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El Anciano de Las Rosas

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rreo-e: rhuayn@yahoo.es

Copyright © 1996 Rhuayna


Año 2003

2
INDICE

I HIELO Pág. 5
II LOS ANCIANOS Pág. 18
III EL MÚSICO Pág. 31
IV DOLOR CROMÁTICO Pág. 39
V CIENCIA SIN CONCIENCIA Pág. 47
VI EL FILÓSOFO
Parte A: LAS SOMBRAS Pág. 59
Parte B: EL MAR Pág. 65
Parte C: EL SUEÑO Pág. 74
Parte D: EL TESORO Pág. 80
VII LOS HOMÍNIDOS Pág. 86
VIII EL FANGO Pág. 100
IX EL LÁBARO Pág. 111
X EL HUNDIMIENTO DE LA PIRÁMIDE Pág. 125
XI EL FANGO ESTERILIZADO Pág. 138
XII LA ANTIGUA LARVA Pág. 154
XIII TRISTEZA Y ALEGRÍA Pág. 164
XIV EL PANTEÓN Pág. 171
XV EL ¡AY! DEL VATE Pág. 183
XVI LA MAESTRA Pág. 193
XVII LA LUZ DE LA MAESTRA Pág. 203
XVIII NOCTURNA Pág. 207
XIX LA DESTRUCCIÓN DE LAS URBES Pág. 213
XX EL ANCIANO DE LAS ROSAS Pág. 220

3
Un viaje por los lugares más inhóspitos de
la Tierra da inicio a una sorprendente aven-
tura filosófica.

Los hombres de dos humaninades, semejan-


tes en muchos aspectos y diferente en otros,
se reúnen en las profundidades de la tierra.

Las entrañas de la tierra guardan muchos


secretos. Bajo circunstancias especiales sir-
ven de comunicación con regiones imposi-
bles de ser ubicadas en el globo planetario.
Los genes humanos no están “programa-
dos” para evidenciarlos...

4
CAPITULO I

HIELO

Blancura total. Pureza infinita. Pulcritud inmensa. Todo lo que


signifique impoluto está reunido en el basto panorama helado de uno de los
polos del planeta. Tal vez... tal vez el cielo sea una excepción, porque muy
arriba en lo alto hay una suave tonalidad de invisible celeste sobre fondo
gris. El blanco huele a frío, a sedentarismo cogitante, a veracidad. Sobre
todo a esto último, a veracidad.
De lo incoloro el frío saca blancura. De lo inodoro, el aroma del
hielo. ¡Frío, tienes el ingenio de las transmutaciones!
Desde una altura de 2 mil metros, la altura usada por los aviones
de transportes que suelen atravesar por encima de ese blanco panorama
polar de unos 14 millones de kilómetros cuadrados, adopta la más variada
acumulación de accidentes geográficos. Este vasto territorio helado, tan
grande, casi como toda Sudamérica junta, es una plataforma de intermina-
bles capas de hielo y hondas nieves, cubre extensos valles, imponentes
montañas y extensos glaciares.
La inmensidad...
Ahora, hurgando en medio de esta blanca inmensidad de la
Antártida, desde una menor altura que la de los aviones, desde la altura
donde vuela un águila, el paisaje se desliza con la rapidez de un viento
rápido. Raudamente pasan las acumulaciones de escarpa e inaccesibles
paredones de una larga cadena montañosa que desaparece en la blancura
nebulosa de la poca conocida lejanía. Nada hay que detenga el veloz des-
plazamiento que transmonta con facilidad las más altas cumbres cubiertas
de hielo. Allá abajo, en una planicie dentro del mismo círculo polar Antár-
tico, que se acerca con celeridad vertiginosa, hay algo que tal vez a noso-
tros nos interese: unas pequeñas motitas blancas y grises que avanzan
sobre la nieve caída horas atrás. Dándole a esa pequeñez mayores dimen-
siones podemos enterarnos de que se trata de un trineo tirado por doce
peludos perros albinos de Groenlandia. Los vigorosos animales, avanzan
con rapidez, sin ladridos, respirando con la intensidad de pulmones jóve-
nes.

5
La marcha del trineo está ajustada a cierta música casi inaudible
que proviene del helor. Sí, es sinfonía austral la que viene del helor, hay
frío plutónico en ella y acompasa cada acto físico de hombre, bestia y
rudimentario vehículo de madera. Música que identifica esta aventura de
extraña manera.
¿Puede una persona común, identificar a algunas criaturas posi-
blemente suprahumanas, invisibles en el ambiente, que seguramente están
observando con especial interés esta aventura?... Los sonidos tenues del
Génesis y el Apocalipsis, se suman maravillosamente a la música polar, y
esta a su vez vibra en combinación con el frío... ¿Hay manera de señalar
significativamente a esas criaturas suprahumanas...? El largo día polar,
que durará seis meses, ha empezado hace pocas semanas. La larga auro-
ra también tiene otros sonidos improvisados, las usa mientras transcurren
los minutos y las horas: son sonidos primaverales... Aparte, en la intimidad
del tiempo, una extraña Filosofía ambiental que guarda alegrías y temores
rudos desde lo antiguo, abandona lentamente la hibernación, tal parece
que la vida la necesita, pero al mismo tiempo hay un letargo filosófico
mucho más hondo, misterioso e inquietante, antiguo al igual que una leyen-
da, imposible de despertar...
Sonidos... Misterios... ¿Significa, el amanecer, lo mismo en todas
partes? Aquí hay cantos, trinos, aullares... de una fauna de hielo. De una
flora de hielo. Criaturas plutónicas en su dimensión correspondiente. ¿El
intenso frío, es la causa de estas o por el contrario ellas son las que origi-
nan el frío superlativo?
Un suave viento susurra:

Frío, tienes el mismo rostro del fuego,


viéndote a ti, se conoce al otro.
Ambos, bien parecidos,
son gemelos,
nacieron juntos,
conviven inseparables,
continuarán... continuarán.

¿Cómo comprender al fuego sin el hielo? ¿En alguna parte del


Universo habrá algo enteramente de hielo o algo totalmente de fuego? Un
individuo de hielo, en su mundo de hielo, con amor al hielo... al descubrir el
calor, al conocer el fuego, gritaría: ¡no vengas por aquí, ni siquiera lo de-
sees! Habría espantos, habría terror y extinciones de pesadilla... ¿En vez

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de espantos porque no escoger transmutaciones?... ¿Porque no cambiar
los miedos por una comprensión profunda de la vida? Y la criatura de un
ambiente pírico, no sabría otra cosa que de fuego, lo correcto y lo inco-
rrecto sería de fuego, sus gustos y disgustos de fuego, sus dioses y sus
demonios de fuego, sin otra alternativa. Soñar con el apagarse de sus
llamas lo llenaría de locura. ¡Ah, es necesario transmutar!
Ignorarlo... Ignorar lo opuesto no arregla nada... Es mejor
enfrentarlo.
Hielo hasta el tuétano, hielo cada vez más pesado. Sucede que
los perros haladores son sensibles a las variaciones atmosféricas esas, a
esas variaciones que se modifican poco en milenios, variaciones atávicas,
pero no les afecta, están bien alimentados, tienen el calor del amor huma-
no como guía y aceleran la marcha. El trineo, otra criatura animada por
leyes diferentes a las humanas o a la de los animales, comparte el ánimo
dinámico y diligente del viaje. Encima, detrás de toda la carga compuesta
por víveres, una tienda y otros objetos esenciales para sobrevivir en ese
hostil paraje, el conductor, una corpulencia blanca, excepto por las gafas
oscuras, maneja las riendas con amigable severidad. Si pudiéramos ver los
ojos de este, tras el cristal ahumado que los oculta, nos encontraríamos
con un infinito mutismo interior, algo que espanta o apetece, pero realmen-
te desconocido, imperturbable. Contempla la ruta que sigue, anticipando
intuitivamente cada detalle, reconociendo de memoria los accidentes
resaltantes del terreno que en oportunidad pasada se le explicara con abun-
dancia de detalles y así empuja el viaje, sin necesidad de mapas. Esto...
porque es la primera vez que viaja por esos lugares soberbios y tan vacíos
de vida, muy lejos de toda ruta conocida. El aliento se congela en su más-
cara.
La música del helor puede percibirse con sentidos especiales, o
en último caso con sentidos educados para ello. El viajero posee estas
últimas cualidades y con ello traduce metáforas cósmicas de sinceridad,
de amor; de insondable amor. Hay amor en cada átomo de sinfonía. Amor
comprendido y vivido verdaderamente. Uno tiene que ser el mismo amor
para poderlo expresar así. Uno tiene que ser el mismo amor para poder
oírlo así, olerlo así, palparlo así, verlo así, pensarlo así, intuirlo así, saberlo
así.
Terrenos vírgenes, de soledad milenaria, exquisitos para el auri-
ga. Retrocediendo algunos días atrás, dos semanas exactamente, pode-
mos enterarnos del motivo por el cual él viaja desacostumbradamente solo
por terrenos exageradamente yermos, en un enorme trineo confeccionado

7
en dura madera. Su hermano, escasamente dos años mayor que él, se
extravió de la manera más extraña en ese helado continente, en una zona
de vientos permanentes y poco o nada explorado, mientras investigaba el
porqué de unos fenómenos que intrigaba al grupo de científicos del que él
era parte en la Base Científica Polar Ice, de propiedad de un consorcio
privado. Se le buscó minuciosamente con todos los medios disponibles,
con resultados negativos. Abandonada la búsqueda después de varios meses,
y perdidas las esperanzas de encontrarlo vivo, sólo su hermano menor, con
su característica intuición consideraba que aún no habían buscado en el
lugar correcto; al enterarse que se le negaría dirigir un grupo de rescate en
la dirección acertada, optó por realizarlo él solo, en secreto... Secreto com-
partido tan sólo con el amigo de la infancia, con el amigo de siempre y
coincidencialmente colega de su desaparecido hermano; difícilmente lo-
gró convencerlo, con la condición de que se comunicaran con un potente
transmisor en el horario convenido. Sin experiencia en terrenos de hielos
permanentes, con tan sólo la rápida instrucción vital que se le suministró
apuradamente, y con un rústico trineo de cuatro metros de longitud a falta
de un autonieves que sería lo más aconsejable, a la semana de viaje, a
unos 100 kilómetros del punto de partida, de la manera más casual, ¿ca-
sual?, casual para la comprensión común porque todo tiene una razón de
ser, el intuitivo aventurero, transmitió el contenido de un inconcluso escrito
encontrado bajo una delgada capa de nieve congelada junto con unas vi-
tuallas desechadas y restos de comida:

...me siento raramente inquieto, no sé por qué...


Algo dentro de mí, me incita a escribir de esta
manera...: nostálgica. Siento muy dentro de mí
un pesar... Siento como si me estuviera despi-
diendo de todas las cosas que conozco; ¿Mori-
ré en esta empresa?
Es posible qu esta sensación se deba al cansan-
cio, al monótono panorama que no cambia...
Comprendo que es desacostumbrado para mí el
aburrimiento, nunca he tenido un momento de
ocio no creador y esta circunstancia es por de-
más rara. ¿Cómo será la muerte? ¿Será doloro-
sa o rápida?... ¡Vamos! ¡Dejemos estos pensa-
mientos lóbregos y seamos optimistas! ¡Debo
pensar en positivo y el triunfo vendrá!

