Los Dias de Su Presencia (Spani - Francis Frangipane
Los Dias de Su Presencia (Spani - Francis Frangipane
Los Dias de Su Presencia (Spani - Francis Frangipane
P
P
I
P IL V
1. «Un mensaje»
2. En el umbral de la gloria
3. ¡Levántate y resplandece!
4. Denles ustedes mismos de comer
5. La creciente presencia
P II L P D
6. En la plenitud de los tiempos
7. Todas las cosas en Cristo
8. El lucero de la mañana
9. La señal
P III
10. Libertad para los prisioneros
11. Una puerta de esperanza
12. Caminar con Dios
P
13. En un tiempo de visitación
14. Crecer a la estatura de Cristo
15. El sometimiento de quien guarda la visión
16. Una espada traspasará tu corazón
17. Vaya tras quienes siguen a Cristo
18. Los que están delante de Dios
P IV
19. «Díganle a Francis lo extraño»
20. «Para que los sueños se hagan realidad»
21. Un rostro sin velo
22. El río de la complacencia de Dios
23. «De pie tras nuestra pared»
24. «Con la mirada de tus ojos»
N
P
Prólogo
Hace varios años llegó una renovadora iniciativa del Espíritu Santo
para unir a la Iglesia. La verdad de nuestra unicidad en Cristo había
llegado a ser más que una simple declaración teológica. No
obstante, la mayoría también había aceptado las divisiones entre los
cristianos como un aspecto infortunado pero irreversible de la vida.
Para combatir este engaño, el Señor no solamente trajo unción a
la enseñanza sino que, simultáneamente, armó a muchos
luchadores de oración con una nueva autoridad en la guerra
espiritual. Ciudad tras ciudad, junto con la proclamación de la
Palabra de Dios, fue confrontado el antiguo enemigo de la unidad
cristiana, el acusador de los hermanos (cf. Apocalipsis 12:10-11).
Esta guerra, aunque está lejos de terminar, es efectiva. Para
quienes dudan de la veracidad del estratégico nivel espiritual de la
guerra, básteles observar en miles de ciudades el siempre creciente
número de iglesias que una vez estuvieron separadas por la
división, pero que ahora están unidas en oración, en amistad y en su
amor por Jesucristo.
No solamente se unen los líderes sino que esta unción unificadora
de la Iglesia se convirtió en el fundamento sobre el cual surgió una
gran variedad de ministerios. Entre los más visibles está la «Marcha
por Jesús» y los «Cumplidores de Promesas». Sin la subestructura
de la unidad, estas empresas no se hubieran extendido en el amplio
espectro del cristianismo.
Ningún ministerio puede acreditarse lo que llego tan solo por la
iniciativa del Señor. Durante las dos últimas décadas, muchos han
contribuido al crecimiento de la unidad entre los cristianos
evangélicos. Esta gracia afecta aun las divisiones étnicas y
denominacionales, de modo que hoy los líderes de la Iglesia, los
ministerios nacionales de oración y una enorme multitud de pastores
de iglesias locales, intercesores y obreros laicos alcanzan juntos
una nueva era de unidad cristiana. La reconciliación entre las
iglesias y las razas se convirtió en la norma para muchos cristianos.
El manantial de renovación que fluye a través del cuerpo de Cristo
es el resultado del retomo de los líderes a la «sincera fidelidad a
Cristo» (2 Corintios 11:3 RVR-60). Nuestra creciente unidad es la
consecuencia no de concesiones sino de la obediencia a Jesucristo.
Ciertamente no renunciamos a la verdad del Evangelio;
sencillamente dejamos de deificar nuestras preferencias, métodos y
tradiciones culturales; dejamos de hacer un dios de cada una de
estas cosas. Al regresar a Jesús, cada uno, desde su trasfondo
particular, encuentra la unidad con los demás. Aprendemos que, al
final de esta era, el asunto importante no es si seguimos «mi
manera» o «tu manera» sino la de Dios.
Por cuanto buscamos la exaltación del Dios Todopoderoso, el
Espíritu Santo continúa obrando en nosotros mientras restauramos
la unidad cristiana y la armonía racial, según las normas y el nivel
del Nuevo Testamento.
Me siento agradecido que Dios me haya llamado, junto con
muchos otros cristianos, a la tarea de ayudar a traer sanidad y
unidad al cuerpo de Cristo. Sin embargo, lo que comparto en Los
días de Su presencia es para mí más apremiante que la necesidad
de deponer las divisiones sectarias y las tradiciones racistas.
Aunque todavía queda mucho trabajo por hacer al respecto, el
proceso de eliminar estos pecados es solamente el preludio —la
preparación— para la gloria del Señor, que está a punto de
revelarse.
P I
L V
«Un mensaje»
En de la gloria
¡L resplandece!
D mismos de comer
La presencia
Hebreos 1:3
E de los tiempos
2 The four chapters in part two probe some of the original Greek wording of
the Scriptures. The writing style in these study chapters requires a shift on
the reader’s part
3 El libro del profeta Daniel habla de un período que abarca siete años
durante el cual se completará el ministerio del Mesías. Teniendo en cuenta
los tres años y medio de la primera venida de Cristo, hay un punto de vista
común en cuanto a que el mundo estará en Tribulación durante cuarenta y
dos meses. La otra opinión, muy generalizada también, es que a éste le
esperan siete años completos de juicios.
4 Para tener una visión más clara de los propósitos de Dios respecto a Israel y
la Iglesia, lo animamos a leer el libro One New Man [Un hombre nuevo], por
Reuvén Doron.
5 Tomado de The Lion Handbook to the Bible [El manual del león de la Biblia],
p. 75.
7
E de la mañana
La
L « »
Cuando el Señor habló de su Segunda Venida, utilizó varias
palabras diferentes pero relacionadas. Una de las más utilizadas,
erchomai, significa claramente «venir» o «una llegada». Sin
embargo, había otra palabra que también se traducía como
«venida»: es precisamente parousia, que significa «un ser que está
al lado» o «presencia» (cf. Young’s concordance under coming, or
Strong concordance # 3952- [Concordancia de Young bajo la
palabra venida, o la Concordancia de Strong, # 3952]).
En el idioma original griego de Las Escrituras, estas palabras
erchomai (venida) y parousia (presencia), aunque son semejantes
en su significado, no son sinónimos, no se puede utilizar la una en
reemplazo de la otra. Según el Vine ’s Expository dictionary of the
New Testament Words [Diccionario Expositivo Vine de las Palabras
del Nuevo Testamentó], la parousia abarca realmente todo el marco
de tiempo de la interacción de Cristo con el mundo al final de la era
(cf. pp. 208-209).7
Con todo, Jesús revela ciertas cosas que, en mi opinión, implican
que la parousia durará más de los siete años que tradicionalmente
se adscriben a este período. Tras hacer una lista de las señales de
los últimos tiempos en Marcos 13, concluye: «Igualmente, cuando
vean que suceden estas cosas, sepan que el tiempo está cerca, a
las puertas» (Marcos 13:29). Jesús dice que, desde el principio
mismo de las décadas de señales y advertencias, Él estará a las
puertas.
Lucas presenta este mismo concepto, pero suministra un sentido
de movimiento cronológico en las palabras de Jesús. En el
Evangelio de Lucas, él cita a Jesús al decir: «Cuando comiencen a
suceder estas cosas, cobren ánimo y levanten la cabeza, porque se
acerca su redención» (cap. 21:28).
Jesús dijo que, cuando estas cosas comiencen a ocurrir, Él estará
cerca. Desde el principio del período de señales, el Señor declara
acercamiento, el cual continúa hasta que literalmente está a las
puertas.
Como en la visión que describí en el capítulo cinco, Jesús dijo que
el acto final de redención es algo que se acerca físicamente (cf.
Hebreos 10:25; Romanos 13:11-12). Estas dos declaraciones me
llevan a creer que todo el período de señales es activado de manera
directa por la creciente presencia de Cristo, la parousia, al final de
los tiempos.
Tal vez, hay dos etapas de este despliegue gradual: la primera es
un período extendido de advertencias divinas y de divina
preparación a través del cual el Señor busca provocar
arrepentimiento y madurez espiritual entre su pueblo.
La segunda, con un período más corto e identificado
tradicionalmente como la parousia, de siete años de duración, y que
ocurre con el Arrebatamiento y la Tribulación.
De ambas maneras, saber que parousia en realidad significa
«presencia» nos provee un profundo discernimiento y comprensión
en cuanto a dónde concentrar nuestra atención, tanto ahora como a
través de la etapa final de la era. En efecto, saber que el Señor
manifestará su presencia de una manera creciente antes de su
regreso físico es oír el susurro de la verdad de Dios que nos guía a
la fuente de su gloria.
U
El capítulo 24 de Mateo es quizá el texto bíblico citado más
frecuentemente en relación con los sucesos de los últimos tiempos.
Los discípulos le preguntaron al Señor: «¿Cuándo sucederá eso, y
cuál será la señal de tu venida y del fin del mundo?» (v. 3).
En su respuesta, Jesús develó los momentos proféticos más
trascendentales de los dos acontecimientos: la destrucción del
templo y las condiciones del mundo al final de la era. El primero
ocurriría mientras los discípulos aún vivieran; la segunda parte de su
respuesta se cumple —creo yo— en nuestros días.
A primera vista, la pregunta parece suficientemente clara. Sin
embargo, un vistazo más profundo provoca una investigación. ¿Qué
pensaban realmente los discípulos cuando le preguntaron a Jesús
acerca de «la señal de su venida» ? Hasta ese momento, los
discípulos no habían aceptado o entendido que Jesús partiría. De
ahí que no está muy claro que casualmente lo interroguen acerca de
su regreso.
Recuerde que esta conversación ocurrió antes de la Ultima Cena.
Sólo entonces los convenció Jesús de que iba a regresar al Padre
(cf. Juan 13-17). Hasta este punto, quizá no habían oído las
palabras de Cristo respecto a su muerte, pero la realidad de su
partida nunca se registró.
