La Gesta de La Sangre
La Gesta de La Sangre
La Gesta de La Sangre
INTRODUCCIÓN DE DANIEL-ROPS
LA GESTA
DE
LA SANGRE
RIALP
Título original francés:
La geste du sang
(Librairia Arthéme Fayard, Paría, 1951)
Traducción de
JOSE VILA SELMA
1. Policarpo
2. Tolomeo y Lucio
BAJO MARCO AURELIO (161-18.0):
3. Justino
4. Carpo, Papilo, Agatónica
5. Los mártires de Lyon
BAJO CÓMODO (180-192):
8. Perpetua y Felicidad
Prefacio
Arresto en Tuburbo
Narración de Perpetua
Narración de Saturo
Narración del redactor anónimo
9. Potamiana y Basildo
BAJO DECIO (250-253):
10. Pionio
Narración de Pionio
El último interroga torio
11. Acacio
12. Máximo
13. Luciano y Marciano
14. Apolina y algunos otros mártires
BAJO VALERIANO (253-260):
15. Cipriano
Proceso del año 257
Segundo interrogatorio y condenación en
el año 258
Noticia sobre el martirio
16. Conon
17. Fructuoso y sus compañeros
18. Mariano y Santiago
19. Montano, Lucio y compañeros
Narración de un cronista anónimo
DURANTE LA PAZ:
20. Marino
BAJO DlOCLECIANO Y MAXIMIANO (284-305):
21. Gouría y Schmouna
22. Maximiliano
23. Marcelo
Primer proceso verbal
Segundo interrogatorio
24. Julio
25. Félix de Tibiuca
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INTRODUCCIÓN
La Iglesia de Cristo, desde que existe, dio siempre
de Aquel que le diera el ser, testimonio a través de la
sangre y de las lágrimas, con el sufrimiento aceptado
libremente, y este testimonio no puede ser rechazado.
Testimonio: Nada distinto quiere decir la palabra
mártir, pues para los humildes, para los esclavos,
para los desamparados que formaron las primeras
células cristianas, el testimonio, con toda justicia, sólo
era valedero si iba acompañado de suplicios. Por eso
lo dice todo la palabra: los mártires son, en verdad,
nuestros testigos.
¿Testigos de qué? Precisamente de aquello en lo
que se resume y se consuma lo esencial de la religión
cristiana, que no es sólo una filosofía, sólo una doc-
trina, sino, ante todo, un acto de amor recibido y
misteriosamente devuelto, y tampoco es una demos-
tración, sino una adhesión plena de todo el ser a una
certeza, a un acto de fe, a un acto de esperanza. Dos breves
frases resumen y expresan ese doble carácter
del testimonio de los mártires en su plenitud. La pri-
mera es del Evangelio: «No hay amor más grande
que el de aquel que da la vida por los que ama»
(lo., XV, 15). Y la otra está tomada de un texto de
Santo Tomás de Aquino, comentando la Epístola a los
Hebreos: «Precisamente porque la fe nos muestra
las cosas invisibles y nos enseña a preferirlas, deci-
mos que la fe ha vencido al mundo.» /
Precisamente porque amaron a Cristo con gran
amor, con un amor literalmente más poderoso que la
vida, esos millares de hombres y mujeres aceptaron
morir: porque llevaban en ellos la certeza de que
existe, más allá de las puertas de la muerte y de la
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Los lugares citados se encontrarán en los mapas al final
del libro.
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TOLOMEO Y LUCIO
Había en Roma una mujer cuyo marido vivía des-
ordenadamente, como también ella viviera en otro
tiempo. Cuando ella conoció la doctrina de Cristo se
enmendó. Desde entonces se esforzó por atraer a su
marido a una vida honesta; le explicaba las ense-
ñanzas de Cristo y le hablaba del fuego eterno, re-
servado a las gentes sin fe ni ley. Pero el marido per-
manecía hundido en el desorden.
Su esposa resolvió separarse de él; consideró que
era sacrilego compartir la vida con un hombre siem-
pre en busca de placeres prohibidos e infames. Sus
padres le aconsejaron paciencia; no estaba perdida
toda esperanza de que su marido retornara al buen
camino. Ante tantas insistencias, ella acabó por per-
manecer, pero contra su voluntad.
Su marido se marchó a Alejandría. Y supo que
allí todavía llevaba una vida más escandalosa. Te-
miendo que si permanecía todavía mucho tiempo en compañía
de aquel hombre llegara a ser cómplice de
sus torpezas, le hizo notificar el divorcio, y abando-
nó el domicilio conyugal.
Su marido debiera haberse alegrado; su mujer, que
en otro tiempo se prostituía con criados y mercena-
rios y se abandonaba a la bebida y a todos los vicios,
había cambiado de vida y se esforzaba a su vez en
convertirle. Pero este divorcio, decidido contra su
voluntad, le desagradó y acusó a su mujer de ser
cristiana.
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Más verosímilmente bajo Marco Aurelio que bajo Decio.
Pero las opiniones siguen estando divididas.
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plado. Comprendió que era una señal del cielo y gri tó: «Este
festín ha sido preparado para mí. Es nece-
sario que tome parte en él y gustar los mismos glorio-
sos alimentos.»
Entonces el procónsul hizo que le llevaran ante sí
a aquella mujer, y le preguntó: «¿Qué tienes que
decir? Eai necesario hacer sacrificios a los dioses.
¿Prefieres seguir los consejos de tus maestros?»
Ella respondió: «Soy cristiana. Jamás sacrifiqué a
los demonios, sino sólo a Dios. Con toda mi alma, si
soy digna, seguiré las huellas de mis maestros, los
santos. Este es mi mayor deseo.
Entonces la muchedumbre gritó: «Ten piedad de
ti y de tus hijos.»
El procónsul insistió: «Considera tu situación. Ten
compasión de ti y de tus hijos, como dice la gente.»
Agatónica: ¿Mis hijos? Dios cuida de ellos. Yo me
niego a obedecerte y a sacrificar a los demonios.
Procónsul: Sacrifica, y no me obligues a condenar-
te al mismo suplicio.
Agatónica: Haz lo que mejor te plazca. Yo he veni-
do para sufrir por el nombre de Cristo. Estoy dis-
puesta.
Y el procónsul dictó su sentencia: «Agatónica su-
frirá la misma pena que Carpo y Papilo. Tal es mi
orden.»
Cuando llegó al lugar del suplicio, Agatónica se
quitó sus vestidos, y, gozosamente, subió a la hogue-
ra. Los que asistían al espectáculo se admiraron de
su belleza. Y la compadecían: «¡Qué juicio tan ini-
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nosotros.
