parece que la infidelidad está en la cabeza del que la recibe.

La gran excusa del «discurso normativo del sexo» para exigir la fidelidad y
pegar a los amantes «familiares» como insectos al papel atrapamoscas es el
amor. Bueno, el ejercicio de lo que los mismos redactores del discurso llaman
el amor; un compromiso de por vida en el que la obligación de fidelidad se
convierte en uno de los fundamentos inequívocos de su existencia.

Pero amar no es amarse a uno mismo en el otro. Es un acto culto (que


requiere de cultura, de aprendizaje y de experiencia) y se basa en el aprecio,
a través del entendimiento, del otro. Al amado no se le alecciona, se le
observa, no se le transforma, se le ve crecer y no se le conduce, se le
acompaña. Amar es algo que está mucho más cerca de comprender que de
comprometer. Sin embargo, ligamos continuamente el amor al compromiso a
través de fórmulas que se apoyan mucho más en las lógicas de la retención
que en las de expansión; hacemos del amado una propiedad y no un recurso,
una finca y no un paisaje.

Llegaron justo a la hora acordada. De camino a su casa nos detuvimos a


tomar una copa en un local de moda de Barcelona. Allí, entre risas y roces, se
despejaron las dudas que pudieran quedar.

En la cama nos centramos en Elsa. Dieter participó lo justo para que ella lo
viera acariciarme y viera cómo yo le correspondía. Después, se fue
discretamente, sin perder la sonrisa, apartándose del juego hasta convertirse
en un observador activo que se deleitaba con el placer de Elsa.

Al despuntar el día y tras una ducha, Dieter me acompañó a casa. Nos


despedimos con dos besos cordiales y con la promesa por ambas partes de un
nuevo encuentro.

Yo no he sabido amar muy bien, lo confieso. No he sido, tampoco, una novia


modélica para un novio modélico. Sin embargo, creo que siempre he
entendido bien la diferencia entre afinidad y fidelidad, entre lealtad y
compromiso y entre empatía y obligación. Cuando alguien me ha acompañado
durante un trecho, he intentado siempre guardarle lealtad en forma de
respeto a su inteligencia, tratándolo como un adulto que lo que esperaba de
mí era no sentirse engañado (no necesariamente «no ser engañado»). He
callado cuando podía herir y he contado cuando quería herir. Y cuando la
afinidad me ha mantenido sexualmente vinculada a una sola persona, he
procurado que no fuera por cumplir un contrato, sino por cumplir un deseo.

La de Dieter y Elsa no era, quizá, la historia de infidelidad que acabó


incendiando Troya, ni Elsa era Emma Bovary o Desdémona, ni Dieter se
parecía a Mr . Chatterley. Ninguno de los dos escribía como Homero,
Flaubert, Shakespeare o D. H. Lawrence, pero en mi modesta opinión se
escribieron, utilizando mi piel como papel timbrado, una hermosa carta de
amor. Utilizando un juego de amor sin poner el amor en juego. Ellos tuvieron
el mejor de los perdones; no tener que perdonarse.

Pasó una semana y no volví a tener noticias de ellos.

Matrimonio de setenta años él y de sesenta y cinco ella, pero con mucha


marcha, busca chica que quiera compartir sus aventuras sexuales. Seriedad y
discreción.

Descolgué el auricular.
El que recurre a la prostitución es porque le falta algo en casa

Un juez pregunta a una mujer que solicita el divorcio:

—¿Cuál es la causa de su petición?

—Que mi marido me trata como si fuese una perra.

—¿Recibe usted malos tratos?

—No, es que quiere que le sea fiel.

Chiste popular que me contó un día una abogada matrimonialista intentando


profundizar en los motivos por los que hacemos ciertas cosas.

En la zona de catering , el director del programa no paraba de darle ánimos


paternalistas. Ella abría unos ojos radiantes, mientras sus pequeñas y
regordetas manos rebuscaban por la bandeja un canapé apetitoso. La había
visto, aquella misma noche, momentos antes de que yo entrara en el
camerino. Cuando sus pasos se cruzaron con los míos, pude notar su vitalidad
y su desconcierto. Parecía una niña pequeña a la que hubieran dejado sola en
una tienda de caramelos. Me saludó con una sonrisa franca que parecía decir:
«¡Voy a salir en la tele!».

A él lo conocía de haber coincidido en otros programas. Su trayectoria de


cuchillero de alquiler en estos espacios sensacionalistas no pasaba por alto
dentro del medio. Para el gran público era un tipo gracioso, de insulto fácil y
pasado, presente y futuro oscuro.

«Ya la tienes a punto…», le susurró el director mientras apoyaba una mano en


su hombro.

Encendí sin prisas un cigarrillo. Él evitó mi mirada.

Sancionar el consumo no es la estrategia preferida del orden económico (que


cada vez se distingue menos del orden moral), precisamente porque es la
lógica del consumo la que lo sustenta; producir bienes de consumo para poder
consumir bienes de consumo. Sin embargo, sucede que en ocasiones, para
acabar con una práctica que pueda dañar «el bien público», resulta menos
costoso condenar, responsabilizar y aterrorizar al consumidor que acabar con
la poderosa estructura de producción y distribución que genera esa práctica.

El verdadero éxito de, por ejemplo, la larga y sostenida campaña anticonsumo


de tabaco estriba primordialmente en hacer caer la responsabilidad del
consumo exclusivamente en el usuario final (el «libre albedrío» es un
magnífico invento para generar culpas). Una vez ahí, se pensó que bastaría
con documentar exhaustivamente los efectos físicos de la droga para meter el
miedo en el cuerpo. Pero eso quizá no fuera suficiente; la adicción al tabaco
es poderosa y la voluntad de poder decidir por uno mismo qué hacer con su
cuerpo también. El verdadero éxito llegó cuando se hizo del fumador un
«sujeto contaminante»; alguien apestado que transmite y contagia su
pestilencia a su paso. El descubrimiento de la figura «fumador pasivo»
convirtió al fumador en un desalmado social que debía ser incriminado por el
ojo público, vía mirada del vecino, como en el sistema piramidal de control de
los regímenes totalitarios. Hasta que no sólo se convenció al vecino del delito
del prójimo, sino al propio prójimo de su delito.

El «bien común» queda protegido (el «bien común» que, más allá de la
preocupación humanística, es una simple balanza de pagos entre lo que
genera y lo que cuesta, en el caso del tabaco, la riqueza que genera cada
cigarrillo consumido y el gasto sanitario que procura). Para cuando consumir
tabaco sea el anacronismo de una sociedad inmadura, las empresas
productoras de tabaco ya habrán podido reorientar su actividad hacia otras
más «saludables» (la industria armamentística, por ejemplo).

En la prostitución el consumo se sanciona con eslóganes como «porque Tú


pagas existe la prostitución» o «el que recurre a la prostitución es porque le
falta algo en casa». Uno institucional, el otro de uso común. Uno de partido, el
otro popular.

Entramos en el plató cinco minutos antes de que empezara la emisión en


directo. Me ajustaron el micro sobre el chaleco cuando ya había tomado
asiento en la zona de invitados. Pude ver su cara exultante entre el público. El
nerviosismo se le escapaba por los pliegues de un vestido negro, de una talla
demasiado optimista, que debía de haber comprado para la ocasión.

«Probando, uno, dos, probando…», susurré al micro, sin fijarme demasiado en


la respuesta del técnico de sonido. Era ella quien captaba mi atención.

Hemos convertido a la mujer en un elemento multifunción, como las navajas


suizas. Ahora es un abrecartas, ahora una sierra, ahora una lupa, ahora un
palillo de dientes. Su identidad la definimos por el rol social que desempeña
en cada momento. De elemento «amante» (la novia) pasa a ser un elemento
«administrativo» (la esposa) y de elemento «tutorial» (la madre) pasa a
elemento «contemplativo» (la abuela). Cada atribución de funciones parece
única y exclusiva de la tarea que realiza la mujer en determinado momento y
cada atribución parece definir la identidad profunda de la misma mujer.
Cuesta pensar en una abuela amante, cuesta pensar en una amante que
administre un hogar. Como en el teatro griego el hypocrites , el actor, es,
según la máscara que lleve, el personaje que representa en ese momento,
pero nunca el propio actor.

Esa determinación identitaria en función de las responsabilidades nos la


creemos todos; la masa ciudadana, los hombres y, especialmente, las mujeres.
Es por ello por lo que atribuimos una infidelidad de pago a que la compañera
ha dejado de ser aquella que desarrollaba la función de amante en la
commedia dell’ arte , sólo porque le han impuesto la máscara de Dottore
Peste . Sólo porque confundimos la máscara con la persona.
Todo ello es igualmente aplicable a la novia eterna; la meretriz. En su función
de amante complaciente no se la puede ver como esposa, madre o abuela.
Sorprendentemente, la puta, para el sistema de marcaje y etiquetaje social,
sólo es puta. Y de por vida.

El «debate» se desarrolló con relativa normalidad. Pero faltaba «chispa». El


presentador, posiblemente siguiendo indicaciones de las voces del pinganillo,
anunció la presencia en el estudio de alguien que quería denunciar algo. Y le
pasó la palabra.

Se levantó de un salto. Sujetó temblorosa el micrófono que le pasó la azafata


y llena de convicción expuso, como en una lección bien aprendida, como su
marido frecuentaba las casas de lenocinio pese a que ella estaba dispuesta
sexualmente a hacer cualquier cosa. Sus kilos de más se agitaban cada vez
que enfatizaba la protesta. Su cara redonda había empezado a sudar y el
maquillaje se diluía como una mancha de tinta fresca. Su euforia amenazaba
con tirarla gradas abajo.

El presentador, o la voz del pinganillo, profundizó.

—Pero ¿qué cosas estás dispuesta a hacer?

Ella, entre las risas generales, explicó detalladamente cada una de sus
disposiciones, mientras sus sudorosas manos se agitaban por el aire. Y con
ellas, el micrófono.

—Lo que sea; dejarme dar por el culo, tragarme su semen, que estemos con
otras mujeres, que me ate a la cama… Todo. Y digo todo.

Se iba creciendo a medida que el pudor la abandonaba. Cerraba las manos


con fuerza mientras exponía su conversión a «puta marital» para condenar al
putero infiel. Segura, reforzada por la aclamación popular en forma de
risotadas, la elocuencia hizo que sus tacones nuevos no soportaran tanto
énfasis y cedió el del zapato derecho, sentándose en el traspiés, en un señor
calvo que ocupaba la plaza contigua a ella, mientras su voz desaparecía por la
caída del micrófono y su imagen oculta por la risotada fácil del público.

Entonces intervino él:

—Con una loca como tú, es un deber largarse de putas y como no te des prisa
en levantarte, el programa va a tener que pagarle a éste la visita al burdel.
Anda ya, y pierde unos kilos…

Intentó responder, pero no pudo.

Su semblante cambió a medida que su seguridad se apagaba. Y su imagen


menguaba a medida que su denuncia desaparecía para centrarse en otro
testimonio.

Ya no era más la mujer en vías de liberación que reclamaba sus derechos,


ahora era una gorda que había entretenido con su estupidez al personal. Y en
el tránsito entre la gloria y la congoja debió tomar, injustamente, conciencia
de ello.

La gloria efímera de una burla que, a buen seguro, no debieron de perderse


su madre, sus amigos y el que le vendió un vestido negro de dos tallas menos.

Sólo volvimos a verla en el monitor central cuando la cámara enfocó, unos


minutos después y para todos los espectadores en su casa, la amargura y el
rímel involuntariamente corrido en su rostro.

A buen seguro que alguien había logrado continuidad como tertuliano, y no


era, precisamente, la chica que saludaba con una sonrisa. La chica que creyó
que ella era el motivo.
La prostitución es indigna

—¡¡¡Joder, es que parece que yo no pueda hacer con mis genitales lo que me
salga de los mismos!!! —dije indignada—. ¡Parece como si mi vulva fuera
propiedad del Estado…! —Rematé.

—El coño de Valérie como un bien de uso social… tía, eso sí que es una buena
orgía… —dijo él, aspirando, adormecido, el humo de aquel exótico cigarrillo.

Durante una conversación, en casa, tras la publicación de Diario de una


ninfómana.

Cuando la conocí, trabajaba en una planta envasadora de pescado. Su


contrato de treinta días concluía aquella semana. Cada dos horas tenía cinco
minutos para poder fumar un cigarrillo. El gorrito de papel se le pegaba al
cabello como una peluca rígida de los cincuenta. El resto del uniforme, que
debía preservar bajo su responsabilidad al menos treinta días, la convertía en
un elemento más, con una identidad difícil de rescatar de la del resto de las
envasadoras. Ello no impedía que el encargado de planta la mirara bien, quizá
con la promesa de treinta días más. La jornada de ocho horas se extendía a
doce (seis cigarrillos al cambio). Nadie la obligaba a ello. Nadie salvo, quizá,
un marido de baja por depresión crónica, un alquiler más alto que su salario,
los lápices de colores prometidos a su hijo y el hacer méritos profesionales
evitando pasar por las manos del encargado. De todo, lo más complicado era
eliminar el olor a pescado cuando regresaba a casa.

Me lo contó en la Feria del libro de Madrid de 2006 en El Retiro. Había


comprado mi último libro y quería que se lo dedicase: «A Desiré, con cariño».
Me preguntó, entre tímida y esperanzada, lo que podía hacer para recuperar
el deseo que su pareja había perdido, mucho tiempo atrás, por ella. Le
respondí con una fórmula estándar, de esas que no sirven para nada pero que
quedan bastante bien.

La cola de gente esperando saludarme frente a la caseta era, en aquel


momento, considerable.

La dignidad empieza a asociarse al sexo cuando se sacralizan los genitales.


Cuando los genitales de uno pasan a ser propiedad de la comunidad
(religiosa, social o política) y su uso, regulado por las leyes de ésta. Intuyo, y
ésta es una propuesta que lanzo, que posiblemente en los inicios de este
proceso de identificación genital/dignidad vía sacralización tiene mucho que
ver la Virgen María. En el origen del mito de la virginidad de María resulta
instructivo leer a autores como Arnheim que atribuyen el «fenómeno» de
María a una mala e intencionada traducción del hebreo al griego (la lengua
que hablaban todos los exegetas de la figura mesiánica). En la Edad Media, el
«amor cortés», con su casto sentido del amour de loin (del amor por la «mujer
concepto», por la que no se «encarna») y el nacimiento del culto mariano (la
Virgen María hasta entonces había sido sólo una figura más o menos
devocional del imaginario cristiano, pero es en la Baja Edad Media donde se
le empiezan a consagrar iglesias y catedrales y cuando comienza a aparecerse
su imagen) aposentan esta obligación de la virtud genital. Sea como fuera, en
esos órganos que llamamos genitales parece que habita en las mujeres, como
un huésped gorrón al que nunca le llega la hora de irse, la dignidad.

Me alegró recibir un e-mail de ella unas semanas más tarde. Una dirección de
correo electrónico que figuraba en la solapa de mi libro le facilitó el acceso.
Me contaba que le habían rescindido el contrato en la planta envasadora,
pero que, en apenas diez días, la ETT la había colocado en una nave
empaquetando ositos de peluche. No había un solo reproche hacia el mundo
en sus comentarios.

No es extraño que me contacten ignorantes que apestan con su amargura y su


rencor, sólo porque son capaces de imaginarse un devenir mejor. Personas
que culpan a los demás de que los cuentos de hadas no se cumplan y que con
una enorme agresividad hacia la vida y hacia los que la pueblan son incapaces
de encontrar ninguna responsabilidad propia al haber escrito en su fantasía
una historia que no es la suya. Gentes que, en ocasiones, me ponen en el
punto de mira de sus deseos oníricos y que cuando la realidad les coloca en su
verdadera vida mediante un, por ejemplo, «perdona, pero no voy a ir contigo
a tomarme una copa», reafirman su naturaleza de odio e ignorancia acusando
a cualquiera, al lechero, al IPC, a Valérie Tasso, de no darles lo que sólo han
imaginado. «¿Pero cómo es posible que me desprecies, con lo que yo estaría
dispuesto a darte?».

Pero éste no era el caso de Desiré. Para ella yo era una ficción, casi
cinematográfica, que le permitía evadirse, aunque fuera durante el tiempo de
una línea, de una realidad que aprieta como un garrote vil. Concluía la nota
dándome las gracias por haberla atendido en Madrid. Y por haber sido
amable con ella.

La dignidad es una entereza individual que consiste en preservar su propio


código de valores, por extraña, difícil o absurda que la vida se presente. La
dignidad no tiene sitio, ni colectivo, ni plural.

No existen, por ejemplo, unos genitales que preserven la dignidad, no existe


una dignidad «femenina» y no existen «dignidades» adaptables a las
circunstancias, aunque sí exista, como en todo lo que nos conforma como
humanos, una evolución en la escala de valores que la soporta.

Leí, de jovencita, que ocurría, en ocasiones, que personas inteligentes tenían


dignidad, pero que a los idiotas no les faltaba nunca. Y sucede muchas veces
que los que pontifican desde la palestra de la moral son de este segundo tipo.
Indigno es el político corrupto que bajo la excusa del bien común sólo procura
el propio, indigno es el moralista que mientras mortifica la carne de los demás
se acerca a los niños para tocarles la «regaderita», indigno es el que justifica
desde su chaise longue , procurando que no se le enfríe el té, que digno es
estar doce horas al día agachado de rodillas en una cadena de montaje
apretando un tornillo, delincuente es el que por un beneficio personal obliga a
un segundo a realizar una actividad que no encaja en su código de valores e
ignorante es el progresista que cree, como los buenos fascistas, que para
salvaguardar una «dignidad de género» hay que inhabilitar la capacidad
individual para decidir qué es digno para uno y qué no.

Los ositos de peluche duraron veintitrés días y la empresa de trabajo


temporal tardó dos meses en buscarle destino.