Algo más, y esto es precisamente lo importante: los disscípulos no
tenían conocimiento del Arrebatamiento. Si estudiamos los
Evangelios, nos damos cuenta que antes de esta conversación, en
ninguna de las enseñanzas de Jesús se había hecho mención de la
reunión de los santos. La primera vez que el Señor toca el asunto
del Arrebatamiento, y eso muy brevemente, es al final de su
respuesta a esa pregunta (cf. Mateo 24:31).
¿En qué, entonces, pensaban realmente los discípulos cuando
preguntaron acerca de la Segunda Venida de Cristo? Porque si no
habían captado la idea de que Él partiría, e ignoraban el
Arrebatamiento, ¿por qué preguntaban acerca de su regreso?
L
Si miramos su pregunta desde un ángulo diferente, tal vez
logremos entenderla. En su cuestionamiento, la palabra traducida
como «venida» es parousia, que significa «presencia». El doctor
Robert Young, respetado compilador de Young’s Analytical
Concordance [Concordancia Analítica de Young], también produjo
su propia interpretación de Las Escrituras. En su versión llamada
Young’s Literal Translation of the Holy Bible [Traducción Literal de la
Santa Biblia de Young], la pregunta de los discípulos se traduce de
la siguiente manera: «Dinos, ¿cuándo serán estas cosas? ¿Y cuál
es la señal de tu presencia y de la plenitud final de la era?» (Mateo
24:3).
La traducción de Young implica que los apóstoles preguntaron por
algo más que el día cronológico del regreso de Cristo. En el fondo
estaban preguntando: «¿Cuál es la señal de tu presencia que
consumará la plenitud del tiempo final?».
Creo que todos estamos de acuerdo en que existe diferencia entre
el día cronológico del regreso de Cristo y el tiempo de plenitud
espiritual que lo precede. Tal como entiendo este pasaje, cuando
Jesús regrese realmente, los cielos se desenvolverán como si
fueran un rollo y la tierra temblará y se sacudirá. El Señor emergerá
desde la eternidad y hará su aparición visible en nuestro mundo; su
gloria, esplendorosa y envolvente, oscurecerá aun la luz del sol.
Todo ojo lo verá: hermoso y terrible, glorificado y soberano
acompañado por numerosos ángeles y por los muertos en Cristo
resucitados. ¿Quién, entonces, necesitará una «señal» que le
confirme que esta es realmente la Segunda Venida de Cristo en
gloria desde los cielos? Me parece lógico que si los discípulos no
sabían nada del Arrebatamiento, no podían estar preguntando por
esto.
Sin embargo, era claro que los discípulos, basados en unas
cuantas enseñanzas de Jesús, a propósito de su reino, esperaban
un tiempo cuando el reino de Cristo irrumpiría con un despliegue
mundial de gloria y poder. Tanto Juan el Bautista como el mismo
Jesús proclamaron la cercanía del reino de los cielos. De hecho, a
los discípulos se les enseñó a orar para que el reino de Dios viniera
a la tierra, y Jesús prometió que «algunos de los aquí presentes (de
sus discípulos) no sufrirán la muerte sin antes haber visto el reino de
Dios llegar con poder» (Marcos 9:1 é.a).
Cuando los discípulos preguntaron por la llegada de la presencia
de Cristo, creo que hablaban de este esperado tiempo del reino.
Ciertamente, esta no era una nueva revelación sino algo que se
encuentra en muchas partes del Antiguo Testamento. Daniel predijo
un tiempo cuando «en los días (de las últimas civilizaciones sobre la
tierra) el Dios del cielo establecerá un reino que jamás será
destruido», y continuó diciendo que este reino «permanecerá para
siempre y hará pedazos a todos (los demás) reinos» (Daniel 2:44
é.a. cf. cap. 7:18, 22).
La escatología para el reino tuvo suficiente apoyo tanto en las
enseñanzas de Jesús como en los profetas del Antiguo Testamento.
Esta visión del reino de Dios que viene con poder no hace parte de
teología del «reino ahora» o del «dominio» de los cristianos; el
mundo entero no será subyugado por los creyentes para que Jesús
pueda regresar. Pero los discípulos sí esperaban un tiempo singular
cuando la expansiva presencia de Cristo fuera revelada; un tiempo
dispensacional cuando «el reino de Dios llegara con poder» (Marcos
9:1).
T
Cuando los discípulos preguntaron: ¿cuál es la señal de tu
presencia?, esperaban un derramamiento de la gloria y el poder del
Señor. A esto lo identificaron como su reino, el cual se manifestaría
en plenitud al vivir ellos aún. Recuerde que no digo que este tiempo
de la presencia de Cristo reemplazará el arrebatamiento; solamente
que lo precederá.
Un simple vistazo a una concordancia revela que los Evangelios
contienen unas ciento diez referencias al reino de Dios; Jesús
menciona la palabra iglesia sólo tres veces. Los primeros discípulos
se consideraron a sí mismos «hijos del reino» (Mateo 13:38).
Su futura participación en ese tiempo de gloria fue el motivo
inspirador en la vida de los seguidores de Jesús. Por supuesto, ellos
visualizaron el reino de Dios como un mundo en el cual ya estaban,
pero también sabían que éste se ampliaría hasta alcanzar un
cumplimiento mundial (cf. Marcos 1:15; Mateo 13:31-32, 36-43).
Jesús explicó que el reino sufriría un período de contaminación
cuando la cizaña y el trigo crecerían juntamente (cf. Mateo 13:41-
42), pero durante los últimos años de la era ocurriría una limpieza
final. Sin mencionar todavía el arrebatamiento, les dijo a sus
discípulos que esperaran un tiempo cuando «los justos brillarán en
el reino de su Padre como el sol» (v. 43).
Santiago y Juan expresaron el deseo de los discípulos cuando
pidieron: «Concédenos que en tu glorioso reino uno de nosotros se
siente a tu derecha y el otro a la izquierda» (Marcos 10:37). Todos
ellos sabían de la gloria venidera; lo que estaba en su mente era
quién tendría la mayor parte. ¿Podría ser que este brillar como el sol
y este sentarse en gloria con el Señor lo que los discípulos
esperaban durante la parousia?
E
Antes de que usted rechace esta idea, considere lo siguiente. Los
discípulos que interrogaron a Jesús respecto al tiempo del fin fueron
Pedro, Santiago, Juan y Andrés (cf. Marcos 13:3). Los tres primeros
estuvieron con Jesús en el monte de la Transfiguración cuando el
rostro del Señor «resplandeció como el sol» (Mateo 17:2).
Inmediatamente antes de que Jesús se transfigurara, les dijo: «Les
aseguro que algunos de los aquí presentes no sufrirán la muerte sin
antes haber visto el reino de Dios llegar con poder» (Marcos 9:1).
Él afirmó con claridad que algunos de sus discípulos observarían
el reino de Dios venir con poder. El siguiente versículo conecta lo
que Jesús dijo con la Transfiguración: «Seis días después Jesús
tomó consigo a Pedro, a Jacobo y a Juan, y los llevó a una montaña
alta, donde estaban solos. Allí se transfiguró en presencia de ellos»
(v. 2).
En realidad, Jesús mostró a «algunos» de sus discípulos lo que
sería el reino de Dios en el día de poder. Esto es significativo: los
discípulos que interrogaron a Jesús respecto a alguna señal de su
presencia fueron los que estuvieron con Él en el monte de la
Transfiguración.
Permítame señalar que, en el arrebatamiento, nuestros cuerpos
terrenales serán cambiados por unos celestiales. Pablo nos dice que
en ese momento seremos revestidos con una naturaleza similar a la
de Cristo (cf. Filipenses 3: 21). Juan, que estuvo con Jesús en la
Transfiguración, nos dice que «todavía no se ha manifestado lo que
habremos de ser» (1 Juan 3:2). En el monte de la Transfiguración,
Jesús reveló el día de poder y gloria que precede al arrebatamiento.
Durante éste último, nuestros cuerpos mortales serán vestidos de
inmortalidad. Pero en el monte de la Transfiguración, aunque lleno
de gloria, Jesús todavía tenía un cuerpo susceptible de sufrir y morir.
Pedro estaba tan asombrado por la revelación de la gloria venidera
que, al final de su existencia, esa visión todavía seguía siendo la
experiencia motivadora de su vida (cf. 2 Pedro 1:14). No obstante, el
apóstol no tenía su vista puesta en el pasado, en este incidente,
sino que miraba hacia delante y esperaba ser protagonista del
mismo. Esto fue lo que escribió:
«Cuando les dimos a conocer la venida de nuestro Señor
Jesucristo en todo su poder, no estábamos siguiendo sutiles cuentos
supersticiosos sino dando testimonio de su grandeza, que vimos con
nuestros propios ojos. Él recibió honor y gloria de parte de Dios el
Padre, cuando desde la majestuosa gloria se le dirigió aquella voz
que dijo: “Este es mi Hijo amado; estoy muy complacido con Él”.
Nosotros mismos oímos esa voz que vino del cielo cuando
estábamos con Él en el monte santo» (vv. 16-18).
Cuando Pedro habla del poder y la venida de nuestro Señor, la
palabra traducida como venida es parousia: «presencia». La
traducción literal de Young dice: «Les dimos a conocer el poder y la
presencia de nuestro Señor Jesucristo». Pedro se refería a este
tiempo con Cristo cuando estábamos con Él en el monte santo. Allí,
en esa experiencia con Cristo en gloria, los discípulos llegaron a
esperar un avance futuro que superara ampliamente su experiencia
en el reino hasta ese momento.
E S
Como resultado de la disciplina del Señor, vemos muchos avances
en la Iglesia: la urgencia y el florecer del movimiento de la oración,
la limpieza de las divisiones entre denominaciones y grupos
raciales. La iglesia observa avivamiento y renovación en muchos
lugares. Y la fuente de estos cambios importantes es la creciente
presencia del Señor Jesucristo. Creo que Dios obra en la iglesia
para crear las condiciones necesarias para un asombroso bautismo
de gloria.
En los siguientes capítulos, procuraremos la gracia de Dios a
medida que el Señor viene para liberamos para esa hora y a elevar
nuestras vidas a los niveles del reino. Pero permítame concluir con
un texto más. Esta fue la oración de Pablo por la Iglesia del primer
siglo, y es mi oración por la de hoy.
