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MI VIDA ENTRE LAS AVES

SILVESTRES DE ESPAÑA

1ª edición íntegra en español


de la obra de Willoughby Verner
Publicación original de 1909

EDITORES
Sociedad Gaditana de Historia Natural
Instituto de Estudios Campogibraltareños

Otoño de 2017

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

1
Traducción: Javier Hidalgo
Revisión científica: Íñigo Sánchez
Portada: Carlos Soto
Reproducción de imágenes: Antonio Verdugo
Textos y maquetación: José Manuel Amarillo
ISBN:.....................
Depósito legal:........................

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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PRÓLOGO A LA PRESENTE EDICIÓN

Ha llevado varios años de gestiones y trámites oportunos, por


parte del Instituto de Estudios Campogibraltareños y la Sociedad
Gaditana de Historia Natural, que vea la luz esta edición en español del
mítico libro de Willoughby Verner “Mi vida entre las aves silvestres de
España”. Posiblemente el último libro de los clásicos extranjeros de la
ornitología histórica ocurrida en la península ibérica, y principalmente en
las sierras andaluzas, que no se podía leer en nuestro idioma desde que
se publicara en 1909. Bien es cierto que en 2000 se publicó una
restringida edición no venal por el Círculo de Bibliofilia Venatoria, tirada
que quedó relegada a sus asociados y que quedó incompleta al no
reproducir las fotos y dibujos del original de W. Verner. Hay que
agradecer encarecidamente a su traductor, el bodeguero y ornitólogo
sanluqueño Javier Hidalgo de Argüeso, cuyo desinteresado y arduo
trabajo fue cedido gentilmente para esta edición que el lector tiene en
sus manos. Hidalgo nos cuenta mas adelante, en su “nota del traductor”,
lo difícil y complicado de traducir un texto escrito por un militar británico
de época victoriana. Igualmente hemos creído oportuno reproducir las
interesantes introducciones de personajes muy ligados a Verner y su
historia. José Manuel Rubio, catedrático de Geografía de la Universidad
de Sevilla que nos describe, con un texto muy accesible, el paisaje que
Verner se encontró en sus andanzas por sierras y tierras andaluzas.
Santiago de Mora-Figueroa y Williams, diplomático español natural de
Jerez que nos cuenta una deliciosa e interesante historia de los entresijos
que su familia y amistades, véase Chapman y Buck, mantuvieron con
Verner, y que llegara incluso a los tribunales británicos, siempre con un
ave de por medio y por sus diferentes interpretaciones. Y Mauricio
González-Gordon Díez, ornitólogo y bodeguero jerezano nacido en
Inglaterra, miembro fundador de la Sociedad Española de Ornitología y
tristemente fallecido en 2013 que nos dejó esta introducción al Verner
con simpáticas anécdotas de aquellos “pajareros” ingleses que se
aventuraban por una España salvaje e inexplorada.
Para esta edición de 2017, de tirada no tan grande como
quisiéramos pero que no renunciamos a reimprimir en un futuro si fuese
necesario, hemos valorado que sean conjuntamente los sistemas de

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micro-mecenazgo y de colaboración especial, como ideales para sufragar
el coste de la impresión.
El maquetado elegido respeta en un porcentaje altísimo la
edición original, incluyendo la portada, del libro que la editorial J. Bale,
Sons & Danielsson publicara en 1909. Edición aquella que W. Verner
dedicara a su compatriota Victoria Eugenie of Battemberg, por entonces
recién casada con Alfonso XIII. La numeración y la ubicación de fotos y
dibujos coinciden prácticamente con aquel libro de 469 páginas, impreso
en papel de un leve tono sepia y con imágenes en blanco y negro. Hay
que decir que la calidad de las fotografías de Verner y de sus dibujos se
ha podido mejorar muy poco a pesar de haberse reproducido desde un
libro original, y todo por la escasa calidad de aquella primera impresión.
A pesar de ello las imágenes de Verner son de un valor transcendental y
por eso aparecen en la presente edición. Gracias a la observación
detallada de algunas de esas fotos centenarias esta edición cuenta con
una interesante y novedosa “Adenda”, de la pluma del estudioso de la
ornitología histórica doctor Abilio Reig-Ferrer de la Univ. de Alicante,
sobre el “descubrimiento” de aquellos nidos de quebrantahuesos que
Verner abordara en dos amplios capítulos de su libro, sin desvelar en
ningún párrafo su ubicación. Nidos que hasta no hace mucho se creía
estaban en unos tajos junto al malagueño río Guadiaro y que hoy se
pueden visitar en la Sierra del Cao, en Benaocaz, Parque Natural Sierra
de Grazalema.

Otoño de 2017

- Sociedad Gaditana de Historia Natural -


- Instituto de Estudios Campogibraltareños -

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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NOTA DEL TRADUCTOR (Javier Hidalgo)

En la década de los 90 del siglo pasado, el Círculo de Bibliofilia Venatoria,


del cual era y sigo siendo miembro, me encargó la traducción de la edición
original inglesa del libro de Willoughby Verner My Life among the Wild Birds in
Spain, publicado en Londres en 1909. El Círculo editó entonces una tirada de 300
ejemplares, exclusivamente para sus socios, que vieron la luz en el año 2000.
Ahora la Sociedad Gaditana de Historia Natural y el Instituto de Estudios
Campogibraltareños me piden la traducción para hacer una nueva edición en
español de este clásico de la ornitología andaluza.
Conseguir ver publicada en versión española la obra de Verner, fue una
vieja aspiración de los ornitólogos que en los años sesenta y setenta andábamos
practicando nuestra afición por el Sur de España.
Y también debió ser un deseo nunca satisfecho de nuestros antecesores que
al comienzo de los cincuenta fundaron en Jerez de la Frontera la Sociedad Española
de Ornitología.
Tanto esa anterior generación de estudiosos de las aves como la nuestra,
han consultado, estudiado y comparado texto, fotos y dibujos de la edición original
inglesa, buscando pistas para localizar los lugares donde el Coronel hacía sus
observaciones y cuya situación precisa guardaba secretamente. Pero desde
consultar el libro hasta traducirlo para su publicación en español, hay un largo techo,
disfrutable en algunas partes y trabajoso en otras.
Una vez iniciado el trabajo decidí hacer una traducción de lo más literal
posible para que el texto identificara la personalidad del autor con sus ventajas y sus
inconvenientes y en cuanto a mutilarlo en sus partes más áridas opté por no hacerlo
al considerar que no todos los lectores y probablemente muy pocos coincidirían
conmigo y entre ellos al estimar la dificultad o facilidad de lectura y el mayor o menor
interés de determinados pasajes del libro.
Willoughby Verner conoció un Campo de Gibraltar y unas Sierras Andaluzas,
con toda seguridad bien distintas de los actuales. Si ciertamente la presencia humana
debía ser mayor, su accesibilidad era más limitada y moverse por aquellos espacios
abiertos entrañaba un riesgo y una dificultad que hoy han desaparecido con las
carreteras y los vehículos todoterreno. Una verdadera aventura que atraía
irresistiblemente al cazador-naturalista británico, ese romántico-deportista que tan
asiduo ha sido de nuestro ambiente rural durante el transcurso de los dos siglos
anteriores a la época que nos ha tocado vivir. De ese campo el Coronel hizo

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escenario para una interminable sucesión de expediciones cinegéticas y naturalistas
que a la postre sirvieron para inspirar las páginas de este libro.
Algo que continuamente llama la atención a lo largo de los capítulos de la
obra, es la ausencia de referencias geográficas y toponímicas. Sin duda el autor quiso
guardar celosamente el secreto de la localización de los paradisíacos lugares que
frecuentaba, probablemente para evitar que otros naturalistas los hallaran y
compitieran con él en la recolección de huevos de aves locales, un comportamiento
que a todas luces tiene tanto de conservador como de británico. De ello deriva la
ausencia de pistas acerca del lugar que utilizaba como base, así como de la propia
identidad del personaje y de la razón de su existencia en el tiempo y el espacio.
Afortunadamente pude contar para aquella primera edición española del
Verner, con una introducción acerca de la biografía del autor, a cargo de Santiago de
Mora Figueroa, Marqués de Tamarón, diplomático, escritor, conservacionista y
profundo conocedor de esa saga de naturalistas foráneos cuya presencia en el Sur de
España se ha debido a veces a razones de su vinculación con el negocio del vino de
Jerez y Manzanilla y otras a su condición militar y destino en ese bastión del Imperio
de Su Majestad Británica que era Gibraltar. Además Santiago es descendiente
directo, bisnieto, de otro gran naturalista-cazador-romántico, Walter John Buck, cuyo
paso y residencia en la zona fructificó en la coautoría de dos piezas claves de la
literatura naturalista española de final del siglo XIX y principios del XX : las obras Wild
Spain y Unexplored Spain, escritas al alimón con Abel Chapman.
De la mano de Luis, hermano de Santiago, he conocido algunas de
las buitreras descritas por Verner y he podido identificar paisajes a los que se refiere
el Coronel y que todavía ahora, más de cien años después, se mantienen inalterados.
José Manuel Rubio Recio, quien fuera catedrático de Biogeografía de la
Universidad de Sevilla, el mejor maestro que he tenido en aquellos años estudiantiles
y aun en la actualidad, además de excelente amigo, me había sugerido en muchas
ocasiones la conveniencia de traducir el Verner, cuya edición original tanto habíamos
manejado juntos. Por ello recurrí a él a la hora de obtener una descripción del medio
físico donde se movía Verner, lo que constituía el campo de la actividad de su
vocación naturalista, para incluirla en la primera edición española del libro. Creo que
pocas personas estaban mejor capacitadas para ello que el Profesor Rubio, no solo
por su sólida preparación técnica y su añejo conocimiento del escenario, sino lo que
es más importante, por su auténtica dedicación a las Ciencias Naturales.
También consideré entonces oportuno contar con una aproximación a lo
que era la Ciencia Ornitológica del siglo XIX. ¿Y quién mejor para hacerla que

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Mauricio González-Gordon Díez, Marqués de Bonanza? Creo que la mejor
descripción de Mauricio, fallecido en 2013, es la de ornitólogo, cazador y vinatero.
Fue fundador y presidente de la Sociedad Española de Ornitología, tradujo al español
la Guía de las Aves de España y Europa, de Peterson, esa biblia con la que los
ornitólogos de mi generación nos íbamos a la cama; organizó las Doñana Espeditions
en los años cincuenta y colaboró con el establecimiento de la primera reserva en
Doñana, parte de cuya propiedad todavía ostenta su familia. Me parece que nadie
estaba mejor capacitado que él para guiarnos por la realidad naturalista de los años
en que Verner pateó nuestra geografía. Al fin y al cabo Mauricio puede ser
considerado como un eslabón más de esa cadena de cazadores naturalistas, a la que
también perteneció mi padre, íntimo amigo suyo, iniciada por extranjeros y
felizmente continuada por notables personajes locales –como en este caso- ligados
al negocio del jerez, el vino más universal de todos los producidos es España.
De la lectura de Mi Vida entre las Aves Silvestres en España, se puede
desprender una prepotencia del autor frente a todo lo español y un sentido de
superioridad con respecto a sus semejantes, rayano en la vanidad y en la
presuntuosidad. Ciertamente Verner muestra un olímpico desprecio por lo que
representa la clase media española y sin embargo exhibe veneración tanto por la
clase alta como por la más inferior, léase guardas, pastores y vaqueros, a los que
eleva al nivel de héroes. Y al tiempo que declara la falta de cuidados de los nativos
para con la naturaleza, no tiene ningún pudor en describir sus propios y frecuentes
expolios de nidos ni sus matanzas justificadas en nombre de la ciencia. Algo que hay
que aceptar como una consecuencia más del espíritu imperialista que reinaba en el
ambiente de la época.
Agradezco desde aquí su colaboración a los autores de aquellas
introducciones y a sus descendientes, en el caso de Mauricio González-Gordon Díez,
por su amabilidad al permitir que sean incluidas en esta nueva edición española de la
obra del Coronel Verner, lo que sin duda la enriquece notablemente y aplaudo la
decisión de la Sociedad Gaditana de Historia Natural y el Instituto de Estudios
Campogibraltareños de publicar esta nueva versión española del libro.

Santo Domingo, Abril de 2017

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VERNER Y LA GEOGRAFÍA DE SUS ANDANZAS (José Manuel Rubio)

Durante los dos periodos que nuestro coronel estuvo en Gibraltar, de 1868
a 1874 y de 1901 en adelante, sin que podamos precisar cuántos años, aunque no
menos de siete, puesto que en 1908 publica su libro, hizo de las serranías gaditanas
y malagueñas occidentales, con incursiones a las Marismas del Guadalquivir y al
Sistema Central, en Gredos y Guadarrama a la busca de buitres negros, su teatro
de operaciones.
Operaciones que, con ojos de hoy, las consideraríamos como
expoliadoras, aunque, al mismo tiempo, también habría que decir, eran
actividades consideradas, entonces, como normales, puesto que la ciencia de los
países avanzados de Europa se nutría de las informaciones y los especímenes
que obtenían y colectaban tanto científicos como aficionados, que actuaban a su
arbitrio, como hacen hoy periodistas y fotógrafos, que operan sin vinculación
administrativa alguna y a los que se les denomina o se autodenominan “free
lance”.
El coronel Verner es precisamente eso. Le interesan ciertos aspectos de la
naturaleza, su observación, el acumulo de informaciones –fundamentalmente
zoológicas y, sobre todo ornitológicas- y la recolección de especímenes, sin que,
aparentemente sea un colector sistemático. Colecta, que sepamos, huevos, que
utilizaba como objeto de intercambio con ornitólogos amigos y también de venta,
confesando una “birdnesting-manía”.
No deja de ser un claro y generalizado exponente de toda una época, una
forma de vivir y de la situación dominante, en el campo de las ciencias naturales y
en el geopolítico de los anglosajones.
El sistema de organización del imperio colonial inglés facilitaba, e incluso
propiciaba, que los oficiales de sus destacamentos militares desarrollasen esas u
otras actividades, que también redundaban en el engrandecimiento patrio. Tenían,
además la oportunidad de obtener destinos en los más distintos puntos del orbe,
lo que supone un enriquecimiento personal. En ésta línea sabemos que el coronel
Verner acumuló experiencias en el norte de África y en el sur durante la guerra de
los Boers.
El disculpa su actividad colectora de huevos aludiendo a la probada
capacidad de reposición de las aves –cosa que no es generalizable- y culpa de la ya
entonces denunciada disminución de la mayoría de las especies de rapaces a su

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persecución y muerte indiscriminada por los nativos que las consideraban alimañas
perjudiciales.
Sus aficiones le llevaron a enlazar y a beber en las fuentes con y de otros
científicos, que hicieron campañas en el sur hispano, como H. Saunders, Lord
Lilford y J.H. Irby. Con este último, nos dice, realizó innumerables salidas
ornitológicas.
A Lord Lilford lo había conocido en Edimburgo, en una visita que éste
realizó a casa de su padre, por razón de su común afición a la cetrería.
Alguna de estas relaciones le pidió que acompañase, como persona
conocedora del medio, al Príncipe Rodolfo de Austria, en 1879, a las Marismas del
Guadalquivir y el Coto de Doñana. Excursión que les fue facilitada por otro británico
residente en Jerez de la Frontera.
Su pasión naturalista, nos cuenta, tiene unos antecedentes familiares. En
sus años jóvenes él vio como su abuelo era un aceptable dibujante de aves. Y para
su padre la cría de pájaros de cualquier especie no parecía tener secretos, además
de ser un halconero solvente. A ambos les dedica un entrañable recuerdo.
*********************
El coronel, durante la primera mitad del libro, es bastante remiso en
precisar, no ya sus recorridos, sino la localización de sus observaciones. Quizá trata
de evitar actuaciones depredadoras posteriores o, simplemente, reservarse
información. No es si no la misma actitud de ese ornitólogo que, charlando con
otro colega, le comenta haber hecho la observación del nido de un pájaro raro y
ante la pregunta de ¿dónde lo has localizado? el otro contesta: “en el campo”. (La
anécdota nos fue relatada, hace ya muchos años, con su peculiar donaire, y como
cierta, por Mauricio González-Gordon).
En la segunda parte, en cambio, nos ofrece alguna precisión más, pero
nunca sabemos de itinerarios precisos o fechas. Son los pies de las fotos y algunos
topónimos los que nos permiten intuir sus correrías en un espacio con mucho
contrastes y con partes muy fragosas.
En cualquier caso, se cumple con Verner – científico “free lance" - lo que
comenta J. Steinbeck en un libro suyo poco conocido, “Por el mar de Cortés":
existe 1a curiosa idea entre los hombres profanos de que en los escritos científicos
hay un estrato común de perfeccionismo. Y nada mas lejos de la verdad. Los
informes de los biólogos son una dimensión, no de la ciencia, sino de los hombres.
En algunos informes los lugares de recolección aparecen tan mezclados o
ignorados, que las especies mencionadas no pueden ser halladas. El por qué pasa

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esto con Verner no sabemos a qué motivaciones se debe. Las especies a las que
consagra su atención son, en general, conspicuas y, con las pistas del texto y las
fotos, zambulléndonos en las serranías en cuestión o siendo un poco mas que
mediano conocedor de ellas, no es difícil revivir las andanzas de nuestro coronel.
En lo que sí es muy minucioso, en razón de su confesada "birdnesting
manía”, es en la transmisión de sus observaciones y descripciones de nidos y
puestas. Asomémonos ahora al medio en el que se desenvuelven las correrías de
nuestro autor.
*******************
La persona que sin información previa se interne en las serranías gaditanas
y sus apéndices hasta la costa mediterráneo-atlántica, o a las contiguas rondeñas,
desde el valle del Guadalquivir, quedará sorprendida por la riqueza de sus paisajes,
muy variados y en contraste con la aridez mediterránea de las llanuras.
Los conocedores de estos espacios se explicarán perfectamente que el
coronel Verner se circunscribiera a ese ámbito que, a tiro de piedra de su base de
operaciones militares (Gibraltar) le brindaba una gama sorprendente de hábitats.
En casi cualquier época del año se pueden encontrar lugares en esta área que, si no
supiéramos dónde estábamos, pudieran pasar muy bien por paisajes norteños, por
su verdor, de los que sólo se despegan, resaltando, e indicando que la primera
apreciación no es cierta, los poblados de un blanco inmaculado, concentrados y
mas o menos enriscados o retrepados en algún rellano de ladera.
Piénsese, primero, que las cumbres de algunas de estas serranías culminan
próximas a los 2.000 metros y que su relativa proximidad a las costas las convierte
en condensadoras de la humedad de los vientos marinos del oeste o del este.
Suele sorprender que se cite como polo de la lluvia o de máxima precipitación
peninsular a la Sierra de Grazalema, que puede recoger valores de pluviosidad
anual entre los 1.500 y los 2.000 mm. Y que precipitaciones en torno a los 1.000
mm. son frecuentes en muchos puntos con la exposición oportuna.
Claro que ellas se producen en relativamente pocos días de lluvia al año –
casi nunca más de sesenta- y, por lo tanto, el sol brilla la mayor parte del tiempo.
El régimen térmico de toda el área es claramente mediterráneo, si bien ya
podemos intuir, por algunas muestras de vegetación de ciertas cumbres –los
bosques de pinsapos- y el nombre de Sierra de las Nieves, que la altitud impone
variantes, con su reflejo apuntado en la componente vegetal.

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Luego, hay corredores intramontañosos, o valles encajados, que también
favorecen la condensación, que si no se traduce en precipitaciones, sí se
materializa en una elevada humedad relativa en buena parte del año.
Estamos en un espacio serrano, de montañas medias, con una armadura
geológica compleja, propia de cordilleras alpinas, con formaciones de mantos de
corrimiento, pliegues tortuosos, rotos, y asomos eruptivos, que nos hacen imaginar
fuerzas de compresión S-N y empujes de fondo que propician las intrusiones y
asomos magmáticos, como el más llamativo de Sierra Bermeja.
Hacia el este la complejidad orográfica se mantiene, mientras que hacia el
oeste, camino de Jerez de la Frontera, la topografía se suaviza acolinándose. Es el
final de las cordilleras Béticas.
En el suroeste de las serranías gaditanas se diseña una depresión oval, con
su eje mayor de este a oeste, ocupada hasta los años cincuenta por una gran
laguna –La Janda- hoy desecada. Tuvo un gran valor faunístico y en sus aledaños el
coronel Verner dispuso de un albergue, como centro de alguna de sus operaciones
para localizar nidos de grulla. Lo afable de este espacio, en contacto con los
serranos, propició que ya en tiempos prehistóricos hubiera allí un asentamiento de
antecesores nuestros, que nos dejaron el testimonio de sus pinturas en el llamado
Tajo de las Figuras, con bastantes muestras de la fauna del momento.
Las estribaciones serranas llegan, por el sur, hasta la costa, dando lugar a
frentes acantilados, con altitudes y pendientes fuertes muy próximos al mar, en los
que encontró nidos de águila pescadora. Como bastión y ejemplo más meridional
de ellas el peñón donde se asienta la colonia inglesa, en la que cumplía su servicio
el autor.
De norte a sur, desde las suaves ondulaciones de la campiña del
Guadalquivir, se alza primero el mogote de la sierra de Morón de la Frontera;
después, el lomo calcáreo de la Sierra de Lijar o Algodonales; tras de atravesar el
valle del río Guadalete, frente a la enriscada y espectacular villa de Zahara de la
Sierra, se organiza la compleja Sierra de Grazalema, que culmina en los más de
1.600 m. del majestuoso arco de la Sierra del Pinar, con su excelente pinsapar, que
se instala en la concavidad norte de la misma. Las calizas siguen siendo las
responsables del diseño de las cresterías y de las masas medias y altas de estas
sierras, mientras que en la base hay materiales más blandos, aunque más antiguos,
pertenecientes a la facies germanoandaluza del periodo triásico, con sus colores
abigarrados, que van del gris al vinoso. Se trata de arcillas y margas yesíferas, que
se prestan a los deslizamientos y movimientos en masa y a aportar una

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componente salina a las aguas que circulan sobre ellas, lo que da lugar a cintas de
tarajes o tarayes en las orillas de ríos y arroyos.
Pero sigamos con el relieve. Rebasada la Sierra del Pinar, la topografía se
disloca. Hacia el sureste se yergue la agreste Sierra de Líbar y hacia el sur, siempre
por calizas, llegamos a los riscos buitreros que dominan Benaocaz y el surco de la
Manga de Villaluenga. Más a partir de los puntos anteriormente citados van a
aparecer otros materiales rocosos, que dan topografías más suaves: areniscas más
o menos flischoides (hace alusión este nombre a un tipo de deposición
sedimentaria alternante y rítmica de estratos duros y blandos.), que reciben el
nombre de la sierra con la que culminan estos materiales y que es la del Algibe, con
poco más de 1.000 m.
Para encontrar las altitudes mayores tendríamos que seguir la dirección,
desde Grazalema, este-sureste, que nos llevaría a la depresión intramontañosa en
la que se instala Ronda y tras de la cual se alza la mole inmensa de la Sierra de la
Nieves, en la que se rondan los 2.000 m. En esta sierra, juntamente con la de Tolox,
seguimos en calizas en las que se dibuja todo el recital de formas propias de este
material que, en muchos casos, propician la existencia de microhábitats para flora y
fauna.
Volviendo a la dirección sur y ya en plenas areniscas, por serrezuelas más o
menos quebradas, llegamos a la costa, a la que se asoman de forma abrupta las de
Retín, la Plata, San Bartolomé y Fates. Mas algunas muestras de calizas siguen
apareciendo: aparte de las durísimas que configuran el Peñón, con sus paredes
verticales, están las calcarenitas que dan lugar en Vejer de la Frontera a paredes de
varias decenas de metros y, entre Vejer y Conil hay calizas cretácicas, más blandas
y erosionables, sobre las que se generan relieves más afables.
El relieve en los materiales descritos, pero sobre todo en las calizas y las
areniscas es fragoso y con formas y microformas muy favorables como áreas de
refugio y nidificación. Las calizas son propicias a la formación de paredes verticales
o extraplomadas; bien estructurales como las de la Sierra del Pinar, que albergan al
águila real o las del Peñón de Zaframagón y sus colonias de buitres leonados; o
bien por la acción fluvial, que taja barrancos impresionantes, más bien cañones,
como los del río Guadiaro, en el término de Gaucín, o el de la Garganta Verde en
Zahara de la Sierra. También la acción del agua, aprovechando diaclasas y partes
débiles de la roca, agranda las grietas o forma cavidades adecuadas a la nidificación
de rapaces y vultúridas, además de dotar a estas sierras de aparatos hipogeos
numerosísimos. Verner hace referencia y fotografía la cueva del Gato, que está en

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el Guadiaro, aguas arriba de la Hoz de Gaucín y en las proximidades de la Cueva de
la Pileta, que cuenta con muestras prehistóricas de arte rupestre.
Por su lado, en las areniscas, la meteorización produce el fenómeno
llamado taffonización, que se traduce en la génesis de cavidades y nichos, a partir
de la superficie, más o menos ovales, que pueden llegar a dimensiones métricas, y
que cuando surgen en lugares no fácilmente accesibles, son excelentes refugios o
puntos de nidificación. En ellos encuentra el coronel desde los aviones roqueros y
zapadores y roqueros azules, hasta buitres. Son las fotos que publica las que nos
muestran esas particularidades y las que hacen detallarnos, ante las dificultades de
los accesos, sus prácticas de “climbing” (escalada en roca), que también realiza en
árboles.
Las aguas corrientes también actúan agresivamente en las areniscas,
dando lugar a valles en uve, a veces muy aguda y profunda, que los convierte en
unos microhábitats umbrosos y húmedos, refugio de flora relicta y endémica, que
reciben el nombre local de “canutos”.
En ellos pueden aparecer también los taffonis y a las avecillas antes citadas
se las une el conspicuo mirlo de agua, ya que muchos de estos arroyos son de
aguas permanentes.
Hemos ido sumando variables: las topográficas, las litológicas, las
climáticas y las altitudinales. Y el resultado, al que habría que sumar la intervención
secular del hombre, es el de un variado, notable y original mosaico de paisajes
físicos, que a continuación veremos cómo se reflejan en paisajes vegetales
múltiples, soportes de una variada y relativamente rica fauna.
Podemos encontrar frondosas masas boscosas de alcornoques y de
quejigos, sobre los suelos de carácter ácido, generados sobre las areniscas y los
materiales flischoides. En ellos y también en los tramos más tendidos de los valles
fluviales con aguas más o menos permanentes, son frecuentes las alisedas y
rodalillos de otros árboles de ribera, como sauces, fresnos y álamos blancos.
Mientras, en las cumbres de esas sierras se desarrolla un matorral dominado por el
quejigo enano o robledilla, al que acompañan especies arbustivas más comunes. Y
en los “canutos”, junto con los alisos, laureles, acebos, avellanillos y el endémico y
espectacular hojaranzo o rododendro póntico, que es todo un espectáculo en la
época de la floración, con sus grandes flores lila pálido.
Sobre los suelos de carácter básico, generados o producidos sobre las
calizas, aún podemos encontrar algún resto de más extensos acebuchares,

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siempre por debajo de los 200 m. de altitud. Y de forma, en general dispersa,
algarrobos.
Pero la dueña de los substratos calcáreos, salvo en la costa, es la encina,
que trepa por las laderas hasta altitudes de 1.000 m., aunque en los terrenos poco
afables lo haga de forma muy dispersa y las más de las veces como simple reliquia
arbustiva, debido al mal trato secular del leñador y el ganadero que sobrepastorea.
En la mayoría de los casos, las partes altas de las sierras calcáreas, si no las
observamos muy de cerca, se nos presentan como verdaderos desiertos. Verner
emplea el calificativo de desolación, como efectivamente así es. Sin embargo, la
existencia en su proximidad de puntos favorables a la nidificación, convierte a estas
cumbres en atalayas, que metódicamente son sobrevoladas por los buitres.
En exposiciones norte, en la Sierra del Pinar y en la Sierra de las Nieves, el
relicto y endémico pinsapo tiene sus únicos reductos, a los que hay que sumar los
de la más meridional Sierra Bermeja, que se instalan con otras orientaciones. El
nombre de esta sierra hace referencia a la tonalidad que toman en superficie, al
descomponerse, las rocas que la configuran. Se trata de unos materiales
ultrabásicos del grupo de las serpentinas.
Pero el coronel, salvo a esta última, no les echa cuenta, ni nos habla de los
pinsapos. Y si se acercó y cita a Sierra Bermeja es porque en sus riscos anidaba
nada menos que el quebrantahuesos.
En cualquier caso y aunque sí hay manchas importantes de bosque, éste,
en su mayoría, se hallaba y se halla adehesado, siendo la ganadería su explotación
tradicional, lo que siempre supuso una importante fuente de alimentación para la
comunidad de necrófagos.
Los matorrales han subsistido, desde tiempo inmemorial, a las antaño
mucho más extensas manchas de bosque. El arbusto de mayor porte que se
adueña del espacio, si el hacha no le persigue, es el lentisco, al que acompañan en
la sustitución jarales, brezales y escobonales. Y donde el expolio se acentúe será el
palmito el que más aguante.
Hasta la misma costa llegan los lentiscares, a los que puede acompañar
alguna mancha de coscoja, con sabinas moras y el menos frecuente enebro de la
miera. Sigue habiendo, evidentemente, las habituales leguminosas retamoides,
cistáceas y brezos, colonizados y enmarañados muchas veces, al igual que en el
interior, por las lianas mediterráneas: zarzaparrilla, clemátides, aristoloquias y
madreselvas, entre otras.

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En tiempos de Verner ya había repoblaciones de pinos y él nos los cita,
porque son buenos emplazamientos para la nidificación de especies que le
interesan. Y por último tendríamos los espacios abiertos. Naturales unos, como
toda la depresión amarjalada de la Laguna de la Janda; y las marismeñas
desembocaduras de los ríos Guadarranque y Palmones. U otros de origen
humano, con fines agrícolas o pecuarios sobre todo al suavizarse las sierras hacia el
oeste, que atrajeron al coronel porque allí había todavía avutardas.
Este es el mundo en el que desenvuelve su actividad naturalista nuestro
autor, pero las condiciones de realización distan mucho de las que tendríamos hoy
y ello merece una digresión final.
Hasta épocas muy próximas a nosotros hacer la travesía norte sur que
detallamos páginas atrás, acceder a sierras y pueblos de la zona o incluso seguir las
vías de comunicación existentes mediado este siglo constituía un martirio para el
automovilista, cuando no la imposibilidad por falta de accesos. A principios de siglo
estábamos saliendo de la época de las diligencias. La vocación de este espacio, tras
de ser reducto defensivo de los árabes, por razón de su impenetrabilidad, dificultad
de vigilancia y de rutas que no fueran sendas de montaña solo dominadas por los
nativos, era de tierra de contrabandistas y de bandoleros. Los accesos a multitud
de poblaciones solo se lograban a pie o a lomos de avezadas caballerías en
interminables jornadas, que es como hubo de moverse nuestro coronel.
Al mismo tiempo, este tipo de dificultades tenían su aliciente para el
habitante de una Europa mucho más evolucionada y con una naturaleza
transformada y sobre todo zoológicamente empobrecida. Los obstáculos eran una
garantía de tierras más o menos vírgenes por investigar.
El Mediterráneo andaluz y España en general eran -y todavía en parte lo
son- paraísos extratropicales, con un nivel de civilización diríamos confortable y con
atractivos culturales no desdeñables. Por otro lado, el extremo meridional
peninsular, de cara al fenómeno migratorio de las aves del paleártico, es
excepcional. Estamos en una cabeza de puente que reúne condiciones magníficas,
no solo por la posición sino por la abundancia y diversidad de hábitats.
Es esa riqueza escénica, naturalística y cultural la que atrae a mucho
extranjero que, si es hombre de letras, escribe sobre España, en muchos casos con
criticismo acre, pero que, si puede se queda a vivir aquí, sin volver a buscar las
excelencias de su país, que en el nuestro parecen no existir.

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

15
SEMBLANZA DE W. VERNER (Santiago de Mora-Figueroa y Williams)

El Coronel Verner es un personaje que siempre ha estado muy vivo en mi


imaginación, y eso que murió veinte años antes de nacer yo. Desde niño oí hablar
mal de él a mi familia inglesa, que lo consideraba atrabiliario. En cambio mi familia
española lo recordaba como un excéntrico simpático y algo romántico. Aquello me
parecía una extraña paradoja, ya que ─pensaba yo en mi inocencia─ quien debería
haber congeniado con Verner era su compatriota, coetáneo, vecino en la provincia
de Cádiz y ornitólogo como él, mi bisabuelo Walter J. Buck, mucho más que mis
antepasados Mora-Figueroa, típicos ganaderos y labradores andaluces bien poco
cosmopolitas y muy afincados en sus tierras cerca de Vejer.
El caso es que en la vieja biblioteca de mi casa no estaba My life among the
wild birds of Spain, pese a que abundaban los libros de caza y naturaleza
procedentes de las colecciones de mis parientes W. J. Buck, su co-autor Abel
Chapman y el ilustrador de éste W.H. Riddell. No aparecía Verner citado en Wild
Spain o en Unexplored Spain, ni tampoco Verner mencionaba a Chapman y Buck. Y
sin embargo era impensable que hombres tan próximos en gustos y hasta en lugares
de residencia no se hubiesen conocido o al menos leído sus obras respectivas.
Renuncié a aclarar el pequeño misterio y terminé relegándolo a la categoría de
enigmas sin solución posible, como hizo Giraudoux con el caso sorprendente de
cierto viejo Embajador de Italia en París que le deslizó al escritor un huevo duro en la
mano, al felicitarlo en una ceremonia oficial de entrega de premios escolares.
Hasta que un buen día encontré en un cajón un álbum de recortes de
periódico con reseñas y comentarios sobre Unexplored Spain, el libro de Chapman y
Buck publicado en 1910. Los artículos eran todos elogiosos salvo uno, de autor
anónimo, publicado en la Saturday Review. La crítica no llegaba a ser feroz, pero sí
resultaba agria. Acusaba a los autores de inexactitudes ornitológicas, de florid
verbosity y de haber escrito un libro menos interesante que el que publicaran en
1893, Wild Spain, sobre el mismo tema. Peor aún, se burlaba con ironía de lo
orgulloso que estaba Chapman de haber revelado cómo los flamencos colocaban las
patas para empollar los huevos (dobladas y no despatarradas) y también de haber
"descubierto" (las comillas guasonas son del crítico) en 1883 la manada de camellos
asilvestrados del Coto de Doñana.
El crítico punzante no era otro que Willoughby Verner, y Chapman lo sabía.
Furioso, escribió una carta al director de la revista y otra a los propietarios. En la
primera no mencionaba por su nombre a Verner, pero preguntaba retóricamente si

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

16
el crítico anónimo no sería uno de aquellos cuya exactitud y buena fe aparecían
impugnadas en la página 272 de Unexplored Spain, donde en efecto se alude a
quienes sin motivo y con insidia se atribuyen el mérito del hallazgo de la cloquera de
los flamencos. En la segunda carta denuncia ante los propietarios al director de la
Saturday Review por haber encargado la crítica al Coronel Verner, "un hombre que
desde hace muchos años ha mantenido frente a mí una actitud sistemática de
mentiras y denigración maliciosa y sin escrúpulos". También acusa al director de mala
fides y de publicar una reseña que viola cuanto supone "honor, franqueza y
hombría".
En Alemania hubiese habido un duelo inmediato; en Inglaterra la cosa acabó
ante el juez. El director de la revista y Verner se querellaron contra Chapman por
difamación. Las tres partes emplearon a los mejores abogados de la época, el juez
─que se llamaba Darling─ ironizó sobre el caso y todos los diarios de Londres se
pasaron tres días jaleando a los contendientes del “flamingo case”. Al final el juez
incitó a los abogados a poner de acuerdo a las partes, hubo excusas mutuas a
regañadientes y Chapman se declaró satisfecho y pagó las costas.
La última información escrita que poseo de estas tormentosas relaciones
entre ambas familias la acabo de encontrar en el álbum de firmas de la casa donde
escribo estas líneas, en Arcos de la Frontera. Cuando vivía en ella mi tía abuela Violeta
(hija de Walter Buck, ahijada de Abel Chapman y mujer de William Hutton Riddell)
aparece, en enero de 1927, el nombre de una invitada notable, una Sra. (¿Leila? la
firma es poco clara) Verner, residente en El Águila, Algeciras. Debía de ser la única hija
de Willoughby Verner. Hay, pues, que deducir que ambas familias ─o lo que quedaba
de ellas─ se habían reconciliado. Claro que ya habían muerto Buck y Verner y poco
antes habían caído, en la Gran Guerra, Bertram y Rudolf , sus respectivos y únicos
hijos varones. Cabe sacar la triste conclusión de que los ornitólogos, como el resto de
los mortales, hacen las paces en los entierros.
A la luz de estas informaciones que me llegaban tres cuartos de siglo
después del curioso suceso, empecé a comprender mejor a Verner. La verdad es que
en su libro sí aparecía una referencia a Wild Spain, bastante favorable aunque sin
mencionar a los autores. Y a éstos sin duda se refería también Verner en su primer
capítulo al alegrarse con sorna de haber evitado descubrimientos de camellos y
flamencos. En resumen, Verner y Chapman se parecían demasiado para congeniar.
Ambos eran de genio dominante, ambos se consideraban precursores en la
exploración ornitológica de la España meridional, aunque Verner reconocía la
condición de mentores a Lord Lilford y al Coronel Irby.

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

17
Por último, Verner coincidía, no sólo con Chapman sino con los demás
ingleses de finales del siglo XIX y principios del XX mencionados en estas líneas, en
que habiendo conocido tierras muchos más exóticas y lejanas que España era ésta la
que lo atraía con más fuerza. En eso todos ellos se parecían a los viajeros románticos
de dos o tres generaciones antes: estaban cautivados por la esencial ambivalencia
que intuían en nuestro país, nuestro paisaje y nuestro paisanaje. Por un lado esto era
Europa, los naturales tenían la tez blanca y se veían iglesias góticas. Por otro lado aquí
la naturaleza era muy agreste, con osos, linces y flamencos (de las dos clases), y la
gente era bravía, con bandidos y toreros. La Península Ibérica era para Europa una
marca ─en el sentido geopolítico de la palabra─ tanto como lo eran los Balcanes. A
veces el dépaysement es más punzante y placentero recorriendo Gredos en mula
que el Himalaya en yak, merced al contraste entre lo familiar y lo exótico.
William Willoughby Cole Verner, Coronel e hijo de Coronel, debía de llevar
en las venas ese gusto ─entre militar y misionero─ por el riesgo y la ambigüedad
cultural de las marcas imperiales, pues era sobrino bisnieto de Sir William Verner, de
Verner's Bridge, Condado de Armagh, uno de los fundadores de la Orange Institution
en Irlanda. Willoughby Verner nació en 1852. En 1874 ingresó en la Rifle Brigade y
pasó toda su vida militar en esa unidad. En 1881 hizo el curso de Estado Mayor,
obteniendo el primer puesto de su promoción tanto en la entrada como en la salida
de la escuela. Ascendido a Capitán, participó en la Expedición al Nilo de 1884 y 1885.
Más tarde, ya Teniente Coronel, fue nombrado Profesor de Topografía Militar en la
Academia de Sandhurst, pero al estallar la guerra contra los boers en 1899, fue
destinado a Suráfrica, donde participó en los combates de Belmont y Graspan. En
este sufrió un grave accidente al caer su caballo y aplastarlo contra una roca. Lo
dieron por muerto pero se recuperó, aunque no lo bastante como para continuar en
activo en el Ejército. Se retiró con el grado de Coronel a vivir a Algeciras, donde se
hizo una casa, El Águila. Nunca se consoló de no poder luchar en la Primera Guerra
Mundial, donde murió su hijo Rudolf, oficial de la Armada, al ser hundido su barco en
los Dardanelos, y también su yerno.
Verner pasaba más de la mitad del año, de Noviembre a Junio, en Andalucía
y el resto del tiempo en su casa de campo inglesa, Hartford Bridge. Alguien que lo
conocía muy bien, Harold Hodge (1862-1937, editor de Saturday Review), escribió
que "la vida libre y aventurera que llevaba en España era más completamente de su
gusto que la vida en Inglaterra", y que el propio Verner solía decir "in England you
can get no wild life". En Andalucía cazaba, montaba a caballo ─pese a las graves
secuelas de su caída en el campo de batalla surafricano─ y, sobre todo, observaba las

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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aves rapaces. Mi abuelo Tamarón se asombraba de ver a aquel hombre medio
lisiado descolgándose por los precipicios de las sierras en busca de nidos.
Debía de ser una persona muy activa y muy inteligente, pero su tercera
cualidad, la curiosidad intelectual, tal vez lo llevó a dispersar las dos primeras. Todo le
parecía interesante, incluso lo que descubría por casualidad, como ocurrió con la
Cueva de la Pileta y sus importantes pinturas rupestres, que dio a conocer en 1911
en la Saturday Review . Además de ser un excelente cartógrafo y dibujante y disfrutar
con la caza y la ornitología, era aficionado a la navegación a vela, al polo, al cricket, a la
fotografía y, por supuesto, a escribir historia militar. Porque el Ejército fue la gran
pasión de su vida, una pasión frustrada por el accidente de Graspan pero quizá
también y desde antes ─como insinúa su amigo Hodge─ por la incomprensión o la
envidia de quienes tenían menos dones y menos dotes que él. Parece ser que en las
operaciones militares de la expedición al Nilo de 1884, los dos Capitanes más
brillantes eran Kitchener y Verner. Pero Kitchener ─de quien Churchill decía "puede
que sea General, pero nunca será un caballero"─ llegó a Mariscal y Ministro de la
Guerra y Verner no pasó de Teniente Coronel en activo y luego lo estampillaron de
Coronel para jubilarlo. Según Hodge, podían haberlo movilizado de nuevo en 1914,
pese a sus lesiones, que no le hubieran impedido hacer un buen trabajo de Estado
Mayor.
¿Por qué se truncó su carrera? La dispersión de sus capacidades, antes
apuntada, no es la única explicación. Tampoco termina de aclarar el caso la probable
envidia de algunos burócratas militares hacia un hombre que además de despierto y
diligente era valeroso, bien parecido y de buena familia. La verdad es que leyendo
entre líneas el panegírico de Hodge y recordando la casi desvanecida tradición oral
empieza uno a sospechar otra cosa: Verner era algo soberbio y petulante. Podemos
comprender que fuese un poco creído, pero también hay que entender ciertas
reacciones, como la irritación con que los marinos acogieron su artículo, "A Fool's
Paradise", sobre las supuestas deficiencias navales en Malta. A Verner debía de
gustarle mucho dar lecciones, con o sin motivo. Pero hay que añadir en su honor
que, como buen estoico, no se quejaba luego de las consecuencias.
Su mejor epitafio y a la vez frontispicio de su libro sobre España pueden ser
estas palabras de su biógrafo: "Acaso en Tapatanilla, su choza de caza en la gran
llanura de la Janda, era donde Verner se encontraba de verdad más perfectamente
feliz que en ningún otro lugar del mundo. [...] Allí, entre los pájaros silvestres, los toros
casi salvajes y los rústicos sencillos, con su caballo, su perro y su escopeta, Verner se
sentía un hombre libre".

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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Ya han desaparecido los imperios, el espíritu libre de las marcas y hasta la
Laguna de la Janda, pero se comprende que para Verner, uno de los últimos sabios
aventureros de esa época tan próxima y la vez tan remota, la España agreste fuese el
Paraíso Terrenal.

El Marqués de Tamarón
Arcos de la Frontera
Agosto de 1998

Dibujos de Cueva de la Pileta, por W. Verner en The Saturday Review of London, 1911.

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VERNER Y AQUELLOS “LOCOS” INGLESES
(Mauricio González-Gordon Díez, 1923-2013)

Los ingleses han sido amantes de la naturaleza y de las aves en particular


desde hace siglos. Ya en 1747 se había popularizado esta afición en aquel país hasta tal
punto que escribía Peter Collinson "en Inglaterra las obras de historia natural se venden
mejor que ningún otro libro". Veinte años más tarde, en 1763, el "Critical Review"
opinaba que la historia natural se había convertido en el "estudio favorito de los
tiempos", y, en el primer tercio del siglo pasado, cuando sacó Audubon a la luz su
importante obra sobre las aves de América, fue en Inglaterra y no en Estados Unidos,
donde la publicó. De los 180 suscriptores que listó en 1831 el noventa por ciento eran
ingleses.
Durante el siglo XIX, Gibraltar, la industria vinatera jerezana y el clima de
Andalucía atrajeron a nuestra comarca a numerosos ingleses que, siendo amantes de
la naturaleza, pronto descubrieron en nuestra tierra un verdadero paraíso donde
poder observar la fauna y la flora y practicar sus deportes favoritos de andar, escalar,
montar a caballo, o cazar. El coronel Verner, el también coronel Irby, Lord Lilford,
Saunders y Abel Chapman, entre otros, escribieron afortunadamente libros en los que
describieron minuciosamente las experiencias vividas durante sus frecuentes estancias
en nuestro país.
La mayoría de estos hombres eran especialmente aficionados a la caza y
muchas de sus observaciones fueron hechas con ojos de cazador. Así lo hizo A.
Chapman en una corrida de toros a la que asistió y sobre la que dice escuetamente en
su diario: "Feria de Jerez. Mi primera corrida. ("BAG"). Se cobraron diez caballos, seis
toros y un hombre".
Era gente de gran personalidad y características humanas típicas de los
forjadores de un imperio. Con aires de superioridad y a veces cierta prepotencia
frecuentemente criticaban lo español. Recuerdo como el Capitán Collingwood Ingram,
gran botánico y ornitólogo de la siguiente generación a quien debemos la primera
descripción de nuestro Urogallo como subespecie, y con quien cazaba hace más de 50
años, me decía: "En España sois un desastre, no tenéis nombres para vuestros pájaros y
en el campo a lo más que se puede aspirar es a que le digan a uno si es un pájaro o un
pajarito". Sin embargo a todos ellos les encantaba España, y no hay más que leer
algunas de sus cartas para comprender cuanto disfrutaban a pesar del "ajo" y de las
"pulgas".

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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En el campo, el español medio los consideraba seres un poco locos ("lunáticos
inofensivos" según interpretación de Verner). Cómo, si no, escalar un acantilado
simplemente por coger unos huevos de águila que para poco podían servir. Es natural
que el pastor, tras preguntar la razón del interés en obtener esos huevos, llevara a
Verner a escalar una peligrosa roca hasta la cueva en que anidaba una paloma. Ante el
enfado de Verner, al comprobar que no era un nido de águila, la reacción del pastor
fue: "Usted dijo que quería escalar y coger un nido con dos huevos blancos que no
sirven para nada; ahí tiene usted los huevos. Coja ahora la escopeta y tire a esas aves
que son buenas de comer, mucho mejor que un …… águila".
La mayoría de estos grandes naturalistas ingleses de la era victoriana eran de la
generación de mi abuelo, Pedro N. González Soto, quien cazó con algunos de ellos en el
Coto de Doñana. A pesar de no haberlos conocido, a estos hombres debo en parte mi
propia afición. Leí sus libros y de ellos me hablaban mi padre y otros miembros de la
generación puente como Carlos William y Williams H. Riddell, que desde pequeño me
animaron y ayudaron a conocer mejor y por lo tanto a amar más a la naturaleza.
Desde principios de siglo han cambiado muchas cosas, pero todo aficionado a
las aves o simplemente al campo, debe sin duda leer los libros que, como "My life
among the wild birds in Spain" de Willoughby Verner, nos dejaron aquellos "locos"
ingleses.

El Marqués de Bonanza

Tablero para dibujar ajustable al brazo. Invento de W. Verner.

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22
ENTRANDO EN EL NIDO DE UN BUITRE LEONADO

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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MI VIDA
ENTRE LAS AVES
SILVESTRES
EN ESPAÑA

POR

EL CORONEL WILLOUGHBY VERNER

Autor de
"Sketches in the Soudan" y "The Military Life of H.R.H. George, Duke of Cambridge".

La primera edición fue en 1909, por


JOHN BALE, SONS AND DANIELSSON, LTD.
OXFORD HOUSE
83-91, GEART TITCHFIELD STREET, OXFORD STREET, W.

“Mi agradecimiento al editor del Saturday Review por su permiso para


reproducir, en este libro, partes de ciertos capítulos que han aparecido
en el citado Review. W. Verner"

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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PREFACIO

Desde que tenía 14 años, he mantenido la costumbre de llevar


un diario de historia natural; notas y apuntes de las costumbres y
descripción de bestias, aves, reptiles, y peces e insectos, pero
especialmente de las aves. Y pronto comencé a ilustrar mis diarios
con dibujos a lápiz y tinta y acuarelas. Ya hacia 1.874 empecé a
prestar especial atención a la fauna del sur de España. Desde
entonces, con ciertas interrupciones debidas a mis obligaciones
militares y otras, he vivido mucho tiempo en esa región y durante
los últimos años, he pasado los inviernos allí regularmente. Ahora
me doy cuenta más que nunca de que es sólo viviendo entre ellos, es
como se adquiere una verdadera idea de los hábitos y naturaleza de
los animales salvajes. Por ello me ha parecido que merecía la pena
publicar este relato de mi vida en los espacios abiertos de
Andalucía.

WILLOUGHBY VERNER

Hartford Bridge
Winchfield
Diciembre, 1908

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CONTENIDO

TÍTULO I - LOS PREPARATIVOS


CAPÍTULO I - EL ESTUDIO DE LAS AVES SILVESTRES
CAPÍTULO II - VIAJE Y EQUIPO
CAPÍTULO III - DIBUJO Y FOTOGRAFÍA
CAPÍTULO IV - SOBRE ESCALAR EN GENERAL
CAPÍTULO V - ESCALANDO A LOS ÁRBOLES
CAPÍTULO VI - ESCALANDO EN LA ROCA

TÍTULO II - EN UNA LAGUNA ESPAÑOLA


CAPÍTULO I - UN DÍA EN UNA LAGUNA
CAPÍTULO II - LOS AGUILUCHOS
CAPÍTULO III - LA GRULLA COMÚN

TÍTULO III - A TRAVÉS DE LAS LLANURAS


CAPÍTULO I - UNA CABALGADA POR LA VEGA
CAPÍTULO II - LA AVUTARDA
CAPÍTULO III - EL SISÓN

TÍTULO IV - EN LOS BOSQUES


CAPÍTULO I - UN DÍA EN LOS ALCORNOCALES
CAPÍTULO II - LOS MILANOS, EL AZOR Y EL GAVILÁN
CAPÍTULO III - EL ÁGUILA CALZADA LA
CULEBRERA
CAPÍTULO IV - EL ÁGUILA DE HOMBROS BLANCOS
CAPÍTULO V - EL BUITRE NEGRO

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TÍTULO V – EN LOS ACANTILADOS MARINOS
CAPÍTULO I - UNA CABALGADA HASTA TRAFALGAR
CAPÍTULO II - EL CUERVO
CAPÍTULO III - EL ÁGUILA PESCADORA

TÍTULO VI - EN LAS SIERRAS


CAPÍTULO I - UN DÍA EN LA BAJA SIERRA
CAPÍTULO II - LAS PEQUEÑAS AVES DE LA SIERRA
CAPÍTULO III - EN LA ALTA SIERRA
CAPÍTULO IV - EL BÚHO REAL
CAPÍTULO V - EL ÁGUILA PERDICERA
CAPÍTULO VI - EL ÁGUILA REAL
CAPÍTULO VII - EL BUITRE EGIPCIO O ALIMOCHE
CAPÍTULO VIII - EL BUITRE LEONADO
CAPÍTULO IX - EL QUEBRANTAHUESOS
CAPÍTULO X - EL QUEBRANTAHUESOS (continuación)

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TÍTULO I - LOS PREPARATIVOS

CAPÍTULO I

EL ESTUDIO DE LAS AVES SILVESTRES

Opinión popular sobre el ornitólogo - El verdadero naturalista y


el destructor de vida - El tratante de huevos versus el ornitólogo -
Desaparición de las aves versus recolección de huevos - La
afición a las aves, algo hereditario - Tener aves de jaula -
Amaestrando azores y gavilanes y halcones - La preparación de
un naturalista de campo - Primera visita al sur de España -
Encuentro con Lord Lilford y el Coronel Irby - "Ornitología del
Estrecho de Gibraltar" - La visita del Príncipe Real Rodolfo de
Austria - Ornitología en el propio país y en el extranjero -
Expedición al Nilo, 1885 - En la guerra de Sudáfrica, 1899 -
Literatura acerca de las aves españolas - Organización general del
libro.

"¡Gracias al Cielo que no me


he quedado para ornitólogo!"
Han pasado ya muchos años
desde que estas palabras
llegaron a mis oídos. El
hecho de que fueran
pronunciadas por un
individuo sin importancia es
inmaterial; para mí su interés
y valor radican en que
expresan a la perfección, y
de la forma más concisa
posible, la actitud de la
inmensa mayoría de los
amigos que uno tiene hacia

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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la especialidad del estudio ornitológico que he seguido con
determinación inquebrantable desde que era un joven muchacho.
La causa inmediata de esta profunda puntualización no
carece de interés, y puede quizás servir para apuntar una moraleja
a aquéllos que habitualmente se mofan de lo que está por encima
de su inteligencia. Por aquella época mi regimiento estaba
acuartelado en Dublín; era junio. Debido a los habituales
ejercicios militares y al trabajo llevado a cabo durante los meses
de verano, no resultaba fácil salir de la guarnición, excepto de vez
en cuando por un par de días e incluso esto, a menudo, resultaba
imposible. La inevitable consecuencia era que un buen número de
jóvenes oficiales, poseídos por el deseo y la intención de irse de
juerga, se encontraban incapaces de aprovechar los seductores
placeres que tenían al alcance de la mano. Esta es una de las
desventajas de los tiempos de paz, en que el trabajo está tan bien
o tan mal calculado, como para producir el más mínimo provecho
al Servicio y las máximas preocupaciones y pérdida de tiempo a
los encargados de su ejecución. En tales condiciones, cualquier
cosa que pueda proporcionar a oficiales y tropa un cambio en la
disciplina y la rutina, es de gran valor y constituye el mejor
antídoto contra un ataque de reivindicaciones.
De acuerdo con mi costumbre de toda la vida, desde que
llegué a Dublín me concentré en buscar alguna nueva localidad
donde poder observar algunas de mis queridas aves, y obtener
información sobre su cría. Pronto obtuve permiso del dueño de
una isla rocosa frente a la costa este de Irlanda para visitarla con
tal objetivo en mente. Así pues, me fui a nuestras barracas a
reclutar voluntarios para una expedición de cuarenta y ocho
horas, y no tuve dificultad alguna para conseguir a todos los que
necesitaba. Fue mientras estaba ocupado con las instrucciones
necesarias para las provisiones, equipo y cuerdas, cuando un
sabio y joven oficial hizo el comentario con el que esta historia
comienza, justo antes de pedir otro cigarrillo y salir de la
antecámara. Tal reproche, dirigido al grupo de miserables

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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ornitólogos, quedaba todavía más enfatizado por el hecho de que
su autor se dirigía al Club Náutico de Kingstown, desde cuya
ventana podía mirar los yates atracados de otras personas y
aburrir a sus amigos a intervalos fijos con sus opiniones acerca de
la longitud de la botavara del Britannia o algún otro abstracto
tópico náutico.
No es necesario decir que mi "disminuido" grupo, que no
estaba muy orgulloso de rebajarse temporalmente a mi nivel, me
acompañó a la isla, donde nos instalamos por una noche.
Nuestros dos días de exploraciones fueron recompensados por
algunos de los más espléndidos escenarios, innumerables flores
silvestres y unos acantilados enormes donde criaban en cantidad
araos, alcas, frailecillos y varias especies de gaviotas. Al día
siguiente, soplaba un viento hacia tierra demasiado fuerte como
para que el pesquero que habíamos contratado pudiera venir a
recogernos, pero ello añadió más excitación, ya que tuvimos que
utilizar el bote salvavidas del guardacostas y arrastrarlo por el
arrecife con el viento a tres puntos sobre nuestro cuarto, a través
de un mar glorioso, hacia un pequeño puerto a sotavento en la
tierra firme.
El recuerdo de aquella agradable expedición (y en verdad
es sólo una de los muchos cientos de ellas en que he participado)
lo tengo todavía fresco, y puedo ver aún las miríadas de aves
roqueras revoloteando en torno a los precipicios cuya cima
escalamos, y oír el estruendo de sus diez mil gritos mezclados.
Tampoco he olvidado la sensación del timón del bote salvavidas
mientras se afanaba en deslizarse con una mar gruesa de popa.
Aquellos compañeros oficiales que me acompañaron en
este viaje hablan todavía hoy con entusiasmo de todo lo que
vieron. Por ello estoy contento al pensar que, aunque no
fumáramos cigarrillos o mirásemos la botavara del Britannia,
vimos otras cosas que dieron cierto valor añadido a nuestras
vidas.

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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Los que lean estos comentarios sobre la afición
ornitológica se preguntarán, muy razonablemente, si mi ánimo y
objetivo consisten en inducir a todo el mundo a convertirse en
buscadores y ladrones de nidos. Quiero dejar claro que nada
puede estar más lejos de mis intenciones y que vería con
consternación cualquier incremento serio en el número de los que
persiguen y hostigan a las aves salvajes, especialmente las de las
Islas Británicas, durante la época de cría. Por tanto, si la historia
de mis experiencias ornitológicas condujera a este resultado
indeseable, nada me hubiera inducido a publicarla. Pero todas mis
experiencias me llevan a una conclusión exactamente opuesta, ya
que estoy convencido de que cuantas más personas adquieran un
interés razonable por el estudio de la historia natural en todas sus
ramas, menos propensas serán, sin una buena y suficiente razón, a
hacer algo que pueda tender a la destrucción de especies raras y
bellas, bien sean animales, aves, insectos o flores. Yo he pasado
por todas estas fases y he visto repetidamente a otros pasar
también. Citando mi propia experiencia, puedo decir que como
principiante estaba ansioso de ver y tocar, desollar y conservar
cualquier pájaro raro. Esto, naturalmente, me llevaba a capturar
aquellos que se pusieran a mi alcance. No tuve a nadie que me
convenciera de dejar esa trayectoria. Además, por aquellos días
no existían buenas ilustraciones sobre el color de las aves al
alcance del estudiante normal, y la única forma de obtener una
idea exacta del colorido y del plumaje de un ave era matándola.
Sin embargo, muy pronto me di cuenta de la gran equivocación
que era destruir la naturaleza simplemente para satisfacer mi
curiosidad acerca de ciertos temas relacionados con ella. Además,
gradualmente fui comprendiendo lo absurdo e inútil que resultaba
hacer aquello. Llegué a convencerme a mí mismo de que las aves
disecadas, salvo aquéllas preparadas por una mano maestra y en
todo su ambiente natural, aparte de su costo y del espacio que
ocupaban, no eran más que tristes objetos. El difunto Mr. John
Hancock de Newcastle, un gran amigo personal de mi padre y a

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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quien tuve el privilegio de conocer, fue el primero en
mencionármelo y, cuando algunos años más tarde tuve una
modesta participación en la obtención y preparación de algunas
aves y nidos para el Museo Británico de Historia Natural,
comprendí lo absolutamente absurdo que era para una persona
normal intentar formar una colección de aves disecadas que
terminarían en el sótano. A consecuencia de ello, durante muchos
años he evitado matar pájaros excepto cuando eran solicitados
para colecciones como la nuestra Nacional o para algún que otro
bien acreditado museo o naturalista de la categoría de Lord
Lilford, que necesitan ejemplares para legítimos fines científicos.
Esto, en lo que se refiere a las aves. En cuanto a sus nidos,
huevos y pollos, si un coleccionista de huevos se limita a tomar
estrictamente los huevos que quiere para su colección propia o
para aquellos de sus amigos que hayan podido pedirle una
particular especie, hará poco daño. Desafortunadamente, algunos
ornitólogos parecen incapaces de reprimirse y cogen todo lo que
encuentran con el vano pretexto de “intercambiar” lo que les
sobra, pretexto más propio de un coleccionista de sellos que de un
naturalista.
Todavía peor que la excusa de intercambiar es la
costumbre de utilizar ayudantes pagados para expoliar nidos. Los
huevos así conseguidos carecen de valor, ya que estos
mercenarios no distinguen, y son capaces de arramplar con todos
los huevos de una región sin reparo alguno. Conozco algunos que
se jactan de haber colectado en una semana más de mil huevos de
los más raros limícolas y otras especies.
Después de todo, la gran fascinación del arte de buscar
nidos está en la experiencia personal del que los busca. Localizar
un ave salvaje, estudiar sus costumbres, seguirla hasta su lugar de
cría y descubrir sus secretos, es lo que proporciona el entusiasmo
e interés a esta ocupación. Si además de ello el estudioso puede
conseguir fotos de las aves o de sus nidos o de ambos, se añade
un factor de permanencia a la operación. Finalmente, si el interés

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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por ciertas especies conduce a un hombre a escalar montañas,
explorar marismas remotas o realizar viajes aventureros por mar,
literalmente no hay límite para la gran variedad de experiencias
comprendidas en la simple palabra "ornitología".
Durante muchos años he tenido por norma invitar a amigos a
venir conmigo en mis expediciones y hasta ahora, en lugar de
incrementar el número de destructores de las aves, estoy
convencido de haber hecho lo contrario. Tan sólo en una ocasión
mi fe en esta gente ha resultado traicionada; uno de mis cuasi
pupilos se dedicó a pagar a otros para robar nidos, un resultado de
educación defectuosa y presuntuosa ignorancia en la materia.
Por otra parte he mostrado a mucha gente cuánto más
disfrute y educación se pueden obtener del estudio de las aves en
sus biotopos y, además, cómo este disfrute puede ser
recompensado hasta el máximo sin necesidad de tomar los
huevos o los pollos, o sin sacrificar a los adultos.
Una excusa favorita entre los investigadores para capturar
aves o robar nidos es la necesidad natural y razonable de verificar
algún punto acerca del cual tienen dudas. En estos casos, como en
la mayoría, cada persona es el mejor juez de sus propios motivos
y, de hecho, se pueden presentar muchas ocasiones en que estas
actuaciones son plenamente justificables. Pero yo intercedería por
las aves, a las que siempre que sea posible habría que concederles
el beneficio de la duda. Cuanto más vive uno, tanto más se da
cuenta de lo poco frecuente que es la necesidad de destruir la
vida. Puedo recordar un caso de hace más de veinticinco años,
cuando encontré un pequeño nido entre yerba espesa y zarzas.
Estaba claro que tenía que ser bien de mosquitero musical o de
mosquitero común. Observar el ave e identificarla cuando
volviera al nido era imposible debido a sus costumbres de
serpiente. Matarlo era lo más sencillo. La tercera posibilidad
consistía en construir un lazo con crin de caballo y colocarlo en la
entrada del nido. En cinco minutos tenía el pájaro agitándose en
mi mano y se trataba sin duda de un mosquitero musical. Donde

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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una especie sea abundante y se disponga de poco tiempo, puede
por supuesto ser razonable sacrificar el pájaro adulto, pero ello
solo debe contemplarse como último recurso.
Pero he de negar tácitamente cualquier pretensión de ser
ornitólogo a alguien que nunca haya tocado un nido. Yo he
robado muchos nidos, probablemente de más especies que la
mayoría de la gente en relación con los países que he visitado.
Pero yo mismo he encontrado la mayoría y los he tomado con mis
propias manos. La dificultad de realizar estas dos actividades
conjuntamente es mucho mayor de lo que se pudiera imaginar. En
los pocos casos en que yo no lo he hecho así, ha sido debido a la
falta de tiempo o a la imposibilidad de encontrarme en la zona
durante la época de cría. Puedo poner por ejemplo varias de las
especies que anidan al norte del río Tweed (Escocia), una región
que nunca he visitado fuera de la temporada de caza.
En este caso, confieso poder enumerar unos pocos huevos
de mi colección conseguidos por amigos ornitólogos que, en
compensación, han recibido de mí ejemplares procedentes de
España que les resultaban imposibles de obtener por causas
similares. Pero "intercambios" llevados a cabo en una bien
definida y determinada base, no pueden ser comparados con los
estragos causados por el individuo que toma veinte o treinta
puestas de alguna especie rara con la idea de que algún día en el
futuro tendrán un valor importante para "intercambio", aparte de
su venta.
El verdadero ornitólogo contempla siempre los huevos
obtenidos por intercambio simplemente como relleno para tapar
los huecos entre especies cuyos huevos ha cogido él mismo, que
deberán ser desechados si la suerte le proporciona la posibilidad
de observar las aves y encontrar las puestas.
En cuanto a comprar huevos, quizás el único huevo que
pueda ser razonable y legítimamente comprado sea el del alca
gigante, ya que está claro que resulta imposible obtenerlo uno
mismo o encargar a otros que lo obtengan.

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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No es raro oír de ciertas personas que son entusiastas
ornitólogos, pero que por diversas razones como carencia de
tiempo o de oportunidad, impedimento físico, falta de coraje o
cualquier otra, nunca se han dedicado al absorbente estudio de las
aves en sus lugares de cría, descalificaciones sobre la práctica de
coger huevos, como conducente a la exterminación de las
especies; y en reuniones de nuestras sociedades científicas he
oído con cierto regocijo a tales personas describirse a sí mismas
con orgullo ante el auditorio como no "ladrones de huevos". El
hecho de que algunos de ellos fueran nefastos para la ornitología
y sistemáticamente destruyeran la vida de cientos de aves, parecía
no entrarles en la cabeza. El resultado histórico de matar la
gallina de los huevos de oro, es bien conocido de todos. Salvo
unas pocas especies que existen en pequeñas colonias cuyos
nidos son fáciles de encontrar y sus huevos fáciles de robar, como
por ejemplo el charrán patinegro, es correcto decir que muy pocas
aves han sido exterminadas por el sólo hecho de tomar sus
huevos.
Allí donde la matanza de los adultos es el objetivo, es
donde aparece el peligro de exterminación. Ese fue el sino del
alca gigante y de las aves no voladoras del hemisferio sur. Pero la
recolección de huevos, como todo, se debe llevar a cabo de una
forma razonable e inteligente.
En este punto me atrevo a afirmar que tengo posiblemente
más experiencia práctica que la mayoría de los ornitólogos y ello
por la simple razón de que, como este libro mostrará, he
disfrutado de muchas oportunidades para visitar y volver a visitar
los mismos lugares de cría de ciertas aves, a intervalos frecuentes
y durante más de treinta años.
Para ser breve, mis experiencias demuestran que la
recolección de huevos en la medida que sea, nunca acabará con
las aves, pero en el momento en que se emplee el cepo o la
escopeta para matar los adultos, hay un grave riesgo de
desaparición total en la zona. Es cierto que por un tiempo,

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especialmente en un país agreste como España, un ave puede
encontrar un nuevo compañero para reemplazar su consorte
muerto; pero el proceso no puede continuar siempre.
Probablemente la mayoría de los lectores de este libro que
no sean ornitólogos, se sorprenderán al leer como los nidos son
ocupados por las mismas especies año tras año y por un período
indefinido. Sin embargo, esto es normal entre las especies
mayores y de fácil identificación, como águilas y buitres, y es
algo de fácil comprobación.
En sólo tres ocasiones desde 1875, entre cientos de nidos
visitados y docenas de puestas robadas, conozco casos de
desaparición de especies de la localidad. En cada una de estas
ocasiones, la razón fue la destrucción - no por mí - de las aves
adultas, y no la recolección de huevos o pollos. Lo más normal es
que cuando se toman los huevos, las aves hacen una nueva
puesta. He comprobado que esto ocurre con la mayoría de las
grandes rapaces. Incluso cuando la segunda puesta es robada,
estas aves se cambiarán simplemente a un lugar alternativo para
intentar criar el próximo año, y nada parece disuadirlas de su
intento de anidar una y otra vez en uno de sus tres -ya que tres es
el número habitual- lugares favoritos dentro de la zona. Pero
cuando la escopeta o el cepo, o peor aún el veneno, aparecen en
escena, sus días están contados y el investigador como yo,
encontrará desiertos los lugares de cría al volver a visitar algún
espacio natural.
Puedo mencionar aquí que mis opiniones sobre el daño
comparativo causado por la destrucción de las aves y por el robo
de los huevos son completamente compartidas por Mr. Frederick
C. Selous, el famoso cazador de caza mayor y entusiasta
coleccionista de huevos.
La gente me ha preguntado frecuentemente, cómo, cuándo
y por qué adquirí mi pasión por las aves y su biología. La única
respuesta que puedo proporcionar es que, aparentemente, se trata
de una cuestión "hereditaria".

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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Mi abuelo se dedicó a las aves, y algunas de las primeras
pinturas de aves que puedo recordar, fueron hechas y coloreadas
por él en los tempranos años del siglo pasado. Mi padre heredó el
mismo gusto, pero en su caso tomó la forma de afición por
mantener aves de jaula de todas clases. En esto alcanzó un nivel
muy alto, ya que para él no había especie demasiado delicada o
difícil de alimentar y aunque, al igual que todos los criadores de
aves de jaula, la mayoría de su colección consistía en fringílidos y
alondras, no dudó en mantener viva y sana cualquier ave de pico
suave que cayera en sus manos. Currucas capirotadas y ruiseñores
estaban en la lista y puedo recordar más de un ruiseñor que
cantaba de maravilla en una pequeña jaula. Para conseguirlo era
necesario algún alimento natural, y esto se obtenía a base de
gusanos de harina que normalmente escapaban por su habitación.
Fue precisamente debido a las necesidades de los ruiseñores por
lo que una raza peculiar de cucarachas se introdujo en nuestra
casa.
Pero el mayor logro de mi padre con las aves mientras que
tuvo fuerzas y salud, fue a un nivel mucho más alto que el de las
aves de jaula. Mi padre fue uno de los miembros del grupo de
halconeros que durante los años comprendidos entre 1845-60
resucitaron de hecho el arte de la cetrería en las Islas Británicas.
En la preparación de azores, gavilanes y halcones hubo muy
pocos que lo superaron. Su mejor aliado en esta causa fue el
difunto Francis Henry Salvin que murió en 1904.
El difunto Lord Lilford que, aunque impedido de
practicarla desde muchos años antes de su muerte por sus penosas
dolencias, se había dedicado fervientemente a la cetrería, me
contó cómo cuando era un muchacho, fue llevado por su padre al
Castillo de Edimburgo para ver los halcones peregrinos
entrenados por el Capitán William Verner (mi padre). Esto debió
haber sido hacia 1848.
Desde mi niñez puedo recordar ver peregrinos,
esmerejones y gavilanes posados, los primeros sobre sus bancos

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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de piedra, los otros en sus alcándaras, provistos de pihuelas,
tornillo, cascabeles y lonja, con un aspecto perfecto, y me
enseñaron, desde que aprendí a andar, a llevar un halcón
amaestrado sobre el puño.
Guardo recuerdos confusos de un espléndido halcón
gerifalte, del que tengo un retrato a pastel de tamaño natural
hecho por un amigo de mi padre. Un azor amaestrado también
estuvo presente largo tiempo en mi niñez y recuerdo bien a mi
padre explicándome como su naturaleza especialmente salvaje
hace doblemente difícil entrenar a esta especie.
Los últimos halcones entrenados por mi padre fueron un
peregrino y tres esmerejones. Con estos últimos tuvimos algunos
vuelos memorables tras alondras y también cogujadas en las
proximidades de Boulogne-sur-Mer. Es interesante constatar que
el esmerejón amaestrado es frecuentemente incapaz de alcanzar a
la alondra, salvo cuando ésta está mudando, ya que asciende
rápidamente y escapa, mientras que la cogujada tiene un vuelo
mucho menos potente. Recuerdo la satisfacción experimentada
por mi padre al encontrar en un viejo libro francés de cetrería de
los días de Luis XIII, escrito a principios del siglo XVII, que la
mejor y más deportiva presa para volar un émerillon (esmerejón)
era la cochéris, o alouette des grands chemins (cogujada común).
Estaba doblemente satisfecho por el éxito que coronó sus
esfuerzos y que probó la absoluta certeza de lo que había
afirmado el viejo escritor. El último pájaro que yo entrené bajo la
tutela de mi padre fue un gavilán, hacia 1868.
En cuanto a las aves de jaula, pocos hombres conocieron
mejor el arte de mantenerlas en perfecto estado de salud y
cantando. Él conocía a la perfección el canto de las aves, y
durante muchos años nunca dejó de tener una totovía y uno o dos
pardillos, que eran las especies cuyo canto más le gustaba.
Esto me lleva a una fase curiosa de los experimentos
pajareros de mi padre. Era un inveterado y entusiasta criador de
híbridos (para mi horror como naturalista en embrión). No

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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contento con los cruces habituales entre jilguero y canario,
condujo toda suerte de extraños experimentos, e indujo a
jilgueros, camachuelos, pardillos y verderones a hibridarse con
otras especies distintas de la suya. También mostró un interés
extraordinario por cualquier ejemplar accidental de aves
silvestres, especialmente aquellos con alguna coloración uniforme
anormal, como un verderón de un pálido pardo amarillento, así
como otros que mostraban aspectos de albinismo o melanismo.
En cuanto a la hibridación, él quiso intentar mejorar con ello la
capacidad de canto de sus pájaros. En el caso de especies puras,
ponía un joven pardillo a oír a un buen canario, o más
sorprendente aún, a una totovía, y ciertamente triunfó obteniendo
maravillosos cantos de sus aves.
Creo que ya he dicho bastante como para probar que me
crié en una atmósfera muy pajarera. Mi manía por las aves no es
fácil de conseguir.
El primer nido que yo encontré de un ave silvestre era de
un pardillo y estaba en un islote del Támesis cerca del Palacio de
Hampton Court. Por supuesto rompí los huevos y luego me
arrepentí de ello. Eso era por 1857.
En 1860 mi padre construyó una casa en Quarr Wood,
cerca de Ryde, en la Isla de Wight y entonces tuve la oportunidad
de andar suelto por allí y aprender a trepar. Recuerdo bien mi
primer nido de zorzal común y mi primer nido de zorzal charlo,
los dos en el mismo árbol. Este fue también mi primer árbol. Yo
entonces tenía 8 años y medio.
Fue por aquella época cuando un viejo amigo de la familia,
al ver mi pasión por las aves, me regaló un libro sobre los huevos
de las aves británicas, con ilustraciones a color de Richard
Laishley, publicado en 1858.
Esto facilitó las cosas, y yo leí y releí aquel libro hasta que
me lo aprendí de memoria. Todavía no lo he olvidado. Bien por el
hecho de que resultaba imposible mantenerme vestido, debido a
mi afición a trepar a los árboles o bien porque se pensó que yo

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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podría acabar como un maníaco de la recolección de huevos, lo
cierto es que mi padre no desaprovechó ninguna oportunidad
desde entonces para quitarme de la cabeza mi inclinación por los
nidos. Pero ya era demasiado tarde, y como suele ocurrir, yo me
mostré aún más determinado a perseverar en ello.
Pero fue de mi padre de quien heredé mi gran interés por
las aves y los elementos de la ciencia de la búsqueda de nidos.
Cuando él quería conseguir pardillos jóvenes para someterlos a
un curso de educación vocal, me llevaba a las zonas abiertas del
interior de la Isla de Wight y tendido en el suelo, con los
prismáticos en la mano, localizaba pronto los nidos de pardillo en
las matas espinosas de aulaga, observando los movimientos de las
aves adultas desde lejos. Yo me aproveché pronto de esta
admirable enseñanza y no pasó mucho tiempo antes de que yo
encontrara escribanos cerillos y los más raros escribanos soteños,
empleando la misma táctica y sin prismáticos.
Una visita a Netley Abbey, en la primavera de 1862, me
puso en contacto con lo que para mí era un ave inmensa, la
doméstica grajilla. Estaban anidando en los agujeros de la viejas
paredes y mi padre me levantó sobre sus hombros. Recogí
muchos huevos, y terminé resbalando y cayendo sobre su
sombrero de copa de seda, con resultados desastrosos para el
sombrero y los huevos. Por aquellos días se llevaban sombreros
de copa, si se quería estar a la moda, ¡incluso en los picnics!
Como resulta fácilmente imaginable, esa desaprobación
paternal resultaba insignificante junto a las deliciosas lecciones
que recibía acerca de cómo encontrar nidos. Desde entonces
nunca he desaprovechado una oportunidad, con tiempo bueno o
malo, para estudiar las aves y sus hábitos, y sé bien que no habría
un hombre en toda la tierra más satisfecho y orgulloso de mis
pequeños éxitos en el mundo de la Ornitología que mi buen
padre.
Fue otro de los viejos camaradas de mi padre quien,
aunque murió cuando yo era demasiado joven para aprovecharme

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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directamente de sus conocimientos sobre las aves y la historia
natural, afortunadamente los dejó recogidos en un tratado, que
contribuyó a educarme en los elementos de esa deliciosa ciencia
más que ningún otro.
Se trataba nada menos que de Charles St. John, cuyo
fascinante libro "The Wild Sports of the Highlands" fue mi
primera introducción a innumerables ramas de los deportes de
campo y de la historia natural. St. John le dio a mi padre una
copia original de su libro, publicado en 1845, quien me lo
encomendó a mí. Fue luego "tomado prestado" por un compañero
oficial sin escrúpulos que nunca lo devolvió. Si quien lo tomó
prestado no está muerto (como así espero) y lee esto, quiero
desde aquí advertirle que me devuelva el libro.
Fue St. John quien me inspiró cientos de fórmulas para
observar las costumbres de las bestias salvajes, aves, peces y
reptiles, y fue debido a su estrecha amistad con mi padre, unida a
su propio interés y conocimiento de las aves, que yo me crié con
una gran inclinación por todo lo relacionado con la historia
natural. Una inclinación que me ha mantenido el buen ánimo y
me ha provisto de innumerables alegrías y felicidad en frecuentes
ocasiones en que he estado rodeado de las más adversas y
depresivas circunstancias.
Otro libro delicioso, que debe haber inspirado a muchos
jóvenes naturalistas junto conmigo, es "Ornithological Rambles
in Sussex", del Reverendo A.E. Knox, ahora por desgracia
desfasado. Contiene la más fascinante información sobre la vida
de las aves en el sur de Inglaterra durante los años cuarenta.
En 1874 fui con mi regimiento a Gibraltar y permanecí allí
hasta 1880. En el sur de España y en la costa de Marruecos
encontré un campo inmenso para la investigación ornitológica,
con las únicas limitaciones impuestas por la dificultad de obtener
suficiente permiso de ausencia y la carencia de los pertrechos de
guerra necesarios para organizar expediciones, ya que viajar por
ambos países, España y Marruecos, resultaba algo caro.

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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Fue en Gibraltar donde me encontré por primera vez con el
viejo amigo de mi padre, el difunto Lord Lilford, que se dirigía en
su yate a una expedición ornitológica a las marismas del
Guadalquivir. Allí, además, conocí también al difunto Teniente
Coronel L.H. Irby, cuyo libro sobre la "Ornitología del Estrecho
de Gibraltar" fue publicado por aquella época. Desde el día en
que nos conocimos y durante los veintiocho años que siguieron
hasta su muerte, en 1905, el Coronel Irby y yo fuimos
continuamente compañeros en innumerables expediciones
ornitológicas. Además de poseer un profundo conocimiento de
las aves, era un botánico excelente y un experto en mariposas, por
lo que nuestros viajes estaban llenos de interés.
En 1894 publicó una segunda edición de la "Ornitología
del Estrecho de Gibraltar", en la cual se incorporaron las notas
que yo hice durante los veinte años anteriores, así como cierto
número de ilustraciones a partir de mis fotografías y dibujos.
Fue en 1879 cuando el difunto Príncipe Imperial Rodolfo
de Austria llegó a Gibraltar en su yate, el Miramar, empeñado en
una expedición ornitológica en España. En aquella época yo no
era más que un subalterno haciendo guardias en el regimiento, y
por ello me sorprendió mucho recibir una invitación del
Gobernador, Lord Napier of Magdala, para cenar con Su Alteza
Imperial, de cuyas inclinaciones ornitológicas yo no estaba
enterado en aquel momento. De aquella introducción resultó que
el Príncipe me pidió que lo acompañara al día siguiente en una
excursión hacia el interior de España y como resultado de ello,
cuando el Miramar partió hacia Tánger, me ofreció que fuera con
él. Luego hicimos un crucero subiendo por el Guadalquivir, y
gracias a la amabilidad del difunto Henry Davies de Jerez y sus
camaradas, fuimos autorizados a visitar aquella fascinante región
del Coto de Doñana. Allí entré en contacto por primera vez con
los, desde entonces famosos, camellos "salvajes" y conseguí
algunos huevos de flamenco. Yo estaba naturalmente muy

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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impresionado con todo lo que veía y aprendía y no menos con los
camellos salvajes.
Sin embargo, gracias a mis mentores y consultores, Lord
Lilford y el Coronel Irby, me abstuve de "descubrir" tanto
camellos como huevos de flamenco en Europa, ya que por ellos
había oído la historia de cómo estos camellos fueron importados
desde las Islas Canarias muchos años antes y cómo una vez que
se fueron sus propietarios, el encargado de ellos, abrió la puerta
del establo y los dejó marchar.
En cuanto a los flamencos, es necesario ser un entusiasta
ornitólogo para hallar satisfacción y placer, como me ocurre a mí,
por el hecho de descubrir una puesta fresca de flamenco y además
soplarla, a pesar del desagradable baño de fango que ello
conlleva, debido al chapoteo del caballo.
Tras estas deliciosas experiencias en las famosas marismas
del Guadalquivir, acompañé al Príncipe Imperial a Jerez de la
Frontera, donde conseguimos nidos de avutarda, y después a
Sevilla. Fue precisamente en este punto, cuando me dirigía con él
hacia los cotos reales de la sierra de Gredos, cuando el Príncipe
recibió un triste telegrama de las autoridades de Gibraltar que
interrumpió de repente mi programa de absoluto placer y me
ordenaba volver a la Roca para "proseguir con mi trabajo" como
subalterno en la Guardia del Puerto.
Aquello constituyó realmente el paso de lo sublime a lo
ridículo.
Todo esto ocurrió en 1879. Me fui de Gibraltar al año
siguiente, pero desde aquella época he vuelto allí repetidamente
en busca de las aves, y para practicar los deportes de campo, por
periodos que varían entre dos semanas y seis meses o más.
Pero mis experiencias en la búsqueda de nidos y el estudio
de las aves en su estado natural no se limitan solo a España.
Durante el curso de mi carrera militar me he encontrado,
frecuentemente, incluso con destinos nacionales a escasa
distancia de buenas zonas para las aves, como por ejemplo

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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Rommey Marsh, cuando estaba destinado en Shornchiffe, o
Wolmer Forest, cuando estaba en Aldehost, donde había mucho
que hacer con las aves en aquella época, aunque ahora la
situación sea muy diferente. En el servicio extranjero surgen por
supuesto innumerables oportunidades para quien tiene suficiente
conocimiento de las aves y la determinación para buscarlas. Sería
difícil imaginar un destino más detestable para el concienzudo
ornitólogo y deportista, que Malta. ¡Aún así, he encontrado allí
consuelo buscando y visitando los nidos de la pardela capirotada
y del paíño común!
Puesto que todas las operaciones británicas durante mucho
tiempo en el pasado han tenido lugar en regiones salvajes, la
consecuencia es que, cuando el tiempo lo permite, el ornitólogo
entusiasta y buscador de nidos que pueda tomar parte en ellas,
tiene muchas oportunidades para aumentar sus conocimientos
bajo condiciones que son favorables para colectar. En algunas
ocasiones nuestras Fuerzas Expedicionarias han operado en
regiones donde poco o nada se sabía sobre las aves, como sobre
casi todo lo demás, ¡incluido el enemigo! Como es
extremadamente poco probable que algún ejemplar de la, para mí,
más detestable especie del género "presumido militar" de nuestro
ejército vaya a leer esto alguna vez, y si así ocurre tendrá que
reconocer un retrato de sí mismo, puedo decir que he
experimentado a veces una maliciosa satisfacción por el aspecto
estupefacto de este tipo, cuando al volver de algún
reconocimiento he sacado del interior de mi casco un nido con
huevos que he tenido la suerte de encontrar. Para ellos, la mera
observación de tal cosa en mis manos en aquel momento
constituía una prueba clara de incapacidad militar. Mientras un
hombre no permita que sus inclinaciones privadas, como la
afición a las aves, le impidan la ejecución de sus deberes,
obviamente ninguna otra cosa sino beneficio se podrá derivar de
la costumbre de preocuparse por discernir lo que es o no de
suprema importancia en cada momento, y escapar del estrecho e

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ilimitado convencionalismo militar que le induce a ver el Gran
Templo de Karnak como "una vieja ruina de la que podía hacer
una buena base de señales para el ejército".
Puesto que este libro trata casi enteramente de mi vida
entre las aves de España, incluye naturalmente sólo mis
experiencias en época de paz. Aún así, cuando me he encontrado
en un peligroso precipicio, he recordado la inmortal descripción
de la caza del zorro de Mr. Jorrocks y he pensado lo muy
aplicable que era a una expedición tras las aves salvajes, en un
país salvaje, donde largas marchas, dificultades de transporte y
carencia de suministro sólo originan problemas relacionados con
combustible, agua, comida y acampada, proporcionando todo ello
combinado, una imagen no ciertamente imperfecta de la guerra.
En cuanto al porcentaje concreto de peligro que entraña la caza
del zorro, la guerra o la escalada de los precipicios, lo dejo al
criterio individual de cada lector que cuente con experiencia en
estos menesteres.
Solo citaré dos ejemplos de experiencias ornitológicas que
he tenido durante el servicio activo, que pueden posiblemente
resultar divertidas y en ningún caso chocar a mis lectores. En
enero de 1885 el desarrollo de la guerra me colocó por un breve
periodo de tiempo al mando de uno de los famosos "Vapores de
Penny" de Gordon, ascendiendo el Nilo por debajo de la Sexta
Catarata. Durante la batalla de Abu Klea todos los oficiales
navales habían sido muertos y heridos, salvo Lord Charles
Beresford, quien sufría una penosa enfermedad que precisaba
tratamiento quirúrgico y lo mantuvo tumbado de espaldas durante
siete días. Durante este tiempo nuestros dos pequeños vapores
patrullaron el Nilo arriba y abajo recogiendo suministros y
combustible. Habiendo desembarcado un día con un grupo de
Chaquetas Azules y tropas irregulares de Gordon para acorralar
cierto ganado, tras conducirlo a través de un bosquete de
granados y limoneros, llegamos a un espacio abierto tras el cual
había un poblado diseminado que había sido tomado por

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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los árabes, y desde donde abrieron un intenso fuego con sus
Remingtons sobre nosotros. Puesto que habíamos salido sólo para
una incursión a por el ganado y el enemigo nos superaba, ordené
volver atrás a través de la plantación hacia nuestro barco.
Estábamos en ello cuando de pronto descubrí ¡un limonero con
sus ramas salpicadas de los nidos perfectamente tejidos de los
tejedores negros y rojos! Nunca había visto uno de ellos antes in
situ. Desafortunadamente, estaban a ocho o nueve pies de altura,
y en el extremo de las ramas pendientes. Llamando a un Chaqueta
Azul que estaba junto a mí, le rogué que me diera un pie.
Reaccionó cogiéndome por las piernas y levantándome con un
violento impulso. Tuve apenas tiempo para agarrar un nido y
metérmelo en el pecho antes que me dejara caer y
retrocediéramos corriendo hasta la familiar pasarela que conducía
a bordo de nuestro "barco de guerra". Al quitarnos de en medio
los árabes peinaron la vegetación en el inclinado barranco y sus
balas golpearon las viejas planchas de caldera que formaban
nuestra cubierta blindada.
Los acontecimientos se sucedieron en esos días muy
rápidamente y había mucho que hacer y en qué pensar. Por ello
no fue hasta cuatro días más tarde, durante nuestra acampada en
Metemmech, cuando notándome la camisa muy abultada, metí la
mano y saqué el nido del tejedor ¡estrujado y tan aplastado como
una torta! Sin embargo recuperó su forma y todavía hoy lo
conservo entre mis tesoros, un recuerdo del punto más sureño en
que pude desembarcar en el camino hacia Khartoum, y de mi
única experiencia con las costumbres de cría del tejedor
rojinegro.
El segundo ejemplo data de noviembre de 1899, durante
los comienzos de la Guerra de los Boers. Estaba yo entonces con
la Fuerza Fronteriza en Orange River Bridge, y organicé un tren
para apoyar una fuerza de reconocimiento hacia los altos de
Belmont, por entonces fuertemente defendidos por los Boers. Al
alcanzar las tierras altas cerca de Witteputs, me detuve y

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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desplegué patrullas para entrar en contacto con nuestra avanzada.
Habíamos traído con nosotros un teléfono de la estación y mi
segundo, el Coronel Kincaid, comenzó a montarlo empalmándolo
a los cables del telégrafo ordinario que corrían paralelos al
ferrocarril.
Tratando de encontrar un poste conveniente, descubrí un
gran nido construido en lo alto de uno de ellos. Por lo que puedo
recordar, había solo tres aisladores y los cables y, aún así, el ave,
una corneja sudafricana (Corvus capensis) había conseguido
construir un nido compacto compuesto de varios trozos de hilo

Lugar de anidación de una corneja africana

telegráfico y recortes de alambre de espino de las cercas (tanto


árboles como postes eran escasos en aquella región). Un zapador
trepó y tiró el nido que estaba revestido con hierbas de la selva y
lana, y que contenía huevos frescos. Lo interesante para mi fue

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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que, inmediatamente, los reconocí como similares a unos huevos
no identificados que me fueron traídos cuando yo era un
muchacho en la Isla de Wight desde El Cabo, hacía más de treinta
y cinco años. Eran auténticos huevos de corneja en cuanto a
forma y marcas, pero en lugar de ser verdes, eran rojo oscuro.
Pronto empalmamos un alambre y establecimos
comunicación con Orange River y me encontré a mí mismo
hablando con un General Inspector que había llegado durante mi
ausencia a Orange River en un auténtico tren blindado (el mío era
simplemente un "crucero desblindado") y expresó su intención de
venir a ver lo que estábamos haciendo. Alguien me tomó la
inevitable fotografía cuando estaba luchando con el teléfono.
Meses después conseguí en París una reproducción de la foto con
la inscripción: "le colonel Kekevitch se servant du télephone de
campagne en avant de Kinberley". Aquello me recordó la
situación completa, el poste telegráfico, el nido expoliado de la
corneja y el impasible zapador tomando notas mentales de mi
lenguaje telefónico.
Cuando, debido a las muy serias heridas que recibí durante
la guerra en Sudáfrica me vi obligado a dejar el Ejército, mis
pensamientos volvieron de inmediato a España, donde el clima
me vendría muy bien en los meses de invierno y donde podría
continuar y extender mis estudios a las regiones más agrestes.
Desde 1901 he pasado la mitad del tiempo en España, y
antes de que las cosas se complicaran demasiado, realicé también
una expedición a Marruecos.
De ahí que todas las aventuras ornitológicas narradas en
este libro, ocurrieran casi enteramente en España. Debido a mi
profundo conocimiento de muchos parajes remotos en este
precioso país, explorados durante las muchas expediciones
realizadas antes de la guerra en Sudáfrica, soy capaz, a pesar de
las serias limitaciones debidas a mis heridas, de volver a visitar
estas regiones con la ayuda de caballos o mulos. Una vez en el
lugar, puedo desenvolverme bien en la mayoría de los

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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acantilados, o pasar el día chapoteando en alguna marisma, todo
lo cual resulta en cualquier caso suficiente para llegar a un nido
que pueda querer fotografiar.
Los resultados de algunas de estas expediciones se
encontrarán en este libro.
Aquéllos que conozcan los trabajos de Lord Lilford y el
Coronel Irby y su incomparable conocimiento de las aves de la
península española, se darán cuenta de lo mucho que este libro les
debe a ellos.
Además, varias de las ilustraciones son de dibujos
originales hechos para Lord Lilford, sujetos a su infalible examen
y aprobación.
Pero, junto a Lord Lilford y el Coronel Irby ha habido
otros que han estudiado las aves de España. Entre ellos el difunto
Mr. Howard Saunders, quien entre 1869 y 1871 escribió una serie
de artículos para la revista Ibis (mientras que las primeras
publicaciones de Lord Lilford aparecieron en Ibis entre 1865-66).
Todavía después está el libro titulado "Wild Spain", publicado en
1893 que trata, en una forma popular y atractiva, no sólo de las
aves y la historia natural en general, sino también de una variedad
de otros asuntos como la agricultura española, la crianza del vino,
los toros y los gitanos. Todos aquéllos que estén interesados en
España debieran leer este libro. Me he lamentado a menudo de
que no apareciera veinte años antes cuando por primera vez fui
allí.
En las páginas que siguen no existe el intento de colocar
las distintas aves descritas en su propia secuencia científica por
razones que resultarán suficientemente obvias al lector.
El plan seguido está basado en general en el hábitat de las
aves. Así, el primer grupo incluye aquéllas que se encuentran más
comúnmente en las zonas marismeñas de España, y el segundo
las que frecuentan las llanuras herbosas y los terrenos abiertos y
ondulados adyacentes a ellas. El tercero comprende las aves de
bosque que anidan en árboles y en las colinas de los alrededores.

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

49
Y el cuarto aquéllas que normalmente se establecen en los
acantilados marinos. El cuervo, que anida por igual en árboles y
roquedos, ha sido incluido en este grupo, ya que las ilustraciones
existentes son de nidos en acantilados y, además, los cuervos son
especialmente querenciosos de los acantilados marinos.
El quinto y último grupo comprende aquellas aves que se
asientan en cortados rocosos del interior, las que se encuentran
con extraordinaria profusión entre las abruptas sierras de España.

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

50
CAPÍTULO II

VIAJE Y EQUIPO

El factor tiempo en la observación de las aves, un gran


condicionante del éxito - Viaje por la España agreste - Acampada
versus instalación en casas de campo - El equipo mínimo
necesario para tener cierta comodidad - Monturas, serones y
alforjas - Importancia de un equipo completo - Lo que un colector
de huevos debiera llevar - Uso del aneroide, prismáticos,
telescopio y brújula - Lo que sus ayudantes debieran llevar -
Trampas para aves y trampeo - Cómo capturar aves sin herirlas -
La satisfacción de moverse por una tierra salvaje.

Para estudiar adecuadamente


las costumbres y hábitats de las
aves salvajes, el factor
primordial es el tiempo. Sin
tiempo suficiente el naturalista
de campo podrá perderse
oportunidades que pueden no
volver a presentarse en toda
una vida.
Pocos hombres, sin
embargo, pueden disponer del
tiempo necesario para
investigar, por lo que uno
simplemente debe hacer el
mejor uso posible del tiempo
de que dispone. Puedo recordar
varias expediciones en busca
de aves y nidos durante los últimos treinta y cinco años, en que, si
no hubiera sido por falta de tiempo, podría haber conseguido

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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éxitos que estaban casi al alcance de mi mano, pero que tuvieron
que ser abandonadas en cierto momento y para siempre.
En ninguna época me ocurrió esto con mayor frecuencia
que durante mis seis años en Gibraltar, entre 1874 y 1880. Esos
eran los días en que no había ferrocarril ni otras facilidades para
viajar por la vecindad (incluso ni siquiera estaba construida la
carretera entre Algeciras y Tarifa) por lo que cada expedición
desde La Roca estaba limitada a cabalgar en las horas
comprendidas entre diana y retreta, cuando las puertas de la
fortaleza eran abiertas y cerradas. Y ciertamente que eran
cerradas, y las llaves eran llevadas a "the Convent", la residencia
del Gobernador, y guardadas allí.
Cada expedición, por tanto, dependía de la resistencia del
propio caballo para transportar a uno lo suficientemente lejos y a
una velocidad tal, que permitiera el tiempo necesario para
disfrutar de la caza o la ornitología. Como resultado de ello se
llegaba a ser un maestro en el arte de empacar el equipo a caballo:
armas, alimento, municiones, cuerdas para escalar y todo lo
demás que un naturalista debe llevar.
De vez en cuando era posible conseguir un permiso de
varios días, generalmente entre cinco y diez, y entonces
requisábamos animales de carga para transportar nuestras
provisiones y equipo. Todo el mundo ha oído hablar de la
incomodidad de viajar por España, si se abandonan las rutas
habituales. Sin embargo hay grados de incomodidad en este y
otros asuntos. Estos pueden cambiar hasta cierto punto con la
experiencia en esta clase de viajes y con cierta planificación, pero
aún así resulta todavía un asunto difícil el decidir qué se puede o
no necesitar en un determinado viaje. Cuanto más intente uno
detenerse en pequeños pueblos o aldeas, más querrá uno seguirse
deteniendo, y cada jornada habrá de organizarse en función de la
localidad a visitar.
Mi propia experiencia me enseñó que más de una
prometedora expedición corrió el riesgo de naufragar por querer

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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rodearla de las comodidades de la vida, por lo que la única forma
segura de obtener el éxito era planear las excursiones en busca de
nidos en terreno salvaje como si se tratara de una campaña
militar, y prepararse para cualquier posible eventualidad.
Esto me lleva al tema de la acampada, un asunto que tanta
fascinación encierra para aquéllos que desconocen la
complicación que acarrea. Salvo en pocas, muy pocas
localidades, como ciertas sierras y algunos de los puntos más
remotos de las marismas, las tiendas son innecesarias en España,
ya que es casi siempre posible conseguir el resguardo de un
tejado y todo veterano en la acampada sabe lo que ello significa.
Las tiendas resultan incómodas para la mayoría de los viajes en
España, son pesadas, aumentan el equipo que ha de transportarse
y son complicadas de montar. En tiempo de lluvia (y cuando
llueve en España significa llover) son insuficientes, y en época de
calor, inhabitables. Estoy hablando del tipo de tienda que llevaría
un hombre dedicado a la clase de trabajo descrito en este libro. En
el lado africano del Estrecho, sin embargo, son absolutamente
necesarias, ya que las aldeas moras o los campamentos resultan
imposibles para los europeos. Pero viajar con comodidad en
Marruecos significa tener que llevar un equipo regular de
acampada con tiendas suficientes para uno y para sus sirvientes, y
suponiendo que esto sea posible, no conozco otra forma más
agradable de ver un país salvaje mientras el tiempo sea aceptable.
Comienzo por asumir, por tanto, que el buscador de nidos
organiza sus movimientos como para estar al alcance de alguna
casa de campo o pequeña morada, donde pueda convencer al
propietario para que le dé una habitación o parte de ella.
En esto nunca he fallado, pero simplemente porque he
hecho entender a la buena gente que no quiero nada de ellos,
excepto un refugio. En principio están perfectamente convencidos
de lo pequeño de sus recursos y de lo presuntamente inservible de
sus pertenencias para el uso de un inglés. Pero una vez
comprueban que nada especial se espera de ellos, se muestran

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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ansiosos por desplegar toda la hospitalidad posible y lo agobian a
uno ofreciéndole todo lo que poseen. A menudo he notado su
sorpresa cuando gradualmente se iban dando cuenta de que el
inglés decía la verdad cuando decía que "no quería nada". No
querer nada parece mucho pero en la práctica no es así.
El secreto del éxito radica en tener los artículos
indispensables siempre con uno, no porque se esté seguro de
tener que utilizarlos, sino porque si no se llevan, se enfrenta uno a
la incomodidad y la miseria. Por esta razón, yo siempre llevo
conmigo, además de una muda de ropa y un par de zapatos de
lona, lo siguiente:
1) Una cama de campaña ligera y mantas.
2) Una cocina portátil de campaña.
3) Un pequeño canasto de almuerzo con platos de
aluminio, tenedores y cucharas.
4) Víveres para tres o cuatro días.
De esta forma estoy seguro siempre de contar con un juego
seco de ropas y una cama sobre la que dormir y, asimismo, de
poder preparar mi sopa o hacer cacao o unas gachas sin causar
molestias a nadie.
En España, por muy humilde que sea la morada, o por muy
lejos que esté de zonas civilizadas, uno puede contar siempre con
combustible para cocinar y agua potable, también con excelente
pan y, frecuentemente, con huevos y naranjas.
En la fotografía que se acompaña, mi viejo arriero Eduardo
Villalva, buen amigo durante veintiocho años y que ya
desafortunadamente ha fallecido, aparece con todo mi equipo
empacado para la marcha. Además de los elementos esenciales
mencionados, este caballo llevaba cuerdas, cabestrillo, cajas para
los huevos, cazamariposas y suministros para una semana. El
número de páginas empleado en describir el equipo que llevo
cuando voy a buscar huevos, proporciona una idea que se
corresponde con la apariencia de esta aparatosa carga. Por
supuesto, no hay necesidad de reducir el equipo personal hasta el

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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mínimo, y es muy cierto que cada año uno lo incrementa para
mayor comodidad propia. Así, no se puede negar que un baño de
lona, una ligera mesa plegable y una silla portátil, son
complementos agradables que lo hacen a uno más independiente.
Cuando se monta a caballo es por supuesto muy deseable
tener la silla inglesa a mano. Tengo una vieja "Service" con
carteras y alforjas que si pudiera hablar contaría de nuestra lucha
en el desierto y en la selva, y es verdaderamente el confort de mi
vida. Cuando se monta mulos o burros, los albardones nativos son
con diferencia lo mejor, y las propias alforjas pueden ser
atravesadas encima.

Caballo de carga con equipo de viaje.

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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Un buen par de alforjas españolas o alforjas de lona,
resultan siempre de lo más práctico y pueden llevar la comida del
día, cuerdas, etc., según se requiera. Lo importante es mantener
separadas y a mano las distintas partes del equipo. Entre ellas
están un buen capote impermeable -ninguna débil capa de caza
soportará la lluvia española- y un abrigado jersey para ponérselo
cuando sea necesario.
Como se apreciará, no se hace referencia alguna a
sirvientes y cocinero. La razón es sencilla. En la clase de
actividad que yo trato en este libro no hay lugar para esta gente, y
quien no pueda cuidar de sí mismo mejor que se dedique a otro
entretenimiento. Cuando se utilizan animales de carga el arriero,
o conductor de mulos, cuida de ellos y les echa de comer.
Yo he tenido algunas experiencias divertidas por las
maneras hospitalarias de la buena gente de las sierras. Así, hace
unos años, cuando viajaba con un oficial de Artillería, llegamos a
la casa de un guarda quien insistió en que pasásemos la noche
allí. De acuerdo con nuestra costumbre llevábamos todo el equipo
necesario. Después de que preparé nuestra cena pregunté a
nuestro anfitrión en qué habitación habíamos de colocar nuestras
camas de campaña. Él replicó sin dudar "aquí", y las puso allí
dentro. Nuestras protestas fueron inútiles por lo que
desempacamos, nos desvestimos y nos metimos en ellas. Él hizo
lo mismo y se deslizó en una gran cama doble al extremo de la
habitación, mientras que nuestra anfitriona había desaparecido.
Entonces ella volvió y ante nuestra sorpresa comenzó a
desvestirse igualmente. La situación era insólita. En el preciso
momento oportuno ¡apagó la luz! A la mañana siguiente ambos,
el guarda y su esposa, se habían levantado y vestido antes de que
nosotros despertásemos. Este relato de mi forma de viajar en la
España agreste ha alcanzado las nieves del Himalaya y desde allí
lo he rememorado.
Estoy escribiendo este capítulo en una pequeña habitación
de una casita de campo en España. Es mitad del invierno y un día

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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de agua. El viento silba y la lluvia limita la visibilidad a unos
pocos cientos de yardas. Pero el techo es consistente y las blancas
paredes y el suelo de piedra están secos, y me encuentro sentado
en mi propia silla, sobre mi mesa, agradeciendo mentalmente no
estar bajo una tienda de lona, como muchos de mis amigos
sugieren.
No hay deporte o pasatiempo, arte o ciencia, llámese como
se quiera, en que sea más necesario tener exactamente el
pertrecho que haga falta a mano y en el momento preciso que en
el oficio de buscar nidos, más especialmente cuando se trata de
escalar.
Para asegurar un fructífero día de trabajo o, en cualquier
caso, uno que no sea desperdiciado por no disponer de algún
artículo absolutamente esencial, es necesario tener una lista de lo
que se requiere. Todo el mundo tendrá sus propias ideas acerca de
qué llevar, pero la que expongo a continuación es mi lista, de la
cual conservo una copia en mi cuaderno de notas, y también la
tengo escrita con carbón en las paredes de mi cuarto.

Puesto o llevado personalmente:


1) Aneroide, reloj, cuerda de seda y silbato.
2) Cinturón de caza, mosquetones y cuchillos.
3) Cuaderno de notas y lápiz.
4) Prismáticos, telescopio y brújula.
5) Cuaderno de dibujo y pequeña cámara fotográfica.
Llevado por ayudantes o en animales de carga:
1) Cuerdas, arnés de lona, línea de enroque y pesa.
2) Cajas para huevos, algodón y utensilios para soplar los
huevos.
3) Trampas (cuando sean necesarias).
4) Botas de suela de esparto, jersey y capote de agua.
5) Equipo fotográfico.
6) Cesta de pescar con comida, botella de agua y tazas
para beber.

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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Me doy perfecta cuenta de que la lista es formidable, pero
largos años en el oficio me han enseñado cuan absolutamente
necesarios son la mayoría de estos artículos y, además, como el
contar con otros mejora el día de trabajo enormemente, más
especialmente en una tierra salvaje y sin cartografiar.
Ahora me referiré a cada artículo por separado, de forma
que el lector pueda juzgar por sí mismo si puede prescindir de él
o no, citando ejemplos de cómo y cuándo lo he encontrado útil.

1) Aneroide, Reloj, Cuerda de seda y Silbato.

