Historia de La Iglesia en El Perú
Historia de La Iglesia en El Perú
Historia de La Iglesia en El Perú
PERÚ
por Martín Scheuch Pool
Este libro lo escribí durante el primer trimestre de 1994, Mi intención era
presentar de manera compendiada y amena los pasados avatares históricos de
la presencia eclesial católica en mi país. Para ello tomé como fuente básica de
información el texto La Iglesia católica en el Perú, escrito por el R.P.
Armando Nieto Vélez, S.J., incluido en la Historia general de los peruanos, a
cargo de Juan Mejía Baca. En gran parte mi texto es un resumen de la obra
mencionada, en parte también contiene reflexiones propias. He introducido
citas de otros autores para enriquecer el tema. Lamentablemente, no poseo
ahora las referencias exactas de las obras a las cuales recurrí. Sin embargo,
recuerdo que muchas citas fueron tomadas de artículos publicados en la
revista Vida y Espiritualidad.
Espero que este libro no sólo te instruya, sino que también te entretenga, pues
si ambas cosas van juntas, el provecho es mayor.
ÍNDICE
I. Consideraciones preliminares
II. La Iglesia en América Latina
III. La síntesis cultural latinoamericana
IV. Inicios de la evangelización en el Perú
V. Implantación de la Iglesia en el Perú
VI. La transformación religiosa
VII. La lucha por la justicia
VIII. Evangelización de la cultura y obras de promoción social
IX. Figuras de santidad
X. La Inquisición
XI. La Iglesia en el siglo XVIII
XII. La Iglesia durante la Independencia y la República
XIII. Conclusión
I. CONSIDERACIONES PRELIMINARES
Realidad visible e invisible de la Iglesia
La Iglesia forma parte del designio de salvación de Dios. Es la asamblea de quienes son
convocados por la Palabra de Dios para formar el Pueblo de Dios y que, alimentados
con el Cuerpo de Cristo en la Eucaristía, son incorporados a Él y forman con Él un solo
Cuerpo.
La Iglesia, por lo tanto, es una realidad que participa de la vida de Dios, y, a la vez, es
una realidad formada por seres humanos que llevan en sí mismos las miserias propias de
la condición humana. La Iglesia posee una realidad invisible, que solamente es accesible
por la fe, y una realidad visible. Ésta última constituye el soporte a través del cual se
manifiesta la realidad invisible. A través de la realidad humana de la Iglesia Dios
manifiesta su gracia y su amor. Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, «la
Iglesia es a la vez:
—sociedad dotada de órganos jerárquicos y el Cuerpo Místico de Cristo;
—el grupo visible y la comunidad espiritual;
—la Iglesia de la tierra y la Iglesia llena de bienes del cielo» (n. 771).
Por este motivo, el estudio histórico de la Iglesia debe ser completado con una
aproximación de fe, que nos permita descubrir cómo se cumple el Plan de salvación de
Dios en cada uno de los momentos de la historia de su Pueblo.
Otra consecuencia que se saca del principio de la existencia en la Iglesia de una realidad
visible y otra invisible, es que todo aquello que sea algo exclusivamente humano en la
Iglesia es susceptible de transformación y modificación, mientras que lo esencial,
aquello que Dios ha establecido de manera definitiva —que llegamos a conocer por
medio de la fe— no puede cambiar. Hay que distinguir entre lo esencial y lo accidental.
Lo visible en la Iglesia (lo institucional, por ejemplo) ha asumido diversas formas a lo
largo de la historia, pero siempre se ha buscado respetar lo esencial, aquello que
constituye el misterio profundo de la Iglesia. Querer conservar las formas exteriores sin
llegar a comprender lo esencial es una tendencia que lleva a posiciones conservadoras al
estilo del obispo cismático Mons. Lefebvre. Por el contrario, querer cambiar todo,
incluso lo esencial, simplemente por adaptarse a los tiempos, terminaría por destruir la
esencia de la Iglesia. Por eso mismo, se requiere discernir lo que es esencial en la
Iglesia, lo que Dios ha dispuesto, y, a partir de ahí, comprender que eso puede
plasmarse en diversas formas y expresiones concretas a lo largo de la historia.
Por este mismo motivo, no debemos tampoco condenar de manera apresurada las
formas y expresiones concretas que ha habido a lo largo de la historia de la Iglesia. Si
los hombres que las realizaron supieron mantenerse fieles a lo esencial, al misterio de la
Iglesia, no hay rechazarlas, aunque esas formas nos parezcan ahora anticuadas. Fueron
adecuadas en su tiempo. Se trata de comprender antes que de condenar de manera
apresurada. Y luego descubrir de qué manera concreta debe expresarse el mensaje
esencial de la fe en nuestros tiempos.
Otro problema que se presenta, y sobre lo cual muchos hombres de nuestro tiempo
presentan cuestionamientos, es lo referente a la santidad de la Iglesia. ¿Cómo una
institución que se dice santa presenta tantos hechos escandalosos a lo largo de la
historia? ¿Cómo puede seguir afirmando su propia santidad?
Eso no significa que la santidad haya sido conseguida en plenitud por cada uno de los
miembros de la Iglesia. Aun en aquellos que han vivido una mayor apertura a la gracia
(los santos) encontramos imperfecciones que nos muestran que todavía necesitaban de
purificación. En esta vida, los cristianos participamos de la santidad que nos ofrece el
Señor Jesús, pero debemos luchar para que esa santidad crezca hasta la plenitud. La
Iglesia es santa, pero necesitada de purificación, porque, aunque su santidad es
verdadera, no es perfecta en este mundo.
En consecuencia, una verdad que siempre debemos tener como principio es que la
Iglesia, aunque es santa, contiene en sí misma a hombres pecadores. Las acciones que
ellos realizan llegan a veces a extremos escandalosos, y produce mucho más escándalo
cuando estas acciones provienen de quienes son considerados representantes de la
Iglesia. Sin embargo, eso no anula la fuerza de la gracia de Dios, y no podemos
condenar por ello a la Iglesia. Hasta que venga el fin del mundo, en el corazón de los
cristianos estará entremezclada la semilla del Evangelio con la semilla del mal.
La Iglesia no se escandaliza por el pecado. Considerándolo un mal, cree firmemente que
el amor y la misericordia de Dios son mucho mayores y que triunfarán por encima de
todas la miserias que se puedan encontrar incluso entre los mismos cristianos.
Podemos decir, pues, con el Papa Pablo VI que «la Iglesia es, pues, santa aunque
abarque en su seno pecadores; porque ella no goza de otra vida que de la vida de la
gracia; sus miembros, ciertamente, si se alimentan de esta vida se santifican; si se
apartan de ella, contraen pecados y manchas del alma, que impiden que la santidad de
ella se difunda radiante. Por lo que se aflige y hace penitencia por aquellos pecados,
teniendo poder de librar de ellos a sus hijos por la sangre de Cristo y el don del Espíritu
Santo» (Credo del Pueblo de Dios, 19).
No podemos pretender que no haya pecado en la historia de la Iglesia, pues todo hombre
es pecador y necesita de la reconciliación ofrecida por Dios en el Señor Jesús. Pero
debemos siempre tener presente que el amor de Dios es mucho más grande que el
pecado y logra hacerse presente aun en situaciones que parecen ser totalmente contrarias
a su Plan de salvación. Así ha sucedido a lo largo de los veinte siglos de historia que
tiene la Iglesia.
A este respecto, conviene citar las palabras del Documento de Puebla, cuando hace una
valoración de los cinco siglos de presencia eclesial en el continente latinoamericano: «Si
es cierto que la Iglesia en su labor evangelizadora tuvo que soportar el peso de
desfallecimientos, alianzas con los poderes terrenos, incompleta visión pastoral y la
fuerza destructora del pecado, también se debe reconocer que la Evangelización, que
constituye a América Latina en el "continente de la esperanza", ha sido mucho más
poderosa que las sombras que dentro del contexto histórico vivido lamentablemente le
acompañaron. Esto será para nosotros los cristianos de hoy un desafío a fin de que
sepamos estar a la altura de lo mejor de nuestra historia y seamos capaces de responder,
con fidelidad creadora, a los retos de nuestro tiempo latinoamericano» (Puebla, 10).
La razón de ser de la Iglesia es ante todo evangelizadora. Una vez que el Señor Jesús
cumplió su misión terrena para reconciliación de los hombres con Dios, le encargó a la
Iglesia la misión de evangelizar: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes
bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a
guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los
días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 19-20).
Por eso mismo, el criterio para decidir sobre el triunfo o fracaso de la Iglesia no se halla
en los éxitos políticos, sociales o económicos que haya o no haya tenido. Su triunfo
solamente se puede determinar por la fidelidad que haya tenido a su misión, es decir, en
qué medida ha hecho presente al Señor Jesús entre los hombres, hasta el punto de
transformar su mentalidad y, sobre todo, su cultura; en qué medida la Iglesia ha hecho
que las relaciones del hombre con Dios, consigo mismo, con sus hermanos humanos y
con el mundo creado estén impregnadas de la vida que se manifiesta en el misterio del
Amor de Dios y que resplandece en el Hijo de Dios hecho hombre. Esto encuentra
expresión especialmente en las vidas de los santos. Que la venida de los evangelizadores
ha sido beneficiosa y ha dado verdaderamente frutos, se contempla en el surgimiento de
personas santas, que reflejan la inmensidad de la dignidad humana en sus rostros. Los
santos son fuente de transformación auténtica de la realidad que los rodea y son la
garantía de que la presencia de Dios se ha hecho efectiva en la historia de los pueblos.
No nos referimos aquí solamente a los santos canonizados oficialmente por la Iglesia.
Existen en la actualidad centenares de procesos iniciados en Roma para la beatificación
de cristianos originarios de América Latina. Sin embargo, esa multitud de personas de
vida santa constituyen solamente la punta del «iceberg». Existe una multitud de santos
desconocidos en nuestras tierras, que, a través de la vivencia del amor, han hecho de
América Latina el continente de la esperanza, una tierra que, a pesar de sus múltiples
problemas, sigue siendo cristiana en sus raíces y todavía puede dar muchos frutos de fe,
esperanza y caridad para que los hombres descubran y vivan la felicidad auténtica que
solamente se encuentra en el Señor Jesús.
Por eso mismo, la Iglesia nunca se ha escandalizado del pecado, de la debilidad o de las
incoherencias de los hombres, porque ella anuncia al Señor Jesús, aquel que trae la
reconciliación y el perdón, aquel que hace manifiesto el amor de Dios entre los
hombres. Y esto no puede dejar de tener frutos y revertir en bien de todos los hombres.
Una visión atenta de las manifestaciones culturales del hombre que encontramos por
toda América Latina nos permite descubrir una realidad innegable: se trata de una
cultura cristiana en sus raíces, tanto en sus valores como en sus expresiones en la vida
cotidiana y pública. Las deficiencias e incoherencias que encontramos no son
suficientes para negar esa realidad que el Documento de Puebla llama el «sustrato
católico» de América Latina.
¿Cuál es el origen de esta realidad que constatamos por doquier? ¿Cuál es el proceso
por el cual las culturas aborígenes se transformaron en una cultura esencialmente
católica?
La identidad cultural latinoamericana tiene como elemento central la fe. Sin ella, sin la
presencia abarcante de la Iglesia, no se puede entender la historia de los pueblos de este
continente. Podemos decir que la evangelización ha calado hondo en todas las
manifestaciones humanas de la vida de nuestros pueblos. Y esta obra evangelizadora
llegó a afincar tan hondo en el corazón de los hombres, que en los períodos de crisis,
como, por ejemplo, la Independencia —en algunos países la persecución a la Iglesia,
con el vacío pastoral que se produjo—, lo que ocurrió no fue suficiente para desarraigar
la fe católica del corazón de los pueblos. Tanto es así que, por ejemplo, en México, un
país con un régimen declaradamente anticlerical nos encontramos con las más patentes
manifestaciones de fe y con una devoción mariana a la Virgen de Guadalupe que
aguantó la prueba del tiempo y del hostigamiento.
No debemos olvidar, sin embargo, que este sustrato católico, siendo igual en lo esencial
en todas las naciones latinoamericanas, toma acentos particulares en cada una de ellas,
lo cual evidencia la riqueza de la cultura común. Este trasfondo cultural hunde sus
raíces más allá de la época de la Ilustración y del período de Independencia, y tiene
orígenes en un pasado de cinco siglos, desde el momento que, por obra de los españoles
llegados a estas tierras, se inició la obra de la evangelización. Resulta absurdo y nada
conforme con la realidad querer romper totalmente con el pasado y pretender determinar
la identidad de las naciones latinoamericanas sólo en base a los movimientos de
emancipación del siglo XIX. Resulta contraproducente querer presentar los tiempos
anteriores a la Independencia como una época oscura, deplorable, plagada de esclavitud,
sin nada positivo, cuando precisamente en esa época se forja lo más valioso de la
identidad latinoamericana. Fue entonces cuando se formó la síntesis cultural que
constituye a América Latina.