8
Al grano… A cuatro días de la base, antes de
acostarnos a dormir, yo y mi fiel ayudante es-
quimal Turno, a quién conocí en Groenlandia
en un viaje anterior de investigación, presen-
ciamos una hermosa Aurora Austral. ¡De pron-
to, esa “cortina coloreada” pareció bajarse del
cielo y convertirse en un indescriptible torbelli-
no luminoso...! Ante el cuál nos sentimos embo-
bados. En mi vida había sentido yo tanto... tanta
emoción, que me olvidé de apuntar la sucesión
de detalles que se sucedían vertiginosamente en
el interior de esa “luz rotante”. Nuestros
autonieves dejaron de funcionar. Repito, ese fe-
nómeno desconocido fascinaba, hipnotizaba.
¡Nos agradaba... no de manera morbosa!...

Hasta aquí el texto, de letra familiar, cortado cuando se derramó


encima de él chocolate caliente, las manchas oscuras así lo idican. Es
importante añadir que la carta es ilegible en un párrafo de diez líneas
después de la linea inicial.
Ese mismo día, un poco más tarde de esa transmisión, la voz del
aventurero, también comunicaba, al igual que su hermano desaparecido,
que estaba presenciando el mismo fenómeno luminoso mencionado en el
manuscrito. Y desde aquí surge un mutismo permanente para ambos per-
sonajes que acordaron comunicarse regularmente.
El intuitivo conductor del trineo, considerando malogrado el ins-
trumento de comunicación o averiado momentáneamente, vio alejarse a la
visión luminosa en dirección sur y perderse en la bruma lechosa. Apuró a
los perros para seguirlo.
Dos semanas después, continúa el seguimiento del torbellino de
luces. Allá adelante el enigma, día con día prosigue alejándose, adentrándose
al corazón del polo sur, hundiéndose en desconocidas regiones del gigan-
tesco helor. Y la música aún va con magníficos acordes, siempre
enmarcando la aventura; pronto alcanza el pináculo de lo excelso: si los
mortales comunes pudieran oírla morirían.
El trineo apura mayor velocidad. Sucede que el hondo mutismo
del auriga es lo único permanente; la exaltación anímica y síquica de los
prodigiosos sonidos parece afectarle en lo mínimo. Parece ignorarla. Pa-
rece no importarle. Pero... tal vez sea oportuno aclarar que el trascenden-

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tal acorde ambiental ¡es el mismo que vibra en su insondable interior!
Bellezas. Delicias. Misterios... Misterios inagotables.
Misterios... Misterios... Misterios sonoros que aterran por su ve-
racidad.
Los acordes trascendentales hacen una pausa inesperada cuan-
do debajo del trineo el hielo cede y se hunde. ¡Surge una grieta, al igual
que una bocaza insaciable de hielo, tragándose al vehículo y arrastrando a
los huskies hacía las profundidades! El dueño de la inmutable mirada al
sentirse caer da un salto ayudado por un reflejo automático, intenta alcanzat
uno de los bordes de la grieta... y sin lograrlo desaparece.
La pujante aventura, que un minuto atrás hendía la extensa plata-
forma de hielo, ha acabado. La presencia humana y la de los animales, por
esos parajes es rara, y las únicas vidas que se han atrevido a transitarlo
después de muchos meses, o tal vez años, se han extinguido sin gloria; el
ártico cobra un tributo muy caro desde lo antiguo. Sin el manido manto de
nieve las azules paredes aceradas de la fisura, se antojan tétricas; paulati-
namente oscurecen y desaparecen en lo hondo. De allí abajo viene un
aroma trágico... ¿Y acaso, el velado aullido de un perro?
Hielo impredecible... Aguzando todos los sentidos, en ese vaho
trágico salido de las profundidades de la grieta, pueden verse formas
incorpóreas, o más exactamente, criaturas con descripción síquica... Es
difícil encontrar en ellas características humanas. Estas formas incorpóreas
tienen un universo propio y parecen turnarse en el mundo físico de hielo de
acuerdo a los acontecimientos... ¡Son, realmente, la parte síquica de los
acontecimientos! Y bien que ellas evolucionan al compás de la inigualable
música, conformando aisladamente pequeñas metáforas y en conjunto toda
una enseñanza filosófica y mística, combinada con ciencia y arte. Las
criaturas síquicas en el momento desgraciado del aventurero, representa-
ron un exquisito drama sonoro de crisis, de prueba, de tentación, de peca-
do. Un hermoso fragmento melódico de autoobservación humana en la
que pesó el sueño más que la vigilia, en definitiva el resumen de una caí-
da... sicológica.
El hielo cruje eternas verdades. Tiene en sí, como un sabio sin
edad, acumulados en todo su espesor, gran parte de los sucesos terrestres
de los últimos millones de años. El hielo es un archivo pormenorizado de la
historia planetaria, capa a capa. Un oído intuitivo, sintonizando una capa
cualquiera, podría percibir sobre los magníficos ejemplos de la vida de
entonces, las costumbres, los hábitos, el progreso, la barbarie... en fin la

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calidad y cantidad humana, siempre enmarcada con su respectiva sinfo-
nía. ¡Toda una ópera gigantesca!
La atmósfera blancuzca gime:

¡Hielo imperdonable!, lo sabes todo...


Huir... ¡Intento huir de tus archivos
y no puedo!,
Prefiero la intimidad secreta,
mía, y no puedo.
¡Dioses enseñad!
¿Porqué vuestras vidas no tienen
lugar ahí, en esos archivos?
¡No! ¡No! ¡Ustedes se informan allí!,
de acuerdo a ello juzgan,
y también... apuntan algunos
comentarios allí.
¡Enseñad... enseñad!
¿Cómo adquirir privacidad propia?
¡Enseñad! ¿Como ser libres
y en que momento?!
¡Borrad... borrad los archivos humanos!,
archivos dolorosos.
Borrad, también los míos.
¡Hacednos libres! ¡Libres!
¡Enseñadnos!

La nieve empieza a imperar sobre el hielo. De la grieta, donde


desaparecieran los perros y el trineo con toda su carga; del borde mismo,
surge una mano enguantada, enseguida un rostro pálido protegido por unas
gafas y finalmente todo un cuerpo que tirando de sí se deja caer al borde
de la ominosa grieta. Sí, es el mismo osado que salió en busca de su her-
mano, y aún tiene la oportunidad de… vivir. En el momento del accidente,
cuando brincó del trineo, fue a dar contra una dura saliente de hielo, de
unos cincuenta centímetros de ancho, a siete metros de profundidad. ¡Qué
afortunado! En ese precario asidero, la avalancha de nieve amortiguó su
caída, luego resbaló y quedó colgando; desde esa difícil posición, vio des-
aparecer, su trineo y a sus fieles perros. Es imposible que de allí abajo,
luego de una caída semejante, algo vivo pueda volver. Y desde ese punto
venturoso, trepando ayudado por su filoso cuchillo, picando el hielo para

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hacer agujeros donde colocar pies y manos, al osado le costó dos horas
salir; librar la trampa requirió de un esfuerzo lento y continuado y en todo
momento se presentó el peligro de caer.
El aventurero, boca arriba, enfoca la amplitud del cielo. No está
agotado, el hecho de permanecer así, acostado, es más una actitud de
agradecimiento a la vida. Nieva, los copos le dan en la cara. Luego de
algunos movimientos corporales, que le indican una ligera contusión en la
espalda y cuello, decide sentarse y cruzar sus indómitas extremidades
inferiores.
Las paredes cortadas a pico de la grieta, causarían estremeci-
mientos a otro que no tuviera una singular serenidad luego de un grave
percance, sin duda que alcanzan las mismas entrañas del glaciar. La nieve
cae insistente después de varias horas de calma y un viento aumenta de
velocidad minuto a minuto.
La grave indiscreción que la vida le ha ofrecido al enigmático
aventurero, no le arrancó la menor mueca. Tal parece que la tragedia no le
ha alterado en nada. ¿Qué no le importa el fracaso? ¿Cómo saberlo?
¿Qué piensa? ¿En qué piensa? ¿Qué planes tiene para enfrentar a la in-
mensa y despiadada jungla de hielo lejos de la base científica de donde
saliera y lejos de cualquier otra base, sin alimentos, sin un cubículo donde
guarecerse del mal tiempo y sin un vehículo apropiado y posiblemente sin
esperar ayuda de nadie? Todo parece haberlo sopesado sin razonamien-
tos, sin cálculos cerebrales, con su mutismo acostumbrado. ¿Piensa sin
pensar?: Qué extraña manera humana, la de él. Según esto último, el in-
fierno blanco, es solamente un fragmento de intuición.
La nieve agrada. El microscópico universo de cada copo irradia
preciosos haces de luz no visible. Los copos están compuestos por infini-
dad de cristales maravillosos. Cristales tallados con inspiración sideral.
Poseen, en su transparente cuerpo, fragmentos pertenecientes a todos los
lugares del universo, todas sus maravillas están condensadas poéticamen-
te en ellas. Sus luces, reflejadas del ambiente, traducidas en sonidos, son
milagros de portento y se reúnen acumulándose con majestad y sin con-
fundirse. Los cristales son prismas maravillosos y dan la música perma-
nente del hielo.
Los blancos copos, caen con la deliciosa precisión de la serenidad
sobre el aventurero. Ha cerrado la silenciosa mirada y toda su lucidez se
embarca en un viaje hacía sus inexplicables interiores. Allí dentro de él...
se suceden realidades tan sencillas como la propia nieve o tan complejas
como el infierno blanco; realidades que lo renuevan y lo llenan de energía

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desbordante. Un simple ejercicio interno que alimenta la voluntad y alivia
las magulladuras. Luego continúa su marcha hacía el sur. Ese acto de
repentina lucidez sacada de lo desconocido y la decisión de continuar con
su propósito, arranca guturales exclamaciones en un ente síquico escondi-
do tras la sinfonía polar:
¡Insensato!... ¡Insensato...!

Tétrico. Sugiere desgracias por venir. Incita la “madures”, de re-


gresar. Impone la duda.
Larga caminata, dificultosa por la suavidad de la nieve fresca y
peligrosa. El enigmático errante se hunde hasta las rodillas. Gracias a su
grueso traje sintético, presurizado y térmico, diseñado por él mismo, la
baja temperatura de menos de 30 grados Celsius, no le afecta en lo míni-
mo. Se desplaza durante horas sin encontrar un refugio donde descansar,
acosado por un viento con turbonadas momentáneas de 110 kilómetros
por hora y que le instan a gatear por momentos. Por la celeridad que lleva,
es obvia su extrema fortaleza física: en ocho horas en ese inhóspito paraje
ha cubierto la distancia de 30 kilómetros. Se acerca a una escarpa.
Después de la escarpa surge una pendiente difícil; resbalosa. El
reacio viento empeora las dificultades de desplazamiento por la pendiente.
La falta de crampones, un aditamento especial de metal que atado al
calzado sirve para andar sobre terrenos helados, limita su desplazamiento;
se permite resbalones controlados. Vienen accidentadas y peligrosas caí-
das de terreno, que salva por milagro y finalmente se le cierra todo camino
cuando llega a un despeñadero poco menos que vertical de 50 metros de
profundidad y que se extiende de este a oeste por muchos kilómetros.
Para llegar a la base del precipicio y continuar, se necesita de todo un
complejo equipo de aparejos para alta montaña. El viento incrementa su
furia.
Todo el despeñadero es barrido por el ímpetu eólico. La nieve se
vaporiza con cada ráfaga al estrellarse con el extenso murallón vertical
del precipicio. Las ráfagas violentas, con cada arrebato, proyectan figuras
fantasmales, agresivas, intimidantes y luego desaparecen... mejor dicho,
antes de desaparecer usan la tormenta como voz:

...¡Atrás!... ¡Atrás!... ¡Vuélvete!...


