Este documento describe la evolución de la diplomacia desde la antigüedad hasta la Edad Media. Explica que la diplomacia surgió para permitir que los pueblos se relacionaran pacíficamente y resolvieran asuntos de interés común. Detalla ejemplos tempranos de diplomacia en el antiguo Oriente, India, Egipto y Grecia. También discute el papel de la diplomacia en la República Romana y cómo su práctica cambió con la caída del Imperio Romano.
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Este documento describe la evolución de la diplomacia desde la antigüedad hasta la Edad Media. Explica que la diplomacia surgió para permitir que los pueblos se relacionaran pacíficamente y resolvieran asuntos de interés común. Detalla ejemplos tempranos de diplomacia en el antiguo Oriente, India, Egipto y Grecia. También discute el papel de la diplomacia en la República Romana y cómo su práctica cambió con la caída del Imperio Romano.
Este documento describe la evolución de la diplomacia desde la antigüedad hasta la Edad Media. Explica que la diplomacia surgió para permitir que los pueblos se relacionaran pacíficamente y resolvieran asuntos de interés común. Detalla ejemplos tempranos de diplomacia en el antiguo Oriente, India, Egipto y Grecia. También discute el papel de la diplomacia en la República Romana y cómo su práctica cambió con la caída del Imperio Romano.
Este documento describe la evolución de la diplomacia desde la antigüedad hasta la Edad Media. Explica que la diplomacia surgió para permitir que los pueblos se relacionaran pacíficamente y resolvieran asuntos de interés común. Detalla ejemplos tempranos de diplomacia en el antiguo Oriente, India, Egipto y Grecia. También discute el papel de la diplomacia en la República Romana y cómo su práctica cambió con la caída del Imperio Romano.
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Tema 1
DIPLOMACIA
I. ORIGEN Y EVOLUCIÓN DE LA DIPLOMACIA
A. LA DIPLOMACIA EN LA ANTIGÜEDAD Y EN LA EDAD MEDIA
Salvo casos excepcionales, la diplomacia hasta el Renacimiento se presenta de
forma ocasional, temporal y para asuntos concretos, bien para rendir homenaje o por cortesía, bien para resolver un problema determinado o para dar solución a un asunto de interés común o para negociar la paz, es decir, la diplomacia es, en este período de la Historia, ad hoc. Es común admitir que la diplomacia es, como observa REDSLOB, «tan antigua como los pueblos mismos», así se reconoce solemnemente en el preámbulo del Convenio de Viena de 1961 sobre Relaciones diplomáticas, cuyo párrafo primero, declara: «Teniendo presente que desde antiguos tiempos los pueblos de todas las naciones han reconocido el estatuto de los funcionarios diplomáticos». NUMELIN concretará que la diplomacia nace de la necesidad de los pueblos de relacionarse pacíficamente entre sí y no sólo para poner fin a una batalla —dadas las relaciones principalmente bélicas de los pueblos primitivos— sino también para resolver «intereses recíprocos que presuponen un contacto y una colaboración entre los individuos y las sociedades [...]», como son los asuntos relativos al reparto de aguas de un manantial o la alianza de dos grupos humanos frente a un tercero; en cualquier caso, señala NICOLSON, esas relaciones tenían lugar a través de emisarios que actuaban como representantes de la colectividad para negociar pacíficamente los asuntos que les afectaban, siendo considerados como personas sagradas, lo que significaba un trato especial consistente en ciertos privilegios e inmunidades, tales como la inviolabilidad, lo que suponía una gran concesión, toda vez que en las sociedades primitivas los extranjeros eran tenidos por peligrosos e impuros. La Antigüedad histórica ofrece ya una gran riqueza de ejemplos, desde el oriente asiático hasta los pueblos mediterráneos, que muestran el ejercicio y el valor de la diplomacia; en todo caso, cualquiera que sea el cometido de los enviados, se entiende que son representantes de sus pueblos en cuyo nombre actúan y por ello deben ser tratados con particular deferencia, castigándose con graves penas los atentados a sus personas. En Asia oriental y meridional ya desde el II milenio a. C. surgen intercambios diplomáticos entre China, Corea, Japón, Tíbet, la India, los países del Sudeste y el archipiélago malayo en el siglo III a. C. los embajadores chinos estaban obligados a presentar por escrito informes minuciosos sobre el cumplimiento de su misión y en el siglo I a. C. China recibía embajadores de los partos y trató de enviarlos al Imperio Romano. En la India el Artha-sastra de Cautilya —siglo III a. C.— en los diez libros dedicados a la política exterior, confiere un papel esencial a la diplomacia para conseguir un equilibrio pacífico entre los reyes, cuyo complemento natural es el espionaje interior y exterior y el Código de Manú, elaborado probablemente en el siglo I a. C. pero con materiales antiguos, dedica buena parte a la diplomacia y a los diplomáticos, basando el arte de la diplomacia en la capacidad de impedir la guerra y consolidar la paz. En el mundo mediterráneo tiene una especial importancia Egipto, que en tiempos de la VI dinastía (siglo XXV a. C.) llegó a entablar negociaciones con las tribus del país de Punt, y en el II milenio apareció en la corte egipcia una categoría especial de servidores que eran enviados como mensajeros a los pueblos asiáticos (asirios, hititas), a los que se refieren las Instrucciones de Ahtor y el Relato del egipcio Sinuhet; se conocía la práctica de las negociaciones diplomáticas previas a las acciones de guerra, y entre Egipto y otros países de Oriente llegó a establecerse un intercambio sistemático de embajadas. De este II milenio a. C. son dos de los más importantes documentos de la diplomacia del Antiguo Oriente: la correspondencia de Tell-el- Amarna constituida por cartas de los príncipes de Siria y Palestina al faraón de Egipto, y el famoso tratado entre el faraón Ramsés II y el rey hitita Hattusil III de fecha discutida: 1269 a. C., como se indica en la nota al tratado que se conserva en el Museo del Antiguo Oriente, en Estambul; 1278 a. C. según Jacques Pirenne en su Historia de la Civilización del Antiguo Egipto; y 1277 a. C. que es la