«Que ustedes lleguen a conocer realmente —mediante su propia
experiencia personal— el amor de Cristo, el cual sobrepasa el mero
conocimiento (sin experiencia); que sean llenos (todo su ser) de
toda la plenitud de Dios [esto es], que tengan la más rica medida de
la divina presencia, y lleguen a ser un cuerpo totalmente lleno e
inundado de Dios» (Efesios 3:19 AMP).
Nuestro llamamiento es a experimentar toda la plenitud de Dios.
Lo que nos espera antes del Arrebatamiento es nada menos que la
más rica medida de la divina presencia. Esto es, ciertamente, lo que
los días de su presencia revelarán: un pueblo totalmente lleno e
inundado de Dios.
P III
L los prisioneros
U de esperanza
E de visitación
Dios no nos libera por causa nuestra sino por Él mismo; nos libera
para que podamos cumplir su propósito.
I
Si usted se siente más atraído por la oración que por la promoción,
por la humildad más que por la pretensión de grandeza, el Señor lo
prepara para la gloria de Dios. Lo que Él obra en usted es típico de
lo que establece en otros miles de creyentes.
Sin embargo, antes de que el Padre revele finalmente a Cristo
como Señor sobre la tierra, lo revelará primero como Señor de la
iglesia. Y aunque debemos regocijamos, también debemos prestar
atención. Porque hasta que estemos cara a cara en gloria con
Jesús, vamos a estar en transición. El llamado de Cristo para cada
uno de nosotros sigue siendo: «ven y sígueme» (Lucas 18:22). Si
caminamos con Él en obediencia, nos llevará a la plenitud de su
presencia.
No obstante, las transiciones pueden ser atemorizantes. La
incertidumbre de los tiempos que transcurren entre una y otra cima
espiritual nos pueden hacer rehenes de las bendiciones de ayer.
Recordemos con piadoso temor que la serpiente de bronce que
llevó sanidad a Israel en el desierto, en los días de Ezequías, se
había convertido en un ídolo que tuvo que ser destruido. Nuestros
corazones deben postrarse ante Dios solamente, porque aun los
dones espirituales, aislados de Cristo el Dador, pueden llegar a ser
idolátricos.
Por lo tanto, para navegar con éxito en estos tiempos de cambio,
el Señor pide de nosotros una nueva sumisión a su señorío. Él
demanda que nuestras ideas y expectativas preconcebidas se
sometan a Él. Porque si continuamente le decimos al Espíritu Santo
dónde queremos ir, neutralizaremos nuestra capacidad de oír a
dónde nos quiere llevar.
C
Para comprender mejor los cambios que Dios inicia en la iglesia,
vamos a estudiar la vida de María, la madre de Jesús. Dios había
bendecido a María más que a cualquier otra mujer. Sólo a ella se le
concedió el maravilloso privilegio de dar a luz al Hijo de Dios.
Aunque la promesa y el propósito de Dios con María no tienen
paralelo, en dos aspectos importantes la promesa de Dios a
nosotros es similar a la de ella. En primer lugar, así como María
recibió a Cristo en su cuerpo físico, nosotros recibimos a Jesús en
nuestros espíritus. Y segundo, así como ella lo dio a luz, nuestra
tarea es liberar a Jesús del vientre de nuestra religión. Nuestro
destino no es llevar a Cristo dentro de nosotros sino revelar la
plenitud de su gloria en este mundo.
En este mismo momento, en un lugar más profundo que las
doctrinas de nuestra iglesia, habita en nuestro espíritu el Espíritu de
Cristo. La consecuencia de esta unión es que el Espíritu de Cristo
con nuestro espíritu amplía los siete días originales de la creación a
ocho. Somos nuevas criaturas de una nueva creación (cf. Gálatas
6:15). En este nuevo comienzo del eterno plan de Dios, Jesucristo
representa las primicias de una nueva raza de hombres (cf. 1
Corintios 15:45).
Así como Jesús fue, es y será Dios y hombre, así la Iglesia es
actualmente la habitación de Cristo, el templo del hombre. No hay
en nosotros un Jesús diferente al que habita en los cielos. Es el
Cristo envuelto en la gloria de los cielos, y es el Cristo vestido de
carne humana en la tierra.
Nuestra salvación es nada menos que el Perfecto que mora en los
imperfectos, el Todopoderoso que habita en la debilidad, el
Todosuficiente que vive entre personas con carencias. Este es el
misterio y la gloria de nuestra salvación: el mismo Cristo en su
plenitud llegó a nuestras vidas!
Es crucial para el éxito de su misión que recibamos estas
verdades con fe, que decidamos que éstas serán nuestra realidad y
no solamente nuestra teología. Es en este hecho, el de llevar la
presencia de Cristo en nosotros, que compartimos con María la
maravilla del propósito de Dios para nuestras vidas.
J
Aunque José era un buen hombre, fue María la que alimentó a
Jesús y continuó criándolo después de la muerte de José. En efecto,
vemos que María se convirtió en la matriarca de la familia y, bajo su
influencia espiritual, llegó Jesús a la madurez. Era, pues, natural
que, con el tiempo, María se considerara a sí misma «guardiana de
la visión y de Aquel que había de venir», porque en realidad lo era.
«Y (Jesús) vivió sujeto a ellos» (Lucas 2:51 é.a). Esta es una cosa
asombrosa: Jesús, el Señor de los cielos, sujeto a un humilde
carpintero y su esposa. Pero si pensamos en esto, ¿no es
igualmente asombroso que el gobierno de Cristo en su Iglesia esté
sujeto, por lo menos en parte, a núestras iniciativas? Él se somete a
nuestros programas y al horario de nuestros servicios. Obra dentro
de los límites de nuestras debilidades y temperamentos. Sin
embargo, debemos preguntarnos con honestidad: ¿es la voz de los
cielos o la de las tradiciones humanas la que determina por cuánto
tiempo lo adoramos el domingo en la mañana?
Si el Señor así lo decidiera, en un instante podría revelar su
majestad y lograr un tembloroso sometimiento de toda la raza
humana. Sin embargo, El se contiene a Sí mismo al elegir no
intimidamos sino inspirar nuestra obediencia. Decidió esconder su
gloria, y no de nosotros sino en nosotros. Y luego, a fin de
perfeccionar nuestro carácter, se somete a nuestras iniciativas, a
nuestra hambre y nuestra fe.
Sin embargo, el hecho de que Jesús se adapte y se someta a Sí
mismo a las condiciones que le ofrecemos, no significa que haya
aprobado nuestras limitaciones. La norma de la Iglesia no es esta
misma, es Cristo. Y este es nuestro dilema actual: así como Jesús
se sometió a María y José y ellos se convirtieron, por algún tiempo,
en «guardianes de la visión», así supusimos que Él continuará
viviendo «sujeto» a nosotros. Pero no es así. Porque cuando Jesús
se levante a ejercer su señorío para salvarnos, primero tiene que
liberamos de nuestros esfuerzos por controlarlo a Él.
U
Es significativo que María seguía ejerciendo su supervisión
matriarcal aun después de que Jesús fuera un hombre maduro. En
la fiesta nupcial, en Caná, encontramos a Jesús, a sus discípulos y
a María, la «guardiana de la visión». «No tienen vino», le dijo María
a su hijo. Jesús le responde: «¿Qué tienes conmigo, mujer? Aún no
ha venido mi hora» (Juan 2:3-4 RVR-60). A pesar de lo que Jesús le
dijo, María le dice a los sirvientes: «Hagan lo que Él les ordene» (v.
5). Aunque yo me asombro del hecho de que el Padre obró a través
de María para orquestar este milagro, el hecho es que Jesús no vino
a hacer la voluntad de la madre sino del Padre. Ya era tiempo que el
hijo de María comenzara su ministerio como el Hijo de Dios.
Era necesaria una reversión significativa de autoridad en la
relación entre Cristo y María; un cambio que ella no esperaba. En su
mente, este sentido de influencia era sencillamente una continuidad
de la responsabilidad que Dios le había dado como «guardiana de la
visión».
El problema del control empeoró después del milagro en Caná:
«Después de esto Jesús bajó a Capernaúm con su madre, sus
hermanos y sus discípulos, y se quedaron allí unos días» (Juan
2:12). El versículo dice que Jesús y su madre descendieron a
Capernaúm. ¿Lo puede ver? María, la «guardiana de la visión»,
asumió que lo que ella pensaba era una posición legítima, un lugar
ganado de influencia con Cristo.
En defensa de María, podemos decir que ella estuvo el mayor
tiempo con Jesús, pagó el precio más alto. Más que ningún otro, ella
escuchó la Palabra y la creyó; su fe hizo que el mismo Cristo
naciera. Ella sirvió de magnífica manera los propósitos de Dios. Tal
vez tiene el derecho de pensar que Cristo puede obrar milagros
mientras ella siga siendo la influencia guiadora. Su prolongado
interés materno no era malo sino apenas algo natural.
No obstante, Dios había determinado que era tiempo de que Jesús
rompiera los lazos de influencia y control humanos. Ahora Jesús tan
solo haría las cosas que vio hacer a su Padre.
Yo creo que es a esto a lo que Dios celosamente nos dirige: a
vaciamos de nuestros planes, de nuestras falsas expectativas, de
las tradiciones no bíblicas para que Cristo solo sea el Señor sobre la
Iglesia. En el capítulo siguiente, veremos cómo el Señor liberó a
María. Lo que aprendemos ahora es que, aunque hayamos servido
como guardianes de la visión, debemos sometemos ahora al Señor
de la visión.
16
U tu corazón
No importa qué tan verdadera sea la visión que Dios reveló, nunca
se realizará de la manera que imaginamos. Todas nuestras
expectativas son incompletas. De hecho, nuestras mismas ideas a
veces se convierten en los obstáculos más sutiles que se interponen
entre nosotros y nuestro futuro planeado por Dios. Por eso, tenemos
que mantener nuestras mentes dispuestas y sometidas a Dios,
porque cuando Él cumple su Palabra, siempre lo hace «mucho más
abundantemente de lo que pedimos o entendemos» (Efesios 3:20
RVR-60).
