Tema 1 Diplomacia y Protocolo

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Tema 1

DIPLOMACIA

I. ORIGEN Y EVOLUCIÓN DE LA DIPLOMACIA

A. LA DIPLOMACIA EN LA ANTIGÜEDAD Y EN LA EDAD MEDIA

Salvo casos excepcionales, la diplomacia hasta el Renacimiento se presenta de


forma ocasional, temporal y para asuntos concretos, bien para rendir homenaje o
por cortesía, bien para resolver un problema determinado o para dar solución a un
asunto de interés común o para negociar la paz, es decir, la diplomacia es, en este
período de la Historia, ad hoc.
Es común admitir que la diplomacia es, como observa REDSLOB, «tan antigua como
los pueblos mismos», así se reconoce solemnemente en el preámbulo del Convenio
de Viena de 1961 sobre Relaciones diplomáticas, cuyo párrafo primero, declara:
«Teniendo presente que desde antiguos tiempos los pueblos de todas las naciones
han reconocido el estatuto de los funcionarios diplomáticos». NUMELIN concretará
que la diplomacia nace de la necesidad de los pueblos de relacionarse pacíficamente
entre sí y no sólo para poner fin a una batalla —dadas las relaciones principalmente
bélicas de los pueblos primitivos— sino también para resolver «intereses recíprocos
que presuponen un contacto y una colaboración entre los individuos y las
sociedades [...]», como son los asuntos relativos al reparto de aguas de un manantial
o la alianza de dos grupos humanos frente a un tercero; en cualquier caso, señala
NICOLSON, esas relaciones tenían lugar a través de emisarios que actuaban como
representantes de la colectividad para negociar pacíficamente los asuntos que les
afectaban, siendo considerados como personas sagradas, lo que significaba un trato
especial consistente en ciertos privilegios e inmunidades, tales como la
inviolabilidad, lo que suponía una gran concesión, toda vez que en las sociedades
primitivas los extranjeros eran tenidos por peligrosos e impuros.
La Antigüedad histórica ofrece ya una gran riqueza de ejemplos, desde el oriente
asiático hasta los pueblos mediterráneos, que muestran el ejercicio y el valor de la
diplomacia; en todo caso, cualquiera que sea el cometido de los enviados, se
entiende que son representantes de sus pueblos en cuyo nombre actúan y por ello
deben ser tratados con particular deferencia, castigándose con graves penas los
atentados a sus personas. En Asia oriental y meridional ya desde el II milenio a. C.
surgen intercambios diplomáticos entre China, Corea, Japón, Tíbet, la India, los
países del Sudeste y el archipiélago malayo en el siglo III a. C. los embajadores chinos
estaban obligados a presentar por escrito informes minuciosos sobre el
cumplimiento de su misión y en el siglo I a. C. China recibía embajadores de los
partos y trató de enviarlos al Imperio Romano. En la India el Artha-sastra de Cautilya
—siglo III a. C.— en los diez libros dedicados a la política exterior, confiere un papel
esencial a la diplomacia para conseguir un equilibrio pacífico entre los reyes, cuyo
complemento natural es el espionaje interior y exterior y el Código de Manú,
elaborado probablemente en el siglo I a. C. pero con materiales antiguos, dedica
buena parte a la diplomacia y a los diplomáticos, basando el arte de la diplomacia en
la capacidad de impedir la guerra y consolidar la paz.
En el mundo mediterráneo tiene una especial importancia Egipto, que en tiempos
de la VI dinastía (siglo XXV a. C.) llegó a entablar negociaciones con las tribus del país
de Punt, y en el II milenio apareció en la corte egipcia una categoría especial de
servidores que eran enviados como mensajeros a los pueblos asiáticos (asirios,
hititas), a los que se refieren las Instrucciones de Ahtor y el Relato del egipcio Sinuhet;
se conocía la práctica de las negociaciones diplomáticas previas a las acciones de
guerra, y entre Egipto y otros países de Oriente llegó a establecerse un intercambio
sistemático de embajadas. De este II milenio a. C. son dos de los más importantes
documentos de la diplomacia del Antiguo Oriente: la correspondencia de Tell-el-
Amarna constituida por cartas de los príncipes de Siria y Palestina al faraón de
Egipto, y el famoso tratado entre el faraón Ramsés II y el rey hitita Hattusil III de
fecha discutida: 1269 a. C., como se indica en la nota al tratado que se conserva en el
Museo del Antiguo Oriente, en Estambul; 1278 a. C. según Jacques Pirenne en su
Historia de la Civilización del Antiguo Egipto; y 1277 a. C. que es la que parece
deducirse de la obra de Claire Lalouette Ram- sés II; el tratado fue elaborado tras
largas e importantes negociaciones después de la batalla de Qadesh (1294 a. C.), que
tiene un amplio contenido y es, además, el más antiguo tratado que se conserva,
aunque el más antiguo del que se tiene noticia sea el tratado de paz entre Eannato
de la ciudad-estado mesopotámica de Lagash y los representantes de la también
ciudad-estado mesopotámica de Umma, celebrado en torno al año 3100 a. C.
Pero, con todo, en la Antigüedad son los griegos los que dan por primera vez a las
relaciones diplomáticas una cierta estabilidad de forma, por su utilización frecuente,
aun cuando no llegasen a existir misiones permanentes; sin embargo, la diplomacia
griega se produce en un ámbito modesto al desarrollarse principalmente en las
relaciones entre los pequeños estados o grupos de estados del mundo heleno y con
sus vecinos inmediatos, y ello a pesar de que las consideraciones étnicas o el
panhelenismo, como comúnmente se ha mantenido, no fueron ni el principal factor,
ni significa más que una pequeña parte en la diplomacia griega.
En algunos aspectos la diplomacia aparece como una reacción negativa y
defensiva, más que como una actividad positivamente constructiva y altruista; la
acción diplomática va por delante de la guerra, es decir, antes de acudir a la guerra
se adoptan posiciones diplomáticas, tienen lugar peticiones y ofrecimientos y se
promueve el arbitraje; sólo ante el fracaso se acudirá al ejército, pero, entonces,
como una necesidad y con el sentimiento de una posición moralmente justa; las
consideraciones ideológicas fueron claras en los fines y práctica de la diplomacia
griega, pero fundamentalmente como pretexto y material para la propaganda.
La acción diplomática se realiza en la Grecia clásica por comunicación directa
oral, tanto en tiempos de guerra como de paz, cuando la ocasión así lo requería, y
constantemente los asuntos diplomáticos figuraban en las agendas de los consejos
y asambleas, que no solamente tomaban las decisiones políticas, sino que también
nombraban a las personas que habían de dar curso a las decisiones tomadas.
La asamblea pública era normalmente la institución soberana del estado y la
responsable de la política exterior y de la diplomacia, los nombramientos de los
enviados y las resoluciones sobre diplomacia solían ser previamente acordadas por
un comité de cinco consejeros a modo de resolución preliminar; ante la asamblea,
dada su condición de institución soberana y por sus funciones, actuaban los
enviados extranjeros y daban cuenta de su misión los enviados propios.
Los griegos utilizaban diversas palabras para denominar a quienes eran
despachados con misiones diplomáticas; así, los heraldos (kerykes), los enviados
(presbeis) y los mensajeros (angeloi), si bien la principal diferencia se daba entre los
heraldos y los otros dos; los primeros estaban incardinados en la más vieja tradición
social y religiosa, constituían una profesión que les daba un status específico y
honorable en sociedad, tenían variedad de tareas y gozaban de cierta forma de
inmunidad diplomática que no disfrutaban automáticamente los enviados en
general; en cambio, el término angeloi de más amplio significado, podía utilizarse
para denominar a los que realizaban funciones de presbeis, pero ninguna de las tres
denominaciones estaba originalmente, ni principalmente, conectada a la diplomacia,
eran, por tanto, en palabras de ADCOCK, amateurs.
Los enviados, cuando visitaban un estado, normalmente tenían libertad para
realizar contactos informales como complemento a su actuación en los consejos y
asambleas políticas y eran elegidos según que el contenido de la misión fuese
informar, proponer, negociar, etc.; el tamaño de las misiones variaba
considerablemente no sólo de estado a estado, sino también de tiempo en tiempo,
en cada estado y en función del cometido recibían sus instrucciones bien oralmente
o por escrito y se les proveía de documentos de acreditación.