El aneroide o barómetro más conveniente para el trabajo


ordinario es aquel de tamaño de 1¾ pulgadas (4,45 centímetros)
de esfera (tamaño reloj). Para uso general, uno que muestre
altitudes en el anillo exterior en un intervalo de 5.000 pies (1,5
kilómetros) es el más conveniente, ya que permite una graduación
clara por la cual las diferencias de nivel pueden ser apreciadas en
intervalos de diez pies sin problemas. Por supuesto que, para
trabajar en alta montaña, el aneroide debe estar graduado para
apreciar alturas de hasta 10.000 pies (3.000 metros), pero aquí
aumenta la dificultad para leer la esfera y su capacidad para
determinar exactamente alturas relativas va disminuyendo
proporcionalmente.
Excepto cuando dedico un día a trabajar en la marisma,
siempre llevo un aneroide. Aparte del interés general que tiene
para observar y anotar la altitud de las montañas, precipicios y
emplazamientos de nidos, en ocasiones resulta de gran ayuda para
encontrar el mejor camino en una ladera pendiente hacia un punto
determinado. Expondré un ejemplo. Hace unos doce años visité
una gran sucesión de acantilados aterrazados y descubrí un nido
de buitre en cierto lugar. Pero al comenzar a escalar el cortado
perdí pronto mi orientación entre los numerosos barrancos que
proyectaban grietas y salientes, que a cada momento dificultaban
mi avance o me llevaban adónde yo no quería ir. Como

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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frecuentemente ocurre en las grandes escaladas, pronto estuve
completamente perdido y no tenía idea de si debería intentar subir
o bajar a lo largo de la cara del acantilado, por lo que tuve que
abandonar el intento.
Con ocasión de mi siguiente visita, reconocí el acantilado
más cuidadosamente y tuve la precaución de anotar unos cuantos
puntos situados al mismo nivel del nido antes de comenzar a
escalar. Cuando alcancé una de estas marcas, una grieta en la que
crecían algunos olivos, consulté mi aneroide y encontré que
estaba a unos 300 pies (90 metros) de altura. Entonces me esforcé
por mantener el mismo nivel, pero esto resultó pronto imposible
por lo que tuve que ascender en algunos lugares hasta 100 pies
(30 metros) y descender en otros sobre un estrato deslizante y
muy pendiente, entre una jungla de palmito y lentisco. Pero el
aneroide siempre me indicó cuando estaba en el nivel del nido, y
en cierto momento llegué a una terraza que me llevó
inesperadamente hasta él. Por aquélla época, yo no tenía aún una
buena foto de un nido de buitre leonado. Fue una ocasión
espléndida, un magnífico nido sobre una repisa en la ladera, con
roca emergiendo detrás y por uno de los lados. Había espesas
nubes y una ligera lluvia, por lo que se precisaba un tiempo
amplio de exposición. Con ayuda de mi cuerda de seda me
aseguré a la roca y retrocedí cuidadosamente hasta alcanzar
suficiente distancia, entonces apoyé la cámara con una mano
contra la pared y tomé la fotografía. La cámara era una de las que
tienen foco fijo. A pesar de las dificultades obtuve, o mejor dicho
la cámara obtuvo, una excelente foto, tan buena de verdad que la
amplié a 10x12 pulgadas (25x30 centímetros) y la tengo ahora
colgada en mi estudio. Eso para que hablen de "la inutilidad de
las cámaras de mano". En este caso el aneroide resultó primordial
para mi llegada al nido pero, también es verdad, que sin mi
cuerda de seda la fotografía nunca hubiera sido tomada, ya que
ello suponía mantenerse de pie sobre la deslizante roca en el
borde externo de un escarpado precipicio.

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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Con tiempos de exposición tan largos resulta a menudo una
dificultad seria el lugar donde colocar el reloj al objeto de poder
observar el minutero. Mi costumbre habitual ha sido colgarlo de
alguna rama o dejarlo en un saliente, ambas empresas
complicadas. Solo hasta este año no he tenido un reloj de pulsera
dotado de una tercera manilla para indicar los segundos sobre la
esfera. ¡Qué preciosos momentos me hubiera ahorrado esta
simple invención en tantas escaladas del pasado!
La importancia de un buen silbato cuando se trabaja en
acantilados, será descrita más tarde, y todos los deportistas
conocen lo útil que un silbato puede resultar en muchas otras
circunstancias.

2) Cinturón, Mosquetones y Cuchillos.

Soy gran partidario de un cuchillo de monte que esté


disponible para uso inmediato en casos de emergencia. Por ello
siempre llevamos uno en nuestro equipamiento de guerra. Pero no
soy partidario de la popular "navaja del deportista", que contiene
cada instrumento posible e imposible, aparentemente diseñada
para arrancar tiras de piel o hacer agujeros en las propias manos
si uno intenta cortar algo. Si alguien quiere llevar un sacacorchos,
cuchilla pequeña, extractor de cartuchos u otros utensilios, que
los lleve en cualquier caso en un pequeño cuchillo de metal del
tipo conocido popularmente como "compañero del borracho",
lamento no conocer su nombre oficial. Se puede llevar colgado de
un mosquetón en el cinturón, junto con un pequeño cuchillo de
monte. Este último resulta de gran valor para las faenas de
búsqueda de nidos, bien sea para aclarar la maleza en un cortado,
las ramas de un árbol o para abrir una senda a través de la alta
vegetación marismeña.
Los resortes de todos los mosquetones deben estar
doblemente remachados, ya que puede llegar el momento en que
se sueltan y uno pierde el cuchillo. Yo siempre llevo varios

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mosquetones en mi cinturón para facilitar el transporte de una
cámara, caja de huevos, u otros objetos abultados, que colgados
del hombro siempre están estorbando. Enganchándolos al
cinturón con un doble mosquetón se puede evitar esto.

3) Cuaderno de Notas y Lápiz

Ningún naturalista, viajero o explorador, puede moverse


sin un cuaderno de notas. El más adecuado es uno que pueda
encajar fácilmente en el bolsillo de la pistola (ó de la cadera),
digamos que tenga aproximadamente unas 6 x 3 pulgadas (15 x 7
centímetros). Las páginas deben ser aptas para albergar detalles
de las fotos tomadas, indicando el objeto, la apertura, velocidad,
etc.

4) Prismáticos, Telescopio y Brújula.

Para la observación de las aves, especialmente cuando


están en vuelo, que es lo requerido para seguirlas hasta sus nidos,
es esencial contar con un buen par de binoculares. Para el trabajo
en general, son infinitamente superiores a cualquier prismático,
ya que se pueden usar a todas horas del día y en cualesquiera
condiciones de luz. Deben tener un tamaño adecuado para el
campo, que haga fácil localizar las aves en vuelo y seguirlas.
Personalmente, utilizo unos de aluminio de unos cinco aumentos
y con un objetivo de dos pulgadas, que pesan con su funda 1 libra
y 7 onzas (650 gramos).
Pero esto no basta para un buscador de nidos. Cuando un
ave ha sido localizada y seguida hasta su nido o hasta donde sea,
los gemelos se dejan a un lado y se toma el telescopio. La mejor
solución cuando no importa llevar mucho equipo es una buena
lente de las que se usan para recechar, pero yo he realizado mi
trabajo durante más de veinte años con un telescopio naval de los
conocidos como "watch officers". Es muy potente, y al tener un

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solo tirador se enfoca rápidamente, lo que es de gran importancia.
La típica objeción que se propone de que resulta muy largo para
ser transportado no tiene sentido; el mío mide en su funda de
cuero 18 1/2 pulgadas (47 centímetros) y pesa menos de 1 libra y
12 onzas (795 gramos).
Cuando uno lleva gemelos para observar las aves, lo
importante es tenerlos siempre enfocados, de esta manera se
minimiza el tiempo necesario para tenerlos listos. Otro pequeño
detalle a añadir es un enganche en forma de U fijado en el fondo
de la funda, donde se encajan los gemelos cuando se guardan.
Cuando se escala o cuando se va a caballo, si la funda se ha
dejado abierta, se reduce el riesgo de que se salgan de esta forma.
Es una excelente idea tener un botón cosido a la funda,
aparte de la hebilla, ya que cualquiera de los dos es susceptible de
fallar con el tiempo o con el uso prolongado.
Cuando busco nidos en terreno agreste siempre llevo una
brújula (por supuesto que si algún bromista quiere decir que ello
es porque soy inventor de la brújula del Service Compass puede
hacerlo) que me sirve tanto para uso general en el viaje como
para fijar puntos de importancia, como cortados, cumbres de
montañas, el curso de los valles, etc. Debido a la reducida escala
de los mapas que hay normalmente disponibles es la única forma
de localizar la situación propia en ciertas ocasiones.
Una brújula resulta también utilísima en cualquier trabajo
geológico o arqueológico, pero no quiero someter a mis lectores a
una disquisición sobre estos asuntos. Baste decir que en muchos
días dedicados a buscar nidos, que han resultado nulos en cuanto
a nidos encontrados o aves observadas, he llegado a lugares de
gran interés donde sin aneroide, brújula y (¿me arriesgaré a
confesarlo?) un clinómetro o nivel, hubiera sido incapaz de
aprovechar magníficas y variadas oportunidades para estudiar e
investigar, que surgieron a mi alcance inesperadamente.

4) Cuaderno de Dibujo y Pequeña Cámara de Mano

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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Todo esto se encontrará adecuadamente descrito en el
próximo capítulo. Una y otra vez he intentado reducir el número
de objetos que llevo (y consecuentemente el peso total) dejando
alguna de estas cosas en la "segunda fila" de mi equipo de campo.
Pero cuantas veces lo he hecho, tarde o temprano he tenido
amplias razones para lamentarlo y he tenido que volver a mi plan
original de nunca ir sin ello. Puedo mencionar el haber perdido la
oportunidad de dibujar algunas vistas gloriosas o de fotografiar
algo, que difícilmente se volverá a presentar, en ambos casos por
el deseo de reducir la propia carga.

--------------------------------------

Si todo esto es tratándose de objetos pequeños, tanto más si


se trata de objetos grandes que son llevados normalmente por
animales de carga o por hombres de servicio. Al llegar a
cualquier localidad donde se haya de realizar una escalada o una
exploración hay que hacer una redistribución de la carga, y hay
que seleccionar las cosas de uso inmediato y separarlas con el
equipo a llevar. Entre ellas están, normalmente, las cajas para
huevos, las cuerdas necesarias, botas de suela de esparto y una
segunda cámara y carretes.

1) Cuerdas, Arnés de Lona, Cuerda de Lanzar y Peso

Acerca de todo esto se trata en profundidad en los capítulos


dedicados a la ascensión a árboles y acantilados.

2) Cajas de Huevos y Aparatos para Vaciarlos

Para el transporte de los huevos utilizo cajas de zinc o


aluminio con la hechura apropiada. Los únicos instrumentos
necesarios para vaciar huevos en el campo son un buen taladro de

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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huevos y una sonda para vaciarlos, el resto de la parafernalia,
alicates, tijeras, jeringa, etc., se pueden dejar en casa. Es siempre
aconsejable, especialmente con huevos grandes, el vaciarlos
inmediatamente después de ser colectados siempre que sea
posible. Los huevos así tratados, si están adecuadamente
empaquetados, difícilmente se romperán, por muy complicado
que sea el viaje, mientras que los huevos llenos tienen una
especial propensión a provocar el desastre.

3) Trampas

La mayoría de las aves puede ser capturada en los nidos sin


dificultad. Nunca he fallado cuando le he dedicado el tiempo
necesario, excepto con el cuervo, que parece notar con precisión
cada detalle y descubrir de una ojeada dónde ha sido colocada la
trampa.
Para las grandes aves de presa, la trampa más segura es un
cepo de conejos con los dientes limados. Además, siempre forro
con varias vueltas de piel de gamuza los arcos, de esta forma
nunca he herido un ave capturada. Es muy necesario observar las
aves dentro y fuera del nido, y precisar por qué lado entran. La
trampa ha de ser colocada en este punto y ligeramente cubierta
con hojas, pequeñas ramas, etc. Yo siempre ato la trampa con una
cuerda fuerte que llevo hasta el suelo, para asegurarla a alguna
rama caída.
Una vez que el ave se posa en el nido y se dispara la
trampa intenta volar, pero queda sujeto por la cuerda, y tras unos
aleteos infructuosos pierde su equilibrio y cae al suelo. De esta
manera he capturado en varias ocasiones buitres, águilas,
alimoches, aguiluchos y milanos, y podría haber atrapado
fácilmente búhos reales y muchas otras especies. En ninguna
ocasión he causado heridas a un ave con este método de captura.
Como norma, tarde o temprano la he liberado luego.

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Describo este procedimiento porque si se precisa obtener
un ave, viva o muerta, éste es el método más aconsejable a
emplear. Disparar a las grandes rapaces al salir del nido, además
de estropearle con frecuencia el plumaje, no supone siempre una
seguridad y puedo recordar varias ocasiones en que un águila,
después de recibir varias descargas de plomo, ha ido a morir lejos
-una espléndida vida malgastada- y he leído de muchos casos
parecidos.
En esta clase de captura, no se debe dejar luchar al ave por
un tiempo indefinido y el trampero concienzudo, una vez
colocado el cepo, se retira a cubierto de algún matorral o rocas, a
unas 300 yardas (275 metros) o más del nido, desde donde
observar hasta que el ave retorna y es atrapada, a menudo en
menos de media hora.
Una chaqueta o una manta que se le eche por encima
simplifican bastante la labor de asegurarla.

4) Botas de Suela de Esparto, Jersey e Impermeable

La utilidad que reportan las botas o zapatos españoles con


suela de esparto, conocidos como alpargatas, puede difícilmente
ser superada en la escalada de árboles o montañas.
Los pies cubiertos con medias gruesas pueden bastar, pero
si las rocas son cortantes, se quedan desnudos y entre cortes,
contusiones, arañazos y la presencia de espinos de todas clases, se
tarda poco en tener los pies en condiciones inservibles, y los pies
débiles o doloridos constituyen un elemento de peligro cuando se
escala.
De aquí las alpargatas. Pero las botas de clavos ordinarios
solo deben ser sustituidas por las alpargatas cuando se vaya a
realizar la escalada, ya que las suelas de esparto en laderas
fangosas, una vez que se llenan de pergaña, resultan una
abominación y, lo que es peor, se convierten en muy peligrosas
cuando se comienza a escalar la roca.

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En todos los trabajos de montaña los escaladores son
propensos a acalorarse mucho y, a menudo, después de una fuerte
ascensión es necesario descansar una hora o más mientras se
observan las aves. Entonces un jersey abrigado, suficientemente
suelto para ponérselo por encima, resulta de un valor incalculable.
En las montañas, las variaciones entre el frío y el calor, el sol y la
sombra, el socaire o el viento, son algo de lo que se aprende a
base de amarga -muy amarga- experiencia.

Todo preparado para una expedición en busca de nidos

Después de todo, la ciencia de la vida y del vivir consiste


en saber cómo adaptarse al propio medio, y uno de los muchos
encantos de la vida en el campo, que yo he experimentado a
intervalos durante tantos años, lo constituye el conocimiento
gradualmente acumulado acerca de lo que es o no esencial para la
propia existencia. Este no es el lugar para explayarse en tales
asuntos, ya que cada uno posee sus propias ideas acerca de lo que
es o no es esencial. Pero hay algunas cosas sin las cuales surge la
miseria, como las que atañen al descanso, camas de campaña,
mantas (y mosquiteros en algunos terrenos) y también las
relacionadas con la comida. La fotografía que se acompaña

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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muestra un rincón de mi campamento temporal durante una
expedición a la búsqueda de nidos por una tierra salvaje.
Para mí, uno de los encantos de vagar por un terreno
agreste en busca de las aves lo constituye la serie interminable de
otros atractivos que, de cuando en cuando, distraen la atención de
uno del trabajo que lleva entre manos.
No raramente se presentan asuntos que para mí puedan
parecer meramente secundarios, como por ejemplo los
relacionados con mariposas o la botánica. Y de hecho me he visto
algunas veces empuñando un cazamariposas y equipado con cajas
y botes para matarlas, en busca de especímenes para mis amigos,
mientras que, por otra parte, no pasa un día sin que uno se
encuentre alguna rara flor o planta; una continua satisfacción.
Algunas veces en tales ocasiones, vienen a mi mente las palabras
con las que comencé este libro y bien puede ocurrir que, después
de una fructuosa correría en pos de las aves o de alguna nueva
experiencia entre las mariposas, escarabajos o reptiles, o de algún
nuevo descubrimiento en botánica, geología o cualquier otra cosa,
me felicite a mí mismo por el hecho de que, a pesar de que la
cruel “Fortuna de la Guerra” me obligó tan violentamente a
adoptar la profesión de las armas, yo he podido compartirla en
alguna medida con el hecho de quedarme reducido a "buscador de
nidos".

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Huevo de buitre leonado (larga exposición).

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CAPÍTULO III

DIBUJO Y FOTOGRAFÍA

Superioridad de los dibujos sobre las fotografías para vistas


generales - Utilidad de las cámaras de mano con luz del día para
el escalador - Dificultades de llevar cámaras pesadas, placas o
aparatos pesados - Descripción de las cámaras de mano
empleadas, tamaños, pesos, etc. - Ventajas de trabajar con dos
cámaras - Ligereza y portabilidad, los únicos factores decisivos -
Dificultades de usar un trípode cuando se escala - Improvisación
de soportes para la cámara - Dibujos a plumilla.

Ciertamente, una de las


mayores satisfacciones de la
vida del ornitólogo exitoso
consiste en obtener una
referencia de los lugares que
ha visitado y de las aves
salvajes que ha observado.
Durante veinte años nunca fui
a una expedición sin dejar de
hacer dibujos de las
localidades visitadas y,
siempre que fuera posible, de
las situaciones de los nidos.
Mi interés especial consistía
en alcanzar algún nido de
águila, y procurar dibujar con
lápiz y pincel "lo que el águila
veía". Por supuesto que me
tuve que resignar a soportar la
habitual broma que cada
hombre y cada muchacho, que desde "Martín" para abajo han

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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tenido que soportar en tales casos. Se sugería que mis precipicios
eran demasiado pendientes o que nadie podría llegar a esos
lugares. No puedo decir si este era o no el caso, yo simplemente
intenté dibujar aquello que vi. Con la aparición de la fotografía,
absurdamente suficiente, todo esto cambió, y el crítico medio que
había ridiculizado un dibujo, estaba suficientemente preparado a
aceptar una fotografía como absolutamente correcta. No es
necesario explicar que las distancias y las profundidades pueden
ser y son frecuentemente exageradas en las fotografías, mientras
que las montañas y los acantilados son, de la misma manera,
absurdamente reducidos. Por esta razón, como se puede advertir,
he mostrado muy pocas vistas generales en este libro,
simplemente porque las cámaras con las que trabajo no son
adecuadas para estos fines. La excepción está en aquellas
fotografías tomadas de un nido a corta distancia, cuando se
incluye una parte del paisaje que se encuentra inmediatamente
debajo; aquí la imprecisión producida resulta a veces
singularmente realista.
Para pintar a acuarela nada más conveniente y compacto
que el cuaderno de dibujo y la caja de pinturas de la
"combinación" Roberson. La caja lleva los ocho colores húmedos
necesarios y pincel, y el cuaderno mide en total 4¼ x 8½
pulgadas (11x21 centímetros). Nunca he dejado de llevar uno de
éstos (o su equivalente) durante más de treinta y tres años, y antes
de que el presente módulo apareciera he diseñado uno
improvisado por mí. Las oportunidades para dibujar en
expediciones tales como las mías no tienen límites, y de hecho
están sólo condicionadas por el tiempo disponible. Aunque tras la
aparición de la cámara de mano, que adopté inmediatamente
como complemento para mi objetivo favorito, todavía miro atrás
con satisfacción a los cientos de dibujos a acuarela que he hecho
en todo tipo de regiones agrestes y a los remotos paisajes de
gloriosas vistas que han aparecido ante mí. Inadecuados y
ordinarios como son muchos de estos dibujos, proporcionan una

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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idea como ninguna cámara podría pretender mostrar las alturas y
distancias, el ambiente y el color en que viven mis queridas aves.
Pero la cámara es, por supuesto, insuperable para la fiel
reproducción de todos los detalles. Desde mi particular punto de
vista, aunque las fotografías pueden fallar, y de hecho fallan
lamentablemente al mostrar la majestuosidad de un gran
acantilado o el escenario glorioso que se divisa desde él, son la
única forma posible de recoger la estructura de un nido o la
conformación de las rocas adyacentes. El libro ideal sobre la
búsqueda de nidos sería uno en el que los lugares y escenarios
estuvieran reproducidos con dibujos a acuarela y los nidos,
huevos, rocas, árboles y carrizales, se mostraran en fotografía.

Escalada para tomar una fotografía

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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No es mi intención entrar en una discusión acerca de cuál
es la mejor cámara para usar en la búsqueda de nidos.
Simplemente describiré los muy sencillos instrumentos que he
usado para ilustrar este libro. No soy fotógrafo por la simple
razón de que he estado demasiado tiempo ocupado durante toda
mi vida como para encontrar tiempo que dedicar a esa absorbente
ocupación. ¡No podría ser otra!
Para el trabajo en el monte bajo o en la marisma no hay
límite en cuanto al tamaño y peso de la cámara y, lógicamente, en
esos casos se pueden llevar todas las facilidades modernas como
cámaras réflex, obturadores de plano focal, teleobjetivos, trípodes
rígidos, etc.

Fotografiando un nido.

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Tales artilugios voluminosos y pesados, resultan sin
embargo inservibles para el montañismo, la escalada de grandes
árboles o los acantilados.
Aquellos cuyas experiencias se limitan a la búsqueda de
nidos en nuestro país o a unos pocos viajes ocasionales al
extranjero me han sugerido frecuentemente que adopte utensilios
más perfectos, pero a todos les contesto que no tienen idea de lo
que significa escalar y buscar nidos en un país salvaje. En varias
ocasiones he llevado expertos fotógrafos conmigo armados con
las más caras y sofisticadas cámaras y en cada caso no han
podido obtener resultados relacionados en modo alguno con el
extraordinario esfuerzo desarrollado, ya que no podían transportar
su voluminoso equipo al lugar requerido. Yo iría aún más lejos
afirmando que, en la clase de trabajo que se trata en este libro,
salvo en el caso de avutardas, grullas y especies que crían en la
marisma, más del 90 por ciento de las fotografías que he tomado
durante los últimos quince años no hubieran podido ser obtenidas
si no fuera empleando las más ligeras y transportables cámaras de
mano. Por ello, cuando leo en un libro de un fotógrafo
profesional cómo después de diez años de experiencia sólo puede
recordar una ocasión en que una cámara de mano hubiera sido
útil, yo simplemente me inclino ante su conocimiento superior y
prosigo impasible mi propio camino. Verdaderamente, en mi
línea de trabajo no se trata ya de una cuestión entre la cámara
ortodoxa y la cámara de mano, sino entre trabajar con la cámara
de mano o no trabajar.
No hay por supuesto límite para los maravillosos progresos
de la ciencia y cada año habrá mejores lentes y más perfectos
accesorios al alcance del naturalista de campo. Pero hay distintos
límites que no dependen del grado de perfección de la cámara
empleada, sino del conocimiento, energía, persistencia, habilidad
y sobre todo del nervio del individuo que la emplea. De ahí que
cuando me dicen, como de hecho ocurre a menudo, que no se
puede hacer un buen trabajo con una cámara de mano -aún

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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admitiendo que mi trabajo no es bueno- me consuelo con el
hecho de que muy pocos de esos que me lo reprochan podrían
nunca alcanzar los lugares que he fotografiado, cargados con el
molesto equipo que ellos recomiendan.
Ahora trataré de las cámaras que empleo. Durante seis años
me contenté usando una simple cámara de caja que medía 4½ x 5
x 6 pulgadas (aprox.11x12x15 centímetros) y pesaba 1 libra y 7
onzas (650 gramos), o bien 2 libras con 12 onzas (1.250 gramos),
en su sólida funda de cuero, conocida al principio como la Blair
"ojo de toro" y después como la Kodak "ojo de toro", con
películas de 12 exposiciones que producían fotos de 3½ x 3 ½
pulgadas (9x9 centímetros).

Nido de buitre leonado en un saliente.

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Con ésta tomé las fotografías que ilustran el libro del
Coronel Irby "Ornitología del Estrecho de Gibraltar". Debido a
los golpes, caídas, etc., utilicé tres o cuatro de éstas durante ese
periodo. Pero con ser un artículo muy barato, unos 30 chelines,
no se adaptaba completamente a mi trabajo ya que su foco fijo de
9 pies (275 centímetros) sobre el papel y 7 pies (215 centímetros)
en la práctica la hacía inservible para usarla en distancias muy
cortas, fotografiando nidos, especialmente en árboles o
acantilados.
Mi siguiente paso fue hacia una cámara plegable de
bolsillo Kodak nº 3, con carrete y produciendo fotos de cuarto de
placa de 3 ¼ x 4 ¼ pulgadas (8,25x10,80). Esta enfocaba desde
el infinito hasta 6 pies (180 centímetros), una sensible mejora
pero no lo suficiente.
Entonces me procuré otra Kodak similar y, quitando la
parte de atrás y enfocando sobre un pieza de cristal en el suelo,
descubrí que podía ser usada a 5,4 y 3 pies (165 y 90 centímetros)
de distancia. Así, contando con dos pequeñas lentes de aumento,
una para 2 pies (61 centímetros) y otra para 1 pie con 6 pulgadas
(46 centímetros) que encajaran sobre las lentes, podía trabajar por
debajo de estas distancias.
Las lentes de aumento las llevaba en la solapa de la funda
de la cámara, sujetas con ballenas a pequeños alvéolos, de donde
se podían extraer fácilmente cuando fueran necesarias. En varias
ocasiones, debido a las complicadas situaciones en que me
encontraba, solo disponía de una mano para trabajar y entonces
era necesario sujetar la cámara con los dientes, por la correa,
mientras colocaba una lente de aumento. Yo recomiendo que
consideren esta necesaria pero difícil evolución a los que se
sorprendan porqué me niego a llevar cámaras complicadas. Fue
con esta cámara con la que obtuve la mayoría de las fotografías
que aparecen en este libro. Pesa 1 libra 9 onzas (700 gramos) y
con su sólida funda de cuero y con lentes de aumento, 2 libras 7
onzas (1.100 gramos).

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La cámara que uso ahora es una Kodak nº 3 provista de
una lente Goerz y una apertura máxima de f 6.8 con un obturador
de velocidades comprendidas entre 1 segundo y 1/100 segundos
(en teoría) y que enfoca hasta 2 pies con 6 pulgadas (76
centímetros). Por supuesto no sirve para aves en vuelo pero estoy
contento de llevarla en lugar de una cámara más delicada que me
puede fallar en el momento crítico después de una arriesgada
escalada. Esta cámara pesa 1 libra y 14 onzas (850 gramos) y con
su funda 2 libras y 12 onzas (1.250 gramos).
Durante seis años usé solamente la "ojo de toro", luego
durante otros seis años llevé las dos, ésta y la Kodak nº 3 con
lentes de aumento, utilizando la primera para tomar fotos rápidas
y la segunda para trabajos más delicados. Ahora uso la Kodak nº
3 y el modelo mejorado de Kodak con lentes Goerz. El objeto de
llevar dos cámaras es, por supuesto y principalmente, asegurar
que si una falla cuento con la otra. Pero también me gusta llevar
la segunda porque, cuando surge la oportunidad, se puede obtener
la idea del tamaño de un nido y su posición y alrededores si uno
de mis amigos me hace un fotografía en el nido.

Nido de buitre leonado a la sombra.

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Como se verá, esto ha sido posible muy pocas veces;
mientras que en los casos en que lo ha sido, raramente ha habido
alguien disponible para manejar la segunda cámara. Esto resulta
desafortunado, ya que de no ser así el interés de algunas
fotografías hubiera aumentado al introducir una o dos figuras en
ellas. Desafortunadamente también, la mayoría de los nidos
representados estaban en lugares en que era imposible obtener
una vista general, ya que se encontraban fuera del alcance de la
vista de cualquiera excepto de la persona que llegaba a ellos
Para fotografiar nidos en el suelo o en las marismas, un
trípode resulta útil. Aquí también suelo llevar el más ligero
posible y busco su rigidez de construcción para minimizar la
vibración causada por el viento. Muy pocas veces resulta útil el
trípode cuando se trabaja en el acantilado. En tal lugar uno tiene
que improvisar con cualquier saliente o plataforma de la roca y
colocar la cámara encima y, si es necesario, calzarla en la
posición requerida con pequeñas rocas. Donde no se pueda
utilizar un saliente horizontal la cámara debe ser sostenida
rígidamente con uno de sus lados apoyado con firmeza contra
alguna grieta vertical. Muchas de las fotografías que se muestran
son el resultado de largas exposiciones en profundas sombras de
acantilados y en cuevas oscuras, y en ninguno de los casos fue
posible usar un trípode, teniendo que improvisar como he
explicado antes. Al reproducir las fotografías para este libro, sólo
en cuatro ocasiones ha sido aconsejable retocar un negativo. Las
demás se encuentran en su estado original. Los dibujos a plumilla
son, con algunas excepciones, facsímiles de los dibujos a acuarela
tomados por mí in situ durante los últimos 33 años.

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CAPÍTULO IV

SOBRE ESCALAR EN GENERAL

Primeros estudios de aves en Gibraltar - Escalando La


Roca - La pesadilla del vértigo - Su cura - Hacia el palo mayor
del Buque de Su Majestad Simoon - Huyendo de los Chaquetas
Azules - Escalada en "la espalda de la Roca" - Una cuestión
difícil: "soltar lastre" - Exploración de la Cueva de San Miguel,
"Clincher Hole" - Descenso a las cavernas del Barranco de
Europa - Exploradores y escaladores de cuevas, su suerte - La
barrera "inescalable".

He descrito ya brevemente
como cuando llegué a
Gibraltar en 1874 dediqué la
mayor parte de mi tiempo al
estudio de las aves del país.
Durante el primer invierno
que pasé en La Roca, me puse
a colectar todas las especies
nuevas para mí, las cuales
preparé y disequé. También
dediqué las horas tediosas
cuando estaba de guardia,
(algo que ocurría por aquella
época cada cinco o seis días),
a hacer acuarelas de aves a
partir de los ejemplares
obtenidos, intentando siempre reproducirlos en las actitudes en
las que los había observado cuando estaban vivos. Por supuesto,
con la vuelta de la primavera me puse a buscar nidos y a escalar
para alcanzarlos. Y esto ocurrió durante sucesivos inviernos y
primaveras en La Roca. Pero yo no limitaba mis escaladas

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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solamente a la temporada de nidificación. Hay demasiado poco
que hacer en Gibraltar durante los meses de verano, y cuando no
había nidos concentraba mis energías en deambular por los
acantilados, siempre atento a marcar algún posible lugar de nido
para el año siguiente. Esta práctica constante resultaba de gran
utilidad. Algunos de estos acantilados tenían sus riesgos.
Recuerdo uno hacia la espalda de la Roca, en Middle Hill Battery,
como se llamaba entonces. Mi interés aquella vez no era
meramente buscar nidos. Había leído como en 1706 un cabrero
traidor había conducido subiendo este acantilado a un grupo de
500 intrépidos españoles, al mando de cierto Coronel Figueroa, y
como fueron atacados por los soldados británicos en Middle Hill
y abatidos, siendo luego los supervivientes despeñados por el
precipicio, una caída de unos 1.000 pies (300 metros). (No había
aparentemente equipos de rescate en esa época). Me encontré
poseído por el deseo de comprobar por mí mismo qué clase de
camino habían tomado los gallardos atacantes pero, por lo que vi,
estoy convencido de que tras el "lamentable incidente" el
acantilado se había hecho más escarpado y ofrecía más dificultad.
Como todos los principiantes en la escalada siempre me
encontré frente a la pesadilla del vértigo, esa enfermedad de la
que había oído hablar, que induce a los escaladores cuando
alcanzan gran altura a lanzarse hacia abajo. De ahí que al
principio siempre estaba un poco nervioso al mirar hacia abajo
cuando me encontraba en lugares muy pendientes y precipicios.
Por supuesto era una estupidez, y adopté una medida drástica y
eficiente que me quitó de la cabeza tales locuras de una vez por
todas.
Esto me ocurrió practicando en la arboladura de los barcos
-por entonces había mástiles y velas- y entre varios viajes en
nuestros transportes de tropas y algún viaje ocasional en un buque
de guerra; pronto adquirí el grado necesario de confianza.
Recuerdo que la primera vez que subí a la vela mayor de un barco
fue en el venerable y viejo Simoon. Había adoptado la natural y

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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ortodoxa precaución de "sobornar" al capitán de la arboladura
para evitar la ignominia de ser atado y tener que pasar vergüenza
en público y me dispuse a subir con premura. Cuando llegué a los
obenques encontré una pareja de Chaquetas Azules que estaban
dedicados a uno de esos inescrutables trabajos en que se usa la
aguja de nudos y, confiando plenamente en la integridad de mi
amigo, el capitán de la arboladura, gateé por la red del palo y por
la escalera de Jacob, hasta que pasé del gato a la carretilla. Fue
descendiendo cuando, al alcanzar el gato, me percaté de pronto de
que estaba siendo observado por todos los marineros desde abajo
en el castillo de proa, donde los soldados, los enfermos y demás,
estaban agrupados presentando lo que desde arriba parecía un mar
de caras. Echando una ojeada inmediatamente debajo de mí
(antes lo había evitado por el viejo asunto del vértigo), observé a
los Chaquetas Azules justo bajo la cruz del palo mayor, uno a
cada lado de los obenques, ¡indudablemente esperándome para
capturarme! Pensé que cualquier explicación sería inútil y, en
todo caso, dilatoria así que miré alrededor en busca de alguna
forma de escapar. Viendo un stay colgando del palo mayor, me
lancé hacia él, y descendí a cubierta mucho más deprisa de lo que
yo intentaba o quisiera, cayendo sano y salvo entre los aplausos
de los soldados. Pero mi triunfo fue pagado penosamente. En
aquellos días (y quizás ahora) los marineros tenían la odiosa
costumbre de embadurnar las redes de escalar con un endiablado
compuesto de grasa y alquitrán de Estocolmo como preservante.
En mi bajada por los aires agarré el stay con una pierna alrededor
de él. No es necesario mencionar que mi inmaculada y muy
entorchada y bordada guerrera de Fusilero quedó manchada desde
el pecho a la cadera con esa grasa negra, lo mismo que mi mono.
Pero no me sentí desafortunado y me consolé con las
felicitaciones que recibí, especialmente del intrépido capitán de
arboladura.
Pero, volviendo a La Roca, durante mi estancia allí hice
varios intentos de escalar desde la ladera arenosa por encima de la

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

80
Bahía de los Catalanes hasta el bien conocido nido del águila
pescadora que ha supuesto un objetivo de tanto interés para los
visitantes de la Estación de Señales.
Aquí no tuve éxito. Curiosamente la subida, de la que
todavía se habla, no la consideramos de importancia en aquella
época ni mis compañeros ni yo. Le había dedicado largas miradas
llenas de codicia al nido de águila pescadora en la espalda de La
Roca. Estaba en una posición difícil e inaccesible excepto con
cuerdas. Con arreglo a ello, un día, desafiando las ordenanzas que
prohíben causar molestias a las aves salvajes en La Roca, y
acompañado de un oficial naval y otro soldado, me dirigí a la
Bahía de los Catalanes. Almorzamos con el oficial del
Destacamento y luego comenzamos nuestra expedición. Tras una
fatigosa lucha a través de grandes laderas de arenas sueltas
alcanzamos el primer obstáculo serio, un acantilado bajo.
Encaramándome hacia adelante elegí un camino practicable y
comenzamos a movernos a lo largo de estrechas terrazas, a veces
no muy elevadas y a veces a varios cientos de pies sobre el mar.
Llegados por encima del nido de águila pescadora, nos
encontramos con una complicada terraza pendiente con muchas
piedras sueltas que hacían peligroso el descolgar entre dos
hombres a un tercero, aparte de que nuestra cuerda era totalmente
inadecuada para tal propósito. Mis compañeros se negaron a
bajarme y no siento rubor al reconocer que me alegré de ello, ya
que hubiera sido una locura intentarlo en tales circunstancias.
Muchos años después, visité los mismos lugares pero con
el equipo apropiado y a pesar de todas las ordenanzas ¡robé los
huevos! Aquella misma noche estuve cenando a la mesa del
Almirante y, entre los invitados, estaba el Gobernador. Por
caprichosa coincidencia la conversación giró en torno al nido de
águila pescadora de La Roca. Alguien apuntó que nadie podría
llegar hasta él y yo fui propuesto desde el otro lado de la mesa
como un conocido escalador y experto. Para complicarlo más

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

81
todo, algunos de mis compañeros que aquel día habían sido
cómplices estaban presentes y me miraron con ansiedad.
Afortunadamente, la pregunta que me hicieron fue que si
yo pensaba que a alguien le resultaba posible robar los huevos del
águila pescadora. Todas las miradas se volvieron hacia mí, que
con un supremo esfuerzo debido a lo peligroso de mi situación, y
con el pensamiento fijo en aquellos dos preciosos huevos que
todavía estaban por vaciar guardados en mi taquilla, contesté:
"No, Señor, estoy seguro de que todo el que lo intente no lo
conseguirá".
Atribuyo la buena suerte al librarme, yo y mis compañeros,
de lo que pudiera haber resultado una situación poco agradable a
mi profundo conocimiento del hecho de que los oficiales
británicos, en su propia defensa y en la de sus privilegios, hacen
preguntas inconvenientes delante del Comandante.
Pero volviendo a nuestra escalada. Cuando se decidió que
el camino proyectado no era suficientemente bueno, alguien
sugirió: ¿Por qué volver? ¡Sigamos adelante!. La originalidad de
la idea la hizo atractiva. Si algo resultaba cierto entre las
tradiciones de la vieja Roca era que, debido a dificultades y
obstáculos naturales, suplementados por la diligente mano de los
Reales Ingenieros, nadie podía escalar La Roca por su espalda.
En aquella época no existía cita alguna de que alguien lo
hubiera conseguido, y todos los intentos realizados en años
anteriores habían fallado irremisiblemente. Uno especialmente
horripilante estaba aún fresco en nuestra memoria.
Dos Chaquetas Azules, que desembarcaron de un buque de
guerra en el muelle con el grupo habitual de personal de permiso,
no volvieron al cumplirse el permiso. Unos días después, uno de
ellos fue recuperado por un piquete tras unas prolongadas
vacaciones en tierra. Su compañero no aparecía, sin embargo
cuando le preguntaron por él, solo podía recordar que habían
comenzado juntos una escalada por detrás de La Roca, pero que

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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al no gustarle aquello se volvió atrás, y decidió irse de juerga al
pueblo.
Esta pista fue seguida y el infortunado marinero perdido
apareció, tendido en una terraza con varios huesos rotos. Tras
varios días en esa situación no había podido sobrevivir a sus
heridas. Este fue el optimista precedente de nuestra escalada.

La espalda de la Roca (Gibraltar).

Tras dejar la cornisa del águila pescadora, trepé hacia arriba y,


llegando a un buen saliente, me deslicé a lo largo de él despacio
mientras mis compañeros me seguían. Después de cierto tiempo
me pareció oír un grito y, mirando detrás de mí ¡descubrí que
estaba solo! Fue un momento de extrema ansiedad en que toda
clase de horrores desfilaron por mi imaginación.

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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Desandando mis pasos con cuidado, a la vuelta de una roca
llegué hasta el marinero que estaba tendido en toda su longitud
sobre un saliente muy estrecho, aparentemente enfermo. El
soldado que lo seguía había quedado bloqueado en su avance y
había sido él a quien había oído gritar. En respuesta a mis
ansiosas preguntas el enfermo respondió, afortunadamente, que
estaba simplemente "¡soltando lastre!". Hasta ahora nunca he
podido entender si fue el calor, la altura mareante o el pesado
almuerzo, lo que desencadenó un efecto tan alarmante en él.
Pronto estuvo disponible de nuevo, terminó su descanso y
seguimos adelante. En algunos lugares era preciso cambiar de una
terraza a otra, quizás a 20 o 25 pies (600 ó 750 centímetros) más
abajo. Esto lo hacíamos con la cuerda y el último de nosotros que
bajaba se agarraba a la cuerda en doble una vez que había sido
pasada por una grieta o algún palmito, y después tirábamos de
ella y seguíamos nuestro camino. Era un ejercicio muy excitante,
especialmente cuando estábamos seguros de que ¡de ninguna
forma podíamos volver atrás! Al fin llegamos a la terraza que está
encima de Monkey's Cave, cerca de la casita del Gobernador,
desde donde iniciamos nuestra salida, y nos encontramos pronto
caminando por la parte habitada de La Roca. Como en todas las
aventuras de este tipo, lo divertido de ello consistió en la
posibilidad de alcanzar un lugar inaccesible, pero la suerte nos
ayudó.
Otra forma totalmente diferente de escalar en aquella época
consistía en la exploración de las numerosas cavernas calizas que
en algunos lugares perforan La Roca. Esto suponía un amplio
campo para la escalada y el trabajo con la cuerda. La primera que
intentamos fue la famosa Cueva de San Miguel, que de acuerdo
con la tradición se comunicaba con África por debajo del
Estrecho y formaba el "Túnel del Canal" para los "monos de la
Roca" (Macacos de Berbería). Mi compañero en esta ocasión fue
el Teniente Alfred Carpenter (ahora capitán retirado). Con la
ayuda de algunos Chaquetas Azules provistos de cuerdas y una

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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colección de maromas de arrastre alcanzamos la base o las bases
de la cueva, llegando a unas pozas de agua dulce y clara. Los
últimos 200 pies (60 metros) del descenso fueron a través de una
fisura, como de chimenea, en la caliza. En cierto punto, se
estrechó tanto que solo los más pequeños del grupo pudieron
pasar a su través. Carpenter, yo y otro más, pasamos. Los
Chaquetas Azules los llamaron "Clincher Hole". Es interesante
mencionar que tras llegar al fondo nos dimos cuenta de que no
éramos los primeros que lo habíamos hecho, ya que en el techo
calizo sobre nosotros había espacios ennegrecidos por el hollín de
las velas en los cuales se habían escrito nombres de oficiales y
fechas, ¡algunos de hasta los días de Crimea! En la absoluta
quietud y ambiente seco de estas profundidades, estas viejas
impresiones parecían tan frescas como el día en que habían sido
pintadas, con las estalactitas rotas que yacían allí mismo en el
suelo. Mi compañero, que era Oficial Científico en el
Departamento Hidrográfico, calculó por la longitud de sus
cuerdas la profundidad total de la caverna desde la entrada hasta
las pozas de agua en unos 500 pies (150 metros), y unos 500 pies
(150 metros) sobre el nivel del mar. El aire era fresco y el único
peligro estaba en el riesgo de que nuestro paso a la vuelta quedara
bloqueado por escombros sueltos desde arriba.
Otra cueva famosa que exploré con un grupo del 71 de
Infantería Ligera de Highland fue la que está en las Gargantas de
Europa, bajo la Casa del Jefe de Justicia, conocida por Glenrocky.
Esta caverna es donde fue descubierto el famoso esqueleto del
hombre prehistórico. Es un lugar maravilloso y, siendo el más
ligero del grupo así como el pionero, me descolgué rápidamente a
través del agujero en el "techo" y gané el piso bajo las tres series
de cuevas que exploramos.
Por esa época mis compañeros oficiales, con una solo
excepción, no se apuntaban a escalar o explorar, pero nunca tuve
problemas para obtener buenos voluntarios de la Marina o del 71
de Infantería Ligera de Highland.

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85
En la primavera de 1880 dejé La Roca para ir a nuestra
Base en Winchester. Poco después me enteré que la moda que yo
había impuesto había encontrado seguidores entre los que habían
quedado en mi Batallón. Un grupo decidió explorar La Cueva de
San Miguel con consecuencias casi trágicas. Un subalterno
especialmente alto de los Fusileros quedó atascado en "Clincher
Hole". En este caso no fue debido a la anchura extra de sus
hombros o pecho, como en el caso de los Chaquetas Azules que
fueron incapaces de pasar, y creo que su atasco fue algo parecido
como cuando una espina de pescado se atraviesa en la garganta.
De cualquier forma él se quedó allí ante la consternación de los
que desde abajo veían cortada su salida. La historia llegó a un
punto en que se consideró sacrificarlo por el bien de los demás y
sacarlo a pedazos. Afortunadamente, pudo por fin ser liberado.
Igual mala suerte sufrió otro grupo de mis compañeros
subalternos, quiénes con más agallas que conocimiento y menos
habilidad que valentía intentaron escalar la espalda de La Roca
con resultados desastrosos, ya que llegaron a un punto adonde
siempre se llega cuando se trata de escaladores inexpertos, en que
no podían continuar ¡y no se atrevían a volver atrás! Por suerte su
situación fue advertida desde la Estación de Señales y se dio la
alarma. Tras el inevitable informe al Alcalde y sus secuaces, se
requirieron los servicios de la Artillería Real y los Ingenieros, se
procuraron cuerdas y los infortunados jóvenes fueron sacados de
su apuro. Fue después de esto cuando el Gobernador montó en
cólera y se dictó una ordenanza por la que se prohibía a los
oficiales escalar La Roca.
Pero todo ello pasó hace mucho tiempo. Luego, en un
repentino acceso de precaución histérica que siguió a unos años
de "ir por donde quiera", toda la parte superior de La Roca fue
encerrada en una valla de hierro alta y puntiaguda, algún oficial
con poca imaginación tuvo la fatalidad de llamarla oficialmente
"La Valla Inescalable" y numerosas ordenanzas dictadas con
respecto a ella, la describían así. Es difícil imaginar un desafío

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más directo para una persona adicta a escalar. En este psicológico
momento llegaba yo a Gibraltar tras dejar Inglaterra. Escalé
aquella valla, no por placer o vanidad, sino como una obligación
para con la hermandad de buscadores de nidos. Mi "crimen"
nunca fue notificado a la justicia y, aquí me tienen, más feliz que
aquel infortunado soldado que no mucho después cometió la
misma infracción y de acuerdo con el informe fue acusado de
"No obedecer las Ordenanzas del Fuerte", ya que en Gibraltar, el
1 de Abril de 1900 y algo, ¡escaló la Valla Inescalable!, en contra
de la Orden que obliga a todos a abstenerse de hacerlo”.

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CAPÍTULO V

ESCALANDO ÁRBOLES

Un ejemplo clásico - La Advertencia de Tom Brown - Los


cuatro requisitos necesarios para un buen trepador de árboles -
Trepando árboles sin ramas - Trabajo a lo largo de ramas
desplegadas, horizontales o pendientes - Un famoso árbol con
cuervos - Una ascensión difícil - La "S" y sus dificultades -
Alcanzar el nido - Árboles demasiado anchos para treparlos -
Utilidad de las ramas pendientes en algunos casos - La ascensión
a los árboles con cuerdas - Uso de una ligera cuerda lanzadera y
plomo - Cómo pasar una cuerda sobre una rama alta - Subiendo
con ayuda de una cuerda - Llegada a las ramas - Paso del trabajo
con cuerdas a la escalada - Árboles extra grandes - Subiendo por
sucesivas etapas con cuerda - Ganchos de trepar - Un accidente
desagradable - Ganchos y cuerdas, un sistema ideal - Vestimenta
para trepar - Uso de líneas ligeras y cesta de pescador.

El arte de trepar a los árboles, un


arte es; y existe casi de forma
embrionaria en la mayoría de los
chicos de colegio. Y casi todos ellos
dejan de practicarlo justo en la edad
en que desarrollan mejor fuerza y
capacidad suficiente para llegar a ser
buenos trepadores. No se encuentran
mejores instrucciones para el joven
escalador que las de "Tom Brown
School Days"; la famosa historia del
nido de cernícalo en el alto abeto del
bosquecillo de Caldecott ha
inspirado a muchos chicos, tanto que
a lo largo de toda mi vida, cuando

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quiera que he alcanzado el "punto decisivo" en un gran árbol y
me he sentido seguro del nido, he exclamado mentalmente como
el personaje "Scud East": "Hasta arriba ahora con la vieja urraca".
El "principio de Tom": "Nada te puede pasar si tienes un buen
agarradero, ¡prueba cada rama con un buen tirón antes de fiarte
de ella y luego sigue subiendo!” no tiene igual en nuestra lengua.
A esto yo añadiría "Siempre usa un agarradero y un apoyo para el
pie tan cerca como sea posible al tronco o a la rama sobre la que
estás". Manteniendo estos dos principios en mente, yo he salido
ileso de muchos cientos de árboles difíciles y peligrosos. Para
llegar a ser un audaz y exitoso trepador de árboles no se requiere
gran fortaleza ni músculos poderosos, si fuera así yo nunca
hubiera trepado. Lo que hace falta es rapidez, agilidad, recursos y
nervios templados. Los tres primeros permiten a un hombre subir
a más de un árbol que derrotaría al mero gimnasta, mientras que
el último, le impide desalentarse ante posibles peligros y, por
encima de todo, cuando se enfrenta a situaciones problemáticas,
le ayuda a salir de ellas.
Cuando los árboles no son demasiado anchos para treparlos
o tienen ramas suficientes para ayudar al escalador en su camino,
no se precisan accesorios como cuerdas o ganchos y, recomiendo
para estos casos, en principio, la forma normal de trepar. El
mayor obstáculo siempre es la dificultad de remontar la parte del
árbol que no tiene ramas. Esto ocurre en su forma más auténtica
en grandes abetos y alerces, aquí el gimnasta se encuentra con
cierta ventaja. Durante años yo acostumbraba a subir a
encumbradas coníferas en busca de nidos de cuervo, milano o
graja y muchos de ellos no tenían ramas en 30 ó 40 pies (9 ó 12
metros). El trabajo aquí es excesivo y si se han de visitar muchos
árboles de este tipo en un solo día, es mucho mejor contar con la
ayuda de cuerdas, de las cuales ya hablaremos.
Cuando se llega a la zona de ramas, la naturaleza del árbol
debe ser tenida en cuenta. Los olmos son quebradizos, los robles,
justo lo contrario. En las coníferas, las ramas podridas conviene

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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que sean arrancadas durante la ascensión, ya que no es
infrecuente que estas ramas estén podridas por el punto de unión
con el tronco y cedan de repente. Un buen procedimiento consiste
en no confiar en una rama de conífera a menos que se vean agujas
verdes creciendo en alguna parte de la misma. Cuando los nidos
están colocados lejos del tronco principal hay que tener mucho
cuidado. En el caso de la mayoría de los árboles de hoja caduca
como roble, olmo o haya, las ramas donde los nidos están
normalmente emplazados, raramente están inclinadas más de 45
grados. En estos casos es necesario un agarradero seguro, ya que
puede ocurrir que el trepador se deslice hacia la parte inferior de
la rama. Si esto ocurre lo mejor es continuar trepando por la parte
inferior hasta que se alcancen ramas secundarias que facilitan el
proceso de volver a la parte superior. En coníferas, por otra parte,
el nido está a menudo colocado en una rama cuya inclinación
puede variar desde 45 grados a la horizontal. En el primer caso se
requiere cuidado, y lo mejor es trepar a lo largo; cuando la rama
es horizontal o casi horizontal, suponiendo que sea
suficientemente grande, lo mejor puede ser sentarse a horcajadas
y deslizarse a lo largo de ella, como en un caballo. Si la rama está
inclinada hacia abajo, hay que deslizarse de espaldas, de cara al
árbol.
Lo dicho hasta aquí se deduce de ejemplos de subida que
yo he hecho a los árboles. El peor y más alarmante de todos mis
casos fue cuando iba a por un nido de cuervo. Se trataba de un
árbol alto, tipo abeto, que se suponía era inaccesible, cerca de la
finca del Duque de Kent, no lejos de Gibraltar.
Una tarde, en nuestro Club de Oficiales, la conversación
giró en torno a si era posible llegar a este nido, y en el curso de la
misma se descubrió que dos subalternos lo habían intentado ese
mismo día y habían fallado. Uno de ellos era un hombre
excepcionalmente fuerte. Los dos se dedicaban a la observación
científica y midieron la altura del árbol según su sombra,
calculando unos 72 pies (22 metros). Como prueba de lo

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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impracticable de este árbol concreto describieron cómo dos
pastores españoles que se habían unido a ellos habían asimismo
resultado vencidos en el intento de escalarlo. Esa misma noche,
más tarde, mi aliado particular en la búsqueda de nidos y
compañero durante mis primeros cinco años en España, Harry
James Fergusson, vino a mis habitaciones y me propuso un plan
para llegar al nido al día siguiente. Yo le puse pegas, ya que no
había observado las aves y por tanto no estaba seguro de si el
nido contenía huevos, y también porque mi parte en toda aquella
diversión era escalar el árbol mientras que la suya consistía en
meterse con los demás en el caso de que yo tuviera éxito,
haciéndoles creer que, en principio, habíamos fracasado. Sin
embargo, él era un hombre testarudo y contrarrestó todas mis
objeciones asegurando que sabía que yo lo podría conseguir con
sólo intentarlo.
Así, la siguiente mañana nos sorprendió galopando a lo
largo de la playa hacia el "First River" (río Guadarranque) y, más
adelante, llegados al árbol -un pino seco de unos 75 pies (23
metros) de altura- estudié la situación con cuidado. No las tenía
todas conmigo. Durante los primeros 20 pies (6 metros) era
apenas posible trepar el tronco, después de lo cual se bifurcaba y
era suficientemente fácil, con la parte en la cual estaba emplazado
el nido inclinada hacia afuera en un ángulo de 45 grados durante
10-12 pies (3-3,5 metros), volviendo luego a ser vertical durante
otros 10 pies (3 metros). Hasta aquí, por lo menos, era difícil pero
posible. Pero aquí empezaron los problemas, ya que a lo largo de
los siguientes 20 pies (6 metros), el tronco del árbol tenía la
forma de un sacacorchos y describía una "S" alargada y torcida
antes de volver de nuevo a la vertical por debajo de la rama más
baja, a más de 60 pies (18 metros) del suelo. El dibujo del
comienzo de este capítulo está hecho a partir de un apunte
tomado durante nuestra visita, y proporciona una mejor idea de lo
difícil de la situación que mi propia descripción. Era
relativamente fácil trepar por la cola de la S pero, en la curva más

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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baja de la misma, el abultamiento del tronco justo antes de ella
estaba hacia afuera. La forma del árbol no era sin embargo el
mayor obstáculo para alcanzar el nido, ya que esta conífera, como
vi enseguida, estaba cubierta de esa cáscara laminada
característica de estas especies, que las hacen extremadamente
deslizantes, incluso peligrosas. Tengo mi propia teoría sobre las
coníferas altas y es que cuanto más se asciende, más resbaladizas
son las ramas, y lo son siempre a cualquier altura. Posiblemente
ello se deba a que las ramas superiores están más expuestas al
calor de los rayos solares que las más bajas.
Pero volvamos a la escalada. Conseguí alcanzar los
primeros 10 pies (3 metros) o así, subiendo sobre los anchos
hombros de Fergusson, después de lo cual el tronco resultaba más
escalable. Fue un ascenso muy duro y deslizante, pero todo iba
bien hasta que alcancé la curva inferior de la S. En este punto,
cuando estaba izándome con cuidado sobre la joroba y alrededor
de la porción en "sacacorchos", la insegura corteza se deslizó
sobre mis asideros y lo mismo hice yo, columpiándome alrededor
y por debajo del tronco. Me sujeté como si estuviera colgando
muerto, con los dedos entrelazados y los pies cruzados alrededor
del árbol. Resultaba horriblemente incómodo colgar así hacia
abajo, a una altura de 50 pies (15 metros) sobre el suelo, y por un
momento estuve confuso acerca de qué hacer, salvo no caer hacia
abajo ignominiosamente. Resultaba claramente imposible volver
a ganar la parte superior del resbaladizo tronco, por lo que hice
cuanto pude para trepar hacia arriba a lo largo de la parte inferior,
y la verdad es que me sentí muy liberado cuando me encontré en
una zona vertical de nuevo, donde puede ganar mi asiento, por
decirlo de alguna manera, sobre la parte inclinada
inmediatamente debajo. Unos cuantos pies más y gané las
amigables ramas que se proyectaban cerca del nido. Este contenía
cinco jóvenes cuervos. No tengo reparo en decir que no me
dispuse a emprender el camino de vuelta hasta que me sentí
suficientemente recuperado de mi desventura. Como ocurre tan a

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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menudo, la vuelta resultó comparativamente fácil. No es
necesario explicar los detalles de cómo aquella noche, durante la
cena, nuestros compañeros oficiales fueron cuidadosamente
conducidos a creer que habíamos encontrado el árbol demasiado
difícil para nosotros y cómo, en el momento oportuno, fueron
autorizados por mi recalcitrante camarada a conocer la verdad.
Pero, después de todo, estos triunfos son obtenidos a base de
demasiado trabajo, por lo que pasó algún tiempo antes de que me
sintiera ansioso por trepar coníferas difíciles. De una cosa estoy
bien seguro, y es que los cuervos al elegir este árbol en particular
estaban perfectamente convencidos de las dificultades que se
presentaba para el trepador. De hecho, había grupos de otros
árboles alrededor, algunos más altos y con menos ramas,
aparentemente más formidables, pero desde el punto de vista de
seguridad ante el ataque ninguno podía ser comparado con el que
habían elegido los cuervos para instalarse.

Trepando por una gran encina por una rama colgante.

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Hay muy pocos árboles grandes que no puedan ser
escalados con mayor facilidad y rapidez con la ayuda de cuerdas
que sin ellas. Frecuentemente algunos de los árboles más grandes,
a los que no se puede trepar sin la ayuda de utensilios artificiales
para alcanzar las ramas más bajas, pueden ser acometidos con
éxito subiendo desde el extremo de alguna rama pendiente que
permita a uno alcanzar un punto suficientemente alto en el árbol,
desde donde se pueda continuar la ascensión de una forma fácil.
He llegado a varios nidos en árboles muy altos siguiendo
este procedimiento; normalmente, el único problema está al
principio, pero si la rama presenta la resistencia adecuada
entonces debe ser admitida como segura y, naturalmente, va
siendo más fuerte a cada pie que se trepa. Una rama de esta clase
se sube de una forma similar a como se trepa una cuerda, pero
más fácilmente.
Cuando no se dispone de una facilidad así, hay que recurrir
a las cuerdas. Para trepar árboles nada puede igualar a una cuerda
de manila de 1,5 pulgadas (4 centímetros). Es flexible y se desliza
bien sobre un tronco, y su ligereza permite ser lanzada a cierta
altura sobre el suelo. Cien pies (30 metros) de manila servirán
para la mayoría de los árboles, y permitirán izar a un trepador 45
pies (14 metros) dejando otros 10 pies (3 metros) para la vuelta y
para la parte sujeta por las manos de los ayudantes.
Pero una cuerda de 1,5 pulgadas (4 centímetros) no puede
ser lanzada sobre una rama a 45 pies (14 metros) de altura o sobre
cualquier otra cosa a esa misma altura. Para ello se precisa una
cuerda ligera, una línea de pescar a fondo del tipo conocido en
nuestra Armada como línea de caballa, es tan buena como
ninguna. Al extremo de ésta debe atarse un peso de forma y
tamaño adecuados. Tras muchos experimentos he encontrado que
un disco de aproximadamente 2,75 pulgadas (3 centímetros) de
diámetro y con un eje de 0,75 pulgadas (2 centímetros) taladrado
a 0,25 pulgadas (0,64 centímetros) de la circunferencia exterior
es, con diferencia, lo más apropiado para lanzar. Su peso es de 18

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onzas (457 gramos). Un dibujo del mismo aparece al final de este
capítulo.
Enrollando cuidadosamente la línea en la mano izquierda,
con unas cuantas vueltas en el suelo junto a uno, este disco
pesado puede ser lanzado hacia arriba a considerable altura.
Cuando haya sido pasado sobre la rama requerida, la línea es
sacudida hasta que el peso la suspenda y caiga hacia abajo.
Entonces se suelta el peso y se empalma la línea a la cuerda de
1,5 pulgadas (4 centímetros) mediante un ballestrinque u otro
nudo apropiado a un pie de su extremo, asegurándola bien.

Trepando a un alto pino con la ayuda de una cuerda.

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Esto es muy importante, ya que al izar la línea la cuerda
puede quedar enganchada, especialmente al pasar por encima de
la rama.
Una vez izada la cuerda el escalador se asegura a ella, o si
el árbol es muy grande y difícil, se introduce en un arnés de lona
y es levantado.
Durante la ascensión, debe hacer todo lo que pueda por
aligerar su peso. Tan pronto como el árbol sea lo suficientemente
pequeño para que se pueda abrazar totalmente o en parte, debe
hacerlo, y los que lo están izando deben observarlo
cuidadosamente y secundar cualquier movimiento que él haga,
mediante un tirón adecuado. Es sorprendente lo fácil y
rápidamente que un trepador hábil puede de esta manera subir a
un árbol.
Yo le doy gran importancia al hecho de que el escalador
colabore así con los esfuerzos de sus ayudantes, ya que de esta
manera reduce la fricción de la soga sobre la rama y se minimiza
cualquier riesgo de accidente. Adoptando estas medidas, no sólo
se tiene un buen agarradero en el árbol para el caso de que la soga
se rompa, sino que al reducir la fricción y tensión, la soga no se
fuerza tanto. En la foto anterior, un hombre de 76 kilos, es subido
a un pino por otros tres que suman un peso de 241 kilos. Un
muñón viejo, o incluso algo podrido en el lado opuesto del árbol
al del trepador, representa un bien recibido descanso para un
hombre que trepa sin soga, como puedo asegurar por propia
experiencia, ya que he subido a este árbol en 1878 y 1879. Esta
fotografía fue tomada en 1903.
No hace falta saber mucho sobre resistencia de las cuerdas
para comprender que si se tiene un hombre de 76 kilos colgando
como un saco de carne y abajo hay un peso de 241 kilos para tirar
de él, si algo va mal con la cuerda ésta se puede romper.
Cuando el escalador llegue a la rama debe asirse a
cualquier agarradero seguro y los que están abajo deben dejar ir
cuerda suficiente, digamos 2 ó 3 pies (60 ó 90 centímetros), para

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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permitirle columpiarse sobre la rama y subirse a ella para un
descanso.
En este punto del proceso es siempre recomendable que se
tome un respiro. Yo lo hago siempre y me repito la fórmula
"Hasta arriba ya con la vieja urraca", o palabras que signifiquen
lo mismo.
A veces, el paso del trabajo con la cuerda al de trepar
acarrea algunas dificultades y riesgo, ya que la rama puede ser
demasiado grande como para proporcionar un agarradero seguro.
Aquí lo mejor es, siempre que sea posible, pasar la soga sobre
una rama que esté encima de la más baja. Si no se puede hacer
esto, el grupo de abajo debe manejar la soga con cuidado en el
momento en que el trepador suba sobre la rama, ya que cualquier
descuido en este punto puede resultar con que ¡sea sacado del
árbol! Cuando los pies han sido asegurados entre las ramas, el
arnés debe ser soltado y atado a una rama, y la ascensión se
continuará de forma normal. Pero en un árbol grande,
especialmente si se trata de una gran encina o alcornoque, puede
ocurrir que la victoria final no esté asegurada de forma alguna
cuando se alcanza la primera rama. Entre ésta y la siguiente por
encima puede haber muchos pies de un tronco ancho,
completamente inescalable. Aquí surge la oportunidad para quien
está acostumbrado a trabajar en las alturas y además es habilidoso
manejando sogas. Después de llegar arriba y enrollar lo que vaya
a necesitar, hace un lanzamiento sobre la rama siguiente por
encima, y bien trepa con la ayuda de la cuerda agarrando las dos
partes de la misma, o en situaciones difíciles, deja caer el extremo
de la soga a sus compañeros y se amarra para repetir de nuevo las
operaciones ya descritas. En ocasiones es necesario hacer esto
varias veces antes de que el árbol disminuya de tamaño lo
suficiente para que el trepador pueda proseguir con los métodos
normales. El no iniciado puede imaginar que tal proceso requiere
una enorme cantidad de soga pero esto no es así. Supóngase por
ejemplo que el trepador ha sido izado hasta una rama conveniente

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a 40 pies (12 metros). Esto necesita unos 90 pies (27 metros) de
los cien (30 metros) disponibles. Entonces ve que hasta que no
haya subido otros 30 pies (9 metros) sigue precisando una cuerda
y que, a mitad del camino, digamos 15 pies (4,5 metros) por
encima, hay otra rama buena. Para ganar este próximo nivel solo
se precisan 80 pies (24 metros) y para el siguiente menos de 95
(29 metros), siempre dejando unos 10 pies (3 metros) de cuerda
como se ha dicho antes. Por supuesto que sería más rápido si
tuviera 150 pies (45 metros) de cuerda para poder bajar así en un
solo movimiento, pero en la práctica la operación de parar a
mitad del camino hacia abajo y suspender la soga para dejarla
caer sobre una rama adyacente cuesta muy poco trabajo. Me he
visto en ocasiones en que resultaba más conveniente lanzar la
línea con el peso sobre la rama que la cuerda. Cuando se hace así,
se repite el mismo proceso del principio, y la cuerda es
suficientemente izada. Frecuentemente, en las situaciones de
emergencia, un pequeño trozo de soga usado como cuerda de
seguridad es de gran ayuda y, por ello, yo llevo normalmente una
cuerda de seda de 20 pies (6 metros).
Probablemente alguno se sorprenderá de que hasta aquí no
haya hecho mención alguna a los ganchos de trepar. La razón de
ello es que yo he dejado de usarlos durante muchos años, salvo
como complemento para trepar con cuerdas. Los utilicé hasta
1876. Entonces conocí a Lord Lilford y fue por él que dejé de
usarlos. Él me contó de un infortunado hombre que habiendo
trepado a un árbol alto con ayuda de los ganchos, perdió su
agarradero y cayó hacia atrás. Su vida se salvó por la misma
causa que provocó su desgracia, ya que uno de los ganchos estaba
tan profundamente clavado que lo sujetó. ¡Pero quedó colgando
cabeza abajo con todo su peso pendiente del dislocado tobillo!
Ayudar al pobre hombre, trepando hasta él, resultaba imposible.
Afortunadamente el accidente ocurrió en una región civilizada
donde fue posible obtener una escalera y de esta forma pudo ser
rescatado.

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En la época en que conocí a Lord Lilford yo andaba
constantemente a caballo y solo por terrenos salvajes en España.
Amarraba mi caballo y trepaba grandes árboles. Después de oír
aquella historia, llegué a la conclusión de que era tentar la
providencia el seguir usando ganchos de trepar en un terreno
donde, si me ocurría una desgracia, las posibilidades no
apuntaban a que fuera hallado y donde, además, las escaleras de
mano no existían.
Durante más de veinte años después de aquello no los volví
a usar. Sin embargo, en 1882 yo había empezado a utilizar
cuerdas en los árboles, pero no fue hasta 1898 que volví a tener
un par de ganchos de trepar. Estaba por entonces en la Real
Academia Militar de Sandhurst y los encontré de gran utilidad
para trepar las grandes coníferas, especialmente con ayuda de una
cuerda. De hecho una combinación de cuerdas y ganchos de
trepar reduce el trabajo y el riesgo en las coníferas hasta el
mínimo. Pueden ser usados con gran facilidad al trepar árboles de
tamaño medio, si no se tiene una cuerda disponible, pero el
trepador debe cuidar siempre de mantener un buen agarradero en
el árbol. Son herramientas que han de ser utilizadas con extremo
cuidado, he visto trepadores poco cuidadosos herirse al clavarse
uno de los ganchos atado a una pierna, en la parte interna de la
otra. Cuando se sube entre las ramas, los ganchos son un peligro
y uno debe quitárselos.
Hasta aquí las diferentes formas de trepar árboles. Ahora
en cuanto a la forma de vestirse. Unos pantalones cortos de
gabardina y polainas o calcetines altos son muy adecuados, y un
chaleco con mangas ajustadas de gabardina ligera es excelente, ya
que protegen los brazos de cortes y rozaduras cuando se trepa;
resultan particularmente útiles en grandes coníferas. ¡Cuántas
veces he reducido a tiras las mangas de una camisa de franela y
he ganado terra firma con los brazos escocidos de abrasiones y
desolladuras rellenas con afiladas partículas de corteza, resina y
trementina!

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99
Un chaleco de pescador ajustado es una buena prenda para
trepar árboles y rocas, pero para el fotógrafo tiene el problema de
que es difícil, si no imposible, alcanzar el fondo del bolsillo.
Nunca se deben llevar botas para trepar árboles altos a no ser que
lleven suelas de esparto; y los pies cubiertos con calcetines altos
es normalmente lo mejor.
Algo esencial en el equipo del trepador de árboles es una
cuerda fuerte que llegue hasta la parte mas baja y que nos
mantenga unidos con los de abajo. Por ello, normalmente, subo
conmigo mi línea y mi peso. La línea la llevo liada en un carrete
de madera hecho para que quepa en el bolsillo donde se pueda
guardar sin que estorbe. Hay muy pocas ocasiones en que no se
usen sus servicios, bien sea para bajar huevos o pollos o para
subir una cámara o una trampa. Una sólida cesta de pescar supone
también un excelente recipiente general para tales ocasiones, y
resulta menos susceptible de engancharse al subir o bajar que una
bolsa o saco, al mismo tiempo que resulta más fácil de llevar y
supone algo de protección para objetos frágiles como huevos en
sus cajas o aparatos fotográficos.

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Un descenso libre. (Dibujo de Ida Verner a partir de fotografías)

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101
CAPÍTULO VI

ESCALANDO EN ROCA

Escalada alpina - Búsqueda de nidos y montañismo - Uso


de cuerdas - Conocimiento técnico necesario - Uso de línea de
seguridad - Resistencia de los montañeros al uso de cuerdas -
Riesgos de trabajar la cuerda a una sola mano - Diversos usos de
las cuerdas - Atravesando una tormenta - Cuerda de seguridad y
"corredera" - Un ejercicio naval - Ideas populares acerca del uso
de las cuerdas en acantilados - Transporte de las cuerdas en
terrenos agrestes - Cuerdas del Club Alpino, pesos, etc. - Vuelta
de arco sobre un recodo - Arnés de lona - Transportando cuerdas
largas - El equipo de bajada - El número ideal - Buena disciplina,
algo esencial - Obligaciones del "capitán" - Colocando el equipo
de bajada - Uso del silbato - Un simple código de señales -
Precauciones generales - Importancia de hacer nudos y
"agarraderas" - Un resbalón - Situación difícil - Cuerda de seda
tirolesa - Sus múltiples usos.

La importancia dada en todo el


mundo a lo relacionado con
ascensiones alpinas ha hecho
imaginar a mucha gente que la
escalada es un pasatiempo
exclusivamente disfrutado por los
que visitan Suiza u otros países
montañosos similares. De hecho,
para ser montañero es necesario
integrarse en el grupo de los que,
con la ayuda de guías y todos los
avances modernos penetran cada
año en las nieves eternas y

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alcanzan las cimas de los picos remotos. Que esta práctica
encierra gran encanto para muchos, es innegable, y yo siento gran
admiración y respeto por algunos genuinos alpinistas que han
dado pruebas repetidas de nervio y resistencia en sus tremendas
luchas contra las fuerzas de la Naturaleza. Desafortunadamente el
genuino montañero es imitado por una hueste de insignificantes
seguidores que han reducido la ciencia de la escalada a límites
que a veces rozan lo ridículo. Muchos de los así llamados
escaladores no lo son en modo alguno, y su confianza en sí
mismos y sus facultades queda probada cuando con mucho gusto
se prestan a ser atados juntos como una recua de burros y a ser
remolcados o empujados a través de la nieve o del hielo por la
mera satisfacción de poder decir luego que han alcanzado algún
punto un poco más alto que el resto de la superficie de la tierra en
la vecindad inmediata. Esta gente, utilizando la expresiva frase de
un oficial naval que ha sido mi compañero durante muchos años
pero que se asusta de las alturas, parece encontrar inefable
felicidad en "alcanzar la línea del cielo". La lista anual de
víctimas de esta clase, de ambos sexos, resulta una evidencia
dolorosa de la falta de preparación de muchos de los así llamados
escaladores. El resultado de estas ideas generalizadas acerca de
escalar montañas es que cualquier hombre que, en el curso de la
práctica de la historia natural o del deporte, se encuentra atraído
hacia países montañosos donde escalar, en su significado más
literal, se supone que es miembro de la confraternidad de los
alpinistas y se espera que adopte sus métodos. Así, mucha gente
cuando oye de alguna de mis expediciones por las montañas en
busca de nidos, me pregunta si yo amarro juntos a los de mi
grupo y si llevo siempre un bastón de montañero.
Sin aventurarme a penetrar en el sagrado dominio del
alpinista tradicional o criticar sus métodos puedo decir, con
satisfacción, que para la clase de escalada que he disfrutado
durante tantos años, atar a los miembros del grupo juntos sería
casi suicida, y que un bastón de montañero sería por principio un

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103
engorro. Al mismo tiempo soy partidario de las ventajas que se
obtienen con el uso racional de cuerdas y la ayuda que puede
suponer un bastón de montañero en ciertas circunstancias. De
hecho, debido a las heridas, me he visto obligado a usar uno de
ellos durante los últimos años para subir laderas pendientes. Sin
embargo, en el momento en que hay que hacer un poco de
escalada auténtica, el bastón de montañero se convierte en un
continuo estorbo y peligro, y en la mayoría de los casos debe ser
descartado por un tiempo, hasta que la escalada, como parte de la
ascensión de una ladera empinada, haya terminado. La verdad es
que al escalar precipicios, un hombre debe depender de su propio
nervio, ojo y conocimiento para llevarlo a cabo. Si esto le falla o
existe la posibilidad de que pueda fallarle en algún momento, no
tiene nada que hacer en el equipo y de hecho yo me negaría
respetuosamente a ser atado a tal hombre bajo ninguna de las
condiciones imaginables.
Hay que tener presente que lo que puede ser útil e incluso
necesario para cruzar nevados o glaciares, puede ser
completamente inútil para la clase de montañismo requerido en la
búsqueda de nidos. Como regla general, donde comienza la línea
de nieve, las aves, al menos en lo que a nidos se refiera, no
existen.
Solo en tres ocasiones he tenido que pisar la nieve cuando
buscaba nidos, y aunque otras veces las rocas hayan podido estar
resbaladizas por el hielo y la tierra blanqueada por la nieve, las
condiciones eran totalmente distintas de aquéllas que deben ser
afrontadas continuamente por el escalador alpinista.
Las cuerdas no usadas correctamente constituyen una
eficaz fuente de peligro, y mi experiencia me dicta que muy
pocos, salvo algunos oficiales navales, conocen suficientemente
su uso con ventaja y seguridad en todas las circunstancias.
Algunos de los incidentes que describiré luego demostrarán lo
que estoy diciendo aquí.

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104
Lo primero es que el uso de una cuerda de seguridad puede
garantizar que cuando alguien resbale en algún paso difícil, se
salve de una caída peligrosa o posiblemente fatal.
Cuando se bordea algún precipicio o se atraviesa algún
paso peligroso, en una grieta sobre una ladera empinada, es muy
deseable pasar una cuerda a través de la misma, con la que se
puedan ayudar los escaladores menos expertos, utilizándola como
agarradero en el caso de resbalar. En tales ocasiones ambos
extremos de la cuerda deben, si es posible, estar atados a las rocas
o sujetos por hombres que estén convenientemente afirmados. Yo
nunca recomiendo atarse en estos lugares. Felizmente nunca he
tenido compañeros que no pudieran hacerlo mejor con ayuda de
una cuerda de seguridad.
Esto, por cierto, me lleva a algo en cierto modo interesante
que he notado en muchos de los mejores escaladores que he
conocido entre las agrestes sierras de España; su desconfianza
inherente hacia las cuerdas de cualquier clase. Como norma, si un
cabrero no puede atravesar un paso difícil sin el uso de una
cuerda, no lo intentará jamás. Imagino que esta desconfianza se
debe a las historias acerca de gentes que han resultado muertas
por confiar en las cuerdas. Juzgando por las condiciones medias y
el tamaño de las cuerdas disponibles normalmente utilizadas por
los arrieros, esto parece suficientemente razonable.
Además, puede ocurrir que un cortado parezca francamente
seguro para bajar durante cierta distancia y de pronto, aquí o allí,
una cuerda resulte de inestimable valor para evitar un resbalón.
En tales casos es de gran ayuda el contar con un compañero de
confianza que se coloque en algún punto desde donde pueda ver
la mayor parte de la cara del cortado y tender una cuerda con la
ayuda de la cual el escalador pueda bajar.
Todo el arte aquí depende del compañero de arriba, que no
debe de tener ni muy corto al escalador ni darle demasiada
cuerda. Lo primero puede hacerle perder el apoyo del pie y lo
segundo es doblemente peligroso, ya que si el que escala sufre un

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resbalón, puede caer hasta el extremo libre de la cuerda con un
violento tirón, pudiendo ser difícil para el que está arriba. De aquí
el que dos personas situadas arriba sean una ventaja para tender la
cuerda, aunque resulte frecuentemente imposible el contar con
ellas. A mi juicio, el método más peligroso para usar una cuerda
de seguridad es atarla arriba sin ayudante que la vaya tendiendo y
bajar colgado de ella. Suena muy sencillo y seguro, y resulta así
cuando la bajada es limpia. Sin embargo, este caso es el más raro,
y las complicaciones que normalmente surgen en la operación
son tan numerosas como inesperadas. Citaré simplemente unas
cuantas. Al bajar, la parte de cuerda que no se está usando es una
fértil fuente de incomodidad, enredándose a la menor oportunidad
y precisando con frecuencia el volver a subir para soltarla. Luego,
cuando se llega a un punto difícil y se precisa el servicio de la
cuerda, tan pronto como el peso del escalador se cuelga de ella, se
suelta de pronto un pie o más, debido a que se desprende de algún
enganche por arriba. Esto en lo que se refiere a la bajada, ahora
trataremos lo referente a la subida. En el camino de vuelta, si el
extremo libre de la cuerda se deja colgando por debajo del
escalador, frecuentemente encuentra algún lugar donde enredarse,
especialmente si está mojada. Si, por otra parte, el escalador
recoge el extremo colgante de cuando en cuando y lo lleva con él,
en los momentos más inesperados una vuelta se enganchará en
alguna protuberancia de la pared, y mientras sube a pulso, ¡se
encontrar de pronto tirado hacia abajo por la maldita vuelta que
lleva por encima del hombro! Esta última experiencia, la más
peligrosa de todas, me ha ocurrido dos veces en el transcurso de
pocos minutos, cuando estaba subiendo un precipicio, la base del
cual se encontraba a 400 pies (122 metros) más abajo. ¡Nunca
jamás!
Me resulta imposible describir todas las ocasiones en que
un trozo de buena cuerda alpina supone la total diferencia entre
éxito y fracaso.

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Hace muchos años descubrí un alimoche anidando en una
fisura horizontal cerca de la cima de una pequeña pared. En total
no tiene más de 40 pies (12 metros) de altura, pero la parte
superior de la pared está desplomada, mientras que la más baja es
completamente vertical. Hay una amplia repisa a un lado, de fácil
acceso, pero separada de la fisura que contiene el nido por un
hueco que hay que superar y supone, simplemente, un escalón.
Pero aquí radica todo el centro del problema. Las aves, que se han
establecido en este lugar desde tiempo inmemorial, son
perfectamente conscientes de que este paso a través del hueco es
exactamente el que muy pocos hombres pueden dar, ya que no
hay lugar donde poner el pie en el otro lado. Pero aunque una
cuerda no ayudará a un hombre a alcanzar el nido, ya sea
descolgándose desde la cima o subiendo desde la terraza de
yerba, a solo 25 pies (7,5 metros) por debajo, la repisa
proporciona el camino adecuado, pues encontré bastante factible
pasar mi cuerda alpina desde la cornisa adyacente hacia el lado,
alrededor de la pared, de forma que pasara sobre la fisura que
contenía el nido para unir los dos extremos detrás de la roca.
Puesto que estaba sólo en aquella ocasión, até la cuerda de seda
alrededor de mi cuerpo y me desplacé a lo largo de la cuerda fija,
asegurándome así contra los posibles resultados de un resbalón.
Cogiendo con fuerza la cuerda de seguridad, di un salto adelante
y con un ligero toque de mi pie enfundado en un grueso calcetín,
sobre un pequeño saliente, me lancé lo suficientemente lejos
como para agarrarme a la cuerda después de pasar el hueco. Un
momento después estaba a salvo tendido a lo largo de la estrecha
cornisa. Aunque estaba ya a pocos pies del nido, el proceso de
deslizar el cuerpo entre rocas por arriba y por abajo, era
complicado y penoso. Pero la vuelta fue aún peor ya que me
resultaba imposible girar, por lo que tuve que ir marcha atrás y,
más de una vez haciendo esto, me quedé atascado, solo pudiendo
liberarme con gran dificultad. Llegando al corte, por supuesto, no
podía ver dónde colocar mi pie y, en consecuencia, resbalé. Al no

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estar la cuerda de seguridad muy tensa, caí varios pies. La cuerda
de seda que estaba atada a la otra, me ayudó a subir tal como
tenía previsto y un momento después estaba de nuevo sobre la
cornisa. Algunos años más tarde llevé al Contraalmirante Arthur
Farquhar al mismo lugar y repetimos el proceso, pero mejorando.
Aquí el Jefe tuvo la precaución de improvisar una polea con el
extremo sobrante de la soga, con lo que consiguió tensar tanto el
tramo alrededor de la pared que parecía más un pasamanos que
una cuerda. Además, se ató otra cuerda a su corredera con el
resultado de que tras culminar su deseo y conseguir los
codiciados huevos, fue halado hacia atrás y recuperado en un
lugar seguro. Me resultó posible obtener una foto de mi
compañero en esta situación.

Entrando a un nido inaccesible desde arriba y desde abajo.

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Es una buena foto pero, no es necesario decirlo, una foto
que no debe enseñarse al enemigo. Creo que he dejado claro que
las cuerdas usadas así por manos expertas son a veces de gran
valor, mientras que en manos inexpertas, pueden resultar una
mayor fuente de peligro que de seguridad.
Igualmente son absolutamente esenciales en innumerables
casos, y nadie puede esperar alcanzar cualquier punto que se
proponga hasta que se haya hecho un maestro en su uso. Pero si,
como yo creo, hay cierto nivel de confusión en las mentes de
muchos acerca de los campos relativos de actuación del escalador
alpino y del buscador de nidos, hay aún mayor desconocimiento
popular sobre el uso de cuerdas para la bajada de cortados.
Muy a menudo he sido invitado a ir a Flamborough Head,
a St. Kilda o a algún otro sitio para ver cómo lo hacen allí. Como
respuesta he dicho siempre que he estado en varios lugares de
nuestra costa y nunca he visto nada que sea menos aplicable a la
clase de trabajo a que me he dedicado con placer durante muchos
años. Para empezar, las condiciones en cada caso son
completamente diferentes; el buscador de huevos profesional
conoce exactamente lo que tiene delante y teniendo la experiencia
de descensos anteriores, sabe con precisión desde dónde empezar,
qué puntos pueden ser alcanzados y qué cantidad de cuerda se
requiere. Además sabe si el cortado es seguro o no, y se prepara
en consecuencia. Aquí contrasta con el naturalista explorador.
Este tiene que encontrar un camino para alcanzar un punto sobre
el nido, un asunto que, en algunos casos, resulta de la máxima
dificultad y peligro. Una vez fijado este punto, tiene que asegurar
una buena base para el equipo de descenso, comprobar si el
cortado está desplomado y si el nido es accesible o no, cuánta
cuerda se necesitará, qué cuerdas son susceptibles de ser llevadas
hasta el punto requerido y, finalmente, pero no lo menos
importante, si la pared es segura o insegura. Quizás esto parezca
una larga lista de contingencias pero no hay una entre esta media
docena que no se me haya presentado repetidamente durante mis

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propias experiencias, y el no prestar atención a alguna puede
originar fallo, retraso o posible desastre.
Todo esto en cuanto a la diferencia entre los problemas que
deben ser resueltos por las dos clases mencionadas: naturalistas
viajeros y pescadores residentes. Ahora nos referiremos al
material. Los hombres que se buscan la vida descendiendo
acantilados están provistos de todo el equipo necesario para su
trabajo. No hay prácticamente límite para ellos en la cuestión de
llevar muchas cosas, ya que normalmente trabajan a una distancia
razonable de sus casas y sus cuerdas pueden ser casi siempre
trasportadas en carros. Así se pueden permitir usar buenas y
gruesas cuerdas como línea de seguridad para llevar en la mano y
aligerar peso cuando sea necesario, así como para descolgar al
colector de huevos. No es raro que estas gentes lleven pantalones
de lona o arneses hechos del mismo material con el que están
colgadas. Incluso para evitar el que la soga se deshilache cuando
pasa sobre la roca, va a menudo enfundada en una pieza de cuero
gordo, o sobre una especie de bandeja de madera conocida como
"galápago" provista de un rodillo y ruedas. Finalmente, la cuerda
es atada a una palanqueta gruesa firmemente clavada en la tierra.
Estos son solo algunos de los accesorios de muchos de los
recolectores de huevos profesionales.
Hace algunos años en Irlanda, un caballero que había
cogido muchos nidos de peregrino y de chovas en diversos
acantilados, me mostró su equipo. Consistía en un "galápago" de
madera como el descrito arriba, una palanqueta, una cuerda para
descender de 3,5 pulgadas (9 centímetros) y una cuerda de 2
pulgadas (5 centímetros) para ser utilizada como línea de
seguridad. Éste era un excelente equipo, y se adaptaba
perfectamente al objetivo, ya que él podría transportarlo todo en
un coche irlandés a lo largo de alguna carretera de campo y, en el
peor de los casos, tendría que cubrir una corta distancia hasta el
acantilado cargándolo a hombros de sus hombres. Pero para el
naturalista que deambula a través de un país salvaje en busca de

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nidos, todos estos refinamientos están completamente fuera de
sus posibilidades. El peso y solo el peso es quien decide lo que es
factible llevar. Y en los terrenos montañosos, como son las zonas
más agrestes de España donde el transporte sobre ruedas es
desconocido, los pesos deben ser muy ajustados para que
permitan su rápida transferencia desde los serones de los mulos y
burros hasta hombros de los hombres. Puesto que durante muchos
años he hecho el trabajo de uno de estos hombres y he llevado mi
parte en el transporte de la carga, puedo hablar con conocimiento
de causa. Constantemente he trabajado solo, llevando cuerdas,
equipo, comida, prismáticos, etc. y he llegado a la conclusión de
que lo máximo que puedo llevar en una caminata de todo un largo
día a través de las sierras sin llegar a estar muy cansado, son 26
libras (12 kg.). Según esto, mientras que mi amigo en Irlanda
estaba usando cuerdas de 3,5 y 2 pulgadas (9 y 5 centímetros)
para descender y como línea de seguridad, respectivamente, yo
me tenía que contentar con una cuerda de 1,5 pulgadas (4
centímetros) y una línea de pescador. La cuerda que usa el Club
Alpino pesa 5 libras (2,27 kg) por cada 100 pies (30 metros). Yo
tengo un total de 30 brazas, 180 pies (55 metros) de 9 libras (4
kg) que me ha proporcionado un servicio admirable, tanto en
acantilados como en grandes árboles, durante trece años.
Ha sido con un equipo así con el que he llegado a algunos
precipicios muy altos, colgado en una bolina y sin saber que
existían las palanquetas y "galápagos" por arriba, o los ortodoxos
aparejos de lona por debajo. La mencionada bolina es, en mi
opinión, el único nudo al que un hombre puede confiar su vida en
un cortado. Después de hacerlo de la forma normal, con dos
argollas iguales, debe ser cuidadosamente ajustado para adaptarse
exactamente al cuerpo, una de las argollas debe ser del tamaño de
un hombre en el botón superior del chaleco, alrededor del cuerpo,
justo bajo las axilas y la otra suficientemente larga para pasar
bajo el muslo y de nuevo llegar arriba hasta el punto de partida.
En un tamaño normal de persona, serían aproximadamente 40

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pulgadas (1 metro) para la vuelta pequeña y 50 pulgadas (1,5
metros) para la más grande, sujeto al necesario ajuste. Un hombre
así colgado tiene perfecta libertad de movimiento en ambas
piernas y brazos, y no puede salirse fuera del aparejo en la difícil
pero posible emergencia de que sea golpeado por una piedra
desprendida de arriba por la cuerda o herido por cualquier otro
incidente. También se puede plegar el chaleco y utilizarse como
almohadilla en la parte larga de la vuelta de la cuerda,
especialmente después de cierto tiempo en que se nota algo
cortante, sobre todo si se está usando una cuerda fina.
Debido al riesgo de que una cuerda fina se deshilache
sobre una pared, he usado frecuentemente en los últimos diez
años una cuerda de dos pulgadas en lugar de la alpina de 1½
pulgadas (4 centímetros), que he dejado para el trabajo en los
árboles o para usarla como cuerda de seguridad, o para cualquier
otra cosa, como describiremos más adelante.

Escalador con arnés de lona listo para descender un cortado.

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Cien pies de cuerda de cáñamo de manila de 2 pulgadas (5
centímetros) pesan alrededor de 9 libras (4 kg) y, debido a su
volumen, es lo máximo que un hombre puede transportar con
comodidad cuando escala entre rocas. Supone mucho para la
comodidad del escalador el que, en lugar de deslizar su cuerpo a
lo largo de la cuerda, ya sea de 2 pulgadas (5 centímetros) o
mayor, esté provisto de un arnés de lona. Esto no es más que un
cinturón de lona plegada, cosida con cuerdas, de 3 pulgadas (7,5
centímetros) de ancho y unas 38 pulgadas (96 centímetros) de
longitud, que está unido en cada extremo a un segundo cinturón,
un poco más ancho y de unas 44 pulgadas (1 metro) de largo. En
los extremos tiene un par de dedales con ojetes. Este cinturón se
ajusta al cuerpo de una manera muy parecida a la de una bolina,
con la parte más larga de la lona pasando por debajo de un muslo
y la más corta alrededor del cuerpo bajo las axilas. La cuerda es
entonces pasada a través de los ojetes en unos 4 pies (1 metro) y
los ojetes llevados juntos y asegurados con dos medios cortes. El
extremo de la cuerda se pasa entonces sobre un hombro y por
debajo del otro y se asegura de nuevo a los ojetes para impedir
que el arnés se deslice hacia abajo. En la foto anterior se muestra
la forma de ajustar el arnés de lona al cuerpo y de amarrar la
cuerda.
En los precipicios muy grandes, donde existe la posibilidad
de que la cuerda se atasque o se deshilache contra un borde
cortante, yo recomendaría encarecidamente el uso de una cuerda
de 2,5 pulgadas (6 centímetros) como línea de bajada y de 1,5
pulgadas (4 centímetros) como cuerda de seguridad. La primera
es muy incómoda de llevar, pero es bueno contar en los grandes
cortados con equipo que sea de absoluta seguridad.
Un problema muy complicado a veces consiste en cómo
llevar suficiente longitud de cuerda para asegurarse de que no sea
necesario un empalme. Hasta 1906 yo llevé siempre tres piezas de
cuerda de 100 pies (30 metros) cada una y en caso de emergencia
las empalmaba. Si esto último se llevaba a efecto por empalme

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largo, bien y bueno. Pero las exigencias de tiempo y espacio a
veces dificultan esto, y se debe adoptar el recurso de doblar los
extremos juntos. En condiciones normales ello puede ser
correcto, pero trabajando en un precipicio desconocido es
imposible saber con qué dificultades puede uno encontrarse, y es
poco juicioso correr riesgos innecesarios. Cuando se precisa una
cuerda larga, por ejemplo 200 ó 300 pies (61 ó 91 metros) o más,
lo mejor es tenerla toda en una pieza, enrollada en diferentes
ovillos de 100 pies (30 metros) cada uno, con unos 6 a 12 pies (2
a 3,5 metros) de separación entre ellos. Cada hombre del equipo
de bajada puede colgarse entonces 100 pies (30 metros) alrededor
del cuerpo y caminar en fila india. En la foto inferior se muestra
un equipo de bajada trasportando de esta forma 300 pies (90
metros) de cuerda de 2.5 pulgadas (6 centímetros).
Cuando se alcanzan emplazamientos difíciles, suele ser
mejor colgarse el ovillo del hombro de afuera, ya que puede ser
necesario a veces pasarlo de mano en mano, y depositarlo en
repisas u otros salientes mientras hay que atravesar algún paso
complicado.

Método de transporte para una cuerda larga durante la escalada.

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Es fundamental que las cuerdas estén bien enrolladas y
atadas con una guita o hilo en varios lugares para que no tengan
partes sueltas que se puedan enganchar en salientes de la pared.
El gran peligro que se corre cuando se usan nudos para empalmar
cuerdas no es la posibilidad de que se suelten, sino su facilidad
para engancharse en alguna grieta de la pared o contra un saliente
cortante, bien sea bajando o subiendo un peso muerto. Una
desagradable experiencia de este tipo me ocurrió cuando estaba
bajando a un nido de quebrantahuesos. En aquella ocasión la
resuelta actitud de un compañero me sacó de lo que hubiera
podido ser un problema muy serio. De aquí mi resistencia a usar
cuerdas empalmadas.
La verdadera esencia del buen trabajo en el precipicio es
una disciplina absoluta mientras se realiza, especialmente en lo
que concierne a no hablar o replicar. Para asegurar esto, antes de
descender designo invariablemente a un hombre "capitán" de la
maniobra, y dejo claro a los demás que no hay peligro a menos
que ellos si lo causen deliberadamente por desatender cualquiera
de las instrucciones que les he dado. En un cortado pequeño son
suficientes dos hombres para izar a otro de poco peso, pero tres es
un número todavía más adecuado. A veces he sido descolgado en
pequeños cortados por un solo hombre, pero no lo recomiendo.
Esto está bien si todo marcha normalmente, pero si las cosas se
tuercen, se puede llegar al desastre. El capitán debe procurar que
el extremo de la cuerda quede (siempre que sea posible)
fuertemente asegurado a alguna roca adyacente. Ello a veces
resulta de gran utilidad si surge una emergencia. Entonces se debe
colocar en posición de sentado, tan cerca como sea posible del
borde con tal de que coloque los pies en un lugar seguro y pasar
la cuerda por debajo del brazo derecho, mientras que los números
1 y 2 deben prolongar la línea por detrás de él, en la dirección de
la tensión y en similar postura. Un firme apoyo de los pies es por
supuesto fundamental. A veces, si una pared o precipicio son
particularmente peligrosos, resulta muy útil para el capitán el

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colocarse en el mismo borde, desde donde puede ver u oír las
señales del que está abajo. Esto es especialmente útil cuando el
cortado es muy escarpado cerca del borde como para hacer
inseguro o imposible que el equipo de bajada ocupe una posición
segura cerca de él. El capitán en este caso deber introducirse en
una bolina, y cuando se haya colocado en el mismo borde del
cortado su cuerda debe atarse con firmeza a una roca.
Resulta difícil encontrar un cortado, bien sea en terrero
arcilloso o arenoso, donde una cuerda no se pueda asegurar así,
ya sea a una roca, o a algún árbol o arbusto. Cuando no se pueda
encontrar algo así, la cuerda deber ser pasada alrededor de la
cintura del hombre mayor y más pesado del grupo, quien debe
colocarse detrás del resto en una posición tal que no pueda ser
arrastrado por un repentino tirón. He adoptado este procedimiento
con excelentes resultados cuando trabajaba en cortados muy altos.
Toda conversación y gritos deben ser evitados por parte del que
desciende por la cuerda. Yo siempre llevo un silbato para perros
"Acme" colgado del cuello por una cinta corta. Un silbido
significa "sujetar fuerte". Dos silbidos "bajar". Tres silbidos
"subir". Cuando hay razones para tener cualquier complicación,
el silbato debe ser llevado en la boca. De esta forma es fácil, si
hay un problema repentino, dar un silbido y hacer reaccionar al
grupo de arriba para que sujete fuerte.
Es sorprendente lo claro que se puede oír un silbato
mientras que una voz humana un poco abajo del precipicio resulta
literalmente ininteligible para los de arriba. Nada resulta más
desmoralizador para un equipo de bajada, que oír a un hombre
lejos del alcance de la vista gritando ininteligiblemente; en tales
casos la cosa cambia radicalmente si aciertan a hacer lo correcto y
en el momento preciso.
Puede que el escalador una vez que ha sido descolgado por
el precipicio y hasta que llega al nido, o a alguna cueva o repisa
que conduzca a él, precise moverse lateralmente algunas yardas
sobre la cara de la pared. Si las condiciones locales lo permiten lo

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más seguro para él es dar la señal de "bajar" y, tras recoger toda
la cuerda suelta que pueda necesitar, hacer la señal de "sujetar
fuerte" y enrollar la cuerda suelta. Entonces puede arrastrarse
hasta el punto adonde tenga que llegar.
Pero a veces puede haber una gran terraza o parte del
precipicio que sea escalable sin necesidad de una cuerda desde su
posición. En tal caso, lo más seguro es desatar la cuerda y atarla a
algún arbusto o roca, y entonces proceder a explorar el precipicio.
Habiendo hecho esto, se vuelve al punto de partida, se ata uno de
nuevo a la cuerda y, sujetándose firmemente a la pared, se hace la
señal de "subir". Lo mejor es que tan pronto como la parte suelta
haya sido recogida, se haga la señal de "sujetar fuerte", antes de
hacer la ascensión final. Esto le da tiempo al grupo de arriba para
obtener una buena tensión de la cuerda y permite al que está
abajo salir cómodamente de su repisa. No observar esta pequeña
regla ha producido el resultado de verme colgado columpiándome
en el aire por amigos demasiado impacientes, un hecho tan
alarmante para ellos como desagradable para mí.
Al subir, un escalador bien preparado cogerá el ritmo de
los que lo ascienden y, siempre que la pared lo permita, aligerará
su peso agarrándose a ella con las manos. Es sorprendente como
un par de dedos en un saliente en el momento oportuno puede
facilitar los esfuerzos de los de arriba.
Durante una subida así, un escalador nunca debe ir por
delante de su cuerda, en otras palabras, la debe mantener siempre
tensa. Una cuerda atada a un hombre que pueda aflojarse hacia
abajo puede muy fácilmente engancharse en alguna roca saliente
por debajo de él, y cuando los de arriba den el siguiente tirón, se
puede encontrar violentamente atraído hacia abajo, lo que resulta
una experiencia muy desagradable.
No encuentro la forma de prevenir suficientemente a los
futuros escaladores de los peligros de enredarse con la cuerda, a
no ser que se trate de expertos en nudos. Incluso las más
experimentadas y hábiles manos pueden tener problemas con

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esto, ya que la familiaridad con el peligro hace a los hombres a
veces descuidados. Citaré sólo un ejemplo. En 1894 descendí el
gran cortado conocido como la Laja del Ciscar (Aciscar). Llevaba
conmigo 180 pies (55 metros) de cuerda alpina nueva de 1,5
pulgadas (4 centímetros) y fui descolgado por dos españoles. Fue
un descenso en vertical, salvo aquí o allí, y de unos 20 pies (6
metros), donde una fisura vertical corría hacia abajo hasta un
saliente que se inclinaba hacia fuera, hasta que se unía a la
superficie general del cortado. Cuando estaba cerca del extremo
de la cuerda, descubrí para mi disgusto un nido de buitre a tan
sólo unos 20 pies (6 metros) por debajo de mí. Entonces
volviendo a subir unos pocos pies hasta un punto donde podía
estar seguro, desaté la cuerda alpina de mi arnés, la empalmé a mi
cuerda de seda, amarré esta última a mi arnés y fui descolgado
hasta el saliente. Tomé una fotografía del nido de buitre leonado
con su huevo (que luego apareció, por cierto, en la segunda
edición del libro del Coronel Irby) y luego hice la señal para ser
izado. Aquello era más un gateo que una subida regular, pero
después de ascender 20 ó 30 pies (6 ó 9 metros) me percaté de
que sería mejor recobrar el contacto con la cuerda alpina así que,
desaté la cuerda de seda y até la cuerda alpina una vez más a mi
arnés mediante dos medios cotes bien apretados.

La Laja del Ciscar (Aciscar). Cima a 620 pies (189 metros) de la base.

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Durante la subida me detuve varias veces para explorar
algunos otros lugares con nidos, con la cuerda colgando suelta.
Finalmente hice la señal de "subir" y empecé a ascender.
Mientras que estaba siendo izado por un pendiente y deslizante
barranco con todo mi peso colgando de la cuerda, mi ojo tropezó
con el nudo que aseguraba la cuerda al arnés.

En la pared de la Laja de Ciscar (Aciscar).

Este estaba a la altura del botón medio de mi chaleco.


Había empezado, como queda descrito, con dos medios cotes y

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un pie de cuerda sobrante, y conforme vi el nudo me di cuenta de
que uno de los medios cotes se había ido y que el otro se estaba
soltando y ¡sólo quedaban unas pocas pulgadas para escaparse!
Rápidamente agarré la cuerda por encima de mí con una mano y
de alguna forma me agarré con la otra al siguiente saliente por
arriba, ¡justo antes de que el nudo se soltara! Fue una experiencia
terrorífica y debida a falta de precauciones, ya que yo no había
tenido en cuenta el "bucle" en la cuerda nueva cuando estaba
colgando floja, ni el efecto del sol caliente sobre ella. Luego dejé
más cuerda suelta hacia abajo y tras hacer un nudo, seguro esta
vez, fui izado hacia arriba.
Todo esto ocurrió hace mucho tiempo pero puedo todavía
recordar mis sensaciones cuando, estando sobre el saliente
seguro, me deslicé abajo por aquella ladera pendiente hasta el pie
del cortado. La moraleja de esta historia es que uno no se puede
confiar en dos medios cotes, especialmente en el caso de una
cuerda nueva, a no ser que el extremo libre sea fijado a la otra
parte de la misma.
Ninguna explicación sobre las cuerdas que yo uso estaría
completa sin la descripción de mi cuerda de seda, a la que ya me
he referido incidentalmente, que he llevado siempre durante casi
treinta años. Se trata de una de esas que llevan los deportistas
tiroleses y es mi más querido recuerdo de los felices días que pasé
buscando nidos con el Príncipe Imperial Rodolfo de Austria, en la
primavera de 1879. El Príncipe vestía -al igual que su primer
acompañante, el Conde Hans Wilczek (un famoso deportista)- el
equipo "Jäger" tirolés, y los dos llevaban invariablemente estas
cuerdas de seda en sus mochilas. Fue después de una
particularmente desagradable ascensión a un complicado pino,
para alcanzar el nido de un milano negro, cuando el Príncipe
insistió en que yo debía tener una de estas cuerdas de seda que
ellos llevaban para utilizarla como ayuda ante cualquier
emergencia así que se me pudiera presentar en el futuro. Esta
cuerda es de una fuerte trenza de seda cruda, de más de 20 pies (6

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120
metros) de larga, con un lazo en cada extremo, bien hecho y
empalmado. Tiene casi una pulgada de circunferencia y pesa
menos de media libra. Puede llevarse en el bolsillo y ocupa poco
más espacio que un pañuelo. En cuanto a su resistencia, la he
atado una y otra vez a una rama y dos hombres que pesaban entre
los dos más de 130 kilos se han sentado en la comba a modo de
columpio. Tanto si he trabajado a lo largo de la rama resbaladiza
de algún árbol, como si me he deslizado sobre algún saliente
estrecho en algún precipicio, la he utilizado en infinidad de
ocasiones como cuerda de seguridad.
Desde que me dedico a la fotografía, me ha proporcionado
la facilidad de asegurarme cuando he acometido algún trabajo con
la cámara en una situación peligrosa. Su ligereza y solidez, han
hecho que la llevara siempre, incluso cuando no pensaba escalar,
y me ha proporcionado una serie de servicios, entre los que se
cuentan amarrar una avutarda sobre la montura, atar un caballo o
remolcar una patera. Un invierno hice un viaje de más de 20
millas (32 kilómetros), a lo largo del canal de Hythe, cuando el
hielo todavía estaba poco espeso y se suponía que era inseguro.
Por suerte culminé mi objetivo sin llegar a hundirme, pero la
cuerda en el bolsillo me daba mucha seguridad. De vez en cuando
se hará alusión a esta famosa cuerda al describir varias aventuras
en busca de nidos en que me he mantenido sano y salvo.

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Cigüeña blanca.

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TÍTULO II- EN UNA LAGUNA ESPAÑOLA

CAPÍTULO I

UN DÍA EN UNA LAGUNA

Las lagunas del sur de España - Vegetación densa de


bayuncos y carrizos - Algunos residentes desagradables - Piaras
de cerdos - Cigüeñas - Garcillas bueyeras y sus hábitos - Tortugas
de agua y culebras - Garzas imperiales - Aguiluchos laguneros -
Vecinos indeseables - Atravesando caños - Calamones - Avetoros
- Carriceros tordales - Fumareles cariblancos - Una vivienda
flotante - Toros y otros ganados en el marjal.

Una gran variedad de aves


encuentra lugares adecuados
para anidar entre los marjales del
sur de España. El tamaño y la
localización exacta de estos
humedales varía de un año a otro
dependiendo de la cantidad de
lluvias caídas durante los meses
de invierno, pero hay ciertas
zonas más bajas que permanecen
inundadas durante meses,
después de que las tierras más
someras de alrededor se han
convertido en extensiones de
barro tostado por el sol. Hay
lugares así cerca de donde vivo,
y puesto que la búsqueda de nidos en tales parajes no se parece en
nada a la búsqueda de nidos en otros sitios normales, haré una
descripción aquí de uno de ellos.