La prostitución es una actividad profesional que consiste en ofrecer un


servicio de carácter sexual a cambio de una retribución económica. Con
frecuencia esta prestación de servicios implica un contacto genital, si bien
esta particularidad no es definitoria del ejercicio de esta actividad. Puede ser
ejercida de manera libre y voluntaria (aunque los mecanismos morales,
judiciales y fiscales de nuestra comunidad no lo contemplen) y puede ser,
precisamente por el marco moral en que se ejerce, inducida o forzada, aunque
esta posibilidad tampoco es definitoria de la actividad.

Se establece, en la prostitución, un contrato en el que una persona de


determinadas cualidades ofrece, durante el tiempo acordado, un «talento» en
asuntos amatorios a cambio de una contraprestación económica
preestablecida. Con relación a la inmensa mayoría de actividades
profesionales —agente de bolsa, albañil, guía turístico, futbolista…— lo único
que la puede diferenciar no son unas específicas relaciones de dominación o
sumisión entre cliente y persona contratada, unos horarios extraños o unas
retribuciones variables, sino exclusivamente el ocasional uso de una parte u
otra de la anatomía del prestador.

Recibí, tres días antes de escribir estas líneas, un último correo de Desiré. Su
compañero había encontrado un empleo temporal como asistente de cocina
en un restaurante de la zona. Confiaba en que con ello quizá pudieran
devolver el préstamo personal al consumo que habían solicitado para pagar el
anterior y, lo que era tan importante, quizá su compañero recuperaría la
libido perdida. Además llevaba dos meses ya montando la escobilla derecha
del parabrisas en una cadena de montaje y le habían prometido que al tercero
la harían fija. Rebosaba optimismo, aunque temía por sus índices de
productividad; en el tiempo que ella montaba dos, algunos compañeros
podían montar tres. La prórroga de su contrato para el segundo mes concluía
la semana entrante y no le habían dicho nada. El próximo martes sabría algo.

Drieu de la Rochelle era un intelectual francés, fascista y colaborador con los


nazis durante la Ocupación. Se suicidó en un segundo intento. En su obra
L’homme á cheval escribió: «Sólo he encontrado la dignidad de los hombres
en la sinceridad de sus pasiones».

Desiré es una luchadora que ejemplifica, como mucha otra gente, mucho más
allá de discursos escritos sobre papel, lo que es y lo que implica la dignidad.
Que soporta con entereza y ánimo las dificultades de su vida real, además de
soportar a tipos de Yale que en sus comidas de exalumnos de niños riquitos,
de padres más riquitos, dicen que la suerte no existe, que hay que saber
generar las circunstancia y que quien no las genera es porque es un incapaz o
un holgazán. Y la Virgen María es… la Virgen María.
Quien se prostituye vende su cuerpo

Póngame un café y una pasta de manzana —dijo con seguridad.

—Disculpe, Sr. Muñoz, pero esto es una óptica…

—Coño, entonces va a tener razón mi mujer. Bueno, pues… póngame unas


gafas —afirmó manteniendo la seguridad.

Situación real vivida en una pequeña óptica de una población catalana y


protagonizada por un bromista con mucho talento.

Quien cree que alguien puede vender su cuerpo es porque estaría dispuesto a
comprarlo. No me cabe otra explicación.

«Sobre la colina de Anfa existía una pequeña casa encalada», me dijo,


mientras acariciaba mi pecho suavemente con sus dedos. Rachid era un
empleado del hotel Le Royal Mansour, donde yo me alojaba con Hassan. Estar
con una huésped occidental en aquella pequeña habitación de su casa le
hubiera supuesto el despido inmediato; «levantarle» la compañía a alguien
como Hassan podía salirle bastante más caro. Aun así, Rachid optó por
arriesgarse.

«Los marinos portugueses la llamaban la Casa Blanca. De ahí toma el nombre


mi ciudad». Interrumpió el tránsito de nuestras manos la llamada de una voz
desde lo alto del minarete. Sin dudarlo un momento se apartó de mi lado,
arrodilló su cuerpo sobre una pequeña alfombra y, dándome la espalda, recitó
versículos del Corán.

Al día siguiente quería enseñarme el mercado central.

Durante el tiempo en el que ejercí la prostitución, topé con clientes de todo


tipo. Tontos hubo muchos, debo confesarlo, pero ni siquiera el menos
capacitado de todos ellos, creyó, ni por un instante, que en la retribución por
los servicios que iba a prestarle llevaba implícito el comprar mi cuerpo.
Posiblemente entre algunos pocos, muy tontos también, de los que se
emparejan vía sacramento del matrimonio la cosa no queda tan clara. En el
contrato matrimonial, perfectamente regulado y aprobado por nuestro orden
moral, quizá debería incluirse una cláusula o una fórmula, civil o eclesial, en
el que figurara explícitamente tal excepción de compromiso.

Los árabes lo llaman Suq . El de Casablanca no es, al menos cuando yo lo


visité, uno de los zocos más espectaculares de Marruecos; sin embargo,
cualquier mercado árabe merece un paseo y el de Casablanca también. La
oferta es variopinta y multicolor, desde langostas del Atlántico debatiéndose
por volver al océano a flores de nombres exóticos que, por mucho que Rachid
se esforzó por repetírmelos, nunca me acabé de aprender. No compré nada.
Pero si hubiera podido llevarme algo a casa, sería el olor intenso, amplio y
culto de aquel mercado. Dejé que Rachid oyera mis divagaciones.

«Hay cosas en los mercados que son el mercado, pero no se compran», me


dijo en su peculiar francés aquel mozo de hotel que interrumpía nuestras
caricias cada vez que el muecín llamaba a la oración.

En la prostitución, el cuerpo no se vende, se emplea. Esta obviedad nadie la


pone en duda en cualquier otro tipo de profesional que tenga como
herramienta de trabajo su cuerpo (actor, futbolista, modelo…). Pero, además,
hacer creer que en la prostitución se venden cuerpos, más allá de ser
absurdo, tiene un componente de indiscutible riesgo: el que alguien se lo
pueda creer.

En el colegio me enseñaron que la metonimia era aquella figura retórica en la


que, por ejemplo, una parte designaba al todo o una causa al efecto. Si el
cuerpo es la parte de un todo llamado prostituta, pasa a entenderse que lo
que se vende no es ya sólo el cuerpo de la prostituta, sino la prostituta entera.
Pero a la prostituta no se la compra, se la contrata.

Si en el discurso social se entiende que los cuerpos (o las almas o las madres)
son material de comercio, ponemos en alto riesgo el elemento de transacción
(los cuerpos, las almas o las madres), no porque se pueda llevar a cabo la
venta, sino porque alguien puede creer que ha comprado algo que no se
puede comprar. Damos títulos de propiedad y libre disposición, para que el
que se pueda creer comprador haga lo que le plazca con el elemento
«adquirido».

Rachid veía pasar desde la entrada a las bailarinas eróticas que nos
amenizaban, a Hassan y a mí, algunas veladas. Hassan era un hombre
poderoso que podía permitirse el lujo de contratar los servicios sexuales de
estas bailarinas, las actividades de las cuales despertaban, indefectiblemente,
su libido. Las chicas venían, contoneaban con enorme maestría sus caderas,
descubrían sus encantos al son de una música que sonaba en el HIFI de la
suite , cobraban y se marchaban. Después, Hassan y yo, a solas,
completábamos el número.

Es una vieja estrategia de dominación el crear un problema para presentarse


como el único capaz de resolver este problema. Se crea el pecado al mismo
tiempo que se inventa el profesional responsable de expiarlo. O quizá sólo
unos minutos antes…

El eslogan «quien se prostituye vende su cuerpo» no proviene siempre de los


púlpitos, sino de los estrados. Es un argumento, el que encierra el enunciado,
más civil que eclesiástico. Más político que religioso. Siguiendo la máxima «Al
César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», parece que en el
reparto, el cuerpo de las prostitutas se ha quedado del lado del César.

Lo que resulta curioso es que, además de los de siempre, existan usuarios de


esta máxima, y de muchas otras, en el campo ese que está, o al menos estaba,
a la izquierda de la Asamblea Constituyente. O en el de las feministas
«progresistas» de más rancio cuño que si antes abogaban por añadir
derechos (fundamentalmente) ahora parecen hacerlo por restarlos (derecho a
la libertad individual, por ejemplo). Porque cuando se utilizan expresiones
como «quien se prostituye vende su cuerpo» con vistas a prohibir o abolir la
prostitución, de lo que se está hablando no es de prostitución, sino de la
libertad individual; libertad individual para no ser obligada por nadie a
ejercerla o para ejercerla por decisión propia.

No soy, quien me conoce lo sabe, una proselitista de esta actividad. Nadie, ni


de manera pública ni privada, me ha oído recomendar nunca el ejercicio de la
prostitución en el actual marco moral y político. Soy incluso capaz de soñar
un mundo mejor, en el que la prostitución no exista, porque cada cual pueda
desarrollarse como persona sexuada en condiciones de beneficio común, sin
oscurantismos, sin daños ni condenas. Pero ese mundo, creo muy
humildemente, pasaría por el respeto profundo a la libertad individual de los
otros, porque nos devuelva el César lo nuestro que gestiona como propio y
por desoír a las gentes que piden un café en una óptica sin saber que están
haciendo un chiste.
Hay que legalizar, prohibir o abolir la prostitución

Los dioses no han hecho más que dos cosas perfectas:

la mujer y la rosa.

Solón

El ateniense Solón nació en el 638 a. C. Es uno de los legendarios siete sabios


de Grecia. Una de sus aportaciones fue dotar a Atenas de una Constitución,
única en el mundo heleno, que permitió que no sólo la aristocracia tuviera
capacidad política. Otra fue la de fundar los dicteriones , casas de lenocinio
(conocidas ahora como prostíbulos), que se gestionaban desde el Estado.
Solón, además de posiblemente el primer demócrata, fue el primer
administrador de un burdel público.

Sabemos que, en la Grecia antigua, la mujer no era especialmente bien


considerada. Sus derechos civiles eran escasos y sus responsabilidades
públicas, nulas. Sólo una categoría de mujeres tenía acceso a una importante
riqueza, que podían administrar sin la supervisión de un varón, y conseguían,
a través de sus dotes diplomáticas, cierta influencia social y política. Eran las
hetairas , el eslabón más alto de las distintas meretrices que laboraban en las
ciudades Estado griegas. Prostitutas libres, con un espacio propio donde
ejercer su labor, culminaban una «escala social» de meretrices por encima de
las mujeres libres, que debían ejercer en la calle, y las mujeres esclavas o
vendidas, las pornai . Con estas últimas, Solón fundó los lupanares públicos.

Sólo una de las ciudades Estado griegas se jactaba de no tener ninguna


prostituta en sus dominios. Era la militarista Esparta. La única que no adoptó
el sistema democrático (pese a que tuviera, en algún momento de su historia,
una asamblea popular exclusivamente formal), la única de la que no se
conservan restos artísticos, la misma que arrojaba desde acantilados a los
niños nacidos débiles, la que hizo de la mujer una madre sana que engendra
hijos para el Estado, la única que hizo del amor un compromiso eugenésico.
La que adoptó como divisa: «Vuelve con el escudo o encima de él».

La Historia, más que historias, propone modelos que se le presentan a


nuestro futuro.

Legalizar es aceptar condicionalmente. Regularizar legalmente una actividad.

Hacer de ella un acto común, darle carácter de «lo que se puede hacer»,
siempre que respete en su funcionamiento el marco jurídico que establece su
legalización. Cuando se legaliza una actividad hasta entonces penada, el
rango de legalización permite su despenalización.

Prohibir es impedir. Imposibilitar el uso y penalizar reglamentariamente


cualquier nivel de ejecución de lo prohibido.

Abolir es eliminar, desterrar del marco legal y de uso lo abolido. Se puede


abolir el precepto, la actividad o la ley que ha caído en desuso, lo que no ha
cesado debe prohibirse en espera de que la represión punitiva haga que caiga
en desuso.

Se puede abolir la ley que obligaba a las damas a empolvarse la cara con
polvos de nácar antes de salir a la calle, porque ya nadie se pone polvos de
nácar, pero no se puede abolir orinar en un sitio público, en tal caso
hipotético, habría que suprimir los urinarios públicos y «prohibir» (no abolir)
la meada en lugares públicos, sancionando al infractor meón que se arrimara
a un árbol.

El programa de televisión se desarrollaba sin ningún inconveniente. Se me


había convocado para dar mi opinión sobre el hecho de la prostitución. El
presentador, un «guapito» muy popular en los medios, me escuchaba con los
ojos muy abiertos, el catering había sido generoso, me habían dado camerino
propio, el maquillaje correcto impedía que mi piel, como es habitual, brillase
más que yo, y las preguntas eran lo suficientemente estúpidas como para no
inquietarme.

Las tres acciones, legalización, prohibición o abolición, son acciones


«sociales», determinadas por el conjunto de la ciudadanía para el conjunto de
la ciudadanía. Individualmente uno no legaliza, prohíbe o abole un acto
propio. Las tres acciones conllevan una valoración moral de lo sujeto a ser
legalizado, prohibido o abolido. La legalización supone tolerancia, la
prohibición, rechazo y la abolición, exterminio. Frente a las tres tomas de
posición, una imagina, diferenciados, a los que las ejecutan: legalizar es
asunto de juristas, prohibir remite a policías y abolir, a moralistas.

Sin duda, abolir es el más «moral» de los tres términos. Comporta, más allá
de la prohibición de uso, la condena moral de conciencia; por encima de
penalizar, la acción persigue la «limpieza» de cualquier vestigio que de la
actividad abolida quede en la conciencia. La lógica de abolir es la estrategia
de la tierra quemada, de la limpieza ética, para llegar a hacer de lo abolido
algo inimaginable. Dice un proverbio judío que, cuando a uno le dan dos
opciones, debe elegir siempre la tercera. Personalmente, creo que cuando te
dan tres, siempre hay que buscar la cuarta.

La verdadera revolución en la aceptación y el entendimiento de la


prostitución pasa por la rehabilitación ética de la prostituta. De nada sirve
hacer pública a la mujer pública, mediante la regulación legal, si no se
reconstituye su imagen moral. En lugar de decir en la tienda de comestibles:
«Ésa es una puta», se dirá: «Ésa es una puta que paga impuestos». ¡Pobre
recompensa para una puta que sigue siendo considerada puta!

Hay presentadores de televisión que son como psicoanalistas. Cuando


finalizas una afirmación, ellos la repiten en forma de preguntas o en forma de
afirmación.

—He soñado con un pantano seco en el que beben diez docenas de


suboficiales calvos.

—¿Diez docenas de suboficiales calvos…? —repiten ellos.

—Sí, pero prusianos.

—Claro, prusianos —concluyen.

Éste era uno de ellos. Al concluir la entrevista, alabó, como buenamente pudo,
mi defensa de la libertad individual como valor único que debían perseguir las
(normalmente son «las») que se presentan como ejército de salvación de los
derechos de la mujer. Aplaudió el concepto de la dignidad que yo defendía
como defensa de los valores propios y no del uso de los genitales, asentía con
la cabeza cuando yo explicaba que la prostitución era un ejercicio y no una
condición de por vida y convino conmigo en que había que rehabilitar la
imagen moral de la prostituta empezando por no diferenciarlas o
estigmatizarlas señalándolas con el dedo. «Claro, hay que rehabilitar la
imagen moral de la prostituta…».

Fue entonces cuando, más relajada, me vi por primera vez en el monitor


central. Bajo mi rostro sonriente y sin demasiados brillos, pude leer el rótulo
que me había acompañado durante toda la entrevista: «Valérie Tasso: ex
prostituda».

Me pareció que sintetizaba perfectamente lo que yo había dicho y que


contradecía totalmente todo lo que el entrevistador afirmaba como que había
que evitar. Le hice un gesto:

—Perdona, «ex prostituta» se escribe con «t» en la última sílaba y no con


«d»… Puedes empezar a rehabilitarme por ahí.

Lo de «gilipollas» que vino a continuación lo murmuré, no sé si él o el director


del programa, gilipollas también, lo oyeron, pero al técnico de sonido todavía
le deben de silbar las orejas.

Mi apunte final no se vio en la emisión diferida, pero el rótulo quedó


perfectamente escrito.

Las (siempre suelen ser «las») abolicionistas que pretenden abolir la


prostitución y mandar a las meretrices a limpiar escaleras (o a servirles café)
en nombre de la libertad y la igualdad de género tienen un argumento
recurrente: el de la esclavitud.

Es como un estribillo de la cancioncilla en el que el resto de la letra que


conforma su argumentación lo forman estadísticas y más estadísticas
(posiblemente extraídas de L’Osservatore Romano ) que reflejan
estrictamente y a la perfección, única y exclusivamente, lo que dicen sus
estadísticas.

En la prostitución, como actividad genérica, existe una prostitución forzada,


en la que mujeres, y en menor medida hombres, son obligadas a ejercer esta
actividad contra su voluntad. Ese delito de inhumanidad sólo puede generarse
al amparo de la prohibición, de la condena a la ilegalidad. En un entorno
regularizado, los mañosos desaparecen o devienen empresarios, los
trabajadores se acogen a convenios que regularizan sus horarios, sus
obligaciones y sus retribuciones, la demanda se canaliza hacia los prestadores
que ofrecen garantías de profesionalidad y uno tiene derecho a dimitir cuando
le place y a no seguir siendo toda su vida exprestatario de ese servicio.

Sólo lo tapado se pudre, sólo se marginaliza lo que no se atiende y sólo se


duerme bajo un puente quien no recibe cobijo. El desamparo que procuran los
verdugos lo recogen los explotadores. Esto lo sabe todo el mundo, salvo quizá
aquéllos a los que no les preocupa la mujer, sino la moral pública.