Por último, en la medida en que puedan considerarse como formas cercanas a la
moderna diplomacia parlamentaria, cabe referirse a las discusiones sobre asuntos
comunes que tenían lugar en las asambleas de las ligas anfictiónicas.
Roma, dada su condición hegemónica, no valora la diplomacia en el mismo grado
que los griegos, prefiriendo la guerra para la solución de los conflictos, pero acepta,
en general, el sistema de la diplomacia griega. La diplomacia es ejercida en Roma en
los tiempos más antiguos por el colegio sacerdotal de los fetiales, a cuyo cargo estaba
la custodia de los acuerdos internacionales y la ceremonia de declaración de la
guerra y la conclusión de la paz, cometido que siguieron manteniendo hasta el
último período del Imperio Romano en que la diplomacia es ejercida casi
exclusivamente por los prelados de la Iglesia. En la República, al pasarse al Senado,
por la Lex Gabinia, la dirección de los asuntos exteriores, éste es el encargado de
enviar y recibir las misiones diplomáticas junto a los fetiales; aparecen entonces los
oratores y los legati (si bien este término no es exclusivo de enviados diplomáticos),
nombrados por el Senado, del que reciben la acreditación y las instrucciones y al que
han de dar cuenta de su misión; entre estas dos clases no existe jerarquía y las
misiones nunca son unipersonales, alcanzando hasta el número de diez, siendo, en
todo caso, uno de sus miembros quien presidía la misión (princeps legationis).
La caída del Imperio Romano de Occidente en poder de los «pueblos bárbaros»
no va a significar una ruptura o desaparición del ejercicio de la diplomacia, sino que,
al contrario, los reyes bárbaros asimilan las formas y usos diplomáticos del Imperio
Romano; la diplomacia llega a ser instrumento común de esos reinos en las
relaciones entre sí y en las relaciones con el Imperio Bizantino, y sus enviados
reciben el nombre de nuntii, missi o legati; más aún, se debe a Casiodoro, bajo el
reinado de Teodorico, la publicación, en el siglo VI, de las Variae en las que se recogen
los usos y prácticas de la diplomacia romana y criterios para la elección de los
enviados; también en el mismo siglo VI, es de interés para esta materia, la colección
de cartas del Papa San Gregorio Magno.
A lo largo de la Edad Media, en un continuo proceso de enriquecimiento y
perfeccionamiento de la diplomacia que desembocará, junto a otros factores
determinantes, en la diplomacia permanente, destacan la aportación de Bizancio, del
Papado y, al final de la Edad Media, de Venecia y de los demás estados del norte de
Italia. Por otra parte, entre los monarcas y príncipes germánicos va a aparecer, ya
desde la segunda mitad del siglo VI y claramente a partir del siglo XI, la práctica de
negociar personalmente o en su presencia, naciendo así la que hoy se llama
diplomacia directa, aunque con precedentes en el siglo XIII a. C. en las relaciones
entre egipcios e hititas.
Bizancio, como los griegos, sigue recurriendo más a la diplomacia que a la guerra
para mantener su situación preeminente y equilibrio con los vecinos poderosos, y
en los siglos VIII y IX, como consecuencia de la formación del Imperio Romano-
Germánico, despacha como enviados al Papa y a los nuevos emperadores francos,
personas de distinto rango de su corte; las misiones están compuestas por dos o tres
miembros pertenecientes a distintos estamentos, pero no existe una verdadera
especialización de funciones diplomáticas, aunque a veces en razón de su
experiencia se envíe a la misma persona en misiones del mismo orden. En el siglo X
de los tres manuales compuestos por el emperador Constantino VII Porfirogéneta,
De thematibus, De ceremoniis y De administrando imperio, los dos últimos se ocupan,
entre otras, de materias relativas a la diplomacia, y en el siglo XIV, también se
ocupará de ella, el tratado político del Pseudo-Kodinos. Aun cuando en Bizancio no
existía la misión diplomática permanente, la representación diplomática se hallaba
sumamente desarrollada; al embajador se le proveía de un documento imperial
acreditativo (prokuratorikon) y, muchas veces, de instrucciones secretas con las
exigencias máximas y mínimas dentro de las que se le concedían al embajador
plenos poderes para negociar; entre estos documentos escritos, cuyo uso se va
haciendo cada vez más frecuente en Occidente, sobre todo a partir del siglo XII, se
llegan a distinguir claramente las cartas credenciales y los plenos poderes.
El Papa utilizará enviados para tratar en el exterior asuntos eclesiásticos o
políticos. Desde León I en el siglo VI, con la caída del Imperio Romano, hasta la
primera mitad del VIII, los Papas mantienen permanentemente un enviado ante el
Emperador bizantino, llamado apocrisiario, aunque el carácter diplomático del
mismo sea discutible, toda vez que su razón de ser era la de asegurar la presencia
papal, en cuanto autoridad espiritual, junto al Emperador, como también hacían los
patriarcas de Alejandría, Antioquía y Jerusalén —hasta su caída en poder del
Islam— y en reconocimiento de su condición de máxima autoridad temporal de la
Cristiandad y protector de la Iglesia. Por otra parte, el Papa enviaba también
representantes ad hoc ante el Emperador, los reyes y los Concilios, con las
denominaciones, fundamentalmente, de legados y nuncios —que al final de la Edad
Media llegan a acuñarse como propias de los enviados de la Santa Sede— con
específico significado y rango: los legados para las más elevadas funciones,
principalmente eclesiásticas, como representantes personales del Papa
(particularmente los legati a latere) y los nuncios, de rango inferior con menores
poderes y encargados de asuntos temporales y de menor importancia y más bien —
hasta donde la distinción era posible— como representantes de la Santa Sede.
En los reinos y demás entidades políticas que se van formando en Europa,
también se conocen y utilizan las misiones diplomáticas, siempre con carácter
temporal, pero sin la organización ni el desarrollo institucional del Imperio o del
Papado. Los enviados son llamados legados y también, con un sentido genérico,
nuncios, utilizándose, a partir del siglo XII, los términos embajador y orador, con
significado de enviado diplomático, que se impondrán al final de la Edad Media como
las denominaciones usuales de los representantes de los poderes civiles,
equivalentes a las de legado y nuncio, más propias de la Santa Sede.
Interesa aquí hacer una particular referencia a la figura de los procuradores,
procuratores, enviados principalmente ante la curia romana durante los siglos XIII y
XIV y en donde fundamentalmente se configura la institución; el procurador es un
plenipotenciario, un representante jurídico, generalmente para asuntos personales
del representado, pero no un representante diplomático en sentido estricto, por eso
no es asimilable a los nuncios, entendidos genéricamente como enviados
(embajadores, oradores, legados o nuncios en sentido estricto), éstos y los
procuradores son dos oficios distintos, utilizados para diferentes fines que pueden
o no coincidir en las mismas personas. El procurador actuaba y hablaba por sí en
nombre de su principal, negociaba y concluía sin referencia al principal, pero carecía
de carácter representativo simbólico; por el contrario, los nuncios hablaban por
boca de quien les enviaba y le representaban simbólicamente en las ceremonias,
pero no tenían poderes para negociar. Los simples procuradores por importantes
que fuesen estaban siempre por debajo de los nuncios (enviados) y en algunas
ocasiones no se les reconocía status diplomático alguno.
Estos dos cometidos podían ser encomendados a una misma persona, cuando así
se consideraba oportuno por el asunto a tratar, nombrándosele entonces a ésta
nuncio y procurador, lo que, con la aparición de la diplomacia permanente se fue
haciendo más frecuente, bajo las denominaciones de embajador y plenipotenciario,
pero todavía entendidas como dos funciones distintas y que cada una había de ser
otorgada expresamente para que su titular pudiese actuar en la doble calidad.
Establecida en firme la diplomacia permanente, la condición de embajador, orador
o nuncio implica la doble función de representación simbólica y capacidad para
negociar, lo que no obsta para que aún en la actualidad, las denominaciones de
embajador y plenipotenciario, se utilicen conjuntamente, aunque sea como fórmula
de estilo en las cartas credenciales.