que parece deducirse de la obra de Claire Lalouette Ram- sés II; el tratado fue elaborado tras largas e importantes negociaciones después de la batalla de Qadesh (1294 a. C.), que tiene un amplio contenido y es, además, el más antiguo tratado que se conserva, aunque el más antiguo del que se tiene noticia sea el tratado de paz entre Eannato de la ciudad-estado mesopotámica de Lagash y los representantes de la también ciudad-estado mesopotámica de Umma, celebrado en torno al año 3100 a. C. Pero, con todo, en la Antigüedad son los griegos los que dan por primera vez a las relaciones diplomáticas una cierta estabilidad de forma, por su utilización frecuente, aun cuando no llegasen a existir misiones permanentes; sin embargo, la diplomacia griega se produce en un ámbito modesto al desarrollarse principalmente en las relaciones entre los pequeños estados o grupos de estados del mundo heleno y con sus vecinos inmediatos, y ello a pesar de que las consideraciones étnicas o el panhelenismo, como comúnmente se ha mantenido, no fueron ni el principal factor, ni significa más que una pequeña parte en la diplomacia griega. En algunos aspectos la diplomacia aparece como una reacción negativa y defensiva, más que como una actividad positivamente constructiva y altruista; la acción diplomática va por delante de la guerra, es decir, antes de acudir a la guerra se adoptan posiciones diplomáticas, tienen lugar peticiones y ofrecimientos y se promueve el arbitraje; sólo ante el fracaso se acudirá al ejército, pero, entonces, como una necesidad y con el sentimiento de una posición moralmente justa; las consideraciones ideológicas fueron claras en los fines y práctica de la diplomacia griega, pero fundamentalmente como pretexto y material para la propaganda. La acción diplomática se realiza en la Grecia clásica por comunicación directa oral, tanto en tiempos de guerra como de paz, cuando la ocasión así lo requería, y constantemente los asuntos diplomáticos figuraban en las agendas de los consejos y asambleas, que no solamente tomaban las decisiones políticas, sino que también nombraban a las personas que habían de dar curso a las decisiones tomadas. La asamblea pública era normalmente la institución soberana del estado y la responsable de la política exterior y de la diplomacia, los nombramientos de los enviados y las resoluciones sobre diplomacia solían ser previamente acordadas por un comité de cinco consejeros a modo de resolución preliminar; ante la asamblea, dada su condición de institución soberana y por sus funciones, actuaban los enviados extranjeros y daban cuenta de su misión los enviados propios. Los griegos utilizaban diversas palabras para denominar a quienes eran despachados con misiones diplomáticas; así, los heraldos (kerykes), los enviados (presbeis) y los mensajeros (angeloi), si bien la principal diferencia se daba entre los heraldos y los otros dos; los primeros estaban incardinados en la más vieja tradición social y religiosa, constituían una profesión que les daba un status específico y honorable en sociedad, tenían variedad de tareas y gozaban de cierta forma de inmunidad diplomática que no disfrutaban automáticamente los enviados en general; en cambio, el término angeloi de más amplio significado, podía utilizarse para denominar a los que realizaban funciones de presbeis, pero ninguna de las tres denominaciones estaba originalmente, ni principalmente, conectada a la diplomacia, eran, por tanto, en palabras de ADCOCK, amateurs. Los enviados, cuando visitaban un estado, normalmente tenían libertad para realizar contactos informales como complemento a su actuación en los consejos y asambleas políticas y eran elegidos según que el contenido de la misión fuese informar, proponer, negociar, etc.; el tamaño de las misiones variaba considerablemente no sólo de estado a estado, sino también de tiempo en tiempo, en cada estado y en función del cometido recibían sus instrucciones bien oralmente o por escrito y se les proveía de documentos de acreditación. Por último, en la medida en que puedan considerarse como formas cercanas a la moderna diplomacia parlamentaria, cabe referirse a las discusiones sobre asuntos comunes que tenían lugar en las asambleas de las ligas anfictiónicas. Roma, dada su condición hegemónica, no valora la diplomacia en el mismo grado que los griegos, prefiriendo la guerra para la solución de los conflictos, pero acepta, en general, el sistema de la diplomacia griega. La diplomacia es ejercida en Roma en los tiempos más antiguos por el colegio sacerdotal de los fetiales, a cuyo cargo estaba la custodia de los acuerdos internacionales y la ceremonia de declaración de la guerra y la conclusión de la paz, cometido que siguieron manteniendo hasta el último período del Imperio Romano en que la diplomacia es ejercida casi exclusivamente por los prelados de la Iglesia. En la República, al pasarse al Senado, por la Lex Gabinia, la dirección de los asuntos exteriores, éste es el encargado de enviar y recibir las misiones diplomáticas junto a los fetiales; aparecen entonces los oratores y los legati (si bien este término no es exclusivo de enviados diplomáticos), nombrados por el Senado, del que reciben la acreditación y las instrucciones y al que han de dar cuenta de su misión; entre estas dos clases no existe jerarquía y las misiones nunca son unipersonales, alcanzando hasta el número de diez, siendo, en todo caso, uno de sus miembros quien presidía la misión (princeps legationis). La caída del Imperio Romano de Occidente en poder de los «pueblos bárbaros» no va a significar una ruptura o desaparición del ejercicio de la diplomacia, sino que, al contrario, los reyes bárbaros asimilan las formas y usos diplomáticos del Imperio Romano; la diplomacia llega a ser instrumento común de esos reinos en las relaciones entre sí y en las relaciones con el Imperio Bizantino, y sus enviados reciben el nombre de nuntii, missi o legati; más aún, se debe a Casiodoro, bajo el reinado de Teodorico, la publicación, en el siglo VI, de las Variae en las que se recogen los usos y prácticas de la diplomacia romana y criterios para la elección de los enviados; también en el mismo siglo VI, es de interés para esta materia, la