La Primera Vez Que No Te Quiero de Lola Modejar
La Primera Vez Que No Te Quiero de Lola Modejar
La Primera Vez Que No Te Quiero de Lola Modejar
Nuevos Tiempos
A Patricio
Gatsby creía en la luz verde, el orgiástico futuro que, año tras
año, aparece ante nosotros... Nos esquiva, pero no importa; ma-
ñana correremos más deprisa, abriremos los brazos, y... un buen
día...
Y así vamos adelante, botes que reman contra la corriente, ince-
santemente arrastrados hacia el pasado.
Es decir,
yo ya no espero nada.
Y me da risa porque
no es la primera vez que no espero nada.
Tampoco es la primera vez que me río.
Ni la primera vez que me río sin alegría.
Ni la primera vez que estoy borracho
tarareando Arrivederci Roma.
Ni la primera vez que te quiero.
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acié el agua de mis pulmones inundados con un llanto estriden-
V
te que salió a borbotones por mi boquita deformada, y volví a
la vida. Desde entonces me ha costado demasiado esfuerzo vivir.
Desde entonces he sufrido de anoxia.
Mientras, mi madre miraba sonámbula por la ventana, ajena a
los esfuerzos de su hermana.
No se lo contaron a nadie. A fin de cuentas solo había sido un
infanticidio malogrado. Pero, a partir de entonces, mi tía vigiló
muy de cerca mi crecimiento, y mi madre no volvió a mirarme
directamente a los ojos. Creo que la culpa la mortificaba. Se hizo
en extremo religiosa.
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Mientras tanto, en aquellas madrugadas yo no era nadie; solo
un dolor agudo oprimiéndome el cerebro y las entrañas. El Se-
ñor Oscuro me decía para consolarme:
–Patuchas, no pasa nada, te quiero solo a ti. Somos como Sar-
tre y Simone de Beauvoir.
Entonces yo cogía mi dolor agudo y lo amordazaba, lo es-
condía en algún lugar desconocido de mí misma, y le sonreía.
Cuando él se marchaba, el dolor agudo volvía intacto, solo
para mí.
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No me asusté, pues recordaba haber vivido otros momentos
semejantes siempre que acariciaba la dicha, pero me propuse
averiguar a toda costa de qué se trataba. Me prometí indagar,
convertirme en investigadora y buscar la fuente de ese ritmo fa-
tal y primigenio que vinculaba la alegría con la tristeza sin que
pudiera hacer nada por evitarlo.
Entonces recordé el cuadro del lago. Tenía veintidós años.
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Así fue como, investigando sobre el agua del lago que había
pintado, descubrí que mi madre quiso un día asesinarme. El agua
de mi lago era tan azul como la de la bañera de plástico que fue
su arma. Al llegar a casa le pregunté directamente si había pasado
algo en mi infancia que estuviese relacionado con el agua, algo
que pudiese explicar ese sentimiento de desamparo que me asal-
taba siempre que me aproximaba a la dicha, pero ella –sin mirar-
me nunca a los ojos– me dijo que no recordaba nada, que no sa-
bía, e hizo lo que hacía siempre que yo estaba presente: comenzó
a quejarse de su vida. Lo hacía automáticamente, como si mi per-
sona le convocase los pensamientos y las escenas más desesperan-
zadas. Por mi parte, cuando mi madre se quejaba, sentía que era
la única culpable de su malestar. Me dijo que estaba muy agotada
cuando nací, que sufría; pregúntale a la tía Luisa, añadió, como si
mirase por la ventana de nuevo. Afirmó que tardé en nacer una
semana, que los dolores le retorcían el cuerpo. Me contó que, por
aquel entonces, mi padre la encerraba en casa y se llevaba consigo
la llave porque tenía celos de ella, que era muy hermosa. Mi ma-
dre me enseñó sus muslos blancos y sin vello y me dijo:
–Mira qué muslos tan bonitos tengo todavía.
Pero no entendí qué era exactamente lo que quería que viese,
y me alejé de su lado.
Fue mi tía Luisa quien me lo contó, pues pensó que ya tenía
edad suficiente para saberlo sin demasiadas consecuencias; que,
a fin de cuentas, había sobrevivido, y me lo tomaría de un modo
menos dramático después de tanto tiempo.