B. LA DIPLOMACIA EN LAS EDADES MODERNA Y CONTEMPORÁNEA

El desarrollo de la diplomacia a lo largo de la Edad Media va a desembocar en la


que se denominará diplomacia permanente, que se presenta como la más idónea
para atender adecuadamente a las necesidades que impone una nueva
configuración de la sociedad internacional y que significará un cambio de la mayor
importancia en la evolución histórica de la diplomacia.
A partir del último tercio del siglo XIV, aunque probablemente antes, y de un modo
generalizado en la primera mitad del siglo XV, los estados y ciudades-estado del
norte de Italia, recurren en sus relaciones recíprocas a la práctica de enviar
representantes permanentes (embajadores continuos, oratores residentes), para
defender mejor sus específicos intereses; desde entonces y ya sin interrupción se
producirá su extensión paulatinamente al resto de Italia y de Europa. Esta
diplomacia permanente no se puede confundir con aquellas misiones temporales
que, por razón de su objeto y por la complejidad creciente de las relaciones
internacionales, se prolongan durante largo tiempo, como era, también, frecuente
en el mismo siglo XV, y ello porque las misiones permanentes se envían, a diferencia
de la diplomacia ad hoc, para mantener relaciones continuas y abarcar, en principio,
toda clase de asuntos existentes o que puedan surgir entre los entes que acuden a
ella, y de ahí la necesidad de la permanencia. Pero no se trata, sin embargo, de una
forma de diplomacia que irrumpe ex novo, bruscamente, sino que se va perfilando
sobre una situación fáctica que se revela útil y, además, no carece de precedentes.
En efecto, un rasgo común de las embajadas permanentes es que su establecimiento
llega a partir de la existencia de representantes residentes no oficiales o semi-
oficiales, pero reconocidos, por aquellos ante quienes tenían que actuar, como
auténticos agentes de sus enviantes con capacidad para asegurar la comunicación
constante entre enviante y receptor y la gestión de múltiples asuntos; asimismo
proporcionaban al enviante información sobre la situación general en su lugar de
residencia y las intenciones del gobernante, es decir, tales representantes ejercían
unas funciones generales que iban a ser las propias de las misiones permanentes;
estos agentes se transforman, en buen número de casos, en los primeros
diplomáticos permanentes al conferírseles nombramiento de representantes
oficiales, por eso, el comienzo de la diplomacia permanente surge de facto, ya que en
los nombramientos no se concretan las características propias de la misma. Además,
el envío de representantes diplomáticos con carácter permanente conoce
precedentes, entre los que cabe destacar, principalmente, en consideración a su
carácter oficial y a la generalidad de sus funciones, los sucesivos procuradores que
a comienzos del siglo XIV representaron en París a los reyes de Inglaterra y, sobre
todo, aquellos procuradores permanentes ante la curia romana que ya en el siglo XIV,
y claramente en la primera mitad del XV, llegan a asumir a la vez la condición de
embajadores; unos y otros serían, así, los predecesores más inmediatos y directos
de la nueva diplomacia permanente.
Por otra parte, la aparición y desarrollo de la diplomacia permanente se produce
en estrecha relación con el establecimiento y consolidación del Estado moderno, que
hacen necesaria la figura del embajador residente como medio, cabría decir
horizontal, para conseguir y asegurar su propia permanencia y estabilidad, pero
también, y por ende, la de la nueva sociedad internacional una vez abandonadas al
final de la Edad Media las ideas universales del Imperio y del Papado, que eran las
que daban esa estabilidad y permanencia, de una forma vertical, a la sociedad
medieval, y que ahora se tratan de mantener bajo el prisma superiorem non
recognoscentes; tal necesidad de las embajadas permanentes es, ya en el siglo XIV,
proclamada como urgente, por los más ardientes defensores del Estado nacional,
como Philippe de Mézières. El hecho de que Italia o mejor los Estados del norte de
Italia fuesen los primeros en acudir a la diplomacia permanente y desarrollarla, de
modo que la institución puede considerarse italiana, se debe a que estos estados
estimaron necesario mantener entre ellos una relación continua para mejor hacer
frente al poder y expansión, a su costa, de los nuevos grandes Estados modernos o a
que, como observa MATTINGLY, «sean cuales fueren las indicaciones, analogías y
antecedentes que ofrecía la experiencia, su plasmación fue, básicamente, el arbitrio
ideado como solución práctica para un problema concreto y urgente. Italia dio, la
primera, con el sistema de organización de las relaciones entre los Estados que
Europa entera adoptó después, porque Italia, al acercarse a su término la Edad
Media, estaba transformándose ya en lo que andando el tiempo había de llegar a ser
la Europa toda». En definitiva, la diplomacia permanente puede considerarse como
un elemento más de la cultura renacentista o, cuando menos, una consecuencia
inevitable de la misma; más concretamente WECKMANN dirá que «la nueva
diplomacia era una consecuencia natural de los nuevos aspectos de la política, la
cual, a su vez, estuvo determinada por la nueva concepción del Estado».
Aunque esta diplomacia nada difiere, en sus notas esenciales, de épocas
anteriores, en cuanto que sigue siendo el medio oficial formal de relacionarse dos
colectividades o entes políticos autónomos o, ahora, soberanos, sin embargo la
diplomacia permanente va a aportar, por la misma razón de su existencia,
importantes elementos para el desarrollo de la diplomacia en general. Entre éstos
cabe destacar la profesionalización de los representantes diplomáticos, debido a que
la permanencia continuada en sus puestos en el exterior impone la sola dedicación
a tal actividad y conduce a que estas personas sean las únicas disponibles para
sucesivos destinos diplomáticos, lo que supondrá, si no la aparición de una carrera
en el sentido administrativo —que no se establecerá, en su caso, hasta el momento
de la burocratización del Estado—, sí la formación de una clase de personas
particularmente cualificadas, como profesionales, para el desempeño de misiones
permanentes; en segundo lugar, esta profesionalización va a conducir al progresivo
alejamiento de los eclesiásticos de la diplomacia, haciéndose ésta laica, dando lugar
al carácter secular propio de la diplomacia moderna; en tercer lugar, por lo que
respecta a las funciones, las misiones permanentes van a asumir una función de
información general sobre el Estado de residencia, que se considera como una de las
más importantes, básica para la elaboración de la política exterior del Estado
enviante, que llegará a convertirse en típica de la diplomacia permanente y, en la
actualidad, quizá en la más específica o primordial, siendo, incluso, la razón de ser
del mantenimiento o establecimiento de relaciones permanentes; en fin, como
consecuencia de la generalidad de sus funciones y del largo período de su estancia
en el puesto, los embajadores permanentes estarán provistos de amplios poderes
discrecionales de modo que se encuentren, en principio, legitimados para actuar, en
nombre del Estado que les acredita, en todos los diversos asuntos que se presenten.
Aun cuando documentalmente parece corresponder a Milán el establecimiento
de las primeras misiones diplomáticas permanentes en el sentido moderno, es a
Venecia a quien se debe la configuración y la más completa organización de la nueva
forma de diplomacia, sobre cuyo modelo se producirá su desarrollo en etapas
posteriores, de ahí que Venecia sea considerada como «escuela y prueba de
embajadores» y la diplomacia permanente —y aun la moderna diplomacia, en
general— como creación veneciana; ello porque Venecia, debido a la importancia de
