Historia de La Iglesia en El Perú

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HISTORIA DE LA IGLESIA EN EL

PERÚ
por Martín Scheuch Pool
Este libro lo escribí durante el primer trimestre de 1994, Mi intención era
presentar de manera compendiada y amena los pasados avatares históricos de
la presencia eclesial católica en mi país. Para ello tomé como fuente básica de
información el texto La Iglesia católica en el Perú, escrito por el R.P.
Armando Nieto Vélez, S.J., incluido en la Historia general de los peruanos, a
cargo de Juan Mejía Baca. En gran parte mi texto es un resumen de la obra
mencionada, en parte también contiene reflexiones propias. He introducido
citas de otros autores para enriquecer el tema. Lamentablemente, no poseo
ahora las referencias exactas de las obras a las cuales recurrí. Sin embargo,
recuerdo que muchas citas fueron tomadas de artículos publicados en la
revista Vida y Espiritualidad.

Espero que este libro no sólo te instruya, sino que también te entretenga, pues
si ambas cosas van juntas, el provecho es mayor.
ÍNDICE

I. Consideraciones preliminares
II. La Iglesia en América Latina
III. La síntesis cultural latinoamericana
IV. Inicios de la evangelización en el Perú
V. Implantación de la Iglesia en el Perú
VI. La transformación religiosa
VII. La lucha por la justicia
VIII. Evangelización de la cultura y obras de promoción social
IX. Figuras de santidad
X. La Inquisición
XI. La Iglesia en el siglo XVIII
XII. La Iglesia durante la Independencia y la República
XIII. Conclusión

I. CONSIDERACIONES PRELIMINARES
Realidad visible e invisible de la Iglesia

Estudiar la historia de la Iglesia no es un asunto fácil. Corremos la tentación de


examinar los acontecimientos desde un punto de vista meramente humano,
olvidándonos de que la Iglesia también contiene un elemento sobrenatural que debemos
tener en cuenta para comprender su presencia en la historia. Igualmente, la constatación
de realidades ligadas al pecado en la historia de la Iglesia puede llevarnos a emitir
juicios incorrectos, si no comprendemos a la vez que la Iglesia ha sido santificada por
Cristo y que el mal siempre se dará unido a toda realidad humana mientras vivamos en
este mundo. Se hace necesario, pues, comprender brevemente qué es la Iglesia antes de
estudiar algún momento de su presencia en la historia de los pueblos.

La Iglesia forma parte del designio de salvación de Dios. Es la asamblea de quienes son
convocados por la Palabra de Dios para formar el Pueblo de Dios y que, alimentados
con el Cuerpo de Cristo en la Eucaristía, son incorporados a Él y forman con Él un solo
Cuerpo.

La Iglesia, por lo tanto, es una realidad que participa de la vida de Dios, y, a la vez, es
una realidad formada por seres humanos que llevan en sí mismos las miserias propias de
la condición humana. La Iglesia posee una realidad invisible, que solamente es accesible
por la fe, y una realidad visible. Ésta última constituye el soporte a través del cual se
manifiesta la realidad invisible. A través de la realidad humana de la Iglesia Dios
manifiesta su gracia y su amor. Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, «la
Iglesia es a la vez:
—sociedad dotada de órganos jerárquicos y el Cuerpo Místico de Cristo;
—el grupo visible y la comunidad espiritual;
—la Iglesia de la tierra y la Iglesia llena de bienes del cielo» (n. 771).

Teniendo en cuenta esta complejidad que presenta el ser de la Iglesia, no podemos


examinar su historia solamente con criterios humanos. Una aproximación a ella
utilizando solamente los métodos de las ciencias históricas no nos dará una comprensión
plena de la presencia del Pueblo de Dios en el tiempo. En cierto modo, la Iglesia, a la
vez que está presente en el tiempo, escapa, por otra parte, a las leyes de la historia. La
gracia y el amor de Dios siempre se manifiestan en ella, incluso en situaciones que
humanamente podrían ser consideradas como fracasos históricos.

Por este motivo, el estudio histórico de la Iglesia debe ser completado con una
aproximación de fe, que nos permita descubrir cómo se cumple el Plan de salvación de
Dios en cada uno de los momentos de la historia de su Pueblo.

Otra consecuencia que se saca del principio de la existencia en la Iglesia de una realidad
visible y otra invisible, es que todo aquello que sea algo exclusivamente humano en la
Iglesia es susceptible de transformación y modificación, mientras que lo esencial,
aquello que Dios ha establecido de manera definitiva —que llegamos a conocer por
medio de la fe— no puede cambiar. Hay que distinguir entre lo esencial y lo accidental.
Lo visible en la Iglesia (lo institucional, por ejemplo) ha asumido diversas formas a lo
largo de la historia, pero siempre se ha buscado respetar lo esencial, aquello que
constituye el misterio profundo de la Iglesia. Querer conservar las formas exteriores sin
llegar a comprender lo esencial es una tendencia que lleva a posiciones conservadoras al
estilo del obispo cismático Mons. Lefebvre. Por el contrario, querer cambiar todo,
incluso lo esencial, simplemente por adaptarse a los tiempos, terminaría por destruir la
esencia de la Iglesia. Por eso mismo, se requiere discernir lo que es esencial en la
Iglesia, lo que Dios ha dispuesto, y, a partir de ahí, comprender que eso puede
plasmarse en diversas formas y expresiones concretas a lo largo de la historia.

Por este mismo motivo, no debemos tampoco condenar de manera apresurada las
formas y expresiones concretas que ha habido a lo largo de la historia de la Iglesia. Si
los hombres que las realizaron supieron mantenerse fieles a lo esencial, al misterio de la
Iglesia, no hay rechazarlas, aunque esas formas nos parezcan ahora anticuadas. Fueron
adecuadas en su tiempo. Se trata de comprender antes que de condenar de manera
apresurada. Y luego descubrir de qué manera concreta debe expresarse el mensaje
esencial de la fe en nuestros tiempos.
 

La Iglesia, santa y pecadora

Otro problema que se presenta, y sobre lo cual muchos hombres de nuestro tiempo
presentan cuestionamientos, es lo referente a la santidad de la Iglesia. ¿Cómo una
institución que se dice santa presenta tantos hechos escandalosos a lo largo de la
historia? ¿Cómo puede seguir afirmando su propia santidad?

Para responder a ello, debemos comprender en qué consiste la santidad de la Iglesia. El


Catecismo de la Iglesia Católica dice: «La fe confiesa que la Iglesia no puede dejar de
ser santa. En efecto, Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y con el Espíritu se
proclama "el solo santo", amó a su Iglesia como a su esposa. Él se entregó por ella para
santificarla, la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la llenó del don del Espíritu
Santo para gloria de Dios. La Iglesia, es, pues, "el Pueblo santo de Dios", y sus
miembros son llamados "santos".
»La Iglesia, unida a Cristo, está santificada por Él; por Él y con Él, ella también ha sido
hecha santificadora. Todas las obras de la Iglesia se esfuerzan en conseguir la
santificación de los hombres en Cristo y la glorificación de Dios. En la Iglesia es en
donde está depositada la plenitud total de los medios de salvación. Es en ella donde
conseguimos la santidad por la gracia de Dios» (nn. 823-824).

Eso no significa que la santidad haya sido conseguida en plenitud por cada uno de los
miembros de la Iglesia. Aun en aquellos que han vivido una mayor apertura a la gracia
(los santos) encontramos imperfecciones que nos muestran que todavía necesitaban de
purificación. En esta vida, los cristianos participamos de la santidad que nos ofrece el
Señor Jesús, pero debemos luchar para que esa santidad crezca hasta la plenitud. La
Iglesia es santa, pero necesitada de purificación, porque, aunque su santidad es
verdadera, no es perfecta en este mundo.

En consecuencia, una verdad que siempre debemos tener como principio es que la
Iglesia, aunque es santa, contiene en sí misma a hombres pecadores. Las acciones que
ellos realizan llegan a veces a extremos escandalosos, y produce mucho más escándalo
cuando estas acciones provienen de quienes son considerados representantes de la
Iglesia. Sin embargo, eso no anula la fuerza de la gracia de Dios, y no podemos
condenar por ello a la Iglesia. Hasta que venga el fin del mundo, en el corazón de los
cristianos estará entremezclada la semilla del Evangelio con la semilla del mal.
La Iglesia no se escandaliza por el pecado. Considerándolo un mal, cree firmemente que
el amor y la misericordia de Dios son mucho mayores y que triunfarán por encima de
todas la miserias que se puedan encontrar incluso entre los mismos cristianos.

Podemos decir, pues, con el Papa Pablo VI que «la Iglesia es, pues, santa aunque
abarque en su seno pecadores; porque ella no goza de otra vida que de la vida de la
gracia; sus miembros, ciertamente, si se alimentan de esta vida se santifican; si se
apartan de ella, contraen pecados y manchas del alma, que impiden que la santidad de
ella se difunda radiante. Por lo que se aflige y hace penitencia por aquellos pecados,
teniendo poder de librar de ellos a sus hijos por la sangre de Cristo y el don del Espíritu
Santo» (Credo del Pueblo de Dios, 19).

No podemos pretender que no haya pecado en la historia de la Iglesia, pues todo hombre
es pecador y necesita de la reconciliación ofrecida por Dios en el Señor Jesús. Pero
debemos siempre tener presente que el amor de Dios es mucho más grande que el
pecado y logra hacerse presente aun en situaciones que parecen ser totalmente contrarias
a su Plan de salvación. Así ha sucedido a lo largo de los veinte siglos de historia que
tiene la Iglesia.

A este respecto, conviene citar las palabras del Documento de Puebla, cuando hace una
valoración de los cinco siglos de presencia eclesial en el continente latinoamericano: «Si
es cierto que la Iglesia en su labor evangelizadora tuvo que soportar el peso de
desfallecimientos, alianzas con los poderes terrenos, incompleta visión pastoral y la
fuerza destructora del pecado, también se debe reconocer que la Evangelización, que
constituye a América Latina en el "continente de la esperanza", ha sido mucho más
poderosa que las sombras que dentro del contexto histórico vivido lamentablemente le
acompañaron. Esto será para nosotros los cristianos de hoy un desafío a fin de que
sepamos estar a la altura de lo mejor de nuestra historia y seamos capaces de responder,
con fidelidad creadora, a los retos de nuestro tiempo latinoamericano» (Puebla, 10).
 

La misión evangelizadora de la Iglesia

La razón de ser de la Iglesia es ante todo evangelizadora. Una vez que el Señor Jesús
cumplió su misión terrena para reconciliación de los hombres con Dios, le encargó a la
Iglesia la misión de evangelizar: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes
bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a
guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los
días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 19-20).

El Documento de Puebla nos dice que «la evangelización es la misión propia de la


Iglesia. La historia de la Iglesia es, fundamentalmente, la historia de la Evangelización
de un pueblo que vive en constante gestación, nace y se inserta en la existencia secular
de las naciones. La Iglesia, al encarnarse, contribuye vitalmente al nacimiento de las
nacionalidades y les imprime profundamente un carácter particular. La Evangelización
está en los orígenes de este Nuevo Mundo que es América Latina» (Puebla, 4).

Por eso mismo, el criterio para decidir sobre el triunfo o fracaso de la Iglesia no se halla
en los éxitos políticos, sociales o económicos que haya o no haya tenido. Su triunfo
solamente se puede determinar por la fidelidad que haya tenido a su misión, es decir, en
qué medida ha hecho presente al Señor Jesús entre los hombres, hasta el punto de
transformar su mentalidad y, sobre todo, su cultura; en qué medida la Iglesia ha hecho
que las relaciones del hombre con Dios, consigo mismo, con sus hermanos humanos y
con el mundo creado estén impregnadas de la vida que se manifiesta en el misterio del
Amor de Dios y que resplandece en el Hijo de Dios hecho hombre. Esto encuentra
expresión especialmente en las vidas de los santos. Que la venida de los evangelizadores
ha sido beneficiosa y ha dado verdaderamente frutos, se contempla en el surgimiento de
personas santas, que reflejan la inmensidad de la dignidad humana en sus rostros. Los
santos son fuente de transformación auténtica de la realidad que los rodea y son la
garantía de que la presencia de Dios se ha hecho efectiva en la historia de los pueblos.

No nos referimos aquí solamente a los santos canonizados oficialmente por la Iglesia.
Existen en la actualidad centenares de procesos iniciados en Roma para la beatificación
de cristianos originarios de América Latina. Sin embargo, esa multitud de personas de
vida santa constituyen solamente la punta del «iceberg». Existe una multitud de santos
desconocidos en nuestras tierras, que, a través de la vivencia del amor, han hecho de
América Latina el continente de la esperanza, una tierra que, a pesar de sus múltiples
problemas, sigue siendo cristiana en sus raíces y todavía puede dar muchos frutos de fe,
esperanza y caridad para que los hombres descubran y vivan la felicidad auténtica que
solamente se encuentra en el Señor Jesús.

Para nuestras naciones, la presencia de la Iglesia se identifica con su misma existencia


como pueblos, y aparece íntimamente unida a sus fiestas, sus celebraciones, sus
instituciones, y, más aun, a todos sus sufrimientos y sus esperanzas. La compañía que
lleva a cabo la Iglesia con los hombres en sus alegrías y sus angustias, en sus tristezas y
sus esperanzas es quizás la mejor obra social que pueden realizar los discípulos del
Señor Jesús. Se trata de un acompañamiento que no surge de cálculos interesados o de
intrigas en busca de influencia y poder, sino que surge del amor mismo de Dios, que se
da gratuitamente sin exigir nada a cambio. Solamente pide ser aceptado con el corazón
abierto. Es un amor que se manifiesta en la Iglesia en la innumerables obras de caridad
que toma a su cargo y en el surgimiento constante de tantos testigos del Evangelio,
reconocidos oficialmente por la Iglesia o anónimos y desconocidos, que tuvieron como
única recompensa la felicidad de haber desarrollado plenamente su humanidad a través
de un amor entregado al Señor Jesús y a sus hermanos humanos. Olvidarnos de esos
hombres y mujeres, olvidar el acompañamiento que la Iglesia ha prestado a los
habitantes de este continente, sería ya no mirar los acontecimientos desde la óptica de la
fe, sino desde criterios interesados o puramente humanos. Sería olvidarnos de la
realidad del paso de Dios por nuestra historia.

Por eso mismo, la Iglesia nunca se ha escandalizado del pecado, de la debilidad o de las
incoherencias de los hombres, porque ella anuncia al Señor Jesús, aquel que trae la
reconciliación y el perdón, aquel que hace manifiesto el amor de Dios entre los
hombres. Y esto no puede dejar de tener frutos y revertir en bien de todos los hombres.

II. LA IGLESIA EN AMÉRICA LATINA


El sustrato cultural católico

Una visión atenta de las manifestaciones culturales del hombre que encontramos por
toda América Latina nos permite descubrir una realidad innegable: se trata de una
cultura cristiana en sus raíces, tanto en sus valores como en sus expresiones en la vida
cotidiana y pública. Las deficiencias e incoherencias que encontramos no son
suficientes para negar esa realidad que el Documento de Puebla llama el «sustrato
católico» de América Latina.

¿Cuál es el origen de esta realidad que constatamos por doquier? ¿Cuál es el proceso
por el cual las culturas aborígenes se transformaron en una cultura esencialmente
católica?

La identidad cultural latinoamericana tiene como elemento central la fe. Sin ella, sin la
presencia abarcante de la Iglesia, no se puede entender la historia de los pueblos de este
continente. Podemos decir que la evangelización ha calado hondo en todas las
manifestaciones humanas de la vida de nuestros pueblos. Y esta obra evangelizadora
llegó a afincar tan hondo en el corazón de los hombres, que en los períodos de crisis,
como, por ejemplo, la Independencia —en algunos países la persecución a la Iglesia,
con el vacío pastoral que se produjo—, lo que ocurrió no fue suficiente para desarraigar
la fe católica del corazón de los pueblos. Tanto es así que, por ejemplo, en México, un
país con un régimen declaradamente anticlerical nos encontramos con las más patentes
manifestaciones de fe y con una devoción mariana a la Virgen de Guadalupe que
aguantó la prueba del tiempo y del hostigamiento.

Este sustrato cultural católico se manifiesta sobremanera en la plena vivencia de la fe,


que resulta tan natural y espontánea para la mayoría de los hombres que viven en los
países latinoamericanos, en la sabiduría vital que se manifiesta ante los grandes
interrogantes de la existencia, en las diversas expresiones de religiosidad popular, de
contenido trinitario, cristológico y mariano, y, actualmente, en la acogida que se ha
hecho de la iniciativa del Santo Padre Juan Pablo II de impulsar una nueva
evangelización. Se trata de una respuesta que no tiene comparación con la que ha
habido en otras regiones del mundo.

No debemos olvidar, sin embargo, que este sustrato católico, siendo igual en lo esencial
en todas las naciones latinoamericanas, toma acentos particulares en cada una de ellas,
lo cual evidencia la riqueza de la cultura común. Este trasfondo cultural hunde sus
raíces más allá de la época de la Ilustración y del período de Independencia, y tiene
orígenes en un pasado de cinco siglos, desde el momento que, por obra de los españoles
llegados a estas tierras, se inició la obra de la evangelización. Resulta absurdo y nada
conforme con la realidad querer romper totalmente con el pasado y pretender determinar
la identidad de las naciones latinoamericanas sólo en base a los movimientos de
emancipación del siglo XIX. Resulta contraproducente querer presentar los tiempos
anteriores a la Independencia como una época oscura, deplorable, plagada de esclavitud,
sin nada positivo, cuando precisamente en esa época se forja lo más valioso de la
identidad latinoamericana. Fue entonces cuando se formó la síntesis cultural que
constituye a América Latina.
 
La primera evangelización

Entendemos por primera evangelización el conjunto de esfuerzos realizados por los


españoles inmediatamente después del descubrimiento del Nuevo Mundo para implantar
la fe. Se trata de una labor iniciada hace 500 años y que continuó a través de los siglos.
Este fecundo proceso histórico terminó sellando el alma de los pueblos y la cultura del
continente con una profunda impronta católica.

Al respecto, conviene citar las palabras de Juan Pablo II durante su discurso en Santo
Domingo: «Con la llegada del Evangelio a América se ensancha la historia de la
salvación, crece la familia de Dios, se multiplica «para gloria de Dios el número de los
que dan gracias» (2 Co 4, 15). Los pueblos del Nuevo Mundo eran "pueblos nuevos...
totalmente desconocidos para el Viejo Mundo hasta el año 1492", pero "conocidos por
Dios desde toda la eternidad y por Él siempre abrazados con la paternidad que el Hijo
ha revelado en la plenitud de los tiempos (cf. Ga 4, 4)" (Homilía, 1 de enero de 1992).
En los pueblos de América, Dios ha escogido un nuevo pueblo, lo ha incorporado su
designio redentor, lo ha hecho partícipe de su Espíritu. Mediante la evangelización y la
fe en Cristo, Dios ha renovado su alianza con América Latina.
»Damos, pues, gracias a Dios por la pléyade de evangelizadores que dejaron su patria y
dieron su vida para sembrar en el Nuevo Mundo la vida nueva de la fe, la esperanza y el
amor. No los movía la leyenda de "El Dorado", o intereses personales, sino el urgente
llamado a evangelizar a unos hermanos que aún no conocían a Jesucristo. Ellos
anunciaron "la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres" (Tt. 3, 4) a
unas gentes que ofrecían a sus dioses incluso sacrificios humanos. »Ellos testimoniaron,
con su vida y con su palabra, la humanidad que brota del encuentro con Cristo. Por su
testimonio y su predicación, el número de hombres y mujeres que se abrían a la gracia
de Cristo se multiplicaron "como las estrellas del cielo, incontables como la arena de las
orillas del mar" (Hb 11, 12)» (Discurso inaugural del Santo Padre, IV Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano, Santo Domingo 1992, 3).

La gesta evangelizadora fue un ambicioso proyecto que se llevó a cabo en varias etapas.
Los primeros años, conocidos como la época de la evangelización constituyente, dieron
las pautas de las huellas a seguir. Si bien todo no sucedió como se pensaba, debido a la
debilidad y la miseria humana, fueron muchas más las luces que las sombras, si nos
ponemos a pensar en los frutos duraderos de fe y de vida cristiana que se han dado en el
continente latinoamericano. Hubo esfuerzos de muchos hombres, llegando incluso hasta
el testimonio heroico de sacrificio de la propia vida, esfuerzos que contribuyeron
decisivamente para la configuración de la cultura que creció al abrigo de los valores del
Evangelio.

«La obra evangelizadora, inspirada por el Espíritu Santo, que al comienzo tuvo como
generosos protagonistas sobre todo a miembros de órdenes religiosas, fue una obra
conjunta de todo el pueblo de Dios, Obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles
laicos. Entre estos últimos hay que señalar también la colaboración de los propios
indígenas bautizados, a los que se sumaron, con el correr del tiempo, catequistas
afroamericanos.
»Aquella primera evangelización tuvo sus instrumentos privilegiados en hombre y
mujeres de vida santa. Los medios pastorales fueron una incansable predicación de la
Palabra, la celebración de los sacramentos, la catequesis, el culto mariano, la práctica de
las obras de misericordia, la denuncia de las injusticias, la defensa de los pobres y la
especial solicitud por la educación y la promoción humana.
»Los grandes evangelizadores defendieron los derechos y la dignidad de los aborígenes,
y censuraron "los atropellos cometidos contra los indios en la época de la conquista"
(Juan Pablo II, Mensaje a los indígenas, 12.10.92, 2). Los Obispos, por su parte, en sus
Concilios y otras reuniones, en cartas a los Reyes de España y Portugal y en los decretos
de visita pastoral, revelan también esta actitud profética de denuncia, unida al anuncio
del Evangelio.» (Santo Domingo, 19-20).
 

La leyenda negra

Lamentablemente, se han difundido enfoques históricos sobre América Latina que


presentan una visión parcial y reductiva de los acontecimientos, seleccionando
solamente aquellos hechos de carácter negativo e interpretando toda la historia a partir
de estos sucesos, que no constituyen la regla y norma de lo que sucedió. En otras
palabras, se condena en bloque la historia anterior a la emancipación de las naciones
latinoamericanas como una época de destrucción y opresión absolutas. Se presenta a los
españoles como gente cruel, que sólo vino a explotar y oprimir a los indígenas. Se dice
que la matanza de los aborígenes fue un hecho común y corriente de todos los días. Los
representantes de la Iglesia son presentados como personajes hipócritas, que imponen
autoritariamente sus creencias para de esta manera favorecer una actitud resignada por
parte de los indígenas. Por otra parte, se presenta a éstos como seres buenos en todo,
que sólo cumplieron el papel de víctimas. Nos encontramos, pues, ante lo que se conoce
como la leyenda negra.

Esta presentación caricaturizada y falsa de la historia de América Latina surgió


originalmente en los Países Bajos en la época en que España era la mayor potencia
política europea. Luego fue ampliada, desarrollada y difundida por Inglaterra en el
momento en que tomó el lugar de España como potencia mundial, con el fin de
desprestigiar a su enemiga y a la Iglesia Católica. Por ejemplo, la obra de Bartolomé de
Las Casas Brevísima relación de la destrucción de las Indias, escrito de denuncia lleno
de exageraciones e inexactitudes, como admiten la mayoría de los historiadores en la
actualidad, encontró amplia difusión en Inglaterra y demás países europeos, y fue
publicada con ilustraciones para presentar con mayor vivacidad los horrores que
erróneamente les eran atribuidos a los españoles. Posteriormente, en el siglo XVIII, los
filósofos ilustrados, en su afán de oponerse a la Iglesia Católica, no vacilaron en
desprestigiar a aquella nación que más se identificaba con el catolicismo: España.
Debemos tener en cuenta que la filosofía de la Ilustración constituyó la base ideológica
de las ideas de aquellos que lucharon por la emancipación de los actuales países
latinoamericanos a principios del siglo XIX. No resulta extraño, por ello mismo,
descubrir en los ideólogos de la Independencia una denigración de la historia de
América cuando se hallaba bajo el dominio de España. Toda la historia anterior a la
Emancipación es vista en bloque como un tiempo de opresión y esclavitud. No se tiene
una visión objetiva de los hechos. No se hace un balance de los aspectos positivos y
negativos de los acontecimientos. Se recuerda sólo las injusticias y los abusos que se
cometieron, olvidando que eso no fue lo único que hubo durante la época de la
dominación española. Por ejemplo, el mismo Juan Pablo Viscardo y Guzmán, quien en
su famosa Carta a los españoles americanos presenta legítimas razones por las cuales
los habitantes de América pueden aspirar a la Independencia, también se hace eco de
la leyenda negra cuando sostiene que «nuestra historia de tres siglos acá, relativamente
a las causas y efectos más dignos de nuestra atención, [es] tan uniforme y tan notoria
que se podría reducir a estas cuatro palabras, ingratitud, injusticia, servidumbre y
desolación...»

El Papa Juan Pablo II ha manifestado su preocupación por la actual difusión de


enfoques históricos basados en la leyenda negra. Ya en el año 1984 decía ante los
Obispos del Consejo Episcopal Latinoamericano: «Una cierta "leyenda negra", que
marcó durante un tiempo no pocos estudios historiográficos, concentró prevalentemente
la atención sobre aspectos de violencia y explotación que se dieron en la sociedad civil
durante la fase sucesiva al descubrimiento. Prejuicios políticos, ideológicos y aun
religiosos, han querido también presentar sólo negativamente la historia de la Iglesia en
este continente» (Discurso a los Obispos del CELAM, Santo Domingo, 12/10/1984, II,
3).

No se debe negar las realidades negativas que hubo en la historia de la evangelización,


pero no es legítimo por ello negar todo los aspectos buenos que se produjeron, que dan
como balance un resultado positivo: la venida de los españoles al Nuevo Mundo trajo
consigo la presencia de la Iglesia, y esto es algo que ha valido la pena, porque ha hecho
culturalmente del hombre americano una persona que echa raíces en los valores del
Evangelio. Ha traído la presencia del Señor Jesús a todas las manifestaciones humanas
del Nuevo Mundo.

La historia de América Latina es una realidad compleja, y no puede ser presentada en


base a una visión que divide de manera simplista entre buenos y malos. Por ello,
debemos tener en cuenta algunos criterios para poder detectar aquellas visiones que no
respetan la realidad objetiva.

En primer lugar, debemos desconfiar de las interpretaciones que presentan a los


protagonistas divididos en bandos irreconciliables, donde unos son buenos y los otros
malos. El bien y el pecado siempre se dan entremezclados en las realidades humanas,
comenzando por el mismo corazón del hombre. Aquellos mismos que condenaron las
injusticias cometidas por los españoles, también cometieron acciones semejantes. La
historia emancipadora y republicana de América Latina también está presenta casos de
abusos e injusticias.

Igualmente, debemos examinar si detrás de ciertas aproximaciones no se encuentran


ideologías que tienen un trasfondo anti-cristiano o anticlerical. Tanto el liberalismo
como el marxismo aceptaron sin más la leyenda negra, y la convirtieron en un arma
para denigrar a la Iglesia. En cambio, una aproximación objetiva nos haría comprender
lo complejo de la historia de la evangelización de América Latina.

