Antimanual de Sexo Valerie Tasso
Antimanual de Sexo Valerie Tasso
Antimanual de Sexo Valerie Tasso
y hablamos sin cesar del sexo. Sin embargo, vamos repitiendo las
mismas estupideces y necedades, utilizando tópicos que se pegan más que el
chicle a la suela del zapato. Harta de escuchar siempre la misma canción,
decidí escribir un «antimanual» utilizando mis propias vivencias, para luego
reflexionar y desmontar algunos tópicos que nuestra mente colectiva ha
digerido, porque nuestro sexo no tiene una tecla «play», como un lavavajillas,
no es un cuaderno de autoescuela ni un piano que haya que afinar y aprender
a tocar con una maestría académica y uniforme. Antimanual de sexo es un
libro que se enfrenta al manual de uso y consumo y pretende desarmar con
ironía la cadena de palabras con la que han constreñido nuestra sexualidad.
Para luego, desde la libertad que da el conocimiento, cada uno actúe sin venir
aleccionado por ningún otro manual de combate.
Valérie Tasso
Antimanual de sexo
ePub r1.3
XcUiDi 30.06.2020
Título original: Antimanual de sexo
Las situaciones, para bien o para mal, son todas reales en la escenografía de
este baile de máscaras.
Hace unos años, cuando yo era una chica perdida (una de esas que, como
decía el cómico, son siempre las más buscadas), solicitó mis servicios de
compañía un hombre que se hizo llamar Alberto. Llegué a la cita como
acostumbraba, cinco minutos antes, pubis bien recortado, las bragas de
blonda de La Perla y mi mejor sonrisa. Confieso que la apariencia de Alberto
me decepcionó un poco. Aunque no debía de alcanzar la cincuentena, tenía un
aspecto envejecido y un tanto descuidado, un vientre prominente, una barba
que había crecido sin muchas atenciones y unos ojos más cerrados que
abiertos. Después de saludarme sin mucha efusión (parecía que lo había
despertado de un largo sopor), dirigió su mano hacia una mesita que hacía las
veces de recibidor y, de un cajoncito medio descolgado, extrajo una cartera
de bolsillo. Sacó unos billetes y me los alargó preguntándome si era eso lo
convenido. Afirmé con un «sí» muy francés y le pedí permiso para llamar a la
agencia. Movió las manos hacia arriba como diciendo que adelante, que eso
tampoco le importaba demasiado. Cuando hube confirmado a la agencia que
todo estaba correcto, le pregunté mirándole directamente a sus ojos
entornados qué le apetecía hacer. Esta pregunta solía tener un efecto
estimulador en los clientes, normalmente les encendía los ojos como cuando
al niño le das la piruleta que lleva un tiempo mirando desde el escaparate.
Alberto no varió su aire cansino. Me informó que la película había empezado
hacía apenas diez minutos y que por el tiempo que había contratado conmigo,
quizá pudiéramos acabarla de ver. Me inquieté extraordinariamente. Nos
sentamos sobre un viejo chester de color bermellón frente a un televisor de
no más de catorce pulgadas y vimos la película entera. Era una obra de Alain
Resnais, Hiroshima mon amour , en versión francesa original subtitulada en
castellano. Es algo muy infrecuente el que un cliente solicitara tus servicios
para luego no mantener relaciones sexuales. En los meses que ejercí esa
actividad, sólo me ocurrió dos veces y en ambas ocasiones se mezclaba el
sentimiento de satisfacción por obtener unos ingresos sin grandes esfuerzos
con la preocupación de si lo que había sucedido era porque no había sido
capaz de seducir al cliente. Durante la emisión de la película, le hice tres o
cuatro comentarios a Alberto a los que él apenas respondió con un
monosílabo. La hora contratada se cumplió faltando unos diez minutos para el
final de la película. Sin embargo, mantuve la vista fija en aquel pequeño
receptor encastrado en un muro infinito de libros. Cuando surgieron los
créditos sobre las imágenes, Alberto se levantó y me dio las gracias. Fue la
única vez en la velada en que me atreví a hablarle con franqueza. Le pregunté
directamente por qué no había mantenido relaciones sexuales conmigo. Me
miró como sin querer, como pidiéndole perdón por algo a alguien y me dijo:
«Hija… el sexo no existe».
Michel Foucault, con quien he tenido todos los placeres, salvo el de la carne,
expuso una idea interesantísima. A partir de cierto momento, que él situaba
en la época victoriana, el sexo se oculta hablando de sexo. Esta fórmula, que
parece una contradicción (un oxímoron, por si hay algún retórico que esté
leyendo estas líneas), resulta de una eficacia demoledora. Reprimimos el sexo
no por ocultación, sino por sobreexposición. Para ocultar la amplitud y la
magnitud del sexo, y para hacer de él algo controlable, hablamos y hablamos
sin cesar de lo que del sexo no nos perturba. Hasta que el sexo deviene algo
estrecho y manejable, hasta que hablar de sexo deja de ser un tabú, hasta que
lo que es un tabú es el sexo en sí mismo.
Cuentan que un día, Platón definió al hombre: «Animal bípedo sin plumas» y
que el sabio de Diógenes llevó hasta la puerta de su casa a un pollo
desplumado mientras exclamaba: «Aquí tenéis al hombre de Platón». Después
de esa lección, el ateniense reformuló su definición: «Animal bípedo sin
plumas de uñas planas». En el sexo nos falta un cínico que lleve a la casa del
moralista un pollo (o una polla) desplumado (a).
Pero ¿cómo cuestionar un manual sin generar otro alternativo? Hay algunos
inmorales que hablan con absoluta precisión del sexo: los poetas. Cuando
Leopoldo María Panero inicia un poema con el verso: «No es tu sexo lo que en
tu sexo busco», está hablando a las claras desde el sexo. Quizá porque en la
poesía, como decía Baudelaire: «La lógica de una obra sustituye cualquier
postulado moral».
Este libro es para intentar explicar lo que es una «horda», para intentar evitar
la formación institucionalizada de más «capullos» (elementos verdaderamente
molestos en la cama, en la ducha y en la palabra). Para que luego, desde la
libertad que da el conocimiento, cada uno actúe como buenamente pueda o
buenamente sea, sin venir aleccionado por ningún otro manual de combate.
Una vez dije que había sido puta. Hoy, quizá, insista en lo mismo.
VALÉRIE TASSO.
Noviembre de 2007.
Tópicos que desmontar
Hacemos el amor para sentir placer, comunicar o reproducirnos
Hecha esta división, cada mitad hacía esfuerzos para encontrar la otra mitad
de la que había sido separada; y cuando se encontraban ambas, se abrazaban
y se unían, llevadas del deseo de entrar en su antigua unidad, con un ardor tal
que, abrazadas perecían de hambre e inanición, no queriendo hacer nada la
una sin la otra.
Platón
El Banquete
Hay una regla valorativa que permite apreciar bien la calidad de un encuentro
sexual. Debe aplicarse, según el viejo erotómano que me la prestó, justo en el
preciso momento en el que el encuentro sexual alcanza la máxima intensidad.
Dice así: «Si ahora puedes hacer otra cosa, hazla…». Si durante el sexo eres
capaz siquiera de pensar hacer cualquier cosa que no sea lo que estás
haciendo, es que algo no acaba de estar funcionando.
Pues bien, con (y bajo) Nicolini podría haber redecorado la suite , calcular la
raíz cúbica de 69 o picar piedra con las orejas. Sin embargo, ahí seguía,
oliendo su colonia de Armani mientras me tarareaba al oído una canción de
Frank Sinatra, mientras rebuscaba entre mis piernas, mientras gemía entre
nota y nota. Fue entonces cuando me lo pregunté: «¿Por qué hago el amor?».
Y fue entonces cuando me respondí ingenuamente: «Será porque tengo
coño». Aquel verano, en Padua, en el que Francia, en el parque de los
Príncipes, había ganado el Mundial de fútbol.
Esta boutade que el propio Platón cuenta en tono de alegoría cómica refleja la
preocupación de antiguo por saber «por qué somos seres sexuados». En todas
las culturas, no sólo en la nuestra greco, latina y judeocristiana, existen mitos
y cosmogonías sobre la «complementariedad» genérica y sobre esa energía
que nos lleva a buscar desesperadamente el ayuntamiento carnal.
Es cierto que entre las motivaciones que nos llevan a practicar sexo se
pueden enumerar muchas otras. Por ejemplo, la búsqueda de comunicación y
de afecto. Después de «una temporada en el infierno», los psiquiatras de la
sanidad pública le dieron nombre a mi libertad (para amar y para morir). Es
cierto que llegaba tras un segundo intento de suicidio y que no ocultaba mi
promiscuidad. Ellos lo tuvieron muy claro y la diagnosticaron (algo muy
rimbombante relacionado con los afectos). Yo no. Cuando publiqué Diario de
una ninfómana , muchos eran los bienintencionados que explicaban mi
burlesca «ninfomanía» basándose en que se debía a una identificación entre
sexo y amor y que en realidad yo debía de ser una especie de «afectoadicta».
A estos comentaristas no les faltaba, posiblemente, algo de razón; mi infancia,
sin ser de cuento de Dickens, podía haber sido más completa en estos
terrenos afectivos. En cualquier caso, no niego que puede ser cierto que
practicamos sexo para «sociabilizarnos», para aprender y para encontrar
nuestro sitio (el más alto y el más reconfortante posible) en este entramado
perverso y enjuiciador que es lo social; en el ojo del otro.
Sin embargo, con Nicolini, yo no buscaba afecto, algo de placer quizá, pero
para obtenerlo del sexo no me hacía falta un Nicolini más. Sentido del poder
para reducirlo a él y a toda la clase social que representaba a un cuerpo
mendicante, posiblemente, afán de reproducción, ninguno. No. Había algo
más. Creo que había una necesidad que se anteponía a todas ellas; había la
necesidad de ser yo misma, de ser un humano que se confirma en su
humanidad sexuada, que quiere, a través de ella, experimentar su condición
más profunda, los puntos de torsión de su sistema afectivo, los límites de su
corporeidad y el olor del exceso.
Hay otro motivo, quizá un poco más complejo de explicar, que me reafirma en
considerar que «mantengo relaciones sexuales porque soy un ser sexuado», y
es que salir de esta causa última es entrar inevitablemente en cuestiones
morales y ya está bien de que la moral hable en boca del sexo.
Porque el sexo no sirve para responder a cuestiones como «¿está bien lo que
hago?», «¿es esto correcto?». No, el sexo responde siempre a la pregunta
«¿quién soy?». Porque el sexo es metafísica en estado puro y práctico. Cada
vez que nos asalta esta duda existencial, hacemos uso de nuestra
conformación sexuada o anhelamos hacer uso de ella. Como quizá hubiera
podido decir el amoral de Nietzsche y nunca dijo (¡qué teórico ha perdido la
sexología!), el sexo «desmoralizado» no sirve para saber si hacemos lo
correcto o lo incorrecto, sirve para respondernos sobre quiénes somos.
Era el verano de 1998 y Frank Sinatra nunca más volvería a cantar Something
stupid . Aunque Nicolini, a buen seguro, lo seguirá haciendo…
El deseo está para iniciar una relación sexual
Les suele gustar creer que ejercen el poder. Pero es pura ficción. El tempo , el
ritmo y la boca que se inclinaba sobre su pene húmedo eran míos. El que iba a
desarmarse era él y no yo.
«Deseo» y «desidia» tienen una misma raíz común, desideo (verbo que en
latín tenía un significado semejante a «vagar», «estar indolentemente», «ver
pasar las cosas sin intervenir en ellas»). En francés, désir deriva del verbo
desiderare («mirar a los astros», «contemplar los objetos siderales», «otear
los objetos que brillan»). Parece que para los antiguos sólo deseaba el ocioso.
Y parece que ya tempranamente el deseo se convirtió en algo moralmente
reprochable. «No es pobre quien menos tiene, sino quien más desea»,
sentenciaba Séneca, que además de acertado y estoico era un moralista (…
aunque así le fuera con Nerón).
Mientras me sujetaba la cabeza con las manos podía notar cómo sus piernas
se contraían sobre mi cuello.
—Es que soy francesa… —le respondí. Esta frase me serviría desde entonces
de coletilla para con todos aquellos que valoraban así mis lúbricos encantos.
Creo que fue Agustín de Hipona («San» para los devotos) el que hizo una
diferenciación entre las distintas libidos (por cierto, «libido» es una palabra
llana y no esdrújula, como suele pronunciar la mayoría de la gente, y significa
«avidez»). El bueno de Agustín distinguió tres, posiblemente siguiendo
aquello de «divide y vencerás». Existía, según él, la libido sciendi (o el deseo
por el conocimiento), la libido dominandi (el deseo de poder) y la libido
sentiendi (que era el deseo de sentir, de gozar carnalmente).
Pude notar cómo eyaculaba por sus contracciones, por cómo apretó con más
fuerza mi cabeza entre sus manos mientras empujaba su pene hasta el fondo
de la garganta y porque el pequeño recipiente del condón se llenó dentro de
mi boca. En aquel momento yo sabía mejor quién era y hasta dónde podía
llegar, yo había dominado a ese individuo y esa situación (había tenido el
poder sobre esa persona y las circunstancias del encuentro) y había saciado
una apetencia carnal (la de tocar y ser tocada).
Una vez, unos años antes en París, yo también había deseado aprender
japonés. Aquellos meses, en Barcelona, yo deseé ser puta.
Creemos saber lo que deseamos
Georges Bataille
Se lo leía despacio. Intentando mantener la voz firme, pero sin apostarla. Era
una edición de 1967, publicada en París, con la cubierta ligeramente
amarillenta y las hojas fatigadas.
A Julien lo apodaban «el Lector» en la agencia. Solía llamar casi todas las
semanas pidiendo los servicios de una chica. La primera vez que tuve noticias
de él fue una tarde en la que yo me encontraba en la agencia. Acababa de
llegar un cliente y había pedido ver a las chicas que estábamos allí. Nos
presentamos una a una delante de él mostrando nuestras mejores galas como
solíamos hacer, pero a mí, aquella vez, de poco me sirvió. Isa resultó ser la
elegida. Cuando a alguien le gustaban las tetas grandes, todas estábamos
perdidas frente a los, al menos, 110 de talla de esta mulata que gastaba la
mayoría de sus ingresos en mantener aquellos dos cañones perfectamente
erguidos.
Cuando los dos, cliente e Isa, se retiraron, Susana apareció en la sala. Quizá
pudo adivinar un poco la decepción en mi rostro, porque nada más verme me
llevó a un aparte y me dijo en voz baja, procurando evitar que otras chicas lo
oyeran:
—Normalmente aviso a Cindy, pero le he dicho que teníamos una chica nueva,
francesa, con mucha cultura y me ha dicho que quería conocerte.
