05 Pio Baroja El Autor en Su Orbita
05 Pio Baroja El Autor en Su Orbita
05 Pio Baroja El Autor en Su Orbita
El autor en su órbita
Artículo
Santiago Prieto**
Resumen
Pío Baroja es uno de los grandes narradores en Lengua Española
del siglo XX. Misántropo, antidogmático, timorato, hipercrítico, anticlerical, y, por
encima de todo, independiente, en sus artículos, en sus relatos y en sus más de
setenta novelas plasmó con un estilo peculiar toda una época de nuestra Historia.
En estas páginas se hace un recorrido cronológico por su vida y su enorme obra
que, traducida a todos los idiomas, debe figurar en cualquier antología literaria
que se precie.
Palabras clave
Pío Baroja. Literatura española.
Abstract
Pío Baroja is one of the twentieth-century’s most important writ-
ers in Spanish Language. Misanthrope, anti-dogmatic, timorous, hypercritical,
anticlerical, and, above all, an independent writer of articles and stories. His
more than seventy novels with a distinctive style reflected an era of our history.
These pages are a chronological journey through his life and his great work,
translated into all languages, which must be included in any self-respecting
literary anthology.
Key words
Pío Baroja. Spanish Literature.
*
El autor es médico. Hay una versión electrónica de este texto en: www.fundacionpfizer.org y www.
dendramedica.es.
En sus memorias (Desde la última vuelta del camino, 1948), Baroja escribió, como
siempre sin autocensura: «A mí me interesa mucho la raza, tanto en un hombre como
en un animal». Y dedicó un capítulo a detallar sus apellidos, Baroja, Nessi, Zornoza,
Goñi, Alzate, etcétera, recordando a sus antepasados. Así sabemos que su homóni-
mo abuelo paterno tuvo una imprenta en San Sebastián; que Nessi es «una aldea de
pescadores a orillas del lago Como», en Lombardía; que «los Zornoza procedían de
Amorebieta, en Vizcaya», que «los Goñi se dice que descienden de un Teodosio de
Goñi, caballero del tiempo de Witiza» y que «los Alzates fue una familia que tuvo
importancia en Vera de Bidasoa».
De su padre, don Serafín Baroja Zornoza, de San Sebastián, hombre cultivado,
melómano y liberal, nos contó que carecía de sentido práctico, que se había hecho
ingeniero de Minas en Madrid y «que escribió en castellano y en vascuence y tenía
un gran entusiasmo por su pueblo».
Don Serafín se casó a los 25 años con Carmen Nessi y Goñi, de 17. De ella, Ba-
roja escribiría esta semblanza: «… había algo en su silueta de estampa italiana, y en
su espíritu, algo de mujer educada en un ambiente protestante y puritano. Para ella,
la vida era algo muy serio, lleno de deberes y de poca alegría… yo sospeché siempre
que no tenía esperanza ninguna».
Al poco de casarse, su padre fue a trabajar como ingeniero en las Minas de Río
Tinto, en Huelva, y allí nacieron sus dos primeros hijos: Darío, en 1870, y Ricardo,
al año siguiente. Y, de
vuelta a San Sebastián,
en la calle de Oquen-
do vino al mundo Pío
Inocencio Baroja Nessi
el 28 de diciembre de
1872, al comienzo de
la tercera guerra carlista
(1872-1876).
Don Serafín pasó al
Instituto Geográfico y
Estadístico en 1879 y
la familia se trasladó a
Madrid, a la desapareci-
da calle Real, próxima a
la actual glorieta de Bil-
bao; y poco después a la
del Espíritu Santo, entre Figura 1.—Vista del Puerto de San Sebastián en 1890 (cortesía
las de San Bernardo y de la Biblioteca del Congreso estadounidense, Prints and Pho-
Fuencarral. En aquella tographs Division).
empinada calle, Pío, siete años, palpó el ambiente de una ciudad viva; oyó a ciegos
recitar sus romances y las canciones de las criadas a voz en grito; vio pasar entierros
cerca de su casa y observó a mendigos, titiriteros y soldados lisiados que habían estado
en Filipinas o Cuba; escuchó con terror las historias atroces que le contaba una criada
necia mientras sus padres salían al teatro por la noche; acudió a una escuela en la que
sufrió con su hermano Ricardo la vesania del maestro («recuerdo indeleble de Madrid
era la correa del profesor»); a veces iba con su madre a visitar a su tía Juana Nessi,
casada con Matías Lacasa, que tenía una panadería en la calle de la Misericordia, al
lado del convento de las Descalzas Reales; y, además, en su casa conoció al escritor
de folletines Manuel Fernández y González, amigo de don Serafín.