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Para empezar, estos lugares tienen normalmente un fondo
razonablemente duro y somero, y pueden ser atravesados casi
siempre con cierta seguridad. Entre los meses de abril y junio
están densamente cubiertos por bayuncos (Scirpus lacustris) muy
fuertes y altos (no como la enea ,Typha latifolia), que hacen de
todo movimiento a su través, una lucha continúa. He llevado a
varios entusiastas buscadores de nidos a estos lugares, entre ellos
mi infatigable camarada, el Almirante Arthur Farquhar, y he visto
a uno y a otro completamente reducidos a la condición de
exhaustos. Si sopla una fresca brisa, las grandes plantas se
enredan, lo que hace casi imposible forzar el camino a su través
"contra corriente", por decirlo de algún modo, y el explorador se
ve obligado a alterar su rumbo y contentarse con derivar por la
línea de menor resistencia en las grandes manchas, hasta que tras
salir a aguas abiertas, puede dirigir su camino a barlovento y de
esta forma recuperar su dirección perdida. Moviéndose así, quizás
con agua hasta la cintura y con los plumeros de los carrizos
cimbreando por encima de la cabeza, resulta a menudo difícil
mantener la orientación. En teoría, la dirección del viento y la
posición del sol deberían ser guías suficientes, pero en la práctica
resulta con frecuencia que no es una tarea fácil encontrar el
camino para salir de este mar de carrizos y juncos que lo rodea a
uno. Tras una o dos experiencias como ésta, incluyendo el
quedarme atrapado por una tormenta de agua que hace imposible
las observaciones y borra las señales en el suelo, tuve siempre el
cuidado de echarme una brújula en el bolsillo antes de penetrar en
los carrizales.
Tales lugares están además infestados de sanguijuelas y
nadie que no requiera practicarse sangrías extensivas, debiera
entrar en ellos sin adoptar las necesarias precauciones en cuanto a
vestimenta. Unas medias altas son quizás lo menos adecuado.
Pero aparte de las sanguijuelas hay una para mí misteriosa y
desconocida bestia de agua -así la llamo aunque me gustaría tener
un nombre más concreto, pero sea reptil o insecto, no lo puedo

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asegurar- que produce una seria mordedura o escozor. El efecto
inmediato es una dolorosa inflamación. La piel adquiere el color
de una frambuesa madura en varias pulgadas alrededor de la
herida y el dolor dura normalmente veinticuatro horas. He visto
como hombres que se habían colocado en la laguna a la puesta de
sol a la espera de los patos, en el mes de diciembre, eran
mordidos por esta cosa misteriosa, y menciono su existencia
como un aviso adicional para aquéllos que vayan a penetrar en
zonas húmedas españolas, para que tomen la precaución de vestir
ropa protectora.
Para mí, lo más complicado de estas lagunas es la
imposibilidad de descansar de vez en cuando. Una y otra vez, un
nido más sólidamente construido de garza o aguilucho, puede
ofrecer un asiento temporal, pero es normalmente sólo una
cuestión de tiempo el que antes o después el propio peso cause el
hundimiento del nido bajo el agua.
Al decir que el fondo de las lagunas es plano, he omitido
un aviso importante. Es cierto que hay muchos cientos de acres
que son tan planos como un buen campo de polo, pero también
hay muchos cientos más en que grandes piaras de cerdos, que
encuentran su existencia en esta región, han estado escarbando en
busca de rizomas. Durante los meses del año en que las llanuras
están bien enfangadas o sumergidas, un espeso desarrollo de
vegetación, la Scirpus maritimus, (conocida por los españoles
como castañuela, de castaño), que tiene raíces tuberosas esféricas,
cubre ciertas partes y es sorprendente la forma sistemática en que
los cerdos convierten estas manchas en una serie de cráteres
someros separados por pequeños bancales. Mientras estas
excavaciones se puedan advertir no suponen gran problema, pero
resulta muy cansado caminar a su través. Sin embargo, cuando
están cubiertas por unas pulgadas de agua fangosa resultan
exasperantes y aumentan el riesgo de una caída, ya que todos los
cálculos son pocos cuando uno se encuentra con que una pierna
puede ser 6 pulgadas (15 centímetros) más corta o más larga de lo

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que se espera que sea. Un traspié y un batacazo en tales
condiciones, incluso en aguas someras, es un asunto muy poco
agradable. Por esta razón yo llevo siempre un callado de pastor
con punta de hierro en tales expediciones.
Estaría fuera del alcance de este capítulo mencionar todas
las aves vistas durante un día de trabajo en los humedales, y me
limitaré a describir algunas de las que son más notables.
Conforme se acerca uno a las partes más bajas del llano, cerca de
la laguna, las cigüeñas blancas (Ciconia ciconia) se observan
muy ocupadas en la búsqueda de ranas y reptiles, así como de
escarabajos. Estas aves no crían por supuesto en el marjal, pero
integran de una forma tan notoria una parte de su avifauna, que
no deben ser olvidadas. Aunque muchas instalan sus nidos en las
grandes ciudades, otras los construyen en árboles o en lo alto de
las pequeñas chozas de paja de los pastores. He visto un nido así
este mismo año en lo alto de un pajar, cerca del cortijo de un
caserío. Las aves adultas se habían tomado el extraordinario
trabajo de doblar y adaptar los primeros grandes palos que habían
traído para asegurarlos a las gavillas de paja y de esta manera
disponer de una base segura sobre la cual levantar la usual gran
plataforma de ramas. Otra ave que frecuenta la laguna es la
elegante garcilla bueyera (Bubulcus ibis) que está continuamente
pendiente del ganado que pasa tanto tiempo en los pastos
abundantes que rodean la zona encharcada. Estas aves cazan
alrededor de las bestias o se posan en sus lomos buscando lo que
es su alimento favorito, los parásitos que infestan toda vida
animal en los países cálidos. El nombre local de estos pájaros es
“Purga bueyes” o limpiadores del ganado, por la que es su
costumbre habitual.
Tras dejar la orilla fangosa uno chapotea a través de aguas
someras entre una vegetación dispersa de bayuncos y plantas
acuáticas. Conforme el agua se hace más profunda y los carrizos
se espesan, aparecen muchos nidos de fochas, algunos con seis o
siete huevos. En un día de calor, cada nido no ocupado por las

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fochas es normalmente utilizado por dos o tres galápagos
(Mauremys leprosa) que invariablemente emprenden la huida
cuando uno se aproxima. Estos reptiles abundan literalmente en
los ríos y lagunas del sur de España y constituyen uno de los
muchos enemigos del cazador, que puede perder un pato
alicortado durante la noche por su culpa. Entre ellos y un gran
escarabajo acuático (Dytiscus), acaban rápidamente con lo que
tengan a mano para devorar.
A medida que se sigue adelante hacia las grandes manchas
de vegetación patos reales machos, y menos frecuentemente
hembras, surgen aquí y allí de entre los carrizos, pero éste no es el
lugar para buscar sus nidos pues éstos están normalmente
escondidos entre el cereal o en las laderas cubiertas de gamones,
bastante lejos. A menudo he visto nidos de patas cuando
cabalgaba por los cerros en busca de avutardas y es todavía más
sorprendente como consiguen conducir sus pequeños recién
nacidos a lo largo del terreno seco, con predadores de todo tipo,
de cuatro patas y alados, junto a culebras y lagartos, hasta el
ansiado destino de alguna laguna cubierta de vegetación. Unos
pocos pequeños arroyos conducen agua hasta el marjal, pues en
España, en los meses de primavera, la mayoría de los arroyos
pequeños están o bien secos o simplemente son una sucesión de
charcas con paredes verticales mal adaptadas como vías de paso
para tan jóvenes aves. Los españoles aseguran que la pata
transporta a sus crías en la espalda desde el lejano nido hasta la
laguna.
Una y otra vez aparecen masas de vegetación caída sobre
la superficie del agua y aquí se pueden observar muchas culebras
soleándose, a veces hasta una docena juntas. Se trata de la culebra
viperina (Natrix maura), y se merece tal nombre porque, aunque
no sea venenosa como la culebra bastarda, por su tamaño, forma,
silueta plana y elasticidad de la cabeza, así como las marcas en
zigzag del dorso, resulta sorprendentemente parecida a la
venenosa víbora (Vipera latastei).

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127
Gradualmente el agua se hace más profunda y la
vegetación más densa y alta, hasta que se llega al sector de los
bayuncos que forman un santuario para muchas aves. Teniendo
en cuenta el gran número de garzas imperiales (Ardea purpurea)
que cría en estos humedales, es curioso lo poco que se ven y
cómo de fácil es no advertir sus nidos. Como siempre que se
buscan nidos, he encontrado que es más práctico dirigirme a un
punto destacado desde donde poder observar el marjal con los
prismáticos a cierta distancia y decidir así cuál es la parte más
indicada para buscar los nidos de las garzas, que vagar sin rumbo
por la zona con la esperanza de encontrar alguno por casualidad.
La esencia del éxito en todas estas operaciones radica, por
supuesto, en mantener la dirección requerida cuando se dejan las
tierras altas y se entra en la espesura. Los aguiluchos laguneros
(Circus aeruginosus) abundan en tales lugares y conforme se
avanza entre las pajas se levantan frecuentemente de algún
posadero sobre la vegetación caída. Debido a la cobertura que
proporciona la vegetación alta estas elegantes aves le pueden
pasar a uno a menudo muy cerca; el blanco cremoso de sus
cabezas bellamente marcadas, y los delicados tintes ceniza de sus
hombros, alas y colas cuando vuelan a la luz del sol, pueden
difícilmente ser imaginados y de ninguna forma advertidos en el
espécimen disecado de un museo. Un día vi a una de estas aves
hacer un repentino picado y desaparecer entre la vegetación poco
densa a unas 40 yardas (36 metros) de mí. Puesto que había al
menos 2 pies (61 centímetros) de agua y las plantas no estaban
muy espesas, quedé muy sorprendido por la maniobra y me dirigí
rápidamente hacia el lugar para encontrar, simplemente, que se
había posado sobre un nido de focha con huevos, cuya propietaria
lo había abandonado debido a mi cercana presencia. Aún no había
hecho daño alguno, y una vez que el aguilucho se fue, la focha
tomó posesión de nuevo, rápidamente. De aquí resulta evidente
que las fochas pueden proteger sus huevos manteniéndose cerca
de sus nidos. No cabe duda de que el aguilucho, una vez que vio

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marcharse a la focha, aprovechó una oportunidad demasiado
buena para ser descartada y de esta forma descendió a corta
distancia de mí, y de hecho no se fue hasta que yo estuve muy
cerca del nido. Las garzas imperiales se posan cerca y
frecuentemente se levantan del nido a muy pocas yardas del
intruso.
Los nidos consisten simplemente en hacinamientos de
bayunco cuya base está formada por plantas crecidas el año
anterior, secas y engavilladas, todavía sujetas pero dobladas y
abatidas, sobre las cuales una masa de juncos traídos de los
alrededores forma la superestructura. El alveolo o depresión del
nido está por lo general entretejido con vegetación acuática seca,
y está levantado de 12 a 30 pulgadas (30 a 76 centímetros) sobre
el nivel del agua.

Nido de garza imperial.


Los huevos, en número de tres a cinco, presentan el bien
conocido y delicado azul pálido habitual de las garzas comunes.

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129
Una vez encontré un nido con siete huevos, pero
probablemente se trataba de un establecimiento compartido. Con
frecuencia se encontrarán nidos con sólo uno o dos huevos bien
incubados. En tales casos, tengo buenas razones para pensar que
los aguiluchos laguneros han devorado los otros. Más de una vez,
cuando he levantado a una garza imperial de su nido he visto a un
aguilucho lagunero descender y comenzar a comer los huevos, y a
veces he sorprendido a uno de estos ladrones en el acto.
El 26 de abril de 1903 encontré cierto número de nidos de
garza conteniendo de uno a cuatro huevos, todos incubados
(comprobé esto metiéndolos en el agua) y todos manchados de
sangre, lo que indicaba que los aguiluchos habían estado
haciendo su trabajo por allí.

Huevos de garza imperial.

Los aguiluchos parece que recaudan su tributo de entre los


primeros huevos puestos, ya que, curiosamente, otro año en que
visité cierto número de nidos el 13 de mayo, en el mismo lugar,
todos ellos (salvo uno con cinco) contenía huevos perfectamente
frescos. Los aguiluchos hacen su puesta a veces en los nidos de

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las garzas y, con toda probabilidad, deben ser unos vecinos muy
indeseables.
En ciertos lugares de estas lagunas hay amplias zonas de
aguas abiertas y estrechos y sinuosos canales que parecen siempre
curiosamente profundos, pero que no lo son. Produce una
sensación particular el desplazarse a lo largo de estas calles de
agua con la alta vegetación cortando la vista de tierra en todas las
direcciones. A veces, al moverme tranquilamente por tal paraje he
oído avetoros cantando muy cerca en los densos bayuncares, o
me ha asustado el grito peculiar del gran calamón (Porphyrio
porphyrio). Estas bellas y coloreadas aves, pero tan desgarbadas,
se arrancan de los mismos pies, y tras aletear unas yardas
desaparecen de nuevo en la vegetación. Una vez, en una revuelta,
me encontré cara a cara con un bellísimo somormujo lavanco. El
distinguido carricero tordal (Acrocephalus arundinaceus), que
construye un nido muy artístico colgado de los bayuncos, cría en
estas zonas húmedas, y su poderosa voz se deja oír a menudo a
corta distancia.
En las partes más abiertas de la laguna, fuera de la alta
vegetación y donde toda la superficie del agua está cubierta por
los ranúnculos en flor, los fumareles cariblancos (Chlidonias
hybrida) construyen sus nidos flotantes hechos de vegetación
fresca apenas entretejida. Algunas de estas endebles plataformas
están sujetas a sus alrededores y, de esta forma, suavemente
afirmadas, pero otras están sueltas y derivan con el viento. Así,
un año en el mes de mayo descubrí varias veintenas de nidos
repartidos entre las plantas jóvenes y, tras visitar de nuevo el
lugar unos días más tarde, encontré que la mayoría de ellos
habían sido empujados por el viento hasta la parte de sotavento
de la laguna, donde aparecían acumulados en una densa masa.
Tres es el número habitual de huevos de la puesta, de un delicado
color verde terroso, ampliamente manchados y salpicados de
negro y marrón. Las aves adultas son singularmente bellas en
vuelo, sus pechugas oscuras parecen bastante negras a la luz del

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sol y contrastan con las grises plateadas espaldas y alas. Cuando
se está en la proximidad de una de estas colonias, muestran una
gran conmoción, e irrumpen en fuertes gritos. Una y otra vez, el
malvado aguilucho lagunero empeñado en el robo de huevos
llega aleteando rasante cerca de la colonia de fumareles, y las
valientes pequeñas aves forman un grupo para atacar y acosar al
gran intruso, picándole y hostigándolo desde arriba hasta que se
marcha.
Como queda mencionado antes, cuando ando por estas
lagunas llevo siempre un palo largo como los que usan los
vaqueros en España. Me permite comprobar las profundidades y
me evita muchas caídas, bien sea por el desigual fondo o porque
las plantas acuáticas se me enredan en los pies. Cuando se llevan
aparatos fotográficos, una caída en tres pies de agua puede llegar
a ser un incalculable desastre.
Muy a menudo, trabajando en estos parajes, uno se
encuentra con toros o vacas que se ocultan en la vegetación para
evitar las moscas y el calor del día. En tales ocasiones una buena
cachava representa al menos cierto apoyo moral y, a veces, me ha
sacado de situaciones comprometidas. El efecto que pueda causar
sobre un toro de aspecto poco amistoso no lo sé, y espero no
comprobarlo nunca. Una vez pregunté a un famoso vaquero si en
tal fatal situación podría yo intimidar al bruto con mi garrocha de
punta de acero. Respondió secamente "Ya vendrá más pronto”.
¡No precisamente alentador para un torero amateur!

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Aguilucho lagunero (Circus aeruginosus).

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CAPÍTULO II

LOS AGUILUCHOS

Aguiluchos laguneros - Los más infatigables de todos los


cazadores - Una prueba constante para el deportista - Costumbres
semiacuáticas - Bellísimo plumaje de adulto - Aguilucho cenizo -
Aguilucho pálido - Aguilucho papialbo - La gran dedicación del
aguilucho lagunero a la búsqueda de presas - Su audacia y
fortaleza - Rapidez de visión - Relativa rapidez de visión en aves
- Las pequeñas gaviotas, aparentemente las más rápidas -
Colonias de aguiluchos - Jóvenes aguiluchos en el nido - Su
beligerancia - Un desafortunado día buscando nidos.

Esta bella familia está bien


representada en el sur de
España. Es el hábil aguilucho
lagunero (Circus aeruginosus)
un ave rapaz especialmente
abundante y que se encuentra
en gran número en las zonas
bajas y marismeñas. A lo largo
del año, y con cualquier tipo de
condiciones meteorológicas,
desde las tempranas horas del
amanecer hasta la persistente
luz después de que el sol se
haya puesto, se puede ver
peinando los carrizos y los
marjales en la llanura, en busca
de cualquier cosa que pueda
surgir, ya que nada parece venirle mal. Son particularmente
querenciosos de las tortugas de agua dulce, que abundan en tales
localidades; son también famosos ladrones de huevos y, en los

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134
meses de primavera, como ya se ha descrito, extraen un
sustancioso tributo de los nidos de garzas imperiales y fochas.
Para el cazador constituyen un desafío siempre presente, ya que
están constantemente a la búsqueda de agachadizas o patos
heridos, y tienen la habilidad de surgir repentinamente y
apropiarse de una ave delante del deportista pero fuera del
alcance de su escopeta. Cualquier ave que no sea inmediatamente
cobrada por el cazador es devorada, con toda seguridad, por estos
diligentes buscadores. La rapidez con que lo hacen es a un tiempo
sorprendente e irritante. No hace mucho derribé un silbón muerto
sobre la orilla cubierta de yerba, a unas 50 yardas (46 metros), al
otro lado de un río; no teniendo mi perro conmigo bajé hasta un
vado, a menos de media milla (800 metros) y tras cruzar, volví a
lo largo de la orilla opuesta para cobrar el ave. ¡Pero en ese breve
intervalo un aguilucho había descendido y se había comido la
mejor parte de la pechuga del silbón! Se puede aceptar como una
regla el que cualquier pato derribado "al caer" y que no sea
cobrado en el momento, será encontrado y devorado por los
aguiluchos al amanecer. Si un ganso o pato cae sobre su pechuga
entre la vegetación, puede que no sea descubierto durante unas
pocas horas, pero el cazador que no haya conseguido cobrar sus
piezas durante la noche, las encontrará, en la mayoría de los
casos, devoradas cuando llegue al lugar al día siguiente. Entre el
rondador zorro que se lleva cualquier ave herida que alcance la
orilla y los galápagos que se comen las que puedan caer entre la
densa vegetación, las posibilidades de cobrar la caza perdida
durante la noche son ciertamente escasas.
No conozco ninguna otra ave de presa que se encuentre tan
bien adaptada a las aguas de las grandes lagunas como el
aguilucho lagunero. Muchas parejas de ellos pueden ser descritas
como semiacuáticas, por sus costumbres. Durante los meses de
invierno y casi siempre desde mi barca de caza los veo
habitualmente descansando y durmiendo en las manchas de paja
seca a una milla (1,61 kilómetros) o más de la orilla, mientras que

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135
en primavera, anidan en las manchas espesas de carrizos o
bayuncos, que en esta época del año son normalmente de 8 ó 9
pies (2,5 ó 3 metros) de altura. Lo más corriente es que se
instalen sobre el nido de alguna desafortunada garza imperial,
añadiendo a la injuria el insulto de comerse primero los grandes
huevos azules de este ave.
Los cambios de plumaje que sufren todos los aguiluchos, y
especialmente los laguneros, son espectaculares y no menos que
sorprendentes. La diferencia entre los sexos, además, es muy
notable, como es bien sabido.

Nido de aguilucho lagunero

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Un macho adulto de aguilucho lagunero con sus marcas
color ceniza en las alas, hombros y cola, es muy bonito. La
hembra adulta es un ave completamente distinta, de color
chocolate oscuro con la cabeza amarillo pálido, a veces muy
pálida, hasta parecer casi blanca. Este es el plumaje que aparece
en la ilustración.
El que sigue, en cuestión de abundancia, al aguilucho
lagunero es el aguilucho cenizo (Circus pygargus), una especie
no siempre fácil de diferenciar en vuelo del aguilucho pálido
(Circus cyaneus), la especie inglesa mejor conocida, ni del
aguilucho papialbo (Circus macrourus). En las tres especies, los
machos adultos son de un delicado gris pizarra, con franjas
negras en las alas, mientras que las hembras son generalmente de
aspecto oscuro. El aguilucho cenizo, aunque a veces cría en
marismas, vive también en el monte bajo y en zonas secas. El
Coronel Irby encontró una colonia de más de veinte parejas
anidando en una marisma de Marruecos.
Aunque he visto constantemente todas las especies, mi
compañía diaria en todas las épocas del año cuando me encuentro
en tierras bajas, es el aguilucho lagunero. Observándolos como lo
he hecho, en todas las estaciones y en toda clase de lugares, bien
esperando a los patos o acaso en primavera, mientras observaba
aves acuáticas criando o, de nuevo, cuando estaba agazapado en
una batida de avutardas o gansos, uno se queda maravillado de su
imbatible persistencia y sus esfuerzos ilimitados para encontrar la
presa. Que tienen una vista extremadamente aguda es indudable,
a juzgar por su forma de vida y sus métodos de caza.
Frecuentemente los he sorprendido cuando he estado tumbado
boca abajo. Entonces, mientras permanecía sin moverme, ellos
han estado tan dedicados a su minuciosa inspección, que me han
pasado a tiro. Su audacia es a veces notable. En enero de 1907
estaba yo a la espera de la caza acuática, tumbado y tapado entre
algún espeso matojo y yerbas. Había matado un ánsar y algunos
patos y los había sujetado con unos palos metidos por el pico para

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que sirvieran de cimbeles, cerca de la orilla, a unas 30 yardas (27
metros) de mi puesto. Entonces un aguilucho lagunero macho
adulto llegó batiendo alas, pico a viento, a lo largo del borde del
agua, y conforme vio los cimbeles se deslizó hacia ellos pero,
aparentemente, sospechando algo raro, se posó a unos pocos pies
de un rabudo macho. Yo sentía gran curiosidad por ver lo que
haría después, pues imaginé que difícilmente podría llevarse un
ave tan pesada. Un momento después el aguilucho corrió hacia el
ave muerta y saltando literalmente sobre su espalda lo agarró y,
levantando el vuelo, estuvo a punto de desaparecer con él cuando,
para no perder mi pato, lo derribé de un tiro.

Jóvenes aguiluchos laguneros en su nido.

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Resulta interesante estudiar la rapidez comparada de visión
en los diferentes órdenes de las aves. Mis propias conclusiones
indican que ninguna ve más rápidamente que las más pequeñas
gaviotas y tras ellas las gaviotas mayores. Las aves más ariscas,
como la avutarda y el sisón, el zarapito y varias rapaces, me han
pasado una y otra vez a tiro cuando estaba oculto tumbado. No
así las pequeñas gaviotas, que sin cesar van deslizándose arriba y
abajo sobre las aguas de las lagunas en invierno, y de alguna
forma siempre detectan la presencia humana antes de llegar a la
distancia de tiro y se desvían con rapidez.
En algunos de los grandes bayuncares los aguiluchos
laguneros anidan en colonias e incluso en pequeñas zonas
húmedas, no es nada raro encontrar dos o tres nidos separados
apenas unas 20 ó 40 yardas (18 ó 36 metros). Por lo que he
podido apreciar, prefieren ocupar el nido de alguna otra ave a
construirse el suyo, pero conozco de varios casos en que sin duda
se construyeron el propio nido. Esto ocurrió en cierta ocasión
cerca de mi base, en donde un par de aguiluchos estaba
construyendo el nido entre los carrizos, a menos de 10 yardas (9
metros) del borde de la laguna.
Ya hace muchos años que encontré mi primer nido de
aguiluchos con crías y esto me costó caro. Iba cabalgando solo
cerca de un humedal y al ver algunos aguiluchos entrar en una
mancha espesa de bayunco desmonté, até mi caballo y me dirigí
hacia allí. El agua tenía unos tres pies (91 centímetros) de
profundidad y la vegetación era tan densa que resultaba difícil
pasar a su través. De repente llegué a un nido que contenía cuatro
aves jóvenes en la fase de plumón blanco con las primarias
asomando. En el momento en que me vieron se pusieron de pie y
presentaron pelea, adoptando varias actitudes de desafío.
Resultaba una nueva e interesante experiencia ver a estos
pequeños salvajes en su hogar en medio de las aguas. Ante mi
intento de agarrar uno de ellos para examinarlo de cerca, lanzó
hacia afuera una anormalmente larga pata amarilla, armada con

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garras negras como agujas. De hecho cada vez que he intentado
agarrar a uno de ellos, me he encontrado con tácticas parecidas,
acompañadas de fuertes ataques de sus pequeños y afilados picos.
En verdad resultaba difícil encontrar algún hueco sin guardar por
los cuatro picos y las treinta y dos garras afiladas de estos
pequeños diablos. Debido al peso, el nido se encontraba aplastado
y era más bien una balsa en la superficie que otra cosa. Contenía
una rata de agua medio devorada y los restos de algunas pequeñas
culebras y ranas. Hice un apunte de acuarela del nido, siendo la
ilustración que se reproduce en página previa un facsímil del
mismo.
Este era uno de mis días poco afortunados. Es cierto que
cogí algunos huevos de aguilucho (había un segundo nido muy
cerca con cinco huevos) y conseguí encontrar pollos de aguilucho
por primera vez. Desafortunadamente durante el tiempo que
estuve en la laguna, mi caballo comió alguna yerba venenosa que
causó su muerte en dos días, una penosa pérdida para mí que
ciertamente interfirió mi trabajo ornitológico durante la
temporada de 1879.

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Grulla común (Grus grus).

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CAPÍTULO III

LA GRULLA COMÚN (Grus grus)

Una conspicua presencia en los humedales - Volando a la


puesta de sol - Pocas precauciones después de oscurecer -
Reclamo musical - Gran migración en primavera y verano -
Formaciones de grullas - Rumbo exacto de migración - Número
decreciente de aves criando en Andalucía - En busca del nido de
la grulla - Intrusos no bienvenidos - Destrucción de aves fuera de
la temporada - Un segundo día de observaciones - Resultados no
decisivos - Un tercer día - Protestas de otras aves residentes -
Aparecen las grullas - Dificultades para "marcar" en grandes
masas de vegetación - Avance hacia las aves - Las grullas
muestran invalidez - Nidos de grullas y pasadizos - Confundido -
El cuarto día - Ventajas de la orientación cruzada - Encuentro del
nido con huevos - Fotografiando con dificultades - Retriever y
nido de grulla - Jóvenes grullas.

Tanto para el naturalista como el


deportista, en las llanuras del sur
de España la más conspicua de
las aves es la grulla común, y su
reclamo, el más familiar.
Dondequiera que uno se
encuentre con amplias zonas
húmedas, allí encontrará a las
grullas, bien sea en parejas o en
pequeños grupos, caminando a
través de la vegetación con el
paso lento, dignificado y tan
característico de esta familia,
deteniéndose de vez en cuando
para investigar algún asunto de

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interés, en forma de un desafortunado insecto de agua o acaso una
rana u otro pequeño reptil que pueda estar a su alcance. Otras
veces se pueden observar alimentándose a lo largo de las suaves
laderas que bordean las marismas, donde parecen encontrar
muchos escarabajos y otros bocados para recompensar sus
investigaciones. Pero no son exclusivamente insectívoras, y a
veces resultan dañinas para el cereal recién sembrado y más tarde
para las cosechas de legumbres. Estas ciertamente nobles aves
fueron una vez comunes en nuestras tierras pantanosas pero han
desaparecido desde entonces, siendo su nombre otorgado ahora a
la garza real en muchas partes de las Islas Británicas, un ave que
con parecer grande a los ojos de los ingleses, puede decirse que es
considerablemente más pequeña de la auténtica propietaria del
nombre.
Durante los meses de invierno se congregan bandadas
considerables de grullas en regiones favorables del sur de España,
y no es infrecuente observar al atardecer grupos de cincuenta o
más volando hacia los marjales para comer. Durante el día están
en permanente alerta, y por ello, afortunadamente resultan rara
vez abatidas. Pero tras la caída de la noche ningún ave es tan
confiada, y todos los que han esperado a los patos tras la puesta
de sol en esta región pueden confirmar como, en tales ocasiones,
con tal de que el cazador permanezca inmóvil, estas grandes aves
volarán a menos de 23 metros de él, con su curioso graznido
avisando su aproximación algunos minutos antes de que estén a la
vista. En tales circunstancias nada podría salvarlas del exterminio
salvo el hecho de que su carne es muy basta y a muy pocos,
aparte de los más pobres del campo, les gusta para comerla. Es
ciertamente un pecado el matar estas magníficas aves. Magníficas
resultan al caminar solemnemente a través de la vegetación, con
el brillante sol de Andalucía iluminando el lustroso gris plata de
sus espaldas y las espléndidas terciarias negras que adornan sus
gráciles formas. Su extrañamente melodioso y penetrante grito
que tan continuamente se puede oír por el día, está también

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indisolublemente relacionado con el aspecto más salvaje de la
vida en España. Y ha proporcionado interés y satisfacción a
muchos que ignoraban de dónde venía. Pero junto a estos
numerosos visitantes invernales de Andalucía, y unos pocos
residentes, enormes números de grullas pasan en otoño hacia
Marruecos, volviendo hacia el norte por la misma ruta en el mes
de marzo. Las cantidades que se pueden llegar a ver en estas
ocasiones son casi increíbles. El Coronel Irby y el Dr. Stark,
ambos muy reconocidos observadores, han citado que en una
ocasión llegaron a contar más de 4.000 pasando el mismo día
sobre la zona que voy a describir. Esto fue el 11 de marzo de
1874, y resulta típico de la maravillosa regularidad de todas las
aves cuando emigran, el que el mismo día de 1907, exactamente
treinta y tres años más tarde, el paso de las grullas hacia el norte
fue otra vez máximo en el mismo lugar. La bien conocida
formación en V en que normalmente vuelan, varía en la
composición desde unos pocos individuos hasta ochenta o más en
cualquiera de los lados. A veces deshacen la formación en V y se
desplazan en onduladas "madejas".
La dirección tomada por los sucesivos bandos (la misma
que las cigüeñas que pasan hacia el norte en grupos, a veces de
400 a 500 individuos cada uno, pero algunas semanas antes que
las grullas), de acuerdo con mis propias observaciones hechas
durante muchos años en la misma zona, es casi invariablemente la
misma, es decir, una línea que, una vez trazada sobre el mapa
pasa a unas 6 millas (9,5 kilómetros) al oeste de la vieja ciudad de
Tarifa, y que discurre en dirección sur-sureste a norte-noroeste.
Desde esta región parece que se reparten por toda Europa,
habiendo sido encontrados sus nidos en el lejano norte en 1853
por el naturalista Wolley, quien, como es bien sabido, fue el
primer ornitólogo británico que los descubrió. Su deliciosa
descripción del nido entre los pantanos cubiertos de abedules de
Finlandia ha proporcionado gran deleite a muchos. Las grullas

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tienen también una corriente migratoria oriental que he
presenciado en Levante.
Hace unos treinta años un considerable número de grullas
se quedaba para criar en el suroeste de Andalucía, pero el
constante expolio de huevos por "recolectores" profesionales ha
reducido su número desafortunadamente. En algunas zonas han
dejado de criar por completo, mientras en otras, donde recuerdo
haber visto más de treinta parejas en la época de cría, hay ahora
difícilmente media docena durante los meses de verano. En tales
circunstancias es casi un crimen robar sus nidos.
En 1906 yo estaba especialmente interesado en encontrar
una vez más un nido de grullas, ya que quería obtener fotografías
del nido y huevos para este libro.
Las grandes dificultades de toda la operación, que yo
conocía bien de experiencias ya pasadas, proporcionaban un
entusiasmo adicional a la empresa. La región donde todavía crían
unas pocas grullas comprende muchas millas cuadradas de marjal
cubierto de frondosa vegetación y, debido a las distancias, los
obstáculos topográficos y la falta de alojamiento, este distrito
resulta difícil de alcanzar y explorar. La totalidad de las tierras
bajas queda sumergida por las riadas invernales y, conforme se
secan, quedan grandes áreas que en algunos años permanecen
bajo el agua hasta el verano. Debido a esta diversidad de niveles,
la vegetación alcanza gran altura en algunos lugares mientras que
en otros, por el hecho de que son drenados en primavera, solo
llega a 4 ó 5 pies (1, ó 1,5 metros) de altura y todavía en otros,
por la misma razón, aún menos.
La particular zona elegida por las grullas es aquella que
tiene agua desde 9 a 18 pulgadas (23 a 46 centímetros) de
profundidad y la vegetación no es demasiado alta como para
impedir a estas ariscas aves, cuando están de pie sobre el nido,
poder ver la aproximación de cualquiera entre la paja o por
encima de ella. Cuan amplias y aparentemente interminables son
estas manchas de vegetación puede ser bien comprobado por los

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que se han propuesto el objetivo de atravesarlas. En algunos
lugares resultan tan exuberantes y fuertes que requieren
considerable esfuerzo para abrirse camino incluso durante unas
pocas yardas.
Fue uno de los primeros días del mes de mayo cuando
cabalgué hacia una parte de la zona húmeda donde había
observado varias parejas de grullas en más de una ocasión
durante el mes previo. Esta parte cumplía las condiciones que ya
he descrito como lugar de cría para la grulla y, además, era de
tamaño considerable, extendiéndose más de 2 millas (3
kilómetros) de norte a sur y algo menos de este a oeste, en total
unos 2.500 acres (10 kilómetros cuadrados), sin un matorral o
roca, o cualquier otra posible referencia en toda su extensión y,
por esta razón, admirablemente adecuado como lugar de cría.
Llegado a mi destino trabé mi caballo en un acebuchal y me senté
en un cerro pequeño a unos 15 pies (4,5 metros) sobre el nivel de
la marisma y me dispuse a examinar con los gemelos el terreno
que tenía delante, pero me sorprendió bastante ver las cabezas de
dos hombres que sobresalían de las pajas a una milla (1,5
kilómetros) de distancia. Su indeseada presencia hizo, por
supuesto, que toda observación de aves, al menos por el
momento, resultase absurda, por lo que decidí ir a ver qué es lo
que estaban buscando, con la horrible visión en mi mente del
bestial "colector a sueldo" y su más infausto secuaz, el aficionado
local. Tras detectar mi avance los dos hombres debieron imaginar
sin duda que yo era un guarda, se separaron y escaparon en
diferentes direcciones. Un hombre a pie sin embargo, tiene pocas
posibilidades frente a un caballo criado en las marismas que es
semiacuático en sus costumbres, y a pesar del barro profundo, la
vegetación espesa y bastante agua, tardé muy poco en alcanzar a
uno de ellos. Resultó ser un hombre bien conocido por mí, de una
aldea a unas 8 millas (13 kilómetros) de distancia. Llevaba un
arma y de aquí su interés por evitar que lo vieran. Me aseguró que
simplemente estaba recolectando huevos y me mostró cierto

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número de huevos de focha que llevaba dentro de un saco, para
probar lo que decía; todos los huevos, incluidos los de avutardas
y sisones, grullas, alcaravanes, patos reales, garzas o charranes,
son consumidos indiscriminadamente por la gente de por aquí.
Tras presionarle, extrajo del saco varias patas reales que había
matado cuando nadaban con sus polladas, también algunas fochas
y fumareles cariblancos; resultaba inútil por supuesto intentar
hacerle comprender la barbaridad de su infracción; lamentándose
me dijo que no había encontrado huevos de grulla, que me
aseguraba que eran muy gordos y excelentes para comer, ya que
“¿cómo iba un pobre hombre a pie ver por encima de los
carrizos? Si hubiera tenido un caballo sería mejor y podría ver
dónde estaban”.
Dos días después hice una segunda visita al paraje de las
grullas pero esta vez elegí otro punto a dos millas (3 kilómetros)
de mi primera base y hacia el lado este de la marisma, de forma
que el anterior quedaba más hacia el sur. Un cuidadoso
reconocimiento del gran mar de pajas en movimiento me
descubrió pronto dos parejas de grullas cuya actividad observé
con mucho detalle durante casi dos horas sin ser capaz de
hacerme una opinión clara de su significado, aparte de que una de
las parejas parecía tener un objetivo definido en mente mientras
que la otra se mostraba algo irracional en sus métodos y
movimientos.
Me fue imposible volver a visitar el lugar durante algunos
días, y entonces volví al acebuchal desde donde comencé las
operaciones el primer día. Durante bastante tiempo no se hizo
visible ninguna grulla pero había otras especies de aves en
abundancia. Inmediatamente frente a mí, entre donde yo estaba y
el borde de la marisma, había una extensión de barro seco y
tostado por el sol sobre la que revoloteaba toda una colonia de
canasteras (Glareola pratincola) que venían hasta mí una y otra
vez para acosarme en señal de protesta por haber invadido su
santuario. En las aguas someras, a lo largo del borde, andaban

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algunas garcillas cangrejeras (Ardeola ralloides) con su glorioso
plumaje nupcial, mientras más allá de ellas los gráciles fumareles
cariblancos se arremolinaban arriba y abajo. Los incesantes gritos
quejumbrosos de las canasteras y los agudos sonidos de los
fumareles se mezclaban en una confusión sorprendente, pero su
significado era perfectamente claro: “podríamos por favor, yo, mi
caballo y mi retriever irnos a alguna parte - a cualquier parte -
pero de cualquier forma irnos, de una vez y lo más pronto
posible?”. Después de una larga espera llegaron dos grullas desde
la parte norte y se posaron en la marisma, casi a una milla y
media (2 kilómetros) enfrente de mí. Tras muchas maniobras y
cambios de posición empezaron a caminar entre las pajas hacia el
sur. Una de ellas desapareció y la otra se puso en guardia. No era
difícil llegar a la conclusión de que estas aves debían tener un
nido y que los huevos debían estar apenas incubados, de otra
forma no habrían estado ausentes tanto tiempo.
Tras tomar una orientación muy cuidadosa del lugar donde
el ave se perdió, no sólo con la referencia de una roca gris casi a
dos millas (3 kilómetros) al otro lado del marjal, sino también en
una zona rocosa de la sierra a unas veinte millas (32 kilómetros)
detrás, monté en mi caballo y me dispuse a seguir la línea
marcada. Después de entrar en la marisma y penetrar en la
vegetación, perdí la vista de la roca que me servía de guía por
delante. Afortunadamente, la marca en la sierra me mantuvo en
buena posición y me permitió seguir mi alineación. Y aquí debo
hacer un inciso para explicar un detalle técnico de no poca
importancia en este asunto del "marcar". Cuando un cazador o
naturalista marca la posición de un ave u otro objeto, lo primero y
principal es que, por supuesto, no sólo sea correcta la alineación
tomada desde el punto de observación, sino que además esta
alineación sea mantenida durante el subsiguiente desplazamiento
hacia el punto deseado. Pero esto es simplemente la mitad de la
faena y sólo proporciona la orientación, el otro factor esencial
para una correcta solución del problema es la distancia a recorrer

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para alcanzar el objetivo. En el caso del cazador, ésta es
normalmente de unas 30 a 50 yardas (27 a 46 metros), o como
máximo, con un ave herida 100 ó 200 yardas (91 ó 183 metros) y
en estas distancias cortas es, por lo general, suficientemente fácil
identificar algún pegote de juncos, arbustos o relieve. Pero en el
caso de las grullas, el problema de la distancia era infinitamente
mucho más complejo. Para empezar, la distancia era muy grande,
tan grande que salvo con un telescopio resultaba imposible ver a
las aves o intentar identificar el punto en el que estaban ya que
solo sus cabezas aparecían por encima de la vegetación. Además,
la enorme extensión de vegetación lacustre se presentaba como
un mar de gris verde, siempre cambiando de colores y sombras,
según la luz del sol iluminaba sobre su ondulada superficie batida
por el viento. No importa el mucho cuidado que se pueda poner
en cualquier punto particular de tal extensión a través del
telescopio, en el momento en que uno baja la lente e intenta
retomar el mismo punto con visión directa las posibilidades de
que el ojo quede confundido, y el resultado sea negativo, son de
veinte a una.
Aquí, sin embargo, la suerte me favoreció inesperadamente
ya que repartidos a intervalos en el gran marjal, había pequeños
cinturones de bayuncos jóvenes que formaban bandas de un verde
ligeramente más oscuro a la vista. Con esta adventicia ayuda, me
era posible localizar aproximadamente el punto deseado, como a
la izquierda del cuarto o quinto manchón de bayuncos oscuros.
Hasta aquí, muy bien. Pero en el momento en que descendí del
cerro y penetré en el marjal, la posición aparente de estas
manchas oscuras cambió completamente, y parecía como si se
hubieran mezclado en una sola. Tuve que confiar en la estimación
de mi curso en cierta manera, ayudado por los juncos oscuros
pero también confundido por ellos, ya que al penetrar encontré
bayuncos creciendo dispersos por todo el lugar. Conforme me
acerqué a la referencia que había marcado ambas grullas
levantaron el vuelo de repente desde lugares bien separados y tras

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volar como un cuarto de milla (400 metros), se posaron juntas y
observaron mis movimientos. Puesto que yo tenía curiosidad por
saber lo que harían si me aproximaba a ellas, señalé el lugar
donde sospechaba que estaba el nido plantando mi larga garrocha
de punta de hierro en el barro, y cabalgué hacia ellas. Y entonces
fui testigo de un espectáculo para el que no estaba preparado.
Primero una y después la otra de las grandes aves me mostraron
una graciosa exhibición de lo que sería una grulla herida. Ni una
avefría ejecutaría el engaño con tal destreza. Me pareció casi
descortés decepcionarlas ignorando sus esfuerzos así que espoleé
mi caballo como si fuera a alcanzarlas.
Resultaba emocionante advertir la presteza con que de
repente adquirían una pata rota o una articulación rígida y se
desplomaban (tanto como un muchacho que teniendo un zanco
atado a una pierna, se esfuerza por caminar), teniendo que
recurrir a sus alas para recobrar el equilibrio. De nuevo, conforme
me acercaba, desarrollaban rápidamente alguna deficiencia aguda
en un ala que las obligaba a aletear sobre el agua y los carrizos
hasta que mi aproximación producía una cura perfecta y abriendo
sus grandes alas, que tienen una envergadura de más de 7 pies (2
metros), se levantaban hasta una distancia segura, preparadas para
repetir la actuación si yo intentaba seguirlas.
Entonces, volví a mi garrocha y tomando la alineación
primitiva llegué hasta lo que era, obviamente, un nido de grulla
no terminado de ese mismo año. Una gran plataforma de carrizos
y juncos de 5 pies (1,5 metros) de ancho, levantada hasta el nivel
del agua que aquí tenía unas 18 pulgadas (46 centímetros) de
profundidad. Varios "pasillos de grullas" bien definidos
conducían hasta este nido. No hacía falta un profundo
conocimiento sobre aves para percatarse de que éste podría no ser
el nido de las que se habían mostrado tan inquietas con mi
presencia y, rápidamente, llegué a la conclusión de que debían de
tener huevos o, posiblemente, pollos no muy lejos. En
consecuencia hice varias proyecciones a caballo en varias

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direcciones por toda la zona, pero sin éxito, y volví a mi punto de
observación realmente desconcertado, tratando de convencerme a
mí mismo de que las grullas habían criado en el nido que yo
había encontrado, que había quedado allí desde entonces y que
los pollos estaban escondidos en la vegetación.
Después de pasar media hora más observando las grullas,
volví al lugar sospechoso mientras que otras dos parejas
realizaban maniobras independientes a una media milla (800
metros) a ambos lados de ellas. Un estudio más detenido de sus
movimientos no produjo ningún resultado y me vi obligado a
cabalgar a casa a la caída del sol con el sentimiento de que había
sido burlado.
Al día siguiente volví de nuevo al ataque y me dirigí a la
colina al este de la marisma, ya que estaba seguro de la alineación
del día anterior y quería obtener una apreciación claramente
definida desde otro punto. Las grullas estaban comiendo en un
arroyo a una media milla (800 metros) al norte del punto de
donde habían ejecutado su actuación acrobática del día anterior.
En ese momento comenzaron a desplazarse hacia el suroeste y,
después de cierto tiempo, una de ellas desapareció de repente
mientras que la otra se levantó y se posó un cuarto de milla (400
metros) más allá, adquiriendo una posición de guardia. Me sentí
convencido de que el ave que había desaparecido se había
ocultado entre la vegetación y corrido hasta su nido y, dejando
unos metros para este desplazamiento, calculé el punto preciso
del supuesto lugar y cabalgué decididamente en dicha dirección.
Tras unos tres cuartos de milla (1 kilómetro) de
salpicaduras a través de la vegetación y del agua, la grulla se
arrancó a unas 40 yardas (36 metros), justo enfrente de mí, y
apretando el paso llegué hasta el nido, que estaba más cerca, a
unas 20 yardas (18 metros). Mirando a mi alrededor me di cuenta
de que estaba sobre la misma posición del día anterior. Cómo y
por qué no fui capaz de encontrar el nido en aquélla ocasión es
difícil de explicar, ya que una corta cabalgada por los alrededores

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me llevó hasta el nido sin terminar. Este es un buen ejemplo de
las dificultades que surgen al intentar encontrar estos grandes
nidos a pesar de los años de práctica, la ayuda de los prismáticos
y otros recursos de la civilización.
Allí estaba el nido en medio de una pequeña zona abierta
de agua, de solo unas 9 pulgadas (23 centímetros) de
profundidad. Era simplemente una plataforma de vegetación de 3
pies con 6 pulgadas (105 centímetros) de diámetro, y elevada 4
pulgadas (10 centímetros) sobre la superficie del agua. En una
suave depresión en medio de la plataforma yacían dos grandes
huevos del tipo habitual, muy alargados y de un apagado y
cremoso color oscuro, con pintas ocre y marcas oscuras borrosas
bajo la superficie.
Estaban separados varias pulgadas, apuntando al mismo
lugar y con los extremos mayores inclinados hacia afuera. Wolley
ha mencionado cómo en un nido encontró los huevos dispuestos
"con los diámetros más largos en paralelo y había sitio justamente
para un tercero entre ellos". Es muy posible que la grulla coloque
sus huevos en esta posición con objeto de cubrirlos más
eficazmente durante el proceso de incubación. La mayoría de la
gente conoce muy bien el color de los huevos de la focha o de la
polla de agua. Estos grandes huevos de la grulla tienen un fuerte
parecido con los pertenecientes a variedades de la polla de agua.

Nido de grulla visto desde cerca.

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La gran dificultad a la hora de fotografiar el nido con el
aparato de que disponía (una cámara de mano ordinaria) estaba
motivada por la masa ondulante de vegetación que me rodeaba,
que no solamente me impedía la visión, sino que además
proyectaba sombras móviles sobre los huevos; aquí se hacía
necesario desmontar y abrir un pasillo doblando o cortando los
bayuncos. Tras montar de nuevo detuve el caballo para tomar una
instantánea y obtuve una vista general del nido y de la amplia
extensión de bayuncos por detrás.

Nido de grullas.
En la fotografía superior se advierte la línea baja de colinas
en término medio coronada por unos árboles que indica el punto
de partida desde donde inicié mi avance final sobre el nido,
apreciándose la cresta de la sierra en la distancia, por detrás.
Habiendo obtenido esta foto, desmonté de nuevo y emprendí la
tarea de tomar una foto a menor distancia. El movimiento
permanente de la vegetación lo hacía bastante complicado, y
estando ahora mucho más bajo, naturalmente se agravaban las
dificultades. Tuve, sin embargo, éxito como para poder captar la
charca con el nido en el centro, quedando mi horizonte limitado
ahora por las masas de vegetación ondulante.
Finalmente, desaté mi trípode de la montura y montando la
cámara sobre él empecé a trabajar para conseguir fotografías de
los huevos a más corta distancia. Fue mientras hacía esto cuando

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los huevos escaparon de ser destruidos milagrosamente. Tan
absorbido estaba observando los movimientos de las aves, luego
cabalgando en su dirección y tomando fotografías, que había
olvidado por completo la compañía de mi fiel retriever "Sweep";
que no solo me había seguido durante horas a través de humedal,
sino que, además, durante considerable tiempo se había abierto
camino a través de las densas pajas, a menudo con agua hasta los
hombros, entre ejércitos de sanguijuelas.
Estaba mirando a través del objetivo de mi cámara cuando
descubrí un objeto negro moviéndose entre la vegetación
adyacente, e incorporándome quedé horrorizado al ver al perro
trepando sobre el gran nido ¡con la obvia determinación de
conseguir un emplazamiento más seco! Un frenético grito de
¡Abajo! motivó que el pobre animal retrocediera y cayese sobre
sus patas en la parte semisumergida del nido, donde se sentó
tembloroso dentro del agua en muda protesta ante mi olvido. La
cámara, al estar dirigida hacía el nido, me permitió dejar
constancia a un tiempo, de su obediencia y de mi egoísmo.

Retriever junto al nido de grulla.


Después tomé fotos de los huevos a 2 pies (61 centímetros)
y a 18 pulgadas (46 centímetros) de distancia, pero el tamaño del

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nido y la separación entre los huevos no se prestaban a ello.
Durante la exposición, un insecto particularmente molesto de la
familia de las moscas de caballo, que había estado atacando al
mío durante algún tiempo, se posó sobre uno de los huevos y
quedó inmortalizado de tal manera.
Para concluir, puedo decir que luego localicé los otros
nidos de grulla. Uno de ellos, que pertenecía a la pareja que me
había causado tanta perplejidad con sus movimientos evasivos e
indeterminados en mi segunda visita a la marisma, había sido
expoliado y era éste el nido que encontré con ocasión de mi
tercera visita.

Huevos de grulla común. Dispuestos con una leve inclinación.

En cuanto a la tercera pareja, a menos que los huevos


fueran encontrados y consumidos después de yo marcharme por
mi amigo, el recolector local (y por entonces debían estar bien
incubados), tengo toda la impresión y el convencimiento de que
eclosionaron con éxito.
Es representativo de las vicisitudes por las que pasa el
naturalista explorador en su trabajo. Por el hecho de que al pasar
por la misma localidad al año siguiente encontré que, debido a la
falta de lluvias en la primavera temprana y después de un
invierno excepcionalmente seco, no había agua en todo el marjal

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y las grullas habían mudado su lugar de cría a otra comarca. No
quería causarles molestias en su nueva localidad y las dejé que
realizaran en paz su organización doméstica.
Nunca he tenido la buena suerte de encontrar un pollo de
grulla. No hay duda de que son capaces de correr muy pronto tras
salir del huevo y nunca he visto el pollo en el nido ni conozco a
nadie que lo haya visto. Wolley ha descrito el hallazgo de los
pollos en Finlandia a cierta distancia del nido; cuando los vio
eran del tamaño que uno espera que sean los pollos recién
eclosionados, a juzgar por el tamaño del huevo de la grulla. Una,
y solo una vez, encontré una grulla que sin duda tenía pollos.
Sabía de un nido en una zona húmeda donde la vegetación era
anormalmente densa y alta y cabalgué hacia allí intentando
descubrir a los pollos. El nido estaba vacío. Describí círculos
alrededor del lugar con la esperanza de encontrarlos y una de las
aves adultas se arrancó a unos 5 ó 6 pies (1,5 ó 2 metros) del
caballo de mi arriero, pero a pesar de la muy prolongada
búsqueda no encontramos nada. Desafortunadamente, no tenía al
retriever conmigo, de otra forma estoy seguro que podría haber
encontrado a los pollos. No tengo la más mínima duda de que
estaban escondidos entre la densa vegetación y que pasamos por
encima de ellos ya que, no solamente el comportamiento del ave
adulta permitiendo que llegásemos hasta casi encima de ella lo
mostraba, sino además, el hecho de que se posó cerca y dio
señales inconfundibles con su ansiedad de que sus pollos no
estaban lejos.

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TÍTULO III - A TRAVÉS DE LAS LLANURAS

CAPÍTULO I

UNA CABALGADA POR LA VEGA

Las llanuras o vegas - Los ríos en invierno y verano - La


abundancia de flores - Primavera en la vega - Rebaños de yeguas
y vacas - El vaquero - Una "mala vaca" - "Lagartijo" - Toros - Un
toro bravo - Embestida y huida - Cigüeñas y grullas - Chorlitejos
chicos - Canasteras - Alcaravanes - La alondra, la calandria, la
cogujada y la terrera común - Buitrones - Garcillas bueyeras -
Lagartos ocelados y culebras de agua - Odio del retriever por
estos reptiles.

Las grandes llanuras aluviales del


sur de España están ocupadas por
muchas especies de aves que son,
o bien residentes a lo largo del año,
o bien emigran hasta allí para criar.
Ciertas partes, las más bajas de las
llanuras, permanecen inundadas
durante los meses de invierno y
entonces constituyen el hábitat de
miles de gansos y patos salvajes de
muchas especies, empujados hacia
el sur por la dureza del clima.
Conforme se acerca la primavera,
estas aves acuáticas comienzan su
viaje de vuelta hacia el norte, y
cuando las aguas van bajando, las
avutardas y otros habituales residentes de la llanura que han sido
temporalmente desplazados a los vecinos cerros en busca de
terrenos más secos, vuelven a sus lares habituales.

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Aquí y allí algunas de las tierras más bajas permanecen
bajo agua hasta que el tórrido calor del sol de agosto lo seca todo.
Los densos bayuncares son entonces segados por los habitantes
locales para techar sus viviendas o para ser posteriormente
utilizados en la producción de envolturas para botellas.
Estas superficies aisladas de agua o lagunas permanecen
como reservas no sólo para las aves acuáticas sino también para
numerosos peces y reptiles.

Un río en la llanura. Atardeciendo.

Las llanuras son atravesadas por pequeños ríos que


debiendo como deben su caudal de agua a las precipitaciones, que
tienen lugar en las distantes sierras, van normalmente llenos
desde la época de las lluvias otoñales hasta la primavera. Cada
tormenta de agua causa la subida de su nivel hasta los límites del
cauce y, no pocas veces, del desbordamiento. Puesto que estas
aguas desbordadas están muy cargadas de materiales en
suspensión, que sedimentan rápidamente en cuanto la corriente se
ralentiza, el efecto de las continuas riadas consiste en un depósito

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de sedimento y barro a lo largo de los bancales del río que en
algunos lugares llegan a ser varios pies más altos que las
planicies a través de las cuales corre aquel. Generalmente los
bancos del río están cortados en vertical o casi en vertical por
varios pies debido a la corriente, pero en los bancales se forman
lenguas de arena que proporcionan buenos lugares de descanso
para las aves acuáticas en invierno, e igualmente para las aves
nidificantes en verano. Los ríos son de considerable profundidad,
algunos de los más pequeños llegan incluso a los 8 ó 10 pies (2,5
ó 3 metros) en muchos lugares y tienen pocos vados. Estos son,
por supuesto, bien conocidos por todos los arrieros o muleros ya
que, al no haber puentes, sus condiciones regulan cada día todos
los movimientos a lo largo de los caminos de campo. Ríos,
arroyos y lagunas parecen estar llenos de barbos que crecen hasta
cierto tamaño. Conforme las aguas van cediendo y los arroyos se
secan los peces buscan las zonas más bajas, pero éstas, al cabo,
también se secan, y hacia el final de un verano cálido la mayoría
de los ríos más pequeños quedan reducidos a una serie de charcas
estancadas de agua verde y pútrida que hierven literalmente de
barbos y galápagos. Lo que sea de ellos, una vez que las charcas
se secan finalmente, es uno de los misterios del sur de España.
Los nativos están convencidos de que ambos, peces y tortugas, se
entierran en el fondo húmedo y permanecen allí hasta las lluvias
de otoño. Lo cierto es que nunca baja el número ni el tamaño de
barbos y galápagos cuando reaparecen en el otoño.
Estas grandes extensiones de llanuras suavemente
onduladas y cubiertas de hierba son conocidas por los españoles
como vegas, y durante los meses de primavera presentan un
aspecto de lo más bello. Las partes más altas, no sujetas a
inundaciones, están generalmente cubiertas con gamones que
frecuentemente alcanzan una altura de 3 a 4 pies (1 a 1,2 metros).
En ciertos lugares la elegante campanilla mediterránea de hojas
oscuras hace brotar su encopetada cabeza azul. Éstas y los lirios
blancos florecen mucho más temprano que la mayoría de las

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plantas. Para ver la vega en su mejor momento debe visitarse en
el mes de mayo, cuando el verde vívido de la hierba es casi
eclipsado por el brillante de la masa de flores de primavera. Nada
resulta más impresionante que la pródiga manera en que la
naturaleza muestra sus colores en tales lugares. Cabalgando por la
vega uno puede al mismo tiempo atravesar acres de doradas
margaritas y quizás media milla (800 metros) a la derecha el
suelo aparece rosado por unos cientos de yardas con un hermoso
manto de rubias o, de nuevo, de color carmesí con tréboles,
mientras que a la izquierda aparece tan blanco como la nieve por
las flotantes manzanillas. Si se abandonan las praderas y se dirige
uno a los pies de los cerros todas las laderas están cubiertas de
brillantes y amarillos jaramagos o grandes y blancas margaritas.
Quizás uno de los efectos más sorprendentes es el producido por
la pequeña corregüela azul, amarilla y blanca (Convolvulus
tricolor) con que la tierra aparece tan alfombrada que las laderas
a corta distancia tienen un suave tono azul cobalto. Además de
estas grandes masas de color, por toda la llanura abundan otras
flores que impresionan y deleitan al viajero. El gran lirio púrpura,
así como el otro diminuto de color más pálido, crecen por
doquier, como el gladiolo carmesí y cientos más de flores de
todos los tonos y colores.
Este es el paisaje que tengo la suerte de atravesar cuando
cabalgo desde mi casa en una mañana de primavera. La planicie
está totalmente poblada con piaras de yeguas y vacas con sus
terneros y en algunos lugares jóvenes toros. Desafortunadamente
han sido introducidos en los últimos años muchos cerdos y su
continuo hozar en busca de raíces tuberosas ha llegado a levantar
amplias extensiones de terreno. Las personas encargadas de los
diversos animales permanecen al aire libre a su lado, cualquiera
que sea el tiempo que haga y durante noche y día, y puedo contar
con muchos viejos amigos entre ellos. Raramente ocurre que los
hombres que guardan así el ganado sean heridos por algún
animal. Pero guardar ganado semisalvaje no está del todo exento

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de riesgos. En principio, las vacas son más peligrosas que los
toros jóvenes y cuando un vaquero resulta herido se debe
normalmente a una vaca mala o "vaca resabiada". El año pasado
un viejo amigo que estaba al cargo de algunas yeguas fue, de
repente, atacado desde atrás por una vaca y bruscamente
despedido, cayendo de cabeza. Me avisaron para administrarle los
"primeros auxilios", una tarea que constantemente me toca, y
encontré al pobre viejo con una herida seria en el muslo causada
por una de las astas y con la cabeza y la cara seriamente
contusionadas. Entre esta gente de campo nadie siente la más
mínima compasión por el sufridor en semejantes ocasiones, de
hecho se tomó todo como una gran broma y, en este caso, el
hombre viejo fue instantáneamente apodado "Lagartijo", el
sobrenombre de un famoso matador de toros de los setenta, apodo
por el cual ha sido conocido desde entonces resultando siempre
su desgracia un motivo de diversión. En la actualidad, los toros
destinados a la lidia ya no se crían en esta parte del país. Hasta
los tres y cuatro años los jóvenes toros son relativamente
inofensivos, sin embargo, es mejor no aventurarse entre el rebaño
si se va a pie. Pero en cada rebaño hay unos cuantos toros viejos
de seis o siete años y éstos deben ser siempre evitados y en
ningún caso se debe uno acercar a ellos como no sea a caballo.
Ser embestido por un toro en la vega abierta es una clase
de deporte que no me atrae. Hace muchos años, cuando con Harry
Ferguson, de mi regimiento, estábamos cruzando una llanura, él a
pie y yo a caballo, advertimos un viejo toro negro como a una
milla (1,5 kilómetros) que nos observaba intensamente. Por esa
época había toros bravos o toros de la raza de lidia por la zona,
así que cambiamos inmediatamente nuestro camino y nos
alejamos, Ferguson caminando junto a mi caballo. Entonces el
toro comenzó a seguirnos, primero al paso y después al trote.
Esto fue ya demasiado, así que monté a Ferguson detrás de mí y
corrimos a buscar la protección más cercana con el toro
siguiéndonos al galope. Estábamos a más de milla y media (2,5

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161
kilómetros) de un viejo abrevadero de piedra al pie de un cerro
rocoso, y para cuando alcanzamos este punto el toro venía
incómodamente cerca tras de nosotros. De hecho nos siguió hasta
el pie de la colina y entonces, dando la vuelta, se alejó al trote.
Nuestro viejo acompañante español, Juan Palo, un inveterado
bromista, nos explicó luego, en respuesta a nuestras preguntas de
por qué el toro había sido tan agresivo, que los toros bravos no
son particularmente partidarios de los oficiales ingleses ya que
piensan ¡que pueden alejar de su lado a sus vacas favoritas!
Cabalgando a través de la vega se ven de vez en cuando
bandadas de avutardas alimentándose sobre la abundante hierba
tierna o cazando saltamontes entre los cardos. Cigüeñas blancas
puntean el llano, y una y otra vez alguna pareja de grullas puede
ser observada entre los ondulantes bayuncares. A lo largo de los
bancos arenosos del río corretean bellos chorlitejos chicos
(Chraradrius dubius). Estas pequeñas aves, siguiendo la
costumbre de esta familia, no hacen nido sino que ponen sus tres
pequeños huevos de color arena manchados de negro, en una
pequeña depresión en forma de taza en el suelo. En algunas
lugares donde la inundación invernal se ha retirado, dejando
desnudos rodales de barro seco, las canasteras se concentran y se
quedan posadas hasta casi que el caballo está encima, entonces se
levantan con estridentes gritos y acosan al viajero conforme pasa,
posándose de nuevo unas pocas yardas más allá.
A intervalos afloran rocas en estas llanuras aluviales,
generalmente de arenisca desintegrada. Aquí, entre las piedras
sueltas, es donde al alcaraván (Burhinus oedicnemus) le gusta
anidar, poniendo sus dos huevos de color piedra de forma que
resultan difíciles de encontrar. Rara vez merece la pena el trabajo
de buscar sus huevos a no ser que las aves adultas sean
observadas al menos en dos ocasiones en el mismo punto,
entonces se puede asumir que están criando por allí.
La culebra bastarda (Malpolon monspessulanus) alcanza
un gran tamaño en el sur de España; en la vega he visto a menudo

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ejemplares de 5 a 6 pies (1,5 a 2 metros) de largo y de un grosor
proporcional. A veces, cuando he desmontado para atrapar a uno
de estos reptiles más grandes, ha presentado pelea y, al
acercarme, se ha erguido como para atacar, pero su mordedura no
es venenosa. Todavía más combativos son los lagartos ocelados
(Timon lepidus), que si son perseguidos y alcanzados por el
hombre, bien a pie o a caballo, atacan inmediatamente con las
mandíbulas bien abiertas mostrando una cavernosa y rosada boca
y garganta, y se enfrentan al agresor saltando sobre él conforme
se les acerca. Mi retriever "Sweep", que desgraciadamente ha
muerto este año tras cuatro temporadas de ataques de malaria
adquirida en las lagunas, mostraba el odio más intenso por estos
grandes lagartos y cuando seguía a mi caballo a través del llano,
habitualmente perseguía y acorralaba a los que encontraba. Hecho
esto, les ladraba hasta que tenía una oportunidad de acercarse, y
entonces los atrapaba y los lanzaba al aire, recibiendo más de una
vez fuertes mordiscos cuando lo hacía. A menudo atrapaba por la
cola al desafortunado reptil con el resultado de que el animal se
separaba de ella corriendo a escapar. "Sweep", que se quedaba
atrás durante esta operación, galopaba entonces tras de mí
llevando la cola retorcida del reptil en su boca como trofeo, a
veces durante largas distancias. Con las culebras mostraba el
mismo comportamiento y mató muchas, causándome a menudo
no poca intranquilidad.
Entre las aves más pequeñas que abundan en la vega en
primavera está la elegante calandria (Melanocorypha calandra),
un bonito pájaro con conspicua garganta negra. Ésta y el triguero
son muy numerosos. La pequeña cogujada (Galerida cristata) es
también abundante, con su grito aflautado que se oye
continuamente. Las más pequeñas terreras de ambas especies, la
común (Calandrella brachydactyla) y la marismeña (Calandrella
rufescens), también se encuentran en este medio. El diminuto
buitrón (Cisticola juncidis) se ve y se oye por doquier, con su
curioso vuelo espasmódico y su reclamo escandaloso que lo

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hacen fácil de identificar. Esta pequeña ave construye uno de los
nidos más bellos de entre todos los de las aves europeas, en forma
de pera, con una pequeña entrada en el cuello, tejido con plumón,
de cardo y fibras de hierba, y colgado, como el de un carricero,
entre los tallos de la hierba alta o del cereal. Los pequeños huevos
son, bien de un color blanco puro o de un delicado azul con
puntos rojizos. Sería fácil prolongar esta lista indefinidamente
con los bisbitas, lavanderas y numerosos otros habitantes de la
vega.
Arriba, sobre la gran planicie, en el cielo azul, están los
buitres volando en círculos, siempre en busca de algún animal
muerto y, una y otra vez, el penetrante reclamo del águila se deja
oír cuando llama a su compañera. No es necesario mencionar que
los aguiluchos están siempre presentes por allí registrando
incesantemente el llano en busca de alguna presa y los cernícalos
están diligentemente al acecho de los insectos, que se dan con
gran profusión.
Conforme se cabalga a través de las piaras de yeguas y
vacas algunas garcillas revolotean desde los lomos de los
animales, desde allí vigilando mientras otras permanecen junto a
los que están echados, dando picotazos de cuando en cuando con
sus brillantes picos amarillos a algún objeto prometedor. Grandes
lagartos ocelados y otros más pequeños verdes y oscuros, y
culebras de todos los tamaños que han estado soleándose, huyen a
toda velocidad conforme uno se acerca. El aire está lleno de
zumbidos de los insectos y el líquido tintineo de un millar de
cencerros, grandes campanas de cobre que llevan yeguas y vacas,
produciendo un acompañamiento armonioso con los ciento y un
sonidos de la primavera andaluza.

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Avutardas (Otis tarda)

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CAPÍTULO II

LA AVUTARDA (Otis tarda)

Observada por doquier en las vegas españolas - Cambio de


cuarteles, verano e invierno - Cuestión de migración - Colonias
locales o bandos - Aspecto marcadamente blanco en vuelo -
Costumbres durante el celo - Y después - Lugares de cría -
Dejando el nido - Expolio generalizado de huevos - Número de
huevos puestos por la avutarda - Una falacia popular - Pequeño
tamaño de los huevos - Eclosionando - Avutardas en los
barracones - Un "tranquilo soldado viejo" - ¡Resultados
deplorables! - Peso de las avutardas - Peso anormal en la
primavera tardía - La bolsa gular - Vuelo extraordinariamente
poderoso - Un ave muy silenciosa - Águila y avutarda.

Hasta la menos imaginativa de las


personas que no sea ni naturalista
ni cazador debe mostrar un
mínimo interés por la avutarda, la
más grande de las aves de caza
europeas y una de las que tiene
mejor plumaje de entre todas las
especies de caza de pluma. Hace
cien años se la podía encontrar en
pequeños números en ciertas
regiones de Inglaterra, pero fue
desapareciendo, gradualmente,
entre 1830 y 1840. Desde
entonces sólo se cita como
visitante raro. Ha sido también
expulsada de Francia por la
constante reducción de espacios
abiertos que le resultan tan necesarios para su existencia. En

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166
algunos lugares de Alemania aún se puede encontrar, mientras
que en el sudeste europeo, especialmente en el valle del Danubio,
es abundante. Pero el punto más cercano a nuestras islas donde
todavía existe y parece que va a seguir existiendo durante muchos
años es en España.
Numerosos autores han descrito cómo este ave vive en las
grandes regiones de cereal en la Península y qué espléndida vista
proporciona. Por muy admirada que sea la avutarda en el cereal
joven de la temprana primavera, para mí, que he vivido entre ellas
durante tantos años, hay una clase de terreno, y sólo una, que les
pertenece y al que ellas pertenecen, la vega o llanura andaluza
cubierta de hierba y salpicada de flores. Para mí la vista de una
avutarda en un campo de cereal, aunque admirable, es una
ilustración tan insatisfactoria como la de un venado en un parque,
ya que en ambos casos, ave y bestia carecen de una completa
separación con el hombre y sus actividades, y sin esta separación,
su belleza salvaje y natural no se puede mostrar claramente.
Muchos de estos llanos herbosos del sur de España están
sujetos a inundaciones y, en algunos lugares, durante el otoño y el
invierno a una inmersión total que a veces dura meses. En tales
períodos las avutardas abandonan el nivel cero en busca de los
ondulados cerros que lo rodean, donde no son molestadas
prácticamente y apenas observadas por nadie, ya que muy poca
gente pasa por estos parajes en los meses de invierno. Algunos
cazadores ingleses, dedicados a anátidas o agachadizas, me han
preguntado a menudo dónde van las avutardas durante el
invierno, ya que resultan tan difíciles de encontrar. Mi
explicación es que, debido a la gran extensión de terreno que es
asequible a sus costumbres, y debido a la dificultad de explorarlo
durante la época en que tienen lugar las lluvias torrenciales, las
avutardas simplemente evitan el ser observadas. Soy consciente
de que éste es de alguna forma un argumento negativo y, para
apoyarlo sólo puedo recurrir a mis propias experiencias. Estas,
brevemente, son como sigue. En las ocasiones en que he

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cabalgado por los cerros que describo, durante los meses de
invierno, he encontrado casi siempre pequeños grupos de
avutardas. Cuando se acerca la primavera se aparecen de repente
en pequeños bandos en el llano y se ven alimentándose en las
partes de donde el agua se ha retirado recientemente y donde la
hierba nueva está saliendo con fuerza. Según mis diarios esto
ocurre normalmente hacia final de enero o principios de febrero.
Cuando son molestadas, en ésta época del año,
invariablemente vuelan hacia las colinas adyacentes donde no es
fácil seguirlas y encontrarlas, como bien sé de repetidas
experiencias.
Dos tercios de estos cerros están cultivados por esas
fechas, y el otro tercio dejado de barbecho, y aunque los surcos
hechos por el campesino español con su equipo de bueyes son
poco profundos, la naturaleza extraordinariamente esponjosa del
suelo cuando llegan las lluvias invernales hace que el caballo se
hunda hasta los corvejones, y que el caminar resulte casi
imposible, ya sea en terreno labrado o de barbecho. Durante la
estación húmeda no es raro que la comunicación se vea cortada
durante varios días entre las pequeñas aldeas y cortijos y el resto
del mundo, debido a la ausencia de carreteras y a la impracticable
condición de las veredas o senderos y, como queda dicho antes,
hay miles de acres donde la avutarda podría vivir lejos de toda
observación, más especialmente del cazador inglés que por
sistema rara vez abandona los marjales y las tierras bajas.
Los españoles sostienen que cuando las avutardas
desaparecen así de sus hábitats normales "se van al Moro". Esta,
por cierto, es una explicación normal de todo lo que ocurre o ha
ocurrido en España, y resulta difícil de explicar de otra manera.
Algunos escritores afirman que la avutarda es desconocida en
Marruecos, pero ello no es correcto, aunque mis expediciones no
han llegado más allá de 80 millas (130 kilómetros) al sur de
Tánger, he encontrado pequeños grupos en las tierras llanas al sur
del río Kus, entre Ksar El Kébir y el Atlántico. El señor Meade-

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168
Waldo, que tiene mucha más experiencia que yo en Marruecos,
cita el haber visto bastantes avutardas en los meses de primavera,
hasta un bando de veintitrés. Pero parece cierto que en ninguna
época los números de Marruecos se acercan en forma alguna a los
de Andalucía.
El Coronel Irby nunca mencionó migración alguna de
avutardas en el sur de España, mientras que en Crimea observó
grandes bandos volando hacia el sur durante la migración otoñal.
Mi opinión es que todas las especies conocidas como residentes
en cualquier país, cambian sus cuarteles de vez en cuando, y estos
movimientos dependen de cuestiones de alimentación, cría y
convivencia general. Pero no creo que la avutarda española sea
una especia migratoria en el mismo sentido que lo es la grulla u
otras.
Estos cambios de cuarteles pueden suponer vuelos
considerables. Así durante los últimos dieciocho años han
aparecido, de cuando en cuando, entre el río Palmones y el
Guadarranque, cerca de Gibraltar, lo que implica que han tenido
que cruzar la sierra por lo menos veinticinco millas (40
kilómetros) desde el más cercano territorio avutardero. También
se han visto cruzando la Serranía de Ronda, a unas 60 millas (96
kilómetros), desde las llanuras gaditanas, pero estos vuelos no
implican necesariamente una migración sino un cambio de
terreno.
No hay por supuesto una gran distancia a través del
Estrecho de Gibraltar, pero parece inconcebible que no hubiera
una migración como la observada por el Coronel Irby en Crimea,
ni que él ni otros como yo, que hemos estado en el país muchos
años, la hayamos observado.
Las avutardas parecen agruparse en pequeñas colonias que
sistemáticamente se asientan en determinadas regiones que, por
norma, no abandonan por un período considerable. Cuando se
mueven en busca de alimento hacia lugares remotos, más tarde o
más temprano vuelven a su propio terreno. Tengo evidencia

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comprobada de esto a lo largo de muchos años. Cada uno de estos
grupos es conocido, tanto por mí como por los pocos habitantes
del lugar que tienen interés por estas cosas, por el nombre del
pago al que pertenecen. Así, dos millas (3 kilómetros) al suroeste
de donde vivo hay un grupo de trece aves conocido como “La
banda de___”. También, unas 4 millas (6,5 kilómetros) al este
conozco otro grupo de diecisiete y 4 millas (6,5 kilómetros) al
norte sé de otro y además de otro más allá. A veces estos bandos
se juntan y uno puede tener la espléndida oportunidad de observar
varias veintenas de estas magníficas aves juntas. Esta reunión de
bandos llegó a sumar el 30 de marzo de 1876 sesenta y siete aves,
y en años recientes he visto en varias ocasiones más o menos el
mismo número ¡y más de una vez hasta setenta y cuatro!.
En el tejado de mi casa en España he montado un
observatorio en donde me coloco a menudo con telescopio y
prismáticos. A unas 1.200 yardas (1 kilómetro) hay una pequeña
elevación en el terreno que se cubre normalmente de hierba nueva
unas semanas antes de que las partes más bajas del llano tengan
mucha comida. En superficie serán sólo unos 4 ó 5 acres (16.000
ó 20.000 metros cuadrados), pero en una mañana buena de
primavera es normal verla ocupada por varias avutardas; a veces
por los dos bandos locales de diecisiete y trece que se reúnen allí,
y cuando son molestadas se separan y emprenden el camino de
vuelta hacia su territorio particular.
Para ver a la avutarda en todo su esplendor debe ser
buscada en los meses de abril y mayo, cuando la vega está
cubierta de flores primaverales. En algunos lugares hay grandes
masas de cardos con vistosas cabezas mientras que, por todo
alrededor, los esqueletos plateados de las matas del año pasado,
calcinadas por el tórrido sol del verano, se mantienen tiesos en
grupos dispersos. Estos cardos, aun cuando proporcionan
cobertura a las avutardas cuando hacen su siesta al medio día, a
veces también suponen su perdición, ya que unos cuantos de ellos
estratégicamente colocados, sirven para ocultar la posición del

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cazador tendido boca abajo durante el curso de un ojeo. Estas
aves, que no volarán sobre ningún tipo de escondite o puesto,
cruzarán temerariamente por encima de matas de cardos dispersos
sobre el abierto llano.
En vuelo la avutarda aparece a la vista como casi
completamente blanca, lo que causa cierta sorpresa a quienes la
ven por primera vez y cuyo conocimiento del color del ave
procede de especímenes disecadas con las alas cerradas. Esto se
debe a que, a pesar del tinte de lavanda de su cuello y el
maravilloso color entremezclado de sus cobertoras de la espalda y
alas, en las que aparecen casi cada sombra imaginable de ricos
sienas, marrones y bermejos con barras negras, cuando el ave está
en vuelo produce una impresión completamente diferente. De
hecho, el blanco es el color prevaleciente, ya que la pechuga y las
partes inferiores son de un blanco puro, mientras que toda la
envergadura de las alas, de más de 8 pies (2,5 metros) y muy
anchos para tratarse de un ave de caza, está ampliamente marcada
de blanco por encima, y es enteramente blanca por debajo. Así,
las avutardas en vuelo y desde lejos resultan tan blancas como
una gaviota.
Muchos autores han suscitado la duda acerca de sus
hábitos polígamos, pero para mí nada resulta tan evidente como
que nunca se aparean en el verdadero sentido de su palabra. Cada
banda que he visto consiste en unos pocos machos adultos, con
una proporción de entre el doble y el triple de hembras y machos
jóvenes. Cuando los huevos están recién puestos en el cereal he
levantado ocasionalmente un viejo macho en compañía de
hembras, pero tan pronto como éstas han empezado a incubar
parecen ser abandonadas por los machos, que se reúnen en
bandos y se mantienen alejados de ellas.
A menudo ha sido descrita la costumbre de los machos
adultos cuando se acerca la época de cría, de "hacer la rueda" a
las hembras. Su comportamiento en tales ocasiones se parece en
muchos aspectos al del pavo doméstico. Pero la avutarda, debido

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a su peculiar colorido que la hace tan difícil de ver a cierta
distancia cuando está en reposo y tan evidente cuando vuela,
cuando se dedica a montar su espectáculo transforma su aspecto
completa y rápidamente. Cuando uno de estos "paroxismos de
cortejo" se apodera de un macho, la cabeza y el cuello son
echados hacia atrás y la cola vuelta hacia adelante, mientras que
las alas son invertidas y arrastradas y cada pluma axilar se
mantiene de pie. El efecto es que esta ave de aspecto marrón, se
convierte instantáneamente en una masa de blanco nevado,
doblando su tamaño natural. A menudo, cuando cabalgando por
el llano he detectado de pronto la presencia de un bando grande
de estas aves que hasta entonces habría escapado a mi vista, ha
sido debido a que una de ellas habría comenzado sus grotescas
maniobras y mostrado una gran mancha blanca en la distancia
donde antes no se veía nada. Otro y luego otro macho responden
rápidamente al desafío, hasta que todo el grupo se entrega a este
absurdo espectáculo. A aquéllos que no consigan seguir mi muy
poco adecuada descripción les recomiendo que vayan a ver la
Casa de las Avutardas en South Kensington, donde una de ellas
aparece admirablemente reproducida en esta extraordinaria
actitud.
Uno de los rasgos más sorprendentes del comportamiento
de la avutarda es que no limita esta actividad a la época del
cortejo. Mucho tiempo después de que las hembras han
comenzado a incubar sus huevos en los distintos campos de
cereal, los machos, agrupados en grandes bandos, continúan
dedicándose a sus frenéticos movimientos, que por lo que yo he
podido ver hasta ahora son simplemente juegos de "faroleo" y
"pavoneo", que no conducen más que a un momentáneo
encuentro, una especie de colisión y "defensa" con otro ave, tras
lo cual ambos dan la vuelta y continúan sus absurdos
movimientos independientemente. Cuando se presencia tal
encuentro casi se puede imaginar a uno de estos viejos machos
vueltos del revés diciéndole al otro: "¡Fuera de aquí!", "No

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quiero" responde el número dos. "¡Qué! ¿qué no quieres?" truena
el número uno deslizándose hasta él reclinando las primarias y
con actitud amenazante. "¡No!" dice número dos, igualmente
haciendo sonar las plumas por todas partes y contoneándose
ferozmente. "Entonces quédate donde estas" puntualiza número
uno, girando sobre sus talones y evadiendo hábilmente las
dificultades de la situación.
La avutarda prefiere para anidar los campos de cereal,
especialmente cuando se trata de años tempranos y la joven
cebada o el trigo están suficientemente adelantados en el mes de
abril como para proporcionar buena cobertura. En años tardíos las
avutardas parecen preferir los campos de habas, que aunque no
tan altas como el cereal joven están más espesas y dan mejor
protección a las hembras cuando están echadas sobre los huevos.
Los llanos cubiertos de castañuela que durante el invierno han
estado inundados también son lugares asequibles para anidar, y
también he encontrado nidos en praderas abiertas, en lugares
donde unos pocos cardos secos y alguna mala hierba servían para
proporcionar algún respaldo al ave adulta. En los barbechos se
pueden ver nidos a veces, especialmente cuando están cubiertos
de mostazas o alguna otra yerba espesa. La forma en que una
avutarda adulta se desliza desde encima de sus huevos y corre
cierta distancia antes de arrancar a volar sin ser advertida por el
más concienzudo observador es algo sorprendente. Cuando el
cereal joven tiene 2 pies (60 centímetros) de altura se pueden
comprender las posibilidades de tal maniobra, pero si se trata de
cereal más joven o de habas dispersas de menos de un pie (30
centímetros), estas grandes aves son igualmente hábiles para no
descubrir la posición de sus huevos.
El proceso inverso tiene lugar cuando el ave vuelve al nido
ya que entonces se posa a bastante distancia y, de una forma u
otra, consigue llegar a él sin ser vista. A pesar de las muchas
horas de observación con prismáticos y telescopio todavía no he
tenido éxito al tratar de fijar la situación precisa de un nido, y ha

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

173
sido necesaria una profunda búsqueda antes de encontrarlo. No se
trata propiamente de un nido ya que los huevos son depositados
en la tierra desnuda, en ocasiones, especialmente cuando está
entre cebada o trigo, unos cuantos palos secos pueden, por
casualidad, ser dispuestos formando una imitación de nido, pero
esto parece ser una nueva casualidad.

Nido de avutarda en un sembrado de habas.

Cómo algún nido de avutarda escapa de ser robado


constituye un misterio para mí. Es costumbre en España que los

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trabajadores de las fincas formen largas líneas de veinte o treinta
hombres con azuelas con las que atraviesan sistemáticamente
cada yarda del joven cereal para erradicar las malas yerbas de
rápido crecimiento que de otra forma ahogarían a la siembra
cuando ésta madure. Estas cuadrillas de jornaleros realizan, su
trabajo, desafortunadamente, en los meses clave de marzo y abril
y, consecuentemente, llegan a muchos nidos, siendo todos los
huevos frescos de avutarda colectados para el consuno. Las
avutardas que anidan en los campos de habas lo tienen aún peor
ya que cuando las habas son cosechadas (sobre la primera semana
de mayo) cada nido es inevitablemente descubierto y, aun cuando
no sean tomados los huevos, las aves los abandonan debido a la
desaparición de cobertura a su alrededor.
A pesar de ello y posiblemente debido a la inmunidad que
poseen esos pájaros que sabiamente anidan en la castañuela, en
los bajos y en las praderas, el número de ejemplares de esta
especie presentes en el suroeste de Andalucía, a juzgar por mis
observaciones, no ha descendido durante los últimos treinta años.
Desde el punto de vista del ornitólogo sería casi un desastre
europeo el que desaparecieran.
Es bien conocido por todos los estudiosos de la Ornitología
el que una vez que un "hecho" de historia natural ha sido citado
pasa mucho tiempo antes de que sea refutado y sucesivas
autoridades se conforman con aceptarlo sin hacer más
investigaciones.
Entre ellos está el generalmente admitido hecho sobre el
número de huevos que pone la avutarda, que ha sido aceptado
como de dos desde tiempo inmemorial y con la explicación de
que cuando se encuentran cuatro huevos en un mismo nido "no
hay duda de que han sido puestos en él por dos hembras". En
consecuencia, cuando yo vi por primera vez un nido con cuatro
huevos, tomé nota de ello, y escribí la explicación usual en mi
diario. Por suerte mis notas fueron leídas algunos años después
por el difunto Lord Lilford, sin duda una de las primeras

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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autoridades en aves de la Península Ibérica y quién amablemente
escribió con lápiz en la misma página: "La avutarda a menudo
pone cuatro y raramente cinco huevos. L." Unos años más tarde
encontré un segundo nido con cuatro huevos como mencionaba el
Coronel Irby, pero el viejo cuento de los dos huevos tardó
bastante en desaparecer y ha sido repetido en los libros más
recientes.
Tras la aparición del libro del Coronel Irby he encontrado
en varias ocasiones nidos de avutarda no con cuatro, sino con tres
huevos, a veces considerablemente incubados, pero no fue hasta
el año pasado, cuando tras un largo intervalo, me encontré con las
avutardas en el momento oportuno.
En mayo de 1907 encontré no menos de cuatro nidos en un
campo de habas conteniendo respectivamente cuatro, tres, tres y
dos huevos. Las habas estaban siendo cosechadas y los
campesinos, como es normal, cogían cada huevo que estaba en
condiciones de ser consumido. Ante mi petición, dejaron estos
nidos intactos para que yo los viera. El grupo de cuatro se
encontraba algo incubado, al igual que uno de los grupos de tres,
estando el resto de los huevos frescos.
La fotografía que se reproduce en la página 174 es de un
nido que contenía tres huevos. Desafortunadamente, mi caballo
pisó uno de ellos cuando llegué al nido.
Pero lo que resulta absolutamente concluyente en relación
con el hecho de que las avutardas pongan tres huevos es que, de
una variedad de nidos con tres huevos que he tenido ocasión de
inspeccionar, no sólo el color terroso y los tintes generales y las
marcas en los huevos del mismo nido son parecidos, sino que la
textura (si es que se puede usar esta palabra) de la superficie de
los huevos ha resultado reconocible casi al instante por cualquiera
que los haya estudiado. En otras palabras, ha sido perfectamente
simple identificar los huevos de distintas puestas y colocarlos en
sus propios grupos. En el caso que estoy refiriendo marqué con
un lápiz por separado cada grupo de cuatro, tres, tres y dos y

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176
entonces pedí a un amigo que "barajara" los doce huevos y los
colocara con las marcas hacia abajo, tras lo cual procedí a
seleccionar los varios grupos sin ningún problema.
El grupo de cuatro que encontré en 1907 era de un interés
peculiar ya que tres de los cuatro huevos tenían la cáscara
cubierta con pequeñas excrecencias. Además de ello, tres eran
exactamente iguales en tamaño forma y marcas. El cuarto huevo
era menos granulado, en cierto modo mayor y más alargado, y
también estaba marcado más distintivamente Que los tres
primeros habían sido puestos por la misma ave está fuera de
duda, mientras que el cuarto, aunque así distinto como se ha
descrito, tenía la inconfundible similitud "familiar" con los otros
que hubiera inducido a cualquier ornitólogo experto a clasificarlo
junto con ellos.
Estoy bastante satisfecho sin embargo con la prueba
inconfundible de los tres huevos puestos por el mismo ave, ya
que al igual que tres, por qué no cuatro y ¿qué queda de la
historia de que la avutarda sólo pone dos huevos? De los dos
grupos de tres uno tenía el terroso verde oscuro opaco habitual,
con las mismas marcas exactamente en cada caso, mientras que el
otro lote tenía el menos frecuente terroso verde oscuro claro con
marcas más brillantes de ocre tostado y purpúreo bajo la
superficie. Mi conclusión, basada en muchos años de experiencia,
es que las avutardas ponen normalmente tres o cuatro huevos,
pero en algunos casos sólo ponen dos, aunque en otros, incluso
llegan a cinco.
El notoriamente pequeño tamaño de los huevos de avutarda
ha sorprendido a muchos, y está directamente en oposición con la
teoría de Hewitson, que dice que las aves que son capaces de
correr desde que salen del cascarón ponen huevos más grandes
que las que nacen y no se pueden valer por sí mismas. A menudo
he visto huevos de avutarda que eran muy poco más grandes que
los de un zarapito, incluso cuando la primera de estas aves pesa

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177
diez o quince veces más que la segunda y en ambos casos los
pollos corren cuando salen del huevo.
Los pollos de avutarda, como es bien sabido, y al igual que
los de chorlitos, pavos o gallinas, son capaces de correr
inmediatamente después de nacer. En cierta ocasión, hace ahora
unos años, mi compañero el oficial Harry Ferguson encontró un
nido de avutarda con cuatro huevos. Se vaciaron dos de ellos y
resultaron estar bastantes frescos, los otros dos se los pusimos a
una gallina y la instalamos en un rincón de su única habitación en
los barracones. Allí se echó tranquilamente y nuestros miedos y
esperanzas se resolvieron de forma que, después de una semana,
un examen cuidadoso nos mostró que los huevos no habían
sufrido el viaje de cuarenta millas (65 kilómetros) a caballo y
estaban empollados. Veinte días después, una mañana se dejó oír
un rítmico piído desde la caja y, para nuestra felicidad,
encontramos que una joven avutarda había comenzado a picar la
cáscara y estaba a punto de salir del huevo.
Pasamos todo el medio día bajo una intensa ansiedad,
siendo conformados de vez en cuando por un piído más alegre.
Por la tarde tuvimos que salir pero, como precaución, dejamos a
un ayudante, uno del tipo conocido como "viejo soldado de
confianza" de los viejos tiempos del servicio, montando guardia
sobre nuestro preciado tesoro.
Para horror nuestro encontramos a la vuelta a nuestro viejo
soldado diligente ocupado en romper con un palito la cáscara de
uno de los huevos mientras que al lado de éste había una masa de
cáscaras rotas y una extremadamente pequeña avutarda de
aspecto melancólico que ya había sacado del primer huevo.
No es necesario aclarar que el infeliz pollo que estaba en
el suelo sucumbió rápidamente al maltrato que había recibido. El
segundo, a pesar de tener varias heridas de los pinchazos
producidos con el palo, sobrevivió cuatro días. Era una pequeña
criatura de aspecto extraño, un átomo de plumón con una gran
cabeza y largas patas, y tenía una voz muy lastimera y resonante,

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178
fuera de toda proporción con su diminuto cuerpo. Durante su
breve existencia comía bien y corría a una velocidad
extraordinaria por la habitación, escondiéndose entre las hileras
de botas alineadas a lo largo de la pared.
El peso de una avutarda es un tema del que se han escrito
muy variadas opiniones. Aparentemente los desafortunados
ejemplares erráticos que de vez en cuando han llegado a
Inglaterra y han sido abatidos rápidamente han debido ser pájaros
muy jóvenes. Yarrell cita machos de sólo 16 libras (7 kg) y
hembras de 9 a 10 libras (4 a 4,5 kg), mientras que los machos en
España pesan normalmente entre las 20 y las 30 libras (9 y 13,5
kg) y las hembras, de 12 a 18 (5,5 a 8 kg). El Profesor Newton
menciona de 22 a 32 libras (10 a 14,5 kg), como peso medio para
las avutardas europeas. Las notables variaciones de peso en aves
cazadas en el mismo bando y en las mismas localidades me hacen
pensar que las avutardas necesitan mucho más tiempo para
alcanzar la madurez que lo que popularmente se cree. Además,
parecen cambiar mucho de peso según la estación del año. De un
cierto número de avutardas que he pesado y examinado, las
cobradas en los meses de invierno han dado una media de sólo
dos tercios del peso de las aves cobradas en marzo y abril. La
avutarda más pequeña que he visto en mi vida fue una hembra
joven cobrada en el mes de febrero que pesó sólo 12 libras (5,5
kg). Este ave debía de tener por lo menos 9 meses de edad.
Por supuesto que no muchas avutardas son cobradas por
los ingleses en abril, y entonces sólo se cobran como norma las
aves que se necesitan para conservar sus pieles, ya que en esta
época del año están en su más espléndido plumaje. Los machos
viejos tienen por esas fechas sus cuellos enormemente
distendidos y una coloración de extraordinaria riqueza en las
plumas a ambos lados del mismo con el delicado gris lavanda de
la cabeza y garganta haciendo un bello contraste junto al fuerte
bermejo de la gorguera, que en algunos pájaros parece casi de un
rojo vino. Es en este período cuando las aves deben alcanzar su

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peso máximo. Seis machos viejos cazados en el mes de abril por
un grupo de tres escopetas, de las cuales yo era una de ellas,
pesaron por encima de las 34 libras (15,5 kg) cada uno, llegando
el mayor de ellos a 37 libras (17 kg); no hay duda de que el
contenido de los buches contribuyó en algo a este elevado peso.
También creo, juzgando por experiencias posteriores, que estas
aves hubieran pesado mucho menos si hubieran sido cazadas un
mes más temprano. Es bien cierto que, durante los meses de
marzo y abril, la cantidad de alimento disponible para las
avutardas, bien sea hierba joven o insectos, aumenta día a día
hasta una cantidad increíble, como pueden atestiguar los que
conocen España en primavera. Los buches de ciertas aves estaban
llenos de hierba fina y materia verde que tenía aspecto de
espinaca por el estado de molturación en que se encontraba.
También contenían grandes saltamontes y escarabajos de varios
tipos. El misterioso saco gular, presente sólo en machos adultos,
con su entrada bajo la lengua y que es objeto de tanta confusión
entre los científicos, presenta su mayor distensión en esta época y
se encuentra encajado en grasa. El grande y abultado cuello es
firme al tacto, aunque extremadamente flexible, y debe contribuir
considerablemente al peso total del ave. Lamento ahora el no
haber constatado el peso de la cabeza y cuello de un viejo macho
cazado en abril y también el de alguno cazado durante los meses
de invierno, ya que estoy seguro de que la diferencia entre ambos
sería notable. La historia de que el saco gular es una adaptación
de la naturaleza para llevar agua a la hembra y las crías no es
cierta, por supuesto.
El vuelo de las avutardas es extraordinariamente rápido y
sin esfuerzo. Antes de arrancar caminan simplemente unos pasos
-sin intentar correr- y, abriendo sus nevadas alas blancas se alejan
en lo que parece ser una maniobra muy suave. Salvo cuando hace
viento fuerte o cuando vienen de zonas más elevadas raramente
vuelan a más de 30 yardas (27 metros) sobre el suelo y así cuando
vienen en la dirección apropiada proporcionan buenos ojeos. No

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180
hay nada más equívoco sin embargo que la velocidad a que
vuelan, ya que debido a los pausados batidos de sus inmensas alas
de unos 8 pies (2,5 metros), parece que se mueven lentamente,
pero no es así.
He organizado muchos ojeos y, a pesar de que
invariablemente aviso a cada cazador que no las conozca de que
debe tirarles bien delante, es un hecho notable el que no haya otra
ave más fácil y frecuentemente fallada. Esta es la experiencia de
todos los que he conocido. Para apreciar la extraordinaria
velocidad a que se mueven es necesario ver un ave que vuele baja
pasando por encima de uno. En más de una ocasión, cuando
estaba acostado con la cara pegada al suelo entre unos pocos
cardos secos, tras una larga espera para terminar el ojeo, me ha
pasado una avutarda a solo unas pocas yardas por encima de mi
puesto, viniendo de detrás o de un lugar inesperado, cuando todas
mis energías las tenía concentradas hacia la dirección por donde
se esperaban las aves ojeadas.

Tras una batida de avutardas.

En tales ocasiones, antes de que uno pueda alterar su


posición y levantarse para disparar ¡el pájaro ha pasado de largo!

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181
A diferencia de otras muchas aves -el ánsar por ejemplo-
que avisan inexcusablemente con graznidos sobre sus intenciones
cuando son ojeadas, las avutardas son absolutamente silenciosas,
tanto cuando están alimentándose como cuando vuelan. Es cierto
que sus alas producen algún ruido, pero no lo suficiente como
para hacer notar su llegada. Una avutarda herida presentará pelea
y, en tales casos, silbará y producirá un bufido, algo intermedio
entre una tos y el tradicional ¡"Ugh"! del piel roja. En una sola
ocasión he oído a una avutarda dejar escapar un grito y ello
ocurrió cuando era atacada por un águila, como pronto describiré.
Debido a la velocidad de su vuelo, y al gran peso de su cuerpo, no
es raro que una avutarda que es abatida cuando vuela a cierta
altura se reviente al golpear el suelo, y en muchos casos se
desprende una masa de plumas al impacto del ave.
Una de las más memorables ocasiones que he
experimentado con las avutardas tuvo lugar en la primavera de
1878. Estábamos colocados para un ojeo, y como ocurre tan a
menudo, las grandes aves se negaron a dejarse llevar, decidiendo
dar un bandazo y pasar bien afuera de la línea de escopetas. En
este momento un águila imperial (Aquila adalberti), que había
estado volando en círculos altos sobre el llano, descendió de
repente y, con un picado como de halcón, golpeó a una de ellas
sacándole un puñado de plumas. La avutarda dejó escapar una
serie de sonoros graznidos y, cayendo unas 20 ó 30 yardas (18 ó
27 metros), golpeó el suelo violentamente. Se recobró, corrió
unas yardas y por fin arrancó a volar, siguiendo al resto del
bando. El águila no intentó seguir en su empeño y se alejó,
aparentemente sin preocuparse del asunto. Una vez llegamos al
punto sobre el cual el pájaro había sido golpeado, Ferguson y yo
encontramos cierto número de plumas bermejas y barreadas de
negro que adornan los hombros y la parte superior de la espalda
del ave, también un poco más allá había una masa de plumas
blancas de la pechuga y partes inferiores, que habían sido

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

182
arrancadas por el impacto de sus 30 libras (13,5 kg) de peso al
golpear el suelo.
No es necesario mencionar que el águila no tenía
probablemente la idea de intentar matar la avutarda y que la
golpeó, simplemente, por puro instinto. Un comportamiento
similar lo presentan a veces los halcones peregrinos que, por puro
capricho, pican y golpean a alguna infortunada gaviota que por
casualidad se cruza en su camino mientras volvía al nido en algún
acantilado.

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Sisón (Otis tetras)

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184
CAPÍTULO III

EL SISÓN (Otis tetrax)

El ave más difícil de acercarse - Imposible ojearlos -


Bello plumaje - Sonido peculiar producido por las alas -
Imperceptibles cuando están en tierra - Ariscos en general -
Métodos para acercarse a ellos - Costumbres de cría - Dificultad
de encontrar el nido - Astucia del adulto - Grito curioso cuando se
asusta.

Cuando está con su plumaje


nupcial completo, el macho de
esta especie es, según mi
opinión, la más bella de todas las
aves de caza de Europa. Es
extremadamente abundante en
las colinas onduladas y bajas, y
en los llanos cubiertos de yerba
del suroeste de Andalucía, pero
debido a su peculiar forma de
volar, raramente resulta abatida
por el cazador. Ello se debe a
que, cuando se espanta, busca
siempre la seguridad elevándose
rápidamente a una gran altura,
fuera de tiro, antes de alejarse.
Por esta razón, y salvo en raras
ocasiones, es imposible ojear al sisón. Es corriente ver bandos de
estas aves, que varían de unas pocas docenas de individuos a más
de un ciento, maniobrando muy altos en el aire, de forma similar
a como lo hacen los chorlitos dorados, a menudo a tal altura que

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185
resultaría difícil identificarlos si no hubieran sido observados
previamente.
Al igual que la avutarda parecen muy blancos en vuelo,
incluso más. Esto se debe a que en su plumaje de inmaduro y en
el de invierno ambos sexos tienen la pechuga y las partes
inferiores blancas. Esta apariencia de blancura general queda
intensificada por las primarias y todas las secundarias, que son
blancas, así como la superficie inferior de las alas. El macho
adulto adquiere la realmente bella gorguera blanca y negra, y el
delicado colorido de lavanda de la garganta sólo cuando se acerca
la época de cría en marzo, perdiéndola de nuevo en agosto.
El vuelo consiste en un batir de alas extremadamente
rápido que se percibe incluso a grandes distancias debido al
reflejo de la luz del sol en las partes blancas. El ruido producido
por su rápido movimiento es tal que una vez oído nunca puede ser
olvidado, y puede parecerse a un rápido sonido silbante de "see-
see-see-see" que sugiere el producido por el vapor de una
máquina de tren cuando comienza a andar. Probablemente el
nombre español de este ave, sisón, deriva de esta característica,
así como el nombre árabe Sirk-Sirk.
La apariencia general de estas aves en el suelo, con las alas
cerradas, es poco notoria, tanto que se ha llegado a decir que
raramente son vistas en el suelo.
Cerca de mi morada en España hay cientos de acres de
terreno cubierto de gamones, y no es raro ver al sisón correteando
por allí y por las zonas de tierra desnuda. Frecuentemente he
observado un grupo de veinte o treinta comiendo en la ladera
herbosa de un cerro o entre los gamones a menos de 200 yardas
(183 metros) y, una y otra vez, describiendo un amplio círculo
seguido de una rápida aproximación. Tapado por la cima de un
pequeño cerro he llegado cerca de ellos, a distancia de tiro. Solo
en esta clase de terrenos resulta posible manejarlos, mientras que
en la llanura abierta son tan imposibles de recechar como de batir.

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186
Individuos sueltos, y más raramente parejas, son a veces
más fáciles de acercar; si se espantan en una zona donde hay
cobertura volarán unos cientos de yardas y se posarán de nuevo.
Cuando esto ocurre, he conseguido abatirlos dirigiéndome
rápidamente hacia el lugar, calculando unas 20 yardas (unos 18
metros) más allá de donde se posan por su costumbre de apeonar,
disparándoles con plomo gordo, nº 3 por ejemplo, en el momento
en que levantan el vuelo de nuevo. Así pueden a veces ser
derribados a largas distancias y merece la pena el intento y
arriesgarse a fallar.
A diferencia de la avutarda son muy aficionados a correr, y
resulta una experiencia habitual para aquellos que intentan
cazarlos en batida el verlos levantar el vuelo a varios cientos de
yardas del lugar donde han sido marcadas. En cierta ocasión,
cuando me encontraba en mi puesto para un ojeo, y con todas las
energías concentradas en el lugar frente a mí de dónde esperaba
que de un momento a otro se levantara un bando de unos
cincuenta, sufrí la mortificante experiencia de oírlos arrancarse
muy cerca y por detrás, después de haber apeonado a gran
velocidad tapados con los gamones entre mi posición y la de la
siguiente escopeta. No es de extrañar por tanto que, debido a
estas costumbres, muy pocos puedan ser cobrados.
Los jóvenes y las hembras tienen la cabeza, el cuello, la
espalda y las cobertoras alares de ricos tonos marrones, con
marcas de marrón oscuro y negro, pareciéndose de alguna forma
a las avutardas. El plumaje del macho adulto es de un marrón más
delicado, pintado o vermiculado con los mismos tintes, y lo
mantiene durante todo el invierno.
Una y otra vez durante los meses de invierno, cuando he
estado esperando a los patos o ánsares, me ha entrado un bando
de sisones con su habitual formación densa y ha pasado silbando
a pocas yardas. Tan repentina ha sido su aparición y tan rápido su
vuelo que nunca he podido hacer justicia a tales oportunidades.
Repito que durante la época más calurosa del verano las aves

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

187
aisladas se dejan acercar más. También los he cobrado en esa
época por las tardes, cuando vuelan hacia los marjales a beber
agua.
Es interesante apuntar que estas astutas aves, aunque
resultan ariscas en los alrededores de Tánger, resultaban mucho
más confiadas tres o cuatro días al sur de allí, y se levantaban a
veces a la distancia de tiro. Sin duda se debe esto a que son
mucho menos perseguidas en aquel salvaje país.
Pocos nidos resultan más difíciles de encontrar que los de
los sisones, especialmente cuando están en los llanos entre los
miles de acres de vegetación ondulante de 2 ó 3 pies (60 ó 90
centímetros) de altura, que permite al ave adulta apeonar a una
distancia indeterminada desde el nido antes de levantarse. Lo
mismo ocurre con los que están escondidos en el cereal.

Nido y huevos de sisón.

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188
El nido varía mucho en tamaño y material de construcción,
siendo a veces una masa de yerba seca bien compactada y otras,
algo más que un colección de escombros. Cuando el nido está
bien oculto, la hembra aguanta mucho y no delata su situación
hasta que casi se está encima de ella, mientras que si está más
expuesto se desliza fuera de él y corre agachada cierta distancia
antes de arrancar el vuelo.
El nido que se muestra aquí estaba entre un herbazal vasto
y denso donde predominaban margaritas de ojo de buey y diente
de león. El ave solo se levantó cuando yo estaba a 2 pies (61
centímetros) de distancia y en su apresuramiento y alarma clavó
una uña en uno de los huevos. Para obtener una fotografía de este
nido tuvimos que abrir una calle hasta él y cortar la mayoría de la
vegetación circundante. Consistía simplemente en una pequeña
depresión que medía 8 pulgadas (20 centímetros) de ancho y
estaba forrado de césped y tenía yerba colocada a su alrededor.
Los dos huevos que contenía eran de un apagado color verde
salvia, como grandes aceitunas; no hay duda de que faltaban por
ser puestos algunos más. Eran de un colorido algo anormal, ya
que una de las grandes particularidades de los huevos de sisón es
que tienen una superficie marcadamente suave y brillante. Tengo
huevos de hace más de treinta años que aún mantienen ese brillo.
El colorido normal es de un verde oliva brillante, a veces casi
uniforme pero generalmente sombreado de marrón, especialmente
en el extremo más ancho. Cuatro es el número de la puesta
completa, pero sé de nidos con tres huevos y de algunos en que
solo fueron puestos dos huevos.
El día en que encontré este nido con dos huevos era un día
gris y húmedo con fuertes rachas de viento poco apropiado para
fotografiar tal objetivo. Era un 18 de mayo y por una notable
casualidad, muy característica de los altibajos de la búsqueda de
nidos, unas horas más tarde en el mismo día encontré un segundo
nido a unas 3 millas (5 kilómetros) del primero. Sería difícil
imaginar un mayor contraste entre los dos nidos ya que, este

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189
segundo, se encontraba sobre una ladera desnuda y abierta, en un
terreno de barbecho sin cobertura prácticamente, excepto la
proporcionada por algunos rodales dispersos de abundante yerba.
El nido estaba construido en uno de estos rodales y bastante a la
vista de cualquiera que pasara, como se puede observar en la
fotografía inferior. La copa de este nido era mucho más profunda
y estaba mejor terminada que la del primer nido, bien forrada de
yerba fina.

Huevos de sisón (4,8 x 3,8 cts.)

Contenía cuatro huevos brillantes y ricamente coloreados,


probablemente puestos del 7 al 11 de mayo, a juzgar por su grado

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190
de incubación. La habilidad del sisón se pone de manifiesto por el
hecho de que, a pesar de la naturaleza abierta del terreno
alrededor de este nido y de mi precaución permanente, no vimos
a la hembra abandonarlo pero arrancó el vuelo desde un punto
situado a 23 yardas exactas (21 metros) a un lado del mismo.
Imagino que nos vio desde mucha distancia y deslizándose fuera
apeonó hacia un lado y se agachó con el propósito (en el caso de
que tuviera que levantar el vuelo como realmente ocurrió) de
confundirnos con respecto a la posición de su nido.
Cuando se espanta, como por ejemplo cuando se le levanta
de repente del nido, el sisón pronuncia un profundo y gutural
grito corto, algo parecido al del lagópodo por la mañana
temprano, y todavía más parecido al de la avutarda que
encontramos en la selva, entre los ríos Orange y Modder, durante
los azarosos días de noviembre de 1899.