La primera evangelización
Al respecto, conviene citar las palabras de Juan Pablo II durante su discurso en Santo
Domingo: «Con la llegada del Evangelio a América se ensancha la historia de la
salvación, crece la familia de Dios, se multiplica «para gloria de Dios el número de los
que dan gracias» (2 Co 4, 15). Los pueblos del Nuevo Mundo eran "pueblos nuevos...
totalmente desconocidos para el Viejo Mundo hasta el año 1492", pero "conocidos por
Dios desde toda la eternidad y por Él siempre abrazados con la paternidad que el Hijo
ha revelado en la plenitud de los tiempos (cf. Ga 4, 4)" (Homilía, 1 de enero de 1992).
En los pueblos de América, Dios ha escogido un nuevo pueblo, lo ha incorporado su
designio redentor, lo ha hecho partícipe de su Espíritu. Mediante la evangelización y la
fe en Cristo, Dios ha renovado su alianza con América Latina.
»Damos, pues, gracias a Dios por la pléyade de evangelizadores que dejaron su patria y
dieron su vida para sembrar en el Nuevo Mundo la vida nueva de la fe, la esperanza y el
amor. No los movía la leyenda de "El Dorado", o intereses personales, sino el urgente
llamado a evangelizar a unos hermanos que aún no conocían a Jesucristo. Ellos
anunciaron "la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres" (Tt. 3, 4) a
unas gentes que ofrecían a sus dioses incluso sacrificios humanos. »Ellos testimoniaron,
con su vida y con su palabra, la humanidad que brota del encuentro con Cristo. Por su
testimonio y su predicación, el número de hombres y mujeres que se abrían a la gracia
de Cristo se multiplicaron "como las estrellas del cielo, incontables como la arena de las
orillas del mar" (Hb 11, 12)» (Discurso inaugural del Santo Padre, IV Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano, Santo Domingo 1992, 3).
La gesta evangelizadora fue un ambicioso proyecto que se llevó a cabo en varias etapas.
Los primeros años, conocidos como la época de la evangelización constituyente, dieron
las pautas de las huellas a seguir. Si bien todo no sucedió como se pensaba, debido a la
debilidad y la miseria humana, fueron muchas más las luces que las sombras, si nos
ponemos a pensar en los frutos duraderos de fe y de vida cristiana que se han dado en el
continente latinoamericano. Hubo esfuerzos de muchos hombres, llegando incluso hasta
el testimonio heroico de sacrificio de la propia vida, esfuerzos que contribuyeron
decisivamente para la configuración de la cultura que creció al abrigo de los valores del
Evangelio.
«La obra evangelizadora, inspirada por el Espíritu Santo, que al comienzo tuvo como
generosos protagonistas sobre todo a miembros de órdenes religiosas, fue una obra
conjunta de todo el pueblo de Dios, Obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles
laicos. Entre estos últimos hay que señalar también la colaboración de los propios
indígenas bautizados, a los que se sumaron, con el correr del tiempo, catequistas
afroamericanos.
»Aquella primera evangelización tuvo sus instrumentos privilegiados en hombre y
mujeres de vida santa. Los medios pastorales fueron una incansable predicación de la
Palabra, la celebración de los sacramentos, la catequesis, el culto mariano, la práctica de
las obras de misericordia, la denuncia de las injusticias, la defensa de los pobres y la
especial solicitud por la educación y la promoción humana.
»Los grandes evangelizadores defendieron los derechos y la dignidad de los aborígenes,
y censuraron "los atropellos cometidos contra los indios en la época de la conquista"
(Juan Pablo II, Mensaje a los indígenas, 12.10.92, 2). Los Obispos, por su parte, en sus
Concilios y otras reuniones, en cartas a los Reyes de España y Portugal y en los decretos
de visita pastoral, revelan también esta actitud profética de denuncia, unida al anuncio
del Evangelio.» (Santo Domingo, 19-20).
La leyenda negra
Por otra parte, en una comparación del proceso colonizador de España con la de otros
procesos colonizadores de otras naciones europeas, se constata la presencia de un ideal
humanista y cristiano en los españoles, contrario a la exterminación masiva de los
indígenas. En cambio, las otras naciones (por ejemplo, los colonos ingleses en América
del Norte) presentaron políticas de exterminio de las tribus indias originarias. En
cambio, en América Latina se realizó un fecundo proceso de mestizaje, y, junto a los
abusos, se dio la denuncia y los esfuerzos por plasmar una auténtica justicia tanto en el
campo teórico (teológico y jurídico) como en el práctico (las obras e instituciones de
ayuda social).
Sin desconocer los errores, hay que reconocer los aciertos y los fecundos logros de la
gesta evangelizadora. Al respecto, son oportunas las palabras del P. Armando Nieto,
S.J., historiador peruano, quien, en un breve artículo intitulado Hacia el V centenario de
la evangelización, escrito hace algunos años atrás, señalaba: «Algunos enjuiciamientos
modernos de la obra cumplida por la Iglesia y el Estado [español] incurren fácilmente
en posiciones extremas: o se santifican globalmente y sin matices los procedimientos y
métodos de la cristianización de entonces; o se descalifican sin más, con el argumento
de que la obra evangelizadora se hizo cómplice de la destrucción de las culturas nativas.
La nueva evangelización, si bien no puede ignorar la historia real de lo acaecido a partir
del siglo XVI, no debe tampoco renunciar a la visión sobrenatural, sin la cual la misma
tarea de la predicación del Mensaje pierde sentido. Los evangelizadores de antaño, con
todos sus defectos y limitaciones, estaban convencidos de la verdad de la fe; estaban
penetrados de la creencia en Cristo como la novedad radical en la historia de la
salvación; como la Palabra definitiva de Dios que entró de una vez para siempre en la
historia humana y está destinada a resonar en el corazón de cada hombre. [...] Al hacer
una revisión de la experiencia acumulada por la Iglesia en el medio milenio de su vida
en Hispanoamérica, se comprueban las realizaciones y transformaciones operadas, pero
también las deficiencias y sombras que
III. LA SÍNTESIS CULTURAL LATINOAMERICANA
Si bien no faltaron actitudes deplorables por parte de muchos españoles que llegaron al
Nuevo Mundo, eso no anula la labor heroica de quienes se entregaron con sacrificio y
dedicación a la labor evangelizadora e hicieron que la verdad del Señor Jesús brillara en
estas tierras, dando origen de esta manera a una mentalidad cristiana como trasfondo de
todas las manifestaciones culturales del actual pueblo latinoamericano.
No había en el Incanato una religión unificada, expresada en una sola doctrina y una
sola forma de culto. Cada valle tenía sus propios dioses e ídolos locales, que recibían el
nombre genérico dehuacas, y que se aplicaba tanto a las figuras de los dioses, como al
templo o lugar donde estaban ubicados, así como a los sepulcros, los montes, las rocas,
los ríos y arroyos, así como a la misma Cordillera de los Andes. Junto a estos cultos
locales, convivían la veneración a las conopas o dioses familiares o del hogar.
Cuando los diversos pueblos que poblaban el territorio del Perú de entonces fueron
conquistados por los Incas, estos difundieron el culto del Sol (Inti), pero sin la intención
de eliminar los cultos locales. Simplemente se exigía la práctica de la religión del Sol
como parte del reconocimiento del dominio político, pero se permitía la permanencia
del culto a lashuacas y conopas. Los ídolos regionales eran llevados al Coricancha en el
Cuzco, según el testimonio del cronista Polo de Ondegardo: «Cuando el Inca
conquistaba de nuevo una provincia o pueblo, lo primero que hacía era tomar la huaca
principal de tal provincia o pueblo y la traía al Cuzco, así por tener aquella gente del
todo sujeta y que no se rebelase, como porque contribuyesen cosas y personas para los
sacrificios y guardas de las huacas».
A pesar de que el culto al Sol se extendió a la par que la dominación de los Incas, sin
embargo nunca llegó a calar hondo en los pueblos dominados, que estaban adheridos a
su propia tierra tanto como a sus dioses locales. Prueba de ello es que los rebrotes de
idolatría en el siglo XVI, cuando ya estaba bien avanzada la evangelización de los
indígenas, van a ir unidos a veneración de los ídolos locales, mas no del Dios Sol. Puede
decirse que el culto oficial del Sol sólo tenía verdadera arraigo en la élite gobernante
residente en el Cuzco y en los pueblos de los alrededores. En todos los demás lugares
del Imperio se daba un sincretismo, donde al culto de los dioses locales se superponía de
manera postiza el culto de la clase gobernante. No hubo, pues, una verdadera unidad
religiosa.
De esta manera, resulta explicable cómo no hubo una tenaz y auténtica oposición al
cristianismo por causa de factores religiosos. Una vez destruido el núcleo director de la
unidad política del Imperio, tampoco tenía sentido el mantener un culto religioso (la
religión del Sol) que nunca había entroncado en el alma religiosa de las tribus del
Imperio. Fuera de la unidad política, ligada a un culto oficial, no había otro elemento
que le diera unidad a las comunidades que fueron sojuzgadas por el poder de los Incas.
La evangelización constituyente
Las dificultades que hubo no fueron obstáculo para que se realizara una evangelización
profunda que, a la vez, dio origen a una cultura nueva marcadamente católica tanto en el
Perú como en el resto de América Latina. «¿Qué hizo posible que a pesar de la enormes
dificultades y conflictos que se presentaron en los inicios de este encuentro de culturas
tan diferentes se pudiera forjar una síntesis cultural mestiza? Fue la fe y el dinamismo
reconciliador de la evangelización la que permitió y sirvió de crisol para esta nueva
realidad. La síntesis cultural mestiza que es América Latina fue posible gracias a la fe.
Este proceso de mestizaje cultural es pues en su raíz un proceso de encuentro y
reconciliación» (Germán Doig).
De este modo, se formó una nueva realidad que, a la sombra de la fe, que actúa como
factor aglutinante, toma elementos de la cultura española y las culturas aborígenes,
dando paso a una expresión cultural. La formación de esta síntesis viviente que es
América Latina no se hizo sin conflictos, pero el papel que desempeñó la fe y la Iglesia
contribuyó a la integración y reconciliación de esas contradicciones. Fue un largo
proceso que se fue dando por etapas y que, aun hoy, es algo en cierto modo inacabado,
que todavía requiere de la participación de los hombres latinoamericanos. Pero todo ello
tiene origen en los esfuerzos realizados por los primeros evangelizadores españoles.
A esto hay que agregar el espíritu de aventura que impulsaba a muchos de los españoles,
unido al deseo de lograr honra y fama a través de la búsqueda de poder y riquezas. El
hecho de que haya estado presente esta motivación en muchos de los conquistadores no
significa que haya tenido un carácter absoluto. El ideal evangelizador también estaba
presente en los soldados y colonizadores españoles. Como en todas las realidades
humanas, se entremezclaban motivaciones elevadas con otras de orden puramente
terreno. Al respecto, son representativas las palabras del cronista Francisco López de
Gómara, quien dice: «La causa principal a que venimos a estas partes es por ensalzar y
predicar la fe de Cristo, aunque justamente con ella se nos sigue honra y provecho, que
pocas veces caben en un saco».
El Patronato
Antes de abordar los hechos concretos que marcaron la evangelización del Perú,
debemos examinar cuál fue el papel del Estado español y bajo qué forma se realizó esta
grandiosa empresa.
En el año 1492 los Reyes Católicos lograron expulsar definitivamente a los musulmanes
de España. La reconquista de Granada marca este acontecimiento, considerado no sólo
como un triunfo de la nación española, sino también como una victoria para la Iglesia,
que alejaban de esa manera el peligro del Islam de la cristiandad europea. Como
recompensa por esta hazaña, el rey Fernando recibió del Papa Inocencio VIII el
Patronato sobre la Iglesia en Granada. Consistía esto en la concesión de ciertos
privilegios a la autoridad civil referentes a los asuntos eclesiásticos. Era en cierta
medida una participación de los gobernantes terrenos en el gobierno de la Iglesia,
efectuado con el fin de delegar algunos asuntos que, si bien son propios del poder
espiritual, por diversos motivos éste no los puede llevar cabo con eficacia por el
momento. El Patronato incluía el derecho de la Corona a percibir los diezmos que
correspondían a la Iglesia, proponer a los candidatos a obispos y curas (sacerdote con
alguna jurisdicción) y erigir nuevas diócesis, señalando sus límites o modificando los ya
existentes. Todo ello debía someterse a la aprobación de Roma. Pero, de hecho, el
gobierno de la Santa Sede sobre la Iglesia era indirecto. Se hacía por intermedio de los
reyes de España. A cambio, la Corona debía apoyar financiera y administrativamente las
obras de la Iglesia.
El mismo esquema del patronato sobre Granada seguiría el que le concedería la Santa
Sede a España sobre los territorios del Nuevo Mundo. La Corona española quedaba
encargada de la conversión del Nuevo Mundo y los diezmos que recibía debían
destinarse al financiamiento de la obra evangelizadora.
