La Primera Vez Que No Te Quiero de Lola Modejar

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Lola López Mondéjar

La primera vez que no te quiero

Nuevos Tiempos
A Patricio
Gatsby creía en la luz verde, el orgiástico futuro que, año tras
año, aparece ante nosotros... Nos esquiva, pero no importa; ma-
ñana correremos más deprisa, abriremos los brazos, y... un buen
día...
Y así vamos adelante, botes que reman contra la corriente, ince-
santemente arrastrados hacia el pasado.

F. Scott Fitzgerald, El gran Gatsby

¿Qué son las esperanzas frustradas sino ocasiones para nuevos


intentos?
Peter Sloterdijk, Esferas I (Burbujas)

Es decir,
yo ya no espero nada.
Y me da risa porque
no es la primera vez que no espero nada.
Tampoco es la primera vez que me río.
Ni la primera vez que me río sin alegría.
Ni la primera vez que estoy borracho
tarareando Arrivederci Roma.
Ni la primera vez que te quiero.

Pero es la primera vez que no te quiero.

Javier Marín Ceballos, «Leggero Dolore»,


Bufes, vida mía (1985)
Cuando tenía dos meses de edad, mi madre intentó ahogarme
mientras me bañaba. Recuerdo su rostro ausente por encima del
agua, sus ojos extraviados, mudos. Creo que no sabía lo que es-
taba haciendo. Entre el rostro de mi madre y el mío, apenas una
pantalla de agua jabonosa de pocos centímetros, azul turquesa,
como las paredes de la bañera de plástico que ella colocaba enci-
ma de la mesa de la cocina para que le fuese más cómodo.
A veces me veo a través de sus ojos: mi cara redonda de bebé,
gordezuela, mi cabeza calva, abiertos los míos, despavoridos, ex-
plorando el rostro de la mujer que me sostiene con su brazo por
debajo de la nuca y que parece haberse olvidado por completo
de mí. El agua distorsiona mis rasgos, desdibujados por las re-
fracciones de la luz que entra por la ventana, pero no me cabe
duda de que ese bebé soy yo, y de que ella es mi madre, abando-
nada a un impulso siniestro, extravagante y mortal.
La repentina llegada de mi tía fue milagrosa; disponía de las
llaves de la casa, y cuando llegó hasta donde mi madre me estaba
matando gritó asustada:
–¿Pero qué haces?
Y su hermana reaccionó. Mi tía me sacó desmayada del agua,
me colocó cabeza abajo, como había visto hacer tantas veces a la
comadrona a la que acompañaba en los partos, y me golpeó con
todas sus fuerzas en la espalda para reanimarme. Yo estaba com-
pletamente roja. Al trastorno causado por la falta de oxígeno
se le llama anoxia. Los golpes de mi tía me ayudaron a respirar.

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­ acié el agua de mis pulmones inundados con un llanto estriden-
V
te que salió a borbotones por mi boquita deformada, y volví a
la vida. Desde entonces me ha costado demasiado esfuerzo vivir.
Desde entonces he sufrido de anoxia.
Mientras, mi madre miraba sonámbula por la ventana, ajena a
los esfuerzos de su hermana.
No se lo contaron a nadie. A fin de cuentas solo había sido un
infanticidio malogrado. Pero, a partir de entonces, mi tía vigiló
muy de cerca mi crecimiento, y mi madre no volvió a mirarme
directamente a los ojos. Creo que la culpa la mortificaba. Se hizo
en extremo religiosa.

El Señor Oscuro decía que nosotros éramos como Sartre y


Simone de Beauvoir. Eso decía. Lo que significaba que podía-
mos acostarnos con quien nos diese la gana sin que nuestra pa-
reja sufriera ningún daño. Yo le creía. Negaba mis propios senti-
mientos para creerle.
El Señor Oscuro era un gran seductor. En su célula maoísta
tenía fama de severo; a la menor diferencia de criterio expulsaba
a los disidentes en la mejor tradición de las purgas estalinistas.
Yo le creía.
El Señor Oscuro se enamoró un día de una puta. Trabajaba
de camarero en un bar de alterne porque era un gran revolu-
cionario, y aunque su papá le financiaba la universidad con su
sueldo de funcionario público, él necesitaba dinero de bolsillo
para tabaco y copas.
El Señor Oscuro llegaba de madrugada, yo dormía en su
cama a ras del suelo, con el camisón de seda enrollado en la cin-
tura, y me introducía su pene oscuro por detrás, sin hablarme,
sin decirme siquiera que me quería. Luego sí me hablaba largo
y tendido sobre su puta. La puta era esto y aquello. Tenía una
hija de tres años, era toda una mujer. El Señor Oscuro quería
salvar a su puta de su destino aciago. Yo quería ser puta como
ella, para que el Señor Oscuro les hablase a otros con el mismo
entusiasmo sobre mí.