El tráfico de mujeres y la explotación no definen la actividad de la


prostitución, son sus pozos muertos, nacidos, exclusivamente, de un mal
sistema de alcantarillado. Del mismo modo que el esclavismo y la explotación
de trabajadores en plantas desterritorializadas no define los sectores
empresariales de las multinacionales que perpetran esa ignominia. Nadie, las
abolicionistas tampoco, propone abolir el sector mobiliario, el del calzado o el
de la confección.

La sarna no se cura eliminando al perro, cuando así se pretende, es porque lo


que se detesta no es la sarna, sino a los perros. Abolir la prostitución no es
acabar con la posibilidad de esclavitud, es querer acabar con las prostitutas.

No se puede abolir la brujería, sólo se puede quemar a las brujas. Eso


también lo sabe todo el mundo, empezando por las abolicionistas, que a lo
mejor temen, entre brujas y putas, la competencia.

Licurgo, el espartano, murió aproximadamente cuando nació Solón. A él se


deben los principios fundamentales del régimen estatalista espartano; la
supresión de los intereses y emociones privadas frente a los intereses del
Estado, la estructuración social militarizada desde la infancia hasta la muerte
y la castidad como exigencia de Estado.

Mientras, cuando escribo estas líneas, en las pantallas se emite 300, de Zack
Snyder, la cinta épica que cuenta como en un cómic —para que los niños se
queden bien con la copla— el quehacer lacedemónico en la batalla de las
Termópilas.

El renacer de Esparta, en nombre de la libertad y la democracia.

Se cuenta un chiste:

—¿Qué es la democracia?

—Hacer lo que te da la gana sin molestar a los otros.

—¿Y si no te da la gana hacer nada?

—Pues, joder, ¡ya te obligarán!


A veces, la historia cuenta chistes que sólo el canalla comprende… y a las
putas y a los libres les hacen muy poca gracia.
Las fantasías sexuales se pueden realizar

(…) Tampoco le pareció a Alicia que tuviera nada de muy extraño que el
conejo se dijera en voz alta: «¡Ay! ¡Ay! ¡Dios mío! ¡Qué tarde voy a llegar!»
(…) pero cuando vio que el conejo se sacaba, además, un reloj del bolsillo del
chaleco, miraba la hora y luego se echaba a correr muy apresurado, Alicia se
puso en pie de un brinco al darse cuenta repentinamente de que nunca había
visto un conejo con chaleco y aún menos con un reloj de bolsillo.

Lewis Carroll

Alicia en el país de las maravillas

Cuando nos preguntamos: «¿Qué me apetece hacer?», responde nuestro


deseo. Cuando nos preguntamos: «¿Qué soy capaz de imaginar?», responde
nuestra fantasía. La fantasía es al deseo lo que la ropa es a cómo me visto.
Tomemos un ejemplo:

Son las dos de la mañana y debo madrugar para ir al trabajo. Intento conciliar
el sueño, pero la música que tiene puesta mi vecino me lo impide. Mi deseo
representa a mi vecino parando la música.

Mi fantasía me representa a mí misma tirando al vecino por el balcón


(después, naturalmente, de que le haya metido el aparato de música y los
discos de Shakira por el culo).

Muy probablemente, lo que haré será llamar a su puerta y pedirle que baje la
música que me impide dormir. Si, en el momento en el que me dispongo a
llamar a la puerta de mi vecino, algún reportero obtuso me pregunta: «¿Qué
fantasía le gustaría realizar?», le tendría que decir que ninguna, que lo que
me gustaría realizar es mi deseo de que mi vecino haga que la música cese…
e, inmediatamente, fantasearía con meterle a éste el micrófono por donde, al
otro, le habrían cabido los discos. Aunque, probablemente, lo que haría sería
explicarle cortésmente que las fantasías no son realizables, precisamente
porque son fantasías y no deseos.

La fantasía y el deseo sexuales son representaciones mentales de carácter


narrativo que se generan apoyándose en nuestra capacidad imaginativa.
Ambos son sustanciales en nuestra condición de seres sexuados; son la
escritura del sexo, su lenguaje, mientras que la interacción sexual, el
encuentro («follar» para los prosaicos), no es más que la puesta en escena de
esa escritura. Igual que Esperando a Godot es la obra, y la función que
empieza a las diez en el Teatro Nacional es «sólo» una puesta en escena de la
obra de Beckett.

El deseo sexual explora nuestro imaginario erótico para nutrir esa puesta en
práctica del sexo. En su tarea de composición de un deseo concreto, examina
nuestro código de valores y decide, a través de él, que lo deseado es apto para
ponerse en práctica. Sin embargo, la fantasía sexual nos enseña hasta dónde
podemos llegar, a qué sabe el límite. La fantasía es el mapa mundi de nuestro
imaginario y en su labor de redacción, no se somete a código moral alguno,
por lo que rebusca sin miramientos en la caja de los miedos y saca al teatrillo,
cuando le apetece, a los fantasmas; a los actores de la fantasía. La fantasía
sabe que se lo puede permitir, porque su obra nunca va a ser representada. El
deseo erótico excita, mientras que la fantasía erótica «propone» que nos
excitemos. Por tanto, el deseo sexual es realizable a poco que las
circunstancias de nuestra vida lo permitan. Tiene nuestra aprobación moral y
nuestro ánimo. La fantasía sexual nunca es realizable, si de nosotros depende,
y ni siquiera es muchas veces «confesable». Para realizar una fantasía, ésta
debería haberse convertido en un deseo y por lo tanto ya no sería una
fantasía.

La fantasía es la visión del paisaje y el deseo es el encuadre de la foto que


queremos conservar.

El piloto rojo del estudio se encendió. Respiré y comencé la lectura:

Al mismo tiempo, nos imaginábamos acostándonos con Marcela, con el


vestido arremangado, pero calzada, en una bañera medio llena de huevos,
ante cuyo aplastamiento ella se mearía…

Continué leyendo el párrafo que había seleccionado de Historia del ojo , de


Georges Bataille. Cuando concluí la lectura, sonó el tango que servía de inicio
al programa. Carlos me saludó en antena, me presentó a los oyentes y
anunció el tema que yo pensaba abordar esa madrugada: «Las fantasías
eróticas y el deseo».

Por eso leí esa fantasía que el personaje tenía, dentro de la inmensa fantasía
de Bataille que era Historia del ojo . Eran las cuatro de la mañana y
estábamos emitiendo en directo en las instalaciones de Radio Nacional de
España.

La fantasía sexual y el deseo erótico son estrictamente personales, porque es


el exclusivo «yo» deseante el que los escribe, apoyándose en un tiempo, una
circunstancia y un código ético. Cada fantasía y cada deseo que se formula
tienen, por tanto, un tiempo y una circunstancia propios e intransferibles a
cada uno de los que los generan. El que la «ensoñación» que se relata sea una
fantasía o un deseo depende del código moral del «ensoñado» en el momento
en el que la genera. Una fantasía para una persona puede ser un deseo para
otra. Lo que para una persona puede ser una fantasía en un momento
determinado de su existencia puede convertirse en deseo en otro.

Ser prostituta y devenir un «objeto de deseo» para unos «otros», múltiples y


anónimos, es una fantasía recurrente en muchas mujeres, pero ahí se queda
normalmente, en la fantasía, pues los sistemas de valores de la mayoría de las
mujeres que fantasean con eso no les permitirán nunca convertirlo en deseo.

En mi caso, cuando cumplí los treinta años, ejercer la prostitución fue un


deseo, que las circunstancias personales que atravesaba me permitieron
realizar. Cuando tenía once años, el sexo oral era, para mí, una fantasía
erótica. Cuando cumplí los dieciséis, era ya un deseo. La fantasía erótica de
imaginar a mis padres copulando era una fantasía de niña… y sigue siendo
una fantasía de adulta. Nunca, ni antes ni ahora, he deseado ver a mis padres
fornicando, aunque haya fantaseado con ello.

Al día siguiente de la emisión, se produjeron bastantes reacciones a mi


lectura y mis opiniones del día anterior. Una de ellas fue especialmente
vehemente. Un oyente habitual del programa que buscaba hueco en el
teléfono día sí y día también manifestó su repugnancia hacia ese «monstruo
corruptor» que era yo. Se indignó por cómo alguien que tenía facilidad para
expresarse podía mencionar en antena, durante la lectura del texto de
Bataille, palabras como «verga», «ano» o «pezón» (la lista de sustantivos fue
mucho más larga y, o bien la excitación del oyente escocido le hizo tomar
notas, o bien conocía el texto de memoria). Acusó también al conductor del
espacio de pederasta por haberle propuesto a otro oyente joven, que
manifestaba dudas sobre sus deseos, que escuchara mi sección. Y pidió que,
públicamente, me retractara de la «monstruosa ofensa a las buenas
costumbres» que yo había proferido.

Carlos, por lo que me contaron, aguantó el chaparrón como pudo. Los buenos
presentadores como él tienen la suficiente educación de no recomendar el uso
erótico de los enemas a los oyentes que llaman, por muy estreñidos que éstos
puedan estar.

La semana siguiente, cuando se me dio la posibilidad de contestar al oyente,


rechacé el ofrecimiento. Es imposible corromper a un corrompido y no se le
puede quitar el miedo a un miedoso. Debían de ser muchos los años que el
oyente ofendido llevaba reprimiendo sus fantasías y, en el fondo, creo que yo
formaba parte protagonista en alguna de ellas.

Se puede entender que confundir deseo con fantasía sea un enredo inocente.
Pero yo creo que no. Si no somos capaces de hacer claramente la diferencia
entre lo que somos capaces de llegar a imaginar y lo que queremos hacer, es
porque a alguien le interesa que confundamos uno con lo otro… y le interesa
mucho. Si nuestros mecanismos de control social nos culpabilizan por lo que
fantaseamos y nos hacen creer que lo que fantaseamos es lo que deseamos, y
vamos a ejecutar en cuanto podamos, seremos sujetos temerosos de nosotros
mismos a los que nos podrán manejar y controlar con mucha más facilidad.
Seremos elementos necesitados de grandes dosis de moralina en vena para
que el «monstruo» de nuestras fantasías no se apodere de nosotros, y la
moralina, como el miedo, nunca han sido grandes amantes del conocimiento.
Pero el fantasear con que asesino a mi vecino no hace de mí un asesino. Lo
que fantaseamos no nos convierte en lo que fantaseamos.

Carroll, por si a alguien le queda alguna duda, no deseaba ver a un conejo


parlanchín con chaleco y reloj de bolsillo. Ni era un loco que veía en su
habitación sonrisas que habían perdido a su gato. Y es más que probable que
sólo deseara que la niña Alicia Liddell escuchara su cuento, aunque quizá,
también, fantaseara con ella.
Los afrodisíacos existen

¡Vamos, célebre Odiseo, gloria insigne de los aqueos! Acércate y detén la


nave para que oigas nuestra voz. Nadie ha pasado en su negra nave sin que
oyera la dulce voz de nuestras bocas, sino que ha regresado después de gozar
con ella y saber más cosas.

Homero

La Odisea . Canto XII. Las sirenas

Cuentan que Lucrecio escribió De la naturaleza de las cosas en los escasos


momentos de lucidez que le dejaban los efectos de un filtro amoroso. Al
acabar el poema, y posiblemente en otro momento de cordura, se quitó la
vida. Debía de correr el siglo I antes de nuestra era, aunque de su existencia
poco más se sabe.

El relato de la vida de Lucrecio se lo debemos fundamentalmente al eremita


cristiano san Jerónimo, padre de la Iglesia, gran latinista y creador de la
Vulgata (la traducción al latín de la Biblia). Las particularidades de la vida de
Lucrecio, de la que sólo el devoto Jerónimo tuvo noticias, debieron de serle,
entre los espejismos del desierto, reveladas. El cómo este tratado poético del
saber epicúreo y de la física materialista de Demócrito sobrevivió a la Edad
Media es un misterio.

Se cuenta también que, probablemente, el poeta de las «galanterías», Catulo,


y el elegiaco Propercio, también perecieron por la ingesta de bebedizos
amatorios.

Sorbí el té despacio.

Las turbulencias me incomodaban. Volvía de Madrid, de realizar mi última


colaboración en un programa de televisión para una cadena de ámbito
nacional. Habían rescindido mi participación porque, como explicó bien el
director del programa, el espacio, pese a la alta audiencia, necesitaba más
espectáculo y menos «rigor». Toqué el botón de aviso de la azafata y le pedí
que me retirara el té.

La alquimia también se preocupó mucho de los procesos de transmutación de


las materias viles en nobles, de la conversión de estados espirituales
primarios en elevados o de la completa salud y la larga longevidad de los
cuerpos. En todas estas técnicas desempeñaba un papel esencial el polvo de
una piedra roja a la que se le dio el nombre de «piedra filosofal». Los
alquimistas la buscaron durante siglos con ahínco, sin que se tenga
constancia de que la llegaran nunca a encontrar. La búsqueda de la «piedra
filosofal» fue la entelequia que permitió que la alquimia continuara
existiendo. Lo significativo y hermoso de la alquimia fue, como sucede con el
psicoanálisis, el camino y la literatura que se generó andando tras la piedra,
mucho más allá de unos resultados que nunca llegarían.

Cerré los ojos e intenté tranquilizarme. En mi misma fila de asientos, pero


cuatro plazas más allá, con el pasillo de por medio, un hombre de mediana
edad hojeaba una revista. Intenté que mi pensamiento se centrara en el
rítmico sonido de las hojas pasando. Desconozco qué mecanismo inconsciente
desencadenó aquello, pero lo cierto es que, a medida que se iban pasando las
hojas y simplemente con el ruido cadencioso que producían, mi libido se
disparó. No es que yo me apoyara en aquel sonido para fantasear con un
encuentro sexual. No es tampoco que me excitara la imagen de aquel hombre,
al que en ningún momento presté atención. Era única y exclusivamente ese
sonido el que me estaba poniendo como las turbinas del avión.

Imploré mentalmente para que la revista tuviera mil páginas. Pero el paso de
las hojas se detuvo. Abrí los ojos y pude ver al pasajero dejando la revista en
la pequeña guantera del asiento delantero. Dudó un instante, pero finalmente
extrajo otra revista que empezó a hojear. Volví a cerrar los ojos. Mi ardor
recobró su ímpetu con más fuerza que antes.

Los afrodisíacos son los frutos que ofrece Afrodita. De ellos, lo único que de
verdad existe es la creencia de que existen. De antiguo se ha querido dar con
estas sustancias milagrosas que, manejadas a voluntad, hacían caer a las
mujeres rendidas y daban a los hombres vigor para satisfacerlas. Siempre
hemos soñado con el botón, con el punto, con la secuencia. Siempre hemos
soñado con un ser humano articulado a voluntad, manejable, dócil y sumiso.

En el camino, se ha encontrado, por ejemplo, el cuerno de rinoceronte o las


ostras, que tienen exclusivamente de estimulante la asociación visual que se
puede establecer entre ellos, los genitales masculinos, en el cuerno, y
femeninos, en los bivalvos (si bien es cierto que el cuerno de rinoceronte es
un inmejorable estimulador de la adrenalina, aunque únicamente cuando nos
persigue a la carrera y lleva al rinoceronte pegado a él).

En la era de los descubrimientos, a los alimentos exóticos a nuestra cultura,


que por raros no sabíamos ni si se podían comer, se les atribuyeron
cualidades estimulantes. El jengibre o el cardamomo, la vainilla, el guaraná,
la canela, la nuez moscada, la pimienta o el cacao sirvieron, entre otras cosas,
para creer que si alguien no se estimulaba con ellos, era porque ya le había
pillado el rinoceronte.

La semana siguiente, Carla me llamó. «¿Estás viendo la tele?». Le respondí


que no. «Pues enciéndela…», me propuso.

La chica, qué duda cabe, era mucho más guapa que yo. Tenía un talle
exuberante, lleno de curvas y un vestido cortito muy ceñido que marcaba un
escote en el que se podían perder varios. Sentada de medio lado sobre una
estrecha silla que hacía que sus generosas nalgas se desbordaran por los
costados, se esforzaba por defender las virtudes de los afrodisíacos. A su lado,
en una mesita, un tazón de chocolate.

«Y además del cardamomo está, por ejemplo, la “cantaridina”…».


Siempre he pensado que leer y asimilar no es lo mismo. Y en televisión,
intentar retener algo que alguien baja de internet para que otro se lo aprenda
en el tubo de entrada al plató, normalmente acaba así. Nadie, no obstante, la
corrigió.

La explicación se ilustró cuando la misma chiquilla hizo bajar a unos


despistados espectadores de la grada y, tras hacerles beber un poco de
chocolate, les preguntó si se habían excitado. Ellos, felices y con marcas de
cacao en el bigote, respondieron al unísono: «¡Síííí, mucho…!».

La cantárida o «mosca española» (de la que ya Aristóteles hablaba) fue, junto


al opio, la estrella de los salones de lenocinio del XVIII y XIX. A Donatien
Alphonse Francois de Sade (más conocido como el marqués de Sade o Sade
directamente para los muy allegados), el polvo del insecto, o la mala calidad
de los bombones donde lo puso (vaya usted a saber), le costó en Marsella una
sentencia de pena de muerte, que evitó huyendo temporalmente a Italia.

La clínica reciente, que no por racional ha dejado de creer en milagros,


aporta sustancias diversas. La mayoría de ellas son vasodilatadores, algunos
de uso tópico, que recrean genitalmente, y con más o menos éxito, una
situación de excitación.

Una señora, que quiere mejorar su vida sexual, sigue el consejo del sexólogo y
le pone una pastilla de Viagra a su marido en el café.

Cuando sexólogo y señora se encuentran de nuevo, ella le expresa lo terrible


de la situación que ha vivido siguiendo su consejo:

—Me arrancó el vestido, tiró los platos, me tumbó sobre la mesa y me hizo el
amor durante dos horas.

El sexólogo, extrañado por el descontento de la mujer, le pregunta cuál es


entonces el problema.