Y ante todo, soportaron noblemente todos los ul-
trajes de la muchedumbre contra todos ellos: clamo-
res, golpes, arrestos, robos, lapidaciones, detenciones
y todo eso que un populacho desencadenado prodiga
ordinariamente a sus enemigos odiados. Después fue-
ron llevados a la plaza pública. Ante la muchedumbre,
interrogados por el tribuno y los magistrados de la
ciudad, confesaron su fe. Fueron encerrados todos
juntos en la prisión hasta que el gobernador regre-
sara.
Más tarde, comparecieron ante el gobernador, que
habitualmente usa de toda crueldad contra nosotros.
Vecio Epagato, uno de los hermanos, había alcanza-
do toda perfección en el amor de Dios y del prójimo;
a pesar de su juventud, su santidad merecía el elogio
que fue hecho al viejo Zacarías: consumaba todos los
mandamientos y prescripciones del Señor, irreprocha-
ble, siempre dispuesto a servir al prójimo, ardiendo
en el celo de Dios, hirviendo del Espíritu Santo. Con
tal naturaleza, Vecio no se pudo contener ante el desarrollo
inicuo del proceso que se nos hacía. Indigna-
do, pidió poder hacer la defensa de sus hermanos y
demostrar que no eran ni ateos ni impíos. Las gen-
tes que rodeaban el tribunal comenzaron a vociferar
contra él (pues pertenecía a una gran familia). El go-
bernador rechazó su petición, que era, no obstante,
legal, y le preguntó si él también era cristiano. Vecio,
con voz briosa, confesó su fe; fue detenido también y
promovido a la dignidad de los mártires. Se ofreció
como paráclito o abogado de los cristianos, pues lle-
vaba en verdad en él al Paráclito, al Espíritu de Za-
carías. Y lo demostraba por la plenitud de la caridad
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Para esla traducción, véase P. WÜILLEMEUMIER : Fouilles
de Fourviére a Lyon. París, 1951, pág. 13.
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Gran fiesta organizada por los romanos, en las que par-
ticipaban las tribus galas, que en esta ocasión podían contem-
plar el esplendor de Roma.
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Alusión a la madre de los Macabeos (// Mac., vi, 21-23).
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hombrea.
Perennio: Haz lo que te digo, retráctate, Apolonio.
Sacrifica a los dioses y ante la imagen del emperador
Cómodo.
Apolonio (sonrió y dijo): Te he expuesto, Perennio,
dos puntos: el cambio de idea y el juramento. Ahora
óyeme sobre el sacrificio. Todos los cristianos, y yo
con ellos, ofrecemos un sacrificio incruento y sin man-
cha al Dios todopoderoso, al Señor del cielo, de la tie-
rra y de todo cuanto existe. Este sacrificio de oración
es ofrecido en particular por los hombres dotados de
inteligencia y de razón, hechos a imagen de Dios, ele-
gidos por la Providencia de Dios para reinar sobre
la tierra. Por eso, obedientes a las órdenes de Dios,
cada día rogamos al Dios del cielo por el emperador
Cómodo, que reina en este mundo. Nosotros sabe-
mos que no es por voluntad humana, sino sólo por
la voluntad de Dios por lo que el emperador reina so-
bre el universo.
Perennio: Te doy un día de plazo para reflexionar.
Te va la vida.
Tres días después, nuevo interrogatorio. Fue ante
un gran número de senadores, de miembros del Consejo y de
sabios filósofos. El procónsul hizo llamar al
prevenido, y dijo: «Léanse las actas de Apolonio.»
Terminada la lectura, Perennio pregunto: «Bien,
¿qué has decidido, Apolonio?»
Apolonio: Permanecer fiel a Dios, como tú habías
previsto y consignado en las actas.
Procónsul: Cambia de opinión, créeme. El decreto
del Senado es formal. Rinde homenaje a los dioses,
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El desarrollo del Espíritu y la profecía traiciona las tendencias
montañistas del redactor de estos hechos. No es difícil advertir la
importancia excesiva concedida a las visionesen esta narración
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Narración de Perpetua.
Todavía estábamos bajo custodia, en Tuburbo, cuan-
do ya mi padre me hostigaba—nos cuenta Perpetua—.
Movido por su ternura hacia mí, trataba de quebran-
tar mi fe.
—Padre—le dije—, ¿ves el vaso que está en el
suelo, esta vasija o esto otro?
—Sí—dijo mi padre.
—¿Se le puede poner otro nombre que el que lle-
va?—le dije.
—No—me respondió.
—Tampoco yo puedo darme otro nombre que el
que llevo: soy cristiana.
Mi padre se exasperó con estas palabras, y se lan-
zó sobre mí para arrancarme los ojos; se contentó
con maltratarme y se fue, vencido, junto con los ar-
gumentos del demonio.
Durante varios días no le volví a ver; yo le daba
gracias a Dios por ello; tal ausencia fue para mí un
descanso. Precisamente en este corto lapso fuimos bau-
tizados. El Espíritu Santo me inspiró no pedir nada
al agua santa más que la fuerza para resistir en mi
carne.
Algunos días más tarde fuimos trasladados a la pri-
sión de Cartago. Quedé horrorizada: jamás me ha-
bía encontrado entre tales tinieblas. ¡Doloroso día!
El calor que se desprendía de la muchedumbre de
detenidos era sofocante; los soldados trataban de ha-
cerse con nuestro dinero. En fin, yo no podía ya de
inquietud por mi hijo. Entonces, Tercio y Pomponio,
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Una puerta de la ciudad de Cartago.
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Asclepio: Asclepio.
Polemón: ¿Eres cristiano?
Asclepio: Sí.
Polemón: ¿De qué Iglesia?
Asclepio: Católica.
Polemón: ¿A quién adoras?
Asclepio: A Jesucristo.
Polemón: ¿Es ése otro Dios?
Asclepio: No, es el mismo Dios que los demás aca-
ban de confesar.
Después de este interrogatorio condujeron a los
mártires a la prisión. Una gran muchedumbre les
acompañaba; la gran plaza estaba llena de gente. Al-
gunos decían, refiriéndose a Pionio: «Miradle, de or-
dinario es muy pálido, y ahora llamea su rostro.»
Sabina iba cogida del manto de Pionio para no ser
arrastrada y separada por la muchedumbre. Algunos
burlones ironizaban: «Mirad, tiene miedo de ser des-
tetada.» Otro se desgañitaba: «Puesto que no quieren
sacrificar, que les azoten.»
Polemón respondió: «Las fascias no nos preceden,
no tenemos derecho.»
Otro intervino: «Mirad al hombrecito cómo va a
sacrificar.» Hablaba de Asclepio, que nos acompa-
ñaba.
Pionio respondió: «¡Tú mientes! ¡Jamás lo hará!»
Voces en la muchedumbre: «Tal y tal han sacri-
ficado.»
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carnos.»
Teófilo: ¿Un notable no es digno de crédito? No
haces bien resistiendo; soy yo quien manda.