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Mientras tanto, en aquellas madrugadas yo no era nadie; solo
un dolor agudo oprimiéndome el cerebro y las entrañas. El Se-
ñor Oscuro me decía para consolarme:
–Patuchas, no pasa nada, te quiero solo a ti. Somos como Sar-
tre y Simone de Beauvoir.
Entonces yo cogía mi dolor agudo y lo amordazaba, lo es-
condía en algún lugar desconocido de mí misma, y le sonreía.
Cuando él se marchaba, el dolor agudo volvía intacto, solo
para mí.

Una noche, mientras regresaba satisfecha a casa después de


haber asistido a un curso intensivo de pintura, lo recordé. En
aquella ocasión había pintado un lago, un espejo brillante que
reflejaba desde su interior la imagen del bosque otoñal que lo
rodeaba. Al otro lado de las ventanillas de mi coche la llanura
se extendía homogénea, intuida apenas a través de la oscuridad
de la noche. Hacía frío y era feliz. Mientras conducía me gus-
taba imaginar que vivía miles de vidas distintas. Aquel día era
una intrépida antropóloga que investigaba las tradiciones orales
de los bosquimanos del Kalahari, sus leyendas sobre la creación
del universo, sobre el origen del sol y de los hombres. Hacia la
mitad del camino detuve el coche para echar gasolina, tomarme
un café y llamar a mi madre para indicarle la hora aproximada
de mi llegada. Pero cuando oí su voz, siempre tristísima por más
que ella se esforzase en demostrar lo contrario, sentí que todas
mis vidas imaginadas se evaporaban en un instante. Colgué en
cuanto pude, y apenas tuve fuerzas para volver hasta el coche,
dejarme caer en el asiento y reanudar la marcha.
En la carretera no había demasiado tráfico. Todo estaba exac-
tamente igual que unos minutos antes, tranquilo y dispuesto
a convertirse en un perfecto trampolín desde el que volvería a
­lanzar mi imaginación hacia el desierto de Kalahari, pero algo
había cambiado dentro de mí. Una melancolía infinita, original,
arraigaba en lo más recóndito de mi alma. Un dolor innombra-
ble, sin recuerdos ni causa aparente, me hizo desear la ­muerte.

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No me asusté, pues recordaba haber vivido otros momentos
semejantes siempre que acariciaba la dicha, pero me propuse
averiguar a toda costa de qué se trataba. Me prometí indagar,
convertirme en investigadora y buscar la fuente de ese ritmo fa-
tal y primigenio que vinculaba la alegría con la tristeza sin que
pudiera hacer nada por evitarlo.
Entonces recordé el cuadro del lago. Tenía veintidós años.

En tiempos del Señor Oscuro yo vivía en una casa preciosa.


La había amueblado de una sola vez, como se hacía entonces
antes del matrimonio.
Tenía una bonita casa y un marido que me quería. Mi mari-
do, antes de dormir, cogía la sábana superior de nuestra cama y
fruncía el dobladillo en sucesivos pliegues hasta conseguir una
especie de aguja de tela firme y alargada. Cuando consideraba
que estaba perfecta, abría la boca, sacaba levemente por entre sus
gruesos labios una lengua grande y rosada, y se acariciaba con
aquella aguja de tela las aletas de la nariz. Arriba y abajo, arriba
y abajo, arriba y abajo; entornaba los ojos en éxtasis y, final-
mente, se dormía. Todas las sábanas superiores de nuestra cama
tenían la huella de mil pliegues en la parte que correspondía a su
lado. Era inútil plancharlas, era inútil insistir en hacer desapare-
cer aquellas señales, pues los pliegues volvían fieles a sí mismos,
recuperando vagamente la forma que mi marido les imprimía
antes de dormir. Dicen que los tejidos, al igual que las personas,
tienen memoria.
Yo permanecía a su lado muda, incomprendida, alejada de ese
paraíso infantil en el que él se introducía, observando cómo sus
inocentes caricias le llevaban directamente al sueño y le alejaban
poco a poco de mí.
Mi marido era alto y bueno, y me quería. Pero yo me enamo-
ré locamente del Señor Oscuro, que era malo.