—Te lo agradezco —le dije, aunque sabía que allí en la casa funcionaba muy
bien aquella máxima de «favor, con favor se paga».
—Pues venga, date prisa, que le he dicho que en veinte minutos estarías en su
casa.
—¿Hay alguna cosa especial que tenga que preparar? —le pregunté un poco
inquieta.
El lápiz sobre la oreja, las tetas enormes de Isa, el Ferrari último modelo
aparcado frente al portal o la falda insultantemente cara tras los cristales del
escaparate de Gucci… Deseos.
Detrás, y llevados por eso, deseamos comodidad, cariño, belleza… no, todavía
no hemos llegado. Más atrás aún aparece el Poder, la Permanencia, el Amor
(fin de trayecto quizá… no, creo que no). El objeto de deseo siempre remite a
algo que a su vez remite a algo. La secuencia de relaciones entre elementos
simbólicos es infinita. Y al final de esta interrelación de deseos codificados
simbólicamente se encuentra, como ya dijimos, uno mismo. El Gran Deseo por
llegar a ser uno mismo.
Con Julien yo tenía al menos una ventaja. Era, como él, francesa, y el poder
leerle en su lengua materna a Bataille o Sade me otorgaba cierto atractivo
para el Lector.
—Lee.
Lo visité muchas veces en aquel lujoso ático. Supongo que cogió cariño a mi
voz dura y a mi entonación suave. Cuando abandoné la prostitución, Julien,
«el Lector», consiguió localizarme. Tras haber publicado Diario de una
ninfómana , contactó con mi editorial y me pidió que volviera a su casa,
alguna vez, para leerle. Volví en un par de ocasiones, esta vez sí sin cobrarle
nada a cambio, salvo, eso sí, el ejemplar de Histoire de l’oeil , de Georges
Bataille, editado por J. J. Pauvert en París en 1967 y del que antes transcribí
unas líneas.
El sexo ya no es tabú
En Foucault, las ideas solían ser mejores que las argumentaciones. Pero si las
explicaciones son correctas, las ideas eran absolutamente brillantes.
No pueden dejar de intentar que cada chiste fácil que hacen o cada gesto
despreciativo que manifiestan refleje un cierto estado de superioridad, de
trascendencia. Estos elementos se hacen los tontos única y exclusivamente
para intentar evitar que se averigüe lo tontos que en realidad son. Y suele
funcionarles muy bien.
Imaginemos, por ejemplo, que las angulas fueran la base de nuestra cocina.
Pero como las crías de angula son un bien escaso que hay que controlar,
creamos un sucedáneo: las «gulas». Infinidad de anuncios hablarían sobre las
propiedades de este producto, saldrían multitud de firmas que lo
comercializarían, dietistas y cocineros nos explicarían sus magníficas
propiedades, y todos, en casa y públicamente, estaríamos todo el día con las
«gulas» en la boca, hasta el punto de que, al cabo de una o dos generaciones,
cuando habláramos de este producto elemental en nuestra cocina, las
angulas, seguiríamos usando este término, pero nos referiríamos a las
«gulas». Creeríamos que comemos a diario angulas, pero en realidad sólo nos
alimentaríamos de «gulas».
Por eso, creo que hoy en día, hablar de sexo ha dejado de ser un tabú, a
cambio de que el tabú sea el propio sexo. En una película sobre abogados, se
trataba una estrategia curiosa. El gabinete de uno de los implicados solicitó al
contrario una información de vital importancia para su defendido. Como el
bufete tenía que facilitar por ley ese dato, pero sabía que si llegaba a manos
del otro bufete su cliente estaría perdido, envió tres camiones de
documentación, decenas de millones de páginas entre las que se encontraba
la única que era importante.
Nada mejor para que no encontremos una aguja que echarle un pajar encima.
Nada mejor para que no hablemos de sexo que echarle un discurso infinito
encima con aquello que unos pocos han considerado oportuno que sea el sexo.
—Naturalmente —respondió.
La radio, que llevaba loca una hora intentando sintonizar una emisora que no
estaba en la frecuencia que él creía, volvió a conectarse.
Yo había dejado hacía tiempo el oficio más antiguo del mundo, que no es
precisamente el de soplar vidrio, pero debo reconocer que con aquel pelmazo
que me llamaba corasen , dudé en reiniciar las actividades, sólo por el reto de
desplumarle.
—Déjame aquí —le indiqué—. Cogeré un taxi, no debe de estar muy lejos.
Hasta los más célebres elementos que nuestra industria del ocio comercializa,
dildos o consoladores, existen desde que existe la capacidad de
representación. Sólo hay que aplicar nuevamente el desarrollo tecnológico
para diferenciar un consolador de látex de uno de madera de manzano. Sobre
el cómo usarlo o para qué, seguimos sabiendo lo mismo.
—Pero ¿puedo llamar con él? —le dije, un poco mosca, al solícito vendedor del
área de telefonía.
—Naturalmente —respondió.
Comunicar íntimamente con la gente, o con una misma, desde que a los
móviles los enseñaron a vibrar, es una tarea de lo más sencilla.
Los prejuicios sobre el sexo siempre han sido los mismos
Eras, que era un dios para los Antiguos, es un problema para los Modernos.
Denis de Rougemont
El otro asentía.
—Aquí, en Saint Julien, los jilgueros cantan de otra manera. Aquella noche no
regresé a casa. Pasé la noche, la aurora y el alba en el apartamento de Claire,
en el distrito quinto.
Un chiste grueso:
No, querido compañero de tren de aquel día, ni los homosexuales han existido
siempre, ni siempre han sido homosexuales. En Roma, por ejemplo, existía la
práctica sodomítica (antiquísima, ya que debe de remontarse, posiblemente,
al día que descubrimos que los humanos teníamos un orificio entre las nalgas)
y una actitud frente a ella. En la pragmática y casta Roma, no existían los
«homosexuales» (y no sólo porque faltaran unos dos mil años para inventar el
término); existían los activos y los pasivos. Los primeros (los que daban) eran
los «virtuosos», pues conservaban la virtus, el vigor sexual que debía
acompañar a todo hombre que pudiera considerarse como tal (¡cómo ha
cambiado el sentido de la «virtud»!), mientras que los segundos eran los
«impúdicos» y normalmente quedaba reservado este papel a esclavos,
jovencitos por aprender o a cortesanas que no hubieran adquirido un rango
importante en el escalafón social.
Caso similar era el de las prostitutas, hoy llamadas «putas», con todas las
letras. En Roma, las lupas (las «lobas») eran respetadas y consideradas
necesarias, aunque los «lupanares» solieran situarse en la periferia. Incluso el
castísimo censor de Catón hacía una apología de ellas por considerarlas
necesarias en el orden social para proteger la «pudicia» de las esposas. Quizá
tuviera algo que ver en su apreciación que, en el origen legendario de la
gloriosa Roma, una «lupa» amamantó a los fundadores. En la libertina,
creativa y hedonista Grecia antigua, las hieródulas tenían además un papel
sagrado y su entrega generosa al prójimo era sinónimo de amor universal y
desinteresado; raros eran los templos o las festividades en los que en algún
momento las mujeres de cualquier condición no se entregaban a todos
aquellos que lo deseaban.
Cada marco moral tiene sus propios prejuicios, sus condenas y sus miedos;
creer que el nuestro no es sólo uno más, es estar condenado a respetarlo.
Como decía Georges Bataille: «Una conciencia sin escándalo es una
conciencia alienada».
Dejé a Claire cuando acabé mis stage en París. Tuve noticias suyas un tiempo
después, a través de un conocido común, cuando yo ya trabajaba en una
multinacional de Barcelona. Supe que Claire se había casado con un
publicista… y añoré los «bollos».
La primera vez es crucial
—Allí, bajo este roble, fue donde hice el amor por primera vez. Respiró
melancólico y prosiguió:
—Beeeeeeeeeeee.
Chiste viejo que me contó alguien que sabía lo que era tratar con las cabras.
Al llegar a casa, guardé la receta entre las hojas de un libro y la bolsa con lo
demás en el armario, bajo mis braguitas y junto a mi diario. Un día, al poco, lo
descubrieron todo. Y de mi determinación se hizo una jaula para encerrar
grillos y de mi curiosidad, un problema.
Creo que fue Shakespeare quien dijo: «La memoria es el centinela de nuestro
espíritu». Guardias, celadores, cabreros… Quienes hicieron de aquello algo
trascendente son los que siguen vigilando mi alma.
Y la de todos.
El impulso sexual empieza en la adolescencia
Henry Miller
«Ya es una mujer…», es una fórmula convencional de despedida. Por eso los
padres la dicen con nostalgia, en voz baja, como si recitaran una salmodia.
Nos la escenifican como la pérdida de algo, en la que se agitarían pañuelos de
no ser por la urgencia de tener que limpiar afanosamente las primeras
manchas, las pruebas del delito, los estigmas de nuestra culpabilidad.
Es la partida sin retorno del Paraíso, dejando en él, olvidado, como si se nos
hubiera caído de los bolsillos, junto a los cromos o el olor del osito, algo que
ya nunca más podremos recuperar: nuestra condición de inocentes. Es
entonces cuando podemos empezar a actuar como culpables, es entonces
cuando nos sentimos culpables, después de que toda la culpabilidad que nos
han ofrecido la aceptamos como nuestra. Eso es la juventud. El resto del
tiempo, sólo «maduramos» lo que nos enseñaron en la infancia, asumimos en
la adolescencia y pusimos en práctica en nuestra juventud. Para que seamos
capaces de culpabilizar a otros inocentes.
Las sábanas solían ser de un estampado con flores rosas. Su olor era de
almidón, de fin de semana y de la piel tibia de Isabelle. Mi prima.
Es un esquema perverso el de la culpabilización. Eso sí que es perverso, y no
besar una flor. En todo ese proceso, nos han encontrado una serpiente que
roba el fruto y nos lo ofrece. La serpiente es el sexo y la manzana es el
conocimiento del sexo. Mientras existe la inocencia, el sexo no está. No hay
jardín de las delicias o Edén en el que habite un solo reptil. Cuando
mordemos la manzana de nuestro propio conocimiento de seres sexuados,
somos fulminantemente expulsados de la inocencia, de la falta de culpa.
Así nos lo hemos creído porque así nos lo han vendido (los mismos, entre
otros, que inventan los paraísos, las serpientes, las manzanas y hacen que los
niños nazcan con un pecado original que sólo se puede lavar con el
sacramento del bautismo; con la adhesión al club de los libertadores que nos
salvan del pecado que ellos inventaron).
Pero sucede que los niños, los angelitos, son, contrariamente a lo que cuenta
la leyenda, seres sexuados, como los adultos. Sólo que sin sentimiento de
culpa por ello. Sin el sentimiento que les imbuimos en la infancia y asumen
plenamente en la adolescencia, cuando pueden empezar a pensar en hacer
uso de su condición de sexuados. Porque el «sexo» no es «lo que los adultos
hacemos con los genitales». Para el sexo, no hay que esperar a que se cubra
nada de vello, o que encontremos un agujero que tapar o dejarnos tapar o que
tengamos plena conciencia del problema que nos hacen creer que es el sexo;
para el sexo, sólo hay que nacer.
Isabelle había cumplido los doce años dos meses antes que yo. Ambas
vivíamos nuestra adolescencia de fin de semana juntas. Su casa estaba en el
campo. Cerca de la entrada había un columpio, atado a las ramas de una
encina, donde se producían nuestras mayores discusiones. Calentábamos
agua ficticia en teteras de plástico y servíamos el té, en riguroso orden, a los
muñecos que se habían congregado alrededor de la mesa. Yo siempre
procuraba darle el trozo de pastel más grande a mi nounours , aunque no
siempre era fácil, porque Isabelle también tenía su favorito. Así que volvíamos
a discutir. Veníamos haciendo esto desde hacía años, y yo encontraba que eso
era ya cosas de niñas, pero Isabelle siempre prefería eso a ir a ver jugar al
fútbol a los chicos. A mí me gustaba Hervé y a Isabelle también. Por lo que
acabábamos discutiendo. Como cuando ella se empeñaba una y otra vez en
poner el mismo disco de música pop en el tocadiscos que le acababan de
regalar.
En el camino que iba de la casa al pueblo fue donde me caí por primera vez
de una bicicleta (creo que, desde entonces, no he vuelto a subir a ninguna).
De noche, cuando no nos dejaban salir con el grupo, veíamos la tele con
nuestros padres. Los mayores tenían una especial habilidad para detectar los
cuadraditos blancos que aparecían en pantalla. En cuanto uno de ellos
asomaba, señal inequívoca, en Francia, de que el programa era para adultos,
nos mandaban a la cama.
Allí jugábamos, con la luz de una linterna, a papas y mamas. Y claro, los papas
y las mamas se besan y se tocan. Determinar quién hacía de papá o de mamá
era sencillo. Allí, casi nunca discutíamos.
Durante mucho tiempo, el ir, los fines de semana, a casa de Isabelle fue para
mí uno de los pocos alicientes de mi adolescencia.
Sírvase caliente.
Anónimo
La glicinia estaba plantada desde hacía casi dos décadas. Sus racimos de
pequeñas flores violáceas cubrían el balcón de nuestro dormitorio.
En nuestro «discurso normativo del sexo», los preliminares son todas aquellas
acciones que anteceden al coito; aquellas que permiten su correcta
realización. Si no hiciéramos del coito la materia gruesa, el centro de la
erótica, no existirían preliminares, del mismo modo que no entendemos que
existan preliminares para los preliminares. Esta fijación por la «entrada», que
cataloga todas las otras eróticas como anticipos o «preliminares» a él, es lo
que llamamos «coitocentrismo».
Me tumbé desnuda en la cama con las piernas abiertas, dejando que él, una
vez más, me sorprendiera. Jorge abrió el balcón. Pensé que quizá, hoy, íbamos
a ser unos exhibicionistas amantes. Pero no fue así. Dejó que se posaran en su
mano un buen puñado de hormigas que trepaban concienzudamente por las
ramas de la glicinia. Después, las depositó, una y otra vez, sobre mi vientre.
Las hormigas empezaron a distribuirse alocadamente sobre mi cuerpo.
Notaba sus pequeños pies recorriendo desconcertados la extraña geografía de
mi cuerpo. Me estremecí. Jorge volvió a alargar la mano hasta la trepadora y
extrajo, de varios racimos, decenas de pequeñas flores. Algunas hormigas
habían abandonado ya mi cuerpo y vagaban por el páramo de las sábanas. De
pronto, me vi cubierta de flores malvas e, inmediatamente, las hormigas se
reagruparon en torno a ellas. Como con un imperativo marcial e irreprimible,
los pequeños insectos siguieron el rastro azul de su deseo y el circuito
invisible del mío. Se amontonaron sobre el pezón de mi pecho izquierdo,
rebuscando entre las flores con las que Jorge me lo había vestido. Se posaron
sobre la palma extendida de mi mano. Se posaron sobre mi pubis y sobre la
yema de mi dedo que me acariciaba. Y descendieron. Imprevisibles. Temibles.
