La Gesta de La Sangre

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 480

SELECCIÓN DE A. HAMMAN, O. F. M.

INTRODUCCIÓN DE DANIEL-ROPS

LA GESTA
DE
LA SANGRE

RIALP
Título original francés:
La geste du sang
(Librairia Arthéme Fayard, Paría, 1951)
Traducción de
JOSE VILA SELMA

NIHIL OBSTAT: DON HERME -


NEGILDO L. GONZALO. MADRID,
4 DE ABRIL DE 1961. IMPRÍMASE:

JOSÉ MARÍA , OBISPO AUXILIAR y VICARIO GENERAL.

TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS PARA TODOS


LOS PAÍSES DE LENGUA ESPAÑOLA POR
EDICIONES RIALP, S. A
INDICE
INTRODUCCIÓN

BAJO ANTONINO (138-161):

1. Policarpo
2. Tolomeo y Lucio
BAJO MARCO AURELIO (161-18.0):

3. Justino
4. Carpo, Papilo, Agatónica
5. Los mártires de Lyon
BAJO CÓMODO (180-192):

6. Los mártires escilitanos


7. Apolonio
BAJO SEPTIMIO SEVERO (193-211):

8. Perpetua y Felicidad
Prefacio
Arresto en Tuburbo
Narración de Perpetua
Narración de Saturo
Narración del redactor anónimo
9. Potamiana y Basildo
BAJO DECIO (250-253):

10. Pionio
Narración de Pionio
El último interroga torio
11. Acacio
12. Máximo
13. Luciano y Marciano
14. Apolina y algunos otros mártires
BAJO VALERIANO (253-260):

15. Cipriano
Proceso del año 257
Segundo interrogatorio y condenación en
el año 258
Noticia sobre el martirio
16. Conon
17. Fructuoso y sus compañeros
18. Mariano y Santiago
19. Montano, Lucio y compañeros
Narración de un cronista anónimo
DURANTE LA PAZ:

20. Marino
BAJO DlOCLECIANO Y MAXIMIANO (284-305):
21. Gouría y Schmouna
22. Maximiliano
23. Marcelo
Primer proceso verbal
Segundo interrogatorio
24. Julio
25. Félix de Tibiuca
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

26. Claudio, Asterio y compañeros


27. Procopio
28. Hechos de los santos Saturnino, Dativo y
varios más
29. Ágape, Irene, Anionia
30. Ireneo de Sirmio
31. Pollión y varios mártires
32. Euplo
33. Felipe de Heraclea
34. Crispina de Tagor
35. San Sereno
BAJO GALEKIO, MAXIMINO Y LICINIO (305-323):

36. Fileas y Filoromo


37. Apiano y Edesio
38. Quirino, obispo de Escicia
39. Habib
40. Agapio
41. Teodosia
42. Testamento de los cuarenta mártires
BAJO SAPOB II DE PERSIA (309-379):

43. Martirio del bienaventurado Simeón Bar


Sabae
44. Pusai
45. Marta
46. La gran matanza de Bet Houzaye
5
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

47. Tarbo y sus compañeras


48. Sadot, obispo de Seleueida, y sus ciento
veintiocho compañeros
49. Los ciento veinte mártires
50. Barba'sehmin, obispo de Seleucida, y sus
dieciséis compañeros
51. Tecla y sus cuatro compañeras
52. Los prisioneros de guerra de Bet-Zabde
53. Acepsimas, José y Aitala .
BAJO JEZDGERD I (399-420):

54. Mar Abda, obispo de Hormizd; Ardaschir


y sus compañeros
BAJO BAHRAM V (420-438): .
55. Narsé
56. Feroz de Bet Lapat .
57. Santiago, el notario
BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS CRÍTICAS

6
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

INTRODUCCIÓN
La Iglesia de Cristo, desde que existe, dio siempre
de Aquel que le diera el ser, testimonio a través de la
sangre y de las lágrimas, con el sufrimiento aceptado
libremente, y este testimonio no puede ser rechazado.
Testimonio: Nada distinto quiere decir la palabra
mártir, pues para los humildes, para los esclavos,
para los desamparados que formaron las primeras
células cristianas, el testimonio, con toda justicia, sólo
era valedero si iba acompañado de suplicios. Por eso
lo dice todo la palabra: los mártires son, en verdad,
nuestros testigos.
¿Testigos de qué? Precisamente de aquello en lo
que se resume y se consuma lo esencial de la religión
cristiana, que no es sólo una filosofía, sólo una doc-
trina, sino, ante todo, un acto de amor recibido y
misteriosamente devuelto, y tampoco es una demos-
tración, sino una adhesión plena de todo el ser a una
certeza, a un acto de fe, a un acto de esperanza. Dos breves
frases resumen y expresan ese doble carácter
del testimonio de los mártires en su plenitud. La pri-
mera es del Evangelio: «No hay amor más grande
que el de aquel que da la vida por los que ama»
(lo., XV, 15). Y la otra está tomada de un texto de
Santo Tomás de Aquino, comentando la Epístola a los
Hebreos: «Precisamente porque la fe nos muestra
las cosas invisibles y nos enseña a preferirlas, deci-
mos que la fe ha vencido al mundo.» /
Precisamente porque amaron a Cristo con gran
amor, con un amor literalmente más poderoso que la
vida, esos millares de hombres y mujeres aceptaron
morir: porque llevaban en ellos la certeza de que
existe, más allá de las puertas de la muerte y de la
7
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

noche, un mundo de luz y de vida más perfecto,' más


feliz que el terreno, optaron por el suplicio, por el
dolor hasta la muerte. La gesta de la sangre, página
admirable de la historia cristiana, nos introduce to-
talmente en el corazón mismo del misterio que Cris-
to nos propuso como enseñanza de vida. La sangre
de esos héroes sella toda apuesta cristiana.
La sangre cristiana comenzó a fluir, húmeda toda-
vía la de Cristo, sobre la tierra de Judá: Esteban, pri-
mer mártir, diácono heroico de la primitiva Iglesia,
murió apedreado casi por la misma razón por la que
Cristo fuera crucificado, por el odio de los judíos, en
un arreglar las cuentas horrible en el seno del pueblo
elegido. Su fisonomía es representativa, pues es el
vínculo que une la sangre derramada en el Calvario
y aquella otra que, fluidamente, van a derramar generaciones de
fieles. E inscrito en la frente de la Espo-
sa mística desde el principio, el signo de la sangre es,
desde luego, el signo de Cristo.
Si el cristianismo hubiera quedado limitado dentro
del marco de una secta judía, quizá este drama no
hubiera ido más allá del alcance modesto de unas
cuantas ejecuciones, de algunos crímenes, cometidos
casi clandestinamente por las gentes del Sanedrín.
Pero precisamente porque trascendió las fronteras de
la Tierra Santa, porque se extendió por el mundo, y
ante todo por ese Imperio romano que parecía ser su
límite natural, la nueva secta promovió las resisten-
cias oficiales y abrió la historia de este capítulo cruen-
to. «Signo de contradicción» fue y pareció desde el
principio a los hombres el mensaje evangélico tal co-
mo se proponía a los hombres: San Pablo, apóstol
de las naciones, había vivido esta experiencia entre los
8
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

judíos, entre los griegos, entre los romanos. El cris-


tianismo tenía que encontrar en su camino la opo-
sición encarnizada, la violencia decidida, la hoguera
y la espada, desde el mismo instante en que su enemi-
go advirtiera su poder de ruptura, su carácter lite-
ralmente revolucionario. Esta es una de las verifica-
ciones más impresionantes que podamos hacer: la
dialéctica de la Historia confirma lo que Cristo predi-
jo, lo que en sustancia significó su propio sacrificio,
que para vencer al mundo es necesaria la sangre.
La gesta de los mártires, tal como se desarrolla en
sus episodios sublimes a lo largo de más de tres si-
glos, se nos ofrece, por tanto, en el plano histórico
como uno de los aspectos de esa gran lucha que la
Iglesia sostuvo para plantar la cruz en el Imperio de
Roma, y que podemos llamar la revolución de la cruz.
Para nosotros, que consideramos este inmenso acóntecimiento
desde la perspectiva de los siglos, nos pa-
rece evidente que el antagonismo haya sido fatal, en
cierto sentido admisible, que no pudiera haber enten-
dimiento entre una doctrina que afirmaba la total li-
bertad del hombre, imagen de Dios vivo, y un sistema
de pensamiento y de organización que repc- jba en el
equilibrio de la tiranía y la esclavitud. Es la misma
oposición que en nuestros días hemos visto manifes-
tarse entre los fieles de Cristo y los «fríos monstruos»
del totalitarismo, que existía ya, sustancialmente, en-
tre la primera Iglesia y el Imperio de los cesares.
Puesto que no estaba permitido dar a Cristo lo que
era de Dios, y puesto que el César usurpaba el puesto
que a Dios corresponde, no se podía concebir nin-
gún entendimiento. En cuanto que se oponían a las
diversas formas de la religión oficial, los cristianos,
quizá sin saberlo, destruían el equilibrio vital del
9
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Imperio romano, la concepción que este Imperio po-


seía de sí mismo y sin la cual no era posible su exis-
tencia. Tenemos todo derecho para considerar abomi-
nables los procedimientos que la justicia romana
utilizó para intentar someter al cristianismo, pero es
necesario comprender que esto era lógico y necesario.
Por eso fue una necesidad de la Historia lo que
hizo que comenzara este drama, drama que acabaría
por ofrecer al cristianismo la ocasión de revelar que
entre sus filas existían caracteres de un valor ejem-
plar, lo cual contribuiría en no poca medida a exten-
der su reino y su influencia. La frase célebre de
Tertuliano «la sangre de los mártires fue simiente de
cristianos» expresa una verdad de rara profundi-
dad y que los acontecimientos, a lo largo de tres si-
glos, sólo hicieron confirmar. A medida que la per-
secución se fue haciendo más concreta y más cruel,la resistencia
cristiana también se hizo más fuerte y
más heroico el testimonio dado por los creyentes. Ro-
ma, al intentar destruir a la Iglesia, le dio nuevo vi-
gor, hasta el día en el cual, advirtiendo este misterioso
fenómeno, y sintiéndose en cierta manera minada,
sostenida por aquellos que ella había intentado des-
truir, el Imperio perseguidor abandonó su presa: la
mano del verdugo había temblado.
La historia de los mártires de los primeros siglos,
de la que con excesiva frecuencia sólo se recuer-
dan, según las narraciones hagiográficas, los rasgos
más salientes, los pintorescos, los edificantes, se nos
ofrece como uno de los hechos capitales de la histo-
ria de la Iglesia en la época decisiva en que se jugó
su suerte. Conviene tributar toda veneración a estas
patéticas figuras que los textos siguientes nos mostra-
rán tan sencillamente valientes a la vez tan humanas
10
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

y tan sobrehumanas; pero no olvidemos que esos


santos que cantan y oran en el suplicio eran una
apuesta cuyo montante era nada menos que la suer-
te de la humanidad, el destino de los hombres. Lite-
ralmente, y según el ejemplo del Maestro, ((vencieron
al mundo»; si nosotros somos cristianos, y no mitria-
nos o isianos, se lo debemos a ellos.
La oposición entre el Imperio y el cristianismo que
hoy nos parece tan natural, a decir verdad, sustancial,
no se manifestó inmediatamente, y cuando lo hizo fue
tangencialmente y como por azar. Los estados son
lentos en cobrar conciencia de lo que les amenaza con
exactitud, de la misma manera que los enfermos ig-
noran por largo tiempo el mal que les llevará a la
muerte. La historia de las persecuciones, a lo largo
de la cual se desarrolla la gesta de la sangre de los
mártires, se divide en tres grandes partes, que corresponden a
tres épocas progresivas en las cuales el Im-
perio comprendió y valoró el peligro cristiano. En
una primera época, las autoridades paganas castigan
casi por azar; después, lentamente, van cobrando con-
ciencia de la oposición, y la persecución, promulgada
por edictos, es intermitente, desencadenada o suspen-
dida según el temperamento de los dominantes; en
fin, y poco tiempo antes de que todo acabara, en el
siglo III, el paroxismo, la cólera oficial se abatió so-
bre la Iglesia en todas partes al mismo tiempo, tanto
más violenta cuanto más vana pareció a los obser-
vadores que veían claro.
La primera escena del drama se representó en ese
año 64, en el que Nerón, medio demente con corona,
para descargarse de una acusación que era rumor
popular, imputó a los cristianos el crimen del incen-
11
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

dio voluntario, y se aprovechó de las circunstancias


para ofrecer a la canalla y a sí mismo uno de esos
espectáculos sádicos de los que tanto gustaba. La
persecución que se siguió, de la que San Pedro y San
Pablo fueron las víctimas más ilustres, conservó evi-
dentemente el carácter de improvisación siniestra. Lla-
mar a los cristianos «enemigos del género humano»
no iba más allá de una frase retórica, tal como se usa
en los atestados judiciales. No podemos estar seguros
de que la frase de Suetonio: «No es permitido ser
cristiano», signifique que el estado hubiera adquirido
conciencia de la oposición esencial; prueba de esto
es que ni Vespasiano ni Tito ni Domiciano en sus
primeros años persiguieron, y que este último lo hizo
por causas ocasionales un impuesto exigido a los cris-
tianos por «vivir a la manera judía» y otros pretex-
tos tan episódicos como éste. La famosa carta envia-
da por el emperador Trajano, en el año 112, a su amigo Plinio el
Joven, gobernador de Bitinia, fijando
las normas de la actitud oficial para con los cristia-
nos es característica muestra de un estado de ánimo
que todavía duda: «No busques a los cristianos; pe-
ro si denunciados confiesan, castígales.» En las dé-
cadas siguientes, los apologistas cristianos envían a
los emperadores sus alegatos, sus defensas de la re-
ligión cristiana. Buena prueba de que todavía no se
había manifestado el antagonismo sistemático. Bajo
Trajano, bajo Marco Aurelio, ese amigo de la sabidu-
ría que no comprendió la de Cristo, hubo perse-
cuciones con muchos mártires, y algunos nos propor-
cionaron los más admirables ejemplos de heroísmo
cristiano, pero esporádicas, desencadenadas por auto-
ridades locales y no en función de un plan de con-
junto. Incluso Cómodo, demente sanguinario, no diri-
12
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

gió contra los cristianos su cólera fácil; en esta misma


época, Antonino, procónsul en Asia, se declaraba can-
sado del entusiasmo que los cristianos sentían al acep-
tar y para aceptar la muerte.
Sólo en los últimos años del siglo II, bajo esa di-
nastía de los Severos que daría al Imperio un orden,
un equilibrio, hasta incluso grandeza, que pronto se
perdería, la persecución cristiana comenzó de nuevo.
Y podemos pensar que en la misma medida en que
Séptimo Severo comenzó a comprender claramente el
drama que estábase viviendo, las amenazas temibles
que se cernían sobre el mundo de la loba, se vio
impulsado a tomar contra los fieles a Cristo medi-
das incomparablemente más rigurosas que las de sus
predecesores. Desde el momento en que perseguía la
finalidad de reunir en un haz las fuerzas tradicionales
del Imperio, tenía que considerar al cristianismo un
peligro, un agente de disgregación. El «dad al Cesar» no es un
buen principio para un poder autorita-
rio. Por tanto, la lucha anticristiana adquirió un ca-
rácter más general, extendida a los límites del Im-
perio. Edictos fueron promulgados reglamentando la
persecución; inmensas redadas policíacas fueron or-
ganizadas para desorientar a los sospechosos y poner-
les frente al dilema de apostatar o morir. El número
de detenidos, de torturados, de condenados, creció en
aquel entonces enormemente; fue el momento en el
que murieron Perpetua y Felicidad, en África; Irene,
en Lyon, y en Egipto muchos alumnos de didascalia;
éste es también el momento en el que la Iglesia, bus-
cando un medio legal para defenderse, descendió a
las catacumbas.
Con Decio, elegido emperador en el 249, se inicia
13
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

la tercera etapa. Al año siguiente de su advenimiento


al trono, proclamó su edicto, que se convirtió en el
medio más lúcido de lucha contra la Iglesia. Era evi-
dente que las medidas de sus precedesores no habían
alcanzado la finalidad que se habían propuesto; la
secta cristiana no cesaba de ganar terreno. Por eso
un día fijo se ordenó a todos aquellos que de cerca
o de lejos hubieran podido tener contacto con la doc-
trina enemiga que fueran ante los altares y sacrifi-
caran. Si no hubiera habido fallos en el sistema es-
tatal, si en muchos aspectos del régimen los cristianos
no se hubieran beneficiado con eficaces complicidades,
¿la Iglesia habría podido sobrevivir a esta temible
ofensiva? Ciertamente hubo numerosas víctimas, des-
de el Papa Fabio y el gran santo de África Cipriano
hasta las más oscuras víctimas. Era demasiado tarde.
Era evidente que el Estado podía castigar, y que iba
a castigar cada vez más fuerte, hasta el punto de que
la última persecución, la de Galerio en el 304, fue,
probablemente, la más terrible que nunca sufriera la
Iglesia; ante la ineficacia de tales medios, ante la
necesidad al mismo tiempo de apuntalar un trono que
se venía abajo con la cruz, diez años más tarde, en
Milán, Constantino veía claramente. La revolución de
la cruz había triunfado.
Por tanto, ¿el cristianismo había cesado de ser «sig-
no de contradicción», tal como lo define la Escritura?
La ley de la sangre, que es la base misma de su des-
arrollo, después de que pareció asegurado el triunfo
de Cristo, iba a tener influencia de otra manera. Este
es uno de los capítulos menos conocidos y más extra-
ordinarios, el que termina esta antigua gesta de la
sangre, y ni que ha parecido indispensable conceder
amplio margen orí este libro en sus últimas páginas.
14
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

El cristianismo acaba de ser admitido por el Imperio


de Roma, y no tardaría en adquirir el carácter de
religión oficial; pero, súbitamente, en un país en el
que el Evangelio había penetrado mucho tiempo atrás,
pero en el que parecía una importación romana,
Persia, se desencadenó la violencia contra su doctri-
na. La persecución, desde 310 aproximadamente, du-
raría medio siglo aproximadamente, sometería a peo-
res suplicios que los inventados por los verdugos de
Roma a innumerables fieles. Promovida por los ma-
gos del mazdeísmo, atroz como todas, se desencadenó
una verdadera guerra de religión; en pleno siglo V,
mientras en otros lugares la Iglesia tenía en sus ma-
nos los destinos del mundo occidental, se despertaba,
nacía. A los célebres mártires de las persecuciones
romanas hay que añadir, en justicia, los nombres de
las víctimas de Sapor, de lezdgerd, de Bahmram V,
los Simón, Pusai, Tarbo, Narsé, Peroz y los héroes de
la matanza de Bet-Husayé y Mar-abda y sus compañeros.
No se sabría llegar más lejos por el camino del ho-
rror.
Si a esto añadimos que a los tormentos físicos se
unían otros psicológicos, comprenderemos todo el he-
roísmo que los mártires necesitaron para enfrentarse
con tamaña prueba. Releamos estos versículos en los
que San Mateo nos cuenta la misteriosa y terrible ad-
vertencia del Señor (x, 35): «He venido a separar al
padre del hijo, a la hija de la madre, a poner ene-
mistad entre los de la misma familia.» La conversión
al cristianismo, ¿en cuántos casos no plantearía pro-
blemas de conciencia? No sólo el cuerpo libraba el
combate para dar testimonio; el alma y el corazón
estaban comprometidos en la misma tarea, hasta sus
15
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

impulsos más legítimos, hasta los afectos más queri-


dos. Una virgen cristiana arrastrada a las casas de
prostitución debía sufrir en lo más íntimo de su con-
ciencia; pero todavía más sufría quizá la esposa se-
parada de su marido por la fe, el padre de su hijo, la
madre de su hija.
Pero no podemos dudar de que todos estos tor-
mentos de todo tipo fueron soportados por los márti-
res. A lo largo de la gesta de la sangre se adquiere y
se va formando la impresión de un valor tan admira-
ble, que sólo en un plano humano sitúa a estos milla-
res de sacrificados voluntarios a la altura de los hé-
roes. Desde el más célebre al más ignorado, todos
tuvieron al enfrentarse con la muerte una serenidad,
una calma que, aparte toda adhesión a la fe, ha pro-
movido con frecuencia la veneración. Podemos admi-
rar al soldado que en medio del fragor de la batalla
y sus innumerables peligros corre a la lucha; es sos-
tenido en cierta manera por su entusiasmo, por el acre
olor de la sangre, por sus propios compañeros. Pero soportar
suplicios en los que se está solo, frente a
frente del gran riesgo, exige una cualidad superior
de alma. En el conjunto de los capítulos de este li-
bro hay un conjunto tan único de testimonios dados
al hombre por el hombre a lo que en éste hay de más
puro y mejor, que al leerlos sentimos no se sabe qué
impresión de esperanza y de confortamiento.
No hay que decir que estos héroes tuvieron para en-
frentarse con las atroces ocasiones a las que se habían
expuesto y prometido, fuerzas nerviosas superiores a
las nuestras. Eran lo que somos nosotros, hombres y
mujeres que tenían miedo a la muerte, cuya carne, con
sólo mencionar el suplicio, se contraía. Es posible que
16
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

los que redactaron ciertas narraciones hagiográficas


hayan insistido en demasía sobre la paz maravillosa
de estos mártires que cantaban en los suplicios, que
oraban por sus verdugos. Pero la gran lección psico-
lógica es aquella que dan algunos de estos textos, en
los que, por el contrario, vemos a los cristianos mien-
tras esperan el suplicio hablar de ello con sencillez
impresionante. Pues hablaban de ello como acaso lo
hiciéramos nosotros si estuviéramos en su lugar, pre-
guntándose si el golpe de la espada es muy doloroso
en la nuca o si el fuego asfixia antes de quemar el
cuerpo. Aquellos que iban a ser entregados a las bes-
tias sabían que más valía ser atacado por la pantera,
que de un zarpazo destroza la garganta, que por el
oso, que mata con feroz lentitud. Lo que es admirable
es la manera extraordinaria con que se les ve a todos
superar el horror próximo, esa unión de los corazo-
nes frente al sacrificio, esa generosidad para no abru-
mar a sus torturadores y suplicar a sus allegados que
no lloren su trágico destino. La fuerza en ellos forma
un todo con las otras virtudes, con la sencillez, la dulzura, el
gozo del alma, y habrá que recordarlo cuando
tengamos que responder a los que sólo ven en los már-
tires a fanáticos vulgares; el fanatismo no produce
tales armonías en el comportamiento humano.
Más todavía. Es necesario observar que este heroís-
mo que demostraban iba a la par con una especie de
prudencia, que era otra forma de humildad. En el
hermoso texto en el que se nos cuenta la pasión de
San Policarpo se dice formalmente: «Censuramos a
aquellos que se entregan libremente a los tribunales,
pues éste no es el espíritu del Evangelio.» Por otra
parte, llegado el caso, nada más justificado que este
espíritu prudente: el único cristiano que se mostró
17
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

cobarde ante las fieras fue un presumido que se pre-


sentó voluntariamente a los tribunales. El emperador
Marco Aurelio, considerando que era una bravata la
actitud de los cristianos, se equivoca del todo. Nada
hay en ellos que parezca jactancia la manifestación de
buenos sentimientos. Para dar testimonio del Gran
Humilde no es a los medios del orgullo a lo que hay
que recurrir.
Y, en definitiva, es este conjunto de cualidades lo
que les da esa eficacia que en ellos reconocemos. Si
en verdad «la sangre de los mártires fue semilla de
cristianos», es porque esa sangre era pura, excelsa-
mente pura, y que en ella no había ganga de sucie-
dades humanas y de mediocridades. Al leer los textos
de la gesta, lo que más impresión produce es la sim-
plicidad, la sencillez con la que les es rendido ho-
menaje. Frente a los magistrados que, como ellos sa-
ben, sólo pueden condenarles, no dudan, no vacilan.
La afirmación surge de sus labios, sencilla: «¡ Soy
cristiano!» O ante la interrogación legal: ¿Nombre?
¿Cualidad?, la respuesta orgullosa: «Cristiano; eso basta.» Otros
son más meticulosos, buscando la oca-
sión de explicar sus razones para creer y proclamar
en voz alta el Evangelio. Todos conservan la misma
limpieza, la misma rectitud. Comprendemos que los
oyentes de tales escenas fueran alcanzados por tal men-
saje.
Cuando, en fin, llegaba el momento de enfrentarse
con la muerte en los suplicios, de nuevo encontramos
ese valor sencillo, desnudo de énfasis, que nos impre-
siona, que impresionaba. Las actas de los mártires
abundan en episodios en los que se ve a un juez,
impresionado por el heroísmo de su condenado, con-
18
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

fesar su inquietud ante tal fe capaz de promover tales


personalidades, o verdugos, convencidos por la vícti-
ma a la que atormentan, para que mezclen su sangre
a la suya. Son demasiado frecuentes estos hechos para
que puedan ser considerados como una frase retó-
rica. En la Apología de San Justino leemos estas pa-
labras características de un estado de ánimo que se
.difundía: «Cuando era platónico comprendía muchas
acusaciones hechas contra los cristianos; pero les he
visto demasiado intrépidos ante la muerte e inaccesi-
bles al miedo de todo aquello que los demás temen,
y entonces me dije que era imposible que tales hom-
bres vivieran mal y en el amor de los placeres.» Aho-
ra podemos comprender el sentido del testimonio hu-
mano prestado por estas generaciones de mártires y
la explicación del misterio que fue la victoria de la
flaqueza cristiana frente a la fuerza romana, el secre-
to de un prodigioso trastorno histórico. Los mártires
tomaron su sobrehumano coraje en la aceptación to-
tal de los preceptos de Cristo, en un cristianismo vivi-
do hasta la más extrema de sus exigencias. Ningún
ejemplo como el suyo demuestra que siempre es posible a los
cristianos «vencer al mundo» con la condición
de vivir su fe, de vivirla hasta la muerte.
III
Pero los mártires no sólo rindieron testimonio ante
el mundo y ante los hombres, sino también ante Dios.
Nada sería más falso que identificar el martirio con
un sacrificio libremente aceptado, tal como se en-
cuentra en numerosos ejemplos de la Historia, y que
a veces han sido movidos por causas que nos presen-
tan como desiguales frente al heroísmo al que dieron
lugar. El martirio no es sólo el resultado lógico de un
19
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

conflicto entre un movimiento revolucionario y el or-


den establecido que podía destruir el primero. Es otra
cosa muy diferente, y la primitiva Iglesia tuvo muy
vivo y claro, de que al morir sus hijos se situaban en
otro plano.
El martirio, durante esos tres primeros siglos en el
que se multiplicó hasta el infinito, se presentaba como
uno de los datos fundamentales de la fe, un acto ver-
daderamente sacramental que podía suplir a todos los
sacramentos, y cuya gracia, «la Gracia de las gracias»,
se decía, se extendía por el alma de aquellos que eran
sus héroes, para extenderse a continuación a toda la
comunidad cristiana, según el dogma de la participa-
ción en los méritos y de la comunión de los santos.
De aquí que desde el primer momento un verdadero
culto envolvió el recuerdo de los mártires, del que son
testimonio las inscripciones de las catacumbas, así
como el calendario litúrgico, culto que fue el primer
impulso que recibió el de los santos.
En el siglo IV, cuando la Iglesia de Occidente había
vencido ya esta prueba, una gran alma, San Vic-
trico de Rouen, meditando sobre la significación de
esos héroes, no pudo encontrar otros términos más
fuertes para caracterizar al mártir: «No es más que
un imitador de Cristo.» La frase en su profundidad
lo dice todo. Esa «imitación» de Cristo que cada cre-
yente está llamado a realizar, bien que mal, durante
su vida, los mártires la consumaron y llevaron al pun-
to extremo de su realización, aceptando su muerte. En
las primeras líneas del admirable texto que los cris-
tianos de Esmirna redactaron para narrar la pasión de
su pastor, leemos estas frases en las que se expresa
la siguiente noción fundamental: «Policarpo ha es-
20
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

perado ser traicionado, como el Señor, para enseñar-


nos a imitarle.» Y más tarde, deduciendo de esta trá-
gica y sublime historia su mejor enseñanza, San Gre-
gorio Magno escribirá esta frase que puede servir de
lección a todos los cristianos de todos los siglos: «Y
así, el Cristo será, en verdad, hostia para nosotros,
cuando nosotros nos hayamos hecho hostia.» Los már-
tires no hicieron ni más ni menos.
Lo que explica la heroica fuerza que sostenía a es-
tas almas, y al mismo tiempo explica también la so-
brenatural dulzura que en ellas observamos no es otra
cosa que la imitación de Cristo, esa «adhesión», di-
remos usando el término caro al lenguaje místico
del xvii, a la única hostia, al único modelo. Cuando,
como se nos cuenta en las pasiones de Perpetua y
Felicidad, una cristiana que iba a enfrentarse con el
martirio respondía a alguien que de ella se compa-
decía: «Otro sufrirá por mí, puesto que yo sufriré
por él», expresa la certidumbre que todos sus com-
pañeros de tortura, a lo largo de los siglos, compar-
tían con ella; todos sabían que Dios estaría presente en ellos
llegada la hora suprema, y esta convicción
era su sostén.
Hemos visto en qué medida el valor de los márti-
res es diferente al de los combatientes, lanzados, con
el rostro descubierto, en medio de la lucha furiosa.
El signo supremo de su grandeza consiste precisa-
mente en esas virtudes armonizadas, conexas entre sí,
que en ellos iban a la par con la firmeza de alma. Ya
se trate de Perpetua, o de Lucía, o de Inés, o de Ce-
cilia, ¡qué dulzura hay en su sacrificio; qué modes-
tia, ya se trate de los mártires de Escilia o de otro
lugar! Esto basta para distinguir su martirio de aquel
21
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

que impone el fanatismo. Y todavía hemos de añadir


la maravillosa caridad que tantos manifestaron y que
les empuja a perdonar a sus verdugos, a orar para
que Dios les perdone. Esta palabra de Cristo en la
cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen» es la de tantos mártires como último testimo-
nio: así gritó el primero de los mártires en el momen-
to de morir bajo los golpes de las piedras: «Señor,
no les imputes este pecado.» Las frases de Santo To-
más de Aquino sobre el ejemplo de los mártires hay
que comprenderlas en relación con la humanidad, ante
la que eran testigos, como en relación con Dios: «En-
tre todos los actos de virtud, el martirio es aquel que
manifiesta en más alto grado la caridad de Cristo»
(Summa, II, a; IIa6, q. 124).
Para comprender en toda su plenitud el sacrificio
de los mártires, hay que considerar en su conjunto
esta trama psicológica. Y también para responder a
aquellos que van pregonando por todas partes que el
coraje frente a la muerte nada prueba, y en absoluto
la veracidad de la doctrina que se ha elegido para dar
por ella la vida. La Iglesia jamás dijo que se muere por una
doctrina verdadera, sino sólo que la constan-
cia, la dulzura, la caridad, la generosidad que testi-
moniaron los mártires definen una actitud totalmente
opuesta a cualquier fanatismo y acusan la huella de
Dios en su alma.
Lo que los mártires probaron al morir no era sólo
el vigor conquistador de la Iglesia, sino también la
santidad de ésta. Según el pensamiento de Tertuliano,
la sangre que ellos derramaron por todos los anfitea-
tros hizo algo más que ser simiente de cristianismo:
literalmente lo consagró; participó en su redención.
22
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Por eso, mucho más tarde, Santa Catalina de Siena


no cesará de repetir que en el corazón del misterio
cristiano la sangre fija su huella, la sangre que Cristo
derramó en el Calvario, y es posible que se una a
esta liberación única la sangre derramada por los
hombres.
Sólo así se explica que la Iglesia primitiva conce-
diera a los mártires ese lugar privilegiado que nosotros
les conservamos. En las primeras comunidades, aque-
llos que por designios de la Providencia habían lo-
grado escapar, más o menos heridos o jadeantes, a la
muerte, eran objeto de un respeto excepcional, de una
veneración profunda; una plaza especial les era reser-
vada en la jerarquía. De modo particular tenían el
privilegio de reconciliar con la Iglesia a los desgra-
ciados hermanos que habían sido débiles ante los su-
plicios y apostatado; un confesor intercedía por ellos,
y los cobardes eran perdonados.
Más allá de la muerte conservaban este papel de
intercesores y de guías. El respeto que envolvía a sus
reatos, cuya importancia histórica nos es conocida,
era, en verdad, manifestación pública de una venera-
ción cuyo alcance era sobrenatural; puesto que habían mezclado
su sangre, su simple sangre de hombres, a la
del Maestro, ¿por qué no implorar su misericordia?
El culto de las reliquias, «de más valor que las pie-
dras preciosas, más estimables que el oro», como dice
el redactor de la pasión de San Policarpo, que du-
rante los tiempos bárbaros de la Edad Media, debía
de tener otro carácter muy distinto con demasiada
frecuencia, en un principio sólo significaba esta emo-
tiva conciencia. Si, todavía en nuestros días, sobre la
piedra del altar ha de haber obligatoriamente una
23
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

reliquia, no es por una especie de vano fetichismo,


sino para expresar la sobrenatural ligazón que existe
de manera innegable entre el sacrificio del Calvario,
repetido en cada misa, y aquel de las vidas totalmen-
te entregadas. Por eso la liturgia de la fiesta de los
mártires Cosme y Damián dice en una fórmula per-
fecta: «Os ofrecemos, Señor, en memoria de la pre-
ciosa muerte de tus justos, este sacrificio que está en
el origen de todo martirio.» Con los Policarpos, los
Ignacios, las Cecilias, las Blandinas y todos aquellos
mártires cuya pasión vamos a leer en estas páginas,
nos encontramos en el corazón mismo, en la entraña
del misterio cristiano por excelencia, que es el de pe-
dirnos todo para estar asociados a la Pasión de Cristo.
«He oído decir—dijo un día el vehemente San
Juan Crisóstomo—que en otro tiempo, en el de las
persecuciones, había verdaderos cristianos.» La fra-
se, es fácil comprenderlo, quería fustigar a los bau-
tizados, ya en aquellos tiempos acostumbrados a una
vida demasiado fácil, y para los cuales el martirio
era ya historia pasada. Pero, en verdad, el apostrofe
se dirigía al vacío, pues no es lícito afirmar que sólo
los mártires de los cuatro primeros siglos son ejem-
plares, y merecen ser considerados como verdaderos cristianos.
El martirio no es un fenómeno histórico
estanco, limitado a ciertas condiciones de tiempo y de
lugar; la persecución persa, evocada en las páginas
últimas de este libro, ¿no se desborda del marco que
parecía cercar las primeras manifestaciones? El mar-
tirio sigue siendo un carisma que se repite de genera-
ción en generación, más o menos visible, más o me-
nos evidente, según las épocas, pero sustancialmente
vinculado a la experiencia cristiana.
Otros mártires hubo en el marco del Imperio cris-
24
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

tiano, aun después que Constantino y Teodosio im-


pusieron el triunfo del cristianismo. Hubo quienes pe-
recieron para que la verdad de Cristo fuera salva, como
el mártir de la España infiel, Hermenegildo. Hubo
otros más, muchos otros, para que la palabra de
Cristo no fuera vana y para que el Evangelio fuera,
según la orden del Maestro, llevado a todas las nacio-
nes. La historia de las misiones católicas, ¿no está
jalonada desde los franciscanos de Marruecos o del
P. Isaac Jogues y sus compañeros jesuítas hasta otros
que no podremos conocer, de admirables figuras en
las que se expresa la misma fe, se acusa la misma
gracia que hemos admirado en los mártires del Coli-
seo o de las arenas de Lyon? Todavía puede ser es-
crita otra gesta, paralela a nosotros, realizada en
condiciones que no dejan de parecerse a aquellas en
las que perecieron los mártires de los primeros siglos.
Y como sucedió entonces, para aquella sociedad mori-
bunda quizá sea esta púrpura sangrante la que res-
cata el mundo embebecido en su propia pérdida y con-
denado por su propia traición.
Más allá de las limitaciones de la Historia, como
más allá de lo patético y pintoresco de sus pasiones,
hay que ir tras las huellas de estos héroes de Cristo a lo largo de
éstas páginas, que ahora van a exaltar su
memoria. Poco peso tendrían estas páginas si, en defi-
nitiva, sólo la curiosidad, incluso, la piadosa, nos im-
pulsara a su lectura. La gesta de la sangre tiene para
todo cristiano el sentido de un ejemplo permanente,
¿quién sabe?, quizá de una advertencia.
DANIEL-ROPS.

25
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 156, EN ESMIRNA


POLICARPO
La Iglesia de Dios establecida en Esmirna,
a la Iglesia de Dios establecida en Philome-
lión1 y a todas aquellas que, establecidas en
cualquier lugar, forman parte de la Iglesia san-
ta y católica: que la misericordia, la paz y la
caridad de Dios Padre y de nuestro Señor Jesu-
cristo os sean dadas en abundancia.
Os escribimos, hermanos, sobre aquellos que die-
ron testimonio, y, sobre todo, del bienaventurado Po-
licarpo, que, con su martirio, ha sellado la per-
secución, deteniéndola. Todos los acontecimientos que
precedieron a su martirio, sólo sucedieron para per-
mitir al Señor del cielo mostrarnos una imagen del
martirio según el Evangelio. Policarpo ha esperado
ser traicionado, como el Señor, para enseñarnos a
imitarlo, también nosotros, para que no mire cada uno su interés,
sino el de los otros. Pues la caridad ver-
dadera y eficaz consiste para cada uno en querer no
sólo su salvación personal, sino también la salvación
de todos sus hermanos.
Gozosos y valientes fueron todos los ejemplos que
nos dieron; lo han sido según la voluntad de Dios,
cuyo poder es soberano y universal, pues es necesario
atribuir a Dios nuestros progresos en la piedad. ¿Quién
no admirará el valor de estos confesores, su pacien-
cia y su amor a Dios? Fueron desgarrados por los
látigos de plomo de tal manera, que se veían hasta
las venas y arterias interiores, la estructura interna

1
Los lugares citados se encontrarán en los mapas al final
del libro.
26
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

de su carne. Pero ellos se mantenían firmes, aunque


los espectadores se apiadaban de ellos y les compa-
decían. Pero ellos habían alcanzado tal grandeza de
alma, que ni un grito ni queja se les escapaba. Al
verles, comprendíamos que en esa hora en la que
son torturados, todos los mártires de Cristo son arre-
batados fuera de su cuerpo o más bien que el Señor
les asiste con su presencia.
Puesto todo en la gracia de Cristo, despreciaban
los tormentos del mundo; en una hora ganaban la
vida eterna. El fuego les refrescaba: el fuego de los
verdugos inhumanos; otros fuegos que evitar tenían
ellos ante los ojos, el fuego eterno que jamás se ex-
tinguirá. Con los ojos del alma contemplaban los
bienes reservados a aquellos que habían sufrido,
bienes que el oído nunca oyó, que el ojo nunca vio,
en los que el corazón del hombre jamás pensó. El
Señor les mostraba esos bienes, a ellos, que ya no
eran hombres sino ángeles. En fin, condenados a las
fieras, los confesores tuvieron que sufrir horribles tor-
mentos. Se les descoyuntaba sobre potros, se les in-
fligía torturas de toda suerte, con el fin de que la duración de los
tormentos les llevara a renunciar a
su fe.
Numerosas fueron las maquinaciones que el demo-
nio urdió contra ellos. Pero, gracias a Dios, a ningu-
no pudo vencer. Germánico, valiente entre todos ellos,
fortificaba la flaqueza de los otros con el espectáculo
de su intrepidez. Estuvo magnífico en el combate con-
tra las fieras. El procónsul le decía que se apiadara de
su juventud; Germánico atrajo hacia sí la fiera gol-
peándola para salir más pronto de este mundo, injus-
to y criminal. Toda la muchedumbre, asombrada por
27
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

el valor y la piedad del pueblo de los cristianos, se


puso a gritar: «¡Muerte a los ateos; que busquen a
Policarpo!»
Uno sólo flaqueó, Quintus, un frigio llegado recien-
temente de su país. Tuvo miedo al ver a las fieras.
Era aquel que, queriendo denunciarse a sí mismo, im-
pulsó a los otros a denunciarse junto a él. El procón-
sul, a fuerza de requerimientos, consiguió hacerle ab-
jurar y sacrificar. Por eso, hermanos, no aprobamos
a aquellos que se entregan libremente; por otra par-
te, no es ésta la enseñanza del Evangelio.
El más admirable de los mártires fue Policarpo.
Cuando supo todo lo que había pasado, no se turbó
nada, incluso quiso permanecer en la ciudad. Pero,
aconsejado por la mayoría, consintió en alejarse.
Se retiró a una pequeña propiedad situada no lejos de
la ciudad, y estuvo allí con algunos compañeros. Noche
y día no hacía otra cosa que orar por los hombres y
por las Iglesias del mundo entero, lo cual era su cos-
tumbre. A lo largo de su oración tuvo una visión:
vio una almohada en llamas. Fue entonces junto a sus
compañeros y les dijo: «Yo seré quemado vivo.»
Como aquellos que le buscaban no cejaban en su
empeño por encontrarle, cambió de retiro. Inmedia-
tamente después de su marcha, llegaron los que le
buscaban; no encontrándole, cogieron a dos esclavos;
uno de ellos, torturado, confesó. Ya no era posible
ocultarse, ahora que su propia compañía le traiciona-
ba. El irenarca, que tenía un nombre predestinado, se
llamaba Herodes; tenía prisa por llevarlo al estadio,
en el que Policarpo tenía que consumar su destino,
compartiendo la suerte de Cristo, mientras que aque-
llos que le traicionaron compartían la de Judas.
28
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Ellos se llevaron un viernes al esclavo a eso de la


hora de la cena; soldados de a pie y de a caballo
se pusieron en camino, armados de pies a cabeza,
como si fueran en busca de un bandido. Muy tarde, ya
en la noche, llegaron a la casa en donde se encontra-
ba Policarpo. Este estaba acostado en una habita-
ción del piso superior; desde allí pudo huir a otro
lugar. Pero no lo quiso; se contentó con decir: «Que
se cumpla la voluntad de Dios.» Al oír la voz de los
soldados, descendió y se puso a hablar con ellos. Su
avanzada edad y su calma les admiraron; no se ex-
plicaban que se tomaran tanto trabajo para arrestar
a tal viejo. Policarpo se apresuró a servirles de comer
y de beber, tanto como ellos quisieron. Sólo les pidió
que le concedieran una hora para orar librementte.
Consintieron en ello, y se puso a orar en pie como
un hombre lleno de la gracia de Dios. Y así, durante
dos horas, sin poderse detener, continuó orando en
alta voz. Los que le oían estaban estupefactos; mu-
chos eran los que sentían haber ido contra un ancia-
no tan divino.
Cuando hubo terminado su oración, en la que re-
cordó a todos aquellos que conociera durante su lar-
ga vida, pequeños y grandes, gentes ilustres y humildes, y a toda
la Iglesia católica, extendida en el
mundo entero, llegó la hora de la partida. Le hicie-
ron montar sobre un asno y le condujeron hacia la
ciudad de Esmirna. Era el día del gran sábado.
En el camino encontró al irenarca Herodes y al
padre de éste, Nicetas, que le hicieron subir a su co-
che. Allí, sentado a su lado, trataron de convencerle
diciéndole: «¿Qué mal hay en llamar dios a César, en
sacrificar y en todo lo demás para salvar la vida?»
29
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Policarpo al principio no les respondía; pero como


insistieran, les declaró: «Yo no haré lo que me acon-
sejáis.» Aquellos dos compañeros de viaje, despecha-
dos, le llenaron de injurias y le empujaron tan bru-
talmente fuera del coche, que se rompió una pierna.
El grupo se dirigió hacia el estadio. Allí era tal el
tumulto, que nadie se podía hacer oír.
En el momento en que Policarpo penetró en el es-
tadio, se escuchó una voz del cielo: «Valor, Poli-
carpo; sé viril.» Nadie supo quién había hablado;
pero aquellos de los nuestros que estaban presentes
escucharon la voz. Como hicieran seguir adelante a
Policarpo, el tumulto aumentó cuando supieron que
el obispo había sido detenido. Cuando estuvo delante
del procónsul, éste le preguntó si era Policarpo. Como
respondiera que sí, el procónsul le instó a que re-
negara de su fe. Le decía: «Respeta tu edad», y otras
cosas semejantes que los magistrados acostumbran
decir. Añadía: «Jura por la fortuna de César, retro-
cede; grita: ¡abajo los ateos!»
Policarpo con aire sereno miró a la muchedumbre
de paganos impíos que cubría las gradas del estadio,
y, señalándola con la mano, lanzó un suspiro, levanto
los ojos al cielo y dijo: «¡Abajo los ateos!»

30
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

El procónsul le instó de nuevo: «Jura y te pongo


en libertad. Insulta a Cristo.»
Policarpo respondió: «Hace ochenta años que le
sirvo y nunca me hizo mal alguno. ¿Por qué he de
blasfemar de mi Rey y de mi Salvador?»
El procónsul insistió, repitiendo: «Jura por la for-
tuna de César.»
El obispo respondió: «Te envaneces si esperas que
voy a jurar por la fortuna de César como tú dices;
si pretendes o afectas ignorar lo que yo soy, escucha
mi franca declaración: soy cristiano. Si tú quieres
conocer la doctrina del cristianismo, concédeme un
día, y escúchame.»
El procónsul dijo: «Persuade al pueblo.»
Policarpo: Ante ti, es justo que me explique, pues
hemos aprendido a dar a los magistrados y a las au-
toridades establecidas por Dios el honor que les co-
rresponde, en la medida en que ese respeto no atente
contra nuestra fe.
Procónsul: Tengo fieras; voy a entregarte a ellas
si no te retractas.
Policarpo: Da tus órdenes. Nosotros cuando cam-
biamos no es para ir de lo mejor a lo peor, sino para
pasar del mal a la justicia.
Procónsul: Si no te arrepientes, te haré morir sobre
una hoguera, puesto que desdeñas las fieras.
Policarpo: Tú me amenazas con un fuego que que-
ma durante una hora y luego se apaga. ¿Conoces tú
el fuego de la justicia futura? ¿Sabes cuál es el casti-
go que devora a los impíos? ¡Vamos, no tardes! De-
31
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

cida lo que plazca.


Policarpo dio estas respuestas y otras más con
gozo y firmeza; su rostro transparentaba la gracia di-
vina. El interrogatorio no le turbó a él sino al procónsul. Este
envió al heraldo para que desde el cen-
tro del estadio, y por tres veces, proclamara: «Poli-
carpo se ha declarado cristiano.»
Al conocer esto, la muchedumbre de los paganos y
de los judíos residentes en Esmirna no pudo conte-
ner su cólera y vociferó: «Helo aquí, al doctor de
Asia, al padre de los cristianos, al destructor de nues-
tros dioses, que con su enseñanza impide que mucha
gente les adore y les sacrifique.»
En medio de estos clamores, se pedía al asiarca Fi-
lipo que soltara a un león contra Policarpo. Este se
defendió diciendo que las jaulas estaban cerradas. «¡Al
fuego!», gritaron entonces de todas partes. La visión
de los días precedentes se iba a cumplir, cuando el an-
ciano viera durante su oración la almohada consu-
mida por las llamas, tal como había anunciado a los
fieles: «Voy a ser quemado vivo.»
Todo esto ocurrió en menos tiempo del necesario
para contarlo. El populacho se puso a amontonar
maderas y leños, cogidos de los talleres y de los ba-
ños; como de costumbre, fueron, sobre todo, los
judíos quienes se distinguieron con sus prisas. Cuan-
do la hoguera estuvo dispuesta, Policarpo se despo-
jó de sus vestidos, quitóse su cinturón, intentó tam-
bién descalzarse; ordinariamente no lo hacía, pues
los fieles que le rodeaban se apresuraban a ayudarle.
Lo cual hacía quien más pronto llegaba a tocar su
cuerpo; por razón de su santidad, se le veneraba in-
32
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

cluso antes del martirio.


Inmediatamente, pues, se dispuso a su alrededor el
aparejo para disponer la hoguera. Los verdugos iban
a clavarle a él, cuando dijo: «Dejadme libre; Aquel
que me ha dado la fuerza para enfrentarme con el
fuego, me dará también la necesaria para permanecer inmóvil
sobre la hoguera sin que haya necesidad de
vuestros clavos.»
No le clavaron, se contentaron con ligarle. Ligado
a la cruz, las manos a la espalda, Policarpo parecía
un cordero atado como reclamo, distinguido entre todo
el rebaño preparado para el sacrificio. Entonces, le-
vantando los ojos al cielo, dijo: «Señor, Dios todo-
poderoso, Padre de Jesucristo, tu hijo bienamado y
bendito por quien te hemos conocido; Dios de los
ángeles y de las potencias; Dios de toda la creación
y de toda la familia de los justos que viven en tu pre-
sencia. Te bendigo por haberme juzgado digno de este
día y de esta hora, digno de ser contado entre el nú-
mero de tus mártires y de participar en él cáliz de tu
Cristo, para resucitar a la vida eterna del alma y del
cuerpo en la corruptibilidad del Espíritu Santo.
Que yo pueda con ellos sumarme en tu presencia
como oblación preciosa y bienvenida, tal como Tú
me preparaste para serlo, como Tú me lo has mostra-
do; has cumplido tu promesa, Dios de la felicidad y
de la verdad. Por esta gracia y por todo, te alabo, te
bendigo, te glorifico por medio del gran Sacerdote ce-
lestial, Jesucristo, tu Hijo bienamado.
Por Él, que está en Ti y el Espíritu, gloria te sea
dada ahora y en los siglos de los siglos. Amén.»
Cuando Policarpo hubo dicho este amén, acaban-
33
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

do su oración, los hombres encendieron la hoguera,


y la llama se elevó alta y brillante. Y en ese instante
fuimos testigos de un milagro, y hemos sido salvos
para poderlo contar a los demás. El fuego se elevaba
en forma de bóveda o como una vela hinchada por el
viento y envolvía el cuerpo del mártir. El obispo es-
taba en el centro del fuego, no como una carne que
arde, sino como un pan que se dora cociéndose, como el oro y la
plata probados en el crisol. Durante este
tiempo percibimos un perfume delicioso como el del
incienso o el de los más preciosos aromas.
En fin, los infames, viendo que el fuego era impo-
tente para destruir el cuerpo, enviaron un verdugo
para que le hiriera con una espada. Y al herirle sur-
gió una paloma y tanta sangre que el fuego se extin-
guió inmediatamente. Toda la muchedumbre se asom-
braba de la diferencia que existía entre los infieles y
los elegidos. Entre estos últimos, contamos al incom-
parable mártir Policarpo, que fue entre nosotros nues-
tro pastor lleno del espíritu de los apóstoles y de los
profetas, el obispo de la Iglesia católica de Esmirna.
Todas las palabras pronunciadas por sus labios se
cumplieron y se cumplirán.
Pero el diablo, el adversario envidioso y malvado,
el enemigo de la raza de los justos, había visto la
grandeza del martirio de Policarpo; conocía su vida
irreprochable desde su infancia; ahora le veía coro-
nado de inmortalidad al precio de una victoria indu-
dable. Y se las arregló para impedirnos que, por lo
menos, no nos lleváramos el cuerpo del mártir, lo que
muchos desearan hacer con el fin de compartir sus
restos preciosos. El demonio sugirió a Nicetas, padre
de Heredes y hermano de Alcea, que intervinieran
34
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

cerca del procónsul para que no nos diera el cuerpo.


«Debemos temer—decía—que los cristianos abando-
nen el crucifijo para venerar a Policarpo.»
Y decía esto a instigación de los judíos que mon-
taban guardia alrededor de la hoguera, al ver que íba-
mos a retirar el cadáver. Ignoraban que nunca podría-
mos abandonar a Cristo, que ha sufrido por las al-
mas salvas del mundo entero, siendo inocente por los
pecadores. Jamás podremos honrar a otro. Adoramos a Cristo
como Hijo de Dios; a los mártires les hon-
ramos como discípulos de Cristo y sus imitadores.
Les amamos como merecen, por su amor incompara-
ble hacia su Rey y su Señor. ¡Que nosotros poda-
mos ser sus compañeros y sus discípulos!
El centurión, viendo la animosidad de los judíos,
hizo colocar el cuerpo en el centro del fuego, y, se-
gún la costumbre de los paganos, lo hizo quemar.
Más tarde sólo pudimos recoger la osamenta de Poli-
carpio, más preciosa que las gemas, más acrisolada que
el oro más puro. La hemos puesto en lugar convenien-
te. Allí, en donde nos reuniremos tan pronto como
sea posible en el gozo y en la alegría; el Señor nos
concederá festejar el día del aniversario de su már-
tir, para celebrar la memoria de aquellos que ya com-
batieron para formar y preparar la paz.
He aquí la historia del bienaventurado Policarpo.
Sufrió el martirio en Esmirna junto a once compa-
ñeros, originarios de Filadelfia. Él es el único cuyo
recuerdo tiene un puesto especial en nuestra memo-
ria. Hasta los paganos hablan de él en todo lugar. No
sólo ha sido un obispo eminente, sino también un
mártir incomparable cuya pasión todos deseamos imi-
tar, réplica fiel de aquella que el Evangelio nos cuenta
35
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

de Cristo. Por su paciencia venció al magistrado ini-


cuo y ganó la corona de la inmortalidad. Ahora con
los sacerdotes y los justos glorifica a Dios en la ale-
gría, Padre todopoderoso; bendice a nuestro Señor
Jesucristo, salvador de las almas; Señor de nuestros
cuerpos, Pastor de la Iglesia católica, extendida en el
mundo entero.
Nos pedisteis os contáramos con todo detalle lo que
ocurrió. Os enviamos un relato abreviado hecho por nuestro
hermano Marciano. Cuando lo conozcáis, re-
mitir la carta a los hermanos más distantes, con el
fin de que también ellos glorifiquen a Dios por haber
promovido elegidos entre sus servidores.
A Dios, que por un don de su gracia puede con-
ducirnos a todos a su reino celestial por su Hijo úni-
co Jesucristo, toda la gloria, honor, poder, majestad
en los siglos de los siglos. Saludad a todos los san-
tos. Aquellos que están con vosotros os saludan, así
como también Evaristo, el escriba, con toda su fa-
milia.
Policarpo sufrió el martirio el segundo día del
mes de Xantico, siete días antes' de las calendas de
marzo, el día del gran sábado, a octava hora. Fue
preso por Heredes bajo el pontificado de Filipo de
Trall. Estacio Quadrato era procónsul de la provin-
cia de Asia y nuestro Señor Jesucristo reinaba en
todos los siglos. A Él sea dada toda gloria, honor,
majestad, realeza eterna, de generación en genera-
ción. Amén.
Os rogamos, hermanos, que caminéis según la pa-
labra de Jesucristo, conservada en el Evangelio; con
quien sea dad gloria al Padre y al Espíritu Santo,
36
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

porque salvó a los santos llamados por Él, de la mis-


ma forma que concedió el martirio al bienaventurado
Policarpo. Que nosotros podamos en su seguimiento
alcanzar el reino de Jesucristo.
Cayo ha escrito todo esto según la copia que per-
tenecía a Ireneo, un discípulo de Policarpo con quien
vivió mucho tiempo.
Yo, Sócrates de Corinto, he transcrito según la co-
pia de Cayo. La gracia sea con todos.
Y yo, Pionio, he escrito todo esto según el ejem-
plar que acaba de ser dicho. Lo había buscado, pero
el bienaventurado Policarpo me lo reveló, como diré
en otra parte. He recogido estos hechos que el tiem-
po había casi hecho olvidar, con el fin de que nues-
tro Señor Jesucristo me una también a mí con los
elegidos en su reino celestial. A Él, con el Padre y el
Espíritu Santo, gloria en los siglos de los siglos.
Amén.

37
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 160, EN ROMA

TOLOMEO Y LUCIO
Había en Roma una mujer cuyo marido vivía des-
ordenadamente, como también ella viviera en otro
tiempo. Cuando ella conoció la doctrina de Cristo se
enmendó. Desde entonces se esforzó por atraer a su
marido a una vida honesta; le explicaba las ense-
ñanzas de Cristo y le hablaba del fuego eterno, re-
servado a las gentes sin fe ni ley. Pero el marido per-
manecía hundido en el desorden.
Su esposa resolvió separarse de él; consideró que
era sacrilego compartir la vida con un hombre siem-
pre en busca de placeres prohibidos e infames. Sus
padres le aconsejaron paciencia; no estaba perdida
toda esperanza de que su marido retornara al buen
camino. Ante tantas insistencias, ella acabó por per-
manecer, pero contra su voluntad.
Su marido se marchó a Alejandría. Y supo que
allí todavía llevaba una vida más escandalosa. Te-
miendo que si permanecía todavía mucho tiempo en compañía
de aquel hombre llegara a ser cómplice de
sus torpezas, le hizo notificar el divorcio, y abando-
nó el domicilio conyugal.
Su marido debiera haberse alegrado; su mujer, que
en otro tiempo se prostituía con criados y mercena-
rios y se abandonaba a la bebida y a todos los vicios,
había cambiado de vida y se esforzaba a su vez en
convertirle. Pero este divorcio, decidido contra su
voluntad, le desagradó y acusó a su mujer de ser
cristiana.
38
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Y fue entonces cuando ella te presentó, emperador,


su instancia con el fin de poner orden en sus asuntos
domésticos antes de responder a la acusación que se
la había hecho. Y tú la has bien recibido. El marido,
que no podía ya contra ella nada, dirigió sus miras
contra un cierto Tolomeo, que instruyó a su mujer
en la religión cristiana. Y le hizo condenar por Urbi-
co, prefecto de la ciudad.
Se ganó a un centurión, amigo suyo, e hizo ence-
rrar en la prisión a Tolomeo. Le había sugerido que
lo arrestara bajo la única acusación de ser cristiano.
Tolomeo, que era un hombre leal, sin dolo ni menti-
ra, había confesado ser cristiano. Y el centurión le ha-
bía encerrado.
Y le torturaba desde hacía mucho tiempo en la pri-
sión, cuando llegó el momento en que debía compa-
recer ante el prefecto Urbico. Como la primera vez,
tan sólo le preguntaron si era cristiano. Tolomeo, sa-
biendo lo que debía a la doctrina de Cristo, confesó
todas las verdades cristianas; quienquiera que re-
nuncie a una de esas verdades sólo puede hacerlo por
dos cosas: o porque la cree indigna de él, o porque
su vida le hace indigno de tal verdad. Pero las dos
actitudes son incompatibles con la religión cristiana. Urbico
ordenó que Tolomeo fuera llevado al su-
plicio.
Lucio, un cristiano que acababa de asistir a ese jui-
cio inicuo, fue en busca de Urbico: «¿Qué es esto?
He aquí a un hombre que ni es adúltero, ni relajado,
ni homicida, ni ladrón, ni bandido. No es culpable
del menor delito. Y tú le condenas simplemente porque
confiesa ser cristiano. Semejante juicio, Urbico, no
está de acuerdo con las intenciones del emperador,
39
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

que es piadoso; del hijo de César, que es prudente;


del Senado, que es religioso.»
Urbico: Tú también pareces ser cristiano.
Lucio: Desde luego.
Urbico le hizo llevar a la muerte. El condenado le
dio las gracias. Morir era para él la liberación de esos
dueños injustos e ir al Padre y al Rey de los cielos.
Un tercero, que también se presentó, fue igualmen-
te condenado.

40
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 163, EN ROMA


JUSTINO
Martirio de los santos mártires Justino, Cari
ton, Carito, Evelpido, Hieras, Peón, Liberiano.
3Eran los tiempos en los que triunfaban los infames
defensores de la idolatría. Tanto en la ciudad como
en el campo, se habían dictado órdenes impías contra
los cristianos; por ellas se les quería obligar a hacer
libaciones en honor de los vanos ídolos.
Detuvieron al conjunto de los santos. Les conduje-
ron ante el prefecto de Roma, Rústico. Cuando se
hallaron ante el tribunal, el prefecto Rústico dijo a
Justino: «Ante todo, sométete a los dioses y obede-
ce al emperador.»
Justino: Nadie puede ser censurado o condenado
por haber obedecido los mandamientos de nuestro Sal-
vador, Jesucristo.
Prefecto Rústico: ¿A qué ciencia te consagras?

Justino: Sucesivamente estudié todas las ciencias.


Por fin acabé adhiriéndome a la doctrina verdadera de
los cristianos, aunque desagrade a aquellos a quienes
el error extravía.
Prefecto Rústico: ¿Y esa ciencia te gusta, desgra-
ciado?
Justino: Sí, pues me adhiero a la doctrina verdade-
ra, siguiendo a los cristianos.
Prefecto Rústico: ¿Qué doctrina es ésa?
Justino: Adoramos al Dios de los cristianos; cree-
41
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

mos que ese Dios es único, que desde el origen es el


creador y el conservador de todo el universo, de las
cosas visibles e invisibles. Creemos que Jesucristo, Hijo
de Dios, es Señor; anunciado por los profetas como
quien debía venir a ayudar a los hombres, mensajero
de salvación y del buen saber, yo que no soy más que
un hombre, soy demasiado poca cosa, te lo confieso,
para hablar dignamente de su divinidad infinita; re-
conozco que para hablar de Él se necesita el poder de
un profeta. Pero las predicciones referentes a lo que
he dicho del Hijo de Dios existen. Pues los profetas
estaban inspirados de lo alto cuando anunciaron su
venida entre los hombres.
El prefecto Rústico preguntó: «¿Dónde os reunís?»
Justino: Donde cada uno quiere y puede hacerlo.
¿Crees que siempre nos reunimos en un mismo sitio?
No. El Dios de los cristianos no está prisionero en un
lugar. Es invisible, llena el cielo y la tierra; es ado-
rado y glorificado en todo lugar por los fieles.
Prefecto Rústico: Respóndeme: ¿Dónde os reunís?
¿Dónde convocas a tus discípulos?
Justino: Vivo encima de un tal Martín, cerca de los
baños de Timoteo. Siempre he vivido ahí desde que
vivo en Roma y aquí me instalé por segunda vez. No conozco
otro lugar de reunión. A todos cuantos vi-
nieron a buscarme a ese lugar comuniqué la doctrina
de la verdad.
Prefecto Rústico: Luego tú eres cristiano.
Justino: Sí, soy cristiano.
El prefecto Rústico dijo a Garitón: «Ahora tú,
Garitón. ¿Eres cristiano?»
42
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Garitón: Soy cristiano por voluntad de Dios.


El prefecto Rústico dijo a una mujer llamada Ca-
rito: «¿Y qué respondes tú, Carito?»
Ella respondió: «Lo soy, por la gracia de Dios.»
Rústico a Evelpido: «Y tú, ¿qué eres, Evelpido?»
Evelpido, esclavo de César, respondió: «Yo tam-
bión soy cristiano. He sido liberado por Cristo y com-
parto la misma esperanza por la gracia de Cristo.»
Rústico pregunta a Hieras: «¿Tú también eres cris-
tiano?»
Hieras: Sí, soy cristiano; venero y adoro al mis-
mo Dios.
Rústico: ¿Ha sido Justino quien te hizo cristiano?
Hieras: Siempre lo fui y seré siempre cristiano.
Peón se levantó, y dijo: «Yo también soy cristiano.»
Rústico: ¿Quién te adoctrinó?
Hieras: Recibimos de nuestros padres esa hermosa
doctrina.
Evelpido añadió: «Yo escuchaba con agrado las
lecciones de Justino; pero debo a mis padres el ser
cristiano.»
Rústico: ¿Dónde están tus padres?
Evelpido: En Capadocia.
Rústico (a Hieras): ¿Y los tuyos?
Hieras: Nuestro verdadero Padre es Cristo; nuesr
tra madre, la fe, por la cual creemos en Él. Mis padres según la
carne murieron. Nací en Iconio, en Frigia;
43
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

fui deportado y traído aquí.


El prefecto dijo a Liberio: «Y tú, ¿qué es lo que
tienes que decir? ¿Eres cristiano? ¿Eres también un
impío?»
Liberio: Yo también soy cristiano. No soy un im-
pío, puesto que adoro al único Dios verdadero.
El prefecto se dirigió de nuevo a Justino: «Óyeme,
tú de quien dicen que eres elocuente y crees poseer la
doctrina verdadera. Si eres azotado y luego decapita-
do, ¿crees que subirás a los cielos?»
Justino: Espero tener allí mi morada si soporto todo
eso. Y sé que la recompensa divina está reservada,
hasta la consumación del universo, a todos aquellos
que hayan vivido de tal manera.
Rústico: ¿Luego piensas que subirás a los cielos
para recibir una recompensa?
Justino: No lo pienso, estoy convencido de ello, ten-
go una seguridad absoluta.
Rústico: Al grano. Vamos a lo que interesa y se
os pide. Acercaos y sacrificad a los dioses todos al mis-
mo tiempo.
Justino: Nadie, a menos que pierda la razón, aban-
dona la piedad por la impiedad.
Rústico: Si no obedecéis seréis castigados sin piedad.
Justino: Ese es nuestro deseo más vivo: sufrir por
nuestro Señor Jesucristo para ser salvados. Eso será
nuestra salvación y nuestra defensa ante el tribunal
más temible de nuestro Señor y Salvador, ante el
que pasará todo el mundo.

44
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Los otros mártires dijeron también: «Haz lo que


quieras. Somos cristianos y no sacrificamos a los
¡dolos.»
Y entonces el prefecto de Roma dictó sentencia:
«Que aquellos que no quisieron sacrificar a los dio-
ses ni obedecer las órdenes del emperador, sean azo-
tados y conducidos a sufrir la última pena, según las
leyes.»
Los santos mártires glorificaron a Dios, después fue-
ron conducidos al lugar acostumbrado para las eje-
cuciones. En él fueron decapitados, consumando de
esta manera el martirio al confesar a nuestro Salvador.
Algunos fieles, secretamente, se llevaron los cuer-
pos y los depositaron en lugar conveniente, alentados
por la gracia de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea
dada toda gloria en los siglos de los siglos. Amén.

45
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

BAJO MARCO AURELIO EN


PÉRGAMO*
CARPO, PAPILO, AGATÓNICA
En tiempos del emperador Decio2, Óptimo era pro-
cónsul en Pérgamo. El bienaventurado Carpo, obispo
de Gados, y el diácono Papilo de Tiatira, los dos con-
fesores de Cristo, comparecieron ante él. Óptimo es-
taba sentado en su tribunal.
El procónsul dijo a Carpo: «¿Cómo te llamas?»
Carpo: Mi primer nombre, el más hermoso, es cris-
tiano. Mi nombre en el mundo es Carpo.
Óptimo: Creo que tú no conoces los edictos de los
Augustos que os obligan a sacrificar a los dioses, se-
ñores del mundo. Te ordeno que te acerques y que
les sacrifiques.
Carpo: Soy cristiano. Adoro a Cristo, el Hijo de
Dios, que vino a la tierra en estos últimos tiempos para
salvarnos y para defendernos de las trampas del
demonio. Por tanto, no voy a sacrificar a semejantes
ídolos.
Óptimo: Sacrifica a los dioses como lo ordena el
emperador.
Carpo: ¡Que sean destruidos los dioses que no crea-
ron el cielo y la tierra!
Óptimo: Sacrificad, el emperador lo quiere.

2
Más verosímilmente bajo Marco Aurelio que bajo Decio.
Pero las opiniones siguen estando divididas.

46
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Carpo: Los vivos no sacrifican a los muertos.


Óptimo: Según tú, por lo que veo, los dioses son
muertos.
Carpo: Exactamente. Mira por qué. Se parecen a
los hombres, pero no se mueven. Cesa de cubrirlos
de honores; como no se mueven, perros y cuervos ven-
drán a cubrirlos de suciedades.
Óptimo: Tenéis que sacrificar.
Carpo: Imposible. Jamás sacrifiqué a estatuas sor-
das e insensibles.
Óptimo: Ten entonces piedad de ti mismo.
Carpo: Por eso elegí la mejor parte.
El procónsul ante tales palabras le hizo amarrar al
potro. Mientras le torturaban decía: «Soy cristiano.
Por mi religión y por el nombre de Jesucristo, no pue-
do aceptar vuestras prácticas.»
El procónsul hizo que le ataran y fuera desgarrado
por los garfios de hierro. Araron su cuerpo, y el do-
lor era tan intenso, que no podía decir una sola pa-
labra.
Mandó el procónsul que se lo llevaran y se volvió
hacia Papilo para interrogarle:
Procónsul: ¿Perteneces a la clase de los notables?
Papilo: No.
Procónsul: ¿Quién eres tú?
Papila: Soy ciudadano.
Procónsul: ¿De dónde?
Papilo: De Tiatira.

47
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Procónsul: ¿Tienes hijos?


Papilo: Muchos, a Dios gracias.
Entre la muchedumbre gritó una voz: «¡ Llama hi-
jos a los cristianos!»
Procónsul: ¿Por qué me mientes diciéndome que
tienes hijos?
Papilo: Comprueba que no miento, sino que digo la
verdad: en todas las ciudades de la provincia tengo
hijos según Dios.
Procónsul: Sacrifica o explícate.
Papilo.—Desde mi juventud sirvo a Dios, jamás
sacrifiqué a los ídolos; me ofrezco a mí mismo en sa-
crificio al Dios vivo y verdadero, que tiene todo poder
sobre la carne. Ya no he de decir nada más. Nada
puedo añadir.
Le ataron también al potro, en donde fue desgarra-
do por los garfios de hierro. Tres turnos de verdugos
se sucedieron, sin que de Papilo saliera una sola que-
ja. Como valeroso atleta, contemplaba el furor de sus
enemigos en un profundo silencio.
Procónsul: ¿Qué dices de esto? Apiádate de ti mis-
mo ; me da pena hacerte sufrir de esta manera.
Papilo: Estos tormentos no existen. No siento las
torturas, pues hay alguien que me conforta. Alguien
a quien tú no puedes ver sufre en mí. Además, ya te
dije que no me era posible sacrificar a los demonios.
Ante la paciencia y la tenacidad de los dos confe-
sores, el procónsul acabó condenándolos a ser que-
mados vivos.
Mientras esperaban la condenación, Papilo, mien-
48
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

tras descendía las gradas, levantó los ojos al cielo y


dijo: «Te doy gracias, Señor, Jesucristo, por haber-
te dignado hacer de mí un vaso de honor, siendo así
que no era más que un vaso de ignominia.»
Los dos mártires se apresuraron a llegar al anfitea-
tro con el fin de terminar lo más pronto posible su lu-
cha. Apresuraron el paso, al ver que amenazaba lluvia.
Había una gran muchedumbre. Los esbirros del de-
monio despojaron primero a Papilo de sus vestidu-
ras y le crucificaron. Irguieron la cruz y las llamas co-
menzaron a subir. Sosegadamente, el mártir se puso
a orar, y orando entregó su alma.
Después le tocó el turno a Carpo. Los que estaban
más cerca de él, le vieron sonreír. Sorprendidos, le
preguntaron: «¿Por qué sonríes?», le dijeron.
El bienaventurado respondió: «He visto la gloria del
Señor, y estoy en gozo. Heme aquí liberado; ya no
conoceré más vuestras miserias.»
Un soldado amontonaba los haces. Cuando les pren-
dió fuego, Carpo, el santo, le dijo: «Hemos nacido
de Eva como tú; es nuestra madre común; tenemos
una carne semejante a la vuestra. Pero cuando nues-
tras miradas se fijan en el tribunal de la verdad, so-
mos capaces de sufrirlo todo.»
Y mientras la llama crecía, el confesor oraba:
«Bendito eres, Señor, Jesucristo, Hijo de Dios, pues,
a pesar de mi pecado, me has juzgado digno de tu
herencia.»
Y diciendo estas palabras, expiró.
Una mujer que asistía al martirio, Agatónica, vio
la gloria del Señor que Carpo decía haber contem-
49
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

plado. Comprendió que era una señal del cielo y gri tó: «Este
festín ha sido preparado para mí. Es nece-
sario que tome parte en él y gustar los mismos glorio-
sos alimentos.»
Entonces el procónsul hizo que le llevaran ante sí
a aquella mujer, y le preguntó: «¿Qué tienes que
decir? Eai necesario hacer sacrificios a los dioses.
¿Prefieres seguir los consejos de tus maestros?»
Ella respondió: «Soy cristiana. Jamás sacrifiqué a
los demonios, sino sólo a Dios. Con toda mi alma, si
soy digna, seguiré las huellas de mis maestros, los
santos. Este es mi mayor deseo.
Entonces la muchedumbre gritó: «Ten piedad de
ti y de tus hijos.»
El procónsul insistió: «Considera tu situación. Ten
compasión de ti y de tus hijos, como dice la gente.»
Agatónica: ¿Mis hijos? Dios cuida de ellos. Yo me
niego a obedecerte y a sacrificar a los demonios.
Procónsul: Sacrifica, y no me obligues a condenar-
te al mismo suplicio.
Agatónica: Haz lo que mejor te plazca. Yo he veni-
do para sufrir por el nombre de Cristo. Estoy dis-
puesta.
Y el procónsul dictó su sentencia: «Agatónica su-
frirá la misma pena que Carpo y Papilo. Tal es mi
orden.»
Cuando llegó al lugar del suplicio, Agatónica se
quitó sus vestidos, y, gozosamente, subió a la hogue-
ra. Los que asistían al espectáculo se admiraron de
su belleza. Y la compadecían: «¡Qué juicio tan ini-
50
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

cuo y qué decretos tan injustos!»


Los verdugos la ataron a la cruz y prendieron el
fuego. Cuando Agatónica sintió que las llamas toca ban su
cuerpo, gritó hasta tres veces: «Señor, Señor,
Señor, ayúdame. Sólo Tú eres mi ayuda.»
Estas fueron sus últimas palabras. Y así murió már-
tir con los santos.
Ocultamente, los fieles recogieron sus restos y los
conservaron para la gloria de Cristo y para honrar a
los mártires. A Él honor y poder, con el Padre y el
Espíritu Santo, ahora, siempre y en los siglos de los
siglos. Amén.

51
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 177, EN LYON


LOS MÁRTIRES DE LYON
Carta de las Iglesias de Lyon y de Vienne a
las Iglesias de Asia y de Frigia.
Los servidores de Cristo que habitan en Vien-
ne y en Lyon, en. la Galio, a los hermanos de
Asia y de Frigia que comparten nuestra je y
nuestra esperanza en la redención: paz, gracia
y honor al nombre de PÍOS, el Padre, y de Jesu-
cristo, nuestro Señor.
La violencia de la persecución ha sido tal, el furor
de los paganos contra los santos y los sufrimientos
padecidos por los bienaventurados mártires han sido
tan vehementes, que no sabríamos describirlos con
exactitud, ya que es imposible además contarlos de-
talladamente.
En verdad ha de decirse que el enemigo ha golpea-
do con todas sus fuerzas; como un preludio de las
violencias de su futuro reino. Utilizó todos los me-
dios; impulsar y animar a sus esbirros para que atacaran a los
servidores de Dios: no sólo los lugares
públicos, las termas, el agora, nos estaban prohibidas,
sino que hasta nos estaba prohibido mostrarnos en
público.
Pero la gracia de Dios luchaba con nosotros; sos-
tenía a los flacos; oponía al maligno los más valero-
sos de entre nosotros, inquebrantables como colum-
nas, con el fin de que sobre ellos coincidiera todo el
esfuerzo del maldito. Esos iban al encuentro del ene-
migo, sufrían ultrajes y tormentos, nada les impor-
taba: iban a unirse con Cristo. Con su ejemplo mos-
traban que los sufrimientos del tiempo presente nada
son comparados a la gloria que debe manifestarse en
52
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

nosotros.
Y ante todo, soportaron noblemente todos los ul-
trajes de la muchedumbre contra todos ellos: clamo-
res, golpes, arrestos, robos, lapidaciones, detenciones
y todo eso que un populacho desencadenado prodiga
ordinariamente a sus enemigos odiados. Después fue-
ron llevados a la plaza pública. Ante la muchedumbre,
interrogados por el tribuno y los magistrados de la
ciudad, confesaron su fe. Fueron encerrados todos
juntos en la prisión hasta que el gobernador regre-
sara.
Más tarde, comparecieron ante el gobernador, que
habitualmente usa de toda crueldad contra nosotros.
Vecio Epagato, uno de los hermanos, había alcanza-
do toda perfección en el amor de Dios y del prójimo;
a pesar de su juventud, su santidad merecía el elogio
que fue hecho al viejo Zacarías: consumaba todos los
mandamientos y prescripciones del Señor, irreprocha-
ble, siempre dispuesto a servir al prójimo, ardiendo
en el celo de Dios, hirviendo del Espíritu Santo. Con
tal naturaleza, Vecio no se pudo contener ante el desarrollo
inicuo del proceso que se nos hacía. Indigna-
do, pidió poder hacer la defensa de sus hermanos y
demostrar que no eran ni ateos ni impíos. Las gen-
tes que rodeaban el tribunal comenzaron a vociferar
contra él (pues pertenecía a una gran familia). El go-
bernador rechazó su petición, que era, no obstante,
legal, y le preguntó si él también era cristiano. Vecio,
con voz briosa, confesó su fe; fue detenido también y
promovido a la dignidad de los mártires. Se ofreció
como paráclito o abogado de los cristianos, pues lle-
vaba en verdad en él al Paráclito, al Espíritu de Za-
carías. Y lo demostraba por la plenitud de la caridad
53
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

con la que defendía a sus hermanos, al precio de su


propia sangre. Era y sigue siendo un verdadero dis-
cípulo de Cristo, sigue al Cordero allí por donde va.
Esta tribulación hizo la selección entre los otros
cristianos. Unos se mostraron enteramentos dispuestos
para el martirio; con premura, confesaron su fe; otros,
por el contrario, se vio que no estaban ni preparados
ni entrenados y suficientemente aguerridos para sos-
tener un combate tan violento. Fueron unos diez apro-
ximadamente los que Saquearon. Nos causaron una
gran tristeza, un gran dolor; quebraron el ardor de
los demás que no habían sido arrestados, pero con-
seguían al precio de mil riesgos confortar a los már-
tires en lugar de mantenerse alejados.
Todos nosotros, en aquellos días, estábamos angus-
tiados, porque su confesión de fe seguía siendo in-
segura; no era que temiéramos las torturas impues-
tas, sino que nuestros ojos estaban puestos en el fin;
temíamos que algunos acabaran por caer.
Durante este tiempo se arrestaba siempre a los cris-
tianos que eran dignos de este nombre; ellos llenaban los vacíos
dejados por las defecciones. Los elementos
más activos de las dos Iglesias, de Lyon y de Vienne,
se reunieron en la prisión aquellos que eran sus pila-
res. Detuvieron también a algunos paganos que esta-
ban al servicio de los nuestros, pues el gobernador,
en nombre del Estado, había ordenado que nos bus-
caran a todos. Estos servidores cayeron en las redes
del demonio. Horrorizados por las torturas que veían
infligir a los santos, nos calumniaron, acusándonos
falsamente de festines de Tieste3, de incestos a la
manera de Edipo y de otros crímenes tales, que nos
está prohibido hablar de ellos o siquiera de pensar
54
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

en tales cosas, o incluso creer que semejante cosa sea


posible en los hombres. Estas calumnias enfurecieron
a la gente como si fueran fieras contra nosotros.
Aquellos que por razón de parentesco hasta entonces
se habían mostrado moderados, se indignaban y has-
ta rechinaban los dientes contra nosotros. La palabra
de nuestro Señor se consumó: «Vendrá la hora en
que cualquiera os hará morir figurándose rendir cul-
to a Dios.»
Desde ese momento, los santos tuvieron que sufrir
torturas indescriptibles; Satán se encarnizaba en ellos
con el fin de arrancarles una palabra blasfema. El fu-
ror del pueblo, del gobierno, de los soldados se ejer-
ció con violencia singular contra Sanctus, el diácono
de Vienne; contra Maturo, recientemente bautizado,
pero generoso luchador; contra Átala, originaria de
Pérgamo, que siempre fuera la columna y el apoyo
de los cristianos de aquí; en fin, contra Blandina.
3
Alusión a los festines de Tieste (en los que se servía
carne humana), que se refiere quizá a la Eucaristía. Las otras
acusaciones pueden proceder de confusiones con otras sectas
sospechosas de costumbres infamantes.
En Blandiría, Cristo nos enseñó lo siguiente: aque-
llo que a los ojos de los hombres es despreciable, vil
y feo, Dios puede considerarlo digno de una gran glo-
ria a causa del amor a Él, amor que se expresa en los
actos y no se satisface de vanas apariencias.
Todos temíamos por Blandina. Su señora, según la
carne, que formaba parte del grupo de los mártires,
una atleta de la fe, temía que la muchacha no pudie-
ra siquiera afirmar francamente su profesión de fe,
pues era extremadamente tímida. Pero Blandina se
mostró llena de una fuerza tal que acabó por agotar
55
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

y cansar a sus verdugos. Se sustituían de la mañana


a la noche para torturarla por todos los medios; tu-
vieron que reconocerse vencidos y agotados sus recur-
sos. Y se asombraban que siguiera respirando, con
aquel cuerpo desgarrado y atormentado. Confesaban
que una sola de sus torturas bastaba para quitar la
vida, y con más razón todas aquellas torturas y tan
numerosas. Por el contrario, la bienaventurada reju-
venecía como un valeroso atleta a lo largo de su confe-
sión de fe. Le bastaba con repetir: «Soy cristiana, y
entre nosotros no se hace el mal», y cobraba nuevas
fuerzas, descansaba y devenía insensible a las tor-
turas.
Sanctus, también éste, soportaba con vigor sobre-
humano todos los suplicios que los verdugos podían
imaginar. Los impíos no desesperaban de arrancarle,
con la duración y el horror de los tormentos, una sola
palabra culpable; pero les opuso una energía indo-
mable. Ni siquiera consiguieron que dijera su nom-
bre, ni su nación, ni su ciudad natal, ni si era escla-
vo o libre. A todas las preguntas respondía en latín:
«Soy cristiano.» Tal era su nombre, su ciudad, su raza, su todo;
los paganos no pudieron arrancarle
otra respuesta. Lo que bastó para alentar contra él
al gobernador y a los verdugos. Para final de tortu-
ras, acabaron por aplicarle láminas de bronce al rojo
vivo sobre las partes más sensibles del cuerpo. Mien-
tras sus miembros ardían, Sanctus resistía, sin doble-
garse ni dudar, perseveraba confesando su fe, bañado
y confortado por la fuente celestial de agua viva que
mana del seno de Jesús. El cuerpo del mártir daba
fe de las torturas padecidas; sólo era llaga y desga-
rradura; estaba dislocado y no era forma humana.
Cristo sufría en él y le glorificaba en gran manera,
56
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

haciendo fracasar al diablo, y manifestaba para ejem-


plo de los otros que el temor no existe donde hay
amor al Padre, que no hay sufrimiento donde brilla
la gloria de Cristo.
Algunos días más tarde, los verdugos torturaron de
nuevo al mártir; todas las partes de su cuerpo una
vez más estaban tumificadas e inflamadas; pensaron
reducirle aplicándole las mismas torturas, puesto que
no podía soportar ni el simple contacto de las manos.
En el peor de los casos, moriría mientras le atormen-
taban y su ejemplo horrorizaría a los demás. Pero
no sucedió nada de esto; por el contrario, contra lo
que se esperaba, el cuerpo del mártir se recuperó, se
irguió de nuevo ante las nuevas torturas y recobró
su forma primera, el uso de los miembros. Lejos de
ser una pena, el nuevo suplicio fue para Sanctus una
curación por la gracia de Cristo.
Una mujer llamada Biblis estaba entre aquellos que
habían apostatado; el demonio creía haberse hecho
con ella; pero quiso asegurarse todavía mejor su
condenación, impulsándola a la blasfemia. La hizo llevar al
interrogatorio para forzarla a que confirmara
las impiedades que se nos achacaban. Hasta aquel
momento la mujer se había mostrado débil y cobar-
de. Pero una vez ante la tortura, volvió en sí, y salió
como de un profundo sueño. El suplicio que padecía
le recordó el castigo eterno del infierno. Osó contra-
decir en su propio rostro a los blasfemadores, respon-
diendo: «¿Cómo queréis que coman niños quienes no
comen sangre de bestias sin razón alguna?» 4. A par-
tir de este momento se confesó cristiana y compartió
la suerte de los mártires.
Pero así las cosas, los suplicios de los tiranos no
57
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

pudieron contra la resistencia de los bienaventurados,


gracias ti la intervención de Cristo. El diablo imaginó
nuevas maquinaciones: el amontonamiento de los con-
fesores en calabozos oscuros y malsanos, el poner los
pies en cepos que los descuartizaban y otras cruelda-
des que los carceleros, poseídos por el demonio, ima-
ginan para hacer sufrir a sus prisioneros, hasta el
punto que la mayoría de los cristianos murieron aho-
gados, aquellos a los que el Señor quería hacer partir
de esta forma, para manifestar su gloria. Otros ha-
bían sido tan cruelmente torturados que parecían no
poder soportarlo, a pesar de todos los cuidados que
se les dispensaban; pero resistieron en la prisión:
privados de todos los cuidados humanos, pero confor-
tados por Dios, recobraron la fuerza del cuerpo y del
alma, animaban y sostenían a sus compañeros. En fin,
los últimos presos, cuyo cuerpo no había sido sometido todavía
a tortura, no soportaron el horrible
amontonamiento de la prisión y murieron en ella.
El bienaventurado Potino, que gobernaba como obis-
po la Iglesia de Lyon, tenía entonces más de noventa
años. Su salud estaba muy quebrantada, respiraba difí-
cilmente, todo su cuerpo estaba agotado, pero era re-
confortado por el soplo del Espíritu, porque aspiraba al
martirio. Cuando llegó el momento, fue llevado ante
el tribunal. Su cuerpo estaba minado por la edad y
la enfermedad, pero el alma velaba en él con el fin
de asegurar el triunfo de Cristo. Los soldados le con-
dujeron, acompañados de los notables de la ciudad y
de una muchedumbre que gritaba como si fuera el
mismo Cristo. El anciano dio un magnífico testimo-
nio. El gobernador le preguntó cuál era el Dios de
los cristianos. El obispo respondió: «Lo sabrás cuan-
do seas digno de ello.»
58
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Por lo cual le arrastraron brutalmente y le quebran-


taron a golpes. Aquellos que podían llegar hasta él le
golpeaban con los puños y los pies sin consideración
para con su edad, los otros le tiraban lo que caía en
sus manos. Todos hubieran creído cometer una falta
grave de impiedad si no ultrajaban al desgraciado;
era así como creían defender a sus dioses. Apenas
respiraba cuando fue llevado a la prisión de nuevo.
Dos días más tarde entregó su alma.
Y Dios intervino y Jesús manifestó su infinita mi-
sericordia; era raro en la comunidad fraternal, pero
no extraño a la sabiduría de Cristo. Los que habían
renegado su fe, cuando fueron arrestados, compartían
los sufrimientos y la prisión de los mártires. Su apos-
tasía no había servido de nada. Los confesores de la fe estaban
encarcelados como mártires, sin que se les
hiciera otra acusación. Los otros estaban detenidos
acusados de homicidio y de monstruosos delitos. Eran
doblemente castigados en relación con sus compa-
ñeros. Los confesores encontraban su fuerza en la
alegría del martirio, la esperanza de las bienaventu-
ranzas prometidas, el amor a Cristo, el Espíritu del
Padre. Los apóstatas, por el contrario, eran tortura-
dos en su conciencia hasta el punto que se les reco-
nocía, al pasar, entre todos los demás por su rostro.
Los confesores se adelantaban llenos de gozo, con el
rostro iluminado de gloria y de gracia. Hasta sus ca-
denas parecían un magnífico ropaje, como el de una
desposada' en el vestido a franjas bordadas en oro.
Exhalaban al jwso el aroma bueno de Cristo hasta el
punto que algunos se preguntaban si no estarían per-
fumados.
Los renegados caminaban con la cabeza baja, hu-
59
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

millados, repugnantes, con toda clase de deformida-


des. Los mismos paganos les trataban como misera-
bles y cobardes; estaban ahora acusados de homicidio;
habían perdido el nombre soberanamente honorable,
glorioso y vivificante de cristianos. Ante tal espec-
táculo, los otros se sentían fortalecidos. Y aquellos
n quienes arrestaban confesaban su fe inmediatamen-
te, no teniendo ni siquiera la idea de escuchar las
sugestiones del demonio.
Después de todas estas tribulaciones, los confeso-
res abandonaban este mundo según diversas formas
de martirio. Con flores de toda especie y de todo co-
lor, tejieron una corona que ofrecieron al Padre.
Como convenía, los valerosos atletas, después de númerosos
combates y de triunfos extraordinarios, ob-
tuvieron la gloriosa corona de la inmortalidad.
Maturo, Sanctus, Blandina y Átala fueron condu-
cidos a las fieras en el anfiteatro para ofrecer al pue-
blo y a la consideración de las ciudades un espectácu-
lo de inhumanidad3. Aquel día, precisamente por los
nuestros, se ofrecieron luchas entre las fieras.
Maturo y Sanctus sufrieron de nuevo en el anfi-
teatro toda la serie de torturas, como si no las hu-
bieran sufrido antes, o más bien como si hubieran
rechazado al adversario en luchas parciales y ahora
fueran a luchar por la corona. Tuvieron que padecer
de nuevo los azotes, las mordeduras de las fieras que
les arrastraban sobre la arena y todo aquello que el

3
Para esla traducción, véase P. WÜILLEMEUMIER : Fouilles
de Fourviére a Lyon. París, 1951, pág. 13.

60
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

capricho de un populacho desencadenado podía re-


clamar con sus gritos. En fin, fue el suplicio del cerco
de hierro candente, durante el cual los cuerpos ardien-
do desprendían olor a grasa. Lejos de apaciguarse
el furor de los paganos, aumentaba sin cesar: que-
rían vencer la resistencia de los mártires. Nada pu-
dieron arrancar a Sanctus, sino aquellas palabras que
repetía desde el principio de su confesión (soy cris-
tiano). Para acabar con los dos mártires, cuya vida
tanto tiempo hacía que venía sosteniendo tan alto
combate, les decapitaron. Durante todo aquel día sus-
tituyeron con su martirio las escenas variadas de los
gladiadores y sirvieron de espectáculo al mundo.
Blandina, durante este tiempo, estaba suspendida de
una cruz para ser presa de las fieras lanzadas contra
ella. Mirar a la virgen así crucifipada, que no cesaba de orar con
fuerte voz, confortaba a los hermanos que
luchaban. En lo más duro del combate, los herma-
nos creían ver con los ojos del cuerpo en su herma-
na a Cristo crucificado por ellos, crucificado con el
fin de asegurar a los creyentes que cualquiera que
sufra por la gloria de Cristo vivirá eternamente en la
comunión de Dios vivo.
En todo el día ninguna de las bestias había tocado
a Blandina. Por lo que la desataron de la cruz y la
condujeron de nuevo a la prisión. La reservaban para
un nuevo combate. La victoria conseguida en repeti-
dos combates hizo inevitable y definitiva la derrota de
la pérfida serpiente y confortó a los hermanos con
su ejemplo. Pequeña, débil, despreciada, estaba reves-
tida de la fuerza de Cristo, el gran e invencible at-
leta; repetidas veces rechazó al adversario y logró en
un combate definitivo la corona de inmortalidad.
61
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Con grandes gritos, la muchedumbre reclamó el


suplicio de Átalo (toda la ciudad le conocía). Entró
en la arena dispuesto para la lucha, fortalecido con
el testimonio de su conciencia; se había entrenado en
la práctica de la disciplina cristiana y no había cesa-
do de ser entre nosotros el testigo de la verdad. Tuvo
que dar la vuelta a la arena del anfiteatro con un
cartel en el que se leía: «Este es Átalo, el cristiano».
El pueblo rugía de rabia contra él. Pero el goberna-
dor al saber que era ciudadano romano, ordenó que
le condujeran de nuevo a la cárcel con todos los de-
más. Escribió sobre esto a César y esperó la respuesta
imperial.
Este aplazamiento no fue inútil para los prisione-
ros y logró algo. Por la paciencia de los confesores
se manifestó la misericordia infinita de Cristo. Los vivos
comunicaron su vida a los muertos, y los confe-
sores su gracia a los no mártires. Grande fue la ale-
gría de la Virgen Madre, la Iglesia: aquellos a los
que rechazara como muertos, les volvía a encontrar
vivos. Gracias a los confesores, la mayor parte de los
apóstatas se retractaron de su apostasía; fueron con-
cebidos de nuevo, volvieron a tener vida y se apresta-
ron a confesar su fe. Vivos y confortados estaban
cuando se presentaron ante el tribunal. Dios, que no
quiere la muerte del pecador sino su conversión, les
sostuvo cuando se adelantaron para ser interrogados
de nuevo por el gobernador.
César había respondido que se castigara a los obs-
tinados, pero que se liberara a los renegados. El día

62
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

del panegírico4 (en el cual acude mucha gente pro-


cedente de todas partes) acababa de comenzar. El go-
bernador hizo que fueran llevados los prisioneros ante
su tribunal; el aparato teatral de aquella festividad
serviría como espectáculo a la muchedumbre. Des-
pués de un nuevo interrogatorio, mandó cortar la
cabeza a todos los que eran ciudadanos romanos; los
otros fueron condenados a las fieras.
Los que antes renegaron fueron motivo de gran
gloria para Cristo; ahora, contra lo que los paganos
esperaban, confesaron su fe. Les interrogaron aparte,
prometiéndoles la libertad; pero ellos se confesaron
cristianos; fueron sumados al grupo de los mártires.
Sólo permanecieron fuera de la Iglesia aquellos en
los que jamás hubo huella alguna de fe ni respeto por el vestido
nupcial ni sentido del temor de Dios.
Con su pusilanimidad, estos hijos de perdición blas-
femaron contra los caminos de la verdad. Todos los
demás regresaron a la Iglesia.
Cierto Alejandro asistió a su interrogatorio. Era
frigio de origen; de profesión, médico; hacía mu-
chos años que vivía en las Calías. Casi todo el mun-
do le conocía a causa de su amor a Dios y por la
franqueza de sus palabras (tenía el carisma del apos-
tolado). Aquel día se encontraba junto al tribunal;
con sus gestos animaba a los interrogados a confesar
la fe; aquellos que rodeaban el tribunal tenían la
impresión de que Alejandro engendraba a la fe a los

4
Gran fiesta organizada por los romanos, en las que par-
ticipaban las tribus galas, que en esta ocasión podían contem-
plar el esplendor de Roma.