El murallón no es una inexpugnable masa helada, una mirada se-
rena y perseverante puede distinguir en él un gran surco oblicuo casi invi-
sible por el hielo y la nieve, ofrece una accidentada gradería natural: nece-
saria para descender hasta la base. El surco se inicia en una hondonada al

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borde del despeñadero y resbala hacía el este, como una enorme cuchilla-
da en un costado de un queso. El singular hombre, luego de un esforzado
trabajo, arrastrándose temerariamente y evitando ser lanzado al vacío,
brinca dentro del gran surco. La abertura de unos 4 metros de profundi-
dad, en ese punto inicial, pues tiene una anchura variable alcanzando los
50 en algún punto del murallón, da un magnífico abrigo contra el huracán.
Si el temporal amainara, de seguro que mostraría un magnífico
panorama blanco, no menos hermoso que una campiña soleada en el tró-
pico, todo depende de quién la observe. Después de un breve reposo, el
enigmático viajero, ha ido descendiendo por una media hora… ¡cuando de
repente siente que el piso cede y se abre un hueco bajo sus pies! ¡Oh, no;
otra vez! ¡Manotea con la intención de sujetarse de algunas filudas aristas
congeladas! ¡No lo consigue! ¡Cae unos metros en el vacío, junto a una
diminuta avalancha de nieve, luego golpea hielo y resbala rodando y dando
tumbos por una pendiente!
El hombre cuida de no golpearse puntos importantes de su anato-
mía, lo que lo inutilizaría. Su rápido desliz alcanza el fondo y allí se detiene
boca arriba, atontado. “¡He caído dentro de una gruta!”, se dice luego de
repasar el entorno y contemplando el alto techo que extrañamente tiene el
aspecto de un verdoso paladar canino. ¡Y el colmo de los males, no hay
manera de alcanzar el hueco por donde cayera, ha quedado muy en lo alto
y escondido tras un promontorio de rocas! La poca luz que ilumina la
lóbrega estancia, es la única y viene desde allí.
¿Qué sucede en el interior del osado? ¿Cómo averiguar sus emo-
ciones, sus sentimientos? ¿Cómo saber sus intenciones... sus sorpresas?
Todo en él es mutismo; mutismo síquico, mutismo corporal, mutismo fa-
cial, mutismo total.
La gruta tiene aproximadamente 70 metros de diámetro, y la cor-
pulencia huamana de quien ha roto su milenaria tranquilidad, no es más
importante que una de las más pequeñas e inertes rocas que abundan en
su interior.
La gruta, una gran oquedad rocosa bajo tierra, se extiende de
norte a sur o viceversa. Otros dos pequeños corredores parten de ella, una
que se dirige al este y otra al oeste. La gran oquedad, tiene la forma de
una cruz, y no hay idea de su longitud; posiblemente cada brazo se extien-
da por muchos kilómetros... En algunos puntos, las paredes de roca se
combinan con las de hielo. El blanco verdusco del hielo, vibra... vibra de
manera muy distinta al del exterior; tañe inaudibles sonidos sepulcrales.
Cierto inconfundible vientecillo síquico arrastra temblantes reminiscencias.

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Reminiscensias antiguas… tan antiguas, trata de exequias neuróticas…
¿Qué misterios guarda la gruta?
Aullidos infrahumanos muy hondos, milenarios, alternan con si-
niestros chillidos siderales cuando el aventurero decide explorar la caver-
na que se dirige al sur. Una escalinata natural le hace descender decenas
de metros hasta el fondo de una prolongada cámara; la luminosidad tam-
bién baja, un poco, sin empañar el entorno. Allí en el centro de esa inmen-
sidad hueca, se tumba en el duro piso boca arriba y extiende sus extremi-
dades emulando a una cruz o a una equis con su cuerpo. Esa forma de
yacer en el piso, recuerda a una runa, a una posición corporal utilizada por
los adeptos de secretos templos sagrados; sirve para la interiorización. Tal
vez aquí está la explicación de su extraña fortaleza física y síquica. Hasta
el momento, nada en él indica que está extenuado, o que tenga los múscu-
los adoloridos por el incesante trajín y los golpes recibidos, o que también
tenga hambre... ¡Es una perfecta máquina humana, controlada
eficientemente por una vigorosa voluntad! Voluntad que transmuta la ma-
teria síquica en energía física, lo suficiente como para mantenerlo con el
dinamismo presente. ¡Sus células se nutren de luz venida de su interior!...
Pero ¿por cuanto tiempo? Su peso corporal se ha reducido mínimamente,
en algunos pocos gramos; un organismo normal habría perdido varios kilo-
gramos de peso.
El aventurero, con un perfecto silencio síquico inducido, abando-
na su cuerpo físico convertido en un singular cuerpo energético. Lo aureo-
la su voluntad que en este caso toma una sutil luminiscencia agradable.
Luego se pone a contemplar su cuerpo tridimensional, allá abajo, dentro de
gruesas ropas; en esto es distraído por un espectacular gruñido venido del
sur. Sin peso flota en esa dirección... y repentinamente se topa con una
¡monstruosa criatura, también energética!... ¡Indescriptible! ¡Espantosa!
Hedores sofocantes la rodean. Viéndolo bien, es una masa energética,
como una bestia cuadrúpeda, llena de bríos destructores.
El monstruo se abalanza contra el recién llegado con ansias homi-
cidas, pero es frenado por la corta longitud de una gruesa cadena atada a
sus bárbaras patas con aspecto de candentes muñones... Ruge: ¡Después
de todo, ese advenedizo será su víctima, más tarde o más temprano, por-
que para seguir adelante tiene que cruzar el estrecho paso donde se re-
cuesta permanentemente! ¿Es posible?: ¡Aquél desconocido lo mira falto
de temor, inmutable, analizándolo! Es más su misteriosa mirada parece
adentrarse dentro de él, inquietándolo.

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Gruñe la bestia con un intento desaforado de alcanzarlo; la cade-
na chirría tensa en su tope. Escupe una baba ponzoñosa, execrable, difa-
matoria. Ese veneno sin atinar se evapora en forma de nubes neuróticas y
ya innocuo se disuelve. Atrona la estancia con un rugido. Gimen las entra-
ñas de la gruta.
Tras la bestial criatura hay algo inadvertido... Un vaho neblinoso
tan denso como la noche esconde un enigma... que se disuelve luego,
cuando surge un musculoso personaje cogiendo la cadena del engendro
por el extremo opuesto...
La energética realidad del aventurero, ve desaparecer al terrible
monstruo tirado por el corpulento individuo. Intenta seguirlos, pero poco
puede hacer porque poderosos efluvios, cargados de misterios, lo repelen.
Sin porfiar vuelve a su anatomía dormida. Ya despierto, apresura el trecho
que lo sacará de esa cámara subterránea. Sí, en la misma dirección por
donde desapareció aquella bestia...
Luego de una breve reducción del diámetro de la gruta, se abre
una nueva cámara, más extensa que la anterior, provista de maravillas
tétricas. En principio, una hilera de carámbanos pendientes del techo y su
contraparte en el piso, con agudas puntas, dan la ilusión de unas furiosas
fauces hambrientas.
Mundo de discordia. Mundo de ludibrio. Hay hondas penas que
remolinean en el interior de las absurdas fauces, dolores antiguos que se
van desintegrando con infinita lentitud a medida que el tiempo pasa. La
cámara es amplia y está provista por numerosas esculturas de hielo de
varios metros de alto. La belleza estilizada de estas anonada. Sus minucio-
sos detalles, sorprenden. Son magníficas esculturas de un tiempo pasado,
preservadas por el perenne frío. ¿Qué significado tiene todo esto en un
lugar tan apartado y escondido de todo? ¿Quiénes son sus autores, y por-
qué las construyeron?
Las esculturas evocan poses humanas. Las hay en situaciones
virtuosas, adoptando excepciones místicas, auspiciando realidades filosó-
ficas. Algunas toman actitudes artísticas y abstracciones científicas, y so-
bre todo, ostentosas muestras de santidad. Otras, transcurren en faenas
diarias como el de jugar o comer. El centro de todas estas abstracciones,
es sin duda, una imagen de dios... de un dios antiguo... Las impresionantes
esculturas, en un momento dado, improvisan dejando salir de sí hedores
síquicos espantosos, repulsivos ¡y con ello ambientan la proverbial sala por
largos momentos!

16
La diferente intensidad maloliente salida de las tallas, parece indi-
car que todas ellas no fueron hechas en un mismo momento sino que cada
una de ellas tiene una antigüedad diferente. Las más estentóreas y persis-
tentes son las más viejas y las tenues y breves las más recientes, median
entre ambas siglos de diferencia. ¿Acaso esto, también, indica que las
primeras fueron hechas por individuos con identidad síquica más promi-
nente? Las esculturas, dentro del silencio de la gruta se quejan..., duelen...
¡Vaya coro espeluznante!
Nada se le escapa al misterioso visitante, es evidente que asimila
cada detalle de insospechada manera. Está emocionado por la magnífica
manufactura de las tallas. ¡Son magníficas! ¡Anatómicamente perfectas!
Su número, algunas decenas; auspiciosamente ubicadas en la amplitud de
la cámara. Las tallas, gimen:

¡No hurgues en nuestra intimidad; no!


¡No hurgues en nuestros secretos; no!
¡Ignóranos! ¡Idos!... ¡Volved!...

El hielo cruje. El hielo gime. La gruta... acumula alaridos atómi-


cos. Acumula quimeras... insospechadas quimeras, con aparente signifi-
cado sideral. Acumula oscuridades... oscuridades atemorizantes. Oscuri-
dades infinitas.
El hielo... el hielo...
Pero ¿qué es eso que llama toda la atención de la mirada inmuta-
ble?

17
CAPITULO II

LOS ANCIANOS

Sombras... Sombras... Abundantes sombras lo embargan todo.


No son sombras nocturnas, pero se parecen a ellas como en lo más cerra-
do de una noche. Son sombras permanentes. Son sombras del subsuelo.
Es negro solemne embargando el extenso espacio de una gruta. Es el
fondo dominante que sirve de marco a las conversaciones de dos desco-
nocidos personajes, sentados alrededor de un pequeño fuego. En el piso,
este fuego, arde sin llamas manando de un pebetero de cristal; ilumina
tenuemente las exóticas estalagmitas cercanas y un paredón de roca. Gra-
cias a la pequeña luz, a su vez, las estalactitas del altísimo techo aboveda-
do destellan como estrellas en el firmamento. El ambiente resuma a tran-
quilidad, a solaz.
Los dos individuos adultos, vestidos con apretados enterizos de
una especial tela plateada, contemplan el fuego. Tienen las piernas cruza-
das en el piso.
—Este fuego me calma. Me ayuda a reflexionar serenamente —
apunta uno de ellos, lo dice como para sí, en voz baja.
—Es verdad. Me sucede lo mismo —replica el otro.
Las voces, las palabras, antes de pronunciarse se anticipan en
sus semblantes como una visible aura. Los ecos vibran después, y conti-
núan hasta perderse en las sombras.
—Estos momentos son especiales para mí... —continúa el pri-
mero.
—Lo es para todos —interviene el segundo con amistosa sobrie-
dad.
—No lo olvido. A todos se nos inculcó, desde la infancia, a buscar
la paz interior. Debemos buscarlo en lugares especiales, en los lugares
solitarios, en la naturaleza virgen, en el solaz perfumado de los remansos,
en fin en todo lugar apropiado. ¡Estoy embelesado!
—Y preocupado respetado Quirón.
—Es verdad. Me tiene preocupado Orión. El y sus hombres no
vuelven. Según mis cálculos, ya debieron estar de vuelta.