Fue así como Jorge me tocó sin tocarme. Distribuyendo flores.
Decir que «los preliminares sirven para preparar el coito» es dibujar nuestra
sexualidad como los niños dibujan un hogar: con un trazo y un tejado rojo.
«No hay sin duda nada más emocionante en la vida de un hombre que el
descubrimiento fortuito de la perversión al que está destinado». Michel
Tournier sabe, sin duda, que para el orden moral no hay nada más excitante
de reprimir que la perversión que a uno le espera.
Hicimos el amor por primera vez sobre una playa a unos trescientos
kilómetros de la capital, allí en Lima ni los pocos barrios residenciales tenían
playas en las que la contaminación permitiera el baño. Alojé mi boca sobre su
pecho recubierto de la sal del Pacífico, mientras él mesaba rítmicamente mi
pelo. Acaricié su costado hasta que mis dedos toparon con la cinta del
bañador. Recorrí el borde del traje de baño casi de puntillas hasta que
alcancé el nudo que lo cerraba. Noté cómo su respiración se volvía un
susurro. Lo deshice con facilidad y llegué, con la punta del índice, hasta su
glande. Nada, ni a él ni a mí, nos inquietó ni nos detuvo. Ni la práctica
imposibilidad de colocar un preservativo, que no podía sujetarse en ningún
sitio, ni el que yo tardara más tiempo en localizar su pene que en acariciarlo.
Nunca le pregunté cómo había podido tener una hija, nunca me lo dijo, quizá
porque nunca hizo falta.
Al sexo sólo le ponen objetivo los que pretenden algo. Ni siquiera el orgasmo
y muchísimo menos la penetración son un objetivo digno del sexo. Me
explicaba un día un amigo que lo «completo» implica que nada queda fuera,
lo completo trae consigo el que no haya un origen ni un destino, sólo un
tránsito. Nada cerrado puede ser tampoco completo.
Creer que la interacción sexual se «completa» con el coito es como creer que
la vida se completa con un Mercedes SLK. Igual de frustrante, igual de
enervante, igual de traumatizante, igual de débil. La inmensa mayoría de las
ansiedades que desembocan en disfunciones sexuales (impotencia,
eyaculación precoz, vaginismo…) provienen de esa obligación
malintencionada de darle sentido a la interacción sexual con el coito de
cierre.
—Chim Pum.
El Chim Pum final, la mascletá , el postre, el eureka obligado que culmine una
relación que nos han estandarizado en todo y cada uno de sus puntos gentes
que sólo saben de puntos, de líneas rectas y de dos dimensiones.
El sexo, como un viaje planificado por una única y ecuménica agencia de
viajes que nos marca las paradas, que nos escoge los hoteles, que nos
programa las actividades, que nos desplaza a las tiendas de souvenirs y que
nos ofrece el coito como un único destino. Pero, en la lógica del viaje, sólo los
hombres de negocios tienen un destino, para los viajeros su destino es el
viaje.
Nuestra cultura está hecha de principios y fines. Todo empieza y todo acaba a
partir del intercambio de conceptos antagónicos; nacimiento/muerte,
sonido/silencio, día/noche… Sin embargo, no todas las culturas opinan lo
mismo. El diagrama que refleja el fluir del ying y del yang ilustra el
movimiento perpetuo de las esencias; nada empieza y nada acaba, todo fluye,
y cuando alcanza un máximo, este máximo ya contiene en sí mismo su
opuesto. «El día empieza a medianoche», dice el pensamiento taoísta; cuando
creemos que algo ha alcanzado su final, no está nada más que iniciando su
inicio. En la pintura naturalista japonesa, por ejemplo, el todo sensible, lo que
llaman «las mil cosas», son manchas de tinta espontáneas pero reconocibles:
el mar, las nubes, la montaña, los pájaros, el campesino… Sin embargo, cada
uno de esos elementos representados parece que vaya a convertirse, en
cualquier momento, en el otro. La maestría de pintor está en saber reflejar
esto: la diferenciación de las cosas constituidas por lo mismo. La
individuación de lo que está constituido por lo mismo en perpetuo
movimiento, en insaciable cambio.
Una de las muchas cosas que en materia sexual confundimos es el «sexo» con
la «interacción sexual». Lo primero hace referencia a todo aquello que se
desprende de nuestra condición de seres sexuados. Lo segundo se refiere al
uso que hacemos de esa condición durante un encuentro con otro ser humano
o con cualquier elemento que nos impulse a manifestarnos sexualmente
durante un tiempo determinado. Lo primero es como el lenguaje, lo segundo,
como una opinión dada a un conocido. Lo primero está vigente en nosotros
desde que nacemos hasta que morimos, lo segundo existe mientras se
prolonga el encuentro.
Desde mi ruptura con Felipe hasta la salida del piso de Andrés, entre los
primeros días de junio de 2003 hasta mediados del mismo mes, se produjeron
varios finales para varios principios, todos en una sola continuidad: mi
sexualidad.
El sexo está para pasárselo bien
(…) Y para disimular que estaba intacta de mi semen, fingió lavarse los
muslos.
Ovidio
El hedonismo es una actitud ante la vida. Es una filosofía vital que prima el
instante sobre el devenir, que reivindica la valentía sobre el miedo, que
respeta la materialidad y cuestiona el espíritu, que gestiona lo que sucede sin
despreciarse por lo que nunca sucedió, que aprecia la lógica de vida y
cuestiona la lógica de muerte, que sabe que lo suficiente es suficiente, que
busca el placer donde está, no donde se busca, que hace de su cuerpo su
aliado, no su prisión, que desea sin que lo esclavice su deseo, que emplea su
tiempo más que su dinero, que hace del placer un entendimiento y no un
elemento de uso y que cree que la felicidad de los otros, que pasa por la de
uno, es alcanzable a poco que la entendamos. El hedonista ejerce el difícil
arte de establecer la paz consigo mismo.
A los seguidores de Epicuro los llamaban los «cerdos», porque, al igual que
ellos, se decía que no podían levantar la cabeza hacia el cielo. Epicuro era un
hombre de salud frágil, que reflexionaba en un jardín, que bebía agua y comía
verduras, aunque no despreciaba el que un día llegara vino o fresas y que
creía que si bien el dolor era inevitable, el sufrimiento podía cuestionarse.
Fue después de que los coches hubieran ocupado la bodega de carga, cuando
nos hicieron embarcar por orden. Reconocí el olor a salitre, a vómito cubierto
de vómito camuflado, a la avaricia de la humedad y a suela de plástico que ha
pisado cloro. La mar parecía calmada. Diecinueve horas de viaje eran muchas.
Toqué su hombro derecho, el que quedaba al descubierto por una guitarra
que le tapaba la espalda. «¿Te apetece que tomemos algo en alguna
esquina?… Supongo que este barco tendrá esquinas…». «Bueno, ¿por qué
no?», me respondió, mientras sonreía como si de la sonrisa hubiera hecho un
oficio.
Nuestro marco cultural regido por las leyes, casi divinas, de la economía de
mercado también se asienta en la lógica de la mortificación de la carne. De
los más de trescientos tratados que sabemos que escribió Epicuro, el
oscurantismo se ha ocupado de dejarlos en apenas tres cartas, de los
Cirenaicos sólo conservamos el nombre, a los Cínicos helenistas los hemos
considerados ágrafos, de Lucrecio ha trascendido una obra (naturalmente
porque antes se le descalificó como loco), etcétera, etcétera, etcétera. De la
mayoría de los templos paganos conservamos las cimentaciones sepultadas
bajo las iglesias cristianas y de sus cultos sólo sabemos lo que dicen los que
los condenan. Mientras que de los demás, de los espiritualistas que han
impuesto el sacrificio y la obediencia sobre el disfrute y el cuestionamiento,
conservamos hasta los restos mortuorios (incorruptos, eso sí).
Es por ello, quizá, por lo que mientras más nos asocian el placer al consumo,
la riqueza a la posesión y el sexo al orgasmo, más estrechos se vuelven los
mecanismos de control y de sanción sobre los medios para alcanzar la
felicidad. Consumir con dinero, enriquecerse adueñándose y correrse tras
meterla de determinada manera y bajo determinado marco y compañía. Eso
es lo que da la felicidad, lo demás son filosofías antiguas…
Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos
por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino
de los Cielos.
Hacer del sexo una condena es, ante todo… hacer sexo .
«Sin embargo, es seguro que un eunuco sólo puede satisfacer a los deseos de
la carne, a la sensualidad, a la pasión, al libertinaje, a la impureza, a la
voluptuosidad, a la lubricidad. Como no son capaces de engendrar, están más
cerca del crimen que los hombres perfectos, y son más buscados por las
mujeres libertinas, porque les dan el placer del matrimonio sin que corran los
riesgos». Así lo contaba Ancillon en su Tratado de los eunucos , una
curiosísima obra de principios del XVIII.
Al abrir mi correo electrónico, vi que había recibido una nota de Paul. Junto a
unas líneas, en las que sublimaba el hecho de haberme conocido y me
animaba en mi curiosidad por la erótica masoquista, enviaba tres imágenes:
Paul atado en una cruz de San Andrés, Paul escarificado en una jaula
cilíndrica y el escroto de Paul clavado en una tabla. Supongo que era una
carta de amor.
La conocí a finales de 1999. Ella sabía que yo, en aquella época, ejercía la
prostitución, sencillamente porque había contratado mis servicios para
demostrarse que su desapego a la sexualidad no era un asunto de preferencia
sexual. Desde entonces, y pese a lo fallido, en lo erótico, del encuentro,
habíamos entablado una peculiar amistad.
Se cuenta que el esteta John Ruskin abandonó las prácticas sexuales cuando
descubrió que su esposa tenía vello en el pubis. De Schopenhauer, sabemos
que su misoginia le hizo permanecer célibe toda su existencia; de Bataille,
que pese a sus magistrales y sicalípticos relatos, sentía terror cuando debía
hablar de sexo o cuando veía una obra de Magritte que representaba una cara
en la que los ojos y la boca habían sido sustituidos por unos pechos y un
pubis. Georges Sand dejó escrito que Chopin sólo tocaba el piano.
Deduje de sus extensas explicaciones que, por encima de todo, lo que más le
inquietaba era su presunta «anormalidad». Le expliqué que ella tenía más
sexo que nadie. Que, en mi opinión, el sexo ocupaba más espacio en su cabeza
que ninguna otra actividad. Que lo único que le sucedía era que no le gustaba
«follar», posiblemente porque había perdido o no tenía el hábito, la «cultura»,
de la interacción sexual.
Ella me miró con curiosidad y, dando un brinco, me dejó con la taza de café
en las manos. Se despidió rápidamente alegando no sé qué. Posiblemente le
inquietó pensar que pensaba.
El sexo es un impulso biológico
ESCENA VII.
MADRE UBÚ. Verdaderamente horrible. ¡Argg! Allí hay uno con el cráneo
abierto.
(…)
ALFRED JARRY
Tan decepcionante es derrocar a un rey como esperar algo del nuevo, y tan
ajeno suele resultar para el pueblo, como indiferente para el concepto del
poder. Al menos, mientras nos sigan haciendo falta reyes.
Determinar quién debe mandar no es siempre asunto sencillo. Pero entre las
características múltiples que pueda tener un poder, hay una que suele ser
común a todos los recién Llegados que alcanzan el trono: estar, o hacer creer
que están, en posesión de la Verdad.
Un rey dura lo que dura su verdad. El tiempo en que nos tiene convencidos de
que no hay más verdad que la suya.
Hasta ahora, la voz del rey nos decía que el ejercicio del sexo dependía de
nuestro raciocinio, el que, hábilmente guiado por el recto código moral que la
corte emitía en forma de cultura, mantenía el control sobre lo que nosotros
decidíamos hacer con nuestra puesta en práctica de la sexualidad. Sólo existía
algo único que mandaba sobre nuestras pasiones y nos permitía obrar bien o
mal: nuestra propia voluntad. Ésa era la verdad.
Hay veces en las que tendemos a marcar dicotomías donde no existen. Pero
ya se sabe, nuestro entendimiento parece que sólo funciona si confrontamos
opuestos. Si no está arriba, está abajo, si no es claro, es oscuro, si no es de
día, es de noche. Es nuestra lógica de la confrontación binaria, donde «esto»
es «lo que no es aquello», olvidando los «sucediendo» y «lo que tiende a». La
«lógica difusa» sigue siendo más difusa que lógica.
¿Quién debe regir mi forma de pedir la barra? ¿Los gramáticos, los logopedas,
los otorrinolaringólogos, Dale Carnegie o mis ganas de comer pan?
Platón Timeo
No olvidemos eso. Somos lo que nos han enseñado a ser algunos. Nuestros
mecanismos de aceptación y rechazo, de análisis y comprensión se los
debemos a unos modelos propuestos por determinados «guionistas» de
nuestra cultura. Muchos de ellos santificados por las Iglesias y otros por las
universidades (como Platón).
Guillermo era un vividor sin grandes vidas. Casado con una morena bastante
estúpida (hablar con ella era como escuchar la tele apagada) a la que nunca la
hizo partícipe de nuestros divertimentos sexuales, mis ratos con él podrían
definirse como los que mantengo con el tabaco: no es que sirvan para gran
cosa, pero entretienen. Tenía el mérito, eso sí, de no haberse dejado intimidar
por la reputación pública que yo empezaba a adquirir de, como decirlo, mujer
«exigente».
Pero ¿y los hombres? Ellos no pueden ser histéricos (pues no poseen ese
animal de la hystera ), aunque Freud intentó en alguna ocasión demostrarlo
(sin mucho éxito académico, por cierto). Entonces, ¿cómo podemos designar a
aquellos que sufren de ardores «genitales»? ¿Alguien lo sabe? ¿Alguien sabe
por qué no lo sabe?
Coloqué cada uno bajo sus pies. Rechinó suavemente en un grito contenido.
Nada teme más el «discurso normativo del sexo» que el deseo femenino y
nada comprende menos que la sexualidad femenina. Por eso inventa
sentencias que, como el estribillo de la canción del verano, se nos adhieren
hasta que nos resulta imposible dejar de tararearlas. Una de ellas es la de
«los hombres siempre tienen ganas y las mujeres no».