Y se abalanzó sobre Pionio, cogiéndole por la gar-
ganta y le entregó al verdugo, y poco faltó para que
el sacerdote no muriera estrangulado.
Al mismo tiempo llevaron a la plaza a los otros
cristianos y a Sabina. Allí gritaron con todas sus fuer-
zas: «¡Somos cristianos!» Y se lanzaron a tierra para
no ser conducidos al templo. Seis hombres cogieron a Pionio al
frente de todos. Mucho esfuerzo les costó
dominarle, tanto se revolcaba, dando patadas en las
costillas, en los brazos y en las piernas.
Acabaron por arrastrarle, llevándole, a pesar de
sus gritos, y le pusieron en tierra ante el altar, en
donde se encontraba todavía el obispo Euctemón, que
acababa de sacrificar a los ídolos.
—¿Por qué no sacrificas tú, Pionio?—le preguntó
Lépido.
—Porque somos cristianos—respondieron Pionio y
sus compañeros.
Lépido: ¿A qué Dios adoráis?
Pionio: Al que ha hecho el cielo y la tierra, el mar
y todo cuanto ellos contienen.
Lépülo: ¿VA que ha sido crucificado?
Pionio: Aquel que ha sido enviado para salvación
del mundo.
Los magistrados comenzaron a reír ruidosamente.
Lépido maldecía a Pionio. Este les dijo: «Respetad
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homenajes?
Acacio: Sería muy feliz si tú conocieras a mi Dios,
que es el Dios verdadero.
Marciano: ¿Cuál es su nombre?
Acacio: El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob.
Marciano: ¿Esos son los nombres de vuestros dioses?
Acacio: No he nombrado los dioses, sino Dios es
el que les habló.
Marciano: ¿Quién es?
Acacio: Adonais, el Altísimo, que tiene su trono en-
tre los querubines y los serafines.
Marciano: ¿Quiénes son esos querubines y esos se-
rafines?
Acacio: Los ministros del Altísimo, los que están
más cerca del trono eterno.
Marciano: Esa nefasta doctrina te ha trastornado la
inteligencia. Desprecia las cosas invisibles y reconoce
a los dioses verdaderos que están ante tus ojos.
Acacio: ¿Quiénes son esos dioses a los que quieres
hacerme ofrecer sacrificios?
Marciano: Apolo, nuestro bienhechor, que nos pre-
serva del hambre y de la peste, que conserva y gobier-
na el mundo entero.
Acacio: Ah, sí; el intérprete del porvenir; el in-
fortunado, enamorado de la belleza de muchacha, que
corría, pasmado, ignorante de que iba a perder presa tan
deseada. Está claro que semejante ignorancia nada
tiene de divino; ¿cómo puede ser divino el ser sedu-
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INVIERNO DE 250-251
EN NICOMEDIA
LUCIANO Y MARCIANO
13 El procónsul Sabino dijo a Luciano: «¿Cuál es
tu nombre?»
Luciano: Luciano.
Procónsul: ¿Y tu profesión?
Luciano: En otro tiempo procurador de la ley
santa; hoy, indigno como soy, predicador de esta
religión.
Procónsul: ¿Con qué título eres predicador?
Luciano: Todos pueden arrancar a su hermano del
error, con el fin de procurarle la gracia y libertarle
de la esclavitud del demonio.
El procónsul dijo entonces a Marciano: «¿Cuál
es tu nombre?»
Marciano: Marciano.
Procónsul: ¿Y tu profesión?
Marciano: De condición libre y adorador de los
misterios de Dios.
Procónsul: ¿Quiénes os indujo a abandonar a los
antiguos dioses que os rodearon con su benevolen-
cia y procuraron el favor del pueblo, para llevaros
hacia un Dios muerte, y crucificado que no se ha sal-
vado a Sí mismo?
Marciano: Fue la obra de Aquel que hizo de Pa-
blo, cuando perseguía a las Iglesias, el heraldo de
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ciudad.
Cipriano: Vuestras leyes, en buen derecho, nos pro-
hiben la delación. Por tanto, no puedo entregar a esos
sacerdotes. Los encontraréis en sus ciudades.
Procónsul: En lo que a mí se refiere, mis indaga-
ciones se refieren a mi ciudad.
Cipriano: La disciplina prohibe entregarse por sí
mismo; hasta tú mismo juzgarías malo tal acto. Por
tanto, los sacerdotes no pueden entregarse por sí mis-
mos. Pero tus indagaciones los descubrirán.
Procónsul: Los descubriré.
Paterno añadió: «También está prohibido reunir-
se en cualquier lugar y entrar en los cementerios. En
consecuencia, todos cuantos incumplan esta prohibi-
ción tan llena de prudencia incurrirán en la pena
capital.
Cipriano: Obra según te han ordenado.
Segundo interrogatorio y condenación
en el año 258.
Cipriano hacía tiempo que vivía en el exilio, cuan-
do al procónsul Aspasio Paterno sucedió el procónsul Galerio
Máximo. Este hizo volver de su exilio al
obispo Cipriano y comparecer ante él. Cipriano, el
santo mártir de Dios, volvió, por tanto, de Curubis, en
donde había estado exiliado por orden de Aspasio
Paterno, que era procónsul en aquel entonces. Un
rescripto imperial le había autorizado a que perma-
neciera en su casa de Cartago. Allí Cipriano esperaba
todos los días que fueran a arrestarle, pues un sue-
ño le había revelado que así sucedería.
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Cipriano: Yo soy.
Procónsul: Los santos emperadores te han ordenado
que hagas sacrificios.
Cipriano: No lo haré.
Procónsul: Ten cuidado por ti mismo.
Cipriano: Haz lo que se te haya ordenado. En un
asunto tan claro no hay por qué deliberar.
Galerio Máximo deliberó con su consejo y dictó,
con pena y sentimiento, esta sentencia: «Mucho tiem-
po viviste sacrilegamente; has agrupado a tu alrede-
dor en gran número a los cómplices de tu culpable
conspiración. Te has constituido como enemigo de
los dioses romanos y de su culto sagrado. Los piado-
sos y sagrados emperadores Valerio y Galiano, Au-
gustos y Valerio, el muy noble César, no han podido
reconducirte a la observancia de las ceremonias del
pueblo romano. Tú eres confeso de ser el instigador
y el cabeza visible de los mayores crímenes. En conse-
cuencia, servirás de ejemplo a aquellos a los que tú
asociaste en el mal. Por tu sangre quedará sanciona-
do el respeto a las leyes.»
Después de estos considerandos, el procónsul leyó su
decisión sobre una tableta: «Tascio Cipriano perece-
rá decapitado. Así lo ordenamos.»
El obispo Cipriano dijo: Deo gradas (gracias a
Dios sean dadas).