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Los hombres concentran su atención en el fuego azulino. Es un
fuego limpio, sin impurezas. No es un fuego que calienta, es un fuego con
llamas que sólo dan luz. Es un fuego originado por combustión magnética.
Exhala selecto perfume. Ambos hombres permanecen pensativos un mo-
mento. Es notorio el mutuo respeto entre ambos, hay algo más que amis-
tad en ello. Uno casi anciano, cano y delgado, el otro mucho más joven, de
cabello oscuro, alto y especialmente musculoso.
—Perseo ¿Sabes? —suena grave y dubitativa la voz del cano—
Espero que, lo que voy a decirte, me libere de la tensión que me oprime…
Hasta este momento no me atrevía a mencionarlo y creo que es necesario
afrontar la realidad... ¡Temo que la expedición hacía el norte fue todo un
fracaso! Siento aquí, en mi pecho... en mi corazón un dolor, una punzada
de arrepentimiento…
—Calma. No debes sentirte así. Ellos... habrán tenido algún con-
tratiempo de más. El azar surge en cada paso del camino, especialmente
en este tipo de misiones. La gruta por allí es extensa, muy larga y abun-
dante en peligros; así está escrito en el antiguo mapa que menciona donde
está escondido el sagrado Lábaro. Bien sabemos, que la gruta se prolon-
ga hasta mucho más allá de la tierra de hielo.
Un suspiro del anciano significa: El Yermo de hielo: ¡El doloroso
infierno blanco! Y arguye:
—Temo haberlos sacrificado... ¡Presumo, respetando tu bien in-
tencionada actitud, que han fracasado! ¡Hemos fracasado! ¡Ya podemos
considerar, a cada uno de ellos, como mártires del venerado Lábaro!...
¡Es mucho el tiempo transcurrido!...
El dolor en el anciano es intenso. Y con el acto de levantarse de
su asiento le pide al otro hombre que lo imite. Este se le adelanta y tomán-
dole del brazo le ayuda a ponerse en pie, al mismo tiempo que le va repi-
tiendo tranquilizador:
—Volverán. Esperemos. Es importante esperar con paciencia.
De nada servirá preocuparnos más de lo debido... Tú, Venerable Quirón,
nos inculcaste la esperanza. Y esa esperanza hasta ahora nos ha ayudado
a sobrevivir... Sí, Venerable, hemos logrado sobreponernos a los grandes
esfuerzos que hacen... nuestros enemigos para destruirnos. Esa esperan-
za nos dará un mundo mejor. ¡Volverán! ¡Debemos ser positivos!
La convicción del anciano se manifiesta en forma de un cansan-
cio no usual en él. Torpemente coge el pebetero y, con una orden pensan-
te, apaga el fuego, pero antes se ha colocado unas gafas que traía colga-
das del cuello. Las gafas son especiales, sirven para ver en la oscuridad,

19
emiten haces de fotones ciegos, fotones de luz ciega, en todas las direc-
ciones; los impactos de los fotones en las superficies son traducidos luego
por un diminuto complejo electrónico que proporciona imágenes reales de
esas superficies en el cerebro. Ambos personajes desandan el camino que
los llevó hasta allí dos horas antes; en silencio recorren una senda rodeada
de maravillas espeleológicas; las combinaciones naturales de roca, crista-
les, y metal primitivo, arrancarían exclamaciones de júbilo en una oportu-
nidad alegre. Las más variadas formas milenarias y con la delicada euritmia
onírica que le pudo dar un artista celeste, se encuentran reunidas en una
corta extensión de gruta, si tomamos en cuenta que esta mide cientos de
kilómetros de largo, tal vez miles.
¿Cómo explicar con realeza toda la magnitud de la explosiva su-
tileza marina del oleaje plasmada en verdosa roca? ¿La poesía podría
adoptar unos versos que significarían verdaderamente una caída de agua,
continuado por un río y finalmente escanciado en un remanso... totalmen-
te de cristalino cuarzo azulino? ¿En que pentagrama se podría escribir el
melodrama para dos árboles de carnotita violácea; el uno erguido y el otro
talado? ¿Y allí en el cielo, estalactitas de rubí y roca vítrea, son el vivo
ejemplo de un fuego pirotécnico en expansión?... ¡Y hay más portentos en
una porción de tan sólo diez kilómetros!
Los dos hombres, llegados a cierto punto, activan un rayo que los
cubre con un cono luminoso. Bajo los efectos de esa luz desaparecen,
para luego, inmediatamente, reaparecer en el interior ovoidal de una bur-
buja de cristal de unos 20 metros de diámetro y provista de asientos con el
color del metal. Escasos segundos después otros cinco personajes surgen
junto a los dos hombres, teletransportados. La irrupción de estos, sorpren-
de al anciano Quirón, quién no tenía en su agenda una reunión parecida, y
exclama preocupado:
—¿Qué significa esto? Perseo, explícamelo.
—Como lo puede ver, Venerable Quirón, estamos bien
pertrechados y armados. No me interrumpa, le ruego... Seré escueto: en-
tre nosotros, no podemos esconder lo del fracaso de la expedición al Lá-
baro, nos sentimos tristes por esto. Y en secreto, que nos perdone su
dignidad, hemos organizado una nueva expedición...
”Todo, porque sabemos que sin el Lábaro ¡nada podremos lo-
grar!... Seremos el sinónimo del fracaso sin él. ¡Sin el Lábaro Jamás
podremos vencer a nuestros enemigos de la superficie! Los usurpadores
continuarán sin castigo... aquellos que hace sesenta años nos obligaron a
refugiarnos en la Gruta Madre...

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Los cinco hombres son magníficos exponentes preparados para
un evento como el previsto, abundante en peligros y obstáculos. Visten
ajustado enterizos negros. Cargan, sobre hombros y espalda, con mochilas
y ballestas negras; parte de sus pertrechos abultan varios bolsillos con
invisibles cierres.
El anciano los observa sin expresiones. Trata de penetrar dentro
de las oscuras máscaras, que les cubre totalmente las cabezas, intentando
identificarlos.
—Su Dignidad, debe saber que estos hombres son lo mejor de El
Selecto.
El Selecto, una fuerza civil con características muy especiales,
sin nada de castrense; huelga decir que lo castrense hace mucho que fue
eliminada de la sociedad. Existe en ese grupo especial, una obediencia
mística, un respeto total a la jerarquía y los valores humanos y concientivos
que esta respalda.
Al anciano se le da el tiempo necesario para meditar. Luego este
rompe su silencio un tanto inquieto:
—No puedo permitirlo. No puedo sacrificar más a mis mejores
hombres, y menos ahora que hemos decidido combatir abiertamente a
Blaal. Después de decenas de años de intensa preparación, necesito de
todos los hombres...
—Sin el Lábaro no podremos vencer. La victoria está de parte
de ellos.
—No puedo permitirlo. ¡Les pido a todos ustedes que abandonen
lo imposible...! ¡Ya hemos sacrificado en “esta aventura” del Lábaro, lo
repito, a muy buenos hombres!
Quirón nunca ha estado tan severo. Y Perseo nunca más sereno
al responderle:
—Su Dignidad, ¡nada nos detendrá! Y no llame a nadie, porque
nadie acudirá a su llamado. Hemos tomado todas las previsiones... Iremos
tras el Lábaro a pesar de todo. Nada nos podrá detener.
El anciano sonríe sin cambiar su negativa:
—¡Obstinado! Esa cualidad tuya, en momentos delicados como
este, siempre me ha agradado. Te puedo decir, ¡que hasta me ha fascina-
do! Sé que nada podrá detenerte, pues lo que decides lo llevas hasta el
final. Eres vehemente cuando lo llevas a cabo —y ya serio completa—:
Me haces mucha falta aquí, pero en fin… yo veré como me las arreglo sin
ti. Recuerda que son dos largos meses, en el mejor de los casos, de difícil
viaje. Allí adentro, en las tinieblas de la gruta, se encuentran formidables

21
peligros desconocidos capaces de hacer retroceder al más audaz... No
tengo que decírtelo pero el afecto que nos une me obliga.
”La mayor parte de la gruta es inexplorada... Espero que regis-
tres todo el recorrido, necesitamos de un mapa exacto. Bien sabemos que
no podemos utilizar de nuestras máquinas de alta tecnología para ello,
pues nos descubrirían desde la superficie.
—Nos preparamos para toda eventualidad posible. Su Dignidad,
sólo respiramos el éxito...
—Bien. ¡Qué esperan: idos! Pero... ¡un momento!
Algo, en uno de los hombres, ha llamado el interés al anciano. El
aludido es más bajo que los restantes, menos corpulento...
—¡Muchacho! —gruñe el Venerable— ¡Quítate la máscara!,
quiero saber quién eres. Espero que lo que te estoy pidiendo no sea un
imposible.
El aludido obedece... La máscara deja al descubierto un rostro de
mujer y muy hermosa, de cabellos rojos e indefinibles ojos verdes. Un
suave perfume inunda la estancia. El anciano sin mirarla apura:
—¡Atenea! ¡Sangre mía! ¡Nieta mía! Una sorpresa más… ¿Cuán-
tas más me dará El Selecto?... ¿Cómo impedir que vayas, nieta mía?, no
me gusta que tú estés metida en esto… Tu espíritu indomable... te ha
puesto nuevamente en una aventura peligrosa. Sé que nada de lo que te
diga te hará desistir..., todos mis rezongos de nada me servirán. Y no me
queda otra cosa que desearte mucha suerte, como a todos los demás —
aquí sucede una pausa meditabunda y luego—: ¡Cuídate, hija mía! No
confíes tanto en tu excelente destreza. Pon en primer lugar tu rara intui-
ción.
La abraza paternalmente. Y la despide. Cuando se han ido los
seis valerosos, el Venerable se repantiga en su asiento cansado y abruma-
do. Es el momento en que la filosofía debe ocupar su mente antes que la
nociva nostalgia; así lo hace y enfoca el presente con la lógica de primer
ciudadano de su país. Severo y sereno, sus pensamientos ordenan una
pantalla tridimensional que inmediatamente se materializa delante suyo;
en ella puede ver y pasar revista al eficaz entrenamiento al que se some-
ten sus selectos hombres. Dado el limitado número de hombres con que
cuenta su fuerza, los prepara para una tenaz lucha de comandos; nunca le
hubiera gustado llegar a este extremo, toda su sangre mística lo rechaza y
llorando no ha encontrado alternativa. Atacará puntos neurálgicos de sus
enemigos, mejor dicho de su único enemigo, un coloso de 72 años... ¡Su
hermano: Blaal! Tratará de recuperar el Imperio que a él le corresponde

22
por herencia genealógica. Herencia genealógica muy antigua, mítica, cuya
principal “cláusula” indica que todo primogénito debe gobernar Austral: un
vasto territorio planetario.
Hace 60 años, cuando fallecía el padre de ambos hermanos: el
muy respetado Eón, Austral fue usurpado por un mozalbete de grandes
iniciativas. Por un primo cercano de ambos, quién con engaños se hizo
pasar por Quirón. Su ingenio estratégico le permitió apoderarse rápida-
mente del poder; en un mes aproximadamente secuestró a Blaal aún bebé,
y cazó y asesinó sin misericordia a todo opositor de sus planes. Algunos
opositores, junto al auténtico sucesor que milagrosamente salvó la vida,
lograron escapar y se internaron en las grandes grutas que recorren todo
el espinazo del planeta y en secreto construyeron una ciudad subterránea
con los mejores atributos modernos.
Mientras “arriba” se sucedía toda una reorganización mundial, se
cambiaba la elemental razón de ser de la civilización reprimiéndola física y
síquicamente hasta el grado de convertirla en un nido de obedientes “hor-
migas”, sin decisiones ni voluntad propias, controlados automáticamente
por máquinas que pedían la precisión de un reloj, en el subsuelo se comba-
tía por sobrevivir y construir una “Nueva Austral” a la que llamaron final-
mente Ciudad Luz. En ella se mantuvo, como lo mantuvieron sus sabios
ancestros, la pureza de la mística, la vitalidad del arte, la objetividad de la
ciencia y el amor de la filosofía; los cuatro pilares humanos sobre los que
se sostiene toda actividad humana, totalmente trascendentales en contra-
posición al materialismo que rechazaron.
Quirón aparta la mirada de la pantalla para repasar los últimos
acontecimientos, antes de lanzar a sus hombres a “la batalla”. Rememora
con cuidado cada detalle de lo previsto por el Concejo de Ancianos. Ano-
che mismo estuvieron reunidos bajo su liderazgo y todos dieron su venia
para atacar sorpresivamente al día siguiente en cientos de puntos impor-
tantes. Ahora...
Sin previo aviso, junto al Venerable anciano, intempestivamente
surgen nuevamente otros hombres, exactamente una docena, y
amenazantes lo rodean rápidamente.
—¡Salud, respetado Quirón! —se anuncia el que parece ser el
guía—. Nos hemos molestado, en estas primeras horas del día, para visi-
tarlo.
El aludido ignora el sarcasmo, más bien pregunta tranquilamente:
—¿Qué quieren?