63
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

apóstatas de ayer. La muchedumbre se indignaba al


ver cómo los renegados se retractaban, y con sus ala-
ridos hacia responsable de ello a Alejandro. El go-
bernador le hizo comparecer, y le preguntó quién
era. El se declaró cristiano. Colérico, el gobernador
le condenó a las fieras.
Al día siguiente, Alejandro entró en la arena jun-
to con Átalo. El gobernador, para congraciarse con
Ja muchedumbre, envió de nuevo a Átalo a las fieras.
Los dos sufrieron la serie de torturas inventadas para
los suplicios en el anfiteatro; después de áspera lu-
cha, fueron decapitados uno tras otro. Alejandro no
«lujó oír ni gemido ni palabra; recogido en su in-
terior, conversaba con Dios. Átalo fue colocado sobre
el cerco de hierro candente. Como ardía por todos los
costados y exhalaba olor grasiento, dijo, en latín, a
la muchedumbre: «En verdad, lo que hacéis es comer
carne humana. Nosotros no comemos hombres, no
hacemos mal alguno.» Alguien le preguntó el nombre
de su Dios. Respondió: «Dios no tiene nombre como
los hombres.»
Después de todas estas ejecuciones, el último día
de luchas tan singulares, Blandina fue llevada de nue-
vo a la arena junto con un muchacho de quince años
llamado Pontico. Cada día les condujeron al anfi-
teatro para que presenciaran el suplicio de sus com-
pañeros. Les querían obligar a que juraran por los ído-
los. Como permanecieran inquebrantables y desprecia-
ran a los falsos dioses, la muchedumbre acabó por
desencadenarse contra ellos, sin compasión por la edad
del muchacho, sin pudor alguno para con la mujer.
Les infligieron toda clase de torturas, se les hizo pa-
sar por todo el ciclo de suplicios. Y siempre inten-
64
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

tándoles hacerles jurar, pero ellos se negaban. Pon-


tico era animado por su hermana cristiana; los pa-
ganos se daban cuenta que era ella quien estimulaba
el valor del muchacho. Cuando hubo sufrido valien-
temente todas las torturas, Pontico entregó el alma.
La bienaventurada Blandina se quedó la última
de todos. Como aquella noble madre que en otro
tiempo exhortara a sus hijos y los había enviado vic-
toriosos ante el rey5, sufrió Blandina, a su vez, todas
las luchas de sus hijos espirituales, apremiada por ir
a su encuentro. Se sentía feliz y entusiasmada con su
próxima partida, como una invitada que se dirige al
festín de las bodas más que como una víctima lanza-
da a las fieras.
Después de los azotes, después de las fieras, después
de la silla ardiente, la envolvieron en una red para
entregarla a las astas de un toro. Varias veces fue
lanzada al aire por el animal. Pero no advertía lo que
le estaba ocurriendo: enteramente entregada a su es-
peranza, a los bienes prometidos, a su fe, continuaba el diálogo
con Cristo. Hasta los mismos paganos tu-
vieron que admitir que jamás mujer alguna de entre
ellos había sufrido tan crueles y numerosos tor-
mentos.
Pero todo esto no bastaba para saciar el furor loco
e inhumano contra los santos. Excitados por la bes-
tia brutal, estas tribus salvajes y bárbaras se sosega-
ban difícilmente; esta vez su rabia se saciaría sobre
los cadáveres de los mártires. La vergüenza de la de-

5
Alusión a la madre de los Macabeos (// Mac., vi, 21-23).

65
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

rrota no les desarmó, hasta tal punto parecían incapa-


ces de sentimientos humanos; por el contrario, in-
flamaba su cólera, como ocurre con las fieras. Gober-
nador y pueblo manifestaban el mismo odio injusto
como para que se consumara la palabra de la Escri-
tura: «El injusto sigue siendo injusto y el justo prac-
tica siempre la justicia.»
Lanzaron al pudridero los restos de los confesores;
noche y día montaban guardia cerca de ellos para
impedirnos recogerlos y enterrarlos. Hasta expusieron
en el mismo pudridero lo que el fuego y las fieras
habían desechado: tiras de carne, miembros carbo-
nizados. Las cabezas y los cuerpos tronchados. Aque-
llos que fueron decapitados tampoco recibieron sepul-
tura, bajo la guardia de los soldados, durante largos
días.
Entre los paganos, unos rechinaban y enseñaban
los dientes contra los mártires, como buscando infrin-
girles un mayor castigo. Otros se burlaban y mofa-
ban, dando gloria a sus ídolos como causantes del
castigo de los confesores. Otros, en fin, eran más jus-
tos, más prudentes en sus juicios; decían con piedad
y con ironía: «¿Dónde está su Dios? ¿De qué les ha
servido esa religión que prefirieron a la vida?» Tal era la
mezcolanza de opiniones y de actitudes entre
los paganos.
Nosotros sufríamos mucho por no poder confiar
a la tierra sus cuerpos. No podíamos aprovecharnos
de la noche ni seducir a los guardias con dinero o
con nuestras oraciones. Tomaban sus precauciones
como si tuvieran gran interés en dejarlos sin se-
pultura.

66
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Los cuerpos de los mártires sufrieron todos los ul-


trajes y permanecieron seis días expuestos. Después
fueron quemados y reducidos a cenizas, que los mal-
vados lanzaron al Ródano, que fluye cerca de allí,
para borrar toda huella suya sobre la tierra. Los pa-
ganos creían triunfar de esta manera sobre Dios y
privar a los mártires de la resurrección (de los cuer-
pos). Decían: «Es necesario arrebatar a estos hombres
hasta la esperanza en la resurrección. Con esta creen-
cia introducen entre nosotros una nueva religión ex-
traña, desprecian las torturas y corren alegremente a
la muerte. Ya veremos ahora si resucitan, si su Dios
llega a socorrerlos y arrancarlos de nuestras manos.»
Todos estos confesores se esforzaban por imitar a
Cristo, que era de condición divina, y, sin embargo,
no prevaleció su igualdad con Dios. Respiraban una
gran alegría, a pesar de que no una vez ni dos, sino
muchas más confesaron su fe y fueron lanzados a las
fieras; llevaban los estigmas de las quemaduras, de
las dentelladas, de las llagas que cubrían sus cuerpos.
Y, sin embargo, no se llamaban mártires y ni siquie-
ra admitían que otros les dieran tal título. Repren-
dían con viveza a aquellos que en carta o de viva voz
les llamaban de tal manera. Con lo mejor de su vo-
luntad reservaban tal título para Cristo, mártir fiel y
verdadero, el primer nacido de entre los muertos, que es el
comienzo de la vida de Dios. Recordaban a aque-
llos que ya habían dado su sangre: «Esos, decían,
son los verdaderos mártires, a los que Cristo juzgó
dignos de confesarle; Él ha sellado su martirio con
la muerte. En cuanto a nosotros, sólo somos modestos
e indignos confesores.» Entre lágrimas conjuraban a
sus hermanos para que orasen sin cesar por su per-
severancia final.
67
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Probaron prácticamente su valor de mártires, ma-


nifestaban gran libertad ante todos los paganos, dando
testimonio de su nobleza con su valor, que excluía el
miedo y la timidez. Rechazaban el título de mártir
que los hermanos les atribuían ya; estaban llenos del
temor de Dios. Se humillaban bajo la mano poderosa
de Dios, que les mantenía glorificados. Excusaban a
los demás y no condenaban a nadie. Desligaban a to-
dos y a nadie ligaban. Oraban por sus verdugos, como
Esteban, el primer mártir: «Señor, no les imputes este
crimen.»

68
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 180, EN CARIACO


LOS MÁRTIRES ESQUÍANOS

Bajo el segundo consulado de Presenso, el primero


de los Claudios, el 16 de las calendas de agosto
comparecieron en Cartago, en la sala de la audiencia,
Esperado, Nartzalo, Citino, Donata, Segunda y Vestía.
El procónsul Saturnino les dijo: «Podéis obtener
el perdón del emperador, nuestro señor, si mostráis
mejores sentimientos.»
Esperado: Jamás hicimos el mal, jamás nos presta-
mos a ninguna injusticia. No deseamos mal a nadie.
Por el contrario, cuando se nos ha maltratado hemos
dado las gracias. Por tanto, somos subditos fieles de
nuestro emperador.
Saturnino: También nosotros somos religiosos, y
nuestra religión es sencilla, juramos por el genio de
nuestro señor el emperador, rogamos por su salva-
ción. Haced lo mismo.
Esperado: Si quieres escucharme con calma, quisie-
ra explicarte el misterio de la verdadera simplicidad.
Saturnino: Vas a atacar a nuestra religión; no oiré
tus palabras. Jurad por el genio de nuestro emperador.
Esperado: No reconozco el poder de este mundo.
Sirvo a Dios, a quien nadie vio ni puede ver con los
ojos de la carne. Si no soy un ladrón, si pago los

69
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

impuestos es señal de que reconozco a mi señor, el Rey


de reyes, el Emperador de todos los pueblos.
Saturnino (a todos los demás): Abandonad esa
creencia.
Esperado: Las creencias son malas cuando empujan
al perjurio y al asesinato.
Saturnino (a los otros): No os unáis a su locura.
Citino: No tememos a nadie, tan sólo al Señor, nues-
tro Dios, que está en los ciclos.
Donata: Honramos a César como merece, pero sólo
tememos a Dios.
y eslía: Yo soy cristiana.
Segunda: También yo lo soy. Y quiero seguir sién-
dolo.
Saturnino (a Esperado): ¿Persistes en ser cris-
tiano?
Esperado: Soy cristiano.
Y todos hicieron la misma declaración.
Saturnino: ¿Queréis un plazo para reflexionar?
Esperado: No hay que reflexionar sobre una cosa
tan clara.
Saturnino: ¿Qué hay en vuestro cofrecillo?
Esperado: Los libros sagrados y las cartas de Pa-
blo, un justo.
Saturnino: Aceptad un plazo de treinta días y re-
flexionad.
Esperado: Yo soy cristiano.
70
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Y todos hicieron lo mismo.


Entonces Saturnino leyó la sentencia escrita en la
tableta: «Esperado, Nartzalo, Citino, Donata, Vestía,
Segunda y todos los otros han confesado vivir según
el rito cristiano. Viendo que al ofrecerles que vol-
vieran a la religión romana lo han rechazado con
obstinación, les condenamos a perecer por la espada.»
Esperado: Damos gracias a Dios.
Nartzalo: Mártires, hoy entraremos en el cielo.
El procónsul Saturnino proclamó por medio del
heraldo: «Esperado, Nartzalo, Citino, Veturio, Félix,
Aquilino, Letancio, Enero, Generosa, Vestía, Donata
y Segunda han sido conducidos al suplicio por or-
den mía.»
Todos los mártires dijeron: «Gracias a Dios.»
De esta manera recibieron todos juntos la corona
del martirio. Y están en el reino con el Padre, el Hijo
y el Espíritu Santo por todos los siglos de los siglos.
Amén.

71
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

HACÍA EL AÑO 185, EN ROMA


APOLONIO
Condujeron a Apolonio. El procónsul Perennio le •
preguntó: «Apolonio, ¿eres cristiano?»
Apolonio: Sí, soy cristiano, por eso honro y temo
a Dios, que ha hecho el cielo, la tierra, la mar y todo
cuanto en ellos hay.
Perennio: Retráctate, Apolonio, créeme. Jura por
la fortuna de nuestro señor, el emperador Cómodo.
Apolonio: Oye, Perennio. Mi defensa será firme y
conforme a las leyes. El hombre que cambia de ideas
para dejar de observar los mandamientos justos, sa-
ludables y admirables de Dios, es culpable, criminal
y verdaderamente impío. Pero aquel que cambia, .que
renuncia a la injusticia, al desorden, a la idolatría y
a los propósitos perversos, que evita hasta la menor
falta y vuelve la espalda para siempre a estas mise-
rias, ése es un hombre honrado; créeme, Perennio,
cree en mi alegato.
Estos hermosos y magníficos mandamientos los re-
cibimos del Verbo de Dios, que conoce todos los pensamientos
de los hombres. Nos ha ordenado no jurar
jamás, sino decir toda la verdad. Es un gran jura-
mento afirmar la verdad con un sí. La mentira nace
de la desconfianza, y la desconfianza nace del jura-
mento. ¿Quieres oírme jurar que honramos al empe-
rador y que rogamos por su poder? Lo juraré de buen
grado, poniendo por testigo al verdadero Dios, al que
existía antes de los siglos, Aquel que no ha sido hecho
por manos de hombre, Aquel que ha elegido en la
tierra a un hombre para que impere sobre los otros
72
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

hombrea.
Perennio: Haz lo que te digo, retráctate, Apolonio.
Sacrifica a los dioses y ante la imagen del emperador
Cómodo.
Apolonio (sonrió y dijo): Te he expuesto, Perennio,
dos puntos: el cambio de idea y el juramento. Ahora
óyeme sobre el sacrificio. Todos los cristianos, y yo
con ellos, ofrecemos un sacrificio incruento y sin man-
cha al Dios todopoderoso, al Señor del cielo, de la tie-
rra y de todo cuanto existe. Este sacrificio de oración
es ofrecido en particular por los hombres dotados de
inteligencia y de razón, hechos a imagen de Dios, ele-
gidos por la Providencia de Dios para reinar sobre
la tierra. Por eso, obedientes a las órdenes de Dios,
cada día rogamos al Dios del cielo por el emperador
Cómodo, que reina en este mundo. Nosotros sabe-
mos que no es por voluntad humana, sino sólo por
la voluntad de Dios por lo que el emperador reina so-
bre el universo.
Perennio: Te doy un día de plazo para reflexionar.
Te va la vida.
Tres días después, nuevo interrogatorio. Fue ante
un gran número de senadores, de miembros del Consejo y de
sabios filósofos. El procónsul hizo llamar al
prevenido, y dijo: «Léanse las actas de Apolonio.»
Terminada la lectura, Perennio pregunto: «Bien,
¿qué has decidido, Apolonio?»
Apolonio: Permanecer fiel a Dios, como tú habías
previsto y consignado en las actas.
Procónsul: Cambia de opinión, créeme. El decreto
del Senado es formal. Rinde homenaje a los dioses,
73
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

adóralos, como todos lo hacemos, y podrás continuar


viviendo con nosotros.
Apolonio: Conozco el decreto del Senado, Peren-
nio. Pero aprendí a adorar a Dios, y, por tanto, no
puedo honrar n los ídolos hechos con mano de hom-
bre. Por cao no adoraré jamás ni oro ni plata, bronce
ni hierro, como tampoco las pretendidas divinidades
de madera o di; piedra, que no pueden ver ni oír, sino
que son obra de artesanos, de orfebres, de torneros y
cinceladores y que no tienen vida. Yo sirvo al Dios
del cielo, sólo a Él adoro; a Él, que ha dado a todos
los hombres un alma viva, y que cada día les con-
serva la vida. No, Perennio, no me envileceré, reba-
jándole más bajo que vuestras miserias; es una ver-
güenza para nosotros adorar lo que está hecho a la
medida del hombre o peor que los demonios.
Los desgraciados hombres pecan cuando adoran lo
que es materia, un ídolo tallado en una piedra fría
o en una reseca madera, un metal pulido u osamentas
sin vida. Es la misma tontería que la de los egipcios
que adoran, entre otras muchas infamias, una cubeta
o como, se dice vulgarmente, un baño de pies. ¡ Cuánto
ridículo en esta falta de educación! Los atenienses,
todavía hoy, veneran una cabeza de buey a la que lla-
man la Fortuna de Atenas. ¡Ni siquiera pueden orar
tus dioses!
Todas estas cosas sólo pueden perjudicar a las al-
mas que en ellas creen. ¿Qué diferencia hay entre esos
ídolos de arcilla cocida o una concha marina rota?
Ruegan a estatuas de dioses que no pueden oír como
nosotros, que no pueden reclamar nada ni conceder
nada. Su apariencia es un engaño. Tienen oídos y no
oyen, ojos y no ven, manos que no tocan, pies que no
74
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

caminan. Su apariencia trastorna la realidad. Creo


que Sócrates se burlaba de los atenienses cuando ju-
raba ante un plátano, un árbol de los campos.
En segundo lugar, los hombres pecan además contra
el cielo cuando adoran los vegetales, como el ajo y la
cebolla, que han devenido dioses en Pelusa; cosas
que entran en el estómago y son tiradas a la cloaca.
En tercer lugar, los hombres pecan contra el cielo
cuando adoran a los animales, el pez, la paloma o,
como entre los egipcios, el perro y el mono, el coco-
drilo y el buey, el áspid y el lobo, tantas imágenes
como costumbres practican.
En cuarto lugar, los hombres pecan contra el cielo
cuando adoran a seres dotados de palabra, hombres
devenidos de los demonios malhechores. Llaman dioses
a hombres que existieron, como los atestiguan sus pro-
pias leyendas: Dionisios, destrozado; Hércules, que-
mado vivo; Zeus, enterrado en Creta. Tratan de ex-
plicar los nombres de los dioses por el sentido de los
mitos. Los mismos nombres de sus divinidades repo-
san sobre leyendas que son su fundamento.
¡No quiero nada de esa impiedad, la rechazo!
Perennio: Apolonio, el decreto del Senado prohibe
ser cristiano.
Apolonio: El decreto de Dios no puede ceder ante el
de los hombres. Cuanto más matéis, despreciando la
justicia y las leyes y a pesar de su inocencia a aquellos que
tienen fe en Dios, más Dios aumentará su
número. Quiero, Perennio, que sepas una cosa: para
todos los hombres sin distinción, reyes, senadores o
poderosos de la tierra, ricos o pobres, hombres libres
o esclavos, grandes, filósofos o ignorantes, Dios ha
75
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

decretado la muerte, y después de la muerte, el juicio.


Pero la manera de morir no es la misma. Entre nos-
otros, los discípulos del Verbo se muere todos los
días a los placeres; mortifican sus pasiones con la
templanza, para conformar su vida con la voluntad
de Dios. Puedes creerme, Perennio, no miento. En
nuestra vida no hay gozo que no sea reprimido; apar-
tamos nuestras miradas cuando son solicitadas por un
espectáculo vcrgon/oso y nuestros oídos de toda pala-
bra peligrosa, con rl fin de conservar puras nuestras
almas. Practicando tal norma de vida, no considera-
rnos terrible morir por el Dios verdadero. Nosotros le
debemos lo que somos. He aquí por qué sufrimos con
toda paciencia para no morir con muerte eterna.
En la vida, como en la muerte, estamos en el Señor.
Por otra parte, disentería o fiebre pueden matarnos
en cualquier momento. Matarme será para mí como
morir por una de esas enfermedades.
Perennio: Apolonio, ¿amas la muerte?
Apolonio: Amo la vida, pero el amor a la vida no
me hace temer la muerte. Nada mejor que la vida,
pero la vida eterna, la vida que se convierte en inmor-
talidad para el alma que ha vivido bien aquí abajo.
Perennio: No comprendo lo que dices; no conozco
cuanto me expones de tu religión.
Apolonio: ¿Cómo podrían nuestras almas volverse
a encontrar, Perennio? ¡Comprendes tan poco las ma-
ravillas de la gracia! Es necesario que el alma se abra
a la luz para descubrir al Verbo del Señor, como los ojos para
percibir la claridad. La palabra es vana
para aquellos que no pueden comprender, como es

76
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

vana la luz para los ciegos.


Entonces intervino un filósofo cínico: «Apolonio,
guarda tus injurias para ti. Estás a punto de divagar
creyéndote profundo.»
Apolonio: He aprendido a orar, no a injuriar. Tus
palabras dan testimonio de la ceguera de tu corazón,
a pesar de los vanos discursos que sobre ello podrías
hacernos. Es necesario no comprender nada para ver
en la verdad una injuria.
Perennio: Nosotros sabemos que el Verbo de Dios
engendró el cuerpo y el alma de los justos. Habló y
enseñó como era agradable a Dios.
Apolonio: Este Verbo es nuestro Salvador, Jesu-
cristo. Como hombre, nació en Judea. Era justo en
toda cosa y estaba lleno de la sabiduría de Dios. Por
amor a los hombres, nos dio a conocer al Dios del
universo y el ideal de virtud que convenía para lle-
var una vida santa. Por su pasión rompió la fuerza
del pecado. Nos enseñó a dominar las pasiones, tem-
plar nuestros deseos, disciplinar el gusto de los pla-
ceres, abreviar nuestros sufrimientos. Su doctrina con-
sistía en vivir en comunión con nuestro prójimo,
crecer siempre en caridad, alejar de nosotros la vana
gloria y perdonar las injurias. Por respeto a la justi-
cia, nos ha pedido despreciar la muerte, no porque
seamos culpables, sino para soportar la injusticia de
los culpables.
Todavía nos pidió otras cosas: respetar la ley, hon-
rar al emperador, adorar tan sólo al Dios inmortal,
creer en la inmortalidad del alma, esperar el juicio
prometido por Dios a aquellos que vivieron piadosamente. He
aquí lo que claramente nos ha enseñado
77
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Cristo, apoyándolo en numerosas pruebas. Y Él mis-


mo consiguió un gran renombre de virtud. Pero se
atrajo el odio de los ignorantes, como antes que Él
los justos y los filósofos. Los justos molestan a los
malos. Según la Escritura, los insensatos gritan en su
injusticia: «Encarcelemos al justo porque nos moles-
ta.» También entre los griegos se cita una frase de
cierto filósofo: «El justo será azotado, torturado, en-
carcelado. Se le quemarán los ojos, y después de to-
dos estos males se le empalará.»
Los delatores de Atenas hicieron condenar a Só-
crates injustamente, engañando al pueblo. También
otros malvados hicieron condenar de la misma ma-
nera a nuestro Maestro y Salvador, después de haberle
ultrajado.
Tal fue también el trato reservado a los profetas,
que habían predicho grandes maravillas sobre este
hombre: «Un hombre, decían, debe venir, y será jus-
to y virtuoso en todo; extenderá sus bienes sobre
todos los hombres, les enseñará la virtud y les per-
suadirá para que adoren al Dios del universo.» Ese
es el Dios que adoramos con fervor. De Él aprendi-
mos a caminar según la ley santa, que hasta entonces
ignorábamos. Y no nos hemos extraviado.
Admitamos que éste sea un error, como decís vos-
otros; el creer en la inmortalidad del alma, en el jui-
cio después de la muerte, en la recompensa, en la
resurrección y en el juicio de Dios. Pues bien, aun-
que así fuera, fomentaríamos en nosotros tal ilusión,
que nos ha enseñado a vivir bien y esperar la reali-
zación de nuestras esperanzas, a pesar de los males
presentes.

78
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Perennio: Esperaba, Apolonio, que renunciarías aesas


ideas y que honrarías a los dioses junto a nos-
otros.
Apolonio: Y yo creía que estas aclaraciones sobre
mi religión te ayudarían, que mis explicaciones abri-
rían en ti los ojos del alma y que su espíritu daría
frutos. Pensaba conducirte a adorar al Dios que ha
creado todas las cosas y que cada día harías ascen-
der hacia Él tus oraciones y tus sacrificios incruen-
tos y puros a sus ojos con actos de piedad y de hu-
manidad.
Perennio: Quisiera devolverte la libertad, Apolonio;
pero los decretos del emperador Cómodo se oponen a
ello. Pero, por lo menos, quiero tratarte humanamen-
te en la muerte.
Y le condenó a ser decapitado.
Apolonio: Doy gracias a Dios, procónsul Perennio,
con todos aquellos que han confesado al Dios todo-
poderoso, su Hijo único, Jesucristo, y el Espíritu Santo
por tu sentencia, que me trae la salvación.

79
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

ANO 203, EN CARTAGO


PERPETUA Y FELICIDAD
Prefacio.
Los ejemplos de fe de nuestros padres, que dan tes-
timonio de la gracia de Dios y edifican a los hombres,
han sido cuidadosamente consignados en este escrito.
Su lectura, que evoca tan altos frutos, da gloria a
Dios y conforta al hombre. ¿Por qué no dar cuenta
de los ejemplos nuevos que ofrecen las mismas ven-
tajas? A su vez estos hechos nuevos devendrán anti-
guos; serán necesarios a la posteridad, incluso aun-
que hoy no se les atribuya la menor autoridad a
causa de la obsesión que se tiene por lo antiguo.
Así, pues, aquellos que aprecian desde hace mu-
chas generaciones el poder siempre idéntico de un
mismo Espíritu Santo que abran los ojos. Acaso fue-
ra necesario prestar más importancia a estos prodi-
gios recientes, puesto que son más recientes y la gra-
cia debe extenderse cada vez más en estos últimos tiempos por
el mundo. «En estos últimos días, dice
6
el Señor , extenderé mi Espíritu sobre toda carne;
vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán. Sí, re-
partiré mi Espíritu sobre mis servidores y sobre mis
servidoras; los jóvenes tendrán visiones y los ancia-
nos sueños.»
He aquí por qué aceptamos las profecías y las nue-
vas visiones que Dios nos ha prometido. Las hon-
ramos como otras nuevas manifestaciones del Espíritu

6
El desarrollo del Espíritu y la profecía traiciona las tendencias
montañistas del redactor de estos hechos. No es difícil advertir la
importancia excesiva concedida a las visionesen esta narración
80
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

que sirven a la Iglesia. Ese mismo Espíritu ha sido


enviado a la Iglesia para dispensar todos los dones en
la medida en que el Señor los distribuye a cada uno
de nosotros.
Por tanto, es necesario poner por escrito todas es-
tas maravillas y hacerlas leer para gloria de Dios
De tal manera que no seremos pusilánimes, ni descon-
fiados respecto de la gracia, ni imaginaremos que sólo
los antiguos recibieron la gracia divina, ya en los
mártires, ya en las revelaciones. Dios cumple siem-
pre sus promesas para servir de testimonio a los no
creyentes, de sostén a los fieles.
Por esto, queridos hermanos e hijos, os anunciamos
lo que hemos oído, lo que hemos tocado. De esta ma-
nera, los que habéis asistido a esos acontecimientos
os acordaréis de la gloria del Señor. Y los que los
conocéis leyendo este escrito, entraréis en comunión
con los santos mártires, y, a través de ellos, con el Se-
ñor Jesucristo, al que pertenecen la gloria y el honor
en los siglos de los siglos. Amén.
Arresto en Tuburbo.
Arrestaron jóvenes, catecúmenos: Revocado y Fe-
licidad, su compañera de esclavitud; Saturnino y Se-
cúndulo. Con ellos se encontraba Vibia Perpetua. Era
noble de nacimiento, había recibido una brillante edu-
cación y había hecho un buen matrimonio. Perpetua
tenía todavía padre y madre, dos hermanos, uno de
los cuales era también catecúmeno, y un hijo todavía
lactante, un muchacho. Tenía alrededor de veintidós
años. Ella misma ha contado toda la historia de su
martirio. Hela aquí escrita de su mano y según sus
impresiones.
81
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Narración de Perpetua.
Todavía estábamos bajo custodia, en Tuburbo, cuan-
do ya mi padre me hostigaba—nos cuenta Perpetua—.
Movido por su ternura hacia mí, trataba de quebran-
tar mi fe.
—Padre—le dije—, ¿ves el vaso que está en el
suelo, esta vasija o esto otro?
—Sí—dijo mi padre.
—¿Se le puede poner otro nombre que el que lle-
va?—le dije.
—No—me respondió.
—Tampoco yo puedo darme otro nombre que el
que llevo: soy cristiana.
Mi padre se exasperó con estas palabras, y se lan-
zó sobre mí para arrancarme los ojos; se contentó
con maltratarme y se fue, vencido, junto con los ar-
gumentos del demonio.
Durante varios días no le volví a ver; yo le daba
gracias a Dios por ello; tal ausencia fue para mí un
descanso. Precisamente en este corto lapso fuimos bau-
tizados. El Espíritu Santo me inspiró no pedir nada
al agua santa más que la fuerza para resistir en mi
carne.
Algunos días más tarde fuimos trasladados a la pri-
sión de Cartago. Quedé horrorizada: jamás me ha-
bía encontrado entre tales tinieblas. ¡Doloroso día!
El calor que se desprendía de la muchedumbre de
detenidos era sofocante; los soldados trataban de ha-
cerse con nuestro dinero. En fin, yo no podía ya de
inquietud por mi hijo. Entonces, Tercio y Pomponio,
82
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

los diáconos abnegados que cuidaban de nosotros, ob-


tuvieron con dinero que se nos autorizara a descan-
sar, durante unas horas, en un lugar más agradable
de la prisión. En aquel momento, todos los prisione-
ros abandonaban el calabozo y hacían lo que querían.
Yo amamanté a mi hijo, que moría de hambre. Como
me sentía inquieta por su suerte, hablé con mi ma-
dre. Después reconforté a mi hermano, confiándole
mi hijo. Sufría mucho al ver cómo los míos sufrían
por mí. Durante muchos días, estas inquietudes me
torturaron. Acabé pir obtener que mi hijo permane-
ciera en la prisión conmigo. Inmediatamente recobró
fuerzas y quedó liberado de las penas y de las pre-
ocupaciones que me había causado. De golpe, la pri-
sión se convirtió para mí en palacio, y me encontra-
ba allí mejor que en cualquier otra parte.
Un día, mi hermano me dijo:
—Hermana, ahora tienes crédito ante Dios. Puedes
pedirle que te manifieste por medio de una visión lo
que te espera: el martirio o la libertad.
Yo sabía que mantenía conversaciones con el Señor, que
me había colmado de beneficios. Llena de
confianza, se lo prometí a mi hermano, añadiendo:
—Mañana te daré la respuesta.
Me puse a orar, y he aquí mi visión:
Vi una escala de bronce de tal altura, que llegaba
hasta el cielo. Era tan estrecha, que sólo se podía
ascender por ella uno a uno. En los peldaños de la
escalera había adosados toda suerte de instrumentos
de hierro: espadas, lanzas, garfios. Aquel que subie-
ra sin poner cuidado sería desgarrado, dejando tiras

83
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

de carne en las puntas de hierro. Al pie de la esca-


lera había un dragón de gran tamaño; tendía tram-
pas a los que querían subir para impedírselo.
Saturo subió el primero. Se había entregado libre-
mente, dcspuiis de nuestra detención, por nuestra cau-
sa. El nos había convertido. Estaba ausente cuando
fuimos arrestados.
Llegado a lo más alto de la escalera, se volvió ha-
cia mí y me dijo:
—Perpetua, te espero; pero cuida que no te muer-
da el dragón.
Respondí:
—Por el nombre de Jesucristo, no me hará mal al-
guno.
En la base de la escalera, el dragón irguió lenta-
mente la cabeza, como si me temiera. Al tomar im-
pulso para alcanzar el primer tramo, le reventé la
cabeza con el talón de mi pie.
Después, subí. Y entonces vi un inmenso jardín.
En medio del jardín había un hombre canoso, alto,
vestido como un pastor. Se ocupaba en ordeñar ove-
jas. A su alrededor había gentes vestidas de blanco;
había millares. Levantó la cabeza, me vio y me dijo:
—Bienvenida, hija mía.
Me llamó y me dio un bocado de queso que prepa-
raba. Lo recibí con las manos juntas, lo comí y todos
los asistentes decían: «Amén.» Con el ruido de sus
voces desperté, saboreando no sé qué dulzura.
Inmediatamente conté esta visión a mi hermano,
y comprendimos que era el martirio lo que nos espe-
84
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

raba. Desde ese momento no esperamos ya- en las


cosas de aquí abajo.
Unos días más tarde corrió el rumor de que íbamos
a ser interrogados. Mi padre llegó a toda prisa de
Tuburgo, quebrantado por el dolor. Y vino a mí para
quebrantarme la fe.
—Ten piedad, hija mía, de mis cabellos blancos
—me dijo—. Ten piedad de tu padre, si todavía soy
digno de que me llames padre. Te he educado con mis
manos hasta la flor de la edad; te he preferido a to-
dos tus hermanos; no me entregues a la burla de los
hombres. Piensa en tus hermanos, piensa en tu ma-
dre y en tu tía; piensa en tu hijo, que no podrá vi-
vir sin ti. Retráctate en tu decisión, no arruines a toda
tu familia. Nadie más podrá hablar ya como hombre
libre si eres condenada.
Esto es lo que decía mi padre, llevado por su cari-
ño. Y al hacerlo cubría mis manos de besos y se echó
a mis pies; llorando, ya no me llamaba hija, sino se-
ñora. Sufría al ver a mi padre en tal estado; el único
que no se alegraría en toda mi familia de mi pasión.
Le reconforté diciendo:
—Ante el tribunal sólo sucederá lo que Dios quiera.
Sabe que nuestra suerte no depende de nosotros, sino
de Dios.
Y se alejó, desolado.
Otro día, mientras comíamos, nos llevaron
repentinamente ante el tribunal. Llegamos al foro. La noti-
cia se extendió rápidamente por los barrios vecinos,
y se reunió rápidamente una gran muchedumbre.
Subimos al estrado. Interrogaron a los otros, que
85
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

confesaron su fe. Llegó mi turno, y en aquel momen-


to aparece bruscamente mi padre llevando a mi hijo
en los brazos.
Me arranca de mi puesto, y me dice:
—Apiádate de tu hijo.
El procurador, Hilariano, que sustituía a Minucio
Timiniano, el procónsul fallecido, y tenía derecho de
espada, insistió a su vez:
—Ten piedad de los cabellos blancos de tu padre,
de la tierna edad de tu hijo. Sacrifica por los empe-
radores.
Yo respondí: No sacrificaré.
Hilariano: ¿Eres cristiana?
Yo respondí: Yo soy cristiana.
Mi padre permanecía junto a mí para hacerme
flaquear. Hilariano dio una orden: hicieron que mi
padre se fuera y le golpearon con un vergajo. Sentí
el golpe como si lo hubiera yo recibido. Sufría con
su vejez y con su sufrimiento.
Y el juez pronunció la sentencia: fuimos condena-
dos a las bestias. Y nos fuimos felices hacia la pri-
sión.
Como mi hijo seguía mamando, habitualmente per-
manecía en la prisión conmigo, y tan pronto llegué
a la cárcel envié al diácono Pomponio para que se
lo reclamara a mi padre. Pero mi padre se negó a
dárselo. Desde aquel día mi hijo no volvió a pedir la
teta y yo dejé de ser incomodada por la leche. De
esta manera cesaron las inquietudes por mi hijo y
los dolores en mis senos.
86
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Pocos días después estábamos todos en oración


cuando de pronto se me escapó un nombre, el de Di-
nocrato. Me quedé asombrada por no haber pensado
hasta entonces en él, y me entristecí pensando en sus
desgracias. Pero comprendí que ahora podía orar por
él y que tal era mi deber. Y me puse en oración,
dirigiendo al Señor por él, gimiendo, intensas ple-
garias.
La noche siguiente tuve una visión. Vi a Dinocra-
to salir de un lugar tenebroso, donde había mucha
gente. Tenía mucho calor y moría de sed. Su vestido
estaba descuidado, su tez pálida. Tenía sobre el ros-
tro la llaga que llevara al morir. Este Dinocrato era
mi hermano según la carne. Tenía siete años cuando
murió de manera miserable de cáncer en la cara. Su
muerte horrorizó a todos. Había rogado por él. Entre
él y yo, ahora que él estaba allí, había una gran dis-
tancia : no nos hubiéramos podido reunir. En el lu-
gar en donde estaba Dinocrato había una piscina lle-
na de agua, con una profundidad mayor que la altura
de un niño. Dinocrato hacía vanos esfuerzos por be-
ber; me afligía viendo aquella piscina llena de agua,
cuyas márgenes eran demasiado altas para que un
niño pudiera saciar su sed.
En aquel momento desperté. Comprendí que mi her-
mano sufría, pero estaba convencida que podría miti-
gar sus sufrimientos. Rogué por él todos los días has-
ta el momento en que fuimos trasladados a la prisión
militar. Debíamos luchar en los juegos militares, cele-
brados para festejar el aniversario de César Geta. Se-
guí rogando por mi hermano, pidiendo su gracia con
gemidos y lágrimas.
Un día que estábamos en el calabozo tuve una nue-
87
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

va visión. Volví a ver el lugar que viera por vez primera.


Dinocrato, esta vez, estaba curado, bien vesti-
do y alegre. En lugar de la llaga, una cicatriz. El
margen de la piscina era más bajo, llegaba a la cin-
tura del niño, y éste podía beber sin esfuerzo. En el
margen había una copa de oro llena de agua. Dino-
crato se acercó y comenzó a beber. Pero la copa esta-
ba siempre llena. Cuando hubo saciado su sed, se
acercó a la piscina para jugar con el agua, como ha-
cen los niños. Fue entonces cuando desperté; compren-
dí que le había sido remitida la pena.
Pocos días después, Puden, un ayudante de la
guardia de la prisión, se comportó de manera muy
amable con nosotros. Comprendió que la fuerza de
Dios estaba en nosotros. Dejaba entrar muchos visi-
tantes, lo que nos permitía animarnos mutuamente.
El día de los juegos se acercaba, no obstante. Mi
padre vino a verme. La pena le minaba el ánimo, y
se puso a arrancar su barba, a revolcarse por el sue-
lo, a arrodillarse, el rostro contra el suelo. Maldecía
sus años y sabía decir palabras que hubieran quebran-
tado la voluntad de cualquiera. Yo lloraba sobre los
infortunios de su vejez.
Hoy, víspera del día fijado para nuestra lucha, aca-
bo de tener la visión siguiente:
El diácono Pomponio había llegado hasta la puer-
ta de la prisión y la golpeaba con fuerza. Salí para
abrirle. Llevaba una túnica blanca, sin cinto, así como
sandalias galas de múltiples cordones. Me dijo: «Per-
petua, te esperamos; ven.»
Me tomó de la mano y comenzamos a caminar por
un sendero escarpado y sinuoso. Llegamos, con mucho
88
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

esfuerzo, al anfiteatro; estábamos sin aliento. Me condujo al


centro de la arena y me dijo: «No tengas
miedo, estoy contigo; yo te ayudaré.» Y se fue.
Vi entonces una gran muchedumbre que parecía
estupefacta. Sabía que estaba condenada a las fieras
y me asombraba que no soltaran ninguna contra mí.
Entonces avanzó hacia mí un egipcio repugnante. Con
sus esbirros se disponía a luchar contra mí. En aquel
mismo instante, hermosas jóvenes se alinearon junto
a mí. Eran mis ayudas y mis partidarios. Me desnu-
daron y me convertí en un hombre. Mis partidarios
comenzaron a darme fricciones de aceite, como se hace
antes de la lucha. Y veía frente a mí cómo el egip-
cio se revolcaba sobre la arena.
Fue entonces cuando se adelantó un hombre de ta-
lla extraordinaria; era tan grande, que era más alto
que los muros del anfiteatro. Llevaba una túnica flo-
tante color púrpura sobre el pecho, entre dos bandas;
sus sandalias galas estaban adornadas de oro y de
plata. Tenía en su mano una verga como el jefe de
los gladiadores, y un ramo verde con manzanas de
oro. Pidió silencio, y dijo: «Si el egipcio vence sobre
esta mujer, la matará con la espada; si ella vence
recibirá este ramo.» Y se retiró.
Nos enfrentamos y nos golpeamos con los puños.
El egipcio intentó cogerme por los pies, y yo con el
talón golpeé su rostro. De pronto, me sentí alzada
en el aire y pude seguir golpeándole sin tocar el suelo.
Pero como el resultado final se hacía esperar, uno las
manos entrelazando los dedos, cojo la cabeza del egip-
cio, cae por tierra y con un golpe de mi talón destro-
zo su cabeza.

89
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

La muchedumbre me aclama, mis partidarios cantan


victoria. Me acerco al jefe de lucha y recibo el ramo.
Me besa y me dice: «Hija mía, la paz sea contigo.»
Orgullosa de mi triunfo, me dirijo hacia la puerta de
los Vivos".
Fue en este momento cuando me desperté. Compren-
dí que combatiría no contra las fieras, sino contra el
diablo. Y yo estaba segura de mi victoria.
He aquí lo que he contado hasta la víspera de los
juegos. Si alguien quiere contar mi lucha, que lo haga.
Narración de Saturo.7
El bienaventurado Saturo tuvo también una visión.
Hela aquí tal como la ha contado él mismo por es-
crito
Nuestro martirio se había consumado y habíamos
abandonado nuestro cuerpo. Cuatro ángeles nos llevaron hacia
e1 Oriente, pero sus manos no nos toca-
ban. Subíamos, no tumbados sobre nuestras espaldas
y el rostro vuelto hacia el cielo, sino como caminan-
tes que ascienden una suave pendiente. Cuando hu-
bimos trascendido las primeras esferas del mundo, vi-
mos una luz cegadora. Dije entonces a Perpetua, que
iba a mi lado: «He aquí lo que nos ha prometido el
Señor; hemos llegado.»
Siempre conducidos por los cuatro ángeles, habíamos
llegado a una explanada inmensa que se asemejaba a
un jardín, con adelfas y toda clase de flores. Los ár-
boles tenían el tamaño de los cipreses y sus hojas can-

7
Una puerta de la ciudad de Cartago.

90
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

taban sin cesar. En este jardín había cuatro ángeles


más deslumbradores que los otros. Cuando nos vie-
ron, nos acogieron con grandes muestras de deferen-
cia y dijeron a los otros ángeles con admiración:
«¡Helos aquí, helos aquí!» Intimidados, los cuatro
ángeles que nos condujeron nos posaron en el suelo.
Entonces caminamos a través de un estadio por una
larga avenida, y encontramos a Jocundo, Saturnino y
Artaxio, que habían sido quemados vivos en la mis-
ma persecución. Quinto, que murió mártir en la pri-
sión, también se encontraba allí. Cuando preguntamos
noticias de todos los demás, los ángeles nos dijeron:
«Venid primero; entrad, e id a saludar al Señor.»
Llegamos junto a un palacio cuyos muros parecían
estar construidos de luz. En el umbral, cuatro án-
geles; cuando entramos nos revisten de blanco. En-
tramos y oímos un coro que dice sin cesar: «¡Santo,
Santo, Santo!» En la sala hay un hombre vestido de
blanco. Su rostro es joven y sus cabellos brillantes
como nieve. No se ven sus pies. A sus lados, cuatro
ancianos. Tras ellos otros ancianos en pie. Avanza-
mos maravillados, y nos detenemos ante el trono.
Cuatro ángeles nos alzan y besamos al Señor, que nos
acaricia, la mano. Después, los ancianos nos dicen:
«¡ En pie!» Obedecemos, y cambiamos el beso de la
paz. Al fin, los ancianos nos dicen: «Id a solazaros.»
Y digo a Perpetua: «Tú posees lo que deseas.»
Ella me responde: «Sí, a Dios gracias. Alegre vi-
vía; más lo seré aquí.»
Al salir del palacio, a la derecha, junto a la puer-
ta, encontramos al obispo Opta; a la izquierda, al

91
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

sacerdote y doctor Aspasio. Parecen estar en desacuer-


do y tristes. Se lanzan a nuestros pies diciendo:
«Restableced la paz entre nosotros; os marchasteis
mientras discutíamos.» Nosotros les respondimos:
«¿No eres tú nuestro padre, y tú, un sacerdote? ¿Có-
mo os hincáis a nuestros pies?»
Y muy emocionados les abrazamos. Perpetua comenzó
a hablar en griego con ellos, y les condujimos
al jardín, bajo una adelfa.
Hablamos con ellos, y llegaron los ángeles: «Dejad
que los mártires reposen—dijeron—. Si tenéis dificul-
tades entre vosotros, perdonaos mutuamente.» Lo que
les turbó. Y dirigiéndose a Opta, añadieron los án-
geles: «Corrige a tus fieles. Cuando se reúnen alre-
dedor tuyo se diría que vuelven del circo; discuten
como facciosos.»
Y nos pareció que los ángeles querían cerrarles la
puerta en la cara. Reconocimos a muchos hermanos,
mártires como nosotros. Por alimento teníamos un
perfume inefable que nos saciaba.
En este momento, muy alegre, desperté.
Narración del redactor anónimo.
He aquí las visiones más notables de los bienaven-
turados mártires Saturo y Perpetua, tales como las
redactaron ellos mismos.
En cuanto a Secundo, Dios, con una muerte prema-
tura, le llamó a Sí mientras estaba todavía en la pri-
sión. La gracia divina le arrancó de los dientes de las
fieras. Pero si su alma no ha conocida la espada, su
cuerpo, al menos, sintió la amenaza.
Felicidad también obtuvo del Señor una gran gra-
92
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

cia. Estaba embarazada de ocho meses en el momento


de ser arrestada. Cuando se acercaba el día de los jue-
gos se desasosegaba pensando que aplazarían su mar-
tirio a causa del estado en que se encontraba: la ley
prohibía ejecutar a las mujeres embarazadas. Temía
Irnor que vertir su sangre pura y sin mancha junto
a una hornada de criminales. Sus compañeros de martirio
estaban profundamente tristes con sólo pensar
que tendrían que dejar sola a tan buena compañera,
una amiga que junto a ellos caminaba hacia una mis-
ma esperanza.
Por eso, tres días antes de los juegos, todos juntos,
dirigieron al Señor su oración. Tan pronto como hu-
bieron terminado su ruego, los dolores comenzaron
en Felicidad. Sufría mucho y gemía a causa de las di-
ficultades de un parto en el octavo mes. Y entonces
uno de los carceleros le dijo: «Si ahora gimes, ¿qué
harás cuando seas echada a las fieras, que has desa-
fiado negándote a sacrificar?» Felicidad le respondió:
«Ahora soy yo quien sufre lo que sufro. Pero allí, en
la arena, otro en mí sufrirá por mí, porque yo sufri-
ré por Él.»
Felicidad dio a luz una niña, que una cristiana
adoptó como hija.
El Espíritu Santo nos ha permitido, y su permisión
fue orden, consignar por escrito la narración de la
lucha en los juegos. A pesar de nuestra indignidad,
completamos la historia de un mártir tan glorioso.
De esta manera creemos realizar el deseo y hasta la
misión que la muy santa Perpetua se dignó con-
fiarnos.
En primer lugar, recordemos un rasgo de su firme-
93
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

za y de la grandeza de su alma. El tribuno trataba


duramente a los detenidos. Cegado por las adverten-
cias de personas sin seso, temía que los prisioneros
pudiesen escapar por arte de magia. Perpetua le dijo
en pleno rostro: «¿Por qué niegas otro trato más sua-
ve a tan dignos condenados, que deben combatir por
el aniversario de César? ¿No va en nada tu reputación al exhibir
en la arena a prisioneros bien alimen-
tados?»
El tribuno, desconcertado, enrojeció. Y dio orden
que trataran a los prisioneros más humanamente. Hasta
el punto que los hermanos de Perpetua y todos los otros
visitantes pudieron entrar en la prisión y aportar su
confortamiento. Tanto más cuanto que el jefe de la
prisión acababa de convertirse.
La víspera de los juegos tuvo lugar la última comi-
da de los prisioneros, que se llama «la comida libre».
Los mártires, en la medida en que podían, trocaban
esta comida de orgía en ágape, Hablaban a la mu-
chedumbre con su valor habitual, poniéndoles en
guardia contra el juicio de Dios. Proclamaban su ale-
gría feliz por dar la vida y se burlaban de los miro-
nes. «¿No os basta el día de mañana—les decía Sa-
tura—para contemplar a placer a los que aborrecéis?
Hoy amigos, mañana enemigos. Fijaos bien en nues-
tros rasgos, con el fin que nos conozcáis en el día del
juicio.» Todos los paganos se retiraban de allí con-
fundidos; muchos de ellos se convirtieron.
Al fin amaneció el día de la victoria. Los mártires
abandonaron la prisión y se dirigieron hacia el anfi-
teatro; se hubiera dicho que subían al cielo. Radian-
tes los rostros, estaban hermosos. Estaban emociona-
dos no de miedo, sino de alegría. Perpetua iba detrás
94
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

con paso tranquilo, como una gran dama de Cristo,


como la pequeña bienamada de Dios. El brillo de su
mirada obligaba a todos los espectadores a bajar los
ojos. Felicidad la seguía; era feliz por su gozosa ma-
numisión, que le permitía enfrentarse con las fieras;
estaba extasiada por ir de una sangre a otra sangre,
del parto al martirio, para recibir un segundo bau-
tismo.
Cuando llegaron a la puerta de la arena, se les qui-
so forzar a que se revistieran de ropas sacrilegas:
para los hombres, las de los sacerdotes de Saturno;
para las mujeres, las de las sacerdotisas de Ceres.
Pero Perpetua se resistió firmemente hasta el final;
se negó con invencible tenacidad. «Si hemos venido
aquí voluntariamente—decía—es para defender nuestra
libertad. Si sacrificamos nuestra vida es para no te-
ner que hacer semejante cosa. Sobre esto hemos esta-
blecido un contrato con vosotros.» La injusticia debió
ceder ante la justicia. El tribuno consintió en dejar-
les aparecer en la arena con sus vestidos ordinarios.
Perpetua cantaba; ella comenzaba a golpear la ca-
beza del egipcio. Revocado, Saturnino y Saturo ame-
nazaban al pueblo con la cólera divina. Cuando pasa-
ron ante el palco de Hilariano, le dijeron con gestos
y con signos: «Tú nos juzgas, pero Dios te juzgará
a ti.» El pueblo exasperado pidió que les azotaran
los cazadores, alineados en fila. Los mártires se
alejaron de ellos; así podrían participar, compartir
los sufrimientos de Cristo.
Aquel que dijo «pedid y recibiréis» concedió a cada
uno el género de muerte que había deseado. Los días
anteriores, cuando hablaban entre sí, Saturnino había
dicho que quería ser expuesto a todas las fieras, para
95
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

llevarse una corona más gloriosa. Tan pronto como


comenzó el espectáculo, él y Revocado fueron atacados
por un leopardo; después, sobre la tarima, fueron des-
pedazados por un oso.
Saturo tenía horror por los osos. Quería ser muerto
por un zarpazo de leopardo. Primero se lanzó sobre
él un jabalí, pero el cazador que desató la bestia con-
tra el mártir fue reventado por la fiera y murió pocos
días después de los juegos. Saturo, por el contrario, fue sólo
tirado sobre la arena. Después le ataron en
el puente de la tarima para que fuera desgarrado por
un oso, pero el oso no quiso abandonar su jaula. Una
vez más Saturo fue retirado de ante las fieras sin he-
ridas.
Para las mujeres jóvenes habían reservado una
vaca enfurecida. El diablo había inspirado a los verdu-
gos que se procuraran este animal, desacostumbrado
en los juegos, para insultar mejor al sexo de la mu-
jer. Las envolvieron a todas en redes y las expusie-
ron de tal manera en la arena. El público se estremeció
de vergüenza, viendo que una de ellas estaba muy dé-
bil, que otra acababa de dar a luz y perdía la leche
por sus senos. Las retiraron y revistieron de túnicas
sin cintura.
Perpetua fue la primera en ser lanzada al aire.
Cayó de espaldas, sobre sus ríñones. Tan pronto como
pudo sentarse, advirtió que su vestido estaba rasgado
por uno de los lados, y se las compuso para ocultar
sus piernas, más atenta al pudor que al dolor. Des-
pués buscó una horquilla para acomodar sus cabellos,
que se habían soltado, pues una mártir no puede mo-
rir con el pelo suelto, con el fin de no parecer que
está de duelo el mismo día de su gloria; después se
96
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

puso en pie y vio a Felicidad, que parecía estar


rota; se acercó a ella, le tendió la mano y la ayudó
a ponerse en pie. Al verlas en pie, la credulidad in-
humana fue vencida y se las hizo salir por la puerta
de los Vivos.
Allí, Perpetua fue recogida por un catecúmeno lla-
mado Rústico, muy vinculado a ella. Perpetua pare-
ció despertar de un profundo sueño, tanto había durado el éxtasis
del Espíritu. Miró alrededor, y todos
los asistentes quedaron estupefactos cuando pregun-
tó: «¿Cuándo vamos a ser expuestas a esa vaca?»
Como le dijeran que ya lo habían sido, no quería
creerlo, y sólo se rindió a la evidencia al ver sobre
su vestido y sobre su cuerpo las señales del suplicio.
Después llamó a su hermano y al catecúmeno. Les
dijo: «Permaneced firmes en la fe. Amaos los unos
a los otros. Que nuestros sufrimientos no sean para
vosotros un motivo de escándalo.»
Durante este tiempo, Saturo animaba al soldado
Prudencio en otra puerta: «A fin de cuentas—le de-
cía—, como lo esperaba y lo predecía, no he sido to-
cado por bestia alguna hasta ahora. Cree ahora con
toda tu alma. Ha llegado el momento en que debo
aparecer sobre la arena; con una sola dentellada, un
leopardo me herirá mortalmente.» Era casi el final del
espectáculo; soltaron contra Saturo un leopardo, que
de un mordisco le bañó en su sangre. La muchedum-
bre gritó como para dar testimonio de un segundo
bautismo: « ¡ Míralo qué bien lavado, qué bien salvado
va!» No hay duda de que había sido bien salvado,
aquel que había sido lavado con su propia sangre.
Saturo dijo entonces al soldado Prudencio: «¡Adiós!
Acuérdate de mi fe. Que no te haga desfallecer sino
97
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

que te fortifique.» Al mismo tiempo le pidió el anillo


que llevaba en su dedo y lo mojó en la sangre de su
herida y se lo devolvió como para dejarle como he-
rencia un .recuerdo y una garantía de su martirio.
Después se desvaneció.
Se le extendió en el suelo para decapitarlo como a
todos los demás en la sala del expolio. Pero el pueblo
pidió que condujeran de nuevo los heridos al cen-
tro de la arena para saborear el espectáculo de la espada
penetrando en los cuerpos vivos y haciendo
que las miradas fueran cómplices del homicidio. Los
mártires se levantaron por sí mismos y se dirigieron
por su pie al lugar donde la muchedumbre pedía.
Primero se dieron el beso de paz, para consumar el
martirio según el rito de la fe. Todos permanecieron
inmóviles y recibieron en silencio el golpe mortal.
Saturo, que en la visión iba el primero, fue el pri-
mero que rindió su alma, pues debía esperar a Per-
petua. Perpetua tuvo tiempo para saborear el dolor:
golpeada primero en las costillas, lanzó un gran gri-
to; después, ella misma cogió la mano del gladiador
novato y dirigió la espada a su garganta. No hay
duda que tal mujer sólo podía morir por propia vo-
luntad, tanto la temía el demonio.
¡Valerosos y bienaventurados mártires! Habéis si-
do elegidos juntos para la gloria de nuestro Señor
Jesucristo. Todo aquel que le magnifica, que le honra
y le adora debe leer estos nuevos ejemplos para edi-
ficación de la Iglesia, porque no son menos hermosos
que los de otro tiempo. Dan testimonio de uno y mis-
mo Espíritu que siempre actúa, así como Dios todo-
poderoso y su Hijo Jesucristo, nuestro Señor, a quie-
nes pertenece la gloria y el poder soberano en los si-
98
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

glos de los siglos. Amén.

99
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 202, EN ALEJANDRÍA


POTAMIANA Y BASILDO
Basildo fue el séptimo de los discípulos de Oríge-
nes que murió mártir. Fue tocado por la gracia al
conducir a la muerte a Potamiana, la virgen tan cono-
cida, que las gentes siguen hablando de ella en sus
conversaciones. Para conservar la pureza de su cuerpo
y su virginidad, debió rechazar las proposiciones de
pretendientes locamente enamorados de ella. Y en
verdad, junto a la belleza del alma, florecía en ella la
gracia de un cuerpo en su primera frescura. Había
sufrido mil tormentos. Finalmente, después de tortu-
ras terribles que hacen estremecer la carne, fue que-
mada viva con su madre Marcela.
He aquí lo que se cuenta de su martirio.
El juez Aquila la hizo martirizar cruelmente en todo
su cuerpo, después la amenazó con entregarla a los
gladiadores para ser violada. La joven mártir refle-
xionó un instante. Le preguntaron en qué pensaba.
Respondió con tal nobleza que sus verdugos le repro-
charon el manifestar ideas impías. No había acabado
de hablar cuando ya se dictaba su sentencia de muerte.
Basildo, uno de los soldados encargados de los con-
denados a muerte, la tomó para conducirla a la muer-
te. Como la muchedumbre tratara de ultrajar a la
muchacha y la insultara en términos soeces, Basildo
rechazó a los que la insultaban y los mantuvo a dis-
tancia. Fue de esta manera como dio muestras a
Potamiana de toda su compasión y toda su bondad.
Emocionada por tal simpatía, animó al soldado a que
tuviera confianza; rogaría por él tan pronto como es-
100
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

tuviera cerca del Señor y sería recompensado a buen


seguro por tan noble actitud. Después de lo cual Po-
tamiana soportó heroicamente su martirio; le vertie-
ron pez inflamada por el cuerpo, desde la cabeza a los
pies, lentamente y poco a poco.
De esta manera triunfó la virgen que las gentes del
país celebran.
Basildo no esperó mucho tiempo. Durante un pro-
ceso, sus compañeros de armas le pidieron que pres-
tara juramento. Se negó, afirmando que no le era ya
posible jurar por los dioses. Era cristiano y lo con-
fesaba abiertamente. Al principio no le tomaron en
serio; pero como persistía en sus afirmaciones, le con-
dujeron ante el juez. Repitió su negativa y se confe-
só cristiano. Le encarcelaron.
Sus hermanos en Dios fueron a visitarle y se in-
formaron del origen de este cambio tan brusco. Lo
cual les parecía extraordinario.
Basildo les contó entonces lo siguiente: Tres días
después de su martirio, Potamiana se le apareció du-
rante la noche, y le puso una corona sobre la cabeza.
Le dijo haber implorado para él la gracia del Señor,
y que su oración había sido oída y que poco después
vendría ella a buscarle.
Después de oír esto, sus hermanos le marcaron con
el sello del Señor ". Al día siguiente fue decapitado
como mártir del Señor.

101
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 250, EN ESMIRNA


PIONIO
El Apóstol alaba a aquellos que viven en la comu-
nión de los santos: el recuerdo de estas vidas vividas
en la fe, con toda la intensidad del alma, puede afir-
mar a aquellos que se esfuerzan en imitar ejemplos
tan perfectos.
Pionio merece más que otros permanecer en nues-
tra memoria. En vida apartó de sus desvíos a una mul-
titud de almas. Ha sido el apóstol de todos nosotros.
Y al final, cuando el Señor le llamó a Sí, nos dejó,
con su martirio, su testamento para nuestra enseñan-
za con el fin de que hoy conservemos el recuerdo de
su enseñanza.
Narración de Pionio.
Durante la persecución de Decio, el segundo día del
decimosexto mes, el día del gran sábado, en el ani-
versario del bienaventurado Policarpo, arrestaron a Pionio,
Sabina, una mujer piadosa; Asclepio, Mace-
donia y Limo, sacerdote de la Iglesia católica.
La víspera de la fiesta de San Policarpo, Pionio
había visto en sueños que serían arrestados al día si-
guiente. Celebraba la vigilia con Sabina y Asclepio.
Al conocer la noticia, Pionio tomó tres cuerdas, una
para él, otra para Sabina y la tercera para Asclepio
y las pusieron a sus cuellos. Y esperaron en la casa.
Pionio tomó esta decisión para que no se pudiese
creer cuando les llevaran que iban como los demás
a comer los alimentos sacrificados a los ídolos; por
el contrario, todos verían que estaban decididos a ir
derechos a la prisión.
102
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Acabaron sus oraciones y acababan de comer el pan


sagrado y el agua, era ya sábado, cuando llegó Po-
lemón, el guardián del templo, con sus auxiliares en-
cargados de perseguir a los cristianos y conducirles
a sacrificar a los ídolos y a comer los alimentos in-
molados.
Palemón: Sin duda, conocéis el decreto del empe-
rador que ordena sacrificar a los dioses.
Pionio: Nosotros conocemos el mandato de Dios que
nos ordena adorarle a Él solo.
Palemón: Vais a venir a la plaza pública, y allí
acataréis las órdenes.
Sabina y Asclepio afirmaron: «Sólo obedecemos al
Dios vivo.» Después de esto, los llevaron, pero sin
violencia. Todos los que les vieron pasar se dieron
cuenta de que llevaban la cuerda al cuello. Intrigada
por este espectáculo extraño, la muchedumbre acudió
rápidamente, y pronto aquello fue un verdadero tu-
multo.
Llegaron a la plaza pública. Los prisioneros fueron
conducidos al pórtico oriental, cerca de la Doble Puerta. La
plaza y las azoteas estaban negras de gen-
te curiosa: griegos, judíos, mujeres. La muchedum-
bre estaba ociosa porque era el gran sábado. Las gen-
tes se aglomeraban sobre los bancos, sobre cajones,
para mejor ver.
Los detenidos estaban en el centro de esta muche-
dumbre. Polemón les dirigió la palabra: «Lo que
mejor podéis hacer, Pionio, es obedecer como todo
el mundo y sacrificar para evitar los castigos.»
Pionio extendió la mano, y, con el rostro ilumina-
103
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

do, comenzó su defensa: «Hombres de Esmirna, que


os gloriáis de la belleza de vuestra ciudad y vuestra
gloria es contar entre los vuestros a Hornero, el hijo
de Mileto, y vosotros, hijos de Israel, que os encon-
tráis entre esa muchedumbre, escuchadme.
He sabido que reís y que os burláis de los após-
tatas, que ridiculizáis la flaqueza de aquellos que
sacrifican sin oponer resistencia. Vosotros, griegos,
saldréis ganando si seguís los consejos de vuestro maes-
tro Homero. ¿No ha dicho, en efecto, que es un sa-
crilegio burlarse de aquellos que van a morir? Y vos-
otros, judíos, Moisés os aconseja: «Si ves a la bestia
de carga de aquel que te odia caída en el camino,
no seguirás adelante en el tuyo, sino que le ayudarás
a levantarse.» No deberías escuchar a Salomón: «Si tu
enemigo cae, no te alegres, y que tu corazón no salte
de alegría al verle caído.»
En cuanto a mí, yo permanezco fiel a mi Maestro;
prefiero morir antes que transgredir sus palabras. Me
esfuerzo por guardar lo que primero aprendí y he
enseñado después.
¿Quiénes somos nosotros para que los judíos se
burlen de nosotros sin piedad? Al parecer, somos sus
enemigos. Sin embargo, somos hombres y hombres perseguidos.
Pretenden decir que hablamos con cla-
ridad y con facilidad. Pero ¿a quiénes hacemos mal?
¿A quién hemos condenado a muerte? ¿A quién hemos
perseguido? ¿A quién hemos forzado entre vosotros
para que sacrifique a los ídolos? Quizá los judíos
se imaginan que sus pecados son menos graves que
la caída de aquellos de entre nosotros que sacrifican
por una flaqueza que es bien humana. Pero de los
judíos a los apóstatas hay una distancia como de una
104
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

voluntad pervertida a una voluntad que vacila.


¿Quién forzó nunca a los judíos a iniciarse en el
culto de Belfegor, a comer los alimentos ofrecidos a
los muertos, a prostituirse con las hijas de los paga-
nos? ¿Quién les pide que inmolen a los ídolos a sus
hijos y a sus hijas, murmurar contra Dios y hablar
mal de Moisés, ser ingratos hacia sus bienhechores y
conservar en su corazón la nostalgia de Egipto? Y
cuando Moisés subió a la montaña para recibir la ley,
¿quién les pidió suplicar a Aarón: Hagamos dioses
y fabricar una vaca de oro? Y toda su historia.
A vosotros, que sois paganos, los judíos pueden en-
gañaros. Pedidles que os expongan los libros de los
Jueces, de los Reyes o del Éxodo y todo lo que esos
libros cuentan. Pasan su tiempo comentando sobre
aquellos que han ido a sacrificar sin estar obligados,
y por ellos vosotros condenáis a todos los cristianos
sin discriminación.
Ved: el espectáculo que tenemos ante los ojos se
asemeja a la era del labrador. Qué es más pesado, ¿la
paja o el grano? Y cuando el granjero va a limpiar la
era a golpe de pala, la paja ligera es llevada por el
viento sin esfuerzo, al menor soplo. Pero el grano
se queda. Pensad también en la red que es lanzada al mar. ¿Todo
cuanto se recoge es bueno? Aquí ocu-
rre lo mismo.
Cuando nos veis en la tortura, ¿nos consideráis ino-
centes o criminales? Si nos consideráis criminales,
¿no merecéis vosotros los mismos castigos que nos in-
fringís injustamente? Si, por el contrario, nos consi-
deráis inocentes, ¿cuándo los inocentes han sido así
torturados? Si el justo se salva con tanto esfuerzo,
105
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

¿cuál será la suerte del impío y del pecado? El jui-


cio pesa sobre el mundo; numerosos signos nos advier-
ten de su proximidad.
A lo largo de mis viajes, he recorrido toda Judea.
He franqueado el Jordán y he podido contemplar esa
tierra que hasta en nuestros días lleva las huellas de
la cólera divina. Dios lia castigado los crímenes de
los habitantes que mataban y expulsaban a sus hués-
pedes con violencia. He visto la humareda que toda-
vía hoy aube de sus ruinas y el suelo que el fuego ha
reducido a cenizas; he visto a esa tierra castigada
con sequedad y esterilidad. He visto el mar Muerto,
con su agua cambiada de naturaleza; huye por temor
a Dios y no quiere nutrir más a criatura viviente. He
visto cómo un hombre sumergióse en esas aguas y
cómo el mar le rechazaba a la superficie, incapaz de
soportar todavía el contacto de un cuerpo humano. Ya
no puede acoger a hombre alguno en sus aguas para
no sufrir por su causa nuevos castigos.
Pero ¿para qué recordar hechos que están alejados
de vosotros? Tenéis ante los ojos el suelo de Lidia y
contáis la historia de Decápolis, devorada por las
llamas. Hasta a vuestros ojos llegan los signos que
castigan a los impíos. Recordad el Etna y Sicilia y
Licia y las islas de ríos de fuego que surgen gritan-
do. Quizá esos ríos están todavía demasiado lejos de vosotros.
Recordad entonces el prodigio de las aguas
ardientes que surgen de las entrañas de la tierra.
¿Sabéis de dónde viene todo ese fuego que la alum-
bra, sino de un brasero subterráneo? Habláis de esos
incendios y de esas inundaciones que devastaron una
parte de la tierra en tiempos de Deucalión, decíais
vosotros; nosotros diríamos en tiempos de Noé. Inun-
106
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

daciones parciales, pero que nos muestran lo que sea


la catástrofe final.
También nosotros os anunciamos que el juicio fu-
turo de Dios, por su Verbo Jesucristo, será por el fue-
go. He aquí por qué nos negamos a adorar a lo que
vosotros llamáis dioses y por qué no inclinaremos
nuestras cabezas ante estatuas de oro.»
Tal fue el discurso de Pionio. Dijo todavía algu-
nas otras cosas como una fuente que es imposible ce-
gar. Polemón, su corte y la muchedumbre estaban
tan atentos a sus palabras y el silencio era tan denso,
que todos retenían el aliento.
Pionio renovó su negativa: «¡Jamás adoraremos
vuestros dioses, jamás inclinaremos nuestras cabezas
ante las estatuas de oro!» Entonces condujeron a los
prisioneros al centro de la plaza pública, a cielo des-
cubierto, y la muchedumbre hizo un cerco alrededor
de Pionio.
Todo el mundo suplicó a Pionio, incluso el mismo
Polemón: «Créenos, Pionio, todos te queremos bien;
eres digno por tus numerosas cualidades de continuar
viviendo; eres honrado y eres bueno. ¡Es tan dulce
vivir y es tan hermosa la luz!» Y no cesaban de su-
plicarle con todas las razones posibles.
Pionio les respondió: «Sí, sé que es dulce vivir;
pero nosotros vamos en busca de una vida mejor. La
luz es hermosa, pero nosotros deseamos la luz verdadera. Sé que
la tierra es muy hermosa; es la obra de
Dios. Si renunciamos a ella no es por hastío o por
desprecio, sino que conocemos bienes mejores y re-
chazamos aquellos que pueden ocultar trampas.»

107
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Alejandro, un palurdo y malvado, les dijo: «Óye-


nos, Pionio.»
Piorno: Mejor harás en escucharme a mí. Yo sé
todo lo que tú sabes, pero tú ignoras lo que yo co-
nozco.
Alejandro quiso ganarse a los más, y preguntó:
«¿Para qué sirve esa cuerda?»
Pionio: Pusimos esta cuerda alrededor de nuestro
cuello para que no se crea, al vernos cruzar la ciudad,
que íbamos a los festines prohibidos. Significa que
es inútil juzgarnos, que nos hemos juzgado a nosotros
mismos; vamos a la cárcel y no al templo de Neme-
sia. Nos la hemos puesto para que no tengáis que lle-
varnos a la fuerza como a los otros y nos dejéis tran-
quilos. Y, en realidad, gracias a esta cuerda, no os
habéis atrevido a conducirnos ante vuestros ídolos.
Alejandro quedó con la boca abierta después de oír
tal respuesta.
Y como los demás insistían, Pionio replicó: «Nos-
otros mismos hemos pronunciado nuestra sentencia de
muerte.» Y les dirigió vigorosos reproches, amenazán-
doles con el juicio futuro.
Alejandro le interrumpió: «¡Para qué tantos dis-
cursos; no merecéis vivir más!»
El pueblo propuso ir al anfiteatro con el fin de po-
der seguir mejor las discusiones. Algunos se inquie-
taron por el gobernador; fueron a casa de Polemón
para decirle: «No autorices a Pionio a tomar la pala-
bra; si la muchedumbre va al anfiteatro, podemos te-
Después, Polemón dijo a Asclepio: «¿Cómo te lla-
mas?»
108
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Asclepio: Asclepio.
Polemón: ¿Eres cristiano?
Asclepio: Sí.
Polemón: ¿De qué Iglesia?
Asclepio: Católica.
Polemón: ¿A quién adoras?
Asclepio: A Jesucristo.
Polemón: ¿Es ése otro Dios?
Asclepio: No, es el mismo Dios que los demás aca-
ban de confesar.
Después de este interrogatorio condujeron a los
mártires a la prisión. Una gran muchedumbre les
acompañaba; la gran plaza estaba llena de gente. Al-
gunos decían, refiriéndose a Pionio: «Miradle, de or-
dinario es muy pálido, y ahora llamea su rostro.»
Sabina iba cogida del manto de Pionio para no ser
arrastrada y separada por la muchedumbre. Algunos
burlones ironizaban: «Mirad, tiene miedo de ser des-
tetada.» Otro se desgañitaba: «Puesto que no quieren
sacrificar, que les azoten.»
Polemón respondió: «Las fascias no nos preceden,
no tenemos derecho.»
Otro intervino: «Mirad al hombrecito cómo va a
sacrificar.» Hablaba de Asclepio, que nos acompa-
ñaba.
Pionio respondió: «¡Tú mientes! ¡Jamás lo hará!»
Voces en la muchedumbre: «Tal y tal han sacri-
ficado.»
109
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Pionio: Allá cada cual con su conciencia. ¡A mí


qué me importa! Yo me llamo Pionio.
Otros decían: «¡Vaya religión! ¡Hoy lo estamos
viendo!»
Pionio: Vosotros comprendéis mejor la vuestra, en
la que se sufre hambre, dolor y otras calamidades.
«¿No has sufrido hambre como nosotros?», respon-
dió alguien.
Pionio: Sí, pero yo poseo la esperanza en Dios.
El tumulto de la muchedumbre que les envolvía, tan
asfixiante, hacía difícil que los detenidos entraran en
la prisión y ponerles en manos de los guardianes.
Ellos encontraron entre los prisioneros a un sacerdo-
te de la Iglesia católica que se llamaba Limo y una
mujer de Karina, Macedonia, y un montañista, Eu-
tiquio.
Los carceleros que estaban allí se dieron cuenta
que Pionio y los otros rechazaban los dones de los fie-
les. «En circunstancias más penosas no fui una car-
ga para nadie, ¿cómo voy a serlo ahora?» Esto no
agradaba a los carceleros, que se aprovechaban de la
generosidad de los visitantes. Furiosos, metieron a los
prisioneros en un calabozo más negro todavía. Por
otra parte, allí encontraron ciertas condiciones. Los
mártires cantaron las alabanzas de Dios en paz y da-
ban a los guardianes los regalos que les enviaban.
Entonces el jefe de la prisión cambió de opinión y
propuso a los detenidos que volvieran a su antiguo
alojamiento. Pero ellos prefirieron quedarse allí: «Glo-
ria al Señor—decían—pues esto es para mejor.» Ya
que en aquel calabozo podían libremente conversar y

110
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

orar a Dios día y noche.


Al mismo tiempo, muchos paganos iban a verles en
la cárcel con la esperanza de hacerles cambiar de opi-
nión. Y quedaban asombrados al escuchar sus res-
puestas.
También fueron hermanos apóstatas que habían ce-
dido bajo presión de los suplicios. No hacían más
que gemir. No dejaban un instante de estar roídos por
el remordimiento, sobre todo aquellos que habían sido
piadosos y cuya alma era estrecha y delicada. Pionio
les decía llorando: «Sufro una nueva tortura que me
rompe el corazón cuando veo a las perlas de la Iglesia
pisoteadas por los cerdos, las estrellas del cielo barri-
das por la cola del dragón, la viña que el Señor plan-
tara con su mano devastada por los jabalíes y destrui-
da por los que pasan junto a ella. Mijitos, para que
yo soporte de nuevos los dolores del parto, hasta que
Cristo se forme en vosotros, mis hijitos tan débiles
han elegido senderos rudos.
Susana ha sido tentada por ancianos sin concien-
cia, han despojado a la dulce y hermosa esposa para
gozarse con su hermosura y perderla con sus menti-
ras. Ahora ha llegado para Aman la hora de la em-
briaguez. Ester y toda la ciudad están trastornadas.
Es la hora de la gran hambre, no de pan y de agua,
sino de la palabra del Señor. ¿Todas las vírgenes se
han dormido? De esta manera se ha consumado la
palabra del Señor: Cuando venga el Hijo del hom-
bre, ¿encontrará fe sobre la tierra?
Sé que todos traicionan a su prójimo. De esta for-
ma se consuma esa otra palabra: El hermano entre-
gará al hermano a la muerte. Sí, ha sido permitido a
111
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Satán que nos atribule como trigo en un cedazo, y el


Verbo de Dios tiene en la mano un tridente de fuego
para limpiar el aire. Desde que la sal ha perdido
su sabor, ha sido tirada y pisoteada por la muche-
dumbre. Que nadie acuse al Señor de haber perdido
su poder. No, mis hijitos; acusémonos a nosotros
mismos. Mi mano, dice Dios, jamás se cansa de ayu-
daros y mi oído jamás se cansa de escucharos. Pero
vuestros pecados han levantado una barrera entre Yo,
vuestro Dios, y vosotros. Sí, hemos hecho el mal, al-
gunos hasta el desprecio de Dios. Hemos pecado trai-
cionándonos los unos a los otros por nuestras mal-
dades mutuas. Y, sin embargo, nuestra justicia debió
superar la de los escribas y fariseos.
Sé también que muchos de entre vosotros son in-
vitados por los judíos para que frecuentéis la sinago-
ga. Cuidad no caigáis en el pecado de malicia, mayor
que todos los demás. Que nadie cometa el pecado irre-
misible, la blasfemia contra el Espíritu. No lleguéis a
ser como aquéllos, los de Sodoma y los habitantes
de Gomorra: sus manos están rojas de sangre. Nos-
otros no hemos dado muerte a los profetas, no he-
mos entregado a Cristo, no le hemos clavado en la
cru/.
¿Pero por qué os hablo tanto? Recordad lo que
habéis oído y ponedlo en práctica. Vosotros habéis
oído decir a los judíos: Cristo sólo era un hombre
muerto de muerte violenta. Que nos digan entonces
quién otro ha poblado como Cristo el orbe entero de
discípulos. Quién otro ha encontrado imitadores y
discípulos dispuestos a morir en su nombre. ¿Hay un
hombre cuyo sólo nombre, desde hace tantos años, bas-
te para echar a los demonios, y los echa hoy y siem-
112
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

pre? ¡Y todos los demás prodigios cumplidos por la


Iglesia católica!
Ignoran que ese Cristo llevado a la muerte ha muer-
to por propia voluntad. Explican según la magia la
vida de Cristo y pretenden que subió a los cielos con
la cruz. ¿Cuáles son las escrituras que hablan así de
Cristo, las suyas o las nuestras? ¿Qué hombre honrado
puede defender semejantes opiniones? ¿Los que las profesan no
son gente sin fe ni ley? ¿Cómo creer
entonces en esas opiniones impías antes que en las
palabras de los justos...?
Decid, pues, a los judíos: Aunque seamos débiles,
somos mejores que vosotros, que sois impúdicos e idó-
latras conscientemente. No aceptéis sus errores, her-
manos, sino convertios y permaneced fieles a Cristo.
En su misericordia os acogerá de nuevo como hijos.»
Había hablado así y pedido a los que le visitaban
que abandonaran en seguida la prisión, cuando se
presentó Polemón. Iba acompañado de un oficial de
caballería, Teófilo, verdugos y una gran muchedum-
bre. Dijeron a los mártires: «Mirad, vuestro obispo
Euctemón acaba de sacrificar. Sacrificad vosotros tam-
bién. Euctemón y Lapido os esperan en el templo de
Némesis.» Pionio le respondió: «Los que han sido
encarcelados ordinariamente esperan al procónsul.
¿Con qué derecho te atribuyes su poder?» Se retira-
ron discutiendo entre sí. Volvieron de nuevo a la car-
ga con los verdugos y la muchedumbre.
El oficial Teófilo, arteramente, dijo: «El procónsul
nos ha enviado para llevaros a Efeso, en donde os es-
pera.»
Pionio respondió: «Que envíe a sus hombres a bus-
113
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

carnos.»
Teófilo: ¿Un notable no es digno de crédito? No
haces bien resistiendo; soy yo quien manda.
Y se abalanzó sobre Pionio, cogiéndole por la gar-
ganta y le entregó al verdugo, y poco faltó para que
el sacerdote no muriera estrangulado.
Al mismo tiempo llevaron a la plaza a los otros
cristianos y a Sabina. Allí gritaron con todas sus fuer-
zas: «¡Somos cristianos!» Y se lanzaron a tierra para
no ser conducidos al templo. Seis hombres cogieron a Pionio al
frente de todos. Mucho esfuerzo les costó
dominarle, tanto se revolcaba, dando patadas en las
costillas, en los brazos y en las piernas.
Acabaron por arrastrarle, llevándole, a pesar de
sus gritos, y le pusieron en tierra ante el altar, en
donde se encontraba todavía el obispo Euctemón, que
acababa de sacrificar a los ídolos.
—¿Por qué no sacrificas tú, Pionio?—le preguntó
Lépido.
—Porque somos cristianos—respondieron Pionio y
sus compañeros.
Lépido: ¿A qué Dios adoráis?
Pionio: Al que ha hecho el cielo y la tierra, el mar
y todo cuanto ellos contienen.
Lépülo: ¿VA que ha sido crucificado?
Pionio: Aquel que ha sido enviado para salvación
del mundo.
Los magistrados comenzaron a reír ruidosamente.
Lépido maldecía a Pionio. Este les dijo: «Respetad
114
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

la religión, observad la justicia, aprended a compren-


der a los demás, obedeced vuestras leyes. Vosotros
nos castigáis, porque nosotros no obedecemos; tam-
poco tú obedeces. Tenéis orden de castigar, no de con-
vencer.»
Rufino, conocido por su elocuencia, le interrumpió:
«Pero tú, Pionio, no eres muy inteligente.»
Pero Pionio le respondió: «¿Estos son tus argumen-
tos? ¿Esta es toda tu ciencia? Sócrates recibió menos
ultrajes a manos de los atenienses. Todos vosotros te-
néis el papel de Anitus y Meleto. Sócrates, Arístides,
Anarxarco fueron listos cuando entre vosotros prac-
ticaban la sabiduría, la justicia y la paciencia.»
Esta réplica redujo a Rufino al silencio.
Un personaje influyente, un notable de la ciudad,
respondió, ayudado por Lépido: «¡Cesa de gritar, Pionio!»
Pero Pionio respondió: «Y vosotros no usad la vio-
lencia. Prended fuego a la hoguera, y subiremos con
nuestro propio pie.»
Terencio, entre la muchedumbre, le gritó: «Es él
quien impide a los demás que sacrifiquen.»
Finalmente les pusieron coronas sobre la cabeza.
Ellos se las quitaron y tiraron.
El agente del Estado estaba allí con alimentos ofre-
cidos a los ídolos; pero no se atrevió a acercarse a
ninguno de ellos; a la vista de todos debió comerse
las carnes sacrificadas.
Los mártires gritaban: «¡ Somos cristianos!»
No sabiendo qué hacer, los magistrados los remi-
tieron a la cárcel de nuevo. El populacho les abru-
115
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

maba con sus injurias y les molían a golpes.


Durante el camino, alguien dijo a Sabina: «¿No
podrías irte a morir a tu país?» Ella respondió:
«¿Cuál es mi país? Yo soy la hermana de Pionio.»
Terencio, que organizaba en aquella época los jue-
gos, dijo a Asclepio: «Cuando seas condenado, te
reclamaré para las luchas de gladiadores. Tú lucha-
rás contra mi hijo.» «No me das miedo», le replicó
el interpelado. Y los mártires entraron en la prisión.
En el momento en que Pionio cruzaba el umbral,
uno de los carceleros le dio en la cabeza un puñetazo
tan violento que se hirió la mano. Pionio permaneció
indiferente. Las manos y el costado del bruto se hin-
charon hasta el punto que respiraba con dificultad.
Una vez dentro, los mártires loaron a Dios por ha-
ber permanecido inquebrantables en la confesión del
nombre de Cristo: ni el magistrado pagano ni el obis-
po apóstata habían podido dominar su fe. Acabaron el día
cantando los salmos y en oración y se animaban
mutuamente a la perseverancia.
Poco después les dijeron que el obispo Euctemón
había creído que les haría apostatar. -Con esta inten-
ción, llevó un cordero al templo de Némesis. Lo había
hecho asar, pero lo comió él solo, y tuvo que llevarlo,
apenas empezado, a su casa. Se cubrió de ridículo
con esta apostasía burlesca. Coronado, había apos-
tatado, renegando de su cristianismo, jurando y ha-
ciendo votos por la fortuna del emperador y por Né-
mesis.
El último interrogatorio.
En el entretanto, el procónsul llegó a Esmirna. Hizo
116
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

comparecer a Pionio, que confesó su fe. Los escribas


tomaron el proceso verbal en la audiencia. Era el cua-
tro de los idus de marzo.
El procónsul, Quintiliano, interrogó: «¿Tu nombre?»
Pionio: Pionio.
Quintiliano: Sacrifica.
Pionio: No.
Quintiliano: ¿Cuál es tu religión o tu secta?
Pionio: Católica.
Quintiliano: ¿Y tu título?
Pionio: Soy sacerdote de la Iglesia católica.
Quintiliano: ¿Eres el maestro de éstos?
Pionio: Sí, yo enseñaba.
Quintiliano: Doctor en tontería.
Pionio: En piedad.
Quintiliano: ¿Qué piedad?
Pionio: La piedad en Dios Padre, que ha creado el
universo.
Quintiliano: Sacrifica.
Pionío: ¡Jamás! Debo adorar a Dios.
Quintiliano: Todos nosotros adoramos a los dioses,
el cielo y los dioses que lo habitan. Sacrifica al aire,
si esto te agrada.
Pionio: No estoy unido al aire, sino a Aquel que
ha creado el aire, el cielo y todo cuanto contienen.
Quinliliano: Dime, ¿quién es este Dios?
117
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Pionio: No es posible hablar de Él.