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EN MAGIDOS, EN PANFILIA
CON ON
1¡He aquí una condenación impía más! Después de
la muerte de los santos testigos de Cristo, Papías, Dio-
doro y Claudiano, el gobernador se fue a la ciudad de
Magidos y se instaló en el barrio de Zeus. Hizo con-
vocar a los habitantes por medio del pregonero. La
proclama del pregonero tuvo como efecto el hacer
huir a los habitantes. Dejaron allí todos los bienes,
abandonando la ciudad desierta en las manos del cruel
gobernador y de su tropa.
Este envió a su guardia montada y a algunos más
para que cercaran la ciudad y la registraran has-
ta el último rincón, casa por casa, por ver si
encontraban a alguien. Pero volvieron diciendo que
no habían encontrado alma viva ni en la ciudad ni en
el campo.
No obstante, un individuo llamado Naodoro, o tam-
bién Apeles, padre de la ciudad, con otro guardián
del templo, furioso a causa de la impiedad de los
habitantes para con los ídolos, pidieron al gober-
nador que les diera poder y fuerzas para indagar
en los lugares en los que sospechaban había gente
oculta.
Un ayudante del gobernador, Orígenes, se fue con
Naodoro, con la guardia y demás, y cogieron al bien-
aventurado Conon en un lugar llamado Carmena: Co-
non iba a regar el jardín imperial.
Cuando se acercaron al jriártir, tres veces feliz, le
dijeron: «Buenos días, Conon.»
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El oficio religioso del día, celebrado con cierta solem-
nidad.
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El mismo fenómeno de visiones que en las pasiones de
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contó:
«Hermanos—dijo—he tenido un sueño. He visto un
tribunal imponente y todo blanco, con una platafor-
ma muy alta. Un juez, con el rostro Heno de nobleza,
era el presidente. Había allí un estrado. No era bajo,
sino que se subía a él no por medio de un solo esca-
lón, sino por una escala majestuosa que ascendía has-
ta muy alto. Numerosos confesores desfilaban agrupa-
dos, y el juez les condenaba a perecer decapitados.
Pero llegó mi vez. Oí una voz clara y potente que
me decía: «Traed a Mariano.» Subí por la escalera
hasta el estrado, y de pronto vi a Cipriano, sentado a
la derecha del juez. Me tendió la mano, me sonrió y
me dijo: «Ven a sentarte junto a mí.» Obedecí; y
mientras me sentaba entre los asesores, comparecieron
otros grupos de confesores.
En fin, el juez se levantó; le condujimos hasta su
pretorio. El camino que llevaba hasta allí cruzaba rien-
tes praderas y bosques verdeantes de tiernas hojas.
Cipreses muy altos y pinos que parecían tocar el cie-
lo nos envolvían con su sombra. Toda aquella tierra,
entre el bosque, parecía ceñida por una corona de ver-
dor. En el centro, un lago, alimentado por una fuen-
te transparente, repartía en riachuelos transparentes
sus aguas límpidas. De pronto, el juez desapareció de
nuestros ojos. Entonces Cipriano cogió una copa que
había junto a la margen de la fuente, la llenó de aquella agua y
bebió como un hombre sediento. Llenó de
nuevo la copa y me la ofreció. Bebí con placer y dije:
«Gracias a Dios.» Me desperté por el sonido de mi
Felicidad y Perpetua.
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su fe.
Flaviano había declarado ser diácono. Sus defen-
sores, extraviados por el afecto, lo negaron y sostu-
vieron que no lo era. La sentencia de muerte fue dic-
tada contra los otros, es decir, contra Lucio, Montano,
Juliano y Victorio.
Flaviano fue conducido de nuevo a la cárcel. Tenía
de qué afligirse al ver que le separaban de la comuni-
dad con los demás. Pero la fe y la piedad que ani-
maban su vida le hicieron descubrir en esta tribula-
ción la voluntad de Dios. Su religión llena de pru-
dencia suavizaba su tristeza al permanecer solo. Se
decía: «El corazón del rey está en la mano de Dios.
¿Por qué afligirme? ¿Por qué irritarme contra un
hombre cuyas decisiones son dictadas por Dios?» Pero
en lo que sigue hablaré con más detalle de Flaviano.
Durante este tiempo, los otros fueron conducidos al
lugar del sacrificio. Los paganos afluían de todas par-
tes. Todos los hermanos estaban allí. Sin duda algu-
na, antes, habían acompañado a otros testigos de
Dios, según la religión y la fe que habían aprendido
en la escuela de Cipriano. Pero ese día acudieron
más apresuradamente y más numerosos que nunca.
Era un hermoso espectáculo el de los mártires de
Cristo. La felicidad de su gloria resplandecía en sus
rostros. Incluso sin hablar, habrían arrastrado a los
otros con su ejemplo. Pero hablaban sin cansancio; exhortaban
a los hermanos para dar firmeza a su
coraje.
Incluso Lucio. Naturalmente dulce de carácter, re-
servado y modesto, había sido debilitado hasta el lí-
mite y el agotamiento por los sufrimientos en la
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te de ella.
En fin, se dirigía también contra los apóstatas. Con-
denaba su prisa por pedir merced. Dilataba su per-
dón en el seno de la Iglesia al término de una larga
penitencia completa, hasta que recibieran la sentencia
de Cristo.
Y a aquellos que se habían mantenido firmes, les
exhortaba a que perseveraran: «Permaneced firmes,
hermanos míos, combatid valerosamente. Tenéis ejem-
plos que seguir. Que la traición de los apóstatas no
os arrastre a la ruina, sino que vuestra constancia
os sirva para elevaros hasta la corona del martirio.»
E invitaba a las vírgenes a que conservaran pura su
castidad.
Y predicaba al pueblo de los fieles el respeto ha-
cia la autoridad. Y hasta a los mismos jefes aconse-
jaba la concordia y la paz. Nada mejor, decía, que
el entendimiento unánime entre los jefes. Es la ma-
nera de que el pueblo sienta respeto para con los
obispos. Cuando las cabezas visibles se entienden en-
tre sí, el pueblo conserva los vínculos de la caridad.
He aquí lo que era en verdad sufrir por Cristo,
imitar a Cristo hasta en sus palabras. He aquí la ma-
yor prueba de la fe. ¡Qué hermosa imagen de cre-
yente !
El verdugo iba a dar su golpe, y la espada se es-
tremecía en el aire sobre la cabeza del mártir. Y en
aquel momento Montano elevó hacia el cielo sus ma-
nos abiertas y con voz potente, cuyos acentos nos
emocionaron, no sólo al pueblo de los creyentes, sino
hasta a los mismos paganos, oró. Pidió con insisten-
cia que Flaviano, que había sido separado del grupo
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pada.»
En realidad es lo que sucedió. Después de una pii-
mera profesión de fe en la sala de la audiencia, Fla-
viano confesó a Cristo, una segunda vez, en público.