colección de cartas del Papa San Gregorio Magno. A lo largo de la Edad Media, en un continuo proceso de enriquecimiento y perfeccionamiento de la diplomacia que desembocará, junto a otros factores determinantes, en la diplomacia permanente, destacan la aportación de Bizancio, del Papado y, al final de la Edad Media, de Venecia y de los demás estados del norte de Italia. Por otra parte, entre los monarcas y príncipes germánicos va a aparecer, ya desde la segunda mitad del siglo VI y claramente a partir del siglo XI, la práctica de negociar personalmente o en su presencia, naciendo así la que hoy se llama diplomacia directa, aunque con precedentes en el siglo XIII a. C. en las relaciones entre egipcios e hititas. Bizancio, como los griegos, sigue recurriendo más a la diplomacia que a la guerra para mantener su situación preeminente y equilibrio con los vecinos poderosos, y en los siglos VIII y IX, como consecuencia de la formación del Imperio Romano- Germánico, despacha como enviados al Papa y a los nuevos emperadores francos, personas de distinto rango de su corte; las misiones están compuestas por dos o tres miembros pertenecientes a distintos estamentos, pero no existe una verdadera especialización de funciones diplomáticas, aunque a veces en razón de su experiencia se envíe a la misma persona en misiones del mismo orden. En el siglo X de los tres manuales compuestos por el emperador Constantino VII Porfirogéneta, De thematibus, De ceremoniis y De administrando imperio, los dos últimos se ocupan, entre otras, de materias relativas a la diplomacia, y en el siglo XIV, también se ocupará de ella, el tratado político del Pseudo-Kodinos. Aun cuando en Bizancio no existía la misión diplomática permanente, la representación diplomática se hallaba sumamente desarrollada; al embajador se le proveía de un documento imperial acreditativo (prokuratorikon) y, muchas veces, de instrucciones secretas con las exigencias máximas y mínimas dentro de las que se le concedían al embajador plenos poderes para negociar; entre estos documentos escritos, cuyo uso se va haciendo cada vez más frecuente en Occidente, sobre todo a partir del siglo XII, se llegan a distinguir claramente las cartas credenciales y los plenos poderes. El Papa utilizará enviados para tratar en el exterior asuntos eclesiásticos o políticos. Desde León I en el siglo VI, con la caída del Imperio Romano, hasta la primera mitad del VIII, los Papas mantienen permanentemente un enviado ante el Emperador bizantino, llamado apocrisiario, aunque el carácter diplomático del mismo sea discutible, toda vez que su razón de ser era la de asegurar la presencia papal, en cuanto autoridad espiritual, junto al Emperador, como también hacían los patriarcas de Alejandría, Antioquía y Jerusalén —hasta su caída en poder del Islam— y en reconocimiento de su condición de máxima autoridad temporal de la Cristiandad y protector de la Iglesia. Por otra parte, el Papa enviaba también representantes ad hoc ante el Emperador, los reyes y los Concilios, con las denominaciones, fundamentalmente, de legados y nuncios —que al final de la Edad Media llegan a acuñarse como propias de los enviados de la Santa Sede— con específico significado y rango: los legados para las más elevadas funciones, principalmente eclesiásticas, como representantes personales del Papa (particularmente los legati a latere) y los nuncios, de rango inferior con menores poderes y encargados de asuntos temporales y de menor importancia y más bien — hasta donde la distinción era posible— como representantes de la Santa Sede. En los reinos y demás entidades políticas que se van formando en Europa, también se conocen y utilizan las misiones diplomáticas, siempre con carácter temporal, pero sin la organización ni el desarrollo institucional del Imperio o del Papado. Los enviados son llamados legados y también, con un sentido genérico, nuncios, utilizándose, a partir del siglo XII, los términos embajador y orador, con significado de enviado diplomático, que se impondrán al final de la Edad Media como las denominaciones usuales de los representantes de los poderes civiles, equivalentes a las de legado y nuncio, más propias de la Santa Sede. Interesa aquí hacer una particular referencia a la figura de los procuradores, procuratores, enviados principalmente ante la curia romana durante los siglos XIII y XIV y en donde fundamentalmente se configura la institución; el procurador es un plenipotenciario, un representante jurídico, generalmente para asuntos personales del representado, pero no un representante diplomático en sentido estricto, por eso no es asimilable a los nuncios, entendidos genéricamente como enviados (embajadores, oradores, legados o nuncios en sentido estricto), éstos y los procuradores son dos oficios distintos, utilizados para diferentes fines que pueden o no coincidir en las mismas personas. El procurador actuaba y hablaba por sí en nombre de su principal, negociaba y concluía sin referencia al principal, pero carecía de carácter representativo simbólico; por el contrario, los nuncios hablaban por boca de quien les enviaba y le representaban simbólicamente en las ceremonias, pero no tenían poderes para negociar. Los simples procuradores por importantes que fuesen estaban siempre por debajo de los nuncios (enviados) y en algunas ocasiones no se les reconocía status diplomático alguno. Estos dos cometidos podían ser encomendados a una misma persona, cuando así se consideraba oportuno por el asunto a tratar, nombrándosele entonces a ésta nuncio y procurador, lo que, con la aparición de la diplomacia permanente se fue haciendo más frecuente, bajo las denominaciones de embajador y plenipotenciario, pero todavía entendidas como dos funciones distintas y que cada una había de ser otorgada expresamente para que su titular pudiese actuar en la doble calidad. Establecida en firme la diplomacia permanente, la condición de embajador, orador o nuncio implica la doble función de representación simbólica y capacidad para negociar, lo que no obsta para que aún en la actualidad, las denominaciones de embajador y plenipotenciario, se utilicen conjuntamente, aunque sea como fórmula de estilo en las cartas credenciales.