Desde entonces no he parado de darle vueltas al asunto; es
algo más fuerte que yo. Mi tía me explicó lo ocurrido a su ma-
nera, y mientras lo hacía comprendí que aquel intento frustrado
de asesinato era la verdadera causa de mis recurrentes asaltos de
dolor oscuro. A partir de su revelación, el recuerdo se hizo más
y más preciso, y los asaltos de dolor oscuro dejaron, por fin, de
fustigarme.
Pero no fue del todo así.
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Mi marido y yo estudiábamos en la universidad. Cada uno lo
suyo. También trabajábamos, cada uno en lo suyo, para pagarnos
las compras del sábado por la mañana, la luz, el agua, la calefac-
ción y los libros. No necesitábamos mucho más. Mi marido y yo
éramos en apariencia una pareja perfecta. Las parejas de amigos
solteros venían a nuestra casa para acostarse juntos durante las
interminables tardes de invierno, mientras nosotros estudiába-
mos o veíamos películas en el salón.
Cuando mis amigos entraban en el cuarto de invitados para
hacer el amor les envidiaba, porque desde el mismo día de nues-
tra boda sentí que, en adelante, hacer el amor con mi marido se
convertiría en algo muy distinto de lo que había sido hasta en-
tonces. Y no me equivoqué.
Luego salían sonrojados, cómplices, con el secreto de su se-
xualidad intacto. Me hubiera gustado mirarles mientras hacían el
amor para saber si sentían lo mismo que yo. Pero no me hubie-
sen dejado.
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me sentía tan ignorante y gris como imaginaba que debía de sen-
tirse mi madre junto a mi padre. Por eso siempre le dejaba con-
ducir a él. Por eso, también, nada más casarnos, hacer el amor
con mi marido se convirtió en algo completamente aburrido y
distinto: porque cuando me casé me volví otra.
¿Cómo debe ser una mujer casada?, me pregunté, y la única
respuesta que recayó sobre mí fue la imperiosa obligación de
parecerme a mi madre: modelo de esposa perfecta, hacendosa y
sumisa a la que nunca había querido imitar.
Nuestra vida matrimonial estaba llena de pequeños ritos. Los
sábados por la mañana tocaba ir al mercado, limpiar mi preciosa
casa y cocinar la comida que comeríamos, congelada y en sus
respectivos tupperware, durante el resto de la semana. Mi mari-
do era un hombre ordenado al que le gustaban las ceremonias.
Por la tarde descansábamos.
Creo que cuando me casé intenté ser una perfecta ama de casa
como mi madre, y me olvidé completamente de mí.
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Al Señor Oscuro lo conocí en un grupo de estudio sobre
marxismo y psicoanálisis. Éramos muchos, la mayoría estu-
diantes de primero de diferentes carreras a los que se sumaron
un par de hippies argentinos que vendían joyas artesanales en
los mercadillos y al por mayor. Quien coordinaba el grupo de
estudio era un psicoanalista también argentino que había hui-
do de la dictadura del general Videla. Reverenciábamos a aquel
hombre bajito que venía desde Madrid acompañado por una
amante excéntrica, que nunca se quitaba el sombrero y vestía
ropas multicolores. Le llamaremos Armando Primero. Mis dos
maestros argentinos se llamaron Armando. Mi marido, celoso
de mi admiración hacia ellos, bromeaba con su nombre y me
decía por lo bajo:
–¡Menudos son los Armandos!
Se reía de ellos y de nuestra reverencia. Era un marido prag-
mático y realista. Yo pensaba que no me entendía. Me rebela-
ba. ¿Qué sabía él de marxismo y psicoanálisis?, ¿qué sabía él de
nada?
Decía:
–Estos Armandos lo que quieren es acostarse con todas vo-
sotras. ¡Vaya chollo! –repetía–, y seréis tan bobas que se lo per-
mitiréis.
Aunque, en realidad, lo que él decía exactamente era:
–Esos viejos verdes solo quieren follar con vosotras.
Yo no quería que nadie le oyera decir esas cosas tan soeces.
–No digas eso –le suplicaba. Pero él no se daba cuenta de lo
seria e importante que para mí era esta protesta.
Tal vez debido a su propia opinión sobre los Armandos, mi
marido me recogía siempre al terminar las reuniones de grupo
para llevarme directamente a nuestra preciosa casa. Los demás
se quedaban juntos, salían de copas, bailaban en el bar de alterne
donde trabajaba el Señor Oscuro, mientras yo me iba con él en
el Renault 12 de su padre, mucho antes de comprarnos nuestro
Citroën dos caballos amarillo.
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