Pero, como toda realidad humana, el Patronato también tuvo inconvenientes. El hecho
de que toda comunicación con Roma tuviera que efectuarse por intermedio de Madrid le
dio un tinte nacional a la obra evangelizadora, además de impedir que la Santa Sede
interviniera directamente en los asuntos religiosos y eclesiásticos de los dominios
españoles. Además, esto favorecía la burocratización y la incorporación de las
autoridades eclesiásticas al aparato político del Estado. Las órdenes religiosas, que
dependían directamente del Papa, quedaban en cierta medida libres de este peligro,
aunque también hubo algunos casos en que hubo cierta intromisión de lo político.
Además, sucedió a veces que las autoridades civiles, apoyándose en el derecho de
Patronato, llegaron a entrometerse de manera excesiva en asuntos que le correspondían
exclusivamente a la autoridad eclesiástica, originándose conflictos de jurisdicción y
competencia.
Si bien la evangelización fue una obra conjunta de los españoles que llegaron a los
territorios del Nuevo Mundo, quienes dieron un primer gran impulso a la obra misionera
fueron mayormente los miembros de diversas órdenes religiosas.
Los primeros religiosos que vinieron al Perú fueron los dominicos. En la expedición de
Pizarro, al partir de tierras españolas, se encontraban seis. Sin embargo, durante el viaje,
debido a las duras penalidades que tuvieron que sufrir, dos de ellos murieron y otros tres
dieron marcha atrás y se regresaron, quedando junto a Pizarro solamente fray Vicente
Valverde, quien con ello dio muestra de su valor y de su generosidad para entregarse a
la labor evangelizadora. Este religioso, quien sería nombrado posteriormente obispo del
Cuzco, fue un gran defensor de los indígenas frente a los abusos de los españoles.
Para Atahualpa nada significaba el libro; para el dominico representaba algo sagrado, y,
por eso mismo, interpretó el gesto del Inca como un acto de desprecio hacia la religión.
En esto no se puede ver mala intención en la actitud del sacerdote. Tengamos también
en cuenta lo tenso de la situación, donde los mismos españoles se hallaban en
considerable inferioridad numérica y no tenían la certeza de que fueran a salir vivos del
lugar. Asegura Pedro Pizarro, testigo del acontecimiento, que, mientras aguardaban en
Cajamarca la entrada de Atahualpa y sus miles de guerreros, «muchos españoles... se
orinaban de puro temor».
Si consideramos estos datos, el ataque fue un acto de arrojo, cuya victoria resultó
sorprendente incluso para los mismos españoles. Los indios se atemorizaron ante los
caballos y las armas de fuego, sin llegar a sospechar que, de haber efectuado resistencia,
probablemente hubieran acabado con los españoles. Pero no estaba en la mentalidad
indígena la idea de una entrega incondicional, que les llevara a sacrificar su vida por el
Inca. Y menos aún podía darse esto en un gran Imperio sojuzgado por el miedo al más
fuerte. Tan sólo recordemos las características tiránicas que había en el dominio de los
Incas sobre los demás pueblos dentro del territorio del Incanato.
Atahualpa fue apresado y tuvo que entregar el oro que se le pedía por su rescate. Fue
condenado a muerte, acusado de traición contra su hermano Huáscar. Sin embargo, se le
trató con cortesía y benignidad, buscándose su conversión a la fe católica. Al final,
recibió el bautismo de manos del Padre Valverde, antes de ser ahorcado por la pena del
garrote.
Valverde se convirtió en «Protector de los indios». Redactó varios informes en los que
denunciaba los malos tratos y violaciones de derechos humanos de que eran víctimas los
indígenas, especialmente en esos momentos tan convulsionados de las guerras civiles
entre pizarristas y almagristas, que trajeron desolación y ruina a la ciudad del Cuzco. El
levantamiento de Manco Inca empeoró los malos tratos de que eran víctimas los indios,
hasta el punto de que Valverde llega a escribir que es difícil tarea «la de defender a esta
gente de la boca de tantos lobos como hay contra ellos». En ocasiones, el obispo
dominico logró que se encarcelara e impusiera multas a los españoles que cometían
abusos contra los indios. Labor difícil, para la cual nunca llegó a tener un apoyo del
todo eficaz.
Otro dominico, fray Tomás de San Martín, por ejemplo, dedicado a la labor de
promoción humana de los indígenas, conseguiría donaciones en España que le
permitieron la erección de escuelas en el territorio de esta provincia de la Orden (que
abarcaba desde la actual Guatemala hasta lo que es hoy Argentina). Pero, en particular,
consigue licencia para la fundación de la Real Universidad de Lima, efectuada el 12 de
mayo de 1551, que recibiría 23 años más tarde el nombre de Universidad de San
Marcos.
En 1553 fue elegido provincial el padre Domingo de Santo Tomás, quien, con el fin de
llegar a los indígenas en sus propias lenguas, estudió la lengua quechua y elaboró una
gramática de esta lengua, publicada en 1560 con el título de Lexicón o Vocabulario de
la lengua general del Perú llamado quichua. Nombrado obispo de Charcas (en la actual
Bolivia) en 1563, trabajó intensamente en la evangelización de los indígenas,
defendiendo también sus intereses frente los encomenderos y conquistadores que no
actuaban de acuerdo a las exigencias de justicia de la fe cristiana. Murió en Chuquisaca
el 28 de febrero de 1570.
Otro dominico digno de mencionarse es fray Gaspar de Carvajal, quien sucedió a fray
Domingo de Santo Tomás como provincial de la Orden (1557-1561). En 1541 había
acompañado a Gonzalo Pizarro en su expedición a la selva, territorio ignoto y
totalmente desconocido en ese entonces. Cuando Francisco de Orellana decidió seguir
adelante la navegación, separándose de Gonzalo Pizarro y desobedeciendo sus órdenes
de terminar la expedición emprendida y regresar, Carvajal optó por acompañar al
rebelde en una empresa que resultó ser sumamente temeraria y peligrosa. Los
expedicionarios llegaron a padecer en un momento tal hambre, que se alimentaron de
cueros, cintas y suelas de zapatos cocidos con hierbas. No faltaron momentos en los que
estuvieron a punto de naufragar en los rápidos del río que navegaban, hasta que llegaron
a otro río de inmenso caudal, al que bautizaron con el nombre de Amazonas (12 de
febrero de 1542). En ocasiones fueron atacados a flechazos desde las riberas del río. A
raíz de uno estos ataques, una flecha le vació un ojo al fraile dominico. Sin embargo, a
pesar de estas y otras penalidades, de la cual salieron adelante los expedicionarios
gracias a su valor, su fortaleza y, sobre todo, la fe y la confianza en Dios, pudieron
llegar al Océano Atlántico el 26 de agosto de 1542, luego de una navegación de 244
días. Estas y otras peripecias del viaje no hubieran podido ser conocidas por las
generaciones posteriores, si no es por la narración que escribió fray Gaspar de Carvajal,
intitulada Relación del nuevo descubrimiento del famoso Río Grande de las Amazonas.
Carvajal murió en el convento dominico de Lima el 12 de julio de 1584.
En Lima se construyó el segundo convento de la orden. Poco antes, hacia 1548, los
franciscanos también se habían implantado en Trujillo y Cuzco.
En 1542 llegó al Perú una expedición de franciscanos, conformada por doce frailes, lo
cual dio origen al nombre de la provincia peruana: de los Doce Apóstoles.
Los miembros de la orden franciscana se dedicaron más que nada a las misiones
populares, conviviendo prácticamente con los indios y buscando transmitirles con su
ejemplo la enseñanza cristiana. Esto originó también una serie de iniciativas orientadas
a inculturar la fe cristiana entre los pueblos aborígenes. Entre estos intentos cabe
destacar la obra de fray Luis Jerónimo de Oré, autor del Símbolo católico
indiano (1588), que incluye además una gramática en quechua y aymara, una
descripción geográfica del Perú e informaciones sobre las antiguas costumbres
prehispánicas. Oré es también autor de un ritual de oraciones en lenguas nativas.
Perteneció a esta orden quien es considerado como el primer mártir del Perú, el padre
Diego Ruiz Ortiz. Él, junto con los padres Juan de Vivero y Marcos García, habían sido
encargados por el licenciado Lope García de Castro de la evangelización de los pueblos
indígenas de Vilcabamba en la zona del Cuzco. Mediante su labor evangelizadora, en
1568 lograron la conversión y bautizo del inca Tito Cusi Yupanqui y de su mujer, y que
se construyera una iglesia en Pucyura, no lejos de Vilcabamba. Pero la conversión de
Yupanqui no había tocado ciertas zonas de su corazón, donde persistía aún la adhesión a
formas idolátricas de culto. A raíz de esto, Yupanqui llegó a disgustarse con la labor de
los agustinos, sabiendo que estos combatían toda forma de idolatría. Incluso llegó al
extremo de castigar a un curaca por haber dejado bautizar a un hijo suyo. Instigados por
su líder, muchos indios se opusieron a los agustinos en su labor de destrucción de ídolos
y construcción de capillas católicas.
Finalmente, en territorio del inca sólo quedó el padre Ruiz Ortiz. Fray Marcos se había
retirado a su parroquia de Pucyura y Huarancalla. Por entonces, Titu Cusi enfermó de
indigestión, y aunque el padre Ruiz Ortiz intentó curarlo con una medicina preparada
por él mismo, no pudo evitar la muerte del inca. Acusado por los familiares de haberlo
envenenado, fue tomado prisionero por los indígenas, atado y flagelado cruelmente
durante horas. Al día siguiente, fue obligado a celebrar Misa para que resucitase el inca.
Inmediatamente después continuó la flagelación, fue obligado a beber inmundicias y,
conducido a Vilcabamba, fue ejecutado de un golpe en la nuca, en un lugar conocido
como Marcananay. El cadáver fue empalado en una lanza y enterrado cabeza abajo,
para que no pudiese pedir al cielo por su salvación. Esto ocurrió entre mayo y julio de
1571.
Los jesuitas llegaron al Perú en marzo de 1568, siendo recibidos cordialmente en Lima
por el arzobispo Loayza, el goberndor licenciado Castro y los vecinos. Eran enviados
por San Francisco de Borja, entonces General de la Compañía de Jesús, con la misión
explícita de trabajar en la evangelización de los indígenas. Posteriormente esta orden
estableció casas en el Cuzco, Potosí, Juli y Arequipa. También se erigieron centros
misionales en La Paz, Panamá, Santa Cruz de la Sierra, Chuquisaca y Santiago de Chile.
A sólo 30 años de haber llegado, los jesuitas ya estaban presentes en todo el territorio de
América del Sur, desde Panamá hasta Chile.
En Juli (región del lago Titicaca), la Compañía de Jesús estableció un centro misional
de primera categoría, donde se ensayaron métodos de evangelización que luego serían
utilizados en las reducciones del Paraguay y en la famosa misión de Tucumán. Estos
métodos eran referentes a la predicación, el arte, la liturgia, la educación, la labor
asistencial (hospitales y reparto de limosna y víveres a los más pobres).
Cuando hablamos dereducciones, nos referimos a las misiones construidas por algunas
órdenes religiosas en territorio de indios, particularmente entre los indios guaraníes en
las zonas de Argentina, Paraguay y Brasil. Iniciadas hacia 1609, constituyeron una de
las experiencias evangelizadores más interesantes de esta época. En ellas se daba un
sistema de gran autonomía política y, a la vez que se anunciaba la Palabra de Dios y se
introducía a los indígenas en la vida sacramental, se daba todo un proceso de educación
cívica y artesanal de alcances mayores. Los logros económicos de las reducciones
rivalizan con sus logros culturales. Tanto en los aspectos estructurales como puentes de
piedra, molinos hidráulicos, subterráneos, canales de riego, fuentes de agua pura, como
en los logros de sus curtidores, trabajadores en metal, imprenta e incluso arte pictórico,
música y literatura, se percibe los resultados de un mestizaje cultural armónico y
natural. Lamentablemente, los obstáculos que se presentaron, principalmente de orden
político, condujeron al fracaso final de estas experiencias.
Sobre la orden de los mercedarios, las primeras noticias de que se dispone sobre su
llegada a estas tierras son las referentes al nombramiento de Pedro de Vera en 1534
como representante. Dos años más tarde se abre el primer convento en San Miguel de
Piura, de donde partirían los religiosos para las demás fundaciones a realizarse en Quito,
Lima, Cuzco y Huamanga.
Entre las figuras más destacadas de la orden merece mencionarse el padre Diego de
Porres. Antes de ser religioso, militó como soldado en las expediciones hacia tierras de
chunchos y araucanos (Chile). Su gran energía vital le permitió, ya de mercedario,
recorrer gran parte del territorio del Virreinato con afán apostólico, levantando más de
200 iglesias y capillas, bautizando a millares de indígenas, enseñando en todas partes la
doctrina cristiana. Así resumía el mismo Diego de Porres la labor realizada por él en
carta dirigida al Rey: «en todas las provincias del Perú, lugares sujetos a Vuestra
Majestad he tenido a mi cargo muchas doctrinas y repartimientos, en los cuales he
bautizado a más de setenta u ochenta mil ánimas y casado más de treinta mil, y hecho
más de doscientas iglesias».