B. LA DIPLOMACIA EN LAS EDADES MODERNA Y CONTEMPORÁNEA
El desarrollo de la diplomacia a lo largo de la Edad Media va a desembocar en la
que se denominará diplomacia permanente, que se presenta como la más idónea para atender adecuadamente a las necesidades que impone una nueva configuración de la sociedad internacional y que significará un cambio de la mayor importancia en la evolución histórica de la diplomacia. A partir del último tercio del siglo XIV, aunque probablemente antes, y de un modo generalizado en la primera mitad del siglo XV, los estados y ciudades-estado del norte de Italia, recurren en sus relaciones recíprocas a la práctica de enviar representantes permanentes (embajadores continuos, oratores residentes), para defender mejor sus específicos intereses; desde entonces y ya sin interrupción se producirá su extensión paulatinamente al resto de Italia y de Europa. Esta diplomacia permanente no se puede confundir con aquellas misiones temporales que, por razón de su objeto y por la complejidad creciente de las relaciones internacionales, se prolongan durante largo tiempo, como era, también, frecuente en el mismo siglo XV, y ello porque las misiones permanentes se envían, a diferencia de la diplomacia ad hoc, para mantener relaciones continuas y abarcar, en principio, toda clase de asuntos existentes o que puedan surgir entre los entes que acuden a ella, y de ahí la necesidad de la permanencia. Pero no se trata, sin embargo, de una forma de diplomacia que irrumpe ex novo, bruscamente, sino que se va perfilando sobre una situación fáctica que se revela útil y, además, no carece de precedentes. En efecto, un rasgo común de las embajadas permanentes es que su establecimiento llega a partir de la existencia de representantes residentes no oficiales o semi- oficiales, pero reconocidos, por aquellos ante quienes tenían que actuar, como auténticos agentes de sus enviantes con capacidad para asegurar la comunicación constante entre enviante y receptor y la gestión de múltiples asuntos; asimismo proporcionaban al enviante información sobre la situación general en su lugar de residencia y las intenciones del gobernante, es decir, tales representantes ejercían unas funciones generales que iban a ser las propias de las misiones permanentes; estos agentes se transforman, en buen número de casos, en los primeros diplomáticos permanentes al conferírseles nombramiento de representantes oficiales, por eso, el comienzo de la diplomacia permanente surge de facto, ya que en los nombramientos no se concretan las características propias de la misma. Además, el envío de representantes diplomáticos con carácter permanente conoce precedentes, entre los que cabe destacar, principalmente, en consideración a su carácter oficial y a la generalidad de sus funciones, los sucesivos procuradores que a comienzos del siglo XIV representaron en París a los reyes de Inglaterra y, sobre todo, aquellos procuradores permanentes ante la curia romana que ya en el siglo XIV, y claramente en la primera mitad del XV, llegan a asumir a la vez la condición de embajadores; unos y otros serían, así, los predecesores más inmediatos y directos de la nueva diplomacia permanente. Por otra parte, la aparición y desarrollo de la diplomacia permanente se produce en estrecha relación con el establecimiento y consolidación del Estado moderno, que hacen necesaria la figura del embajador residente como medio, cabría decir horizontal, para conseguir y asegurar su propia permanencia y estabilidad, pero también, y por ende, la de la nueva sociedad internacional una vez abandonadas al final de la Edad Media las ideas universales del Imperio y del Papado, que eran las que daban esa estabilidad y permanencia, de una forma vertical, a la sociedad medieval, y que ahora se tratan de mantener bajo el prisma superiorem non recognoscentes; tal necesidad de las embajadas permanentes es, ya en el siglo XIV, proclamada como urgente, por los más ardientes defensores del Estado nacional, como Philippe de Mézières. El hecho de que Italia o mejor los Estados del norte de Italia fuesen los primeros en acudir a la diplomacia permanente y desarrollarla, de modo que la institución puede considerarse italiana, se debe a que estos estados estimaron necesario mantener entre ellos una relación continua para mejor hacer frente al poder y expansión, a su costa, de los nuevos grandes Estados modernos o a que, como observa MATTINGLY, «sean cuales fueren las indicaciones, analogías y antecedentes que ofrecía la experiencia, su plasmación fue, básicamente, el arbitrio ideado como solución práctica para un problema concreto y urgente. Italia dio, la primera, con el sistema de organización de las relaciones entre los Estados que Europa entera adoptó después, porque Italia, al acercarse a su término la Edad Media, estaba transformándose ya en lo que andando el tiempo había de llegar a ser la Europa toda». En definitiva, la diplomacia permanente puede considerarse como un elemento más de la cultura renacentista o, cuando menos, una consecuencia inevitable de la misma; más concretamente WECKMANN dirá que «la nueva diplomacia era una consecuencia natural de los nuevos aspectos de la política, la cual, a su vez, estuvo determinada por la nueva concepción del Estado». Aunque esta diplomacia nada difiere, en sus notas esenciales, de épocas anteriores, en cuanto que sigue siendo el medio oficial formal de relacionarse dos colectividades o entes políticos autónomos o, ahora, soberanos, sin embargo la diplomacia permanente va a aportar, por la misma razón de su existencia, importantes elementos para el desarrollo de la diplomacia en general. Entre éstos cabe destacar la profesionalización de los representantes diplomáticos, debido a que la permanencia continuada en sus puestos en el exterior impone la sola dedicación a tal actividad y conduce a que estas personas sean las únicas disponibles para sucesivos destinos diplomáticos, lo que supondrá, si no la aparición de una carrera en el sentido administrativo —que no se establecerá, en su caso, hasta el momento de la burocratización del Estado—, sí la formación de una clase de personas particularmente cualificadas, como profesionales, para el desempeño de misiones permanentes; en segundo lugar, esta profesionalización va a conducir al progresivo alejamiento de los eclesiásticos de la diplomacia, haciéndose ésta laica, dando lugar al carácter secular propio de la diplomacia moderna; en tercer lugar, por lo que respecta a las funciones, las misiones permanentes van a asumir una función de información general sobre el Estado de residencia, que se considera como una de las más importantes, básica para la elaboración de la política exterior del Estado enviante, que llegará a convertirse en típica de la diplomacia permanente y, en la actualidad, quizá en la más específica o primordial, siendo, incluso, la razón de ser del mantenimiento o establecimiento de relaciones permanentes; en fin, como consecuencia de la generalidad de sus funciones y del largo período de su estancia en el puesto, los embajadores permanentes estarán provistos de amplios poderes discrecionales de modo que se encuentren, en principio, legitimados para actuar, en nombre del Estado que les acredita, en todos los diversos asuntos que se presenten. Aun cuando documentalmente parece corresponder a Milán el establecimiento de las primeras misiones diplomáticas permanentes en el sentido moderno, es a Venecia a quien se debe la configuración y la más completa organización de la nueva forma de diplomacia, sobre cuyo modelo se producirá su desarrollo en etapas posteriores, de ahí que Venecia sea considerada como «escuela y prueba de embajadores» y la diplomacia permanente —y aun la moderna diplomacia, en general— como creación veneciana; ello porque Venecia, debido a la importancia de su comercio con Levante, mantenía en la zona, desde siglos anteriores, diversas clases de agentes con carácter permanente, principalmente con el Imperio Bizantino, como el bailío, el podestá y también los propios cónsules, lo que la convirtió en especial conocedora de la diplomacia bizantina, que asimiló e hizo propia, siendo así su gran heredera. A partir de la paz de Lodi, en 1454, que pone fin a las guerras de la primera mitad del siglo XV entre los Estados italianos, la diplomacia permanente es ya utilizada por todos los Estados de la península, al considerársela instrumento adecuado para mantener una necesaria política de equilibrio. Aunque con precedentes en la primera mitad del siglo XV, esta diplomacia permanente —«la moda italiana», en palabras de Luis XI de Francia— se extiende fuera de la península