Quintiliano: En verdad que dios es Zeus, que ha-
bita el cielo. Es el rey de todos los dioses.
Extendido en el potro, Pionio se callaba.
Quintiliano: Sacrifica.
Pionio: No.
• Se le sometió a las uñas de hierro.
El procónsul insistía: «Cambia de opinión. ¿A qué
viene semejante locura?
Pionio: No soy loco, sino que temo a Dios vivo.
Quintiliano: Muchos otros han sacrificado, y gozan
de la vida. Esos son los prudentes.
Pionio: Yo no sacrifico.
Quintiliano: Reflexiona antes de responder. Retrác-
tate.
Pionio: ¡Jamás!
Quintiliano: ¿De qué te sirve ir a la muerte?
Pionio: No a la muerte, sino a la vida.
Quintiliano: No creas que es una acción brillante ir
al encuentro de la muerte de esta manera. Los indi-
viduos a quienes alistamos hacen otro tanto: por un
poco de peculio se enfrentan con las fieras, con des-
precio de la vida. Tú no eres más que ellos. Pero,
bien, puesto que tienes tanta prisa en morir, serás
quemado vivo.
Desde la tribuna leyó la sentencia en latín: «En vis-
ta que Pionio se ha confesado cristiano, le condena-
mos a ser quemado vivo.»
118
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Pionio se dirigió a la tarima, acompañado del es-


criba. Iba estimulado por su fe. Una vez llegó, con
movimiento propio se despojó de sus vestidos. La vis-
ta de su cuerpo, que había permanecido virgen y cas-
to, le transportó de alegría. Elevó los ojos al cielo y
dio gracias a Dios. El mismo se extendió sobre la
cruz y rogó al soldado que le clavara. Cuando esto
estuvo hecho, el agente del Estado volvió una última
vez a la carga: «Retráctate y serás desclavado.»
Pionio: Estoy clavado—dijo—, me he dado cuenta.
Y después de un momento de recogimiento: «Tengo
prisa por morir para despertar antes.» Evidentemen-
te, hablaba de la'resurrección de los muertos.
Primeramente izaron la cruz de Pionio, después la
de Metrodoro, un sacerdote marcionita, a la izquierda
del primero. Los dos estaban vueltos hacia Oriente.
Trajeron madera y apilaron los haces alrededor de los
condenados. Pionio cerró los ojos. La muchedumbre
creyó que había entregado su alma. Oraba en silen-
cio. Cuando hubo terminado su oración, abrió los ojos
de nuevo. La llama crecía. Con inmenso gozo en el
rostro, dijo: «Amén.» Después: «Señor, recibe mi
alma.» Se estremeció levemente y expiró sin pena.
Había entregado con confianza su alma en las manos
del Padre, que ha prometido recibir la sangre injus-
tamente vertida, las almas injustamente condenadas.
Fue así como terminó la vida del bienaventurado
Pionio. Había fluido enteramente sin sombra ni man-
cha. Sin cesar tenía el espíritu dirigido al Señor todo-
poderoso y hacia nuestro Señor Jesucristo, mediador
entre Dios y los hombres. Fue digno de fin tan glorioso.
Vencedor del gran combate, entró por la puerta
119
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

estrecha en la luz inextinguible y radiante.


Su gloria se ha manifestado hasta en su cuerpo.
Cuando fue apagada la hoguera, nos acercamos y vi-
mos ese cuerpo tan maravilloso como el de un atleta
en todo el vigor de su fuerza. Ni una hinchazón en
las orejas, los cabellos compuestos, la barba más abun-
dante. Su rostro brillaba con nueva hermosura. Los
cristianos con esto quedaron confirmados en su fe, los
paganos se alejaban trastornados, el espíritu herido
por el terror.
Esto es lo ocurrido bajo el proconsulado de Julio
Proclo Quintiliano, en Asia, bajo el segundo consu-
lado del emperador Mesio Quinto Trajano Decio Se-
baste y el tercero de Vecio Grato, el cuatro de los idus
de marzo, según el cómputo romano; el diecinueve del
decimosexto mes, según los asiáticos; un sábado, a
las diez horas, según nosotros, en el reino de nuestro
Señor Jesucristo, que tiene la gloria por los siglos de
los siglos. Amén.

120
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

EL AÑO 250, EN ANTIOQUÍA


DE PIS1DIA
ACACIO
Tantas veces como evocamos las gestas gloriosas de
los servidores de Dios damos gracias a Aquel que ha
sostenido su paciencia en la tortura y coronado su
victoria en la gloria.
Marciano, nombrado legado imperial por el em-
perador Decio, era hostil a la religión cristiana. Hizo
que condujeran ante sí a Acacio, que pasaba por ser
el defensor y el refugio de los cristianos de la región.
Cuando le vio, Marciano le dijo: «Tú vives bajo la
ley romana; por tanto, amas a nuestros príncipes.»
Acacio: ¿Quién tiene más motivos para hacerlo que
nosotros? Nadie ama al emperador como nosotros. Sin
cesar dirigimos plegarias a Dios con el fin de que le
sea concedida una larga vida para que gobierne a los
pueblos con equidad y para que su reino suceda en
la paz. También rogamos por la salvación del ejército,
por la prosperidad del Imperio y del mundo.
Marciano: Te felicito. Pero para que manifiestes
mejor tu sumisión, ven con nosotros a ofrecer sacri-
ficios.
Acacio: No dejo de rogar a Dios vivo y soberano
por la salud del príncipe. Pero él no puede exigirnos
que hagamos sacrificios; no tenemos derecho a ha-
cerlos. ¿Quién puede rendir culto a un mortal?
Marciano: ¿Cuál es el nombre de tu Dios, con el fin
de que nosotros podamos también rendirle nuestros
121
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

homenajes?
Acacio: Sería muy feliz si tú conocieras a mi Dios,
que es el Dios verdadero.
Marciano: ¿Cuál es su nombre?
Acacio: El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob.
Marciano: ¿Esos son los nombres de vuestros dioses?
Acacio: No he nombrado los dioses, sino Dios es
el que les habló.
Marciano: ¿Quién es?
Acacio: Adonais, el Altísimo, que tiene su trono en-
tre los querubines y los serafines.
Marciano: ¿Quiénes son esos querubines y esos se-
rafines?
Acacio: Los ministros del Altísimo, los que están
más cerca del trono eterno.
Marciano: Esa nefasta doctrina te ha trastornado la
inteligencia. Desprecia las cosas invisibles y reconoce
a los dioses verdaderos que están ante tus ojos.
Acacio: ¿Quiénes son esos dioses a los que quieres
hacerme ofrecer sacrificios?
Marciano: Apolo, nuestro bienhechor, que nos pre-
serva del hambre y de la peste, que conserva y gobier-
na el mundo entero.
Acacio: Ah, sí; el intérprete del porvenir; el in-
fortunado, enamorado de la belleza de muchacha, que
corría, pasmado, ignorante de que iba a perder presa tan
deseada. Está claro que semejante ignorancia nada
tiene de divino; ¿cómo puede ser divino el ser sedu-

122
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

cido por una mujer joven? Y no fue ésta su única


tribulación; ha tenido que sufrir, por parte de la for-
tuna, las más crueles contradicciones. Le gustaban los
muchachitos. Y se enamoró de la belleza de un cierto
Jacinto, como tú sabes; pero ignoraba lo que iba a
suceder, y mató con un disco al muchacho que quería
poseer. Se hizo albañil con Neptuno, después pastoreó
los rebaños de otro. ¿Este es el personaje al que me
pides que rinda sacrificios?
¿Prefieres quizá Esculapio, que murió por un rayo,
o la adúltera Venus y los otros monstruos como ar-
bitros de la vida y de la muerte? ¿Cómo adorar a
aquellos a los que me cuido muy bien de no imitar, a
los que desprecio, a los que acuso, a los que aborrez-
co? Aquel que les imitara merecería la justicia de
vuestras propias leyes. Adoráis lo que condenáis.
Marciano: Los cristianos no hacen más que ultra-
jar a nuestros dioses. Te ordeno que vengas conmigo
al templo de Júpiter y Juno. Y allí celebraremos jun-
tos un festín para rendir homenaje debido a los que
son inmortales.
Acacio: ¿Cómo quieres que rinda homenaje a un
personaje que está enterrado en la isla de Creta? ¿Ha-
brá resucitado de entre los muertos?
Marciano: Sacrifica o mueres.
Acacio: Eso es propio de las costumbres de los dál-
matas. En ese país, los ladrones de profesión se ocul-
tan en los recodos de los caminos y en lugares pro-
picios, y caen sobre los viandantes. Viene alguien, le
detienen: ¡la bolsa o la vida! Nadie pide algo razo-
nablemente; se contentan con aforar la fuerza del ad-
versario. Tú les asemejas de forma extraña. Pides la
123
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

prevaricación o amenazas con la muerte. No temo ni


tiemblo. El derecho público da razón de libertinaje,
del adulterio, del robo, de la sodomía, de los malefi-
cios y del homicidio. Si soy culpable de estos críme-
nes, soy el primero en condenarme. Si, por el contra-
rio, se me condena porque adoro al Dios verdadero,
no es la justicia de la ley sino la arbitrariedad del
juez lo que me condena. El profeta tiene razón en de-
cir: No hay uno sólo que busque a Dios; todos se
han extraviado, aparentemente pervertidos. Por tanto,
tú no puedes enmendarte. Pero la Escritura afirma:
«Tal como juzgareis seréis juzgados.» Y en otro lu-
gar: «Serás juzgado como hayas juzgado; se te tra-
tará como hayas tratado a otros.»
Marciano: Yo no tengo misión de juzgar, sino de
obligar. ¡Si te niegas serás castigado!
Acacio: Mi deber es no renegar de mi Dios. Si ya
trato de no unirme a un hombre débil y de carne que
mañana abandonará este mundo y será pasto de los
gusanos, ¿cómo no voy a obedecer al Dios todopode-
roso cuya fuerza sostiene a todo el universo? Ha di-
cho: «Aquel que me niegue delante de los hombres,
le negaré ante mi Padre, que está en los cielos,
cuando venga con gloria y poder a juzgar a los vivos
y a los muertos.»
. Marciano: Acabas de confesar el error de tu doc-
trina, como hacía tiempo esperaba. Acabas de decir
que tu Dios tiene un Hijo.
Acacio: Desde luego.
Marciano: ¿Y quién es ese Hijo de Dios'/
Acacio: El Verbo de gracia y de verdad.

124
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Marciano: ¿Es ése su nombre?


Acacio: No me hablabas de su nombre, sino de su
poder.
Marciano: ¿Cuál es su nombre?
Acacio: Se llama Jesucristo.
Marciano: ¿Quién fue su madre?
Acacio: Dios no engendró su Hijo a la manera
de los hombres. No se puede concebir que la majes-
tad divina tenga relaciones con una mujer. Formó a
Adán con sus manos. Conformó al primer hombre
con tierra, y cuando su imagen fue perfecta añadió
el alma al cuerpo. Lo mismo hizo con el Hijo de
Dios, el Verbo de verdad. Procede del corazón de
Dios, según las palabras de la Escritura: «Mi co-
razón ha dicho una palabra de gran valor.»
Marciano: Luego ese Dios tiene un cuerpo.
Acacio: Sólo Él conoce la forma invisible, y nos-
otros sólo podemos venerar su fuerza y su poder.
Marciano: Si no tiene cuerpo, no tiene corazón.
El sentido exige el órgano.
Acacio: La sabiduría no nace con los órganos, es
dada por Dios. ¿Qué relación hay entre los sentidos
y los órganos?
Marciano: Recuerda a los catafrigios: su religión
es antigua, y, sin embargo, la abandonaron para
aceptar la nuestra. Hoy sacrifican a los dioses como
nosotros lo hacemos. Haz como ellos. Reúne a todos
los cristianos de la religión católica y con ellos acep-
ta el culto al emperador. Todo tu pueblo te seguirá;
te es devoto.
125
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Acacio: Obedecen a Dios, no a mí. Me escucharán


si les enseño la justicia; pero si les extravío, sólo
me despreciarán.
Marciano: Dame la relación de sus nombres.
Acacio: Sus nombres están escritos en el libro de
la vida. ¿Cómo podrán ojos mortales descifrar lo
que el poder de Dios inmortal e invisible ha escrito?
Marciano: ¿Dónde están los magos que te inspi-
ran estos artificios o quién te ha enseñado sus sorti-
legios?
Acacio: No, lo que poseemos es de Dios; la ma-
gia nos horroriza.
Marciano: ¡Sois magos, puesto que habéis inven-
tado una nueva religión!
Acacio: Nosotros rechazamos los dioses que ha-
béis creado y que teméis. Os quedaréis sin divinida-
des el día en que el obrero no tenga piedra o la pie-
dra no tenga obreros que la cincele. El Dios al que
tememos no es de fábrica humana, es Él quien nos
ha creado, pues es nuestro Señor; nos amó, pues es
nuestro Padre; nos arrebata de manos de la muer-
te como un maravilloso pastor.
Marciano: ¡Los nombres o mueres!
Acacio: ¿Estoy ante tu tribunal y me pides los
nombres? ¿Crees acabar con ellos cuando sólo tú es-
tás fracasando? Si quieres saber mi nombre, me lla-
ma Acacio. Si quieres nombres, me apodan «Buen
ángel». Soy obispo de Antioquía de Pisidia. Me-
mandero es el nombre del sacerdote. Haz lo que
quieras.

126
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Marciano: Volverás de nuevo a la cárcel. Los ates-


tados serán enviados al emperador. Que él decida.
Leyendo los atestados del proceso, el emperador
Decio admiró la vivacidad de las respuestas. Y no
pudo menos que sonreír. Dio a Marciano la prefec-
tura de Panfilia. Y sintió una gran admiración por
Acacio, a! que perdonó.
Tales son las actas del proceso, que tuvo lugar
bajo el consulado de Marciano, siendo Decio em-
perador, el cuatro de las calendas de abril.

127
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 250, EN ÉFESO


MÁXIMO
El emperador Decio decidió extirpar la religión
de los cristianos. Promulgó un decreto por todo el
Imperio. Todos los cristianos debían abandonar al
Dios vivo y verdadero y sacrificar a los demonios.
Los que se negaran a ello serían sometidos a tor-
tura.
Precisamente en esta época, un servidor de Dios,
Máximo, hizo pública profesión de fe. Era un hom-
bre del pueblo que tenía un pequeño comercio.
Fue arrestado y compareció ante el procónsul de
Asia, Óptimo.
Óptimo: ¿Cómo te llamas?
Máximo: Máximo.
Óptimo: ¿Cuál es tu condición?
Máximo: Soy libre de nacimiento, pero esclavo de
Cristo.
Óptimo: ¿Cuál es tu oficio?
Máximo: Soy del pueblo. Vivo de mi comercio.
Óptimo: ¿Eres cristiano?
Máximo: Sí, a pesar de mis pecados, soy cristiano.
Óptimo: ¿No conoces los últimos decretos de nues-
tro invencible príncipe?
Máximo: ¿Cuáles?
Óptimo: Los que ordenan a todos los cristianos
abandonar las vanas creencias, reconocer al verdade-
128
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

ro soberano, al que todo está sometido, y adorar sus


dioses.
Máximo: He conocido el injusto decreto del so-
berano de este mundo, y por esta razón he manifes-
tado públicamente mi fe.
Óptimo: Sacrifica a los dioses.
Máximo: Sólo sacrifico a un solo Dios. Desde mi
infancia a Él rendí sacrificios y estoy orgulloso de
ello.
Óptimo: Sacrifica y habrás salvado la vida. Si te
niegas, te haré perecer en medio de los suplicios.
Máximo: Ese es mi deseo más ansiado. Si he ma-
nifestado abiertamente mi fe, fue con la esperanza
de cambiar esta miserable vida de aquí abajo por
la vida eterna.
Entonces, el procónsul le hizo azotar. Y mientras
le golpeaban, hablaba: «Sacrifica, Máximo, y te li-
brarás de estas torturas.»
1
Pero Máximo decía: «Las torturas que padezco
por el nombre de Cristo Nuestro Señor no son tales.
Tienen la dulzura y suavidad del bálsamo. Pero si
soy infiel a los mandamientos del Señor que apren-
dí en los Evangelios, me prepararé a verdaderas tor-
turas y serán eternas.»
Entonces el procónsul le hizo meter en el potro.
Durante el suplicio dijo de nuevo: «Ahora, al menos,
desgraciado, abandona tu fe; sacrifica para salvar la vida.»
Máximo respondía: «Salvo mi vida, negándome a
sacrificar. La perdería sacrificando. Por otra parte,
no siento ni las vergas, ni los garfios, ni el fuego,
129
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

pues en mí está la gracia de Cristo, y me salvará


por toda la eternidad. Todos los santos que en la
misma situación destrozaron vuestros métodos, nos
han dejado modelos de virtud, ellos me sostienen
con sus oraciones.»
Entonces el procónsul dictó sentencia de muerte:
«Máximo ha rechazado obedecer las leyes sagradas.
No ha sacrificado a Diana, la gran diosa. Será la-
pidado, con el fin de que sirva de ejemplo saludable
a los otros cristianos. Así lo ha decretado la clemen-
cia divina.»
Los criados de Satán cogieron al atleta de Cris-
to, que dio gracias a Dios Padre, por su Hijo Je-
sucristo, por haberle considerado digno de vencer al
demonio.
Condujeron al mártir fuera de los muros, y fue
lapidado y entregó su alma.
La pasión del servidor de Dios, Máximo, tuvo lu-
gar en la víspera de los idus de marzo en la provin-
cia de Asia, bajo el emperador Decio y el procónsul
Óptimo, bajo el reinado de nuestro Señor Jesucris-
to, a quien es toda la gloria en los siglos. Amén.

130
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

INVIERNO DE 250-251
EN NICOMEDIA
LUCIANO Y MARCIANO
13 El procónsul Sabino dijo a Luciano: «¿Cuál es
tu nombre?»
Luciano: Luciano.
Procónsul: ¿Y tu profesión?
Luciano: En otro tiempo procurador de la ley
santa; hoy, indigno como soy, predicador de esta
religión.
Procónsul: ¿Con qué título eres predicador?
Luciano: Todos pueden arrancar a su hermano del
error, con el fin de procurarle la gracia y libertarle
de la esclavitud del demonio.
El procónsul dijo entonces a Marciano: «¿Cuál
es tu nombre?»
Marciano: Marciano.
Procónsul: ¿Y tu profesión?
Marciano: De condición libre y adorador de los
misterios de Dios.
Procónsul: ¿Quiénes os indujo a abandonar a los
antiguos dioses que os rodearon con su benevolen-
cia y procuraron el favor del pueblo, para llevaros
hacia un Dios muerte, y crucificado que no se ha sal-
vado a Sí mismo?
Marciano: Fue la obra de Aquel que hizo de Pa-
blo, cuando perseguía a las Iglesias, el heraldo de

131
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

la gracia que había recibido Él mismo.


Procónsul: Reflexionad y retornad a vuestra pri-
mera religión. Recibiréis los favores de los dioses de
nuevo y de nuestros príncipes invencibles, y salva-
réis vuestra vida.
Luciano: Hablas como un insensato. En cuanto a
nosotros, jamás daremos suficientes gracias a Dios
por habernos arrancado a las tinieblas y a la som-
bra de la muerte, para conducirnos a su gloria.
Procónsul: Os guardó tan bien que os entregó a
mis manos. ¿Por qué no está aquí para salvaros de
la muerte? Yo sé que en el tiempo que no habíais
perdido el sentido, os distinguíais por vuestros mu-
chos servicios.
Marciano: La gloria de los cristianos es perder
ese tiempo que tú llamas vida para obtener, con su
perseverancia, la vida verdadera y sin fin. Hacemos
votos para que Dios se digne concederte esa gracia
y esta luz, con el fin de que conozcas su naturaleza
y su grandeza y lo que supone para aquellos que
creyeron en ella.
Procónsul: Ya se ve lo que concede: os entrega,
como he dicho, en mis manos.
Luciano: Ya te lo he dicho: la gloria de los cris-
tianos y la promesa del Señor consisten en despre-
ciar los bienes de este mundo, oponerse fielmente a los asaltos
del demonio. Sólo a este precio merece-
remos la vida futura y eterna.
Procónsul: ¡Habladurías! Escuchadme y sacrificad
a los dioses, obedeced los edictos. De lo contrario os
condenaré a otros sufrimientos.
132
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Marciano: Estamos ya dispuestos a sufrir todos los


tormentos que te plazca infringirnos. No queremos,
renegando al Dios vivo y verdadero, lanzarnos a las
tinieblas exteriores y en el fuego eterno que Dios
ha preparado para el demonio y sus esbirros.
Viendo su firmeza, el procónsul Sabino pronunció
la sentencia:
«Visto que Luciano y Marciano han transgredido
las leyes divinas para pasarse a la religión estúpida
de los cristianos; visto que no han tenido en cuen-
ta nuestras exhortaciones ni nuestras instancias ni
las leyes augustas que prescriben sacrificar, ordena-
mos que sean quemados vivos.»
Fueron conducidos al lugar de la ejecución. Du-
rante el camino, sus voces se unían en una misma
acción de gracias:
«Insuficientes gracias, Señor Jesucristo, te damos
por habernos arrancado, miserables e indignos, a
los errores del paganismo; por habernos conducido
por tu nombre a esta pasión suprema y augusta y
a hacernos participar de la gloria de todos los san-
tos. A Ti toda alabanza, a Ti la gloria; ponemos en
tus manos nuestra alma y nuestro espíritu.»
Cuando hubieron terminado esta plegaria, los cria-
dos del verdugo prendieron el fuego. Y fue así como
nuestros venerables mártires acabaron su combate
y merecieron participar en la pasión de nuestro
Señor.
Luciano y Marciano fueron martirizados el 7 de las
calendas de noviembre bajo Decio y el proconsulado
de Sabino, pero en el reinado de nuestro Señor Jesu-

133
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

cristo. A Él el honor y la gloria, la fuerza y el poder en


los siglos de los siglos. Amén.

134
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

HACIA EL 250, EN ALEJANDRÍA


APOLINA Y ALGUNOS OTROS MÁRTIRES
Fragmentos de una carta de San Dionisio, obis-
po de Alejandría, a Fabián de Antioquía sobre
el martirio de Santa Apolina y varios márti-
res en Alejandría,
La persecución no comenzó con el edicto de los
emperadores, sino un año antes. Un malvado adivino
y pésimo poeta excitó al populacho contra nosotros.
Impulsados por él, los paganos creían legítimo todo
crimen y consideraban que decapitar a nuestros her-
manos era un acto de piedad y de religión para con
sus dioses.
Primero cogieron a un anciano que se llamaba Me-
tra, y le ordenaron decir palabras impías. Se negó a
ello. Y le molieron a golpes, le hundieron en los ojos y
en el rostro rosas con púas, le arrastraron hasta las
afueras de la ciudad, en donde le lapidaron.
Después le tocó el turno a una mujer llamada Quinta; la
arrastraron al templo para hacerla sacrificar por
la fuerza. Como se negara enérgicamente, fue cogida
por los pies, arrastrada por toda la ciudad, cuyas calzadas
estaban hechas de guijarros puntiagudos; destrozaron su cuerpo
con grandes trozos de piedras de
moler y la abrumaron con golpes; al fin fue lapidada en el
mismo barrio que Metra.
Todo el pueblo se amotinó contra las casas de los
cristianos; cada uno se precipitó a la casa del cris-
tiano vecino, al que conocía como tal, para robarle.
Se llevaban las cosas de más valor; las de menos
valor o de madera eran lanzadas a la calle para ser
quemadas. Alejandría parecía una ciudad tomada por
135
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

asalto. Los hermanos huían; aceptaban alegremente,


como dice San Pablo, que les despojaran de sus bie-
nes. Y nadie que yo sepa de aquellos que fueron co-
gidos renegó del Señor, salvo uno solo.
La bienaventurada Apolina, una virgen con gran
renombre de santidad, era de edad muy avanzada.
Fue cogida a su vez; todos sus dientes saltaron de
tantos golpes como le dieron en la mandíbula. Encen-
dieron una gran hoguera en las afueras de la ciudad
y la amenazaron con lanzarla al fuego si se negaba
a blasfemar contra Cristo. Ella pidió algunos momen-
tos de libertad, se precipitó en las llamas y se consu-
mió en el fuego.
Scrapio fue arrestado en la propia casa. Los paga-
nos le torturaron primero de mil maneras, y cuando
todos sus miembros estaban rotos, lo defenestraron
desde el último piso.
Nadie podía mostrarse en cualquier calle que fue-
ra ni de día ni de noche. Por todas partes el mismo
grito: «A quien se niegue a blasfemar contra Cristo le
arrastraremos y le quemaremos. Estas sevicias du-
raron mucho tiempo; sólo la guerra civil podía aca-
bar con ellas. Mientras nuestros enemigos se destro-
zaban unos a otros y dirigían contra ellos el furor
del que habíamos sido víctimas, tuvimos algún respiro.
Pero el gobierno que nos era más favorable fue de-
rrocado y nos vimos expuestos a nuevas alarmas. Y
apareció el edicto terrible del emperador Decio, tan
cruel que se podía pensar que la persecución anuncia-
da por el Señor iba a tener lugar, en la que los mis-
mos elegidos serían seducidos.
El horror se extendió por entre todos los fieles, y al-
136
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

gunos fueron atemorizados hasta el punto de rendirse


inmediatamente, y otros, que ocupaban cargos públi-
cos, fueron por su misma situación llevados a la apos-
tasía; otros, en fin, fueron convencidos por sus pa-
dres y amigos. Al verse llamados por su nombre, sa-
crificaban a los dioses. Algunos estaban tan pálidos
en ese momento que más parecían ser sacrificados
ellos a los ídolos que ser quienes sacrificaban. La mu-
chedumbre se alegraba con su cobardía: eran tan
débiles para sacrificar como para morir. Otros, resuel-
tos, se presentaban y afirmaban que nunca habían si-
do cristianos. Son de aquellos hombres de los que el
Señor decía: «Difícilmente se salvarán.»
El mayor número seguía su ejemplo, y huía; mu-
chos fueron detenidos. Entre estos últimos, algunos
sufrieron valerosamente, durante varios días, la pri-
sión y los hierros, pero flaquearon antes, incluso, del
juicio. Otros soportaron heroicamente las primeras
torturas, pero acabaron por faltarles el coraje.
Pero también hubo hombres inquebrantables, como
columnas del Señor, confirmados por Él; su fuerza y su
paciencia eran a la medida de su fe; fueron mara-
villosos testigos del reino. Entre éstos estaba Julián.
Este bienaventurado sufría gota hasta el punto de
no poder caminar ni tenerse en pie. Fue conducido
por otros dos hombres; uno de éstos apostató; el
otro, que se llamaba Cronión, por sobrenombre Euo-
nos, así como el anciano Julián, confesó al Señor. Se
les hizo subir sobre caballos y atravesar toda la ciu-
dad, muy extensa como se sabe, brutalizándoles. Fi-
nalmente fueron echados a un inmenso brasero en
presencia de una muchedumbre amotinada.

137
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Duranteel camino, un soldado llamado Besas, pro-


tegía a los confesores contra aquellos que querían ul-
trajarlos. Los paganos le acusaron y fue conducido
ante el tribunal; el generoso soldado de Cristo sostu-
vo valientemente- el combate por su fe y fue decapi-
tado.
Otroro, originario de Libia, llamado Macario (lo que
significa bienaventurado), más bienaventurado a cau-
sa de las promesas divinas todavía, permaneció fiel,
u pesar de todos los intentos del juez; fue quemado
vivo.
Después de éstos, Epímaco y Alejandro sufrieron
durante varios días todos los horrores del calabozo,
la tortura de las uñas de hierfo, los látigos y mil
otros tormentos; finalmente, fueron lanzados a un
horno de cal viva, en donde sus cuerpos fueron con-
sumidos.
Cuatro mujeres cristianas siguieron la misma suer-
te. La primera se llamaba Amonarión; era una vir-
gen santa. Había afirmado abiertamente que resisti-
ría con todas sus fuerzas al juez, y éste la hizo tor-
turar cruelmente. Permaneció fiel y fue condenada a muerte. Las
otras tres eran Mercuria, de mucha edad;
Dionisia, madre de numerosos hijos, pero que prefi-
rió el Señor, y otra, Amonarión también. El prefecto,
humillado por ser vencido por unas mujeres, temien-
do que todos los tormentos fueran inútiles, las decapi-
tó. Sólo la virgen Amonarión había tenido el honor
de sufrir en nombre de sus compañeras.
Le llegó el turno a Heron, Ater e Isidoro, los tres
egipcios, y a un joven de quince años, que se llamaba
Dióscoro. El juez comenzó por éste: imaginó que
138
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

triunfaría fácilmente sobre él a causa de su poca edad


y que la tortura no tardaría en reducirle. Pero Diós-
coro fue impermeable, tanto a las promesas como a
los tormentos. Los dos restantes fueron brutalmente
flagelados, sufrieron valerosamente este suplicio y mu-
rieron en el fuego. En cuanto a Dióscoro, el juez no
pudo menos que admirar la sabiduría de sus respues-
tas y le devolvió la libertad con el fin, dijo, de que
recobre los buenos sentimientos. Este maravilloso jo-
ven vive todavía entre nosotros. Dios le reserva para
un combate más rudo y más glorioso.
Otro egipcio, llamado Nemesio, había sido falsa-
mente denunciado por una banda de ladrones. Se ha-
bía justificado de esta acusación ante el centurión.
Fue después denunciado como cristiano y llevado
ante el prefecto. Este le hizo torturar dos veces más
que a los ladrones y le condenó finalmente a ser que-
mado en medio de los dos bandidos como su glorio-
so modelo.
Todo un destacamento de soldados, formado por
Amón, Zenón, Tolomeo, Ingenuo y del anciano Teófi-
lo, estaba junto al tribunal. Acababan de acusar a un
cristiano ante el juez, y ya estaba aquél a punto de renegar de su
fe, cuando estos generosos soldados
que le rodeaban comenzaron a darle ánimos por señas
hechas con las manos, con la cabeza y con todo el
cuerpo. De este modo atrajeron la atención; pero an-
tes de que nadie les acusara, se adelantaron hasta el
tribunal y confesaron orgullosamente que eran cristia-
nos. El prefecto y los otros jueces quedaron aterra-
dos por esta manifestación, pues estos nuevos acusa-
dos parecían dispuestos a desafiar todos los tormentos.
Los jueces no se atrevieron a prenderlos; tembla-
139
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

ban, y los valerosos soldados abandonaron el preto-


rio con alegría por haber manifestado la gloria de
Dios con su confesión.
Muchos otros cristianos han perecido durante esta
persecución cu las ciudades y pueblos. Sólo quisiera
añadií a modo de ejemplo un sólo nombre. Isicrión
era el intendente de un funcionario. Su señor le or-
denó que sacrificara a los dioses. Negándose, fue mal-
tratado por su resistencia. Pero Isicrión luchó pa-
cientemente por su fe. El otro le hundió una estaca,
y sus entrañas se esparcieron. Y murió de esta manera.
¿Qué decir de la muchedumbre de cristianos que
lian perecido en los desiertos, en las montañas, por
donde vagaban presa del hambre, de la sed, del frío,
de todas las enfermedades, de los bandidos y de las
fieras? Los que han sobrevivido dan testimonio de la
fe y de la gloria de los demás.
Baste añadir un sólo rasgo para mostrar la exac-
titud de esta narración. El santo anciano Queremón
era el obispo de Nilópolis. Junto con su mujer había
huido a las rocas de una montaña de Arabia; ni uno
ni otro han regresado. Fue inútil la batida que los hermanos
hicieron por toda la región; no se pudo en-
contrar sus cuerpos.
Muchos otros cayeron en esta misma montaña en-
tre las manos de los sarracenos, que les redujeron a
la esclavitud. Algunos de entre ellos pudieron ser res-
catados a gran precio; los otros están todavía llevan-
do cadenas.
Te cuento todos estos acontecimientos, hermano,
con el fin de que puedas juzgar qué males hemos su-
frido; pero aquellos que los padecieron podrían de-
140
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

cirlo mejor todavía con conocimiento de causa.


Los bienaventurados mártires que se sientan ac-
tualmente junto a Cristo y comparten su reino y su
juicio han acogido a varios de los hermanos que sa-
crificaron. Vieron la sinceridad de su conversión y
de su penitencia. Y pensaron que ese acercamiento ha-
bía sido del agrado de Aquel que no quiere la muerte
sino la conversión del pecador.

141
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 258, EN CARIACO


CIPRIANO
Proceso del año 257.
Era el cuarto consulado de Valerio y el tercero de
Galiano, el 3 de las calendas de septiembre, en Car-
tago, en la sala de la audiencia.
El procónsul Paterno dijo a Cipriano: «Los muy
santos emperadores se han dignado dirigirme una
carta para informarme de su voluntad: los que no
practican la religión romana deben tomar parte en
las ceremonias. En consecuencia, he hecho una in-
dagación sobre ti. ¿Qué tienes que responder?»
Cipriano: Soy cristiano y obispo. No conozco otros
dioses que el Dios único y verdadero, Aquel que ha
hecho el cielo y la tierra, la mar y todo cuanto en
ellos existe. Este el Dios que nosotros servimos, los
que somos cristianos. Es a Él al que oramos día y no-
che por nosotros y por todos los hombres, como por
la misma salvación de los emperadores.
Procónsul: Por tanto, ¿persistes en tu resolución?
Cipriano: Una resolución recta que conoce Dios no
puede cambiar.
Procónsul: ¿Quieres irte exiliado a Curubis, según
las órdenes de Valerio y Galiano?
Cipriano: Sí, iré.
Procónsul: Mis instrucciones no se limitan sólo a
los obispos; también se han dignado escribirme a
propósito de los sacerdotes. Por tanto, quiero saber
por ti el nombre de los sacerdotes que viven en esta
142
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

ciudad.
Cipriano: Vuestras leyes, en buen derecho, nos pro-
hiben la delación. Por tanto, no puedo entregar a esos
sacerdotes. Los encontraréis en sus ciudades.
Procónsul: En lo que a mí se refiere, mis indaga-
ciones se refieren a mi ciudad.
Cipriano: La disciplina prohibe entregarse por sí
mismo; hasta tú mismo juzgarías malo tal acto. Por
tanto, los sacerdotes no pueden entregarse por sí mis-
mos. Pero tus indagaciones los descubrirán.
Procónsul: Los descubriré.
Paterno añadió: «También está prohibido reunir-
se en cualquier lugar y entrar en los cementerios. En
consecuencia, todos cuantos incumplan esta prohibi-
ción tan llena de prudencia incurrirán en la pena
capital.
Cipriano: Obra según te han ordenado.
Segundo interrogatorio y condenación
en el año 258.
Cipriano hacía tiempo que vivía en el exilio, cuan-
do al procónsul Aspasio Paterno sucedió el procónsul Galerio
Máximo. Este hizo volver de su exilio al
obispo Cipriano y comparecer ante él. Cipriano, el
santo mártir de Dios, volvió, por tanto, de Curubis, en
donde había estado exiliado por orden de Aspasio
Paterno, que era procónsul en aquel entonces. Un
rescripto imperial le había autorizado a que perma-
neciera en su casa de Cartago. Allí Cipriano esperaba
todos los días que fueran a arrestarle, pues un sue-
ño le había revelado que así sucedería.

143
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Allí se encontraba cuando llegaron dos oficiales. Uno


era caballerizo mayor del estado mayor del procón-
sul Galerio Máximo, sucesor de Aspasio Paterno;
otro, el caballerizo de los equipajes en el mismo ser-
vicio. Era el idus de septiembre, bajo el consulado
de Túsculo y de Baso. Los oficiales hicieron montar
a Cipriano en su coche, se sentaron a su lado y le
condujeron a Sexti, en donde el procónsul Galerio
Máximo se había retirado para recobrarse en su
salud.
El procónsul aplazó el asunto para el día siguiente.
Cipriano fue conducido e internado en casa de uno de
los oficiales, el caballerizo del estado mayor del pro-
cónsul y clarísimo Galerio Máximo. Permaneció en
casa de este oficial, que se había convertido en su
huésped, en el barrio de Saturno, entre la calle Venus
y la de la Salud. Allí se reunió todo el pueblo de her-
manos. Cuando Cipriano lo supo, pidió que se vigila-
ra a las vírgenes, pues la muchedumbre se estaciona-
ba en la calle delante de la puerta de la casa.
Al día siguiente, el 18 de las calendas de octubre,
tan pronto como fue la mañana, una muchedumbre
inmensa que había tenido rumores de la orden dada
por el procónsul Galerio Máximo se reunió en Sexti.
Pero el procónsul ordenó que le condujeran a Cipriano el mismo
día al Atrio Sauciolo, en donde ejercía
justicia. Allí compareció Cipriano.
Procónsul: ¿Eres tú Tascio Cipriano?
Cipriano: Yo soy.
Procónsul: ¿Eres tú quien se ha presentado como
el Papa de esos hombres impíos?

144
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Cipriano: Yo soy.
Procónsul: Los santos emperadores te han ordenado
que hagas sacrificios.
Cipriano: No lo haré.
Procónsul: Ten cuidado por ti mismo.
Cipriano: Haz lo que se te haya ordenado. En un
asunto tan claro no hay por qué deliberar.
Galerio Máximo deliberó con su consejo y dictó,
con pena y sentimiento, esta sentencia: «Mucho tiem-
po viviste sacrilegamente; has agrupado a tu alrede-
dor en gran número a los cómplices de tu culpable
conspiración. Te has constituido como enemigo de
los dioses romanos y de su culto sagrado. Los piado-
sos y sagrados emperadores Valerio y Galiano, Au-
gustos y Valerio, el muy noble César, no han podido
reconducirte a la observancia de las ceremonias del
pueblo romano. Tú eres confeso de ser el instigador
y el cabeza visible de los mayores crímenes. En conse-
cuencia, servirás de ejemplo a aquellos a los que tú
asociaste en el mal. Por tu sangre quedará sanciona-
do el respeto a las leyes.»
Después de estos considerandos, el procónsul leyó su
decisión sobre una tableta: «Tascio Cipriano perece-
rá decapitado. Así lo ordenamos.»
El obispo Cipriano dijo: Deo gradas (gracias a
Dios sean dadas).

145
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Noticia sobre el martirio.


Después de esta sentencia, el pueblo de los her-
manos decía: «¡ Que nos decapiten con él! » Entre los
fieles se promovió una gran agitación y en masa die-
ron escolta al mártir.
Cipriano fue conducido al Campo de Sexti. Allí, él
mismo se despojó de su manto de paño burdo, se
arrodilló y se prosternó contra la tierra para orar al
Señor. Después se quitó su dalmática y se la dio a
los diáconos. Y en pie, con su túnica de lino, esperó
al verdugo.
Cuntido hubo licuado el verdugo, el obispo ordenó
a su gente que le dieran veinticinco monedas de
oro. Mientras tanto, los fieles extendían ante el már-
tir tejidos de lino y manteles. El bienaventurado Ci-
priano vendó él mismo sus ojos. No pudiendo atar
sus manos, hizo que las atara el sacerdote Juliano y
el subdiácono Juliano. De esta manera se consumó
oí martirio del bienaventurado Cipriano.
Provisionalmente, depositaron su cuerpo en las cer-
canías con el fin de sustraerlo a la curiosidad de los
paganos. Cuando llegó la noche, a la luz de cirios y
antorchas le transportaron, entre oraciones, en triunfo
al cementerio del procurador Marobio Candidato, en
oí camino de Mapala, cerca de las piscinas.
Pocos días más tarde murió el procónsul Galerio
Máximo.
El martirio del bienaventurado Cipriano tuvo lu-
gar el 18 de las calendas de octubre bajo los empe-
radores Valerio y Galiano, pero bajo el reinado de
nuestro Señor Jesucristo, a quien pertenece el honor

146
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

y la gloria en los siglos de los siglos. Amén,

147
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

EN MAGIDOS, EN PANFILIA
CON ON
1¡He aquí una condenación impía más! Después de
la muerte de los santos testigos de Cristo, Papías, Dio-
doro y Claudiano, el gobernador se fue a la ciudad de
Magidos y se instaló en el barrio de Zeus. Hizo con-
vocar a los habitantes por medio del pregonero. La
proclama del pregonero tuvo como efecto el hacer
huir a los habitantes. Dejaron allí todos los bienes,
abandonando la ciudad desierta en las manos del cruel
gobernador y de su tropa.
Este envió a su guardia montada y a algunos más
para que cercaran la ciudad y la registraran has-
ta el último rincón, casa por casa, por ver si
encontraban a alguien. Pero volvieron diciendo que
no habían encontrado alma viva ni en la ciudad ni en
el campo.
No obstante, un individuo llamado Naodoro, o tam-
bién Apeles, padre de la ciudad, con otro guardián
del templo, furioso a causa de la impiedad de los
habitantes para con los ídolos, pidieron al gober-
nador que les diera poder y fuerzas para indagar
en los lugares en los que sospechaban había gente
oculta.
Un ayudante del gobernador, Orígenes, se fue con
Naodoro, con la guardia y demás, y cogieron al bien-
aventurado Conon en un lugar llamado Carmena: Co-
non iba a regar el jardín imperial.
Cuando se acercaron al jriártir, tres veces feliz, le
dijeron: «Buenos días, Conon.»
148
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

El servidor de Cristo, alma sencilla y sin malicia, les


respondió: «Buenos días, hijos.»
Orígenes dijo: «El gobernador te llama, abuelo.»
El santo hombre preguntó: «¿El gobernador me
necesita? Para él sólo soy un extranjero, y lo que es
más, un cristiano. Si quiere ver a los correligionarios
que los busque en otra parte y deje en paz a un po-
bre jardinero que trabaja a lo largo de todo el día.»
Asombrado por la respuesta del santo, el miserable
Naodoro le hizo atar a su caballo y le llevó arras-
trándole tras de sí. El santo mártir no opuso ninguna
resistencia a los soldados que le arrastraban, sino que
siguió con dulzura y de buen grado a estos misera-
bles.
Naodoro dijo a Orígenes: «Nuestra caza no ha sido
inútil. Hemos encontrado la pieza que buscábamos.
Este hombre tendrá que responder por todos los cris-
tianos.»
Cuando hubieron llegado ante el gobernador, Nao-
doro tomó la palabra: «Por los dioses, la orden del
soberano y la buena suerte, ilustre señor, hemos en-
contrado al hombre que buscábamos. Este querido amigo está
dispuesto a obedecer a todos los dioses, a
las leyes y a nuestro gran emperador.»
Conon, el santo hombre, protestó con voz potente:
«No, eso no es verdad; yo sólo obedezco a un gran
Rey, Cristo.»
Orígenes intervino: «Ilustre gobernador, hemos bus-
cado en toda la ciudad y en sus alrededores; sólo he-
mos encontrado a este viejo en un jardín.»
El gobernador dijo al mártir: «Dime, buen hom-
149
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

bre, ¿de dónde eres? ¿Quiénes son tus padres? ¿Cuál


es tu nombre?»
Conon: «Soy de la ciudad de Nazaret, en Galilea
—respondió—. Sólo estoy emparentado con Cristo, al
que servimos de padres a hijos. Le reconozco como el
Dios del universo.»
El tirano volvió a decir: «Si reconoces a Cristo, re-
conoce también a nuestros dioses. Créeme, por todos
los dioses, alcanzarás una gloria poco común, la esti-
ma y consideración de las gentes de bien y honores en
abundancia. No te pido que sacrifiques; no te pido
nada semejante. Coge tan sólo un poco de incienso,
un poco de vino, una rama y di: «Altísimo Zeus,
¡ salva a este pueblo! » Di esto, es lo único que te pido.
Oye mi consejo, abandona ese culto impío. ¡Qué
error hacer de un hombre un Dios y un hombre con-
denado a muerte! Los judíos me han informado con
exactitud sobre su historia; sé de qué raza era, los
milagros que ha hecho ante la muchedumbre y de
qué manera murió crucificado Me han traído* los
escritos que se refieren a Él y me los han leído.
Abandona de una vez esa locura y vive feliz entre
nosotros.»
El bienaventurado mártir suspiró, elevó los ojos al
cielo, invocó al Dios del universo y respondió después al tirano:
«¡ Tú, el más impío entre los hom-
bres! Quisiera el cielo que tú también participaras
en esa locura. No habrías perdido contra toda justi-
cia a las almas que no merecían ser condenadas; tú,
que invocas piedras sin vida, obras de manos huma-
nas, que no pueden ver ni entender. ¡Qué impruden-
cia blasfemar de tal manera del Dios del universo,
que tiene tu vida en sus manos! Deseo poder, junto
150
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

con todos aquellos que confiesan resueltamente su


nombre, cantar y glorificar en la eternidad al Salva-
dor, el único Dios.»
Irritado por las palabras del santo mártir, el tirano
impío respondió: «Si no obedeces, las torturas te
harán temblar. Y si te burlas de esos suplicios, te
echaré a un león feroz que te quite la vida. Te echaré
al mar para que te devoren los monstruos de las
aguas; te colgaré de una cruz hasta que mueras; te
hundiré en una caldera hirviente a pleno fuego; des-
trozaré tus carnes si te niegas a sacrificar a los dioses
invencibles y eternos.»
El bienaventurado mártir respondió al impío tira-
no: «Te enfureces demasiado, gobernador. ¿Crees que
tus amenazas bastan para hacerme temblar; piensas
convencerme? Nada de eso. Todo lo contrario. Cuida
que el Juez no te entregue sin más al infierno o al fue-
go inextinguible por toda la eternidad, allí donde el
gusano no muere, en donde el fuego jamás se extin-
gue. Las torturas con las que me amenazas no pueden
destruirme. Dios es mi fuerza.»
El tirano respondió: «Si estas torturas no pueden
nada contra ti, inventaré otras más crueles.»
Consultó con sus consejeros, y después ordenó que
se clavaran clavos en las articulaciones del mártir, y
con los pies clavados de tal manera, le hizo correr delante de su
carro. El mártir, sin ofrecer resistencia,
cantaba los versículos del salmo:
Puse en el Señor toda mi esperanza,
se inclinó hacia mí y escuchó mi plegaria.
Se acercaban al mercado cuando el mártir, doble-

151
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

gando las rodillas, perdió su aliento, agotado por la


fatiga. Elevó los ojos hacia su Señor y rogó de esta
manera: «Señor, Jesucristo, recibe mi alma; líbrame
de estos perros voraces que se alimentan con mi san-
gre. Dame el descanso junto a todos los justos que
han cumplido tu voluntad. ¡Sí, mi Dios, Rey de los
siglos!»
Acabada esta plegaria, hizo el signo de la cruz e
inmediatamente después entregó su espíritu.
El miserable gobernador quedó afectado por esta
victoria del mártir. Y siguió su propio camino.
El bienaventurado Conon fue presentado como ofren-
da a Dios, el Rey de los siglos eternos. A Él la gloria
en los siglos de los siglos. Amén.

152
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 259, EN TARRAGONA


(CATALUNYA)
FRUCTUOSO Y SUS COMPAÑEROS
En los tiempos de los emperadores Valerio y Galia-
no. bajo el consulado de Emiliano y de Baso, el 17 de
las calendas de febrero, un domingo, el obispo Fruc-
tuoso fue arrestado con los diáconos Augurio y Eu-
logio.
Fructuoso acaba de retirarse a su habitación, cuan-
do llegaron los soldados a su casa. Eran Aurelio,
Festucio, Elio, Polencio, Donato y Máximo. Al escu-
char el ruido de sus pasos, el obispo se levantó pre-
cipitadamente, y fue, en pantuflas, al umbral de la
puerta para salirles al encuentro.
Los soldados le dijeron: «Ven. El gobernador quie-
re verte junto con tus diáconos.»
Fructuoso: Vamos. Si lo permitís, me calzaré.
Soldados: Haz lo que quieras.
Cuando llegaron, fueron conducidos a la cárcel.
Fructuoso estaba lleno de alegría, pensando en la co-
rona que el Señor le ofrecía. Oraba sin descanso.
Toda la comunidad de fieles iba a verle. Le llevaban
víveres y se encomendaban a sus oraciones.
En prisión, Fructuoso tuvo la alegría de bautizar a
uno de nuestros hermanos, que recibió el nombre de
Rogaciano.
Los acusados permanecieron seis días en la cárcel.
El séptimo día, el doce de las calendas de febrero,
un viernes, comparecieron.
153
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

El gobernador Emiliano dijo: «Introducid al obis-


po Fructuoso, a Augurio y Eulogio.
Portero: Aquí están.
Gobernador (a Fructuoso): ¿Conoces las órdenes del
emperador?
Fructuoso: No. Por otra parte, soy cristiano.
Gobernador: Han dado orden de que adoren a los
dioses.
Fructuoso: Yo adoro al Dios único, que ha hecho el
cielo y la tierra y el mar y cuanto en ellos se contiene.
Gobernador: ¿Sabes que hay dioses?
Fructuoso: No.
Gobernador: Lo sabrás.
Fructuoso elevó los ojos al cielo y se puso á orar
en voz baja.
Gobernador: ¿Quién será obedecido, quién será te-
mido, quién será honrado si se niega culto a los dio-
ses y homenaje a los emperadores?
Y dirigiéndose a Augurio: «No escuches lo que
dice Fructuoso.»
Augurio: Yo adoro al Dios todopoderoso.
El gobernador dijo a Eulogio: «¿Adoras a Fruc-
tuoso?
Eulogio: No adoro a Fructuoso, sino al Dios que
Fructuoso adora.
El gobernador dijo a Fructuoso: «¿Eres obispo?»
Fructuoso: Lo soy.
Gobernador: Lo has sido.
154
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Y dictó sentencia: los tres eran condenados a ser


quemados vivos.
Condujeron al anfiteatro a Fructuoso y a sus diá-
conos. Durante el recorrido, el pueblo se compadecía
de Fructuoso: todos le amaban, tanto los paganos
como los cristianos. Era un modelo de obispo que res-
pondía a la descripción que de ellos hace el Espíritu
Santo en los escritos del bienaventurado Pablo, el
apóstol, el vaso de elección y el doctor de los genti-
les. También los hermanos, que sabían la gloria que
le esperaba, se inclinaban más a la alegría que a la
tristeza.
Varios, por caridad, dieron a los condenados una
copa de vino aromatizado. Fructuoso les dijo: «To-
davía no es hora de romper el ayuno.» Eran las diez
de la mañana todavía. El miércoles anterior, los con-
fesores habían celebrado en prisión la «estación»8.
Alegres y serenos, iban ahora a consumar la estación
del viernes con los mártires y los profetas en el pa-
raíso que Dios tiene preparado a quienes le aman.
Llegaron al anfiteatro. Tan pronto llegaron, uno de
los lectores de Fructuoso, Augustal, se acercó al obis-
po pidiéndole con lágrimas en los ojos que le permi-
tiera ayudarle a descalzarse. El bienaventurado már-
tir le respondió: «Cumple con tu oficio, hijo mío. Me
descalzaré yo mismo, estoy tranquilo y feliz; estoy
seguro de la promesa del Señor.»
Cuando hubo acabado, uno de los hermanos se acer-

8
El oficio religioso del día, celebrado con cierta solem-
nidad.

155
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

có al obispo, le cogió la mano y le rogó que se acor-


dara de él. El santo obispo le respondió en voz alta, de
tal manera que toda la muchedumbre le oyera: «Ten-
go que pensar en toda la Iglesia católica extendida
del Oriente al Occidente.»
Fructuoso estaba en el centro del anfiteatro. Cer-
cano estaba el momento en el que iba a marchar no
al suplicio, sino a la gloria incorruptible. Los sol-
dados que antes nombramos le observaban. Entonces,
por inspiración del Espíritu Santo, Fructuoso dijo
a los hermanos: «No estaréis privados de pastor. No
os faltarán ni el amor del Señor ni sus promesas ni
ahora ni en el porvenir. Esto que veis es sólo una
tribulación que dura un instante.»
Después de haber confortado de esta manera a los
hermanos, los confesores caminaron a su liberación,
graves y radiantes, en el momento mismo del marti-
rio; iban a recoger los frutos de la gloria que pro-
metían las santas Escrituras.
Parecían los tres hebreos del horno, réplica de la
Trinidad santa. En medio de las llamas, el Padre no
les abandonaba, el Hijo les socorría, el Espíritu San-
to estaba en el centro de las llamas.
Cuando se hubieron quemado las cuerdas que les
ataban las manos, se arrodillaron en actitud orante,
como era la costumbre; estaban repletos de alegría,
seguros de resucitar, puestos sobre la hoguera como
un trofeo de Dios. No cesaron de orar hasta el momen-
to en que entregaron su espíritu.
Y entonces se manifestaron en gran número los sig-
nos maravillosos del Señor: el cielo se entreabrió;
dos de nuestros hermanos, Babilas y Migidinio, de la
156
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

casa del gobernador, y la propia hija de este último vieron a


Fructuoso y a sus diáconos: su frente estaba
ceñida con una corona, subían al cielo, en tanto que
sus cadáveres seguían atados al poste de la hoguera.
Llamaron a Emiliano, el gobernador: «¡Ven—le di-
jeron—, mira a tus condenados! Han alcanzado el
cielo como era su esperanza.» Emiliano fue, pero nada
vio. No era digno de ver la visión.
Los hermanos estaban entristecidos; eran como un
rebaño sin pastor. Todos se sentían muy desgraciados.
No porque lloraran a Fructuoso; por el contrario, le
envidiaban, pensando en la fe y en el combate de los
mártires. Cuando llegó la noche, fueron apresurada-
mente al anfiteatro. Llevaron vino para apagar los
huesos medio quemados. Hecho esto, reunieron las re-
liquias de los mártires y cada uno se llevó por su
propia cuenta lo que podía coger.
Y fue entonces cuando se manifestó un nuevo pro-
digio de nuestro Señor y Salvador, que vino a au-
mentar la fe de los creyentes y servir de lección a
los más jóvenes. El mártir Fructuoso tenía que dar
testimonio por la pasión y de la resurrección de la
carne de la verdad de las promesas de nuestro Señor
y Salvador según sus enseñanzas, que había dado an-
tes por la misericordia de Dios. Y sucedió, pues, que,
después de la muerte, Fructuoso se apareció a los fie-
les y les pidió que devolviesen sin tardar aquello que
cada uno por devoción se había llevado de entre las
cenizas, con el fin de que todo quedara reunido en el
mismo lugar.
Fructuoso se apareció también a Emiliano. Iba acom-
]>añado de sus diáconos. Los tres iban vestidos de glo-
ria. Fructuoso advirtió duramente al gobernador y le
157
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

mostró la vanidad de los esfuerzos para destruir el cuerpo de


aquellos que él creía estaban en la tierra
y que ahora veía en la gloria.
¡Oh bienaventurados mártires, probados por el fue-
go como el oro de gran precio, protegidos por la co-
raza de la fe y el yelmo de la salvación; coronados
con la diadema y la corona imperecederas por haber
pisoteado la cabeza del demonio!
¡Oh bienaventurados mártires que habéis merecido
un puesto de honor en el cielo! Estáis a la diestra de
Cristo y cantáis las alabanzas de Dios, el Padre to-
dopoderoso, y de su Hijo, Jesucristo, nuestro Señor.
El Señor recibió a sus mártires en la paz por su fiel
confesión. A Él la gloria y el honor en los siglos de
los siglos. Amén.

158
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 259, EN LÁMBESE


(NUMIDIA)
MARIANO Y SANTIAGO
Cuando los bienaventurados mártires de Dios todo-
poderoso y de su Cristo están impacientes por partir
hacia el reino de los cielos que les ha sido prometido,
a veces confían una misión a sus íntimos. Lo hacen de
forma discreta: saben que la humildad en la fe ase-
gura su verdadera grandeza. Una oración es eficaz en
la medida en que es humilde.
Nobilísimos testigos de Dios nos han encargado de
hacer conocer su gloria. Pienso en Mariano, uno de
nuestros hermanos más amados, y en Santiago. Ade-
más de los misterios de la religión, nos unían la vida
en común y los vínculos de familia. En el momento
de emprender, por inspiración del Espíritu Santo, el
combate glorioso contra los ataques de un mundo des-
encadenado y contra los asaltos de los paganos, me
encargaron narrar, para conocimiento de nuestros
hermanos, su lucha. No era vanidad por su parte, como
si quisieran recoger en la tierra elogios por el triunfo de su
glorioso martirio. Pero deseaban que sus
tribulaciones sirviesen a multitud de fieles y al pueblo
de Dios, como ejemplo y sostén en la fe.
Al encargarme de esta misión, su afectuosa confian-
za no se equivocaba. ¿Quién pondría en duda la co-
munidad fraterna que nos unía en tiempos de paz,
ya que la persecución nos sorprendió unidos, en una
estrecha intimidad?
Fue durante un viaje en Numidia. Estamos juntos,
como era nuestra costumbre; hacíamos el viaje en el
159
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

mismo navio, siguiendo la ruta que debía conducir-


nos, a mí al servicio deseado de nuestra fe, a ellos
hacia el cielo. Habíamos llegado al poblado de Mu-
guas, situado en las afueras de Cirta. En esa ciudad,
y en esa época, se desencadenaba el furor ciego de
los soldados y de los paganos, y los asaltos de la per-
secución rompían como olas promovidas por el es-
píritu de este mundo. Con las fauces abiertas, el dia-
blo, el adversario, espumeaba por quebrantar la fe
de los fieles. Mariano y Santiago, los bienaventurados
mártires, vieron en ello los signos ciertos y tan desea-
dos del favor divino: se veían conducidos en buen
momento a ese país en el que la furia de la tempestad
se había desencadenado. Comprendía que era Cristo
quien había dirigido hacia allí sus pasos en donde te-
nían que recibir su corona.
En efecto, el gobernador en su cruento furor ciego
hacía buscar a todos los elegidos del Señor por me-
dio de tropas de soldados malos y odiosos. Esta loca
crueldad no se ejercía sólo contra aquellos que habían
escapado a las persecuciones anteriores y continuaban
viviendo, sirviendo a Dios con toda libertad. No. El
demonio era insaciable; extendía también sus manos sobre
aquellos que hacía tiempo que estaban exiliados
y la ferocidad desencadenada del gobernador procura-
ba la corona de gloria a estos fieles, ya mártires, si no
por la sangre, al menos, por el espíritu.
Entre ellos fueron traídos del exilio para compare-
cer ante el gobernador dos obispos eminentes, Agapio
y Segundino, que estaban unidos por una santa amis-
tad; el segundo, admirable por la santidad de su
castidad absoluta. Se les conducía, pues, no como creían
los paganos de un castigo a otro, sino de una gloria
160
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

a otra, de un combate a otro. Aquellos que habían


triunfado de las falaces atracciones del mundo vincu-
lándose al nombre de Cristo, debían pisotear también
con sus pies las crueles tribulaciones de la muerte,
por medio de la virtud de una santidad consumada.
No se forzaba, pues, y, por tanto, a esos héroes para
que buscaran la gloria en la victoria terrestre, sien-
do así que el Señor tenía prisa por tenerlos cerca
de sí.
Entonces, hermanos míos, Agapio y Segundino, es-
tos ilustres obispos devenidos gloriosos mártires, lle-
gando al lugar del combate por su pasión bienaventu-
rada, se detuvieron en Maguas y desdeñaron entrar
en la casa de nuestros huéspedes. Su llegada dependía
sin duda alguna de la voluntad del gobernador, pero,
sobre todo, de disposiciones de Cristo.
La vida de la gracia era tan intensa en estos testi-
gos de Dios, tan santos y tan privilegiados, que les
¡><i recia poco verter su sangre preciosa en una pasión
gloriosa: quisieron hacer otros mártires con el ejem-
plo de su fe. Nos dieron testimonios brillantes de su
afecto y de su caridad. No era necesario que habla-
ran para confortar en nosotros, en la comunidad, la fe; bastaba el
ejemplo de su valor tan religioso y
tan resuelto. Pero quisieron hacer más para asegu-
rar más sólidamente nuestra perseverancia, vertie-
ron en nuestras almas el rocío de sus conversaciones
saludables. No podían callarse, puesto que vivían
de la palabra de Dios. Por tanto, nada extraño que
en aquellos días su contacto bienhechor animó tan
poderosamente nuestras almas. Cristo brillaba ya en
ellos a través de la gracia de su pasión próxima.
Cuando los dos obispos nos abandonaron, dejaron a
161
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Mariano y a Santiago preparados con sus ejemplos y


sus lecciones para seguir las huellas recientes y fres-
cas de su gloria.
En realidad, dos días tan sólo habían transcurrido
cuando la palma del martirio era ofrecida a nuestros
queridos amigos Mariano y Santiago. Y no fue como
en otras partes, en donde se presentaban dos o tres
guardias, sino varios centuriones con una tropa fu-
riosa. Y esos miserables invadieron la casa en la que
estábamos, como si se tratara de una ciudadela ilus-
tre de la fe.
¡Oh invasión tan deseada! ¡Oh feliz tumulto! ¡Era
digno de ser saludado con transportes de alegría! Si
caía sobre nosotros era sólo para consagrar con la san-
gre de los justos, de Mariano y de Santiago, el triun-
fo de los elegidos de Dios.
Al escribir estas líneas, mis queridos hermanos, re-
tenemos con esfuerzo al torrente de tantas alegrías
acumuladas. Dos días antes, dos mártires se habían
arrancado de nuestros brazos para consumar su pa-
sión. Hoy, de nuevo, teníamos junto a nosotros dos
futuros mártires. Había llegado la hora para ellos, la
hora en la que la mano de Dios los atraía con fuerza apresurada.
Pero también para nosotros fue un her-
moso día; habíamos participado en la gloria de nues-
tros hermanos.
Se nos hizo abandonar Marguas para ir a Cirta.
Tras nosotros venían nuestros hermanos elegidos para
el martirio. Su afecto hacia nosotros y la llamada
apremiante de Cristo guiaban sus pasos. De esta ma-
nera sorprendente, de aquellos dos grupos, el que
caminaba detrás era el que primero iba a llegar.
162
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Llegados a Cirta, poco duró su espera. Nos exhorta-


ban con tal ardor, que su gozo les traicionaba: se
veía que eran cristianos. Fueron interrogados. Como
persistieron en confesar valientemente el nombre de
Cristo, les condujeron a la prisión.
Entonces, un soldado de la guardia se puso a ha-
cerles sufrir numerosos y crueles suplicios. Este hom-
bre era el verdugo de los justos y de los santos. Le
ayudaba un centurión y los mismos magistrados de
Cirta, es decir, los sacerdotes del diablo. Como si des-
garrando sus miembros se pudiera romper la fe, que
desprecia el cuerpo.
Santiago había siempre demostrado gran valentía
en su fe austera. Ya había triunfado una vez de los
asaltos durante la persecución de Decio. No sólo se
declaró cristiano, sino que descubrió su condición de
diácono.
Mariano fue dolorosamente torturado, porque afir-
maba ser sólo lector, lo que era verdad. ¡ Qué tor-
turas! Suplicios nuevos, inventados con envenenado
arte diabólico para hacer Saquear a un hombre.
Para mejor golpearle, le colgaron. Pero mientras
le desgarraban, le torturaban; el mártir fue tan alen-
tado y sostenido por la gracia que su suplicio sólo sir-
vió para engrandecerle. Las cuerdas que le tenían atado le
sujetaban no sus manos, sino los pulgares. De esta
manera, la débil parte de los dedos soportaba todo el
peso del cuerpo, lo que aumentaba todavía más el
sufrimiento. Pero, además, le ataron a los pies pesos
muy pesados. De esta manera, los instrumentos del
suplicio actuaban en sentido contrario: desgarramien-
to de los miembros y de los músculos, hasta el punto
163
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

que la estructura del cuerpo se sostenía sólo con los


tendones.
¡Pero no pudiste, crueldad pagana, con el templo
de Dios, llamado a compartir la herencia de Cristo!
Poco importa que suspendas los cuerpos, que dislo-
ques los costados, que surques las carnes; Mariano
tenía puesta en Dios toda su confianza; a medida que
descoyuntaban su cuerpo, su alma crecía. La feroci-
dad de los verdugos fue al fin vencida. Y el mártir,
alegre por su victoria, fue llevado de nuevo a la cár-
cel. Allí encontró a Santiago y a los otros hermanos,
y, llenos de gozo, cantaron sin descanso las victorias
del Señor.
¿Qué decís de to'do esto, pueblos paganos? ¿Seguís
creyendo que los cristianos tienen horror de la cár-
cel y que las tinieblas del mundo pueden horrorizar a
aquellos que esperan la alegría de las claridades eter-
nas? Un alma sostenida por la firme esperanza de la
gracia próxima no siente los suplicios que le infrin-
gen al cuerpo. Poco importa que busquéis para las
torturas un lugar secreto y oculto, un antro oscuro y
malsano, una casa tenebrosa; aquel que ha puesto su
confianza en Dios no se preocupa ya de la infección
de un calabozo, de una existencia sin sol. Día y noche
Cristo conforta a estos hermanos, entregados a Dios,
el Padre.
Ved, Mariano, después de haber sufrido ese horrible
suplicio, se durmió profundamente con sueño tranqui-
lo. Y Dios, para darle confianza en la liberación, le
envió un sueño9. Cuando despertó, he aquí lo que nos

9
El mismo fenómeno de visiones que en las pasiones de
164
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

contó:
«Hermanos—dijo—he tenido un sueño. He visto un
tribunal imponente y todo blanco, con una platafor-
ma muy alta. Un juez, con el rostro Heno de nobleza,
era el presidente. Había allí un estrado. No era bajo,
sino que se subía a él no por medio de un solo esca-
lón, sino por una escala majestuosa que ascendía has-
ta muy alto. Numerosos confesores desfilaban agrupa-
dos, y el juez les condenaba a perecer decapitados.
Pero llegó mi vez. Oí una voz clara y potente que
me decía: «Traed a Mariano.» Subí por la escalera
hasta el estrado, y de pronto vi a Cipriano, sentado a
la derecha del juez. Me tendió la mano, me sonrió y
me dijo: «Ven a sentarte junto a mí.» Obedecí; y
mientras me sentaba entre los asesores, comparecieron
otros grupos de confesores.
En fin, el juez se levantó; le condujimos hasta su
pretorio. El camino que llevaba hasta allí cruzaba rien-
tes praderas y bosques verdeantes de tiernas hojas.
Cipreses muy altos y pinos que parecían tocar el cie-
lo nos envolvían con su sombra. Toda aquella tierra,
entre el bosque, parecía ceñida por una corona de ver-
dor. En el centro, un lago, alimentado por una fuen-
te transparente, repartía en riachuelos transparentes
sus aguas límpidas. De pronto, el juez desapareció de
nuestros ojos. Entonces Cipriano cogió una copa que
había junto a la margen de la fuente, la llenó de aquella agua y
bebió como un hombre sediento. Llenó de
nuevo la copa y me la ofreció. Bebí con placer y dije:
«Gracias a Dios.» Me desperté por el sonido de mi

Felicidad y Perpetua.

165
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

propia voz y me levanté.»


Entonces, Santiago recordó que también a él, por
bondad divina, le había sido revelada su futura glo-
ria. Uno de los días anteriores, yendo en el mismo
coche, Mariano, Santiago y yo con ellos, viajábamos
juntos. Hacia el mediodía, Santiago fue presa de un
sueño extraño y profundo, ya que el camino por aque-
llos lugares era irregular. Llamamos a nuestro com-
pañero, le sacudimos y acabó despertando.
«Todavía estoy emocionado—nos dijo entonces—.
Pero es la alegría lo que de tal manera me emocio-
na. He visto a un hombre joven de una altura asom-
brosa, extraordinaria. Llevaba una túnica sin ceñir,
tan rielante de luz que los ojos no podían mirarla. Sus
pies no tocaban la tierra, y su cabeza trascendía las
nubes. Pasó corriendo, y nos tiró a las manos dos cin-
tos purpúreos, uno para Mariano y otro para mí. Y
nos dijo: «Seguidme sin tardar».
¡Oh sueño más poderoso que todas las vigilias!
¡Oh sueño, qué feliz haría al soñarlo a cualquiera
que vela en la fe! Este sueño sólo adormece el cuerpo
de la carne, pues sólo el alma puede contemplar al
Señor. ¿Imaginamos el entusiasmo, la grandeza de
alma de estos mártires que, en el umbral de su pasión
por el nombre divino, habían tenido la felicidad de
escuchar a Cristo, de verle aparecer, sin ser detenidos
por las contingencias del tiempo o de lugar? Nada se
oponía, ni los vaivenes del vehículo en marcha, rodan-
do sobre un mal camino, ni el sol de mediodía, que
lanzaba los dardos de su ardiente luz. El Señor no quería esperar
al misterio de la noche; por una gra-
cia poco conocida, elegía una hora desacostumbrada
para aparecerse a su mártir.
166
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Los favores no fueron privilegios sólo de algunos


aislados. También Emiliano, que pertenecía a una
familia de caballeros y que ahora estaba en prisión,
porque era uno de los nuestros. Tenía cerca de cin-
cuenta años y había conservado la virginidad de su
infancia. En la prisión pasaba los días ayunando y en
oración, y que cada día hacía más intensa, con el
fin de preparar su alma, nutrida de oración, para
recibir al día siguiente el sacramento del Señor.»
Un día, cuando descansaba, hacia el mediodía, se
adormeció. Cuando despertó nos reveló la visión que
acababa de tener:
«Me habían hecho salir de la prisión—dijo—•, y me
encontré con un pagano, nuestro hermano según la
carne. Curioso por saber cómo iban nuestros asuntos,
me preguntó irónicamente cómo encontrábamos nues-
tra alimentación y las tinieblas en la cárcel.
Yo le respondí: «Los soldados de Cristo poseen en el
seno de las tinieblas una luz brillantísima y en el
ayuno un alimento que les sacia: la palabra de Dios.»
Cuando escuchó esta respuesta me replicó: «Pues
bien, sabed que a todos los que estáis en la cárcel, si
seguís obstinados, sólo os espera la pena capital.»
Entonces, temiendo que se burlara de mí con una
mentira, le dije: «¿Es verdad que vamos a ser to-
dos martirizados?»
Y de nuevo afirmó: «La espada os espera muy pron-
to; vuestra sangre no tardará en correr. Una cosa me
preocupa—añadió—. Vosotros, que despreciáis esta vi-
da, ¿recibís en el más allá indistintamente las mis-
mas recompensas?»

167
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Le respondí: «No tengo categoría para pronun-


ciarme sobre una cuestión tan importante. Pero le-
vanta un instante los ojos al cielo; en él descubres
un número incalculable de estrellas brillantes. ¿Bri-
llan las estrellas con el mismo resplandor? Y, sin em-
bargo, es la misma luz la que las ilumina.»
Esta respuesta picó su curiosidad, y dio lugar a una
nueva pregunta:
«Si existen diferencias—dijo—, ¿quiénes entre vos-
otros serán los privilegiados en el favor del Señor?»
«Ciertamente, dos sobrepasarán a los demás—le res-
pondí—. Pero no puedo decirte los nombres. Dios los
conoce.»
En fin, como me importunaba con su insistencia,
le dije: «Tendrán la más hermosa corona aquellos
cuya victoria haya sido más ruda y más lenta en con-
seguirse. Está escrito: Es más fácil que pase un ca-
mello por el agujero de una aguja que un rico entre
en el reino de los cielos.»
Después de estas visiones, los confesores permane-
cieron todavía algunos días en prisión. Después les
llevaron ante el tribunal; los magistrados de Cirta
podrían de esta manera redactar el proceso verbal ofi-
cial de su valentía y gloriosa confesión y enviarlos
ante el gobernador con el informe de una semiconde-
nación.
De pronto, durante la audiencia, uno de nuestros
hermanos, perdido en la muchedumbre, atrajo sobre
sí todas las miradas de los paganos. La gracia de su
próximo martirio transfiguraba su rostro y Cristo se
manifestaba en todos sus rasgos. Sus vecinos, agita-

168
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

dos y furiosos, le preguntaron si también era de la


misma religión y si llevaba el mismo nombre de cristiano.
Confesó con tal premura, que obtuvo in-
mediatamente el honor de ocupar un puesto entre
sus amigos.
De esta manera, con sus confesiones, los bienaven-
turados mártires ganaron para Dios varios testigos,
mientras se preparaban a morir como mártires.
Se les envió ante el gobernador. Por penoso y di-
fícil que fuera el camino, le recorrieron rápidamente
y con alegría. Cuando llegaron, les condujeron al go-
bernador, que les hizo encarcelar de nuevo en la pri-
sión llamada de Lambarese. Esta era la única hospi-
talidad que los paganos reservaban a los justos.
Mientras esperaban durante largos días, una muche-
dumbre de hermanos vertían su sangre y llegaban de
esta forma junto al Señor. Pero la hora de morir no
había llegado todavía para Mariano y Santiago ni
para los otros clérigos; la rabia del gobernador se
ocupaba en castigar a numerosos laicos. En efecto,
este artista de la crueldad había dividido a los juz-
gados en dos grupos, según los grados de nuestra je-
rarquía eclesiástica. Había separado a los laicos de
los clérigos, esperando que los primeros cederían de
esta manera a las solicitaciones del mundo y a sus
amenazas.
Por eso, nuestros muy queridos amigos, estos fieles
discípulos de Cristo, así como los otros clérigos, co-
menzaron a entristecerse un poco viendo que los
laicos comenzaban a llevarse la palma del marti-
rio, mientras que para ellos la victoria se hacía es-
perar tanto.
169
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Entonces intervino Agapio. Hacía mucho tiempo


que había consumado por su martirio el testimonio
sagrado de la fe. Todavía en vida había rogado con frecuencia
por dos muchachas jóvenes, Tertuliana y
Antonia, a las que amaba mucho con afecto paternal.
No cesaba de pedir para ellas el martirio al mismo
tiempo que él lo recibiera.
Había recibido una revelación divina, según la cual
se testificaba la eficacia de sus méritos. «¿Por qué
insistes en aquello que una sola de tus oraciones ha
conseguido ya?»
Una noche esta Agapio se apareció a Santiago en la
cárcel. La verdad es que en el momento de recibir el
golpe supremo mientras esperaba al verdugo, Santia-
go gritó: «Voy al banquete de Agapio y de los otros
bienaventurados mártires. Esta misma noche, herma-
nos míos, he visto a nuestro querido Agapio. Entre
todos los otros compañeros de la prisión de Cirta ce-
lebraba, más gozoso que todos los otros, un banquete
solemne y lleno de alegría. Mariano y yo habíamos
sido arrebatados por el espíritu de amor y de caridad
e íbamos a ese festín como a los ágapes. Y entonces
un niño acudió a nuestro encuentro. Era uno de aque-
llos gemelos que murieron mártires con su madre tres
días antes. Al cuello llevaba un collar de rosas, en la
mano una palma verdeante. ¿Por qué os apresuráis?
—nos dijo—. Gozad y sed felices; mañana iréis a
nuestro festín.»
¡Oh bondad maravillosa e infinita de Dios para con
sus hijos! ¡Oh ternura verdaderamente paternal de
Jesucristo, nuestro Señor, que colma de bienes a sus
elegidos y que, en su perseverancia, les revela los do-
nes de su buena voluntad!
170
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Al día siguiente de esta visión, la sentencia del go-


bernador llegó para cumplir las promesas de Dios sin
retardo. Mariano, Santiago y los otros clérigos iban a liberarse
de las miserias de este mundo y a reunir-
se con los patriarcas en su gloria.
Les condujeron al lugar de su triunfo. Era en el
prado de un río, en un valle entre montañas; por una
y otra parte, las colinas se elevaban escalonadamente.
Había en los dos lados dos terraplenes para los es-
pectadores. En la vaguada, el lecho profundo del río
bebía la sangre de los bienaventurados mártires. Ba-
ñados en la sangre y hundidos en el río, era como si
recibieran un doble bautismo.
En este lugar de suplicio, los asistentes podían ad-
mirar un procedimiento expeditivo, inventado para
las matanzas en masa. El número de los justos que
había que decapitar horrorizaba al verdugo, que te-
mía fatigar su brazo y hasta su espada. Por eso, con
crueldad salvaje, alineaba a los mártires. De tal ma-
nera los golpes, como un impulso juri os o, cortaban
las cabezas una tras otra. Había imaginado este sis-
tema de decapitación para no interrumpirse en su ta-
rea sangrienta y bárbara. Pues de haber permanecido
en el mismo lugar, el amontonamiento de cadáveres
le hubiera impedido continuar, y hasta el cauce del
río, colmado de cuerpos, habría resultado estrecho.
Según la costumbre, se vendó los ojos a los conde-
nados en el momento en que les iban a decapitar.
Pero no se podían hundir en las tinieblas los ojos del
alma que permanecía libre, que veían desplegarse con
esplendor inefable la claridad de una luz infinita. La
mayor parte de los mártires, que no podían ver nada
con los ojos de la carne, decían a aquellos que les
171
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

rodeaban, a los hermanos que los asistían, que ya con-


templaban espectáculos maravillosos: jóvenes vesti-
dos de blanco se les aparecían montados en caballos
blancos como nieve. Algunos de los mártires completaban la
narración de sus hermanos: afirmaban oír el
galope de los caballos y reconocer el ruido de su ca-
rrera.
Mariano profetizaba. Impulsado por el don de pro-
fecía, anunciaba con viva voz, fuerte y plena, segura,
que muy pronto sería vengada la sangre de los már-
tires. Predecía, como si se encontrara en el cielo, las
plagas que amenazaban al mundo: la peste, la cautivi-
dad, el hambre, los terremotos, las invasiones de mos-
quitos. El mártir no se contentaba por sus profecías
con provocar a los paganos: estimulaba a los herma-
nos para que rivalizaran en valor. Y su voz sonaba
como un timbre de victoria para llevar a los justos
hasta el Señor, para que no fallaran en una ocasión
de muerte tan bella, cuando tantos males iban a aba-
tirse sobre el mundo.
Las ejecuciones habían terminado. La madre de Ma-
riano, como la de los Macabeos, exultaba de felici-
dad. Su hijo había muerto mártir, se sentía segura
sobre su suerte. Podía dar gracias no sólo por él, sino
también por ella misma, que había tenido tal hijo.
Apretaba entre sus brazos el cuerpo del hijo, la glo-
ria de su propia carne. Le cubría de besos con reli-
giosa ternura las heridas de su cuerpo.
¡Oh María, la bien nombrada! ¡Oh madre doble-
mente feliz, por llevar tal nombre y por haber tal hijo!
¿No merecía la gloria de llevar tal nombre, tan gran-
de, esta mujer ilustre por el hijo de su carne?

172
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Verdaderamente es inefable la misericordia de Dios


todopoderoso y de su Cristo para con los suyos. A
aquellos que creen en su nombre, no se contenta con
confórtales por medio de su gracia; les da una nue-
va vida al precio de su sangre.
Nadie podrá jamás apreciar cómo concede la gran-
deza de sus dones. Su ternura de padre actúa sin ce-
sar en nosotros. Y este mártir que creemos ofrecerle
es un nuevo don de Dios todopoderoso.
A Él la gloria en todos los siglos de los siglos. Amén.

173
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 259, EN CARTAGO


MONTANO, LUCIO Y COMPAÑEROS
Carta de los confesores a la comunidad de
Cartago.
También nosotros, muy amados hermanos, luchamos
en vuestras filas. No cesamos de pensar en la multitud
de nuestros hermanos; éste es el único deber de los
servidores de Dios entregados al servicio de Cristo.
Guiados por estas razones, nuestro amor y nuestro
deber nos han inspirado esta carta. De esta forma de-
jaremos a nuestros hermanos del futuro un testimo-
nio fiel de la grandeza de Dios y la narración de los
trabajos y de las tribulaciones que hemos padecido
por el Señor.
El gobernador sanguinario había desencadenado pri-
mero al pueblo para empujarle a la matanza. Al día
siguiente fue la terrible persecución de los cristianos.
En fin, el magistrado nos hizo encarcelar con bruta-
lidad a nosotros, a Lucio, Montano, Flaviano, Julián, Victorio,
Primólo, Reno y Donaciano. Este último era
todavía catecúmeno; fue bautizado en prisión y en-
tregó el alma allí mismo; tenía prisa por pasar in-
maculado del agua del bautismo a la corona del mar-
tirio. Primólo tuvo una muerte análoga. También él,
unos meses antes, había confesado la fe: éste fue su
bautismo.
Desde que fuimos detenidos estuvimos confiados
a magistrados, y supimos por los soldados las in-
tenciones del gobernador; la víspera nos había ame-
nazado con la hoguera. Y, en realidad, como después
lo supimos de fuente fidedigna, había pensado en
quemarnos vivos. Pero el Señor, que puede preservar
174
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

de las llamas a sus servidores y que tiene en sus ma-


nos los propósitos y los corazones de los reyes, apar-
tó de nosotros la crueldad repugnante del gobernador.
Rogamos con todas nuestras fuerzas sin descanso, y
hemos obtenido sin tardar lo que pedíamos. Ya ardía
la hoguera para destruir nuestra carne cuando el fue-
go se extinguió. El rocío del Señor lo había apagado.
Nosotros, que creemos, no tuvimos que esforzarnos
mucho para relacionar este prodigio con otros ante-
riores, como lo ha prometido el Espíritu Santo. Otra
vez manifestó su poder en favor de tres nidios en el
horno, hoy triunfaba de la misma manera en nosotros.
El gobernador encontró un obstáculo para su pro-
pósito, gracias a la oposición del Señor. Nos volvió a
enviar a la cárcel. Los soldados nos condujeron a
ella y el sombrío horror de ese lugar no nos asustó
lo más mínimo. Muy pronto esa prisión tenebrosa
resplandeció con las claridades del Espíritu. En lugar
de los fantasmas de la sombra y de los velos opacos
de la noche, el fervor de nuestra fe, brillante como el día, nos
revistió de luminosa luz. Y subimos a ese
calabozo de dolores como si subiéramos al cielo.
Y, sin embargo, ¡qué días hemos pasado allí y qué
noches! Ninguna palabra sabría describirlo. Los tor-
mentos de la prisión superan todo cuanto puede de-
cirse. No tememos exagerar los horrores de esa cár-
cel. Pero cuanto más grande es la prueba, más gran-
de es aquel que la supera en nosotros. Cuando el Se-
ñor nos asiste, no hay lucha sino victoria. Para los
servidores de Dios, morir es poca cosa; la muerte es
nada, puesto que el Señor hizo romo el aguijón y
vencido su violencia por el triunfo en la cruz. Por
otra parte, sólo se puede hablar de armas refiriéndose
175
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

a un soldado, y no cogemos las armas más que cuan-


do hay lucha. Nuestras coronas sólo son el precio de
un combate y la palma sólo es entregada después de
la batalla.
En fin, durante algunos días hemos sido reconfor-
tados por la visita de nuestros hermanos. Todos los
sufrimientos de la noche desaparecían ante la conso-
lación y la alegría del día.
En esa época, Reno, que era de los nuestros, tuvo
un sueño durante la noche. En él vio a hombres que
eran conducidos a la muerte. Avanzaban uno a uno;
delante de cada uno de ellos llevaban una lámpara.
Aquellos que no eran precedidos por una lámpara no
llegaban hasta el final. Nos vio desfilar a todos con
las lámparas. En este momento se despertó. Cuando
nos contó su sueño, nos sentimos transportados por
la alegría; ya estamos seguros de caminar con Cris-
to, que es la luz de nuestros pasos y el Verbo de
Dios,
A esa noche sucedió un día que pasó en la alegría.
Aquel mismo día nos llevaron ante el procurador, que
sustituía en sus funciones al difunto cónsul. ¡Día de
alegría! ¡Gloria de los confesores encadenados! ¡Ca-
denas deseadas con todos nuestros deseos! ¡ Hierros
más buscados que el oro más puro y más preciosos
que él! ¡Chirrido del hierro que resuena golpeado
contra otro hierro!
Nuestro consuelo consistía en hablar de nuestra pró-
xima suerte. Sólo teníamos un temor, que nuestra fe-
licidad se difiriera. Los soldados que nos custodiaban
no sabían dónde quería escucharnos el gobernador;
nos llevaban de una parte a otra a través de todo el
176
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

foro. Al fin, el gobernador nos llamó para que fuéra-


mos llevados a la sala de la audiencia, pero todavía
no había llegado la hora de nuestra pasión. Salimos
vencedores de esta sesión, en la que dimos cuenta del
demonio. Nos llevaron de nuevo a la cárcel. Nos re-
servaban para otra victoria.
Vencido este combate, el diablo imaginó otras ar-
gucias: trató de probarnos por medio del hambre y
de la sed. Renovó este ataque durante muchos días.
Creyó que esta táctica sería la más eficaz. Reducidos
al caldo del Estado y a agua fría, muchos de los nues-
tros enfermaron.
Estos sufrimientos, estas privaciones, estos tiempos
de miseria, todo procedía de Dios, hermanos amadí-
simos. Pues Aquel que quería probarnos de tal mane-
ra nos habló incluso en medio de la tribulación en
una visión.
El sacerdote Víctor, nuestro compañero de martirio,
tuvo la siguiente visión; murió poco después:
«He visto—nos dijo—eiitrar aquí en la prisión a
un niño. Su rostro brillaba con claridad inefable. Nos llevó por
todas partes con el fin de hacernos salir.
Pero no lo consiguió. Entonces me dijo: «Debéis su-
frir todavía un poco más, puesto que os retienen aquí
dentro. Tened confianza, estoy con vosotros.» Y aña-
dió: «Di a tus compañeros que vuestra corona será
más gloriosa.» Y después: «El espíritu se apresura
hacia Dios; el alma cercana ya al martirio aspira a
la mansión que la espera.»
En ese momento, Víctor comprendió que era el Se-
ñor. Le preguntó dónde estaba el Paraíso.

177
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

El niño le dijo: «Fuera de este mundo.»