En el capítulo anterior, hablamos de María y de su papel como
«guardiana de la visión». En este vamos a discutir la manera en que
Dios debe cambiar nuestra actitud de tener el control a un completo
sometimiento.
Es interesante que, en la primera etapa de preparación de María
por parte de Cristo, lo encontráramos resistiéndola a Él. Antes de
que el Señor lleve a alguno de nosotros a una nueva fase de su
voluntad, tiene que desmantelar ese «sentido de haberlo logrado
todo» que a menudo acompaña nuestra antigua relación con su
voluntad. Es un hecho que muchos movimientos de iglesias, dentro
y fuera de las denominaciones, comenzaron con sencillez. Almas
hambrientas anhelaron y encontraron más de Dios, pero, con el
tiempo, a medida que crecieron en cantidad, el éxito reemplazó el
hambre; la gente empezó a sentirse más satisfecha con las
bendiciones de Dios que con su presencia. Y entre estas dos cosas
existe una enorme diferencia.
El apóstol Pablo arroja luz sobre este fenómeno y utiliza a Israel
como ejemplo al escribir: «fracasó en alcanzar su meta. ¿Y por qué?
Porque fijaron su pensamiento en lo que lograron, no en lo que
creyeron» (Romanos 9:31-32 Phillips).
Lo que le ocurrió a Israel es típico en todos nosotros. Sin damos
cuenta, nos encontramos descansando en lo que logramos. La
Biblia dice que Dios resiste al orgulloso pero da gracia al humilde
(cf. Santiago 4:6). Es siempre su misericordia la que desvía nuestra
vista de nuestros logros hacia el conocimiento de nuestra
necesidad.
Hoy muchas personas de diversas denominaciones cristianas
comienzan a reconocer sus fallas personales. El hecho cierto es que
todos necesitamos corrección. Y el comienzo de ese proceso es que
Cristo resiste nuestro orgullo y nos da nueva hambre de conocerlo a
Él.
De ahí que, para llevar a María en última instancia a un nivel más
alto, Jesús tuvo que reducir la opinión que ella tenía de sí misma. Él
la resiste en su nivel actual. Es interesante que, como respuesta a
su actitud, la necesidad de María de controlar parece aumentar y
tomarse más fuerte.
«Luego entró en una casa, y de nuevo se aglomeró tanta gente
que ni siquiera podían comer Él y sus discípulos. Cuando se
enteraron sus parientes, salieron a hacerse cargo de él, porque
decían: “Está fuera de sí”» (Marcos 3:20-21).
Estas son palabras bien fuertes: hacerse cargo de Él... está fuera
de sí. Es muy probable que la influencia dominante en los parientes
de Jesús haya venido de María. ¿Fue su inquietud la que causó la
de ellos? El asunto no es que Jesús hubiera perdido la razón sino
que ellos perdieron el control. Porque para que Jesús tome el
control, tenemos que perderlo nosotros. El avivamiento es así de
sencillo.
Debemos ser conscientes de que, cuando el Cristo real comience
a manifestarse a su iglesia, primero reducirá nuestro papel de
realizadores al de seguidores otra vez. La esencia del poder de
Cristo para sanar, liberar y obrar milagros radica en la revelación de
su señorío. Desconozca la soberanía de Cristo en su iglesia y le
robará a la iglesia su poder. A Él no se le puede manipular, ni
sobornar ni mendigar. Recuerde que Jesús no hizo milagros hasta
que empezó a manifestarse como Señor. De ese momento en
adelante, las únicas relaciones que Él apoyó activamente fueron las
que lo reconocieron como Señor y se sometieron a su señorío.
La siguiente escena en el Evangelio de Marcos comienza así:
«Llegaron la madre y los hermanos de Jesús» (v. 31). Podemos
imaginar que, externamente, María es la que sutil pero claramente
lleva la iniciativa, aunque en su interior quizá tiene dudas e
inseguridad. Jesús está rodeado de la multitud, y le dicen: «Mira, tu
madre y tus hermanos están afuera y te buscan» (v. 32). La
implicación de lo dicho es: hay alguien aquí con algo más importante
que lo que tú haces ahora.
En otro orden de ideas, es correcto honrar a la familia de uno con
privilegios especiales, pero sin poner tal cosa por encima de la
voluntad de Dios. María está buscándolo afuera. Por primera vez en
su vida siente una distancia espiritual entre su hijo y ella. Nosotros
podemos ver que, mientras más nos dedicamos a controlar a otra
persona, menos íntima es nuestra relación con ella; porque la
intimidad se basa en la vulnerabilidad y en la sumisión, no en el
control. De todos los que están cerca de Jesús, María y su familia
son los que más se desprendieron de Él; ellos están ahora fuera de
la esfera de la comunión íntima.
Cuando le dijeron a Jesús que su madre había llegado, aprovechó
la oportunidad para poner fin a esta etapa de su relación, al decir:
«¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? —replicó Jesús. Luego
echó una mirada a quienes estaban sentados alrededor de él y
añadió: —Aquí tienen a mi madre y a mis hermanos. Cualquiera que
hace la voluntad de Dios es mi hermano, mi hermana y mi madre»
(Marcos 3:33-35).
Ellos estaban afuera pero suficientemente cerca para oír su
reproche. En ese instante se cumplieron las palabras de Simeón a
María treinta años atrás: una espada traspasó su corazón y sus
íntimos pensamientos fueron revelados (cf. Lucas 2:35). Como un
cirujano y con mucha misericordia, Cristo extirpó de María el fuerte
deseo de controlarlo.
En nuestros días, Dios remueve quirúrgicamente lo que hay en
nosotros que pretende controlar a Cristo. Fue por el bien de María
que Cristo removió su tendencia al control. Fue en su beneficio que
Él destruyó lo que en ella inconscientemente se oponía a su
señorío. Hay veces en nuestro caminar con Dios que es bueno que
el Señor elimine actitudes nuestras que limitan su «libertad» para
transformarnos. Si de verdad somos sus discípulos, no solamente
sobreviviremos a su reproche sino que produciremos más fruto
después de su poda.
Al paso que el día de su regreso se acerca, debemos esperar y
veremos muchos cambios. Nuestro destino es ser el cuerpo de
Cristo que lo tiene a Él como la cabeza. La Iglesia fue creada para
recibir sus instrucciones mediante una relación viva con El. No hay
otra forma en que podamos ser guiados por Él sino al buscarlo en
oración y al recibir su Palabra con corazones contritos.
C S
Jesús no es cruel cuando termina con nuestros esfuerzos por
controlarlo. ¿No dijo Él: «Quien quiera servirme, debe seguirme?»
(Juan 12:26a). ¿Y no está junto con su mandato su promesa:
«Donde yo esté, allí también estará mi siervo?» (v. 26b). Si le
seguimos, tendremos comunión permanente con Él. Su resistencia a
nuestros esfuerzos por controlarlo es una respuesta a nuestros
deseos más profundos. Oramos y laboramos para ver al Jesús real
emerger a través de toda su Iglesia, ¡y lo hace! Pero Él viene como
Señor.
Al mismo tiempo viene bien aquí una palabra de advertencia. Esta
transición no es una luz verde para usurpar la autoridad del pastor,
ni es una excusa para justificar el desorden y la desobediencia en la
Iglesia. Si nos situamos en una posición y una actitud de oración, y
ministramos a Jesús como Señor, tal como lo hicieron los líderes en
Hechos 13:1-3, veremos las más extraordinarias demostraciones del
poder y la gloria de Dios.
Si queremos que nuestro cristianismo tenga realmente a Cristo,
tenemos que permitirle reinar. Ciertamente nuestras vidas entrarán
en una mayor dependencia de Dios. Sí, nos veremos forzados a
acoger los cambios más drásticos. Sin duda alguna, seremos
reducidos a algo parecido al comienzo de nuestro caminar con el
Señor. También recuperaremos el amor de nuestra alma en una
fervorosa búsqueda del Todopoderoso. ¡Y cuánto le complace a Él
esta búsqueda!
A este estado del corazón se le llama bíblicamente el «primer
amor», y sin éste no puede haber realidad de Dios en nuestra vida.
Mire, sus brazos no son tan cortos como para que no pueda
alcanzar nuestras iglesias y nuestras ciudades. El privilegio del
Señor es concedemos la entrada a la experiencia más profunda,
maravillosa, impredecible y gloriosa que podamos tener: ¡conoce el
poder del Dios Vivo!
La realidad se llena de significado. Lo que una vez era vago ahora
es un cumplimiento de la Palabra de Dios. Pero eso también infunde
temor.
Hay algo en la presencia real de Dios cuando interactúa de
manera sobrenatural con el ser humano que no tiene paralelo en la
mera religiosidad. Es un tiempo de poder pero también de gran
cautela. No solamente los muertos cobran vida sino que también los
vivos pueden caer muertos, como ocurrió con Ananías y Safira. ¡Es
lo más emocionante, pero también espantoso! Como la experiencia
de las mujeres frente a la tumba de Cristo, llenas de «temor y gran
gozo» (Mateo 28:8 RVR-60), tal es nuestra experiencia cristiana
cuando Jesús es el Señor sobre su Iglesia.
Lo que es quizá más maravilloso en esto de servir al Señor es que,
aun cuando fallamos y fracasamos, Él permanece fiel a su propósito
en nuestras vidas. Con Él la corrección no es rechazo. Sus manos
quizá hieren, pero también curan.
El fin de nuestra historia acerca de María es este: en el día de
Pentecostés, ella y sus hijos, los hermanos de Jesús, fueron todos
parte de los ciento veinte que oraban y esperaban en el aposento
alto. Las Escrituras mencionas a María por su nombre (cf. Hechos
1:14).
María en realidad demostró ser la sierva del Señor. Aquí se
encontraba esta notable mujer, humillada y quebrantada, pero una
vez más servía a Dios en el más alto nivel de sumisión. Ella obtuvo
lo que quiso desde el principio: intimidad profunda con Cristo. Pero
logró su objetivo no con el esfuerzo o al tratar de controlar a Jesús
sino sometiéndose a Él.