itálica, ininterrumpida y progresivamente, desde 1460, siendo, al parecer, también, Milán la primera que la lleva allende los Alpes. Pero, además, pronto van a acudir a ella Estados extra-italianos para las relaciones entre sí; corresponde a Fernando II de Aragón el haber iniciado, hacia 1480, y hacer un uso más frecuente de la nueva diplomac3ia fuera del mundo italiano —sin duda por ser el monarca europeo mejor conocedor de su utilidad, debido a la vinculación aragonesa con los reinos de Sicilia y Nápoles—, de ahí que, tras el acceso al trono de Isabel I de Castilla y debido, también, al predominio español, fuese la monarquía hispánica la que más desarrolló la diplomacia de esa época, dándole una impronta española. La utilización de esta diplomacia va aceptándose paulatinamente a lo largo del siglo XVI y después de la paz de Vervins, en 1598, que pone fin a las guerras de religión del Renacimiento, su adopción se extiende rápidamente, sobre todo gracias al impulso dado por Francia, que ostenta ahora la supremacía europea y hace que la diplomacia —entre cuyos objetivos se introduce la consecución del llamado «interés nacional»—, se desarrolle y configure según el molde y esquemas franceses que se imponen y mantendrán, desde luego, hasta 1815. A partir de los Tratados de Westfalia, de 1648, la diplomacia permanente se hace general en Europa y se manifiesta ya como un instrumento eficaz e imprescindible para las relaciones entre los Estados. De nuevo la diplomacia permanente, como había ocurrido con su aparición en el norte de Italia —coincidente con la formación de los Estados soberanos—, sirve, tras la ruptura del mundo cristiano, para dar estabilidad y permanencia a la nueva sociedad internacional, ahora además heterogénea, al presentarse como el único medio, o el más adecuado, que hace posible, a falta del lazo religioso común, la comunicación entre Estados católicos y protestantes que la nueva situación exige para su necesario mantenimiento. De esta manera, las misiones permanentes ya no van a ser establecidas, principalmente, por razones de alianzas o de inconfesada, pero conocida, vigilancia recíproca, sino que su envío y recepción «viene a constituir —como dice MARESCA— un fenómeno inherente a la dignidad del Estado soberano», que se producirá por razones de diversa naturaleza, no sólo políticas, sino también económicas. Comienza así, verdaderamente, la moderna diplomacia, que se configura, como observa MATTINGLY, por la adaptación de las instituciones diplomáticas italianas, tras una elaboración continua, a las necesidades del nuevo sistema europeo, más amplio y complicado, al que servirían hasta que éste fue desarticulado al producirse una nueva ampliación del espacio político. Desde Westfalia o quizá, incluso, desde Vervins, se puede fijar, por tanto, el comienzo de la formación de la que se llamaría diplomacia tradicional o diplomacia clásica, cuyas técnicas y reglas se enraízan en la diplomacia permanente, que se impone ya claramente sobre la anterior diplomacia temporal, que, aunque sin desaparecer en ningún momento, pierde su importancia de primer orden para las relaciones bilaterales entre los Estados. Esta diplomacia clásica alcanzará su cenit y cristalización en 1815, y mantendrá su preeminencia hasta la primera guerra mundial. Las líneas generales de la evolución de la diplomacia, desde la aparición de la diplomacia permanente, pueden concretarse, siguiendo a MARESCA, de la siguiente forma: Durante los dos primeros siglos, XVI y XVII, la institución diplomática no está cristalizada en formas jurídicas definitivas, de tal manera que: a) El agente diplomático es todavía objeto de una difusa desconfianza, considerándose que es enviado para llevar a cabo acciones de espionaje más que funciones de cooperación internacional; de ahí que, para justificar la recepción de una misión permanente, se acuda con frecuencia a la ficción de que su envío significa un homenaje continuo del Estado enviante al receptor. b) El fundamento jurídico de la inmunidad diplomática está en el carácter del agente diplomático como representante personal de su soberano. c) No existen aún reglas seguras sobre precedencia entre los diversos representantes extranjeros, produciéndose frecuentes incidentes, a veces de importancia para las relaciones entre los Estados afectados, que se resuelven ad hoc. d) La misión diplomática no goza todavía de una organización estable, siendo los empleados personales del jefe de misión sus colaboradores. e) Tampoco existe una clara clasificación de las categorías de agentes diplomáticos, distinguiéndose, solamente, entre embajadores que están investidos de la más alta dignidad y representan a la persona del soberano; los «residentes», de rango menos elevado no dotados de carácter representativo; y los «agentes» en sentido estricto. Por otra parte, la misión diplomática permanente implica consecuencias de particular importancia en la figura del agente diplomático, en el nuevo modo de ser de las relaciones internacionales y en el desarrollo del derecho internacional. Así, el agente diplomático no es tan sólo el órgano para expresar la voluntad de su Estado y el negociador en las relaciones con otro Estado, sino que, también y sobre todo, es el observador permanente del propio Estado en la vida interna e internacional del Estado ante el cual está acreditado, función ésta que va a servir, en particular, para facilitar el recíproco conocimiento de los Estados y, por ello, para posibilitar la solución pacífica de las controversias entre ellos y para la cooperación internacional. En segundo lugar, la necesidad de asegurar el eficaz funcionamiento de la misión diplomática permanente estimula la formación progresiva de un conjunto de instituciones jurídicas, como son: el procedimiento para el nombramiento de los agentes; los tratos especiales a las personas y bienes de la misión; el ceremonial para el comienzo, actuación y fin de las funciones de los miembros de la misión. En tercer lugar, en torno a la figura del agente diplomático permanente se va a desarrollar abundante doctrina internacionalista que servirá para sustentar la regulación de la institución diplomática en el derecho internacional, abandonándose su apoyo, insuficiente, sobre el derecho romano. Como manifestación de este proceso de desarrollo, cabe señalar que, en Francia, se crea por Colbert de Torcy, en 1712, la Academia Política, como escuela para los diplomáticos. Sin solución de continuidad con los siglos anteriores, a lo largo del siglo XVIII se va a ir completando y fijando, tanto por la práctica, como por la doctrina, la forma de ser de la diplomacia clásica, emergiendo un derecho diplomático, que, como ya se ha señalado, alcanza su cristalización en el Congreso de Viena de 1815, en el que se aprobará el Reglamento sobre los agentes diplomáticos, y que servirá de base y punto de referencia para el desarrollo posterior de la diplomacia y del derecho diplomático, hasta la codificación de 1961. Tras ese proceso evolutivo, la diplomacia presenta los siguientes rasgos:
a) Los diplomáticos son representantes de un Estado y no del soberano, aunque
a los jefes de la misión se les siga denominando embajadores de Su Majestad, ya que incluso en las monarquías absolutas el rey encarna cada vez menos al Estado. b) Estos diplomáticos forman parte de la Administración del Estado y pertenecen a un mismo cuerpo social, con una educación similar, una misma experiencia profesional e incluso con objetivos comunes. c) Las negociaciones se desarrollan de un modo continuo entre los gobiernos a través, casi exclusivamente, de los diplomáticos, en cuya función gozan de gran independencia y actúan de manera reservada, confidencial o secreta; es una diplomacia de gabinete, alejada de las presiones de la opinión pública, al tener ésta, todavía, una importancia restringida a la política interna; se llega así a unos acuerdos negociados con la lentitud precisa para favorecer la maduración de las soluciones, y de aquí la moderación de los objetivos. d) Aun cuando en las negociaciones se busque el interés nacional, se tiene en cuenta el interés general representado tanto por el equilibrio político entre la oligarquía de las grandes potencias europeas, como por el mantenimiento de un orden jerárquico. e) La actividad de espionaje e incluso de subversión que todavía se ejercía en el siglo XVIII, tiende a desaparecer, reduciéndose a sus estrictos términos la función de observación e información, con el objeto, ya señalado, de dar a conocer al Estado acreditante la situación general del Estado receptor y sirva de elemento para la formulación de la política exterior de aquél.