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191
TÍTULO IV - EN LOS BOSQUES

CAPÍTULO I

UN DÍA EN LOS ALCORNOCALES

Gran variedad de aves - Residentes en invierno -


Algunos migrantes tardíos - Los pajarillos: ruiseñor bastardo,
mosquitero papialbo, mosquitero musical, mosquitero común,
curruca mirlona, alzacola y ruiseñor - Mirlos - Verdecillos -
Alcaudones comunes - Oropéndolas - Colorido protector de las
oropéndolas - Nidos artísticos - Dificultad de alcanzarlos -
Golpeando los árboles y su resultado - Abubillas - Abejarucos -
Sus nidos subterráneos - Cómo llegar hasta ellos - Alcornoques -
Conservación de la caza en España - Importancia de las rapaces -
Reptiles predadores y merodeadores de cuatro patas.

En España, el naturalista encuentra en


los bosques las grandes especies que
anidan en los árboles, como el águila
imperial y el buitre negro, así como las
águilas más pequeñas, los milanos,
gavilanes y cuervos, y por ello está casi
predispuesto a no prestar atención a las
huestes de más pequeñas y menos
notables aves que hacen de los árboles
y el sotobosque su hábitat durante la
época de cría. Simplemente las
currucas, aunque abundantes y
escuchadas por todas partes, resultan tan desapercibidas por sus
costumbres, y tan escondidizas en cuanto al lugar donde hacen el
nido como para hacer de su estudio y la búsqueda de sus nidos el
trabajo de toda una vida.

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192
Azor (Accipiter gentilis)

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193
Durante los meses de invierno los bosques se quedan
desiertos, siendo la especie que se observa más frecuentemente el
ratonero común, que pasa el invierno en estas latitudes. También
hay varios residentes permanentes como el cuervo y el arrendajo,
el pico picapinos, el carbonero común, el pinzón, el jilguero y el
verdecillo. Pero cuando se acerca la primavera todo cambia.
Debido a la naturaleza moderada del clima y al calor del sol,
incluso en invierno, ciertas aves migratorias como la golondrina
no dejan del todo el país. Sin duda, por la misma razón, algunas
de las pequeñas currucas permanecen allí. Aquéllos que estén
familiarizados con el canto distintivo de estas diminutas aves
oirán algunas incluso durante el invierno, cuando, de acuerdo con
la creencia generalmente aceptada, deberían estar con el resto de
los de su clase a muchos cientos de millas al sur del Estrecho.
Entre las aves más pequeñas está el ruiseñor bastardo (Cettia
cetti). Tiene un profundo y penetrante grito que una vez oído
nunca se olvida. Estas avecillas gustan de los cañaverales que
cubren cualquier lugar húmedo, entre los que construyen su
precioso nido en forma de pequeña copa, delicadamente tejido de
fibras, pelo y lana, para sus huevos de un sorprendente color rosa,
los más rosas de los pequeños huevos que he visto.
En los claros de las partes más bajas de los alcornocales,
cerca de Gibraltar, hay profundos sotos o zonas húmedas, de
hecho son lagunas diminutas, cuya plácida superficie aparece
cubierta de blanco en la primavera temprana por las flores de los
ranúnculos acuáticos.
Son estos lugares apartados los preferidos por el ruiseñor
bastardo y las currucas. En las manchas de retamas amarillas,
alrededor de las zonas húmedas, otra ave diminuta, el mosquitero
papialbo (Phylloscopus bonelli), construye su diminuto nido
abovedado y deposita en él sus huevos pequeños y manchados.
Estos nidos se parecen mucho a los de nuestros chochines. Es
muy probable que esta pequeña ave, así como el mosquitero
común, el silbador y el musical, anidasen en el suelo si no fuera

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194
por las culebras y lagartos, y para evitarlos lo hacen en las
frágiles ramas de las retamas. Desafortunadamente estos
delicados arbustos ofrecen poca resistencia, ya sea al hombre o
animal que quieran penetrar en ellos, de aquí que en varias
ocasiones he visto nidos de mosquitero papialbo que han sido
destruidos al paso del ganado que se ha introducido en el matorral
buscando pastos.
En las matas apretadas a lo largo del borde de los arroyos
también anida un pequeño y bello zarcero, conocido como
Hippolais polyglotta, por su rico y variado canto. Una especie
ampliamente distribuida es la curruca mirlona (Sylvia hortensis),
que construye un nido en forma de copa en las ramas de los
alcornoques más pequeños a unos 8 ó 10 pies (2,5 ó 3 metros)
sobre el suelo y pone unos huevos que se parecen mucho a los de
la curruca mosquitera. No es necesario decir que en Andalucía, y
desde la primera semana de abril en adelante, la voz del ruiseñor
es oída en cualquier zarzal o marjal cubierto de vegetación. Todos
los nidos que he encontrado estaban invariablemente colocados
en arbustos a poca altura sobre el suelo y no en la tierra como en
Inglaterra. Probablemente estas aves también lo hacen así para
evitar a los reptiles predadores que son tan abundantes.
Una de las especies más frecuentemente observadas de
entre las que llegan en primavera es el alzacola (Cercotrichas
galactotes), de brillante colorido. Es particularmente querencioso
de los grandes setos de tunas que bordean los cultivos en muchos
lugares y, por su gran actividad y distintivo plumaje, atrae la vista
mucho más que cualquiera otra de las currucas. En muchos
aspectos se parece al ruiseñor, pero es mayor y de mucho más
brillante colorido, y cuando vuela de arbusto en arbusto levanta y
abre la cola, que es rojiza en el centro y tiene las plumas externas
blancas, manchadas de negro en el extremo. Este peculiar
comportamiento indujo al Coronel Irby a llamar a esta ave como
"la curruca de cola de gallo" y resulta realmente un nombre muy
descriptivo.

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195
El mirlo común abunda en el sur de España y anida en los
densos lentiscos o en los acebuchales que hay en los bosques de
alcornoques. Curiosamente, parece que nunca pone más de tres
huevos en lugar de los cuatro o cinco que se encuentran
normalmente en los nidos de Inglaterra. Menciono esto porque
nunca he visto u oído de un nido con más de tres huevos.
Entre las ramas más altas de los alcornoques anida el
verdecillo (Serinus serinus), una especie de diminuto canario
salvaje cuyo canto suave y silbante se deja oír por todas partes.
Uno de los más corrientes de los pájaros del bosque es el
alcaudón común (Lanius senator), que anida en gran número en
los olivos y en los alcornoques más pequeños. Son aves
elegantes, particularmente los machos, y en cuanto llegan se
hacen muy evidentes, ya que se posan erguidos mostrando
claramente sus blancas pechugas. Al igual que otros alcaudones
ponen dos grupos de huevos de colorido claramente diferente,
unos de vivo color tierra y otros de verde pálido, ambos con
mayor profusión de manchas hacia el extremo más ancho.
Entre los que llegan en primavera, la oropéndola (Oriolus
oriolus) se hace evidente por dos razones, el espléndido plumaje
del macho y su silbido melodioso que, una vez oído, no se puede
olvidar. Entre los alcornocales, donde estas aves junto con otros
migrantes encuentran un lugar de descanso temporal a su llegada
desde latitudes más sureñas, hay numerosos claros cubiertos de
hierba junto a los sotos o zonas bajas. A lo largo de estos lugares
se encuentran normalmente fresnos y quejigos los cuales, en el
momento de la llegada de las oropéndolas en el mes de abril,
están revestidos del follaje verde brillante de la primavera
temprana. Estos árboles parecen ofrecer una particular atracción a
las oropéndolas y a menudo me he esforzado por descubrir estas
aves cuando se posan mimetizadas entre las hojas verdes
lanzando sus melodiosas llamadas. Con el sol brillante las luces y
las sombras se proyectan sobre las hojas armonizando tan
exactamente con el amarillo y negro de los machos y el verde y

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196
marrón oscuro de las hembras, que hacen muy difícil
distinguirlos, incluso con la lente más poderosa. Cuando son
espantadas, la oropéndolas, tras abandonar este refugio natural, se
dirigen con vuelo ondulado hacia un árbol similar, pasando de
otros como alcornoques y olivos, que tienen un tinte más
sombrío. He observado repetidamente esto durante muchos años,
y estoy convencido de que no es mera casualidad sino un hábito
regular, y debe aceptarse como un axioma que si se oyen
oropéndolas cantando en una ladera boscosa, es casi seguro que
se encontrarán posadas en los árboles de follaje más vivo que
haya en la vecindad.
Un cierto número de ellas se quedan a criar en el sur de
Andalucía, y todos los nidos que he visto, han estado colgados de
ramas de quejigos, normalmente hacia el extremo de alguna rama
colgante.
Estos nidos están admirablemente construidos con musgos
finos, líquenes y raíces fibrosas, tejidos alrededor de las ramas y
forrados con crines y lana. Los huevos son blancos,
delicadamente manchados y sombreados de púrpura. En 1906
encontré un nido entre las ramas más pequeñas, cerca de la copa
de un quejigo, a unos 40 pies (12 metros) de altura, y subí al
árbol. Cuando aún estaba a unos 12 pies (3,5 metros) por debajo
del nido, me di cuenta de que las ramas no soportarían mi peso.
Yo estaba deseando conseguir los huevos, así que me dediqué a
pensar cómo llegar hasta este aparentemente inaccesible nido.
Trepando hasta una rama adyacente, aparentemente más
resistente, que ascendía unos pies, alcancé un punto desde donde
me fue posible pasar el extremo de mi cuerda de seda alrededor
de una segunda rama cercana a la que soportaba el nido de las
oropéndolas. Entonces improvisé un aparejo, y con su ayuda jalé
las dos ramas juntas, atándolas al extremo de mi faja. Después
usé las dos ramas como un segundo punto de apoyo, y subiendo
por ellas un poco más pasé mi cuerda una vez más alrededor de
otra rama y, tirando de ella, la até a las otras dos. Por este

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197
procedimiento llegué, finalmente, a un punto que estaba al nivel
del nido desde donde me era posible pasar el extremo de mi
cuerda alrededor de la rama que contenía mi trofeo, y tirando de
ella hacia mi precario soporte, traerlo a mi alcance. Fue un
interesante despliegue de trabajo que produjo una negativa a la
reconocida inaccesibilidad de los nidos de oropéndolas, que están
así colocadas entre las ramas más pequeñas de los árboles altos.
De mi experiencia, en esta y otras ocasiones, deduzco que
teniendo suficiente cuerda ligera y práctica habitual a la hora de
trepar y usar cuerdas no hay un nido de este tipo que esté a salvo
del resuelto colector de huevos.
Entre las especies que crían en los agujeros de los
alcornoques y los alisos están el pico picapinos, las hermosas
abubillas (Upupa epops) y los autillos y mochuelos (Otus scops y
Athene noctua). No conozco aves más elusivas que éstas que
habitan en viejos árboles. Hace muchos años el Coronel Irby
encontró varios nidos de autillo golpeando los árboles, y así
escribió: "El nido se encuentra fácilmente golpeando alrededor
los viejos alcornoques con un bastón".
Durante más de treinta y cuatro años he intentado descubrir
los nidos de estos pequeños búhos, y he cabalgado y caminado
cientos de millas golpeando miles de árboles buscándolos. He
hecho incluso más, he convencido a innumerables amigos para
que hicieran lo mismo sin resultado, ya que nunca he sacado a un
búho de su nido por estos procedimientos. Después de pasar un
día así con algunos oficiales de la Marina alguien señaló que si el
Coronel Irby hubiera sabido la cantidad de palabrotas resultantes
de su consejo de golpear los árboles, se lo hubiera pensado
probablemente dos veces antes de hacerlo constar por escrito.
Uno de los reclamos más misteriosos de entre los bosques
espesos es la de la llamativa abubilla. Consiste en un grito
sorprendentemente suave y ululado de "up-up-up" repetido a
cortos intervalos. Aunque conozco de muchas parejas localizadas
en diferentes partes, es poco probable que uno sea capaz de

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198
encontrar el nido. Pero de entre todos los migrantes primaverales
que anuncian la llegada de la estación de cría, ninguno es más
sorprendente y más constante que el intensamente coloreado
abejaruco (Merops apiaster). Estos adorables pájaros llegan con
la más extraordinaria puntualidad año tras año, primero en
pequeños grupos de una docena o así, y luego en una corriente
continua.

Un claro en el alcornocal.
Su reclamo no se parece al de ningún otro pájaro, una
curiosa y líquida nota doble, que a veces, cuando pasan muchos
por encima, parece llenar el aire con su sonido. Y resulta un
sonido lleno de felicidad, ya que es una prueba inconfundible de
que la primavera está al llegar. Las primeras llegadas se producen
normalmente entre el 4 y 7 de abril; y desde esa fecha en adelante

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199
los bandos pasan durante semanas, diseminándose por todo el sur
de Europa.
El clímax de la migración, de acuerdo con el Coronel Irby
y mis propias observaciones, es hacia el 19 de abril. De aquí que,
siguiendo la costumbre española, él lo llamó "El Día del Santo
Abejaruco", y como tal ha sido conocido durante años por todos
aquellos que tuvieron la suerte de vagar por los espacios abiertos
del sur de España con aquel verdaderamente admirable
ornitólogo. En el pequeño jardín que rodea mi morada en el
campo, hay colocadas muchas colmenas de corcho y, año tras
año, he sido despertado a una temprana hora durante los primeros
días de abril por el bien conocido y familiar grito líquido de los
abejarucos que, deteniéndose en su vuelo desde las costas
africanas, procedían a cobrarse su impuesto a base de las
desafortunadas abejas que zumbaban sobre las colmenas. El
número de ellas que puede llegar a devorar una de estas aves es
realmente increíble.
Conozco pocas ocupaciones más fascinantes que la de
cabalgar o pasear a través de los alcornocales trazándose uno el
propio camino, de pronto emergiendo en algún claro de hierba a
través del cual cruza silencioso el corzo, siguiendo las veredas
sinuosas hechas por muchas generaciones de animales de carga
que, a veces, tienen atajos por cortados de arenisca o laderas,
constituyendo estrechos pasos apenas con anchura suficiente para
dejar pasar a una bestia cargada. En los bancos verticales de arena
los abejarucos excavan sus profundos pasadizos subterráneos, a
veces de 10 pies (3 metros) o más, al estilo de los aviones
zapadores, y depositan tres o cuatro huevos redondos de un
blanco brillante en una pequeña cámara en el extremo interior. La
forma más sencilla de alcanzar estos nidos consiste en observar
las aves entrando y saliendo de los numerosos agujeros, hasta que
se detecte uno que esté ocupado. Armado con una caña de pescar
telescópica japonesa he sondeado muchos de estos agujeros, y
cuando he encontrado uno que iba hacia arriba y como para llegar

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200
a razonable distancia de la superficie del suelo, midiendo con
cuidado la longitud del túnel y teniendo en cuenta su dirección,
he excavado desde arriba y he alcanzado el nido fácilmente.
Existen varios aspectos que sorprenden en las costumbres
de los abejarucos. Así, por ejemplo, construyen muchos más
agujeros de los necesarios. Posiblemente, al encontrar una piedra
o estrato duro que obstruye el camino abandonan su empeño, y lo
intentan de nuevo en alguna otra parte. Ciertos nidos están
colocados en una cámara a medio camino en el túnel y no en el
extremo. Unas semanas después de que los abejarucos se hayan
asentado en sus lugares de cría, sus largos y afilados picos están
desgastados considerablemente por el trabajo continuo de excavar
sus agujeros. Los lugares favoritos de los abejarucos para anidar
son los bancales de arena de lo ríos y otros cortados naturales en
el campo abierto.
El alcornoque es, sin lugar a dudas, un árbol bastante
pintoresco, y los destrozos causados en él al extraer la corteza
externa cada siete años contribuyen, de alguna forma, a la belleza
del panorama que se observa en los bosques. Los troncos
desprovistos de corcho son de un vivo color chocolate rojizo, y el
efecto de la luz del sol y la sombra, jugando a través de la bóveda
de hojas sobre las robustas ramas oscuras, salpicadas aquí y allí
entre los brotes dorados brillantes, junto con el follaje verde de la
aulaga y alto helecho es una alegría por siempre. Es curioso lo
profundas y alternas que son las sombras proyectadas por estos
árboles, y lo difícil que a menudo resulta distinguir bien sea
hombre o animal que se mueva entre la maleza bajo ellas.
Un nativo que lleve la habitual chaqueta chocolate oscuro
y que esté de pie apoyado sobre su larga chivata, como es su
costumbre, se integra tan perfectamente con sus alrededores
apenas hace a uno darse cuenta de su presencia. He pensado
siempre que el uniforme chocolate oscuro llevado por los
Cazadores Portugueses en la División Ligera durante la Guerra de
la Independencia fue probablemente elegido por esta razón de

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

201
invisibilidad en terrenos boscosos y quebrados. Los troncos de los
alcornoques mayores están cubiertos de musgos y helechos, por
encima de donde se ha extraído el corcho, y constituyen un
espectáculo bellísimo.
De las flores y arbustos florecidos que se encuentran en los
alcornocales, junto con las mariposas e insectos, sólo puedo decir
que se vaya a verlos en abril y mayo.
Resulta triste mencionar que en los últimos años, debido a
la generalización de la costumbre de guardar la caza en España,
ha sido declarada una guerra de exterminación en muchos lugares
contra águilas, halcones, milanos, aguiluchos y accipíteres. El
hecho de que algunos de ellos causan daños entre las perdices y
los conejos es innegable, pero la mayoría se alimenta
normalmente de culebras y grandes lagartos, que son enemigos
mortales de toda la caza alada e igualmente devoran sus huevos.
De aquí que en ningún otro país debieran ser más protegidas y
fomentadas las aves de presa que en España.
Pero en España los mayores enemigos de toda la caza, la
alada y la de cuatro patas, son los numerosos animales predadores
que abundan, literalmente, en algunas regiones. Junto con linces,
zorros y tejones, hay gatos silvestres, meloncillos, ginetas,
martas, turones, armiños y comadrejas, por citar algunos al azar.
Menciono aquí este asunto ante la posibilidad de que este libro
cayera en las manos de algunos que estén interesados en la
conservación de la caza en España, para persuadirles de que
empleen sus energías en la destrucción de los merodeadores de
cuatro patas y que cuenten con los servicios de águilas, milanos y
aguiluchos para mantener controlados los destrozos que causan
los reptiles.

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202
CAPÍTULO II

LOS MILANOS, EL AZOR Y EL GAVILÁN

EL MILANO REAL (Milvus milvus) - Maravillosa


capacidad de vuelo - Papel importante de la cola - Un nido de
milano - Una escalada dura - Captura del adulto - Vuelta a visitar
el nido veinticuatro años después - Milano y reptiles - El inmenso
daño causado por los reptiles en España - Las rapaces, su
principal control. EL MILANO NEGRO (Milvus migrans) -
Sencilla forma de identificación en vuelo - Migración primaveral
- Una colonia de milanos negros - Lugares de cría - Curiosa
predilección por trapos y papeles. EL AZOR (Accipiter gentilis)
- Hábitos ocultos - Constancia hacia el mismo lugar de cría - Un
nido dudoso - Fallo al identificar el ave - Una estratagema y su
resultado. EL GAVILÁN (Accipiter nisus) - Nido en el árbol del
águila calzada - Trepando árboles cubiertos de yedra.

EL MILANO REAL
(Milvus milvus).
Se me ha ocurrido a menudo, cuando
estaba observando milanos en vuelo,
que pocas aves son capaces de realizar
una exhibición más instructiva sobre
el arte o el mecanismo de vuelo. Que
ello se deba a alguna sutil
combinación de fuerza de las alas,
peso relativo o peculiaridad en la
forma, es difícil de decir, pero es
cierto que los milanos causan la
impresión de que se pueden mover con
mayor facilidad y precisión que la
mayoría de las otras aves.

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203
Milano negro (Milvus migrans) y Milano real (Milvus milvus)

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204
Debido a la incesante persecución de que es objeto en
nuestras Islas, el milano real es raramente visto y, naturalmente,
es reacio a dejarse observar por su consumado enemigo, el
hombre. Incluso en España, donde es tan abundante y se le
molesta tan poco, no resulta siempre fácil observar sus hábiles
movimientos a corta distancia. Pero al otro lado del Estrecho, en
Marruecos, deja de temer al hombre y, para mí, uno de los
placeres añadidos de acampar en los terrenos más salvajes de
aquel país es observar los milanos en vuelo a corta distancia.
Hasta que no tuve una experiencia como ésta, no me di cuenta de
la maravilla de precisión y gracia combinadas que caracterizan
los menores movimientos del milano. De marcha por Marruecos
encontré interesante anotar lo pronto que aparecían un par de
milanos reales en cuanto descargábamos los animales y
montábamos muestras tiendas, constituyéndose en los vigilantes
del lugar, volando en círculos, con frecuencia a no más de 20 pies
(6 metros) por encima de nosotros, y atentos a cualquier cosa que
merezca la pena su atención. Tras unos pocos golpes de ala, ni
siquiera un aleteo elaborado, uno de ellos nos pasaba planeando,
con alas inmóviles, la cabeza inclinada y el ojo amarillo brillante
escudriñando con cuidado todo lo de abajo. Y conforme pasaba
entre nosotros y el sol, la delicadamente coloreada cola en
horquilla parecía transparente y adoptaba un brillante tinte rojizo.
De repente, con un rápido pero bien definido movimiento, el
ángulo de la cola quedaría alterado y, obedeciendo a este
movimiento, la trayectoria del ave cambiaría con precisión
mecánica hasta que, un segundo y rápido giro de la cola la
volvería a traer a su camino inicial o, lo hacía girar en redondo,
como bien pudiera ocurrir. Observando un milano desde tan cerca
uno se da cuenta de lo muy importante que es el papel
desempeñado por la cola en el mecanismo de vuelo de las aves.
Por supuesto que el uso de la cola varía mucho de acuerdo con las
costumbres y formas de vuelo de los diversos órdenes de aves y,
probablemente, habrá muchas que la usen más que el milano.

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205
Pero debido al conspicuo color y a la longitud poco normal, y la
forma de la cola del milano, que llama la atención incluso de la
gente menos observadora, el efecto que produce sobre los
movimientos del ave es mucho más fácil de comprobar y permite
al espectador apreciar la conexión entre causa y efecto. Junto a la
rápida alteración lateral de la posición de la cola hay otro
movimiento por el cual es regulada la altura de vuelo y, todavía
otro, la repentina apertura de la cola como un abanico, por el que
la velocidad es controlada instantáneamente. Después de observar
los milanos deslizarse de esa forma, aparentemente sin esfuerzo,
en todos los ángulos y en todas las direcciones, uno se desespera
de los intentos humanos de convertirse en una máquina de vuelo.
Uno de los muchos días marcados con letra roja en mi vida de
buscador de nidos fue aquél en que acerté a localizar el lugar del
nido de unos milanos reales en un alto pino. El árbol no tenía
ramas en más de 35 pies (10,5 metros) con la excepción de un
muñón que parecía podrido a unos 20 pies (6 metros) del suelo.
En aquella época yo desconocía el manejo de cuerdas y otros
adminículos para trepar árboles. Así que comencé a trepar por el
gran tronco resbaladizo y, tras un intenso esfuerzo, alcancé el
pequeño muñón donde descansé para recobrar mi aliento y luego
seguir trepando. Nunca olvidaré la alegría que sentí al ver los dos
preciosos huevos sobre la sucia plataforma de trapos viejos y pelo
de cabra con que estaba revestido el nido. Tras enviar al suelo mi
preciado trofeo en una caja atada a una cuerda, icé mi trampa de
hierro con dientes despuntados y mandíbulas forradas, un regalo
de Lord Lilford, y la monté en el nido. Después de cubrirla con
algo del forro y colocar un huevo de gallina detrás, descendí y me
oculté en el matorral de jaras a unas 200 yardas (180 metros). El
milano volvió muy pronto y, entrando en el nido, disparó la
trampa. Inmediatamente salió huyendo, pero la cuerda que
sujetaba la trampa lo trajo hasta el suelo. Se trataba de mi primer
intento de atrapar una gran ave de presa y quedé muy complacido
al comprobar que estaba cogido por uno de sus dedos centrales y

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

206
sin daño alguno. Es difícil imaginar la belleza de un ave salvaje
así capturada, viva y sin daño. Supera, mucho más de lo que se
pueda imaginar, la de las aves mantenidas vivas en cautividad o
montadas por el más experto taxidermista.
Mantuve este ave en los barracones más de tres semanas,
tras las cuales lo solté, y tuve el placer de verlo junto con su
compañero cuando pasé cabalgando por el pinar unos días más
tarde, aun llevando las pihuelas de cuero que coloqué en sus patas
y que sin duda pronto perdería.
Esto era en 1879; muchos años después, en mayo de 1903,
llevé al Almirante Farquhar a este nido y lo encontré otra vez
ocupado por un milano real. El ave adulta estaba echada y se
negó a moverse hasta que mi plomada golpeó el árbol junto a
ella. Pronto lanzamos una cuerda y elevamos a un miembro de
nuestro grupo hasta el nido. Este nido contenía un joven milano
de unas dos semanas y otro de una semana, junto con un huevo,
lo que constituye una prueba de la irregularidad de la puesta de
algunas aves. También contenía los restos de un lagarto ocelado
de unas 18 pulgadas (46 centímetros) de longitud. Esos
deportistas ¡y por desgracia hay muchos! que preconizan la
matanza de milanos, aguiluchos y águilas en España con el
lastimoso pretexto de que son "tan destructivos para la caza",
harían bien en tener en cuenta la gran ayuda que reciben de ellos
para la protección de estas especies cinegéticas. La destrucción
causada entre aves y pequeños mamíferos por el elevado número
de grandes culebras y lagartos en la Península Ibérica, es poco
menos que increíble. Ambas clases de reptiles no sólo devoran
huevos y pollos, sino también aves adultas cuando surge la
oportunidad. De hecho, lo único que mantiene a raya el número
de estos reptiles, que son los más predadores de todos, es el
persistente efecto de depredación que ejercen sobre ellos muchas
de las grandes aves rapaces. Desafortunadamente, las fechorías de
tales aves, como capturar una perdiz o un conejo, son realizadas a
la luz del día, y a veces son vistas causando animadversión por

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

207
ello, mientras que los reptiles operan calladamente y sin ser
observados, a menudo de noche y siempre a cubierto. De aquí
que el alcance de su efecto predador pase generalmente
inadvertido. Por cada infortunado conejo que es atacado por un
águila, hay veintenas de gazapos que son tragados enteros por los
reptiles que saquean sus madrigueras. De aquí que todos y cada
uno de los métodos de control del número de culebras y lagartos,
tienden a incrementar la cantidad de caza alada y conejos, que en
España son tenidos en gran estima.
Nadie puede hablar con tan decidida autoridad acerca del
bien que realiza toda la familia de rapaces de esta forma como el
buscador de nidos y, sobre todo, el que visite todos los nidos y
esté acostumbrado a tomar nota de lo que ve. El resultado de mis
experiencias personales, de más de treinta y cuatro años, es que
difícilmente, con alguna excepción, todos los así llamados
destructores de caza, águilas y halcones, habitualmente depredan
sobre los mayores reptiles, como lo demuestra el hecho de que es
raro encontrar uno de sus nidos que no contengan los restos de
una culebra o un lagarto, particularmente esto último, mientras
que la excepción es encontrar conejos y, más aún, plumas de
perdiz.

EL MILANO NEGRO (Milvus migrans)

Aunque estrechamente relacionado con el milano real, que


es un residente del sur de España, el milano negro es uno de los
muchos migrantes primaverales. Como se puede ver en la
ilustración de las dos especies (pág. 204) existe un fuerte parecido
familiar entre ellos. En vuelo no es difícil identificar cualquiera
de las especies, ya que incluso a considerable distancia, la más
ahorquillada cola del milano real es claramente distinguible,
mientras que vistas las aves desde abajo, las alas del milano real
son mucho más claras en su superficie inferior, y están marcadas

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

208
con una conspicua mancha oscura. Finalmente, el milano negro,
además de su colorido más oscuro bajo las alas tiene una
apariencia distintivamente más oscura que su pariente por todas
partes, de aquí su nombre.
Cada primavera un gran número de milanos negros pasa
sobre el Estrecho hacia el norte, los primeros llegan hacia la
primera semana de marzo, y la migración alcanza su máximo
durante la última semana del mismo mes. Algunos pocos se
quedan a criar en diversos lugares de la vecindad, pero la mayoría
sigue hacia el norte y cría en colonias. En mayo de 1879 visité
una de éstas en el Coto de Doñana, con el Príncipe Imperial
Rodolfo, y trepé y cogí varios nidos.

Nido de milano negro en un alcornoque

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209
En cierta ocasión vi no menos de veintidós de estas aves
congregadas sobre un banco de barro de la marisma tostado por el
sol, entre los cerros de arena y los pinares. Era hacia el final de
mayo, el suelo estaba duro como el hierro y la hierba quemada
por el sol. Así y todo, estas aves parecían estar comiendo algo,
posiblemente pequeños saltamontes. Cuando todas se espantaron
produjeron un agudo y trémulo grito, y arrancaron a volar.

Nido y huevos de milano negro.

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210
Ambos milanos, real y negro, anidan, a menudo, en árboles
comparativamente pequeños. He encontrado varios nidos
instalados en alcornoques a 20 ó 30 pies del suelo (6 ó 9 metros).
Parecen preferir, siempre que sea posible, utilizar el nido
abandonado de alguna otra ave en lugar de tener que ocuparse de
construir el suyo propio.
Así, ésos de los alcornoques eran invariablemente viejos
nidos de águila culebrera que yo había visto ocupados por estas
aves en años anteriores. Los nidos en los quejigos eran similares a
los del águila calzada, y la mayoría de los que estaban en pinos,
aunque no todos, eran viejos nidos de cuervo. El nido que se
muestra en la foto de la página precedente está en un alcornoque
a unos 30 pies del suelo (6 metros) y fue construido
originalmente por un par de águilas culebreras. La pronunciada
curva que tiene la rama en la que está colocado el nido
proporciona alguna protección contra el merodeador casual pero
ninguna contra el experto trepador.
Como es bien conocido, los milanos son muy adictos a
forrar sus nidos con trozos de trapo y papel, y con todo tipo de
curiosos y abandonados desperdicios. El milano negro parece
poseer esta peculiar manía hasta un elevado grado, y algunos
nidos que he visitado han estado literalmente festoneados con
tales basuras. El clásico ejemplo de ello me fue narrado por Lord
Lilford en 1876. Allá por 1870 visitó un nido de milano negro en
un paraje remoto y encontró en su interior, entre otras cosas, un
fragmento de un periódico español en el que se anunciaba el
asesinato del desafortunado General Prim.
Yo no he llegado a encontrar algo tan interesante en un
nido de milano. En una ocasión encontré un delicado pañuelo de
batista que debía haber sido traído desde muy lejos, ya que los
habitantes de la sierra no incurren en tales lujos. En este nido de
la foto de la página anterior había muchos trapos de colores,
incluida una pieza de brocado que estaba extendida, como se
puede ver, al lado de los huevos.

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211
EL AZOR (Accipiter gentilis)

En los más recónditos parajes de los grandes alcornocales


de Andalucía vive el azor a lo largo de todo el año, pero debido a
sus hábitos salvajes y ocultos, escapa normalmente a la
observación. Así, aunque sé de algunos que han criado
regularmente en la misma zona desde 1871, cuando el Coronel
Irby encontró el nido por primera vez, aún no he visto en una sola
ocasión a estos accipíteres de alas cortas, excepto cuando he
levantado al adulto del nido. Sería difícil proporcionar una mejor
evidencia de sus costumbres inaccesibles. El nido de 1871 estaba
en un aliso, sólo a 15 pies (4,5 metros) del suelo, o mejor del
agua, ya que era en mitad de la casi impenetrable jungla que
cubre los profundos sotos o marjales en las regiones de bosque.
Veinte años después los azores aún criaban en la misma
localidad, si no en el mismo árbol, y la última vez que visité el
lugar, en 1903, aún estaban allí. Entretanto el emplazamiento
original del nido había sido abandonado por el trabajo de aclarado
y drenado del soto. Los alisos habían sido talados y los azores se
habían refugiado en un álamo cubierto de yedra donde había un
viejo nido de águila calzada a unos 40 pies (12 metros) del suelo.
Me resultaba imposible trepar en aquel momento y por ello
delegué con pena el trabajo en un oficial naval, quien tomó tres
huevos del nido. Era el 2 de mayo y estaban algo incubados, de
un color amarillo y marrón claro, como un huevo de somormujo,
exactamente como los descritos por el Coronel Irby en el nido
que tomó del mismo lugar treinta y dos años antes. Desde 1902
ha continuado el trabajo de aclarado del monte y los azores se han
visto obligados a buscar otros cuarteles.
En abril de 1906, cuando caminaba a través de una zona
muy espesamente cubierta del alcornocal, dentro de una milla
(1,5 kilómetros) de distancia del viejo emplazamiento de cría,
levanté un ave grande de un nido, cerca de la copa de un quejigo
cubierto de yedra. Un amigo que estaba conmigo trepó y

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212
descubrió 2 huevos que sospeché eran de azor, ya que los
describió como de un tinte azulado. Yo estaba de lo más ansioso
por coger algunos huevos de azor con mis propias manos, de
acuerdo con la norma que me he impuesto a lo largo de mi vida y
en cuanto a lo que respecta a mi propia colección de huevos, pero
no tenía sentido tocar éstos a no ser que pudiera identificar el ave
con seguridad.
Por tanto tras alejarnos del lugar durante algunas horas,
como para dar suficiente tiempo al ave adulta para volver y
echarse, me aproximé de nuevo despacio y la levanté. Debido sin
embargo al denso follaje, que formaba una bóveda continua por
encima, era imposible decir con seguridad si se trataba de un
águila calzada, un azor o alguna otra rapaz grande. Así pues, me
escondí con cuidado bajo una mata de zarza en un lugar desde
donde podía dominar la vista del nido, y esperé pacientemente
hasta casi la puesta del sol, pero el ave nunca volvió.
Dos días más tarde volví a visitar el lugar, de nuevo
levanté el ave del nido, y una vez más me fue imposible
identificarla. Aquello se estaba convirtiendo en una broma debido
a la ansiedad que yo tenía por identificar los huevos. No quería
matar al ave, ésta es una panacea para todas las dudas
ornitológicas que ha conducido a la innecesaria matanza de tantas
aves raras, ni tampoco me sentía en disposición de trampearla, ya
que ello podía significar algunas molestas escaladas para las
cuales no me sentía suficientemente fuerte. Por eso hice lo que
tenía que haber hecho antes, recurrir a una estratagema. Mis
varios intentos fútiles de identificar el ave me habían enseñado
que cuando abandonaba el nido, invariablemente, seguía el
mismo curso, marcando su camino velozmente entre las copas de
los árboles de alrededor. Siguiendo esta trayectoria, pronto
alcancé un claro abierto, y de una vez por todas, advertí que ésta
debía ser la ruta que tomaba siempre cuando huía tapado con los
árboles.

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213
Al día siguiente volví al bosque y, describiendo un amplio
rodeo, llegué al claro a un cuarto de milla del nido, y me desplacé
cautelosamente hasta que pude dominar el punto desde donde
preveía que podía aparecer el ave tras dejar el nido.
Escondiéndome entre las matas a menos de 200 yardas (182
metros) de este punto, envié a mi español dando un rodeo con
instrucciones de acercarse al nido por el lado opuesto, haciendo
suficiente ruido como para inducir al ave a deslizarse fuera de él
tranquilamente. Media hora había pasado cuando oí la voz de mi
hombre cantando para sí una de esos extravagantes ritmos
conocidos como malagueñas, según tenía por costumbre cuando
estaba solo, y en el instante siguiente una gran ave emergió
repentinamente del bosque, de entre las copas de los árboles
frente a mí, en el punto exacto donde yo estaba mirando. Tras
alcanzar el claro, descendió hasta unos 2 pies escasos (0,60
metros) sobre el suelo y vino rasante derecha hacia mí.
Inmediatamente me levanté y nos encontramos literalmente cara a
cara. ¡Una inconfundible hembra de azor! Tan cerca estábamos
que podía ver cada una de las marcas en su profusamente
barreada pechuga, mientras que su cola desplegada corrigió su
vuelo y, girando violentamente, se marchó a la derecha, entre el
bosque fuera de mi vista. La identificación fue absoluta. Por
tanto, dirigiéndome hacia el nido trepé hasta él, con no poca
dificultad, y tomé los huevos, en número de tres, pues había
puesto otro desde mi visita tres días antes. Pero cualquier intento
de fotografiar el nido o los huevos estaba condenado a fracasar.
Hacía un día precioso con una brisa fresca y toda la parte
superior del árbol se estaba meciendo al viento. Además, la
bóveda de hojas verdes que había por encima del nido se movía a
cada racha de viento, proyectando una sombra variable sobre los
huevos que era diferente a cada instante. Mi cámara Kodak era de
una sola velocidad y estaba claro que no había esperanza de éxito
en tales condiciones adversas. Ni yo lo conseguí.

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

214
Descendiendo, intenté obtener al menos una foto del árbol
y del nido desde abajo. Esto resultó igualmente complicado ya
que el árbol estaba en una zona muy densa y sombría, y rodeado
por otros cubiertos con sarmientos de vid silvestre y zarzaparrilla
que, agitándose al viento, impedían la vista desde cada lado. El
nido estaba casi oculto por la yedra de debajo y no resultaba
visible a través del visor de la cámara.
Mi experiencia de muchos nidos en posiciones similares
me ha mostrado la inutilidad de intentar fotografiarlos, ya que
con independencia de cómo de claras puedan estar las fotos, el
objetivo aparece en una escala tan pequeña que lo convierte en
algo de interés muy secundario.

EL GAVILÁN (Accipiter nisus)

Esta tan conocida especie británica resulta algo escasa en


el suroeste de Andalucía, a pesar de la gran cantidad de bosques y
terrenos asequibles a sus costumbres que allí existen.
Imagino, sin embargo, que es más común de lo que se
supone ya que en mis recorridos por las zonas boscosas,
encuentro alguno repetidamente. El primer nido que encontré fue
el 8 de mayo de 1878 y estaba colocado sobre un quejigo muy
alto cubierto de yedra. Contenía tres huevos bellamente
coloreados que tengo en mi colección.
Tres años antes, las águilas calzadas habían ocupado este
mismo nido. El árbol resultaba prácticamente inescalable sin
cuerdas debido a su gran tamaño. Gracias sin embargo a la masa
de yedra que lo envolvía, me fue posible superar esta dificultad y
llegar a un punto donde la anchura del árbol me permitía trepar
normalmente. Con los recuerdos de esta escalada aún frescos en
mi memoria, yo avisaría a todos los que intentan trepar grandes
árboles con la ayuda de tallos de yedra que sean extremadamente

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215
cuidadosos en la medida en que confíen en ellos para sujetarse, ya
que son muy traicioneros y a menudo ocurre que estos tallos,
aparentemente fuertes y sanos, se tronchan como una zanahoria
cuando se someten a un esfuerzo.

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216
CAPÍTULO III

EL ÁGUILA CALZADA (Aquila pennata) Y EL ÁGUILA


CULEBRERA (Circaetus gallicus)

EL ÁGUILA CALZADA - Costumbres de cría -


Aguiluchos - Una madre indignante - Criando aguiluchos - Su
mal carácter - Una dura lucha - "Operaciones de guerra" -
Volando águilas "al señuelo" - Un águila en el agua. EL
ÁGUILA CULEBRERA - Notable brillantez del iris - Reptiles
despertados por la inundación - Costumbres de cría del águila
culebrera - Un aguilucho en el suelo - Un modelo fácil - Uso de
una catapulta - Fotografía difícil - Un aguilucho eclosionando -
Fotografiando aguiluchos - Captura de un águila - Amansando un
águila adulta.

EL ÁGUILA CALZADA (Aquila pennata)

Esta es ya una de las tres especies


de águilas del sur de Europa que crían en
árboles y que se encuentra en abundancia
en los alcornocales y pinares de
Andalucía. Es una preciosa y pequeña
ave, de tamaño muy poco mayor que una
hembra de halcón peregrino, pero en
cuanto a forma y plumaje es cabalmente
un águila. Debe su nombre de calzada a
las plumas pardo amarillentas que le
crecen con profusión cubriendo el tarso
hasta el pie. Se trata de un visitante
estival, esencialmente, que llega desde
África hacia finales de marzo, anidando un mes después y
volviendo de nuevo al sur en septiembre.

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217
Águila calzada (Aquila pennata)

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218
Considerando el gran número de ellas que cría en los
grandes alcornocales es notable lo comparativamente poco que se
la ve en vuelo, aunque durante los meses de verano su grito se
puede oír, a intervalos, a lo largo del día.

Nido de águila calzada en una encina.

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219
Con frecuencia anida en algún árbol cubierto de yedra,
preferiblemente un quejigo, pero otras veces en un alcornoque. El
nido es pequeño y frecuentemente difícil de ver debido a la yedra.
Un emplazamiento favorito es la horquilla de una rama cerca del
tronco, difiriendo así del águila culebrera que habitualmente
construye su nido bien alejado, al extremo de una rama. Las
águilas calzadas ponen a veces en los viejos nidos del águila
culebrera.
Normalmente eligen un árbol que proporcione un buen
asentamiento para el nido, a 30 ó 40 pies (9 ó 12 metros) del
suelo, y parecen tener una particular predilección por los árboles
que crecen cerca de la cima de una ladera pendiente. A veces se
establecen en lugares más bajos, así el nido que se muestra en la
foto de la página anterior estaba emplazado en la horquilla de un
quejigo, a no más de 15 pies (4,5 metros) del suelo, sin embargo,
estaba cerca del tope de un escarpado risco, de 60 pies (18
metros) de alto.
Todavía no he visto un nido de águila calzada hasta el que
no pudiera trepar. En unos pocos casos se necesitaba una cuerda
para sobrepasar la parte baja del tronco, mientras que en otros
casos, esto se podía resolver trepando por una rama colgante.
La foto que se muestra en la página 93 para ilustrar la
subida a un árbol de esta manera, es de uno que ha sido utilizado
durante años por águilas calzadas, y aún lo siguen ocupando.
Todos los nidos que he visitado, y son muchos, han estado
hechos con ramas de encina que tenían las hojas secas y estaban
forrados abundantemente con hojas verdes. El cuidado que
dedican estas águilas a proveer de abundante recubrimiento
interno a sus nidos se muestra claramente en la fotografía de la
página siguiente, tomada cuando fue puesto el primer huevo,
donde las hojas que formaban el forro habían sido cortadas
recientemente. Ponen de uno a tres huevos, del mismo tamaño y
forma que los de una gallina inglesa.

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

220
Probablemente dos sea el número más habitual de la
puesta, y pasan varios días entre la puesta del primero
y del segundo huevo. Las calzadas son bastante irregulares en
cuanto a la fecha de cría, así he encontrado un nido con huevos
frescos tempranamente en el 12 de abril y otros mucho más
tardíos el 25 de mayo.

Huevo de águila calzada.

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

221
También he encontrado un nido con un pollo de sólo 2 ó 3
días el 27 de junio, y otro conteniendo dos pollos totalmente
crecidos, seguramente de seis semanas, el 1 de julio, sólo cuatro
días más tarde, dentro de la misma temporada.
Yo tuve por vez primera conocimiento del águila calzada
en mayo de 1875, cuando encontré una pareja criando en un árbol
muy alto cubierto de yedra en los alcornocales, cerca de
Gibraltar. Los sucesores de esta pareja aún crían en un árbol
similar a sólo unos pocos cientos de yardas del árbol original, que
fue cortado hace muchos años.
Los pollos comienzan a echar los cañones al final de su
tercera semana de vida, así el que vi el 27 de junio que he
mencionado antes tenía los cañones asomando el 17 de julio. En
esta visita, el adulto, que había abandonado el nido conforme yo
trepaba, se volvió cuando llegué al mismo, y vino a posarse en
una rama a menos de 30 pies (9 metros) de donde yo estaba. Allí
se quedó con todas sus plumas levantadas y las alas abiertas
gritando con fuerza durante todo el tiempo que estuve en el nido.
Esta es la única ocasión en que he visto un águila adulta montar,
incluso, un espectáculo para proteger a su cría.
Cuando un águila calzada está echada en su nido y es
espantada efectúa un extraordinario descenso en picado al
abandonarlo, a veces casi tocando el suelo, antes de enderezarse
hacia arriba y alejarse volando. No me cabe duda de que es esta
costumbre la que induce a estas aves a seleccionar para lugar de
cría árboles que crecen en las laderas de cerros empinados, que
proporcionan la facilidad adecuada para esta clase de huida. Es
curioso lo fácil que resulta errar el tiro de una de estas águilas
cuando realiza este descenso; de ello he presenciado repetidos
ejemplos. Las calzadas se capturan fácilmente en el nido, ya que
una vez espantadas vuelven muy pronto al mismo. Las he
capturado así con objeto de examinarlas e identificarlas y luego
las he soltado sin hacerles daño. Su alimentación favorita consiste
en jóvenes conejos, lagartos y culebras. Sus huevos están a veces

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

222
pintados con el tinte de las hojas frescas que forman el
recubrimiento interno del nido.
El color general de los adultos es oscuro por encima y
leonado amarillo claro por debajo; los jóvenes en su primer
plumaje son normalmente mucho más rojizos, pero algunos son
tan claros como los adultos.
He criado jóvenes cogidos en nido en varias ocasiones y
con éxito completo. En el año 1879 tuve tres, dos de un nido y un
tercero de un segundo nido. Los cogí justo antes de que
empezaran a volar y, consecuentemente, no tuve problemas en
criarlos. Pronto se hicieron muy mansos y tomaban la comida de
la mano pero, unas pocas semanas más tarde, desarrollaron la
verdaderamente aquilina característica de amilanarse.
Previamente les había colocado pihuelas en sus patas y los
había asegurado con un tornillo y una correa a sus maderos, y
además los había acostumbrado a ser llevados en el puño, al estilo
de los cetreros. A todo esto se sometieron sin inconvenientes pero
a la hora de la comida vinieron los problemas. Mientras que
permaneciera cerca de ellos, incluso teniendo la comida delante,
se negaban a mirarla. Las cosas fueron a más y en cierto modo
llegamos a una competición de aguante entre nosotros en cuanto a
qué postura sería la que prevalecería. En vano los dejé sin comer
varios días esperando así reducirlos a la sumisión. Por su parte, se
dieron cuenta de que me cansaba de estar observándolos, y aquí
estaban en lo cierto, ya que mi tiempo era de un valor peculiar en
este período de mi vida. Yo estaba realizando estudios para el
Staff College. Era el momento en que acababa de disponer una
silla a la sombra de mi refugio de forma que podía estudiar "Las
Operaciones de Guerra de Hamley" y mantener un ojo vigilando
el recalcitrante trío al mismo tiempo. Esto los cansó poco a poco
y, finalmente, un día después de una hora o más de estudio
distraído con un ojo en la Campaña de Jena y otro en los tres
rebeldes, oí un aleteo y, primero uno y luego los otros, se
precipitaron sobre los trozos de conejo que tenían enfrente y,

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

223
agarrándolos, inmediatamente se volvieron de espalda y
extendieron sus alas y colas como para ocultar su debilidad a mi
vista. Mi victoria fue sólo a medias pues cuando intentaba
observarlos comiendo se revolvían como siempre para enseñarme
sus espaldas. Hecho esto bajaban sus cabezas y proyectando las
alas cerradas hacia delante ocultaban completamente su comida.
Yo seguía sentado y al cabo del tiempo alguno de ellos asentaba
su plumaje y desgarraba salvajemente su alimento, pero el más
mínimo movimiento por mi parte daba lugar a que volviera una
vez más a su posición de bóveda animada, a base de desplegar
sus plumas y permanecer inmóvil. Recuerdo que en este período
crítico del adiestramiento de las águilas, de acuerdo con Hamley
"Soult estaba en Gera", pero de ninguna manera tengo conciencia
de lo que ocurrió luego, aunque puedo recordar con claridad cada
movimiento de las águilas.
Lentamente, pero con firmeza, obtuve el liderazgo sobre
ellos y al final no sólo comían en mi presencia sino que además
acudían hasta mí por alimento y volaban hasta mi mano
enguantada que sujetaba un tentador "señuelo" de cetrería.
Finalmente, adquirí tanta confianza en ellos que me arriesgué a
soltar a dos en los Llanos de Europa y volarlos al señuelo. Esto lo
hice con éxito completo y aunque fue un trabajo angustioso,
teniendo en cuenta lo peculiar del lugar, estoy convencido por su
comportamiento de que los podría haber volado sobre conejos sin
mayores problemas.
Durante mi viaje a Inglaterra a bordo del buque de la P &
O "Lombardy" en el siguiente noviembre, perdí una de estas aves
de la manera más trágica. La había atado en cubierta una tarde, al
respaldo de una claraboya, y durante mi ausencia temporal un
entrometido pasajero intentando desenredar la correa que había
quedado enredada ¡la dejó escapar! Incluso así el águila sólo se
movió unos cuantos pies a través de la cubierta. Justo en ese
momento volvía yo y estaba a punto de coger el ave cuando otro
indescriptible pasajero corrió hacia él. Por supuesto que se

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

224
levantó y voló sobre la borda. Estábamos frente a Cabo Finisterre
en aquel momento y navegando a unos once nudos, con el viento
dos puntos en nuestro arco de estribor. La pobre ave, tras volar a
sotavento durante un par de cientos de yardas (180 metros), giró y
se dirigió al barco. Pero no acostumbrada a volar y con el peso de
la larga correa y el tornillo, no podía adelantarnos y tras seguir en
nuestra estela durante un tiempo, descendió gradualmente más y
más, hasta que apenas esquivaba las crestas de las sucesivas olas.
En cierto momento se hundió en las fauces del mar, justo a
nuestra popa. Fue una escena de lo más lastimosa y estuve a
punto de seguirla por encima de la borda. Desafortunadamente
estaba demasiado disgustado como para informar del asunto a
nuestro buen Capitán Wyatt quién, tan pronto como se enteró de
la catástrofe, ofreció arriar un bote para intentar recoger el ave.
Era ya demasiado tarde. Incluso después del tiempo que ha
pasado resulta muy doloroso escribir acerca de esta infortunada
escena.

EL ÁGUILA CULEBRERA (Circaetus gallicus)

Entre las varias especies que crían en árboles y se


encuentran en Andalucía, la que sigue en cuanto a tamaño a la
gran águila imperial ibérica es el águila culebrera, conocida
también como águila de dedos cortos. Es un ave elegante y
fácilmente reconocible en vuelo debido a su pechuga y partes
inferiores de las alas muy claras, por lo cual es llamada en
Francia con el nombre de Jean-le-blanc. En España se conoce
como culebrera o cazadora de culebras. El dibujo del comienzo
de este capítulo es de un águila culebrera que observé un día a
muy corta distancia.
Está ampliamente distribuida por todo el centro y sur de
Europa, donde quiera que existan grandes bosques, llegando al
sur de España en gran número durante marzo y volviendo hacia el
sur en septiembre. De acuerdo con mis propias observaciones

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

225
unas pocas aves se quedan la mayor parte de muchos inviernos en
los claros resguardados de los alcornocales, en el suroeste de
Andalucía, pero la gran mayoría emigra, sin duda hacia el sur, tan
pronto como el tiempo otoñal obliga a los reptiles sobre los que
depreda a retirarse a sus refugios. Es un ave perezosa en vuelo,
salvo cuando se dedica a buscar alimento volando en círculos
altos; y se parece mucho a los ratoneros tanto por lo suave de su
plumaje como cuando se espanta y vuela. En varias ocasiones,
cuando estaba cazando con el Calpe Hunt en los alcornocales
durante los meses de invierno, he visto levantarse de mala gana a
una de estas grandes aves al pasar algún jinete cerca del árbol
donde estaba posada, y aletear lentamente hasta otro árbol, quizás
solo a 150 yardas (140 metros) más adelante, que sería de nuevo
abandonado cuando se espantara otra vez, para buscar otra percha
no muy lejos. Lo más sorprendente de esta especie es, sin duda, el
gran tamaño y el fuerte color amarillo de su iris que es casi igual
al del búho real por su brillantez. La mirada resentida en los
grandes y relucientes ojos de un águila culebrera herida es algo
difícil de olvidar.
Algunas aves son muy grandes, yo he visto una hembra
que medía casi 30 pulgadas (76 centímetros) y cuya envergadura
de alas era de más de 6 pies (1,80 metros), aun así este ave pesaba
menos de 4 libras (1,80 kilos), una buena prueba de la ligereza de
su plumaje, lo que da lugar a que parezca tan voluminosa de
aspecto. Se puede distinguir de otras grandes rapaces, fácilmente
y en todo momento, por sus largos y desnudos tarsos. La especie
mereció el nombre de águila de dedos cortos, por el cual se le
conoció durante un tiempo, por sus notablemente pequeños pies.
Ambos, pies y tarso desnudos, están bien adaptados para atrapar y
sujetar los resbaladizos reptiles sobre los que depreda. Su presa
favorita es el gran lagarto ocelado, así como toda clase de
culebras y, como queda dicho, los movimientos migratorios de
esta especie, así como los de toda una hueste de aves rapaces que
buscan su presa entre la numerosa vida reptiliana del sur de

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

226
España, están muy influenciados por las costumbres de las
culebras, que a su vez están influenciadas por las estaciones y por
el tiempo.
Viviendo como yo, de otoño a primavera y durante
inviernos sucesivos en Andalucía, se pueden observar muchas de
las costumbres de los grandes reptiles. Como norma, tanto los
grandes lagartos como las culebras se ven raramente durante el
invierno, pero una inesperada lluvia torrencial y la consecuente
inundación de las zonas bajas los hace reaparecer de pronto. Así,
durante el muy húmedo invierno de 1907-8 observé en diciembre,
diariamente, grandes lagartos ocelados, no ya de un verde
metálico con manchas azules como en los meses de primavera y
verano, sino de un apagado marrón sucio, y a menudo manchados
de barro, una prueba clara tanto del hecho de que habían sido
sacados de sus refugios por la afluencia de agua, como del efecto
que la ausencia de luz solar tiene sobre el matiz de estos tan
vivamente coloreados reptiles.
En un 28 de diciembre, y mientras estaba agachado a la
espera de los ánsares en un promontorio entre las aguas de una
laguna que estaba creciendo, vi varios grandes lagartos y culebras
tomando el sol en la parte respaldada y soleada de los lentiscos.
Se encontraban en un estado semiletárgico. Pero yo quedé
particularmente sorprendido por el instinto innato de
autoconservación que, ante esas inesperadas condiciones, los
inducía a elegir lugares donde una rama pendiente o una liana
colgante de zarzaparrilla les ofrecía protección frente al repentino
ataque de un águila, ratonero o aguilucho. Con la vuelta de la
primavera y el despertar general de la vida reptil, innumerables
aves rapaces fluyen desde el continente africano siendo su paso,
bien sea en solitario o en pequeños grupos, casi continuado
durante días siempre que el viento resulte favorable, lo que hace a
uno pensar dónde pueden encontrar suficiente alimento tantas
aves.

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

227
El nido de un águila culebrera es notablemente pequeño
para un ave tan grande. Como todas las rapaces, cuando las
condiciones son favorables ocupan la misma zona año tras año,
pero a diferencia de las demás, y debido a los peculiares
emplazamientos que elige, no puede confiar con contar con los
restos del nido del año anterior sobre los que construir el nuevo.
La gran mayoría de los nidos que he visitado, probablemente más
del 90 por ciento, han sido emplazados bien afuera sobre una
rama horizontal o incluso colgante de un alcornoque, y es
evidente que nidos en tales situaciones están particularmente
expuestos a ser destruidos por los vendavales del invierno.

Nido de águila culebrera sobre la copa de un alcornoque.

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228
Cuando ocurre esto, las águilas bien lo construyen de
nuevo en el mismo lugar, o bien eligen algún árbol cercano, ya
que parece que ningún tipo de amenaza o interferencia les hace
abandonar una particular localidad que hayan seleccionado como
su área de cría. Hasta tal extremo llevan las águilas culebreras
esta costumbre de anidar en la extremidad de una rama que me he
visto obligado a asegurarme con una cuerda antes de deslizarme a
lo largo de la delgada rama que soportaba el nido. A veces, los
nidos colocados en tales posiciones se llegan a desprender y caen
al suelo. Yo conocí un caso así en 1906, cuando un nido colocado
en el extremo de una rama pendiente de alcornoque se deslizó
gradualmente a través de las ramas pequeñas que lo sujetaban.
Mientras el ave adulta estaba echada, el desastre se posponía,
aunque era bastante obvio que el nido podía caer en cualquier
momento.
Cumplida la incubación el pollo rompió el cascarón y al
aumentar su peso a medida que crecía la tensión aumentó
demasiado. Un día ocurrió lo inevitable, de forma que nido y
pollo fueron al suelo. La altura no era grande, unos 12 o 15 pies
(3 ó 4 metros), y no sufrió daño alguno y los adultos continuaron
alimentando a su pollo en el suelo sobre los restos del nido, entre
las matas de jara. La culebrera es una especie que esencialmente
anida en árboles, tan solo una vez he encontrado un nido en un
acantilado y estaba entre las ramas de un madroño que crecía de
una grieta en la cara del cortado. El Coronel Irby, sin embargo,
encontró una vez un nido en Marruecos en una mata de lentisco,
con su base tocando prácticamente el suelo. Una y otra vez he
encontrado nidos altos en la horquilla de un gran árbol, bien a
salvo de cualquier molestia, excepto de aquella del gremio de los
inveterados buscadores de nidos que declinan admitir que exista
un árbol imposible si se cuenta con tiempo y los medios
necesarios.
Cada uno de los nidos que he visitado ha sido construido
exactamente de la misma forma, con la base de palos y ramitas y

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

229
algunas hojas secas, forrado con ramas verdes recién cortadas de
alcornoque o encina. Algunos de los nidos recién construidos son
poco más que una pequeña plataforma de palitos de menos de 18
pulgadas (45 centímetros) de ancha, con una suave depresión en
el centro. Los nidos viejos que han sido reparados son a veces del
doble de este tamaño y ocultan al ave adulta cuando está echada
sobre el huevo o pollo. Cuando un nido es suficientemente
amplio como para impedir al ave ver la aproximación de
cualquier intruso, aguantará a veces muchísimo, y he visto aves
que se negaban a abandonar el nido a pesar de golpear
repetidamente el tronco, quizás a menos de 20 pies (6 metros) por
debajo. A veces nada parece desalojarlos excepto un palo o piedra
que golpee el mismo nido. Secundariamente, esto me lleva a
señalar que en el caso de todas las aves que crían en árboles nada
resulta tan efectivo para asegurar si un nido está o no ocupado
como una catapulta cargada de canicas o guijarros. Por este
procedimiento he descubierto los secretos de azores, gavilanes,
cornejas, búhos, milanos y otras innumerables especies.
El huevo (sólo uno) lo ponen, de acuerdo con mis notas,
normalmente entre el 26 de marzo y el 16 de abril y es,
invariablemente, blanco puro y muy redondo de forma. Hay dos
tipos de huevos, unos con un granulado basto en su superficie y
otros muy lisos. Algunos huevos son considerablemente más
redondeados que otros. El mayor que he cogido medía 2,85 por
2,4 pulgadas (7 x 6 centímetros) y el más pequeño 2,8 por 2,25
pulgadas (7 x 5 centímetros). Es interesante mencionar que
aunque esta especie sólo pone un huevo en Marruecos, España y
Francia y en cualquier otra parte de Europa, en la India, de
acuerdo con Alan Hume, normalmente pone dos huevos.
Debido a la costumbre de anidar al extremo exterior de las
ramas pocos huevos de otras especies resultan más difíciles de
fotografiar. Además de la difícil y frecuentemente insegura
posición del fotógrafo, hay casi invariablemente algún
movimiento del árbol por el peso extra que soporta y por el

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

230
viento. De aquí que, por norma, ningún tipo de exposición resulta
posible. A estos inconvenientes hay que añadir que, por alguna
razón inescrutable, las culebreras son muy partidarias de construir
el nido en el lado oeste del árbol. Esta es mi propia experiencia.
Por supuesto, el resultado es que, en nueve de cada diez casos, el
sol se refleja en las lentes. Los casos desesperados requieren
remedios desesperados y, a veces, me he visto obligado a enfocar

Nido y huevo de águila culebrera.

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

231
mi cámara a 18 pulgadas (45 centímetros) de distancia y sujetarla
en el lado opuesto del nido, pero mirando hacia mí, para dejar al
sol por detrás y tomar así la exposición. Puesto que,
evidentemente, es imposible mirar por el objetivo en tal situación,
hay un delicioso elemento de incertidumbre. Algunas veces se ha
conseguido un notable éxito, como se puede ver en la foto del
huevo representada al final de este capítulo.

Huevo de águila culebrera.

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

232
La foto de la página anterior es de un nido cerca de la copa
de un diminuto alcornoque que me permitió obtener una buena
vista del mismo desde una rama adyacente.
Yo cogí mi primer huevo de esta especie en compañía del
Coronel Irby en 1877. Subiendo al nido oí un tenue piído y me di
cuenta de que procedía del huevo que estaba eclosionado. Como
la hembra había sido abatida tomé el huevo solo para descubrir a
nuestra llegada a casa, al anochecer, que el pollo había salido
durante nuestra cabalgada de vuelta.
Pocas águilas son más fieles a una particular localidad que
ésta. Año tras año anidará en uno de los tres o cuatro sitios que
utiliza en rotación, todos ellos muy cercanos entre sí. Si un árbol
es talado elegirá otro cercano y construirá un nuevo nido. A pesar
de su aparente abundancia nunca he sabido de más de una
pareja ocupando el mismo valle boscoso, aunque no muestran
objeción a los milanos negros o reales que crían en su vecindad.

Pollo de águila culebrera con una semana de vida.

Los huevos se manchan pronto tras ser puestos, con las


hojas verdes del nido y también con la sangre de los reptiles.

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233
Resulta corriente encontrar los restos de una culebra o un lagarto
en el nido de un ave incubando.
Los pollos recién salidos del cascarón no son mucho más
que una bola de plumón blanco con ojos y pico muy oscuros. El
aguilucho que se muestra en la página anterior fue fotografiado el
10 de mayo, cuando tenía justo una semana.
Como ocurre a menudo, el nido estaba en un alcornoque
que se estaba balanceando con el viento. Después de tomar la
primera foto, aparentemente sin haber sido visto, me agaché fuera
de la vista del pollo y preparé la cámara para otro intento.
Colocándola en el borde del nido, me incorporé suavemente
esperando no alarmar al pequeño, pero había detectado mi
presencia y se volvió hacia mi furioso.

Pollo de águila culebrera asustado al ser fotografiado.

Resultaba cómico ver tanta cólera e indignación


concentradas en menos de 4 pulgadas (10 centímetros) de plumón
blanco.

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234
En cautividad esta especie se hace pronto mansa y tratable,
incluso cuando se captura de adulto. El 6 de abril de 1879,
cuando cabalgaba a través de un claro en un alcornocal donde
estas aves crían todos los años, se vino una hembra volando en
círculos sobre mí, gritando agudamente, como suelen hacer
cuando alguien se acerca a su nido. Aquel día no pude hacer
nada, pero luego encontré el nido a unas 300 yardas (273 metros)
del lugar donde ella había mostrado su alarma. Contenía un
huevo algo incubado. Lo reemplacé por un huevo de gallina y la
capturé con trampa al volver al nido diez minutos más tarde. Era
un ave preciosa, y una vez asegurada echándole encima mi
chaqueta la até en su interior con mi faja y cabalgué hacia casa.
El macho adulto, que evidentemente había presenciado mi nefasto
proceder desde lejos, me siguió por el alcornocal y fuera de él,
por el llano que había detrás durante más de dos millas (3
kilómetros), volando en círculos por encima y gritando
quejumbrosamente de vez en cuando. Mi pájaro se adaptó pronto
a su confinamiento, y en menos de tres semanas la podía llevar al
estilo de los halconeros, sin problemas. Precisamente regalé este
ave al Príncipe Rodolfo, quien se la llevó con él en su yate, el
Miramar. Lo último que oí acerca de él, unos años después, es
que estaba viva y bien.

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235
CAPÍTULO IV

EL ÁGUILA IMPERIAL IBÉRICA


(Aquila adalberti)

La más grande de las águilas que crían en árboles - Formas


de identificación a distancia - Comparación con el águila real -
Cambios sorprendentes del plumaje - Un nido en un marjal -
Belicosidad de las águilas - Nido en un álamo negro - Un
interludio torero - Toros de "maneras suaves" y lo opuesto -
Huevos bellamente coloreados - Trampeo de un águila, una huida
afortunada - Alimentación del águila - Costumbres - El "Águila
Negra" - Un trofeo del Regimiento.

Una de esas curiosas anomalías con las que


uno se encuentra constantemente, en lo que
se refiere a las costumbres de las aves
salvajes, consiste en que en el sur de
España, donde abundan grandes roquedos
que ofrecen lugares seguros para criar, de
las cinco especies de águilas que viven allí
sólo dos anidan en las rocas, mientras que
las otras tres crían en los árboles. Y no sólo
eso sino que, además, estas lo hacen
frecuentemente en árboles extremadamente
pequeños, en algunos casos a solo 15 pies
(4.5 metros) del suelo.
La mayor y más importante de entre estas especies que
crían en los árboles es la bella águila de hombros blancos o como
también se la llama, águila imperial ibérica, representante
occidental del águila imperial (Aquila heliaca) del este de
Europa. Esta ave, en su forma, vuelo, aspecto general y
costumbres, se parece mucho al águila real.

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Águila imperial ibérica (Aquila adalberti)

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Es, sin embargo, más ligera y menos corpulenta, y en cierta
medida menor, excepto en el caso de individuos muy jóvenes es
fácilmente reconocible por sus hombros blancos, de aquí el
nombre.
En vuelo a distancia o alta por encima requiere un ojo
rápido para ser identificada y, personalmente, nunca quedo
satisfecho cuando observo un ave volando en círculos, hasta que
la veo girar y mostrar su espalda y las supracobertoras alares,
cuando los hombros blancos, si es que los tiene, delatan sin duda
a la especie.
En general, en el sur de España el águila real se
circunscribe a las sierras más altas donde busca sus presas en las
laderas abiertas con árboles escasos y repartidos, mientras que el
águila imperial frecuenta las tierras bajas, y se la ve,
normalmente, volando en círculos sobre las llanuras y marjales, o
volando a lo largo de los cerros cubiertos de monte bajo
adyacentes a ellos. Pero no hay una regla fija y segura sobre el
particular, pues yo he encontrado nidos de águila imperial en
recónditos valles boscosos a mayor altura que los de águila real
situados en cortados de la misma zona.
A pesar del parecido de las dos especies en vuelo, el águila
real es notablemente más corpulenta, especialmente en cuanto a
patas, pies y garras. Así, una hembra puede tener una garra en el
dedo posterior, medida a lo largo de la curva de 2,75 pulgadas (7
centímetros), mientras que la del águila imperial es de 2 pulgadas
(5 centímetros). Asimismo, la garra del dedo más interior del
águila real es de 2,5 pulgadas (6 centímetros), mientras que en el
águila imperial es de sólo de 1,75 pulgadas (4,5 centímetros).
Esta ave experimenta cambios sorprendentes en su
plumaje. Durante el primer año, o incluso los dos primeros, es de
un color uniforme rojizo leonado, luego sigue un estado
intermedio cuando el leonado se mancha de negro y, finalmente,
el plumaje de adulto, de un rico marrón oscuro, tan oscuro que
parece negro en vuelo. Durante mucho tiempo estas aves

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inmaduras leonadas, se tenían por ejemplares de águila rapaz
(Aquila rapax), una especie más pequeña cuyo hábitat es África,
y fue el Coronel Irby quien por vez primera notó el error.
Aparentemente, solo adquieren los hombros blancos al tercer año
pero, como ocurre con algunas otras rapaces, estas aves se
emparejan y crían a veces con plumaje inmaduro. El Dr. Stark
comprobó esto en 1876, y he oído mencionar otros casos desde
entonces. En su plumaje perfecto de adulto algunas aves son
intensamente negras, y de aquí que la especie sea ampliamente
conocida entre la población del sur de España como "águila
negra". He visto aves adultas que bajo ciertas condiciones de luz
parecían tan negras y casi tan brillantes como un cuervo.
La primera vez que observé esta especie fue de una forma
curiosa e inesperada. En el mes de mayo de 1875 y en compañía
de Fergusson estaba buscando en un marjal, entre unas manchas
de eneas, nidos de buscarla unicolor (Locustella luscinoides)
cuando alcanzamos a ver un gran nido emplazado en un aliso
grande, a cierta distancia en el marjal. Yendo hacia él vimos que
estaba rodeado por una apretada jungla de alisos, sauces y
mimbres, todos ellos tan espesos y entrelazados por rosales
trepadores y enredaderas que resultaban casi impenetrables. Bajo
los árboles el fango blando y negro llegaba hasta la rodilla, y en
algunos lugares había charcas profundas que cruzábamos pisando
a lo largo de las nudosas raíces de los alisos, agarrándonos de vez
en cuando a algunas ramas de árboles jóvenes. Estaba claro que
las águilas se sentían seguras en tan espesa mancha. Mientras nos
esforzábamos por abrirnos paso a través de este laberinto de
plantas acuáticas se nos unieron dos españoles que estaban
ocupados en la captura de sanguijuelas, y con su ayuda abrimos
un sendero por la jungla hasta el árbol. Al acercarnos al nido, que
estaba a menos de 20 pies (6 metros) del agua, se levantó un
águila imperial que estaba echada en él, quedándose de pie sobre
el mismo. Yo no había visto antes a corta distancia ningún águila
viva de ninguna especie y, lamento decir, que le pegué un tiro. El

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dibujo reproducido al comienzo de este capítulo del nido. en el
aliso seco. corresponde a uno que hice en aquel momento en mi
cuaderno de notas. Treinta y tres años han pasado desde que
cometí este cruel asesinato, y todo lo que puedo decir en descargo
de ello es que a pesar de las muchas oportunidades que he tenido
desde entonces, nunca he vuelto a matar un águila imperial.
Tras subir al nido no fue fácil mirar dentro de él, ya que
sobresalía por todos lados en la copa del aliso. Finalmente lo
conseguí y encontré que contenía un solo huevo blanco, más
pequeño que el de un aguilucho lagunero. Este, cuando lo vacié,
no tenía yema, y además presentaba una delgadez y rugosidad
anormales en la cáscara. Puesto que el adulto estaba echado sobre
él, no tengo duda de que el nido había sido despojado de huevos o
pollos anteriormente y que este huevo anormal había sido dejado
o puesto con posterioridad.
El nido era un enorme montón de grandes palos y ramas, y
estaba curiosamente forrado con pelo de cabra, lana de cordero y
plumas, algo que me llamó la atención, y que imaginé concordaba
con las costumbres de esta especie. El adulto, una hembra, estaba
con el plumaje marrón oscuro uniforme -no el negro- y medía 34
pulgadas (86 centímetros) de longitud, con una envergadura de
alas de 80 pulgadas (2 metros) y un peso de 8 libras (3,6 kilos).
Dos años más tarde me dijo el Coronel Irby que había
visitado este mismo nido en 1873 y había observado una pareja
de buitres negros reparándolo y forrándolo a finales de febrero. El
Coronel Irby me dijo, además, que en 1874, el año antes de mi
visita, un par de águilas imperiales había ocupado este nido y lo
había recubierto con ramas verdes, de acuerdo con su costumbre
habitual; el nido entonces, no tenía huevos.
La razón de ello la supimos por nuestro acompañante
español, Juan Palo, un famoso y viejo cazador local bien
conocido por sucesivos grupos de cazadores de La Roca entre
1869 y 1879. Nos dijo cómo ese mismo año había tomado tres
huevos de este nido, y que uno de ellos era anormalmente

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240
pequeño y se parecía al huevo sin yema que nosotros habíamos
encontrado. Desde 1875 he visitado muchos nidos de águila
imperial y todos, sin excepción, estaban forrados con ramas
verdes de alcornoque o acebuche. De aquí que me imagino yo
que el nido que encontramos había sido reparado y forrado por
cigüeñas.
Las águilas criaron en el mismo árbol en el marjal en 1876
y en varias ocasiones las vi planeando sobre los llanos cerca de
allí. Luego, en el verano, el viejo aliso y la mayor parte de la
mancha fueron destruidos por un gran fuego y por ello las águilas
fueron a ocupar un viejo nido de cigüeñas en un gran árbol a
menos de media milla (800 metros) de su viejo refugio. El 23 de
febrero de 1877, cuando estábamos cazando agachadizas, visité
este lugar. El árbol crecía al borde de un arroyo y muy cerca de
un vado que usaban mucho los campesinos que cuidaban los
rebaños por allí. Era un lugar de los que no suelen elegir las
águilas, pero sin duda confiaban en la naturaleza inaccesible del
árbol. Este, un bonito álamo negro con ramas muy abiertas, no
tenía ramas en unos 12 ó 15 pies (3,5 - 4,5 metros), y resultaba
casi demasiado ancho para abrazarlo, con una circunferencia a 5
pies (1,5 metros) del suelo de más de 70 pulgadas (1,75 metros).
De alguna forma conseguí obtener un asidero en la corteza, y tras
una deslizante trepa alcancé la rama más baja, después de lo cual
mi ascensión fue bastante más fácil. Al llegar al gran nido
encontré, como anteriormente, alguna dificultad en remontar el
borde, ya que estaba proyectado hacia afuera como la cubierta de
un barco de vela. Estaba recién forrado con ramas verdes pero sin
huevos. Puesto que yo tenía que volver a La Roca al día
siguiente, di instrucciones solemnes a mi subalterno, Juan Palo,
para que volviera más tarde. Aunque así lo hizo fue incapaz de
subir al árbol o encontrar a alguien que lo hiciera.
Mi descenso de este árbol estuvo marcado por un ridículo
incidente que no podía tener lugar en otro país más que en
España. Acababa de deslizarme hasta el suelo por el gran tronco y

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

241
estaba recogiendo la escopeta que había dejado apoyada en un
arbusto antes de subir, cuando fui sorprendido por el frenético
alarido de un español y, mirando alrededor, vi un toro joven -de
dos años con cuernos cortos pero afilados- que se dirigía hacia
mí. Cuando me percaté de él, venía por la vereda que llevaba al
vado, a menos de diez yardas (9 metros) de mí y seguido de cerca
por un vaquero a caballo provisto de la usual lanza larga o
garrocha, que hacía lo que podía en su intento de volver al eral
antes de que alcanzara el vado. Di un salto hacia el árbol y a pesar
de su tamaño conseguí de alguna forma agarrarme a unos 6 pies
(1,80 metros) del suelo, pero no pude hacer más, ni siguiera
volver la cabeza. Allí me abracé, como un gato acosado por un
perro, incapaz de ningún esfuerzo más. El toro me pasó muy
cerca por debajo, a toda prisa salpicando barro y agua a todo
alrededor, y al llegar a terreno abierto, a unas 30 yardas (27
metros) más allá, dio la vuelta y se vino hacia mí. Cuando su
perseguidor emergió del matorral que bordeaba el arroyo, el
joven salvaje hizo una valiente embestida sobre él. Pero fue
vuelto fácilmente por la aguda punta de acero de la garrocha, que
lo hirió en el lugar adecuado, arriba en la espalda, tras lo cual se
fue galopando perseguido por el caballista. Estas escenas tienen
lugar corrientemente en las zonas más agrestes de Andalucía,
donde es costumbre mantener a los jóvenes toros en piaras hasta
que tienen los 3 años. De vez en cuando los propietarios
inspeccionan con cuidado estas piaras y los subdividen con
diversos fines. En tales ocasiones los vaqueros juegan un
importante papel, montados y provistos de sus largas lanzas.
Durante el proceso de "sacar" algún joven toro en particular de
mitad de la piara, no es infrecuente que vaya lejos y tenga que ser
perseguido y vuelto, y esto es lo que ocurrió el día que visité el
nido del águila, que uno de estos rebeldes se vino hacia mí.
En aquella época una famosa piara de toros, una ganadería
de lidia conocida como de "la viuda de Varela" ocupaba esta
zona, y tras varias aventuras y huidas aprendimos a regular

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242
nuestros movimientos y correrías en busca de nidos sin molestar a
los toros más viejos, que en solitario resultan peligrosos. Hoy día
los toros destinados a la Plaza no se mantienen ya en piaras por
esta zona, y su lugar ha sido ocupado por animales más pacíficos,
cortésmente descritos como mansos, en contraposición a sus
parientes más formidables llamados bravos. Pero me siento
obligado a decir que este término no es más que relativo y, por mi
profundo conocimiento, a veces bastante profundo. Acerca de las
costumbres de los toros españoles en las regiones más remotas
del país yo recomendaría encarecidamente a cualquier inglés que
se encuentre con uno de ellos que le haga un amplio cerco.
Encontrándome tan a menudo entre estos animales he aprendido
suficientemente cómo conducirme sin molestarlos. Pero debe
adoptarse como un axioma que es mejor no acercarse a ningún
toro, no importa cómo de "apacible" pueda ser, si se va a pie. Hay
algo en la forma de vestir y la voz de un inglés que irrita al
ganado español; esto, unido a la peculiarmente inglesa costumbre
de detenerse y señalar con el dedo a cualquier objeto de interés se
supone que altera la ecuanimidad del toro más manso. Un
magnifico toro de siete años, viejo amigo y vecino mío, que
toleraba todas estas familiaridades y que se suponía que era
absolutamente manso, fue sin embargo incapaz de tolerar la
impertinencia de ser fotografiado a 25 pies (8 metros).
¡Afortunadamente había una tapia no muy lejos!
Pero debo volver a mi árbol, donde me había quedado
trepando. Al bajar de tan incómodo posadero, fui a recoger mi
arma y ¡no estaba! No podía dar crédito a mis ojos, ya que un
minuto antes la había visto apoyada en el arbusto. Puesto que
estaba claro que ni el hombre ni el toro la habían cogido, supuse
que de una forma u otra había debido caer al arroyo. Había una
poza profunda cerca del tronco del árbol y, metiéndome en ella
con agua casi hasta la cintura, palpando con los pies, pisé algo
duro que resultó ser la escopeta. Era evidente que el toro, al pasar
corriendo a mi lado, había "enganchado" habilidosamente el arma

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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con su cuerno. Afortunadamente estaba muy ocupado como para
prestarme su atención. Mis compañeros de caza que habían
estado almorzando en un lugar a salvo a 100 yardas (90 metros)
del árbol y que habían tenido una vista completa de la exhibición
que tan inesperadamente yo les había suministrado, se me unieron
entonces y estaban de lo más divertidos, bastante más que yo,
dado mi estado y el de mi escopeta.
A primeros de febrero de 1878 vi esta misma pareja de
águilas imperiales construyendo un gran nido en otro pequeño
aliso en el gran marjal, no lejos del primer nido que he descrito.
De este último fueron tomados tres huevos, espléndidamente
manchados, un cuatro estaba roto desafortunadamente. Como
norma general los huevos de esta especie son, en general, blancos
con unas pocas tenues marcas rojizas. Pero en no menos de tres
ocasiones he conseguido huevos bellamente manchados,
ricamente sombreados de púrpura y salpicados de marrón rojizo.
En tamaño son, por norma, más pequeños que los del águila real.
El mayor de los que yo he cogido medía 2,9 por 2,3 pulgadas
(7,30 por 5,80 centímetros). Igualmente se pueden encontrar
algunos huevos de águila real más pequeños que los más grandes
de águila imperial.
Al enseñarle mis puestas coloreadas de huevos de águila
imperial al difunto Mr. Henry Seebohm se quedó tan convencido
por el tamaño y las manchas de que debían ser de águila real, que
me insistió una y otra vez en que debían ser identificados como
tales. Puesto que como queda aquí descrito, yo estaba bien
convencido de la identidad de las águilas y de todas las
circunstancias, naturalmente me mostré resulto a no hacerlo. Se
trata de un buen ejemplo de los peligros que rodean a cualquier
intento de identificar huevos por su tamaño y colorido, lo que ha
hecho que desde entonces dude de las colecciones que han sido
reorganizadas por tales expertos. En 1879 estas águilas criaron en
el gran árbol de 1877 y de allí obtuve dos huevos finamente
coloreados que luego di al difunto Príncipe Rodolfo.

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244
Hace ahora unos treinta años desde que molesté por última
vez a estas águilas. Durante este tiempo el profundo cenagal que
servía como hábitat regular para la buscarla unicolor y otras aves
de costumbres similares ha sido drenado, la densa espesura
aclarada y toda la zona resulta mucho más frecuentada. Las
águilas, sin embargo, han permanecido fieles a la localidad y, de
vez en cuando, las he visto planeando por allí. En 1907 pasé un
día en el lugar y me alegró mucho comprobar que aún estaban
criando en la vecindad.
Expondré ahora mis experiencias acerca de otra pareja de
estas grandiosas aves que según mi cuenta ha criado en los
alcornoques de una de las grandes gargantas de la sierra durante
treinta y cinco años. Las vi por primera vez en 1875, pero pasaron
cinco años antes de que cogiera sus huevos, un par de ellos
elegantemente coloreados, en marzo de 1880. Pasaron catorce
años antes de que volviera de nuevo a este mismo valle, y allí
estaban fijas las águilas, criando pacíficamente en un alcornoque
a menos de 30 pies (9 metros) del suelo. Este nido era el mayor
que yo había visto, medía 8 pies y 6 pulgadas por 5 pies (2,5
metros por 1,5 metros) y era, evidentemente, el resultado de
muchos años de trabajo, con la parte más nueva y habitada
construida en el borde de un nido anterior que se había deslizado
de su posición original, de aquí su forma elíptica. Estaba forrado
con gran cantidad de ramas recién cortadas de alcornoque y
contenía dos huevos apenas manchados, de hecho de coloración
normal. En aquel momento yo quería un ejemplar vivo de esta
especie, por lo que habiendo reemplazado los huevos por un par
de huevos de gallina, armé mi trampa -un cepo circular sin
dientes y con las mandíbulas cubiertas de cuero de gamuza- en el
lugar por donde el águila entraba al nido. De acuerdo con mi
costumbre la trampa estaba asegurada por 30 yardas (27 metros)
de una cuerda fuerte a una rama muerta que yacía en el suelo bajo
el árbol. Me oculté en un brezo alto a unas 300 yardas (270
metros) y esperé acontecimientos. El águila hembra volvió muy

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245
pronto, y posándose en el borde del nido, caminó a su interior.
Un segundo más tarde se levantó, y por un momento imaginé que
había visto la trampa y se había espantado. Sin embargo no fue
así, ya que tras volar unas 25 yardas (23 metros) comenzó a
aletear pesadamente y perdiendo su equilibrio cayó hacia abajo.
Corriendo hacia el lugar la encontré colgando a unos 6 pies del
suelo (1,80 metros) y cogida por una garra en la trampa.
Conforme me acercaba intenté quitarme el abrigo para echárselo
encima pero, dando un traspié, me caí aparatosamente de cabeza
entre las rocas y el brezo. Cuando me recuperé y levanté la vista
¡se había escapado!
Aparentemente mi aproximación la hizo desplegar un
esfuerzo supremo por soltarse, y se soltó y se marchó ilesa.
Aunque en aquel momento yo estaba muy decepcionado, desde
entonces nunca he dejado de estar contento de que se me
escapara. De hecho ahora no puedo imaginar cómo pude haber

Nido de águila imperial en una encina.

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246
intentado tal acto de crueldad atrapando un ave adulta
acostumbrada desde su nacimiento a vagar por aquel glorioso
paraje.
Este águila estaba en su plumaje habitual de adulto, marrón
muy oscuro por todas partes excepto en la nuca, los hombros
blancos y la cola profusamente barreada de grises y marrones. Su
compañero, al que yo observaba continuamente posado en una
cima rocosa cerca del nido, era sin embargo de una negrura
brillante.
La pareja frecuenta, todavía, la misma región y los he visto
ocupando cuatro emplazamientos alternativos, todos en el mismo
valle y todos en alcornoques, variando en altura de 15 a 30 pies
(4,5 metros a 9 metros). Sólo los he molestado una vez desde
1894, cuando el nido contenía 3 huevos de color blanco sucio,
muy manchados de amarillo (que deduzco era de las hojas verdes
de alcornoque) y con muy pocas tenues marcas rojas. Uno de
estos huevos había sido perforado por las agudas garras del
águila, algo no del todo infrecuente con los huevos de aves
rapaces.
Su alimento favorito consiste en liebres y conejos, aunque
también capturan perdices y otras aves. En un nido encontré una
avefría, mientras que el Dr. Stark encontró un nido que contenía
los restos de no menos de siete conejos, tres perdices y una
cigüeñuela. Cuando he estado acechando a los gansos y patos,
durante los meses de invierno, las he visto constantemente
cazando sobre las lagunas y las tierras encharcadas adyacentes,
pero nunca he tenido la buena suerte de verlas perseguir o
capturar algún ave acuática, aunque su presencia parece infundir
siempre terror entre los grandes bandos de silbones y cercetas
obligándolos a levantarse y posarse de nuevo con gran estruendo
de alas.
Siendo esencialmente aves de las llanuras, son muy
propensas a posarse en la cima de los cerros suaves que bordean
los marjales, donde permanecen inmóviles por un tiempo

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247
indefinido antes de continuar volando en círculos en las alturas.
En noviembre pasado, cuando cabalgaba a través de unos cerros
para tirar agachadizas, vi una en tal situación, y parecía tan
intensamente negra a la luz del sol, que hasta que saqué mis
prismáticos imaginé que se trataba de un cuervo. Por curiosidad
intenté ver cuánto me podía acercar siguiendo la vieja
estratagema de los exploradores de pretender no haberla visto
mientras estaba al descubierto y, una vez oculto por un relieve del
terreno, galopar derecho al lugar. El truco tuvo éxito, y tan
completamente engañada estaba esta esquiva ave, que cabalgué
hasta unas 30 yardas (27 metros) de ella antes de que me viera.
Estaba soplando un medio vendaval en aquel momento y el
águila, al tener que levantarse pico a viento, se vino aleteando a
menos de 15 yardas (13 metros) de mí. Fue realmente una
grandiosa vista la de aquella espléndida ave luchando así con los
elementos a tan corta distancia. A la luz del sol, el dorado pálido
del cuello y nevada blancura de los hombros formaban un notable
contraste con el fuerte marrón oscuro de la espalda y las alas. No
es de extrañar, por tanto, que todos los españoles la conozcan por
el nombre de águila negra.
En las sierras, el águila real, que también parece oscura en
vuelo, es conocida por este nombre, mientras que en las regiones
donde se encuentran ambas especies, el añadido de los árboles y
de las rocas describe bien sus hábitos y, una y otra vez, he
encontrado nativos que estaban tan familiarizados con las dos
especies como para llamarlas águila imperial y águila real.
Como naturalista me ha chocado a menudo cómo cada
nación es propensa a apellidar a aves y animales con los términos
rojo, negro o blanco, independientemente de su verdadera
coloración. No hay duda de que tales descripciones derivan de
meras expresiones heráldicas que son paralelas en nuestra lengua
a los Leones Rojos, Blancos o Negros de nuestras casas nobles.
Todo el mundo ha oído hablar de las Órdenes Prusianas del
Águila Negra y Roja, y de la dificultad que cierta gente tiene para

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eludir una u otra de estas distinciones, que de acuerdo con la
crónica es sólo igualada por la de escapar a la muerte. Pero en
algunas partes de Europa la existencia de un águila negra real, no
simplemente un águila que bajo cierta luz y en ciertas
condiciones de plumaje tenga una apariencia negra, es para
muchos un artículo de fe. En ninguna otra parte es esto más
implícitamente aceptado que entre las clases de cierto regimiento
de nuestro Ejército, que fue condecorado con el escudo distintivo
de un "águila negra" de fama heráldica como reconocimiento a
sus servicios.
Hace muchos años estaba una vez cenando en este
regimiento y tuve la mala suerte de que me preguntaran si alguna
vez había encontrado en mis correrías ornitológicas la famosa
Águila Negra. Me vi obligado a decir "No" y añadí suavemente
que ni siquiera había averiguado qué ave había dado lugar al
título heráldico. Los oficiales se apresuraron a asegurarme que el
águila negra era una especie bastante bien conocida aunque
extremadamente rara que solo podía encontrarse en una remota
región de los Cárpatos, y que su difunto coronel se había tomado
muchas molestias y gastos por obtener un ejemplar para donarlo
al regimiento. Pronto apareció el sargento de servicio trayendo
una caja tallada y barnizada en la que había un tapiz de raso
bordado con los "Honores" del cuerpo y, en el centro, la más
imponente ave negra montada al estilo heráldico, con las alas
abiertas a ambos lados de la cabeza y con patas y pies en la
posición habitual. Verdaderamente era negra como la tinta, de
hecho había mucho más de negro que de águila en todo ello.
Basta decir que el astuto proveedor de esta extraña y hasta ahora
no descrita especie había obedecido la perentoria orden del
coronel de suministrarle un Águila Negra a toda costa y sin
dilación, acoplando artísticamente un par de alas, patas y pies de
cuervo a la cabeza de un horrible alimoche que había teñido de
negro como el carbón. No había posible escapatoria.

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Algunas de las más conspicuas e inequívocas
características externas de las águilas son sus orificios nasales
ovales, sus patas emplumadas y sus largas y poderosas garras,
pero aquí estaba el horrible alimoche, tan bien conocido por todos
los viajeros del Este, mostrando desafiante su peculiarmente
alargado pico, con una fosa nasal estrecha y larga, mientras que
su triste compañero en el engaño, el negro cuervo, exhibía
desvergonzadamente sus desnudas brillantes patas negras y las
cortas y romas garras.
A veces me pregunto hasta dónde llegaría en los Cárpatos
el habilidoso proveedor de esta especie única.

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CAPÍTULO V

EL BUITRE NEGRO (Aegypius monachus)

La mayor de las rapaces que crían en árboles - Un


rececho difícil - Tamaño y peso - Buscando el nido - Expedición
a Castilla La Vieja - Grandes pinares - Una búsqueda prolongada
- Hallazgo de un nido - Un árbol difícil - Un rechazo - Doroteo, el
hombre del bosque - Vuelta al ataque - Subida al árbol -
Magnífico trabajo con la cuerda - Hallazgo de un segundo nido -
Una subida interesante - Descripción del nido y huevos -
Fotografía con una cámara de mano de "foco fijo" - En lo alto del
árbol - Cómo se obtuvo la distancia - Encuentro del tercer nido -
Árbol de 130 pies (40 metros) de altura - Vuelo de cometa para
llegar a los nidos - El arma para lanzar cuerda del Capitán D'Arcy
- Un paseo a caballo por el pinar - Los Siete Picos - Puerto de
Guadarrama.
Esta majestuosa ave es quizás el mejor
ejemplo de las paradojas que tan a menudo
encuentran los estudiosos de las aves
salvajes en sus hábitats. La creencia popular
de que todos los grandes buitres europeos se
establecen en cortados para la época de cría
queda claramente desacreditada en el caso
del buitre negro. Aunque la mayoría de los
buitres cría ciertamente en roquedos, el
buitre negro, por lo general, se establece en
árboles. En las zonas elegidas por la
especie, como los grandes pinares del centro
de España, normalmente selecciona algún
árbol alto sobre el que levanta una gran
acumulación de palos y ramas.

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Buitre negro (Aegypius monachus)

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252
Pero si no hay grandes árboles se establece en otros más
pequeños, y yo mismo he visto uno en un aliso achaparrado a
menos de 20 pies (6 metros) del suelo, y he oído de la excelente
autoridad del Dr. Stark, de otro nido en un pequeño alcornoque a
aproximadamente la misma altura. El buitre negro, bien sea por la
naturaleza de su plumaje tan oscuro o por su aspecto general,
siempre da la impresión de pertenecer a una clase superior a la
del buitre leonado. Su cabeza, aunque sin plumas, está cubierta de
un espeso plumón marrón oscuro, que combinado con su oscura
gorguera, produce la impresión de llevar una capucha de fraile, de
aquí su nombre de monachus. El resultado es que parece menos
repulsivo que Gyps fulvus. Pertenece a la familia de los buitres
verdaderos, mientras que el leonado es simplemente un lejano
pariente de estas augustas aves. Aun así no se puede negar que en
hábitos y costumbres no hay nada atractivo entre ellos. De hecho,
los leonados en la zona sur de la Península y los buitres negros,
que se encuentran en mayor número en el centro de España,
desempeñan idénticas labores en las faenas necrófagas de las
regiones que ocupan respectivamente.
La primera vez que vi un buitre negro iba cabalgando a
través de la gran llanura de la Janda en un día de otoño, y observé
una bandada de leonados alrededor de un caballo muerto, entre
ellos vi lo que imaginé que era un cuervo. Conforme me acercaba
surgió una gresca entre las grandes aves que se retiraron por los
alrededores, mientras que mi supuesto cuervo se quedó en
posesión del cadáver y, entonces, vi que se trataba de un buitre
negro. Tirando de las riendas observé a los leonados que se
acercaban a su lado y, cada vez que molestaban al ave negra
solitaria está arremetía contra ellos y los apartaba. Llegué lo
suficientemente cerca como para ver el plumaje negro y el gran
tamaño del ave en contraste con las dos docenas o así de leonados
que la rodeaban, antes de que todos ellos levantasen el vuelo.
En aquel momento yo ignoraba la existencia de la especie,
ya que resulta rara de ver en el suroeste de Andalucía. Desde

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253
entonces, de vez en cuando la he encontrado en esta región, pero
hasta lo que sé hay sólo una o a lo sumo dos parejas que se
aventuran a introducirse más allá de lo que es universalmente
admitido por las bien reguladas leyes de la sociedad de los buitres
como el feudo de Gyps fulvus.
Dos años después de esta mi primera visión del buitre
negro estaba cazando patos en la orilla de un río cuando vi un
gran ave negra en la llanura abierta, a unos cientos de yardas de
distancia. La llanura era completamente plana, había sido arada
recientemente y resultaba claramente imposible encontrar alguna
cobertura que me ayudara a acercarme hasta la distancia de tiro.
Tras observar agachado al ave por un tiempo me percaté de que
estaba pico a viento y parecía atento a algún objeto frente a él. Se
me ocurrió la idea de que posiblemente fuera capaz de acercarme
desde detrás y, así, volví mis pasos a lo largo del río hasta que
llegué a un punto exactamente por debajo de viento de la gran
ave, y a unas 300 ó 400 yardas (275 ó 365 metros) de ella.
Arrastrándome comencé mi largo y agotador rececho, siempre
con un ojo puesto en el ave, y cuando volvía la cabeza, lo que
hacía a intervalos, me quedaba boca abajo esperando
acontecimientos. Finalmente, llegué a unas 40 yardas (35 metros)
antes de que detectara mi presencia, y cuando se levantó, le tiré
los dos tiros con plomo del nº 4. Por casualidad le alcancé un
tendón en una de sus grandes alas, ya que cayó, y tras golpear el
suelo se recobró y empezó a aletear a través del campo arado.
Entonces siguió un raro acoso en el que yo la perseguía
disparándole de vez en cuando sin resultado. Finalmente, se
detuvo y se volvió, haciendo un valiente intento de carga cuando
me acerqué. Era una hembra inmensa, marrón oscuro por encima,
con marrón más fuerte en sus alas, siendo las grandes primarias y
las plumas de la cola de marrón negro. Pesó 18 libras (8,15 kilos)
con 45 pulgadas (1,14 metros) de longitud, con una envergadura
de alas que casi alcanzaba los 9 pies (2,73 metros). Desollé y
preparé esta ave, y ahora la tengo disecada en mi casa. Iba deprisa

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

254
cuando le disparé, por tanto, su aparente letargo no se debía a una
reciente y abundante comida como se haya podido imaginar. El
que me permitiera acercar a distancia de tiro se puede atribuir
mejor al hecho de que estaba soplando un vendaval de poniente, y
el ave se había posado para descansar en medio del llano y no
presentía peligro. Fue el primer y último buitre negro al que yo he
disparado.
En España el buitre negro siempre da la impresión de ser
más grande que el leonado y, según mi experiencia es siempre un
ave mayor, de varias pulgadas más largo y de más amplia
envergadura de alas. Por otra parte, de acuerdo con el Coronel
Irby y otros, en la India los leonados son de una raza mayor que
los de España, mientras que los buitres negros son del mismo
tamaño que los que se encuentran en Europa.
Allan Hume, en sus "Notas sobre las Aves de la India" es
uno de los escasos autores ornitólogos que ha recogido los
tamaños y pesos de las aves que ha descrito. Yo recomendaría el
estudio de este libro a todos los cazadores o naturalistas que estén
interesados en el peso y tamaño de las aves.
Hume da el peso de los buitres negros de la India entre 12
y 20 libras (5,43 y 9 kilos), con 14 libras (6,34 kilos) de media;
ésta es muy parecida a la de las aves españolas. No obstante se ha
constatado que en España han sido cobrados ejemplares "pesando
entre 2 a 3 stones" (entre 12,6 y 19 kilos), pero en justicia hay
que admitir que el peso así dado era simplemente "estimado". La
envergadura de alas va de 8 a 9 pies (2,4 a 2,7 m.). Hume midió
una gran hembra con más de 9 pies y 10 pulgadas (casi 2,8 m.).
El término "negro", aunque bastante apropiado para las
aves en su medio, proviene sin duda de los ejemplares que se ven
en los museos. Los jóvenes son muy oscuros, tanto a veces como
para parecer a cierta distancia tan oscuros como cuervos.
Conforme alcanzan la madurez, gradualmente se vuelven más
claros, hasta que los ejemplares muy viejos son bastante marrón
ceniza claro, especialmente en los hombros y escapulares.

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255
Visitar un nido de buitre negro fue para mí durante muchos
años uno de mis mayores deseos. Hacia la primavera de 1875
encontré uno abandonado. Este nido fue destruido por un gran
fuego, como queda descrito en el último capítulo. Al año
siguiente los buitres negros, por tanto, se mudaron a un pequeño
alcornoque en la vecina sierra.
Después de aquello, de vez en cuando encontraba una de
las aves, bien posada en el llano o bien en un alcornoque
acompañada de alimoches, y tan sólo una vez en una peña en las
remotas sierras. Pero no podía localizar el nido. Hasta que me
resultó evidente que, si yo trataba de obtener con mis propias
manos el huevo de esta especie, debería buscarlo en las regiones
españolas donde era más abundante. Y como luego probaron los
acontecimientos, resultó afortunado que lo hiciera así.
Fue en la primavera de 1899, estando sirviendo en
Personal, cuando conseguí obtener dos semanas de permiso por
"asuntos propios muy urgentes" y me surgió la cuestión de cómo
mejor emplear el precioso tiempo que tenía a mi disposición. Tras
mucho consultar con el Coronel Irby y el Dr. Stark, y de consultar
las referencias de las notas de Lord Lilford, llegué a la conclusión
de que mi mejor oportunidad era dirigirme directamente a Castilla
La Vieja, donde en las laderas montañosas cubiertas de pinos se
sabía que criaba el buitre negro. No había tiempo que perder
viajando en vapores costeros, y habiéndome asegurado compañía
partí a través del Canal, vía París e Irún, hacia Segovia.
La extensa cadena montañosa conocida como Sierra de
Guadarrama, que corre a este y oeste a treinta millas (48
kilómetros) al norte de Madrid, era el escenario de nuestras
operaciones. Las estribaciones más bajas, especialmente las de la
vertiente norte, están cubiertas de amplios bosques de pino que se
extienden por muchas millas cuadradas. En la época de nuestra
visita había todavía mucha nieve por toda la cadena montañosa,
pero el tiempo era buenísimo y el sol no demasiado fuerte; de
hecho, el clima a una altura de 3.000 a 5.000 pies (900 a 1.500

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

256
metros) por encima del nivel de mar, la altura habitual de
muestras exploraciones, era de lo más perfecto posible.
Los bosques que exploramos son propiedad de la Corona y
están cuidadosamente guardados y administrados por un cuerpo
regular de guardas forestales. Van vestidos con un uniforme muy
elegante, marrón oscuro con vueltas escarlata y botones
plateados, con sombreros de ala ancha adornados con la
escarapela de plata de la Familia Real. Van todos montados y
llevan una carabina de pequeño calibre en una funda en la parte
de atrás de sus monturas, y en la parte de delante llevan una
pesada hacha de leñador, usada para señalar árboles.
Los métodos forestales en estas regiones son bastante
simples y, como la mayoría de los procedimientos españoles,
están basados en dejar a la Naturaleza hacer lo más posible del
trabajo. Conforme crecen los pinos, las ramas más bajas son
cortadas a unas 6 pulgadas (15 centímetros) o 1 pie (30
centímetros) del tronco, con el resultado de que se encuentran
miles de pinos de todos los tamaños con troncos de magnífica
fortaleza y limpios de ramas.
Puesto que los buitres prefieren los árboles más grandes y,
generalmente, aquéllos difíciles de trepar que tienen troncos altos
sin ramas, tarde o temprano llega el día en que aparece el leñador
y coloca la fatal "señal" de algún orgulloso monarca del bosque
en el tronco que por muchísimos años había proporcionado un
cobijo seguro a las grandes aves rapaces. Y así, año tras año, los
emplazamientos de nido más viejos y favoritos del buitre negro
son destruidos, y las aves se ven forzadas a buscar nuevos
emplazamientos en otros parajes.
Habiendo establecido nuestro cuartel bien alto en la sierra,
a algunas millas de Segovia, comenzamos a trabajar para
aprovechar al máximo el tiempo de que disponíamos -solo una
semana- antes de volver hacia el norte. Una mañana temprano de
abril, salimos a caballo con nuestro guía local (un leñador), en
busca del codiciado nido. Habíamos tenido ya varios fracasos al

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

257
haber explorado sin éxito varias zonas del bosque adyacente a
nuestro cuartel durante tres días. Tras seguir la carretera principal
un par de millas, torcimos a la derecha por una pequeña aldea.
Luego entramos en el matorral de roble que cubre el somonte en
esta zona. Era una mañana deliciosa, fresca y fría, aunque el sol,
ya a las 9 a.m. pegaba fuerte en nuestras espaldas.
Tras subir unos 1.200 pies (365 metros) entramos en el
pinar. Este, como la mayoría de los bosques de esta naturaleza,
tiene muy poco sotobosque; de aquí que se pueda mover uno en
todas las direcciones, salvo donde la pendiente del terreno o
algún afloramiento de roca o canchal procedente de un risco
superior, hacen necesario dar un rodeo.
La pronunciada ausencia de toda clase de vida en estos
grandes bosques es muy notable, y debe impresionar incluso al
menos observador. Las únicas pequeñas aves que se veían eran el
pinzón y el carbonero común. De vez en cuando, el agudo grito
del águila imperial o el quejumbroso reclamo del ratonero o el
milano, rompían el silencio. Una y otra vez se podía ver un corzo
observándonos desde lejos antes de que saltara y desapareciera
silenciosamente entre el laberinto de grandes pinos.
Tras seguir una vereda durante varias millas llegamos a un
valle donde los guardas, o guardabosques reales, habían citado
buitres negros criando en años anteriores. Entonces nos abrimos
dejando unas 200 yardas (180 metros) entre nosotros y
cabalgamos en silencio a través del bosque, examinando
cuidadosamente las copas de los árboles más grandes en busca de
nidos.
La suerte nos favoreció pronto ya que, de repente, nuestro
leñador, que cabalgaba en el centro entre nosotros para indicar la
dirección de nuestra avanzada, produjo la señal previamente
acordada y, uniéndonos a él, encontramos que había desmontado
al pie de una gran conífera, una de las mayores en aquella zona
del bosque. Tenía más de 100 pies (30 metros) de altura y en la
copa había un inmenso nido de palos. Una ojeada nos indicó que

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

258
era un nido ocupado, ya que mostraba inequívocas señales de
reparaciones y añadidos, bien conocidos para los expertos en las
costumbres de las grandes aves de presa. Pero la siguiente
pregunta -no fácil de contestar- era si estaba simplemente
reparado para el uso o si contenía ya el tan deseado huevo, puesto
que los buitres negros, como los leonados, solo ponen un huevo.
Habiendo atado los caballos y subido la pendiente ladera,
hasta que el gran nido estuvo muy poco por encima de nuestro
nivel, procedimos a hacer una cuidadosa inspección del mismo.
Mi compañero, que llevaba un potente telescopio binocular, dijo
que podía ver "algo amarillo" en el nido, que parecía moverse
cuando se golpeaba fuertemente el tronco con un hacha. Estaba
claro que lo amarillo no podía ser otra cosa que la parte superior
de la cabeza de un buitre negro. Unos cuantos golpes más del
hacha provocaron la alarma del ave que, levantándose sobre el
nido, abrió las alas y se alejó volando. Hasta ahora nuestra
búsqueda había resultado fructuosa ya que quedaba claro que el
nido estaba ocupado. Lo siguiente era cómo llegar hasta él.
El árbol tenía unos 8 pies (2,45 metros) de circunferencia a
la altura de un hombre y disminuía imperceptiblemente. Ninguna
rama consistente rompía la superficie del tronco en más de 60
pies (18 metros) pero, a un poco más de la mitad de esa distancia,
los tocones podridos de las ramas salían unas cuantas pulgadas
del tronco a diversos intervalos. Eran tan pequeños, y estaban
aparentemente tan podridos, que no les prestamos atención y
concentramos todas nuestras energías en conseguir lanzar una
cuerda fina sobre la rama sana más baja. Tras una hora de
intentos infructuosos en que nuestros lanzamientos más fuertes
alcanzaron apenas dos terceras partes de altura, me vi obligado a
abandonar el intento y darme por vencido, lo que esto significó
para un empedernido ornitólogo acostumbrado durante más de
treinta años a alcanzar y coger cualquier nido que quisiera, no se
puede describir con palabras. Mientras estábamos ocupados en
estos esfuerzos inútiles el buitre adulto volvió varias veces y pasó

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

259
sobre el nido por encima de nosotros a menos de 50 yardas (45
metros).
Sabiendo que los leñadores estaban acostumbrados a trepar
a los árboles cuando se dedicaban a talar las ramas bajas, rogué a
nuestro guía que encontrara uno que pudiera escalar el gran pino
que hasta entonces había hecho inútiles nuestros esfuerzos. Esto,
sin embargo, no sirvió para nada, ya que declaró enfáticamente
que ningún hombre podría escalar tal árbol. Mi protesta fue inútil,
y mi promesa de que si al menos pudiera encontrar a alguien que
lanzara la cuerda yo mismo subiría con gusto, fue recibida con la
respuesta de que si yo hacía tal locura, me mataría con toda
seguridad, y que no quería tomar parte en tal asunto. Nuestro
camino de vuelta de aquella noche es una de las cosas que a uno
le gustaría olvidar. Me había embarcado en un viaje de unas
2.000 millas (3.200 kilómetros) con el propósito de conseguir el
huevo del buitre negro y aquí me encontraba en la desdichada
situación de que, habiendo encontrado el nido y visto el ave,
sabiendo que el nido contenía el objeto de mis deseos, había sido
derrotado por un desgraciado pino. Las horribles dudas acerca de
si era realmente un árbol imposible de escalar, persistirían en
seguir apareciendo en mi mente.