—Enséñamelo—dijo Víctor.
El niño respondió: «En ese caso, ¿para qué quie-
res la fe?»
Con flaqueza profundamente humana, víctor le di-
jo: «No puedo hacerme cargo de la misión que me
encomiendas. Dame una señal por medio de la cual
pueda invocarte.»
El Señor le respondió: «Diles el signo de Jacob.»
Es necesario que nos alegremos, hermanos ama-
dísimos, por haber sido comparados de esta forma con
los patriarcas, si no por la justicia, al menos por el
sufrimiento. Pero Aquel que dijo: «Llámame en el
día del desasosiego, Yo te salvaré y tú me glorifica-
rás.» Aquel se ha dado toda la gloria; ha escuchado
nuestras oraciones, se ha acordado de nosotros, anun-
ciándonos el don de su misericordia.
Una visión del mismo tipo fue concedida a nuestra
hermana Cuartillosa, en prisión junto con nosotros.
Su marido y su hijo habían sido martirizados tres días
antes. Ella misma, que permaneció con nosotros, se re-
uniría con sus seres más queridos a no tardar. He
aquí cómo nos contó la visión que tuvo:
«Vi—nos dijo—a mi hijo, el mártir, llegar hasta
aquí, a la cárcel. Se sentó en el borde de la piscina
llena de agua y dijo: «Dios ha visto vuestra desazón
y vuestros sufrimientos.» Era seguido de un hombre
joven de maravillosa prestancia; éste llevaba dos co-
pas de leche, una en cada mano. «Cobrad nuevos áni-
mos—dijo—; Dios se ha acordado de vosotros.» Nos
hizo beber a todos en las copas, y las copas seguían
178
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

estando llenas. De pronto desapareció la piedra que


divide la ventana en dos. Sin piedra, las ventanas se
iluminaron y dejaron ver libremente el cielo. El jo-
ven puso las copas a la derecha y a la izquierda
y dijo: «Estáis desasosegados y todavía os falta.
Todavía vcn'is cómo llega una tercera copa». Y des-
apareció.
Al día siguiente de esta visión, esperábamos la hora
en la que nos debían traer nuestra ración reglamen-
taria, ración no de alimentos, sino de hambre y desa-
zón. Pues no nos daban nada de comer, y desde hacía
dos días estábamos en ayunas. De pronto, el Señor nos
envió una confortación. Llegó como el agua a los
sedientos, como el alimento a los hambrientos, como
el martirio a los que lo esperan. Y fue nuestro querido
Luciano quien lo trajo. Había forzado las consignas
de la cárcel, y por las manos del subdiácono Here-
niano y el catecúmeno Enero, las dos copas de la vi-
sión nos proporcionó a todos el alimento que no men-
gua. Este socorro nos sirvió de reconfortación en
nuestra debilidad y en nuestra tribulación. Incluso
aquellos a los que el régimen del caldo y agua fría
había enfermado recobraron nuevas fuerzas.
Todos dimos gracias a Dios por obras tan rebosan-
tes de gloria.
Queremos ahora hablaros, queridísimos hermanos,
de nuestro mutuo afecto. Os hablaremos de ello no
para instruiros, sino para edificaros. Hemos sido uná-
nimes en una misma confesión, y lo somos en la vida
y en la oración, ante el Señor. Ahora es necesario
mantener la concordia de la caridad y vincularse por
medio de los lazos del amor. De esta manera se des-
truye al demonio y el Señor concede todo cuanto se
179
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

le pide. Tenemos su promesa formal en estas pala-


bras: «Si dos de vosotros sobre la tierra se ponen de
acuerdo para pedir cualquier cosa, en verdad lo ob-
tendrán.»
El único medio de ganar la vida eterna y reinar con
Cristo es cumplir la voluntad de Aquel que ha pro-
metido la vida eterna y el reino de los cielos. Sólo los
que hayan vivido en paz con sus hermanos recibirán
la herencia de Dios. Es la enseñanza del Maestro cuan-
do dijo: «Bienaventurados los que crean la paz, por-
que ellos serán llamados hijos de Dios.» Comentando
esta frase, el Apóstol dice: «Somos hijos de Dios. Hi-
jos, luego herederos; herederos de Dios y coherede-
ros de Cristo, siempre que compartamos sus sufri-
mientos para ser glorificados con Él.»
Por tanto, si no se puede ser heredero sin ser hijo
y si no se es hijo sin ser pacífico, no podremos obte-
ner la herencia de Dios si se destruye la paz de Dios.
Una advertencia del cielo y una visión divina nos han
recordado esta verdad y nos mueven a hablar de ella.
En otro tiempo, en efecto, Montano había tenido
discusiones con Julián sobre una mujer excomulgada
que se había deslizado fraudulentamente en nuestra
comunidad. Montano había hecho ciertos reproches a
Julián, y sus relaciones se habían enfriado. La noche
siguiente, Montano tuvo una visión:
«He aquí lo que he visto—nos dijo—. Centuriones
que vienen hacia nosotros. Nos hacen recorrer un lar-
go camino. Llegamos a un llano inmenso en donde
Cipriano y Leucio se reúnen a nosotros. En fin, nos-
otros llegamos a un lugar todo rebosante de luz, nues-
tros vestidos se convierten en blancos y nuestros mis-
180
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

mos cuerpos deslumhran más todavía que nuestros


vestidos. Nuestra carne es diáfana hasta el punto de
permitir a la mirada ver el fondo del corazón. Yo me
miré el pecho y en él descubro algunas manchas. Aun-
que todavía sueño, creo que despierto. Encuentro a
Luciano, le cuento lo que yo he visto y le digo: «¿Sa-
bes de dónde vienen esas manchas? Proceden del he-
cho de que no me he reconciliado inmediatamente
con Julián.» Y aquí me desperté.»
Por eso, queridísimos hermanos, debemos conser-
var a todo precio la concordia, la paz y la buena vo-
luntad entre nosotros. Tratemos de ser aquí abajo lo
que seremos arriba. Si nos alcanzan las promesas he-
chas a los justos, si los castigos reservados a los cul-
pables nos atemorizan, si deseamos vivir y reinar con
Cristo, hagamos lo que nos lleve a Cristo y al reino
de los cielos.
Os saludamos.
Narración de un cronista anónimo.
Tal es la carta común de los hermanos, la que es-
cribieron en la cárcel. Pero era necesario agrupar
en una narración completa todos los hechos de los
bienaventurados mártires. No lo dijeron todo por
modestia. Además, Flavio nos ha confiado personal-
mente el encargo de completar todo lo que faltaba en la carta.
Hemos añadido lo necesario para com-
pletarla.
Durante su reclusión de varios meses, los confeso-
res sufrieron los horrores de la prisión y mucho tiem-
po hambre, como sed. En fin, muy tarde, por orden
del gobernador, fueron llevados al pretorio y entrega-
dos a su tribunal. Todos confesaron gloriosamente
181
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

su fe.
Flaviano había declarado ser diácono. Sus defen-
sores, extraviados por el afecto, lo negaron y sostu-
vieron que no lo era. La sentencia de muerte fue dic-
tada contra los otros, es decir, contra Lucio, Montano,
Juliano y Victorio.
Flaviano fue conducido de nuevo a la cárcel. Tenía
de qué afligirse al ver que le separaban de la comuni-
dad con los demás. Pero la fe y la piedad que ani-
maban su vida le hicieron descubrir en esta tribula-
ción la voluntad de Dios. Su religión llena de pru-
dencia suavizaba su tristeza al permanecer solo. Se
decía: «El corazón del rey está en la mano de Dios.
¿Por qué afligirme? ¿Por qué irritarme contra un
hombre cuyas decisiones son dictadas por Dios?» Pero
en lo que sigue hablaré con más detalle de Flaviano.
Durante este tiempo, los otros fueron conducidos al
lugar del sacrificio. Los paganos afluían de todas par-
tes. Todos los hermanos estaban allí. Sin duda algu-
na, antes, habían acompañado a otros testigos de
Dios, según la religión y la fe que habían aprendido
en la escuela de Cipriano. Pero ese día acudieron
más apresuradamente y más numerosos que nunca.
Era un hermoso espectáculo el de los mártires de
Cristo. La felicidad de su gloria resplandecía en sus
rostros. Incluso sin hablar, habrían arrastrado a los
otros con su ejemplo. Pero hablaban sin cansancio; exhortaban
a los hermanos para dar firmeza a su
coraje.
Incluso Lucio. Naturalmente dulce de carácter, re-
servado y modesto, había sido debilitado hasta el lí-
mite y el agotamiento por los sufrimientos en la
182
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

prisión. Había tomado la delantera con algunos com-


pañeros, porque temía ser asfixiado por los vaivenes
de la muchedumbre y no poder verter su sangre.
Tampoco guardaba silencio; instruía como podía a
sus compañeros. Hubo hermanos que le dijeron:
«Acuérdate de nosotros. —Vosotros sois, les dijo,
los que debéis acordaros de mí.»
¡Qué humildad la de este mártir, que no se enor-
gullecía de su gloria, ni siquiera en las proximida-
des de su pasión!
Julián y Victorio insistieron acerca de sus herma-
nos para que. conservasen la paz. Recomendaron a
todos los clérigos, sobre todo a los que habían sufrido
hambre en prisión.
Llegaron al lugar de su pasión alegres y sin miedo.
Montano era robusto de alma y de cuerpo. Inclu-
so antes de su martirio era célebre por la firmeza y
el valor con que defendía la verdad en todo lugar,
sin contemplaciones para nadie. Pero la proximidad
del martirio le daba nueva grandeza.
Con voz de profeta gritó: «Aquel que sacrifica a
los dioses y no al Señor solo será anatematizado.»
Repetía estas palabras a todos los vientos. Predicaba
con insistencia que no estaba permitido abandonar
a Dios para adorar a las estatuas, a ídolos hechos
por la mano del hombre.
De esta manera destruía el orgullo y la obstinación
culpable de los herejes. Y les conminaba a que, al
menos por aquella vez, ante la visión de tal muchedumbre de
mártires, consideraran dónde podía estar
la verdadera Iglesia para que entraran a formar par-

183
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

te de ella.
En fin, se dirigía también contra los apóstatas. Con-
denaba su prisa por pedir merced. Dilataba su per-
dón en el seno de la Iglesia al término de una larga
penitencia completa, hasta que recibieran la sentencia
de Cristo.
Y a aquellos que se habían mantenido firmes, les
exhortaba a que perseveraran: «Permaneced firmes,
hermanos míos, combatid valerosamente. Tenéis ejem-
plos que seguir. Que la traición de los apóstatas no
os arrastre a la ruina, sino que vuestra constancia
os sirva para elevaros hasta la corona del martirio.»
E invitaba a las vírgenes a que conservaran pura su
castidad.
Y predicaba al pueblo de los fieles el respeto ha-
cia la autoridad. Y hasta a los mismos jefes aconse-
jaba la concordia y la paz. Nada mejor, decía, que
el entendimiento unánime entre los jefes. Es la ma-
nera de que el pueblo sienta respeto para con los
obispos. Cuando las cabezas visibles se entienden en-
tre sí, el pueblo conserva los vínculos de la caridad.
He aquí lo que era en verdad sufrir por Cristo,
imitar a Cristo hasta en sus palabras. He aquí la ma-
yor prueba de la fe. ¡Qué hermosa imagen de cre-
yente !
El verdugo iba a dar su golpe, y la espada se es-
tremecía en el aire sobre la cabeza del mártir. Y en
aquel momento Montano elevó hacia el cielo sus ma-
nos abiertas y con voz potente, cuyos acentos nos
emocionaron, no sólo al pueblo de los creyentes, sino
hasta a los mismos paganos, oró. Pidió con insisten-
cia que Flaviano, que había sido separado del grupo
184
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

por intervención del público, les siguiera al tercer


día. Para garantizar la eficacia de su oración, rasgó
en dos la tela que cubría sus ojos y pidió conservar
la mitad para cubrir con ella al día siguiente los ojos
de Flaviano. Y hasta pidió que se reservara a Flavia-
no, en el cementerio, un lugar entre ellos, con el fin
de que permaneciera con ellos, junto a ellos hasta
en la tumba.
Todo esto ocurrió ante nuestros ojos, según la pro-
mesa del Señor en el Evangelio: «Aquel que pide
con toda su fe, obtiene lo que pide.»
Dos días después, en efecto, la plegaria de Montano
fue consumada. Flaviano nos siguió a su vez y coronó
su vida gloriosa con el martirio. El mismo Flaviano,
como he dicho, fue quien me encargó de continuar
la narración para que quedara explicado el retraso
de dos días. Lo habría hecho sin esa indicación, lo
que es un motivo más para ser fiel al narrarlo.
La muchedumbre había intervenido a favor de Fla-
viano; sus partidarios, impulsados por una amistad
funesta, se habían erguido contra él con el fin de
salvarle con sus protestas, cuando fue llevado a la
prisión. Su valor no había Saqueado, su espíritu era
invencible, su fe entera. Pensar que iba a permanecer
solo no había menguado su vigor de alma. Cierta-
mente esta perspectiva tenía con qué emocionarle,
pero su fe, sostenida por la espera de su pasión inmi-
nente, pisoteaba los obstáculos pasajeros.
Flaviano tenía junto a sí una madre incomparable.
Era de la raza de los patriarcas; pero sobre todo,
esa mujer se manifestaba como una verdadera hija
de Abraham, puesto que deseaba ver morir a su hijo.
185
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

El retraso momentáneo le hacía sufrir una gloriosa angustia. ¡Oh


madre, tan religiosa en tu ternura!
¡Madre digna de ser contada entre los modelos de
los antiguos tiempos! ¡Madre, noble émula de la ma-
dre de los Macabeos! ¡Qué importa el número de
hijos! También ella sacrificó todos sus afectos ofre-
ciendo al Señor a su hijo único.
Flaviano alababa los sentimientos de su madre, pero
no quería que se afligiera con el aplazamiento de
su martirio. «Sabes—le decía—, madre querida; tú
sabes cómo he deseado, si se me concedía la feli-
cidad de confesar a Dios, gustar mi martirio, lle-
var largo tiempo las cadenas en público, que fue-
ra aplazado mi martirio con frecuencia, repetidas
veces. Si hoy me ha sido concedido, debemos ale-
grarnos y no llorar.»
El día del martirio costó más trabajo que el acos-
tumbrado abrir la puerta de la prisión, y tardaron
más tiempo, a pesar de los esfuerzos de los carcele-
ros. Parecía como si un espíritu la mantuviera cerrada
y quisiera protestar, según todas las apariencias, con-
tra el tratamiento inicuo que condenaba a los horro-
res de un calabozo a un hombre cuya mansión se
preparaba en el cielo. Pero Dios tenía buenas razo-
nes para aplazar el martirio. La puerta de la prisión
acabó por abrirse y dejar paso al hombre del cielo
y de Dios.
Podemos imaginar los sentimientos de Flaviano du-
rante esos dos días, su esperanza, su confianza; tenía
fe en la oración de sus compañeros, y por su lado creía
cercana su pasión. Según mi opinión, después de esos
dos días, el tercero era esperado no como el día de la
pasión, sino como el de la resurrección. La admira-
186
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

ción se apoderó hasta de la muchedumbre de los pa-


ganos, que habían escuchado la oración de Montano.
El tercer día Flaviano compareció. Cuando corrió
la noticia, incrédulos y heréticos concurrieron. Que-
rían presenciar en la tribulación la fe del mártir. El
testigo de Dios abandonó la prisión para no volver a
ella. Era grande la alegría de todos los hermanos,
pero el mártir era mucho más feliz. Estaba seguro de
que su fe y la oración de sus compañeros martiriza-
dos antes que él forzarían al gobernador, a su pesar
y a pesar de las protestas de la muchedumbre, a pro-
nunciar la sentencia de muerte. Por eso prometía a
los hermanos que acudían presurosos a saludarle con
toda confianza, darles el beso de paz en el Fasciano,
el lugar de las ejecuciones. ¡Hermosa seguridad, ver-
dadera fe!
Entró en el pretorio. Allí, en pie, esperando que se
le llamara, fue la admiración de todos en la sala de la
guardia. Yo estaba a su lado, muy cerca de él, me aga-
rraba a él. Tenía mis manos en las suyas, con el fin
de testimoniar mi respeto por el mártir, mi afecto por
el amigo.
Sus discípulos le suplicaban que cediera un instan-
te y que sacrificara, aunque más tarde hiciera cuanto
quisiera. ¿Por qué temer más una muerte incierta
posterior que la muerte inminente? Estos eran los
consejos de los paganos. Para ellos, el colmo de la
locura era temer los males de una pretendida muerte
eterna, desde el punto de mira de la vida presente.
Flaviano les agradecía estas muestras de amistad;
trataban de salvarle a su manera. Les habló de la fe
y de Dios: «Vale más salvar la libertad de su con-
187
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

ciencia y aceptar la muerte antes que adorar a pie-


dras. Hay un Dios soberano que lo ha creado todo
Con su poder; a Él sólo hay que adorar.» Y añadía
todavía, lo que a los paganos les cuesta trabajo comprender,
aunque crean en Dios: «Vivimos aunque mu-
ramos. No somos vencidos de la muerte, sino vence-
dores. Vosotros, si queréis llegar, alcanzad la verdad,
debéis haceros cristianos.»
Rechazados y confundidos por estas palabras, los
defensores de Flaviano, ante el fracaso de sus conse-
jos, llevaron la simpatía que sentían por él hasta la
crueldad. Imaginaban que la resolución del confesor
cedería ante las torturas sin duda alguna.
Cuando compareció Flaviano, el gobernador le pre-
guntó por qué mentía diciendo ser diácono, siendo
así que no lo era. Flaviano afirmó que lo era. En-
tonces, un centurión dijo haber recibido una carta
en la que se demostraba que el acusado mentía. Fla-
viano respondió: «¿Por qué creer que soy yo quien
miente y no el autor de ese anónimo?»
La muchedumbre protestaba gritando: «¡ Mientes! »
Por segunda vez, el gobernador preguntó si verda-
deramente mentía. Flaviano respondió: «¿Qué inte-
rés puedo tener en mentir?»
Ante estas palabras, el pueblo, exasperado, pidió
a grandes gritos que torturaran al acusado. Pero el
Señor, que ya conocía suficientemente por las pruebas
padecidas en la prisión la fe de su servidor, no permi-
tió que un instrumento de tortura hiriera, aunque fue-
ra poco, el cuerpo del mártir, que ya había sido pro-
bado. Tocó el corazón del magistrado, quien pronun-
ció la sentencia de muerte. El mártir había acabado
188
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

su carrera, salía vencedor de la lucha. El Señor quiso


coronar a su testigo, fiel hasta la muerte.
Desde ese momento, Flaviano rebosaba alegría. La
sentencia dictada le permitía estar seguro de su mar-
tirio. Fue entonces cuando me encargó redactar esta
relación y unirla a la suya. Quería concretamente que se
añadieran sus visiones, una parte de las cuales se
refería a los dos días de aplazamiento.
«En el tiempo—dijo—en que nuestro obispo Cipria-
no hacía poco que había muerto mártir, he aquí lo que
vi. Me parecía conversar con Cipriano y preguntarle
si dolía el golpe mortal, bajo la impresión de la
muerte. Destinado a mi vez al martirio, quería infor-
marme sobre la paciencia necesaria. El obispo me
respondió: «Lo que sufre en nosotros es la carne de
otro cuando el alma está en el cielo. El cuerpo nada
siente cuando nuestro pensamiento está totalmente
abandonado en Dios.»
¡ Magníficas palabras de un mártir exhortando a otro
mártir! Uno de ellos afirma que el golpe mortal no
duele, para afirmar al otro que debe morir a su vez.
El mártir ya sabe que no ha de temer la menor sen-
sación penosa bajo la impresión fatal.
«Más tarde—continuó Flaviano—, cuando mis com-
pañeros fueron casi todos martirizados, soñé por la
noche y me abandoné a la tristeza, al pensamiento de
permanecer solo lejos de mis amigos.»
Entonces se me apareció un hombre, que me dijo:
«¿Por qué estás triste?» Yo le expliqué mis razones.
.«¿Y tú estás triste?—me dijo—. Por dos veces con-
fesaste la fe. La tercera serás martirizado con la es-

189
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

pada.»
En realidad es lo que sucedió. Después de una pii-
mera profesión de fe en la sala de la audiencia, Fla-
viano confesó a Cristo, una segunda vez, en público.
Fue entonces cuando la muchedumbre protestó. Con-
ducido de nuevo a la cárcel, fue separado de sus com-
pañeros como su visión le había anunciado. Fue juz-
gado una tercera vez después de estas dos confesiones,
\ fue entonces cuando consumó su martirio.
Flaviano nos contó después: «Suceso y Pablo—-di-
jo—acababan de recibir con sus compañeros la co-
rona del martirio. Yo apenas podía ponerme en pió
a causa de mi enfermedad. Vi entrar en la casa al
obispo Suceso. Su rostro, como sus vestidos, rielaban
de luz. Era difícil reconocerle, tanto brillaban sus
ojos con relumbre angélica. Viendo mi duda, dijo:
«He sido enviado para anunciarte tu próximo marti-
rio.» Cuando hubo dicho esas palabras se presentaron
dos soldados para llevarme con ellos. Me condujeron
a un lugar en donde se encontraba reunida una mul-
titud de hermanos. Comparecí ante el gobernador y
fui condenarlo a muerte. De pronto advertí a mi ma-
dre en medio de la muchedumbre. Decía: «¡Bravo,
bravo! ¡Nadie ha conocido un mártir tan glorioso! »
Era verdad. No tenemos por qué hablar del régi-
men de hambre impuesto en la prisión. Los otros pri-
sioneros aceptaban el miserable alimento que el fisco
les distribuía con sórdida avaricia; sólo Flaviano no
tocaba su exigua parte. La entregaba a los otros para
mantenerles. Prefería agotarse en ayunos absolutos
y voluntarios.
Voy a hablar del mayor motivo de gloria. Flaviano
190
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

estaba solo en su camino hacia el suplicio. Nadie ha-


bía sido conducido con tantos honores. Los sacerdotes
por él formados le daban escolta. Parecían seguirle
como a un jefe. Esta marcha triunfal demostraba que
el mártir iba muy pronto a compartir la realeza divi-
na, pero que ya aquí abajo reinaba con el espíritu y el
corazón.
Y hasta el mismo cielo fue testigo de ello. Comenzó
a caer una lluvia bienhechora en amplias ráfagas ti-
bias. Nada más a propósito. En principio reprimió la curiosidad
de los paganos. Y permitió a los fieles agru-
parse, puesto que ningún profano asistió al supremo
beso de paz. En fin, como el mismo Flaviano lo ob-
servó, esta lluvia llegaba a mezclar el agua y la san-
gre, como en la Pasión del Señor.
Cuando hubo dicho adiós a todos los hermanos y les
hubo dado a todos su beso de paz, Flaviano abandonó
el establo en donde se había refugiado, muy cerca del
Fasciano. Subió sobre un otero para hacerse oír me-
jor; pidió silencio con un gesto y dijo:
«Mis queridos hermanos, permaneceréis en paz con
nosotros, si permanecéis en paz con la Iglesia y con-
serváis la unidad en la caridad. Y no es esto decir
poco, puesto que el mismo Señor Jesucristo, en el um-
bral de su Pasión, nos dejó estas palabras supremas:
«Mi mandato es que os améis los unos a los otros
como Yo os he amado.»
Flaviano terminó su discurso con esta recomenda-
ción suprema, que selló, como un testamento, con las
últimas palabras de su fe; hizo el mayor elogio del
sacerdote Luciano y le designó desde aquel momento
como obispo de Cartago. Era una elección merecida.
191
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

¡El juicio es mirada naturalmente lúcida cuando el


cielo y Cristo están tan cerca!
Terminado su discurso, Flaviano descendió del ote-
ro y fue al lugar del suplicio. Se tapó los ojos con
la franja de tela que Montano hizo conservar dos
días antes para ello. Después se arrodilló para orar.
Y fue orando como consumó su martirio.
¡Gloriosas enseñanzas de los mártires! ¡Gestos su-
blimes de los testigos de Dios! Con todo derecho es
conservado su recuerdo para la posteridad. Los ejem-
plos antiguos nos sirvieron de modelos; saquemos
nosotros provecho de estos nuevos ejemplos.

192
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 262, EN CESÁREA


MARINO
Era el tiempo en el que la paz era general en todas
las Iglesias. En esa época, en Cesárea de Palestina, a
Marino, oficial del ejército, de gran linaje y gran for-
tuna, le fue cortada la cabeza por haber confesado a
Cristo.
He aquí cómo.
Una plaza de centurión estaba vacante, y Marino, se-
gún los ascensos, debía conseguirla para sí. Iban ya
a entregarle la cepa de viña, insignia honorífica de los
centuriones entre los romanos, cuando se presenta un
rival ante el tribunal y declara que Marino no puede
alcanzar las dignidades romanas según las antiguas
leyes: es cristiano y se niega a sacrificar ante los dio-
ses. Por tanto, dice el acusador, que el ascenso le
corresponde a él con todo derecho.
El juez, un cierto Aqueo, molesto por este asunto,
pregunta a Marino cuál era su religión. El otro con-
fiesa orgullosamente y sin ceder que es cristiano. El
juez le concedió tres horas para reflexionar.
Al salir del tribunal, Marino se encuentra con Teo-
tecnos, obispo del lugar, quien se le acerca, habla lar-
gamente con él, y, tomándole de la mano, le lleva a
la iglesia. Entran; el obispo le conduce hasta el pie
del altar. Allí despliega el manto del oficial y le mues-
tra la espada que lleva colgada a uno de sus costa-
dos. Al mismo tiempo le presenta ei libro de las Sa-
gradas Escrituras y le pide que elija. Sin dudar, Ma-
rino extiende la mano y toma el libro divino. «Sé,
pues, de Dios—le dice el obispo—, sé de Dios, y, lor-
193
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

¿alecido por la gracia, ve a obtener lo que has elegi-


do. ¡Ve en paz! »
Marino sale de la iglesia y se dirige ante el tribu-
nal; es el momento en que el heraldo, ante las puer-
tas del tribunal le convoca para comparecer. El plazo
acaba de expirar.
Se presenta ante el juez y proclama su fe con ma-
yor ardor todavía. Desde allí mismo le condenan al
suplicio y muere mártir.

194
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 289, EN EDESA


GOURIA Y SCHMOUNA
El año seiscientos quince del reinado de Alejandro,
rey de Macedonia; el decimocuarto del reinado de Dio-
cleciano, el octavo de su consulado, el sexto del de Ma-
ximiano, bajo los pretores Aba y Abgar, hijo de
Zoara, bajo el episcopado de Kona, obispo de Ur-
hai10, Diocleciano, el impío, desencadenó una gran
y violenta persecución contra las Iglesias de Cristo
en toda la extensión de su jurisdicción. Sacerdotes y
diáconos fueron severamente castigados, cristianos y
religiosas fueron penosamente hostigados, todos los
cristianos sometidos a oprobios y a suplicios. No ha-
bía paz para aquellos que no podían sustraerse a la
cólera de los perseguidores; éstos los inmolaban a sus
divinidades.
Un edicto imperial se refería a ellos de forma cruel.
Temor y temblor reinaban en la mayoría de los cristianos:
temían que sus cuerpos traicionaran la fe de
Cristo bajo las torturas. Pues la finalidad de los tira-
nos era hacerles renegar de Cristo y reconocer a Zeus.,
el dios mudo; compradores y vendedores debían ren-
dirle sacrificios.
Gouria, un asceta de Sargai, y Schmouna, su com-
pañero, de Ganada, fueron denunciados al juez del
lugar por la solicitud con la cual se consagraban a
aquellos que adoraban a Cristo y a los fieles de los
alrededores. Los dos confesores les decían: «Conser-
vad vuestra fe, hermanos, no temáis las amenazas de

10
Urhai es sinónimo de Edesa.

195
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

los perseguidores, no renegad de Cristo, en cuyas ma-


nos están las almas de todos vosotros; os concederá
su gracia, fuerza y perseverancia frente a los tira-
nos, que se agotarán y volverán a la tierra; todos
sus malvados designios serán anonadados junto con
ellos.
Cuando el gobernador lo supo, les hizo presentarse,
les azotó con vergajos y los metió en la cárcel con
muchos otros cristianos. Entre ellos, unos fueron cruel-
mente golpeados; los otros, martirizados con peines
de hierro; finalmente, fueron puestos en libertad. Los
que no fueron sometidos a las torturas, quedaron
despojados de sus bienes, después libertados. Otros,
cuyo número es difícil predecir, murieron por amor
a Cristo después de crueles tormentos. Merecieron la
corona de los mártires y ganaron el reino de Dios.
Otros hubo que agotaron las fuerzas de sus verdugos
y pudieron volver a sus casas.
Gouria y Schmouna se quedaron solos. Se animaban
mutuamente, se fortificaban y se inflamaban al cono-
cer el número de los confesores de otras regiones,
como, por ejemplo, Epifanio, Pedro y Panfilo, en Palestina;
Timoteo, en Gaza de los Filisteos; Pablo, en
Alejandría; Agapito, en Tesalónica; Hesiquio, en Ni-
comedia; Felipe, en Adrianópolis; Pedro, en Metile-
ne; Hermai y sus compañeros, en Nisibe, que fueron
coronados bajo Heraclio.
El gobernador Misonio, que residía en Edesa, se hizo
llevar a Gouria y Schmouna, los dos mártires, que se
encontraban en prisión, y les dijo:
«Nuestros príncipes los emperadores invencibles han
ordenado que se sacrifique a Zeus, ofreciéndole in-
196
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

cienso y apostatar de vuestro cristianismo, que os


hace equivocaros al alejaros del politeísmo.»
Schmouna: No nos equivocamos, estamos en la
verdad; nuestra vida pertenece a Cristo; es nuestra
vida. Lejos de abandonar a Cristo, nuestro Dios, y
de adorar una imagen de madera, hecha por la mano
de los obreros, artesanos o carpinteros, nosotros no
nos prosternaremos ante un ídolo mudo; su imagen
es un instrumento de error que lleva a la perdición.
No traicionaremos al Dios único, que está en el cie-
lo; no le cambiaremos por una imagen hecha con la
mano de un hombre. Nosotros adoramos a Cristo Dios,
que por su bondad nos ha salvado del error; Él es
nuestra luz, nuestro médico y nuestra vida.
Gobernador: Los reyes han ordenado adorar a los
dioses; es necesario cumplir con su voluntad.
Gouria: Ya has oído que no renegaremos de nues-
tra fe y que no obedeceremos a los hijos de la carne,
que son nuestros semejantes; nosotros cumplimos la
voluntad del Padre, que está en los cielos; Dios Pa-
dre y de su Hijo muy amado, Jesucristo, que ha di-
cho: «Aquel que me confiese delante de los hombres,
le confesaré a mi vez ante mi Padre, que está en los
cielos; pero aquel que me reniegue ante los hombres, le renegaré
a mi vez ante mi Padre, que está en
los cielos.»
Gobernador: ¿No queréis obedecer a los príncipes?
Schmouna y Gouria: Nosotros obedecemos al Rey
de reyes, que está en el cielo, y a su Cristo. No cum-
pliremos lo que es voluntad de pecado.
Gobernador: Si os obstináis, no escaparéis de la

197
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

muerte.
Schmouna: Nosotros no moriremos, como crees, sino
viviremos, según nuestra fe, si cumplimos la voluntad
de Aquel que nos ha creado. Si obedecemos a los prín-
cipes, nos precipitamos en la muerte, como tú dices.
Si Dios nos destruye, nadie podrá devolvernos la vida;
si, por el contrario, tú nos destruyes por orden de tus
príncipes, esperamos que Él nos hará vivir. A Él
pertenecen los dos mundos. A Él sacrificamos nues-
tros cuerpos para que de esta manera se cumpla el
mandamiento del Señor.
Ante estas palabras, el gobernador dio orden a
Avilo para que les encerraran con los sacerdotes y
los diáconos bajo la vigilancia de los soldados.
Pocos días después, Diocleciano llamó a su casa de
Antioquía al gobernador Misiano, de Urhai, y le dio
instrucciones referentes a los sacerdotes y a los cris-
tianos rebeldes.
Cuando regresó, Misiano llamó ante sí a Gouria y
Schmouna con los soldados romanos que les guarda-
ban. Una vez presentes, les dijo:
«Nuestros príncipes os ordenan que sacrifiquéis a
los dioses, quemar incienso y verter vino ante Zeus,
que está ante vuestros ojos. Si os negáis, tengo orden
de poneros sobre una parrilla ardiendo y sobre plan-
chas de hierro ardiente; os haré golpear hasta que
vuestra carne se desprenda de vuestros huesos; os haré desgarrar
con peines de hierro hasta que se vean
vuestros pulmones. Me ordenan que caliente bolas de
plomo y las ponga en vuestras axilas hasta que el
fuego devore vuestro cuerpo. Debo haceros descoyun-
tar hasta arrancaros vuestros brazos. Os haré colgar
198
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

de los pies. Otros suplicios todavía más crueles os


esperan por orden del emperador para que, por las
buenas o por las malas, cumpláis su voluntad.»
Schmouna: Tus tormentos no nos amedrentan. Du-
ran poco y pasan sin dejar huella. Pero nosotros teme-
mos las penas eternas que están reservadas a los im-
píos y a los apóstatas. Nuestro Dios, por cuyo nom-
bre sufrimos, sabrá libertarnos del fuego eterno. Nos
concederá que soportemos las torturas que hacen su-
frir un tiempo, pero desaparecen cuando el alma
abandona el cuerpo. Nos basta un tiempo para sopor-
tar los tormentos de los que nos hablas, con el fin de
escapar del fuego eterno que el Señor reserva a los
renegados, allí donde el gusano no muere, en donde el
fuego no se extingue jamás.
Gobernador: Abandonad ese error y cumplid la vo-
luntad de los príncipes, porque vosotros no tendréis
fuerzas suficientes para resistir las torturas que os es-
peran.
Gouria: No estamos en el error cuando decimos
que vuestros dioses no existen, no caminamos entre
tinieblas como los adoradores de los ídolos. Somos
hijos de la luz y adoramos a Jesús, verdadera luz;
permaneceremos fieles a nuestra fe hasta el final. El
Señor nos asegura que estamos en la verdad, que so-
mos su pueblo u ovejas de su rebaño, del que Él es
verdadero y buen pastor. Ha dado su vida por nos-
otros; nos liberó de la tiranía de Satán, que os exci-
ta contra nosotros y ejerce su poder en vuestras amenazas.
Aquellos que le siguen desde el origen son los
que cumplen su voluntad. Pero para nosotros está es-
crito: «Ño temáis a los que matan el cuerpo, pero no
pueden matar el alma. Temed más bien al que puede
199
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

hacer perecer cuerpo y alma en la gehenna.» Cristo,


nuestro Dios, que reina en lo alto y en lo profundo.
Gobernador: Os he hablado con paciencia, no para
escuchar cómo citáis vuestras Escrituras, sino para
haceros cumplir la voluntad de los príncipes, para
ahorraros los suplicios, y podáis volver a vuestras
casas.
Gouria y Schmouna: Esperamos abandonar este tri-
bunal para ir al verdadero Dios y entrar en nuestra
verdadera mansión, en donde reposan el pobre Lázaro
y Abraham, cerca del Padre, a quien confesamos. No
tenemos en modo alguno la intención de volver a en-
contrar nuestras moradas efímeras, sino que queremos
ir a la mansión que es el fin de todos los vivos.
Gobernador: Ño os quiero ningún mal. Soy pa-
ciente, con el fin de haceros obedecer las órdenes de
los príncipes. Tengo poder sobre vosotros. Me ha sido
ordenado someteros a toda la gama de suplicios.
Schmouna: Una y dos veces has podido convencer-
te de que nuestra palabra es verdadera, porque nues-
tra fe es justicia y revela la verdad. El Señor pide
que nuestra lengua sea: sí, sí, no, no.
Cuando el gobernador vio que eran irreductibles,
ordenó a Leoncio colgar a los confesores por los bra-
zos y descoyuntarlos al mismo tiempo cruelmente.
Permanecieron colgados desde la hora tercera a la
octava. Guardaban silencio en medio de sus tormentos.
Al fin, el gobernador fue sorprendido por su pacien-
cia. Les hizo preguntar por el oficial si estaban dis-
puestos a sacrificar para ser liberados de su suplicio.
El oficial les dijo: «¿Estáis dispuestos a obedecer
200
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

a los príncipes?»
Pero los confesores, incapaces de hablar por las ho-
rribles torturas que les martirizaban, hicieron signo
de que no.
Finalmente, los verdugos acabaron cansadas. El
gobernador les hizo desatar y conducirlos de nuevo a
la prisión, que se llamaba «Sombrío agujero». El ofi-
cial ejecutó la orden. Oscurecieron puertas y venta-
nas con el fin de que los confesores no pudieran ver la
luz. Era el mes de agosto, en pleno verano; no les
llevaban ni pan ni agua.
Al cabo de tres días y tres noches, durante los cua-
les no vieron ni un rayito de luz, abrieron la puerta
del calabozo. Los confesores permanecieron allí los
meses de agosto, septiembre, octubre y hasta media-
dos de noviembre.
El gobernador les hizo comparecer de nuevo, y les
dijo: «Obedeced a los príncipes.»
Gouria y Schmouna: Hemos dicho que nuestra fe
y nuestra palabra eran irreductibles; haz lo que te
ha ordenado el emperador. Tú tienes poder sobre
nuestros cuerpos, pero no sobre nuestras almas.
El gobernador les hizo suspender por los pies. Y
permanecieron así desde la segunda a la quinta hora.
Los romanos que guardaban a Schmouna le dijeron:
«¿Hasta cuándo quieres soportar estas penas terri-
bles? Cumple la voluntad de los príncipes y ellos te
liberarán.» Pero el mártir guardaba silencio.
Schmouna se contentó con rogar: «Te adoro, Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo; sin tu permiso nin-
gún pájaro cae en la red. Diste fuerza a Abraham,
201
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

tu amigo, en sus tribulaciones, y a José, el virtuoso, al que


libraste de la soberana; a Moisés para sopor-
tar los oprobios de su pueblo; a Jefta, para inmolar
a su hija única; a David, al que perseguía el rey
Saúl; a Daniel, a los hijos de la casa de Ananías, a
Babel, a Simón Pedro, al apóstol Pablo, a Esteban, el
mártir, a todos los confesores que han sacrificado
su cuerpo para dar testimonio y vencer al maligno. Tú
sostuviste su lucha hasta que ellos abandonaron el
mundo.
Tú, Señor, dame fuerza para soportar estos tor-
mentos. Tú sabes los sufrimientos que el maligno me
infringe en mi cuerpo para que abandone la verdad
de mi fe y que se extinga mi luz en donde arde el
aceite de Cristo Jesús, tu Hijo, al que adoro.»
El secretario tomó nota de las palabras de Schmou-
na. El gobernador, viendo que el mártir era irreduc-
tible, le hizo desatar y conducir junto con su com-
pañero a la cárcel. Esta orden fue cumplida por el
oficial y sus hombres.
El 15 de noviembre, al segundo canto del gallo, el
gobernador se sentó de nuevo en su tribunal, en la
basílica, frente a las termas de invierno, con todo su
séquito. Hizo llevar candelabros y antorchas. Ordenó
que llevaran ante él a Gouria y Schmouna. Los solda-
dos llevaron a Schmouna, porque no podía caminar:
le habían roto la rótula. Sostenían también a Gouria
a causa de su edad.
El gobernador les dijo: «¿Habéis cambiado de opi-
nión y decidido cumplir la voluntad de los príncipes
con el fin de vivir, ver la luz, volver a vuestras casas,
reuniros con vuestras gentes y vuestros bienes? El
202
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

emperador me ha ordenado: Si no obedecen, no vol-


verán a ver la luz.»
Schmouna: Tú sabes que los hombres son hijos de
Adán, que son polvo y que el Señor les ha condenado
a morir. ¿Cómo puedes llamar a hombres señores del
sol? El sol ha sido creado como ellos, se oscurece y
como ellos desaparece. Es Dios quien lo rige y le hace
aparecer por el Oriente y desaparecer por el Occiden-
te. Nosotros vemos su luz tanto tiempo como el co-
mún Creador lo permite. Esto nos basta si cumplimos
la voluntad divina. Sabemos que hemos de morir de
todas maneras.
Gobernador: Da tregua a tus palabras. Me basta
con dejaros elegir: sacrificad a los dioses y volveréis
a vuestras casas o pereceréis decapitados. Tal es la
orden de los príncipes.
Schmouna: Si haces lo que prometes y si nos per-
mites dejar esta vida por medio de la espada, que
Dios te lo premie; es lo que esperamos desde el prin-
cipio.
Gobernador: Basta ya de bravatas, cumplid la vo-
luntad del emperador, y no pereceréis de una manera
miserable. No tengo intención de condenaros a muer-
te; por eso os he concedido este plazo y os he escu-
chado. No tengo ninguna gana de hacer lo que me
pedís.
Schmouna: Moriremos por el nombre de Jesús,
nuestro Salvador, con el fin de escapar a la segunda
muerte, que sería eterna, y merecer la vida que dura
en las eternidades de las eternidades, en la luz del
reino y la gloria sin ocaso. No valemos más que los
otros confesores, que Simón, que fue crucificado; que
203
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Pablo, que fue decapitado; que Esteban, que fue la-


pidado por los judíos; que Santiago, que fue muerto
por Agripa; que Juan Bautista, que fue víctima de
Herodías la perversa, ni los numerosos mártires que entregaron
sus cuerpos a la mutilación, a la muerte,
por el nombre adorable y santo de Jesucristo.
Gobernador: No os pido la lista de vuestros corre-
ligionarios, sino que sacrifiquéis a los dioses según el
edicto de los príncipes, para escapar de la espada.
Gouria: Somos los más miserables de los hombres.
No merecemos figurar en el número de los justos ni
ser comparados a ellos. Pero las palabras de nuestro
Maestro nos consuelan: «Aquel que pierde la vida por
mi nombre, la encontrará.» Y sabemos, en verdad, que
vengados.
Gobernador; Mirad, no tengo prisa alguna en haceros
decapitar, he renundmlo a haceros sufrir, como el
el emperador me lo ha ordenado. Ahorradme el haceros
torturar para obligaros a obedecer. No tendré piedad
con vosotros.
Gouria y Schmouna: Si no estuviéramos dispues-
to» n soportar todos los tormentos cederíamos. Pero
el juicio de Dios es más temible que el tuyo. Estamos
en tus manos, haz lo que te han ordenado sobre nos-
otros; somos cristianos y adoramos a Cristo; nadie
puede escapar a su juicio, ni siquiera los reyes.
Cuando vieron que el juez estaba dispuesto a con-
denarlos a muerte, se alegraron y dijeron: «Alaban-
zas a Aquel que nos ha juzgado dignos de soportar
todos los tormentos por el nombre de Jesucristo.»
Ante tal cosa, el gobernador quedó tan sorprendi-
204
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

do como estupefacto. Y cruzando las manos, guarda-


da silencio, pensando en lo que debía hacer.
Finalmente les dijo: «Sabéis la paciencia que he te-
nido con vosotros; no voy a desdecirme ni volverme atrás:
moriréis decapitados, como habéis pedido.»
Ordenó al verdugo que trajera diez hombres con
él y que condujera a los confesores a una plaza, en las afueras de
la ciudad, con el fin de no entristecer a
los habitantes. El verdugo hizo lo que le había sido
mandado; salió de la ciudad por la puerta oeste;
encontró una carreta, en la cual hizo subir a los dos
mártires, y, antes del alba, les llevó a una colina, al
norte de Edesa, llamada Bet-Alah-Kikla (plaza del
Dios Kikla).
Cuando hubieron llegado a este lugar, el verdugo
les hizo bajar; los mártires estaban llenos de alegría,
porque había llegado el día de su coronación. Los
confesores pidieron un pequeño espacio de tiempo
para orar. El verdugo les respondió: «Rogad también
por mí, os lo suplico, porque hago el mal a los ojos
de Dios.»
Los dos oraron. Tras ellos estaban el verdugo y los
soldados, que oraban con ellos para implorar la mi-
sericordia de Dios. Cuando hubieron terminado su
oración, dijeron: «Todavía es de noche, y nuestros
hermanos están ausentes; enterrad nuestros cuerpos
y cubridlos como es la costumbre.» Estaban alegres,
porque muy pronto iban a ver el rostro de Cristo, y
decían: «Padre de nuestro Señor Jesucristo, recibe
nuestros espíritus y conserva nuestros cuerpos para la
resurrección.»
Schmouna, vuelto hacia Oriente, se arrodilló y dijo
205
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

al verdugo: «Cumple con tu deber.» El verdugo se


acercó y le mató con la espada.
Gouria, a su vez, vuelto hacia Oriente, le ofreció la
nuca y el verdugo dio un solo golpe.
Los soldados colocaron los cadáveres uno junto a
otro y volvieron a la ciudad. Ya era de día. Se en-
contraron con la muchedumbre que les preguntó dón-
de habían llevado a los confesores. Respondieron:
«A Bet-Alah-Kikla.»
Entre la muchedumbre iba la hija de Schmouna.
Toda la población, hombres y mujeres, recogió los
restos de los mártires y hasta el polvo que había ab-
sorbido su sangre. Muchos de ellos llevaron vestidos
preciosos, perfumes y mirra, según la costumbre; en-
volvieron los cuerpos con lienzos y telas, con la mirra
y los ungüentos aromáticos; los enterraron en un fé-
retro allí mismo, cantando salmos y cánticos. Glorifi-
caron a Dios por la perseverancia de los mártires en
medio de todas las torturas, donde ellos habían per-
manecido fieles a la verdad de su fe.
He aquí los acontecimientos que ocurrieron bajo
Kona, obispo de Arak, como se ha dicho más arriba,
cuando Hymenaio era obispo de Jerusalén, Gayo de
Roma, Theona de Alejandría y Tyano de Antioquía.
Fin de la narración de Schmouna y de Gouria.

206
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 295, CERCA DE CARTAGO


MAXIMILIANO
Bajo el consulado de Túsculo y de Anulino, el cuatro
de los idus de marzo, en Teveste, Fabio Víctor fue lle-
vado ante el tribunal con Maximiliano. El abogado
oficial, Pomeyano, tomó la palabra y dijo: «Fabio
Víctor, recaudador del fisco, está presente con Va-
leriano Maximiliano, hijo de Víctor. Como Maximi-
liano es útil para el servicio, pido que se le mida
la talla.»
El procónsul Dión dijo al conscripto: «Cómo te
llamas?»
Maximiliano: ¿Por qué quieres saber mi nombre?
No me está permitido servir: sol cristiano11.
Procónsul: Que se le talle.
Mientras le tallaban, Maximiliano dijo: «No puedo
prestar servicio; no puedo hacer el mal, soy cris-
tiano.»
Procónsul: Mídasele.
Cuando le midieron, el medidor dijo: «Cinco pies,
diez pulgadas.»
Procónsul: Que se le marque.
Maximiliano se debatía, diciendo: «No quiero; no
puedo prestar servicio.»
Procónsul: Es necesario servir o morir.

11
Estrictamente, el joven cristiano hubiera podido aceptar
ser enrolado, sin renunciar por ello a la fe.

207
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Maximiliano: No seré soldado. Puedes cortarme


la cabeza. No serviré en los ejércitos del mundo. Soy
soldado de mi Dios.
Procónsul: ¿Quién te ha metido esas ideas en la
cabeza?
Maximiliano: Mi conciencia y Aquel que me ha lla-
mado.
El procónsul se dirigió entonces a Víctor, padre del
joven: «Aconséjale tú.»
Víctor: Ya tiene edad para saber lo que se hace.
Procónsul (a Maximiliano): Sé soldado y acepta la
bula de plomo, señal de enrolamiento.
Maximiliano: De nada me sirve vuestro signo. Ya
llevo el de Cristo, mi Dios.
Procónsul: Yo voy a enviarte a reunirte inmedia-
tamente con tu Cristo.
Maximiliano: Es todo cuanto deseo. Eso será mi
mayor gloria.
El procónsul Dión dijo a los hombres que le ser-
vían: «Mareadle.»
Maximiliano respondió, debatiéndose: «No acepto
oí signo de este mundo. Si me lo ponen a la fuerza
me lo arrancaré, pues de nada vale. Soy cristiano.
No puedo llevar al cuello esa bula de plomo, puesto
que llevo el signo de la salvación que he recibido de
mi Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo. Tú no le co-
noces; ha sufrido por nuestra salvación y Dios le entregó por
nuestros pecados. A Él servimos los cris-
tianos. A Él seguimos como guía de vida y el autor
de la salvación.»
208
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Procónsul: Sé soldado y acepta la insignia, de lo


contrario morirás miserablemente.
Maximiliano: No moriré. Mi nombre está ya escrito
en mi Dios. No puedo ser soldado.
Procónsul: Piensa en tu juventud, y sé soldado; es
hermoso para un hombre joven.
Maximiliano: Mi servicio está junto a mi Dios. No
puedo servir al mundo, ya te lo he dicho. Soy cris-
tiano.
Procónsul: En la guardia de honor de nuestros se-
ñores Diocleciano y Maximiliano, Constancio y Máxi-
mo hay soldados cristianos y sirven.
Maximiliano: Eso es asunto suyo. Pero yo soy cris-
tiano y no puedo hacer el mal.
Procónsul: ¿Qué mal hacen los que sirven?
Maximiliano: Tú sabes lo que hacen.
Procónsul: ¡Sé soldado! Morirás si desprecias el
servicio militar.
Maximiliano: Yo no moriré. Y si dejo este mundo,
mi alma vivirá con Cristo, nuestro Señor.
Procónsul: Borrad su nombre.
Una vez borrado el nombre, el procónsul dijo: «En
vista de que por indisciplina te has negado a servir en
los ejércitos, serás castigado con la sentencia legal.
Para que sirva de ejemplo.»
Y leyó su sentencia en la tableta: «Maximiliano,
por indisciplina, ha rechazado el servicio militar. Por
tanto, es condenado a morir decapitado.»

209
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Maximiliano: Gracias a Dios.


Tenía veintiún años, tres meses y dieciocho días.
Fue introducido el centurión Marcelo, y Astasio
Fortunato le dijo: «¿Por qué has despreciado la dis-
ciplina militar, tirado el cinto, el tahalí y la cepa de
viña?»
Marcelo: Ya el 12 de las calendas de agosto, ante
los estandartes de vuestra legión, cuando celebrabais la
fiesta de vuestro emperador, he declarado públicamen-
te en alta voz que era cristiano, que no podía pres-
tar juramento ni servir bajo otros estandartes que
aquellos de Jesucristo, el Hijo de Dios, Padre todopo-
deroso.
Fortunato: Es demasiado grave para que pueda
echar tierra al asunto. Estoy obligado a informar a
los emperadores y a César. Voy a enviarte a Aurelio
Agricolano, mi superior, que reemplaza al prefecto en
el pretorio. Serás confiado a la custodia de Cecilio.
Segundo interrogatorio.
El tres de las calendas de Noviembre, Marcelo com-
pareció en Tánger.
El escribano comenzó: «El centurión Marcelo es
transferido a nuestro tribunal por el prefecto Fortu-
nato. He aauí su expediente. ¿Es necesario leerlo?»
Agricolano aprobó y el escribano comenzó a leer:
"A ti, señor Fortunato...»
Acabada la lectura, Agricolano preguntó: «¿Has
pronunciado esas palabras consignadas en el informe
ilcl prefecto?»
Marcelo: Sí.
210
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

•tgricolano: ¿Eres centurión en servicio ordinario?


Marcelo: Sí.
Agricolano: ¿Qué locura es esa de tirar tus insig-
nias militares y pronunciar palabras semejantes?
Marcelo: No hay locura en aquellos que temen a
Dios.
Agricolano: ¿Has pronunciado todas las palabras
consignadas en el informe?
Marcelo: Sí.
Agricolano: ¿Has tirado tus insignias?
Marcelo: Sí, no es conveniente para un cristiano
que es soldado de Cristo servir en los ejércitos del
mundo.
Agricolano: El caso de Marcelo es de aquellos que
la disciplina militar castiga.
«En vista que Marcelo era del servicio militar ordi-
nario, que se ha confesado culpable de renegar en
público su juramento militar, y además que durante
el proceso ha pronunciado palabras de rebeldía, será,
por orden nuestra, decapitado.»
Y mientras le conducían al lugar del suplicio, Mar-
celo dijo: «Agricolano, que Dios te bendiga.»
De esta forma Marcelo abandonó el mundo, como
mártir glorioso.

211
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

HACIA EL ANO 302,


EN DOROSTORO, MESIA
JULIO
Cuando la persecución, mientras los fieles espera-
ban las recompensas eternas prometidas a los vence-
dores, Julio fue encarcelado por la guardia. Le con-
dujeron ante el gobernador Máximo.
Máximo preguntó: «¿Quién este este hombre?»
El escriba le respondió: «Es un cristiano que se niega a
obedecer las órdenes imperiales.»
Máximo: ¿Cómo te llamas?
Julio: Julio.
Máximo: ¿Qué respondes, Julio? ¿Es verdad lo que dicen
de ti?
Julio: Sí. Soy cristiano. No puedo negarlo.
Máximo: ¿Ignoras las órdenes de nuestros prínci-
pes que mandan sacrificar a los dioses?
Julio: No las ignoro. Pero soy cristiano; me es im-
posible obedecer a los reyes a menos que reniegue del
Dios vivo y verdadero.
Máximo: ¿Qué hay de malo en el ofrecer incienso
y en inmolar?
Julio: No puedo burlar los mandamientos de Dios
y ser infiel para con Él. Durante veintisiete años he
servido los vanos estandartes de vuestras legiones; ja-
más estuve ante el juez a causa de algún crimen o de
cualquier otra acusación. Hice siete campañas, jamás

212
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

huí, jamás fui inferior a los demás, jamás tuvo que


corregirme ningún jefe. ¿Crees que voy a ser infiel a
órdenes más altas, cuando siempre he sido fiel a mis
deberes cotidianos?
Máximo: ¿En qué arma serviste?
Julio: En la milicia. Me he licenciado al llegar la
ancianidad; soy veterano. Siempre adoré al Dios que
hizo el cielo y la tierra. Y todavía hoy le sirvo y quie-
ro servirle.
Máximo: Julio, creo que eres un hombre prudente
y formal. Doblégate ante mis argumentos y sacrifica;
obtendrás una gran cantidad de dinero.
Julio: No haré nada de eso; no quiero merecer el
castigo eterno.
Máximo: Si crees que haces mal, yo me hago res-
ponsable. Te obligaré para que no parezca que lo ha-
ces por tu voluntad. Después podrás regresar tran-
quilamente a tu casa. Se te pagarán los decenios y
nadie te intranquilizará nunca.
Julio: Ni el dinero de Satán ni tus frases capciosas
me harán perder la luz eterna. No puedo renegar de
Dios. Condéname como cristiano.
Máximo: Si no obedeces a los edictos y te niegas
a sacrificar, haré que te corten la cabeza.
Julio: Harás bien. Te suplico, bondadoso señor, que
por la salvación de tus príncipes, cumplas tu propósito.
Condéname y habré logrado el colmo de mis de-
seos.
Máximo: ¡Si no te retractas yo haré que se cum-
plan tus deseos en la medida que ansias!

213
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Julio: Si me es otorgado sufrir de tal manera, mi


gloria será eterna.
Máximo: Oye mi consejo: si sufres por el imperio
y sus leyes, recibirás la gloria eterna.
Julio: Yo sufro a causa de las leyes que son de
Dios.
Máximo: Esas leyes os las ha dado un muerto y un
crucificado. ¡Qué locura! Y tú temes más a un muer-
to que a los príncipes que viven.
Julio: Murió por nuestros pecados, para darnos la
vida eterna. Pero Cristo, que es Dios, permanece siem-
pre. El que le confiesa posee la vida eterna; quien le
reniega alcanza el castigo sin remisión.
Máximo: Me das pena. Permíteme que te dé un
consejo: sacrifica, y vivirás con nosotros.
Julio: Vivir con vosotros es morir; morir ante la
mirada de Dios es vivir eternamente.
Máximo: Oye, sacrifica a los dioses, o de lo con-
trario, como ya he dicho, me veré obligado a darte
muerte.
Julio: He elegido morir en esta ladera de la vida,
con el fin de vivir con los santos en la eternidad.
Máximo pronunció la sentencia: «En vista de que
Julio se niega a obedecer los decretos imperiales, in-
curre en la pena capital.»
Cuando hubo llegado al lugar de la ejecución, todo
el mundo le dio el beso de paz. Julio les decía: «Te-
ned todos conciencia de lo que significa este beso.»
Un soldado cristiano, Isiquio, que también estaba
214
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

encarcelado, dijo al mártir: «Te ruego, Julio, que


termines alegremente tu carrera y tomes posesión de
la corona que Dios promete a aquellos que le confie-
san. Te seguiré. Saluda al servidor de Dios, nuestro
hermano Valención; su valiente confesión le ha per-
mitido reunirse con el Padre.»
Julio dio el beso de paz a Isiquio. Después le dijo:
«Apresúrate, hermano. Aquel a quien quieres que sa-
lude escucha tus palabras.»
Le dieron la tela para que tapara sus ojos, lo hizo
y ofreció la cabeza, diciendo: «Señor Jesucristo, su-
fro por tu nombre. Te suplico que acojas mi alma
entre los santos.» Y el verdugo descargó el golpe.

215
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 303, EN CARTAGO


FÉLIX DE TIBIUCA
En el octavo consulado de Diocleciano y el séptimo
de Maximiano fue promulgado en todo el Imperio un
edicto de los emperadores y cesares. Gobernadores y
magistrados, en las colonias y ciudades de su juris-
dicción, debían confiscar a los obispos y sacerdotes
los libros santos.
El día de las nonas de. junio, el edicto fue promul-
gado en Tibiuca. Precisamente aquel día el obispo
Félix se había ido a Cartago. Magniliano, el edil, hizo
llamar a los más ancianos entre los cristianos. Le
llevaron al sacerdote Aper y los lectores Cirilo y
Vidal.
Magniliano les dijo: «¿Tenéis los libros santos?»
Aper: Sí.
Magniliano: Dádmelos; que los quemen.
Aper: Están en casa del obispo.
Magniliano: ¿Dónde está el obispo?
Aper: No lo sé.
Magniliano: Quedáis detenidos hasta comparecer
ante el procónsul Anulino
Al día siguiente, el obispo Félix volvió a Tibiuca.
Magniliano le citó y le preguntó: «¿Eres tú el obis-
po Félix?»
Félix: Sí.
Magniliano: Tráeme los libros santos y cuantos ar-
216
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

chivos poseas.
Félix: Los tengo, pero no los entregaré.
Magniliano: Ve a buscarlos; es necesario que se
quemen.
Félix: Prefiero que me quemen a mí antes que dejar
que quemen las Santas Escrituras. Pues más vale obe-
decer a Dios que a los hombres.
Magniliano: Los decretos del emperador valen más
que tus palabras.
Félix: Los mandatos de Dios valen más que los de
los hombres.
Magniliano: Te doy tres días para que reflexiones.
Si te niegas a someterte a este edicto en tu ciu-
dad, te llevaré ante el procónsul; darás cuenta de
tus palabras ante su tribunal y allí acabará tu pro-
ceso.
Tres días después, Magniliano hizo comparecer al
obispo Félix y le dijo: «¿Has reflexionado?»
Félix: Mantengo mi negativa y estoy dispuesto a
proclamarlo delante del procónsul.
Magniliano: Pues bien, irás ante el procónsul, y ve-
remos.
Vicente Celsino, decurión de la ciudad, fue encarga-
do de conducir al obispo.
El diez de las calendas de julio, Félix salió de Tibiu-
ca hacia Cartago. Cuando llegó, fue confiado al legado,
quien le hizo encerrar. Al día siguiente, en la amane-
cida, Félix compareció ante el legado.
Legado: ¿Por qué no quieres entregarnos tus inúti-
217
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

les Escrituras?
Félix: Las tengo y las conservaré.
Y el legado le hizo encarcelar en un calabozo sub-
terráneo.
Dieciséis días después, Félix fue sacado de la cár-
cel y le condujeron encadenado ante el procónsul
Anulino. Eran las diez de la noche.
Anulino: ¿Por qué no nos das tus vanas Escri-
turas?
Félix: Jamás las entregaré.
El procónsul le condena a morir por la espada.
Kra en las idas de julio.
El obispo elevó los ojos al cielo y dijo con voz cla-
ra: «Gracias te sean dadas, Señor. Tengo cincuenta
años en este siglo. He conservado la virginidad, he se-
guido el Evangelio, he predicado la fe y la verdad. Se-
ñor, Dios del cielo y de la tierra, Jesucristo, que vives
para siempre, te ofrezco mi garganta para ser sacri-
ficado.»
Cuando hubo terminado su plegaria, los soldados
se lo llevaron y le cortaron la cabeza.
FIIÓ enterrado en la ruta de los Escilitanos, en la
b««íl¡ca de Fausto.

218
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 303, EN EGEA DE CILICIA


CLAUDIO, ASTtRIO Y COMPAÑEROS
Lisias, gobernador de la provincia de Licia, en Egea,
presidía su tribunal. Comenzó diciendo: «Que trai-
gan ante mi tribunal para comparecer ante él a los
cristianos que la guardia ha entregado a los ediles
de la ciudad.»
El escriba Eutalio: Obedeciendo tus órdenes, señor,
los ediles de la ciudad hacen comparecer a los cris-
tianos que han podido ser presos: tres jóvenes her-
manos, dos mujeres con un niño pequeño. Uno de ellos
está en pie ante tu grandeza. ¿Qué ordena tu noble-
za sobre él?
Gobernador Lisias: ¿Cómo te llamas?
El procesado: Claudio.
Lisias: No vayas a perder tu juventud llevado por
tu locura. Acércate y sacrifica a los dioses sin más.
Esta es la orden de Augusto, nuestro príncipe. De esta
manera escaparás a las torturas que te esperan.
Claudio: Mi Dios no necesita sacrificios como los
vuestros. Se complace en las obras de misericordia y
con una vida irreprochable. Vuestros dioses sólo son
impuros demonios. Por eso gustan de vuestros sacrifi-
cios, pues de esta manera pierden para toda la eter-
nidad las almas de quienes les adoran. No conseguirás
que les muestre ningún signo de devoción.
Lisias ordenó que le ataran y que le golpearan con
vergajos: «Este es el único medio de vencer su lo-
cura.»
Claudio: Poco importa que imagines tormentos más
219
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

crueles, no doblegarás mi decisión. Lo que consigues


con ello es preparar a tu alma un castigo sin fin.
Lisias: Nuestros señores, los emperadores, han or-
denado que todos los cristianos sacrifiquen a los dio-
ses; los que se nieguen serán castigados y los que
consientan serán recompensados.
Claudio: Vuestras recompensas duran poco, la con-
fesión de Cristo nos aporta la salvación eterna.
Y entonces el gobernador hizo atar a Claudio al
potro; encendieron fuego bajo sus pies; arrancaron la
carne de sus talones para ponerla ante sus ojos.
Claudio: Ni el fuego ni los tormentos alcanzan a
aquellos que temen a Dios; por el contrario, les ha-
cen ganar la vida eterna, ya que los confesores los so-
portan por el nombre de Cristo.
El gobernador hizo entonces que le desgarraran con
Jos garfios de hierro.
Claudio: Tengo el propósito de demostrarte que de-
liimdes la causa de los demonios. Tus suplicios no me
alcanzan. Pero tú estás en camino de conseguir el fue-
po que no se extingue.
Lisias dijo a los verdugos: «Herid sus costados con
tejos puntiagudos y quemad sus llagas con carbones
inflamados.»
Al fin, Claudio dijo: «Tu fuego y tus torturas sal-
varán mi alma. Sufrir es ganancia para mí a los ojos
de Dios. Y morir por Cristo, mi fortuna.»
Lisias, exasperado, le hizo descolgar del caballete
y conducir de nuevo a la prisión.
El escriba Eutalio: Por tu orden, señor gobernador,
220
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

comparece Asterio, el segundo de los tres hermanos.


Gobernador: Tienes ante ti los suplicios reserva-
dos a los que se obstinan. Créeme: sacrifica a los
dioses.
Asterio: Sólo hay un Dios, el que ha de venir a
juzgarnos. El cielo es su mansión. Con su gran poder
ve lo que es ínfimo. Mis padres me enseñaron a ado-
rarle y a amarle. Pero los que tú adoras y llamas dioses
no existen para mí. Su culto no reposa sobre una ver-
dad, sino sobre una mixtificación; perderá a todos
aquellos que piensan como tú.
Lisias le hizo atar al caballete, y dijo: «Desgarrad
sus costados.» Mientras, decía al mártir: «Créeme
ahora y sacrifica.»
Después del suplicio, Asterio dijo: «Soy hermano
del que hace un momento respondía a tus preguntas.
Sólo tenemos un alma y una fe. Haz lo que quieras.
Mi cuerpo está en tus manos, pero mi alma no.»
Lisias: Atadle los pies, y con los ganchos de hie-
rro trituradle de tal manera que sufra en su cuerpo
y hasta en su misma alma.
Asterio: ¡Pobre loco! ¿Para qué me torturas así?
¿No piensas en las cuentas que tendrás que rendir
ante el Señor?
Lisias: Ponedle carbones ardientes bajo los pies.
Con vergajos y nervios de buey muy duros aradle la
espalda y el vientre a golpes.
Al fin, Asterio añadió: «¡ Pobre ciego! Sólo te pido
una gracia: no dejes parte alguna de mi cuerpo sin
herida.»
221
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Lisias: ¡Que le lleven a la cárcel con los demás!


/El escriba Eutalio: He aquí a Neón, el tercer her-
riíano.
Lisias: Al menos, tú, hijo mío, acércate y sacrifica
a los dioses.
Neón: Si tus dioses tienen algún poder, que se de-
fiendan a sí mismos contra aquellos que se niegan a
reconocerlos; que no se apoyen en ti. Pero si tú eres
su cómplice en el mal, yo valgo más que tú y tus dio-
ses al no obedecerles. Tengo a mi Dios verdadero, que
ha hecho el cielo y la tierra.
Lisias: ¡Rompedle la cabeza y decidle: No blasfe-
mes contra los dioses!
Neón: Decir la verdad, ¿es blasfemar?
Lisias: Descoyuntadle los pies, echadle sobre carbo-
nes ardientes, aradle la espalda a golpes de nervios de
buey.
Cuando los verdugos hubieron acabado su tarea,
Neón se contentó con añadir: «Sé lo que es útil y
provechoso para mi alma. Eso haré, no desistiré.»
Lisias dictó sentencia: «Que el escriba Eutalio y el
verdugo Arquelao conduzcan a los tres hermanos a
las afueras de la ciudad, y allí sean crucificados como
merecen, y que sus cuerpos sean abandonados a las
uves de rapiña.»
Kl escriba Eutalio: Por orden de tu grandeza, se-
ñor, comparece Donina.
Lisias: Ya ves, mujer, las torturas y el fuego que
te esperan. Si no quieres merecerlos, acércate y sacri-
fica a los dioses.
222
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Donina: Para escapar al fuego eterno y a las tortu-


ras que no tienen fin, adoro a Dios y a su Cristo, que
ha hecho el cielo y la tierra y todo cuanto en ellos
se contiene. Vuestros dioses son de piedra y de ma-
dera; son hechos por la mano del hombre.
Lisias.: Desnudadla, extendedla desnuda y flageladr
la todo el cuerpo.
El verdugo Arquelao: Donina ha muerto, por tu
grandeza, señor.
Lisias: Que la echen al río.
El escriba Eutalio: He aquí a Teonila.
Lisias: Ya ves, mujer, el fuego y las torturas que
se preparan para aquellos que se atreven a resistir.
Acércate, pues, y honra a los dioses, sacrifica y esca-
parás a los suplicios.
Teonila: Temo al fuego eterno que pierde alma y
cuerpo, sobre todo los de aquellos que han abandona-
do a Dios para honrar a los ídolos y a los demonios.
Lisias: ¡Golpeadla en pleno rostro!... ¡Echadla
por los suelos!... ¡ Atadla los pies!... ¡ Torturadla
violentamente!...
Cumplieron sus órdenes.
Teonila: Es asunto tuyo que trates así a una mu-
jer libre y extranjera. Pero no escaparás por eso a la
mirada de Dios.
Lisias: Colgadla del pelo y golpeadla.
Teonila: ¿No te basta con haberme desnudado? No
ultrajas sólo a mi persona; insultas en mí a tu ma-
dre y a tu mujer. Todas las mujeres son de la misma
223
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

naturaleza.
Lisias: ¿Estás casada o viuda?
Teonila: Hoy hace veintitrés años que soy viuda.
Permanecí viuda para honrar a Dios con ayunos, vi-
gilias y oración desde que abandoné a los ídolos im-
puros y conocido a Dios.
Lisias: Afeitadla la cabeza con una navaja afilada,
para que aprenda a avergonzarse. Ponedla un cinto
de espinos, descoyuntadla por las cuatro extremidades
y golpead no sólo su espalda, sino todo el cuerpo.
¡Echadla carbones encendidos sobre el vientre y que
muera así!
El escriba y el verdugo: Señor, ya ha muerto.
Lisias: Poned su cuerpo en un saco, atadlo bien y
echadlo al agua.
El escriba y el verdugo: Las órdenes de tu eminen-
cia referentes a los cuerpos de los cristianos han sido
cumplidas.
El martirio de estos santos tuvo lugar en Egea, ba-
jo el gobernador Lisias, diez días antes dé las calen-
das de septiembre, bajo el consulado de Augusto y
Aristóbulo.
Por las pasiones de los santos, honor y gloria a
Di 13.

224
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 303, EN CESÁREA


DE PALESTINA
PROCOPI O
Procopio fue el primer mártir de Palestina. Era
un hombre de rara virtud. Mucho antes de su marti-
rio había, desde su infancia, conservado la castidad
y practicado todas las virtudes. Su cuerpo estaba tan
enjuto que se le hubiera podido creer sin vida; pero
su alma estaba nutrida con las palabras divinas hasta
el punto que parecía el único sostén del cuerpo. Se
alimentaba de pan y agua, y sólo los comía dos o tres
días, y algunas veces se contentaba con una sola co-
.nida a la semana. Su contemplación era tan profun-
da, que se prolongaba día y noche.
Adelantaba a todos los demás con la pureza de su
vida y con la perfección de. sus virtudes. Junto al co-
nocimiento de las divinas Escrituras, poseía una ex-
cepcional cultura humana.
Había nacido en Jerusalén, pero vivía en la ciudad
de Escitopolis. Tenía tres cargos en las iglesias: era
lector de la Escritura, traductor en siríaco del texto griego de la
Biblia y, en fin, se distinguía por el ex-
traordinario poder para expulsar a los demonios.
Cuando un día iba junto con sus colegas de Esci-
topolis a Cesárea de Palestina, fue preso a las puer-
tas de la ciudad y conducido directamente ante el
gobernador Flaviano. Este le solicitó para que sacrifi-
cara a los dioses. Pero Procopio le respondió: «Sólo
existe el Dios que ha creado el universo.»
El gobernador quedó sorprendido ante estas pala-
225
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

bras. Cambiando de tema, pidió a Procopio que ofre-


ciera incienso a los emperadores, que en aquel enton-
ces eran cuatro. El mártir se contentó con citar, rien-
do, los versos de Hornero:
No es bueno tener tantos señores;
que haya un sólo señor, un sólo rey.
Al escuchar estas palabras, que parecían poco res-
petuosas para con los emperadores, el gobernador dic-
tó la pena capital. Y Procopio fue decapitado allí
mismo. Y con alegría hizo el breve viaje al cielo.
Este fue el primer mártir de Cesárea.
Era el día 7 del mes de julio, el primer año de la
persecución, bajo el reinado de Jesucristo. ¡A Él la
gloria y el honor en los siglos de los siglos! Amén.

226
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 304, EN CARTAGO


HECHOS DE LOS SANTOS SATURNINO,
DATIVO Y VARIOS MÁS
Aquí comienzan la confesión, y los hechos de
los mártires Saturnino, sacerdote; Félix, Dati-
vo, Ampelio y aquellos cuyos nombres se lee
más abajo. Hjn confesado al Señor, en Carta-
go, el 11 de febrero, bajo el procónsul de África
Anulino, a causa de las reuniones litúrgicas y
de las Escrituras del Señor. Después derrama-
ron su bienaventurada sangre en diversos luga-
res y diferentes días en defensa de su fe.
Bajo el reinado de Diocleciano y de Maximiano, el
diablo dirigió contra los cristianos una nueva guerra.
Buscaba, para hacerlos quemar, los divinos sacra-
mentos del Señor, las Santas Escrituras; destrozaba
las iglesias cristianas y prohibía las celebraciones li-
túrgicas y las reuniones sagradas. Pero la mesnada
del Señor no pudo soportar órdenes tan injustas; sin-
tió horror de estas prohibiciones sacrilegas; se armó con las
armas de la fe y salió al combate, no tanto
para luchar contra los hombres como contra el demo-
nio. Algunos cayeron y renegaron de su fe, entregan-
do a los paganos, para que éstos las quemaran, las
Escrituras del Señor y los divinos Testamentos; la
mayor parte resistió con valor y derramó generosa-
mente su sangre para defenderlos.
Estos, llenos de Dios que les inspiraba, triunfaron
del demonio y le destrozaron. Con sus sufrimientos
conquistaron la palma de los mártires y escribieron
contra sus denunciantes y sus cómplices la sentencia
con la cual la Iglesia los expulsaba de su comunión.
227
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

No era posible que la Iglesia de Dios cobijara al mis-


mo tiempo mártires y traidores.
Por todas partes, legiones innumerables de confe-
sores acudieron a la lucha. Allí donde encontraban un
adversario, le oponían las armas del Señor.
Cuando el clarín de guerra resonó en la ciudad de
Abitene, en la casa de Octavio Félix, los gloriosos már-
tires alzaron la bandera de Cristo, su Señor. Celebra-
ron allí, como de costumbre, el misterio eucarístico
cuando fueron presos por los magistrados de la colo-
nia, asistidos por gente de la guardia. Allí estaban el
sacerdote Saturnino con sus cuatro hijos: Saturnino
el joven, Félix, los dos lectores, María, virgen consa-
grada, y el pequeño Hilarión. Después el senador Da-
tivo, Félix, otro Félix, Emérito, Ampelio, Rogaciano,
Quinto, Maximiano, Tecla, Rogaciano, Rogado, Enero,
Casiano, Victoriano, Vicente, Celiano, Restituía, Pri-
ma, Eva, Rogaciano, Givalio, Rogado, Pomponia, Se-
gunda, Enera, Saturnina, Martín, Danto, Félix, Mar-
garita, Mayoría, Honorata, Regióla, Victorio, Pelesio,
Fausto, Daciano, Matrona, Cecilia, Victoria, Heraclina,
Segunda, otra Matrona, Enera. Todos ellos fueron
presos y conducidos al foro.
Dativo, a quien sus padres habían engendrado para
que un día llevara la toga blanca de los senado-
res en la corte celestial, abría la marcha de este com-
bate.
Saturnino le seguía, escoltado por sus cuatro hijos,
que le servían de murallas. Dos de ellos compartirían
el martirio, los otros conservarían en la Iglesia su
nombre y su memoria. La tropa del Señor les seguía;
la luz deslumbradora de sus armas irradiaba: el es-
228
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

cudo de la fe, la coraza de la justicia, el casco de la


salvación y la espada de dos filos de la palabra santa.
Invencibles con tales armas, daban a los hermanos la
confianza en la próxima victoria.
El cortejo entró en el foro. Allí tuvieron su primer
combate; según confesaron los mismos magistrados,
fueron los vencedores. Ya había luchado el cielo sobre
ese mismo foro por las Escrituras del Señor. En efec-
to, el obispo Fundano acababa de entregar los libros
santos, los habían arrojado al fuego, cuando de pronto
comenzó a llover en un cielo sin nubes y el fuego se
apagó, mientras que el granizo y la tempestad se des-
encadenaban por toda la región y la devastaban, res-
petando las Escrituras.
Fue, pues, en la ciudad de Abitene donde los már-
tires comenzaron a llevar las tan deseadas cadenas.
Fueron conducidos a Cartago; estaban alegres y feli-
ces. Durante todo el camino cantaron los himnos del
Señor. Comparecieron ante el procónsul Anulino. Su
valor se redoblaba a medida que los asaltos del demo-
nio se hacían más violentos. Para arrebatarles la con-
fortación de su ayuda mutua, les hicieron comparecer
aisladamente.
He aquí las propias palabras de los mártires: dan
cuenta de la desvergüenza de los ataques, la paciencia
de los hermanos en medio de las torturas y durante su
confesión, así como también del poder de la gracia de
Cristo y Señor.
El oficial les presentó al procónsul: «Estos, los
cristianos enviados por los magistrados de Abitene;
están acusados de reunirse para la celebración de sus
misterios.»
229
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

En primer lugar, el procónsul interrogó a Dativo.


Le preguntó su condición y si había tomado parte en
una asamblea litúrgica. Dativo se declara cristiano y
reconoce haber asistido a las reuniones. Inmediata-
mente extendieron a Dativo sobre el potro y los ver-
dugos se aprestaron a desgarrar el cuerpo con los
peines de hierro; y pusieron en su tarea una prisa
febril; los costados están ya al desnudo y los esbirros
cogen las uñas de hierro, cuando en ese instante Te-
cla, abriéndose paso entre la muchedumbre y desafian-
do el sufrimiento, dice: «También nosotros somos
cristianos; hemos asistido a las asambleas.»
El procónsul se encolerizó como si hubiera sido al-
canzado por la punta de una espada. El mártir es
molido a palos, puesto sobre el potro, en donde las
uñas de hierro hacen volar trozos de carne. Tecla
oraba en medio de sus tormentos y cantaba al Señor
su acción de gracias.
«¡Gracias a ti, Dios mío! ¡Cristo, Hijo de Dios,
por tu nombre, salva a tus servidores! »
Mientras oraba, el procónsul le pregunta: «¿Quién
te ha ayudado a organizar esas asambleas?» Los ver-
dugos redoblan su afán. Tecla responde claramente:
«El sacerdote Saturnino y todos nosotros.»
¡Oh generoso mártir! ¡Concedes a todos el primer rango
en el martirio! No nombra al sacerdote sin
nombrar también a los hermanos, sino que al sacerdote
une los hermanos en una confesión común.
El procónsul hizo que les mostraran a Saturnino.
Tecla se lo enseña. No traicionaba, puesto que Satur-
nino estaba a su lado; como él mismo, Tecla comba-
tía contra el demonio. Quería demostrar al procónsul
230
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

que se trataba de una reunión litúrgica, puesto que


allí, con ellos, había un sacerdote.
Pero el mártir unía sus plegarias a su sangre; fiel
a los preceptos del Evangelio, oraba por aquellos que
desgarraban su cuerpo. Durante las torturas y en
medio de los peores sufrimientos, no cesó ni de hablar
ni de orar: «Desgraciados, actuáis injustamente, ofen-
déis a Dios.»
—Altísimo Dios, no les imputes este pecado.
— ¡Pecáis, desgraciados! Desafiáis a Dios. Observad
los mandamientos del Altísimo. Obráis injustamente.
Desgarráis a los inocentes. ¡No somos asesinos, no
hemos cometido fraude alguno!
—Dios mío, ten piedad. Te doy gracias, Señor. Por
amor de tu nombre, dame fuerzas para sufrir. Libera
a tus servidores de la cautividad de este mundo. Te
doy gracias. Jamás podré darte todas las gracias que
debo.
Y como la sangre fluía más abundantemente de sus
flancos desgarrados por las uñas de hierro, el procón-
sul le dijo: «Vas a comenzar a sentir los sufrimientos
que os están reservados.»
Tecla respondió: «¡Pero para mayor gloria! Doy
gracias al Dios de los reinos. Ya está aquí el reino
eterno, el reino incorruptible.»
«Señor, Jesucristo, somos cristianos, somos tus
servidores. Eres nuestra esperanza, eres la esperanza de
los cristianos. Santísimo Dios, Altísimo, Todopo-
deroso. Te alabamos por tu nombre, Señor Todopo-
deroso.»
Mientras oraba, el juez, portavoz del demonio, le
231
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

dijo: «¡Más te hubiera valido observar las órdenes


de los emperadores y de los cesares!»
Su cuerpo se agotaba, pero su alma permanecía va-
lerosa; respondió: «Sólo cumplo la ley que Dios me
ha dado. Es la que respeto, por ella muero y en ella
expiro; no hay otra ley.» Estas respuestas torturaban
en verdad al procónsul. Su furor feroz saciado, dijo:
« ¡ Cesad!»
Tecla fue conducido a la cárcel y reservado a prue-
bas más dignas de él.
Le llegó el turno a Dativo. Había permanecido so-
bre el potro, desde donde pudo asistir al combate glo-
rioso de Tecla. No cesaba de repetir: «Soy cristiano.»
Declaraba en voz alta haber asistido a las asambleas
cristianas, cuando vio que de entre la muchedumbre
salía Fortunancio, hermano de la mártir! Victoria.
Era un personaje, llevaba toga; en aquel entonces es-
taba todavía muy lejos de la religión cristiana. Insul-
tó al mártir sobre el potro: «He aquí al hombre que
s<! aprovechó de la ausencia de mi padre, señor, cuan-
do estudiábamos aquí; ha seducido a mi hermana
Victoria y la condujo desde esta espléndida ciudad
de Cartago a la colonia de Abitene, así como a Se-
gunda y Restituía. Sólo eiltró en nuestra casa para
corromper el espíritu de algunas muchachas.»
La gloriosa Victoria se indignó por estas acusacio-
nes mentirosas contra el senador. Y con la libertad
de una cristiana, dijo: «Nadie influyó en mi marcha;
por otra parte, no fui a Abitene con Dativo. Podéis
interrogar a las gentes de la ciudad. Todo cuanto hi-
ce lo hice por iniciativa propia y con plena libertad.
Sí, he participado en las reuniones litúrgicas, porque
232
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

soy cristiana.»
Fortunancio siguió insultando al senador. Desde lo
alto del potro, el mártir refutaba todas sus acusacio-
nes. Anulino ordenó que volvieran a coger las uñas
de hierro. Los verdugos descarnaron los costados del
mártir y cogieron los garfios. Sus manos volaban más
rápidas que las órdenes; desgarraban la piel, llega-
ban hasta las entrañas, ponían al desnudo el cora-
zón. El mártir permanecía impávido y sosegado; los
miembros se rompían, saltaban las entrañas, las cos-
tillas volaban astilladas, su corazón permanecía in-
tacto y sin tocar. Recordaba que en otro tiempo había
ocupado el cargo de senador en la ciudad, y mientras
le golpeaban brutalmente, dirigía al Señor esta ple-
garia : «¡ Oh! Cristo, Señor, que no sea confundido.»
Y el Señor escuchó su oración.
Finalmente, el procónsul, turbado, dijo: «¡Cesad!»
Y los verdugos se detuvieron. No era justo que el
mártir fuera torturado por una causa que se refería
tan sólo a Victoria.
Un abogado, Pompeyano, hizo entonces su apari-
ción en escena y presentó contra el mártir infames
acusaciones. Pero Dativo le respondió con desprecio:
«¿Por qué ejecutas las órdenes del demonio? ¿Qué
intentas todavía contra los mártires de Cristo?» Es-
tas palabras le cerraron la boca.
Prosiguieron la tortura. Esta vez le interrogaron
sobre su participación en las asambleas cristianas.
Dativo respondió que había llegado durante la cele-
bración de los misterios y que se había unido a sus hermanos:
«Pero la reunión—añadió—no fue orga-
nizada por uno solo.»
233
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

El procónsul, furioso, hizo redoblar la tortura, y


una vez más fue sometido a las uñas de hierro. Pero
en medio de sus más crueles llagas, repetía sin cesar
la misma plegaria: «Te ruego, Cristo, no ser confun-
dido... ¿Qué hice yo? Saturnino es nuestro sacerdote.»
Después que Dativo hubo sufrido toda la gama de
tormentos inventados por el magistrado y ejecutados
por los verdugos, hicieron comparecer a Saturnino.
Este, anonadado en Dios, no había prestado atención
a los tormentos de sus hermanos. Ahora los iba a com-
partir.
El procónsul le dijo: «Has contravenido los edic-
tos de nuestros emperadores y cesares, reuniendo a
esas gentes.»
Saturnino: Nosotros hemos celebrado en paz los di-
vinos misterios.
Procónsul: ¿Por qué?
Saturnino: Porque no está permitido suspender
las celebraciones litúrgicas.
Al escuchar estas palabras, el procónsul le hizo
colgar de un potro frente a Dativo. Este asistía, como
«úsente, al desmigajamiento de su cuerpo y oraba al
Señor: «Ayúdame, te lo ruego, Señor; ten piedad.
Guarda mi alma, guarda mi espíritu, que no sea con-
íumlido. Te ruego, Cristo, que me des fuerza para
sufrir.»
El procónsul dijo a Dativo: «Eras miembro de esta
maravillosa ciudad; tu deber era conducir a los de-
más hacia mejores sentimientos en lugar de desobe-
decer las órdenes de los emperadores y cesares.»
Dativo se contentaba con decir: «Yo soy cristiano.» Con
234
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

estas simples palabras, el diablo fue venci-


do. «Cesad»—dijo el procónsul—, y llevaron al mártir
a la prisión.
Saturnino, extendido sobre el potro, estaba envuel-
to por la sangre de los mártires; de ella sacaba un
nuevo vigor para su fuerza.
El procónsul le preguntó si era el organizador de
la reunión.
Saturnino: Yo estaba allí—dijo simplemente.
Un hombre saltó, presto al combate; era el lector
Emérito: «Yo soy el responsable; la reunión tuvo lu-
gar en mi casa.»
Pero el procónsul, que había gustado numerosas de-
rrotas, no quiso oir a Emérito, y continuó dirigién-
dose al sacerdote: «Saturnino, ¿por qué obras contra
las órdenes de los emperadores?»
Saturnino: Nosotros no podemos omitir la celebra-
ción del domingo, es nuestra ley.
Procónsul: No debías haber desafiado a la prohibi-
ción, sino someterte a las órdenes de nuestros empe-
radores.
La tortura comienza, los verdugos se encarnizan so-
bre el cuerpo del anciano: los nervios son desgarra-
dos, el vientre abierto, los huesos descarnados, y la
muchedumbre contempla la carne que fluye. El sa-
cerdote, al vez cuan lentas eran las torturas, teme que
su alma escape antes del fin: «Te ruego, Cristo, li-
bérame. Te doy gracias, Dios; ordena que sea deca-
pitado, ¡Te ruego, Cristo, que te apiades de mí! ¡Hi-
jo de Dios, ven en mi ayuda!»
Por su lado, el procónsul decía: «¿Por qué has
235
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

desobedecido el edicto?»
Y el sacerdote: «La ley ordena..., lo pide.»
¡Qué admirable y elocuente respuesta por parte de este
sacerdote doctor! Hasta en sus tormentos, el
sacerdote sigue predicando la ley por la que sufre.
«Cesad»—dijo el procónsul—. E hizo que el sacerdo-
te fuera conducido a la cárcel.
Le tocó entonces el turno a Emérito.
Procónsul: En tu casa se celebraron asambleas pro-
hibidas—le dijo.
Emérito: Sí, hemos celebrado el día del Señor.
Procónsul: ¿Por qué les has permitido entrar?
Emérito: Son mis hermanos, no podía prohibírselo.
Procónsul: Debiste hacerlo.
Emérita: No podía; no podemos vivir sin celebrar
la cena del Señor.
Le extendieron sobre el potro y le sometieron a la
tortura. Emérito, en medio de sus tormentos, oraba:
«Te ruego, Cristo, que vengas en mi ayuda. ¡Obráis
contra el mandato de Dios, desgraciados!»
El procónsul le interrumpió: «No tenías por qué
acoger a esas gentes.»
Emérito: Yo no puedo dejar de recibir a mis her-
manos.
Procónsul: Las órdenes del emperador valen más
que cualquier otra cosa.
Emérito: Dios es más grande que los emperado-
res... ¡Oh Cristo, te suplico: recibe mis alabanzas;
236
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Cristo, Señor, dame fuerzas para sufrir!


Mientras oraba así, el procónsul le interrumpió, di-
ciendo: «¿Tienes Escrituras en tu casa?»
Emérito: Las poseo, pero en mi corazón.
Procónsul: ¿Las tienes en tu casa, sí o no?
Emérito: Las llevo en mi corazón... Cristo, te supli-
co, recibe mis alabanzas. Libérame; oh Cristo; yo
sufro por tu nombre. El sufrimiento dura poco; sufro con toda
mi libertad. Cristo, Señor, que no sea con-
fundido.
¡Oh mártir; como el Apóstol, tú posees la ley del
Señor, no escrita con tinta, sino por el Espíritu de
Dios vivo; no sobre piedras, sino sobre la carne de
tu corazón! Para proteger la ley divina contra las
traiciones y las profanaciones, tú la conservabas como
un secreto en tu corazón.
Procónsul: ¡Cesad!—dijo. Y dictó el proceso ver-
bal de los primeros interrogatorios; después añadió—:
Conforme con vuestras confesiones, recibiréis todo el
castigo que habéis merecido.
La rabia feroz del tirano parecía menguar, cuando
un cristiano llamado Félix, que iba a realizar en los
tormentos la verdad de su nombre12, se ofreció al
combate.
El ejército del Señor estaba allí, unido e invenci-
ble. El tirano estaba aterrado.

12
Juego de palabras sobre el nombre, que significa bien-
aventurado,

237
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

«Espero—dijo a Félix—que obedecerás, con el fin


de conservar la vida.»
Los confesores del Señor le respondieron unánime-
mente: «Somos cristianos. Sólo obedecemos la ley
del Señor y la guardaremos hasta el derramamiento
de nuestra sangre.»
Confundido por esta respuesta, el procónsul dijo a
Félix: «No te pregunto si eres cristiano, sino si to-
maste parte en las asambleas y si posees las Escri-
turas.»
Pregunta estúpida y ridicula. No se quiere saber si
el acusado es cristiano, pero sí si tomó parte en las
reuniones. Como si se pudiera ser cristiano y no tomar parte en
las celebraciones eucarísticas, o tomar
parte en las reuniones sin ser cristiano. ¿Es que Sa-
tán lo ignora?
El mártir respondió: «Sí, hemos celebrado los glo-
riosos misterios y nos hemos reunido los domingos
para leer las Santas Escrituras.»
Asombrado por esta respuesta, Anulino hizo flage-
lar a Félix. El mártir murió durante el suplicio y fue
a reunirse con el coro celestial.
Le sucedió otro Félix, semejante al primero, tanto
por el nombre como por la fe. Padeció el mismo su-
plicio y mostró el mismo valor; como si hubiera sido
destrozado por los golpes, murió durante los tormen-
tos que le fueron aplicados.
Después le llegó el turno a Ampelio, que era lec-
tor y estaba encargado de la custodia de las Santas
Escrituras. Cuando el procónsul le preguntó si había
asistido a las reuniones, él respondió, alegre y tran-
238
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

quilo: «Con todos mis hermanos. Asistí a las reunio-


nes, he celebrado el día del Señor, llevo las Escri-
turas conmigo, pero grabadas en mi corazón... ¡Oh
Cristo, te alabo; oh Cristo, acógeme en tu seno! »
Pero le golpearon violentamente en la cabeza. Le
condujeron después a la cárcel, en donde se reunió
con sus hermanos, y penetró en ella como en la mo-
rada del Señor.
Rogaciano le sustituyó. Confesó el nombre del Se-
ñor, y fue conducido a la prisión, pero no fue fla-
gelado.
Les siguió Quinto. Confesó de forma magnífica el
nombre del Señor. Fue golpeado con vergajos; des-
pués, conducido a la cárcel, reservado para otro marti-
rio más digno de él.
Maximiniano llegó después, y fue noble émulo de
los precedentes. Después otro Félix, más joven, que
proclamó los misterios que eran esperanza y luz de
los cristianos. Como todos los demás, fue flagelado. Se
contentó con decir: «He celebrado con devoción el
día del Señor; estuve en las reuniones junto con mis
hermanos, porque soy cristiano.»
Le enviaron a la cárcel junto con los otros.
El joven Saturnino, el hijo del sacerdote del mis-
mo nombre, se presentó con decisión; estaba impa-
ciente por rivalizar en valor con su padre.
Procónsul: ¿Estabas en las reuniones?—le pregun-
tó, furioso.
Saturnino: Soy cristiano.
Procónsul: No es eso lo que te pregunto. ¿Estabas
239
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

en las reuniones litúrgicas?