Fue entonces cuando la muchedumbre protestó. Con-
ducido de nuevo a la cárcel, fue separado de sus com-
pañeros como su visión le había anunciado. Fue juz-
gado una tercera vez después de estas dos confesiones,
\ fue entonces cuando consumó su martirio.
Flaviano nos contó después: «Suceso y Pablo—-di-
jo—acababan de recibir con sus compañeros la co-
rona del martirio. Yo apenas podía ponerme en pió
a causa de mi enfermedad. Vi entrar en la casa al
obispo Suceso. Su rostro, como sus vestidos, rielaban
de luz. Era difícil reconocerle, tanto brillaban sus
ojos con relumbre angélica. Viendo mi duda, dijo:
«He sido enviado para anunciarte tu próximo marti-
rio.» Cuando hubo dicho esas palabras se presentaron
dos soldados para llevarme con ellos. Me condujeron
a un lugar en donde se encontraba reunida una mul-
titud de hermanos. Comparecí ante el gobernador y
fui condenarlo a muerte. De pronto advertí a mi ma-
dre en medio de la muchedumbre. Decía: «¡Bravo,
bravo! ¡Nadie ha conocido un mártir tan glorioso! »
Era verdad. No tenemos por qué hablar del régi-
men de hambre impuesto en la prisión. Los otros pri-
sioneros aceptaban el miserable alimento que el fisco
les distribuía con sórdida avaricia; sólo Flaviano no
tocaba su exigua parte. La entregaba a los otros para
mantenerles. Prefería agotarse en ayunos absolutos
y voluntarios.
Voy a hablar del mayor motivo de gloria. Flaviano
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Urhai es sinónimo de Edesa.
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muerte.
Schmouna: Nosotros no moriremos, como crees, sino
viviremos, según nuestra fe, si cumplimos la voluntad
de Aquel que nos ha creado. Si obedecemos a los prín-
cipes, nos precipitamos en la muerte, como tú dices.
Si Dios nos destruye, nadie podrá devolvernos la vida;
si, por el contrario, tú nos destruyes por orden de tus
príncipes, esperamos que Él nos hará vivir. A Él
pertenecen los dos mundos. A Él sacrificamos nues-
tros cuerpos para que de esta manera se cumpla el
mandamiento del Señor.
Ante estas palabras, el gobernador dio orden a
Avilo para que les encerraran con los sacerdotes y
los diáconos bajo la vigilancia de los soldados.
Pocos días después, Diocleciano llamó a su casa de
Antioquía al gobernador Misiano, de Urhai, y le dio
instrucciones referentes a los sacerdotes y a los cris-
tianos rebeldes.
Cuando regresó, Misiano llamó ante sí a Gouria y
Schmouna con los soldados romanos que les guarda-
ban. Una vez presentes, les dijo:
«Nuestros príncipes os ordenan que sacrifiquéis a
los dioses, quemar incienso y verter vino ante Zeus,
que está ante vuestros ojos. Si os negáis, tengo orden
de poneros sobre una parrilla ardiendo y sobre plan-
chas de hierro ardiente; os haré golpear hasta que
vuestra carne se desprenda de vuestros huesos; os haré desgarrar
con peines de hierro hasta que se vean
vuestros pulmones. Me ordenan que caliente bolas de
plomo y las ponga en vuestras axilas hasta que el
fuego devore vuestro cuerpo. Debo haceros descoyun-
tar hasta arrancaros vuestros brazos. Os haré colgar
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a los príncipes?»
Pero los confesores, incapaces de hablar por las ho-
rribles torturas que les martirizaban, hicieron signo
de que no.
Finalmente, los verdugos acabaron cansadas. El
gobernador les hizo desatar y conducirlos de nuevo a
la prisión, que se llamaba «Sombrío agujero». El ofi-
cial ejecutó la orden. Oscurecieron puertas y venta-
nas con el fin de que los confesores no pudieran ver la
luz. Era el mes de agosto, en pleno verano; no les
llevaban ni pan ni agua.
Al cabo de tres días y tres noches, durante los cua-
les no vieron ni un rayito de luz, abrieron la puerta
del calabozo. Los confesores permanecieron allí los
meses de agosto, septiembre, octubre y hasta media-
dos de noviembre.
El gobernador les hizo comparecer de nuevo, y les
dijo: «Obedeced a los príncipes.»
Gouria y Schmouna: Hemos dicho que nuestra fe
y nuestra palabra eran irreductibles; haz lo que te
ha ordenado el emperador. Tú tienes poder sobre
nuestros cuerpos, pero no sobre nuestras almas.
El gobernador les hizo suspender por los pies. Y
permanecieron así desde la segunda a la quinta hora.
Los romanos que guardaban a Schmouna le dijeron:
«¿Hasta cuándo quieres soportar estas penas terri-
bles? Cumple la voluntad de los príncipes y ellos te
liberarán.» Pero el mártir guardaba silencio.
Schmouna se contentó con rogar: «Te adoro, Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo; sin tu permiso nin-
gún pájaro cae en la red. Diste fuerza a Abraham,
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Estrictamente, el joven cristiano hubiera podido aceptar
ser enrolado, sin renunciar por ello a la fe.
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chivos poseas.
Félix: Los tengo, pero no los entregaré.
Magniliano: Ve a buscarlos; es necesario que se
quemen.
Félix: Prefiero que me quemen a mí antes que dejar
que quemen las Santas Escrituras. Pues más vale obe-
decer a Dios que a los hombres.
Magniliano: Los decretos del emperador valen más
que tus palabras.
Félix: Los mandatos de Dios valen más que los de
los hombres.
Magniliano: Te doy tres días para que reflexiones.
Si te niegas a someterte a este edicto en tu ciu-
dad, te llevaré ante el procónsul; darás cuenta de
tus palabras ante su tribunal y allí acabará tu pro-
ceso.
Tres días después, Magniliano hizo comparecer al
obispo Félix y le dijo: «¿Has reflexionado?»
Félix: Mantengo mi negativa y estoy dispuesto a
proclamarlo delante del procónsul.
Magniliano: Pues bien, irás ante el procónsul, y ve-
remos.
Vicente Celsino, decurión de la ciudad, fue encarga-
do de conducir al obispo.
El diez de las calendas de julio, Félix salió de Tibiu-
ca hacia Cartago. Cuando llegó, fue confiado al legado,
quien le hizo encerrar. Al día siguiente, en la amane-
cida, Félix compareció ante el legado.
Legado: ¿Por qué no quieres entregarnos tus inúti-
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les Escrituras?
Félix: Las tengo y las conservaré.
Y el legado le hizo encarcelar en un calabozo sub-
terráneo.
Dieciséis días después, Félix fue sacado de la cár-
cel y le condujeron encadenado ante el procónsul
Anulino. Eran las diez de la noche.
Anulino: ¿Por qué no nos das tus vanas Escri-
turas?