Buitre negro abandonando el nido.

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

260
Como una perdida esperanza, a mi vuelta a la aldea aquella
noche, circulé la noticia de que buscaba un hombre que pudiera
escalar un pino que tenía la reputación de ser inaccesible, y que
había una recompensa disponible para el que pudiera hacerlo.
Tras una noche insoportable, durante la cual los sueños de árboles
imposibles con ramas podridas y de cuerdas inadecuadas que a
intervalos me llevaban a situaciones terribles, hicieron casi
insufrible cualquier intento de dormir, me levanté al amanecer y
preparé cacao para mí y mi compañero.
Mientras estaba haciendo los preparativos, me sorprendió
agradablemente el recibir la visita de nuestro guía del día anterior,
que decía que había encontrado un hombre ¡que podía trepar
cualquier árbol en el pinar! Nos fue presentado el tal individuo,
de rostro duro y de aspecto bien constituido y de cualquier edad
entre 25 y 50 años. Me dijo que era leñador y había estado
dedicado a la tala de los pinos desde que era niño. Su nombre era
Doroteo. A mi ansiosa pregunta de si sería capaz de pasar una
cuerda sobre la rama del árbol del buitre, me dio la muy española
respuesta de “Puede ser”. La aún más agravante respuesta
nacional a mi pregunta de si podría trepar el árbol (que por cierto
decía conocer bien) fue “¿Qué sé yo?. Veremos”.

Doroteo superando los 40 pies ( 12 metros) de altura.

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261
Llegados al escenario de las operaciones del día anterior
enfoqué mi cámara al nido mientras Doroteo hacía resonar el
bosque con golpes de su hacha sobre el gran árbol. Pronto se
espantó el buitre adulto, lanzándose desde el borde del nido,
mientras mi cámara recogía el momento.
Y entonces comenzó una demostración cuya habilidad,
temple, osadía y disponibilidad de recursos, nunca he visto
superadas. Tomando unos 100 pies (30 metros) de mi cuerda
alpina de 1y1/2 pulgadas (3,8 centímetros), Doroteo, mediante un
hábil lanzamiento, la envió por encima de uno de los pequeños
tocones, que parecían podridos y que salía del tronco a unos 30
pies (9 metros). Sujetando firmemente un extremo, hizo, con un
limpio lanzamiento, que la cuerda que ya estaba pasada subiera
por el tronco hasta alcanzar un segundo tocón a unos 6 pies (1,80
metros) por encima del primero. Entonces, caminando alrededor
del árbol con los extremos de la cuerda en ambas manos y
estudiando con cuidado la silueta del tronco y las posiciones
relativas de las ramas superiores, mediante una serie de sacudidas
y lanzamientos, hizo que la cuerda trepara gradualmente sobre el
gran tronco, como si estuviera viva hasta que estuvo asegurada
por encima de una rama de unas 6 pulgadas (15 centímetros) de
largo a más de 48 pies (15 metros) del suelo. Digo 48 pies ya que
sobraba menos de una yarda de los 102 pies (31 metros) de
cuerda (en doble) en las manos de Doroteo. Este fue el final del
Primer Acto.
El Segundo Acto empezó con una comprobación cuidadosa
de la fortaleza del tocón en el cual descansaba ahora la cuerda,
mediante un firme tirón y unas pocas sacudidas. Después de esto,
Doroteo pasó gravemente los dos extremos a nuestro otro
hombre, Augusto, y procedió a quitarse sus botas y reemplazarlas
por un par de alpargatas o zapatos de lona con suela de esparto.
Nuestro leñador, Augusto, se colgó entonces de la cuerda
con todo su peso mientras, Doroteo, humedeciéndose las palmas,
trepó mano sobre mano con sus piernas alrededor del árbol con el

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

262
más depurado estilo, hasta alcanzar una pequeña rama a unos 40
pies (12 metros) del suelo y unos pocos pies por debajo de la que
soportaba la cuerda. Manteniéndose ahora sobre un pie en su
precario soporte y con el brazo izquierdo alrededor del árbol para
asegurarse, recogió cuidadosamente la cuerda hasta que solo
quedaron unos pocos pies colgando por encima desde la rama
superior. Después, mediante un diestro giro la sacudió fuera de la
rama y procedió a hacer un lazo de unos 15 pies (4,5 metros) de
longitud con la porción de cuerda que tenía en la mano.
Todo esto lo observamos desde abajo con gran interés, ya
que parecía físicamente imposible para cualquier mortal el subir,
debido al espesor del tronco, que incluso a esta gran altura sobre
el suelo era demasiado grande para ser abrazado por un hombre.
Doroteo, una vez organizada la cuerda a su gusto,
manipuló el lazo como lo hace un marinero cuando va a levantar
el cabo desde la malla de un barco, y alcanzando de esta manera
impulso suficiente, lo lanzó arriba a un pequeño tocón, a unos 12
pies (3,60 metros) por encima. El lanzamiento falló ¡por apenas
una pulgada! Una y otra vez recogió la cuerda y probó de lanzarla
hacia arriba, pero sin éxito. Estaba demasiado claro que se estaba
cansando ya que el gasto de energía por parte de un hombre así,
apoyado en un solo pie en tal situación, y usando todas sus
fuerzas, es muy grande.

Doroteo llegando al nido.

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263
Justo cuando desesperábamos de su éxito, la cuerda que
mantenía volteando alrededor, alcanzó el tocón y el lazo lo
sobrepasó, colgando como un pie o así. Para los que estábamos
abajo, esto parecía ser solo una forma distinta de fallar, pero
estábamos muy equivocados. Dejando ir una porción de la
cuerda, agarró el otro extremo tan bajo como podía alcanzar y
mediante un giro de la muñeca combinado con una sacudida
hacia arriba, tan imposible de describir como lo hubiera sido de
imitar, hizo que una parte del lazo saliera del extremo del tocón,
quedando así la vuelta de la cuerda asegurada alrededor de él.
Tras comprobar la resistencia de este nuevo punto, agarró
las dos partes de la cuerda y trepó como antes. Repitiendo este
extraordinario procedimiento una o dos veces más, alcanzó,
finalmente, la rama más baja del gran árbol.
Aquí, tras asegurar cuidadosamente su cuerda -ya que sin
ella su vuelta al suelo, salvó en forma de alimento para los
buitres, hubiera sido improbable- subió cómodamente el resto del
árbol y alcanzó el nido. El enorme tamaño del mismo se puede
comprobar comparándolo con la figura de Doroteo en la
fotografía que se acompaña. De hecho, no era fácil entrar en él,
ya que sobresalía hacia fuera por todas partes. Sin embargo,
sobrepasándolo un poco por encima, finalmente consiguió entrar
en él, y poco después tuvimos la satisfacción de verlo
exponiendo, para nuestra comprobación, el bien ganado huevo.
Yo estaba por seguir a Doroteo hasta arriba del árbol con la
ayuda de la cuerda y tomar fotos pero fui disuadido por mi
camarada, quien sabiamente recalcó que el árbol era poco
apropiado para el trabajo fotográfico, y que casi con toda
probabilidad encontraríamos otro nido en que una cámara de
mano con lentes no focales, como la que yo llevaba, podría ser
usada con mejor resultado.
Luego enviamos arriba una bolsa conteniendo una caja de
lata en donde transportar el huevo con seguridad. El hecho de que
102 pies (31 metros) de cuerda apenas bastaron para bajar nuestro

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264
tesoro da una idea de la altura del árbol. Doroteo entonces realizó
su descenso con el mismo espléndido estilo con el que había
subido previamente.
Montando en nuestros caballos seguimos por el quebrado
terreno a través del laberinto aparentemente interminable de pinos
en busca de más nidos. No resultamos decepcionados, ya que a
una milla (1.600 metros) del primer nido llegamos hasta un
segundo nido colocado en lo alto de un pino cuya copa parecía
que había sido sacudida por un rayo o tronchada durante uno de
los furiosos vendavales que azotan en invierno los valles de la
Sierra de Guadarrama. Cualquiera que hubiera sido la causa, el
resultado consistía en el emplazamiento casi ideal para un gran
nido, con las ramas extendiéndose hacia afuera y ofreciendo un
soporte conveniente.
Tan empinada era la ladera por la que nuestros caballos
seguían su camino, que nosotros podíamos ver fácilmente el ave
adulta echada en el nido a nuestro mismo nivel a menos de 100
yardas (90 metros).

El autor en un nido de buitre negro.

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Este árbol era algo más fácil de trepar que el primero y
pronto tuvimos una cuerda asegurada que pasaba por una rama a
uno 40 pies (12 metros) del suelo. Con su ayuda me fue posible
ascender, ya que de otra forma sería inaccesible esta parte del
árbol. Doroteo, para quien tal ejercicio era una cuestión de rutina
diaria, me acompañó y sugirió que podía ahorrarme más
esfuerzos subiendo él al nido. Esta proposición, naturalmente, no
me convenció ya que mi objetivo primario era tomar yo mismo el
huevo.
Dejando a mi ayudante en un lugar conveniente me dirigí
hacia arriba por las ramas del pino, suaves y resbaladizas por el
sol de cientos de años. Llegado al nido, una breve maniobra me
colocó sobre el borde de la gran plataforma de palos y tuve ante
mí el objetivo de mi viaje ¡un huevo de buitre negro! El nido era
de unos 7 pies (2 metros) de diámetro, con una depresión de buen
tamaño en el medio forrada con manojos de hierba fina, de la que
crece en las cimas de los montes rocosos en España.

Nido y huevo de buitre negro.

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En el centro de la depresión estaba el huevo, blancuzco,
color tierra y marcado con manchas ferruginosas oscuras, cuya
posesión había sido mi deseo durante tantos años. Subí a lo alto
del nido y di un vistazo a mi alrededor, y resultó interesante
comprobar el extraordinario lugar que los buitres habían elegido
para el nido. Tan consistentemente estaba construido el gran nido
que resultaba fácil mantenerse de pie sobre él, aunque la suave
oscilación del árbol lo complicaba un poco. Mi amigo me hizo
una foto en el momento en que estaba triunfalmente mostrando el
huevo para que él lo viera (pág. 265).
Enviando abajo la cuerda que había traído conmigo, subí
mi cámara. El problema que ahora se presentaba era colocarse a
suficiente distancia para trabajar con lentes de foco fijo. Para ello
necesitaba al menos 7 pies (2 metros) pero desde mi posición al
borde del nido la máxima distancia a que podía separarme del
huevo era solo de 3 pies (90 centímetros). Mirando a mi alrededor
casi desesperado en busca de algo que me permitiera aumentar la
distancia, mi vista llegó a una rama que, saliendo del tronco a
solo 3 pies (90 centímetros) por debajo del nido, crecía casi
horizontalmente. No sólo proporcionaba un conveniente soporte
para mí, sino que además iba en la dirección del sol. En otras
palabras, si sólo pudiera desplazarme a lo largo de ella unos 5 ó 6
pies (1,5 ó 1,8 metros) sería capaz de tomar una foto del huevo
con el sol a la espalda.
La rama no era demasiado grande como para colocarse
encima, del grosor de la pierna de un hombre pero disminuyendo
rápidamente, y a unos 6 pies (1,8 metros) se dividía en otras dos
que caían hacia abajo. Me di cuenta de que si me desplazaba por
encima de ella más de 2 pies (60 centímetros) desde el nido, no
tendría un sitio donde agarrarme arriba. Claramente, la única
posibilidad de moverme a lo largo de ella con razonable
seguridad era traerme una cuerda. De nuevo aquí la suerte estaba
de mi parte ya que, proyectándose a través del nido, había un
nudoso tocón, evidentemente una porción de la parte superior del

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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tronco. Yo tenía puesto todavía mi arnés de lona al que estaba
atada mi cuerda alpina como cuerda de seguridad en caso de un
resbalón. Entonces pasé una vuelta de la cuerda alrededor de este
tocón, y alcanzando la rama me desplacé hacia atrás con cuidado,
sujetando la cuerda con una mano y sosteniendo el equilibrio con
la otra, tocando suavemente el borde del nido mientras que lo
tenía dentro de mi alcance. Cuando a menos de 6 pies (1,80
metros) del huevo la rama comenzó a ceder bajo mi peso, y
dándome cuenta de que era poco fiable seguir mucho más
adelante sin estar asegurado, volví atrás y, midiendo 3 pies (90
centímetros) más a lo largo de la cuerda, como para que me diera
el mínimo de 7 pies (2 metros), la até en este punto a mi arnés de
lona.

Buitre negro abandonando el nido.

Entonces, sacando con cuidado mi cámara de su funda de


cuero, y colgándomela al cuello, lista para la acción de nuevo, me

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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desplacé hacia atrás, estirando la cuerda lentamente hasta que
estuvo tensa. Entonces estaba a 7 pies (2 metros) del huevo. Fue
un momento sin aliento cuando presioné la cámara contra el
pecho y levanté el obturador. Con el objeto de asegurar mi
objetivo, repetí el proceso completo tres veces, y tuve suerte
como para, en uno de los casos, no sólo conseguir una foto del
nido y el huevo sino, además, que por detrás y a lo lejos se vieran
las cumbres nevadas de la Sierra de Guadarrama. No es necesario
extenderse sobre la tranquilidad que significó volver a ganar el
nido y sentir algo firme a lo que agarrarse. Entonces bajé y
fuimos a comernos nuestro almuerzo a un lugar a unas 100 yardas
(90 metros) del árbol. Durante este tiempo el buitre adulto volvió,
y procedió a echarse sobre el nido vacío como si el huevo
estuviese allí todavía. Dirigiéndome de nuevo hacia el árbol se
puso en pie en el nido y extendiendo sus grandes alas negras se
alejó volando. Obtuve una foto del ave en este momento, con el
nido y el pájaro en pie, destacando bien contra las laderas
vestidas de nieve de la sierra en la vertiente opuesta del valle.
Antes de abandonar la zona encontramos varios nidos más,
únicamente uno de los cuales estaba ocupado. Estaba en la copa
de uno de los pinos más altos que yo he visto nunca, de unos 130
pies (40 metros) de altura. Un dibujo de este árbol, tomado en el
lugar, aparece al principio de este capítulo. En más de 60 pies (18
metros) no había un tocón de confianza sobre el que lanzar la
línea, y las primeras ramas sólidas estaban a más de 100 pies (30
metros) del suelo.
Este nido lo encontramos registrando un valle en las
estribaciones suroccidentales de Guadarrama, desde un punto alto
sobre la ladera, bastante por encima del nivel del nido. Con mi
telescopio observamos las dos aves entrando y saliendo del nido
pero la distancia era demasiado grande como para asegurar si
contenía o no un huevo.
Por los movimientos de las aves parecía como si estuvieran
todavía ocupados en preparar el nido para la puesta, y decidimos

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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dirigirnos hacia el pie del árbol. Debido a la gran anchura del
tronco de este pino y a la ausencia de ramas, Doroteo declaró que
el árbol era imposible desde su punto de vista, el del más
intrépido y hábil trepador de árboles que jamás he conocido.
Debido a la relativamente solitaria posición de este árbol,
con viento hubiera sido posible pasar una cuerda por encima de él
haciendo volar una cometa, y si nos hubiéramos quedado unos
días más en la zona yo lo hubiera intentado con toda seguridad.
Para los que no hayan oído antes hablar de este método puedo
decir que la idea no es original. Yo la aprendí hace muchos años,
leyendo cómo un Chaqueta Azul Británico, durante nuestra
ocupación de Egipto después de la campaña de 1801, logró
escalar la Columna de Pompeyo, en Alejandría, por este
procedimiento.
Este método de la cometa para pasar una cuerda sobre un
árbol difícil no es practicable, por supuesto, si está rodeado por
otros, como en el caso del primer nido de buitre que visitamos.
Para pasar una soga sobre tal árbol mi solución sería emplear una
de las pistolas lanzaderas de cuerdas del difunto Capitán D'Arcy
Irvine. Si yo me encontrara al principio en lugar de al final de mi
carrera de escalador de árboles, me buscaría una de estas
ingeniosas armas como integrante esencial de mi equipo de
buscador de nidos. Con la ayuda de una de ellas, que me fue
prestada por el inventor en 1895, me resultó bastante fácil lanzar
una cuerda con precisión por encima de un tocón que había
elegido en un alto olmo. Una vez que la cuerda, que es
transportada por un palo, es lanzada por encima del lugar
requerido, es, por supuesto, fácil tirar del extremo necesario y
realizar el ascenso.
Abandoné estas bellas sierras boscosas de Guadarrama con
hondo pesar. Breve como fue nuestra estancia en ellas nos
proporcionaron nuevas experiencias cada día y vimos muchas
cosas de gran interés.En mi memoria están muy frescas aún
aquellas cabalgadas por el gran bosque de pinos a través de,

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270
aparentemente, inacabables paisajes de grandes y apretados
troncos, conforme trazábamos nuestro camino silencioso sobre la
espesa y suave alfombra de acículas de olor dulzón, o cuando
arreábamos nuestros caballos con ruidoso paso sobre la superficie
de alguna ladera cubierta de escombros procedentes de los
roquedos de encima.

Uno de los Sietes Picos. Sierra de Guadarrama.


De vez en cuando nuestro avance se veía obstaculizado por
algún accidente natural que nos obligaba a hacer un amplio rodeo.
Así las laderas resultaban tan pendientes en algunos lugares que
nos obligaban a buscar algún otro paso menos resbaladizo. Otras
veces, los pinos caídos aparecían en medio de gran confusión,
algunos de ellos tendidos por completo, sobre los cuales apenas
podían pasar nuestros caballos. Otros estaban aguantados en
varios ángulos por árboles que aún estaban de pie y bajo los
cuales pasábamos.
O de nuevo, una combinación de los dos obstáculos, donde
una avalancha de roca suelta caída de los roquedos superiores

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

271
había arrasado una zona entre los pinos, arrancando a muchos de
ellos del suelo y creando una barrera imposible de franquear.
A veces, nuestro sendero seguía el curso de algún ruidoso
torrente que trazaba su camino entre grandes masas de cantos
grises y en ciertos lugares formaba tranquilas pozas en las que
había pequeñas truchas.
Oímos que estos arroyos habían sido repetidamente
repoblados con peces, pero que antes de que pudieran alcanzar
cierto tamaño algún depredador nativo aprovisionado con la
inevitable dinamita, entraba en escena y los destruía.
A través de la oscura masa de vegetación se podían divisar,
de vez en cuando, las laderas superiores nevadas, mientras que
sobre nosotros teníamos siempre el intenso azul sin nubes de la
primavera española.
El espectáculo era magnífico. Desde una de las cumbres de
los Siete Picos, una masa de negras rocas graníticas redondeadas
y erosionadas hasta la más suave superficie y construidas en
bloques horizontales alrededor de los cuales se almacenaba
todavía la nieve, podíamos divisar los llanos de Castilla como si
estuvieran a nuestros pies.
Un día vimos, con la ayuda de los prismáticos, los
contornos confusos de alguno de los más grandes edificios de la
capital, distante de nosotros unas 30 millas (40 kilómetros)
mientras que el famoso Escorial, con sus grandes murallas y su
amplia y laberíntica construcción que le da el aspecto de una
ciudad, yacía por debajo de nosotros, brillando a la luz del sol en
las estribaciones meridionales de la sierra.
No eran necesarias las asociaciones históricas, ya que muy
cerca está el famoso paso del Puerto de Guadarrama, a través del
cual discurrió la invasión francesa en 1808, así como esas otras
carreteras de montaña que habían presenciado el paso de las
huestes que Napoleón, en su ira, había enviado para aniquilar al
intrépido Moore y, las cuales, cuatro años después, vieron el
triunfal avance del ejército de Wellington sobre Vitoria y Francia.

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Mientras que disfrutábamos de nuestra maravillosa vista de
pájaro desde este elevado puesto, a unos 8.000 pies (2.430
metros) sobre el nivel del mar y a 5.000 pies (1.520 metros) sobre
las llanuras que teníamos debajo, un águila real pasó volando y se
posó en un pináculo rocoso cercano. Más tarde, un espléndido
quebrantahuesos apareció cazando cuidadosamente a lo largo de
la línea de nieve, no prestando atención a nuestra presencia en su
búsqueda, probablemente de algún cadáver o sus restos que
pudieran surgir de entre la nieve cuando ésta se derrite bajo los
cálidos rayos de sol de abril.

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273
TÍTULO V –POR LOS ACANTILADOS
MARINOS

CAPÍTULO I

UNA CABALGADA HASTA TRAFALGAR

Una raza extinguida - Restos de antiguas ciudades - En


busca de pigargos - Una cabalgada interesante - Los acantilados
de Trafalgar - Cuervos, aves marinas y águilas pescadoras - Un
día ideal de primavera - Llegada de migrantes, abubillas y críalos
- Flamencos - Algunos habitantes del acantilado - Un panorama
maravilloso - Escenario de la mayor de las batallas navales.

Los que hayan pasado por el


Estrecho de Gibraltar de día,
recordarán unos amarillos
cortados arenosos de la costa
española y la dentada sierra por
detrás, entre Cabo Trafalgar y
Tarifa. Pocos, sin embargo, son
conscientes de que, en cierta
época, estas ahora desiertas
extensiones estaban habitadas
por una gran raza, y que existía
más de una populosa ciudad
entre Gades, la antigua Cádiz, y
Carteia, la ciudad fenicia
delante de la Bahía de Gibraltar.
En mis vagabundeos por
entre estas colinas que faldean
el Atlántico, especialmente
cerca de la orilla, he encontrado restos de mucha antigüedad,
fragmentos de murallas, acueductos y templos. Existen también

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274
las ruinas de un gran anfiteatro que de acuerdo con el jesuíta
padre Julio Furgús, que las visitó recientemente, podría albergar
50.000 personas. ¿Cuándo esta gran ciudad fue destruida y
quiénes la destruyeron? no se sabe. En la actualidad, el mar ha
ocupado una parte, y los grandes remolinos de fina arena amarilla
llevada por el viento han cubierto el otro lado y muy poco queda
a la vista del visitante casual.

Una cumbre de la sierra sobre la Bahía de Trafalgar.

Cabalgué a lo largo de esta costa en un día brillante de


marzo de 1908 con idea de visitar los acantilados cerca de Cabo

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275
Trafalgar, donde se tenían noticias de que criaba una pareja de
pigargos o águilas marinas. La historia, muy vieja, databa de
hacía 30 años o más, y nunca fue creída ni por el Coronel Irby ni
por mí, sin embargo merecía la pena ir e investigar, muy
especialmente porque constituía una expedición interesante.
Saliendo a las 6 en punto alcancé las orillas de la Bahía de
Trafalgar dos horas más tarde, cerca de la antigua ciudad morisca
de Zara o Zahara. En un cortijo de la sierra, cerca de allí, recogí a
unos amigos españoles, un agricultor y su guarda, y cabalgamos a
lo largo de la playa hacía el río Barbate. Tras vadear un profundo
brazo mareal del río, una barcaza nos cruzó a través del cauce
principal hasta la pequeña ciudad de Barbate, famosa por sus
pesquerías de atún. Dejando Barbate seguimos de nuevo la orilla
durante alguna distancia hasta que se hizo muy estrecha, y
llegamos a un punto donde los acantilados comenzaban, con las
olas lamiendo su base. Entonces se hizo necesario trepar hacia
arriba para alcanzar una vereda a lo largo de la cima. Los
acantilados bajos son aquí de un estrato de arenisca amarillo y
rojo, encima de capas de barro azul resbaladizo que ha estado
expuesto a la acción del mar, y se encuentran en un estado de
desintegración continua. Hacia el norte los acantilados son
perfectamente verticales y de una formación más dura y antigua,
pero carcomida, desmoronándose y peligrosa de escalar. El medio
que bordea inmediatamente los acantilados marinos está cubierto
de jaras, lentiscos y enebros, achaparrados y doblados por el
viento. El terreno es quebrado y desigual, formando innumerables
pequeños valles respaldados en los que había, en el momento de
nuestra visita, un gran despliegue de color, manchones de romero
púrpura pálido y blanco, cabezas de dragón carmesí y grandes
cardos rojos creciendo en los claros herbosos entre madroños y
escobas. Más hacia el interior hay muchas millas cuadradas de
cerros arenosos cubiertos en algunos lugares con denso bosque de
pino piñonero, con algunos árboles de considerable tamaño. Tras
alcanzar el más alto de los acantilados, a unos 400 pies (120

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

276
metros) sobre el mar, desmontamos y dejamos los caballos a
nuestro ayudante para que los llevara del diestro por un sendero a
una distancia prudente del borde, y procedimos a examinar los
cortados. Se trataba de un asunto de no poca dificultad y riesgo el
acercarse lo suficiente al borde y mirar por encima, pero
aprovechándonos de los entrantes y salientes sólidos formados en
varios puntos para examinar el lugar, y resultó algo muy
interesante. Pronto el graznido de un cuervo nos avisó de que
estas astutas aves tenían su morada en las proximidades y, en
seguida, vimos el lugar del nido en una pequeña caverna en la
arenisca expuesta a la intemperie en la cara del acantilado por
encima de un bloque horizontal. Los cuervos son particularmente
querenciosos de los acantilados marinos, y al igual que nuestra
corneja cenicienta de latitudes nórdicas, parece interesarse mucho
y curiosear entre los residuos dejados a lo largo de la orilla. Sé de
varios nidos en la costa africana que están situados de esta forma
en la misma línea de acantilados. Puede ser una mera
coincidencia pero, en el sur de España, de los muchos nidos de
cuervo que he visto y visitado la gran mayoría están a pocas
millas de la costa. Posiblemente debido a los numerosos
emplazamientos de nido convenientes que se encuentran en los
acantilados, sólo un número comparativamente pequeño de
cuervos cría en los árboles.
Unos pocos pares de gaviotas sombrías estaban criando
sobre las rocas desprendidas al pie de los acantilados y otras aves
marinas comunes, como cormoranes moñudos, se observaban por
allí. De pronto se oyó el bien conocido grito del águila pescadora,
y vimos una de estas aves volando a alguna distancia por debajo
de nosotros. Desde nuestros sucesivos puntos estratégicos
dominábamos, literalmente con vista de pájaro, todo por debajo
de donde estábamos y, durante la mañana, vimos cinco nidos de
águila pescadora, de los cuales sólo dos estaban ocupados. Sin
duda los otros eran nidos alternativos utilizados en otras
temporadas, ya que solo había dos parejas de águilas pescadoras

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277
en la localidad. Pero no vi ningún pigargo, ni encontré lugar
alguno que hubiera resultado conveniente para esta especie, ni
encontré ninguna mención de que un "águila" mayor que la
pescadora hubiera sido observada en la vecindad. Una pareja de
halcones peregrinos estaba criando en una repisa no lejos de
nosotros, y se mostraban altamente molestos con nuestra
presencia; había también muchos cernícalos y palomas bravías,
como ocurre siempre en estos lugares.
Era un día ideal de primavera española y todas las
circunstancias coincidían para tomárselo de una manera española,
es decir, encontrar un lugar cómodo entre las jaras de dulce olor y
pasarlo bien mientras se pudiera. Era la una y, tras almorzar,
encendí un puro esperé y observé, lo que resultaba muy
agradable. En el monte alrededor de nosotros las pequeñas y
escandalosas currucas rabilargas estaban en continua actividad y,
una y otra vez, una brillante abubilla recién llegada de su estancia
invernal en África pasaba sobre nosotros con su curioso vuelo
ondulado, mostrando sus conspicuas alas barreadas de blanco y
negro. Un precioso críalo (Clamator glandarius), también recién
arribado a tierra, se posó en un pino cerca de nosotros. Casi
verticalmente por debajo de nuestra posición, la blanca espuma
del oleaje del Atlántico estaba rompiendo contra las masas de
arenisca desprendidas del acantilado, el agua era intensamente
azul y clara, con pálidas sombras de verde y púrpura aquí y allí,
mostrando la presencia de bandas de arena y roca bajo la
superficie. En ese momento, descubrimos un gran grupo de
grandes aves que parecían algo así como gansos salvajes, volando
cerca de la superficie del mar desde la lejana costa africana.
Conforme se acercaban a nosotros el sol les dio en la espalda,
apareciendo como una masa de color rosa y nos dimos cuenta de
que eran flamencos, sin duda algunos de los pioneros de la
migración primaveral, encaminándose hacia las marismas del
Guadalquivir. Al pasar volando bajo nosotros, muy juntos, tanto
que a veces sus alas acabadas en negro parecían casi tocarse y

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

278
superponerse, mostraban un espectáculo realmente extraordinario,
-seguramente algo rara vez presenciado por un naturalista- una
masa carmesí, rosa y blanco en movimiento, desplazándose sobre
las danzantes olas, que cambiaba su tamaño y forma en cada
momento conforme las aves en vuelo se cerraban en un cuerpo
denso o se abrían en sinuosas líneas. Era realmente un
espectáculo poco usual visto desde tal punto dominante, bien alto
sobre ellos.
Una y otra vez grandes porciones del acantilado se habían
desprendido y caído abajo en masas desordenadas. Sobre ellas
había terrazas herbosas, algunas densamente cubiertas de matas

La costa de Trafalgar (desde la cueva de los buitres).


de zarzas y lentiscos. Mientras estábamos asomados sobre el
borde en este lugar, vimos varios conejos moviéndose en la cara
del acantilado.

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279
Estos pequeños animales deben pasar, seguramente, la vida
allí, ya que entre la roca extraplomada por arriba y el mar por
debajo, parece no haber ninguna forma de escapar.
Mientras los estábamos observando descubrimos, de
repente, un gran gato montés (Felix sylvestris) caminando
cautelosamente a lo largo de una estrecha repisa de arenisca,
hasta que desapareció en la apretada masa de monte. No se había
percatado de nuestra presencia y estaba, evidentemente,
intentando capturar un conejo para la cena.
La vista desde la cima de los cortados de Trafalgar es de
enorme extensión y sobrepasa la grandeza. Tuvimos suerte al
tratarse de un día muy claro. La totalidad de la costa africana del
Estrecho, desde la Colina de Los Monos, frente a Gibraltar,
pasando Tánger, hasta el promontorio azul de Cabo Espartel,
lejano en el Atlántico hacia Arzila, Larache y el sur, se perdía
lejano en el espacio. La propia Tarifa estaba escondida tras el
espolón de cerros de arena amarillos que forman la antigua
ciudad fenicia de Bolonia. Hacia el norte está visible toda la
playa, pasando la blanca villa de Conil hasta La Isla y Cádiz,
mientras que hacia el este la áspera silueta de la Serranía de
Ronda, a más de 70 millas (112 kilómetros) de distancia, se
dibujaba, claramente, como lo hacía también el más próximo
Hacho de Gaucín, la Sierra Bermeja cerca de Estepona y, tras
éstas, la Sierra Blanca y, en la lejanía, los Montes de Málaga. En
verdad era un panorama maravilloso. Desde el punto en que me
encontraba podía ver las tierras de detrás de Conil, por donde
Graham y después Lord Lynedoch marcharon para luchar y
vencer a los franceses en La Barrosa, en 1811.
Pero el mayor interés histórico se centraba, naturalmente,
en las sábana de agua brillante que teníamos inmediatamente
debajo de nosotros, ya que estábamos exactamente frente a la
marca "Cabo Trafalgar situado 10 millas (16 kilómetros) al este",
donde tuvo lugar la mayor de las batallas navales. Qué vista
habían debido tener los habitantes de estas agrestes colinas desde

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280
el punto en que nos encontrábamos, a unos 500 pies (150 metros)
sobre el mar en ese 21 de octubre, cuando los veintisiete barcos
de Nelson avanzaron sobre la desordenada línea de franceses y
españoles que se dirigían a Cádiz. Con viento O-NO, como el de
aquel día, el humo de más de 4.000 cañones debía de haberse
elevado justo sobre los acantilados donde yo estaba. Recuerdo
ahora a un anciano español, hace muchos años, describiéndome
como cuando era un joven pastor, cuidando de cabras en la sierra,
había oído el rugir de los cañones y visto la gran columna de
humo elevándose sobre las flotas contendientes y, conforme
contemplaba el escenario de ese gran conflicto, extendido a mis
pies, lo vi en mi imaginación, lleno de barcos de guerra con velas
blancas, envueltos en columnas de humo y empeñados en esa
lucha a muerte que durante más de un siglo nos ha asegurado el
dominio del mar.
Ni siquiera pude librarme de la escena de la costa
sembrada a todo lo largo con naufragios y cadáveres, ya que
muchos barcos inutilizados eran conducidos a tierra y se
perdieron por completo en el temporal que siguió a la batalla. Mis
compañeros, que eran campesinos, estaban muy confundidos al
verme meditar tanto tiempo y, amablemente, me recordaron que
debían dejarme, ya que estaban obligados a volver a cruzar el
Barbate antes de que subiera la marea. Así que me despedí de
ellos y, montando en mi caballo, cabalgué hacia mi casa en
solitario a través de los grandes pinos, muchos de los cuales
debían haber sido testigos mudos del día de Trafalgar.

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281
CAPÍTULO II

EL CUERVO (Corvus corax)

Nidificantes tardíos en España - Curiosa costumbre de


gregarismo - El cuervo de Tánger o cuervo de cuello oscuro - Un
nido en un pino - Captura de cuervos - Ingeniosa elección del
lugar de cría - Una residencia con dos frentes - Nido en una
profunda fisura - Fotografía difícil - Colocación de los huevos en
el nido.

Los cuervos son aves


extremadamente abundantes en
el sur de España y lo son aún
más en Marruecos. A pesar de
sus bien conocido aspecto,
vuelo y graznido, que los hacen
inconfundibles casi a cualquier
distancia, pocas aves me han
causado mayor perplejidad en
mis intentos por entender sus
costumbres o las razones que
regulan sus movimientos. Para
empezar, en el sur de España,
donde, de acuerdo con nuestros
estándares de clima británico,
reina un verano casi perpetuo,
los cuervos crían, no como
razonablemente se podría
pensar unas cuantas semanas
más temprano que en nuestras
Islas sino, al contrario, al menos
un mes y, frecuentemente, más
de dos meses más tarde.

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282
Cuervo (Corvus corax)

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283
Curiosamente me encontré con la misma situación en la
isla de Creta donde, de los muchos nidos visitados sólo uno
contenía huevos durante la última semana de marzo de 1886,
estando el resto todavía en el proceso de construcción. El porqué
del hecho de que en el expuesto y casi ártico clima del norte de
Escocia, así como en las húmedas y tormentosas costas de Irlanda
y en el oeste de Inglaterra estas aves deciden poner en febrero, y
por qué en la soleada Andalucía se retrasan para hacerlo hasta la
mitad de abril, resulta para mí un problema insoluble. Además, en
cuanto al número de huevos puestos, mientras que en nuestras
Islas tres o cuatro parece ser el número habitual, en España es seis
el número que más se encuentra, seguido de cinco.
Otra costumbre sorprendente de los cuervos de Andalucía
es la forma en que, de vez en cuando, se reúnen en considerable
número por un breve período y luego, de repente, se dispersan.
En tales ocasiones andan siempre en parejas y sus movimientos
están, obviamente, organizados de acuerdo con algún objetivo
definido. Lo que esto pueda ser soy incapaz de decirlo, ya que en
todos mis recorridos por la España agreste nunca he encontrado
un gran bando de cuervos reunidos alrededor de la carroña de
algún animal ni he oído de que ello ocurriera. Lo menciono
porque cuando se ve a los buitres dirigiéndose hacia algún punto
definido se trata invariablemente del camino hacia alguno de sus
banquetes.
Podemos citar algún ejemplo de estas congregaciones de
cuervos. El 18 de abril de 1906 iba yo cabalgando a lo largo del
abierto valle de un río y me percaté de una pareja de cuervos que,
viniendo del norte, se posaron en un pino frente a mí. Pronto otra
pareja llegó desde la misma dirección, seguida por otra y todavía
otra más. Mientras, los que llegaron primero habían seguido
adelante y desaparecieron de mi vista en un pinar seguidos por
sus amigos. Antes de yo llegar a esta línea de vuelo, no menos de
diecisiete parejas de cuervos la habían seguido. Ahora bien, ¿qué
podían tener a la vista estas aves?. Aunque los cuervos son

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284
numerosos en estos lugares, nunca crían en colonias como lo
hacen las chovas. Más bien repelen violentamente la intrusión de
cualquier otro ejemplar de la especie, y cada pareja de cuervos se
establece en alguna pared o árbol a cierta distancia de las otras.
Por mi particular conocimiento de esta zona puedo asegurar que
no hay más de seis parejas anidando en un radio de cinco millas
alrededor del punto donde se reunieron estas aves. A la vista de lo
que voy a decir sobre el cuervo de Tánger, puedo añadir, y soy
positivo en ello, que todas estas aves que vi eran cuervos
comunes, y establecí la diferencia entre el movimiento
procesional de parejas de cuervo del tipo que describo y una
congregación general de aves como las que se observan de vez en
cuando entre los cuervos en Marruecos o las grajas en nuestras
Islas.
Hace más de treinta y cinco años fue advertida la
existencia de una pequeña especie de cuervo en Marruecos por el
Coronel Irby, y fue descrita primeramente por él en el Ibis de
1874 como Corvus tingitanus.
De acuerdo con Irby, esta especie es decididamente más
pequeña que el cuervo común, su reclamo es diferente y es tan
gregario en sus costumbres que no es raro ver bandadas de estas
aves comiendo en las basuras a lo largo de la costa cerca de
Tánger. Durante mis viajes a Marruecos he visto tales
congregaciones de cuervos, pero nunca he matado ningún ave con
vistas a establecer su identidad. El cuervo de Tánger ha sido
también descrito como el cuervo de cuello marrón, e Irby
menciona que muchos ejemplares están marcados, más o menos,
con marrón óxido en sus alas y cola, aunque este colorido carece
de importancia a la hora de identificar la especie. En la tarea de
identificar aves en vuelo, especialmente cuando están a distancia,
el tamaño es uno de los factores más difíciles. Cualquiera que
haya intentado identificar cualquier especie concreta de gaviotas
sabrá bien lo que trato de decir. En tal caso, la aparición de
alguna especie de las bien conocida, como un adulto de gaviota

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285
sombría, proporciona una "escala" cuya referencia sirve para
juzgar el tamaño y la especie de las otras. De aquí que, si bien en
el caso de un cuervo común de 24 pulgadas (47 centímetros), es
suficientemente fácil distinguir la especie mayor de la menor,
cuando varios de una misma especie son observados juntos a
cierta distancia se requiere más habilidad que la que yo pueda
pretender tener para saber qué son. Es por esta dificultad por la
que debo confesar que no he podido confirmar el hecho de la
nidificación del cuervo de Tánger en España. En cuanto a los
métodos ordinarios de identificación, caza o trampeo, es tal la
perversidad y astucia de todos los cuervos, que no resulta fácil
cazarlos, incluso en el nido. Y por lo que me dicta mi experiencia
se niegan a ser atrapados, prefiriendo abandonar los huevos antes
que entrar a una trampa oculta en el mismo. Según las palabras de
un viejo español que presenció mi derrota por un cuervo que,
obviamente, detectó mis intenciones diabólicas: “Sabe el cuervo
más que el hombre”. De aquí que la evidencia que tengo es de
tipo negativo o, en otras palabras, donde he comprobado
claramente la nidificación de la especie no se trataba del cuervo
de Tánger. La excepción de esto ocurrió en 1879 cuando el 24 de
abril dio la casualidad que pasaba yo cabalgando cerca del pino
donde había capturado un milano real tres semanas antes (como
queda descrito en el capítulo de los milanos) y vi un cuervo
arrancarse de allí. Trepando hasta el nido encontré que había sido
completamente remodelado por los cuervos, los lados habían sido
recrecidos con un bien tejido parapeto de palitos y encerraba una
profunda concavidad forrada con pelo de cabras en la que había
cinco huevos verde claro, muy marcados de marrón y que me
parecieron, decididamente, más pequeños que los de cualquier
cuervo que había visto antes. Cuando estaba en el nido las aves
adultas volaron alrededor y parecían no ser tan grandes como el
cuervo común. Todos los intentos por atrapar el ave adulta
fallaron. Tres días más tarde volví al nido y encontré que había
sido puesto un sexto huevo. En esta ocasión el adulto se deslizó

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286
fuera del nido cuando yo estaba bien lejos del árbol, como es su
costumbre habitual.
Desde entonces he visitado muchos nidos de cuervo y he
visto innumerables huevos, pero nunca he encontrado ninguno
que se pareciera exactamente a éste que contenía la puesta de seis
huevos, que se parecían mucho más en forma y tamaño a algunos
de los huevos de corneja que tengo que a cualquiera de los de
cuervo común.
En varias ocasiones he visto considerables grupos de
cuervos que, por lo que puedo juzgar, parecían pertenecer a la
especie pequeña. Lo curioso de ello es que esto ocurría,
generalmente, a la altura de la época de cría. Así, en abril de 1878
vi más de cuarenta pequeños cuervos en el llano al norte de
Tarifa, el 29 de abril de 1879 unos cincuenta cerca del río
Guadarranque y, de nuevo, más de cuarenta cerca del río
Palmones.
Irby manifestó su creencia de que el cuervo de Tánger
criaba más tarde que el cuervo común en la parte española,
mencionando el 20 de abril como su fecha habitual. De los
siguientes datos, tomados de mis notas, se podría decir que ésta
era también la fecha media para la puesta del cuervo común. De
ocho nidos visitados en años recientes, la fecha más temprana
para la puesta del primer huevo fue el 13 de abril y la más tardía
el 26 de abril. Dos de estos nidos contenían cuatro huevos, uno
cinco y cinco, seis. La fecha media para la puesta parecía ser
hacia el 20 de abril.
En cuanto a la fecha de eclosión, he encontrado pollos de
solo un día o así el 21, 24 y 26 de mayo y ésta parecía ser la fecha
media de su nacimiento en el sur de España.
No conozco de ningún ave grande y conspicua como el
cuervo que, cuando las circunstancias lo exigen, sea más hábil
escondiendo su nido. Por supuesto, cuando cría en árboles este
principio no cuenta. Igualmente sé de varios nidos que han
eludido su detección año tras año debido a su parecido con una de

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

287
esas acumulaciones casuales de agujas de coníferas que son tan
comunes en algunos de los pinos en España. Algunos nidos están
emplazados sin el más mínimo intento de ocultación y dependen,
simplemente, de su inaccesibilidad combinada con lo remoto de
su situación.
El cuervo sobresale más en el arte de disuadir cuando cría
en alguna de las pequeñas peñas o roquedos donde se establece
frecuentemente, por ser poco notorias y por proporcionar cuevas
o fisuras donde puede esconder su nido. Como norma, los nidos
construidos en tales situaciones están dispuestos de forma que
desde abajo no resultan visibles en parte alguna.
El más artísticamente oculto y astutamente colocado de los
muchos nidos de cuervo que he visitado era uno situado en una
pequeña caverna abovedada cerca de la cumbre de una peña, a
menos de 50 pies (15 metros) de altura, vertical por un lado, pero
tan suavemente inclinada por el otro que cualquiera podría
acceder a ella. Aquí los cuervos criaron durante más de treinta
años. En 1877 maté una de las aves adultas a unos 20 yardas (20
metros) de este punto creyendo que era un cuervo de Tánger, pero
no vi el nido. Año tras año pasé cerca, por debajo de esta peña,
pero no había señales de un nido, aunque la presencia constante
de los cuervos me decía que debían de estar criando por allí en
uno de los muchos barrancos rocosos. Al final, en 1903, pasé por
casualidad por aquellas peñas con varios amigos y envié a dos de
ellos a lo largo del barranco por debajo de la pared, mientras yo
seguí por la parte de arriba. En aquel momento, oí como me
decían que un cuervo había volado justo bajo la pared y cerca de
mí. Mirando por el borde no pude ver nada, pero tras rodear un
ángulo de roca allí mismo descubrí un agujero en mi lado de la
peña que conducía a una caverna en la que había un nido de
cuervo con cuatro huevos. El secreto estaba revelado. La astuta
ave había organizado su establecimiento de forma que cualquiera
que fuera el lado por el que el enemigo, el hombre, apareciera, se
podría deslizar siempre fuera por el otro lado sin ser visto. Estaba

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claro entonces que en las innumerables ocasiones en que yo había
pasado por la vereda de cabras de debajo del nido desde 1877,
cuando vi allí un cuervo por primera vez, siempre había salido
por la puerta de atrás conforme me acercaba a la entrada principal
y viceversa. Fue pura casualidad que en esta ocasión, mientras el
Almirante Farquhar y yo nos acercamos por la puerta trasera, el
resto de nuestro grupo estaba en el barranco al otro lado,
dominando la vista de la puerta delantera. Pero nunca más. El ave
y su compañero crían todavía en estos barrancos rocosos pero no
en el viejo emplazamiento de doble salida, un dibujo del cual
aparece al comienzo de este capítulo.

Nido de cuervo en una profunda grieta de la roca.

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289
Hasta que obtuve pruebas concluyentes de esta astuta
costumbre del cuervo no le dediqué atención al asunto.
Desde entonces he visitado muchos nidos conocidos por mí
durante muchos años; en dos casos he encontrado precisamente
una disposición similar en que el adulto se puede deslizar fuera
del nido, sin ser visto, por una puerta trasera. Uno de éstos está en
una grieta conocida como La Cueva del Cuervo, que ha sido
ocupada recientemente por una pareja de alimoches.

Huevos de cuervo.

Una foto de este lugar se puede ver en el capítulo de los


alimoches. Ahora sé por qué nunca vi un cuervo abandonar esta
grieta cuando criaban allí.
Debido a esta costumbre de establecerse en escondrijos
entre las rocas ocurre que muchos nidos de cuervo son, en cierto
modo, difíciles de fotografiar. La foto de la página anterior es de
un nido muy artísticamente colocado en lo profundo de una fisura

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290
en la cara de un pequeño cortado a uno 100 pies (30 metros) de
altura y a menos de 10 pies (3 metros) de la cumbre. La entrada al
nido es a través de una estrecha grieta inmediatamente frente a él,
por la cual se ve la luz brillando en la foto. Para llegar a este nido
tuve que descender desde lo alto de la pared por una estrecha
chimenea que se ensanchaba por abajo, y esta foto fue tomada de
pie, con pies y rodilla presionados en ambos lados de la
torrentera, y con la cámara apretada contra las rocas en un punto a
4,5 pies (1,30 metros) por encima del nido, donde algunas
pequeñas protuberancias hacían posible sujetarla perfectamente
inmóvil durante treinta y cinco segundos. Habiendo tomado esta
vista general del nido desde arriba, bajé un poco más y, sujetando
la cámara firmemente contra la pared rocosa que aparece cerca de
la esquina superior izquierda de la primera foto, sólo a 18
pulgadas (45 centímetros) por encima de los huevos, tomé la
segunda foto (página anterior) con una exposición de cuarenta
segundos. Puedo decir que la primera foto fue tomada con una
lente Goerz y la segunda con mi Kodak normal con amplificador.
Fue un trabajo complicado y me costó más de una hora, sin poder
terminarlo sin algún fallo. En una de las fotos no pude mantener
la cámara inmóvil debido a mi forzada postura, y en la otra mi pie
resbaló y apenas pude evitar el caer sobre el nido.
Llamará la atención la disposición de los huevos en estas
fotos, que es característica del cuervo cuando tiene que incubar
seis huevos y es, probablemente, la única manera que le permite
cubrirlos de una forma satisfactoria cuando está echado. He visto
disposiciones similares en otros nidos.

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291
CAPÍTULO III

EL ÁGUILA PESCADORA (Pandion haliaetus)

Común en la zona del Estrecho de Gibraltar - Nidos en la


roca - Citados por White de Selborne en 1776 - El mismo lugar
ocupado en 1876 - Y ahora - El pie del águila pescadora -
Métodos de pesca - Transparencia del agua vista desde arriba -
Un lugar de cría de un águila pescadora - Una isleta cubierta de
flores - Una posición difícil - Uso de un señalero - Diferencia de
opinión - La "antigüedad del Mando" - Una pared aterrazada -
Chumberas - Repetidos fallos - Y éxito final - Un gran nido -
Desagradables resultados de la escalada.

Esta es otra de las grandes


aves que una vez fueron
abundantes por todas las
regiones norteñas de nuestra
Isla. Debido a su amplia
distribución geográfica se
pueden encontrar en todas la
localidades apropiadas, y es
bien cierto que, si se pudiera
convencer a la gente de que
dejaran de dispararles en el
Reino Unido, pronto se
restablecerían en sus viejos
lares. Es gratificante saber que
gracias al mayor interés
suscitado en los últimos años
por las aves silvestres, varios
grandes propietarios del norte guardan celosamente las águilas
pescadoras que vienen a criar en las islas de los grandes lagos de
agua dulce.

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292
Águila pescadora (Pandion haliaetus).

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

293
Estas bellas aves son aún bastante comunes en el Estrecho
de Gibraltar. Una pareja ha criado en la espalda de La Roca desde
tiempo inmemorial, y fue citada por el Rev. John White en una
carta a su famoso hermano de Selborne en 1776. Yo vi por
primera vez su nido allí en 1874 y, desde entonces, he visto las
aves adultas en innumerables ocasiones. En algunos años crían
allí dos parejas y en un año, muy recientemente, he llegado a ver
tres parejas volando juntas aunque no creo que criaran más de
dos.
De los tres emplazamientos de nido que conozco uno está a
menos de 40 pies (12 metros) sobre el mar, en la repisa de un
acantilado que está proyectado por encima de ella, a unos 300
pies (90 metros), y se puede considerar como inaccesible. Un
segundo emplazamiento está en el mismo acantilado, a unos 250
pies (75 metros) sobre el mar. El tercero está en el techo, cerca de
la entrada de una de las grandes cuevas marinas, y está
extraplomado.
Una excelente Ordenanza de la vieja Roca prohíbe que las
aves sean molestadas, pero la protección más segura para las
águilas pescadoras consiste en la dificultad de llegar a sus nidos.
No tengo ningún reparo en mencionar estos nidos ya que son bien
conocidos de muchos. Desde una de las, ahora fuera de uso,
viejas baterías cerca de Punta Europa se pueden observar las aves
en el nido con un telescopio, lo mismo que se pueden observar
los pollos una vez que han salido del huevo. Yo pasé un verano
entero en "The Cottage", la residencia de verano del Gobernador
de Gibraltar, y el observar las pescadoras en su nido y pescando
frente a mi ventana no era precisamente la menos interesante de
mis obligaciones allí.
El dibujo reproducido al principio de este capítulo es copia
de uno hecho en aquella época, y las posiciones de los nidos,
superior e inferior en la pared extraplomada, quedan indicadas
por las aves volando frente a ellos.

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

294
La persistencia con que las águilas pescadoras se
establecen en estos enclaves es la mejor prueba de su inmunidad
al ataque. Durante el regreso a casa desde Egipto, en el verano de
1885, que siguió a mi cambio de destino del Sudán, mencioné las
águilas pescadoras y, como ocurre tan frecuentemente cuando
hechos de historia natural se explican al iniciado, originó no poca
chanza cuando aseguré que sin duda veríamos al águila pescadora
en su nido cuando pasáramos por La Roca. El asunto llegó al
capitán de nuestro transporte que, naturalmente, alteró su curso y
navegó cerca de este punto. Todas las lentes fueron enfocadas
hacia el nido y grande fue el júbilo al estar aparentemente vacío,
¡hasta que el ave adulta se levantó, de repente, de encima de su
pollo y, manteniéndose en pie, mostró su pechuga blanca al
incrédulo Cuerpo de Camelleros!
De vez en cuando algún desconsiderado escopetero ha
matado una de estas bellas aves. Sé de cinco casos en los últimos
treinta y tres años, y por supuesto puede haber otros, pero la
afligida ave encuentra pronto otra pareja y todo sigue como antes.
No hay duda de que existe una inagotable fuente de águilas
pescadoras, machos y hembras, que se hallan en la opuesta costa
africana. En aquel lado hay, normalmente, un nido donde quiera
que haya un escarpado promontorio de acantilados marinos. He
visto tres nidos sobre un promontorio a unos pocos cientos de
yardas uno de otro. Aquí están razonablemente a salvo porque
debido a la fuerte marejada que se desencadena, el desembarco
es, con frecuencia, imposible y, además, las pescadoras, a
diferencia de tantas otras águilas, parecen apreciar las ventajas de
elegir paredes difíciles como lugares de cría. Al margen de la
actual situación agitada de Marruecos algunos de estos nidos
están también en zonas de la costa donde los europeos nunca han
sido bienvenidos y, por tanto, rara vez han sido visitados.
Muchos autores han descrito la estructura del pie del águila
pescadora como una adaptación para asegurar mejor su prensa del
pescado, con el dedo externo reversible de forma que el pie puede

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

295
ser usado bien cuando se posa con tres dedos hacia adelante y uno
hacia atrás (en la forma normal), o bien cuando tiene que sujetar
un pez, con dos dedos delante y dos detrás. El profesor Newton
publicó una excelente ilustración de la estructura del pie en su
Diccionario. Yarrell menciona cómo el amplio movimiento
lateral del dedo posterior permite a la pata sujetar un objeto por
los cuatro lados, y describe cómo una pescadora en cautividad fue
observada agarrando así su alimento. Confieso que nunca he
examinado las marcas hechas por las garras posteriores de un
águila pescadora en un pez, pero tras observarlas agarrar su presa
parece como si la llevasen de "adelante a atrás" o paralela al
cuerpo del ave y no "atravesada". En tal posición las garras
sujetarían probablemente con más seguridad un pez resbaladizo,
clavándolo por la espalda en dos puntos y "afianzando" con las
otras dos garras, una a cada lado del cuerpo. No hay duda de que
esto ha sido observado por otros naturalistas de campo, pero no
he podido encontrar referencia alguna. Con un pez sujeto así
longitudinalmente, las marcas de las garras de cada pata
indicarían bien los cuatro puntos de una cruz de San Jorge o de
San Andrés sobre la espalda del pez, si estuvieran distribuidos
como yo sugiero, o bien "dos al frente y dos detrás".
El grito del águila pescadora es del tipo bien conocido del
halcón o del azor, como el de un cernícalo o de un gavilán cuando
están peleando, sólo que mucho más fuerte. Cuando uno se acerca
a un cortado donde están criando pasarán de vez en cuando
volando cerca gritando de esta manera, y resulta fascinante
observarlas.
He oído también este grito por la noche pero,
aparentemente, de aves que estaban posadas en sus nidos o cerca
de ellos. Las pescadoras usan normalmente sus lugares
alternativos de nido desocupados como posaderos donde
alimentarse, y de aquí que los gritos puedan venir de aves que
están descansando. Siguen pescando hasta mucho después de la
puesta de sol y, en cierta ocasión, cuando remaba de vuelta a casa

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

296
en el mes de noviembre desde algún acantilado marino, un amigo
que estaba conmigo disparó y mató a un águila pescadora cuando
ya era muy tarde para poder saber a qué estaba disparando. La
desafortunada ave volaba hacia una cueva para dormir.
Cuando una pescadora abandona su nido o posadero entre
los acantilados, normalmente vuela hacia el mar en una línea
recta durante cierta distancia y, entonces, comienza una serie de
amplios bandazos y curvas hasta que se pierde de vista. Cuando
pesca vuela en círculos sin mover las alas, a unos 200 pies (60
metros) sobre el mar, hasta que detecta un pez debajo, entonces
altera momentáneamente su vuelo y aletea y si queda satisfecha
con lo que ve, cae como una piedra hasta el agua, generalmente
desapareciendo por completo y lanzando hacia arriba una
pequeña columna de espuma. Inmediatamente después emerge,
raramente sin algo entre sus garras, y emprende su camino
mediante un pausado aleteo hacia la roca o punto dominante
donde puede tomar su comida en paz. A veces, justo antes de
tocar el agua altera su caída, de repente, mediante unos vigorosos
aletazos, y entonces se eleva para seguir la caza. En tales
ocasiones, con toda probabilidad, el pez que el ave había
seleccionado cuando volaba alto en círculos sobre el agua, bien se
había alejado en las profundidades o bien resultaba estar a
demasiada profundidad para una recalada con resultados.
La mayoría de la gente ha oído hablar de la notable
transparencia de las aguas tranquilas cuando se ven a cierta altura
desde arriba, lo que a veces proporciona al que viaja en globo la
ilusión de que no hubiera agua en absoluto en un lago. La primera
vez que vi esto fue cruzando los lagos de Frensham, en un globo
de guerra. Como es normal, la aproximación del globo causaba
gran alarma entre gallinas y patos en la vecindad, con las gallinas
cacareando violentamente y corriendo en busca de cobertura,
mientras que los patos se deslizaban por la superficie del agua y
zambullían con fuerza. Desde la altura en que estábamos, los
patos buceando, una vez dejaban de mover la superficie, tenían el

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

297
aspecto de patos aleteando sobre la tierra, ya que las algas del
fondo de la charca somera parecían a nuestros ojos estar
expuestas al aire. No hay duda de que el ojo del águila pescadora
está preparando para calibrar correctamente la profundidad bajo
la superficie del pez que considera su comida, pero debe tratarse
de una precisión muy delicada lo que le permite el necesario
grado de habilidad.
Dondequiera que haya águilas pescadoras, no hay otro ave
que se preste mejor a ser observado mientras está buscando su
comida, ya que al contrario de otras rapaces que buscan su presa
entre montes y bosques, siempre cazan en lo abierto, donde no
hay nada que dificulte la vista de sus movimientos.
Las he visto en estuarios mareales donde llevan a cabo las
mismas tácticas que en el mar, pero con la diferencia de que en
lugar de dejarse caer como una piedra sobre su presa, se deslizan
suavemente hacia abajo y, a la manera de la gaviota cuando
pesca, se zambullen un poco en el agua para, rápidamente,
elevarse de nuevo. Por supuesto en tales lugares, muchos de los
pequeños peces se encuentran en aguas muy someras sobre
bancos de arena y fondos de barro, donde una zambullida violenta
puede significar la autoaniquilación.
La pescadora tiene reputación de seleccionar como lugar
de cría algún enclave de acceso peligroso y, debo admitir que,
según mi propia experiencia, esta aseveración es correcta, y que,
como norma, cuando el nido no se encuentra en un lugar
peligroso, sólo es accesible mediante la escalada, con o sin ayuda
de cuerdas. Por supuesto que esto no es aplicable a algunos de los
nidos colocados sobre edificios en ruinas en los lagos escoceses,
sino a la mayoría de los que uno se encuentra en los acantilados
marinos.
El nido más fácil de alcanzar que he visto nunca era uno
colocado en una pequeña roca proyectada sólo a 12 o 15 pies
(3,60 - 5,50 metros) bajo la cresta de una pared caliza. El nido era
visible desde arriba pero, por debajo de él, la pared se

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

298
retranqueaba, con el resultado de que quedaba un claro vacío
entre el mismo y el mar, a unos 230 pies (70 metros) por debajo.
Sin embargo, y por poco razonable que pueda parecer, un nido en
tal lugar parece todavía más difícil a la vista que otro colocado en
un lugar realmente peligroso ya que aquí sólo se precisa tener
buenos nervios y buenas cuerdas para alcanzarlo. Este nido
contenía tres huevos frescos magníficamente marcados el 31 de
marzo, que es más o menos la fecha normal de puesta para las
águilas pescadoras.

La morada de un águila pescadora.

Esta expedición tuvo lugar en uno de los muchos días


marcados de rojo en mi vida ornitológica. El lugar elegido por la
pescadora era una gran roca desprendida a unos cientos de yardas

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

299
de tierra. Todo alrededor y entre la roca y la orilla el agua tenía
muchas brazas de profundidad y era de un azul intenso, con
profundas sombras púrpura bajo los grandes acantilados de
enfrente.
Para alcanzar la cima tuvimos que realizar un desembarco
desde una lancha sobre unas rocas resbaladizas en una profunda
caverna, en la cual el oleaje se suavizaba. Esta cueva estaba llena
de nidos de cormorán moñudo, la mayoría de los cuales contenía
en el momento de nuestra visita huevos bien incubados o pollos
negros y desnudos echados. No hay necesidad de mencionar el
olor de aquel lugar. Una descubierta sobre algunas rocas y por un
barranco pendiente, nos llevó a la luz del sol en la cima de la
peña. Aunque las dentadas crestas de la caliza apenas nos
permitían ver la tierra entre ellas, por entre los intersticios de la
roca crecía una sorprendente cantidad de flores. Masas de perejil
silvestre, fumarias blancas y rojas, caléndulas, silenes, escilas e
hinojos se encontraban por todas partes, mientras que grandes
matas de gamón y acantos, asomaban sus cabezas por encima del
resto. Era difícil asentar el pie con seguridad debido a las densas
matas de lentisco, azotadas por el viento y que entraban por todas
las cavidades de las rocas, ocultando profundos barrancos y
fisuras.
Ahora describiré un emplazamiento más difícil, el de un
nido colocado en un resalte a 100 pies (30 metros) hacia abajo en
un acantilado de 350 pies (106 metros) de altura. Aquí, de nuevo,
entre el nido y el mar había un gran vacío. Pero la dificultad
estaba en que la pared no tenía realmente un borde bien definido,
con la cumbre en forma de una terraza muy pendiente de piedras
sueltas entre las cuales había, afortunadamente, unas matas de
palmito. Estas proveían un apoyo seguro para el grupo que
descendía (en este caso tres hombres). Debido a la redondez del
borde del acantilado, a unos 30 pies (9 metros) por debajo del
punto donde el grupo estaba instalado, era imposible ver por
dónde seguir hasta que uno se encontraba en el borde. En

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

300
consecuencia, como medida razonable de seguridad, yo me
descolgué atado hasta el borde desde donde podía actuar como
señalero, recibir las señales de mi amigo cuando era descolgado
por el acantilado y pasar mis órdenes al grupo de arriba.

Bajando a un nido de águila pescadora.

En el último momento ocurrió uno de esos absurdos


incidentes que quedan grabados para siempre en la memoria.
Durante muchos años, anteriormente, aunque siempre había
contado con la ayuda de oficiales navales y del ejército, siempre
me había correspondido a mi legítimamente hacer el descenso.
Esta vez yo estaba excluido de la posibilidad de bajar, ya que

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

301
siendo el autor de toda la conspiración contra las infortunadas
águilas pescadoras y muchos años mayor que cualquiera de los
del grupo, pensé que toda la responsabilidad era mía. Por ello,
asumí el más desagradable y para mí doloroso oficio de señalero,
ya que cuando se trabaja en un cortado, es siempre mucho peor
observar a otro escalar que hacerlo uno mismo. En esta ocasión
tres de los de mi grupo eran de la marina, dos de ellos atletas,
absolutamente inmunes a las enfermedades de las alturas y a los
peligros de los acantilados.
Habiendo visitado el mismo nido diez días antes, cuando lo
encontráramos vacío, confié en la misma persona que se descolgó
entonces, y que conocía las dificultades del trabajo, para repetir la
operación. Pero estaba equivocado. Viendo que había ciertas
diferencias al hacer los preparativos, pregunté qué pasaba. La
respuesta fue que había diferencia de opinión acerca de quién
debería bajar, cada uno de mis atletas insistía en su derecho a
hacerlo, ¡uno porque ya había estado antes y el otro porque no
había estado! No era el momento para discutir, así que con la
decisión adquirida con el entrenamiento militar, ordené bajar al
oficial más antiguo, lo que pronto hizo.
Sólo los que han estado en situaciones realmente peligrosas
en grandes cortados pueden apreciar la diferencia entre tener
como ayudantes a personas que se esfuerzan en disuadir a uno de
realizar descensos arriesgados como he hecho frecuentemente, o,
como en este caso tener gente que, de hecho ¡competía por tener
el privilegio de descender! Con tales ayudantes como los que
tenía en este glorioso día, poco nos quedaría por conseguir en
cuestión de nidos. Este nido tenía dos huevos frescos el 10 de
mayo y eran, según creo, probablemente una segunda puesta,
porque la primera fue, de alguna forma, destruida o abandonada.
Otro nido de pescadora del que, afortunadamente, me fue
posible obtener fotos, estaba también en un acantilado marino,
pero en una posición completamente diferente. En este caso las
águilas tenían como sistema de defensa no sólo un formidable

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

302
cortado dispuesto en varias terrazas (siempre de los más
complicados de escalar), sino que, además, la cumbre, lo mismo
que las terrazas, estaba densamente cubierta de chumberas,
haciendo mucho más difícil el acceso. Además de ello, debajo
había una cascajera muy pendiente de finos escombros caídos de
la pared, que era necesario atravesar viniendo desde donde
desembarcamos, antes de escalar el cortado por el sitio
conveniente. Lo peligrosa que resultaba esta cascajera quedó bien
probado por el Almirante Farquhar en otra ocasión; uno de los de
sus grupo, al intentar cruzarla con el arma en la mano, encontró
imposible continuar sin la ayuda de ambas manos y, tras
consultar con los otros, tuvo que abandonar su arma que se
rompió en pedazos al caer sobre las rocas de abajo.

El acantilado del águila pescadora.


Esta cascajera resultaba demasiado para alguno de los de
mi grupo y, desafortunadamente, entre ellos estaba el hombre en

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

303
quien yo había confiado para indicarme la posición exacta del
nido una vez que hubiésemos alcanzado la cumbre.
En la fotografía del perfil del acantilado (página anterior),
tomada desde un punto sobre la cascajera, a unos 150 pies (45
metros) sobre el mar, se puede ver el águila abandonando el nido,
que es la mancha oscura en lo alto de las chumberas que están al
mismo nivel del ave.
Un exhaustivo reconocimiento con telescopio desde el
puente de nuestro barco me dejó bien claro que las dificultades
comenzarían en cuanto llegáramos a la zona superior situada
sobre el nido. Una vez rebasada la peligrosa cascajera llegamos a
una apretada mancha de lentiscos, zarzas y también chumberas,
aloes y todos los obstáculos habituales y posibles de una jungla
semitropical. Finalmente emergimos, derrotados y exhaustos,
sobre la cumbre herbosa y nos tendimos para tomar aire y
recuperar el aliento. Seguidamente tuvimos que abrirnos camino a
través del denso matorral, hasta el punto que imaginábamos
estaba por encima del nido y, entonces, trazamos nuestro
recorrido hacia abajo por la inclinada pendiente del acantilado
hasta llegar a una caída vertical de varios pies.
Entonces empezó mi trabajo y descendí por mi cuerda,
terraza tras terraza, abriéndome camino a través de espesas líneas
de chumberas -una operación muy penosa-. En ese momento nos
dimos cuenta de que no había nadie debajo para señalarnos dónde
estaba el nido. El resultado inevitable fue que tras descender más
de 100 pies (30 metros) tuve que pedir ser izado de nuevo,
siempre a través de las chumberas. De nuevo descendí y una vez
más fallé en encontrar el nido. En el tercer intento alcancé un
descansillo en el gran acantilado desde donde, tras soltar mi
cuerda (y asegurarla a un arbusto por razones obvias) me
desplacé por una repisa hacia el sur, alcanzando un punto que
identifiqué como cercano al nido según se veía desde abajo. Por
tanto, volví sobre mis pasos y, alcanzando de nuevo mi cuerda,
fui izado por tercera vez. Durante esta operación pasé por una

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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repisa donde estaba criando un halcón peregrino. La hembra
adulta voló alrededor de mí con gritos estridentes y se posó en
una plataforma arenosa de la roca a pocos pies de mí, con las alas
abiertas y las plumas levantadas, bajó la cabeza y se quejó
furiosamente. No dudé de que me encontraba cerca de sus pollos
pero tenía trabajo más serio que hacer y, por tanto, la dejé
tranquila.

Nido de águila pescadora.

Hice luego mi cuarto y último descenso, y me encontré


inmediatamente encima del nido, pero antes de que pudiera
continuar bajando hasta él, el grupo que sujetaba la cuerda tuvo
que bajar hacia mí, ya que la cuerda era muy corta. Finalmente
alcancé el nido, una masa enorme de grandes palos que medía
más de 5 pies (1,5 metros) de ancho, y era, sin duda, el resultado
de muchos años de trabajo. En él había dos huevos muy
incubados. De pie, sobre una repisa cerca del nido y sujetando la

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

305
cámara entre mi cuerpo y la cara del acantilado, me fue posible
tomar algunas exposiciones de mucho tiempo con resultados
bastante buenos. Era casi la puesta de sol y la roca estaba en la
sombra, lo que no facilitaba mi objetivo. Entre la áspera
naturaleza de la roca, las resbaladizas terrazas cubiertas de tierra
suelta y piedras, y las detestables chumberas, nunca había tenido
un objetivo más desagradable en un acantilado. Pero he vivido
luego para soportar peores experiencias, aunque no tan
dolorosamente prolongadas como ésta.
Mi concisa anotación en el diario resume todo el trabajo
así: "Cortados muy ásperos, verticales y peligrosos, altura del
nido sobre el mar, 160 pies (48 metros). Cumbre del cortado, 310
pies (94 metros), la peor experiencia de trabajo con cuerda que he
tenido nunca".
En cuanto a las chumberas, tuvieron que pasar muchos
meses antes de que la última de las espinas venenosas que había
recogido por varias partes de mi cuerpo consintieran en salir, y
tras infectarse primero.
¡Tales son mis experiencias de fotografía del águila
pescadora! De este modo, estoy bien preparado para comprender
a algún colega que afirma que él, normalmente, ¡visita nidos de
águila pescadora en lugares donde uno pueda arrastrar una
carretilla!

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TÍTULO VI - EN LAS SIERRAS

CAPÍTULO I

UN DÍA EN LA BAJA SIERRA

Una vista lejana en 1884 - Una solemne promesa -


Repetidos intentos de llevarla a cabo - Una cabalgada en un día
de primavera - Tierras de barbecho y cultivo - Un curso de agua y
sus habitantes - Una amplia vista - El matorral de jaras -
Sepulcros en la roca - Su origen desconocido - Alcanzamos el
cortado - Una colonia de buitres - Un reconocimiento cuidadoso -
Formación del risco - Una lección práctica de geología -
Explorando una cueva - Un camino subterráneo - Entre los nidos
de buitres - Fotografiando los pollos - Comportamiento de los
adultos - Magnífico escenario - Un establecimiento ideal.

Un día de otoño tan lejano como


el año 1884, mientras cruzaba la
bahía de Trafalgar en mi camino
hacia Egipto y Sudán, estuve
examinando con un telescopio el
terreno montañoso al norte de
Tarifa. Yo tenía ya cierta
familiaridad con la topografía de
esta región por haber hecho
varias expediciones a través de
ella, bien para cazar o en busca
de nidos, durante los diez años
precedentes. En esta ocasión, sin
embargo, descubrí un risco cuya
existencia había ignorado hasta
el momento, entre las escarpadas

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

307
y rocosas laderas de una de las sierras que se levantan detrás de
las orillas arenosas de la Bahía de Trafalgar.
En mi diario encuentro lo siguiente, correspondiente al 26
de septiembre de 1884 y referido a este risco: "Debo subir a él
algún día". En aquel momento las circunstancias no se prestaban
a ello. Yo iba a bordo de un barco de vapor de 10 nudos de
velocidad, contratado para transportar unos cuarenta de los
famosos balleneros del Nilo hasta Alejandría, con la ayuda de los
cuales, los espíritus optimistas pensaban que todavía sería posible
echar una mano al General Gordon que, a la sazón, se encontraba
tan gravemente acosado en Khartoum.
En 1884 el Sudán, con todas sus dificultades y peligros, era
prácticamente terra incognita, no solo para nosotros, soldados
que íbamos a ser desplegados en sus inmensos territorios, sino
para la gran mayoría del mundo civilizado para el que aquello
era, ciertamente, poco más que un nombre. Nadie en aquel
momento tenía la más mínima idea de lo que teníamos ante
nosotros y, como es normal, el único temor por parte de los
soldados era que no hubiera lucha, una piadosa aprensión que los
acontecimientos posteriores en el seco Desierto de Bayuda
demostraron no tener base alguna.
Casi un año después, cuando iba de viaje de vuelta a casa
tras nuestro fracasado intento de llegar a Khartoum, una vez más
observé el mismo risco brillando al sol de la tarde, y una vez más
anoté la promesa de intentar visitarlo algún día, ya que mi
imaginación lo pobló con buitres y posiblemente águilas, cuyos
huevos podían ayudar a enriquecer mi colección.
Pero aunque estuve frecuentemente en España en los
siguientes doce años, el destino parecía estar en contra de mi
permanente objetivo. En varias ocasiones hice esfuerzos para
cruzar la sierra y alcanzar aquel punto, pero por una u otra causa
siempre resultó imposible. Una vez las lluvias hicieron que la
sierra y el barro al pie de las colinas resultaran prácticamente
intransitables. En otra ocasión, aunque conseguí llegar muy cerca,

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308
encontré que el tiempo de luz que me quedaba no me permitiría
cruzar varias peñas y barrancos que había entre donde yo me
encontraba y el punto en que yo calculaba que debía estar el risco.
No fue hasta mayo de 1901 cuando me encontré de nuevo
a un día a caballo de la parte de la sierra en que se encontraba el
risco que había visto en 1884. Abril había sido un mes de
extraordinarias lluvias e inundaciones pero, durante las últimas
dos semanas, habíamos disfrutado de un tiempo espléndido, y los
caminos y pasos de montaña estaban en excelentes condiciones
para viajar.
Fue uno de esos gloriosos días de primavera, de esos que
para mi mente poco imparcial no los hay más gloriosos en
ninguna otra parte más que bajo el cielo andaluz, cuando
emprendimos nuestra expedición a caballo en busca del risco,
acompañados por una pareja de españoles, ambos viejos amigos y
compañeros en muchas expediciones semejantes.
A mediados de mayo, la fecha de nuestra visita, todo el
campo estaba alfombrado de flores, predominando malvas rosas y
corregüelas azul brillante. Las aves abundaban, por supuesto,
siendo las más conspicuas las calandrias, una especie de casi
doble tamaño que nuestras alondras. Su canto es más potente en
algunas estrofas que el de las nuestras, y cantan en vuelo, al igual
que éstas, pero no a tanta altura ni con la misma persistencia. Los
trigueros estaban posados tontamente sobre cardos o tallos de
gamones secos, dando rienda suelta a su tedioso canto, con
chocante monotonía y permitiendo que nuestros caballos pasaran
a una o dos yardas sin mostrar alarma o sorpresa.
Pronto alcanzamos las tierras labradas lindantes con las
llanuras, que en esta época están cubiertas con cosechas de
cebada y trigo barbado, ahora ya casi totalmente crecido pero aún
verde. Nuestro camino seguía normalmente el borde de algún
tortuoso curso de agua, a veces a través de suaves lomas a lo
largo de un lindero entre los cultivos, hasta que de nuevo se unía
al curso de agua. Los barbechos estaban cubiertos de mostaza

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

309
negra, cuyas flores amarillas se levantaban a más de 6 pies (1,80
metros) de altura sobre el suelo.
Estos cursos de agua forman, en el mes de mayo, un
magnífico refugio para una multitud de seres vivos. Es cierto que
en el fondo la corriente es normalmente insignificante pero, a
intervalos frecuentes, las riadas del invierno han excavado
profundas pozas con bordes escarpados que forman, ahora, una
sucesión de charcas que suponen un habitáculo para gran cantidad
de vida animal. Con agua abundante por debajo, y el sol del sur
de España encima, se puede imaginar, fácilmente, que a lo largo
de estos arroyos la naturaleza simplemente se desmanda. Los
bordes están densamente cubiertos de yerba exuberante y de
vegetación, que se vuelve brillante por la mezcla de la zulla
carmesí y la cerinte azul púrpura. Ranas de todos los tamaños,
verdes y marrones, mantienen un ruidoso coro que cesa de
repente en cuanto detectan la aproximación de un viajero y se
lanzan sucesivamente a la charca. En las orillas soleadas del
barranco se ven tortugas de agua apiñadas sobre el barro seco,
desde donde se deslizan o, simplemente, se dejan caer al agua con
una serie de zambullidas. En algunas zonas la vereda está casi
bloqueada por grandes umbelíferas de flores blancas de más de 9
pulgadas (23 centímetros) de ancho, y por una gran diversidad de
grandes cardos amarillos y púrpuras. Entre flores, plantas, reptiles
y finalmente, pero no por ello menos importantes, numerosísimos
insectos, un paseo a caballo a lo largo de uno de estos arroyos es
siempre para mí interesante y, además, es simplemente una fase
de parecidas pero diferentes experiencias dentro de las siempre
variables condiciones de viaje en Andalucía.
Conforme dejamos las tierras bajas y ascendimos a las
suaves colinas verdes que en todas partes limitan con el monte o
zona de matorral, nuestra vista del terreno de alrededor se amplió
rápidamente. Detrás de nosotros, la extensa llanura de la laguna
de La Janda se extendía por el norte hacia los lejanos cerros
púrpura entre los que blanqueaban, a la fuerte luz del sol, las

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310
viejas villas moras de Alcalá de los Gazules y Medina Sidonia.
Pronto se hizo visible la bahía de Trafalgar, con su franja de
cerros amarillos de arena y acantilados escarpados de arenisca.
Lejos, hacia el noroeste, podíamos ver borrosamente las casas
blancas de La Isla, brillantes a través de la calima.
Volviéndonos hacia el sur, comenzamos a subir por las
estribaciones bajas de la propia sierra, con nuestro sendero
haciéndose gradualmente más rocoso y difícil, y en cierto
momento se hizo necesario desmontar y llevar a los caballos del
diestro. El matorral crecía más denso, y a veces no resultaba fácil
forzar nuestro paso a su través a lo largo de la estrecha vereda.
Estábamos ahora en el reino del palmito, del lentisco y de la jara
¡y qué jaras! Las faldas que bordean los cerros de arena cerca de
Trafalgar, están cubiertos de densos jarales que alcanzan, a
menudo, 6 pies (1,80 metros) de altura, salpicados de magníficas
flores blancas, algunas de las cuales, miden hasta 4 pulgadas (10
centímetros) de ancho. Estaban en plena floración en el momento
de nuestra visita y había cientos de acres de laderas cubiertos con
su bello follaje verde oscuro, manchado por todas partes con estas
gloriosas flores. Más arriba, en lo alto del monte, había una
particularmente bella y diminuta jara con un conspicuo círculo
rosa en el centro que abundaba por doquier, así como otras con
flores blancas, amarillas y carmesíes.
Dieciséis años es un tiempo considerable para conservar en
la mente los detalles topográficos precisos, y por eso no resultó
una sorpresa para mí el que, tras rebasar la cresta de la sierra que
estábamos ascendiendo, no se viera un peñón de las dimensiones
que yo había anotado en 1884. Estábamos seguros de que había
un risco o, quizás, una serie de ellos frente a nosotros, pero
ninguno era el que estábamos buscando. No obstante, seguimos
subiendo, ya que estábamos seguros de que desde más arriba se
podría obtener una buena vista. Tras dejar nuestros caballos y
hombres en el jaral de abajo, trepamos por las rocas y pudimos
ver en el horizonte, frente a nosotros y a la izquierda, a una milla

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de distancia, varias peñas dentadas que debían de pertenecer al
cortado que estábamos buscando. Pero, no obstante, comenzaba a
tener incómodas dudas acerca de su existencia.
Cuando estábamos subiendo por estas rocas, llegamos a
una serie de esos sepulcros misteriosos que tan frecuentemente se
encuentran en situaciones similares en Andalucía. Están tallados
siempre en la superficie plana de la roca, y tienen las medidas
tradicionales de 6 pies (1,80 metros) por 2 pies (0,60 metros) con
una profundidad de unas 18 pulgadas (45 centímetros).

Jaras y sepulturas en la roca.

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Estas son las medidas de las tumbas más grandes, pero
también se encuentran, constantemente, otras más pequeñas de
todos los tamaños, por debajo incluso del de un niño muy
pequeño, lo que indica que estas tumbas eran utilizadas para
enterrar personas de ambos sexos y de todas las edades. Los
españoles, por supuesto, las atribuyen a los moros, algo que
invariablemente hacen con todas las cosas de las que no saben
nada. Las tumbas están orientadas en todas direcciones y su
emplazamiento parece haber sido elegido simplemente para
obtener una buena superficie de roca horizontal continua sobre la
que trabajar. Posiblemente, estos sepulcros en la roca son de
origen fenicio, pero este es un asunto que seguro exige más
investigación.
Para volver a la búsqueda de nuestro acantilado, aunque
estaba a menos de una milla (1,5 kilómetros) de los peñones
dentados que marcaban la divisoria de aguas, tendríamos que
atravesar un profundo valle rocoso con lados pendientes y
cubiertos de vegetación impenetrable. Se hacía por tanto
necesario buscar una vereda que bajase hacia la costa, a varios
cientos de pies de donde estábamos, para cruzar el valle donde
estuviera más abierto y practicable. Así lo hicimos, y volviendo a
montar nuestros caballos, comenzamos la penosa ascensión de la
colina que teníamos detrás. Conforme subíamos la ladera me
creció el presentimiento de que, finalmente, había encontrado el
camino del acantilado que buscaba, y era cierto, pues al alcanzar
una meseta y dar la vuelta al extremo de un saliente rocoso,
tuvimos de repente a la vista un buen acantilado hacia el suroeste,
de unos 300 pies (91 metros) de altura.
Cerca de su base había una encantadora y blanca casa de
campo, construida en tres partes alrededor de un patio, que
inmediatamente reconocí como un hito que yo había anotado allá
en 1884, cuando iba camino de Egipto. La desolada naturaleza de
estas colinas rocosas y su inaccesibilidad, se pueden calibrar por
el hecho de que resulte fácil para un considerable risco como éste,

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313
permanecer así de cómodamente oculto y fuera de la vista de la
mayor parte del terreno que lo rodea.

Un cortado con buitrera.

Como se puede imaginar, la vista de una peña desde la


cubierta de un barco de vapor, a unas siete millas (11 kilómetros)

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o más en el mar, le da a uno una pequeña idea de su tamaño y,
más especialmente, de su inaccesibilidad, y me sorprendió
agradablemente constatar que aquel peñón tan largamente
buscado estaba, obviamente, equipado para albergar una colonia
de buitres, y su naturaleza no era tal como para impedirme su
escalada o descuelgue, aún en mi condición de mutilado de aquel
momento.
Subiendo roquedos, así como en otras muchas
ocupaciones, nada es más nocivo para alcanzar el éxito que la
excesiva prisa. Por eso fuimos primero a una peña, a unos cientos
de yardas o más de la cara del acantilado, desde donde, primero
con los prismáticos y luego con un telescopio, examinamos
cuidadosamente su superficie, para marcar sus rasgos salientes y
sus zonas más accesibles. Una ojeada superficial bastaba para
darse uno cuenta de que una colonia numerosa de buitres
leonados ocupaba las cuevas y fisuras de la cara del acantilado, y
había varias de las grandes aves planeando frente a él, como se
puede ver en la fotografía que se acompaña (pág. anterior). Una
pareja de alimoches, con plumaje blanco nevado y alas
terminadas en negro, volaba alrededor de las peñas más bajas
donde estaban criando, mientras que el graznido de alarma de los
cuervos nos indicó que también tenían un asentamiento por allí
cerca. Sin embargo, no se veían águilas, y no me sorprendió, ya
que las águilas evitan cualquier peña ocupada por sus grandes
parientes los buitres leonados. ¡Probablemente no están contentas
con este parentesco y los evitan por eso!
El roquedo era de una formación muy común en el
sudoeste de Andalucía que consiste en enormes bloques
(originalmente estratos) de arenisca inclinados en un ángulo
considerable, unos setenta grados en este caso. Mucho tiempo a la
intemperie ha desgastado el suelo depositado encima, y ha
soltado los estratos del frente, que formaban ahora una pendiente
cascajera por debajo, densamente cubierta de matorral, entre el
que había diseminadas grandes rocas. La parte posterior del

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

315
peñón estaba desnuda unos 30 a 50 pies (9 a 15 metros), con los
grandes bloques de roca sólida inclinados hacia atrás y formando,
en algunos lugares, una especie de tejadillo. La tierra rocosa
estaba aquí afianzada al frente por el revestimiento natural de la
masa de roca, y se extendía unas 20 yardas (18 metros) o más
hasta el pie de un segundo peñón, paralelo con el primero y de
forma parecida, sólo que a más reducida escala. De esta serie de
bloques paralelos de rocas, vueltas por algún gran movimiento
sísmico, proviene el nombre español de "sierra" para estas
escarpadas cumbres de las montañas de España.
En mis tempranos días de escalar peñas solía ponerme,
generalmente, manos a la obra sin perder tiempo, a menudo por el
consabidamente arriesgado e incierto procedimiento de ataque
frontal. Pero una mayor experiencia me ha mostrado la
conveniencia de buscar siempre un camino. Una lección de
geología práctica adquirida con la repetida experiencia consiste
en que, en el caso de cualquier estrato invertido, como el que he
intentado describir, hay casi invariablemente lugares donde, bien
debido a falta de homogeneidad en la roca o bien debido a otras
causas, como fuertes presiones, se ha llegado a un estado general
de desmoronamiento. En tales lugares se ven grandes uniones y
fisuras, y también zonas donde las partes de la roca más suaves y
menos resistentes se han desgastado, dejando profundas simas y
cuevas no raramente obstruidas con montones de estratos rotos y
fragmentos de roca de la parte superior. Tras un serio intento por
uno de los flancos rocosos del acantilado principal por donde iba
nuestro camino, a lo largo primero de una peña resbaladiza y
luego de nuevo entre el matorral que crecía abundantemente en
las sucesivas terrazas, llegamos por fin a la cara posterior de la
cumbre. Aquí nos encontramos frente a grandes rocas
extraplomadas. Deslizándonos a través de un estrecho barranco
entre dos grandes peñas, ganamos una especie de balcón labrado
en una roca sólida, probablemente el resultado de un
deslizamiento o desprendimiento, siendo la repisa en la que nos

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316
encontrábamos la parte superior del bloque movido. Desde este
punto se obtenía una buena vista hacia los flancos y hacia abajo,
y comprobamos que a unos cientos de pies de la cumbre había
una serie de repisas interrumpidas y peñas medio desprendidas
paralelas a los estratos de la cara general del precipicio, formando
la parte central de la colonia de buitres. Cualquier movimiento
desde este punto dominante resultaba, sin embargo, imposible,
salvo con la ayuda de una cuerda. El precipicio inferior era
continuo y escarpado, por lo que volvimos a través del barranco a
la parte posterior de las peñas y empezamos de nuevo la búsqueda
de algún camino por el lado. En ese momento, entre el laberinto
de rocas caídas, llegué a una pequeña cueva, y empecé en seguida
a explorar sus profundidades.
Antes de llegar muy lejos resultó evidente que era sólo una
parte de una gran fisura que penetraba bien dentro hacia el
corazón del peñón, obstruida con fragmentos de rocas colocados
unos encima de otros.

En la ladera opuesta al cortado.

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317
Tras trepar y arrastrarme bajo varios de ellos, pasando por
encima de unos o por debajo de otros, llegamos a un punto en
donde, a la oscura luz de la caverna, podíamos advertir una caída
de 15 pies o así (4,5 metros). Por este vacío era fácil descender a
la manera de chimenea, debido a las desigualdades de la
superficie de la roca y a la estrechura del pasadizo, y conforme
me acercaba al fondo percibí el destello de luz que venía desde
alguna parte de la dirección donde yo sabía que debía estar la cara
de la roca. Esto era de lo más conveniente y pronto me encontré
en el extremo interior de una estrecha pero alta caverna, cuyo
suelo se inclinaba hacia delante. Siguiendo cautelosamente, al
rodear una roca, vi frente a ella el grande y desordenado nido de
un buitre leonado descansando, literalmente, sobre el suelo
inclinado, a unos dos pies (60 centímetros) de la boca de la cueva
que se abría en la cara del cortado principal. En su interior había
un pollo de buitre del tamaño de un pato, y cubierto de plumón
blanco. En el momento en que me vio fingió estar muerto, como
es habitual, dejando caer su horrible y desgarbada cabeza de lado
sobre el fondo del nido y quedándose perfectamente inmóvil en
esa actitud incómoda.
Estaba ocupado colocando mi cámara adecuadamente
cuando un gran ruido de alas me indicó que volvía uno de los
adultos. Inmediatamente un buitre leonado con las patas
extendidas se posó con fuerte conmoción en la roca saliente, a
unos pocos pies de mí y justo al lado del nido. Apenas había
plegado sus grandes alas y recobrado su equilibrio, cuando me
vio y, dando la vuelta, se lanzó al aire de nuevo con gran
apresuramiento y ruido.
Una vez fotografiado el pollo me acerqué más al nido y me
quedé de pie sobre la roca en que anteriormente se había posado
el adulto. Vi que asomaba por la gran cara del cortado, a unos 200
pies (60 metros) de su base, quizás a 100 pies (30 metros) bajo su
cumbre, y que se encontraba en mitad de la colonia de buitres. En
una cornisa abierta al otro lado del vacío, y sólo a unos 15 pies

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318
(4,5 metros) de mí, había otro pollo de buitre en su nido. Con el
objeto de ver qué otra cosa había por allí, hice algún ruido, e
inmediatamente una media docena de estas grandes aves
abandonó fisuras y cuevas en el cortado adyacente. Entonces
siguió un momento de lo más interesante para el aficionado a las
aves en su hábitat. La superficie de la roca, aunque a veces era
casi vertical, estaba muy erosionada, y proveía magníficos
agarraderos y lugares donde asentar el pie con mi calzado de
suela de esparto, y así me fue posible cruzar la cara del cortado en
varias direcciones y visitar cierto número de nidos. Como la
temporada estaba ya avanzada ninguno de ellos contenía huevos,
pero me fue posible conseguir aquello por lo que había venido, es
decir, una serie importante de fotografías de pollos de buitre
leonado en sus nidos, en casi todos los estados de desarrollo,
desde el muy pequeño con plumón blanco, no mayor que un
ganso recién nacido, al totalmente crecido y cubierto por
completo de grandes plumas marrones, que estaba esperando el
completo crecimiento de sus primarias para echar a volar e irse.
Mientras estaba ocupado con mi cámara, los adultos
seguían volando sobre el cortado, con sus inmensas alas
extendidas y aparentemente inmóviles con las puntas de las
rémiges primarias muy separadas. Una y otra vez alguna madre
ansiosa pasaba por la cueva donde yo estaba con un gran
zumbido de alas y me era posible tomar varias instantáneas
conforme venía hacia mí, antes de que detectara mi presencia y se
alejara con pesado aleteo. Los buitres, como otras grandes
rapaces, no se dan cuenta de su superioridad comparada con la de
un humano que esté ocupado en abrirse camino a lo largo de
alguna estrecha repisa o a través de la cara de un abrupto cortado,
donde el más mínimo golpe le podría causar una pérdida de
equilibrio. Que podrían hacerlo es cierto, pero es igualmente
cierto que su pavor inherente al hombre los disuade de recurrir a
tales tácticas tan molestas para el buscador de huevos o el
fotógrafo. Dejando el acantilado, tras un complicado descenso

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319
todavía menos agradable que la subida, llegamos por fin a la
pequeña casa blanca que había abajo.
La vista desde el patio emparrado era simplemente
magnífica. Lejos, por debajo de nosotros, la arena amarilla de la
línea de costa se extendía unas 20 millas (32 kilómetros) hacia la
vieja fortaleza y faro de Tarifa, cuyos edificios blancos formaban
un bello contraste con el profundo azul del Estrecho detrás. A
través del mar, podíamos discernir cada detalle de las salvajes
montañas rocosas de la costa de Berbería, desde Ceuta hasta
Tánger, dibujadas en bien definidas masas púrpura de luz y
sombra, mientras el escarpado entrante de Cabo Espartel se
dibujaba con fuerte relieve contra las brillantes aguas del
Atlántico, que desde nuestra elevada posición parecían extenderse
hacia el oeste hasta que el mar y el cielo se fusionaban.
El propietario de esta casa tan idealmente situada que
menciono era un cabrero de cierta importancia, poseedor de
considerables rebaños que encontraban su subsistencia por las
colinas rocosas de la sierra. Sería difícil imaginar un ejemplo de
cualquier hombre tan cerca, teóricamente, y al mismo tiempo
trasladado tan lejos de cualquier influencia de la civilización
moderna. Su única idea de civilización era la dormida y
decadente ciudad de Tarifa, y para alcanzar la única carretera que
llevaba allí, tenía que recorrer unas siete millas de un camino
pedregoso sólo transitable con buen tiempo. Y encima,
diariamente y casi a cada hora, pasaban a sus pies grandes barcos
de guerra y mercantes, que representaban el poder y la solvencia
de los Estados más civilizados en su camino a través del Estrecho
de Gibraltar.
El servicio postal, el telégrafo, los periódicos y similares
eran cosas que no usaba; estaba contento de vivir así, aislado en
aquel clima glorioso y referirse con orgullo justificado a la bella
vista de su patio, su única posesión entre las ansiadas
urbanizaciones modernas.

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320
¿Había recibido alguna vez anteriormente la visita de un
inglés? Sí, una vez, uno había venido buscando plata por la sierra
donde yo estaba buscando buitres, aunque Dios sabe cómo la
plata podía criarse entre las rocas. Sin embargo, buscar plata era
algo que se podía comprender, ¿pero buitres? ¿y fotos de buitres?
¿y para qué servían?
El inglés le había dicho que tenía un tesoro escondido o
una mina de oro en su jardín. Pero nunca volvió. Nos despedimos
de mala gana de nuestro anfitrión, sin olvidar la belleza de las
hijas que vivían en la casa, belleza en la que el explorador inglés
podía posiblemente estar pensando cuando hablaba de un tesoro
en aquel jardín.

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321
CAPÍTULO II

LAS PEQUEÑAS AVES DE LA SIERRA

Las variadas atracciones de las sierras - Ruinas moras y


romanas - Una raza de habitantes de la roca, un asunto para la
investigación arqueológica - El chochín - Al avión roquero - Una
zambullida por un nido - Una "identificación" desafortunada - El
roquero solitario - El "gorrión solitario sobre el tejado de la casa"
- Poderes excepcionales de disimulo - Un nido colocado en un
lugar difícil - Lamentos inútiles - Jóvenes roqueros solitarios - Un
dulce cantor - La búsqueda en acantilados marinos - Nido en la
pared de Carlos V - Fusileros de guardia - Una victoria
largamente aplazada - La collalba negra - Una especie muy
escurridiza - Fracasos repetidos para encontrar el nido - La garita
y la collalba negra - El pedrero - Curiosa costumbre de construir
el nido con piedras - Un nido sorprendente.

Mi objetivo original al
penetrar hasta las más remotas
partes del campo era observar
ciertas especies de aves en sus
hábitats, pero desde el primer
momento me percaté de las
excepcionales oportunidades
que tenía a mi alcance, no sólo
en lo que respecta a las aves y
sus nidos, sino también en casi
todos los aspectos de la historia
natural. En un país salvaje como
el que intento describir,
difícilmente pasa un día sin que
uno vea algún animal, reptil o
insecto que no llame la atención

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322
del menos imaginativo. La extraordinaria profusión de flores y
arbustos florecidos, la diversidad de los que componen el llamado
matorral conforme uno se adentra desde las tierras bajas en los
valles de las sierras, suponen, por sí mismas, el más fascinante
objeto de observación.
Y además de Zoología y Botánica, qué maravillosas
formaciones geológicas se presentan al viajero entre el gran
laberinto de cadenas de sierras y sus somontes adyacentes. Y de
nuevo ¿a quién no se le despierta la imaginación sobre las
misteriosas ruinas de eras pasadas que se encuentran en las menos
frecuentadas, y aparentemente por completo inhabitables, partes
de estos terrenos? Naturalmente, en Andalucía abundan
maravillosas reliquias de dinastías, algunas de las cuales datan de
hace más de 700 años, mientras que las más modernas, deben de
ser, al menos, del siglo XV.
Durante algunas de mis ascensiones a las cumbres de
riscos remotos e insignificantes he encontrado ruinas de
fortalezas bien diseñadas y sólidamente construidas debidas, sin
duda, a los invasores árabes. Otras veces he visto ruinas romanas
que databan, probablemente, de hace más de 2.000 años. Pero,
además de esto, están los diversos fuertes, habitáculos, sepulcros,
aljibes con entradas en pendiente y fortificados, todo tallado en la
roca sólida, de cuyos creadores no he sido capaz de obtener
ninguna información, aunque realmente no me he dedicado
intensamente a ello. ¿Qué razas eran las que habitaban en estos
desolados lugares en las sierras, sólo accesibles por tortuosas
veredas de cabras y, a menudo, escalando? es para mí un misterio
sin solucionar. Lo menciono aquí con la esperanza de que
algunos lectores de este libro sean arqueólogos y se dediquen a
este asunto.
Pero debo volver a mis aves. En las cuevas y grietas de las
montañas de caliza y arenisca existe una comunidad de aves
propia. Es cierto que algunas de las especies, como se verá, se
encuentran en otros lugares, pero las que yo describo forman

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

323
parte de la vida de los más remotos lugares, donde los buitres y
las águilas buscan la paz y la seguridad. Primeramente tenemos
uno de los más pequeños pájaros europeos, el chochín, que habita
las más agrestes y desoladas colinas, y que comparte con los
buitres las grandes cuevas a cientos de pies sobre el nivel del mar.
Donde quiera que haya sitios adecuados, como por ejemplo los
innumerables "bolsillos" que tienen excavados los techos de las
cuevas de arenisca, allí puede afirmarse que cría el chochín,
construyendo su abrigado nido con los materiales que tenga a
mano.
Una de las cosas que más me impresiona cuando, tras un
gran esfuerzo, alcanzo la cima de algún peñón grande es el
absoluto silencio a mi alrededor. Los buitres pueden estar
planeando por encima o deslizándose a cientos de pies por
debajo, pero nunca pronuncian un sonido. Lo mismo ocurre con
las águilas o con las palomas bravías que echan a volar desde las
cuevas. De repente el silencio se rompe muy cerca, ¡por el
profundo y estridente canto del chochín! Ninguna altura parece
ser demasiado grande para este pequeño pájaro invencible. En la
misma cumbre de un gran cortado, cuya base descansa sobre los
alcornocales a más de 500 pies (150 metros) por debajo, he
encontrado un nido de chochín en un agujero, en la misma cueva
y muy cerca de uno del gran buitre leonado. En este caso, el
chochín había construido la parte externa del nido casi
enteramente con plumas de buitre, con las lanceoladas de la
gorguera formando la estructura, mientras que el forro estaba
compuesto por el plumón lanudo, blanco nevado, que tiene el
buitre leonado como cobertura interna.
Una de las más ampliamente distribuidas de entre las
pequeñas aves de la sierra es el pequeño y bonito avión roquero
(Ptyonoprogne rupestris) que para el iniciado puede parecerse a
nuestro avión zapador (Riparia riparia). Algunas de estas aves
invernan en el sur de España abrigadas en los profundos
barrancos de las sierras donde se protegen del viento y del mal

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324
tiempo. Su número aumenta desde febrero. Construyen un nido
de barro cementado con forma de copa similar al de la golondrina
común (Hirundo rustica) y no como el del avión común,
normalmente en el techo o en alguna cornisa inaccesible de una

Cueva de arenisca sobre una poza del torrente. Lugar de nidos del avión roquero.

cueva. A menudo varias parejas crían juntas. El nido está bien


forrado con plumas y los huevos, de cuatro a cinco en número,

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325
son blancos, manchados de gris y marrón oxidado, y parecen una
variedad más pálidamente coloreada de los de las golondrinas.
Considerando la abundancia de esta especie es curioso lo
raramente que su nido se encuentra en sitios accesibles. Tras
cuatro años de fracasos observé una pareja entrando en una cueva
rocosa bajo una cascada en un profundo barranco hecho por el
agua. Para llegar a este nido tuve que ser descolgado unos 15 pies
(4,5 metros) hasta la poza que estaba bajo la cascada, y puesto
que no teníamos cuerdas, lo tuvimos que hacer con ayuda de
varias de nuestras fajas (conocidas por los anglo-indios como
“cummerbunds”) empalmadas juntas. Entonces, nadé a través de
la charca y entré en la cueva, en cuyo techo había un nido con
cuatro huevos. Me resulta triste contar que tan obsesionado estaba
yo con la idea de que este avión roquero construía un nido similar
al del avión común y ponía huevos blancos como éste y el avión
zapador, que pensé que el nido y los huevos que había encontrado
pertenecían a la golondrina común de la cual había algunos
ejemplares por allí ¡y así abandoné mi trofeo! Se puede imaginar,
fácilmente, el disgusto que me llevé unos meses más tarde al
enterarme de que, de hecho, había tenido al alcance de la mano
los huevos que anhelaba. Debido al hecho de que rara vez estoy
en las sierras durante la época de puesta del avión roquero,
pasaron muchos años antes de tener otra oportunidad para coger
este nido ¡y no fue hasta 1901 cuando finalmente lo conseguí!
¡Ciertamente el desconocimiento es algo muy peligroso en los
casos de identificación de los huevos!
Junto con el avión zapador, el avión común (Delichon
urbica) cría en abundancia en ciertas partes de la sierra.
Sin duda el más conspicuo y mejor conocido de todos los
pájaros que habitan el roquedo es el roquero solitario (Monticola
solitarius), conocido por los españoles como solitario, por su
costumbre de posarse solo en lo alto de alguna roca o, si es una
zona habitada, en lo alto de algún edificio dominante. Creo que
estoy en lo cierto al decir que fue esta ave la que David tenía en

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

326
mente cuando se describió a sí mismo "como un gorrión solo en
lo alto de la casa" y que luego, algunos ornitólogos, intentaron,
aunque sin éxito, corregir este aparente error en la versión
revisada.
El roquero solitario es un ave deliciosa de observar, lo
mismo en estado salvaje que en un aviario. Yo he criado varios
de nido y puedo hablar de sus atractivas costumbres. Son
extremadamente cautelosos, como todo el que se ha esforzado en
encontrar sus nidos podrá confirmar, y yo creo, firmemente, que
cuando tienen un motivo para sospechar que están siendo
observados, harán grandes esfuerzos para confundir al enemigo
simulando un interés inmenso por alguna roca donde no están
criando. En cualquier caso, tal ha sido siempre mi experiencia,
año tras año que repetidamente he presenciado y sufrido tales
tácticas. Naturalmente, tan pronto como me percato de la
presencia de estas aves intento descubrir sus nidos. Aquí, por una
vez, me encuentro con alguien que superaba mis habilidades y
durante tres años seguidos he sido sistemáticamente derrotado.
Así, en 1875 yo ignoraba la época en que criaban y sólo encontré
un nido el 22 de mayo, cuando los pollos estaban totalmente
crecidos y volando. En 1876 tampoco tuve éxito. En 1877,
cuando estaba observando un nido de águila con el Mayor Robert
Napier (ahora Lord Napier of Magdala), vimos una pareja de
solitarios que, evidentemente, estaban criando no lejos de allí. En
cierta ocasión la hembra, que llevaba un ciempiés en el pico, voló
y entró en una profunda grieta vertical en la pared cerca del nido
del águila. La roca no tenía más de 40 pies (12 metros) de altura,
y la grieta estaba sólo a unos pocos pies por debajo del borde,
justo bajo un bloque extraplomado de roca. Napier me descolgó
y, con algún esfuerzo, conseguí afianzar mis pies en la hendidura
y me sostuve de alguna forma bajo la roca alcanzando el nido que
contenía cinco pollos totalmente emplumados; los tomé y los
puse en el seno de mi camisa. La vuelta hacia arriba -no había
cuerda suficiente para descolgarme hasta abajo- incluyó un difícil

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327
esfuerzo para ambos, mi compañero y yo, ya que, por supuesto,
en cuanto abandoné la roca, giré hacia fuera, y quedó demostrada
la equivocación que supone que un hombre solo descuelgue a
otro en un punto donde no hay agarradero para el escalador.
Realicé un dibujo de esta peña sobre el terreno y de él está
tomada la ilustración de la primera página de este capítulo.
Conservo todavía una viva memoria del incidente, debido a que
mi compañero, en alguna ocasión posterior, cuando me he metido
con él más de la cuenta, ¡se ha lamentado de haberme izado en
aquella peña!
Los jóvenes roqueros que conseguimos aquel día
demostraron ser muy divertidos, y fueron unos a los aviarios de
Lilford y otros al Jardín Zoológico, donde tenían más espacio
para sus retozos que cuando estaban enjaulados.
En 1878 hice incesantes intentos por obtener huevos de
esta especie. El 23 de marzo encontré un nido terminado para la
puesta en un pequeño cortado, pero los adultos lo abandonaron y
se mudaron a otra parte cuando me vieron escalar y acercarme a
él. El 10 de mayo recobré la pista y encontré un nido con cinco
pollos, ya emplumados, a unas 20 yardas (18 metros) del nido de
1877, y el 18 de mayo encontré otro nido con cuatro pollos en un
agujero del techo de una gran cueva, pero una vez más, sin
huevos.
Alcancé este nido por el viejo procedimiento del buscador
de nidos de formar una pirámide humana con mis compañeros
subalternos cuya base estaba formada por Henry Prittie (hoy Lord
Dunalley), la zona media por Fergusson y la cumbre por mí. Una
vez erigida la estructura, apoyados en la pared de la cueva, Prittie
retrocedió con cuidado hasta que yo estuve inmediatamente bajo
el nido.
En 1879, escarmentado por los fallos anteriores comencé
las operaciones más temprano, e incluso en los días en que mis
obligaciones militares me impedían abandonar la Roca, dedicaba
todo mi tiempo disponible, de guardia o libre de ella, a observar

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

328
los cortados apropiados. Por aquella época un roquero adulto
macho, en su magnífico plumaje, solía venir diariamente a
posarse sobre la cruz de South Chapel. Allí pasaba horas
emitiendo de vez en cuando la dulce y corta melodía tan
frecuentemente oída en las remotas sierras. Lo vi volar hacia
Rosia Bay, donde empleé no menos de seis días de marzo
observando los movimientos con su pareja en los cortados.
Por aquellas fechas Lord Lilford estaba en Gibraltar en su
yate, el “Glow-worm” y con la ayuda de su hijo, Thomas Powys,
y algunos de los miembros de la tripulación fui descolgado por
los acantilados entre New Mole y Camp Bay, en todas
direcciones. Así fue como aprendí, tras penosa experiencia, los
métodos disuasorios del roquero solitario. Una de sus prácticas
bromas consistía en simular gran interés por alguna cueva o fisura
en una pared, y desaparecer en su interior durante considerable
tiempo, con el resultado de que me vi obligado a efectuar un
peligroso descenso solamente para descubrir luego que había sido
engañado. Finalmente, el 5 de abril decidimos que debía haber un
nido en una cueva bajo Parson's Lodge Battery. Esta cueva
resultaba ser bastante inaccesible desde arriba, así que nadé desde
Camp Bay y escalé la pared, pero no encontré nada. Aprendí, sin
embargo, que a través de las ásperas rocas por encima de las
conchas y las matas espinosas, era muy atrevido ir desnudo en
busca de nidos.
Un día de abril, cuando servía para el Ragged Staff Guard,
observé una pareja de roqueros sobre la ciudad, por la muralla de
Carlos V. Al día siguiente, tan pronto estuve libre de guardia, fui
a Gardiner's Battery, desde donde podía obtener una vista de la
zona sospechosa y quedarme allí de guardia. Luego me fui hasta
el pie del North Flat Bastión y me oculté en las matas, a unas 30
yardas (27 metros), del cortado. Tras una hora de espera observé
al macho, que había intentado atraer mi atención por medio de
astutas actuaciones en lo alto de la pared, mostrándose más
solicito en su conducta. Quedándome inmóvil tuve la suerte de

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329
detectar por el rabillo del ojo a la hembra, que se deslizaba fuera
de un agujero en el peñón a unos 30 pies (9 metros) por encima.
Me quedé quieto y ¡pronto volvió a entrar al nido! Entonces cogí
el camino de la cima del peñón y, tumbándome sobre el borde,
toqué la boca del agujero con un bastón. Estaba sólo a unos pocos
pies de lo más alto, ¡y el ave salió volando del interior! Entonces
me sentí seguro de tener mi presa.