Por último, otra orden que vino al Perú en los inicios de la primera evangelización es la
de los carmelitas, que llegaron el 4 de mayo de 1592 y establecieron casa en Lima.
V. IMPLANTACIÓN DE LA IGLESIA EN EL PERÚ
La primera diócesis del Perú, la del Cuzco, cuyo obispo fue fray Vicente Valverde,
abarcaba prácticamente todos los territorios conquistados conocidos en aquella época.
Un territorio inmenso y difícil, cuyo cuidado pastoral era desproporcionado para las
fuerzas evangelizadoras de que se disponía. Por ello, con el fin de facilitar la labor
evangelizadora, Francisco Pizarro y el mismo obispo Valverde solicitaron a Carlos V
que se procediese a la división de la diócesis cuzqueña en tres obispados. El Rey se lo
pidió al Papa, de acuerdo al régimen del Patronato. De este modo, Pablo III creó el 4 de
mayo de 1541 las diócesis de Los Reyes (Lima) y Quito, reduciéndose
considerablemente el territorio de la diócesis del Cuzco.
Aun así, siguieron siendo diócesis de enorme extensión. La del Cuzco incluía a Chile, y
la de Lima llegaba por el Norte hasta Trujillo y parte de Piura, por el Sur hasta la ciudad
de Arequipa y por el Oriente desde Chachapoyas hasta Huamanga (actual Ayacucho).
Este es el territorio que tuvo que gobernar pastoralmente el primer obispo de Lima, fray
Jerónimo de Loayza, de la orden de los dominicos.
Una de las primeras obligaciones de los Obispos era evangelizar a los indígenas, como
lo estipulaban las reales cédulas emitidas por los reyes de España. Para hacer esto con
mayor facilidad, a los Obispos les eran concedidos ciertos privilegios. Aun así, Loayza
vio que todavía no había un plan de trabajo conjunto en tierras americanas y que las
iniciativas individuales corrían el peligro de convertirse en infecundas y quedar
comprometidas por el individualismo anárquico y disperso que por entonces había.
Cada uno hacía lo que creía más conveniente, pero no había un trabajo en conjunto. Era,
pues, necesario, sentar las bases de la Iglesia en el Perú, y para ello convocó el Primer
Concilio Limense, que duró desde el 4 de octubre de 1551 hasta fines de febrero de
1552. Asistieron representantes de la arquidiócesis limeña, así como de las de Panamá,
Quito y Cuzco, y también representantes de las órdenes religiosas establecidas hasta el
momento en el Perú: dominicos, franciscanos, mercedarios y agustinos.
El tema de este Concilio local fue la catequesis de los indígenas. Se insistió en que la
doctrina debía enseñarse de manera uniforme. Había que adaptarse a la forma de pensar
de los indígenas y ser particularmente cuidadosos en la transmisión de la fe. Para poder
cumplir este objetivo, se estableció un sumario de los principales artículos de la fe, se
ordenó redactar una cartilla con la explicación correspondiente en quechua, y se dio
autorización para que los indígenas recibieran los sacramentos del bautismo, la
penitencia y el matrimonio, debiendo haber una enseñanza previa. A nadie se le
obligaba a recibir un sacramento por la fuerza. También se les admitía a la eucaristía,
pero con mayores reservas. Igualmente, se dieron normas metodológicas bastante
detalladas sobre la manera de enseñar el catecismo. Con el fin de fomentar la labor
evangelizadora por parte del clero, se prescribió que ningún clérigo podría regresar a
España sino después de haber realizado por lo menos cuatro años de trabajo pastoral con
los indígenas.
Fueron muchas las obras que se deben a la dedicación que puso en su trabajo pastoral:
iglesias, conventos, escuelas, hospitales. Donó grandes cantidades de dinero para la
construcción de la Catedral y del Seminario. Creó parroquias como las de San
Sebastián, Santa Ana y San Marcelo. Inició las fundaciones del monasterio de la
Encarnación, San Agustín, la Concepción, San Pedro. Pero su obra principal fue la del
Hospital de Santa Ana, cuyas obras se terminaron en 1553. La construcción fue
realizada con fondos obtenidos por el arzobispo mediante la venta de alhajas, limosnas y
un subsidio especial otorgado por el rey de España, Felipe II. El hospital estaba
destinado principalmente a alojar a los indios enfermos, pues muchos de ellos, por falta
de atención médica y de alimentación adecuada, morían en sus ranchos.
Como sucesor de Loayza, el rey eligió a Toribio de Mogrovejo, quien ejercía como
inquisidor en Granada, y, en ese momento, todavía no había recibido las órdenes
sagradas. Era un laico al servicio de la Iglesia. Roma aceptó la sugerencia de su
nombramiento y fue designado arzobispo de la Ciudad de los Reyes el 16 de marzo de
1579.
Una vez consagrado obispo en la catedral de Sevilla, se embarcó para el Nuevo Mundo.
Llegó a Paita en marzo de 1581, desde continuó por tierra su viaje a Lima, atravesando
interminables desiertos de arena, preferentemente de noche para evitar el intenso y
agotador calor del día. Entró solemnemente en Lima el 1 de mayo de 1581.
He aquí una breve reseña de los lugares que visitó Santo Toribio en cada uno de sus
cuatro viajes pastorales:
1er. viaje (1584-1590): abarca toda la Sierra del Norte peruano, desde Lima hasta
Cajamarca, y el Oriente montañoso de Chachapoyas y Moyobamba. Llegó a los
poblados de Pativilca, Cajacay, Huaraz, Recuay, Pallasca, Conchucos, Cajamarca,
Chachapoyas, Huacrachuco, Huánuco, Conchamarca, Sicaya, Huarochirí, San Damián,
Cajatambo, Checras.
2da. etapa (1598-1599): luego de regresar por el mismo recorrido, dedica dos años a
visitar las zonas adyacentes a Lima y el Callao, como los valles de Mala, Cañete,
Chincha e Ica.
4to. viaje (1605): por los arenales del norte, llega a Barranca, y remontando el río
Pativilca llega a Cajatambo, la zona de Huaylas, baja a la costa por Casma y sube por el
litoral a los valles de Pacasmayo y Chiclayo. El 11 de marzo lo encontramos en Motupe,
y decide quedarse en la villa de Saña para celebrar la Semana Santa. Pero ya agotado
por los agotadores trabajos de su vida evangelizadora y padeciendo intensas fiebres,
fallece el Jueves Santo, 23 de marzo de 1605.
El mismo Santo Toribio relata de manera resumida sus propias experiencias, en una
carta al Papa Clemente VIII, fechada en 1598: «He visitado por su persona cuando
todavía habría de recorrer muchísimas leguas no incluidas en este recuento [...] muchas
y diversas veces el distrito, conociendo y apacentando mis ovejas, corrigiendo y
remediando lo que ha parecido convenir y predicando los domingos y fiestas a los
indios y españoles, a cada uno en su lengua y confirmando mucho número de gente [...]
y andando y caminando más de cinco mil y doscientas leguas, muchas veces a pie, por
caminos muy fragosos y ríos, rompiendo por todas las dificultades y careciendo a veces
yo y mi familia de cama y comida; entrando a partes remotas de indios cristianos que,
de ordinario, traían guerras con los infieles, adonde ningún Prelado o Visitador había
llegado».
La otra gran obra por la que se recuerda a Santo Toribio de Mogrovejo es el III Concilio
Limense. No obstante los dos anteriores concilios llevados a cabo por iniciativa de fray
Jerónimo de Loayza, todavía no se había podido penetrar adecuadamente las costumbres
paganas de los indígenas, y la labor evangelizadora presentaba todavía mucha
desorganización, descuido e improvisación. El Rey de España, conocedor de estos
problemas, emitió unas Reales Cédulas de convocatoria de un tercer concilio (en
Bajadoz, 19 de setiembre de 1580), con el fin de «poner en orden las cosas tocantes al
buen gobierno espiritual de las almas de esos naturales, su doctrina, conversión y buen
enseñamiento, y otras cosas muy convenientes y necesarias a la propagación del
Evangelio y bien de la religión».
En este concilio prácticamente estuvo representada toda la Iglesia en América del Sur y
América Central presente en dominios españoles, puesto que se contó con la asistencia
no sólo de los Obispos del Cuzco, Santiago de Chile, La Imperial, Paraguay, Quito,
Charcas y Tucumán, sino que también hubo delegados de La Plata, Nicaragua y de las
órdenes religiosas, que además enviaron a sus teólogos más insignes para que tomaran
parte en las sesiones conciliares. Entre ellos cabe destacar al jesuita José de Acosta.
Las sesiones fueron largas y laboriosas, puesto que el concilio duró desde el 15 de
agosto de 1582 hasta el 28 de octubre de 1583. Dos fueron los grandes temas de la
reunión conciliar: la promoción religiosa y social de los indígenas y la reforma del
clero. Los Obispos tomaron posición a favor de la defensa de los indios frente a las
injusticias que pudieran haberse cometido contra ellos: «Doliéndose gravemente este
santo sínodo que no solamente en tiempos pasados se les hayan hecho a estos pobres
tantos agravios y fuerzas con tanto exceso, sino que también el día de hoy procuran
hacer lo mismo; ruega por Jesucristo y amonesta a todas justicias y gobernadores que se
muestren piadosos con los indios, y enfrenen la insolencia de sus ministros cuando es
menester, y que traten a estos indios, no como esclavos, sino como hombres libres y
vasallos de la majestad real, a cuyo cargo los ha puesto Dios y su Iglesia. Y a los curas y
otros ministros eclesiásticos mandan muy de veras que se acuerden que son pastores y
no carniceros, y como a hijos los han de sustentar y abrigar en el seno de la caridad
cristiana» (tercera sesión, capítulo 3º).
La enseñanza de la doctrina cristiana impartida a los indígenas debía ser lo más clara
posible. Por este motivo, se decidió elaborar un catecismo único en castellano, quechua
y aymara. El jesuita José de Acosta, basándose en el catecismo elaborado por encargo
del Papa San Pío V, redactó el texto en castellano, que fue traducido luego a las lenguas
de los indios por los eminentes lingüistas Juan de Balboa y Blas Valera. Ya para los
años de 1584 y 1585 estaban listas las ediciones de los catecismos, que fueron los
primeros libros impresos en América del Sur.
Para lograr estos objetivos, una de las condiciones ineludibles era que los clérigos
tuvieran una vida ejemplar y una dedicación sacrificada a la labor evangelizadora.
Lamentablemente, no siempre ocurría así. Había clérigos seculares que se dedicaban a
actividades impropias de su estado de vida, como, por ejemplo, el juego (dados y naipes
con apuestas) y negocios lucrativos. Algunos de ellos también tenían trato con mujeres,
faltando al voto de celibato. Con el fin de cortar estos males, el Concilio prohibió a los
sacerdotes y agentes pastorales dedicarse al comercio, la explotación industrial y todo lo
que fuera negociación lucrativa. Además, dado que debían saber las lenguas de los
indígenas para poder evangelizarlos, se facultó a los visitadores eclesiásticos para
reemplazar a los curas que no las supiesen.
Hacia fines del siglo XVI y comienzos del XVII imperaba un gran optimismo entre las
autoridades eclesiásticas y civiles del Virreinato, puesto que pensaban que la tarea de la
evangelización ya estaba realizada y que los indígenas habían adoptado del todo la fe
cristiana. Las vocaciones religiosas y sacerdotales iban en constante aumento, mientras
que no faltaba lugar de la geografía peruana adonde no hubieran llegado los misioneros.
Por todas partes había signos visibles de la implantación de la fe: capillas, ermitas y
cruces (sobre todo en los lugares altos, cerros, etc.). Por otra parte, no había resistencia
por parte de los pueblos indígenas frente a las exigencias de la nueva fe, y respetaban a
los sacerdotes y a quienes representaban lo cristiano. Aparentemente, el paganismo
había sido eliminado del Perú.
El visitador debía ser afectuoso y comprensivo a la vez que severo y enérgico, incluso
amenazando con castigos, haciéndoles notar a los indios que estaban excomulgados si
no colaboraban, pero que podían ser perdonados y absueltos si confesaban y se
arrepentían de sus idolatrías. Por este motivo, la autoridad eclesiástica debía tener
cuidado de que el visitador nombrado fuera una persona de garantía moral, no inclinado
al interés personal, y que tuviera un adecuado equilibrio personal y una intensa vida
espiritual.
Todo se apuntaba por escrito, para llevar cuenta de los procesos realizados. Una vez
reunidos los objetos de culto idolátrico, se los llevaba a un lugar de las afueras del
pueblo y se los quemaba en una gran hoguera. Luego, en el día señalado para la
celebración de la Cruz, los hechiceros, llevando al cuello una cruz de gran tamaño junto
con otras señales humillantes, debían hacer retractación pública de sus faltas y errores.