Félix: Jamás las entregaré.
El procónsul le condena a morir por la espada.
Kra en las idas de julio.
El obispo elevó los ojos al cielo y dijo con voz cla-
ra: «Gracias te sean dadas, Señor. Tengo cincuenta
años en este siglo. He conservado la virginidad, he se-
guido el Evangelio, he predicado la fe y la verdad. Se-
ñor, Dios del cielo y de la tierra, Jesucristo, que vives
para siempre, te ofrezco mi garganta para ser sacri-
ficado.»
Cuando hubo terminado su plegaria, los soldados
se lo llevaron y le cortaron la cabeza.
FIIÓ enterrado en la ruta de los Escilitanos, en la
b««íl¡ca de Fausto.
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naturaleza.
Lisias: ¿Estás casada o viuda?
Teonila: Hoy hace veintitrés años que soy viuda.
Permanecí viuda para honrar a Dios con ayunos, vi-
gilias y oración desde que abandoné a los ídolos im-
puros y conocido a Dios.
Lisias: Afeitadla la cabeza con una navaja afilada,
para que aprenda a avergonzarse. Ponedla un cinto
de espinos, descoyuntadla por las cuatro extremidades
y golpead no sólo su espalda, sino todo el cuerpo.
¡Echadla carbones encendidos sobre el vientre y que
muera así!
El escriba y el verdugo: Señor, ya ha muerto.
Lisias: Poned su cuerpo en un saco, atadlo bien y
echadlo al agua.
El escriba y el verdugo: Las órdenes de tu eminen-
cia referentes a los cuerpos de los cristianos han sido
cumplidas.
El martirio de estos santos tuvo lugar en Egea, ba-
jo el gobernador Lisias, diez días antes dé las calen-
das de septiembre, bajo el consulado de Augusto y
Aristóbulo.
Por las pasiones de los santos, honor y gloria a
Di 13.
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soy cristiana.»
Fortunancio siguió insultando al senador. Desde lo
alto del potro, el mártir refutaba todas sus acusacio-
nes. Anulino ordenó que volvieran a coger las uñas
de hierro. Los verdugos descarnaron los costados del
mártir y cogieron los garfios. Sus manos volaban más
rápidas que las órdenes; desgarraban la piel, llega-
ban hasta las entrañas, ponían al desnudo el cora-
zón. El mártir permanecía impávido y sosegado; los
miembros se rompían, saltaban las entrañas, las cos-
tillas volaban astilladas, su corazón permanecía in-
tacto y sin tocar. Recordaba que en otro tiempo había
ocupado el cargo de senador en la ciudad, y mientras
le golpeaban brutalmente, dirigía al Señor esta ple-
garia : «¡ Oh! Cristo, Señor, que no sea confundido.»
Y el Señor escuchó su oración.
Finalmente, el procónsul, turbado, dijo: «¡Cesad!»
Y los verdugos se detuvieron. No era justo que el
mártir fuera torturado por una causa que se refería
tan sólo a Victoria.
Un abogado, Pompeyano, hizo entonces su apari-
ción en escena y presentó contra el mártir infames
acusaciones. Pero Dativo le respondió con desprecio:
«¿Por qué ejecutas las órdenes del demonio? ¿Qué
intentas todavía contra los mártires de Cristo?» Es-
tas palabras le cerraron la boca.
Prosiguieron la tortura. Esta vez le interrogaron
sobre su participación en las asambleas cristianas.
Dativo respondió que había llegado durante la cele-
bración de los misterios y que se había unido a sus hermanos:
«Pero la reunión—añadió—no fue orga-
nizada por uno solo.»
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desobedecido el edicto?»
Y el sacerdote: «La ley ordena..., lo pide.»
¡Qué admirable y elocuente respuesta por parte de este
sacerdote doctor! Hasta en sus tormentos, el
sacerdote sigue predicando la ley por la que sufre.
«Cesad»—dijo el procónsul—. E hizo que el sacerdo-
te fuera conducido a la cárcel.
Le tocó entonces el turno a Emérito.
Procónsul: En tu casa se celebraron asambleas pro-
hibidas—le dijo.
Emérito: Sí, hemos celebrado el día del Señor.
Procónsul: ¿Por qué les has permitido entrar?
Emérito: Son mis hermanos, no podía prohibírselo.
Procónsul: Debiste hacerlo.
Emérita: No podía; no podemos vivir sin celebrar
la cena del Señor.
Le extendieron sobre el potro y le sometieron a la
tortura. Emérito, en medio de sus tormentos, oraba:
«Te ruego, Cristo, que vengas en mi ayuda. ¡Obráis
contra el mandato de Dios, desgraciados!»
El procónsul le interrumpió: «No tenías por qué
acoger a esas gentes.»
Emérito: Yo no puedo dejar de recibir a mis her-
manos.
Procónsul: Las órdenes del emperador valen más
que cualquier otra cosa.
Emérito: Dios es más grande que los emperado-
res... ¡Oh Cristo, te suplico: recibe mis alabanzas;
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Juego de palabras sobre el nombre, que significa bien-
aventurado,
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Procónsul: Cesad—dijo.
Y el hijo fue a reunirse con el padre.
Comenzaba a anochecer; reinaba cierto cansancio,
tanto entre los verdugos como en aquel juez cruel.
El procónsul acabó por dirigirse al grupo de los de-
más cristianos, que todavía no habían sido interro-
gados: «Ya veis lo que han sufrido—les dijo—los
que se obstinaron y lo que espera a los que persisten
en su fe. Aquel de entre vosotros que quiera indulgen-
cia y salvar su vida, basta con que confiese.»
Pero todos los mártires dijeron: «Somos cristianos.»
Desolado, el procónsul les hizo conducir de nuevo a
la prisión.
Las mujeres y las vírgenes, siempre dispuestas al
sacrificio y a entregarse a Dios, no se vieron privadas de
los honores de este combate. Todos, con la ayuda de Cristo,
combatieron con Victoria, y, co moLilla y con ella, fueron
victoriosas. Victoria, la más santa de las mujeres, la flor de las
vírgenes, el honor y la gloria de los confesores, era una mujer de
gran estirpe; pero todavía era mayor por su fe, por su piedad,
por la pureza de sus costumbres. Era seductora a causa de su
gran belleza, pero su alma era todavía más deslumbrante que su
cuerpo, y mucho
más bella cuanto era más casta y más santa. Victo-
ria gozaba con ganar por el martirio la segunda pre-
ciada palma tan deseada.
Desde su infancia había sobresalido por su pure-
za; desde sus años jóvenes se mostraba austera y
grave. Llegada a la edad adulta, rechazó el matrimo-
nio que sus padres querían imponerle; huyó por la
ventana casi llegada la hora de los esponsales, se ocul-
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Ireneo significa pacífico.
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Ireneo: No.
