De Nuevo Tú Sam León
De Nuevo Tú Sam León
De Nuevo Tú Sam León
Capítulo 1
ANDREA

Las lágrimas que me llenan la mirada no expresan ni de cerca el tamaño de la
angustia que siento en estos momentos. El nudo que tengo en el estómago apenas me
permite respirar y mis ojos se cierran con fuerza mientras escucho al abogado de
oficio decirme que las cosas no van bien.
Quiero gritarle que haga algo. Que no se quede ahí, de brazos cruzados, mientras
permite que mi mundo entero se caiga a pedazos; pero, en su lugar, no digo nada. Me
quedo callada mientras lo escucho —y no— hablar sin cesar de términos que no
entiendo mientras leo, por décima vez, la orden de desalojo que el casero pegó en
mi puerta mientras estaba fuera.
El nudo en mi garganta se aprieta cuando, al fondo, soy capaz de ver el sobre sin
abrir que contiene la información de mis cuentas bancarias, las cuales tampoco son
las más prometedoras.
—Licenciado Guzmán —interrumpo la diatriba del hombre que, en tono monótono, me da
más de lo mismo: respuestas vagas, evidencias inconcretas y malas noticias. Estoy
harta de malas noticias—, ¿podemos hablar sobre esto después? Ahora mismo me surgió
un imprevisto.
El hombre al otro lado de la línea enmudece durante unos segundos. Está claro para
ambos que he utilizado el recurso más trillado del mundo para finalizar nuestra
interacción, pero es que estoy tan cansada. Tan agotada y fastidiada de todo esto,
que necesito un respiro. Necesito, por hoy, no pensar en eso.
—Está bien. —El abogado, finalmente, habla.
—Gracias. ¿Le parece bien si le regreso la llamada mañana por la mañana?
—Claro. Por supuesto.
—Bien —digo, amable, pese a que quiero colgarle—. Hasta mañana.
—Hasta mañana.
Y, entonces, cuelgo.
Mis ojos se cierran en el instante en el que bajo el teléfono y el llanto
incontrolable escapa de mí, como un torrente desesperado, ansioso y doloroso que
amenaza con acabar con la poca cordura que me queda.
Un sollozo rompe con la quietud en la que se ha sumido el apartamento en el que
vivo y me quito los lentes para cubrirme la cara con las manos y llorar a mis
anchas.
El alivio inmediato que trae a mi sistema el que esté llamándome es casi insano.
Tomo una inspiración profunda para calmar la colisión de emociones que tengo en el
pecho y respondo.
—¿Te dieron buenas noticias? —Ni siquiera se molesta en saludarme. Esto está
comiéndola viva y a veces me arrepiento de habérselo contado —sobre todo a tan poco
tiempo de su boda—, pero es que necesitaba tanto que alguien... no... que ella —mi
mejor amiga— lo supiera, que no pude guardármelo durante mucho tiempo.
Silencio.
—Oh, Andrea... —se lamenta y se me escapa un sollozo involuntario—. Por favor,
déjame hablar con Dante. Nosotros podemos...
—No —la corto de tajo—. No puedo disponer del dinero de tu marido. No es correcto,
Génesis.
—¡A la mierda lo que es correcto! —exclama—. Andrea, si las cosas se complican,
podrías pasar el resto de tu vida en la cárcel, ¿es que no entiendes?
—¿De verdad crees que no lo hago? —atajo—. ¿De verdad crees que no entiendo que me
estoy jugando la libertad?
—Entonces déjame ayudarte. Déjame hablar con Dante, por favor...
Cierro los ojos con fuerza.
—No —digo, finalmente—. Todavía no. Necesito... Necesito que me des más tiempo.
—No tienes tiempo, Andrea.
—Déjame reunirme con el licenciado Guzmán y, si creo que él no podrá ayudarme,
entonces, lo hablamos con tu marido —digo, pero en realidad no tengo intención
alguna de hablar con Dante Barrueco, el millonario español del que mi aventurera
amiga se enamoró mientras pasaba una temporada trabajando en Cancún.
Su romance fue tan intenso y apasionado, que él, cual príncipe de cuento de hadas,
desafió a su familia y luchó contra cielo, mar y tierra para estar con ella. Y no
estoy exagerando. De verdad, así de maravilloso es el hombre del que mi mejor amiga
se enamoró.
Finalmente, luego de apenas unos cuantos meses de haberse conocido, se casaron.
Estaban en su luna de miel cuando todo el asunto de la demanda estalló.
Lo cierto es que no estoy dispuesta a aprovecharme de la buena voluntad y del amor
ciego que siente ese hombre por ella.
Un suspiro largo escapa de la garganta de Génesis, trayéndome de vuelta a la
realidad.
—Andrea, tienes que prometerme que va a decirme si algo ocurre. Por favor.
—Lo prometo —miento.
Ella deja escapar otra bocanada de aire.
—¿Cómo vas con lo del alquiler?
—Aún no encuentro nada —me sincero—. Y hoy me llegó la orden de desalojo.
—Mierda...
Una risita triste se me escapa.
—Estoy jodida, ¿verdad?
—Andrea, ya sé que me has dicho que no una y mil veces, pero ahí está el
departamento. Nadie vive ahí. Nadie va a vivir ahí en un buen rato. Múdate. Te lo
he dicho hasta el cansancio.
Me froto la frente, en un gesto cansado y contrariado.
Cada que tenemos esta conversación, alguna de las dos termina llorando, pero es que
es tan necia y yo soy tan orgullosa, que es imposible lidiar la una con la otra
cuando nos empecinamos en algo.
—Génesis, ya lo hemos discutido.
—Andrea, tienes que aprender a aceptar la ayuda de la gente. Está bien ser
independiente, pero tu necedad raya en lo ridículo —me regaña—. El departamento
está completamente vacío, se pagan todos los servicios viva o no alguien ahí. ¿Qué
tanta diferencia puede haber cuando apenas vas a pasar tiempo ahí?
—No quiero abusar.
No es mentira. La realidad es que me parece bastante extralimitado de mi parte
aceptar vivir en el departamento en el que deberían estar viviendo ella y su
marido. Ese que el hombre compró aquí, en Guadalajara, para que mi amiga estuviese
cerca de su familia.
Ninguno de los dos esperaba que sus planes se retrasaran. Mucho menos, el motivo.
Al parecer, al padre de Dante le dio un ataque al corazón cuando estaban a la mitad
de su —larguísima— luna de miel. Por supuesto, mi amiga y su marido tuvieron que
viajar a España, para que él se hiciera cargo de la empresa familiar, mientras su
padre se recupera y deciden qué harán con la presidencia de su corporación.
Ahora, a casi un mes de eso, aún no tienen fecha de regreso. Génesis dice que la
situación pinta para muy largo. Quizás, hasta un año entero.
Dante le ha insistido que regrese ella a México para que esté cerca de su familia,
pero Génesis se rehúsa a dejar a su esposo allá, solo, lidiando con todo sin su
apoyo.
Así pues, los deja con un precioso departamento en una de las zonas más exclusivas
de la ciudad, inhabitado, amueblado y —a lo que ella ha dicho— con una vista
maravillosa.
—¿Por qué eres tan orgullosa, maldita sea? —me reprime y, muy a mi pesar, esbozo
una sonrisa. Es la primera de la semana.
—¿Vamos a tener esta conversación de nuevo?
—No la tendríamos en lo absoluto si aceptaras mi ayuda —objeta—. No me dejas
ayudarte pagándote un buen abogado. Tampoco me dejas ayudarte cuando pongo un techo
sobre tu cabeza.
—Quieres que viva en tu casa por caridad. Sin cobrarme ni un centavo de alquiler.
—¡Por supuesto que no es por caridad! ¿Recuerdas aquella vez en la universidad que
hui de casa y me dejaste quedar en casa de tus padres durante casi una semana? ¿Qué
diferencia hay entre eso y lo que trato de hacer? ¿Que no estoy ahí? ¿Que no vivo
en el apartamento? —La seriedad con la que Génesis habla y el recuerdo que evoca,
me encogen el corazón. Ella no sabe cuánto pelee con mis padres por haber dejado
que se quedara en mi casa y no en la del imbécil que tenía por novio—. Por favor,
Andrea. Quiero ayudarte. Tú harías lo mismo por mí con los ojos cerrados. Lo
hiciste muchas veces.
Trago para deshacer el nudo que se aprieta en mi garganta.
No tienes dónde vivir. Quizás, podrías aceptar solo unos días. Mientras encuentras
un lugar que se acomode a tus posibilidades.
Aprieto los dientes.
No quiero.
Me da vergüenza.
—Génesis...
—No me respondas ahora mismo —me interrumpe—. Piénsalo con calma. Date un día.
Dos... Y me dices. Pero, por favor, considéralo. De verdad, estoy a una llamada de
arreglarlo todo para tu llegada.
Me mojo los labios con la punta de la lengua.
—De acuerdo —digo, con la voz enronquecida por las emociones—. Me lo voy a pensar,
¿vale?
—Con eso me conformo por ahora.
Capítulo 2
BRUNO
Capítulo 3
ANDREA
—¿Es todo? —Sergio inquiere, mientras echa un vistazo alrededor del apartamento
vacío en el que viví por un poco más de un año.
El nudo que tengo en la garganta solo es eclipsado por la horrible sensación de
pesadez que me atenaza el estómago y el agobiante desasosiego que me causa dejar
este lugar.
—Sí —digo, con un hilo de voz, mientras contemplo el espacio desierto que alguna
vez fue mi sala—. Es todo.
—Vámonos, entonces. —Sergio me pasa un brazo por encima de los hombros y me atrae
en un abrazo conciliador, pero lo único que consigue es incrementar el dolor que
siento en el pecho.
Pese a eso, asiento.
Lo cierto es que jamás, ni en un millón de años, creí que dejaría este lugar. Al
menos, no de esta manera.
Ni siquiera pude conservar los muebles que compré con el pasar de los meses y el
sudor de mi frente. Todos ellos fueron vendidos poco a poco para pagarle a un
abogado que, de todos modos, no pude conservar.
Ahora, con todas mis pertenencias —ropa, libros y artículos personales— caben en el
maletero del coche de mi mejor amigo. Ese que no ha hecho más que apoyarme en todo
lo que ha podido durante todo este infierno. Durante toda mi vida, de hecho...
Él guía nuestro camino fuera del apartamento y le echo la llave una última vez
antes de entregarlas. El nudo en mi garganta se vuelve insoportable ahora, pero ya
no quiero llorar. Estoy cansada de hacerlo.
Sergio trata de hacer algo de plática ligera mientras nos encaminamos al elevador
y, una vez ahí, lo llama.
El marcador del ascensor desciende a toda marcha cuando nos subimos en él y, en
silencio, contemplo las puertas de metal, mientras pienso en todo lo que me dijo el
licenciado Guzmán durante la última reunión que tuvimos —la cual, fue hace unos
días.
Básicamente, todo sigue igual. Sigo siendo acusada de algo que no hice. Sigo
teniendo que ir a firmar cada semana a una maldita delegación solo para comprobarle
a un fiscal que no voy a huir a ningún lado. Sigo teniendo que esperar a que se
resuelva otro proceso legal que, francamente, no entiendo del todo.
—¿Cuándo entregas las llaves del apartamento? —La pregunta de mi amigo y me saca de
mis cavilaciones.
La suavidad de su tono no le quita el escozor que me provoca el cuestionamiento.
—Las dejaré en la recepción y le llamaré al casero —respondo, en voz baja, pero la
verdad es que no me enorgullece no entregar las llaves personalmente. Y me
encantaría tener el valor de hacerlo, pero la verdad es que me da vergüenza verle
la cara al hombre al que terminé debiéndole tres meses de renta.
Sergio guarda silencio, amablemente, y lo agradezco.
Mi amigo no dice nada mientras llegamos al lugar. Tampoco lo hace cuando nos
anunciamos con el portero del edificio. El hombre, por órdenes de Génesis, nos deja
entrar tan pronto como le mostramos nuestras respectivas identificaciones.
Le informo que viviré en el pent-house del edificio durante un tiempo y, cuando lo
hago, me regala una mirada extraña. Quizás es por mi aspecto triste y derrotado.
Quizás, simplemente, es porque es más que evidente que una chica como yo no
pertenece a un lugar como este.
Luego de la breve charla con José Luis —el portero del edificio—, Sergio y yo
subimos por el elevador del lujoso complejo con la primera carga de cajas.
Ya sabía que este lugar sería así; sin embargo, no estaba preparada para lo
abrumada que me sentí cuando tuve que pasar la tarjeta de acceso al pent-house
cuando seleccioné el piso indicado —de otro modo no nos hubiese permitido subir
hasta allá.
Mi amiga vive en el apartamento de Christian Grey.
Sacudo la cabeza. Aún más agobiada.
—Tu amiga vive en un jodido hotel cinco estrellas —Sergio susurra entre dientes y
sonrío.
El elevador comienza a moverse.
—Algo similar estaba pensando yo —le respondo, en voz baja, y él sonríe y sacude la
cabeza. Por supuesto que no pensaba en nada remotamente similar, pero no estoy
dispuesta a darle explicaciones del tipo de libros que leo de vez en cuando.
Cuando llegamos al lugar indicado y la puerta del elevador se abre, nos topamos de
frente con Rosita, la mujer del aseo que Génesis dijo que venía cada miércoles.
Luce sorprendida de vernos, pero, cuando le comento quién soy, de inmediato me
saluda gustosa y me dice que Génesis le llamó para avisarle que iban a vivir
personas ahí. Luego de escucharla y agradecer la hospitalidad, le comento que
dejaré unas cajas arrinconadas —ordenadas, por supuesto— en la sala para
desempacarlas después, ya que regrese del trabajo. Ella me pide que le permita
ayudarme, pero declino su ofrecimiento con mucha amabilidad. No me siento bien
pidiéndole a alguien que haga las cosas por mí. Mucho menos si no soy yo la que
está pagándole por los servicios.
Así pues, luego de una breve riña juguetona con la señora, bajamos por el resto de
mis cosas.
Es hasta ese momento que me permito echar un vistazo rápido del lugar.
Al entrar, lo primero que llama la atención, son las elegantes escaleras de acero
con barandales de cristal, que suben a una especie de segunda planta, que no llega
a serlo del todo.
Paneles de cristal, bordean el inicio de esa área y, desde todas las perspectivas
de la sala serás capaz de ver un retazo de algo; sin embargo, jamás tendrás con
certeza de qué hay allá arriba si no subes a averiguarlo.
La intriga me pica en las entrañas, pero me obligo a barrer los ojos hacia la
derecha, solo para encontrarme con una preciosa —y espaciosísima— sala de estar
perfectamente decorada en tonalidades blancas. Este espacio está alfombrado y da la
cara a los enormes ventanales que van desde el suelo hasta el techo, y por los
cuales caen unas pesadas cortinas blancas que, ahora, están abiertas para dejar
entrar la luz del sol.
Mis ojos regresan por donde vinieron y se detienen cuando notan el brillo
cristalino del agua allá del otro lado del ventanal y, curiosa, me acerco con
lentitud. En el proceso, veo que hay un minibar —literalmente, la barra y la
apariencia de un bar diminuto, en un área apartada y privada que, más que
pertenecer a la sala, parece pertenecer al estudio que se encuentra más allá de las
puertas dobles que ahora están abiertas.
Luego de asombrarme un poco más por lo espaciosa de la estancia, vuelvo a mi
objetivo inicial y el aliento se me corta cuando miro a la ventana.
Dios mío, tienen una alberca. ¡En un apartamento!
Sacudo la cabeza, incrédula al abrir la puerta corrediza que da a una pequeña
terraza que está junto a la piscina alargada. Parece profunda.
Ahora entiendo por qué Génesis se abruma tanto cuando entra de lleno en el mundo de
Dante.
—No me jodas —Sergio dice a mis espaldas y me vuelvo para mirarlo.
—¿Puedes creerlo? ¡Una alberca!
—¿No quieres decirle a tu amiga que yo también quiero ser su amigo?
Una carcajada se me escapa y nos encaminamos de nuevo hacia la sala para cruzar
hasta el lado contrario, para adentrarme en el área de la cocina.
Hay un comedor pequeño en tonalidades oscuras y, al fondo, más allá de las sillas,
hay una barra alta. Del otro lado, está la cocina integral. Por supuesto,
inmaculada, en tonalidades oscuras, una isla de granito y con aparatos ostentosos
por todos lados.
Niego una vez más, incapaz de creer lo que veo, antes de que nos encaminemos hacia
las escaleras para ver esa pequeña estancia que me causa tanta intriga.
Es una sala de estar. Una especie de cine casero; con el suelo alfombrado, sillones
cómodos —que, sospecho, alguno debe convertirse en cama— repletos de cojines
afelpados, consolas de videojuegos y una enorme pantalla blanca para el proyector
que se encuentra suspendido de una viga que cuelga del techo. Todo conectado —
sospecho— a los altavoces que se encuentran discretamente acomodados en lugares
estratégicos.
El lugar ideal para pasar un fin de semana entero. Y más cuando eres recién casado.
Me imagino a mi amiga y a su marido acurrucados en alguno de los sillones, y luego
me veo a mí misma, acurrucada con alguien a quien todavía no logro ponerle un
rostro, pero la imagen no me gusta. En ese momento, el escenario comienza a
modificarse y sonrío cuando me veo a mí misma, con este sujeto imaginario,
acurrucada en una habitación hecha a mis posibilidades: un lugar diminuto, en una
cama matrimonial, mirando Netflix en una Smart-tv.
Sería maravilloso.
Suspiro.
—Este lugar es una locura —Sergio murmura y yo asiento en acuerdo.
—No puedo esperar a ver lo que hay en el pasillo de abajo —digo.
—¿Cómo crees que sea la recámara principal? Debe ser masiva. —Sergio sonríe.
—Seguro tiene su propio baño.
—No lo dudes ni un segundo. Debe tener su propio baño.
Sonrío ligeramente.
Me pregunto si Génesis habrá estado ya en este lugar. Lo dudo mucho. Mi amiga jamás
habría aceptado que su marido comprara un lugar así. En vez de verle el lado
agradable, estaría quejándose de lo mucho que le tomaría limpiarlo —aunque quien
hiciera la limpieza fuese Rosita— y de todo ese espacio que, estoy segura, juraría
no necesitar.
Dejo escapar otro suspiro y miro el reloj.
Mierda.
Una palabrota se me escapa y Sergio me mira, alarmado.
—Voy tardísimo —lloriqueo—. No voy a alcanzar a llegar si no me voy ya.
Mi amigo sonríe y hace un gesto de cabeza en dirección a la planta baja.
—Tienes suerte de que sea tu jodido ángel de la guarda —dice—. Yo te llevo para que
no se te haga tarde. ¡Y no me salgas con tonterías de que te da vergüenza, Andrea!
¡Te lo advierto! No estoy para eso el día de hoy.
Ruedo los ojos al cielo.
—Eres insoportable.
—Deja de pelear conmigo y vámonos. Se te hará tarde y entonces no podré hacer nada
para solucionar lo del bono de puntualidad que te quitarán.
El corazón se me estruja cuando me doy cuenta de lo mucho que se preocupa por mí.
—De acuerdo. —Alzo las manos, en señal de rendición—. Vámonos ya. Solo déjame tomar
mi bolso y mi uniforme.
—Corre —dice.
Yo obedezco y me encamino a toda velocidad hacia la planta baja.
***
—Gracias por todo, Sergio —le digo a mi amigo una vez que nos encontramos a unos
pasos de mi trabajo. No conforme con haber pasado toda la mañana y parte de la
tarde ayudándome, todavía tuvo la delicadeza de traerme hasta acá sin quejarse ni
chistar.
No lo merezco. Ni a él ni a Génesis. No sé qué sería de mí sin ellos.
—No agradezcas, Andy —replica y me regala una sonrisa tranquilizadora—. Lo haría
una y mil veces. Eres mi mejor amiga.
Las ganas que tengo de llorar son inmensas ahora.
—Gracias —repito, esta vez, con la voz ahogada por las emociones, y él me guiña un
ojo en un gesto juguetón.
—Nada de «gracias». Estás en deuda permanente conmigo —bromea—. Ahora, vete. No
quiero que se te haga tarde y que el haberte traído aquí haya sido en vano.
—Eres el mejor, Sergio —le digo, antes de envolverlo en un abrazo rápido e intenso
que me devuelve con torpeza. Entonces, sin darle tiempo de nada más, bajo de su
coche y ondeo la mano en despedida cuando arranca en dirección a la avenida
principal.
Para cuando llego a mi destino, estoy tiritando de frío y empapada hasta la médula.
José Luis, el portero del edificio, al verme batallar buscando la tarjeta de acceso
de la puerta electrónica, se apiada de mi alma empapada y abre desde su puesto en
la recepción.
Un suspiro aliviado se me escapa cuando pongo un pie dentro de la cálida estancia y
me permito cerrar los ojos un momento, antes de encarar al hombre de edad avanzada
que me mira con una mezcla de horror y lástima.
—Señorita...
—Andrea —le ayudo, porque, claramente, veo que no es capaz de recordar mi nombre—.
Andrea Roldán.
—Señorita, Roldán, ¿está usted bien? —dice. Ya se ha levantado de su lugar, pero no
luce muy seguro de qué hacer: si acercarse o quedarse donde está.
Asiento.
—Un pequeño inconveniente, nada más —hago un gesto hacia mi ropa mojada, mientras
esbozo una sonrisa que pretende ser ligera, pero que sé que luce dolorosa.
—Creí que llegaría junto con el joven —dice, haciendo una seña hacia la entrada del
aparcamiento del edificio.
—¿Con el joven? ¿Qué joven? —replico, confundida, hasta que, de pronto, el
entendimiento me asalta y suelto una pequeña risotada—. ¡Oh! ¿Sergio? ¡No! ¡Para
nada! Sergio y yo solo somos amigos. Aquí solo viviré yo.
—¿Solo... usted? —El hombre frente a mí luce cada vez más confundido, pero decido
que no tengo tiempo para esto. Estoy agotada. Tuve un día muy pesado. Ahora mismo
estoy tan cansada, que solo deseo tomar una ducha con agua caliente y meterme en la
cama.
—Solo yo, para mi mala suerte —bromeo—. En fin... Creo que iré a tomar una ducha.
No quiero resfriarme.
El hombre parece salir de su estupor en el instante en el que digo aquello, como si
hubiese olvidado por completo que estoy estilando sobre el precioso vestíbulo del
edificio.
—¡Oh! ¡Por supuesto! Vaya. Adelante.
Una última sonrisa es esbozada por mis labios antes de pronunciarle una despedida y
echarme a andar a toda velocidad hasta el elevador.
La preciosa vista del impresionante apartamento de mi amiga aparece delante de mis
ojos cuando las puertas del ascensor se abren frente a mí, y parpadeo un par de
veces cuando un fugaz pensamiento me viene a la cabeza.
Yo no dejé las luces encendidas.
—Rosita, seguramente —musito para mí misma, mientras salgo del elevador y me
adentro en la espaciosa estancia, al tiempo que me deshago el moño despeinado que
tenía en la cima de la cabeza. El cabello me cae —rebelde y desastroso— por todos
lados hasta llegarme por debajo de la cintura.
En el instante en el que pongo un pie en el interior, me quito el bolso, y lo dejo
en el suelo para empezar a quitarme la ropa mojada. No quiero hacer un desastre
entrando así al pasillo que da a la habitación principal —esa que, por las prisas,
no tuve oportunidad de ver más temprano.
Detengo el striptease cuando solo el sujetador y las bragas me cubren, y decido que
esto es suficiente. Pasearme desnuda por el apartamento de mi amiga cuando ella no
está me parece de lo más inapropiado.
Además, pese a que este es uno de los edificios más altos de la ciudad y no hay
vecino alguno que pueda verte, me turba un poco la idea de tener una pared entera
hecha de cristal, por la cual alguien —me importa un bledo que solo sean los
pájaros— puede verme.
Me agacho para tomar la ropa, y el cabello frío cayéndome por los brazos y la
espalda baja son el recordatorio de que necesito despuntarlo. Ya está demasiado
largo.
Cuando tengo todas mis pertenencias entre los dedos me encamino hasta las cajas que
dejé más temprano, tomo algo de ropa seca y limpia de ellas, y luego me encamino al
pasillo.
Abro la primera puerta que me encuentro. Es un precioso baño sin ducha.
Un bufido involuntario se me escapa cuando me percato de la fuente contemporánea al
fondo del lugar, y ruedo los ojos antes de seguir.
La siguiente puerta, es un cuarto de servicios muy espacioso. Hay una lavadora, una
secadora y colgadores y repisas de todos tipos y tamaños. Cuando localizo el cesto
de la ropa sucia, dejo toda la que traigo —mi bolso incluido—, no sin antes tomar
de él mi teléfono y mi cartera.
Una puerta más es abierta y me topo de frente con un pequeño —pero lujoso—
gimnasio.
Hay espejos en todos lados, aparatos y colchonetas al fondo del lugar; así como un
equipo de sonido que luce bastante sofisticado. Parpadeo un par de veces.
Esto es... demasiado.
Cierro la puerta y decido que me burlaré eternamente de Génesis cuando le haga
saber que su casa tiene un gimnasio integrado. Estoy segura de que no lo sabe. Se
va a querer morir cuando se entere.
Finalmente, la última puerta es abierta y me topo de frente con una enorme
recámara. Las pesadas cortinas oscuras cubren el ventanal que —seguramente— hay del
otro lado y hay una cama inmensa al centro de todo. Las tonalidades claras de la
decoración y la tenue luz cálida de todo el apartamento le dan un aspecto romántico
a la habitación. Sonrío. Este lugar seguro que le gusta a mi amiga.
Hay dos puertas, una de ellas es corrediza, así que sé, de inmediato, que da a un
armario con vestidor. La otra, entonces, debe ser la del baño de la recámara.
Antes de adentrarme en él, me entretengo robándole la contraseña del wifi
al router que hay en la habitación y, cuando mi teléfono se conecta a la red, los
mensajes empiezan a llegar.
Tengo un par de Génesis preguntándome si ya estoy en el apartamento. Le respondo
rápido y le digo que le llamaré en cuanto salga de ducharme. Tengo un par más del
abogado Guzmán, recordándome que debo pasar a firmar mañana a la fiscalía del
estado.
El resto decido verlos cuando me bañe y, luego de dejar el aparato sobre el enorme
tocador, quitarme los lentes mojados, y comenzar a desenredarme el cabello con los
dedos, me encamino hacia la puerta cerrada. En el camino, me quito el sujetador y
lo cuelgo en la manija para que se seque.
El sonido del agua cayendo hace que deje de caminar unos instantes.
—¿Me estás jodiendo? ¿Una fuente en cada baño? —digo, en un susurro incrédulo y
horrorizado y, luego de un bufido fastidiado, abro la puerta.
En el momento en el que el vapor me golpea de lleno, me detengo en seco.
Es agua caliente.
—¿Pero qué...? —musito, al tiempo que me adentro en la espesa nube de humo que me
rodea y me pone la carne de gallina.
Doy un paso y luego otro. Visualizo la puerta de cristal ahumado —de ese por el que
no puedes ver a través; solo siluetas deformes— de la ducha y me detengo en seco.
Un grito se construye en mi garganta. El terror crepita por mi cuerpo hasta
embotarme los sentidos y el pánico me deja sin aliento unos instantes cuando noto
la silueta de alguien dentro de la regadera.
Entonces, grito. Grito con toda la fuerza de mis pulmones.
La puerta se abre de golpe y una nueva nube de humo me azota. Un hombre —un
glorioso y hermoso hombre— completamente desnudo aparece frente a mí y clava sus
impresionantes ojos color miel sobre los míos.
—¡¿Pero qué mierda?! —exclama, con su voz ronca y pastosa, y la familiaridad me
golpea de inmediato.
Es mucho más alto que yo. Fácilmente, me saca una cabeza entera. Su cabello —negro
como la noche— cae húmedo y desordenado sobre su frente y sus cejas pobladas y
oscuras casi se unen en un ceño profundo y enojado. Uno que enmarca a la perfección
esos feroces ojos que me miran con intensidad. Lleva la mandíbula —angulosa y
oblicua— cubierta por una fina capa de bello facial y luce tan impresionante, que
me quedo sin aliento durante unos instantes.
Sus hombros anchos y brazos fuertes es lo siguiente que noto y, cuando mi vista
baja por la piel que se tensa sobre su abdomen firme y plano —claramente, a causa
de un régimen de ejercicio diario— hasta llegar a su...
Oh...
Por...
Dios...
Mis ojos suben una vez más a los suyos, aterrados por lo que acabo de hacer y sé,
desde el instante en el que su mirada —horrorosamente familiar— se oscurece con una
ira cruda y fría, que me ha visto mirarle el...
¡Ay, Dios! ¡Ay, Dios! ¡Ay, Dios!
El calor me sube por las mejillas.
Mi boca se abre para decir algo. Aún no sé qué, pero lo hace de todos modos y se
cierra de golpe cuando, en ese instante, las piezas comienzan a hacer clic en mi
cabeza.
Él mirándome del mismo modo en el que lo hace ahora. Él diciéndome patética y
ridícula. Él arrancando la manta que la idiota niña enamorada que fui pintó para
él.
—¿Qué demonios...? —farfullo, sacudiendo la cabeza, incrédula.
¡Bruno!
Bruno Ranieri está aquí, en el departamento de mi mejor amiga, completamente mojado
y desnudo delante de mí.
Capítulo 4
BRUNO
Capítulo 5
ANDREA
Cuando salgo de la ducha, lo hago vestida en mi pijama más decente: una remera
blanca y un short con estampado de arcoíris. No es algo que quiera utilizar en el
apartamento en el que también vive un chico, pero es esto o dormir con el pantalón
de chándal que tengo agujereado de la entrepierna —y del que no quiero deshacerme
hasta comprar uno igual de cómodo y ligero.
Finalmente, cuando estoy lista, me desenredo el cabello y me voy a la cama sin
cenar.
Antes de quedarme dormida, en mi cabeza nace un pensamiento...
Aquí duerme Bruno. Busca otra habitación.
Pero, entonces, una idea contraria me llega de pronto...
Te llamó loca. Te debe la habitación principal.
Entonces, me arrebujo en el mullido colchón y me meto debajo del pesado edredón.
El rugido del cielo augurando una nueva tormenta me arrulla hasta que, de pronto,
ya no soy consciente de nada.
***
Capítulos 6
BRUNO
***
***
Capítulo 7
ANDREA
***
Me ducho lo más rápido que puedo y me visto en unos minutos antes de salir andando
sobre mis puntas. La habitación sigue a oscuras. La única iluminación, es la del
televisor que dejé encendido y la que se cuela desde el baño. Tomo el control
remoto y me acerco hasta el interruptor de la luz. Entonces, le quito el mudo a la
pantalla, subo todo el volumen y presiono el botón de play.
La música estalla en los auriculares que se encuentran instalados en la espaciosa
estancia y la luz incandescente ilumina la habitación.
En ese momento, la voz de Joe Jonas lo llena todo y canto a todo pulmón mientras
empieza mi actuación.
Bruno Ranieri brama algo desde la cama, pero la secadora para el cabello que acabo
de encender —aunado a la música estridente— me impide escuchar lo que dice. Tampoco
es como si me hubiese esforzado mucho en hacerlo.
—¡¿Se puede saber qué carajo estás haciendo?! —Bruno grita a mis espaldas, vestido
únicamente por un bóxer negro. Lleva el cabello alborotado por el sueño y la mirada
furiosa, pese a lucir hinchada y aletargada.
—Me alisto para el trabajo —informo, mientras reprimo una sonrisa y lo miro a
través del espejo del tocador.
—Esta es mi habitación.
—El baño y el vestidor son áreas comunes —replico en voz alta, mientras apago la
secadora y me giro para encararlo—. No hay otro baño con regadera en toda la casa
y, como comprenderás, no puedo irme a trabajar con el cabello lleno de cloro de la
alberca.
Algo malicioso centellea en su mirada.
—Y decidiste venir a bañarte a las cinco de la puta madrugada, con música y todo.
¡Como si fueran las dos de la maldita tarde!
Sonrío, plenamente consciente de luzco como una completa hija de puta.
—No sé si eres consciente de esto, Bruno, pero más de la mitad de la población de
este país empieza el día a esta hora. —Le doy un par de palmadas en el hombro—.
Quizás sería bueno que comenzaras a hacerlo tú también.
—Voy a cerrar la puerta con llave para que no vuelvas a entrar aquí mientras yo
esté dormido.
—Y yo voy a derribarla si necesito entrar —refuto, con una brusquedad que hace que
me contemple con un gesto diferente al anterior. Como si estuviese reevaluándome—.
La próxima vez, procura no tirarme a la alberca, para que yo no tenga que venir a
molestarte a las cinco de la mañana para quitarme el cloro de encima.
—La próxima vez, procura no espiarme mientras nado —él espeta, con un hilo de voz y
la vergüenza me acalora el cuerpo.
A pesar de eso, me las arreglo para alzar el mentón, esbozar una sonrisa suave y
responder:
—No volveré a darte el privilegio. Que tengas buen día, Bruno.
Entonces, me giro sobre mi eje y enciendo la secadora una vez más.
Capítulo 8
BRUNO
***
Capítulo 9
ANDREA
Se me hizo tarde en el trabajo. Me tocó hacer cierre de cajas con la gerente del
turno y no pude marcharme hasta pasadas las once y media. Esta vez, no pude
aprovechar el aventón de Karla. Tuve que pagar un taxi. La única ventaja de aquel
despilfarro es que me dejó en la puerta del edificio, sana y salva, sin tener que
caminar calles infinitas en plena oscuridad.
Pasa de la medianoche y todo el apartamento está en penumbra, a excepción de la luz
de la terraza, que Bruno siempre deja encendida antes de irse a la cama —esa que
siempre termino apagando yo porque no me deja dormir.
El silencio en el que está sumido todo el lugar me hace saber que, seguramente, ya
está dormido... O no ha llegado todavía. No lo sé. Tampoco es como si me importara.
Llevo una semana viviendo aquí, con él, y pareciera que cada vez nos llevamos peor.
Debo admitir que yo he contribuido mucho a la causa poniendo música a todo volumen
a deshoras, pero él no deja de comportarse como si yo portara la peste o alguna
enfermedad extraña.
Siempre que intento ser amable, me responde cortante o con monosílabos, o a veces
no responde en lo absoluto. Por eso, cada mañana, me encargo de torturarlo un poco.
Avanzo en silencio hasta el lugar en el que duermo y me deshago de los zapatos
mientras contemplo la posibilidad de ir a tomar algo de ropa del armario. Descarto
el pensamiento tan pronto como recuerdo que dejé una carga de ropa limpia y doblada
en el cuarto de lavado. Tomaré algo de ahí para dormir.
Así pues, con ese pensamiento en la cabeza, bajo de nuevo y me adentro en la
habitación de servicio, donde me pongo una remera que me va grande y me cubre la
mitad de los muslos, y unas licras que suelo utilizar cuando uso falda —que, ahora,
con mi nuevo trabajo, no es muy a menudo.
Mientras salgo y me encamino a la cocina, me deshago la trenza larga que me hice
esta mañana y abro el refrigerador una vez en el lugar indicado.
Decido que es muy tarde y que, si como demasiado, no voy a dormir, así que opto por
servirme un tazón del cereal que compré la semana pasada. Una vez con mi cena
lista, apago la luz de la cocina y de la terraza, y subo a mi habitación
improvisada, dispuesta a terminar de ver la temporada de la serie que he empezado
ahora que me he dado por vencida con Dark: Sense8.
Apago las luces, me arrebujo entre los cojines y enciendo el televisor, para
después presionar el botón de «Netflix». En ese momento, comienzo a escucharlo...
Primero, empieza quedo, como un ruido esporádico y suave, y me obliga a agudizar el
oído. El sonido regresa y abro los ojos con alerta, al tiempo que miro hacia todos
lados.
La tercera vez que lo escucho, soy capaz de reconocerlo como un gemido.
¿Qué carajos...?
Un chillido agudo, seguido de otro gemido y un grito corto.
Entonces, los hilos comienzan a unirse en mi cabeza:
Es la voz de una mujer.
Gritos que no suenan incómodos. Suenan más como... gemidos.
Gemidos.
Dentro del apartamento.
¿Este cabrón de mierda trajo a una mujer al pent-house?
Entonces, la cantaleta comienza.
Gritos, suspiros y chillidos escandalosos inundan todo el apartamento y yo me quedo
aquí, quieta, mientras trato de procesar lo que está pasando.
Siento que el estómago se me cae hasta los pies en el instante en el que los cabos
se hilan en mi cabeza y me percato de lo que está sucediendo...
Bruno trajo a una mujer. Está aquí, en un lugar que no es suyo. En una cama que no
le pertenece, teniendo... algo con una mujer.
—Hijo de... —No puedo terminar la oración, porque un sonido particularmente
escandaloso retumba en las paredes y la vergüenza ajena se mezcla con la ira que
comienza a invadirme.
Siento que la sangre me hierve. Que el mundo entero comienza a palpitar junto con
el pulso acelerado que ha comenzado a invadirme la audición.
Quiero gritar. Quiero ir a decirle al hijo de puta que no tiene derecho alguno de
traer a una mujer a este lugar. Que es una falta de respeto hacia su amigo. Hacia
mi amiga. Hacia mí...
El aliento me falta y el coraje que siento es tanto, que por un segundo creo que la
cabeza me va a reventar.
Me pongo de pie, bajo un impulso casi primitivo, dispuesta a confrontarlo; pero una
vocecilla en mi cabeza me pide que me detenga. Me dice a gritos que haga las cosas
como es debido y que me la cobre como debe de ser.
Tomo una inspiración profunda. Presa de una emoción tan abrumadora, que no soy
capaz de procesarla del todo y aprieto la mandíbula y los puños mientras trato,
desesperadamente, de tragarme lo que siento.
Me palpitan las sienes y, durante un diminuto instante, la posibilidad de entrar en
esa habitación y romperles la cabeza con una maceta me invade el pensamiento. La
descarto de inmediato, por supuesto; pero es una imagen agradable a la que me
aferro unos segundos antes de volver a la realidad y empezar a espabilar.
Si este es el juego que Bruno Ranieri quiere jugar conmigo, adelante. A ver quién
pierde más.
Esto es la guerra.
Sonrío. Una emoción oscura se apodera de mi cuerpo y me obligo a controlarla
mientras tomo mi teléfono y escribo un mensaje de texto para mi supervisora del
trabajo.
***
Capítulo 10
BRUNO
***
—¿Qué te pasó en la mejilla? —Tania me saluda, mientras tomo entre los brazos a
Mateo —mi sobrino—, y sé perfectamente que se refiere al golpe que traigo en la
mejilla, patrocinado por Andrea y propinado por Nancy.
—No quiero hablar de eso —le digo a mi hermana y ella suelta una carcajada.
—¿Te metiste en una pelea, Bruno Ranieri? —se burla y la miro con cara de pocos
amigos.
—Más bien me agarraron con la guardia baja —digo, porque no es del todo una
mentira. Nancy me despertó con una gloriosa bofetada en la mejilla.
Entorna los ojos y esboza una sonrisa extraña.
—¿Cómo demonios te agarraron de frente con la guardia baja?
—Larga historia.
—Y supongo que no vas a contármela.
—Supones bien —replico, al tiempo que me siento en la silla frente a ella, con el
pequeño entre los brazos, quien se arrebuja contra mi pecho, como siempre hace
cuando lo abrazo.
—¿Qué tal la vida en el apartamento de lujo en el que vives? —inquiere, al tiempo
que abro el menú que tengo enfrente para ordenar algo de beber.
—La verdad es que podría estar mejor.
Arquea las cejas con incredulidad.
—Hace dos semanas estabas encantado con el lugar. Decías que, si algún día tenías
dinero suficiente, te comprarías un departamento así para ti... ¿Y ahora resulta
que ya no te gusta? —dice, suspicaz; y sé, de inmediato, que sospecha que algo ha
ocurrido.
Suspiro.
Tania siempre ha sido así. Tiene una habilidad sobrenatural para leer a las
personas —a mí, en especial— y tiene una más grande logrando que le cuentes lo que
te pasa sin siquiera presionarte un poco.
Sé que, si no le digo de buena gana lo que ocurre, de alguna manera va a sacármelo
a la fuerza. Siempre se las ingenia.
—Han pasado muchas cosas las últimas dos semanas —digo, mientras alzo una mano para
llamar la atención de una de las meseras.
Ordeno un café para empezar y mi hermana pide lo mismo.
—Cuéntamelo todo —dice, mientras deposito a Mateo —ya dormido—, en el portabebés
que se encuentra en la silla en medio de Tania y yo.
Sin que pueda evitarlo, mi mente evoca el rostro de Andrea y tengo que reprimir el
impulso que siento de rodar los ojos al cielo.
Así pues, con todo y la renuencia que siento de hablar —y luego de una pequeña
discusión sobre el motivo por el cual Mateo siempre se duerme cuando lo cargo y
nunca cuando Tania trata de hacerlo tomar una siesta—, le cuento todo el asunto de
Andrea, Génesis, Dante y el apartamento. También, le hablo acerca del incidente en
el bachillerato y lo que pasó hace apenas un poco más de una hora.
—No puedo creer lo estúpido que eres —Tania sisea, enojada, luego de que termino de
hablar.
El remordimiento que ya sentía antes de salir del apartamento resurge en mi
interior y me remuevo, incómodo, en mi lugar.
—Ella empezó —me justifico, pero su mirada sigue siendo como la que solía poner mi
madre cuando la hacía enojar.
—Ella te levantaba en la mañana con música —replica, con brusquedad—. Pudiste no
haberla dejado dormir poniéndole música a todo volumen tú también, pero no. Tuviste
que ser tan vulgar como para llevar a una de tus amiguitas.
—No sabía que ahora yo era el enemigo público —digo con una sonrisa, pero sueno
amargo.
—Te pasaste de la raya, Bruno —Tania me reprime—. No tenías porqué rebajarte a su
nivel. Tampoco tenías por qué quedarte si no estabas cómodo. Sabes perfectamente
que en mi casa...
—Te lo agradezco, Tania, pero ya hemos hablado sobre esto —la corto de tajo y ella
aprieta los labios en una línea dura e inconforme—. Además, no vine aquí a que me
sermonearas por haber hecho lo que me salía del culo.
La severidad en su gesto solo aumenta las ganas que tengo de enterrar la cara en un
agujero en la tierra.
—Yo solo estoy ofreciéndote otra alternativa.
—Y lo agradezco mucho, Tania, pero la verdad es que, por el bien de nuestra
relación, prefiero quedarme en casa de Dante —me sincero—. Además, la chica no se
quedará mucho tiempo. Será hasta que encuentre algo más.
—¿Cómo lo sabes?
—Dante me lo dijo. Su esposa le dijo eso.
El gesto de Tania me hace saber que no está del todo conforme con la idea de mí
viviendo con una completa desconocida —y una potencial acosadora—, pero no dice
nada. Se limita a mirarme fijamente antes de cambiar el rumbo de nuestra
conversación.
Luego del almuerzo, nos despedimos y voy directo a la oficina.
***
La luz del pasillo y de la terraza están encendidas. Es lo único que necesito para
saber que Andrea está en casa.
Dejo el maletín en la sala. Si este fuera un día ordinario, lo llevaría hasta la
habitación; pero este no es uno de esos días. Hoy estoy demasiado agotado para eso.
Me deshago el nudo de la corbata y me la quito de un movimiento. El saco lo he
dejado en el auto, así que solo tengo que desabotonarme la camisa hasta que no me
siento sofocado y arremangarla para estar más cómodo. Todo esto lo hago mientras me
encamino hasta el mini-bar.
En el instante en el que me detengo frente a la barra, la veo. Está allá afuera, en
la terraza, casi de espaldas a donde yo me encuentro, sentada sobre uno de los
camastros junto a la alberca.
Lleva el cabello húmedo y suelto sobre los hombros y la espalda, y una nueva oleada
de culpa me embarga cuando recuerdo lo que pasó en la mañana.
Me sirvo un tequila cargado y le doy un trago largo antes de armarme de valor para
salir a la terraza.
Me cuesta admitirlo, pero he pasado el día entero dándole vueltas a lo ocurrido y a
la conversación que tuve con Tania al respecto. Sé que debo pedir disculpas, pero
es que es tan difícil...
Suspiro, suelto una maldición en voz baja y me encamino hacia allá.
En el instante en el que pongo un pie fuera, dice:
—No me voy a ir. Llegué aquí primero.
Silencio.
Le doy otro trago a mi bebida y, de manera descuidada, me recuesto sobre el
camastro que tengo más cerca.
La miro de reojo. Ella no disimula ni siquiera un poco y me observa fijamente, con
el entrecejo fruncido y gesto defensivo.
Es tan bonita...
Lástima que está loca.
No digo nada. Ella tampoco lo hace y, cuando se da cuenta de que no tengo intención
alguna de hablar, vuelve su atención al desgastado libro que sostiene entre los
dedos —uno distinto al que llevaba la otra vez—. Se ve tan viejo, que parece que se
va a deshacer en sus manos en cualquier momento.
No logro ver el título y, de pronto, me encuentro preguntándome qué lee con tantas
ganas que ha dejado la copia del libro en el estado en el que está.
Miro hacia la ciudad. Enormes edificios iluminados se alzan, altos e imponentes y,
allá abajo, las luces de los autos, los establecimientos y las casas, llenan la
vista de un aura cálida y amable.
Bebo un poco más.
—Llegaste temprano. —Habla con suavidad al cabo de un largo rato, y no sé cómo me
siento respecto al hecho de que sabe la hora a la que llego.
Tú también sabes a qué hora llega ella.
—Si no me quedara en la oficina más tiempo de lo debido, llegaría todavía más
temprano —digo, pero no sé por qué lo hago. No es como si a ella le interesara
saber a qué hora se supone que debería salir del trabajo.
Silencio.
—¿Qué lees? —inquiero, luego de unos segundos, incapaz de detener mi curiosidad. No
sé por qué le he preguntado eso. Yo solo venía a disculparme, no a entablar una
conversación.
La miro de reojo, justo a tiempo para verla esbozar una sonrisa suave, al tiempo
que se ruboriza por completo. Algo dentro de mí se remueve al notar ese color suave
en sus mejillas.
—Es... —Vacila—. Probablemente, lo encuentres una estupidez, pero es una novela de
romance. Histórica. Se llama Un beso inolvidable. Es mi favorita.
—¿De qué trata? —Me sorprendo a mí mismo ante el cuestionamiento. Podría jurar que
no me interesa en lo absoluto saber de qué va, pero aquí estoy, preguntándolo de
todos modos.
¿Por qué?
Suspira. Entonces, se enfrasca en la explicación de una historia cursi, melosa,
pero que, de alguna manera, puedo verla leyendo. Suena, exactamente, al tipo de
libro que leería una chiquilla de dieciséis, enamorada de un fulano al que jamás le
ha hablado. Y, por extraño que sea, lo encuentro... encantador —y un poco
perturbador de mi parte, también. Dada la trama del libro.
La manera en la que me cuenta la historia, emocionándose en unas partes y
ruborizándose cuando se da cuenta de lo emocionada que está mostrándose, me tienen
aquí, mirándola con atención, asintiendo como si la historia me gustase o de verdad
fuese a leerla.
Cuando me doy cuenta, ya me he girado hacia ella, con el trago —ahora casi vacío—
entre los dedos, haciendo comentarios y preguntas de vez en cuando respecto a la
historia.
Cuando termina, suspira y baja la mirada al libro en sus manos, con una sonrisa
avergonzada asomándosele por los labios.
—Lo lamento —dice—. Seguro piensas que es aburridísimo y cursi.
—Creo que es cursi —le concedo, antes de añadir, con una mueca horrorizada—: Y,
ciertamente, no sería algo que leería, pero no creo que sea tan aburrido.
Entorna los ojos y se acomoda la montura de los lentes en un ademán muy curioso.
—¿Y qué sería algo que leerías? —Me mira con un gesto que no puedo descifrar del
todo, pero que me hace sentir extraño.
Me encojo de hombros.
—El Conde de Montecristo —digo, porque es uno de los pocos libros que he leído los
últimos años que he disfrutado de verdad.
—No lo he leído —dice, con una mueca—. Tengo Los Tres Mosqueteros, del mismo autor,
pero no he leído El Conde de Montecristo.
—Deberías —apunto, al tiempo que me pongo de pie y anuncio—: Necesito otro trago.
—Yo también —dice ella, levantándose y la miro, curioso.
—No sabía que estabas bebiendo —apunto, pero ella me muestra una taza vacía.
—Bebía café. Ahora me apetece otra cosa.
La miro de soslayo una vez dentro del apartamento, mientras nos acercamos a la
barra. Andrea no luce como el tipo de chica que bebe o se embriaga. De hecho, si me
hubiese dicho que iba a prepararse un café, no me habría sorprendido en lo
absoluto.
La observo un segundo más de lo debido, mientras tomo otro vaso para ella.
—¿Qué quieres tomar? —pregunto, amable pero serio, mientras pongo hielos en su vaso
y en el mío.
—Tequila —responde con soltura y detengo mis movimientos un segundo.
La miro a los ojos.
Andrea no luce como una chica de tequila. Más bien, me la imaginaba con un mojito
en la mano. Una margarita. Quizás, un vodka con alguna clase de jugo. No con un
tequila.
—Te gusta el tequila. Quién lo diría.
—No me gusta —dice, haciendo una mueca de desagrado—, pero es la única clase de
alcohol que tolero. La cerveza me duerme, el whisky me baja la presión y el vodka
me hace vomitar tan pronto como lo tengo en el estómago. El tequila es lo único que
puedo tomar sin sentirme horrible al poco tiempo.
Vierto tequila en mi vaso, para luego verter un poco en el suyo. Luego, me pide que
rebaje el suyo con agua mineral y refresco y yo, para no sentirme como un completo
alcohólico que solo toma tequila con hielos, le pongo un poco de agua mineral al
mío.
Le da un trago largo a su bebida y no puedo evitar mirarla a detalle cuando lo
hace. Lleva una remera lisa y sus infames shorts de arcoíris. El cabello —casi seco
ahora— le cae por la espalda y el pecho, y huele delicioso. A frutas y flores.
Yo bebo un poco también, solo para no parecer un estúpido mientras la observo a
detalle.
—Llegaste temprano —insiste y es hasta ese momento que me doy cuenta de que está
diciéndome otra cosa en realidad. O, al menos, eso creo. Su mirada es curiosa y...
¿preocupada?
Suspiro y hago un gesto hacia la terraza. Ella se gira y avanza hacia allá, en
silencio.
—Tuve un mal día en el trabajo —admito, cuando se sienta en el camastro en el que
estaba. Yo hago lo propio y me siento donde estaba—. Solo quería salir de la
oficina cuanto antes.
Ella asiente, mientras mira hacia la ciudad que se extiende frente a nuestros ojos.
—Entiendo —dice y sonríe con amabilidad, sin encararme—. Lamento que haya sido de
esa manera.
La miro en silencio, pero no respondo. Ninguno de los dos dice nada después de eso,
solo bebemos mientras miramos hacia la calle.
—Escucha, Andrea, respecto a lo de ayer en la noche...
—No pasa nada —me corta de tajo.
—Sí pasa —insisto y ella me mira, confundida—. Fui un imbécil. Me pasé de la raya.
No debí haber traído a nadie a este lugar. Y menos para eso. Lo siento mucho, de
verdad.
Niega con la cabeza.
—Soy yo la que debe disculparse —dice—. No debí despertarte tan temprano toda la
semana. No es tu obligación hablarme o ser amable conmigo y yo asumí que, porque
vivíamos juntos, me debías aunque sea esa clase de decencia, pero...
—Es que sí te la debo —la interrumpo—. Te debo ese respeto. Se lo debo a Dante y a
su esposa. Por eso me disculpo. No volverá a suceder.
Andrea me mira durante un largo momento.
—Yo tampoco volveré a despertarte con música en las mañanas —dice y esbozo una
sonrisa.
—Lo agradezco —digo, pero ella sigue luciendo recelosa. Como si no supiera qué
hacer con mi amabilidad. Me siento como un completo idiota por hacerla sentir de
esa manera. Por hacerla sentir como si mi amabilidad llevara de la mano una
consecuencia gravísima.
Desvía la mirada.
—Quién diría que no eres tan odioso como creía —masculla y, sin que pueda evitarlo,
suelto una carcajada solo porque no me esperaba ese comentario.
—Puedo decir lo mismo de ti, Liendre —digo, pero el apodo suena cariñoso. No me
gusta que lo haga.
Ella arquea una ceja, al tiempo que bebe otro poco de su trago y se pone de pie.
—Me voy a dormir —anuncia y la decepción me invade, pero me las arreglo para
mirarla con gesto aburrido—. Gracias por el trago.
—Descansa, Andrea —digo, cuando se gira para marcharse y se detiene un segundo para
mirarme por encima del hombro. Cuando lo hace, le guiño un ojo, se ruboriza y se
gira a toda velocidad hacia enfrente. Entonces, sin decir una palabra, se adentra
en el apartamento.
No aparto la vista hasta que desaparece de mi campo de visión y, cuando las luces
del teatro en casa se encienden allá arriba, sacudo la cabeza y esbozo una sonrisa.
Quién lo diría. Pienso. La loca no es tan desagradable después de todo.
Capítulo 11
ANDREA
Hoy es mi día de descanso, así que tuve oportunidad de dormir un poco más antes de
iniciar el día. A pesar de eso, tuve que poner una alarma para poder hacer todos
esos pendientes que tengo desde la semana pasada.
Esta vez, cuando me levanto, pongo música en los auriculares de mi teléfono para
escuchar mientras me alisto. Hoy voy más arreglada de lo normal. Tengo cita con el
licenciado Guzmán a mediodía y, antes, debo presentarme ante a firmar en la
fiscalía una vez más.
Después de mi reunión con el abogado, iré a hacer mi despensa de la quincena. Si
tengo suerte, llegaré a casa temprano. Y, si tengo un poquito de más suerte,
también recibiré buenas noticias respecto a mi situación legal.
La expectativa me atenaza el estómago, pero me obligo a mantener las emociones a
raya mientras trato de echarme otro vistazo en el pequeño espejo de mi polvo
compacto.
Un suspiro frustrado se me escapa y, durante un segundo, considero la posibilidad
de entrar en la habitación solo para verme en alguno de los espejos que hay dentro.
Deshecho el pensamiento tan pronto como llega. Prometí no ser un dolor en el culo
con Bruno. Eso también incluye respetar su espacio. Al menos, mientras duerme, ya
que es imposible no entrar a esa alcoba por lo menos una vez por día.
Me digo a mí misma que me veré en uno de los espejos del gimnasio y, con este
pensamiento en mente, cambio de canción para poner algo que me pone de buen
humor: No Promises de Cheat Codes con Demi Lovato. Después, tomo mi bolso, echo mi
cartera, las llaves y algo de maquillaje para retocarme si lo necesito. Luego, bajo
a mirarme al espejo. Cuando lo hago, repito la canción una vez más y subo el
volumen.
Me guardo el teléfono dentro del sujetador mientras me preparo el desayuno y
bailoteo de manera inconsciente hasta que tengo que repetir la canción una vez más.
Para cuando estoy desayunando —café y pan francés— tengo la adrenalina tan a tope,
que estoy brincando y bailando al ritmo de la música que suena —ahora
muy, muy fuerte— en los auriculares que llevo puestos. Me siento relajada ahora.
Tranquila. Así que, cuando la canción termina esta vez, en lugar de repetirla,
busco una nueva. Mientras hago eso, me giro sobre mi eje para tomar la taza con
café que he dejado en la isla de la cocina. Entonces, lo veo.
Un grito ahogado se me escapa en el instante en el que la imagen repentina llega a
mí y me arranco un auricular a toda velocidad solo porque Bruno Ranieri se
encuentra ahí, en la entrada de la cocina, luciendo fresco y arreglado.
Su gesto es serio, pero una sonrisa baila en las comisuras de sus labios. Eso es lo
único que necesito para saber que me ha visto brincar y bailar como una lunática
por toda la cocina.
Oh, Dios. ¿Desde hace cuánto estás ahí?
La vergüenza se extiende sobre mi pecho con una rapidez abrumadora y siento cómo el
rubor me calienta la cara.
—Buenos días —digo, sin aliento. Él, sin despegar los ojos de mí, asiente.
—Buenos días, Andrea —dice, estoico y la vergüenza incrementa. Hace un gesto en mi
dirección con la cabeza y, luego añade—: Luces como si estuvieras lista para
presentarte ante un juzgado.
En el instante en el que las palabras abandonan su boca, la sangre se me agolpa en
los pies. De pronto, la posibilidad de que se entere de lo que está pasando conmigo
y mi situación legal, hace que me falte el aliento.
El horror repentino que me embarga hace que me den ganas de vomitar, pero me obligo
a sonreírle. Él no parece notar la tensión en mi gesto, ya que avanza con
naturalidad hacia la cafetera.
Me aclaro la garganta y apago la música para quitarme el auricular que me quedaba
en las orejas.
—Tengo una entrevista de trabajo —digo, porque necesito justificar el hecho de que
por lo regular nunca ando así de arreglada.
Bruno, sin ponerle ni siquiera un poco de azúcar al café, le da un sorbo largo, al
tiempo que se recarga contra la encimera e introduce su mano libre en el bolsillo
de su pantalón.
—Que tengas mucho éxito, entonces —dice, al tiempo que me regala una suave sonrisa
torcida. El día de hoy, lleva la mandíbula sin afeitar y la fina capa de vello le
da un aspecto rebelde.
El corazón me da un tropiezo solo porque es guapísimo y le sonrío de regreso. Esta
vez, mi gesto es más sincero que el anterior.
—Gracias —digo, mientras, disimuladamente, me aliso las arrugas de la falta de tubo
que llevo puesta.
—Trabajarás hasta tarde hoy, supongo —dice y, la manera en la que pregunta me saca
de balance unos instantes.
¿Está preocupado por ti?
—No —respondo—. Hoy es mi día de descanso, así que solo voy a mi entrevista, a unos
cuantos mandados y luego vuelvo a casa.
Él asiente, con gesto más recompuesto que hace apenas unos instantes y la confusión
incrementa otro poco.
Silencio.
Me muerdo el interior de la mejilla y bebo de mi café —con leche y azúcar— para no
tener que hablar.
Me aclaro la garganta de nuevo.
—¿Y tú? —inquiero, pese a que no quiero sonar muy curiosa—. ¿Trabajas hasta tarde
hoy?
Él me mira durante una fracción de segundo, pero, en lugar de decir lo que espero,
pronuncia:
—Mucho me temo.
La decepción me atenaza el pecho.
—Oh... —Sonrío, pesarosa—. Lo siento mucho por ti.
No responde. Solo bebe de nuevo un poco de su café. Yo me giro para sacarme el
teléfono del sujetador de un movimiento disimulado y rápido, y miro el reloj.
Faltan diez minutos para las nueve. Si quiero llegar a las nueve y media a la
Fiscalía del Estado, debo salir ya.
—Tengo que irme —digo, mientras me apresuro a recoger mi plato y mi taza para
lavarlo todo antes de irme.
—Deja ahí —Bruno dice y vuelco mi atención hacia él. Me sonríe y el corazón se me
estruja—. Yo me encargo.
—No podría...
Hace un gesto de cabeza en dirección a la salida, serio, pero con un brillo extraño
en los ojos. Agradable...
—Vete ya, liendre. Suerte en tu entrevista.
Algo me calienta el pecho.
—Gracias —digo, y reprimo las ganas que tengo de estrujarlo en un abrazo
agradecido, como haría con cualquiera de mis amigos. Dudo mucho que a Bruno le
gusten mucho ese tipo de demostraciones de afecto. Mucho menos, si vienen de mí —
dada nuestra historia, claro está.
En el pasado, llegué a pensar que Bruno era un chico dulce, hablador, cariñoso,
abierto y un líder nato. Ahora que empiezo a tratarlo, he podido darme cuenta de
que es todo lo contrario. Es serio, hosco, taciturno, cerrado... Un lobo solitario.
De alguna manera, todas esas ideas preconcebidas que tenía de él se han ido
diluyendo con el paso de los días en este lugar y, pese a que no convivimos
demasiado y las veces que hemos hablado han sido pocas, ahora no puedo dejar de
imaginarlo con esa personalidad tosca que en realidad tiene.
No puedo dejar de imaginarlo refunfuñando por todos lados, con el ceño fruncido y
esa postura intimidante de la que es poseedor.
Él me guiña un ojo en respuesta a lo que he dicho y, sin que pueda evitarlo, el
corazón me da un tropiezo; pero, sin decir nada más, tomo mi teléfono —y audífonos—
y salgo de la cocina lo más rápido que puedo.
Quiero mirar atrás durante un segundo, pero no lo hago. Me obligo a seguir
avanzando con el pulso golpeándome con fuerza detrás de las orejas y una sensación
inquietante removiéndose debajo de mi piel.
***
—Le traigo buenas noticias, señorita Roldán. —El tono entusiasta en el que el
abogado comienza a hablar, luego de haberse instalado en la mesa del restaurante en
el que hemos quedado, enciende una llama que se había mantenido apagada desde que
el licenciado Hernández dejó de mi caso.
—¿De verdad? —No quiero sonar ilusionada, pero lo hago de todos modos.
El hombre asiente, con una gran sonrisa pintada en los labios y las chispas de la
esperanza comienzan a invadirme por completo.
Antes de empezar a hablar, el hombre encarga un platillo del menú y miro, de reojo,
el precio. Siempre que nos vemos le invito lo que sea que esté más próximo: el
desayuno, la comida, la cena... Todo depende de la hora en la que nos veamos. Ahora
mismo, mi economía no puede permitirse el lujo de que ambos comamos algo, por eso,
cuando la mesera se acerca a tomar la orden, yo solo pido un café americano.
El hombre habla de trivialidades mientras esperamos por su desayuno —casi comida,
si puedo ser honesta— y yo solo puedo pensar en la idea se zarandearlo para que me
diga de una maldita vez cuales son las buenas noticias. Pese a eso, me obligo a
sonreír y a responderle con cortesía a todo lo que dice. Finalmente, cuando el
hombre empieza a engullir sus chilaquiles verdes, habla:
—Le decía, señorita Roldán, que le tengo excelentes noticias —dice, luego de beber
un largo sorbo de café.
Asiento, para instarlo a hablar y él se toma el tiempo de limpiarse la boca con una
servilleta antes de regalarme una sonrisa grande y satisfecha.