23
—Perdónenos que hayamos entrado de esta manera, Su Digni-
dad. No teníamos otra opción.
—¿Podrían apurarse? Sean breves, por favor.
—Bien, si nos lo pide de esa manera... Para nosotros, no es nin-
gún secreto que dentro de dos horas, todas las fuerza de la Gran Gruta
recibirán la orden vuestra de atacar... de destruir...
—¡¿Quienes son: “nosotros”?! ¡Dígamelo!
—Nosotros, somos parte de “vuestro ejército”. Le somos leales.
Pero no compartimos los mismos planes, rechazamos vuestros planes para
recuperar el trono y hundir a Nocturna o como usted prefiere llamar a la
capital de Austral
La calma del anciano produce desazón en los otros hombres.
—¡Vamos, Dalton, no me digas que vos los mandáis!
—No soy el principal. Su Dignidad, soy uno de los “segundos”. Y
he venido para ofrecerle un nuevo plan de estrategia para vencerlos. Debe
hacerse como nosotros lo hemos planeado...
—¿Y quién es el “primero” o los “primeros”. ¡Dígamelo!
—No tan rápido Respetado Quirón. Todo a su momento... Usted
no puede imponer nada: está en nuestras manos.
—¡Acaso he oído que me son leales?
—Sí. Siempre y cuando acepte nuestros planes.
—Bueno, si no hay alternativa, oigamos que tan importante es
ese plan que ustedes dicen tener.
El que manda a los recién llegados se tumba en otro asiento y le
espeta:
—¡Cuidado! No toque el botón de su pecho.
No era necesaria la advertencia, tres ballestas apuntan al ancia-
no, y este sabe lo rápidos y certeros que son sus proyectiles. No podría
eludirlas. Esos letales aparatos negros cargados con estuches de vidrio
líquido, se conectan automáticamente con el portador y con sólo pensarlo
eyectan una gota hialina. Gota que en contacto con el aire se convierte en
una varilla de cristal incandescente a 3,000 grados Celsius. En un caso
distinto el anciano podría teletransportarse pulsando el botón de su pecho
que, a no dudarlo, lo llevaría a un lugar seguro.
—Así está bien. Hace 50 años, en un concilio realizado en abso-
luto secreto, sin la participación de ningún Venerable del Concejo de An-
cianos, importantes jefes, cuyos nombres no estoy autorizado mencionar,
acordaron destruir al enemigo de la manera más inteligente. Era necesario

24
para ello un largo plazo... un largo plazo que se compensaría cor los resul-
tados, sin sacrificar vidas nuestras...
—Sin rodeos ¡Sea breve!
—Es importante la vida de los nuestros... ¿Y sabe cómo se deci-
dió destruirlos? Le diré: ¡degenerándolos! Despedazándolos en sus mis-
mas entrañas...
—¿Degenerándolos? —las entrañas del anciano gimen retorci-
das de espanto.
—¡Sí, degenerándolos! Hemos venido modificando sus valores
humanos, éticos y morales, haciendo uso de diferentes vehículos. Para
ello hemos manejado sutilmente todos los medios conocidos de comunica-
ción, enseñanza y distracción. No le voy a decir exactamente cómo lo
hicimos, respetado Quirón, pero lo que les dimos a “tragar”... han dado
sus frutos. Los resultados lo dicen todo y está a la vista de cualquiera:
”La familia está destruida. ¡Campea la infidelidad, los divorcios y
las riñas neuróticas, entre las parejas! ¡Los asesinatos, en cuantía cada
vez mayor, en el seno de la sociedad, se deben al “veneno” que les inyec-
tamos!
”¡Nuestro “dardo” ha dado en el blanco cuando hemos estimula-
do subliminalmente la envidia, la lujuria, la soberbia, la codicia, la ira, etc,
etc…! Es fácil de manejar un individuo con toda esa basura en su interior.
Y ahí los tenemos destruyéndose con mentiras, envidias e intrigas por
alcanzar un “cargo” cualquiera... El miedo mueve todos sus actos: miedo
al superior, miedo al inferior, miedo al igual, miedo al mañana, miedo al
ayer, miedo al que dirán... miedo a todo. ¡Etc, etc, etc!
”¡Qué bien les ha caído la violencia! ¡Riñen por cosas insignifi-
cantes, con “seriedad” y al final lo trasladan a hechos capitales! ¡Ahora,
sólo basta un estímulo mínimo para que se maten entre ellos!
”Hemos modificado totalmente su arte, en otros tiempos maravi-
lloso e instructivo, trascendental. ¡La música!, ¡míralos danzando al son de
basura sonora! Esa música nos ayuda a degenerarlos mucho más, se van
volviendo torpes para percibir la verdadera sutileza musical de la naturale-
za física y síquica. Sus sentidos, todos sus sentido ya minusvalizados, de-
generan espantosamente...
”¡La lujuria!... Exitosamente les hemos inyectado el veneno para
entorpecerlos y embrutecerlos de manera definitiva. La degeneración a
través de su sexualidad es el culmen... ¡Nuestro mayor éxito!
La narración ha postrado anímicamente al anciano líder. El mis-
mo es testigo, a diario, de todo lo que ahora está oyendo con incredulidad,

25
pero no consideraba que fuera por obra de sus propios hermanos... ¡El
arte, dioses, el arte de trascendencia cósmica, deformado monstruosamente!
Se entera de cómo, la pintura, la danza, la escultura, la poesía, la literatura
en general, ahora no es otra cosa que un monstruo que se deforma cada
vez más. ¡El arte, se ha convertido en el refugio de una élite siniestra,
infrahumana y orgullosa de sus mamarrachos! Y que decir de la Filosofía:
¡Horrores!, sólo busca el placer sensual. ¡Ineluctable perspectiva, fugaz
morbo! ¡Decrepitud sensual! Moraleja fatal, diseminada por sus ahora
eruditos a través de los medios de enseñanza y comunicación. ¡Horrores
que agreden a la naturaleza humana y a la naturaleza en general!... ¡La
ciencia! Un coloso deforme, enloquecido, con miras de dominio universal.
Una ciencia destructora... Y de los principios religiosos trascendentes desde
lo antiguo ya nada prevalece ¡han sido pisoteados con morboso ingenio! El
fariseísmo se impone y abre camino del materialismo más mendaz. ¡Ho-
rror de horrores!
—Respetado Quirón, después de este largo preámbulo. ¡Le pedi-
mos, una vez más, que se una a nosotros!
Los pensamientos del anciano gritan: “¡Quién degenera, se dege-
nera! ¡Fuera de aquí, monstruos!” Pero sólo atina a responder:
—No puedo. Me niego. ¡Ustedes han destruido a mi pueblo! ¡Se
han destruido ustedes mismos al destruir a sus hermanos!
Y eso lo estremece íntimamente: ¡Dios mío, ¿cómo regenerar-
los?! ¿Acaso eliminándolos a todos ellos?... Tienen el mal en la sangre, en
el corazón, en la mente, en el alma. El mal les impone una rígida disciplina
despótica. ¡Dios mío, me siento culpable, debí anticiparlo! ¡Debí proteger-
los! ¡Era mi obligación proteger a mi pueblo! ¡Protegerlos... aún contra los
de su propia sangre!...
—Entonces aquí acabo su gobierno. ¡Es usted prisionero nues-
tro!
El influjo de un teletransportador convierte, a todo los hombres
del despacho del Venerable, en partículas electromagnéticas. Y así el an-
ciano es trasladado hasta un compartimiento de mayor tamaño... en el que
ya se encuentran un grupo de conocidos personajes: ¡Los miembros del
Concejo de Ancianos!, es evidente que también están presos.
—Su Dignidad —profiere uno de los ancianos acercándosele a
Quirón—. ¡Gracias a la providencia que estáis bien!
—Agradezco vuestra preocupación.
La pulida superficie del piso de cristal refleja la dramática impo-
tencia de los ancianos. Nada pueden hacer ellos, para evitar que Ciudad

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Luz caiga en manos siniestras. Daltón, el que los ha depuesto, susurra algo
al oído de sus hombres. Estos abandonan el lugar desvaneciéndose en el
aire, teletransportándose. Como despedida Daltón, se dirige a Quirón y a
los ancianos del concejo diciéndoles:
—Es un desperdicio que ustedes no se nos unan. Los necesita-
mos. Toda vuestra experiencia no puede ser suplida tan fácilmente...
Los aludidos callan.
—…los supliremos de alguna manera... creo que no hay otro
remedio. Espero que reflexionen. No tienen otro camino que elegir... o los
“congelaremos”.
La voz trata de ser convincente con respecto a su última palabra,
un gruñido amenazante. Los ancianos comparten miradas que sólo a ellos
les es dado a comprender. Cuando se ha ido el sinuoso Daltón, conversan
sobre otro asunto:
—¿Dónde está Senón y Pancho? —inquiere Quirón.
—Pancho, murió —es obvia la tristeza de la voz que se apresuró
a responder.
Y hay tristeza en los gestos de todos los venerables ancianos.
—Lo lamento, de veras —susurra el viejo líder comprensivamen-
te sin mostrar debilidad.
—Opuso resistencia... Su avanzada edad no le impidió desinte-
grar a una veintena de hombres que asaltaron El Consejo. Sabemos bien
que Pancho, en su juventud, fue el mejor espadachín, y con sus últimos
hechos nos afirmó que no había perdido nada de su inicial habilidad. Final-
mente no pudo evitar la astilla incinerante de una ballesta...
—¡Cuánto lo lamento, Pedro! No puedo impedir de derramar una
lágrima por Pancho... Fue..., como dices, el mejor espadachín, un maes-
tro... y también fue un hombre cabal, honesto y amoroso... Lo siento por
su querida esposa. Le hacemos justicia cuando afirmamos esas bondades
suyas. Fue un adepto de la Luz... es un adepto de la Luz. ¿Y Senón? ¿Qué
me dicen de él, me están ocultando algo?
Aquí viene cierta dureza en las palabras del anciano que las pro-
fiere:
—Senón... ese nombre ¡es sinónimo de traición!
Ese nombre produce una tormenta síquica en el ambiente ocupa-
do por los ancianos. Un violento huracán destructor unido a chasquidos
eléctricos: ¡Ira!... ¡Ira! Es increíble encontrar sentimientos infrahumanos
en venerables criaturas. Rareza atómica.