Por otra parte, en una comparación del proceso colonizador de España con la de otros
procesos colonizadores de otras naciones europeas, se constata la presencia de un ideal
humanista y cristiano en los españoles, contrario a la exterminación masiva de los
indígenas. En cambio, las otras naciones (por ejemplo, los colonos ingleses en América
del Norte) presentaron políticas de exterminio de las tribus indias originarias. En
cambio, en América Latina se realizó un fecundo proceso de mestizaje, y, junto a los
abusos, se dio la denuncia y los esfuerzos por plasmar una auténtica justicia tanto en el
campo teórico (teológico y jurídico) como en el práctico (las obras e instituciones de
ayuda social).

Sin desconocer los errores, hay que reconocer los aciertos y los fecundos logros de la
gesta evangelizadora. Al respecto, son oportunas las palabras del P. Armando Nieto,
S.J., historiador peruano, quien, en un breve artículo intitulado Hacia el V centenario de
la evangelización, escrito hace algunos años atrás, señalaba: «Algunos enjuiciamientos
modernos de la obra cumplida por la Iglesia y el Estado [español] incurren fácilmente
en posiciones extremas: o se santifican globalmente y sin matices los procedimientos y
métodos de la cristianización de entonces; o se descalifican sin más, con el argumento
de que la obra evangelizadora se hizo cómplice de la destrucción de las culturas nativas.
La nueva evangelización, si bien no puede ignorar la historia real de lo acaecido a partir
del siglo XVI, no debe tampoco renunciar a la visión sobrenatural, sin la cual la misma
tarea de la predicación del Mensaje pierde sentido. Los evangelizadores de antaño, con
todos sus defectos y limitaciones, estaban convencidos de la verdad de la fe; estaban
penetrados de la creencia en Cristo como la novedad radical en la historia de la
salvación; como la Palabra definitiva de Dios que entró de una vez para siempre en la
historia humana y está destinada a resonar en el corazón de cada hombre. [...] Al hacer
una revisión de la experiencia acumulada por la Iglesia en el medio milenio de su vida
en Hispanoamérica, se comprueban las realizaciones y transformaciones operadas, pero
también las deficiencias y sombras que
III. LA SÍNTESIS CULTURAL LATINOAMERICANA

La cultura y la religiosidad indígena

Hemos señalado que se entiende por primera evangelización de América Latina la labor


realizado por los misioneros y demás agentes de cristianización que llegaron en los
orígenes de nuestra historia y produjeron como resultado la conversión de los pueblos
indígenas a la fe cristiana y la formación de una cultura mestiza fundada en los valores
del Evangelio. O, por decirlo de otra manera, el conjunto de los esfuerzos realizados por
los españoles cristianos por lograr la implantación de la fe cristiana en las nuevas tierras
descubiertas.

Si bien no faltaron actitudes deplorables por parte de muchos españoles que llegaron al
Nuevo Mundo, eso no anula la labor heroica de quienes se entregaron con sacrificio y
dedicación a la labor evangelizadora e hicieron que la verdad del Señor Jesús brillara en
estas tierras, dando origen de esta manera a una mentalidad cristiana como trasfondo de
todas las manifestaciones culturales del actual pueblo latinoamericano.

¿Cómo pudo la religión cristiana entroncar en la vivencia religiosa de los indígenas?


¿Hubo verdadera evangelización, o se trató simplemente de una superposición, que dejó
intactas las creencias religiosas, aunque de manera oculta? Una breve descripción de la
religiosidad indígena se hace necesaria para comprender aspectos importantes de la obra
evangelizadora. Nos centraremos en el caso del Perú, aunque lo que aquí se expone se
puede aplicar con algunas adaptaciones a los indígenas de otras latitudes del Nuevo
Mundo.

No había en el Incanato una religión unificada, expresada en una sola doctrina y una
sola forma de culto. Cada valle tenía sus propios dioses e ídolos locales, que recibían el
nombre genérico dehuacas, y que se aplicaba tanto a las figuras de los dioses, como al
templo o lugar donde estaban ubicados, así como a los sepulcros, los montes, las rocas,
los ríos y arroyos, así como a la misma Cordillera de los Andes. Junto a estos cultos
locales, convivían la veneración a las conopas o dioses familiares o del hogar.

Cuando los diversos pueblos que poblaban el territorio del Perú de entonces fueron
conquistados por los Incas, estos difundieron el culto del Sol (Inti), pero sin la intención
de eliminar los cultos locales. Simplemente se exigía la práctica de la religión del Sol
como parte del reconocimiento del dominio político, pero se permitía la permanencia
del culto a lashuacas y conopas. Los ídolos regionales eran llevados al Coricancha en el
Cuzco, según el testimonio del cronista Polo de Ondegardo: «Cuando el Inca
conquistaba de nuevo una provincia o pueblo, lo primero que hacía era tomar la huaca
principal de tal provincia o pueblo y la traía al Cuzco, así por tener aquella gente del
todo sujeta y que no se rebelase, como porque contribuyesen cosas y personas para los
sacrificios y guardas de las huacas».
A pesar de que el culto al Sol se extendió a la par que la dominación de los Incas, sin
embargo nunca llegó a calar hondo en los pueblos dominados, que estaban adheridos a
su propia tierra tanto como a sus dioses locales. Prueba de ello es que los rebrotes de
idolatría en el siglo XVI, cuando ya estaba bien avanzada la evangelización de los
indígenas, van a ir unidos a veneración de los ídolos locales, mas no del Dios Sol. Puede
decirse que el culto oficial del Sol sólo tenía verdadera arraigo en la élite gobernante
residente en el Cuzco y en los pueblos de los alrededores. En todos los demás lugares
del Imperio se daba un sincretismo, donde al culto de los dioses locales se superponía de
manera postiza el culto de la clase gobernante. No hubo, pues, una verdadera unidad
religiosa.

De esta manera, resulta explicable cómo no hubo una tenaz y auténtica oposición al
cristianismo por causa de factores religiosos. Una vez destruido el núcleo director de la
unidad política del Imperio, tampoco tenía sentido el mantener un culto religioso (la
religión del Sol) que nunca había entroncado en el alma religiosa de las tribus del
Imperio. Fuera de la unidad política, ligada a un culto oficial, no había otro elemento
que le diera unidad a las comunidades que fueron sojuzgadas por el poder de los Incas.

En este sentido, la religión cristiana significó un aporte insustituible en la creación de


una identidad propia, fundamentada sobre una unidad espiritual que antes no existía.
«La política misional tenía que enderezarse a la extirpación de las idolatrías, o sea, a la
conversión efectiva de los indígenas. La Conquista española debería agregar a la unidad
política del Incario, la unidad religiosa, en lugar del sincretismo religioso que
mantuvieron los Incas. Al nacer por la Conquista el admirable impulso de la
catequización, se echaron las bases de una efectiva comunidad espiritual entre todos los
habitantes del Perú. Y esto lo decimos no sólo refiriéndonos a los españoles, mestizos e
indígenas; pues es evidente que, a pesar de la sujeción común a los Incas, la diversidad
de religiones o de idolatrías creaba una efectiva separación espiritual entre los
elementos del Incario. Una vez que se generalizaron la religión cristiana y el culto
católico, surgió un vínculo profundo entre los mismos indígenas separados antes por la
diversidad de dioses y de ritos» (Víctor Andrés Belaúnde).

Sin embargo, el trabajo misionero se encontraría también con serias dificultades,


algunas de tipo circunstancial, otras más profundas, por la diferencia de cultura entre los
evangelizadores y los indígenas. Cabe mencionar entre las dificultades circunstanciales
la antigüedad y el arraigo de los cultos idolátricos, junto a la dispersión que ocasionaba
la existencia de múltiples cultos locales; lo accidentado del territorio, muy poco
propicio para las comunicaciones y la ayuda mutua; el aislamiento en que tuvieron que
realizar su trabajo los misioneros y los párrocos, en un territorio inmenso y de una
geografía bastante difícil. A estas dificultades hay que agregar otra, originada por los
mismos españoles: los veinte años de guerras civiles, causaron un cierto desprestigio de
lo español ante los indígenas.

Hubo varios puntos de confluencia entre la cultura española y la indígena en los


elementos que mencionamos a continuación: el sentido sagrado del tiempo y de la vida
cotidiana, la importancia dada a la representación pública de los valores religiosos y
culturales (a través del teatro, la danza, la liturgia, los autos sacramentales, las
devociones, etc.), la concepción de ciertos lugares como sagrados, donde se da el
encuentro con la divinidad y de los hombres entre sí (los santuarios), la importancia
dada a los valores de justicia social y solidaridad en el trabajo.
 

La evangelización constituyente

Las dificultades que hubo no fueron obstáculo para que se realizara una evangelización
profunda que, a la vez, dio origen a una cultura nueva marcadamente católica tanto en el
Perú como en el resto de América Latina. «¿Qué hizo posible que a pesar de la enormes
dificultades y conflictos que se presentaron en los inicios de este encuentro de culturas
tan diferentes se pudiera forjar una síntesis cultural mestiza? Fue la fe y el dinamismo
reconciliador de la evangelización la que permitió y sirvió de crisol para esta nueva
realidad. La síntesis cultural mestiza que es América Latina fue posible gracias a la fe.
Este proceso de mestizaje cultural es pues en su raíz un proceso de encuentro y
reconciliación» (Germán Doig).

De este modo, se formó una nueva realidad que, a la sombra de la fe, que actúa como
factor aglutinante, toma elementos de la cultura española y las culturas aborígenes,
dando paso a una expresión cultural. La formación de esta síntesis viviente que es
América Latina no se hizo sin conflictos, pero el papel que desempeñó la fe y la Iglesia
contribuyó a la integración y reconciliación de esas contradicciones. Fue un largo
proceso que se fue dando por etapas y que, aun hoy, es algo en cierto modo inacabado,
que todavía requiere de la participación de los hombres latinoamericanos. Pero todo ello
tiene origen en los esfuerzos realizados por los primeros evangelizadores españoles.

Es sabido que el acercamiento de los españoles a los indígenas se planteó desde un


inicio como una obra misional, donde lo que debía primar era el encuentro pacífico. Y
esta aproximación se mantuvo a todo lo largo de la época de la evangelización
constituyente, aun cuando hubieron abundantes casos de españoles que traicionaron esa
intencionalidad original. Ya desde un principio, la reina Isabel la Católica, en su
famoso Codicilio del 23 de noviembre de 1504 señalaba los principios de acción que
debían guiar a los colonizadores españoles en su aproximación a los naturales del
Nuevo Mundo: «...non consientan ni den lugar que los indios vezinos y moradores en
las dichas Indias e tierra firme, ganadas o por ganar, reciban agravio alguno en sus
personas e bienes: mas mando que sean bien e justamente tratados. E si algún agravio
han rescibido, lo remedien e provean, por manera que no se exceda en cosa alguna de lo
que por las Letras Apostólicas de la dicha concesión nos es inyundido e mandado».

También viene al caso la Instrucción remitiera al primer obispo de México, Juan de


Zumárraga: «...avéis de trabajar con las dichas gentes por las mejores vías y maneras
lícitas y convenientes que pudiéredes de traerlos a ellos y a sus pueblos a nuestra
amistad y obediencia, dándoles a entender nuestro principal fin, que es traerlos al
conocimiento de un verdadero Dios, e introduzillos en la universal Iglesia...»

A pesar de todos los problemas y de que no siempre los colonizadores españoles


respetaron la intención original, la Iglesia se va a alzar siempre con su presencia para
favorecer un clima de concordia y reconciliación. Los problemas aislados que se
presentaron no lograrán anular el ideal que guió toda la obra evangelizadora. La primera
evangelización dejará sentir su fuerza hasta el punto de configurar de manera definitiva
la identidad de los pueblos del Nuevo Mundo dentro de los valores esenciales de la fe
católica.

Esto lo han recordado los obispos latinoamericanos en la IV Conferencia General del


Episcopado Latinoamericano en Santo Domingo: «...el encuentro del catolicismo
ibérico y las culturas americanas dio lugar a un proceso peculiar de mestizaje, que si
bien tuvo aspectos conflictivos, pone de relieve las raíces católicas así como la singular
identidad del Continente. Dicho proceso de mestizaje, también perceptible en múltiples
formas de religiosidad popular y de arte mestizo, es conjunción de lo perenne cristiano
con lo propio de América, y desde la primera hora se extendió a lo largo y ancho del
Continente.
»La historia nos muestra "que se llevó a cabo una válida, fecunda y admirable obra
evangelizadora y que, mediante ella, se abrió camino de tal modo en América la verdad
sobre Dios y sobre el hombre que, de hecho, la Evangelización misma constituye una
especie de tribunal de acusación para los responsables de aquellos abusos (de
colonizadores a veces sin escrúpulos)" (Juan Pablo II, Discurso inaugural)» (Santo
Domingo, 18).

Comprender esto resulta de suma importancia para nosotros. Si queremos proyectarnos


hacia el futuro y participar efectivamente en el trabajo por el verdadero bien de nuestros
pueblos, debemos reconocer nuestra deuda con el pasado. Nuestra verdadera identidad
cultural encuentra su razón de ser en la fe, en la presencia de la Iglesia católica en
nuestra historia. Sólo de esta manera podremos llevar cabo la nueva evangelización a la
que nos convoca el Papa Juan Pablo II. Y sólo de esta manera lograremos enfrentar el
desafío de la cultura moderna adveniente, humanizando sus contenidos, impregnándola
de contenidos evangélicos que contribuyan a lograr la realización plena del ser humano.
Por ello, no podemos dejar de asumir de corazón las palabras del Santo Padre: «...damos
gracias a Dios porque en América Latina el don de la fe católica ha penetrado en lo más
hondo de sus gentes, conformando en estos quinientos años el alma cristiana del
Continente e inspirando muchas de sus instituciones. En efecto, la Iglesia en
Latinoaméricaha logrado impregnar la cultura del pueblo, ha sabido situar el mensaje
evangélico en la base de su pensar, en sus principios fundamentales de vida, en sus
criterios de juicio, en sus normas de acción» (Discurso inaugural del Santo Padre, IV
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Santo Domingo 1992, 24).
IV. INICIOS DE LA EVANGELIZACIÓN EN EL PERÚ

España en el siglo XVI

Si queremos llegar a entender plenamente el proceso por el cual se formó la identidad


latinoamericana dentro del proceso de evangelización, debemos antes echar una ojeada
a las características esenciales del ser español del siglo XVI.

Los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, acababan de consolidar la Reconquista de


España, expulsando definitivamente el dominio musulmán con la toma de Granada en el
año de 1492. Se trató de un acontecimiento de múltiple significación, donde el factor
religioso aparecía como el que primaba. Para los españoles, la expulsión del poder
musulmán representaba no solamente una garantía de autonomía política para la Corona
española, sino principalmente el triunfo de la fe católica y de la Iglesia sobre la religión
de los infieles. Por eso mismo, muchos han hablado del espíritu de cruzada que modeló
la mentalidad del pueblo español y que se plasmó en una mentalidad guerrera y
combativa al servicio de la fe católica.

A la vez, se da en la sociedad española de entonces un momento cumbre, que encuentra


su razón de ser en la primacía de la fe y en un deseo de plasmarla en los ámbitos de la
sociedad. Por una parte, los esfuerzos teológicos y espirituales dieron lugar a la
Reforma española, que, con el correr del tiempo, constituiría una respuesta adecuada a
los problemas que plantearía lo que comúnmente se ha llamado con el confuso nombre
de Reforma protestante, liderada por Martín Lutero y Juan Calvino. En realidad, el
nuevo impulso a la vida de la Iglesia encuentra plasmación en los esfuerzos de los
hombres de fe de España, mientras que la mal llamada Reforma protestante no produjo
las renovaciones que decía buscar, y, debido a su carácter esencialmente conflictivo,
culminó con las guerras religiosas y la división de Europa en confesiones cristianas
diversas. En España se mantuvo la nota de unidad propia de la Iglesia y, a la vez, se dio
un gran impulso a la vida espiritual cristiana, lo cual se tradujo en un proceso de
reformas y austeras observancias.

Este espíritu de renovación se proyectará incluso en la nueva tarea que se presentaba: la


conquista y evangelización del Nuevo Mundo. A esto irá unido el ideal caballeresco y
heroico, que se desarrolló en la lucha contra los musulmanes durante la Reconquista, y
que tendrá manifestaciones en lo religioso: el ideal de la santidad se presentará como un
horizonte que conquistar y que requiere de una actitud caballeresca.

El Siglo de Oro español, que tiene muchas manifestaciones en el mundo de la cultura,


fue también un tiempo privilegiado, donde el empuje misionero iría acompañado de
hondas reflexiones éticas que ponían en primer plano la conciencia de la igualdad de
todos los hombres, la noción de protección al débil, y un vigoroso concepto de la
justicia que, impulsados por los teólogos juristas de la Universidad de Salamanca,
constituyen una vigorosa plasmación de los principios sociales del cristianismo.

A esto hay que agregar el espíritu de aventura que impulsaba a muchos de los españoles,
unido al deseo de lograr honra y fama a través de la búsqueda de poder y riquezas. El
hecho de que haya estado presente esta motivación en muchos de los conquistadores no
significa que haya tenido un carácter absoluto. El ideal evangelizador también estaba
presente en los soldados y colonizadores españoles. Como en todas las realidades
humanas, se entremezclaban motivaciones elevadas con otras de orden puramente
terreno. Al respecto, son representativas las palabras del cronista Francisco López de
Gómara, quien dice: «La causa principal a que venimos a estas partes es por ensalzar y
predicar la fe de Cristo, aunque justamente con ella se nos sigue honra y provecho, que
pocas veces caben en un saco».
 

El Patronato

Antes de abordar los hechos concretos que marcaron la evangelización del Perú,
debemos examinar cuál fue el papel del Estado español y bajo qué forma se realizó esta
grandiosa empresa.

En el año 1492 los Reyes Católicos lograron expulsar definitivamente a los musulmanes
de España. La reconquista de Granada marca este acontecimiento, considerado no sólo
como un triunfo de la nación española, sino también como una victoria para la Iglesia,
que alejaban de esa manera el peligro del Islam de la cristiandad europea. Como
recompensa por esta hazaña, el rey Fernando recibió del Papa Inocencio VIII el
Patronato sobre la Iglesia en Granada. Consistía esto en la concesión de ciertos
privilegios a la autoridad civil referentes a los asuntos eclesiásticos. Era en cierta
medida una participación de los gobernantes terrenos en el gobierno de la Iglesia,
efectuado con el fin de delegar algunos asuntos que, si bien son propios del poder
espiritual, por diversos motivos éste no los puede llevar cabo con eficacia por el
momento. El Patronato incluía el derecho de la Corona a percibir los diezmos que
correspondían a la Iglesia, proponer a los candidatos a obispos y curas (sacerdote con
alguna jurisdicción) y erigir nuevas diócesis, señalando sus límites o modificando los ya
existentes. Todo ello debía someterse a la aprobación de Roma. Pero, de hecho, el
gobierno de la Santa Sede sobre la Iglesia era indirecto. Se hacía por intermedio de los
reyes de España. A cambio, la Corona debía apoyar financiera y administrativamente las
obras de la Iglesia.

El mismo esquema del patronato sobre Granada seguiría el que le concedería la Santa
Sede a España sobre los territorios del Nuevo Mundo. La Corona española quedaba
encargada de la conversión del Nuevo Mundo y los diezmos que recibía debían
destinarse al financiamiento de la obra evangelizadora.

Este acuerdo entre Roma y España tuvo aspectos positivos y negativos.


Definitivamente, Roma no contaba con los recursos necesarios para llevar a cabo
directamente la obra de evangelización del nuevo continente, mientras que España sí los
tenía. Además, la nación española se caracterizaba por su adhesión entusiasta a la fe
católica y era por entonces el Estado más poderoso y floreciente en toda Europa. Como
se puede constatar por los acontecimientos históricos, España puso verdaderamente
empeño, entusiasmo e interés perseverantes en la evangelización de los aborígenes de
estas tierras. Aunque no falten aspectos negativos y cuestionables, el balance resulta
positivo. Si observamos en la historia la manera habitual de proceder, lo que
normalmente se hacía, y no generalizamos los casos aislados, no podemos menos que
admirar la gran labor realizada por el Estado español y los misioneros españoles.

Pero, como toda realidad humana, el Patronato también tuvo inconvenientes. El hecho
de que toda comunicación con Roma tuviera que efectuarse por intermedio de Madrid le
dio un tinte nacional a la obra evangelizadora, además de impedir que la Santa Sede
interviniera directamente en los asuntos religiosos y eclesiásticos de los dominios
españoles. Además, esto favorecía la burocratización y la incorporación de las
autoridades eclesiásticas al aparato político del Estado. Las órdenes religiosas, que
dependían directamente del Papa, quedaban en cierta medida libres de este peligro,
aunque también hubo algunos casos en que hubo cierta intromisión de lo político.
Además, sucedió a veces que las autoridades civiles, apoyándose en el derecho de
Patronato, llegaron a entrometerse de manera excesiva en asuntos que le correspondían
exclusivamente a la autoridad eclesiástica, originándose conflictos de jurisdicción y
competencia.

Hubo otro problema, no previsto en el momento de constitución del Patronato, que


surgió con la Independencia y la transformación del Perú en República, como veremos
más adelante. Los gobernantes, deseosos del mayor poder posible en sus manos, aunque
eliminaron numerosos formas político-sociales-económicas propias del Virreinato,
mantuvieron el Patronato, pues ello les daba potestad para intervenir en los asuntos
eclesiásticos. Pero, a diferencia de España, no contribuyeron proporcionalmente al
sostenimiento económico de la Iglesia. Durante la época republicana, el Patronato
constituyó un obstáculo para la labor de la Iglesia, antes que una ayuda. Además, hemos
de tener en cuenta que no todos los gobiernos republicanos fueron presididos por
hombres creyentes. Muchos de ellos se guiaban por ideas liberales y laicistas, con un
marcado tinte anticlerical, por lo cual el Patronato fue utilizado para atentar contra la
independencia de la Iglesia.
 

Los primeros evangelizadores en el Perú: fray Vicente Valverde y la orden de los


dominicos

Si bien la evangelización fue una obra conjunta de los españoles que llegaron a los
territorios del Nuevo Mundo, quienes dieron un primer gran impulso a la obra misionera
fueron mayormente los miembros de diversas órdenes religiosas.

Los primeros religiosos que vinieron al Perú fueron los dominicos. En la expedición de
Pizarro, al partir de tierras españolas, se encontraban seis. Sin embargo, durante el viaje,
debido a las duras penalidades que tuvieron que sufrir, dos de ellos murieron y otros tres
dieron marcha atrás y se regresaron, quedando junto a Pizarro solamente fray Vicente
Valverde, quien con ello dio muestra de su valor y de su generosidad para entregarse a
la labor evangelizadora. Este religioso, quien sería nombrado posteriormente obispo del
Cuzco, fue un gran defensor de los indígenas frente a los abusos de los españoles.

Lamentablemente, a Valverde sólo se le recuerda en la mayoría de los textos de historia


por su actuación en el episodio de la captura de Atahualpa. A partir de este único hecho
se pretende interpretar toda su personalidad y los hechos de su vida. Más aún, hay
quienes lo han propuesto como símbolo de la acción de la Iglesia a lo largo de toda la
historia de la Conquista y del Virreinato. De este modo se quiere ver a la Iglesia como
una institución que favoreció la opresión y la injusticia contra los indígenas, lo cual
resulta inexacto y no conforme con la verdad de los hechos históricos. Fuera de este
discutido acontecimiento, Valverde desarrollaría una acción que resulta ejemplar,
comenzando por el hecho de haber tenido el valor de acompañar la expedición
conquistadora hacia tierras desconocidas, sin saber lo que iba a encontrar,
contrariamente a algunos de sus hermanos dominicos que se regresaron.

Para entender la acción de este sacerdote en el episodio de Cajamarca, que todos


conocemos a grandes rasgos por el curso de historia del Perú, se ha de saber qué era el
proceso del «requerimiento» instaurado por los españoles en las acciones de conquista.
Surgió como consecuencia de las experiencias tenidas en otros territorios conquistados
anteriormente, principalmente en la zona del Caribe. Allí se habían cometido algunos
atropellos y abusos contra los indígenas. Por respeto a la justicia, se buscó la manera de
realizar una conquista de caracteres más moderados y que no recurriera a la violencia
sino en caso de extrema necesidad. Para ello, un jurista español, Palacios Rubios,
redactó una especie de proclama que debía ser leída ante los indígenas (con un
traductor, para aquellos que no entendieran la lengua castellana) por el cual se les pedía
a los indígenas que se sometieran al mandato benéfico del rey de España y se dejaran
adoctrinar en la fe cristiana. Si aceptaban, serían respetados. En caso contrario, se haría
uso de la fuerza y quedarían prisioneros.

El hecho de que se planteara un procedimiento así manifiesta la preocupación y la


voluntad de hombres honestos de la España de entonces por que se respetara la justicia
en la toma de posesión de las nuevas tierras conquistadas. Aunque lamentablemente, en
los hechos, este procedimiento exigía por parte del conquistado una serie de
conocimientos que no poseía, y aun hubo el caso de algunos capitanes llenos de malicia
a los cuales no les interesaba si el requerimiento era escuchado o comprendido por los
indígenas, bastando con que fuera leído para justificar luego sus acciones violentas. Sin
embargo, también encontramos abundantes casos de españoles que buscaron respetar las
exigencias de justicia que estaban en las bases del procedimiento legal del
«requerimiento».

Por lo tanto, no se ha de ver en la proclama del P. Valverde frente a Atahualpa un


simple formulismo, sino más bien la intención de pedir la colaboración del Inca y su
pueblo para una evangelización pacífica. De hecho, resulta lamentable que, por la
incomprensión debida a la diferencia de cultura entre los españoles y los indígenas, se
suscitaran malentendidos que llevaron al uso de las armas.

De manera sucinta, he aquí cómo relata un cronista de la época, conocido como


el Anónimo sevillano, el desarrollo de los acontecimientos: «Un fraile de la Orden de
Santo Domingo con una cruz en la mano, queriéndole decir las cosas de Dios le fue a
hablar [a Atahualpa] y le dijo que los cristianos eran sus amigos y que el señor
gobernador le quería mucho y que entre a su posada a verle. El cacique respondió que él
no pasaría más adelante hasta que le volviesen los cristianos todo lo que le habían
tomado en toda la tierra y que después él haría todo lo que le viniese en voluntad.
Dejando el fraile aquella plática con un libro que traía en las manos le empezó a decir
las cosas de Dios que le convenían: pero él no las quiso tomar y pidiendo el libro al
padre se lo dio, pensando que lo quería besar, y él lo tomó y lo echó encima de su gente
y el muchacho que era la lengua, que allí estaba diciéndolo aquellas cosas, fue corriendo
luego y tomó el libro y diolo al padre y el padre se volvió luego, dando voces, diciendo:
salid, salid, cristianos y venid a estos enemigos perros que no quieren las cosas de Dios:
que me ha echado aquel cacique en el suelo el libro de nuestra santa ley».

Para Atahualpa nada significaba el libro; para el dominico representaba algo sagrado, y,
por eso mismo, interpretó el gesto del Inca como un acto de desprecio hacia la religión.
En esto no se puede ver mala intención en la actitud del sacerdote. Tengamos también
en cuenta lo tenso de la situación, donde los mismos españoles se hallaban en
considerable inferioridad numérica y no tenían la certeza de que fueran a salir vivos del
lugar. Asegura Pedro Pizarro, testigo del acontecimiento, que, mientras aguardaban en
Cajamarca la entrada de Atahualpa y sus miles de guerreros, «muchos españoles... se
orinaban de puro temor».