Los más peligrosos y persistentes en sus errores eran llevados a Lima y recluidos en la
Casa de Santa Cruz en el Cercado, donde cada día un sacerdote les explicaba la doctrina
cristiana. Además, se dedicaban a labores manuales, como el hilado de lana. Al terminar
la condena temporal, o una vez regenerados (rechazo del error y aprendizaje de la
doctrina cristiana), eran dejados en libertad. Algunos murieron ya de viejos en esta casa.
Había además otro establecimiento de carácter más educativo que punitivo, dedicado a
los hijos de los caciques, el Colegio de Príncipe, para ir educando a las nuevas
generaciones de indígenas antes de que estuvieran expuestas al contagio de la idolatría.
Aunque aquí sólo damos cuenta de la situación en la jurisdicción de Lima, el asunto era
muy semejante en otros lugares como Huamanga, Cuzco, Arequipa, Chuquiabo,
Charcas y Quito, y no pocos misioneros se dedicaron con paciencia pero con tenacidad
a combatir los brotes de idolatría que todavía seguían subsistiendo. Generalmente, estos
esfuerzos fueron coronados por el éxito.
Hay que reconocer, sin embargo, que parte de la culpa en la persistencia de costumbres
idolátricas la tenían los mismos españoles, que muchas veces no daban testimonio de
vida de la fe cristiana, más preocupados en sus intereses y en la ganancia temporal que
podían obtener. Uno de los grandes misioneros que luchó contra la idolatría, el padre
Luis de Teruel, denunciaba esta falta de testimonio cristiano, y decía que la causa de
esta situación funesta «es que las Justicias no se ocupan más que en buscar sus
provechos, y los curas su pie de altar, y no osan reprender ni obviar los males de que
tienen noticia, y más la semana de Todos Santos, la mezcla que hacen con nuestras
ceremonias santas, de las suyas en razón de los difuntos. Desde esta tierra [el Cuzco]
hasta los Charcas no está plantada la Fe, por no se predicar, y andar la gente tan de leva,
y alzada sin entrarle cosa de devoción espiritual. Antes parece que tienen odio,
enemistad y mal sabor a las cosas de Dios, y casi tienen razón porque los que les
enseñamos mostramos el último fin de enriquecer en breve tiempo. Y ha de ser con
detrimento de las ovejas, que son trasquiladas sin piedad y amor. Y el trato que reciben
de los españoles y corregidores es crudo e incomestible, y así se van fuera de sus
pueblos a vagar y no se dejan conocer de sus curas y pastores. De donde están las
iglesias por hacer, caídas otras, y maltratadas, sin ornamentos, y los pueblos asolados,
sin haber ya quién dé tributo a su Majestad más que las pobres mujeres».
Sin embargo, ante la conciencia del mal producido, hubo una reacción adecuada,
intensificándose el trabajo de misiones. Incluso el arzobispo y el virrey destinaron
fondos a estas visitas misioneras, para que los mismos indios que recibían la predicación
no tuvieran que cargar con los gastos de los misioneros. El resultado fue beneficioso.
Hubo abundantes conversiones sinceras, no logradas por la fuerza, sino con benignidad,
paciencia y testimonio de vida cristiana. En 1619, el príncipe de Esquilache, por
entonces virrey del Perú, informaba al rey que 20,893 personas habían sido absueltas
del crimen de idolatría; 1,619 hechiceros y difusores de la idolatría habían sido
procesados, y que habían sido destruidas más de 1,769 huacas e ídolos principales,
7,288 conopas y 1,365 cuerpos de difuntos.
Se estima que hacia el año 1660 los indígenas ya estaban prácticamente evangelizados a
fondo, y que el resurgimiento de la idolatría (incluso en forma oculta) ya no era posible
a gran escala en el territorio del Virreinato.
VI. LA TRANSFORMACIÓN RELIGIOSA
De hecho, tanto la cultura como el paisaje en que ella se expresa es de hecho cristiana.
No es infrecuente localizar tanto en las grandes ciudades como en los poblados más
pequeños imágenes, santuarios, ermitas a los que acuden los fieles para rezar. Las
festividades y solemnidades locales son ocasión para celebrar, y constituyen momentos
cumbres que dan vida a la rutina cotidiana. Todos contribuyen de alguna manera con los
festejos de la fiesta patronal, dando lugar a manifestaciones coloridas de religiosidad
popular. Si bien es cierto, como recuerda el Documento de Puebla, que muchas de estas
expresiones requieren ser purificadas para estar plenamente de acuerdo con la fe
cristiana, no por ello dejan de ser auténticas y llenas de un sentimiento sagrado que
manifiestan el hambre de Dios que anida en los corazones de los hombres de América
Latina.
Son muchas las devociones y santuarios que vemos surgir a la sombra de la obra
evangelizadora, tanto al Señor Jesús como a la Virgen María, así como en las
advocaciones de los santos. El culto mariano es uno de los mejores frutos que da el
esfuerzo realizado por los misioneros. Se hace sentir la presencia maternal de María en
estos pueblos, sobre todo a partir de su aparición en el cerro del Tepeyac (México), bajo
la advocación de Nuestra Señora de Guadalupe. Allí se le apareció a Juan Diego, un
indio del lugar, en medio de una resplandeciente nube. La Virgen dejó impresa un
imagen de sí en la tilma o manto de Juan Diego, la cual se venera aún en Ciudad de
México.
En el Perú abundan los santuarios marianos. Prácticamente no hay región del país que
no tenga alguno. Quizá el más representativo sea el Cocharcas, que halla su correlato en
el de Copacabana (Bolivia). Éste se originó de la siguiente manera. El indio Titu
Yupanqui había decidido fundar una cofradía bajo la advocación de la Virgen de la
Candelaria, para lo cual él mismo labraría la imagen mariana. Fue a Potosí para
aprender escultura y pintura. Cuando se trasladó en compañía de D. Alonso Viracocha,
gobernador de los hanansayas a Chuquisaca para obtener del Obispo la autorización
para darle culto a la imagen, éste no se la dio, considerando que la imagen no tenía las
condiciones dignas y adecuadas como para recibir culto. Yupanqui, sin embargo,
persistió en su intento, y dándole algunos retoques a la imagen, se dirigió a La Paz,
donde, al servicio de un maestro retablista español, logró que éste estofase y decorase la
imagen. Durante las noches ambos se dedicaban a embellecer progresivamente la
imagen de la Virgen. No sin posteriores contrariedades y dificultades, y con la ayuda del
párroco de Copacabana, el franciscano Antonio Montoro, y del corregidor de
Omasuyos, Jerónimo Marañón, decidieron traer la imagen, la cual llegó a su destino el 2
de febrero de 1583. Al amanecer de ese día, la bendita imagen de María apareció en los
cerros de Huacuyo, como un sol que viniera a iluminar ese rincón inhóspito del Alto
Perú. Sebastián Quimichi, otro indígena, llevó la devoción de Copacabana a la provincia
de Andahuaylas en el Perú, donde en el santuario de Cocharcas se guarda una réplica de
la virgen del santuario boliviano.
No podemos pasa por alto la devoción popular peruana que más fieles congrega, y que
da lugar a la procesión religiosa más multitudinaria en todo el mundo: el culto al Señor
de los Milagros.
La historia, tal como ha sido recogida en las crónicas, cuenta que hacia el año de 1650
existía una cofradía de negros de raza Angola en el barrio de Pachacamilla, por entonces
en las afueras de Lima. Allí, en un mísero galpón, celebraban sus reuniones, las cuales
iban frecuentemente acompañadas de ruidosos festejos. En tal lugar la cofradía mandó
hacer en una de las paredes una imagen de Cristo crucificado. La imagen no estaba
acompañada todavía por las figuras de la Virgen y de María Magdalena. Pintada sobre
un muro de adobe, mal revocado y enlucido, la imagen, de escasa calidad artística, ya
estaba terminada en 1651. En ese lugar, prácticamente a la intemperie, era venerada por
los miembros de la cofradía y por las pocas personas que por allí pasaban. No había,
ciertamente, mucho futuro para la imagen.
Hacia 1670 un hombre piadoso, Antonio de León, tomó a su cargo la imagen y restauró
el cobertizo, haciendo que la devoción hacia ella fuese creciendo. El mismo León fue
curado de un tumor maligno en virtud de las oraciones hechas al Cristo de
Pachacamilla. Este hecho prodigioso tuvo el efecto de suscitar la atención de la gente.
Se comenzaron a realizar reuniones delante de la imagen. No todas las reuniones eran
realizadas con la honestidad debida, puesto que a veces iban acompañadas de bailes
sensuales y del consumo de bebidas alcohólicas. De este modo, el Conde de Lemos,
virrey del Perú, a instancias de la autoridad eclesiástica, decidió eliminar la imagen con
el fin de suprimir los excesos, y resolvió también que se destruyese el altar provisorio
que se había colocado delante de ella. La orden nunca llegó a ejecutarse. El pintor
señalado para la tarea de borrar el muro sufrió un desmayo, por lo cual el Promotor
Fiscal nombró a otro oficial para realizar la tarea. El reemplazante fue acometido por un
temblor inusitado. El Promotor Fiscal no tuvo más remedio que ofrecer una buena paga
a un tercero, quien, luego de intentarlo por primera vez, dijo que no podía hacer lo que
se le pedía, pues a la imagen del Cristo se le avivaban los colores cuando intentaba
efectuar el borrado. No hubo más remedio que dejar la imagen intacta.
Durante el terremoto del 20 de octubre de 1687, el peor de los que sufrió Lima en el
siglo XVII, la capilla no sufrió ningún daño de consideración. Por motivo del sismo,
Antuñano hizo que se sacara una copia de la imagen en procesión. Fue ésta la primera
vez que el Señor de los Milagros salió a recorrer las calles de Lima, el 20 de octubre de
ese año.
Por esta época, una piadosa mujer originaria de Guayaquil (en el actual Ecuador),
Antonia Maldonado, se interesó en instaurar un beaterio, para llevar, junto con otras
mujeres, vida devota en seguimiento de Jesús Crucificado. Adoptaron la regla de la
orden carmelita reformada de Santa Teresa de Jesús. Antuñano les ofreció sitio en su
terreno, para que allí construyesen el claustro monacal, al lado de la Capilla del Cristo
de los Milagros. Este es el origen del actual Santuario y Monasterio de las Nazarenas
Carmelitas Descalzas.
El templo de las Nazarenas fue inaugurado en 1771 durante el gobierno del virrey
Amat. Por esta época también se instituyó una cofradía o hermandad, con el fin de
reunir devotos para acompañar la imagen en su recorrido por las calles de Lima y
celebrar la fiesta el 20 de octubre. Este es el origen de la Hermandad de Cargadores del
Señor de los Milagros, distribuidos en cuadrillas al mando de capataces, martilleros y
jefes de cuadrillas, donde los hermanos se turnan ritual y rigurosamente en tener el
honor de llevar sobre sus hombros las pesadas andas. Los caracteriza el hábito morado y
el cíngulo blanco con que se lo atan.
Sobre esta devoción ha escrito el Padre Rubén Vargas Ugarte, S.J.: «Ninguna
[devoción] más popular ni más compenetrada con nuestros usos y costumbres; ninguna
tampoco más ligada con la historia de la urbe en sus trances más dolorosos. Por eso ha
sobrevivido y no le han quitado su tono característico los adelantos de la vida moderna
y las transformaciones que van despojando a la ciudad de su aspecto colonial, de ese
aire de pacífica quietud que todavía en ella se respiraba a comienzos del siglo y de la
hogareña alegría que se ocultaba detrás de sus balcones moriscos o en las anchas salas y
cuadras de sus casonas. Viene el mes de octubre y al colorearse las calles con el hábito
morado que visten innumerables devotos, esta floración violeta que coincide con nuestra
primavera, nos recuerda a la Lima de otros tiempos, nunca mejor sentimos lo que en ella
hay de más peculiar y castizo y nos persuadimos que no se han borrado del todo los
rasgos de su fisonomía como ciudad».
VII. LA LUCHA POR LA JUSTICIA
La justificación de la Conquista
No es posible, sin falsear la realidad, trazar una línea divisoria, donde los españoles sean
los malos y los indígenas los inocentes que sufrieron el papel de víctimas. La historia
nos muestra, por el contrario, que muchas veces los indígenas actuaron de mala fe y con
engaño, recurriendo a la violencia sin ser necesario. Lo cual no excusa, por cierto, los
abusos que cometieron varios de los españoles. Y aun considerando que hubo buenos y
malos tanto entre los conquistadores como entre los conquistados, tampoco se pude
hacer una división simplista entre españoles buenos y malos, pues, como lo demuestra
la misma realidad, la línea divisoria pasa por el centro del corazón humano, y en todo
hombre se puede hallar esa dualidad proveniente de la lucha entre el bien y el mal que
se da en su propio interior.