Por el Espíritu Santo y de la manera más rica, María tuvo viviendo
otra vez a Jesús dentro de su ser. Aprendió el secreto de ser una
seguidora, no una controladora del Señor Jesucristo en el día de su
gloria.
17
Filipenses 3:17-18
El apóstol Pablo enfrentó un grave problema en el primer siglo:
muchos engañadores se habían introducido a la Iglesia. Él dijo que
estos falsos líderes eran enemigos de la cruz de Cristo y exhortó a
los filipenses a reconocer las diferencias entre un verdadero hombre
de Dios y un falso maestro o profeta. Sin ninguna pose de falsa
humildad, Pablo declaró que tanto su visión como su actitud en
cuanto a cómo realizarla son ejemplos que nosotros debemos
seguir.
En el contexto dentro del cual escribió Pablo, describe su justicia
propia antes de encontrar a Cristo y su radical abandono de la
confianza en la carne, después que lo encontró. Vamos a estudiar
cuidadosamente estos versículos, porque en una época en que el
engaño y las distracciones crecen cada día, encontramos una
norma que nos mantiene en ruta hacia la plenitud de la presencia de
Cristo.
C
Pablo comenzó este tercer capítulo de Filipenses con una
prevención. Dijo: «Cuídense de esos perros, cuídense de esos que
hacen mal, cuídense de esos que mutilan el cuerpo» (v. 2).
Había tres clases de maestros acerca de los cuales hizo una
advertencia. La frase cuídense de los perros todavía se utiliza hoy.
Significa que hay un animal perverso aquí. Además, la mayoría de
los perros de los tiempos de Pablo eran basuriegos. En el primer
siglo, uno podía encontrar docenas de estos animales comer
desperdicios en los basureros fuera de las ciudades.
La Iglesia de hoy tiene personas parecidas: los que andan
buscando faltas, personas sin fe o amor reales que continuamente
se alimentan de la basura de la vida. La advertencia de Pablo es
válida hoy: ¡cuídese de quienes le susurran malignidades al oído,
los que continuamente descubren las faltas de los demás! Si usted
los escucha, sus palabras le robarán su visión, lo dejarán sin alegría
y drenarán sus energías.
Hay otros que no pueden aceptar las promesas de Dios de una
Iglesia glorificada al final de esta era. La idea de la unidad entre los
cristianos no solamente los asusta, también los enoja. A pesar de
las críticas que hicieron, la expectativa de un tiempo especial de
gloria al final de la era fue la visión de los apóstoles. Pero su
advertencia se mantenía vigente: cuídense de los perros.
Pablo también advirtió sobre los malos obreros. Éstos son más
difíciles de identificar que los «perros», pero él los describe
brevemente en el primer capítulo. Son los que predican a Cristo por
«envidia y rivalidad / por ambición personal» más que por amor
(Filipenses 1:15, 17). Cuídense, dijo Pablo, de quienes predican a
Cristo para edificar sus propios reinos, cuyos ministerios están
motivados por la ambición. Santiago agrega: «Porque donde hay
envidias y rivalidades, también hay confusión y toda clase de
acciones malvadas» (cap. 3:16). En nuestra nación, este es un
grave problema en la iglesia. Que Dios nos ayude a todos a predicar
a Cristo con pureza y con un corazón amoroso.
La tercera advertencia fue dirigida contra la circuncisión (cf. v. 2).
Estos eran los judíos cristianos que, cuando fueron salvados,
trataron de hacer del cristianismo una extensión del judaismo. Esta
última enseñanza fue la más peligrosa, por cuanto parecía ser la
más razonable.
La esencia de este error consistía en que la expiación de Cristo no
era suficiente para la salvación; además, era necesario guardar todo
el conjunto de las leyes mosaicas. Pablo escribió los catorce
versículos siguientes para refutar a estos legalistas, así como para
darle a la iglesia un claro ejemplo de lo que significa ser un auténtico
cristiano.
E
«Porque nosotros somos la circuncisión, los que en espíritu
servimos a Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo
confianza en la carne» (v. 3 RVR-60). Pablo explica que, en cuanto
a la justicia por la Ley, él había sido irreprensible, claro que después
de enumerar todas las cosas de las cuales su carne podía alardear:
nacido de la tribu de Benjamín, hebreo de hebreos, fariseo,
perseguidor de la Iglesia. Él afirmó: «Pero cuantas cosas eran para
mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo» (v.
7 RVR-60).
Según la definición apostólica de cristianismo, la verdad se
encuentra en conocer a Jesús. Nosotros no guardamos la Ley:
guardamos a Jesús. Si realmente lo guardamos sin violar el espíritu
de la Ley, superaremos la justicia de la Ley.
Pablo dijo que él estimaba «todas las cosas como pérdida por la
excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor» (v. 8 RVR-
60). Todo lo que Pablo pudo haber tenido en la carne lo consideró
pérdida con el fin de ganar a Cristo.
Cristo era más que el Dador de la Ley. Él era el Dador de la fe, del
amor, de la vida, de la salud, del poder.
Pablo sigue diciendo: «A fin de conocerle (a Cristo), y el poder de
su resurrección» (v. 10 RVR-60 é.a). Si decimos que lo conocemos,
pero no conocemos el poder que lo levantó de la tumba, realmente
no lo conocemos como es. En Hechos, Pedro proclamó que era
imposible que la muerte retuviera a Jesús (cf. cap. 2:31). Hebreos
nos dice que Cristo fue levantado como sacerdote por el «poder de
una vida indestructible» (cap. 7:16). Estar íntimamente familiarizado
con la vida de resurrección de Cristo como fuente de nuestra vida es
conocer una faceta de la naturaleza de Cristo.
Pablo también acogió «la participación de sus padecimientos,
llegando a ser semejante a él en su muerte» (Filipenses 3:10 RVR-
60). El conocimiento del poder de Cristo es accesible sólo mediante
la conformidad con su muerte; la resurrección se logra después de
la crucifixión. No hay nadie que entre a la plenitud de la presencia
de Cristo que, sin cargar la cruz, pueda llegar allí. El yo ocupa el
corazón y le niega a Cristo la entrada a nuestras vidas. Sin la cruz,
el yo se convierte en nuestro Dios.
La participación de los sufrimientos de Cristo es una parte del
proceso de conocerlo. Pablo no acogió la muerte en un morboso
acto de rendición a la destrucción; acogió la muerte de Cristo, la
muerte del yo. Es el sometimiento a la voluntad de Dios el que
manifiesta la presencia de Cristo dentro de nosotros. Mediante este
sometimiento perdonamos a quienes nos han «crucificado»: es un
sacrificio de amor, no meramente de negación personal.
Al conocer a Cristo, Pablo estaba hambriento de conocer ambos
aspectos: sus sufrimientos y su resurrección. El hambre por conocer
a Cristo es parte del patrón de un verdadero cristiano.
Pablo continuó diciendo: «No que lo haya alcanzado ya, ni que ya
sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo
cual fui también asido por Cristo Jesús» (v. 12 RVR-60). Guarde en
mente este pensamiento: ¡este era un apóstol que avanzaba! Un
cristiano maduro que seguía adelante.
El dijo: «Una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás,
y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio
del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús» (vv. 13-14 RVR-
60). ¿Qué fue lo que Pablo decidió «olvidar»? Él puso a un lado las
heridas, las ofensas y los dolores del ayer para entregarse
totalmente al más alto llamado de Dios en Cristo. Mientras
recordemos continuamente el pasado, no podemos liberarnos del
mismo. Al actuar así, nos descalificamos nosotros mismos para
acoger el futuro que Dios tiene para nosotros.
El premio en el verdadero cristianismo es lograr la gloria de Dios.
Para obtener ese premio, vale la pena dejar todo lo demás. Todos
los que le permitirían a usted sentarse pasivamente con una falsa
seguridad están ciegos a la meta, al premio, al supremo llamamiento
de Dios hacia el cual Pablo mismo avanzaba.
Muchos maestros pasarán por su vida. Al buscar dirección,
recuerde las advertencias de Pablo: ¡nunca siga a alguien que no
vaya hacia adelante, hacia el premio de Cristo Jesús! Usted puede
orar por ellos, estar con ellos, y darles aliento. Pero si no van a
donde usted se dirige, ¡no los siga!
Pablo continuó diciendo: «Así que, todos los que somos perfectos,
esto mismo sintamos» (v. 15 RVR-60). Fue en este mismo contexto
que dijo: «Hermanos, sed imitadores de mí, y mirad a los que así se
conducen según el ejemplo que teneís en nosotros» (v. 17 RVR-60
é.a). Por supuesto que el primer ejemplo y el máximo para nuestras
vidas es Jesucristo. No obstante, Pablo era el modelo para alguien
que procuraba el modelo perfecto, Jesús.
En este mundo de ilusiones, engaños y seducciones, tengamos
cuidado de quiénes son como perros, siempre enfocados en la
basura de la vida. Huyamos de los malos obreros que están llenos
de envidia y ambición. No nos sometamos a los legalistas que nos
imponen normas de justicia diferentes a Cristo.
Pablo nos dice que todos estos son «enemigos de la cruz de
Cristo. Su destino es la destrucción» (vv. 18-19 RVR- 60). Nosotros
más bien corramos para procurar la semejanza de Cristo. Como
Pablo, avancemos hacia el premio glorioso: asir a Cristo Jesús
nuestro Señor. Porque así se manifestará su presencia en nosotros.
18
E
No hay duda de que cada uno de nosotros pronto se dará cuenta
que tenemos limitaciones para servir a Dios en el nivel actual.
Sencillamente, necesitamos tener más de su plenitud: instrucciones
más claras, mayor poder, un amor más perfecto. Estos recursos no
los encontramos en ningún otro lugar que no sea en la presencia del
Señor. Las frustraciones que a veces sentimos son en realidad una
forma en la que Dios nos enseña que hacemos su voluntad sin el
poder de su presencia.
Pero que no nos quepa duda: al final de la era, habrá un tiempo de
poder, de descanso y de habitar en Cristo cuando literalmente
oiremos y serviremos al Rey de los cielos. Hablo de una relación en
la cual Dios mismo obra a través de nosotros. Estar delante del
Señor es entrar a ese tiempo.
Hay varios niveles en que podemos permanecer delante de Dios.