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Así fue como, investigando sobre el agua del lago que había
pintado, descubrí que mi madre quiso un día asesinarme. El agua
de mi lago era tan azul como la de la bañera de plástico que fue
su arma. Al llegar a casa le pregunté directamente si había pasado
algo en mi infancia que estuviese relacionado con el agua, algo
que pudiese explicar ese sentimiento de desamparo que me asal-
taba siempre que me aproximaba a la dicha, pero ella –sin mirar-
me nunca a los ojos– me dijo que no recordaba nada, que no sa-
bía, e hizo lo que hacía siempre que yo estaba presente: comenzó
a quejarse de su vida. Lo hacía automáticamente, como si mi per-
sona le convocase los pensamientos y las escenas más desesperan-
zadas. Por mi parte, cuando mi madre se quejaba, sentía que era
la única culpable de su malestar. Me dijo que estaba muy agotada
cuando nací, que sufría; pregúntale a la tía Luisa, añadió, como si
mirase por la ventana de nuevo. Afirmó que tardé en nacer una
semana, que los dolores le retorcían el cuerpo. Me contó que, por
aquel entonces, mi padre la encerraba en casa y se llevaba consigo
la llave porque tenía celos de ella, que era muy hermosa. Mi ma-
dre me enseñó sus muslos blancos y sin vello y me dijo:
–Mira qué muslos tan bonitos tengo todavía.
Pero no entendí qué era exactamente lo que quería que viese,
y me alejé de su lado.
Fue mi tía Luisa quien me lo contó, pues pensó que ya tenía
edad suficiente para saberlo sin demasiadas consecuencias; que,
a fin de cuentas, había sobrevivido, y me lo tomaría de un modo
menos dramático después de tanto tiempo.
Desde entonces no he parado de darle vueltas al asunto; es
algo más fuerte que yo. Mi tía me explicó lo ocurrido a su ma-
nera, y mientras lo hacía comprendí que aquel intento frustrado
de asesinato era la verdadera causa de mis recurrentes asaltos de
dolor oscuro. A partir de su revelación, el recuerdo se hizo más
y más preciso, y los asaltos de dolor oscuro dejaron, por fin, de
fustigarme.
Pero no fue del todo así.

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Mi marido y yo estudiábamos en la universidad. Cada uno lo
suyo. También trabajábamos, cada uno en lo suyo, para pagarnos
las compras del sábado por la mañana, la luz, el agua, la calefac-
ción y los libros. No necesitábamos mucho más. Mi marido y yo
éramos en apariencia una pareja perfecta. Las parejas de amigos
solteros venían a nuestra casa para acostarse juntos durante las
interminables tardes de invierno, mientras nosotros estudiába-
mos o veíamos películas en el salón.
Cuando mis amigos entraban en el cuarto de invitados para
hacer el amor les envidiaba, porque desde el mismo día de nues-
tra boda sentí que, en adelante, hacer el amor con mi marido se
convertiría en algo muy distinto de lo que había sido hasta en-
tonces. Y no me equivoqué.
Luego salían sonrojados, cómplices, con el secreto de su se-
xualidad intacto. Me hubiera gustado mirarles mientras hacían el
amor para saber si sentían lo mismo que yo. Pero no me hubie-
sen dejado.

Mi padrino era un hombre autoritario. Tenía ocho hijas, nin-


gún varón. Ejercía un poder absoluto sobre sus hermanas, las
tres viudas, y sobre los cuatro hijos de estas. Uno de ellos era mi
padre.
A mi padrino le encantaba colocarme delante del horno don-
de se cocía el pan, bajarme las braguitas y sacarme las lombrices
por el ano con una aguja de ganchillo. Las atraía con el aceite ti-
bio de un candil. Creo que recuerdo la sensación de los gusanos
deslizándose por mi esfínter, y la cara de mi padrino, agachado
sobre mis nalgas, con expresión científica. A veces pienso que
me trataban como si fuese un alimento.