Gobernador: ¿Padres?
Ireneo: No.
Gobernador: ¿Quiénes eran esas gentes que llora-
ban en la última audiencia?
Ireneo: Escucha las palabras del Señor, Jesucristo:
«Aquel que ama a su padre, a su madre, a sus hijos,
a sus hermanos o parientes más que a Mí, no es dig-
no de Mí.»
Por esta razón, Ireneo, con la mirada fija en el cie-
lo, sólo cedía ante las promesas divinas. Poco le im-
portaba todo lo demás. Por tanto, podía afirmar que
no tenía otros parientes que Dios.
Gobernador: Al menos sacrifica por tus pequeños.
Ireneo: Mis hijos tienen el mismo Dios que yo.
Ese Dios puede salvarlos. En cuanto a mí, cumple con
tu obligación.
Gobernador: Reflexiona, eres un hombre joven. Sa-
crifica para escapar a los suplicios.
Ireneo: Haz lo que mejor te parezca. Ya verás
qué paciencia me concede mi Señor Jesucristo para
triunfar sobre tus maniobras.
Gobernador: Voy a pronunciar la sentencia con-
denatoria.
Ireneo: Te lo agradeceré.
Probo publicó su decisión: «Visto que Ireneo ha
desobedecido las órdenes de nuestros príncipes, será
arrojado al río. Esta es mi orden.»
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quiere decir?»
Euplo: Es la ley de mi Señor, tal como me ha sido
dada.
Gobernador: ¿Por quién?
Euplo: Por Jesucristo, Hijo de Dios vivo.
El gobernador le interrumpió y dijo: «Su confesión
es formal. Que se le interrogue mientras le torturan
y que le entreguen a manos de los verdugos.»
Euplo fue entregado a los verdugos; el segundo
interrogatorio comenzó mientras le torturaban.
Sucedió bajo el noveno consulado de Diocleciano y
el octavo de Maximiano, la víspera de los idus de
agosto.
El gobernador Calviniano dijo a Euplo, a quien
torturaban: «¿Mantienes la confesión que acabas de
hacer?»
Euplo se signó la frente con la mano que le había
quedado libre y respondió: «Lo que confesé, confieso
de nuevo: soy cristiano y leo las Sagradas Escri-
turas.»
Gobernador: ¿Por qué has conservado esos escri-
tos? Los emperadores lo habían prohibido. ¡Debiste
entregarlos a la justicia!
Euplo: Porque soy cristiano; no me está permitido
entregarlos. Antes morir que entregarlos. Contienen
la vida eterna. Aquel que los entrega, pierde su vida
eterna. Para no perderla, doy mi vida.
En medio de las torturas, Euplo decía: «Te doy
gracias, Cristo; consérvame para que sufra por ti.»
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de la ley.
Crispina: Haz lo que te parezca. En cuanto sufriré
de buena gana por mi fe.
Anulino: ¡Qué tontería no abandonar esos errores
para ofrecer tu adoración a nuestas santas divini-
dades!
Crispina: Ofrezco mi adoración todos los días al
Dios vivo y verdadero. Él es mi Señor. No reconozco
otro Dios que Él.
Anulino: Te repito la orden imperial: obedece.
Crispina: Obedezco, pero a mi Señor Jesucristo.
Anulino: Te haré cortar la cabeza si no obedeces
las órdenes de nuestros emperadores y señores. No
tendrás más remedio que obedecer. Por otra parte,
ya sabes que toda África ha sacrificado.
Crispina: Jamás me harán sacrificar a los demo-
nios. Yo hago sacrificios al Señor que ha hecho el
cielo y la tierra, el mar y todo cuanto en ellos existe.
Anulino: ¿Entonces, estos dioses no tienen valor
alguno? Pero tú, si quieres salvar la vida tendrás que
adorarlos. Por otra parte, es el único medio de tener
todavía alguna religión.
Crispina: Hermosa religión que condena a tortura
a los que la rechazan.
Anulino: Todo lo contrario. Pedimos simplemente
que vayan al templo, que inclinen la cabeza ante los dioses de
Roma y les ofrezcan incienso; de esta for-
ma serás de los nuestros.
Crispina: No lo hice nunca. Incluso ignoro vuestros
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gobernador.
Pero el gobernador quedó extrañado por todo lo
que había sucedido. Y se dijo: «Sólo un cristiano
puede alarmarse de rer a una mujer a hora poco con-
veniente en su jardín.» Y siguió así el interrogatorio:
Gobernador: ¿Quién eres?
Sereno: Cristiano.
Gobernador: ¿Dónde te has ocultado hasta hoy?
¿Cómo te las has arreglado para no sacrificar a los
dioses?
Sereno: Quiso Dios reservarme para esta hora. Era
como una piedra rechazada del edificio. Ahora, el Se-
ñor me ha hecho un hueco. Puesto que ha querido que
sea descubierto, estoy dispuesto a sufrir por su nom-
bre, con el fin de participar en su reino con todos
los santos.
El gobernador estaba fuera de sí: «Puesto que has
escapado hasta hoy y ocultándote has demostrado tu
desprecio para con los edictos del Emperador y te has
negado a sacrificar, te será cortada la cabeza.»
Inmediatamente fue llevado al lugar de las ejecu-
ciones, y los siervos del demonio le cortaron la ca-
beza.
Fue el 23 de febrero, durante el reinado de nues-
tro Señor Jesucristo, a quien es dado todo el honor y
gloria en los siglos de los siglos. Amén.
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Es Eusebio quien nos cuenta los acontecimientos. Véanse
notas críticas al final del libro.
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Capital y residencia del rey de Persia,
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Cristo» 32.
Pusai fue apresado allí mismo, conducido ante el
rey y acusado de traición por lo que acababa de
decir.
El rey: ¿No eres digno de la muerte acaso? ¿No
te colmé de honores? ¿Por qué te has burlado de mí,
yendo a ver morir a esos criminales?
Pusai- Su muerte me proporciona la vida. Re-
nuncio al honor que me hiciste, p.orque estaba lleno
de mentiras; profeso la muerte que les diste, pues es
sinónimo de gozo.
El rey: Insensato, ¿buscas para ti la misma suerte?
Pusai: Soy cristiano y creo en su Dios; por eso
prefiero la muerte y repudio tus honores.
Llevado de una cólera violenta, el rey decidió que
no moriría de forma habitual. «Ha rechazado mis
dignidades y se ha permitido hablarme como mi igual;
arrancadle la lengua para que sirva de ejemplo a
todos.»
Las órdenes del rey fueron cumplidas escrupulosa-
mente. El mártir murió en aquel mismo día.
Tenía una hija, que también fue acusada de ser
cristiana. Fueron a buscarla. Y fue muerta, por Cris-
to, su esperanza...
En el momento de morir, Simeón oró de la siguien-
te manera 33.