Debido a estos rasgos, la diplomacia en este período va a tener una gran
influencia en la política exterior de los Estados y, por ende, en la forma de ser de la sociedad internacional, toda vez que el mundo cerrado y homogéneo de los diplomáticos, únicos conocedores de las técnicas y de las posibilidades de una negociación, no admiten intromisiones de «gentes extrañas» y, por tanto, condicionan las metas deseadas por sus Estados, mediatizándolas en lo que ellos, gracias a su capacidad de control, consideren oportuno alcanzar; es así esta época de la diplomacia clásica o tradicional, la «Edad de Oro» de los diplomáticos. El «Reglamento de categorías entre los agentes diplomáticos», aprobado en el Congreso de Viena el 19 de marzo de 1815, además de su significado como muestra del grado de desarrollo y cristalización del derecho diplomático, presenta también un interés específico en la actualidad, en cuanto se pueda considerar como la primera manifestación codificadora, si bien parcial, de tal derecho. En sus siete artículos se trata de resolver los problemas de precedencia entre los agentes diplomáticos para poner fin a los frecuentes incidentes que al respecto se venían produciendo; se establece, para ello, tres clases de «empleados diplomáticos», a saber: 1.a) los embajadores, legados o nuncios; 2.a) los enviados, ministros u otros acreditados ante los soberanos; 3.a) los encargados de negocios, acreditados ante los ministros de negocios extranjeros (art. 1.2) (en 1818, en el Congreso de Aquisgrán, se añadiría, entre la 2.a y 3.ª clase, la de ministro residente, que caería en desuso a finales del siglo XIX); de ellos sólo los primeros tenían carácter representativo (art. 2); los diplomáticos en misión extraordinaria no tienen en tal concepto mayor categoría (art. 3); el orden de precedencia se determinará de conformidad con la fecha del aviso oficial de la llegada del agente diplomático, sin que afecte a la precedencia que le pueda corresponder al representante del Papa (art. 4); los lazos de parentesco o de alianzas de familia entre las Cor- tes, así como las alianzas políticas no darán más categoría a sus diplomáticos (art. 6); en los instrumentos o tratados entre varias potencias, siempre que acepten la alternancia, el sorteo entre los ministros decidirá el orden que ha de seguirse en las firmas (art. 7); cada Estado establecerá un sistema uniforme para la recepción de los diplomáticos de cada clase (art. 5). El comienzo de una nueva etapa en la evolución de la diplomacia puede fijarse en 1919, terminada la Primera Guerra Mundial y con la creación de la Sociedad de Naciones. Influyen en esta evolución la importancia que adquiere la opinión pública; el desarrollo del fenómeno organizativo internacional; el progreso científico, sobre todo en lo que se refiere a la rapidez de las comunicaciones; la extensión de la negociación diplomática a muy diversos campos de las relaciones internacionales, que exigen particulares conocimientos técnicos, por lo que es necesario que participen en la negociación expertos en la materia concreta que se trate; y la propia evolución del derecho internacional. Estos factores van a suponer no sólo un proceso de perfeccionamiento y adaptación de la diplomacia a los nuevos tiempos y sus exigencias, sino, también y sobre todo, la aparición de nuevas formas de diplomacia (como la diplomacia parlamentaria) y el desarrollo y utilización intensa de otras formas ya conocidas históricamente (así, la diplomacia de conferencia, la diplomacia especial, la diplomacia directa y la diplomacia itinerante); ello implica la modificación de la diplomacia clásica y acaba con el carácter cuasi exclusivo que la diplomacia permanente tiene en la etapa anterior, la cual, aunque manteniendo una utilidad básica, cede, en determinados ámbitos de su actividad el protagonismo a las nuevas formas. Ahora bien, aunque se tome la fecha de 1919, por coincidir con el inicio de una nueva época en las relaciones internacionales y en la ordenación de la sociedad internacional, en realidad, parte de los factores que inciden en la evolución de esta etapa de la diplomacia comienzan a manifestarse, si bien no sea de forma decisiva, en el siglo XIX y aun a finales del XVIII. En buena medida, el nuevo carácter de la diplomacia se debe a que el establecimiento de los sistemas democráticos exige y conlleva la necesidad del control público sobre toda la actividad del Estado; sin embargo, la incidencia de tal control sobre la diplomacia no coincide con el orto de la aparición de tales sistemas, o no se produce desde entonces de manera real e ininterrumpida, porque, como diría GOGORDAN, «a un Estado ya no le es posible modificar las condiciones y las reglas de la diplomacia, del mismo modo que él sólo no podría cambiar las costumbres que constituyen el derecho de gentes. Necesariamente, es preciso tener en cuenta a los otros países». Así, la diplomacia de los Estados Unidos de América, si bien de iure sometida al control democrático, éste no alcanzaría, hasta bien asentada la independencia, a la actividad y personalidad de sus principales diplomáticos; y la diplomacia de la Revolución francesa o si se quiere su ideología antidiplomática, decaía en 1795 volviéndose a los modos tradicionales. La influencia del control público comenzará a ser reconocida en el segundo cuarto del siglo XIX, pudiéndose individualizar