Arthur Schopenhauer
A Pierre lo conocí a través de unos amigos comunes en un local del que él era
copropietario. Francés de nacimiento, aunque residía desde hacía tiempo en
España, tenía un aura de tipo enigmático que me atrajo enseguida. Bien
parecido, con buenos modales y un discurrir sobrio pero inteligente, intuí que
era de ese tipo de personas con recursos humanos que no se dejan intimidar
con facilidad. En aquel momento de mi vida, en el que públicamente mi
imagen se prestaba a cierta confusión, pensé que podía ser el tipo de persona
que, a diferencia de los cretinos y advenedizos que solían rondarme como los
tiburones a una balsa, podía reportarme algo. Así fue como, después de
vernos varias veces, asistir juntos a algunos recitales y de unas cuantas horas
de sexo de buen nivel, me enamoré de él.
Y qué mejor para eso que utilizar el amor. El «celo» de las mujeres es el amor.
Es una hipótesis, lo sé, que en nada pretende desprestigiar este real y
profundo sentimiento humano, pero que, según creo, se manipula para
«autorizar» una actividad humana, el sexo, que no necesariamente debe ir, ni
física ni emocionalmente, unida a él.
Regresé a casa al alba. Mi encuentro sexual con Luc y con Pierre había sido
muy satisfactorio. Continué un tiempo viéndome con Pierre. Llegué incluso a
pensar que posiblemente él cubriría la ausencia de Giovanni. Pero me
equivoqué. La discusión que mantuvimos el día que yo, inocentemente, le
pregunté por Luc, puso fin a nuestra relación. Le resultó difícil entender que
yo no amaba a Luc. Aunque quizá le resultó más difícil entender que yo
hubiera follado con Luc sin amarlo.
El yo-yo
Definición enciclopédica
Cuando se produce el encuentro sexual sólo hay una voz que escuchar, la
propia, y un único elemento que mirar, uno mismo. Esto puede resultar un
poco difícil de entender, acostumbrados como estamos a tratar con ególatras
de ambos géneros, que son incapaces de «entender» con quién se está
interactuando y el qué se está poniendo en práctica. Estos pajilleros que
prefieren la vagina ajena que la mano propia, o estas «dolientes» que
prefieren el lamento en compañía que en solitario, no son, naturalmente, los
egoístas a los que me refiero. Estos o estas del «yo me lo trabajo» o estas y
estos del «no me muevo porque me despeino» son elementos a evitar en
cualquier caso, fundamentalmente porque son elementos que no aprenden.
No son éstos, sino los egoístas, los que sólo acaban resultando buenos
amantes, aquellos que se han formado en la escuela de la autocontemplación;
aquellos que, a fuerza de tener tiempo para uno mismo, han sabido entender
su deseo e interpretar la reactividad de su cuerpo. Desde esa formación es
desde donde se alcanza la solidaridad con el otro, desde donde se le entiende
y se le ama. Y es desde allí, desde donde se adquiere la máxima sabiduría en
el uso del sexo y de la vida: la espontaneidad.
El silencio que pidió el guía fue para rendir homenaje a Rembrandt. La sala
albergaba varias obras suyas. Entre otras, el autorretrato Rembrandt en el
caballete , al que algunos también llaman Autorretrato con pintura y pinceles
. Era el efecto de una vida. Cada arruga pintada era una conclusión, cada
oscuridad, una emoción y su mirada era una lección: la lección. El guía, en un
alemán esforzado, explicaba cuestiones técnicas y biográficas relacionadas
con la pintura. Me apreté en el grupo con intención de ocultarme.
Coll: En efecto, les vamos a enseñar cómo se llena un vaso de agua. Y a partir
de este instante, todas las palabras las irá traduciendo mi compañero al
francés, que como verán, es una lengua que domina perfectamente.
(…)
Coll: Comenzamos.
Tip: Comenson.
Coll: Empezamos.
Tip: Enpeson.
Coll: Principiamos.
Tip: Principion.
(…)
Coll: Socabramos.
Tip:… lamadelon.
Coll: No se podrá…
Tip: Ce né pa posible!
(…)
Extracto de la transcripción del diálogo de Tip y Coll explicando cómo debe
llenarse un vaso de agua.
Para la interacción sexual, una buena cabeza vale mucho más que una
mecanización de procesos más o menos eficaz. Para la vida, también. El sexo
es un asunto de comprensión de lo humano y no una secuencia de gestos y
puntos bien aprendida. No hay mejor práctica para el sexo que el
pensamiento. Sin embargo, siempre hay un buen samaritano dispuesto a
darnos o a vendernos la receta y a recordarnos que el hábito sí hace al monje.
En el sexo hay que conocer tres cosas básicas que se aprenden, a poco que
nos dejen, antes incluso de aprender a leer. Los manuales que recomiendan la
práctica de una estandarización de la seducción o del ars amandi resultan
igual de cómicos que dar una lección bilingüe sobre cómo llenar un vaso de
agua o la afirmación de Salvador Dalí: «Soy practicante pero no creyente».
Con la salvedad de que la lección y la afirmación son geniales.
1. Ningún varón está obligado a hacer que el coito dure más de cinco
minutos.
2. Ninguna hembra está obligada a aguantar a ningún varón que haga que el
coito dure más de cinco minutos.
Preocuparse por la duración del coito genera dos cosas: preocupación y coito.
Ninguna de las dos es necesaria para desarrollarnos como seres sexuados.
Normalmente, prolongar el coito es, para el varón, acortar su capacidad para
disfrutar del sexo. Para la mujer, normalmente es prolongar su capacidad
para distraerse.
«Cuando uno teme sufrir, ya está sufriendo», dice el proverbio chino. En los
hombres, la obligación, casi moral, de prolongar el coito genera una ansiedad
que, con demasiada frecuencia, desemboca en las disfunciones sexuales más
comunes: impotencia, eyaculación retardada y especialmente el antónimo de
lo que se pretende con esta servidumbre: la eyaculación precoz.
El tiempo mínimo que contrataba era de dos horas (más de una vez, Giovanni
y yo teníamos que esperar en el vestíbulo de un hotel a que acabara o viendo
en la tele, desde la cama, alguna reposición de películas de cine negro).
Clara, una chica por la que Alessandro sentía especial inclinación, llevaba en
el bolso, cada vez que lo visitaba, una botellita de 250ml de aceite de oliva
virgen. Nada mejor que el aceite de oliva para intentar calmar la irritación
que «un persistente» provoca en la vagina, me explicó un día. Alessandro,
mientras, creía que era el mejor amante que hubiera dado Italia desde
tiempos de Giacomo Casanova… si no desde antes.
Existe la creencia de que cuando algo, por ejemplo una obra de arte, ha
tardado mucho tiempo en construirse, su valor es mayor. En el tiempo en que
Mozart componía una sinfonía, Schumann escribía un acorde, en el tiempo en
que Antoni Tapies pinta un cuadro, Antonio López desenrosca el tapón de un
tubo de óleo y mientras Basho componía un haiku de corrido, Dante tardó
alrededor de quince años en escribir La Divina Comedia . Ello no implica que
el valor de la Sinfonía Renana sea necesariamente superior a la 40 de Mozart,
que tenga más valor la Gran Vía de Antonio López que Núvol i cadira o que se
disfrute más La Divina Comedia que El viejo estanque . Confundir tiempo con
calidad es como confundir valor con precio.
Por aquel entonces, por aquellos tiempos en los que Alessandro hacía de las
suyas y Giovanni empezaba a ser, para mí, Giovanni, frecuentaba el burdel un
tipo charlatán, de espaldas estrechas y de profesión abogado. Su práctica
favorita era meterla durante cincuenta y nueve minutos y correrse cuando la
alarma de su reloj, que siempre ponía en marcha por si le escaqueábamos
algún minuto, indicaba que había pasado una hora. Las chicas le temían como
al café frío y yo estaba particularmente harta de ese «metomentodo», de sus
paraditas y de sus instrucciones, de su reprise y de sus frenazos en seco.
Aquella mañana, en la que yo esperaba que un italiano volviera a llamar para
encontrarse conmigo, me tocó a mí atenderle.
Entonces, lancé un alarido como si todos los orgasmos del mundo acudieran a
mi encuentro. Contraje repetida y fuertemente los músculos de la vagina
simulando las contracciones orgásmicas. Y se corrió.
Dostat se autem na letiste je velice snadné, protoíe letiste leíi vedle dálnice Di
Bmo-Olomouc jestl na území mista Brna. Na 201 km od Prahyje sjezd na
Slatinu a odbocka na letisti je viditel-né oznacena. Od dálnicního sjezduje
letiste vzdáleno 2 km.
Naturalmente, me perdí.
Sólo somos capaces de nombrar los conceptos que entendemos, los que somos
capaces de concebir. Algo ininteligible para nosotros no tiene palabra porque,
para nosotros, no tiene significado.
Fue durante la ejecución de una asana cuando tuve claras algunas intenciones
de Simón. Sujetó con su mano derecha mis glúteos mientras la izquierda la
apoyaba en mi pecho… «es para abrir el tercer chakra », me dijo. Aquí, de
tejas para abajo, lo llamamos «meter mano», pensé.
«Hacerse la picha un lío» es una expresión que podría muy bien haberse
acuñado para la mayoría de los que hablan y practican, aquí en el Oeste, el
tantra.
Cuentan que Antonin Artaud asistió un día a una función de teatro balinés. Se
cuenta que, tras el espectáculo y no entender que se trataba de una
representación, pues él creyó que los actores estaban poseídos por un
verdadero arrebato visionario, creó el «teatro de la crueldad». Su propuesta
teatral ha sido fundamental para que se desarrollase una vanguardia teatral
en nuestra cultura.
Naturalmente.
Todos podemos ser multiorgásmicos
Noticia
Recuerdo mejor los gritos de mi madre que el motivo de los gritos. Yo debía
de tener apenas cinco años y un osito de peluche, de color osito de peluche,
tres dedos más grande que yo. No sabría explicar muy bien por qué me
frotaba contra él, aunque intuyo que mi madre sí debía de tener una idea
mucho más clara que yo. Al menos su cara de pánico reflejaba una enorme
seguridad.
Un tiempo después seguía sin saber qué ocasionaba los gritos de mi madre,
pero aprendí a ocultarme cada vez que buscaba el cariño de mi amigo de
trapo. Entonces, la naturalidad se convirtió en intención y la satisfacción en
ocultación, aunque la inquietud no estaba en mí, sino en el ojo de mi madre.
Con toda su buena intención.
Aprendí, cuando ya era yo la que le sacaba tres cuartas al osito, que no era la
única niña que se sentía bien muy cerca de su nounours , ni la única que
desvestía a mis muñecas más con la intención de ver que con la de
cambiarlas. Podría incluso decirse que yo no resultaba nada original en mi
actitud. Aunque quizá, para cuando supe esto, y con vistas a evitar la culpa,
ya era un poco tarde.
Tuve que superar con claridad la veintena para sentir mi primer orgasmo. Lo
alcancé sola. Una de aquellas noches en las que deseaba más pensar en mi
ocasional amante que en estrecharlo.
Otra tarea compleja es intentar definir el sexo sin asociarlo al orgasmo. Y sin
embargo así debería hacerse. Creer que el sexo es «aquello que tiende o
procura el orgasmo» es limitar extraordinariamente el sentido del sexo y
darle una finalidad concreta. Es intentar hacerle un traje de novia al viento.
El sexo sólo tiene límites para quien se los pone y finalidad para el que se la
impone.
Llegué con el tiempo justo de cambiarme para recibirlo. Tenía poco pelo. De
mediana estatura, debía de rondar la cincuentena y, aunque de extremidades
delgadas, su vientre era prominente y redondo. Por su aspecto deduje que
posiblemente se dedicaría a la abogacía. Yo ya había cumplido los treinta.
En la habitación del jacuzzi y las cortinas rojas, no me resultó muy difícil que
alcanzara pronto el orgasmo. Sin embargo, él había pagado dos horas y,
además, era de aquel tipo de cliente, digamos, «complaciente». Así que
sugirió que ahora debía ser yo quien lo alcanzara. Y acepté la sugerencia.
Para que eso sucediera, tuve que haber cumplido tres décadas, tuve que topar
con una persona que por su físico y sus habilidades me dejara totalmente
indiferente, es decir, completa y exclusivamente preocupada de mí y de mi
placer, y tuve, eso también hay que decirlo, que haberme metido, unos meses
antes, a puta.
En una sociedad que se rige por los niveles de producción, que sigue
condenando la sexualidad no productiva (la que no genera y engendra:
onanismo, homosexualidad, voyeurismo, fetichismo…), nadie puede rechazar
los altos niveles de rentabilidad que procura la multiorgasmia. Quizá por eso
la llamada multiorgasmia es uno de los grandes temas de la divulgación del
discurso normativo. Las agencias de prensa de la sexualidad comme il faut y
del «goce usted produciendo como ninguno» se encargan de divulgar a los
cuatro vientos el superorgasmo o la secuencia infinita, sin dejar por ello un
instante que nos olvidemos del «cómo» coital, sin dejar siquiera que nos
preguntemos por otro «cómo» que no sea ése. Mientras, la señora, que
bastante tiene en su casa con lo suyo, con su modesto orgasmo un sábado de
cada tres si el mes es propicio, padece por no llegar a alcanzar estos excelsos
niveles de rendimiento.
Es muy posible que todos, como seres humanos, podamos comernos dos
bocadillos de queso en diez minutos, o quince o hasta veintiséis, pero ¿por
qué?, y ¿para qué?
Eric había perdido el vuelo. Habíamos pasado la noche intentando uno de sus
descubrimientos eróticos más recientes relacionado con la simultaneidad. Sin
más éxito, por cierto, que el que le quise hacer creer.
A Fernando lo conocí la noche anterior, cuando con unas amigas tomaba unas
copas en un local chic de la posmodernidad madrileña. Era uno de esos
aspirantes a trovadores, con un aire muy estudiado de malditismo y con más
encanto que oficio. Intimamos, de esa manera de la que sólo se puede intimar
en los dos metros cuadrados del lavabo del local. Como el encuentro había
sido muy «estrecho», le propuse repetir al día siguiente, a las once de la
noche en mi piso, bueno, en el piso de Eric, bueno, en el piso del papá de Eric.
Entre las muchas cosas que intercambiamos apoyados entre la puerta cerrada
y el pomo de la cisterna, no figuraron ni el teléfono ni mi situación de vida en
pareja. Yo debía partir la semana siguiente a Sudamérica para una estancia
que se alargaría tres meses. Ultimaba, desde casa, los preparativos del viaje.
Siempre tuve, desde que viví en aquel piso, dificultades para accionar los
mecanismos eléctricos que abrían las ventanas. Quizá fue eso lo que me
impidió el intentar salir por alguna de ellas, cuando desde la mirilla pude ver
como Fernando y Eric salían juntos del ascensor y se dirigían hacia mi puerta.
Quizá fue entonces cuando empecé a detestar, creo que a Einstein le pasaba
algo similar aunque por motivos distintos, la simultaneidad y el sincronismo.
