Filosofia Felina

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Filosofía felina
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Filosofía felina.
Los gatos y el sentido de la vida
John Gray
Traducción de Albino Santos Mosquera
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Todos los derechos reservados.


Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, transmitida o
almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.

Título original
Feline Philosophy

Copyright © John Gray, 2020

Primera edición: 2021

Traducción
© Albino Santos Mosquera

Imagen de portada
© XxYstudio, Milán

Copyright © Editorial Sexto Piso, S. A . de C. V., 2021


América, 109,
Parque San Andrés, Coyoacán
04040, Ciudad de México

Sexto Piso España, S. L.


Calle Los Madrazo, 24, semisótano izquierda
28014, Madrid, España
www.sextopiso.com

Diseño
Joaquín Gallego
Formación
Grafime
Impresión
Cofás

ISBN: 978-84-18342-53-0
Depósito legal: M-21552-2021

Impreso en España
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ÍNDICE

1. Los gatos y la filosofía 9


2. Por qué a los gatos no les cuesta
ser felices 45
3. Ética felina 73
4. Amor humano vs. amor felino 105
5. El tiempo, la muerte y el alma felina 137
6. Los gatos y el sentido de la vida 161

AGRADECIMIENTOS 171

NOTAS 173
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1. LOS GATOS Y LA FILOSOFÍA

Un filósofo me aseguró una vez que su gato se había


hecho vegano porque él lo había convencido. Cre-
yendo que bromeaba, le pregunté cómo había logrado
semejante proeza. ¿Acaso había alimentado al animal
con exquisiteces veganas con sabor a ratón? ¿Le ha-
bía presentado a otros gatos que fueran ya veganos
practicantes para que los tomara como modelos de
conducta? ¿O había debatido con él y lo había con-
vencido de que comer carne está mal? A mi interlo-
cutor no le hicieron ninguna gracia mis ironías. Fue
entonces cuando me di cuenta de que creía de verdad
que el gato había optado por una dieta sin carne. Así
que zanjé nuestra conversación con una pregunta:
¿el gato salía de casa? Sí, me dijo. Misterio resuelto,
pues. Era evidente que el gato seguía alimentándo-
se como antes, solo que visitando otros domicilios
y cazando. Y si su mascota había traído algún ani-
mal muerto a casa –una práctica a la que otros gatos,
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éticamente subdesarrollados ellos, son, por desgra-


cia, demasiado propensos–, el virtuoso filósofo no se
había percatado de ello todavía.
No es difícil imaginar la impresión que al gato
víctima de este experimento de educación moral de-
bió de producirle su maestro humano. En el ánimo
del animal, la perplejidad dejaría rápidamente paso a
la indiferencia ante el proceder del filósofo. Los gatos
rara vez hacen algo que no sirva a un fin definido o les
induzca un placer inmediato: son archirrealistas. Su
respuesta ante la insensatez humana no es otra que
dar media vuelta e irse a otra parte.
El filósofo que creía que había convencido a su
gato para que adoptara una dieta desprovista de carne
no hacía sino demostrar lo ridículos que pueden lle-
gar a ser los de su gremio. En vez de intentar enseñar
a su gato, habría demostrado mayor cordura si hubie-
ra tratado de aprender de él. Los seres humanos no
pueden convertirse en gatos, pero si dejan a un lado
toda noción de su presunta superioridad, tal vez lle-
guen a entender cómo a los gatos les puede ir bien en
la vida sin plantearse, angustiados, cuál es el modo
correcto de vivir.
Los gatos no necesitan filosofía. Siguen su na-
turaleza, se contentan con lo que la vida les da. Sin
embargo, parece que lo natural en las personas es es-
tar insatisfechas con su condición. El animal huma-
no nunca deja de aspirar a ser algo que no es, con los
trágicos y ridículos resultados previsibles. Los gatos

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no hacen ningún esfuerzo de ese tipo. Gran parte de


la vida humana es una denodada búsqueda de la fe-
licidad. Entre los gatos, por el contrario, la felicidad
es ese estado en el que se instalan por defecto cuan-
do desaparecen las amenazas de tipo práctico a su
bienestar. Quizá sea esa la razón principal por la que
a muchos nos encantan los gatos. Traen de serie una
felicidad que los humanos por lo general no logran
alcanzar.
La fuente de la filosofía es la ansiedad, algo que
no afecta a los gatos a menos que estén amenazados
o se encuentren en un lugar extraño para ellos. Para
los humanos, el mundo en sí es un lugar amenaza-
dor y extraño. Las religiones son intentos de hacer
humanamente habitable un universo inhumano. Los
filósofos han rechazado a menudo esos credos por
considerarlos muy inferiores a sus propias especu-
laciones metafísicas, pero la religión y la filosofía
obedecen a una misma necesidad.1 Ambas tratan de
conjurar el pertinaz desasosiego que acompaña al
hecho de ser humano.
El ingenuo dirá que la razón por la que los gatos
no practican la filosofía es que carecen de capacidad
de razonamiento abstracto. Sin embargo, podríamos
imaginarnos una especie felina que poseyera esa ap-
titud y conservara al mismo tiempo la despreocupa-
ción con la que llevan su existencia en este mundo.
Si esos gatos modificados recurrieran a la filosofía, lo
harían como si fuera una entretenida categoría de la