en la declaración hecha por George CANNING (en 1826) proclamando que la opinión pública era «el poder más tremendo que quizá haya sido jamás puesto en acción en la historia del género humano»; en cualquier caso, el proceso hacia la llamada diplomacia democrática se afirma progresivamente a partir de la Primera Guerra Mundial, bajo el símbolo de la declaración «wilsoniana» de los «Catorce Puntos», de enero de 1918, en cuyo Punto Primero se pronuncia por la diplomacia pública o abierta, ya que después de los tratados de paz, que deberían ser concluidos abiertamente, «no habrá más acuerdos internacionales privados, cualquiera que sea su naturaleza, sino que la diplomacia procederá siempre franca y públicamente». Es bien sabido que la fuerza de los hechos, a través de la práctica más inmediata a tal declaración, como fue la negociación de la paz en Versalles, limitó las pretensiones de publicidad a los resultados de la negociación, es decir, a los acuerdos obtenidos, manteniendo en secreto su concertación, o sea, su negociación que, precisamente, en este caso concreto más se trató de una elaboración unilateral e imposición que de negociación propiamente dicha. En efecto, el control de la actividad ad extra de un Estado, ejercido en una sociedad democrática por la opinión pública, particularmente por el parlamento, aunque pueda ser un control de la iniciativa (control previo), es, fundamentalmente, un control sobre los resultados de la acción exterior, por tanto, en cualquier caso, un control de la política exterior, pero no de la negociación en cuanto tal, es decir, de la diplomacia como uno de los medios de ejecutar tal política. Por consiguiente, el «nuevo» carácter de la diplomacia democrática no es tal más que en la medida en que, en la negociación diplomática, se deba procurar obtener unos resultados que puedan ser aceptados por el control público que constitucionalmente se ejerce sobre la actividad del Estado, teniendo en cuenta, precisamente, la posición al respecto de la opinión pública nacional o internacional. La negociación pública sólo tendrá lugar en los órganos, principalmente plenarios, de las organizaciones internacionales —diplomacia parlamentaria— y en las sesiones plenarias de las conferencias diplomáticas —diplomacia de conferencia—. Formas ambas de diplomacia que irán desarrollándose y haciéndose cada vez más frecuentes desde la Primera Guerra Mundial y que, aunque consideradas como «nuevas formas» de diplomacia, por esas últimas razones de desarrollo e intensificación, ya son conocidas de siglos anteriores; así, respecto a las organizaciones, las uniones administrativas o las comisiones fluviales del Rin y del Danubio, e incluso el remoto precedente de las anfictionías griegas; y respecto a las conferencias, los grandes congresos de los siglos XVII, XVIII y XIX y las conferencias de este último siglo. Sin embargo, la publicidad de la negociación, que en estas formas de diplomacia tiene lugar a través del debate, queda en la práctica sustancialmente limitada, ya que los resultados más positivos y concretos suelen alcanzarse mediante negociaciones secretas o confidenciales paralelas, de ámbito reducido o muy reducido, entre las distintas delegaciones o delegados individuales de los Estados en la conferencia o en los órganos de la organización, o a través de negociaciones en reuniones de expertos o en reuniones de comisiones, e incluso, en el seno de las organizaciones internacionales, a través de la llamada diplomacia discreta (quiet diplomacy) llevada a cabo por el principal órgano individual administrativo o político-administrativo (secretario general, director general, etc.) con los representantes de los Estados miembros, y aun por medio de conversaciones informales —por tanto sin carácter diplomático— entre los representantes de los Estados. Y ello es así porque, como diría Dag HAMMARSKJÖLD, «una larga experiencia ha demostrado que la negociación en público por sí sola no da resultado [...]; se necesita aplicar los principios y los métodos de la diplomacia tradicional más ampliamente, al lado de los procedimientos públicos». La duda, siempre latente, sobre la forma de ser y el alcance de la diplomacia pública, queda significativamente reflejada en la observación que hacía, en 1978, K. WIMMEL al señalar que el problema eje del valor y la importancia de la diplomacia pública es el de determinar si es útil, para servir a la causa de la paz mundial, comunicar no sólo con los gobiernos, sino también con los pueblos, es decir, si es preferible informar más que persuadir. En fin, la realidad del secreto en las negociaciones diplomáticas de cualquier ámbito ha llevado a PANIKKAR a decir que «La negociación es esencialmente un método secreto: nada es más desastroso para ello que una publicidad mal considerada y prácticamente toda publicidad está mal concebida cuando las negociaciones están teniendo lugar»; en efecto, la naturaleza confidencial de la diplomacia es y ha sido universal, en todo tiempo y lugar y, desde luego, en la práctica, los gobiernos consideran que, al menos, es necesario el secreto en determinadas áreas de cada negociación, debiéndose decidir cuáles y en qué momento podrán hacerse públicas y cuáles han de mantenerse confidenciales. Así, de hecho, ya que no en pura teoría, se puede aun decir con D. KELLY que «diplomacia pública» es una contradictio in terminis.