—Resulta que conseguí una apelación para usted. Argumenté que las pruebas no son lo
suficientemente esclarecedoras como para señalarla como presunta responsable del
delito y conseguí que la parte defensora tenga que buscar pruebas contundentes para
concluir con el juicio. Todo esto sin mencionar que se rumorea que el Corporativo
Mendoza está por realizar un cambio de defensa. Lo que quiere decir que esta
búsqueda de pruebas puede alargarse hasta el infinito. ¿No es eso fabuloso? —dice,
con entusiasmo y yo parpadeo un par de veces, mientras digiero todo lo que me ha
dicho.
La esperanza se diluye en mi sistema tan rápido como aparece, pero me deja un
regusto doloroso en el pecho y una punzada de ira crepitándome por la cabeza.
Me relamo los labios, seria. En el proceso, lo miro engullir otro bocado del
desayuno que voy a comprarle.
—¿Quiere decir que la buena noticia es que el juicio está detenido por el momento?
—inquiero, con calma, pese a que quiero arrancarle el tenedor de entre los dedos y
lanzarlo al suelo solo para que tenga la decencia de mirarme a los ojos mientras me
dice semejante estupidez.
Cómo, en el condenado infierno, es esa una buena noticia? ¡El juicio está detenido,
joder! ¡Eso no me absuelve de ningún cargo! ¡No elimina la posibilidad de que pase
diez o más años de mi vida encerrada en una maldita cárcel!
El hombre me mira, con esos ojos pequeños, dentro de esa cara regordeta, y aprieto
la mandíbula al notar la confusión en su mirada.
—Así es —dice, con lentitud—. ¿No le parece maravilloso? El juicio se ha detenido.
Niego con la cabeza. Primero lento, y luego cada vez más segura de mí misma. La
furia corre a través de mi sangre a toda velocidad y, de pronto, me encuentro con
un montón de palabras enojadas acumuladas en la punta de la lengua.
—No. No me parece maravilloso —espeto, con dureza y la sonrisa del hombre se
desvanece—. No me parece maravilloso, porque esto no me exime de lo que se me
acusa. No finaliza el proceso legal en mi contra. Lo alarga. —Me tomo unos
instantes para tomar un par de inspiraciones profundas y no hablar de más, pero es
casi imposible ahora mismo—. En todo caso, debería estar diciéndome que esto nos da
más margen de tiempo para conseguir pruebas que demuestren mi inocencia, no
creyendo que voy a dormir tranquila luego de saber que la mortificación por la que
estoy pasando se ha pausado hasta Dios-sabe-cuándo.
El hombre frente a mí me mira, estupefacto, mientras tomo mi bolso y mis cosas y
lanzo un billete que cubre su platillo —bebida incluida—, mi café y la propina de
la mesera.
—Necesito que haga algo —siseo, en dirección al hombre, mientras me inclino sobre
la mesa de manera amedrentadora.
Mi gesto furioso parece estar funcionando, ya que se pone lívido y abre los ojos
como platos al tiempo que boquea como un pez en busca de palabras para responder.
—Cuando tenga buenas noticias de verdad, llámeme —digo, incapaz de no sonar como
una completa desgraciada y me echo a andar en dirección a la calle.
***
Capítulo 12
BRUNO
Cuando llego al apartamento, todas las luces están apagadas. De inmediato, miro el
reloj en mi teléfono y aprieto la mandíbula cuando veo que pasan de las once.
Andrea dijo que llegaría temprano. Claramente, no lo ha hecho y, pese a que no
estoy muy seguro del motivo, me siento... inquieto. Preocupado.
Me quedo quieto al salir del elevador, pensando en la interacción que tuvimos esta
mañana, y la sensación de malestar incrementa. No sé muy bien qué demonios pensar
al respecto, pero me digo a mí mismo que, seguramente, está festejando con sus
amigos lo bien que le fue en su entrevista de trabajo.
Con ese pensamiento en la cabeza, enciendo la luz de la terraza —para que Andrea la
encuentre así cuando llegue— y me echo a andar hacia la habitación principal para
ponerme algo de ropa cómoda. Luego, me encamino a la cocina. Esta noche tengo tanta
hambre, que decido pedir tacos a domicilio. Encargo unos cuantos de más por si
Andrea quiere comer un poco cuando regrese. Aún me siento en deuda con ella por la
noche tan atroz que le hice pasar, así que, invitarle la cena se siente como lo
correcto por hacer.
Cuando la comida llega, contemplo la posibilidad de comerla en el teatro en casa,
pero descarto el pensamiento tan pronto como llega. Ahí duerme Andrea. No voy a
invadir su espacio. Menos si ella no se encuentra ahí.
Así pues, termino tomando mis alimentos en un banco alto de la isla que se
encuentra en la cocina, mirando un documental en el teléfono. Al terminar, miro la
hora de nuevo. Es casi medianoche.
Otra punzada de preocupación me embarga, pero la empujo lejos y me digo a mí mismo
que no debería importarme la hora a la que llega Andrea.
Con ese pensamiento en la cabeza, me obligo a arrastrarme de vuelta a la habitación
para calzarme unas zapatillas deportivas y dirigirme al pequeño gimnasio del pent-
house. Una vez ahí, me pongo auriculares y comienzo a ejercitarme.
Ni siquiera ha pasado una hora, cuando miro el reloj una vez más. Me pregunto si
Andrea está en casa y me reprimo cuando me doy cuenta de la frecuencia con la que
pienso en ella.
Media hora después, estoy fuera del gimnasio completamente bañado en mi propio
sudor. Necesito una ducha... Y ver si Andrea ha llegado a casa.
De pronto, me siento molesto con ella. Con las pocas molestias que se ha tomado de
avisar que está en casa —si es que de verdad ya llegó—, así que me apresuro hasta
la sala, esperando encontrarla sentada en algún sillón, con el libro manoseado con
el que suele vagar por todo el apartamento; o en la terraza, bebiendo café o algo
por el estilo; pero, cuando llego ahí, no puedo verla.
La busco en la cocina, el cuarto de lavado, la terraza, el estudio... Incluso, me
atrevo a buscarla en el baño de la habitación principal; pero no se encuentra en
ningún lado.
Es la una y media de la madrugada, y genuina preocupación ha comenzado a
embargarme. No sé qué hacer, así que subo a toda velocidad al teatro en casa para
ver si está allá arriba, pero lo único que encuentro son cojines desperdigados por
todos los sillones y penumbra.
Cuando bajo a la primera planta, lo hago con un solo pensamiento en la cabeza, así
que apenas me toma unos instantes ir a la habitación, tomar mi teléfono y llamar a
Dante.
—Si no me equivoco, allá en México es de madrugada. ¿Qué hace que me llames a esas
horas, Bruno Ranieri? ¿Es que de nuevo has peleado con tu compañera de apartamento?
—No ha llegado a casa —digo, sin un ápice de tacto y el silencio que le sigue a mis
palabras es satisfactorio de una manera enferma y retorcida.
—¿Qué?
—Pasa de la una y media de la madrugada y no ha llegado a casa.
—Seguro salió con sus amigos. —Dante razona.
—Esta mañana me dijo que iba a una entrevista de trabajo y hacer unos mandados, y
que luego regresaría a casa temprano —digo, cada vez más irritado con su tono
despreocupado—. Esto no es temprano.
—Déjame comentarlo con Génesis para que le llame. —Esta vez, cuando habla, suena
serio. Como si se hubiese dado cuenta de que no estoy jugando—. Quizás se le hizo
tarde o se quedó a dormir en casa de alguna amiga. Espera y te regreso la llamada,
¿vale?
—De acuerdo. —Asiento, pese a que no puede verme y, entonces, colgamos.
Me siento sobre la cama, pero la ansiedad es tanta, que tengo que levantarme.
Me quito la remera y la lanzo al suelo antes de salir de la habitación, en
dirección a la sala. Hace rato ya que apagué las luces de todo el lugar, así que la
única iluminación de la estancia es la que se cuela a través de las cortinas que
van desde el techo hasta el suelo.
Estoy abriéndome paso a la cocina para ir por algo de beber, cuando, de pronto, la
escucho...
—Estoy aquí. —La voz suave y débil a mis espaldas me hace girarme sobre mi eje solo
para toparme de frente con la imagen de Andrea, mirándome desde la parte alta de
las escaleras, con el teléfono en la oreja y los pies descalzos.
Alivio, enojo, vergüenza... Todo colisiona en mi interior y me abruma tanto, que no
puedo formular una oración coherente de inmediato; así que me quedo aquí, de pie en
medio de la sala, mirándola como si tratase de cerciorarme de que se encuentra
bien.
—¿Hace cuánto llegaste? —inquiero, luego de que se despide de Génesis al teléfono y
me mira fijo.
Pese a la oscuridad, soy capaz de ver la hinchazón de sus ojos y lo desastroso de
su cabello; como si hubiese pasado mucho tiempo dormida.
—Antes que tú —dice, con la voz enronquecida por la falta de uso—. Me quedé
dormida.
Aprieto la mandíbula, sintiéndome cada vez más estúpido y azorado, y la ira
comienza a invadirme con lentitud.
—La próxima vez, avísame para no estar como imbécil molestando gente al otro lado
del mundo —espeto y me arrepiento tan pronto como termino de hablar.
Pese a eso, me giro sobre mi eje, dispuesto a marcharme, pero su voz me llena de
nuevo los oídos:
—Lo siento —dice, con suavidad—. Lamento mucho haberte preocupado.
—No me preocupaste —refuto, cual niño de tres años y quiero estrellar la cabeza
contra el muro por eso.
—Puedo darte mi número, para que me llames la próxima vez que necesites algo. —Ella
no parece reaccionar a mis comentarios hostiles. Al contrario, pareciera como si
fuese capaz de entender lo poco que me gusta sentirme avergonzado o fuera de lugar.
Eso me asusta.
No respondo, pero tampoco me marcho.
Me divido entre las ganas que tengo de irme y de preguntarle cómo le fue en su
entrevista. Finalmente, la parte de mí que aún es decente gana y me giro sobre mi
eje para encararla.
—¿Cómo te fue?
No responde.
—¿Dónde? —Suena confundida.
—En la entrevista.
Suspira y es todo lo que necesito para saber que no me dará buenas noticias.
—No tan bien como esperaba —dice y la voz le tiembla ligeramente.
Por favor, no llores, liendre.
—Lo lamento.
Suelta una pequeña risita, que suena más a sollozo y el corazón se me estruja de la
pena.
—No pasa nada —dice, pero suena tan acongojada que, de pronto, las manos me pican—.
Ya estoy acostumbrada.
Silencio.
No sé qué decir. No sé si decir algo va a ayudar en lo absoluto, así que me quedo
aquí, mirándola fijo, sin saber qué hacer.
—¿Comiste algo? —No me gusta lo preocupado que me escucho, pero no puedo dejar de
pensar en ella saltándose comidas solo porque se quedó dormida.
—Sí —responde—. En casa de mis padres. —Suspira y se cubre el rostro con las manos
para luego apartarse el cabello lejos de la cara en un gesto frustrado—. Donde las
cosas tampoco estuvieron bien.
Suelta un gemido quejumbroso y una pizca de humor me calienta el pecho ante el
sonido tan peculiar.
—Fue un mal día, Andrea —digo, en voz baja y amable—, no es una vida.
Hace una mueca.
—Permíteme dudarlo —masculla, mientras se sienta sobre el primer escalón
descendente de las escaleras.
Sonrío.
—Eres bastante melodramática, ¿te lo han dicho?
Hace un gesto con una mano para restarle importancia a mi comentario.
—Independientemente de ello, empiezo a creer que de verdad estoy maldita o algo por
el estilo. —La seguridad con la que dice aquello me hace soltar una pequeña risa—.
¡No te rías! ¡Lo digo en serio!
—Dudo demasiado que existan las maldiciones o la mala fortuna —replico, pero sueno
amable y relajado.
—Eso es porque nunca habías conocido a alguien como yo —dice, con una seguridad y
una certeza que me hacen sonreír.
Entonces, comienza a relatarme una serie de historias de terror que parecen sacadas
de la más dramática de las telenovelas mexicanas. Empezando por su nacimiento
atropellado, para seguirle a un accidente automovilístico al que ella y su familia
sobrevivieron de milagro. Me cuenta, también —aunque de manera muy vaga— acerca del
despido de su empleo anterior y el desalojo que sufrió del apartamento que
alquilaba antes de llegar a este lugar; así como de una cirugía de emergencia a la
que tuvo que ser sometida. No entra en detalles sobre eso tampoco, pero no hace
falta que lo haga para hacerme sentir como si debiera decirle algo para consolarla
por todo aquello que ha tenido que vivir.
—Todo esto excluyendo la sarta de idioteces que he tenido que soportar gracias mis
propias malas decisiones —dice, luego de terminar con su línea de tiempo sobre sus
desgracias—. Ahí no tomo en cuenta el ridículo que hice al declararle mi amor a un
fulano que, claramente, no tenía idea ni de mi existencia; ni de la decisión tardía
que tomé de terminar mi compromiso a unas semanas de la boda.
Mis cejas se disparan al cielo, en total estupefacción.
—¿Estuviste comprometida?
—Aunque no lo creas, Bruno Ranieri, los hombres pueden fijarse en mí —dice y suena
a la defensiva.
Una sonrisa lenta se desliza en mis labios ante su tono enfurruñado.
—De eso no tengo la menor duda, Andrea.
No tengo idea de dónde demonios ha salido eso, pero me obligo a sostenerle la
mirada cuando clava sus ojos en mí.
Parpadea un par de veces, se moja los labios y me pregunto si estará sonrojada. La
poca iluminación apenas me permite verle las facciones desde el lugar en el que me
encuentro sentado — hace rato que me he instalado en uno de los sofás de la sala.
—Qué bueno que lo tenemos claro, entonces —dice, en voz baja, pero el tono en su
voz hace que me remueva en mi lugar. ¿Incómodo?... No... Expectante.
—¿Cuántos años tienes, Andrea?
—Cumplí veintiséis hace unas semanas —responde.
—¿Hace cuánto estuviste comprometida?
—Hace dos años, más o menos —dice.
—¿Por qué demonios ibas a casarte a los veinticuatro? Habiendo tantas cosas por
hacer antes de sentar cabeza —bromeo, pero, en lugar de escucharla reír o quejarse
de mi comentario, como espero que suceda, suspira.
—Porque creí que estaba enamorada —dice, pero hay algo oscuro en su tono. Entonces,
me dedica una mirada irónica para añadir—: Otra vez.
Sonrío.
—¿Qué te hizo darte cuenta de que no lo estabas? —inquiero, pese a que no es de mi
incumbencia en lo absoluto.
—No me di cuenta —dice—. Al menos, no en ese momento. No de eso... —Suspira—. Me
fui porque... Porque me di cuenta de que él no me amaba. Lo otro... que no estaba
enamorada, quiero decir... lo supe en terapia. —Me dedica una mirada cargada de
disculpa—. Lo siento. Ya crees que me faltan unas cuantas piezas, no me imagino lo
que debes estar pensando de mí ahora.
Sacudo la cabeza en una negativa.
—Yo también fui a terapia. —Ni siquiera sé por qué diablos lo digo, pero las
palabras me abandonan casi por voluntad propia—. Cuando mi mamá falleció, en
noviembre del año pasado.
—Lo lamento.
—No lo hagas —digo, amable—. Estaba sufriendo mucho. Me gusta pensar que ahora
descansa.
—Estoy segura de que lo hace, Bruno —dice y agradezco que lo haga. De alguna
manera, sus palabras me tranquilizan. Me hacen sentir que mi madre de verdad está
descansando.
Tomo una inspiración profunda y dejo escapar el aire con lentitud.
—Lamento haber hecho que Génesis te despertara —digo, al cabo de unos instantes de
silencio.
—No pasa nada —dice, y me sonríe—. Yo habría hecho lo mismo de estar en tu lugar. —
Debe ver la confusión en mi gesto, ya que aclara—: Llamar a Génesis para que Dante
te localizara, quiero decir.
Sonrío.
—¿Tienes hambre?
Asiente y hace un puchero.
—Me serviré un poco de cereal —dice.
—Tengo tacos en el refrigerador. ¿Quieres?
La sonrisa eufórica e infantil que me dedica me hace sonreír como imbécil a mí
también.
—¿Sería demasiado abusar?
—Solo un poco —bromeo—, pero que no se diga que no soy un buen compañero de
apartamento.
Entonces, sin esperar una respuesta, me levanto del sillón y me echo a andar en
dirección a la cocina. Cuando estoy a punto de entrar, veo por encima de mi hombro
solo para encontrarme con la imagen de Andrea siguiéndome a pocos pasos de
distancia.
Acto seguido, me adentro en la espaciosa habitación.
Capítulo 13
ANDREA
El teléfono vibra en el bolsillo trasero de los vaqueros que llevo puestos, pero no
es hasta que pido permiso de ir al baño —diez minutos después—, que veo el mensaje
de texto proveniente de un número desconocido:
«Este es mi número. Soy Bruno».
La sonrisa inmediata que se dibuja en mis labios cuando leo el texto escueto, es
casi ridícula y me reprimo internamente por ello. Pese a eso, no puedo dejar de
hacerlo. El gesto idiota que tengo en los labios es casi tan bobo como las ganas
que tengo de ponerme hacer un pequeño baile aquí, en medio del baño de empleados,
con el espejo de pared a pared como único testigo.
Esta mañana, antes de venir a trabajar, le dejé mi teléfono apuntado en una nota
sobre la isla de la cocina. No esperaba que lo viera. Mucho menos, que se tomara la
delicadeza de guardarlo y mandarme un mensaje; pero, ahora que lo ha hecho, no
puedo dejar de sentirme como si fuese una adolescente que acaba de recibir un
mensaje de alguien interesante.
Es un mensaje de alguien interesante. Me dice el subconsciente, pero me obligo a
ignorarlo.
Anoche, luego de que Bruno me mirara engullir los tacos que —sospecho, porque no lo
admitió, por más que presioné para que me lo dijera— compró para mí, nos fuimos a
dormir sin mediar muchas palabras. Y, esta mañana, pese a que no me lo pidió,
decidí dejarle mi teléfono. Solo por si alguna vez vuelve a ocurrir lo de ayer por
la noche.
Me muerdo el labio inferior, ante la perspectiva de él estando preocupado por mí,
pero me obligo a descartar el pensamiento tan rápido como llega porque se siente
ridículo. Bruno Ranieri, ni en un millón de años, sería capaz de verme
de esa manera.
Con todo y eso, la adolescente soñadora que fui no deja de sentirse realizada al
verlo en mi ventana de chats.
Sonrío, a pesar de que no debería sentirme tan entusiasmada y comienzo a teclear en
el aparato. Me las arreglo para mantener la compostura mientras lo hago.
«Lo usaré sabiamente.
Aprovecho para avisar que llego tarde hoy también».
Luego de cerciorarme de no sonar demasiado interesada en mi mensaje, me echo a
andar de vuelta a mi puesto.
A la hora de la comida, tengo otro mensaje de Bruno y una llamada perdida de
Sergio. Primero leo el texto:
«¿Trabajas hasta tarde?».
Suspiro.
No tengo alternativa si quiero poder pagarle a Guzmán.
En su lugar, tecleo:
«Lamentablemente».
Él responde al cabo de unos instantes:
«Suerte con eso. Debo irme. Te veo en la noche ¿?».
Sonrío y escribo:
«Si es que tienes el privilegio, Ranieri».
Entonces, cierro la aplicación de mensajes instantáneos y le regreso la llamada a
Sergio. No duramos mucho al teléfono. Él y Ana están invitándome a bailar a
Chapultepec, pero no estoy muy convencida de ir. Pese a que mi amigo me ha
asegurado que él mismo me llevará a casa y a que Ana no ha dejado de rogar a gritos
desde la distancia por mi presencia en el lugar, no dejo de sentir cierto grado de
remordimiento ante la posibilidad de posponer mis horas extras —esas con las que
pago los honorarios del licenciado— para mañana.
Finalmente, luego de unos minutos más de jaleo —y de una llamada de atención por
parte de mi supervisor por retrasarme de mi hora de entrada del almuerzo—, accedo a
acompañarlos con la condición de que me dejarán volver a casa temprano.
El resto del día laboral se me pasa como un suspiro. Entre las interminables filas
de clientes y el movimiento anormal de la gente debido a que es quincena —y,
además, casi fin de semana—, han hecho que las horas se me pasen como si de agua
corriente se tratasen y, cuando menos lo espero, me encuentro recogiendo mis cosas
del casillero que se me asignó, lista para marcharme.
—Te vas temprano hoy —la voz de Karla, la compañera del trabajo con la que más
convivo, me llena los oídos y me giro para encararla.
Asiento y sonrío cuando la veo quitarse la horrorosa blusa azul chillante con
amarillo que la empresa nos hace utilizar.
—Iré con unos amigos a bailar —digo, sin evitar sentirme ligeramente entusiasmada
con la idea de despejar las ideas un rato. Luego del día tan horroroso que tuve
ayer, nada me apetece más que distraerme un rato—. No soy la mejor de las
bailarinas, pero es algo que disfruto hacer de todos modos.
—¿En serio? ¡Ay! ¡Qué emoción! Hace años que no salgo a bailar —dice, a manera de
queja juguetona.
—¿Quieres venir? —inquiero, para luego añadir—: Deberían acompañarnos tú y tu
novio. Mis amigos son increíbles y lo pasamos bien.
—Déjame lo comento con Gustavo y te mando un mensaje —responde y me da la impresión
de que la idea no le desagrada del todo. Es por eso que, luego de intercambiar
teléfonos, le insisto un poco más. Ella promete que me responderá más tarde y,
entonces, salimos ambas en dirección a la parada del autobús.
***
Cuando llego al pent-house, es tan temprano —apenas sí son las seis de la tarde—,
que me siento extraña estando aquí a esta hora.
Bruno, por supuesto, no está aquí, así que me siento en la total libertad de
apoderarme del baño para alistarme.
Sergio dijo que pasarían a recogerme a las nueve, así que tengo tiempo suficiente
para hacer algo por mi aspecto lamentable.
No recuerdo la última vez que presté atención a los detalles que antes me
obsesionaban: el aspecto de mis uñas, la manera en la que me lucía el cabello luego
de haber pasado media hora arreglándolo... Ahora que mi vida ha cambiado tanto,
nada de eso podría importarme menos; sin embargo, en este momento, y en este
intento desesperado que siento por tomar las riendas de mi vida una vez más, decido
que debo hacer algo por mí —por más ridículo que parezca el solo preocuparse por
estas cosas.
Así pues, me meto en la ducha con toda la intención de traer un poco de aquella
Andrea que alguna vez fui a la superficie.
Una hora más tarde nos encontramos adentrándonos en la inmensa pista de baile de
uno de los lugares más populares de toda la ciudad. El lugar está a reventar, pero
gracias a que Ana conoce a una de las bailarinas principales del show, hemos podido
hacer nuestro camino sin hacer fila toda la noche.
Ahí, cada quién pide una bebida y, luego de que nos las traen, Ana y yo nos
levantamos a bailar. Karla y su novio llegan cuando volvemos a la mesa a tomar un
poco más de lo que pedimos, y conversamos a gritos todos juntos hasta que me duele
la garganta. Sergio y Ana bailan de vez en cuando y yo termino bailando con un
chico demasiado joven para mí que me pide mi teléfono.
Para cuando me doy cuenta, pasa de la medianoche y ya he empezado a sentirme
embotada por el alcohol que he consumido. Sé que debo irme ya o si no, mañana no
voy a poder levantarme a tiempo para llegar al trabajo, pero todo el mundo la está
pasando tan bien, que no me atrevo a arruinarles la fiesta diciéndoles que me
marcho.
Así pues, espero hasta que es la una y media de la madrugada para anunciar que
tengo que ir a casa. Todo el mundo protesta, y más cuando sugiero la posibilidad de
tomar un Uber a casa. Finalmente, Sergio y Ana anuncian que van a llevarme con la
promesa de regresar. Sé que lo harán. Sergio jamás haría una promesa sin tener
intenciones de cumplirla.
Luego de despedirme de todo el mundo —y de darme cuenta de que me encuentro un poco
más mareada de lo que me gustaría—, me dirijo hacia la salida del establecimiento
aferrada a Ana, quien parece tener más control de su cuerpo que yo.
No quiero ni ver el interior de mi cartera cuando la remuevo dentro de mi bolso
para ver la hora en mi teléfono. Quiero creer que no he gastado mucho, pero no
cuento con ello. Esta pequeña salida hará que tenga que hacer doble turno toda la
semana. Con todo y eso, me digo a mí misma que ha valido cada centavo, y trato de
empujar la mortificación lejos de mi sistema.
El camino de regreso al apartamento pasa entre canciones cantadas a todo pulmón y
risas bobas provocadas por el exceso de alcohol. El único que parece venir en sus
cinco sentidos, es Sergio.
Cuando llegamos, le digo a mi amigo que se estacione dentro del aparcamiento del
edificio y le doy la tarjeta de acceso para que pueda utilizarla en el lector de la
pluma electrónica de seguridad. Una vez ahí, Sergio dice que me acompañará hasta la
puerta del ascensor y me despido de Ana antes de bajar del vehículo. Acto seguido,
me encamino hacia las escaleras que dan hacia la recepción del edificio con Sergio
siguiéndome los pasos desde muy cerca.
Una vez dentro, saludamos a José Luis y nos detenemos frente a las puertas dobles
del elevador para despedirnos el uno del otro.
Sergio bromea acerca de mí yéndome de culo dentro del elevador por lo pasada de
copas que me encuentro y yo me río un poco antes de darle un abrazo de despedida.
—Descansa, Andy —dice, mientras nos separamos y le sonrío un segundo antes de que
algo, por el rabillo del ojo, llame mi atención.
Mi vista se vuelca fugazmente en dirección a la entrada lateral por la que hemos
ingresado al edificio, y regresa a toda velocidad cuando lo veo...
Está ahí, de pie a pocos pasos de distancia de donde Sergio y yo nos encontramos y
luce tan atractivo —y yo estoy tan borracha— que debo reprimir el impulso que tengo
de rodar los ojos.
La corbata del traje ha quedado en el olvido, así como el saco. Solo lleva una
camisa blanca con los botones superiores deshechos y sus pantalones de tintorería.
El cabello oscuro le cae sobre la frente de manera descuidada y sus cejas espesas
enmarcan su mirada imponente.
El aspecto desgarbado y desaliñado, aunado a ese porte natural con el que se mueve,
le da un aire peligroso, y quiero golpearme porque otra vez me encuentro aquí,
observando a Bruno Ranieri como si no tuviera algo mejor que hacer.
El corazón me da un tropiezo cuando me mira.
Cuando sus ojos me barren desde los pies hasta la cima de mi cabeza, el ligero
trompicón se transforma en otra cosa. En una sensación efervescente que nace en mi
vientre y se esparce a todos los lugares cálidos de mi cuerpo.
Su vista cae en Sergio unos instantes antes de volver a mí y saludarme con un gesto
de cabeza.
—Buenas noches —dice, cortés y lacónico, con esa voz ronca y profunda de la que es
poseedor, y Sergio le responde de la misma manera, antes de dirigir su atención
hacia mí y dedicarme una mirada irritada.
No es un secreto para nadie que Bruno jamás fue del agrado de mi mejor amigo, pero
verle expresar su repudio tan abiertamente me hace reprimir una sonrisa. Quizás
sean las copas de más. No lo sé. Pero, de pronto, la idea de Sergio detestando a
Bruno me parece divertidísima.
—Descansa, Sergio. —Me despido, luego de que él hace un gesto de fastidio a manera
de broma, pero no he dejado de sonreír.
—Nos vemos luego, Andy —dice, devolviéndome el gesto para echarse a andar en
dirección a la salida del lugar.
Para el instante en el que desaparece por la puerta por la que llegamos, el
elevador abre sus puertas.
Bruno —quién hasta ese momento ni siquiera se había dignado a dedicarme otra mirada
—, me echa un vistazo por encima del hombro y hace un gesto de cabeza en dirección
al ascensor, aún con gesto serio e inescrutable.
—¿Vienes? —inquiere, pero el brillo oscuro que hay en su mirada me hace dudar unos
instantes. De repente, el aliento se me atasca en la garganta, pero no entiendo muy
bien el motivo.
Estás demasiado borracha, Andrea Roldán.
Sin decir una sola palabra, me introduzco en el espacio y él lo hace detrás de mí,
para después presionar el botón indicado. Luego de pasar la tarjeta de acceso,
empezamos a movernos.
Ninguno de los dos dice nada. Ni siquiera nos miramos pero, en mi cabeza, ya estoy
reproduciendo esa estúpida escena en el elevador de Cincuenta Sombras de Grey y, de
pronto, me siento acalorada. Como si estuviese ruborizándome por completo. No me
sorprendería que así fuera.
—¿Te divertiste esta noche? —Bruno rompe el silencio y el sonido ronco de su voz
hace que un escalofrío me recorra.
Lo miro de reojo.
—Bastante —admito, y hago una mueca al escuchar lo arrastrada que suena mi voz.
—Me alegro.
—¿Tú? —pregunto—. ¿Te divertiste?
—Sí. —Asiente, pero no hay emoción alguna en su tono.
Silencio.
En ese momento, caigo en la cuenta de que dijo que trabajaría hasta tarde y la
vergüenza me invade. Debe pensar que no le pongo atención en lo absoluto ahora que
le he preguntado si se divirtió, aun cuando yo sabía a la perfección que
trabajaría.
La mortificación que me azota es tan intensa en ese momento, que tengo que reprimir
el impulso de corregirme a mí misma delante de él.
—¿A dónde fuiste? —Bruno inquiere, luego de unos largos y tortuosos instantes, y
vuelco mi atención hacia él.
—A bailar a Chapultepec —digo, con soltura.
—¿Bailas?
—No soy la mejor bailarina, pero lo hago de todos modos —me encojo de hombros—. Un
par de tragos y ¡adiós vergüenza!
Las comisuras de sus labios se elevan en un amago de sonrisa.
—Quién lo diría —dice, con diversión, para añadir en tono socarrón—: Andrea Roldán
no solo es una alcohólica, sino una desvergonzada.
—Vete al demonio —digo, pero estoy sonriendo.
Él imita mi gesto un segundo antes de que guardemos completo silencio.
—¿Puedo hacer una pregunta entrometida? —La voz de Bruno me saca de mis
cavilaciones al cabo de unos segundos y la confusión me embarga.
Pese a eso, me las arreglo para mantener el gesto inescrutable cuando digo:
—Claro.
—¿Ese de ahí abajo era tu novio?
Parpadeo un par de veces.
—¿Qué?...
Las puertas del elevador se abren, anunciando que hemos llegado ya, pero no me
muevo de mi lugar. Él tampoco.
Ninguno de los dos dice nada, nos quedamos callados durante un largo momento,
mientras proceso lo que está sucediendo. Una parte de mí quiere ponerse a gritar de
la emoción ante el absurdo rumbo que ha empezado a tomar mi mente inquieta; y otra,
esa que es cruel y despiadada, no deja de decirme que todo esto es una treta. Una
trampa ideada por Bruno para jugarme una broma pesada.
—No veo por qué eso es de tu incumbencia —me las arreglo para pronunciar con toda
la arrogancia que puedo.
Bufa y se gira para mirarme con gesto horrorizado.
—Realmente, no me importa, te lo aseguro —dice, con sorna y suena... ¿A la
defensiva?—. Lo pregunto porque, si yo fuese él y mi novia viviera con otro tipo,
enloquecería.
Miente.
Me obligo a empujar la vocecilla inquieta en mi cabeza, porque el pensamiento es
ridículo, incluso en el más remoto de los escenarios posibles.
—Sergio no es mi novio —digo, pese a que no le debo explicaciones de nada, con
mucho tacto y cuidado. No sé por qué me mortifica tanto que crea eso, pero lo hace
—. Somos amigos y nada más.
Bruno me mira por encima del hombro, al tiempo que esboza una sonrisa
condescendiente.
—Entonces, son de esa clase de amigos.
—¿Esa clase de amigos? ¿A qué te refieres con «esa clase de amigos»? —digo, aún sin
comprender lo que dice, al tiempo que sale del ascensor y lo sigo a los pocos
pasos.
Mi ceño está fruncido en un gesto contrariado mientras avanzo detrás de él, pero ni
siquiera me mira cuando deja el maletín que lleva entre los dedos sobre el sillón,
y se encamina hacia la barra del mini-bar. Una vez ahí, se desabotona las muñecas
de la camisa y se dobla las mangas hasta debajo de los codos antes de tomar un
vaso, ponerle hielos y verter tequila.
Entonces, le da un sorbo largo.
Lo miro fijo, sin moverme del lugar en el que me he instalado —al otro lado de la
barra— mientras da un paso hacia atrás y se recarga contra la encimera sobre la que
se encuentran utensilios de coctelería a los que ni siquiera les conozco el nombre.
—¿A qué te refieres con «esa clase de amigos»? —insisto y él suspira, fastidiado,
antes de beber un poco más de su trago, acercarse y dejarlo sobre la barra entre
nosotros.
—Esa clase de amigos... —pone ambas manos sobre la mesa y se inclina hacia mí, de
modo que me hace sentir acorralada—, en la que él está enamorado de ella
perdidamente, y ella —me mira de arriba a abajo—, como buena chica inocente y
mojigata, no se da cuenta. —Sonríe, pero el gesto no toca sus ojos.
Yo entorno los míos. De pronto, no sé por qué me siento tan azorada. Tan irritada
por su comentario. No porque crea que Sergio está enamorado de mí. Mucha gente
antes ha creído que alguno de nosotros tiene sentimientos por el otro. Eso no me
molesta en lo absoluto. Lo que me hace sentir así de incómoda es la manera en la
que me percibe.
No soy inocente. No soy una mojigata...
...Ya no más, de todos modos.
Alzo el mentón, presa de una furia que se cuece a fuego lento y de un temple que,
en cualquier otro momento, no tendría y tomo su trago para darle un largo sorbo.
El tequila me quema la garganta y la nariz, pero me obligo a mantener el gesto
inexpresivo cuando dejo el vaso sobre la encimera.
Él luce bastante entretenido. Como si mis intentos por hacerle ver que no soy el
tipo de mujer que cree que soy, le parecieran divertidos. Eso me pone furiosa. No
quiero que él me vea de esa manera.
—En primer lugar, Sergio no está enamorado de mí. Él y su novia llevan muchos años
juntos —puntualizo, pese a que no tengo porqué hacerlo—. En segundo lugar, no soy
ni una chica inocente. Mucho menos una mojigata.
Una sonrisa lenta y perezosa se desliza en los labios del odioso —e
insoportablemente atractivo— hombre que tengo enfrente y se inclina un poco más.
Yo, pese a que quiero dar un par de pasos hacia atrás cuando empieza a invadir mi
espacio vital, me mantengo firme.
Está tan cerca, que solo puedo verle los ojos. Tan cerca, que soy capaz de sentir
su aliento caliente golpeándome en la comisura de la boca.
—Ah, ¿no? —susurra, con la voz enronquecida, y un escalofrío me recorre entera.
—No. —Sueno más firme y segura de lo que espero, y le sostengo la mirada; pese a
que la suya es tan abrumadora, que quiero apartar la vista.
Sonríe aún más. Esta vez, la oscuridad en su gesto me provoca un nudo en el
estómago.
—Permíteme dudarlo, Andrea —dice, al tiempo que, con delicadeza, me toma por la
barbilla. Mi nombre en sus labios hace que el aliento me falte durante unos
instantes y quiero golpearme. Quiero golpearlo por provocarme todo esto con solo su
cercanía.
Trago duro y le miro los labios antes de clavar mis ojos en los suyos.
—Lo que creas de mí, me tiene sin cuidado —digo, con toda seguridad, pese a que el
corazón me late con fuerza contra las costillas. Le ruego al cielo que no sea capaz
de notarlo.
Algo brilla en su mirada y su sonrisa se desvanece mientras su rostro va
adquiriendo un tinte peligroso. Como si estuviese proponiéndole el más osado de los
retos.
—¿Lo hace? —susurra, al tiempo que se inclina hacia mí y levanta mi mentón con
suavidad. Está dándome la oportunidad de apartarme, pero no lo hago. No puedo
hacerlo. No, cuando el aroma fresco y varonil de su perfume me embota los sentidos
de esta manera.
Uno...
Dos...
Tres segundos pasan... Y, finalmente, me aparto de su toque.
Él sonríe lentamente, como si mi gesto no lo hubiese ofendido en lo absoluto. Casi
como si lo hubiese esperado.
—Inocente... —sentencia, mientras se aparta, y toma su trago—. Y miedosa.
Se encamina hacia la terraza y me giro sobre mi eje solo para verlo alejarse.
El desafío en su gesto me hace querer probarle que se equivoca. Que yo no soy
ninguna inocente. Mucho menos una miedosa; así que, presa del impulso envalentonado
que su comentario me provoca —y del alcohol que me corre por las venas—, me yergo
sobre mí misma y avanzo hacia donde él se encuentra.
Para cuando salgo a la terraza, ya se ha tumbado sobre uno de los camastros junto a
la alberca y me mira con aburrimiento cuando me planto delante de él, con el mentón
alzado y actitud altiva... O, al menos, así creo que me veo. Con tanto alcohol en
la sangre, no estoy segura.
—¿Qué te hace pensar que me conoces lo suficiente como para decir que soy inocente?
¿O miedosa?
Sus ojos se clavan en los míos y tienen un brillo tan peligroso, que tengo que
reprimir el impulso que siento de apartarme.
Se pone de pie con lentitud —aún con el trago en la mano—, como si esperase a que
realmente diera un paso lejos. Cuando está erguido en toda su altura, se acerca y
tengo que alzar la vista para mirarlo.
El corazón me late con violencia contra las costillas cuando acorta aún más la
distancia que nos separa, y soy capaz de percibir el calor que emana su cuerpo y el
olor a perfume caro, cigarrillos y alcohol que despide.
Finalmente, doy un paso hacia atrás.
Él sonríe, como si acabase de probar su punto y una punzada de ira, mezclada con
frustración y vergüenza me embargan.
—Lamento haberme hecho un mal juicio, Roldán —dice, y una sonrisa baila en la
comisura de sus labios y aprieto la mandíbula.
¡No lo dejes ganar!
El grito de la vocecilla insidiosa en mi cabeza hace que el pulso me dé un tropiezo
y, presa de un valor del que no sabía que era poseedora, me acerco a él y le
sonrío. Le sonrío con la misma malicia con la que él me sonríe a mí.
Entonces, me acerco un poco más a él, envuelvo una mano alrededor de su cuello —
temerosa de que vaya a rechazarme con alguna grosería— y me acerco tanto que,
durante un nanosegundo, soy capaz de ver la estupefacción en su mirada.
Acto seguido, me paro sobre mis puntas, lo atraigo hacia mí y, cuando nuestras
narices se tocan, deslizo mi rostro hasta que su oreja me queda a la altura de la
boca y puedo susurrar:
—¿Por qué te importa tanto mi relación con Sergio? —digo, en voz baja, sintiéndome
osada y atrevida, y me aparto para mirarlo a los ojos—. ¿Acaso te molesta?
El gesto serio que se ha apoderado de su rostro me atenaza las entrañas y el
corazón me late con tanta fuerza, que siento que me va a estallar.
—Me importa un carajo lo que tengas con ese fulano, o con cualquier otro —dice y,
pese a que sus palabras me hieren el orgullo, ensancho mi sonrisa.
—Si te importa un carajo, ¿por qué preguntaste?
Entorna sus ojos en mi dirección.
—No lo pregunté porque me interesara de esa manera. —Suena a la defensiva mientras
habla.
—¿De qué manera te interesa, entonces?
Sus ojos se clavan en los míos.
—No voy a tener esta conversación contigo, porque no voy a caer en tus
provocaciones —dice, tajante, y sonrío.
—No me digas, Bruno Ranieri, que te gusto.
Él suelta una sonora carcajada.
—Ni en tus sueños más salvajes, Andrea —dice, contundente, mirándome a los ojos y
el ardor de su rechazo me quema el pecho, pero me obligo a no hacérselo notar.
—No te creo.
—No necesito que me creas —dice, pero sus ojos se clavan en mis labios una fracción
de segundo.
Ese mero acto hace que las ganas que tenía de lanzarlo a la piscina, como él lo
hizo conmigo antes, se esfumen y sean remplazadas por unas distintas. Unas que lo
involucran a él y a mí. Y a sus labios y los míos.
Con todo y eso, me obligo a encogerme de hombros y apartarme para dejarlo ir. Me
aseguro de poner un par de pasos entre nosotros, porque me siento muy mareada y su
cercanía no le ayuda en nada a mis sentidos embotados.
—Bien. Porque no lo hago —digo, sin dejar de mirarlo a los ojos—. Buenas noches,
Bruno.
Cuando paso a su lado, con toda la intención de pasarlo de largo y entrar al
apartamento para subir a mi habitación, me toma por el brazo y me detiene con la
fuerza suficiente como para impedir que siga avanzando. Pese a eso, no me lastima
en lo absoluto.
—¿A dónde vas, pequeña cobarde? —Susurra, en voz baja y el corazón me da un vuelco
—. ¿De verdad crees que puedes dejarme así, luego de tales acusaciones?
Siento que la sangre me zumba en las venas, pero me las arreglo para mirar el punto
en el que su mano caliente y grande me toca. Luego, alzo la mirada para encararlo.
—¿Dejarte cómo? —Sueno tan peligrosa como él y eso me sorprende. Con todo y eso, me
obligo a entornar los ojos y esbozar una sonrisa lenta, justo como la suya.
Su mirada se oscurece varios tonos y se acerca tanto, que soy capaz de sentir su
aliento caliente golpeándome la mejilla.
—A veces, Liendre, lo mejor es ser prudente y no tentar al diablo —susurra, en voz
tan ronca y profunda, que me estremezco por completo.
—No tengo idea de que estás hablando, Bruno —digo, con calma, pese a que soy híper
consciente de la manera en la que sus dedos se envuelven alrededor de mi brazo. De
la forma en la que el aroma que emana del cuerpo me aletarga los sentidos.
—¿De verdad crees que voy a caer en tu juego?
—Yo no estoy jugando a nada —replico, pero no sé de dónde viene toda esta valentía.
Debe ser el alcohol que me ha envalentonado de esta manera.
Su mirada centellea con algo que no puedo reconocer, las entrañas se me revuelven y
el aliento me falta. Entonces, se gira hacia mí y, sin soltarme, se acerca de modo
que soy capaz de sentir su aliento cálido en la mejilla.
Nudillos cálidos me acarician el pómulo derecho y mis párpados se cierran.
—Es una lástima —musita y soy capaz se sentir cómo su nariz toca la mía, y se
desliza hasta el lugar que sus nudillos acariciaban hace unos instantes—. Porque,
contigo, yo jugaría sin dudarlo ni un segundo.
Oh...
Por...
Dios...
Siento su respiración contra los labios. El aroma embriagador que emana me hace
difícil pensar con claridad y el corazón me late con tanta brusquedad que estoy
segura de que puede escucharlo. Trago duro y mis labios, casi por voluntad propia,
se entreabren.
Entonces, el tacto se va. La respiración cálida se aparta y el hechizo se rompe tan
pronto como llega. Mis ojos se abren con rapidez y parpadeo un par de veces para
espabilar.
La sonrisa maliciosa y cruel que se desliza en los labios de Bruno hace que la
resolución caiga sobre mí como balde de agua helada.
—Qué te parece —dice, con socarronería—. El cazador, terminó siendo cazado, ¿no es
así, preciosa?
Balbuceo algo incoherente y él suelta una pequeña risotada.
—No juegues con fuego, Andrea, si no estás dispuesta a quemarte —dice y, entonces,
desaparece en dirección al interior del pent-house.
Capítulo 14
BRUNO
Toma todo de mí no volver sobre mis pasos y tomar a esa mujer de nuevo entre mis
brazos para...
Cierro los ojos cuando mi imaginación inquieta me lleva a lugares que no quiero —
debo— visitar. El recuerdo del aroma fresco y dulce de Andrea Roldán me pone de
cabeza el mundo durante un instante, pero me las arreglo para meterme en la ducha y
abrir el grifo del agua fría antes de cometer una estupidez.
Mientras me hielo las venas, se me viene su imagen una vez más. Ese cabello largo y
liso; esas largas piernas, el vestido que llevaba, lo guapa que se veía...
¿Qué mierda sucede contigo, Bruno Ranieri?
Le atribuyo todo al alcohol, pese a que no estoy muy alcoholizado. Se lo atribuyo,
también, al día de mierda que tuve. Ese que me llevó a la decisión poco sensata que
tomé de mandarlo todo al carajo e ir a embriagarme con unos excompañeros de la
universidad.
Culpo, de paso, a mi padre, por haberme quitado el caso por el que iba a viajar el
lunes para dárselo a alguien más. Me culpo a mí mismo, por mi carencia de juicio y
le ruego al cielo que a ella jamás se le ocurra acercarse a mí de esa manera,
porque si lo hace...
Aprieto la mandíbula y me obligo a empujar el hilo peligroso que están tomando mis
pensamientos. Entonces, metódicamente —y cuidando de que mi mente divague una vez
más hacia lugares que no quiero visitar—, me ducho.
Esa noche sueño con perfumes florales, chicas de cabello largo y música que ni
siquiera me gusta y, a la mañana siguiente, cuando despierto, lo hago con una
erección digna de un puñetero adolescente.
Para ese momento, tengo que admitirme a mí mismo que Andrea Roldán despierta cosas
en mí que no debería. Y no me sorprende en lo absoluto. Es una chica guapa. Sexy —
dentro de su peculiar y torpe personalidad—, incluso. Tampoco es como si hubiese
sentimientos involucrados, pero me queda claro que Andrea provoca en mí lo mismo
que Rebeca —o cualquiera de las chicas con las que me he enrollado—. La diferencia
entre Rebeca y Andrea, es que a Andrea nunca voy a ponerle una mano encima.
Quizás, en otro momento, en otras circunstancias, lo intentaría. Trataría a como
diera lugar de meterme en su cama; pero no puedo hacerle eso a Dante. A su esposa.
Si él se enterara que tomé la decisión de tontear con la mejor amiga de su mujer —
esa que, por alguna extraña razón se ha ganado la simpatía de todo el que la conoce
—, me mataría.
Además, Andrea no es una chica para tontear.
Sé que mi subconsciente tiene razón. Andrea no es una chica con la que tonteas. Es
demasiado inocente. Demasiado soñadora. Involucrarme con ella —y tampoco estoy
diciendo que esté considerándolo, o que ella vaya a aceptar involucrarse conmigo—
sería alimentar aquella fantasía que se creó cuando era una adolescente.
Tampoco estoy insinuando que sigue enamorada de mí, porque estoy seguro de que no
es así; pero no quiero dar pie a que las cosas se malinterpreten y se compliquen.
Cierro los ojos y aprieto la mandíbula.
No puedo creer que este sea el hilo que están tomando mis pensamientos. Me reprimo
una y otra vez mientras me ducho —pese a que anoche también me bañé— y lo hago un
poco más mientras me alisto para ir a la oficina. Es sábado. Se supone que hoy solo
trabajo medio turno, pero voy tan tarde, que es probable que tenga que quedarme a
reponer las horas que me he quedado dormido.
Una parte de mí se alegra de ello, porque eso quiere decir que no tendré que ver a
mi padre.
Con ese pensamiento en la cabeza, abandono la habitación. Es tan tarde —pasan de
las once de la mañana— que ni siquiera espero encontrarme con Andrea —cosa que
agradezco, dado lo que pasó ayer entre nosotros— mientras cruzo el pasillo; sin
embargo, en el instante en el que escucho el extraño sonido en el baño cercano a la
sala, me detengo en seco.
Silencio.
Mi ceño se frunce y agudizo el oído. Otro sonido.
¿Eso fue una arcada?
Doy un paso cerca del baño y, entonces, los hilos terminan de tejerse en mi cabeza.
—Me lleva el infierno —mascullo, incrédulo, al tiempo que me acerco para llamar a
la puerta.
Luego de unos buenos diez segundos de silencio, alguien toce del otro lado de la
puerta y el sonido de otra arcada me inunda.
Sin que pueda evitarlo, suelto una palabrota en voz baja y aprieto los párpados al
tiempo que sacudo la cabeza en una negativa.
Me lleva el diablo...
—¿Andrea?
Nada.
—¿Está todo bien? —insisto.
—Sí —responde, luego de unos segundos, pero suena tan agotada, que no le creo en lo
absoluto—. Todo está en orden.
—¿Estás segura de eso? Porque creo haberte escuchado escupir un pulmón y luego
devolver los intestinos.
Silencio.
—De acuerdo. Se me pasaron un poco las copas, pero estoy bien.
Me mojo los labios, inseguro de mi siguiente movimiento. No me siento del todo
conforme con su respuesta, pero, al mismo tiempo, no quiero que piense que estoy
preocupado. Suficiente tuve con haber hecho el ridículo cuando le llamé a Dante
porque no la había visto en el apartamento.
—¿Necesitas algo de la farmacia? —inquiero, y me siento torpe y fuera de mi zona de
confort.
—No —dice, luego de otro sonido que me hace esbozar una mueca de pesar por ella.
Debe estar pasándolo muy mal—. Te digo que estoy bien. Además, tengo que ir a
trabajar.
La incredulidad me embarga con tanta rapidez, que ni siquiera proceso mis
movimientos cuando, sin llamar, abro la puerta y me planto en el umbral.
La imagen que me recibe me forma un nudo en el estómago y toma todo de mí no
levantarla del suelo helado y llevarla con un maldito doctor. O, por lo menos, a la
cama de la habitación; para que descanse como es debido.
Está lívida y su piel tiene un tinte verdoso; hay bolsas pronunciadas debajo de sus
ojos —señal de las pocas horas de sueño que debió tener— y tiembla tanto como un
chihuahua recién bañado.
Pese al extraño malestar que me provoca verla de ese modo, me las arreglo para
arquear una ceja en un gesto aburrido, pero crítico.
—¿Puedes siquiera ponerte de pie? ¿Piensas ir a trabajar así? —pregunto, burlón y
ella se limpia la boca con el dorso de la mano para mirarme con toda la
determinación que puede.
—¿De qué otro modo voy si no es así? —dice, rotunda, y una risa incrédula y carente
de humor se me escapa.
—Y planeas llegar arrastrándote por las calles de Guadalajara. —No es mi intención
sonar condescendiente, pero lo hago de todos modos.
—No puedo darme el lujo de no ir —insiste y, de pronto, me apetece tomarla por los
hombros y sacudirla hasta que entre en razón; sin embargo, me obligo a mantenerme
en mi lugar; inexpresivo, con esa cara de póker que suelo utilizar con todo el
mundo y que he perfeccionado con el tiempo.
—Andrea, no quiero sonar como si estuviera sermoneándote, porque, de verdad, no
tienes idea de cuánto detesto que lo hagan conmigo; pero, si te presentas así, vas
a arrepentirte y, además, van a regresarte a casa. —Trato de sonar aburrido
mientras hablo, pero no creo haberlo conseguido en lo absoluto.
—No tienes idea de cuánto perderé si no voy —dice, al tiempo que ahoga una arcada.
Suspiro, al tiempo que contemplo mis posibilidades.
Una parte de mí quiere rendirse y dejarla hacer su santa voluntad; pero la otra,
esa que por alguna extraña razón siente la imperiosa necesidad de hacer algo por
ella, me sugiere, muy quedo, desde lo más profundo de mi cabeza que le ayude.
—Uno de mis mejores amigos de la preparatoria es médico —digo, finalmente, una vez
resuelto el dilema en mi cabeza—. ¿Qué te parece si lo contacto y le pido que te
haga un justificante médico para que lleves a tu trabajo?
La dolorosa esperanza que se refleja en su gesto me hace querer tomar el teléfono
que guardo en el bolsillo delantero de mis pantalones y llamar a Oscar —el amigo en
cuestión— para arreglarlo todo.
—No podría abusar de esa manera.
Hago un gesto para restarle importancia a su comentario.
—No tienes idea de cuántas veces lo hizo para mí en la universidad —digo, al tiempo
que le guiño un ojo—. Ya mismo lo arreglo.
En ese momento, tomo el teléfono y busco entre mis contacto el número indicado.
Luego de unos instantes, estoy en comunicación con Oscar.
Mientras charlamos, creo escuchar a Andrea vomitar una vez más y me encamino a la
cocina para prepararle algo para el malestar. Las banalidades no se hacen esperar
en mi conversación, pero aprovecho esos minutos de charla ligera para prepararle a
la chica agonizante del baño una infusión de limón, agua y miel. Esa que mi hermana
me preparaba para asentarme el estómago en mis peores borracheras.
Cuando le pido a Oscar el favor, sin dudarlo un segundo, accede a ayudarme. Sabemos
que no son prácticas honestas —y Oscar jamás lo haría si fuese para alguien más—,
pero, ahora mismo, siento que es lo único que puedo hacer para conseguir que Andrea
se quede en casa a descansar. Eso, de alguna manera, lo justifica para mí.
—¿A nombre de quién lo quieres? —Oscar pregunta, mientras me adentro de nuevo en el
baño y me topo con la imagen de Andrea, limpiándose la boca con el dorso de la
mano.
—Andrea Roldán... —La miro para que me diga su nombre completo, mientras toma entre
sus dedos la bebida que le he preparado.
—Andrea Lizeth Roldán Gutiérrez —dice y yo lo repito para que mi amigo sea capaz de
escucharlo.
Al cabo de unos minutos más, Oscar me informa que ha quedado hecho y prometo pasar
más tarde a su casa por el justificante; cuando regrese de la oficina. También nos
prometemos una cerveza, aprovechando que nos veremos.
Para cuando finalizo la llamada, Andrea luce un poco más repuesta. Alerta, incluso.
—Quedó hecho —le informo, y ella me dedica una sonrisa débil y cansada.
—Gracias —dice y no puedo evitar devolverle el gesto.
—No hay de qué —replico—. Ahora llama a tu trabajo para avisar que te quedas en
casa.
Ella frunce el ceño, y esboza un puchero gracioso y ridículo en partes iguales.
—Sí, papá —dice y la miro con cara de pocos amigos.
—¿Necesitas algo de la farmacia? —insisto y ella sacude la cabeza en una negativa.
—Suficiente has hecho ya.
Suspiro, fastidiado porque no es capaz de tomar un maldito favor cuando se le pone
enfrente.
—Andrea, si no me dices ahora mismo qué carajos quieres que te traiga de la
farmacia, te juro que voy a...
—Un suero —me corta de tajo y enmudezco.
—Un suero. Vale —digo, al cabo de unos instantes—. ¿Qué más?
Entonces, añade un par de cosas más a la lista.
Asiento, mientras la escucho hablar y, cuando lo tengo todo, abandono el
apartamento.
***
Las puertas del ascensor se abren cuando estoy de regreso en el pent-house con las
compras que hice para Andrea. Es tarde ya. Demasiado tarde como para ir a la
oficina.
No quiero incomodar a Andrea con mi presencia en el apartamento, así que aún estoy
tratando de decidir qué voy a hacer cuando le deje todo esto que llevo cargando.
—¿Andrea? —la llamo en voz alta, mientras me encamino hacia el baño para buscarla.
—Aquí estoy —dice, desde el inicio de las escaleras que dan a su improvisada
habitación y me vuelco para encararla.
Lleva el cabello húmedo —en una clara señal de que ha tomado una ducha en mi
ausencia—, una remera que le va grande y un short de licras que sale del borde
largo de la playera que la cubre. Tiene mejor pinta que hace rato, pero aún luce
amarillenta; como si en cualquier momento pudiese deshacerse.
Mientras baja las escaleras, me acerco y nos encontramos a la mitad del camino.
Entonces, le extiendo lo que compré.
Ella toma la bolsa y me ofrece un billete que ni siquiera me molesto en ver.
—Así déjalo.
—Por favor —ella insiste, pero me giro sobre mi eje para que deje de insistir.
—Bruno... —dice, a mis espaldas y me detengo en seco, listo para refutar con algo
mordaz si insiste en pagarme; sin embargo, lo que dice me desarma—: Gracias.
La miro por encima del hombro.
—Por nada, Andrea —digo, y guardo silencio unos instantes antes de añadir—: Por
favor, bébete un suero.
Una pequeña sonrisa se dibuja en sus labios y asiente.
—Lamento haberte retrasado para la oficina —se disculpa, cuando estoy a punto de
encaminarme de nuevo hacia la habitación.
—No pasa nada —digo—. No tenía nada urgente que atender allá de todos modos.
Trabajaré desde el estudio hoy.
—Prometo no molestarte —ella me asegura y una punzada de irritación me embarga,
pero no sé por qué lo hace—. Ni siquiera notarás que estoy aquí.
—Andrea, no me molestas —digo, tajante, al tiempo que clavo mis ojos en los suyos—.
Tú también vives aquí. Puedes hacerte tan presente como te plazca.
Me mira fijo.
—De todos modos, prometo que te dejaré trabajar a tus anchas.
Asiento, con dureza; pese a que no estoy del todo conforme con lo que me ha dicho.
—Trata de descansar —digo y dudo unos instantes antes de agregar—: Toma la
habitación principal y duerme un poco.
Ella niega con la cabeza.
—Gracias, pero prefiero ir a mi habitación. —Señala la planta alta.
Me encojo de hombros.
—Como quieras —replico, y reprimo el impulso que siento de hacer una mueca por lo
duro que he sonado; pese a eso, me obligo a mantenerme inexpresivo y, entonces, me
encamino hasta la habitación principal para ponerme algo cómodo.
***
ANDREA
Capítulo 16
BRUNO
***
Ha pasado una semana entera desde que besé a Andrea. Una semana que he pasado
evitándola a toda costa.
El asunto conmigo y mis objetivos, es que siempre los consigo. Me he propuesto, a
como dé lugar, no encontrarme con esa chica en el apartamento y, pese a que ha sido
difícil, lo he conseguido bastante bien.
Ese día, luego de haberla besado para luego salir corriendo a encontrarme con
Oscar, decidí que no podía volver al pent-house temprano y me encargué de que mi
reunión con mi amigo se alargara hasta muy entrada la madrugada.
Cuando volví, todas las luces del apartamento estaban apagadas. Una parte de mí lo
agradeció, aunque no puedo negar que la perspectiva de encontrarla aún despierta,
era más agradable que enfrentarme a la realidad. Esa que me implicaba a mí, solo en
la inmensa cama de Dante, pensando en ella.
Desde ese día me he encargado de evitarla a toda costa. Me envió un mensaje de
agradecimiento a la mañana siguiente por haberle llevado el justificante médico —
ese que le dejé sobre la isla de la cocina—, pero no fui muy expresivo en mi
respuesta.
Hace un par de días me envió un mensaje diciéndome que llegaría tarde, y hace unos
minutos me envió uno que dice exactamente lo mismo: que hará horas extras; pero, de
ahí en más, no hemos conversado en lo absoluto.
He sido lo suficientemente cuidadoso como para evitar estar en el pent-house cuando
ella lo hace y, por las noches, me aseguro de llegar más tarde de lo habitual para
no tener que encontrármela merodeando por ahí.
Sé que estoy siendo un cobarde y que Andrea no lo merece, pero esto, ahora mismo,
es lo mejor que puedo darle. No estoy listo para tener que dar explicaciones de
algo que ni siquiera yo tengo muy claro.
Besarla fue un error, en efecto. Pero no me arrepiento. Ese es el maldito problema.
Debería estar arrepentido. Debería desear largarme del apartamento para no tener
que mirarla a la cara nunca más. El problema es que no lo hago. Al contrario, una
parte de mí desea que se repita. Es a esa a la que trato de poner en cintura.
Paso el resto del día leyendo un par de casos nuevos que han llegado a la firma.
Eventualmente, como a eso de las nueve de la noche, Rebeca me escribe. Quiere que
nos veamos, pero no tengo humor, así que miento y le digo que estaré ocupado.
Es viernes, así que Oscar me escribe para que vayamos a tomarnos unos tragos junto
con Luis, otro de los chicos con los que solíamos juntarnos en la universidad. A él
le digo que estoy libre y, una hora más tarde, me encuentro camino al bar indicado.
Va a llover. Las nubes han cerrado el cielo casi por completo y, durante un
segundo, me pregunto qué tan tarde saldrá Andrea de trabajar. Si alcanzará a llegar
a casa sana y salva antes de que la lluvia llegue.
No te interesa, imbécil. Me reprime la vocecilla en mi cabeza y aprieto la
mandíbula.
No me reconforta la manera en la que mi mente trata de mantenerse alejada de ella;
pero, con todo y eso, me obligo a empujar la preocupación lejos, para enfocarme en
el camino.
La noche con Luis y Oscar pasa tranquila entre cervezas, cigarrillos y recuerdos de
nuestros años de libertinaje. No me sorprende cuando Luis nos cuenta que va a
proponerle matrimonio a su novia y me siento fuera de lugar cuando Oscar habla
sobre la chica con la que ahora sale. La manera en la que habla sobre formalizar un
poco más con ella, hace que me sienta extraño.
Cuando llega mi turno de hablar sobre mi inexistente vida romántica, aparento que
soy el lobo solitario que, hasta hace un par de meses amaba ser y se ríen de mí
cuando les aseguro que nunca voy a casarme o a sentar cabeza.
En el fondo, mientras lo digo, me siento vacío —como siempre—. Sin embargo, esta
vez, el sentimiento me incomoda. Me provoca una extraña picazón en el cuello.
Apenas unos minutos pasada la medianoche, me despido de mis amigos para volver a
casa. La lluvia ha comenzado a caer ya, pero lo peor de la tormenta todavía no
empieza. Los truenos que resuenan en la lejanía vaticinan la inminente caída de un
aguacero monumental, y me pregunto, por décima vez esta noche, si Andrea ya está en
casa.
Cuando llego al edificio —diez minutos después—, toma todo de mí no regresar sobre
mis pasos y preguntarle a José Luis, el portero, si Andrea ha llegado a casa. Por
el contrario, me obligo a subir al ascensor e ingresar la tarjeta de acceso para ir
al piso indicado.
Un par de minutos más tarde, me encuentro saliendo del elevador para toparme de
lleno con la imagen de un pent-house en completa oscuridad.
Una punzada de preocupación me invade el cuerpo y, de inmediato, tomo el teléfono
del bolsillo delantero de mis vaqueros para enviarle un mensaje a Andrea:
«¿Estás en casa?».
Ve el mensaje, pero no me responde, así que insisto:
«¿Andrea?».
Nada. Entonces, tecleo:
«¿?».
Una palabrota sale de mis labios y enciendo las luces antes de subir al teatro en
casa saltándome los escalones de dos en dos.
Una vez ahí, me cercioro de revisar cara rincón —para que no me pase lo de la
última vez— sin éxito alguno.