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ficción fantástica. En vez de acudir a ella en busca de


un remedio para la ansiedad, estos filósofos felinos la
practicarían como si se tratara de un juego.
Lejos de representar una señal de su inferio-
ridad, la ausencia de razonamiento abstracto en los
gatos es una marca de su libertad mental. Pensar en
generalizaciones deriva con facilidad en una fe su-
persticiosa en el lenguaje. Buena parte de la histo-
ria de la filosofía consiste en un culto a las ficciones
lingüísticas. Sin embargo, al ser criaturas que se fían
solamente de lo que pueden tocar, oler y ver, los gatos
viven libres del imperio de las palabras.
La filosofía da fe de la precariedad de la mente
humana. Las personas filosofan por el mismo motivo
por el que rezan. Saben que el sentido que han forja-
do para sus vidas es frágil y les aterra la posibilidad de
que se venga abajo. La muerte es el derrumbe supre-
mo del sentido, pues señala el final de todas las histo-
rias que los seres humanos se hayan estado contando
a sí mismos. Por ello, se imaginan una transición a
una vida más allá del cuerpo, en un mundo que está
fuera del tiempo, y que el relato humano continúa en
ese otro reino.
Durante gran parte de su historia, la filosofía ha
sido una búsqueda de verdades que sirvan de prue-
ba contra la mortalidad. La doctrina platónica de las
formas –ideas invariables que existen en la esfera de
lo eterno– era una imagen mística en la que los valo-
res humanos quedaban protegidos frente a la muerte.

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Como ellos no piensan en la muerte (aunque sí pa-


recen saber bastante bien cuándo les llega la hora de
morir), los gatos no necesitan ninguna de esas fan-
tasías. Si pudieran entenderla, la filosofía no tendría
nada que enseñarles.
Pero hay unos pocos filósofos que hayan recono-
cido que podemos aprender algo de los gatos. Es cé-
lebre el cariño que el filósofo decimonónico alemán
Arthur Schopenhauer (nacido en 1788) sentía por los
caniches, de los que tuvo sucesivos ejemplares du-
rante los años finales de su vida, todos con idénticos
nombres: Atma y Butz. También tuvo un compañero
felino como mínimo, pues cuando murió de un fallo
cardíaco en 1869, lo encontraron en casa, sobre su
sofá, junto a un gato innominado.
Schopenhauer se valió de sus mascotas para co-
rroborar su teoría de que la mismidad es una ilusión.
Los seres humanos no pueden evitar pensar que los
gatos son individuos diferenciados, como ellos mis-
mos; pero eso es un error, opinaba el filósofo, pues
ambos son simples ejemplares de una forma plató-
nica, un arquetipo que se repite en muchos otros ca-
sos diferentes. Al final, cada uno de esos aparentes
individuos es una encarnación efímera de algo más
fundamental: la voluntad inmortal de vivir, la cual,
según Schopenhauer, es lo único que en realidad
existe.
Así expuso su teoría en El mundo como voluntad y
representación:

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Sé muy bien que, si yo le asegurase en serio a cual-


quiera que el gato que ahora juega en el patio si-
gue siendo el mismo que hace trescientos años daba
allí los mismos saltos y hacía las mismas travesuras,
me tomaría por loco; pero sé también que es mucho
más loco creer que el gato de ahora es total y radi­
calmente distinto que el de hace trescientos años.
[…] Pues es verdad que en el individuo tenemos
siempre delante un ser diferente en cierto sentido
[…]. Pero en otro sentido no es verdad, en concreto
en el sentido de que la realidad solo conviene a las
formas permanentes de las cosas, a las ideas; este
sentido iluminó a Platón con tal claridad que se con-
virtió en su pensamiento fundamental.2

Esa imagen schopenhaueriana de los gatos como


sombras pasajeras de un Felino Eterno tiene su en-
canto. Sin embargo, cuando pienso en los mininos
que he conocido, no son sus rasgos comunes los que
primero me vienen a la cabeza, sino las peculiarida-
des que los diferenciaban. Algunos gatos son con-
templativos y reposados, y otros, unos incansables
juguetones; unos son cautos, y otros, aventureros
temerarios; algunos son callados y pacíficos, y otros,
ruidosos y de carácter fuerte. Cada uno tiene sus pro-
pios gustos y hábitos, y su individualidad.
Los gatos poseen una naturaleza que los distin-
gue de otras criaturas (y de nosotros en no menor

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medida). La naturaleza de esos felinos –y lo que de


ella podemos aprender– es el tema de este libro.
Pero nadie que haya convivido con gatos puede verlos
como ejemplares intercambiables de un mismo tipo
único. Cada uno es singularmente él mismo y tiene
más de individuo que muchos seres humanos.
Aun así, Schopenhauer tenía una concepción de
los animales mucho más compasiva que la de otros
destacados filósofos. Según algunas crónicas, René
Descartes (1596-1650) arrojó a un gato por una ven-
tana para demostrar la ausencia de sintiencia cons-
ciente en los animales no humanos; sus aterrados
chillidos solo eran reacciones mecánicas, concluyó.
Descartes también realizó experimentos con perros:
azotó a uno mientras alguien hacía sonar un violín
para ver si el sonido del instrumento bastaría poste-
riormente para asustar al animal (como efectivamen-
te sucedió).
Descartes acuñó la frase «pienso, luego soy».
La implicación era que los seres humanos son, en
esencia, mentes y solo por contingencia organismos
físicos. Quiso basar su filosofía en la duda metódica.
No se le ocurrió dudar de la ortodoxia cristiana que
les negaba alma a los animales, una ortodoxia que él
reiteró en su filosofía racionalista. Descartes creía
que sus experimentos demostraban que los animales
no humanos eran máquinas insensibles, pero lo que
en realidad evidenciaron es que los humanos pueden
ser más irreflexivos que ningún otro animal.

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