C. LA SITUACIÓN ACTUAL
La diplomacia en el momento presente muestra la utilización constante y
simultánea de una diversidad de formas, atendiendo a la mayor idoneidad de cada una de ellas según el objetivo a alcanzar y las circunstancias concretas en que se haya de actuar, produciéndose una continuidad y flexibilidad de amplio espectro en la actividad diplomática. Esta situación viene dada, e incluso impuesta, por la necesidad de adaptación de los modos de relación oficial formal de los Estados a la realidad de la vida internacional, que, en general, responde a los mismos factores —pero con mayor repercusión— que hacen surgir la etapa de la evolución de la diplomacia, que comienza en 1919, destacándose, ahora, la proliferación de las organizaciones internacionales, así como, con un carácter sustancialmente influyente en el desarrollo de la diplomacia, la aparición de las armas nucleares con el riesgo de una confrontación atómica y la decisiva incidencia de los aspectos económicos, de la preservación del medio ambiente y de la garantía y protección de los derechos humanos en la estabilidad mundial y, claro está, el modo de ser de las relaciones internacionales en este llamado mundo globalizado; factores que exigen una relación diplomática, ininterrumpida, a distintos niveles, tanto en el orden bilateral como en el multilateral. La utilidad y utilización de la diplomacia resulta hoy día, también, particularmente potenciada debido a la necesidad de estimular los esfuerzos negociadores, de todo orden y ámbito, para establecer la paz y conseguir limitar los efectos de los numerosos conflictos armados existentes, tratando de llegar a una armonización pacífica de los intereses contrapuestos, y para consolidar la paz evitando el surgimiento de tales conflictos por medio de una atenta diplomacia preventiva, definida por BOUTROS-GALI como una actuación a través de una diversidad de acciones —si bien no todas de carácter o estrictamente diplomáticas— que modifiquen la situación de riesgo existente, actuando sobre los factores origen de la misma. De este modo, como observa WATSON, la diplomacia pueda ser, en ausencia de un gobierno superior a los Estados, el medio a través del cual la sociedad internacional dirija sus asuntos. La actividad diplomática tiene lugar respecto a toda clase de materias y se despliega de una manera incesante y simultánea, si se quiere, en expresión de WATSON, «omnilateral», debido a la necesaria interdependencia de los Estados, a la existencia de problemas globales que exigen soluciones globales y a la repercusión mundial de buen número de acontecimientos de diverso orden, cualquiera que sea el lugar donde se originen. Así, en efecto, se actúa por medio de las diferentes formas de diplomacia ad hoc, como son, por una parte, respecto al ámbito bilateral, la diplomacia directa (sobre todo por los ministros de relaciones exteriores) y las misiones especiales, o ambas en la forma específica de diplomacia itinerante — particularmente la primera—; y, por otra, en el ámbito multilateral, la diplomacia de conferencia y la diplomacia parlamentaria en las organizaciones internacionales. La diplomacia permanente sigue manteniendo su valor y ampliando su red, pues, aunque haya perdido protagonismo al quedar mermados ciertos aspectos de sus funciones, como en el campo de la negociación de tratados, ha ganado importancia para el ejercicio de la función de observación e información y se hace particularmente útil para que, a través de su acertada gestión, la acción de las otras formas de diplomacia se produzca en el momento más oportuno y con la máxima eficacia, lo que viene a convertirla en la diplomacia básica; ello aun sin desconocer que buen número de Estados, particularmente los nacidos tras el proceso descolonizador, debido a la escasez de medios personales y materiales, utilizan su representación permanente ante las Naciones Unidas para llevar a cabo gestiones sobre asuntos bilaterales, principalmente con las misiones de aquellos Estados en los que no tienen establecida una misión residente o, tan sólo, una representación en acreditación múltiple. En el caso de organizaciones de integración, como en particular en la Unión Europea, hay que mencionar la llamada «diplomacia grupal», que consiste en la actuación diplomática conjunta o coordinada de las representaciones diplomáticas de los Estados miembros en terceros Estados, respecto a los asuntos de interés común, bajo la dirección del jefe de la misión del Estado que ejerce la Presidencia o del que se designe si no hay representación de este Estado. En todo caso, desde el 1 de enero de 2011 en que se pone en funcionamiento el Servicio Europeo de Acción Exterior, cuyo establecimiento, organización y funcionamiento se realizan por Decisión del Consejo de 26 de julio de 2010 (DOUE, de 3 de agosto de 2010), en aquellos terceros Estados en los que se establezca una delegación de la Unión esta colaborará estrechamente con las representaciones de los Estados miembros establecidas ante tales Estados y será la que coordine las acciones conjuntas en ejecución de políticas de la Unión; además apoyará —cuando así lo soliciten— a las representaciones de los Estados miembros en sus relaciones diplomáticas y en su función de prestación de protección consular a los ciudadanos de la Unión en países terceros (art. 5.9 y 10 de la Decisión); de la diplomacia que ha de desarrollar este Servicio Europeo de Acción Exterior, se dice que es una diplomacia común, integral, comunitaria e intergubernamental, diplomacia compatible, diplomacia que incluye todos los ámbitos materiales de la PESC y, en fin, diplomacia dinámica, progresiva y expansiva. Por otra parte, en la actualidad, como en todo tiempo, también se producen críticas, de diverso contenido y alcance a la diplomacia que, según WATSON, pueden encuadrarse en tres grupos: en primer lugar, aquéllas relativas a lo inadecuado de las instituciones y métodos diplomáticos, desde 1914, por su incapacidad para prevenir conflictos armados; en segundo lugar, las referentes al secreto, especialmente de la diplomacia bilateral tradicional, que, dicen, hace a la misma peligrosa, enmarañada e inmoral; en tercer lugar, las que señalan lo obsoleto de ciertas instituciones de la diplomacia moderna, como son, sobre todo, los diplomáticos profesionales y la diplomacia permanente, en la época del desarrollo tecnológico. Particularmente, respecto a las misiones permanentes —objeto de la generalidad de las críticas— se plantea bien su mantenimiento, bien su reforma. Así, hay quienes abogan por el establecimiento de misiones permanentes sólo en aquellos Estados con los que existen relaciones estrechas y pertenecen a un mismo ámbito político y social; otros, por el contrario, defienden que donde se deben establecer es, precisamente, en Estados con estructuras políticas y sociales diferentes y distintos planteamientos y objetivos internacionales, porque con los Estados homólogos existen muy diversos medios institucionalizados de relación directa entre los gobiernos; por último, en cuanto a la reforma de estas misiones, se produce, a su vez, una divergencia entre los criterios que proponen los profesionales del servicio exterior y los puntos de vista de los políticos y del electorado; éstos prefieren una misión más política e ideológica que técnica, y más atenta a la opinión pública. Las críticas a la diplomacia multilateral se presentan en dos campos, de un lado, a favor de la plena utilización de todas sus formas actuales y pasadas y, de otro, como crítica a aspectos específicos de la diplomacia contemporánea «omnilateral», como la que se lleva a cabo en las Naciones Unidas. Pero, en realidad, las críticas que se hacen a la diplomacia contemporánea, bilateral y multilateral, a pesar de los términos empleados, no se refieren, en el fondo, a su sustitución o desaparición, sino al perfeccionamiento de sus técnicas generales y a sus formas de manifestación, pues de ningún modo se pone en duda la necesidad de una relación oficial y formal entre los sujetos de derecho internacional, como medio para resolver, o tratar de resolver, tanto los asuntos de interés particular como los que afectan a la sociedad internacional en su conjunto e incluso a la humanidad; y esto es la diplomacia, cualquiera que sea el nombre que se le dé.