Cuevas en arenisca con nidos de roquero solitario.

Pero aún entonces tuve que ejercitar mi paciencia, ya que


el Duque de Connaught, que estaba entonces sirviendo en la
Brigada de Rifles, se encontraba visitando Gibraltar con ocasión
de su luna de miel, y esto complicó desafortunadamente mis
planes, pues teníamos que formar en la Alameda para su revista.
Recuerdo que en todo momento en que no estaba en la posición
de "firmes", ¡tenía un ojo puesto en aquel agujero del viejo
bastión!

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330
Inmediatamente después de que regresáramos a los
barracones me puse ropa de faena y, tomando mi rollo de cuerda,
me dirigí al bastión. Allí había uno del cuerpo y tres fusileros de
guardia. Quitando al centinela y al inevitable cocinero todavía
tenía dos hombres para descolgarme por el borde. Cuando llegué
frente al agujero vi, para mi inmensa felicidad, un nido hecho de
raíces fibrosas ¡que contenía cinco bellos huevos azul claro! Eran,
como es característico, de lo más delicadamente transparente,
diferenciándose así, de los huevos de nuestro estornino, que son
más opacos. De esta manera, al quinto año de mis intentonas
conseguí finalmente el éxito. Desde entonces, de vez en cuando,
explorando cuevas o moviéndome entre peñas o por la cara de
algún cortado, he llegado a muchos nidos de esta ave. Debido a
las situaciones especialmente protegidas en que los construyen,
los nidos permanecen durante años en buen estado de
conservación; de aquí que el escalador vea muchos más nidos que
parejas de aves hay en la localidad. En tres ocasiones he
encontrado nidos con cinco huevos, y en algunas otras ocasiones
contenían menos, pero ninguno de estos casos me ha
proporcionado la misma sensación de victoria alcanzada como en
ese día de abril de 1879, cuando colgando de mi cuerda en la cara
del viejo bastión de Gibraltar puse mis ojos por primera vez sobre
esos huevos azules.
La collalba negra (Oenanthe leucura), aunque a veces se
exhibe mucho más, es, como todas la collalbas, una maestra en el
arte de ocultarse y mantenerse fuera de la vista. El macho es un
tipo elegante, negro azabache, con una conspicua zona blanca
sobre la cola de donde le viene el nombre popular de “El
Sacristán”; en la hembra el plumaje negro es reemplazado por un
marrón más sobrio. En muchas de sus costumbres se parece al
roquero solitario y ocupa exactamente el mismo terreno, anidando
en cuevas, a menudo en la cumbre de las sierras bajas.
Mi búsqueda del nido de esta especie fue todavía más
prolongada y difícil que la del roquero solitario y no estuvo

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

331
marcada por el mismo éxito, ya que a día de hoy no he
encontrado aún un nido con el lote completo de huevos frescos.
En marzo de 1875 observé una pareja en los barrancos de
Europa y al cabo descubrí el nido colocado en un pequeño
agujero en la cara de un cortado. Muy desafortunadamente, la
hembra fue tiroteada antes de poner y de esta manera perdí la
única buena ocasión de mi vida. Al año siguiente fracasé
completamente al intentar encontrar estas aves en situaciones
donde yo pudiera observar sus movimientos. En 1877 descubrí
una pareja frecuentando el mismo barranco en que había
encontrado el nido en 1875. Entretanto, había sido construido un
gran polvorín cerca del cortado donde estaba el viejo nido y había
sido, por supuesto, apostado el inevitable centinela en el polvorín
que, por cierto, creo que estaba vacío en aquel momento. Durante
varios días observé estas astutas aves sin resultado alguno pero,
un fusilero que estaba de guardia, me dijo que cuando me hube
alejado las aves volvieron, y estuvieron por el polvorín y los
riscos adyacentes sin hacerle mucho caso. La solución era obvia.
Yo debería ocupar el mismo lugar del centinela. Entonces,
convenciéndolo para que hiciera su ronda hasta el límite más
lejano permitido, me deslicé al interior de la garita, y con la vista
puesta a través de la mirilla del costado esperé y observé. En muy
pocos minutos una collalba negra apareció sobre el cortado a
menos de 50 yardas (45 metros) y tras observar al centinela
volverse de espalda, voló derecha hacia mí ¡y entró por uno de los
agujeros de ventilación del polvorín! Procurándome una escalera
subí y encontré el nido colocado a unos pies en su interior. ¡Ay!
¡contenía cuatro pollos recién salidos del huevo!.
El 1 de mayo del mismo año, conforme entraba en una
cueva cerca de la cumbre de un pequeño cortado que estaba
escalando, una collalba negra salió de su nido, que estaba
colocado en uno de esos "bolsillos" en el techo de arenisca. Este
fue el primer nido que pude examinar adecuadamente, y por ello
me quedé muy sorprendido al comprobar que la parte más baja

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332
estaba compuesta de piedras de varios tamaños, algunas tan
grandes como nueces. Hasta aquel momento yo nunca había oído
de esta singular costumbre de la collalba negra que la ha hecho
acreedora del nombre de “Pedrero”, es decir, el picador de
piedras, entre las gentes de la sierra.

Cueva mostrando cavidades formadas por la erosión en la roca arenisca.


Lugar de anidación de la collalba negra.

El nido, propiamente, estaba hecho de tallos y fibras y


forrado de lanas y unas pocas plumas. Contenía cuatro huevos
azul pálido marcados con un anillo rojizo en el extremo más
ancho, y de tamaño estaban entre los de nuestra collalba y los del
roquero solitario. ¡Estaban a punto de eclosionar!, así que perdí la
única oportunidad que he tenido de coger un juego completo de
huevos de esta curiosa ave. Aunque he encontrado muchos nidos
desde entonces la mayoría estaban vacíos y el resto contenían
pollos; así son las cosas de la búsqueda de nidos.

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333
Como norma ha resultado imposible volver a visitar estos
nidos (que sin duda hubieran contenido huevos al poco tiempo),
debido a sus remotas localizaciones y al hecho de estar yo de
expediciones en aquellas fechas.
Algunos nidos tienen sólo unas cuantas piedras debajo,
mientras que otros tienen un considerable número de ellas y
otros, además, una muralla de escombros construida delante.
Uno de los más elaboradamente construidos que he visto
estaba en una cueva de un risco de arenisca. Estaba explorando
algunas peñas en aquel momento, y había dejado al Coronel Irby
por debajo. La cueva era casi circular y de unos 12 pies (3,5
metros) de diámetro y 6 pies (1,75 metros) de altura, y las paredes
y el techo estaban, como ocurre frecuentemente, horadados con
pequeños agujeros, similares a los que se muestran en las fotos
precedentes. En uno de ellos, que tenía 9 pulgadas (22
centímetros) de ancho, estaba este nido tan interesante. Viendo lo
especial que era, descendí y convencí a Irby para que subiera y lo
viera para, con su ayuda, hacer un cuidadoso examen de sus
materiales. Delante del nido había una pared de 9 pulgadas (22
centímetros) de larga y 2,5 (6 centímetros) de altura y de cierta
anchura. Desmontamos las piedras que la integraban y contamos
282, de todos los tamaños, desde el de una nuez hasta el de un
guisante. Luego sacamos el nido afuera; estaba construido con
hierba y raíces fibrosas y forrado con las finas fibras del palmito.
Bajo el nido había una cimentación de setenta y cinco grandes
piedras, que hacían un total de 358. La más grande era de 2
pulgadas (5 centímetros) de largo por 0,75 pulgadas (2
centímetros) de ancho y 0,5 pulgadas (1,25 centímetros) de
espesor, y pesaba 2 onzas (56 gramos), habiendo otras muchas
que pesaban entre 1 y 2 onzas (28 y 56 gramos).
El peso total era superior a 4 libras y 8 onzas (2 kilos). Lo
más notable era que, con la posible excepción de unas pocas
escamas de arenisca, todas estas piedras habían sido transportadas
por el ave desde cierta distancia. ¿Cómo un ave tan pequeña

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334
transportaba las piedras mayores que encontramos en estos nidos?
es todavía un misterio por resolver para mí. El que las
transportaba desde una distancia considerable es algo probado. En
años posteriores varias parejas han anidado en agujeros de los
túneles del ferrocarril en las montañas de Ronda. De uno de estos
agujeros, a más de 8 pies (2,5 metros) del suelo, cogí una
colección de piedras, algunas eran guijarros lavados por el agua
que, obviamente, habían sido tomados del lecho de la garganta, a
unos 30 pies (9 metros) por debajo del nivel del ferrocarril. El
mayor de ellos pesaba 2,5 onzas (70 gramos).

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335
CAPÍTULO III

EN LA ALTA SIERRA

Extremadamente agreste - Cambios en la vegetación -


Veredas poco conocidas - Contrabandistas y sus enemigos, los
Carabineros - Compañeros alegres - Las montañas calizas -
Dificultades de cultivo - Cultivo de tabaco - Lucha por la cosecha
- Fuentes naturales - Las ocultas aldeas árabes - Gargantas de
montaña - Un barranco profundo - Corrientes subterráneas -
Viejas formaciones calizas - Escalada peligrosa - Una experiencia
desagradable - Peñas desnudas - El Cuchillo - La cabra - Una
oportunidad perdida - Lobos - Un desierto de rocas - Absoluta
soledad - Chovas, acentores alpinos, escribanos cenicientos y
halcones peregrinos - Sierra de Líbar - Bandoleros -
Secuestradores - Los hermanos Bonel - La Guardia Civil - Una
región prohibida - El destino de "Monte Cristo" - La fascinación
de la sierra - Maravillosas vistas panorámicas.

Aunque la altura media de la baja


sierra en el suroeste de Andalucía
ronda sólo entre los 1.500 y los
2.500 pies (450 y 750 metros) sobre
el nivel del mar, la mayor parte de
los terrenos que incluye es
extraordinariamente salvaje. A
menos de 1.000 pies (300 metros) de
altura, toda la flora y vegetación
experimentan un marcado cambio, y
conforme se va subiendo, la adelfa,
que bordea cada arroyo en las zonas
más bajas, es reemplazada por el
rododendro, el madroño y otros
arbustos de hoja perenne, con

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336
brezales gigantescos, a menudo de 10 a 15 pies (3 a 4,5 metros)
de alto, que reemplazan al brezo rojo de las tierras bajas. No hay
carreteras en el sentido ordinario de la palabra, y los caminos
disponibles para animales de carga son escasos y separados unos
de otros; pero hay una perfecta red de veredas, muchas de las
cuales son desconocidas para todo el mundo, excepto para los que
viven en su vecindad inmediata o para los grupos de
contrabandistas que las usan, habitualmente, en sus marchas
nocturnas. Estos tipos osados transportan inmensos paquetes de
tabaco, a menudo de más de 100 libras (45 kilos), desafiando a
las patrullas de Carabineros o "fuerzas preventivas", que vigilan
toda la región a caballo y a pie. De una manera muy organizada
se las ingenian por el procedimiento de marchas forzadas durante
la noche, y escondiéndose entre las rocas y el alto brezo durante
el día, para llevar sus cargamentos.
A veces, cuando he escalado cerca de la cumbre de alguna
sierra solitaria he encontrado un grupo de estos rudos nativos
escondido en algún barranco rocoso. En ocasiones, es un asunto
de vida o muerte para ellos el ser descubiertos por sus enemigos
naturales, los Carabineros. Aun así, cuando me he topado de
repente con un grupo así, han mostrado absoluta confianza en mí
y han sido de lo más corteses y alegres. Son temerarios y
divertidos, y hacen bromas señalando que yo, evidentemente, he
sido contrabandista en mi juventud, porque si no “¿cómo iba a
conocer sus veredas favoritas como las conozco? "Ningún otro
inglés viene por estos lugares".
Conforme el viajero se adentra hacia el norte y hacia el
este de esta región la sierra va subiendo más y más, llegando la
Serranía de Ronda a alcanzar de 4.000 a 6.000 pies (1.200 a 1.800
metros) sobre el nivel del mar. Más al este sube de nuevo hasta
que se alcanza la Sierra Nevada, cuya altura en algunos lugares es
de más de 11.000 pies (3.300 metros). La sierra baja ha sido ya
descrita. En las zonas más altas, hacia Ronda, las características
físicas son muy diferentes de las de la sierra baja. Para empezar,

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337
toda esta parte del terreno es de formación caliza, las laderas son
mucho más pendientes y los cortados más frecuentes que en la
región de arenisca.
A pesar de la gran cantidad de rocas hay buen número de
cultivos en algunos lugares. Cada pedazo de terreno disponible es
limpiado de rocas y cantos, que son amontonados a intervalos o
dispuestos en revestimientos masivos para sujetar el terreno,
terraza sobre terraza. En los pequeños claros así organizados se
plantan muchas vides, también olivos y almendros, mientras que
más arriba, se cría trigo por todas partes.
Entre esta extraordinaria desolación de rocas, una y otra
vez, cuando se atraviesa la alta sierra se encuentra uno con una
vega natural de rico suelo rodeada por todas partes por grandes
colinas rocosas y acantilados. Estos lugares varían en extensión
desde unas pocas varas de tierra llana hasta 20 acres (10
hectáreas) o más. Debido a la escorrentía del agua de lluvia de las
peñas circundantes estas vegas están, normalmente, bien regadas
y dan excelentes cosechas. Conozco más de un lugar de éstos
donde he encontrado tabaco plantado como un desafío a los
Carabineros y a todos los representantes de la ley. De hecho, en
uno de estos lugares, no hace muchos años, la brava gente de la
sierra rehusó absolutamente tener que dejar su cultivo ilícito y,
apoyada por varios grupos de contrabandistas, resistió por la
fuerza al destacamento enviado para someterla. El escenario de
esta refriega fue una remota aldea de montaña, colgada entre las
colinas, cuyo acceso es a lo largo de una pendiente vereda de
monte, tan empinada como para necesitar escalones de piedra en
algunos lugares. Esta vereda, conduce a la aldea a través de una
estrecha garganta rocosa de sólo unas pocas yardas de ancho,
fácilmente defendible en épocas pasadas por hombres decididos,
armados con espadas, lanzas y flechas. Las armas modernas han
vencido, sin embargo, esta y muchas otras fortalezas similares de
montaña, que eran difíciles de tomar, pero que han perdido su

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338
tradicional seguridad ante el ataque, ya que en tan agreste terreno
hay siempre puntos para tiro de rifle.
Una de las muchas cosas interesantes de esta interesante
región son las numerosas aldeas antiguas de origen moro, ocultas
en apartados valles de la zona más alta de la sierra. Los nombres
de muchas de ellas son reminiscencias de los siglos de ocupación
árabe y cada una debe su situación a alguna fuente de
abastecimiento de agua, como las que se encuentran a intervalos
en este increíble terreno calizo. Donde tal ventaja se podía
combinar con una buena localización defensiva, crecieron
grandes aldeas.

Un pueblo de origen moro en la alta sierra.


(Montejaque, nota de esta edición)

Cada una estaba comunicada con otra, bien por la vista


directa desde algún edificio o por la construcción de alguna torre
de observación en un punto dominante para conectar los dos

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339
lugares. A veces, al alcanzar un punto alto en algún gran risco, ha
aparecido de repente ante mi vista una pequeña ciudad con
edificios blanqueados, rodeada por murallas en ruinas, y asentada
en un apartado valle a muchos cientos de pies por debajo, de cuya
existencia hasta entonces yo sólo tenía conocimiento por
referencias.
A juzgar por el número de estas aldeas -en una misma zona
no hay menos de dieciséis dentro de un radio de siete millas (11
kilómetros)- aquí debió de existir una gran población en la época
de los moros.
Ahora muchas de estas aldeas están en ruinas, y sé de al
menos una grande que está casi abandonada, siendo sus únicos
habitantes un pequeño destacamento de la Guardia Civil y otros
pocos más ocupados en los cultivos de los alrededores.
Los ríos y arroyos de esta región resultan muy interesantes
para el geólogo. El río Guadiaro, que divide el famoso Tajo o
cortado de Ronda, ha descendido en su curso trazando su camino
a través de la montaña caliza de una forma maravillosa. El punto
más sorprendente está cerca de Gaucín, donde pasa entre dos
paredes verticales de 400 pies (120 metros) de altura y separadas
tan sólo por unas pocas yardas. Tan cercanas se encuentran una
de la otra estas grandes paredes que, entre una y otra, una peña
desprendida de arriba quedó calzada formando un puente natural.
Aquí el Guadiaro, tras pasar por una serie de cataratas, hace una
última inmersión en el oscuro abismo, y emerge como un cuarto
de milla (400 metros) más abajo, a 100 pies (30 metros) por
debajo del nivel de la entrada. Varios amigos míos, durante
temporadas de sequía, cuando hay poca agua en la garganta, han
intentado pasar hacia arriba, nadando y vadeando, a través de este
misterioso túnel natural, pero han sido vencidos por una serie de
resbaladizas presas de roca lavada por el agua, en las oscuras
cavernas en las que han penetrado. Si yo me encontrase en buena
forma, intentaría, sin duda, pasar desde arriba, con bastante
cuerda para asegurar mi descenso.

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340
La vista de esta garganta desde abajo es magnífica. Una
pequeña colonia de buitres leonados ha criado aquí, y sin duda

Garganta en la alta sierra. El río Guadiaro discurre 120 metros más abajo.

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341
seguirá criando siempre, ya que muy pocos escaladores se
sentirán inclinados a molestar sus emplazamientos de cría.
Hay pocos lugares tan fácilmente accesibles para la
observación, para los que quieran ver estas grandes aves en vuelo,
como esta bella garganta. Un tiro de pistola las hará deslizarse
fuera de las grietas que ocupan, así como también saldrán
bandadas de palomas bravías que encuentran seguridad en estos
acantilados.

La Cueva del Gato (de donde surge una corriente subterránea).

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342
En varias ocasiones he visto cormoranes pescando en las
cataratas de abajo, y cuando los he espantado han volado hacia
arriba en círculos, bien alto, a muchos miles de pies por encima
de la sierra, como los buitres, antes de dirigirse hacia el mar.
La vista más impresionante de esta garganta se tiene desde
una peña saliente cercana a la cumbre conocida como El Balcón,
un balcón natural de roca desde donde se puede dejar caer una
piedra a la tumultuosa corriente, a 420 pies (125 metros) por
debajo.
La corriente subterránea más interesante que conozco es
una que no está lejos de Benaoján, que emerge de una gran cueva
de más de 60 pies (18 metros) de altura, conocida como La Cueva
de Gato debido a su supuesto parecido con la cabeza y ojos de un
gato. El techo de esta caverna está estrechamente salpicado con
cientos de nidos de barro de avión común, que están construidos
muy juntos, a veces superpuestos. El efecto general, visto desde
la corriente a 100 pies (30 metros) por debajo, es el de un nido de
avispas albañiles a escala gigante. Esta corriente emerge en
considerable volumen en un punto situado a 1.450 pies (440
metros) sobre el nivel del mar. Durante un tiempo yo no estaba
seguro de dónde venía, pero hace unos pocos años, cuando
viajaba por la sierra unas millas al norte, llegué hasta una
corriente rápida que me habían asegurado que desaparecería en la
sierra. Dos años después tuve la oportunidad de verificarlo.
Encontrándome por la zona en primavera tardía, cuando el agua
estaba baja, seguimos corriente abajo hasta que entraba en una
garganta estrecha entre paredes verticales. Siguiendo por lo alto
de éstas llegamos, finalmente, al borde de un barranco profundo
que terminaba en un anfiteatro de rocas. Era realmente un lugar
misterioso. Estábamos rodeados por una serie de riscos de 300
pies (90 metros) de altura o más, y sobre éstos había terrazas
rocosas sobrepasadas por dos grandes peñones 300 ó 400 pies (90
ó 120 metros) más altos aún, sobre los que una pareja de águilas
reales estaba volando en círculos. Bajando unos 320 pies (100

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343
metros) alcanzamos la corriente, que aquí entraba por una gran
grieta vertical de más de 150 pies (45 metros) de altura y
desaparecía de la vista dando la vuelta a un codo rocoso. Era un
lugar de lo más sorprendente. Desde las rocas, blanqueadas y
pulimentadas, del lecho del arroyo donde estábamos, podríamos
mirar hacia arriba y ver, a más de 1.000 pies (300 metros) por
encima, los oscuros picos con el brillante cielo azul y las masas
de nubes blancas flotantes por arriba.

Gran caverna en la alta sierra (por donde entra una corriente subterránea).

No tengo duda alguna del hecho de que sea esta corriente


la que emerge en la “Cueva del Gato”, a unas millas de distancia.
La diferencia de nivel, de acuerdo con lecturas barométricas,
entre los puntos de entrada y salida, es de unos 450 pies (135
metros).
Durante mis exploraciones he encontrado varias corrientes
subterráneas así, pero en ningún otro caso he sido capaz de

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344
encontrar su salida. Por supuesto, en otros muchos lugares,
especialmente cerca de los pueblos de la sierra, es habitual ver
una corriente caudalosa surgiendo de alguna cavidad en la roca
viva, a veces haciendo girar la gran rueda de un molino de trigo a
sólo unos pies de la fuente.
Sin lugar a dudas, debido a la larga edad de la caliza y a las
alternancias extremas de temperatura entre el calor tropical y las
heladas invernales que han debido tener lugar durante muchos
siglos, estas sierras cercanas a Ronda están en unas condiciones
de gran desintegración, lo que las hace particularmente peligrosas
a la hora de escalarlas, como se verá por mis relatos sobre la
obtención de algunos nidos por esta zona. Las rocas así expuestas
presentan las formas más fantásticas, y son frecuentemente
conocidas por al gente de la sierra con nombres propios. A veces,
en el mismo borde de un cortado, un balcón natural puede
ofrecer un punto dominante desde donde obtener una buena vista
del precipicio de debajo. Estaba yo sobre uno de éstos en la sierra
al norte de Marbella y, ansioso por examinar una caverna que
parecía contener un nido, me dejé caer sobre el parapeto natural
que tenía delante, asomándome por encima. De pronto noté un
temblor y, desplegando un gran esfuerzo, me lancé hacia atrás
justo cuando mi balcón de piedra, que pesaba varias toneladas, se
deslizó fuera de su apoyo y desapareció, con un zumbido, a
varios cientos de pies por debajo del precipicio. Era mi primera
experiencia en esta sierra y me hice la promesa de ser más
cuidadoso en el futuro.
No lejos del mismo cortado hay una curiosa silla de montar
o "unión" de estratos inclinados que conectan dos grandes
montes. Siglos de erosión han provocado que las rocas y el suelo
de ambos lados se hayan desprendido, hasta tal punto, que la
vereda a lo largo de la cumbre se ha estrechado en algunos
lugares hasta unos pocos pies. Tal es la ilusión óptica causada por
este lugar, que cuando se cruza, particularmente en un día de
viento y con nubes flotantes por debajo, no es difícil imaginar que

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345
uno estuviera sobre el filo de una cuchilla y, de hecho, los
españoles lo llaman El Cuchillo. Para cualquiera acostumbrado a
las alturas se trata de un lugar sin importancia, sin embargo, he
conocido grandes cazadores que se han visto obligados a cruzarlo
siguiendo a las cabras y hablaban de ello sin respiración. Mis
compañeros españoles en esta ocasión, hombres de la sierra, me
obsequiaron con la historia de cómo una vez un inglés,
encontrándose en la mitad, ¡se echó al suelo y se agarró a la
montaña con las dos manos!
Esta montaña es una de esas -hay muchas- donde la cabra
montés española todavía existe. En varias ocasiones, cuando he
estado buscando nidos u observando águilas, he visto a estos
animales, algunas veces en considerable número. Un día llegué a
ver a veinticinco comiendo juntos en una ladera rocosa, en unos
rodales de hierba entre las jaras. Yo estaba muy por encima de
ellos, de forma que no tenían idea de mi presencia, y empezaron a
desplazarse despacio hacia el oeste mientras comían. Mi camino
de vuelta a casa discurría a lo largo del lecho de una garganta
rocosa y, dándome cuenta de que debían cruzarla, me fui
despacio, con un ojo pendiente de ellos, teniendo la suerte de
interceptar el rebaño y llegar a 60 yardas (50 metros) de él. Había
nueve machos, tres de ellos con buenas cabezas (por supuesto
mayores que cualquiera de las que yo había visto), dos eran
normales, y cuatro más pequeños. Era el 17 de marzo. Yo no
llevaba rifle conmigo así que, después de observarlos durante
algún tiempo a corta distancia, me hice presente y se alejaron
despacio monte arriba.
Cuando fui por primera vez a España había todavía unos
pocos lobos en estas sierras, pero han sido casi exterminados con
veneno debido a los daños que causan entre ovejas y cabras. El
último del que yo tenga noticia fue visto por el difunto Mayor
Harry Fergusson cuando estaba buscando cabras. Pasó junto a su
compañero quien, a pesar de los gritos de Fergusson, no quiso
tirarle ¡pues pensó que debía de tratarse de un gran perro! Por lo

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346
que he oído, el número de quebrantahuesos y águilas ha quedado
sensiblemente reducido por la costumbre de distribuir veneno
para lobos y zorros.
Algunas de las cumbres de la Serranía de Ronda muestran
una increíble escena de desolación. Incontables eras de
influencias climáticas han desgastado la superficie de todo el
suelo de tal manera que hay en algunos lugares muchas millas
cuadradas donde la superficie es de roca y sólo roca.
Además, la acción de la lluvia y la nieve ha agrandado las
grietas en la superficie de la roca, en algunos casos hasta unas
pulgadas, pero en otros hasta varios pies de anchura, por lo que la
superficie, en general, está dividida y sub-dividida en
innumerables masas desprendidas, separadas por ranuras
verticales. Al pie de ellas se ha formado cierta cantidad de suelo,
y aquí se pueden ver crecer hierbas finas y flores. Una y otra vez,
un especialmente insistente acebuche encuentra soporte en la base
de una de estas fisuras, y sus ramas superiores aparecen por
encima del montón de rocas fragmentadas.
Salvo un águila que pase por encima esta región tiene muy
escasa avifauna. De vez en cuando el silencio queda roto por el
escandaloso reclamo de la chova piquigualda (Pyrrhocorax
graculus). Estas aves, tanto por su grito como por sus costumbres
muy gregarias, se parecen mucho a nuestras grajillas. Anidan en
pequeñas colonias, normalmente en los lugares más inaccesibles,
siendo su lugar favorito un alveolo o pequeña cueva en la roca
bajo alguna gran peña extraplomada. Una de las pocas especies
que se encuentran en estos pedregales es el acentor alpino
(Prunella collaris). Es extremadamente confiado y, normalmente,
suele estar tan ocupado buscando comida en los pequeños rodales
de hierba entre las rocas que no presta gran atención al que pasa
por allí. Otra especie que habita la alta sierra durante la época de
cría es el escribano montesino (Emberiza cia) un ave que
seguramente es más mansa aún que el triguero, y continuará
saltando por la superficie de alguna roca y alimentándose

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347
despreocupadamente a pocas yardas de cualquiera que pueda
detenerse a observar sus movimientos.
Se pueden ver también halcones peregrinos (Falco
peregrinus). Una vez encontré tres huevos de esta especie puestos
en el nido abandonado de un quebrantahuesos. Los cernícalos,
como se podrá imaginar, están presentes por todas partes, así
como también las palomas bravías.
Las cumbres más altas de estas montañas calizas están
compuestas por una serie de pináculos de estratos horizontales
muy erosionados, como se puede ver por la fotografía inferior,
tomada de la cumbre de una sierra cercana a Jimera de Líbar. Esta
foto está hecha a una altura de unos 4.100 pies (1.250 metros).

Una cumbre en la Serranía de Ronda (calizas del Carbonífero).

Una de las mayores de estas formaciones desoladas y


rocosas es la Sierra de Líbar, que se eleva considerablemente por
encima de los 5.000 pies (1.500 metros). Su superficie rocosa,
blanca, desprovista de toda vegetación, que domina esta parte de
la sierra, puede distinguirse en muchas millas a la redonda de
entre el mar de montañas circundantes. En la mayor parte de sus
lados es escarpada, con precipicios o laderas pendientes con rocas

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desprendidas de arriba, que hacen el acceso a las partes altas
difícil y fatigoso. Unas pocas y raramente frecuentadas veredas
pasan a través de este mar de rocas. Fue aquí donde la figura de
un famoso bandolero, popularmente conocido por sus
admiradores como "Monte Cristo" o como "Cristo", quedó
incluida entre las páginas de un libro. Soy consciente de que un
libro sobre España que no incluya un capítulo de bandoleros es
considerado incompleto, lo mismo que uno que hable de la
Península sin la descripción de una corrida de toros. A pesar de
muchos años de deambular por lugares remotos no he tenido
nunca incidentes con bandoleros y, lo confieso con ecuanimidad,
ya que lo mejor es mantenerse al margen de este asunto, que se
trata de un juego que normalmente es jugado por una sola de las
partes. Por supuesto que se han dado casos de bandoleros
mientras he estado allí, y el viejo sistema de secuestro de la gente
pudiente para conseguir un rescate ha sido puesto en práctica de
vez en cuando. Cuando llegué por primera vez a España el
famoso incidente de la captura y rescate de los hermanos Bonel
acababa de terminar. Esto ocurrió, literalmente, bajo los cañones
de Gibraltar. He visto luego a los dos hermanos con frecuencia, y
me metía con ellos por el hecho de que, tras su desagradable
experiencia dejaron de salir a caballo por el lado español,
contentándose con hacer su entrenamiento diario dentro de la
zona británica.
Probablemente la razón por la cual nunca he tenido
problemas es, en primer lugar, porque los que se dedican a la
interesante ocupación de capturar a gente y retenerla por un
rescate tienen una idea muy acertada del valor económico de su
presa y, en segundo lugar, son lo suficientemente astutos como
para darse cuenta de que es mejor, como norma, dejar tranquilos a
los ingleses por las enérgicas medidas que se pudieran adoptar
contra ellos.
Ese admirable cuerpo conocido como la Guardia Civil,
tiene como cometido cuidar de la seguridad de cualquier viajero,

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349
especialmente de los ingleses; y puesto que su lema consiste en
"prevenir es mejor que curar", toman las medidas necesarias para
prevenir a la gente de que no se aventure a cualquier región que
ellos sepan que está infestada de tipos peligrosos. Así, hace unos
quince años, yo tenía ganas de explorar cierta sierra en busca de
algunos nidos, pero como respuesta a mis preguntas la Guardia
Civil me prohibió terminantemente que fuera allí, ya que se sabía
que andaba por la zona una bien conocida partida o banda, al
mando de un tal José, he olvidado quién con exactitud. Dos años
más tarde, cuando estaba de nuevo en la misma zona, recibí la
visita de la Guardia Civil y se me dijo que podía ir adónde
quisiera. "¿Qué hay de José?" pregunté. "¡Oh!" respondió el cabo
con una sonrisa, "está bien, lo maté, mire aquí", y a continuación
sacó con sumo placer el pequeño libro que llevan estos excelentes
tipos en el que anotan una descripción completa de los individuos
con los que tratan, bien sean como "buscados", "prisioneros" o
"despachados".
La última vez que hubo problemas en la serranía fue
cuando el ya mencionado Monte Cristo estaba dirigiendo sus
operaciones por allí. Tras muchos retrasos se realizó un intento
determinado por capturarlo, y todo su grupo fue desarticulado.
Cristo y uno de sus secuaces se refugiaron en lo agreste de la
Sierra de Líbar, donde una mañana temprano fue sorprendido en
un refugio de cabras, en un valle remoto cerca de la cumbre. Yo
pasé por allí varios meses después y me lo contó un hombre que
había estado en la sierra en aquel momento, y me mostró los
varios lugares en que habían ocurrido los hechos. Cristo parece
que fue avisado de la proximidad del enemigo, y con el único
hombre que le quedaba escapó del refugio y fue a esconderse
entre un montón de bloques de roca en la abierta ladera
pedregosa, a unos cientos de yardas por encima. Allí se parapetó,
y cuando los Guardias intentaron cercarlo los mantuvo a raya con
su rifle Winchester de repetición. El número, sin embargo,
prevaleció y los Guardias rodearon gradualmente los flancos a

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través del accidentado terreno, abriendo fuego sobre él desde tres
lados. Finalmente, su fuego cesó y se precipitaron hasta allí para
encontrar al subalterno tendido, herido en el suelo, y al propio
Cristo muerto, aparentemente por la explosión de su Winchester,
que había sido alcanzado por una de las balas de los Guardias. Su
cuerpo fue atado sobre un burro y, con mucha dificultad, debido a
la extrema aspereza del terreno, trasportado hasta el valle, desde
donde fue llevado a Ronda y expuesto en la plaza del mercado
durante algunos días, con idea de asegurar a todos los que estaban
preocupados, del hecho de su muerte. Pero es difícil convencer a
alguna gente y mucho más a mis viejos amigos de la sierra, así
que hasta el día de hoy se dice, y se cree profundamente, que el
hombre que los Guardias mataron no era Cristo, sino que éste
había hecho unos arreglos que entrañaban ciertas condiciones
económicas para que otro hombre fuera capturado en su lugar,
mientras él conseguía salir de la zona ileso. La verdad o falsedad
de este relato es imposible de determinar, obviamente, pero sólo
unos pocos meses después, cuando pregunté a un hombre que
parecía haber sido un subalterno de Cristo, cómo le iba a él, me
sonrió y con un movimiento de mano replicó "Está bien, se ha ido
al norte".
Sería imposible para mí intentar describir la fascinación
que me causa esta región prohibida y la que causa también a
todos los que he llevado por allí. La he visto en todas las
circunstancias; en un día de verano cuando los rayos del sol
golpean las rocas y hacen de los valles un auténtico infierno, o en
mitad del invierno, bien en la época de lluvias, cuando cada valle
contiene un torrente ruidoso, o bajo la fuerte helada, cuando
incluso las corrientes rápidas están congeladas en su superficie y
el hielo de una poza profunda soporta el peso de un hombre. En
ninguna otra parte puede haber tales cambios de temperatura y
clima.
En la primavera temprana se ven, a cientos de pies por
debajo, las pequeñas zonas de cultivo de rico suelo oscuro o de

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pasto verde normalmente bordeadas por una delicada línea rosa
de flores de almendros, y a su vez circunscritas por las eternas y
casi blancas peñas. Más tarde, las laderas más protegidas son un
incendio de color, con peonías carmesí que crecen en gran
profusión entre la caliza.
Las vistas panorámicas desde algunas de estas sierras son
indescriptibles. Incluso desde el Hacho de Gaucín, la cumbre de
la montaña cónica que está por encima del pueblo y a sólo 3.280
pies (1.000 metros) sobre el nivel del mar, se puede obtener una
soberbia vista en un día claro.
Desde este punto y desde otros muchos como él, las
diversas corrientes que tributan al Guadiaro se ven burbujeando
conforme corren por terreno ondulado allá abajo, con su curso
ribeteado por bancales de arena amarilla e hileras rojas de adelfa
que se van perdiendo en la distancia.
El Mediterráneo y el Estrecho de Gibraltar tienen el
aspecto de un gran lago, con La Roca emergiendo en la orilla de
este lado como un pequeño cono gris contra un fondo de agua
azul. La gran altura y tamaño de la columna de Hércules opuesta,
la Colina de los Monos, parece más cercana cuando se ve así, en
la distancia desde una altura, del mismo modo que la extensión de
grandes masas de montaña esparcidas que bordean el Estrecho
hacia Tánger y se extienden al sur hasta Tetuán y más allá.
Por detrás de Ceuta se puede distinguir la línea lejana de la
costa del Rif y, lejos, mucho más lejos, la magnífica cadena de
montañas azules -El Atlas- coronadas de nieve, que destacan sus
picos por encima de la calima que cubre la región intermedia, que
hasta hoy es un libro sellado para los europeos.

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CAPÍTULO IV

EL BÚHO REAL (Bubo bubo)

Costumbres apartadas - Residentes en Gibraltar en 1776 -


Primer encuentro en estado salvaje - Búsqueda prolongada del
nido - Éxito tras diecinueve años - Un nido de búho real - La peña
de un búho real - Problemas de escalar en solitario - Descenso al
nido - Una cueva de búho real - Modos y costumbres de los
pollos - Bajada a un nido - Retriever como ayudante - Fotografía
de pollos de búho en el nido - Despensa del búho real - Caza a la
puesta de sol - En cautividad - Naturaleza salvaje - Valentía -
Voracidad - Pelea a muerte con un terrier de Aberdeen - Gritos
del búho real.

Resultaría difícil encontrar, entre


las grandes aves rapaces, una tan
bien conocida por los ornitólogos
y, al mismo tiempo, tan difícil de
ver en libertad -salvo para las
pocas personas que pueden
adentrarse en la remotas regiones
en que vive- como el búho real.
A diferencia de los buitres,
águilas y aguiluchos que habitan
las mismas regiones, y que son
vistos con más frecuencia debido
a su costumbre de planear en lo
alto o batir un tramo de terreno
en busca de comida, el búho real
gusta de los valles ocultos, cuyos
límites muy rara vez sobrepasa
durante el día.

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353
Búho real (Bubo bubo).

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Pero, a pesar de lo local de sus costumbres diurnas, por la
noche va más lejos, como queda suficientemente probado por los
restos de algunas aves encontradas habitualmente en su despensa,
cuyo hábitat queda lejos de las zonas donde el búho real cría.
A pesar de sus costumbres apartadas, y su marcada
predilección por limitar el radio de acción durante el día a ciertas
localidades bien definidas, su aspecto es familiar para mucha
gente, por el hecho de que, con frecuencia, se mantiene en
cautividad. De hecho, hay pocas colecciones de aves vivas donde
no esté, y su gran tamaño y aspecto agresivo siempre llaman la
atención, bien sea en vivo en un aviario o disecado en las vitrinas
de un museo.
Sus costumbres nocturnas -aunque no es cierto que sea
totalmente un ave nocturna en las regiones más salvajes en las
que vive- son la causa de que sus movimientos sean raramente
observados. Así, conozco una pareja que ha criado en el Peñón de
Gibraltar durante más de treinta años y, aunque he oído sus
extraños gritos por la noche muchas veces, sólo he visto una vez
una de las aves volando de día durante todo ese tiempo.
Para aquellos no versados en las costumbre de las aves
silvestres y, más especialmente, para aquellos que no conocen la
extraordinaria persistencia con que ciertas especies frecuentan las
mismas localidades año tras año, puede resultar una sorpresa el
que, en 1776, justamente cien años antes de que yo encontrara por
primera vez el búho real en Gibraltar, el Reverendo John White
escribiera a su hermano, el famoso Gilbert White de Selborne,
para notificarle la presencia del ave allí.
En la búsqueda de nidos de aves, aunque a veces la
casualidad pueda favorecer al interesado, no es infrecuente que
pasen años antes de que la más diligente dedicación para
encontrar un nido sea gratificada con el éxito. Este ha sido mi
caso con el búho real.
En una fecha tan lejana como 1875, cuando deambulaba
con Fergusson corriente arriba por la garganta de una sierra

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española, un gran ave salió volando de unas peñas cubiertas de
brezo a unos 300 pies (90 metros) por arriba de nosotros y,
pasándonos por encima, desapareció tras la ladera del monte de
enfrente.
Mi compañero gritó "búho real por encima". Ni él ni yo
habíamos visto nunca en toda nuestra vida uno de éstos en vuelo,
pero el ave resultaba inconfundible. Fue, naturalmente, una
sorpresa para ambos el ver un ave que suponíamos nocturna,
volando alta a través del campo a pleno sol, pero experiencias
posteriores me han mostrado que esta especie tiene menos
problemas para volar de día que nuestra lechuza campestre.
Una vez vista el ave, lo siguiente era cómo encontrar su
nido. Aquí fallamos desesperadamente: un año detrás de otro y
aunque repetidamente encontré lo que imaginaba que eran viejos
nidos de búho real, y sin duda eran lugares que ellos frecuentaban
habitualmente, nunca fui recompensado con el hallazgo de sus
huevos. Esto no me ha ocurrido sólo a mí, pues el Coronel Irby
menciona en "Ornitología del Estrecho de Gibraltar" que, a pesar
de años de ardua búsqueda, nunca fue capaz de encontrar sus
nidos. Una y otra vez encontré los adultos, generalmente en
alguna caverna sombría en la pared de arenisca, desde donde se
levantaban al acercarme. Una vez, por cierto, casi tuve éxito en la
búsqueda al encontrar una pareja que había tomado posesión de
una cueva que había sido, anteriormente, el emplazamiento del
nido de un águila perdicera. Habían desmontado el nido del
águila palo a palo, y habían excavado una nítida cuenca en la
suave tierra negra que formaba el suelo de la caverna. Esta
depresión era de unas 15 pulgadas (38 centímetros) de ancho y
con la forma y diseño de un somero plato circular. Todo a su
alrededor estaba adornado con huesos de conejo blanqueados, y
también de ratas y aves que, obviamente, habían formado parte
antes, de las regurgitaciones o egagrópilas de pelo, pluma y hueso
que todos los búhos y otras aves rapaces expulsan al día siguiente

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

356
de una comida. Pero el búho real no llegó a poner ese año,
posiblemente alarmado por mi visita.
No fue hasta diecinueve años después de haber visto al
primero en vuelo cuando se me permitió cumplir el objetivo que
me había impuesto. En abril de 1894, me encontraba de nuevo en
la sierra que había visitado en 1875, y estaba trepando una ladera
pendiente entre apretadas jaras y alto brezo, cuando me pasó, casi
rozando, un búho real que trasportaba algo y que se perdió
rápidamente tras una ladera rocosa, a unos cientos de yardas
frente a mí. Puesto que el ave no volvió a salir del valle en que
había entrado, supuse que se había posado probablemente en
alguna parte entre las peñas. Así, siguiéndolo, procedí a examinar
varios cortados bajos cerca de la cumbre que parecían ofrecer
lugares de nido. Era un lugar idéntico a aquél en que había visto
por primera vez al búho real volando hacía tantos años. Fue
cuando estaba abriéndome camino a través del alto monte blanco,
a lo largo de una terraza muy pendiente entre unas grandes rocas,
cuando tuve la buena suerte de levantar al búho real casi de mis
pies. ¡En un momento había encontrado el nido! No era más que
una somera depresión en la tierra mullida entre las raíces del
brezo y a la sombra de una gran roca. Salvo por lo pendiente de la
ladera y la dificultad de forzar el camino entre el monte alto,
estaba colocado de tal forma que, literalmente, cualquiera podría
haber llegado hasta él. En el nido había un pollo de búho de una
semana de edad en el temprano estadio de "plumón", y también
un huevo huero. Alrededor del nido había muchas egagrópilas de
pelo y pluma, mientras que una rata de agua recién muerta, la
parte trasera de un conejo, una joven comadreja y los restos de
una avefría, yacían cerca del infante, que tenía unas 6 pulgadas
(15 centímetros) de largo. La avefría era de cierto interés, pues
estas aves, aunque extremadamente abundantes en el sur de
España en invierno, se marchan casi todas al norte en marzo.
Mi educación sobre búhos reales y sus costumbres se puso
al día desde este momento. Diez días después volví a visitar el

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357
nido y encontré al pollo todavía en "plumón" aunque había
doblado su tamaño y tenía cañones azules de una pulgada (2,5
centímetros) en sus alas, desde donde las primarias empezaban a
salir. Una semana más tarde, pensando que el pollo habría salido
del "plumón" lo suficiente como para que su supervivencia en
cautividad estuviera asegurada (ya que es bien conocido que casi
todas las rapaces sucumben de calambre si se capturan demasiado
jóvenes), fui a verlo otra vez. ¡Pero el nido estaba vacío! Tras una
cuidadosa búsqueda por los alrededores, solo pude encontrar un
segundo nido vacío casi exactamente igual e igualmente
dispuesto, a menos de 20 yardas (18 metros) del primero y de la
misma forma, un tercero. Estaba bastante claro que los adultos,
acusando mi intromisión, habían trasladado al pollo a un lugar
seguro y así, felizmente, pudo escapar de mí. Aprendí de esta
experiencia que la idea general del búho real anidando en
magníficos cortados o inaccesibles cuevas, era un mito. Desde
entonces, he encontrado y observado cuidadosamente muchas
parejas de búhos reales, he hallado numerosos nidos, muchos de
los cuales he visitado, y sólo en alguna rara ocasión ha estado
alguno de ellos en un cortado donde fuera necesaria una cuerda
para llegar a él. Las aves, de hecho, buscan seguridad en la
agreste naturaleza de la tierra.
El emplazamiento favorito para un nido parece ser una
repisa o terraza en la cara de una peña, de 10 a 50 pies (3 a 15
metros) del suelo donde crezca abundante la aulaga o la jara y
donde, entre las matas y la cara del cortado, el nido se excava en
la tierra a unas 3 pulgadas (8 centímetros) de profundidad para
colocar la puesta. Los huevos, normalmente en número de dos,
son de un blanco puro, del tamaño del de una gallina y de forma
globular. La foto de la página siguiente corresponde a un nido
sobre una terraza entre algunas peñas, a unos 60 pies (18 metros)
de altura, fácilmente alcanzable desde la parte superior del risco,
y a no más de 15 pies (4,5 metros) del suelo.

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358
El año siguiente a mi primera introducción al pollo de búho
real, visité una vez más el risco donde había encontrado el nido
vacío, anteriormente ocupado por un águila perdicera. Estaba en
una pequeña cueva situada a unos 20 pies (6 metros) de la cima,
en la cara de un risco de 80 ó 90 pies (24 o 27 metros) de altura.

Nido de búho real en una terraza del roquedo.

Una fotografía de este risco aparece en el capítulo del


águila perdicera (pág. 377). Una segunda foto, que muestra el
perfil del risco, se puede encontrar más adelante, en este mismo
capítulo (pág. 365). Llegado a lo alto del risco, lancé algunas
piedras e hice ruido, y de pronto salió volando un búho real.

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Puesto que, por la época del año, era casi seguro que el
nido debía contener huevos y yo aún carecía de un par de ellos en
mi colección (sólo tenía el descolorido huevo huero del año
anterior), estaba ansioso por descender a este nido. Llegar a él
con una cuerda era algo muy fácil, una simple cuestión de ser
bajado unos 20 pies (6 metros) pero no tenía cuerda conmigo,
además, estaba completamente sólo y, lo que era aún más
desalentador, nadie sabía mi paradero en aquel momento. Por otra
parte, posponer el descenso y volver otro día con cuerdas
resultaba imposible, ya que me marchaba de aquella zona al día
siguiente temprano. La escalada era suficientemente difícil para
hacerle a uno desear compañía, ya que, debido a ciertas
experiencias, yo soy de lo más opuesto a la idea de correr el
riesgo de quedarme impedido en alguna peña lejana. Muchos
años antes, cuando estaba desplazándome a lo largo de la cara de
un cortado para llegar al nido de un roquero solitario, perdí el
apoyo del pie, y caí, sólo unos pocos pies - no más de diez (3
metros)-, es cierto, antes de llegar felizmente a una repisa, pero
las contusiones y el golpe fueron tan duros, que me impidieron
intentar moverme de aquella repisa durante más de una hora, y el
resultado de tan desagradable experiencia dura para siempre.
Además, siempre tengo presente cuando trabajo solo entre rocas,
la ya mencionada historia del Chaqueta Azul que intentó rodear la
Roca en solitario. Era decididamente un caso para pensarlo
fríamente, así que me senté y me concentré. Reflexioné sobre
cómo era una realidad evidente que este nido contenía huevos y
que, durante veinte años, yo los había buscado para mi colección.
Y aquí me encontraba ahora, a 20 pies (6 metros) de ellos. En
cuanto a los riesgos a correr y el problema de no tener un amigo a
mano, tras un nuevo reconocimiento sobre el borde del risco,
siempre por cierto una operación muy desalentadora cuando un
escalador está sumido en la duda, llegué a la deliberada
conclusión de que: 1) lo más probable era que no me resbalara; 2)
si me resbalaba la probabilidad de que un compañero me fuera de

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utilidad, o yo de utilidad para él, eran de mil contra una. Así que,
me quité mis botas y toda la ropa superflua y, sintiéndome seguro
con un agarradero, me dejé caer sobre el borde. Tras unos pocos
ansiosos momentos ¡me encontré a salvo y seguro en la cueva! Y
además, fui recompensado por el riesgo que había corrido, ya que
en el extremo de la cueva estaba el nido de búho real,
exactamente tal como lo había visto en el mismo lugar hacía
quince años, con la diferencia de que esta vez, en lugar de estar
vacío ¡contenía dos huevos! ¡Mi felicidad era completa! Pero
entonces recordé con horror que no tenía forma de llevar mi
premio con seguridad durante la escalada de vuelta ¡ya que estaba
en camisa y sólo con los bombachos puestos! Intenté colocar uno
de los grandes huevos en mi boca y ¡solo conseguí clavarle un
diente! Al fin, con los preciosos huevos metidos en mis calcetines
y colgando de la boca, comencé la subida. Esto, como ocurre
normalmente cuando se trepa sobre una roca sólida, resultó
mucho más fácil que el descenso, y pronto llegué a un lugar bien

Nido de búho real en una cueva.

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seguro comprobando agradecido que el huevo dañado sólo lo
estaba por un lado, con lo que haría un buen papel en mi
colección.
Esta vez no intenté llevar la cámara conmigo, y menos mal,
pues hubiera dificultado mucho mi descenso y, como probaron
los hechos no podría haber sido utilizada, ya que se trataba de la
de foco fijo de 7 pies (2 metros).
El dibujo a plumilla al final del capítulo es de una acuarela
que hice del nido hace muchos años, cuando estaba ocupado por
la pareja de águilas perdiceras. A pesar de lo pequeño que es el
risco, se verá por el dibujo la vista tan extensa que ambos, las
perdiceras y los búhos, tenían sobre los alrededores.
El del principio del capítulo corresponde a otra acuarela, y
muestra al escalador en el momento de alcanzar el nivel del nido.
Visité el mismo lugar en varios años siguientes, y encontré
el nido siempre ocupado por los búhos reales. Llevando una
cámara que podía usar a cortas distancias, me fue posible obtener
fotos del nido y los huevos (pág. anterior), con los restos de un
conejo muy cerca, convenientemente dispuestos en la despensa.
Un año, era en la primavera de 1903, al descender a este
nido lo encontré ocupado por dos deliciosos pollos de búho real.
Tenían un tamaño medio, una masa de plumón lanoso y plumas
finamente vermiculadas.
Traté de fotografiarlos en vano. Debido a la poca luz de la
cueva, era necesario un tiempo de exposición considerable y,
mantener quietos a ambos, era simplemente imposible. A veces
uno decidía reducirse a una bola de plumón aparentemente
inanimado durante treinta segundos o así, pero no el otro, que
seguía levantando su plumaje hasta casi el doble de su tamaño
ordinario, y luego lentamente volvía a sus dimensiones normales,
todo ello acompañado de fuertes ruidos de su pico.
No había terminado uno de ellos de realizar esta maniobra
y ponerse a descansar cuando el otro comenzaba una actuación
similar.

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362
Pollos de búho real en el patio.

Me llevé estos dos jóvenes salvajes y los crié con éxito.


Desde el principio se mostraron belicosos. Cuando no tenían más
que unas pocas semanas, intenté fotografiarlos en el patio de la
casa donde estaban viviendo, y la ira y el desprecio que
mostraron ante mis esfuerzos están reproducidos, en cierta
medida, en la foto tomada entonces. La sesión fue bruscamente
terminada por uno de ellos, no el arrogante, que efectuó, de
repente, un ataque a la cámara.

Huevos de búho real en una covacha.

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363
Como ya se ha mencionado antes, dos huevos es la puesta
habitual, pero he oído en más de una ocasión de tres pollos en un
nido, y he encontrado un nido con tres huevos. Esto fue en 1905 y
en el mismo nido en que estaban los pollos dos años antes.
Bajé esta vez con una cuerda ligera, y a pesar de la
penumbra de la cueva tomé la foto de los tres huevos a 18
pulgadas (45 centímetros) de distancia (pág. anterior).
Una vez hecho el trabajo fotográfico llamé al Almirante
Farquhar, que se había quedado con el grupo que sujetaba la
cuerda en lo alto, para que bajara adónde yo estaba, pues sabía
que estaba ansioso por coger él mismo los huevos de búho real.
Así lo hizo y yo subí.
Cuando llegué arriba encontré a mi retriever "Sweep"
sentado con sus patas sobre el borde, mostrando sus dientes,
aparentemente contento de ver a su dueño de vuelta y salvo. Yo
había tenido la precaución antes de descender de atar un extremo
de la cuerda a una roca, algo muy conveniente siempre que sea
posible, por varias razones.
Mirando por casualidad alrededor mientras recogía mi
equipo vi horrorizado que la cuerda de la que pendía mi amigo
había sido cortada limpiamente a una yarda por detrás del punto
donde dos miembros del grupo que estaban ayudando al descenso
la tenían agarrada
Por supuesto que la precaución de sujetarla firmemente era
todo lo necesario por su parte, y nadie sufrió daño alguno, pero el
ánimo fue distinto para con el retriever quien, cansado de haber
sido abandonado junto a mis ropas, había entretenido su espera
cortando la línea de comunicación entre la roca por arriba y su
dueño por abajo.
Después fui dando la vuelta a este pequeño cortado, e hice
una foto de su perfil, en una escala muy pequeña, es cierto, pero
suficientemente grande como para mostrar a los que bajaban a la
cueva y los que manejaban la cuerda en lo alto.

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364
De alguna forma también, puede ilustrar, gráficamente, mi
poca disposición, como queda descrito anteriormente en este
capítulo, para descender por este cortado sin una cuerda o alguien
que pudiera recoger los restos.

Perfil de la peña con nido de búho real.

Todavía en 1907 visité otro nido de búho real, bien


conocido y establecido desde hacía mucho tiempo, que ha sido
regularmente ocupado por estas aves desde 1869, de acuerdo con
mi conocimiento, y probablemente durante décadas o siglos antes
de esta fecha. Mi objetivo era obtener una fotografía del pollo en
una situación donde hubiera suficiente luz para una foto rápida,
ya que la experiencia me había enseñado que era casi imposible
conseguir que se estuviera quieto un momento. Puesto que este
nido se encuentra emplazado de tal forma que le da el sol de la
mañana, yo estaba seguro de que con un poco de suerte podría
conseguir mi objetivo.

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

365
El nido estaba situado sobre una repisa de roca en una peña
a unos 50 pies (15 metros) inmediatamente por encima de una
charca de agua. Podía llegar a él andando, literalmente, incluso el
más modesto de los escaladores y, en consecuencia, estaba
expuesto a un riesgo constante de sufrir molestias o de ser
robado. Al llegar a él lo encontré vacío, pero un momento
después, detecté los dos pollos que se habían resguardado del
calor de los rayos solares entre un arbusto de retama. Estaban
totalmente crecidos y si hubieran podido hubieran aleteado y
caído abajo en el agua. Para impedirlo hice que mi compañero se
sentara al otro extremo de la repisa, mientras que yo los conduje
hacia su nido. A esto se sometieron con protestas y violentos
chasquidos de sus picos, junto con salvajes amagos de sus agudas
garras. Finalmente volvieron a su posición en el nido, uno se
quedó quieto un momento mientras que el otro se echó atrás y
atacó furiosamente cuando acerqué la cámara para obtener una
distancia corta. En tal actitud aparece en la fotografía de la página
siguiente.
La despensa constituye algo muy interesante tratándose del
búho real, y si hay pollos en el nido es a veces abundante y
variada. Cinco veces he encontrado conejos, normalmente con la
cabeza y parte superior del cuerpo comidas; tres veces he
encontrado ratas de agua; mientras que en casi todos los nidos
había restos de avefrías, cernícalos, perdices y aves pequeñas.
Las avefrías son, sin duda, una presa fácil para los búhos
reales debido a sus costumbres crepusculares. Todo el que ha
esperado los patos al caer de la tarde, sabe lo irritantes que
resultan a esa hora las avefrías las cuales, con lastimosos gritos y
ruidosos y pesados aleteos -no hay otra forma de describir el
ruido que producen cuando intentan "intimidar" a un intruso, que
como el ruido de un ventilador eléctrico- cruzan por delante del
cazador que espera, y echan a perder oportunidades momentáneas
de disparar a un silbón. Fue por tanto, con no poca satisfacción y
gusto, que una tarde de marzo de 1907 cuando estaba puesto en

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

366
un marjal, tras la puesta del sol, esperando a los silbones caer y
con las avefrías haciendo lo posible por molestarme y
desconcertarme contemplé cómo, en la desvanecida luz del oeste,
un glorioso búho real se dirigía rasante derecho hacia mí. En el
mismo momento una avefría pasó a pocos pies de mi cara y un
momento después hubo un remolino de alas, un grito y una
conmoción, comprobé que mi amigo había rellenado su despensa
de arriba en la sierra, y que los dos hambrientos pollos del brezal
no se quedarían sin cenar esa noche.

Pollos de búho real en su nido.

En cuanto a la depredación de los búhos reales sobre los


cernícalos, no tengo prueba ocular de cómo lo hacen. Pero
conozco varias despensas de búhos reales que están siempre
llenas, año tras año, de primarias de cernícalos y otros restos.
Puesto que los cernícalos, especialmente cuando están en colonia,
son muy dados al revoloteo alrededor de sus nidos y son muy
aparatosos a la puesta de sol, imagino que los búhos aprovechan
esta oportunidad para capturar cierto número de ellos. Durante

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367
más de cinco años he mantenido a la pareja de búhos reales cuya
foto se muestra en la página 363, en un aviario donde han crecido
muy bien y han consumido un número casi increíble de ratas.
Muy salvajes cuando fueron capturados, como queda descrito,
llegaron a ser más mansos gradualmente e incluso a comer en mi
presencia. Mis repetidas y prolongadas ausencias, no obstante,
durante los meses de invierno en España, los hacen volver a sus
agresivas costumbres, tanto que ahora no es raro que se me
planten violentamente cuando entro en su aposento. Este consiste
en una jaula de buen tamaño, construida alrededor de una yedra, y
con un alto techo cubierto de paja, a la sombra del cual hay
colocado un barril. Cuando se posan aquí lo hacen uno al lado del
otro, emitiendo, si son molestados, crujidos con su pico como
tiros de pistola. Pero no evitan la luz y, frecuentemente, en un día
bueno se ven posados al sol disfrutando del calor de sus rayos.
Tras varios altercados con ellos, en los que recibí una serie de
más o menos dolorosas puñaladas de sus garras, que parecen
agujas, me procuré una máscara de protección con la que, hasta
cierto punto, defenderme de ser atacado por sorpresa cuando
estaba ocupado en la limpieza u organización de su jaula. El valor
y la persistencia de estas grandes aves es increíble. Un día del
verano pasado, uno de ellos, tras realizar un violento ataque sobre
mí que fue repelido con el cabo de un rastrillo, volvió a la carga
ocho veces más, hasta que consiguió clavar bien sus garras en mi
hombro, tras lo cual se retiró a su barril y me dedicó una descarga
de "aspavientos", evidentemente muy satisfecho por su éxito.
Aparte de estos pequeños incidentes, alimentar búhos reales es
siempre una satisfacción para mí, ya que hay algo original y
curioso en sus costumbres y movimientos que deben ser vistos
para poder apreciarlos.
Cuando se les trae la comida, vuelan hasta un lugar
conveniente, como un tronco o saltadero, y observan cada
movimiento de quien la trae cuidadosamente. Al echarles una rata
o un pájaro, se lanzan con maravillosa agilidad y lo atrapan con

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368
infalible habilidad, bien sea con una pata o la otra, incluso si se
lanza lejos, y luego vuelven a su saltadero con la presa. Si
entonces son molestados, y la comida es de un tamaño razonable,
como media rata o un gorrión, es levantada en las garras de una
de las patas y sujeta de una forma parecida a como un fumador
sujeta a veces su cigarro o pipa. Luego, es introducida en el pico,
con la cabeza por delante, y tragada entera. Conforme desaparece,
su garganta se expande y la bonita mancha de plumas blancas que
tiene ahí, en otro momento difícilmente apreciable, se hace más
conspicua. Sigue generalmente un breve descanso, habiendo
desaparecido los restos de la comida, salvo una o dos pulgadas de
la cola de la rata, que cuelga hacia abajo de una de las comisuras
del pico ó, en el caso de un gorrión, ocasionalmente el extremo de
las plumas de la cola. El suministro de más comida al mismo
tiempo provoca un trago final, y el primer plato desaparece
finalmente, quedando el búho preparado para repetir. Tres ratas
jóvenes, o cuatro o cinco gorriones, pueden ser engullidos con
sólo un pequeño esfuerzo.
El aspecto general del búho real es conocido por la
mayoría de la gente, pero pocos, salvo los que lo han visto de
cerca, son conscientes de su magnífico tamaño, de la brillantez de
color y de la profundidad de sus grandes ojos amarillos que, con
sus llamadas "orejas", unos bonitos penachos de plumas a ambos
lados de la cabeza, les dan la más terrorífica e impresionante de
las apariencias. Cuando alarmados o en situación de alerta,
comprimen su plumaje y alargan sus cuerpos, presentan una
determinación salvaje y poderosa, bien sea para luchar o huir.
Son particularmente sensibles a los ruidos, especialmente a
aquéllos a los que no están acostumbrados. El ruido de un carro o
cisterna les causó gran alarma durante mucho tiempo, y se
lanzaban revoloteando por la jaula. Cuando están irritados y
molestos, asumen actitudes extraordinarias; cada pluma de sus
cuerpos se mantiene levantada, casi triplicando su tamaño natural,
mientras que sus alas son desplegadas en alto, y arqueadas como

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

369
formando una guirnalda de plumas, en el centro de la cual
aparece la cabeza, con sus grandes ojos amarillos destellando, y
sus cuerpos moviéndose a un lado y a otro, apoyándose primero
en una de sus emplumadas patas y luego en la otra, dando salida
todo el tiempo a una serie espantosa de chasquidos como tiros de
pistola. Este es aparentemente su repertorio cuando trata de
asustar a cualquiera que pueda ser sus agresor, y resulta
ciertamente muy efectivo con gatos y muchos perros, que se
pierden a la hora de adivinar la clase de enemigo al que se tienen
que enfrentar
Sienten una animadversión intensa por mi pequeño terrier
de Aberdeen "Garry", que cuando los ve junto a la malla se lanza
sin dudarlo sobre la jaula, ladrando furiosamente y saltando arriba
y abajo en sus intentos por alcanzarlos. Ellos, por su parte, no
están menos ansiosos de agredirlo y, frecuentemente, se lanzan
contra la cerca con la esperanza de poder hacerle daño. Esta
guerra lleva durando ya cinco años y ambas partes están
absolutamente convencidas de su poderío para obtener la victoria,
no dudando tampoco de la justicia de su causa. Tal es el odio que
siente Garry por estas aves que ha hecho repetidos intentos de
deslizarse tras de mí cuando entro en su jaula, pero como está
igualmente ansioso por tener un encuentro directo con mi águila
perdicera, no dudo de que su valentía le produce la creencia de
que en ambos casos es capaz de vencer. El rencor de la disputa se
ha visto acentuado por el hecho de que le doy a las grandes aves
ratas vivas para que las maten, un trabajo que es para él una de
sus prerrogativas especiales
Cuando se les ofrece comida de mayor tamaño, como un
conejo o una rata grande, se lanzan a agarrarla y, bien vuelan con
ella en las garras o, sujetándola con una de sus patas cojean sobre
la otra arrastrándola. Una vez en lugar conveniente ocultan su
presa bajo sí mismos y erizando las bellas plumas vermiculadas
de sus muslos hasta que adquieren éstos el aspecto de un par de
grandes pantalones bombachos, ocultan completamente su futura

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

370
comida. Una vez les lancé un par de conejos de mediano tamaño
que fueron inmediatamente atrapados; un búho, sin embargo, se
asustó y dejó su ración, tras lo cual su compañero agarró las dos
y, disponiéndolas convenientemente apiladas, rápidamente
extendió sus pantalones hasta que ambos conejos quedaron
completamente ocultos. El otro pájaro volvió entonces a
recuperar su conejo, y resultó interesante observar la ansiedad
con que se desplazaba en la inútil búsqueda, dando tumbos por la
jaula, mientras que el otro permanecía erecto, inflado, pero
tranquilo e inmóvil, sobre los dos conejos. Hasta que no fue
firmemente aplicado el cabo del rastrillo, el que llevaba los
bombachos no consintió en ceder el conejo de su compañero.
En cautividad estos pájaros son algo silenciosos; tras ser
alimentados emiten normalmente una serie de fantásticos "buu-
uuu" de satisfacción; de aquí su nombre español de búho (la
hache no se pronuncia en esta lengua). Tienen también otro grito,
de alguna forma parecido al de la garza, que sólo les oigo
pronunciar tras la caída de la noche. Pero en estado salvaje, sus
gritos son particularmente fascinantes y variados, y muchas
veces, en los cálidos atardeceres de verano en España, he oído
con deleite cómo estas grandes aves emitían sus salvajes,
profundas y melancólicas llamadas, cuyo eco recorre los agrestes
riscos y gargantas en los que pasan su placentera existencia.

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371
CAPÍTULO V

EL ÁGUILA PERDICERA (Aquila fasciata)

Utilizada en cetrería - Antiguos residentes de Gibraltar -


Mi primer nido de águila - Cuidadosos preparativos - Un grupo
de descenso de aficionados - Plumaje de la perdicera, adulta y
joven - Gran tamaño y fuerza de sus patas y garras -
Observaciones de una familia de perdiceras - Tamaño de la
puesta - Comida favorita - Un intercambio de huevos, los de
ganso doméstico por los de águila - Un episodio ridículo - "Solo
un fotógrafo" - Robo del huevo de ganso doméstico - Un risco
desagradable - Un equipo de descenso bien preparado - El
Almirante Farquhar baja - Peligros de la vieja caliza - Un nido en
1908 - Un improvisado soporte para la cámara - Colgando al
operador - Joven perdicera en el nido - Perdicera en cautividad -
Enorme fuerza de las patas - Naturaleza salvaje - Espléndido
dominio del vuelo.

Este águila, comparativamente pequeña,


parece haber pasado desapercibida hasta
el año 1822. Es casi inexplicable que el
ave no haya llamado la atención antes,
ya que resulta tan aquilina en sus
formas, plumaje y costumbres, que es
imposible confundirla con los ratoneros
y otras aves rapaces menores. Es,
esencialmente, una especie roquera, y se
distribuye por una considerable parte del
Viejo Mundo, encontrándose en lugares
que se adapten a sus costumbres, desde
España hasta Asia Central.

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372
Descenso al nido de águila perdicera.

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373
Al igual que muchos otros cuya educación en aves ha
estado limitada a la llamada lista británica, yo nunca había oído
de su existencia hasta que fui por primera vez a España, en 1874.
Pero, no había pasado muchos días en Gibraltar antes de advertir
a una pareja de águilas que frecuentaban, y se puede decir
felizmente todavía frecuentan, los grandes cortados del lado este.
Así, me percaté de la existencia de una especie que hasta el
momento había estado fuera de mi muy limitado campo en el
conocimiento de las aves. Pero, además del interés natural
despertado al encontrarme por primera vez en mi vida en
situación de observar y aprender algo sobre las costumbres de las
águilas, como halconero e hijo de halconero, me sentía
fuertemente atraído por el águila perdicera cuando supe que se
trataba de la misma especie que los afganos emplean para cazar
pequeños ciervos. Por varias razones las águilas grandes no han
resultado apropiadas para cetrería, pero había una cita acerca de
la existencia en Asia Central de un águila de mediano tamaño que
era más dócil, y no se trataba de otra más que de la perdicera. De
acuerdo con R. Thompson el águila perdicera caza jóvenes
ciervos y liebres totalmente crecidas; y Allan Hume que recoge
esto en su libro, añade "lo he visto personalmente".
La pareja de águilas que había anidado en la espalda de La
Roca desde tiempo inmemorial (puesto que con las águilas, como
con una dinastía bien establecida, no hay discontinuidad o
interludio en la línea de autócratas de una zona determinada),
había disfrutado del eufórico pero ambiguo nombre de águila de
las rocas hasta la llegada de Bonelli. Para los militares ingleses
eran conocidas como "Rock Eagles", un término que como
menciona con acierto el Coronel Irby, era suficiente para aquellos
que llamarían ratonero a una avutarda, y viceversa.
Se puede imaginar, fácilmente, con qué absorbente interés
me puse a observar estas aves desde un punto dominante en lo
alto de La Roca. En aquellos días, la Estación de Señales estaba a
cargo de un Sargento de la Artillería Real que había tomado notas

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

374
acerca de las mismas. Con la ayuda de uno de los potentes
telescopios que formaban parte de su equipo de señales me fue
posible observar las aves y recibir, así, mis primeras lecciones en
el arte de estudiar las águilas en su medio. También aprendí por
primera vez, tanto del sargento como de las águilas, los misterios
de los lugares alternativos de nidificación que adoptan las aves
rapaces.
Esta pareja de águilas perdiceras concreta tiene por lo
menos tres, sino cuatro, lugares de nido en la cara del gran
precipicio al sur de la Estación de Señales. Uno de estos
emplazamientos se veía perfectamente desde la Batería de la
Estación de Señales de aquellos días. Ocurrió que en febrero
siguiente (1875) las águilas eligieron este lugar para criar y,
aunque lo reconocí detalladamente desde arriba y desde abajo,
estaba más allá de mis posibilidades alcanzarlo en aquel
momento. Ello requería un conocimiento de la escalada que yo no
tenía por entonces y, además, no sólo un amplio equipo de
cuerdas, sino también de ayudantes que las manejaran, y eso por
entonces me resultaba imposible de obtener. Estaba, además, la
antigua ordenanza que prohibía causar molestias a las aves
salvajes en La Roca. Por ello me dije a mí mismo que lo más
seguro era que debía de haber otras parejas de águila perdicera en
el terreno montañoso al norte de Gibraltar, y durante el curso de
una expedición posterior durante la primavera de hecho localicé
dos parejas. Ambas estaban anidando en cortados muy grandes,
de más de 400 pies (120 metros) de altura, y en lugares
inaccesibles si no se contaba con gran cantidad de cuerda que
nosotros no teníamos.
Al año siguiente, cuando salía un día a caballo de La Roca,
observé una pareja en vuelo, pero estaba tan obsesionado por
aquella época con la popular creencia de que las águilas sólo
criaban en grandes cortados, que no me preocupé por seguirlas.
De nuevo, un año después, cuando estaba un día cazando con los

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375
Calpe Hounds, vi una de estas águilas no lejos de las mismas
peñas donde había observado la pareja durante el año anterior.
Dándome cuenta de que debía existir alguna razón para
ello que merecía la pena investigar aproveché la primera
oportunidad para, sin ser observado, abandonar a los sabuesos.
¡No es necesario explicar que ningún Oficial Británico tiene
derecho alguno a dejar la persecución científica de un zorro para
seguir a un águila!.
Sin embargo mi interés fue recompensado al ver el ave
que, tras volar alto en círculos sobre algunos barrancos rocosos
descendió y desapareció en una garganta donde yo sabía que
existía un pequeño cortado. No me atreví a seguir mis
observaciones aquel día por la convincente razón de que el
barranco en cuestión era un lugar querencioso como refugio para
los zorros. El ser descubierto en cualquier parte de aquella zona
me hubiera acarreado la acusación de ¡"preceder al zorro"! Puesto
que mi coronel por entonces era al mismo tiempo Master del
Calpe Hunt, ello resultaba, cuando menos, indeseable.
Unos días después, me dirigí allí con un compañero
subalterno, el actual Sir Bartle Frere, y tras atar nuestros caballos
nos dirigimos a la cima del cortado sospechoso. Al llegar al borde
hice tronar mi látigo de caza, tras lo que una hembra de águila
perdicera surgió de un punto, casi exactamente debajo de donde
estábamos. Finalmente había triunfado en mi larga búsqueda. Era
un enclave pequeño, un roquedo casi vertical de menos de 90 pies
(27 metros) de altura sobre una ladera pendiente que le daba la
apariencia de ser mucho más alto. Pero para inspeccionarlo era
necesaria una cuerda y por tanto volvimos a La Roca para
organizar los detalles necesarios.
Era verdaderamente un día especial en mi vida de buscador
de nidos aquél en el que partí a intentar alcanzar este nido. No
tenía experiencia en el trabajo con la cuerda sobre cortados, pero
como casi todo el mundo había leído varias menciones acerca de
sus peligros. De acuerdo con ello hice ciertos preparativos que

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376
ahora, tras muchos años de experiencia sobre roquedos realmente
peligrosos, me resultan divertidos. Para mi equipo de bajada me
aseguré nada menos que de tres ayudantes. Uno era mi amigo de
la visita anterior, un segundo que era el fusilero Harry Fergusson
y el tercero un oficial de la guarnición.
Llegados de nuevo a la peña levantamos al águila de su
nido, tras lo cual fui atado con cuerdas y descendido.

Paraje del nido de águila perdicera.

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377
Con objeto de prevenir cualquier riesgo imaginario de que
se cortara la cuerda de 2 pulgadas (aprox. 5 centímetros) o se
deshilachara durante tan corto descenso, se eligió un punto donde
la cuerda quedara libre y, como resultado, me vi en la innecesaria
incomodidad de columpiarme en el vacío, para lo cual no existía
ninguna razón. Cuando había bajado unos 25 pies (7 metros) vi la
cueva a mi izquierda y llegué hasta ella. Una vez enfrente
descubrí, para mi gran alegría, un nido grande de palos y ramas
verdes de encina, a unos 6 pies (1,80 metros) de la entrada. Tras
apoyar mis pies en lugar seguro avisé de que me soltaran cuerda,
y me deslicé al interior de la cueva. Allí, frente a mí, sobre una
depresión y entre las hojas verdes de encina, ¡había dos bellos
huevos de perdicera! Lo que en ese momento sentí sólo puede ser
valorado justamente por el impenitente buscador de nidos. La
cueva era poco más que un agujero en la cara de la roca, de unos
5 pies (1,5 metros) de altura por unos 4 pies (1,2 metros) de
ancho. El suelo era de tierra y arena, y en pendiente hacia arriba,
y la cueva se hacía mucho más pequeña hacia el otro extremo.
Los huevos eran blancos, muy débilmente sombreados con
manchas púrpura, y con unas pocas marcas rojizas, la mayor de
las cuales medía 2,75 pulgadas (7 centímetros) por 2,05 pulgadas
(5,20 centímetros). Tras examinar a fondo mi trofeo, volví a lo
alto del cortado para coger mis cajas de huevos y otros
instrumentos. Estaba muy entusiasmado por mi buena suerte y
ello alejó de mi cabeza, naturalmente, todas las ideas de peligro
de la escalada. Además, la vuelta había sido tan fácil que había
olvidado el alocado descenso. No así mis camaradas, quienes, tan
inexpertos como yo en la escalada, observaron mi conducta como
temeraria y absurda. Ajeno a esta opinión, reventando de
entusiasmo, describí brevemente las maravillas que había visto y,
dirigiéndome al tercer miembro de mi grupo le dije: "Ahora te
bajaré y verás por ti mismo un nido de águila”. El hombre así
interpelado sufría de una severa limitación en el habla.
Mirándome intensamente y con los labios comprimidos, exclamó,

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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evidentemente desde lo más hondo de su corazón, "¡No! estoy e-
e-e-encantado de que lo hagas tú". La respuesta de Fergusson fue
igualmente enfática, aunque en cierta medida más brusca.
Fracasado en mis esfuerzos por compartir mi alegría con los otros
descendí de nuevo al nido y, aunque era prácticamente imposible
hacer un dibujo en el interior de la cueva, me deslicé en su
interior tanto como pude e hice un dibujo a acuarela de lo que el
águila vería cuando estaba ocupado en sus obligaciones de
incubación. A pesar de lo indiferente que es este dibujo, me
recuerda, todavía hoy, cada incidente de aquella mañana, hace ya
más de treinta años. Por debajo de la cueva la pared caía
verticalmente unos 60 pies (18 metros) hasta una falda, cubierta
por denso matorral, a cuyo pie corría un arroyo por un cauce
arenoso. A través del valle había una sucesión de cerros que
entonces brillaban de genistas amarillas. Por detrás, los macizos
púrpura y la línea dentada de la alta sierra completaban el cuadro.
Una pequeña copia a plumilla de este dibujo se encuentra al final
del capítulo sobre los búhos reales (pág.371).
Exactamente dieciocho años más tarde, en 1895, visité de
nuevo este cortado, esta vez en busca de los búhos reales y
fotografié con mi pequeña cámara de mano la misma vista que
previamente había dibujado. La comparación subsiguiente entre
el dibujo y la fotografía justificaba mi cuidado con el lápiz, y me
recordaba la cruel crítica que una vez se hizo sobre mis esfuerzos
artísticos ¡como si mis dibujos pudieran parecerse a esos lugares!
El aspecto general de la perdicera adulta es marrón oscuro
por encima y muy clara por debajo. Entre los hombros hay una
conspicua mancha blanca que hace fácil la identificación a una
distancia considerable. El pecho está listado de marrón oscuro
pero ello no impide el aspecto general blanco del ave cuando se
observa desde abajo.
Los ejemplares jóvenes son completamente diferentes, con
la garganta, pecho y partes inferiores de un vivo tinte rojizo; la
mancha blanca entre los hombros no aparece hasta después de un

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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año, como puedo atestiguar por haber criado pollos de perdicera.
La diferencia entre los dos plumajes es, consecuentemente, muy
marcada. En el segundo año del ave el pecho se aclara y aparecen
grandes listas oscuras. El iris también se vuelve más pálido, de un
apagado pardo oscuro. El plumaje de adulto no se adquiere hasta
el tercer año, pero tengo indiscutibles pruebas oculares de que las
aves a veces se aparean y crían cuando aún están con plumaje de
inmaduro, y sin duda las hembras lo hacen.
Con respecto a su estructura, pocas águilas, si hay alguna,
resultan tan poderosas en comparación con su tamaño como la
perdicera. Sus grandes patas y pies y sus anormalmente grandes
garras parecen fuera de toda proporción con el resto del cuerpo.
Tengo el pie de una perdicera hembra que podría parecer de un
águila real, que la dobla en tamaño y peso.
Cuando salen del nido realizan un descenso rápido,
seguido de una pronunciada curva hacia arriba que hace
complicado el derribarlas. Tuvimos prueba práctica de ello en
más de una ocasión en el caso de una hembra que pertenecía al
nido de 1877, para la perplejidad de los implicados, ambos
excelentes tiradores. Finalmente, se perpetró el asesinato y la
tengo ahora disecada en mi colección. Tiene el pecho muy claro,
finamente listado de marrón. Todos los machos que he observado
entrar o salir de un nido han sido de un plumaje parecido, pero no
todas la hembras, como queda mencionado.
Estoy contento de poder decir que sólo tengo sobre mi
conciencia la vida de un águila perdicera, y ello a pesar de los
muchos nidos que he visitado y las innumerables oportunidades
en que las he tenido a corta distancia de tiro.
Al año siguiente el afligido macho encontró otra
compañera, y criaron en un roquedo bajo, de menos de 30 pies (9
metros) de altura, sobre una repisa de roca a menos de 6 pies
(1,80 metros) de la cima adonde se podía llegar andando. Este
nido estaba en la misma garganta del año anterior, pero en el lado
opuesto, siendo la foto de la página 377, de la roca utilizada en

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380
1877, de hecho tomada desde el lugar ocupado en 1878. Debido a
la situación de este nido, que tenía una roca extraplomada y
también un nudoso acebuche inmediatamente encima, me fue
posible más de una vez acercarme sin ser visto y observar a la
hembra echada sobre sus huevos a 8 ó 9 pies (2 ó 3 metros) de
mí. En tales ocasiones ella detectaba pronto mi presencia
volviendo la cabeza y mirando hacia arriba antes de levantarse.
En 1879 esta pareja de águilas se mudó a un tercer
emplazamiento, en un valle adyacente a unas 500 yardas (450
metros) del primer nido. Este nido estaba colocado en una repisa
abierta al cielo a solo 15 pies (4,5 metros) de la parte superior de
la peña y a 20 pies (6 metros) de la base. La repisa se inclinaba
hacia abajo y era sorprendente cómo el nido no se deslizaba.
Llegar hasta él resultaba bastante fácil, ya que era posible trepar
hasta el punto donde empezaba la repisa, desde donde era
necesario acercarse a lo largo, unos 8 ó 10 pies (2,5 ó 3 metros).
Se podrá encontrar un dibujo de este nido al final del capítulo
sobre escalada de cortados, en la página 121. No había agarradero
alguno y la repisa era suave y resbaladiza, sin hierba, detalles que
sin duda habían sido tenidos en cuenta por las águilas. Muy cerca,
por debajo del nido, había una cueva en la que me oculté en
varias ocasiones con objeto de observar las aves adultas. A veces
notaba que se acercaban por la sombra que proyectaba uno de
ellos volando en círculos por encima y, asomándome con cuidado
por una grieta, podía ver el águila cuando se posaba en el borde
del nido y caminaba hacia su interior. Era un lugar ideal desde
donde observar los movimientos y el plumaje de estas bellas
aves.
Siete años después, en 1886, camino de una expedición de
búsqueda de nidos hacia Levante, estuve en Gibraltar unos pocos
días y cabalgué uno de ellos hacia mis viejos parajes. Encontré a
las águilas todavía ocupando el lugar. Desafortunadamente, luego
se aquerenciaron por el ganado aviar de un cabrero que vivía por
allí y éste, como venganza, subió a lo alto de la peña y lanzó

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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piedras sobre sus huevos, algo explicable en tales circunstancias.
A consecuencia de ello, abandonaron el lugar. El hecho de que
este mismo nido siga allí habla de la sólida construcción de los
nidos de estas águilas. Lo he visto de vez en cuando durante los
últimos veinte años y sólo recientemente, en 1908, lo he vuelto a
ver encontrándolo todavía intacto aunque cubierto de hierba.
La gran mayoría de los nidos de perdicera que he visitado
estaban emplazados sobre una repisa abierta, muy cerca de la
cima de un cortado. Por lo que he visto, ésta parece ser su
situación favorita y da lo mismo que sea el cortado de tan solo 50
pies (15 metros) ó de 500 (150 metros). En la mayoría de los
casos había un árbol achaparrado curvado por el viento,
normalmente un acebuche, creciendo inmediatamente por encima
del nido, suministrando cierto resguardo frente al mal tiempo y
para la observación. Dos huevos es la puesta completa pero no
resulta raro encontrar un nido con solo uno. Yo lo he encontrado
en cinco ocasiones, cuando ya no había posibilidad de puesta de
un segundo huevo. Como norma, los huevos están muy poco
marcados, algunos casi blancos, pero en dos ocasiones he
encontrado huevos solos y con marcas rojizas.
La comida favorita de las águilas perdiceras parecen ser los
conejos, cuyos restos he encontrado constantemente en los nidos.
Son también muy aficionadas a las perdices, y de ahí el nombre
por el que se las conoce en el país. Como se ha mencionado antes
tienen una gran predilección por las aves domésticas y debido a
ello, y a su supuesta depredación sobre los cabritos muy jóvenes,
son bastante odiadas por los habitantes del campo. En lo que
respecta a gallinas, en casi todas las ocasiones en que he oído de
águilas reales robándolas ha resultado que se trataba del águila
perdicera.
A unas pocas millas de donde paso los meses de invierno
en el sur de España hay un buen acantilado de unos 200 pies (60
metros), sobre él hay una repisa que ha servido como lugar de
nido alternativo para águilas perdiceras durante muchos años.

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Originalmente era un emplazamiento de águilas reales y, cuando
estas aves se vieron forzadas a mudarse a otra parte, una pareja de
perdiceras tomó posesión de él. En los años en que eligieron otro
sitio alternativo para criar lo utilizaron los cuervos. En 1894 uno
de los adultos fue abatido de un disparo, y su compañero
abandonó el lugar. Al año siguiente unos buitres leonados se
apropiaron del nido. La gran hembra que está ahora naturalizada
con las alas extendidas en la vitrina de los buitres en el Museo
Británico de Historia Natural, fue abatida en este nido. En 1905
me encontraba de nuevo cerca de aquella zona y, desde cierta
distancia, vi una gran águila oscura salir del nido.

Nido de águila perdicera.


Constituye un buen ejemplo de las incertidumbres que
surgen en la identificación de las aves, algo no suficientemente
considerado por muchos, el que a pesar de haber visto muchas
águilas perdiceras, así como reales, me equivoqué al imaginar que

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

383
el ave que yo había visto era un águila real. Estaba solo en
aquella ocasión, el nido requería el uso de cuerdas para llegar a
él, y pasaron algunos días antes de que pudiera organizar un
grupo para que me ayudara. La segunda vez que visité el roquedo,
para mi gran sorpresa, en lugar del águila oscura que había visto
antes, salió del nido una ave de pecho blanco, sin duda un águila
perdicera. Se trataba, evidentemente, de un caso para investigarlo,
así que, escondiéndome en el matorral al pie del acantilado,
esperé y observé.
Antes de que pasara mucho tiempo, un águila,
evidentemente la hembra por su tamaño, volvió y entró en el
nido. Muy poco después, vi una segunda águila volando derecha
a mí, que a través de mis prismáticos me pareció un adulto de
perdicera con partes inferiores blancas. Se acercó, y cuando
estaba a menos de 50 yardas (45 metros) del cortado, su
compañera salió del nido y voló en la dirección de la cual venía el
otro. Las dos aves se cruzaron como un relámpago en el aire en
un punto a menos de 100 pies (30 metros) por encima de mí y a
unas 30 yardas (27 metros) enfrente. Entonces tuve una
inmejorable oportunidad de compararlas y noté que el ave que se
marchaba era la hembra, más grande, con plumaje de inmaduro,
mientras que la que llegaba era el macho, más pequeño, con el
plumaje blanco de adulto que ya he descrito. Quiero destacar que
hubiera sido imposible obtener una evidencia más concluyente de
que estas aves estaban criando antes de haber alcanzado el
plumaje de adulto.
El macho fue derecho al nido y se dedicó a incubar sin
perder un momento, mientras que la hembra se perdió de vista
aleteando sobre las crestas frente a mí.
Habiendo reunido a mi grupo nos dirigimos hacia la
cumbre del cortado, desde donde había un pequeño descenso
hasta el nido bastante fácil con una cuerda. Este nido consistía en
una gran estructura de palos, probablemente los restos dejados
por las águilas reales y suplementados con las mejoras de los

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384
cuervos, que estaba forrado con ramas frescas de palmito y
algunas de alcornoque.
Contenía un simple huevo de la habitual forma redondeada
de los huevos de águila, bien coloreado, con marcas rojizas hacia
el extremo más grande. Por un momento dudé si debía tomar el
huevo o dejarlo hasta que fuera puesto un segundo. Finalmente
decidí llevármelo, y lo reemplacé con un huevo de ganso
doméstico que llevaba conmigo en prevención de tales
emergencias.
Debo decir aquí que es una buena idea llevar siempre un
par de huevos de aves domésticas a las expediciones de búsqueda
de nidos. Así, en el caso de que sea necesario volver a visitar un
nido, se pueden dejar en el lugar de los que se recojan y de esta
forma se induce al adulto a continuar incubando. Con tal
propósito, normalmente, llevo huevos grandes de aves
domésticas, pero en esta ocasión llevaba un huevo que había sido
puesto por un ganso doméstico que yo usaba como reclamo
cuando tirábamos a los gansos salvajes durante los meses de
invierno. Era ligeramente mayor que el de la perdicera, y por
supuesto con una conformación totalmente distinta, ya que los
gansos salvajes y domésticos ponen huevos alargados terminados
en punta por los dos extremos, mientras que las águilas ponen
huevos redondeados, con un extremo más grande que el otro.
Al vaciar el huevo de águila me percaté de que estaba
considerablemente incubado, una prueba de que no había
posibilidad de que pusieran un segundo huevo. Parecía poco
correcto dejar a las águilas así ocupadas en la infructuosa labor de
incubar el huevo de un ganso doméstico, pero como yo no vacié
el huevo de águila hasta que no volví a donde estaban los
caballos, a uno cientos de pies por debajo del nido, me sentí
físicamente incapaz de volver a él para tomar el huevo de ganso.
Ocurrió que unas semanas después pasé a caballo por aquel
cortado con algunos amigos, y vimos salir de él a la hembra de
pecho blanco. Subimos a la cima y miramos. Allí, a menos de 15

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

385
pies (4,5 metros) por debajo, yacía el puntiagudo huevo de ganso,
pero como yo había pronosticado, ningún segundo huevo de
águila había sido puesto. No teníamos una cuerda con nosotros, si
la hubiéramos tenido, hubiera bajado y puesto fin a la decepción.
Las cosas ocurrieron de forma que todo esto concluyó con
un imprevisto pero ridículo episodio. Unos pocos días después de
la última visita al cortado de las perdiceras, a la vuelta de una
larga expedición, fui informado de que habían llegado dos
ingleses y se habían instalado en la cocina de una casita cercana a
la mía, que yo había alquilado temporalmente ya que tenía más
gente en casa que la que la casa podía alojar.

Huevo de águila perdicera.


Tras preguntar descubrí que se trataba de un fotógrafo
profesional de aves y su ayudante, que andaban en busca de
"material", quienes por alguna curiosa casualidad habían ido a
parar al mismo lugar donde yo había vivido durante tantos años y
que, debo decir, está a muchas horas de la civilización más
cercana. Me aseguraron que no eran recolectores de huevos y
que, de hecho, no expoliaban los nidos "solo los fotografiaban".
Durante su estancia realizaron varias expediciones por los
alrededores y luego desaparecieron tan repentinamente como

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

386
habían llegado, curiosamente también desaparecieron varios
huevos de alimoche y otros al mismo tiempo.
Esto ocurrió en el mes de abril. En marzo siguiente yo
estaba como de costumbre en el mismo lugar y había olvidado
todo sobre este incidente, cuando un día recibí un ejemplar de
Country Life que me había enviado uno de los del grupo que me
había bajado al nido de perdicera el año anterior y me había visto
colocar el huevo de ganso en él. En este número, para mi gran
diversión, así como para la de todos los que tomaron parte en
aquella expedición, había una descripción muy gráfica del mismo
nido de águila perdicera que habíamos robado, explicando cómo
"aquel fotógrafo" ¡había obtenido el huevo que había en él! Con
el firme propósito, aparentemente, de dejar patente para siempre
su ignorancia sobre las águilas y sus huevos el infortunado
escritor mencionaba los más mínimos detalles acerca de cómo el
huevo que habían obtenido tan gallardamente era "blanco y
ligeramente puntiagudo en ambos extremos"; ¡de hecho se trataba
de un inconfundible huevo de ganso doméstico! El poco parecido
que tiene esta descripción con la de un huevo de perdicera se
puede comprobar en la fotografía que se acompaña (página
anterior) que tomé del huevo real a unas 18 pulgadas (45
centímetros) de distancia, cuando fui descolgado al nido.
Desafortunadamente, el colector de huevos de ganso no
solo no era escalador sino que además no llevaba cámara de mano
u otro aparato que pudiera haber utilizado en lo que era,
realmente, una situación difícil para hacer fotografías. Así ocurrió
que Country Life perdió una oportunidad única de publicar una
foto de un "huevo de águila" que, de haber aparecido, la hubiera
yo reproducido aquí si hubiera obtenido el permiso.
Algún tiempo después de este incidente me encontré con
unos carboneros, antiguos conocidos míos, que vivían cerca del
cortado y me habían visto bajar al nido y fotografiarlo. En su
momento se tomaron mucho interés por el intercambio del huevo
de ganso por el de águila, por lo que de vez en cuando se

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387
asomaban desde la cima para ver si había eclosionado un gansito.
Pero cuando "un inglés largo", como describieron al fotógrafo,
apareció un día en escena y se encontró con grandes problemas
para alcanzar con su mano el tan codiciado huevo, ellos se lo
pasaron bien. El sentido del humor que felizmente es tan general
entre esta pobre gente que vive unas vidas tan duras sin nada que
las anime, encontró un magnífico campo narrando la historia. Ni
siquiera yo escapé ileso, ya que se me acusa de arriesgar el cuello
al poner huevos de ganso en nidos de águilas con el expreso
propósito de confundir a los que siguen mis pasos. El veredicto
final fue que El Coronel estaba rematadamente loco pero que al
menos sabía lo que quería, mientras que el infortunado fotógrafo
era obviamente tonto, ya que no sabía lo que estaba haciendo. A
veces pienso, y me pregunto ¿en la colección de quién estará
ahora ese notable trofeo?
Como se ve, la mayoría de los emplazamientos de nido de
águila perdicera que he descrito con detalle eran relativamente
fáciles de alcanzar. No es siempre así, incluso en las regiones
menos habitadas y frecuentadas. Así, conozco un nido en la
Serranía de Ronda que está inmediatamente debajo de una terraza
inclinada, en el costado de un monte muy escarpado. Desde esta
terraza hay una fuerte caída de varios cientos de pies hacia un
gran talud por debajo. Por encima de la terraza, hay una serie de
otros precipicios desde donde han caído bloques de caliza,
algunos de cuyos fragmentos están depositados en la ladera o
encajados en las rocas inmediatamente por encima de ella. El día
previo a la visita de este lugar habíamos visto un águila perdicera
entrar en la roca, por debajo de algunos acebuches que crecían
junto al borde. Desde nuestra posición sobre el talud, a unos 600
pies (180 metros) por debajo, era muy difícil estar seguro del
lugar preciso. Tras un amplio rodeo, una subida por una
empinada ladera, rodeando peñascos y tras pasar una gran grieta
en una pared, alcanzamos un punto por encima de la terraza desde
donde una especie de escalera natural nos bajó hasta nuestro

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

388
cortado. Aquí nos dimos cuenta de que una cuerda sería muy útil
como medida de seguridad. Estábamos a solo 50 pies (15 metros)
de los acebuches al borde del cortado, y era absolutamente
necesario estar seguros del lugar preciso, inmediatamente encima
del nido, antes de intentar descolgarse, ya que no había lugar para
hacer experimentos. Afortunadamente, tenía conmigo un grupo
bien adiestrado, así que cuatro de nosotros cubrimos el borde del
precipicio, tan cerca como pudimos, separados unos de otros a
intervalos de unos 20 pies (6 metros). Estábamos así en situación
de poder marcar con razonable acierto el lugar de dónde al águila
saldría cuando fuera espantada del nido. Mi destino era un
acebuche que crecía fuera del cortado y, llegar allí, significaba un
cuidadoso descenso por la ladera. Para aumentar las dificultades
estaba soplando fuerte viento y la violentas ráfagas me obligaban
a agarrarme como si estuviera en el mar. Si mala era mi situación
me sentí aliviado porque la de alguno de los otros era aún peor.
Cuando todo estuvo preparado se lanzaron algunas rocas
sueltas que, sonando como el disparo de una pistola, obligaron al
águila a salir del nido. Gracias a nuestros cuidadosos preparativos
pudimos localizar el lugar exactamente, y no perdimos tiempo en
disponernos a bajar. El nido fue asignado a mi compañero, el
Almirante Farquhar, y debo confesar que sentí ciertas dudas
cuando lo vi desaparecer sobre el borde. Justo en ese momento
estaban cayendo fuertes chubascos, y las rápidas nubes y la niebla
oscurecieron a medias la vista del valle rocoso y el sinuoso
arroyo que corría allá lejos, a 800 o más pies (240 metros) por
debajo de nosotros, haciendo que el descenso pareciera
doblemente formidable. El grupo de bajada estaba colocado entre
las rocas a 30 pies (9 metros) por encima de mí, y yo estaba en
una cuerda de seguridad en el mismo borde, pero tal era la
naturaleza del cortado que no podía ver nada inmediatamente por
debajo de mí, así que permanecí agazapado sintiendo pasar la
cuerda por mis manos y esperando la señal del silbato desde
abajo. El viento silbaba y rugía alrededor de la cumbre, y parecía

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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imposible oír nada. Pronto, para mi gran tranquilidad, oí el
silbato, "arriba" y pronto tuvimos de vuelta con nosotros a
nuestro escalador, a salvo.
Tuvo lugar, entonces, uno de esos fatales incidentes que
ilustran la gran diferencia que existe entre trabajar con la cuerda
en acantilados bien conocidos para los escaladores y lo contrario.
Llamé la atención sobre esto cuando estaba comentando la
escalada en general, en una parte anterior de este libro. Una vez
izado mi compañero hasta arriba yo iba siguiéndolo cuando un
gran bloque de lo que aparentemente era roca sólida, sobre la que
había dejado caer todo mi peso, se desprendió de repente en mi
mano y saltando a mi lado por la pendiente, desapareció sobre el
cortado en el punto por donde los dos habíamos estado escalando,
y la oímos estrellarse y desintegrarse al golpear las rocas a cientos
de pies por debajo. ¡Todo ello por trabajar entre rocas calizas
desintegrables y no tenerlo en cuenta! La excesiva lluvia en esta
región durante los meses de invierno, las densas nubes que
constantemente abrazan las cimas de los montes, la nieve y las
duras heladas de cada sucesivo invierno así como los poderosos
rayos de sol del verano andaluz, se combinan para romper las más
duras formaciones. Algunos de los grandes canchales de agudas
piedras rotas que se encuentran en zonas más bajas son un
testimonio elocuente de las irresistibles fuerzas de la Naturaleza.
En el caso que nos ocupa, estaba yo aún agarrado a la
cuerda, o de otra forma nunca hubiera escrito esto, pero estos
incidentes son poco tranquilizadores y no le dan a uno sensación
de seguridad. Me prometí mentalmente ser más cuidadoso en el
futuro. Curiosamente, otros hicieron lo mismo, y así lo comprobé
dos años después, cuando estaba escribiendo este libro y se me
ocurrió preguntar al Almirante Farquhar cuál, en su opinión,
había sido el lugar más peligroso en que había estado cuando
buscaba nidos de águilas. Respondió sin dudar, "Aquel nido de
perdicera que cogimos juntos", añadiendo que si no hubiera sido
por estar tan desesperadamente ansioso por coger una puesta de

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águila perdicera con sus propias manos no se hubiera descolgado
aquel día. Curiosamente, ninguno de los dos habíamos discutido
nunca este asunto durante el tiempo transcurrido, probablemente
esta era la prueba más elocuente de que no lo pasamos bien. Pero,
sin duda, es necesario poseer el verdadero espíritu de buscador de
nidos, el espíritu que desafía los peligros allí donde un nido debe
ser alcanzado y le induce a uno a echarse por un precipicio, como
lo hizo mi viejo compañero en esta ocasión. ¡Y así él llegó a
coger el huevo!
Volví a visitar esta zona en la primavera de 1908, aunque
no el mismo emplazamiento de nido, ya que estaba ansioso por
conseguir una fotografía de un nido de perdicera con dos huevos.
El nido que elegí para mi intento estaba solo a unos 30 pies (9
metros) de la cima de un cortado extraplomado, y colocado en
una repisa muy pequeña tras la cual el nido abultaba
considerablemente. Bajo el nido, el cortado se inclinaba hacia
dentro, con lo que había una limpia caída hacia el suelo bien por
debajo. No había punto de apoyo o agarradero alguno entre las
rocas en ninguna parte alrededor del nido, y tan pronto como fui
descolgado hasta él me di cuenta de que mi trabajo había
terminado. Afortunadamente, justo encima del nido crecía un
acebuche muy retorcido sobre una grieta en las rocas, y el nido
dependía para su sujeción de algunas de las ramas más bajas de
un segundo árbol que, curvándose hacia abajo, servía para
retenerlo en su, algo precaria posición sobre la expuesta repisa.
Una rama del primer acebuche se extendía sobre el nido, a unos 5
pies (1,5 metros) de él, y me di cuenta de que si, simplemente,
pudiera usar esta rama para colocarme encima, podría sujetar la
cámara lo suficientemente fija como para tomar una exposición
de 30 segundos. Sin embargo me percaté de que necesitaba ambas
manos para evitar deslizarme de la rama y que, además, mi peso
la doblaba un poco, lo suficiente como para estropear la foto.
Depender solamente de la cuerda como soporte hacía que
desapareciera cualquier posibilidad de foto ya que hay un montón

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de vibraciones en 30 pies (9 metros) de cuerda de 1,5 pulgadas
(3,8 cm.)

Nido de águila perdicera.

Mirando alrededor, observé un muñón con aspecto de


sólido a sólo un par de pies por encima, y me di cuenta de que allí
estaba mi oportunidad. Así, izando el extremo de mi cuerda con

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cuidado, lo até a esta rama, de forma que quedé suspendido justo
debajo, por la cintura. Por suerte, además podía colocar un pie en
una grieta y así inmovilizarme completamente. Determinado a no
perder tal oportunidad, tomé una serie de fotografías con ambas
cámaras. Una serie, ¡ay!, se echó a perder debido a la misma
película defectuosa que había servido igual de mal en el caso de
un nido de quebrantahuesos justo el día anterior.

Pollo de águila perdicera en actitud defensiva.

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De las otras, en tres ocasiones la cámara se resbaló, y en
otras las ramas del acebuche vibraron con el viento. Debido a mi
complicada posición, y al hecho de que los huevos estaban por
debajo de mí, no podía mirar por el visor cuando tomaba las
fotos, y de aquí que se perdieran una o dos por el hecho de que
los huevos quedaban al borde de la imagen. Es curioso que mi
mayor problema era encontrar un lugar donde pudiera depositar
mi reloj con objeto de medir el tiempo de las fotos. Finalmente,
conseguí colgarlo de una pequeña rama. Me propuse allí mismo
que nunca más intentaría hacer fotos en lugares difíciles si no
llevaba mi reloj de pulsera.
Todo esto suena trivial, pero sin duda hay bastantes
complicaciones para el infortunado escalador que intenta, a la
vez, mantener su equilibrio y manipular una cámara plegable.
Confieso que sentí una especie de extraño placer cuando en esta
"precaria y no permanente" posición, en palabras de Mr. Chucks,
se me ocurrió lo muy subversivos que resultaban mi expuesto
acebuche y la pequeña cuerda con la que estaba atado a él, frente
a toda fotografía ortodoxa, con todos sus trípodes y bancos.
Los pollos de águila perdicera pasan por las mismas fases
de cambio de plumaje que los de otras águilas; desde muy pronto
se hacen muy notables el gran tamaño y la fuerza de sus garras,
sobre las que ya he llamado la atención.
En 1907 fui descolgado hasta un nido que contenía un
pollo ya emplumado completamente. Conforme llegué al nido
adquirió una actitud de reto y defensa, como desafiándome a que
siguiera adelante. Tuve alguna dificultad al fotografiar a este
joven salvaje, ya que cuando le acerqué la cámara la agarró
furiosamente con sus patas y era sorprendente comprobar el
alcance que tenía cuando quería herir a alguien. Curiosamente,
tenía al lado el cuerpo de un recién matado mirlo macho, casi
completamente desplumado, siendo el brillante pico amarillo y
unas pocas pequeñas plumas alrededor de su base lo único que
servía para identificarlo.