Cuando bajo de su improvisada recámara, voy a la cocina, la terraza, el gimnasio,
el baño... Reviso cada rincón del departamento solo para llegar a la conclusión de
que no está aquí.
Cuando reviso el teléfono, me doy cuenta de que ni siquiera ha leído mi último
mensaje, es por eso que decido llamarle.
El teléfono timbra cinco tonos antes de enviarme al buzón de voz. Cuelgo sin dejar
mensaje y lo vuelvo a intentar tres veces más.
La lluvia allá afuera ha empezado a arreciar y los relámpagos que caen, lo hacen
ahora casi encima de mi cabeza, iluminando el cielo de una tonalidad violeta que,
de niño, me habría puesto los vellos de punta.
Llegados a este punto, mi mandíbula está apretada y la preocupación ha empezado a
provocarme un extraño dolor en la boca del estómago.
Una palabrota se me escapa cuando, con el rugido de un rayo, la lluvia incrementa
su furia y me la imagino allá afuera, dentro de un taxi —en el mejor de los casos—,
esperando a que la tormenta pase.
El teléfono me vibra en la mano y el corazón me da un vuelco cuando veo que es un
mensaje de Andrea:
«Voy en camino».
Rápido, escribo:
«¿Vienes en taxi?
¿Quieres que salga a esperarte con un paraguas?».
Pasan unos buenos seis minutos antes de que me responda de nuevo:
«No es necesario. Ya voy empapada de todos modos».
Mi ceño se frunce durante un segundo y, entonces, el peor de los pensamientos me
viene a la cabeza...
¿Qué tal si ella no viene en un taxi? ¿Qué si viene caminando con esta lluvia?
—No... —digo, en voz baja, para mí mismo—. No sería así de cabeza dura... ¿o sí?
En ese momento, escribo:
«Andrea, ¿vienes en taxi?».
Otros cuatro minutos enteros pasan antes de que reciba:
«Ya casi llego».
Una palabrota escapa de mis labios en ese momento y vuelvo sobre mis pies para
subir de nuevo al ascensor.
No sé muy bien qué diablos estoy haciendo, pero, cuando menos lo espero, ya estoy
bajando del elevador para dirigirme al estacionamiento. Una vez ahí, me subo al
coche y salgo a la avenida, en plena tormenta, con las luces intermitentes
encendidas y avanzando a vuelta de rueda, solo porque tengo esta absurda corazonada
de que voy a encontrarla. Porque esa mujer está así de desquiciada.
Una.
Dos.
Tres.
Cuatro calles...
Nada.
Empiezo a sentirme como un completo imbécil. Como el pelele que salió a buscar a
una chica a medianoche, en medio de una tormenta. Aun sabiendo que nadie en su sano
juicio se expondría de esa manera. Ni siquiera una chica como Andrea.
Un suspiro largo se me escapa y trago saliva, solo para deshacerme de esta
sensación de incomodidad. Me orillo a la primera oportunidad y reviso el teléfono
una vez más. No me ha respondido. Ni siquiera ha visto mi mensaje.
Una palabrota sale de mis labios sin que pueda evitarlo y echo la cabeza hacia
atrás, mientras me cubro los ojos con las manos, en un gesto frustrado.
—Esta mujer va a acabar con mis nervios —mascullo, al tiempo que niego con la
cabeza y me obligo a volver la vista hacia la calle.
Sigo orillado, en alto total, con las luces encendidas y las intermitentes
parpadeando.
La preocupación aún me llena el pecho de una extraña sensación incómoda, pero no es
eso lo que está empezando a molestarme. Es esta impotencia de no poder hacer nada
para remediarlo lo que está cociéndome las entrañas a fuego lento.
Finalmente, decido que no puedo hacer otra cosa más que esperar a que Andrea decida
responderme y, frustrado, comienzo a avanzar en busca del siguiente retorno.
Estoy a punto de dar la vuelta en un semáforo, cuando la veo...
Al principio creo haberlo imaginado, pero, cuando veo cómo arrastra el ridículo
paraguas de rana que he visto secándose en la terraza del apartamento, lo confirmo.
Es Andrea. Viene caminando por la acerca desierta, abrazando algo contra el cuerpo
con una mano, mientras arrastra un destrozado paraguas con la otra.
Un millar de sensaciones me invade el cuerpo y, durante un segundo, no puedo
moverme. Aprieto la mandíbula, el corazón me da un vuelco y, por acto reflejo, me
orillo lo más cerca posible de ella. En el acto, detiene su andar y, como las luces
están dándole directo en la cara, soy capaz de ver el instante en el que el terror
se apodera de sus facciones.
De inmediato, abro la puerta del coche para bajar de él. En el proceso, me empapo
los pies por el río de agua que corre por la avenida, y el cabello se me apelmaza
contra la cara casi al instante.
—¡¿Perdiste la puta cabeza?! —Grito, para hacerme oír por encima del rugido de la
tormenta—. ¡¿Se está cayendo el maldito cielo y no puedes tomar un condenado taxi?!
En ese momento, su gesto se contorsiona en una mueca dura y... ¿avergonzada?
Pese a eso, no responde. Se limita a mirarme unos instantes antes de seguir con su
camino.
—¡Andrea! —grito, cuando empieza a alejarse y, sin molestarme en cerrar la puerta
del coche, lo rodeo para subirme a la acera, donde se encuentra avanzando.
Cuando me doy cuenta de que no se detiene, avanzo hacia ella a zancadas largas
hasta alcanzarla. Cuando lo hago, envuelvo mis dedos en su brazo y tiro de él para
detenerla.
De inmediato, se gira sobre su eje y, de un movimiento brusco, se libera de mi
agarre. La mirada hostil que me dedica en el proceso hace que una punzada de algo
intenso me atraviese de lado a lado.
—No me toques —dice, entre dientes y, entonces, se gira de nuevo para seguir
caminando.
—Andrea, vas a enfermarte —medio grito, a sus espaldas y ella se detiene en seco
para girarse de nuevo y soltar una carcajada amarga.
—Estuviste evitándome toda la maldita semana y ahora te importa si me enfermo o no.
—Sacude la cabeza en una negativa—. Vete al diablo.
Aprieto la mandíbula y los puños.
Merezco esto, lo sé, pero de todos modos quema y escuece como el peor de los
ácidos.
—Puedes mandarme al diablo cuanto quieras, pero no voy a dejar que vayas a casa
caminando —digo, con toda la tranquilidad que puedo imprimir en la voz.
—¿Qué más da? —abre los brazos, en un gesto que me hace ver cuán mojada se
encuentra—. Ya casi llego. Ya voy empapada. ¿Qué más da si me mojo otro poco?
—Sube al auto, Andrea.
—Ni por todo el dinero del mundo.
La irritación que siento ahora es tan abrumadora, que no puedo pensar con claridad.
Que, de pronto, la idea de acortar la distancia que nos separa y llevarla a cuestas
hasta meterla en el auto no suena tan descabellada. De hecho, es tan tentadora, que
la considero unos instantes.
—Andrea, por favor... —insisto, aún tratando de ser razonable, pero ella me mira
con un desdén que me pica en las entrañas.
No responde. Solo me mira unos instantes antes de volver sobre sus pasos y avanzar
una vez más.
—De acuerdo —digo, medio gritando, en su dirección—. Como cavernícolas, entonces.
En ese momento, avanzo a toda velocidad, la tomo desde la cintura por la espalda y
la hago girar sobre su eje antes de anclar mis manos en sus caderas y echármela al
hombro de un movimiento rápido.
No pesa demasiado y es tan bajita, que maniobrar con ella —pese a que no ha dejado
de gritar, patalear y de golpearme la espalda con las palmas abiertas— es bastante
sencillo.
Cuando llegamos a mi coche y la deposito en el suelo, me aseguro de arrinconarla
contra el metal de mi coche y mi cuerpo. El aroma a flores que emana me aturde unos
segundos, pero me obligo a ignorar todo lo que provoca en mí para abrir la puerta y
empujarla en el interior.
Ella forcejea todo el tiempo y, si alguien nos viese desde la distancia,
probablemente creería que estoy secuestrándola; así que le ruego al cielo que nadie
nos esté mirando —o grabando— porque si no, voy a tener muchos problemas.
Cuando consigo depositarla en el asiento, pongo el seguro para niños y cierro la
puerta. Ella trata de salir por el lado del piloto cuando se percata de lo que he
hecho, pero, luego de otros buenos dos minutos de forcejeo —en el que termina
dándome con el codo en un pómulo—, logro introducirme en el coche para cerrar la
puerta.
Para cuando me instalo en el asiento, tengo la respiración agitada y el calor me
abochorna. Es tan condenadamente fuerte y estaba tratando con tanto ahínco de no
lastimarla, que me siento como si acabase de correr una carrera de resistencia sin
preparación previa.
Pese a eso, me obligo a encender el coche y encaminarlo hacia la avenida.
—Eres un animal —Andrea refunfuña a mi lado.
—Te lo pedí por las buenas.
—Y te dije que no quería. Debiste haberme dejado en la calle.
—¿Para que luego te asaltaran o algo peor? —espeto, molesto, al tiempo que le
dedico una mirada fugaz, pero cargada de hostilidad—. Perdóname, Andrea, por
haberte trepado al coche a la fuerza, pero es muy tarde y yo no voy a cargar con la
maldita culpa de saber que te pasó algo que pude haberlo evitado.
Ella enmudece al instante, pero soy capaz de sentir su mirada —pesada y furiosa—
sobre mí.
Su boca se abre para replicar, pero no dice nada. Al contrario, vuelve a cerrarse
con brusquedad un segundo antes de que se gire sobre el asiento y clave la vista en
la ventana.
Luego, viene el silencio.
El camino al apartamento es tenso, pero ninguno de los dos parece estar de humor
para entablar una conversación decente, así que lo dejamos estar.
Cuando llegamos al edificio, José Luis nos dedica una mirada extrañada, pero no
dice nada.
El camino en el ascensor es más hostil que el del coche. Ahora, con las ideas un
poco más espabiladas, no puedo dejar de pensar en que esta es la primera vez que
estoy a su alrededor desde que nos besamos. Es la primera vez que nos vemos desde
entonces.
Una vez dentro del pent-house, Andrea anuncia que se meterá en la ducha. Pese a la
brusquedad con la que habla, no deja de ser ella y promete darse prisa para que yo
pueda ducharme también. Una vez dicho eso, desparece por el pasillo que da a la
habitación principal; dejándome aquí, con un montón de palabras arremolinándose en
la punta de la lengua.
Me digo a mí mismo que me lo merezco. Que, si ella termina de ducharse y se va
directo a la cama sin mediar palabra conmigo, me lo he buscado.
Estuve evitándola luego de haberlo besado. Merezco, como mínimo, eso.
Un suspiro largo brota de mis labios y sacudo la cabeza en una negativa solo porque
no puedo creer en el lío en el que me he metido. Sabía perfectamente que no debía
complicar las cosas y de todos modos lo hice. Soy un completo idiota. Un jodido
imbécil de mierda —empapado hasta la médula— que no puede hacer más que mirar hacia
un pasillo desierto.
Capítulo 17
ANDREA
Estoy sentada sobre la cama en la que Bruno duerme, en un camisón de dormir que, si
bien es delgado —y muy... muy... revelador— ni siquiera es tan cómodo como
aparente. Para mi mala suerte, es esto o unos vaqueros... o un vestido de noche
porque no tengo nada de ropa limpia todavía.
Me digo a mí misma que, cuando me ponga el cárdigan que tengo entre los dedos —ese
negro que me regaló mi tía Ofelia la navidad pasada y que me llega hasta las
rodillas—, no me sentiré tan expuesta.
La cosa es que no estoy lista para salir de la habitación y encontrarme de frente
con Bruno.
Había estado haciendo un excelente trabajo evitándome y, ahora que sé que está allá
afuera, no sé si estoy lista para enfrentarlo. Para mirarlo a los ojos y pretender
que su silencio no me hizo añicos el orgullo y la dignidad.
No sé qué esperaba que pasara luego de nuestro contacto de la última vez, pero,
definitivamente, no era lo que sucedió. Supongo que una parte de mí —esa que sigue
siendo una soñadora y una romántica empedernida— esperaba que Bruno me cerrara la
boca. Que me demostrara que, después de todo, no lo conozco lo suficiente y
que sí es de esa clase de hombre que es capaz de no huir despavorido luego de un
beso.
Pero la realidad es que Bruno Ranieri no es un príncipe azul. Es más bien una
rana... No... Un sapo. Uno peligroso, venenoso e indeseable. Uno que evitó todo
contacto conmigo durante una semana entera. Que ni siquiera se molestó en enviarme
un mensaje para que no lo esperara despierta, y me dejó un justificante médico como
pago por la sesión de besos intensos que nos dimos horas antes.
Durante los días siguientes, le envié un par de mensajes escuetos —que realmente
necesitaban ser enviados—, con la esperanza de obtener una reacción. Lo único que
conseguí fueron un par de mensajes lacónicos de regreso y una dignidad aún más
lastimada —si es que eso es posible—. Es por eso que esta noche, luego de que bajé
del auto de Karla y su novio y recibí su mensaje, me molesté tanto.
No me cabe en la cabeza cómo diablos es que tuvo la osadía de escribirme —como si
nada hubiese pasado— para preguntarme si quería que saliera a esperarme con un
paraguas.
Una punzada de ira me atraviesa de lado al lado y aprieto la mandíbula.
Ese hijo de...
Un suspiro largo se me escapa y cierro los ojos, al tiempo que niego con la cabeza.
Trato de decirme que no vale la pena. Que Bruno Ranieri resultó ser otra clase de
patán. Una distinta a la de Arturo; pero patán al fin y al cabo.
Con ese pensamiento en la cabeza, me obligo a ponerme de pie y a colocarme el
cárdigan encima. Luego de que lo hago, me miro en el espejo solo para cerciorarme
de que nada de lo que hay debajo puede verse y hago un par de movimientos de
precaución, solo para ver si es capaz de ponerme en apuros si se mueve demasiado.
Cuando me aseguro de que todo está en orden, salgo de la habitación —con los lentes
en una mano y mi cepillo para el cabello en la otra— hasta llegar a la sala.
Bruno se encuentra de pie frente al ventanal de la estancia, sin camisa, de
espaldas a mí. Durante un segundo, no puedo evitar mirarle la espalda ancha y las
caderas estrechas.
El cabello húmedo se le enrosca en todas direcciones, mostrándome esa naturaleza
rebelde que portaba orgullosamente cuando perdí la cordura por él a mis dieciséis.
No puedo evitar pensar en cuánto he cambiado desde entonces y, al mismo tiempo, no
he dejado de ser la misma. Ya no soy la chiquilla idiota que idealizó a un chico
inmaduro y grosero. Ahora soy la patética mujer que pensó que, en el fondo, ese
chico podía ser quien ella idealizó. Esa que creyó que, debajo de todas esas capas
de hostilidad, Bruno Ranieri albergaba algo de decencia.
Me mojo los labios y me remuevo, incómoda ante la decepción que me provoca el hilo
de mis pensamientos.
—La ducha está libre —digo, en voz lo suficientemente alta como para que me escuche
y, sin darle tiempo de decir nada, me echo a andar hacia la cocina para cenar
algo...
...Y también para esconderme de él.
En tiempo récord, me las arreglo para engullir un plato de cereal, una manzana y un
par de galletas oreo solo porque la tentación era demasiada.
Para el instante en el que Bruno se introduce en la estancia, ya estoy deglutiendo
la última galleta, así que, sin dirigirle la palabra ni mirarlo, me echo a andar
hacia la salida.
Cuando paso a su lado, me sostiene por el brazo con suavidad. Pese a eso, me aparto
con violencia y clavo mis ojos en los suyos.
Un escalofrío me recorre entera solo porque soy híper consciente de cuán imponente
es Bruno. De lo varonil y masculino que es y de la forma en la que me mira; como si
hubiese encontrado la caja de Pandora en mi interior y estuviese deseoso de
abrirla.
—La próxima vez que se te haga así de tarde, llámame y paso a recogerte —dice y
otra punzada de ira me calienta las venas.
De pronto, no sé por qué me siento así de molesta e inevitablemente, suelto un
sonido a medio camino entre un bufido y una risotada cruel.
—¿Cuándo? ¿Antes o después de que me evites toda la semana? —siseo, con brusquedad,
pese a que no pretendo sonar así de amarga—. ¿Antes o después de que me dejes
esperando por ti como idiota hasta la madrugada como la otra noche?
—Andrea...
—Mira, Bruno... —lo interrumpo, al tiempo que alzo una mano, en señal de silencio—,
no me interesa escucharte. Creo que todo ha quedado bastante claro, así que ni
siquiera te molestes.
—¿Qué es lo que crees que ha quedado claro, Andrea? —Él replica, con dureza—. ¿Que
soy un cabrón? ¿Un hijo de puta? ¿Un cobarde? ¿Eso ha quedado claro? —Niega con la
cabeza—. ¿Qué hubiera pasado si hubiese vuelto a casa temprano? ¿Te habrías
acostado conmigo? —La manera en la que escupe las palabras, sin pudor alguno, hace
que mi cara comience a calentarse pese al enojo que me hierve en las venas—. ¿Y
luego qué? —Suelta una risa corta, pero carente de humor—. Si hubiese regresado a
terminar lo que empezamos, seguro como el infierno que las cosas entre nosotros
habrían terminado muy mal.
—¿Por qué? —escupo—, ¿Por que la tonta y enamoradiza Andrea va a obsesionarse
contigo el resto de sus días?
—¡Porque no eres el tipo de mujer con el que quiero una aventura! —espeta y sus
palabras queman con tanta intensidad, que el aliento me falta y un nudo comienza a
formarse en mi garganta.
Aprieto la mandíbula, enmudecida por la fuerza con la que sus palabras me golpean,
y parpadeo un par de veces para eliminar la picazón en mis ojos. Esa previa a la
humedad de las lágrimas.
Trago duro, sin apartar la mirada de la suya y, entonces, luego de una eternidad,
asiento y me echo a andar hacia mi habitación.
El aliento me falta mientras avanzo a toda velocidad, pero me obligo a mantener el
ardor que siento en el pecho a raya, porque no voy a permitirle hacerme daño.
Porque Bruno Ranieri no va a añadir una herida más a la lista.
—¡Andrea! —Le escucho llamarme, pero no me detengo.
Sé que viene siguiéndome los pasos de cerca, así que me apresuro hasta llegar al
pie de las escaleras que dan a mi habitación improvisada.
Es en ese momento —cuando estoy de pie sobre el primer escalón—, que me vuelvo
sobre mi eje para encararlo y decir con firmeza:
—No me sigas. No quiero que subas a mi habitación. Buenas noches.
Le doy la espalda y me echo a andar una vez más.
Durante un doloroso instante, creo que he conseguido huir de él. Que ha comprendido
el mensaje y se ha dado por vencido; sin embargo, está muy lejos de eso.
Ahora mismo, puedo escuchar sus pisadas firmes y violentas por las escaleras detrás
de mí. Tengo que girar sobre mi eje cuando llego a la planta alta e interponerme en
su camino para evitar que suba por completo.
—Te he dicho que no quiero que subas —suelto, con brusquedad, pese a que me siento
cohibida ante su imponente altura y lo profundo de su ceño fruncido. No soy una
chica baja de estatura. Mido mi buen metro con sesenta y cinco centímetros y, de
todos modos, a su lado soy bastante pequeña. Con todo y eso, me las arreglo para
erguirme sobre mí misma, alzar el mentón y obligarme a terminar—: Si yo soy capaz
de respetar tus espacios y de invadirlos lo menos posible, creo que tú también
puedes hacer lo mismo.
—Andrea, lo lamento, ¿de acuerdo? —dice, exasperado—. Lamento muchísimo haber
complicado las cosas. No era mi intención que llegáramos a esto.
—Bruno, por favor, ya déjalo estar —replico, irritada y dolida porque, ahora, no
solo me ha dicho que no soy lo suficientemente atractiva para él como para mantener
una aventura conmigo; sino que, además, me ha pedido disculpas por haberme besado.
Me ha dicho que no era su intención hacerlo.
—Si pudiera regresar el tiempo...
—Bruno, por favor, cierra la boca —lo interrumpo—. Me ha quedado clarísimo que no
soy el tipo de mujer con el que quieres una aventura. Que soy torpe, molesta y que
tiendo a obsesionarme. Sé que no soy guapa y mucho menos seductora, como tu amiga,
la del otro día. —No pretendo sonar así de herida, pero lo hago de todos modos—.
Pero, por favor, por el amor a mi dignidad y a mi orgullo, no me pidas disculpas
por haberme besado. Mucho menos digas que "si pudieras regresar el tiempo lo
evitarías"... o lo que sea que ibas a decir. Miénteme un poquito y hazme creer que,
al menos, de eso no te arrepientes.
Su mirada se oscurece. El corazón me da un vuelco cuando la seriedad se apodera de
su rostro y me observa con una determinación que me eriza los vellos de la nuca.
—¿Eso es lo que crees que quise decir? —dice, en voz baja y ronca, al tiempo que
sube un escalón más, haciéndome retroceder. Esta vez, en toda su altura, me hace
sentir diminuta y frágil—. Andrea, yo no quiero una aventura contigo no porque no
seas guapa, porque, créeme, distas mucho de ser otra cosa que no sea preciosa.
Tampoco porque crea que no eres seductora; porque, por si no te has dado cuenta, me
has puesto duro más veces de las que me gustaría admitir. —El rubor se ha apoderado
de mi rostro, pero no aparto los ojos de los suyos. Ni siquiera cuando se acerca
tanto que tengo que alzar la cara para sostener su mirada—. No quiero una aventura
contigo, porque mereces algo distinto. Algo que yo no puedo darte.
Parpadeo un par de veces.
—No soy un hombre de romance. No creo en el amor, ni en las almas gemelas. No
quiero una relación seria. No sé si algún día querré una... —Niega con la cabeza—.
Y, ciertamente, tú no te mereces eso.
El escozor que me provocan sus palabras en el pecho es casi tan ardiente como el
nudo que tengo en la garganta.
Quiero que se vaya. Que me deje en paz y deje de pensar que soy lo suficientemente
tonta e ilusa como para no saber qué clase de hombre es él y qué clase de
relaciones mantiene.
Sé que Bruno no busca nada serio. Que no se necesita conocerlo de hace mucho para
saber que no hay espacio en su vida para una mujer. Mucho menos si esa mujer es
alguien como yo...
... Y, de todos modos, sé que tiene razón. Que, de alguna manera, sería imposible
para mí llevar algo así con él porque soy una romántica empedernida. Alguien que
terminaría enamorándose y arruinándolo todo.
Está en lo correcto. No lo tengo en mí. No es parte de mi naturaleza.
Deberías intentarlo. Quizás, es lo que necesitas. La vocecilla insidiosa en mi
cabeza no deja de susurrarme, y aprieto la mandíbula y los puños.
En ese momento, como si hubiese sido liberado de su prisión recóndita en mi
cerebro, un recuerdo me invade el pensamiento. Es siniestro. Doloroso.
En él, estoy lloriqueando. Pidiéndole a Arturo que se detenga y deje de tocarme
como lo hace.
A ese, le sigue otra imagen tortuosa. En esta, estoy llorando en el baño de un
motel caro. Arturo está afuera, furioso porque intentó estar conmigo y, de nuevo,
el dolor me petrificó por completo.
En el siguiente, estoy mirando el suelo sucio y resquebrajado de otro motel. Este,
en una zona peligrosa de la ciudad. Más económico. Arturo se viste y yo aferro las
sábanas contra mi cuerpo mientras lloro.
Me ha llamado frígida. Ha dicho que lo mío equivale a una disfunción eréctil y, que
si no puedo darle lo que necesita, lo buscará en otro lugar. Que él ha hecho todo
bien y que, si no soy capaz de disfrutarlo, entonces es mi problema.
En este recuerdo, me dice que espera que, para nuestra noche de bodas, pueda
cumplir con mi deber marital y la mortificación solo consigue hacerme coger el bote
de basura junto a la cama para vomitar dentro de él.
—Andrea... —La voz de Bruno me trae de vuelta al aquí y al ahora, pero no puedo
responderle de inmediato, así que me limito a mirarlo un segundo antes de
espabilar.
El corazón me ruge contra las costillas, y un millar de sentimientos y sensaciones
me invaden el cuerpo.
Sé que la terapia que ayudó mucho al respecto. Que me di cuenta de que podía
disfrutarme a mí misma si me tocaba por mi cuenta. Hablar sobre lo que ocurría
conmigo cada que intentaba intimar con Arturo me hizo saber que no había nada malo
en mí. Que es algo que, con el tiempo, terapia y paciencia, he podido empezar a
entender.
Con todo y eso, mi inexperiencia no deja de ser un impedimento para mí. Un tabú que
ya me he hecho de mí misma y que me ha mantenido alejada de los hombres desde que
tomé la decisión de dejar a Arturo.
No puedo decirle a Bruno Ranieri que jamás en mi vida he estado con un hombre.
Mucho menos que todos los músculos de mi cuerpo entran en total rigidez ante la
sola idea de tener intimidad con un hombre, pero que, por alguna extraña razón, no
ocurre cuando me lo hago a mí misma. Cuando exploro mi cuerpo y todo aquello que
alguna vez fue prohibido siquiera imaginar.
Es por eso que, presa de una desazón horrible y un dolor apabullante en el pecho,
sacudo la cabeza en una negativa y digo:
—¿De verdad crees que soy tan estúpida como para no tener en claro qué clase de
hombre eres, Bruno? ¿Que clase de relaciones mantienes? —Sueno derrotada y así me
siento. Harta de todo esto. De que todo me salga mal siempre. De que no pueda tomar
una buena decisión en la jodida vida y todo sea siempre tan complicado—. ¿Acaso
crees que yo busco algo serio con alguien como tú? —Sacudo la cabeza, pese a que no
deja de dolerme la garganta—. Solo quería un polvo. Pasar el rato... Pero lo
arruinaste. Lo sigues arruinando. Así que, por favor, ya mejor déjalo estar y
déjame ir a la cama.
De pronto, algo en la expresión de Bruno se transforma. Su gesto luce fiero y
determinado. Como si algo de lo que dije hubiese encendido un fuego extraño en él.
—¿Eso querías entonces? —dice, con la voz enronquecida y un escalofrío me recorre
entera— ¿Pasar el rato? ¿Follar conmigo y nada más?
Aprieto la mandíbula, aterrada ahora ante la perspectiva de que esté dispuesto a
darme lo que pido. Horrorizada ante la perspectiva de que no lo haga. De que no
quiera ponerme las manos encima como el otro día; porque, pese a que sé que nunca
he podido culminar el acto como tal, nunca nadie me había hecho sentir lo que Bruno
Ranieri solo con sus besos.
—¿Importa ya?
—¿Eso querías, Andrea? —repite y aprieto la mandíbula con violencia—. Porque, si
eso es lo que quieres, con gusto puedo dártelo.
Una carcajada incrédula y amarga se me escapa sin que pueda evitarlo.
—¡Vaya! ¡Qué considerado, muchas gracias! —me burlo, cada vez más furiosa, antes de
dedicarle mi mirada más hostil y escupir—: Vete al demonio, Bruno.
Me giro sobre mis talones, dispuesta a marcharme, cuando él me sostiene por la
muñeca. Estoy a punto de tirar de su agarre para liberarme, cuando, de pronto, su
tacto firme se transforma en uno delicado, con las yemas de los dedos justo donde
el pulso me late arriba del pulgar.
El corazón me va a reventar, pero se da el lujo de saltarse un latido cuando siento
cómo el cuerpo de Bruno se pega al mío por la espalda.
Su cabeza se inclina hacia adelante y empuja la mía con suavidad hacia a un lado,
para permitirse la libertad de olisquearme el cuello.
Su mano —con la que me tocaba la muñeca— sube por la longitud de mi brazo y, cuando
llega a mi hombro, me aparta el cabello lejos para tener entrada libre a la piel de
la zona.
—Te deseo como no tienes una idea —susurra contra mi oído y las rodillas me fallan
mientras envuelve, de manera posesiva, un brazo alrededor de mi cintura—. Te veo y
solo puedo pensar en todas las formas en las que podría tocarte. En lo que haría
después de tocarte si tuviese oportunidad. —Hace una pequeña pausa que me permite
percatarme de la forma en la que mi pulso golpea detrás de mis orejas y, entonces,
planta sus labios en la piel caliente detrás de mi oreja para luego decir—: Así
que, Andrea, si eso es lo que quieres de mí, puedo dártelo. Eso y nada más.
El corazón me va a estallar. Las manos me tiemblan y un nudo de terror y ansiedad
se ha apoderado de mi estómago.
—Bruno, yo... —apenas puedo pronunciar y, por primera vez, sueno aterrorizada.
—Lo sé —me interrumpe, con suavidad y la forma tranquilizadora en la que habla hace
que el corazón se me encoja. De cualquier modo sé que no tiene ni idea.
Él cree que sabe lo que ocurre, pero la realidad es otra. Más cruda de lo que me
gustaría admitir.
Me giro sobre mi eje para mirarlo a los ojos. Su aroma a jabón, crema para afeitar
y perfume caro me inunda las fosas nasales. De pronto, no puedo dejar de imaginarlo
besándome de nuevo. Tocándome con esas manos grandes que posee. Recostándose sobre
mí como la última vez...
El terror aún me atenaza las entrañas, pero la vocecilla en mi cabeza que me
susurra que fui más de un año a terapia y que he recorrido un largo camino de
rehabilitación, me envalentona un poco. Solo un poco... Es por eso que, presa de
esa valía, envuelvo una mano sobre la nuca del hombre que, gustoso, une su frente a
la mía y, sin más, lo beso.
Él me corresponde de inmediato pero, cuando su lengua busca la mía, me aparto para
mirarlo a los ojos. Su expresión es ardiente, deseosa y oscura.
—Si te pido que te detengas, vas a detenerte —digo, firme, pero con un hilo de voz.
Los ojos del chico frente a mí se entornan, confundidos.
—Por supuesto —susurra—. Créeme que no tengo intención alguna de forzar a nadie a
nada. Jamás.
—Hablo en serio —digo, con total seriedad.
Él asiente, al tiempo que una especie de entendimiento que me aterra le inunda las
facciones.
—Yo también lo hago —dice, en voz tan baja y suave, que me quedo sin aliento unos
instantes.
Con todo y eso, le regalo un asentimiento duro, aún sintiéndome asustada ante lo
que quiero experimentar.
—Solo... —digo, sin aliento—. Me aseguraba.
Él me aparta un mechón rebelde de cabello lejos del rostro y me lo coloca detrás de
la oreja.
—Lo sé —musita, y, de manera inevitable, mis párpados se cierran.
Sus dedos cálidos y ásperos se deslizan por mi mejilla hasta apoderarse de mi
barbilla y me obliga a levantar más el mentón, de modo que puede encontrar mis
labios con los suyos.
El contacto al principio es tan suave, que me quedo quieta unos instantes antes de
que la presión ejercida por su boca aumente. Su lengua encuentra la mía en un beso
lento y profundo, y el sabor a menta de su contacto me llena los sentidos.
Las manos de Bruno me acunan el rostro, y la sensación suave de sus dedos contra la
piel de mi cuello y mandíbula, me pone la piel de gallina.
Una estela de besos ardientes hace su camino hasta el punto en el que mi cuello y
mi mandíbula se unen. Mi boca se abre en un grito silencioso cuando la suya
succiona la piel caliente y sensible de la zona.
Mis manos se cierran en el material de la remera blanca que lleva puesta y él
envuelve un brazo alrededor de mi cintura para empujarme con suavidad hacia los
sillones mullidos.
En el proceso, me besa de nuevo.
Cuando mis pantorrillas chocan con el más cercano de ellos, suelto un grito ahogado
de la impresión y Bruno suelta una risita suave contra mis labios.
Inevitablemente, una risa boba se me escapa a mí y él me acalla con un beso más
profundo que el anterior. Sus manos se apoderan del borde del cárdigan que me cubre
y, es hasta ese momento, que recuerdo lo que llevo puesto debajo y me aparto de él
con brusquedad.
Nuestras frentes se unen cuando, con lentitud, empuja el material fuera de mis
hombros y este cae sobre el sillón antes de deslizarse hasta el suelo.
Los ojos de Bruno me miran de arriba abajo y la miel en ellos se enciende y se
oscurece. De pronto, soy plenamente consciente de la forma en la que el material
delgado del camisón se me pega al cuerpo. En la manera en la que la tela suave
abraza cada curva de mí hasta detenerse a una altura escandalosa sobre mis muslos.
—Pero mira nada más qué tenemos por aquí... —susurra, con la voz enronquecida y un
nudo de anticipación me atenaza el vientre.
Me mira a los ojos y esboza una sonrisa peligrosa.
—¿Te pavoneabas por el apartamento con esto puesto y no pensabas hacérmelo saber? —
dice, en voz tan baja, que apenas puedo escucharlo.
—No tengo un pijama decente para esta noche —balbuceo, cuando hunde la cara en el
hueco entre mi cuello y el hombro—. Necesito lavar.
—Por mí ándate desnuda por todo el apartamento si así lo deseas, Andrea —murmura,
al tiempo que ancla sus manos en mis caderas las desliza hacia arriba, por la
curvatura de mi cintura—. Dios sabe cuánto he fantaseado con verte desnuda.
El calor me invade el rostro con sus palabras, pero no me da tiempo de procesarlas,
porque ya ha empezado a besarme el cuello de nuevo y sus manos se han ahuecado
sobre mis pechos.
Un sonido suave se me escapa de los labios cuando sus pulgares acarician las
turgentes cimas y mis ojos se cierran con fuerza cuando sus dientes mordisquean la
piel de mis clavículas.
Entonces, me empuja con lentitud hasta que quedo recostada sobre el sofá, con su
cuerpo sobre el mío y el pulso latiéndome como loco detrás de las orejas.
Nuestros labios se encuentran una vez más en un beso ardiente, más urgente que el
anterior y, de pronto, siento cómo sus dedos se deslizan por la longitud de mis
muslos. Cuando alcanzan el borde del camisón, el corazón me da un tropiezo; pero no
dejo que eso me amedrente y le permito empujar el material un poco más arriba de lo
que ya se encuentra. Es en ese instante, cuando sus besos descienden hasta mi
escote y sus pulgares se enganchan en mi ropa interior.
Una punzada de pánico me atraviesa de lado a lado, pero, de todos modos, alzo las
caderas para permitirle retirar el material de un movimiento.
La velocidad con la que está ocurriendo todo empieza a agobiarme y, de pronto, me
siento ansiosa. Aterrada de lo que sigue.
Bruno se instala entre mis piernas abiertas y me tenso por completo. Él, pese a
eso, no parece percatarse de ello y vuelve a besarme. La manera en la que se da el
contacto hace que me tranquilice un poco —y que olvide que me siento increíblemente
desnuda— y, cuando sus manos regresan hacia mis pechos, termino por relajarme de
nuevo.
El escote del camisón permite que Bruno sea capaz de empujar uno de los tirantes
hacia a un lado, dejando al descubierto parte de mi pecho. Él besa el lunar blanco
que tengo en la piel cercana al pezón de uno de ellos, para luego apoderarse de él
y torturarlo con la lengua.
La explosión placentera que estalla en mi cuerpo hace que mi espalda se arquee y
que mis dedos se envuelvan entre las hebras oscuras de su cabello. Un suspiro roto
se me escapa al instante, pero no es hasta que abandona su tortura y me descubre el
otro pecho para darle unas cuantas atenciones, que un sonido roto —similar al de un
gemido— me abandona.
Un gruñido ronco se le escapa cuando tiro de su cabello y sus caderas se empujan
contra las mías cuando envuelvo las piernas a su alrededor.
Sus manos están en todos lados. Sus labios exploran lugares que no sabía que eran
capaces de llenarme de sensaciones apabullantes, y no puedo respirar. No puedo
dejar de suspirar ante lo que me provoca. No puedo hacer otra cosa más que sentir.
Su boca arranca un beso feroz de la mía en el instante en el que una de sus manos,
finalmente, hace su camino por el interior de mis muslos hasta encontrarse con mis
pliegues húmedos. Durante una fracción de segundo, una mezcla de júbilo y confusión
me invade el cuerpo solo porque jamás había conseguido esta reacción con otras
manos que no fuesen las mías.
El corazón me va a estallar, los oídos me van a reventar y solo deseo que continúe.
Que no deje de besarme... Ni de tocarme.
Dedos expertos buscan por mi punto más sensible y, cuando lo encuentran, un gemido
suave e involuntario se me escapa. Caricias dulces, lentas y firmes trazan círculos
suaves sobre ese punto en el que todas mis terminaciones nerviosas convergen.
De pronto, se siente como si pudiera gritar. Como si, por voluntad propia, el
sonido pudiese abandonarme en cualquier momento.
Mis manos se aferran al material de su remera y tiran de él para quitárselo de
encima. Él, cooperativo, se aparta un segundo para permitirle desnudarle el torso y
me tomo un instante para admirarle. Para tener un vistazo de su abdomen firme y
fuerte y de sus brazos atléticos. Lleva el cabello revuelto por mis manos inquietas
y los labios hinchados por nuestro contacto feroz; pero no es hasta que se recuesta
sobre mí para volver a su tarea previa, que noto cuán oscuros lucen sus ojos ahora
mismo.
Entonces, reanuda lo que dejó a medio camino.
La piel suave de sus brazos es casi tan cálida como la de su abdomen y, de pronto,
me encuentro acariciando cada pedazo de ella. Cada ondulación de sus músculos. La
firmeza y la fuerza en ellos.
Un dedo largo trata de hacer su camino en mi interior, pero, en el instante en el
que lo siento en mi entrada, una ráfaga helada me invade el cuerpo. Todo el calor
previo se entibia y el aturdimiento se transforma en lucidez cuando soy híper
consciente de todos y cada uno de los movimientos de Bruno.
Él, de inmediato, se detiene y se aparta de mí para mirarme a los ojos. Busca algo
en ellos, pero no sé muy bien de qué se trate. Si puedo ser honesta, ni siquiera yo
misma sé qué es lo que siento en estos momentos. Finalmente, me da un beso casto en
la punta de la nariz y sus dedos vuelven al lugar que antes acariciaban.
—Estás demasiado tensa, preciosa —murmura contra mis labios, una vez reanudada la
sesión de besos ávidos. Un suspiro roto se me escapa cuando cambia el ritmo de su
caricia—. Tenemos que hacer algo al respecto.
En ese momento, su caricia me abandona y se aparta de mí con brusquedad. La
confusión momentánea es eclipsada por el nudo de anticipación que me provoca el ver
cómo se arrodilla al borde del sillón y se apodera de mis tobillos para tirar de
ellos.
Un grito ahogado escapa de mi garganta cuando, de un movimiento, termina por
recostarme por completo. En el proceso, me acomoda justo al borde del sofá, de modo
que él puede abrirme los muslos y dejarme así, expuesta totalmente ante él.
El calor de la vergüenza que me provoca la postura en la que me encuentro, no se
compara con el que comienza a hacerme líquido los músculos cuando pasea sus dedos
entre mis pliegues.
—Tan hermosa... —creo escucharle susurrar y, entonces, sucede...
Sus labios se cierran en mi feminidad. Su lengua traza caricias salvajes en mi
centro y un sonido particularmente ruidoso me abandona cuando una oleada de placer
intenso me recorre desde el vientre hasta los lugares más recónditos del cuerpo.
Mi espalda se arquea, mis rodillas se elevan y mis dedos se enredan en la mata
oscura que es su cabello para apartarlo... o atraerlo más cerca. Todavía no lo sé.
Un sonido particularmente ruidoso se me escapa cuando sus manos me levantan las
caderas y me sostienen ahí, en un ángulo distinto.
Los dedos me duelen debido a la fuerza con la que me aferro a todo lo que se
encuentra a mi paso, las piernas me tiemblan sin control y algo ha comenzado a
construirse en mi interior. El familiar e intenso nudo de placer que me atenaza las
entrañas amenaza con hacerme estallar en mil fragmentos y, cuando creo que no voy a
soportarlo un segundo más, explota. Explota y se lo lleva todo a su paso mientras
trato, desesperadamente, de aferrarme a algo. A él. A la forma en la que trepa
sobre mi cuerpo y me besa con fiereza. A la manera en la que uno de sus dedos
largos se introduce en mi interior —aun cuando todo dentro de mí todavía se
estremece bajo el poder de sus caricias expertas.
—Así está mejor —dice, contra mi oreja y, sin más, comienza a bombear en mi
interior una y otra vez. Primero, con lentitud, y luego, con más ritmo que antes.
Un gemido escandaloso se me escapa cuando su pulgar presiona mi punto más sensible
y mi cuerpo entero reacciona ante la nueva oleada de placer que me azota.
—¡Ah! ¡Bruno! —suelto en un resuello y él empuja sus caderas contra mi muslo solo
para que sea capaz de sentir su dureza contra mí.
Es en ese momento que, presa de un valor que no sabía que poseía, presiono mi palma
contra el bulto creciente entre sus piernas.
Un estremecimiento de terror y fascinación me recorre entera cuando siento su
tamaño y aprieto los dientes solo de pensar en tenerlo dentro. Si con Arturo
parecía una proeza, con Bruno será una misión imposible.
Un gruñido ronco retumba en su pecho cuando introduzco los dedos por el elástico de
chándal que viste y siento el borde de su ropa interior.
Mi labio inferior es atrapado entre sus dientes y un delicioso dolor suave me
invade los sentidos cuando me mordisquea en consecuencia a la forma en la que
jugueteo con el elástico de su bóxer.
Su mano libre —esa con la que no me acaricia hasta la tortura— me toma por la
muñeca con suavidad y guía mi camino para que, empujando el material que lo cubre,
lo tome entero. Un pequeño grito ahogado se me escapa cuando cierro los dedos a su
alrededor y me muestra cómo es que le gusta que le toquen.
Una vez impuesto el ritmo, me deja hacerlo por mi cuenta.
Sus labios están en mi mandíbula, en mi cuello, en mis pechos... Su mano libre me
sostiene en mi lugar mientras que, con la otra, me acaricia hasta que no puedo
concentrarme en nada.
He perdido la capacidad de raciocinio. De respiración. Soy una masa de
terminaciones nerviosas a punto de estallar.
El familiar nudo en el vientre regresa, augurando el delicioso final que la boca de
Bruno me hizo sentir antes y, entonces, sucede de nuevo.
Todo dentro de mí se contrae un instante antes de que una oleada de intenso placer
me haga cerrar las piernas con brusquedad y le aparte la mano sosteniéndole con
fuerza de la muñeca.
—¿Todo bien? —inquiere, con aire arrogante, al cabo de unos instantes que se me
antojan eternos, y que me son insuficientes para recuperarme de lo que acaba de
hacerme.
Un balbuceo ininteligible brota de mis labios y él suelta una risita boba.
Entonces, añade:
—¿Qué te parece si vamos a la habitación y te muestro que puedo hacerte en la cama?
—Me besa un hombro medio desnudo por la forma en la que me ha dejado el camisón—.
Si me dejas, también puedo enseñarte lo que puedo hacerte con la alcachofa de la
ducha.
El calor me invade el rostro por completo y estoy segura de que estoy ruborizada
hasta la mierda. Con todo y eso, me obligo a sostenerle la mirada. La sonrisa
suficiente que lleva en los labios es prometedora y lasciva, y hace que mi pulso se
acelere.
Una punzada de pánico se mezcla junto con la sensación expectante que me provoca lo
que está pasando entre nosotros, pero me las arreglo para empujarla lejos y
dedicarle mi sonrisa más seductora. Entonces, presa de otra oleada de valor, lo
empujo suavemente, me pongo de pie —acomodándome el camisón— y, dirigiéndome hacia
las escaleras, le echo un vistazo por encima del hombro.
No necesito decir nada para que él se ponga de pie de inmediato y me siga de cerca.
Creo que voy a vomitarme encima. Creo que el mundo va a terminarse hoy porque Bruno
Ranieri ha envuelto sus brazos alrededor de mis caderas mientras bajamos hasta la
planta baja. Porque me besa el cuello y me aprieta con suavidad los pechos mientras
nos dirigimos hacia la habitación.
Capítulo 18
ANDREA
Capítulo 19
BRUNO
No sé muy bien qué es lo que me despierta. Quizás es el halo suave que hace la
puerta del vestidor al abrirse y cerrarse. Quizás es simplemente que siempre, pese
a que trata de ser discreta —incluso cuando se alista afuera—, soy capaz de
sentirla a mi alrededor.
Pese a que hace mucho que se terminaron las serenatas matutinas y los despertares
abruptos, de alguna forma, la siento a mi alrededor cuando entra por algo que ha
olvidado. Por muy sigilosa que trate de ser, Andrea Roldán siempre es un
torbellino.
Abro un ojo, en el intento de verla, pero me toma unos segundos acostumbrarme a la
iluminación y tener un vistazo de ella.
Lleva el cabello —largo y oscuro— húmedo y viste unos vaqueros entallados, y un
suéter delgado que le queda grande. Me da la espalda mientras, de puntillas, se
dirige hacia la salida de la habitación. Casi ruedo los ojos al cielo ante lo
ridícula —y, de alguna manera, dulce— que luce.
Me incorporo en una posición sentada, aún soñoliento y me froto la cara y me rasco
la cabeza con ambas manos antes de hablar:
—Te llevo. —La voz me sale ronca por la falta de uso y ella pega un salto en su
lugar de la impresión.
Está claro que la tomé con la guardia baja y, aun así, se gira sobre sus talones
con gracia y me encara.
—Me asustaste —dice, sin aliento, y me froto los ojos una vez más antes de echarle
otro vistazo.
Luce caliente como el infierno, pero no estoy muy seguro del motivo. Quizás solo
soy yo y esta sensación que me provoca el ser consciente de lo que hicimos anoche.
Hay una mancha rojiza en su mandíbula —que claramente ha tratado de cubrir con
maquillaje—, seguramente, provocada por mis labios; y, de alguna manera, me siento
victorioso. La parte territorial en mí no deja de golpearse el pecho, cual gorila
mostrando su dominio.
De manera inevitable, uno a uno los recuerdos van invadiéndome y, sin más, me
encuentro dibujándola debajo de mí. Sobre mí. Con las piernas abiertas, el camisón
arrugado en la cintura, los lentes en la punta de la nariz, los labios
entreabiertos y las mejillas sonrojadas.
—¿Llevas mucha prisa o puedo ir al baño antes de irnos? —digo, al tiempo que,
plenamente consciente de mi desnudez —y de que estoy poniéndome duro una vez más—,
me pongo de pie sin pudor alguno.
Ella me mira y se ruboriza por completo.
Justo como anoche.
—No es necesario que me lleves —dice, al tiempo que me mira a los ojos y me regala
una sonrisa amable.
Dándole un poco de tregua al color intenso de su rostro, me envuelvo en las sábanas
y, luego de darle vueltas a sus palabras un par de veces —para distraerme del hilo
lujurioso que habían estado tomando mis pensamientos—, respondo:
—No. No es necesario. —La miro a los ojos, incapaz de comprender del todo lo que
siento—. Pero quiero hacerlo.
Algo dulce —y aterrador— se apodera de su mirada y, de pronto, soy consciente de lo
que acabo de decir. De cada palabra.
Soy el primero en declarar que no tengo relaciones sentimentales con nadie. A mis
amigos les digo que, cuanto menos te involucres con la persona en cuestión, es
mejor. Y, de todos modos, estoy aquí, diciéndole a una chica con la que follé que
quiero llevarla al trabajo al día siguiente, como si fuese su maldito novio o algo
por el estilo.
Se muerde el labio inferior y, en mi cabeza, puedo verla haciendo lo mismo, pero
debajo de mí, con el gesto contorsionado de placer.
Le agradezco a todos los dioses que estoy cubierto por las sábanas porque ahora sí
la erección es inevitable; y, al mismo tiempo, considero la posibilidad de
seducirla y hacer que vuelva a la cama conmigo.
—Bruno, no puedo aceptar... —dice, en voz baja, y la ansiedad que veo en sus
facciones solo es un reflejo de la revolución que llevo adentro.
—¿Por qué? —digo, pese a que sé que debería dejarlo estar de una vez—. ¿Por qué
follamos anoche y dijimos que sería algo casual? ¿Un polvo y nada más?
Esta vez, el rubor en sus mejillas y el gesto que esboza no me gustan para nada. Se
avergüenza... O se arrepiente. Que al caso, es lo mismo para mí.
No responde. Se limita a mirarme fijo.
Sacudo la cabeza en una negativa, al tiempo que esbozo una sonrisa amarga, pero no
digo nada más. Solo me encamino hacia el baño, incapaz de creer del todo lo que
está ocurriendo. Me detengo un instante antes de cerrar la puerta detrás de mí y la
miro por encima del hombro.
Ella no ha dejado de verme.
—Puedo ser amable contigo, Andrea, incluso luego de lo que pasó entre nosotros —
digo, solo porque necesito puntualizarlo—. Creí que era lo que querías: algo de una
noche y que todo siguiera igual.
—Y eso es lo que quiero —replica, casi al instante, y guarda silencio unos
segundos. Entonces, luego de pensarlo una eternidad, termina—: Que me lleves al
trabajo lo cambia todo. Hace que deje de ser igual.
Sé que tiene razón, pero eso no impide que sus palabras quemen en mi pecho con
violencia. Con todo y eso, me las arreglo para mantener mi gesto estoico e
inexpresivo.
—¿Ser amable contigo hace que deje de ser igual? ¿Quieres que te trate del carajo,
entonces? ¿Que vuelva a hacer como si no viviéramos bajo el mismo techo?
Aprieta la mandíbula.
—Sabes que no es eso a lo que me refiero —dice, en voz baja y sonrío una vez más,
solo porque no puedo creer que estoy de este lado de la conversación.
Por lo regular, soy yo quien utiliza los argumentos que está usando ella conmigo.
Karma, te odio, hijo de puta.
—De acuerdo —digo, presa de una oleada de molestia que me encargo de camuflar entre
capas y capas de indiferencia—. Como quieras.
Ella parpadea varias veces, como si trajera algo en los ojos, pero asiente de todos
modos.
—Gracias —dice, en voz baja y yo aprieto la mandíbula—. Nos vemos luego.
—Hasta luego, Andrea —digo y, entonces, cierro la puerta del baño, aún sintiéndome
como un completo imbécil.
Cuando termino de hacer mis necesidades primarias y salgo de nuevo, Andrea no está.
Cuando miro el reloj y me percato de lo temprano que es, suelto una palabrota y
dejo escapar un suspiro largo.
Supongo que será uno de esos días —que son poco frecuentes— en los que llego
temprano a la oficina.
Un gesto hastiado se forma en mi expresión, pero de todos modos regreso sobre mis
pasos para tomar una ducha.
Me duele el pómulo, donde Andrea me golpeó anoche mientras forcejeábamos en el auto
y, cuando me miro al espejo —segundos antes de meterme en la regadera— sonrío muy
mi pesar al mirar el chupetón que me dejó cerca de la clavícula.
De pronto, un centenar de recuerdos acerca de anoche me asaltan y suelto un
juramento solo porque no puedo creer cuánto me pone pensar en ella. En su piel
suave y blanda. En el sonido de su respiración contra mi oreja y los sonidos suaves
y dulces provenientes de su garganta.
El agua helada me golpea de lleno de inmediato y todo en mi interior se revuelve
con las sensaciones mezcladas que esto me provoca.
No sé qué clase de hechizo ha puesto esa mujer en mí que no puedo dejar de pensar
en ella ni siquiera mientras me visto y, mientras me pongo los zapatos, lo único
que es capaz de apartar de mi mente la imagen de su cuerpo desnudo debajo del mío,
son las pequeñas manchas rojizas sobre las sábanas.
—¿Pero qué...? —comienzo, pero, de inmediato, la resolución me invade cuando la
vocecilla en mi interior me susurra:
Seguro estaba a punto de venirle la regla.
Una sonrisa suave se desliza en mis labios y, solo porque sé que sería capaz de
torturarse hasta el cansancio si se da cuenta de que nos ha pasado, quito las
sábanas y las pongo en el canasto de la ropa que llevaré a la lavandería mañana.
Finalmente, luego de tomarme una taza de café para despertar, hago mi camino hacia
la oficina sintiéndome extraño y sin poder apartarme a Andrea de la cabeza.
***
Pasan de las seis de la tarde cuando mi padre entra a mi oficina con la corbata
deshecha y el gesto descompuesto. No estoy muy seguro de qué es lo que veo en su
expresión, si angustia o furia cruda.
Con todo y eso, me las arreglo para mantener mi gesto inescrutable mientras, se
detiene frente a mi escritorio y me mira.
—Necesito que te vayas hoy mismo a la Ciudad de México —dice, sin molestarse en
fingir algo de decencia, y mi ceño se frunce ligeramente.
—¿A qué carajos quieres que vaya a la Ciudad de México, papá? —digo, medio
divertido, medio incrédulo.
—El caso Lomelí se complicó más de la cuenta —dice, y arqueo las cejas en un gesto
asombrado y condescendiente.
—¡No me digas! —me burlo, con una sonrisa cargada de suficiencia en el rostro. Sé
que estoy siendo un completo hijo de puta, pero no puedo evitarlo. Ese fue el caso
que me jodió para que tomara el de la comercializadora. Ese que, de todas maneras,
terminé mandando al carajo.
—Te necesito allá hoy mismo para que te pongas al día con el caso el fin de semana.
El lunes tenemos audiencia.
—¿Qué te hace pensar que quiero retomar el caso ahora que lo jodiste todo? —espeto,
al tiempo que le dedico mi sonrisa más condescendiente.
—Bruno, estamos hablando de uno de nuestros mejores clientes. No podemos darnos el
lujo de perderlo. —El tono que utiliza es tan desesperado, que una punzada de
arrepentimiento me corre por las venas.
Sé que Armando Lomelí —junto con su emporio multimillonario— es uno de nuestros
mejores clientes en el despacho y que sería una completa estupidez de mi parte no
tratar de solucionar el problema en el que mi padre nos ha metido; sin embargo,
decido regodearme unos minutos más en la pequeña victoria en mi interior solo para
torturarlo un poco.
Después de todo, esto es lo único que ha podido hacerme olvidar —aunque sea durante
unos minutos— todo el asunto de Andrea.
—Si mal no recuerdo, fuiste tú el que decidió sacarme del caso luego de habérmelo
jodido —digo, entornando los ojos e inclinando la cabeza en su dirección.
—Bruno, no estoy jugando. Esto es importante.
—Y porque es importante debiste haberme dejado hacerme cargo desde el principio —
replico—. Me mandaste a la mierda solo porque querías que tomara el puñetero caso
del fraude fiscal.
—Y me arrepiento muchísimo de haberlo hecho —él refuta—. Me equivoqué. Lo sé. Ambos
lo sabemos. Ahora, por favor, deja de hacerme esto y toma el primer vuelo que
puedas a la Ciudad de México.
Asiento, satisfecho con lo que ha dicho.
—No puedo prometerte que voy a ganar el caso —digo, mirándolo fijamente y su
expresión se ensombrece—. Sabes que no puedo garantizarte nada a estas alturas del
partido.
Mi padre aprieta la mandíbula.
—Solo... Haz lo que puedas.
Asiento.
—De acuerdo —digo, luego de un suspiro largo—. Iré a casa a hacer la maleta, pero
le toca a tu secretaria el reservarme un vuelo. No voy a molestar a Lorena fuera de
su horario de trabajo.
Es su turno para asentir.
—Está bien. ¿En cuánto tiempo estarás listo?
Miro el reloj. Son casi las siete.
—Que me reserve el vuelo más tarde que encuentre —digo, al tiempo que guardo la
laptop y me pongo de pie para marcharme.
—De acuerdo. Le diré que te llame cuando lo tenga todo listo —dice, al tiempo que
deja escapar un suspiro aliviado—. Gracias, Bruno.
Detengo mis movimientos unos instantes antes de echarle un vistazo rápido.
Entonces, incómodo, respondo entre dientes:
—Por nada, papá.
Acto seguido, salgo de la oficina sin siquiera molestarme en verlo una última vez.
Capítulo 20
ANDREA
Odio esta sensación. Este escozor en el pecho, como si llevara un pedazo de carbón
ardiente dentro de la caja torácica. Odio, también, la picazón en los ojos. Esa que
le precede al llanto, y odio, por sobre todas las cosas, sentirme de esta manera
gracias a Bruno Ranieri.
Sé que fui yo la que impuso los límites desde el principio. Que fue cosa mía el no
dejarlo acercarse a mí por todo eso que me dijo. Porque él no quiere nada serio con
nadie y yo, luego de lo que pasó anoche —y de lo dulce y amable que fue conmigo—,
no sé si sea capaz de aceptar solo lo que me ofrece.
No obstante, eso no quiere decir que verlo marcharse con una mujer despampanante no
me haga sentir como si el peso del mundo entero se ciñera sobre mis hombros.
El aliento me falta, el pecho me arde y no puedo apartar la vista del suelo del
ascensor mientras repito —segundo a segundo— los últimos cinco minutos.
Sé que no me vio. Me aseguré de quedarme atrás cuando los vi afuera del edificio y,
cuando avanzaron en el coche en mi dirección, me encargué de escabullirme entre el
bullicio hasta la entrada del complejo.
Mientras las puertas del elevador se abren, no puedo evitar darle vueltas una vez
más a lo que acabo de ver y solo puedo llegar a la dolorosa conclusión de que Bruno
llevó a alguien más a la Ciudad de México. A esa mujer con la que acabo de verlo.
Cuando las lágrimas pesadas se deslizan por mis mejillas, me recuerdo a mí misma
una y otra vez que no quiero una relación casual. Que no quiero ser el polvo de
alguien —por muy bueno que este sea—. Mucho menos quiero terminar en una relación
en la que yo sufro esperando por más, mientras que él obtiene lo que quiere a costa
de mis sentimientos.
Tampoco estoy diciendo que estoy enamorada de Bruno, o que lo que pasó entre
nosotros me ha hecho amarle con todo el corazón, porque las cosas no son así. Sin
embargo, no quiero darle cabida a los errores. A los malos entendidos. No quiero
darle la oportunidad a mi estúpido y bobo corazón de ilusionarse con un hombre que
me ha dejado bien claro que no busca eso que yo anhelo desde siempre.
Bruno no tiene relaciones serias.
Yo sí.
Y si no podemos llegar a un acuerdo, lo mejor es cortar de tajo con lo que está
pasando antes de que sea demasiado tarde.
Ya es demasiado tarde. Me dice una vocecilla baja en lo más profundo de la cabeza y
las lágrimas reanudan su marcha.
El pecho me duele, el corazón me va a estallar en cualquier momento, y no dejo de
repetirme una y otra vez que fui yo quien decidió que las cosas fueran así.
No dejo de sentirme miserable de todos modos. De pronto, el hambre se me esfuma.
Los pancakes suenan como a mala idea ahora y solo quiero tomar una ducha e irme a
dormir.
Lloro mientras me ducho y me maldigo una y otra vez cuando una decena de recuerdos
sobre Bruno y yo, en esta misma regadera, no hace ni siquiera veinticuatro horas,
me embargan.
Cuando termino de vestirme, me digo a mí misma que no puedo dejar de comer y me
dirijo a la cocina para cenarme un tazón de cereal.
Mientras lo hago, reviso mi teléfono y me encuentro con que tengo un mensaje de
Génesis y una llamada perdida de Karla, mi compañera del trabajo.
En el mensaje, mi amiga me informa que acaba de adoptar un gato y, luego de un par
de textos al respecto, me debato a mí misma entre contarle lo que ocurrió entre
Bruno y yo o guardármelo por prudencia a su matrimonio y la amistad que Bruno
mantiene con Dante.
Sé que debo contárselo a alguien o voy a enloquecer, pero, al mismo tiempo, no
quiero causar un problema contándole todo a mi amiga. La conozco. Sé que tomará
partido por mí y despotricará contra Bruno —pese a que he sido yo la que ha
decidido que no quiero que las cosas cambien entre nosotros—. Sé que le dirá a
Dante y que las cosas acabarán del carajo si Dante se ve en la necesidad de hablar
con Bruno respecto a mí.
Además, lo último que quiero es que mi mejor amiga y su marido traten de
sermonearle por una decisión que tomamos los dos. Por algo que yo, con toda la
lucidez del mundo, accedí a que pasara.
Sabía qué era lo que aceptaba al estar con él. No sé qué esperaba que sucediera
luego de rechazarlo dos veces en un mismo día.
Tampoco es como si pudieras salir del estado. Me reprime el subconsciente. Sabes
que, si alguno de los involucrados en tu caso se entera que te has marchado de la
ciudad, van a encerrarte en una celda el resto de tu proceso legal. No puedes darte
el lujo de marcharte con él.
Suspiro y, en ese momento, mi teléfono vibra en mi mano.
Es Karla de nuevo.
No quiero responder, lo hago de todos modos:
—¿Diga?
—¿Qué te parece si nos ponemos una borrachera? —dice, sin preámbulo alguno y una
risita nerviosa se me escapa.
—¿Con qué motivo?
—Para celebrar mi soltería —suelta, sin más, pero el tinte dolido en su voz hace un
eco en el escozor propio que siento en el pecho—. Gustavo y yo acabamos de
mandarnos a la mierda.
—Oh, Karla, lo lamento mucho...
Ella ríe, pero no suena como si tuviese ganas de hacerlo.
—No quiero hablar de eso. Necesito ponerme una borrachera y llorar o no voy a poder
conmigo misma —dice, al cabo de unos instantes—, así que, ¿qué dices, Andrea?
¿Quieres acompañarme?
Suspiro.
—¿A dónde se supone que iremos?
—A donde sea, con tal de que haya alcohol y música fuerte.
Me muerdo el labio inferior.
—¿Qué te parece si mejor vienes al lugar en el que me estoy quedando? Al
apartamento de mi amiga. —Ella sabe que, por el momento, estoy quedándome en un
lugar que me prestaron.
—¿Qué hay de tu compañero de departamento? —inquiere, porque he mencionado a Bruno
de vez en cuando en nuestras pláticas matutinas.
—Se marchó todo el fin de semana a la Ciudad de México. —Mi propio comentario me
escuece las entrañas, pero me las arreglo para sonar despreocupada mientras hablo—.
Podríamos beber hasta la inconciencia y podrías dormir aquí si se hace muy tarde.
Mañana podemos irnos a trabajar con resaca juntas.
—Eres una mujer práctica, Andrea Roldán.
Sonrío.
—El apartamento es genial. Va a encantarte.
—Me has convencido —dice y sonrío pese a que no puede verme—. ¿Me mandas la
ubicación por mensaje?
