Jauría

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Jauría

Pedro Cadavid se sintió solo. La escuela no quedaba vacía, pero se habían ido sus mejores amigos. La impresión de desamparo
fue más áspera porque la desbandada se había producido en cuestión de pocos días. Por primera vez se dio cuenta de la
advertencia. Tunja le decía que allí estaba su sitio, y se lo decía a través de lluvias plomizas, vientos de látigo y cielos
encapotados. Tamayo le propuso, en la despedida, que regresara a Medellín. Él le ayudaría a conseguir trabajo. Pero volver,
para Cadavid, sería un suplicio. O al menos significaba la constatación, frente a su familia, de que su proyecto musical había
sido una decisión equivocada. Y estaba la situación social de Medellín, que en medio de la violencia y el caos le estaba
entregando su alma, su corazón, su inteligencia a las finanzas cenagosas del narcotráfico. Cadavid le agradeció a Tamayo, y dijo
que probaría un tiempo más en la escuela. La musicología lo atraía, y la opción ofrecida por Zabala, pese a la huelga y su
desenlace, era plausible. La verdad era que el director lo había convocado a su oficina para proponerle dos cosas, no sin antes
reprocharle que hubiera firmado la carta de los estudiantes. Cadavid guardó silencio y luego dijo que a pesar de haber firmado
no había participado en ninguna de las actividades de la huelga. Zabala afirmó con la cabeza. Entonces, le ofreció algunas clases
de literatura musical que, con la partida de Tamayo, quedaban libres. La segunda propuesta se relacionaba con la beca. El
maestro Zabala se comprometía a hacer las gestiones necesarias para que se fuera a la Unión Soviética.

La nueva residencia se ubicaba en La Fuente, un barrio faldudo en las afueras de Tunja. Era un proyecto estatal que otorgaba
casas a muy buen precio. La sensación de habitar en La Fuente era extraña porque la primicia de su novedad se desvanecía en
un panorama de ladrillos amontonados, montículos de arena, ventanas y puertas manchadas de pintura y calles a medio asfaltar.
La casa tenía dos pisos, las paredes y las escaleras en obra negra, y pertenecía a un burócrata de la alcaldía que solo iba los fines
de mes a cobrar el arriendo.

Para economizar, Cadavid hacía los trayectos a pie. A veces bajaba hasta Hugolino, una salsamentaría ubicada sobre la avenida
Maldonado, para adentrarse por el barrio Gaitán y ascender la loma que lo llevaba a su domicilio. En otras ocasiones, tomaba la
carretera hacia Villa de Leyva, se tragaba el humo de los carros durante un tramo y descendía a La Fuente. Ese camino lo
prefería porque podía divisar el paisaje del altiplano que se prolongaba, por un lado, hacia las colinas de Soracá y, por el otro,
hacia los bosques de eucaliptos de Motavita. Otras veces, tomaba la dirección de El Carmen y se introducía por sus callejas sin
pavimentar. La explosión de los tejos resonaba secamente en el aire. De algunas casas salían mujeres con ruanas y sombreros, y
hombres de rostros escaldados por el frío que arrastraban carretas donde iban perros famélicos y trebejos sucios. Una vez, al
final de la tarde, la lluvia lo sorprendió. Se guareció en una de esas tiendas que olían a una humedad de siglos. Sentándose en un
costal de papas, pidió una cerveza. Sonaba en un radio la música de Jorge Velosa. Quien atendía, un campesino indígena,
acumulaba en su rostro los surcos de un sometimiento centenario. Cadavid observó la lluvia a través de un farol agónico. Una
singular condena, sospechó, sería quedarse hasta el fin de los tiempos en este recinto, al lado de una música atravesada de
interferencias y rodeado por una senectud que murmuraba lo incomprensible. Terminó durmiéndose, pero, al despertar, vio al
hombre, que apuntaba con una mano hacia afuera. Estaba de noche y había cesado de llover. Con la sensación de haber dormido
siglos, Cadavid se incorporó. Vaciló un rato sobre cuál rumbo tomar. Si continuaba hacia su casa debía atravesar el potrero.
Todo estaba tan oscuro que escogió una senda iluminada.