Usted puede estar delante de Él en representación de su familia, su
iglesia, su comunidad o su nación. Donde quiera que Él lo ubique,
su tarea será representar al Señor como alguien enviado por Él, con
su misión y su mensaje. Su función será orar por quienes Él puso en
su corazón y hablar con ellos cuando el Señor tenga algo que decir.
A medida que los días se manifiesten, no solamente conoceremos
la presencia del Señor en las formas más maravillosas sino que
podremos identificar su voz. Porque, ¿qué siervo hay que no pueda
entender lo que su amo requiere? De ahí que podemos esperar que
el Señor haga conocer su voluntad de la manera más clara, lo que
exigirá que cada uno de nosotros escuche personalmente su voz.
Estar en su presencia y oír su voz es nuestro objetivo. Por lo tanto,
ascendamos en fe adoradora hasta que entremos al fuego de la
gloria de Dios. Allí, Él nos enseñará a estar en quietud, sin
pensamientos ansiosos que desvíen la atención hacia otro lugar.
Como siervos, esperemos hasta que Él hable a nuestros corazones.
Al mismo tiempo, esto no quiere decir que no hagamos nada en
cuanto a las demás cosas de nuestra vida. A medida que
aprendemos a reconocer su presencia y su voz, tenemos que
permanecer fieles en las cosas pequeñas. Aunque somos fieles en
nuestras responsabilidades, no podemos permitir que éstas nos
distraigan. Viene algo más grande, algo de lo cual nuestra fidelidad
en las cosas pequeñas es el fundamento y el preludio.
E
A través de toda la Biblia leemos acerca de hombres y mujeres de
Dios que estuvieron delante del Señor. Al acercarse el regreso de
Cristo, no será diferente: Dios tendrá otra vez quienes esperen en
Él. Tendrá un pueblo que lo represente en todos los aspectos de la
humana existencia. Y ese pueblo oirá la palabra particular que Él
tiene para el mundo que los rodea. A primera vista, muchos
parecerán amas de casa o empleados del mundo, pero en realidad
habrán servido a Dios. Por lo tanto, a manera de ejemplo, miremos
la vida de algunos siervos de Dios. Al hacerlo, tendremos una
percepción de lo que significa estar delante del Señor.
«Entonces Elías tisbita, que era de los moradores de Galaad, dijo
a Acab: Vive Jehová Dios de Israel, en cuya presencia estoy, que no
habrá lluvia ni rocío en estos años, sino por mi palabra» (1 Reyes
17:1 RVR-60 é.a). Otra vez encontramos esta singular posición en
las palabras del angélico mensajero del Señor a Zacarías: «Yo soy
Gabriel, que estoy delante de Dios; y he sido enviado a hablarte ...
mis palabras ... se cumplirán a su tiempo» (Lucas 1:19, 20 RVR-60).
Cuando somos enviados por Dios para hablar sus palabras, éstas
se cumplirán en su debido tiempo. La autoridad y la confianza que
provienen del hecho de haber sido enviados por Dios no tienen
substituto en la sola religión.
Las Escrituras declaran que quienes están delante del Señor,
habitan en el lugar más alto de servicio que se pueda rendir al
Todopoderoso. Estar delante de Él es vivir en un progresivo
sometimiento y disponibilidad para Dios. Quien está delante de Él es
mensajero del Señor, escogido y entrenado para transmitir las
palabras, las intenciones y los actos de Dios para este mundo.
En los días de su presencia, a quienes estén delante de Él, Dios
hará lo que describe el siguiente pasaje:
«Y daré a mis dos testigos que profeticen por mil doscientos
sesenta días, vestidos de cilicio. Estos testigos son los dos olivos, y
los dos candeleros que están en pie delante del Dios de la tierra»
(Apocalipsis 11:3-4 RVR-60).
Escuché decir a algunos intérpretes que los dos testigos son
Moisés y Elías, o Enoc y Elías, o Juan y Moisés. Que Dios los
enviará otra vez a profetizar al final de esta era.
No creo que Dios traerá de nuevo a los antiguos profetas. Hacerlo
así sería justificar la doctrina de la reencarnación. Aun si el espíritu
de uno de estos profetas fuera a ministrar a una persona, como
ocurrió con Elías y Juan el Bautista, desde su nacimiento esa
persona tendría similitudes, pero de todos modos tendría su propia
personalidad. Juan el Bautista no era Elías, aunque el espíritu de
Elías ministraba a través de él (cf. Juan 1:21).
El mismo Dios que levantó a Moisés y Elías prepara, aun en este
mismo momento, a los dos testigos a los que se les asignará la
tarea determinada al final de la era: estar delante del Señor con
poder ilimitado.
«Si alguno quiere dañarlos, sale fuego de la boca de ellos, y
devora a sus enemigos; y si alguno quiere hacerles daño, debe
morir él de la misma manera. Estos tienen poder para cerrar el cielo,
a fin de que no llueva en los días de su profecía; y tienen poder
sobre las aguas para convertirlas en sangre, y para herir la tierra
con toda plaga, cuantas veces quieran» (vv. 5-6 RVR-60).
Sin embargo, no serán sólo los dos testigos los que profetizarán.
Creo que el Señor tendrá muchas personas que pasaron las
pruebas y aprendieron de sus conflictos y aflicciones, que
perseveraron en medio de los ataques demoníacos y superaron sus
propias debilidades personales. Habiéndose afirmado en la
presencia de Dios, permanecen ante Él en paz como sus siervos.
Aunque su nivel de autoridad no es igual al de los dos testigos,
cuando hablan, sus palabras tienen el peso del poder de Dios
mismo.
U :
Estar de pie delante del Señor es el resultado de la relación que
uno tiene con Dios. Y no implica que dejemos de arrodillamos, ni
significa que desarrollemos un sentido de congenialidad o de
familiaridad carnal con Él. Jesús estuvo en la presencia del Padre
mientras se arrodilló en el Getsemaní. Elías estaba en la presencia
de Dios mientras se postró siete veces en oración para pedir por
lluvia. Hoy existe en la iglesia un fenómeno espiritual conocido como
«ser muerto en el espíritu». La experiencia tiene su base en el caso
de quienes la Biblia narra que cayeron bajo el poder del Señor. Esta
fue una manifestación generalmente acaecida en el Antiguo
Testamento. Excepto cuando el Señor apareció a Pablo en el
camino a Damasco y luego a Juan en la isla de Patmos, esta
manifestación no ocurrió en el Nuevo Testamento. Sin embargo,
tiene su lugar en la Biblia y también en las vidas de muchos
cristianos de hoy.
No obstante, si aceptamos esta experiencia como bíblica,
sometámonos también al propósito de Dios en cuanto a esta
manifestación. En casi todos los ejemplos bíblicos de alguien que
cayó delante de Dios la experiencia fue un preludio de un nuevo
estar de pie delante de Él. Es parte de una comisión y representaba
un nuevo nivel de servicio a Dios.
Después de su encuentro con los ángeles del Señor, Daniel
escribió:
«Pero oí el sonido de sus palabras, y al oír el sonido de sus
palabras, caí sobre mi rostro en un profundo sueño, con mi rostro en
tierra. Y he aquí una mano me tocó e hizo que me pusiese sobre
mis rodillas y sobre las palmas de mis manos. Y me dijo: Daniel,
varón muy amado, está atento a las palabras que te hablaré, y ponte
en pie; porque a ti he sido enviado ahora» (Daniel 10:9-11 RVR-60
é.a).
Daniel fue muerto en el espíritu. Sin embargo, el resultado
inmediato fue que se le dijo que se pusiese de pie. Aquí podemos
ver el patrón: un hombre temblando temeroso a quien levantan para
que esté de pie delante de Dios. También Ezequiel vivió una terrible
manifestación del Señor. El profeta dice: «Y cuando yo la vi, me
postré sobre mi rostro, y oí la voz de uno que me hablaba». ¿Y qué
fue lo que el Señor le dijo? «Hijo de hombre, ponte sobre tus pies, y
hablaré contigo» (Ezequiel 1:28-2:1 RVR-60).
Ante la manifestación de la gloria de Dios fue imposible para
Ezequiel hacer otra cosa que caer. De igual manera, ante el
mandato de ponerse de pie, le fue imposible desobedecer cuando el
Espíritu entró en él. «Y luego que me habló, entró el Espíritu en mí y
me afirmó sobre mis pies, y oí al que me hablaba» (cap. 2:2 RVR-
60).
Dios le dijo a Ezequiel que se levantara y se mantuviera de pie.
Hay un tiempo cuando caer o permanecer postrado es un acto de
desobediencia. Muchos cristianos acuden una y otra vez a que se
ore por ellos y esperan «caer bajo el poder de Dios». Tal vez lo que
debemos hacer es descubrir qué nos quiere decir el Señor. Quizá el
Señor nos llama a permanecer de pie por nuestras familias,
nuestros vecinos, nuestras comunidades o nuestras iglesias. Creo
que le quitamos a este fenómeno el propósito de Dios: levantar a las
personas para que estén delante de Él.
A A
«Velad, pues, en todo tiempo orando que seáis tenidos por dignos
de escapar de todas estas cosas que vendrán, y de estar en pie
delante del Hijo del Hombre» (Lucas 21:36 RVR-60).
Tradicionalmente, este versículo se ha utilizado para identificar a
quienes serán arrebatados por Cristo en el rapto. Pero usted no
necesita orar para tener fuerzas para ascender con Cristo en el
arrebatamiento, porque la participación en Él no depende de sus
fuerzas sino de la autoridad de la orden de Cristo. Cuando
mencionamos la frase estar en pie delante del Hijo del Hombre (el
Señor), en todos los demás casos en la Biblia se habla del acto de
la unción y de comisionar, e implicaba unidad con el poder y el
propósito de Dios.
En las últimas horas de esta era, el Señor levantará a individuos
que no solamente entrarán a su presencia sino que permanecerán
allí a su servicio. Será su alegría y su destino cumplir la voluntad de
Dios al final de los tiempos.