—Claro —digo, mientras la pongo en altavoz y me meto a la aplicación de mensajes
instantáneos para enviarle la dirección—. Ya te la estoy enviando.
—Gracias —Karla responde—. Llego en media hora. ¿Quieres vodka o tequila?
—Tequila —replico, al instante y ella suelta una carcajada.
—Tequila será. Nos vemos en un rato.
Luego de eso, finalizamos la llamada.
Una hora y media más tarde, Karla y yo nos encontramos en la terraza, con la
botella de tequila sobre la mesa baja junto a los camastros, dos caballitos a su
lado, limones partidos en cuatro y un plato pequeño con una montaña de sal de
grano.
La música de fondo que suena en los altavoces que se encuentran desperdigados por
toda la casa, canta canciones de desamor y olvido.
Perdí la cuenta al cuarto caballito que me tomé y la verdad es que, como no me he
levantado del camastro desde que llegó Karla, no estoy segura de qué tan ebria me
encuentro en realidad.
Al llegar, y luego de un momento de estupefacción por la locura que es este
apartamento, me regañó casi cinco minutos porque le mentí respecto a la cantidad de
calles que tengo que caminar en las noches cuando ella y su ahora exnovio me dejan
en la avenida.
Una vez que me disculpé por ello, estuvo lista para cambiar de tema y me contó,
entre lágrimas, el motivo por el cual poco a poco su relación fue yéndose al caño.
Cómo la rutina fue acabando con lo que tenían, y cómo fue que una discusión
minúscula los llevó a una espiral sin cesar de reclamos pasados y reproches
insanos.
Luego de un par de tragos más y unas cuantas historias más contadas por Karla, me
pide que dejemos de hablar de ella y sus problemas amorosos, para luego pedirme que
le hable sobre mí. Sobre lo que me aqueja.
Yo, incapaz de mantener la lengua a raya, digo de inmediato:
—Ayer estuve con mi compañero de apartamento.
Ella, quien acaba de servirnos otro par de caballitos de tequila, detiene sus
movimientos un segundo antes de echarme un vistazo fugaz.
—Con «estuve» te refieres a... ¿sexo?
Siento cómo el rubor me invade el rostro de inmediato, pero me las arreglo para
asentir sin apartar la vista de ella.
—No me jodas —dice, al tiempo que abre los ojos como platos—. Pero, ¡¿cómo...?!
Sacudo la cabeza en una negativa e, incapaz de detenerme, se lo cuento todo. Desde
nuestro incidente hace diez años, hasta la manera en la que el destino jugó en mi
contra —omitiendo los detalles de mi demanda, por supuesto— y nos puso aquí, tanto
tiempo después, compartiendo el techo.
Para cuando termino de contarle cómo acabamos compartiendo una noche, para después
verlo marcharse con otra mujer justo el día que se le ocurre invitarme a viajar con
él a otra ciudad, estoy a punto de llorar de la frustración.
Ella suspira, al tiempo que niega con la cabeza.
—Andrea, en primer lugar, necesitamos aclarar un par de cosas... El tipo te gusta,
¿no es así? Te gusta mucho.
Sus palabras me golpean de lleno y, de pronto, me detengo unos instantes para
preguntarme a mí misma qué siento por él.
Me gusta. Claro que me gusta. Si no lo hiciera, no hubiera permitido que lo que
pasó entre nosotros ocurriera. El problema con que me guste es que, si lo digo en
voz alta, de alguna manera, me hago consciente de ello y, entonces, empiezo a
caer. Fuerte.
La chica frente a mí me mira fijo con una mezcla de lástima y simpatía. Como si
hubiese estado exactamente en el punto en el que me encuentro ahora mismo.
Suspira.
—No tiene nada de malo si te gusta.
—Lo es si se empeña en ser atento conmigo luego de lo que pasó entre nosotros —
digo, sintiendo cómo las lágrimas me empañan la mirada.
—¡Es que no sabes si solo está siendo atento contigo o si quiere algo más de ti! —
Karla replica, exasperada.
—Posiblemente se marchó con una mujer a la Ciudad de México. Por supuesto que no
quiere algo más de mí.
—Tú lo has dicho —refuta—: posiblemente. No tienes idea de si es así. No lo sabrás
si no se lo preguntas. Además, tú te negaste a ir con él.
—¿Y por eso tenía que llevar a alguien más?
—¿Tenía por qué no hacerlo? —Mi amiga extiende los brazos hacia sus costados, en un
gesto incrédulo—. Andrea, lo desairaste. Dos veces. Además, ambas sabemos que
querías irte con él, ¿por qué no lo hiciste? —dice, mirándome con exasperación—. El
tipo claramente no te ve como a cualquiera de las amiguitas de las que hablas. Te
ha invitado a marcharte de viaje con él luego que le rechazaste la cortesía que
tuvo de querer llevarte a trabajar.
—Para después llevar a otra mujer cuando le he dicho que no —replico, necia,
tratando de mantener las lágrimas de enojo a raya.
Sacude la cabeza en una negativa.
—Lo único que no entiendo, es por qué se tomó la molestia de invitarte si se supone
que ya dejó las cosas claras contigo. Cuando tú misma se las dejaste en claro esta
mañana. —Me mira unos instantes antes de añadir—: Está claro que no le eres
indiferente del todo.
—¿Y de qué me sirve no serle indiferente? Al final del día, Bruno no quiere nada
serio y yo no sé si estoy dispuesta a aceptar lo que él me ofrece. —Sueno más
dolida de lo que pretendo, pero ahora mismo me importa muy poco.
—Cariño, es un hombre. Los hombres no tienen idea de lo que quieren. Mi novio...
quiero decir, exnovio —no me pasa desapercibida la forma en la que su tono falla al
decir aquello—, decía que no creía en la monogamia y conmigo duró siete años. El
tipo ese no tiene idea de que añora una relación.
—¿Y qué si no es así? ¿Qué si me involucro con Bruno y al final termino sufriendo
por esperar algo que, claramente, me dijo que no debía esperar de él?
—Tampoco es necesario que te tortures de esa manera, Andrea. Ambos son adultos y
creo que están en todo el derecho de hablar claro —dice—.Si no quieres estar así,
en la incertidumbre, lo único que puedes hacer es preguntar. Hablar claro con él y
decirle tu postura respecto a las relaciones abiertas. Dale la oportunidad de
pensar si quiere considerar o no la posibilidad de estar contigo. No vas a saberlo,
ni él tampoco, si no se lo planteas.
—¿Y si me dice que no, que no quiere algo conmigo? —digo, luego de masticarme el
labio inferior unos segundos.
Ella sonríe, cómplice.
—Pues entonces tendremos otra noche de esto. —Alza el pequeño vaso de cristal
repleto de tequila y yo tomo el mío para hacer lo mismo. Entonces nos echamos el
contenido de un solo trago.
El fuego del alcohol me enciende la garganta, el pecho, el estómago y las orejas.
La mueca de desagrado es inevitable en mi rostro y mientras trato de degustar el
trozo de limón con sal que he tomado del plato, me estremezco de pies a cabeza.
—Creo que podría repetirlo —digo, una vez que la quemazón se convierte en un
calorcito dulce y que el regusto extraño en la boca se torna más dulce. Agradable.
Karla suelta una carcajada.
—Borracha de mierda —me reprime, pero está bromeando.
—Te está saliendo sangre de la boca. Creo que te mordiste la lengua.
Otra carcajada escandalosa se le escapa.
—Al diablo contigo, Andrea Roldán —dice, con una sonrisa juguetona en los labios—.
Y al diablo con Gustavo. De paso, también puede irse al demonio... ¿Cómo dices que
se llama?
—Bruno.
—Ese. Bruno. Al diablo con él también.
—Al diablo con todo el mundo —mascullo, mientras reposo la espalda en el respaldo
del camastro.
—¡Al diablo con todo el mundo! —grita Karla a la nada y alguien en algún edificio
cercano le grita algo de regreso. No entendemos un demonio de lo que dice, pero
reímos a carcajadas de todos modos.
Estoy borracha. Más de lo que me gustaría.
Miro hacia Karla, pero está dormida de costado sobre el camastro. No sé cuánto
tiempo ha pasado desde la última vez que nos reímos, pero creo que ha sido mucho.
Me siento muy mareada y quiero hablar con Bruno. Quiero escuchar su voz. Quiero
preguntarle por qué diablos quería llevarme esta mañana a trabajar y por qué me
invitó a ir con él a su viaje.
Quiero arrancarme del pecho estas ganas intensas que siento de escucharlo reír o
hablarme en ese tono sabiondo que utiliza y que tanto me molesta.
Tomo mi teléfono y le llamo.
No responde y una punzada de decepción me llena el pecho. Quiero llorar otra vez,
pero no lo hago. En su lugar, me guardo el teléfono en el bolsillo para luego
decirle a Karla que debemos irnos a la cama. Al subir las escaleras hasta el teatro
en casa, la recuesto bocabajo en un sillón. Luego, le acerco un bote de basura por
si le dan ganas de vomitar.
Yo hago lo propio, me saco el teléfono y lo dejo en la cómoda para luego acercar un
trasto para mí. Finalmente, exhausta, me echo sobre mi estómago e intento dormir.
Entre sueños, escucho mi teléfono sonar, pero estoy más dormida que despierta.
De todos modos, trato de abrir los ojos.
Lo último que veo antes de caer en un sueño profundo, es la luz de mi teléfono
apagarse en la oscuridad de la habitación.
Capítulo 21
BRUNO
Capítulo 22
ANDREA
***
Capítulo 23
BRUNO
Cuando vuelvo al estudio con el condón entre los dedos, Andrea sigue arriba del
escritorio. Esta vez, sin embargo, se ha girado, de modo que, al entrar, puedo
verla directo a la cara.
Luce como un espejismo. Como una imagen sacada desde lo más recóndito de mi
subconsciente y no quiero que este momento acabe nunca. Quiero mirarla así:
expuesta, vulnerable y caliente por mí. Para mí. Vestida con esa lencería
provocativa o en sus shorts de arcoíris; en realidad, me importa una mierda. Lo
único que quiero es ver esa expresión en su rostro. Ese deseo en su mirada. Esos
labios entreabiertos pidiéndome a gritos que los bese.
—Eres hermosa. —Las palabras se me escapan de los labios casi por voluntad propia y
algo dulce —y aterrador— se dibuja en su mirada.
—Ven aquí —pide y, pese a que quiero obedecer gustoso, sacudo la cabeza en una
negativa suave.
—Quiero verte —digo, porque es cierto—. Me encanta verte.
El rubor en sus mejillas es claro ahora y luce tan jodidamente encantadora, que
solo puedo pensar en acortar la distancia que nos separa para besarla.
—Tócate. —Es una petición, pero suena a orden y reprimo una mueca de disgusto hacia
mí mismo.
El color de su rostro es tan intenso ahora, que reprimo una sonrisa.
Tan inocente...
—¿A-Ahora?
—Mañana, si quieres —bromeo y ella me dedica una mirada cargada de irritación.
Entonces, doy un paso en su dirección y envuelvo mis dedos alrededor de mi polla
para decir—: ¿Ayuda si me toco yo también?
Su mirada cae sobre mis movimientos y noto como sus ojos se llenan de una emoción
que me provoca querer abalanzarme a besarla.
Entonces, clava sus ojos en los míos. El desafío en mi mirada solo hace que baje
del escritorio con lentitud, deslice fuera de su cuerpo las bragas de encaje y suba
de nuevo para abrirse de piernas delante de mí.
Es en ese momento, que el pánico centellea en sus ojos. Pese a eso, y sin apartar
la mirada, se lleva una mano hacia los pliegues entre sus piernas con mucha
vacilación. Una vez ahí, congela sus movimientos y cierra los ojos con fuerza.
La vergüenza en su expresión me hace querer acortar la distancia que nos separa
para aliviarla; pero, en su lugar, susurro:
—Vamos, Andy. Enséñame cómo te gusta.
Un suspiro entrecortado la abandona.
—¿N-No vas a burlarte de mí? —inquiere y, de pronto, un ardor incómodo e intenso me
invade el cuerpo.
Ira cruda y profunda me anuda el estómago y quiero asesinar a golpes al cabeza de
esperma que se burló de ella en un momento de intimidad. A pesar de eso, me obligo
a tragarme el enojo para decir:
—Jamás, preciosa.
En ese momento, sus ojos se abren y me miran. El corazón se me estruja con una
emoción intensa y abrumadora. Acto seguido, busca entre sus pliegues. En el
instante en el que echa la cabeza hacia atrás, la mía estalla en fragmentos
diminutos.
El cabello le cae desordenado sobre los hombros y su cuerpo entero reacciona ante
lo que ella misma se hace, y solo puedo pensar en lo preciosa que es. En lo
caliente que me pone y en las ganas que tengo de sentir su calor acogiéndome
entero.
Me acerco a ella con lentitud, al tiempo que abro el paquetito del condón para
ponérmelo. Cuando termino con la tarea, me acerco al borde del escritorio, donde se
encuentra instalada.
La respiración entrecortada provocada por el placer tan intenso que se provoca solo
me hace querer besarla, y así lo hago. La beso largo y tendido mientras absorbo de
su boca todos los gemidos suaves que se le escapan.
—Si no te hago mía en este momento, Andrea, voy a perder la maldita cabeza —susurro
contra su boca.
—Hazme el amor, Bruno —suplica y tengo que apartarme para verla a los ojos.
No parece haberse dado cuenta de las palabras que acaba de utilizar. No parece
haberse dado cuenta de que me ha pedido algo que nunca le he hecho a nadie y que,
con todas mis fuerzas, quiero hacérselo a ella.
—Tus deseos son órdenes, princesa —digo, con la voz enronquecida y, entonces, me
coloco en su entrada.
Ella me pone una mano en el estómago anticipándose a la intrusión y yo la acaricio
primero para ayudarla a relajarse.
Cuando siento cómo sus piernas se languidecen al contacto con mis caricias, la beso
de nuevo.
Sus manos están en mi mandíbula mientras su lengua y la mía se encuentran en un
beso arrebatado y, sin poder contenerme más, me hundo en ella.
El jadeo que escapa de su boca me hace apretar los dientes un segundo antes de
soltar una disculpa por ser tan bruto.
Andrea ha envuelto sus brazos alrededor de mi cuello y ha hundido la cara en el
hueco entre mi mandíbula y su brazo. Sus piernas están envueltas alrededor de mis
caderas y suelto una palabrota solo porque no puedo creer cuán apretada se siente.
—Déjame besarte, preciosa —murmuro contra su oreja y su respuesta es un balbuceo
incoherente. Al notar que no se mueve, insisto—: Andy, quiero besarte.
Ella lloriquea algo antes de, finalmente, alzar la cara para permitirme entrada
libre a sus labios.
Esta vez, cuando la beso, lo hago lento. Pausado. Dulce...
Cuando siento cómo la tensión de sus brazos disminuye, escurro una mano entre
nuestros cuerpos hasta que puedo acariciar el botón suave entre sus pliegues.
Un gemido roto se le escapa cuando el ritmo de mi caricia incrementa y es entonces
cuando empiezo a moverme lento en su interior.
Un gruñido ronco brota de mi garganta cuando el calor de su cuerpo y lo estrecha
que está hacen que las sensaciones sean abrumadoras y cambio el ángulo de nuestro
encuentro solo porque necesito que ella sienta todo eso que me provoca. Que se dé
cuenta de que jamás me había sentido así con nadie.
Ella rompe nuestro beso para hundir el rostro en el hueco entre mi hombro y mi
cuello y soltar un lloriqueo roto e ininteligible.
Envuelvo un brazo alrededor de su cintura y pego nuestros cuerpos aún más.
—Eres tan hermosa... —susurro contra su oreja y sus labios se cierran en la piel de
mi hombro—. Tan dulce... —Presiono su clítoris con el pulgar, al tiempo que
incremento la velocidad de mis envites y un grito suave se le escapa—. Tan
encantadora...
Sus brazos se aferran a mí, sus piernas se cierran con violencia alrededor de mis
caderas y un gruñido se me escapa de los labios cuando detengo mis movimientos, la
levanto del escritorio y guío nuestro camino —conmigo aún dentro de ella— hasta la
silla de trabajo.
Andrea se acomoda en su lugar cuando me dejo caer sobre el asiento y, cuando
empieza a moverse, me deshago del diminuto sujetador que lleva puesto para luego
hundir el rostro en la piel blanda de sus pechos.
De pronto, somos besos, caricias, suspiros rotos y resuellos suaves. Somos
sensaciones y terminaciones nerviosas.
La sensación previa al orgasmo dentro del vientre hace que cambie el ángulo en el
que nos encontramos y, cuando gime con fuerza, decido que todavía no quiero que
esto termine. Así pues, me detengo de golpe y ella suelta un sonido quejumbroso.
No le doy tiempo de hacer nada, solo, con suavidad, la aparto para ponerme de pie y
guiarla hasta el escritorio, donde la hago poner las manos para colocarme a sus
espaldas.
Mis brazos se envuelven a su alrededor para incorporarla un poco más y le acaricio
esos preciosos pechos que tiene antes de sostenerla con suavidad por el cuello
mientras le beso el lóbulo de la oreja.
Una de sus manos está sobre la mía —esa que tengo sobre su cuello con suavidad— y
con la otra se sostiene con las puntas de los dedos sobre el escritorio.
Yo escurro una mano entre nuestros cuerpos y me coloco en su entrada. Esta vez,
cuando la penetro, lo hago con mucha lentitud; tanta, que puedo sentir cómo sus
piernas se ablandan ante mi intrusión. En ese momento, envuelvo el brazo alrededor
de su cintura y la sostengo ahí antes de empezar a moverme una vez más.
—No tienes idea de lo increíble que te sientes —digo contra su oreja y ella echa la
cabeza hacia atrás al tiempo que deja escapar un gemido tembloroso—. No tienes idea
de cuántas ganas tenía de volver a tenerte así, entre mis brazos. —Beso su hombro,
al tiempo que le pellizco un pezón con delicadeza.
—B-Bruno... —suspira, al tiempo que deslizo mi mano sobre su vientre hasta
introducirla entre sus piernas para buscar su punto más sensible.
—¿Así, preciosa?
—¡S-Sí!
Un gruñido de aprobación se me escapa, al tiempo que incremento el ritmo de mis
empujes.
El nudo que le precede al orgasmo me atenaza las entrañas.
—¡B-Bruno! ¡Bruno! ¡Ah! ¡Bruno!
—Vamos, Andy... —digo, entre dientes, al tiempo que froto mis dedos contra su
clítoris con más ímpetu que antes.
Un grito roto se le escapa y mis movimientos son cada vez más frenéticos. Voy a
correrme. Voy a correrme ahora mismo y Andrea todavía no ha...
Todo su cuerpo se tensa debajo de mí con violencia y un grito particularmente
ruidoso se le escapa en el instante en el que mi propio orgasmo me hace perder
consciencia de lo que ocurre a mi alrededor.
Capítulo 24
ANDREA
Las puertas del elevador se abren justo cuando Bruno termina de acomodarse el
cinturón en su lugar. Una ligera sonrisa tira de las comisuras de mis labios
mientras trato, con respiraciones profundas, de detener el latir desbocado de mi
corazón.
Don Tomás —el intendente del edificio— y José Luis se encuentran ahí, de pie frente
a nosotros y, durante unos segundos, el silencio es tenso. Entonces, Bruno, con ese
tono aburrido que suele utilizar y que me saca de quicio, dice:
—Discúlpennos. La señorita no tiene autocontrol y presionó el botón de emergencia
del ascensor.
De inmediato, disparo una mirada hostil en su dirección y farfullo una protesta
mientras, con una sonrisita boba, Bruno me pone una mano en parte baja de la
espalda y guía mi camino fuera del ascensor.
Mientras avanzamos, siento cómo la ropa interior mal acomodada debajo de los
vaqueros se enrosca un poco más y aprieto los dientes, al tiempo que una nueva
clase de vergüenza me embarga.
—¿Qué ocurre? —Bruno inquiere, curioso, mientras llegamos al estacionamiento, al
espacio donde se encuentra aparcado su coche. Es en ese momento que me percato de
la sonrisa que tira de las comisuras de los labios.
—Pensaba en que... —me relamo los labios—, la próxima vez me pongo una falda.
Una risotada se le escapa mientras me abre la puerta del copiloto.
—Eso podría ayudar —dice.
Cuando se instala en el asiento a mi lado y enciende el auto, mi teléfono se
conecta en automático al Bluetooth. Un gemido quejumbroso sale de sus labios en el
instante en el que hago un bailecillo ridículo y busco en mi teléfono por una
canción.
There's Nothing Holding Me Back de Shawn Mendes inunda los auriculares del vehículo
y, de pronto, me encuentro cantando de manera desafinada las bonitas florituras que
él entona.
Bruno conduce en silencio, como ha hecho todos los días desde hace una semana.
Una mirada de soslayo me permite ver el ángulo obtuso de su mandíbula recién
afeitada y, sin más, recuerdos de hace apenas unos minutos me embargan por
completo.
Un escalofrío me recorre entera cuando, de pronto, me veo ahí, en el elevador,
accediendo a sus caricias urgentes. Al reto implícito que dejé flotando en el
desayuno. Ese en el que él se jactaba de poder hacerme perder la cabeza en unos
minutos y yo decía dudarlo en demasía.
Estaba equivocada.
De alguna manera, Bruno Ranieri se las arregló para, en cuestión de diez minutos,
convencerme de tener sexo en el ascensor del complejo habitacional y, no conforme
con eso, se las arregló para conseguir eso mismo que prometió que haría.
Mi vientre se atenaza cuando el recuerdo de sentirlo hundirse en mí para luego
presionar el botón de emergencia y detener el ascensor de golpe me embarga.
—Sigo preguntándome cómo es que siempre llevas un preservativo contigo. —No quiero
que suene a reclamo, pero lo hace.
Él se detiene en un semáforo. Una sonrisa ladeada tira de una de sus comisuras.
—Lo hago desde que me di cuenta de lo incómodo que es tener que dejarte sola en
donde sea que nos encontremos solo para ir por uno a la alcoba. —Se encoge de
hombros y me guiña un ojo antes de añadir—: Además, tenía que estar preparado por
si te convencía.
—Eres un idiota —mascullo y siento cómo el rubor se instala de nuevo en mi rostro,
pero no dejo de sonreír.
—Uno muy práctico, si me permites agregar.
Mi sonrisa se ensancha y rebusco en mi teléfono por otra canción para poner.
—Es tiempo de algo de Jimi Hendrix —dice, cuando me ve husmear entre mi repertorio.
—No hay nada de Jimi Hendrix en mi teléfono. —Me excuso, mientras lo miro con
fingida tristeza.
—Pues debería —él refuta y, de soslayo, soy capaz de verle sonreír cuando hago un
mohín. Entonces, pone a andar el coche una vez más.
Nos acercamos a nuestro destino, así que una nueva tenaza me estruja el estómago.
Esta, sin embargo, es distinta a la anterior y es provocada por otra cosa. Una más
sencilla y complicada a la vez.
Vamos. No pasa nada. Él dijo que podía con ello.
Tomo una inspiración profunda y Bruno encausa el coche hacia la lateral que sale al
estacionamiento del Walmart en el que trabajo.
¡Solo dilo, Andrea!
Me aclaro la garganta, pero los nervios apenas me dejan respirar.
No sé por qué me siento así. No sé por qué diablos no soy capaz de pedirle a Bruno
Ranieri que salgamos cuando él dijo que podía con ello. Cuando fue él quien accedió
a todas mis demandas.
De todos modos, la posibilidad de que diga que no... o, peor aún, que diga que sí
solo por compromiso, me pone a temblar de la ansiedad.
Tomo una inspiración profunda y trago duro.
—¿Hacemos algo en la noche?
Las palabras suenan ligeras, pero todo mi cuerpo está en total alerta. Él guarda
silencio unos segundos.
—Hoy tengo algo que hacer, pero estoy libre todo el fin de semana. —Me regala una
mirada y un guiño rápido que me calienta el pecho con una sensación dulce.
—El fin de semana está bien. —Asiento y, pese a que quiero preguntar qué es eso que
tiene qué hacer, me obligo a mantener la lengua quieta.
Me repito una y otra vez que no soy nadie a quien tenga que rendirle cuentas de
nada, y, con ese pensamiento en la cabeza, me mantengo serena el resto del
trayecto.
Luego de que se marcha —una vez que me ha dejado en el trabajo—, mi teléfono vibra
en el bolsillo de mis vaqueros y, al tiempo que me encamino hacia el interior del
establecimiento, leo el mensaje de Génesis.
No le he dicho nada acerca de lo que tengo con Bruno. De hecho, no le he dicho a
absolutamente nadie. Solo Karla sabe un poco al respecto y tampoco ha sido mucho.
No sé cómo explicarle a la gente que, con nosotros, por el momento, las cosas son
de esta manera. Que, de alguna forma, para mí también es cómodo no tener qué
agobiarme por preguntarme qué siento y qué no siento por Bruno Ranieri.
Tenemos algo y, por ahora, eso es todo lo que necesito.
Mi día pasa entre mensajes de texto esporádicos, sonrisas bobas y buen humor.
Eventualmente, en el almuerzo, Bruno me llama para decirme que me enviará un Uber
para que me lleve a casa al salir del trabajo, pero, luego de cinco minutos de
acalorada discusión, logro hacer que desista de la absurda idea. Le aseguro que
saldré temprano y no hay necesidad alguna de ello y, luego de otros minutos de
conversación boba, colgamos.
—Veo que las cosas con tu amigo con derecho van bien —Karla se mofa, pero el tono
juguetón y dulce que usa le quita la malicia al título que nos ha puesto.
—No es mi amigo con derecho —mascullo.
—Pero tampoco es tu novio.
Hago una mueca.
—Es que si lo dices de esa manera, suena terrible —me quejo, para luego suspirar—.
Además, puede que me guste un poco todo esto de no ponerle nombre a lo que siento,
¿sabes? Es más fácil de sobrellevar.
—Eres una cobarde de mierda —suelta, con una sonrisa burlona en los labios y yo le
dedico una mirada hostil.
—No es cobardía, es solo que... —Hago una pausa larga, pero termino soltando un
suspiro cansado—: Bueno... Quizás sí soy una cobarde de mierda.
—Andrea, el tipo te llamó para preguntarte a qué hora te mandaba un Uber solo
porque no va a poder pasar él mismo a recogerte. —Sacude la cabeza en una negativa
—. Si eso no es interés, entonces no sé qué es.
—¿Amabilidad, tal vez?
—Amabilidad, mi culo —me corta—. Ningún hombre, por muy buena que seas en la cama,
va a preocuparse tanto como lo hace él contigo sin un interés sentimental de por
medio. Al tipo le gustas. Y no hablo solo del aspecto físico; sino en un plano
emocional.
—Y a mí me gusta él, pero ese no es el punto.
—¿Cuál es, entonces?
—Que no importa cuánto nos gustemos. Él de todos modos sigue sin querer una
relación.
Ella suspira.
—Sigo creyendo que se complican demasiado. Ya hacen cosas que hacen los novios. Van
a salir el fin de semana. ¿Por qué diablos no le ponen un título y se acabó?
Cierro los ojos.
—No quiero forzar las cosas entre nosotros. Antes de presionarlo, me gustaría
esperar un poco. Ver cómo se van dando las cosas.
Ella guarda silencio y me dedica una mirada larga. Entonces, suspira.
—Haz lo que te haga sentir cómoda —dice, finalmente—. Si esta es la forma en la que
quieres llevar las cosas, adelante. Solo... sé clara con él. Siempre. Ahora estás
bien con todo esto, pero, si llegas a no estarlo, debes decirlo. Sé clara, ¿vale?
Asiento.
—Gracias, Karla —digo, porque de verdad agradezco que siempre está dispuesta a
escucharme.
—No hay nada qué agradecer, boba. —Me guiña un ojo y, acto seguido, continuamos con
nuestros alimentos ahí, sentadas en el diminuto comedor del área de empleados del
establecimiento.
***
El sonido del teléfono del pent-house me despierta de golpe, pero tardo unos
cuantos segundos en espabilar lo suficiente como para incorporarme en una posición
sentada. Durante unos instantes, me siento desorientada; pero, al cabo de unos
segundos, logro reconocer el lugar como el teatro en casa. Hacía tantos días que no
despertaba en este lugar, que se siente extraño hacerlo ahora.
... Y, además, me duele la espalda.
Un quejido se me escapa de los labios cuando me estiro para liberar la tensión que
me anuda los músculos, y el rumor de una voz ronca y familiar hace que agudice el
oído.
Bruno.
El mero pensamiento hace que el estómago me dé una voltereta de los nervios y
aprieto los dientes porque no puedo creer lo que es capaz de provocarme. El
ascensor llega hasta la planta alta y se marcha para, luego de unos minutos,
regresar.
¿Se marchó? ¿Volvió?
Contengo el aliento y trato de escuchar —si está en casa— qué es lo que hace. Hacia
dónde va. Por supuesto, es imposible para mí deducirlo desde aquí, pero aún no
estoy lista para encararlo. No sin haber procesado del todo lo que pasó.
Cierro los ojos.
Eres una cobarde de mierda.
—Lo sé —musito para mí misma, como la completa lunática que soy.
El sonido de los pasos lentos, pero seguros que se acercan desde las escaleras me
hace abrir los ojos justo a tiempo para ver a un desgarbado Bruno Ranieri, con los
botones superiores de la camisa deshechos, descalzo y el cabello por todos lados,
cargando una bolsa de plástico con contenedores térmicos en el interior.
Una sonrisa sesgada se desliza en sus labios cuando me mira e, inevitablemente, mis
entrañas se estrujan con violencia.
—Estás despierta —puntualiza lo obvio, para luego alzar lo que lleva entre los
dedos—. Aprovechando que lo estás, ordené la cena para dos de un lugar de comida
italiana que me encanta. Esperaba que quisieras acompañarme.
Con todo y la revolución que me provoca todo lo que sale de su boca, me las arreglo
para sostenerle la mirada un instante antes de decir:
—Creí que tenías planes para hoy.
—Me cancelaron de último minuto. —Se encoge de hombros—. La verdad es que no tenía
muchas ganas de ir de todos modos.
Silencio.
Entonces, como si estuviese cayendo en la cuenta de algo en ese preciso instante,
entorna los ojos en mi dirección.
—¿Por qué viniste a dormir aquí? —inquiere, como la idea le pareciera absurda.
Mi única respuesta es un encogimiento de hombros que hace que todo el humor
juguetón que le teñía las facciones se le diluya un poco.
—¿Está todo en orden?
Desvío la mirada.
Durante un segundo, considero la posibilidad de ni siquiera hablar con él respecto
a lo que pasó; sin embargo, luego de unos instantes de absoluto silencio, lo
encaro.
No sé muy bien qué es lo que estoy haciendo, pero, de cualquier forma, decido que
no me importa si hago el ridículo una vez más frente a este hombre. A estas alturas
de la vida, lo último que necesito es ocupar mi mente con dudas e inseguridades. No
puedo darme el lujo de perder la compostura por suposiciones. Por muy turbias que
luzcan las cosas, sé que debo de hacerle frente a lo que sea que esté ocurriendo.
Por mucho que duela saber la verdad, prefiero saberla a sentirme de esta forma. Es
por eso que, haciendo acopio de un valor de papel, digo:
—Esta tarde, cuando llegué a casa, estaba una mujer en la recepción buscándote. —
Sueno tranquila, pero la advertencia es clara en mi voz—. Rebeca, dijo que se
llamaba. Vino porque algo surgió y no iba a poder asistir a su reunión.
Su mandíbula se aprieta y, de pronto, su mirada se torna tan glacial, que se me
erizan los vellos de la nuca. Pese a eso, no es miedo o nerviosismo lo que veo en
su expresión. Es ira. Cruda y fría ira.
—¿Que Rebeca hizo, qué?
—¿Eso es en lo que te enfocas? —Sueno más irritada de lo que pretendo, pero, a
estas alturas no me importa.
Él sacude la cabeza en una negativa, pero su gesto solo se contorsiona un poco más
debido al coraje que lleva dentro.
—Tengo que salir —suelta, con tanta brusquedad que doy un respingo en mi lugar.
—Bruno, acordamos que...
—Sé muy bien qué fue lo que acordamos, Andrea —Bruno me corta de tajo y la manera
hosca en la que lo hace me escuece el pecho.
Parpadeo unas cuantas veces para apartar las lágrimas que me nublan la vista, pero
no digo nada. Me quedo callada mientras lo veo bajar las escaleras a toda
velocidad.
Minutos más tarde, escucho el elevador marcharse. Cuando lo hace, las lágrimas
hacen su camino fuera de mí una vez más.
La confusión —antes contenida en mi estómago— está esparcida en cada una de mis
terminaciones nerviosas y me siento tan vacía y tan hueca, que no sé qué demonios
hacer. No sé qué diablos decir o cómo tomar lo que acaba de pasar.
Me acurruco entre las sábanas una vez más y cierro los ojos.
Sé que esto no está bien. Que no puedo bloquearme de esta manera cada que tengo un
problema, pero, ahora mismo, es lo único que puedo hacer para mantener la
revolución en mi interior a raya.
Aprieto la mandíbula y cierro los ojos con fuerza mientras espero a que el llanto
cese. Cuando lo hace, trato de dormir, pero no lo consigo.
No sé cuánto pasa antes de que el elevador anuncie la llegada de Bruno, pero sé que
ha sido demasiado. De todos modos, ni siquiera se molesta en encender las luces del
vestíbulo. Las deja así: apagadas. Dejándome en completa oscuridad en más de una
forma.
Los ojos me arden cuando parpadeo, así que los cierro y absorbo el suave escozor
mientras me limpio la nariz con un trozo de papel higiénico que tenía dentro del
bolso.
Trata de dormir. Me dice el subconsciente y quiero hacerle caso. Quiero escucharlo
y dormir hasta que ya no sea capaz de sentir. Hasta que la confusión se vaya y
Bruno Ranieri deje de hacerme sentir en el cielo, para luego dejarme caer hasta el
mismísimo infierno.
Capítulo 25
BRUNO
***
Capítulo 26
ANDREA
Es sábado por la mañana y yo todavía no sé si mis planes con Bruno siguen o se han
cancelado. De camino al trabajo, no tuve el valor de traerlo a relucir y ahora que
he tenido un par de horas de día laboral para procesarlo, me arrepiento de no
haberlo preguntado.
Y es que ese es el asunto. Con Arturo, me aterraba decir lo que quería hacer, o
preguntar algo que lo hiciera responderme con alguna grosería —en ese momento, por
supuesto, no sabía que eran groserías—; es por eso que ahora con Bruno no puedo
evitar caer en los mismos comportamientos de antes.
La diferencia es que Bruno no es Arturo y, si bien nuestros gustos son
completamente opuestos para casi todo, jamás ha sido despectivo conmigo como era mi
exnovio. Y con todo y eso, no puedo evitar repetir el patrón.
Es por eso que, casi a la hora del almuerzo, durante una escapada que me doy al
baño, decido enviarle un mensaje:
«¿Qué haremos hoy?».
Cuando me doy cuenta de lo escueto que se lee mi mensaje, envío un emoji. Acto
seguido, me entretengo lavándome las manos y me guardo el aparato en el bolsillo
trasero de los vaqueros.
Pese a que trato de no prestarle mi total atención al nudo ansioso que me ha
atenazado los intestinos, no puedo dejar de sentir como si pudiese vomitarme encima
en cualquier momento.
Estoy a punto de abandonar el baño, cuando mi teléfono suena. De inmediato, lo tomo
en un impulso envalentonado y respondo sin siquiera mirar el identificador porque
de alguna manera sé que es él.
—Vas a matarme. —La voz de Bruno inunda mis oídos y todo dentro de mí se revuelve
con violencia. Odio que provoque esto en mí. De verdad, lo odio.
—«Hola» para ti también —bromeo y sonrío al tiempo que me recargo contra la pared,
aún presa de una sensación inquietante y dolorosa. De esas que te quitan el aliento
y te hacen imposible quedarte quieta.
—Andrea, vas a matarme —insiste y, desde ese momento, la desazón me llena el pecho.
—¿Por qué? —pregunto, pese a que ya sé qué es lo que dirá. Va a cancelarme los
planes. Lo sé.
Suspira.
—Es cumpleaños de mi medio hermano y prometí asistir a su festejo —dice, pesaroso—.
Había olvidado por completo que ya había quedado contigo y me comprometí a ir con
él. —Hace una pequeña pausa—. La cosa es que, con Julián las cosas nunca han ido
bien y, si no voy, pensará que lo odio o algo por el estilo.
¿Y por qué no puedo ir contigo? Quiero decir, pero no me atrevo. Las palabras no me
salen de la boca y me las trago todas, junto con el horrible escozor que me quema
el pecho.
—Entiendo —digo, pese a que no lo hago en realidad—. No te preocupes. Igual podemos
hacer algo cualquier otro día.
—¿Mañana, quizás? —dice—. Si no te gusta la idea de salir en domingo, sin problemas
podemos salir el día que tú quieras.
—No pasa nada —digo, para restarle importancia—. Luego organizamos algo. No tiene
que ser mañana.
—Andrea...
—Lo digo en serio —lo corto de tajo—. Ve con tu hermano. Pásala bien. Luego salimos
tú y yo.
—Me odias, ¿no es así?
—Ni un poco —le aseguro y lo escucho suspirar una vez más.
—Prometo compensarte, Liendre —dice y es mi turno para suspirar.
—Ni siquiera te preocupes —replico, pese a que hay un resquemor en mi pecho. Uno
imposible de ignorar o empujar lejos. Con todo y eso, me las arreglo para sonar
casual cuando digo—: Y no quiero que pienses que te odio, pero debo irme. Mi
supervisora debe estar como loca ahora que no estoy en mi lugar de trabajo.
Silencio.
Otro suspiro largo.
—De acuerdo —dice, pero no suena muy contento de tener que colgar tan pronto—. Te
llamo más tarde.
Me relamo los labios.
—Hasta más tarde, Bruno —musito y, sin darle tiempo de decir nada más, le cuelgo.
***
Llego a casa antes que Bruno, es por eso que tengo oportunidad de adueñarme del
baño y la recámara a mis anchas.
Acababa de salir de ducharme —luego de una exhaustiva y dolorosa sesión de depilado
— cuando me llamó para preguntarme si quería que pasara a recogerme al trabajo.
Cuando le dije que ya estaba en casa, se quedó serio al teléfono por unos segundos.
No estoy segura de cuántos, pero fueron eternos para mí.
Finalmente, dijo que llegaría a casa tan pronto como la fila en el cajero y el
tráfico se lo permitiese, y yo le deseo buen viaje sin mencionarle una sola palabra
de mis planes para esta noche.
Pasan de las nueve cuando Bruno Ranieri entra a la habitación —ahora bañada en
perfume y con música de Ariana Grande a volumen considerable—. Todavía no me pongo
el vestido que he elegido, pero ya me he arreglado el cabello en ondas suaves y me
he aplicado casi todo el maquillaje. Solo me faltan los labios.
Cuando me mira, se detiene en seco y me mira fijo.
—¿Sales esta noche? —Inquiere, luego de mirarme de arriba abajo con lentitud. Llevo
puesta su remera de Pink Floyd, esa del triángulo y el arcoíris, y bragas. Me he
asegurado de eso con demasiada deliberación. Él tiene que saber que llevo unas
bragas diminutas. De encaje. Y rojas.
Sonrío ligeramente.
—Con una amiga —replico, ligera y fresca—. Noche de chicas.
Él asiente, aun mirándome con fijeza; como si tratase de averiguar si hago esto por
venganza o no.
—Que te diviertas —dice, al cabo de un largo momento, y su comentario suena genuino
—. Avísame si quieres que pase a recogerte cuando termines.
Le guiño un ojo.
—No será necesario. El hermano de mi amiga tiene un taxi. Pasará a recogernos y me
traerán a casa.
Ahora es notable la seriedad en su gesto, pero lo que he dicho no es una mentira.
El hermano de Karla de verdad nos llevará y nos recogerá al final de la noche.
—De acuerdo. De todos modos, ve con cuidado.
Asiento.
—Lo haré. No te preocupes.
En ese momento, él me regala un asentimiento que se me antoja duro y tenso; y, pese
a que tiene cara de que todavía tiene mucho qué decirme, se encamina directo al
baño.
El sonido de la regadera no se hace esperar y, cuando lo hace, le escribo a Karla.
«¿Estás lista?
Si es así, ya puedes pasar a recogerme».
A los pocos minutos, recibo:
«Diez minutos y salgo por ti.
¿Ya te vio?».
Sonrío y tecleo:
«Algo así, pero me verá de verdad antes de irnos. Te lo aseguro».
A los pocos instantes, leo:
«Y se supone que la perversa aquí soy yo. Jaja!
Nos vemos en media hora».
Mi única respuesta es un emoji guiñando un ojo y, luego de eso, me concentro en
aplicarme un bonito labial rojo. Cuando termino, me adentro en el armario y me
despojo de la remera para enfundarme en el revelador vestido que compré en una
rebaja hace años —en un estúpido impulso de compradora compulsiva—, pero que nunca
tuve el valor de usar por el tipo de corte que tiene.
Es negro y corto.
Muy corto.
Tiene el largo suficiente como para hacer que te muevas con precaución, pero no
tanto como para lucir vulgar. El escote es ligero y cae suelto sobre mis pechos, y
los tirantes son tan delgados, que no puedes llevar un sujetador con él; por
fortuna, tiene un par de copas que mantienen todo en su lugar.
Mis ojos se pasean por todo mi cuerpo cuando me miro al espejo. Durante un segundo,
dudo de lo que llevo puesto; sin embargo, luego de unos largos instantes de debate
interno, me digo a mí misma que me llevaré una chaqueta bonita y que no me la
quitaré en toda la noche.
Con ese pensamiento en la cabeza, me enfundo en unos zapatos altos de color negro
que hacía eternidades que no utilizaba y, finalmente, elijo un bolso bonito y una
chaqueta de piel negra que me regaló mi mamá hace dos navidades.
La chaqueta, por supuesto, no me la pongo todavía.
Antes de salir me echo un último vistazo y decido quitarme los lentes para
guardarlos dentro del bolso. Entonces, me acerco al reflejo para que mis ojos
cansados puedan enfocarme un poco mejor.
Si tuviera lentes de contacto, los usaría; pero como no es así, tengo que
conformarme con esto.
Suspiro, y me acomodo el cabello una vez más. Entonces, me echo a andar hacia la
habitación.
Cuando abandono el vestidor —luego de haberme puesto un poco del perfume barato que
utilizo y que huele delicioso—, Bruno está saliendo del baño y se detiene en seco
en el instante en el que me mira.
Lleva únicamente una toalla anudada en las caderas y el cabello húmedo le cae
desordenado sobre la frente. Pese a eso, soy yo quien se siente azorada. Acalorada
y poco vestida para la ocasión.
Sus ojos barren por la extensión de mi cuerpo con tanta lentitud, que un nudo me
atenaza el vientre y debo reprimir el impulso de apretar los muslos con fuerza.
—¿Esta es una clase de venganza? —inquiere, con la voz enronquecida, pero con un
brillo peligroso en los ojos.
Parpadeo un par de veces, fingiendo no saber a qué demonios se refiere.
—¿De qué hablas?
—Sabes bien a qué me refiero. Te vistes así solo para que me muera de los celos.
—Me visto así porque me veo guapísima —puntualizo—. No te creas tan importante.
Además, fuiste tú el que decidió cancelarme. Yo solo hice cambio de planes, justo
como tú.
—Es el cumpleaños de mi medio hermano.
—Y, de todos modos, ya habías quedado en algo conmigo.
—¿Y qué se supone que estás sugiriendo que haga? ¿Que le hable a Julián y le
cancele para salir contigo?
—Por supuesto que no —digo, horrorizada ante la posibilidad de ponerlo en ese
predicamento—; pero habría sido genial si me hubieras invitado.
Enmudece unos instantes.
—Andrea...
—Y aclaro que no estoy pidiendo que me presentes como tu novia o nada por el estilo
—lo interrumpo, a sabiendas de lo que puede estar pensando—; pero, habría sido
genial que se te ocurriera la posibilidad de que te acompañara. —Sacudo la cabeza y
suspiro. Mi teléfono suena dentro de mi bolso y lo tomo para mirar el mensaje de
Karla. Ha llegado. Está esperándome allá abajo—. En fin... Supongo que esperar eso
es demasiado para lo que tenemos —digo, sin mirarlo y, luego, lo encaro. Entonces,
alzo ligeramente el mentón y añado—: Quizás deberíamos sentarnos a hablar de eso
después. Ya sabes, discutir nuestros límites, términos y condiciones. Para saber
qué podemos esperar o no de esto.
Él aprieta la mandíbula.
—Dijimos que sería sin ataduras.
Una sonrisa triste se dibuja en mis labios.
—Y lo es. Por eso no dije absolutamente nada. —Lo miro a los ojos con total
franqueza—. Y no. No es una venganza. Fuiste tú quien lo trajo a colación. —Me
encojo de hombros—. Como sea... Debo irme. Llegaron por mí.
Acto seguido —y sin darle oportunidad de decir nada—, salgo de la habitación no sin
antes asegurarme de darle un vistazo del escote en la espalda que tiene el vestido.
***
Son alrededor de las once y media cuando Karla y yo decidimos pedir la cuenta en el
bar en el que comenzamos la noche. Mi amiga no me ha decepcionado en lo absoluto
con ese precioso vestido azul marino entallado que lleva, y se ha alisado tanto el
cabello que me pregunto cómo diablos consiguió hacer que luzca así de... perfecto.
Jamás, por más que lo he intentado, he logrado que mi cabello luzca así.
—¿Qué tanto me miras? —Karla inquiere, mientras esperamos a que el mesero nos
traiga la cuenta.
—Lo guapa que eres —bromeo y ella sonríe, descarada.
—No voy a ser tu plato de segunda mesa, Andrea Roldán —bromea de regreso y una
carcajada se me escapa.
Estoy a punto de hacer un comentario mordaz respecto a su ahora exnovio, cuando
alguien dice mi nombre a mis espaldas.
De inmediato, vuelco mi atención hacia el sonido y la familiaridad me golpea de
frente cuando el rostro de un chico me da de lleno. De manera inmediata, los
recuerdos me embargan y parpadeo un par de veces solo porque luce tan distinto que
casi no lo reconozco.
—¡Gonzalo! —exclamo, al tiempo que esbozo una sonrisa. Mi excompañero de la
universidad me regala una sonrisa radiante antes de abrazarme con efusividad.
—¡Estás divina, mi amor! —dice, al tiempo que se aparta para mirarme de arriba
abajo y una risotada se me escapa.
Gonzalo siempre —incluso en mis momentos más ridículos— me levantó los ánimos.
—¿Cómo has estado? —inquiero, al tiempo que le echo un vistazo a detalle.
Lleva sombra anaranjada en el interior del ojo, dándole aspecto de modelo de
pasarela; y el cabello completamente plateado solo complementan su look
extravagante.
—Mejor que nunca. Renuncié al despacho contable de la familia y puse mi propio
salón con mi mejor amiga. —Me regala una sonrisa radiante—. ¿Recuerdas cuánto lo
anhelaba?
Una sonrisa radiante, de genuina felicidad, se dibuja en mi rostro. Por supuesto
que lo recuerdo. Gonzalo soñaba despierto con la posibilidad de dejar la carrera
para dedicarse a su verdadera pasión; sin embargo, sabía que su padre terminaría
por perder la cabeza si lo hacía. De por sí, su relación ya estaba bastante
deteriorada. Según lo que, en su momento, me contó, su papá no podía asimilar
todavía que su único hijo fuera gay.
Verlo ahora así: contento, regio, con una sonrisa suficiente y realizada, no hace
más que llenarme de la sensación más satisfactoria del mundo.
—Por supuesto que lo recuerdo—digo, al tiempo que aprieto sus manos entre las mías
en un gesto afectuoso—. No tienes idea de lo feliz que me hace saber que por fin lo
has conseguido.
Él suelta una risita avergonzada y hace un gesto desdeñoso para restarle
importancia a mi comentario.
—Basta de mí. Mejor cuéntame, ¿cómo has estado?
Durante unos instantes, vacilo; pero termino reforzando mi sonrisa.
—Muy bien —digo, ambigua—. Todo está en orden conmigo.
—Qué bueno. Me da muchísimo gusto. ¿Sigues trabajando en la empresa en la que te
explotaban?
—¿En la Comercializadora? No. Ya no. —Esbozo una sonrisa forzada—. Pero es una
larga historia, y la verdad es que esta noche solo queremos divertirnos, ¿no es
así, Karla?
Mi amiga estira la mano para saludar a Gonzalo y los presento brevemente.
En el proceso, el mesero llega con nuestra cuenta.
—¿A dónde van ahora mismo? —inquiere mi excompañero, mientras Karla toma su
chaqueta y la bolsa de mano que trajo consigo. Yo la imito, pero solo tomo mi
bolso, ya que no me he quitado la chaqueta para nada.
—Pensábamos buscar un lugar para bailar —dice mi amiga, mientras se acomoda el
cabello detrás de los hombros.
—¿Por qué no nos acompañan, entonces? Es el cumpleaños del chico con el que sale mi
socia y vamos a ir a su festejo. Será en un antro súper exclusivo, pero he
escuchado que la música para bailar está espectacular. Solo pagamos la cuenta y nos
vamos para allá.
Karla y yo nos miramos.
—No lo sé, Gonzalo...
—¡Oh, vamos, Andrea! Tenemos muchísimo sin vernos. Además, necesito que me rescates
porque no conozco a nadie en ese lugar y no quiero sentirme como pez fuera del
agua.
Suspiro, al tiempo que le dedico una mirada a Karla. Ella, regalándome una sonrisa
tranquilizadora, dice:
—Por mí no hay ningún problema. Siempre y cuando haya qué beber y dónde bailar, soy
feliz de ir a donde sea.
Es mi turno de sonreír. Gonzalo hace lo propio y, luego de agradecernos una y otra
vez durante, al menos, otro minuto, nos encaminamos hasta el fondo del bar, donde
él, su socia y su pareja se encuentran terminando sus bebidas y pidiendo la cuenta.
—¿Cómo se llama el lugar al que vamos? —Karla inquiere, luego de que nos han
presentado con Sofía —la amiga Gonzalo— e Ignacio —su novio—, y nos dirigimos hacia
el estacionamiento del bar para tomar camino a nuestro siguiente destino.
—Spartacus —Ignacio responde, con una sonrisa radiante en el rostro, mientras nos
mira—. El lugar está increíble. Les va a encantar.
Acto seguido, nos subimos al coche en el que vienen y emprendemos camino.
Capítulo 27
BRUNO
La música electrónica retumba en mis oídos y, pese a que llevo aquí alrededor de
una hora, sigue provocando en mí lo mismo: esa sensación en el pecho. Esas ganas de
mover el cuerpo. De estar ahí abajo, en la pista de baile, escabulléndote de la
mano de una mujer. Pero no cualquiera. Solo una en específico.
Una de cabellos largos y bonitos ojos castaños. Una con la sonrisa más vibrante que
he visto en mi vida, a la que los labios siempre le saben a chicle de fresa y huele
como a frutas cítricas y dulces...
Una en la que no he dejado de pensar desde que abandonó el apartamento hace unas
horas.
Si puedo ser sincero conmigo mismo, no he dejado de pensar en ella desde hace mucho
tiempo. Más del que me gustaría.
El asunto con Andrea Roldán, es que me vuelve loco. Me saca de mis casillas. Me
vuelve descuidado y torpe; y, al mismo tiempo, hace que quiera cosas que implican
demasiados riesgos. Voy en caída libre y necesito detenerme.
Ahora mismo.
Un suspiro largo se me escapa y doy un trago largo al whisky que pedí hace un rato.
El calor que me provoca en la garganta es bien recibido y se asienta en mi tráquea
como brasa ardiente, pero no es desagradable.
No puedo decir que estoy borracho a morir, pero he bebido lo suficiente como para
no poder conducir. Tendré que volver a casa en taxi.
Julián y sus amigos ríen a mis espaldas y yo me acerco a la barandilla del palco
exclusivo que mi hermano ha reservado para su festejo. Luces de colores bailan al
ritmo de una canción que creo haber escuchado en el coche, gracias a Andrea y, de
pronto, me encuentro pensando en ella.
Una vez más.
Otro suspiro. Otro trago largo a la bebida.
Decenas de personas se mueven y bailan allá abajo; desinhibidos, alcoholizados... Y
yo no puedo evitar desear estar en casa pronto.
Una chiquilla —amiga de Julián— vuelve a acercarse a tratar de hacerme compañía,
pero, luego de escucharla cortésmente durante unos minutos —y de beberme el
contenido de mi vaso a una velocidad alarmante—, me excuso con el pretexto de ir
por otro trago.
Julián no ha dejado de integrarme en la conversación de sus amigos y, cuando menos
lo espero, me encuentro haciendo bromas mordaces e irónicas con él respecto a la
nula capacidad de nuestro padre de mantener la polla dentro de los pantalones.
Al cabo de un rato, uno de sus amigos llega a la mesa con una caja repleta de
condones que lanza a diestra y siniestra en dirección al cumpleañero.
Julián me lanza uno de los que sostiene a puños entre los dedos y me grita, para
hacerse oír sobre el ruido de la música:
—Para que no repitas la historia de papá.
La sonrisa ladeada en mis labios es un reflejo de la suya, y tomo su oferta antes
de agradecer con humor y guardarme el cuadro de aluminio en el bolsillo trasero de
los pantalones.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que Julián anuncie que su cita ha llegado y que
saldrá a recibirla.
Una sonrisa se desliza en mis labios y aprovecho ese momento para levantarme al
baño.
Luego de orinar, me lavo las manos y me paso las manos por el cabello para
acomodarlo un poco. Lo único que consigo es desordenarlo un poco más, así que dejo
el asunto por la paz y reviso el teléfono.
Quiero enviarle un mensaje a Andrea, pero no sé muy bien qué diablos voy a decirle
si lo hago. Una parte de mí quiere disculparse por no haberla invitado a venir y
otra ruge con fuerza que ella es la que está tomándose atribuciones que no le
corresponden. Que la exclusividad y las citas no quieren decir que debo incluirla
en todos mis planes.
Aprieto la mandíbula y dejo escapar el aire antes de guardarme el teléfono de nuevo
en el bolsillo.
Me regalo un último vistazo en el espejo. La camisa negra que llevo puesta ahora
está arremangada hasta mis antebrazos y llevo los botones superiores deshechos.
Luzco cansado. Hastiado. De todos modos, me obligo a salir del espacio. La música
electrónica estalla en mis oídos una vez más y, esta vez, no reconozco la melodía
que truena a todo volumen mientras me acerco a la barra del área VIP por un
caballito de tequila.
Luego de que me lo echo directo a la boca, pido otro tequila, pero con hielos y
agua mineral.
Quizás deberías detenerte un poco con los tragos. Me dice el subconsciente, pero lo
empujo lejos antes de avanzar hasta la mesa de mi hermano.
Cuando pregunto por él, me dicen que está bailando con su cita y, con una sonrisa
en el rostro, me acerco a la barandilla una vez más para mirarlo.
Mis ojos se pasean por todo el espacio cuando lo veo. Claramente, Julián no tuvo la
misma fortuna que yo de crecer junto a una hermana amante del baile, ya que lo hace
terrible. Y no me jacto de ser el mejor de los bailarines, pero, de verdad,
cualquier cosa es mejor que lo que mi hermano menor está haciendo en estos
momentos.
La vergüenza ajena que siento es tan grande, que desvío la mirada un poco. En ese
momento, el corazón me da un vuelco.
Al principio creo que lo estoy alucinando, pero, cuando la busco entre las personas
que suben las escaleras hacia el palco, vuelvo a encontrarla y mi pulso da un
tropiezo monumental.
—¿Pero qué demonios...? —mascullo, incapaz de entender qué carajos está pasando,
pero no puedo apartar la vista del lugar por el cual Andrea Roldán aparece.
Sube las escaleras con lentitud y el material del vestido que lleva puesto se
aferra a cada curva visible en su cuerpo —ya que lleva una chaqueta de piel puesta—
cuando mueve las caderas al compás de la música. Lleva las manos levantadas el
aire, con una bebida entre los dedos, y se mueve con una soltura de la que jamás la
creí poseedora mientras se abre paso por el área VIP del lugar.
Luce como una maldita diosa. Como un sueño erótico hecho realidad en medio de luces
de colores, humo, música a todo volumen y cuerpos en movimiento.
Andrea Roldán es la mujer más espectacular que he tenido la fortuna —o maldición,
todavía no lo decido— de encontrarme y no puedo dejar de mirarla como un idiota,
mientras que se acerca a la mesa donde los amigos de Julián se encuentran y instala
en uno de los sillones acojinados del área.
Junto a ella, se sientan una chica y un chico que, de inmediato, decido que no me
gusta por la manera en la que se inclina hacia ella para hablarle al oído; y un
chico más, que se ríe a carcajadas por algo que ha dicho Andrea.
Uno de los amigos de Julián les dice algo en la lejanía y la veo inclinarse hacia
adelante, hacia él, para escucharle.
De pronto, la enfermiza sensación que me provoca el ver a cualquiera de esos tipos
interactuando con ella me descoloca. El primitivo instinto que siento de acercarme
a ella y dejarle en claro a todo el mundo que tiene algo —lo que sea que esto sea—
conmigo, es más grande que nada que haya sentido antes.
Mira nada más como son las cosas. Me dice el subconsciente. Casualmente, está aquí,
en el lugar en el que estarías tú.
Aprieto la mandíbula y me digo a mí mismo que no debo pensar de esa manera de ella,
pero la vocecilla insidiosa en mi cabeza no deja de susurrarme al oído que Andrea
es una chica que tiende a obsesionarse. No deja de llenarme la cabeza de la imagen
de ella, en medio de la explanada de la preparatoria, diciéndole a todo el mundo
que estaba enamorada de mí.
Cierro los ojos con fuerza.
Andrea no es así. Ya no. Era una chiquilla y yo también. No puedo crucificarla por
lo que hizo en el pasado; y, al mismo tiempo, no puedo dejar de pensar en lo
invadido que me siento. En lo descolocado que me hace sentir el saber que se
encuentra en este lugar.
Aprieto la mandíbula. No sé qué hacer. No sé si debo acercarme y encararla o hacer
como si no la conociera y hablar de esto con ella en casa.
Una punzada cargada de frustración me atraviesa de lado a lado y me bebo el tequila
de un solo trago, antes de pedirle a un mesero que me traiga uno más.
Esos tragos, imbécil. Mi consciencia no deja de reprimirme y sé que tiene razón.
Debería detenerme.
El calor que me provoca el alcohol en el pecho hace que decida que debo quedarme
aquí una vez más y trato de distraerme mirando al ridículo de mi hermano tratando
de moverse medianamente decente.
Andrea no parece haberse percatado de mi presencia, pero no puedo dejar de mirarla
de vez en cuando desde la distancia. La chica que se encuentra sentada a su lado la
hace reír a carcajadas y se ha encargado de mantenerla bien provista de bebidas de
distintos colores y sabores.
Los otros dos chicos han mantenido a los amigos de Julián a raya cuando han tratado
de acercarse a las chicas que los acompañan.
Para cuando Julián sube de la mano de su cita —quien se desvía hacia el baño—, me
siento lo suficientemente adormecido por el alcohol como para tomar una decisión
arrebatada.
El mesero llega con mi bebida y le doy un trago largo antes de acercarme a la mesa
en silencio.
La atención de todo el mundo se posa en mí en el instante en el que hago acto de
presencia y Julián me pregunta dónde me he metido. Mis ojos, con lentitud, se alzan
para mirar a todos aquellos que se encuentran instalados en este lugar y, de manera
inevitable, mis ojos caen en Andrea.
Ella me mira de vuelta y, lo que encuentro en su expresión me llena de una
satisfacción cruda y retorcida.
Pese a la poca iluminación, soy capaz de notar el preciso momento en el que el
color le abandona el rostro y su gesto se torna incrédulo y horrorizado.
Sus bonitos labios rojos se abren por la sorpresa, pero se cierran de inmediato y
un brillo salvaje —que me provoca querer acercarme a besarla— se apodera de su
mirada.
Mantengo mi gesto serio e inexpresivo mientras replico que estaba en la barra y me
dejo caer de manera desgarbada sobre uno de los sillones que se encuentran pegados
a la pared; del otro lado de donde Andrea se encuentra, haciendo como si no la
conociera.
Cuando la cita de Julián regresa, nos presenta al chico de cabello teñido —ese que
susurra cosas en los oídos de Andrea— como su socio; a Andrea y a la otra chica,
nos las presenta como las amigas de su socio, y al otro chico viene con ellos lo
presenta como su mejor amigo.
Por el rabillo del ojo, soy capaz de sentir cómo Andrea me mira, pero me las
arreglo para mantenerme ocupado charlando con los amigos de Julián.
Eventualmente, Andrea y su amiga se levantan de la mesa y, de inmediato Julián —
quien había estado sentado cerca de ellas—, se acomoda en el asiento contiguo.
—El asunto está así —dice, sin previo aviso, inclinándose hacia sus amigos—: Le
pago las borracheras del mes a quien me quite de encima a Sofía. Es que me gustó
una de las amigas de su socio.
En el instante en el que las palabras abandonan la boca de mi medio hermano, me
tenso por completo. Pese a que no quiero lucir muy afectado por lo que ha dicho,
clavo mis ojos en él.
—¿Cuál? —inquiere uno de sus amigos, mirando en dirección a donde Andrea y su amiga
desaparecieron.
—La chica del cabello largo. —Hace un ademán que hace que algo dentro de mí
comience a calentarse a una velocidad alarmante. Este calor; sin embargo, no es
nada agradable. Me hace querer romper cosas. Estrellar los puños contra algo...
O alguien—. Tiene que marcharse conmigo esta noche.
Los oídos me zumban y mucho me temo que, si no dejo de escuchar lo que Julián dice,
voy a terminar golpeándolo en la cara.
Me bebo de un trago todo el contenido de mi bebida y me pongo de pie con brusquedad
y me giro sobre mi eje, dispuesto a marcharme.
En el instante en el que lo hago, golpeo algo —o a alguien— con el costado de mi
cuerpo y me detengo en seco, mientras, por acto reflejo, sostengo a quien sea que
se ha interpuesto en mi camino.
Una disculpa se construye en la punta de mi lengua, cuando una voz familiar
farfulla una disculpa ahogada.
Un escalofrío me recorre. La anticipación me forma un nudo en el pecho, pero me
mantengo inexpresivo cuando alzo la vista para encontrarme con que es Andrea quien
se encuentra aquí, bajo el tacto áspero de mis manos, a pocos centímetros de
distancia de mí, con una bebida entre los dedos y expresión horrorizada.