Duró poco esta primera estancia en Madrid, porque dos años más tarde su padre
decidió ir a Pamplona. Ahí nació, en 1884, Carmen, cuarto y último vástago del
matrimonio, con la que Pío siempre tuvo una unión especial.
2. Pamplona. Madrid
Aunque en el Instituto al que iba con sus hermanos también recibió más de un
capón y escuchó la profecía que de él hizo un profesor («no será usted nunca nada»),
Pamplona, escribió más tarde, «era un pueblo divertidísimo para un chico. La mu-
ralla con sus glacis, sus garitas y cañones; los portales, el río… Todo esto tenía para
nosotros grandes atractivos». Protagonizó travesuras e hizo excursiones por tejados y
buhardillas; participó en peleas a pedradas; sufrió la rotura de un brazo cuando corría
perseguido por unos «amigos»; leyó a Espronceda y se deleitó con Verne y Defoe; vio
el cadáver de un condiscípulo, que se había suicidado tirándose desde lo alto de la
muralla; se hizo un gran amigo, Carlos Venero, al que años después volvió a ver en
Madrid; y nunca olvidó una mala experiencia que tuvo en la catedral: «Habíamos
salido del Instituto y habíamos presenciado unos funerales. Después entramos tres o
cuatro chicos en la catedral. A mí se me había quedado el sonsonete de los responsos
al oído, e iba tarareándolo. De pronto salió una sombra negra por detrás del confe-
sionario; se abalanzó sobre mí y me agarró por el cuello, hasta estrujarme… Era un
canónigo gordo y seboso, que se llamaba… Este canónigo sanguíneo, gordo y fiero,
que se lanza a acogotar a un chico de nueve años, es para mí el símbolo de la religión
católica». Nunca cambió ese criterio.
Pero, en los cinco años que pasó en Pamplona también tuvo experiencias gratas. Así,
muchas noches escuchó a una anciana vecina que pasaba a su casa, relatar «historias de
la guerra carlista, que eran interesantes y pintorescas». Como gozó con los cuentos que
su madre les contaba a él y sus hermanos intercalando canciones vascas que «cantaba
muy bien». Sin olvidar que en esa ciudad vio a José Zorilla, asistió a la representación
de Don Juan Tenorio y oyó al gran tenor Julián Gayarre.
En 1886, su padre fue nombrado ingeniero jefe de minas de Vizcaya y antes de partir
a su nuevo destino, decidió que su mujer y sus hijos fueran a Madrid. Llegaron en
septiembre y fueron a vivir a la casa de la tía de su madre, donde tenía la panadería.
Una tahona en la que se hacía, con una levadura especial que un socio de don Matías
había traído de Austria, el solicitado «pan de Viena». Como curiosidad, recordaremos
que la casa-negocio hacía esquina con la calle de los Capellanes (hoy del Maestro
Victoria), en lo que hoy es una librería.
Entonces ya se veía el afán literario de Darío, 16 años y el lector de Pío, 14; mien-
tras que Ricardo, 15, dibujaba. Pronto se trasladaron a la calle de la Independencia,
cerca del Teatro Real. Darío y Ricardo fueron a prepararse para ingresar en la Escuela
Politécnica y Pío fue matriculado en el Instituto de San Isidro, en la calle de Toledo.
Aunque le gustaba vagabundear por las calles próximas a su casa, en el camino al
Instituto evitaba, por miedo, el arco de Cuchilleros. En esta línea, de aquella época
siempre recordó el día en que hizo pellas para ir con unos colegas a ver los cadáveres
de los tres asesinos del célebre «crimen de la Guindalera», dos hombres y una mu-
jer ajusticiados mediante garrote y expuestos en el patio de la Cárcel Modelo, en la
Moncloa, en lo que más tarde sería Ministerio y Ejército del Aire.
En el Instituto volvió a ver a Carlos Venero, renovando su amistad de Pamplona y,
además se hizo amigo de Pedro Riudavets, cuyo padre era dibujante en La Ilustración
Española y Americana. Pío era mal estudiante y acabó ramplonamente el bachillerato.
Debía decidir qué estudiar y dudó entre Farmacia y Medicina. («Tras largas reflexio-
nes, pensé que no tenía vocación ninguna y que era un perfecto inútil para la vida
corriente»). Y se decantó por Medicina porque era lo que iba a estudiar su amigo.
3. Facultad de Medicina
y allí, el tímido Pío tuvo sus primeros reveses amorosos. «Yo no interesaba a las mu-
chachas». No sorprende, por lo tanto, que en agosto volviera a Madrid.
En cuanto al estudio, para aprobar en septiembre necesitó la recomendación de un
amigo de su padre. Y en octubre, la familia se trasladó al cuarto piso de una casa en
la calle de Atocha, cercana a la de Santa Isabel y al Hospital General.