Es de notar como aquí en el Perú no hubo destrucción del indígena, como fue el caso de
América del Norte. La paulatina desaparición de la raza india en estado puro se debe a
múltiples factores, de entre los cuales la muerte violenta no es el más importante. Las
tropas de los conquistadores eran reducidas en extremo y no hubieran bastado para
exterminar la cantidad de indios que algunos, con desconocimiento de la realidad y
muchas veces con mala intención, les atribuyen. Muchas más muertes causaron las
epidemias y las hambres periódicas, estas últimas ocasionadas por la desorganización y
el desmoronamiento del antiguo orden social. Por otra parte, la presencia de nuevas
enfermedades traídas por los españoles, ante las cuales los indígenas tenían muy pocas
defensas biológicas e ignorancia absoluta sobre cómo tratarlas, fue una de las causas de
muerte más frecuente. Tan sólo recordemos que en el siglo XIV la peste bubónica
arrasó con dos tercios de la población de Europa.
Cabe mencionar luego el sarampión, a partir de 1529 en las Antillas y luego en México
en 1531, pasando luego a América Central. En 1545, una variante de la enfermedad del
tifus devastaría México. Posteriormente, epidemias de estas enfermedades en diversas
regiones de América, e incluso una epidemia de gripe, ocasionarían la muerte de
muchos indígenas.
Por otra parte, otra de las causas de la desaparición de los indios no se debe a nada que
produzca la muerte. Nos referimos al mestizaje, es decir, la mezcla de la raza española
con la indígena, lo cual da lugar a nuevas generaciones que no son, ciertamente, de raza
india, sino mestizos.
«Lo que desaparecieron fueron los indios, en parte por las guerras; en parte por la
esclavitud, las encomiendas y las mitas; pero también por el abatimiento moral, las
epidemias y las hambres periódicas. Y por si fuera poco, por el mestizaje.
»Las guerras no bastan para considerarlas causa de la extinción del indio, puesto que las
tropas de los conquistadores eran reducidas en extremo. Si los tres millones de indios de
La Española, según Las Casas, los reducimos a sus justos límites, o sea de doscientos a
trescientos mil, y si admitimos una población media de quinientos españoles en los
catorce años, hemos de asignarles la tarea de matar cada uno quinientos indios por año.
»En la conquista de México pudieron morir millares de indios, pero no tantos como
calcula a ojo y con mala intención el padre Las Casas. En las más mortíferas batallas, de
Tlaxcala, Otumba y la Noche Triste, los muertos serían, echando de largo, diez o quince
mil. En el sitio de México pudieron perecer doscientos mil indios, pero esta cifra no
resulta alarmante cuanto que es menos de los que morían en dos años sacrificados en los
templos».
El motivo principal de la presencia de los españoles en los territorios del Nuevo Mundo
fue la evangelización —lo cual no descarta la presencia de otras motivaciones que se
mezclaban con la anterior—. Así se puede leer en las Leyes de Indias: «Los Señores
Reyes nuestros progenitores desde el descubrimiento de nuestras Indias Occidentales,
Islas y Tierrafirme del Mar Oceano, ordenaron y mandaron... que en llegando a esas
Provincias procurasen luego dar a entender... a los Indios y moradores como los
embiaron a enseñarles buenas costumbres, apartarlos de los vicios y comer carne
humana, instruirlos en la Santa Fé Católica y predicarsela para su salvacion y atraerlos a
nuestros Señor, porque fuesen tratados, favorecidos y defendidos como los otros
nuestros subditos y vasallos...»
Eso no significa que el ideal del respeto de la dignidad humana de los indígenas
estuviera totalmente ausente. Prueba de ellos son las múltiples denuncias que se
hicieron y todos los intentos de corregir los excesos e injusticias que se ocasionaban.
Son muy pocos los que justificaron los males que hubo.
En España, quien defendió los derechos de los indígenas fue sobre todo frayFrancisco
de Vitoria, de la orden dominica, representante de lo que se ha venido a llamar la
Escuela de Salamanca y fundador indiscutido del derecho internacional. En sus
famosas Relecciones pone en cuestión la tesis medieval que decía que el papa tenía un
poder temporal sobre todo el orbe y, por tanto, se justificaba la donación que el
Pontificado hacía de las nuevas tierras descubiertas a la Corona española. De esta
manera, decía que América no podía pertenecer por derecho a España. Asimismo,
rechaza la manera clásica de la conquista, con sus consecuencias de crueldad y
esclavitud. Propone que se abandone el método del «requerimiento», porque en la
mayoría de los casos era una simple formalidad para justificar las acciones violentas,
especialmente cuando se leía desde la proa de un barco o en medio de redobles de
tambor y arcabuzazos. Debía preferirse los métodos pacíficos de penetración y
evangelización. Señala las razones justificables por las que España puede aspirar a la
posesión de las tierras americanas: el derecho al libre tránsito, al libre comercio y
comunicación, a propagar la fe cristiaa, a defender a los naturales ya convertidos, sobre
todo de agresiones injustas. Toda forma de tiranía y depredación por parte de los
conquistadores quedan condenadas.
Fuera de los aspectos polémicos que rodean la vida del fraile dominico, es indudable
que tuvo una auténtica preocupación por la defensa de los indígenas frente a los abusos
cometidos por españoles. En su obra Del único modo de atraer a todos los pueblos a la
verdadera religión propone una aproximación evangelizadora que privilegia los medios
pacíficos y propicia la reconciliación. He aquí, por ejemplo, cómo describe las
condiciones que deben respetarse para una predicación evangélica efectiva:
«La primera es que los oyentes, y muy especialmente los infieles, comprendan que los
predicadores de la fe no tienen ninguna intención de adquirir dominio sobre ellos con su
predicación.
»La segunda parte consiste en que los oyentes, y sobre todo los infieles, entiendan que
no los mueve a predicar la ambición de riquezas.
»Consiste la tercera parte en que los predicadores se muestren de tal manera dulces,
humildes, afables y apacibles, amables y benévolos al hablar y conversar con sus
oyentes, y principalmente con los infieles, que hagan nacer en ellos la voluntad de oírlos
gustosamente y tener su doctrina en mayor reverencia.
»De lo dicho se deduce también con claridad la cuarta parte constitutiva de la forma de
predicar, que es más necesaria que las anteriores: que la predicación les sea provechosa
por lo menos a los predicadores; esto es, que tengan el mismo amor de caridad con que
san Pablo amaba a todos los hombres del mundo a fin de que se salvaran. Y notemos
que son hermanas de esta caridad la mansedumbre, la paciencia y la benignidad: "La
caridad es sufrida, es bienhechora y lo soporta todo" (1Cor 13).
»La quinta parte constitutiva de la forma de predicar está contenida en las palabras de
San Pablo, citadas en el § 3º, a saber: "Testigos sois vosotros, y también Dios, de cuán
santa, y justa, y sin querella alguna fue nuestra misión entre vosotros, que habéis
abrazado la fe", así como antes de vuestra conversión como después de ella, según dice
la glosa interlineal».
De este modo, para resumir podemos decir junto con el Santo Padre Juan Pablo II que
«desde los primeros pasos de la evangelización, la Iglesia católica, movida por la
fidelidad al Espíritu de Cristo, fue defensora infatigable de los indios, protectora de los
valores que había en sus culturas, promotora de humanidad frente a los abusos de los
colonizadores a veces sin escrúpulos. La denuncia de las injusticias y atropellos por
obra de Montesinos, Las Casas, Córdoba, fray Juan del Valle y tantos otros, fue como
un clamor que propició una legislación inspirada en el reconocimiento del valor sagrado
de la persona. La conciencia cristiana afloraba con valentía profética en esa cátedra de
dignidad y de libertad que fue, en la Universidad de Salamanca, la Escuela de Vitoria, y
en tantos eximios defensores de los nativos, en España y en América Latina» (Discurso
inaugural del Santo Padre, IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano,
Santo Domingo 1992, 4).
«América Latina forjó en la confluencia, a veces dolorosa, de las más diversas culturas
y razas, un nuevo mestizaje de etnias y formas de existencia que permitió la gestación
de una nueva raza, superadas las duras separaciones anteriores» (Puebla, 5).
Muchas de las antiguas fiestas del calendario astronómico y agrícola fueron reajustadas
de acuerdo a las celebraciones del año litúrgico de la Iglesia. La música, el canto, la
poesía, las danzas y los trajes se entrelazaban armónicamente. Las cofradías de indios se
enorgullecían de tener buenos músicos, que alcanzaron una destreza enorme en el uso
de chirimías, trompetas, flautas, violines, y no se concebía ningún acto público
importante donde no estuviera presente la música.
Todas las órdenes religiosas crearon escuelas y colegios de diversos niveles y tipos de
enseñanza, incluyendo escuelas exclusivas para indios, donde se elevaba su nivel
cultural. En estos colegios también enseñaron maestros laicos, animados del mismo
impulso evangelizador.
La primera Universidad de América fue fundada en Lima gracias a fray Tomás de San
Martín, de la orden dominica, en 1551. Ésta —que es la actual Universidad de San
Marcos—, con el correr de los años, iría alcanzando renombre gracias a la calidad de los
profesores y la cantidad de sus alumnos. El cargo de Rector lo debían ejercer
alternadamente un clérigo y un laico.
También hubo otros centros de enseñanza superior fuera de San Marcos, todos ellos
dependientes de la Iglesia, puesto que no se tenía en esa época el concepto de una
institución pedagógica que fuera exclusivamente laica. La separación de Iglesia y
Estado sería una realidad que recién se concretaría históricamente en el siglo XIX.
Todos estos centros contaban con la ayuda financiera de la Corona o con rentas propias.
En el siglo XVI se fundó las universidades de Cuzco, Chuquisaca, Quito y Huamanga.
También fueron numerosos los colegios fundados por las diversas órdenes religiosa,
que, en su tiempo de esplendor, fueron uno de los elementos que más contribuyeron a la
formación cultural tanto de españoles y criollos como de mestizos e indígenas. En cierta
medida, formaron parte importante del crisol donde se fue fraguando la identidad
peruana. Algo similar ocurrió en los otros lugares de América Latina, configurándose de
esta manera una identidad propia.
No faltaron tampoco las obras de asistencia y ayuda social. Por ese entonces el Estado
no asumía las obras referentes a la salud o a la beneficencia social. Pero tampoco era
necesario, porque la vivencia de la caridad impulsaba a los miembros de la Iglesia a
dedicarse a estos menesteres, mediante las órdenes religiosas, los prelados diocesanos,
los doctrineros y las cofradías o hermandades. En fin, era fruto de la iniciativa conjunta
de los integrantes del Pueblo de Dios, tanto laicos como clérigos, religiosos y no
religiosos. La presencia de personas que representaban la presencia activa de la Iglesia
era una garantía de constancia, permanencia y desinterés. En otras palabras, esta obras
no surgían como consecuencia de un programa social o económico, ni de instancias
puramente administrativas, sino de la vitalidad de la fe de los cristianos, alimentada por
una caridad apremiante.
«La caridad fue [...] la fuerza espiritual que llevó a numerosos cristianos a ofrendar su
vida diariamente en la tarea de construir pacientemente una experiencia de encuentro
entre las diferentes culturas, llegando en ocasiones hasta el martirio, en defensa de los
derechos de los indígenas frente a los abusos de los europeos, como también en defensa
de la misión evangelizadora frente a la incomprensión de la población indígena. Son
innumerables las obras ordinarias de la caridad que se pueden mencionar en el período
de la primera evangelización: las escuelas para indios y para mestizos; los hospicios que
habitualmente las acompañaban; las misiones de las órdenes religiosas que protegieron
a la población indígena de los interesados en obra de mano barata; los conventos
masculinos y femeninos que no sólo abrieron sus puertas a los distintos sectores sociales
de la población, sino que daban de comer, daban techo y asistencia sanitaria a quienes lo
solicitaban; las doctrinas; la organización de la población en cofradías, que junto a su
papel religioso constituían grupos de ayuda mutua; los colegios mayores y
universidades; la introducción de tecnología avanzada a la producción agrícola y
artesanal, etc. En lenguaje de hoy diríamos que la caridad no fue sólo asistencialista,
sino que creó fuentes de trabajo y empleo para la población, dentro de un marco global
de búsqueda de integración entre las diferentes tradiciones culturales» (Pedro Morandé).
De este modo, por ejemplo, en Lima llegaron a haber casi tantos hospitales y asilos
como templos, entre los cuales cabe mencionar el hospital de Santa Ana (para
indígenas) fundado por el arzobispo Loayza, los hospitales de San Andrés (para
españoles), San Diego (para convalecientes), del Espíritu Santo (para gente de mar), de
la Cátedra de San Pedro (para sacerdotes), de San Bartolomé (para negros), de San
Lázaro (para leprosos), el hospicio de la Inocencia (para niños expósitos), San Cosme y
Damián (para mujeres pobres), del Carmen (para los convalecientes del Santa Ana).
Cuando se establecieron en el Virreinato órdenes hospitalarias, es decir, dedicadas
exclusivamente al cuidado de los enfermos, la atención mejoró considerablemente.