Sus ojos y los míos se encuentran. Esboza un amago de sonrisa nerviosa, pero,
dedicándole mi mirada más glacial, doy un paso hacia atrás y aparto las manos de
sus brazos. Acto seguido, me quito de su camino y le permito el paso.
Ella me mira durante un largo momento, como si estuviese cuestionando mi actitud,
pero yo no dejo que ninguna emoción me invada el gesto.
En ese momento, algo en su expresión cambia. Como si hubiese decidido algo
importante.
Luego, le da un trago largo a su bebida —sin apartar sus ojos de los míos— y se
encamina hasta el lugar que ocupaba en la mesa.
Su amiga la sigue de cerca —no sin antes lanzarme una mirada venenosa—, pero no es
hasta que veo cómo Andrea se quita la chaqueta, que la poca capacidad de raciocinio
que tenía se esfuma en el aire.
El escote en la espalda del vestido solo me vuela la cabeza y casi quiero ponerme a
gruñir como un verdadero animal salvaje cuando el chico del cabello teñido la toma
de la mano y la guía hasta las escaleras que llevan a la pista de baile principal.
La otra chica y el otro fulano los siguen de cerca y yo no puedo evitar excusarme
con el pretexto más estúpido para instalarme junto a la barandilla y mirar lo que
hacen.
Andrea baila con ligereza y sus caderas se contonean a un ritmo tan sinuoso, que no
puedo dejar de verla. No puedo dejar de imaginarme abrazándola por la espalda,
moviéndome al compás y ritmo de su cuerpo y de la música.
De pronto, me siento duro y aprieto la mandíbula.
Estás muy borracho.
Se echa el cabello hacia a un lado y levanta las manos para bailar mientras que el
chico de cabellos teñidos se acerca tanto a ella que me rechinan los dientes.
De pronto, el hechizo en el que había sido sometido se rompe con brusquedad y, sin
más, no puedo pensar con claridad. No puedo dejar de mirar cómo ese hijo de puta
pega su cuerpo al de Andrea y se mueve contra ella.
Aprieto los puños y mi visión se tiñe de rojo. El impulso es irrefrenable y
apabullante, y no puedo detenerlo. No puedo frenarlo y, sin pensar en las
consecuencias, me encamino hasta las escaleras.
La música electrónica es apenas un rumor bajo en medio del caos de latidos
irregulares que es el pulso detrás de mis orejas.
Ira, frustración, enojo, celos... Todo se arremolina en mi interior y quiero
gritar. Quiero romper algo. Quiero golpear a ese imbécil y echarme a Andrea al
hombro —cual cavernícola—, y llevármela lejos de este lugar para hacerle el amor
como Dios manda.
Capítulo 28
ANDREA
Capítulo 29
BRUNO
El perfume floral que me inunda las fosas nasales es embriagador. El alcohol que
corre por mis venas me vuelve desinhibido y, sin importarme que estemos que estemos
a la vista de todo el mundo, pego mi cuerpo al de Andrea Roldán.
Casi de inmediato, coloco una palma extendida sobre su estómago y ella se gira
sobre su eje para encararme. Cuando lo hace, mis ojos caen directamente a sus
labios rojos.
Una sonrisa lenta se dibuja en su boca antes de que envuelva los brazos alrededor
de mi cuello.
Quiero besarla.
—¿Bailamos? —inquiero, con la voz enronquecida.
Su sonrisa se ensancha.
—No —replica, y una mezcla de irritación y diversión me embota los sentidos. Ella
parece notar algo en mi gesto, ya que, luego de unos instantes, añade—: La próxima
vez, invítame a salir y bailamos. Hoy vine con mis amigos.
Señala a un punto a sus espaldas, donde la chica y los otros dos fulanos con los
que llegó se encuentran mirándonos de reojo.
Suspiro.
—Si vas a hacerme pagar por esto, que no sea esa noche, Andrea —digo, preso de una
honestidad brutal que no sé de dónde viene—. Esta noche no puedo dejar de pensar en
todo lo que puedo hacerte mientras usas ese vestido.
La preciosa mirada castaña de Andrea se oscurece ante lo que pronuncio y noto cómo
traga duro cuando, para probar mi punto, deslizo mis manos hasta la curvatura de su
espalda, justo donde el pronunciado escote termina y la piel caliente comienza.
—¿Y qué puedes hacerme? —dice, con un hilo de voz.
Una sonrisa lenta y perezosa se desliza en mis labios ante el reto implícito en su
declaración.
—¿Quieres que te lo diga? —Hago una pequeña pausa y me relamo los labios. Luego,
acerco mi rostro al suyo, tanto, que nuestros alientos se mezclan. Entonces,
continúo—: ¿O quieres que te lo haga?
Sus ojos se oscurecen tanto en ese momento, que toma todo de mí no echármela al
hombro y buscar un lugar dónde hacerle pronunciar mi nombre entre resuellos y
jadeos.
Se lame los labios con la punta de la lengua y todo dentro de mí se revuelve con
violencia y anticipación.
No dice nada, solo me regala una mirada que me impide pensar en nada que no sea en
ella debajo de mí. Sobre mí.
Se gira sobre su eje para deshacerse de mi abrazo.
Creo que me va a dejar aquí, de pie como un idiota, en medio del área VIP del
lugar, pero, contra todo pronóstico, entrelaza nuestros dedos y guía nuestro camino
hasta donde la gente que se encuentra aquí arriba baila. Es una espaciosa estancia
con sus propias luces danzantes y se encuentra cerca de la barra de la planta alta.
Andrea baja del lugar en el que se encuentra trepada y, dando un par de pasos
tambaleantes que me hacen tomarla de las manos, dice:
—Nunca lo había hecho en un baño.
Suena agitada y no puedo evitar soltar una carcajada mientras me quito el
preservativo y lo anudo para tirarlo al cesto de la basura.
—Yo tampoco —me sincero, mirándola a través del espejo. Ella me observa de regreso
y esboza una sonrisa que me hace querer acorralarla de nuevo contra la pared más
cercana.
Se baja la falda del vestido.
—¿Me das mi ropa interior? —pide, extendiendo su mano hacia mí.
Estoy abrochándome el cinturón llegados a ese punto.
Niego con la cabeza.
—Es mía ahora.
—No voy a salir de aquí sin ropa interior.
—¿Por qué no? —Arqueo una ceja.
—Porque se me va a ver todo el culo —dice, en un siseo escandaloso y mi sonrisa se
ensancha.
La miro de arriba abajo.
—Estarás bien —resuelvo—. El vestido no es tan corto.
Estoy mintiendo. Por supuesto que es corto. No luce vulgar o de mal gusto, pero no
deja de ser corto... Y eso me encanta.
El rubor se apodera de su rostro casi de inmediato.
—¿Estás seguro que quieres que ande por ahí sin ropa interior, en un vestido
diminuto? —inquiere, y el gorila en mi interior ruge a manera de protesta. Por
supuesto que no me agrada la idea cuando lo expone de esa manera, pero, por esta
ocasión, decido que voy a aprovecharme de las circunstancias.
Me encojo de hombros.
—¿Por qué no?
La indignación en su gesto es tanta, que tengo que reprimir una carcajada.
—Eres odioso —masculla, mientras se acerca al lavamanos a lavarse.
Yo no digo nada y hago lo propio y, luego de quitarme el lápiz labial rojo que
tengo en la boca por el beso que nos dimos antes de entrar, anuncio mi retirada —no
sin antes decirle que la esperaré a la salida de los baños.
Ella, luego de echarme un último vistazo cargado de rencor por el asunto de las
bragas, dice que me alcanzará cuanto antes.
Cuando abandono el corredor de los baños para dirigirme al lugar en el que acordé
encontrarme con Andrea, una voz a mis espaldas me llama y, con ello, hace que me
gire sobre mis talones.
El alcohol en mi sangre hace que el suelo debajo de mis pies se tambalee
ligeramente, pero nada que me haga perder el equilibro o lucir ridículo; sin
embargo, no es hasta que me encuentro con la imagen de un Julián con gesto furioso
acercándose a mí a paso rápido y decidido, que la confusión me embarga.
—¡Eres un hijo de puta! —escupe, cuando está lo suficientemente cerca para que
pueda escucharlo, pero no entiendo qué carajos le sucede.
Mi ceño se frunce, pero no me amedrento cuando se acerca para intimidarme.
—¿Qué demonios...?
—Sabías que esa chica me gustaba —sisea y su aliento alcohólico me golpea de lleno.
—Julián, estás borracho y las cosas no son como tú piensas —digo, tranquilo.
—¡Borracho y una mierda! —estalla—. ¡Lo hiciste solo para joderme! ¡¿No es así?!
¡Siempre lo haces para joderme!
—Julián...
—¡Vete a la mierda, Bruno! —Me corta de tajo—. ¡Eres un pedazo de mierda!
Un destello de irritación me calienta el pecho en ese momento, pero aprieto la
mandíbula y me mantengo estoico pese a todo.
En ese momento, por el rabillo del ojo, soy capaz de ver como Andrea se detiene a
pocos pasos de distancia al notar que algo está ocurriendo. Su expresión alarmada
me hace plantarme con más firmeza frente a Julián.
—¡Lárgate de aquí! —Julián grita—. ¡Vete si no quieres que haga que te saquen a
patadas como el muerto de hambre que eres!
Esta vez, la punzada iracunda es tan grande, que toma todo de mí no atestar un
puñetazo en su contra.
Aprieto la mandíbula.
Asiento.
—Que te la sigas pasando bien, Julián —digo, echándole un vistazo a Andrea, quien,
en ese momento, comienza a avanzar en mi dirección.
—Sí —escupe, cuando los dedos de la chica en cuestión se entrelazan con los míos y
su cuerpo se pega al mío, en señal de apoyo—. Tú también puedes lamerme un
testículo.
Mis puños se aprietan y Andrea tira de mí ligeramente, para alejarme de aquí.
—Bruno... —dice, en voz baja, y tomo una inspiración profunda para tranquilizar el
impulso asesino que me hierve en las venas.
Acto seguido, sin decir nada, me giro sobre mi eje y comienzo a avanzar con Andrea
de la mano.
Cuando salimos de la vista de mi hermano, detiene nuestro andar y me obliga a
encararla.
—¿Qué pasó? —inquiere, con preocupación.
Yo sacudo la cabeza.
—Una estupidez —digo, luego de un suspiro cansino—. Ni siquiera vale la pena.
Andrea aprieta los labios en un gesto inconforme.
—Pero, Bruno...
Le robo un beso fugaz.
—Ahora no, preciosa —digo, en voz baja, para restarle importancia y ella me mira,
aturdida, unos instantes antes de hacer un mohín.
Una sonrisa suave se desliza en mis labios y le acaricio el pómulo con el pulgar.
—Debo irme —digo, a manera de disculpa y la decepción le surca las facciones—. No
puedo quedarme luego de lo que acaba de pasar.
Ella asiente pesarosa y yo le beso el dorso de la mano.
—Te veo en casa —digo, sin apartar los ojos de los suyos.
—Llévame contigo —pide, cuando estoy a punto de marcharme y una sonrisa suave se
desliza en mis labios.
—Creí que ibas a irte de aquí con tus amigos —apunto y ella se encoge de hombros
mientras sonríe.
—Estarán bien sin mí. Solo necesito avisarles. Y pagarle el taxi a Karla.
Sonrío.
—Si quiere irse ya, puede hacerlo con nosotros. La dejamos en su casa —resuelvo—.
Si quiere quedarse, puedo pedirle un Uber o, si te parece demasiado peligroso,
puedo llamar a uno de los choferes de confianza del despacho para que venga a
recogerla y a llevarla a casa.
—Bruno...
—Ni siquiera empieces a quejarte, Andrea Roldán —advierto, pero sueno juguetón
mientras hablo—. Te lo debo. Por ser un imbécil.
Esboza una sonrisa dulce.
—Vamos —digo, cuando doy por ganada la discusión, y entrelazo nuestros dedos para
encaminarnos hacia la mesa, donde nuestras pertenencias —y la amiga de Andrea— se
encuentran.
Capítulo 30
ANDREA
***
Son las cinco de la tarde cuando mi turno habitual termina y decido que me es
físicamente imposible hacer horas extras. Apenas son las cinco y veinte cuando
Karla y yo nos despedimos en la parada del autobús, y son casi las seis cuando hago
mi camino a pie hasta el edificio donde el pent-house se encuentra.
La caminata me sabe corta, ligera y amena al ritmo del nuevo álbum de Harry Styles,
así que, para cuando llego al ascensor, estoy de un humor inmejorable.
La preciosa sala del departamento me recibe iluminada, y es lo único que necesito
para saber que Bruno está en casa.
Seguro está trabajando en el despacho. Pienso, pese a que sé que es domingo. Porque
así de demente está ese hombre.
Un nudo de anticipación me atenaza las entrañas solo porque sé que no podré
posponer mucho tiempo nuestra conversación, pero me las arreglo a avanzar hasta mi
improvisada habitación para deshacerme del bolso que siempre llevo conmigo al
trabajo y el suéter que, en el afán de no cargar, me puse encima.
Luego, me quito los zapatos y bajo de nuevo en dirección a la cocina por algo para
comer.
Pese a que el estómago dejó de dolerme hace ya unas horas y el malestar estomacal
ha disminuido, todavía no quiero confiarme. El sordo dolor de cabeza que aún me
invade me dice que sea cuidadosa y elija bien lo que me voy a meter a la boca.
Finalmente, luego de un intenso debate interno, opto por comenzar con una manzana
antes de intentar comerme algo más consistente.
Estoy a punto de darle una mordida —luego de haberla lavado—, cuando Bruno Ranieri
aparece en el umbral de la puerta, vestido con una remera grande y unos shorts que
le llegan a la rodilla.
De manera inevitable, el corazón me da un vuelco furioso cuando nuestros ojos se
encuentran y un escalofrío de pura anticipación me recorre cuando noto el brillo
extraño que tienen sus ojos.
Alzo una mano a manera de saludo y le doy una mordida a la manzana en mi mano. Él
se cruza de brazos al tiempo que se recarga contra el marco de la puerta. El gesto
es desgarbado y despreocupado, pero hay algo premeditado en él. Planeado. Falto de
naturalidad.
—¿Qué tal el trabajo, Andrea? —inquiere, con ese tono ronco y profundo que posee, y
otro escalofrío me recorre—. ¿Tuviste resaca?
Luce fresco y casual, pero, de alguna manera, me hace sentir como si fuese yo la
que va poco vestida.
Me tomo mi tiempo masticando lo que traigo en la boca y, una vez que puedo hablar,
me encojo de hombros para decir:
—Lo normal. Nada de qué agobiarse. ¿Tú? ¿Qué tal la resaca? ¿Qué tal tu domingo? —
No sé por qué me siento tan forzada. Como si estuviese tratando de parlotear para
compensar el hecho de que me siento intimidada por la forma en la que me mira; como
si supiera algo que yo no.
—La resaca me dio problemas hasta el mediodía —Bruno replica, con ese tono aburrido
que es capaz de entonar a diestra y siniestra—. El domingo, sin embargo, ha sido
toda una revelación.
Frunzo mi ceño, ligeramente confundida por su comentario.
—¿Una revelación?
Una sonrisa lenta y perezosa se desliza por sus labios en ese momento y, de pronto,
una alarma extraña se enciende en mi sistema. La insidiosa sensación de que me
estoy perdiendo de algo importante me embarga por completo y un pequeño nudo de
ansiedad y nerviosismo comienza a formarse en mi estómago, pese a que no sé muy
bien por qué.
—Resulta que hace como una hora Dante me llamó por teléfono para pedirme un favor —
comienza, al tiempo que se aparta del umbral y avanza en mi dirección—. Está
tratando de tener un control de todas las propiedades a nombre de su familia, así
que me pidió que buscara las del pent-house. —Abre el refrigerador y toma un cartón
de jugo de naranja abierto. Acto seguido, le da un trago largo y me señala con él
para decir—: Imagínate que me dio permiso de hurgar en cada rincón de la habitación
principal. Sobre todo, en el vestidor y todos los rincones del armario. —Las manos
empiezan a temblarme. Él cierra la nevera y me regala una sonrisa socarrona—. Ya te
imaginarás la sorpresa que me llevé al encontrarme una caja de zapatos repleta
de... tú sabes... juguetes.
Siento cómo el corazón se me apelmaza en los pies de un solo movimiento.
Me aclaro la garganta.
—Ah, ¿sí? —digo, nerviosa—. Seguro son de Génesis. De Dante. —Me encojo de hombros
—. Algo erótico que hacen como esposos. Yo qué sé.
Él sonríe.
—Tienes razón —dice, al tiempo que da un par de pasos más cerca—. ¿Será prudente
llamarles para pedirles disculpas por haber encontrado algo tan... íntimo?
Trago duro.
—N-No creo que sea prudente. No deberías decirles nada —digo, con un hilo de voz—.
Deberías evitarte y evitarles a ellos la vergüenza.
—Pero, debo insistir, me siento en el deber de ofrecer una disculpa. Por haber
invadido su intimidad, quiero decir.
Me quedo muda. Petrificada ante la situación y quiero gritar. Quiero echarme a
llorar. Quiero desaparecer del planeta porque Bruno Ranieri encontró los juguetes
con los que hacía mi terapia física para el vaginismo. Porque encontró todo eso que
tan recelosamente había guardado de su vista.
—¿Sabes qué? Voy a llamarle a Dante ahora mismo. Es lo mejor.
La manzana que sostengo entre los dedos se me cae al suelo y el aliento me falta.
El corazón me golpea con violencia contra las costillas y casi puedo jurar que
estoy a punto de desmayarme.
Bruno saca su teléfono del bolsillo del shorts que lleva puesto y rebusca en él.
¡No puedes permitir que le llame! ¡Si habla con Dante, él también sabrá que son
tuyos! Me grita el subconsciente y sé que tiene razón.
Sé que debo detener a Bruno ahora mismo, es por eso que, con un nudo formándose en
la base de mi tráquea digo, en un susurro tembloroso:
—S-Son míos.
Bruno alza la vista del aparato que sostiene entre los dedos y su mirada se
oscurece varios tonos.
—¿Qué? —dice, pese a que no suena para nada sorprendido.
Él sabía que eran tuyos. Solo te estaba engañando.
Cierro los ojos con fuerza, al tiempo que me llevo las manos a la cabeza.
Acto seguido, repito, con la voz entrecortada:
—Los juguetes son míos.
Capítulo 31
BRUNO
Arqueo una ceja con lentitud, al tiempo que reprimo la sonrisa idiota que amenaza
con filtrarse en mi gesto.
Me lamo los labios. Jamás me había puesto así de duro tan rápido.
—No sabía que eras una chica de juguetes, Andrea —digo, en un tono sugerente y
lascivo.
El rubor que adquiere su rostro es tan intenso, que no puedo dejar de preguntarme
por qué, en el jodido infierno, está así de avergonzada.
Saber que tiene juguetes me pone. Como a un jodido enfermo.
—¡N-No lo soy! —exclama, azorada y, de repente, balbucea algo ininteligible, al
tiempo que comienza a moverse por todo el espacio.
El sonido de su respiración agitada, aunado al terror que se ha apoderado de su
gesto, hace que las alarmas se enciendan en mi sistema de inmediato.
Se lleva las manos a la cara, en un ademán mortificado y, en dos zancadas, acorto
la distancia que nos separa para interponerme en su camino.
—Hey... —digo, al tiempo que le pongo las manos en los brazos para detenerla y me
inclino hacia adelante, de modo que soy capaz de verla a los ojos.
Los tiene cerrados con fuerza, así que le acuno la cara con suavidad. Ella pone sus
dedos helados y temblorosos sobre los míos.
—Preciosa, no pasa nada —susurro, al tiempo que me acerco un poco más.
Sus ojos se abren.
Lágrimas aterrorizadas le invaden la mirada.
—No es lo que tú piensas —dice, en un susurro arrebatado y, acto seguido, empieza a
farfullar algo sobre un tal Arturo —quien, creo, es su ex prometido o algo por el
estilo. No estoy seguro de haber escuchado bien—, una psicóloga, una condición y
terapia física; pero habla tan rápido que no soy capaz de seguir el hilo arrebatado
de lo que pronuncia.
Sus dedos están tan apretujados en los míos, que sus uñas me hacen daño, pero,
ahora mismo, es lo que menos me importa. En lo único en lo que puedo concentrarme,
es en tratar de entender qué demonios está pasando.
Esta tarde, cuando Dante me llamó para pedirme que le buscara las escrituras del
pent-house y encontré la caja con los juguetes, casi me vi tentado a tomarle una
fotografía para enviársela a Andrea.
Sabía que era de ella. La encontré entre sus cosas —y no porque quisiera husmear
entre sus cosas, sino porque una de las cajas fuertes del pent-house se encuentra
en ese lado del vestidor—, justo detrás de donde guarda las cajas con sus libros. Y
no habría sabido de su contenido de no ser porque, al maniobrar con la que se
encontraba debajo, cayó al suelo —y, con ella, todo su contenido.
Aún puedo recordar la estupefacción que sentí al darme cuenta de lo que eran y lo
rápido que corrió mi mente a lugares calurosos solo de imaginármela utilizando
vasta la variedad de juguetes que tiene.
Por supuesto que mi intención no era burlarme de ella o que reaccionara de la
manera en la que lo hizo. Solo quería que admitiera que eran suyos para después
intentar convencerla de utilizarlos frente a mí...
... Y mientras la follo.
Nunca, ni por asomo, me imaginé que esta era la reacción que obtendría y quiero
golpearme por ello.
—Andy —pronuncio su nombre en voz baja y suave, para que deje de alzar la voz como
lo hace, y baje un poco las revoluciones a las que está maquinando su cabeza—,
escúchame. —La obligo a mirarme a los ojos. Entonces, cuando estoy seguro de que
toda su atención está en mí, digo—: No tiene nada de malo que tengas juguetes de
ese tipo. —Me acerco para hacer énfasis en lo siguiente que voy a decir—: Es
caliente como el infierno.
Traga duro, pero no dice nada.
—No tienes idea de cuántas imágenes mentales pusiste en mi cabeza cuando los
encontré —admito, solo porque necesito dejarle en claro que no tiene absolutamente
nada de qué avergonzarse, y el aturdimiento parece embargarla.
Cuando parpadea, un par de lágrimas gruesas se le escapan, pero se apresura a
limpiarlas.
—¿E-En serio? —inquiere, en un susurro ronco y bajo, y tengo que reprimir las ganas
que tengo de estrujarla contra mi pecho.
En su lugar, le sonrío y asiento.
—Jamás en mi vida había fantaseado tanto algo, Andrea Roldán, y tú has logrado
mantenerme con la imaginación ocupada toda la tarde.
El alivio parece embargarla en ese momento, pero la reacción solo provoca
curiosidad en mí. Una distinta a la anterior. Esta, respecto a la manera en la que
reaccionó y a todo eso que balbuceaba de manera arrebatada y aterrada.
Cierra los ojos.
—Debo admitir que me intriga bastante todo eso que estabas diciendo antes de que
puntualizara mi postura —digo, en voz baja, y el terror vuelve a su rostro.
—No tiene importancia.
—Claro que la tiene. —Soy firme, pero, al mismo tiempo, trato de mostrarme amable y
tranquilo mientras la encaro—. De hecho, creo que es algo que me gustaría escuchar
de nuevo; ahora con calma, para que podamos entendernos, por favor.
La preocupación parece regresar a atormentarla y se despereza de mi agarre para
alejarse un par de pasos.
—Es que...
—Andrea... —la corto de tajo, con suavidad—. Por favor...
Se cubre la cara con las manos, al tiempo que sacude la cabeza en una negativa.
Una palabrota —muy impropia de ella— se le escapa y, cuando me mira, luce tan
angustiada que casi quiero decirle que se olvide del asunto.
—Tienes que prometerme que no vas a decir una sola palabra hasta que termine de
hablar —dice, con un hilo de voz y yo asiento.
—De acuerdo.
—Y tienes que prometerme que no vas a mirarme diferente después de lo que voy a
contarte. —Esta vez, cuando habla, suena tan afectada que una punzada de genuina
preocupación me embarga.
—Lo prometo —digo, porque sé que es lo que necesita; y porque, a estas alturas del
partido, de la única manera en la que puedo ver a Andrea, es como increíble.
Fascinante de pies a cabeza.
Toma una inspiración profunda y luego deja escapar el aire en una exhalación
arrebatada.
Entonces, comienza:
—Cuando estuve comprometida, mi entonces novio y yo intentamos... —Hace una pausa,
al tiempo que desvía la mirada—. Tú sabes... —Asiento, porque no quiero escucharla
hablarme sobre todo el sexo que tuvo con su casi marido. Ella asiente también,
cuando se da cuenta de que sé a qué se refiere y continúa—: Pero... —Deja escapar
el aire en un suspiro tembloroso—. N-Nunca pudimos.
Mi ceño se frunce, ligeramente. La confusión incrementa de manera considerable; así
que, sin más pregunto:
—¿Por qué no?
Ella se muerde el interior de la mejilla, mientras piensa sus palabras con
detenimiento.
—Porque... —Otro suspiro roto y entrecortado—, y-yo no podía.
Entorno los ojos.
—Andrea, no estoy entendiendo...
—Literalmente, Bruno, no podía —explica—. Mi cuerpo entero s-se bloqueaba y no
había poder humano que pudiese hacerme dilatar. Me petrificaba. No podía.
La miro fijo.
—Eso, por obviedad, trajo muchos problemas a mi relación. Más de los que ya
teníamos. —Sacude la cabeza en una negativa—. No sabía qué me ocurría y... y...
luego de que mi compromiso con Arturo terminó, me independicé y empecé a ir a
terapia, lo hablé con mi psicóloga. —Hace una pausa, mientras busca algo en mi
rostro. Una reacción. Lo único que puedo regalarle, es un asentimiento amable, para
instarla a continuar, y ella así lo hace—: Me mandó a hacerme estudios médicos.
Visité a unos cuantos especialistas y... —Otra pausa—. Todos me dijeron que no
había nada malo con mi cuerpo. Con la manera en la que mi organismo funciona. —Se
encoge de hombros—. Era algo que me hacía yo misma. Psicológico...
Un centenar de sensaciones me embarga mientras la escucho, pero no puedo decir
nada. No todavía.
Desvía la mirada, al tiempo que cierra los ojos, presa de una emoción que me hace
querer acortar la distancia que nos separa para envolverla entre mis brazos.
No lo hago. Me quedo aquí, quieto, mientras espero a que ella continúe.
Me mira a los ojos.
—Vengo de una familia muy religiosa, ¿sabes? —Un sonido roto —similar al de un
sollozo reprimido— se le escapa, junto con un montón de lágrimas que quiero limpiar
tan pronto como veo rodar por sus mejillas—. Dormía encerrada con llave en mi
habitación, porque mis padres convenían que no era apropiado que durmiera sin
seguridad habiendo un hombre en casa. —Suelta una risotada torturada y se limpia
las lágrimas con los dedos—. Porque ni siquiera en mi padre se podía confiar,
supongo.
Doy un paso más cerca, pero ella se aparta uno más.
Es en ese momento que entiendo que desea mantener su distancia y me obligo a
quedarme quieto, pese a que solo quiero abrazarla. Enjugarle las lágrimas.
Susurrarle que no tiene que seguir si no desea hacerlo.
—Fui a colegios de monjas para señoritas —hace énfasis en la última parte, como si
estuviese mofándose de algo que solo ella conoce—, hasta que no hubo remedio que
asistir a las escuelas mixtas... y públicas. —Hace una pequeña pausa, para
recomponerse y, cuando lo consigue ligeramente, continúa—: E-El sexo era una
conversación prohibida en casa. No podía ver ciertos programas en la televisión que
eran acordes a mi edad porque eran vulgares, paganos o había la más mínima
insinuación de romance o contacto físico entre un hombre y una mujer.
Un nudo de impotencia se me forma en el estómago, pero aprieto los dientes y me
obligo a mantener los ojos clavados en ella.
—Para cuando tuve edad de que se me hablara de sexo, lo único que recibí fueron
historias de terror sobre embarazos no deseados y un sinfín de cosas más. —Hace un
ademán, como de alguien que no recuerda los detalles sórdidos de algo, pero que
tiene la certeza de que escuchó muchas sandeces—. Además del asunto religioso. De
la crianza ortodoxa. De la virginidad hasta el matrimonio, porque si no lo eres,
entonces, tu valía como mujer se pierde.
Esta vez, no puedo evitar apretar los puños debido a la punzada de ira que ha
comenzado a recorrerme.
—Y estuve tan aterrorizada de todo eso durante tanto tiempo, que, cuando finalmente
intenté... —Se detiene en seco, al tiempo que se acomoda los lentes en un ademán
ansioso, y reprime un puchero que me rompe por completo—, estar con alguien..., no
pude.
La desolación que veo en su gesto solo hace que quiera acortar la distancia que nos
separa y lo intento de nuevo. Doy un paso en su dirección y no se aparta.
—No importaba cuánto hiciera o cómo lo hiciera, no podía. —Cierra los ojos con
fuerza—. Y era una tortura total, porque sentía que había algo terriblemente mal
conmigo.
Hace una pequeña pausa antes de encararme una vez más, sacudiendo la cabeza en una
negativa, como quien trata de deshacerse de un pensamiento indeseable.
—Cuando hablé de todo esto con la psicóloga, y luego de la exhaustiva búsqueda
médica, concluyó que tengo... tenía... no lo sé... algo llamado vaginismo. —Debe
ver la confusión grabada en mis facciones, ya que, pronto, me explica—:
Básicamente, todos los músculos de mi cuerpo entraban en tensión total a la hora de
intimar con alguien. En mi caso, fue ocasionado por la crianza ortodoxa y
religiosa, y todas estas cuestiones morales que se me inculcaron desde niña.
Asiento, ahora más claro de lo que me dice y, al mismo tiempo, sin tenerlo todo
asentado y digerido todavía.
—La terapeuta me dijo que tendríamos que empezar un tratamiento tanto físico, como
psicológico. —Entrelaza sus dedos para hacer sonar las articulaciones, en un gesto
nervioso y, esbozando una mueca dolorosa, dice, con la voz entrecortada—: L-Los
juguetes eran parte del tratamiento.
Silencio.
—E-El ayudarle a mi cuerpo era... necesario. —La mortificación en su gesto es
tanta, doy otro paso más cerca. Pese a eso, no soy capaz de decir nada.
Ella suela una risotada torturada.
—No tenía idea de lo mucho que funcionó la terapia —comenta, al tiempo que voy un
par de pasos más—. No hasta que empezamos esto.
Me detengo en seco.
El corazón se me cae a los pies y, de pronto, no puedo dejar de repetir —en un
bucle incesante— eso último que acaba de decir.
El horror y el pánico se apoderan de mi cuerpo mientras las piezas van acomodándose
en mi cabeza.
Maldita. Sea.
—¿Hasta que empezamos esto? —inquiero, con la voz enronquecida por la revolución
atronadora que acaba de embargarme.
Ella no parece darse cuenta de lo que está ocurriendo, ya que, sin siquiera
pensarlo un poco, asiente y dice:
—Me daba tanto miedo intentarlo luego del desastre con Arturo que, aunque estaba
yendo a terapia y haciendo lo que debía, nunca me atreví a probar una vez más.
Parpadeo un par de veces. El zumbido que me ha invadido la audición es insoportable
y me marea. Me embota los sentidos. Me llena el cuerpo de una conclusión aterradora
y dolorosa.
De pronto, no puedo dejar de reproducir una y otra vez el momento en el que
encontré las diminutas manchas de sangre en las sábanas luego de la primera vez que
estuvimos juntos. No puedo dejar de recordar cuánto trabajo le cuesta acogerme
cuando estoy dentro de ella.
Cierro los ojos con fuerza. Verdadero horror me inunda las venas y un gruñido
frustrado se construye en mi garganta. Quiero golpearme por bruto. Por imbécil.
Creí que solo era estrecha. Muy estrecha. ¿Cómo no iba a serlo si es tan menuda?
¿Tan delgada?
—Andrea... —sueno horrorizado. Aterrado ante el pensamiento que me embarga, y me
siento enfermo. Descolocado ante la posibilidad de haber desvirgado a Andrea Roldán
sin siquiera haberme enterado.
Y no porque sea malo desvirgar a alguien; es solo que siempre fui tan tosco.
Tan... asno.
Sacudo la cabeza con lentitud, sintiéndome atormentado y miserable en partes
iguales, y aprieto la mandíbula.
—Andrea, estás diciéndome que la primera vez que tú y yo... —No puedo continuar de
inmediato. No sé cómo hacerlo; pero, al final, me las arreglo para decir—: La
primera vez que tú y yo estuvimos juntos, fue la primera vez que tú...
No dice nada. Solo me mira fijo.
El corazón me ruge contra las costillas. La mortificación me invade y todo dentro
de mí se convierte en caos porque no hace falta que hable. La expresión torturada y
dolorosa que esboza me lo dice todo y yo lo único que puedo pronunciar es:
—Oh, mierda...
Capítulo 32
ANDREA
***
Capítulo 33
ANDREA
No puedo dormir.
Hace un largo rato que llegamos al pent-house —tanto que se siente como una
eternidad— y, de todos modos, no puedo conciliar el sueño.
Bruno se quedó dormido —pese a su entusiasmo de llegar a casa— después de que se
metió en la ducha y pusimos una película en el televisor de la recámara. Luego de
verla de principio a fin y poner otra, decido apagar el televisor e intentar dormir
un poco.
Pasa de la una y media de la madrugada cuando decido que es imposible conseguirlo y
me levanto de la cama.
Me llevo conmigo un libro y me pongo los anteojos una vez más antes de salir por el
pasillo hasta la sala.
Mi primer impulso es salir a leer a la terraza, pero ya ha empezado a refrescar. El
clima se ha enfriado un poco ahora que el temporal de lluvias ha terminado y el
otoño está a la vuelta de la esquina, es por eso que decido quedarme dentro del
apartamento y me adentro en el estudio en el que Bruno trabaja cuando está en casa.
Cuando enciendo las lámparas que proyectan luz cálida y suave en toda la estancia,
soy capaz de ver los rastros de él por todos lados.
Hay un saco colgado en el perchero, y, cuando me acerco al escritorio, me encuentro
con unas cuantas carpetas acomodadas metódicamente sobre el material. Una MacBook
Pro —que, estoy segura, cuesta una cantidad considerable— descansa al centro de
todo y me instalo en la silla en la que hicimos el amor hace apenas unas noches
para hojear el libro que traje conmigo.
Suspiro cuando no soy capaz de concentrarme y me encamino hacia la salida de la
estancia —luego de apagar las luces que encendí a mi paso.
Al llegar a la sala, me acerco al enorme ventanal, ahora cubierto en su totalidad
con un par de pesadas cortinas, y las corro un poco. Lo suficiente como para que un
haz de luz de luna se filtre en la estancia y pinte la penumbra de sombras azules y
blancuzcas.
Las luces de la ciudad se ven impresionantes desde aquí y me quedo sin aliento ante
la preciosa imagen de la luna medio cubierta por las nubes. Estoy agotada, pero no
puedo dormir. No puedo concentrarme en nada. No puedo hacer otra cosa más que
recapitular una y otra vez el día tan extraño que tuve.
La mortificación que me provoca el ser consciente de lo que ahora sabe Bruno
Ranieri sobre mí, es casi tan grande como el alivio que me da el saber que encontró
los juguetes y no las copias que tengo sobre todo lo relacionado con la demanda.
No sé qué habría hecho si hubiera sido así. No hay otra cosa que me agobie más que
la idea de que crean que soy una ladrona. Que no tengo principios y que estoy hasta
el cuello en problemas por ello.
Deberías decirle. Me susurra el subconsciente, pero lo empujo lejos tan pronto como
comienza a hacerlo.
No puedo decirle a Bruno acerca de la demanda. No sé cómo reaccionaría a ello y la
verdad es que la sola idea me horroriza. Creyó que estaba yendo demasiado lejos
cuando le dije que hubiera sido lindo que me invitara a acompañarlo al festejo de
su hermano; no quiero ni pensar en cómo se sentirá si, de buenas a primeras, le
cuento sobre la montaña de problemas que cargo a cuestas.
No quiero ni pensar en lo obligado que se sentiría a tener que ayudarme. No puedo
permitir que eso pase. No puedo dejar que Bruno, solo porque tenemos algo, se vea
en la obligación de hacer algo por mí.
Cierro los ojos con fuerza.
Una oleada de ansiedad me embarga tan pronto como todo lo que ha pasado vuelve a mi
memoria como una insidiosa retahíla, y quiero gritar. Quiero deshacerme de esta
sensación de pesadez que me provoca.
—¿Qué haces ahí? —La voz amodorrada de Bruno hace que pegue un salto en mi lugar y
me gire con brusquedad para encararlo.
Está de pie justo al inicio del pasillo. Viste únicamente un short que luce cómodo
y tiene el cabello enmarañado por la postura en la que estaba dormido. Lleva un ojo
cerrado y el otro abierto, y me mira con aturdimiento y confusión.
—Me asustaste —digo, en un susurro bajo, para luego añadir—: No puedo dormir.
Parpadea un par de veces mientras me observa a detalle.
—¿Qué ocurre? —dice, y suena tan cálido y amable, que el corazón se me estruja.
Sacudo la cabeza en una negativa.
—Nada.
—Mentirosa.
Una sonrisa se dibuja en mis labios y me abrazo a mí misma.
—Es solo que... —Suspiro—. Ni siquiera yo sé qué ocurre.
—¿Es sobre lo que pasó con tu exnovio? —inquiere, con suavidad, pero sacudo la
cabeza en una negativa tan pronto como las palabras lo abandonan.
—No —replico, contundente—. Arturo ya no tiene ese poder sobre mí. —Sonrío,
aliviada—. Gracias al cielo.
Él sonríe, también.
—¿Es sobre lo que encontré esta tarde?
—No... —Bufo—. Sí... No lo sé. —Dejo escapar el aire en un suspiro frustrado.
—Quizás tiene que ver con lo que me contaste sobre ti. —Se aventura a adivinar,
pero suena más a afirmación que a otra cosa y yo no puedo hacer más que morderme la
parte interna de la mejilla.
Él se acerca a paso lento, pero decidido.
No puedo mirarlo así que bajo la vista a mis pies descalzos y, cuando está frente a
mí, me pone un dedo en la barbilla y me obliga a mirarlo.
—Me habría encantado saberlo antes. A tiempo —dice, en un susurro suave y ronco—.
Para ser cuidadoso. —Me mira a los ojos antes de acercarse un poco más—. Pero eso
es todo. No hay nada de malo. Deja de angustiarte.
Cierro los ojos y dejo escapar el aire con lentitud.
—Debes pensar que soy...
—Lo único que pienso sobre ti, Andrea Roldán —me interrumpe y guarda silencio unos
instantes; como si estuviese debatiéndose si debe o no decir lo que tiene en la
punta de la lengua; pero, al cabo de unos instantes que me parecen eternos, termina
—: es que eres hermosa.
Abro los ojos para encontrarme con su cercanía. Con su nariz rozando la mía con
suavidad y su aliento mezclándose con la tibieza del mío.
—Dulce —murmura y cierro los ojos—. Bondadosa.
Sus labios se unen a los míos en un beso suave y profundo. Su lengua encuentra la
mía en el camino y le pongo las manos sobre la mandíbula áspera por el vello
facial.
El contacto me sabe a seguridad. A tranquilidad. A alivio y algo más... Algo
cálido... y aterrador.
Sus brazos se envuelven a mi alrededor con suavidad y me atrae cerca. La
familiaridad de su contacto hace que, pronto, me encuentre envolviendo los dedos
entre las hebras despeinadas de su cabello.
Cuando nos apartamos, une su frente a la mía y me acaricia la mejilla con los
nudillos.
—¿Quién lo iba a decir? —murmura y, pese a que no puedo verlo, soy capaz de
escuchar la sonrisa en su voz. Ese sonido divertido que emiten las personas cuando
están diciendo algo con una sonrisa reprimida.
Me aparto un poco, para verlo a los ojos.
—¿Quién iba a decir, qué?
Su mirada se oscurece varios tonos. Su gesto se pone serio, de pronto y un
escalofrío me recorre entera cuando, de manera posesiva, me atrae un poco más hacia
él; de modo que su rodilla queda instalada entre mis piernas.
—Que iba a gustarme tanto la perspectiva de ser el primero —susurra, con la voz
enronquecida y el corazón me da un tropiezo—. Tu primero.
—Engreído de mierda —mascullo y él suelta una risita tan absurda y dulce, que no
puedo evitar reír con él.
—¿Qué se siente?
—¿El qué?
—¿Que te guste un engreído de mierda?
Hago un mohín, pero él me abraza aún más fuerte.
—No me gustas tanto —mascullo y él me pone la frente en la sien para acariciarme la
mejilla con la punta de la nariz.
—Admítelo. Sé que te gusto —dice, arrogante e insufrible como siempre y reprimo una
sonrisa irritada.
—Si ya lo sabes, ¿para qué necesitas que te lo diga? —refuto.
Se aparta de mí y me mira a los ojos. Entonces, en voz baja, susurra:
—Porque me gustaría escucharlo de tu boca.
Un nudo de algo cálido me atenaza las entrañas.
—Me gustas, Bruno Ranieri —digo, con un hilo de voz y él me mira fijo, con
expresión intensa y abrumadora.
—Y tú me encantas, Andrea Roldán.
Un maremoto de emociones colisiona en mi interior. El corazón se me estruja con
violencia y un escalofrío me recorre entera.
Acto seguido, me besa. Me besa largo y tendido, hasta que los labios me arden y me
siento mareada por la avidez de nuestro contacto. Entonces —solo entonces—, desliza
su tacto por mis costados en una caricia suave.
Ha hecho esto muchas veces. Tantas, que no puedo contarlas; sin embargo, esta vez,
no sé por qué se siente así de diferente. Por qué hay algo nuevo en la forma en la
que sus palmas trazan caminos suaves por cada curva existente en mi cuerpo. Por qué
hay algo distinto en la forma en la que me besa; como si tuviese todo el tiempo del
mundo para hacerlo y, al mismo tiempo, como si eso no fuese suficiente.
Un suspiro roto se me escapa de los labios cuando los suyos trazan un camino
ardiente desde mi mandíbula hasta el punto en el que se une con mi cuello, y todo
se vuelve difuso.
Un nudo de algo familiar me atenaza las entrañas cuando sube los labios a mi oído
y, luego, susurra:
—¿Qué demonios es lo que me haces?
Deslizo mis manos por su pecho y él me besa el cuello una vez más antes de
apartarse para mirarme a los ojos. En el proceso, me aparta un mechón de cabello
lejos del rostro.
Yo no puedo contenerme y planto mis labios sobre los suyos. Es un beso fuerte,
ávido y él gruñe contra mis labios para atraerme cerca. Tanto, que no hay espacio
alguno entre nuestros cuerpos.
Un suspiro entrecortado se me escapa cuando deja una estela de besos ardientes por
mi mandíbula y baja hasta llegar a mis clavículas. Cuando vuelve a besarme en la
boca, sus manos viajan hasta la curva de mi trasero y lo acarician con firmeza
antes de anclarse en mis muslos. Acto seguido, me levanta del suelo y me hace
envolverle las piernas alrededor de las caderas.
Bruno avanza conmigo a cuestas —como si pesara nada— y me deposita entre los
mullidos cojines del sillón más cercano, al tiempo que se recuesta sobre mí.
—¿Por qué demonios eres tan bonita? —susurra, antes de besarme y el aire se fuga
por completo de mis pulmones en ese momento.
La manera en la que sus labios me besan me deja sin aliento y no puedo pensar. No
puedo hacer otra cosa más que sentir lo que me hace. Lo que me provoca. Este calor
intenso en el pecho que no me permite concentrarme. Esta emoción abrumadora que no
deja de gritarme al oído que necesito más de él.
Todo, si es posible.
Sus manos se deslizan por debajo de la remera grande que tomé prestada de su
armario y sus yemas me rozan la piel de los costados hasta que se apoderan de mis
pechos con suavidad.
Las caricias son familiares y distintas al mismo tiempo.
Más dulces.
Más abrumadoras.
Mis dedos temblorosos viajan por sus costados hasta que soy capaz de acariciarle el
pecho y subir las manos hasta su nunca, donde lo sostengo para mí.
Sus labios se apartan de los míos y, en un susurro arrebatado, murmura algo que no
logro entender. Acto seguido, se deshace del material de la remera y vuelve a
besarme. La sensación de su piel contra la mía es tan cálida como agradable y,
cuando sus besos descienden con lentitud hasta el hueco entre mis pechos, todo el
aire que contenía en los pulmones se me escapa.
Me mira a los ojos. La manera en la que me observa hace que un escalofrío me
recorra entera, y no hace falta que diga nada para hacerme sentir como si fuese la
mujer más bonita que ha visto en su vida.
—¿Cómo es que me gustas tanto? —musita, pero suena como si hablase solo para él.
No me da oportunidad de responder, ya que, en ese momento, sus labios se cierran
alrededor de uno de mis pechos y un sonido suave se me escapa de la garganta.
Tengo la mandíbula apretada, la espalda arqueada y el pulso me golpea con violencia
contra las orejas. La sangre me corre por las venas a toda velocidad y estoy
convencida de que voy a estallar si sigue torturándome de esta forma.
Un sonido roto me abandona cuando sus labios abandonan la tarea impuesta y se
apoderan de mi otro pecho.
Esta vez, cuando lo hace, no puedo evitar enredar los dedos entre las hebras
oscuras de su cabello. Un gruñido ronco se le escapa cuando tiro de ellas, y
reprimo un gemido cuando, con las manos extendidas, me acaricia los muslos con
lentitud.
Sus dedos se aferran al borde del dobladillo del short que llevo puesto y tiran de
él con suavidad. Yo, de inmediato, desenredo las piernas de sus caderas y alzo las
mías para permitirle deslizar el material fuera de mi cuerpo.
Sus labios descienden de mi pecho a mi ombligo, dejando una estela ardiente a su
paso y bajan un poco más hasta que, inevitablemente, se encuentran con el borde de
las austeras bragas de algodón que, por comodidad, decidí ponerme para dormir.
Sus pulgares se enganchan en el material suave que me cubre y, sin más, lo deslizan
con lentitud hasta que logra deshacerse de él por completo. Entonces, tira de mí
para colocarme en el borde del sillón, con las caderas alzadas en el reposabrazos y
las piernas abiertas; completamente expuesta ante él.
Acto seguido, de arrodilla...
... Y, entonces, me besa.
Ahí.
Un gemido entrecortado se me escapa. El placer arrollador me envía al borde de mis
cabales en un abrir y cerrar de ojos, y le pongo las manos en la cabeza para
apartarlo. Para acercarlo. Todavía no lo sé.
La tensión de todo mi cuerpo incrementa con cada segundo que pasa y algo comienza a
construirse en mi vientre.
Un balbuceo incoherente se me escapa cuando uno de sus dedos se desliza en mi
interior, al tiempo que su lengua hace un movimiento particularmente abrumador.
Estoy a punto de estallar. La sensación previa al orgasmo comienza a invadirme y,
de pronto, me encuentro levantando las caderas. Bruno me sostiene ahí para él
cuando trato de apartarlo y un sonido tembloroso se me escapa cuando cambia el
ritmo de su caricia.
—¡B-Bruno! —Se me escapa en medio de los sonidos involuntarios que brotan de mi
garganta y él gruñe contra mí antes de que todo el mundo se vuelva difuso y el
orgasmo demoledor me envuelva por completo.
Cuando se aparta y me ayuda a incorporarme en una posición sentada —sobre el
reposabrazos—, me besa la punta de la nariz y murmura:
—Ahora regreso.
Acto seguido, se marcha y me deja aquí, aún mareada por la intensidad de nuestro
encuentro.
No le toma mucho tiempo regresar con un cuadro de aluminio entre los dedos antes de
volver a instalarse entre mis piernas para besarme.
Su mano se desliza para tomarme por la nuca y me sostiene mientras sus labios
encuentran los míos en un beso lento, profundo y pausado.
Cuando mis manos viajan por las ondulaciones de su torso hasta el borde del short
que lleva puesto, mi labio es atrapado entre sus dientes; sin embargo, no es hasta
que empujo el material hasta que este cae al suelo en un halo a sus pies, que
mordisquea la piel de la zona.
Una sonrisa boba se desliza en mi boca cuando me doy cuenta de que no lleva ropa
interior y él gruñe contra mi boca cuando lo envuelvo entre mis dedos y comienzo a
acariciarlo.
Bruno me besa el cuello mientras deslizo mi tacto por su longitud y mis labios se
abren en un grito silencioso cuando sus dedos buscan entre mis pliegues.
Besos suaves y caricias dulces son desperdigadas por todas partes y, cuando menos
lo espero, ya me encuentro de nuevo jadeando ante lo que me hace.
Su boca recorre senderos enteros por mis clavículas y se detiene un segundo en el
hueso que sobre sale de ellas para lamerlo. Un suspiro roto me abandona cuando, en
el proceso, desliza uno de sus dedos en mi interior, y no puedo pensar como una
persona normal cuando presiona su pulgar contra mi punto más sensible.
El nudo de placer que comienza a atenazarme los músculos es casi tan abrumador como
el escalofrío que me recorre entera al sentir la respiración de Bruno contra mi
oreja.
—Bruno, p-por favor... —pido y él gruñe una maldición antes de apartarse de mí con
brusquedad.
Acto seguido, toma el preservativo, desgarra el empaque y se lo pone con dedos
expertos.
Cuando se instala entre mis piernas y se acomoda en mi entrada —luego de acomodarme
al filo del reposabrazos—, me pone una mano en la barbilla y me obliga a mirarlo a
los ojos.
—Si alguna vez te hago daño, vas a decírmelo, ¿no es así? —dice, con la voz
enronquecida y yo asiento, incapaz de confiar en mi voz para hablar.
Sus ojos buscan algo en los míos y todo dentro de mí se estremece cuando veo algo
distinto en ellos. Algo que me provoca una sensación abrumadora en el pecho. Acto
seguido, me besa una vez más y, uniendo su frente a la mía, se hunde en mí con
lentitud.
Por primera vez desde que empezamos esto, no hay dolor alguno. Ni siquiera
incomodidad. Solo está él, llenándome entera y yo, tratando de acostumbrarme a la
intrusión. A su tamaño.
Un suspiro roto me abandona cuando, con delicadeza, me levanta un poco y nos
acomoda de modo que soy capaz de sentirlo llenarme desde otro ángulo. Uno más
cómodo y llevadero. Él me obliga a mirarlo a los ojos y, sin decir nada, comienza a
moverse.
Un gemido ronco se me escapa cuando une su frente a la mía y nuestras respiraciones
se mezclan. La sensación intensa y placentera que me embarga mientras se mueve
contra mí es tan abrumadora, que no puedo pensar en nada más.
Bruno murmura contra mis labios lo bonita que le parezco y un sonido
particularmente ruidoso me abandona cuando cambia el ángulo en el que nos
encontramos.
Un beso arrebatado y ardiente es arrancado de mi boca y me aferro a él envolviendo
los brazos alrededor de sus hombros fuertes y cálidos.
Un sonido particularmente escandaloso brota de mis labios cuando el ritmo en el que
nos encontramos cambia y Bruno gruñe antes de decir con los dientes apretados:
—Mírame, preciosa.
Y así lo hago. Abro los ojos para encontrarme de lleno con esa mirada ambarina suya
que me vuelve loca. Con ese gesto cálido y vulnerable que esboza cuando me hace el
amor.
Lleva los labios entreabiertos y enrojecidos por los besos ávidos de nuestro
encuentro, y su respiración es dificultosa.
—Eres la cosa más hermosa que he visto en la vida, ¿sabías eso? —dice, al tiempo
que cambia el ritmo de sus envites.
Yo no puedo responder, ya que un latigazo de placer me azota con violencia y me
obliga a cerrar los ojos y echar la cabeza hacia atrás casi en contra de mi
voluntad. Bruno gruñe una vez más y se inclina para mordisquearme el cuello.
Mis uñas se clavan en su espalda cuando me levanta las piernas tomándome de las
rodillas y cambia el ángulo en el que nos encontramos.
Mi nombre escapa de sus labios en un resuello entrecortado, pero no logro escuchar
qué es lo que dice después porque estoy demasiado ocupada tratando de absorber la
sensación previa al orgasmo que me satura los sentidos.
Un grito suave se me escapa, Bruno empuja con más fuerza que antes y, entonces,
estallo.
Todo en mi interior se vuelve fuego y líquido cuando el orgasmo me embarga de pies
a cabeza. Trato de apartarlo, porque es demasiado, pero él empuja aún más,
alargando un poco más el placer incontenible que me embota los sentidos y, acto
seguido, se tensa por completo antes de clavarme los dedos en las caderas y empujar
unas cuántas veces más.
Capítulo 34
Capítulo 35
BRUNO
***
Son cerca de las diez y media cuando, por fin, termina la jornada extenuante a la
que mi padre nos sometió a mí y a otros tres de sus abogados de confianza.
Tenemos un caso enorme que involucra a una de las empresas petroleras más grandes
del país y a uno de nuestros clientes más antiguos. Ha sido un completo dolor en el
culo y, pese a que ya hemos esclarecido un poco el panorama sobre cuál es la mejor
manera de proceder, no hay garantía alguna de que podamos ganar.
Me duele la cabeza, pero ni siquiera considero la posibilidad de ir a mi oficina
por las pastillas para la migraña que guardo en el cajón izquierdo de mi
escritorio. Solo quiero llegar a casa.
Mi papá me intercepta de camino al auto y sugiere que vayamos a tomarnos algo. Esta
vez, cuando me niego, soy honesto y le digo que estoy muy cansado. Cuando se
despide de mí, me dice que me nota distinto y su comentario me sacude durante unos
instantes.
Me trepo al auto con el regusto extraño y agradable que me han dejado sus palabras,
pero trato de empujarlo lejos mientras tomo el teléfono y reviso los mensajes.
Específicamente, busco por una respuesta de Andrea.
Quise enviarle un Uber al trabajo, pero se negó, determinante —como siempre.
Pese a lo poco que me gustó la idea, dijo que iría a casa en autobús porque no era
demasiado tarde, y prometió avisarme que estaba en cada en el momento en el que
llegara.
Las alarmas se encienden en mi sistema cuando el último mensaje que tengo de ella
es uno en el que me avisa que se ha subido al autobús, pero trato de acallarlas
mientras conecto el teléfono a los altavoces del coche.
—Llamar a Liendre —digo en voz alta, para que el teléfono haga lo suyo y emprendo
la marcha en dirección al pent-house.
El teléfono me manda directamente al buzón y, pese a que trato de mantenerme
sereno, una punzada de preocupación me embarga.
Espero hasta llegar al semáforo para volver a pedirle al aparato que la llame una
vez más, pero el resultado es el mismo que antes.
Cuando entronco al tráfico ligero de la noche, ya estoy ordenándole al teléfono que
llame al número del pent-house, para que sea capaz de responderme por ahí si se ha
quedado sin batería o algo.
Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis timbrazos...
La máquina contestadora.
Finalizo la llamada.
Un suspiro frustrado se me escapa y lo intento una vez más. El resultado es el
mismo que antes y aprieto los dedos contra el volante.
En ese momento, me pregunto qué demonios sé sobre ella y la realidad me azota al
instante porque no la conozco para nada. No sé quiénes son sus amigos, sus padres o
dónde puedo buscarla cuando algo así ocurre.
El único hilo que teje su vida con la mía, es la esposa de Dante, pero tampoco la
conozco. Apenas sí he cruzado un par de saludos con ella por videollamada y nada
más.
Andrea bien podría tomar sus cosas y marcharse lejos sin avisar y yo no tendría
idea de dónde buscarla.
¿Y por qué irías a buscarla? Inquiere mi subconsciente, y el corazón me da un
vuelco cuando las palabras de mi mejor amigo retumban en mi cerebro una vez más.
—Deja de pensar sandeces, Bruno —mascullo para mí, incapaz de seguir andando por
ese camino.
Debo enfocarme en lo importante. No puedo seguir divagando en eso. No ahora mismo.
Aprieto los dedos contra el volante.
—Llamar a Liendre —repito, en voz alta y, mientras el teléfono hace lo suyo, piso
un poco el acelerador.
***
11:43 p. m.
Todavía no sé nada sobre Andrea y estoy enloqueciendo.
No he dejado de dar vueltas por todo el apartamento, cual león enjaulado, y ya he
recorrido veinte veces el camino que hace a pie cuando regresa a casa en autobús.
No la he encontrado ninguna de esas veces.
Intenté llamar a Dante, para saber si su esposa sabe algo —pese a que sé que es muy
poco probable—, pero no respondió. No me sorprende en lo absoluto. Allá debe ser de
madrugada todavía.
Estoy desesperado. La opresión que siento en el pecho es tan intensa, que me cuesta
trabajo pensar con claridad, y bien podría destrozar algo con las manos si no me
deshago de esta ansiedad atronadora que me escuece las entrañas.
Pienso —mientras doy vueltas por todo el espacio, como un completo lunático— en
llamar a alguno de los contactos que tiene mi padre en la Fiscalía del Estado, para
que busquen si Andrea ha estado en alguna delegación o algo por el estilo, pero no
estoy del todo seguro.
Me muerdo el labio inferior mientras busco en mi lista de contactos el teléfono de
mi padre y me revuelvo el cabello en un gesto frustrado, mientras el dedo me baila
sobre la tecla de llamada.
Estoy a punto de presionarla, cuando el teléfono empieza a sonar en mi mano.
El estómago se me cae a los pies, el corazón me da un vuelco furioso y los oídos me
zumban. La anticipación me forma un nudo en el estómago, pero toda la ilusión se
esfuma en el instante en el que leo el nombre de Dante en la pantalla. Es una
llamada de Facetime y, pese a que sé que luzco como un completo demente, contesto
de inmediato.
—Bruno, acabo de ver tu llamada perdida. Supongo que es por Andrea —dice, sin
siquiera permitirme decir nada, y la confusión me embarga de inmediato.
Mi amigo luce como si acabase de despertarse y estuviese aturdido y preocupado en
partes iguales.
—¿Cómo lo sabes?
—Le acaba de llamar a Génesis —explica—. Escucha... Sé que la chica no te agrada y
todo eso, pero tiene un asunto con sus padres y ha llamado a Génesis para pedirle
que le hiciera el favor...
Quiero gritarle que hable de una maldita vez y me diga dónde diablos está Andrea,
pero en su lugar, digo con voz ronca y pastosa:
—¿Dónde está?
—En la clínica 46. —Dante dice, y la angustia regresa con violencia a mi sistema—.
La asaltaron. Dice Gen que Andrea ha dicho que no es grave, pero de todos modos
necesita atención médica, así que está ahí. La policía está con ella. Van a tomarle
una declaración y esas cosas...
No puedo escuchar lo que dice después de eso. De hecho, no puedo hacer otra cosa
más que tratar de controlar la marea de sentimientos que me embargan. Necesito
salir de aquí. Necesito ir a cerciorarme por mi cuenta que en realidad se encuentra
bien.
... Y necesito que Dante cierre la boca.
—Voy para allá —digo, cortando de tajo su diatriba y, sin esperar a que diga nada
más, finalizo la llamada.
Acto seguido, reviso que lleve conmigo la tarjeta del pent-house y las llaves del
coche y me abro paso hacia la salida del apartamento.
No puedo concentrarme en nada mientras me introduzco en el ascensor. No puedo
arrancarme esta sensación de asfixia que me atenaza los pulmones. No puedo hacer
otra cosa más que moverme en automático para encontrarla.
Capítulo 36
BRUNO
Son las seis de la mañana cuando, por fin, Andrea aparece en mi campo de visión por
el pasillo de la sala de espera de la clínica a la que la trajeron.
Al principio, creo que estoy alucinando; pero no es hasta que se detiene en seco y
clava sus ojos en mí, que espabilo y me levanto del incómodo asiento en el que me
encuentro instalado.
Alivio, preocupación e impotencia... Todo se mezcla en mi interior mientras me abro
paso en su dirección a paso firme y decidido.
Quiero decirle que moría de la angustia; que lamento no haber estado ahí; que, si
pudiera regresar el tiempo, mandaría al carajo a mi padre solo para pasar a
recogerla y evitar todo esto.
Quiero decir tantas cosas ahora mismo, que no sé por dónde empezar, así que no lo
hago. Cuando me detengo frente a ella, no digo una sola palabra, solo le acuno el
rostro —sin lentes— con las manos para examinarle la hinchazón que tiene en un lado
de la cara; y luego, con suavidad, envolverla en un abrazo.
No la estrujo tanto como me gustaría. Tengo miedo de hacerle daño.
Sus brazos se envuelven a mi alrededor también y me aprietan con tanta fuerza, que
no puedo evitar devolver la presión ansiosa con la que me abraza.
—¿Nos podemos ir ya? —inquiero, en voz baja, contra su cabello y ella asiente.
Capítulo 37
ANDREA
El sonido estridente y familiar que me invade la audición hace que me remueva sobre
la mullida superficie en la que me encuentro.
Un sonido quejumbroso se me escapa de los labios cuando la melodía insistente
continúa y se alarga hasta volverse abrumadora.
El gruñido de la voz de Bruno me hace un poco más consciente de lo que ocurre a mi
alrededor, pero no soy capaz de comprender una sola palabra de lo que dice.
Cuando la canción se detiene, el sueño vuelve a embargarme y no sé cuánto tiempo
pasa antes de que vuelva con toda su fuerza a despertarme de nuevo.
Me ruedo sobre mi eje y el dolor se dispara en todas las direcciones posibles. Un
sonido ahogado y adolorido se me escapa y hago una mueca, siendo cada vez más
consciente de lo que sucede a mi alrededor.
—¿No vas a responder? —inquiero, en dirección a Bruno, quien tiene la cabeza
levantada y el teléfono en una mano.
—Es tu amiga —dice, mientras me muestra un mensaje de Dante que dice que Génesis me
llamará al teléfono de Bruno—. La esposa de Dante.
En ese momento, y como si hubiese sido invocada por el poder de nuestras palabras,
el teléfono vuelve a sonar en la mano de Bruno, y mi rostro magullado aparece en la
pantalla ante la solicitud de Facetime que mi amiga ha enviado.
—Respóndele, por lo que más quieras. —Bruno dramatiza y una sonrisa dolorosa tira
de mis labios casi al instante.
—No me hagas reír —me quejo—. Me duele.
Él masculla una disculpa antes de dejarme su teléfono y darme la espalda.