«Me voy a correr» es mi recurrente. Pero hay muchas otras: «me vengo», «ya
llego», «me voy»… Todas ellas para anunciar lo mismo; la inminencia de la
partida, el fin de las palabras y la omnipresencia del orgasmo.
También es posible que los humanos, frente a este traslado fugaz al mundo de
nunca jamás, busquemos compañía. Aunque, exceptuando la muerte, no
puede haber experiencia más solitaria, individual e incompartible que el
orgasmo.
Mi viaje era inaplazable. Yo, al contrario que Eric, no podía perder ningún
avión. Tuve que alojarme en casa de una amiga hasta mi partida, sabiendo
que a la vuelta debería, antes de deshacer las maletas, buscar un nuevo piso
donde vivir.
La Quimera
Mi madre solía recortar los puntos que daban con el paquete de detergente
de lavadoras. Dos por paquete. Cuando se habían conseguido treinta, había
que meterlos en un sobre, franquearlo y enviarlo a la dirección del fabricante.
Al cabo de un mes, recibíamos en casa, a portes debidos, un tazón para el
café con leche decorado con calcomanías de animales. Todavía los conserva
en la alacena.
La vagina cada vez tiene más puntos. Desde que se descubrió oficialmente
que era insensible, con tan pocas terminaciones nerviosas que es posible
hacer un raspado del cuello del útero sin apenas anestesia, empezaron a
aparecer por todas partes de su geografía. Les pusieron iniciales: «F», «A»,
«K», «G»…, que siempre son más serias y científicas que las descripciones.
Que nadie se inquiete, que si se acaban las letras, podemos hacer como con
las matrículas y poner números, y que nadie se altere tampoco por lo limitado
en tamaño de la vagina; en doce elásticos centímetros caben muchas cosas, y
si son puntos, más todavía.
Mientras, la ciencia sigue sin saber si… bueno, sigue sin saber. Y entretanto,
el coito, el rey de las prácticas eróticas del «discurso normativo del sexo»,
sonríe.
De lo que no se duda, ni chiquillas ni adultillos, es de que metiéndola a fondo,
la mujer alcanza indefectiblemente lo que llamaban, no hace mucho, el
«paroxismo histérico» (el «orgasmo» para los que somos de aquí). Histérica,
con tanto meter y sacar, sí puede acabar una, eso es cierto, pero a la más
pura histeria está condenada una si topa con uno de esos «hurgadores
vaginales», con «los exploradores de grutas», cada vez más frecuentes por
leer lo que no deben, que creen que la vagina es una nevera llena en tiempos
de Cuaresma.
El punto G sirve, por lo menos, para diferenciar dos tipos de mujeres: las que
manifiestan que lo tienen y loan sus virtudes y las que niegan o prescinden de
su existencia y dudan de sus cualidades en caso de que las hubiera. Ambas
posiciones, creyentes versus agnósticas y ateas, se enfrentan en una lucha
despiadada en la que las susceptibilidades se enconan y el rango de feminidad
parece estar en juego. Los hombres, por lo general, parecen tenerlo mucho
más claro: la inmensa mayoría de las parientas se corren, como gacelas
perseguidas por leones en la sabana, a poco que las penetren. En cualquier
caso, el tema es muy sensible (posiblemente tanto o más que el traído y
llevado punto de Grafenberg).
Cada mujer es, en cualquier caso, un universo y cada deseo individual opera
con mecanismos de una infinita complejidad que se activan a poco que el
deseante crea que se deben activar con una cosa o la otra. Pero, y en eso
insisto, para lo que sin duda sirve el punto G, y todos los demás, es para
perpetuar el modelo de una sexualidad de vocación reproductiva y de práctica
copulativa. De todas formas, creo que el problema, la pregunta y la respuesta
al «teorema de los puntos» no pasa por resolver su existencia. Que exista o no
es, quizá, lo de menos. El tema de fondo es otro.
Cuando, en la cama, de rodillas frente a ella, deslicé sus braguitas por sus
largas piernas, pude ver su hermoso pubis cubierto por una fina capa de vello
rubio. Tatiana me había lamido rítmicamente, dibujando sobre mi vulva, con
su lengua, todo un abecedario. Su boca iba y venía sobre mi clítoris, como si
hubiera olvidado algo que repentinamente recordaba. Mientras, sus dedos me
acariciaban, a saltitos, el vientre, el interior de los muslos, el pecho y su larga
melena cosquilleaba mis caderas. Noté que ya no me oía a mí misma, intenté
retenerme un segundo más, pero una corriente punzante en el sacro inició
mis espasmos.
Y era verdad.
Muchos puntos para alguien como yo, que prefiere el café a las tazas.
Las bolas chinas sirven para dar placer
Intervine:
—Bueno, es que éstas son de acero, porque Susana tiene unos músculos de la
vagina muy entrenados —maticé.
—Sí, éstas son las mías… —aseveró ella. Cara de alarma en la presentadora:
Que Hassan era aficionado a meterme botellines de coca cola de 25cl por la
vagina es algo que quizá algunos ya conozcan. Les daba la vuelta,
introducirlas de frente puede provocar el vacío, y las metía lentamente,
recreándose en la suerte. Para Hassan eran los botellines, para Piero, los
plátanos pelados (que luego se comía), Andrés tenía preferencia por los
pepinos (que también yo le hacía pelar, no sólo porque la piel del pepino
puede ser incómodamente rugosa, sino porque la pulpa del pepino contiene
sustancias astringentes y antisépticas), el piadoso de Roberto (un antiguo
cliente), velas blancas de unos 5 cm de diámetro que compraba en una
cerería del barrio gótico de Barcelona, a Luz le perdían los consoladores
(variadísimos, cuanto de más tamaño y más «veristas», mejor), a Carlos (otro
cliente, este de la línea fetichista) era un collar de perlas de su difunta madre,
y a muchos, a muchos otros, los dedos. No hablo de los que buscan
directamente meter el pene.
A partir de entonces nos vimos con relativa frecuencia hasta llegar a intimar
(de palabra) y compartir algunas asignaturas en las aulas del Incisex.
Formada en un círculo estricto del cristianismo más fundamentalista,
conmigo se sentía desinhibida para relatarme con todo detalle los continuos
pecados de la carne que cometía, siempre, eso sí, dentro del marco del
sagrado matrimonio. La interpretación que hacía de la doctrina que le habían
imbuido del deber marital era, sencillamente, brillante. Cumplía uno a uno los
preceptos de obediencia y sumisión, pero había convertido esos preceptos no
en una mutilación, sino en un gozo carnal continuo.
Fue otro austríaco, Sigmund Freud, el que valoró el orgasmo vaginal como
superior al clitoriano. Según el padre del psicoanálisis (uno de los
intelectuales más originales, por cierto, de la modernidad), la mujer sentía en
su periodo formativo un orgasmo de origen clitoridial que en la madurez se
iba redirigiendo hacia la vagina. Por tanto, una mujer madura era la que con
su vagina, y no con su clítoris, podía provocarse orgasmos. Todos, excepto un
grupo reducido y sin demasiado criterio (las mujeres), estuvieron de acuerdo.
El tercer pilar del discurso normativo de nuestro modelo de sexualidad, el
«coitocentrismo», estaba remachado con hormigón armado. Si entre todos
convertíamos la vagina en algo sensible, el meter cosas dentro de ella
cobraba pleno sentido.
Susana puede hacer ritmos con las bolas chinas introducidas en la vagina.
Puede, según dice, mover el pene de su compañero a voluntad y masturbarlo
(o «vagiturbarlo») sin demasiado esfuerzo. Eso está bien, es un gran logro,
pero tiendo a ver en ello una adaptación más de la anatomía femenina al
placer sexual masculino que un avance en el goce propio. «Lo malo de la
ignorancia es que va adquiriendo confianza a medida que se prolonga»,
proclamaba Alexis de Tocqueville. Ignorancia es creer que las bolas chinas
sirven para dar placer a las mujeres. Ignorancia es no saber a quién beneficia
esa creencia.
Georges Bush
Más que decir, como la coletilla, que no existen mujeres frígidas, sino
amantes que no saben tocar, convendría disculpar un poco al amante
(sabiendo que, efectivamente, hay demasiados amantes que no merecen ese
calificativo) y matizar que, normalmente, no existen mujeres frígidas, sino
mujeres que no han aprendido a dejarse tocar.
Sin embargo, su vida podía ser, a los ojos de cualquier otro que no fuera
Asunción, envidiable. Adinerada, con una profesión liberal que le permitía
marcar sus horarios, disponía de un extenso patrimonio que lo componían,
además de su vivienda principal, varias propiedades en zonas turísticas del
sur de España. Aficionada a la música clásica y a las películas romanticonas,
no se perdía ningún estreno musical en la Fundación Caja Madrid.
«Todo ha salido mal. A Asunción, todo le sale mal. Por lo tanto, soy Asunción».
Vivía sola, en una casa grande en las afueras de Madrid, con varias personas
a su servicio que le hacían sufrir lo necesario (la trataban con el «cariño» que
ella exigía). Asunción gozaba, además, de una mala salud de hierro, que le
permitía vivir constantemente preocupada por ella, aunque sus achaques no
derivaran nunca a mayores.
No hay peor guerra civil que la que uno sostiene contra sí mismo. Decía Gide
que hay muy pocos monstruos que se merezcan el miedo que les tenemos.
Uno de esos monstruos a los que, quizá, sí debamos temer es el miedo a dejar
de ser lo que creemos que somos; los otros, a veces, gobiernan naciones.
La eyaculación precoz es un problema del hombre
Sólo los que no conocen el tiempo creen que el tiempo pasa sin tenernos en
cuenta. Que es algo lineal, que no se dilata, se deforma o mengua. No hace
falta entrar en Bergson o en la física relativista para saber que el tiempo
sucede en función de la interpretación que de él hacemos en nosotros
mismos. El tiempo no se mide con relojes, sino con emociones, porque el
tiempo es el sentimiento de nuestro tiempo.
La eyaculación precoz, o quizá mejor dicho, el eretismo precoz, tiene que ver
exclusivamente con los sentimientos de frustración y satisfacción, no con el
paso de las manecillas. Tiene que ver con que vivamos con plenitud una
interacción sexual, en la que sean las emociones y no los relojes los que la
validen o la sancionen. En la que nos condicione el placer que
proporcionamos o recibimos y no los tiempos de ejecución que otros, por
muchos que sean, han establecido como convenientes.
El enemigo, aquí, no es un militar con muy mala leche y elefantes como para
fundar un zoo, sino algo tan gratificante como el orgasmo. Convendría
reflexionar sobre qué extraños mecanismos pueden hacer que temamos a
nuestro propio orgasmo.
Me cité con Hugh tres veces durante mi estancia en Londres con motivo de
un stage de posgrado en una empresa. Cenábamos, tomábamos unas copas, y
una vez llegamos a besarnos. Lo que de común tuvieron los tres encuentros es
que terminaban de una manera brusca, dos en el portal de su casa y uno en la
recepción de un hotel en el barrio londinense de Notting Hill. Cuando todo
parecía predispuesto al encuentro sexual, de repente, algo fallaba.
No llegué a saber muy bien cuál era la causa, hasta que, dos años después,
contactó conmigo porque iba a desplazarse a París y quería que le
recomendara algunos lugares que visitar. En su carta, me informaba, después
de explicarme el motivo de la misma, que vivía desde hacía seis meses con
una chica de Birmingham y que con ella había conseguido superar el
problema que yo sin duda habría intuido (y que en verdad yo nunca intuí):
Hugh era un «eyaculador anticipativo», se corría al pensar que el coito podía
tener lugar.
Leí, en una ocasión, del filólogo Marius Serra, el caso de un monje, Pompeyo
Salvio, que a principios del XVII, de la jaculatoria Ave María, gratia plena,
dominus tecum , había conseguido sacar quinientos anagramas (quinientas
composiciones con sentido, combinando y utilizando las treinta y una letras de
la jaculatoria). No sabemos cuánto tardó el tal Salvio en su cometido, pero en
ningún caso debió de tratarse de un lanzamiento precoz… Y si con una
jaculatoria se puede hacer eso, imagínense con una eyaculación…
Mi pareja me toca menos… Seguro que ya no me quiere
—El ser humano parpadea unas diez veces por minuto —le dije.
Le dije que me dolía la cabeza. Es cierto que llevaba un tiempo sin acostarme
con él. Yo no sabría decir cuánto, pero él seguro que sí. Me giró la espalda y
apagó la luz. Yo, a tientas, me levanté a buscar una aspirina.
Un sofisma es un razonamiento aparente que nos pretende convencer de lo
falso:
Sócrates es mortal.
Algunos, como éste, parten de dos premisas ciertas para alcanzar una
conclusión errónea. Otros, directamente, se apoyan en premisas falsas, que
creemos como ciertas, para completar un silogismo engañoso. Un ejemplo:
El sexo es pasión.
La pasión es amor.
El sexo es amor.
He dicho ya en algún sitio que las estadísticas sirven para saber lo que dicen
las estadísticas. Poco más. Sin embargo, y esto lo sabe cualquier político en
campaña, también pueden influir notablemente en la idea de «normalidad»
que la ciudadanía pueda tener de ella misma. Estadística es, también, por
cierto, la amiga que nos cuenta cuántos polvos ha echado con su maromo la
última semana. Si nos creemos, por ejemplo, que las parejas normalizadas
follan (es decir, la meten) tres veces por semana, empezaremos a tener un
problema. Cuando no cumplamos con la «media» normalizada, creeremos que
somos menos amados.
Gorgias Leontino, que cumplió ciento siete años y que jamás cesó en su
estudio y trabajo; el cual, habiéndosele preguntado por qué quería vivir tantos
años, dijo:
Cicerón
No hay mejor manera para hacer que algo sea cierto que creer que es cierto.
Madame Claudette sentía una especial predilección por los trajes de Chanel.
Pese a lo avanzado de su edad, mantenía una silueta esbelta y un pelo cano y
lacio que dulcificaba su rostro y daba sentido a sus arrugas. De miembros
largos y delgados, sus gestos eran siempre comedidos pero determinados. Al
hablar, sus manos se movían por el aire como las de un pianista durante un
recital.
Por ejemplo, cualquiera que haya tenido trato, más o menos directo, con los
centros de confinamiento de estos grupos de edad, parvularios o escuelas
primarias y geriátricos, sabe que en ellos la actividad sexual es intensa. No
quiere esto decir, por supuesto, que se organicen orgías ni cópulas masivas
entre los internados ante los ojos atónitos de los celadores, pero sí que el
ejercicio de la condición de sexuados de estas personas se pone en práctica.
Mientras los niños averiguan, los ancianos confirman.