Saturnino: Sí, porque Cristo es mi Salvador.
Al oír hablar del Salvador, Anulino se encolerizó e
hizo que el hijo fuera atado al potro en donde lo
había sido el padre.
Procónsul: ¡Confiesa! ¿Te das cuenta dónde estás?
¿Tienes tú las Escrituras?
Saturnino: Soy cristiano.
Procónsul: Te pregunto si estabas en las reuniones
y si tienes las Escrituras.
Saturnino: Soy cristiano. El nombre de Cristo es el
único por medio del cual podemos ser salvados.
Fuera de sí como un demonio, el procónsul dijo:
«Puesto que te obstinas, serás sometido a los tormen-
tos. Una vez más: ¿Tienes las Escrituras?—Después,
Volviéndose hacia el verdugo, dijo—: Comienza.
La sangre del hijo, sobre los garfios, se mezclaba
con la del padre, y los verdugos, agotados por el padre, se
encarnizaron todavía más sobre el cuerpo
joven.
El hijo, como fortalecido por la mezcla de las dos
sangres, pareció cobrar nuevo vigor y ser insensible
a los tormentos: «Sí, tengo las divinas Escrituras
—dijo—, pero en mi corazón... Te ruego, Cristo, que
me des fuerzas para sufrir; en Ti tengo puesta mi
esperanza.»
El procónsul le volvió a preguntar: «¿Por qué has
desobedecido el edicto?»
Saturnino: Porque soy cristiano.
240
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Procónsul: Cesad—dijo.
Y el hijo fue a reunirse con el padre.
Comenzaba a anochecer; reinaba cierto cansancio,
tanto entre los verdugos como en aquel juez cruel.
El procónsul acabó por dirigirse al grupo de los de-
más cristianos, que todavía no habían sido interro-
gados: «Ya veis lo que han sufrido—les dijo—los
que se obstinaron y lo que espera a los que persisten
en su fe. Aquel de entre vosotros que quiera indulgen-
cia y salvar su vida, basta con que confiese.»
Pero todos los mártires dijeron: «Somos cristianos.»
Desolado, el procónsul les hizo conducir de nuevo a
la prisión.
Las mujeres y las vírgenes, siempre dispuestas al
sacrificio y a entregarse a Dios, no se vieron privadas de
los honores de este combate. Todos, con la ayuda de Cristo,
combatieron con Victoria, y, co moLilla y con ella, fueron
victoriosas. Victoria, la más santa de las mujeres, la flor de las
vírgenes, el honor y la gloria de los confesores, era una mujer de
gran estirpe; pero todavía era mayor por su fe, por su piedad,
por la pureza de sus costumbres. Era seductora a causa de su
gran belleza, pero su alma era todavía más deslumbrante que su
cuerpo, y mucho
más bella cuanto era más casta y más santa. Victo-
ria gozaba con ganar por el martirio la segunda pre-
ciada palma tan deseada.
Desde su infancia había sobresalido por su pure-
za; desde sus años jóvenes se mostraba austera y
grave. Llegada a la edad adulta, rechazó el matrimo-
nio que sus padres querían imponerle; huyó por la
ventana casi llegada la hora de los esponsales, se ocul-

241
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

tó en una gruta y entregó su virginidad a Dios para


siempre.
El procónsul le preguntó cuál era su fe. Ella res-
pondió: «Soy cristiana.»
Su hermano Fortunancio intentó que la considera-
ran como loca. Victoria replicó: «Esta es mi con-
vicción: no he cambiado nunca.»
Procónsul: ¿Quieres volver con tu hermano Fortu-
nancio?
Victoria: Jamás; soy cristiana; mis hermanos son
los que guardan los mandamientos de Dios.
Anulino se olvidó de que era juez; trató de ha-
blarle como si se tratara de un niño: «Reflexiona;
ya ves que tu hermano quiere salvarte.»
La mártir respondió: «Tengo mis convicciones pro-
pias, no he cambiado nunca. Tomé parte en las re-
uniones con mis hermanos, he celebrado el día del
Señor porque soy cristiana.»
Furioso el procónsul, la envió a la cárcel con los de-
más, con el fin de reservarla para la pasión del Señor.
Quedaba todavía Hilariano, uno de los hijos de Sa-
turnino, el sacerdote. Su amor a Dios trascendía a su edad.
Aspiraba a compartir las tribulaciones de su pa-
dre y de sus hermanos. Desafiaba la crueldad del ti-
rano, sin dejarse impresionar por ella.
El juez le preguntó: «¿Seguiste a tu padre y a tus
hermanos?»
El niño, casi gritando para hacerse oír, respondió:
«Soy cristiano; he participado libremente en las re-
uniones con mi padre y con mis hermanos.»
242
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

El insensato procónsul quería intimidar al niño:


«Voy a hacer que te corten los cabellos, la nariz y las
orejas»—le dijo.
Hilariano: Haz lo que mejor te parezca; yo soy
cristiano.
El niño fue enviado a la cárcel, a su vez. Feliz, Hi-
lariano, dijo: «Gracias a Dios.»
Así se acaba el gran combate, de esta manera fue
vencido el demonio, de esta forma los mártires de
Cristo obtienen juntos, con su pasión, los gozos de la
gloria eterna.

243
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 304, EN SALÓNICA


ÁGAPE, IRENE, QUIONIA
El gobernador Dulció presidía su tribunal.
El escribano Artemisia: Por orden tuya leeré a tu
excelencia el informe oficial del oficial de la guardia
sobre los acusados aquí presentes.
Gobernador Dulció: Lee.
El escribano lee el informe según el protocolo: «Yo,
Casandro, beneficiado, a ti, mi señor. Sabe, señor,
que Agatón, Irene, Ágape, Quionia, Casia, Felipa y
Eutiquia se han negado a comer víctimas inmoladas
a los ídolos. Por eso las hice llevar ante tu excelen-
cia.»
El gobernador dijo a los acusados: «¿Qué es esa
locura de negarse a obedecer las órdenes de nuestros
emperadores y cesares, que son los muy amados de
Dios?»
Y volviéndose hacia Agatón: «¿Por qué no has to-
mado parte en los sacrificios como los que honran a
los dioses?»
A galón: Porque soy cristiano.
Gobernador: ¿Todavía persistes hoy en esa resolu-
ción?
.•Igatón: Sí.
Gobernador: Y tú, Ágape, ¿qué dices?
Ágape: Yo creo en el Dios vivo y no quiero traicio-
n«r mi conciencia.
Gobernador: Y tú, Irene, ¿por qué no obedeciste las
244
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

órdenes de nuestros soberanos, los emperadores y ce-


sares'.''
Irene: Por temor de Dios.
Gobernador: Y tú, Quionia, ¿qué dices?
Quionia: Yo creo en el Dios vivo, y me niego a
hacer lo que pides.
Gobernador: Y tú, Casia, ¿qué dices?
Casia: Yo quiero salvar mi alma.
Gobernador: ¿No quieres entonces tomar parte en
los sacrificios?
Casia: No.
Gobernador: Y tú, Felipe, ¿qué dices?
Felipe: Yo digo lo mismo.
Gobernador: Es decir...
Felipe: Prefiero morir antes que comer carne sacri-
ficada.
Gobernador: ¿Y tú, Eutiquia?
Eutiquia: Yo digo lo mismo, que prefiero morir.
Gobernador: ¿Eres casada?
Eutiquia: Mi marido murió.
Gobernador: ¿Cuánto tiempo hace?
Eutiquia: Siete meses, aproximadamente.
Gobernador: ¿De quién estás embarazada?
Eutiquia: Del marido que me dio Dios.
Gobernador: Te aconsejo, Eutiquia, que abandones esa

245
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

locura y que escuches al buen sentido. ¿Qué di-


ces? ¿Quieres obedecer el edicto imperial?
Eutiquia: Yo no obedezco; soy cristiana. Soy la
sierva de Dios todopoderoso.
Gobernador: Puesto que Eutiquia está encinta, per-
manecerá en la prisión por algún tiempo. Y tú, Ága-
pe, ¿qué dices? ¿Quieres hacer lo mismo que nos-
otros, y sacrificar a los soberanos emperadores y ce-
sares?
Ágape: Jamás serviré a Satán. Tus palabras no po-
drán hacerme cambiar de decisión. La decisión de to-
dos nosotros es inquebrantable.
Gobernador: Y tú, Quionia, ¿qué dices?
Quionia: Nadie podrá debilitar nuestra resolución.
Gobernador: En vuestras casas, ¿hay escritos, per-
gaminos o libros que pertenecen a los cristianos im-
píos?
Quionia: No, señor. Los actuales emperadores los
confiscaron todos.
Gobernador: ¿Quién os inspira esta resistencia?
Quionia: Dios todopoderoso.
Gobernador: ¿Quién os ha inducido a cometer esa
locura?
Quionia: Dios todopoderoso y su único Hijo, nues-
tro Señor Jesucristo.
Gobernador: Es evidente que todos deben someter-
se a la majestad de nuestros soberanos los emperado-
res y cesares. Es evidente. Pero puesto que, a pesar
de tantas dilaciones, de tantas advertencias, de tan-
246
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

tos edictos y amenazas, seguís estando locos; puesto


que os atrevéis a despreciar las órdenes de nuestros
soberanos, los emperadores y cesares, permaneciendo
vinculados al nombre impío de cristianos; puesto que,
incluso hoy mismo, presionados por los agentes y las
autoridades para que renunciéis a Cristo, os obsti-
náis en vuestra negativa, vais a recibir el castigo que
merecéis.
Y leyó el texto de la sentencia: «En vista de que los
encartados Ágape y Quionia han resistido con espí-
ritu de impiedad y de rebeldía a los divinos edictos
de nuestros soberanos, los emperadores y cesares, y
lian continuado practicando la religión cristiana has-
ta hoy mismo, esa religión vana y corrompida y odio-
sa a todos los hombres verdaderamente piadosos,
ordenamos que sean entregados al fuego.» Después
añadió: «Agatón, Irene, Casia, Felipa y Eutiquia, te-
niendo en cuenta su edad, permanecerán en la cárcel
hasta nueva orden.»
Fue así como murieron en la hoguera los santos
mártires Ágape y Quionia.
Más tarde, Dulció hizo comparecer a Irene y le
dijo: «Los propósitos de tu locura se manifiestan a
los ojos de todos y hasta en tus mismas acciones.
Hasta hoy has querido conservar en tu casa los per-
gaminos, libros, tabletas, volúmenes y páginas de las
Escrituras que han pertenecido a los cristianos. Cuan-
do te los han presentado, los has reconocido. Pero
en principio negaste haberlos poseído, y esto, a pesar
del suplicio de tus hermanas y el temor a la muerte
que te amenazaba. Por tanto, nos vemos forzados a
aplicar las sanciones con rigor. Pero queremos ser in-
dulgentes contigo todavía. Puedes escapar al castigo y a
247
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

la muerte. Basta con que adores a nuestros dioses co-


mo tales. ¿Qué dices? ¿Te sometes a los decretos de
los emperadores y cesares? ¿Estás dispuesta hoy a
comer carne inmolada y sacrificar a los dioses?
Irene: En modo alguno. No, no estoy dispuesta a
hacerlo, por la gracia de Dios todopoderoso, que ha
creado el cielo y la tierra y todo cuanto en ellos
se contiene. El castigo temible del fuego eterno está
reservado a aquellos que violan la palabra de Dios.
Gobernador: ¿Quién te ha obligado a conservar
hasta hoy esos escritos y esos libros?
Irene: El Dios todopoderoso, que nos ha dicho que
hemos de amarle hasta la muerte. Por eso no nos he-
mos atrevido a traicionarle. Y preferimos morir que-
mados vivos o sufrir cualquier otro castigo antes que
entregar las Escrituras.
Gobernador: ¿Quién de tu casa sabía que guarda-
bas esos escritos?
Irene: Nadie, sino sólo Dios todopoderoso, que lo
sabe todo. Nadie más lo sabía fuera de Él. Nosotros
consideramos a nuestros prójimos como enemigos
por miedo a ser denunciados y nunca lo dijimos a
nadie.
Gobernador: El año pasado, cuando fue publicado
ese edicto tan importante, ¿dónde estabais escondidos?
Irene: Donde Dios quería. En las montañas, en el
campo; sólo Dios sabe.
Gobernador: ¿En casa de quién vivíais?
Irene: Al aire libre; ya en unas montañas, ya en
otras.
248
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Gobernador: ¿Quién os daba pan?


Irene: Dios, que lo da todo.
Gobernador: ¿Tu padre es cómplice?
Irene: No, por Dios todopoderoso, no es cómplice.
Lo ignoraba todo.
Gobernador: ¿Quién lo sabía de entre los vecinos?
Irene: Interrógales, recorre el país y pregunta quién
sabía dónde está nuestro escondite.
Gobernador: Según has dicho, después de volver de la
montaña, ¿leíais esos escritos en presencia de al-
guien?
Irene: Los libros estaban en mi casa, y no me atre-
ví a tirarlos. Ya era bastante tribulación no poder
estudiarlos día y noche como lo habíamos hecho has-
ta que en el último año tuvimos que esconderlos.
Gobernador: Tus hermanas, que desobedecieron al
decreto y se negaron a obedecer, han perecido en la
hoguera. Pero tú, culpable, antes de huir, te condeno
a muerte por haber escondido esos escritos y esos
pergaminos, pero no inmediatamente como tus her-
manas. Primero te entregaré a los guardias y al ver-
dugo Zósimo. Ordeno que seas expuesta desnuda en
una casa pública. Recibirás del palacio un pan al
día y los guardias no te permitirán salir.
Los guardias y el verdugo Zósimo habían entrado.
El gobernador les dijo: «Si la policía me dice que
esta mujer ha abandonado un sólo instante el lugar
indicado, perdéis la cabeza. En cuanto a los escritos
encontrados en los cofres y las arcas de Irene, que
los quemen en la plaza pública.»
249
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Como lo había ordenado el gobernador, Irene fue


conducida por los guardias a una casa de prostitu-
ción. Pero el Espíritu Santo, con su gracia, velaba
sobre la mártir, la protegía y conservaba pura para
Dios, el Soberano del universo. Nadie se atrevió a
acercarse a ella, ni siquiera se permitió el menor gesto
<[ue hubiera herido su pudor.
Cuando el gobernador la hizo comparecer de nue-
vo, a la santísima Irene la dijo: «¿Persistes en tu
locura?»
Irene: No en mi locura, sino en mi piedad.
Gobernador: En tus primeras respuestas ya manifes-
la.ste tu intención de no obedecer a los emperadores.
Ahora veo que persistes en lo mismo. Por tanto, su-
frirás la pena merecida.
Pidió una tableta, y escribió en ella la sentencia:
¡(Visto que Irene se niega a someterse a los edictos
imperiales y a sacrificar; visto que persevera en la
religión cristiana; por estos motivos ordenamos que
sea quemada viva como sus dos hermanas.»
En cuanto el gobernador hubo pronunciado la sen-
tencia, los soldados condujeron a Irene al mismo lu-
gar en donde sus hermanas habían sufrido antes el
martirio. Encendieron una gran hoguera y ordenaron
a la víctima que subiera sobre el montón de haces de
leña. La santa se lanzó al fuego cantando y alabando
a Dios. Fue así como murió.
Fue en el noveno consulado de Diocleciano Augus-
to, el octavo de Maximiano Augusto, en las calendas
de abril, bajo el reinado eterno de Jesucristo, nuestro
Señor.
250
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Con Él gloria al Padre, así como al Espíritu San-


to, en los siglos de los siglos. Amén.

251
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 304, EN SIRMIO


IRENEO DE SIRMIO
Durante la persecución de los emperadores Diocle-
(•iano y Maximiano, los cristianos fueron sometidos a
múltiples pruebas. Pero, fieles a Dios, padecían los
suplicios que les aplicaban los tiranos y conquistaban
<lo este modo las recompensas eternas.
Este fue el caso del siervo de Dios Ireneo, obispo
il<; Sirmio, cuya lucha voy a contar, así como su vic-
toria.
Era digno del nombre que llevaba 13por su tempe-
ramento singularmente modesto y su temor de Dios,
<|iie era lo que inspiraba toda su conducta.
Fue entonces apresado y conducido ante Probo,
H<>l>ernador de Panonia.
Gobernador: Obedece las leyes y sacrifica a los
dioses.
Ireneo: Aquel que sacrifica a los dioses en lugar
de sacrificar al solo Dios será rechazado.
Gobernador: Los príncipes, muy clementes, dejan
libre la elección: o sacrificar o morir en la tortura.
Ireneo: Tengo ordenado aceptar las torturas antes
que renegar de Dios y sacrificar a los demonios.
Gobernador: Sacrifica o haré que te torturen.
Ireneo: Si lo haces, sólo podré alegrarme, pues de
esta manera participaré en la pasión de mi Salvador.

13
Ireneo significa pacífico.
252
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

El gobernador le hizo torturar. Mientras le infrin-


gían suplicios de violencia inusitada, Probo le pre-
guntó: «Bien, Ireneo, ¿qué tienes que decir? Sacri-
fica.»
Ireneo: Yo sacrifico, proclamando decididamente mi
fe en este Dios que es el mío; siempre le he rendido sa-
crificios.
En el entretanto llegó su familia. Al verle en la
tortura, le rogaron que cediera. Sus hijitos se le ha-
bían agarrado a los pies y suplicábanle: «Padre, ten
piedad de ti y de nosotros»14. Las mujeres, llorando,
le suplicaban que atendiera a su belleza y a su ju-
ventud.
Sus padres, desolados por tantos sufrimientos, so-
llozaban; los de su casa gemían; sus vecinos lanza-
ban gritos desgarradores; sus amigos se lamentaban.
Y todo el mundo le decía con grandes gritos: «Ten
piedad de tu juventud.»
Pero él, como acabamos de decir, estaba devorado
por una pasión más noble. Tenía puestos sus ojos en
las palabras del Maestro: «Aquel que me reniegue
ante los hombres, Yo le renegaré a mi vez ante mi
Padre, que está en los cielos.» Por eso Ireneo, en
medio de aquel bullicio, conservaba el silencio.
Tenía prisa por realizar la esperanza de la elección
divina.
Probo le preguntó: «¿Qué dices a todo esto? ¡Va-
mos! Déjate convencer por las lágrimas de tantos se-
14
El celibato eclesiástico no estaba todavía en vigor, ni
siquiera para el episcopado.

253
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

ros queridos; renuncia a tu locura. Piensa en tu ju-


ventud. Sacrifica.»
Ireneo respondió: «Pienso en mi eternidad; por
eso no sacrifico.»
Probo hizo que le llevaran de nuevo a la cárcel.
Allí permaneció encerrado mucho tiempo y sometido
u tribulaciones y pruebas de toda clase.
Otra vez, a medianoche, el gobernador Probo le
hizo comparecer de nuevo.
Gobernador: Esta vez sacrifica, Ireneo; ahórrate
nuevos suplicios.
Ireneo: Cumple con las órdenes que has recibido y
no esperes que yo ceda.
I'robo se irritó y le hizo flagelar.
Ireneo: He aprendido a honrar a mi Dios desde mi
mas tierna infancia. Adoro a Aquel que me sostiene
IMI todas mis pruebas. A Él solo sacrifico. Pero no

Miedo adorar a los dioses fabricados por manos de


lumbre.
Gobernador: Ahórrate, por lo menos, el morir; los
lonnentos que has soportado son bastante crueles ya.
Ireneo: Ya me ahorro la muerte, obteniendo de Dios
la vida eterna, a cambio de los tormentos que pien-
sa hacerme padecer y que ni siquiera siento en mi
carne.
Gobernador: ¿No tienes mujer?
I reneo: No.
Gobernador: ¿Hijos?

254
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Ireneo: No.
Gobernador: ¿Padres?
Ireneo: No.
Gobernador: ¿Quiénes eran esas gentes que llora-
ban en la última audiencia?
Ireneo: Escucha las palabras del Señor, Jesucristo:
«Aquel que ama a su padre, a su madre, a sus hijos,
a sus hermanos o parientes más que a Mí, no es dig-
no de Mí.»
Por esta razón, Ireneo, con la mirada fija en el cie-
lo, sólo cedía ante las promesas divinas. Poco le im-
portaba todo lo demás. Por tanto, podía afirmar que
no tenía otros parientes que Dios.
Gobernador: Al menos sacrifica por tus pequeños.
Ireneo: Mis hijos tienen el mismo Dios que yo.
Ese Dios puede salvarlos. En cuanto a mí, cumple con
tu obligación.
Gobernador: Reflexiona, eres un hombre joven. Sa-
crifica para escapar a los suplicios.
Ireneo: Haz lo que mejor te parezca. Ya verás
qué paciencia me concede mi Señor Jesucristo para
triunfar sobre tus maniobras.
Gobernador: Voy a pronunciar la sentencia con-
denatoria.
Ireneo: Te lo agradeceré.
Probo publicó su decisión: «Visto que Ireneo ha
desobedecido las órdenes de nuestros príncipes, será
arrojado al río. Esta es mi orden.»

255
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Ireneo respondió: «Esperaba ver cómo multiplica-


bas las torturas que tus amenazas multiplicaban a pla-
cer. A fin de cuentas, esperaba morir decapitado.
He aquí que no haces nada de esto. Te suplico
que lo hagas, para que veas cómo los cristianos,
que pusieron toda su fe en Dios, saben despreciar la
muerte.»
Exasperado por la seguridad del mártir, Probo de-
cidió que sería decapitado.
Y entonces el santo mártir de Dios, como si acaba-
ra de recibir una nueva corona, dio gracias, diciendo:
«Te doy gracias, Señor Jesucristo, por haberme dado
paciencia en las tribulaciones y tormentos, y por ha-
berme juzgado digno de compartir la gloria eterna.»
Cuando llegaron al puente de Basentis, se quitó sus
vestidos, elevó las manos al cielo y oró diciendo:
«Señor Jesucristo, te dignaste sufrir por la salva-
ción del mundo. Abre tus cielos para que los ángeles
puedan recibir el alma de tu siervo Ireneo, que pa-
dece estos tormentos por tu nombre y por el pueblo
que crece en la Iglesia católica de Sirmio. Ruego e
imploro tu misericordia para que te dignes acogerme y
confirmar a los otros en la fe.»
Fue en este momento cuando la espada le hirió, y
los verdugos le echaron al Save.
El servidor de Dios, San Ireneo, fue martirizado el
¡5 de los idus de abril, bajo el emperador Diocleciano,
y el gobernador Probo, bajo el reinado de Jesucristo,
nuestro Señor. A El la gloria en los siglos. Amén.

256
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 304, EN CIBALIS DE


PANONIA
POLLIÓN Y VARIOS MÁRTIRES
Diocleciano y Maximiano habían ordenado, cuando
comenzó la persecución, que todos los cristianos fue-
ran puestos ante la alternativa: muerte o apostasía.
Cuando el edicto hubo llegado a Sirmio, comenzó Pro-
bo, el gobernador, a ponerlo en vigor, comenzando
por los clérigos. Hizo apresar y matar a Montan, el
sacerdote de la Iglesia de Singiduno, que vivió largo
tiempo en la práctica de las virtudes cristianas.
Por medio de una sentencia semejante, el obispo de
Sirmio, Ireneo, que defendió generosamente la fe y
protegió al pueblo que le había sido confiado, mere-
ció la gloría de los mártires. Ireneo había rechazado
con desprecio el culto de los ídolos y los edictos impe-
riales ; fue cruelmente torturado. Su muerte en el tiem-
po le introducía en la vida eterna 19.
No contento con estos castigos crueles, el gobernador
organizó una batida por las ciudades vecinas.
Tomó como pretexto deberes de su cargo para ir
a Cibalis, la ciudad natal del muy cristiano emperador
Valentiniano. En una persecución precedente, el obis-
po de esta ciudad, Eusebio, muriendo por la glo-
ria de Dios, había triunfado de la muerte y sobre el
diablo.
El mismo día que llegó el gobernador, el primero
de los lectores, Pollión, por la misericordiosa provi-
dencia de Dios, había sido apresado y entregado a
la justicia. Pollión era muy conocido por la genero-
sidad de su fe. Fue denunciado por haber blasfemado
257
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

contra los dioses y los emperadores.


Probo: ¿Cómo te llamas?
Pollión: Pollión.
Probo: ¿Eres cristiano?
Pollión: Sí.
Probo: ¿Qué eres?
Pollión: El primero de los lectores.
Probo: ¿Qué lectores?
Pollión: Aquellos que acostumbran leer al pueblo
las palabras divinas.
Probo: ¿De aquellos que inspiran al espíritu ligero
y caprichoso de las mujeres horror al matrimonio y
amor a una castidad inútil?
Pollión: Ya podrás saber hoy si somos vanos y
ligeros.
Probo: ¿Cómo puede ser esto?
Pollión: Son vanos y ligeros los que traicionan al
Creador para aceptar vuestras supersticiones. Pero
aquellos que, a pesar de las tribulaciones, se dedican
a seguir los mandamientos del Rey eterno, demuestran
su fe y su constancia. Ni siquiera los edictos de los emperadores
ni los tormentos les impiden obedecer
a Dios.
Probo: ¿Qué mandamientos? ¿Qué Rey eterno?
Pollión: Los piadosos y santos mandamientos de
Cristo.
Probo: ¿Cuáles son?

258
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Pollión: Helos aquí: Hay un solo Dios en el cielo,


en donde hace rugir su trueno; ni la madera ni la
piedra pueden ser dioses; las faltas deben ser expia-
das y corregidas; es necesario perseverar en la ino-
cencia; las vírgenes deben alcanzar la perfección de su
estado, los esposos deben procrear castamente; los
señores gobernar a sus esclavos más con bondad que
con rigor, recordando que la condición humana es
común a todos; los esclavos deben cumplir su trabajo
más por amor que por temor; es necesario obedecer
las justas voluntades de los reyes y seguir a los pode-
rosos cuando nos conducen al bien; se debe respeto a
los padres, afecto a los amigos, perdón a los enemi-
gos, consideración a los conciudadanos, humanidad
para con los invitados, misericordia para con los po-
bres, caridad a todos, mal a nadie; es necesario saber
soportar la injuria y no cometerla jamás, abandonar
los bienes propios y no desear los de otro; en fin,
aquel que por su fe haya despreciado la muerte pasa-
jera, que es la que vosotros podéis imponernos, vi-
virá eternamente. Si no te agradan estas normas, sólo
puedes irritarte contra tu propio juicio.
Probo: ¿Y de qué sirve al hombre perder, al mo-
rir, no sólo la alegría de la luz, sino todos los pla-
ceres del cuerpo?
Pollión: La luz eterna es más hermosa que todas
las luminosidades pasajeras, y los bienes que permanecen más
suaves que los efímeros. No es de sabios
preferir lo que pasa a lo que no perece.
Probo: ¿Qué es lo que quiere decir todo eso? ¡Obe-
dece las órdenes de los emperadores!
Pollión: ¿Qué órdenes?
259
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Probo: La orden de rendir sacrificio.


Pollión: Cumple con tu deber. Yo no puedo obede-
cer, pues está escrito: Será rechazado quien sacrifique.
Probo: Si no haces sacrificios, perecerás decapitado.
Pollión: Cumple con tu obligación. En cuanto debo
seguir con toda mi alma la doctrina de los obispos, de
los sacerdotes, de todos los padres. Estoy dispuesto a
soportar alegremente todos los castigos que tú me im-
pongas.
Probo leyó la sentencia que condenaba a Pollión a
ser quemado vivo.
Inmediatamente, los guardias se llevaron a Pollión
hasta una milla de la ciudad. Allí, el mártir consumó
su sacrificio alabando a Dios, que se dignaba llamarle
al cielo, el día del aniversario del mártir obispo Eu-
sebio. Celebramos con alegría la memoria de estos
atletas y rogamos al Todopoderoso que nos haga par-
ticipar en sus méritos.
Este martirio tuvo lugar el día 27 de abril, en Ci-
balis, bajo Diocleciano y Maximiano, pero bajo el
reinado de Jesucristo, en los siglos de los siglos. Amén.

260
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 304, EN CATANIA, SICILIA


EUPLO
Bajo el noveno consulado de Diocleciano y el octavo
de Maximiano, la víspera de los idus de agosto, en
Catania.
El diácono Euplo, encontrándose ante el velo que
oculta la secretaría del tribunal, gritó: «Soy cristiano.
Deseo morir por el nombre de Cristo.»
El gobernador escuchó estas palabras y dijo: «Que
traigan aquí al que acaba de hablar de tal manera.»
Euplo fue llevado a la sala de la audiencia: lleva-
ba en la mano el libro de los Evangelios.
Máximo, un amigo de Calviniano, dijo: «No es
conveniente que este hombre conserve tales escritos.
Lo prohibe el decreto imperial.»
El gobernador Calviniano dijo a Euplo: «¿De dón-
de has sacado esos libros? ¿De tu casa?»
Euplo: No tengo casa. Mi señor Jesucristo lo sabe.
Gobernador: ¿Eres tú quien ha traído esos libros
hasta aquí?
Eupla: Ya viste que los llevaba cuando entré.
Gobernador: Léenos algo de ellos.
Euplo: Bienaventurados los que sufren por amor a
la justicia, pues de ellos será el reino de los cielos.
Y aquí: Si alguno quiere ser mi discípulo, que coja
su cruz y que me siga.
Cuando Calviniano hubo oído esos textos y algunos
otros del mismo tipo, preguntó: «¿Qué es lo que eso
261
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

quiere decir?»
Euplo: Es la ley de mi Señor, tal como me ha sido
dada.
Gobernador: ¿Por quién?
Euplo: Por Jesucristo, Hijo de Dios vivo.
El gobernador le interrumpió y dijo: «Su confesión
es formal. Que se le interrogue mientras le torturan
y que le entreguen a manos de los verdugos.»
Euplo fue entregado a los verdugos; el segundo
interrogatorio comenzó mientras le torturaban.
Sucedió bajo el noveno consulado de Diocleciano y
el octavo de Maximiano, la víspera de los idus de
agosto.
El gobernador Calviniano dijo a Euplo, a quien
torturaban: «¿Mantienes la confesión que acabas de
hacer?»
Euplo se signó la frente con la mano que le había
quedado libre y respondió: «Lo que confesé, confieso
de nuevo: soy cristiano y leo las Sagradas Escri-
turas.»
Gobernador: ¿Por qué has conservado esos escri-
tos? Los emperadores lo habían prohibido. ¡Debiste
entregarlos a la justicia!
Euplo: Porque soy cristiano; no me está permitido
entregarlos. Antes morir que entregarlos. Contienen
la vida eterna. Aquel que los entrega, pierde su vida
eterna. Para no perderla, doy mi vida.
En medio de las torturas, Euplo decía: «Te doy
gracias, Cristo; consérvame para que sufra por ti.»
262
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Gobernador: Euplo, renuncia a tu locura. Adora a


los dioses y tendrás libertad.
Euplo: Adoro a Cristo. Detesto a los demonios.
Haz lo que quieras. Soy cristiano. Hace tiempo que
deseo estos tormentos. Haz lo que quieras. Aumenta
mis torturas. Soy cristiano.
Cuando ya hacía tiempo que las torturas duraban,
se ordenó que cesaran.
Gobernador: ¡Desgraciado! ¡Adora a los dioses!
Honra a Marte, a Apolo, a Esculapio.
Euplo: Adoro al Padre y al Hijo y al Espíritu San-
to. Adoro a la Santa Trinidad; no hay Dios sino
en ella. Que perezcan los ídolos que no crearon ni el
cielo, ni la tierra, pero que la habitan. Soy cristiano.
Gobernador: Sacrifica, si quieres salvar la vida.
Euplo: Sacrifico, sí. Pero yo mismo me ofrezco como
sacrificio a Cristo Dios. Nada más tengo para sacri-
ficarle. Tus esfuerzos son vanos. Soy cristiano.
Calviniano ordenó que comenzaran de nuevo las
torturas, todavía más crueles que la primera vez.
En medio de los tormentos, Euplo decía: «Te doy
gracias, Jesucristo, ven en mi ayuda, ¡oh Cristo! Su-
fro por ti, Cristo.»
Y repetía estas invocaciones. Cuando se agotaron
sus fuerzas y se quedó sin voz, sus labios desfalle-
cientes seguían musitando esas invocaciones y otras
semejantes.
Entonces Calviniano se retiró para dictar la senten-
cia. Volvió inmediatamente con una tableta y leyó:
«Visto que el cristiano Euplo ha despreciado los edictos de los
263
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

emperadores y blasfemado contra los dioses


y se ha negado a arrepentirse, ordeno que le sea cor-
tada la cabeza con una espada. Que se cumpla en él
la sentencia.»
Colgaron a su cuello el evangelio que llevaba cuan-
do fue apresado. Delante de él iba un heraldo procla-
mando: «Euplo, cristiano, enemigo de los dioses y
de los emperadores.»
Euplo, lleno de alegría, repetía sin cesar: «Gracias
a Cristo Dios.»
Apresuraba su paso, como si fuera a su coronación.
Llegado al lugar del suplicio, se puso de rodillas y oró
largamente, y de nuevo dio gracias a Dios. Después
ofreció su cabeza al verdugo y fue decapitado.
Más tarde fueron hasta allí cristianos para recoger
su cuerpo. Le embalsamaron y enterraron.

264
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 304, EN HERACLE, TRACIA


FELIPE DE HERACLE A
El bienaventurado Felipe se distinguió en los cargos
de la Iglesia, primero en su calidad de diácono, des-
pués como sacerdote. Su fidelidad a sus deberes le
valió la alabanza de los hombres, y su virtud, la ale-
gría de una conciencia pura; la rectitud de su vida
le puso al abrigo de todo reproche. Hasta el punto de
que con el consentimiento unánime de todos fue ele-
vado a la dignidad episcopal. Nadie se sorprendió:
a lo sumo se extrañaban de que llegara tan tarde a
esa dignidad. Ilustró maravillosamente con su vida la
palabra del Señor: Quien aspira al episcopado, as-
pira a una noble tarea, como dice el apóstol Pablo
en su epístola.
Confirmaba en la fe a sus discípulos el sacerdote
Severo y el diácono Mermes con frecuentes conversa-
ciones. Y tuvo la alegría de verles compartir, no sólo
sus sentimientos, sino también la gloria de su pasión.
De la misma manera que los dos le asistieron en la celebración
del glorioso misterio, así se convirtieron
en los compañeros de su martirio.
La persecución era amenazante, pero el corazón del
obispo no se turbaba. Muchos fueron los cristianos
que le aconsejaron abandonar la ciudad; se negó a
ello, enseñándoles a desear los suplicios antes que te-
merlos. Decía: «Que se cumpla la voluntad de Dios.»
No abandonaba su iglesia, pero aconsejaba paciencia
a los fieles: «Hermanos, decía, están cercanos los tiem-
pos anunciados por los profetas, como nos lo enseña
nuestra fe. El diablo, en su rabia, nos amenaza; su
poder durará poco tiempo; llega, no para perder a los
265
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

servidores de Cristo, sino para probarles. El día de la


Epifanía 20 está cercano. Es una advertencia para que
nos preparemos para la gloria. Que no os asusten ni
las amenazas ni los tormentos de los impíos, pues
Cristo da a sus soldados paciencia en los sufrimientos
y la recompensa por los suplicios padecidos. Tengo la
convicción de que son vanos todos los esfuerzos de
nuestros enemigos.»
El bienaventurado Felipe estaba todavía hablando
cuando llegó Aristemaco, jefe de policía. Iba a cerrar,
por orden del gobernador, la iglesia de los cristianos
y sellar sus puertas. El bienaventurado Felipe le dijo:
«Qué ingenuos son los hombres que imaginan que el
Dios todopoderoso habita entre muros de piedra antes
que en el corazón de los hombres. ¿Ignoras las pala-
bras de Isaías:
El cielo es mi trono,
la tierra mi escabel.
¿Qué casa podríais construirme?
Al día siguiente, el agente de la policía fue para
hacer el inventario de todo el mobiliario de la iglesia
y sellólo antes de irse. Felipe, así como Severo y Her-
mes y los demás, se preguntaban ansiosamente sobre
la actitud que debían adoptar. Felipe se mantenía apo-
yado en la puerta de la iglesia y no permitía que na-
die se alejara del puesto que le había sido asignado.
Pensaba con inquietud en los días venideros.
Algún tiempo después, los hermanos están reuni-
dos en Heraclea para celebrar el día del Señor. El
presidente Baso fue al encuentro de Felipe, que está
de pie, rodeado de sus fieles, a la puerta de la iglesia.

266
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Baso quiso juzgarles por estar reunidos.


Se dirigió a Felipe y a sus fieles: «¿Quién de entre
vosotros es la cabeza de los cristianos y el doctor de
su iglesia?»
Felipe respondió: «Es a mí a quien buscas.»
Baso dijo: «Conoces la ley del Emperador que pro-
hibe toda reunión a los cristianos; quiere que en todo
el universo los hombres de esa secta se conviertan a la
religión de los ídolos o mueran. Todos los vasos que
poseáis, ya sean de oro o de plata, cualquiera que sea
su materia o su valor artístico, así como las Escrituras
que leéis o que explicáis, quedan sometidas al control
de nuestra jurisdicción. Si no lo hacéis por las buenas,
lo haréis por la tortura.»
Felipe le respondió: «Si te place hacernos sufrir,
has de saber que nuestras almas están dispuestas. Toma
este cuerpo débil sobre el que puedes ejercer tu poder
y desgárrale a tu gusto. Pero no imagines tener po-
der sobre nuestra alma. Puedes coger los vasos que
buscas, no estamos unidos a ellos en demasía. No servimos a
Dios con metal precioso, sino con el temor
do Dios. Cristo gusta más de la belleza del corazón
que de la decoración de nuestras iglesias. En lo que
se refiere a las Escrituras, ni tú puedes recibirlas, ni
yo puedo entregártelas.»
El presidente llamó a los verdugos. Mucapor entró.
Era una especie de bruto. Baso hizo que se acercara
el sacerdote Severo; no le encontraron en seguida y
Felipe fue el primer torturado. El suplicio se prolon-
gaba más allá de toda medida; el bienaventurado Her-
mes dijo entonces al juez: «Juez implacable, aunque
te entregásemos todos nuestros Libros Santos, y aun-
267
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

que no quedara rastro escrito en el universo de la ver-


dadera tradición, nuestros hijos permanecerían fieles
a la memoria de sus padres como a la voz de su pro-
pia alma; no tardarían en hacer redactar nuevos vo-
lúmenes, en mayor número, y enseñarían con más
ardor el temor de Cristo.»
Mermes fue golpeado con las vergas durante mucho
tiempo; después entró en el lugar en donde estaban
escondidos los vasos sagrados y las Santas Escrituras.
Fue seguido hasta allí por Publio, el asesor del presi-
dente; era éste un hombre rapaz y ladrón. No tardó en
comenzar a ocultar algunos de los vasos, que figura-
ban en el inventario. Kermes quiso impedirlo; en mala
liora se lo dijo, el otro golpeó su rostro hasta el punto
•le manar abundante sangre. Cuando Baso fue infor-
mado, hizo que Hermes se presentara ante él, y al
verle el rostro ensangrentado, se enfadó contra Publio
c hizo que curaran a la víctima. Los vasos y todas
las Escrituras fueron entregados, por orden del presi-
dente, en manos de un ujier. Después el presidente
hizo que Felipe y los demás fueran conducidos al foro,
bfljo una buena guardia, con el fin de ofrecer un espectáculo a la
muchedumbre e inspirar terror a los
cristianos.
Mientras el pueblo se dirigía al foro, el presidente
encargó a los soldados que llevaran allí las Escrituras;
y él mismo, con gran prisa, volvió al palacio deseoso
de acabar con todos los adeptos a la Iglesia. Comen-
zaron a demoler, en el lugar del culto, hasta las vigas
mismas del techo. Se animaba con golpes de látigo
a los que estaban encargados de tal tarea, por miedo
de que no pusieran mucha premura en destruirlo. De
aquí se derivó desorden y confusión. Encendieron en
268
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

el foro una hoguera en presencia de los ciudadanos y


de los extranjeros de la ciudad y echaron a las llamas
las Sagradas Escrituras. Las llamas se elevaron hacia
el cielo de forma tan amenazadora, que los especta-
dores comenzaron a huir, presa del temor. Sin embar-
go, algunos permanecieron en el foro, que sirve de
mercado a la ciudad: rodeaban al bienaventurado
Felipe.
Cuando las últimas noticias llegaron hasta ellos, el
santo tomó la palabra y dijo: «Los que habitáis He-
raclea, judíos y paganos, o cualquiera que sea vuestra
religión, sabed que están cerca los últimos tiempos,
según las palabras del Apóstol: He aquí que del cielo
viene toda la cólera .de Dios contra toda la impiedad
y la injusticia de los hombres. También pesó otra vez
sobre Sodoma la cólera de Dios, a causa de los crí-
menes de sus habitantes. Si queréis escapar al juicio
de Sodoma, huid del culto de las piedras y salvaos.
De esta forma, también el Oriente, en Sodoma, el
fuego fue símbolo del juicio y de la cólera del cielo.
Pero estos fenómenos no se manifiestan sólo en Orien-
te: en Sicilia, en Italia, también se han visto prodi-
gios análogos. Pero el santo hombre Lot fue arrebatado, junto
con sus hijas, por los ángeles de la ciu-
dad de Sodoma, porque estaba libre de todo reproche
y porque los crímenes de sus conciudadanos sólo le
inspiraban terror.
También en Sicilia el cráter divino vertió una gran
cantidad de agua, y una llama vengadora descendió
del cielo para castigar a los pecadores. Todo lo Jon-
sumió el fuego, a excepción de dos jóvenes vírgenes
que escaparon del peligro. El terror universal no les
liizo perder la cabeza: llevaron en sus brazos :i u
269
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

padre, imposibilitado por la edad y la enfermedad.


Pero el dulce peso de su breve cuerpo les detenía en
su ayuda; un círculo de llamas les envolvió por todas
partes; las muchachas se dieron cuenta de que no les.
quedaba esperanza alguna. Pero Cristo Todopoderoso
no quiso aniquilar tal piedad filial. Por medio del
socorro sensible de su majestad soberana, devolvió el
padre a los hijos y los hijos al padre. De aquí pole
IDOS sacar la consecuencia de que no es Dios quien
faltará en las horas de aquel incendio, sino la virtud
a las desgraciadas víctimas. Un camino libre y seguro
se abrió a las vírgenes, y por allí hacia donde dirigían
sus pasos la llama iba abriendo el camino ante ellas.
Kl incendio apagaba su aliento de fuego; suave y
itcariciador como el céfiro, embellecía y daba nuevo
vigor de vida a los lugares por los que las vírgenes
iilravesaban.
Su santidad y la fuerza de su piedad filial eran ta-
les, que el fuego respetaba no sólo a sus personas,
«¡tío también los lugares recorridos por ellas. Ese
lunar que el fuego había respetado se llamó desde
entonces La Piedad; ha conservado tal nombre hasta
nuestros días, para transmitir en su nombre el prodi-
gio. No hay duda que aquel fuego era fuego divino, que juzga y
ve en lo profundo de todas nuestras accio-
nes y viene del cielo a la tierra para quemar todo
lo que es inútil. Purifica al justo y castiga al impío.
Para los buenos no es llama, sino luz.»
Durante este largo discurso, Hermes vio al sacerdo-
te Cataíronio y a sus ministros que llevaban a los ído-
los alimentos sacrílegos. Lo hizo observar a los fieles
que le rodeaban: «Ese festín que veis es una invoca-
ción del diablo; lo hacen para mancharnos.» Felipe
270
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

le dijo: «Que se cumpla la voluntad de Dios.»


En aquel mismo momento llegó el presidente Baso,
escoltado por una muchedumbre de hombres y muje-
res de todas las edades. Unos se apiadaban, otros se
dejaban llevar por la cólera; los judíos son los más
violentos. El juicio de la Escritura sigue siendo ver-
dadero, y de ellos profetizó el Espíritu Santo dicien-
do: «Ofrecieron sus sacrificios a los demonios, no a
Dios.»
El presidente comenzó el interrogatorio. Dijo a Fe-
lipe: «Sacrifica a los dioses.»
Felipe le respondió: «¿Cómo podré, siendo cristia-
no, adorar a unas piedras?»
Presidente: Tú no puedes negar a nuestros señores
el tributo de un sacrificio.
Felipe: Hemos aprendido a obedecer a los prínci-
pes, a ofrecer nuestros homenajes a los emperadores,
pero no a rendirles culto.
Presidente: Tú no te negarás a sacrificar ante la
diosa Fortuna de esta ciudad. Mira qué hermosa y
sonriente es su estatua; con qué benignidad acoge los
homenajes de todo el pueblo.
Felipe; Ya veo que te agrada, puesto que la honras; pero
el arte de los hombres no puede arreba-
tar el culto que se debe al Señor del cielo.
Presidente: Déjate tocar por la estatua de Hércules,
que es tan hermosa.
Felipe: ¡Desgraciado, me haces llorar con tus pala-
bras! ¿Es posible que ignores hasta este punto la san-
tidad adorable de Dios? ¡Desafortunados, reducís el
271
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

cielo a las proporciones de la tierra, ignoráis la ver-


dad hasta el punto de fabricar con vuestras manos los
objetos de vuestro culto! ¿Qué es el oro, la plata, el
bronce, el hierro o el plomo? ¿No son sacados de la
tierra, que les nutre y les constituye? Ignoráis la di-
vinidad de Cristo, que ninguna inteligencia humana
puede medir ni comprender. ¿Os atrevéis a recono-
cer y aceptar ciertos deberes para con esos ídolos fa-
bricados por un obrero cansado o ebrio? Si el azar
quiere que llegue a fabricar una estatua más hermo-
sa, inmediatamente le atribuís un nuevo poder, la re-
vestís de divinidad.
Convenid en que vuestras casas y vuestros palacios
son antros de pecado incesante. Cuando quemáis ma-
dera para vuestras necesidades domésticas, quemáis
la materia de vuestro dios. ¿Qué excusa tenéis para
semejante crimen? Decís, y es verdad: esa madera no
es dios. Pero yo os respondo: Hubiera podido serlo
si el obrero la hubiera tallado según vuestra imagen
de los dioses. ¿No veis en qué tinieblas estáis hun-
didos? ¿Porque es hermoso el mármol de Paros, será
mejor el Neptuno esculpido en él? Poseéis un hermo-
so marfil, ¿será más hermoso el Júpiter esculpido en él.
Es verdad que los obreros han encontrado un me-
dio excelente para multiplicar el valor del metal em-
pleado; pero no en provecho del dios, sino en pror
vecho propio. Todo eso no es más que tierra, que es necesario
pisotear y no adorar. Dios, según nuestro
parecer, ha creado el cielo para nuestra alegría y go-
zo; en cuanto a vosotros, parece que sólo está he-
cha para proporcionaros materia con la que fabricar
dioses.
Baso quedó asombrado de la grandeza de alma de
272
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Felipe; vencido por él, se dirigió a Kermes: «Tú, al


menos, sacrifica a los dioses.»
Hermes: No sacrifico, soy cristiano.
Baso: ¿Cuál es tu rango en la ciudad?
Hermes: Soy decurión; he aquí a mi señor, al que
obedezco en todo.
Baso: Si llevo a Felipe ante el altar del dios para
que sacrifique, ¿le imitarás?
Hermes: No, en absoluto; no le seguiré si apostata-
ra, aunque tú no conseguirías acabar con su constan-
cia. Tenemos un mismo espíritu y un mismo coraje.
Baso: Tú serás quemado si te obstinas en esta loca
resistencia.
Hermes: Las llamas con las que me amenazas son
impotentes; tú desconoces las llamas eternas, que con-
sumen con interminables sufrimientos a los discípulos
del demonio.
Baso: Sacrifica, al menos, a nuestros reyes, los em-
peradores, diciendo: «Vida y poder a nuestros prín-
cipes.»
Hermes: También nosotros aspiramos a vivir.
Baso: Sacrifica si aspiras a vivir; libraos de esas
pesadas cadenas, de estos crueles tormentos.
Hermes: ¡Jamás, juez inicuo, nos harás apostatar!
Tus amenazas, lejos de ablandarnos, endurecen nuestra
resistencia.
Baso se irritó ante estas palabras; y, forzando la voz,
ordenó que los llevaran de nuevo a la cárcel. A
lo largo del camino, seres abyectos empujaron a Fe-
273
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

lipe para hacerle caer por tierra. Y todo el camino el


sufrimiento fue el compañero del obispo santo. Pero
se volvía a levantar con el rostro sereno, no testimo-
niando ni indignación ni resentimiento. Lo cual asom-
bró el corazón de todos; todos admiraban aquella se-
renidad con la que el anciano sufría todas esas ofensas.
A pesar de todo, los mártires llegaron a su cárcel
cantando salmos como una alegre acción de gracias al
Señor, que les había concedido fortaleza. Unos días
más tarde abandonaron la cárcel para ir a casa de un
tal Pancracio; bajo la vigilancia de los soldados del
gobernador, debían ser tratados allí con toda la con-
sideración que impone la hospitalidad. Durante su
estancia allí, acudían hermanos de todas partes; los
confesores les acogieron con agrado y les enseñaban
los misterios sagrados de la ley divina. Furioso por
esta afluencia de gente, en la que perdía a todos sus
subditos, el diablo obtuvo, a fuerza de delaciones y
de calumnias, que fueran llevados de nuevo a la cár-
cel. Pero ésta estaba cerca del teatro, de tal manera
que se había podido construir un pasadizo secreto.
De esta manera, los prisioneros podían penetrar en el
recinto reservado a los espectáculos y recibir allí a
la muchedumbre que acudía a verlos. Quienes iban
a visitarlos tenían tales deseos de encontrarse con
ellos, que ni siquiera la noche detenía su fervor. Be-
saban las huellas de Felipe como el rastro de la gra-
cia de Dios.
En el entretanto, Baso acabó su año de presidente,
y recibió a su sucesor en la persona de Justino. Era
éste un corazón perverso, incapaz de conocer a Dios, demasiado
endurecido para temerle. Este cambio tuvo
repercusiones para nuestros hermanos, pues mientras
Baso había tenido con ellos ciertas consideraciones,
274
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

era razonable, y hacía algún tiempo que su mujer


se había convertido.
Zoilo, el magistrado de la ciudad, rodeado de sol-
dados, en medio de una gran concurrencia de ciuda-
danos, llevó a Felipe ante Justino. El nuevo presiden-
te dijo a Felipe: «¿Eres tú el obispo de los cristia-
nos?»
Felipe: Lo soy, no puedo negarlo.
Justino: Los emperadores, nuestros señores, se han
dignado ordenar que los cristianos deben hacer sacri-
ficios. Si se niegan, debemos obligarles, y contra su
obstinación, el castigo. Apiádate de tu vejez y no la
expongas a tormentos que apenas la juventud podría
soportar.
Felipe: Hombres, vuestros semejantes, hacen leyes,
y tú las acatas; las acatas por temor a un sufrimien-
to pasajero. Por eso mismo, nosotros debemos obe-
decer las órdenes de nuestro Dios, que castiga a los
culpables con castigos eternos.
Justino: Es justo obedecer a los emperadores.
Felipe: Soy cristiano, no puedo hacer lo que me
ordenas. Puedes castigarme, pero no obligarme.
Justino: Ignoras los tormentos que te esperan.
Felipe: Puedes atormentarme, pero no vencerme.
Nadie me obligará a hacer sacrificios.
Justino: Haré que te aten por los pies y te arras-
tren por la ciudad. Si sobrevives, esperarás en la cár-
cel nuevos suplicios.
Felipe: Quiera Dios que tus palabras se cumplan
y que ejecutes tu voluntad impía.
275
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Y entonces Justino le hizo atar por los pies y arrastrar


por toda la ciudad. Su cuerpo chocaba contra los
guijarros del suelo con violencia; no pasó mucho
tiempo sin que sus miembros estuvieran todos cu-
biertos de heridas. Manos fraternas le recogieron y le
condujeron a la cárcel.
El sacerdote Severo, escondiéndose de las pesqui-
sas, permanecía oculto. Pero, inspirado por el Espíri-
tu Santo, se presentó por propia iniciativa. No podía
sustraerse por más tiempo a la pasión que le espera-
ba. Cuando le hubieron llevado a la audiencia, Jus-
tino le dijo: «Te doy un consejo: no te dejes sedu-
cir por la extraña locura de la que ha sido víctima
Felipe, vuestro doctor. Obedece a las órdenes de los
emperadores. Ten piedad de tu cuerpo, ama la vida
y aprovéchate de las alegrías que te ofrece el mundo.
Severo: Es necesario que permanezca fiel a las en-
señanzas recibidas y conservar en mí hasta el fin los
misterios celebrados.
Justino: Reflexiona: de un lado, el suplicio; de
otro, la salvación; no te será difícil comprender las
ventajas que lograrás sacrificando.
Severo con sólo oír la palabra sacrificio sintió
náuseas, lleno de horror. El presidente ordenó que
le llevaran a la cárcel.
Kermes fue llevado a comparecer a su vez. Justi-
no le dijo: «Los que te precedieron han resistido a
las órdenes del emperador; no tardarás en ver el cas-
tigo que les espera. Ahórrate tales tormentos, piensa
en tu vida, en tus hijos, no te expongas a los casti-
gos, sacrifica a los dioses.

276
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Hermes: Jamás. He crecido en esa fe; desde mi


cuna, el santo Maestro lia impreso en mi alma esa
verdad: No puedo apartarme de este camino ni traicionarle.
Puedes arrancarme los miembros, presiden-
te, según te plazca; pero yo daré testimonio de mi
Dios.
Justino: Tu seguridad procede de que ignoras los
tormentos que te esperan. Cuando seas sometido a la
tortura, será ya demasiado tarde.
Hermes: Cualesquiera que sean tus castigos, Cris-
to, por quien sufrimos, los aligera con la mano de sus
ángeles.
Ante resistencia tan obstinada, Justino condenó a
Severo a cárcel. Pero dos días después suavizó la se-
veridad de sus medidas y puso a los mártires en ré-
gimen de hospitalidad. Pero esto duró poco. Una
nueva orden les condujo a la cárcel otra vez; duran-
te siete largos meses les tuvieron en un calabozo in-
fecto, hasta que Justino ordenó que fueran conducidos
a Andrinópolis. Su partida entristeció a los hermanos
profundamente, privados, en consecuencia, de las en-
señanzas de tal maestro.
Llegados a Andrinópolis, los confesores fueron con-
ducidos y custodiados en casa de un cierto Sempo-
rio, hasta que llegó el gobernador. Al día siguiente
de su llegada erigió su tribunal en las termas ante
una muchedumbre compacta, y ordenó que llevaran
a Felipe.
Le dijo: «La deliberación ya dura mucho tiempo.
¿Cuál es, en fin, tu decisión? Te ha sido concedido
ese plazo para que cambiaras de opinión. Sacrifica,
por tanto, si quieres recobrar la libertad.»
277
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Felipe: Si nuestra permanencia en la cárcel hubiera


dependido de nuestra voluntad, en lugar de sernos
impuesta, podrías hacernos valer como un favor el
tiempo que nos ha sido concedido. Pero esa prisión ha sido tan
sólo un castigo; ¿con qué derecho lla-
mas liberalidad el tiempo que nos has retenido en ella?
Ya te lo he dicho: yo soy cristiano. Esta será mi
única respuesta a todas tus preguntas. Jamás sacrifi-
caré a los ídolos, sólo serviré, como en toda mi vida,
al Dios eterno.
El gobernador mandó entonces que le despojaran
de sus vestidos. Cuando le hubieron quitado su larga
túnica de lino, el presidente le dijo: «¿Consientes
en obedecer o te niegas todavía?»
Felipe respondió: «Jamás sacrificaré, ya lo he dicho
bastantes veces.»
Ante esta respuesta, Justino hizo que le flagelaran.
Felipe permaneció inquebrantable, hasta el punto de
asombrar a los verdugos. Y fue entonces cuando se
produjo un maravilloso prodigio: toda la parte ante-
rior de su túnica permanecía intacta bajo los gol-
pes, mientras que la otra se desgarraba. Los verga-
jos habían desgarrado profundamente sus miembros
y las entrañas estaban al aire; el atleta de Cristo
permanecía sereno. Justino quedó horrorizado ante
tanto valor e hizo que condujeran al anciano de nuevo
a la cárcel.
Después le tocó el turno a Kermes. El juez repitió
sus amenazas; los oficiales, por su parte, procuraban
razonar al mártir. Ni las amenazas ni la persuasión
pudieron con él. Era amado de todo el mundo, y es-
pecialmente de los alguaciles del juez; Hermes había
278
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

sido magistrado y se había hecho estimar de todos


los oficiales del gobernador. Estos eligieron esta oca-
sión para testimoniarle su agradecimiento; tembla-
ban por él. El mártir salió victorioso de este nuevo
combate y entró en su calabozo inundado de alegría.
Dieron gracias a Cristo y celebraron la derrota del demonio. Esta
primera lucha había exaltado su valor
y multiplicado sus fuerzas. El bienaventurado Felipe,
que hasta entonces había sido delicado y sensible,
hasta el punto de no poder sufrir que le tocaran, pro-
tegido por los cuidados de los ángeles, no volvió a sen-
tir dolor alguno.
Tres días después, Justino convocó de nuevo au-
diencia pública; hizo comparecer a los mártires, y
dijo a Felipe: «¿De dónde procede esa tu temeridad
que te lleva a despreciar la vida y a negarte a obede-
cer las órdenes del Emperador?»
Felipe: No es temeridad por mi parte, sino que ado-
ro a Dios, que lo ha creado todo y que juzgará a los
vivos y a los muertos; su amor y su temor me inspi-
ran y no me atrevo a despreciar su ley. Durante lar-
gos años obedecí a los emperadores y les obedeceré
si me ordenan lo que sea justo. La Escritura divina or-
dena dar a Dios lo que es de Dios y a César lo que
es de César. Siempre lo cumplí hasta hoy. Pero ha
llegado el momento de oponerse a las solicitaciones
del mundo, de ganar el cielo al precio de la tierra.
Sólo puedo repetir que soy cristiano y que me niego
a sacrificar a los dioses.
Justino dejó a Felipe para dirigirse a Hermes: «Si
la vejez que está cercana a la muerte inspira a éste
el desprecio de las alegrías de la tierra, tú, al menos,
compra con el sacrificio a los dioses días más felices.»
279
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Hermes: Voy a decirte en pocas palabras, pero cla-


ramente, a ti y a tus asesores lo que vale el culto
despreciable que practicas. ¿Por qué la mentira persi-
gue de tal manera a la verdad, el crimen a la ino-
cencia; por qué el hombre ataca a su prójimo? ¿Hizo
jamás Dios un ser semejante al hombre?
Pero el diablo se las ha ingeniado para profanar
la obra del cielo. Ha inventado todos esos dioses a
los que honráis, y con vuestros sacrificios os ha con-
vertido en esclavos de su poder. Como los caballos que
tascan el bocado con los dientes dejan de obedecer a
las bridas y a la mano que los conducía, y, rasgando
el freno que les quiere detener, van, con desprecio
de la muerte, a lanzarse al precipicio; así, vosotros, de
la misma manera, impulsados por vuestra locura, des-
preciáis la palabra de Dios para cumplir consejos
criminales del demonio. Pero el cielo ha hablado: a
los buenos, la gloria; a los malos, la vergüenza; a
los unos, la recompensa; a los otros, el castigo. El
profeta Zacarías ha dicho: «¡ Que el Señor te casti-
gue, Satán! ¡Que te castigue quien destruyó Jeru-
salén!»
Esta madera medio quemada, ¿no es un tizón arran-
cado de las llamas? ¿Qué vano deseo os empuja a bus-
car refugio junto a lo ya ardido, que os dará la muer-
te? Quemad si lo deseáis; pero, al menos, dejadnos
recorrer el rápido ciclo de esta vida terrestre, de ma-
nera que nos aseguremos los bienes de la luz eterna.
Con esta apariencia desagradable, con estos vesti-
dos sucios, los cabellos desordenados, pretendéis hon-
rar las tumbas y los templos de vuestros dioses; no
se les honra de esa manera. Más bien parecéis llevar
duelo por vuestros dioses y sufrir, antes del juicio,
280
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

el castigo de vuestro pecado.


¿Cómo podéis permanecer ciegos? Vuestro libera-
dor está aquí y no acudís a su socorro. Los perros,
cuando olfatean, buscan a su señor; un silbido del
caballero al que ha tirado sin saberlo, hace acudir
¡il caballo y salvar a su guía. Cuando ve el establo,
el buey vuelve a su dueño, el asno sabe encontrar el pesebre en
donde se nutre. Pero Israel ignora a su
Señor, según las palabras de la Escritura:
Israel no me conoce, a Mí, que soy su Señor;
no temen el juicio del Justo.
Perecerán en un nuevo diluvio
como en los días de Noé.
Como los israelitas en el desierto, se doblegaron
sus rodillas, y serán consumidos por las llamas, como
todos los que no han observado la ley.
Este discurso de Hermes irritó al gobernador, que
le dijo: «¿Crees que puedes hacerme cristiano?»
Hermes: Quisiera convertir a Cristo a ti y a todos
los que me rodean. Pero no pienses que yo voy a sa-
crificar a los dioses.
El presidente oyó el consejo de sus ministros y de
su asesor, y después dictó la sentencia: «Felipe y
Hermes han despreciado los decretos del Emperador;
en consecuencia, han perdido todos los derechos de
ciudadanos romanos. Ordenamos que sean quemados
vivos, con el fin de que todos aprendan con este ejem-
plo la suerte que espera a los que desprecian las le-
yes del Imperio.»
Se llevaron a los confesores; éstos se adelantaron
hacia la hoguera llenos de alegría; se hubiera dicho
281
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

que eran las dos cabezas de un gran rebaño elegidas


como ofrenda santa a Dios todopoderoso.
Severo permaneció en la cárcel, solo, como un na-
vio sin gobernalle, a merced de las olas, como una
ovej a perdida, que se ha quedado sin pastor. Una gran
alegría saltó en su alma cuando supo que sus herma-
nos eran llevados al martirio, que habían deseado con
los más ardientes deseos. Se puso de rodillas, y en
una oración humedecida por las lágrimas, decía al
Señor: «Eres el puerto sosegado de todos aquellos a
quienes las olas agitan, das esperanza a quienes deses-
peran; eres la salud de los enfermos, el sostén de
los miserables, el guía de los ciegos; eres misericor-
dioso para con aquellos que son amenazados por el
castigo; eres apoyo de los que están agotados, clari-
dad en las tinieblas, creador de la tierra, Señor del
océano; con tu palabra dispones los elementos, el cie-
lo, los astros: todo es perfecto.
Conservaste a Noé y colmaste de bienes a Abra-
ham; liberaste a Isaac y preparaste la víctima propi-
ciatoria en su lugar; luchaste condescendiente con
Jacob y sacaste a Lot de Sodoma, tierra maldita.
Te mostraste a Moisés e hiciste prudente a Jesús
Nave; quisiste hacer camino con José y sacar a su
pueblo de Egipto para conducirle a la tierra prome-
tida.
Acudiste en socorro de tres niños en el horno; el
rocío de tu majestad impidió a las llamas tocarles;
atenazaste la garganta de los leones y concedistes la
vida y el pan a Daniel.
No sufriste que Joñas fuera herido o pereciera en

282
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

d fondo del mar o en las fauces de un tiburón.


Armaste a Judit y salvaste a Susana de las manos
do los jueces inicuos; hiciste triunfar a Ester y pe-
recer a Aman.
Nos condujistes de las tinieblas a la luz eterna, Pa-
ilro de nuestro Señor y Salvador Jesucristo; eres la
In/ invencible, me distes el signo de la cruz y de
Cristo.
No me juzgues indigno, Señor, de esta pasión que
mis hermanos han conseguido sufrir; pero concéde-
ttir, por el contrario, su corona; úneme a la gloria
ídc aquellos que fueron mis compañeros de cautividad.
Que obtenga el reposo junto a ellos, con los que he
confesado tu nombre glorioso.»
Después de esta plegaria, el ardiente deseo del már-
tir fue colmado; al dia siguiente mereció la gracia pe-
dida.
En cuanto a Felipe, le tuvieron que llevar hasta la
hoguera; después de todas las torturas, el dolor de
sus pies no le permitía caminar. Kermes, que com-
partía sus sufrimientos, le seguía cojeando. Hablaba
con suavidad a Felipe y le decía: «Maestro bueno,
apresurémonos a reunimos con el Señor. No nos cui-
demos de nuestros pies, de los que pronto no necesi-
taremos. Cesarán todas las necesidades de la vida
presente cuando hayamos entrado en el reino del
cielo.»
Después se dirigió a los que le seguían, y les dijo:
«Dios me había dado a conocer estos acontecimientos,
revelándomelos. Mientras dormía he creído ver una
paloma blanca como nieve. Entró en mi habitación
283
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

y reposó en mi cabeza', después descendió hasta mi


pecho y me ofreció un alimento delicioso. Compren-
dí que el Señor me llamaba y me juzgaba digno del
martirio.»
Todavía seguía hablando cuando llegaron al lugai
de la ejecución. Los verdugos, según la costumbre,
recubrieron de tierra los pies del bienaventurado Feli-
pe hasta las rodillas; le ataron las manos a la es-
palda con una cuerda que fijaron con clavos. Des-
pués ordenaron a Hermes que descendiera al foso;
éste apenas si se podía tener sobre sus pies; rió abier-
tamente y dijo: «Pero ahora, Diablo, no eres más
fuerte que yo.» Echaron tierra a sus pies. Antes de
que prendieran fuego a la hoguera, el bienaventurado
Termes llamó entre la gente a un hermano llamado
Velogio. Le hizo jurar por el nombre sagrado de Je-
sucristo que llevaría a Felipe, su hijo, las últimas vo-
luntades de un padre moribundo y le pediría que
pagara todas las deudas que pudiera dejar. ¿No ha
ordenado el Rey del universo devolver a cada uno los
bienes que de Él podamos recibir? Que sea fiel a esta
restitución para que su padre no tenga que repro-
charse nada. El mártir se refería a los numerosos de-
pósitos que la confianza de los fíele» había puesto en
sus manos. Y añadió con amor de padre: «Eres jo-
ven; gana tu vida con el trabajo, como lo hacía tu
padre; como él, vive en paz con tu prójimo.»
Después de estas palabras, los verdugos ataron las
manos a la espalda y prendieron la hoguera. Entre
las llamas, mientras pudieron hablar, dieron gracias
al Señor; al fin se escuchó un gozoso amén.
De esta manera, los bienaventurados mártires die-
284
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

ron testimonio con su vida.


Los discípulos siguieron las huellas del Maestro,
(|iie les permitía salir victoriosos. En seguimiento de
los apóstoles y de los mártires, se apresuraron hacia
los reinos celestiales.
Encontraron al bienaventurado Felipe con los bra-
/.os extendidos, como en oración. El cuerpo del ancia-
no había rejuvenecido con toda prestancia de la ju-
ventud, y parecía provocar al enemigo para merecer
nuevos combates y nuevas coronas.
Kl rostro del bienaventurado Kermes estaba in-
tacto y con buen color; sus rasgos tenían la frescura
«lo la vida; la huella del combate sólo se manifestaba
cu los extremos de las orejas, que habían permanecido
exangües. Y ante esto, todos juntos dieron gracias a Dios
todoperoso que da la gloria y la corona a aque-
llos que esperan en Él.
El diablo no pudo contemplar tantas maravillas sin
sentir despecho. Y propuso a Justino que echara al
Ebro los cuerpos de los mártires. Todavía no conten-
to de privarles de la vida, les privó de la sepultura.
Ante esta noticia cruel, los fieles de Andrinópolis pre-
pararon sus redes y subieron a sus barcas con la es-
peranza de que alguno tuviera la alegría de encontrar
tan rica presa. Oraron; y casi en seguida las sagradas
reliquias cayeron en sus redes y fueron sacadas, in-
tactas, del agua. El tesoro, más precioso que el oro y
que las piedras preciosas, fue oculto a doce millas de
Heraclea durante tres días en una casa llamada Oge-
tistyrom, lo que significa lugar de los poseedores. En
este lugar había numerosas fuentes en lugares ame-
nos; un bosque, ricas cosechas, viñas abundantes.
285
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Actualmente, la majestad divina multiplica allí los


milagros para probar que no puede tener oculta la
gloria de sus servidores; hasta los ríos los devuelven
para nuestra veneración. Es de esta manera como nos
advierte Él que no temblemos ante los suplicios, sino
que, por el contrario, nos apresuremos hacia la coro-
na. Amén.

286
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 304, EN TEVESTE, NUMIDIA


CRISPINA DE TAGOR
Fue en Teveste, el día de las nonas de diciembre,
liajo el noveno consulado de Diocleciano y el octavo
de Maximiano.
El procónsul Anulino hacía justicia en su tribunal
cti la sala de audiencia.
El escribano: Crispina de Tagor ha despreciado los
cilicios de nuestros príncipes y señores. ¿Debe com-
parecer?
Anulino: Que comparezca.
Crispina entra.
Anulino: ¿Conoces el texto del edicto imperial?
Crispina: No. ¿Qué ordena?
Anulino: Sacrificar a nuestros dioses por la salud de
nuestros príncipes. Tal es la voluntad de nuestros se-
ñores, los piadosos Diocleciano y Maximiano y los
muy nobles cesares Constancio y Máximo.
(Crispina: Jamás he hecho sacrificios ni los haré
unís que al Dios verdadero y a su Hijo, nuestro Señor Jesucristo,
que vino a este mundo y sufrió por
nosotros.
Anulino: Abandona esa superstición e inclina la
cabeza ante el altar de los dioses romanos.
Crispina: Cada día adoro a mi Dios todopoderoso.
No conozco otro dios.
Anulino: Eres muy insolente y altanera. No te será
tan agradable conocer dentro de poco las severidades
287
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

de la ley.
Crispina: Haz lo que te parezca. En cuanto sufriré
de buena gana por mi fe.
Anulino: ¡Qué tontería no abandonar esos errores
para ofrecer tu adoración a nuestas santas divini-
dades!
Crispina: Ofrezco mi adoración todos los días al
Dios vivo y verdadero. Él es mi Señor. No reconozco
otro Dios que Él.
Anulino: Te repito la orden imperial: obedece.
Crispina: Obedezco, pero a mi Señor Jesucristo.
Anulino: Te haré cortar la cabeza si no obedeces
las órdenes de nuestros emperadores y señores. No
tendrás más remedio que obedecer. Por otra parte,
ya sabes que toda África ha sacrificado.
Crispina: Jamás me harán sacrificar a los demo-
nios. Yo hago sacrificios al Señor que ha hecho el
cielo y la tierra, el mar y todo cuanto en ellos existe.
Anulino: ¿Entonces, estos dioses no tienen valor
alguno? Pero tú, si quieres salvar la vida tendrás que
adorarlos. Por otra parte, es el único medio de tener
todavía alguna religión.
Crispina: Hermosa religión que condena a tortura
a los que la rechazan.
Anulino: Todo lo contrario. Pedimos simplemente
que vayan al templo, que inclinen la cabeza ante los dioses de
Roma y les ofrezcan incienso; de esta for-
ma serás de los nuestros.
Crispina: No lo hice nunca. Incluso ignoro vuestros
288
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

ritos. Y no lo haré mientras viva.


Anulina: Lo tendrás que hacer si quieres escapar
al rigor de las leyes.
Crispina: No temo tus amenazas. Tus suplicios no
existen. Pero si llegara a cometer un sacrilegio, mi
Dios, que está en el cielo, me abandonaría y me re-
chazaría hasta en el último día.
Anulino: ¿Qué sacrilegio hay en obedecer a los
edictos imperiales?
Crispina: ¡Malditos los dioses que no han hecho
ni el cielo ni la tierra! Yo hago sacrificios al Dios
eterno, que permanece en los siglos de los siglos. Él es
el verdadero Dios al que debemos temer. Él ha hecho
el mar, los verdes prados y la arena del desierto. ¿Qué
pueden hacerme los hombres salidos de sus manos?
Anulino: Observa la religión romana que practican
nuestros soberanos, los invencibles cesares, que es
también la nuestra.
Crispina: Ya te lo he dicho varias veces: estoy dis-
puesta a sufrir todos los suplicios que te plazca im-
ponerme. Pero no mancharé mi alma adorando a dio-
ses tallados en la piedra por mano del hombre.
Anulino: Tú blasfemas; no es así como salvarás
tu vida.
Y entonces el procónsul dictó al escribano: «Que
la entreguen a la infamia. Que le afeiten los cabellos;
<|uo su rostro sea humillado.»
Crispina: Haz hablar a tus dioses y creeré en ellos.
Si yo no buscara la verdadera salvación de mi alma,
n<> me encontraría en este instante ante tu tribunal.
289
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Anulino: ¿Quieres continuar viviendo o prefieres


morir en los tormentos como han muerto tus compa-
ñeras?
Crispina: Si quisiera morir verdaderamente y per-
der mi alma en el fuego eterno, aceptaría rendir sacri-
ficios a los dioses.
Anulino: Si te niegas a adorar a nuestros dioses
tan venerables, te haré cortar la cabeza.
Crispina: Si logro ese honor, daré gracias a Dios.
Perderé de buen grado mi vida por mi Dios. Este es
mi deseo más querido. Jamás recibirán mis ofrendas
vuestros dioses ridículos, sordos y mudos.
Anulino: ¿Esta es tu última palabra? ¿Te obstinas
en esa locura?
Crispina: Mi Dios, que existe desde toda la eterni-
dad, me ha hecho venir a la vida. Me ha salvado con
el agua del Bautismo. Está conmigo para sostenerme.
Conforta a su esclava en todos* los peligros. Gracias
a Él, no cometeré sacrilegio.
Anulino: ¿Por qué soportar por más tiempo las
impiedades de esta cristiana? Reléanse las actas del
proceso.
Hecha su lectura, el procónsul Anulino leyó la sen-
tencia sobre la tablilla: «Crispina se obstina en su
error infame y se niega a sacrificar a los dioses. Por
órdenes de los augustos será decapitada. Así lo hemos
ordenado.»
Crispina: Bendigo a Dios, que me libera así de tus
manos ¡Gracias le sean dadas!
Crispina hizo el signo de la cruz; inclinó la ca-
290
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

beza y fue decapitada por el nombre de nuestro Se-


ñor Jesucristo, de quien es todo el honor en los siglos
de los siglos. Amén.

291
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

HACIA EL AÑO 304, EN


SIRMIO
SAN SERENO
Sereno era griego de origen; al llegar a Sirmio se
estableció como jardinero, ya que no conocía otro ofi-
cio. Cuando comenzó la persecución, el temor a las
torturas le inspiró ocultarse durante algunos meses.
Después comenzó de nuevo a trabajar.
Un día, mientras trabajaba, entró una mujer en
su jardín con dos muchachas jóvenes y se paseó por
allí.
Al verla el jardinero, le dijo: «¿Qué buscas aquí?»
Mujer: Me paseo porque me agrada.
Sereno: ¿Qué matrona se pasea a estas horas de
la tarde? No creo que se trate de un paseo; di
más bien que tienes una cita de amores. Vamos, sal
de aquí, y procura conducirte como una mujer ho-
nesta.
La mujer salió enrojeciendo, furiosa, no por ha-
ber sido echada de allí, sino por haber faltado a la
cita. Envió una carta a su marido, empleado en el servicio de
Maximiano, para quejarse de la grosería de
Sereno.
El marido se quejó al Emperador: «Mientras te
servimos, nuestras mujeres, lejos de nosotros, son ul-
trajadas.»
Maximiano le autorizó a vengarse como mejor le
pareciera por medio del gobernador de la provincia.
El marido se apresuró a ir hasta allí para lavar la in-
292
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

juria hecha no a la virtud, sino al vicio.


Cuando hubo llegado a Sirmio, fue a casa del go-
bernador, y le cuenta qué es lo que le lleva allí, le da
la carta del Emperador y le dice: «Venga la injuria
que mi mujer ha sufrido durante mi ausencia.»
El gobernador quedó sorprendido. Le preguntó:
«¿Quién ha podido ofender a la mujer de un oficial
de la guardia imperial?»
Oficial: Un hombre del pueblo, un jardinero lla-
mado Sereno.
El gobernador mandó buscar al acusado. Tan pron-
to como éste llegó, comenzó el interrogatorio:
Gobernador: ¿Cómo te llamas?
Sereno: Sereno.
Gobernador: ¿Tu profesión?
Sereno: Jardinero.
Gobernador: ¿Por qué has insultado a la mujer de
un alto personaje?
Sereno: Jamás he insultado a una mujer de calidad.
Gobernador: Pregúntale tú mismo—dijo al oficial—-
para que confiese su insolencia.
Sin prisa, Sereno siguió diciendo: «Recuerdo que
una mujer entró en mi jardín hace unos días a hora
poco conveniente. Se lo reproché, y le dije que una
mujer honesta no sale sin su marido a ciertas horas.»
El oficial comprendió entonces cuál había sido la
conducta de su mujer. Enrojeció y calló. Su confu-
sión fue tal, que no pensó en pedir castigo alguno al
293
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

gobernador.
Pero el gobernador quedó extrañado por todo lo
que había sucedido. Y se dijo: «Sólo un cristiano
puede alarmarse de rer a una mujer a hora poco con-
veniente en su jardín.» Y siguió así el interrogatorio:
Gobernador: ¿Quién eres?
Sereno: Cristiano.
Gobernador: ¿Dónde te has ocultado hasta hoy?
¿Cómo te las has arreglado para no sacrificar a los
dioses?
Sereno: Quiso Dios reservarme para esta hora. Era
como una piedra rechazada del edificio. Ahora, el Se-
ñor me ha hecho un hueco. Puesto que ha querido que
sea descubierto, estoy dispuesto a sufrir por su nom-
bre, con el fin de participar en su reino con todos
los santos.
El gobernador estaba fuera de sí: «Puesto que has
escapado hasta hoy y ocultándote has demostrado tu
desprecio para con los edictos del Emperador y te has
negado a sacrificar, te será cortada la cabeza.»
Inmediatamente fue llevado al lugar de las ejecu-
ciones, y los siervos del demonio le cortaron la ca-
beza.
Fue el 23 de febrero, durante el reinado de nues-
tro Señor Jesucristo, a quien es dado todo el honor y
gloria en los siglos de los siglos. Amén.

294
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

HACIA EL AÑO 306, EN TIMUIS,


EGIPTO
FILEAS Y FILOROMO
Fileas compareció en el banco de los acusados. El
gobernador Culciano le dijo: «¿Quieres vivir desde
ahora como un hombre honrado?»
Fileas: Siempre fui un hombre honrado, y pienso
seguir siéndolo.
Gobernador: Sacrifica a los dioses.
Fileas: No lo haré.
Gobernador: ¿Por qué?
Fileas: Por que está escrito en la Escritura: «Cual-
quiera que sacrifique a los dioses y no sólo a Dios,
será castigado de muerte.»
Gobernador: Sacrifica entonces al dios Sol.
Fileas: No. Dios no acepta semejantes homenajes.
En las Sagradas Escrituras se lee: «¿Qué puedo ha-
cer con esta multitud de víctimas que me ofrecéis?
No me placen los holocaustos de vuestros chivos ni la
grasa de vuestros rebaños ni la sangre de los carne-
ros. No me ofrezcáis ni siquiera flor de harina,»
Uno de los abogados que estaban presentes en la
audiencia le interrumpió: «Desde luego, se trata de
la flor de la harina. Es la vida lo que te juegas.»
Gobernador: ¿Qué sacrificio es agradable a tu Dios?
Fileas: Un corazón puro, una vida sincera, palabras
sin mentira; esto es lo que agrada a Dios.

295
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Gobernador: ¡Vamos! ¡Sacrifica!


Fileas: No.
Gobernador: ¿Y Moisés?
Fileas: En otro tiempo se pidió a los judíos que
sacrificaran al Dios único en Jerusalén. Pero hoy ha-
cen mal en continuar celebrando sus fiestas en otros
lugares.
Gobernador: ¡Basta ya de tonterías! ¡Sacrifica!
Fileas: No mancharé mi alma.
Gobernador: ¿Se pierde el alma sacrificándola?
Fileas: Se pierde cuerpo y alma.
Gobernador: ¿También el cuerpo?
Fileas: Sí, exactamente, también el cuerpo.
Gobernador: Y la carne, ¿resucitará?
Fileas: Sí.
Gobernador: ¿No ha renegado de Cristo, Pablo?
Fileas: No.
Gobernador: Si yo he jurado, jura tú también.
Fileas: No nos está permitido jurar. La Santa Es-
critura dice: «Que vuestro lenguaje sea sí, sí; no, no.»
Gobernador: Pablo, ¿no era un perseguidor?
Fileas: Todo lo contrario.
Gobernador: ¿No era un ignorante, un sirio, que
hablaba siríaco?
Fileas: No, era hebreo. Hablaba griego en público
y sobrepujaba a los demás en sabiduría.
296
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Gobernador: ¿Vas a pretender que sobrepasaba a


Platón?
Fileas: A Platón y a todos los demás. Era más sa-
bio que todos los filósofos. Supo convencer a más de
uno. Si quieres repetiré aquí sus palabras.
Gobernador: Ahora, sacrifica.
Fileas: No.
Gobernador: ¿Es asunto de conciencia?
Fileas: Sí.
Gobernador: ¿Por qué no lo escuchas cuando se
trata de tu mujer y de tus hijos?
Fileas: Porque el deber hacia Dios es el primero:
La Escritura dice: «Amarás al Señor, tu Dios, que
te creó.»
Gobernador: ¿Qué Dios?
Fileas señaló el cielo con el gesto de la mano, y
dijo: «El Dios que ha hecho el cielo y la tierra, el
mar y todo lo que en ellos se contiene. Él es el Creador
y el artesano del mundo visible y del invisible. Es
el Dios inefable, el único que es y que subsiste en los
siglos de los siglos. Amén.
Los defensores de Fileas trataron de hacerle callar,
diciéndole: «¿Por qué resistes y te opones al gober-
nador?»
Fileais: Respondo a sus preguntas.
Gobernador: Basta ya de discursos. ¡Sacrifica!
Fileas: Jamás. No quiero perder mi alma. Por otra
parte, los cristianos no son los únicos que se preocu-

297
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

pan por su alma; los paganos hacen lo mismo. Mira


a Sócrates. Cuando le condujeron a la muerte, su mu-
jer y sus hijos estaban presentes; no por eso se vol-
vió atrás. A pesar de su edad, se apresuró a morir.
Gobernador: ¿Cristo es Dios?
Fileais: Sí.
Gobernador: ¿Qué pruebas tienes de ello?
Fíleos: Devolvió la vista a los ciegos, el oído a los
sordos. Curó a los leprosos y resucitó a los muertos.
Hizo hablar a los mudos y curó a una muchedumbre
de enfermos. Bastó con que una hemorroísa tocara la
orla de su vestido para que fuera curada. Muerto, re-
sucitó. Hizo innumerables prodigios.
Gobernador: ¿Cómo Dios pudo ser crucificado?
Füeas: Por nuestra salvación. Sabía además que
sería crucificado y que iba a sufrir toda clase de ul-
trajes. Se prestó a todos esos sufrimientos por nos-
otros. Su pasión había sido predicha por las Escritu-
ras, que los judíos creen comprender, pero que no
comprenden. Aquel que tenga buena voluntad se in-
forme de todo ello, y verá cómo digo la verdad.
Gobernador: Acuérdate de las atenciones que he te-
nido para contigo. Hubiera podido humillarte en tu
propia casa, pero no lo he hecho. Por respeto hacia
ti no lo hice.
Füeas: Gracias. Concédeme un favor supremo.
Gobernador: ¿Cuál?
Fíleos: Cumple tu deber. Hasta el final.
Gobernador: ¿Quieres morir sin razón?

298
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Füeas: No sin razón, sino por Dios y por la verdad.


Gobernador: Concedo la gracia que me pedías a tu
hermano.
Füeas: Concédeme más bien esta gracia suprema:
cumple con tu deber hasta el final.
Gobernador: Si te supiera pobre y empujado por
la necesidad, no te perdonaría. Pero eres rico; con
tu fortuna, tú puedes no sólo alimentar a tu familia,
sino a casi toda la provincia. Quiero perdonarte. Sa-
crifica.
Fileas: \ Jamás! De esta manera me perdono a mí
mismo.
Los defensores se dirigieron al gobernador y le di-
jeron: «Ya ha sacrificado en privado.»
Fileas: ¡Nunca en la vida!
Gobernador: Tu mujer, llorosa, está ahí, y espera
tu decisión.
Fileas: El Señor, Jesucristo, es el Salvador de nues-
tras almas. Incluso encadenado, sigo sirviéndole. Me
ha llamado para que comparta su gloria. Es bastante
poderoso para llamar a Sí también a mi mujer.
«Fileas, pide un aplazamiento»—le dijeron los abo-
gados.
Gobernador (a Fileas): Te concedo un plazo para
que reflexiones.
Fileas: Ya he reflexionado en muchas ocasiones, y
he elegido sufrir por Cristo.
Los defensores de Fileas, su abogado, los miembros
del tribunal, todos sus parientes le presionaban para
299
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

que cediera. Se echaban a sus pies, se le abrazaban y


le conjuraban a que tomara en consideración a su
mujer para que pensara en sus hijos.
El mártir permanecía inquebrantable como una
roca batida por las olas. Respondía que no podía ha-
cer caso de palabras vanas.
Tenía su mirada puesta en Dios. Sus padres y su
familia eran ya los mártires y los apóstoles; no co-
nocía a otros.
Había allí un oficial de caballería del ejército ro-
mano que se llamaba Filoromo. Vio la escena: Fileas,
sitiado por su familia en lágrimas, agotado por las
preguntas capciosas del gobernador, pero inflexible e
inquebrantable, a pesar de todo.
Y entonces dijo: «¿Por qué tentáis, por otra par-
te en vano, el valor de este hombre? ¿Por qué queréis hacer
infiel a este hombre fiel a Dios? ¿Por qué
quererle hacer que reniegue de Dios para hacerle >rt>e-
diente a los hombres? ¿No veis que sus ojos no ven
vuestras lágrimas, que sus oídos no escuchan vuestras
palabras, vuestros lloros terrestres no pueden alcan-
zar a Aquel cuya mirada contempla la gloria del
cielo?»
Y entonces la cólera de todos cayó sobre Filoromo.
Pidieron su condenación junto con la de Fileas.
El gobernador no se hizo rogar, y condenó a los
dos mártires a morir decapitados.
Iban por el camino que conduce al lugar de la eje-
cución, cuando uno de los defensores de Fileas, su
propio hermano, dijo: «Fileas, apela.»
Culciano le volvió a llamar, y dijo: «¿Por qué?»
300
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Fileas: Nada. No lo. haré. No escuches a ese desgra-


ciado. Por el contrario, doy gracia a los emperado-
res y al gobernador, puesto que me permiten com-
partir la herencia de Cristo.
Y Fileas volvió a rehacer el camino.
Cuando hubieron llegado al lugar del suplicio, Fi-
leas extendió las manos hacia Oriente y dijo: «Mis
hijitos muy amados, si buscáis a Dios, permaneced
vigilantes; nuestro enemigo, como león rugiente, bus-
ca a quien devorar. Hasta aquí no había sufrido. Aho-
ra comienza mi pasión. Ahora voy a ser discípulo de
nuestro Señor Jesucristo. Mis queridos hijos, obser-
vad los preceptos de nuestro Señor Jesucristo. Iremos
al Dios puro, inefable, al Dios que reina sobre los
querubines, al Creador del universo, comienzo y fin
de todo cuanto existe. A Él la gloria en los siglos de
los siglos. Amén.»
Estas fueron sus últimas palabras. Los verdugos
cumplieron con su tarea. Las dos cabezas cayeron y
las almas de los dos valerosos mártires fueron al
cielo con la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que
vive y reina; Dios, con el Padre y el Espíritu San-
to, en los siglos de los siglos. Amén.

301
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 306, EN CESÁREA


APIANO Y LDESIO
Cuando el inicuo Maximiano se apoderó del Im-
perio, mostró en seguida que su reino abriría una nue-
va era de persecuciones en toda la Iglesia. Todos los
habitantes de la ciudad se inquietaron; muchos se
dispersaron por todos los caminos.
Apiano no tenía todavía veinte años, y procedía
de una de las más grandes familias de Licia, que se
distinguía por su fortuna y su prestigio social. Sus
padres habían enviado al joven, a causa de los estu-
dios, a Berilo, en donde había acumulado un caudal
de conocimientos. Pero no es esto lo que aquí nos
interesa. Sin embargo, puesto que contamos los gran-
des hechos de esta alma elegida, es necesario admirar
cómo en tal ciudad supo conservarse, a pesar del con-
tacto con jóvenes de su edad. Tenía la seriedad de
tin hombre maduro; su conducta era íntegra e irre-
prochable; su alma poseía una alta virtud. Ni las
pasiones de la juventud ni la camaradería de los estudiantes le
apartaron del camino recto; confirmaba y
afirmaba su espíritu por el dominio sobre sí mismo;
observó una castidad perfecta y dirigió su vida por
el camino recto, según la voluntad de Dios.
Terminados sus estudios, abandonó Berito y volvió
a casa de sus padres. Pero no se entregó a la vida
mundana de su familia, muy diferente a él por la
pureza de sus costumbres. De aquí que huyera secre-
tamente de la casa paterna sin preguntarse ni un solo
momento cómo podría vivir, ya que no tenía ni re-
servas ni provisiones, confiándose por entero a Dios.
El Señor le condujo a nuestra ciudad, en donde la
302
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

corona preciosa del martirio le estaba preparada.


Vivió entre nosotros; fue formado con nosotros en
las Santas Escrituras; el célebre mártir Panfilio le
dirigió en la práctica de las virtudes. De esta manera
adquirió un entrenamiento poco común. Desde enton-
ces estaba preparado maravillosamente para el mar-
tirio y para su fin glorioso.
Por otra parte, ¿quién no hubiera reparado en el
espectáculo que ofrecía su vida? ¿Quién no hubiera
admirado, al escucharle, su coraje y su generosidad,
su paciencia y su firmeza, su sabiduría y el dominio
de sí mismo, sus frases ante los jueces y sus contes-
taciones? Y por encima de todo, su atrevimiento y su
ardor en defender la causa de Dios.
Cuando se produjo la tercera persecución contra
nosotros, el edicto de Maximiano impuso a los magis-
trados de cada ciudad que pusieran cuidado en que
todos y cada uno de los ciudadanos sacrificaran a los
ídolos. Inmediatamente, los pregoneros proclamaron
en todas las ciudades que hombres, mujeres y niños
tenían que ir a los templos de los ídolos. Tribunos y
centuriones se apostaron en todos los cruces de las
mayores calles e invadieron las mansiones. Se hicie-
ron censos de los ciudadanos; se les llamó nominal-
mente y cada uno fue forzado a someterse al edicto
imperial.
Por otra parte, la tempestad desencadenó el terror.
Fue en este momento cuando Apiano, el santo mártir
de Dios, realizó algo que trasciende todas las palabras.
Nadie estaba al tanto de sus proyectos, ni siquiera
nosotros, que habitábamos bajo el mismo techo que él.