Una noche, sin embargo, se tornó temerario. Desde hacía días, y gracias a estos periplos, le atraían los terrenos baldíos de Tunja.
Quería estar un rato en uno de ellos para contemplar las estrellas o el resplandor de las viviendas circundantes. Como esa vez no
había viento, ni lluvia, se lanzó al potrero. La luz de una luna en creciente lo orientaría, supuso. Y no estaba equivocado. Pero, a
mitad de camino, el cielo se cubrió y perdió la orientación. Se acomodó sobre una roca y esperó a que el horizonte se despejara.
Seguía con los pies mojados y las manos amoratadas. Respiró con pausa y la certidumbre de que pocas veces había estado tan
solo en Tunja lo fue

sombreros, y hombres de rostros escaldados por el frío que arrastraban carretas donde iban perros famélicos y trebejos sucios.
Una vez, al final de la tarde, la lluvia lo sorprendió. Se guareció en una de esas tiendas que olían a una humedad de siglos.
Sentándose en un costal de papas, pidió una cerveza. Sonaba en un radio la música de Jorge Velosa. Quien atendía, un
campesino indígena, acumulaba en su rostro los surcos de un sometimiento centenario. Cadavid observó la lluvia a través de un
farol agónico. Una singular condena, sospechó, sería quedarse hasta el fin de los tiempos en este recinto, al lado de una música
atravesada de interferencias y rodeado por una senectud que murmuraba lo incomprensible. Terminó durmiéndose, pero, al
despertar, vio al hombre, que apuntaba con una mano hacia afuera. Estaba de noche y había cesado de llover. Con la sensación
de haber dormido siglos, Cadavid se incorporó. Vaciló un rato sobre cuál rumbo tomar. Si continuaba hacia su casa debía
atravesar el potrero. Todo estaba tan oscuro que escogió una senda iluminada.

Una noche, sin embargo, se tornó temerario. Desde hacía días, y gracias a estos periplos, le atraían los terrenos baldíos de Tunja.
Quería estar un rato en uno de ellos para contemplar las estrellas o el resplandor de las viviendas circundantes. Como esa vez no
había viento, ni lluvia, se lanzó al potrero. La luz de una luna en creciente lo orientaría, supuso. Y no estaba equivocado. Pero, a
mitad de camino, el cielo se cubrió y perdió la orientación. Se acomodó sobre una roca y esperó a que el horizonte se despejara.
Seguía con los pies mojados y las manos amoratadas. Respiró con pausa y la certidumbre de que pocas veces había estado tan
solo en Tunja lo fue llenando de una emoción secreta. Evocó los espíritus de la noche. Se le ocurrió que esta era una buena
oportunidad para presenciar sus batallas universales y sin tiempo. Pero, en vez de ángeles y demonios, llegaron los perros.

Cadavid oyó, a su lado, el jadeo del primero. Hubo un gruñido y la insinuación de un ladrido. Otros dos canes se aproximaron
para olisquearlo. Él tuvo miedo y recordó que esos animales eran los mejores rastreadores de esa sensación. Pasó un tiempo
interminable con ellos al lado. Un rayo de luna, de súbito, iluminó el entorno. Había perros por todas partes. Cadavid había
decidido no moverse y contener la respiración. Pero uno aulló y los otros lo imitaron hasta que la noche se pobló de ladridos.
Entonces frente a él pasaron corriendo dos perras flacuchentas, con sus mamas rozando el piso. Los machos se lanzaron a
perseguirlas. Un último perro se quedó mirándolo durante unos segundos. Cadavid dudó de si el color de su pelo obedecía a un
mestizaje delirante, o si el matiz violáceo se lo otorgaba la piel enferma. Al cerciorarse de que estaba solo, continuó el camino.
La luna lo ayudaba ahora en la orientación. Llegó al límite del potrero y se percató de que había sorteado un gran peligro.

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