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394
Un mirlo puede parecer una presa muy pequeña para ave
tan grande como una perdicera. Pero la razón era bastante simple;
las laderas por debajo del nido y en muchas millas a la redonda
están densamente cubiertas de densos lentiscos con retorcidos
alcornoques y acebuches salpicados a intervalos, donde los mirlos
son muy abundantes. Sin duda cuando las águilas vuelan sobre
este terreno ondulado en busca de perdices o conejos, surgen
muchas oportunidades de capturar un mirlo inconsciente, que
según su costumbre vuela gritando de una mata a otra.
Habiendo decidido llevarme aquel pollo intenté echarle
mano, pero se echó sobre su espalda y se mostró tan beligerante
que renuncié al placer de su compañía durante mi ascenso.
Dejándole ponerse en pie mediante unos engaños lo induje a
caminar hacia atrás, hasta el borde del nido, donde con un
empujón de mi pie lo lancé al espacio bajando con las alas
extendidas, a modo de paracaídas, cayendo sobre una gran mata
de jara, unos cien pies por debajo, de donde lo cogí luego. Este es
el ave que aún conservo viva en mi casa de Inglaterra, y resulta
muy interesante de estudiar.
Su alimento favorito son los conejos o ratas pero, juzgando
por la fiera conducta que muestra cuando los gatos se acercan a
su jaula, imagino que lo pasarían mal si se pusieran al alcance de
su agarre. Agarre es, en verdad la palabra, ya que de todas las
aves rapaces que tengo entrenadas para posarse en mi puño
ninguna muestra la fuerza de la perdicera y, una vez agarrada,
mantiene inflexible el aprieto del objeto agarrado por tiempo
indefinido. El más grueso guante de piel del halconero sirve de
poca protección cuando este águila se inclina agresivamente. Me
hubiera gustado entrenarla en el vuelo de liebres, conejos y
perdices, y estoy seguro de que lo hubiera conseguido en muy
pocas semanas, pero la seguridad de que en Inglaterra le hubieran
disparado a la primera ocasión en que se alejara de mí me impidió
hacerlo. Un rasgo de su carácter es que nunca está de mal humor

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o mohína, como se suele decir. La mayoría de las águilas tienen
este defecto hasta un marcado nivel, algunas casi son incurables.
Cuando tenía seis meses la puse en el puño y, aunque en
principio mostró notables exhibiciones de esta actitud, notables
en cuanto a apariencia, con las alas caídas y cada pluma levantada
y la cabeza agachada, esforzándose por fingirse ausente de mí y
de mis molestias, pronto comprendió la inutilidad de tal conducta.
En muy poco tiempo no sólo se posaba en mi puño sino que
volaba hasta él por la comida.
Para un cetrero es fácil ver que esta especie está
inminentemente adaptada por su estructura, costumbres y
temperamento, al éxito de la realización del noble arte. Ahora, al
cabo de dieciocho meses, vuela sin miedo hasta mi puño. Pero
protesta con fiereza a cualquier interferencia que se produzca con
su comida, y me hará un agresivo amago si la molesto de alguna
forma. De aquí que, como medida de precaución, al igual que con
los búhos reales, me pongo normalmente una careta cuando entro
en la jaula.
Como se podrá imaginar fácilmente, el vuelo del águila
perdicera es tan boyante y rápido como poderoso. Las he
observado durante muchos años en numerosas ocasiones, volando
alto en círculos sobre algún cortado donde estaban criando o
cazando en un terreno adecuado, y la facilidad y gracia de sus
movimientos en tales ocasiones sugieren las del vuelo de un
halcón. A veces suben a gran altura y permanecen aparentemente
inmóviles, literalmente colgadas en el aire. En su ataque y picado,
son como relámpagos.
Puedo recordar cómo en el invierno de 1902 estaba tirando
perdices en una llanura aluvial cerca de la localidad de Ksar El
Kébir en Marruecos. Algunos pájaros volaron muy bien y yo le
pegué bien a uno. Apenas había avisado a mi compañero "marca
ese pájaro" cuando una perdicera apareció en escena con un
tremendo picado, atrapó la perdiz herida y, sin reducir su
velocidad un momento, ascendió con ella desapareciendo de mi

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vista. Fue un espectáculo interesante para cualquier estudioso de
la vida de las aves, y de fascinación peculiar para un cetrero.

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CAPÍTULO VI

EL ÁGUILA REAL (Aquila chrysaetos)

Ideas populares sobre las águilas reales - Figuraciones


absurdas - Preferencia por terrenos calizos - Repugnancia hacia
los buitres - Lugares alternativos para criar - Localizando nidos -
El interés de las observaciones personales - El uso de ayudantes
pagados - Un argumento español - Preferencia por cortados - Pero
no necesariamente los grandes cortados - Lugares remotos, su
mejor salvaguarda - Mi primer nido de águila real - Una bajada
fácil - Una cámara inútil - Un récord de siete años - Un
interesante descenso y éxito de fotografía - Otros descensos y
fotografías - Comportamiento de los buitres leonados - El
objetivo de localizar nidos de águilas reales - Necesidad de
observación cuidadosa - Resultados de cuidadoso reconocimiento
- Una visión dichosa para un naturalista - Observando águilas
reales en sus dominios - Un espectáculo glorioso.

Todo lo que encierra la palabra águila,


especialmente águila real, hace difícil
para un ornitólogo el evitar ofender a los
lectores que, probablemente, tienen ideas
exageradas sobre el tamaño de las
águilas, su valor, ferocidad y costumbres
en general. Desde épocas pasadas los
escritores clásicos han idealizado el ave y
le han atribuido tantas cualidades
maravillosas, que una nueva narración de
las experiencias diarias de un naturalista
de campo entre estas espléndidas aves
queda muy corta frente al ave simbólica
elegida inmemorialmente por naciones
guerreras como la insignia de sus estandartes.

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Águila real (Aquila chrysaetos)

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399
Así, la "reina de la aves", de la que tenemos todas las
razones para pensar que se empareja para toda la vida y a la que
se ve normalmente cazando en compañía de su cónyuge (excepto
en la época de cría o en algunas ocasiones en las que sólo un ave
puede ir en busca de alimento), ha sido descrita reuniéndose en
grandes grupos para atacar a aves menos poderosas. La famosa
pintura de Landseer "Águilas atacando cisnes" es un monumental
ejemplo de falsa representación, ya que no sólo representa un
conjunto imposible de águilas sino que les atribuye métodos de
ataque que ningún águila realiza jamás, ya que estas atacan o
pican sobre sus presas, pero no se dedican a vulgares peleas ni en
tierra ni sobre el agua. De menor importancia, pero todavía más
gratuita interpretación, resultan diversos esfuerzos periodísticos
por presentar al águila como una especie de monstruo. Tengo en
mente la pintura "Atacado por las águilas", en la que un hombre
aparece rodeado por una bandada de gigantescas aves, tan
grandes como avestruces, con una envergadura de alas de 12 pies
o más (3,5 metros). La escena tiene lugar en un habitado centro
de salud del sur de Francia, donde las águilas son casi tan escasas
como en Brighton.
Las águilas reales, que son amigas mías (salvo ciertamente
en las raras ocasiones en que tomo los huevos de sus nidos), son
otras aves bien distintas, de una media de 10 a 12 libras (4,5 a 5,5
kilos) de peso y con una envergadura de ala de algo más de 6 pies
(1,8 metros). Los que ven mis dibujos y fotografías de las varias
moradas de águila real que he visitado de vez en cuando me
preguntan "¿Qué haces cuando te atacan?"; cuando mejor
deberían preguntarme: "¿Te atacan alguna vez?". Aquí de nuevo
he de decir que soy muy desafortunado pues no sólo mis águilas
reales nunca cazan en grupo como los lobos o roban niños, sino
que además, y a pesar de la cantidad de veces que me he
descolgado con cuerdas o he escalado grandes cortados en busca
de nidos de águilas, nunca he tenido el honor de ser atacado por
los adultos enfadados.

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400
Puedo decir aquí que, aunque he escalado a muchos nidos
nunca hasta ahora he disparado a un águila real, aunque en gran
número de ocasiones las he tenido muy cerca.
En el sur de España son marcadamente locales, tanto que el
Coronel Irby en 1847 mencionaba que nunca había visto una.
Algunos años después las encontré criando dispersas en los
grandes acantilados de arenisca del oeste de Andalucía, y mostré
al Coronel Irby dos emplazamientos, pero hasta que decidí dirigir
mis expediciones hacía las montañas calizas que forman las
estribaciones sureñas y occidentales de Sierra Nevada, no me
familiaricé con ellas. Sólo en dos ocasiones las había visto en
Marruecos, y conozco un nido en aquella parte del Estrecho. Es
difícil explicar la marcada preferencia del águila real por los
terrenos calizos, si no se tiene en cuenta el hecho de que no
parecen profesar simpatía a los buitres leonados y, por lo que sé,
según mis observaciones personales, nunca los toleran cerca de
sus nidos. Puesto que todos los grandes roquedos de arenisca
están ocupados por los buitres, ésta debe ser una de las razones.
Además debido a que en las formaciones geológicas normales de
terrenos calizos hay en general menos cuevas y fisuras en un
mismo cortado que en los terrenos de arenisca, los buitres que
crían allí están, por norma, más ampliamente distribuidos y
dispersos, puesto que no tienen las facilidades para formar
colonias grandes y concentradas que tiene en algunas peñas de
arenisca. Aunque las águilas reales, sin duda, expulsan a
cualquier pareja extraña de buitres que intente ocupar su peña
particular no creo que intenten desalojar a toda una colonia. Hay
todavía, sin embargo, otra razón posible por la que las águilas
reales se circunscriban principalmente a los terrenos calizos. La
cercana especie, el águila imperial, que frecuenta las laderas
boscosas y valles de los terrenos arenosos más bajos, al igual que
otras águilas que crían en árboles, está siempre en busca de
alimento, y su persistente acoso de estos terrenos puede que no
deje suficiente caza como para que le merezca la pena al águila

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401
real establecerse en la misma región. Conejos y perdices son la
comida favorita de las águilas reales y, en la sierra, los únicos
competidores serios que tienen por estas presas son la más
pequeña águila perdicera y, en menor medida, los búhos reales, a
quienes también gustan los conejos.
Las águilas reales son muy aficionadas a los cabritos y a
los corderos muy pequeños, y en la época del año en que los hay
los pastores vigilan mucho los movimientos de las águilas.
Cuando, como ocurre a veces, un nido está en una cornisa visible
desde lo alto de un cortado los cabreros lanzan rocas para romper
los huevos y ahuyentar las águilas hacia otro lugar. En este caso
no abandonan por completo la zona, sino que se establecen en
otro lugar no lejano.
Esto me lleva a un rasgo muy interesante en las costumbres
del águila real, bien conocido por la mayoría de los naturalistas
de campo y común a muchas otras águilas y rapaces, pero no tan
marcado en ninguna de ellas como en las águilas reales.
Cada pareja de águilas cuyas costumbres he tenido la
oportunidad de observar por un período de varios años, parece
tener normalmente dos lugares alternativos para su nido, algunas
tienen tres, y sé de una que tiene cuatro emplazamientos de nido.
De hecho sólo conozco una pareja entre muchas que,
habitualmente, está asentada en un lugar y sólo uno. La razón
para esto es explicable: que debido a su localización nunca ha
sido molestada. Este nido está en una pequeña cueva en la cara de
una pared de roca caliza, a unos 800 pies (240 metros) de altura y
a unos 400 pies (120 metros) por debajo de la cima. Por encima
hay un canchal de piedra suelta con una pendiente de 45º, y sobre
él se elevan de nuevo otros cortados. Alcanzar el punto más
cercano por encima de este nido supondría un largo día de
trabajo, y descolgar un hombre al nido precisaría al menos 500
pies (150 metros) de cuerda de 2 pulgadas (5 centímetros), siendo
una cantidad igual de otra más ligera aconsejable como cuerda de
seguridad.

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402
La localización del nido de todas las grandes aves, y
especialmente del águila real, me resulta una ocupación de lo más
interesante y fascinante. Soy consciente de que en muchos casos
ahorra tiempo, gastos y problemas encargar a alguna persona de
la zona marcar los nidos de éstas y otras aves, y en casos de
emergencia, cuando el tiempo apura, no he despreciado el
aprovechar tal conocimiento local, pero siempre en el explícito
entendimiento de que nadie, excepto yo, era quien se acercaba al
nido o tocaba los huevos o los pollos.
Pero una vez dicho y hecho todo esto, algunos de los días
más felices de mi vida han sido esos en que, posiblemente
después de jornadas, semanas, meses, y en algunos casos años de
observación, he acertado, sin ayuda, a descubrir el secreto de las
grandes aves. Hay algo particularmente cautivador para mí en el
hecho de que, habiendo observado un águila en cierta zona,
volando en un determinado paraje o cazando en cierta ladera,
gradualmente, quizás tras repetidos fallos y expediciones
infructuosas, a lo largo de vertientes de aguas separadas entre
altas montañas por valles de un día de camino, he ido reduciendo
la región hasta unas pocas millas cuadradas, luego a un simple
barranco y finalmente a una solitaria peña en el mismo.
De nuevo, el empleo del conocimiento de gente de la zona
no siempre facilita el éxito. Más de una vez me han llevado a
enseñarme un conocido nido de águila real que ha resultado ser
nada más excitante que el de un alimoche o el de un cernícalo y
en una ocasión ¡incluso el de una paloma bravía! La anécdota de
la paloma bravía, aunque fastidiosa resultó divertida, pues
muestra la forma de pensar del pastor español que me llevó y que,
tras preguntarme las razones por las que yo quería algo tan inútil
como los huevos de águilas, llegó evidentemente a la conclusión
de que yo era un lunático inofensivo. Yo estaba naturalmente
furioso por haber sido llevado en una desagradable escalada por
la roca hasta una cueva para ver, simplemente, una paloma, y
expliqué con decisión lo que sentía. Él respondió simplemente:

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403
"Usted dijo que quería escalar y coger un nido con dos huevos
blancos que no sirven para nada, ahí tiene usted los huevos, coja
la escopeta y tire a las aves que son buenas de comer, mucho
mejor que un águila".
Pero esto ocurrió hace muchos años y antes de haber
aprendido la lección de no dejarme convencer nunca de escalar
hasta un nido a no ser que previamente haya visto las aves y, tras
observar sus movimientos, haber descubierto sus secretos. Este
incidente lo dedico a esos "naturalistas" que se imaginan que por
pagar a los nativos para encontrarles nidos y traerles huevos han
perfeccionado el arte de buscar nidos.
En España el águila real es, esencialmente, un ave que
anida en las rocas. De entre el gran número de nidos que he
visitado, nunca he encontrado alguno en un árbol, mientras que
en Escocia algunas de las pocas águilas que aún quedan allí
eligen árboles para instalar sus nidos.
Sin duda, una de las razones de por qué las águilas se
establecen habitualmente en lugares de difícil acceso es el hecho
de la persecución que han sufrido durante siglos por parte de los
humanos, tipificada en los resentidos cabreros o campesinos,
cuyos rebaños o aves domésticas han sufrido la depredación de
las águilas. Pero nada es más ampliamente admitido que la
creencia popular de que estas grandes aves crían invariablemente
en los más altos e inaccesibles precipicios. Por contra, parecen
preferir como norma algún valle tranquilo donde pase poca gente
o muy de tarde en tarde, y donde haya algunas pequeñas peñas
que presenten cierta dificultad para el presunto escalador, antes
que un escarpado precipicio, visible desde lejos, conocido en la
región y supuestamente inescalable. Por supuesto que algunos
nidos de águila están emplazados en magníficos cortados, pero
como norma, contando con la adecuada cantidad de cuerda, son
mucho más fáciles y seguros para descender que otras peñas
mucho más pequeñas, posiblemente de sólo 50 ó 100 pies (15 ó
30 metros) que bien por la razón de tener muy pendientes y

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desmenuzables laderas por encima, o por ser rocas inestables y
extraplomadas, son al mismo tiempo difíciles y peligrosas.
Prefiero no utilizar la palabra imposible por la razón de
que, contando con suficiente cuerda y, sobre todo, con
conocimiento de cómo utilizarla, y contando siempre con que las
condiciones topográficas permitan que se pueda llevar el equipo
necesario hasta el lugar, hay muy pocos nidos que se pueda decir
que son imposibles de alcanzar. Estas, al menos, son mis
experiencias. El que las sucesivas generaciones de águilas hayan
aprendido por experiencias negativas lo inútil que resulta recurrir
a la altura, y sólo a la altura, como seguro para sus nidos es
imposible de decir, pero cada año que he vivido y cada nuevo
nido que visito me confirma en la creencia de que la elección del
lugar del nido por las aves salvajes está, por encima de todo,
relacionada con el hecho de escapar a la observación.
La primera ocasión en que tuve la satisfacción y la
gratificación de ver un nido de águila real con huevos se me
presentó con muy poco esfuerzo. Estaba explorando una gran
montaña caliza, tan frecuentes entre las bajas estribaciones de
Sierra Nevada, y vi una pareja de águilas reales muy altas, que
desaparecieron pronto tras la falda de la montaña. Siguiéndolas
llegamos a una cadena de montes de unos 400 pies (120 metros)
de altura, que corría paralela a un curso de agua.
Por encima de esta línea había una gran terraza rocosa, con
una segunda serie de cortados sobre ella, coronada por otra
terraza más y una masa de peñas puntiagudas. Después de un
tiempo vimos una de las águilas entrar en la cadena más baja de
paredones, pero desde nuestra posición era imposible estar seguro
del lugar exacto. Como era tarde volvimos a casa para, a la
mañana siguiente, continuar nuestra búsqueda. Comenzando las
operaciones en la cumbre del cortado que pensábamos que tenía
mayor probabilidad de contener el nido de águila, más bien por
buena suerte que por buena organización, dimos con el lugar
desde arriba, pues al disparar un tiro salió un águila real de la

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pared, casi exactamente por debajo del lugar donde yo estaba. El
cortado era de caliza perfectamente sólida, muy expuesta y
bastante vertical, con una pequeña fisura de unos pocos pies de
profundidad que corría hacia abajo desde la cumbre por donde yo
estaba, y no era difícil adivinar que el nido estaba probablemente
emplazado en ella, algo más abajo, donde había una repisa. Yo
llevaba unos 50 pies (15 metros) de cuerda de 2 pulgadas (5
centímetros), y con ella fui descolgado unos 35 pies (10 metros),
lo suficiente para ver que, no mucho más abajo, había un saliente
que destacaba en la pared de roca. Afortunadamente, teníamos
con nosotros también 180 pies (54 metros) de cuerda alpina de
1,5 pulgadas (3,80 centímetros) y, subiendo y poniéndola en
doble, hice un nudo y descendí de nuevo. Cuando estaba a unos
50 pies (15 metros) más abajo, pasé sobre un lado del saliente y
vi el nido inmediatamente debajo de ella, colocado en un pequeño
hueco, a continuación de la fisura superior. Diez pies (3 metros)
más abajo alcancé un buen agarradero que me permitió abrirme
camino hacia arriba desde debajo del saliente y alcanzar el nido,
que contenía dos huevos espléndidamente coloreados. El nido
medía unos 3 pies (1 metro) y estaba forrado con hojas frescas de
encina y palmito. Llevaba conmigo mi pequeña cámara de foco
fijo (era en los tempranos días del uso de la cámara de mano), que
podía ser usada en caso de necesidad a 7 pies (2 metros). Pero
aquí yo estaba a tan sólo 3 pies (1 metro) del nido, que estaba a la
sombra. Me afiancé apretando los pies contra la pared
enderezando mis rodillas, pero no era suficiente ya que no había
posibilidad de conseguir la necesaria distancia de enfoque y,
además, el tiempo de exposición era imposible, ya que no se
podía improvisar un lugar donde apoyar la cámara, y siempre
había vibración de la cuerda. Por supuesto, tomé una instantánea,
pero fue igualmente un fracaso. Todavía tengo la foto tal como
salió, con las rocas mal enfocadas, y su interés está en que recoge
la absolutamente escarpada naturaleza del cortado, y muestra las
estrías de la acción del agua sobre la roca que está detrás del nido.

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Habiéndome aupado hasta el nido, empaqueté los huevos y volví
a subir.

Vista desde un nido de águila real.

Durante este tiempo los adultos, como es normal,


permanecieron a distancia dejándose ver con dificultad. Este nido
ocupaba uno de tres lugares alternativos, todos ellos en la cara del

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mismo cortado. El segundo emplazamiento estaba en una
posición muy similar, a unas 200 yardas (182 metros) al este del
primero, mientras que el tercero estaba sobre un contrafuerte o
gran terraza a unos pocos cientos de yardas hacia el oeste.
He vuelto a visitar este cortado en varias ocasiones desde
entonces, y a veces he encontrado a las aves ocupando uno de
estos emplazamientos, mientras que otras ocupaban un cuarto
lugar que no conseguí descubrir por falta de tiempo. Otra pareja
de águilas reales ocupaba un gran monte a un día de camino del
nido que acabo de mencionar.
Tuve la oportunidad de estudiar esta pareja de cerca
durante más de siete años, y conseguí encontrar los diferentes
sitios alternativos que utilizaban. El primero, que llamaré "A",
estaba sobre una pequeña terraza, a unos 250 pies (75 metros) de
la base de un cortado muy pronunciado y, quizás, a 150 pies (45
metros) de la cima. La vista desde este nido, que está situado a
muchos cientos de pies por encima del nivel general del terreno,
es muy extensa. Pero aunque a la vista el lugar resulte de los más
inaccesible, en realidad puede ser alcanzado desde atrás a través
de una pequeña tronera natural que conduce hasta él. Durante
muchos años ha sido utilizado por águilas reales, y aunque los
cabreros locales hayan destruido a menudo el nido, como así me
han dicho, y en los últimos años haya sido hostigado más de una
vez, las infortunadas aves adultas siguen estableciéndose allí a
intervalos.
El primer año que supe de este nido fueron tomados dos
huevos de él, no por mí. Al año siguiente las águilas criaron en
una peña baja en un pequeño barranco, a unas tres millas al norte
(5 kilómetros) del primer nido, que llamaré lugar "B". Aquí
felizmente escaparon de molestias.
El tercer año los adultos volvieron a mudarse a una
pequeña pared en un barranco a unas 2 millas y media (4
kilómetros) al este de "A" y a tres millas (5 kilómetros) de "B",
que llamaré "C". Este nido estaba sobre una roca saliente a menos

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de 15 pies (4,5 metros) de la cumbre, sin embargo, el terreno
arriba era muy pendiente y la tierra suelta, así que era necesario
para los que sujetaban la cuerda extremar las precauciones hasta
encontrar un apoyo seguro entre las deslizantes y pendientes
rocas.

Nido y huevos de águila real.

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Una gran peña sobresalía por encima del nido y lo hacía
inaccesible desde arriba. Por ello intenté alcanzarlo por el flanco
derecho, pero fue imposible. Finalmente fui por la izquierda
desde arriba y, arrastrándome por una unión de la roca que corría
en un ángulo de 45º, me deslicé a lo largo de ella con todo mi
peso pendiente de la cuerda, agarrándome con las manos a la cara
del cortado. Por este procedimiento resultó fácil llegar al nido,
siempre manteniendo la tensión de la cuerda, algo esencial debido
a que no había un punto de apoyo seguro.
En esta ocasión iba equipado con una cámara más
asequible, la Kodak, capaz de enfocar desde 6 pies (1,8 metros)
hasta 18 pulgadas (45 centímetros).
Junto al nido había un alcornoque seco y colgando mi reloj
de una rama frente a mí y apretando la cámara contra la pared
tuve la suerte de poder tomar varias exposiciones de treinta a
cuarenta segundos que produjeron buenos resultados. Luego volví
a visitar el sitio "A" del año anterior y lo encontré en posesión de
un buitre leonado que había forrado el viejo nido de águila con
briznas de hierba y pelos, y había puesto su único huevo blanco
en él.
En el cuarto año ni el águila ni el buitre ocuparon el lugar
"A", aunque el cortado estaba ocupado por varias parejas de
buitres leonados. Las águilas este año habían vuelto una vez más
al lugar "B". Este era el emplazamiento más pequeño que yo he
visto nunca ocupado por águilas reales, y era casi igual que el
"C", con una falda muy pendiente arriba, pudiéndose llegar hasta
unos 12 pies (3,6 metros) de él desde abajo, a lo largo de un
estrecho saliente. Después era imposible progresar más y el nido
tuvo que ser alcanzado desde arriba.
El quinto año las águilas volvieron al lugar "C" y pusieron
un huevo que, desafortunadamente, fue robado; la hembra
entonces siguió en el emplazamiento "A" y puso un segundo
huevo, pero siendo este nido muy fácilmente accesible sufría
tantas molestias que fue abandonado. Fueron tan poco decididas

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en el sexto año como para volver de nuevo al mismo lugar "A" y,
al ser el acceso fácil, los huevos fueron robados. Junto a estos tres
emplazamientos utilizados rotativamente como queda descrito,
encontré un cuarto, donde me habían dicho que habían criado a
veces pero, aparte de ver las águilas por allí no tengo pruebas de
que lo ocuparan.

Nido y huevo de águila real (lugar “B”).

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411
Esta costumbre de las águilas reales de elegir un saliente de
roca en paredes comparativamente bajas resulta muy curiosa.
Encontré el nido de una tercera pareja en una posición casi
exactamente igual a las descritas para "B" y "C", a un día de
camino de ellas y hacia el sur.
Al principio de este capítulo aparece un dibujo de este
nido. En este caso el nido estaba a unos pocos pies de la cresta,
siendo la peña de unos 100 pies (30 metros) de altura, mientras
que el acceso al borde del cortado era a través de un peligroso
canchal de rocas sueltas desprendidas de los inmensos roquedos
que había por encima.
La presión moral ejercida por las águilas reales sobre sus
despreciados parientes, los grandes buitres leonados, era muy
aparente en el caso del nido en el lugar "A".
El primer año, cuando las águilas lo ocupaban, no se veía
un buitre leonado por toda la zona, el segundo año advertí una
pareja, el tercer año una pareja había tomado posesión, de hecho,
del nido de águila abandonado y otra pareja se había establecido
en una gran cueva cerca de allí. Al año siguiente había cuatro o
cinco nidos. El sexto año detecté la presencia de las águilas,
primeramente al ver a una descender desde lo alto, de repente, y
atacar a un buitre que pasaba volando cerca del cortado donde
estaba situado su nido, el cual huyó con gran precipitación. Como
dato curioso, disparé después varios tiros para ver si estaban
criando algunos buitres en los cortados, pero no salió ninguno.
Para estar seguro, escalé y visité los diferentes nidos que yo
conocía y los encontré desocupados y sin haber sido reparados.
Solamente una pareja de alimoches estaba criando en la gran
cueva que anteriormente había tenido varios nidos de buitre, y la
hembra había puesto sus huevos en uno de los nidos de buitre del
año anterior. Sería difícil aportar un testimonio más claro de la
antipatía que tienen las águilas reales por los buitres leonados.
Posiblemente alguien que lea esto puede imaginar que
resulta bastante sencillo encontrar los nidos de estas bellas aves.

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Por supuesto, con buena suerte, hay muchas cosas que resultan
fáciles en la vida, pero en pocos cometidos de los que yo conozco
hay más posibilidades de decepción que en la búsqueda de nidos
de águilas.
Cuando una vez localizada una pareja de estas aves sus
emplazamientos de nidos son también descubiertos parece ser
todo absurdamente sencillo, y así puede resultar para el visitante
casual que quiere que le enseñen un nido de águila y que puede
contar para ello con alguien que le lleve hasta el lugar. Pero para
el ornitólogo genuino ¡qué inmenso e incierto resulta el objetivo y
qué contundentes resultan a veces las inesperadas dificultades que
se presentan, una tras otra, como para impedirle que consiga lo
que busca!
El mero hecho de observar las águilas entrar en los
cortados, bien en solitario o en parejas, está muy lejos del éxito
final de encontrar sus nidos. Debido a su costumbre de asentarse
en lugares alternativos, no es infrecuente que ocurra que una
pareja que esté pensando anidar vuele alrededor de varios nidos
viejos, para mayor incertidumbre. Incluso después de haber
llegado a la decisión de reparar y forrar uno de los nidos de años
anteriores, pueden establecerse en alguno de los otros, y entrar y
salir de ellos de la forma más desesperante.
El principiante, tras ver las aves entrar así a un nido está
siempre ansioso de ir allí enseguida. Tal precipitación es, por
norma, prolífica en desengaños. Pero incluso cuando un nido ha
sido localizado y el hecho de que contenga huevos haya sido
asegurado razonablemente, la aproximación final desde arriba es,
por supuesto, un problema. A menudo consiste en el trabajo de
todo un día el alcanzar la cima del cortado por encima del
dominio del águila, y sólo los que han realizado frecuentemente
esta aparatosamente sencilla operación y han experimentado los
repetidos fallos que ocurren tan a menudo, pueden valorar la gran

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Nido y huevos de águila real.

diferencia que hay entre ver un nido desde abajo e intentar


colocarse exactamente por encima de él, posiblemente muchas
horas después.
Unas veces sí y otras no la configuración de cresta de la
cima impide una aproximación al borde, y puede ser necesario
hacer varios descensos tentativos con un as de guía para poder
fijar el lugar deseado; ¡y qué poco agradable resulta a veces este

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proceso y cuánto peor parece ponerse la cosa mientras más se
mire!
Pero en tal caso, como en todo deporte y aventura, la
dificultad añade interés a la empresa ¡y qué satisfacción tan
indescriptible supone para el impenitente buscador de nidos
cuando, tras una serie de peripecias difíciles, se encuentra en el
codiciado nido! Y para el naturalista ¡qué intensamente fascinante
es tal momento! cuando mira la gran estructura de palos, quizás
de 4 ó 6 pies (1,2 ó 1,8 metros) de ancho con su forro de hojas
verdes frescas ¡en cuyo centro están los dos espléndidos huevos,
normalmente blancos color tierra, con todas las sombras de
marrón fuerte y marcas rojizas! Tales momentos compensan al
verdadero amante de la naturaleza por todo el trabajo y el riesgo.
Sus sentimientos contrastan con los del "colector" ¡que paga a un
hombre para que se arriesgue y coja los huevos para él!

Nido y huevos de águila real. (medidas: 7,8 x 5,9 cm.)

Pero bien sea el objeto de la búsqueda el colectar huevos,


obtener fotografías de los nidos u observar las aves en su estado
salvaje, aquélla pone al hombre en contacto con uno de los más
fascinantes de los estudios. La maravillosa facilidad de su vuelo y
rápida adaptación de sus grandes alas para efectuar cualquier giro
o vuelta en mitad del aire es algo que siempre produce alegría a
quien lo observa.

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415
Rara vez esta observación produce mejor efecto que
cuando una pareja de águilas reales se dedica a jugar alrededor de
una gran peña que puedan estar reconociendo con idea de anidar.
Tras varios planeos circulares y bien alto una de ellas describirá,
de repente, una vuelta más amplia y se deslizará hacia abajo y
hacia dentro, hasta penetrar en la sombra proyectada por el
precipicio. Conforme se va acercando a la pared las grandes y
emplumadas patas son extendidas hacia abajo, y se posa con una
sacudida sobre alguna proyección de roca adyacente al supuesto
emplazamiento del nido. Durante un momento se equilibra con
unos pocos aletazos, y luego pliega tranquilamente sus grandes
alas sobre su espalda. Pronto descenderá el otro ave, desde lejos,
con un prodigioso picado que lo llevará en una curva hacia abajo,
mucho más allá del punto donde su compañero está descansando,
y antes de que el ojo pueda captar lo que está ocurriendo, y sin
ningún esfuerzo aparente, el descenso se torna en ascensión que
lo llevará al mismo lugar que el otro. Durante algunos segundos
realizarán un estridente murmullo y aleteo, rápidamente seguidos
del lanzamiento del primero y luego del segundo de nuevo al
espacio, donde con alas extendidas se elevan majestuosamente de
nuevo con la luz del sol sobre el cortado, para volver a comenzar
sus evoluciones aéreas.
Esto lo he visto a veces, tumbado boca arriba entre las
rocas y aspirando el olor dulzón de las jaras en algún valle salvaje
cerrado por el precipicio sobre el que las águilas juegan.

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416
CAPÍTULO VII

EL BUITRE EGIPCIO O ALIMOCHE


(Neophron percnopterus)

Un ave de costumbres repulsivas - A pesar de ello es un


ave bella en vuelo - Una especie que cría en las rocas en Europa -
Despensas horripilantes - Nidos y huevos - Plumaje - Parecido de
los jóvenes con el quebrantahuesos - Regularidad en la migración
- Emplazamientos de nidos - La Cueva del Cuervo - Una
improvisada red - "Colocando" una cámara - Una marta en
posesión del nido - Una cueva típica de buitres - Un nido entre
los cantos - Un nido en un alcornoque – Los “Calpe Hunt” y la
búsqueda de nidos - Un águila culebrera desahuciada - Un
inquilino indeseable - Capturando un alimoche - Peculiaridad de
la pigmentación de los huevos - Alimoches en el Desierto de
Bayuda.

Todo lo que pueda decirse del


buitre leonado en relación con sus
horribles costumbres y sobre su
espléndido aspecto en vuelo se
puede aplicar por partida doble a
ésta, la más desagradable de las
aves. Su plumaje blanco nevado
con alas terminadas en negro,
vista a distancia conforme planea
en amplias curvas y bien alto,
combinado con su silueta ligera y
estilizada, le da una apariencia
general de limpieza y delicadeza
que sus costumbres, en lo que
concierne a su alimentación y
cría, desmienten desafortunadamente.

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Buitre egipcio o alimoche (Neophron percnopterus).

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Sólo cuando se observa a corta distancia, es cuando el
buitre egipcio o alimoche, como también se llama, revela lo
horripilante que es. La piel arrugada amarillo brillante de la
cabeza desnuda es de lo más repulsivo, mientras que el sólo
conocimiento de que esta ave es una de las más sucias comiendo
de todas las que habitan la tierra, no contribuye a su atractivo.
Aún así hay que repetir que pocas aves presentan una mejor vista
en vuelo y, además, ponen unos huevos muy bonitos, estando
algunos de ellos entre los huevos más elegantes que se puedan
ver. Es cierto que difieren mucho en el color y en la intensidad de
sus sombras, pero a veces he cogido huevos que por la riqueza de
colorido dejan atrás incluso a los bellos huevos del águila
pescadora y del peregrino. Muchas aves rapaces ponen huevos
muy elegantes, pero muy pocas tienen tales combinaciones de
manchas marrón fuerte y marcas púrpura como las que tienen
algunos de alimoche que tengo en mi colección.
El buitre egipcio pertenece a una subfamilia de buitres
conocida como los alimoches y abunda en toda la cuenca del
Mediterráneo y Norte de África. Emigra al sur en invierno, y ha
sido citado en lugares tan meridionales como Rhodesia. Cada año
pasa en gran número hacia el norte por el sur de Andalucía, entre
febrero y marzo, desde donde se distribuye por toda España. En
esta época del año pueden ser observados en los árboles,
frecuentemente reunidos en grupos considerables. Crían casi
invariablemente en roquedos y la cría en árboles es tan
infrecuente en Andalucía que, cuando hace muchos años encontré
un alimoche criando en un alcornoque se consideró un incidente
memorable, y fue recogido como tal por la revista Ibis. La
subespecie correspondiente de la India (Neophron percnopterus
ginginianus) cría normalmente en árboles, y he oído de casos en
años pasados en que el alimoche europeo lo hacía también en
algunas partes de España donde no hay roquedos, como en las
llanuras del Guadalquivir. Las opiniones varían en cuanto a si
capturan animales vivos. Aunque puedo decir que los he

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observado prácticamente en todas las épocas del año y durante
muchos años, personalmente nunca los he visto llevando nada
vivo. Pero creo que capturan lagartos y pequeñas culebras, ya que
he encontrado restos frescos de ambos en sus nidos.
También, en la mayoría de los nidos que he visitado, y he
visto muchos, ha habido cierto número de cabezas momificadas
de lagarto ocelado. Es cierto que existe la posibilidad de que otras
aves maten y devoren los lagartos dejando las cabezas y que los
alimoches las cojan, pero como he dicho, creo que capturan
reptiles. Es bien conocido que coleccionan todo tipo de cosas.
Una lista de los objetos encontrados en sus nidos sería,
simplemente, interminable. Dejando a un lado el hecho de que se
mantengan principalmente como carroñeros del más bajo nivel,
pruebas de lo cual se pueden encontrar en casi cada nido, he
encontrado gatitos, ratas, erizos, tortugas, culebras, lagartos,
sapos, ranas, restos de zorros, de perros y de peces y,
recientemente, un pollo muerto de buitre leonado, todo en estado
de momificación o de putrefacción. Además de restos animales
hay, normalmente, una colección miscelánea de trozos de cuerda
vieja, trapos sucios y papel. Entre los objetos más inesperados
puedo mencionar una pequeña bolsa de harina llena de gusanos y
un naipe, ¡un rey de tréboles!
El nido tiene, normalmente, una base de palos, y está
forrado con pelo de cabra y lana de cordero, en este aspecto se
parece al de quebrantahuesos, pero por supuesto en una escala
más pequeña. Dos huevos es el número habitual, aunque a veces
sólo ponen uno. Estos varían mucho en color y, como norma,
cada nido contiene un huevo mucho más marcado que el otro.
Puede parecer que el primer huevo puesto es el más rico en
colorido, y durante mucho tiempo yo adopté esta teoría hasta que
encontré un par, del cual, el que tenía poco colorido estaba bien
empollado mientras que el más oscuro estaba fresco. De aquí se
puede deducir que a veces tiene lugar un intervalo de tiempo
considerable entre las fechas de puesta de los huevos. Algunos

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huevos están ricamente coloreados por todas partes, con sombras
marrón oscuras y rojizas. Otros tienen una base blanco tierra con
lunares marrón rojizos.

Nido de alimoche con una rata muerta en la despensa.

A veces un huevo está fuertemente marcado de marrón y el


otro salpicado y veteado de marcas púrpura pálido. Los pollos
están casi desnudos al salir del cascarón, con un crecimiento

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disperso de un plumón blanco muy largo tapando la piel. Los
jóvenes son marrón oscuro por todas partes ya cuando están
totalmente crecidos, y en esta época de su existencia, debido a su
cola en forma de cuña, tienen hasta la apariencia de los
quebrantahuesos en vuelo. Aunque por supuesto son tan solo de
la mitad del tamaño que aquéllos, pero en ausencia de otras aves
como referencia de tamaño es posible esta equivocación.
Confieso haber incurrido en ella yo mismo dos veces en lugares
muy distantes; una vez entre las colinas rocosas cerca de Philae,
durante la Expedición del Nilo de 1884, y otra vez en el sur de
España. En cada ocasión la llegada a escena de un alimoche
adulto, con su plumaje blanco y negro, me sacó rápidamente de
mi equivocación, pero lo menciono para mostrar cómo una
persona acostumbrada a ambas especies puede equivocarse.
Es curioso que mientras en Egipto y Nubia abundan los
alimoches inmaduros con plumaje oscuro, y en ciertos lugares y
épocas del año exceden en número a los adultos, resultan muy
raros en el sur de España, excepto cuando salen del nido. De
hecho la proporción de adultos a inmaduros es aplastante. Así, el
24 de Marzo de 1894 anoté veinte blancos contra uno oscuro
durmiendo en los alcornoques. Igualmente, a lo largo de toda la
primavera de 1907 sólo vi un ave oscura entre muchas veintenas
de adultos. Si, como es probablemente el caso, no adquieren el
plumaje de adulto hasta los tres primeros años, se puede deducir
que sólo los adultos migran a Europa para la época de cría. Cada
primavera llegan por centenares, casi invariablemente en parejas,
a veces hasta 10 ó 15 en paso hacia el norte. La mayoría pasa
durante la última semana de marzo. Es interesante ver cómo, casi
con exactitud, una pareja llegará de la costa africana a tomar
posesión de la peña donde hubo un nido en el año precedente. Lo
he comprobado en muchas ocasiones.
El lugar favorito para el nido es una cueva o repisa
protegida de la lluvia por una roca extraplomada. Muy raramente
he visto un nido que no estuviera así protegido. Conozco varios

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emplazamientos que son utilizados algunos años por buitres
leonados y otros por alimoches. También hay lugares que son
utilizados por cuervos y alimoches. Tengo que decir, en favor de
los cuervos, que nunca los he visto volver a un lugar el año
después de que fuera profanado por un alimoche, pero sí he visto
lo contrario a menudo.

La Cueva del Cuervo (lugar de cría del alimoche).

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Como muchas otras rapaces los alimoches anidan, a veces,
en los lugares más difíciles e inaccesibles. Así, conozco un nido
en una pequeña cueva, o más bien un agujero en la cara de un
cortado de 400 pies (120 metros) de altura, a menos de 40 pies
(12 metros) de la base.
El cortado es conocido como La Lata, por lo liso de sus
paredes. Para alcanzar este nido se precisarían varios cientos de
pies de cuerda.
También conozco otros nidos en cuevas o cortados
extraplomados que son particularmente imposibles de alcanzar, y
con toda seguridad no merece la pena el esfuerzo de intentarlo.
Uno de los nidos más artísticamente colocados que conozco está
en una roca con forma de pináculo, en las estribaciones de una
sierra baja de no más de 30 ó 40 pies (9 ó 12 metros) de altura,
que es inescalable salvo por un punto. La peña está dividida en
dos por una profunda grieta o fisura, y el nido está colocado en un
saliente de la misma, en un punto a un tercio de la altura desde
arriba. La entrada al mismo resulta igualmente imposible de
alcanzar escalando desde abajo o descendiendo desde arriba, ya
que la roca sobresale, como puede verse en la foto de la página
anterior. Desde tiempo inmemorial una pareja de cuervos anidó
en esta peña, por lo que los naturales la conocían como La cueva
del Cuervo. Pero en los últimos catorce años el nido ha sido
ocupado por una pareja de alimoches.
En 1894 encontré los alimoches allí instalados, y subí a la
cima por el lado opuesto, pero aparentemente no resultaba más
fácil llegar al nido que desde el suelo. Desafortunadamente para
los alimoches me fue posible bajar unos 12 pies (3,5 metros) por
la fisura hasta el punto donde se ve un rayo de luz, cerca de la
cima, y así llegar a unos 6 pies (1,75 metros) del nido. Desde este
punto podía ver los huevos pero resultaba imposible alcanzarlos
ya que, entre donde yo estaba y el nido, la fisura se estrechaba
hasta unas pocas pulgadas. Sin embargo improvisé un cazo, con
una caña y una pequeña caja para insectos atada a su extremo,

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424
con el que extraje los huevos. En el nido había dos colmillos de
jabalí de cierto tamaño. Unos años más tarde visité de nuevo el
mismo lugar y lo encontré ocupado. Mi objetivo era fotografiarlo
y conseguir colocar mi cámara Kodak con los brazos extendidos
dentro en la estrecha fisura. Resultaba imposible mirar por el
visor, pero calcé la cámara con trozos de roca y la enfoqué tanto
como pude, dándole una exposición larga. Como se puede ver,
obtuve más de lo que necesitaba, con el lado de la pared de la
fisura en primer término, pero quedé contento con ella.

Nido de alimoche en la estrecha fisura.

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En la foto, por encima del borde del nido, se pueden ver las
copas de los alcornoques del valle boscoso bajo la peña.
La forma de llegar a esta roca con forma de pináculo es a
lo largo del valle, bien a la vista desde la entrada del nido.
Conociendo como conozco la astuta costumbre de los cuervos de
utilizar una entrada frontal y otra trasera al lugar del nido siempre
que es posible, me doy cuenta de cómo esta peña ha obtenido su
nombre, ya que seguramente no habrá otro lugar mejor adaptado
para que este ave entre o salga sin llamar la atención.
Hace unos pocos años tuve un encuentro curioso en esta
cueva con una preciosa garduña (Martes foina). Me estaba
deslizando por la fisura camino del nido cuando mi hija, que
había subido a la cima de la peña y observaba mi descenso, me
llamó para decir que había un animal en la cueva cerca de mí y,
mirando a mi alrededor, la vi a través de una rendija al nivel de
mi cara, agazapada y mostrando una buena línea de dientes.
Rápidamente saqué una pistola y disparé a unas pulgadas de
distancia. La marta, aunque alcanzada en el cuerpo, consiguió
saltar fuera de la cueva y, arrastrándose por la roca, desapareció
en una profunda grieta de donde era imposible sacarla. Fue un
incidente desgraciado pero, si alguien se mofa de mí, yo le
sugeriría que intentara meter una mano en una cueva ocupada por
una garduña malhumorada, posiblemente con crías no muy lejos.
Conozco una cueva grande, a unos cientos de pies de
altura, en la cara de un cortado calizo en la Serranía de Ronda
donde, algunos años, crían varios buitres leonados muy cerca
unos de otros. Para llegar a esta cueva es necesario deslizarse a lo
largo de un saliente muy estrecho y peligroso desde un flanco de
la pared. Los nidos de buitre están bien en el suelo de la cueva,
bien en otros salientes a su alrededor, y una vez que se alcanza la
cueva se puede, literalmente, andar por dentro de ella. Pero hay
una especie de balcón natural a lo largo de un lado de la cueva
donde sólo se puede llegar trepando una higuera de unos 12 ó 15

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426
pies (3,5 ó 4,5 metros) (las ramas más altas se pueden ver a la
izquierda de la foto inferior) y luego, columpiándose uno hasta el
balcón. Al otro extremo de éste hay un saliente considerable
donde hace algunos años encontré un nido de buitre leonado, una
foto del cual aparece en la página 74.

Accediendo a un nido de alimoche (el nido está en un hueco tras la repisa rocosa que hay
delante de la persona a la derecha).

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427
En 1907 visité esta cueva con algunos jóvenes oficiales
navales. No había buitres leonados por allí, lo que atribuí al
hecho de que había una pareja de águilas reales criando en un
gran roquedo justo encima. Sin embargo, había tomado posesión
del lugar una pareja de alimoches, y tuve suerte de poder tomar
una foto de su nido con mis lentes Goerz.
Seguidamente, envié a mi grupo a trepar por el árbol para
inspeccionar el nido, y tomé una foto en el momento en que el
que iba delante llegaba a él y lo estaba mirando. Reproduzco la
foto (pág. anterior) ya que es eminentemente ilustrativa de las
localizaciones preferidas por buitres leonados y alimoches.
Aunque he visto varios cientos de nidos de alimoche en
toda clase de emplazamientos, algunos muy inaccesibles y otros
justamente a la inversa, ha en años recientes cuando los he
encontrado criando prácticamente en el suelo. Por dos veces, una
en 1903 y otra en 1907, he encontrado nidos colocados en la
hendidura de un gran canto rodado, en la ladera de un monte ¡a
unos pocos pies de un sendero de montaña! En cada caso, las
aves, sin duda, confiaban en lo remoto del lugar y en el hecho de
que la vereda sólo conducía a una zona de pastos para cabras y
ganado.
Como se muestra con las fotos de las dos páginas
siguientes, un hombre de pie junto a la roca puede alcanzar el
nido en la pequeña cueva justo frente a él. Una foto está tomada
desde la vereda. El hecho de que hay cientos de valles similares,
cubiertos de grandes matorrales y jaras, y salpicados de grandes
rocas grises en todas las direcciones, todos parecidos de forma
desconcertante, influye sin duda en las aves al elegir sus
cuarteles. Pero cuando recuerdo los largos días que he pasado, y
las arduas escaladas que he hecho buscando nidos de alimoche,
tal ejemplo de localización de nido es una verdadera reductio ad
absurdum.
El ejemplo de un alimoche criando en un árbol, al que se
ha aludido ya, es curioso y bien ilustrativo del peligro que hay al

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generalizar sobre las costumbres de las aves salvajes. Antes de
encontrar este nido arbóreo la aseveración de que este ave "cría
invariablemente en cortados" era aceptada por todos.
Fue el 6 de Abril de 1879 cuando, cabalgando a través de
los alcornocales cerca de Gibraltar, en uno de mis recorridos

Nido y huevos de alimoche.

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429
habituales de inspección por las zonas de cría en la región, visité
un nido de águila culebrera que había sido ocupado por estas aves
en 1877. Este nido estaba sobre la rama horizontal de un
alcornoque, a unos 20 pies (6 metros) del suelo.
Viendo que había sido reparado recientemente, subí hasta
él y lo encontré forrado con pelo de cabra. Puesto que las
culebreras usan invariablemente ramas tiernas de encina con
hojas para forrar sus nidos, esto me extrañó de alguna manera.

Nido de alimoche en el roquedo.

Estaba bien claro que el nido había sido reparado


recientemente y, para remachar el asunto, un águila culebrera

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430
estaba planeando por encima y gritando ante mi presencia. Cinco
días después estaba yo otra vez por allí y de nuevo subí al nido
para encontrarlo vacío. Pero, desde mi visita anterior, se había
añadido al forro mucho más pelo de cabra. El adulto de águila
culebrera estaba otra vez volando cerca del lugar. Cinco días más
tarde, el 16 de abril, estaba cazando con los Calpe Hunt y
levantamos un zorro cerca de la finca del Duque de Kent, que tras
describir algunos círculos alrededor de los zarzales de por allí se
alejó hacia Soto Gordo, siendo muerto finalmente cerca de las
peñas de La Alcaidesa. Durante la persecución pasamos cerca del
árbol del nido del águila culebrera y, por tercera vez, vi el ave
adulta por allí. Estando decidido a resolver el misterio, dos días
después, el 18 de abril, una vez más cabalgué hasta el nido y me
acerqué con cautela. Cuando estaba a menos de 20 yardas (18
metros) vi un gran ave echada en él, que al oír mi aproximación
levantó la cabeza ¡la horrible cabeza amarilla del alimoche!
Finalmente había comprobado el aparente abandono del águila
culebrera de sus invariables costumbres. Trepé y encontré que el
nido contenía un huevo de la variedad más marcada. El nido de
águila, por decirlo en dos palabras, tenía un detestable aspecto,
debido a los añadidos y alteraciones del alimoche; supongo que
como nuevo inquilino de viejos aposentos, éste los hubiera
calificado de mejoras. El pelo de cabra recientemente colocado
hacía una semana estaba ahora cubierto con trapos sucios, trozos
de cuerda alquitranada, estiércol de varios tipos y residuos
pútridos de animales y peces. Tomé el huevo y coloqué un cepo;
el ave volvió muy pronto y se posó en una rama adyacente, desde
donde caminó hacía el nido. Algo sin embargo debió levantar sus
sospechas, ya que de repente levantó el vuelo. Exactamente una
semana después, el 25 de abril, estaba de nuevo por allí, y al no
haber encontrado explicación aún a la presencia del águila
culebrera cerca del nido de alimoche, visité otra vez el
alcornoque.

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431
Para mi gran sorpresa, el alimoche estaba echado en el
nido, y al trepar al árbol encontré un segundo huevo, uno rojizo,
muy pálido y más pequeño que el primero. Este huevo estaba
muy fresco y había sido puesto, según mis cálculos, una semana
después del primero.
Estaba decidido a atrapar al adulto como prueba de las
peculiares características que rodeaban a su cría. Llevaba
conmigo un huevo hervido. No me llevó mucho tiempo, con la
ayuda de mis instrumentos de dibujo, colorear este huevo con una
mezcla apropiada de marrón y rojo claro. Luego, trepando al
árbol y tomando nota del lado del nido por donde entró el ave,
coloqué mi cepo cerca del borde y el huevo de gallina en el centro
del mismo. Tras esconderme bajo un florido matorral de escobón
a los veinticinco minutos exactamente volvió el alimoche y,
posándose en la rama como anteriormente, caminó hacia el
interior, saltó la trampa, que lo agarró firmemente por un dedo
posterior y cayó al suelo. Echándole encima mi chaqueta fue
pronto reducido y conducido a La Roca. Aquí lo amarré con un
"braguero de cetrería", y deambuló por allí durante unos días
alimentándose con avidez de todo lo que podía coger, pero su
presencia no resultaba grata en el Regimiento y tras unos pocos
días de interesante estudio de sus hábitos le quité el braguero y lo
dejé ir, terminando así su breve cautiverio.
Hay una particularidad en el huevo del alimoche que rara
vez se encuentra en los huevos de otras aves. El colorido,
especialmente el de los huevos recién puestos, es de una
naturaleza tan superficial que se desprende con facilidad. Tras
una dura escalada en un día de calor he estropeado más de una
vez un huevo al llevarlo en mi mano. Y tengo un huevo,
particularmente marcado en mi colección, que muestra los lugares
donde mis dedos sudorosos lo sujetaron cuando lo estaba
vaciando, hace casi treinta años.
Hay algo en el aspecto general de estos pájaros que es
misterioso y poco propio de las aves, y también se observa en sus

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432
movimientos en el suelo. Guardo una vívida memoria de sus
costumbres de cuando estaba en Sudán en 1885. Cerca de un mes
después de la batalla de Abu Klea se me ordenó hacer un dibujo
del lugar donde nuestra escuadra había recibido el violento ataque
de los árabes. Los cuerpos de estos últimos estaban diseminados a
cientos, mezclados con decenas de cadáveres hinchados de
camellos y caballos. Aparentemente, tanto los grandes marabús
(Leptoptilos crumeniferus) como los buitres más grandes (Torgos
tracheliotus, Gyps rueppellii y otros) habían dejado el trabajo de
limpiar el campo de batalla como algo imposible para ellos, y se
habían marchado hacia otros escenarios más convenientes de
nuestra lucha cerca del Nilo, donde había visto a muchos
congregados. Pero los alimoches no eran, evidentemente, tan
fáciles de desanimar. Y se veían parejas de estas horribles aves
entre la multitud de hombres vestidos de blanco que yacían en la
cálida ladera arenosa, caminando de uno a otro como indecisos
acerca de donde volver a empezar sus operaciones.
Unos diez años después, durante nuestra retirada a través
del árido Desierto de Bayuda, estas aves nos acompañaron
constantemente deteniéndose cuando nosotros nos deteníamos.
Conservo una clara impresión del despertar en el gris amanecer y
percibir cerca de mí una pareja de aves blancas, cuyas formas
fantasmales en la misteriosa temprana luz del desierto, parecían
más extrañas que nunca cuando caminaban entre las formas
recostadas de nuestros hombres, aún dormidos, entre sus hatos.

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433
CAPÍTULO VIII

EL BUITRE LEONADO (Gyps fulvus)

La reputación de los buitres - Horrible aspecto cuando se


alimentan - Magnífica presencia en vuelo - Limpieza personal -
Un buitre domesticado - Un gran aficionado al baño - La
fascinación por las grandes aves - Mi primera buitrera - Una
escalada no científica en 1878 - Nidos en cuevas - Pasadizos a
través de estratos inclinados - Los nidos de los buitres - Gran
variedad de tipos - Huevos de buitres "marcados" - Dimensiones
de los nidos - Tiempo de cría - Transportando materiales para los
nidos - Reparaciones periódicas - Precauciones sanitarias - Fuerza
de transporte del pico y las patas - Buitres jóvenes - Costumbre
de hacerse el muerto - Y muy enfermo - Terminando una
entrevista - La gorguera de los buitres - Estadios sucesivos del
plumaje - Poder de resistencia - Aspecto salvaje - Pero inofensivo
y asustadizo ante el hombre - Una excepción de la regla - Un
buitre herido - Gran número de buitres en España - Costumbre de
dormir en árboles.

Los buitres se han ganado


merecidamente una reputación
desagradable y sería infructuoso
esperar del viajero normal que los
haya visto empleados en su habitual
ocupación de alimentarse de algún
cadáver, generalmente podrido, que
los mire sin intenso disgusto y
aborrecimiento. Tan absortas están
estas aves cuando pululan alrededor
de algún animal muerto y lo reducen
a fragmentos, arrancando grandes
trozos con sus poderosos picos,

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434
Buitre leonado (Gyps fulvus). Autor: J. F. Gmelin.

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435
que resulta fácil el acercarse lo suficiente como para observar
cada uno de sus movimientos y parecen muy desagradables. Pero,
aparte de esta costumbre de alimentarse y algún que otro hábito
que después explicaremos, relacionado con ello, en vuelo resultan
sin duda de las más magníficas aves. Observarlas describiendo
círculos a miles de pies de altura en busca de alimento y volando
sobre una de las grandes peñas donde se establecen para criar en
grandes colonias es una maravilla que no falla nunca. A lo largo
de los muchos años que he pasado entre las aves salvajes he
convencido de vez en cuando a amigos para que me acompañaran
a alguno de los lugares de cría de estas aves, y he comprobado la
sorpresa y el deleite que han mostrado al verlos en vuelo por
primera vez en estos escenarios. En tales ocasiones uno se olvida
de la escena de las aves que han encontrado su comida, y sólo
piensa en ellas como aves espléndidas de gran envergadura,
dotadas de los más maravillosos poderes de vuelo.
Aquéllos que simplemente han visto un grupo de buitres
peleando sobre un cadáver, manchando su plumaje con los
horripilantes pedazos del mismo, difícilmente darán crédito al
hecho de que, dándoles suficiente tiempo para completar su aseo,
los buitres son de las aves más impecablemente limpias. Bajo sus
plumas hay una capa de plumón blanco que es mantenido siempre
en las condiciones más irreprochables. Aquéllos a quienes
sorprenda lo que digo están invitados a comprobar el hecho con
los buitres del Museo Británico de Historia Natural y juzgar por
ellos mismos lo correcto de mi afirmación. La gran hembra con
las alas extendidas que se puede ver allí fue cobrada en el nido,
desollada y conservada por mí, y estaba entonces en las mismas
condiciones de limpieza que ahora. Además, un pollo tomado del
nido y criado con comida fresca resulta tan poco objetable como
cualquier otra ave mantenida en cautividad. Esto lo he
comprobado con una experiencia práctica al mantener un buitre
joven durante más de dos años y medio; durante ese tiempo no
sólo nunca se mostró lo más mínimamente ofensivo, sino que

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436
mantuvo su plumaje en las mejores condiciones imaginables.
Gran aficionado al baño, le encantaba ser regado con una
manguera y extendía sus alas y giraba lentamente para que el
agua le mojara cada parte de su cuerpo. Una de sus posturas
favoritas consistía en echarse sobre un costado y extender su ala
opuesta para que el agua pudiera golpear con fuerza su axila;
pasados así algunos minutos, se daba la vuelta, e igualmente
extendía el otro ala para otra ducha similar.
De vez en cuando he matado y desollado buitres y águilas
para nuestra colección nacional y para otras, y mi experiencia me
dicta que, aparte de la comida, hay poco que diferenciar entre
ambos tipos de aves. Un buitre que no haya comido
recientemente no resulta más desagradable de manejar que
cualquier otra rapaz grande. De hecho me ha resultado mucho
más molesto el preparar un águila, especialmente del tipo de las
que se alimentan de culebras y lagartos, que preparar un buitre.
En ambos casos, no tengo ningún especial deseo de repetir el
proceso.
Será difícil describir la fascinación que las grandes aves y,
especialmente, las grandes rapaces me han causado siempre.
Desde el momento en que vi por primera vez a los buitres en
vuelo me obsesionó el deseo de encontrar sus nidos y observarlos
en sus colonias. No tenía a nadie que me orientara en ello, como
yo he hecho luego con otros, y tuve que aviármelas solo, sin
ayuda y con gran desilusión, ya que en aquel entonces no conocía
la lengua del país y mis inclinaciones por la búsqueda de nidos
eran miradas con lástima, matizada probablemente con algo de
desprecio por muchos de mis más ilustres compañeros oficiales.
Como es natural dirigí mi búsqueda, en principio, hacia los
precipicios más grandes e inaccesibles que, como se nos ha dicho
a todos desde pequeños, constituyen el hogar del águila y el
buitre. Y no resulté decepcionado al ver a las aves salir de ellos
pero, o bien estaban criando en emplazamientos que eran
absolutamente imposibles de alcanzar sin gran número de

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437
cuerdas, o bien eran inaccesibles sin realizar una escalada en la
pared de lo más aventurera y peligrosa. Puesto que en aquellos
momentos ni tenía cuerdas a mano, ni ninguna experiencia en la
escalada, tuve que aceptar la derrota en primera instancia.
Pasaron tres años antes de que fuera posible repetir una
expedición al mismo lugar. Durante ese tiempo me había
entrenado y había llegado a ser un escalador relativamente
competente. Por encima de todo, y tras haber trabajado en el mar,
había obtenido la necesaria confianza para moverme en las
alturas. Antes de esto yo era reconocido como experto trepador de
árboles; de hecho habrá pocos árboles que yo no pudiera trepar y
ninguno que me hubiera vencido cuando se trataba de alcanzar un
codiciado nido. Pero hay una gran diferencia entre subir a la copa
de un árbol alto, posiblemente de 100 pies (30 metros) de altura,
con buenos agarraderos, y subir entre peñas donde las alturas se
miden por cientos de pies en lugar de decenas, y donde las
posibilidades de encontrar un agarradero seguro son de lo más
inciertas. La peña donde conseguí mi primer huevo de buitre
leonado es bien conocida desde entonces, debido a una
descripción de mi expedición que envié al difunto Henry
Seebohm, y que fue publicada en su trabajo "Nidos y Huevos de
las Aves Británicas" ya que el buitre leonado es, por cortesía, un
ave británica, debido a la captura de un ejemplar errático en
Irlanda. Sin embargo, un viejo amigo mío, famoso ornitólogo ya
fallecido que había visto miles de buitres en su vida, estaba
seguro de haber visto uno en New Forest hace unos veinticinco
años.
Este cortado consiste en una masa imponente de arenisca
que asciende más de seiscientos pies (180 metros) desde el arroyo
que corre por su base; una parte de ella está llena de fisuras y
cuarteada y contiene numerosas cuevas donde estas grandes aves
anidan. Esta parte es fácilmente escalable para cualquier buen
escalador. Otras partes, sin embargo, parecen lisas como una
pared, y son decididamente peligrosas de cruzar. Toda la

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superficie del cortado está inclinada unos 60-70 grados, y los
estratos presentan, en ciertos lugares, unos apoyos precarios para
manos y pies. En el capítulo que trata de la escalada en roca se
puede encontrar una vista distante de esta gran peña, así como
otra que muestra una parte de la cara. Debido a que quería
adquirir experiencia intenté escalar este gran acantilado por la
parte menos conveniente, y aunque tuve la suerte de conseguirlo
merecía haberme roto el cuello. Digo esto intencionadamente ya
que, unos dieciséis años más tarde, volví a la misma peña, y con
la ayuda de una ligera cuerda alpina visité de nuevo los diversos
lugares que había escalado con ocasión de mi primera expedición.
Con mayor experiencia y muchas aventuras acumuladas solo
puedo repetir que fui muy afortunado al salir ileso en aquella
primera vez. Muy particularmente recuerdo dos errores de los que
soy absolutamente culpable: el resultado de un exceso de
confianza y la falta de conocimiento de las normas no escritas de
la escalada. En una ocasión me dejé caer sobre un saliente desde
donde era imposible volver, ya que una cosa es descolgarse
limpiamente con los pies sobre unas pocas pulgadas cuadradas y
otra usar esta limitada superficie para saltar desde ella y alcanzar
un punto de agarre, incluso a un pie más allá del alcance de uno;
especialmente si se trata de 300 pies (90 metros) entre el lugar
donde está uno y el siguiente escalón debajo. En este caso me vi
forzado a continuar y fue absolutamente un juego de azar el
dónde iría en el siguiente paso, o si me sería posible encontrar
una salida.
La segunda equivocación fue el resultado de una conducta
aún más inexperta, ya que me columpié alrededor de una roca
proyectada al exterior hacia una cueva que no admitía salida por
el mismo camino. Un dibujo de este complicado lugar se muestra
justo en la primera ilustración de este libro. Por poco me quedo
allí para siempre, pero una vez más la suerte me favoreció y por
el viejo procedimiento de ascender por la chimenea conseguí
trepar hasta una fisura, y de esta forma pude escapar. Puedo

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

439
recordar, todavía hoy, la sensación de comenzar desde el nido en
un punto donde la fisura era más ancha y, más arriba, donde tuve
que extender los brazos, con la espalda contra la pared y nada
delante ¡excepto el aire fresco y una magnífica vista!

Nido de buitre leonado en una covacha.

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440
Aunque muchos, probablemente la gran mayoría de los
nidos de buitres leonados, están emplazados en cuevas o repisas
que son más bien difíciles y peligrosas de alcanzar, éste no es
siempre el caso. Cada año, a lo largo de mis recorridos por la
España salvaje encuentro nidos que son de fácil acceso, incluso
sin la ayuda de una cuerda o sin precisar escalada en el sentido
del alpinista; especialmente en regiones remotas donde los nidos
de estas aves no han sido robados.
Pero incluso donde los nidos están colocados en lugares
peligrosos y difíciles hay una fórmula a veces de evitar el ataque
directo a tales emplazamientos. Así, en al menos media docena de
casos, como ya se ha descrito, me he aprovechado de las
"uniones" u otras formaciones geológicas de las peñas, y de la
existencia de simas y fisuras cerca de la cima de los roquedos
inclinados para penetrar desde la ladera opuesta a través del
corazón de la montaña y emerger en una terraza de la cara del
precipicio, a veces a más de cien pies (30 metros) de la cumbre.
Parece casi desleal adoptar tal ventaja ya que las aves obviamente
no esperan tales tácticas. Al mismo tiempo, en varias ocasiones
ha demostrado ser el mejor método de aproximación y ha sido de
gran ayuda para mí en los últimos años para alcanzar las
proximidades de muchos nidos de buitres, cuando me he
encontrado parcialmente incapacitado. En tales ocasiones ocurre,
frecuentemente, que se alcanza algún punto donde se debe tener
extremo cuidado para pasar por algún lugar difícil. Una vez
pasado tal lugar, y en el primer nido, se da el caso,
frecuentemente, de que se puede llegar, literalmente, andando a
otros nidos de las proximidades sin riesgo apreciable alguno.
Es difícil describir el nido en sí, ya que pocas aves como
los buitres parecen tener ideas más divergentes sobre el tamaño y
la forma de sus nidos. De ahí que mientras un autor describe el
nido como una gran y desorganizada plataforma, otro lo describe
como un hueco perfectamente acabado y forrado. Habiendo
tenido la oportunidad de visitar muchas veintenas de nidos he

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llegado a la conclusión de que los buitres leonados varían en sus
ideas acerca del confort y la limpieza, tanto como los seres
humanos, y en consecuencia las dos descripciones anteriores son
acertadas según los casos.
Alguien puede preguntarse ¿por qué visito tantos nidos de
la misma especie de ave? La respuesta es que, aunque el buitre
leonado normalmente pone un huevo (yo nunca he visto más de
un huevo en un nido, a pesar del cuento de que algunas veces
ponen dos, lo que dudo), generalmente blanco puro, a veces los
huevos están marcados con puntos y rayas de tono rojizo. Tales
ejemplares son, por supuesto, una joya para todo aquel que busca
una rareza añadida a todas sus colecciones. De ahí que yo nunca
dejo de visitar un nido de buitre leonado que esté en una posición
donde pueda ser alcanzado sin excesivo riesgo o pérdida de un
precioso tiempo, siempre con la esperanza de descubrir un
ejemplar elegantemente marcado. De hecho sólo he encontrado
tres huevos con alguna pretensión de marcas en más de treinta
años, a pesar de las muchas veintenas que he visto. Posiblemente
no he tenido suerte, pero creo que la proporción de los así
marcados no es mayor que la de uno entre cuarenta. Incluso un
día tuve la suerte de tomar dos huevos marcados de ocho nidos
visitados.
El nido típico de buitre leonado está colocado en una cueva
lo que, como he dicho, explica parcialmente su marcada
predilección por los cortados de arenisca, antes que por los de
caliza en el sur de España los cuales ofrecen menos
emplazamientos adecuados. Sin embargo, al no haber una cueva o
una profunda fisura estas aves criarán en una repisa abierta o
sobre las grandes terrazas que se encuentran en algunos de los
grandes cortados.
Los nidos tienen una base de grandes palos, ramas secas de
árboles y brezo, con una plataforma que varía desde los 2 pies a
los 4 pies (0,60 - 1,20 metros) de diámetro. Algunos tienen un
cuenco bien delimitado de unas 15 pulgadas (40 centímetros) de

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ancho forrado con girones secos de hierba, palmito, etc., mientras
otros no tienen más que una pequeña depresión central, rodeada
por una colección de rígidas plumas grandes que las aves adultas
han conseguido, obviamente, en algún dormidero de buitres
cercano.

Nido de buitre leonado en una profunda grieta.

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Los buitres leonados ponen pronto, normalmente en
febrero, aunque yo he visto huevos un mes antes, y he cogido
huevos frescos en marzo y abril, e incluso, más raramente, en
mayo. Probablemente la mayoría de los encontrados en abril y
más adelante son de una segunda puesta, debido a que la primera
haya sido robada. En una ocasión observé no menos de diez
parejas de estas aves ocupadas activamente en traer materiales a
sus nidos; esto ocurría un 24 de enero; por eso me sorprendió el
verlos unos tres meses después todavía llevando al cortado ramas
de buen tamaño y con hojas de alcornoque y de encina y
recientemente cortadas.
El buitre leonado transporta normalmente los materiales
para el nido en el pico al no tener el pie bien adaptado para tal
tarea. El aspecto de estas grandes aves volando pausadamente
hasta alguna peña con una rama de alcornoque, encina o viejo
olivo, cubierta de hojas y de un pie (30 centímetros) o más de
larga, en el pico, recuerda absurdamente las curiosas imágenes
medievales de la paloma volviendo al arca con una rama de olivo.
Durante algunos años pensé que estas aves, debido a lo tardío de
la temporada, estaban construyendo un nuevo nido forrado, de
forma que el pollo que había en su interior estaba siendo dotado
de un nuevo revestimiento en forma de ramas frescas de encina
verde y matorral colocado encima del material sucio y usado.
Desde entonces he encontrado repetidamente otros buitres con un
sentido sanitario similar. Pero aun cuando los buitres leonados
transportan así ramas de árboles en sus picos, cuando están
ocupados en la construcción de sus nidos también se les ve,
frecuentemente, volando hacia los roquedos, llevando en sus
patas grandes palos, paja, briznas de hierba y otros objetos.
Cuando lo hacen, sus patas están desplegadas hacia atrás, en lugar
de llevarlas recogidas, como es normal en las aves que
transportan objetos en vuelo. A menudo he observado buitres
leonados posados sobre las ramas superiores de un alcornoque y
ocupados activamente en arrancar ramas con sus poderosos picos

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para llevarlas al nido. No puede haber duda de que, cuando un
buitre leonado posado en una rama ha arrancado así otra, le
resulta más conveniente llevarla en el pico que en la pata.

Pollo de buitre leonado con unos 4 días.

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Por otra parte, cualquier objeto que toman del suelo
normalmente es transportado con la pata. Los roquedos más
frecuentados por buitres leonados como lugares de cría están lejos
de ser lugares atractivos y el penetrante olor a muerte y
putrefacción que los invade es uno de los menores obstáculos que
tiene que afrontar el naturalista durante el curso de sus estudios.

Pollo de buitre leonado de dos semanas y fingiendo estar muerto.

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El huevo es de tamaño considerable y de forma globular,
midiendo 4 pulgadas por 3,5 pulgadas (10 x 9 centímetros); los
pollos son, al salir del cascarón, masas informes de plumón
blanco con ojos negros como cuentas.
Aumentan rápidamente de tamaño y cuando sólo tienen
dos semanas pesan cinco libras (2,25 kilos), y ya empiezan a
apuntar sus plumas primarias, mientras que las plumas del cuello,
que más tarde formarán la gorguera, aparecen ya visibles
distintivamente.
Cuando el escalador encuentra, de repente, un pollo de
buitre leonado en el nido, independientemente del tamaño que sea
éste (los buitres leonados permanecen en el nido algunos meses
hasta que casi han crecido por completo), instantáneamente
simula estar muerto echándose aplastado, con la cabeza dejada
caer de una forma anormal sobre un lado, permaneciendo así
inmóvil durante algún tiempo. La impresión que produce de esta
forma es potenciada a menudo por las condiciones locales. Así,
cuando encontré el pollo de dos semanas cuya foto aparece en la
página anterior, era un día de mayo de mucho calor. Los rayos de
sol se introducían con fuerza en la garganta y se estrellaban en las
rocas que rodeaban al nido, y no había un halo de viento. El pollo
yacía con la cabeza a un lado y con la membrana nictitante
desplegada sobre el ojo, como se muestra en la foto, a todas luces
muerto. En el sucio nido todo era un enjambre de moscas verdes
que se posaban y revoloteaban alrededor del pollo. Entre el calor,
el efluvio enfermizo del lugar y la quietud sólo rota por el
zumbido de las moscas carroñeras, todo ello daba lugar a un falso
presentimiento de muerte. Hasta que saqué la cámara e hice unas
fotos de este magnífico actor, no llegó a la conclusión de que ya
era hora de volver a la vida de nuevo y por tanto cambiar de
entretenimiento.
He visto pollos de buitre leonado tan sólo unas horas
después de salir del huevo que adoptaban ya esta actitud para
evitar ser observados, y como se verá en una foto a continuación,

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siguen recurriendo a ello aun cuando están crecidos casi por
completo. Cuando son tomados o molestados solo emiten un
débil gorjeo.

Pollo de buitre leonado de unas tres semanas.

Cuando un pollo de buitre leonado encuentra que sus


intentos más serios de simular la muerte son ignorados y el
intruso insiste en permanecer allí, adopta otros métodos más
activos y rigurosos para inducirle a retirarse que pueden ser tan
inesperados como desagradables. Así, tras recobrar la conciencia
tan rápidamente como pretendió perderla, hace una serie de
inclinaciones acompañadas de un proceso de regurgitaciones ¡que

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termina pronto con el vómito de la totalidad de su última comida!
Cuando uno piensa en lo que ha consistido esta es mejor dejar
que la imaginación interprete a lo que puede parecerse cuando se
presenta de esta forma al inoportuno naturalista.
Yo descubrí este hábito peculiar de una forma muy
sencilla. Era la primera vez que me encontraba entre pollos de
buitre y, naturalmente, estaba de lo más interesado en observar a
un pollo que con seguridad nunca había puesto los ojos en un ser
humano antes, fingirse de repente muerto al percatarse de mi
llegada.
Habiendo sacado mi cámara y tomado una foto de él en
esta posición a pocos pies de distancia, procedí a calzar la cámara
sobre la roca para tomar una foto de larga exposición. La repisa
sobre la que yo estaba era estrecha y, detrás de mí, estaba el vacío
con la base de la peña a unos cientos de pies por debajo. Fue en el
momento crítico en el que yo estaba absorto con las habituales
agonías del trabajo con la cámara de mano cuando mi objetivo,
saliendo de su fingido trance ¡me hizo el regalo de su última
comida!
Desde entonces he visto muchos pollos de buitre leonado y
he sufrido sus hábitos y modales, pero el recuerdo de esa primera
introducción, y de mi precipitada partida hacia arriba, ya que la
retirada era imposible, lo tengo aún muy vivo.
La bella gorguera blanca alrededor del delgado cuello de
un buitre leonado es una señal de madurez. Como pollo, y
durante el primero y segundo año, tiene una gorguera que en
lugar de ser de fino plumón blanco está compuesta de plumas
lanceoladas leonadas.
El momento exacto en que estas son sustituidas por las del
plumaje de adulto es incierto, pero he comprobado por el ave que
tuve en un aviario, y que ahora está en el Museo Británico, que el
cambio no tiene lugar en ningún caso antes del tercer año. Por
otra parte, he visto buitres leonados reproductores que mostraban
una gorguera de pequeñas plumas en lugar de la de plumón

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blanco. Por sus movimientos imaginé que eran machos.
Ciertamente todas las hembras que he levantado de sus nidos y lo
suficientemente cerca como para poder verle el plumaje, llevaban
gorguera blanca.

Pollo de buitre leonado de unas 6 semanas, fingiendo estar muerto.

Un buitre adulto pesa unas 18 libras (8 kilos) y no 40 libras


(18 kilos) como han asegurado algunos autores que escriben
sobre España. Y la envergadura de sus alas varía de 8 a 9 pies

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(2,40 a 2,70 metros). En vuelo las puntas de sus primarias están
muy separadas, como los dedos abiertos de una mano.
Esto, y lo extremadamente corto y cuadrado de la cola, son
detalles notables que hacen fácil la identificación del ave a gran
distancia.

Pollo de buitre leonado, de unas 8 semanas, en reacción ofensiva-defensiva.

A menudo me han preguntado si estas grandes aves


presentan batalla alguna vez cuando sus nidos y pollos son
molestados. De hecho nunca lo hacen, pero me llevó algún
tiempo darme cuenta de que resultan demasiado asustadizos por
la presencia del hombre como para intentar atacarlo.

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Por supuesto, resulta bastante obvio el que un ave de tal
tamaño y peso, y capaz de moverse con tal velocidad, pueda
mediante un oportuno picado desplazar a un hombre de cualquier
peligroso saliente en que el agarradero y el apoyo de los pies
resultan inciertos.
Sin embargo nunca hacen tal cosa. Los que no se han
aventurado en sus territorios apenas pueden imaginar el fuerte
zumbido que producen cuando se lanzan en el aire hacia sus
nidos. A veces, cuando he estado escondido en alguna cueva en la
cara de un cortado esperando para tomar una foto, los buitres
leonados que han estado volando alrededor y encima de la peña,
confiados al no ver a nadie por allí, se han lanzado picando hacia
abajo para inspeccionar sus nidos con un ruido que mejor puede
ser comparado con el de una ráfaga de vapor. Esto, cuando se oye
por primera vez resulta decididamente sobrecogedor. A veces,
cuando he estado escalando la cara de una peña, un buitre
leonado ha aparecido repentinamente por la esquina de la roca,
volando a pocos pies de mí con las alas extendidas y
aparentemente inmóviles, con su cabeza de feroz aspecto y el ojo
tornado hacia mí con curiosidad. Pero en el momento en que ha
detectado mi presencia se ha desviado hacia arriba en su vuelo y,
mediante unos pocos aletazos, se ha desplazado alto y lejos
mostrando así su extraordinaria fuerza.
En una, y solamente una, de mis muchas visitas a nidos de
buitres leonados, una de estas aves intentó oponerse a mi
aproximación. Esto fue en 1907. Yo estaba trabajando a lo largo
de las repisas de un alto cortado cuando oí un fuerte sonido
silbante que se repitió una y otra vez. Al dar la vuelta a una roca
vi un buitre adulto de pie sobre su nido, que contenía un huevo, a
menos de 15 pies (4,5 metros) de mí. Mientras estuve allí parado
la gran ave continuó mostrando una serie de actitudes
amenazadoras, emitiendo a intervalos un fuerte silbido que se
parecía mucho a un escape de vapor. Estaba poco dispuesta a
abandonar su huevo, y cada vez que yo hacía como que me

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marchaba, permanecía allí y comenzaba a echarse, sólo para
levantarse de nuevo y silbar cuando yo me volvía hacia ella.
Saqué mi cámara y la fotografié en una de estas posturas, pero
lamento decir que, debido a la dirección del sol, y a la
imposibilidad de cambiar mi posición en el estrecho saliente que
ocupaba, la foto, aunque de considerable interés, no está
suficientemente clara como para reproducirla aquí. Finalmente el
buitre salió volando, pero mientras permanecí en la vecindad voló
por allí varias veces, pasándome muy cerca con un fuerte
zumbido de alas en una amenazante actitud. A intervalos se
posaba en algún pico a menos de 30 yardas (27 metros) de mí y
comenzaba a silbar de nuevo. Aquí, debido otra vez a la posición
del sol, fallé completamente al tratar de fotografiarlo, aunque lo
intenté muchas veces.
Cuento esto con detalle porque, a lo largo de todas mis
experiencias con águilas y buitres, no conozco ninguna otra
ocasión en que un ave haya llegado tan cerca de amenazar a un
hombre como en este caso.
Si este beligerante buitre hubiera sido consciente de su
fuerza y de lo endeble de mi posición en el estrecho estrato de
roca, me hubiera podido despeñar fácilmente. Pero estoy seguro
de que nada lo hubiera inducido a acercarse más a mí de lo que lo
hizo. Sólo puedo explicar su beligerancia por el hecho de que su
nido estaba en una sierra muy remota y en una situación en la
que, probablemente, nunca se le hubiera acercado nadie excepto
algún cabrero que, posiblemente habría sido desalentado por su
conducta amenazante. No me sentí capaz de tomar aquel huevo, y
me fui complacido al ver volver al ave hasta él conforme me
alejaba.
Insisto, sólo una vez he visto u oído de un buitre que
atacase a un hombre, y fue en el caso de un ave herida, por lo que
no se puede considerar como un ejemplo genuino. Fue cuando
andaba ocupado en obtener algunos buitres para el Museo
Británico. Había derribado una hembra adulta desde lo alto de un

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cortado cuando salía del nido, y cayó en el matorral de abajo. Al
ir a cobrarla, bajando a la base de la peña, cuando me abría
camino entre la jara y el matorral alto, me encontré de pronto al
pobre ave echada en un claro, con un ala rota. En el momento en
que me vio se levantó y dio un salto, y antes de que pudiera
esquivar su avance me agarró el brazo cerca del hombro con su
poderoso pico, haciendo un agujero en ambos, chaqueta y camisa
e infligiéndome una desagradable herida, repitiendo el ataque con
mucha determinación antes de que pudiera acabar con ella.
Ha resultado siempre sorprendente para viajeros y
naturalistas cómo y dónde puede encontrar alimento suficiente el
inmenso número de buitres que se ve en los lugares en que viven.
No es infrecuente en el sur de España ver ochenta o más reunidos
alrededor de una sola bestia muerta. Al poco de morirse una vaca
durante la noche, cerca de mi casa, por la mañana había setenta
buitres leonados listos para comenzar a trabajar en ella. No hace
falta decir que, con tal voraz multitud siempre dispuesta a
representar las exequias fúnebres, hace falta muy poco tiempo
para que desaparezca el cadáver de una vaca o caballo. Por otra
parte nunca he entendido por qué a veces algún cadáver
permanece sin tocar por los buitres durante semanas, aunque así
ocurre algunas veces.
Una de las concentraciones más curiosas de buitres que he
visto fue un gran grupo esperando junto a un cerdo ahogado que
yacía a unas pocas yardas de la orilla de un lago, medio varado en
el agua. Primero uno y después otro buitre, intentaba posarse
sobre él desplazándose mutuamente. A veces las aves se
enredaban en un furioso duelo sobre el cadáver, salpicando el
agua hasta hacerla espuma con sus grandes alas, y produciendo
frenéticos susurros, un grito curioso para un ave tan salvaje y
grande.
Cuando no andan en busca de alimento los buitres
leonados se reúnen normalmente en grupos de diez a treinta, y se
posan en la cima de alguna peña desde donde pueden tener una

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buena vista. Si el tiempo es húmedo y malo prefieren dormir en
alguna cueva grande entre las sierras. Si hace viento, se reúnen en
los valles más respaldados y se posan en lo alto de los
alcornoques, frecuentemente a tan solo 20 ó 25 pies (6 ú 8
metros) del suelo. Conozco algunos valles tranquilos donde, si
sopla viento fuerte, estoy seguro de encontrar más de treinta
buitres descansando, especialmente después de las tres de la
tarde, que parece ser la hora en la que ellos suelen interrumpir sus
magníficos reconocimientos aéreos en busca de carroña.

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CAPÍTULO IX

EL QUEBRANTAHUESOS (Gypaetus barbatus)

Supersticiones populares - Buitre barbudo o quebrantahuesos


- Un nidificante temprano - Repetidos esfuerzos infructuosos para
obtener huevos - Espléndidas capacidades para el vuelo - Un
encuentro apoteósico - Encuentro entre quebrantahuesos y buitre
leonado - Localización de un nido - Descripción del cortado y
alrededores - Llegando a la terraza bajo el nido - Hielo y nieve -
Desconcertado - Una esperanza perdida - Alcanzando la cima -
Uniendo las cuerdas - El descenso - Acompañado por Farquhar -
La bajada final - Una cuerda enredada - Alcanzando el nido -
Amargo desengaño - Aterrizando en un saliente - La historia del
enredo - Segunda expedición - Hallazgo de un nuevo nido -
Descripción de la situación - Alcanzando un punto a 100 pies (30
metros) por encima del nido - Un cortado peligroso - Un
descenso desagradable - Un nido extraplomado - ¡Vacío de
nuevo! - Un enigma sin resolver- Quebranta-huesos, el rompedor
de huesos - Una conocida costumbre - Observación de un
quebrantahuesos trasportando y dejando caer la pata de un animal
- Baja y come los fragmentos - Nueva subida con la pata - Vuelta
al cadáver- Concluyente evidencia de la costumbre.

De todas las grandes rapaces no hay ninguna que


alimente más la imaginación popular que el
buitre barbudo o, para darle el hombre por el que
se le conoce en centro Europa, el Lämmergeyer.
Ha habido cierta discusión en cuanto al
nombre correcto de esta ave, algunos defienden
el primero, y otros el segundo de los nombres
mencionados. Los que defienden el nombre de
Lämmergeyer, lo hacen en parte por razones
sentimentales ya que el ave no es británica, ni

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Quebrantahuesos (Gypaetus barbatus).

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siquiera bajo la más laxa de las interpretaciones. En las regiones
en que originalmente fue conocido para el mundo, Suiza y El
Tirol, se le han otorgado, desde épocas medievales, poderes casi
sobrenaturales, desde matar aventureros a cazar rebecos o chicos
que osaran robar sus nidos lanzándolos desde las peñas; hasta
llevarse niños y, en sus momentos más suaves, depredar sobre
rebecos y ovejas que mataban y transportaban en el aire hasta sus
dominios en algún espantoso peñón a muchos miles de pies de
altura. Puesto que se le responsabilizó popularmente de causar la
muerte de ovejas, cabras, niños y corderos, lo que sin duda
supone su principal alimento, se ganó el germánico nombre de
Lämmergeyer = buitre cordero, y es este el nombre que le aplica
aún la mayoría de la gente. Los que defienden el otro nombre,
mantienen que esta gran ave es vulturina en sus costumbres, por
ejemplo, nunca mata las bestias de que se alimenta, sino que,
simplemente vive de los cadáveres de las que han caído de las
peñas, o que han muerto por heridas o desnutrición debido a
haber estado prisioneras en algún lugar del que era imposible
salir. También defienden el que la estructura del pie del ave no se
presta a que pueda llevar su presa cierta distancia, pero de esto
hablaré más tarde. El difunto Dr. Stark, quien que yo sepa tuvo
oportunidades excepcionales de observar estas aves en Europa,
afirmó audazmente que, en alimentación y costumbres, eran poco
mejores que los alimoches, una cruel ofensa contra este ave de
tan noble aspecto, pero una verdad la cual me temo que es
incuestionable.
Los que se oponían al nombre de buitre barbudo apuntaban
a que el ave no era un verdadero buitre, y citaban varios detalles
como sus bien emplumadas patas y cabeza. La otra escuela
replicaba llamando la atención sobre el distintivo pico vulturino y
el pie, que se parece más al del buitre, con su largo dedo central y
garras más romas que la de las águilas, y además justificaban la
exactitud descriptiva de su nombre por el hecho de que el ave
tiene una especie de barba, que consiste en un penacho muy

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conspicuo de cerdosas plumas negras bajo su pico, y
argumentaban que, puesto que su aspecto general, vuelo y
muchas de sus costumbres son distintivamente vulturinas, se
merecía el nombre de buitre barbudo.
En el Himalaya, donde vive, es bien conocido por muchos
cazadores, bien como Lämmergeyer o como "Águila dorada",
debido a su abundante colorido rojizo. Es probablemente por esta
razón por la que el nombre de Lämmergeyer ha sido adoptado en
nuestro lenguaje, ya que la gran mayoría de los que lo han visto,
de entre nosotros, son anglo-indios.
El difunto Profesor Newton, uno de los más instruidos (¿y
me aventuraría a añadir que cauteloso?) de todos los ornitólogos,
ha considerado el asunto como algo que sólo podría ser resuelto
mediante una investigación sobre "caracteres que no sean
superficiales". Puesto que mis propias observaciones de campo y
experiencias están principalmente de acuerdo con los que llaman
al ave "buitre barbudo", he aceptado este nombre,
particularmente, además, porque todos los que en años recientes
han tenido oportunidades de observar estas grandes aves en sus
hábitats están de acuerdo en cuanto a lo conveniente del nombre.
El coronel Irby así lo llama en su "Ornitología del Estrecho",
como también lo hizo Lord Lilford y el Dr. Stark. Las
experiencias de este último eran amplias y únicas, como he dicho.
Por otra parte no he conocido a ningún naturalista moderno
u observador que pueda aportar alguna evidencia directa para
justificar el nombre más viejo de Lämmergeyer salvo la de que
durante la paridera, estas aves, al igual que los alimoches, se ven
frecuentemente cerca de los rebaños de cabras y ovejas de
montaña, por las razones dadas por el Dr. Stark y recogidas por el
Coronel Irby. Al observar estas poderosas aves transportando el
pesado miembro de un animal por los aires me ha venido la idea,
más de una vez, de que el viejo cuento de las águilas reales
llevándose niños pueda, sin ningún gran despliegue de
imaginación, encontrar su origen en las fechorías del

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quebrantahuesos. Ya se ha mencionado antes la facilidad que
siempre hubo de confusión que entre las dos especies. Así, el
quebrantahuesos está ricamente coloreado; a la luz brillante del
sol la reluciente garganta leonada y las partes inferiores adoptan
un verdadero tono dorado, mucho más que las pálidas plumas
leonadas de la nuca del águila real, de donde le viene a esta
última su, de alguna forma imaginativo, nombre en inglés. Este
color dorado del quebrantahuesos es bien conocido por todos los
cabreros y habitantes de la montaña en España, quienes,
invariablemente, describen a estas aves como "colorado", en
contraposición con el buitre leonado de apariencia más parda.
Como ya se ha mencionado muchos cazadores anglo-indios
llaman al ave Águila dorada y el famoso viajero James Bruce,
que lo encontró en la montaña más alta al norte de Gondar, en
Abisinia hacia 1770, figurando en su libro publicado en 1790,
hizo lo mismo. Parece, por tanto, que los habitantes de las
regiones montañosas del centro de Europa podrían haber descrito
de alguna forma la gran ave rapaz a la que se le imputaban
siniestras intenciones con respecto a los niños como un águila
dorada.
Mi primera introducción a los quebrantahuesos tuvo lugar
de una manera muy formal y no llegó a nada. Había una pareja
que frecuentaba algunos montes altos, a un día de camino de
Gibraltar, y que cada año criaba en una cueva de un cortado bajo,
en lo alto de una pronunciada cuesta. En aquellos días yo no
conocía su costumbre de criar temprano y, consecuentemente,
nunca fui a buscar el nido en la época apropiada del año.
Hace mucho que esta pareja abandonó la localidad.
Pasaron diez años antes que de nuevo los encontrara en una gran
sierra, a unas diez millas (16 kilómetros) al oeste del primer
emplazamiento. Aquí criaron sin ser molestados durante algunos
años, utilizando dos lugares alternativos, uno en una pequeña
cueva a sólo unos pocos cientos de pies por encima de la casa de
un cabrero, y el otro en otra cueva muy parecida, a varios cientos

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de pies más arriba. En el libro del Coronel Irby aparecen fotos de
estos dos lugares. Hace ahora más de doce años que abandonaron
esta cadena de montes y se fueron sin dejar rastro.
El quebrantahuesos es, como queda dicho, un nidificante
muy temprano. Sé de huevos que fueron colectados durante la
semana de Navidad. El Dr. Stark cogió huevos perfectamente
frescos el 31 de enero, y en otra ocasión huevos a punto de
eclosionar el 4 de febrero. La suavidad o las inclemencias del
tiempo durante la época de cría y la altitud del nido sobre el nivel
del mar no tienen aparentemente nada que ver con las variaciones
en el momento de la puesta, a pesar de lo que digan los cabreros,
que siempre son terminantes en estos puntos. Nada es mejor
prueba de ello que las experiencias del Dr. Stark, que cogió
huevos frescos el 31 de enero en una época muy suave, en que la
línea de nieve de la sierra estaba 1.000 pies (300 metros) más alta
que cuando encontró los huevos bien incubados en la misma
localidad, el 4 de febrero, en una primavera excepcionalmente
severa.
Cuando estuve con el Príncipe Imperial Rodolfo, en el yate
Miramar, tenía con él dos pollos de quebrantahuesos, uno justo
saliendo del estado de plumón y otro crecido ya tres cuartas
partes, tomados de nidos de Sierra Nevada. Una de estas aves era
un mes, si no seis semanas, mayor que el otro, lo que mostraba la
irregularidad de las fechas de puesta. Por todo lo que he visto y
oído creo que se puede considerar como periodo habitual de
puesta desde el 1 de enero hasta el 15 de febrero.
En todos mis vagabundeos tras las aves salvajes no ha
habido una especie que me haya derrotado tan persistentemente
en mi interés por obtener sus huevos o fotografiar su nido y
pollos como lo ha hecho el quebrantahuesos. Año tras año, y
aunque cada temporada conseguía localizar unas cuantas parejas
en lugares muy separados, todos mis esfuerzos estuvieron
condenados al fracaso. Así, un año resultaría muy temprano, y
otro muy tarde. Algunos años, debido al mal tiempo y a la

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imposibilidad de viajar por la sierra con la lluvia y niebla, así
como de escalar peligrosos cortados, cuando una expedición bien
organizada terminaría en fracaso total e ignominiosa retirada.
Bien es cierto que si en tales ocasiones yo hubiera decidido
permanecer en mi refugio de montaña unos días más, hubiera
alcanzado mi objetivo sin lugar a dudas. Pero aquí intervenía el
factor humano, ya que mis compañeros eran invariablemente
oficiales de la Marina o del Ejército, o bien funcionarios civiles, y
su marcha o ausencia estaba limitada a unos pocos días. Como se
mostrará más adelante, los nidos de quebrantahuesos que marqué
para tomar los huevos estaban situados en lugares que requerían
cierto grado de destreza y temple por parte de los que manejan las
cuerdas, del que, sin detrimento del genuino valor de mis
excelentes amigos nativos, éstos carecen por buenas razones, ya
que no entienden el trabajo con la cuerda y, en consecuencia, son
muy aprensivos de los peligros que lo envuelven, lo que no
inspira la confianza en el que está descolgándose, tan
fundamental para evitar el desastre.
En vuelo, el quebrantahuesos es fácilmente distinguible del
buitre leonado por su larga cola cuneiforme, que es 6 pulgadas
(15 centímetros) más larga que la del buitre, pareciendo todavía
más larga cuando las dos especies vuelan altas.
El buitre cuando planea mantiene sus alas bien extendidas,
con el carpo y el metacarpo formando un tenue ángulo cóncavo,
la afilada y puntiaguda cabeza recogida atrás en el interior de la
gorguera circular, con apariencia de estar asentada en el extremo
de una V muy obtusa, formada por las alas extendidas. Las
primarias están muy separadas en sus puntas, hasta un tercio de
su longitud, y pueden ser contadas a gran distancia, mientras que
la corta cola cuadrada da la impresión de que las alas estuvieran
insertas muy atrás en el cuerpo.
Por otra parte el quebrantahuesos, cuando vuela en busca
de comida, aunque a veces emula al buitre leonado en sus
amplios círculos con las primarias igualmente separadas, se

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parece mucho más al águila por su vuelo. Conforme planea se
percibe a menudo un ángulo saliente, formado por el carpo y el
metacarpo, que aumenta considerablemente cuando el ave realiza
uno de sus maravillosos picados, que le son tan característicos.
Lo que a uno más le sorprende del vuelo del quebrantahuesos es
su maravillosa facilidad, y la ausencia aparente de todo esfuerzo,
que lo distingue del de los verdaderos buitres, y lo hace, en mi
opinión, todavía más grácil que el del águila real. Resulta muy
poco frecuente ver un quebrantahuesos dedicarse a volar
aleteando vigorosamente, como sí lo hacen las águilas y los
buitres. Ésta no es solamente mi opinión sobre el asunto, ya que
el Dr. Stark, que ha observado muchas parejas, quedó igualmente
sorprendido con su aparente elegancia y su gran poderío
aparentemente sin esfuerzo.
Pero aunque las características de un quebrantahuesos en
vuelo sean tan marcadas como para hacer de su identificación a
gran distancia un asunto fácil con la ayuda de unos prismáticos,
pueden pasar años antes de que el viajero que deambula por las
tierras salvajes en que habita pueda tener la buena suerte de verlo
lo suficientemente cerca como para apreciar su espléndida
apariencia y su colorido. Por supuesto, donde se pueda localizar
un nido con huevos o pollos la cosa consiste en ocultarse lo
suficientemente cerca para observar las aves a corta distancia.
Pero no todo el mundo tiene tal oportunidad, y en mi propio caso
fueron diez años los necesarios antes de conseguir la buena suerte
de ver esta ciertamente magnífica ave a corta distancia. El
encuentro fue emocionante por lo repentino.
Estaba yo explorando una sierra baja en busca de nidos y
llevaba un arma, de acuerdo con mi habitual costumbre de aquella
época, cuando me encontraba haciendo una expedición en
solitario. Era un día glorioso de primavera temprana y cuando
llegué a la cima de un gran montón de peñas de arenisca me situé
para observar y esperar acontecimientos. El sol estaba muy fuerte,
y me alegré de encontrar un sombrío escondrijo a tan sólo unos

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pocos pies por debajo de la roca con forma de pináculo que
formaba el punto más alto de la montaña. Una gran llanura yacía
a mis pies y se extendía, a lo largo de muchas millas cuadradas
hacia el oeste y el norte, salpicada con innumerables grupos de
yeguas de vientre, ganado vacuno y piaras de cerdos. Por encima
volaban buitres leonados y alimoches en elegantes círculos,
siempre a la busca de alimento. Aquí me senté con el telescopio
en la mano, registrando de vez en cuando una sierra tras la
planicie que sospechaba albergaba una pareja de buitres negros.
No recuerdo el tiempo que estuve allí sentado, pero cuando
escudriñaba con mi lente por las distantes colinas de enfrente
encontré una gran ave volando hacia mí. Estaba todavía a más de
una milla, posiblemente a dos millas de distancia, pero una
segunda ojeada me mostró que se trataba de un quebrantahuesos
volando derecho adonde yo estaba. Dejando la lente agarré mi
arma, que descansaba sobre mis rodillas, y miré alrededor en
busca de alguna agarradera. No encontrando nada a mano, y
dándome cuenta de que cualquier movimiento por mi parte podría
ser fatal, decidí quedarme quieto donde estaba. La gran ave siguió
adelante, obviamente ajena a mi presencia. Sin duda, mis ropas de
caza se confundían con las rocas batidas por el tiempo contra las
que estaba inclinado y, agachando la cabeza, mi sombrero
ocultaba lo que constituye ese gran enemigo de cualquier
actividad cinegética exitosa, especialmente en la batida de
avutardas, o cualquier intento de ocultarse en guerra o en paz: la
cara roja de un soldado británico.
El quebrantahuesos estaba ya a menos de 50 yardas (45
metros) de mí, en un instante sería mío con seguridad, y en
aquella época, como bien recuerdo, ¡yo estaba ansioso por cobrar
uno! En ese momento, por primera vez en mi vida, me daba
cuenta de lo extraordinariamente elegante que es esta ave, con la
cabeza de fiero aspecto coronada de plata y negros "bigotes", así
como la cerdosa barba negra, contrastando con la garganta y
pecho rojizos conforme venía hacia mí con sus majestuosas alas

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negras. Estaba bastante claro que se dirigía a la peña que estaba
sólo a unos pies por encima de mí, como lugar desde donde
observar el terreno circundante. Yo, por casualidad, había elegido
el mismo observatorio por razones similares.
Cuando la gran ave estaba a 20 yardas (18 metros), me
levanté y apunté el arma. Nunca olvidaré la mirada salvaje de sus
ojos naranja pálido con la membrana circundante color sangre, y
el momento en que, de repente, refrenó su suelo y volviéndose
con un ruido de alas que parecía el de un chorro de vapor giró
alejándose.
¡No disparé! En cierta manera parecía casi asesinato acabar
con aquella espléndida vida y, aunque mi dedo estaba sobre el
gatillo y el ave al alcance a menos de 25 yardas (23 metros), me
contuve. Nunca he lamentado el haberme contenido en aquella
ocasión, pero lo que es aún más curioso, desde aquel día he
tenido repetidamente quebrantahuesos criando a corta distancia
de tiro y hasta ahora nunca he disparado a ninguno. A veces
pienso que antes de emigrar de aquí yo mismo, debiera cazar uno
para tener siempre presente a estas gloriosas aves cuando ya no
me sea posible visitar sus dominios. Pero hasta ahora he resistido
la tentación.
De vez en cuando, en mis vagabundeos, me he encontrado
con muchos quebrantahuesos pero nunca he vuelto a ver a uno a
tan corta distancia.
En la primavera de 1902 estuve pasando un tiempo en la
sierra entre Málaga y Estepona, y un día realicé una expedición a
un distante cortado sobre el que había visto un quebrantahuesos el
día anterior. Encontré una buena cueva ocupada por buitres
leonados y, puesto que el terreno prometía y yo sabía que por allí
había quebrantahuesos, decidí esperar y observar. Algún tiempo
después apareció uno, y comenzó a volar alrededor de una peña
no lejos de mi posición. Evidentemente no estaba criando allí, y
por sus movimientos sospeché, y aún sospecho, que la cueva
ocupada por los buitres era uno de sus emplazamientos

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alternativos. Los acontecimientos siguientes reforzaron mi tesis,
ya que la hembra de buitre, no contenta con nuestra prolongada
presencia en la terraza por debajo de su nido, tras permanecer de
pie en su cueva y estirar el cuello sobre el borde para
controlarnos, se dejó caer de la repisa sobre la que estaba y se
alejó volando.

Observando al quebrantahuesos planear en torno a un peñasco.

Cuando rodeó la peña sobre la que el quebrantahuesos


estaba planeando, este último se lanzó contra ella y la acosó. El
buitre, evidentemente, sintió un miedo mortal e intentó evitar el
encuentro con su formidable pariente. El quebrantahuesos,
habiéndose elevado por encima del buitre, se volvió y lo golpeó
con fuerza. Las dos grandes aves quedaron enredadas y,
perdiendo su equilibrio, cayeron verticalmente al menos 100 pies
(30 metros).