Para las mujeres, la «menopausia» tiene un carácter mucho más marcado que
la llamada «andropausia» para los varones. El proceso que nos lleva a la
pérdida de la regla es largo y penoso y durante él se producen una serie de
cambios traumáticos en nuestra mecánica hormonal que nos afecta en
alteraciones emocionales y en trastornos orgánicos más o menos evidentes.
La irregular producción de una hormona llamada testosterona (que solemos
creer que sólo la producen los varones) genera una serie de inconveniencias
en el ámbito de los genitales: mayor sequedad vaginal, pérdida de elasticidad
en ese conducto, estrechamiento del tramo posterior y del cuello del útero… y
de mermas en el proceso bioquímico del deseo.
Karl Kraus
Decía el cómico que lo malo de los cuernos es que tienes que cargar con toda
la vaca. A mí me había tocado una mala racha de oportunistas, simplones,
pretenciosos y enamoradizos, de esos que lees en medio polvo, que los tienes
del todo vistos antes de que se bajen los calzoncillos y que se acaban por
donde empezaron. A cambio, había tenido que cargar con pamplinas de
seducción, cenas de charlas mal guionizadas, polvos que ensucian más que
edifican y despedidas a la francesa. Mucha vaca para tan poca cornamenta.
Pensé que ya había trotado bastante. Y que no hay mejor sexo que el que una
se procura.
La algarroba es un sucedáneo del chocolate sólo para los que creen que no
existe nada más que el chocolate. Para los demás, es el fruto del algarrobo, de
vainas alargadas y color marrón oscuro, cuando maduran, y un saludable
alimento.
El origen del término «masturbarse» no parece estar del todo claro para los
filólogos. De origen latino, podría derivar de la locución manu stupare , algo
así como violarse o forzarse con la mano, o de manu turbare , turbarse con la
mano. El matiz entre la condena y el gozo es amplio, pareciendo quedar a
gusto del consumidor el sentido que le pueda dar a la práctica de esta erótica:
la culpa o el placer.
Una cosa son las prácticas en solitario y otras, las que se realizan con la
mano. Una cosa es amarse a sí mismo y otra, amar con la mano. Una cosa no
conlleva la otra y la otra no es sinónimo de la primera. El matiz es
fundamental. Cuando las cosas las entendemos, las nombramos
correctamente.
En la Roma antigua, el orgasmo no podía procurárselo uno solo. Por más solo
que estuviese. Se requería siempre la ayuda de un genio, de un manes, que
era el que, a través de la práctica ipsatoria, viniera a procurar el eretismo. En
el siglo XVIII, Crébillon hijo escribió una novela en la que le dio el nombre de
Sylphe a ese genio portador de orgasmos. Tampoco en latín, como parece que
cuenta Marcial, existía el sustantivo «masturbación», aunque sí existiera el
verbo «masturbar». Un verbo implica, o al menos no descarta, la
participación. Uno, aquí y en Roma, puede masturbar a otro.
Creo que fue a Arrabal al que oí mencionar el hecho de que Sartre, cumplidos
los cincuenta, se declaró exclusivamente como un «masturbador de clítoris».
Salvo que el existencialismo, en su infinita sabiduría, le hubiera procurado a
Sartre un clítoris, Sartre masturbaba en compañía. La quiroerastia, el amar
con la mano, no es sólo asunto privado.
Pascal Quignard
El sexo y el espanto
Los animales astados no siempre han tenido mala prensa. Como vemos, en
ocasiones, hasta han servido para convertir, a su vez, en cornudo a todo un
rey.
Hay cosas que si hubiera sabido explicarme por qué las hacía, posiblemente
no las hubiera hecho. Una de ellas fue llamar a Dieter y Elsa.
Pareja liberal con buena presencia y alto nivel sociocultural, busca chica seria
para mantener relaciones sexuales.
Alguna vez hemos hablado ya de que uno de los tres fundamentos en los que
se apoya eso que algunos llaman la sexualidad humana (que en realidad no es
más que el «discurso normativo del sexo» que nos hemos procurado para
salvaguardar un sistema social articulado en la familia y destinado a la
reproducción) es que la ejercitación de nuestra condición de seres sexuados
debe realizarse dentro de la «asociación» pareja.
Familia y reproducción son los únicos usos que ese discurso, que nos encajan
como si fuera el verdadero sexo, permite. Esto puede sonar a demodé y
podemos creer que ya no está en vigor porque nos hemos comprado un
vibrador, pero si alguien piensa, por ejemplo, que no es cristiano porque no
visita las iglesias, que revise su sistema de valores y luego evalúe la
afirmación que niega su «cristiandad» (hay muchos menos «infieles» de lo
que nos imaginamos).
Para preservar esos usos hay que, entre muchas cosas, controlar de manera
feroz el deseo femenino (y tolerar o aplaudir por «natural» el masculino), hay
que sacralizar los genitales femeninos (que son los que «generan»; los que
reproducen) basándose en un control moral oscurantista sobre su uso y a la
ignorancia sobre ellos (sólo lo que desconocemos puede ser sagrado), hay que
hacer de la única práctica erótica reproductiva, el coito, la finalidad del sexo o
hay que dar «títulos de propiedad», a los contrayentes del contrato de pareja,
sobre la genitalidad del otro, catalogando esta exótica práctica, de la
exclusividad genital, como «fidelidad».
Elsa fijó enseguida sus hermosos ojos sobre los míos. Dieter se mostró
calmado y cariñoso, exponiendo con claridad lo que pretendían de este
encuentro. Pagó los cafés y abandonamos por separado la terraza. Aquella
misma noche me recogerían para acompañarme a la casa que tenían en
Sitges. Yo encaminé mis pasos hacia la lencería. Comprarme ropa interior
estimulaba mi apetito.
La gran excusa del «discurso normativo del sexo» para exigir la fidelidad y
pegar a los amantes «familiares» como insectos al papel atrapamoscas es el
amor. Bueno, el ejercicio de lo que los mismos redactores del discurso llaman
el amor; un compromiso de por vida en el que la obligación de fidelidad se
convierte en uno de los fundamentos inequívocos de su existencia.
En la cama nos centramos en Elsa. Dieter participó lo justo para que ella lo
viera acariciarme y viera cómo yo le correspondía. Después, se fue
discretamente, sin perder la sonrisa, apartándose del juego hasta convertirse
en un observador activo que se deleitaba con el placer de Elsa.
Descolgué el auricular.
El que recurre a la prostitución es porque le falta algo en casa
El «bien común» queda protegido (el «bien común» que, más allá de la
preocupación humanística, es una simple balanza de pagos entre lo que
genera y lo que cuesta, en el caso del tabaco, la riqueza que genera cada
cigarrillo consumido y el gasto sanitario que procura). Para cuando consumir
tabaco sea el anacronismo de una sociedad inmadura, las empresas
productoras de tabaco ya habrán podido reorientar su actividad hacia otras
más «saludables» (la industria armamentística, por ejemplo).
Ella, entre las risas generales, explicó detalladamente cada una de sus
disposiciones, mientras sus sudorosas manos se agitaban por el aire. Y con
ellas, el micrófono.
—Lo que sea; dejarme dar por el culo, tragarme su semen, que estemos con
otras mujeres, que me ate a la cama… Todo. Y digo todo.
—Con una loca como tú, es un deber largarse de putas y como no te des prisa
en levantarte, el programa va a tener que pagarle a éste la visita al burdel.
Anda ya, y pierde unos kilos…
—¡¡¡Joder, es que parece que yo no pueda hacer con mis genitales lo que me
salga de los mismos!!! —dije indignada—. ¡Parece como si mi vulva fuera
propiedad del Estado…! —Rematé.
—El coño de Valérie como un bien de uso social… tía, eso sí que es una buena
orgía… —dijo él, aspirando, adormecido, el humo de aquel exótico cigarrillo.
Me alegró recibir un e-mail de ella unas semanas más tarde. Una dirección de
correo electrónico que figuraba en la solapa de mi libro le facilitó el acceso.
Me contaba que le habían rescindido el contrato en la planta envasadora,
pero que, en apenas diez días, la ETT la había colocado en una nave
empaquetando ositos de peluche. No había un solo reproche hacia el mundo
en sus comentarios.
Pero éste no era el caso de Desiré. Para ella yo era una ficción, casi
cinematográfica, que le permitía evadirse, aunque fuera durante el tiempo de
una línea, de una realidad que aprieta como un garrote vil. Concluía la nota
dándome las gracias por haberla atendido en Madrid. Y por haber sido
amable con ella.
Recibí, tres días antes de escribir estas líneas, un último correo de Desiré. Su
compañero había encontrado un empleo temporal como asistente de cocina
en un restaurante de la zona. Confiaba en que con ello quizá pudieran
devolver el préstamo personal al consumo que habían solicitado para pagar el
anterior y, lo que era tan importante, quizá su compañero recuperaría la
libido perdida. Además llevaba dos meses ya montando la escobilla derecha
del parabrisas en una cadena de montaje y le habían prometido que al tercero
la harían fija. Rebosaba optimismo, aunque temía por sus índices de
productividad; en el tiempo que ella montaba dos, algunos compañeros
podían montar tres. La prórroga de su contrato para el segundo mes concluía
la semana entrante y no le habían dicho nada. El próximo martes sabría algo.
Desiré es una luchadora que ejemplifica, como mucha otra gente, mucho más
allá de discursos escritos sobre papel, lo que es y lo que implica la dignidad.
Que soporta con entereza y ánimo las dificultades de su vida real, además de
soportar a tipos de Yale que en sus comidas de exalumnos de niños riquitos,
de padres más riquitos, dicen que la suerte no existe, que hay que saber
generar las circunstancia y que quien no las genera es porque es un incapaz o
un holgazán. Y la Virgen María es… la Virgen María.
Quien se prostituye vende su cuerpo
Quien cree que alguien puede vender su cuerpo es porque estaría dispuesto a
comprarlo. No me cabe otra explicación.
Si en el discurso social se entiende que los cuerpos (o las almas o las madres)
son material de comercio, ponemos en alto riesgo el elemento de transacción
(los cuerpos, las almas o las madres), no porque se pueda llevar a cabo la
venta, sino porque alguien puede creer que ha comprado algo que no se
puede comprar. Damos títulos de propiedad y libre disposición, para que el
que se pueda creer comprador haga lo que le plazca con el elemento
«adquirido».
Rachid veía pasar desde la entrada a las bailarinas eróticas que nos
amenizaban, a Hassan y a mí, algunas veladas. Hassan era un hombre
poderoso que podía permitirse el lujo de contratar los servicios sexuales de
estas bailarinas, las actividades de las cuales despertaban, indefectiblemente,
su libido. Las chicas venían, contoneaban con enorme maestría sus caderas,
descubrían sus encantos al son de una música que sonaba en el HIFI de la
suite , cobraban y se marchaban. Después, Hassan y yo, a solas,
completábamos el número.
la mujer y la rosa.
Solón
Hacer de ella un acto común, darle carácter de «lo que se puede hacer»,
siempre que respete en su funcionamiento el marco jurídico que establece su
legalización. Cuando se legaliza una actividad hasta entonces penada, el
rango de legalización permite su despenalización.
Se puede abolir la ley que obligaba a las damas a empolvarse la cara con
polvos de nácar antes de salir a la calle, porque ya nadie se pone polvos de
nácar, pero no se puede abolir orinar en un sitio público, en tal caso
hipotético, habría que suprimir los urinarios públicos y «prohibir» (no abolir)
la meada en lugares públicos, sancionando al infractor meón que se arrimara
a un árbol.
Sin duda, abolir es el más «moral» de los tres términos. Comporta, más allá
de la prohibición de uso, la condena moral de conciencia; por encima de
penalizar, la acción persigue la «limpieza» de cualquier vestigio que de la
actividad abolida quede en la conciencia. La lógica de abolir es la estrategia
de la tierra quemada, de la limpieza ética, para llegar a hacer de lo abolido
algo inimaginable. Dice un proverbio judío que, cuando a uno le dan dos
opciones, debe elegir siempre la tercera. Personalmente, creo que cuando te
dan tres, siempre hay que buscar la cuarta.
Éste era uno de ellos. Al concluir la entrevista, alabó, como buenamente pudo,
mi defensa de la libertad individual como valor único que debían perseguir las
(normalmente son «las») que se presentan como ejército de salvación de los
derechos de la mujer. Aplaudió el concepto de la dignidad que yo defendía
como defensa de los valores propios y no del uso de los genitales, asentía con
la cabeza cuando yo explicaba que la prostitución era un ejercicio y no una
condición de por vida y convino conmigo en que había que rehabilitar la
imagen moral de la prostituta empezando por no diferenciarlas o
estigmatizarlas señalándolas con el dedo. «Claro, hay que rehabilitar la
imagen moral de la prostituta…».
Mientras, cuando escribo estas líneas, en las pantallas se emite 300, de Zack
Snyder, la cinta épica que cuenta como en un cómic —para que los niños se
queden bien con la copla— el quehacer lacedemónico en la batalla de las
Termópilas.
Se cuenta un chiste:
—¿Qué es la democracia?
(…) Tampoco le pareció a Alicia que tuviera nada de muy extraño que el
conejo se dijera en voz alta: «¡Ay! ¡Ay! ¡Dios mío! ¡Qué tarde voy a llegar!»
(…) pero cuando vio que el conejo se sacaba, además, un reloj del bolsillo del
chaleco, miraba la hora y luego se echaba a correr muy apresurado, Alicia se
puso en pie de un brinco al darse cuenta repentinamente de que nunca había
visto un conejo con chaleco y aún menos con un reloj de bolsillo.
Lewis Carroll
Son las dos de la mañana y debo madrugar para ir al trabajo. Intento conciliar
el sueño, pero la música que tiene puesta mi vecino me lo impide. Mi deseo
representa a mi vecino parando la música.
Muy probablemente, lo que haré será llamar a su puerta y pedirle que baje la
música que me impide dormir. Si, en el momento en el que me dispongo a
llamar a la puerta de mi vecino, algún reportero obtuso me pregunta: «¿Qué
fantasía le gustaría realizar?», le tendría que decir que ninguna, que lo que
me gustaría realizar es mi deseo de que mi vecino haga que la música cese…
e, inmediatamente, fantasearía con meterle a éste el micrófono por donde, al
otro, le habrían cabido los discos. Aunque, probablemente, lo que haría sería
explicarle cortésmente que las fantasías no son realizables, precisamente
porque son fantasías y no deseos.