303
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Un día se acercó al gobernador, se detiene ante él,


sin ser visto por la escolta militar. Urbano iba a ofre-
cer un sacrificio a los dioses. Nuestro héroe le coge la
mano derecha y le detiene en el momento en que va
a consumar la ofrenda del sacrificio. Después, modes-
tamente, con dulzura, pero lleno de firmeza divina, le
pide que renuncie a sus errores. «No está permitido
—le dijo—apartarse del verdadero Dios para sacri-
ficar a los ídolos sin vida y a espíritus malignos.»
Entonces, los esbirros del demonio, los soldados de
la escolta, quemadas sus entrañas, se precipitan sobre
Apiano, le golpean el rostro, le echan por tierra, le
pisotean y le desgarran la boca y los labios.
El joven mártir sufrió todos estos males con un ma-
ravilloso coraje.
Le llevaron finalmente a la cárcel, en donde fue
metido en el calabozo más oscuro. Allí pasó el resto
del día y la noche siguiente con los pies metidos en
cepos.
Al día siguiente compareció de nuevo ante el tri-
liunal. El gobernador Urbano, figurándose que iba a
realizar una brillante acción, dio muestras de toda
Mirrle de crueldades. Ordenó que torturaran al noble
joven con toda clase de refinamiento. Le hizo desgarrar los
costados con ganchos de hierro, hasta que se
vieron las entrañas y los huesos. Le hizo golpear el
rostro y el cuello tan brutalmente que ni siquiera sus
amigos reconocieron a Apiano con ese rostro desfi-
gurado.
El mártir de Dios era como un diamante, y la gra-
cia de Dios le fortificaba cuerpo y alma y sostenía su
perseverancia. En medio de todos estos sufrimientos
304
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

no hacía más que repetir: «Soy cristiano.» Cuando


le preguntaron sobre su condición, su origen, su do-
micilio, respondía imperturbablemente: «Soy un ser-
vidor de Cristo.»
El tirano estaba furioso; fuera de sí a causa de la
fidelidad del mártir para con su fe, ordenó que le en-
volvieran los pies con lienzos embebidos en aceite y
les prendieran fuego. Los verdugos obedecieron. Col-
garon al mártir. Y para los asistentes fue un horrible
espectáculo ver los costados desgarrados cruelmente,
ese cuerpo destrozado y ese rostro irreconocible. Un
fuego violento le quemó los pies tanto tiempo que su
carne se licuaba y goteaba, fundida como cera, y la
llama penetraba hasta los huesos.
Pero él sufría todos estos males como si no los sin-
tiera. Estaba lleno de Dios; y en Él poseía un fuerte
sostén. La presencia de Cristo en él era tan visible
como la luz. Por esta razón, el mártir era más intré-
pido todavía y de un lenguaje más audaz. Confesaba
con fuerte voz su fe en Dios, daba testimonio de Cris-
to y Cristo le devolvía el testimonio por medio de la
fuerza maravillosa que le confortaba. Y tan era así,
que asombraba a los asistentes el extraordinario es-
pectáculo que ofrecía el mártir como una gran esce-
na teatral.
Sus enemigos rabiaban como demonios; parecían ser
ellos quienes sufrían y padecían torturas a causa de
su valor al confesar la verdadera fe. Rechinaban los
dientes y rabiosamente deseaban saber su nombre, su
patria, su ciudad; querían forzarle a sacrificar y obe-
decer a los edictos imperiales. Pero él los miraba con
piedad; parecían estar borrachos; consideró que no
merecían respuesta alguna. Se contentaba con repe-
305
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

tir: «Confieso que Cristo es Dios, que es el Hijo de


Dios.» Tal era su testimonio.
Cuando al fin los verdugos estuvieron cansados y
desanimados, le llevaron de nuevo a la cárcel. Al día
siguiente compareció de nuevo ante el cruel juez. Vien-
do su fidelidad obstinada, el juez ordenó que lo echa-
ran al mar.
La continuación de este hecho parecerá a buen se-
guro inverosímil a los que no asistieron a los aconte-
cimientos. Los hombres creen menos fácilmente lo que
oyen que lo que ven. Sin embargo, esto no es una
razón para dejar que se olvide un hecho tan maravi-
lloso. Todos los habitantes de Cesárea fueron testi-
gos del prodigio; desde el más grande al más peque-
ño, todos asistieron al espectáculo.
Cuando hubieron echado al mar al hombre de Dios
con piedras atadas a los pies, un estruendo horrible
atronóel aire y una tempestad desencadenó olas en-
furecidas en el mar. Un temblor de tierra sacudió a
toda la ciudad. Todos los habitantes alzaron los bra-
zos al cielo: creyeron que aquel día ciudad y ciuda-
danos iban a perecer. El mar, como si no pudiera con-
servar el cadáver del santo mártir de Dios, le rechazó
ante las puertas de la ciudad... Estaba allí como un
signo de terror que testimoniaba del juicio de Dios
y que el temblor de tierra amenazaba destruir todo.
Cuando en la ciudad se conocieron los
acontecímienlos, todos corrieron hacia las puertas: niños,
hombres y ancianos, mujeres de toda edad; las reli-
giosas recluidas abandonaron el convento. Todos que-
rían ver con sus ojos el asombroso espectáculo. Cuan-
do lo hubieron visto, todos confesaron al Dios de los
306
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

cristianos y glorificaron en gran manera el nombre de


Jesucristo.
Fue así como acabó la vida del glorioso mártir
Apiano.
Se celebra su memoria el 2 del mes de abril.
Poco tiempo después, Edesio, el hermano de Apia-
no, sufrió la misma suerte y mereció por su testimo-
nio la corona de los mártires.
Mucho antes que su hermano, Edesio se había con-
vertido a la ciencia de Dios y le había ofrendado su
vida y su tiempo. Era versado en las ciencias griegas y
hasta en las latinas. Y además había sido durante
mucho tiempo alumno del mártir Panfilio.
Edesio proclamó su fe ante los tribunales; fue
maltratado muchos días en la cárcel; después envia-
do a las minas de cobre de Palestina. Tras numerosas
tribulaciones, fue puesto en libertad. Volvió a Alejan-
dría. Allí encontró al gobernador Hierocles, que diri-
gía todo Egipto. Supo y conoció las crueldades de
este juez contra los cristianos; maltrataba a los márti-
res de Cristo con desprecio de toda ley y entregaba a
los mantenedores de casas de prostitución a las vírge-
nes consagradas a Dios.
Edesio no se contuvo ante semejante escándalo.
Se decidió, como su hermano, a hacer algo que llama-
ra la atención. No temía la lucha; el celo de Dios ar-
día en él como una llama y la cólera santa le anima-
ba. Un día, inflamado por el santo ardor, Edesio pudoacercarse a
Hierocles y le avergonzó; y uniendo el ges-
to a la palabra, le abofeteó en pleno rostro 21, le echó
al suelo mientras le decía que se abstuviera en adelan-

307
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

te de maltratar a los servidores de Dios.


Y le dijo unas cuantas verdades más. Sufrió sin
vacilar las más atroces torturas. Finalmente, fue con-
denado como su hermano a ser echado al mar.
El servidor de Dios Edesio sufrió por la verdad en
la ciudad de Alejandría, y allí mereció la corona del
rmrtirio.
AÑO 308, EN SABARÍA, PANONIA
QUIRINO, OBISPO DE ESCICIA
El diablo había empujado a los señores de este mun-
do a torturar a los santos; en todas partes las igle-
sias estaban quebrantadas por las tempestades de la
persecución. Con la complicidad de los cortesanos del
poder, dirigía el ataque contra el pueblo de Dios y
cada día se veía cómo se agravaban los hechos de su
crueldad. La Iglesia estaba perseguida por las leyes
crueles de Maximiano. En toda la Iliria, Dioclecia-
no, ayudado por su colega, que compartía su odio
hacia los cristianos, torturaba cruelmente.
Las órdenes sacrilegas fueron transmitidas a casi
todos los funcionarios de la provincia; les animaban
a que hicieran sacrificar a los cristianos en los tem-
plos de los demonios. Se cerraban las iglesias de Cris-
to; sacerdotes y clérigos tenían la obligación de obe-
decer a los edictos y reconocer a los dioses. Si se ne-
gaban a quemar incienso ante los ídolos se exponían
a diversos suplicios y finalmente a la muerte.
Entre la muchedumbre de aquellos que triunfaban,
entre los campeones de Cristo, estaba Quirino, obispo
de Escicia; fue arrestado por orden del gobernador
Máximo después de activas búsquedas. El obispo, ad-
308
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

vertido, había abandonado la ciudad; le alcanzaron


durante su huida y le condujeron de nuevo a Escicia.
Máximo comenzó a interrogarle: «¿A dónde huías?»
Quirino: Yo no huía; cumplía simplemente la or-
den del Señor. Está escrito en nuestros libros: «Si os
persiguen en una ciudad, huid a otra.»
Máximo: ¿De quién es ese precepto?
Quirino: De Cristo, el Dios verdadero.
Máximo: Tú no ignoras que los edictos de nues-
tros emperadores llegau a todas partes, y ahora que te
hemos cogido, Aquel al que llamas Dios verdadero
no podrá venir en tu ayuda. Ni siquiera ha evitado
que cayeras en nuestras manos y que fueras traído
aquí.
Quirino: No nos abandona nunca, y allí donde nos
encontremos puede venir en nuestra ayuda. Cuando
fui detenido, estaba cerca de mí; ahora sigue estando
junto a mí y me conforta; es Él quien te responde por
mis labios.
Máximo: Tú hablas mucho y tus discursos te ha-
cen eludir las prescripciones de nuestros emperado-
res. Lee los divinos edictos y obedécelos.
Quirino: No escucho las órdenes de tus emperado-
res, porque son sacrilegas; en oposición a las órdenes
de Dios, imponen a los cristianos sacrificar a los dio-
ses que yo no puedo honrar, puesto que no existen.
Mi Dios, al que sirvo, está en el cielo, en la tierra,
en el mar. Está en todas partes y sobre toda cosa,
pues contiene todas las cosas; todo ha sido hecho por
Él y todo existe por Él.

309
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Máximo: Has vivido mucho tiempo y has acabado


por creer en tus propias fábulas. He aquí el incien-
so, aprende a conocer a los dioses que ignoras. Si
obedeces, no dejarás de ser tan ilustrado como lo eres.
Si rechazas hacer este acto de piedad, has de saber
que serás torturado y que acabarás perdiendo la vida
en una muerte cruel.
Quirino: Me honran los tormentos con los que me
amenazas; y la muerte, si soy digno de ella, me pro-
curará la vida eterna. Permaneceré fiel a mi Dios,
pero no a tus príncipes. No creo en dioses que no
existen; no quemo incienso en los altares de los de-
monios. Conozco el altar de mi Dios, en donde ar-
den sacrificios de agradable aroma.
Máximo: Ya veo que tu locura acabará llevándote
a la muerte. Sacrifica, pues, a los dioses.
Quirino: Yo no sacrifico a los demonios. Está es-
crito: «Serán anonadados quienes sacrifiquen a los
ídolos.»
Máximo hizo que le flagelaran. Después le dijo:
«Considera y reconoce que los dioses del Imperio ro-
mano son poderosos. Si obedeces serás nombrado
sacerdote de Júpiter; de lo contrario serás enviado
ante Amancio, prefecto de la primera Panonia, que
te impondrá la pena capital. Abandona ya esa locura
y sacrifica.»
Quirino: Yo ejerzo el sacerdocio, soy sacerdote has-
ta la medula de mis huesos si me ofrezco como oblación
al verdadero Dios. Mi cuerpo es martirizado, pero es-
toy alegre, no siento ningún daño. Estoy dispuesto a
mayores sufrimientos con el fin de que aquellos que
están a mi cargo en el mundo me sigan hacia esa vi-
310
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

da, a la que se llega por un camino tan fácil.


Máximo: Que le encierren y lo cubran de cadenas
hasta que tenga mejores opiniones.
Quirino: No temo la cárcel; sé que mi Dios está
conmigo en el calabozo; jamás se aleja de aquellos
que le sirven.
Una vez encadenado, Quirino fue encerrado en la
cárcel. Entonces comenzó a orar: «Señor—dijo—, te
doy gracias por haberme juzgado digno de padecer
por Ti todos estos ultrajes. Te ruego que aquellos que
están encerrados conmigo en esta prisión sepan que
adoro al Dios verdadero y reconozcan que no hay
otro Dios que Tú.»
En el corazón de la noche, una luz deslumbradora
iluminó la cárcel. Al advertirla, el carcelero Marcelo
abrió el calabozo y se prosternó a los pies del santo
obispo diciéndole entre sollozos: «Ruega al Señor
por mí; yo creo que no hay otro Dios que Aquel al
que tú adoras.»
22
El obispo le habló largamente y después le signó
en el nombre de nuestro Señor Jesucristo.
Tres días más tarde, Máximo ordenó que llevaran a
Quirino ante el prefecto Amancio, en la primera Pa-
nonia, con el fin de que recibiera la sentencia supre-
ma que se había merecido despreciando las leyes de
los emperadores.
Durante el camino, atravesó distintas ciudades en-
cadenado; hicieron alto en todas las ciudades de la
orilla del Danubio en busca del prefecto. Le hicieron
comparecer delante de Amancio el mismo día en que
éste volvió de Escarbatiana, pero el interrogatorio fue
311
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

aplazado hasta el día en que se llegara a Sabaria.


Varias mujeres cristianas fueron en busca del obis-
po, y le llevaron comida y bebida. Este, al ver su fe,
bendijo los presentes, y las cadenas que colgaban de
sus manos y de sus pies cayeron al suelo. Comió en-
tonces algo, e idas las mujeres, sus guardianes le con-
dujeron a Sabana.
El gobernador ordenó que compareciera en el tea-
tro. Cuando estuvo en su presencia, Amánelo le dijo:
«Te pregunto si lo que aduce Máximo es verdad.»
Quirino: He confesado al verdadero Dios en Esci-
cia. Le he servido siempre, le llevo en mi corazón y
ningún hombre podrá separarme del Dios verdadero.
Amando: Nos repugna humillar a un hombre de tu
edad flagelándolo, por lo que quisiera que cambiaras
de parecer, con el fin de que, sirviendo según los edic-
tos de los emperadores fielmente a los dioses, puedas
gozar en paz los últimos años de tu vida.
Quirino: ¿Por qué te preocupas por la edad que
la fe puede hacer más fuerte que todos los suplicios?
Los tormentos no me harán perjurar, las alegrías de
la vida no me harán abjurar y la aprehensión de una
muerte, incluso cruel, no hará que se quebrante la
firmeza de mi decisión.
Amando: ¿Por qué precipitarte en la muerte, des-
preciando a los dioses y al Imperio romano, por qué
rechazar la vida con una obstinación contra natura,
siendo así que aquellos que quieren evitarse una muer-
te evitan el sufrimiento renegando del pasado? Tú, por
el contrario, no reconoces la suavidad de la vida, sus
halagos, y te precipitas a la muerte desobedeciendo

312
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

a los emperadores. Una vez más te aconsejo que, si


quieres vivir, obedezcas las leyes romanas.
Quirino: Esta arenga quizá emocione a espíritus
debilitados, que aspiran a prolongar su vida. En cuanto a mí,
aprendí de mi Dios a desear la vida que sigue
a la muerte y que no conoce fin. Por eso me fui acer-
cando con serenidad al final de mis días. No me pa-
rezco a aquellos de los que hablas. Creen vivir, y mue-
ren en la apostasía. En cuanto me voy a la eternidad
por mi confesión de fe, no obedezco vuestras leyes
porque guardo los preceptos de Cristo, mi Dios, que
enseñé a mis fieles.
Amando: He intentado durante largo rato conse-
guir que obedecieras las leyes de nuestros príncipes,
pero puesto que no quiero llegar al límite de tu re-
sistencia, servirás de ejemplo a todos los cristianos;
aquellos que quieran vivir, quedarán horrorizados con
tu muerte.
El gobernador ordenó, después de varios otros su-
plicios, que ataran una muela de molino al cuello
del santo y le ahogaran de esta forma en el río que
pasa por Sabaria. Desde lo alto del puente, le empu-
jaron a las aguas del río, pero flotó durante mucho
tiempo. Dirigió la palabra a los espectadores, dicién-
doles que no les horrorizara su suerte; después oró
para que el cielo quisiera permitir que se hundiera,
y su oración fue escuchada y atendida.
A poca distancia fue encontrado su cuerpo, y allí
construyeron un oratorio. Su cuerpo fue conducido
a una basílica de Sabaria, cerca de la puerta Escar-
bancia, en donde se formó, alrededor del renombre
de sus virtudes, una gran concurrencia de pueblo.
313
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

El 4 de junio Quirino, obispo de Escicia y mártir


de Cristo, sufrió, fue coronado por nuestro Señor
Jesucristo, a quien es debida la gloria, el honor, el
poder de todos los siglos. Amén.

314
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 309, EN EDESA


H ABIB
El mes de agosto del año 620 del rey Alejandro de
Macedonia, bajo el consulado de Licinio y de Cons-
tantino, Julio y Barak eran estrategas, Kona obispo
de Urhai (Edesa), Licinio desencadenó una persecu-
ción contra la Iglesia y contra todo el pueblo cristia-
no. Esta persecución siguió a la de Diocleciano. Mu-
chos fieles dijeron libremente: «¡Somos cristianos!»
No temían la persecución, los perseguidos eran más
numerosos que los perseguidores.
Habib era originario de un poblado, Tel-Sehe, y era
diácono. Clandestinamente recorría las iglesias de los
poblados para cumplir con su misión. Leía las Santas
Escrituras, alentaba y confirmaba a los fieles, exhor-
tándoles a perseverar en la verdad de la fe y a no
temer a los perseguidores.
Cuando el rumor llegó a las autoridades de la ciu-
dad, encargadas de esta cuestión, Habib fue denunciado a
Licinio, el gobernador que habitaba la fortaleza:
«El diácono Habib, dijeron, del poblado de Tel-Sehe,
va de un lado a otro, cumple con su misión y se niega
a temblar ante los edictos imperiales.»
El gobernador se irritó sobre manera e informó a
Licinio. Ninguna medida había sido adoptada contra
los cristianos. Hasta se creía saber que Constantino,
que mandaba en Galia y en Italia, era cristiano y no
sacrificaba a los dioses.
Licinio ordenó a Lisanio: «Los que se resistan, han
de morir quemados.» Cuando llegó esta orden, Habib
se encontraba en la región de Zeugmatiche, en donde
315
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

cumplía secretamente con su ministerio. El gobernador


le llamó; y no encontrándole, hizo apresar a toda su
familia y a las gentes de su aldea; todos fueron en-
cadenados. Su madre y el resto de la familia, así como
las gentes de la aldea, fueron encarcelados en la pri-
sión de la ciudad.
Cuando Habib conoció tal noticia, se dijo: «Es me-
jor que me entregue al juez, en lugar de ocultarme,
antes que ver a los demás corregidos y coronados en
mi lugar. Me lo reprocharía siempre. Para qué sirve
ser cristiano si evitamos confesar nuestra fe. Aquel
que huye el castigo con la muerte, a la que nadie es-
capa.»
Secretamente, Habib fue a Edesa; estaba dispuesto a recibir
golpes de latigazos, hasta ser quemado vivo.
Se dirigió a la fortaleza, ante Teotecnos, el anciano,en donde
vivía el jefe de la guardia del gobernador.
Le dijo: «Soy Habib de Tel-Sehe, al que buscáis.»
Teotecnos:'Si nadie te ha visto entrar, vuelve a tucasa, nadie lo
sabrá. No te preocupes de tus parientes ni de tus compatriotas;
no les harán nada; no tardarán en ser puestos en libertad, porque
los emperado-
res no han tomado ninguna medida contra ellos. Si no
sigues mi consejo, seré inocente de la sangre derra-
mada y no escaparás de la hoguera si te entregas al
juez.
Habib: No temo por mi familia, ni tampoco por mis
conciudadanos; temo por mi propia salvación. Estoy
disgustado por no haber estado en el poblado cuando
el gobernador me buscaba. Por mi causa, otros han
sido encadenados. Paso por un cobarde. Si tú no me

316
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

llevas ante el gobernador, yo me entregaré personal-


mente.
Al oír estas palabras, Teotecnos le hizo detener, le
puso bajo la custodia de sus hombres, que le condu-
jeron al pretorio, y el oficial dio cuenta de lo sucedido
al gobernador: «Habib de Tel-Sehe, al que tu gran-
deza buscaba, ha venido a entregarse.»
Lisanio: ¿Quién le ha traído? ¿Dónde está? ¿Qué
hacía?
Teotecnos: Ha venido por propia voluntad, sin ser
obligado por nadie. Nadie está al corriente de lo que
ha hecho.
El gobernador manifestó la irritación contra Habib
diciendo: «Este individuo me desprecia y no tiene en
cuenta que soy su juez. No voy a tener piedad alguna
con él. No me precipitaré a pronunciar la sentencia
de muerte que está prevista. Lo tomaré con paciencia
y multiplicaré los suplicios más crueles, para cons-
ternar a los cristianos e impedirles que huyan.»
La muchedumbre estaba reunida alrededor del pre-
torio. Oficiales y gentes de la ciudad dijeron a Habib:
«No debiste entregarte a quienes te buscaban.» Otros,
por el contrario, afirmaban: «Has hecho bien entregándote
libremente. De esta manera demuestras que
confiesas libremente a Cristo, y no por miedo.»
El gobernador hizo comparecer a Habib. Comenzó
a interrogarle:
Lisanio: ¿Cómo te llamas? ¿De dónde vienes? ¿Qué
haces?
Habib: Me llamo Habib. Soy de Tel-Sehe, soy diá-
cono.
317
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Lisanio: ¿Por qué has transgredido el edicto de los


príncipes y has realizado'oficios prohibidos por ellos?
¿Por qué te niegas a adorar a Zeus, a quien ellos
adoran?
Habib: Los cristianos no adoramos a obras huma-
nas que nada son.
Lisanio: No insistas en esa actitud, en la que te has
presentado aquí, ultrajando a Zeus, la gloria misma
de los emperadores.
Habib: Esta imagen no es la de Zeus, está hecha por
mano de hombre. Dices bien al afirmar que ultrajo.
Pero si la madera y los clavos demuestran que es obra
de mano humana, ¿cómo puedo ultrajarle? El ultraje
viene de él y recae sobre él.
Lisanio: El hecho de no adorarle es un ultraje.
Habib: Si yo le ultrajo no adorándole, ¿cuántos
más lo han ultrajado, el carpintero que lo ha cincela-
do, el forjador que le clavó los clavos?
Al escuchar estas palabras, el gobernador le hizo
flagelar sin piedad. Después dijo: «¿Obedecerás aho-
ra? Si te niegas, te someteré a todos los suplicios.»
Habib: Tus amenazas nada son ante aquellas a las
que estaba preparado cuando vine aquí. Por ellas me
entregué.
El gobernador le hizo conducir a la cárcel.
Unos días más tarde, Habib fue llevado de nuevo
ante el gobernador, que le dijo: «¿Estás dispuesto a
rendirte y obedecer a los príncipes? Si te niegas, te
obligaré a ello con estas peinetas de hierro.»
Habib: No he obedecido ni estoy dispuesto a hacer-
318
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

lo, y las peores torturas de tus emperadores no lo lo-


grarán.
Le colgaron y descoyuntaron, mientras le desgarra-
ban con las púas. Permaneció así hasta que los omó-
platos cedieron.
Lisanio: ¿Estás ya decidido a sacrificar ante Zeus
y quemar incienso?
Habib: Antes de la tortura me negué. Ahora, ¿crees
que voy a obedecer y perder el mérito de mis sufri-
mientos?
Lisanio: Voy a emplear suplicios más crueles toda-
vía. Estoy obligado a ello para hacerte obedecer los
edictos imperiales.
Habib: Me reprochas mi insumisión. Y tú mismo,
a quien los príncipes nombraron juez, transgredes leí
edictos no haciendo lo que te han ordenado.
Lisanio: Yo me acuso en verdad de tener demasiada
paciencia contigo.
Habib: Si no me hubieras atado y flagelado, desga-
rrado con púas de hierro y cogido mis pies con cepos,
todavía podría creer en tu paciencia. Pero después de
esto ya puedes hablar de paciencia.
Lisanio: Todo esto de nada te servirá. Nuevos y más
crueles males te esperan.
Habib: Si no estuviera convencido de que el Señor
me ayudará, no habría hablado.
Lisanio: ¿Adoras a un hombre y te niegas a adorar
a Zeus?
Habib: No adoro a un hombre: está escrito: Maldito sea
319
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

quien confía en un hombre. Adoro a Dios y


le doy gracias. Se revistió de carne y se hizo hombre.
Lisanio: Haz lo que los emperadores han mandado
hacer. En cuanto a lo que tienes metido en la cabeza,
si quieres echarlo fuera, bueno; si no, no lo hagas.
Habib: Esas dos cosas se oponen entre sí. El error
se opone a la verdad. ¿Puedo yo ponerme en contra-
dicción externamente con lo que es mi convicción
íntima?
Lisanio: Te obligaré por medio de mis torturas.
Habib: Esos suplicios afirman todavía más mi vo-
luntad, como el árbol al que se riega da más fruto.
Lisanio: ¿Qué fuerza pueden dar estos tormentos a
tu árbol, sobre todo si te condeno a ser quemado?
Habib: Nosotros dos no consideramos las mismas
realidades; yo contemplo las cosas invisibles, y es por
ellas por lo que cumplo la voluntad del Creador y no
la de ídolo inanimado.
Lisanio: Puesto que niegas a los dioses que adoran
nuestros príncipes, te someteré de nuevo a las torturas
de las púas de hierro. Mientras hablabas, ya te habías
olvidado de ellas.
Y mientras le torturaban, Habib decía: «Los sufri-
mientos de esta vida nada son ante la gloria que está
reservada a los que aman a Cristo.»
Viendo lo ineficaz del suplicio, el gobernador le
dijo: «¿Te enseña tu religión a odiar tu propio
cuerpo?»
Habib: Nosotros no odiamos nuestro cuerpo. Pero
está escrito: Aquel que pierda su vida la ganará. Y
320
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

también: No entreguéis las cosas santas a los perros,


ni las perlas a los cerdos.
Lisanio: Ya sé que hablas así para irritarme, con el
ím de precipitar tu fin. Pero de nuevo me llenaré de paciencia
para hacer crecer tus tormentos; espero veas
caer tu carne a jirones.
Habib: Yo también espero ver cómo se multiplican
tus suplicios, tal como has prometido.
Lisanio: Obedece a los edictos de los emperadores,
que tienen poder de hacer lo que quieran.
Habib: No es propio de los hombres, sino sólo de
Dios el hacer lo que le place; Él tiene poder sobre el
cielo y sobre la tierra, y nadie puede reprenderle y
decirle: ¿Qué haces tú?
Lisanio: La muerte por la espada será demasiado
dulce ante tamaña insolencia. Te preparo una muerte
más cruel.
Habib: La espero sin temblar. Ordena lo que mejor
te parezca.
Lisanio: Que le quemen a fuego lento para que sea
más horrible su muerte
A Habib se lo llevaron de la presencia del goberna-
dor con un trozo de lana atado en la boca.
Los soldados le condujeron por la puerta oeste cerca
del martirio de Abschel-lama, hijo de Abgar.
La madre del diácono está vestida de blanco y ca-
mina a su lado. Llegados al lugar de la ejecución, el
mártir se irguió y oró, y también aquellos que le ha-
bían acompañado.

321
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Después de orar, se volvió y bendijo a la muche-


dumbre que le deseaba la paz. Trajeron haces, que
apilaron alrededor del cuerpo del mártir. Cuando el
fuego estuvo prendido y las llamas se elevaron, le di-
jeron: «Abre la boca.» Y en el mismo instante en que
abrió la boca, entregó su alma. Los cristianos le re-
tiraron del fuego, le ungieron y perfumaron; después
le pusieron sobre los haces.

322
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

HABIB 327

Habib fue enterrado al lado de Gouria y de Schmou-


na, en la misma tumba en donde éstos habían sido
enterrados, en la colina llamada Bet-Alah-Kikla, mien-
tras cantaban salmos e himnos.
El mártir fue enterrado el viernes de la segunda
semana de septiembre.
Yo, Teófilo, que era pagano de nacimiento y que
he confesado a Cristo, me apresuré a copiar los hechos
de Habib, como también lo hice para los de Gouria y
Schmouna, sus compañeros de martirio.
Aquí acaba la narración del martirio del diácono
Habib.

323
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

HACIA EL AÑO 309, EN CESÁREA


AGAPIO
En el año cuarto de la persecución que hemos vi-
vido, Maximino, el príncipe de los tiranos, llegó el
20 de noviembre, un viernes, a Cesárea. Se vanaglo-
riaba de haber venido para ofrecer al pueblo, en el
teatro, un nuevo espectáculo.
Aquel día festejaba el Emperador la festividad de
su nacimiento; por tanto, debía presentar a los asis-
tentes un espectáculo digno de un César, para realzar
la presencia del tirano en Cesárea. No encontró nada
mejor que echar como pasto a las fieras a un cristiano.
Era costumbre cada vez que llegaba un César ofre-
cer nuevos juegos: justas oratorias, dramas musicales,
combates de gladiadores, toda una gama de diversio-
nes y fiestas.
Era, por tanto, necesario que el Emperador ofre-
ciera a su pueblo un gran y maravilloso espectáculo,
digno de todos aquellos que le habían precedido. Pero
el miserable no ofreció una fiesta digna del aniversa
rio; una vez más se comportó como un tirano y ofen-
dió a Dios; imaginó un espectáculo digno de sus gus-
tos personales y de su carácter.
E hizo un mártir de Cristo de un llamado Agapio,
de rara virtud, que se había distinguido por su modes-
tia y su humildad. Agapio había sido condenado, con
cierta mujer llamada Tecla, a ser echado a las fieras.
Hicieron, por tanto, traer al valeroso confesor, y le
presentaron a la muchedumbre en el anfiteatro. Ante
él llevaban una pancarta con el motivo de la acusa-
ción. Su crimen era ser cristiano.
324
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Un esclavo, que había asesinado a su dueño, era


condenado al mismo suplicio: el mártir compartía su
suerte con un asesino. Esto tuvo de común con el
Salvador. Uno daba testimonio de Dios, Rey del uni-
verso; el otro expiaba su crimen. Tal había sido la
sentencia del gobernador Urbano, que en aquellos
tiempos gobernaba Palestina.
El Emperador Maximino, a pesar de todo, sobre-
pasó al injusto Urbano en crímenes y malas acciones.
Amnistió al criminal, pura y simplemente; pero no
quiso privar ds ver cómo el mártir de Cristo era de-
vorado por las panteras y los lobos.
Cuando fue presentado en la tribuna, el mártir fue
sometido a un nuevo interrogatorio. Le preguntaron si
estaba dispuesto a renegar de su Dios y cambiar de
opinión, en cuyo caso escaparía a los tormentos y a
la muerte. Pero el mártir confesó su fe ante toda la
muchedumbre y gritó: «Los que asistís a estos espec-
táculos, ¡oíd! He sido traído aquí, a la arena, no por
un crimen, sino simplemente porque confieso la verda-
dera fe. Doy testimonio delante de todos vosotros de
que existe un solo Dios, al que debéis reconocer y adorar, el que
ha creado el cielo y la tierra. Todo
cuanto me suceda, lo soporto por su nombre, con la
alegría del Espíritu Santo.»
Estas palabras del mártir, pronunciadas en el centro
del anfiteatro, enfurecieron al tirano. Y ordenó que
fueran azuzadas las fieras contra el mártir. El soldado
de Dios, con paso apresurado, salió al encuentro de
las fieras. Una loba feroz se lanzó sobre él y le des-
garró. Se lo llevaron medio muerto a su calabozo, en
donde vivió todo un día; después le ataron una pie-
dra y fue echado al mar. El alma del glorioso mártir
325
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

subió al reino de los cielos, al que aspiraba con toda


su alma. Angeles y mártires le hicieron una buena
acogida.
He aquí la historia heroica del valeroso mártir
Agapio.

326
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 310, EN CESÁREA


TEODOSIA
Hacía ya cinco años que la persecución se cebaba
contra nosotros. Era el día 2 de abril. Confesores de
Dios, encadenados, esperaban, ante el tribunal del
gobernador. Un instante después iban a comparecer
ante el juez.
Pero he aquí que una muchacha joven, Teodosia,
originaria de Tiro, se acercó a ellos con bondad, les
saludó y les rogó que se acordaran de ella cuando es-
tuvieran en la presencia de Dios. Era una muchacha
muy piadosa y muy santa, que había consagrado a Dios
su virginidad. No tenía todavía los dieciocho años.
Mientras hablaba así a los acusados, los soldados la
detuvieron como si hubiera cometido un delito, y la
condujeron ante el gobernador Urbano.
Este, herido no se sabe por qué, se encolerizó furio-
samente, como si la muchacha le hubiera insultado.
Y le ordenó que sacrificara a los dioses. Ella se negó
<-<m coraje viril. Entonces el tirano, más feroz que una
íirra, ordenó que la torturaran cruelmente, desgarrán-
dole los costados y los senos. La martirizaron hasta que
estuvieron a la vista los huesos y las entrañas.
En medio de estos tormentos, la muchacha guar-
daba silencio con heroísmo magnífico. Como seguía
viviendo, el gobernador le ordenó que sacrificara una
vez más. Ella se calló, después elevó los ojos con el
rostro radíente. Resplandecía con una belleza incom-
parable.
Finalmente, dirigió la palabra al gobernador: «Tu
espíritu, ¡ oh hombre!, está extraviado. Ignoras que
327
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

mis deseos se han cumplido; he sido considerada dig-


na de estar asociada a los mártires de Dios; estoy
gozosa. He compartido sus sufrimientos; desde este
instante también podré compartir su vida. Espero re-
cibir la corona, esto es lo que anima mi valor. Doy
gracias a Dios por todo ello con toda mi alma; in-
cluso precederé a los confesores cuya intercesión pedía.»
Cuando se vio burlado de esta forma por una mu-
chachita, incapaz de torturarla más por medio de su-
plicios mayores, el tirano condenó a la mártir a mo-
rir precipitada en el fondo del mar. Y por orden del
gobernador, Teodosia fue echada al mar.
Urbano pasó a juzgar a nuestros confesores, como
ya he dicho, aquellos que habían merecido para Teo-
dosia la vida eterna. Y los envió a todos a las minas
de cobre de Palestina, sin insulto ni violencia. La
muchacha les había precedido en el combate, había su-
frido todos los golpes que les estaban destinados; ha-
bía cansado la crueldad del juez con su energía y su
fuerza de alma.
Todo esto ocurrió en Cesárea, nuestra ciudad15.
Fue un domingo.

15 23
Es Eusebio quien nos cuenta los acontecimientos. Véanse
notas críticas al final del libro.

328
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 320, EN SEBASTE,


ARMENIA
TESTAMENTO DE LOS CUARENTA
MÁRTIRES
Melecio, Alio, Eutiquio, prisioneros de Cristo,
a los santos, obispos, sacerdotes, diáconos y con-
fesores y a todos los otros miembros de la Igle-
sia en esta ciudad y en todo el país, salud en
Cristo.
Cuando, por la gracia de Dios y las oraciones co-
muñes de todos los fieles, hayamos librado el comba-
te que nos espera y recibido la recompensa ofrecida
por quien nos llama de lo alto, considerar esto como
nuestra última voluntad.
Deseamos que nuestros restos sean recogidos por
el sacerdote Proido, nuestro padre; por nuestros her-
manos Crispín y Gordio y el pueblo fiel, así como
por Cirilo, Marco y Sapricio, hijo de Amonio; que
sean depositados en Sarin, cerca de Zela. Es cierto que
todos nosotros somos originarios de regiones diferen-
tes; pero hemos preferido tener un único y solo lugar de reposo,
ya que hemos sostenido juntos el mis-
mo combate, hemos resuelto reposar juntos en la tierra
que designamos. Estas disposiciones expresan nuestra
voluntad, y el Espíritu Santo ha querido sellarlas con
su beneplácito.
Por esto, los que nos encontramos junto a Atio, Eu-
tiquio y otros hermanos en Cristo, exhortamos a nues-
tros señores, a nuestros padres y a nuestros hermaHos
a que se abstengan de todo dolor y de toda inquietud.
Les pedimos que respeten la decisión de nuestra fra-
terna comunidad. Os pedimos que respondáis rápida-
329
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

mente a nuestra petición, con el fin de obtener de


nuestro Padre común la gran recompensa de nues-
tra deferencia y de nuestra compasión.
Todavía dirigimos a todos un ruego: Cuando reti-
ren los restos del horno, que nadie conserve para sí
ni uno solo, sino que se ponga todo cuidado en re-
unirlos y entregarlos a los que hemos dicho más arri-
ba. Que cada uno muestre un presuroso celo y de-
muestre la sinceridad de sus nobles sentimientos. Que
sea recompensado por sus fatigas y por su compasión.
Por eso María, por haber permanecido valientemente
junto al sepulcro del Señor, vio al Señor antes que
todos los demás, y fue la primera en recibir la gra-
cia de la alegría y de la bendición.
Pero si alguien se opusiera a nuestra voluntad, que
sea excluido de las recompensas divinas y hecho res-
ponsable de su falta. Habrá faltado a la justicia por
un fútil capricho, y habrá intentado, tanto como pue-
de hacerlo, separarnos los unos de los otros, a nos-
otros a quienes el Santo Salvador ha reunido en la fe
por su gracia y su Providencia.
Si, por bondad de Dios que ama a los hombres, el
joven Eunico llegara con nosotros al final del combate, merecerá
tener lugar en nuestra morada pri-
mera. Pero si, por la gracia de Dios, sale sano y sal-
vo de la prisión y debe todavía enfrentarse con las
tribulaciones de este mundo, le recomendamos que
viva en la libertad evangélica, según la escuela de
nuestro martirio, y le exhortamos a guardar los man-
damientos de Cristo. En el gran día de la resurrec-
ción obtendrá la suerte de la misma bienaventuran-
za que nosotros, por haber soportado en el mundo las
mismas tribulaciones. Aquel que se olvida de sí mis-
330
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

mo por su hermano, en Dios tiene puesta su mirada.


Aquel que se comporta mal con los suyos pisotea los
mandamientos de Dios. Y está escrito: «El que ama
la iniquidad odia su alma.»
Por eso os pedimos, hermano Crispín..., y os re-
comiendo alejaros de todas las fruiciones y errores del
mundo. La gloria de este mundo es frágil y efímera.
Florece por poco tiempo, y muy pronto, como la hier-
ba, se marchita; la hora de su desaparición llega más
rápidamente que la de sus comienzos. Apresuraos más
bien a vivir en la presencia de Dios, amigo mío. Pues
Dios da a aquellos que van a Él riquezas sin fin y
concede una vida eterna a los que creen en Él.
Para aquellos que quieren salvarse, ningún momen-
to más favorable. Es la hora de los previsores, la hora
fijada para el arrepentimiento, la hora de las buenas
obras. Son imprevisibles los cambios en la vida. Pero
si os llega alguno, probad la pureza de vuestra piedad,
aprovechando tal cambio para transformar vuestra vida
y para borrar las huellas de las faltas pasadas. Tal
como os encuentro, dice el Señor, tal os juzgo. Tra-
tad, pues, de permanecer irreprochables en la práctica
de los mandamientos de Cristo. De esta manera esca-
paréis del fuego eterno que no se extingue. Hace mucho tiempo
que la voz divina nos grita: «Corto es el
tiempo.»
Por encima de todo, estimad la caridad; sólo ella
respeta la justicia, sólo ella escucha la ley del amor
fraterno y obedece a Dios. Pues en el hermano a
quien vemos, honramos a Dios invisible. Y si llama-
mos hermanos a los nacidos de la misma madre en la
fe, todos los que aman a Cristo son hermanos. ¿No
lo ha dicho nuestro Salvador y Dios? No son tanto
331
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

hermanos los que llevan la misma sangre, como aque-


llos que se esfuerzan en vivir plenamente su fe y que
cumplen la voluntad de nuestro Padre, que está en los
cielos.
Saludamos al señor sacerdote Felipe, Proclamio y
Diógenes y a la Santa Iglesia. Saludamos al señor
sacerdote Proclamio, que vive en Fidela, a la Santa
Iglesia y a todos los suyos. Saludamos a Máximo y a
la Iglesia. Saludamos a Domo y los suyos; lies, nues-
tro padre; Valente y la Iglesia
Yo, Melecio, saludo a mis padres, Lutanio, Crispo,
Gordio y los suyos, Elpidio y los suyos, Hiperquio y
los suyos.
Saludamos también a los fieles de la región de Sa-
rin, al sacerdote y los suyos, los diáconos y los su-
yos, Máximo y los suyos, Hysiquio y los suyos. Ci-
riaco y los suyos. Saludamos a todos aquellos que es-
tán en Kadú, a cada uno en particular. Saludamos a
los de Carisfoné, a cada uno en particular.
Y yo, Atio, saludo a mis padres, Marco, Aculina y
al padre Claudio, a mis hermanos Marco, Tifón, Gor-
dio y Crispo, a mis hermanas, a mi esposa Doma y
a mi hijo.
Y yo, Eutiquio, saludo a los fieles de Zimara, a mi

332
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

TESTAMENTO DE LOS CUARENTA MÁRTIRES 337


madre Julia, a mis hermanos Cirilo, Rufo y Rigió,
Cirila, a mi novia Basilia y a los diáconos Claudio,
Rufino y Proclo. Saludamos también a los servidores
de Dios Sapricio, hijo de Amonio;'Genesio, Sosana y
los suyos.
Os saludamos a todos, nuestros señores, nosotros,
los cuarenta hermanos y compañeros de cautividad,
Meletio, Atio, Eutiquio, Cirion, Cándido, Angias, Ca-
yo, Judión, Heraclio, Juan, Teófilo, Sisinio, Smarag-
da, Filotecmon, Gorgonio, Cirilo, Severiano, Teódulo,
Nicallo, Flavio, Xantio, Valerio, Hysiquio, Domicia-
no, Domo, Heliano, Leoncio el llamado también Toec-
tisto, Eunoico, Valente, Acacio, Alejandro, Vicracio,
llamado también Bibiano, Prico, Sacerdon, Eccidio,
Atanasio, Lisícamo, Claudio, lies y Melitón.
Nosotros, los cuarenta cautivos del Señor Jesucristo,
hemos escrito por la mano de uno de nosotros, Mele-
cio; sancionamos y aprobamos todo lo que aquí está
escrito. Con toda nuestra alma rogamos en el Espí-
ritu Santo, con el fin de que todos obtengamos los
bienes eternos de Dios y su reino, ahora y en los si-
glos de los siglos. Amén.

333
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 341, EN KARKA-DE-LEDAN


MARTIRIO DEL BIENAVENTURADO
SIMEÓN BAR SABAE 16
En el año 117 del Imperio persa, el 31.° del reinado
de Sapor, el rey de reyes, se produjo una gran per-
secución contra nuestro pueblo. En esta época, Simeón,
sobrenombrado Sabae, era obispo de las ciudades de
Seleucia y de Ctesifon17. Se sacrificó muriendo por
su Dios y por su pueblo.
Al ver las tribulaciones que abruman a su Igle-
sia, se ofreció como oblación, de la misma manera
que Judas Macabeo cuando perseguían a su pueblo.
¡Oh ejemplares sacerdotes, Judas y Simeón! Uno
salvó a su pueblo por medio del combate, el otro con
la muerte. Uno íué glorificado por su victoria, el
otro por su derrota. Judas, luchando, exaltó a su pue-
blo; Simeón, con su muerte, devolvió la libertad al
suyo.
Simeón, el glorioso obispo, con la gracia del Señor,
escribió la siguiente carta al rey:
«Cristo rescató a la Iglesia con su muerte, liberó
a su pueblo con su sangre, alivió a los que vivían
abrumados con su Pasión e hizo suave el yugo de los
servidores con su cruz. La promesa se refiere a otro
siglo, en el que su reino no tendrá fin. Jesús es el
16
El santo se llama Simeón o Simón. Bar Sabbae signifi -
ca hijo de teñidores de paños, de cueros/

17
Capital y residencia del rey de Persia,

334
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

rey de reyes. No os será posible someternos. Somos


hombres libres, no seremos esclavos de los hombres.
Nuestro Dios es también vuestro Señor; Él es el crea-
dor de vuestros dioses. Nosotros no podemos adorar
a sus criaturas. Nos recomendó: no llevéis en vues-
tros cintos ni oro ni plata. No tenemos oro que daros
ii i dinero para pagar los impuestos. El Apóstol nos
lia dicho: «Habéis sido rescatados a gran precio; no
seáis esclavos de los hombres» 20.
El rey se irritó al recibir esta carta, y en medio
de su cólera envió un mensajero a que dijera al
obispo: «¿Por qué quieres acortar tu vida como la de
Ius correligionarios; por qué buscas su muerte y la
suya, que os encamina a los infiernos? Con tu orgullo
y tu agitación empujas a tu pueblo contra mí. Voy
a ocuparme de vosotros y os suprimiré de la tierra y
di; entre los hombres.»
Pero nuestro héroe le dio esta valerosa respuesta:
«Jesús murió por toda la tierra y la liberó. Yo estoy
dispuesto a morir por mi pequeño rebaño, que jamás
Ir entregaré libremente. ¿De qué me serviría una vida
pasada en el pecado, con una conciencia culpable,
mientras los siervos de mi Señor viven oprimidos?
Me horroriza pagar por mi vida el precio de la san-
gre que rescató a los cristianos, salvar mi cuerpo
despreciando la muerte de Cristo.
No haré nada para escapar de la muerte, en la
cual el verdadero Gran Sacerdote se inmoló; pero
yo daré mi sangre y mi vida por mi rebaño. ¿Qué
supone mi muerte junto a la de mi Señor? En lo que
se refiere a tu amenaza, «haré desaparecer a tus com-
pañeros», esto es asunto tuyo y no mío, esto recae
335
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

sobre ti. Morirán para salvar sus almas. Ya tendrás


tiempo de convencerte.»
Encolerizado, el rey condenó a ser decapitados a
los sacerdotes y levitas; hizo demoler las iglesias y
profanar los objetos sagrados. En lo que se refiere a
Simeón, dijo: «Traedme al jefe de esos magos; ha
rechazado mi reino por el César, cuyo Dios adora27,
mientras desprecia el mío.»
El obispo Simeón fue encadenado en Seleucia para
ser deportado a la región de los Hizitas con dos vie-
jos sacerdotes del colegio de los Doce, que se llama-
ban Abdaikla y Hanania.
Al atravesar la ciudad, los que les conducían to-
maron la dirección de la magnífica iglesia que había
construido. El quiso evitarlo, porque acababa de ser
cedida a una sociedad judía, gracias a la influencia
de los magos persas. Simeón añadió: «Si la veo mi
corazón se romperá y será trastornado mi espíritu.
He de ser testigo de cosas más atroces todavía.»
En pocos días hicieron el camino que les separaba
de Karka-de-Ledan. El gran «mobed» 2S dijo entonces al rey;
«Aquí tienes al jefe de los magos.» El
rey le hizo entrar. En el umbral, Simeón no se pros-
ternó ante el rey, lo que le irritó todavía más, y le
dijo:
El rey: Considero que es verdad todo lo que he oído
acerca de ti. ¿Por qué en otro tiempo adorabas nues-
tros dioses y ahora no los adoras?
Simeón: Es la primera vez que nos vemos enca-
denado. Hasta ahora no había sido requerido para
traicionar a mi Dios, que es el verdadero.

336
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Los magos: Este hombre, negándose a pagar el im-


puesto, fomenta la rebelión contra tu autoridad. No
merece vivir.
Simeón: Hombres abyectos, ¿no os basta con haber
arrebatado este reino a Dios? ¿Queréis además arras-
trarnos a vuestra impiedad?
El rey: Dejemos a un lado el asunto del impuesto.
Simeón, te doy un consejo: adora junto a mí al rey
sol y vivirás, así como tu pueblo.
Simeón: Yo no te he adorado, siendo así que eres
más excelente que el sol. Tienes un alma y una in-
teligencia. ¿Cómo puedo adorar yo al sol sin alma?
En cuanto a tu promesa gracias a ti mi pueblo vivi-
rá, mi Señor, que es también el de mi pueblo, ha sido
crucificado. Yo soy su siervo, estoy dispuesto a morir
por Él y por mi pueblo.
El rey: Si al menos confesaras a un Dios vivo, lo
comprendería; pero crees en un Dios que ha sido cru-
cificado, según dices. Haz lo que pido: adora al sol,
cuyo orto hace vivir a toda criatura, y te colmaré
de inmensos presentes; te haré grande y poderoso en
todo mi reino.
Simeón: Jesús es el Señor del sol y el creador de
los hombres. Cuando sufría a manos del hombre, el sol que creó
se vistió de duelo, como un servidor par-
ticipa en las tribulaciones de su señor. Al tercer día,
Jesús resucitó y subió a la gloria del cielo. En cuanto
a tus presentes, el poder y la magnificencia que me
prometes, más grande los hay preparados y de los cua-
les no tienes idea.
El rey: No es prudente arrastrar en tu obstinación

337
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

a todos los demás. Piensa en tu muerte y en la de los


millares que me propongo exterminar. Detente, pues
estoy dispuesto a verter la sangre de miríadas.
Simeón: Si viertes sangre inocente, como anuncias,
tendrás que dar cuenta al Juez el día de la venganza.
Yo solo sé que tus víctimas engendrarán gracia a su
alrededor cuando mueran, pero su condenación será
tu error. En lo que se refiere a mi vida, sobre la que
tú tienes poder en este mundo, tómala ahora mismo
por el tipo de muerte que plazca a tu voluntad per-
versa,
El rey'- No quieres salvar tu vida por tu orgullo, que
salta a los ojos. Voy a horrorizar a tus correligiona-
rios por tu muerte, que será terrible. Después harán
mi voluntad, y harán bien.
Simeón: No sucederá que los fieles mueran a la
vida de Dios para salvar la vida. Inténtalo, y verás
cómo su voluntad es más fuerte que tu mala voluntad.
Cada uno de ellos lleva en su alma la verdad, que se
afirma y no se deja quebrantar. Has de saber, oh rey,
que no estamos dispuestos a cambiar nuestra gloria
magnífica y eterna, que es Jesús, nuestro Salvador,
contra la corona brillante, pero pasajera.
El rey: Con la espada destruiré tu belleza y cubri-
ré de sangre tu noble prestancia si mañana al tiempo
indicado, ante los grandes de mi corte, no me adoras
junto con el sol, el dios de Oriente.
Simeón: Quien puede hacer del sol un dios ado-
rable, siendo así que tú no eres más que un hombre,
es más grande que el mismo sol; piénsalo si te place.
Me amenazas diciendo «destruiré tu belleza». Hay
quien sabrá resucitar y cubrir con la luminosidad de
338
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

su gloria este ser vil que ha creado y sacado de la


nada.
Entonces el rey hizo que le llevaran a la cárcel
hasta el día siguiente, diciendo: «Quizá cambie de
opinión y escuchará mis consejos.»
Cuando a la salida del palacio encadenaban a
Simeón, había junto a ellos un eunuco ya anciano.
Había sido el preceptor del rey. Tenía título de «ar-
zabed» (mayordomo), y gozaba en todo el reino de
consideración general. Se llamaba Ustazad 29, lo que
significa Noble del Reino. Era cristiano, y durante
esta persecución se había rendido a instancias del
rey y había adorado al sol. Cuando vio a Simeón,
se levantó y le saludó. Nuestro santo ni siquiera le
miró, apartó la vista con indignación.
En aquel mismo instante el eunuco comenzó a sen-
tir arrepentimiento por su falta, se lamentaba y llo-
rando decía: «Si Simeón, que fue un amigo, está
irritado contra mí, ¿cómo no lo estará Dios, del que
he renegado?» Volvió a su casa, se quitó y despojó
de sus vestidos cortesanos, se revistió de duelo y vol-
vió al lugar en donde estaba sentado antes. Este cam-
bio no pasó inadvertido a rtadie. Informaron al rey.
Este envió un mensajero a decirle: «¿Qué significa
esta locura? Yo vivo y llevo la diadema y tú vistes de
duelo. ¿Has perdido uno de tus hijos o encontrado
el cadáver de tu mujer?» Pero el eunuco le envió
esta respuesta: «Soy digno de la muerte. Ordena que
me quiten la vida.»
Sorprendido, el rey le llamó para saber por sus
propios labios la causa de este cambio sorprendente.
El eunuco entró a presencia del rey.
339
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

El rey: ¿Estás poseído por un demonio para im-


poner a tu rey el espectáculo de este duelo?
Ustazad: No estoy poseído. Soy sabio y prudente.
El rey: ¿Por qué te has vestido de duelo y haces
que me digan soy digno de la muerte?
Ustazad: Lo he hecho porque no he sido leal para
con Dios y para contigo. He renegado de Dios, he
abandonado la verdad y he hecho tu voluntad. Te he
engañado. He adorado al sol sólo externamente, sin
creer en él.
Al escuchar estas palabras, la cólera del rey se in-
flamó y le dijo: «¿Este es el motivo de tu duelo, vie-
jo insensato? Voy a hundirte inmediatamente en el
duelo verdadero a ti y a tu familia si te obstinas en
ese estado de ánimo.»
Ustazad: Di mi palabra al Dios que ha creado la
tierra y el cielo, ya no volveré a hacer tu voluntad
como en el pasado. Soy cristiano, y no volveré a re-
negar del verdadero Dios por un hombre engañoso.
El rey: Tengo piedad por tu edad y por las rela-
ciones que te unieron con mi padre antes que con-
migo. Quiero tener paciencia suficiente para actuar en
ti por medio de la persuasión. Pero guárdate de se-
guir defendiendo las ideas de esos magos; te va en
ello la vida.

340
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

MARTIRIO DE SIMEÓN BAR SABAE 345

Ustazad: Estoy seguro, oh rey, que ni tú ni los


reyes ni los grandes del reino podrán apartarme de
la verdad, hacerme adorar a criaturas y renegar de mi
Creador.
El rey: ¡Bandido! ¿Es que yo adoro a criaturas?
Ustazad: ¡Si al menos adoraras a criaturas dotadas
de alma y de vida! pero tu culto se dirige a aquellas
que no tienen alma ni inteligencia, cuya utilidad con-
siste en servir a los hombres.
El rey se encolerizó de tal manera, que le hubie-
ra cortado la cabeza allí mismo. Cuando conducían
al mártir al lugar de la ejecución, éste dijo a la guar-
dia: «Quiero enviar unas palabras al rey; esperad
un momento.» E hicieron un alto, pues todos tenían
la esperanza que Ustazad se desdijera. El eunuco hizo
decir al rey: «Siempre fui leal, conservé todo secre-
to que me fue confiado; he dado pruebas de sinceri-
dad para con tu padre y para contigo mismo, como tú
mismo has confesado. Sólo tengo una cosa que pedir-
te: que un heraldo proclame a los cuatro vientos:
Ustazad ha sido condenado a muerte, no por haber
divulgado un secreto de Estado ni por cualquier otra
falta; muere porque es cristiano y se ha negado a
apostatar» 30
El glorioso mártir pensaba para sí: «Puesto que se
ha extendido por todas partes la noticia de que había
apostado, muchos han flaqueado por esto. Si ahora
muero, no sabrán la razón. Si la saben, comprende-
rán que he sido confortado. Quiero dejar tras de mí
un testimonio, con el fin de que todos los cristianos
sepan que muero por Cristo y confíen de nuevo.
341
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

342
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

346 LA GESTA DE LA SANGRE

Tal era la preocupación del prudente anciano para


con la comunidad de los cristianos. De esta forma se
preparó al martirio este hombre cargado de experien-
cia, pensando en la utilidad de toda la Iglesia. De
esta forma promovió muchos héroes y los preparó
para el martirio.
El rey ordenó que un heraldo anunciara lo que Us-
tazad había pedido. Creía que así serían los más los
que Raquearían y renegarían de su fe. En su locura
no pensaba que iba a dar al rebaño el placer de se-
guir este ejemplo.
El anciano dio su vida por Cristo el 13 del mes de
nisán, el jueves de la gran semana de los ázimos31.
Cuando Simeón conoció esta noticia, estando en la
cárcel, se llenó de alegría, y, feliz, expresó su admi-
ración diciendo: «¡Oh Cristo, qué inmenso es tu
amor! Grande es, Dios, tu misericordia. Maravilloso,
Jesús, tu poder. Resucitas a los muertos, levantas a
los que caen, conviertes a los pecadores. Das de nue-
vo esperanza a los desesperados. Aquel al que yo
creía el último, es el primero ahora; le creía perdi-
do, helo aquí en la casa; lejos de la fe, y he aquí que
es el que está más cerca; le creí en las tinieblas, y
comparte el mismo festín. Creía precederle, y va ante
mí. Ha destruido el muro de la muerte para mi ale-
gría, y me ha enseñado el camino de la salvación. Se
ha convertido en mi guía por el camino estrecho a
través de las tribulaciones. ¿Qué espero ya? Me ha
dejado un consejo: levántate, me dice. Me mira, y me
dice: Ven. No te preocupes ya por mí, Simeón; no
te aflijas más. Entra gozosamente en la mansión que me has
preparado y en el descanso. Nos hemos ale-
343
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

grado en cosas que pasan, gocémonos ahora en aque-


llas que permanecen. Escucharé esta voz, y ardo en
deseos de seguir su camino. ¡Bendita hora en la que
me conducirán al lugar de mi muerte! Entonces, ten-
taciones y tribulaciones se habrán agotado para siem-
pre !»
Entonces Simeón se levantó para orar: «Concéde-
me, Señor, la corona; ya sabes cuánto la deseo, pues
te amo con toda mi alma y con toda mi vida. Me ale-
gro, porque voy a verte, y Tú me darás el descanso
eterno. Ya no viviré sobre esta tierra, ya no tendré
que ver el sufrimiento de mi pueblo, las iglesias de-
vastadas, destruidos los altares, perseguido en todas
partes tu clero, los débiles manchados, los pusiláni-
mes apartados de su camino y de la verdad y mi
pueblo, tan numeroso, dispersado por la persecución.
Ya no veré a mis numerosos amigos devenir en la
intimidad de sus corazones, mis enemigos y mis ase-
sinos, ni los amigos de una hora desaparecidos por la
tribulación, mientras los verdugos se burlan y se yer-
guen en su soberbia contra nuestro pueblo.
Ahora voy a perseverar en mi vocación con heroís-
mo y me mantendré con coraje en el camino trazado
con el fin de ser un ejemplo para todo el pueblo de
Oriente. Yo he comido en los primeros puestos; aho-
ra quiero morir al frente de mis hermanos y dar mi
sangre con ellos; con ellos quiero recibir la vida que
no conoce ni penas, ni cuidados, ni angustia, ni per-
seguidor, ni perseguido, ni opresor, ni oprimido, ni ti-
rano, ni víctima; ya no conoceré más las amenazas
de los reyes ni las violencias de los sátrapas; ya nadie
me citará ante su tribunal o me hará temblar; nadie
más me violentará o me aterrorizará.
344
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Las ialtas de mis pasos serán curadas en Ti,


oh Camino de Verdad; las fatigas de mis miembros
encontrarán en Ti el reposo, oh Cristo, óleo de mis
unciones sagradas. En Ti desaparece la tristeza de mi
alma; Tú eres la copa de mi salvación; las lágrimas
de mis ojos serán secadas, mi consolación y mi gozo.»
Dos ancianos que estaban en la cárcel junto con
Simeón estaban admirados mientras le oían orar de
tal manera. Tenía las manos elevadas al cielo y su
rostro tenía la tersura de una rosa.
La víspera del día 14, en el que murió el Señor,
Simeón no se entregó al sueño, sino que oró en es-
tos términos: «Señor, haz que en este día y en la
hora precisa de tu muerte sea juzgado digno de beber
tu cáliz. Deseo que las edades venideras puedan de-
cir: Simeón murió el mismo día que el Señor, y que
los padres puedan contar a sus hijos: Simeón vio
cumplidos todos sus deseos, murió el mismo día que
su Dios, y fue inmolado como el día 14 de nisán.»
A la hora tercia del mismo día, una orden urgen-
te le sacó de la cárcel. Llevado ante el rey, Simón se
negó a adorarle.
Tomando la palabra, el rey le dijo: «¿En qué es-
tado de espíritu has pasado la última noche? ¿Sella-
mos nuestra amistad o te envío al infierno?»
Nuestro santo respondió: «He pasado la noche re-
flexionando en este pensamiento precioso: Tu enemis-
tad vale más que tu amor.»
El rey: Adora al sol una sola vez, y serás libre
para siempre y escaparás a aquellos que quieren tu
vida.

345
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Simeón: No será nunca dicho sobre la tierra para gozo de


mis enemigos: Simeón renegó de su Dios y
adoró la nada por temor a la muerte.
El rey: Has de saber, Simeón, que te tenía afecto;
por esta razón te he tratado con paciencia; he inten-
tado convencerte y tú no has querido escucharme.
Ahora verás.
Simeón: Todo esto de nada sirve, majestad. No tar-
des en ordenarme; es ya hora de que tome parte en
el festín; envíame allí sin más tardar; la mesa está
dispuesta y mi puesto designado.
Simeón estaba en medio de la asamblea, y en sus
rasgos había una maravillosa belleza radiante, hasta
el punto que el rey no pudo menos que decir a los
príncipes y a los notables allí presentes: «He visto
naciones extranjeras y tierras lejanas, jamás vi seme-
jante belleza y tal prestancia. Mirad, no se cuida para
nada de sí mismo, hasta tal punto está rebosante
de su doctrina.»
Todo el mundo le respondió: «Guárdate, señor, de
considerar la belleza de su cuerpo, piensa sólo en la
belleza de las almas que ha seducido y corrompido
con sus enseñanzas.»
Simeón fue condenado a morir decapitado. Los no-
tables del reino le condujeron al lugar de su muerte.
En la misma ciudad había encarcelado un cente-
nar de hombres: algunos obispos de otras ciudades,
sacerdotes, diáconos, monjes. Fueron conducidos jun-
to a Simón a la muerte. Por orden del rey, el jefe
de los magos les preguntó: «Si adoráis al gran sol
salvaréis la vida.»

346
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Todos respondieron con potente voz: «La muerte


es poca cosa en comparación con nuestra fe; dar la
vida es nada, en comparación con nuestro amor a
Cristo; el golpe de vuestra espada sólo dura un instante; pero
nosotros tenemos la esperanza de resuci-
tar a la vida eterna. No adoraremos al sol ni nos so-
meteremos al rey. Ejecuta sin más tardar las órdenes
que tú has recibido, enemigo que odia a nuestro
pueblo.»
Fue dada la orden de ejecutar a todos estos bienaven-
turados ante Simeón, el héroe de la virtud. Creían
que al verlos envueltos en el terror de la muerte, se
acobardaría y se inclinaría ante la voluntad real.
Condujeron, pues, al lugar del suplicio a esta pro-
cesión de confesores y comenzaron a ejecutarlos.
Simeón estaba a su lado y les animaba diciendo: «Sed
valerosos, hermanos; confiad en Dios y no temáis.
Seréis amortajados con vuestra resurrección, esperan-
do los clarines del Juicio. Vuestra resurrección dor-
mirá con vosotros para despertaros a los sones de la
trompeta. El Señor fue muerto, y vive. Cuando hayáis
muerto como Él, viviréis junto a Él. Acordaos de sus
palabras: «No temáis a los que matan el cuerpo, pero
no pueden matar el alma.»
Aquel que pierde su alma por mi nombre, la en-
contrará en la vida eterna. Conoceréis la verdad en
esto: el hombre ha de dar la vida por su amigo. Por
tanto, si dais la vida por la verdad, seréis recompen-
sados por los amigos. Considerad las palabras del
apóstol: «Acordaos de Jesucristo, que resucitó de en-
tre los muertos; si morís con Él viviréis con Él.» Si
sois constantes en el sufrimiento, compartiremos con
Él el reino. Y si vivos compartimos la muerte de Jesús,
347
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

la vida de Jesús se manifestará en nuestro cuerpo de


carne.
Es la hora de la muerte; pero sabed, mis bienama-
dos, que nuestra muerte se trocará en vida eterna,
mientras que esta vida se trueca en muerte eterna.
Aquel que niega a Dios dejará de existir. A pesar
de las tribulaciones de esta hora, sabemos que posee-
remos una gloria más grande y una dignidad eterna.
El hombre exterior está sometido a la corrupción,
mientras que el hombre interior se transforma. Y
quien ha resucitado a Jesucristo de entre los muer-
tos también nos resucitará con Él en su reino.
Mientras estamos en este mundo, estamos muertos
a Dios; ahora que abandonamos este mundo, vamos
a reunimos con el Señor en la gloria. Nosotros le
amamos y Él nos lo premia; nosotros aportamos la
caridad, Él aporta la gracia, nosotros las penas y Él
la recompensa; nosotros la pasión, Él la resurrección.
Damos nuestra sangre y Él su reino, con la alegría,
el sosiego, el festín según sus palabras: «Siervos bue-
nos, entrad en el gozo de vuestro Señor. Multiplicas-
teis el talento, recibid diez talentos como herencia.»
Cuando todos estos hombres gloriosos hubieron
muerto decapitados para recibir cien coronas, sólo
quedaba Simeón y los dos ancianos que le acompa-
ñaban. Mientras le despojaban de uno de sus vesti-
dos para atarle, su cuerpo temblaba, pero su alma
permanecía impávida. Un hombre poderoso, de nom-
bre Pusai, que era maestro de obras de los talleres
reales y no hacía mucho que acababa de recibir esta
dignidad, estaba allí y decía al anciano: «No tiembles,
Hanania, no tiembles. Alza tus ojos y verás la luz de
348
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Cristo» 32.
Pusai fue apresado allí mismo, conducido ante el
rey y acusado de traición por lo que acababa de
decir.
El rey: ¿No eres digno de la muerte acaso? ¿No
te colmé de honores? ¿Por qué te has burlado de mí,
yendo a ver morir a esos criminales?
Pusai- Su muerte me proporciona la vida. Re-
nuncio al honor que me hiciste, p.orque estaba lleno
de mentiras; profeso la muerte que les diste, pues es
sinónimo de gozo.
El rey: Insensato, ¿buscas para ti la misma suerte?
Pusai: Soy cristiano y creo en su Dios; por eso
prefiero la muerte y repudio tus honores.
Llevado de una cólera violenta, el rey decidió que
no moriría de forma habitual. «Ha rechazado mis
dignidades y se ha permitido hablarme como mi igual;
arrancadle la lengua para que sirva de ejemplo a
todos.»
Las órdenes del rey fueron cumplidas escrupulosa-
mente. El mártir murió en aquel mismo día.
Tenía una hija, que también fue acusada de ser
cristiana. Fueron a buscarla. Y fue muerta, por Cris-
to, su esperanza...
En el momento de morir, Simeón oró de la siguien-
te manera 33.
«Señor Jesús, que oraste por tus verdugos y nos
enseñaste a orar por nuestros enemigos, te dignaste
aceptar el alma de tu diácono Esteban, que oró por
aquellos que le lapidaron; acoge también las almas
349
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

de los hermanos y la mía junto con todos los testigos


que fueron coronados en Occidente, los santos apósto-
les y los santos profetas. No acuses de esta falta a los
perseguidores y a los asesinos de tu cuerpo, sino concédeles la
conversión y que reconozcan tu divinidad
y tu señorío.
Bendice, Señor, las ciudades de Oriente que me con-
fiaste. Guarda a los fieles de este país como las niñas
de tus ojos. Cobíjales bajo las alas de tu protección
hasta el final de estas tribulaciones. Permanece con ellos
hasta la consumación de los siglos, según prometiste.
Bendice también a esta ciudad de Karka, en donde
fuimos apresados y coronados. Que tu cruz la con-
serve en la verdadera fe, ahora y siempre y en las
eternidades de eternidades. Amén.»
Con estas palabras, el glorioso Simeón consiguió la
victoria con su decapitación. Era la hora nona del
Viernes Santo. En aquel momento, la oscuridad inva-
dió la tierra y los espectadores se estremecieron con
gran temor.
Los cuerpos de los bienaventurados Simeón bar
Sabae, de los obispos y de todos los mártires que mu-
rieron con ellos fueron recogidos juntos, durante la
noche, ocultamente, y recibieron digna sepultura. Va-
rios hombres, que servían en los ejércitos del rey, pi-
dieron reliquias de los santos mártires; fueron con-
cedidas por los obispos que estaban en aquellos días
en la ciudad de Karka. Estos obispos eran los únicos
habitantes del país que no fueron molestados y en-
viados en aquella época al martirio. La ciudad era
de reciente construcción y el rey quería cuidarla espe-
cialmente, así como también a la población que en
ella se había instalado. Había llevado a ella prisione-
350
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

ros de diversas regiones; les perdonaba por estar exi-


liados lejos de su país natal, de sus casas.
He aquí los acontecimientos que sucedieron hasta
este día y la narración del martirio de Simeón, el católico de
Oriente 34, llamado bar Sabbae, y de los cien
gloriosos mártires, sus compañeros.
Con la gracia de Dios hemos redactado esta narra-
ción con la ayuda de numerosas versiones que los
hombres diligentes habían hecho antes que nosotros.
Así se termina la historia de San Simeón y de sus
compañeros coronados con él. Que en sus oraciones
recuerden a los fieles y también del pecador que ha
escrito esta narración. Amén.

351
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 341, EN KARKA-DE-LEDAN


PU SAI
Vamos a contar la confesión del valeroso Pusai3o.
En el rebaño de Cristo, fue, primero, una fiel oveja,
antes de devenir el pastor valiente que no se contentó
con proteger a su rebaño, sino que sostuvo el valor
de los otros pastores. Vamos a contar su historia des-
de el comienzo.
La familia de Pusai descendía de prisioneros de
guerra capturados por el rey Sapor y que este últi-
mo había trasplantado de Bet Romaje a Beh-Sapor,
una ciudad de la provincia de Pars. Antes de haber
sido hecho prisionero, Pusai vivía tranquilamente su
fe cristiana. Por orden del rey, habitaba en Beh-
Sapor, de la que era gobernador. Se casó con una mu-
jer persa de la ciudad, la instruyó en la religión cris-
tiana, hizo bautizar a sus hijos y los educó en la fe.
Cuando el rey Sapor, que desencadenó la persecu-
ción por las iglesias de Oriente, construyó la ciudad
de Karka, llevó a ésta prisioneros de guerra de distin-
tas regiones, a los que sumó habitantes de todas las
ciudades de su reino en grupos de treinta familias. Su
intención era que los prisioneros se arraigaran allí,
permitiéndoles casarse, lo que disminuía de forma
singular los intentos de evasión.
Tales eran los propósitos de Sapor. Dios, en su mi-
sericordia, utilizó el cruzamiento de deportados con
les autóctonos paganos para dirigirlos por el camino
de la fe y de la verdad. Con otras familias, por or-
den del rey, llevaron a Karka los habitantes de Beh-
Sapor, y entre éstos a Pusai y a su mujer, sus hijos,
352
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

sus hermanos y hermanas y a toda su casa. Pusai era


un artesano muy calificado, y era maestro en el arte
de tejer y de bordar en oro. Formaba parte del gru-
po de obreros que el rey había seleccionado entre los
prisioneros y los autóctonos, a los que había organi-
zado en gremios con múltiples secciones, y cuyos ta-
lleres había instalado junto a su palacio de Karka.
Como Pusai era muy hábil, fue altamente considerado
por el rey; éste no cesaba de cubrirle de honores y
presentes, y no tardó en ponerle al frente del taller.
Todos los días, Pusai se distinguía ante todos los
demás.
Unos días antes de la persecución y del encarcela-
miento del bienaventurado Simeón y de otros muchos
cristianos, Pusai acababa de recibir una nueva prueba
de la estima y de la consideración real: el rey le
había puesto al frente de todos los talleres y de todos
los obreros que en ellos trabajaban de todo el reino.
Unos días más tarde recibió del rey la orden de ins-
peccionar a los obreros de la ciudad de Schadhur, que en arameo
se llama Rama. Al dirigirse a ella, Pusai
vio al grupo de ciento tres confesores, Simeón y sus
compañeros, a los que conducían al lugar de su eje-
cución. El creyente Pusai fue con ellos para asistir
a su testimonio supremo.
Cien mártires habían ya muerto por la espada, cuan-
do llevaron al lugar de la ejecución a un anciano;
estaba extenuado y temblaban todos sus miembros
de flaqueza y no por temor. Se llamaba Hanania. Era
un venerable sacerdote de la iglesia principal de Se-
leucia, en Bet Aramaje. Cuando le despojaron de sus
vestidos para atarle, Pusai advirtió que temblaba;
creyó que era de miedo, y, de entre la muchedumbre,
353
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

le dijo: «Valor, Hanania, no tengas miedo, cierra los


ojos y verás la luz de Cristo.»
Sus palabras promovieron un asombro lleno de ad-
miración por haber sido dichas precisamente por Pu-
sai, y tanto más cuanto que el terror amenazaba por
todas partes. El gran mago y los otros altos comisa-
rios estaban perplejos al ver a un hombre que con-
sideraban como uno de los primeros magos, que había
recibido honores y presentes del rey, que disfrutaba
de una situación sin par, pertenecer al grupo de los
confesores y alentar el valor de los mártires. El gran
mago le hizo detener allí mismo y conducirle preso.
Le preguntó: «¿Eres cristiano?» El valeroso Pusai
le respondió: «Tu pregunta es ociosa; mis palabras te
demuestran que soy cristiano.»
Mago: ¿Te has convertido o fuiste bautizado por tus
padres?
Pusai: Lejos de mí el repudiar la fe de mis padres.
He nacido en el seno del cristianismo.
El gran mago la hizo encarcelar hasta que fuera
informado el rey de tales palabras.
Al día siguiente del viernes, aquel viernes en el que
el bienaventurado Simeón y sus compañeros fueron
coronados, el primer ministro se presentó ante el rey
y le expuso la actitud de Pusai. El rey quedó muy
sorprendido. Se golpeó el muslo y dijo: «En verdad,
por la felicidad de los dioses, yo no sabía que ese
hombre fuera cristiano. Si lo hubiera sabido, jamás
le hubiese confiado ni nuestro trabajo ni el de los
dioses; no le hubiera colmado con tan insigne hon-
ra. Creí que era persa, que había adoptado nuestra

354
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

religión.
Lo que más me irrita es que, conociendo mis
disposiciones para con los cristianos, él sabe que
rujo como un león contra ellos y que quiera extermi-
narlos, se burle de mí como un zorro, se me oponga
abiertamente y no tenga en cuenta para nada ni mis
órdenes ni mis amenazas. Lo peor no es que se con-
tente con profesar esta religión impía, sino que anime
a los otros. Por esto, juro por los dioses y me hago
responsable del juramento, ante el sol que juzga a
la tierra, que habrá de repudiar esa religión falsa;
de lo contrario, sus días están contados.»
El rey hizo que le llevaran a su presencia. Al en-
trar, Pusai se prosternó ante él.
El rey: ¿No sabes que estás condenado a una muer-
te ignominiosa por haber despreciado mi realeza y mi
poder, subestimado mi castigo y desdeñado mi ma-
jestad? ¿Por qué no has tenido en cuenta mis órde-
nes que hacen temblar a mis pueblos y a mis reinos?
Tú crees poder vilipendiarlas, como lo demuestran las
palabras que me han dicho pronunciaste.
Pusai: Lejos de mí, que sirvo al Dios vivo, el
despreciarte, rey poderoso; por el contrario, eres para
mí un rey ilustre y el rey de reyes.
El rey: ¿Cómo hablas así? ¿No has jurado por Dios
en lugar de jurar por nuestros dioses?
Pusai: Juro por Dios, porque soy cristiano; no pue-
do jurar por los dioses, porque no soy pagano.
El rey: ¿Cómo puedes estimarme como rey y como
rey poderoso e ilustre, como el rey de reyes, tenien-
do el valor de afirmar ante mí: Yo soy cristiano?
355
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Pusai: ¡Oh el mejor de los reyes! Nací y fui edu-


cado en la religión cristiana. ¿Cómo podría ahora re-
pudiar, contra mis convicciones, lo que es mi razón
de vivir?
El rey: No vuelvas a decir delante de mí: Yo soy
cristiano.
Pusai: Y aunque tu majestad mil veces me hiciera
la pregunta, mil veces sin cesar estaría obligado a res-
ponder: Yo soy cristiano.
El rey: Mereces la muerte; ¿no sabes que estás
ante el rey de toda la tierra? ¿Cómo puedes hablar-
me como mi igual?
Pusai: Nada de eso, majestad bondadosa; no digas
esto de tu servidor, del último de tus siervos. Jamás
me atreveré a hablarte como a un igual; sólo soy el
siervo de Dios y del rey de reyes.
El rey: ¿Cómo te atreves a decir ante mí: Soy cris-
tiano? ¿No te avergüenza una religión que yo odio?
Pusai: Accede a oírme, majestad. Es verdad que
confieso la religión cristiana ante tu majestad, y no
me avergüenzo. Un servidor de Dios nos ha dicho:
«Hablaré con toda justicia delante del rey y no enro-
jeceré.» Y Cristo, al que confieso: «Aquel que se aver-
güence de Mí y de mis palabras, el Hijo del hombre se
avergonzará' de él.» El rey hace bien en decir:
odio esa religión, Dios le ha entregado su amor y su
religión permanecerá para siempre.
El rey: Te he prohibido que me digas: Yo soy cris-
tiano, y ahora te atreves a hablarme de los libros de
Nazaret.
Pusai: Por Cristo vivo, al que sirvo, ¡oh rey!, las
356
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Escrituras sólo han hecho que confirmarme en mi fe.


El rey se encolerizó como consecuencia de este in-
terrogatorio. Dijo a los príncipes y a los grandes que
estaban junto a él: «¿Qué hacer con este hombre
que tiene el valor de hablar de esa manera?»
Todos le respondieron: «Merece mil muertes.»
«¿Y qué hacer de esos magos, continuó el rey,
que ellos llaman obispos y sacerdotes, que profesan
la religión del Nazareno y enseñan a los demás como
a este hombre, al que yo había cubierto de honores,
hasta el punto de que son muchos los que envidian
su situación? Ha tenido el valor de decirme: Yo soy
cristiano. Le imaginaba un celoso seguidor de la re-
ligión de los magos, y helo aquí que me habla de los
libros cristianos. Ni siquiera los tales obispos se han
atrevido a hablar de tal manera a este hombre que
estaba muy dispuesto a abjurar de su fe. ¿Por cuán-
tos motivos no es digno de muerte este hombre que
se atreve a pronunciar las palabras que me ha dicho
el jefe de los magos, que ha despreciado los honores
que le he concedido, y que viene a hablarme de los
libros de Nazaret?»
Y todos respondieron: «Es digno de mil muertes.»
El bienaventurado Pusai dijo al rey: «Señor, ¿qué
es lo que merece la muerte en mis palabras?»
El rey: En primer lugar, las palabras que dijiste a
ese nazareno que tenía miedo e iba a obedecer a mis
órdenes, como me lo ha contado el jefe de los magos.
Pusai: ¡Viva el rey eternamente! Que el mago
repita lo que ha dicho para que yo pueda oírlo.
El rey pidió al jefe de los magos que contara de

357
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

nuevo lo que acababa de decirle a él. Este se levantó:


«¡ Oh buen rey!, que viva siempre y cuyo reino no
tendrá fin. Ayer estaba yo con eunucos, enviados por
tu majestad, en el lugar en que se ejecutaba a los magos
llamados cristianos; quería ver si temerían ante la
muerte y obedecerían las órdenes del rey. Desnudaron
a un anciano para atarle; temblaba en todo su cuer-
po, quizá habría obedecido las órdenes del rey si no
hubiera sido alentado. De pronto, este hombre gritó
entre el tumulto de la muchedumbre: «Valor, no te-
mas, cierra los ojos y verás la luz de Cristo.» Cuando
oí tales palabras, deseé que la tierra se abriera bajo
mis pies antes que oírlas, ¡oh buen rey! Es una in-
juria y una vergüenza para todo el país de los héroes
y para todo el estado de los magos; nadie le consi-
deraba como un nazareno, todo el mundo le creía
mago. De vergüenza doblo mi cabeza hasta la tierra.»
Pusai: Ha dicho la verdad, bondadoso rey; fue así
como hablé. Sólo en un punto el mago ha deformado
la verdad; pretende que el anciano estaba a punto
de hacer la voluntad del rey. Ningún cristiano se pres-
ta a semejante afirmación. Su carne flaqueaba, pero
no su espíritu.
El rey: Criminal, mereces ser pisoteado, ¿por qué
me hablas de la voluntad de ese hombre? ¿Has pro-
nunciado esas palabras?
Pusai: Desde luego, soy hermano en la fe de ese
hombre y he de dar testimonio de su amor a Dios.
Si continúo viviendo en este mundo, hablaré así a todos los
confesores cristianos, para confirmarles en
su fe.
El rey: Con la condición, evidentemente, de que te
358
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

deje vivir.
Pusai: Te daré gracias, ¡bondadoso señor!, si me
concedes este favor y si me juzgas digno de ese pri-
vilegio. Pero tus palabras: «Con la condición, evi-
dentemente, de que te deje vivir», me dejan percibir el
eco de mis palabras, después de mi muerte, llegando
a los oídos de todos los cristianos.
El rey: Responde a mis palabras.
Pusai: Que el rey hable y su siervo responderá
a todas sus preguntas.
El rey: Bandido, no mereces vivir. ¿No te he col-
mado de honores, no te tomé a mi servicio y al de
los dioses?
Pusai: Dices verdad, ¡oh rey!; tu majestad me ha
honrado, he obtenido una situación perecedera en este
mundo que no había merecido, no estaba de acuerdo
con mi miseria. Por orden tuya me disponía a cumplir
la misión que me habías confiado. Pero en el camino
vi una escena deslumbradora, me detuve sin poder
seguir adelante, fascinado por la obra de Dios.
El rey: ¿Qué espectáculo era ése?
Pusai: ¿Hay espectáculo más maravilloso que el de
la tropa de los justos que son sin pecado ni reproche,
que.no han hecho nada reprensible, que se dejan ma-
tar en la esperanza del Señor, despreciando el mundo
y sus alegrías, que no te temen, ¡ oh rey poderoso!,
delante de quien tiemblan los pueblos, que no tienen
miedo de tus órdenes, terrible para los mismos prín-
cipes, que desprecian la espada centelleante y las eje-
cuciones aterradoras? Sólo aman a aquel que es el
único Dios de verdad.
359
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

El rey: Insensato, ¿es que hay que detenerse para


ver morir a unos locos?
Pusai: Señor de los reyes, no denigres a los servi-
dores de Dios. Si hubieran estado locos, no habrían
muerto por su Dios. Su martirio demuestra a qué pre-
cio han permanecido fieles a su amor para con Dios.
El rey se irritó por las palabras de Pusai; se diri-
gió a los grandes y a los príncipes que estaban ante
él: «No se contenta, dijo, con hablar por sí mismo,
habla incluso en nombre de sus compañeros de magia.
Voy a callar esa voz imprudente con una muerte cruel.»
Pusai: Estoy dispuesto a sufrir la muerte que te
plazca infligirme, a ti que eres el mejor de los reyes;
por esta razón hablo con tanta libertad de los már-
tires gloriosos.
El rey: ¿Por qué desprecias mi honor, bandido?
Pusai: No desprecio tu honor; pero el honor que
más aprecio es aquel que está en lo profundo de mi
corazón, el honor de Dios; lo esperaba con toda mi
alma y con todo mi corazón.
El rey: ¿No sabes que todo cristiano desprecia mi
honor?
Pusai: Ningún cristiano desprecia el honor del rey,
si éste les permite honrar a Dios como Dios y al rey
como a rey. Pero si el rey se opone a esto, se ven
obligados a desafiar el honor efímero del rey para
elegir el honor de su Dios.
El rey: Todo cristiano me odia.
•Pusai: No hables de tal manera, rey bondadoso;
todo cristiano ama a su rey.
360
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

El rey: Los cristianos me odian puesto que no se


someten a mis órdenes y no adoran ni al sol ni al
fuego, que son nuestros dioses.
Pusai: Los cristianos obedecen tus órdenes cuando éstas
están conformes con la voluntad de Dios. Si hay
conflicto entre las tuyas y las de Dios, no pueden se-
guir las tuyas.
El rey: Mal hombre, ¿cómo mi voluntad puede ser
hostil a la de Dios cuando pido que se adore al sol,
a la luna, al fuego y al agua, que son los hijos de
Ormiz?
Pusai: Bondadoso señor, ¿me permites decir la
verdad?
El rey: ¿Quieres pronunciar tu condena? Habla,
pues.
Pusai: Yo también aspiro a morir y hago mis ple-
garias con el fin de morir por la verdad y no vivir en
la mentira. Hay precisamente conflicto entre tu volun-
tad y la de Dios, porque pides que se dé a criaturas
la adoración que sólo debe ser dada al Creador. Dios,
que ha creado el cielo y la tierra y todo cuanto en ellos
se contiene, nos ha ordenado: No tallaréis ni figura
alguna de lo que está en lo alto en el cielo, ni de lo
que está abajo sobre la tierra, ni de lo que está en
las aguas baj o la tierra. Y añadió: No elevéis los oj os
al cielo para contemplar el sol, la luna ni las estre-
llas, para prosternaros ante ellos y servirlos. ¿Quién
se atreverá a transgredir las órdenes de Dios? Tu ma-
jestad afirma que el sol, la luna y las estrellas son
los hijos de Ormiz, pero nosotros los cristianos no
creemos en el hermano de Satán, del que hablan los
magos cuando dicen que Ormiz es el hermano del
361
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

diablo 36. Si no adoramos al hermano de Satán, ¿cómo


reconoceremos a los hijos de su hermano?
Estas palabras turbaron sobre manera al rey. Acabó
diciendo a los príncipes y a los grandes: «A este impío no le
basta con rechazar el culto de nuestros dio-
ses; ¿llegará a deshonrarlos?»
Pusai: No deshonro a nadie, ¡oh tú, el mejor de los
hombres! Si mis palabras parecen injuria, es necesa-
rio acusar de ello a la doctrina de los magos.
El rey: Estás poseído por el demonio. Los magos te
han privado del sentido común. Esa es la razón por la
que odias mis mandamientos, te opones a mi majestad
y desprecias nuestros dioses. Te he soportado hasta
ahora. Te doy un buen consejo: abandona esa locura,
adopta otros sentimientos. Tiembla ante la fortuna de
Sapor, el rey de reyes, que es de raza divina. Recuerda
los honores con los que te colmé y arrepiéntete de
las palabras que has pronunciado. Confiesa tus peca-
dos al jefe de los magos, recibe su admonición, como
prescribe nuestra religión para los penitentes 37. Y yo
te multiplicaré los honores y los regalos, hasta el
punto de promover la envidia de los demás. Pero
si te niegas, he jurado ante los dioses que te daré
una muerte horrible, para aterrorizar a aquellos que
han sido embriagados por las doctrinas de vuestros
magos.
Pusai: ¡Bondadoso rey, ojalá vivas siempre! Escú-
chame, señor, rey; jamás he estado poseído por el
demonio, ni antes ni ahora. Ningún mago me ha se-
ducido. Soy cristiano desde mi infancia. Los cristianos
echan a los demonios, son enemigos declarados de la
magia. Jamás tuve sentimiento culpable alguno, sino
362
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

que viví fiel a las convicciones de un siervo de Dios.