Entre estas órdenes merece mencionarse los hermanos de San Juan de Dios y los
betlemitas.
Es necesario mencionar aquí las cofradías o hermandades, que tuvieron un papel muy
importante en la realización de las obras de promoción social. En un principio eran
gremios que agrupaban a los que trabajaban en el mismo oficio, por ejemplo,
carpinteros, plateros, labradores, zapateros, curtidores, etc., o hermandades con una
intención cultural o religiosa. Aunque la finalidad era ayudarse mutuamente, todas
tenían un marcado carácter religioso. Se ponían bajo la advocación de un santo patrono
(San Eloy para los plateros, San Crispín para los zapateros, etc.), se establecían en
templos y tenían fiestas y solemnidades especiales, que se efectuaban con el mayor
brillo y esplendor que se podía hacer bajo la dirección del mayordomo. Las cofradías
estaban conformadas principalmente por criollos y españoles, pero también hubo de
otras razas, principalmente en los pueblos del interior. El hecho de que muchas de estas
cofradías o hermandades que datan de la Colonia reduzcan actualmente su actividad a la
organización de la fiesta patronal no debe hacernos olvidar la importancia de la función
social que desempeñaron, bajo el impulso de la fe y la caridad cristianas.
«Las cofradías [...] se estructuraban en torno a una devoción particular, pero no sólo con
objetivos funcionales, sino como una experiencia laical de Iglesia que incluía también,
por cierto, la asistencia y la ayuda mutua. Si la Iglesia en la actualidad ha dado
testimonio elocuente de su capacidad de socorrer a los más pobres facilitándoles su
propia autoayuda, ello se debe en buena medida a esta experiencia primera vinculada al
nacimiento de nuestra religiosidad popular. ...la cofradía fue una experiencia notable por
su capacidad de aunar la finalidad litúrgica o devocional y la vivencia de la caridad. En
una época como la actual, en que se tiende a estimar casi como prescindible la
dimensión litúrgica de la práctica de la caridad, la memoria de las cofradías nos invita a
redescubrir la dimensión sagrada del vínculo de la caridad» (Pedro Morandé).
¿Qué es la santidad?
Todo ser humano encuentra en sí un deseo infinito de felicidad, y aspira a realizar todas
las posibilidades y talentos con que Dios lo ha dotado. Todo hombre desea, en cierto
modo, alcanzar la plenitud de su propia naturaleza humana y evitar aquello que lo
conduzca al fracaso y la frustración. Este deseo de infinito y felicidad no puede ser
obviado por ningún hombre, pero sí puede ser desviado y orientado hacia realidades que
no llegarán a satisfacer al ser humano. Solamente en Dios y en el amor que se
manifiesta en los misterios del Señor Jesús, Dios hecho hombre para reconciliación de
los hombres, puede el hombre encontrar aquello a lo que aspira desde lo más profundo
de su ser. Y Dios quiere que los hombres alcancen esta plenitud que Él mismo les
ofrece.
Para ello Dios tiene un Plan, que se manifiesta de manera concreta para cada hombre en
un llamado personal. Este camino que Dios señala no atenta contra la dignidad del ser
humano, sino todo lo contrario, le permite realizarla y desarrollarla con mayor facilidad,
desenvoltura y libertad. La santidad no consiste, pues, en un estado excepcional y
sobresaliente de vida, sino en la respuesta al llamado personal de Dios para realizar, en
colaboración con la gracia, nuestra propia naturaleza humana. En otras palabras, ser
santo es ser plenamente hombre.
Todo ello repercute de manera positiva en el entorno social. Los santos contribuyen a
humanizar las relaciones de los hombres entre sí y, en cierto modo, a través de su
vivencia intensa del amor, se convierten en modelo de convivencia fraterna. Si
consideramos que la responsabilidad de los males que aquejan a las sociedades se
deben, en última instancia, no a las estructuras ni a los programas y proyectos sino a los
individuos, que proyectan lo que hay dentro de sus corazones en el ámbito social, se nos
hace clara la importancia de alcanzar la santidad para poder mejorar el mundo en que
vivimos. Podemos decir que la primera responsabilidad social del cristiano consiste en
buscar ser santo.
No hay mayor tristeza que la de no ser santos. No hay mayor injusticia que no querer ser
santos. No hay mayor irresponsabilidad que no poner los medios adecuados para
alcanzar la santidad. En otras palabras, rechazar el ideal de la santidad es rendirse ante
el mal que constatamos en nuestros corazones humanos y renunciar a desarrollar las
mejores posibilidades de nuestra condición humana.
Por eso, si queremos determinar en qué medida la Iglesia ha desarrollado una labor
exitosa en lo referente a su misión evangelizadora, hemos de fijarnos en su impulso para
suscitar la santidad en los lugares en que ha hecho sentir su presencia. La cultura
cristiana que se ha configurado en América Latina encuentra su expresión más viva e
intensa en la vida de aquellos que han sido testigos excepcionales del amor de Dios. Así
lo declara el Documento de Santo Domingo: «Mirando la época histórica más reciente,
nos seguimos encontrando con las huellas vivas de una cultura de siglos, en cuyo núcleo
está presente el Evangelio. esta presencia es atestiguada particularmente por la vida de
los santos americanos, quienes, al vivir en plenitud el Evangelio, han sido los testigos
más auténticos, creíbles y cualificados de Jesucristo» (Santo Domingo, 21).
No debemos creer que sólo aquellas personas que la Iglesia ha canonizado -es decir,
declarado oficialmente como santas- han alcanzado la santidad. Existe una multitud de
hombres y mujeres anónimos que también han manifestado en su vida el resplandor del
amor de Dios que es la santidad. La Iglesia, cuando canoniza a alguien, declara
solemnemente que tiene certeza absoluta de que esa persona concreta ha alcanzado la
santidad, y la propone como ejemplo a todos los fieles. Pero son muchos más los santos
desconocidos, no canonizados, que ha habido en los veinte siglos de historia de la
Iglesia. Todo ellos contribuyeron a que el amor de Dios se hiciera presente en la
convivencia humana, respondiendo generosamente al llamdo de Dios.
Como Rosa de Santa María, Martín de Porras, el humilde mulato limeño, es venerado
en todo el mundo católico. «Es una especie de plebiscito mundial a su favor» —
reconoce Vargas Ugarte al comprobar el culto que se tributaba al lego dominico. Nació
Martín en diciembre de 1579, hijo del caballero Juan de Porras (o Porres), de la orden
de Alcántara, y de una negra panameña llamada Ana Velázquez.
Fue a su solicitud admitido como `donado' de la orden dominica en 1594. Servía en los
menesteres más humildes; sobre todo a los pobres y como enfermero del convento de
Santo Domingo. Dado a la oración, consumía en ella horas enteras, sacrificando aun el
descanso. Profesó en 1603. Falleció el 3 de noviembre de 1639 a los 60 años de edad.
Los funerales revistieron extraordinaria solemnidad, y el propio virrey Conde Chinchón
con otros miembros del gobierno portaron el féretro. Fue canonizado por Juan XXIII el
6 de mayo de 1962, fijándose su festividad el día 3 de noviembre. Es Patrono de la
justicia social.
Este tema resulta en la actualidad algo problemático, sobre todo porque se tiende a
juzgarlo desde categorías ajenas al momento histórico en que se desarrolló. Es
importante ubicar en su contexto histórico cada una de las instituciones del pasado. De
otra manera se corre el riesgo de entenderlas mal o simplemente de no entenderlas en
absoluto. No haremos aquí una justificación de lo que se conoce como el Tribunal de la
Santa Inquisición, pero intentaremos una aproximación más serena y objetiva al tema.
Generalmente se lo presenta como una institución que se dedicó a la persecución de las
personas a causa de sus ideas, atentando impunemente contra el derecho a la libertad de
opinión. Analicemos detenidamente esta afirmación.
Debemos tener en cuenta que el derecho a opinar libremente depende de otro derecho de
mayor importancia para el hombre: el derecho a conocer la verdad. En la época en que
surge el fenómeno de la Inquisición, casi nadie ponía en duda que la verdad suprema
estaba en lo que la fe enseñaba. Y, por el bien del hombre y de la comunidad humana,
esta verdad debía ser respetada, pues constituía la base del bien común y el bienestar
social, así como de la salvación eterna de cada uno. La propagación de errores
contrarios a la fe ponían en peligro la salvación eterna de los hombres y el bien común
dentro del orden social. Podían destruir la misma convivencia humana y las bases de
una auténtica justicia basada en el respeto de los valores cristianos. En cuestiones no
vinculadas directamente con la fe, se podía opinar libremente. La libertad de opinión se
regía por la búsqueda de la verdad, contrariamente a lo que frecuentemente se ve en
nuestros días, en que se piensa en que hay libertad de opinar sin necesidad de buscar la
verdad; basta con la opinión sea sustentada por alguien para que tenga derecho a ser
expuesta, sin necesidad de ser fundamentada objetivamente. Esto hace que poco a poco
se destruyan los fundamentos objetivos de la sociedad. Actualmente, la mentira, el
engaño y la falsedad tienen la misma carta de ciudadanía que la verdad objetiva, y el
hombre se encuentra desorientado y no sabe cómo hallar la felicidad, pues no sabe
dónde se encuentra la verdad absoluta.
No podemos aceptar estas afirmaciones sin examinarlas con cuidado. La mayoría de las
veces sólo nos presentan una caricatura de la realidad. En la actualidad, son numerosos
los historiadores que admiten que la Inquisición puede ser considerado como un tribunal
benigno y tolerante en comparación con los tribunales civiles de la época.
Para lograr una comprensión más equilibrada de este fenómeno, veamos brevemente
cuáles fueron las circunstancias que lo originaron.
Origen de la Inquisición
Otra herejía, la de los valdenses, si bien sostenía la mayoría de las verdades de la fe,
presentaba una dura oposición a la Iglesia. Presentaba la pobreza extrema como la única
manera de vivir la relación con los bienes materiales. Pretendía oponerse así al lujo en
que vivían algunos miembros del clero. Negaban el sacerdocio, la Misa y el purgatorio.
Luego venía la sentencia, en la que varias personas, entre religiosos y laicos de probada
honradez, examinaban los datos que se tenían sobre el incriminado y emitían su opinión
sobre si había culpabilidad o no. En caso de haber sido arrancada la confesión por
medio de la tortura, también se examinaba su veracidad, es decir, si había sido hecha
solamente por miedo a los castigos corporales o si se podía considerar auténtica. En
sesión pública, generalmente en domingo para que pudiese asistir la población, se
proclamaba la sentencia.
El último paso era la ejecución de la sentencia, que era llevada a cabo por la autoridad
civil («el brazo secular»). En caso de que se aplicara la pena de muerte, ésta no debía
conllevar derramamiento de sangre; por lo tanto, la hoguera era el medio preferido.
Otras penas para el delito de herejía que se aplicaban con mucha mayor frecuencia que
la pena de muerte, que era considerada una medida extrema y excepcional, eran: remar
en las galeras, el destierro, la confiscación de bienes, la cárcel. Otras sentencias menos
duras eran las peregrinaciones, los azotes, los signos de infamia (vestidos humillantes de
color amarillo, vela verde, soga a la garganta, coroza blanca).
Valoración
¿Qué opinión debe merecernos este tribunal eclesiástico? ¿Se puede aceptar la imagen
que nos lo presenta como un conjunto de fanáticos religiosos que se dedicaban al
exterminio de herejes, aceptando las acusaciones sin mayores pruebas y prodigando a
diestra y siniestra la pena de muerte? ¿Se le puede considerar como un medio para
imponer la fe a través del miedo y el terror? ¿Se lo puede catalogar como el símbolo de
la lucha contra la libertad de opinión?
Aunque fueron muchas las personas que murieron ajusticiadas por la Inquisición en toda
su historia, el número se queda corto frente a las persecuciones llevadas a cabo por los
enemigos de la Iglesia católica. La caza de brujas efectuada por los protestantes en
Europa da como resultado unas 300,000 personas ajusticiadas a muerte, de las cuales
200,000 lo fueron sólo en Alemania. La Revolución Francesa, en el período del terror
que va de 1792 a 1794, ejecutó en la guillotina a unas 34,000 personas, de las cuales
12,000 no recibieron juicio. Esta cantidad sobrepasa al número de condenados a muerte
por la Inquisición a lo largo de toda su historia. Tampoco se quedan cortas las cifras
referentes a los linchamientos de negros en los Estados Unidos de Norteamérica a
principios del siglo XX, ni las referentes a las matanzas de judíos y cristianos en la
Alemania nacionalsocialista de Hitler. En cambio, la Inquisición en el Perú, en el
período que va de 1570 a 1820, sólo sentenció a muerte a 30 personas.
La Inquisición española
La Inquisición española estaba formada por un Inquisidor general al frente del Consejo
Supremo de la Santa Inquisición, compuesto por siete miembros. Luego, cada tribunal
particular constaba de 3 inquisidores, 1 fiscal, 3 secretarios, 1 alguacil mayor y 3
receptores, calificadores y consultores. En España había 14 de estos tribunales, 3 en
Portugal y 3 en América (México, Lima y Cartagena de Indias).