Baroja estudió poco y de sus experiencias en la Facultad de Medicina de Atocha,
escribió varias veces. Desde «el procedimiento que se usaba para sacar los muertos
del carro en donde los traían del depósito del hospital», hasta los profesores, no solió
hablar bien. En especial, de José Letamendi, que «pasaba como un genio», pero que
para él fue «un desaprensivo, todo palabrería y fuegos artificiales… un hombre sin
una idea profunda… un farsante con melena». «Por la cuestión del valor científico
de Letamendi estuve a punto de entablar una discusión con Ramón y Cajal, que él
no aceptó»; «Cajal era la antítesis de Letamendi»; de Federico Olóriz: «hombre que
sabía mucho y de aptitudes científicas, pero era un tipo malhumorado y de aviesas
intenciones… un jabalí»; de Benito Hernando, profesor de Terapéutica: «arbitrario,
caprichoso e insoportable que sentía antipatía por los vascos… yo creo que era un
loco»; del químico Magín Bonet: «de Lérida, más que agrio, era tosco y cazurro»;
del cirujano José Rivera: «un catalán que trataba al enfermo como a un enemigo, sin
humanidad y sin cordialidad, y que murió en un prostíbulo». Sin embargo, de don
Alejandro San Martín escribió: «era un hombre afectuoso y condescendiente que se
esforzaba en ser buen profesor y lo conseguía…».
En cuanto al Hospital General, no utilizó el botafumeiro: «La inmoralidad reinaba
en aquel vetusto edificio. Desde los administradores de la Diputación Provincial, hasta
una sociedad de internos que vendían la quinina del hospital en las boticas de la calle
de Atocha… Las hermanas de la Caridad no eran criaturas idealistas, sino muchachas
de pocos recursos, algunas viudas, que tomaban el cargo para ir viviendo…». Pero,
otra vez, recurrió al contrapunto en forma de diario de una monja, sor María de la
Cruz, que cayó en sus manos: «Había allí una narración tan sencilla, tan ingenua, de
la vida hospitalesca, contada con tanta gracia, que me dejó emocionado… Al poco
de llegar al hospital la trasladaron a una sala de tísicos, y allí adquirió la enfermedad
y murió… No me atreví a preguntar cómo era».
Como tampoco pudo escribir bien de su experiencia en el Hospital de San Juan de
Dios, «un edificio inmundo y maloliente», en calle de Atocha, a la altura de la actual
plaza de Antón Martín. Allí acudió con Venero y Riudavets a un curso de enferme-
dades venéreas: «… el espectáculo era deprimente. Las mujeres eran de lo más caído
y miserable… Ver tanta desdichada sin hogar, abandonada en una sala negra… El
doctor Cerezo era un vejete ridículo que trataba con una crueldad inútil a aquellas
desgraciadas acogidas allí, y las martirizaba de palabra y de obra».
Curiosamente, Letamendi le hizo un favor, bien que involuntario: «…su palabre-
ría produjo en mí un deseo de aproximarme al mundo filosófico, y con ese objeto
compré, en una edición económica, los libros de Kant, de Fitche y Schopenhauer».
Terminó así de forjar su pensamiento y empezó a escribir. Y en 1890, estudiando
simbólica. Incluso en alguna ocasión pretendieron que pagara para que le publicaran
sus escritos. (Más tarde escribió con regularidad en El País, diario republicano radical,
y en El Imparcial, periódico literario por excelencia dirigido por José Ortega Munilla,
padre de Ortega y Gasset, en el que incluyó un ensayo sobre Nietzsche).
4. Valencia. Cestona
La mala situación económica hizo que don Serafín aprovechara una vacante en Va-
lencia para trasladarse allí con la familia en 1892. Eso le vino bien a Pío, suspendido
ad aeternum por Hernando, ya que en la ciudad del Turia estudió como nunca. Sin
embargo, al poco de llegar, Darío tuvo una hemoptisis y Baroja lo vivenció en lo más
hondo. El dolor por la muerte de su hermano, 23 años, en febrero de 1894, superó
con mucho la satisfacción de licenciarse en Valencia ese mismo año.
Decidió zanjar su relación con la Facultad de Medicina y fue a Madrid a la casa de
su tía Juana para preparar las asignaturas del doctorado. Las superó, ahora sin dificul-
tad, y escribió una tesis de 55 páginas que tituló El dolor. Estudio de psicofísica, con
el que se doctoró en 1895 ante un tribunal en el que estaban Cajal y San Martín.
