Fernanda Melchor pp44-49
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aunque me estaba cagando de miedo le dije: nel, Gordo, vamos los dos, no hay pedo. Y total,
para no hacértela cansada, el bato se puso de acuerdo con ellos y quedó que nos veríamos
detrás del penal Allende, en la callecita esa que ya no me acuerdo cómo se llama, donde está
Cappezzio’s, mero en frente de donde está Cappezzio’s, ahí quedamos de vernos con los batos
esos, que finalmente llegaron a la hora que nos dijeron, a bordo de una camioneta Lobo, un
camionetón enorme, naranja con negro y llantas mamalonas, cada una fácil costaba como
treinta mil varos, de esas chonchas porque seguramente la camioneta estaba blindada, para
aguantar el peso. Yo casi me zurro, la verdad, cuando esa madre se paró frente a nosotros y las
puertas se abrieron y de adentro se bajaron unos güeyes, sin armas, porque los culeros las
dejaron adentro, desde la banqueta yo alcanzaba a verlas, puras M16, no mames. Los tipos se
ve que tenían instrucción militar, por el corte de pelo y el parado y la forma en que te miraban,
aunque había uno que se veía bien malandro, yo creo que andaba mariguano o bien perico
porque no dejaba de moverse y miraba para todos lados y terminó parándose en la esquina,
desde donde saludaba con los ojos y las cejas a todo el mundo: a los vagos de la calle, los
franeleros de la esquina, los taxistas que pasaban y hasta a las patrullas de policía, como di-
ciéndole a todos: nosotros en nuestro pedo y ustedes en el suyo. Y total que al final se bajó el
preciso, el bato que nos había mandado a llamar, el que quería reunirse con nosotros: un tipo
chaparro, sombrerudo, de ojo claro y acento norteño. Buenas tardes, licenciados, nos dijo el
bato, ¿cómo andamos?, bien amable. Bien, respondió El Gordo, pues aquí, señor, usted dirá,
y me dio un codazo pero a mí no me salía la voz, yo creo que los huevos que tenía aquí me
estorbaban. Usted nos citó, qué se le ofrece, dijo El Gordo, y al Güero como que le dio gusto
que el marrano fuera al grano y se puso a contarnos que había estado haciendo investigaciones,
preguntando quiénes eran los abogados chingones del puerto, y que le habían dicho que noso-
tros trabajábamos muy bien, que éramos muy efectivos, y lo que el bato quería era saber si
nosotros queríamos entrarle al jale con ellos, trabajar para su grupo, pues. Yo tenía la mirada
clavada en las botas del Güero, y de ahí nomás subía los ojos hasta la hebilla de su cinturón,
que era una bandera mexicana que parecía ondear en el aire, y luego volvía a bajarlos porque
no me atrevía a decirle nada, no me atrevía a decirle que no, que la neta yo no quería nada ni
con él ni con su gente, que lo único que yo quería era que me dejaran chambear, y que me
dejaran vivir en paz, por supuesto, pero tampoco quería desairar al bato, porque él seguía di-
ciendo que le habían dicho que nosotros éramos buenos penalistas, aguerridos, y que ya todo
el mundo sabía que habíamos puesto en ridículo al juez y a la secretaria del juzgado cinco, y
hasta a los pendejos del ministerio federal con lo del asunto del Andrés, que hasta eso era el
único caso, el único, que el Gordo y yo habíamos llevado por delitos contra la salud (el que te
estaba contando el otro día, el del trailero que acusaban de ser vendedor de mota, el bato que
no era ni trailero –más bien chalán y cargador– ni mucho menos narco –aunque sí bien atas-
cado– y que metieron al bote según por narcomenudeo, por vender mariguana, aunque al final
resultó que no era cierto, que los pinches dizque investigadores de la AFI le abrieron una ave-
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riguación previa sin tomarse la molestia siquiera de armar bien el expediente, y mucho menos
de ofrecer medios de prueba suficientes, y que para colmo el pendejo del juez resolvió con sus
huevos, cortando y pegando las mentiras de la averiguación previa en el auto de formal prisión;
una pinche cochinada, Fer, un expediente de mierda lleno de puras inconsistencias, porque el
trailero este, que se llamaba Andrés, ni siquiera llevaba nada encima cuando lo detuvieron,