El edredón claro le cae sobre la cintura, dejando al descubierto parte de su torso
desnudo y firme, y quiero golpearme por mirarlo como lo hago durante unos
instantes.
Me digo a mí misma que no tengo ni un ápice de vergüenza y deslizo el dedo sobre la
pantalla para responder.
La imagen de Génesis aparece en mi campo de visión y me enderezo en la cama solo
para darle la imagen más decente posible de mí misma.
—¿Estás bien? ¿Cómo te sientes? —dice, tan pronto como es capaz de verme y una
sonrisa tira de las comisuras de mis labios—. ¿Qué diablos fue lo que pasó?
Un suspiro largo se me escapa. De pronto, recapitular la pesadilla de ayer, se
siente agotadora; pero, de todos modos, le digo lo que pasó a grandes rasgos.
Le cuento, también, cómo es que una pareja de señores me ayudó y me llevó a la
clínica, y que fue ahí donde llamaron a la policía y me permitieron avisarle a
alguien acerca de lo que había pasado. Entrando un poco en detalles, le explico
que, como no me sé el número de nadie, salvo el de mis padres y el suyo, decidí
arriesgarme un poco y le llamé, a sabiendas de que era probable que no me
contestara por la diferencia horaria.
Para cuando termino de hablar, me encuentro recostada contra las almohadas de
manera desgarbada y Génesis hace lo propio, pero en su propia cama.
—¿Y qué esperabas que hiciera? ¿Que te resolviera el problema desde el otro lado
del mundo? —bromea, mientras recuesta el peso de su cabeza en su palma.
—¿Acaso no fue eso lo que hiciste? ¿No me resolviste el problema desde el otro lado
del mundo? —digo, al tiempo que arqueo una ceja y reprimo una sonrisa juguetona.
—Eres muy afortunada de tenerme —afirma y una carcajada boba se me escapa.
—Lo soy —le concedo, al tiempo que me giro sobre mi costado bueno y reprimo una
sonrisa dolorosa.
La sonrisa de mi amiga se diluye un poco y sus ojos se entornan.
—¿Dónde estás...? —Sacude la cabeza, al tiempo que se acerca el teléfono a la cara
y solo tengo un vistazo extraño de sus ojos—. ¿Quién está detrás de ti?
En ese momento, la sangre se me agolpa a los pies y me incorporo de golpe, en el
intento de ocultar lo que sea que Génesis haya visto a mis espaldas.
—Nadie —digo, al tiempo que esbozo una sonrisa que pretendo que luzca confundida.
—Andrea Roldán, ¿quién está...? —No puede terminar de formular la pregunta. No
puede hacer nada porque la resolución se apodera de sus facciones con una rapidez
aterradora y sus ojos se ensombrecen—. ¿Se aprovechó de ti? ¿De tu estado
emocional?
—¿Qué? —finjo demencia—. ¿De qué hablas?
—No trates de hacerte la tonta conmigo, Andrea Roldán, te conozco a la perfección.
—Génesis me mira con severidad—. No trates de protegerlo. Sé que es Bruno Ranieri
el que está dormido detrás de ti.
Bruno suelta una maldición a mis espaldas, porque ha sido capaz de escuchar lo que
mi amiga acaba de decir y mis ojos se cierran con fuerza en ese momento.
—Génesis, escucha —digo, al tiempo que me pongo de pie de la cama a toda velocidad
y me encamino hacia el armario para encerrarme ahí—. Las cosas no son como tú
piensas.
Bruno suelta otra palabrota y lo escucho dar tumbos al ponerse de pie de la cama.
Estoy a punto de encerrarme en el vestidor, cuando una palma grande y firme me
impide cerrar la puerta y otra —suave pero firme— me quita el teléfono de los dedos
para encarar a Génesis.
Lleva el entrecejo fruncido, el cabello alborotado y cara de pocos amigos; sigue
sin llevar nada que le cubra el torso y se nota a leguas que estaba dormido; pero,
con todo y eso, no deja de lucir imponente y amenazador.
—No debería hacer esto, porque lo que tenemos Andrea y yo solo nos incumbe a
nosotros, pero de todos modos voy a sacarte de las dudas —Bruno suelta, con dureza,
antes de continuar—: No me estoy aprovechando de nadie. Nunca lo he hecho. Anoche
no pasó absolutamente nada entre nosotros; y si quieres saber si ha pasado...
bueno, pues entonces tendrás que preguntárselo a ella, porque yo no voy decirte una
mierda. —Hace una pequeña pausa, antes de añadir—: Lo único que quiero que quede
bien claro, es que yo jamás me aprovecharía de alguien como ella. Nunca.
Entonces, me ofrece el teléfono de regreso y sale del vestidor.
Me toma unos instantes volver al aquí y al ahora, pero, tan pronto como lo hago,
echo el pestillo y me recargo sobre la puerta antes de tomar el teléfono de Bruno
entre los dedos para volver a encarar a Génesis.
El gesto que esboza está a medio camino entre la diversión, la indignación y la
confusión, y me encantaría decir que el mío es muy diferente del suyo, pero la
verdad es que no es así. Muy a mi pesar, hay una revolución en mi interior y se me
refleja en la cara.
—Andrea, no me digas que tú eres la chica con la que ese patán tiene algo —Génesis
inquiere, y sé que no lo hace desde un lugar impositivo. Que la irritación en su
voz es mera preocupación; pero, de todos modos, hace que quiera colgarle al
teléfono.
Lo primero que quiero preguntar es: «¿Cómo diablos sabes que Bruno tiene algo con
alguien?... o lo que sea que sea esto», pero, en su lugar, digo:
—Y si es así... ¿Qué?
—Andrea, el tipo tiene una reputación horrible. —Génesis suena frustrada cuando
habla—. Yo, que ni siquiera lo conozco, he escuchado mil y un historias de boca de
Dante y me da tanto miedo que te haga daño, que...
—Te agradezco la preocupación, Génesis —la corto de tajo—, pero creo que puedo
cuidarme de alguien como él.
Aprieta la mandíbula.
—Te mereces más que ser el polvo de un fulano, Andrea.
—Lo que tenemos es exclusivo —defiendo, pese a que sus palabras me calan hondo.
—Pues, por muy exclusivo que lo que tienen sea, te mereces más —replica—. Lo sabes.
Él también debería saberlo.
Cierro los ojos con fuerza.
—Y no trato de reprenderte por las decisiones que tomas. —El tono de Génesis es más
suave ahora. Preocupado—. Mucho menos trato de hacerte sentir que haces algo malo.
E solo que quiero que te preguntes si eso... sea lo que sea que ese tipo te
ofrece... es lo que tú quieres. Si es así, te prometo que no volveré a molestarte
más con el asunto; pero, si lo que deseas es distinto, Andrea, no se lo permitas.
No te lo permitas a ti misma. No te des menos de lo que te mereces. Ya lo hiciste
una vez.
Mi amiga y yo nos miramos durante un largo momento, pero ninguna de las dos se
atreve a decir nada. Sus palabras han quedado asentadas en mi interior, ardiendo
como brasas al rojo vivo, pero me las arreglo para esbozar una sonrisa
tranquilizadora.
—Gracias por preocuparte por mí, Gen —digo, porque ahora mismo no estamos para
hablar de esto. Ninguna de las dos.
Ella parece captar el mensaje de inmediato, ya que, con una broma respecto a la
hinchazón de mi pómulo, cambia el rumbo de nuestra conversación.
***
Bruno no ha preguntado sobre lo que hablé con Génesis luego de que me encerré en el
armario y lo agradezco. Ahora mismo me siento tan agobiada y abrumada, que prefiero
no traerlo a colación.
Por mucho que me cueste admitirlo, las palabras de mi amiga no han dejado de darme
vueltas en la cabeza, como una cantaleta incesante y dolorosa. Como un martilleo
constante que me provoca un pequeño dolor en el pecho. Uno que, mucho me temo,
podría acrecentar si indago en los sentimientos que me llenan el cuerpo.
Con todo y eso, me las he arreglado para mantenerme serena dentro de lo que cabe.
Hace un par de horas, luego de que despertamos, Bruno salió para llevar mi
justificante médico al trabajo. Tendré incapacidad durante una semana —tres días
que me dieron en la dependencia oficial de gobierno y cuatro más que Bruno me
consiguió con su amigo, el médico—, así que no sé qué haré con tanto tiempo libre
en casa.
Ahora mismo, no sé qué hacer. Estoy tan acostumbrada a estar siempre corriendo de
un lado a otro, que ahora que tengo un poco de tiempo libre, no tengo idea de en
qué invertirlo.
Bruno está trabajando en el despacho del pent-house, así que he pasado la mayoría
de la tarde viendo la pantalla de Netflix sin decidir del todo qué quiero poner
ahora —todo esto después, por supuesto, de arreglar las patitas mis anteojos
con Pegatodo y bicarbonato.
Tampoco es como si tuviera muchas ganas de ver algo. Con la revolución que traigo
adentro, no estoy segura de tener cabeza para poner toda mi concentración en una
sola cosa.
Un suspiro cansado se me escapa y, durante un segundo, considero la posibilidad de
ir a ver a Bruno, solo porque me pone de nervios el hecho de que ha estado muy
serio todo el día; sin embargo, lo descarto tan pronto como me viene a la cabeza y
decido meterme en la ducha.
El agua caliente hace maravillas con mis músculos magullados y aprovecho el calor
para mover los hombros y estirarme lo más posible.
Al salir, me pongo una sudadera que me llega a la mitad de los muslos y bragas —sin
sujetador— y me meto en la cama una vez más.
***
Capítulo 38
BRUNO
—Señor Ranieri, disculpe que lo moleste de nuevo, pero el señor Barrueco ha llamado
una vez más. —La voz de Lorena inunda mis oídos y alzo la vista de los documentos
que leía con atención.
Una mezcla de diversión e irritación rápidamente se cuela en mi torrente sanguíneo
y una sonrisa irritada, de manera inevitable, se dibuja en mi rostro.
—¿Qué le has dicho? —inquiero, curioso, pero tratando de mantener mi gesto serio.
—Que seguía en reunión... —Hace una mueca dolorida—. Como hace una hora que llamó.
Asiento.
—Bien. —Hago un gesto que indica que puede retirarse—. Gracias.
—Pero, señor, ¿qué hago si vuelve a llamar?
Lo pienso unos segundos.
—Eso: Que sigo en junta. —Esta vez, no me molesto en disimular la sonrisa descarada
que tira de mis labios.
El gesto torturado de mi secretaria casi me hace retractarme, pero me mantengo
firme hasta que se marcha y me deja solo una vez más.
El teléfono nuevo entre mis dedos me parece una exageración cuando lo tomo, pero no
tuve más remedio que quedármelo pese a que no lo necesitaba.
Ayer, luego de que salí del pent-house por la cena, no pude evitar pasar a un
centro comercial a comprar un condenado teléfono para Andrea. Fue el error más
grande que pude haber cometido. Se puso como loca cuando se lo di. Casi me lo lanza
a la cara cuando le dije que se lo tomara como regalo de cumpleaños muy —muy—
atrasado.
Estaba tan indignada y molesta, que creí que no volvería a hablarme. Por fortuna,
unos cuantos arrumacos y una disculpa susurrada —y bien intencionada— contra su
oreja, fueron suficiente para hacerla olvidar el mal rato.
Y, pese a que las cosas no pasaron a mayores términos entre nosotros, tuve que
tomar una decisión estratégica para conseguir que Andrea me aceptara un Smartphone.
Una sonrisa lenta y satisfecha se desliza en mis labios cuando leo «Liendre
(temporal)» en la pantalla, seguido de un ícono de mensaje, y lo abro de inmediato
para leer:
«Te dije que no quería que me regalaras un teléfono».
Un bufido se me escapa, pero tecleo rápidamente:
«No te lo estoy regalando».
Al cabo de unos segundos, recibo:
«¿No? ¿Qué es esto, entonces?»
No me toma mucho responder:
«Un préstamo.
Te estoy prestando un teléfono que ya no voy a utilizar porque ayer me compré uno
nuevo».
Un cliente me llama a la oficina, es por eso que me toma casi diez minutos leer su
siguiente mensaje:
«¡Ja, ja! Te crees muy listo, ¿no es así? No voy a dejar que me regales un
teléfono. Mucho menos un iPhone. No está a discusión, Bruno Ranieri».
—Necia como solo tú puedes —mascullo, para mí mismo y, rápido, tecleo:
«Es un préstamo».
Lee mi mensaje, pero no lo responde y aprieto la mandíbula porque me provoca una
sensación incómoda.
Sabía que le molestaría también. Que era arriesgadísimo pasar a dejar mi antiguo
teléfono en la tienda de reparaciones de un amigo para que lo limpiara y le
asignara otro número —y así poder quedarme yo con el mío—, para luego pedirle que
lo mandara por mensajería al pent-house —porque, por supuesto, quería que Andrea lo
tuviera de inmediato—; pero jamás imaginé que también esto le incomodaría tanto.
No debí decirle a Daniel —mi amigo, el de la tienda— que, cuando terminara,
guardara mi número como: «20 cms Ranieri». Maldigo para mis adentros y contemplo la
pantalla unos instantes y, luego, escribo:
«¿Qué tiene de malo, Andrea?
No te lo estoy regalando, ya te lo dije. Solo te lo estoy prestando.
Mientras te compras uno nuevo. No puedes andar incomunicada y lo sabes».
El condenado aparato entre mis dedos suena con la llamada entrante de Dante y un
sonido frustrado se me escapa de la garganta casi al instante.
No ha dejado de buscarme por todos los medios habidos y por haber. Todo este asunto
con Andrea ha puesto a mi amigo y a su esposa bastante... inquietos —por no decir
insoportables—, y no puedo dejar de desear que nada de esto hubiera pasado. Que no
se hubieran enterado y todo siguiera tal cual estaba.
Suspiro, irritado y frustrado en partes iguales.
Sé que Dante no dejará de molestar si no le pongo un alto. Que debo hablar con él
de una buena vez si quiero que detenga este sinsentido de llamadas a todas horas;
es por eso que, pese a que lo último que quiero es rendirle cuentas a alguien,
respondo a su llamada por Facetime.
No sé qué esperaba encontrar cuando apareciera por la pantalla, pero,
sorprendentemente, Dante no luce tan descompuesto como creí que luciría. De todos
modos, la irritación en su gesto es palpable.
—Al fin respondes —puntualiza lo obvio con tanto veneno, que tengo que reprimir la
sonrisa boba que amenaza con asaltarme.
—Si no fueses tan insistente, probablemente te habría regresado la llamada antes —
me sincero y él me ve con cara de pocos amigos.
—Mira, Bruno, no estoy de humor para esto. Solo te llamaba para advertirte que...
—Escucha, Dante —lo corto, antes de que diga algo que pueda hacerme reaccionar—, si
me llamaste para amenazarme, recriminarme o reprimirme por lo que tengo con Andrea,
ahórratelo. No voy a discutir mis relaciones contigo. Andrea tampoco tendría que
discutirlas con tu esposa. Somos adultos y no hacemos nada malo.
—Te estás aprovechando de ella.
—Me estoy aprovechando de ella —repito, con aire socarrón y burlón, pero la ira que
ha desatado su comentario me escuece las entrañas—. ¿Es que acaso no es lo
suficientemente inteligente como para notar cuando alguien trata de tomarle
ventaja? —Sacudo la cabeza en una negativa—. No la conoces. No es una tonta y yo
tampoco soy un patán de mierda. Le he dejado en claro cuál es mi postura sobre lo
que tenemos.
—Pero, Bruno...
—Pero, Bruno, nada. —Lo corto una vez más y, luego de unos segundos de silencio
tenso, continúo—: Dante, me conoces. Sabes que no soy un imbécil. Que sé
diferenciar a la perfección la línea entre lo correcto y la patanería y, te juro
que nada de lo que hacemos cruza esa línea.
Mi amigo me mira fijamente durante un largo rato antes de dejar ir un suspiro.
—Génesis está preocupada —dice, al cabo de otro momento.
Asiento.
—Lo sé —replico—, pero, Dante, no está ocurriendo nada malo entre nosotros.
—Yo sé que no, Bruno —rezonga—, pero, asumiendo que ella es la chica sobre la que
hemos hablado, ¿qué va a pasar cuando ella quiera más? ¿O cuando te aburras de lo
que tienen?
Es mi turno de suspirar.
—Te prometo una cosa, Dante: Si lo mío con Andrea empieza a volverse complicado
para cualquiera de los dos, lo terminaré de inmediato. Para no herirla.
Dante sacude la cabeza en un gesto indeciso e incómodo.
—Bruno...
—Confía en mí. —Le sonrío, para aligerar el ambiente y él me devuelve el gesto muy
a su pesar.
—Me vas a sacar canas verdes, Ranieri.
—Deja de preocuparte tanto por mí, Barrueco. Lo tengo todo bajo control.
Me mira con gesto reprobatorio.
—Espero, por el bien de todos, que así sea —dice y, una sonrisa fácil tira de mis
labios antes de que, de manera deliberada, cambie de tema.
***
Capítulo 38
BRUNO
—Señor Ranieri, disculpe que lo moleste de nuevo, pero el señor Barrueco ha llamado
una vez más. —La voz de Lorena inunda mis oídos y alzo la vista de los documentos
que leía con atención.
Una mezcla de diversión e irritación rápidamente se cuela en mi torrente sanguíneo
y una sonrisa irritada, de manera inevitable, se dibuja en mi rostro.
—¿Qué le has dicho? —inquiero, curioso, pero tratando de mantener mi gesto serio.
—Que seguía en reunión... —Hace una mueca dolorida—. Como hace una hora que llamó.
Asiento.
—Bien. —Hago un gesto que indica que puede retirarse—. Gracias.
—Pero, señor, ¿qué hago si vuelve a llamar?
Lo pienso unos segundos.
—Eso: Que sigo en junta. —Esta vez, no me molesto en disimular la sonrisa descarada
que tira de mis labios.
El gesto torturado de mi secretaria casi me hace retractarme, pero me mantengo
firme hasta que se marcha y me deja solo una vez más.
El teléfono nuevo entre mis dedos me parece una exageración cuando lo tomo, pero no
tuve más remedio que quedármelo pese a que no lo necesitaba.
Ayer, luego de que salí del pent-house por la cena, no pude evitar pasar a un
centro comercial a comprar un condenado teléfono para Andrea. Fue el error más
grande que pude haber cometido. Se puso como loca cuando se lo di. Casi me lo lanza
a la cara cuando le dije que se lo tomara como regalo de cumpleaños muy —muy—
atrasado.
Estaba tan indignada y molesta, que creí que no volvería a hablarme. Por fortuna,
unos cuantos arrumacos y una disculpa susurrada —y bien intencionada— contra su
oreja, fueron suficiente para hacerla olvidar el mal rato.
Y, pese a que las cosas no pasaron a mayores términos entre nosotros, tuve que
tomar una decisión estratégica para conseguir que Andrea me aceptara un Smartphone.
Una sonrisa lenta y satisfecha se desliza en mis labios cuando leo «Liendre
(temporal)» en la pantalla, seguido de un ícono de mensaje, y lo abro de inmediato
para leer:
«Te dije que no quería que me regalaras un teléfono».
Un bufido se me escapa, pero tecleo rápidamente:
«No te lo estoy regalando».
Al cabo de unos segundos, recibo:
«¿No? ¿Qué es esto, entonces?»
No me toma mucho responder:
«Un préstamo.
Te estoy prestando un teléfono que ya no voy a utilizar porque ayer me compré uno
nuevo».
Un cliente me llama a la oficina, es por eso que me toma casi diez minutos leer su
siguiente mensaje:
«¡Ja, ja! Te crees muy listo, ¿no es así? No voy a dejar que me regales un
teléfono. Mucho menos un iPhone. No está a discusión, Bruno Ranieri».
—Necia como solo tú puedes —mascullo, para mí mismo y, rápido, tecleo:
«Es un préstamo».
Lee mi mensaje, pero no lo responde y aprieto la mandíbula porque me provoca una
sensación incómoda.
Sabía que le molestaría también. Que era arriesgadísimo pasar a dejar mi antiguo
teléfono en la tienda de reparaciones de un amigo para que lo limpiara y le
asignara otro número —y así poder quedarme yo con el mío—, para luego pedirle que
lo mandara por mensajería al pent-house —porque, por supuesto, quería que Andrea lo
tuviera de inmediato—; pero jamás imaginé que también esto le incomodaría tanto.
No debí decirle a Daniel —mi amigo, el de la tienda— que, cuando terminara,
guardara mi número como: «20 cms Ranieri». Maldigo para mis adentros y contemplo la
pantalla unos instantes y, luego, escribo:
«¿Qué tiene de malo, Andrea?
No te lo estoy regalando, ya te lo dije. Solo te lo estoy prestando.
Mientras te compras uno nuevo. No puedes andar incomunicada y lo sabes».
El condenado aparato entre mis dedos suena con la llamada entrante de Dante y un
sonido frustrado se me escapa de la garganta casi al instante.
No ha dejado de buscarme por todos los medios habidos y por haber. Todo este asunto
con Andrea ha puesto a mi amigo y a su esposa bastante... inquietos —por no decir
insoportables—, y no puedo dejar de desear que nada de esto hubiera pasado. Que no
se hubieran enterado y todo siguiera tal cual estaba.
Suspiro, irritado y frustrado en partes iguales.
Sé que Dante no dejará de molestar si no le pongo un alto. Que debo hablar con él
de una buena vez si quiero que detenga este sinsentido de llamadas a todas horas;
es por eso que, pese a que lo último que quiero es rendirle cuentas a alguien,
respondo a su llamada por Facetime.
No sé qué esperaba encontrar cuando apareciera por la pantalla, pero,
sorprendentemente, Dante no luce tan descompuesto como creí que luciría. De todos
modos, la irritación en su gesto es palpable.
—Al fin respondes —puntualiza lo obvio con tanto veneno, que tengo que reprimir la
sonrisa boba que amenaza con asaltarme.
—Si no fueses tan insistente, probablemente te habría regresado la llamada antes —
me sincero y él me ve con cara de pocos amigos.
—Mira, Bruno, no estoy de humor para esto. Solo te llamaba para advertirte que...
—Escucha, Dante —lo corto, antes de que diga algo que pueda hacerme reaccionar—, si
me llamaste para amenazarme, recriminarme o reprimirme por lo que tengo con Andrea,
ahórratelo. No voy a discutir mis relaciones contigo. Andrea tampoco tendría que
discutirlas con tu esposa. Somos adultos y no hacemos nada malo.
—Te estás aprovechando de ella.
—Me estoy aprovechando de ella —repito, con aire socarrón y burlón, pero la ira que
ha desatado su comentario me escuece las entrañas—. ¿Es que acaso no es lo
suficientemente inteligente como para notar cuando alguien trata de tomarle
ventaja? —Sacudo la cabeza en una negativa—. No la conoces. No es una tonta y yo
tampoco soy un patán de mierda. Le he dejado en claro cuál es mi postura sobre lo
que tenemos.
—Pero, Bruno...
—Pero, Bruno, nada. —Lo corto una vez más y, luego de unos segundos de silencio
tenso, continúo—: Dante, me conoces. Sabes que no soy un imbécil. Que sé
diferenciar a la perfección la línea entre lo correcto y la patanería y, te juro
que nada de lo que hacemos cruza esa línea.
Mi amigo me mira fijamente durante un largo rato antes de dejar ir un suspiro.
—Génesis está preocupada —dice, al cabo de otro momento.
Asiento.
—Lo sé —replico—, pero, Dante, no está ocurriendo nada malo entre nosotros.
—Yo sé que no, Bruno —rezonga—, pero, asumiendo que ella es la chica sobre la que
hemos hablado, ¿qué va a pasar cuando ella quiera más? ¿O cuando te aburras de lo
que tienen?
Es mi turno de suspirar.
—Te prometo una cosa, Dante: Si lo mío con Andrea empieza a volverse complicado
para cualquiera de los dos, lo terminaré de inmediato. Para no herirla.
Dante sacude la cabeza en un gesto indeciso e incómodo.
—Bruno...
—Confía en mí. —Le sonrío, para aligerar el ambiente y él me devuelve el gesto muy
a su pesar.
—Me vas a sacar canas verdes, Ranieri.
—Deja de preocuparte tanto por mí, Barrueco. Lo tengo todo bajo control.
Me mira con gesto reprobatorio.
—Espero, por el bien de todos, que así sea —dice y, una sonrisa fácil tira de mis
labios antes de que, de manera deliberada, cambie de tema.
***
Capítulo 39
ANDREA
***
Me levanto muy temprano en la mañana para no tener que ver a Bruno merodeando por
el apartamento mientras me alisto, y me marcho antes de que despierte.
La caminata al autobús se me hace más pesada de lo que recuerdo que era y, de
pronto, me encuentro pensando en la rapidez con la que me acostumbré a las
comodidades que Bruno pone —o ponía— en mi día a día.
El extraño escozor —ese que había tratado de ignorar desde que me levanté— me
atenaza el pecho y los ojos me arden con la sombra de unas lágrimas que no llegan a
mí del todo.
No sé por qué me siento así de miserable. No se supone que debería hacerlo. Bruno
siempre dejó en claro lo que buscaba de esto y yo lo acepté. Estaba bien con lo que
teníamos. Con la exclusividad y esa sensación de seguridad que me provocaba pasar
tiempo con él; pero, ahora no sé porqué no es suficiente.
No sé porqué no puedo conformarme con eso y disfrutarlo como es debido, y tampoco
sé qué diablos hacer para solucionarlo. Para poder seguir siendo fiel a mí misma y
tenerlo a él —a lo que me ofrece— al mismo tiempo.
Sabes que es imposible. Me susurra el subconsciente y cierro los ojos con fuerza
porque mucho me temo que es verdad. Aceptar lo que Bruno me ofrece va en contra de
todo lo que quiero para mí y tampoco puedo forzarlo a aceptar querer tener algo
conmigo.
¿Y tú quieres algo con él?
Dejo escapar el aire y abro los ojos para abrazarme a mí misma mientras espero el
autobús y me obligo a dejar de pensar en todo esto.
El camino al trabajo pasa sin novedad alguna hasta que Bruno me llama por teléfono
y me deja un par de mensajes de texto que no leo hasta que estoy guardando mis
cosas en el casillero que me han asignado.
Pregunta por qué me he marchado sin más y me pide que le avise tan pronto esté aquí
en el trabajo. Las emociones contradictorias que me embargan son tan intensas, que
decido solo escribirle un mensaje escueto —avisándole que llegué al trabajo sana y
salva— para no tenerlas dándome vueltas el resto de la mañana.
Karla, durante el almuerzo, me pregunta qué ocurre y, sin poder privarme de las
ganas que tengo de desahogarme, se lo cuento todo.
Le hablo sobre las atenciones, las charlas hasta la madrugada, las risas a todas
horas y lo mucho que disfruto de su compañía. De lo brillantes que son mis días
desde que forma parte de ellos y, pese a que no deseo hacerlo, también le cuento
todo aquello que me ha mantenido inquieta —todo lo que había pasado antes y que
nunca hablamos— y este último incidente con José Luis y la oleada de sentimientos
que me provocó.
Para el momento en el que termino de hablar, hay un nudo tan apretado en mi
garganta, que me cuesta incluso respirar.
—Cariño, no necesito decírtelo, ¿no es así? —Karla pone una mano sobre la mía y la
aprieta en un gesto conciliador, al tiempo que me mira con diversión y lástima.
Cierro los ojos, pero no digo nada.
—Sabes que estás enamorada de tu compañero de apartamento, ¿verdad? —ella insiste y
un sonido doloroso se me escapa en ese momento.
—Es un imbécil —me quejo, al tiempo que me cubro la cara con las manos.
—Y así, imbécil y todo, estás enamorada de él. —No puedo refutar a su declaración,
así que me limito a cruzarme de brazos unos instantes antes de volver a lamentarme
cubriéndome la cara.
—No tenía que pasar de esta manera. Se supone que él era un idiota y yo solo tenía
buen sexo. Se supone que era inmune a sus encantos ahora que somos mayores y que no
debía... —Sacudo la cabeza en una negativa desesperada, al tiempo que las lágrimas
me impiden continuar. Karla me envuelve en un abrazo tan conciliador, que casi me
olvido de que estamos en la mesa más recóndita del área común para empleados y me
echo a llorar de la manera más patética.
—No entiendo qué tiene de malo que estés enamorada. —Karla dice, al tiempo que se
aparta para mirarme a los ojos—. Sí, el tipo es un imbécil, pero no creo que no
tenga remedio.
Una carcajada carente de humor brota de mi garganta, al tiempo que un par de
lágrimas traicioneras me abandonan.
—Se comportó como un completo asno ayer.
—Está asustado.
—Y de todos modos, eso no lo justifica. —Niego con la cabeza—. Una vez le permití a
alguien ser un completo idiota conmigo y terminó de la peor manera posible para mí;
así que: No, gracias. No voy a volver a pasar por eso. No me lo merezco.
—Entonces, ¿qué es lo que quieres, Andrea? ¿Mandarlo a la mierda? ¿Qué haga algo
para enmendarlo? —Sacude la cabeza—. Por lo que dices, el tipo tiene un serio
problema con los apegos emocionales y se comunica como el culo; pero, también, por
lo que dices, no suena como una mala persona. Como alguien que quisiera herirte de
manera intencional, quiero decir. Y, además, le importas.
Desvío la mirada de la suya y la clavo en el suelo al tiempo que me abrazo a mí
misma.
—¿Y de qué me sirve todo eso si no...? —Me detengo en seco por que no sé cómo
terminar esa pregunta.
—Si no, ¿qué? —Karla inquiere, en voz baja—. ¿Si no te corresponde? ¿Si no quiere
lo mismo que tú? ¿Tienes la certeza de ello? ¿Él la tiene? ¿Por qué no se lo
preguntas? ¿Por qué no hablas con él sobre todo esto?
—Porque él me lo ha dejado en claro más veces de las que puedo contar —replico,
frustrada y dolida—. Me ha dicho hasta el cansancio que lo nuestro es exclusivo,
pero no de esa manera.
—Pero tú no le has dicho nada de lo que sientes. No le has dicho nada de lo que
quieres. Es tiempo de que lo hagas, Andrea.
El pánico que me invade luego de que mi amiga pronuncia aquello es indescriptible.
Sordo e intenso por sobre todas las cosas.
Y no solo por lo que implica hablarle a Bruno sobre lo que siento, sino porque en
realidad no sé qué diablos siento.
No soy una tonta. Sé perfectamente que Bruno Ranieri no me es indiferente. Que, en
el fondo, he albergado ciertas esperanzas. ¿De qué? No estoy muy segura. Lo único
que sé es que me gusta mucho más de lo que me gustaría admitir. El tiempo a su lado
se pasa volando. Con todo y su carácter hosco y huraño, no puedo dejar de tener el
mejor humor cuando se encuentra cerca.
No hay nada que no me gustaría hacer con ese hombre y me aterra tanto saberlo, que
no sé cómo lidiar con ello. Que prefiero cerrar los ojos a ello y no enfrentarlo.
—No pienso declararle mis sentimientos a ese hombre una segunda vez, Karla —digo,
al cabo de un largo momento, en un afán de quitarle tensión al momento y ella
suelta una carcajada—. No te rías. Hablo en serio. Mi orgullo no me lo permite.
—No vas a declararle tus sentimientos, boba. Solo vas a decirle que quieres algo
más.
—¿Qué no es eso lo mismo?
Ella lo piensa unos instantes.
—Quizás sí. —Asiente—. Pero... con gracia.
Esta vez, la carcajada que se me escapa está a medio camino entre la histeria y la
diversión.
—Estás loca.
—Di lo que quieras, Andrea Roldán —Karla dice—, pero, la que está enamorada de un
estúpido eres tú, no yo. Al mío ya lo superé.
Otra risotada se me escapa y le muestro mi dedo medio de la mano derecha.
—Vete al infierno.
Es el turno de mi amiga para reír para, luego de eso, llevar la conversación a un
lugar más ameno.
—Solo... piensa qué es lo que quieres hacer, Andrea. Toma una decisión. Si no
quieres hablar con él porque sientes que todo ha quedado muy claro, entonces, solo
queda decidir.
Decidir.
Decidir si quiero o no seguir con lo que tenemos, de la manera en la que lo
tenemos. Decidir si quiero o no terminarlo de una buena vez.
Suspiro.
El pecho no ha dejado de dolerme y me escuece aún más cuando el teléfono me vibra
entre los dedos y leo, en la burbuja que aparece en la pantalla, un mensaje de
Bruno que dice:
«Odio cuando no somos amigos. Lo lamento. Soy un idiota».
Lágrimas nuevas me inundan la mirada y cierro los ojos para contenerlas.
—C-Creo que voy a tomar mi distancia.
—¿Vas a terminar con lo que tienen? —Karla inquiere, en voz baja y suave, como si
tratase de no herirme con lo que dice.
—No lo sé. —Admito—. Solo sé que necesito... espacio.
Ella asiente.
—¿Vas a hablar con él?
—No lo sé. ¿Tiene objeto?
Suspira.
—Lo lamento tanto, Andrea.
Me encojo de hombros.
—No lo lamentes —digo, pese a que quiero echarme a llorar—. Aquí no ha pasado nada.
No todavía. Pienso, pero me obligo a empujar el pensamiento en lo más profundo de
mi mente.
Capítulo 40
BRUNO
Lorena y la secretaria de mi padre están hablando de mí. Ellas creen que no puedo
escucharlas, pero lo hago fuerte y claro.
Ahora mismo, Lorena le ha dicho a Silvia —la secretaria de mi padre— que llevo dos
semanas comportándome como un completo dolor en el culo. Claro que no ha utilizado
esas palabras. Por supuesto que no. Lorena tiene más clase; pero, en resumidas
cuentas, eso es lo que ha dicho.
Y me encantaría estar enojado por ello. Molesto hasta el carajo... pero no puedo.
No estoy ni un poco irritado porque sé, muy en el fondo, que tiene razón.
No he tenido mis mejores semanas y, por más que me cueste admitirlo, mucho me temo
que Andrea Roldán tiene mucho que ver.
Hace dos semanas que me mandó a la mierda. No directamente. No me confrontó y me
dijo que ya no quería nada conmigo. Solo... empezó a evitarme.
Dejó de responderme a los mensajes bobos —ahora solo me escribe cuando va a salir
tarde del trabajo—, comenzó a dormir de nuevo en el teatro en casa —pese a que le
rogué que me dejara quedarme ahí en su lugar— y, de pronto, dejamos de coincidir en
el apartamento.
Siempre tiene algo qué hacer o un lugar al cuál llegar. Siempre regresa a casa
agotada y nunca tiene ganas de hacer nada conmigo.
Por supuesto, no me tomó mucho tiempo darme cuenta de lo que estaba pasando. Y
tampoco es que pueda culparla. La última vez me comporté como un verdadero imbécil.
No sé en qué diablos pensaba cuando toda aquella basura salió de mi boca. Tampoco
sé qué carajos esperaba que sucediera después.
Fui un idiota. Un completo hijo de puta incapaz de tomar las cosas con calma o, en
el mejor de los casos, con humor. José Luis solo creyó algo que, seguramente,
creería cualquiera que hubiese visto lo que él: a un hombre y a una mujer riendo,
de la mano, mientras suben al apartamento en el que viven. Cualquiera asumiría lo
que él asumió. Y, de todos modos, no le encuentro explicación a la forma en la que
me sentí en ese momento.
Por supuesto, si hubiese sabido que terminaría sintiéndome peor de lo que lo hacía,
me habría quedado callado.
Lo cierto es que eso que dice Lorena no es una mentira. He andado con un humor de
perros. He despotricado y maltratado a todo aquel que me lo ha permitido, solo
porque no soporto estar ni un minuto más en mi propia piel.
Pero sé que lo merezco. Merezco sentirme tan miserable como lo hago, y andar con el
humor asqueroso con el que he navegado estos últimos días.
Y lo peor de todo es que ni siquiera he tenido el valor de disculparme con ella
porque soy tan orgulloso. Tan imbécil. Tan...
El teléfono de la oficina empieza a sonar y me saca de mis cavilaciones de golpe.
Una palabrota malhumorada se forma en la punta de mi lengua, pero me la trago
mientras levanto la bocina:
—¿Qué? —No pretendo sonar así de brusco, así que no puedo evitar que una mueca de
disgusto me asalte.
—Señor Ranieri —Lorena dice, con mucho tacto—, lamento importunar. Sé que me dijo
que no recibiría a nadie el día de hoy, pero su hermana está aquí y quiere pasar a
verlo.
Cierro los ojos y me presiono el tabique de la nariz con los dedos, en un gesto
fastidiado.
Lo que me faltaba.
—Hazla pasar, Lorena —digo, pese a que lo último que quiero es tener que lidiar con
Tania ahora mismo; sin embargo, me las arreglo para sonar más amable en esta
ocasión.
—De acuerdo —ella musita y, luego, finaliza la llamada.
No le toma mucho tiempo a Tania el aparecer en el umbral de la puerta de mi
oficina.
La aparatosa carriola de Mateo se abre paso en el interior y, detrás de ella, mi
hermana entra con esa energía vibrante que siempre la ha caracterizado.
Recuerdo que mi madre solía decirle a todo el mundo que éramos como el día y la
noche: ella siempre vibrante y electrizante, y yo todo el tiempo taciturno.
Ensimismado. Huraño.
Ahora que miro en retrospectiva, la verdad es que las cosas no han cambiado
demasiado. Al contrario, ella cada vez es más bella y yo cada vez más bestia.
—Quita esa cara, que no vengo a quitarte mucho tiempo. —Mi hermana comienza, sin
siquiera saludarme, mientras empuja el armatoste que lleva a mi sobrino en el
interior.
Cuando está dentro de la estancia, deja a Mateo cerca y rodea el escritorio.
Apenas me da tiempo de ponerme de pie, cuando me besa la mejilla y me envuelve en
un abrazo efusivo.
La sonrisa radiante que lleva en el rostro me pone ligeramente nervioso, porque sé
que no augura nada bueno.
Al menos, no para mí.
—¿Cómo estás? —inquiere, mientras regresa s0bre sus pasos para tomar la carriola de
Mateo y empujarla hasta que queda junto a la silla frente a mi escritorio.
Parpadeo un par de veces.
—¿A qué viniste? —La miro, con cautela.
Fingida indignación se apodera de su gesto.
—¿Debo tener un motivo para venir a ver a mi hermano menor? —Suelta, con una dureza
que no le compro.
—Tú no vienes aquí. Nunca —apunto—. Odias este lugar. Si quisieras verme, habrías
ido al pent-house, o me habrías llamado para que fuera a verte. Estás aquí por
algo. ¿A qué viniste?
Un brillo extraño se apodera de su gesto y su seguridad vacila.
—¿Por qué demonios me conoces así de bien? —se queja y sonrío.
—Mientras que lo que vienes a decirme no involucre malas noticias, todo está
perfecto.
—Nada de malas noticias —me asegura—. Vengo a decirte algo maravilloso, de hecho.
—Suéltalo, entonces.
—Estoy organizándote una fiesta de cumpleaños.
—¿Ves? Este tipo de malas noticias son las que no tienes que venir a darme, Tania —
bromeo, pero, una parte de mí no lo hace del todo.
—¡Oh, vamos! ¡Cumples veintinueve! No podíamos dejar de festejar que casi llegas a
los fabulosos treinta.
Pongo los ojos en blanco.
—Y el año que viene querrás festejar mi cumpleaños con el pretexto de que «No todos
los años se cumplen treinta» o alguna mierda del estilo —refuto—. Nunca tendrás
suficiente.
—Cúlpame por querer festejarle el cumpleaños a mi hermanito.
—Eso es chantaje y lo sabes.
Una risotada se le escapa.
—Bruno, por favor —dice, al tiempo que hace un puchero—. No quiero que pase
desapercibido. Será algo pequeño. Lo prometo. Solo nosotros y a quien tú desees
invitar de tus amistades.
Un suspiro largo se me escapa.
—De acuerdo —digo, porque ahora mismo no tengo ganas de discutir con ella—. Solo
porque será algo pequeño, Tania.
—Diminuto. Solo nosotros y tus amigos cercanos.
Asiento.
—Está bien —digo, antes de que ella me cambie el tema y empiece a hablarme de la
remodelación de mi departamento.
***
Invité a Andrea a la reunión que está organizando Tania para el fin de semana.
Pese a que las cosas siguen extrañas entre nosotros, no dudé ni un segundo en
comentárselo a la primera oportunidad.
No dijo que iría, por supuesto, pero sí que lo pensaría. Desde entonces, me he
sentido más ansioso que de costumbre. Como si esperase que, de alguna manera,
accediera a acompañarme. Si así lo hiciera, sería más sencillo disculparme.
¿Por qué demonios me cuesta tanto trabajo disculparme?
Un suspiro largo brota de mis labios solo porque apenas es martes y todavía falta
mucho para el sábado —el día de la reunión—, y me reclino contra el respaldo de la
cómoda silla de mi escritorio.
No me gusta celebrar mi cumpleaños. Nunca me ha gustado. Y, de alguna manera,
siempre termino poniéndome una borrachera endemoniada. Y no es que esté quejándome;
por supuesto que no. Siempre he gozado de la fortuna de —pese al carácter de los
mil demonios que tengo— estar rodeado de gente que me procura en demasía.
Mi hermana, Tania, se encarga de que el veintiocho de septiembre —el día de mi
cumpleaños— nunca pase desapercibido.
Oscar —mi amigo, el médico—, desde que nos conocemos, también se encarga de que nos
reunamos ese día y, de alguna manera, termino yendo de festejo en festejo.
Este año; sin embargo, no me apetece nada de eso. Hoy, más que en cualquier otra
ocasión, deseo quedarme en casa y tumbarme a ver películas todo el día.
Lo que tú quieres es pasar tu cumpleaños con Andrea. Se burla mi subconsciente y me
froto la cara con ambas manos cuando, inevitablemente, el hilo de mis pensamientos
me lleva a ella una vez más.
Un gruñido frustrado brota de mis labios y me pongo de pie de la silla en la que me
encuentro instalado.
Es inútil. No puedo seguir así. Tengo que sacarme a Andrea de la cabeza de una
maldita vez. Tengo que ir a casa, esperarla y disculparme.
Lo que ocurra después, me importa un demonio. Si me manda a la mierda, merecido me
lo tengo. Lo único que necesito es escucharlo de su boca. Que me mire a los ojos
cuando me diga que ha decidido que soy un imbécil sin educación y me mande al
infierno.
Miro el reloj. Son las seis y media.
Tienes reunión a las siete.
Levanto la bocina del teléfono y llamo a la extensión de Lorena.
—Dígame, señor Ranieri.
—Lorena, cancela la junta de las siete y agéndala para el jueves a las cinco, por
favor —ordeno, amable.
—De acuerdo. Ya mismo llamo al corporativo Loyola para posponer su reunión. ¿Algo
más que pueda hacer por usted?
—Ve a casa temprano —digo y, sin darle tiempo de replicar finalizo nuestra llamada.
El camino al pent-house es más lento de lo que me gustaría, pero decido poner la
radio para disminuir un poco la ansiedad que ha empezado a embargarme.
No sé qué demonios estoy haciendo. Yo no soy así. No soy un tipo impulsivo, que
deja todo solo porque decidió que debía hablar con una mujer que, claramente, lo ha
mandado al carajo desde hace mucho; y, de todos modos, estoy aquí, entroncando en
una de las avenidas principales de la ciudad a hacer eso mismo: ir a rogar por un
poco de la atención de alguien que no quiere estar cerca de mí —con motivos
suficientes.
Capítulo 41
ANDREA
No sé cuánto tiempo pasa antes de que me arme de valor para salir de este lugar.
Cuando lo hago, es con una pila de ropa doblada lo suficientemente alta como para
cubrirme la cara con ella de ser necesario.
Sé que luzco como la mierda. Que tengo los ojos hinchados y, probablemente, mi cara
luzca como un tomate; pero era salir ahora o esperar a que Bruno se fuera a la
cama...
... O que, incluso, se le ocurriera empezar a buscarme.
Cualquiera de las opciones me es inconcebible; es por eso que decidí salir de aquí
y escabullirme hasta el baño. Con suerte, podré tomar una ducha que me mejore el
semblante. Si tengo un poco más de suerte —que sería demasiado pedirle a mi mala
fortuna, si puedo ser honesta—, podré irme a la cama sin toparme una vez más con
Bruno.
El camino a la habitación es seguro y, cuando llego, no hay indicios de que Bruno
se encuentre aquí.
Asomo la cabeza al armario, solo para ver si se encuentra aquí, pero no lo hace. El
resto de la estancia luce tal cual la dejé antes de irme y la sensación incómoda
que me provoca me hace querer salir de aquí.
Rápidamente, ordeno la pila de ropa que llevo conmigo y me dirijo al baño.
No quiero llamar a la puerta, así que pego la oreja a ella inútilmente —para tratar
de escuchar en el interior— sin éxito alguno.
Deja la ridiculez y llama a la puerta, Andrea. Me reprimo a mí misma, y aprieto los
dientes antes de tomar un par de inspiraciones profundas y llamar con golpes
suaves.
Silencio.
Llamo una vez más.
Nada todavía.
Abro la puerta. El baño está vacío. El alivio que siento al notarlo es inmediato,
pero no me permito saborearlo porque vuelvo sobre mis pasos para tomar algo de ropa
y me meto en la ducha.
En la regadera lloro otro poco, pero me las arreglo para recomponerme antes de
salir de ahí.
Para cuando dejo el espacioso cuarto de baño, me siento un poco mejor. La sensación
de desasosiego no se ha marchado para nada, pero el baño me ha asentado un poco las
ideas.
Vuelvo al armario luego de que deposito la ropa sucia en el canasto respectivo, y
me apresuro a terminar de doblar la ropa que tengo regada por todo el suelo
alfombrado antes de ordenarla y salir de la habitación lo más rápido que puedo.
No hay indicios de Bruno en la cocina, pero logro ver las puertas del despacho
cerradas cuando voy camino al teatro en casa.
Seguro está ahí.
Me muerdo el labio inferior, me reprimo solo porque no debería estar preocupada por
dónde se encuentra y me obligo a avanzar a paso rápido hasta la planta superior.
De repente, la idea de ponerme a ver una serie —justo como pensaba hacer cuando
terminara con la ropa— me apetece poco. Tan poco, que decido apagar el televisor y
acurrucarme entre las cobijas que ahora utilizo para dormir.
Mi teléfono —ese que Bruno me prestó y que planeo devolver tan pronto como pueda
comprarme uno— suena cuando el sueño ha empezado a hacer estragos en mí; así que me
toma unos instantes espabilar y tomarlo entre los dedos.
«Licenciado Guzmán». Leo en la pantalla y el corazón se me cae hasta los pies solo
porque no tengo idea de qué significa esto.
En otro momento, su llamada me habría provocado una sensación de esperanza absurda
—como esa que suelo guardar para todo, pese a que sé que soy un imán para los
problemas—; pero, ahora, no puedo hacer otra cosa más que tragar duro para
deshacerme del agujero ansioso que me invade el estómago.
Me levanto de la cama y me acerco a la barandilla de la estancia, solo para
intentar ver si Bruno se encuentra por ahí. Cuando no lo veo, respondo:
—¿Diga?
—Señorita Roldán, buenas noches —dice, y el tono serio que utiliza enciende todas
las alarmas en mi sistema.
—Licenciado Guzmán, ¿qué tal le va? —me obligo a decir, pese a que quiero preguntar
si llama para darme noticias.
—Muy bien, gracias. ¿Y usted?
—Todo de maravilla —miento—. ¿A qué debo el placer de su llamada?
—Me temo que no son motivos muy placenteros, señorita Roldán —el licenciado
pronuncia y todo mi cuerpo se tensa en respuesta.
El corazón me da un tropiezo, pero me las arreglo para mantenerme firme y segura
cuando digo:
—Lo escucho.
Silencio.
—Llamo para informarle que su proceso legal está en marcha de nuevo.
Las rodillas me fallan. El pulso me golpea con violencia detrás de las orejas, y
lágrimas nuevas y aterrorizadas me llenan la mirada.
El licenciado Guzmán está hablando, pero no logro escuchar nada de lo que dice.
Estoy tan aturdida ahora mismo, que apenas puedo escuchar el sonido de mi propia
respiración dificultosa.
Lo escucho decirme algo sobre vernos el fin de semana, y puedo escucharme a mí
misma accediendo a eso. Lo escucho decirme que no debo preocuparme porque lo tiene
todo bajo control y eso me provoca ganas de reír. No lo hago. Me quedo aquí,
quieta, mientras lo escucho hablar y hablar sobre algo a lo que no puedo ponerle ni
un poco de mi atención.
No puedo respirar. No puedo moverme. Estoy agarrotada, sentada en el suelo del
teatro en casa del pent-house de mi mejor amiga, con el corazón roto y los ojos
abnegados en lágrimas.
Estoy aterrorizada. Me duele todo el cuerpo. El corazón me va a estallar en
cualquier momento y quiero gritar. Quiero cerrar los ojos y que, cuando los abra,
todo esto sea una horrible pesadilla.
Quiero colgar el teléfono, meterme en la cama y olvidar que este día sucedió porque
no puedo soportarlo más.
—Licenciado Guzmán... —No sé cómo le hago para que la voz me suene tan estable
cuando hablo—. ¿Podemos hablar de todo esto cuando nos veamos?
El silencio del otro lado de la línea me hace saber que mis palabras lo han tomado
con la guardia baja.
—Por supuesto, señorita Roldán —dice, al cabo de un largo momento—. El sábado que
nos veamos hablamos sobre los pormenores del caso.
Asiento, pese a que sé que no puede verme.
—Me parece bien. —Esta vez, cuando hablo, sueno cansada. Derrotada...
—Nos vemos el sábado, entonces.
—Hasta el sábado, Licenciado Guzmán.
Capítulo 42
BRUNO
Cuando escucho las puertas del elevador cerrarse, dejo escapar un suspiro largo y
pesado.
Cierro los ojos.
Todavía puedo recordar cómo me sentí aquella noche. Todavía puedo revivir en mi
cabeza cada maldita palabra que dijo. Cada sensación que me dejó a flor de piel.
Todavía no logro digerirlo del todo. Una parte de mí todavía se encuentra ahí, de
pie en el armario, con los brazos entumecidos y el sabor de sus labios en la boca.
Esa noche, me encerré en el estudio de Dante y bebí como hacía mucho no bebía y, al
día siguiente, seguí encerrado y bebí un poco más.
Para no pensar. Para no sentir. Para no tener que enfrentarme a la revolución que
Andrea Roldán me provoca. Y, de todas maneras, cuando terminé de revolcarme en mi
propia miseria, no fui capaz de ponerle un orden a todo aquello que sentí. Que
aún siento.
Sacudo la cabeza en una negativa.
Necesito dejar de darle vueltas a lo mismo. Se supone que tomé una decisión, ahora,
debo afrontar las consecuencias de ello. Por mucho que la situación me disguste.
Por mucho que quiera que las cosas sean diferentes.
Con eso en la cabeza, termino el café que me serví y salgo del pent-house.
***
El medio día laboral que trabajo se me pasa rápido y lento a la vez. Entre llamadas
de trabajo y felicitaciones incómodas, apenas tengo oportunidad de pensar en Andrea
—cosa que agradezco— y, cuando me doy cuenta, ya estoy partiendo un pastel de
cumpleaños y escuchando las desafinadas Mañanitas en las voces de mis compañeros de
trabajo.
Salgo un poco más tarde de lo planeado de ahí, así que me apresuro a llegar al
pent-house para ducharme antes de ir a casa de mi hermana.
No espero encontrarme a Andrea cuando regreso, y no lo hago. Sigue fuera del
apartamento.
Cuando me percato de ello, no puedo evitar lanzarle al universo la petición de que
todo le salga bien.
Me reprimo cuando me doy cuenta de que estoy pensando en ella una vez más y me meto
en el agua helada cuando los pensamientos me llevan a lugares más calurosos. A
recuerdos que nos involucran a ambos, desnudos, en todos los rincones de este
lugar.
No me toma mucho tiempo alistarme, pero, de todos modos, ni siquiera he subido al
ascensor cuando Tania me llama por teléfono.
—Ya voy para allá —le digo, sin siquiera molestarme en saludarla, porque ya sé que
para eso es que me habla.
—Te amo. Feliz cumpleaños —replica y, entonces, cuelga.
Una sonrisa boba me asalta y niego con la cabeza.
***
Son casi las diez y media cuando aparco en el estacionamiento del edificio en el
que vivo.
Estoy agotado y, pese a que logré deslindarme de la reunión familiar más temprano
de lo que esperaba, no puedo dejar de sentir como si el día hubiese durado
cincuenta horas.
Cuando bajo del auto, decido que no bajaré todos los regalos que, con mucho cariño,
llevaron mis tías y mis primos. Lo haré mañana, ya que me dé la gana despertar; y,
con esto en mente, me dirijo hacia la puerta que lleva al ascensor principal.
Voy con la mirada clavada en el teléfono, y reprimo el impulso que tengo de
enviarle un mensaje a Andrea para preguntarle si está en casa.
Llamo al ascensor de manera distraída, mientras respondo el mensaje de un compañero
de la oficina. Entonces, escucho mi nombre:
—¡Bruno!
Alzo la vista y, de inmediato, esta viaja en dirección a la recepción del edificio.
Un puñado de piedras se me asienta en el estómago y reprimo una palabrota cuando,
sin más, Rebeca —enfundada en un vestido negro entallado— aparece en mi campo de
visión y avanza hacia donde me encuentro.
José Luis, el portero, va detrás de ella con gesto apenado y mortificado, pero a
Rebeca no parece inmutarse. Al contrario, continúa su camino a paso rápido y
decidido.
En ese momento, hago un gesto en dirección al hombre para indicarle que puedo
manejarlo y, con un asentimiento, se retira hacia la recepción.
—Bruno, buenas noches. Perdona que venga a esta hora y sin avisar —dice Rebeca, tan
pronto como se acerca lo suficiente para ser escuchada y, aturdido, la miro unos
instantes.
Las piezas aún no terminan de hacer clic en mi cabeza, es por eso que me toma unos
segundos sacudir la cabeza en una negativa incrédula y decir:
—¿Qué demonios estás haciendo aquí, Rebeca?
—Necesito hablar contigo.
Suelto una risotada escandalosa y carente de humor.
—Rebeca, por el amor de Dios, no hagas esto —suplico, incapaz de comprender qué
diablos ocurre en la cabeza de esta mujer que tiene que hacerse esto a sí misma:
venir a buscarme a sabiendas de que no quiero nada con ella—. Vete a casa, con tu
marido y tus hijos. Disfrútalos. Valóralos. Ámalos.
—Bruno, voy a dejar a mi marido.
Silencio.
—Rebeca —digo, con tacto—, eso no cambia nada para mí. Te lo dije antes: no quiero
una relación. No quiero un noviazgo.
—No quieres una relación? ¿O no la quieres conmigo? —suelta, con amargura y, luego
de una pequeña pausa, añade—: ¿Es por la muchachita con la que vives?
Desvío la mirada, al tiempo que cierro los ojos y aprieto la mandíbula.
—¡Contéstame! ¡¿Es por ella?!
—Y si es así, ¿qué? —escupo—. ¿Qué, si es por ella?
El gesto dolido en su expresión me saca de balance. No tenía idea de cuán
encaprichada estaba Rebeca con lo que teníamos, al grado de querer echar por la
borda su matrimonio. Su familia...
—¿La amas?
Durante unos instantes, soy incapaz de respirar.
No lo sé.
—No.
—¿Sientes algo por ella?
¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Estás loco por ella!
—Sí.
—¿Estás enamorado de ella?
Dilo. Solo... di que sí.
—No lo sé.
Cobarde de mierda.
Los ojos de Rebeca están llenos de una emoción irreconocible, pero no dejo que eso
me ablande. Al contrario, me yergo en mi altura y la miro con toda la seguridad que
puedo imprimir.
—Vete a casa, Rebeca —digo, con la voz enronquecida por las emociones—. Con tu
familia.
Aprieta la mandíbula, pero asiente, derrotada.
—Tienes razón —murmura—. No sé en qué demonios pensaba.
Sacudo la cabeza en una negativa.
—¿Vienes en tu coche?
Asiente.
—Dejé a los niños en una pijamada que organizaron sus abuelos y mi marido salió de
viaje de negocios este fin de semana.
—De acuerdo —digo, pese a que no me interesa nada de lo que acaba de contarme. Mi
mente está en otro lugar. En todo eso que el subconsciente me decía a gritos sobre
Andrea. Sobre lo que siento por ella—. Te acompaño afuera, entonces.
El silencio es incómodo entre nosotros, pero la educación que me dio mi madre me
impide no asegurarme de que, al menos, de aquí se vaya sana y salva; es por eso
que, con todo y las ganas que tengo de dejar que se las arregle por su cuenta,
avanzo a su lado.
Rebeca se entretiene unos instantes rebuscando sus llaves dentro del bolso grande
que lleva consigo y hace una broma respecto a lo despistada que es de vez en
cuando.
—Se hace tarde, Rebeca —digo, cortando su diatriba a la primera oportunidad, y la
sonrisa en su rostro vacila.
—Tienes razón. Yo... —Enmudece por completo, al tiempo que clava la vista en un
punto cercano a la salida del complejo.
De inmediato, mi atención viaja hasta ese lugar y el suelo debajo de mis pies se
estremece.
Parpadeo un par de veces y maldigo para mis adentros una y otra vez, como una
retahíla incesante y odiosa solo porque no puedo creer que esto esté pasando. No
puedo creer que Rebeca esté aquí, y Andrea ahí, en la entrada del edificio, con
aspecto agotado —¿triste? —, un globo con forma de signo de interrogación y un
contenedor repostero diminuto.
Me lleva el demonio.
Capítulo 43
ANDREA
El corazón me arde en la caja torácica como nunca antes había hecho y el aire
apenas entra en mis pulmones con cada inspiración entrecortada que tomo. La tortura
instantánea a la que me someto es dolorosa, pero, de todos modos, no aparto la
vista de la pareja que se encuentra aquí, en la recepción del edificio en el que
vivo.
Soy una estúpida. La mujer más idiota en la faz de la tierra. Una completa ridícula
sin dignidad que se tomó el atrevimiento de comprarle a un obsequio a un hombre que
siempre le dejó en claro cuáles eran sus intenciones. A un hombre del que está
tontamente enamorada, pero que no le corresponde.
Qué patética eres...
Quiero llorar. El nudo que siento en la garganta es inmenso y las lágrimas se me
acumulan en la mirada a una velocidad aterradora. Necesito recomponerme. Necesito
cortar de tajo con la sensación de asfixia previa al llanto desmesurado porque no
puedo darme el lujo de dejarlo ir. No puedo llorar delante de ellos.
Vamos. Puedes hacerlo.
Tomo una inspiración profunda —pero entrecortada— y, como puedo, esbozo una sonrisa
amable.
—¡Hola! —digo y, luego, me yergo ligeramente antes de echarme a andar.
El pulso me late con violencia detrás de las orejas, las lágrimas queman en la
parte posterior de mi tráquea y las rodillas me fallan.
No sé cómo le hago para avanzar hasta donde Bruno Ranieri y esa mujer con la que
tuvo algo —Rebeca— se encuentran, y le agradezco a todos los dioses existentes por
la soltura que me regalan cuando, con una sonrisa jovial —o, al menos, así trato
que sea—, le extiendo a Bruno lo que compré para él.
—Lamento la interrupción —me disculpo, sin mirar a ninguno en específico.
—No interrumpes nada. Rebeca ya se iba —Bruno refuta y, de manera rápida, lo miro a
los ojos.
Su vista está clavada en mí y la intensidad con la que me observa envía un
escalofrío por mi espina.
De cualquier modo, me aclaro la garganta y desvío la vista una vez más.
—De todos modos, no los interrumpo —insisto, al tiempo que obligándome a encararlo
con una sonrisa amable, le ofrezco el pastel diminuto que pasé a conseguirle antes
de volver a casa—. Lo compré de camino a casa. Feliz cumpleaños otra vez, Bruno.
Hay un brillo feroz y aturdido en la mirada del hombre abrumadoramente atractivo
que me mira de lleno, y me obligo a no suspirar como una idiota cuando me doy
cuenta de lo guapo que luce y de lo mucho que deseo que las cosas sean diferentes
entre nosotros.
—Andrea, no tenías...
—Pero lo hice —lo corto de tajo, porque, ahora, el haberle comprado esto se siente
como la más estúpida de las decisiones.
En mi mente, era un detalle amable. Un tratado de paz. Una tregua, para no
comportarnos con tanta formalidad y, si bien no tener una amistad —porque no quiero
una amistad con Bruno Ranieri. No podría soportarlo—, no evitarnos como lo hemos
venido haciendo desde hace semanas. Ahora se siente como una nueva clase de
humillación a la que me he sometido a mí misma. Como una nueva clase de tortura que
he decidido probar en mí.
—Gracias —dice, con un hilo de voz. La aprensión con la que me observa me
avergüenza y me agobia, así que me encojo de hombros en un gesto que pretendo que
luzca indiferente.
—No es nada. Espero que lo disfrutes. —Me obligo a sonreír una vez más, al tiempo
que me pongo el cabello detrás de las orejas y me aclaro la garganta—. Ahora sí, me
voy a descansar. —Pese a que no quiero, miro a Rebeca—. Buenas noches.
Entonces, sin darle tiempo a nadie de decir nada, me echo a andar en dirección al
ascensor.
Bruno dice mi nombre en voz alta, pero no me vuelvo a mirarlo. No puedo. Si lo hago
voy a ponerme a llorar.
No puedes dejar que te vea llorar.
Para mi buena suerte, cuando llamo al ascensor, la puerta se abre de inmediato, así
que puedo introducirme lo antes posible.
Cuando las puertas se cierran y empiezo a moverme, el alivio se mezcla con la
maraña de sentimientos que tengo enredada en el pecho.
Lágrimas gruesas y pesadas se deslizan por mis mejillas sin que pueda detenerlas y
me muerdo el interior de la mejilla para no ponerme a sollozar. Estoy abrumada.
Aterrada. Descorazonada...
He tenido el día más horrible de mi existencia y ahora estoy convencida de que nada
—absolutamente nada— podría salir peor.
Un sonido estrangulado se me escapa de la garganta cuando las puertas del elevador
se abren y la espaciosa sala del pent-house aparece delante de mis ojos.
Me muevo en automático. Avanzo paso a paso hasta la escalinata que da a mi
improvisada habitación y, pese a que sé que eso no impedirá que Bruno entre aquí,
empujo el sofá más cercano para colocarlo justo donde las escaleras terminan,
impidiendo el paso.