P IV
«D F lo extraño»
«P se hagan realidad»
Un
S D
En su inmadurez, la iglesia procura ser conocida por muchas
cosas. Intentamos ser conocidos por nuestra singularidad y nuestro
énfasis particular. Algunos procuran que los conozcan por hablar en
lenguas; otros, por buscar el reconocimiento por sus edificios o por
sus programas de evangelización; otros, por promocionar su
combinación particular de gobierno de la iglesia, o su programa de
conferencistas especiales.
Este deseo de importancia y reconocimiento humanos creó
muchas tradiciones eclesiales que no son bíblicas. No solamente
nos separó los unos de los otros sino que nos separó de Dios.
Pero los discípulos de hoy serán conocidos tan solo por una cosa:
por conocer realmente a Jesús. Su presencia — no sus doctrinas
acerca de Él sino su mismo Espíritu y su semejanza— acompañará
sin ninguna inhibición a quienes siguen al Cordero.
Por cuanto su enfoque es Él, y solamente Él, Dios los acompañará
con gran poder. Será común ver que ponen sus manos sobre los
enfermos y se sanan instantáneamente. Estos milagros serán sólo
una recompensa menor a una vida que se especializa en amar a
Jesús.
Nuestra salvación no se basa en lo que nosotros hacemos sino en
lo que Jesús llega a ser para nosotros. Sólo Cristo es nuestra
justicia, nuestra virtud y nuestra fortaleza. Cuando ministramos,
tenemos que hacerlo en el poder de Jesús o en verdad perderemos
el tiempo. Nuestra confianza se tiene que basar en Él y no en
nuestra propia capacidad. Tenemos que afirmamos en el
conocimiento que, si bien todas las cosas son posibles para los que
creen, ¡separados de Él nada podemos hacer!
L
Nuestro noble imperativo es despertar del sueño de nuestras
tradiciones culturales; es buscar y encontrar la presencia viva de
Dios. El Todopoderoso tiene para cada uno de nosotros un
llamamiento celestial, un alto destino de realización espiritual.
Nuestra esperanza no está basada en especulaciones o en
expectativas irracionales. Nos viene directamente de la Palabra de
Dios:
«Porque el Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor,
allí hay libertad. Por tanto, nosotros todos, mirando a cara
descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos
transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el
Espíritu del Señor» (2 Corintios 3:17-18 RVR-60).
Esta es la gloriosa esperanza de nuestro llamamiento: que cada
uno de nosotros mire el rostro de Cristo sin velo, a cara descubierta.
Pablo dijo: nosotros todos, mirando la gloria del Señor. El plan de
Dios nos incluye a usted y a mí, no solamente a apóstoles, profetas,
visionarios y santos. La oportunidad —el privilegio santo— es
remover el velo que nos separa de la presencia de Dios. Nuestra
herencia es contemplar su gloria.
El antiguo pacto habla de dos velos. Uno era la gruesa cortina que
separaba el Lugar Santo del Lugar Santísimo dentro del templo. En
el Lugar Santo se ofrecían diariamente a Dios los sacrificios en ritual
de obediencia, pero en el Lugar Santísimo habitaba la sagrada
presencia de Dios. En este pequeño recinto, el sumo sacerdote
entraba sólo una vez al año en el día de la Expiación. Esta era una
experiencia que infundía temor.
Cuando Jesús murió, este velo se rasgó en dos, de arriba a abajo.
Este hecho significaba la nueva apertura hacia la santa presencia
Dios que Cristo consiguió. El hecho de que fue rasgado de arriba
hacia abajo nos dice que el sacrificio de Cristo nos compró una
completa redención. La rapidez con que ocurrió la rotura —se rasgó
en el momento exacto de la muerte de Cristo— nos habla del
intenso deseo del Padre por recibirnos de nuevo en su familia (cf.
Mateo 27:51).
Pero hubo otro velo que Moisés utilizó para cubrir su rostro cuando
salía de la presencia de Dios. Esto lo hacía a petición del pueblo
que no podía resistir mirar la gloria de Dios que reflejaba el rostro de
Moisés. Cristo también eliminó la necesidad de este velo. Dios ya no
tendría un hombre que habitara en su sagrada presencia y el resto
del pueblo fuera de la misma. El nuevo pacto nos hizo una
comunidad de gloria: «Nosotros todos, mirando a cara descubierta
...la gloria del Señor» (2 Corintios 3:18 RVR-60).
Pero, ¿qué exactamente es un velo? Es algo que cubre o esconde
lo que de otra manera sería visible. Como ya lo mencioné, nuestras
tradiciones religiosas que no acomodan la presencia de Dios
pueden convertirse en un velo. ¡Qué terrible que las mismas cosas
que hacemos para Dios sean los obstáculos que nos separen de Él!
«Pero el entendimiento de ellos se embotó; porque hasta el día de
hoy, cuando leen el antiguo pacto, les queda el mismo velo no
descubierto, el cual por Cristo es quitado» (v. 14 RVR-60).
¿Cómo podemos damos cuenta que nuestras tradiciones se
convirtieron en un velo entre nosotros y la presencia de Dios? En
efecto, ¿cómo podemos salir de lo falso o de las tradiciones que nos
enseñaron a venerar y honrar? La respuesta radica en la medida de
nuestro amor por la Palabra de Dios y lo sensible que nuestro
corazón sea a su voz. Cuando obedecemos su voz, comienza
nuestro retorno a Dios.
«Pero cuando se conviertan al Señor, el velo se quitará» (v. 16
RVR-60). En este preciso momento usted está a solas con Dios. El
simple hecho de volverse hacia Él quita el velo.
Las Escrituras nos dicen que nadie puede llamar Señor a Jesús si
no es por el Espíritu Santo. Dígaselo: Jesús, Tú eres mi Señor.
Vuelva su corazón hacia Él. No tenga temor. Recuerde que rasgar
el velo en el templo fue idea de Él. Dios desea que usted se
acerque. En el momento en que usted vuelva su corazón al Señor,
el velo se quitará.
Señor Jesús, perdóname por mis muchas tradiciones.
Especialmente, Señor, perdóname por vivir separado de tu voz. Yo
remuevo mi velo y vuelvo mi corazón hacia tu viva presencia.
22
Juan 14:20
Las Escrituras nos dicen que Cristo es la vid y que nosotros somos
sus ramas; Él es la cabeza y nosotros su cuerpo; Él es el Señor y
nosotros somos su templo. Desde el principio hasta el fin, la Biblia
declara al Señor que vive no solamente en los cielos sino que existe
de manera perpetua en unión redentora con su pueblo. El objeto
siempre presente de su actividad es guiamos a la unidad con Él
mismo.
A este respecto, en todo lo que el Espíritu Santo vino a establecer
en nuestras vidas, ya sea mediante virtudes o dones espirituales, su
máximo propósito es llevarnos a la presencia de Jesús. El Espíritu
Santo obra incesantemente para establecer intimidad entre nosotros
y el Señor Jesús.
Esta intimidad le infunde a las letras y a las palabras de la Biblia el
palpitar del corazón de Dios. Verdaderamente escuchamos, como
las ovejas, la voz del Pastor que habla a nuestro corazón (cf. Juan
10:27). Piense en esto: no solamente somos privilegiados al conocer
lo que Jesús enseñó sino que está tan cercano que podemos
distinguir el tono de su voz al damos sus instrucciones. Esta es
intimidad de corazón a corazón. El mismo Jesús dice:
«Yo soy el buen pastor; conozco mis ovejas, y ellas me conocen a
mí, así como el Padre me conoce a mí y yo lo conozco a él, y doy mi
vida por las ovejas. Tengo otras ovejas que no son de este redil, y
también a ellas debo traerlas. Así ellas escucharán mi voz, y habrá
un solo rebaño y un solo pastor» (Juan 10:14-16).
Jesús nos dice que la unión entre Él y nuestro corazón es de la
misma calidad y naturaleza de la que tiene con el Padre. Él dice: Yo
conozco a los míos y los míos me conocen. ¿Qué tan íntima es esta
relación? Puede ser tan profunda y penetrante como el amor entre
el Padre y el Hijo. Jesús dijo que podemos conocerlo como el Padre
me conoce y yo conozco al Padre.
No obstante, la sensación de distancia entre Jesús y nosotros
subsiste. Quizá usted le dijo en oración: «Señor, Tú dijiste que estás
con nosotros para siempre, pero me siento solo. No puedo sentirte».
Si Cristo está dentro de nosotros, ¿cómo podemos encontrar la
llama de su gloria? Esta búsqueda para encontrar el lugar de su
presencia tiene en el Cantar de los Cantares una maravillosa
expresión. La novia dice:
«¡La voz de mi amado! He aquí él viene saltando sobre los
montes, brincando sobre los collados. Mi amado es semejante al
corzo, o al cervatillo. Helo aquí, está tras nuestra pared, mirando por
las ventanas, atisbando por las celosías» (Cantares 2:8-9 RVR-60).
Este es nuestro Señor: ¡lleno de vitalidad! Él salta sobre los
montes, y brinca sobre los collados. Verlo sobre las montañas es
contemplar de lejos sus obras poderosas.
Quizá sabemos teológicamente que Cristo está en nosotros, pero
vivir momento a momento con el sentir de su presencia parece
inalcanzable. Y nos preguntamos: ¿dónde está Él? ¿Cuál es su
relación conmigo?
La proclamación de la novia continúa: «Mi amado es semejante al
corzo, o al cervatillo. Helo aquí, está tras nuestra pared, mirando por
las ventanas, atisbando por las celosías» (v. 9 RVR-60). En este
mismo instante, Cristo está tras nuestra «pared». Las paredes que
se interponen entre nosotros y el Salvador son básicamente las
obras de nuestra naturaleza independiente y caída. Nosotros
levantamos barricadas de temores y actitudes carnales; somos
rehenes del pecado y las distracciones mundanas. Pero estas
paredes se pueden eliminar.
Vamos a suponer que, mientras usted lee, el Señor mismo entró a
una habitación contigua. De repente, el cuarto cobra vida, se ilumina
y vibra con vida eterna. Ondas radiantes de luz, como la luz del día,
inundan su entorno. Luego, esa luz santa penetra en usted, y la
oscuridad que envolvía como mortaja su codicia y sus actitudes
secretas, sus mentiras y sus concesiones al pecado desaparece. Se
ve a sí mismo tal como es. Queda expuesto plenamente con solo la
hoja de higuera de su propia justicia para esconderlo. Y usted sabe
en su ser interior que el Jesús real está en ese cuarto contiguo.
