¿Qué es la realidad? ¿Cómo deberíamos vivir? Éstos son los interrogantes que dieron origen a la filosofía y que inquietaban a Sócrates, quien pasó sus días desconcertando a la gente en las plazas y mercados atenienses con sus extrañas preguntas que hacían ver a las personas lo poco que realmente entendían. En cuarenta breves capítulos, Nigel Warburton realiza un apasionante recorrido cronológico por la historia de la filosofía occidental, presentándonos a los grandes pensadores y explorando sus
¿Qué es la realidad? ¿Cómo deberíamos vivir? Éstos son los interrogantes que dieron origen a la filosofía y que inquietaban a Sócrates, quien pasó sus días desconcertando a la gente en las plazas y mercados atenienses con sus extrañas preguntas que hacían ver a las personas lo poco que realmente entendían. En cuarenta breves capítulos, Nigel Warburton realiza un apasionante recorrido cronológico por la historia de la filosofía occidental, presentándonos a los grandes pensadores y explorando sus
¿Qué es la realidad? ¿Cómo deberíamos vivir? Éstos son los interrogantes que dieron origen a la filosofía y que inquietaban a Sócrates, quien pasó sus días desconcertando a la gente en las plazas y mercados atenienses con sus extrañas preguntas que hacían ver a las personas lo poco que realmente entendían. En cuarenta breves capítulos, Nigel Warburton realiza un apasionante recorrido cronológico por la historia de la filosofía occidental, presentándonos a los grandes pensadores y explorando sus
¿Qué es la realidad? ¿Cómo deberíamos vivir? Éstos son los interrogantes que dieron origen a la filosofía y que inquietaban a Sócrates, quien pasó sus días desconcertando a la gente en las plazas y mercados atenienses con sus extrañas preguntas que hacían ver a las personas lo poco que realmente entendían. En cuarenta breves capítulos, Nigel Warburton realiza un apasionante recorrido cronológico por la historia de la filosofía occidental, presentándonos a los grandes pensadores y explorando sus
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capítulo 11
¿Y si estás soñando? René Descartes
Oyes el despertador, lo apagas, te levantas a rastras de la ca-
ma, te vistes, desayunas y te preparas para el día. Pero enton- ces sucede algo inexplicable: te despiertas y te das cuenta de que no era más que un sueño. En él estabas despierto y hacías tu vida, pero en realidad estabas acurrucado bajo el edredón, roncando. Si alguna vez has tenido una de estas experiencias ya sabes a lo que me refiero. Suelen llamarse «falsos desperta- res» y pueden ser muy convincentes. El filósofo francés René Descartes (1596–1650) tuvo uno y le dio qué pensar. ¿Cómo podía estar seguro de que no estaba soñando? La filosofía era uno de los muchos intereses intelectuales de Descartes. También fue, por ejemplo, un destacado mate- mático: hoy en día se le conoce sobre todo por haber inven- tado las «coordenadas cartesianas» (según se dice, tras ob- servar una mosca en el techo y preguntarse cómo podría 70 Una pequeña historia de la filosofía
describir su posición en varios puntos). Pero también le fas-
cinaba la ciencia y ejerció de astrónomo y biólogo. Su repu- tación como filósofo se debe en gran medida a las Meditacio- nes y al Discurso del método, dos libros en los que exploró los límites del conocimiento humano. Al igual que muchos filósofos, a Descartes no le gusta- ba creer algo sin saber por qué lo hacía; también le gustaba hacer preguntas incómodas, preguntas que los demás no pa- recían poder contestar. Por supuesto, Descartes era cons- ciente de que no se puede ir por la vida cuestionándolo todo constantemente. Sería muy difícil vivir si no se confía en al- gunas cosas, como bien descubrió Pirrón (ver el capítulo 3). Pero Descartes creyó que valdría la pena intentar averiguar por una vez en su vida de qué cosas podía estar seguro (si es que podía estar seguro de algo). Para ello desarrolló un mé- todo que se conoce como el método de la duda cartesiana. El método es muy sencillo: no aceptar que algo es verda- dero si existe la más mínima posibilidad de que no lo sea. Piensa en un gran saco de manzanas. Sabes que dentro hay algunas pochas, pero no estás seguro de cuáles son. Lo que quieres es un saco con manzanas buenas y ninguna pocha. ¿Cómo puedes conseguirlo? Un método sería esparcir todas las manzanas en el suelo y, tras revisarlas una a una, volver a meter en la bolsa aquéllas que estás completamente seguro que están bien. Puede que en el proceso descartes algunas buenas porque te da la impresión de que quizá están un poco pochas por dentro. Pero la consecuencia sería que al final en el saco sólo quedarían manazanas buenas. Más o menos en esto consiste el método de la duda de Descartes. Coges una creencia, como «ahora mismo estoy despierto leyendo esto», la analizas y sólo la aceptas si estás seguro de que no es incorrecta o resulta engañosa. Si existe la más mí- nima posibilidad de duda, recházala. Descartes revisó sus creencias y cuestionó si estaba absolutamente seguro o no de que eran lo que parecían ser. ¿Era el mundo realmente como a él le parecía? ¿Podía estar seguro de que no estaba soñando? ¿Y si estás soñando? 71