—Es que los del restaurante no sabían cómo pararlo.

Chistes así reflejan la creencia popular de que el citrato de sildenafilo, cuyo


nombre de comercialización más popular es Viagra, es un magnífico
afrodisíaco. Pero el efecto de una excitación no es la excitación en sí misma. Y
una buena erección, que es algo en lo que la Viagra actúa con enorme
eficacia, no es más que eso: una buena erección.

Lo último en fase de experimentación son los parches que segregan hormonas


(fundamentalmente estrógenos) para incrementar el deseo femenino.

Mientras damos con la tecla, embriagados por una cultura finalista que
comprende mejor los destinos que los recorridos y a la que le gusta más
manejar que entender, seguiremos, como con la eterna juventud o con la
piedra que convierte el plomo en oro, buscando aquello que permita controlar
el deseo a deseo.
Probablemente subió la audiencia. Lo entiendo, no a todo el mundo le gusta
oír historias de hojas que revolotean en el aire de una cabina de avión y van
encendiendo la libido de quien las escucha. La tele prefiere las sirenas a sus
cantos.
El kamasutra sirve para aprender posturas para el coito

El tractor avanzaba despacio. Las chicas intentaban sujetarse con una mano a
las barras del remolque para no caerse. Con la otra, tiraban caramelos a los
dos chiquillos que estaban en la rotonda.

Yo aguardaba dentro del coche el paso del vehículo.

Conté diez chicas con el bañador puesto, algunas llevaban «pantis» debajo del
traje de baño y una, guantes de borreguillo. Sus sonrisas eran más un rictus
fingido que un gesto de satisfacción.

El tractorista fumaba un puro corto y retorcido por encima de la bufanda


mientras un radiocasete, cogido al lateral del tractor, le ponía música al
evento.

Una guirnalda se desprendió con las sacudidas.

Era febrero.

Y febrero y su frío en el norte de Girona no se andan con tonterías…

Aunque en Río de Janeiro sea el mes más cálido del año.

Día de Carnaval

El tratado de los kama sutra no es El kamasutra. Kama es un término


sánscrito que en el hinduismo se puede traducir por «concupiscencia»,
«deseo sexual». En el budismo, su sentido se refiere a «aquello que resulta de
desear los elementos que satisfacen y confortan los sentidos». En el
hinduismo tiene una connotación positiva, mientras que en el budismo se
interpreta como un «obstáculo» para la liberación. Sutra significa, en ambas
concepciones, «hilos», pero por derivación «aforismo», «reflexión»,
«máxima». Por lo tanto, y dado su origen hindú, el título debería traducirse
por los kama sutra (Los aforismos del amor carnal). Si queremos emplear el
pronombre «él» como sustituto, por ejemplo, del sustantivo «libro»,
deberíamos decir el de los kama sutra . Parece una bobada. Pero, como decía
Eugeni D’Ors, «lo que no es tradición es plagio». Así que, si a falta de
tradición queremos plagiar, hagámoslo, al menos, lo más correctamente
posible.

El cristianismo, en su proceso colonizador, «evangelizador», ha hecho suyas


todas las celebraciones paganas. Es más sencillo reorientar un hábito,
dándole otra finalidad, que intentar suprimirlo (por ejemplo, antes, el varón
copulaba sobre la hembra porque ésta era un animal “desalmado” que estaba
para servirlo y ahora el varón copula sobre la hembra para provocarle un
gran placer estimulándole el punto G). Con el Carnaval sucede algo parecido.
La fiesta pagana del “desmadre” por excelencia se convierte en la fiesta
cristiana que prepara la Cuaresma.

No es sólo el cristianismo el que hace perder el significado para «traducir» o


para adaptar a una cultura lo que se ha generado y tiene sentido en otra muy
distinta. A veces es nuestra propia cultura de la tienda, del consumo y del
coitocentrismo la que se ocupa de ello. El modo con el que nos han vendido
los kama sutra es un buen ejemplo.

—¿Un chimpancé, me llamas chimpancé? —le preguntó Orto, indignado.

Wanda mantuvo con un gesto la afirmación.

—¿Acaso leen los chimpancés a Nietzsche? —volvió a preguntar Orto.

—Sí, Orto, lo leen, pero no lo asimilan.

Miré de reojo a Arnau por si de alguna manera se había sentido aludido por el
diálogo que mantenían en la película.

Pero su vista seguía clavada en el televisor y en su rostro no se apreció


ningún gesto.

No era a Nietzsche a quien él leía, tampoco eran los kama sutra ; Arnau se
pasaba el día leyendo El arte de la guerra . Lo citaba continuamente; mientras
follábamos, mientras comíamos, cuando estábamos entre amigos… si se
derramaba el azúcar, si el plato estaba caliente, si llovía y tenía que coger un
paraguas, cualquier excusa era válida para que él sentenciara con una cita del
tratado.

Ocurría que normalmente su apostilla no tenía nada que ver con lo que
estábamos viviendo, otras veces no recordaba la máxima y la soltaba como
buenamente podía y muchas veces no era a Sun Zi a quien citaba, aunque lo
creyera: «¡Un caballo, mi reino por un caballo!, como dice El arte de la guerra
», me dijo en una ocasión.

De Vatsyayana conocemos muy pocas cosas. Su vida transcurrió en la India


entre el siglo I y el VI de nuestra era, lo cual equivale a decir, poco más o
menos, que en algún momento estuvo vivo. Vatsyayana fue un compilador que
abrevió y resumió los trabajos de autores precedentes de manera que dio la
forma actual con la que se conoce a los kama sutra . Fueron los ingleses
quienes los introdujeron en Europa de mano de una edición en lengua inglesa
publicada en Benarés en 1883.

Los treinta y seis capítulos que lo componen están divididos en siete títulos.
De todos ellos es sólo el título 2.º, en los capítulos I y VI, donde se habla
explícitamente del coito. La extensión total que dedica este tratado moral de
erotología a esta práctica en el título 2.º equivale al que le dedica en el mismo
título a, por ejemplo, cómo deben efectuarse los mordiscos según el país de
donde proceda la amada, cómo se debe azotar y los sonidos apropiados que se
deben emitir o cómo se debe pellizcar con las uñas y las marcas que se deben
dejar sobre la piel. De una edición de ciento setenta páginas de texto, unas
quince se dedican al coito, teniendo además en cuenta que, de esas quince,
unas diez se dedican a examinar las complementariedades afectivas y físicas
entre los amantes. El resto de los títulos son una presentación sobre la
elección de la esposa, sobre la propia esposa, sobre las esposas de los otros,
sobre las cortesanas y sobre la seducción.

Tan pobre y tan ridículo es hacer de los kama sutra una relación de posturas
para realizar el coito como ver en ellos un tratado de BDSM o un compendio
sobre el arte de la prostitución. Es como si, en la India, hicieran del Quijote
un tratado de cómo derribar molinos.

Pero aquí, donde nos gusta coger el rábano por las hojas y donde no somos
capaces de entender lo que es un ars amandi , porque hemos hecho del sexo
una técnica con un fin y no una sabiduría sin fin, lo hemos convertido en un
manual para aprender a bailar el twist . «Como dice El arte de la guerra : el
fin justifica los medios», que apuntaría el bobo de Arnau.

Aquí, cuando queremos copiar una tradición ajena, a falta de un verano, de un


«sambódromo» y de una escuela de samba, bien nos valen unos guantes, una
rotonda y un radiocasete.
El tamaño importa o el tamaño no importa

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

Augusto Monterroso

El dinosaurio

Si Monterroso hubiera creído que el tamaño importaba, nunca hubiera escrito


este cuento.

Contaba él mismo en una entrevista, harto ya de que se juzgara su obra por el


tamaño, que, cuando un periodista volvió por enésima vez a poner en duda
que algo de esa extensión fuera un cuento, él, airado, le contestó: «¡Tiene
usted toda la razón, no es un cuento, es una novela…!».

Hacemos del sexo la medición del sexo. Medir significa generar media. Y es
desde ella desde donde se establece parte importante de la «moralidad» del
sexo; lo que es normal y lo que es anormal, bien por supranormal o por
subnormal. Lo que está bien y lo que está mal. Cada vez que al sexo le
estamos dando una «medida», creamos «disminuidos».

Las cifras son menos tolerantes, todavía, que los juicios de valor. Cuando
alguien opina que sólo le gustan las personas «guapas» o las personas
«inteligentes», no está indefectiblemente excluyendo a nadie. La belleza o el
talento son subjetivos, y por lo tanto, discutibles. Sin embargo, decir que la
media nacional del pene es de doce centímetros o que las personas mantienen
una media de 1,8 relaciones sexuales por semana, no se puede «gestionar»,
porque la lógica de la medida es una lógica binaria, o «es» o «no es». Los
metros no se interpretan y los calendarios tampoco.

—Pero, entonces, ¿cuántos amantes habrás tenido en tu vida?

La pregunta era el colofón a una de las entrevistas más estúpidas en las que
me las he tenido que ver. El entrevistador era un personaje del mundo del
cotilleo sin mucho más mérito que ser el ex de alguien sin mucho más mérito
que él.

—Menos de los que supones y tres más de los que crees —respondí, deseando
que la ambigüedad pusiera fin al encuentro.

Titubeó un momento y concluyó resueltamente:

—O sea, pongo entre mil y mil quinientos… O sea, eso… a las cuatro y cuarto.

La duración de la Novena sinfonía de Beethoven está entre los sesenta y cinco


y los setenta y cuatro minutos, dependiendo del director. Ese dato sólo le
importa al que se está orinando durante el concierto, al que debía
comercializar el soporte CD y quería que cupiese la sinfonía en uno, o al que
está ansioso porque suene el coro con la Oda a la alegría , de Schiller, porque
ésa se la sabe. Por lo demás, ese dato es absolutamente insignificante para
evaluar lo que produce.

Ni siquiera la música, que es una bellísima manera de contar el tiempo, se


evalúa en función de su tamaño. Una sinfonía no es un minutaje, sino lo que
se hace en un minutaje.

Frecuencia de orgasmos, número de orgasmos, longitud del pene, duración de


la interacción, frecuencia de relaciones, duración del eretismo, número de
amantes… El sexo no se mide. El sexo se experimenta, se construye, se
compone, se dibuja y se narra. La medida no explica nada del sexo, sólo
explica los intereses que puedan tener aquellos que quieren hacer de algo
inconmensurable una medida. Igual que sólo a un trombón de la filarmónica
de Berlín le interesa saber cuántos trombones hay en la Novena, para saber si
trabaja mañana.

Números de coitos al año para tener una producción que satisfaga la


demanda de condones, duración del orgasmo para vender el libro de No sea
tonto y amplifique su orgasmo de una puñetera vez y número de veces que
nos masturbamos para poder condenar al pajillero de pajillero. Ése es todo el
interés de la medida del sexo.

Los sexólogos han sido, en sus inicios, unos grandes medidores para entender
lo que es el fenómeno de la sexualidad humana, en tiempos en los que se
desconocía hasta el tamaño de un paraguas. Sus esfuerzos por analizar,
clasificar y desmitificar el hecho sexual humano eran y son esfuerzos de
comprensión. Para que, luego, los «sexolocos» y las «sexolocas» escriban
artículos bajados de Internet o anuncien alargadores de pene… para distraer
mucho más que para entender.

La polla más grande que he visto pertenecía a un deportista centroafricano de


alto nivel. Fue durante un servicio sexual que solicitó, mientras se recuperaba
de una lesión de rodilla, en un centro de rehabilitación de Barcelona.

Cuando llamó a la agencia, solicitó una chica que hablara francés, pues,
aunque no era su idioma materno, podía entenderse en él. En la agencia me
pasaron el encargo, de manera que fui yo la que se encontró con aquel
hombre a un falo pegado.

Después del encuentro, en el que hice de todo menos disfrutar, me enseñó


fotos de su esposa y de sus cinco hijos. Yo, mientras simulaba interés por las
imágenes, no podía pensar en nada más que en lo que tenía que haber
«tragado» aquella pobre mujer. Mientras, mi vagina vibraba como si le
hubieran puesto mil pilas y un grupo electrógeno. Y así estuvo cerca de tres
días, de manera que, cuando volvió a llamar a la agencia, le pasé el cliente
«superdotado» a Lisa, que tenía fama de valorar los grandes retos.

Somos incapaces de tratar con lo inmedible, quizá por eso el infinito es un


concepto que podemos utilizar (por entenderlo como contraposición a lo
finito), pero incapaces de concebir. Sin la medida, no podemos establecer
simetrías y nuestro propio pensamiento «mide» más que piensa. Sin medir,
todo se nos haría incomprensible. Eso no significa que un coeficiente
intelectual (que sólo cifra la habilidad que tenemos para resolver el test de un
coeficiente intelectual) sea un referente o explique algo mínimamente
interesante de nuestra capacidad de pensamiento o de nuestra genialidad,
individualmente o como especie. Es un dato irrelevante. «Miserable sería el
amor que se dejara medir», le dice Antonio a Cleopatra, en la obra homónima
de William Shakespeare. Sabemos quién era Shakespeare por lo que hizo de
su pensamiento, no por cuál pudiera haber sido su supuesto C. I.

En el «discurso normativo del sexo», hemos hecho de él un coito y de su nivel


de satisfacción, la medida de un pene. En torno a éste, se ha generado toda
una corriente de enfrentamiento, las personas que postulan que no hay mejor
sexo que el derivado de tratar con uno grande, y las personas que creen que
la medida de este órgano es insustancial a la hora de poner en práctica
nuestra sexualidad.

Es curioso sobre lo que se puede debatir en las sociedades con excedente. El


tamaño del pene puede no importar a alguien y el tamaño del pene puede ser
importante para otro, lo que sí es seguro es que realizar la medición del pene
es insustancial.

(…) La habitación en que me hallaba era muy amplia y alta; las ventanas
largas, estrechas y ojivales, estaban a tanta distancia del negro piso de roble,
que eran en absoluto inaccesibles desde dentro. Débiles rayos de una luz roja
abríanse paso a través de los cristales enrejados, dejando lo bastante en claro
los principales objetos de alrededor; la mirada, empero, luchaba en vano para
alcanzar los rincones lejanos de la estancia, o los entrantes del techo
abovedado y con artesones. Oscuros tapices colgaban de las paredes. El
mobiliario general era excesivo, incómodo, antiguo y deslucido. Numerosos
libros e instrumentos de música yacían esparcidos en torno, pero no bastaban
a dar vitalidad alguna a la escena. Sentía yo que respiraba una atmósfera
penosa. Un aire de severa, profunda e irremisible melancolía se cernía y
penetraba todo (…)

Edgar Allan Poe.

El hundimiento de la Casa de Usher.

Si Poe hubiera creído que el tamaño no importaba, nunca se hubiera


extendido en la descripción de la habitación de Roderick Usher. Medir es
ridículo cuando no se sabe el qué, por qué o para qué…
El clítoris es pequeño

Se exponía una pintura en la que el artista había trazado un enorme león


abatido por un solo hombre. Los que miraban el cuadro se envanecían. En
esto, pasó un león que amargó su insulsa charla.

—Ya veo —dijo— que aquí os dan la victoria; pero el artista os ha engañado
teniendo libertad para pintar una ficción. ¡Con cuánta más razón seríamos
nosotros los vencedores si supieran pintar los leones!

La Fontaine. El león vencido por el hombre

Si las mujeres hubiéramos escrito el discurso normativo de nuestra


sexualidad… posiblemente, el pene sería un clítoris desmesurado, grotesco,
ridículo; Adán habría salido de una mala noche de Eva, o de su resaca con
licor de manzana; desalmados, los hombres serían seres inferiores que no
disponen de un órgano exclusivamente para el placer, tendrían orgasmos
testiculares, o peneales, según su madurez; la práctica que consumaría una
relación carnal sería la masturbación del clítoris; ridículos, serían una versión
expuesta y evidente de las mujeres, un retrato malo del modelo femenino al
que torpemente imitan, una copia a la que no le han recortado las rebabas.
Hubiéramos dicho de ellos que serían seres infértiles porque, careciendo de
matriz y ovarios, sólo soltarían un liquidillo que habríamos tardado siglos en
descubrir lo que era; las mujeres libidinosas seríamos elegantes y
triunfadoras, unas reinas, mientras que los hombres concupiscentes serían
unos cerdos belloteros. En lugar de «meterla», diríamos «recibirla»,
sabríamos lo que mide nuestra acogedora vagina, pero desconoceríamos lo
que suele medir lo que les cuelga; serían seres sanguíneos y fornicadores que
retozan más que piensan, un mal necesario para la reproducción y la Mme.
Schopenhauer de turno los hubiera descrito como simiescos, de espaldas
desmedidamente anchas, de caderas estrechas y de piernas largas y peludas.

También, nosotras hubiéramos escrito, desde el miedo, un discurso ridículo,


como el que hacen los que oprimen sólo por haber sido oprimidos, como los
redactados por victimizados que sólo ansían ser verdugos, y el de los que
condenan porque a ellos, un día, los condenaron… sin condenar la condena.

Seguiríamos en las mismas, porque la ignorancia no es cuestión de género,


sino de desconocimiento y porque el ansia de dominación no se genera en los
genitales, sino en el desprecio.

Pero sucede que los diversos discursos normativos de nuestra sexualidad han
sido siempre androcéntricos. Han sido escritos por aquéllos a los que les
dimos tinta y les dejamos escribirlos, y que eran, en su inmensa mayoría,
entre otras muchas cosas, varones.

Ellos hicieron, por ejemplo, que todas las barbaridades, y muchas más de las
que he expuesto antes, se aplicaran a las mujeres y se creyeran (en nombre
de Dios o de la ciencia) como verdades irrefutables. Y ellos han hecho que,
por ejemplo, la inmensa mayoría de los humanos, hombres y mujeres de
nuestra avanzada y tecnológica cultura, desconozcan que el clítoris mide
entre once y trece centímetros.