El deseo sexual explora nuestro imaginario erótico para nutrir esa puesta en
práctica del sexo. En su tarea de composición de un deseo concreto, examina
nuestro código de valores y decide, a través de él, que lo deseado es apto para
ponerse en práctica. Sin embargo, la fantasía sexual nos enseña hasta dónde
podemos llegar, a qué sabe el límite. La fantasía es el mapa mundi de nuestro
imaginario y en su labor de redacción, no se somete a código moral alguno,
por lo que rebusca sin miramientos en la caja de los miedos y saca al teatrillo,
cuando le apetece, a los fantasmas; a los actores de la fantasía. La fantasía
sabe que se lo puede permitir, porque su obra nunca va a ser representada. El
deseo erótico excita, mientras que la fantasía erótica «propone» que nos
excitemos. Por tanto, el deseo sexual es realizable a poco que las
circunstancias de nuestra vida lo permitan. Tiene nuestra aprobación moral y
nuestro ánimo. La fantasía sexual nunca es realizable, si de nosotros depende,
y ni siquiera es muchas veces «confesable». Para realizar una fantasía, ésta
debería haberse convertido en un deseo y por lo tanto ya no sería una
fantasía.
Por eso leí esa fantasía que el personaje tenía, dentro de la inmensa fantasía
de Bataille que era Historia del ojo . Eran las cuatro de la mañana y
estábamos emitiendo en directo en las instalaciones de Radio Nacional de
España.
Carlos, por lo que me contaron, aguantó el chaparrón como pudo. Los buenos
presentadores como él tienen la suficiente educación de no recomendar el uso
erótico de los enemas a los oyentes que llaman, por muy estreñidos que éstos
puedan estar.
Se puede entender que confundir deseo con fantasía sea un enredo inocente.
Pero yo creo que no. Si no somos capaces de hacer claramente la diferencia
entre lo que somos capaces de llegar a imaginar y lo que queremos hacer, es
porque a alguien le interesa que confundamos uno con lo otro… y le interesa
mucho. Si nuestros mecanismos de control social nos culpabilizan por lo que
fantaseamos y nos hacen creer que lo que fantaseamos es lo que deseamos, y
vamos a ejecutar en cuanto podamos, seremos sujetos temerosos de nosotros
mismos a los que nos podrán manejar y controlar con mucha más facilidad.
Seremos elementos necesitados de grandes dosis de moralina en vena para
que el «monstruo» de nuestras fantasías no se apodere de nosotros, y la
moralina, como el miedo, nunca han sido grandes amantes del conocimiento.
Pero el fantasear con que asesino a mi vecino no hace de mí un asesino. Lo
que fantaseamos no nos convierte en lo que fantaseamos.
Homero
Sorbí el té despacio.
Imploré mentalmente para que la revista tuviera mil páginas. Pero el paso de
las hojas se detuvo. Abrí los ojos y pude ver al pasajero dejando la revista en
la pequeña guantera del asiento delantero. Dudó un instante, pero finalmente
extrajo otra revista que empezó a hojear. Volví a cerrar los ojos. Mi ardor
recobró su ímpetu con más fuerza que antes.
Los afrodisíacos son los frutos que ofrece Afrodita. De ellos, lo único que de
verdad existe es la creencia de que existen. De antiguo se ha querido dar con
estas sustancias milagrosas que, manejadas a voluntad, hacían caer a las
mujeres rendidas y daban a los hombres vigor para satisfacerlas. Siempre
hemos soñado con el botón, con el punto, con la secuencia. Siempre hemos
soñado con un ser humano articulado a voluntad, manejable, dócil y sumiso.
La chica, qué duda cabe, era mucho más guapa que yo. Tenía un talle
exuberante, lleno de curvas y un vestido cortito muy ceñido que marcaba un
escote en el que se podían perder varios. Sentada de medio lado sobre una
estrecha silla que hacía que sus generosas nalgas se desbordaran por los
costados, se esforzaba por defender las virtudes de los afrodisíacos. A su lado,
en una mesita, un tazón de chocolate.
Una señora, que quiere mejorar su vida sexual, sigue el consejo del sexólogo y
le pone una pastilla de Viagra a su marido en el café.
—Me arrancó el vestido, tiró los platos, me tumbó sobre la mesa y me hizo el
amor durante dos horas.
Mientras damos con la tecla, embriagados por una cultura finalista que
comprende mejor los destinos que los recorridos y a la que le gusta más
manejar que entender, seguiremos, como con la eterna juventud o con la
piedra que convierte el plomo en oro, buscando aquello que permita controlar
el deseo a deseo.
Probablemente subió la audiencia. Lo entiendo, no a todo el mundo le gusta
oír historias de hojas que revolotean en el aire de una cabina de avión y van
encendiendo la libido de quien las escucha. La tele prefiere las sirenas a sus
cantos.
El kamasutra sirve para aprender posturas para el coito
El tractor avanzaba despacio. Las chicas intentaban sujetarse con una mano a
las barras del remolque para no caerse. Con la otra, tiraban caramelos a los
dos chiquillos que estaban en la rotonda.
Conté diez chicas con el bañador puesto, algunas llevaban «pantis» debajo del
traje de baño y una, guantes de borreguillo. Sus sonrisas eran más un rictus
fingido que un gesto de satisfacción.
Era febrero.
Día de Carnaval
Miré de reojo a Arnau por si de alguna manera se había sentido aludido por el
diálogo que mantenían en la película.
No era a Nietzsche a quien él leía, tampoco eran los kama sutra ; Arnau se
pasaba el día leyendo El arte de la guerra . Lo citaba continuamente; mientras
follábamos, mientras comíamos, cuando estábamos entre amigos… si se
derramaba el azúcar, si el plato estaba caliente, si llovía y tenía que coger un
paraguas, cualquier excusa era válida para que él sentenciara con una cita del
tratado.
Ocurría que normalmente su apostilla no tenía nada que ver con lo que
estábamos viviendo, otras veces no recordaba la máxima y la soltaba como
buenamente podía y muchas veces no era a Sun Zi a quien citaba, aunque lo
creyera: «¡Un caballo, mi reino por un caballo!, como dice El arte de la guerra
», me dijo en una ocasión.
Los treinta y seis capítulos que lo componen están divididos en siete títulos.
De todos ellos es sólo el título 2.º, en los capítulos I y VI, donde se habla
explícitamente del coito. La extensión total que dedica este tratado moral de
erotología a esta práctica en el título 2.º equivale al que le dedica en el mismo
título a, por ejemplo, cómo deben efectuarse los mordiscos según el país de
donde proceda la amada, cómo se debe azotar y los sonidos apropiados que se
deben emitir o cómo se debe pellizcar con las uñas y las marcas que se deben
dejar sobre la piel. De una edición de ciento setenta páginas de texto, unas
quince se dedican al coito, teniendo además en cuenta que, de esas quince,
unas diez se dedican a examinar las complementariedades afectivas y físicas
entre los amantes. El resto de los títulos son una presentación sobre la
elección de la esposa, sobre la propia esposa, sobre las esposas de los otros,
sobre las cortesanas y sobre la seducción.
Tan pobre y tan ridículo es hacer de los kama sutra una relación de posturas
para realizar el coito como ver en ellos un tratado de BDSM o un compendio
sobre el arte de la prostitución. Es como si, en la India, hicieran del Quijote
un tratado de cómo derribar molinos.
Pero aquí, donde nos gusta coger el rábano por las hojas y donde no somos
capaces de entender lo que es un ars amandi , porque hemos hecho del sexo
una técnica con un fin y no una sabiduría sin fin, lo hemos convertido en un
manual para aprender a bailar el twist . «Como dice El arte de la guerra : el
fin justifica los medios», que apuntaría el bobo de Arnau.
Augusto Monterroso
El dinosaurio
Hacemos del sexo la medición del sexo. Medir significa generar media. Y es
desde ella desde donde se establece parte importante de la «moralidad» del
sexo; lo que es normal y lo que es anormal, bien por supranormal o por
subnormal. Lo que está bien y lo que está mal. Cada vez que al sexo le
estamos dando una «medida», creamos «disminuidos».
Las cifras son menos tolerantes, todavía, que los juicios de valor. Cuando
alguien opina que sólo le gustan las personas «guapas» o las personas
«inteligentes», no está indefectiblemente excluyendo a nadie. La belleza o el
talento son subjetivos, y por lo tanto, discutibles. Sin embargo, decir que la
media nacional del pene es de doce centímetros o que las personas mantienen
una media de 1,8 relaciones sexuales por semana, no se puede «gestionar»,
porque la lógica de la medida es una lógica binaria, o «es» o «no es». Los
metros no se interpretan y los calendarios tampoco.
La pregunta era el colofón a una de las entrevistas más estúpidas en las que
me las he tenido que ver. El entrevistador era un personaje del mundo del
cotilleo sin mucho más mérito que ser el ex de alguien sin mucho más mérito
que él.
—Menos de los que supones y tres más de los que crees —respondí, deseando
que la ambigüedad pusiera fin al encuentro.
—O sea, pongo entre mil y mil quinientos… O sea, eso… a las cuatro y cuarto.
Los sexólogos han sido, en sus inicios, unos grandes medidores para entender
lo que es el fenómeno de la sexualidad humana, en tiempos en los que se
desconocía hasta el tamaño de un paraguas. Sus esfuerzos por analizar,
clasificar y desmitificar el hecho sexual humano eran y son esfuerzos de
comprensión. Para que, luego, los «sexolocos» y las «sexolocas» escriban
artículos bajados de Internet o anuncien alargadores de pene… para distraer
mucho más que para entender.
Cuando llamó a la agencia, solicitó una chica que hablara francés, pues,
aunque no era su idioma materno, podía entenderse en él. En la agencia me
pasaron el encargo, de manera que fui yo la que se encontró con aquel
hombre a un falo pegado.
(…) La habitación en que me hallaba era muy amplia y alta; las ventanas
largas, estrechas y ojivales, estaban a tanta distancia del negro piso de roble,
que eran en absoluto inaccesibles desde dentro. Débiles rayos de una luz roja
abríanse paso a través de los cristales enrejados, dejando lo bastante en claro
los principales objetos de alrededor; la mirada, empero, luchaba en vano para
alcanzar los rincones lejanos de la estancia, o los entrantes del techo
abovedado y con artesones. Oscuros tapices colgaban de las paredes. El
mobiliario general era excesivo, incómodo, antiguo y deslucido. Numerosos
libros e instrumentos de música yacían esparcidos en torno, pero no bastaban
a dar vitalidad alguna a la escena. Sentía yo que respiraba una atmósfera
penosa. Un aire de severa, profunda e irremisible melancolía se cernía y
penetraba todo (…)
—Ya veo —dijo— que aquí os dan la victoria; pero el artista os ha engañado
teniendo libertad para pintar una ficción. ¡Con cuánta más razón seríamos
nosotros los vencedores si supieran pintar los leones!
Pero sucede que los diversos discursos normativos de nuestra sexualidad han
sido siempre androcéntricos. Han sido escritos por aquéllos a los que les
dimos tinta y les dejamos escribirlos, y que eran, en su inmensa mayoría,
entre otras muchas cosas, varones.
Ellos hicieron, por ejemplo, que todas las barbaridades, y muchas más de las
que he expuesto antes, se aplicaran a las mujeres y se creyeran (en nombre
de Dios o de la ciencia) como verdades irrefutables. Y ellos han hecho que,
por ejemplo, la inmensa mayoría de los humanos, hombres y mujeres de
nuestra avanzada y tecnológica cultura, desconozcan que el clítoris mide
entre once y trece centímetros.
El clítoris parece que deriva del término griego kleitoris , que se podría
traducir por loma o colina . Parece, también, que de la utilización de este
término para designar a este órgano extremadamente sensitivo, ya se tiene
constancia de antiguo.
El XVIII y buena parte del XIX europeos fueron el imperio en la sombra de las
ninfómanas.
El clítoris tiene una conformación de anzuelo con dos raíces. Asemeja a una
«y» al revés, en la que la línea común fuera muy corta y surgiera
perpendicularmente de unas bifurcadas muy largas. Su parte externa es el
glande y el tronco del clítoris, que no queda expuesto a la vista por estar
cubierto por el capuchón retráctil que cubre también, salvo que se retire, el
glande. Ambos, el glande y el tronco, serían el trazo común de nuestra
imaginaria «y» invertida. Las raíces, en forma de «v», descienden
circundando ambos lados de la vagina.
«Tienes el clítoris más suave que he visto nunca», me dijo un día, intentando
esmerarse entre el culo y el asunto.
No le corregí.
«Y los orgasmos más falsos que hayas oído nunca…», pensé, mientras gemía.
Fue, según me contaron, lo que dijo un sabio cuando le hablaron por primera
vez, a finales del XIX, de la invención de un vehículo autopropulsado.
Fui yo quien inició la charla, que pronto se hizo amena y cordial a medida que
avanzaba la fiesta. Él había leído Diario de una ninfómana y se mostró muy
interesado por mi trayectoria vital, lo que hizo que habláramos más de mí que
de él. Ambos soltamos una carcajada juntos, cuando la anfitriona, con más
copas de las que podía contar, inició una pintoresca danza del vientre en la
que lo único que quedó cubierto de ella, al acabar, fue el vientre.
Debían de ser las tres de la mañana cuando Marcos se ofreció para llevarme a
casa. Invitación que acepté encantada.
«Promiscuidad» deriva del latín promiscere , que significaría algo así como
«propenso a mezclar». Podría decirse, entonces, que el trabajo de un pintor
es promiscuo o que una ensaladilla rusa es fruto de la promiscuidad de un
cocinero. Sin embargo, en el habla común, la promiscuidad ha quedado
relegada a la interacción sexual frecuente con un número muy variado de
partenaires .
El deseo masculino es en muy pocas ocasiones penalizado. Lo hemos visto,
por ejemplo, al intentar encontrar un término despectivo que equivalga, para
los varones, al de «ninfómana». El deseo masculino «voluminoso» es sinónimo
de virilidad, de ajuste a género, es una expresión «comprensible» del ansia de
poder del conquistador, es la saliva del depredador hambriento. El deseo
masculino es «naturalmente explicable», pero el femenino es «culturalmente
depravado».
Hace poco, volvió a agradecerme que sostuviera, aquel día y durante un rato,
su pene erecto entre mis manos. Al parecer, le enseñó algunas cosas, entre
otras que su amor por Ramón no era un asunto de género y que su fidelidad
hacia él no era un problema de deseo.
Nada nos hace más dóciles que el miedo. Ni nada más temerosos que el
desconocimiento. «Todo es ruido para quien tiene miedo», dejó dicho
Sófocles.
Y hacía cualquier cosa para que me mudara a uno de la zona alta. En este
caso, pactar con el API el precio del alquiler por lo mismo que yo estaba
pagando por el mío, a cambio de colocar al agente en no sé qué consejo de
administración.
—… Sabes que haría cualquier cosa por ti. Ya podía verse aparcando su
Mercedes y andando por los barrios donde se sentía seguro. Y así pude
mudarme al piso que había visto hacía dos meses y cuyo alquiler hasta
entonces no me podía permitir.
Pero si simular un orgasmo es sencillo, nada cansa más que hablar de amor
con alguien que no sabe lo que eso significa.