Al igual que la Inquisición europea, la española recurría a la tortura sin derramamiento
de sangre ni daños graves. Los detenidos se alojaban en cárceles más decentes que las
prisiones civiles; no eran tan lúgubres ni espantosas como las pinta a veces la
imaginación literaria. La pena de hoguera sólo se aplicaba a los herejes confesos y
obstinados que no aceptaban la reconciliación con la Iglesia, mientras que a aquellos
que pedían la reconciliación en el último momento se les estrangulaba primero por la
pena del garrote y después se incineraba su cadáver.
No faltó aquí en estas tierras del Perú quien pidiera que la jurisdicción se extendiese a
los procesos de idolatría contra los indios, pero esta moción no prosperó. La Inquisición
sólo tenía potestad para con los españoles cristianos de los cuales se sospechase de
herejía. Los indios eran conversos recientes, de los cuales no se podía exigir un
conocimiento ni una práctica exhaustiva de la fe. Además, su evangelización todavía
estaba en marcha. Sus faltas contra la fe debían ser atribuidas más que nada a la
ignorancia. Por lo tanto, no podían ser tratados en cuestiones de fe de igual manera que
los españoles.
Al principio, las denuncias fueron abundantes, pero eran sobre cuestiones de poco peso,
que hacían perder el tiempo a los encargados del tribunal en asuntos triviales. Esto
causó malhumor al arzobispo Loayza. Los delitos se reducían a expresiones equívocas,
malsonantes y ofensivas contra Dios, que los acusados admitían haber pronunciado, y
que se castigaban con penas leves.
Los actos públicos en los que comparecían los acusados y en los que se proclamaba la
sentencia recibían el nombre de «auto de fe». De estos hubo 27 a lo largo de la historia
del virreinato, siendo el primero el 15 de noviembre de 1573.
A partir del siglo XVIII la actividad de la Inquisición fue disminuyendo, en parte por la
disminución de las denuncias, en parte por la mayor tolerancia de los jueces. Fue
suprimida en todos los dominios españoles por las Cortes de Cádiz, el 22 de febrero de
1813. Aunque hubo un intento de restablecimiento en 1814, el tribunal no volvería a
funcionar de manera efectiva, y por Real Orden quedaría definitivamente suprimido el 9
de marzo de 1820.
Según un cuadro estadístico de 1700, mandado hacer por orden del Conde de la
Monclova, la cantidad de personas que conformaba lo que se puede llamar como
población eclesiástica (religiosos de ambos sexos, novicios, hermanos legos, sirvientes
de los conventos, etc., etc.), sin contar los clérigos seculares, superaba en Lima la cifra
de 6,000 personas, para una población total de aproximadamente 38,000 habitantes. Y
muy semejante era el cuadro en todo el Virreinato.
Sin embargo, el número no iba parejo con el fervor y la observancia religiosa. Todos los
testimonios concuerdan en que la relajación se introdujo poco a poco en los conventos,
y no hubo nadie que pusiera un pare a estos males. Aunque hubo excepciones, ello no
hace sino confirmar que el mal era generalizado. Y de entre los sacerdotes, los pésimos
ejemplos eran más frecuentes entre los que pertenecían a órdenes y congregaciones
religiosas que entre los miembros del clero secular.
Otros males que se presentaban eran el concubinato de los clérigos, el hábito del juego
por dinero e incluso el beber en exceso, la acumulación excesiva de riquezas por parte
de quienes habían hecho voto de pobreza. Sólo la Compañía de Jesús quedaba en esa
época en cierta medida libre de la presencia de estos males. Pero, en 1767, el rey Carlos
III, por influencia de ministros liberales y masones, decretó la expulsión de los jesuitas
de todos los dominios españoles, sin alegar públicamente ningún motivo que justificara
esta medida. Ésta fue cumplida por el Virrey Amat el 9 de setiembre de 1767 en el más
estricto secreto. Los jesuitas fueron hacinados en barcos y conducidos a España, para
luego dirigirse hacia los Estados Pontificios como destino final. Entre ellos iba un joven
estudiante arequipeño, Juan Pablo Viscardo y Guzmán, futuro autor de la célebreCarta
a los españoles americanos.
Por parte del clero secular tampoco hubo una actitud uniforme. Hubo también
quienes estuvieron a favor de España y en contra de los independentistas,
mientras que otros favorecían abiertamente la Independencia del Perú
mediante diversas actividades: difundir propaganda recibida de Argentina y
Chile; redactar manifiestos y proclamas; hacer de capellanes; ayudar material
y moralmente a civiles y militares patriotas; disuadir a los realistas y
convencerlos de que debían pasarse a las filas patriotas; auxiliar a los presos
del Real Felipe y otras cárceles; crear ambiente propicio a la Independencia.
Sin embargo, todo ello se hizo, en la mayoría de los casos, dentro de una línea
de conducta y dignidad que iba de acuerdo con el estado sacerdotal, sin
intervenir directamente en las acciones de armas.
Resulta absurdo hacer aquí una distinción simplista entre buenos y malos,
dada la ambigüedad de la causa independentista. Si queremos juzgar con
imparcialidad, no podemos condenar a unos y otros por favorecer a tal o cual
parte. De hecho, se trataba de una situación incierta y ambigua. Las
autoridades representantes del dominio español se hallaban en buenas
relaciones con la Iglesia, mientras que el nuevo régimen republicano traía un
ambiente de inseguridad, donde militaban a la vez católicos fervientes al lado
de personajes de ideas laicistas, indiferentistas y anticlericales, muchos de
ellos pertenecientes a logias masónicas que habían sido condenadas por la
Santa Sede. De hecho, la Independencia dio paso a una época difícil para la
Iglesia, a causa de gobiernos que, poco dispuestos a admitir la importancia de
la fe y de la Iglesia en la vida social, pretendieron mantenerla bajo su dominio
o simplemente arrinconarla en la sacristía, negándole injerencia en los asuntos
públicos del país.
Hemos visto cuáles fueron en general las actitudes de los nuevos gobiernos
republicanos respecto a la Iglesia. La situación descrita anteriormente dejó al
territorio peruano sin obispos que pudieran encargarse de sus diócesis, en una
situación que se prolongaría por largos años. Faltando quienes realizaran la
labor directiva en las funciones de gobernar espiritualmente, enseñar y
santificar por medio de la administración de los sacramentos, no puede decirse
que la Iglesia pudiera desarrollarse normalmente durante esta etapa
convulsionada. La misma España agravó la situación, puesto que movió
influencias en la Santa Sede para que no se nombrase nuevos pastores para las
diócesis vacantes.
Después de la partida del obispo Las Heras, el deán Francisco Javier Echagüe
asumió el gobierno eclesiástico de Lima como Vicario General, no siendo
obispo. Todas las demás diócesis se hallaban en la misma situación, bajo la
administración de prelados que no habían sido ordenados obispos. Sólo
Arequipa y Cuzco estaban gobernadas por sus obispos, Goyeneche y Orihuela.
Éste último, sin embargo, ya estaba anciano y enfermo, teniendo que retirarse
de su diócesis en 1825 para pasar en Lima los últimos años de su vida. De esta
manera, el único obispo en actividad y con pleno uso de sus facultades que
quedó en todo el territorio que abarcaba el Perú, parte de Bolivia, Chile y
Ecuador, era monseñor Goyeneche. Esta situación duró hasta el año 1834.
Podemos decir, pues, que durante este período, iniciado con la Declaración de
la Independencia del Perú en el año 1821, la Iglesia tuvo como problemas
fundamentales la escasez de obispos; el hecho de las iglesias administradas
por eclesiásticos de jurisdicción dudosa, impuestos por el gobierno o elegidos
sin autorización por los cabildos eclesiásticos; y, junto con eso, otro mal que
se venía arrastrando desde el siglo pasado: la relajación de los religiosos, que
buscaban más los beneficios y el provecho que iban unidos a los cargos antes
que dar testimonio del Evangelio, además de otros vicios peores. Una de las
mayores dificultades de esta época fue la dificultad para encontrar alguna
forma de vincularse con Roma, y esto debido a la inestabilidad de los nuevos
gobiernos.
Si bien no hubo en el Perú grandes herejes, sí hubo autores de poca monta que
se dedicaron a criticar creencias y prácticas de la Iglesia. La mayoría de ellos
han pasado al olvido y sus ideas carecen de actualidad. Entre ellos, hay cuatro
que merecen ser mencionados: Manuel Lorenzo de Vidaurre, Benito Laso,
Francisco Javier Mariátegui y Francisco de Paula González Vigil.
Realizó junto con su amigo, el diácono Manuel Tovar, un viaje a Roma, donde
se entrevistó personalmente con el Papa Pío IX, quien lo nombró prelado
doméstico suyo. De regreso al Perú, siguió desempeñando su ministerio
sacerdotal. En 1870 le fue confiada la Provisoría de la curia eclesiástica.
Durante el gobierno de Manuel Pardo fue designado miembro de la comisión
encargada de elaborar el Reglamento General de Instrucción. En el
desempeño de este cargo, logró evitar que los bienes del Seminario pasaran a
la Caja de la Universidad. Discrepancias con el gobierno y con otros
miembros de la comisión lo llevaron finalmente a retirarse de ella.
Mons. Roca y Boloña desempeñaría luego un importa papel durante la Guerra
del Pacífico, lo cual mencionaremos en el lugar adecuado.
La guerra con Chile (1879-1883), una de las peores crisis que sufrió el Perú en
su historia, fue una ocasión en que la Iglesia en el Perú manifestó su honda
preocupación social, no solamente a través de enseñanzas y exhortaciones,
sino también mediante ayuda concreta. El entonces arzobispo de Lima,
Monseñor Francisco Orueta y Castrillón, en una carta pastoral, dispuso que se
había de realizar «una colecta para los gastos de la guerra, en la cual tomarán
parte, según sus recursos, todos los curas y sacerdotes de nuestra jurisdicción,
que pueden hacerlo; como igualmente las instituciones religiosas y
establecimientos piadosos». La nueva Vicaría General del Ejército, dirigida
por el presbítero Antonio García, se encargó de enviar capellanes al escenario
de las operaciones bélicas. Las ambulancias de la Cruz Roja fueron
organizadas por Monseñor José Antonio Roca y Boloña, quien, al frente de
este servicio, no vaciló en protestar ante el Comité Internacional de la Cruz
Roja en Suiza por el atropello cometido por los soldados chilenos al atacar los
hospitales de sangre en la batalla de San Francisco (noviembre de 1879),
contraviniendo así el derecho de guerra, consignado en los pactos
internacionales sobre hospitales de sangre. Debido a su enérgica denuncia de
ésta y de otras injusticias que pisoteaban el respeto debido al vencido, cuando
el ejército chileno ocupó Lima (enero de 1881), Mons. Roca y Boloña optó
por refugiarse en la serranía para evitar las represalias en su contra. Con la
firma del Tratado de Paz de Ancón (20 de octubre de 1883) y el retiro de las
tropas chilenas de la capital peruana (enero de 1884) pudo regresar a Lima.
Convocado al Congreso Constituyente para aprobar la paz, fue elegido
diputado por la capital; partidario de la paz, aun a costa de un doloroso
sacrificio, hizo que los ánimos se resignaran a la cesión de territorio peruano
que eligió el vencedor.
José de la Riva-Agüero, dedicado más que nada a los estudios históricos, fue
uno de los intelectuales que fomentó también una aproximación a los
problemas nacionales a partir de las raíces católicas. Su labor se desarrolló
principalmente en la Universidad Católica, fundada en 1917 por el P. Jorge
Dintilhac, sacerdote francés de los Sagrados Corazones.
José Luis Bustamante y Rivero también destacó por sus ideas católicas y por
su deseo de llevar a la práctica los principios de la enseñanza social de la
Iglesia e iluminar a partir de ellos la problemática peruana.
XIII. CONCLUSIÓN
Queremos solamente señalar algunos de los problemas que aun subsisten y que tiene sus
raíces en hechos del pasado.
Esto ha traído como consecuencia otro problema, que está adquiriendo proporciones
preocupantes en nuestro país: la difusión de sectas religiosas (protestantes y no
cristianas). La ausencia de atención pastoral ha creado un ambiente propicio para otros
tipos de respuestas religiosas, que frecuentemente no respetan la identidad cultural de
los habitantes de nuestras tierras. Son, además, semilla de división y conflicto, pues
muchas de ellas fomentan actitudes fanáticas que dañan la convivencia y la fraternidad
humanas. Sin contar con el hecho de que, siendo sus propuestas religiosas insuficientes
y a veces hasta erradas, crean ilusiones en aquellos que los siguen y no favorecen un
desarrollo personal y social íntegro y pleno.
Hay otros muchos factores que han contribuido a la proliferación de la sectas, entre ellas
el testimonio de vida mediocre de una inmensa cantidad de cristianos y la situación de
pobreza e ignorancia en que se halla gran parte del pueblo.