«Señor Jesús, que oraste por tus verdugos y nos
enseñaste a orar por nuestros enemigos, te dignaste
aceptar el alma de tu diácono Esteban, que oró por
aquellos que le lapidaron; acoge también las almas
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religión.
Lo que más me irrita es que, conociendo mis
disposiciones para con los cristianos, él sabe que
rujo como un león contra ellos y que quiera extermi-
narlos, se burle de mí como un zorro, se me oponga
abiertamente y no tenga en cuenta para nada ni mis
órdenes ni mis amenazas. Lo peor no es que se con-
tente con profesar esta religión impía, sino que anime
a los otros. Por esto, juro por los dioses y me hago
responsable del juramento, ante el sol que juzga a
la tierra, que habrá de repudiar esa religión falsa;
de lo contrario, sus días están contados.»
El rey hizo que le llevaran a su presencia. Al en-
trar, Pusai se prosternó ante él.
El rey: ¿No sabes que estás condenado a una muer-
te ignominiosa por haber despreciado mi realeza y mi
poder, subestimado mi castigo y desdeñado mi ma-
jestad? ¿Por qué no has tenido en cuenta mis órde-
nes que hacen temblar a mis pueblos y a mis reinos?
Tú crees poder vilipendiarlas, como lo demuestran las
palabras que me han dicho pronunciaste.
Pusai: Lejos de mí, que sirvo al Dios vivo, el
despreciarte, rey poderoso; por el contrario, eres para
mí un rey ilustre y el rey de reyes.
El rey: ¿Cómo hablas así? ¿No has jurado por Dios
en lugar de jurar por nuestros dioses?
Pusai: Juro por Dios, porque soy cristiano; no pue-
do jurar por los dioses, porque no soy pagano.
El rey: ¿Cómo puedes estimarme como rey y como
rey poderoso e ilustre, como el rey de reyes, tenien-
do el valor de afirmar ante mí: Yo soy cristiano?
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deje vivir.
Pusai: Te daré gracias, ¡bondadoso señor!, si me
concedes este favor y si me juzgas digno de ese pri-
vilegio. Pero tus palabras: «Con la condición, evi-
dentemente, de que te deje vivir», me dejan percibir el
eco de mis palabras, después de mi muerte, llegando
a los oídos de todos los cristianos.
El rey: Responde a mis palabras.
Pusai: Que el rey hable y su siervo responderá
a todas sus preguntas.
El rey: Bandido, no mereces vivir. ¿No te he col-
mado de honores, no te tomé a mi servicio y al de
los dioses?
Pusai: Dices verdad, ¡oh rey!; tu majestad me ha
honrado, he obtenido una situación perecedera en este
mundo que no había merecido, no estaba de acuerdo
con mi miseria. Por orden tuya me disponía a cumplir
la misión que me habías confiado. Pero en el camino
vi una escena deslumbradora, me detuve sin poder
seguir adelante, fascinado por la obra de Dios.
El rey: ¿Qué espectáculo era ése?
Pusai: ¿Hay espectáculo más maravilloso que el de
la tropa de los justos que son sin pecado ni reproche,
que.no han hecho nada reprensible, que se dejan ma-
tar en la esperanza del Señor, despreciando el mundo
y sus alegrías, que no te temen, ¡ oh rey poderoso!,
delante de quien tiemblan los pueblos, que no tienen
miedo de tus órdenes, terrible para los mismos prín-
cipes, que desprecian la espada centelleante y las eje-
cuciones aterradoras? Sólo aman a aquel que es el
único Dios de verdad.
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mur; por los dos lados se apoyaron seis hombres; este suplicio
era horrible y despiadado. Después de
esto, comenzaron a flagelarle durante un largo mo-
mento. El mártir ultrajaba al mago, llamándole im-
puro, infecto, perro embriagado de sangre, cuervo
hambriento de carroña.
El juez la tomó entonces con los verdugos: «¿Por
qué no le hacéis callar a golpes?» Los huesos del con-
fesor se separaron, sus articulaciones se dislocaron,
hasta el punto que acabaron por conducirle de nuevo
a la prisión, junto con los otros mártires.
Cinco días después leal condujeron del calabozo
al jardín, que se encontraba cerca del templo al fuego.
El gran mago presidía el tribunal que iba a inte-
rrogarles y comenzó así: «Malditos brujos, ¿perseve-
ráis en vuestra obstinación y vuestra desobediencia
para con las órdenes del rey?»
Los tres respondieron al mismo tiempo: «Persevera-
mos en una sola voluntad, en una sola decisión, en
una única fe. A todas tus preguntas daremos siempre
una misma respuesta. Servimos al único Dios, no nos
sometemos a las órdenes de un rey inicuo. ¡Haz lo
que quieras, impío! »
Trajeron cuerdas muy delgadas, extendieron a los
mártires en el suelo, colocaron bajo cada uno de ellos,
a la altura de las piernas, de los muslos y de los rí-
ñones, leños de madera; fuertes hombres, estirando de
las cuerdas, les apretaron contra los maderos hasta que
se escuchó que los huesos crujían y también las cuer-
das; los mártires estaban rotos y triturados.
Una vez más les interrogaron: «Haced la voluntad
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del Maligno.
El rey apartó su mirada del bienaventurado y le
condenó a la pena capital. Unos soldados le alejaron
de la presencia del rey y le condujeron al lugar de su
coronación; muchos paganos y cristianos acompaña-
ron al cortejo. Cuando hubieron llegado al lugar de
la ejecución, los comisarios reales le dijeron: «Haz
la voluntad del rey y vivirás, y no morirás.»
Peroz: No escuché al rey; ¿creéis que voy a es-
cucharos a. Vosotros? Acercaos y cumplid la orden
real; este día es el más hermoso de toda mi vida.
Los verdugos le dijeron: «Hemos recibido la orden
de no decapitarte en seguida, sino que te hemos de
arrancar primero la lengua» Los comisarios insistie-
ron: «Piensa en tu vida, eres joven y bien querido
de todos, cumple la voluntad del rey, aunque sólo sea
un instante, sólo para cubrir la forma; y vivirás y no
morirás.»
Peroz: No queráis convencerme; vuestras palabras
no me sirven de nada. No escucho a los que quieren
separarme de mi Dios.
Y entonces se acercaron a él los verdugos, le des-
pojaron de sus vestiduras y le dijeron: «Tiende tus
manos para que las atemos.» El respondió: «Esperad
un instante que ore.» Y se arrodilló y dijo: «Quiero
alabarte, Señor, toda mi vida, quiero honrarte tanto
tiempo como respire por haberme juzgado digno de este cáliz, tú
que fortaleces a los pequeños. Concede
la paz a tu pueblo perseguido, se le condena a muerte,
se le persigue, se le tortura.
«Ven en mi ayuda, Señor, para que confiese tu nom-
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