—Pero, cariño, ¿cómo me puedes decir esto con lo que yo te quiero? Ya.
Tardó diez semanas en ser el sugar daddy de Dragana, una conocida mía,
serbia de nacionalidad y arribista de profesión, que, por lo que sé, no tuvo
reparos en decirle que le quería… A cambio, eso sí, de tener un piso en
propiedad y el Mercedes a su nombre. Del sentido desmedido del miedo de un
ególatra, Dragana, también, se hizo un abrigo de visón.
Que el Dr. Romeu, que lleva más de treinta y cinco años ejerciendo la
psiquiatría, con especial dedicación al tratamiento de las adicciones, no
conozca otra, y la que conozca sea yo (que fumo más que beso y reivindico
mucho más que follo), es algo significativo.
Escribía John Dos Passos que el único elemento que puede reemplazar
nuestra dependencia a mirar al pasado es nuestra dependencia por mirar al
futuro.
Memoria y esperanza son dos causas de adicción. Como las chapas de los
tapones, como las máquinas que cambian duros por duros, cuando hay suerte,
como los licores, como el amor, como los coches cada vez más grandes…
causas. O como ninguna de ellas, porque si bien hay sustancias adictivas, que
persiguen que las amemos por encima de a nosotros mismos, no existen
«causas de adicción»; sólo psicologías adictivas. Nada, ni la heroína ni el
alcohol, como sustancias, ni el sentido del riesgo, la fe o la melancolía, como
actividades, son en sí mismas una causa de adicción. Sólo el uso que de ellas
hacemos es lo que puede convertirlas en el objeto de una adicción.
Resulta curioso que, como hemos apuntado ya, el término «sexo» tenga una
particular inclinación a ser usado como adjetivo; unas veces para demostrar
que el sexo sólo se entiende desde otros sitios que no son el propio sexo
(hablamos de «antropología sexual» o «psicología sexual», rara vez de eso
que está por definir y que se denomina «sexología»), y otras para hacer de un
delito un delito específicamente cometido en su nombre («delito sexual» o
«abuso sexual», cuando éstos son, simplemente, un delito o un abuso).
Cuando el sexo abandona su condición de adjetivo, no parece que
normalmente la cosa le vaya mucho mejor. Un adicto al juego es un ludópata,
uno al robo, un cleptómano, uno al ejercicio físico es un vigoréxico, al alcohol
puede ser un dipsomaníaco o un alcohólico, pero un sexoadicto es un adicto al
sexo, no un «sexólico» o un «sexomano», no, un sexoadicto. Mientras, alguien
que refleja unas poderosas dotes en el uso de su erótica no es un «sexo
talento», sino un «buen amante». «Estar muy bien dotado», en un marco
sexual, no es actuar con inteligencia en el uso de la propia sexualidad, es,
sólo, tener unos genitales grandes. Elucubraciones mías.
Vivía casada desde hacía algunos años con un diletante que exigía en su casa
una escrupulosa disciplina religiosa. Tenía un hijo de unos seis meses del que
podía asegurar a quién correspondía la paternidad.
Insistí en si, con alguno de los dos, había mantenido relaciones eróticas.
Respondió que no, que debía de ser gracias a la medicación. Sobre si, antes
de tomar la medicación, las hubiera mantenido, dudó y concluyó que tampoco,
pero que sin duda hubiera sufrido más porque le hubiera distraído de su
trabajo, prueba irrefutable de su adicción maníaca al sexo. No supe qué más
preguntar. Le di las gracias.
(…)
Charles Baudelaire
El visitante la abrazó por detrás, y mi vecina apoyó las manos sobre el quicio
de la ventana con un gesto de satisfacción. Su cara se asomó al exterior unos
centímetros. Me pegué contra la pared evitando ser descubierta, mientras
apartaba ligeramente la cortina de mi ventana para que mi vista se filtrase
por el hueco que dejaba. Vi como, desde atrás, le sujetaba un pecho con la
mano izquierda mientras le bajaba con la derecha el tanga. Los oí musitar y
jadear cuando él empezó a acercarse desde atrás. El empuje hizo que ella
estirase los brazos proyectándose hacia arriba, de forma que el encuadre
cambió. Perdí su cara, pero gané la línea superior de su pubis oscuro.
Aquella pieza era sin duda el inicio de la banderola que culminaba el mástil.
Sin embargo, Raisha se empeñaba en ponerla a los pies del pato, entre el
reflejo del agua y el nenúfar. «¿No ves que no encaja? Esa pieza no coincide
con las otras con las que la estás poniendo… tiene que ir en el palo». Raisha
hacía oídos sordos. Le daba la vuelta a la pieza y volvía a intentar colocarla en
el mismo sitio. Luego, la dejaba de lado y seguía con otras, hasta que sus
dedos volvían a topar, como sin querer, con ella. Cuando sonó el timbre y nos
dispusimos a salir al salón, Raisha, enfurecida, tiró la pieza. «Pero ¿por qué,
en lugar de tirarla, no la pones donde te indico?», le pregunté, mientras
acababa de abrocharme la blusa. «Porque esta jodida pieza no me gusta»,
respondió.
Personalmente, siento cierta inclinación por las personas que son capaces de
cuestionarse y de cuestionar los dogmas para obrar en consecuencia con sus
creencias. Personalmente, siento repugnancia por los corruptos. El «cura» de
Louise era de los segundos. En el burdel, baboseaba sobre todo lo que pasara
por sus proximidades, mientras fuera, seguía predicando y exigiendo de los
demás mortales contención sexual y recato moral. Nunca vi en sus ojos la más
mínima señal de duda.
(…)
Soneto al ojo del culo . Paul Verlaine y Arthur Rimbaud (Los dos primeros
cuartetos del soneto fueron de Paul Verlaine, los dos tercetos de cierre los
escribió Rimbaud).
Lo crearon como mofa del poemario que Albert Mérat dedicó a la mujer y en
el que loaba sus distintas partes del cuerpo. Mérat no dijo nada del, también
femenino, ojal de los glúteos. Verlaine y Rimbaud taparon ese hueco.
(Posiblemente después de, o durante, una noche de amor).
Entre las prácticas «virtuosas», las propias del varón (las del vir ), las
varoniles, estaba, en la íntegra Roma antigua, la sodomización. Pero las
reglas virtuosas, la moral de entonces, exigían que el virtuoso debía ser un
sujeto activo, el «penetrador» (quizá por eso, de manera despectiva,
mandamos más a que den por ahí que a dar por él) y siempre con alguien de
una clase inferior, un esclavo o un homo (un hombre esclavizado, que se rige
por el código humanitas del sometido, no por la virtus del dominador). La
virtuosidad de la época no contemplaba la edad del sujeto receptor de la
sodomización, y mucho menos el género, sólo la clase social y la
«masculinidad» con la que se realizaba. El ano era una puerta de entrada más
para los masculinos virtuosos, y el recto, un conducto «respetable».
De esa virtus romana que permitía el acceso carnal por la retaguardia sin
hacer de ello una orientación sexual, parece que sólo se han quedado los
virtuosos varones heterosexuales de hoy en día con lo de «dar» y no «recibir».
Sabemos que el porno, mucho más allá de cuestionar, tiene una especial
predilección por afianzar el modelo. La escenografía de sus acciones es una
cuidadosa selección de lo que la normativa del discurso moral del sexo
establece, reflejado de la manera más estandarizada posible. Por más
especificidades que el porno aborde (bestialismo, fetichismo, coprofilia…), en
cada una de ellas, recurre a lo que de normalizado y estandarizado tiene cada
una de esas eróticas.
Algo con lo que, quizá, no estuvieran muy de acuerdo los exquisitos exegetas
del tercer ojo, Verlaine y Rimbaud. La palpación rectal, además de una
ciencia, es un arte.
Existen enfermedades de transmisión sexual
Al «hombre del saco» le cabe todo en el saco. Mientras mayor sea el saco,
más atrocidades se le pueden atribuir y más miedo puede infundir su figura.
Son curiosas las escaladas terroríficas que los adultos, con los niños (y con los
propios adultos), son capaces de construir. Si no te tomas la leche, tus
músculos se resentirán, cuando tus músculos se resientan, tu organismo
dejará de crecer, ello provocará una «endeblez» generalizada que te acabará
convirtiendo en un adulto disminuido que será la mofa de sus congéneres,
incapaz de defenderse de sus burlas, de fundar una familia y de devenir un
ser humano «normal». Acabarás como el Innombrable de Beckett o el Enano
Saltarín de los hermanos Grimm… todo por no tomarte un vaso de leche.
Secuencias espeluznantes que, en formas de nanas, cuentos infantiles, de
anatemas o de previsiones de la OMS, enseñan mucho mejor lo que es el
miedo que lo que es evitar el riesgo.
El ginecólogo nos había concedido hora para dos días más tarde. Cuando
llegué a su consulta, me temblaban hasta las orejas. Fue nada más sentarme y
que mi madre empezara a relatar los síntomas que padecía, cuando
poniéndome en pie, solté entre lágrimas un «¡pero si yo no me he acostado
con nadie!». El ginecólogo intentó tranquilizarme, mientras yo, compungida,
apenas podía balbucear nada.
—¿Por qué ese señor con bigote le pone la mano por detrás a Piolé?
Piolé era un muñeco con cara de pollo y vestido de cowboy que el ventrílocuo
apoyaba sobre sus rodillas.
Santa inocencia.
En la tarea de hablar del sexo desde el propio sexo, lo primero será devolverle
su voz, «indisciplinarlo» y luego, si se quiere, apreciar las explicaciones que
de él se dan desde ciertas disciplinas. Después, no hablar en su nombre desde
la moral, no hacer de él aquello que nos dice lo que está bien o lo que está
mal, sino lo que somos; «desmoralizarlo» y luego, actuar en él éticamente.
Para todo ello, para indisciplinarlo y para desmoralizarlo, sigue en «fase de
construcción» algo que se ha dado en llamar «sexología»: la voz que haría
inteligible el sexo desde el sexo.
Sin embargo, cada vez que nos asalta una «alteración» como las precedentes,
acudimos al médico (psiquiatra o del aparato reproductor) o al psicólogo o al
confesor; porque hemos hecho del sexo una patología. Hemos «medicalizado»
nuestra condición de seres sexuados y hemos dejado que la moral, venga de
donde venga, sea quien la juzgue (cuando uno no tiene más que no hacer
daño al otro, y el otro y el uno, que no dejarse engañar por la cháchara de los
demás).
Querer cortarse las uñas con una llave inglesa es muy frustrante, pero el
origen de la neurosis es tan sencillo como saber para qué sirve una llave
inglesa. Conviene que algunos que saben lo que es una llave inglesa lo
expliquen, sin contarnos solamente los huesos que se pueden romper
golpeando con ella, sin hacer que nos olvidemos la llave inglesa en casa
porque estamos obsesionados con ponernos los guantes de soldador antes de
usarla y sin dedicarse a curar las posibles lesiones que pueda ocasionar el uso
de una llave inglesa, como si esas lesiones partieran de otra cosa que no fuera
el hecho de no saber usar una llave inglesa.
A Jorge de los Santos, el que me despierta por las mañanas, el que me acuna
por las noches y pocas veces me duerme. Gracias, mi amor, por ayudarme en
la construcción de este libro y por suministrarme fuentes inestimables a las
que, sin ti, no hubiese podido acceder.
A Ana Lamente y a Belén López, dos seductoras que han hecho de estos
Temas, Hoy, mi Planeta.
A Efigenio Amezúa, el sabio, que hizo del sexo el Sexo. Por enseñarnos a
pensar en una sociedad que no nos quiere «pensantes» (sólo
«biempensantes»).
—. Historia del ojo, Buen Amor, Loco Amor , Paris, Edición Ruedo Ibérico,
1977.
Baudelaire (C), Las flores del Mal , Madrid, Ediciones Júcar, 1998.
Ellis (H.), Psychology ofsex , New-York, Mentor Books, The New American
Library of World Literatura, Inc., 1954.
Freud (Sigmund), Tres ensayos sobre teoría sexual y otros escritos , Madrid,
Alianza Editorial, 2003.
Hirschfeld (M.), Abraham (F.), Vachet (P.), Perversions sexuelles , París, Les
Editions Internacionales, 1931.
Jarry (A.), Ubu roi. Ubú rey , Colección Erasmo, Barcelona, Editorial Bosch,
1979.
Jelinek (E.) y Lecerf (C), L’entretien , París, Seuil, 2007.
Rougemont (Denis de), Les mythes de l’amour , París, Albín Michel, Format
de Poche, 1996.
Torres (Juana M.), Los padres de la Iglesia , Madrid, Ediciones del Orto, 2000.
Van Dovsky (L.), La erótica de los Genios , Buenos Aires, Santiago Rueda
Editor, 1947.
Nota: decía Elfriede Jelinek que la mujer tiene dificultad a la hora de hablar
de su sexualidad, sencillamente porque no tiene su propio lenguaje. En la
elaboración de este léxico que permita hablar de lo que es, sin decir de quién
es, una muy modesta contribución…
Actividad «adultista».
Cogitocentrismo.
Coitofugismo.
Coitorgasmo.
Desmoralizar el sexo.
Digiturbar.
Enfermedades testamentarias.
Eretismo precoz.
Eyaculador anticipativo.
«Indisciplinar» el sexo.
Kourocracia.
Moral «biologista».
Moral «culturista».
Orgasmia secuencial*.
Sexo «desmoralizado».
Simulateo.
* El «orgasmo secuencial» es un término que introdujo Shere Hite unos años
atrás. Pero, hasta ahora, no se había hablado del genérico «orgasmia
secuencial», que, creo, no es lo mismo.
Nació en Francia, donde pasó su infancia y adolescencia. Allí cursó sus
estudios universitarios. Es licenciada en dirección de empresas y lenguas
extranjeras aplicadas y tiene un doctorado en interculturalidad. En 2006
obtuvo el posgrado en sexología por el IN.CI.SEX, perteneciente a la
Universidad de Alcalá de Henares (Madrid). Participa asiduamente en
programas de televisión y radio y colabora en varias revistas.
Se dio a conocer como escritora con Diario de una ninfómana (2003), que
tuvo un éxito inmediato en España, Alemania, Reino Unido, Estados Unidos,
Rusia e Italia entre otros veinte países, hasta alcanzar el medio millón de
lectores en todo el mundo. El libro fue llevado a la gran pantalla en 2008 y la
versión cinematográfica se distribuyó en más de cuarenta países. También ha
publicado Paris, la Nuit (2004), El otro lado del sexo (2006), Antimanual de
sexo (2008), Diario de una mujer pública (2011), además de la novela Sabré
cada uno de tus secretos (2010). Durante los últimos meses, Valérie condujo
el club «Cincuenta sombras» a través de una gira celebrada en numerosas
ciudades de toda España.