Acto seguido, me encamino hasta el sillón más cercano y me siento con lentitud.
Mi vista está fija en la alfombra de la estancia, pero mi mente viaja por la serie
de acontecimientos caóticos de mi día.
El juicio se ha reanudado. Ha retomado su marcha y mi abogado es un completo
inepto. Un hombre que trata de convencerse a sí mismo de que sabe lo que hace, pero
que, en realidad, no tiene ni idea de cómo hacer su trabajo.
Hoy, durante nuestra reunión, no pude dejar de preguntarme qué diablos va a pasar
conmigo cuando ese hombre pierda el juicio. Voy a pasar un montón de años en
prisión por algo que no hice y nadie va a poder evitarlo.
Las lágrimas incrementan su torrente incontenible.
Cierro los ojos. Cuando lo hago, soy capaz de revivir unas cuantas desgracias más
que me ocurrieron en el turno que tuve en el trabajo —entre ellas, una falta de
efectivo considerable en mi caja que se me descontará de mi siguiente cheque—. Me
torturo un poco más recordando lo envalentonada que me sentí cuando, pese al día
que tuve, decidí comprar un estúpido globo y un pastel para Bruno Ranieri.
Eres una estúpida.
Es evidente que Bruno llevó a esa mujer a su festejo de cumpleaños. ¿Por qué no
habría de hacerlo? Después de todo, hace ya un tiempo que di por terminado lo que
teníamos. Él es libre de estar con quien le plazca e ir a donde sea con quien le
plazca; es solo que verlo hacerlo duele tanto...
Seguro que se ven desde que terminaste con lo que tenían. Me susurra el
subconsciente y quiero acallarlo porque solo me lastima un poco más. Hace que la
herida sea más grande.
Sé que soy absurda por sentirme de esta forma, pero no puedo evitarlo. No me había
dado cuenta de lo mucho que Bruno Ranieri se ha metido en mi sistema. En mis
sentidos.
—Andrea... —La voz ronca y profunda hace que el corazón me dé un vuelco furioso y,
de inmediato, alzo la vista para encontrarme de lleno con la imagen del hombre con
el que hasta hace poco compartía la ducha, la cama y todo lo demás—. ¿Podemos
hablar?
Como si su pregunta hubiese accionado algo en mí, me pongo de pie y me enjugo las
lágrimas como puedo.
Le doy la espalda.
—Quiero dormir, Bruno. Estoy muy cansada.
—Andrea, solo necesito que sepas que...
—Bruno, por favor, no.
Silencio.
—Andrea, no he estado con nadie que no seas tú. —La confesión sale de sus labios en
un susurro tembloroso e inestable y todo dentro de mí se remueve con violencia.
—Bruno, detente... —suplico, sin aliento, porque no puede hacerme esto.
No puede venir a decirme que no ha estado con nadie más si no quiere nada conmigo.
Si, de cualquier forma, las cosas entre nosotros siguen igual.
—Andy, mírame —pide. Yo cierro los ojos con fuerza y me mojo los labios con la
punta de la lengua—. Por favor.
Me abrazo a mí misma y me obligo a girarme para encararlo.
Está aquí, de pie a pocos pasos de distancia de mí. Ha saltado el sofá que,
inútilmente, puse para impedirle el paso y ahora se encuentra al centro de la
estancia, con los ojos clavados en mí y la mandíbula apretada.
El gesto descompuesto que me recibe me saca de balance, pero trato de no hacérselo
notar.
—Lo que tenía con Rebeca acabó hace mucho tiempo.
Niego con la cabeza.
—Bruno, no tienes qué explicarme nada.
Traga duro.
—No, pero quiero.
Cierro los ojos.
—Bruno, necesito estar sola.
—Y yo necesito hablar contigo. Necesito... —Se detiene de manera abrupta, como si
no supiese cómo continuar su oración.
Silencio.
Espero, solo porque él ha dicho que necesita hablar, pero no dice nada. Solo me
mira largo y tendido. Como si una revolución estuviese llevándose a cabo en su
interior.
Al cabo de unos largos y tortuosos instantes, me obligo a decir:
—Buenas noches, Bruno.
Acto seguido —y asegurándome de no pasar cerca de él para que no pueda impedirme el
paso—, me encamino hasta las escaleras.
No sé muy bien qué diablos estoy haciendo, pero no me detengo. Dejo que la parte
impulsiva de mi cerebro tome posesión de él y me encamino hasta el ascensor.
Cuando llegué, ni siquiera tuve oportunidad de dejar el bolso, así que todavía lo
llevo conmigo y, con él, todas mis pertenencias importantes: teléfono, llaves y
cartera.
El elevador ni siquiera ha llegado a la recepción, cuando Bruno me llama por
teléfono. No respondo. Al contrario, desvío la llamada.
Salgo por la puerta del estacionamiento para que José Luis no sea capaz de verme y,
una vez que estoy en la calle, me subo a un taxi.
Sé que es lo más estúpido que he hecho en la última década —además de comprometerme
con Arturo, claro está—, pero, ahora mismo estoy tan abrumada, que nada me importa.
Solo quiero que todo esto termine.
Una vez dentro del vehículo, llamo a Sergio, pero no responde, así que decido
llamarle a Karla.
Mi amiga responde al tercer timbrazo y, cuando le pido asilo por una noche, no duda
ni un segundo en decir que va a mandarme la dirección en un mensaje de texto.
Cuando la recibo, le doy indicaciones al chofer del coche.
***
Cuando reviso el teléfono una vez más, tengo diez mensajes, cinco llamadas y tres
mensajes de voz en el buzón. Todo proviene del número de Bruno.
Hace media hora que llegué al apartamento de mi amiga y, luego de recibir un regaño
de su parte por subirme a un taxi casi a las once de la noche, le conté todo lo que
había pasado en el trabajo y en casa, con Bruno.
Por supuesto, no le conté nada del asunto legal que me aqueja. No tuve el valor de
hacerlo. Pese a que somos bastante cercanas, no me he atrevido a agobiarla con la
montaña de problemas que tengo. Nuestra amistad es tan ligera y fresca, que temo
cambiarla.
—Mejor avísale que vas a quedarte aquí o va a insistir toda la noche —Karla dice,
haciendo una seña en dirección al teléfono entre mis dedos. Está viendo todas las
notificaciones en él.
—Tienes razón —musito, al tiempo que entro en la aplicación de mensajes.
Cuando abro el chat que tengo con Bruno, leo todo lo que me ha enviado:
«Andrea, ¿a dónde fuiste?».
«Responde, por favor».
«José Luis no te vio salir. ¿Dónde estás?».
«¿Andrea?».
«Contéstame, por favor».
«Solo quiero saber si estás bien».
«Andrea...».
«Andrea, estoy muy preocupado, por favor, solo dime que estás bien».
«Por favor».
«Andrea, me estoy volviendo loco. Por favor, contesta».
El corazón se me estruja de inmediato, así que, escribo:
«Lo siento. Apenas vi el teléfono.
Voy a quedarme en casa de Karla.
Ya estoy con ella».
Él ve los mensajes de inmediato, pero demora unos minutos en responder:
«¿Puedo llamarte?».
En ese momento, el teléfono entre mis dedos empieza a sonar.
La sangre se me agolpa en los pies al instante, pero todo vestigio de nerviosismo
se esfuma en el instante en el que veo el nombre de Sergio en la pantalla.
Una parte de mí lo agradece; sin embargo, no puedo evitar sentirme ligeramente
decepcionada.
Respondo:
—Hola.
—Tengo una llamada perdida tuya. ¿Está todo bien? —La voz de mi mejor amigo me
inunda los oídos y una sonrisa suave se me desliza en los labios solo porque sé
cuán sobreprotector suele ser.
—Todo bien —miento—, pero me vendría bien verte mañana.
—Tengo cierre de inventario en el trabajo, pero puedo hacerme un espacio para
cenar. ¿Te gusta la idea?
—Está perfecto. De todos modos, tengo trabajo temprano —replico.
—Vale. Paso a donde vives temprano. ¿A las ocho está bien?
Silencio.
—¿Y si mejor nos vemos en algún lugar?
—¿Por qué?
Suspiro.
No quiero decirle que no estoy en el pent-house —y que no deseo volver pronto—. No
todavía. Él no sabe absolutamente nada sobre lo que pasó entre Bruno y yo y, si se
lo cuento ahora, no me dejará ir a la cama hasta que se lo haya dicho todo.
—Larga historia. ¿Qué te parece si la dejamos para mañana?
—Andrea...
—Hagamos las cosas a mi modo. Solo esta vez —pido y él debe notar la súplica en mi
tono, ya que suspira.
—De acuerdo —masculla, a regañadientes—. ¿Dónde nos vemos, entonces?
—En tu casa. De ahí buscamos un lugar para cenar.
—Vale. Nos vemos mañana, Andrajosa.
—Te odio —digo, pero no es verdad—. Nos vemos mañana.
Entonces, colgamos.
Bruno no ha escrito de nuevo y tampoco ha intentado llamarme, así que asumo que ha
interpretado mi falta de respuesta como una rotunda negativa.
Es mejor así. Me digo a mí misma, pero no dejo de sentirme miserable.
Con todo y eso, me obligo a salir de la aplicación de mensajes para bloquear el
aparato. Entonces, me obligo a avanzar hasta la cocina del apartamento de Karla,
donde ella se encuentra preparando café para las dos.
Extrañamente, esta noche a ninguna nos apetece beber nada más.
Capítulo 44
BRUNO
***
Voy a la mitad del segundo trago con Rebeca, pero no voy a terminármelo. He bebido
demasiado. Tanto, que ya no considero prudente hacerlo más.
Hace rato ya que he dejado de escuchar lo que dice Rebeca. Sé que ha llorado un
poco y que no ha dejado de hablar de su marido; sin embargo, ya no soy capaz de
hilar sus palabras con el significado de ellas.
Deberías irte. Escucho, en la parte trasera de mi cabeza y decido hacer caso.
Lo siguiente que soy capaz de conectar con el cerebro, es la imagen de mis manos
sosteniendo un teléfono muerto. Sin batería.
Una palabrota de me escapa, pero escucho a Rebeca decir que ella puede llevarme a
casa. Que solo ha bebido dos tragos.
Me escucho a mí mismo negándome a aceptar, pero ella insiste.
Acto seguido, me tambaleo mientras avanzo, pero alguien sostiene mi peso con el
cuerpo. El aire frío me hiela los huesos, pero termina tan pronto como me
introduzco en una enorme camioneta.
Me aterra la manera en la que mi cerebro es capaz de desconectarse, ya que, cuando
soy consciente de mí mismo una vez más, estoy en la recepción del edificio donde
vivo.
Quiero vomitar, pero, como puedo, me las arreglo para mantener la cena dentro
mientras, vagamente, escucho a alguien pedirme la tarjeta del pent-house y el
código de seguridad.
Me niego a ello y, en su lugar, soy yo el que —luego de muchos intentos— introduce
el código y la tarjeta en la ranura.
Todo el camino del ascensor lo paso con la frente pegada al metal helado de las
puertas y, cuando estas se abren, casi caigo de bruces al interior del apartamento.
Alguien me ayuda a mantenerme incorporado y, de camino a la habitación, me detengo
a vomitar en el baño del pasillo. Cuando me he recuperado, soy guiado a la recámara
y, luego, al cuarto de baño, donde vomito una vez más.
Dedos cálidos me desabotonan la camisa y se deshacen de ella para luego posarse
sobre la hebilla de mi cinturón. De un movimiento torpe, me deshago del agarre y,
en lugar de insistir, el tacto regresa a manera de paño helado en mi frente.
La sensación helada es bien recibida y me despierta un poco del letargo.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que pueda ponerme de pie y, cuando lo hago, me
lavo los dientes porque el sabor amargo que tengo en la boca es intolerable.
Las manos amables regresan y me guían fuera del baño para recostarme en la cama,
donde me quitan los zapatos, los calcetines y tratan, una vez más, de deshacerme la
hebilla de los pantalones.
Esta vez, me siento tan aletargado, que se lo permito.
Cierro los ojos.
Siento unas manos que me tocan. Me acarician el pecho. Unos labios húmedos me besan
el cuello y algo dentro de mí grita que debo reaccionar.
—No... —apenas puedo pronunciar, pero las manos no se detienen.
Me desabotonan el pantalón, pese a que trato de detenerlas.
—No —repito, pero me besan en la boca.
La ansiedad y desesperación que me provoca lo que está ocurriendo es tanta, que la
repulsión hace que un disparo de adrenalina me permita empujar a la mujer de
perfume empalagoso que acababa de introducir su mano en mi ropa interior.
—¡L-Largo! —apenas puedo pronunciar, al tiempo que me levanto de la cama—. ¡Largo
de aquí!
—Bruno...
—¡Largo! —El bramido que me abandona es tan fuerte, que la mujer delante de mí da
un respingo en su lugar.
Ella aprieta la mandíbula antes de asentir y, tomando todas las precauciones del
mundo para no tocarme, se encamina a paso rápido hasta la puerta para salir a toda
velocidad de la habitación.
A los pocos minutos escucho al elevador abrir y cerrar sus puertas.
En ese momento, trato de llegar a la cama sin éxito y me desplomo en el suelo con
violencia.
Una palabrota se me escapa al instante, pero no tengo fuerzas para levantarme. Me
quedo aquí, quieto, mientras trato de deshacerme de la sensación desagradable que
me han dejado las manos de esa mujer sobre la piel.
Mientras trato de deshacerme del mareo que el alcohol me ha dejado en el cuerpo.
***
***
Está casi oscuro cuando vuelvo a saber de mí. Las alarmas se encienden en mi
sistema de inmediato, pero me toma unos instantes incorporarme y tratar de
espabilar.
La sombra del dolor de cabeza que me aquejaba me retumba en lo profundo del cráneo,
y tengo tanta hambre que podría comerme una vaca entera. También tengo sed. Mucha.
Parpadeo un par de veces antes de encender las lámparas a cada lado de la cama y
tomo el teléfono para ordenar algo para comer.
En el instante en el que lo sostengo entre los dedos, me pregunto si Andrea habrá
cenado y, como avalancha, todo lo que ocurrió entre nosotros ayer me azota.
¿Habrá vuelto al departamento? Si no es así, ¿dónde está?
Rápidamente, enciendo el aparato y espero a que responda para introducirme en la
aplicación de los mensajes instantáneos.
Tengo tres de Andrea. El primero lo envió a las seis de la mañana y dice:
«Iré directo al trabajo».
El segundo y el tercero son de hace dos horas —son casi las diez— y dicen:
«Iré a cenar con unos amigos luego del trabajo».
«Te aviso si duermo en casa de Karla otra vez».
Una sensación pesarosa me llena el pecho y aprieto los dientes porque es, de alguna
manera, insoportable y tortuosa. Cierro los ojos y me obligo a responderle que
espero que se divierta y que estaré al pendiente de su aviso.
Una parte de mí quiere preguntar dónde se encuentra para ir a buscarla y hablar.
Quiere pedirle que venga y me deje ponerle un orden a todo esto que me hace sentir
y que tanto me confunde; pero no lo hago. Me obligo a cerrar la aplicación de los
mensajes para pedir algo de comer a domicilio.
Veinte minutos después, escucho las puertas del elevador abrirse y, estúpidamente,
pienso que es la comida, hasta que me doy cuenta de que es imposible que el
repartidor haya subido hasta acá sin la tarjeta de acceso y el código de seguridad.
De inmediato, la sangre del cuerpo se me agolpa en los pies porque eso solo puede
significar una cosa...
Andrea.
Me pongo de pie, olvidándome por completo de que visto una remera y unos shorts, y
me encamino por el pasillo que da a la sala del pent-house.
En el instante en el que llego al recibidor, me congelo en mi lugar. Todo vestigio
de esperanza que había empezado a filtrarse en mi sistema se esfuma tan pronto como
veo a Andrea acompañada de un tipo.
De manera inevitable, lo miro de pies a cabeza.
El cabello ondulado cae le desordenado sobre la frente y luce tan... simple que no
puedo dejar de preguntarme qué diablos hace Andrea con un tipo como él.
Aprieto la mandíbula.
Ella se aclara la garganta.
—Bruno... —dice, en voz baja, y mis ojos se posan en ella de inmediato—. Él es
Sergio.
De inmediato, el nombre trae recuerdos a mi sistema. Es su amigo. Ese que me causa
incomodidad y respeto al mismo tiempo. Ese que es capaz de inspirarme una extraña
inseguridad que jamás había sentido y que tampoco es capaz de desagradarme porque
Andrea habla de él con tanto cariño, que no me atrevo a pensar en él de otra manera
que no sea positiva.
Aprieto los dientes, pero asiento con educación.
—Bruno —digo, escueto y él sonríe ligeramente.
—Un gusto, Bruno —dice, pero luce como si supiera algo que yo no; cosa que me saca
de mis casillas un poco.
—Igualmente —replico, pero en realidad no sé cómo me siento. Una parte de mí quiere
mirarlo de manera incómoda hasta que se marche y, otra, solo desea volver a la cama
y no haber visto a Andrea llegar con él.
Me siento como un imbécil, así que les dedico un asentimiento y me encamino hacia
el pasillo, en dirección a la habitación, pero mi teléfono suena y un número
desconocido aparece en mi pantalla.
Una palabrota se construye en mi garganta cuando leo una notificación de la
aplicación de comida a domicilio que cita:
«Tu pedido ha llegado. Sal a recogerlo».
Respondo la llamada, mientras, con torpeza, me encamino hacia la habitación para
ponerme unos zapatos y bajar por mi comida.
Cuando regreso a la sala del pent-house, Andrea y su invitado siguen ahí, hablando.
Yo les regalo un asentimiento educado cuando presiono el botón del ascensor y le
pido al cielo que esté aquí arriba todavía y no tenga que esperarlo.
La suerte está de mi lado ya que las puertas se abren de inmediato y no tengo que
estar un segundo más cerca de la interacción que tiene la chica con la que comparto
el apartamento y su invitado.
Mientras el elevador baja hasta la recepción, no puedo dejar de darle vueltas al
asunto y, cuanto más lo pienso, más miserable me siento. Más... visceral.
Aprieto los dientes y los puños.
Me digo una y otra vez que no tengo derecho alguno de sentirme como lo hago, pero
no puedo dejar de rechinar los dientes ante la perspectiva de Andrea, buscando
refugio en él y no en mí. De ella corriendo a buscarlo a él por consuelo y no tener
esa misma confianza conmigo.
Cierro los ojos con fuerza y me acuno las manos sobre la boca, en un gesto ansioso.
Las puertas se abren.
El repartidor está en la recepción con José Luis y nuestra pequeña interacción no
me distrae ni un segundo del pensamiento previo: Andrea y ese tipo. Sergio.
Cierro los puños un poco más.
Luego de agradecerle al chico que acaba de traerme la comida, regreso sobre mis
pasos.
Considero muy seriamente la posibilidad de treparme al coche y cenar ahí, para no
tener que ver a Andrea y a Sergio una vez más. Cuando me doy cuenta de lo ridículo
que estoy siendo, llamo al ascensor.
Esta vez, se demora un poco más de lo habitual.
Las puertas del elevador se abren cuando comienzo a impacientarme, pero me congelo
en mi lugar en el momento en el que Sergio aparece —sin compañía— delante de mis
ojos.
Durante unos segundos, me estudia y yo hago lo propio.
Sigo sin comprender qué diablos es lo que me molesta de él, pero me obligo a
regalarle un asentimiento amable me regresa con una sonrisa tirando de las
comisuras de sus labios.
Sin decir una palabra, sale del ascensor y yo subo.
Las puertas se cierran cuando me instalo en mi lugar, pero no puedo sacudirme la
sensación de que ese sujeto estaba burlándose de mí.
Deja la paranoia, Bruno. Me aconseja el subconsciente y trato de escucharlo.
Trago duro.
Las puertas del elevador se abren cuando llego al pent-house y me decepciona un
poco no encontrarme con Andrea en la recepción.
Con todo y eso, me encamino hasta la cocina, donde deposito la comida y me dispongo
a comerla.
Apenas pasan unos minutos desde que me he instalado sobre uno de los banquillos
altos de la isla, cuando las pisadas apresuradas que se acercaban a la cocina se
detienen en seco.
Sé que es Andrea y que está en el umbral de la puerta. Casi puedo visualizarla ahí,
de pie, sin saber si entrar o no en la cocina.
—¿Qué tal la cena? —inquiero, pese a que quiero preguntar si fue a cenar solo con
él o la palabra «amigos» es la que utiliza siempre que va a salir con uno en
específico.
Relájate.
—Genial.
Sonrío, pese a que no puede verme, pero el gesto no toca mis ojos.
No lo hagas. No lo hagas. No lo hagas...
—Qué suerte que tengas amigos tan atentos que te acompañan hasta la sala de tu
casa.
Eres un estúpido.
Silencio.
—No puedo creerlo —ella replica, en un susurro tembloroso y me levanto de la silla
en la que me había instalado para ponerme de pie y encararla.
Andrea, sin embargo, no tiene ganas de enfrentarme a mí, ya que suelta un bufido
exasperado antes de negar con la cabeza y echarse a andar fuera de la estancia.
Maldita sea.
—Andrea...
Salgo de la cocina para ir detrás de ella.
—¡Andrea! —medio alzo la voz, cuando la veo subir las escaleras al teatro en casa a
toda velocidad.
Una palabrota se construye en la punta de mi lengua, pero me la trago mientras, a
zancadas, subo hasta el lugar donde siempre elige refugiarse cuando huye de mí.
Odio que huya de mí.
—Bruno, por favor, déjame sola —dice, tan pronto me ve y se encarga de hacer que el
sofá-cama se interponga entre nosotros.
—Andrea, necesitamos hablar.
—¡Hablar! —exclama, en medio de una risotada carente de humor—. ¿Quieres hablar?
Bien. Hablemos. —Me mira con una ferocidad con la que nunca lo había hecho, cuadra
los hombros y, entonces, comienza—: Me rechazaste. Te dije lo que sentía y me
mandaste al carajo —sentencia, para luego acotar—: Y está bien. No me estoy
quejando —sacude la cabeza, como si tratase de recuperar el hilo de las palabras
arrebatadas y molestas que la abandonan—. Pero, entonces, ¿por qué demonios vienes
aquí a preguntarme sobre lo que hago o no con mi mejor amigo? —Su voz se eleva con
cada palabra que pronuncia, y la colisión de sentimientos que me azota es tan
intensa, que no puedo hacer más que escucharla—. ¿Qué te hace pensar que puedes
cuestionarme cuando, en primer lugar, me rechazaste y, en segundo, ayer estabas en
la recepción con otra mujer? ¿Con qué derecho vienes a recriminarme nada si eres tú
el que no siente nada por mí?
Quiero gritarle que nunca he dicho que no siento nada por ella. Que lo siento todo.
Absolutamente todo. Incluso estos celos apabullantes y atronadores que me cuecen la
sangre a fuego lento. Quiero gritarle que la sola idea de verla con alguien más me
llena de la sensación más incómoda e insidiosa de todas, y que no quiero hacer más
que golpearme el pecho, cual gorila enojado, porque ella prefiere la compañía de
ese sujeto a la mía.
Quiero gritarle que estaba seguro de no querer absolutamente nada con nadie hasta
que apareció en mi vida, con esa bonita sonrisa y ese dulce corazón. Que me siento
con el derecho de reprocharle todo eso porque yo soy suyo. Imperfecto.
Aterrorizado. Imbécil... pero suyo. Nos pertenecemos.
—¡¿Con qué puto derecho?! —espeto, ahogándome en el mar de sentimientos que me
ataranta los sentidos—. ¡Andrea, eres mi mujer!
No es lo que quiero decir. Por supuesto que no, pero las palabras me abandonan de
esa manera y no entiendo por qué.
Ella se ríe. Cruel. Despiadada. Ajena a la revolución que llevo dentro y la
frustración incrementa un poco más.
—¡Tu mujer, dices! —Se burla.
—¡Sí! —estallo, sin entender qué diablos siento y por qué está haciéndome esto,
pero no me detengo— ¡Mía! Mía para besar... —Me acerco, enloquecido por los celos,
y salto el sillón que se interpone entre nosotros. Acto seguido, la empujo con
suavidad hasta que soy capaz de acorralarla y pegar mi cuerpo al suyo. Mi nariz y
la suya se tocan y nuestras respiraciones entrecortadas se mezclan. Estoy a un
palmo de besarla, pese a que todo el tiempo que pasé reprimiendo todos y cada uno
de los impulsos desesperados que tenía de hacerlo—. Mía para abrazar. —La voz me
sale en un susurro tembloroso, y la atraigo aún más cerca—. Mía para tocar... —
Deslizo mi tacto hasta la curva de sus caderas y noto como contiene la respiración
cuando ahueco su trasero con las palmas abiertas. Pego mis caderas a las suyas y
ella se ablanda entre mis brazos. Yo solo puedo imaginármela desnuda. Caliente.
Sudorosa. Temblorosa. Con mi nombre siendo arrancado de sus labios entre suspiros
rotos. Mi cuerpo entero responde—. Mía para hacer el amor...
Ella se estremece y el león en mi interior ruge victorioso.
Estoy a punto de besarla. Mis labios están a un suspiro de distancia de los suyos
y, en ese momento, me empuja con brusquedad.
Aturdido, la miro a los ojos. Es la primera vez que me rechaza.
—¿También soy tuya para amar? —Tienes la mirada llena de lágrimas sin derramar, y
su voz es un suspiro roto y tembloroso que me hace sentir como el ser más
despreciable de la tierra—. ¿Para cuidar? ¿Para procurar? ¿Para no lastimar? ¿O es
que acaso esto solo funciona cuando es para tu beneficio?
Silencio.
—Sí —digo, al cabo de un largo momento.
—¿Qué?... —Andrea suelta, en un susurro confundido, al tiempo que me mira como si
hubiese perdido la cabeza.
—Sí —repito.
Ella entorna los ojos y frunce el entrecejo.
Trago duro.
—Quiero cuidarte, Andrea —empiezo, porque es más sencillo empezar por ahí—.
Procurarte. No lastimarte.
Ella me mira fijo, como si todavía no entendiese lo que estoy diciéndole.
Me mojo los labios con la punta de la lengua.
—Andrea... —hago una pequeña pausa, porque el corazón me late con tanta fuerza
contra las costillas que temo que pueda hacerle un agujero a mi caja torácica—, no
quiero nada con nadie que no seas tú... Y eso me aterra.
—Bruno...
—Y no quiero perderte... —La interrumpo, porque ya lo he dicho y ahora no puedo
parar. Si lo hago, voy a acobardarme de nuevo—. Y eso me aterra también. —Dejo caer
los brazos a los costados, en un gesto derrotado—. Andrea, me encantas. Me vuelves
loco. Te tengo adherida a la cabeza, como una maldita liendre; y no sé cómo lidiar
con ello. Lo único que sé, es que nunca había sentido algo como lo que siento por
ti, y me da tanto miedo arruinarlo. Echarlo a perder...
Ella no dice nada. Me mira fijo durante un largo momento.
Da un paso hacia enfrente y luego otro.
Un par de pasos más la llevan a envolverme los brazos alrededor de los hombros y,
de inmediato, el alivio que me llena el cuerpo es instantáneo. Todo es correcto.
Todo está bien. Y la garganta me arde debido a las emociones acumuladas en mi
interior.
—Andrea... —digo, en un susurro tembloroso, cuando acuna mi rostro entre sus manos.
Acto seguido, me besa.
Capítulo 45
ANDREA
Bruno se aparta con brusquedad para unir su frente a la mía y todo me da vueltas.
Una parte de mí todavía no termina de procesar lo que acaba de decir, pero eso no
le impide susurrar:
—Andrea, no quiero hacerte daño. —El sonido roto y ansioso no es otra cosa más que
un reflejo de mis propios sentimientos. Del latido desbocado de mi corazón y del
temblor que me invade las extremidades—. Jamás me lo perdonaría si lo hiciera. —
Sacude la cabeza en una negativa—. Y odio esto. Odio el silencio. La distancia
entre nosotros. Odio este pánico sin sentido que le tengo a lo que me provocas y
aborrezco, por sobre todas las cosas, el no tener idea de cómo hacer... esto.
—Shhh... —Le pongo un dedo sobre los labios y suelta un suspiro entrecortado que me
desarma por completo—. No tienes nada de qué preocuparte, Bruno. Tampoco hay mucho
que pensar. —Mi voz es apenas un susurro suave, dulce y trémulo—. Quizás tú no
tienes idea de cómo hacerlo, pero yo sí.
Es una mentira. No tengo idea de cómo diablos se hace esto. Toda la vida he buscado
el amor en los lugares menos saludables. A veces, por inocencia pura; otras, porque
me casé con la ideología de buscar al hombre perfecto. Ese que, por fuera,
ostentaba ser ejemplo de moralidad, pero que pronto descubrí que podía ser mezquino
y egoísta en la oscuridad.
Creía que sería capaz de reconocer el amor cuando tocara a mi puerta, pero la
realidad es que no es así. Nunca ha sido así. Así que, sí... También estoy
aterrada. Asustada de lanzarme al vacío con este hombre que es capaz de moverme el
universo con solo un beso; porque me descoloca tanto, que no sé qué va a ser de mí
si esto no funciona. Porque estoy tan loca por él, que no sé qué diablos será de mí
si me rompe el corazón.
De todos modos, no dejo que el hilo turbio que ha empezado a invadirme el
pensamiento me acobarde y, para probar mi punto, lo beso una vez más; sin embargo,
ahora me tomo mi tiempo. Enredo los dedos en las hebras oscuras de su cabello y
pego mi cuerpo al suyo cuando me envuelve por la cintura para atraerme hacia él.
Un gruñido ronco escapa de su garganta cuando mi lengua busca la suya, y sus palmas
se deslizan hasta la curva de mis caderas en el proceso.
De pronto, todo está bien. El mundo se cae a pedazos a mí alrededor, pero, de
alguna manera, eso no importa ahora. Solo está él. Besándome. Susurrando cosas
dulces contra mis labios y envolviéndome con sus brazos como si no estuviese
dispuesto a dejarme ir nunca.
No sé en qué momento nos deslizamos hasta el suelo de la habitación. Tampoco sé
cuándo el peso de su cuerpo se posó sobre el mío. Mucho menos el momento en el que,
asentado entre mis piernas, empezó a besarme de otra manera. Desde la mandíbula
hasta la base del cuello y un poco más abajo.
Un suspiro roto me abandona cuando sus manos trazan senderos suaves por mis muslos,
y el corazón me da un tropiezo cuando un beso voraz es arrancado de mi boca.
Sus manos están en todos lados. Primero ansiosas; luego, dulces. Suaves. Gentiles.
Besos largos son desperdigados por todo mi cuerpo y, de pronto, soy un manojo de
sensaciones y terminaciones nerviosas. Un montón de suspiros rotos y
estremecimientos placenteros.
—Tan hermosa... —Bruno murmura, cuando me quita de la blusa que me vestía el torso,
y se inclina una vez más para besarme de nuevo.
En el proceso, sus dedos se deshacen del botón de mis vaqueros. Los míos se ocupan
de la remera que lleva puesta y tengo que alzar las caderas para ayudarlo a retirar
la prenda.
—No tienes idea de cuánto te he echado de menos —susurra, en medio de un par de
besos arrebatados, y el corazón se me calienta ante la maravillosa sensación que me
provocan sus palabras.
En respuesta, le aparto un par de mechones rebeldes lejos de la cara y le acuno el
rostro para besarlo de nuevo.
Labios ávidos me besan con vehemencia y me llenan de una sensación dulce y
aterradora al mismo tiempo. Sus manos se deslizan hacia mi espalda y me arqueo para
permitirle deshacerse del broche del sujetador.
Un suspiro entrecortado me abandona cuando la delicada tela es removida de mi
cuerpo, pero ni siquiera me da tiempo de sentirme cohibida con mi desnudez, porque
ya está besándome de nuevo. Acunándome los pechos, besándolos, colmándolos de todas
esas atenciones que me vuelven loca y me embotan los sentidos.
Un gemido suave se me escapa de los labios cuando se recuesta sobre su costado e
introduce una mano dentro del material suave de mi ropa interior.
Un sonido tembloroso me abandona cuando busca en la humedad entre mis piernas y
encuentra mi punto más sensible.
Abro los labios en un grito silencioso y cierro los ojos con fuerza mientras trato
de absorber las caricias dulces que traza en mi centro.
Un gemido particularmente ruidoso me abandona cuando introduce uno de sus largos
dedos en mi interior y presiona su pulgar contra el botón entre mis pliegues.
—¿Así te gusta, amor? —gruñe, contra mi oreja y la única respuesta que puedo darle
es un sonido roto y ronco.
—Dime cómo te gusta, Andy. —Me insta y echo la cabeza hacia atrás cuando comienza a
trazar círculos suaves con el pulgar.
El dedo que mantiene en mi interior comienza a moverse también y todo se vuelve
difuso.
—¡Así! —digo, en un gemido y él me gruñe contra la oreja cuando su caricia cambia
de ritmo.
De pronto, deja de tocarme y su mano me abandona por completo.
Durante unos instantes, quiero gritar, pero cuando veo cómo engancha los dedos en
los bordes de mi ropa interior para quitármela, un nudo de anticipación me atenaza
el estómago.
No dice nada. Solo tira de mis muslos y se acomoda entre mis piernas, acto seguido,
dibuja un camino de besos que va desde las costillas hasta el vientre y, entonces,
me dedica una mirada.
Todo dentro de mí se contrae ante la intensidad con la que me observa y, sin más,
me besa.
Ahí.
Un gemido tembloroso me abandona la garganta y echo la cabeza hacia atrás mientras
enredo los dedos en las hebras suaves de su cabello.
Quiero alejarlo. Acercarlo. Todavía no lo sé. Quiero fundirme en él y permanecer
aquí, en el calor de sus brazos. En el confort de sus labios. En la revolución que
me provoca en el cuerpo y en la tranquilidad que me trae al alma.
Las manos de Bruno me sostienen ahí para él. Las mías tratan de aferrarse a
cualquier cosa para no perder la cordura. Todo dentro de mí se estremece cuando el
nudo previo al orgasmo me atenaza el vientre y un sonido particularmente ruidoso me
abandona.
Me llevo una mano a la boca, pero no puedo reprimir el gemido intenso que me
abandona cuando su lengua cambia el ritmo de la caricia implacable.
Mis caderas se alzan, el mundo da una voltereta y él me sostiene con más fuerza
unos instantes antes de que el placer avasallador me invada de pies a cabeza.
Apenas tengo oportunidad de reponerme del orgasmo demoledor, cuando sus dedos se
introducen en mí y me hacen estremecer.
Otro sonido roto me abandona, pero me las arreglo para tirar de él hacia mí para
deshacerme del short que lleva puesto y, como puedo, se lo quito junto con la ropa
interior.
Un gruñido ronco lo abandona cuando lo envuelvo entre los dedos y comienzo a
acariciarlo.
Es casi ridícula la forma en la que el cuerpo me pide a gritos que le pida estar
dentro de mí de una buena vez, pero me tomo mi tiempo acariciándole. Tocándole.
Besándole...
Sus manos no detienen la deliciosa tortura la que me someten y pronto me encuentro
suplicando por más.
—Bruno, por favor... —digo, contra su boca, cuando el familiar nudo en el vientre
comienza a formarse de nuevo.
—¿Qué es lo que quieres, preciosa? —susurra, ronco. Pastoso. Gutural—. ¿Correrte?
Un gemido me abandona porque ha cambiado el ritmo de su caricia una vez más.
—N-No —digo, sin aliento.
—¿Qué es lo que quieres, amor?
—Sentirte... —Arranco de mis labios y él gruñe antes de besarme una vez más.
—Espera aquí —dice, al tiempo que detiene el ritmo de sus caricias para
incorporarse.
Quiero protestar, pero sé que lo que aguarda vale la pena por completo y permito
que se vaya y me deje aquí, tumbada en la alfombra del teatro en casa, con el
corazón latiéndome con fuerza contra las costillas y la anticipación llenándome
cada parte del cuerpo.
Capítulo 46
BRUNO
Si hace diez años me hubieran dicho que tendría algo con Andrea Roldán, me habría
reído a carcajadas.
En primer lugar, por la manera tan peculiar en la que nos conocimos y, en segundo,
porque siempre me dije a mí mismo que jamás me permitiría sentir algo por nadie.
Y mira nada más, cuán irónico es el destino que ahora no solo tengo algo con Andrea
Roldán —es mi novia—, sino que, además, estoy completamente loco por ella.
También estoy aterrado, no lo voy a negar; pero ahora mismo me siento tan bien —tan
feliz; tan... lleno—, que no puedo tomarme mucho tiempo para pensar en las
consecuencias del paso que estoy dando.
—Señor Ranieri, Armando Lomelí acaba de llamar. Quiere comunicarse con usted lo
antes posible. —Lorena me intercepta tan pronto como salgo de la sala de juntas, y
me saca del hilo agradable que había empezado a llenarme la cabeza—. También
llamaron su hermana y Rebeca Márquez.
El nombre de Rebeca hace que todo el buen humor —ese provocado por la noche que
pasé en el pent-house con Andrea, entre besos largos, conversaciones a media voz y
mis manos en todo su cuerpo— se esfume durante unos instantes.
Quiero refunfuñar una grosería, pero decido que mi secretaria no tiene la culpa de
nada y suspiro.
—Gracias, Lorena —digo lacónico, pero amable al tiempo que nos encaminamos a la
oficina. Seguro que Armando la ha presionado toda la tarde, de otro modo, no habría
ido a esperarme afuera de la sala más grande de la firma; por eso, la tranquilizo
añadiendo—: Me haré cargo lo antes posible.
Ella asiente y la despido con un gesto antes de encerrarme en mi despacho.
Me llevo una mano a la frente, mientras que evoco un recuerdo extraño. En él, estoy
hablando por teléfono con Rebeca, pero no puedo traer mucho de la conversación a la
superficie. Creo que estaba llorando —ella—, pero no estoy seguro.
La turbación que me provoca es tan incómoda que me paraliza unos segundos. No sé de
dónde ha venido eso, pero procuro no indagar, porque me provoca una sensación
extraña en el estómago.
Suspiro.
Necesito hablar con ella seriamente. No puede seguir haciendo esto. Mucho menos
ahora, que he empezado algo con Andrea.
Voy a llamarla tan pronto como resuelva lo de Lomelí. Me digo a mí mismo y, tomo el
celular solo para mirar la hora.
Andrea me ha enviado un mensaje. Salió temprano del trabajo y le pedí un Uber a
casa para que la llevara. Acaba de avisarme que ya llegó y que prepara la cena para
los dos.
En respuesta, escribo algo acerca de llevar el postre si me espera vestida con lo
más provocativo que tenga y, en menos de dos minutos, me encuentro leyendo:
«Reto aceptado. Quiero brownies y helado de vainilla».
Una sonrisa lasciva se desliza en mis labios ante la expectativa de lo que podría —
o no— esperarme llegando a casa y, sin que pueda evitarlo, me pongo duro.
Una palabrota se me escapa, pero me las arreglo para teclear:
«Brownies y helado de vainilla será, entonces.
Sorpréndeme».
Me envía una foto de tres diminutas bragas de encaje, para luego escribir:
«Trabajo en ello.
Te veo más tarde».
Y así, sin más, el mal humor provocado por Rebeca, se esfuma y se hace nada.
Me entretengo la siguiente hora al teléfono con Armando Lomelí. Está ansioso porque
termine su caso y yo lo estoy también. Pese a que es uno de los mejores clientes
del despacho, es un dolor en el culo cuando se lo propone.
Termino de hablar con él cerca de las siete y aprovecho para llamar a Rebeca, pero
no responde.
Me digo a mí mismo que mañana a primera hora lo volveré a intentar y me encamino
hacia la salida del edificio donde trabajo, no sin antes despachar a Lorena para
que también se vaya a casa y cuando menos los espero, ya me encuentro en el
estacionamiento, buscando en el teléfono por una pastelería cercana. Con suerte,
podré conseguir brownies y helado de vainilla en el mismo lugar.
Quince minutos más tarde, me encuentro camino al pent-house, armado con todo lo
necesario para cumplir con mi parte del trato y unas ganas inmensas de ver a
Andrea.
El recorrido me toma apenas quince minutos más y, cuando bajo del coche, me siento
ridículo por el nerviosismo que siento.
Con todo y eso —y a paso decidido—, me encamino hasta el ascensor para llamarlo.
Baltazar, el guardia de seguridad que viene los días que José Luis descansa, me
saluda a distancia. Correspondo el gesto un segundo antes de que las puertas se
abran. Acto seguido, introduzco el código de seguridad del pent-house y deslizo la
tarjeta de acceso.
En cuestión de unos instantes, las puertas del pent-house se abren de nuevo y,
cuando doy un paso en el interior del mismo, me congelo.
El corazón me da un vuelco y una punzada iracunda me invade las venas en un abrir y
cerrar de ojos.
Trato, desesperadamente, de procesar lo que veo, pero me es imposible.
Aquí está Rebeca. Frente a ella, está Andrea, que tiene los ojos llenos de lágrimas
y me mira fijo, con una expresión que nunca había visto en su rostro, pero que me
provoca la sensación más dolorosa en el pecho.
Poso la atención en Rebeca.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —espeto con tanta dureza, que ambas dan un
salto en su lugar debido a la impresión.
—Será mejor que me vaya —farfulla, turbada por la forma en la que le he hablado y,
a toda velocidad, avanza en dirección al ascensor.
—¡Irte y una mierda! —trueno, pese a que ya ha presionado el botón, que abre las
puertas de inmediato—. ¡¿Qué demonios estás haciendo aquí, Rebeca?!
Se encoge ligeramente, pero se las arregla para alzar el mentón e introducirse en
el reducido espacio.
—Te dije que se daría cuenta de la basura que eres —sisea y, entonces, las puertas
se cierran.
Mis ojos se quedan fijos en las puertas metálicas.
—¿Es cierto? —La voz de Andrea suena dolorosa y temblorosa, y me hace girarme para
encararla.
—¿El qué?
—Todo.
—Andrea, no sé qué fue lo que te dijo.
Lágrimas calientes y pesadas se le escapan y me siento tan miserable, que apenas
puedo respirar. Quiero acortar la distancia que nos separa y estrujarla entre los
brazos, pero me quedo donde estoy, porque sé que ahora mismo no me quiere cerca.
—¿Estuvo aquí la noche que pasé en casa de Karla?
—¿La noche que pasaste en casa de Karla? —Es mi turno de farfullar, con el
entrecejo fruncido.
—En tu cumpleaños.
De pronto, un recuerdo atronador me embarga. En él, estoy hablando por teléfono con
Rebeca. Sacudo la cabeza, confundido, y otra imagen viene a mí. En ella, estamos
los dos en la habitación principal.
Me lleva el diablo.
Silencio.
Andrea reprime un sollozo.
—¿Estuvo aquí el sábado en la noche, Bruno?
Mi mente viaja a toda marcha a través de los recuerdos que tengo de ese fatídico
día y soy capaz de evocar unos cuantos.
Hablé con ella por teléfono. Creo.
Lloró mucho. Creo.
Recuerdo que quería que nos viéramos y que pedí un Uber.
Sacudo la cabeza en una negativa frenética, pero hay algo oscuro y denso en la
parte posterior de mi memoria. Algo que me llena de una sensación insidiosa e
incómoda.
—No lo sé —digo con un hilo de voz, porque no me atrevo a asegurar nada. No quiero
mentirle—. Y sé que voy a sonar como un completo hijo de puta, pero estaba muy
borracho.
Suelta una risotada amarga, que termina en sollozo y doy un par de pasos en su
dirección.
—¡No te me acerques! —exclama, en voz de mando y me congelo en mi lugar.
—Andrea...
Desesperado, trato de arrancar los recuerdos de mi cabeza, pero nada viene a mí.
Rasco lo más que puedo y me deshago los sesos tratando de traer algo a la
superficie hasta que lo consigo. De inmediato, deseo no haberlo hecho, porque lo
único que puedo evocar es a Rebeca en la habitación, conmigo medio desnudo.
Un escalofrío desagradable y helado me eriza los vellos de la nuca y el corazón
empieza a latirme con fuerza. La angustia que me embarga es tan arrolladora, que no
logro entender la naturaleza de ella. Como si mi cuerpo supiese algo que yo no.
Como si él pudiese recordar cada segundo de nuestra interacción y ahora se
arrepintiese.
Un nudo se me instala en la garganta, pero no entiendo muy bien el motivo.
Rabia. Debe ser eso. Cruda y atronadora rabia.
—¿Es casada? —La voz de Andrea me saca de mis cavilaciones.
Aprieto la mandíbula, al tiempo que parpadeo un par de veces y trago, para
deshacerme del ardor que siento en la tráquea.
—Sí. —Apenas puedo hablar.
Otra carcajada amarga.
—Sabías que tiene hijos, ¿no es así?
—Sí.
Esta vez, no hay risa forzada. Solo hay silencio...
Luego, un sonido similar al de un sollozo contenido.
—¿Te acostaste con ella la noche que me quedé en casa de Karla?
¡No lo sé! ¡No lo sé! ¡No lo sé, maldita sea! Quiero gritar, pero no lo hago. No
puedo.
Recuerdo un beso. Unas manos acariciándome. Dentro de mi ropa interior.
Cada vez más turbado y asqueado, parpadeo unas cuantas veces.
Se me cierra la garganta. Me tiemblan las manos.
¿Por qué estoy temblando tanto?
—Estaba muy borracho... —digo con un hilo de voz, abrumado por la cantidad de
emociones apabullantes que me saturan.
Miedo, ansiedad, ira, frustración, desesperación... Todo se arremolina dentro de mí
y me hacen imposible procesar lo que está ocurriendo.
Tengo la mente hecha una maraña inconexa e indescifrable y quiero regresar el
tiempo y hacer todo diferente; para que así Andrea no me mire con la decepción con
la que lo hace. Para que no llore del modo en el que lo está haciendo.
Se da la media vuelta y avanza en dirección al pasillo que da a la habitación y la
sigo de cerca.
La bolsa que contenía el postre que traje conmigo es dejada en el olvido, sobre la
mesa de centro de la sala, y ahora todas mis fuerzas están puestas en ir detrás de
ella.
No puede cerrarme la puerta de la alcoba en las narices, pero sí se apresura al
baño y logra encerrarse ahí antes de que la alcance.
El pestillo es echado de inmediato e, instantes después, la escucho sollozar.
Me zumban los oídos. No puedo respirar. El corazón me va a estallar dentro del
pecho y quiero romper algo. Necesito romper algo.
Me llevo las manos a la cabeza y tiro del cabello. Me siguen temblando las manos.
No puedo recordar.
No puedo recordar.
No. Puedo. Recordar.
Grito, furioso con Rebeca. Conmigo mismo por la condenada borrachera. Por las malas
decisiones. Esas que hacen que Andrea crea que soy el mismo que era hace unos
meses. Ese al que no le importaba tener algo con una mujer casada y con hijos —a
sabiendas de que estaba destruyendo una familia—. Ese que podría haberse acostado
con Rebeca la misma noche que Andrea se fue de aquí porque me había visto con ella.
Ese que era un imbécil y que no hacía otra cosa más que pensar en sus propios
intereses... Ese al que ya no reconozco, porque no soy como él.
¿Estás seguro de eso? Nada te garantiza que no haya pasado nada con Rebeca. Hasta
donde recuerdas, estuvo aquí, en esta habitación y tenía las manos sobre tu polla.
Trato de empujar el hilo insidioso de mis pensamientos, pero es imposible cuando
Andrea llora y llora del otro lado de la puerta.
Me siento miserable. Como un verdadero hijo de puta.
—Andrea, por favor... —suplico, al tiempo que pego la frente a la madera y ella
solloza un poco más—. Por favor, escúchame... —Trago duro, para aminorar el escozor
que siento en la garganta, pero es imposible. No soy capaz de controlar las
emociones, y eso no me gusta. Lo detesto—. No me siento orgulloso del hombre que
fui en el pasado. Hice cosas horribles. Estuve con Rebeca, a sabiendas de que era
una mujer casada. De que estaba destruyendo una familia... —Hago una pequeña pausa,
porque admitirlo en voz alta quema. Quema y escuece como nunca nada lo había hecho.
Porque soy una persona horrible, que terminó repintiendo el patrón de sus padres,
aceptando una relación adúltera, que afectaba a terceros inocentes—. Me comporté
como un imbécil con gente que no se lo merecía y me aproveché muchas veces de las
buenas intenciones de los demás... Y no puedo decirte que soy un hombre mejor,
porque sé que no es así; pero sí puedo decirte que estoy tratando de serlo. —Trago
duro, porque las lágrimas me inundan la mirada—. Y no sé qué diablos es lo que pasó
esa noche, pero quiero que sepas que Rebeca no significa nada para mí. Nada, amor.
Andrea no para de llorar.
—Y me encantaría jurarte que no pasó nada entre nosotros, pero me mata la idea de
asegurar algo de lo que no tengo la certeza porque solo recuerdo retazos de cosas.
Pero, Andrea, yo solo pienso en ti. Desde hace meses, eres lo único que me pasa por
la cabeza.
Los sonidos dolorosos ceden un poco.
—¿Qué es lo que recuerdas?
Silencio.
—¿La besaste? —inquiere, y una parte de mí quiere mentir. Quiere decir que no
ocurrió nada, pero no quiero ser así con ella. No puedo serlo.
Me quedo callado. Impotente.
—¿Cómo puedes asegurarme que no pasó nada si recuerdas haberla besado?
Cierro los ojos con fuerza y presiono la frente contra la madera, sintiéndome cada
vez más frustrado.
—Andrea...
—Bruno, por favor, déjame sola. Necesito estar sola.
Aprieto la mandíbula.
—Por favor, Liendre.
—No me llames así —pide y todo dentro de mí se estruja con violencia.
Trago duro.
—De acuerdo. —Apenas puedo hablar—. Lo lamento.
No responde. No habla. No solloza desde el otro lado y, derrotado, suspiro al cabo
de un largo momento.
Sé que quiere que la deje sola, pero no me muevo de donde estoy. ¿Cómo podría? Está
ahí adentro, pensando que soy un hombre sin escrúpulos capaz de destruir una
familia solo por pasar un buen rato.
Lo eres. Lo eres. Lo eres.
Me dejo caer al suelo, contrario a lo que quiere y me digo a mí mismo que no voy a
moverme de aquí hasta que hable conmigo.
Creo que puedo escucharla llorar luego de una eternidad de tortuoso silencio y me
siento cada vez más miserable.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que escuche el sonido de la regadera abrirse.
Tampoco sé cuánto tiempo pasará antes de que se digne a salir de ahí, pero no me
importa ahora mismo. Lo único que me interesa, es hablar con ella...
... Y recordar.
Necesito recordar. Probarme a mí mismo que ya no soy la basura que era.
Capítulo 47
ANDREA
Capítulo 48
BRUNO
El humo sale de mis labios en una exhalación. En un suspiro que me llena el sistema
de nicotina y me nubla los sentidos por unos instantes. El aire helado me alborota
el cabello y recargo el peso de mi cuerpo en los antebrazos, sobre la barandilla de
la terraza del pent-house.
El vértigo inmediato que siento al mirar hacia abajo, pero ni siquiera eso logra
distraerme de la vorágine en la que se han convertido mis pensamientos.
Todavía me tiemblan las manos, pero no sé si es debido a la angustia y la
impotencia, o al frío que se cuela a través del delgado material de la camisa que
llevo puesta.
Le doy otra calada al cigarrillo y contengo el humo unos segundos antes de dejarlo
ir.
Reprimo una palabrota y me llevo las manos a la cara para frotarla con insistencia.
El tabaco aún se sostiene débilmente entre mis dedos, pero ya no me apetece
terminarlo, así que lo apago en el cenicero que traje conmigo desde el estudio y lo
dejo sobre la mesa baja junto a los camastros.
Entonces, me encamino hacia el interior de la residencia.
Las luces de todo el lugar están apagadas, justo como las dejé antes de salir a la
terraza y me encamino hacia el despacho con aire ausente. Una vez dentro, me tumbo
sobre el sillón y cierro los ojos.
De nuevo, lo primero que me viene a la mente es Andrea. El ataque de pánico que
tuvo. La angustia apabullante que sentí al no saber cómo ayudarla.
Me cubro el rostro con un cojín, como si eso fuese a eliminar la imagen que tengo
de ella llorando desconsolada y reprimo un gruñido.
Me siento miserable. Como una basura. Andrea no merece esto. No necesita a alguien
como yo en su vida. Merece tranquilidad. Estabilidad. Que sean como es ella con el
mundo: transparente. Blanca. Dulce...
... Y si vuelvo a verla como esta noche, voy a volverme loco.
Todo esto es tu culpa.
—Lo sé —digo, en voz baja, y estoy convencido de que ya he perdido la cabeza por
completo.
No debí ilusionarme. No debí creer que podía tener algo decente por primera vez en
la vida sin que el destino me gritara en la cara que mi camino es estar solo.
Me aparto el cojín de la cara y clavo la vista en el techo de la estancia.
Todavía puedo recordarme a mí mismo, llevando a Andrea a cuestas hasta la cama
cuando me percaté de que se había quedado dormida entre mis brazos. Todavía puedo
verme a mí mismo depositándola con cuidado entre los edredones. Arropándola.
Un sonido —mitad gruñido, mitad quejido— me abandona y me incorporo de golpe.
No puedo hacer esto. No puedo someterla a este nivel de estrés porque no es
saludable. Porque, si lo que voy a provocarle es eso, prefiero no estar cerca de
ella. Para no hacerle daño.
Tomo el teléfono entre los dedos. No es tan tarde, pero se siente como si fuese de
madrugada.
Busco el número de mi padre. Llamo.
—Bruno, hola. —La voz de mi padre suena temerosa. Extrañada. Y, luego de unos
segundos, inquiere—. ¿Está todo bien?
—Sí. —Mi propia voz suena ronca, pero eso no impide que continúe—: Perdona la hora.
—Está bien. ¿Ocurre algo?
—Quería saber si tienes algo fuera de la ciudad.
—¿Un caso, quieres decir? —dice, confundido y asiento en un monosílabo antes de que
el silencio le siga a mi declaración. Al cabo de unos instantes, pronuncia—: Ahora
mismo me vendría bien una mano en un caso que estoy llevando yo mismo. La semana
que viene es el juicio en Monterrey.
Es mi turno de guardar silencio.
Claro que quiero algo que me saque de la ciudad, para así no tener que someter a
Andrea a mi presencia en este lugar —al menos, hasta que encuentre algún lugar para
alquilar y dejarle el pent-house—, pero viajar a Monterrey con mi padre es...
demasiado.
Me froto la frente, en un gesto contrariado, al tiempo que evalúo mis opciones. La
verdad es que ninguna parece ideal, pero me digo que cualquier cosa es mejor que
poner a Andrea en el predicamento de tener que aguantarme aquí, así que, decidido,
respondo:
—Estoy dentro.
—Bruno, ¿qué sucede? —Mi padre insiste y dejo escapar el aire en un suspiro largo.
—Nada de lo que debas preocuparte —digo, porque es verdad. Lo mío con Andrea no le
compete a nadie que no seamos nosotros—. Lo prometo.
Es su turno de suspirar.
—Sabes que puedes contar conmigo, ¿no es así? Para lo que sea que necesites.
Sus palabras me revuelven el pecho con emociones nuevas y enmudezco unos instantes.
—Gracias, papá —digo, con la voz ronca.
—Lo digo en serio, Bruno.
—Lo sé. Gracias —digo, amable, y el guarda silencio unos instantes.
Algo extraño se asienta entre ambos, como si, por primera vez en mucho tiempo, no
existieran muros altos separándonos. Como si, por una vez en la vida, las defensas
que mantenía arriba desaparecieran.
—Te envío al mail todo lo que debes saber sobre el caso. Aún estoy en la oficina. —
La voz de mi padre me saca del ensimismamiento y me aparto el teléfono de la oreja
para ver la hora. Faltan pocos minutos para las once.
Una sensación incómoda me llena el pecho.
—Ve a descansar —digo, en voz baja—. Mañana me la envías.
—Tarde. Seguro ya la tienes en tu correo. Revísala hasta mañana y descansa.
—Gracias —digo—. Tú también ve a casa.
—Justo estoy apagando todo. —Me asegura y asiento, pese a que no puede verme—. Nos
vemos mañana, hijo.
—Hasta mañana —respondo, sin saber por qué tengo un nudo en la garganta y, después,
colgamos.
Me recuesto sobre el sillón y pongo la alarma temprano.
Esto es lo mejor. Me digo a mí mismo cierro los ojos para intentar dormir.
***
Cuando el sonido agudo me invade la audición abro los ojos de golpe.
Apenas puedo con la sensación de pesadez que aún me envuelve le cuerpo, pero me
obligo a incorporarme. La posición incómoda en la que dormí hace que los músculos
me griten cuando estiro la espalda.
Hago una mueca cuando me doy cuenta de que llevo puesto lo mismo que usaba ayer
antes de salir de casa y salgo del estudio rogándole al cielo que Andrea siga
dormida... o que ya se haya marchado a trabajar.
Llamo a la puerta de la habitación principal cuando llego a ella, pero nadie
responde del otro lado. Con cuidado, abro la puerta. Todo sigue a oscuras.
El alivio me embarga de inmediato y me escabullo al baño para tomar un baño rápido.
Me aseguro de tomar ropa del armario y una toalla antes de cerrar la puerta detrás
de mí.
Entonces, abro la llave del agua caliente.
Veinte minutos después estoy fuera del cuarto de baño, vestido en un traje limpio y
el cabello alborotado por la toalla que acabo de utilizar para quitar el agua fuera
de él.
Decido que no tengo humor para afeitarme y solo hago algo por el aspecto de mi
cabello antes de encaminarme a la salida luciendo considerablemente mejor que
cuando entré.
En el instante en el que pongo un pie fuera de la estancia, me detengo en seco. El
corazón me da un vuelco, pero me las arreglo para mantener el gesto inexpresivo
cuando me topo de frente con Andrea saliendo del vestidor.
Ella también deja de moverse, consciente de mi presencia en este lugar, pero no
dice nada. Solo me mira fijo, como si estuviese evaluando la posibilidad de huir
sin conseguir que la aborde.
Aprieto la mandíbula y —haciendo caso omiso del latir inquieto de mi corazón y del
ligero temblor de mis manos— me abotono los puños metódicamente, al tiempo que
digo, sin mirarla:
—¿Estás mejor?
Temo que sea capaz de escuchar cuán preocupado estoy por ella. Cuánto quiero rogar
que me perdone por todo.
Tarda tanto en responder, que tengo que alzar la vista para verla a la cara solo
para comprobar que no se ha marchado y me ha dejado con la palabra en la boca.
Sigue ahí, sin apartar los ojos de mí, con el rostro enrojecido por la vergüenza
que sé que siente.
De inmediato me arrepiento de haber preguntado, pero es que estoy tan, tan
preocupado por ella...
Se moja los labios con la punta de la lengua.
—Sí. —Su voz es apenas un hilo—. Bruno, yo...
—No hace falta, Andrea —digo, tranquilizador, pero quiero hacer un millón de
preguntas.
Cierra la boca con brusquedad y aprieta la mandíbula.
Un suspiro largo se me escapa de los labios.
—Andrea, lo lamento mucho. Por todo. —Arranco de mi boca, porque si no lo digo, voy
a enloquecer. Sé que ayer se lo dije hasta el cansancio, pero necesito repetirlo
ahora que sé que tengo toda su atención—. No necesitas esto en tu vida y me
disculpo por ello.
Silencio.
—También aprovecho para decirte que mi departamento está casi listo —miento—. En
una o dos semanas a más tardar me mudo por completo. Por lo pronto, hoy me llevo
unas cuantas cosas cuando salga del trabajo, para pasar allá un par de noches.
Quizás tengo que volver por un par de cosas más, porque tengo un juicio fuera de la
ciudad la semana que viene, pero trataré de sacarlo todo de aquí lo más pronto
posible. —Me obligo a mirarla a los ojos cuando pronuncio lo siguiente—: No es
necesario que pases un día más sintiéndote incómoda aquí por mi culpa.
—Bruno...
—Lo sé. —La interrumpo—. Sé que tienes un corazón bueno, y que vas a decirme que no
tengo que irme, pero es una decisión personal, amor. Necesito hacer esto o no voy a
poder vivir conmigo.
No dice nada, solo me mira fijo y, no me atrevo a apostar —porque la luz que
refleja la lámpara de noche hace que le brillen los anteojos—, pero creo que sus
ojos están llenos de lágrimas sin derramar.
De nuevo, me siento miserable.
Muero por acortar la distancia que nos separa para consolarla y, al mismo tiempo,
quiero alejarme de ella, para no hacerla sufrir más. Para que no llore nunca más
por un «poca cosa» como yo.
Dejo escapar el aire un suspiro tembloroso y parpadeo un par de veces, para
ahuyentar el escozor que siento en los ojos.
—Tengo que irme, Andrea —digo, pese a que todavía tengo tiempo de sobra y, sin
esperar que diga nada, me encamino fuera de la estancia.
Antes de salir, tomo la corbata, el saco y los zapatos que dejé listos cerca de la
puerta y, luego, hago mi camino hacia el pasillo del pent-house.
Me entretengo unos minutos poniéndome los zapatos en la sala, pero decido que la
corbata y el saco me los pondré llegando a la oficina, y llamo al ascensor.
Capítulo 49
ANDREA
***
—¿Lista para mañana? —Sé que trata de sonar despreocupado y juguetón, pero el
comentario de mi amigo solo consigue que la tensión incremente considerablemente.
Una sonrisa forzada se desliza en mis labios y me muerdo el labio inferior para no
hacer un comentario fatalista.
—Algo así... —mascullo, al tiempo que le hago una seña en dirección a la habitación
—. ¿Me acompañas?
—Andrea, estoy halagado, pero tengo novia, ¿recuerdas?
Ruego los ojos al cielo. Esta vez, la sonrisa en mis labios es honesta.
—Te odio, ¿lo sabías? —replico, al tiempo que avanzamos por el espacioso pasillo
del pent-house.
—Lo sé. Me lo dices todo el tiempo —bromea y le dedico una mirada cargada de
irritación.
Cuando llegamos a la habitación principal, se detiene en seco y contempla la pila
de cajas acomodadas que he dejado en una pared.
Me aclaro la garganta.
—En esas cajas están todas mis pertenencias —digo, sin preámbulo alguno—. Si algo
sucede...
—Andrea...
—Es solo un caso hipotético, Sergio. Tengo que estar preparada para todos los
escenarios.