Si consideramos estos datos, el ataque fue un acto de arrojo, cuya victoria resultó
sorprendente incluso para los mismos españoles. Los indios se atemorizaron ante los
caballos y las armas de fuego, sin llegar a sospechar que, de haber efectuado resistencia,
probablemente hubieran acabado con los españoles. Pero no estaba en la mentalidad
indígena la idea de una entrega incondicional, que les llevara a sacrificar su vida por el
Inca. Y menos aún podía darse esto en un gran Imperio sojuzgado por el miedo al más
fuerte. Tan sólo recordemos las características tiránicas que había en el dominio de los
Incas sobre los demás pueblos dentro del territorio del Incanato.

Atahualpa fue apresado y tuvo que entregar el oro que se le pedía por su rescate. Fue
condenado a muerte, acusado de traición contra su hermano Huáscar. Sin embargo, se le
trató con cortesía y benignidad, buscándose su conversión a la fe católica. Al final,
recibió el bautismo de manos del Padre Valverde, antes de ser ahorcado por la pena del
garrote.

Puede tal vez considerarse como injusto el proceso y el ajusticiamiento de Atahualpa


(26 de julio de 1533). Pero no puede decirse de ninguna manera que fue tratado con
crueldad. Además, siendo para los españoles la fe el valor supremo, la preocupación por
que fuera evangelizado y conociera las verdades de la fe para alcanzar la salvación
eterna contribuyó a humanizar las relaciones entre los conquistadores y el Inca (sin
negar por ello los errores cometidos por los españoles). Sería malicioso intentar ver en
el acto del bautismo de Atahualpa un acto de hipocresía. Por lo demás, el P. Valverde
no hubiera podido evitar la muerte del Inca, pero sí podía buscar su conversión a través
del diálogo, para darle aquello que consideraba de un valor supremo: la fe en el Señor
Jesús.

Posteriormente, Valverde entró con Pizarro al Cuzco el 23 de marzo de 1534, y regresó


luego a España para exponer las necesidades que planteaba la obra evangelizadora en
los nuevos territorios conquistados. Fue nombrado obispo del Cuzco y fueron asignados
seis dominicos para América. El 18 de noviembre de 1536 regresaba a su diócesis, la
primera que se creó en América del Sur.

Valverde se convirtió en «Protector de los indios». Redactó varios informes en los que
denunciaba los malos tratos y violaciones de derechos humanos de que eran víctimas los
indígenas, especialmente en esos momentos tan convulsionados de las guerras civiles
entre pizarristas y almagristas, que trajeron desolación y ruina a la ciudad del Cuzco. El
levantamiento de Manco Inca empeoró los malos tratos de que eran víctimas los indios,
hasta el punto de que Valverde llega a escribir que es difícil tarea «la de defender a esta
gente de la boca de tantos lobos como hay contra ellos». En ocasiones, el obispo
dominico logró que se encarcelara e impusiera multas a los españoles que cometían
abusos contra los indios. Labor difícil, para la cual nunca llegó a tener un apoyo del
todo eficaz.

Después de diez años de intensos trabajos apostólicos, Valverde fue muerto en


circunstancias misteriosas en la isla de Puna (noviembre de 1541), cuando se dirigía al
encuentro del gobernador Vaca de Castro con el fin de poner solución a la discordia y la
falta de solidaridad y unión que había entre los españoles en el territorio que él
gobernaba pastoralmente. Reflejan su valor y su fortaleza las palabras que en una
ocasión escibiera al Rey de España: «Y Vuestra Majestad puede creer que después que
entré en esta tierra yo he tenido tantos trabajos y tanta contradicción en servir a Dios y
Su Majestad, que si no fuera porque Vuestra Majestad me tuviera por pusilánime y por
hombre que no era para poner el pecho a estas cosas y otras mayores, ya me hubiera
vuelto a Vuestra Majestad».

Se considera a Valverde como el fundador de la Orden de Predicadores (dominicos) en


el Perú. La Iglesia y el convento de la orden en la ciudad de Lima se construyeron poco
después de su muerte. A partir de entonces la orden dominicana desempeñaría un papel
importante en la historia de la evangelización en el Perú.

Otro dominico, fray Tomás de San Martín, por ejemplo, dedicado a la labor de
promoción humana de los indígenas, conseguiría donaciones en España que le
permitieron la erección de escuelas en el territorio de esta provincia de la Orden (que
abarcaba desde la actual Guatemala hasta lo que es hoy Argentina). Pero, en particular,
consigue licencia para la fundación de la Real Universidad de Lima, efectuada el 12 de
mayo de 1551, que recibiría 23 años más tarde el nombre de Universidad de San
Marcos.

En 1553 fue elegido provincial el padre Domingo de Santo Tomás, quien, con el fin de
llegar a los indígenas en sus propias lenguas, estudió la lengua quechua y elaboró una
gramática de esta lengua, publicada en 1560 con el título de Lexicón o Vocabulario de
la lengua general del Perú llamado quichua. Nombrado obispo de Charcas (en la actual
Bolivia) en 1563, trabajó intensamente en la evangelización de los indígenas,
defendiendo también sus intereses frente los encomenderos y conquistadores que no
actuaban de acuerdo a las exigencias de justicia de la fe cristiana. Murió en Chuquisaca
el 28 de febrero de 1570.

Otro dominico digno de mencionarse es fray Gaspar de Carvajal, quien sucedió a fray
Domingo de Santo Tomás como provincial de la Orden (1557-1561). En 1541 había
acompañado a Gonzalo Pizarro en su expedición a la selva, territorio ignoto y
totalmente desconocido en ese entonces. Cuando Francisco de Orellana decidió seguir
adelante la navegación, separándose de Gonzalo Pizarro y desobedeciendo sus órdenes
de terminar la expedición emprendida y regresar, Carvajal optó por acompañar al
rebelde en una empresa que resultó ser sumamente temeraria y peligrosa. Los
expedicionarios llegaron a padecer en un momento tal hambre, que se alimentaron de
cueros, cintas y suelas de zapatos cocidos con hierbas. No faltaron momentos en los que
estuvieron a punto de naufragar en los rápidos del río que navegaban, hasta que llegaron
a otro río de inmenso caudal, al que bautizaron con el nombre de Amazonas (12 de
febrero de 1542). En ocasiones fueron atacados a flechazos desde las riberas del río. A
raíz de uno estos ataques, una flecha le vació un ojo al fraile dominico. Sin embargo, a
pesar de estas y otras penalidades, de la cual salieron adelante los expedicionarios
gracias a su valor, su fortaleza y, sobre todo, la fe y la confianza en Dios, pudieron
llegar al Océano Atlántico el 26 de agosto de 1542, luego de una navegación de 244
días. Estas y otras peripecias del viaje no hubieran podido ser conocidas por las
generaciones posteriores, si no es por la narración que escribió fray Gaspar de Carvajal,
intitulada Relación del nuevo descubrimiento del famoso Río Grande de las Amazonas.
Carvajal murió en el convento dominico de Lima el 12 de julio de 1584.
 

Los franciscanos y las misiones populares

La orden religiosa de los franciscanos llegó al Perú poco después de la muerte de


Atahualpa, aunque fue en Quito (1533) donde se construyó el primer convento. El
primer franciscano que pisó tierra peruanas fue fray Marcos de Niza, y poco después
llegaron los padres Jodocko Ricke (nombrado Custodio para el Perú), Pedro Gosseal y
Pedro Rodeñas.

Estos frailes dedicaron grandes esfuerzos en la evangelización de los indígenas de estas


tierras. Ricke, además de enseñar la doctrina cristiana, enseñó a los indios técnicas de
agricultura (arar con bueyes, hacer yugos, arados y carretas), la manera de contar con
cifras, la gramática española, a leer y escribir, el arte de tocar instrumentos musicales de
viento y cuerda, y otros oficios.

En Lima se construyó el segundo convento de la orden. Poco antes, hacia 1548, los
franciscanos también se habían implantado en Trujillo y Cuzco.

En 1542 llegó al Perú una expedición de franciscanos, conformada por doce frailes, lo
cual dio origen al nombre de la provincia peruana: de los Doce Apóstoles.

Los miembros de la orden franciscana se dedicaron más que nada a las misiones
populares, conviviendo prácticamente con los indios y buscando transmitirles con su
ejemplo la enseñanza cristiana. Esto originó también una serie de iniciativas orientadas
a inculturar la fe cristiana entre los pueblos aborígenes. Entre estos intentos cabe
destacar la obra de fray Luis Jerónimo de Oré, autor del Símbolo católico
indiano (1588), que incluye además una gramática en quechua y aymara, una
descripción geográfica del Perú e informaciones sobre las antiguas costumbres
prehispánicas. Oré es también autor de un ritual de oraciones en lenguas nativas.
 

Los agustinos: el martirio del P. Diego Ruiz Ortiz

La orden de los agustinos se estableció en el Perú en mayo de 1551, llegando los


primeros religiosos de la orden a Lima en junio del mismo año. También le pusieron
una dedicación especial al trabajo misionero en poblaciones de indios. La razón de su
eficacia evangelizadora estaba en el testimonio evangélico y la vida interior: llevaban
fuera del convento la misma vida ascética y rigurosa que dentro de él, una vida con
bastante disciplina, trabajando con dedicación, llevando a cabo con ardiente devoción e
intenso fervor las actividades litúrgicas y de culto, siendo reconocidos por su estricta
fidelidad a los votos hechos. Fueron muy apreciados por el pueblo, hasta el punto de
que, durante algún tiempo después de su llegada, la gente de extracción popular y los
indios se arrodillaban a su paso y algunos hasta les besaban las manos.

Perteneció a esta orden quien es considerado como el primer mártir del Perú, el padre
Diego Ruiz Ortiz. Él, junto con los padres Juan de Vivero y Marcos García, habían sido
encargados por el licenciado Lope García de Castro de la evangelización de los pueblos
indígenas de Vilcabamba en la zona del Cuzco. Mediante su labor evangelizadora, en
1568 lograron la conversión y bautizo del inca Tito Cusi Yupanqui y de su mujer, y que
se construyera una iglesia en Pucyura, no lejos de Vilcabamba. Pero la conversión de
Yupanqui no había tocado ciertas zonas de su corazón, donde persistía aún la adhesión a
formas idolátricas de culto. A raíz de esto, Yupanqui llegó a disgustarse con la labor de
los agustinos, sabiendo que estos combatían toda forma de idolatría. Incluso llegó al
extremo de castigar a un curaca por haber dejado bautizar a un hijo suyo. Instigados por
su líder, muchos indios se opusieron a los agustinos en su labor de destrucción de ídolos
y construcción de capillas católicas.

Finalmente, en territorio del inca sólo quedó el padre Ruiz Ortiz. Fray Marcos se había
retirado a su parroquia de Pucyura y Huarancalla. Por entonces, Titu Cusi enfermó de
indigestión, y aunque el padre Ruiz Ortiz intentó curarlo con una medicina preparada
por él mismo, no pudo evitar la muerte del inca. Acusado por los familiares de haberlo
envenenado, fue tomado prisionero por los indígenas, atado y flagelado cruelmente
durante horas. Al día siguiente, fue obligado a celebrar Misa para que resucitase el inca.
Inmediatamente después continuó la flagelación, fue obligado a beber inmundicias y,
conducido a Vilcabamba, fue ejecutado de un golpe en la nuca, en un lugar conocido
como Marcananay. El cadáver fue empalado en una lanza y enterrado cabeza abajo,
para que no pudiese pedir al cielo por su salvación. Esto ocurrió entre mayo y julio de
1571.
 

Los jesuitas y las reducciones de indios

Los jesuitas llegaron al Perú en marzo de 1568, siendo recibidos cordialmente en Lima
por el arzobispo Loayza, el goberndor licenciado Castro y los vecinos. Eran enviados
por San Francisco de Borja, entonces General de la Compañía de Jesús, con la misión
explícita de trabajar en la evangelización de los indígenas. Posteriormente esta orden
estableció casas en el Cuzco, Potosí, Juli y Arequipa. También se erigieron centros
misionales en La Paz, Panamá, Santa Cruz de la Sierra, Chuquisaca y Santiago de Chile.
A sólo 30 años de haber llegado, los jesuitas ya estaban presentes en todo el territorio de
América del Sur, desde Panamá hasta Chile.

En Juli (región del lago Titicaca), la Compañía de Jesús estableció un centro misional
de primera categoría, donde se ensayaron métodos de evangelización que luego serían
utilizados en las reducciones del Paraguay y en la famosa misión de Tucumán. Estos
métodos eran referentes a la predicación, el arte, la liturgia, la educación, la labor
asistencial (hospitales y reparto de limosna y víveres a los más pobres).
Cuando hablamos dereducciones, nos referimos a las misiones construidas por algunas
órdenes religiosas en territorio de indios, particularmente entre los indios guaraníes en
las zonas de Argentina, Paraguay y Brasil. Iniciadas hacia 1609, constituyeron una de
las experiencias evangelizadores más interesantes de esta época. En ellas se daba un
sistema de gran autonomía política y, a la vez que se anunciaba la Palabra de Dios y se
introducía a los indígenas en la vida sacramental, se daba todo un proceso de educación
cívica y artesanal de alcances mayores. Los logros económicos de las reducciones
rivalizan con sus logros culturales. Tanto en los aspectos estructurales como puentes de
piedra, molinos hidráulicos, subterráneos, canales de riego, fuentes de agua pura, como
en los logros de sus curtidores, trabajadores en metal, imprenta e incluso arte pictórico,
música y literatura, se percibe los resultados de un mestizaje cultural armónico y
natural. Lamentablemente, los obstáculos que se presentaron, principalmente de orden
político, condujeron al fracaso final de estas experiencias.
 

Otras órdenes religiosas

Sobre la orden de los mercedarios, las primeras noticias de que se dispone sobre su
llegada a estas tierras son las referentes al nombramiento de Pedro de Vera en 1534
como representante. Dos años más tarde se abre el primer convento en San Miguel de
Piura, de donde partirían los religiosos para las demás fundaciones a realizarse en Quito,
Lima, Cuzco y Huamanga.

Entre las figuras más destacadas de la orden merece mencionarse el padre Diego de
Porres. Antes de ser religioso, militó como soldado en las expediciones hacia tierras de
chunchos y araucanos (Chile). Su gran energía vital le permitió, ya de mercedario,
recorrer gran parte del territorio del Virreinato con afán apostólico, levantando más de
200 iglesias y capillas, bautizando a millares de indígenas, enseñando en todas partes la
doctrina cristiana. Así resumía el mismo Diego de Porres la labor realizada por él en
carta dirigida al Rey: «en todas las provincias del Perú, lugares sujetos a Vuestra
Majestad he tenido a mi cargo muchas doctrinas y repartimientos, en los cuales he
bautizado a más de setenta u ochenta mil ánimas y casado más de treinta mil, y hecho
más de doscientas iglesias».

Por último, otra orden que vino al Perú en los inicios de la primera evangelización es la
de los carmelitas, que llegaron el 4 de mayo de 1592 y establecieron casa en Lima.
V. IMPLANTACIÓN DE LA IGLESIA EN EL PERÚ

La arquidiócesis de Lima y su primer arzobispo, fray Jerónimo de Loayza

La primera diócesis del Perú, la del Cuzco, cuyo obispo fue fray Vicente Valverde,
abarcaba prácticamente todos los territorios conquistados conocidos en aquella época.
Un territorio inmenso y difícil, cuyo cuidado pastoral era desproporcionado para las
fuerzas evangelizadoras de que se disponía. Por ello, con el fin de facilitar la labor
evangelizadora, Francisco Pizarro y el mismo obispo Valverde solicitaron a Carlos V
que se procediese a la división de la diócesis cuzqueña en tres obispados. El Rey se lo
pidió al Papa, de acuerdo al régimen del Patronato. De este modo, Pablo III creó el 4 de
mayo de 1541 las diócesis de Los Reyes (Lima) y Quito, reduciéndose
considerablemente el territorio de la diócesis del Cuzco.

Aun así, siguieron siendo diócesis de enorme extensión. La del Cuzco incluía a Chile, y
la de Lima llegaba por el Norte hasta Trujillo y parte de Piura, por el Sur hasta la ciudad
de Arequipa y por el Oriente desde Chachapoyas hasta Huamanga (actual Ayacucho).
Este es el territorio que tuvo que gobernar pastoralmente el primer obispo de Lima, fray
Jerónimo de Loayza, de la orden de los dominicos.

Loayza, quien había nacido en Trujillo de Extremadura (España) en 1498, entró en


Lima el 25 de julio de 1543. Era trabajador y disciplinado en el cumplimiento de sus
obligaciones, y juntaba a la energía y firmeza de carácter una personalidad afectuosa y
persuasiva. Tenía las cualidades necesarias para salir adelante en su cargo en aquella
época agitada de la Conquista.

El 16 de noviembre de 1547 la diócesis de Lima fue promovida a arzobispado. De ella


dependían en cierta manera las diócesis de Cuzco, Quito, Popayán, Tierra Firme y
Nicaragua, y las que fueron apareciendo posteriormente: Asunción, La Imperial,
Santiago de Chile y Charcas.
 

Los primeros dos concilios limenses y la obra del arzobispo Loayza

Una de las primeras obligaciones de los Obispos era evangelizar a los indígenas, como
lo estipulaban las reales cédulas emitidas por los reyes de España. Para hacer esto con
mayor facilidad, a los Obispos les eran concedidos ciertos privilegios. Aun así, Loayza
vio que todavía no había un plan de trabajo conjunto en tierras americanas y que las
iniciativas individuales corrían el peligro de convertirse en infecundas y quedar
comprometidas por el individualismo anárquico y disperso que por entonces había.
Cada uno hacía lo que creía más conveniente, pero no había un trabajo en conjunto. Era,
pues, necesario, sentar las bases de la Iglesia en el Perú, y para ello convocó el Primer
Concilio Limense, que duró desde el 4 de octubre de 1551 hasta fines de febrero de
1552. Asistieron representantes de la arquidiócesis limeña, así como de las de Panamá,
Quito y Cuzco, y también representantes de las órdenes religiosas establecidas hasta el
momento en el Perú: dominicos, franciscanos, mercedarios y agustinos.

El tema de este Concilio local fue la catequesis de los indígenas. Se insistió en que la
doctrina debía enseñarse de manera uniforme. Había que adaptarse a la forma de pensar
de los indígenas y ser particularmente cuidadosos en la transmisión de la fe. Para poder
cumplir este objetivo, se estableció un sumario de los principales artículos de la fe, se
ordenó redactar una cartilla con la explicación correspondiente en quechua, y se dio
autorización para que los indígenas recibieran los sacramentos del bautismo, la
penitencia y el matrimonio, debiendo haber una enseñanza previa. A nadie se le
obligaba a recibir un sacramento por la fuerza. También se les admitía a la eucaristía,
pero con mayores reservas. Igualmente, se dieron normas metodológicas bastante
detalladas sobre la manera de enseñar el catecismo. Con el fin de fomentar la labor
evangelizadora por parte del clero, se prescribió que ningún clérigo podría regresar a
España sino después de haber realizado por lo menos cuatro años de trabajo pastoral con
los indígenas.

El II Concilio Limense fue convocado por Loayza para el 1º de febrero de 1567 en la


Ciudad de los Reyes, con el fin de adaptar las normas del Concilio de Trento (1545-
1563) a la realidad del Nuevo Mundo. Ya en octubre de 1565 el arzobispo había hecho
publicar solemnemente en Lima los documentos del Concilio Tridentino.

Contando con una numerosa participación de Obispos y prelados, el II Concilio


Limense inició sus sesiones el 1º de marzo de 1567. A lo largo de las diversas
reuniones, se leyó en común el texto íntegro del Concilio de Trento, hecho lo cual se
emitió una profesión de fe católica y una abjuración de todas las herejías, en particular
la luterana. Esto último estaba orientado más que nada a preservar la pureza de la fe de
los españoles residentes en el Nuevo Mundo.

Pero es en las indicaciones con respecto a la evangelización de los indios donde


encontramos los puntos de mayor interés. Hay una mayor apertura en la administración
de los sacramentos y un mayor empeño en la difusión de la fe cristiana. Los sacerdotes
y agentes de pastoral debían instruir a los indios en sus lenguas aborígenes; por lo tanto,
debían aprenderlas bien. Se enfatizó también la extirpación de todas las prácticas de
idolatría y hechicería que aun subsistían entre los indios y que desvirtuaban la vivencia
de una auténtica fe cristiana. Y junto con estas normas que apuntaban directamente a la
transmisión auténtica de la fe, encontramos otras que tienen como objeto la promoción
humana y la preocupación por la dignidad personal de los aborígenes: enseñar el aseo
corporal, a no dormir en el suelo, a comer sobre una mesa, desterrar el uso de la coca, la
deformación de las cabezas de los niños y las borracheras.
A causa de las luchas civiles entre los conquistadores, al arzobispo Loayza le tocó
gobernar una arquidiócesis en tiempos difíciles. Sin embargo, no obstante los peligros y
el riesgo de rebeliones contra su autoridad pastoral, no dudó Loayza en combatir las
codicias y los abusos de muchos españoles, a la vez que buscaba el cese de hostilidades
y la reconciliación entre aquellos que eran hermanos en una misma fe. Hacía esto sin
desconocer lo difícil de la situación, como escribió en una carta al Consejo de Indias:
«Existen en el país tres mil ociosos pobres, que están siempre listos a tomar parte en las
revueltas».

Fueron muchas las obras que se deben a la dedicación que puso en su trabajo pastoral:
iglesias, conventos, escuelas, hospitales. Donó grandes cantidades de dinero para la
construcción de la Catedral y del Seminario. Creó parroquias como las de San
Sebastián, Santa Ana y San Marcelo. Inició las fundaciones del monasterio de la
Encarnación, San Agustín, la Concepción, San Pedro. Pero su obra principal fue la del
Hospital de Santa Ana, cuyas obras se terminaron en 1553. La construcción fue
realizada con fondos obtenidos por el arzobispo mediante la venta de alhajas, limosnas y
un subsidio especial otorgado por el rey de España, Felipe II. El hospital estaba
destinado principalmente a alojar a los indios enfermos, pues muchos de ellos, por falta
de atención médica y de alimentación adecuada, morían en sus ranchos.

Fray Jerónimo de Loayza murió el 25 de octubre de 1575.


 

Santo Toribio de Mogrovejo y sus visitas pastorales

Como sucesor de Loayza, el rey eligió a Toribio de Mogrovejo, quien ejercía como
inquisidor en Granada, y, en ese momento, todavía no había recibido las órdenes
sagradas. Era un laico al servicio de la Iglesia. Roma aceptó la sugerencia de su
nombramiento y fue designado arzobispo de la Ciudad de los Reyes el 16 de marzo de
1579.

Toribio había nacido en Mayorga, pueblo de León, en 1538, y tenía estudios de


jurisprudencia en las universidades de Coimbra y Santiago de Compostela, graduándose
en esta última universidad.

Una vez consagrado obispo en la catedral de Sevilla, se embarcó para el Nuevo Mundo.
Llegó a Paita en marzo de 1581, desde continuó por tierra su viaje a Lima, atravesando
interminables desiertos de arena, preferentemente de noche para evitar el intenso y
agotador calor del día. Entró solemnemente en Lima el 1 de mayo de 1581.

Durante la mayor parte de su gobierno pastoral, Toribio se dedicó a viajar a lo largo y


ancho de su diócesis, con el fin de conocer personalmente a los fieles cristianos que le
estaban confiados y evangelizar a los que no conocían todavía la fe. A tal punto fue ésta
una de sus preocupaciones, que de los 25 años de su gobierno, sólo 8 estuvo en Lima, y
muchos le criticaron —injustamente, por cierto— el abandono en que supuestamente
había dejado la ciudad.

He aquí una breve reseña de los lugares que visitó Santo Toribio en cada uno de sus
cuatro viajes pastorales:
1er. viaje (1584-1590): abarca toda la Sierra del Norte peruano, desde Lima hasta
Cajamarca, y el Oriente montañoso de Chachapoyas y Moyobamba. Llegó a los
poblados de Pativilca, Cajacay, Huaraz, Recuay, Pallasca, Conchucos, Cajamarca,
Chachapoyas, Huacrachuco, Huánuco, Conchamarca, Sicaya, Huarochirí, San Damián,
Cajatambo, Checras.

2do. viaje (1593-1599):

1ra. etapa (1593-1597): se inicia el 4 de abril de 1593 en Carabayllo y sigue hacia el


norte por Aucallama, la costa de Ancash, Trujillo, Chiclayo y Lammbayeque,
hallándose en Chachapoyas para la Semana Santa de 1597.

2da. etapa (1598-1599): luego de regresar por el mismo recorrido, dedica dos años a
visitar las zonas adyacentes a Lima y el Callao, como los valles de Mala, Cañete,
Chincha e Ica.

3er. viaje (1601-1604): visita Junín y Huánuco, considerables partes de Lima e Ica, y


regresa por Cajatambo y Chancay a Lima.

4to. viaje (1605): por los arenales del norte, llega a Barranca, y remontando el río
Pativilca llega a Cajatambo, la zona de Huaylas, baja a la costa por Casma y sube por el
litoral a los valles de Pacasmayo y Chiclayo. El 11 de marzo lo encontramos en Motupe,
y decide quedarse en la villa de Saña para celebrar la Semana Santa. Pero ya agotado
por los agotadores trabajos de su vida evangelizadora y padeciendo intensas fiebres,
fallece el Jueves Santo, 23 de marzo de 1605.

Hemos de tener en cuenta lo difícil de la geografía del territorio peruano y considerar


que en esa época no había caminos carreteros trazados y todo el recorrido debía hacerse
a pie o a lomo de mula y caballo, en lugares inhóspitos, sufriendo las inclemencias del
tiempo, bordeando precipicios, escalando alturas inimaginables. Tanto es así, que,
después de Santo Toribio, no ha habido nadie que tuviera el coraje ni la audacia para
realizar, en iguales circunstancias, recorridos semejantes al suyo.

El mismo Santo Toribio relata de manera resumida sus propias experiencias, en una
carta al Papa Clemente VIII, fechada en 1598: «He visitado por su persona cuando
todavía habría de recorrer muchísimas leguas no incluidas en este recuento [...] muchas
y diversas veces el distrito, conociendo y apacentando mis ovejas, corrigiendo y
remediando lo que ha parecido convenir y predicando los domingos y fiestas a los
indios y españoles, a cada uno en su lengua y confirmando mucho número de gente [...]
y andando y caminando más de cinco mil y doscientas leguas, muchas veces a pie, por
caminos muy fragosos y ríos, rompiendo por todas las dificultades y careciendo a veces
yo y mi familia de cama y comida; entrando a partes remotas de indios cristianos que,
de ordinario, traían guerras con los infieles, adonde ningún Prelado o Visitador había
llegado».
 

El III Concilio Limense

La otra gran obra por la que se recuerda a Santo Toribio de Mogrovejo es el III Concilio
Limense. No obstante los dos anteriores concilios llevados a cabo por iniciativa de fray
Jerónimo de Loayza, todavía no se había podido penetrar adecuadamente las costumbres
paganas de los indígenas, y la labor evangelizadora presentaba todavía mucha
desorganización, descuido e improvisación. El Rey de España, conocedor de estos
problemas, emitió unas Reales Cédulas de convocatoria de un tercer concilio (en
Bajadoz, 19 de setiembre de 1580), con el fin de «poner en orden las cosas tocantes al
buen gobierno espiritual de las almas de esos naturales, su doctrina, conversión y buen
enseñamiento, y otras cosas muy convenientes y necesarias a la propagación del
Evangelio y bien de la religión».