su comercio con Levante, mantenía en la zona, desde siglos anteriores, diversas
clases de agentes con carácter permanente, principalmente con el Imperio
Bizantino, como el bailío, el podestá y también los propios cónsules, lo que la
convirtió en especial conocedora de la diplomacia bizantina, que asimiló e hizo
propia, siendo así su gran heredera.
A partir de la paz de Lodi, en 1454, que pone fin a las guerras de la primera mitad
del siglo XV entre los Estados italianos, la diplomacia permanente es ya utilizada por
todos los Estados de la península, al considerársela instrumento adecuado para
mantener una necesaria política de equilibrio.
Aunque con precedentes en la primera mitad del siglo XV, esta diplomacia
permanente —«la moda italiana», en palabras de Luis XI de Francia— se extiende
fuera de la península itálica, ininterrumpida y progresivamente, desde 1460, siendo,
al parecer, también, Milán la primera que la lleva allende los Alpes. Pero, además,
pronto van a acudir a ella Estados extra-italianos para las relaciones entre sí;
corresponde a Fernando II de Aragón el haber iniciado, hacia 1480, y hacer un uso
más frecuente de la nueva diplomac3ia fuera del mundo italiano —sin duda por ser
el monarca europeo mejor conocedor de su utilidad, debido a la vinculación
aragonesa con los reinos de Sicilia y Nápoles—, de ahí que, tras el acceso al trono de
Isabel I de Castilla y debido, también, al predominio español, fuese la monarquía
hispánica la que más desarrolló la diplomacia de esa época, dándole una impronta
española. La utilización de esta diplomacia va aceptándose paulatinamente a lo largo
del siglo XVI y después de la paz de Vervins, en 1598, que pone fin a las guerras de
religión del Renacimiento, su adopción se extiende rápidamente, sobre todo gracias
al impulso dado por Francia, que ostenta ahora la supremacía europea y hace que la
diplomacia —entre cuyos objetivos se introduce la consecución del llamado «interés
nacional»—, se desarrolle y configure según el molde y esquemas franceses que se
imponen y mantendrán, desde luego, hasta 1815. A partir de los Tratados de
Westfalia, de 1648, la diplomacia permanente se hace general en Europa y se
manifiesta ya como un instrumento eficaz e imprescindible para las relaciones entre
los Estados.
De nuevo la diplomacia permanente, como había ocurrido con su aparición en el
norte de Italia —coincidente con la formación de los Estados soberanos—, sirve, tras
la ruptura del mundo cristiano, para dar estabilidad y permanencia a la nueva
sociedad internacional, ahora además heterogénea, al presentarse como el único
medio, o el más adecuado, que hace posible, a falta del lazo religioso común, la
comunicación entre Estados católicos y protestantes que la nueva situación exige
para su necesario mantenimiento. De esta manera, las misiones permanentes ya no
van a ser establecidas, principalmente, por razones de alianzas o de inconfesada,
pero conocida, vigilancia recíproca, sino que su envío y recepción «viene a constituir
—como dice MARESCA— un fenómeno inherente a la dignidad del Estado soberano»,
que se producirá por razones de diversa naturaleza, no sólo políticas, sino también
económicas. Comienza así, verdaderamente, la moderna diplomacia, que se
configura, como observa MATTINGLY, por la adaptación de las instituciones
diplomáticas italianas, tras una elaboración continua, a las necesidades del nuevo
sistema europeo, más amplio y complicado, al que servirían hasta que éste fue
desarticulado al producirse una nueva ampliación del espacio político.
Desde Westfalia o quizá, incluso, desde Vervins, se puede fijar, por tanto, el
comienzo de la formación de la que se llamaría diplomacia tradicional o diplomacia
clásica, cuyas técnicas y reglas se enraízan en la diplomacia permanente, que se
impone ya claramente sobre la anterior diplomacia temporal, que, aunque sin
desaparecer en ningún momento, pierde su importancia de primer orden para las
relaciones bilaterales entre los Estados. Esta diplomacia clásica alcanzará su cenit y
cristalización en 1815, y mantendrá su preeminencia hasta la primera guerra
mundial.
Las líneas generales de la evolución de la diplomacia, desde la aparición de la
diplomacia permanente, pueden concretarse, siguiendo a MARESCA, de la siguiente
forma:
Durante los dos primeros siglos, XVI y XVII, la institución diplomática no está
cristalizada en formas jurídicas definitivas, de tal manera que: a) El agente
diplomático es todavía objeto de una difusa desconfianza, considerándose que es
enviado para llevar a cabo acciones de espionaje más que funciones de cooperación
internacional; de ahí que, para justificar la recepción de una misión permanente, se
acuda con frecuencia a la ficción de que su envío significa un homenaje continuo del
Estado enviante al receptor. b) El fundamento jurídico de la inmunidad diplomática
está en el carácter del agente diplomático como representante personal de su
soberano. c) No existen aún reglas seguras sobre precedencia entre los diversos
representantes extranjeros, produciéndose frecuentes incidentes, a veces de
importancia para las relaciones entre los Estados afectados, que se resuelven ad hoc.
d) La misión diplomática no goza todavía de una organización estable, siendo los
empleados personales del jefe de misión sus colaboradores. e) Tampoco existe una
clara clasificación de las categorías de agentes diplomáticos, distinguiéndose,
solamente, entre embajadores que están investidos de la más alta dignidad y
representan a la persona del soberano; los «residentes», de rango menos elevado no
dotados de carácter representativo; y los «agentes» en sentido estricto.
Por otra parte, la misión diplomática permanente implica consecuencias de
particular importancia en la figura del agente diplomático, en el nuevo modo de ser
de las relaciones internacionales y en el desarrollo del derecho internacional. Así, el
agente diplomático no es tan sólo el órgano para expresar la voluntad de su Estado
y el negociador en las relaciones con otro Estado, sino que, también y sobre todo, es
el observador permanente del propio Estado en la vida interna e internacional del
Estado ante el cual está acreditado, función ésta que va a servir, en particular, para
facilitar el recíproco conocimiento de los Estados y, por ello, para posibilitar la
solución pacífica de las controversias entre ellos y para la cooperación internacional.
En segundo lugar, la necesidad de asegurar el eficaz funcionamiento de la misión
diplomática permanente estimula la formación progresiva de un conjunto de
instituciones jurídicas, como son: el procedimiento para el nombramiento de los
agentes; los tratos especiales a las personas y bienes de la misión; el ceremonial para
el comienzo, actuación y fin de las funciones de los miembros de la misión. En tercer
lugar, en torno a la figura del agente diplomático permanente se va a desarrollar
abundante doctrina internacionalista que servirá para sustentar la regulación de la
institución diplomática en el derecho internacional, abandonándose su apoyo,
insuficiente, sobre el derecho romano.
Como manifestación de este proceso de desarrollo, cabe señalar que, en Francia,
se crea por Colbert de Torcy, en 1712, la Academia Política, como escuela para los
diplomáticos.
Sin solución de continuidad con los siglos anteriores, a lo largo del siglo XVIII se
va a ir completando y fijando, tanto por la práctica, como por la doctrina, la forma
de ser de la diplomacia clásica, emergiendo un derecho diplomático, que, como ya
se ha señalado, alcanza su cristalización en el Congreso de Viena de 1815, en el que
se aprobará el Reglamento sobre los agentes diplomáticos, y que servirá de base y
punto de referencia para el desarrollo posterior de la diplomacia y del derecho
diplomático, hasta la codificación de 1961.
Tras ese proceso evolutivo, la diplomacia presenta los siguientes rasgos:

a) Los diplomáticos son representantes de un Estado y no del soberano, aunque


a los jefes de la misión se les siga denominando embajadores de Su Majestad, ya que
incluso en las monarquías absolutas el rey encarna cada vez menos al Estado.
b) Estos diplomáticos forman parte de la Administración del Estado y pertenecen
a un mismo cuerpo social, con una educación similar, una misma experiencia
profesional e incluso con objetivos comunes.
c) Las negociaciones se desarrollan de un modo continuo entre los gobiernos a
través, casi exclusivamente, de los diplomáticos, en cuya función gozan de gran
independencia y actúan de manera reservada, confidencial o secreta; es una
diplomacia de gabinete, alejada de las presiones de la opinión pública, al tener ésta,
todavía, una importancia restringida a la política interna; se llega así a unos
acuerdos negociados con la lentitud precisa para favorecer la maduración de las
soluciones, y de aquí la moderación de los objetivos.
d) Aun cuando en las negociaciones se busque el interés nacional, se tiene en
cuenta el interés general representado tanto por el equilibrio político entre la
oligarquía de las grandes potencias europeas, como por el mantenimiento de un
orden jerárquico.
e) La actividad de espionaje e incluso de subversión que todavía se ejercía en el
siglo XVIII, tiende a desaparecer, reduciéndose a sus estrictos términos la función de
observación e información, con el objeto, ya señalado, de dar a conocer al Estado
acreditante la situación general del Estado receptor y sirva de elemento para la
formulación de la política exterior de aquél.