Primera pregunta: ¿entraría usted a ese cuarto?
Si usted no pudiera entrar en su presencia, ¿cuál sería el motivo?
Si es por la vergüenza de haberle fallado al Señor demasiadas
veces, su vergüenza se convirtió en una «pared» detrás de la cual
está Cristo. Si el temor lo mantiene alejado, éste es la barrera
mental entre usted y Dios. Tal vez es un corazón no arrepentido que
le impide tener intimidad con Cristo.
Recuerde que son los puros de corazón los que ven a Dios (cf.
Mateo 5:8). Si nos arrepentimos de nuestras malas actitudes y de
nuestros pecados, si en vez de la vergüenza y el temor nos
vestimos con los mantos de alabanza y salvación, las barreras entre
el Señor y nosotros serán eliminadas.
Pero hay una segunda pregunta: ¿cómo entrar a la presencia de
Cristo?
En mi opinión, no vamos a tocar panderos y danzar desaforados
en su gloria. Ni pienso tampoco que una risa santa nos acompañará
en el fuego terrible del Dios Santo. Quizá saldremos riendo y
danzando, pero cuando pienso en acercarme al recinto de su
presencia, creo que será de manera temblorosa que me colocó
frente al Señor.
¿Cómo podemos romper esta sensación de distancia entre Cristo
y nosotros? De la misma manera que nos arrepentimos del pecado
y la vergüenza antes de entrar al recinto, volvamos nuestra mirada
hacia su gloria viva. Entremos al fuego de su presencia en reverente
obediencia, porque ciertamente Él está más cerca que si estuviera
en el cuarto contiguo. Incluso en este mismo instante, Jesús está
detrás de nuestra pared.
Señor Jesús, yo remuevo la pared creada por mis temores, mi
pecado y mi vergüenza. Maestro, con todo mi corazón deseo entrar
en tu gloria, permanecer en tu presencia y amarte. Recíbeme ahora
mientras me postro ante tu gloria.
24
Cantares 6:10
En el capítulo anterior, pregunté: si usted supiera que el Señor
está tan cerca como en el cuarto contiguo, ¿entraría en el mismo? Y
pregunté también: ¿cómo entraría ?
Esta misma pregunta se hizo a muchos cristianos. La mayoría de
nosotros amamos sinceramente al Señor y estamos agradecidos por
todo lo que hace. Como personas, nos sentimos más cómodos al
celebrar lo que Jesús hace por nosotros que aceptar lo que Él desea
ser para nosotros.Podemos danzar delante de Él, cantar sus
victorias y enseñar acerca de sus misericordias, pero raramente
aquietamos nuestros corazones y nos rendimos ante su presencia;
lo queremos sin llegar a ser vulnerables ante Él. Para nosotros es
suficiente servirle a través de los tipos y las sombras de la religión.
Pero eso no es suficiente para Él.
«Muchos me dirán en aquel día: “Señor, Señor, ¿no profetizamos
en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios e hicimos
muchos milagros?” Entonces les diré claramente: “Jamás los conocí.
¡Aléjense de mí, hacedores de maldad!”» (Mateo 7:22-23).
Con todo lo grandioso y liberador que es conocer lo que Jesús
hace por nosotros, nuestra religión no será más que una «lección de
historia» y un compromiso de ser buenos,hasta que realmente
entreguemos a Él nuestras vidas. Lo diré una vez más: no es
suficiente.
Jesús quiere conocemos también.
Usted dirá: pero Él ya nos conoce. Esto en parte es cierto. En su
omnisciencia, Él conoce todas las cosas, pero en su amor busca
conocemos como seres que eligieron existir en una unión viva con
Él. Dios tiene el derecho de poseer nuestra alma, nuestros secretos
y nuestros sueños. Él quiere la persona que yo soy cuando nadie
más me mira.No obstante, Él no se fuerza a Sí mismo. Esa no es la
forma de obrar del amor.
Esta relación de nuestras vidas en Él y su vida en nosotros es el
único destino con el cual el Padre está contento. Al final de los
tiempos, cualquier cosa inferior a la unión con Cristo será pecado.
D
Tal como lo compartí al comienzo de este libro, también conozco el
temor del Señor. Es el principio del verdadero conocimiento. Pero
también llegué a conocer y creer el amor que Dios tiene para
nosotros (cf. 1 Juan 4:16). Dios es amor, y el apóstol, que cayó ante
Jesús como un hombre muerto en la isla de Patmos, ahora nos dice:
«En el amor no hay temor» (v. 17 RVR-60).
El Señor sabe que el temor que le tenemos es un fuerte disuasivo
del pecado y un maravilloso aliado para caminar rectamente. No
obstante, para acercamos a Él, tenemos que conocer más el temor
de Dios, tenemos que conocer su amor.
El amor de Dios es perfecto. Juan nos dice que «el amor perfecto
echa fuera el temor. El que teme espera el castigo, así que no ha
sido perfeccionado en el amor» (v. 18).
Cuando se trata de entrar en la presencia de Dios, es de esperar
que el temor, el sentimiento de culpa o la vergüenza procuren
mantenemos como rehenes del pecado. Pero al creer en el amor
que Dios tiene para nosotros —y en el brillo de su misericordia—,
las sombras de nuestro pasado ya no pueden existir.
E D
Él en realidad estaba de pie detrás de nuestras paredes cuando
inquirí si entraría usted a su presencia. Atisbaba por las celosías de
nuestros embrollos mundanos cuando pregunté cómo entraría.
Sabemos cómo responderíamos, pero no conocemos su corazón.
Cuando usted abrigó el pensamiento —incluso la posibilidad— de
acercarse más a Él, algo dentro de Dios respondió. Él dice:
«Cautivaste mi corazón hermana y novia mía, con una mirada de tus
ojos; con una vuelta de tu collar» (Cantares 4:9).
Su mirada, aunque haya sido sólo la más breve expectativa de
estar con Él, hizo que el corazón divino palpitara más fuerte. Otra
versión dice: «Prendiste mi corazón, hermana, esposa mía; has
apresado mi corazón con uno de tus ojos, con una gargantilla de tu
cuello» (RVR-60).
Jesús no regresa sencillamente a destruir la maldad; Él viene por
una esposa. Al final de la era, nuestra tarea no es simplemente
preparamos para el Arrebatamiento o la Tribulación sino para Cristo.
Como puede ver, no hay nada más importante para Jesucristo que
su esposa, la Iglesia. Murió por ella. Vive para hacer intercesión por
ella. Su amor se mostró capaz y digno de ganar nuestra completa
redención. Nuestra más noble tarea es rendimos a ese amor que
nos busca y nos alcanza.
E J
¿Cómo responderemos? Pienso en el amor de María Magdalena
por Jesús. Sí; en este amor de Jesús por ella y la respuesta de
Magdalena a su amor podemos ver destellos del amor de Cristo por
la Iglesia.
María está ante la tumba vacía de Jesús. Los apóstoles vinieron,
miraron dentro del sepulcro y se fueron llenos de perplejidad. Pero
María se quedó llorando. Es digno de notar que Jesús no se
presentó de inmediato a los apóstoles, primero se apareció a una
mujer. Esto nos dice que Jesús responde más al amor que a una
posición. Él se acerca primero a quienes más lo desean. Los
apóstoles se fueron cavilando en su interior, pero hubo algo en el
corazón partido e inconsolable de María que atrajo a Jesús.
En medio de su aflicción, ella no lo reconoció. Él le preguntó:
«¿Por qué lloras, mujer? ¿A quién buscas?» (Juan 20:15). Cegada
por las lágrimas, supone que Jesús es el jardinero, y le dice:
«—Señor, si usted se lo ha llevado, dígame dónde lo ha puesto y
yo iré por él. —María —le dijo Jesús. Ella se volvió y exclamó: —
¡Raboni! (que en arameo significa: Maestro). —Suéltame, porque
todavía no he vuelto al Padre. Ve más bien a mis hermanos y diles:
“Vuelvo a mi Padre, que es Padre de ustedes, a mi Dios, que es
Dios de ustedes”» (Juan 20:15-17).
En el instante en que María lo reconoce, se cuelga de Él. Y aquí
ocurre el hecho más asombroso: ¡Cristo interrumpe su ascensión a
los cielos para responder al amor de esta mujer! Y Jesús le dice:
suéltame, porque todavía no he vuelto al Padre.
Después se aparece a sus discípulos, y les dice: «Tóquenme»
(Lucas 24:39). Esta manifestación ocurre después de que regresó
de su jomada a los cielos; pero por María, Él rompió el protocolo.
Esto a mí me asombra: ¡camino hacia el Padre, Jesús se detuvo
para obedecer el impulso de su corazón!
Esa es la naturaleza de su amor. Su pasión por su esposa guía
cada pensamiento y cada acción. Nuestra preparación y
alistamiento para Jesús —nuestra limpieza y entrada a su gloria—
es la máxima demostración de obediencia que podemos ofrecerle a
Dios. Nosotros somos «el gozo puesto delante de él» (Hebreos
12:2) del cual habla la Biblia. Por nosotros, Él menospreció la carga
de la humillación y la vergüenza, y soportó la cru z. Y al hacerlo,
demostró que su amor por la iglesia es la máxima y la más poderosa
ley de su reino.
Es ese amor por la iglesia lo que lo impulsa a venir por nosotros en
el Arrebatamiento. Al romper el «protocolo» por María, reveló su
corazón. Si no nos damos por satisfechos con nada inferior a Cristo,
es a Cristo al que poseeremos. Él vendrá a nosotros. De todas las
maravillas de este universo, la más grande es el amor que Cristo
tiene por su iglesia. ¡Él es la fuente de su gloria en los días de su
presencia!
Señor Jesús, perdóname por utilizar tus dones para mí mismo y
por mantenerme alejado de tu amor. Señor, te amaré con un amor
perfecto, porque mi amor es el amor con que Tú me amaste
primero.
Notas