Agapurnio tenía una especial inclinación por acariciarme el perineo. Tocaba


toda el área que lo conforma con deleite, mientras observaba, de reojo, mis
reacciones. La primera vez que lo tuve como cliente, pensé que debía de ser
un fetichista de esta zona. Así que no mostré demasiada extrañeza cuando,
después de un breve coito, empezó a acariciarlo.

El clítoris parece que deriva del término griego kleitoris , que se podría
traducir por loma o colina . Parece, también, que de la utilización de este
término para designar a este órgano extremadamente sensitivo, ya se tiene
constancia de antiguo.

Se «redescubrió», según parece, en el Renacimiento. El cirujano Renaldo


Colombus, en su obra de 1559, De re anatómica , menciona el descubrimiento
de este órgano, al que da en llamar amor veneris . Gabriele Falloppio, otro
célebre anatomista de la época, también se declara como el primer
descubridor del clítoris.

Y llegaron los tiempos de la histeria. A finales del XVIII, la ciencia médica


decía de él que era el único responsable de la locura masturbatoria que
asolaba a las mujeres europeas. Su función, al no tener ninguna operatividad
reproductiva y no ser estimulado durante el coito, no podía ser otra que la de
incitar a masturbaciones compulsivas que causaban toda serie de males
orgánicos y anímicos. Cualquier síntoma de melancolía, malestar, irritabilidad
o dolor de muelas que mostrara una mujer por aquella época se diagnosticaba
como «histeria»; y se trataba con las prácticas ya conocidas de estimulación
genital terapéutica que pudieran inducir a la paciente a alcanzar el
«paroxismo histérico», el orgasmo, que la liberara temporalmente de su mal.

El XVIII y buena parte del XIX europeos fueron el imperio en la sombra de las
ninfómanas.

Naturalmente, existían tratamientos mucho más «eficaces» y resolutivos para


curar estos accesos de manía clitoridiana. Existía la ablación, la extirpación o
la cauterización.

Me cuentan que, en 1936, todavía se publicó un libro en EE UU cuyo título en


castellano sería aproximadamente el de Enfermedades de la niñez y de la
infancia en el que se recomendaba la cauterización clínica del clítoris de las
niñas para evitarles las enfermedades masturbatorias. En 1936, ya se había
dividido el átomo, Hubble había anunciado la teoría de la expansión del
universo y hacía diez años que se había descubierto la televisión, veintitrés
que empleábamos el acero inoxidable y más de ciento veinte que se había
intervenido el primer tumor ovárico. Aunque faltaban cuarenta años para que
se autorizase el empleo, en los medios públicos norteamericanos, de la
palabra «clítoris».
«Hola, mi coqueta franfresita… », decía con su ligero farfulleo, mientras
doblaba cuidadosamente su chaqueta verde lima sobre la cama. «¿Cómo nos
encontramos hoy ?». Se desvestía completamente, dejando sus calcetines
diplomáticos para el final, que también doblaba y colocaba sobre sus slips ,
siempre de un rojo burdeos. Un coitito de tres minutos y a completar la hora
acariciándome con la yema de su dedo por debajo de la entrada de la vagina,
mientras me susurraba recatadas obscenidades al oído. «¡Ah!, qué cochinita
es mi franfresita… ». Sin duda para aumentar mi libido, que debía de estar en
esos momentos en Tegucigalpa comprando plátanos (o pensando que el oficio
de puta no siempre resultaba sencillo).

El clítoris tiene una conformación de anzuelo con dos raíces. Asemeja a una
«y» al revés, en la que la línea común fuera muy corta y surgiera
perpendicularmente de unas bifurcadas muy largas. Su parte externa es el
glande y el tronco del clítoris, que no queda expuesto a la vista por estar
cubierto por el capuchón retráctil que cubre también, salvo que se retire, el
glande. Ambos, el glande y el tronco, serían el trazo común de nuestra
imaginaria «y» invertida. Las raíces, en forma de «v», descienden
circundando ambos lados de la vagina.

Lo verdaderamente significativo del clítoris, con su complejísima red de


terminaciones nerviosas, es que está diseñado exclusivamente para procurar
placer. Mientras los hombres disponen de un mismo órgano, el pene, que
cumple las tres funciones, secretora, reproductiva y placentera, la anatomía
femenina tiene tres apartados distintos para cada función. La secretora se
realiza a través de la uretra, que termina en el meato urinario, situado sobre
la vagina y bajo el clítoris; de la reproductiva o genital se encarga la vagina,
como puerta del útero, y el placer queda destinado en exclusiva al clítoris y el
tercio externo de la vulva. El clítoris es al placer como la neurona al
pensamiento. Quizá por eso, por su esmerada dedicación, hemos hecho de él
un desconocimiento grande y un órgano pequeño.

«Tienes el clítoris más suave que he visto nunca», me dijo un día, intentando
esmerarse entre el culo y el asunto.

No le corregí.

«Y los orgasmos más falsos que hayas oído nunca…», pensé, mientras gemía.

Si Agapurnio supiera dónde está el clítoris, los leones pintar o el sexo


hablar…
Los homosexuales son promiscuos

Es imposible que a esta máquina la llamen así. O bien emplean términos


griegos y lo llaman «autocinético» o bien utilizan el latín y lo llaman
«ipsomóvil». Pero llamarlo «automóvil» no tiene sentido. No puede prosperar
ese nombre.

Fue, según me contaron, lo que dijo un sabio cuando le hablaron por primera
vez, a finales del XIX, de la invención de un vehículo autopropulsado.

Con el término «homosexual» sucede algo parecido.

En su originaria confección, con fines incriminatorios y clínicos también a


finales del XIX, se toma «homo» del griego y «sexual» del latín. Homo en
griego no significa «hombre», sino «igual», «equivalente», «semejante». La
creencia de que el prefijo «homo» proviene del latín, donde sí significa
«hombre» y no del griego, ha hecho que la confusión se acreciente. Siguiendo
con el término que inventa Kertbeny para condenar las prácticas sodomíticas
entre varones, y que populariza Krafft-Ebing para «patologizarlos», se podría
cuestionar que si la «homosexualidad» es el sexo entre semejantes, debería
referirse a todas aquellas interacciones sexuales que no se establecen con
animales u objetos inertes. Es decir, homosexuales, al menos de vez en
cuando, somos todos los humanos que practicamos sexo con otros seres
humanos.

Del mismo modo, términos como «homofobia» significan literalmente «temor


o aversión por lo semejante». Sucede que el creador del neologismo utiliza
«homo» como apócope de «homosexualidad» y añade «fobia» para intentar
encontrar un término conveniente que designe a los que sienten
animadversión por los homosexuales, cuando en realidad «homofobia»
significaría, en buena ley, un odio hacia los seres humanos (los semejantes), o
lo que es lo mismo, «misantropía». Las palabras nunca son claras cuando el
concepto no lo es. La confusión de las palabras es siempre una confusión de
los conceptos. No existe un buen significante cuando el significado continúa
oscuro.

En un pueblo de la serranía andaluza, encontré un día a una señora muy


peripuesta que me indicó que su pueblo era muy antiguo y que había sido
fundado por los «ficticios». Posiblemente, esta señora no sabía gran cosa de
los fenicios.

Pero si el significante «homosexual» es cuestionable y el significado al que


remite tampoco está claro, designar a las personas que aman, comparten su
vida o formalizan sus sentimientos con otras personas del mismo género, de
«homosexuales», es como decir que los «filántropos» son aquellos seres que
se acuestan con todos los humanos que se menean.
El término «homosexual» hace referencia exclusivamente a una preferencia
sexual, pero alguien que ama a alguien de su mismo género hace mucho más
que interaccionar sexualmente con él. Tildar a un amante de alguien de su
mismo género de «homosexual» es convertirlo en un elemento que hace
exclusivamente de su preferencia una actitud de interacción sexual; una
máquina folladora de lo mismo. ¿Cómo llamaríamos al casto que ama a los de
su mismo género?

No he tenido, las razones son obvias, muchos encuentros sexuales con


varones homosexuales. Pero recuerdo uno.

«Gay» es el término que la comunidad de san Francisco eligió para designar a


sus miembros masculinos y que se consolida, como denominación, en Nueva
York, a finales de la década de los sesenta. «Lesbiana» es un término de uso
más antiguo, del que ya se tiene constancia en la literatura decimonónica.
«Gay» parece derivar del latín gaudium (alegre) y esa misma connotación
festiva mantiene en lengua anglosajona. «Lesbiana» se asocia con la isla
griega de Lesbos, donde habitaba la poetisa Safo, rodeada de un nutrido
grupo de mujeres a las que les cantaba. En los primeros momentos de uso del
término, la lesbiana no era necesariamente una mujer que amara o
interactuase sexualmente con otras mujeres, sino una mujer que compartía
vida o inquietudes culturales con otras mujeres.

Ambos términos intentaron y siguen intentando suplir al genérico de


«homosexualidad». El acrónimo que quizá agrupa más comúnmente su
preferencia es el de LGBT, tomado de Lesbians, Gays, Bisexuals y Trans .

A Marcos lo conocí en la primavera del 2003 en Barcelona. Fue en casa de


una amiga común, durante una fiesta en la que celebraba su trigésimo
cumpleaños. Enormemente atractivo y educado en sus formas, tenía un aire
de melancolía que lo hacía especialmente apetecible.

Fui yo quien inició la charla, que pronto se hizo amena y cordial a medida que
avanzaba la fiesta. Él había leído Diario de una ninfómana y se mostró muy
interesado por mi trayectoria vital, lo que hizo que habláramos más de mí que
de él. Ambos soltamos una carcajada juntos, cuando la anfitriona, con más
copas de las que podía contar, inició una pintoresca danza del vientre en la
que lo único que quedó cubierto de ella, al acabar, fue el vientre.

Debían de ser las tres de la mañana cuando Marcos se ofreció para llevarme a
casa. Invitación que acepté encantada.

Entender es saber decir la palabra.

«Promiscuidad» deriva del latín promiscere , que significaría algo así como
«propenso a mezclar». Podría decirse, entonces, que el trabajo de un pintor
es promiscuo o que una ensaladilla rusa es fruto de la promiscuidad de un
cocinero. Sin embargo, en el habla común, la promiscuidad ha quedado
relegada a la interacción sexual frecuente con un número muy variado de
partenaires .
El deseo masculino es en muy pocas ocasiones penalizado. Lo hemos visto,
por ejemplo, al intentar encontrar un término despectivo que equivalga, para
los varones, al de «ninfómana». El deseo masculino «voluminoso» es sinónimo
de virilidad, de ajuste a género, es una expresión «comprensible» del ansia de
poder del conquistador, es la saliva del depredador hambriento. El deseo
masculino es «naturalmente explicable», pero el femenino es «culturalmente
depravado».

Sin embargo, sí existe una situación en la que la libido masculina se penaliza


catalogándola de «promiscua»: en el caso gay. El tópico de que las relaciones
amatorias entre varones vienen condenadas de antemano por la promiscuidad
de los miembros levanta los recelos entre los propios amantes. La
promiscuidad es el preliminar de la sospecha.

No debemos olvidar que, no hace demasiado, ser gay era convertirse en un


posible sujeto «contaminante». En los días en los que el sida colmaba las
portadas de los periódicos, darle la mano a un gay era exponerse a un
contagio irremediable. Aproximadamente lo mismo que puede ocurrir hoy al
sentarse junto a un fumador activo. La causa de ese estigma era y sigue
siendo la promiscuidad. La propia promiscuidad deviene el estigma.

En el portal, aceptó mi ofrecimiento y subió al piso. Fumamos un último


cigarrillo de marihuana y me comentó, entre risas tontas, que su novio debía
de empezar a estar preocupado. Debo reconocer que el comentario hizo
desaparecer en mí, de manera súbita, los efectos de la hierba. Me levanté y le
dije que sí, que muy posiblemente su pareja estaría inquieta y que era mejor
que se marchase. Marcos notó mi enfado y me explicó que se encontraba
confuso con la atracción que sentía por mí. Apoyé mi mano sobre su
entrepierna. Deslicé suavemente la cremallera y sostuve con la mano su
miembro erecto. Me pidió que esperara un momento… y empezó a hablarme
de Ramón.

Sigo en contacto esporádico con Marcos. Solemos hablar de sexo y de su


situación emocional. Se casó con Ramón no hace mucho. Me encontraba en
Inglaterra cuando se produjo el enlace, pero, por lo que me dijo, la ceremonia
fue hermosa.

Hace poco, volvió a agradecerme que sostuviera, aquel día y durante un rato,
su pene erecto entre mis manos. Al parecer, le enseñó algunas cosas, entre
otras que su amor por Ramón no era un asunto de género y que su fidelidad
hacia él no era un problema de deseo.

Marcos me enseñó a mí muchas otras, como que queda mucho por


comprender y que en las relaciones intergénero o en el colectivo humano
LGBT, no valen los confusos juegos de palabras, y que, quizá, los acrónimos
se queden cortos.
El sexo entraña muchos peligros

Esa mañana, cuando encendí la tele en el hotel de Buenos Aires donde me


alojaba, daban la noticia del suicidio colectivo de los miembros de aquella
secta. Se acercaba el tercer milenio y esperaban una catástrofe ecológica que
pondría un final apocalíptico a la era que vivíamos. La policía retiraba los
cuerpos cubiertos por sábanas de los adictos, ante la sorpresa de los vecinos.
Del líder de la hermandad no se sabía nada. Sólo que no estaba entre los
fallecidos.

Nada nos hace más dóciles que el miedo. Ni nada más temerosos que el
desconocimiento. «Todo es ruido para quien tiene miedo», dejó dicho
Sófocles.

Durante un tiempo viví a costa de Esteban. Lo había conocido al poco de


haber saldado, tras mi paso por la prostitución, las importantes deudas que
tenía acumuladas, a causa de que me fijara en quien no debía, pero quería.

En Esteban no se agrupaban demasiadas gracias. Salvo quizá la del dinero… y


esa gracia sólo suele hacerle gracia a quien la tiene. Esteban era lo que se
dice un pelmazo. Un activo pasivo, uno de estos tipos que, presentándose
como sumisos y comprensivos, pretenden que tu vida gire,
ininterrumpidamente, alrededor de ellos. Uno de esos que dominan, o lo
pretenden, desde el llanto, de los que comen no a una dentellada como los
tiburones, sino a mordisquitos continuos, como las ratas. Uno de esos que lo
que únicamente quieren es quererse a ellos mismos a través del otro, de los
que se ponen a tu entera disposición sólo para que tú hagas lo mismo con
ellos. De los que ofrecen amor de pago sin descuento por pronto pago. Y
hablan de amor porque no saben amar. Una de esas personas mucho más
fáciles de encontrar que de describir. Un pelmazo.

Educamos desde el miedo mucho más que desde el entendimiento. Desde la


culpa neurotizadora mucho más que desde la satisfacción. Le enseñamos a un
niño que meter los dedos en el enchufe le provocará una descarga letal, pero
olvidamos contarle que la luz eléctrica es la que le permite vernos la cara
cuando le arropamos por la noche.

Educamos en la vida para abstenernos de vivir, no para vivir sin abstenernos.


Creamos miedo antes de enseñar lo que hay que temer. Y eso suele producir
lo contrario (porque el miedo genera miedosos); aparecen maleducados que
muerden por temor a que les puedan morder, que se exceden por temor a
quedarse cortos, que hablan a gritos por temor a no ser oídos y que hacen
sinsentidos por temor a tener que encontrarles sentido. Sin que hayan
aprendido a morder, sin que sepan lo que es el exceso, sin que tengan nada
que decir o sin que conozcan el difícil hábito de encontrar el sentido.

En el sexo, todos hemos sido educados en un problema. Porque en el


«discurso normativo del sexo» que manejamos, el sexo es un peligro. Hemos
hecho del sexo una actividad de riesgo frente a la que hay que manejarse con
todas las salvedades del mundo, con todas las aprensiones y con todos los
diagnósticos, para que no encendamos el interruptor de la luz, no vaya a ser
que nos quedemos pegados al enchufe.

Es por ello por lo que, en la educación sexual y en la comprensión del


fenómeno sexual, el gran tema que se aborda es la prevención. Pero la
necesaria prevención, para una persona con una capacidad de comprensión
normal y no importa de qué edad, se resuelve en dos lecciones: uno, si
practicas el coito, usa preservativo, y dos, si el otro, o tú mismo, no queréis,
no interaccionéis sexualmente.

Quedarse en la prevención o en la didáctica de la prevención e ilustrar hasta


el infinito la condena que conlleva la falta es hacer, de lo que no hay que
hacer, lo que es. Es como si, para enseñarnos a hablar, empezaran
pronunciándonos los tacos que no hay que decir nunca y nos enseñaran a
rotularlos con letra redondilla en nuestras cartillas pautadas. Sin enseñarnos
el hecho de que el lenguaje sirve, por ejemplo, para hablar con los que
amamos.

Nunca le soplé a Esteban más de lo que yo consideraba justo como


retribución por aguantarle la tontería. El estímulo estaba más en saber que
podía desplumarlo que en desplumarlo. Además, siempre he sido contenida en
mis gastos. Esteban tenía otra particularidad; era un miedoso. Eso le hacía
especialmente maleable.

—Voy a dejar el piso; la zona es céntrica, pero he visto uno magnífico, en la


zona sur.

Él meditaba un momento. Valoraba la peligrosidad de la nueva ubicación. Se


imaginaba a sí mismo transitando a altas horas de la madrugada por sus
callejuelas, sin sitio donde aparcar su Mercedes.

Y hacía cualquier cosa para que me mudara a uno de la zona alta. En este
caso, pactar con el API el precio del alquiler por lo mismo que yo estaba
pagando por el mío, a cambio de colocar al agente en no sé qué consejo de
administración.