Debido a estos rasgos, la diplomacia en este período va a tener una gran


influencia en la política exterior de los Estados y, por ende, en la forma de ser de la
sociedad internacional, toda vez que el mundo cerrado y homogéneo de los
diplomáticos, únicos conocedores de las técnicas y de las posibilidades de una
negociación, no admiten intromisiones de «gentes extrañas» y, por tanto,
condicionan las metas deseadas por sus Estados, mediatizándolas en lo que ellos,
gracias a su capacidad de control, consideren oportuno alcanzar; es así esta época
de la diplomacia clásica o tradicional, la «Edad de Oro» de los diplomáticos.
El «Reglamento de categorías entre los agentes diplomáticos», aprobado en el
Congreso de Viena el 19 de marzo de 1815, además de su significado como muestra
del grado de desarrollo y cristalización del derecho diplomático, presenta también
un interés específico en la actualidad, en cuanto se pueda considerar como la
primera manifestación codificadora, si bien parcial, de tal derecho. En sus siete
artículos se trata de resolver los problemas de precedencia entre los agentes
diplomáticos para poner fin a los frecuentes incidentes que al respecto se venían
produciendo; se establece, para ello, tres clases de «empleados diplomáticos», a
saber: 1.a) los embajadores, legados o nuncios; 2.a) los enviados, ministros u otros
acreditados ante los soberanos; 3.a) los encargados de negocios, acreditados ante los
ministros de negocios extranjeros (art. 1.2) (en 1818, en el Congreso de Aquisgrán,
se añadiría, entre la 2.a y 3.ª clase, la de ministro residente, que caería en desuso a
finales del siglo XIX); de ellos sólo los primeros tenían carácter representativo (art.
2); los diplomáticos en misión extraordinaria no tienen en tal concepto mayor
categoría (art. 3); el orden de precedencia se determinará de conformidad con la
fecha del aviso oficial de la llegada del agente diplomático, sin que afecte a la
precedencia que le pueda corresponder al representante del Papa (art. 4); los lazos
de parentesco o de alianzas de familia entre las Cor- tes, así como las alianzas
políticas no darán más categoría a sus diplomáticos (art. 6); en los instrumentos o
tratados entre varias potencias, siempre que acepten la alternancia, el sorteo entre
los ministros decidirá el orden que ha de seguirse en las firmas (art. 7); cada Estado
establecerá un sistema uniforme para la recepción de los diplomáticos de cada clase
(art. 5).
El comienzo de una nueva etapa en la evolución de la diplomacia puede fijarse en
1919, terminada la Primera Guerra Mundial y con la creación de la Sociedad de
Naciones. Influyen en esta evolución la importancia que adquiere la opinión pública;
el desarrollo del fenómeno organizativo internacional; el progreso científico, sobre
todo en lo que se refiere a la rapidez de las comunicaciones; la extensión de la
negociación diplomática a muy diversos campos de las relaciones internacionales,
que exigen particulares conocimientos técnicos, por lo que es necesario que
participen en la negociación expertos en la materia concreta que se trate; y la propia
evolución del derecho internacional. Estos factores van a suponer no sólo un
proceso de perfeccionamiento y adaptación de la diplomacia a los nuevos tiempos y
sus exigencias, sino, también y sobre todo, la aparición de nuevas formas de
diplomacia (como la diplomacia parlamentaria) y el desarrollo y utilización intensa
de otras formas ya conocidas históricamente (así, la diplomacia de conferencia, la
diplomacia especial, la diplomacia directa y la diplomacia itinerante); ello implica la
modificación de la diplomacia clásica y acaba con el carácter cuasi exclusivo que la
diplomacia permanente tiene en la etapa anterior, la cual, aunque manteniendo una
utilidad básica, cede, en determinados ámbitos de su actividad el protagonismo a las
nuevas formas. Ahora bien, aunque se tome la fecha de 1919, por coincidir con el
inicio de una nueva época en las relaciones internacionales y en la ordenación de la
sociedad internacional, en realidad, parte de los factores que inciden en la evolución
de esta etapa de la diplomacia comienzan a manifestarse, si bien no sea de forma
decisiva, en el siglo XIX y aun a finales del XVIII.
En buena medida, el nuevo carácter de la diplomacia se debe a que el
establecimiento de los sistemas democráticos exige y conlleva la necesidad del
control público sobre toda la actividad del Estado; sin embargo, la incidencia de tal
control sobre la diplomacia no coincide con el orto de la aparición de tales sistemas,
o no se produce desde entonces de manera real e ininterrumpida, porque, como
diría GOGORDAN, «a un Estado ya no le es posible modificar las condiciones y las reglas
de la diplomacia, del mismo modo que él sólo no podría cambiar las costumbres que
constituyen el derecho de gentes. Necesariamente, es preciso tener en cuenta a los
otros países». Así, la diplomacia de los Estados Unidos de América, si bien de iure
sometida al control democrático, éste no alcanzaría, hasta bien asentada la
independencia, a la actividad y personalidad de sus principales diplomáticos; y la
diplomacia de la Revolución francesa o si se quiere su ideología antidiplomática,
decaía en 1795 volviéndose a los modos tradicionales. La influencia del control
público comenzará a ser reconocida en el segundo cuarto del siglo XIX, pudiéndose