A los pocos meses de casarnos, mi marido y yo nos compra-


mos un Citroën dos caballos amarillo con el que íbamos juntos
a la facultad. Yo sabía conducir tan bien como él, pero a su lado

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me sentía tan ignorante y gris como imaginaba que debía de sen-
tirse mi madre junto a mi padre. Por eso siempre le dejaba con-
ducir a él. Por eso, también, nada más casarnos, hacer el amor
con mi marido se convirtió en algo completamente aburrido y
distinto: porque cuando me casé me volví otra.
¿Cómo debe ser una mujer casada?, me pregunté, y la única
respuesta que recayó sobre mí fue la imperiosa obligación de
parecerme a mi madre: modelo de esposa perfecta, hacendosa y
sumisa a la que nunca había querido imitar.
Nuestra vida matrimonial estaba llena de pequeños ritos. Los
sábados por la mañana tocaba ir al mercado, limpiar mi preciosa
casa y cocinar la comida que comeríamos, congelada y en sus
respectivos tupperware, durante el resto de la semana. Mi mari-
do era un hombre ordenado al que le gustaban las ceremonias.
Por la tarde descansábamos.
Creo que cuando me casé intenté ser una perfecta ama de casa
como mi madre, y me olvidé completamente de mí.

Mis padres no se divertían nunca; no iban al cine ni a nin-


gún concierto, no salían de paseo ni invitaban a los amigos a
cenar. Mis padres pasaban su tiempo libre viendo la televisión o
trabajando en otra cosa. Solo mi madre se entretenía pintando
cuadros al óleo que mi padre criticaba, pues le parecía un despil-
farro intolerable el innecesario gasto en pintura.
Siempre he luchado por quitarme de la carne la mezquina
idea de la vida que tenía mi padre. Si en mi pasado solo hubieran
existido ellos, creo que me habría vuelto completamente loca.
Pero estaban los otros, y la vida se colaba por todas partes en la
fría tumba que era mi hogar.
Afortunadamente para mí, por entonces no se cerraban nun-
ca las puertas de las casas.

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Al Señor Oscuro lo conocí en un grupo de estudio sobre
marxismo y psicoanálisis. Éramos muchos, la mayoría estu-
diantes de primero de diferentes carreras a los que se sumaron
un par de hippies argentinos que vendían joyas artesanales en
los mercadillos y al por mayor. Quien coordinaba el grupo de
estudio era un psicoanalista también argentino que había hui-
do de la dictadura del general Videla. Reverenciábamos a aquel
hombre bajito que venía desde Madrid acompañado por una
amante excéntrica, que nunca se quitaba el sombrero y vestía
ropas multicolores. Le llamaremos Armando Primero. Mis dos
maestros argentinos se llamaron Armando. Mi marido, celoso
de mi admiración hacia ellos, bromeaba con su nombre y me
decía por lo bajo:
–¡Menudos son los Armandos!
Se reía de ellos y de nuestra reverencia. Era un marido prag-
mático y realista. Yo pensaba que no me entendía. Me rebela-
ba. ¿Qué sabía él de marxismo y psicoanálisis?, ¿qué sabía él de
nada?
Decía:
–Estos Armandos lo que quieren es acostarse con todas vo-
sotras. ¡Vaya chollo! –repetía–, y seréis tan bobas que se lo per-
mitiréis.
Aunque, en realidad, lo que él decía exactamente era:
–Esos viejos verdes solo quieren follar con vosotras.
Yo no quería que nadie le oyera decir esas cosas tan soeces.
–No digas eso –le suplicaba. Pero él no se daba cuenta de lo
seria e importante que para mí era esta protesta.
Tal vez debido a su propia opinión sobre los Armandos, mi
marido me recogía siempre al terminar las reuniones de grupo
para llevarme directamente a nuestra preciosa casa. Los demás
se quedaban juntos, salían de copas, bailaban en el bar de alterne
donde trabajaba el Señor Oscuro, mientras yo me iba con él en
el Renault 12 de su padre, mucho antes de comprarnos nuestro
Citroën dos caballos amarillo.

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