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—¡Senón, es uno de los que ama la degeneración! ¡Es parte del
“triunvirato” del caos! Ellos, controlan a los “doce apóstoles” que dirigen
la esquizofrenia... Son, la monstruosa cabeza que controla a doce ancia-
nos escogidos de entre ellos. Senón fue uno de nosotros años atrás y por lo
tanto conoce de todos nuestros secretos, de los secretos de Ciudad Luz...
Él es el más peligroso.
—Calma, Pedro —suspira Quirón comprensivo—. Calma. Esta-
mos tensos, eso es peligroso. Relajémonos. Acompáñenme a realizar una
cadena relajante.
Delicia matemática. Todo ellos toman asiento en el piso con las
piernas cruzadas, y uniéndose con las manos conforman un círculo cerra-
do. Delicias vienen; es evidente la serenidad que brota del interior de cada
uno de ellos limpiando de la atmósfera toda sombra nociva; sus respiracio-
nes se reducen al mínimo. Los ancianos alcanzan las profundidades de la
meditación y de ese abismo maravilloso sacan una radiación especial que
empieza a acumularse en el centro de la cadena.
Pronto los ancianos forman en su torno una especial atmósfera
síquica y no cesan de cargarla de energía. El tremendo esfuerzo que a ello
entregan, no los cansa, por el contrario los domina una voluptuosidad espi-
ritual inexpresable.
La singular atmósfera síquica que han formado los ancianos...
¡ha servido para dar vida a una criatura energética! Y esa criatura, en el
momento oportuno, es enviada hacía una máquina... portentosa.
Esa máquina portentosa, es nada menos que ¡un gigantesco cere-
bro, semejante al humano!, desnudo palpita ensanchándose y comprimién-
dose dentro de un campo electromagnético protector tenue y luminoso. La
grisácea masa, que pesa aproximadamente un cuarto de tonelada, está
conectada con otras máquinas por dos tipos de apéndices, unos electróni-
cos de cristal y metal líquidos y otros semienergéticos con aspecto de
tubos de neón luminoso.
El gran cerebro es una máquina perfecta… ¡Es mucho más que
perfecta! Dentro de su blancuzca y grisácea masa hay un complejo núme-
ro de neuronas cerebrales humanas. ¡Neuronas, en un mar de neuroglias
semietericas y corpúsculos de cristal y mineral desconocido! ¡Y, dios mío,
cada una de las células cerebrales tienen la aterradora facultad de
autoreproducirse! ¡Esta propiedad, convierte al cerebro en inmortal!
La criatura energética empujada por la voluntad de los Ancianos
del Don, como también se le llama a ese conjunto de hombres filosóficos,
se acerca suavemente al cerebro del cuarto de tonelada. Tiene la clara

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intención de penetrar allí adentro de ese cúmulo de neuronas, a la parte
síquica de ese portento, y comunicarse con su razón de ser, de manera
confidencial. Se llega confiada... y una poderosa fuerza la frena... Se su-
pone que ahí no existe nada parecido, ya otras veces transitó por las cer-
canías del magno cerebro sin encontrar dificultades. Lo intenta otra vez...
con el mismo resultado. Ya intrigada trata de averiguar la naturaleza de
esa barrera: ¡Es de pura energía mental y desconocida!... ¡Y es energía
que no proviene de la gigantesca masa cerebral! ¿Entonces de quién es
esa energía? La respuesta está en la misma barrera, en ella vibra una
velada sonrisa burlona.

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CAPITULO III

EL MUSICO

¡No te metas con nuestras intimidades! ¡Idos!...


¡Idos por donde venís! ¡Volved!...

El hielo cruje. El hielo gime así de fuerte. Con alaridos atómi-


cos. Son quimeras sonoras.
El hielo acumula oscuridades... oscuridades atemorizantes. Os
curidades infinitas.
Dentro de una de las esculturas de hielo, unos grisáceos contor-
nos poco definibles indican que un cadáver humano está lapidado allí den-
tro del hielo. Por esto se deduce que cada escultura es un nicho sepulcral.
La cámara entera es un helado cementerio. Las bajas temperaturas con-
servan los cuerpos en perfecto estado por decenas de siglos. ¿A quienes
se les ha ofrecido tales exequias? La desazón ambiental indica a quie-
nes... y de ellos hay dolor; dolor vulgar y también dolor intelectual, dolor
nihilista y dolor creyente, dolor introvertido y dolor extrovertido, dolor de
rechazo y dolor de aceptación, dolor de odio y dolor de caridad, dolor triste
y dolor alegre, dolor de enemistad y dolor de amistad, dolor de fracasado y
dolor de triunfador, dolor de casado y dolor de soltero, dolor de patrón y
dolor de jornalero, dolor de gobernante y dolor de gobernado... dolor que
brota de cada tumba, sonoro. Dolores de personalidades que aún no se
desintegran a pesar de los largos años transcurridos, de siglos enteros y de
milenios. Personalidades de personas influyentes, consideradas importan-
tes y que con su ejemplo insuflaron con ideales a sus coetáneos.
En medio de las tumbas criónicas, el dueño de la mirada inmuta-
ble, identifica todos los efluvios allí pululando. Nada se le escapa. Las
civilizaciones determinan su existencia y valía gracias a la presencia o
carencia de verdaderos valores humanos. El individuo hace a la masa.
Una falla tectónica corta la cámara en dos y pareciera que la
gruta acabara aquí, tapiada por un muro de roca. Pero no es así, si no que
esa parte de la gruta descendió un siglo atrás varios metros hasta casi
nivelar su techo con el piso de la cámara sepulcral. La gruta se continúa

30
en un nivel más bajo y para llegar a ella, es necesario bajar por una escar-
pada rendija. La zona es sísmica y los continuos movimientos terrestres
acabarán sellando la proverbial galería en algunos años.
¿Qué sucede? Un vaho lechoso viene a través de la rendija que
separa a ambas secciones de la gruta. La parte hundida de la gruta tiene
una atmósfera repleta de blanquecina nubosidad que se filtra a la cámara
funeraria cual fantasma. En esa atmósfera existen indicios de rara activi-
dad no humana... o mejor dicho rezagos de actividad humana del pasado.
Es evidente una variedad numerosa de huellas síquicas imborrables, distri-
buidas en todas las direcciones de esa atmósfera. Esas huellas síquicas,
pululan raudamente, con unos cuerpos idénticos a la nubosidad ambiental.
Entes como el que acaba de brotar de la nada, gaseoso y síquico de aspec-
to humano... sin libertad de actos, como un autómata esclavizado al pasa-
do, ejecuta un remedo de felonía y se esfuma. Seguramente, viene repi-
tiendo ese remedo desde muchos siglos atrás. La personalidad humana es
una sombra energética y se forma y robustece durante los años de vida
del individuo; al morir este, permanece muy cerca de su cuerpo, a veces
sale de la tumba para vagar por los alrededores, desparece despues de un
tiempo; tal parece que la dura personalidad de algunos muertos, al no
poder desintegrarse, se condensaron para purgar permanentemente con
apariciones esporádicas. ¡Ah, defectos humanos!
Otra sombra blancuzca, con su reconocible forma masculina,
arrastra una cadena ancestral de 108 eslabones herrumbrosos. Pequeñas
hilachas, de antiguos harapos le cubren su cancerosa anatomía. Doliendo
ayes atómicos que él mismo no puede oír u oírse, camina sonambúlico
hacía una parte más lechosa de la nueva porción de gruta. Allí desapare-
ce, se funde con su entorno... un momento, no desaparece, sino que si-
guiéndolo muy de cerca se puede observar que penetra en una umbrosa
habitación sin dimensiones físicas. Dentro de esa habitación de distancias
desleídas flota un solitario teclado semejante al de un piano. La dolorosa
sombra pulsa una tecla, de la que brota un estridor. Como consecuencia
de esto se origina una guitarra onírica: unas cuerdas tensas y sujetadas al
vacío como una telaraña. Pulsa otra tecla y surge un bombo en forma de
absurdo círculo con un palillo encima. Otra tecla da como resultado unos
platillos flotantes como alas de mariposa, atrayéndose mutuamente por
medio de un resorte imaginario pero visible, encima de un címbalo acera-
do.
Completa su orquesta, la cancerosa sombra, rechina las teclas
con un estridor diferente. Por simpatía, gimen las cuerdas; grotescas rotu-

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ras sonoras brotan del bombo y los platillos enferman la atmósfera
punzándole con agudas navajas ultrasónicas. De la nada brotan luces...
¿luces? ¿Cómo llamar luces a una pirotecnia fatua acompasando al ruido
enfermizo, ya sicópata, de la orquesta?
La orquesta llama a muchas sombras semihumanas. Estas em-
piezan a pulular en torno suyo. Una infinita inconciencia abruma los ros-
tros de estas, supuestamente masculinos y femeninos que optan por qui-
meras gozosas. Cuando incontables sombras se unen a estas, el frenesí de
las obscenidades alcanza el clímax de lo absurdo; entonces unos siniestros
chispazos eléctricos brotan de la orquesta y traen una fetidez atómica
imposible de conceptuar. ¡Un insondable pozo síquico se abre en un punto
no definible y los vapores que escapan de su interior son salaces! ¡Inquie-
tan!
Al final la inarmonía se disuelve. Cada sombra arrastrada por una
brisa karmica, se hunde en su sombrío calabozo. ¡Sin auditorio, la orques-
ta ya silenciosa duele! al igual que la bruma:

Caos... Caos...
¡Ay!... Suspiros insondables, infinitos.
¡Ay!... Suspiros innegables.
¡Ay!... Suspiros como de cordura.

El sereno aventurero presencia como la locura entera desapare-


ce sorbida por una monstruosa boca síquica. Y en aquél lugar, de abundan-
te nubosidad, a muchos metros debajo de la cámara sepulcral, se topa con
los restos de uno de los más ostentosos mausoleos. Una lápida con una
vieja inscripción ya olvidada en el tiempo, pero traducible por una intuición
despierta, dice... Dice, algo que no se puede revelar... Hay un secreto que
debe ser bien guardado en el interior de quién la lea, mientras no la medite
en toda su profundidad y magnitud...
Aumentada la densidad de la nubosidad, el fantasmal músico deja
sus habitaciones invisibles para mostrarse otra vez. Y mirando con sus
vacíos ojos al extraño visitante, le cierra el paso. Algo en su indefinible
rostro hirsuto y desgreñado indica que está sorprendido por el desinterés
de aquél a su prodigio de música. Lo amonesta su falta de sensibilidad y su
consiguiente desaprovechamiento del goce que se priva. Esta sutil cólera,
traducida se convierte en una pregunta y consiguientemente da lugar a un
diálogo... Más bien a un monólogo:

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—¿Quién eres?... ¿Y que haces aquí, en mi mundo, sin una invi-
tación?... ¿Qué haces aquí, donde debes rendirme pleitesía como todos
aquellos que a mí vienen?... ¿Cómo llegaste hasta aquí?
Mutismo.
—¡Respóndeme! ¡Estás en mi casa y debes darme el respeto
que merezco! ¡Estás en mi casa y como respeto debes de interesarte en
mis cosas... en mi música!
Mutismo.
—¡Soy un genio! ¡Para todos soy un genio... y como no me lo
digas con ceremonia o como una dádiva religiosa o como un simple elo-
gio... no podrás dar ni un paso más!
Mutismo.
—¡Adónde fueres debes hacer lo que vieres! Esta máxima me la
dieron cuando niño, pero es actual, es de siempre. ¡Estás en casa ajena, en
mi casa, y por lo tanto debes hacer lo que los demás! ¡Debes hacer lo de
los demás, imítalos...!
Mutismo.
—¿No amas el arte? ¿No amas la belleza? ¿No amas los mila-
gros de la música? ¡Es un deber mío el transmitir todo esto maravilloso,
esa maravilla que da felicidad al mundo entero y merecemos la mejor de
las consideraciones!
Mutismo.
—Tienes que comprender que si no gozas de este portento ¡nada
eres! ¡Y no podrás dar ni un paso más hacía el futuro!
Mutismo.
—No podrás avanzar... ¡No podrás...! ¡Mi misión es impedírte-
lo... de todas maneras!
Furibundo, el somnolento músico, llama a su esquelético teclado.
Lo pulsa, y grotescas ensoñaciones fantasmales brotan de la nada y se
lanzan al ataque. ¡Aterrorizar!, es lo que quieren las repelentes formas
musicales recién creadas. Lograr el ¡pánico!, desean. Pero, ¡oh, efímero!,
se estrellan violentamente contra el aura sereno que irradia el intruso y
castigados se consumen chirriando lastimeras quejas.
El teclado vuelve a ser pulsado. Una pesadilla gaseosa, semejan-
te a un corpulento oso abismal abandona la zona más densa de la nubosi-
dad y peligroso le lanza un zarpazo al enigmático aventurero; este se apar-
ta rápidamente, comprende que esa criatura se ha materializado tanto que
podría despedazarlo fácilmente si no la elude. Sabe que esa pesadilla du-
rará poco, es un esporádico esfuerzo de la música ciega y debe evitarla