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Fue una maravillosa vista para un ornitólogo. Yo tenía mi
cámara a mano en aquel momento, pues había estado tratando de
fotografiar el buitre en pie sobre su nido y, girándola, intenté
tomar una instantánea de las dos grandes aves antes de que se
separaran, pero no lo conseguí. El buitre se alejó a gran
velocidad, y casi no se aprecia en la foto (pág. anterior), pero el
quebrantahuesos, debajo de él en la imagen y a pesar de la
lejanía, es reconocible debido a la longitud de su cola.
Seguidamente lo vi alejarse a través de un gran valle de
más de mil pies (300 metros) de profundidad, hacia unas peñas en
el lado opuesto donde sin duda estaba criando. Pero por entonces
estaba yo bastante impedido como para seguirlo hasta allí, y así
perdí una de las grandes oportunidades de mi vida.
Mi éxito final, tras prolongados esfuerzos por obtener los
huevos y fotografiar el nido del quebrantahuesos, tuvo lugar en
una de las más memorables épocas de mi vida, necesitó cinco
expediciones por separado, en tres años sucesivos, a un lugar
remoto y, lo que es más, en tres de ellas estuve casi a punto de
sucumbir al desastre.
Fue en la primavera de 1906 cuando, finalmente, tras
cuatro años de persistente búsqueda y muchas expediciones,
durante las cuales localicé quebrantahuesos repetidamente y visité
varios lugares de cría sin resultado, parecía que tendría el éxito al
alcance de la mano. Se sabía que una pareja criaba en cierto gran
cortado a sólo dos días de camino de la civilización, y de acuerdo
con ello, me organicé para un viaje de cuatro días, alistando los
servicios de cuatro amigos como ayudantes.
Una de las dificultades más grandes que hay que afrontar
en expediciones al interior de las cadenas montañosas de las
sierras más altas es la constituida por las imprevisibles vicisitudes
meteorológicas. Puede ocurrir a menudo, especialmente durante
los meses de invierno, que al mismo tiempo que los que viven
cerca del nivel del mar, o a unos pocos cientos de pies por
encima, están disfrutando de un tiempo espléndido, y las sierras

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pueden estar envueltas en densos bancos de niebla, haciendo de la
observación de las aves algo absolutamente imposible. Además,
fuertes tormentas de agua pueden llenar las gargantas con
impetuosos torrentes y hacer que cualquier viaje esté fuera de
cuestión. Esta ha sido mi suerte repetidamente.
En el primer intento sobre el cortado del quebrantahuesos
nos vimos favorecidos por un tiempo relativamente bueno en lo
que respecta la ausencia de niebla y lluvia, pero pasamos una ola
de frío desesperada que tuvimos que sufrir. Llegamos a nuestro
objetivo el segundo día de nuestro viaje, una hora antes del
mediodía, y paramos para el almuerzo. Muy pronto vimos los
quebrantahuesos, primero uno y luego otro, planeando sobre las
peñas, y enseguida vimos a uno de ellos entrando en una cueva a
unos 250 pies (75 metros) por encima de nuestra posición. Con
ayuda de una lente resultó fácil localizar el gran nido y, conforme
observamos a la gran ave moviéndose en él, nos sentimos seguros
de nuestra presa.
Sin embargo yo estaba determinado a no dejarme apresurar
por mis compañeros y, habiendo alcanzado un lugar adecuado
inmediatamente por debajo del nido, hice un cuidadoso
reconocimiento del lugar con los siguientes resultados. El monte
que teníamos delante consistía en una serie de cortados divididos
por empinadas terrazas descendentes (ver dibujo de la página
513). Puedo asegurar aquí que las alturas dadas fueron luego
comprobadas a través del aneroide y de la longitud conocida de
las cuerdas empleadas y, como suele ocurrir casi siempre,
resultaron ser mucho mayores de las que originalmente
estimamos. Constituye uno de esos hechos curiosos cuando se
trata de alturas el que mientras que los que no están
acostumbrados a ellas las sobrestiman invariablemente, los más
acostumbrados a escalar generalmente las infravaloran. Así, en el
caso presente, estimamos que la cueva estaba a sólo 200 pies (60
metros) por encima de nosotros; el resultado de nuestras

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observaciones siguientes con el aneroide fue de más de 250 pies
(75 metros).
Entre nosotros y el gran cortado, con un ángulo de unos 45
grados yacía un gran talud o canchal de roca caliza que,
obviamente, había ido cayendo desde las alturas y principalmente
a través de un gran canalizo o hendidura, situada a unas 100
yardas (90 metros) a nuestra derecha. Este canchal tenía unos 150
pies (45 metros) de altura en el punto en que emergía.
Inmediatamente frente a nosotros había un cortado vertical de la
misma altura, con una terraza muy pendiente encima, claramente
accesible desde el canchal. Sobre esta terraza, había varias peñas
desgajadas y luego venía un segundo cortado de unos 150 pies
(45 metros) de altura. Aquí, en este cortado era donde estaba
situada la cueva que contenía el nido, a menos de 60 pies (18
metros) por encima de la terraza. Alcanzarla parecía demasiado
sencillo, ya que era claramente posible escalar el cortado
inmediatamente por debajo del nido de algún modo.
Mis amigos, al igual que nuestros ayudantes españoles,
estaban entusiasmados, y querían realizar el trabajo de una vez.
Pero yo, curtido por muchos amargos fracasos, antes de
comprometerme a escalar desde abajo reconocí el lugar con mis
prismáticos para ver si el nido podía ser alcanzado desde arriba.
Estaba suficientemente seguro de que había una terraza o repisa
relativamente definida a más de 80 pies (24 metros) por encima
de la cueva, fácilmente reconocible por una roca por encima con
forma de pináculo, de unos 4 pies (1,20 metros) de altura, que
decidimos llamar la "alcachofa petrificada", por su parecido con
este vegetal.
Si tan sólo pudiéramos llegar a este punto todo nos iría
bien. Pero aquí estaba el problema, ya que encima de la
"alcachofa" había una serie de cortados de 20 a 40 pies (6 a 12
metros) de altura, intercalados con terrazas estrechas y
empinadas, montando una sobre la otra como escalones,
perdiéndose gradualmente en las alturas a más de 500 pies (150

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metros) por encima de nosotros entre la corriente de nubes que se
arremolinaban en la cresta de la montaña.
No era un proyecto muy apetecible. Ya durante la última
hora habíamos estado por encima de la línea de nieve y, aunque
ésta no era profunda salvo en las torrenteras, el frío era intenso.
Dondequiera que el sol había derretido la nieve en días anteriores,
había ahora una cubierta de hielo; de aquí que escalar resultara
particularmente peligroso.
Por ello intentamos, primeramente, llegar al nido desde
abajo y, echándonos las cuerdas al hombro, nos dirigimos a través
del canchal o pedrera. Llegamos a la terraza, nos desplazamos por
ella con cuidado y, tras un paso difícil a través de rocas
desprendidas nos encontramos inmediatamente bajo el nido.
¡Y lo fácil que parecía! Varias fisuras y grietas cubiertas
por mechones de musgo, saxífragas, matorral y arbustos hacían
posible, en un punto a sólo unas yardas a la derecha del nido,
escalar unos 20 ó 25 pies (6 u 8 metros), del total de 50 a 60 pies
(15 a 18 metros), que nos separaban de nuestro codiciado
objetivo.
Entre los que estaban en el grupo felizmente podía contar
con mi viejo compañero, el Almirante Arthur Farquhar, un buen
escalador y, no hay necesidad de mencionarlo, con buen
conocimiento del uso de las cuerdas. Dos de nuestros españoles
habían sido cabreros y eran reconocidos escaladores.
No fue necesario más que un vistazo para apreciar que los
quebrantahuesos habían elegido esta, aparentemente, cueva baja,
simplemente porque era totalmente inaccesible desde abajo y, por
ello, me puse a averiguar si era posible moverse por el flanco
izquierdo del cortado (mirándolo de frente) y alcanzar la
"alcachofa". Mientras tanto mis compañeros, especialmente los
dos antiguos cabreros, se dedicaron a hacer infructuosos
esfuerzos gimnásticos a unos 20 pies (6 metros) por el cortado.
En principio, me moví bien y, parándome para respirar, se me
unió pronto Farquhar, que se había quedado detrás para ver lo que

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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los cabreros hacían. Nos abrimos camino entre rocas suaves y a
través de terrazas herbosas y pendientes, tan resbaladizas como si
fueran de hielo. Fue de lo más dificultoso y pronto las suelas de
nuestras alpargatas, que se habían mojado con la exuberante
vegetación al pie del cortado ¡empezaron a helarse! Un zapato
con suela de cuerda helado es algo tan desagradable para escalar
rocas como se pueda imaginar. Pronto se hizo evidente que,
aunque pudiéramos alcanzar fácilmente el mismo nivel de nuestra
"alcachofa", teníamos en contra nuestra el hecho geológico de
que por la parte de la montaña en que estábamos, por razones de
movimiento de piedras, resultaba imposible cruzar hasta nuestro
deseado objetivo. De él nos separaba una serie de filas de rocas
bajas y terrazas que, aunque nos permitían subir, nos llevaban
lejos de nuestro objetivo. Al volver a reunirnos con nuestro
grupo, debajo del nido, los encontramos sumidos en la más
profunda desesperación y casi helados. No era difícil comprobar
que habían llegado a la conclusión de que el nido era inaccesible,
así que dejándolos agrupados alrededor de un fuego que habían
encendido comencé, solo, en un intento último por encontrar el
camino hacia la cima del cortado.
Llegado al punto superior donde el canchal se convertía en
hendidura comencé la más penosa y laboriosa de las subidas. En
ciertos lugares los fragmentos de roca estaban moviéndose, y
resultaba necesario escalar desplazándose por uno u otro lado
para evitar la caída. Yo, además, me encontraba terriblemente
limitado por mis heridas, que me afectaban el corazón hasta el
punto de que, constantemente, tenía que echarme al suelo para
descansar. Al fin me encontré sobre un rodal de hierba cerca de la
cumbre, a unos 500 pies (150 metros) por encima de nuestro
punto de partida. Tras un descanso subí sobre el borde y miré
abajo, hacia donde estaba el nido. Pero por la convexidad general
del monte, resultaba imposible ver más allá de 20 ó 30 yardas (18
ó 27 metros).

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Hacía un frío terrible, un viento cortante barría la sierra y
las húmedas nubes de deslizaban por debajo de mí, ya que me
encontraba a casi 4.400 pies (1.340 metros) sobre el nivel del
mar. Las rocas estaban en algunas partes cubiertas de hielo
mientras que el barro y el agua medio helados rezumaban por las
grietas, todo ello espolvoreado con nieve que se espesaba en las
hendiduras. Todo parecía tan decepcionante y desesperante que
casi me sentí inclinado a abandonar el proyecto, pero entonces
recordé que el nido debía, con toda seguridad, contener huevos y
cómo los había anhelado para mi colección ¡sin necesidad de
mencionar las fotos que tomaría! Así que forcé mi corazón y
descendí, cautelosamente, por aquellas resbaladizas pendientes,
agarrándome a las rocas de vez en cuando, hasta que bajé más de
70 pies (21 metros). Las peñas ahora se hacían más inclinadas y
estaba claro que en tales condiciones de hielo y nieve era una
locura seguir adelante sin una cuerda de seguridad. Ascendiendo
con cuidado, hacia mi flanco derecho, alcancé el borde del
precipicio que formaba un lado del canalizo por el que había
trepado hacia arriba, y mirando por encima, vi el resto sobre el
punto más alto del canchal, a 300 pies (90 metros) por debajo de
mí. Gritándoles, les pedí que subieran y trajeran las cuerdas,
añadiendo que estaba seguro de poder alcanzar el nido desde
donde yo estaba. Media hora más tarde se unieron a mí, trayendo
con ellos mis tres cuerdas, dos de 100 pies (30 metros), una de 2
pulgadas (5 centímetros), otra de 1,75 pulgadas (4,5 centímetros)
y la otra de 75 pies (22,5 metros) y de 1,5 pulgadas (3,80
centímetros), mi cuerda alpina. Como el tiempo apremiaba, y el
frío era tan intenso, era inútil pensar en intentar empalmar las
cuerdas por el sistema de herirlas, así que decidimos unirlas
mediante nudos. Ajusté mi arnés de lona y atándome la cuerda
fina empecé a descender el cortado.
La primera parte de la bajada era bastante sencilla, por
barrancos pendientes cubiertos de hierba que alternaban con
escalones de roca de 20 a 30 pies (6 a 9 metros). La estructura

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general de la montaña era de caliza estratificada, inclinada hacia
arriba casi verticalmente, y presentando el eje de los estratos
hacia la cara del cortado. En general era fácil descolgarse sobre
estos lugares pendientes con ayuda de la cuerda, normalmente a
lo largo de algún barranco estrecho relleno de rocas fracturadas
entre los estratos inclinados.
Tras descender unos 120 pies (35 metros) de esta forma
llegué a una terraza relativamente segura desde donde podía ver
a, a unos 20 pies (6 metros) por debajo de mí, nuestra marca, la
"alcachofa petrificada". En pocos minutos estaba al lado de ella.
Desde allí tenía una buena vista de los alrededores, y me
sorprendió la gran altura a la que estaba, ya que aunque ahora me
encontraba a unos 350 pies (106 metros) por encima de nuestros
mulos, el valle que habíamos ascendido por la mañana caía en
pendiente hasta una pequeña aldea mora, a casi 2.000 pies (600
metros) por debajo, y la vista frente a mí era de lo más extensa a
pesar de los girones de nubes que había alrededor de los picos
altos. Aquí empecé a buscar una forma de bajar, y llegué a unos
30 pies (9 metros) a mi izquierda (mirando a la roca) sólo para
encontrar que el saliente en el que estaba se perdía en la pared.
Mi escalada no supuso una pérdida de tiempo, ya que me mostró
que sólo había un posible camino para llegar al nido, y éste
consistía en pasar sobre el borde de una peña con forma de
escarabajo, a unos cuantos pies a la izquierda de la alcachofa. Así
pues, desanduve mi camino hacia arriba, hacia el saliente que
estaba a 20 pies (6 metros) por encima, y allí me sorprendió
encontrar a Farquhar. Me dijo que al ver el último empalme [a
unos 160 pies (40 metros)] en las manos del equipo de bajada,
había decidido bajar para echar una mano. Me alegró mucho que
hubiera hecho aquello ya que, aparte de contar con su ayuda
moral él servía como una conexión muy necesaria entre los de
arriba y yo y, además, podría ver cómo caían mis cuerdas y darles
la orientación conveniente cuando fuera necesario. Dejándole
extender las cuerdas sobre el último cortado, descendí de nuevo

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hasta la "alcachofa" y me descolgué por encima. Al principio, la
roca, aunque casi vertical, tenía cierto agarradero. A 30 pies (9
metros) más abajo, había un pequeño escarpe con vegetación y,
tras alcanzarlo, ordené "Sujetad fuerte" y miré por encima. Lo
que veía era alentador ya que, a unos 100 pies (30 metros) por
debajo observé el borde exterior de la terraza desde donde
habíamos intentado, en vano, alcanzar el nido por debajo, y pude
incluso identificar el lugar opuesto donde habíamos estado
intentando escalar. La peña estaba un poco extraplomada y
quedaba claro que el nido estaba a no más de 50 pies (15 metros)
inmediatamente por debajo de mí.
Llevando mi cuerda sobre una parte suave de la roca y
ordenando "Bajar", descendí. Conforme bajaba me agarraba a las
rocas para estabilizarme, pero estaban cubiertas por grandes
masas de saxífragas verdes y brillantes, a su vez cubiertas por
nieve medio derretida que se deshacía en mis manos casi heladas,
mientras que los carámbanos colgaban de cada peña saliente y
contribuían a hacerlo todo más incómodo.
En tales descensos, una vez que el escalador ha decidido
seguir adelante y la suerte está echada, la gran habilidad consiste
en pasar los lugares difíciles tan pronto como sea posible. Esto lo
había dejado claro a mi grupo antes de empezar a descender. Bajé
con la cuerda deslizándose alegremente, demasiado alegremente
como para que me gustara, debido a la ansiedad de mi equipo de
bajada, que estaba, por supuesto, fuera del control de Farquhar en
su precario punto intermedio. De repente la cuerda se detuvo y
me vi sacudido por un tirón que me hizo columpiarme de la
forma más desagradable. Fue un momento difícil y me encontré
en el aire con sólo el suficiente contacto con el cortado como para
evitar dar vueltas. Rápidamente di dos golpes de silbato: "Bajar",
pero no obtuve respuesta. Entonces intenté tres golpes: "Arriba",
con el mismo resultado. ¡Estaba claro que algo iba mal!
Sólo los que han pasado por tales momentos difíciles
pueden darse cuenta de lo que esto significa para un hombre que

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tiene que cuidarse. Lo más parecido que conozco a lo que yo sentí
entonces es cuando las cosas se ponen complicadas en un globo y
surge la cuestión ¿qué hacer ahora?
No tardé mucho en darme cuenta que la cuerda se había
atascado por encima de mí. Miré hacia abajo, y las perspectivas
no eran halagüeñas ya que estaba colgado en vertical sobre una
masa de rocas de aspecto particularmente difícil, a unos 70 o 75
pies (20 metros) por debajo. Miré hacia arriba para ver si podía,
como en otras ocasiones anteriores, trepar por la cuerda hasta el
borde del acantilado y entonces recordé que mi inválido hombro
izquierdo y otras heridas eliminaban toda posibilidad de tal
despliegue gimnástico. Así que, esperé y empecé a pensar. De
repente noté un claro tirón y caí abajo unos pies columpiándome
impotente. Hice sonar el silbato estridente. "Abajo" ¡y abajo fui!
A menos de 15 pies (4,5 metros) más abajo me encontré frente a
la cueva del quebrantahuesos y, agarrándome a las rocas, me
introduje en ella sintiendo con mis pies tocar algo blando.
Prácticamente estaba en el nido. Miré en el interior. ¡Estaba
vacío!
Lo que sentí conforme me arrastré al interior y afiancé mi
posición me resulta perfectamente imposible de describir. Estaba
en una cueva pequeña de unos 5 pies (1,5 metros) de ancho, 2 a 3
pies (0,60 a 0,90 metros) de alto y 4 pies (1,20 metros) de
profundidad. El nido era amplio, construido con grandes ramas,
rellenando totalmente la cueva, con una depresión en forma de
copa de 24 pulgadas (60 centímetros) de ancha, forrado con
grandes mechones de lana negra de oveja, pelo de cabra marrón y
musgo verde y fresco. Evidentemente el ave no había puesto aún,
era la última semana de marzo ¡y yo sabía bien que suelen poner
desde enero temprano! No hacía falta ser muy agudo para darse
cuenta de que el nido era perfectamente nuevo, que no había sido
usado anteriormente y que los adultos esperaban usarlo muy
pronto. Tampoco había sido robado, con toda seguridad, ya que
no había rastros de un descenso anterior a través de los

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matorrales, los rodales de saxífragas, y las numerosas plantas
rupícolas que yo había pasado en mi bajada. En cualquier caso no
había nada que hacer salvo salir de aquel lugar tan pronto como
pudiera, ya que estaba preocupado por mi equipo de bajada, que
estaba arriba en la nieve pasando frío. Y entonces llegó un
momento crítico. ¿Era posible volver por el mismo camino?
Evidentemente la cuerda se había atascado malamente y, si esto
había ocurrido mientras que bajaba, ¿qué no pudiera ocurrir
mientras era izado? Un mal enredo en tales ocasiones puede
conducir a una rotura de la cuerda. Es simplemente cuestión de la
fuerza de los que están izando. Mirando hacia abajo vi que había
menos de 60 pies (18 metros) hasta la terraza inferior así que
decidí seguir adelante. Tras un golpe de silbato para avisar a los
de arriba, di los dos pitidos, y dejando caer todo mi peso sobre la
cuerda me deslicé fuera del nido. Inmediatamente después sentí la
cuerda cediendo y bajé entonces columpiándome en el aire. Todo
fue bien hasta que estuve a 15 pies (4,5 metros) del saliente de
abajo y, entonces, fui detenido de repente de nuevo. Silbé en vano
"Bajar" ¿Podía la cuerda estar atascada otra vez? Mirando hacia
arriba pensé que no podía ser, ya que el nudo que estaba por
encima de mí había pasado el borde del precipicio, y estaba
seguro de que mi viejo camarada vería si el que estaba por
encima de él estaría libre. De nuevo la cuerda cedió unos pocos
pies y de nuevo se detuvo. Rápidamente me vino a la cabeza que
¡no debía de haber más cuerda!
Era el momento de tomar una decisión rápida. Echando un
vistazo hacia abajo vi que estaba a unos 10 o 12 pies (3 metros)
de las rocas. Sabía que podía aprovechar unos 5 pies (1,5 metros)
más de cuerda asegurando al arnés por encima del hombro, ya
que lo había tensado en exceso antes de atarlo. Así que, haciendo
un esfuerzo, deslié la porción que estaba alrededor de mi hombro
y procedí, cautelosamente, a deshacer las dos medias vueltas que
la aseguraban al arnés de lona que tenía puesto, dejando ir cuerda
a través de los guardacabos del arnés conforme bajaba. Tendidas

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las últimas pulgadas, noté que mis pies estaban aún a más de 6
pies (1,80 metros) de suelo firme pero no se podía hacer más, así
que me dejé caer, aterrizando entre rocas y matorral, sacudido y
exhausto pero ileso. ¡Pero todo fue un cálculo muy preciso! Silbé
entonces para "Izar" y conforme vi el extremo libre de la cuerda
de 1,5 pulgadas (4 centímetros) dando vueltas cuando se alejaba
de la vista hacia arriba, me alegré de haber salido de aquella tan
difícil situación.
Luego me enteré de que el equipo de bajada, que por cierto
casi perece de frío en aquella situación expuesta, se alarmó
mucho al encontrarse de pronto tirando de una cuerda suelta, ya
que no tenían ni idea de adónde había ido yo, y se imaginaban
horrores indecibles.
Antes de cerrar esta penosa historia de fallo y derrota debo
explicar cuándo y dónde se atascó mi cuerda, y cómo conseguí
salir adelante. Tras dejar a Faquhar sobre la terraza encima de la
peña de la "alcachofa" él actuó como transmisor de señales,
recibiendo mis silbidos y pasando su significado al grupo de
bajada que estaba colocado, muy alto, por encima de él.
Conforme dejaba ir cuerda después de que yo desaparecí de su
vista por detrás de la "alcachofa", el nudo que unía las cuerdas de
1,75 y 1,5 pulgadas (4,5 y 3,8 centímetros) pasó por donde él
estaba. Fue cuando me estaba bajando por la parte vertical cuando
la cuerda, al correr sobre el borde del cortado, pasó por una grieta
profunda entre los estratos inclinados cerca de la "alcachofa" y, el
miserable nudo ¡se atascó! En ese momento yo estaba a algo más
de 60 pies (18 metros) por debajo de ese punto y Farquhar a 20
pies (18 metros) por encima. Afortunadamente, dándose cuenta
del grave peligro bajó en seguida hasta el lugar del atasco y,
alcanzando el borde, consiguió de alguna forma sacar el nudo de
la ranura. ¡Ese fue el tirón que sentí!
No diré todo lo que pienso de este episodio, simplemente
mencionar que no podría desear a mi peor enemigo mejor
diversión que estar en la situación en que estuve, sin un oficial

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naval de confianza para sacarme de allí. La persona que inventó
la expresión "entre el diablo y el mar profundo" no había estado
obviamente en un cortado colgado de una cuerda atascada.
Desde la terraza me dirigí abajo, hacia donde estaban los
mulos, y encontré allí al arriero que había hecho una gran candela
con lentiscos con la que sequé, encantado, mis ropas mojadas y
me puse las botas. Media hora más tarde se me unió el grupo del
cortado y tuve que explicarles los detalles dolorosos de mis
grandes incomodidades.
Como todo indicaba que los quebrantahuesos tenían la
intención de poner en este nido antes de que pasaran muchos días,
decidí volver a visitarlo unos quince días más tarde, ya que
estimaba que, para entonces, los huevos deberían haber sido
puestos ya. Llegué a esta conclusión en contra de lo que yo sabía
y mi experiencia me dictaba sobre la cría del quebrantahuesos,
pues estábamos a dos o tres meses por detrás de la época normal
de puesta. Pero me encontré tentado de dejar a un lado todas mis
citas anteriores por el hecho de que las aves estaban, sin duda
construyendo un nuevo nido y que probablemente su primera
puesta había sido destruida por algún accidente o robada de algún
otro lugar. Tenía además un precedente muy bueno en el caso de
un nido de águila pescadora en el que fueron puestos los huevos
en el mes de mayo, al menos dos meses después de la fecha
normal, y probablemente por la misma razón.
Así pues, el 8 de abril me encontré una vez más a la cabeza
de una empresa desesperada, atravesando las montañas en busca
del cortado de los quebrantahuesos. Esta vez llevábamos con
nosotros un rollo de cuerda de 2 pulgadas (5 centímetros) y de
300 pies (90 metros), pues ya habíamos tenido bastante
empalmando cuerdas. Puesto que esta vez estaba determinado a
hacer todas las comprobaciones necesarias antes de embarcarme
en la laboriosa operación de escalar el cortado, a nuestra llegada
ordené que se alejaran los mulos, y permanecí echado con mi
telescopio para observar las aves adultas. Pronto, primero uno y

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después el otro, aparecieron volando alto, a veces picando hacia
abajo y pasando el cortado. Al cabo de una hora, uno de ellos, de
repente, apareció llevando en su pico (no en sus patas) algo
grande y negro que parecía una parte de un cordero, y voló
derecho a un cortado a unas 100 yardas (90 metros) del nido al
que yo había bajado. Volviendo mi lente hacia aquel lugar
descubrí para mi sorpresa un segundo gran nido que no había
visto en mi primera visita, sin duda porque todas mis energías
estaban concentradas en las aves y el nido que ellos estaban
construyendo entonces.
Instantáneamente se me ocurrió que este nuevo nido podía
contener pollos, y que en ocasión de nuestra primera visita ¡yo
había ido al nido equivocado! Lo mismo pensaron mis
compañeros, puesto que nosotros habíamos observado las aves
volando entrando y saliendo del primer nido y nunca habían
mostrado inclinación alguna por visitar el segundo.
Mis sospechas se vieron reforzadas al observar el gran ave
de pie sobre el borde del nido y, juzgando por sus movimientos y
actitud, aparentemente dedicada a alimentar a sus pollos.
Entonces entró en el nido y desapareció de la vista, sin duda,
pensamos, que echándose sobre los pollos. Unos minutos después
se levantó y sacó la cabeza fuera de la cueva y pudimos ver
claramente el fiero ojo y el brillante colorido de cabeza y
garganta. Entonces levantó el vuelo y se fue.
Pronto apareció el otro adulto y planeó inquieto por la cara
del cortado, evidentemente alarmado por nuestra presencia cerca
de sus dominios.
No era necesario observar más, ya que no había nada más
que pudiéramos descubrir del contenido del nido salvo realizando
una visita al mismo.
En cuanto a la posición del nuevo nido, estaba en una
pequeña cueva aparentemente casi idéntica en forma y tamaño a
la del primer nido, y en una situación prácticamente igual, pero
parecía más accesible. Desde el punto donde el peñón surgía de la

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479
hendidura corrían dos terrazas, la primera, la mayor, era la que
habíamos atravesado en nuestra primera visita, mientras que la
segunda, que era mucho más pequeña, de hecho un mero saliente
inclinado, subía fuertemente unos 60 pies (18 metros) hasta un
punto a unos 30 pies (9 metros) por debajo del nuevo nido, que
por comodidad de referencia llamaré Nido nº 2. El cortado en que
estaba el nido, aunque pequeño, estaba extraplomado y era
claramente inescalable desde abajo.
A unos 130 pies (40 metros) por encima del nido había
algunas rocas aserradas como dientes sobre una terraza pendiente,
y resultaba evidente que sería posible ser descolgado desde este
punto, suponiendo que fuera accesible. Aquí estaba nuestro
problema, ya que por encima había otro gran cortado de otros
cien pies (30 metros) de altura al menos, y otros cortados más por
encima de éste. Realizar un descenso desde tal altura hubiera
significado horas de trabajo, y todavía resultaba dudoso el que los
300 pies (9 metros) de cuerda que teníamos con nosotros
hubieran bastado. Nuestras esperanzas estaban en poder escalar el
escarpado cortado que formaba un lado de la hendidura y así, por
un atajo, ganar las peñas aserradas que había encima del nido. Así
pues, comenzamos a subir el gran peñón, y cuando habíamos
ascendido unos 180 pies (51 metros) a partir de la base de la
hendidura escalamos la pared a nuestra derecha (el lado lejano
desde el nido) hasta que ganamos un punto al mismo nivel que el
nido, que estaba ahora a menos de 40 yardas (36 metros) de
nosotros.
Con el aneroide medí que estaba a unos 260 pies (80
metros) por encima de nuestro punto de partida y, en
consecuencia, unos 10 pies (3 metros) más alto que el primer
nido. Volviendo a la oscura hendidura, nos arrastramos hacia
arriba por ella otros cien pies (30 metros), y entonces nos
detuvimos, mientras que nuestros dos ex-cabreros habían sido
enviados a explorar hacia arriba y tratar de encontrar una posible
ruta. Lo hicieron admirablemente y pronto estuvimos reunidos en

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480
un punto a unos 360 pies (110 metros) de altura (como comprobé
por el aneroide), y a solo unos 100 pies (30 metros) por encima
del nido.
Pero estábamos en una posición de lo más difícil y
peligrosa; he descrito ya los estratos inclinados que formaban la
montaña en este punto. Ahora nos encontrábamos sobre rocas
desgastadas y fracturadas que caían, en un ángulo de 45 grados,
hacia el borde del cortado de los quebrantahuesos, por debajo de
nosotros. A un lado teníamos unos 100 pies (30 metros) de peñas
desprendidas que habíamos escalado utilizando los salientes
estratificados como escalones, mientras que en el otro lado, una
pared de roca cerraba nuestro paso.
Entre los estratos había tierra húmeda y una profusión de
hierbas mezcladas con fragmentos sueltos de roca del estrato
principal, producto de la acción del sol y la helada. Por allí
encontramos un paso y, asegurándome con una vuelta de cuerda,
trepé cuidadosamente hasta el borde del cortado con la música del
sonido producido por el suelo suelto y las rocas que se
desprendían conforme lo hacía. Asomándome sobre el borde vi
una pequeña repisa a menos de 40 pies (12 metros) por debajo de
mí, con un acebuche que crecía en su extremo. Yo sabía que este
árbol estaba exactamente sobre el nido, y también sabía que la
roca sobre la que crecía estaba extraplomada. A la izquierda del
árbol (mirando al acantilado) había una conveniente barranca
cubierta de hierba que caía en pendiente, con rocas aserradas que
surgían en líneas paralelas. Esto ofrecía el camino más seguro de
descenso y la posibilidad de rodear la roca extraplomada.
Volviendo hacía mis compañeros, les expuse el "plan
especial". Puesto que el lugar era particularmente peligroso decidí
utilizar dos cuerdas. Así, atando el centro de nuestro rollo de 300
pies (90 metros) a una conveniente peña y, lanzando el extremo
sobre el cortado, me ajusté el arnés y la cuerda y me descolgué
desde el borde. Apenas lo había hecho ¡cuando comenzaron a
desmenuzarse y a moverse diversos fragmentos de la superficie

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481
de la roca por encima de mí! Yo estaba preparado para esto. Con
la ayuda de la cuerda de seguridad fui rápidamente suspendido y
procedí a hacer caer las rocas sueltas. Se desprendió una
avalancha de roca y tierra muy negra. Cuando todo estuvo limpio
fui descolgado paso a paso, apartando todas las rocas sueltas
conforme avanzaba. Para protegerme algo de las piedras que
caían había rellenado mi sombrero con ramas cortas de brezo
antes de empezar, y estuve acertado en hacerlo, ya que de vez en
cuando la cuerda desprendía pequeños fragmentos de arriba.
Pero ahora me encontré con otro problema, la cuerda, al
soportar mi peso, se introdujo por las estrechas fisuras entre los
estratos y, no solamente desprendía más piedras, sino que
amenazaba con atascarse. Por último, alcancé el borde del
estrechamiento, estaba solo a 60 pies (18 metros) de mi grupo
pero cada paso había sido una fuente de ansiedad para todos
nosotros.
El cortado ahora era vertical, me deslicé sobre él y me
encontré pronto al mismo nivel del gran nido, a unos 10 pies (3
metros) a su izquierda. Era imposible acercarme más, pues yo
dependía totalmente de la cuerda. Por encima del nido estaba la
roca extraplomada y parecía que había una posibilidad de
columpiarme por debajo de ella si era capaz de coger mi cuerda
de seguridad, guiada directamente desde arriba. Una vez más fui
izado, y volví hasta el acebuche. Suspendiendo mi cuerda de
seguridad le di la vuelta sobre el tronco del árbol, y la dejé caer
sobre el cortado. Entonces, sujetándola, ordené "Bajar" y
descendí como antes con mi peso sobre la cuerda a la que estaba
atado, pero manteniendo la tensión sobre la cuerda que daba la
vuelta al acebuche. Así, gradualmente, me desplacé hacía el nido
y conseguí agarrar una roca saliente a la entrada de la cueva,
impulsándome hacia el interior. Se puede juzgar mi sorpresa,
desengaño y desmayo ¡al encontrar de nuevo el nido vacío!
Era exactamente igual que el primer nido, una gran masa
de palos con un espeso forro suave de lana de oveja y pelo de

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

482
cabra. En el centro yacía un montón de lana negra de cordero, el
objeto misterioso que yo había visto desde lejos llevar el ave a su
nido.
El porqué estas aves repararon y forraron un segundo nido
en esta época no lo sabré nunca, ya que no pude hacerle otra
visita. Alguien podría imaginar que había alcanzado mi límite de
decepción y amargura, pero no era así. Al menos podía tomar una
foto de la cueva y el inmenso nido. Para ello necesitaba más
cuerda que me permitiera desplazarme al interior y conseguir un
punto favorable, así que ordené a los de arriba "Bajar", pero no
obtuve respuesta. Repetidos silbidos no produjeron efecto, y oí
sonidos indistinguibles como respuesta, así que comprendí que
algo iba mal y que una vez más la cuerda estaba atascada. ¿No
iba a tener fin mi mala suerte?
De pronto me acordé que, probablemente, al lanzarme
hacia el nido con la cuerda de seguridad, había llevado la cuerda
de descenso hasta una de las estrechas fisuras entre los estratos
verticales y la había atascado. Así fue. Por tanto dando un fuerte
golpe de silbato "Sujetar fuerte" solté la cuerda de seguridad y me
volví a columpiar sobre la otra, que al soportar todo mi peso noté
que cedió, y así supe que se había soltado. Mirando hacia abajo vi
mi cuerda de seguridad, que estaba tocando el saliente a unos 30
pies (9 metros), y ordené "Bajar". Tras colgar unas cuantas
yardas, porque el cortado estaba extraplomado, aterricé sin
novedad en el saliente. Desde aquí me dirigí hacia abajo hasta el
canchal, y luego hasta los mulos, donde nos fuimos reuniendo
todos con tanto estoicismo como pudimos.
Felizmente nuestros problemas y desgracias de este día
fueron olvidados, en buena parte debido a otros asuntos de
absorbente interés. Uno de los grandes atractivos de la búsqueda
de aves salvajes en sus dominios, especialmente en un país
agreste como España, son las innumerables compensaciones
posibles que de vez en cuando se pueden presentar para colmar

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483
los sentimientos heridos y hacer olvidar a uno la decepción de un
fracaso como el que acabo de describir.
En el camino de vuelta de la segunda e infructuosa
expedición al cortado de los quebrantahuesos, tuve la gran suerte
de presenciar una exhibición de los hábitos y costumbres de estas
aves que entra dentro del grupo de los muy escasos.
La mayoría de la gente que ha leído sobre aves, sabe que a
esta especie se le atribuye la costumbre de transportar en el aire a
gran altura los huesos más grandes de los animales muertos, y
dejarlos caer sobre alguna roca con el propósito de romperlos y
llegar así al tuétano. De aquí que el ave tenga tal nombre en
español de quebranta-huesos. Tan familiar es esta costumbre para
todos los que viven en las zonas donde se encuentra que no he
intentado imponer mis experiencias sobre la misma a los lectores
de este libro, ya que durante años ha sido para mí muy cierto, el
que el quebrantahuesos rompe los huesos dejándolos caer desde
la altura.
A pesar del hecho de que esta curiosa costumbre ha sido
aceptada por muchos autores sucesivos, en uno de los más
recientes libros sobre ornitología, publicando en 1907, "La Fauna
de Sudáfrica", vol. IV, de W.L. Sclater y A.C. Stark (El Dr. Stark
murió por un obús boer durante el sitio de Ladysmith) me
sorprendió ver que esta costumbre de romper huesos es atribuida
tan sólo a un ejemplar conocido. Pero ello no era todo, ya que en
"Notas sobre Aves Indias", de Allan Hume, se describe cómo el
quebrantahuesos ha sido observado llevando huesos hasta las
alturas y dejándolos caer, pero no había una prueba positiva de
que esto lo hacía con un propósito fijo, ya que los que lo
observaron no vieron al ave completar la operación, descendiendo
a comer los huesos fracturados. Yo no tengo la menor duda, pues
esta costumbre del quebrantahuesos ha sido descrita por otros
mucho más competentes que yo, pero como esas citas son, al
parecer, poco accesibles (de hecho yo no encuentro ninguna en

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484
ninguna biblioteca), me aventuro a describir lo que vi en este
octavo día de abril de 1906. (1).
Puedo decir que, en el sur de España, el nombre de
quebrantahuesos es bien conocido por todos los que viven en la
sierra pero, en las grandes áreas donde el quebrantahuesos es
escaso, el nombre se aplica a su pequeño pariente el buitre
egipcio o alimoche. Al alimoche, sin embargo, nunca se le ha
atribuido el romper huesos de la forma que lo hace el
quebrantahuesos.
Repetidamente durante mis andanzas, los cabreros y otros
me han mostrado lugares que frecuentaba el quebrantahuesos
para llevar a cabo su reconocida práctica de romper los huesos y,
una y otra vez, al visitar estos lugares, he encontrado el miembro
seco y putrefacto de una cabra u oveja.
Pero hasta ahora nunca había presenciado los métodos
adoptados por estas aves.
Volviendo a nuestra experiencia; habíamos enviado
nuestros mulos a casa bajando el pendiente valle que habíamos
seguido en el viaje de ida por la mañana, y habíamos seguido un
sendero a lo largo de una gran sierra con grandes cortados, por si
encontrábamos algo de interés.
De vez en cuando veíamos quebrantahuesos muy altos,
hasta seis aves solitarias y dos veces una pareja, probablemente la
del nido que habíamos visitado.
En cierto momento vimos un ave sola volando quizás a
unos 2.000 pies (600 metros) de altura, y llevando un objeto
largo, considerablemente más largo que la larga cola en forma de
cuña del ave. Observé con el telescopio que se trataba del
miembro posterior de algún animal grande.
El ave lo agarraba con su pata derecha, justo por debajo del
corvejón, y tras observarlo dar vueltas en lo alto durante algunos
minutos dejé mi lente e hice un boceto a lápiz de lo que había
visto, del cual he dibujado el que se representa en la página
siguiente.

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Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG
Quebrantahuesos en acción. De un boceto realizado segundos antes de dejar caer la pata.
Apenas lo había completado cuando el ave dejó caer el
objeto. Iba acompañado por el difunto Mr. Edward Hunt,
Ingeniero Jefe del Ferrocarril Algeciras-Bobadilla, y observamos
el objeto caer dando vueltas unos 1.500 pies (450 metros) hasta
estrellarse sobre una terraza horizontal de caliza, por debajo de
nosotros. El fuerte golpe resultó audible claramente desde nuestro
puesto, a un cuarto de milla de distancia (450 metros) y quizás a
200 pies (60 metros) por encima del lugar donde golpeó. Casi
inmediatamente el quebrantahuesos se lanzó hacia abajo y, tras
uno o dos picados descendientes, se posó cerca del objeto. Con
mi telescopio lo observé tirar del miembro durante unos minutos
y comer de él. Luego lo agarró, esta vez con su pata izquierda, de
nuevo justo debajo del corvejón y echó a volar. Se notaba
claramente que el miembro era mucho más corto que antes, como
si el fémur hubiese sido arrancado de él. Hice un segundo dibujo
del ave cuando estaba en lo alto por encima de nosotros, que
aparece al final de este capítulo.
Pronto descendió y se posó en una peña a unos cientos de yardas
de nosotros, donde empezó a picotear la extremidad. Después de
cierto tiempo echó a volar de nuevo, esta vez sin la presa, pero en
lugar de volar hacia arriba, descendió a un valle a unos 300 pies
(90 metros) por debajo de la terraza rompehuesos, y se posó. Lo
observé con mi lente caminar hasta el cadáver de un ternero y
comenzar a desgarrarlo. Pronto se le unió un joven alimoche,
haciéndose entonces muy notable la gran diferencia de tamaño
entre las dos aves. El alimoche no pareció estar alarmado en
presencia de su gran pariente pero de vez en cuando recibía
tirones y picotazos. Después de cierto tiempo el quebrantahuesos
se levantó y voló, dejando al alimoche en posesión del lugar.
Desde la terraza que estábamos recorriendo había una bajada muy
pendiente hasta la meseta rompehuesos y llegar allí significaba
volver sobre nuestros pasos durante una milla o más, así que
decidí, con pesar, marcharnos sin visitar el lugar.

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Un cabrero que venía con nosotros aseguraba que era uno
de los lugares favoritos de las aves para dejar caer los huesos, y
no tengo duda de que estaba en lo cierto.
El agudo sonido cascado que hace el impacto del hueso
sobre la roca es un ruido inconfundible, y recuerdo momentos
anteriores a lo aquí narrado, cuando lo he oído mientras escalaba
en una sierra frecuentada por quebrantahuesos y los hombres que
me acompañaban apuntaban la causa, en la que en aquel
momento yo no creía. Desde entonces lo he oído dos o tres veces,
pero nunca antes ni desde entonces he presenciado de tal forma
las tres fases de elevar el hueso, dejarlo caer y bajar para comer
de él.
En los nidos que he visitado he encontrado fragmentos de
extremidades de ovejas, cabras, burros y otros animales, con los
huesos de la tibia o fémur fracturados y astillados saliendo al
exterior del seco pellejo que cubría la parte inferior. De ninguna
otra manera, excepto por la caída desde lo alto, podrían haberse
roto estos pesados huesos de tal forma ya que, por muy fuerte que
sea el pico del quebrantahuesos, no es lo suficiente como para
quebrarlos.

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CAPÍTULO X

EL QUEBRANTAHUESOS (Continuación)

Tercera Expedición - Derrotados por el mal tiempo -


Cuarta expedición - Observación del ave en el nido - Aspecto
feroz - Subida al cortado y descenso - Una agonía de temores y
esperanzas - Alcanzando el nido - Un joven quebrantahuesos -
Descripción de la cueva y el nido - La despensa del
quebrantahuesos - Fotografiando al joven - Una situación
ajustada - Ataque a la cámara - Dejo el pollo y desciendo -
Comportamiento tímido de los padres - Quinta expedición - Un
panorama maravilloso - Un reducido equipo de descenso - Una
falsa bajada - Vuelta a subir - Un momento depresivo - "Ahora o
nunca" - De nuevo soy bajado - Alcanzando el nido - ¡Por fin! -
Una cueva terriblemente desagradable - Una bajada difícil -
Carretes defectuosos - Premio de consolación.

Alrededor de la primera semana


de febrero del año siguiente
organicé, una vez más, una
expedición para visitar a los
quebrantahuesos en su territorio.
El día anterior a nuestra
partida había sido bueno, pero
había unas nubes bajas
deslizándose por las cumbres y
otras señales de que se acercaba
mal tiempo. A la luz del día
pesadas nubes deshilachadas
cubrían toda la parte superior de
la sierra. Si hubiera podido
habría cancelado la expedición,
pero mis amigos, de los que

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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dependía enteramente para manejar las cuerdas, sólo podrían
faltar un tiempo limitado, y así, aún en contra de lo que me
parecía más adecuado, partimos. Cuando estábamos a menos de
1.000 pies (300 metros) por encima del nivel del mar, penetramos
en las nubes y llegó la lluvia, que persistió tres días y tres noches.
Llegamos hasta una distancia de medio día a caballo de nuestro
cortado, pero estaba absolutamente fuera de consideración seguir
adelante entre los precipicios así que, forzosamente, tuvimos que
retirarnos desconcertados. Nuestra vuelta, a través de las
montañas, no careció de aventura ya que todos los arroyos iban
desbordados.
A pesar de esta tercera negativa yo estaba aún ansioso por
conseguirlo, ya que pensaba que nadie más podría llegar al nido.
Si yo daba suficiente tiempo a las aves antes de volver al ataque,
ellas podrían sacar su pollo y yo sería recompensado, al
permitírseme fotografiar el pollo de quebrantahuesos en su nido.
Esto me sonaba en cierto modo a contar con el pollo antes de
tiempo, pero por lo que yo había visto de los quebrantahuesos el
año anterior, y por lo que yo sabía de sus costumbres, siempre y
cuando no fueran molestados, estaba seguro de que de nuevo
habrían criado en el mismo cortado este año. Calculaba que
volvería a visitar el lugar en unas cuatro semanas pero, debido al
mal tiempo en la sierra, pasaron siete semanas antes de que, una
vez más, me encontrase cerca del gran cortado.
Era una buena mañana de abril aunque fría, era muy
temprano cuando cabalgábamos desde el punto donde habíamos
pasado la noche antes, continuando nuestro camino montaña
arriba. Tras unas cuantas horas llegamos a nuestro viejo punto
debajo del nido. El frío era intenso y encendimos una gran
hoguera para calentarnos mientras observábamos los paredones.
Mientras estábamos en ello un quebrantahuesos llegó volando por
encima de nosotros, muy bajo y volviendo su cabeza
ansiosamente hacia el cortado y hacia nosotros, alternativamente,

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490
conforme pasaba. Entonces estuve convencido de que el nido
debía de estar ocupado.
Y no estaba equivocado ya que, inmediatamente después,
la cabeza de un quebrantahuesos había aparecido espiándonos por
encima del borde del gran nido, que por cuestión de orden he
llamado "Nº 2" en el capítulo anterior. Con el telescopio resultaba
tan fácil ver el ave como si la tuviera a mano. Seguramente nunca
un ave me pareció tan salvaje, con sus crueles ojos naranja pálido
rodeados de carmesí fijados en nosotros, las "cejas" negro
azabache y el "bigote" (resulta así poco científico pero expresa
exactamente la apariencia general) así como la peluda barba
negra, que parecía diseñada para darle al ave un aspecto de
malevolencia y ferocidad que, ciertamente, no se merece. Las
apariencias están, ciertamente, en contra del quebrantahuesos ya
que, a pesar de su conducta aparentemente salvaje, muestra
mucha más confianza en el hombre que los buitres leonados,
como demuestra su elección de anidar a veces en lugares
próximos a viviendas humanas. Por otra parte, a pesar de todo lo
que se cuente, el quebrantahuesos se espanta más fácilmente que
el buitre leonado cuando uno se acerca a su nido; simplemente
levanta el vuelo y se aleja sin preocuparse de la suerte que pueda
correr su pollo, resultando en este aspecto mucho más parecido a
su pequeño pariente el alimoche. Las experiencias que narro a
continuación, que deben ser tomadas como típicas, creo que lo
demuestran.
Tras observarnos atentamente por un tiempo el adulto bajó
la cabeza y se perdió de nuestra vista. Yo estaba seguro que el
nido contenía pollos y, de acuerdo con ello, hicimos nuestros
preparativos. Como anteriormente, ascendimos por el canchal y,
llegados al punto donde se iniciaba el canalizo escalé la pared por
su lado más lejano, hasta el nivel del nido, tomando la foto de la
peña que se reproduce en la página siguiente. Mientras lo hacía,
el adulto, oyendo los chasquidos de nuestros pies sobre las
piedras sueltas, sacó la cabeza de nuevo. En esta ocasión estaba a

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491
tiro nuestro y todos tuvimos otra oportunidad de admirar su
espléndido colorido. Su siniestro aspecto cuando arrancó el vuelo
fue algo para recordar.

El cortado del quebrantahuesos (Nido nº2)


(las flechas indican la exacta posición del nido)

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En la citada foto se indica la posición exacta del nido en el
lugar donde se cruzarían las flechas de arriba e izquierda de la
foto. Inmediatamente por debajo del nido y algo más abajo del
centro de la foto hay una pequeña cornisa sobre la que había
algunos palos y piedrecillas caídas desde el gran nido. Desde esta
cornisa discurre el escalón de roca por el cual salí con ocasión de
mi visita del año anterior. Como se apreciará, resulta algo difícil
desplazarse por ésta a medida que se acerca al borde derecho de
la foto y por ello descendí hasta la repisa inferior que se une al
canalizo a unos pocos pies por detrás de la esquina inferior
derecha (ver también Vista General de la pág. 514). Una
inspección minuciosa hace posible identificar el acebuche, que
supone un punto de conexión tan importante para alcanzar este
nido. Cae cerca de la parte superior de la fotografía, justo por
debajo de la flecha superior. El nido nº 1 no es visible en la
fotografía, estando escondido por el gran bastión calizo que
ocupa el centro de la imagen.
Fue emocionante escalar el canalizo contiguo que queda
por encima del canchal; en algunos lugares la caliza estaba tan
resquebrajada y suelta que causaba preocupación a los que venían
escalando debajo de nosotros. Pronto nos encontramos sobre la
misma terraza saliente inclinada del año anterior y procedimos a
llevar a cabo el mismo plan para descender. Atando mi cuerda de
300 pies (90 metros) por su centro a la peña, de nuevo dejé caer
una de sus partes hasta el acebuche. Advertido por la experiencia
del año anterior, fui extremadamente cuidadoso en vigilar por
donde iba mi cuerda y cómo iba el desprendimiento de rocas
sueltas y piedras, y fue muy afortunado el que lo hiciera así, ya
que encontramos todo el saliente del cortado en un estado de
desintegración todavía mayor que el año anterior debido a las
fuertes y recientes lluvias. Finalmente, despejé un paso
razonablemente seguro y fui descolgado hasta el acebuche;
entonces pasé mi cuerda de seguridad a su alrededor y,
soltándola, descansé mi peso sobre la cuerda de bajada e hice la

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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señal decisiva. Conforme me dejaba caer desde el borde y me
arrastraba hacia abajo por la superficie húmeda y resbaladiza del
cortado, confieso que experimenté una perfecta agonía de temores
y esperanzas. ¿Estaría el nido ocupado o no? Llegando a la peña
extraplomada me impulsé hacia el interior y, cuando estuve
enfrente del nido, miré al interior y ¡no vi nada dentro de él!
Se trataba de la misma gran estructura de palo del año
anterior, forrada ampliamente con fuerte lana de oveja de color
marrón y pelo de cabra. Inmediatamente después detecté, a menos
de cuatro pies (1,20 metros) de mí, aplastado entre la lana
marrón, un gran pollo de idéntico color al del nido, echado
inmóvil con la cabeza y el pico descansando sobre la espesa masa
de lana que tenía enfrente.
¡Mi reacción fue indescriptible! Balanceándome hacia el
nido avisé de que me dieran más cuerda y me arrastré al interior
de la cueva que, como se verá, era un lugar difícil y estrecho.
Aunque la entrada de la cueva tenía seis pies (1,80 metros)
de altura, el techo caía hacia abajo, de manera que el interior no
estaba ni a dos pies (60 centímetros) por encima del nido. La
profundidad total era de unos 4 pies (1,20 metros) y la anchura de
6 pies (1,80 metros). Agachado en el extremo interior de la cueva,
para evitar el riesgo de caerme, me dispuse a examinar el lugar.
El nido medía casi exactamente cuatro pies (1,20 metros) de
diámetro, con un hueco de 18 pulgadas (45 centímetros) de ancho
en la parte más interior. El pollo era del tamaño de un pato
doméstico y estaba cubierto de un espeso y cerrado plumón, de
color ocre pálido, salvo en la cabeza que era de un color sepia
intenso. Las plumas primarias y la cola estaban justo emergiendo
de sus cañones y eran de un marrón muy oscuro, de una media
pulgada (1,20 centímetros) de longitud, mientras que en la zona
escapular mostraba dos líneas de plumas oscuras más cortas. El
iris era de un marrón pálido sucio, con el pico y los pies color
cuerno. Esperaba ver un ave con un ojo vivo, pero era
exactamente lo contrario, era sorprendente la palidez y la falta de

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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lustre que tenía. Todo el tiempo que lo estuve observando
mantuvo un continuo y rápido guiño que auguraba el fracaso en
la fotografía.
Pero lo que más me impresionó fue todo lo que rodeaba al
pollo que, para mí, era novedoso por completo. Junto a la masa
de palos y pequeñas ramas de matorral seco que formaban el nido
había varios fragmentos cortos de cuerda vieja, y un perfecto
"Gólgota" de restos de animales. A unas seis pulgadas (15
centímetros) del pico del ave había una pata de ternero cortada
por encima del corvejón y cerca de esta una pata de burro con el
corvejón, mientras que en todo alrededor había muchas partes de
patas de ovejas y cabras de varios tamaños. Toda la parte exterior
del nido estaba sembrada del revestimiento córneo de las pezuñas
de cabras y ovejas, algunas de considerable antigüedad. Una
extremidad de una gran cabra resultaba particularmente
interesante ya que mostraba los hábitos y costumbres de estas
aves. Era una porción de una pata trasera con la pezuña intacta y
con el fémur roto y astillado por la mitad. La piel había sido
vuelta limpiamente hasta debajo del corvejón y el hueso limpiado
con el pico. Curiosamente no había ningún olor apreciable en el
nido, con los horripilantes restos bien frescos como en el caso de
la pata del burro, o secos.
Habiendo satisfecho mi curiosidad al máximo, y tomando
notas de todo lo que vi, empecé a preparar la fotografía del nido.
Aquí me encontré con una dificultad inesperada, aparte de la
corta distancia disponible, ya que el techo estaba tan bajo que
apenas podía mirar con dificultad a través del visor. También,
dondequiera que me agachaba, bien mis pies o bien mis rodillas
¡se interponían en la foto! Pronto me di cuenta de que solamente
era posible fotografiar el nido y el pollo desde un lado, es decir,
donde yo estaba agazapado. Por suerte, en un extremo de la cueva
había una pequeña fisura hacia el corazón de la roca y, metiendo
mis pies en ella y apretándome en el más reducido espacio
posible, me fue posible trabajar con la cámara.

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

495
He tenido muchas experiencias curiosas fotografiando
nidos de aves, pero ésta fue una de las más sorprendentes de las
muchas situaciones difíciles en que me he encontrado. A mi
derecha, entre mi cuerpo y el borde del cortado, había un saliente
inclinado de roca desde cuya parte más posterior podría
colocarme a apenas 3 pies (90 centímetros) de distancia. La
cámara que yo tenía era la vieja Kodak Nº 3, en la cual la apertura
más pequeña era igual a F/32. Tras muchos inconvenientes
conseguí apoyar la cámara firmemente en el saliente. Pero todos
los intentos de mirar por el visor fueron impedidos por una roca
particularmente saliente contra la cual golpeaba mi cabeza en
vano. Así que tuve que contentarme con dirigir la cámara hacia el
objetivo a ojo, y presionando el obturador, le di una exposición
de 40 segundos.

Pollo de quebrantahuesos fotografiado a unos 60 cm. de distancia.

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496
Todo parecía tan imposible e incierto que decidí no
arriesgarme a malgastar más película de esta manera.
Antes de comenzar con las lentes de aproximación giré
suavemente la cámara para tomar la parte delantera del nido y el
perfil de la cara del cortado al otro extremo de la cueva. Hice
bien, ya que a mi vuelta a Inglaterra me fue posible unir estas dos
fotografías con una tercera y retocar las uniones con el resultado
que se puede observar en la ilustración de la página 503. Puedo
decir aquí que esa es la única foto compuesta de este libro, y creo
que se debe considerar las peculiares circunstancias del caso para
justificarla. Si el resultado no es muy artístico sólo puedo alegar
su absoluta realidad y que representa lo más aproximadamente
posible lo que vi cuando estaba agazapado en la cueva.

Pollo de quebrantahuesos fotografiado a unos 45 cm. de distancia.

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497
Después decidí tomar alguna foto del ave a una distancia
más conveniente, así que ajustando mi lente de aproximación de
24 pulgadas (60 centímetros), apoyé mi cámara en la roca a esa
distancia de su pico y comencé a trabajar.
De las tres fotos tomadas a esta distancia dos resultaron
bastante buenas. En todos los casos intenté de 34 a 40 segundos
de exposición. Una vez que la cámara se deslizó de su precario
apoyo en el saliente inclinado, la película se echó a perder.
Entonces reemplacé la lente de 24 pulgadas (60
centímetros) por una de 18 (45 centímetros) y suavemente
empujé la cámara 6 pulgadas (15 centímetros) más cerca. El
primer intento fue tan bueno que induje a mi objetivo a que
permaneciera quieto unos 35 segundos con el resultado que se
muestra en la página anterior.
Un segundo intento no fue tan feliz, ya que después de
veinte segundos tuve que cerrar el obturador rápidamente cuando
el ave comenzó a moverse y, levantándose, se echó de nuevo para
mostrarme solamente su severa mirada.
Entonces cometí la equivocación de intentar hacer girar a
mi recalcitrante modelo. Se levantó lleno de cólera y produjo un
grito gutural muy parecido al del pollo de buitre leonado. Yo
estaba preparándome para lo peor cuando, para mi tranquilidad,
se calmó mirándome desconfiadamente. Una vez más me puse a
trabajar con la cámara, pero en el momento de presionar el
disparador se levantó y avanzó hacia delante hasta acercarse a un
pie (30 centímetros) de las lentes. Se calmó de nuevo, mirándolas
ferozmente; yo mantuve la película en exposición aunque el ave
estaba obviamente fuera de foco, pero en unos veinticinco
segundos su paciencia se acabó y, con determinación, hizo
intento de agarrar la molesta cámara que tenía enfrente, así que
tuve que cerrar el obturador. El resultado, como se puede esperar,
no fue muy bueno pero estuvo bien, teniendo en cuenta la
peculiaridad de las circunstancias.

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498
De nuevo volví a la lente de 24 pulgadas (60 centímetros)
y tomé tres fotos más, en dos de las cuales el ave ciertamente
molesta, salió movida. La tercera era buena y, además, me
proporcionó una buena vista del techo de la cueva que, tal como

Pollo de quebrantahuesos atacando a la cámara. Fotografiado a unos 30 cm. de distancia.

vinieron las cosas, resultó extremadamente útil para mí cuando


luego me dispuse a componer la foto más grande del nido.
Eran casi la una y media y yo había estado agazapado en la
cueva durante más de ochenta minutos. Tenía que decidir ahora el
destino de la joven ave que me hubiera gustado mucho llevar a
mis aviarios de Inglaterra. Estaba en esa edad en que el peligro de
calambre podía ser desechado pues sus cañones estaban saliendo
bien. Pero entonces recordé que aún no tenía el huevo del
quebrantahuesos en mi colección, el único huevo de todos los de

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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las grandes rapaces que habitan regularmente en España que no
había tomado con mis propias manos, y por tanto decidí dejar al
pollo sin molestarlo, con la esperanza de que, haciéndolo así, sus
padres serían inducidos a criar de nuevo en el mismo cortado el
año siguiente.
Así que recogí mis cosas y, tras avisar a mis muy sufridos
y medio helados amigos de arriba, tensé la cuerda y me descolgué
sobre el saliente a 30 pies (9 metros) por debajo, aterrizando en el
borde exterior del mismo. Antes de abandonar el nido había
lanzado unas cuantas extremidades de cabras y otros animales
para mostrar a mis compañeros, pero casi todos habían rebotado
del saliente donde golpearon y cayeron 150 pies (46 metros) o
más, una buena prueba de la vertical y extraplomada naturaleza
del cortado, ya que el saliente bajo el nido era muy ancho.
Durante todo el tiempo que estuvimos ocupados en escalar
(unas dos horas y media) ninguno de los quebrantahuesos adultos
se acercó por el nido, una conducta bien distinta de la de los
buitres leonados en tales circunstancias. Poco después de
reunirnos con nuestros mulos, uno de los adultos volvió y entró
en el nido. Como estaba ansioso por tomar una instantánea del
ave saliendo, escalé de nuevo hasta el punto desde donde había
fotografiado el cortado por la mañana. Conforme lo hacía,
suavemente se deslizó fuera del nido antes de que yo pudiera
poner mi cámara en acción. Entonces me oculté durante una hora
en una cueva de por allí, esperando a que volviera, pero no estaba
por la labor de dejarse engañar y, finalmente, me reuní con mis
compañeros.
Cuando bajábamos la montaña se podían ver ambos
adultos volando en círculos sobre el cortado y se les unió luego
una tercera ave. En nuestro camino de vuelta a casa vimos otra
pareja de quebrantahuesos, uno de los cuales llevaba una
extremidad de algún animal en su pata izquierda. Así terminó
nuestra campaña de 1907.

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

500
Durante la primera semana de enero de 1908, hice todos
los preparativos para un nuevo ataque sobre el territorio de los
quebrantahuesos, pero todo se retrasó más de seis semanas.
Primeramente por el continuo mal tiempo y después por la
dificultad de encontrar hombres de confianza para formar un
equipo de bajada, ya que ahora tenía buenas razones para saber
que se trataba de un cortado particularmente peligroso.
Finalmente conseguí un equipo bajo el asesoramiento del
Teniente de la Royal Navy Gerald Hamond, hijo de un antiguo
colega, el difunto Comandante Robert Hamond, que había sido
compañero mío treinta años antes en muchas expediciones en
busca de nidos cerca de Gibraltar, algunas descritas en los
primeros capítulos de este libro. Favorecidos por un tiempo
espléndido finalmente el 16 de febrero nos encontramos
inmediatamente debajo del famoso cortado. Estábamos bien
seguros de que las aves estaban criando no lejos de allí, ya que
enseguida vimos una de ellos en vuelo y resultaba casi cierto que
su pareja estaba echada en el nido. Una cuidadosa inspección de
los dos nidos con un telescopio nos mostró que el Nº 1, el
primero que habíamos visitado en 1906, estaba ocupado; mientras
que el Nº 2, el de 1907, estaba obviamente en un estado de
deterioro y no ocupado. Tras disparar varios tiros de pistola con
la esperanza de provocar que el adulto, si estaba en el nido, se
hiciera presente, envié a uno de mi grupo a la terraza que estaba a
200 pies (61 metros) por encima de nosotros. Hasta que disparé
dos veces mi pistola, cerca y por debajo del nido, a menos de 20
yardas (18 metros) del mismo, no se disipó nuestro suspense, al
ver al adulto levantar su cabeza de repente y mirar hacia fuera.
Después abandonó el nido y nos proporcionó una vista espléndida
cuando pasó por encima de nosotros a la brillante luz del sol. No
perdimos tiempo en subir por el canchal y el inclinado canalizo y
llegar a la cumbre a 550 pies (168 metros) por encima del lugar
donde estaban atados nuestros mulos; sólo nos detuvimos para
recobrar el aliento. Era uno de esos peculiares gloriosos días de la

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

501
primavera temprana en el sur de España, y la vista desde nuestra
posición era magnífica, lo que nos hizo detenernos por un tiempo
antes de empezar a trabajar. Tan clara estaba la atmósfera que
podíamos distinguir la relucientes aguas del Atlántico cerca del
Cabo Trafalgar, a más de 50 millas (80 kms.) de distancia,
mientras que hacia el oeste las grandes llanuras del Guadalete y
del Guadalquivir, salpicadas de pueblos blancos aquí y allí, se
extendían como otro océano, a 4.000 pies (1.200 metros) por
debajo de nosotros.
Dejamos la cumbre e hicimos nuestro camino con cuidado,
bajando por las pendientes y deslizantes laderas hacia el borde del
gran cortado. Durante esta operación uno de los de mi grupo (no
un marino) encontró las alturas más fatigosas de lo que él
esperaba y lo dejamos atrás. Esto fue ciertamente desafortunado
ya que, materialmente, se redujo la fuerza humana en la que
estaban basados mis cálculos.
El viejo adagio de que las desgracias nunca vienen solas
quedó bien probado en las siguientes operaciones. Entre aquella
desolación de rocas dentadas y laderas pendientes y resbaladizas,
que estaban coronadas de nieve cuando yo había visitado el lugar
hacía dos años, no podía identificar con precisión el punto donde
entonces había colocado a mi equipo de bajada. Así que,
eligiendo lo que parecía ser el punto más bajo posible me coloqué
mi arnés de lona y comencé a bajar. Muy pronto, tras haber
colocado mi reducido equipo de bajada y, descendiendo unos 50
pies (15 metros), descubrí que estaba perdiendo mi dirección,
inclinándome demasiado hacia la izquierda (mirando al cortado).
Mientras intentaba rectificar la cuerda hacia la derecha,
para recobrar mi propia línea, un grito de aviso desde arriba me
hizo mirar hacia allí y fue afortunado que lo hiciera, ya que mi
cuerda estaba corriendo sobre una gran roca colgada sobre el
borde del precipicio a unos 30 pies (9 metros) exactamente
encima mía. Mi ayudante español, un antiguo cabrero y muy
audaz escalador que había estado conmigo en diversas ocasiones

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Pollo de quebrantahuesos en su nido. Montaje de tres fotografías.

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503
bajó cuidadosamente y, cuando yo hube retrocedido unas cuantas
yardas, empujó la roca de arriba, que cayó tronando cientos de
pies. Despejado este peligro inesperado continué mi descenso
hasta que alcancé el saliente cubierto de yerba que estaba
inmediatamente encima de la famosa "alcachofa" descrita en el
capítulo anterior.
Y entonces cometí uno de esos infortunados errores que,
como tantos otros errores en la vida, al principio pareció no tener
ninguna importancia pero que conduciría después a unos
resultados muy complicados. En el intervalo de tiempo que había
pasado desde que yo había estado la última vez en esta parte del
cortado, había hecho muchos otros descensos y no estaba seguro
de la línea exacta que había tomado para llegar al nido. También
tenía aún vivos recuerdos de las dificultades y peligros del
descenso en 1906, cuando la cuerda se atascó, y por tanto estaba
ansioso de, en lo posible, encontrar un camino nuevo y más fácil
para bajar. Así pues llamé al encargado de los mulos, a unos 400
pies (120 metros) por debajo, para preguntarle la posición exacta
del nido y me indicó que me desplazara a la derecha (mirando al
cortado) de la "alcachofa". Esto era tranquilizante, ya que aquí
encontré una barranca de yerba que, aunque casi vertical y,
obviamente resbaladiza, parecía infinitamente más atractiva que
las rocas proyectadas al exterior inmediatamente por debajo de
mí, de las cuales yo tenía tan desagradable memoria. Así que me
deslicé dentro de la barranca e indiqué "Bajar", y descendí más de
80 pies (24 metros) agarrándome en vano a rocas sueltas, masas
de saxífraga y otras plantas, todo lo cual se desprendía y
desmoronaba en mis manos junto con una ducha de piedras y
tierra negra. De pronto me encontré pasando junto a una gran
masa de roca extraplomada, y supe que estaba por encima y muy
cerca del nido. Tenía el silbato en la boca (como siempre en los
momentos críticos) e hice sonar agudamente "Sujetar", con lo que
soporté un tirón, columpiándome separado de la pared, y
exactamente enfrente del extremo derecho del gran nido. Pero

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

504
estaba demasiado bajo como para poder mirar dentro del nido. Un
empujón con el pie me lanzó hacia fuera, y conforme volví me
agarré a la pared consiguiendo, por suerte, un buen agarradero.
Todo lo que necesitaba ahora era un poco más de cuerda que me
permitiera columpiarme al interior de nido. Así que silbé
pidiendo más cuerda, pero no obtuve respuesta. Conociendo bien
que era simplemente cuestión de tiempo el que mis fuerzas
quedaran exhaustas, me esforcé por asegurarme al nido con el
extremo de mi cuerda. Pero no encontraba ningún punto
adecuado y todos mis intentos por conseguir un sólido agarre
entre los grandes palos que formaban la base del nido daban
como resultado el que me los traía hacia afuera ¡haciendo que se
deslizara aquella parte de la estructura! Un dibujo de mi poco
envidiable situación en ese instante se reproduce al comienzo de
este capítulo. Entre tanto, mis potentes señales para que me
largaran más cuerda eran ignoradas y llegué a la desagradable
conclusión de que ¡debía de haber llegado al extremo de mi
cuerda! Mirando hacia abajo podía ver la terraza, a sólo 50 pies
(15 metros) por debajo de mí. Si pudiera descender hasta ella,
conseguiría, alterando hacia la izquierda el tendido de la cuerda,
volver a subir por la dirección correcta y entrar al nido por su
izquierda. Cualquier cosa era preferible a intentar volver a
ascender por aquella detestable garganta, con sus rocas sueltas y
el baño de barro. Así que silbé una y otra vez pero sin resultado.
¡Sin duda debía estar al extremo de mi cuerda! Despacio, pero
con toda seguridad, sentí que mi agarre se relajaba perdiéndolo
finalmente y, entonces, me columpie hacia fuera con un horrible
tirón. No había nada que hacer más que intentar volver a
ascender. Para mi sorpresa mi señal de "Izar" fue esta vez
respondida. Pero si la bajada había sido mala, mucho más
desagradable fue la subida. No había ningún lugar donde
agarrarse y todos los esfuerzos por mi parte por "aligerar la
subida" resultaron en el desprendimiento de una nueva avalancha
de piedras y escombros de todas clases. Subí espasmódicamente y

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

505
con mucho trabajo por la cuerda que se incrustaba profundamente
en el blando suelo negro y en las grietas entre los estratos
verticales. Cuando al final alcancé la parte alta de la barranca vi,
para mi sorpresa, a mi cabrero sujetando la cuerda exactamente
en el mismo lugar donde el Almirante Farquhar se había reunido
conmigo hacía dos años. Pasó algún tiempo antes de que pudiera
recobrar el aliento suficientemente como para discutir la
situación, y cuando lo hice me explicó que había bajado puesto
que mis señales no eran bien entendidas y temía que yo estuviera
en serio peligro. Contento como estaba de verle sentí ciertas
dudas al darme cuenta que el equipo de bajada se había quedado
reducido ahora a Hamond y a otro. Pero no podía por menos que
admirar el valor de mi cabrero que, fiel a las tradiciones de su
clase, prescindiendo de las cuerdas, había descendido sin tocar la
mía, por los sucesivos pequeños cortados de encima mío,
deslizándose por las barrancas de yerba hasta el peligroso punto
que ocupaba ahora. Lo que todo esto significa puede imaginarse
en cierta medida a partir del dibujo del final del libro (pág. 513).
La penosa subida me daba mucho que pensar, y por un
breve momento me afloró la pregunta: ¿merecía la pena? Mi
reciente experiencia de ser izado por dos hombres era claramente
desalentadora, y las perspectivas de otro descenso parecido y un
camino de vuelta similar eran suficientes como para disuadir a
cualquiera, con la única excepción de alguien del gremio de los
buscadores de nidos, ebrio con la exuberancia de su afición.
Mi intrépido ayudante estiró el cuello sobre el abismo y
murmuró "Malo"; era un hombre de pocas palabras y yo sabía
bien lo que esa palabra conllevaba cuando él la pronunciaba, de
modo que no me sentí muy alentado. Imaginé que había
detectado en su impasible rostro una vaga expresión de contento,
como de haberme convencido. La idea resultaba intolerable. Me
pregunté qué me impedía seguir adelante, y la respuesta llegó
pronto. "Si la cuerda no es lo suficientemente larga como para
llevarte hasta la terraza de abajo, probablemente tú seas capaz de

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

506
volver arriba con sólo dos hombres izándote". Hay que recordar
que en este momento, yo estaba seguro de que mi equipo de
bajada estaba apostado tan bajo en el cortado como en 1906, y de
aquí mi natural inquietud en cuanto a la longitud de mi cuerda.
Además, mis recientes experiencias cuando estaba a nivel del
nido apuntaban que la cuerda era demasiado corta. La situación
era exasperante, ya que me daba cuenta claramente de que en
todo caso era una cuestión de ahora o nunca en cuanto a lo
referente a la consecución del ansiado huevo de quebrantahuesos.
Entonces llegaba el recuerdo de la larga serie de fracasos que
habían surgido ante todos mis esfuerzos por conseguir este huevo,
que se habían prolongado durante más de treinta años. Y entonces
me acordé cómo sólo un cuarto de hora antes había tenido mi
mano en el codiciado nido. Mi ayudante había traído con él
acertadamente un rollo de 100 pies (30 metros) de cuerda alpina
ligera que, de alguna forma, aumentaba el alcance del equipo de
bajada. La até a una roca conveniente y lancé el rollo al vacío,
con la ferviente esperanza de que fuera suficientemente larga
como para ayudarme en mi descenso y, en caso necesario, en mi
subsiguiente ascenso. Entonces, agarrándome a la cuerda ligera
fui descolgado 20 pies (6 metros) hasta el pequeño saliente verde
a lo largo de la "alcachofa", desde donde tenía una buena vista del
trabajo que tenía que hacer frente a mí. Inmediatamente debajo, el
cortado descendía bruscamente uno 30 pies (9 metros) o más,
hasta el redondeado peñasco que marcaba donde empezaba a ser
vertical y en ciertos lugares extraplomado. Mi cuerda alpina caía
derechamente hacia abajo y desaparecía de la vista por detrás del
peñasco, y yo sabía que el nido no estaba muy lejos por debajo de
aquel punto. La vista me inspiró cierta determinación, hice la
señal de bajar y me deslicé rápidamente. La suerte estaba echada
y pronto estaba yo agazapado sobre el peñasco y después
colgando fuera de la pared. Otros cincuenta pies (15 metros) o así
me llevaron frente a la cueva en el mismo punto de 1906.
Comprobando mi descenso mediante la cuerda alpina, silbé

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507
"Sujetar" y me tranquilicé al sentir la cuerda tensa. Llegué al
techo de la cueva, que quedaba al nivel de mi barbilla.
Agachando la cabeza y mirando al interior del nido, vi que esta
vez contenía un gran huevo ricamente marcado con sombras de
amarillo y marrón. ¡Por fin!
Mis problemas no terminaron ahí, ya que tenía gran
dificultad para inducir a mis amigos de arriba para que me
soltaran un poco de cuerda que me permitiera entrar en la cueva.
Además, el techo estaba tan bajo y el suelo tan en declive que era
necesario encogerse mucho para arrastrarse dentro y, habiéndolo
hecho, evitar deslizarse fuera. Habiendo asegurado mi posición,
procedí a examinar el lugar. El nido era idéntico al de 1906 y al
de 1907 en cuanto a materiales, construcción y tamaño, pero
mientras todos esos estaban escrupulosamente limpios, sin
exceptuar el que tenía un pollo, el que yo ocupaba ahora se
encontraba en un horrible estado de suciedad. De hecho nunca
había visto -u olido- uno más desagradable, y me acordé de la
descripción del Sr. Stark acerca de esta espléndida ave: "En
alimentación, nido y emplazamiento del mismo, es simplemente
como un gran alimoche". No obstante esta suciedad y olor a
demonios, contenía el huevo que yo había venido a buscar y
fotografiar. Luego descubrí un segundo huevo sobre la parte de
atrás del nido, contra la pared de la cueva, roto en dos porciones
grandes y varias más pequeñas. Las recogí con cuidado por si me
fuera posible recomponer el huevo.
El trabajo de fotografiar este nido resultó particularmente
improvisado y difícil, ya que el espacio disponible era mucho
menor que en el nido del año anterior; la mayor distancia a que
podía trabajar eran 2,5 pies (75 centímetros) y entonces no podía
usar el visor de la cámara. Con objeto de prevenir cualquier
posible fallo había traído conmigo dos cámaras, y con ellas
procedí a tomar una exhaustiva serie de vistas del huevo y el nido
a 2,5 pies (75 centímetros), 2 (60 centímetros), y 1,5 (50
centímetros) de distancia.

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508
Ahora tenía que decidir sobre mi camino de vuelta. El
extremo de la cuerda alpina colgaba justo al nivel del nido, lo que
indicaba que yo estaba casi exactamente a 100 pies (30 metros)
por debajo de mi ayudante, y yo sabía que él estaba a unos 150
pies (46 metros) por debajo de Hamond (después resultó que era
un poco menos). Puesto que mi cuerda de 2 pulgadas (5
centímetros) medía 300 pies (90 metros), calculé que podía contar
con unos 50 pies (15 metros) para descolgarme hacia abajo, y la
atractiva terraza que tenía debajo estaba, ciertamente, a no más de
60 pies (18 metros).
En cualquier caso, merecía la pena intentarlo. Así que,
cuidadosamente, solté la cuerda que me rodeaba y estaba atada al
arnés de lona, y la amarré por su extremo a los guardacabos del
arnés para utilizar toda la cuerda que pudiera. Por este
procedimiento, e incluyendo la vuelta que había cobrado en el
nido, gané de unos 10 a 12 pies (3 a 3,5 metros). Agarrando
firmemente la cuerda, indiqué "Aguantar" y cuando la sentí tensa
me deslicé fuera del nido sin pensarlo mucho; encendido con mi
triunfo, indiqué "Bajar".
En el momento en que la cuerda comenzó a correr, me di
cuenta de que había cometido un serio error, ya que estaba
bajando rápido, con todo mi peso sobre mis manos o, mejor
dicho, sobre mi único brazo fuerte. No había tiempo para
pensarlo, y todavía menos para cualquier indicación a los de
arriba e hice lo único que se podía hacer, es decir, descolgarme
rápidamente mano sobre mano hasta que noté que el arnés
soportaba el peso de mi cuerpo como debía haber hecho desde el
principio.
Ocupado en ello me fue, naturalmente, imposible
equilibrarme o minimizar el giro de la cuerda, y me precipité
hacia abajo golpeando una cámara luego la otra y a veces la caja
que contenía el preciado huevo, y también mis rodillas y codos
contra la pared, hasta que aterricé con un golpe sobre las rocas de
abajo, bien pero destrozado en cierta medida.

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509
Mi brazo izquierdo estuvo durante un tiempo insensible y
fuera de juego, pues no había soportado tal tensión desde que fui
gravemente herido en Graspan en 1899. Un corto descanso, sin
embargo, me permitió recobrarme y, cuando me desaté la cuerda
(de la que resultó sobraban varios pies), suspiré con fuerza Nunc
dimittis; ¿no había quizás triunfado en el objetivo pendiente de mi
vida de buscador de nidos?

Huevo de quebrantahuesos en el nido y al fondo oscuro de la cueva.

La persistente racha de mala suerte que me había


acompañado a lo largo de esta prolongada campaña no me había
abandonado aún. Las numerosas fotografías que había obtenido
con tan peculiar dificultad resultaron ser fallidas, debido a que las
películas estaba defectuosas. Puesto que los carretes eran
perfectamente recientes y habían sido guardados propiamente en
cajas de lata, esto era tan inesperado como molesto.

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510
En ausencia de algo mejor, publico aquí la mejor de una
mala colección (pág. anterior). Muchas estaban completamente
borradas por el crecimiento de algo parecido a un hongo negro.
Pero si la mala suerte me acompañó en estos repetidos intentos,
creo que debo estar particularmente agradecido por haber salido
ileso de una serie de accidentes menores.
Pronto, tras llegar al punto donde esperaban nuestros
mulos, se me reunieron mis compañeros de arriba. Todo el
trabajo nos había llevado tres horas y media. Luego me dijo
Hamond que la razón por la que no me largó más cuerda cuando
estaba pegado al nido en mi primer descenso era que las señales
de mi silbato resultaban indistinguibles. Probablemente esto se
debió a que yo estaba bajo una gran roca extraplomada,
combinado con los ecos causados por ésta y las cavernas
adyacentes tras el gran contrafuerte calizo, ya que tan pronto me
columpié fuera oyó mi señal de "Izar" claramente.
Así acabó mi largamente planeada campaña tras los
quebrantahuesos. En muchos aspectos no fue más arriesgada que
otras expediciones y escaladas similares tras los nidos de águilas
y buitres. La he descrito bastante minuciosamente y también he
reproducido el dibujo que hice del cortado en aquel lugar porque,
aunque resultara una serie de percances e incidentes más o menos
emocionantes para los protagonistas, son todos eminentemente
ilustrativos de los pros y de los contras que se presentan ante el
uso de cuerdas en cortados desconocidos. No hay nada muy
nuevo en lo que represento, pero el dibujo puede proporcionar
una ajustada idea de este cortado, que es muy característico del
tipo de lugar elegido por los quebrantahuesos para anidar.
Finalmente, algo sobre el comportamiento de los adultos.
Tras dejar el nido al dispararse los tiros de pistola, la hembra
volvió pronto y entró en él, y no se marchó de nuevo hasta que
fui descolgado hasta muy cerca. Entonces se fue y no volvió hasta
que todo el grupo se reunió abajo, a unos 300 pies (90 metros)

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más abajo. ¡Esto contrasta con los cuentos sobre quebrantahuesos
que atacan a quienes molestan sus huevos o sus crías!
Como contrapartida a mi mala suerte en el trabajo
fotográfico de esta memorable ocasión tengo la gratificación de
poder decir que, gracias a la habilidad de un miembro del equipo
del Museo Británico de Historia Natural, los fragmentos del
huevo roto fueron reconstruidos con éxito, con el resultado de
que ahora soy el orgulloso poseedor de un par de huevos
bellamente coloreados de quebrantahuesos ¡que se encuentran en
el lugar adecuado de mi colección, en el centro de una bandeja
que contiene varios pares de los elegantemente marcados huevos
de alimoche!

FIN

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Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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Lista de ilustraciones en los inicios y finales de capítulos

Título I Huevo de águila culebrera.


Capítulo I Capítulo IV
Cogiendo nidos de tejedores en una expedición al Nido de águila imperial en un marjal.
Nilo. Acosado por un novillo.
A bordo de un bote salvavidas frente a la costa Capítulo V
irlandesa. Nido de buitre negro en un alto pino.
Capítulo II Fotografiando un nido de buitre negro en la copa
"Tiempo de exposición" en la cara de un cortado. de un pino.
Arrieros con un mulo caído. Título V
Capítulo III Capítulo I
Una peña con nido de buitres con Tánger al Los acantilados de Trafalgar.
fondo. Un falucho español en Cabo Trafalgar.
Gibraltar desde la sierra al oeste de Algeciras. Capítulo II
Capítulo IV Un nido de cuervo con dos puertas.
Eludiendo a los chaquetas azules en el buque de Gibraltar desde la costa de Marruecos.
Su Majestad 'Simooun'. Capítulo III
Escalando a la espalda de La Roca. Cuevas marinas en la espalda de la Roca.
Capítulo V Nido y huevos de águila pescadora.
Nido de cuervo en el “pino sacacorchos”. Título VI
Ganchos de trepar, cuerda de lanzar y pesa. Capítulo I
Capítulo VI Un túnel natural en una buitrera.
Tramo pendiente en un cortado. Cabo Espartel y el Atlántico desde la sierra.
Por un saliente hacia el nido de un águila. Capítulo II
Título II Un solo hombre descolgando a un escalador.
Capítulo I Nido de la collalba negra o “pedrero”.
Vadeando una laguna. Capítulo III
Ánsares comunes a la puesta de sol. Roquedo con nido quebrantahuesos.
Capítulo II Gibraltar desde la sierra cercana a Gaucín.
Aguilucho lagunero cazando sobre una laguna. Capítulo IV
Grullas alineadas en migración. Descenso sin cuerda a un nido de búho real.
Capítulo III Vista desde el nido del búho real.
Reconociendo un marjal con grullas. Capítulo V
Grulla fingiendo estar incapacitada. Águila perdicera.
Título III Fotografiando el nido del águila perdicera.
Capítulo I Capítulo VI
Vaquero en la vega. Descenso con cuerdas hasta el nido de águila
Perseguidos por un toro bravo. real.
Capítulo II Huevo de águila real.
Avutarda abatida por un tiro. Capítulo VII
Avutardas cargadas en un caballo. Alimoche y su nido.
Capítulo III Sierra sobre las ruinas de Bolonia.
Un pastor en la vega. Capítulo VIII
Sisones en vuelo. Buitre leonado herido.
Título IV Buitres leonados luchando sobre un cadáver en el
Capítulo I agua.
Viejo alcornoque. Capítulo IX
Gibraltar desde los alcornocales. Desenganchando una cuerda en un cortado.
Capítulo II Quebrantahuesos.
Milano real en vuelo. Capítulo X
Jimena de la Frontera. Un descenso fallido sobre un gran cortado.
Capítulo III Quebrantahuesos observando el exterior desde su
Águila culebrera. nido.

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ADENDA
-DESCUBRIMIENTO DEL TAJO DE VERNER-
EL SANTUARIO GADITANO DEL QUEBRANTAHUESOS
(GYPAETUS BARBATUS)
Abilio Reig-Ferrer
Universidad de Alicante

Presencia histórica del quebrantahuesos en tierras gaditanas


El Quebrantahuesos (Gypaetus barbatus) fue un ave residente en
tierras gaditanas hasta hace algo menos de una centuria. La persecución
directa, a través de su caza o la recolección de sus huevos, e indirecta, a
través de sucesivas campañas de uso del veneno para alimañas, lo
diezmaron y finalmente lo hicieron desaparecer de su antiguo feudo.
La primera constancia de su presencia es, muy probablemente,
una carta del chiclanero Antonio Nicolás Cabrera Corro (1763-1827), más
conocido como Magistral Cabrera, en la que comunica al naturalista
valenciano Simón de Rojas Clemente Rubio (1777-1827), a ruego de éste,
diverso tipo de información relativa a nombres de animales y plantas.
Entre esa indagatoria aparece Una lista de las Aves que suelen verse en
esta provincia en las varias estaciones del año y la primera ave que se cita
es el Falco ossifragus de Linneo y su vernáculo gaditano, Águila. Este dato
lo incorporará Clemente en su Nomenclátor ornitológico (circa 1826)
agregándolo a otras denominaciones para el Quebrantahuesos.
Entre algunos naturalistas británicos, Leonard Howard Lloyd Irby
(1836-1905), uno de los tres componentes de la trinidad ornitológica
inglesa (Lord Lilford, Howard Saunders, L. Howard Irby) interesada por el
estudio de las aves españolas, se preocupará y ocupará por indagar su
presencia y posibles nidos en lugares próximos a Gibraltar. Irby relata, en
la primera edición de su libro The Ornithology of the Straits of Gibraltar
(Irby, 1875), que el lugar más próximo a Gibraltar en el que había visto al
quebrantahuesos era el distrito montañoso próximo a Algeciras y que una
pareja frecuentaba la Sierra de la Plata durante el mes de marzo de 1874.
Añade, sin embargo, que nunca pudo encontrar un nido ocupado. Será él
Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

515
mismo quien, posteriormente, deje constancia de su desaparición al
comparar sus notas del año 1874 con las de 1894: <<En los alrededores de
Gibraltar el Buitre leonado es tan numeroso como entonces, pero el
Quebrantahuesos [Bearded Vulture] ha desaparecido. En las provincias de
Málaga y Granada se nos ha informado que muchos buitres, tanto
quebrantahuesos como leonados, han sido exterminados por el veneno,
colocado para los lobos, etcétera>> (Irby, 1895: 32).
Al Quebrantahuesos se le perseguía inexorablemente por estos
lares. La leyenda del Quebrantahuesos depredador de criaturas de todo
tipo era habitual, apostilla Irby, entre los cabreros de los alrededores de
Tarifa: <<debido a esta idea, a su costumbre de anidar en riscos a los que
se puede acceder sin dificultad con un arma, y al gran aumento de las
armas que se dio con posterioridad, su desaparición en las zonas cercanas
a Gibraltar se comprende con facilidad>> (Irby, 1895/2008: 178). No eran,
sin embargo, los únicos móviles explicativos de su exterminio: <<Otra
causa de su desaparición es atribuida al veneno para lobos y, más que a
cualquier otra cosa, a los coleccionistas ornitológicos>> (Irby, 1895/2008:
178).
Irby y nuestro protagonista, el coronel Willoughby Cole Verner (22
octubre de 1852 – 25 enero de 1922) se conocerán personalmente en
Gibraltar en el mes de mayo de 1877. Desde entonces mantendrán de por
vida una estrecha y franca amistad ligada tanto a su profesión militar
como a su pasión ornitológica. Verner, que no publicará ningún artículo
científico en la revista de la British Ornithologists’ Union, The Ibis, pero de
cuya organización es miembro desde el año 1881 hasta su deceso,
suministrará a su amigo, no obstante, numerosas notas y dibujos que éste
aprovechará para publicar en algún que otro artículo (Irby, 1879) y, sobre
todo, en la segunda edición de su The Ornithology of the Straits of
Gibraltar (1895). El propio autor reconoce y agradece la ayuda de Verner
en esta segunda edición de su libro, señalando, por ejemplo, que ha
realizado una última expedición <<en compañía del Comandante
Willoughby Verner, de la Brigada de Fusileros, que sirvió en los cuarteles de
Gibraltar desde 1874 hasta 1881, y que desde entonces ha realizado

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

516
frecuentes visitas. A él debo muchas anotaciones de sus prácticas
observaciones>>.

Fotografía del año 1893 donde aparecen Willoughby Verner (sentado, primero por la derecha) y
L. Howard Irby (sentado, primero por la izquierda) con el traje militar de la brigada de fusileros.
(The Rifle Brigade Chronicle for 1893. Biblioteca del autor).

Ambos comparten una acendrada pasión oológica, un


posicionamiento similar como ornitólogos agrupadores (lumpers) en
cuanto a la división de las especies biológicas, y un mismo esquema de
colecta: procurarse personalmente los huevos y cazar aves únicamente
por motivos estrictamente científicos. Escribe Irby: <<No me interesa
mandar “colectores” para que me traigan huevos sin las aves a las que
pertenecen ya que, como sucede frecuentemente en estos asuntos,
aquellos podrían traer los huevos con las aves de las que no son y con
descaro y sin avergonzarse, jurando quizás, como sé que han llegado a
hacer, decir que un huevo de pavo que cogieron en un risco muy alto
pertenece a un “Águila de las rocas”>> (Irby, 1875: 26).

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

517
Reprochan, ambos también, las innecesarias tropelías que se
cometían con las aves, apostando decididamente por una ornitología de
campo frente a la de salón: <<La desafortunada parte de la ornitología,
como se practica en la actualidad, es la que está confinada a la matanza
de las aves, cuyas pieles son comparadas y examinadas por un naturalista
de despacho, que a la mínima diferencia en el plumaje crea una nueva
especie, sin ningún conocimiento de su hábitat, canto, etc. Mucho más se
puede hacer a partir de la observación que con un arma, y cuando se
acaba con un ave toda posibilidad de conocer su hábitat desaparece
también>> (Irby, 1895: 33).
Verner será, con el tiempo, el autor de los obituarios de su gran
compañero Irby, publicados en la revista The Ibis. Para un mayor
conocimiento de la vida de Verner, acúdase a la semblanza que se
presenta en una de las introducciones de este mismo libro por el Marqués
de Tamarón.

Quebrantahuesos, el ave totémica de W. Verner


En el magistral libro My life among the wild birds in Spain (Verner,
1909), que aquí se presenta en versión española, tan sólo un ave recibe la
atención de su autor dedicándole dos capítulos. De alguna manera Verner
parece erigirse en portavoz de esa ave numinosa, el Quebrantahuesos,
como su animal guía, como su tótem, según la acertada tesis que defiende
el biólogo y naturalista Juan Jiménez (Jiménez, 2016). Ninguna otra ave,
como el mismo Verner dejó escrito, le costó tanto esfuerzo para
estudiarla, conseguir sus huevos o fotografiar su nido.
Los primeros Quebrantahuesos que observa Verner en España son
dos ejemplares cautivos que llevaba consigo el Príncipe heredero Rodolfo
de Austria durante su expedición ornitológica a España en los meses de
mayo y junio de 1879. Rodolfo de Austria (1858-1889) y algunos de sus
acompañantes, entre ellos su cuñado Leopoldo (1846-1930), Príncipe de
Baviera, y los hermanos Alfredo (1829-1884) y Reinaldo Brehm (1830-
1891), habían conocido personalmente a W. Verner el día 23 de mayo de
ese mismo año y compartieron excursiones y experiencias ornitológicas

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

518
hasta el 31 de ese mes. En el yate imperial Miramar, acompañando aquel
grupo de ilustres personajes, se encontraba un bello ejemplar adulto de
quebrantahuesos, regalo que recibió Rodolfo en Málaga por su
propietario, el preparador y conservador del instituto provincial Rafael
Mena Santos, que lo tuvo cautivo durante dos años, y el pollo, de poco
más de dos meses, que habían recogido de un nido en Sierra Nevada
después de haber abatido y cobrado a sus padres. Como también he
dejado constancia en otro lugar (Reig-Ferrer, 2016), Verner se equivoca al
referir en su libro que el Príncipe Rodolfo tenía con él <<dos pollos de
quebrantahuesos, tomados de nidos de Sierra Nevada, uno a punto de
salir del estado de plumón y otro que ya había crecido tres cuartas partes.
Una de estas aves no tenía un mes, sino seis semanas más que el otro, lo
que mostraba la irregularidad de las fechas de puesta>> (Verner,
1909/2000: 286). Los diarios de campo inéditos que se conservan de este
viaje, tanto de Rodolfo como de Alfredo Brehm, e inclusive el publicado
del propio W. Verner (Whitaker, 2002), confirman que se trataba del
adulto malagueño (fallecido en el Jardín Zoológico de Schönbrunn el 21 de
enero de 1884) y el pollo granadino que vivió en ese mismo
establecimiento hasta el 18 de diciembre de 1909.
A partir de este momento, Verner procurará estudiar el
comportamiento y los lugares de nidificación de esta ave que le embrujó.
Una década después de su encuentro con aquel grupo de naturalistas
germanos, Verner explora, en el mes de enero de 1890, algunos viejos
nidos de Quebrantahuesos en Los Órganos (Facinas), pero refiere que no
hay constancia de ocupación reciente. Desde su primera llegada a
Gibraltar, en diciembre de 1874, hasta comienzos del siglo XX, nunca pudo
encontrar nidos ocupados por los quebrantahuesos. Aquella pareja,
apunta Verner, <<que frecuentaba unas altas montañas a un día de
marcha desde Gibraltar y que cada año criaba en una cueva de un
pequeño cortado, en lo alto de una pronunciada cuesta>> abandonó
aquella zona y posiblemente se retiró a otra gran sierra a unos quince
kilómetros al oeste de su primer emplazamiento: <<Aquí criaron sin ser
molestados durante algunos años utilizando dos lugares alternativos, uno

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

519
en una pequeña cueva a sólo unos pocos cientos de metros por encima de
la casa del cabrero, y el otro, en otra caverna muy parecida, a varios
cientos de metros más arriba. En el libro del Coronel [sic, pero en realidad
Teniente coronel] Irby aparecen fotos de estos dos lugares. Hace ahora
más de doce años [¿1897?] que abandonaron esta cadena de montes y se
fueron sin dejar rastro>> (Verner, 1909/2000: 285).
El arquitecto jerezano y apasionado ornitólogo Olegario del Junco
Rodríguez tuvo el mérito de redescubrir en la sierra de Fates (Facinas,
Tarifa), en el mes de mayo de 1981, esos antiguos emplazamientos del
Quebrantahuesos, cuyas fotografías aparecen en la segunda edición del
libro de Irby. Gypaetus barbatus se replegaba cada vez más de su amplia
área de distribución gaditana, pero el mismo Irby, copiando las notas del
médico militar y celoso ornitólogo Arthur Cowell Stark (1846-1899),
delataba otros posibles lugares de residencia: <<En las montañas de
Ronda son bastante numerosos, haciéndose más escasos hacia Gibraltar y
Tarifa >> (Irby, 1895/2008: 180).
Los ásperos y fragosos caminos de la conocida como Serranía de
Ronda, o de las sierras de Ronda, han sido históricamente un amplio
espacio físico y geográfico sin un perfil territorial claro y acotado.
Grazalema y sus sierras, por ejemplo, han formado parte durante muchos
años de esa construcción hipotética que tenía su inicio en Gibraltar y
llegaba hasta más allá de Ronda, tal como puede apreciarse en el libro de
Antonio Garrido Domínguez, Viajeros del XIX cabalgan por la Serranía de
Ronda. El camino inglés (2006). Por ello, en numerosas ocasiones, se ha
utilizado este marco topográfico para ubicar el lugar de colecta de pieles y
huevos de Quebrantahuesos, y de esta manera guardarse y callar la
localización exacta de esos lugares tan apetecibles para naturalistas y
colectores.
Como se puede ver en el artículo Una peregrinación
quebrantonista al santuario del Tajo del Cao en Benaocaz (Reig-Ferrer,
2016), una multitud de ornitólogos, naturalistas o simplemente colectores
se sintieron atraídos por la posibilidad de observar al Quebrantahuesos, y
uno de los mejores lugares para su estudio se localizaba en el extremo

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

520
más occidental de la Cordillera Subbética, lo que actualmente conforma el
Parque Natural Sierra de Grazalema, una superficie de más de 53.000
hectáreas, creado en el año 1985. Situado entre el noreste de la provincia
de Cádiz y el noroeste de la provincia de Málaga, incluye total o
parcialmente a nueve municipios gaditanos (Algodonales, Benaocaz, El
Bosque, El Gastor, Grazalema, Prado del Rey, Ubrique, Villaluenga del
Rosario y Zahara de la Sierra) y seis malagueños (Benaoján, Cortes de la
Frontera, Jimera de Líbar, Montecorto, Montejaque y Ronda).
Este último paraíso del Quebrantahuesos gaditano no será hollado
por Verner hasta la primera década del siglo XX. En el artículo citado con
anterioridad (Reig-Ferrer, 2016) se presentaron un total de cinco huevos
obtenidos con seguridad en la zona del Tajo del Cao (Benaocaz): el
primero, una puesta de un único huevo, con fecha de febrero de 1897, y
figurando como colector Rafael Mena; una puesta de dos huevos,
colectada por el propio W. Verner el 16 de febrero de 1908, y que todavía
permanecen en la colección oológica de la familia Verner-Jeffreys; y otros
dos nuevos huevos de una misma puesta, recolectados también por W.
Verner el 5 de febrero de 1910. Tanto el huevo del año 1897 como los dos
de 1910 se conservan en la Fundación Occidental de Zoología de
Vertebrados (WFVZ) de California (EE.UU.). Es posible que otro huevo
recolectado por R. Mena, de fecha 14 de enero de 1889, también pueda
ser de este mismo lugar (véase, Reig-Ferrer, 2016).
Así y todo, en colaboración con mi buen amigo Pedro Rebelo,
veterinario portuense, hemos podido localizar recientemente en museos
alemanes algunos otros huevos de Quebrantahuesos ibéricos
desconocidos por los especialistas. Por mencionar aquí un ejemplo, me
gustaría señalar que de los cuatro huevos de procedencia española que se
custodian en el Museum Heineanum (Halberstadt), en dos de ellos, y de
distintas puestas, figura la localidad Sierra de Ronda. Lamentablemente,
se desconoce el nombre del colector aunque sí la casa de objetos de
historia natural que los comercializó, la empresa de Wilhelm Schlüter
(1829-1919) de la ciudad de Halle (Saale). Gracias a la amabilidad del
director de aquella institución, Rüdiger Becker, deseo mostrar aquí uno de

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

521
ellos. Todos esos huevos pertenecieron, con anterioridad, al oólogo
alemán Max Hübner (1864-1939), encontrándose por casualidad en el
año 1968, junto con una gran parte de su antigua colección y varios de sus
diarios, en el desván de su antigua vivienda en Oschersleben (Bez.
Magdeburg).

Huevo de Quebrantahuesos colectado en la Sierra de Ronda, vendido por Wilhelm Schlüter al


coleccionista Max Hübner (1864-1939) y en la actualidad depositado en el Museum Heineanum
de Halberstadt (Fotografía cortesía de Rüdiger Becker).

El otro huevo, de otra puesta distinta, fue recolectado el 30 de


enero de ese mismo año e idéntica procedencia: Sierra Ronda.

Un orónimo en homenaje al Coronel W. Verner: El Tajo de Verner


El día 30 de octubre de 2011 se produjo un milagro. Un naturalista
esclarecido y de amplio espectro, José Manuel Amarillo Vargas (Jerez,
1961), estudiando diversas representaciones gaditanas de arte rupestre y
recopilando bibliografía para preparar una de las interesantes entradas
para su blog, se topó con la versión digitalizada del libro My life among the
wild birds in Spain (www.archive.org). Examinando el documento se
percató de que algunos de los dibujos o fotografías que figuraban en el
libro los había contemplado con anterioridad. Resuelto y decidido, invitó a
su cuñado Bienvenido, su sobrino Alejandro, y uno de sus hijos, Pablo,

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

522
para que le acompañaran desde su casa de Grazalema a explorar algunos
lugares de Benaocaz que pensaba, con su intuición genial, podrían ser el
posible emplazamiento de los apuntes, bocetos y dibujos vernerianos.
Después de recorrer algunas sendas y observar un determinado paraje
desde diversas perspectivas encontró el “Santo Grial”. Ahí estaba frente a
él el Tajo del Cao y su representación dibujada en el libro como Vista
general de un cortado de caliza en la vertiente norte de la Sierra del Caíllo
con los tajos del Cao meciéndose al Valle de Fardela, y columbrando todo
ello, la cumbre Navazo Alto o Bandera.
No era, como se apuntaba en la versión española del Verner del
año 2000, un cortado de la Hoz de Gaucín en el río Guadiaro. Se trataba,
en realidad, del Tajo del Cao en Benaocaz. Allí cerca se encontraba
también el bonito boceto en el que Verner dibuja un quebrantahuesos
ejerciendo su oficio (según apunte tomado unos segundos antes de dejar
caer la pata), tapando estratégica e intencionadamente con esta
extremidad la Ermita del Calvario de Benaocaz al objeto de dificultar su
localización concreta. Ninguno de esos engaños a ojos vista pudo con la
curiosidad científica de este intrépido y culto personaje.
Una primera referencia al hallazgo de este santuario verneriano se
publicó prácticamente un año después en la revista Quercus (Amarillo
Vargas, 2012). Con mucho mayor detalle y un gran aparato fotográfico
editó J. M. Amarillo una entrada, con fecha de 23 de octubre de 2012,
bajo el título “EL TAJO DE VERNER, … o cómo descubrimos los nidos de
quebrantahuesos 100 años después” en su blog NATURALEZA, SITIOS Y
GENTES (http://naturalezasitiosygentes.blogspot.com.es/).
Un año después, otra entrada en ese mismo blog, de fecha 23 de
octubre de 2013, reza NOVEDADES SOBRE EL TAJO DE VERNER.
Remitimos al lector interesado a una atenta lectura de toda esta
interesante documentación. Bautizado, pues, el lugar como El Tajo de
Verner por su descubridor, pienso que se trata de un gran acierto.
Además de sus escritos sobre este asunto, Amarillo ha impartido diversas
charlas y conferencias divulgando este acontecimiento. Pero, ¿ningún
ornitólogo conoció ese sitio a lo largo de algo más de un siglo? Sabemos

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

523
ahora, sobre todo a través de la información obrante en algunas etiquetas
de huevos colectados en ese rincón, que algunos naturalistas históricos sí
lo llegaron a conocer y frecuentar, e inclusive con alguna contienda por
ser el primero en asegurarse tan preciado botín (Reig-Ferrer, 2016). Harry
Kirke Swann (1871-1926), por ejemplo, mantuvo una buena relación con
Verner, un par de años antes de su fallecimiento (Swann, 1921) le visitó en
su casa de Algeciras, y tuvo conocimiento directo de ese punto por
comunicación del propio Verner.

Fotografía comparativa del Tajo de Verner (Cortesía de José Manuel Amarillo).

Sin duda, el trazado del ferrocarril Algeciras-Ronda-Bobadilla,


abierto en su totalidad el 27 de noviembre de 1892, posibilitó viajar con
mayor comodidad desde Gibraltar a Ronda, y desde aquí a Grazalema y su
entorno. Jubilado Verner en 1904, por problemas de salud al caerse de su
caballo en acto de servicio, regresa a su residencia en Inglaterra. Como el
clima andaluz será mucho más saludable para sus dolencias que el inglés,
decide alquilar por temporadas una casa ajardinada en Algeciras

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

524
propiedad del gibraltareño Luis Lombard llamada El Recreo. Poco tiempo
después resuelve comprar unos terrenos cerca de aquella finca y construir
su propia residencia algecireña, El Águila. En esta propiedad redactará su
obra ornitológica y también aquí será su deceso.
Como legado ornitológico, nuestro protagonista nos ha dejado
este libro inmortal que el lector tiene en sus manos; José Manuel Amarillo,
la revelación de un lugar sacrosanto. El naturalista “quebrantonista” que
desee experimentar una experiencia cumbre no debería perderse, al
menos una vez en su vida, una peregrinación a esa meca conocida como
el Tajo de Verner.

Referencias bibliográficas
Amarillo Vargas, J. M. (2012). Nidos de quebrantahuesos en el Tajo de Verner.
Quercus, 321: 52.
Irby, L. H. L. (1875). The ornithology of the straits of Gibraltar. London: R. H. Porter.
Irby, L. H. L. (1879). Notes on the Birds of the Straits of Gibraltar. The Ibis, A Quarterly
Journal of Ornithology: 342-346.
Irby, L. H. L. (1895). The ornithology of the straits of Gibraltar. 2nd ed. London: R. H.
Porter. [Existe traducción española (2008): Ornitología del Estrecho de Gibraltar. Trad.:
Marta Gutiérrez Rosado. Algeciras, Instituto de Estudios Campogibraltareños y
Fundación Migres].
Jiménez, J. (2016). La nutria y otros tótems de la conservación. Quercus, 360: 10-11.
Marqués de Tamarón (2000). Semblanza de Willoughby Verner. En: Coronel
Willoughby Verner. Mi vida entre las aves silvestres de España. Madrid, Círculo de
Bibliografía Venatoria. [Traducción de Javier Hidalgo la obra de Verner e introducciones
de Javier Hidalgo, Marqués de Tamarón, José Manuel Rubio y Marqués de Bonanza].
Reig-Ferrer, A. (2016). Una peregrinación quebrantonista al santuario del Tajo del Cao
en Benaocaz. El Corzo. Revista de la Sociedad Gaditana de Historia Natural, IV: 32-47.
Swann, H. K. (1921). A birds’-nesting trip to Andalucía. The Oologists’ Record, vol. 1 (3):
49-63.
Verner, W. (1909). My life among the wild birds in Spain. London, John Bale, Sons &
Danielsson, Ltd. [Existe una primera traducción española (2000): Mi vida entre las aves
silvestres de España. Madrid, Círculo de Bibliografía Venatoria. Traducción y notas de
Javier Hidalgo, e introducciones de Javier Hidalgo, Marqués de Tamarón, José Manuel
Rubio y Marqués de Bonanza].
Whitaker, J. (Ed.). (2002). The Natural History Diaries of Willoughby Verner. Being an
Account of his Natural History Expeditions 1867-1890. Otley, Peregrine Books.

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Acceso por Benaocaz al Tajo de Verner, Parque Natural Sierra de Grazalema.
De izquierda a derecha: Colmillo del Cao, Ermita del Calvario de Benaocaz y Sierra de
la Silla; en el horizonte: Parque Natural de Los Alcornocales. (foto : J.M. Amarillo).

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ÍNDICE GENERAL
Prólogo a la presente edición (SGHN-IECG).........................................................3
Nota del traductor (J. Hidalgo)................................................................................5
Verner y la geografía de sus andanzas (J.M. Rubio).............................................8
Semblanza de W. Verner (S. Mora-Figueroa)......................................................16
Verner y aquellos "locos" ingleses (M. González-Gordon).................................21
MI VIDA ENTRE LAS AVES SILVESTRES DE ESPAÑA..............................24
Prefacio (W. Verner)...............................................................................................25
Contenido.................................................................................................................26
TÍTULO I - Los preparativos
Capítulo I - El estudio de las aves silvestres .........................................................28
Capítulo II - Viaje y equipo....................................................................................51
Capítulo III - Dibujo y fotografía..........................................................................69
Capítulo IV - Sobre escalar en general..................................................................78
Capítulo V - Escalando a los árboles.....................................................................88
Capítulo VI - Escalando en la roca......................................................................102
TÍTULO II - En una laguna española
Capítulo I - Un día en una laguna........................................................................123
Capítulo II - Los aguiluchos.................................................................................134
Capítulo III - La grulla común............................................................................142
TÍTULO III - A través de las llanuras
Capítulo I - Una cabalgada por la vega...............................................................157
Capítulo II - La avutarda.....................................................................................166
Capítulo III - El sisón............................................................................................185
TÍTULO IV - EN LOS BOSQUES
Capítulo I - Un día en los alcornocales................................................................192
Capítulo II - Los milanos, el azor y el gavilán....................................................203
Capítulo III - El águila calzada y el águila culebrera........................................217
Capítulo IV - El águila de hombros blancos.......................................................236
Capítulo V - El buitre negro.................................................................................251
TÍTULO V - EN LOS ACANTILADOS MARINOS
Capítulo I - Una cabalgada hasta Trafalgar.......................................................274
Capítulo II - El cuervo..........................................................................................282
Capítulo III - El águila pescadora........................................................................292
TÍTULO VI - EN LAS SIERRAS
Capítulo I - Un día en la baja sierra....................................................................307
Capítulo II - Las pequeñas aves de la sierra.......................................................322
Capítulo III - En la alta sierra..............................................................................336
Capítulo IV - El búho real....................................................................................353
Capítulo V - El águila perdicera..........................................................................372
Capítulo VI - El águila real..................................................................................398
Capítulo VII - El buitre egipcio o alimoche........................................................417
Capítulo VIII - El buitre leonado.........................................................................434
Capítulo IX - El quebrantahuesos.......................................................................456
Capítulo X - El quebrantahuesos (continuación)...............................................489
Vista general del cortado calizo donde cría el Quebrantahuesos.....................513
Lista de ilustraciones en los inicios y finales de capítulos.................................514
ADENDA - Descubrimiento del Tajo de Verner (A. Reig-Ferrer)...................515

Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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Mi vida entre las aves silvestres de España, W. Verner. SGHN - IECG

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