—… Sabes que haría cualquier cosa por ti. Ya podía verse aparcando su
Mercedes y andando por los barrios donde se sentía seguro. Y así pude
mudarme al piso que había visto hacía dos meses y cuyo alquiler hasta
entonces no me podía permitir.

Pero si simular un orgasmo es sencillo, nada cansa más que hablar de amor
con alguien que no sabe lo que eso significa.

—Vete a tomar por el culo.

—Pero, cariño, ¿cómo me puedes decir esto con lo que yo te quiero? Ya.
Tardó diez semanas en ser el sugar daddy de Dragana, una conocida mía,
serbia de nacionalidad y arribista de profesión, que, por lo que sé, no tuvo
reparos en decirle que le quería… A cambio, eso sí, de tener un piso en
propiedad y el Mercedes a su nombre. Del sentido desmedido del miedo de un
ególatra, Dragana, también, se hizo un abrigo de visón.

En el proceso de anatemizar el sexo, no sólo está el hablar de la prevención


del sexo como si se hablara del sexo para hacer de él algo contra lo que
prevenirse. Está también el hacerlo autor del delito, como al pobre
mayordomo en las novelas de misterio. Cuando hablamos de, por ejemplo,
«delitos sexuales», olvidamos que el sexo no comete delitos; que el delito lo
comete algún delincuente empleando el sexo, pero no el propio sexo. Delito
que, a lo mejor, se cometió en un apartamento o en un automóvil y no por ello
hemos creado el «delito apartamentístico» o el «delito automovilístico».

No hablamos, tampoco, de «delitos de lenguaje», porque sería ridículo,


cuando alguien hace mal uso de nuestra condición de seres dotados de
lenguaje para lastimar a otro. Para ello, empleamos términos como, por
ejemplo, injuria, calumnia o difamación, términos en los que el lenguaje no
aparece adjetivando el delito. Porque no tendría sentido. Ni el sexo ni el
lenguaje cometen delitos, son los delincuentes, estén donde estén o hagan lo
que hagan.

Del mismo modo, es impensable hablar de «delitos amorosos»; porque el


amor no perpetra delitos y en nombre del amor no se puede perpetrar un
delito. No concebimos, no nos cabe en la cabeza, que se pueda delinquir
haciendo uso del amor. ¿Por qué no se nos hace igual de inimaginable con el
sexo y seguimos hablando de «delitos sexuales»?

Creernos que el sexo es algo, por encima de todo, peligroso, olvidándonos o


no adiestrándonos en una «educación para los placeres» (como pueda
plantearse una «educación para la ciudadanía») mientras seguimos
educándonos en una «educación para las privaciones», es lo verdaderamente
peligroso para la sexualidad humana. Así, de una manera u otra, acabaremos
matando nuestra propia humanidad, un suicido colectivo. Como hicieron los
de la secta. Suicidándose por miedo a la muerte. Aun cuando no cayó el
asteroide.
El sexo puede ser adictivo

En el castillo de Bitov, en Moravia, se encuentra la mayor colección de perros


disecados del mundo.

Hay cincuenta y un perros de razas distintas.

Visto como sin querer

Los humanos nos entregamos a cualquier cosa. Y cualquier cosa puede


canalizar, de manera irrefrenable, toda nuestra pasión. Hasta el juntar perros
con ojos de cristal.

«Adicto» es un término que proviene del latín adictus y significaría «sin


discurso» o «sin palabra». Se aplicaba a aquellas personas que seguían
ciegamente a un guía sin contradecirle nunca ni oponerle ninguna palabra,
posiblemente sin prestar, tampoco, demasiada atención a lo que decía. Se
considera hoy en día una adicción, para los que pretenden tratarlas y no
sancionarlas, a aquel consumo o a aquella práctica que se impone a la propia
voluntad de no consumir o no practicar. Un indicativo del nivel de adicción
sería la imposibilidad de realizar una vida normalizada, siempre que esa
imposibilidad se presente acompañada de un sufrimiento manifiesto por esa
incapacidad. De antiguo, se conocen estos estados adictivos por ciertas
sustancias o ciertos credos religiosos. Pero no por el sexo.

El psiquiatra Joan Romeu, una eminencia en su especialidad y gran amigo


mío, suele saludarme más o menos con la siguiente fórmula:

«Querida Valérie, ¡mi ninfómana favorita!…»; después, se detiene un


momento, agudiza su aire socarrón y concluye el saludo: «… Y la única que
conozco».

Que el Dr. Romeu, que lleva más de treinta y cinco años ejerciendo la
psiquiatría, con especial dedicación al tratamiento de las adicciones, no
conozca otra, y la que conozca sea yo (que fumo más que beso y reivindico
mucho más que follo), es algo significativo.

Cuando me propusieron, desde una cadena autonómica andaluza, la dirección


de una serie de reportajes en el que uno de ellos versaría sobre la adicción al
sexo, contacté con Joan y con un buen número de profesionales en busca de
un testimonio en primera persona que relatara lo que significaba esta
dependencia.

Escribía John Dos Passos que el único elemento que puede reemplazar
nuestra dependencia a mirar al pasado es nuestra dependencia por mirar al
futuro.
Memoria y esperanza son dos causas de adicción. Como las chapas de los
tapones, como las máquinas que cambian duros por duros, cuando hay suerte,
como los licores, como el amor, como los coches cada vez más grandes…
causas. O como ninguna de ellas, porque si bien hay sustancias adictivas, que
persiguen que las amemos por encima de a nosotros mismos, no existen
«causas de adicción»; sólo psicologías adictivas. Nada, ni la heroína ni el
alcohol, como sustancias, ni el sentido del riesgo, la fe o la melancolía, como
actividades, son en sí mismas una causa de adicción. Sólo el uso que de ellas
hacemos es lo que puede convertirlas en el objeto de una adicción.

Las adicciones, como las mariposas, se clasifican. Pero, mientras en el caso de


las segundas, se suelen seguir criterios morfológicos y científicos, las
adicciones se rigen por parámetros morales. Y la moral, mucho más allá de
incluir y excluir, exculpa o condena. En el caso de la adicción al sexo, se culpa
menos la adicción que el sexo. Hablar de sexoadicto es cumplir una triple
condena: la propia de la adicción, la de ser considerado un adicto y la del
sexo.

Resulta curioso que, como hemos apuntado ya, el término «sexo» tenga una
particular inclinación a ser usado como adjetivo; unas veces para demostrar
que el sexo sólo se entiende desde otros sitios que no son el propio sexo
(hablamos de «antropología sexual» o «psicología sexual», rara vez de eso
que está por definir y que se denomina «sexología»), y otras para hacer de un
delito un delito específicamente cometido en su nombre («delito sexual» o
«abuso sexual», cuando éstos son, simplemente, un delito o un abuso).
Cuando el sexo abandona su condición de adjetivo, no parece que
normalmente la cosa le vaya mucho mejor. Un adicto al juego es un ludópata,
uno al robo, un cleptómano, uno al ejercicio físico es un vigoréxico, al alcohol
puede ser un dipsomaníaco o un alcohólico, pero un sexoadicto es un adicto al
sexo, no un «sexólico» o un «sexomano», no, un sexoadicto. Mientras, alguien
que refleja unas poderosas dotes en el uso de su erótica no es un «sexo
talento», sino un «buen amante». «Estar muy bien dotado», en un marco
sexual, no es actuar con inteligencia en el uso de la propia sexualidad, es,
sólo, tener unos genitales grandes. Elucubraciones mías.

Maite se mostró reservada y confusa.

Un reconocido psiquiatra de Barcelona me habló, con cierta reserva, de ella y


de su disposición a dar su testimonio, siempre que camufláramos, en la
emisión o durante la grabación, su rostro.

Vivía casada desde hacía algunos años con un diletante que exigía en su casa
una escrupulosa disciplina religiosa. Tenía un hijo de unos seis meses del que
podía asegurar a quién correspondía la paternidad.

Intenté que se relajara sin ningún éxito.

Cuando le pedí que me aclarase un poco mejor en qué consistía su adicción,


ella balbuceó que no podía resistirse a la tentación de sucumbir frente a las
insinuaciones de algunos compañeros de trabajo. Cuando le pregunté que me
cuantificara el número de encuentros fortuitos o estables que había tenido en,
por ejemplo, el último año, ella me dijo que dos. Le pregunté por si mantenía
actualmente alguna relación paralela a su matrimonio y ella respondió que no.
Que se estaba curando.

Después, igual de confusa, pero menos inhibida, me habló de sentimientos


mezclados y del sufrimiento que le producía desear a la chica que venía los
martes o al chico de la garita de entrada.

«No lo puedo evitar…».

Insistí en si, con alguno de los dos, había mantenido relaciones eróticas.
Respondió que no, que debía de ser gracias a la medicación. Sobre si, antes
de tomar la medicación, las hubiera mantenido, dudó y concluyó que tampoco,
pero que sin duda hubiera sufrido más porque le hubiera distraído de su
trabajo, prueba irrefutable de su adicción maníaca al sexo. No supe qué más
preguntar. Le di las gracias.

En un aparte, mientras a la invitada le quitaban el micrófono, le inquirí al


médico sobre por qué me había propuesto ese testimonio. «A ella le gusta
pensar que es adicta al sexo. El diagnóstico se lo ha puesto ella, no yo… a
veces es mejor curarles de lo que no tienen…». Ante la brillante respuesta
que me dio el médico, lo convencí para entrevistarlo a él al día siguiente.

Saludé a Maite con un gesto y abandoné rápido la consulta… no fuera a ser


que me imaginara desnuda, a mí, que aquel día no me había arreglado el
pubis. Con las ninfómanas, nunca se sabe…

La adicción al sexo es cosa de determinados «tiempos» y de determinadas


costumbres. «¡Oh, témpora, oh, mores!», como dijo Cicerón, cuando todavía
no existía la adicción al sexo. En EE UU pueden encontrarse infinidad de
asociaciones locales, estatales y federales de unidad y apoyo a los afectados
por esta auténtica plaga que asola el territorio norteamericano, mientras que
en Europa, hay que buscar a los afectados como Diógenes buscaba un
hombre: con un farol y la paciencia de un cínico. Parece que, mientras más
estricta sexualmente es una sociedad, más adictos al sexo hay. Cuando no se
puede hacer nada, algo es demasiado.

Quizá, a lo que falte un adicto al sexo no sea a un uso normalizado de su


propia sexualidad, sino a un orden moral siempre sensible a las cosas del
comer y el sufrimiento de la adicción sea mucho más por vulnerar la castidad
y las buenas formas que por ningún otro motivo. Un sufrimiento propio que no
se origina en lo propio, sino en lo impropio de los demás. Quizá, el adicto al
sexo sea «un enfermo» que manifiesta no un nivel de exceso de sexo, sino un
defecto de moral en sangre, un uso demasiado bajo de puritanismo. Quizá, la
adicción al sexo no sea una adicción al «sexo», sino a la culpa.

Si disecaran a los culpabilizados…


La pornografía es basta y el erotismo es elegante

CXIII. La fuente de la sangre.

(…)

En el amor busqué un sueño sin memoria;

Mas para mí el amor sólo es lecho de agujas

Para dar de beber a esas crueles rameras.

Las flores del mal

Charles Baudelaire

Las flores del mal fue un libro de poemas considerado pornográfico. El 21 de


agosto de 1857, Charles Baudelaire fue condenado a pagar trescientos
francos por haberlo publicado, acusado de «ultraje contra la moral pública».
Baudelaire fue rehabilitado por la Corte de Casación Francesa en 1949,
ochenta y dos años después de su muerte.

El término «pornografía» es un invento Victoriano. Antes del siglo XIX, nunca


se empleaba, no sólo porque no existiera, sino porque no había necesidad de
diferenciar la catadura moral de los espectadores de escenas o relatos
sicalípticos. «Pornografía» es, por tanto, como término, una valoración
discriminatoria entre cultos que saborean y ordinarios que engullen, nacida al
amparo de una nueva concepción puritana de lo que debe ser, sigue siendo y
nunca ha sido la sexualidad humana.

Parrasio fue posiblemente el primer pintor de putas. Ciudadano ateniense,


aunque nacido en Éfeso, su vida se desarrolló entre el siglo V y IV antes de
nuestra era. A las grafías de Parrasio, que gustaba de representar alguna
porne («prostituta»), nadie las tildó nunca de pornográficas. Parrasio fue el
primer pornógrafo sin que llegara nunca a saberlo. La mirada que siempre
incrimina tenía, por aquel entonces, los ojos cerrados.

El descubrimiento de los gineceos (las «salas de mujeres») y los burdeles en


las ruinas de las sepultadas Pompeya y Herculano proporcionó, a principios
del XIX, un buen número de escenas concupiscentes. El peligro surgió de
inmediato; ¿qué harían las mentes embrutecidas e ignorantes con aquel
material sensible? La mayoría de los frescos fueron a parar a colecciones
«eróticas» privadas (sólo los ricos «erotómanos» podían formar colecciones),
mientras que las que se consideraron que debían permanecer en la propiedad
pública fueron restringidas, por el duque de Calabria en 1819, al «Gabinete
de los objetos obscenos» o, como también se llamó, a «La colección
pornográfica», a la que sólo tenían acceso aquellos visitantes de «edad
madura y moralidad probada».

Los inicios de la fotografía, que permitieron que imágenes de cualquier índole


pudieran divulgarse con facilidad, consolidaron el término «pornográfico»,
siempre mucho más en función de quién observara la imagen que del
contenido de la misma. Las primeras películas eróticas fueron eso, eróticas y
no pornográficas; sólo tenían acceso a ellas las clases adineradas, los nobles y
la monarquía.

Decía André Bretón (o Robbe-Grillet o Eric Losfeld o Woody Allen): «La


pornografía es el erotismo de los otros». Unos y otros distinguidos no por lo
que se aprecia, sino por la calidad con la que se aprecia, por unos que
aprecian mejor la diferencia entre lo que es un depravado y lo que es un
virtuoso que entre un hombro que asoma y una vulva que se expone.

Por aquel entonces, yo vivía en un bajo. De mis vecinos, me separaba apenas


un angosto patio de luces al que solían ir a parar las bragas del primero
segunda o las colillas del estudiante del segundo tercera. La ventana de mi
habitación, situada a los pies de mi cama, daba directamente sobre el
dormitorio de mis vecinos. Aquella noche de verano, apagué la luz y me quedé
de pie detrás de las cortinas. Pude verla pasar por delante de la ventana
cuando sonó el timbre en su puerta, con su pecho descubierto y lo que me
pareció un tanga de encaje. Pasó muy poco tiempo entre la llegada del
visitante y la reincorporación de los dos a la habitación. Nunca había visto a
aquel individuo. En el diálogo que pude oír, él se aseguraba de que su marido
no regresaría aquella noche. Ella se lo ratificó y, en el encuadre que formaba
mi ventana, lo besó.

Formalmente, la composición de una situación erótica de otra de carácter


pornográfico puede diferir en cómo maneja cada una el concepto de lo
explícito. La construcción erótica no hace explícita una situación, sino que
anticipa que en algún momento esta situación pueda hacerse explícita. Es un
devenir, una promesa. La construcción pornográfica ofrece una explicitud en
un escenario cerrado, preconcebido, dado. Todo lo que se puede desvelar se
desvela y todo lo que no está desvelado deviene accesorio, indiferente,
insustancial.

En el erotismo, la «simulación» es primordial, la simulación deviene el


paradigma de la representación erótica. En la pornografía, se busca eliminar
la simulación para hacer la representación «real». En el cine erótico, por
ejemplo, los actores actúan, «simulan»; en el porno, los participantes
intervienen, «realizan».

Ambos, el erotismo y la pornografía, utilizan nuestra pulsión esópica, esa que


lleva siempre nuestra mirada a intentar desvelar lo tapado, a descubrir lo
obsceno (lo que está fuera de escena) para reconocernos. Pero mientras el
erotismo la estimula, la pornografía pretende satisfacerla. La misma pulsión
esópica que nos induce, por ejemplo, a adherirnos a los espacios televisivos
(pornográficos) de injerencia en las vidas ajenas, «realities» o espacios
llamados de corazón (en general «telebasura», la que nos ofrece la revelación
de lo obsceno, término que también puede tener como origen etimológico ob
caenum , «de la basura»).
Erotismo y pornografía son útiles activadores de la libido. Al ser ambos,
aunque la pornografía intente evitarlo, una «representación», nuestros
mecanismos deseantes completan y se proyectan en la función que ambos nos
exponen. A este respecto, no creo que, contrariamente a lo que se suele
considerar, un planteamiento erótico sea más excitante que uno pornográfico.
Depende sencillamente del voyeur , del testimonio que observa, porque los
mecanismos de estimulación pertenecen única y exclusivamente a él.

Una salvedad: las maneras de representar nuestro estar sexual no


predeterminan un juicio moral ni estético. Un crimen es un crimen por bien o
mal planificado que esté y una genialidad es una genialidad
independientemente del tiempo que se tarde en elaborar. Erotismo y
pornografía son dos métodos de exhibición, dos propuestas para hacer visible,
no dos juicios de valor sobre la moralidad del que los construye o del que los
aprecia.

El visitante la abrazó por detrás, y mi vecina apoyó las manos sobre el quicio
de la ventana con un gesto de satisfacción. Su cara se asomó al exterior unos
centímetros. Me pegué contra la pared evitando ser descubierta, mientras
apartaba ligeramente la cortina de mi ventana para que mi vista se filtrase
por el hueco que dejaba. Vi como, desde atrás, le sujetaba un pecho con la
mano izquierda mientras le bajaba con la derecha el tanga. Los oí musitar y
jadear cuando él empezó a acercarse desde atrás. El empuje hizo que ella
estirase los brazos proyectándose hacia arriba, de forma que el encuadre
cambió. Perdí su cara, pero gané la línea superior de su pubis oscuro.

El erotismo de los adúlteros fue, aquella noche, mi pornografía.