Lo que Descartes quería encontrar era una cosa de la que
pudiera estar seguro. Eso habría sido suficiente para propor- cionarle un asidero en la realidad. Corría el riesgo de hun- dirse en un mar de dudas y terminar creyendo que nada era seguro. Ciertamente, en su razonamiento hacía gala de cier- to escepticismo, pero éste difería del de Pirrón y sus seguido- res. Éstos pretendían demostrar que nada se puede conocer con seguridad; Descartes, en cambio, quería demostrar que algunas creencias eran inmunes incluso a las formas más radicales de escepticismo. Descartes da comienzo a su búsqueda de certezas re- flexionando acerca de las pruebas que obtiene mediante los sentidos: la vista, el tacto, el olor, el sabor y el oído. ¿Pode- mos fiarnos de nuestros sentidos? No mucho, concluyó él. Los sentidos a veces nos engañan. Cometemos errores. Pien- sa en lo que ves. ¿Te puedes fiar de tu vista en todos los ca- sos? ¿Deberías creer siempre a tus ojos? Un palo recto sumergido en el agua parece torcido si lo miras de lado. Una torre cuadrada puede parecer redonda vista desde lejos. Todos cometemos errores como éstos de vez en cuando. Y, señala Descartes, sería imprudente confiar en algo que te ha engañado en el pasado, así que decide des- cartar los sentidos como posible fuente de certeza. No puede estar seguro de que sus sentidos no le estén engañando. Se- guramente, en general no suelen hacerlo, pero la mera posi- bilidad de que sí lo hagan le impide fiarse de ellos. ¿Adónde le conduce eso? La creencia «Ahora mismo estoy despierto leyendo esto» puede que te parezca bastante segura. Estás despierto –espe- ro– y estás leyendo. ¿Por qué ibas a dudar de ello? Sin em- bargo, ya hemos mencionado que te puede parecer que estás despierto mientras duermes. ¿Cómo sabes que en realidad no estás soñando? Las experiencias que tienes quizá te pare- cen demasiado realistas, demasiado detalladas para ser sue- ños, pero mucha gente tiene sueños realistas. ¿Estás seguro de que ahora no estás teniendo uno? ¿Cómo lo sabes? Puede que te hayas pellizcado para comprobar que estás dormido. 72 Una pequeña historia de la filosofía
Si no lo has hecho, inténtalo. ¿Qué demuestra eso? Nada:
podrías haber soñado que te pellizcas. O sea que quizá sí estás soñando. Sé que no lo parece, y que es muy improba- ble, pero existe la duda –por pequeña que sea– de que no estés realmente despierto. Así pues, aplicando el método de la duda de Descartes, tienes que rechazar el pensamiento «Ahora mismo estoy despierto leyendo esto». Esto nos demuestra que no podemos fiarnos completa- mente de nuestros sentidos. No podemos estar completamen- te seguros de no estar soñando. Sin duda, dice Descartes, in- cluso en sueños 2 + 3 = 5. Entonces propone un experimento mental, una historia imaginaria que corrobora su argumen- tación. Descartes lleva la duda lo más lejos que puede y plantea una prueba todavía más dura para cualquier creen- cia que la del «¿Y si estoy soñando?». Imaginemos, dice él, que hay un demonio increíblemente poderoso e inteligente, pero también maligno. ¿Y si 2 + 3 sólo es igual a 5 a causa de sus artimañas y en realidad fuera igual a 6? No podrías saber que es cosa del demonio. Te limitarías a hacer la suma inocentemente. Todo te parecería normal. No hay ningún modo de demostrar que esto no está su- cediendo ahora. Puede que este demonio endiabladamente inteligente me esté provocando la ilusión de estar sentado en casa escribiendo en mi ordenador portátil, cuando en reali- dad estoy tumbado en una playa del sur de Francia. O puede que yo sólo sea un cerebro metido en un tarro lleno de líqui- do que reposa en un estante del laboratorio del demonio. Quizá ha conectado unos cables a mi cerebro y me está en- viando mensajes electrónicos para que me dé la impresión de que estoy haciendo una cosa cuando en realidad estoy haciendo otra totalmente distinta. Puede que el demonio me esté haciendo creer que estoy escribiendo palabras que tie- nen sentido, cuando en realidad estoy escribiendo la misma una y otra vez. No hay modo de saberlo. Por descabellado que parezca, no podrías demostrar que eso no está pasando. Este experimento mental del demonio maligno es el modo que tiene Descartes de llevar la duda hasta el límite. ¿Y si estás soñando? 73
