El Hambre - Manuel Mujila Láinez
El Hambre - Manuel Mujila Láinez
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HISTORIA Y FICCIÓN HISTORIA Y FICCIÓN
enrosca el rosario de madera, se aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas aires! ¡Como si no nacieran todos de idéntica manera! Y más ira le causan
enfurecido, como si quisiera arrastrar el pabellón de damasco y sepultarse cuando pretenden endulzar el tono y hablar a los marineros como si fueran
bajo sus bordadas alegorías. Pero hasta allí le hubieran alcanzado los que- sus iguales. ¡Mentira, mentiras! Tentado está de alegrarse por el desastre
jidos de la tropa. Hasta allí se hubiera deslizado la voz espectral de Osorio, de la fundación que tan recio golpe ha asestado a las ambiciones de esos
el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, y la de su hermano don Diego, falsos príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse?
ultimado por los querandíes el día de Corpus Christi, y las otras voces, más El hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes
distantes, de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que de la situación. ¡El hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo
refugiarse con sus cardenales en el castillo de Sant Angelo. Y si no hubiera de carne! Pero no lo hay… no lo hay… Hoy mismo, con su hermano Francisco
llegado aquel plañir atroz de bocas sin lenguas, nunca hubiera logrado eludir sosteniéndose el uno al otro, registraron el campamento. No queda nada que
la persecución de la carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más robar. Su hermano ha ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una
fuerte que el de las medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para culebra, de un cuero, de un bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de
recordar que allá afuera, en el centro mismo del real, oscilan los cadáveres plata que le entregó su madre al zarpar de San Lúcar y en el que hay labrada
de los tres españoles que mandó a la horca por haber hurtado un caballo y una cruz. Pero así hubiera ofrecido una montaña de oro, no lo habría logrado,
habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros com- porque no lo hay, porque no lo hay. No hay más que ceñirse el vientre que
pañeros les devoraron los muslos. punzan los dolores y doblarse en dos y tiritar en un rincón de la tienda.
¿Cuándo regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se
los que fueron al Brasil en pos de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio pasa la lengua sobre los labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le
y partirán hacia la comarca del metal y de las perlas? Se muerde los labios, toca a su hermano montar guardia junto al patíbulo. Allí estará ahora, con la
pero de ellos brota el rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descender
los platos donde el pintado escudo del Marqués de Santillana finge a su uno de los cuerpos y entonces…
extravío una fruta roja y verde. Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose.
Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucando en un rincón de su Es una noche muy fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer
tienda, sobre el suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se las chozas, las tiendas y los fuegos escasos. Dijérase que por unas horas
regalan con maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas ara- habrá paz con los indios, famélicos también, pues ha amenguado el ataque.
ñadas por el hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más frenéti- Baitos busca su camino a ciegas entre las matas, hacia las horcas. Por
co. Esa rabia le mantiene, le alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio aquí debe de ser. Sí, allí están, allí están, como tres péndulos grotescos,
que nada justifica, pero que en su vida sin fervores obra como un estímulo los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin brazos, sin piernas… Unos pasos
violento. En Morón de la Frontera detestaba al señorío. Si vino a América más y los alcanzará. Su hermano andará cerca. Unos pasos más…
fue porque creyó que aquí se harían ricos los caballeros y los villanos, y no Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a
existirían diferencias. ¡Cómo se equivocó! España no envió a las Indias una una de las hogueras y el ballestero siente que se aviva su cólera atizada
armada con tanta hidalguía como la que fondeó en el Río de la Plata. Todos por las presencias inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro
se las daban de duques. En los puentes y en las cámaras departían como jefes: Don Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de
si estuvieran en palacios. Baitos les ha espiado con los ojos pequeños, don Fernando, Rey de los Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero
entrecerrándolos bajo las cejas pobladas. El único que para él algo valía, de la Orden de San Juan de Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche
pues se acercaba a veces a la soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe de nuestro señor Carlos Quinto; y Bernardo Centurión, el genovés, antiguo
lo que pasó: le asesinaron en el Janeiro. Le asesinaron los señores por cuatralbo de las galeras del Príncipe Andrea Doria.