Volvió a Valencia, donde su familia recibía La Voz de Guipúzcoa, y en sus páginas
vio el anuncio de la vacante de una plaza de médico titular en Cestona. La solicitó;
fue el único candidato y hacia allí partió.
Su estancia en aquel pueblo guipuzcoano duró algo más de un año. Baroja poseía
dos buenas cualidades para ejercer con decoro: conocía su ignorancia, así que siempre
actuaba con sensatez, y no le obsesionaba el dinero (cobraba cien pesetas al mes y
pagaba «nueve reales diarios de pensión»), por lo que no le importaba que el otro
médico titular, ignorante y pesetero, percibiera un sueldo mayor. La vida allí era in-
cómoda; qué decir de las mezquindades y habladurías de los paisanos porque no iba a
misa; de la discusión que tuvo en el balneario de la localidad con el entonces famoso
Padre Coloma; o de las visitas a caballo a caseríos alejados en noches de lluvia. Pero,
observó situaciones e individuos que veremos en sus obras; leyó y escribió cuentos y
artículos para La Justicia, diario republicano de Madrid, y en el cementerio estudió
las medidas de los cráneos. Además, sus padres, Ricardo y Carmen fueron a vivir con
él durante unos meses, hasta que su tía Juana, ya viuda e incapaz de mantener sola la
panadería, les pidió que Ricardo fuera a Madrid para sostener el negocio. Así se hizo
y el resto de la familia marchó a San Sebastián. Resultó una buena disculpa, porque
Pío estaba incómodo en Cestona.
Ricardo les comunicó su negativa a seguir en solitario con la panadería, Pío volviera
a Madrid. Se instaló en la casa de su tía y tuvo que hacerse panadero.
Debemos recordar que la Primera República duró desde febrero de 1873 hasta di-
ciembre de 1874 y que Alfonso XII, nacido en 1857, reinó desde enero de 1875 hasta
su muerte por tuberculosis el 25 de noviembre de 1885 estando su segunda esposa,
María Cristina de Austria (1858-1929), embarazada del futuro Alfonso XIII (1886-
1941). Ésta, mujer recta, actuó como Regente desde noviembre de 1886 hasta mayo
de 1902, cuando su hijo subió al Trono. El día antes de la muerte de Alfonso XII,
Cánovas, líder del Partido Conservador, y Sagasta, del Partido Liberal, acordaron en
El Pardo un pacto de alternancia en el Gobierno para apoyar la Regencia y garantizar
la continuidad de la Monarquía frente a las presiones de republicanos y carlistas.
Cánovas fue asesinado en 1897 y había sublevaciones en Cuba y Filipinas. EE UU,
siempre al acecho, provocó el incidente del Maine el 3 de julio de 1898. Y España,
tras una autodemolición acelerada desde el reinado de Carlos IV, perdió los últimos
jirones de un Imperio con cuatro siglos de historia.
Baroja recordó que muy pocos, como el ingeniero oscense Lucas Mallada (1841-
1921), con quien tuvo amistad, previeron el desastre: —«¿Cree usted que vamos a
la derrota? —No a la derrota; a una cacería en la que nosotros haremos de conejos».
Su madre y su hermana vinieron a Madrid a vivir con su tía, que murió en 1899,
y con él. Se mezcló con los obreros, a los que trató con deferencia, pero no logró
que el negocio remontara. Entre harinas, panaderos y facturas, decidió, por fin,
dedicarse a escribir. Tenía 26 años. Ahora recorrió Madrid y lo que vio no le gustó,
pero le cautivó.
Chapurreaba el francés y en 1899 viajó a París con cien duros en el bolsillo para
intentar ganarse la vida como traductor o como escritor. Aunque escribió dos artículos
que le tradujeron en L’Humanité Nouvelle, no ganó ni una peseta y palpó el menos-
precio con que se trataba a los españoles. Pero, allí trató a los hermanos Machado y
congenió con Antonio; vio a Óscar Wilde, ya en el ocaso: «Era alto, con un cuerpo
grande y un tanto destartalado… daba la impresión de un fantasma»; asistió a las
manifestaciones por «el asunto Dreyfus» y visitó los monumentos. Volvió a España
en tren con un billete de indigente de 15 francos hasta la frontera facilitado por el
Consulado. Viajaría más veces a París ya siendo un autor conocido, pero siempre
guardó un recuerdo especial de aquel primer paso por la Ciudad Luz.