—Andrea, si algo sucede, busco a un abogado competente, le cuento todo a tu familia
y entre todos resolvemos esto. Como debimos hacerlo desde el inicio —refuta.
El horror que me embarga al escucharlo hablar, hace que la ansiedad que había
mantenido a raya se potencialice.
—No —digo, tajante—. No puedes decírselo a mis papás, Sergio. ¿Entiendes?
—¿Entonces, qué tal a tu amiga la millonaria?
—Perdiste la cabeza, ¿no es así?
—¡Eres tú la que perdió la cabeza, Andrea! ¡Mañana es tu juicio y tus padres no lo
saben! —estalla, mirándome como si no pudiese comprenderme. Como si no supiera la
clase de hombre que es mi padre y las condiciones que pondría para ayudarme.
Sé que no me lo diría. Que no me pediría nada directamente, pero, de alguna manera,
haría que me sintiera con el compromiso de retribuírselo de alguna forma. De hacer
lo que a él le pareciera prudente en agradecimiento.
Cierro los ojos.
—Sergio...
—¡Sergio y una mierda! —Sacude la cabeza en una negativa incrédula—. Estás viviendo
bajo el mismo techo que un imbécil que, si bien no es mi persona favorita, es un
buen abogado y trabaja para un buen despacho. ¡Estabas teniendo algo con él, por el
amor de Dios! ¡¿Por qué diablos nunca le dijiste nada?!
Es mi turno de negar con la cabeza.
—¿Estás escuchándote? —espeto de vuelta—. ¡Por supuesto que no iba a decirle nada a
mis padres al respecto! ¡Sabes la clase de persona que es mi padre! ¡Y claro que no
iba a decirle nada a Bruno Ranieri! ¡Por el amor de Dios! ¿Te imaginas lo
denigrante que hubiera sido? Me habría sentido como una cualquiera, como alguien
sin dignidad que paga con sexo por que alguien como él le haga un favor.
Sergio no dice nada más. Se limita a mirarme fijamente durante un largo rato.
—Andrea, déjame buscarte un buen abogado. Por lo que más quieras...
Cierro los ojos.
—Sergio, es tarde para buscar otro abogado.
—Pero...
—No puedo hacer esto. —Lo corto de tajo, con la voz rota por las emociones—. No
puedo perder el tiempo pensando en cosas que podemos hacer después, porque mañana
tengo un juicio y tengo que estar preparada para todo. Lo lamento mucho, Sergio,
pero no es para eso para lo que te pedí que vinieras. Y entiendo si no quieres
ayudarme luego de esto, pero...
—Cierra la boca. —Me interrumpe—. Por supuesto que quiero ayudarte. Y voy a
hacerlo. Aunque no esté de acuerdo con las decisiones que estás tomando.
Lágrimas nuevas me inundan la mirada y me envuelve en un abrazo amable y
confortable.
—¿Qué es lo que necesitas? —inquiere, cuando dejo de llorar y me enjugo las
lágrimas antes de empezar.
—Si... —Me aclaro la garganta—. Si el veredicto no llegase a ser... bueno. —Suspiro
—. Necesito que vengas por mis cosas y las saques de aquí.
—De acuerdo.
—¿Podrías guardármelas un tiempo?
—Andrea...
—Sé que tienes que hacer algo con ellas, pero no quiero que se las lleves a mis
padres. Espera un par de semanas.
Suspira.
—Andrea, van a saberlo. Tengo que decírselos.
—Lo sé. —Asiento—. Solo... No lo hagas de inmediato.
—Cuanto más tiempo esperemos, más difícil será sacarte de ahí.
Cierro los ojos con fuerza.
—En caso de que la sentencia no sea favorable, vas a buscar a un abogado que
reevalúe el caso y te diga, con certeza, si puede o no hacer algo por mí. Y solo
hasta que tengas la respuesta de ese abogado, vas a decírselo todo a mi familia.
¿De acuerdo?
Silencio.
—De acuerdo.
Dejo ir el aire que no sabía que contenía.
—Todo va a salir bien, Andrea. —Trata de animarme, pero ambos sabemos que no es
así. Que lo peor va a ocurrir mañana y ninguno de los dos podrá evitarlo.
—Eso espero —digo, pese a que tengo la certeza de que no será así y él me atrae de
nuevo en un abrazo cálido y dulce.
—Vamos a solucionarlo todo. Te lo prometo.
***
Capítulo 50
BRUNO
Capítulo 51
BRUNO
***
Capítulo 52
ANDREA
Capítulo 53
BRUNO
Ayer a las ocho de la noche, luego de haber ido a ver a Andrea al reclusorio, hice
las llamadas pertinentes para ampararla lo más rápido posible. Hoy, a las ocho de
la mañana, ya tenía tres llamadas perdidas de mi padre.
No me sorprende para nada. De hecho, lo esperaba. Después de todo, yo mismo quedé
estupefacto cuando me di cuenta de que este caso era el que él quería que tomara
hace muchísimos meses.
Resulta que no lo tomé yo, pero lo hizo Adán, uno de los abogados más jóvenes y
prometedores de la firma.
Es un tiburón. Un cabrón de mierda sin escrúpulos capaz de hacer todo —como
conseguirle diez meses de prisión preventiva a la mujer que me vuelve loco— con tal
de congraciarse con los socios del despacho.
Mi teléfono suena de nuevo, pero no respondo porque estoy a punto de llegar a la
oficina.
Si Fernando Ranieri quiere que hablemos, será en persona.
Aparco en mi lugar habitual y bajo del auto con toda la normalidad que puedo,
aunque en realidad tengo un nudo de nerviosismo en el estómago.
Hago mi camino hasta la entrada del estacionamiento y saludo a Hilda, la mujer de
la recepción, con toda la naturalidad del mundo cuando ingreso al edificio.
La mujer me mira como si me compadeciera, y ese es el claro indicativo de que mi
padre ya está aquí y está hecho una furia.
Me las arreglo para lucir despreocupado mientras me abro paso hasta el pasillo que
da hacia su oficina, y saludo a su secretaria con jovialidad antes de abrir mi
camino al interior de la estancia.
Nadie intenta detenerme y no me sorprende. Seguramente ya todos saben que mi padre
quiere verme.
Cuando sus ojos encuentran los míos, su gesto se contorsiona en una mueca
furibunda.
—¡¿Se puede saber qué carajos haces metiéndote con el caso de Adán?! —grita, sin
previo aviso y me mantengo inexpresivo cuando continúa despotricando—: ¡Con un
demonio, Bruno! ¡¿Qué demonios te sucede?! ¡¿Qué está pasando?!
—Tomé ese caso por motivos personales —digo, con todo el tacto que puedo, pero sin
dejar de ser firme y tajante—. Esto no tiene nada que ver con Adán, contigo o con
la firma.
—Retírate —escupe—. Retírate del caso.
Niego con la cabeza.
—Lo siento. No puedo.
—Te despediré.
Me encojo de hombros, pero la determinación no deja de ser la misma.
—Entiendo si es la decisión que crees pertinente. Sigo manteniéndome donde mismo:
no voy a retirarme.
Aprieta la mandíbula.
—¿Por qué?
Dudo, incapaz de decidir si deseo o no contarle a mi padre sobre Andrea, pero, al
cabo de unos instantes digo:
—La conozco.
—¿A quién? —inquiere, confundido.
—A la chica.
Durante un segundo, parece no ser capaz de procesar lo que he dicho, pero, luego de
unos segundos, la resolución lo asalta.
—Con un demonio...
Le sostengo la mirada.
—Me pediste que no fuera como tú y que luchara por ella —digo, con la voz
enronquecida—. Eso estoy tratando de hacer.
El entendimiento le tiñe las facciones y, durante unos segundos, ni siquiera se
mueve.
Al final, se lleva una mano a la cara y se la frota con frustración antes de soltar
una palabrota.
Acto seguido, me mira.
—¿Lo hizo? —pregunta—. ¿Se robó ese dinero?
—No —digo, con seguridad y mi padre me mira de arriba abajo.
—¿Cómo lo sabes? —inquiere, con los ojos entornados en mi dirección.
—Solo lo sé —respondo y suelta otra palabrota seguida de un bufido incrédulo.
—Vete —dice, haciendo una seña hacia la salida de su oficina.
—¿Estoy despedido?
Me mira con aprensión.
—No. Pero vete ya si no quieres que cambie de opinión.
Asiento y me retiro de su oficina para adentrarme en la mía.
Tengo que sacar a Andrea de ese lugar a como dé lugar y tiene que ser lo antes
posible. No me importa a cuánta maldita gente debo sobornar, pero tengo que sacarla
a como dé lugar.
La imagen rota y frágil que me viene a la mente de ella hace que el corazón se me
estruje con una emoción violenta y dolorosa, y aprieto la mandíbula para apretar el
paso.
Lorena todavía no ha llegado —entra a las nueve—, así que espero por ella mientras
continúo leyendo la investigación que me proporcionó el amigo que tiene mi padre en
la fiscalía del Estado.
Una vez que se reporta conmigo, le pido que se comunique con el contador de mi
padre —para que le eche un vistazo a todas las pruebas presentadas por el imbécil
de Adán— y le pido que me consiga el teléfono de los investigadores privados que
trabajan para el despacho.
A simple vista, el caso no debería haber sido como fue. El abogado de Andrea pudo
haber hecho más —mucho más— y la verdad es que no le compro tanta incompetencia.
Al cabo de una hora, me encuentro saliendo rumbo a la oficina del contador con dos
cajas enteras de facturaciones del Corporativo Mendoza, y con la certeza de que
todos los involucrados en el caso serán investigados.
Necesito ver a Andrea de nuevo, para que me cuente absolutamente todo lo que pasó a
detalle. Paso a paso. Hora a hora, de ser posible.
Necesito sacarla de ahí. A como dé lugar.
Con ese pensamiento en la cabeza, meto las cajas en la cajuela del coche, trepo en
él y arranco en dirección al despacho del contador.
***
Todavía no puedo arrancarme del pecho la dolorosa sensación que me provoca el ver a
Andrea como la he visto los últimos dos días.
Me dan ganas de echármela al hombro y salir con ella acuestas de ese horrible
lugar.
Pese a que he tratado de movilizarme lo más posible, no he encontrado ningún
recoveco legal que me haga pedir que sea liberada mientras reúno las pruebas para
reabrir el caso. Eso me tiene frustrado, pero trato de no enfocarme en lo negativo.
Trato de pensar en todo el progreso que he tenido hoy y en que el contador ya está
trabajando en la documentación que le llevé.
Ahora mismo, voy camino al pent-house, completamente agotado, pero con la certeza
de que las cosas han empezado a avanzar. Quizás no a la velocidad que me gustaría,
pero sí con consistencia.
Suspiro.
Ver a Andrea en ese uniforme me hizo querer gritarle a todo el mundo. Me hizo
querer moler a golpes a Adán y al imbécil del licenciado que llevó el caso antes de
que le pusiera las manos encima.
Me detengo en un semáforo en rojo y cierro los ojos un segundo antes de que el
sonido del celular me haga brincar en mi lugar.
El ayudante inteligente salta en los altavoces del auto y dicen que Dante está
llamándome.
Dante.
No he hablado con él desde que salí a buscar a Andrea —hace una eternidad—. Ni
siquiera creo que estén enterados de lo que está pasando con ella ahora mismo.
Así pues, decido que debo responder.
—Me ofende ligeramente que no me hayas llamado para agradecer por los videos antes
de pasar a la fase «luna de miel» con tu novia —dice, sin preámbulo alguno y una
punzada de dolor me atraviesa de lado a lado porque nada me hubiera gustado más que
eso hubiese pasado y no esta jodida pesadilla.
Aprieto las manos en el volante.
—Hola, Dante —digo, con tacto, sin saber muy bien por dónde empezar. No se siente
correcto hablar de esto con mi amigo sin antes consultarlo con Andrea, pero,
después de lo que está a punto de ocurrir, voy a necesitar que me haga un par de
favores.
—No suenas como un lunamielero, Ranieri. No me digas que lo volviste a joder.
Una sonrisa irritada se desliza en mi boca pese a lo delicado de la situación.
—Vete a la mierda —mascullo, antes de recomponerme—. Las cosas se complicaron, pero
esta vez prometo que no es por mi culpa.
—¿Qué pasó ahora?
Suspiro.
—Voy camino al pent-house. ¿Puedo regresarte la llamada cuando esté allá? Tengo que
hablar contigo y con tu esposa sobre algo.
—De acuerdo —responde. Esta vez, suena más serio. Preocupado—. Espero la llamada,
entonces.
Asiento, pese a que no puede verme.
—Te llamo enseguida —digo y, luego de una despedida breve, Dante finaliza la
llamada.
***
***
Hace rato ya que colgué al teléfono con Dante, tomé una ducha y me puse a trabajar
un poco más en el caso de Andrea.
Luego de redactar mi renuncia decido que debo parar por hoy y voy a la cocina para
buscar algo para echarme a la boca.
El cereal que Andrea suele comer a todas horas está en la alacena y el solo verlo
me pone un nudo en la garganta. Lo tomo y busco algo de leche en la nevera antes de
instalarme en la isla para servirme un tazón.
Me digo a mí mismo que cuando la saque de ahí voy a tener la despensa repleta de
sus cereales favoritos y, con ese pensamiento en la cabeza, me pongo a cenar.
Mientras lo hago, bobeo en el teléfono y reviso todos los mensajes que he dejado
sin abrir por estar absorto en el caso de Andrea.
Le respondo a una Tania histérica por no haber tenido contacto conmigo en
veinticuatro horas y sigo bajando a través de los mensajes para detenerme en el
chat que tengo con Dante.
El ícono junto a su nombre marca 5 mensajes sin leer y el último que puedo ver es
un link.
Los videos.
Abro nuestra conversación y me encuentro con tres links distintos y dos mensajes:
«Tuve que subirlos a la nube porque eran muy pesados para enviarlos por aquí.
Además, me tomé el atrevimiento de cortarlos para evitarte horas y horas de nada, y
pedí incrementar el volumen de todos para que seas capaz de escuchar lo más
posible».
«Si necesitas cualquier otra cosa, avísame».
Vuelvo a los links y abro el primero.
Es el de la cámara del vestíbulo. El video empieza conmigo casi yéndome de bruces
al abrirse las puertas del ascensor. Porque el imbécil de Dante tenía que hacerme
saber que me vio en uno de los momentos más patéticos de mi vida.
Pauso el video para maldecirlo por lo bajo y para volver al estudio a buscar unos
audífonos. Cuando los encuentro, vuelvo a la cocina —a mi tazón de cereal y al
video— y me instalo en mi lugar para reanudar la reproducción, con los audífonos
apropiados y toda mi atención en la pantalla del teléfono.
Puedo ver a Rebeca entrando conmigo; ayudándome a mantenerme en pie mientras
avanzamos a paso torpe en dirección al pasillo.
Casi un minuto después de que desaparecemos de la imagen, me escucho vomitar. Asumo
que lo he hecho en el baño justo entrando al corredor.
Después... nada.
De todos modos, un recuerdo vago me embarga. Es sobre mí, derrumbado sobre el suelo
del baño del pasillo, sintiéndome como la mierda y vomitando mi peso en alcohol.
Aprieto los dientes.
Nada sucede en esa cámara por los siguientes veinte minutos y no me sorprende. Esa
cámara está muy lejos de la recámara principal.
De todos modos, me aseguro de mirar el video en su totalidad, con el volumen a tope
y la atención fija en él, en caso de que algo suceda.
Al final del video, puede escucharse mi voz gritando algo que, desde la distancia,
no se entiende. Luego, puede verse a una Rebeca muy descompuesta llamando al
ascensor, mirando en dirección a la alcoba. Como si esperase que en cualquier
momento alguien saliera a perseguirla.
Después, desaparece a través de las puertas dobles y el video finaliza.
El segundo video es igual de largo que el anterior: treinta y siete minutos; y es
de una cámara en la terraza. Una que tiene un vistazo extraño del vestíbulo y el
inicio del pasillo.
Misma dinámica: otro ángulo de mi torpeza y Rebeca encaminándome hasta desaparecer
por el pasillo.
Este video no tiene sonido, pero de todos modos lo miro minuto a minuto para no
perder detalle alguno.
Al final, aparece la imagen de Rebeca avanzando a toda velocidad, deteniéndose solo
para llamar al elevador.
El último link es el de la cámara del pasillo, y también dura lo mismo que los
otros dos videos. En esta ocasión, pasan unos minutos antes de que pueda escuchar —
lo que creo que es— el sonido de mis arcadas. Después, puedo verme a mí mismo
avanzando tambaleante junto a Rebeca por el pasillo.
Pongo atención cuando desaparezco y, gracias a un aumento considerable y abrupto de
sonido —uno que me hace dar un salto en mi lugar debido a la impresión—, creo
escuchar más arcadas y, luego...
Nada.
De nuevo.
Frunzo el ceño en concentración.
Los minutos pasan eternos, pero no soy capaz de escuchar una sola cosa durante unos
buenos veinte minutos antes de que escuche mi voz haciendo un sonido extraño.
Una especie de ruido entre una negativa y un gruñido.
El sonido se repite y casi puedo jurar que lo he imaginado cuando pasan los
segundos y no regresa.
El corazón se me acelera.
Se oyen tumbos y, entonces, mi voz medio gritando patéticamente:
—¡L-Largo! ¡Largo de aquí!
—Bruno... —Es la voz de Rebeca y, como un rayo, una serie de recuerdos difusos me
golpea.
Rebeca acariciándome el pecho, besándome el cuello; desabotonándome el pantalón e
introduciendo sus manos dentro de mi ropa interior.
Recuerdo la repulsión. Las ganas de quitármela de encima y mis negativas.
Entonces, la recuerdo a ella tambaleándose lejos de mí mientras me levanto de la
cama con torpeza.
—¡Largo! —Esta vez, mi voz es un bramido contundente y feroz, y el alivio me invade
las venas.
Otra imagen se despierta en mi cabeza. En ella, puedo ver a una Rebeca mirándome
fijo antes de abandonar la habitación.
Treinta segundos después, puedo verla salir corriendo por el pasillo hasta
desaparecer.
Tres o cuatro minutos después, el video termina.
Aprieto la mandíbula y dejo escapar el aire que no sabía que contenía y me quedo
mirando la pantalla oscura del teléfono.
No tengo idea de qué hora es, pero no sé si pueda dormir después de esto. No sé si
pueda dormir después de todo lo que ha estado pasando.
Rebeca mintió.
No pasó nada entre nosotros esa noche.
La eché de aquí.
Me llevo las manos a la cara, en un gesto frustrado.
—Necesito hacer algo contigo —mascullo, pese a que sé que Rebeca no puede
escucharme.
Entonces, viene a mí como una chispa en la oscuridad...
Le escribo a Dante:
«Hey... ¿Crees que puedas hacerme otro favor?».
Al cabo de unos minutos, Dante me responde:
«Claro. ¿Qué necesitas?».
Entonces, le mando una nota de voz:
—Necesito la grabación del vestíbulo del día que Rebeca fue a buscar a Andrea, el
martes pasado. ¿O fue el lunes? No lo recuerdo. Fue alrededor de las seis o siete.
Acababa de salir de la oficina. Necesito escuchar qué fue lo que le dijo.
Al cabo de unos minutos, recibo un audio:
—Claro. Me movilizo para conseguírtelo. ¿Qué estás planeando?
Respondo:
—Todavía no lo sé. Apenas estoy en ello. Pero se me ocurre que va a ser buena idea
hablar con su esposo. Investigar si todo lo que ha dicho sobre él es real o no,
porque vino aquí a decirle a Andrea que la había follado y no es verdad. Necesito
saber si él sabe sobre lo que tuvimos. Si no es así, entonces, se lo haré saber
para que Rebeca deje de venir a joderme las malditas pelotas de una vez por todas.
El siguiente audio que recibo comienza con una carcajada sonora:
—¿Necesitas ayuda con eso? Conozco a un par de buenos investigadores privados.
Cuando respondo, lo hago poniéndome de pie, dejando el trasto vacío del cereal en
el fregador:
—Sería abusar demasiado de tu buena fe, Dante. Te lo agradezco, pero puedo
encargarme.
—Como desees, Bruno —responde, en otro audio—. De todos modos, te consigo el video
lo antes posible.
—Gracias, Dante. Has hecho mucho por mí. No voy a poder pagártelo nunca. —Mando en
un audio, pero la única respuesta que obtengo es un emoji guiñándome el ojo.
Sonrío, al tiempo que suspiro y contemplo el chat con mi mejor amigo.
—Cuando todo termine —digo, en voz baja, para mí mismo—, voy a mostrarle todo esto
a Andrea.
Una pequeña sonrisa tira de las comisuras de mis labios y, con este dulce sabor de
boca entre tantos tragos amargos, me voy a la cama.
Mañana será un largo día.
Capítulo 54
BRUNO
Los últimos días han sido una locura. Entre mi renuncia, el cambio de oficina y el
juicio de Andrea apenas he tenido oportunidad de dormir. De comer. De respirar.
A mi padre casi le da un ataque de ira cuando le dije que renunciaba y me iba, con
nada menos, que con la competencia. Si bien Ranieri y Asociados tiene una
reputación impecable, Montoya-Vázquez tiene lo suyo y mi padre siempre los ha
aborrecido.
Cuando Dante dijo que Genaro Montoya —el fundador de la firma— se había mostrado
interesado en sumarme a sus filas, no pude negarme. Pese a que sé de la rivalidad
que mi padre siente, no podía darme el lujo de tener un salario menor del que ya
poseía en el despacho de mi padre.
Genaro, incluso, me ofrece más, en el afán de convencerme; así que no tuve más
remedio que aceptar.
Mi llegada al despacho ha estado rodeada de curiosidad y tratos preferenciales. Se
siente como si todo el mundo hubiese sido aleccionado para tratarme como si mi
apellido estuviese en el nombre del bufete.
De cualquier modo, es una mierda dejar a mi padre. Sé que le rompí el corazón. Que
se molestó hasta el carajo... pero no podía ser de otra manera. No si quiero
encargarme yo mismo de esto.
Así pues, he pasado la última semana absorto en los nuevos casos que me han
presentado... y Andrea. Siempre Andrea.
Ahora mismo —pese a que debería estar trabajando en otra cosa—, le echo una hojeada
—de nuevo— a los documentos del juicio.
Los repaso uno a uno, listándolos en mi mente y mi ceño se frunce cuando termino
con ellos y faltan dos...
Reviso los papeles una vez más.
Me muerdo la uña del pulgar, al tiempo que tomo mi teléfono y llamo al número de mi
antigua oficina.
Lorena me responde al tercer timbrazo.
—Hola, Lorena. Soy Bruno —digo, mientras reviso una vez más.
—Joven Ranieri, buenos días, ¿en qué puedo ayudarle?
—No me hables de usted, Lorena. Ya no eres mi secretaria.
—Lo siento —murmura—. La costumbre.
—Lorena, lamento quitarte el tiempo, pero necesito hacerte una pregunta —digo,
haciendo caso omiso a su comentario.
—Claro. Dígame.
Ruedo los ojos al cielo y decido que voy a rendirme con el «usted».
—¿Recuerdas la carpeta del caso que te pedí que organizaras?
—¿El del fraude fiscal? —inquiere.
—Ese.
—Claro.
—¿Recuerdas si venía el acta de los derechos firmada por la acusada? —digo—. No la
encuentro por ningún lado. Tampoco la orden de aprehensión que debería ir anexa a
la orden de prisión preventiva del juez.
Son documentos importantes. Que deberían estar aquí porque si no están...
El corazón me golpea con fuerza contra las costillas ante lo que esto significa,
pero no dejo que la emoción me invada. No todavía.
Silencio.
—Ahora que lo menciona, creo que no —musita—. Recuerdo que anoté algo en mi agenda
sobre eso, permítame...
Los segundos que paso esperando se me hacen eternos y dolorosos hasta que,
finalmente, Lorena vuelve al teléfono:
—¡Sabía que lo había apuntado en algún lado! —Suena triunfal—. Recordaba que
faltaban documentos básicos en la carpeta y que lo había anotado en algún lado para
comentárselo después —explica, pero yo solo quiero que vaya al grano—. Faltaban
justamente esos documentos: el acta de los derechos y la orden de aprehensión.
Me pongo de pie de la silla, porque no puedo contener la emoción burbujeante que me
llena el cuerpo a toda velocidad.
Una sonrisa idiota se dibuja en mis labios.
—Gracias, Lorena. Acabas de salvarme la existencia —digo y, ella me responde algo
que no escucho porque mi mente corre a toda marcha.
Estos documentos son esenciales. Si no están aquí, es violación al debido proceso.
Violentan los derechos del acusado. Puedo solicitar que la liberen porque no se
llevó el proceso legal de manera correcta. Puedo conseguir que la saquen de ahí de
inmediato.
Benditos vacíos legales.
Quiero gritar de la euforia que siento, pero en su lugar, agradezco a la mujer del
otro lado del teléfono una vez más y me despido de ella.
Tengo que llamar a la fiscalía. Hablar con quien sea necesario para buscar esos
documentos.
Si no están...
El aire me falta.
Si no están, podré sacar a Andrea de ese lugar cuanto antes.
***
Acabo de colgar con el investigador que está encargándose del caso de Andrea, y no
porque él tenga algo de información consistente, sino porque he decido añadir un
nombre más a la lista de las personas a las que necesito que investigue: Horacio
Guzmán Robles. El antiguo abogado de Andrea.
Su grado de ineptitud es tan grande, que estoy empezando a sospechar de él. De su
ética y del poco —por no decir nulo— trabajo que hizo en el caso de mi chica. Algo
me huele mal con ese hombre y necesito averiguar si realmente es así de
incompetente o alguien estuvo pagándole para no hacer nada.
No me parece descabellada la idea, tomando en cuenta que el Corporativo Mendoza
tiene un juicio detenido por evasión fiscal. A ellos no les conviene que declaren
inocente a Andrea, de ser así, tienen muy pocas —o nulas— posibilidades de ganar su
juicio.
Ellos necesitan un culpable. Alguien que pague los platos rotos.
Pero se metieron con la mujer equivocada. No tienen idea de lo que voy a hacerles.
No solo voy a conseguirle a Andrea la maldita absolución de todos los cargos, sino
que voy a hacer que la indemnicen por toda esta mierda. Por todos estos días con
ella ahí, encerrada en una jodida prisión. Por todos esos meses de angustia que
vivió al perderlo todo. Por hacerla diminuta cuando ella es grande y brillante.
Aprieto la mandíbula y cierro los ojos cuando la ira empieza a invadirme. Trato de
recordarme que no debo ser visceral y que debo mantenerme enfocado en lo productivo
y me levanto de la silla.
Miro el reloj. Son las diez apenas y suelto una palabrota porque sé que no voy a
poder dormir. Otra vez. Apenas si he podido hacerlo la última semana. Ahora, con la
adrenalina a tope, me será imposible pegar un ojo.
Estoy ansioso. ¿Y cómo no estarlo? Mañana sabré de una vez por todas si los
condenados documentos faltantes están desbalagados por ahí, en alguna oficina en la
fiscalía. De no ser así, podría sacar a Andrea de inmediato.
Esta misma semana si llamo a las personas adecuadas.
Mi teléfono suena. Es Tania.
Cierro los ojos con fuerza.
No he hablado con ella. Estoy casi seguro de que ni siquiera le he dicho que
renuncié al despacho de papá.
Suelto un juramento, pero me obligo a responder:
—¿Diga?
—¿Así nada más? ¿Cómo si no hubieras tomado una decisión drástica de la noche a la
mañana sin decirle nada a nadie? —La voz de mi hermana suena a medio camino entre
el enojo y la preocupación—. Bruno, ¿qué pasó? ¿Por qué renunciaste a la firma?
¿Por qué todo esto pasó hace casi una semana y yo apenas estoy enterándome?
Me veo tentado a colgarle, pero inhalo profundo y me recuerdo que es mi hermana y
que solo está preocupada por mí, y respondo:
—Hola, Tan. Estoy bien, gracias. ¿Tú qué tal?
—A la mierda, Bruno —escupe y suelto una risotada inevitable.
Mi hermana mayor enojada es la cosa más adorable del mundo. No puedo evitar
dibujarla en mi cabeza, con ese ceño fruncido y los brazos cruzados sobre el pecho,
cual niña pequeña.
—¡No te rías!
—Tania, no te preocupes. Todo está bien. —Le aseguro.
—Renunciaste a tu trabajo.
—Y ahora tengo uno mejor. Me pagan más. ¿Te dijeron eso también?
—Tú no eres así, Bruno —dice—. Jamás harías algo como esto. Mucho menos por dinero.
¿Qué está pasando?
Mi hermana suena agobiada y el remordimiento me golpea.
Suspiro.
Debo decírselo. De cualquier manera, va a terminar enterándose; así que, sin más
comienzo a contárselo todo.
Sin entrar en detalles, le cuento cómo mi relación con Andrea fue pasando de algo
sin títulos a algo distinto, y de toda la locura que han sido las últimas semanas,
con todo lo del juicio y el caso.
Mi hermana guarda silencio una eternidad después de que termino de hablar.
—Renunciaste para tomar su caso —dice, cuando empieza a atar ella misma todos los
cabos que dejé sueltos, y asiento con la cabeza, pese a que no puede verme.
—Sí.
Otro silencio.
—Entiendo —murmura—. ¿Necesitas algo? ¿Cualquier cosa?
Si la tuviera enfrente la besaría. Definitivamente, la abrazaría o algo así.
—¿Eso es todo lo que vas a decir al respecto?
—¿Hay otra cosa que decir? —inquiere—. Bruno, estás enamorado. Esa es la mujer que
amas. Por la que dejaste tu trabajo y estás moviendo cielo mar y tierra. Si tú
crees que vale la pena para hacer las cosas de esa manera, entonces te apoyo y te
ofrezco cualquier cosa que puedas necesitar que yo pueda darte o conseguirte.
Esta vez, el nudo que siento en la garganta viene acompañado de un sentimiento
agradable. Dulce.
—Gracias, Tan —digo, con la voz ronca.
—Por nada, bobalicón —dice, juguetona, antes de soltar una risita boba para añadir
—: Prométeme una cosa.
—¿Qué?
—Si tienes hijos con esa chica, o te casas con ella o algo así, vas a tener que
dejarme a mí contar la historia de cómo se conocieron hace diez años.
Suelto una carcajada.
—Vete al demonio —digo cuando puedo volver a hablar, y ella ríe también.
—Te quiero, Bruno.
—Y yo a ti, Tania.
***
Son las diez de la mañana cuando recibo la llamada por la cual no pude dormir, y ni
siquiera me importa el hecho de que tengo una reunión introductoria al mediodía
cuando escucho que los documentos que busco no se encuentran en ningún lado.
De inmediato, me pongo de pie y me encamino fuera de la oficina. Necesito salir de
aquí cuanto antes. Necesito sacar a Andrea de esa prisión de inmediato. Necesito
mover cielo, mar y tierra para que esté libre lo más pronto posible.
Una vez fuera, estaré tranquilo y podré hacerme cargo de su juicio con la cabeza
fría. Necesito terminar esto con ella afuera o voy a volverme loco.
—Solo un poco más, Liendre —musito, pese a que soy consciente de que la persona a
la que me dirijo ni siquiera puede escucharme y me trepo en el coche.
Andrea estará en casa pronto.
Capítulo 55
ANDREA
Todavía no caigo en la cuenta de lo que está ocurriendo, pese a que ayer vino
Sergio a decírmelo. Al parecer, Bruno lo envió a darme la noticia. Tenía algo que
hacer en la oficina, por eso no vino él mismo a contarme que iba a salir libre esta
mañana y, pese a que me habría encantado que lo hiciera, el recibir la noticia de
boca de mi mejor amigo fue también algo alucinante.
Todavía no puedo creerlo.
Pese a que avanzo por un largo pasillo, flanqueada por una oficial de policía,
vestida con un pantalón de chándal y una remera que me va grande, y no ese odioso
uniforme café que vestí durante dos semanas enteras.
Libre.
... O algo por el estilo.
Todavía no estoy muy segura.
Sergio dijo que Bruno había conseguido que saliera gracias a un vacío legal de lo
más estúpido. Un requisito indispensable y bobo —como mi firma en un documento—,
pero que fue capaz de conseguirme un pase de salida inmediato de este lugar por
atentar a mis derechos fundamentales.
Y así, sin más, Bruno Ranieri consiguió, en un lapso de dos semanas, sacarme de la
prisión preventiva.
Parpadeo un montón de veces para deshacerme de las lágrimas que me invaden los ojos
y me trago las emociones. Trato de empujarlas lejos mientras avanzamos hasta la
salida.
Me pregunto si será Bruno quien esté aquí afuera para recibirme, pero sé que lo más
seguro es que sean Sergio y Ana quienes me lleven a casa.
El aliento me falta ante las dolorosas ganas que tengo de verlo, pero me digo a mí
misma que ya habrá tiempo para eso y para agradecerle todo lo que ha hecho por mí.
No sé cómo diablos voy a pagárselo.
El sonido de la cerradura abriéndose hace que salga de mi ensimismamiento. La
oficial no dice nada, solo se aparta de la puerta para dejarme salir. Así como así.
El nudo en mi garganta se aprieta, pero avanzo hacia las áreas civiles. Esas en las
que solo está permitido acceder si no has recibido alguna especie de condena.
Ahí, de pie al final de un corredor, se encuentra él.
Bruno.
Las ganas de llorar regresan, pero me obligo a mantenerme serena cuando llegamos
hasta donde se encuentra, y avanzamos hasta una especie de recepción.
Ahí, Bruno revisa los documentos que le ofrece una mujer y, con el gesto más
glacial que le he visto esbozar, se despide y guía nuestro camino hacia el
exterior. Hacia el estacionamiento del lugar.
Estoy temblando. El corazón me golpea con violencia contra las costillas y me
zumban los oídos.
Casi espero que alguien salga detrás de nosotros a decirnos que no puedo marcharme,
pero eso no sucede. Nadie nos sigue. Nadie trata de detenernos. Avanzamos hasta el
coche de Bruno y subimos en él.
Cuando empezamos a movernos, las oleadas de alivio llegan a mí y lloro. Lloro hasta
que me arden los ojos y una extraña paz me entume los sentidos.
Bruno no dice nada en todo el camino de regreso y lo agradezco de cierta manera. Me
siento tan abrumada, que no sé si voy a ser capaz de lidiar con nosotros ahora
mismo. Con todo esto que despierta en mí.
No hemos hablado de lo que va a ocurrir con lo que tenemos —... o teníamos. No lo
sé—. ¿Cómo hacerlo? Estábamos tan absortos en el juicio, que ninguno de los dos lo
trajo a colación en todas esas ocasiones en las que nos reunimos para hablar sobre
lo que pasó durante mi tiempo laboral en el Corporativo Mendoza.
Debo admitir que, conocer este lado de Bruno que no tenía idea de que existía, es
fascinante. Verlo tan analítico y glacial, en su faceta de abogado, es aterrador y
maravilloso al mismo tiempo.
Para cuando aparcamos en el estacionamiento del pent-house he dejado de llorar,
pero la sensación de agobio no se ha marchado.
Bruno no dice nada cuando baja del auto y me abre la puerta para que salga. Tampoco
lo hace cuando subimos al ascensor y, cuando nos adentramos en el apartamento, nos
quedamos aquí, quietos en el vestíbulo, durante una eternidad.
Él está detrás de mí, a una distancia prudente; como si no estuviera seguro de qué
hacer a continuación.
Se aclara la garganta, pero sigo absorta en la imagen que tengo del espacio.
Estoy libre.
Libre.
—Dentro de poco debo volver a la oficina —dice, con la voz ronca, pero tono
apacible—. ¿Crees poder arreglártelas sola hasta las siete?
Asiento, pese a que quiero pedirle que no se vaya.
Me obligo a encararlo y hay tantas cosas que deseo decirle en estos momentos, que
no encuentro las palabras adecuadas. Que se atoran todas en mi tráquea y me impiden
respirar.
Bruno asiente también, pero el gesto que lleva en el rostro es casi tan tortuoso
como la sensación opresiva que me invade.
—Pide algo para desayunar —ordena, suave y con el entrecejo fruncido en señal de
preocupación—. Hay algo de efectivo sobre la mesa de noche de la recámara. Traeré
la cena cuando regrese. —Hace una pequeña pausa, dudoso, antes de añadir—: Trata de
descansar.
Parpadeo unas cuantas veces para deshacerme de las ganas que tengo de echarme
llorar y le regalo otro asentimiento.
Las ganas que tengo de pedirle que se quede un poco más incrementan.
Suspira.
—Debo irme —anuncia y la opresión aumenta.
—De acuerdo —murmuro, al tiempo que me abrazo a mí misma.
Es su turno de regalarme un gesto a manera de despedida antes de girarse para
llamar al ascensor una vez más.
Las puertas se abren casi de inmediato.
—Bruno... —pronuncio, con un hilo de voz y se detiene en seco. Luego, mira por
encima del hombro. Cuando nuestros ojos se encuentran, digo—: Gracias.
Su gesto se suaviza. La dureza que le fruncía el ceño se aligera y una sonrisa
cansada tira de las comisuras de sus labios.
—No tienes nada qué agradecer, amor —dice y mi pecho se calienta con el poder de
mis emociones.
—¿De verdad tienes que irte? —inquiero con un hilo de voz, y la tortura vuelve a su
gesto.
—Me temo que sí —dice, y suena realmente triste—. Han pasado muchas cosas estas
últimas dos semanas. Te lo contaré todo cuando regrese, ¿te parece?
Es mi turno de asentir.
—Nos vemos más tarde —promete, y esbozo una sonrisa suave.
—Nos vemos más tarde, Bruno.
Entonces, presiona las puertas para llamar el ascensor una vez más —porque ya se
han cerrado antes— y desaparece de mi vista.
Suspiro, al tiempo que contemplo el vestíbulo. Creí que no volvería a pisar este
lugar. De verdad, creí que todo estaba perdido. Y ahora estoy aquí, luego de las
dos semanas más extrañas de mi vida, con la cabeza hecha una maraña de ideas y el
corazón una revolución de sensaciones.
Cierro los ojos y tomo una inspiración profunda y, segundos más tarde, el sonido
del teléfono de la casa me hace saltar en mi lugar.
Una palabrota se construye en mi garganta, pero me las arreglo para avanzar hasta
el aparato y tomarlo para responder:
—¿Diga?
—Gracias a Dios que por fin estás en casa. —La voz de Génesis me llena los oídos y
las ganas de llorar vuelven una vez.
Me froto la frente con una mano, al tiempo que permito que un par de lágrimas
traicioneras me abandonen, pero saludo a mi amiga con toda la naturalidad que puedo
imprimir.
No sé cuánto tiempo pasamos al teléfono, pero sé que ha sido demasiado. No me
importa en lo absoluto que así sea. Si puedo ser honesta, ahora mismo, tener su
compañía —aunque sea por este medio— es lo único que ha impedido que me desmorone.
—¿Bruno está en casa? —Génesis inquiere, cuando damos por zanjado el tema de su
horrible cuñada y de la manera en la que su suegra la trata, y niego con la cabeza,
al tiempo que miro el reloj.
—No. Dijo que debía regresar a la oficina.
Son las dos de la tarde y ni siquiera he desayunado. Debo hacer algo al respecto.
Me pongo de pie, aún con el teléfono entre el hombro y la oreja, y me dispongo a
servirme un tazón de cereal.
Me detengo en seco cuando noto que mi vieja caja abierta no está. Ha sido
remplazada por una nueva.
El corazón se me hunde en el pecho.
—Entiendo. Imagino que ahora que trabaja en Montoya-Vásquez no puede ser tan
flexible con su horario —musita, sacándome de mis cavilaciones, y la confusión me
embarga de inmediato.
—¿Cómo dices? —pregunto, alarmada, al tiempo que dejo el tazón sobre la isla y me
dispongo a escucharla.
Silencio.
—¿No te lo dijo?
—¿El qué?
—Renunció a su trabajo, Andrea.
—¡¿Qué?! ¡¿Pero por qué?!
—Porque Ranieri y Asociados está defendiendo al Corporativo Mendoza —explica—. No
podía tomar tu caso sin renunciar.
Las palabras de Génesis hacen que el corazón me dé un tropiezo. El remordimiento
que siento es tan grande, que apenas puedo soportar estar en mi propia piel.
—Ese hombre está loco por ti, Andrea —dice, y mi pecho se calienta con una emoción
familiar y dulce. Una que me aterra porque solo él es capaz de provocármela.
Trago duro.
—Y yo estoy loca por él, Gen —admito, en voz baja y mi amiga ríe ligeramente.
—Sé que han estado muy absortos con lo de tu caso, pero ¿han hablado sobre... ya
sabes... ustedes?
—No —digo, con pesar—. Lo besé el día que fue a la prisión a decirme que se haría
cargo de todo, pero no hemos hablado de nada al respecto desde entonces.
—Claro. Lo imaginaba. ¿Planeas traerlo a relucir pronto o esperarás a que todo
termine? —inquiere y muerdo mi labio inferior ante la duda que me trae su
cuestionamiento.
Suspiro.
—No lo sé todavía. Me siento... —Hago una pausa, para intentar ponerle un nombre a
esto que siento y que me hace querer llorar, gritar y reír. Todo al mismo tiempo—.
Agobiada.
—Y es entendible. —Mi amiga replica—. Has pasado por muchísimo las últimas semanas.
Lo mejor es que no trates de presionarte para tomar decisiones ahora. Bruno puede
esperar. Lo importante ahora es que toda esta pesadilla termine.
Cierro los ojos unos instantes.
—Lo lamento mucho. —Apenas puedo hablar—. Debí haber pedido ayuda antes. Debí...
—No te mortifiques. —Génesis me corta—. Lo importante es que ahora estamos haciendo
algo al respecto. Gracias al cielo que Bruno es un maldito tiburón en lo que hace.
Dante está sorprendido del tiempo que le tomó sacarte de ahí. Dice que ningún otro
abogado habría podido sacarte en dos semanas. Él calculaba dos meses como mínimo.
El agradecimiento que siento hacia Bruno incrementa con cada palabra que mi amiga
pronuncia y, de pronto, solo quiero verlo. Que regrese a casa para agradecerle
todo. Para envolverlo en un abrazo fuerte, porque solo deseo eso: abrazarlo. Hundir
el rostro en su pecho y olvidarme de todo.
—También tengo mucho que agradecerles a ustedes —digo, porque necesito desviar el
tema de nuestra conversación o voy a volverme loca—. Dante y tú han hecho muchísimo
por mí.
—No hay nada que agradecer, Andrea. Lo hacemos de corazón. Lo sabes.
Asiento, pese a que sé que no puede verme.
—Lo sé —musito, y ella me cambia el tema de la conversación una vez más.
Esta ocasión, a un lugar más ligero y suave. Uno que me permite comer un poco de
cereal entre risas bobas y bromas simplonas.
Nunca me pregunta respecto a mi estancia en el penal y lo agradezco. No estoy lista
para hablar de eso. No porque la haya pasado particularmente mal; es más mi estado
anímico lo que me avergüenza. Lo que me hace no querer regresar a esos momentos.
Cuando colgamos, tomo una ducha. De inmediato, me percato que no tengo nada de ropa
conmigo —seguramente sigue en casa de Sergio—, así que debo hurgar entre las cosas
de Bruno para ponerme algo suyo.
La remera de Pink Floyd y unos pantalones de chándal grises son la elección y,
luego de eso me recuesto en la cama.
Trato de dormir, pero no puedo hacerlo, así que solo doy vueltas en la cama, aún
tratando de digerir lo que ha pasado las últimas semanas.
En algún momento debo quedarme dormida, porque, lo siguiente que viene a mí es el
sonido del teléfono y la oscuridad de la habitación.
Tengo que correr a contestar desde otro teléfono —el del despacho— porque el que
tomé de la sala —con el que hablé gran parte de la tarde con Génesis— está
descargado.
Es Bruno.
—Hola... —Un escalofrío me recorre entera ante el sonido de su voz.
—Hola —respondo, con la voz áspera por la falta de uso.
—¿Te desperté?
—No —miento—. ¿Vienes a casa?
—Sí —responde—. Llevaré la cena. ¿Algo en específico?
—Lo que sea está bien.
—De acuerdo. Llevaré mucho de «lo que sea».
Una pequeña sonrisa se desliza en mis labios.
—Te veo en un rato —dice, luego de unos segundos.
—Nos vemos en un rato, Bruno.
Entonces, colgamos.
***
Estoy hablando por teléfono con Sergio cuando Bruno llega a casa, pero, contrario a
la llamada con Génesis, con mi mejor amigo apenas demoro unos minutos.
Vendrá mañana a verme con Ana y Karla —quien, al parecer, ya está al tanto de todo
lo que está pasando.
Luego de que finalizo la llamada con él, me encamino hasta la cocina, donde Bruno
ya se encuentra desempacando la cantidad ridícula de comida que compró.
Hay pizza, pasta, tacos, donas, brownies, alitas y bebidas desde refresco hasta
infusiones extrañas y café.
—Tú dijiste «lo que sea». Esto es «lo que sea».
Una sonrisa boba se dibuja en mis labios.
—Buffet en casa —digo y lo miro a los ojos—. Me gusta.
Su mirada se llena de un brillo agradable.
—Siempre es un placer complacerte, Andrea Roldán.
La cena es extraña. Por una parte, se siente forzada. Como si ninguno supiera qué
hacer para deshacernos de la inevitable tensión en el ambiente y, por otro lado, se
siente ligera entre comentarios casuales y bromas tontas.
Bruno no habla sobre el caso en lo absoluto y yo tampoco hago nada por hablar
respecto a él o mi estadía en la prisión.
Cuando acabamos con la cena —y guardamos todo lo que sobró—, Bruno anuncia que
tomará una ducha y desaparece por la puerta de la estancia, dejándome completamente
a solas.
Me miro las manos, que aún sostienen una franela con la que estaba terminando de
limpiar la encimera.
La dejo en su lugar y me muerdo el interior de la mejilla.
No quiero estar aquí sola, es por eso que, al cabo de un par de minutos, me
encamino hacia la habitación.
No sé muy bien qué estoy haciendo, pero me adentro en la alcoba antes de desnudarme
y entrar al baño.
El vapor que ha llenado la estancia me eriza la piel y contrasta con la sensación
helada del suelo debajo de mis pies descalzos.
Me deshago del moño suelto en el que había amarrado mi cabello y me paso los dedos
entre las hebras para desenredarlo antes de caminar con lentitud hasta la ducha.
Cuando abro la puerta corrediza, Bruno da un respingo. Claramente, no me escuchó
entrar.
El agua caliente me salpica y siento la mirada pesada y densa del hombre frente a
mí, pero no dice nada. Se aparta para permitirme entrar debajo del chorro.
El calor es bien recibido por mi cuerpo y me quedo ahí, con los ojos cerrados y el
agua cayéndome sobre la cabeza, dándole la espalda a Bruno, durante una eternidad.
—Moría por tenerte aquí —dice, en un susurro apenas audible—. En casa. A mi
alrededor... —Hace una pequeña pausa que solo es interrumpida por el sonido del
agua cayendo—. Y ahora que estás aquí, no sé qué hacer. Cómo comportarme.
El corazón se me estruja con violencia.
—Abrázame... —pido, con un hilo de voz, y no pasan más que un par de segundos antes
de que sienta sus brazos fuertes y cálidos envolviéndome desde la espalda.
Su cuerpo desnudo se pega al mío y hunde el rostro en el hueco de mi cuello para
besarme ahí con suavidad.
Lágrimas calientes y pesadas se me acumulan en los ojos y me permito ser vulnerable
y llorar delante de él. Llorar porque todo esto ha sido una locura y no puedo creer
que esté pasando.
Bruno, con lentitud, me gira sobre mi eje y me envuelve en un abrazo fuerte, cálido
y apretado.
—Lo lamento tanto... —digo, con un hilo de voz y lo siento negar con la cabeza—. D-
Debí...
—Shhh... —Me corta, cuando trato de empezar a enumerar todo aquello que debí haber
hecho y que por orgullo no hice—. No te disculpes.
—Fui estúpida. Fui descuidada y ahora... —Me falta el aliento—. Ahora, tuviste que
renunciar a tu trabajo para ayudarme y jamás voy a poder pagarte algo como eso.
Jamás voy a poder...
Me toma por la barbilla y me obliga a mirarlo.
Lleva el cabello apelmazado por el agua que cae sobre nosotros.
Luce tranquilo. Sereno.
No hay ceño profundo en su entrecejo. Tampoco hay molestia en su expresión como
creí que encontraría. Solo hay algo que no soy capaz de reconocer del todo.
—Andrea, ¿es que no lo entiendes? —dice—. No tienes nada qué pagarme o retribuirme.
Hago esto porque quiero ayudarte. Porque no podría vivir conmigo sabiendo que pude
haber hecho algo por ti. Porque... —Se detiene, como si no estuviese seguro de
querer pronunciar lo que tiene en la punta de la lengua.
Al final, suelta un juramento.
El llanto es desesperado ahora y un par de sollozos me abandonan en el proceso. Sus
brazos se tensan a mí alrededor y me atrae con más fuerza contra su pecho desnudo.
—Andrea, esta no es la manera en la que quiero decírtelo y me prometí a mí mismo
que no lo haría hasta que todo esto no hubiese terminado, pero necesito que lo
sepas ahora. Necesito decírtelo aquí, porque si no lo hago, voy a enloquecer.
Necesito decírtelo aquí, porque desde que llegamos esta mañana, he tenido las
palabras en la punta de la lengua, listas para abandonarme en cualquier momento.
Traga duro.
—Estoy enamorado de ti, Andrea —dice, en un susurro ronco y tembloroso—. De tu
esencia. De tu luz. De todo eso que eres y que no logro entender del todo. —Esta
vez, las lágrimas que derramo no son de tristeza—. Me iluminaste. Llenaste los
vacíos y ahora estoy lleno de esto. De esta emoción incontrolable que me ruge en el
pecho todo el tiempo. De tu sonrisa, tu tacto y la forma en la que me miras. De ti.
Me besa en la cima de la cabeza.
—Y voy a volver a decírtelo, cuando todo haya terminado... Es solo que no quería
dejar pasar un día más sin que lo supieras.
Levanto la cara para mirarlo a los ojos.
Hay pequeñas gotas en sus pestañas y parpadea unas cuantas veces para deshacerse de
ellas.
Le acuno el rostro con ambas manos y presiono mis labios contra los suyos en un
beso casto y suave.
—Estoy enamorada de ti, Bruno... —musito, contra sus labios—. Pero ya lo sabías,
¿no es así?
Suspira contra mi boca.
—Pero ahora ya sé qué hacer con eso —replica y me aparto para verlo a los ojos. La
diversión baila en su mirada. Entonces, me besa. Largo, profundo.
Cuando nos separamos, une su frente a la mía.
—Hay algo más que debes saber —dice, con la voz ronca—. No podía quedarme así como
así respecto a lo de Rebeca, así que indagué.
Me tenso, solo porque no quiero hablar de esa mujer ahora mismo.
—¿Sabías que hay cámaras de seguridad en la terraza, el pasillo y el vestíbulo? —
inquiere y debo parpadear varias veces para espabilar.
—No —digo, en voz baja y él asiente.
En lo único en lo que puedo pensar, es en todas esas veces que él y yo hicimos
cosas impronunciables en todos esos lugares y el rubor se extiende a través de mi
rostro.
—Pues resulta que las hay y, al menos las que están dentro de la casa, graban
sonido. —Entorna los ojos y, casi me atrevo a decir que hay una sonrisa bailando en
las comisuras de sus labios—. Así que pedí las grabaciones de esas noches. Los
videos no solo esclarecen muchas cosas, sino que trajeron recuerdos vívidos.
Espero, casi conteniendo el aliento. Él lo sabe así que continúa:
—No pasó nada entre nosotros. Absolutamente nada, amor.
Pese a todo, sus palabras son como un bálsamo para mi corazón herido y envuelvo los
brazos alrededor de su cuello para pegar nuestros cuerpos todavía más.
—Tengo los videos para probarlo.
—No necesito verlos —susurro, para luego besarlo. Cuando nos apartamos de nuevo,
susurro—. Te creo.
Él sonríe contra mis labios.
—De todos modos, quiero mostrártelos —dice—. Pero no ahora. Ahora solo quiero
besarte.
Como para probar su punto, vuelve a unir nuestras bocas en un beso ávido.
—Gracias, Bruno —susurro, cuando volvemos a apartarnos el uno del otro—. Por todo
lo que has hecho por mí.
—A ti, preciosa. Por exactamente lo mismo.
Capítulo 56
ANDREA
***
***
El edificio está en una zona bastante agradable. No es una zona cercana al centro
de la ciudad, pero tampoco está alejada; lo cual lo hace en una ubicación bastante
conveniente. Detesto que así sea. ¿Por qué no puede estar muy lejos y quedarle
terrible a Bruno para ir al trabajo?
Cierro los ojos con fuerza cuando bajo del Uber que mi flamante novio pidió para mí
hace veinte minutos.
Cuando me adentro en la recepción, soy capaz de tener un vistazo de él, vistiendo
un pantalón negro y una camisa gris doblada hasta los antebrazos, con los botones
deshechos en la parte superior y una sonrisa fácil dibujada en los labios.
La semana pasada le entregaron su departamento.
Por fin, luego de meses y meses de arreglos y remodelaciones, Bruno podrá habitar
ese espacio que es suyo y que, de no haber sufrido un montón de desperfectos debido
a la humedad, habría impedido que nos conociéramos...
... Y no es que aborrezca la idea de él, por fin deshaciéndose de un pendiente que
venía arrastrando desde hacía casi un año; es solo que, el que tenga su
departamento listo quiere decir que va a mudarse del pent-house. Que vamos a dejar
de compartir un espacio que, si bien no nos pertenece, hemos hecho nuestro con el
paso del tiempo.
Sonrío cuando se acerca para besarme y murmurar un saludo. Yo correspondo la
caricia suave antes de dejarme encaminar por él hasta el ascensor.
Es un lugar espacioso, pese a que no es igual de inmenso que el pent-house. De
cualquier modo, es un lugar que podría disfrutar yo misma. Suspiro, cuando paseo la
vista por los sillones de piel oscura que reviste la sala y me pregunto cuándo
podré tener un lugar así para mí misma.
Pese a que hace cuatro meses encontré un empleo bueno, ejerciendo mi profesión,
todavía tengo muchas deudas que liquidar antes de poder pensar en la posibilidad de
independizarme por completo y dejar de depender de la caridad de Génesis y Dante —
que aún nos permiten habitar en su casa.
En cuanto a mi relación con Bruno se refiere, dentro de una semana cumpliremos
siete meses juntos. Siete meses que se han pasado como agua entre los dedos, de tan
ligeros y amenos que se sienten. Con Bruno puedo ser yo misma y la vida se te
escurre entre risas y momentos increíbles cuando encuentras a alguien que es capaz
de hacerte sentir bien en tu propia piel. Que, en lugar de llenarte de
inseguridades absurdas, te muestra todo eso por lo que brillas.
—Este es el único lugar que pude conseguir que Tania dejara tal cual estaba —Bruno
comenta, cuando nota mi escrutinio a su bonita y espaciosa sala, y guía nuestro
camino a la cocina, donde explica que todos los muebles en madera oscura son
nuevos; así como la isla que se encuentra al centro de la estancia.
El departamento tiene dos habitaciones. Una de ellas —la de invitados— está
decorada como oficina y tiene un escritorio y una silla muy cómodos.
Cuando nos abrimos paso hasta la habitación principal, lo primero que me llama la
atención, es el librero de anaqueles vacíos que se encuentra al fondo de la
estancia y el sillón cómodo que se encuentra junto a él.
Luce como el espacio perfecto para sentarte —o recostarte— a leer.
—Esta es la habitación principal —Bruno puntualiza lo obvio—. Tiene su propio baño
ahí. —Señala en dirección a la puerta cerrada—. Y un armario muy espacioso. —Señala
la puerta junto a él—. Quizás no es un pent-house, pero...
—Es increíble. —Lo corto, al tiempo que me giro para encararlo—. Todo el lugar.
Él suspira, como si le provocara alivio el hecho de que su departamento me guste.
Miro más allá de él, hacia la espaciosa cama al centro de la habitación, revestida
con colores oscuros.
—Si quieres podemos probarla. —Bruno comenta, mirando el lugar que observo y, pese
a que siento el calor subiéndome por la cara, sonrío.
—¿Esa es una propuesta, Bruno Ranieri?
—Completamente, señorita Roldán —dice, acortando la distancia que nos separa para
besarme. Cuando nos apartamos, une se frente a la mía y susurra—. ¿Te gusta el
sillón?
—¿Ese de ahí? —Hago un gesto en dirección al mueble a mis espaldas y él asiente—.
Es muy bonito.
—Si quieres, puedes cambiarlo. Es tuyo.
Me aparto, para verlo a los ojos.
—Y el librero también. Para que pongas todos esos libros que tienes en cajas —dice,
al tiempo que me deja ir para acercarse a la puerta del armario y abrirla—. Aquí
perfectamente caben nuestras cosas, pero si crees que necesitas más espacio, puedes
hacer uso del estudio. No tengo problemas de nada. —Se gira para mirarme, ansioso—.
Siéntete en libertad de hacer con este lugar lo que te plazca.
Sacudo la cabeza en una negativa.
—No entiendo...
—Andrea, sé que no es la casa de Dante y Génesis... —Me interrumpe—. Pero nada me
haría más feliz si aceptaras vivir conmigo aquí. En mi departamento.
Los ojos se me llenan de lágrimas, el corazón me late con fuerza y quiero gritar
porque es un hombre maravilloso. Porque no puedo creer que haya pasado tanto tiempo
sin él en mi vida.
—¿Qué dices, Andrea?
—Digo que nuestras cosas caben perfectamente en ese armario, amor —pronuncio, con
un hilo de voz y él se acerca una vez más para besarme.
EPÍLOGO
Andrea baja del taxi, al tiempo que le envía un mensaje de texto a su amiga, Karla,
para avisarle que ya está ahí. Que todo ha ido de maravilla en la oficina y que,
por fin, ese ascenso que había estado buscando se le dio.
Baja del vehículo luego de pagar por el servicio y se encamina a paso rápido hacia
el establecimiento en el que van a celebrar.
Bruno, su novio, va a alcanzarlas más tarde, cuando salga de la oficina.
Al entrar al establecimiento, le toman la temperatura, y le ponen gel antibacterial
en las manos. Pasa por el tapete sanitizante y se introduce en el bar semi vacío en
el que quedó de verse con su amiga.
Apenas ha comenzado a sentirse cómoda saliendo, luego de un año de locura encerrada
en casa, saliendo solo lo indispensable.
Porque solo Andrea Roldán podría ser víctima de una pandemia una vez que su vida
empezaba a tomar el rumbo adecuado.
Pero siempre había sido positiva y no podía quejarse cuando había conseguido un
buen empleo y, además, había logrado sobrevivir a un bicho extraño y nuevo
encerrada en un apartamento con Bruno Ranieri.
Una sonrisa se desliza en sus labios solo porque no puede esperar para verlo. Para
contarle a detalle sobre su ascenso —pese a que fue el primero en saberlo, todavía
falta contárselo todo.
Tiene que acomodarse el cubrebocas para desempañar los lentes de montura delgada
que lleva puestos, pero, una vez resuelto todo, se abre paso hasta llegar a la mesa
indicada.
Pese a que no deberían, se abrazan fuerte y empiezan a charlar como si no hubiesen
pasado meses desde la última vez que se vieron.
El lugar, pese a que no está a su total capacidad, se llena del barullo de la gente
y Andrea y Karla beben, charlan y ríen mientras escuchan la música acústica que
toca un dueto —un chico y una chica— al fondo de la estancia.
La noche ha empezado a caer, el lugar está un poco más lleno, y la música se ha
terminado porque los músicos se han ido a tomar un pequeño descanso.
Andrea llama a Bruno cuando Karla se levanta al baño, pero no le responde.
Frunce el ceño, ligeramente preocupada porque hace mucho que pasó de la hora
acordada a la que se verían, así que le envía un mensaje de texto.
¿Todo bien, amor?
A los pocos segundos, recibe:
Lo lamento. Me gusta más Camila que Reik.
Andrea frunce el ceño, confundida por el mensaje que acaba de recibir y se queda
unos segundos mirando la pantalla del teléfono antes de escuchar los familiares
arpegios de guitarra que inician una canción que conoce y que ha escuchado antes
muchas veces.
La letra de Todo Cambió de Camila comienza a ser cantada por la voz de la chica del
dueto y el corazón le da un vuelco cuando un par de meseros aparecen en su campo de
visión, llevando consigo un cartel discreto y bonito, pero que la llena de
recuerdos en un abrir y cerrar de ojos.
Un nudo se le pone en la garganta en el instante en el que Bruno Ranieri, su
flamante novio, aparece en su campo de visión y se sienta en la silla frente a
ella.
—No me preguntes por qué, pero tenía que hacerlo de esta manera —dice, cuando nota
el cuestionamiento en su rostro y hace un gesto de cabeza en dirección al cartel.
Lágrimas le inundan la mirada, pero ya ha podido leer lo que el pequeño cartel
cita. Es una pregunta. Una pregunta que hace eco en la voz de Bruno cuando
pronuncia:
—¿Te casas conmigo, Liendre?
Los ojos de Andrea se posan en el hombre frente a ella, ese que ahora se ha llevado
la mano al bolsillo interior del saco para tomar una cajita diminuta.
Un sollozo escapa de los labios cuando ve a su novio arrodillarse y abrir la caja
que contiene un anillo de compromiso.
No puede dejar de llorar, así que acuna el rostro del hombre entre sus manos para
besarlo y murmurar un «sí» contra su boca.
Todos a su alrededor aplauden cuando él pone el anillo en su dedo y, de pronto, la
chica puede ver que su mejor amigo está allá, al fondo de la estancia, con su —
ahora— esposa, Ana. Junto a ellos, está Karla, quien sonríe radiante desde la
distancia.
Es obvio para Andrea que todos lo sabían ya. Estaban enterados de lo que pasaría
ese día.
—Creí que dijiste que nunca te casarías. —Ella se burla, al tiempo que envuelve los
brazos alrededor del cuello de su prometido.
—Eres tú, Andrea —dice, sin más—. Me haces escogerte siempre. Tú, de nuevo tú y, al
final, tú. Te amo y hace mucho que dejé de tenerle miedo a lo que siento.
Esta vez, la sonrisa en el rostro de ella asemeja la de él. Plena. Llena. Segura.
—Tú, de nuevo tú y al final, tú. Te amo, Bruno Ranieri —dice ella, en un susurro
tembloroso y cálido.
—Te amo, Andrea Roldán.