temor y por envidia. ¡Ah, cuánto, cuánto les odia, con sus ceremonias y sus Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun
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en estos momentos en que la muerte asedia a todos, han perdido nada manto de nutrias del capitán de Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de
de su empaque y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y tomándose las brasas. Los otros ya no estaban allí. Nadie: ni el mayordomo del Rey, ni
de la cuba para no caer, pues ya no le restan casi fuerzas, comprueba que Carlos Dubrin, ni el caballero de San Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad.
el caballero de San Juan luce todavía su roja cota de armas, con la cruz Nadie: ni su hermano, ni tan siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que
blanca de ocho puntas abiertas como una flor en el lado izquierdo, y que el a esa hora solía andar de ronda con su libro de oraciones.
italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de nutria que le Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: solo Bernardo
envanece tanto. Centurión, pues los centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean
A este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San los cuerpos desflecados. El hambre le tortura en forma tal que comprende
Lúcar de Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una aversión que ha que si no la apacigua enseguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que
crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a él se refieren siente, sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si
fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro galeras del pudiera. Se troncharía ese brazo. Y los tres cuerpos lívidos penden, con su
Príncipe Doria y que ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los espantosa tentación… Si el genovés se fuera de una vez por todas… ¿Y por
esclavos turcos bramaban bajo su látigo, encadenados a los remos. Sabe qué no, en verdad, en su más terrible verdad, de una vez por todas?¿Por qué
también que el gran almirante le dio ese manto de pieles el mismo día en no aprovechar la ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre? Ninguno
que el Emperador le hizo a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se expli- lo sabrá. Un salto y el cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano.
ca tanto engreimiento? De verle, cuando venía a bordo de la nao, hubieran Pero ¿podrá él, exhausto, saltar así? En Morón de la Frontera hubiera estado
podido pensar que era el propio Andrea Doria quien venía a América. Tiene seguro de su destreza, de su agilidad…
un modo de volver la cabeza morena, casi africana, y de hacer relampaguear No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que
los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga a apretar los levantar la empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la hoja.
dientes y los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la armada del Príncipe Andrea ¡Y cómo desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia
Doria! ¿Y qué?¿Será él menos hombre, por ventura? También dispone de adentro, camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y
dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester… que ha logrado por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de
Conversan los señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y convulsiones, y él cae encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la na-
sus sortijas cuando las mueven con la sobriedad del ademán cortesano; riz, en los pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo.
brilla la cruz de Malta; brilla el encaje del mayordomo del Rey de los Roma- En su delirio no sabe ya si ha muerto el cuatralbo del Príncipe Doria o a uno
nos, sobre el desgarrado jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, de los tigres que merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo
cuando su dueño afirma las manos en las caderas. El genovés dobla la ca- estertor. Busca bajo el manto, y al topar con un brazo del hombre que acaba
beza crespa con altanería y le tiemblan los aros redondos. Detrás, los tres de apuñalar lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el
cadáveres giran en los dedos del viento. hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en
El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo consigue saciarse. Solo entonces la pincelada bermeja de las brasas le muestra más
y cae silenciosamente desvanecido sobre la hierba rala. allá, mucho más allá, tumbado junto a la empalizada, al corsario italiano.
Tiene una flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos
Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpa- tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y
deaba apenas, pronto a apagarse. Había callado el viento y se oían, remo- ve el rostro torcido de su hermano, entre esas pieles que Francisco le quitó
tos, los aullidos de la indiada. Se incorporó pesadamente y miró hacia las al cuatralbo después de su muerte, para abrigarse.
horcas. Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por
una bruma leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en
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la estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, ENCUADRE HISTÓRICO
hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si EL HAMBRE
la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más.
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