6. Primeras novelas
De vuelta en Madrid, hizo pinitos en la Bolsa con su amigo Riudavets y ganó algún
dinero. Así, en 1900 pudo publicar a sus expensas Vidas Sombrías, una recopilación
de 35 cuentos, escritos en su época de estudiante y en Cestona, en los que se observa
la influencia de Schopenhauer: «La vida es algo oscuro y ciego, potente y vigoroso,
sin justicia y sin fin. En vano se le buscará un sentido…» Una recopilación en la que
Figura 4.—Estatua en bronce de Baroja (1979) en el Parque del Retiro de Madrid, realizada por
Federico Coullaut-Valera Mendigutia (1912–1989) (Javier Carro, Creative Commons, Wikipedia).
figura Bondad Oculta, que elogió Unamuno. Ahí ya está el escritor que ese mismo año
publicó en Bilbao La casa de Aizgorri, una historia de amor con un excelente perso-
naje femenino, Águeda, y con final feliz. Su primera novela, en la que aparecían los
conflictos sociales de la época y en la que un personaje hacía una curiosa apreciación:
«¡Qué tosco es el trabajo del hierro, ¿eh?, pero qué grande! —El hierro es un metal
honrado— El alcohol silba en el alambique, porque tiene mucho de serpiente…» Pero,
ambas obras pasaron desapercibidas.
En 1902 fue a vivir con sus padres y sus hermanos a un caserón en la calle de
Mendizábal, en el barrio de Argüelles. En el bajo puso la panadería, que siguió sin
cubrir gastos. Aunque siempre respetó a los trabajadores, en medio de la agitación, las
huelgas y los atentados, Baroja sufrió la traición de los que había tratado de igual a
igual. Tuvo que soportar que le llamaran «explotador de los obreros» y fue amenazado.
Pronto no le quedó más remedio que echar el cierre.
Se incorporó al mundo literario, acudió a tertulias de café, salió por la noche y
colaboró en El Globo. Vio que Valle Inclán había perdido el brazo izquierdo en
una trifulca en un café de la Puerta del Sol. Al intentar agredir al cronista Manuel
Bueno, éste le dio un bastonazo, con la mala fortuna de que se le clavó el gemelo en
la muñeca. La herida se infectó, sucedió la gangrena y fue necesaria la amputación.
Y si sus dos primeras obras habían sido ignoradas, sí fueron apreciadas por el aún
desconocido, y muy pronto amigo, Azorín (1873-1967), por el ya asentado Unamuno
(1864-1936) y por el ya consagrado Pérez Galdós (1843-1920).
Baroja caminaba seguro y en 1901 publicó por entregas, en La Opinión, Camino
de perfección, novela sobre la crisis existencial de un pintor, Fernando Ossorio, un
volteriano sin fe en su obra y con bastante de sí: «¡Ah! ¡Si yo supiera para qué sirvo!»;
anticlerical: «… Los escolapios tienen allí un colegio y contribuyen con su educación
a embrutecer lentamente el pueblo… Toledo ya no era la ciudad mística soñada por
él… Los caciques dedicados al chanchullo; los curas, la mayoría con sus barraganas,
pasando la vida desde la iglesia al café; la fe ausente… me repugna la clerecía»; crí-
tico con los políticos: «Muy republicanos y muy liberales, pero en casa tan déspotas
como los demás, tan intransigentes como los demás, con la misma sangre de fraile
que los demás…»; y, a la vez, con la mujer como ideal: «Sí, ella era el gran río de la
Naturaleza, poderosa, fuerte; Fernando comprendía entonces la grandeza inmensa de
la mujer, y al besar a Dolores, creía que era el mismo Dios el que se lo mandaba; el
Dios incierto y doloroso que hace nacer las semillas y remueve eternamente la materia
con estremecimientos de vida…».
En el mismo 1901 publicó Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox,
novela espléndida por la que desfilan tipos de la bohemia madrileña, marginados
que conoció y apreció, como aquel personaje «con una tisis galopante» que rogaba a
Silvestre que le acompañara cuando le llevaran al hospital a morir; con un protago-
nista desnortado inventor de «la ratonera Speculum o el cepo langostífero»; un pobre
hombre al que «le repugnaba la prensa, la democracia y el socialismo», pero que en
un momento reflexionaba: «Aquella alegría que irradiaba la niña le llenaba a veces
En 1904-1905 sacó a la luz Tablado de Arlequín y la gran trilogía La lucha por la vida.