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con prudencia el tiempo necesario. La bestia recurre a todos sus recursos
asesinos, a los incrementados recursos que le ha dado su creador. ¿Quién
no conoce el poder de la lascivia?: falaz inmundicia; ira y vehemencia en
combinación con ella. Nada puede la pesadilla, nada logra; finalmente ago-
tada la energía que la impulsaba, desleída se sumerge en la nada y gruñe...
Gruñe hasta mucho después.
El espectral músico aún reserva una fatal ironía. Intuyéndola, el
sereno advenedizo, se lanza en veloz carrera. Así se anticipa a la ¡caída de
enormes bloques de hielo y rocas! del irregular techo. Corre, sintiendo el
acoso de voluminosas explosiones a pocos centímetros de sus talones... Y
¡allí adelante surge un borde, insinuándo como que ahí empieza un abismo!
¿Existe un abismo después de todo?, no hay tiempo para pensarlo. Salta
todo lo que puede, rebota de una roca inoportuna, roda y resbala por una
lisa pendiente. Grandes pedazos de hielo bajan con él. Fragmentos de su
atuendo se volatilizan con la fricción. Rebota ante una prominencia que
algo lo frena, gira sobre su costado como accionado por un resorte, golpea
el declive con toda su anatomía y sigue deslizándose. Nada hay que per-
mita sujetarse. Al final del resbaladizo, es proyectado muchos metros ade-
lante y se detiene con un golpe seco en una dura pared.
El hombre está un tanto aturdido, y de lo primero que se da cuen-
ta es que ha ido a parar a un ambiente mucho más amplio que el de las
enormes cámaras de momentos antes. En ella vibra como un eco en des-
censo la siniestra melodía que originó la avalancha. Tiembla la melodía en
el ambiente con angustiosos temores:

¡No es posible! ¡No es posible!...


¡Nadie vence a mi música!

¡Vaya que se consideraba invencible. ¡Trema! ¡Horror abismal!


Y exuda efluvios volátiles de angustia, nauseabundos.
Un momento después, ¿cómo es posible?, todas las toneladas de
hielo del derrumbe vuelven a su lugar y nada indica que haya ocurrido. El
menor rastro de hielo desprendido... ¿Fue una ilusión? ¿Acaso una pesa-
dilla? Y ese engaño enmascara a otra sorpresa, también letal, quizá peor.
Una sorpresa que llega con un siseo delicado proveniente de cada átomo
de roca gélida, abruma con incógnitas sin respuestas. Terrible...
¡La gruta se llena de agua hirviente! Un torrente la inunda rápida-
mente con remolineante turbidez, y lo extraño del líquido, pese a que supe-
ra los 100 grados Celsius, es que ¡no derrite al hielo! No, ni siquiera le

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hace variar en su glacial temperatura. Y el anónimo aventurero, compren-
diendo que la rapidez del torrente no le daría tiempo para alcanzar los
niveles altos de los paredones y salvarse, opta por subirse sobre un montí-
culo lechoso de tres metros de alto que encuentra cerca. En pocos minu-
tos el hirviente elemento está por superar la altura del montículo, y cuando
va a devorarlo, el montículo se desprende del piso con un brinco hacía
arriba. El brinco por poco derriba a su ocupante.
En medio del intenso calor y del abundante vapor, la extraña es-
cena de la balsa de hielo que no se derrite y que flota a la deriva junto a su
precario ocupante es un trasunto de la esquizofrenia en lo real. Nada vivo
sería capaz de soportar el espantoso calor sin sentirse afectado seriamen-
te. Y a pesar de los inconvenientes, la serenidad del enigmático aventurero
no se ausenta; pasea su mirada un tanto borrosa por la pared más cercana
de la gruta, allí existen salientes que fácilmente podrían albergarlo... si
pudiera llegar.
La muerte, en su forma salaz, gorgotea en el agua. Su garganta
huesuda eructa nauseabundo aliento. Todo este infierno acuoso no es otra
cosa que la demostración de un absurdo clímax. En él se desperdicia,
como en antaño, un cerebro; se conmemora la expulsión de la vitalidad
trascendente de cada neurona para ser remplazada inconcientemente por
contaminados átomos infernales. Las infinitas ansias por desfogar tor-
mentos inenarrables, son atroces... ¡Hay odio inimaginable en ello! Y el
ocupante del pedazo de hielo flotante nada de eso ignora, todo lo percibe
con su acostumbrada serenidad, con su acostumbrada sinceridad. Y de la
misma manera, con infinita delicadeza, se sume en sus propios interiores y
de allí de esas recónditas profundidades saca misteriosa fuerza convirtien-
do al bloque de hielo flotante en esclavo de su voluntad. Lo impulsa en la
dirección apropiada, navega tambaleándose entre la turbulencia.
¡No!... ¡No! ¡No!...: Gruñe destemplado el caliginoso ambiente,
defraudado. Y asumiendo un aire de prudencia, conciliador sugiere ruido-
so:

¡Atrás!... ¡Urge retroceder...!


¡Adelante nada hay salvador! ¡Perecerás! ¡Atrás!

Y la locura de la fiebre incrementa su tesón:

¡Obstinado!... ¡Necio! ¡Atrás!...

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La apostura del navegante de la barca de hielo ofrece un magní-
fico espectáculo onírico. Extrañamente está nimbado por colores y soni-
dos siderales. Tiene el aspecto de quién guarda misterios indescifrables...
Algunos metros adelante y el infierno acabará para él, allá va... El ardien-
te líquido no debe darle escapatoria y bulle con mayor fuerza... da lugar a
un desesperado oleaje. ¡Debe hacerle perder el equilibrio y caer! ¡Pero no
es posible, aquél hombre se impone a su ímpetu borrascoso termal! ¡Ne-
cesita más tiempo para hundirlo!
Grotescos improperios brotan de la caldera:

¡Escapar, no!... ¡No debe escapar!...


¡No puedo permitirlo!...

Se le va la presa, la única que le cayó en siglos... No podrá apro-


vecharla, no podrá nutrirse de sus efluvios vitales. Dos metros... y se le
habrá escapado, un metro... y lo ve saltar. ¡Se libra de su letal influjo!
Luego sobre terreno firme, aquél se aleja. Un inexperto..., susurra en
silencio, Alguien que no me conoce... que no conoce mi maravillosa
obra... no puede tener mi consentimiento para continuar. Alguien así
de ignorante... e irreverente no puede avanzar... ¡Obcecado, allá van
sólo los que me saben...! Y formando una manaza con un centenar de
metros cúbicos de líquido, lo lanza como una tromba. Esta vez no debe
fallar, abre sus dedos irradiando intenso vapor... y los cierra con la certeza
del éxito.
¡No!...: Gruñen las fiebres de la gruta a escondidas. ¡Volvió a
escapar!... efímero reproche. Y se desmorona como innocuo líquido, jus-
tificándose con un rugido metálico:

¡Regresad... allí adelante existen peligros,


que si no me aceptas... no podrás superar!
¡Ayuda es lo que necesitas, la mía...!

Luego de una pausa suelta otros gruñidos silenciosos aceptando


su derrota: ¿Que lo protege?... ¿Por qué es así, de increíble?... ¡Nada
sé de él!... ¡Inmutable él, nada expresa! ¿Así, cómo alcanzar sus pun-
tos vulnerables?... Cogitares que resuenan y retumban en la intimidad
del hielo. Luego optan por sedimentarse como cualquier fragmento de frío
comprimiendo las rocas.

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Suspiros. ¡Ahhh...!
Suspiros al igual que en los avernos siderales.
Respiraciones trabajosas, profundas.
Respiraciones abismales.
Palpitares, como
en las regiones espantosas
donde vive el fuego.
¡El fuego de los tártaros siderales!
¿Enfermedad...? ¿Neurosis?,
¡Ese fuego, debe purificarlas!
¡Ahhh...! Suspiros que niegan el fuego
y dicen que el hielo también purifica.
Suspiros... Respiraciones... Palpitares...

37
CAPITULO IV

DOLOR CROMÁTICO

Hermosos colores de arco iris, brotan de un prisma cristalino


de hielo transparente. Esos colores, dirigidos inteligentemente hacía un
gran lienzo de espesa bruma, ¡vaya pincelazos!, dan forma, con los tonos
mas claros y brillantes, el boceto de una impresionante pintura de tres
dimensiones. Tonos rosados dibujan el perfil completo de una hermosa
mujer yaciente en un entorno de bruma; se pueden ver todos sus trazos
anatómicos flotando con armoniosa perspectiva. Pronto esas líneas se cubren
de verdosas carnes surrealistas; sobre esta base, unas luces amarillentas,
con diestros brochazos, pintan colores humanos: el sedoso rostro, los ru-
bios cabellos, las delicadas manos, los turgentes senos, la delgada cintura,
los firmes glúteos y las magníficas caderas. Unas sugestivas sábanas de
purgatorio se extienden bajo la yaciente, acariciándola inconteniblemente.
El ambiente sanguinolento de esa atmósfera se confabula para esconder
con sombras coloreadas sus partes más intimas. La venus flota en un
abismo enigmático.
La magnífica pintura tridimensional, un momento después, se com-
plementa con fabulosos matices espectrales volcados en su entorno. En
resumen, es un exquisito trabajo. Eximio. Una maravilla... Pero, como
toda creación, tiene su propio mundo síquico; allí adentro lo cromático se
traduce en emociones, en sensaciones, en voliciones, en intenciones... en
este caso ¡todas groseras! Exhala humores de muerte. Hálitos esclavizantes,
sombizantes. Sutilísimas mentiras etéreas.
La inerte venus tiene la capacidad, pese a su aparente innocuidad,
de influir en la parte de la gruta que ocupa, sus hálitos impregnan honda-
mente las rocas y el hielo: ¡Es tan radiactivo como mortal! ¿No lo afirman,
acaso, de esa manera los antiguos restos momificados de las cercanías?
Unas cinco docenas de personas, se deformaron horriblemente hasta morir
en presencia de la venus. Esas personas en un lejano pasado, fueron vigo-
rosos especimenes humanos y se encontraban en lo mejor de la edad.
El mismo influjo del prisma, dota de vida a la beldad. Ya sus pe-
chos palpitan y algo en ella indica que empieza a tomar conciencia de lo