En este concilio prácticamente estuvo representada toda la Iglesia en América del Sur y
América Central presente en dominios españoles, puesto que se contó con la asistencia
no sólo de los Obispos del Cuzco, Santiago de Chile, La Imperial, Paraguay, Quito,
Charcas y Tucumán, sino que también hubo delegados de La Plata, Nicaragua y de las
órdenes religiosas, que además enviaron a sus teólogos más insignes para que tomaran
parte en las sesiones conciliares. Entre ellos cabe destacar al jesuita José de Acosta.

Las sesiones fueron largas y laboriosas, puesto que el concilio duró desde el 15 de
agosto de 1582 hasta el 28 de octubre de 1583. Dos fueron los grandes temas de la
reunión conciliar: la promoción religiosa y social de los indígenas y la reforma del
clero. Los Obispos tomaron posición a favor de la defensa de los indios frente a las
injusticias que pudieran haberse cometido contra ellos: «Doliéndose gravemente este
santo sínodo que no solamente en tiempos pasados se les hayan hecho a estos pobres
tantos agravios y fuerzas con tanto exceso, sino que también el día de hoy procuran
hacer lo mismo; ruega por Jesucristo y amonesta a todas justicias y gobernadores que se
muestren piadosos con los indios, y enfrenen la insolencia de sus ministros cuando es
menester, y que traten a estos indios, no como esclavos, sino como hombres libres y
vasallos de la majestad real, a cuyo cargo los ha puesto Dios y su Iglesia. Y a los curas y
otros ministros eclesiásticos mandan muy de veras que se acuerden que son pastores y
no carniceros, y como a hijos los han de sustentar y abrigar en el seno de la caridad
cristiana» (tercera sesión, capítulo 3º).

La enseñanza de la doctrina cristiana impartida a los indígenas debía ser lo más clara
posible. Por este motivo, se decidió elaborar un catecismo único en castellano, quechua
y aymara. El jesuita José de Acosta, basándose en el catecismo elaborado por encargo
del Papa San Pío V, redactó el texto en castellano, que fue traducido luego a las lenguas
de los indios por los eminentes lingüistas Juan de Balboa y Blas Valera. Ya para los
años de 1584 y 1585 estaban listas las ediciones de los catecismos, que fueron los
primeros libros impresos en América del Sur.

Sin embargo, el Concilio no se dedicó exclusivamente a temas referentes a la enseñanza


de la fe a los indígenas, sino que consideró importante también dar indicaciones claras y
precisas sobre la promoción humana de los indios, basándose en la idea —siempre
presente en la doctrina cristiana— de que no se puede construir una sólida vida
espiritual si no existen previamente unas condiciones mínimas indispensables para una
existencia humana y digna. «La vida cristiana y celestial enseña que la fe evangélica
pide y presupone tal modo de vivir, que no sea contraria a la razón natural e indigna de
hombres, y, conforme al Apóstol, primero es lo corporal y animal que lo espiritual e
interior». Por eso mismo, no solamente se debía prestar la asistencia adecuada a los
indios, sino también ofrecerles una educación que los llevara a vivir en condiciones
dignas, lo cual incluía normas de conducta y urbanidad, orientadas más que nada al
respeto propio y del prójimo. Pero a la vez que se mandaba esto, se buscaba que se
llevara a cabo evitando todo actitud impositiva y autoritaria hacia los indígenas: «todo
lo cual no se ha de ejecutar haciendo molestia y fuerza a los indios, sino con buen modo
y con un cuidado y autoridad paternal».

Para lograr estos objetivos, una de las condiciones ineludibles era que los clérigos
tuvieran una vida ejemplar y una dedicación sacrificada a la labor evangelizadora.
Lamentablemente, no siempre ocurría así. Había clérigos seculares que se dedicaban a
actividades impropias de su estado de vida, como, por ejemplo, el juego (dados y naipes
con apuestas) y negocios lucrativos. Algunos de ellos también tenían trato con mujeres,
faltando al voto de celibato. Con el fin de cortar estos males, el Concilio prohibió a los
sacerdotes y agentes pastorales dedicarse al comercio, la explotación industrial y todo lo
que fuera negociación lucrativa. Además, dado que debían saber las lenguas de los
indígenas para poder evangelizarlos, se facultó a los visitadores eclesiásticos para
reemplazar a los curas que no las supiesen.

El Concilio reglamentó también la admisión de indios y mestizos al sacerdocio. En la


práctica, no se les admitía como candidatos. Y esto no por prejuicios raciales, sino
porque la tradición idolátrica que venía desde antiguo todavía no había sido disipada del
todo por la fe cristiana, y todavía convivían en la mentalidad indígena las nuevas
creencias y costumbres traídas por la fe cristiana junto con prácticas paganas que eran
contrarias a la fe. La experiencia demostró que ello constituía una dificultad de peso
para una perseverancia en la fe y la práctica del celibato. Sin embargo, debemos tener
en cuenta que estas disposiciones del Concilio respondían a las circunstancias del
momento y, por eso mismo, no fueron consideradas nunca como de valor permanente. A
medida que la evangelización fuera penetrando más en la mentalidad de los indígenas,
la situación cambiaría.

El III Concilio Limense dispuso también la creación de seminarios diocesanos, de


acuerdo las disposiciones del Concilio de Trento. El mismo Santo Toribio inauguró el
de Lima, bajo la advocación de Santo Toribio de Astorga. Es el mismo seminario que
actualmente lleva el nombre del santo arzobispo de Lima.
 

La extirpación de las idolatrías

Hacia fines del siglo XVI y comienzos del XVII imperaba un gran optimismo entre las
autoridades eclesiásticas y civiles del Virreinato, puesto que pensaban que la tarea de la
evangelización ya estaba realizada y que los indígenas habían adoptado del todo la fe
cristiana. Las vocaciones religiosas y sacerdotales iban en constante aumento, mientras
que no faltaba lugar de la geografía peruana adonde no hubieran llegado los misioneros.
Por todas partes había signos visibles de la implantación de la fe: capillas, ermitas y
cruces (sobre todo en los lugares altos, cerros, etc.). Por otra parte, no había resistencia
por parte de los pueblos indígenas frente a las exigencias de la nueva fe, y respetaban a
los sacerdotes y a quienes representaban lo cristiano. Aparentemente, el paganismo
había sido eliminado del Perú.

Sin embargo, la obra evangelizadora todavía no estaba consumada. Así lo demostraron


unos descubrimientos hechos entre 1607 y 1610 en las cercanías de Lima. Todo
comenzó cuando el criollo cuzqueño Francisco de Ávila, cura de San Damián
(Huarochirí), supo de la existencia de hechiceros, ídolos y amuletos, que los mismos
indígenas mantenían a escondidas de los españoles. Los centros de prácticas idolátricas
eran San Damián, San Pedro Mama y Santiago de Tuna, donde se adoraban a los ídolos
de Pariacaca, Chaupiñámocc (su hermana), Macaviza y Cocallivia. El indio Hernando
Páucar era el principal difusor de estas creencias ancestrales.

Habiendo Ávila notificado de esto al provincial de la Compañía de Jesús —quien por


entonces era el padre Diego Alvarez de Paz—, éste envió en junio de 1609 a dos
jesuitas, los padres Pedro Castillo y Gaspar de Montalvo, quienes, junto con el cura
cuzqueño, realizaron una vista de investigación, solicitando a los indios primero de
manera benévola que entregaran todos los objetos a los que rendían culto idolátrico, y
luego conminándolos de manera severa. Se reunieron centenares de ídolos y amuletos
que, unidos a los que Francisco de Ávila ya había requisado anteriormente, llegaron a
conformar numerosos fardos, los cuales, incluyendo también varias momias, fueron
llevados a Lima por Ávila en varias cabalgaduras en octubre de 1609.

La persistencia de estas creencias idólatras era un peligro para la fidelidad a la fe y la


vida cristiana de los indígenas, pues ello conllevaba muchas veces costumbres
contrarias a la dignidad humana. Por ello, se decidió que era necesaria una
manifestación espectacular, que tuviese como finalidad arrancar de raíz los residuos de
estas creencias. Es así que el entonces arzobispo de Lima, Bartolomé Lobo Guerrero, y
el virrey marqués de Montesclaros decidieron realizar un «auto de fe» el 20 de
diciembre en la Plaza de Armas de Lima, convocando a todos los indios de cuatro
leguas a la redonda. En la tarde del día indicado, en presencia del Cabildo, del virrey y
el arzobispo, y ocupando lugar preferencial Francisco de Ávila, se realizó el
espectáculo. Colocados todos los ídolos sobre un tabladillo, el cura Ávila predicó a los
indios, primero en quechua y luego en español. Luego, el indio Hernando Páucar, atado
a un tronco, fue sentenciado a ser trasquilado (acción humillante dentro de la mentalidad
indígena), sufrir doscientos azotes y ser desterrado a Chile. Finalmente, se quemaron
todos los objetos idolátricos.

Ávila sería luego nombrado Visitador de la Idolatría, realizando pesquisas en los


pueblos de la serranía de Huarochirí, Yauyos y Chachapoyas, llevando a cabo una
intensa campaña de extirpación de la idolatría, recorriendo caminos arduos y peligrosos,
con riesgo de la propia vida, y utilizando recursos propios en el financiamiento de esta
campaña. Lo acompañaron varios jesuitas. Descubrían a los indios hechiceros, destruían
adoratorios y enseñaban con paciencia y benignidad la verdadera doctrina a los indios.
La situación fue tan grave, que el mismo arzobispo de Lima la describía así en carta al
rey Felipe II: «Todos los indios desde Pirú están hoy tan idólatras como al principio
cuando se conquistó la tierra. Creo ha estado la falta en los que les han doctrinado, que
solamente han atendido a su provecho e interés y no al bien de las almas de estos
desventurados [...]. Háseles hallado innumerable multitud de ídolos que adoraban por
Dios, juntamente con cuerpos muertos de sus antepasados, que todo se ha quemado y en
lugar de los adoratorios se han puesto muchas cruces» (23 de abril de 1613).
 

Principios y métodos en la campaña anti-idolátrica

La «visita», el procedimiento por el cual se buscaba la extirpación de las idolatrías,


implicaba todo un procedimiento de reeducación, que debía realizarse de manera
pacífica y enérgica a la vez. La suavidad sola no sirve para descubrir los ídolos que los
indios ocultaban, pero el proceder de manera enérgica solamente lo único que podía
producir era desconfianza, recelo y resentimiento por parte de los aborígenes. Además,
había que tener en cuenta el principio sentado por el padre José de Acosta (y que
concuerda con toda la tradición cristiana): «Antes hay que quitar los ídolos del corazón
que de los altares». Otro jesuita, el padre José de Arriaga, en su obra La extirpación de
la idolatría en el Perú (1621) acentuaba la necesidad de usar de modestia, benevolencia
y buenas maneras en la campaña anti-idolátrica; había que ganarse la amistad
particularmente de aquellos indígenas que eran respetados por lo demás y que gozaban
de autoridad, en particular de los caciques.

¿Cómo procedía el Visitador cuando llegaba a un pueblo? Uno de los sacerdotes se


dirigía a los indios para tranquilizarlos y quitarles el miedo y se les convocaba al
sermón muy temprano en la mañana y a la puesta del sol para el catecismo. A las ocho
de la noche debía terminar la misa y la prédica. Durante el día el Visitador pedía a los
pobladores que descubrieran las huacas (lugares de adoración) y los objetos ligados al
culto idolátrico. Había un especial cuidado en interrogar al cacique y a los curanderos.
Si se constataba el encubrimiento de las huacas o de su oficio de hechicero por parte de
algún indio, se le castigaba públicamente, con alguna pena que implicara más
humillación que daño físico (por ejemplo, ser trasquilado).

El visitador debía ser afectuoso y comprensivo a la vez que severo y enérgico, incluso
amenazando con castigos, haciéndoles notar a los indios que estaban excomulgados si
no colaboraban, pero que podían ser perdonados y absueltos si confesaban y se
arrepentían de sus idolatrías. Por este motivo, la autoridad eclesiástica debía tener
cuidado de que el visitador nombrado fuera una persona de garantía moral, no inclinado
al interés personal, y que tuviera un adecuado equilibrio personal y una intensa vida
espiritual.

Todo se apuntaba por escrito, para llevar cuenta de los procesos realizados. Una vez
reunidos los objetos de culto idolátrico, se los llevaba a un lugar de las afueras del
pueblo y se los quemaba en una gran hoguera. Luego, en el día señalado para la
celebración de la Cruz, los hechiceros, llevando al cuello una cruz de gran tamaño junto
con otras señales humillantes, debían hacer retractación pública de sus faltas y errores.
Los más peligrosos y persistentes en sus errores eran llevados a Lima y recluidos en la
Casa de Santa Cruz en el Cercado, donde cada día un sacerdote les explicaba la doctrina
cristiana. Además, se dedicaban a labores manuales, como el hilado de lana. Al terminar
la condena temporal, o una vez regenerados (rechazo del error y aprendizaje de la
doctrina cristiana), eran dejados en libertad. Algunos murieron ya de viejos en esta casa.
Había además otro establecimiento de carácter más educativo que punitivo, dedicado a
los hijos de los caciques, el Colegio de Príncipe, para ir educando a las nuevas
generaciones de indígenas antes de que estuvieran expuestas al contagio de la idolatría.

Aunque aquí sólo damos cuenta de la situación en la jurisdicción de Lima, el asunto era
muy semejante en otros lugares como Huamanga, Cuzco, Arequipa, Chuquiabo,
Charcas y Quito, y no pocos misioneros se dedicaron con paciencia pero con tenacidad
a combatir los brotes de idolatría que todavía seguían subsistiendo. Generalmente, estos
esfuerzos fueron coronados por el éxito.
Hay que reconocer, sin embargo, que parte de la culpa en la persistencia de costumbres
idolátricas la tenían los mismos españoles, que muchas veces no daban testimonio de
vida de la fe cristiana, más preocupados en sus intereses y en la ganancia temporal que
podían obtener. Uno de los grandes misioneros que luchó contra la idolatría, el padre
Luis de Teruel, denunciaba esta falta de testimonio cristiano, y decía que la causa de
esta situación funesta «es que las Justicias no se ocupan más que en buscar sus
provechos, y los curas su pie de altar, y no osan reprender ni obviar los males de que
tienen noticia, y más la semana de Todos Santos, la mezcla que hacen con nuestras
ceremonias santas, de las suyas en razón de los difuntos. Desde esta tierra [el Cuzco]
hasta los Charcas no está plantada la Fe, por no se predicar, y andar la gente tan de leva,
y alzada sin entrarle cosa de devoción espiritual. Antes parece que tienen odio,
enemistad y mal sabor a las cosas de Dios, y casi tienen razón porque los que les
enseñamos mostramos el último fin de enriquecer en breve tiempo. Y ha de ser con
detrimento de las ovejas, que son trasquiladas sin piedad y amor. Y el trato que reciben
de los españoles y corregidores es crudo e incomestible, y así se van fuera de sus
pueblos a vagar y no se dejan conocer de sus curas y pastores. De donde están las
iglesias por hacer, caídas otras, y maltratadas, sin ornamentos, y los pueblos asolados,
sin haber ya quién dé tributo a su Majestad más que las pobres mujeres».

Sin embargo, ante la conciencia del mal producido, hubo una reacción adecuada,
intensificándose el trabajo de misiones. Incluso el arzobispo y el virrey destinaron
fondos a estas visitas misioneras, para que los mismos indios que recibían la predicación
no tuvieran que cargar con los gastos de los misioneros. El resultado fue beneficioso.
Hubo abundantes conversiones sinceras, no logradas por la fuerza, sino con benignidad,
paciencia y testimonio de vida cristiana. En 1619, el príncipe de Esquilache, por
entonces virrey del Perú, informaba al rey que 20,893 personas habían sido absueltas
del crimen de idolatría; 1,619 hechiceros y difusores de la idolatría habían sido
procesados, y que habían sido destruidas más de 1,769 huacas e ídolos principales,
7,288 conopas y 1,365 cuerpos de difuntos.

Se estima que hacia el año 1660 los indígenas ya estaban prácticamente evangelizados a
fondo, y que el resurgimiento de la idolatría (incluso en forma oculta) ya no era posible
a gran escala en el territorio del Virreinato.
VI. LA TRANSFORMACIÓN RELIGIOSA

La nueva religiosidad popular

La evangelización dio lugar a una nueva forma de religiosidad cristiana, que se


enriqueció tanto con los elementos provenientes de España, como de los elementos
religiosos ya presentes en la sensibilidad hacia lo sagrado del indígena del Nuevo
Mundo. Estos elementos fueron fecundados por la religión cristiana, dando lugar a
manifestaciones inculturadas nuevas de devoción cristiana. La religión católica,
asumida por los pueblos indígenas, dentro del proceso de formación de la identidad
latinoamericana, mestiza en su esencia, ha producido una multiplicidad de expresiones y
formas que responden a la cultura de un pueblo. Esto se expresa en signos, gestos
concretos, acciones cotidianas. Las devociones populares que han surgido en América
Latina no son otra cosa que plasmaciones concretas e inculturadas de los misterios de la
fe cristiana, efectuadas a cabo públicamente en las celebraciones, procesiones,
santuarios, etc.

El Documento de Puebla señala como elementos positivos de esta piedad popular propia


de América Latina, y que desde sus orígenes se ha prolongado hasta nuestros días, «la
presencia trinitaria que se percibe en devociones y en iconografías, el sentido de la
Providencia de Dios Padre; Cristo, celebrado en su misterio de Encarnación (Navidad,
el Niño), en su Crucifixión, en la Eucaristía y en la devoción al Sagrado Corazón; amor
a María: Ella y "sus misterios pertenecen a la identidad propia de estos pueblos y
caracterizan su piedad popular" (Juan Pablo II, Homilía Zapopán 2 AAS LXXI p. 228)
— venerada como Madre Inmaculada de Dios y de los hombres, como Reina de
nuestros distintos países y del continente entero; los santos, como protectores; los
difuntos; la conciencia de dignidad personal y de fraternidad solidaria; la conciencia de
pecado y de necesidad de expiación; la capacidad de expresar la fe en un lenguaje total
que supera los racionalismos (canto, imágenes, gesto, color, danza); la Fe situada en el
tiempo (fiestas) y en lugares (santuarios y templos); la sensibilidad hacia la
peregrinación como símbolo de la existencia humana y cristiana, el respeto filial a los
pastores como representantes de Dios; la capacidad de celebrar la fe en forma expresiva
y comunitaria; la integración honda de los sacramentos y sacramentales en la vida
personal y social; el afecto cálido por la persona del Santo Padre; la capacidad de
sufrimiento y heroísmo para sobrellevar las pruebas y confesar la fe; el valor de la
oración; la aceptación de los demás» (Puebla 454).

Definitivamente, desde los tiempos de los rituales paganos primitivos, se puede


constatar un cambio sustancial. La presencia evangelizadora de la Iglesia significó una
transformación profunda en la mentalidad y la cultura del indígena, ahora convertido a
la religión cristiana. Víctor Andrés Belaúnde, en su obra Peruanidad, describe de esta
manera el cambio operado: «La vida cotidiana en la aldea indígena como en la ciudad
española, está marcada por la liturgia. La misa matinal y la plegaria vespertina
enmarcan el día aldeano. El ciclo antiguo en fechas discontinuas de fiestas campestres,
en la amplitud panteísta del agro, ha sido reemplazado por la hebdomadaria celebración
familiar en la iglesia, casa de Dios Padre, del día del Señor. La fiesta campesina y
telúrica ha cedido el paso a la procesión con imágenes que salen del templo, que
recorren las calles y a veces los caminos, y regresan en el esplendor del crepúsculo al
repique triunfal de las campanas. La música pentatónica de flautas y de quenas, con sus
dejos tristes, ha sido sustituida por las armonías religiosas que el indio ha asimilado y
que acompaña con violines, arpas y trompetas. Las ofrendas toscamente materiales de
alimentos y de objetos de uso han sido reemplazadas por las flores, por los cirios y los
exvotos de oro y plata. La materia se espiritualiza por el brillo de la llama y la espiral
del incienso. Este proceso de intensa desmaterialización se refleja en el adorno de los
altares, en el esplendor de las ceremonias del culto, en el ritmo de las oraciones, y sobre
todo, en el abandono filial y en la sensación de confianza, de divino consuelo que ha
eliminado el temor y la propiciación mecánica y mágica de los pueblos primitivos».

De hecho, tanto la cultura como el paisaje en que ella se expresa es de hecho cristiana.
No es infrecuente localizar tanto en las grandes ciudades como en los poblados más
pequeños imágenes, santuarios, ermitas a los que acuden los fieles para rezar. Las
festividades y solemnidades locales son ocasión para celebrar, y constituyen momentos
cumbres que dan vida a la rutina cotidiana. Todos contribuyen de alguna manera con los
festejos de la fiesta patronal, dando lugar a manifestaciones coloridas de religiosidad
popular. Si bien es cierto, como recuerda el Documento de Puebla, que muchas de estas
expresiones requieren ser purificadas para estar plenamente de acuerdo con la fe
cristiana, no por ello dejan de ser auténticas y llenas de un sentimiento sagrado que
manifiestan el hambre de Dios que anida en los corazones de los hombres de América
Latina.
 

La piedad mariana: los santuarios de Copacabana y Cocharcas

Son muchas las devociones y santuarios que vemos surgir a la sombra de la obra
evangelizadora, tanto al Señor Jesús como a la Virgen María, así como en las
advocaciones de los santos. El culto mariano es uno de los mejores frutos que da el
esfuerzo realizado por los misioneros. Se hace sentir la presencia maternal de María en
estos pueblos, sobre todo a partir de su aparición en el cerro del Tepeyac (México), bajo
la advocación de Nuestra Señora de Guadalupe. Allí se le apareció a Juan Diego, un
indio del lugar, en medio de una resplandeciente nube. La Virgen dejó impresa un
imagen de sí en la tilma o manto de Juan Diego, la cual se venera aún en Ciudad de
México.

En el Perú abundan los santuarios marianos. Prácticamente no hay región del país que
no tenga alguno. Quizá el más representativo sea el Cocharcas, que halla su correlato en
el de Copacabana (Bolivia). Éste se originó de la siguiente manera. El indio Titu
Yupanqui había decidido fundar una cofradía bajo la advocación de la Virgen de la
Candelaria, para lo cual él mismo labraría la imagen mariana. Fue a Potosí para
aprender escultura y pintura. Cuando se trasladó en compañía de D. Alonso Viracocha,
gobernador de los hanansayas a Chuquisaca para obtener del Obispo la autorización
para darle culto a la imagen, éste no se la dio, considerando que la imagen no tenía las
condiciones dignas y adecuadas como para recibir culto. Yupanqui, sin embargo,
persistió en su intento, y dándole algunos retoques a la imagen, se dirigió a La Paz,
donde, al servicio de un maestro retablista español, logró que éste estofase y decorase la
imagen. Durante las noches ambos se dedicaban a embellecer progresivamente la
imagen de la Virgen. No sin posteriores contrariedades y dificultades, y con la ayuda del
párroco de Copacabana, el franciscano Antonio Montoro, y del corregidor de
Omasuyos, Jerónimo Marañón, decidieron traer la imagen, la cual llegó a su destino el 2
de febrero de 1583. Al amanecer de ese día, la bendita imagen de María apareció en los
cerros de Huacuyo, como un sol que viniera a iluminar ese rincón inhóspito del Alto
Perú. Sebastián Quimichi, otro indígena, llevó la devoción de Copacabana a la provincia
de Andahuaylas en el Perú, donde en el santuario de Cocharcas se guarda una réplica de
la virgen del santuario boliviano.

«Los santuarios de Copacabana y su réplica en Cocharcas representan para el Perú y


Bolivia lo que el de Guadalupe para México, teniendo la reveladora semejanza de su
origen indígena. Son la fe y el entusiasmo de los autóctonos los que han creado esta
modalidad del culto mariano, y, como al mismo tiempo, la forma mariana de la
religiosidad se conservó e intensificó por lo que se refiere a los españoles y mestizos en
las ciudades y villas hispánicas, puede decirse que el culto mariano fue la expresión de
la vinculación de las razas y la manifestación de la conciencia religiosa del Virreinato
junto con el culto del Cuerpo de Cristo. La unidad de religión, la misteriosa y
hondamente afectiva filiación producida por la común maternidad, creó una vinculación
definitiva entre el español, el mestizo y el indio. Esta vinculación fue mucho más
intensa que la exterior y coactiva, resultante de la comunidad de gobierno. [...] El culto
de la Eucaristía reemplazó el culto solar. La devoción a María surge en la tierra
americana con la modalidad típica de santuarios autóctonos. Las iglesias han sustituido
a las huacas. La liturgia católica se ha apoderado del alma indígena, desplazando
totalmente a los ritos hieráticos y fríos, poniendo en el alma indígena la seguridad de
una nueva fe, la luz de una nueva esperanza y el fuego de un nuevo amor» (Víctor
Andrés Belaúnde).
 

El Señor de los Milagros

No podemos pasa por alto la devoción popular peruana que más fieles congrega, y que
da lugar a la procesión religiosa más multitudinaria en todo el mundo: el culto al Señor
de los Milagros.
La historia, tal como ha sido recogida en las crónicas, cuenta que hacia el año de 1650
existía una cofradía de negros de raza Angola en el barrio de Pachacamilla, por entonces
en las afueras de Lima. Allí, en un mísero galpón, celebraban sus reuniones, las cuales
iban frecuentemente acompañadas de ruidosos festejos. En tal lugar la cofradía mandó
hacer en una de las paredes una imagen de Cristo crucificado. La imagen no estaba
acompañada todavía por las figuras de la Virgen y de María Magdalena. Pintada sobre
un muro de adobe, mal revocado y enlucido, la imagen, de escasa calidad artística, ya
estaba terminada en 1651. En ese lugar, prácticamente a la intemperie, era venerada por
los miembros de la cofradía y por las pocas personas que por allí pasaban. No había,
ciertamente, mucho futuro para la imagen.

El 13 de noviembre de 1655 sucedió un hecho prodigioso. Un terremoto, que causó


estragos en Lima y el Callao, dejó, sin embargo, intacto el muro, aunque el resto del
galpón si sufrió las consecuencias. Durante los años siguientes nadie se preocuparía de
la imagen, que quedaría expuesta a la intemperie, sin que nadie se preocupase por
reedificar el lugar que la albergaba.