individualizar en la declaración hecha por George CANNING (en 1826) proclamando
que la opinión pública era «el poder más tremendo que quizá haya sido jamás puesto
en acción en la historia del género humano»; en cualquier caso, el proceso hacia la
llamada diplomacia democrática se afirma progresivamente a partir de la Primera
Guerra Mundial, bajo el símbolo de la declaración «wilsoniana» de los «Catorce
Puntos», de enero de 1918, en cuyo Punto Primero se pronuncia por la diplomacia
pública o abierta, ya que después de los tratados de paz, que deberían ser concluidos
abiertamente, «no habrá más acuerdos internacionales privados, cualquiera que sea
su naturaleza, sino que la diplomacia procederá siempre franca y públicamente». Es
bien sabido que la fuerza de los hechos, a través de la práctica más inmediata a tal
declaración, como fue la negociación de la paz en Versalles, limitó las pretensiones
de publicidad a los resultados de la negociación, es decir, a los acuerdos obtenidos,
manteniendo en secreto su concertación, o sea, su negociación que, precisamente,
en este caso concreto más se trató de una elaboración unilateral e imposición que
de negociación propiamente dicha. En efecto, el control de la actividad ad extra de
un Estado, ejercido en una sociedad democrática por la opinión pública,
particularmente por el parlamento, aunque pueda ser un control de la iniciativa
(control previo), es, fundamentalmente, un control sobre los resultados de la acción
exterior, por tanto, en cualquier caso, un control de la política exterior, pero no de la
negociación en cuanto tal, es decir, de la diplomacia como uno de los medios de
ejecutar tal política. Por consiguiente, el «nuevo» carácter de la diplomacia
democrática no es tal más que en la medida en que, en la negociación diplomática,
se deba procurar obtener unos resultados que puedan ser aceptados por el control
público que constitucionalmente se ejerce sobre la actividad del Estado, teniendo en
cuenta, precisamente, la posición al respecto de la opinión pública nacional o
internacional.
La negociación pública sólo tendrá lugar en los órganos, principalmente
plenarios, de las organizaciones internacionales —diplomacia parlamentaria— y en
las sesiones plenarias de las conferencias diplomáticas —diplomacia de
conferencia—. Formas ambas de diplomacia que irán desarrollándose y haciéndose
cada vez más frecuentes desde la Primera Guerra Mundial y que, aunque
consideradas como «nuevas formas» de diplomacia, por esas últimas razones de
desarrollo e intensificación, ya son conocidas de siglos anteriores; así, respecto a las
organizaciones, las uniones administrativas o las comisiones fluviales del Rin y del
Danubio, e incluso el remoto precedente de las anfictionías griegas; y respecto a las
conferencias, los grandes congresos de los siglos XVII, XVIII y XIX y las conferencias de
este último siglo. Sin embargo, la publicidad de la negociación, que en estas formas
de diplomacia tiene lugar a través del debate, queda en la práctica sustancialmente
limitada, ya que los resultados más positivos y concretos suelen alcanzarse
mediante negociaciones secretas o confidenciales paralelas, de ámbito reducido o
muy reducido, entre las distintas delegaciones o delegados individuales de los
Estados en la conferencia o en los órganos de la organización, o a través de
negociaciones en reuniones de expertos o en reuniones de comisiones, e incluso, en
el seno de las organizaciones internacionales, a través de la llamada diplomacia
discreta (quiet diplomacy) llevada a cabo por el principal órgano individual
administrativo o político-administrativo (secretario general, director general, etc.)
con los representantes de los Estados miembros, y aun por medio de conversaciones
informales —por tanto sin carácter diplomático— entre los representantes de los
Estados. Y ello es así porque, como diría Dag HAMMARSKJÖLD, «una larga experiencia
ha demostrado que la negociación en público por sí sola no da resultado [...]; se
necesita aplicar los principios y los métodos de la diplomacia tradicional más
ampliamente, al lado de los procedimientos públicos». La duda, siempre latente,
sobre la forma de ser y el alcance de la diplomacia pública, queda significativamente
reflejada en la observación que hacía, en 1978, K. WIMMEL al señalar que el problema
eje del valor y la importancia de la diplomacia pública es el de determinar si es útil,
para servir a la causa de la paz mundial, comunicar no sólo con los gobiernos, sino
también con los pueblos, es decir, si es preferible informar más que persuadir.
En fin, la realidad del secreto en las negociaciones diplomáticas de cualquier
ámbito ha llevado a PANIKKAR a decir que «La negociación es esencialmente un
método secreto: nada es más desastroso para ello que una publicidad mal
considerada y prácticamente toda publicidad está mal concebida cuando las
negociaciones están teniendo lugar»; en efecto, la naturaleza confidencial de la
diplomacia es y ha sido universal, en todo tiempo y lugar y, desde luego, en la
práctica, los gobiernos consideran que, al menos, es necesario el secreto en
determinadas áreas de cada negociación, debiéndose decidir cuáles y en qué
momento podrán hacerse públicas y cuáles han de mantenerse confidenciales. Así,
de hecho, ya que no en pura teoría, se puede aun decir con D. KELLY que «diplomacia
pública» es una contradictio in terminis.