Sería genial poder estar seguros de que al menos hay una
cosa sobre la que el demonio no puede engañarnos. Tam- bién nos permitiría responder a aquéllos que aseguran que no podemos estar seguros de nada. El siguiente paso que dio Descartes le condujo a una de las frases más conocidas de la filosofía, aunque no todos los que conocen la cita la entienden. Se dio cuenta de que, aunque el demonio existiera y le estuviera engañando, para poder ha- cerlo debía estar manipulando algo. Así pues, mientras tu- viera pensamientos, él, Descartes, debía existir. El demo- nio no podía hacerle creer que existía si no era así, pues algo que no existe no puede pensar. «Pienso, luego existo» (cogi- to ergo sum en latín) fue la conclusión de Descartes. Estoy pensando, así que debo existir. Pruébalo tú mismo. Mientras tengas un pensamiento o sensación, es imposible que dudes de tu existencia. Otra cuestión es qué eres; puedes dudar de si tienes cuerpo, o de si se trata de este cuerpo que ves y to- cas. Pero no puedes dudar de que existes como una especie de cosa pensante. Puede que esto parezca poca cosa, pero la certidumbre de su propia existencia fue muy importante para Descartes. Le demostró que quienes dudaban de todo –los escépticos pirrónicos– estaban equivocados. También fue el inicio de lo que se conoce como Dualismo Cartesiano. Esta idea con- siste en que la mente es independiente del cuerpo y que inte- ractúa con él. Es un dualismo porque hay dos tipos de cosas: la mente y el cuerpo. Un filósofo del siglo xx, Gilbert Ryle, se burló de este planteamiento comparándolo con el mito del fantasma en la máquina: el cuerpo era la máquina y el alma el fantasma que la habita. Descartes creía que la mente era capaz de provocar efectos en el cuerpo, y viceversa, puesto que ambos interactuaban en un punto determinado del cerebro: la glándula pineal. Sin embargo, tenía auténti- cos problemas para explicar cómo algo inmaterial, el alma o la mente, podía provocar cambios en algo físico, el cuerpo. Descartes estaba más seguro de la existencia de la mente que de la del cuerpo. Se podía imaginar sin cuerpo, pero no 74 Una pequeña historia de la filosofía
sin mente. Aunque imaginara que carecía de ésta, seguía
pensando, lo cual le demostraba que sí disponía de ella, pues sin mente no podría tener ningún pensamiento. Esta idea de que el cuerpo y la mente son independientes, y de que la mente o el espíritu es algo inmaterial, no hecho de sangre, carne y huesos, es muy común entre las personas religiosas. Muchos creyentes esperan que la mente o el espíritu siga vi- viendo tras la muerte del cuerpo. Sin embargo, demostrar la propia existencia a partir de su condición de ser pensante no habría sido suficiente para refutar el escepticismo. Descartes necesitaba más certezas para escapar del mar de dudas que había conjurado con sus meditaciones filosóficas. Sostenía que debía existir un Dios bueno. Utilizando una versión del Argumento Onto- lógico de san Anselmo (ver el capítulo 8), se convenció a sí mismo de que la idea misma de Dios demuestra la existen- cia de Dios, del mismo modo que un triángulo no sería tal si sus ángulos interiores no sumaran 180 grados. Otro de sus argumentos, el de la Impronta Divina, sugiere que sa- bemos que Dios existe porque nos ha implantado la idea en nuestras mentes; no tendríamos dicha idea de Dios si no existiera. Cuando estuvo seguro de que Dios existía, la fase constructiva del pensamiento de Descartes pasó a ser mu- cho más sencilla. Un Dios bueno no engañaría a la huma- nidad acerca de las cuestiones más básicas. Así pues, con- cluyó Descartes, el mundo tiene que ser más o menos como lo experimentamos. Cuando tenemos percepciones claras y definidas, éstas son fiables. Su conclusión: el mundo exis- te, y es más o menos como parece, incluso a pesar de que a veces cometamos errores acerca de lo que percibimos. Al- gunos filósofos, sin embargo, creen que esto es más la ex- presión de un deseo y que su demonio maligno podría ha- berle engañado acerca de la existencia de Dios del mismo modo que con la idea de que 2 + 3 = 5. Sin la certeza de la existencia de Dios, Descartes no habría podido ir más allá de su creencia de que era una cosa pensante. Des- cartes creía haber mostrado una escapatoria del total es- ¿Y si estás soñando? 75
cepticismo, pero sus críticos todavía son escépticos al res-
pecto. Como hemos visto, Descartes utilizó el Argumento On- tológico y el de la Impronta Divina para demostrar a su con- veniencia la existencia de Dios. Su compatriota Blaise Pascal tenía una opinión distinta sobre lo que deberíamos creer.