Hacia 1670 un hombre piadoso, Antonio de León, tomó a su cargo la imagen y restauró
el cobertizo, haciendo que la devoción hacia ella fuese creciendo. El mismo León fue
curado de un tumor maligno en virtud de las oraciones hechas al Cristo de
Pachacamilla. Este hecho prodigioso tuvo el efecto de suscitar la atención de la gente.
Se comenzaron a realizar reuniones delante de la imagen. No todas las reuniones eran
realizadas con la honestidad debida, puesto que a veces iban acompañadas de bailes
sensuales y del consumo de bebidas alcohólicas. De este modo, el Conde de Lemos,
virrey del Perú, a instancias de la autoridad eclesiástica, decidió eliminar la imagen con
el fin de suprimir los excesos, y resolvió también que se destruyese el altar provisorio
que se había colocado delante de ella. La orden nunca llegó a ejecutarse. El pintor
señalado para la tarea de borrar el muro sufrió un desmayo, por lo cual el Promotor
Fiscal nombró a otro oficial para realizar la tarea. El reemplazante fue acometido por un
temblor inusitado. El Promotor Fiscal no tuvo más remedio que ofrecer una buena paga
a un tercero, quien, luego de intentarlo por primera vez, dijo que no podía hacer lo que
se le pedía, pues a la imagen del Cristo se le avivaban los colores cuando intentaba
efectuar el borrado. No hubo más remedio que dejar la imagen intacta.

El Conde de Lemos visitó el lugar de los acontecimientos maravillosos, y, el 14 de


setiembre, fiesta de la Exaltación de la Cruz, se celebró allí la primera Misa ante la
imagen. De esta maneras quedaba asegurado y confirmado el culto, y más aún con el
nombramiento de un mayordomo de la capilla, realizado por la autoridad eclesiástica.
No hubo posterior controversia sobre la legitimidad del culto a la imagen.

Posteriormente, Sebastián de Antuñano, español, adquirió los terrenos donde se hallaba


la imagen e inició los trabajos de construcción de una capilla digna. Él mismo vivía de
forma piadosa en el lugar.

Durante el terremoto del 20 de octubre de 1687, el peor de los que sufrió Lima en el
siglo XVII, la capilla no sufrió ningún daño de consideración. Por motivo del sismo,
Antuñano hizo que se sacara una copia de la imagen en procesión. Fue ésta la primera
vez que el Señor de los Milagros salió a recorrer las calles de Lima, el 20 de octubre de
ese año.
Por esta época, una piadosa mujer originaria de Guayaquil (en el actual Ecuador),
Antonia Maldonado, se interesó en instaurar un beaterio, para llevar, junto con otras
mujeres, vida devota en seguimiento de Jesús Crucificado. Adoptaron la regla de la
orden carmelita reformada de Santa Teresa de Jesús. Antuñano les ofreció sitio en su
terreno, para que allí construyesen el claustro monacal, al lado de la Capilla del Cristo
de los Milagros. Este es el origen del actual Santuario y Monasterio de las Nazarenas
Carmelitas Descalzas.

Ya a comienzos del siglo XVIII, la devoción al Señor de los Milagros se había


extendido por todo el Virreinato, y la gente en la ciudad lo invocaba como protector
contra los temblores de tierra. El terremoto del 28 de octubre de 1746 dejó destrozados
varios sectores de la ciudad de Lima. El Callao quedó en ruinas, debido al maremoto
consiguiente. Esto no hizo más que aumentar la devoción al Cristo de Pachacamilla. Al
año del terremoto (1745), con fecha del 20 de octubre, la imagen fue sacada en
procesión durante cinco días. En esta ocasión se constató una novedad. La imagen del
Señor ya no estaba sola, sino que al reverso presentaba la imagen de Nuestra Señora de
la Nube, venerada en Guayaquil. A partir de entonces la procesión continuaría saliendo
anualmente, pero su duración se redujo a tres días del mes de octubre.

El templo de las Nazarenas fue inaugurado en 1771 durante el gobierno del virrey
Amat. Por esta época también se instituyó una cofradía o hermandad, con el fin de
reunir devotos para acompañar la imagen en su recorrido por las calles de Lima y
celebrar la fiesta el 20 de octubre. Este es el origen de la Hermandad de Cargadores del
Señor de los Milagros, distribuidos en cuadrillas al mando de capataces, martilleros y
jefes de cuadrillas, donde los hermanos se turnan ritual y rigurosamente en tener el
honor de llevar sobre sus hombros las pesadas andas. Los caracteriza el hábito morado y
el cíngulo blanco con que se lo atan.

La devoción se ha extendido incluso a otros países de América, donde cada año se


realizan procesiones paralelas a la de Lima en octubre.

Sobre esta devoción ha escrito el Padre Rubén Vargas Ugarte, S.J.: «Ninguna
[devoción] más popular ni más compenetrada con nuestros usos y costumbres; ninguna
tampoco más ligada con la historia de la urbe en sus trances más dolorosos. Por eso ha
sobrevivido y no le han quitado su tono característico los adelantos de la vida moderna
y las transformaciones que van despojando a la ciudad de su aspecto colonial, de ese
aire de pacífica quietud que todavía en ella se respiraba a comienzos del siglo y de la
hogareña alegría que se ocultaba detrás de sus balcones moriscos o en las anchas salas y
cuadras de sus casonas. Viene el mes de octubre y al colorearse las calles con el hábito
morado que visten innumerables devotos, esta floración violeta que coincide con nuestra
primavera, nos recuerda a la Lima de otros tiempos, nunca mejor sentimos lo que en ella
hay de más peculiar y castizo y nos persuadimos que no se han borrado del todo los
rasgos de su fisonomía como ciudad».
VII. LA LUCHA POR LA JUSTICIA

La justificación de la Conquista

Desde los inicios de la conquista de los nuevos territorios, se presentó el


cuestionamiento sobre la justificación de la presencia de los españoles en tierras
habitadas por otro seres humanos. De esta manera, no faltaron quienes denunciaron los
abusos y las injusticias que se cometían, y quienes discreparon frente a los programas de
conquista. Al contrario de otros procesos colonizadores llevados adelante por gentes de
otras naciones (por ejemplo, los colonos ingleses en América del Norte), no hubo por
parte de la Corona española una aprobación generalizada de todo lo que hacían los
españoles en el Nuevo Mundo. Más bien, nos encontramos ante una realidad sumamente
compleja, donde resalta la preocupación por la justicia, que se originaba en la
conciencia cristiana propia de la nación española en esa época.

No es posible, sin falsear la realidad, trazar una línea divisoria, donde los españoles sean
los malos y los indígenas los inocentes que sufrieron el papel de víctimas. La historia
nos muestra, por el contrario, que muchas veces los indígenas actuaron de mala fe y con
engaño, recurriendo a la violencia sin ser necesario. Lo cual no excusa, por cierto, los
abusos que cometieron varios de los españoles. Y aun considerando que hubo buenos y
malos tanto entre los conquistadores como entre los conquistados, tampoco se pude
hacer una división simplista entre españoles buenos y malos, pues, como lo demuestra
la misma realidad, la línea divisoria pasa por el centro del corazón humano, y en todo
hombre se puede hallar esa dualidad proveniente de la lucha entre el bien y el mal que
se da en su propio interior.

No debería extrañarnos descubrir en muchos conquistadores, a la vez que una sincera y


auténtica conciencia religiosa, manifiesta en muchas actitudes y acciones heroicas y
generosas, también el afán de ganancia y de riqueza. Uno de los conquistadores de
México, Bernal Díaz del Castillo, declara explícitamente en su Historia de la Nueva
España que había venido a las Indias «por servir a Dios y a su Majestad, y dar luz a los
que estaban en tinieblas, y también por haber riquezas». Desear bienes materiales no es
malo en sí mismo, a no ser que se haga contraviniendo los principios de la moral
cristiana. Por ello no se puede condenar el afán de ganancia de los españoles, sino más
bien el que eso se efectuara a veces a costa de los mismos indígenas y empañando de
esa manera la rectitud de la obra evangelizadora.

Lo interesante es que vamos a encontrar la suficiente libertad de criterio y acción como


para que todo lo que pudiera ir contra las enseñanzas del Evangelio fuera cuestionado.
Muchos teólogos, juristas, religiosos y laicos pudieron manifestar su preocupación por
obtener un trato humano para los indios que trabajaban en las encomiendas y mitas, que
pagaban un tributo exagerado o que simplemente estaban sometidos sin poder gozar de
libertad plena. En los documentos que nos quedan de la época, se puede observar que no
hay nada que no haya sido puesto en cuestión: la perpetuidad de las encomiendas, el
repartimiento, la mita minera, los obrajes, el régimen tributario, el servicio personal, la
esclavitud. Todo fue examinado, y se elevaron instancias a las autoridades pertinentes
con el fin de adecuar las instituciones sociales y de trabajo a las exigencias de la
dignidad humana.
 

Sobre la supuesta destrucción de los indios

Es de notar como aquí en el Perú no hubo destrucción del indígena, como fue el caso de
América del Norte. La paulatina desaparición de la raza india en estado puro se debe a
múltiples factores, de entre los cuales la muerte violenta no es el más importante. Las
tropas de los conquistadores eran reducidas en extremo y no hubieran bastado para
exterminar la cantidad de indios que algunos, con desconocimiento de la realidad y
muchas veces con mala intención, les atribuyen. Muchas más muertes causaron las
epidemias y las hambres periódicas, estas últimas ocasionadas por la desorganización y
el desmoronamiento del antiguo orden social. Por otra parte, la presencia de nuevas
enfermedades traídas por los españoles, ante las cuales los indígenas tenían muy pocas
defensas biológicas e ignorancia absoluta sobre cómo tratarlas, fue una de las causas de
muerte más frecuente. Tan sólo recordemos que en el siglo XIV la peste bubónica
arrasó con dos tercios de la población de Europa.

El historiador español Nicolás Sánchez de Albornoz ha enumerado las enfermedades


que causaron estragos entre los indios, señalando en primer lugar la viruela, que
ocasionó la muerte de la mayoría de la población indígena de la isla La Española (Santo
Domingo). Bartolomé de Las Casas atribuye erróneamente la desaparición de los
nativos a la crueldad de los españoles. Este enfermedad ocasionó luego gran mortandad
en México, llevada allí involuntariamente por Hernán Cortés y sus soldados. La
epidemia se extendería luego a América del Sur, cinco años antes de la llegada de
Francisco Pizarro y sus soldados.

Cabe mencionar luego el sarampión, a partir de 1529 en las Antillas y luego en México
en 1531, pasando luego a América Central. En 1545, una variante de la enfermedad del
tifus devastaría México. Posteriormente, epidemias de estas enfermedades en diversas
regiones de América, e incluso una epidemia de gripe, ocasionarían la muerte de
muchos indígenas.

Además, el traumatismo que significó la conquista para el indígena parece haber


originado una desgana vital, en palabras de Sánchez Albornoz, que se tradujo en un
descenso de la natalidad. Según datos estadísticos, las indias más fecundas eran las que
se unían a españoles o mestizos, ya sea en matrimonio o concubinato.

Por otra parte, otra de las causas de la desaparición de los indios no se debe a nada que
produzca la muerte. Nos referimos al mestizaje, es decir, la mezcla de la raza española
con la indígena, lo cual da lugar a nuevas generaciones que no son, ciertamente, de raza
india, sino mestizos.

Sobre la teoría que atribuye la progresiva desaparición de los indígenas exclusivamente


a la violencia del conquistador, otro historiador español, José Pérez de Barradas, hace
los siguientes comentarios críticos:

«Lo que desaparecieron fueron los indios, en parte por las guerras; en parte por la
esclavitud, las encomiendas y las mitas; pero también por el abatimiento moral, las
epidemias y las hambres periódicas. Y por si fuera poco, por el mestizaje.
»Las guerras no bastan para considerarlas causa de la extinción del indio, puesto que las
tropas de los conquistadores eran reducidas en extremo. Si los tres millones de indios de
La Española, según Las Casas, los reducimos a sus justos límites, o sea de doscientos a
trescientos mil, y si admitimos una población media de quinientos españoles en los
catorce años, hemos de asignarles la tarea de matar cada uno quinientos indios por año.
»En la conquista de México pudieron morir millares de indios, pero no tantos como
calcula a ojo y con mala intención el padre Las Casas. En las más mortíferas batallas, de
Tlaxcala, Otumba y la Noche Triste, los muertos serían, echando de largo, diez o quince
mil. En el sitio de México pudieron perecer doscientos mil indios, pero esta cifra no
resulta alarmante cuanto que es menos de los que morían en dos años sacrificados en los
templos».
 

El ideal evangelizador y la lucha por la justicia

El motivo principal de la presencia de los españoles en los territorios del Nuevo Mundo
fue la evangelización —lo cual no descarta la presencia de otras motivaciones que se
mezclaban con la anterior—. Así se puede leer en las Leyes de Indias: «Los Señores
Reyes nuestros progenitores desde el descubrimiento de nuestras Indias Occidentales,
Islas y Tierrafirme del Mar Oceano, ordenaron y mandaron... que en llegando a esas
Provincias procurasen luego dar a entender... a los Indios y moradores como los
embiaron a enseñarles buenas costumbres, apartarlos de los vicios y comer carne
humana, instruirlos en la Santa Fé Católica y predicarsela para su salvacion y atraerlos a
nuestros Señor, porque fuesen tratados, favorecidos y defendidos como los otros
nuestros subditos y vasallos...»

Este va a ser el horizonte desde el cual se va plantear el tema de la conquista tanto en


España como en el Nuevo Mundo. España aparece como la única nación que se
cuestionó a sí misma su presencia colonizadora en territorios ajenos. Lo cual dio origen
a una polémica que resultó beneficiosa para avanzar por el camino de la justicia y la
promoción de la dignidad humana en relación a los pueblos conquistados. Desde un
principio los españoles no se plantearon su presencia en el Nuevo Mundo como una
empresa conquistadora, sino como una labor de evangelización pacífica. Sin embargo,
ante muchas de estas tentativas que llevaron al fracaso, al final se dio la ruptura entre
evangelización y conquista, convirtiéndose ésta en una acción bélica y política,
recurriendo a veces al uso de las armas y a la dominación violenta. Lo cual requirió
muchas veces de la intervención de la Corona Española, para intentar poner freno a los
excesos que se dieron entre los conquistadores.

Eso no significa que el ideal del respeto de la dignidad humana de los indígenas
estuviera totalmente ausente. Prueba de ellos son las múltiples denuncias que se
hicieron y todos los intentos de corregir los excesos e injusticias que se ocasionaban.
Son muy pocos los que justificaron los males que hubo.

La historia de América Latina se presenta como una historia de luces y sombras, de


gracia y pecado, donde, a pesar de todos los problemas, es la gracia de Dios la que
triunfa. Los que condenan la presencia de la Iglesia en América Latina le critican a la
obra de la evangelización no haber sido perfecta, y traen a la memoria solamente
aquellos hechos que manifiestan el pecado y la miseria de los españoles. Estas
realidades no fueron justificadas ni por los mismos españoles, sino que, por el contrario,
buscaron corregirlas y reemplazarlos por obras que se ajustaran al ideal cristiano de la
justicia. Además, basta con que la gesta evangelizadora haya sido buena y que sus frutos
existentes sean mucho mejores que sus defectos y miserias.

«Lo importante de juzgar en el período de la primera evangelización y en la historia


posterior de 500 años no es [...] que se hayan producido injusticias y atropellos a las
personas y sus derechos. La historia universal, como también la historia de la propia
Iglesia, se despliega entre la gracia y el pecado y hace crecer al trigo y a la cizaña. Lo
importante y decisivo fue que la compañía de la Iglesia al pueblo se hizo notar a través
de testigos del Evangelio que salieron en defensa de la dignidad atropellada, que
iluminaron con la doctrina y las escuelas acerca de la verdad del destino de la vida, y
que celebraron la gratuidad de la presencia de Dios por medio de la liturgia y la
devoción popular» (Pedro Morandé).
 

Los defensores de los indígenas

En España, quien defendió los derechos de los indígenas fue sobre todo frayFrancisco
de Vitoria, de la orden dominica, representante de lo que se ha venido a llamar la
Escuela de Salamanca y fundador indiscutido del derecho internacional. En sus
famosas Relecciones pone en cuestión la tesis medieval que decía que el papa tenía un
poder temporal sobre todo el orbe y, por tanto, se justificaba la donación que el
Pontificado hacía de las nuevas tierras descubiertas a la Corona española. De esta
manera, decía que América no podía pertenecer por derecho a España. Asimismo,
rechaza la manera clásica de la conquista, con sus consecuencias de crueldad y
esclavitud. Propone que se abandone el método del «requerimiento», porque en la
mayoría de los casos era una simple formalidad para justificar las acciones violentas,
especialmente cuando se leía desde la proa de un barco o en medio de redobles de
tambor y arcabuzazos. Debía preferirse los métodos pacíficos de penetración y
evangelización. Señala las razones justificables por las que España puede aspirar a la
posesión de las tierras americanas: el derecho al libre tránsito, al libre comercio y
comunicación, a propagar la fe cristiaa, a defender a los naturales ya convertidos, sobre
todo de agresiones injustas. Toda forma de tiranía y depredación por parte de los
conquistadores quedan condenadas.

Los teólogos y juristas de la Escuela de Salamanca, entre ellos principalmente Francisco


de Vitoria y Domingo de Soto, se opusieron en general a las guerras preventivas, a toda
presión sobre las conciencias y a las conversiones forzadas, y se negaron a calificar a los
nativos de rebeldes y a despojarlos de sus derechos.

Otro destacado autor que merece ser mencionado es el jesuita José de Acosta (1540-


1600), quien trabajó en la evangelización de los indígenea en tierras peruanas. En su
obra De procuranda indorum salute (Sobre el procurar la salvación de los indios)
propone una serie de principios y métodos que buscan no sólo la conversión de los
indígenas, sino también su promoción humana. Acosta dice que le es incomprensible la
postura de quienes están a favor de métodos de fuerza y coacción. Sostiene que no es de
ninguna manera lícito propagar la fe con aspereza y crueldad, que la codicia es el mayor
enemigo de la evangelización, y que no se puede pretender el dominio en territorios de
las Indias inventando falsas justificaciones. Textualmente, el misionero jesuita exhorta a
los gobernantes cristianos a que «no den leyes duras y completamente
desacostumbradas a los indios, antes cuanto lo permite la ley cristiana y la natural,
déjenles vivir según sus costumbres e instituciones, y dentro de ellas los dirijan y
perfeccionen; porque es muy difícil cambiar todas las leyes patrias y gentilicias, y no
será poco se les quiten las que son contrarias al evangelio, que en costumbres tan
corrompidas ya tantas tinieblas de ignorancia son hartas. Las demás, empeñarse en
quitarlas de repente y no encomendarlo al tiempo, gran maestro, para que lo enmiende,
es hacer el cristianismo odioso y grave... La fe y amor de Cristo con la dura
servidumbre de tributos, trabajos y leyes, bajo pretexto de cristianismo, no casan bien...
Si pues los gobernantes cristianos y los magistrados no tienen como principal cuidado la
salud espiritual de los indios, y no los censos y las rentas (aunque también éstas se
pueden buscar, pero en segundo lugar), muy poco será lo que adelante la religión
cristiana entre los indios. Sea esto lo primero».

Fray Bartolomé de Las Casas, obispo de Chiapas, es también conocido como un


defensor insigne de los indígenas, aunque su figura sigue siendo polémica y discutida.
Las Casas no era un hombre de espíritu sereno, sino apasionado y vehemente, lo cual se
manifestó muchas veces en opiniones apresuradas y datos exagerados en lo que
escribió, junto a acciones que a veces se alejan de la prudencia. Su Brevísima relación
de la destrucción de las Indias, que contribuyó a alimentar la «leyenda negra», es
considerada por muchos como una obra de propaganda, pero muy poco confiable en los
datos que presenta. Las naciones europeas protestantes difundieron alborozadas las
denuncias exageradas de Las Casas, realizando ediciones ilustradas de la mencionada
obra, prestando así un soporte gráfico a las supuestas crueldades cometidas en masa por
los españoles, sin empeñarse en comprobar si los hechos que narraba el fraile dominico
correspondían a la verdad.

Aun en medio de sus exageraciones, la campaña de Bartolomé de Las Casas contribuyó


a que la Corona española se replantease los métodos de conquista y los hiciese
evolucionar hacia formas más pacíficas y civiles. Fue a instancias de las continuas
presiones y denuncias del fraile dominico que Carlos V decidió promulgar las Nuevas
Leyes de Indias. Este hecho ocasionó la rebeldía de los encomenderos, y en algunas
regiones de América, como por ejemplo el Perú, se llegó a verdaderas guerras civiles,
motivo por el cual estas leyes tuvieron que ser revocadas en 1545. Sin embargo, ello no
significaba la aprobación de los abusos y crueldades. El régimen de la encomienda
continuó, pero regulado por normas de justicia que respetaban la dignidad humana de
los indios.

Fuera de los aspectos polémicos que rodean la vida del fraile dominico, es indudable
que tuvo una auténtica preocupación por la defensa de los indígenas frente a los abusos
cometidos por españoles. En su obra Del único modo de atraer a todos los pueblos a la
verdadera religión propone una aproximación evangelizadora que privilegia los medios
pacíficos y propicia la reconciliación. He aquí, por ejemplo, cómo describe las
condiciones que deben respetarse para una predicación evangélica efectiva:

«La primera es que los oyentes, y muy especialmente los infieles, comprendan que los
predicadores de la fe no tienen ninguna intención de adquirir dominio sobre ellos con su
predicación.
»La segunda parte consiste en que los oyentes, y sobre todo los infieles, entiendan que
no los mueve a predicar la ambición de riquezas.
»Consiste la tercera parte en que los predicadores se muestren de tal manera dulces,
humildes, afables y apacibles, amables y benévolos al hablar y conversar con sus
oyentes, y principalmente con los infieles, que hagan nacer en ellos la voluntad de oírlos
gustosamente y tener su doctrina en mayor reverencia.
»De lo dicho se deduce también con claridad la cuarta parte constitutiva de la forma de
predicar, que es más necesaria que las anteriores: que la predicación les sea provechosa
por lo menos a los predicadores; esto es, que tengan el mismo amor de caridad con que
san Pablo amaba a todos los hombres del mundo a fin de que se salvaran. Y notemos
que son hermanas de esta caridad la mansedumbre, la paciencia y la benignidad: "La
caridad es sufrida, es bienhechora y lo soporta todo" (1Cor 13).
»La quinta parte constitutiva de la forma de predicar está contenida en las palabras de
San Pablo, citadas en el § 3º, a saber: "Testigos sois vosotros, y también Dios, de cuán
santa, y justa, y sin querella alguna fue nuestra misión entre vosotros, que habéis
abrazado la fe", así como antes de vuestra conversión como después de ella, según dice
la glosa interlineal».

Estos principios serían aplicados en lo que se conoce como el experimento de la Vera


Paz, en la provincia de Tuzutlán o Tezulutlán, en lo que hoy es Guatemala. Las Casas
consiguió que no se aplicara el método de los repartimientos a los indígenas que allí
habitaban, quedando prohibido el ingreso de cualquier español a la provincia, excepto
de los misioneros dominicos, que irían sin armas, para aplicar un método pacífico de
evangelización. La experiencia, iniciada en 1537, entre indios que se hallaban en pie de
guerra, tuvo inicialmente éxito. Todo ello se complementó posteriormente con normas
legales que sustentaron la labor realizada por los misioneros. Luego de que fray
Bartolomé de Las Casas renunciara al obispado de Chiapa en 1556, una sublevación de
indios idólatras dio lugar a que este experimento evangelizador terminara
desastrosamente.

A pesar de todos los conflictos que se presentaron durante la obra de la evangelización,


no se puede decir que el procedimiento conflictivo y el recurso a la violencia haya sido
considerado como modelo de procedimiento respecto a los indígenas. Prueba de ello son
las constantes denuncias presentadas a las autoridades españolas, que llegaron hasta la
Corona Española. Y constantemente se buscará tomar medidas que terminen con los
abusos y favorezcan una aproximación reconciliadora y solidaria hacia el indígena. Este
va a ser el modelo por el cual se va a optar tercamente durante este período de la historia
de América Latina. Prueba de ello es, por ejemplo, que, aun conociendo las
exageraciones en las que incurría Bartolomé de Las Casas, la Corona prohibirá que se
contradiga lo que dice en sus escritos; sólo puede ser comentado y defendido.

De este modo, para resumir podemos decir junto con el Santo Padre Juan Pablo II que
«desde los primeros pasos de la evangelización, la Iglesia católica, movida por la
fidelidad al Espíritu de Cristo, fue defensora infatigable de los indios, protectora de los
valores que había en sus culturas, promotora de humanidad frente a los abusos de los
colonizadores a veces sin escrúpulos. La denuncia de las injusticias y atropellos por
obra de Montesinos, Las Casas, Córdoba, fray Juan del Valle y tantos otros, fue como
un clamor que propició una legislación inspirada en el reconocimiento del valor sagrado
de la persona. La conciencia cristiana afloraba con valentía profética en esa cátedra de
dignidad y de libertad que fue, en la Universidad de Salamanca, la Escuela de Vitoria, y
en tantos eximios defensores de los nativos, en España y en América Latina» (Discurso
inaugural del Santo Padre, IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano,
Santo Domingo 1992, 4).

VIII. EVANGELIZACIÓN DE LA CULTURA Y OBRAS DE


PROMOCIÓN SOCIAL

La formación de una cultura mestiza católica

Es innegable la influencia de la fe en el desarrollo de una nueva cultura mestiza, que se


plasmó tomando elementos tanto de la cultura española como de la indígena. En este
proceso, la Iglesia tuvo un papel preponderante. Y lo sigue teniendo. A este respecto,
son significativas las siguientes palabras del Documento de Puebla: «La Evangelización
es la misión propia de la Iglesia. La historia de la Iglesia es, fundamentalmente, la
historia de la Evangelización de un pueblo que vive en constante gestación, nacer y se
inserta en la existencia secular de las naciones. La Iglesia, al encarnarse, contribuye
vitalmente al nacimiento de las nacionalidades y les imprime profundamente un carácter
particular. La Evangelización está en los orígenes de este Nuevo Mundo que es América
Latina. La Iglesia se hace presente en las raíces y en la actualidad del Continente»
(Puebla, 4).

Hubo un complejo proceso de inculturación, donde se tomaba los elementos propios de


la cultura indígena y luego se les daba un contenido cristiano. Lo cual llevaba también
muchas veces a una purificación de todo aquello que fuera contrario a la vivencia de la
fe, es decir, se trataba de una evangelización que transformaba y elevaba los elementos
culturales autóctonos. Todo ello enriquecido, a su vez, con los aportes de la cultura de
los españoles, creándose una nueva síntesis cultural cristiana, que iría evolucionando en
sentido positivo a lo largo de los años, constituyendo lo que es el sustrato cultural
católico en la identidad de América Latina.

«América Latina forjó en la confluencia, a veces dolorosa, de las más diversas culturas
y razas, un nuevo mestizaje de etnias y formas de existencia que permitió la gestación
de una nueva raza, superadas las duras separaciones anteriores» (Puebla, 5).
 

Obras de difusión cultural

Las «doctrinas» o parroquias de indios incluían, dentro de la labor evangelizadora, una


función cultural. Los doctrineros no sólo debían enseñar la doctrina cristiana, sino
también a leer, escribir, contar, junto con labores manuales, artesanía, educación
musical (canto y ejecución de instrumentos), etc.

Muchas de las antiguas fiestas del calendario astronómico y agrícola fueron reajustadas
de acuerdo a las celebraciones del año litúrgico de la Iglesia. La música, el canto, la
poesía, las danzas y los trajes se entrelazaban armónicamente. Las cofradías de indios se
enorgullecían de tener buenos músicos, que alcanzaron una destreza enorme en el uso
de chirimías, trompetas, flautas, violines, y no se concebía ningún acto público
importante donde no estuviera presente la música.