C. LA SITUACIÓN ACTUAL

La diplomacia en el momento presente muestra la utilización constante y


simultánea de una diversidad de formas, atendiendo a la mayor idoneidad de cada
una de ellas según el objetivo a alcanzar y las circunstancias concretas en que se
haya de actuar, produciéndose una continuidad y flexibilidad de amplio espectro en
la actividad diplomática.
Esta situación viene dada, e incluso impuesta, por la necesidad de adaptación de
los modos de relación oficial formal de los Estados a la realidad de la vida
internacional, que, en general, responde a los mismos factores —pero con mayor
repercusión— que hacen surgir la etapa de la evolución de la diplomacia, que
comienza en 1919, destacándose, ahora, la proliferación de las organizaciones
internacionales, así como, con un carácter sustancialmente influyente en el
desarrollo de la diplomacia, la aparición de las armas nucleares con el riesgo de una
confrontación atómica y la decisiva incidencia de los aspectos económicos, de la
preservación del medio ambiente y de la garantía y protección de los derechos
humanos en la estabilidad mundial y, claro está, el modo de ser de las relaciones
internacionales en este llamado mundo globalizado; factores que exigen una
relación diplomática, ininterrumpida, a distintos niveles, tanto en el orden bilateral
como en el multilateral. La utilidad y utilización de la diplomacia resulta hoy día,
también, particularmente potenciada debido a la necesidad de estimular los
esfuerzos negociadores, de todo orden y ámbito, para establecer la paz y conseguir
limitar los efectos de los numerosos conflictos armados existentes, tratando de
llegar a una armonización pacífica de los intereses contrapuestos, y para consolidar
la paz evitando el surgimiento de tales conflictos por medio de una atenta
diplomacia preventiva, definida por BOUTROS-GALI como una actuación a través de
una diversidad de acciones —si bien no todas de carácter o estrictamente
diplomáticas— que modifiquen la situación de riesgo existente, actuando sobre los
factores origen de la misma. De este modo, como observa WATSON, la diplomacia
pueda ser, en ausencia de un gobierno superior a los Estados, el medio a través del
cual la sociedad internacional dirija sus asuntos.
La actividad diplomática tiene lugar respecto a toda clase de materias y se
despliega de una manera incesante y simultánea, si se quiere, en expresión de
WATSON, «omnilateral», debido a la necesaria interdependencia de los Estados, a la
existencia de problemas globales que exigen soluciones globales y a la repercusión
mundial de buen número de acontecimientos de diverso orden, cualquiera que sea
el lugar donde se originen. Así, en efecto, se actúa por medio de las diferentes formas
de diplomacia ad hoc, como son, por una parte, respecto al ámbito bilateral, la
diplomacia directa (sobre todo por los ministros de relaciones exteriores) y las
misiones especiales, o ambas en la forma específica de diplomacia itinerante —
particularmente la primera—; y, por otra, en el ámbito multilateral, la diplomacia de
conferencia y la diplomacia parlamentaria en las organizaciones internacionales. La
diplomacia permanente sigue manteniendo su valor y ampliando su red, pues,
aunque haya perdido protagonismo al quedar mermados ciertos aspectos de sus
funciones, como en el campo de la negociación de tratados, ha ganado importancia
para el ejercicio de la función de observación e información y se hace
particularmente útil para que, a través de su acertada gestión, la acción de las otras
formas de diplomacia se produzca en el momento más oportuno y con la máxima
eficacia, lo que viene a convertirla en la diplomacia básica; ello aun sin desconocer
que buen número de Estados, particularmente los nacidos tras el proceso
descolonizador, debido a la escasez de medios personales y materiales, utilizan su
representación permanente ante las Naciones Unidas para llevar a cabo gestiones
sobre asuntos bilaterales, principalmente con las misiones de aquellos Estados en
los que no tienen establecida una misión residente o, tan sólo, una representación
en acreditación múltiple. En el caso de organizaciones de integración, como en
particular en la Unión Europea, hay que mencionar la llamada «diplomacia grupal»,
que consiste en la actuación diplomática conjunta o coordinada de las
representaciones diplomáticas de los Estados miembros en terceros Estados,
respecto a los asuntos de interés común, bajo la dirección del jefe de la misión del
Estado que ejerce la Presidencia o del que se designe si no hay representación de
este Estado. En todo caso, desde el 1 de enero de 2011 en que se pone en
funcionamiento el Servicio Europeo de Acción Exterior, cuyo establecimiento,
organización y funcionamiento se realizan por Decisión del Consejo de 26 de julio
de 2010 (DOUE, de 3 de agosto de 2010), en aquellos terceros Estados en los que se
establezca una delegación de la Unión esta colaborará estrechamente con las
representaciones de los Estados miembros establecidas ante tales Estados y será la
que coordine las acciones conjuntas en ejecución de políticas de la Unión; además
apoyará —cuando así lo soliciten— a las representaciones de los Estados miembros
en sus relaciones diplomáticas y en su función de prestación de protección consular
a los ciudadanos de la Unión en países terceros (art. 5.9 y 10 de la Decisión); de la
diplomacia que ha de desarrollar este Servicio Europeo de Acción Exterior, se dice
que es una diplomacia común, integral, comunitaria e intergubernamental,
diplomacia compatible, diplomacia que incluye todos los ámbitos materiales de la
PESC y, en fin, diplomacia dinámica, progresiva y expansiva.
Por otra parte, en la actualidad, como en todo tiempo, también se producen
críticas, de diverso contenido y alcance a la diplomacia que, según WATSON, pueden
encuadrarse en tres grupos: en primer lugar, aquéllas relativas a lo inadecuado de
las instituciones y métodos diplomáticos, desde 1914, por su incapacidad para
prevenir conflictos armados; en segundo lugar, las referentes al secreto,
especialmente de la diplomacia bilateral tradicional, que, dicen, hace a la misma
peligrosa, enmarañada e inmoral; en tercer lugar, las que señalan lo obsoleto de
ciertas instituciones de la diplomacia moderna, como son, sobre todo, los
diplomáticos profesionales y la diplomacia permanente, en la época del desarrollo
tecnológico.
Particularmente, respecto a las misiones permanentes —objeto de la generalidad
de las críticas— se plantea bien su mantenimiento, bien su reforma. Así, hay quienes
abogan por el establecimiento de misiones permanentes sólo en aquellos Estados
con los que existen relaciones estrechas y pertenecen a un mismo ámbito político y
social; otros, por el contrario, defienden que donde se deben establecer es,
precisamente, en Estados con estructuras políticas y sociales diferentes y distintos
planteamientos y objetivos internacionales, porque con los Estados homólogos
existen muy diversos medios institucionalizados de relación directa entre los
gobiernos; por último, en cuanto a la reforma de estas misiones, se produce, a su vez,
una divergencia entre los criterios que proponen los profesionales del servicio
exterior y los puntos de vista de los políticos y del electorado; éstos prefieren una
misión más política e ideológica que técnica, y más atenta a la opinión pública.
Las críticas a la diplomacia multilateral se presentan en dos campos, de un lado,
a favor de la plena utilización de todas sus formas actuales y pasadas y, de otro, como
crítica a aspectos específicos de la diplomacia contemporánea «omnilateral», como
la que se lleva a cabo en las Naciones Unidas.
Pero, en realidad, las críticas que se hacen a la diplomacia contemporánea,
bilateral y multilateral, a pesar de los términos empleados, no se refieren, en el
fondo, a su sustitución o desaparición, sino al perfeccionamiento de sus técnicas
generales y a sus formas de manifestación, pues de ningún modo se pone en duda la
necesidad de una relación oficial y formal entre los sujetos de derecho internacional,
como medio para resolver, o tratar de resolver, tanto los asuntos de interés
particular como los que afectan a la sociedad internacional en su conjunto e incluso
a la humanidad; y esto es la diplomacia, cualquiera que sea el nombre que se le dé.

Libro autor Eduardo Vilariño Pintos

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