Sé recordar los honores que he recibido de tu ma-
jestad; pero ante todo me ocupo del honor de mi Dios, que
trasciende todos los demás: Él es el objeto
de mis deseos y de mis aspiraciones. Por mi Dios,
que ha creado el cielo y la tierra y todo cuanto en
ellos se contiene, que es el rey de reyes, juro que no
obedeceré jamás tus órdenes, que no renegaré de mi
Dios, prosternándome delante del sol, de la luna, del
fuego y del agua, ni de criatura alguna; sólo adoraré
al Dios único. Estoy dispuesto, cuerpo y alma, a pa-
decer el género de muerte que te plazca; tienes poder
sobre la vida de mi cuerpo, haz de ella lo que te
plazca.
El rey: Piensa en el alcance de tus palabras. Piensa
en lo que estoy soportando. He sido más paciente
contigo que para con Simeón, que fue mi amigo.
Acuérdate de la suerte de Simeón, que osó resistirme
y murió decapitado. Tú te expones a una suerte toda-
vía más cruel. Tú te obstinas, pese al consejo de los
dioses. Juro por los dioses que no te interrogaré más.
Si te sometes a mis órdenes, todo irá bien; de lo
contrario, morirás con muerte violenta.
Pusai: Tu majestad se ha mostrado paciente y me
ha dado testimonio de mucha bondad. Ahora pido
a tu poder que no se contente con palabras hacia el
último de sus servidores, sino que prepare la muerte
prometida. Nuestra consigna de cristianos es la pa-
labra del Señor: Que vuestro lenguaje sea sí, sí; no,
no. Si me juzgas digno, ¡oh rey de reyes!, de morir
por la religión de Dios, no podré proclamar bastante
mi gratitud. Será el más real de todos tus regalos,
pues viene de Dios que nos concede a mí y a mis
363
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

compañeros por intercesión tuya. Has de saber que


ni tú, el rey de reyes, ni ningún rey de la tierra, ni
los ángeles del cielo, ni lo alto ni lo profundo, ni
ninguna criatura sin razón podrán alejarme del amor al Dios de
verdad, al Dios verdadero, nuestro Creador
y Señor, el Salvador Jesucristo.
Y entonces el rey dio la siguiente orden: «Condu-
cidle fuera de la ciudad, allí donde alentó el valor
del nazareno; perforadle la nuca, arrancadle la len-
gua. Morirá con muerte cruel, por las palabras im-
prudentes y por no haber temido a los dioses.»
Al escuchar estas palabras, el valeroso Pusai cayó
de rodillas ante el rey y dijo: «¡Vive siempre, oh rey,
por haberme hecho el favor de ordenar que me arran-
quen la lengua que ha hablado por mi Dios.»
Se lo llevaron rápidamente lejos de las miradas del
rey. Le hicieron salir de la ciudad, a la misma hora
en la que, la víspera, Simeón y sus compañeros la
abandonaron; y le condujeron al lugar en donde la
víspera fueron coronados. El rey ordenó al jefe de los
magos: «Ve rápidamente, dijo; trata de que ese des-
graciado nos obedezca, para que viva y no muera. Me
es precioso ese hombre. He jurado no volverle a hablar
de este asunto. Ve y haz lo que puedas. Bastará con
que adore una sola vez al sol para que salve la vida.»
El jefe de los magos obedeció inmediatamente. Le
hizo sentar ante él y le dijo: «No deshonres la tierra
de los héroes; no pongas duelo en el ánimo de tus
amigos; escucha mi consejo: Prostérnate delante del
sol una sola vez; sométete a tu rey, y vivirás y no
morirás.»
Pusai: ¿Por qué todos estos esfuerzos vanos e in-
364
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

útiles? Desde tercia hasta la hora sexta el rey me ha


hablado con mucha condescendencia; ha tratado de
persuadirme y yo no he querido. ¿Crees que te voy
a obedecer ahora? Sería ir contra mí mismo. No pierdas tu
tiempo en vanos esfuerzos; por el contrario,
cumple las órdenes del rey.
El jefe de los magos: No te hablaría así si no su-
piera que el rey desea que cambies de parecer. No se
irritará porque me obedezcas a mí más que a él;
por el contrario, le agradará. Yo sé que estoy ha-
ciendo lo que le agrada.
Pusai: Ya me has oído, junto con todos los prín-
cipes y todos los grandes que estaban sentados ante
el rey, declarar que ni aunque los mismos ángeles me
aconsejaran separarme del amor a Dios, que está en
el Señor Jesucristo, lo haría.
El jefe de los magos: ¿Has perdido la vista? ¿Están
ciegos tus ojos? ¿No ves que el sol es dios y que toda
la creación habita en su luz?
Pusai: Si comenzamos a discutir, no terminaremos
nunca. Pero no quiero dejarte sin respuesta. Óyeme
en pocas palabras, para que no se retrase la sentencia
del rey.
«Lo que es visible no es Dios, porque ha sido creado
y es efímero. Lo que hace la fuerza de nuestra ver-
dad y de nuestra fe es que adoramos a aquel que es
inaccesible, ilimitado, inmutable. De Él esperamos
todo bien, aunque no le veamos en este mundo. No
hay que esperar en lo que es visible. ¿Cómo esperar
en lo que está ante nuestros ojos? El hombre aspira
a lo que es invisible y que la fe nos descubre. Sois
carnales y mundanos, porque sólo deseáis lo visible;
365
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

nosotros esperamos lo que es espiritual e invisible.


Dices que la creación habita en la luz del sol, pero
ni su luz ni su brillo le pertenecen. ¿Cómo podría ser
esto si ni siquiera tiene conciencia de poseerlos? El
propietario es Dios, su brillo y su majestad, la obra
de sus manos divinas. He aquí por qué los cristianos se admiran,
no ante el sol, sino ante Dios que lo ha
creado; al ver sus rayos, alabamos a su Autor. Cuan-
do miramos una piedra preciosa, nuestra admiración
no se dirige a la piedra, sino al poder del creador,
por la variedad de sus obras. Y le damos gracias por
Imbérnoslas dado gratuitamente para nuestra alegría
y alabanza de su nombre.»
Estas palabras de Pusai asombraron al jefe de los
magos. Este acabó por decir: «Perezca tu persona,
perezca tu belleza que será destruida, perezca tu sabi-
duría exquisita y la sagacidad de tus palabras. Ve y
muere con la muerte cruel según las órdenes del rey.»
El valeroso Pusai se levantó, se dirigió al lugar in-
dicado, se despojó de sus vestidos y los entregó a uno
de sus compañeros. Una muchedumbre de fieles de más
de mil se acercaron, arrancaron a la fuerza los vesti-
dos del mártir, los desgarraron, se los disputaron,
hasta el punto que se originó la confusión y escándalo.
Los magos y su jefe estaban sorprendidos al vnr hasta
qué punto los cristianos veneraban los hábitos del
bienaventurado, hasta el punto de arrebatárselos más
que si fueran regalos.
En medio del alboroto de la muchedumbre, el már-
tir se hincó de rodillas diciendo: «Te confieso, Dios
de verdad, esencia verdadera, que mis padres me hi-
cieron conocer. Fui educado y bautizado en esta fe,
366
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

en el nombre glorioso y sagrado de la inefable Trini-


dad, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Es la
prenda de nuestra filiación, por la que devenimos he-
rederos y participamos en el cuerpo de Cristo; éste
sufrió por nosotros, murió, volvió a la vida, resucitó,
revelándonos la resurrección entre los muertos; subió
a los cielos con el fin de revelarnos el reino de los
cíelos.
En tu misericordia, nos has juzgado dignos de
defender la verdad ante tus enemigos, de dar testimo-
nio ante los reyes y los grandes de esta tierra, de que
sólo tú eres el Dios de verdad así como nuestro Sal-
vador, Jesucristo, por quien hemos sido rescatados,
devueltos a la verdad, renovados y santificados. Con-
cédeme, Señor, contemplar la luz que he anunciado a
Hanania, ante los enemigos de tu verdad; concédeme
que entre en posesión de la herencia que has prepa-
rado a tus servidores, en tu luz eterna; que esa heren-
cia sea mi gozo, mi júbilo y mi acción de gracias a
tu santo nombre.
Que la promesa de tu Cristo proteja a tu Iglesia;
que no sea destruida por las puertas del infierno; que
confiese abiertamente con Simón Pedro: Tú eres Cris-
to, el Hijo de Dios vivo. A ti, a Él y al Espíritu Santo,
gloria, honor, alabanza, ahora, siempre y las eternida-
des de las eternidades.»
En este momento Pusai se dirigió al verdugo: «Acér-
cate y cumple lo que te ha sido ordenado.» El verdugo
se acercó, le tiró el rostro contra la tierra y con su
cuchillo horadó su nuca hasta el cráneo. Le martirizó
durante una hora: era una muerte despiadada. Todos
los asistentes gritaban, horrorizados; no hubo persona
que no llorara. Sus gritos subieron hasta el cielo. A
367
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

lo largo de esta tortura, el verdugo le cortó la lengua


en la raíz y se la arrancó por la nuca abierta. El alma
del mártir subió a los cielos. Era la misma hora en
la que habló a Hanania, la hora de su coronación, un
sábado, víspera del gran día de la Resurrección.
Cuando los enemigos de nuestro pueblo advirtieron
que habían desaparecido los trescientos cuerpos de los mártires
de la víspera, y que todos habían sido lle-
vados y enterrados, que hasta la tierra en la que había
sido vertida su sangre había sido cogida para servir
de protección a los cristianos, pusieron guardias junto
al cuerpo de Pusai. Dios hizo que cayera una violen-
ta helada sobre los guardianes. No cayó en todas par-
tes, sino que trazó una separación, como lo hiciera el
ángel exterminador entre los judíos recién nacidos y
los egipcios, entre los guardias infieles y los cristianos
vigilantes. Los guardias huyeron hacia la ciudad, gri-
tando de dolor. Uno de los cristianos que vigilaba allí
cerca cogió, ayudado por su criado, el cadáver de Pu-
sai, lo metió en un saco, lo cargó sobre su asno y
lo llevaron a la ciudad. Durante el camino, el tiempo
se oscureció súbitamente. Las gentes caminaban a tien-
tas entre las tinieblas para encontrar su camino, pero
el asno siguió caminando derechamente pero no tomó
el camino que conducía a la casa de su amo; acabó
deteniéndose a la puerta de la casa de una muchacha
que había sido deportada y que llevaba una vida re-
ligiosa; había conservado la virginidad y no había
abandonado su casa.
La víspera, al saber que el bienaventurado Simeón,
su hermano y compañero, había sido coronado, y
también Pusai, comenzó a llorar y suspirar, porque no
podía abandonar su casa para recibir la bendición de
368
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

los bienaventurados. El Señor no le privó del motivo


de su llanto.
El asno que llevaba el cuerpo del bienaventurado
Pusai se detuvo ante la casa de la virgen, y cuando,
al canto del gallo, la criada abrió la puerta para salir,
el asno entró en el patio.
La criada se atemorizó y dijo a la bienaverturada:
«¡ Mira, este asno cargado ha entrado en el patio.»
La bienaventurada le respondió: «Hazle salir.» La
criada se esforzó por todos los medios, pero el asno
no se movía. Ante tal obstinación, la virgen acudió
en su ayuda; tiraron las dos de él, pero no consiguie-
ron nada; el asno ni siquiera se movió. La bienaventu-
rada dijo entonces a la criada que fuera a buscar a
su hermano, que vivía cerca, para que fuera a ayu-
darlas. Llegó el hermano, cogió un bastón, golpeó al
animal, pero éste se negó a salir y no se movió de su
sitio. El hermano miró al fin la carga y vio que era
un cadáver; la sangre goteaba del saco.
Dijo a su hermana: «Trae una lámpara, hermana,
y veamos no sea un regalo de Dios.» Miraron el rostro
y vieron que era Pusai. Le reconocieron porque era
compatriota suyo, y sobre todo por la herida en la
nuca, por la cual le había sido arrancada la lengua.
Una vez descargado, el asno se marchó y volvió a
la casa de su dueño, que, por miedo a los persas, no
había tenido el valor suficiente para ver qué había
sido del cadáver del mártir.
La bienaventurada y su hermano, con gran celo,
embalsamaron el cadáver como convenía y le dieron
una sepultura honorable, para que fuera una fuente

369
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

de gracias para sus compatriotas.


Todo esto sucedió por disposición de Dios, cuyas
alabanzas queremos cantar ahora y en los siglos de
los siglos. Amén.

370
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 341, EN KARKA-DE-LEDAN


MARTA
Pusai tenía una hija que era religiosa; se llamaba
Marta.
Denunciada a su vez, fue detenida el gran día de
Pascua y conducida ante el gran jefe de los magos.
Este fue a informar al rey. El príncipe ordenó que
le dijeran que si renunciaba a su fe y abjuraba del
cristianismo no ocurriría nada, y si no lo hacía, que
debía tomar un hombre y casarse. Y si no hacía ni
lo uno ni lo otro, caería sobre ella la condenación.
El jefe de los magos se fue para interrogar a la
hermosa Marta: «¿Qué eres?»
Marta le respondió irónicamente: «Una mujer,
como ves.» Los que presenciaban la escena bajaron
la cabeza avergonzados, al comprender la pregunta y
la respuesta. El rostro del mago se coloreó de ver-
güenza y de cólera. Se dominó y dijo: «Responde a
mi pregunta.»
Marta le dijo: «He respondido a tu pregunta.»
El jefe de los magos; ¿Qué he preguntado y qué
has respondido?
María: Has preguntado ¿Qué eres? Y yo he res-
pondido: Una mujer, como ves.
El jefe de los magos: He preguntado: ¿Cuál es tu
religión?
Marta: Soy cristiana. Mi vestido lo demuestra.
El jefe de los magos: Dime la verdad. ¿Eres la hija
de ese Pusai, que ha perdido la cabeza, que se ha
371
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

rebelado contra el rey y acaba de morir de una forma


miserable?
Marta: Soy su hija según la carne. En cuanto a la
fe, también soy hija de ese Pusai que sirvió al rey de
reyes y al Rey de la verdad, y que ayer, al morir,
ha merecido la vida eterna. ¿Quién puede hacerme
digna de ser hija del bienaventurado Pusai, que com-
parte con los santos la luz y la paz eternas? Mientras
tanto, espero en la tierra de las tribulaciones junto
a los pecadores.
El jefe de los magos: Óyeme, oye mi consejo desin-
teresado. El rey de reyes está lleno de misericordia,
no quiere la muerte de los hombres. En su bondad,
desea que todos los amigos compartan su fe, a fin
de que pueda honrarlos. Ha honrado a tu padre, le
hizo sobresalir sobre los demás, porque le amaba. Pero
tu padre era un insensato y habló de lo que ignoraba.
El rey de reyes quiso hacerle cambiar de opinión.
Pero se obstinó y murió de forma cruel. Ahora no te
obstines como tu padre, sino que, por el contrario, de-
bes obedecer a Sapor, el rey de reyes del universo;
adora al sol, abjura la religión cristiana, y el rey te
cubrirá de honores y colmará todos tus deseos.
Marta: ¡Viva el rey Sapor!, ¡que la gracia no le
abandone, que se guarde su misericordia, que su gracia pase a
sus hijos y su misericordia a su descenden-
cia, que la necesita; que comparta la vida que ama
con sus hermanos y amigos! Pero que la muerte cruel
que sufrió mi padre sea aquello en lo que participen
todos aquellos que se parezcan a mi padre.
¿Qué me importan a mí, esta pequeña sierva y la
última de las siervas de Dios y del rey, los honores
372
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

que pasan? Estoy dispuesta, como mi padre, a sopor-


tar todos los tormentos por Dios, a morir como él
por mi fe.
El jefe de los magos: Conozco la dureza de vuestros
corazones, ¡ oh pueblo digno de la muerte! ; yo ya
sabía que un padre rebelde no engendra un hijo obe-
diente. Sólo por liberar mi conciencia ante los dioses
he intentado persuadirte, convertirte a la religión de
nuestros dioses, que velan sobre los habitantes de la
tierra.
María: Ya has hecho todo lo posible; y yo también.
Si no estuvieras ciego, habrías considerado lo que he
dicho sobre la vana gloria de este mundo efímero, y
habrías sabido qué palabras importan y cuáles no;
cuáles son las que conducen al reino de los cielos y
cuáles las que llevan al infierno, las que nos llevan
a la vida y las que nos conducen a la muerte.
El jefe de los magos: Óyeme, no te obstines, no te
endurezcas y no te empeñes en eso. Si no quieres
abandonar tu religión, haz lo que te plazca. Te basta
con hacer una cosa para vivir o para morir. Eres
joven y hermosa. Cásate, engendra para el mundo
hijos e hijas y no te obstines en permanecer en esa
vida claustral.
Marta: ¿Es que la naturaleza pide que una mucha-
cha ya prometida sea arrebatada a su prometido, o que una
muchacha se case con otro que no sea su
prometido?
El jefe de los magos: No.
María: Esposa de Cristo: ¿Entonces, por qué te em-
peñas en hacerme tomar por marido a un hombre

373
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

con quien no estoy prometida?


El jefe de los magos: ¿Estás verdaderamente pro-
metida?
Marta: Desde luego, estoy prometida.
El jefe de los magos: ¿A quién?
Marta: ¿Tu poder no le conoce?
El jefe de los magos: ¿Dónde está?
Marta: Es comerciante y está haciendo un largo
viaje. Pero no está lejos y pronto estará de regreso.
El jefe de los magos: ¿Cuál es su nombre?
Marta: Se llama Jesús.
Pero el mago no acababa de comprender lo que
ella quería decir. El le preguntó: «¿Hacia qué país
ha ido, en qué ciudad se encuentra?»
Marta: Se fue al cielo y a Jerusalén, la ciudad de
lo alto.
En aquel momento, el jefe de los magos advirtió
que ella hablaba de nuestro Señor Jesucristo. Y le
dijo: «¿No he tenido razón al decir que este pueblo
era obstinado y discutidor? Voy a manchar tu belleza
con tu sangre. Tu prometido podrá venir y llevarte
consigo y tomarte como esposa; sólo serás tierra y
polvo.»
Marta le replicó: ((Perfectamente, cuando venga en
su gloria, sobre las nubes del cielo, con los ángeles
y las potencias celestiales, vendrá a tomar consigo a
todos aquellos que han sido invitados al festín nupcial:
purificará los cuerpos de sus esposas, las lavará con
el rocío celestial, las perfumará con el óleo de la alegría gozosa,
374
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

las revestirá con el hábito de la justicia,


que es todo luz, les pondrá en el dedo un anillo, el de
la verdad, las pondrá en las sienes la corona de la
gracia, que es imperecedera. Las pondrá sobre un ca-
rro de fuego, se las llevará por los aires y las condu-
cirá a la cámara nupcial, preparada en una mansión
que no está hecha por la mano del hombre, estable-
cida en Jerusalén, la ciudad libre, sobre las alturas.»
Ante estas palabras, el jefe de los magos la hizo con-
ducir a su palacio; después fue a informar al rey de
toda esta conversación. El príncipe ordenó: « ¡ Que sa-
quen de la ciudad a esa mujer insolente, que la deca-
piten en el mismo lugar en donde murió su padre.»
El gran día de la Resurrección, mediado el día,
condujeron a Marta, la virgen purísima, fuera de la
ciudad. Mientras preparaban el lugar en donde debía
morir, cayó, el rostro contra el suelo, de rodillas ante
su Dios, vuelta hacia Oriente. Y comenzó a orar:
«Te confieso, Jesucristo, mi Señor, mi esposo y mi
rey: guardaste mi virginidad, la sellaste con el sello
de tus promesas, conservaste mi fe en la Trinidad
bendita; en ella nací, mis padres me educaron en ella
e hicieron bautizar. Por esta fe, mi padre, Pusai, ha
sido condenado.
Te confieso, Jesús, Cordero de Dios, que quitas
los pecados del mundo. Por tu nombre nuestros obis-
pos han sido inmolados, así como los sacerdotes, los
diáconos y las almas religiosas, las ovejas cebadas
por la gracia, Ustazad y Pusai, mi padre. A mi vez,
soy el cordero cebado en los verdes pastos de tus
promesas, inmolado por ti. Entre tus manos, Jesús,
gran sacerdote de la verdad, quisiera ser ofrecida
375
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

como un holocausto puro, santo, agradable, a la Trinidad, el Ser


oculto, en cuyo nombre nos has instrui-
do, formado y bautizado.
Visita, Señor, a tu pueblo atribulado y consérvale
en medio de sus enemigos en la verdadera fe; que
sea oro puro en el crisol de las persecuciones, que
venere la fuerza de tu poder y adore al Padre, al Hijo
y al Espíritu Santo, ahora y siempre, en los siglos de
los siglos. Amén.»
Cuando hubo acabado su oración, corrió a ofrecerse
ella misma en la fosa preparada para ella. El verdugo
quiso cubrirle los ojos, pero se negó y dijo: «No me
tapes los ojos, soy feliz por recibir la muerte por mi
Señor.» Cuando el verdugo afiló la espada, Marta se
echó a reír y dijo: «No digas como Isaac: ¿Dónde
está preparado el cordero para el holocausto? Yo pue-
do decir: He aquí al cordero y al cuchillo, ¿dónde
están la madera y el fuego? ¿La madera? Es la cruz
de Cristo, mi Señor. ¿El fuego? Yo poseo el fuego
que Dios trajo al mundo cuando dijo: He venido a
poner fuego en la tierra, ¿y qué quiero sino que arda?»
Los millares de espectadores admiraron el valor de
la muchacha casta y alababan a Dios que da fuerza a
aquellos que le temen.
El verdugo se acercó y decapitóla como a un cor-
dero, mientras ella confiaba su alma a Cristo. Seis
guardianes vigilaron el cuerpo de la mártir, que per-
maneció expuesta durante dos días. En la noche del
martes de Pascua se pudo comprar a los vigilantes y
llevarse a la bienaventurada, después que muchos su-
frieron la muerte por el nombre de Jesús. El hermano
de la religiosa que había enterrado a Pusai dio dine-
376
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

ro y recibió el cuerpo de la bienaventurada Marta;


se lo llevó consigo, lo embalsamó y lo enterró junto
a su padre.
La bienaventurada Marta fue coronada el domingo
de la gran solemnidad de Pascua.
La bienaventurada que la enterró conmemoró el ani-
versario de su martirio, durante toda su vida, en pre-
sencia de los sacerdotes de la iglesia. Después de su
muerte, el hijo de su hermano heredó aquella casa;
éste, a su vez, celebraba todos los años el día del ani-
versario. Cuando murió, dejó la casa a sus dos hijos;
durante algún tiempo, éstos se disputaron las reliquias
de la santa: aquel que había recibido la mitad de la
casa pedía también una parte de las reliquias.
El obispo de Karka, Saumai, de santa memoria, aca-
bó por llevárselo consigo. Acabó por persuadir a los
dos hermanos para que cedieran los restos de la santa
a la iglesia de Karka; aquéllos los entregaron para la
Iglesia de Cristo, para que ésta conservara la memoria
y el precioso tesoro 38.
Esto ocurrió el año octavo del rey Mahram bar
Lezdgerd, ochenta años después de la coronación de
la santa.

377
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 341, EN BET HOUZAYE,


EN SUSANIA
LA GRAN MATANZA DE BET HOUZAYE
El lunes de la primera semana 30, los magos, desde
diversos lugares de su jurisdicción, llevaron sacer-
dotes, diáconos, monjes, santificados'10, santas mu-
jeres; todos estaban encadenados y habían ya su-
frido por parte de los magos tribulaciones, pruebas,
cadenas y tormentos. Les conducían a la corte del rey;
la noticia de las demás condenaciones se había exten-
dido ya por todas partes. El mayor número, entre
ellos, eran laicos; habían sido presos en las localida-
des de diversas provincias y conducidos como cris-
tianos.
Cuando llegaron, el jefe de los magos se presentó
ante el rey para informarle. Este dijo: «Ve e inte-
rrógales. Si están dispuestos a someterse a nuestra voluntad y a
la de los dioses y a adorar al sol, po-
drán volver a sus casas y lugares. De lo contrario,
prepárales el fin que tuvieron sus compañeros muertos
ayer.»
El jefe de los magos les hizo ponerse en fila, enca-
denados, y les dijo en alta voz: «El rey de reyes os
ha perdonado.» Al oír esto, todos cayeron de rodillas
y dijeron: «¡Viva el rey de reyes!» El mago conti-
nuó: «Estas son las órdenes del rey de reyes. Yo no
quiero vuestra muerte ni veros morir en vano. Ren-
dios a mis deseos: prosternaos ante el sol que ilumina
el universo, al que yo, Sapor, rey de reyes, de natu-
raleza divina, adoro; vosotros viviréis y no moriréis.»
Todos respondieron con una sola voz: «Vida sea
378
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

dada al rey bondadoso. Nosotros no morimos en vano.


No caminamos a nuestra muerte, sino a la vida, al
negarnos a adorar al sol, y no concediendo a las cria-
turas honores que han de ser reservados al Creador.
No morimos a los ojos de Dios, sino que adoramos su
Majestad.»
El gran mago respondió: «¿Unánimemente os ne-
gáis a adorar el sol?» Y los santos dijeron: «Jamás
le adoraremos. Que todos los hombres sepan que nos-
otros somos cristianos y que no nos prosternaremos
ante el sol.»
El gran mago añadió: «En este caso, pereceréis to-
dos decapitados.»
Todos los mártires dijeron: «Nosotros no morimos,
sino que viviremos. Nuestra muerte en Dios es nues-
tra vida.»
El jefe de los magos les hizo llevar al lugar mismo
en donde la víspera sus compañeros habían sido eje-
cutados. Una muchedumbre inmensa de gente, de soldados, de
habitantes de Karka, les siguió. Se empuja-
ban unos a otros para ver mejor al largo cortejo de
testigos, cuyo número era considerable. Mientras sa-
lían de la ciudad, las plazas públicas de Karka retum-
baban de himnos y de salmos que cantaban hombres
y mujeres. Fueron a la cárcel a buscar asesinos para
que ejecutaran a los mártires. No terminaron con to-
dos ellos aquel lunes; sólo mataron a unos cuantos,
dejando a los demás, la noche entera, encadenados
junto a los cadáveres.
Al día siguiente, martes, cuando los que de la vís-
pera todavía no habían sido muertos, los magos en-
viaron nuevos confesores al martirio, en mayor nú-
379
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

mero todavía. Fueron interrogados a su vez, y ante


su negativa, oyeron la misma sentencia. Al fin, los
asesinos y las espadas anduvieron escasos. La carni-
cería era algo penoso de contemplar, tan grande era
el número de víctimas. Los verdugos estaban agotados.
Todos maldecían al rey impío, temiendo perder la vida
y preparándose a morir. El entusiasmo de los cristia-
nos no hacía más que aumentar de día en día; unos
tras otros lueron a la muerte. Cada día era mayor el
número de los confesores sacrificados, desde el lunes
hasta el jueves.
Innumerables cristianos de todo origen, soldados
que habían acudido a asistir en la muerte a los már-
tires, se quitaban sus vestidos, se unían a los confeso-
res y decían: «También nosotros somos cristianos.»
Y murieron a su vez.
Una confusión general siguió a esta matanza; la
agitación era tal, que no se sabía a quién se mataba.
Voy a contar un episodio que podrá parecer inve-
rosímil. Pero el escepticismo de algunos no nos impedirá decir
la verdad. Aquellos que lean la narración
de esta horrible matanza verán lo que un régimen in-
sensato ha hecho entre los servidores de Dios.
El jueves de la semana en la que se mataba a los
testigos de Dios, fuera de la ciudad de Karka de Le-
dan, un eunuco, Azad, amigo de Ustazad 41, que era
uno de los primeros notables de la corte, muy estima-
do por el rey, pidió a su vez la corona del testimonio;
era cristiano. Inventó la siguiente argucia: Cambió
aquel día su vestido por el de un monje, se puso un
capuchón negro sobre la cabeza, se mezcló entre los
bienaventurados confesores que iban a morir. Avanzó
380
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

entre ellos y dijo a los magos que hacían oficio de co-


misarios así como de verdugos: «Yo también soy cris-
tiano.» De esta forma, el bienaventurado Azad fue
coronado.
Al día siguiente el rey mandó llamar a Azad. Le
buscaron entre los eunucos, sin encontrarle. Le fueron
a buscar a su casa, sin resultado alguno. Un heraldo,
durante dos días, le buscó y llamó entre la muchedum-
bre; todo el mundo se asombró de la desaparición
del eunuco.
Pero Dios no quiso que este prodigio pasara inad-
vertido: un mago de la región que conocía bien a
Azad dijo: «Un monje entre los cristianos que fueron
muertos el jueves último se parecía muchísimo en su
rostro y la talla a Azad. Tuve la impresión de que se
trataba de él; pero dudé, ya que llevaba hábito re-
ligioso. Intenté verle, para hablarle. Pero me acobardé
y me dije: Quizá no sea él, y sospecharán de mí en
estos tiempos tan turbulentos por haber dirigido la
palabra a un nazareno.»
Pronto se conoció esta confesión del mago; la cor-
te se alarmó; los grandes del reino acabaron por co-
nocer las palabras del mago e informaron de ello al
rey. Este ordenó que buscaran entre todos los cadá-
veres, lo más pronto posible. Fueron revisados los
cuerpos de los santos, mientras los guardias vigilaban
a su alrededor; entre los muertos encontraron el
cuerpo del magnífico Azad. La nueva fue llevada al
rey. Sapor se entristeció mucho y quedó estupefacto.
Cuando volvió en sí, ordenó: «Desde ahora es nece-
sario acabar con esta matanza desordenada.» Todos
aquellos que sean presos como cristianos serán inte-
rrogados; se les preguntará el nombre de su padre, de
381
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

su madre y de su familia, incluso de su ciudad, villa


o pueblo de origen. Las declaraciones serán archiva-
das. Después se les interrogará sobre su religión, y
se tomará nota de las respuestas. Se les interrogará,
se les someterá a la tortura y los azotes para hacerles
hablar. Si no abjuran de su religión, que se nos diga,
y nosotros, los dioses, daremos las órdenes que consi-
deremos oportunas» 42.
Este edicto fue publicado el domingo de la segunda
semana (después de Pascua). Después de esto, esta
matanza desordenada llegó a su fin; la atmósfera
también se sosegó.
Nadie sabría recoger y enumerar los nombres de
todos aquellos que murieron durante estos días. Entre
ellos, al principio, hubo muchos extranjeros, que no
pertenecían a la religión por la cual morían; además,
la confusión había sido considerable. El número era
superior a varios miles. Los persas no anotaron los nombres, el
de los padres, el de su provincia, el de
sus ciudades o poblados, para que la matanza se hicie-
ra lo más rápidamente posible.
Sin embargo, nosotros conocemos los nombres de
Amaría y de Mekkayema, los primeros obispos de Bet
Lapat, el de Hormizd, un sacerdote de la ciudad de
Schouster; eran de la provincia en la que fueron co-
ronados. Todos estos confesores fueron martirizados
como testimonio de Cristo, el 31 año del reino de
Sapor bar Hormzd, desde el Jueves Santo hasta el
segundo domingo después de Pascua, sobre una coli-
na, al sur de la ciudad de Karka-de-Ledan.
Su memoria es celebrada todos los años por los
fieles de Karka, la primera semana después de Pascua,
382
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

el viernes, el sábado y el domingo siguientes.


A Dios, que glorifica a los santos, alabanza, confe-
sión, gloria y adoración en los siglos de los siglos.
Amén.

383
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 341, EN SELEUCIDA


TARBO Y SUS COMPAÑERAS
Fue cuando la reina enfermó como consecuencia de
un accidente. Y corno ella simpatizaba con los judíos,
enemigos de la Cruz, éstos gozaron, según su costum-
bre, en propalar calumnias: «La hermana de Simeón,
decían, le ha echado mal de ojo, por la muerte de su
hermano.» Cuando supo esto, el rey hizo apresar a
Tarbo, una mujer que hacía vida monacal, su herma-
na, una santa, y su sirvienta, también cristiana. Las
condujeron a la corte para ser interrogadas. El gran
mago y dos notables fueron designados para juzgarlas.
Al verlas, advirtieron que la valerosa Tarbo era her-
mosa entre todas las mujeres hermosas y de una pres-
tancia magnífica. Las tres fueron víctimas de la con-
cupiscencia abominable. Pero ninguna dijo nada
a las demás; las apostrofaron brutalmente: «Os ha-
béis hecho culpables de muerte por lo que habéis hecho
a la reina, la soberana de todo el Oriente.»
La bienaventurada Tarbo respondió: «¿Por qué
esas acusaciones falsas, que nada justifica en nuestra
ronducta? ¿Qué mal hemos hecho para merecer estas
calumnias sin fundamento? ¿Deseáis nuestra sangre?
¿Qué os impide bebería? ¿Queréis nuestra muerte?
Ved: diariamente, el crimen mancha vuestras manos.
Nos matáis porque somos cristianas. Nuestra Escritura
nos enseña a servir sólo al Dios único y no hacer
imagen alguna de él en el cielo y sobre la tierra. Ade-
nitis: si es encontrado un mago, morirá a manos del
pueblo. ¿Cómo podríamos nosotros consagrarnos a la
magia, puesto que es una ofensa a Dios, castigada con
la muerte?»

384
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Los jueces inicuos la escuchaban con alegría pér-


fida; contemplaban silenciosamente su belleza y admi-
raban su rara sabiduría. Cada uno concebía secreta-
mente vanas esperanzas y pensaba: «Voy a salvarla de
la muerte y tomarla como mujer.»
El gran mago respondió: «Para vengar la muerte de
tu hermano, llevadas por vuestra indignación, habéis
faltado a vuestra propia ley y echado mal de ojo a
la reina, aunque os estuviera prohibida tal cosa, según
vuestra propia confesión.»
La maravillosa Tarbo replicó: «¿Qué desgracia le
ha sucedido a nuestro hermano Simeón para que pon-
gamos fin a nuestros días? Aunque le hayáis matado
por envidia y celos, vive en el gran reino que es supe-
rior a vuestro miserable estado; destruirá vuestro po-
der y pondrá fin a vuestra gloria efímera.»
Después las condujeron a las tres a la cárcel, bajo
una buena guardia. Al día siguiente, el gran mago
liizo decir a Tarbo: «Voy a interceder ante el rey para
salvaros a las tres de la muerte; pero consiente en ser
mi mujer.»
Al oír tales palabras, la bienaventurada se encoleri-
zó y respondió: «Cierra la boca, impío, enemigo de
Dios, cesen ya tus discursos inicuos. Que tu voz viciosa
no venga a manchar mis oídos. Que tus proposiciones
impuras no vengan a manchar mi alma. Soy la esposa
de Cristo. Conservo para él mi virginidad. Su espera
inspira mi fidelidad. Le he consagrado mi vida, Él
sabrá liberarme de vuestras manos impuras y de vues-
tros bajos deseos. No temo a la muerte y no temblaré
delante de los suplicios. Me enseñas el camino que me
conducirá hasta mi hermano muy amado, el obispo
385
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Simeón; su visión me consolará de todas las pruebas y


de todas las tribulaciones.»
Los dos notables, a su vez, le enviaron recados clan-
destinos; ella los acogió irritada, con palabras tan
duras como violentas. Y entonces los tres urdieron
una sombría conjura; las acusaron calumniosamente
y afirmaron: «En verdad que son tres magas.» El rey
envió un mensaje: «Si adoran al sol, dijo, salvarán
la vida; quizá sean incapaces de practicar la magia.»
Ante esta nueva noticia, dijeron: «No cambiaremos
a nuestro Dios por su criatura; no adoraremos al sol,
que ha sustituido el lugar de Dios; no abandonaremos
a Jesús, nuestro Salvador, a causa de vuestras ame-
nazas.»
Los magos dijeron inmediatamente: «Que perezcan
bajo el cielo, ya que han hecho a la reina víctima de
su sortilegio, y por él enfermó.» Los magos fueron au-
torizados a imponerles el tipo de muerte que les agra-
dara más. Dijeron: «Sus cuerpos serán divididos en dos
y la reina pasará entre sus partes separadas y curará.»
En el camino de la ejecución, el gran mago hizo
decir a la hermosa Tarbo: «Si respondes a mis insinuacíones, ni
tú ni tus compañeras moriréis.» La san-
ta le replicó: «Libertino infame, es necesario estar
loco para correr de tal manera tras lo que sólo es
vergüenza y basura. Voy a la muerte con valentía,
no quiero una vida indigna que sería mi muerte.»
Condujeron a las tres santas fuera de la ciudad;
plantaron para cada una de ellas dos postes, a los que
las ataron, de la misma manera que las ovejas cuando
son esquiladas, y las cortaron en dos; las seis partes
puestas en bandejas fueron suspendidas en los postes
386
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

que se habían plantado a los lados del camino; cada


poste sostenía medio cuerpo.
Hicieron venir a la reina, que pasó entre los cadá-
veres, seguida de todo el ejército.
Las bienaventuradas fueron coronadas el cinco del
mes de jjjar (mayo), según el cómputo lunar.

387
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 342, EN BET LAPAT


SADOT, OBISPO DE SELEUCIDA Y SUS
CIENTO VEINTIOCHO COMPAÑEROS
Sadot 14, que había sucedido a Simeón en la sede
episcopal de Seleucida y de Ctesifon, tuvo un día un
sueño sorprendente. Maravillado, llamó a sus sacerdo-
tes y diáconos, que estaban ocultos, y les dijo: «Esta
noche he visto una escala de gloria que iba desde la
tierra al cielo. El bienaventurado Simeón estaba en lo
alto, rodeado de una gloria deslumbradora; yo esta-
ba al pie de la escala. Me dijo alegremente: Sube,
Sadot, sube y no temas. Yo subí ayer, tu subirás hoy.
Despertándome, me persuadí de que le seguiría rápida-
mente y daría testimonio de mi Dios. De esta manera
interpreto sus palabras: Yo subí ayer, tú subirás hoy.
Él fue martirizado el año pasado, yo lo seré este año.»
Después les exhortó con estas palabras del Apóstol:
«Fortaléceos en el Señor y en el poder soberano. Re-
vestios de la fortaleza de Dios. De esta manera seréis
la luz de los hombres, seréis protegidos por las palabras de vida.
No temamos la muerte por venir, no
temblemos. Que aquel que muera luche como héroe,
que el que viva se muestre valeroso. Seremos muertos
por Cristo y por su verdad. Tan pronto como la espada
sea levantada al aire, cuidado, durante el breve ins-
tante que la espada centellea, aprovechad de ese ins-
tante. Caminemos hacia el reino, hasta el sol, salga en
la noche. Mereceremos un nombre y una gloria eternos
y dejaremos a las generaciones futuras nuestras accio-
nes como ejemplares.»
Terminó diciendo: «Rogad para que la visión se
realice muy pronto.»
388
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Cuan esperada es la muerte por aquel que vive es-


piritualmente; pero para aquel que vive carnalmente
es temible su llegada. Los fervorosos la siguen para
obtener la vida; los tibios se ocultan al verla venir. Los
que aman a Dios se vuelven hacia él, los que aman el
mundo permanecen en el mundo. Uno camina hacia la
alegría, otro a la tribulación.
El segundo año de la persecución, el rey fue a Se-
leucida. Apresaron al bienaventurado Sadot (este nom-
bre significa amigo del rey); amaba en verdad al rey
del cielo con toda su alma y con todas sus fuerzas.
Era puro y santo, sin reproche, verídico; se parecía a
su colega Simeón, el valeroso mártir.
Con el obispo, apresaron en diversas ciudades, y
hasta en los villorrios y poblados, ciento veintiocho
sacerdotes, diáconos, ascetas, hombres y mujeres. To-
dos fueron encadenados durante cinco meses, en un
duro y amargo calabozo. Tres veces sufrieron interro-
gatorio; los paganos les sometieron a tortura y astu-
cias para hacerles adorar al sol. Se les repetía el men-
saje del rey: «Si me obedecéis, no moriréis.»
El bienaventurado Sadot respondió en nombre de
todos: «Decid al que os ha enviado: Sólo tenemos
una fuerza, una verdad, una voluntad, en una fe úni-
ca, anunciamos al único Dios y le servimos con toda
el alma. En cuanto al sol, que Él ha creado, no nos
prosternaremos jamás ante él; el fuego que puso a
nuestro servicio tampoco será venerado por nosotros.
No nos someteremos a tus órdenes, en perjuicio de tu
ley, y tus amenazas no conseguirán hacernos^unos per-
juros. Para ti la espada; aquí tienes nuestras nucas;
tú posees la muerte, nosotros la vida. No atrases nues-
tra ejecución un solo día, no esperes un día para verter
389
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

nuestra sangre. Tu paciencia sólo corrompería a los


que confiaran en ella.»
Todos fueron condenados a morir decapitados; y
les prepararon para morir. Los verdugos y los comi-
sarios del rey les condujeron encadenados fuera de la
ciudad. Juntos, cantaban alegres: «Sé nuestro juez,
¡ oh Dios!, y vénganos de este pueblo sin piedad; líbra-
nos de aquellos que vierten la sangre y de los impos-
tores.» Y así seguían cantando.
Cuando llegaron al lugar de la ejecución, dijeron:
«Alabado sea Dios, que nos ha preparado esta corona
que contemplamos; no nos ha diferido la herencia
esperada. Alabado sea Cristo, que no nos ha dejado
en este mundo, sino que nos ha llamado y nos ha re-
unido a él por medio del bautismo de la sangre.»
Y sus cantos no cesaron hasta que hubieron deca-
pitado al último mártir.
Loa bienaventurados murieron el 20 schebat (fe-
brero) del año lunar. Sadot fue conducido, encadena-
do, a Bet Lapat en el Bet Houzaye. Allí fue decapitado
y coronado en Cristo, su esperanza.

390
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 344, EN SELEUCIDA


LOS CIENTO VEINTE MÁRTIRES
El quinto año de la persecución, el rey lo pasó en
Seleucida. Y se aprovechó su presencia para apresar
en diversas ciudades y poblados a sacerdotes, diáco-
nos, ascetas, hombres y mujeres: eran ciento veinte
y permanecieron en la cárcel durante seis meses, du-
rante todo el invierno.
Hay entre ellos una mujer de alto rango, ¡que su
recuerdo sea bendito!, que se llamaba lazdundokht,
lo que significa «hija de Dios», de la provincia de
Hdajab. Mantuvo a los confesores con su fortuna du-
rante toda la cautividad; hizo frente a todos los gastos
y no permitió que nadie costeara nada.
Los interrogatorios eran frecuentes; se sometía a
los mártires a toda clase de astucias; se les torturaba
y los magos gozaban con ello. Se les decía, por orden
del rey: «Adorad al sol, que es dios; de lo contrario,
moriréis con muerte cruel.» Pero los santos perseve-
raban en su decisión y en la misma resolución: «Lejos de
nosotros, que somos los verdaderos servidores
del Dios verdadero, creador del cielo y de la tierra
y de todo cuanto en ellos se contiene, renegar de él,
abandonar sus caminos y adorar, en lugar de al Se-
ñor, al sol, su criatura. Comunicadnos nuestra conde-
nación y gozaremos con ello; comunicadnos nuestra
sentencia de muerte y rebosaremos alegría, pues así
seremos liberados de vuestros sarcasmos y de vuestra
mala voluntad, que nos rodean por todas partes.»
Cuando llegó el día en el que el rey ocupó su resi-
dencia veraniega, un amigo anunció a la piadosa mu-
jer, en secreto, que los bienaventurados confesores
391
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

serían ejecutados al día siguiente por la mañana. Ella


preparó un festín, y, en pie, les sirvió ella misma.
Hizo que cambiaran sus sayales de prisioneros por
vestidos blancos como los novios y les dijo: «Valor,
tened valor en el Señor, tened confianza en sus pro-
mesas que nos ha dejado en su Evangelio. Ha sufrido
en su cuerpo y nos ha abierto la puerta de la confe-
sión y del testimonio para que lleguemos a ser seme-
jantes a él sin temer la muerte, cuando los enemigos
de la justicia precipiten su retorno. Perseverad en el
fervor, pasad las noches en oración, cantad salmos,
celebrad ese momento sin tregua. De esta manera
mereceréis el reino maravilloso de los amigos de
Jesús.))
Pero ella no les dijo que iban a morir al día si-
guiente. Dijo simplemente: «He hecho una promesa
y debo cumplirla.» Después volvió a su casa y allí pasó
la noche. Al día siguiente, a la hora de la amanecida,
volvió a la cárcel y les dijo: «Orad ahora en la alegría
de vuestro corazón, con conciencia tranquila. Hoy re-
cibiréis la corona de vuestra victoria, hoy dominaréis
al mundo, hoy alcanzaréis el reino; hoy tendrá fin vuestro
combate, que será consagrado con vuestra
muerte y vuestra sangre. Sólo os pido una cosa: Ro-
gad por mí al Señor bien amado, por quien morís,
para que me juzgue digna un día de tener un sitio
cerca de donde estéis vosotros. Soy una pecadora, es-
toy persuadida de ello, pero si vosotros rogáis al
Maestro, Él perdonará mis pecados.
Los ancianos del grupo le respondieron: «Confia-
mos en la misericordia de Dios: Él nos colmará y
te recompensará a tu vez, pues nos has honrado y
fortificado todo el tiempo de nuestra tribulación a cau-
392
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

sa de su nombre; Él cumplirá, estamos seguros, todas


tus súplicas, a causa de tu fe.»
Llegada la mañana, llegó la orden de conducirlos
al martirio. Esta noble mujer permaneció a la puerta
del calabozo y besó las manos y los pies del primer
confesor que cruzó las rejas. Y lo mismo hizo con
todos los demás. Condujeron a los mártires fuera de
la ciudad; el gran mago había sido delegado para
presidir el interrogatorio y la ejecución.
Por orden del rey, dijo: «Adorad al sol y viviréis.»
Los santos dijeron: «Los condenados a muerte lle-
van vestidos de luto y cambian de color, ¿no veis,
hombres ciegos, que nos hemos vestido con hábitos de
fiesta y que nuestros rostros resplandecen como la
rosa de la mañana? Nos podéis hacer lo que queráis,
hombres impíos. Pero nosotros nos guardaremos bien
de abandonar a nuestro Dios y adorar a las criaturas.
Despreciamos vuestro reino y haremos frente a vues-
tras órdenes, para honrar con nuestra sangre el reino
invisible que vuestra maldad nos permite adquirir.
Para nosotros es sosiego, recuperación; para vosotros,
lloros y rechinar de dientes.»
La sentencia fue la misma para todos: «Todos pere-
cerán decapitados.» Fueron valerosamente al encuen-
tro de la muerte, con la esperanza de Cristo.
Durante la noche, la piadosa cristiana asalarió gen-
tes en el mercado, dos por cada cadáver, y preparó
los lienzos dé lino para su sepultura. Los recogieron;
las tumbas fueron rápidamente cavadas, y en ellas
fueron puestos los mártires de cinco en cinco, por
miedo a los magos.

393
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Los bienaventurados fueron coronados el 6 de ni-


sán del año lunar (6 de abril).

394
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 346, EN KARKA-DE-


LEDAN
BARBA'SCHMIN, OBISPO DE SELEUCIDA,
Y SUS DIECISEIS COMPAÑEROS
El sexto año de la persecución, el obispo de Seleu-
cida y Ctesifon, Barba'schmin45, fue denunciado al
rey. Le dijeron: «Hay aquí un hombre rebelde, se
opone a nuestra religión y aparta de ella a numerosos
fieles; los aleja del servicio del rey, desprecia al sol,
como al fuego y al agua.» El rey preguntó: «¿Quién
es?» Respondieron: «El hijo de la hermana de Simeón
Bar Sabbae: le ha sustituido al frente de los cris-
tianos.»
El rey fue presa de una violenta cólera y mandó
que le llevaran ante él. Apresaron, pues, al obispo Bar-
ba'schmin con dieciséis de sus sacerdotes, diáconos,
ascetas de diversos lugares como de distintas ciudades;
el obispo fue llevado ante el rey.
Este le dijo: «Tú morirás de muerte cruel. Porque has
desobedecido mis órdenes y has aceptado dirigir
ese pueblo, al que odio porque desprecia a mis dioses.
Por esta razón, Simeón, que fue mi amigo, encontró
la muerte.
Barba schmin •' Tus órdenes nos impiden que viva-
mos según la fe. Pero no abandonaremos ni una pul-
gada de nuestra doctrina y la observaremos por ente-
ro, porque es nuestro mayor bien.
El rey: Eres tan discutidor y tan insensato como tu
tío, que pereció y arrastró a muchos otros a la muer-
te. Tú también aspiras a la muerte.
395
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Barba schmin: No busco la condenación ni la


muerte, con la condición que me dejes seguir el ca-
mino de la verdad. Pero si buscas reducirme por la
fuerza para que acepte tu error, deseo la muerte, que
es para mí vida, y tu condenación, que es para mí
alegría. Me guardaré mucho de abandonar la verda-
dera fe en el Dios único, que mi maestro Simeón me
ha enseñado.
Estas palabras encolerizaron al rey y juró por el
sol, su dios: «Extirparé esta doctrina de la tierra y
en ninguna parte quedará rastro de vuestra religión.»
Barba'schmin se echó a reír y respondió: «¿Por
qué no has pedido ayuda a los dos dioses auxiliares,
el fuego y el agua, para que te ayuden a cumplir tu
juramento, pues sin duda alguna serían tus compa-
ñeros de exterminio?»
La cólera del rey llegó a su colmo ante estas pala-
bras: «Hablas así porque estás condenado a morir,
con el fin de que yo te mate. Pero quiero conservarte
para que sirvas de escarmiento horrible: tu muerte
hará temblar a todos tus correligionarios.»
Por orden del rey, los confesores fueron encadena-
dos, encarcelados y sometidos a sagaces interrógatorios. Esto
duró el mes de schebat (febrero) hasta el
nueve del segundo canon. Los magos les martirizaron,
les molieron a golpes y les sometieron a las torturas
del potro. Se les hizo sufrir hambre, sed, hasta que
la piel se caía a jirones, seca, de sus huesos y su
rostro devino negro como la ceniza.
Al fin del año, el rey se encontraba en Karka-de-
Ledan, en Bet Houzaye. Pidió que le llevaran ante sí
al obispo Barba'schmin y a sus dieciséis compañeros
396
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

de cautividad. Cuando hubieron llegado, advirtieron


al rey de su presencia. Este les hizo llevar ante él y
les dijo: «Pueblo insensato y alucinado que camina
libremente hacia la muerte. Desde luego se trata de
vosotros, puesto que no mostráis arepentimiento al-
guno. ¿Dónde están aquellos que os precedieron en
lo que llamáis reino y vida? Seréis semejantes a ellos,
moriréis sin retornar a la vida, como ellos querían.
¡Escuchadme! No despreciéis mis órdenes y salva-
réis la vida. Os colmaré de presentes, especialmente a
ti, Barba'schmin; serás exaltado si me oyes, si ado-
ras conmigo al sol, que es dios.»
Le hizo llevar una copa de oro, en la que había
mil medio dracmas de oro. Después el rey le dijo:
«Tómala, ante los que están aquí, como testimonio de
mi consideración; voy a darte grandeza y poder.»
El obispo: ¿Por qué me halagas como a un niño y
me tientas con lo que sólo son flores deshojadas y
polvo, para hacerme abandonar al Dios imperecedero,
que lo ha creado todo con una sola palabra de su
boca? Aunque me ofrecieras todo el bien que contiene
tu reino, no abandonaré por ti al que lo posee todo en
verdad.
El rey: No rechaces mis presentes ni mis honores si
quieres vivir, tú y los tuyos. Pero si me resistes,
me vengaré en ti y sobre todo tu pueblo recalcitrante.
El obispo: ¿Quieres tú que Dios me diga el día
en que pueblo y naciones temblarán ante su tribunal:
Insensato, por qué me cambiaste por oro del rey
Sapor y has seguido a la nada?
Has de saber, oh rey, que tengo confianza en mi fe

397
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

y que me refugio en mi verdad. Pero tú, tentador y


malvado, consumas deseos sanguinarios: basta ya de
palabras; actos, hechos necesitamos.
El rey: Hasta este momento te consideraba hombre
prudente en la manera de comportarte. Ahora tengo
la convicción de que eres un insensato, nacido en ese
pueblo insensato. Voy a trataros con dureza. Procederé
con crueldad; mis castigos os enseñarán cómo gobier-
no al mundo.
El obispo: Con nosotros está la sabiduría, vamos
libremente a la muerte por el Dios verdadero. Nuestro
valor pisotea tu orgullo, sabemos ser humildes y sa-
bemos enorgullecemos e irritarnos. Decimos al mundo
que pasa, y a ti que no serás eterno. Tú intentarás
vanamente hacernos cambiar por presentes miserables,
que pasan como tus dioses, nuestra preciosa vida y
nuestro mejor tesoro.
El rey fue víctima de una cólera violentísima y dijo:
«Ordenaré a mis ejércitos que extirpen de la tierra
todo recuerdo que lleve vuestro nombre.»
Barba'schmin: Nuestra fuerza en el Señor es mayor
que la de tus soldados. Si piensas acabar con nosotros
por medio de la muerte, has de saber que tus matan-
zas y tus espadas nos multiplican y nos fortifican de
generación en generación. Te destruirás contra la re-
sistencia de nuestro pueblo. Destruye nuestra vida,
despuebla a tu país, nosotros seremos acogidos en el país de
nuestros deseos. En vano lavarás tus manos
manchadas de sangre. Tus víctimas, nuestros amigos,
viven ya en la alegría del paraíso, jóvenes y mucha-
chas gustan ya del gozo del reino. Pero a ti, en lugar
de su alegría y de su paz, te están reservadas las lá-
398
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

grimas y el rechinar de dientes para toda la eternidad.


El enemigo impío de la justicia fue presa de una
gran cólera. Su maldad llegó a su colmo. Ordenó de-
capitar a todos los confesores.
El bienaventurado Barba'schmin y los dieciséis con-
fesores con él murieron el noveno día del segundo
canon (9 de enero).
El rey promulgó un edicto: «Que los que me son
fieles y se someten a mi gobierno se esfuercen por
extirpar el nombre cristiano del país de mi jurisdic-
ción. Que adoren, al sol, al fuego y al agua, que beban
la sangre de los animales. Que los que se nieguen sean
llevados ante los magos, que los someterán a tortura
y los harán perecer.»
El terror fue tal, que durante veinte años no hubo
otro obispo en Seleucida y Ctesifon.

399
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 347, EN HAZZA, CERCA


DE ARBELA
TECLA Y SUS CUATRO COMPAÑERAS
En aquel tiempo, un hombre malvado que se lla-
maba Paula, y que de nombre era sacerdote en el po-
blado de Kaschaz, fue acusado ante Narsé Tamscha-
pour. «Este hombre, decían, posee numerosas riquezas
y tierras.» Narse hizo cercar su casa, Paula fue enca-
denado, su casa saqueada y confiscada la fortuna que
se encontró en ella. Por él también apresaron a las
religiosas del poblado: se llamaban: Tecla, Maris,
Marta, María y Enin. Las condujeron encadenadas al
poblado de Hazza (cerca de Arbela).
Paula fue llevado ante el inicuo Tamschapour, que
le dijo: «Si obedeces al rey, si adoras al sol y bebes
sangre, te devolveré todo lo que te he confiscado.»
Este hijo de la gehenna sintió nostalgia por su rique-
za, y para recuperarla hizo cuanto se le ordenó.
Como Tamschapour ya no tenía motivo para con-
denarle a muerte, imaginó otra cosa distinta. Voy a
pedirle, se dijo, que mate a las religiosas: quizá se avergüence de
hacerlo, y entonces le confiscaré de nue-
vo sus riquezas. Por tanto, ordenó que llevaran a su
presencia a las religiosas y les dijo de forma violenta:
«Obedeced al rey, adorad al sol y casaos; de esta for-
ma escaparéis a los suplicios y a la muerte por la es-
pada. Si os negáis a ello, sabed que nadie podrá libe-
raros de mis manos.»
Las santas respondieron: «Hombre orgulloso y ha-
blador, te imaginas que nos conmueves con tus hala-
gos o tus amenazas. Lleva a cabo lo que se te ha
400
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

ordenado sin más tardar. Lejos de nosotras renegar


de Dios y del Creador y obedecer a ninguno de tus
deseos.»
Hizo que las flagelaran. Cada una de ellas recibió
cien latigazos. Pero las santas decían: «No vamos a
cambiar a nuestro Dios por el sol; no cometeremos la
locura que vosotros realizáis, abandonando al Crea-
dor para adorar a su criatura.»
Las monjas fueron condenadas a muerte. Y le dije-
ron a Paula: «Si matas a estas religiosas, recobrarás
todos tus bienes.» Y en aquel momento se apoderó
de él aquel que habitaba en Judas.
Para recobrar sus riquezas, el avaro se dejó seducir
por las promesas demoníacas. Se endureció su cora-
zón, cogió una espada y se atrevió a herir a las már-
tires, que decían mientras tanto: «Desgraciado pastor,
tú dispersas a tus ovejas y degüellas a los corderos de
tu rebaño. ¿El dinero se convirtió en lobo asesino?
¿Este es el sacrificio de reconciliación que hemos re-
cibido de tus manos? ¿Es ésta la sangre de vida que
tus manos nos han ofrecido? Sin embargo, tu espada
nos trae vida y redención. Vamos al encuentro de Je-
sús, nuestra riqueza y nuestra ganancia; pero los
bienes que tú deseas no los poseerás y no los heredarás.
Seremos tus acusadores ante el tribunal de Dios y no
pasará mucho tiempo sin que te alcance el juicio de
Dios. ¡ Maldito sea el hombre que nos hiere! »
Entonces este hijo de perdición se acercó, levantó su
brazo con la espada e hirió de muerte a las cinco re-
ligiosas.
Las santas sufrieron valerosamente el martirio. Es-

401
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

tas vírgenes alcanzaron la presencia del Señor y, ante


Él, fueron como perfume de agradable aroma. Reci-
bieron una doble recompensa por su vida y por su
muerte. Fueron coronadas el 6 de junio del año
lunar.
El insensato asesino no había leído ni oído lo que
se dice del rico que recogió una gran cosecha: ¡in-
sensato, esta misma noche te será pedida el alma! Y
eso fue lo que sucedió. Creía salvar su riqueza per-
diendo su alma. Murió aquella misma noche. El juez
temía que le denunciara al rey: envió a unos esbirros
a la cárcel para que le estrangularan. Ocultaron su
muerte.

402
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 362, EN BET-ZABDE


LOS PRISIONEROS DE GUERRA
DE BET-ZABDE
En el año quincuagésimo tercero de su reinado, el
rey Sápor declaró la guerra a los romanos, sitió la
fortaleza de Bet-Zabde 41i, la conquistó, arrasó sus mu-
ros, pasó por la espada a numerosos soldados e hizo
prisioneros a unas nueve mil personas, hombres y mu-
jeres. Entre éstas estaban el obispo Heliodoro, los
ancianos sacerdotes Dausa y Marjahb, otros sacerdotes,
diáconos, ascetas, hombres y mujeres. Los prisioneros,
junto con el rey y el ejército, que allí se dirigían,
fueron llevados a la ciudad de Bet Houzaye.
En un lugar llamado Daskarta, Heliodoro enfermó.
Consagró obispo a Dausa y le puso al frente de los
cristianos. También le confió el altar que había lleva-
do consigo, para que cuidara de él. Murió Heliodoro
y fue enterrado con todos los honores.
Al abandonar este lugar, los cristianos se agrupa-
ron para cantar salmos todos juntos, coralmente. Dia-
riamente celebraban su culto, lo cual enfureció a los
magos, que se consideraban insultados por ello. Los
magos los denunciaron a Adarfar, su jefe o gran
mago, que ya había vertido mucha sangre cristiana en
Oriente.
Este hombre maldito fue al encuentro del rey y le
dijo: «Buen rey, entre los prisioneros se halla el jefe
de los cristianos; se llama Dausa; reúne a su alrede-
dor a muchos correligionarios, hombres y mujeres;
se enardecen juntos entre sí, y, unidos, blasfeman
contra tu majestad. He intentado reprenderlos una o
403
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

dos veces; pero han blasfemado contra los dioses de


los persas con todo descaro.»
El rey estaba por aquel entonces en Dursak, en la
región de Darayé. Ordenó a este gran mago y a un
notable que se llamaba Hazaraft: «Id, tratad de des-
unir insidiosamente al jefe de los cristianos de sus
correligionarios y decidles: «El rey os quiere y esti-
ma; no desea haceros mal alguno; os promete tomar
posesión de esta montaña, el país es opulento, las ciu-
dades hermosas, el terreno fértil y con abundante rie-
go; no tendréis más preocupaciones hasta el fin de
los días.» Esperad a que esas gentes se reúnan para in-
juriar a nuestra majestad y para blasfemar contra nues-
tros dioses; hacedles subir a la cima de esta montaña
para interrogarles. Todos aquellos que cumplan mi
voluntad y adoren al sol y a la luna, abjurando del
Dios que adora el Emperador romano, podrán establecerse a su
gusto en esta ciudad. Los recalcitrantes se-
rán decapitados.»
Entonces, después de recibidas las órdenes del rey,
los dos notables se fueron con cien caballeros y dos-
cientos soldados de a pie. Hicieron comparecer ante
ellos al obispo Dausa, al coobispo Marjahb, a los
sacerdotes, a los diáconos, a los ascetas y los fieles,
y trataron de atraparlos con argucias. Los cristianos
eran unos trescientos; les hicieron subir la montaña de
Masabadan, hasta el poblado de Gefta, y los pusieron
en fila, en las afueras del poblado. Entonces, el san-
guinario Adarfar empleó su más sutil argucia: «Ha-
béis de saber que el rey, al principio, ha querido ajus-
ticiaros a todos, porque diariamente le insultáis y
blasfemáis contra los dioses de los persas. Pero po-
déis salvar vuestra vida si sois dóciles ante nuestras
404
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

órdenes. Cumplid con la voluntad real: prosternaos


ante el sol y ante la luna, abandonad la religión del
Emperador romano y abrazad la de Sapor, el rey de
reyes. Sois sus subditos y él es vuestro señor. Si obe-
decéis, tengo órdenes de dejaros habitar en estas ciu-
dades ricas y opulentas y en esta región en donde cre-
cen, como veis, viñedos y palmares. El rey satisfará
todos los deseos que le expongáis. Pero si resistís,
que hoy mismo seréis decapitados, y que nadie de entre
vosotros escapará a la muerte, según la decisión del
rey.»
El valeroso Dausa respondió: «¡ Oh pueblo que se
baña en la sangre de sus propios hijos con cínica com-
placencia! Matas a los naturales de tus tierras como
a los extranjeros, a los indígenas como a los emigran-
tes. ¿Qué provecho sacáis de ello y quién puede de-
fenderos? Vuestro odio caerá sobre vosotros y llegará el
momento de vuestro juicio. Estáis manchados
por la sangre de los confesores del Oriente y del Occi-
dente. Nuestra sangre vendrá a sellar el testimonio
de los otros mártires que habéis decapitado. Vuestra
astucia y vuestras órdenes nos llenan de alegría. No
perderemos nuestra patria y no moriremos como pri-
sioneros. ¿Queréis matarnos? ¿Queréis nuestra vida?
No dudéis más.
Nosotros sólo tenemos un solo Dios, que es el Dios
de todos los hombres. Ha permitido que caigamos en
vuestras manos a causa de nuestros pecados. Por eso
vamos a morir. Pondremos mucho cuidado en adorar
al sol y a la luna que Dios ha creado, y obedecer las
órdenes de vuestro rey, ebrio de sangre humana. Per-
maneceremos firmes en nuestra fe, continuaremos ado-
rando al verdadero Dios, al que adora el Emperador;
405
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

en Él pondremos nuestra confianza. Cantaremos mien-


tras nos acerquemos al lugar de nuestra muerte.
Pero, ¡malditos seáis, vosotros, impíos, que co-
rrompéis el Oriente con vuestra doctrina religiosa! No
tardará Dios en destruirla y en extirpar vuestra im-
postura de todo el Oriente. Habéis de saber que per-
manezco fiel a la religión cristiana. Haz lo que te ha
sido ordenado.»
El mago ordenó que cincuenta hombres y mujeres
fueran ejecutados. Veinticinco se acobardaron y ado-
raron al sol. Estos se establecieron en aquel lugar y
allí siguen viviendo.
Un diácono, que se llamaba Abdischo, sobrevivió
después de ser decapitado, ya que la espada no le hi-
rió de muerte. Después que el sol se hubo puesto, se
levantó, volvió a la ciudad, y en ella encontró a un
hombre pobre que le llevó a su casa, lavó sus heridas y las curó.
Al día siguiente, cuando comenzaba a ama-
necer, el diácono condujo al anciano y a sus dos hijos
al lugar de la matanza, les enseñó el cuerpo de Bausa
y de Marjahb y los de los otros sacerdotes ancianos.
Se llevaron los cuerpos; ascendieron un poco más por
la ladera de la montaña, y allí encontraron una caver-
na, en donde los ocultaron, y cuya entrada cerraron con
grandes piedras. Después se reunieron con Abdischo;
le encontraron en el lugar de la ejecución, de rodillas,
orando y llorando.
Pastores paganos, que por allí guardaban sus reba-
ños, vieron en aquel lugar, durante tres noches conse-
cutivas, ejércitos de ángeles que subían y descendían
al lugar de la ejecución, cantando las alabanzas de
Dios. Los pastores se atemorizaron y anunciaron el
406
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

prodigio por toda la región; y como consecuencia de


esta visión quisieron ser instruidos en la religión cris-
tiana.
Abdischo no murió de sus heridas; comenzó a evan-
gelizar las almas y a mostrarles el camino de la vida.
Había decidido quedarse en aquella región, a causa de
los demás mártires. Durante treinta días les enseñó la
piedad y las buenas obras. Pero un hombre malvado,
que era el jefe del pueblo, viendo que las gentes aban-
donaban el error para emprender el camino de la
verdad, se llenó de envidia, bajo la influencia de Satán.
Sobornó a un pastor por cincuenta denarios de pla-
ta y llevó al diácono al lugar de la ejecución, en donde
el pastor cómplice le mató con una espada. Una vez
más el pobre salió de su casa con sus dos hijos; cogie-
ron el cuerpo del héroe, le ocultaron y cubrieron con
un montón de piedras, que hoy día se sigue llamando
«la tumba de Abdischo». La cólera del cielo cayó sobre
el asesino y sobre su casa, Sus cuatro hijos cayeron en las manos
del diablo, que los mató en poco tiempo.
En cuanto a él, enfermó de hidropesía; durante trein-
ta días vivió sobre un estercolero, en medio de los
peores dolores, y cuando murió, fue presa de los pe-
rros. Su fortuna no tardó en disiparse, los criados le
abandonaron dejándole solo, su mujer mendigó el pan
y murió loca. El arroyo que corre al pie de este po-
blado había sido hecho por mano del hombre. Dios
permitió que unos topos le obstruyeran. En vano in-
tentaron los habitantes desatrancarlo; siempre lo obs-
truían de nuevo los topos. El poblado padeció seque-
dad; la vegetación se marchitó. Durante veinte años el
lugar permaneció desierto, y esto fue para toda la
región un signo de castigo.
407
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Uno de los hijos de este hombre que dio sepultura


a los restos de Abdischo, junto a los otros mártires,
fue a orar ante la boca de la caverna y prometió ir
todos los años y celebrar el día del aniversario. Des-
pués de esta promesa, consiguió hacer que el agua
fluyera libremente de nuevo por el arroyo, construyó
casas y fijó allí su domicilio. Dios le bendijo, y lo
recibió todo en propiedad. Comenzó el culto a los
mártires y los restos de ellos hacen milagros.
Un superior del convento rivalizó en celo con él.
Construyó en ese lugar un «martyrium», y en él puso
las osamentas de los confesores que estaban en la
caverna. Y allí, hasta el día de hoy, se celebra el oficio
religioso.

408
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑOS 378 Y 379, EN MEDIA


ACEPSIMAS, JOSÉ Y AITALA
El trigésimo tercer año de la persecución apareció
un edicto cruel; los grandes magos, después de ese
edicto, tenían poder sobre todos los cristianos para
hacerlos torturar, matarlos, decapitarlos o lapidarlos.
Los pastores, llenos de valor, no se ocultaban durante
esta persecución, y fueron denunciados por esbirros
del Maligno, que dijeron a los jueces: «Los cristia-
nos trastornan nuestra religión; según su doctrina y
enseñanza, hay un solo Dios, al que debemos servir,
aprenden a no adorar al sol, no honrar al fuego, a
manchar el agua con purificaciones terribles, a renun-
ciar al matrimonio, a no procrear hijos ni hijas, a no
combatir por el rey, a no matar, a sacrificar sin re-
mordimientos animales y a comerlos, a enterrar a los
muertos, a pretender que es Dios y no el demonio
quien ha creado las serpientes, los escorpiones y todos
los reptiles de la tierra.»
Ante esta noticia, los jueces se irritaron y la cólern
ardió en ellos como brasa.
Después de esto, apresaron a Acepsimas, que era
el obispo de la región de Henaita 4T. El nombre de su
residencia era Paká. Era un anciano venerable, octo-
genario, todavía fuerte, de hermosa prestancia, um-
versalmente apreciado, de gran bondad para con los
pobres y los extranjeros. Con su palabra, mostraba a
los paganos el camino de la verdad. Ayunaba, oraba,
vertía diariamente abundantes lágrimas, hasta el punto
de humedecer la tierra sobre la que se arrodillaba.
Unos días antes de su arresto, un hermano, que se
llamaba Papa Badoka, que le ayudaba a desvestirse,
409
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

le besó la cabeza diciéndole: «Bienaventurada cabeza,


que va a dar testimonio a Cristo con la muerte.» El
santo era calvo; besó a este hombre diciéndole a su
vez: «¡Ojalá digas la verdad, hijo mío!; que Dios
te oiga muy pronto y me conceda la suerte de la que
que hablas.»
Otro obispo había allí, que dijo a este hermano
riéndose: «Y a mí, puesto que estás tan enterado,
¿qué es lo que me va a suceder?» El otro le respon-
dió «Pide a alguien que vigile tu casa, para que no
se derrumbe.» El santo levantó los brazos y dijo: «Esta
casa no es mi casa, esta propiedad no es mi propiedad.
Cristo es toda mi riqueza, es mi ganancia, todo lo de-
más no existe.»
Cuando hubo llegado a Arbela, Acepsimas fue lle-
vado ante el gran mago, Adorkorschir.
Este le preguntó «¿Eres cristiano?»
El obispo le respondió: «Soy cristiano y adoro al
verdadero Dios.»
El gran mago: ¿Es cierto lo que he oído decir sobre ti en
toda la región? ¿Es cierto que hablas contra
el rey de reyes?
El obispo: Todo cuanto te han. contado es verdad.
Es verdad que predico efectivamente al único Dios a
los hombres, para que hagan penitencia, que abando-
nen los caminos de perdición y se conviertan, como
se dice en nuestras Escrituras.
El gran mago: También me han dicho que eres un
sabio y veo que eres de edad avanzada. ¿Por qué re-
corres un mal camino no adorando el sol y no vene-
rando el fuego, como hace todo Oriente?
410
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

El obispo: El Oriente actúa de forma insensata,


abandonando al Creador y prosternándose ante su
criatura. Vosotros habéis hecho que se extravíe, con
vuestra falsa doctrina que adora como a dios lo que
es obra de un solo Creador, el Dios del universo.
El gran mago: ¿Llamas funesta a la doctrina ver-
dadera que profesa el rey de la tierra, hombre digno
de muerte cruel?
El obispo: ¿Dónde está la verdad de vuestra reli-
gión? Se extravía considerando a las criaturas dignas
de adoración.
El gran mago: Sométete a la voluntad del rey, ado-
ra al sol, y escaparás de los tormentos que te esperan.
Tengo piedad de tu edad, quiero evitarte que vayas al
infierno bañado en tu propia sangre.
El obispo: ¡Cállate, bandido, y no sigas hablándome
de tal manera! Desde mi juventud he sido educado
en la verdadera fe. Y ahora, por mi edad, debo salvar
mi reputación, merecer la corona y despreciar tu mal-
dito discurso.
El miserable hizo flagelar al bienaventurado. Bajo
los golpes, la sangre saltaba y salpicaba, mientras sus
pies estaban atados.
El impío le decía: «¿Dónde está tu Dios? ¿Por qué
no viene a librarte de mis manos?»
El santo le respondía: «Mi Dios existe; puede libe-
rarme de tus manos impuras. No te hagas el listo. Tú
eres semejante a una flor que se deseca y pasa. Llevas
una vida mortecina, porque no vives en Dios, tu Crea-
dor. Morirás de muerte temporal y también de muerte
eterna, en el infierno. Por el juicio de Dios tú sufri-
411
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

rás en tu cuerpo y en tu alma ese fuego al que ve-


neras.»
El gran mago le hizo encadenar con pesadas cade-
nas y le hizo encerrar en un negro calabozo...
Hacia la misma época, el sacerdote José de Bet
Katoba fue apresado a su vez. Era un venerable an-
ciano de setenta años; lleno de celo por su fe, un
modelo de sacerdotes durante toda su vida. Por aquel
mismo tiempo apresaron también al diácono Általa,
de la región de Bet Nuhadre, que tenía sesenta años:
su palabra era cortante, brillante su réplica, el alma
apasionada, el rostro agradable; ardía en amor a Dios
y amaba a Cristo con toda su alma.
Fueron encadenados y conducidos a Arbela, en don-
de fueron llevados a la presencia del mismo gran mago,
Adorkorschir. Este les dijo: «Sois dignos de la muer-
te, ¿por qué abusáis de la fe de la gente con vuestra
magia?»
El bienaventurado José le respondió: «No somos
brujos, sino que nosotros enseñamos a los hombres
la verdad, con el fin de que abandonen a las imágenes
sin vida para reconocer a Dios vivo.»
El gran mago: ¿Cuál es, pues, la verdadera religión,
imbécil, la del rey de la tierra, de los grandes y de los
ricos, o la vuestra, la de los pobres y la de los hu-
mildes?
José: Dios desprecia el orgullo, la grandeza y la ri-
queza de este mundo. Somos pobres y viles para me-
recer la gloria de la otra tierra, que poseeremos des-
pués de ésta.
El gran mago: \ Sois unos vagos que no tienen ganas
412
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

de trabajar, vais de casa en casa, desazonados, des-


ocupados; por eso podéis envaneceros de vuestra po-
breza !
José: Dices que somos ociosos; oye: si quisiéra-
mos poseer el fruto de nuestro trabajo, seríamos más
ricos que tú, que sólo vives de la rapiña y del robo.
Nosotros damos lo que poseemos a los pobres y vos-
otros les robáis.
El gran mago: Todo el mundo aspira a la riqueza.
Ya puedes empeñarte en decirnos que vosotros la des-
preciáis.
José: Sabemos que la riqueza es efímera, que pasa,
que no dura; por esta razón no> le entregamos nuestro
corazón. De nada te sirve conservarla, buscarla, pues-
to que no podrás conservarla para siempre. La riqueza
traiciona a los ricos y la gloria traiciona a los ambi-
ciosos; en el infierno sólo encuentran desprecio y
polvo.
El gran mago: Basta ya de tantas palabras ociosas
como estás diciendo: Sólo te pido una sola cosa:
Adora al sol, que es dios; ¿quieres escapar a los tor-
mentos que te esperan, sí o no?
José: No te hagas ilusiones, hombre impío; no te
imagines que voy a adorar al sol, siendo así que he
enseñado a mucha gente que no es Dios, sino tan
sólo una criatura.
El gran mago hizo que diez hombres le descoyun-
taran, tan grande era su cólera. El mártir fue golpeado
con ramas de granado llenas de púas; José estaba muy cerca del
desfallecimiento. Elevó los ojos al cielo
en plegaria muda, pidiendo ayuda y fuerza al Señor.

413
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Todo su cuerpo estaba cubierto de sangre. Después


dijo en voz alta: «Te doy gracias, Cristo, Hijo de Dios,
por haberme juzgado digno de este segundo bautismo
que me purifica de todos mis pecados.»
- Cuando oyeron estas palabras, los verdugos aumen-
taron su cólera y le flagelaron todavía con más fuerza,
hasta el punto que el cuerpo del mártir era una sola
llaga. El juez le hizo tirar en el calabozo de Akebs-
chema, cargado de cadenas.
Entonces compareció el valeroso Aitala.
El gran mago le dijo: «Adora al sol, bebe sangre,
toma mujer, obedece las órdenes del rey y te librarás
de las torturas y de la muerte que te esperan.»
Aitala respondió: «Más vale morir para vivir, que
vivir para morir eternamente. Bebe sangre: eres un
perro voraz. Adora al sol: eres ciego y no ves la luz
que ilumina al mundo y que fue anunciada hasta los
confines de la tierra.»
El juez inicuo se tragó su resentimiento y dijo:
«Huyes de la vida y buscas la muerte. Hay quien te
va a creer capaz de odiar la vida y desear la muerte,
a menos que hayas perdido la razón, como todos los
demás.»
El santo: Quizá te refieres a ti, a tus correligiona-
rios. No conocéis la verdad. Nuestro maestro ha man-
dado que amemos la vida que vosotros llamáis muerte,
y que odiemos la muerte que llamáis vida.
Estas palabras irritaron hasta la violencia al impío;
ordenó que ataran las manos del bienaventurado por
debajo de sus rodillas, a las pantorrillas, junto a las
corvas, y le pasaran una viga entre el brazo y el fé-

414
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

mur; por los dos lados se apoyaron seis hombres; este suplicio
era horrible y despiadado. Después de
esto, comenzaron a flagelarle durante un largo mo-
mento. El mártir ultrajaba al mago, llamándole im-
puro, infecto, perro embriagado de sangre, cuervo
hambriento de carroña.
El juez la tomó entonces con los verdugos: «¿Por
qué no le hacéis callar a golpes?» Los huesos del con-
fesor se separaron, sus articulaciones se dislocaron,
hasta el punto que acabaron por conducirle de nuevo
a la prisión, junto con los otros mártires.
Cinco días después leal condujeron del calabozo
al jardín, que se encontraba cerca del templo al fuego.
El gran mago presidía el tribunal que iba a inte-
rrogarles y comenzó así: «Malditos brujos, ¿perseve-
ráis en vuestra obstinación y vuestra desobediencia
para con las órdenes del rey?»
Los tres respondieron al mismo tiempo: «Persevera-
mos en una sola voluntad, en una sola decisión, en
una única fe. A todas tus preguntas daremos siempre
una misma respuesta. Servimos al único Dios, no nos
sometemos a las órdenes de un rey inicuo. ¡Haz lo
que quieras, impío! »
Trajeron cuerdas muy delgadas, extendieron a los
mártires en el suelo, colocaron bajo cada uno de ellos,
a la altura de las piernas, de los muslos y de los rí-
ñones, leños de madera; fuertes hombres, estirando de
las cuerdas, les apretaron contra los maderos hasta que
se escuchó que los huesos crujían y también las cuer-
das; los mártires estaban rotos y triturados.
Una vez más les interrogaron: «Haced la voluntad

415
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

del rey y viviréis.»


—Hemos puesto nuestra esperanza en el verdadero
Dios, y no obedeceremos al rey.
Todos los tormentos sólo sirvieron para afirmarles

416
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

y aumentar su victoria. Les llevaron de nuevo a la


cárcel, extenuados, como cuerpo sin vida. Todos los
días los magos les sometían a nuevas torturas, a ham-
bres, a sed, a suplicios de todo tipo. Nadie pudo lle-
varles ropas calientes o mantas, como tampoco pan u
otros alimentos. Los magos habían ordenado que cual-
quiera que les visitara recibiría cien latigazos y se le
taladrarían las orejas y las narices.
Pero otros presos que allí había con ellos pudieron
ir a la ciudad y traer pan para ellos; los carceleros
tenían piedad de los confesores, considerando su edad
avanzada.
Después de tres meses de cárcel, el rey llegó a la
provincia de Madai. El gran mago les hizo llevar; no
tenían rostro ni apariencia humana; el hombre de
corazón más duro comenzaba a llorar al ver su horri-
ble estado. El rey les hizo llevar a presencia de la
corte y les confió al gran mago Adarschapur, que im-
peraba en todo el Oriente. Al llegar a su presencia,
los confesores no se prosternaron. Muchos de los nota-
bles del reino y de los magos estaban allí reunidos.
Entonces comenzó el interrogatorio.
Adarschapur: ¿Sois cristianos?
Los mártires: Somos cristianos y servimos al único
Dios, el Señor de todo el universo.
Adarschapur: Sois viejos y veo que habéis sorpor-
tado atroces torturas; lo dice vuestro rostro. Os acon-
sejo que os apiadéis de vosotros mismos, para no mo-
rir de una muerte cruel. Adorad al sol, obedeced al
rey, de lo contrario seréis condenados a una muerte
cierta.

417
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

El bienaventurado Acepsimas: Conozco tu habilidad


para la función que te ha sido confiada. No quieras ahora
cambiar de actitud para con nosotros. No te ha-
gas la menor ilusión, jamás obedeceremos al rey.
Llega al fin de todas tus órdenes, ya sea para la muer-
ta o para la tortura. No dudes ni vaciles.
Adarschapur: La muerte es una liberación, y sé que
la deseáis. Sólo os la concederé cuando vuestros ojos
hayan podido considerar cuan amarga es vuestra vida.
Sólo entonces haré que muráis, para horrorizar a los
brujos cristianos.
Acepsimas: No tememos ni las torturas, ni tus ame-
nazas, ni tu espada. Aquel que nos confortó hasta este
día, a través de tantos tormentos, nos sostendrá contra
ti. Podrás poner a prueba nuestra vejez con los tor-
mentos que te plazca, nuestra paciencia es incansable.
La verdad se manifestará claramente a través de nues-
tra tribulación, y tu error también se manifestará en
nuestros sufrimientos.
El impío juez hizo que trajeran del mercado siete
pares de nuevos látigos, hechos con cuerdas de cuero.
Después dijo: «Por el sol nuestro dios, por la fortuna
de Sapor, el rey de los reyes, os juro que si no cumplís
mi voluntad, destruiré vuestros cuerpos, bañaré vues-
tras cabezas encanecidas en vuestra sangre, entregaré
sin remisión vuestras carnes a estos látigos, aunque
muráis.»
Acepsimas: Como tú juras por la nada y por una
fortuna que no existe, mucho me temo que sea vano
tu juramento. Nosotros poseemos la verdad de nues-
tra fe, tanto en la vida como en la muerte. Para ti
nuestros cuerpos, pero nuestras almas son de Dios. Haz
418
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

pronto lo que tengas que hacer, lo esperamos.


Furioso, el gran mago dio nuevas órdenes: Acepsi-
mas fue descoyuntado por quince hombres, mientras que otros
dos más le golpeaban, ya sobre los ríñones,
ya sobre el pecho; la sangre salpicó, la carne fue des-
garrada entre horribles dolores.
Una vez más el mártir fue interrogado: «Si obede-
ces al rey, vivirás y serás salvo.» Pero el mártir siem-
pre respondía, mientras pudo hablar: «Rechazo las
órdenes del rey para perseverar en la voluntad de
mi Dios.»
Perdió el conocimiento. Una vez más le prometie-
ron: «Si obedeces al rey, vivirás y te salvarás.»
El bienaventurado, con la cabeza, indicó el cielo y
dijo: ¡No!
Mientras perseveraba de esta manera, el alma aban-
donó el cuerpo del héroe. Los verdugos continuaron
golpeándole y descoyuntándole. Hacía ya tiempo que
estaba muerto, pero seguían matándolo con sus golpes
y acabaron por arrancarle los omóplatos y los brazos.
Cuando advirtieron que había expirado, dejaron de
golpearle y el cuerpo se doblegó sobre sí mismo; la
cabeza golpeó contra el suelo y la nuca se fracturó.
Los verdugos se llevaron aquel cuerpo, le echaron afue-
ra y le hicieron custodiar por vigilantes. Tres días
después fue robado clandestinamente, gracias a la
hija del rey de Armenia, que servía como rehén en
una fortaleza de Madai.
El glorioso Acepsimas fue coronado el 10 del pri-
mer tischri, según el cómputo lunar (octubre).
Tras él le llegó el turno a José. El gran mago o
419
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

príncipe de los magos le dijo: «¿Has visto en.medio


de qué sufrimientos ha muerto tu insensato compañe-
ro, por haberse negado a obedecer las órdenes del rey?
Sé tú un poco más razonable y obedece: adora al sol; cumple la
voluntad del rey y vivirás, y escaparás de
la muerte horrible que está preparada.»
José: No me prosternaré ante el sol, porque no es
dios; no me someteré a las órdenes del rey, pues son
arbitrarias; no cambiaré nuestro Dios, el Creador, por
los dioses hechos con las manos de los hombres. Haz
lo que te plazca.
Furioso, el mago ordenó que treinta hombres le
descoyuntaran; y José fue también golpeado brutal-
mente con vergas, hasta que todo su cuerpo sólo fue
una llaga. Le hicieron las mismas proposiciones: «Si
obedeces al rey, te salvarás.»
El santo respondió: «Dios es único, no hay otro
dios fuera de él. Nuestra fe y la verdad son una misma
cosa; perseveraremos los tres en una misma voluntad.»
Después que le hubieron sometido a atroces tortu-
ras, su alma se calló. Le creyeron muerto, y le deja-
ron. El santo se desplomó. Le arrastraron y le echaron
fuera. No tardaron en advertir que todavía vivía. El
juez hizo que no dejaran de vigilarle.
E hicieron comparecer a Aitala. El juez impío le
dijo: «Si no estás tan obcecado como aquellos que
te han precedido, y perecieron con muerte horrible,
cumple la voluntad del rey, adora al sol, que es dios,
y tú vivirás y serás colmado de presentes y de ho-
nores.»
El santo Aitala le respondió: «Me asombra tu ce-

420
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

guera, de la que no tienes siquiera conciencia. En


verdad te asemejas a un animal sin razón. Aquellos
que eran de más edad que yo han sabido resistir y han
conseguido una gloria eterna con su martirio. ¿No es
conveniente que yo me muestre todavía más valeroso,
para merecer su corona y su gloria incorruptible?
Persevero en la verdad y no escucharé al rey, enemigo
de todo lo que es grande y bueno.»
Al oír que injuriaba al rey, el mago, muy turbado,
cambió el color de su rostro, y después ordenó que
veinte hombres le descoyuntaran los brazos, mientras
que los brutos le molían a golpes. Le golpeaban como
si fuera de piedra o madera, hasta que su cuerpo se
desgarró y dividió en pedazos. El héroe dijo en voz
alta: «Tus tormentos no son tan horribles, hombre
cínico e impotente. Si todavía tienes más verdugos,
hazlos venir para que confirmen mi alma y fortifiquen
mi cuerpo.»
El gran mago se dirigió a sus asesores: «¿Qué tie-
nen estos brujos para esperar la muerte como si tu-
vieran hambre de morir?»
Estos asesores le respondieron: «Están de acuerdo
con su doctrina, que les promete un mundo invisible.);
Los miembros del glorioso mártir quedaron dislo-
cados a fuerza de golpes; le arrancaron los brazos
y los omóplatos, los huesos se descoyuntaron. Sólo le
quedaba la piel.
Mientras dos hombres sostenían a nuestro santo, el
impío le dijo: «Si obedeces al rey, haré que vengan
los médicos a curarte, para que puedas vivir.»
El bienaventurado: ¡Qué me importan tus medica-
421
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

mentos! Aunque con una sola palabra me pudieras


curar, no te creería. No traicionaré a mi Dios que ha
creado el cielo y la tierra, no adoraré al sol, su cria-
tura, que Dios nos dio para servicio nuestro.
El gran mago: ¿Qué es lo que queda en ti que te
permite seguir viviendo y resistir? Vas a servir de
horror a todos aquellos que profesan tu doctrina.
El santo le respondió: «Has hecho una profecía,
aunque sin saberlo. Servimos de ejemplo a todos los fieles.
Dejamos como herencia a las generaciones fu-
turas la gloria de nuestra lucha, la paciencia hasta la
victoria, el brillo de la corona que el Señor ha pre-
parado a nuestra fiel vejez y que se renovará en la
gloria de Cristo, en el último día.»
Adarschapur llamó entonces a Adorkorschir, el gran
mago de Hdajab, y le dijo: «Si estos dos locos quedan
con vida, llévatelos, te los confío para que sean lapi-
dados por sus correligionarios. Por eso te los he re-
servado.»
Prepararon dos asnos que los transportaran. Les
ataron a las monturas con cuerdas, y la caravana par-
tió; nuestros mártires semejaban un cargamento sin
vida. Cuando llegaron a su destino, fueron tirados a
tierra de manera ultrajante, como si fueran maderas
o piedras; los llevaron a Arbela, en donde fueron en-
cerrados en un calabozo. Estaban tendidos en el suelo
como cadáveres ya sin calor; de sus llagas fluía san-
gre y pus. Y cerca de ellos pusieron guardias para
impedir que los cristianos se aproximaran.
En la ciudad había una mujer de elevada posición
social, a la que ya hemos mencionado4S, que era
cristiana; ¡que su nombre sea bendito! Tenía vene-
422
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

ración por los confesores de Dios y sostenía con su


fortuna a todos aquellos que sufrían por el nombre
de Cristo en las prisiones de Arbela.
Cuando conoció la tribulación de los santos márti-
res de Dios, hizo llamar a su casa al jefe de la pri-
sión, y le corrompió con dinero, para que le permi-
tiera ver a los prisioneros. El así se lo prometió, aun-
que temblando mucho. La mujer envió servidores para que
llevaran a su casa a los mártires. Tomó lino en
sus manos, curó sus heridas con sus propias manos,
cubrió de besos las manos rotas y los brazos desga-
rrados, mientras lloraba con toda su alma por las tri-
bulaciones de aquellos dos ancianos, que permanecían
sin movimiento y sin vida.
José dijo entonces: «No te comportas como una
santa de Dios llorando de tal manera por nosotros.»
Ella le respodió: «No lloro por vuestra cercana
muerte, señor. Por el contrario, si estuvierais ya muer-
tos, sentiría una alegría inmensa. Lloro porque veo
cómo se prolonga vuestra tribulación.»
José le dijo: «Esta tribulación es un bálsamo para
nosotros. El Señor dijo: 'Estrecha y enjuta es la senda
que conduce a la vida, y pocos son los que la encuen-
tran'. Y en otro lugar: 'Aquel que resista hasta el
final, ese vivirá.' El Apóstol dijo de sí mismo: 'Tres
veces fui azotado, una vez lapidado', y añade: 'Hom-
bres hubo que fueron cruelmente probados, de los que
no era digno el mundo.' Alégrate, pues, si la lucha
de los cristianos dura largo tiempo y si éstos resisten;
nuestra recompensa y nuestra corona sólo pueden me-
jorar con ello.»
Por la mañana les condujeron a la cárcel, en donde
423
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

permanecieron seis meses, padeciendo indecibles sufri-


mientos, hasta el mes de nisán (abril).
El gran mago fue depuesto y le sustituyó otro que
se llamaba Zardusch, un perro cínico, peor que el
primero; trajo consigo una orden cruel del rey: To-
dos los subditos cristianos que fueran hallados serían
obligados a lapidar con sus propias manos a los con-
fesores. Grande fue la emoción, y acuciante la pena.
Hombres y mujeres libres, los menos confirmados, fue-
ron a ocultarse en lugares secretos de la montaña, por
temor a verter sangre inocente.
Cuando llegó el gran mago Zardusch, fue a cum-
plir con sus obligaciones religiosas al templo del fuego.
Los hombres encargados del culto al fuego le dijeron:
«Hay aquí dos brujos, llamados cristianos, que están
en la cárcel desde hace tres años y medio: el mago
Adorkorschir les sometió a tortura muchas veces; pero
siempre resistieron a su voluntad.» Inmediatamente,
el gran mago ordenó que les llevaran a su presencia
y les dijo de forma brutal: «Obstinados y temerarios,
¿no habéis sido quebrantados por las órdenes severas
y solemnes de Sapor, el rey de reyes, el soberano de
toda la tierra, que devasta los más grandes reinos,
conquista las ciudades fortificadas, somete provincias
numerosas y todos los países del mundo? Y vosotros
tenéis la osadía de habitar en su país y vivir en sus
ciudades, resistirle, rechazar sus órdenes y despreciar
sus voluntades.»
El bienaventurado José le respondió con voz firme:
«Si en verdad somos rebeldes y enemigos del rey, como
tú pretendes, ¿por qué no ha equipado para el com-
bate hombres valerosos con armas, arcos y carcajes,
424
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

para lanzarlos contra nosotros, como ha hecho el rey


contra los pueblos a los que te has referido? ¿Por qué
se ha contentado con enviar contra nosotros a un hom-
bre débil y poltrón como tú? Tú tienes miedo del rui-
do de la hoja al caer. Tú jamás mediste tus fuerzas
con hombres en el frente de batalla, tú sólo conoces
la vida ociosa y las alcobas de las mujeres. Deberías
avergonzarte de venir, no para reducir a rebeldes,
sino para corromper a débiles e intentar hacer de ellos
rebeldes contra su Dios. Cerramos nuestros oídos a tus consejos
perniciosos para permanecer fieles al Dios
fiel.»
El gran mago respondió: «Brujo impío, me insultas,
me colmas de injurias, cuando yo estoy demostrando
tener una gran paciencia contigo; te imaginas sin duda
que te voy a hacer cortar la cabeza inmediatamente,
para escapar así a los tormentos que te he preparado.
Me callo y espero para ejecutar las órdenes recibidas.»
El santo le replicó: «No sé si eres un hombre de re-
cursos, ladino como un áspid que sólo piensa en mor-
der ; tienes el color verde de la hiél, como una víbora,
que sólo aspira a matar. Despliega ante nuestros ojos
tu arte pérfido, manifiesta tu odio insatisfecho, des-
envaina tu espada, calma tu amargura con nuestra
sangre inocente, condenándote al juicio y al suplicio
eternos. Apresúrate a tomar posesión de las riquezas
y reino que esperamos, que vendrá a poner fin a vues-
tro reino y a vuestro poder.»
El mago ordenó que le suspendieran de los dedos
del pie; y con las vergas de madera verde le golpea-
ron dolorosamente sobre sus llagas, la sangre y el pus
fluían de sus espaldas, de su pecho y de sus caderas.
Los asistentes comenzaron a llorar, al ver aquellos
425
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

suplicios que eran aplicados a un anciano tan venera-


ble. Los magos le murmuraban al oído: «Si tienes
vergüenza por la gente, te conduciremos al templo del
fuego; venera al fuego y se te perdonará.»
Nuestro bienaventurado replicó vehementemente:
«Alejaos de mí, hijos y amigos del fuego. Alimentad
el fuego que ya os devora y os engullirá.»
El gran mago le hizo desatar y le dijo: «¿Todavía
no obedeces, con el fin de salvar tu vida, impenitente
parlanchín?»
El santo: Me guardaré mucho de recibir la vida de
tus manos.
El gran mago: He arrancado la vida de tu cuerpo,
ya sólo te queda un aliento, que destruiré con atroces
tormentos.
El bienaventurado: Pero no anonadarás mi alma.
Está escrito: «No temáis a los que matan el cuerpo,
pero no pueden matar el alma. Temed más bien al
que puede hacer perecer alma y cuerpo en la gehe-
na.» Tu poder ha destrozado mi cuerpo, pero no po-
drás arrancarme al alma su esperanza irreductible
ni la resurrección que nos ha sido prometida, mien-
tras que, por el contrario, con todo ello os preparáis
lloros y rechinar de dientes por las eternidades de
las eternidades.»
El impío respondió con sarcasmo: «Cuando estés
donde dices, ¿con qué penas me recompensarás?»
El bienaventurado respondió:' «El Señor miseri-
cordioso nos ha ordenado: «Bendecid a quienes os
maldicen, haced el bien a quienes os persiguen.»
El impío bromeó: «Es decir, que estás obligado
426
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

a devolverme bien por el mal que te haya hecho.»