Igualmente, el teatro colonial sirvió para fines catequéticos, en especial en ocasión de


las representaciones para la fiesta del Corpus Christi.

Todas las órdenes religiosas crearon escuelas y colegios de diversos niveles y tipos de
enseñanza, incluyendo escuelas exclusivas para indios, donde se elevaba su nivel
cultural. En estos colegios también enseñaron maestros laicos, animados del mismo
impulso evangelizador.

La primera Universidad de América fue fundada en Lima gracias a fray Tomás de San
Martín, de la orden dominica, en 1551. Ésta —que es la actual Universidad de San
Marcos—, con el correr de los años, iría alcanzando renombre gracias a la calidad de los
profesores y la cantidad de sus alumnos. El cargo de Rector lo debían ejercer
alternadamente un clérigo y un laico.

También hubo otros centros de enseñanza superior fuera de San Marcos, todos ellos
dependientes de la Iglesia, puesto que no se tenía en esa época el concepto de una
institución pedagógica que fuera exclusivamente laica. La separación de Iglesia y
Estado sería una realidad que recién se concretaría históricamente en el siglo XIX.
Todos estos centros contaban con la ayuda financiera de la Corona o con rentas propias.
En el siglo XVI se fundó las universidades de Cuzco, Chuquisaca, Quito y Huamanga.

También fueron numerosos los colegios fundados por las diversas órdenes religiosa,
que, en su tiempo de esplendor, fueron uno de los elementos que más contribuyeron a la
formación cultural tanto de españoles y criollos como de mestizos e indígenas. En cierta
medida, formaron parte importante del crisol donde se fue fraguando la identidad
peruana. Algo similar ocurrió en los otros lugares de América Latina, configurándose de
esta manera una identidad propia.
 

Las obras de promoción social

No faltaron tampoco las obras de asistencia y ayuda social. Por ese entonces el Estado
no asumía las obras referentes a la salud o a la beneficencia social. Pero tampoco era
necesario, porque la vivencia de la caridad impulsaba a los miembros de la Iglesia a
dedicarse a estos menesteres, mediante las órdenes religiosas, los prelados diocesanos,
los doctrineros y las cofradías o hermandades. En fin, era fruto de la iniciativa conjunta
de los integrantes del Pueblo de Dios, tanto laicos como clérigos, religiosos y no
religiosos. La presencia de personas que representaban la presencia activa de la Iglesia
era una garantía de constancia, permanencia y desinterés. En otras palabras, esta obras
no surgían como consecuencia de un programa social o económico, ni de instancias
puramente administrativas, sino de la vitalidad de la fe de los cristianos, alimentada por
una caridad apremiante.

«La caridad fue [...] la fuerza espiritual que llevó a numerosos cristianos a ofrendar su
vida diariamente en la tarea de construir pacientemente una experiencia de encuentro
entre las diferentes culturas, llegando en ocasiones hasta el martirio, en defensa de los
derechos de los indígenas frente a los abusos de los europeos, como también en defensa
de la misión evangelizadora frente a la incomprensión de la población indígena. Son
innumerables las obras ordinarias de la caridad que se pueden mencionar en el período
de la primera evangelización: las escuelas para indios y para mestizos; los hospicios que
habitualmente las acompañaban; las misiones de las órdenes religiosas que protegieron
a la población indígena de los interesados en obra de mano barata; los conventos
masculinos y femeninos que no sólo abrieron sus puertas a los distintos sectores sociales
de la población, sino que daban de comer, daban techo y asistencia sanitaria a quienes lo
solicitaban; las doctrinas; la organización de la población en cofradías, que junto a su
papel religioso constituían grupos de ayuda mutua; los colegios mayores y
universidades; la introducción de tecnología avanzada a la producción agrícola y
artesanal, etc. En lenguaje de hoy diríamos que la caridad no fue sólo asistencialista,
sino que creó fuentes de trabajo y empleo para la población, dentro de un marco global
de búsqueda de integración entre las diferentes tradiciones culturales» (Pedro Morandé).

De este modo, por ejemplo, en Lima llegaron a haber casi tantos hospitales y asilos
como templos, entre los cuales cabe mencionar el hospital de Santa Ana (para
indígenas) fundado por el arzobispo Loayza, los hospitales de San Andrés (para
españoles), San Diego (para convalecientes), del Espíritu Santo (para gente de mar), de
la Cátedra de San Pedro (para sacerdotes), de San Bartolomé (para negros), de San
Lázaro (para leprosos), el hospicio de la Inocencia (para niños expósitos), San Cosme y
Damián (para mujeres pobres), del Carmen (para los convalecientes del Santa Ana).
Cuando se establecieron en el Virreinato órdenes hospitalarias, es decir, dedicadas
exclusivamente al cuidado de los enfermos, la atención mejoró considerablemente.
Entre estas órdenes merece mencionarse los hermanos de San Juan de Dios y los
betlemitas.

Es necesario mencionar aquí las cofradías o hermandades, que tuvieron un papel muy
importante en la realización de las obras de promoción social. En un principio eran
gremios que agrupaban a los que trabajaban en el mismo oficio, por ejemplo,
carpinteros, plateros, labradores, zapateros, curtidores, etc., o hermandades con una
intención cultural o religiosa. Aunque la finalidad era ayudarse mutuamente, todas
tenían un marcado carácter religioso. Se ponían bajo la advocación de un santo patrono
(San Eloy para los plateros, San Crispín para los zapateros, etc.), se establecían en
templos y tenían fiestas y solemnidades especiales, que se efectuaban con el mayor
brillo y esplendor que se podía hacer bajo la dirección del mayordomo. Las cofradías
estaban conformadas principalmente por criollos y españoles, pero también hubo de
otras razas, principalmente en los pueblos del interior. El hecho de que muchas de estas
cofradías o hermandades que datan de la Colonia reduzcan actualmente su actividad a la
organización de la fiesta patronal no debe hacernos olvidar la importancia de la función
social que desempeñaron, bajo el impulso de la fe y la caridad cristianas.

«Las cofradías [...] se estructuraban en torno a una devoción particular, pero no sólo con
objetivos funcionales, sino como una experiencia laical de Iglesia que incluía también,
por cierto, la asistencia y la ayuda mutua. Si la Iglesia en la actualidad ha dado
testimonio elocuente de su capacidad de socorrer a los más pobres facilitándoles su
propia autoayuda, ello se debe en buena medida a esta experiencia primera vinculada al
nacimiento de nuestra religiosidad popular. ...la cofradía fue una experiencia notable por
su capacidad de aunar la finalidad litúrgica o devocional y la vivencia de la caridad. En
una época como la actual, en que se tiende a estimar casi como prescindible la
dimensión litúrgica de la práctica de la caridad, la memoria de las cofradías nos invita a
redescubrir la dimensión sagrada del vínculo de la caridad» (Pedro Morandé).

IX. FIGURAS DE SANTIDAD

¿Qué es la santidad?

El Concilio Vaticano II ha reiterado una enseñanza que es constante a lo largo de toda la


historia de la Iglesia, aunque a veces ha estado oscurecida: la vocación universal a la
santidad de todos los cristianos. «Es, pues, completamente claro que todos los fieles, de
cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la
perfección de la caridad, y esta santidad suscita un nivel de vida más humano incluso en
la sociedad terrena» (Lumen gentium, 40). No se trata, pues, de una meta excepcional a
la cuál sólo deben aspirar algunos cristianos que han optado por una entrega heroica al
Plan de Dios, mientras que todos los demás fieles deben contentarse con una cierta
medianía y sólo les es exigido un relativo cumplimiento de los mandamientos de la ley
divina.

Todo ser humano encuentra en sí un deseo infinito de felicidad, y aspira a realizar todas
las posibilidades y talentos con que Dios lo ha dotado. Todo hombre desea, en cierto
modo, alcanzar la plenitud de su propia naturaleza humana y evitar aquello que lo
conduzca al fracaso y la frustración. Este deseo de infinito y felicidad no puede ser
obviado por ningún hombre, pero sí puede ser desviado y orientado hacia realidades que
no llegarán a satisfacer al ser humano. Solamente en Dios y en el amor que se
manifiesta en los misterios del Señor Jesús, Dios hecho hombre para reconciliación de
los hombres, puede el hombre encontrar aquello a lo que aspira desde lo más profundo
de su ser. Y Dios quiere que los hombres alcancen esta plenitud que Él mismo les
ofrece.

Para ello Dios tiene un Plan, que se manifiesta de manera concreta para cada hombre en
un llamado personal. Este camino que Dios señala no atenta contra la dignidad del ser
humano, sino todo lo contrario, le permite realizarla y desarrollarla con mayor facilidad,
desenvoltura y libertad. La santidad no consiste, pues, en un estado excepcional y
sobresaliente de vida, sino en la respuesta al llamado personal de Dios para realizar, en
colaboración con la gracia, nuestra propia naturaleza humana. En otras palabras, ser
santo es ser plenamente hombre.

Todo ello repercute de manera positiva en el entorno social. Los santos contribuyen a
humanizar las relaciones de los hombres entre sí y, en cierto modo, a través de su
vivencia intensa del amor, se convierten en modelo de convivencia fraterna. Si
consideramos que la responsabilidad de los males que aquejan a las sociedades se
deben, en última instancia, no a las estructuras ni a los programas y proyectos sino a los
individuos, que proyectan lo que hay dentro de sus corazones en el ámbito social, se nos
hace clara la importancia de alcanzar la santidad para poder mejorar el mundo en que
vivimos. Podemos decir que la primera responsabilidad social del cristiano consiste en
buscar ser santo.

No hay mayor tristeza que la de no ser santos. No hay mayor injusticia que no querer ser
santos. No hay mayor irresponsabilidad que no poner los medios adecuados para
alcanzar la santidad. En otras palabras, rechazar el ideal de la santidad es rendirse ante
el mal que constatamos en nuestros corazones humanos y renunciar a desarrollar las
mejores posibilidades de nuestra condición humana.

Por eso, si queremos determinar en qué medida la Iglesia ha desarrollado una labor
exitosa en lo referente a su misión evangelizadora, hemos de fijarnos en su impulso para
suscitar la santidad en los lugares en que ha hecho sentir su presencia. La cultura
cristiana que se ha configurado en América Latina encuentra su expresión más viva e
intensa en la vida de aquellos que han sido testigos excepcionales del amor de Dios. Así
lo declara el Documento de Santo Domingo: «Mirando la época histórica más reciente,
nos seguimos encontrando con las huellas vivas de una cultura de siglos, en cuyo núcleo
está presente el Evangelio. esta presencia es atestiguada particularmente por la vida de
los santos americanos, quienes, al vivir en plenitud el Evangelio, han sido los testigos
más auténticos, creíbles y cualificados de Jesucristo» (Santo Domingo, 21).
No debemos creer que sólo aquellas personas que la Iglesia ha canonizado -es decir,
declarado oficialmente como santas- han alcanzado la santidad. Existe una multitud de
hombres y mujeres anónimos que también han manifestado en su vida el resplandor del
amor de Dios que es la santidad. La Iglesia, cuando canoniza a alguien, declara
solemnemente que tiene certeza absoluta de que esa persona concreta ha alcanzado la
santidad, y la propone como ejemplo a todos los fieles. Pero son muchos más los santos
desconocidos, no canonizados, que ha habido en los veinte siglos de historia de la
Iglesia. Todo ellos contribuyeron a que el amor de Dios se hiciera presente en la
convivencia humana, respondiendo generosamente al llamdo de Dios.

El Papa, en sus mensajes a los países latinoamericanos, ha mencionado a hombres y


mujeres de la historia latinoamericana, cuya santidad de vida ha reconocido la Iglesia:
Toribio de Mogrovejo, Pedro Claver, Francisco Solano, Rosa de lima, Martín de Porres,
Felipe de Jesús, Mariana de Jesús Paredes, Miguel Febres, Roque González y
compañeros mártires, Pedro de San José Betancurt, Ezequiel Moreno, Ana de los
Ángeles Monteagudo, Teresa de los Andes, Miguel Pro. Además, también ha recordado
a quienes defendieron la dignidad de los indígenas y tuvieron actitudes heroicas en su
vida: Antonio de Montesinos, Juan de Zumárraga, Toribio de Benavente «Motolinía»,
Vasco de Quiroga, Juan del Valle, Julián Garcés, José de Anchieta, Manuel de Nóbrega,
Antonio Valdivieso, Jerónimo de Loayza. Todos estos personas son solamente la punta
de un «iceberg» de vidas santas y ejemplares, muchas de la cuales permanecerán
desconocidas, pero que, no por ello, dejan de tener importancia para la vida de la Iglesia
en América Latina.

A continuación, presentamos las reseñas biográficas de cuatro santos peruanos, tomados


del texto La Iglesia católica en el Perú del P. Armando Nieto, S.J. Omitimos la
información sobre Santo Toribio de Mogrovejo, puesto ya hemos hablado de él en un
capítulo anterior.
 

Santa Rosa de Lima

Nació en Lima el 30 de abril de 1586, hija de Gaspar de Flores y María de Oliva.


Bautizada con el nombre de Isabel, en la confirmación —que le fue administrada por
Santo Toribio de Mogrovejo— recibió el de Rosa. Tomó por modelo a Santa Catalina
de Siena en el espíritu de oración y abnegación. Hizo voto de vivir consagrada al Señor
como terciaria dominica. Recluida en una cabaña que había construido en el huerto de la
casa paterna, pasaba el día en ejercicios de oración, penitencia asperísima y trabajos
manuales. Gozó de gracias divinas extraordinarias, pero sufrió asimismo la persecución
e incomprensión de familiares y amigos, y su alma atravesó regiones de honda
desolación espiritual. Los tres últimos años de su vida los pasó en casa de un
funcionario virreinal, Gonzalo de la Maza, cuya esposa admiraba a la virgen limeña.
Durante la larga y dolorosa enfermedad que concluyó con su existencia, Rosa no dejaba
de orar con estas palabras: «Señor, auméntame los sufrimientos, pero auméntame en la
misma medida tu amor». Falleció el 24 de agosto de 1617, a los 31 años de edad. Sus
exequias fueron imponentes. Clemente X la canonizó el 12 de abril de 1671 y fijó su
festividad el día 30 de agosto. Fue la primera Santa del Nuevo Mundo y es Patrona no
sólo del Perú sino de la América española y Filipinas.
 
San Martín de Porras

Como Rosa de Santa María, Martín de Porras, el humilde mulato limeño, es venerado
en todo el mundo católico. «Es una especie de plebiscito mundial a su favor» —
reconoce Vargas Ugarte al comprobar el culto que se tributaba al lego dominico. Nació
Martín en diciembre de 1579, hijo del caballero Juan de Porras (o Porres), de la orden
de Alcántara, y de una negra panameña llamada Ana Velázquez.

Fue a su solicitud admitido como `donado' de la orden dominica en 1594. Servía en los
menesteres más humildes; sobre todo a los pobres y como enfermero del convento de
Santo Domingo. Dado a la oración, consumía en ella horas enteras, sacrificando aun el
descanso. Profesó en 1603. Falleció el 3 de noviembre de 1639 a los 60 años de edad.
Los funerales revistieron extraordinaria solemnidad, y el propio virrey Conde Chinchón
con otros miembros del gobierno portaron el féretro. Fue canonizado por Juan XXIII el
6 de mayo de 1962, fijándose su festividad el día 3 de noviembre. Es Patrono de la
justicia social.
 

San Francisco Solano

Nació en Montilla (Andalucía) el 10 de marzo de 1549. A los 20 años ingresó en la


Orden de Hermanos Menores de San Francisco de Asís. Ordenado sacerdote, fue
destinado primero a maestro de novicios y luego a predicar por las poblaciones. Vino a
América en 1589 en un accidentado viaje marítimo y terrestre, lleno de peripecias.
Predicó en las regiones de la Argentina septentrional (Tucumán). En 1602 vino a Lima,
donde desempeñó el cargo de Guardián en el convento de Santa María de los Ángeles
(llamado de los Descalzos, en el Rímac). Ejercitado en la oración y la penitencia, no
omitió nunca la práctica de las obras de caridad con el prójimo. Falleció en Lima el 14
de julio de 1610. Fue canonizado por Benedicto XIII el 27 de diciembre de 1726.
 

San Juan Masías

Nació en Ribera del Fresno (Extremadura) el 2 de marzo de 1585, hijo de Pedro de


Arcas y de Inés Sánchez. Creció en un ambiente de orfandad, pobreza y penuria. Vino a
América como servidor de un mercader (1619). En 1620 lo hallamos en Lima, dispuesto
a consagrarse a Dios en la vida religiosa como lego cooperador dominico. En el
convento de Santa María Magdalena (Recoleta) pasó una vida de austeridad,
mortificación y oración. Hizo la profesión el 25 de enero de 1623. Heroico en la caridad
para con todos, fue —a pesar de su humildad y deseo de pasar oculto— consultor del
virrey Marqués de Mancera y de la más calificada nobleza. Riva-Agüero lo considera
«uno de los más puros místicos de nuestro siglo XVII». Falleció el 16 de setiembre de
1645. Fue canonizado por Pablo VI el 28 de setiembre de 1975.
X. LA INQUISICIÓN

Prejuicios y aproximaciones erradas a la problemática de la Inquisición

Este tema resulta en la actualidad algo problemático, sobre todo porque se tiende a
juzgarlo desde categorías ajenas al momento histórico en que se desarrolló. Es
importante ubicar en su contexto histórico cada una de las instituciones del pasado. De
otra manera se corre el riesgo de entenderlas mal o simplemente de no entenderlas en
absoluto. No haremos aquí una justificación de lo que se conoce como el Tribunal de la
Santa Inquisición, pero intentaremos una aproximación más serena y objetiva al tema.
Generalmente se lo presenta como una institución que se dedicó a la persecución de las
personas a causa de sus ideas, atentando impunemente contra el derecho a la libertad de
opinión. Analicemos detenidamente esta afirmación.

Debemos tener en cuenta que el derecho a opinar libremente depende de otro derecho de
mayor importancia para el hombre: el derecho a conocer la verdad. En la época en que
surge el fenómeno de la Inquisición, casi nadie ponía en duda que la verdad suprema
estaba en lo que la fe enseñaba. Y, por el bien del hombre y de la comunidad humana,
esta verdad debía ser respetada, pues constituía la base del bien común y el bienestar
social, así como de la salvación eterna de cada uno. La propagación de errores
contrarios a la fe ponían en peligro la salvación eterna de los hombres y el bien común
dentro del orden social. Podían destruir la misma convivencia humana y las bases de
una auténtica justicia basada en el respeto de los valores cristianos. En cuestiones no
vinculadas directamente con la fe, se podía opinar libremente. La libertad de opinión se
regía por la búsqueda de la verdad, contrariamente a lo que frecuentemente se ve en
nuestros días, en que se piensa en que hay libertad de opinar sin necesidad de buscar la
verdad; basta con la opinión sea sustentada por alguien para que tenga derecho a ser
expuesta, sin necesidad de ser fundamentada objetivamente. Esto hace que poco a poco
se destruyan los fundamentos objetivos de la sociedad. Actualmente, la mentira, el
engaño y la falsedad tienen la misma carta de ciudadanía que la verdad objetiva, y el
hombre se encuentra desorientado y no sabe cómo hallar la felicidad, pues no sabe
dónde se encuentra la verdad absoluta.

Es de notar que en la época de la aparición de la Inquisición había la suficiente libertad


como para plantear dudas, examinar problemas relativos a la fe en un ambiente de
diálogo, como lo demuestran las disputas organizadas en la Europa medieval en las
nacientes universidades. También se podía publicar libros sobre cuestiones disputadas,
siempre que se mantuviese un espíritu de apertura a las observaciones críticas y un
deseo de corregir lo que estuviese claramente en contra de la fe cristiana. La labor de la
Inquisición no apuntaba, pues, a un dominio de las mentes, sino a proteger el bien
común de los miembros de la sociedad, defendiendo su valor más preciado, la fe. Se
perseguía, por ello mismo, sólo la herejía manifiesta y difundida públicamente. Como
veremos, algunas de las herejías perseguidas (los cátaros y valdenses, y posteriormente
el protestantismo y la secta de los alumbrados en España) conllevaban una serie de
manifestaciones grotescas, espíritu de oposición a la jerarquía de la Iglesia, rechazo y
desprecio de los que no se adherían a su grupo, divisiones y resentimientos sociales,
además de prácticas de libertinaje y perversión sexual.

En lo referente a la Inquisición, también se suele presentar los procesos como


arbitrarios, autoritarios, donde la suerte del acusado ya está decidida de antemano, y
donde los jueces, con crueldad inhumana, presentarán una farsa de juicio para terminar
entregando al reo primero a la tortura y luego a la muerte en la hoguera.

No podemos aceptar estas afirmaciones sin examinarlas con cuidado. La mayoría de las
veces sólo nos presentan una caricatura de la realidad. En la actualidad, son numerosos
los historiadores que admiten que la Inquisición puede ser considerado como un tribunal
benigno y tolerante en comparación con los tribunales civiles de la época.
Para lograr una comprensión más equilibrada de este fenómeno, veamos brevemente
cuáles fueron las circunstancias que lo originaron.
 

Origen de la Inquisición

En el siglo XIII en Europa, particularmente en el sur de Francia, se había extendido la


secta de los cátaros o albigenses, que pretendía ser una renovación espiritual de la vida
cristiana. Tenía influencias doctrinales de origen pagano y oriental. Afirmaban que
había dos principios irreconciliables en lucha permanente: el bien y el mal; el primero
era espiritual, mientras que el segundo iba vinculado a la materia, la cual era
considerada como intrínsecamente mala. Por consiguiente, el cuerpo era malo y había
que hacer lo posible, a través de un ascetismo bastante riguroso, para liberarse de su
influencia. Por eso mismo, consideraban el matrimonio y la sexualidad como realidades
malas en sí mismas. Se rebelaban contra las autoridades eclesiásticas. Además, el falso
ideal de perfección que predicaban, unido a los excesos en las prácticas ascéticas, más
que conducir a un equilibrio auténtico de la persona en busca de la santidad, la
desequilibraban psicológicamente o la conducían a la soberbia y la autosuficiencia. No
es de extrañar que junto a la prédica de la continencia sexual y los castigos corporales
hubiera a la vez desenfreno y perversiones, que los mismos herejes permitían como un
mal inevitable.

Otra herejía, la de los valdenses, si bien sostenía la mayoría de las verdades de la fe,
presentaba una dura oposición a la Iglesia. Presentaba la pobreza extrema como la única
manera de vivir la relación con los bienes materiales. Pretendía oponerse así al lujo en
que vivían algunos miembros del clero. Negaban el sacerdocio, la Misa y el purgatorio.

Estos grupos herejes no se dedicaron exclusivamente al campo religioso. Sus creencias


y prácticas tenían graves consecuencias sociales, que hicieron que las autoridades
civiles intervinieran y les opusieran una guerra tenaz, en la que no faltaron crueldades y
asesinatos por parte de ambos lados. Hubo millares de víctimas.

En el año 1231, el Papa Gregorio IX creyó conveniente la creación de una institución


que se dedicara al asunto de la defensa de la fe, y convocó a los dominicos, orden
religiosa de reciente fundación, para que llevaran adelante la lucha contra la herejía. La
así llamada Orden de Predicadores debía dar cuenta de su proceder solamente al
Pontífice y quedaba libre de la injerencia episcopal —lo cual era conveniente por el
recelo de los herejes frente a toda autoridad eclesiástica—.
 

Modo de proceder de la Inquisición

La finalidad buscada era la conversión de los herejes y su reintegración a la Iglesia. Por


lo mismo, los métodos preferidos eran los que manifestaban mayor misericordia,
mientras que el recurso a la fuerza era considerada como una medida extrema, que
atendía más que nada al bien común de los demás miembros de la sociedad.
Había todo un procedimiento dividido en etapas, de acuerdo al cual se llevaba a cabo la
labor de los inquisidores. Una vez llegados al pueblo donde se sospechaba de la
existencia de herejes, se proclamaba el tiempo de gracia, que variaba de 15 a 30 días. En
este tiempo, todo hereje podía confesar sus errores, siendo a cambio tratado
benignamente y recibiendo penas menores. Se proclamaba el edicto de fe y, bajo pena
de excomunión, se exigía de todos que delatasen a los herejes o sospechosos de herejía.
Terminado el mes de gracia, se procedía a la persecución y se citaba de manera enérgica
a los sujetos acusados, que, en caso de no acudir, eran declarados contumaces, con pena
de excomunión provisional (definitiva pasado un año).

Luego seguía el interrogatorio, donde se procedía a examinar a los acusados para


verificar si procedía o no la acusación hecha. Esto generalmente se hacía ante dos
religiosos y un notario, que ponía por escrito los descargos del acusado. En caso de que
el acusado se negase obstinadamente a confesar su culpa, habiendo indicios bastante
probables de que hubiese incurrido en herejía, se procedía a la tortura. El notario debía
estar preparado para escribir la confesión que el acusado hiciera en este caso.

Luego venía la sentencia, en la que varias personas, entre religiosos y laicos de probada
honradez, examinaban los datos que se tenían sobre el incriminado y emitían su opinión
sobre si había culpabilidad o no. En caso de haber sido arrancada la confesión por
medio de la tortura, también se examinaba su veracidad, es decir, si había sido hecha
solamente por miedo a los castigos corporales o si se podía considerar auténtica. En
sesión pública, generalmente en domingo para que pudiese asistir la población, se
proclamaba la sentencia.

El último paso era la ejecución de la sentencia, que era llevada a cabo por la autoridad
civil («el brazo secular»). En caso de que se aplicara la pena de muerte, ésta no debía
conllevar derramamiento de sangre; por lo tanto, la hoguera era el medio preferido.
Otras penas para el delito de herejía que se aplicaban con mucha mayor frecuencia que
la pena de muerte, que era considerada una medida extrema y excepcional, eran: remar
en las galeras, el destierro, la confiscación de bienes, la cárcel. Otras sentencias menos
duras eran las peregrinaciones, los azotes, los signos de infamia (vestidos humillantes de
color amarillo, vela verde, soga a la garganta, coroza blanca).
 

Valoración

¿Qué opinión debe merecernos este tribunal eclesiástico? ¿Se puede aceptar la imagen
que nos lo presenta como un conjunto de fanáticos religiosos que se dedicaban al
exterminio de herejes, aceptando las acusaciones sin mayores pruebas y prodigando a
diestra y siniestra la pena de muerte? ¿Se le puede considerar como un medio para
imponer la fe a través del miedo y el terror? ¿Se lo puede catalogar como el símbolo de
la lucha contra la libertad de opinión?

Por principio, no se puede entender el tribunal de la Inquisición fuera del contexto


histórico en que se produjo. De ninguna manera quiere ser esto una justificación de los
excesos, que sí los hubieron. Toda institución que sea humana presenta siempre una
mezcla de bien y de mal. Por eso, no se pude condenar globalmente una realidad sin
antes hacer un balance de sus logros y sus defectos, dentro del contexto de su tiempo.
Esto debe hacerse reconociendo lo bueno, sin negar lo malo y negativo.
La pena de muerte no era puesta en cuestión en la época. Era una sentencia común en
los tribunales civiles para delitos graves. La traición al Rey era penada de esta manera.
No resulta extraño, pues, que, dentro de la mentalidad de la época, la herejía contumaz y
persistente, calificada como traición a Dios, el Rey supremo, también mereciera ser
considerada como digna de muerte. No se puede medir estas ideas según los criterios de
nuestra época, donde la creencia en Dios se considera como una opinión que no tiene el
mismo peso que una afirmación científica (mentalidad materialista). En esa época se
tenía el criterio de considerar a Dios como el Ser por excelencia y, por lo tanto, como la
realidad más consistente y segura.