todo se lo achacaban a lo que encontraron en su casa durante un cateo que hicieron cuando el
bato ni siquiera estaba, y en donde los federales encontraron un tambachito pedorro de mota
y unas balas calibre .45 que según el Andrés ya estaban en la casa cuando él se mudó y que
por pendejo guardó en lugar de botarlas. Y de todos modos ni pudimos hacer nada por el pobre
bato, porque el juez se pasó mi apelación por los huevos y a pesar de toda la chamba que hi-
cimos, toda la labor de detectives que nos tocó hacer para demostrar que su dizque investiga-
ción estaba bien pendeja, igual sentenciaron a Andrés a siete años de cárcel, pobre bato, y lo
peor de todo es que allá dentro, en el penal Allende, los que mandaban eran aquellos, Los
Zetas, y cuando se enteraron de que Andrés estaba preso por narcomenudeo se la hicieron de
pedo y lo madrearon y lo tablearon y creo que hasta lo violaron, y empezaron a darle escuela,
y el pobre Andrés, que nunca fue narco ni una chingada, nomás un pobre güey atascado y
mariguano, que se metía sus anfetas para aguantar las chingas cargando tráilers, terminó vol-
viéndose uno de ellos, por cuestión de supervivencia, claro, porque era volverse Zeta o morir
suicidado, ya sabes, que en ese año se murieron un chingo de presos en todos los penales del
estado, dizque se colgaban en sus celdas, pero con unos nudos bien locos, bien complicados,
y entonces el Andrés de pronto cambió bien cabrón, fue una transformación radical, un giro de
ciento ochenta grados, Fer, porque de ser un bato bien tranquilo se acabó volviendo bien agre-
sivo, bien loco, y la última vez que fuimos a verlo nos amenazó de que cuando él saliera nos
iba a cargar la verga, así nos dijo, que por no haberlo ayudado, por no habernos apurado a
sacarlo, y total que ni pudimos hacer nada con ese caso, ni pudimos llegar a nada y al final
tuvimos que abandonarlo porque además, para acabarla de chingar, después de revisar el ex-
pediente y después de investigar cómo estuvo el pedo y desenmascarar las mentiras y las
chingaderas de los federales y del juzgado, acabamos descubriendo que la culpa de todo había
sido de la pendeja vieja del Andrés, que fue la que en un principio nos buscó y nos contrató
para que defendiéramos al bato, y nos pagaba bien porque era maestra y tenía sus negocios en
Piedras Negras, y pues al final descubrimos que fue ella la causante de todo porque un día se
enteró de que Andrés andaba con otra vieja, con una chava guatemalteca, y de puros celos y
para vengarse del bato se le hizo fácil llamar al número de denuncias anónimas de la AFI y
decir que el Andrés era narco, que vendía drogas, quién sabe qué estaría pensando la pendeja
que nunca se le ocurrió que los federales la tomarían en serio, y mucho menos pensó que esos
cabrones al día siguiente de la llamada se presentarían en la casa del Andrés para chingarlo,
pero como no lo encontraron se inventaron que agarraron a un güey que testificó que el Andrés
le había vendido un cartón de mota, un testigo que los pinches agentes nunca describieron ni
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identificaron porque al final resultó que ni existía, y no habían registros del bato ni en el IFE
ni en el IMSS ni en el ISSSTE ni en Telmex, ni en ningún lado, y el domicilio que según había
dado tampoco existía, pero esa pendeja yo creo que ni siquiera se imaginaba cómo funcionan
las leyes en este país, en el Estado de derecho de mierda en el que vivimos, en donde una
mentira tiene más posibilidades de convertirse en verdad jurídica que la misma verdad, y al
final gana el que engorda más su mentira, o el que más varo reparte, o a veces ni eso, a veces
todo depende de los de arriba, de las órdenes que se dictan, y que en este caso era la de armar
una cacería de brujas contra cualquiera que cayera en el tambo por delitos contra la salud, para
inflar las cifras de detenciones y que así Calderón pudiera justificar su guerrita, su dizque lucha
contra el narco, y cuando la vieja ya no pudo seguir engañándonos, cuando al fin nos confesó