El bienaventurado: Nadie tendrá que devolver bien
por mal en el otro mundo. Pero en este mundo, rue-
go por ti para que te conviertas a Dios, para que
tenga piedad de ti y para que reconozcas que no hay
otro Dios fuera de Él.
El impío: No hablemos del otro mundo, a donde
te enviaré inmediatamente si te niegas a someterte
a las órdenes del rey.
El bienaventurado: No hay para mí deseo más
querido que el de ir al otro mundo; por eso padez-
co todos los tormentos.
El impío: Con el espectáculo que tú ofreces quiero que
se extienda el temor y el temblor entre todos
los demás.
El santo: He soportado valientemente los suplicios
que me has infligido. Espero los otros con valor.
Quiero servir de ejemplo a los hijos y a los jóvenes
que consideran mi edad para que desprecien tu arro-
gancia y tus amenazas y vean que puedo vencer con
mi fuerza y la gracia de Dios que me sostiene, pues
ya te he resistido y te resistiré hasta el final.
El gran mago hizo que se lo llevaran, transportán-
dolo, pues no se podía tener en pie ni caminar, y le
condujeron de nuevo a la cárcel.
Y llegó el momento de comparecer a Aitala. El
mago le dijo: «¿Te obstinas en decir que no? ¿Con-
tinúas desobedeciendo y no adorando al sol junto
con nosotros con el fin de que conserves la vida?»
Aitala respondió: «Tan verdad como que Cristo,
el Hijo de Dios, vive, es que he puesto en Él toda
427
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

mi esperanza. Seré más firme que los demás en la


decisión que he tomado; no cambio al Creador por
sus criaturas, sólo concedo mi adoración a Dios y
jamás a sus obras.»
El mago ordenó que le suspendieran de los dedos
de los pies como a sus compañeros. El suplicio se
prolongaba; el mártir comenzó a gritar: «Soy cris-
tiano, soy cristiano; sabed todos que soy cristiano
y que sufro por el nombre de Cristo.»
Había en la cárcel un maniqueo que también había
sido condenado y tenía que ser interrogado y flage-
lado. Quisieron obligarle a abjurar y a sacrificar. Al
principio resistió. Fue flagelado violentamente. Pero
al cabo de cierto tiempo dijo: «Anatema sea Manes,
su fe y su doctrina.» Le presentaron una hormiga
para que la matara—los maniqueos pretenden que las hormigas
son Dios y las veneran como a tal—,
y el maniqueo la mató inmediatamente.
Pusieron a Aitala en relación con este maniqueo,
diciendo: «Mira, este ha cumplido nuestras órde-
nes.» Cuando Aitala supo que aquel hombre había
adjurado y había dado muerte a una hormiga, a la
que llaman «alma vida» los maniqueos, nuestro con-
fesor se llenó de alegría, su rostro enrojeció, bailó
y saltó, mientras sus brazos descoyuntados se mecían
en sus mangas. El mártir dijo en alta voz: «Maldito
sea este hombre, maldito; es culpable, ha juzgado
a su dios que no existe. Yo soy bienaventurado por
haber vencido por Cristo, el Santo, el Hijo, el Hijo
de María; existe desde el comienzo y en la eter-
nidad.»
Cuando el impío mago oyó estas palabras, se tur-
428
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

bó; ordenó que le golpearan con vergas muy du-


ras hasta que el santo cayó desvanecido. Le arras-
traron afuera y le dejaron allí, desnudo del todo,
porque no podía utilizar su3 manos para ponerse
el cinto. Un mago, apiadado, le puso su manto enci-
ma para cubrirlo, con el fin de evitar las burlas y
las chocarrerías de las miradas impúdicas. Com-
pañeros mal intencionados, que presenciaron aquel
gesto, denunciaron al mago ante el gran mago, que
le hizo flagelar; recibió doscientos golpes de vergas,
hasta que perdió el conocimiento. Quizá Dios haya
sido clemente por él por ese gesto. En cuanto al
bienaventurado Aitala, fue conducido de nuevo al
calabozo.
Cinco días más tarde, Tamschapour, llegó al pobla-
do de Bet Tabaha, el bien nombrado—esta palabra
significa carnicería—, pues la matanza debía comenzar allí. El
gran mago llevó ante él a los dos confe-
sores.
Tamschapour les dijo: «Bebed sangre, os devol-
veré la libertad y no moriréis; quiero ser conside-
rado por vuestra edad.»
Los dos santos le respondieron: «Hazlo tú, pues7-
to que lo haces en secreto y a plena luz.»
Para reducirlos por medio de la fuerza, el mago
les hizo flagelar. Algunas personas se acercaron a
los mártires, fingiendo apiadarse de ellos y les dije-
ron: «Vamos a hacer jugo de raíces, del mismo co-
lor que la sangre y os lo traeremos; bebed y no
moriréis.»
Los santos replicaron: «Dios nos guarde de man-
char nuestros blancos cabellos y disimular nuestra
429
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

fe o la verdad, para complacer a individuos odio-


sos y pervertidos»
Y por estas palabras, les dieron cuarenta gol-
pes más.
El mago volvió a decir: «Os van a traer carne
corriente, que no ha sido ofrecida a los dioses y que
tampoco procede de un animal impuro, comedia y
os daré la libertad.»
Los santos: En tus manos, toda carne se convier-
te en impura; ejecutar una orden tuya será siem-
pre una impiedad. No te preocupes por la idea de
hacernos morir, con el fin de ser sacrificados por
tus manos.
El mago y Tamschapour decidieron de común
acuerdo hacer llegar de Arbela y sus alrededores,
hombres y mujeres de calidad, que eran cristianos,
para obligarles a lapidar a uno de los dos confe-
sores. Prendieron a un gran número de hombres, mu-
jeres y niños para obligarles a esta mala acción. Entre ellos
estaba la venerable lazdunkokht: querían obli-
garla también a que tirara piedras contra los dos már-
tires.
El bienaventurado José fue llevado ante el inicuo
Tamschapour; le pusieron en el centro del grupo de
cristianos; todo su rostro estaba destrozado por los
verdugos; aquellos seres feroces no tenían ni cora-
zón ni piedad. Junto al mago principal, estaban los
notables y los otros magos. Un hombre tenía en pie
al bienaventurado José. El impío se levantó apresu-
radamente, pues creyó que el confesor se sometería
y se le acercó. José le escupió en el rostro diciéndo-
le: «¡Cínico! ¿No te avergüenza someterme a un
430
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

nuevo interrogatorio, cuando ya está destrozada mi


vida? ¿No has comprendido todavía que después de
todas estas tribulaciones, permaneceré fiel hasta el
fin?»
Tamschapour y los otros se echaron a reír, burlán-
dose del mago. Este, humillado quedó cuando les
oyó decir: «¿Quién te ha dicho que te acercaras
a él?»
Y condujeron a José, inmediatamente, para ser la-
pidado; y junto con él llevaron u obligaron a ir a
unas quinientas personas. Cavaron una fosa, y en
ella metieron al mártir, hasta la cintura, dejando
medio cuerpo al descubierto. Obligaron a la gente
a tirarle piedras. La bienaventurada también fue con-
denada a la misma acción, pero ella se resistía di-
ciendo: «Jamás las mujeres dieron muerte a los hom-
bres, como ahora queréis obligarme a hacer. Se han
terminado ya las guerras y las luchas con los ene-
migos, y ahora empleáis vuestro tiempo en decapi-
tar y verter sangre en un país en paz.»
Ataron un pincho de hierro a una caña, y dijeron

431
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

a la bienaventurada: «Si no quieres tirarle piedras,


pínchale al menos con esta caña para que podamos
decir que has cumplido la voluntad del rey.»
Pero ella gritó con voz dolorida: «Más vale que
hunda este estilete en mi cuerpo antes que en el su-
yo. Si podéis matarme, estoy dispuesta a morir con
él. Dios me guarde de humedecer mi mano en la
sangre que vosotros vertís.»
Las piedras llovían, la sangre y el cerebro se mez-
claron sobre el suelo. Lanzaron piedra tras piedra
hasta que el mártir quedó sepultado bajo ellas, sal-
vo la cabeza; ésta oscilaba a los lados, hasta que al
final cayó. Como no acababa de morir, uno de los
que allí estaban llamó a un soldado. Este cogió una
gran piedra, le golpeó la cabeza y el mártir entregó
el alma.
Durante tres días, guardias hubo vigilando su cuer-
po. En la mañana del cuarto día, hubo un gran tem-
blor de tierra, granizo cayó del cielo copiosamente,
el viento sopló con violencia, relámpagos terribles
horrorizaron a los hombres, y los mismos centine-
las fueron alcanzados por los rayos. Durante este
lapso tormentoso, se llevaron el cuerpo del mártir,
y lo ocultaron. ¿Fue Dios o los hombres? Nadie lo
sabe, porque nunca más fue encontrado.
El santo fue coronado el viernes de la semana de
Pentecostés.
Tamschapour hizo llevar a Aitala á la región de
Bel Nuhadre, a un gran poblado, Dastegerd. Y tam-
bién apresaron a los hombres y a las mujeres del
país que profesaban la religión cristiana. Conduje-
ron al bienaventurado fuera del poblado, a un lugar
432
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

elevado, y le ataron; y toda aquella gente fue obligada a tirar


piedras contra él. Le cubrieron con un
montón de piedras y murió. Pusieron guardias jun-
to a su cuerpo, durante dos días. Durante la tercera
noche, los cristianos de aquel lugar llegaron allí
clandestinamente, robaron el cuerpo y lo veneraron
con temor, a causa de lo que sucedió.
En aquellos días, se produjo un gran milagro en
el mismo lugar en donde tuvo lugar la lapidación
del mártir; durante cinco años, los habitantes de la
región eran curados sobre aquel lugar. Más tarde,
alguien, por envidia, quitó su cuerpo. Gentes dignas
de fe declaran lo que sigue: «Con frecuencia, du-
rante la noche, hemos visto, en el lugar de la lapi-
dación, ejércitos de ángeles subir y bajar, alabando
a Dios.»
El santo fue coronado el miércoles de la semana
de pentecostés.
Con Simón y sus compañeros comenzó la perse-
cución, que duró cuarenta años; Sapor tenía en aquel
entonces treinta años. Terminó con Acepsimas y sus
compañeros, cuando ya el rey era septuagenario.
Conservamos la historia de los sufrimientos, de las
torturas, de las tribulaciones, de la ejecución y de la
lapidación de los santos mártires, su amor y su fide-
lidad, sus respuestas verídicas a los jueces, los him-
nos de nuestros padres o narraciones directas. Gra-
cias a ellos, hemos podido componer este cuadro
maravilloso de su gloria y de su valentía.
Los mártires más recientes nos han sido contados
por venerables obispos y sacerdotes, dignos de fe.
Estos fueron testigos presenciales, ya que conocie-
433
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

ron estos años dolorosos.

434
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 420, EN SELEUCIDA


MAR ABDA, OBISPO DE HORMIZD;
ARDASCHIR Y SUS COMPAÑEROS
En el vigésimo segundo año del reinado del rey
persa Jezdgerd I, los enemigos desencadenaron una
violenta persecución contra nuestro pueblo. Los no-
tables y los magos que estaban en el poder acosa-
ron a nuestro pueblo diciendo al rey: «Estos naza-
renos, obispos, sacerdotes, diáconos, ascetas, trans-
greden tus órdenes, desprecian tu majestad, insultan
a los dioses, denigran al fuego y al agua, arrancan
las columnas de nuestros templos y desprecian las
leyes esenciales.»
El rey se irritó sobremanera; reunió a todos los
grandes del reino y les interrogó sobre nosotros:
«¿Es verdad lo que me dicen?» Notables y magos
volvieron a acusar a nuestro pueblo. El resultado fue
un edicto del rey: ordenó que fueran destruidas las
iglesias y conventos en todo el reino, que fuera su-
primido en ellas todo culto, que los sacerdotes y superiores
fueran apresados, y les condujeran ante
el tribunal real.
De acuerdo con las órdenes del rey, reunieron a
los nazarenos y les llevaron a su presencia. Los en-
cadenaron y fueron conducidos desde sus ciudades
a la corte. Cuando llegaron, el rey quiso verlos. Y
les preguntó: «¿Por qué despreciáis nuestras órde-
nes y no os sometéis a la doctrina que hemos here-
dado de nuestros padres? ¿Por qué camináis por
el camino del error?» Los confesores respondieron:
«No seguimos la doctrina de los hombres, que pide
435
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

honrar a numerosos dioses, a hombres, a los elemen-


tos, a la luz, y despreciar, por el contrario, al Crea-
dor del mundo entero. Nosotros adoramos al autor
del universo, y a Él sometemos las criaturas que
puso a nuestro servicio.»
El rey dijo a Mar Abda 49, el obispo: «¿Por qué
no te preocupa a ti, que eres su jefe y presidente,
ver a estas gentes despreciar mi majestad, transgre-
dir mis órdenes, hacer su voluntad? Destruís nues-
tras casas dedicadas a la oración, los templos cons-
truidos en honor del fuego, que hemos heredado de
nuestros padres para rendirle en ellos culto.»
El bienaventurado Abda: Los magos—respondió—
nos calumnian ante tu majestad; nosotros no he-
mos hecho nada.
El rey: No acuso por placer; me apoyo en los in-
formes de mis comisarios reales.
El sacerdote Haschu, impulsado por la fuerza de
Dios, habló de esta manera: «No hemos destruido
ni píreo ni altar alguno.»
El rey: No te he preguntado; he interrogado a

436
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

quien es tu superior; es él quien tiene que respon-


derme.
El bienaventurado Haschu: Nuestra religión pide
que ni grande ni pequeño se avergüence de la pala-
bra de Dios, puesto que el Príncipe de la vida nos ha
prometido: «Os daré por Mí mismo una forma de
hablar y una sabiduría, a los que no podrán resis-
tir ninguno de vuestros adversarios.»
El rey: ¿Qué mensaje, imprudente, te hace tomar
la palabra en lugar de tu superior y mostrar tal
celo por tu pueblo?
Haschu: Soy cristiano, sirvo al Dios vivo; nadie
puede preguntarme qué haces.
El rey: ¿Es, pues, verdad que has derrocado el pí-
reo, que has extinguido el fuego sagrado, que has
desobedecido mis leyes?
Haschu: He derrocado el píreo y apagado el fue-
go, pues aquello no era la casa de Dios y el fuego
no es hijo de Dios; el servidor de los reyes y de
los humildes, de los ricos como de los pobres y de
los mendigos. Nace de la madera seca; Dios nos lo
da, como todas las demás criaturas del cielo y de
la tierra, para nuestro servicio. Queremos que las
criaturas de Dios nos honren y por eso adoramos y
veneramos a su Creador.
El rey insistió: «¿Quién de vosotros ha derrocado
un píreo y se ha atrevido a levantar la mano contra
lo que constituye nuestra fuerza?»
Haschu: No engrandezcas, ¡oh rey!, lo que te ha
sido dado; no pongas por encima de ti lo que es
más pequeño que tú. De la misma manera que el
437
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

hombre es más grande que la casa que él construye


y que la silla que utiliza, así es también más grande
que el fuego que utiliza. Lo toméis como dios lo

438
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

MAR ABDA, OBISPO DE HORMIZD 437

que Dios creó para el hombre, pero cuando ataca al


hombre o a su haber...» 50.
El rey exigió al sacerdote que reconstruyera el
píreo derribado. Como el sacerdote se negara, el mo-
narca le amenazó con destruir todas las iglesias cris-
tianas; y llevó a cabo su amenaza. En cuanto a mí,
he de confesar que la demolición del píreo estaba
fuera de lugar. Cuando San Pablo fue a Atenas no
derribó ninguno de los altares que vio tan respeta-
dos en esa ciudad, entregada a las supersticiones de
la idolatría. Se contentó con descubrir el error en
la idolatría y predicar en la ciudad la verdad. Pero
no puedo menos aue admirar y alabar la generosi-
dad de Abda, que prefirió morir antes que erigir
de nuevo el píreo después de haberlo derrocado y
no sé de corona alguna que no merezca 51.

439
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

HACIA EL AÑO 420, EN


SELEUCIDA-CTESIFON
NARSE
Antes de dar testimonio de su fe, Narsé era un
hombre recto y santo, consumado en perfección, y
que servía a Cristo. Vivía como un extranjero y huía
todos los peligros de este mundo.
Había un sacerdote de nombre Sapor, que era
el amigo del bienaventurado Narsé. Pero un hom-
bre que se llamaba Adarparwa era fiel seguidor de
la doctrina de los magos. Había caído malo bajo el
maleficio de un mal espíritu.
Fue a casa del sacerdote Sapor, para que éste le
curara de su enfermedad Sapor le dijo: «Nosotros,
los cristianos, no tenemos ni medicamentos ni hier-
bas que curan; sanamos con la palabra de Dios y
con el nombre de Cristo. Si abjuras de la fe de los
magos al sol y al fuego y confiesas a Dios, obten-
drás curación y ayuda.»
Adarparwa rogó al sacerdote: «Ven conmigo a mi
poblado, construye allí una iglesia y permanece con nosotros;
yo escucharé allí cuanto quieras ense-
ñarme.»
Sapor le acompañó, le hizo abjurar de la religión
de los magos, y el enfermo recobró la salud. Y éste
le mostró una plaza para que en ella construyera
una iglesia. El sacerdote Sapor le dijo: «Si no en-
tregas un título de propiedad en buena y debida for-
ma, no construiré la iglesia.» Le fue dado el título
de propiedad y el sacerdote construyó la iglesia.
440
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Poco tiempo después el mago Adarbozed se pre-


sentó ante el rey Jezdgered y le dijo: «Todos los
grandes y los nobles han abandonado la religión de
los magos y se han hecho cristianos. Autorízame
personalmente para hacerles abjurar del cristianis-
mo que profesan.»
El rey respondió: «Tienes todo poder para redu-
cirles por intimidación, por medio de golpes, pero
sin llegar a la pena de muerte.» Ese mago consiguió
la abjuración de algunos—entre éstos estaba Adar-
parwa—que no estaban muy confirmados en la es-
peranza de su fe. Adarparwa volvió sobre su acuer-
do y dijo al sacerdote Sapor: «Abandona la iglesia
y devuélveme mi título.»
En aquel mismo momento, Sapor recibió la vi-
sita de Narsé, como era costumbre. Y el sacerdote
le contó de qué manera le obligaban a abandonar la
iglesia que había recibido mediante donación legal.
Narsé le respondió: «No devuelvas el título. Si te
quieren coaccionar, abandona el país llevando conti-
go el título. Dentro de algún tiempo, incoas un pro-
ceso; y lo ganarás, puesto que posees el título que
te vende la propiedad.»
Después que Narsé se hubo marchado, apresaron
a Sapor para arrancarle el título. Pero Sapor pudo huir llevando
consigo la escritura de donación. La
iglesia fue convertida en píreo.
Unos días después, el bienaventurado Narsé vol-
vió allí, ignorando que Sapor había abandonado
aquella región y que la iglesia había sido converti-
da en píreo. Narsé abrió la puerta del santuario, en-
tró y se quedó sorprendido al encontrar allí los ins-
441
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

trumentos apropiados para rendir culto al fuego, se-


gún la costumbre de los magos; el fuego estaba en-
cendido. Narsé apagó el fuego, cogió las teas y los
instrumentos restantes y los echó afuera. Pusoí la
iglesia en orden y se instaló en ella.
Poco después, el mago llegó, encontró el fuego ex-
tinguido, arrancado el lar, los instrumentos tirados
fuera del recinto e instalado en la iglesia al biena-
venturado Narsé. Cuando el mago le vio, le dijo:
«¿Qué haces?»
Narsé respondió: «Encontré manchada la casa del
Señor, lo que le ofende y no le honra. ¿Cómo po-
dría soportarlo?»
El mago se encolerizó, alarmó al poblado y fueron
muchos los paganos que se agruparon en torno al
mago. Narsé fue maltratado a golpes, cargado de
cadenas, llevado ante el gran mago y remitido a
Seleucida-Ctesifon, la residencia del rey. Narsé com-
pareció ante Adarbozed, el gran mago.
Adarbozed, el gran mago, convocó su tribunal y
dijo al bienaventurado: «¿Cómo has osado permi-
tirte entrar en el templo y destruir el fuego? Has
destruido el lar sagrado sin temor al juicio del rey.»
El bienaventurado Narsé respondió: «¿A quién
hay que temer, a Dios, que da la corona a los reyes
y cuyo poder se extiende sobre todas las criaturas, o
al rey efímero, que reina hoy y mañana ha de dejar su reino a
otro? Debería atemorizaros poner en la
casa de Dios lo que en ella no tiene lugar.»
El gran mago le hizo azotar en su presencia y le
dijo: ((Promete restablecer el lar, encender en él el
fuego sagrado, y te perdonaré y salvarás la vida.»
442
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

El bienaventurado Narsé respondió: « ¡ Insensato!


Si tuviera que encender el fuego, ¿por qué había de
haberlo extinguido y apagado? Pongo mi confianza
en Dios, al que sirvo. Alejé de su casa el fuego
para que no vuelva a ser en ella encendido. Si os
atrevéis a encenderlo y yo tengo vida, volveré a ex-
tinguirlo.»
Estas palabras sacaron de sí al gran mago Adar-
zobed; y, llevado por su cólera, ordenó que de nue-
vo fuera azotado.
Le dijo: «¿Qué vas a hacer en una casa que no te
pertenece y cuyo propietario ha huido?»
Narsé: Esa casa es tan mía como de aquel que la
ha abandonado; es la casa de Dios. Pues Dios ha
dicho en las Escrituras: «Mi casa se llamará casa
de oración y de reconciliación para todos los pue-
blos y nada impuro penetrará en ella.» Y en otro
lugar: «El celo de mi casa me consume.» Por eso,
yo, servidor de Dios, me he consumido por el celo
de la casa de Dios y he alejado de ella lo que la
deshonraba.
El gran mago: Que el Dios por cuyo celo ardes
venga en tu ayuda.
Narsé: Perfectamente, ha sido mi apoyo en esta
empresa, y me asistirá hasta el fin.
El gran mago hizo que encerraran a Narsé en un
calabozo estrecho y oscuro; y en él permaneció en
medio de las mayores necesidades, durante nueve meses,
cargado de pesadas cadenas, entre ladrones y ase-
sinos.
Una vez hubo pasado todo el invierno y la mitad
443
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

del verano, cuando el rey abandonó Seleucida-Ctesi-


fon, como acostumbraba hacer cada verano, los cris-
tianos rogaron al mago encargado de vigilar y cui-
dar a Narsé que le dejara en libertad bajo fianza.
Le dimos 400 piezas de plata, y un noble laico salió
responsable: se comprometió por escrito a condu-
cirle a la cárcel tan pronto como así fuera exigido
por el mago. Le hicimos salir y se retiró a un con-
vento que había a seis leguas de Seleucida.
Diez días más tarde, un edicto del rey fue confiado
al marzaban de Bet Aramaye, y en él se decía: «Re-
duce el número de prisioneros. Los que merezcan la
muerte deben ser ejcutados, y castigados aquellos que
merezcan un castigo. Haz comparecer a Narsé, el na-
zareno. Si niega haber extinguido el fuego y des-
truido el lar, que quede en libertad. Pero si lo acepta,
que reúna de trescientos sesenta y seis lugares di-
ferentes fuego, que lo lleve al templo de donde lo
extinguió.»
El edicto fue leído ante el gobernador, en presen-
cia del mago a cuyo cargo estaba el confesor. El
gobernador preguntó al mago: «Tráeme al hombre
que te ha sido confiado.» Atemorizado y lleno de
horror, el mago fue en busca del que había salido
responsable del bienaventurado Narsé y le dijo: «En-
trégame al hombre que te confié.» El fiador se diri-
gió al convento en donde se encontraba el bienaven-
turado y le llevó consigo a eso del mediodía.
Inmediatamente le hicieron comparecer ante el go-
bernador. Este hizo que fuera leído el edicto en pre-
sencia de Nané. Y le dijo, para ayudarle: «Yo ya sé que no has
sido tú quien ha destruido el fuego.»
Quería salvarle de la muerte.
444
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

El bienaventurado respondió: «He sido interrogado


por el mago Adarbozed y le dije la verdad cuando
declaré: Yo lo destruí. ¿Cómo quieres que lo niegue
ahora?»
Entonces el gobernador le dijo: «Según las órde-
nes reales, irás a reunir trescientos sesenta y seis fue-
gos de diversos lugares, y los llevarás a la casa en don-
de lo destruiste y los adorarás. Si te niegas a ello,
morirás, según las órdenes.»
El bienaventurado Narsé respondió: «He destruido
el fuego, y por tanto no voy a restaurarlo. Haz lo que
se te ha ordenado.»
El gobernador: Se me ha ordenado que te condene
a muerte si no lo haces.
El bienaventurado dijo en alta voz: «Prefiero mo-
rir por Dios antes que vivir en el pecado.»
Inmediatamente ejecutaron el edicto real; le pu-
sieron un trozo de lana detrás, en la nuca, y le mar-
caron con un sello anular, después de atar sus manos
a la espalda. Después fue entregado al mago que ha-
cía las veces de comisario para que éste le condujera
al lugar de ejecución. El gobernador vivía en aquel
tiempo fuera de la ciudad de Seleucida.
Cuando el bienaventurado pasó ante el convento de
los hermanos, que estaba en las afueras de la ciudad,
un hermano le llevó agua para que bebiera. Pero él
la rechazó diciendo: «Rogad por mí, mis señores y
hermanos, para que Cristo me juzgue digno de beber
el agua viva de la fuente eterna.»
Cuando hubieron llegado a los muros exteriores de
la ciudad, cerca de la puerta, fue acogido por la mu-
445
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

chedumbre de hombres y mujeres que lloraban ardorosamente.


Cuando el comisario encargado de condu-
cirle al lugar de la ejecución vio cómo lloraba el pue-
blo, temió que le llegaran a arrebatar al prisionero,
y, atemorizado, dio media vuelta con intención de vol-
ver a entrar en la ciudad. El bienaventurado Narsé
cuando vio que el mago tomaba el camino de vuelta,
se inquietó y afligió, porque creía que le volvían a lle-
var a la prisión y que su testimonio no sería corona-
do por la espada como esperaba.
Entonces los que amábamos al bienaventurado y le
acompañábamos, dijimos al mago: «¿Por qué le con-
duces de nuevo a la ciudad y no donde te ha sido or-
denado?»
Mago: Tengo miedo con tal afluencia, no me vaya
a desaparecer el prisionero y lo pagaré a mis costas.
Pueblo: Nadie entre nosotros se rebelará contra la
orden del rey; esto no lo haremos j amas. Hemos ve-
nido aquí para acompañar a este hombre que muere
por su Dios con el fin de que nos bendiga.
Cuando el bienaventurado vio que el mago se diri-
gía de nuevo hacia el lugar de la ejecución y de su
coronación, se llenó de alegría y entonó el salmo 117
(Confitemini Domino, quoniam bonas). Y caminó ale-
gre y decidido hacia el lugar de su coronación, que
se llamaba Slio Harobta.
Llegado al lugar de su martirio, se arrodilló para
orar, con las manos atadas a la espalda, y toda la
muchedumbre que le había acompañado oraba con él
para que obtuviera la corona y la victoria. El comi-
sario delegado ordenó a un verdugo que era cristiano
de nombre que empuñara la espada y le sostuviera la
446
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

cabeza. Este renegado empuñó la espada y sin pes-


tañear se aprestó a cortar con ella la nuca del santo.
La fuerza de Dios destruyó al traidor, hasta el punto de
permanecer tres horas como si estuviera muer-
to; temor y temblor se apoderaron de los asistentes.
El mago acudió a otro verdugo, que también se
negó; pero aquél le obligó golpeándole con un palo.
El hombre respondió: «Tengo miedo de seguir la mis-
ma suerte que mi compañero.» Y al verlo, el biena-
venturado le dijo: «Obedece sin temor.))
Verdugo: Mueres por tu Dios, y me pides que vier-
ta sangre inocente.
Narsé: No has obrado por tu propia voluntad, sino
que te sometes a la violencia de aquel que tiene más
poder sobre ti. Empuña la espada y corta mi cabeza.
Yo voy junto a mi Dios, según el más ardiente deseo
de mi alma. Cristo te perdonará, y esta sangre ver-
tida no te será imputada como pecado.
Temblando de miedo, el verdugo alzó su espada e
hirió la nuca del bienaventurado. Este cayó de bru-
ces, vuelto hacia Oriente. El puño de la espada se
rompió. El verdugo empleó dieciocho espadas nuevas
para matarle; pero el alma no abandonó al mártir
hasta que fue empleado el cuchillo.
Cuando el bienaventurado Narsé fue coronado con
su sangre, el mago que desempeñaba la función de co-
misario le dejó allí y se alejó. Nosotros, los cristia-
nos, recogimos su cuerpo, la cabeza y la sangre del
bienaventurado confesor y le transportamos al «marti-
rium» que el bienaventurado Maruta, obispo de Sof 52,
de santa memoria, había allí construido, con permiso
del rey. El rey Sapor había condenado a muerte y
447
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

ajusticiado en aquel mismo lugar, y en un sólo día,


a ciento dieciocho confesores °3. Maruta compró aquel
terreno y en él elevó un templo magnífico en honor
de los mártires.
Lavamos el cuerpo del bienaventurado, lo embalsa-
mamos con aceite y ungüentos, lo envolvimos con lien-
zos y telas de lino y le pusimos en un puesto de ho-
nor en el «martirium».
Bajo la persecución (¿de Bahram?) nos llevamos los
restos del cuerpo del mártir, por temor de que los
magos los descubrieran y los profanaran; en parte,
los transportamos al «martirium» de Lwrn, en donde
los dejamos para que socorran y curen a los hom-
bres.
Ahora rogamos a Cristo, Príncipe de los testigos
que corona a los confesores, que nos haga partícipes,
junto con los mártires que se distinguieron en su ver-
dad y fueron coronados en su amor, del reino de los
cielos, en las eternidades de las eternidades. Amén.

448
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

AÑO 421, EN SCHIARZUR


FEROZ DE BET LAPAT
El año 733, según el cómputo de los griegos 54, el 56
primer año del rey persa Bahram, que sucedió a su
padre, éste cedió a las presiones de los magos y de
los grandes de la corte, que le habían coronado rey,
prefiriéndole a todos sus hermanos. Se ató al carro
de Mihrschabur55, el gran mago, hizo desenterrar a
los muertos sepultados desde los tiempos de su pa-
dre y dispersó sus cenizas a los cuatro vientos. Esta
disposición estuvo en vigor durante cinco años. No se
contentó con esto. Por complacencia y halagarles, de-
sencadenó contra el pueblo de Dios una persecución
despiadada, que debería alcanzar a todos cuantos se
adherían a la religión del Nazareno.
Al recibir esta orden, los magos se llenaron de ale-
gría, y tanto más cuanto que el rey con estas medidas se
mostraba digno hijo de su padre, que al final
de su vida anonadó todas sus grandes realizaciones,
turbó la paz y desencadenó la persecución.
En esta época vivía en una de las ciudades célebres
de Bet Houzaye llamada Bet Lapat un hombre muy
distinguido que se llamaba Feroz56. Era muy esti-
mado, poseedor de una gran fortuna, de noble linaje
y perteneciente a una gran familia. Fue apresado con
muchos otros y encadenado. Las cadenas acabaron
dejándole sentir su peso. Renegó de la verdad y ab-
juró.
Ante esta noticia, su familia y su mujer le escri-
bieron una carta cargada de tristeza, en la que le
expresaban sus sufrimientos, sus lágrimas y sus ge-
449
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

midos. Esta misiva impresionó muchísimo a Feroz,


que se dijo a sí mismo, al mismo tiempo que se ane-
gaba en un mar de lágrimas: «Si padre y madre,
hermanos y mujer me escriben de tal manera y me
repudian diciéndome: 'Tú ya no eres de los nues-
tros, porque has renegado de la verdad; tú ya no
eres nuestro hijo y nosotros no somos tus padres, y
tu mujer tampoco es ya tu esposa', ¿qué puedo ha-
cer si,mis padres me repudian? ¿Dónde ir? ¿Dónde
ocultarme? ¿Dónde encontrar todavía la alegría?»
Volvió sobre sí mismo, y se dijo: «Volveré a entrar
por la puerta por la que salí. El Señor me perdonará,
y confesando mi fe daré una gran alegría a mis pa-
dres.»
Se armó de nuevo valor, con la gracia del Señor,
y dijo al perseguidor: «¿Quién de vosotros me sepa-
rará de la caridad de Cristo?» Uno de los grandes
personajes de la corte del rey Mihrschabur, el gran mago, el
satán y el enemigo del pueblo de Dios, al
escucharle, le creyó ebrio. Le interrogó de nuevo y
el cristiano confirmó lo que había dicho. El impío
dijo entonces: «No vuelvas a hablar una vez más de
tal manera ante mí, de lo contrario morirás en me-
dio de los peores tormentos con una muerte cruel.»
El bienaventurado le respondió: «¡ No sigas ha-
blando; ya basta! El verdadero Dios, al que sirven
los nazarenos, sabrá confirmarme, para soportar todos
los tormentos.»
El mago se levantó inmediatamente, airado, y fue
ante el rey, al que comenzó halagando: «Ocurre, Sire,
que todos los nazarenos se han alzado contra ti, y;
se niegan a someterse a tus órdenes. Desprecian tu
450
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

voluntad y no sirven a tus dioses. Si quieres escu-


char mis palabras, ordena a los nazarenos que aban-
donen su religión. Tienen la misma fe que los roma-
nos y defienden la misma causa. Si hubiera una gue-
rra, los nazarenos serían como un puñal en nuestra
carne. Su perfidia corroe tu poder.»
El rey se encolerizó y ordenó que llevaran a su
presencia al recalcitrante, que se presentó ante él sin.
miedo alguno. El príncipe le dijo: «¿Eres tú Feroz,
el nazareno?»
Feroz: Yo soy nazareno en cuanto que yo sea digno
de llevar tal nombre. Este nombre es ilustre para quien
es digno de llevarlo.
El rey: ¿No has renegado tú ya de ese nombre?
Feroz: Lejos de mí el amar las tinieblas y odiar la
luz. Aquel que camina en las tinieblas, perece.
El rey: He sabido que tú también leías las Escritu-
ras de los nazarenos.
Feroz: Sí, Sire.
El rey: Entonces, en tu opinión, vosotros sois el
pueblo de Dios.
Feroz: Yo digo que en verdad aquel que no con-
fiesa al verdadero Dios camina en las tinieblas.
El rey: Os matamos sin cesar, porque sois insumi-
sos, obstinados, como a subditos rebeldes.
Feroz: ¿A quién hay que obedecer, a Dios o a los
hombres?
El rey: Es necesario obedecer a Dios.
Feroz: Si hay que obedecer a Dios, escúchame:
451
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

Dios es uno solo, y nosotros no podemos cambiarle.


El rey: Yo sé que no se os puede persuadir con
las palabras, porque os lanzáis, con la cabeza baja,
a la muerte.
Feroz: Está escrito que es necesario rechazar al
pueblo o a aquellas palabras que nos citan con toda
justicia.
El rey: No te aventures a decir que el sol y la
luna no son los hijos de Dios.
Feroz: Lo he dicho y lo repito: Dios es único.
El rey: También nosotros afirmamos que hay un
solo Dios; aquellos a los que llamamos dioses son los
grandes personajes de su corte. Pues no hay rey
sin corte. Al mayor de todos le honramos según su
grandeza, y a los demás, según su mérito.
Feroz: Incluso si hubiera varios dioses en el cielo
o sobre la tierra, sólo existe un solo Dios, único es
su Hijo y único su Espíritu; Él es el creador y el
autor de todas las cosas, y nos ha liberado del error.
El rey: ¿Tienes algo más precioso que tu alma
para que estés dispuesto a anonadarla en un abrir y
oerrar de ojos?
Feroz: Mi gozo es morir de tal manera. Tal muerte no es
muerte, sino vida; por ella entro en la gloria
eterna.
El rey: No te han traído ante mí para que me ex-
pliques los libros de los nazarenos, sino para obligarte
a que obedezcas a mi voluntad.
Feroz: La doctrina de los nazarenos se resume en
una sola frase: Sí, sí; no, no; todo lo demás procede
452
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

del Maligno.
El rey apartó su mirada del bienaventurado y le
condenó a la pena capital. Unos soldados le alejaron
de la presencia del rey y le condujeron al lugar de su
coronación; muchos paganos y cristianos acompaña-
ron al cortejo. Cuando hubieron llegado al lugar de
la ejecución, los comisarios reales le dijeron: «Haz
la voluntad del rey y vivirás, y no morirás.»
Peroz: No escuché al rey; ¿creéis que voy a es-
cucharos a. Vosotros? Acercaos y cumplid la orden
real; este día es el más hermoso de toda mi vida.
Los verdugos le dijeron: «Hemos recibido la orden
de no decapitarte en seguida, sino que te hemos de
arrancar primero la lengua» Los comisarios insistie-
ron: «Piensa en tu vida, eres joven y bien querido
de todos, cumple la voluntad del rey, aunque sólo sea
un instante, sólo para cubrir la forma; y vivirás y no
morirás.»
Peroz: No queráis convencerme; vuestras palabras
no me sirven de nada. No escucho a los que quieren
separarme de mi Dios.
Y entonces se acercaron a él los verdugos, le des-
pojaron de sus vestiduras y le dijeron: «Tiende tus
manos para que las atemos.» El respondió: «Esperad
un instante que ore.» Y se arrodilló y dijo: «Quiero
alabarte, Señor, toda mi vida, quiero honrarte tanto
tiempo como respire por haberme juzgado digno de este cáliz, tú
que fortaleces a los pequeños. Concede
la paz a tu pueblo perseguido, se le condena a muerte,
se le persigue, se le tortura.
«Ven en mi ayuda, Señor, para que confiese tu nom-

453
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

bre, para que te confiese a ti, por tu gracia, en los


siglos de los siglos.»
Fue atado, después tumbado en el suelo. Le per-
foraron la nuca, le arrancaron de raíz la lengua, se la
mostraron. El mártir confesó a Dios en su corazón y
celebró que le hubiera sido permitido compartir su
parte y su herencia. Después, ante la muchedumbre, le
decapitaron.
Fue coronado el año 733, según el cómputo de los
griegos, el primer año del reinado del rey Bahram, el
5 elud (septiembre) de los griegos, en la región de
Schiarzur (es decir, el año 421).

454
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

HACIA EL AÑO 422, EN


SELEUCIDA-CTESIFON
SANTIAGO, EL NOTARIO
Santiago era originario de la ciudad de Karka, de 57
57
Adsa . Cuando tenía veinte años, fue apresado con
quince de sus colegas, a causa de su fe. Quisieron
obligarles a que renegaran de su fe y a que adoraran
al sol y la luna. Como se negaran a ello, confiscaron
sus bienes; sus casas fueron selladas y ellos fueron
condenados a cuidar de los elefantes durante todo
el invierno.
Después de los Ázimos , el rey se fue, como tenía
por costumbre, a las tierras menos cálidas. Los pri-
sioneros fueron empleados en el trazado de los caminos
reales durante el verano. Pusieron hachas en sus ma-
nos; debieron cortar los árboles, destruir rocas y, du-
rante seis meses, prepararon el camino que había de seguir el
rey. De vez en cuando, el rey se burlaba de
ellos: «¿Por qué desdeñáis los honores y buscáis la
ignominia?)) Ellos respondían: «Todo cuanto nos vie-
ne de tu majestad es un honor para nosotros, salvo
que no apostataremos.»
Los dos tischri (septiembre-octubre) que anuncian
el invierno llegaron; el rey se puso en camino hacia
Seleucida-Ctesifon, para pasar en ella el invierno. La
comitiva se acercaba a las montañas muy salvajes del
país de Beleschfar, cuando Mihrschabur llegó ante
el rey y le dijo: «Si dejamos con vida a éstos, serán
muchos los que les sigan y no conseguiremos destruir
el cristianismo.»
El rey: ¿Qué podemos hacer con ellos todavía? Han
455
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

sido confiscados sus bienes, selladas sus casas y has-


ta ellos mismos padecen estos castigos.
Mihrschabur: Que tu Majestad me lo permita y yo
me encargo de que apostaten sin golpe ni muerte.
El rey les entregó a su discreción, prohibiéndole,
sin embargo, que les matara.
Mihrschabur les llamó uno a uno y les confió a un
soldado individualmente; cada soldado iba acompa-
ñado de un comisario. El gran mago ordenó que les
desnudaran, por la noche, descalzos, con las manos
atadas a la espalda, y les condujeran secretamente a
las montañas, a un lugar desierto; y que cuando
amaneciera les acostaran sobre las espaldas, desnu-
dos, atados, distribuyéndoles cuidadosamente el pan
y el agua.
Durante siete días sufrieron estas torturas, sufrien-
do frío en la noche, calor en el día; hambre y sed;
sus pies estaban despellejados, a fuerza de caminar
descalzos, y sus brazos como descoyuntados; algunos
habían enloquecido y parecían cadáveres. Mihrschabur llamó al
comisario que estaba encargado de la tortura
y le dijo: «¿Cómo están esos miserables nazarenos?»
El comisario: No están lejos de la muerte.
1
Mihrschabur: Ve y diles: «El rey os ordena que cum-
pláis su voluntad y que adoréis al sol. De lo contrario,
ataré cuerdas a vuestros pies y os haré arrastrar por
toda la montaña, hasta que vuestra carne se separe
de vuestros huesos, que vuestros cuerpos queden entre
las piedras y que sólo quede en ellos el tendón al que
esté atada la cuerda.»
El comisario les dijo fielmente estas palabras a los

456
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

mártires. Varios de ellos ni siquiera le entendieron,


porque habían perdido el conocimiento. Los otros
respondieron tristes y resignados: «Después de todas
estas pruebas y ante estas nuevas amenazas, estamos
dispuestos a obedecer al rey.»
El satélite informó al gobernador, que les hizo sol-
tar, aunque no hubieran adorado todavía ni al sol
ni al fuego. Les transportaron, a lomos de bestias de
carga, hasta Seleucida, en donde el rey invernaba.
Allí, luego de unos días, cuando se hubieron repuesto
de sus heridas, ayunaron, oraron y lloraron por su
aparente defección.
Santiago tenía la frescura de la juventud, pero la
prudencia de los ancianos. Permaneció firme en su fe;
era de extracción romana. Durante esta persecución,
informaba fielmente a los obispos reunidos a la puerta
del palacio de todo cuanto se decía alrededor del mo-
narca, lo que éste fraguaba contra los cristianos y
contra las iglesias. Les animaba y les reconfortaba;
los venerables prelados le habían tomado mucho afec-
to, a causa de su profunda fe en Cristo. Cuando sus
compañeros respondieron: «Haremos la voluntad del
rey», Santiago no estuvo de acuerdo, pero no respondió,
destrozado por el sufrimiento y la tribulación.
Volvió a la ciudad, se vistió de saco, cubrió su cabeza
de ceniza y pasaba los días en el ayuno, la penitencia
y las lágrimas. Los hermanos no cesaban de acompa-
ñarle en su casa; su mansión servía de iglesia.
Pero un día Satán entró en uno de sus discípu-
los. Y, como Judas Iscariote, fue a la corte del rey
y ante el gobernador dijo: «Santiago no ha aposta-
tado; hace penitencia y ora vestido con un saco y
cubierto de ceniza. Los cristianos no se separan de él,
457
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

no cierra ni un solo momento en todo el día el libro


de las Escrituras.»
Esta noticia irritó sobre manera al impío goberna-
dor. Llamó a Santiago y a sus compañeros. Primero
interrogó a los quince y les dijo: «¿Ño habéis renega-
do y ejecutado las órdenes del rey?»
—Ya hemos perdido la vida una vez, ¿qué es lo
que nos pides? ¿Exiges que apostatemos una segun-
da vez?
Estas palabras devolvieron la tranquilidad al ánimo
del gobernador, que les permitió volver a sus casas.
Retuvo a Santiago, a quien dijo: «Y tú, ¿no has
renegado de la fe de los cristianos?»
Santiago: Dios me guarde de ello. Jamás renegué de
la fe de los cristianos, y no estoy dispuesto a hacerlo.
Mi fe es mi vida, como ha sido la vida de mis padres.
Abandonándose a la cólera, el gobernador hizo que
le ataran las manos a la espalda y le golpearan con
puñetazos en la nuca y en el rostro. Tres hombres le
golpeaban alternativamente. El gobernador le dijo:
«Reniega de tu Dios, que de nada te sirve, y adora
al sol.»
Santiago: ¡Malvado impío! ¿Qué me pides tú que
reniegue y adore?
Gobernador: Reniega de tu Dios, que de nada te
sirve, y adora al sol, al que adora el rey; él te dio
la vida.
Era en invierno, el tiempo está cubierto y lluvio-
so. El valeroso atleta dijo al hiparca: «Tus ojos es-
tán ciegos, y oscurecido está tu espíritu; muéstrame
458
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

el sol, al que me dices que adore.»


Gobernador: Y el Dios al que tú adoras, ¿dónde
está?
Santiago: Tú no mereces saberlo. Para que no me
tomes por un insensato, te diré con pocas palabras:
Mi Dios es invisible en su naturaleza y en su divini-
dad; se manifiesta en sus criaturas y en su gracia, su
providencia y su ayuda; yace en el alma de los fieles.
Gobernador: ¡Basta ya de discursos inútiles! Pues-
to que utilizas esta estratagema para negarte a adorar
el sol que se oculta detrás de las nubes, adora al fue-
go, que está bien visible delante de ti.
Según las prescripciones del mazdeísmo, había allí
un lar con fuego. El bienaventurado le respondió:
«Pide que saquen este fuego de aquí y le pongan
bajo la lluvia. Si no se apaga al caer sobre él la lluvia,
te daré la razón. Pero si las nubes ocultan el sol y
extinguen el fuego, es por que sólo están a nuestro ser-
vicio el sol y el fuego.»
Gobernador: Insultas al rey, que adora y sirve al
fuego.
Santiago: Que el rey adore al Dios que le dio la
corona y el poder.
Estas palabras hicieron que el hiparca se encoleri-
zara sobremanera; hizo que le pusieran en lugar se-
guro. Fue al encuentro del rey, y le dijo: «Entre
los quince secretarios, sólo uno, un joven se obstina
en su fe nazarena; dice cosas sin razón.»

459
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

458 LA GESTA DE LA SANGRE

El rey pidió que llevaran ante él a Santiago, y le


dijo: «¿No has renegado de la fe de los nazarenos?»
Santiago: En verdad, no lo he hecho, y no lo haré
aunque muera.
El rey: Te haré torturar hasta que reniegues.
Santiago: Si tu majestad lo permite, te quisiera de-
cir una palabra.
El rey: Habla.
Santiago: Tu padre, Jezdgerd, ha reinado durante
veintiún años en medio de la paz y la prosperidad, y
en todas partes sus enemigos devinieron amigos y
vasallos, porque honraba a los cristianos, construía
iglesias y les concedió la paz. Pero al final de su rei-
nado trocó estas buenas disposiciones y comenzó a
perseguir a los cristianos y a verter la sangre inocen-
te de los servidores de Dios. Y tú sabes cómo ha
muerto, abandonado de todos, y su cadáver no reci-
bió sepultura. Cuida no participes tú de su muerte,
imitando su conducta.
El rey se irritó muchísimo y ordenó: «Mando que
le hagan morir con el suplicio de las siete muertes.»
Firmó el acta y confió al mártir a un eunuco, como
comisario, y a dos magos, junto a un notable de la
corte, y ordenó: «Que se haga todo según he dis-
puesto, pues este hombre ha injuriado a nuestra ma-
jestad, se niega a renegar de la fe de los nazarenos
y a adorar al sol y al fuego.»
Por orden del rey le condujeron a Slik-Charobta,
mientras no cesaban de repetirle al oído: «Obedece

460
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

y adora al sol y nosotros intercederemos cerca del


rey para que vivas y te perdone por tu juventud.»
Santiago: Tengo piedad de vosotros, porque pasáis
vuestra vida en el error, y me aconsejáis seguir el ca-
mino de la perdición. Haced lo que el rey os ha ordenado; no os
oiré, y por esta vida breve y efímera no
voy a destruir mi vida junto a Cristo.
Le cortaron los dedos de las manos (primera muer-
te). Dijéronle: «¡Apostata ahora!»
Santiago: ¡Hombres desnaturalizados! Cuando te-
nía todos mis dedos y podía escribir y trabajar, no he
renegado. ¿Lo haré ahora?
Le cortaron los dedos de los pies (segunda muer-
te); después las manos y los pies (tercera y cuarta
muerte). De nuevo le dijeron: «Apostata ahora.»
Santiago: Coged mis manos y echadlas al rostro
del rey y mis pies echádselos a Mihrschabur; quizá
se avergüence.
Le cortaron los brazos a la altura del codo y las
piernas por las rodillas (quinta y sexta muerte). El
mártir no sentía dolor alguno, y no dio un solo gri-
to, como si no le tocaran. Le hicieron sentar y le di-
jeron con cinismo: «¿Vas a apostatar, Santiago?»
El respondió, suspirando: «Te confieso, Cristo, por-
que me has juzgado digno de esta decisión.»
Le cortaron las orejas y la nariz (séptima y octava
muerte). Acabaron cortándole la cabeza, lo que aca-
bó y consumó la coronación del valeroso mártir. Esta
fue la novena muerte.
Los hermanos llegaron hasta allí y robaron sus ma-
461
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

nos, sus pies y sus dedos; dejaron en el lugar del


suplicio el cuerpo y la cabeza. El hiparca envió sol-
dados para que montaran guardia junto a sus despo-
jos, con el fin de que los correligionarios no los ro-
baran. Durante esta persecución vivíamos en la hos-
tería, porque nos habían expulsado de la ciudad por
orden del rey. Comerciantes y compatriotas del biena-
venturado Santiago vinieron hasta mí y llorando nos dijeron:
«Mihrschabur ha ordenado que monten guar-
dia junto al cadáver para que los perros y los pája-
ros de presa le coman.»
Me dijeron: «Si nos aseguras que no es un pecado,
nosotros nos difrazaremos de magos e iremos donde
están los soldados; les diremos: el hiparca nos ha
enviado como comisarios cerca de vosotros para que
vendáis su cuerpo a los nazarenos, sus correligiona-
rios.»
«Eso no es un pecado—les dije—, porque Dios
conoce vuestra intención.»
Se levantaron y se fueron, como habían dicho. Cua-
tro de ellos fueron al encuentro de los soldados y les
dijeron: «El hiparca nos ha ordenado que le guarde-
mos con el fin de que sean los pájaros de presa y no
los perros quienes le devoren.»
Cuando vieron que pájaros y perros se acercaban,
los cristianos disfrazados "les echaron piedras, y aqué-
llos y éstos huyeron. Los soldados les dijeron: «¿Qué
hacéis? ¿No permitís que se acerquen ni pájaros de
presa ni los perros?» Sus compatriotas les respondie-
ron: «Hacemos lo que nos ha ordenado el hiparca.»
Y velaron durante todo el día el cuerpo del mártir.
Cuando llegó la noche, dieron diez dracmas a los sol-
462
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

dados, y éstos se fueron a la ciudad.


Los cristianos cogieron el cuerpo y la cabeza del
mártir y los envolvieron en una pieza de lino y los
ocultaron. Unos días después, los transportaron en una
nave por el Tigris hasta la ciudad natal, y allí le ocul-
taron fuera de la ciudad en una de las propiedades
de la Iglesia.
Hacía muchos años que la madre del mártir era
viuda. Se disponía a hacer que su hijo volviera de la
corte para casarle—Santiago era todavía soltero—, pues no
sabía la gracia que le había sido concedida.
Aquellos que le llevaron hasta allí su cuerpo le dije-
ron: «Santiago es mártir y nos lo hemos traído.» La
madre se levantó llena de valor, feliz como la heroica
Schamuni 59; se puso sus vestidos blancos y fue al
encuentro de Saumai, el obispo de la ciudad de Kar-
ka, en donde habitaba. Cuando el prelado la vio con
sus vestidos de fiesta, se asombró, pues no tenía no-
ticia alguna de su hijo: Le dijo: «¿Qué sucede?
Jamás te había visto vestida de blanco.»
Ella respondió: «¿Es que cuando mi Santiago se
casa no voy a vestirme de blanco?»
Obispo: ¿Todavía no ha vuelto Santiago, y tú ya
preparas su matrimonio?
Madre: Levántate y ven conmigo, y mira a Santia-
go; sus bodas son más hermosas que todas las bo-
das efímeras de esta tierra, su matrimonio más gran-
dioso que el de todo esposo terrestre.
Se levantó y condujo al obispo. Cogió aceite y per-
fumes, lino y los vestidos que había preparado para
el matrimonio de su hijo. Ungieron el cuerpo del bien-

463
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

aventurado, le envolvieron como era costumbre y le


enterraron en un puesto de honor, digno de las glo-
riosas hazañas del mártir. Con todo cuanto había
preparado aquella madre para el matrimonio del bien-
aventurado, hizo construir un hospicio para acoger a
los santos, las viudas, los pobres y los enfermos.
¡Que sus oraciones nos protejan! Amén.

464
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS CRÍTICAS


BIBLIOGRAFÍA GENERAL. EDICIÓN DE TEXTOS

TH. RUINART: Acta martyrum, reedición de RECENSBOURS,


1859. Esta edición, ya antigua, necesitaría ser sometida a una
revisión crítica rigurosa. A falta de otra edición, hemos recu-
rrido a ella.
R. KNOPF: Ausgewahlte Martyrerakten, 3.a edición, corre-
gida por G. Kruger. Tubingen, 1929. Esta selección es la me-
jor edición corriente de las actas latinas y griegas más impor-
tantes. Remitimos al lector a ella.
(Para las actas de los mártires persas, véase más abajo.)
TRADUCCIONES FRANCESAS

H. LECLERCQ: Les martyrs, tomos I, II y III. París, 1902,


1903 y 1904. Es la traducción más completa de las actas de
los mártires. Empresa gigantesca, pero falta de cuidado en los
detalles.
P. MONCEAUX: La vraie légende dorée. París, 1928. Selec-
ción de quince pasiones, de las cuales diez son auténticas, re-
cogidas en su mayor parte en África.
P. HANOZIN: La geste des martyrs. París, 1935. Excelente
versión de las principales actas de los mártires.
LITERATURA GENERAL

P. ALLARD: Histoire des persecutions, cinco volúmenes, Pa-


rís, 1903-1908; Dix le^ons sur le martyre, París, 1910.
H. DELEHAYE: Les. origines dn cuite des saints, Bruselas,
1912; Les passions des martyrs y Les genres littéraires, Bru-
selas, 1921; Les légendes hagiographiqu.es, Bruselas, 1927;
Sanctus. Ensayo sobre el culto de los santos en la antigüedad,
Bruselas, 1927; los trabajos del sabio Bollandista, a los que
nos referimos sin cesar, siguen siendo fundamentales en todo
aquello que se refiere a la literatura latina y griega.
NOTA INTRODUCTORIA A LAS ACTAS DE LOS MÁRTIRES PERSAS

La colección de las actas siríacas de los mártires orientales,


ya sea o no la obra del único Manila, obispo de Maiquercat,

465
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

enviado por Roma para reorganizar la Iglesia persa, existe


desde el siglo v; por tanto, las actas fueron escritas todavía
recientes los acontecimientos que narran y de los que dan
constancia.
Las pasiones de los mártires persas han sido editadas por
Ev. ASSEMANI: Acta sanctorum martyrum orientalium, Roma,
1748, texto siríaco y traducción latina, según dos manuscritos
muy antiguos, traídos de Nuestra Señora de Nitria. Estos ma-
nuscritos llevan actualmente las signaturas Vat., 160 y 161. La
transcripción es, desgraciadamente, de las más imperfectas.
P. BEDJAN publicó una nueva edición, Acta sanctorum et
martyrum, París y Leipzig, 1891 y sq. Texto a veces diferen-
te del de Assemani; desgraciadamente, la elección de las va-
riantes es arbitraria e insuficiente el aparato crítico. A pesar
de todo, todavía no contamos actualmente con una edición
satisfactoria para la mayor parte de las actas siríacas.
O. BRAUN tradujo al alemán las principales actas: Augewahl-
te Akten persischer Mártyrer, Kempten-Munich, 1935; hemos
recurrido habitualmente a esta edición.
Es posible que Sozoméno haya conocido estas actas y las
haya utilizado en su Histoire ecclésiastique, 2, 9-14, V. tam-
bién THEODORET, Histoire ecclésiastique, 5, 39, que se sirve de
una fuente siríaca; NICÉFORO CALLISTE, Histoire ecclésiasti-
que, 8, 36, 37.
Las mejores obras sobre esta literatura siríaca son; G. HOFF-
MAN: Ausziige aus syríschen Akten persischer Mártyrer,
Leipzig, 1880; ROBENS DUVAL, La liuérature syriaque, París,
1899; J. LABOURT, Le christianisme dan l'empire perse sous la dynastie
sassanide (224-632), París, 1904. (Citaremos las dos
últimas obras con el simple nombre de su autor.)
Más reciente, A. CHRISTENSEN, L'lran sous les sassanid'jJ,
Copenhague, 1936, sobre todo las páginas 213-310. Obra ten-
denciosa.
F. DVORNIK, National Churches and the Church Universal,
Westminster, 1944, págs. 10-15.
En cuanto a las actas siríacas, menos conocidas, remitimos
al repertorio de los bollandistas: Bibliotheca hagiographica
466
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

orientalis, que citamos con la siguiente sigla: B. H. O.


El Propyleum ad Acta sanctorum Decembris, Bruselas, 1940,
que es la obra del célebre bollandista PEETERS, es un comen-
tario crítico del martirologio romano. En él encontraremos una
noticia crítica para cada santo citado, así como la apreciación
de la literatura que se refiere a él. Hemos tomado de esta obra
numerosas indicaciones.
Séanos permitido mostrar nuestro agradecimiento a los
padres bollandistas de Bruselas, sobre todo a los padres Hal-
kin y Devos, que nos han abierto su biblioteca y tan pacien-
temente nos ayudaron con sus consejos. Sus autorizadas opi-
niones nos han permitido hacer la selección definitiva de las
actas que pueden ser consideradas como auténticas.
COLECCIONES DE ACTAS Y MARTIROLOGIOS

Los cristianos concedieron la mayor importancia a la narra-


ción de los diversos martirios y pusieron empeño en conservar
por escrito su relato, así como su recuerdo. El día aniversario
de los mártires fue conmemorado solemnemente y se leía el
acta de su martirio públicamente. De esta forma, se constitu-
yeron numerosas narraciones de desigual valor, que acabaron
siendo reunidas en e! siglo x por Simeón Matafrasto el Me-
nólogo, cuyo trabajo, primero Ruinart y los bollandistas más
tarde, analizaron desde el punto de vista crítico.
De esta forma se estableció el calendario de las fiestas de
los mártires o martirologios. El más antiguo es el calendario
liberio, comenzado en 235 y proseguido hasta el Papa Liberio
(352-366). El más antiguo martirologio, al decir de Jerónimo,
fue compilado en Italia en el siglo v y copiado con numero-
sas interpolaciones y correcciones en Áuxerre en el siglo VI.
De esta versión de Áuxerre se derivan todos los martirologios conocidos. El
martirologio actual procede de una compilación
hecha en el siglo rx en Saint-Germains-des-Prés y corregida
en el siglo xvi por Bonius.
1. Martirio de Policarpo, ed. KNOPF-KBUGER, 1-7, que en-
trega el texto crítico de BIHLMAYER, Die apostolischen Valer,
Tubingen, 1924, 120-132. Este es aparentemente el más anti-
guo y el más emotivo de los relatos martirológicos de la Igle-
sia, cuya autenticidad no es puesta en duda. Policarpo murió
467
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

el 23 de febrero; pero la Iglesia latina lo celebra el 26 de


enero. En cuanto a la fecha, que actualmente se considera el
año 155, M. GREGOIRE (Analecta Bollandiana, 1951, 59, 1-38)
propone el año 177.
2. Martirio de Ptolomeo y Lucio, ed. KNOPF-KRUCER, 14-15.
El texto se encuentra en JUSTINO, Apología, 2, 2. Véase
H. QUENTIN, Les martyrologes historiques, 381, 606-608.
3. Justino y sus compañeros, ed. KNOPF-KRUGEK, 15-17, que
utiliza el texto de P. FRANCHI DE CAVALIERI, Note agiografi-
que (Studi e testi), Roma, 1902, 33-36. Séanos permitido ex-
presar aquí nuestra gratitud a este sabio por los consejos que
nos prodigó durante nuestro viaje a Roma en 1951.
4. Actas de Carpió, Papila y Agatonice, ed. KNOPF-KRU-
CER, 8-15, que utiliza el texto latino y griego. La fecha de
este martirio es discutida. Nosotros seguimos la opinión de
Altaner, Patrologie, 1950, 184, que lo sitúa bajo Marco Au-
relio y no bajo Decio. La narración procede de testigos ocula-
res. Nuevo estudio y presentación de textos por H. DELEHAYE,
Analecta Bollandiana, 58 (1940), 142-176.
5. Los mártires de Lyon y de Vienne, ed. KNOPF-KRUCER,
18-28. La carta de las iglesias de Lyon y de Vienne nos ha
sido conservada por Eusebio, Hist. eccl., 5, 1, 1-2. Equivocada-
mente sa ha atribuido esta carta a San Ireneo. Es obra anóni-
ma de testigos oculares.
Poseemos dos traducciones antiguas de esta carta: una en
latín, hecha hacia 402 por Rufino, bastante mediocre; otra
en siríaco, que parece datar del siglo IV.
Para la topografía y el anfiteatro de los mártires, véase
P. WUILLEUMIER, Fuilles de Fourviére á Lyon, París, 1951,
páginas 3-9.
6. Actas de los mártires escilitanos, ed. KNOPF-
KRUCER,
28-29. Los mártires de Scili (localidad de Numidia todavía no
identificada) son los primeros mártires del África cristiana
y las actas son la obra más antigua de la literatura cristiana africana, como
también de toda la literatura latina cristiana.
Este relato utiliza el proceso verbal del interrogatorio. So-

468
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

bre las recensiones, véase MONCEAUX, Histoire littéraire de


l'Afrique chrétienne, París, 1901, 1, 61-70, y también DELEHA-
YE, Passions, 59-63, 397-400.

7. Actas de Apolonio, ed. KNOPF-KRUGER, 30-35. Hasta el


descubrimiento, en 1893, de un texto arameo y, en 1895, del
texto griego de estas actas, sólo se poseían los testimonios
discordantes de Eusebio, Hist. ecdes., 5, 21, y de Jerónimo,
De viris illustribus, 42. Para el texto griego, encontrado por
los bollandistas en la Biblioteca Nacional de París, véase Ana-
lecta Bollandiana, 14 (1895), 284. También H. DELEHAYE, Pas-
sions, 125-136. GRIFFE, Les actes du martyr Apolline et le pro-
bleme de la base juridique des persécutions, en Bulletin de
Littérature Ecclésiastique, 1952, 65-76.
Los discursos de Apolonio acusan un arreglo y revisión de
índole literaria posteriores a la fecha del proceso verbal pri-
mitivo.
8. Pasión de las santas Felicidad y Perpetua, ed. KNOPF-
KRDGER, 35-44. La historia de estas mártires nos ha llegado a
través de dos textos, uno griego y el otro latino, este último
parece ser el original. Esta narración bastante compleja está
hecha según una biografía de Perpetua de una narración de
Saturo y del trabajo de un redactor anónimo. La tradición
quiere ver en ella la mano de Tertuliano, lo cual es muy du-
doso, excepción hecha de lo que se refiere al prólogo y a la
conclusión.
El preámbulo, la importancia anormal concedida a las visio-
nes y algunos otros detalles manifiestan la influencia monta-
ñista. A pesar de esto, la narración ofrece un interés histórico
de primer orden.
En cuanto a las visiones, se puede consultar G. E. EDSMAN,
Le baptéme de feu, Lund, 1940, 42-48, y compararlo con el
Pastor de Hermas. MONCEAUX (Histoire littéraire de UAfrique
chrétienne, 1, 70-96) hace el estudio crítico de los textos. Véa-
se también C. VAN BEEK, Passio sanctorum Perpetuas et Fe-
licitatis, Nimégue, 1936; H. DELEHAYE, Passions, 63-72.
9. Pasión de Potamino y de Basilido, ed. KNOPF-KRUGER,
44-45. Texto en Eusebio, Hist. eccles., 6, 5.

469
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

10. Martirio de Pionio, ed. KNOPF-KRUGER, 45-47, que uti-


liza el texto de O. VON GEBHARDT, Das. Martyrium des heiligen
Pionius, en Archiv fiir Slawische Philologie, 18, 1 y 2 (1896),
156-170, y Acta martyrum selecta, 96-114. Es la primera edición
del texto griego. Estaraos ante una redacción posterior que
utiliza dos procesos verbales de audiencia. Véase DELEHAYE,
Passions, 28-53.
H. GRECOIRE (Mémoires de FAcadémie Royale de Bélgigue,
46 (1951), 157-160) sitúa el martirio de Pionio, como el de Po-
licarpo, en el reinado de Marco Aurelio.
11. Actas de Acacio, ed. KNOPF-KRUCER, 57-60. Sólo posee-
mos la traducción latina de la narración, que originariamente
ha debido ser redactada en griego. La autenticidad de estas
actas es sospechosa para HARNACK, pero es admitida por KNOPF-
KRUCER. Véanse también DELEHAYE, Orígenes, 267-271; Pas-
sions, 344-364, y Analecta Bollandiana, 33 (1914), 346-347.
12. Actas de Máximo, ed. KNOPF-KRUGER, 60-61. En cuanto
al lugar de este martirio, los autores dudan entre Lampsaque
y Efeso. El P. PEETERS, en su Propyleum ad acta sanctorum
decembris, 164, opta por Efeso.
13. Pasión de Lucio y Marciano, ed. ROINART, 212-214. En
estas actas es necesario distinguir la primera parte (que he-
mos omitido), y que no es más que una leyenda, y la segunda,
que hemos reproducido aquí, que parece estar tomada de una
fuente original. Faltos de edición crítica, hemos tenido que
recurrir a la edición de Ruinart.
14. Martirio de Apolina, EUSEBIO, Hist. eccles., 6, 41. Car-
ta dirigida al obispo de Antioquía, conservada por el historia-
dor Eusebio.
Es insegura la fecha de la muerte. Ha sido negado que la
mártir muriera bajo Decio.
15. Actas proconsulares de Cipriano, ed. KNOPF-
KRUCER,
62-64, que utiliza la edición de G. HARTEL (Corpus de Vienne,
3, 3, CX-CXIV), y GEBHARDT, Acta, 124-128. Estas actas, que
son unos de los documentos más célebres y de los mejor con-
servados de la literatura marlirológica, se componen de tres
470
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

piezac distintas, unidas por ligeras adiciones: el proceso ver-


bal del interrogatorio del 30 de agosto de 257, el segundo in-
terrogatorio de los días 13 y 14 de septiembre del 258 y, en
fin, una corta noticia de un testigo ocular. Sobre este tema,
el P. MONCEAUX (La vraie légende dorée, 191) observa con
notable acierto: «simple proceso verbal lleno de hechos sin
una frase, es una pieza oficial casi litúrgica de la Iglesia de
Cartago». Cfr. también Histoire littéraire de l'Afrique chrétien-
ne, II, 179-197, y H. DELEHAYE, Passions, 82-104.
La hagiografía posterior confundió estas actas con la leyen-
da de Cipriano, el mago.
16. Martirio de Canon, ed. KNOPF-KRUGER, 64-66. Texto
publicado por vez primera por A. PAPADOPÜLOS-KERAMEUS, San
Petersburgo, 1897. Desgraciadamente, no fue incluido por dora
Leclerq en su colección Les martyrs.
17. Martirio de Fructuoso y sus compañeros, ed. KNOPF-
KRÜCER. Como KRÜGER, seguimos la edición RÜINART, que, a
falta de una edición crítica, no permite eliminar las altera-
ciones del texto primitivo. Este documento es anterior al si-
glo IV, pues lo encontramos reproducido en un himno de Pru-
dencio, Sis novem, Perl stcphanon, 6; San Agustín hace alu-
sión a él en dos sermones, 213, 2 y 273, 3.
Eslos son los únicos mártires de España cuyos documentos
hagiográficos conocemos. Véanse P. FRANCHI DE CAVALIERI,
Note agiografiche, VIII, 129-199, y J. SERRA-VILLARO, Fructuos,
Augari i Eidogi, Tarragona, 1936.
18. Martirio de Mariano y Santiago, ed. KNOPF-KRÜCER,
64-74, que cita el texto de FRANCHI DE CAVALIERI, Passio
SS. Mariani et lacobi, en Studi e Testi, 3, Roma, 1900, 47-73.
Obra de un testigo ocular, semiletrado, ingenua y familiar. La
importancia concedida a las visiones recuerda las pasiones
africanas de Perpetua y Felicidad y de Montanus.
El recuerdo de los mártires anteriores y de la literatura ha-
giográfica obsesionan el sueño de los cristianos africanos.
Para el estudio detallado de esta pasión, léase P. MON-
CEAÜX, His.toire littéraire de l'Afrique chrétienne, II, 153-165.
19. Martirio de Montano y de Lucio, ed. KNOPF-KRÜCER,
471
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

74-84, que cita el texto, según FRANCHI DE CAVALIERE, Gli atti


dei SS. Montano, Lucio e compagni, en Romische Quarlals-
chritf, 8, Supplementheft, Roma, 1898 (texto, 71-86).
Esta pasión se compone de dos partes totalmente distintas:
una carta de los confesores apresados y un relato del marti-
rio. Se parece en la forma a las pasiones de Felicidad y Per-
petua, lo que acusa una influencia literaria, pero ésta no pue-
de debilitar la veracidad- de la narración. Para el estudio crí-
tico de ese documento, véase P. MONCEADX, Histoire littéraire
de l'Ajrique chrétienne, II, 165-178.
20. Martirio de Marino, ed. KNOPF-KRDCER, que cita el tex-
to griego conservado por Eusebio, Hist. eccles., 7, 15.
21. Martirio de Gouria y de Schamouna, según la edición
crítica de O. VON GEBHARDT, Die Akten der edessenischen Bekenner,
Leipzig, 1911, en Texte und Untersuchungen, 37,
2-63. No hemos traducido las adiciones al texto primitivo. En
cuanto a su valor crítico, véase Propyleum ad acta sanctorum
decembrís, Bruselas, 1940, en donde se observa (págs. 524-25)
que la versión armenia se acercaría más al original.
22. Actas de Maximiliano, ed. KNOPF-KRUGER, 86-87, que
cita el texto de Ruinart, 340-342. Estas actas proceden proba-
blemente de los archivos proconsulares de Cartago. Es un
proceso verbal oficial, completados aquí y allí por los re-
cuerdos de un testigo ocular sobre las circunstancias del su-
plicio y de la sepultura. Para el estudio crítico, léanse P. MON-
CEAUX, Histoire liltéraire de l'Afrique chrélienne, III, 114-118,
y H. DELEHAYE, Les passians, 104-110.
23. Actas de Marcelo, ed. KNOPF-KRUCEK, 89-90, que cita
dos textos latinos tomados a H. Delehaye, Les actes de S. Mar-
cel, le centurión, Analecta Bollandiana, 41 (1923), 257-287.
La pasión contiene dos extractos de procesos verbales relatan-
do, uno, el interrogatorio sufrido por León en España; el otro,
el juicio realizado en Tánger.
24. Actas de Julio, ed. RUINART, 509-570, reeditadas de for-
ma crítica por los bollandistas en Analecta Bollandiana, 1891,
50-52; éstos afirman su autenticidad.
25. Actas de Félix, ed. KNOPF-KRUCER, 90-91, que cita la

472
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

edición crítica de H. DELEHAYE, La passion de S. Félix de Thi-


biuca, en Analecta Bollandiana, 39 (1921), 268-270. Para el
estudio del texto, véanse P. MONCEAÜX, La passio Felicis. Étu-
de critique sur les documents relatifs au martyre de Félix,
évéque de Thibiuca, París, 1905, y H. QUENTIN, Les martiro-
loges historiques, 522-532.
26. Actas de Claudio, de Asteria y de sus compañeros, edi-
ción KNOPF-KRUCER, 106-109, que cita el texto de Ruinart,
309-311. Nos hace falta una edición crítica. El texto publicado
y traducido no ofrece una total garantía. Propyleum ad Ac-
ta, 355.
Para la redacción de estas actas, véanse FRANCHI DE CAVA-
LIERI, Note, agiografiche, V, 107-118, y Nuovo Bullotino di
Archeologia Cristiana, X, 17.
27. Pasión de Procopio, ed. RUINART, 387. Estas actas for-
man parte del libro de Eusebio Sur les mariyrs, I, 1, edición
SACHWARTZ, 607. Cfr. H. DELEHAYE, Les légendes hagiographi-
ques, Bruselas, 1905, 142-167, y Les légendes grecqu.es des
saints militaires, 75-89, 214-233.
28. Actas de Saturnino, Dativo y de sus compañeros, edi-
ción RUINART, 414-422. Las actas que poseemos proceden del
escribano oficial: «Quien escribe esto estaba presente en la
escena y había recogido de los labios del mártir estas pala-
bras emotivas», escribe H. DELEHAYE, Passions, 114-116. Véa-
se también P. FRANCHI DE CAVALIERI, Note agiografiche,
VIII, 3-71.
No hemos traducido la primera parte de estas actas, pues
está escrita por una mano donatista.
29. Martirio de Ágape, Irene y Qidonia, ed. KNOPF-KRUGER,
95-100, que utiliza el texto de FRANCHI DE CAVALIERI, Nuove
note agiografiche, I. // testo greco origínale degli Atti delle
SS. Ágape, Irene e Chione (Studi e Testi, 9), Roma, 1902,
15-19.
Esta pasión utiliza los procesos verbales entretejidos por ele-
mentos narrativos seguidos de un breve relato cuyo valor es
algo más que dudoso. Es el caso concretamente de la muerte
de Irene, obligada a tirarse ella misma al fuego. Aparte de

473
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

estos detalles, los diálogos son tan hermosos como ciertos.


30. Martirio de Irene de Sirmio, ed. KNOPF-KRUCER, 103-
105, que toma el texto a O. VON GEBHARDT, Acta martyrum
selecta, 162-165. La redacción de esta pasión denota cierta
preocupación oratoria.
31. Martirio de Folión, ed. RUINART, 453-436, posterior en
un mes apenas al martirio de Irene, en el de Folión pertenece
a la misma gira administrativa del gobernador de la provincia
de la Panonia inferior.
32. Martirio de Euplo, ed. KNOPF-KRUCER, 100-102, que
cita el texto griego y latino; el primero según P. FRANCHI DE
CAVALIERI, S. Euplo, note agiografiche, 7 (Studi e Testi, 49),
Roma, 1928, 47-51; el segundo según RUINART, 437-439.
Proceso verbal retocado por un testigo ocular.
33. Martirio de Felipe de Heraclea, ed. RUINART, 440-448.
FRANCHI DE CAVALIERI, Studie testi, 27, Roma, 1905, 97-103.
34. Actas de Crispina, ed. KNOPF-KRUGER, 109-111, que
da el texto establecido por P. FRANCHI DE CAVALIERI, Nuove
note agiografiche, Studi e testi, 9, Roma, 1902, 21-35.
Para el estudio crítico, véase P. MONCEAUX, Les actes de Saín-
te Crispine, martyre de Theveste, Mélanges Boissier, París,
1903, 387-389; H. DELEHAYE; Passions, 110-114.
35. Pasión de Sereno, ed. RUINART, 517-518. Cfr. H. DE-
LEHAVE, Les origines da cuite des martyrs, 256-257.
36. Actas de Fileas y de Filoromo, ed. KNOPF-KRUCER,
113-116, texto tomado a RDINAKT, 519-521. Sobre el valor de
estas actas, véase E. LE BLANT, Note sur les actes de S. Philéas,
Nuovo Bulletino di Archeologia Cristiana, 2 (1896), 27-33, y
H. DELEHAYE, Martyrs d'Egypte, 115, 170.
37. Martirio de Apiano y de Edesio, en EUSEBIO, Sur les
martyrs de Palestine, 4-5, ed. SCHWARTZ, 912-918, 919-920.
Eusebio de Cesárea compuso dos redacciones de las actas
de los mártires palestinianos a cuya confesión asistió; una,
más corta, está editada en su Historia eclesiástica, desde el

474
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

libro VIII hasta el final; la otra, más extensa, en siríaco. Esta


última fue publicada por Cureton, Londres, 1860. Nuestras
traducciones de las actas palestinianas están tomadas de la
obra de EUSEBIO citada en segundo lugar.
38. Pasión de Quiríno, ed. RUINART, 522-524.
39. Martirio de Habib, ed. O. VON GEBHARDT, Die Akten
der Essenischen Bekenner, Leipzig, 1911, en Texte und Un-
tersuchungen, 37, 64-99. Sólo hemos traducido el texto primi-
tivo.
40. Martirio de Agapio, en EUSEBIO, Sur les martyrs de Pa-
lestine, 6; ed. SCHWARTZ, 920-923.
41. Martirio de Teodosia, en EUSEBIO, Sur les martyrs de
Palestine- ed. SCHWARTZ, 922-923.
42. Testamento de los cuarenta mártires, ed. KNOPF-KRU-
CER, 116-119, que cita el texto editado por N. BONWETSCH,
Das TesJament der vierzig Martyrer, Studien zur Geschichte
der Theologie und Kirche, I, 1, Leipzig, 1897, 75-80. Para su
autenticidad, véanse Analecta Bollandiana, 17 (1898), 407, y
H. DELEHAYE, Passions, 215-235.
43. Martirio de Simeón Bar Sabbae (es decir, hijo de los
teñidores), Bibliotheca hagiographica orientalis. 1.117. El tex-
to existe en dos redacciones, conservadas, una por ASSEMANI,
I, 10-36; la otra por BEDJAN, II, 131 sig. KMOSKO ha hecho
la edición crítica de Jas dos, Patrología syriaque, ibid., 715-
778 y 779-959. Hemos traducido la primera redacción de la
versión de KMOSKO, la más antigua, salvo un extracto del final,
que tomamos a la segunda. Véase P. PEETERS, La date du
martyre de Saint Simeón, en Analecta Bollandiana, 56 (1938),
118-143, quien escribe: «En este martirio, el patetismo de los
hechos queda ensombrecido por la resonancia de las frases
profundas.» Para las actas de Ustazad, véase PEETEHS, Le tréfonds
oriéntale- de Fhagiographie oriéntale, Bruselas, 1950,
152-153.
En el año 412 se encuentra el cullo a Simeón, de Barba'sch-
min y de Sadot, en el martirologio siríaco, en Acta SS. No-
475
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

vembris, II, I, LXIV.


44. Martirio de Pusai (forma helenizada de Pusaik), BHO.,
993, ed. BEDJAN, II, 208-233. El texto se encuentra en ASSE-
MANI como apéndice a las actas de Simeón. Véase SOZOMENE,
Historia eclesiástica, 2, 11, que conocía ya una versión grie-
ga de estas actas siríacas.
45. Martirio de Marta, hija de Pusai, BHO., 698, ed. BED-
JAN, II, 233-240. Véase también LABOURT, 67, nota 3.
46. La gran matanza de Bet-Huzaye, BHO., 1.149, ed. AssE-
MANI, 51-59. Véase también H. DELEHAYE, Versions grecques
des. actes des martyrs persans sous Sopor 11, Patrologie orién-
tale, II, 4, que da la versión griega y la latina. Tarbo en grie-
go se llamaba Ferbulé. La hisloria está visiblemente inspirada
en la narración bíblica de la casta Susana. Este episodio de
las actas es, por otra parte, bastante inverosímil si admitimos,
como el redactor de la pasión de Simeón, hermano de Tarbo,
que éste era de edad muy avanzada. Véase LABOÜRT, 69-70.
SOZOMENE habla de ello en su Hist. ecles., 2, 12.

48. Martirio de Sadot, BHO., 1.133, ed. ASSEMANI, 88-91.


DELEHAYE trae una versión griega bastante extensa, P. O., II,
4. Véase también DUVAL, 136.
49. Los ciento veinte mártires, BHO., 718, ed. ASSEMANI,
105-109. Véase LABOÜRT, 73.
50. Martirio de Barba'schmin y sus. compañeros, BHO., 135,
ed. ASSEMANI, 111-116. Después de la muerte de estos tres
obispos, Simeón, Sadot y Barba'schmin (sobrino de Simeón),
la sede episcopal de Seleucida permaneció vacía más de vein-
te años. Véase LABOÜRT, 73.
51. Martirio de Tecla, BHO., 1.157, ed. ASSEMANI, 123-127.
MOHÍN confunde a esta virgen con la mártir del mismo nom-
bre, venerada en Provenza. Eludes, textes et découverles, MA-
REDOÜS, 1913, 14. Véase también Analecta Bollandiana, 28,
314, y también la Synaxaire de Constantinople, ed. DELEHAYE,
739-742, y PEETERS, en Analecta Bollandiana, 43, 274-275.
52. Martirio de los prisioneros de guerra de Bet-Zabde,
BHO., 375, ed. ASSEMAW, I, 134-139 (incompleto), y BEDJAN,
476
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

II, 316-324. DELAHAYE, P. O., II, 4, cuenta el martirio de la


virgen la, perteneciente a este grupo (la significa violeta).
Véase LABOURT, 78-79, y DÜVAL, 139-140.
53. Martirio de Acepsimas y de sus compañeros, BHO., 22,
ed. ASSEMANI, 171-203. DELEHAYE, P. O., II, 4, 78-157, da
cuatro resenciones griegas de estas actas; sólo la primera con-
tiene el prólogo siríaco.
Estos mártires son los últimos de la persecución bajo Sa-
por II. Cfr. LABOURT, 80-81* y P. PEETERS, Passionncáre
d'Adiabene, en Analecta Bollandiana, 43, 289-298.
54. Martirio del obispo Abda, BHO., 6, ed. ASSEMANI, IV,
250-253, que trae un texto incompleto. En TEODORET, Histo-
ria eclesiástica, 5, 38. LABOURT, 105-196. Véase también
P. PEETERS, Une passion arménienne des SS. Abdas, Hormis-
das, Sahin et Benjamín, en Analecta Bollandiana, 28 (1908),
399-415.
55. Martirio de Narsé, BHO., 786, ed. BEDJAN, IV, 170-181.
Narsé era clérigo o monje. «Esta pasión es una de las mejo-
res piezas hagiográficas que contiene la literatura siríaca»,
escribe LABOURT, 108-109.
56. Martirio de Feroz, BHO., 912, ed. BEDJAN, IV, 253-263.
Le sitúa en el reinado de Bahram V, el 5 de septiembre del
año 421. Véase LABOURT, 113.
57. Martirio de Santiago, el notario, BHO., 421, ed. BED-
JAN, IV, 189-200. LABOURT cree que la pasión de Santiago el
interino es muy legendaria y que procede de la fusión de las
actas de Peroz y de Santiago, el notario, 117, nota.
El P. PEETERS (Propyleum ad acta, SS., 549-550) sugiere
que también se podría establecer la hipótesis inversa. La pa-
sión de Santiago, el interino, podría ser la más antigua y pro-
porcionar materiales para las de Peroz y Santiago, el no-
tario. Pero además de la dificultad cronológica, el sabio bo-
llandista, no se explica el silencio de Sócrates, de San Agus-
tín, de Sozoméno, de Teodoreto y otros escritores respecto a
Santiago, el interino. Este sólo aparece en el martirologio a
partir del siglo IX. En el martirologio del Museo Británico,
Add., 14, 504, en el 27 de noviembre, Patrologie oriéntale,
477
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

10, 48.

478
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

479
Hamman LA GESTA DE LA SANGRE

480

También podría gustarte