Así, en La Busca, Mala hierba y Aurora Roja, ante los ojos de Manuel Alcázar, un
muchacho que se va haciendo hombre en aquel Madrid cansado, Baroja recorrió calles,
tabernas, cafés, buñolerías, arrabales, corralas, tugurios, desmontes y cementerios. E
hizo desfilar mendigos, opulencia y sordidez; tísicos, paralíticos, usureros y estafadores;
cucos, hipócritas de todo tipo, rufianes, meapilas, chulos e inocentes; bohemios, far-
santes, golfos y golfas; mujeres y hombres resignados, alcahuetas, sablistas y jerarquías
ruines; mujeres dulces, niños hambrientos, amores puros y amores fallidos; anarquistas
alucinados, idealistas, inútiles o tan sólo locos; aristócratas de medio pelo, vagos y
clérigos indignos; hombres y mujeres de mérito, marginados y víctimas propiciatorias;
desheredados de la fortuna, analfabetos, pobres de espíritu y cabezas de turco. Ahí
fijó una época. Cómo no traer aquí el discurso de El Libertario, el anarquista, ante el
cadáver del hermano de Manuel: «—Compañeros: Guardemos en nuestros corazones
la memoria del amigo que acabamos de enterrar. Era un hombre fuerte con alma de
niño… Pudo alcanzar la gloria de un artista, de un gran artista y prefirió la gloria de
ser humano. Pudo asombrar a los demás y prefirió ayudarlos… Entre nosotros, llenos
de odios, él sólo tuvo cariños; entre nosotros desalentados, él sólo tuvo esperanzas.
Tenía la serenidad de los que han nacido para afrontar las grandes tempestades…; fue
un rebelde porque quiso ser un justo…».
8. 1905-1907
Baroja ya tenía un nombre y, además, entre 1910 y 1911 la Editorial Biblioteca Re-
nacimiento, de Madrid, sacó a la luz estas tres novelas capitales. Tal vez, Shanti Andía
sea el Zalacaín de los mares, el hombre desengañado que con nostalgia nos cuenta sus
memorias, sus aventuras en la mar: «Yo no olvidaré nunca la primera vez que atravesé
el océano. Todavía el barco de vela dominaba el mundo. ¡Qué época aquélla!…» Una
novela por la que pasa «la tía Úrsula, solterona romántica… solía contar la cosa más
insignificante con una solemnidad tal que me maravillaba»; por la que navegan barcos,
capitanes, marineros con nombre propio, un par de médicos, motines, tempestades
y hasta un tesoro escondido. Una novela que acaba cuando Shanti reconoce que «…
siento un poco de vergüenza al decir que soy feliz… Ya en Lúzaro nadie quiere ser
marino… ¡Oh, gallardas arboladuras! ¡Fragatas airosas, con su proa levantada y su
mascarón en el tajamar! ¡Redondas urcas, veleros bergantines! ¡Qué pena me da el
pensar que vais a desaparecer, que ya no os volveré a ver más!».
Baroja viajó a Italia, en concreto a Florencia en 1907 y a Roma al año siguiente.
Vivió en hoteles de cierto nivel, recorrió la ciudad, visitó sus monumentos, escuchó
y observó. Desarrolló César o nada (1911) con un protagonista, César Moncada,
que comenzaba como un cínico lector del «Manual del especulador en la Bolsa»; un
individualista («Lo individual es la única realidad en la naturaleza y en la vida»); un
misántropo escéptico «que tenía un desprecio profundo por la Universidad y por sus
condiscípulos», que viajaba a Roma para acompañar a su hermana. Un personaje que
aprovechaba para «dar un repaso» a los jesuitas, a la Iglesia y sus jerarquías, antes de
partir para «hacer política» hacia Castro Duro, un imaginario pueblo castellano. Y allí,
tras describir la catadura de los políticos en general («es difícil encontrar nada tan vil,
tan inepto y tan inútil como un político español») y observar las posibilidades del
lugar («El pensar en aquellas fuerzas dormidas le irritaba: el salto de agua perdido sin
dejar su energía; el río que marchaba mansamente sin fecundar las tierras; el campo
de la ermita, que hubiera podido convertirse en parque, con una escuela alegre y
clara...»), el cínico se transformaba en un idealista que era asesinado por un matón a
sueldo. Y la novela acaba con un aroma corrosivo: «No, no permitiremos jamás que
los advenedizos sin religión y sin patria quieran perturbar la vida de nuestra querida
ciudad… Después el abogado gordo hizo desfilar todas las glorias de España con su
correspondiente adjetivo… Hoy Castro Duro ha vuelto al orden… las fuentes sen han
secado, la escuela se cerró, los arbolillos del Parque Moncada fueron arrancados…».