Si al erotismo le pone nombre el amoroso Eros y a la pornografía una puta


cualquiera, parece que los inventores de estos términos tenían claro lo que
querían designar con ambos, pero detrás del erotismo o la pornografía, no
hay un virtuoso o un depravado, sólo alguien con o sin talento y delante, no
hay un esteta o un vicioso, sólo alguien que mira por la cortina o deja de
observar.

Las flores del mal, antes que mal, son flores…


La religión y el sexo no se llevan bien

Aquella pieza era sin duda el inicio de la banderola que culminaba el mástil.
Sin embargo, Raisha se empeñaba en ponerla a los pies del pato, entre el
reflejo del agua y el nenúfar. «¿No ves que no encaja? Esa pieza no coincide
con las otras con las que la estás poniendo… tiene que ir en el palo». Raisha
hacía oídos sordos. Le daba la vuelta a la pieza y volvía a intentar colocarla en
el mismo sitio. Luego, la dejaba de lado y seguía con otras, hasta que sus
dedos volvían a topar, como sin querer, con ella. Cuando sonó el timbre y nos
dispusimos a salir al salón, Raisha, enfurecida, tiró la pieza. «Pero ¿por qué,
en lugar de tirarla, no la pones donde te indico?», le pregunté, mientras
acababa de abrocharme la blusa. «Porque esta jodida pieza no me gusta»,
respondió.

Resolviendo un puzle de quinientas piezas en uno de los tiempos muertos que


pasábamos en el burdel.

A veces, preferimos ser fieles a nuestra estupidez que resolver un conflicto.

Raisha, una jovencita caprichosa que llevaba dos años trabajando en la


«casa» cuando yo entré, era una de ellas. De origen ruso, pero de padre
italiano y madre lituana, no se llevaba bien con Louise. Sin embargo, Louise
se había ofrecido a mejorar su castellano, a permitirle dormir en su piso y no
en la pensión de mala muerte donde vivía, y a cuidar a la pequeña hija de
Raisha cuando ella trabajaba, para que no tuviera que dejarla en manos de un
amigo búlgaro de intenciones muy poco claras. Pero Raisha no consentía en
trabar amistad con Louise. Bajo su animadversión hacia Louise, se escondía el
miedo de Raisha, su inseguridad por considerarla más guapa y más hábil que
ella y su amargura por no comprender la amabilidad gratuita de Louise.
Raisha, sin embargo, no paraba de hablar de ella todo el día (aunque fuera
para criticarla) y no se perdía un solo gesto de Louise para regularizar su
estado de ánimo en función de él (si Louise sonreía, ella fruncía el ceño, si
Louise reía, ella se lamentaba).

Solemos hacer incompatible con nosotros lo que no queremos entender, y nos


conforta más sentir miedo a lo que no entendemos que satisfacción por lo
comprendido. A la religión, con el sexo, le ocurre lo mismo. Quizá sea por eso
por lo que las religiones de la mortificación y la castidad son las que más
dependen de la sexualidad humana.

«Admirar» significa etimológicamente «mirar hacia»; las religiones de la


santa cruzada contra el sexo «admiran» el sexo. Y mucho. Tanto es así que se
puede definir una religión por el tratamiento que hace de la sexualidad.
Cuando una religión nos dice que la sexualidad es sucia, pecaminosa, viciosa
o inmoral, no nos está diciendo que el sexo sea eso, sino que ella es una
religión idealista, antimaterialista, irracional y penitente. No conviene olvidar
eso.
Tanta es la dependencia que manifiestan hacia el «hecho sexual humano»
que, más que religiones, se convierten en auténticos tratados en torno al
«uso» de la sexualidad (aunque no figure en su decálogo una sola reflexión
sobre la propia sexualidad y en el cristianismo, por ejemplo, lo único que
pueda parecerse a un tratado amatorio sean los relatos de pecados recogidos
en los libros de confesores). Sólo evitan esta conformación de «tratados
morales de la sexualidad» aquellas religiones que son formas de
entendimiento, aquellas que son esfuerzos para entender al mundo y al
hombre y no formas de usarlo para someterlo.

Es tanta su fijación sobre la sexualidad que estas auténticas escuelas de


proselitismo moral revelado creen que sexo y moral son lo mismo, que
cualquier acción realizada desde nuestra condición de seres sexuados
conlleva implícita una regulación moral sancionadora y una valoración moral
inculpatoria. Y acaban confundiendo a los feligreses y a los que no lo son,
pero viven inmersos en su cultura de la culpa.

La religión, con demasiada frecuencia, sirve mucho más para «regular» el


tráfico que para «religar» al hombre con su sentido de lo absoluto. Tampoco
conviene olvidar eso. Cuando de un sentimiento humano perenne y original
como el de trascendencia se hace un oficio, ocurren estas cosas; cuando no es
el sentimiento al que dejamos hablar, sino a un «oficiante» de él, éste hace,
en su nombre, estas cosas. El problema de la religión son los oficiantes
religiosos, y el problema de los oficiantes religiosos es que hacen de la
religión su sustento.

Louise tenía de cliente a un sacerdote católico. Era un tipo particular que


vivía absolutamente obsesionado por dos cosas: el practicar sexo y el evitar
pagar los servicios de Louise (quizá por haber hecho voto de pobreza…).

Personalmente, siento cierta inclinación por las personas que son capaces de
cuestionarse y de cuestionar los dogmas para obrar en consecuencia con sus
creencias. Personalmente, siento repugnancia por los corruptos. El «cura» de
Louise era de los segundos. En el burdel, baboseaba sobre todo lo que pasara
por sus proximidades, mientras fuera, seguía predicando y exigiendo de los
demás mortales contención sexual y recato moral. Nunca vi en sus ojos la más
mínima señal de duda.

Cuando Louise, harta ya de su mezquindad y de su cicatería, lo mandó de


vuelta a la parroquia, él se echó a los brazos de Raisha. Hicieron magníficas
migas. A ella le bastaba con saber que la prefería a Louise y al otro le bastaba
con meterla en caliente de franco. Entre los dos hicieron correr el bulo de que
Louise padecía de un herpes genital, cosa que hizo que Louise tuviera que
acabar abandonando aquella casa.

Interpretar el sexo como algo contaminante no ha sido siempre consustancial


al cristianismo. Han sido numerosas las «herejías» que, incluso dentro de esta
religión del amor fraternal, han intentado conciliar el uso de la sexualidad con
la doctrina evangélica. Pero ya sabemos cómo se las gasta la ortodoxia con la
heterodoxia, y si es en el nombre del Padre, más.
Los hermanos y hermanas del Libre Espíritu, una herejía que se funda en el
siglo XII, de raíces gnósticas, niegan cualquier autoridad eclesiástica terrenal.
En su carácter panteísta, manifiestan la ausencia de pecado (por ser Dios el
Todo y estar el pecado ajeno a Él) y hacen efectiva la inmolación del hijo para
redimir a los hombres del pecado (Cristo en verdad, con su sacrificio, libró de
pecado al hombre). Repudian, por tanto, los sacramentos (inútiles cuando no
se «puede» pecar), hacen del infierno y del cielo estados anímicos (el segundo
derivado del conocimiento y el primero de la culpa ignorante) y proclaman el
gozo como santificación de Dios y el sexo como ofrenda a su manifestación.
Libertinos y hedonistas fueron todos pasados por la pica, algunos de ellos,
según cuenta Michel Onfray, ajusticiados, otros, como Amaury de Béne,
inhumados, quemados sus restos y esparcidos por los pastos. Cualquier cosa
en nombre del amor y la caridad cristiana.

Beguinos, bigardos, goliardos, sarabaítas, picardos, adamitas, pietistas de


Kónigsberg, nicolaítas, los chlystes (que de ascetas pasaron a condenar sólo
las relaciones sexuales que se mantuvieran dentro del matrimonio y a
fomentar el resto), los carpocratianos… herejes, la mayoría místicos, que en
mayor o menor medida y partiendo de suposiciones muy diversas, intentaron
hacer, dentro de los preceptos del cristianismo, mediante la entrega
voluntaria de sus cuerpos y de su capacidad para recibir y provocar placer,
una verdadera praxis del amor al prójimo.

Pero hacer del mundo un estado sensible donde la satisfacción es posible y de


nuestra sexualidad un regalo para ofrecer cuando se pide y no la condena que
no se pide, es algo que los que prefieren rebaños a personas no toleran con
misericordia. La lógica masoquista en la que no hay más recompensa que la
que procura la exaltación del sufrimiento tiene muchísimos más seguidores de
los que encontramos a los pies de las «dominas». Éstos, al menos, saben lo
que hacen, no imponen el proselitismo de su preferencia y revierten la
mortificación en placer erótico (no la mortificación en mortificación), quizá
por eso, y por ser el «retrato» irónico de los que no se reconocen, también
son marginados.

La orgía (la «celebración de Dionisos») es el acto de desprendimiento por


excelencia, de despojamiento de los egos viciados en la búsqueda de algo
mayor, que los trasciende. Sólo existe un placer que se persigue: el común, la
unidad de intervención es la comunidad, no los individuos. Es una
manifestación religiosa paradigmática. En ella, se sintetizan y se ejecutan en
el acto todos los principios conceptuales que conforman el fenómeno
religioso: la manifestación del amor a lo divino en el prójimo, el amor al otro
que se conforma como yo mediante la entrega gratuita y ejemplar, la
trascendencia para alcanzar místicamente (sin confesores ni gestores) una
comunión directa con el sentido de la divinidad, la generación de un
comportamiento que persigue el gozo… Sin dependencias de los sistemas
sociales de control, demostrando que somos algo más que aquello de cómo
nos caracterizan y contraviniendo los «códigos de circulación», inútiles en los
páramos abiertos. Siendo amoralmente éticos.

Las expresiones de gozo suelen ser aclamaciones a la divinidad. Dios aparece


mucho más en los orgasmos que en las charlas teológicas. Han hecho falta
siglos de represión carnal, de mortificación de los sentidos y de neurosis
culpabilizadora para olvidar eso. Y para convertir la orgía en lo que hoy es
una orgía.

Sexo y religión son piezas de un mismo puzle, en el que el modelo es el ser


humano. Un puzle de millones de piezas, para el que los sabios emplean una
vida en completar, mientras los temerosos, los que descartan las piezas que
«no les gustan», no completarán nunca. Aunque crean lo contrario y nos lo
manifiesten desde tarimas. Porque para ellos, no hay más modelo que el que
se inventaron ni más montaje que el que son capaces de completar.

Porque ellos confunden una pieza con el puzle.


La estimulación anal es cosa de homosexuales

Oscuro y arrugado como un clavel violeta Entre el musgo respira


humildemente oculto, Húmedo aún del amor que la pendiente sigue. De las
nalgas blancas al borde de su abismo.

(…)

Soneto al ojo del culo . Paul Verlaine y Arthur Rimbaud (Los dos primeros
cuartetos del soneto fueron de Paul Verlaine, los dos tercetos de cierre los
escribió Rimbaud).

Lo crearon como mofa del poemario que Albert Mérat dedicó a la mujer y en
el que loaba sus distintas partes del cuerpo. Mérat no dijo nada del, también
femenino, ojal de los glúteos. Verlaine y Rimbaud taparon ese hueco.
(Posiblemente después de, o durante, una noche de amor).

La virtud, como todas las catalogaciones morales, ha sido como dice la


celebérrima aria del Rigoletto de Verdi de la mujer, mobile, qual piuma al
vento, muta d’accento, e di pensiero . Voluble, como una pluma al viento,
cambia de palabra y de pensamiento; así ha sido, y es, el «inmutable» código
moral que ha regido nuestra sexualidad.

Entre las prácticas «virtuosas», las propias del varón (las del vir ), las
varoniles, estaba, en la íntegra Roma antigua, la sodomización. Pero las
reglas virtuosas, la moral de entonces, exigían que el virtuoso debía ser un
sujeto activo, el «penetrador» (quizá por eso, de manera despectiva,
mandamos más a que den por ahí que a dar por él) y siempre con alguien de
una clase inferior, un esclavo o un homo (un hombre esclavizado, que se rige
por el código humanitas del sometido, no por la virtus del dominador). La
virtuosidad de la época no contemplaba la edad del sujeto receptor de la
sodomización, y mucho menos el género, sólo la clase social y la
«masculinidad» con la que se realizaba. El ano era una puerta de entrada más
para los masculinos virtuosos, y el recto, un conducto «respetable».

Las leyes que hacen de nuestra sexualidad un hecho «productivo», generador,


en el que la vagina y el coito son la vía y la práctica, no siempre han estado
tan arraigadas, al menos en un tiempo en que la homosexualidad no era mal
vista, ni tampoco bien vista, porque ni siquiera existía.

De esa virtus romana que permitía el acceso carnal por la retaguardia sin
hacer de ello una orientación sexual, parece que sólo se han quedado los
virtuosos varones heterosexuales de hoy en día con lo de «dar» y no «recibir».

La invitada intentaba dar una explicación sobre la diferencia entre


preferencia y orientación sexual. La presentadora llevaba ya demasiado
tiempo callada, prácticamente once segundos. «¿Cuál sería entonces la
orientación de Superman?», preguntó, sin que absolutamente nadie, salvo
quizá ella, supiera a qué cuento traía esta pregunta. La entrevistada titubeó
desconcertada, pero aun así intentó dar una respuesta. Demasiado tarde. La
presentadora se contestó a ella misma: «Bueno… Superman es antracita».

Anoté cuidadosamente la respuesta. Ahuequé un poco el cabello, cerré los


labios para quitar el exceso de pintura y me dispuse a entrar en el plató. Tras
esta charla, se iniciaba mi sección en el programa.

Creo que fue el psicoanálisis el primero que fijó aquello de «orientación


sexual», el mismo que habla de «pulsiones» y de «estados latentes». El mismo
que ha hecho del descubrimiento de la culpa la razón de la culpa. En las
sesiones psicoanalíticas, el paciente «crea», con la mano hábil del narrador
psicoanalista, su culpa. El psicoanalista se convierte en una especie de tutor
en este «curso literario» que guía y orienta al psicoanalizado en la escritura
de su culpa. La terapia dura lo que tarda en escribirse esa culpa. En este
sentido, hablar de orientación en lugar de preferencia es un buen argumento
para definir una culpa, y hacer del ano el personaje central de la historia, un
buen recurso. En el sexo que nos dictan, hay que ser, no preferir. Y según lo
que seas y no lo que prefieras, debes usar uno u otro. Así es mucho más
sencillo.

Hacer de la antracita (o de la «kryptonita») una orientación sexual ya es otra


historia.

Dos datos, no se me olviden:

1. El agujero más sucio del cuerpo (en cuanto a la concentración de bacterias


que alberga) no es el ano, sino la boca.

2. El recto contiene más terminaciones nerviosas que la vagina.

El cine porno heterosexual no suele contemplar en ningún momento el que a


alguno de los fornidos «dadores» se les introduzca ningún cuerpo extraño en
el recto. En contraposición, en el cine porno gay, la sodomización es una
pieza clave de la puesta en escena. El observador heterosexual se reafirma en
preservar su sacro agujero anal, mientras el homosexual se ve recomendado a
fomentar el libre tránsito por la parte última de sus intestinos. Nuevamente lo
uno o lo otro.

Sabemos que el porno, mucho más allá de cuestionar, tiene una especial
predilección por afianzar el modelo. La escenografía de sus acciones es una
cuidadosa selección de lo que la normativa del discurso moral del sexo
establece, reflejado de la manera más estandarizada posible. Por más
especificidades que el porno aborde (bestialismo, fetichismo, coprofilia…), en
cada una de ellas, recurre a lo que de normalizado y estandarizado tiene cada
una de esas eróticas.

«¡En el culo!», gritó Jean-Marie cuando preguntó el speaker dónde debía


colocarse la nueva reforma en la educación que la Asamblea Nacional estaba
a punto de aprobar. Fue durante una de las múltiples movilizaciones a las que
acudíamos en Francia los que, por aquellos años, cursábamos estudios
universitarios.

Jean-Marie era un anarquista homosexual que, en una noche de borrachera


(casi tan frecuentes éstas como los días de movilizaciones), me declaró la
angustia que le producía la práctica de la penetración anal. Él mismo, que
solía parafrasear la sentencia de uno de sus ideólogos políticos: «El culo es,
en el hombre, la parte más despreciable de su anatomía; en la mujer, el sitio
donde se asienta su dignidad».

Algo con lo que, quizá, no estuvieran muy de acuerdo los exquisitos exegetas
del tercer ojo, Verlaine y Rimbaud. La palpación rectal, además de una
ciencia, es un arte.
Existen enfermedades de transmisión sexual

Mauro se acercó a mí y me susurró: «Allí».

Al día siguiente, desperté acatarrada.

De las enfermedades de transmisión por charla, además del catarro o la


melancolía, tiendo a evitar la estupidez y la gripe. Cuando se acerca a mí un
estúpido, siempre le ruego que no hable.

Las palabras son un peligro.

El nombre de «enfermedades venéreas» cae en desuso. Demasiado ambiguo y


genérico en tiempos en los que de Venus se sabe ya poco y se le rinde menos
culto. Su sustituto ha sido el de «enfermedades de transmisión sexual» (o
ETS, como acrónimo para aquéllos a los que no les gustan las parrafadas, no
se han licenciado en una escuela técnica superior, o temen que, al decirlo,
pasen un catarro) o más recientemente el de «infecciones de transmisión
sexual». Pero, mientras se discute sobre si son enfermedades o infecciones,
nadie parece dudar de que la vía de transmisión de estas dolencias sea el
sexo.