Aunque fueron muchas las personas que murieron ajusticiadas por la Inquisición en toda
su historia, el número se queda corto frente a las persecuciones llevadas a cabo por los
enemigos de la Iglesia católica. La caza de brujas efectuada por los protestantes en
Europa da como resultado unas 300,000 personas ajusticiadas a muerte, de las cuales
200,000 lo fueron sólo en Alemania. La Revolución Francesa, en el período del terror
que va de 1792 a 1794, ejecutó en la guillotina a unas 34,000 personas, de las cuales
12,000 no recibieron juicio. Esta cantidad sobrepasa al número de condenados a muerte
por la Inquisición a lo largo de toda su historia. Tampoco se quedan cortas las cifras
referentes a los linchamientos de negros en los Estados Unidos de Norteamérica a
principios del siglo XX, ni las referentes a las matanzas de judíos y cristianos en la
Alemania nacionalsocialista de Hitler. En cambio, la Inquisición en el Perú, en el
período que va de 1570 a 1820, sólo sentenció a muerte a 30 personas.

El recurso a la tortura resulta uno de los aspectos más cuestionables de la Inquisición.


No ha sido ésta la forma habitual de proceder de la Iglesia, y si se permitió esta medida,
más fue por presiones del momento que por auténtica convicción. La tortura era una de
las medidas usuales en los tribunales civiles, incluso llegando a verdaderos daños físicos
a las personas o incluso a la muerte. Las autoridades eclesiásticas buscaron la manera de
humanizar estas medidas, considerando que la tortura no debía producir daño físico
perdurable en el acusado, ni se debía llegar al derramamiento de sangre. Varios
inquisidores fueron removidos de sus puestos por no controlar debidamente que se
respetara esta medida.
 

La Inquisición española

La Inquisición española, autorizada por el Papa Sixto IV el 1º de noviembre de 1478,


comenzó a funcionar en Sevilla el 6 de febrero de 1481. Su principal objetivo era
perseguir a los «marranos» (judíos que se habían hecho bautizar como católicos sin una
verdadera conversión de corazón), a los cuales se consideraba peligrosos para la
integridad de la fe del pueblo. Fray Tomás de Torquemada, primer inquisidor,
extendería luego la jurisdicción del tribunal a lo que se denominaba «herejía implícita»,
es decir, a delitos que iban gravemente contra la moral: bígamos, ladrones de iglesias,
blasfemos, sacerdotes seductores o libertinos, pretendidos santos y místicos.

La Inquisición española estaba formada por un Inquisidor general al frente del Consejo
Supremo de la Santa Inquisición, compuesto por siete miembros. Luego, cada tribunal
particular constaba de 3 inquisidores, 1 fiscal, 3 secretarios, 1 alguacil mayor y 3
receptores, calificadores y consultores. En España había 14 de estos tribunales, 3 en
Portugal y 3 en América (México, Lima y Cartagena de Indias).
Al igual que la Inquisición europea, la española recurría a la tortura sin derramamiento
de sangre ni daños graves. Los detenidos se alojaban en cárceles más decentes que las
prisiones civiles; no eran tan lúgubres ni espantosas como las pinta a veces la
imaginación literaria. La pena de hoguera sólo se aplicaba a los herejes confesos y
obstinados que no aceptaban la reconciliación con la Iglesia, mientras que a aquellos
que pedían la reconciliación en el último momento se les estrangulaba primero por la
pena del garrote y después se incineraba su cadáver.

No faltó aquí en estas tierras del Perú quien pidiera que la jurisdicción se extendiese a
los procesos de idolatría contra los indios, pero esta moción no prosperó. La Inquisición
sólo tenía potestad para con los españoles cristianos de los cuales se sospechase de
herejía. Los indios eran conversos recientes, de los cuales no se podía exigir un
conocimiento ni una práctica exhaustiva de la fe. Además, su evangelización todavía
estaba en marcha. Sus faltas contra la fe debían ser atribuidas más que nada a la
ignorancia. Por lo tanto, no podían ser tratados en cuestiones de fe de igual manera que
los españoles.

Al principio, las denuncias fueron abundantes, pero eran sobre cuestiones de poco peso,
que hacían perder el tiempo a los encargados del tribunal en asuntos triviales. Esto
causó malhumor al arzobispo Loayza. Los delitos se reducían a expresiones equívocas,
malsonantes y ofensivas contra Dios, que los acusados admitían haber pronunciado, y
que se castigaban con penas leves.

Los actos públicos en los que comparecían los acusados y en los que se proclamaba la
sentencia recibían el nombre de «auto de fe». De estos hubo 27 a lo largo de la historia
del virreinato, siendo el primero el 15 de noviembre de 1573.

La pena de muerte en la hoguera no se realizaba nunca en el mismo lugar del «auto de


fe», sino fuera de la ciudad. En Lima, el «quemadero» se hallaba en el Pedregal, en las
cercanías del cerro San Cristóbal.

A partir del siglo XVIII la actividad de la Inquisición fue disminuyendo, en parte por la
disminución de las denuncias, en parte por la mayor tolerancia de los jueces. Fue
suprimida en todos los dominios españoles por las Cortes de Cádiz, el 22 de febrero de
1813. Aunque hubo un intento de restablecimiento en 1814, el tribunal no volvería a
funcionar de manera efectiva, y por Real Orden quedaría definitivamente suprimido el 9
de marzo de 1820.

XI. LA IGLESIA EN EL SIGLO XVIII

El siglo XVIII se puede describir como un período de decadencia. Afortunadamente, lo


esencial de la obra evangelizadora ya estaba hecho, y el mal ejemplo que dieron muchos
hombres de Iglesia en esta época no pudo destruir las raíces que la fe ya había echado
en el corazón de los indígenas.

Según un cuadro estadístico de 1700, mandado hacer por orden del Conde de la
Monclova, la cantidad de personas que conformaba lo que se puede llamar como
población eclesiástica (religiosos de ambos sexos, novicios, hermanos legos, sirvientes
de los conventos, etc., etc.), sin contar los clérigos seculares, superaba en Lima la cifra
de 6,000 personas, para una población total de aproximadamente 38,000 habitantes. Y
muy semejante era el cuadro en todo el Virreinato.

Sin embargo, el número no iba parejo con el fervor y la observancia religiosa. Todos los
testimonios concuerdan en que la relajación se introdujo poco a poco en los conventos,
y no hubo nadie que pusiera un pare a estos males. Aunque hubo excepciones, ello no
hace sino confirmar que el mal era generalizado. Y de entre los sacerdotes, los pésimos
ejemplos eran más frecuentes entre los que pertenecían a órdenes y congregaciones
religiosas que entre los miembros del clero secular.

La codicia de honores se infiltró en muchas órdenes religiosas, y, cuando llegaban las


reuniones capitulares para elegir superiores y priores,llegaron a formarse verdaderos
bandos irreconciliables entre sí, cada uno de los cuales quería imponer a su candidato.
La intervención de la autoridad civil se tradujo en la norma de elegir alternativamente a
un español y luego a un criollo para cada período de gobierno. Aun así, continuaron las
rivalidades y envidias dentro de las mismas órdenes. Había también de por medio el
deseo de alcanzar sustanciosas ganancias económicas, inherentes a los cargos que se
anhelaba. Así lo testimonian dos marinos españoles de la época, Jorge Juan y Antonio
de Ulloa, autores de unas Noticias secretas de América: «El usufructo que dejan los
provincialatos es tan cuantioso que con justa razón se hace en aquellas partes más
apetecible el empleo, y más acreedor a las disputas [...], [y] procuran todos arrimarse a
aquellos sujetos en quienes tienen esperanza de conseguir el adelantamiento que
pretenden».

Otros males que se presentaban eran el concubinato de los clérigos, el hábito del juego
por dinero e incluso el beber en exceso, la acumulación excesiva de riquezas por parte
de quienes habían hecho voto de pobreza. Sólo la Compañía de Jesús quedaba en esa
época en cierta medida libre de la presencia de estos males. Pero, en 1767, el rey Carlos
III, por influencia de ministros liberales y masones, decretó la expulsión de los jesuitas
de todos los dominios españoles, sin alegar públicamente ningún motivo que justificara
esta medida. Ésta fue cumplida por el Virrey Amat el 9 de setiembre de 1767 en el más
estricto secreto. Los jesuitas fueron hacinados en barcos y conducidos a España, para
luego dirigirse hacia los Estados Pontificios como destino final. Entre ellos iba un joven
estudiante arequipeño, Juan Pablo Viscardo y Guzmán, futuro autor de la célebreCarta
a los españoles americanos.

Como consecuencia de la expulsión de los jesuitas, centenares de pueblos y ciudades


quedaron desprovistos de beneficencia social y atención religiosa y educativa. Muchas
obras evangelizadoras florecientes quedaron desprovistas de la noche a la mañana sin
nadie que las continuara. Los numerosos colegios y universidades cuya gestión estaba a
cargo de la Compañía de Jesús quedaron paralizados por falta de maestros.
Si en el campo moral había todas las deficiencias señaladas, en lo doctrinal la situación
también era desastrosa. Si bien no se produjeron doctrinas heréticas que se apartasen
abiertamente de la fe de la Iglesia, había una mediocridad imperante que se manifestaba
en la falta de profundidad y solidez en las obras filosóficas y teológicas de la época,
flojedad y relajo en la disciplina intelectual, barroquismo decadente en la oratoria
sagrada, que llevada al predominio de la palabrería y la huachafería en los sermones
religiosos, con poco de contenido aprovechable. Los métodos de enseñanza se volvieron
lerdos y anticuados, y no respondían al modo de pensar de la gente de la época. Algunos
intelectuales de poca monta del Virreinato se dejaron incluso atraer por las doctrinas
inconsistentes y simplistas de los filósofos de la Ilustración europea, de lo que se
conocía como filosofismo.

Sin embargo, encontramos un intento de renovación en el Colegio Convictorio de San


Carlos, especialmente bajo la dirección de Toribio Rodríguez de Mendoza, quien,
defendiendo la actualización de los estudios eclesiásticos, hizo ver la importancia del
estudio del derecho natural y de gentes, las ciencias naturales, la teología positiva y
moral, e intentó introducir el estudio de la historia. Esta labor sería continuada en la
época republicana por otro gran hombre de pensamiento, Bartolomé Herrera.

Aunque el balance de la situación de la Iglesia no resulta positivo en este período,


debemos guardarnos de hacer generalizaciones apresuradas y de atribuir a todos los
miembros de la Iglesia los males que hemos descrito. Víctor Andrés Belaúnde, en su
libro La realidad nacional, recomienda prudencia en el momento de juzgar esta época:
«Mucho se ha generalizado acerca de la decadencia eclesiástica y de la degeneración
religiosa del Perú en la colonia. Nada más difícil de describir que la historia religiosa de
un pueblo. Los hechos sociales, militares o políticos, dejan una huella firme en la
tradición o en el documento. Algunos hechos religiosos —sobre todo los desfavorables
— la dejan también; pero, en su parte más importante, la historia religiosa es una
historia de almas, es una reconstrucción dificilísima de la vida interior. Conocemos
algunos aspectos pintorescos o escandalosos de la vida eclesiástica o conventual; pero
¿quién nos ha pintado la vida de tantos y tanto seres humildes que alcanzaron
silenciosamente las más altas cumbres del espíritu? No toda la colonia debió de ser
perricholismo, gracia o chilindrina; instantes debió haber de recogimiento y de sincera
exaltación. En el inexplorado diario de Mugaburu hay signos de ella. Me parece, pues,
un tanto sumario el juicio de la holganza y el pantagruelismo conventuales que
acentuaron escritores jocosos y que han repetido con aire de seriedad científica algunos
de nuestros sociólogos. La decadencia eclesiástica, si la hubo en el extremo en que nos
la pintan, tuvo una causa bien definida: la sujeción de la Iglesia al Estado, la
burocratización religiosa; en síntesis: el regalismo».

XII. LA IGLESIA DURANTE LA INDEPENDENCIA Y LA


REPÚBLICA
Ambigüedades del proceso de Independencia y la actitud de los obispos y
el clero

Al examinar el período de la Independencia del Perú, nos encontramos ante un


proceso sumamente ambiguo. Por una parte, encontramos razones justificadas
para desear el final del dominio español. Viscardo y Guzmán decía en su
famosa Carta a los españoles americanos: «Tenemos esencialmente
necesidad de un gobierno que esté en medio de nosotros para la distribución
de sus beneficios, objeto de la unión social». Por otra parte, algunas de las
posturas ideológicas que asumieron los que participaron en las luchas de
Independencia no siempre estaban de acuerdo con los principios sociales de la
enseñanza cristiana, y, por ende, no tomaban en cuenta todo lo que exige la
dignidad del ser humano, ser llamado por Dios a vivir la justicia en el amor.
Este era el caso, por ejemplo, de algunas ideologías de corte liberal, que
relegaban a un segundo plano la dimensión religiosa del hombre. Incluso
había quienes postulaban un rechazo de toda la obra realizada por la Iglesia,
considerándola un instrumento político de la monarquía española. Asimismo,
había quienes negaban a la Iglesia todo derecho de intervención en la vida
pública, reduciendo la fe cristiana a un asunto meramente privado. No
faltaban tampoco declaraciones anticlericales, laicistas y a veces
declaradamente ateas. Esto se vería claramente, por ejemplo, en el caso de
México, donde la masonería virulentamente anticlerical pondría serios
obstáculos a la presencia de la Iglesia en la vida de la nación.

Teniendo en cuenta esto, se comprenderá la diversidad de actitudes por parte


de los obispos del Perú frente al proceso de Independencia. Por un lado
tomaron posición a favor de la causa española fray Hipólito Sánchez Rangel,
franciscano, obispo de Maynas; José Carrión y Marfil, obispo de Trujillo, y
Pedro Gutiérrez de Cos, obispo de Huamanga. Si bien éste último no apoyó la
causa de la Independencia, tampoco la condenó, como sí lo hicieron los dos
anteriores. Sin embargo, esta neutralidad no impidió que fuera expatriado al
igual que los otros dos obispos. Aunque posteriormente se le dio autorización
para regresar, no hizo esto nunca efectivo.

En cambio, el obispo de Arequipa, José Sebastián de Goyeneche y Barreda, y


el obispo del Cuzco, el agustino José Calixto Orihuela, se plegaron
abiertamente a la causa de la Patria.

Más interesante es el caso del arzobispo de Lima, Bartolomé María de las


Heras. Estaba convencido de que debía quedarse en su diócesis para atenderla
pastoralmente, sin importar quién gobernara políticamente. Por ello mismo,
aunque veía grandes peligros en la causa emancipadora, le manifestó al
general San Martín su deseo de mantener relaciones armónicas con el
gobierno. Hizo todo lo que pudo por adaptarse a las exigencias del nuevo
régimen, sin renunciar a los derechos que tiene la Iglesia en razón de su
misión. Sin embargo, cuando el ministro Bernardo Monteagudo le puso
exigencias en lo eclesiástico que resultaban inaceptables, se negó aceptarlas,
con lo cual se produjo el rompimiento con el régimen. Las Heras debió
abandonar el país en noviembre de 1821 y viajar a España.

Por parte del clero secular tampoco hubo una actitud uniforme. Hubo también
quienes estuvieron a favor de España y en contra de los independentistas,
mientras que otros favorecían abiertamente la Independencia del Perú
mediante diversas actividades: difundir propaganda recibida de Argentina y
Chile; redactar manifiestos y proclamas; hacer de capellanes; ayudar material
y moralmente a civiles y militares patriotas; disuadir a los realistas y
convencerlos de que debían pasarse a las filas patriotas; auxiliar a los presos
del Real Felipe y otras cárceles; crear ambiente propicio a la Independencia.
Sin embargo, todo ello se hizo, en la mayoría de los casos, dentro de una línea
de conducta y dignidad que iba de acuerdo con el estado sacerdotal, sin
intervenir directamente en las acciones de armas.

Resulta absurdo hacer aquí una distinción simplista entre buenos y malos,
dada la ambigüedad de la causa independentista. Si queremos juzgar con
imparcialidad, no podemos condenar a unos y otros por favorecer a tal o cual
parte. De hecho, se trataba de una situación incierta y ambigua. Las
autoridades representantes del dominio español se hallaban en buenas
relaciones con la Iglesia, mientras que el nuevo régimen republicano traía un
ambiente de inseguridad, donde militaban a la vez católicos fervientes al lado
de personajes de ideas laicistas, indiferentistas y anticlericales, muchos de
ellos pertenecientes a logias masónicas que habían sido condenadas por la
Santa Sede. De hecho, la Independencia dio paso a una época difícil para la
Iglesia, a causa de gobiernos que, poco dispuestos a admitir la importancia de
la fe y de la Iglesia en la vida social, pretendieron mantenerla bajo su dominio
o simplemente arrinconarla en la sacristía, negándole injerencia en los asuntos
públicos del país.

Fue un momento de ruptura, donde la nueva República fue deshaciéndose de


las antiguas instituciones virreinales, frecuentemente sin hacer una adecuada
valoración, para determinar si todavía podían ser útiles o proporcionar
beneficios a la sociedad. Solamente el hecho de tener origen español
descalificaba a estas formas e instituciones. Curiosamente, el Patronato se
mantuvo, puesto que constituía una manera de poder mantener a la Iglesia en
el Perú bajo control y opresión. La Santa Sede, en este asunto, se encontraba
entre la espada y la pared, como veremos más adelante.
 

Problemas y dificultades de la Iglesia durante los primeros años de la


República
La situación de la Iglesia durante los años de la República en el siglo XIX no
fue fácil. Varios motivos contribuyeron a originar situaciones donde su
desempeño no careció de obstáculos y dificultades. La mayoría de esos
factores se sitúan dentro del contexto del rompimiento independentista
respecto a España. Muchos obispos y sacerdotes debieron ir forzosamente al
exilio, por hallarse identificados con la causa realista, lo cual devino en una
insuficiencia de personal eclesiástico para la atención pastoral de los fieles
cristianos. Por otra parte, la identificación que algunos representantes del
gobierno republicano hacían entre España y la Iglesia creó no pocas
dificultades para la presencia pública de la Iglesia en la vida social. Todo ello
iba unido frecuentemente a una ideología liberal predominante entre
gobernantes e intelectuales del nuevo régimen republicano, que consideraba lo
religioso como un asunto exclusivamente privado y, por lo tanto, sin derecho a
tener presencia en la vida pública. No olvidemos que la Iglesia siempre ha
tenido reparos frente al liberalismo —incluso ha sido condenado en varias
encíclicas sociales de nuestro siglo—, porque propicia un individualismo que
se olvida fácilmente de la caridad y la solidaridad con los demás y porque
exacerba tanto la iniciativa privada, que los más débiles quedan a merced de
los más poderosos; además, suele subordinar los valores religiosos a los
económicos y políticos. Todo esto llevaba a actitudes de desprecio o
subvaloración de todo lo relacionado con la Iglesia y sus representantes. Si
bien este anticlericalismo no se plasmó en una persecución abierta y violenta
—como fue el caso de México, o como ha ocurrido también frecuentemente
en la historia de España—, si creó un clima poco favorable a la labor de la
Iglesia. No nos hallamos todavía en la época de la separación de Iglesia y
Estado, pero las ideas sostenidas por las élites intelectuales ya estaban
preparando el camino, que culminaría en la Constitución Política de 1933,
donde el Estado deja de profesarse católico, para declarar únicamente respeto
hacia religión católica, por ser la mayoritaria en el país.

Si bien el Estado se fue desembarazando de muchas instituciones ligadas a lo


hispánico, mantuvo el Patronato, no por afecto a la Iglesia precisamente, sino
como medio de control y opresión. La Santa Sede se hallaba ante un serio
dilema: conceder el Patronato a gobiernos de corte liberal conllevaba un
riesgo bastante elevado para la autonomía de la Iglesia en esos países, además
de significar un rompimiento con España, que vería con esa acción de la Santa
Sede un reconocimiento por parte de ella de las nuevas Repúblicas surgidas en
tierra americana. Por otra parte, la Santa Sede tampoco quería entrar en
conflicto con los nuevos gobiernos, por el bien pastoral de los fieles cristianos
en esos territorios. Pasarían varios años hasta que Pío IX concediera
oficialmente al Perú el Patronato por medio de la bula Praeclara inter
beneficia, del año 1874. En la práctica, esto no añadió nada a la forma como
se estaba manejando las relaciones entre el Perú y la Santa Sede, puesto que,
aunque no reconocido, se habían regido de acuerdo a las normas del Patronato
hasta ese entonces. El Perú mantendría este tipo de relación con la Santa Sede
hasta el año de 1980, en que se firmó un Acuerdo, bajo el gobierno del
General Francisco Morales Bermúdez.

En resumen, pasados los años de la Emancipación, la situación no era muy


buena. Varias diócesis quedaron sin obispos; la cantidad de sacerdotes era
reducida en relación a la cantidad de fieles que debían atender
espiritualmente; comenzó a haber escasez de vocaciones sacerdotales y
religiosas; la educación católica era pobre e insuficiente; el ambiente civil se
vio dominado por el laicismo, y el liberalismo y la masonería tomaron
impulso, fomentando una mentalidad que tendía a prescindir de la Iglesia en la
vida pública, relegándola a los templos y la sacristía.

A esto hay que añadir el empobrecimiento económico que originó en la Iglesia


las guerras de Independencia. Tanto los realistas como los patriotas
obtuvieron, ya sea voluntariamente, ya sea a la fuerza, imponiendo
contribuciones, los bienes que pertenecían a las diócesis, parroquias e
instituciones eclesiales. Incluso los bienes raíces pasaron a otras manos ajenas
a la Iglesia. Fue común la confiscación de los bienes pertenecientes a la
Iglesia. Las fuerzas armadas de Bolívar, por ejemplo, llegaron a requisar en el
Norte del Perú una cantidad de plata equivalente entonces a medio millón de
pesos. La guerra con Colombia significó también un número cuantioso de
contribuciones obligatorias, a las que se sumó las de otras disposiciones
gubernamentales a lo largo del siglo XIX.

A cambio, muy poco fue en lo que el Estado ayudó a la Iglesia. Eso


contribuyó a que, junto al desprecio y burla con que se miraba el ejercicio del
sacerdocio, tampoco resultara muy atractiva una ocupación que no contaba
con los medios adecuados de subsistencia para una vida digna. Si bien el
sacerdocio no tiene una finalidad lucrativa, de hecho merece una
remuneración mínima para la subsistencia digna del candidato. Este fue uno
de los factores que dieron como consecuencia el que muchas parroquias no
contaran con sacerdotes que las atendieran. Esta falta de personal eclesiástico
es uno de los males que se ha arrastrado a lo largo de la vida republicana del
Perú, sin que la situación se haya solucionado del todo hasta ahora.
 

La falta de obispos y de atención pastoral suficiente y adecuada

Hemos visto cuáles fueron en general las actitudes de los nuevos gobiernos
republicanos respecto a la Iglesia. La situación descrita anteriormente dejó al
territorio peruano sin obispos que pudieran encargarse de sus diócesis, en una
situación que se prolongaría por largos años. Faltando quienes realizaran la
labor directiva en las funciones de gobernar espiritualmente, enseñar y
santificar por medio de la administración de los sacramentos, no puede decirse
que la Iglesia pudiera desarrollarse normalmente durante esta etapa
convulsionada. La misma España agravó la situación, puesto que movió
influencias en la Santa Sede para que no se nombrase nuevos pastores para las
diócesis vacantes.

Después de la partida del obispo Las Heras, el deán Francisco Javier Echagüe
asumió el gobierno eclesiástico de Lima como Vicario General, no siendo
obispo. Todas las demás diócesis se hallaban en la misma situación, bajo la
administración de prelados que no habían sido ordenados obispos. Sólo
Arequipa y Cuzco estaban gobernadas por sus obispos, Goyeneche y Orihuela.
Éste último, sin embargo, ya estaba anciano y enfermo, teniendo que retirarse
de su diócesis en 1825 para pasar en Lima los últimos años de su vida. De esta
manera, el único obispo en actividad y con pleno uso de sus facultades que
quedó en todo el territorio que abarcaba el Perú, parte de Bolivia, Chile y
Ecuador, era monseñor Goyeneche. Esta situación duró hasta el año 1834.

Podemos decir, pues, que durante este período, iniciado con la Declaración de
la Independencia del Perú en el año 1821, la Iglesia tuvo como problemas
fundamentales la escasez de obispos; el hecho de las iglesias administradas
por eclesiásticos de jurisdicción dudosa, impuestos por el gobierno o elegidos
sin autorización por los cabildos eclesiásticos; y, junto con eso, otro mal que
se venía arrastrando desde el siglo pasado: la relajación de los religiosos, que
buscaban más los beneficios y el provecho que iban unidos a los cargos antes
que dar testimonio del Evangelio, además de otros vicios peores. Una de las
mayores dificultades de esta época fue la dificultad para encontrar alguna
forma de vincularse con Roma, y esto debido a la inestabilidad de los nuevos
gobiernos.

Luego de muchas gestiones, resultantes de arduos esfuerzos, se consiguió que


el 23 de junio de 1834 Gregorio XVI nombrara como obispo de Lima a Jorge
Benavente, no sin protestas por parte del gobierno, que aducía que se había
ido contra ciertos procedimientos del Patronato, al cual el Estado tenía
derecho. En los años siguientes también fueron nombrados obispos para
Trujillo (Monseñor Tomás Diéguez, 24 de julio de 1835) y para Chachapoyas
(Monseñor José María Arriaga, 7 de setiembre de 1838). De esta manera, se
daba inicio al restablecimiento del gobierno pastoral, tan necesario para una
buena marcha de la vida católica en el Perú. Sin embargo, no por ello dejaron
de faltar fricciones entre Iglesia y Estado, muchas de ellas por motivos
insulsos o por simple espíritu de animadversión por parte de los gobernantes
civiles.

Los nombramientos de obispos resultaron ser en general fuente de tensiones y


conflictos. El gobierno español presionaba continuamente para que los asuntos
americanos fueran relegados, por lo cual la Santa Sede se veía en la obligación
de proceder con prudencia, lo cual demoraba las decisiones. Aun así, Roma
veía la necesidad de atender a los fieles católicos de las nuevas naciones
americanas y buscaba la manera de saltar por encima de las presiones políticas
sin producir enfrentamientos abiertos. En 1853 la Santa Sede reconoció al
Perú como Estado independiente, cuando nombró a Agustín Guillermo
Charún como obispo de Trujillo.

Ya desde 1840 se había solucionado el problema de la sedes episcopales


vacantes. Además se creó la diócesis de Chachapoyas, con la antigua región
de Maynas. Posteriormente también se agregaron los obispados de Puno
(1861) y Huánuco (1866). De esta manera, en el momento de la Guerra del
Pacífico, el Perú contaba con las siguientes diócesis: Lima, Arequipa, Cuzco,
Trujillo, Huamanga, Chachapoyas, Huánuco y Puno.