El árbol de la ciencia (1911) es su novela más autobiográfica. El protagonista, Andrés
Hurtado, estudia Medicina en Madrid, cuya Facultad y Hospital General critica; así,
uno de los personajes afirma: «Los profesores no sirven más que para el embruteci-
miento metódico de la juventud estudiosa. El español todavía no sabe enseñar; es
demasiado fanático, demasiado vago y casi siempre demasiado farsante». Una novela
en la que el protagonista ejerce en un pueblo dormido en el sur de Castilla «en el
que la ley de selección se cumplía al revés… algún burlón hubiera dicho que este
11. 1912-1917
Baroja viajó mucho por España, a veces en compañía de sus hermanos Carmen y Ri-
cardo y otras con amigos como el poeta e hispanista suizo Paul Schmitz, con Maeztu,
Ortega y Azorín. Además, cuando sacaba una obra nueva, solía salir para ignorar las
críticas y viajó por Londres, Florencia, Milán, Roma, Ámsterdam, Rótterdam, Dina-
marca, Berlín y Ginebra y, en varias ocasiones, París.
Desarrolló El mundo es ansí (1912), la novela que Azorín destacó, entre Ginebra,
Florencia y España para acabarla en Moscú. Con una mujer rusa, Sacha Savarof, como
protagonista, describe el ambiente revolucionario en el que vivían en 1905 algunos
jóvenes rusos en Ginebra; pasaba por Italia («comprendo el esplendor de una ciudad
como Florencia, la cantidad enorme de obras de arte que guarda, pero los italianos
no me son simpáticos… Italia es el país donde más cosas se pueden conseguir con
dinero»); visitaba España, y en Navaridas, Álava, veía en una casa «un escudo peque-
ño y desgastado… tres puñales en forma de cruz que se clavan en tres corazones…
alrededor se lee esta leyenda: El mundo es ansí. Es decir, todo es crueldad, barbarie,
ingratitud». Y la novela acaba en Moscú, cuando un profesor le cuenta a Sacha: «…
algunos fueron llevados a Siberia, otros se suicidaron, la mayoría han desaparecido;
algunos, los astutos e intrigantes, han progresado y se han acercado al poder. Los
idealistas han perecido. ¡El mundo es ansí!».
También en 1912, Baroja publicó El aprendiz de conspirador, la primera de las Me-
morias de un hombre de acción, 22 novelas con Eugenio de Aviraneta (1792-1872), tío
segundo de su madre, como protagonista. En ese inmenso trabajo de documentación
y de ejercicio de imaginación que fue dando a la imprenta hasta 1934, recorrió la
primera mitad del siglo xix de la Historia de España, desde la Guerra de la Indepen-
dencia y el reinado de Fernando VII hasta la Regencia de María Cristina, pasando
por las guerras carlistas. En ellas cabe destacar El escuadrón del Brigante, La veleta de
Gastizar y Con la pluma y con el sable, y la última: Desde el principio hasta el fin. En
todas, fiel a datos históricos, mostró un retablo de individualidades fuertes como el
propio Aviraneta, el cura Merino, El Empecinado, Zumalacárregui, Cabrera o Nar-
váez. Así, afirmaba: «A mí me interesa —como decía Stendahl— ver en lo que es;
12. 1916-1931
Don Serafín, había fallecido en 1912, año en que Pío compró una casa grande con
una huerta en Vera de Bidasoa, Navarra, donde veraneó y en la que fue haciendo una
gran biblioteca. En Madrid, los Baroja vivían en el número 34 de la calle Mendizábal,
una casa con planta baja y dos pisos. Carmen, una mujer muy interesante, también
escritora, se casó con el editor Rafael Caro Raggio en 1913; y Ricardo, pintor, grabador
y escritor de mérito lo hizo con la pintora Carmen Monné en 1919.
Baroja, lector de la filosofía alemana, de la obra de Dickens y de la literatura fran-
cesa, no tuvo afinidad por ninguno de los dos bandos durante la Primera Guerra
Mundial. Una guerra en la que España, afortunadamente, permaneció neutral. Y,
como curiosidad, recordaremos que fue intervenido de próstata en 1921, una cirugía
nada trivial en aquella época.
En 1916 publicó La dama de Urtubi, una novela breve con la historia de los orí-
genes de la brujería, sus ritos y trasfondo social («¡Figúrese usted unos jueces severos
y supersticiosos, dispuestos a dar crédito a los mayores disparates y unos procesados
llenos de susto y sobresalto dispuestos a afirmar cualquier cosa si los perdonaban!»)
con la cueva de Zugarramurdi como núcleo.
Juventud, egolatría fue editada en 1917. Tenía 44 años cuando escribió esta mezcla
de confesiones y autobiografía en la que se definía como liberal radical, individualista,
anarquista, antimilitarista, agnóstico y dogmatófago («mi primer movimiento ante un
dogma, sea religioso, político o moral, es ver la manera de masticarlo o digerirlo»);
una obra en la que defendía la bondad de Nietzsche, criticaba de pasada a Rousseau
y a los socialistas («Una de las cosas que más me ha repugnado de ellos, más que su
pedantería, más que su charlatanismo, es el instinto inquisitorial de averiguar las vidas
ajenas») y elogiaba a Ortega («única posibilidad de filósofo que he conocido, es para
mí uno de los pocos españoles a quienes escucho con interés»).