Al «hombre del saco» le cabe todo en el saco. Mientras mayor sea el saco,
más atrocidades se le pueden atribuir y más miedo puede infundir su figura.
Son curiosas las escaladas terroríficas que los adultos, con los niños (y con los
propios adultos), son capaces de construir. Si no te tomas la leche, tus
músculos se resentirán, cuando tus músculos se resientan, tu organismo
dejará de crecer, ello provocará una «endeblez» generalizada que te acabará
convirtiendo en un adulto disminuido que será la mofa de sus congéneres,
incapaz de defenderse de sus burlas, de fundar una familia y de devenir un
ser humano «normal». Acabarás como el Innombrable de Beckett o el Enano
Saltarín de los hermanos Grimm… todo por no tomarte un vaso de leche.
Secuencias espeluznantes que, en formas de nanas, cuentos infantiles, de
anatemas o de previsiones de la OMS, enseñan mucho mejor lo que es el
miedo que lo que es evitar el riesgo.

Tuve la primera candidiasis genital a los quince años. En la primavera. Mis


diarios, en los que explicaba mis incipientes escarceos sexuales, acababan de
haber sido descubiertos por mi madre, junto a las pastillas anticonceptivas y
una carta de amor. Inmediatamente, todos los ojos se volvieron contra mí.

La relación de enfermedades derivadas de algunas prácticas asociadas a la


interacción sexual es verdaderamente escalofriante. Y cierta. Entre las que el
agente patógeno es una bacteria, se pueden relatar la gonorrea, la sífilis y la
clamidea. Entre las víricas, el VIH, VPH, el herpes genital o la hepatitis.
También pueden venir ocasionadas por la acción de un hongo (como la
cándida) o de un parásito (el caso, por ejemplo, de las ladillas). Muy pocas de
estas enfermedades son «exclusivamente» transmitidas por el contacto
sexual, la mayoría tiene, además de ésa, otras vías de transmisión, es el caso,
por ejemplo, del VIH (sida).

Frente a todas ellas, el mejor y único método de profilaxis es el


«impermeabilizar» en lo posible los tejidos de las mucosas con el uso del
preservativo. Naturalmente, ideologías de carácter puritano recomendarán la
abstinencia más estricta, pero no hay que olvidar que las mayores fuentes de
transmisión de enfermedades, a poco que nos relacionemos con el mundo, son
el aire y el agua. Dejar de respirar o de beber no resulta especialmente
recomendable, mejor las mascarillas o el agua embotellada cuando hay
riesgo.

Decíamos que esas enfermedades utilizan del «contacto sexual» para su


transmisión. Los «conductores» son los genitales, pero no el sexo. Como la
gripe se transmite por el aire y no por la palabra. De ahí que, del mismo modo
que no hablamos de «enfermedades de transmisión discursiva», no
deberíamos hablar de enfermedades de transmisión sexual, sino de
«enfermedades de transmisión genital» (ETG para los amantes de las pocas
palabras). Salvo, naturalmente, que queramos volver a incriminar al sexo y
fomentar un carácter problemático, que él, que posiblemente no quiere
problemas, aceptará sin rechistar.

Cuando las primeras recriminaciones llegaron, de nada sirvió el que yo


insistiera en que no había mantenido relaciones sexuales. Mi madre lo tenía
claro. Mientras, la cándida seguía haciendo de las suyas, y yo, más cándida
que la cándida, decidí hacer rápidamente partícipe a mis amigas de lo
sucedido. Fue entonces cuando, en lugar de comprensión, llegaron las
segundas recriminaciones. Mis amigas también lo tenían claro. Entre todas,
mi madre, mis amigas (o lo que a ellas les habían dicho las madres de mis
amigas), desencadenaron la avalancha. «Seguro que ha sido Jean Baptiste…
es un tío muy guarro». «¡Pero si yo nunca he estado con Jean Baptiste…!».
Era igual. De nada servía el que yo siguiera insistiendo en que no podía ser
por eso; ellas parecían conocer mejor que yo el uso al que habían estado
sometidos mis genitales. Y la progresión de culpas, amenazas y terrores
crecía en la misma proporción en que aumentaba el picor en la vagina.

Las enfermedades hereditarias son aquéllas en las que el individuo afectado


no es «responsable» de padecerlas; no ha enfermado por haber tomado una
iniciativa, por actuar, sólo por estar vivo y haber aceptado, involuntariamente,
un código enfermo. En ellas, no hay un «culpable», salvo los padres, pero
ellos nunca pueden ser culpables (posiblemente, por ello no se denominan
«enfermedades testamentarias»). Sin embargo, a estas enfermedades
«inevitables» en las que no se responsabiliza a nadie de que acontezcan, ni al
paciente heredero ni al donante contagioso, no se nos ocurre llamarlas
«enfermedades de transmisión sexual», cuando, inevitablemente, se han
contraído por una interacción sexual; la misma que nos concibe. No, la
«transmisión sexual» existe cuando existe una culpa en la profilaxis y puesta
en práctica de determinado intercambio sexual.

El ginecólogo nos había concedido hora para dos días más tarde. Cuando
llegué a su consulta, me temblaban hasta las orejas. Fue nada más sentarme y
que mi madre empezara a relatar los síntomas que padecía, cuando
poniéndome en pie, solté entre lágrimas un «¡pero si yo no me he acostado
con nadie!». El ginecólogo intentó tranquilizarme, mientras yo, compungida,
apenas podía balbucear nada.

El diagnóstico fue una infección por una sobrepoblación de cándidas. El


médico nos explicó, tanto a mí como a mi madre, lo que aquello significa y las
múltiples formas en las que, de manera natural y sin mediar intercambio
genital, se podía producir esta infestación. «Pero también por mantener
relaciones sexuales», dijo mi madre. «Ocasionalmente, pero estoy seguro de
que no ha sido éste el caso», respondió el médico. Me pareció ver a mi madre
mirando hacia otro lado, como no queriendo escuchar, lamentando que, de
alguna manera, le hubieran quitado los cartuchos a aquella escopeta cargada
de culpa que tanto le había costado cargar. Las madres siempre tienen buena
intención, pero, a veces, olvidan lo que escuecen los perdigones de culpa en el
culo.

Al concluir su charla, me recetó unos óvulos traslúcidos de antibiótico, que


acabarían en un par de días con la infección, e hizo salir a mi madre de la
consulta. A solas, sin ningún atisbo de alarmismo, me informó que debía ser
muy responsable con las relaciones sexuales y que debía llevar siempre
preservativos y exigir, sin ningún pudor, que se utilizaran.

Mi madre quiso saber lo que me había dicho el ginecólogo mientras había


estado a solas con él.

«Que tengo un pelo muy bonito», le dije.

A las enfermedades de transmisión genital, hay que tenerles el respeto


debido, algunas de las que se pueden contraer de esa manera permiten muy
pocas bromas. Pero ser taxativos en los usos preventivos que empleemos en
las interacciones sexuales que podamos mantener no pasa necesariamente
por estar aterrorizados ante ellas, por culpar de ellas a quien no tiene
ninguna culpa, ni por hacer una condenación al infierno del hecho de no
haberse tomado un vaso de leche (yo suelo, en cualquier caso, tomarme el
vaso de leche; una buena felación, a veces, sienta bien antes de acostarse).

El miedo también es una enfermedad contagiosa de difícil cura. Hablemos,


bebamos, amémonos y respiremos, sin que por ello olvidemos nunca lo que
estamos haciendo. Y pongámosle, a lo que nunca desearíamos nombrar, el
nombre que mejor lo explica. ETS, ETG… ETC.
La sexología es cosa de médicos o psicólogos

—¿Por qué ese señor con bigote le pone la mano por detrás a Piolé?

Piolé era un muñeco con cara de pollo y vestido de cowboy que el ventrílocuo
apoyaba sobre sus rodillas.

—Porque él es quien le pone voz al muñeco —le respondí.

Sylvie se quedó un momento pensativa.

—Y si es este señor el que habla, ¿por qué no lo hace directamente?… ¿No se


atreve a decir él estas tonterías?

Unos años atrás, viendo la tele acompañada de Sylvie, la hija de una


compañera de trabajo.

Santa inocencia.

El sexo es el muñeco de cartón de muchos ventrílocuos. En el nombre del


sexo hablan sociólogos, antropólogos, etnólogos, biólogos, psicólogos,
psicoanalistas, psiquiatras, ginecólogos, andrólogos, Papas y una tía mía de la
Champagne . Cada uno le da su discurso. Unos le hacen hablar de su cultura,
otros le hacen contar su naturaleza bioquímica, otros le dan voz para abordar
las afecciones anímicas de los seres sexuados, otros la organicidad de los
genitales que sexúan y muchos otros, simplemente, le ponen la tontería en la
boca.

Pero, no nos engañemos, con la excusa del sexo, de lo que se habla no es de


sexo, sino de sociología, de biología, de psicología, de anatomía o de religión.
Lo que conforman todos esos discursos son las propias disciplinas que los
emiten, pero no el sexo. Si a través de una estadística la sociología nos
muestra la incidencia de determinado comportamiento sexual, lo que es
verdaderamente significativo es que la sociología emplea, para sus análisis y
valoraciones sociológicas, la estadística. Porque se está haciendo sociología y
no sexo. Si, por ejemplo, una religión de la abstinencia, la castidad y la
mortificación nos habla de sexo, no debemos creernos que la naturaleza del
sexo sea eso, sino que ésa es la naturaleza de esa religión.

Discursos sobre el dibujo en los que se dibujan bodegones, marinas o retratos,


nunca nuestra propia capacidad de dibujar. Y por encima de todos los señores
con bigote, el Gran Ventrílocuo del sexo: la moral. Mientras, el sexo calla y
mueve los labios. Un pato no entiende nada de ornitología, pero es un pato.

En la tarea de hablar del sexo desde el propio sexo, lo primero será devolverle
su voz, «indisciplinarlo» y luego, si se quiere, apreciar las explicaciones que
de él se dan desde ciertas disciplinas. Después, no hablar en su nombre desde
la moral, no hacer de él aquello que nos dice lo que está bien o lo que está
mal, sino lo que somos; «desmoralizarlo» y luego, actuar en él éticamente.
Para todo ello, para indisciplinarlo y para desmoralizarlo, sigue en «fase de
construcción» algo que se ha dado en llamar «sexología»: la voz que haría
inteligible el sexo desde el sexo.

La señora visita a un psiquiatra con su hija a la que le embarga la melancolía.


El psiquiatra, después de examinarla, le dice que a su hija lo que le haría falta
es un buen coito. La señora, preocupada, le dice al galeno que se lo procure.
Al cabo de un rato sale la hija sonriente, y la madre, entusiasmada, le dice al
médico:

—Doctor, porque usted y yo sabemos lo que es un «coito», porque si no, se


diría que se ha pasado a mi hija por la piedra…

Lo que es un «coito» es otra cosa que la sexología, contrariamente a las


apariencias, también tendría que explicar. Cuando un problema psiquiátrico
se manifiesta en el sexo, se debe acudir al psiquiatra, cuando existe un
problema orgánico en el aparato reproductivo, se debe visitar a un ginecólogo
o a un andrólogo, cuando queremos saber cómo se manifiesta el sexo en una
cultura, se debe oír la opinión de un antropólogo y cuando un delincuente
delinque en el uso de su condición de ser sexuado, debe ir a los juzgados.
Sobre eso estamos todos de acuerdo.

El tener como preferencia erótica, por ejemplo, el voyeurismo no es un


problema psiquiátrico, el que esa elección comporte una neurosis no es un
problema psicológico, lo es de entendimiento del hecho sexual. El tener, por
ejemplo, una disfunción eréctil o eyaculatoria o vaginismo no es, en el 99,9
por ciento de los casos, un trastorno orgánico, es un asunto de entendimiento
de lo que es el sexo.

Sin embargo, cada vez que nos asalta una «alteración» como las precedentes,
acudimos al médico (psiquiatra o del aparato reproductor) o al psicólogo o al
confesor; porque hemos hecho del sexo una patología. Hemos «medicalizado»
nuestra condición de seres sexuados y hemos dejado que la moral, venga de
donde venga, sea quien la juzgue (cuando uno no tiene más que no hacer
daño al otro, y el otro y el uno, que no dejarse engañar por la cháchara de los
demás).

Una vez, alguien me dijo al oído lo siguiente: «Busca quién te solventa el


problema y tendrás, muchas veces, el que lo ocasiona» (los políticos suelen
ser un magnífico ejemplo de esa máxima). Será porque, muchas veces, los
mismos que nos absuelven nos inculcaron la culpa.

Al sexo lo hemos «normalizado» (tantas veces, de tantas formas y en tanto


tiempo), lo hemos «normalizado» (tanto mide, tanto dura) y lo hemos hecho
«finalista» (el famoso «coitorgasmo»), consiguiendo que se convierta en una
actividad neurotizante. Que genera la neurosis de la culpa, y sus vástagos, la
pena y la angustia.

Querer cortarse las uñas con una llave inglesa es muy frustrante, pero el
origen de la neurosis es tan sencillo como saber para qué sirve una llave
inglesa. Conviene que algunos que saben lo que es una llave inglesa lo
expliquen, sin contarnos solamente los huesos que se pueden romper
golpeando con ella, sin hacer que nos olvidemos la llave inglesa en casa
porque estamos obsesionados con ponernos los guantes de soldador antes de
usarla y sin dedicarse a curar las posibles lesiones que pueda ocasionar el uso
de una llave inglesa, como si esas lesiones partieran de otra cosa que no fuera
el hecho de no saber usar una llave inglesa.

La sexología puede ser el gran enemigo de la moral, quizá por eso, su


existencia, pese a tener cien años de historia, sigue difuminada como una
palabra rotulada en tinta a la que le hubiéramos escupido encima. Es una
sabiduría sin formación específica propia (al menos, en España), sin
colegiados, con sus puertas abiertas de par en par para el intrusismo y la
charlatanería y sigue siendo tan extraña y puede llegar a ser tan demoledora
que ni siquiera le hemos encontrado ni la necesidad ni el merchandising .

He conocido a lo largo de mi trayectoria y de mi formación a extraordinarios


sexólogos; algunos actúan como tal, otros lo hacen bajo el amparo de las
ciencias médicas y otros, desde la más profunda reflexión en las catacumbas
de algún aula donde todavía se puede fumar. A todos ellos, mi ánimo y mi
respeto.

Era una mañana de finales de marzo de 2007 y los ciruelos empezaban a


mostrar las yemas de sus flores blancas. Allá en Japón, los tambores «taiko»
debían tronar celebrando el fin del invierno. En casa, sonaba Mónteseos y
Capuletos , de la suite de baile Romeo y Julieta , de Prokofiev. Tenía el sabor
del eretismo todavía en el aliento y el olor de su piel en mi retina. Me
incorporé en la cama y cogí la libreta en la que en la noche anterior había
anotado algunas cosas que me habían interesado de la lectura de Elfriede
Jelinek. Aparté de mi regazo a Monsieur Alfred, el gato mitad siamés mitad
yo, que habíamos recogido hacía un año de un refugio, y con el mismo lápiz
que había utilizado, empecé a escribir este libro.

Y anoté: Antimanual de sexo .

Para contar cosas como éstas.

Para hablar de Piolé, de los patos y de las llaves inglesas.


Agradecimientos

A Jorge de los Santos, el que me despierta por las mañanas, el que me acuna
por las noches y pocas veces me duerme. Gracias, mi amor, por ayudarme en
la construcción de este libro y por suministrarme fuentes inestimables a las
que, sin ti, no hubiese podido acceder.

A Ana Lamente y a Belén López, dos seductoras que han hecho de estos
Temas, Hoy, mi Planeta.

A Efigenio Amezúa, el sabio, que hizo del sexo el Sexo. Por enseñarnos a
pensar en una sociedad que no nos quiere «pensantes» (sólo
«biempensantes»).

A los que lean mi gratitud y sepan a lo que me refiero.

Al Trankimazin y al Lormetazepam (de 2 mg cada uno). A ellos también.


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Términos inventados por la autora o por lo menos que ella cree que ha
inventado

Nota: decía Elfriede Jelinek que la mujer tiene dificultad a la hora de hablar
de su sexualidad, sencillamente porque no tiene su propio lenguaje. En la
elaboración de este léxico que permita hablar de lo que es, sin decir de quién
es, una muy modesta contribución…

Actividad «adultista».

Cogitocentrismo.

Coitofugismo.

Coitorgasmo.

Desmoralizar el sexo.

Digiturbar.

«Discurso normativo del sexo».

Enfermedades testamentarias.

Eretismo precoz.

Eyaculador anticipativo.

«Indisciplinar» el sexo.

Kourocracia.

Moral «biologista».

Moral «culturista».

Orgasmia secuencial*.

Sexo «desmoralizado».

Simulateo.


* El «orgasmo secuencial» es un término que introdujo Shere Hite unos años
atrás. Pero, hasta ahora, no se había hablado del genérico «orgasmia
secuencial», que, creo, no es lo mismo.
Nació en Francia, donde pasó su infancia y adolescencia. Allí cursó sus
estudios universitarios. Es licenciada en dirección de empresas y lenguas
extranjeras aplicadas y tiene un doctorado en interculturalidad. En 2006
obtuvo el posgrado en sexología por el IN.CI.SEX, perteneciente a la
Universidad de Alcalá de Henares (Madrid). Participa asiduamente en
programas de televisión y radio y colabora en varias revistas.

Se dio a conocer como escritora con Diario de una ninfómana (2003), que
tuvo un éxito inmediato en España, Alemania, Reino Unido, Estados Unidos,
Rusia e Italia entre otros veinte países, hasta alcanzar el medio millón de
lectores en todo el mundo. El libro fue llevado a la gran pantalla en 2008 y la
versión cinematográfica se distribuyó en más de cuarenta países. También ha
publicado Paris, la Nuit (2004), El otro lado del sexo (2006), Antimanual de
sexo (2008), Diario de una mujer pública (2011), además de la novela Sabré
cada uno de tus secretos (2010). Durante los últimos meses, Valérie condujo
el club «Cincuenta sombras» a través de una gira celebrada en numerosas
ciudades de toda España.

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