todo, llorando como Magdalena, que ella había sido la culpable de que metieran a Andrés al
bote, porque fue ella había hecho la llamada falsa que alertó a la AFI, por puro despecho de
que el Andrés andaba con otra vieja, El Gordo y yo nomás nos quedamos viendo, porque con
eso que la vieja nos estaba confesando, con eso ya teníamos para sacar al Andrés de Allende,
pero el pedo era el siguiente: que si Andrés salía del tambo, entonces la vieja tendría que entrar
en su lugar, por falsedad de declaraciones, y si a la pendeja la metían al bote, entonces ¿quién
chingados nos iba a pagar a nosotros?), y aunque sí le metimos sus putazos al juez, por pen-
dejo, y a la huevona de su secretaria, al final ni pasó nada; nunca conseguimos nada con la
apelación que metimos y tuvimos que abandonar el caso, pero eso no se lo íbamos contar al
Güero, ¿verdad?, al preciso de la camioneta, que seguía hablándonos ahí a mitad de la calle
como si fuéramos cuates de toda la vida, como si estuviéramos ahí por puro gusto, casual, y
hasta nos había ofrecido un refresquito, el hijo de la chingada, porque ahí dentro de la camio-
neta el bato tenía una hielera, y el calor estaba perro y nosotros sudábamos, y El Güero: ¿Les
ofrezco un refresquito, licenciados? Y El Gordo le dijo que sí, pinche Gordo pedacero, pero
yo nomás menié la cabeza, yo lo único que quería era largarme de ahí, Fer, tenía un chingo de
miedo, y El Güero nomás se me quedó viendo muy serio y me dijo, golpeado: ¿Quiere o no
quiere? Y yo así carraspié y le dije que no, gracias, y el bato se sonrió y me dijo: Eso, chingao,
así me gusta, que hable como los hombres, no se me achicopale, mi lic. Y le gritó a uno de sus
achichincles: A ver, Tosco, pásales un refresco a los licenciados, y total que me dieron uno, en
botella de vidrio, aunque yo ni quería, pero al bato que me lo dio se le olvidó destaparlo. Pin-
che maleducado, lo regañó El Güero, y el bato tuvo que regresar a destaparnos las botellas con
una navaja que se sacó de la pretina del pantalón. Para ese momento yo estaba empapado en
sudor, hasta los pinches bóxers los tenía mojados; eran las doce del día y estábamos en pleno
rayo del sol y así como que no queriendo le acabé dando un trago al refresco, pal susto pensa-
ba yo, mientras El Güero nos seguía diciendo que no nos chiveáramos, que ahí estábamos
entre amigos. Para no hacerte el cuento largo, el bato al final nos dijo: Entonces, ¿qué? ¿Le
entran o no? Y nos miraba al Gordo y a mí, y yo y El Gordo nos mirábamos entre nosotros y
lo mirábamos a él, y entre tanta miradera yo me di cuenta de que El Gordo sí estaba tentado,
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pero yo al chile ya no pude aguantar la presión y le dije la verdad: Mire, patrón, pinche agachón
que me vi, yo la verdad tengo miedo, usted puede ver los asuntos que llevamos, nos gusta
chambear, y así, la mera verdad, yo no siento que, las condiciones, y me puse a cantinflear
gacho y El Güero se volteó hacia El Gordo, que no dijo nada, y entonces nos soltó: Pues en-
tonces los vamos a sacar de la lista, pero a cambio de que me hagan un favor. Sí, patrón, le
dije, usted diga, bien pinche puto. Bueno, pues el favor consiste en que si ustedes llegan a ver
que hay un asunto que me interesa, ustedes tienen que abrirse a la verga, a la de ya. Es más,
por aquí lo voy pensando yo, y por acá ustedes lo van adivinando, ¿estamos? El Gordo y yo
le dijimos que sí, y el cabrón nos dio la mano y hasta nos abrazó, como si fuéramos los grandes
compadres, y luego nos dijo: Cualquier cosa, aquí andamos, y se subió a la camioneta con
todo y sus achichincles y se largaron, y El Gordo y yo nos quedamos ahí en la calle, parados
con los refrescos en la mano, sin saber ni qué pedo, y El Gordo se volteó y me dijo, como
siempre me decía cuando nos estaba llevando la chingada, cuando parecía que estábamos en
un pedo sin salida: No vale nada la vida, como la canción esa, la de la película de Pedro In-
fante, y yo, como cada vez que lo oía, le contesté lo mismo que siempre le contestaba: La vida
no vale nada. c
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