En Las Horas Solitarias (1918) continuó hablando de sí, de sus viajes por España, de
su conato de candidatura a diputado por el partido Republicano por Fraga (Huesca);
opinando sobre ciudades, autores y sus obras. En La sensualidad pervertida (1920)
tal vez explicaba el porqué de su soltería. Partía de una observación curiosa, propia
de un anticlerical como él: «El cura domina a la mujeres por su carácter masculino,
pero a los hombres, no. Los podrá avasallar, pero no seducir; para eso sería indis-
pensable que tuviera un carácter femenino que no tiene. De ahí procede, creo yo, el
Figura 6.—«El Ángel Caído» (1877) corona la fuente monumental homónima del Parque del
Retiro de Madrid, donde Baroja paseaba con frecuencia. Fue esculpida por de Ricardo Bellver
(1845-1924) para la Exposición Universal de París y, pese a la creencia popular, no es la única
escultura dedicada a tan siniestro personaje (Thermos, Creative Commons).
.
13. 1932-1936
14. 1936
Ricardo y Carmen Monné decidieron quedarse en Vera y Pío, Carmen y sus hijos
regresaron a Madrid ese mismo año. Rafael Caro Raggio se había alojado en un piso
en la calle Casado del Alisal, próxima al Retiro, y al llegar el resto de la familia fueron
a vivir al número 12 de la cercana calle de Ruiz de Alarcón.
Manuel Aznar, director de la revista Semana, le propuso que escribiera sus memorias,
bien remuneradas. Aceptó y en septiembre de 1942 empezaron a publicarse, para ser
editadas como libro, Desde la última vuelta del camino, en 1948. Además, en 2005 se
publicó La Guerra Civil en la frontera, escrita hacia 1952 y prudentemente guardada
por sus herederos, en la que denunció la barbarie de «los dos bandos». Y aún en 2012
apareció Miserias de la guerra, datada hacia la misma época, con argumentos parecidos.
Baroja fue vigilado por la censura, pero no molestado por el franquismo y de hecho
contó con el respeto de Falange Española.
Trabajador sin pausa, creador de una obra inmensa traducida a veinte idiomas, tuvo
y tiene el favor de infinidad de lectores. No fue afecto ni incondicional de nada ni de
Al menos en tres de sus obras citó esa frase latina: «Todas [las horas] hieren; la últi-
ma mata» inscrita en algún reloj. El 20 de mayo de 1956, al levantarse, se cayó y se
fracturó el fémur derecho. Fue intervenido el día 25 y se recuperó bien, pudiendo
ser devuelto a su casa el 31. Pero el deterioro prosiguió. Caquéctico, aparecieron las
úlceras por decúbito. El nueve de octubre recibió la visita de Hemingway, que le llevó
una botella de whisky y le dijo que había merecido el premio Nobel más que él. Pero
no le reconoció ni le entendió. Un fotógrafo fijó la escena.
Pío Baroja Nessi se adentró en las brumas del tiempo a las cuatro de la tarde del
30 de octubre de 1956.
11
El entierro fue a primera hora del día siguiente. Llovía en Madrid. Allí estaban sus
amigos entrañables, y Hemingway, y el teniente general Martínez de Campos, que le
había sacado de un apuro allá por el 36 y que se cuadró e inclinó la cabeza ante su
cadáver. En la calle esperaban algunos curiosos y muchos lectores agradecidos. Desde
el cuarto piso bajaron el ataúd por la escalera Miguel Pérez Ferrero, Camilo José Cela,
Eduardo Vicente y Manuel Val y Vera. Ernest Hemingway declinó el honor: «Es de-
masiado honor para mí… Sus amigos… sus amigos de siempre».
El sepelio partió hacia la calle de Alcalá y por ella hasta las Ventas del Espíritu Santo
y la Carretera del Este por un itinerario que más de una vez describió en sus cuentos
y novelas. Sus restos reposan en el Cementerio Civil bajo una lápida de granito en la
que podemos leer: «Pío Baroja. 1872-1956».
1
Bibliografía
• Baroja P. Obras completas. Barcelona: Círculo de Lectores, 1997.
• Caro Baroja J. Los Baroja. Memorias familiares. Madrid: Caro Raggio, 1997.
• Gil Bera E. Baroja y el miedo. Barcelona: Península, 2001.
• Juan Arbó S. Pío Baroja y su tiempo. Barcelona: Planeta, 1963.
• Pérez Ferrero M. Vida de Pío Baroja. Madrid: Magisterio Español, 1972.