Sin embargo, este restablecimiento de la situación eclesiástica no significó


necesariamente una revitalización de la práctica del catolicismo. Los males
que se venían arrastrando desde el siglo anterior se tradujeron en un ambiente
de mediocridad y decaimiento, dónde son pocas las figuras que resaltan por su
adhesión vital a los principios católicos. El P. Armando Nieto, S.J., describe
así la situación: «Parroquias abandonadas; dispersión y exclaustración de
religiosos; irreligiosidad en muchos de los dirigentes civiles y militares;
empobrecimiento de las iglesias locales; relajación de frenos éticos (la
procacidad de la prensa, la falta de respeto a las personas excedió los límites
del decoro), intromisión del poder civil en asuntos eclesiásticos; filosofismo
racionalista y anticlerical, son algunos de los factores que afectaron
negativamente la marcha de la Iglesia en el Perú».
 

Anticlericales e intelectuales católicos

Si bien no hubo en el Perú grandes herejes, sí hubo autores de poca monta que
se dedicaron a criticar creencias y prácticas de la Iglesia. La mayoría de ellos
han pasado al olvido y sus ideas carecen de actualidad. Entre ellos, hay cuatro
que merecen ser mencionados: Manuel Lorenzo de Vidaurre, Benito Laso,
Francisco Javier Mariátegui y Francisco de Paula González Vigil.

Manuel Lorenzo de Vidaurre (1773-1841) escribió un Proyecto del Código


Eclesiástico donde acumula proposiciones extravagantes de legislación y
disciplina eclesiástica, candidatos al episcopado, celibato (y matrimonio) de
los clérigos, confesión sacramental, órdenes religiosas. Muchas de estas ideas
ya las había desarrollado en su Plan del Perú (1810), donde, junto con
observaciones acertadas, mezcla disposiciones absurdas y estrafalarias, que
revelan, en el trasfondo, la intención de subordinar los asuntos eclesiásticos al
poder del Estado. El mismo Vidaurre se dio cuenta posteriormente de los
sinsentidos que había postulado y escribió una insuficiente retractación con el
título de Vidaurre contra Vidaurre, obra que fue calificada como herética por
el arzobispado.
Benito Laso (1783-1862) fue un liberal que atacó a la Iglesia en El Sol del
Cuzco y enEl Censor Eclesiástico, y es recordado porque polemizó
periodísticamente con Bartolomé Herrera sobre el tema de la soberanía
popular.

Francisco Javier Mariátegui (1793-1884), fundador de la masonería en el


Perú, también se oponía a la autonomía de la Iglesia y se oponía
decididamente a que se estableciera un Concordato con la Santa Sede, así
como a cualquier medida que significara mayor influencia de la jerarquía
eclesiástica y de las órdenes religiosas. Por motivo de haber llegado a ostentar
el cargo de Gran Maestre de la masonería, a su muerte hubo un conflicto entre
las logias y la autoridad arzobispal, dado que ésta se negaba a darle sepelio
cristiano al difunto. No olvidemos que la masonería está marcada en sus
orígenes por una actitud anticlerical que se ha manifestado en otros países,
como México, en una persecución declarada contra la Iglesia.

Francisco de Paula González Vigil (1792-1875), sacerdote, ingresó en la


actividad política y adoptó ideas liberales que, a la vez que tendían a una
sujeción de la Iglesia al Estado, se plasmaba en una actitud de recelo y crítica
frente a la autoridad eclesiástica, incluso la del Papa. Adhiriéndose a posturas
racionalistas, poco a poco su fe comenzó a tambalear, llegando a una
reinterpretación subjetiva de las enseñanzas cristianas. De esta manera, niega
la intervención sobrenatural de Dios en los asuntos humanos (deísmo), se
opone al dogma de la Inmaculada Concepción, llega a rechazar la autoridad
del Sumo Pontífice y defiende abiertamente las supremacía del poder civil
sobre el eclesiástico. El mismo Vigil describe así su evolución ideológica, en
un tono optimista: «Desde que vine a la capital de la República, después de
conseguida la Independencia, nuevo teatro, nuevas ideas me iban
transformando poco a poco. Mi espíritu recorría otros espacios: dejé en
libertad mi razón, este inapreciable don de Dios, pensé y vi, medité, me
desengañé, y no quise apagar la luz que a muchos serviría». En 1851 el Papa
Pío IX introdujo en el Índice, catálogo de obras condenadas por la Iglesia, una
que tenía por autor al clérigo peruano. Éste no se retractó, sino, más bien, se
reafirmó en su rebeldía y persistió en su actitud antirromana. Cuando murió, el
9 de junio de 1875, se congregaron en su sepelio representantes de grupos
contrarios a la Iglesia, entre ellos, de la masonería, cuyos miembros habían
estimulado al heterodoxo peruano para que siguiera escribiendo.

Como figura destacada del catolicismo decimonónico en el Perú tenemos


a Bartolomé Herrera, eclesiástico de indudable calidad intelectual. Fue
maestro y rector del Convictorio de San Carlos en los años que van de 1845 a
1851. Fue también parlamentario, ministro de Estado y obispo. Destaca como
un eminente pensador y polemista, principalmente a través de la publicación
que él mismo fundara en 1855, El Católico. Con una preparación filosófica y
teológica sólida, combatió los errores del liberalismo imperante, heredados de
la Revolución Francesa, y a la teoría de la soberanía popular opuso lo que él
mismo denominó la soberanía de la inteligencia.

Herrera fue encargado de preparar el camino para un Concordato, pero las


circunstancias políticas locales impidieron que el intento llegara a concretarse.
Herrera fue presidente de los parlamentarios encargados de redactar la
Constitución de 1860; y, finalmente, fue obispo de Arequipa hasta su
fallecimiento, el 10 de agosto de 1864.

También se debe mencionar a Mons. José Antonio Roca y Boloña, promotor


de la prensa católica, colaborando en publicaciones como El Católico (1855-
1860) —fundado por Bartolomé Herrera— y La Sociedad (1870-1880), de
Don Pedro Calderón. Junto con Manuel Tovar, fundóEl Progreso Católico, en
1860, y El Bien Público. Esta publicación, aparecida por primera en 1865,
dejó de editarse en 1866 debido a un incidente con la autoridad política. Bajo
influencias liberales, se promulgó un Reglamento de Policía que prohibía, en
uno de sus artículos, que se sacara el Santo Viático por las calles la ciudad,
ocasión en que el pueblo fiel, con una vivencia intensa de la piedad
eucarística, acompañaba con palio, campanillas y acompañamiento de música
al sacerdote que llevaba la comunión a un enfermo El arzobispo Goyeneche
hizo oír su protesta ante esta medida por intermedio de Mons. Tordoya, Deán
del Cabildo, y el Presidente y Dictador General Mariano Ignacio Prado
suprimió el artículo. Sin embargo, la protesta de los redactores de El Bien
Público continuó y se hizo extensiva también a otros artículos que iban contra
la Iglesia. La respuesta gubernamental fue esta vez el aprisionamiento de Roca
y Boloña, Tovar y otros tres párrocos diocesanos que también elevaron su voz
de protesta. Embarcados en una nave de guerra en el puerto de El Callao, iban
a ser enviados al destierro, cuando el arzobispo Goyeneche intercedió por
ellos ante Prado, logrando que se les devolviera la libertad. Pero esto significó
el cierre definitivo del periódico católico, cuyo último número lleva fecha del
17 de junio de 1866. Sin embargo, conociendo por estos sucesos la firmeza de
Roca y Boloña en la defensa de la fe, el por entonces Presidente del Ecuador,
Gabriel García Moreno, lo propuso para el obispado de Guayaquil,
ofrecimiento que él declinó.

Realizó junto con su amigo, el diácono Manuel Tovar, un viaje a Roma, donde
se entrevistó personalmente con el Papa Pío IX, quien lo nombró prelado
doméstico suyo. De regreso al Perú, siguió desempeñando su ministerio
sacerdotal. En 1870 le fue confiada la Provisoría de la curia eclesiástica.
Durante el gobierno de Manuel Pardo fue designado miembro de la comisión
encargada de elaborar el Reglamento General de Instrucción. En el
desempeño de este cargo, logró evitar que los bienes del Seminario pasaran a
la Caja de la Universidad. Discrepancias con el gobierno y con otros
miembros de la comisión lo llevaron finalmente a retirarse de ella.
Mons. Roca y Boloña desempeñaría luego un importa papel durante la Guerra
del Pacífico, lo cual mencionaremos en el lugar adecuado.
 

Labor de la Iglesia durante la Guerra del Pacífico

La guerra con Chile (1879-1883), una de las peores crisis que sufrió el Perú en
su historia, fue una ocasión en que la Iglesia en el Perú manifestó su honda
preocupación social, no solamente a través de enseñanzas y exhortaciones,
sino también mediante ayuda concreta. El entonces arzobispo de Lima,
Monseñor Francisco Orueta y Castrillón, en una carta pastoral, dispuso que se
había de realizar «una colecta para los gastos de la guerra, en la cual tomarán
parte, según sus recursos, todos los curas y sacerdotes de nuestra jurisdicción,
que pueden hacerlo; como igualmente las instituciones religiosas y
establecimientos piadosos». La nueva Vicaría General del Ejército, dirigida
por el presbítero Antonio García, se encargó de enviar capellanes al escenario
de las operaciones bélicas. Las ambulancias de la Cruz Roja fueron
organizadas por Monseñor José Antonio Roca y Boloña, quien, al frente de
este servicio, no vaciló en protestar ante el Comité Internacional de la Cruz
Roja en Suiza por el atropello cometido por los soldados chilenos al atacar los
hospitales de sangre en la batalla de San Francisco (noviembre de 1879),
contraviniendo así el derecho de guerra, consignado en los pactos
internacionales sobre hospitales de sangre. Debido a su enérgica denuncia de
ésta y de otras injusticias que pisoteaban el respeto debido al vencido, cuando
el ejército chileno ocupó Lima (enero de 1881), Mons. Roca y Boloña optó
por refugiarse en la serranía para evitar las represalias en su contra. Con la
firma del Tratado de Paz de Ancón (20 de octubre de 1883) y el retiro de las
tropas chilenas de la capital peruana (enero de 1884) pudo regresar a Lima.
Convocado al Congreso Constituyente para aprobar la paz, fue elegido
diputado por la capital; partidario de la paz, aun a costa de un doloroso
sacrificio, hizo que los ánimos se resignaran a la cesión de territorio peruano
que eligió el vencedor.

Durante la guerra, aunque muchos de los capellanes realizaron una labor


abnegada, incluso algunos de ellos llegando a ser hechos prisioneros o
muriendo a causa del furor del enemigo, sus esfuerzos no siempre fueron
apreciados por algunos jefes y oficiales del Ejército, adictos a un
anticlericalismo de origen liberal.

Luego de la ocupación de Lima por los chilenos, muchos sacerdotes prestaron


ayuda desinteresadamente en los hospitales de sangre de San Pedro, la
Exposición, Santa Sofía, San Bartolomé y otros. Además, acudieron a la isla
de San Lorenzo para auxiliar a los prisioneros peruanos que habían sido
repatriados por Chile. En las siete parroquias de Lima (del Sagrario, Santa
Ana, Huérfanos, Cercado, San Marcelo, San Sebastián y San Lázaro) se siguió
prestando ayuda espiritual y sacramental a los fieles, pero, además de esto,
unas 60 casas particulares obtuvieron permiso para tener misa en oratorios
privados.

La política seguida por el gobierno chileno en los territorios ocupados intentó


en 1901 reemplazar a los curas peruanos por otros de nacionalidad chilena,
pero, al no obtener esto de la Santa Sede, se procedió a la expulsión de los
clérigos peruanos de los territorios de Tacna y Arica. Los sacerdotes salieron
de sus parroquias llevándose consigo a Arequipa los libros parroquiales. En un
momento dado Chile no respetó la jurisdicción eclesiástica cuando pretendió
crear una Vicaría General castrense en la zona en litigio, ante lo cual
respondió Monseñor Mariano Holguín, obispo de Arequipa y responsable
eclesiástico con autoridad sobre Tacna y Arica, poniendo en entredicho todos
los templos de los territorios mencionados. Luego del Tratado de Lima de
1929, los clérigos peruanos pudieron regresar a las provincias de Tacna y
Arica.
 

La presencia de los laicos

A pesar de la presencia de la ideología liberal en entre los hombres que


rigieron el destino del Perú a lo largo del siglo XIX, también hubo intentos
por parte del laicado para hacer valer su presencia en el ámbito intelectual y
en la vida social. El anticlericalismo manifestado por los liberales nunca llegó
a los mismos extremos que en otras naciones, donde hubo, como en el caso de
México, una persecución abierta contra la Iglesia. Si bien hubo bastante
vociferación y proclamas abiertas de lucha contra la Iglesia, la sangre nunca
llegó al río. Aun así, los liberales lograron, en la segunda mitad del siglo XIX,
la eliminación del diezmo (impuesto a beneficio de la Iglesia), pero no la
separación de Iglesia y Estado. Con el fin de presentar una respuesta a esta
ideología anticlerical, y combatir también una especie de indiferencia religiosa
generalizada, el obispo de Huánuco, Manuel Teodoro del Valle, propuso la
formación de una asociación para defender a la Iglesia, que se plasmaría en la
primera asamblea general de la Sociedad Católico-Peruana, reunida en abril
de 1868 en la iglesia de San Francisco en Lima. Se trataba de una iniciativa
donde el grueso de los participantes eran laicos católicos, y donde los clérigos
sólo tenían la función de asesores y moderadores. Ese año se fundó filiales de
la Sociedad en Puno, Arequipa, Huánuco, Cuzco y otras ciudades. Esta
asociación se distinguía de las demás asociaciones de laicos como las
cofradías, congregaciones patronales, etc. en que buscaba no solamente un fin
estrictamente religioso, sino la defensa de la Iglesia en el ámbito temporal,
buscando una presencia en las decisiones políticas que afectaban la vida
eclesial.
Este tentativa de presencia laical católica no llegó a prosperar. Luego de la
pronta desaparición de la Sociedad Católico-Peruana, se fundó la Unión
Católica para Damas y Caballeros, que fue la asociación laica más
importante del Perú desde finales del siglo XIX hasta comienzos del XX. El
Consejo Central de la Unión se instaló en Lima en agosto de 1888. También
encontramos en Arequipa una Unión Católica para Mujeres, que se propuso
en particular ayudar a los misioneros en la selva y socorrer a los pobres y a
mujeres en situación difícil, y una Unión Católica para hombres en el Cuzco.

Es necesario mencionar también las publicaciones católicas que se realizaron


durante este período, donde hubo también una activa participación de los
laicos al lado de los clérigos. Además de de los ya mencionadosEl
Católico (fundado en 1855, por Bartolomé Herrera),El Progreso
Católico (fundado en 1860 por Manuel Tovar y José Antonio Roca y
Boloña), El Bien Público (fundado por los mismos), hay que añadir La
Sociedad (que apareció entre 1870 y 1879)y La Revista Católica (aparecida en
Arequipa entre los años 1877-80). De aquellas publicaciones que se
prolongaron hasta este siglo, cabe mencionar El Deber de Arequipa (1890-
1962),El Diario del Cuzco, El Bien Social (órgano de laUnión Católica) y El
Amigo del Clero (1891-1967), revista oficial de la arquidiócesis de Lima.

En 1896 fue convocado por la Unión Católica el «Primer Congreso Católico


del Perú», que contó con la asistencia de más de 300 delegados de ambos
sexos. Se discutió la forma de neutralizar los ataques de las posturas
anticlericales, especialmente de la masonería, y se condenó la creciente
propaganda protestante. Aunque no se tocó explícitamente el tema de la por
entonces novedosa encíclica social de León XIII, la Rerum novarum, se
mencionó las ideas sociales del Papa y se planteó una serie de iniciativas para
plasmar en el ámbito social los principios de la enseñanza de la Iglesia sobre
este punto. Se pensó en una cantidad de medidas para mejorar la situación de
los trabajadores, las mujeres necesitadas y los indígenas, se exhortó a los
propietarios de haciendas y minas a velar por el bienestar de sus trabajadores,
y se resolvió crear escuelas nocturnas y dominicales para los indígenas. El
Congreso también propuso la instauración de filiales de la Unión Católica en
los lugares donde no aún no se había fundado, y la creación de Círculos de
Trabajadores Católicos en todo el Perú. Si bien no hubo una plasmación
concreta duradera de estas iniciativas, este congreso testimonia la
preocupación social que había entre los católicos del siglo XIX.

Entrado el siglo XX encontramos en los ámbitos intelectuales, actitudes y


posiciones incompatibles con la fe cristiana. Imperaba el positivismo, doctrina
que privilegia en exceso el conocimiento científico y que considera todas las
manifestaciones de lo religioso como expresiones de la mentalidad de los
pueblos primitivos. Posteriormente, a estas doctrinas se sumaría el socialismo
marxista por medio de José Carlos Mariátegui, y el pensamiento de Víctor
Raúl Haya de la Torre, que tiene influencias K. Marx y de los anticlericales
del siglo XIX (Francisco de Paula González Vigil y Manuel González Prada).

Esta oposición a la Iglesia se manifestó abiertamente con ocasión del intento


del arzobispo de Lima, Mons. Emilio Lisson, de consagrar el Perú al Sagrado
Corazón de Jesús en 1922. Hubo en los medios periodísticos una oposición,
liderada por Clemente Palma, hijo del tradicionalista Ricardo Palma. Este
periodista, de ideas anticlericales al igual que su padre, es autor de la
obra Cuentos malévolos, en algunos de los cuales introduce imágenes
literarias que llegan hasta el punto de la ofensa y la blasfemia contra Jesús, el
Hijo de Dios. Los artículos escritos por el periodista limeño en esta ocasión
fueron acogidos con regocijo por los intelectuales y estudiantes positivistas de
la Universidad de San Marcos, quienes organizaron una marcha de protesta,
que tenía, además, un marcado carácter político, puesto que identificaban a la
autoridad eclesiástica con el gobierno del dictador Leguía. La manifestación
de los positivistas anticlericales obtuvo el fin que se proponía, llegando a
impedir el acto religioso.

Sin embargo, también se ha dado en el Perú algunas grandes figuras del


intelecto que se convirtieron al catolicismo y desarrollaron un pensamiento en
conformidad con los principios de la doctrina cristiana. Hay que mencionar en
primer lugar a Víctor Andrés Belaúnde, quien pasó desde una fase anti-
religiosa, pasando por un proceso de conversión, a un retorno a los principios
del catolicismo, que lo llevó a ser un declarado defensor de la fe cristiana
hasta el momento de su muerte en 1966. Sus principales obras
son Peruanidad, La realidad peruana (en la cual polemizó con los Siete
ensayos de José Carlos Mariátegui),Meditaciones peruanas, El Cristo de la fe
y los Cristos literarios y La síntesis viviente.

José de la Riva-Agüero, dedicado más que nada a los estudios históricos, fue
uno de los intelectuales que fomentó también una aproximación a los
problemas nacionales a partir de las raíces católicas. Su labor se desarrolló
principalmente en la Universidad Católica, fundada en 1917 por el P. Jorge
Dintilhac, sacerdote francés de los Sagrados Corazones.

José Luis Bustamante y Rivero también destacó por sus ideas católicas y por
su deseo de llevar a la práctica los principios de la enseñanza social de la
Iglesia e iluminar a partir de ellos la problemática peruana.

También se debe mencionar los esfuerzos por llevar adelante la iniciativa de


la Acción Católica, que había recibido un impulso decisivo de parte del
entonces Pontífice reinante Pío XI. Esta forma de propiciar el apostolado
laical consistía en agrupar a los laicos bajo la asistencia de los obispos y el
clero, para que colaboraran de acuerdo a su propio estado de vida con la labor
pastoral, dentro de las actividades del mundo. Fueron Mons. Mariano
Holguín, obispo de Arequipa, y Mons. Pedro Pascual Farfán, obispo del
Cuzco, quienes dieron un verdadero impulso para la formación de la Acción
Católica en el Perú. Cuando Mons. Emilio Lisson tuvo que renunciar a la
arquidiócesis de Lima por presiones políticas, puesto que se lo consideraba
vinculado al régimen del ex-dictador Augusto B. Leguía, Mons. Holguín fue
nombrado administrador apostólico de Lima, labor que realizó durante
algunos años antes de asumir el obispado de Arequipa. Fue entonces, en el
año de 1935, que, junto con Mons. Farfán, tomó la iniciativa de convocar un
Congreso Eucarístico Nacional, con el fin de revitalizar la fe de los católicos
peruanos y fomentar la aparición de un laicado comprometido y militante.
Durante casi un año, las parroquias y las diversas organizaciones católicas se
prepararon para el evento, el cual tuvo un éxito indiscutible, llegando a tener
una asistencia de aproximadamente 100,000 hombres y 100,000 mujeres
durante los cuatro días que duró. En ese momento la población de Lima
oscilaba entre los 330,000 y los 500,000 habitantes. También participaron la
dos ramas de la Unión Católica, la Acción Católica de la Juventud Femenina,
la Federación Arquidiocesana de Jóvenes y otros grupos. Durante este
Congreso se creó formalmente la Acción Católica en el Perú como
organización nacional. Se propuso impregnar de contenido cristiano la
familia, la universidad, la profesión, el mundo del trabajo.

Podemos decir, pues, que el I Congreso Eucarístico Nacional, celebrado en


Lima a fines de octubre de 1935, fue un acontecimiento que marcó sin duda el
principio de una renovación del catolicismo en el Perú: una nueva era de
difusión apostólica, de mayor creatividad por parte de laicos y sacerdotes, de
impulso a las manifestaciones varoniles de la fe (en un ambiente en que, desde
antiguo, los hombres se retraían de la profesión abierta de catolicismo y de la
práctica sacramental); época, en fin, de despertar de iniciativas llamadas a
proyectar el espíritu de la Iglesia en la vida del país. Recogemos las palabras
que por esa época escribiera Víctor Andrés Belaúnde en su artículoEl
renacimiento intelectual católico en Hispano-América: «La feliz iniciativa del
ilustre Arzobispo de Lima, de celebrar un Congreso Eucarístico Nacional,
secundada con entusiasmo por las damas y grupos de intelectuales, vino a
revelar cuán fuertes y hondas eran las reservas del sentimiento católico del
país. El Congreso adquirió todos los caracteres de un inmenso triunfo.La
población entera de la capital del Perú se movilizó en honor de Jesús
Eucaristía. Un aliento místico sopló sobre la ciudad arrastrando a los
indiferentes y tibios y produciendo numerosas y resonantes conversiones.
Desde el punto de vista moral, el Congreso cerró el paréntesis que abrió el
antiguo volterianismo, que acentuó el radicalismo y que quisieron prolongar el
positivismo y el materialismo histórico. El triunfo del Congreso Eucarístico ha
revelado que el catolicismo predomina no sólo en las multitudes y en el sexo
femenino, sino en las élites de hombres de pensamiento o de trabajo. El alma
nacional peruana es esencialmente católica».
Más allá de las multitudinarias concentraciones del Congreso y de sus lados
emotivos, la magna asamblea católica dejó, pues, semillas de auténtica
renovación cristiana. No todas llegaron a fructificar.

XIII. CONCLUSIÓN

No he querido desarrollar los principales acontecimientos en torno a la Iglesia que han


ocurrido en este siglo XX. Todavía falta distancia en el tiempo para emitir un juicio
equilibrado sobre los hechos.

Queremos solamente señalar algunos de los problemas que aun subsisten y que tiene sus
raíces en hechos del pasado.

El primero es la escasez de vocaciones sacerdotales y religiosas. A partir de la segunda


mitad del s. XIX comenzó a sentirse este problema. Si bien es cierto que muchos
clérigos y religiosos españoles tuvieron que emigrar debido a la política intransigente
del ministro Monteagudo, ello no es causa suficiente para el problema que se constató
después. Por una parte, la avanzada edad va dejando de lado a muchos sacerdotes,
mientras que por falta de recursos económicos, las diócesis se veían obligadas a
restringir la admisión de seminaristas. Factor que también influyó en la disminución de
vocaciones fue el avance de la mentalidad liberal, con la consiguiente pérdida de los
valores cristianos. Todo esto ha producido la situación que se vive en nuestros días,
donde el porcentaje de sacerdotes pertenecientes a órdenes religiosas es mayor que el
del clero secular, siendo la mayoría del clero que trabaja en el Perú de origen extranjero.
Además, con una distribución geográfica no equitativa, habiendo zonas con muchos
sacerdotes, mientras que otras regiones carecen en absoluto de la atención pastoral
regular de un sacerdote.

Esto ha traído como consecuencia otro problema, que está adquiriendo proporciones
preocupantes en nuestro país: la difusión de sectas religiosas (protestantes y no
cristianas). La ausencia de atención pastoral ha creado un ambiente propicio para otros
tipos de respuestas religiosas, que frecuentemente no respetan la identidad cultural de
los habitantes de nuestras tierras. Son, además, semilla de división y conflicto, pues
muchas de ellas fomentan actitudes fanáticas que dañan la convivencia y la fraternidad
humanas. Sin contar con el hecho de que, siendo sus propuestas religiosas insuficientes
y a veces hasta erradas, crean ilusiones en aquellos que los siguen y no favorecen un
desarrollo personal y social íntegro y pleno.

Hay otros muchos factores que han contribuido a la proliferación de la sectas, entre ellas
el testimonio de vida mediocre de una inmensa cantidad de cristianos y la situación de
pobreza e ignorancia en que se halla gran parte del pueblo.

La sociedad sufre también los embates de un proceso de secularización, que presenta


modelos de vida contrarios a los valores del Evangelio, y que considera la fe como una
amenaza a la libertad y autonomía del hombre. Se percibe el avance de una concepción
materialista de la vida, que sólo confía en los avances de la técnica y de la ciencia. Esto
constituye un auténtico peligro para la identidad cultural cristiana de los hombres de
nuestras tierras.
Sin embargo, es innegable que hay una renovación de la fe, que se manifiesta en la
enorme acogida que ha tenido la iniciativa de la nueva evangelización lanzada por el
Papa Juan Pablo II. Se percibe un deseo intenso de vivir la fe y de participar en
comunidades ligadas a la vida eclesial. Ya han pasado los tiempos en que se miraba a la
Iglesia con desprecio. Por el contrario, es respetada en la sociedad y se presenta como
una realidad con gran empuje vital. Pero todavía se requiere de una respuesta más
enérgica a los desafíos que presenta el mundo actual.

La cosa no va a marchar por sí sola. Es necesaria la participación de los cristianos. Hay


que tomar, pues, en serio las palabras del Santo Padre en Santo Domingo: «...los nuevos
tiempos exigen que el mensaje cristiano llegue al hombre de hoy mediante nuevos
métodos de apostolado, y que sea expresado en lenguaje y formas accesibles al hombre
latinoamericano, necesitado de Cristo y sediento del Evangelio: ¿Cómo hacer accesible,
penetrante, válida y profunda la respuesta al hombre de hoy, sin alterar o modificar en
nada el contenido del mensaje evangélico? ¿cómo llegar al corazón de la cultura que
queremos evangelizar? ¿cómo hablar de Dios en un mundo en el que está presente un
proceso creciente de secularización? [...] La nueva evangelización ha de dar, pues, una
respuesta integral, pronta, ágil, que fortalezca la fe católica, en sus verdades
fundamentales, en sus dimensiones individuales, familiares y sociales» (Discurso
inaugural del Santo Padre, IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano,
Santo Domingo 1992, 10-11).

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