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que le rodea. Con su sensible piel hurga el mundo que le rodea. Luego, en
el entorno abstracto de la dama, el prisma traduce algunos olorosos hálitos
ambientales dándoles formas materiales reconocibles óptimamente, por
ejemplo exhibe unos extraños vestidos, derrama grotescos muebles, hace
brillar una excesiva bisutería.
Pero ¿quién es el autor de la venus? La interrogación hace tem-
blar las entrañas del glaciar. Más allá del impoluto prisma, mejor dicho
inmediatamente tras del prisma, escondido por una sonambúlica nubosi-
dad gris, algo... o alguien decide abandonar su anonimato luego de sentirse
aludido. Una tos de la gruta lo expectora, y se muestra como un hombreci-
llo delgado, casi encorvado, de extraña ropa y pies enormes; la consisten-
cia de su cuerpo algo más que fluidica, permite distinguir fácilmente sus
múltiples arrugas ancianas y su descuidada cabellera cana. Mientras da
algunos cortos pasos, adopta la actitud del que piensa y retorciéndose los
largos bigotes rezonga un insoportable eructo.
El hombrecillo, se mueve en un reducido espacio, como si toda la
amplitud de la estancia que tiene a su disposición no existiera, da vueltas y
más vueltas, recuerda a un animal enjaulado. La razón de su poca libertad
de movimientos queda a la vista, cuando el último retazo de niebla que lo
cubría se disipa: un cordón umbilical lo ata, naciéndole del ombligo, a una
pesada roca... Sobre esa roca descansa el prisma, delicado y frágil; her-
mosos reflejos de luz lo hacen cintillar de momento en momento.
Por algún momento, brilla una lucecita ingeniosa en el semblante
del menudo personaje. Luego se apaga, como si sus pensamientos crea-
dores, que iban a dar nacimiento a otra “genialidad”, fueran interrumpidos
por un recuerdo... exactamente por recuerdos lejanos. En ellos que se ve
joven y hermoso; automáticamente el prisma desconecta sus brochazos
de la sinuosa beldad y en cambio da vida con acuarelas demasiado acuo-
sas sus evocaciones.
¡Ah, la juventud y los amigos! Entonces el centro de todo era el
licor: ¡Sí, a beber, a beber! ¡Embriagado, la vida se ve mejor!... ¡Cada
uno con su historia... contadla, contad cada felonía que no otra cosa
podéis hacer...! Él gritaba en coro con sus amigotes: ¡La filosofía es
nuestra!... ¡El elixir de la vida también! ¡Bebedla! El vaho del alcohol
entontece y los hombres divagan. Ese mundo traumático los envuelve con
sus vapores alucinógenos. Voluptuosidades dormidas empiezan a desper-
tar en el bajo vientre de cada uno de ellos y horripilantes como monstruos
incontrolables se vuelven contra sus progenitores ¡para devorarlos lue-
go!... ¡Estupefacción! ¡Pronto no quedaría nada de ellos, sus amigos se

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consumen como briznas de hierba seca ante el fuego, él... y él ¿porqué no
se quema como ellos?!... ¿Él, por qué no sigue el camino de sus amigos?,
insaculado debería acabar por igual. ¿Será, porque cuando sobrio solía
gritar: ¡Despertad señores! ¡Despertad de vuestro sueño fatuo!... Pronto
es demasiado tarde y sus buenas intenciones sólo sirvieron para retardar
su ruina. Dolorosos aullidos embargan el escenario evocado. Ululares ate-
rradores van y vienen mientras miasmas cenagosas también irrumpen en
el escenario.
Respiraciones entrecortadas, propias de quién sufre pesadillas,
atormentan al hombrecillo. Sus recuerdos prosiguen en medio de convul-
siones nostálgicas: ¡Sí... esa mujer, la de impresionante belleza..., mía!
¡Mía, la que me sirvió de modelo! ¡Mía... la inspiradora, como esa
otra... y esa otra, y muchas más! ¡Mías, todas las mujeres! El lecho de
cada bacanal evocada arde despidiendo olores fraudulentos, fluidos de
goecia, ponzoñosos. ¡Bellezas sólo para mí! ¡Desechables después del
goce...! Se suceden derrames viles de sus líquidos creadores. Expulsiones
bestiales. Los líquidos cerebrales se le escapan por esas mismas puertas
uretrales, el alma también. ¡Bellezas, esclavas mías!... ¡Servidoras ¿co-
nocéis el secreto del abismo total?!, clama finalmente, ¡Es lo último
que les pido, enseñadme!... ¿No lo conocéis? Yo tampoco..., pero debe
existir, mi instinto me dice que existe. ¡La orgía infinita, existe, el pla-
cer eterno... la de dios! ¡El camino correcto para llegar a dios, creo
que es este, por medio del placer... por medio de la pasión, ¿debo
llamarlo amor?!... Experimentemos bellezas, ¡experimentemos!... ¡Bus-
quémoslo juntos!
Anhelos antiguos, caminando en pos de un tantra equivocado
para realizarse como individuo. El instinto izquierdo pidiendo tocar la últi-
ma puerta tras la cual, ya le han dicho, ¡la máxima expresión de lo absurdo
espera sentado como un rey sobre su siniestro trono, irradiando basura
atómica! Ese “rey” está rodeado de objetos que supuran una hipnótica
llama; quizá la explicación de estos objetos de entorno la den sus átomos
podridos causantes de morbosa atracción. ¡Ah! Esos vapores corrosivos.
¡Ah, ambiente corrosivo...! Unas bellas flores, superiores a cualquier her-
mosura adornan los jardines ¡no penséis siquiera en ellas, despiden hálitos
de muerte!
La puerta fatídica y sus encantos prohibidos llaman, arrastran...
¡Un poco más y el necio habrá entrado en ella!... ¡Unos centímetros más
y ¿qué esperas?! ¿Lo debes considerar un poco?... ¡Si no arriesgas no
triunfarás!: sofisma audaz para convencerse a sí mismo. ¡Un poco más y
tus dudas estarán resueltas!...

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Suspiros por lo pasado. Por lo no alcanzado. Suspiros por lo re-
chazado en última instancia... ¡Dinero, mucho dinero que rechazó con
aquello de haberse abstenido! ¡Dinero y poder sobrehumano semejante al
de dios! ¡Dinero y juventud perpetua! A cambio consiguió sólo dinero y
enfermedad: ¡Lo que entregan los tontos por un lienzo embarrado!, se
diría a sí mismo más tarde. Monedas, en cambio de aquello que poco o
nada entienden los demás. ¡Sí, ellos, la gente, nada sabe de lo que ve;
suponen, sólo eso!... ¡Mirad, gracias a su ignorancia mis bolsillos
están ahítos de monedas!...
Tan animado está el hombrecillo por lo pasado, que tarde se da
cuenta que hasta su aposento ha llegado un enigmático personaje enfun-
dado en gruesas ropas blancas. Este ha surgido sin previa anticipación por
la bocaza norte de la gruta, y se le acercarse calmadamente entre la nubo-
sidad. ¿Quién es, cuyo paso resuelto le da la soltura de un rey? Su audacia
incomoda ¿qué quiere?
Supone el anciano, que no ha sido visto y toma apuradamente su
peculiar escondite de brumas. Sólo la venus dormida permanece, suspen-
dida sobre un lecho de nubes. Un destello de luz, del prisma, en medio de
los ojos la despierta. Abriendo los ensoñadores ojos, coincide exactamente
con los profundos y serenos del visitante; y no los aparta para nada. Deja
su lecho y se le aproxima. A pocos pasos de distancia se detiene. Mujer
ella, movida por una lógica hormonal, abandona sus primeros movimientos
automáticos y torpes para ensayar una danza. Lo delicado y sobrio del
principio, se transforma en felina y agresiva después. Evoluciona febril-
mente.
El cuerpo femenino despide intensos vapores eróticos. Feromonas
síquicas. Deliciosas miradas virginales, sonrisas inocentes, mohines de diosa
pura, angelicales susurros; nada de lo expuesto por ella parece influir en el
inmóvil visitante. Algo en él indica, que todo lo que ve, es manido, porque
allí adentro, dentro de esa sedosa piel de éxtasis, existe superlativa lubrici-
dad. Perversión escondida en toda la amplitud síquica... y él sabe que en
su momento se manifestará espontáneamente; espera.
Ya espasmódica, la danza, reduce su dinamicidad. El bello rostro
de la venus se deforma por un brutal orgasmo. Espesa vaharada energé-
tica brota de su vientre, oloroso, almizcleño y con consistencia de inflama-
ble hidrocarburo. Se difunde con rapidez; pero cosa extraña, sin obedecer
las leyes naturales de los gases; en vez de extenderse en todas las direc-
ciones, se compacta dentro de un aura rojizo y turbio en torno a ella. El
aura así, energético y gaseoso, puede ser dirigido voluntariamente, de
manera letal, en la dirección antojada... como ya está ocurriendo: un

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seudópodo, bien parecido a un tentáculo, elástico y veloz, va en busca del
desconocido aventurero.
La fémina salida del prisma, no tenía calculado que el desconoci-
do sacara de uno de sus bolsillos un adminículo para hacer fuego, un en-
cendedor y anteponiéndose a sus caprichos le prende su inflamable
seudópodo. El fuego rápidamente la convierte en una llameante antorcha;
chilla queriendo librarse del fuego. Se retuerce de dolor como una demen-
te, repta, maldice con incoherencias. Luego se consume; en algunos minu-
tos habrá desaparecido... si no fuera porque una espora suya, saliendo de
su garganta como un gusano, tratara de escapar de la destrucción su fin
habría sido más rápido. En vano, esta nueva locura atómica pese a estar
protegida por una gruesa coraza, agoniza igual que su madre... su propia
naturaleza inflamable es inflexible.
El prisma brilla. Proyecta nuevos haces de luz. Y en el lienzo
brumoso, se materializan tres corpulentos colosos, desnudos totalmente;
llevan pesadas espadas colgadas a la espalda. El destructor de la venus,
se siente rodeado rápidamente por aquellas extrañas criaturas sacadas de
otro capítulo de la misma pesadilla. Existe hambre, difícil de describir, en
estos gigantes de cuerpos casi transparentes; acechan como felinos antes
del ataque. ¿Hambre en estos entes artificiales? Sí, hambre, el poderoso
acicate para destruir, aunque con ello no busquen satisfacción. Hambre y
crueldad, instintivos; tienen que cumplir su función ¡ya!
Uno de los entes brinca y vertiginoso patea con la rapidez de un
experto luchador. Tocado, el misterioso joven, cae boca abajo; esto sin
resultar cómico causa hilaridad en los varios. Ese gozo vino por que han
encontrado dolor en su oponente y de eso, como si fuera un mendrugo de
carne, se han alimentado peleándose como lobos hambrientos. ¡Los entes
comen dolores!, y si quieren hartarse tienen que sacarle a su víctima oca-
sional todos los dolores posibles y para conseguirlo todos juntos se le lan-
zan. ¡Ha despedazarlo poco a poco! ¡Sus peores sufrimientos serán nues-
tra hartura! Cortantes uñas entran en acción. Más dolores son
vertidos.Rabiosos, enceguecidos, atropellándose caen encima de esta co-
secha para tragarlo, olvidándose por un momento de su víctima; cualquier
individuo sagaz pudo encuentrar en este momento una inmejorable oportu-
nidad para coger su afilado cuchillo y sajar las descuidadas yugulares de
dos de ellos. Horribles rugidos estremecen la estancia brumosa. El hielo
aterido se comprime de angustia. Por las feas heridas de los colosos, es-
capa un gas vital. Vienen más rugidos, chillidos azaetantes, chasquidos
profundos con significado de angustias nerviosas: dolores atómicos, temo-
res atómicos.

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El único ente que pudo escapar de la muerte gracias a sus rápidos
reflejos, coge entre sus manos la pesada espada que carga. Encorvado se
balancea sobre sus formidables extremidades inferiores, camina con la
ligereza de un depredador. Y veloz, como un rayo, lanza su ataque; su
temible arma tasajea el aire en amplios círculos... sin lograr su objetivo.
La, para él, agradable sensación de la carne cortada y sus consiguientes
vapores, le ha sido negada por escasos centímetros. Debe esforzarse si
quiere tener el pronto placer de inhalar el salobre olor de la sangre adere-
zado con el dolor. Gruñe; debe aumentar su odio, ¡sí! y le viene una mag-
nífica idea.
El enigmático personaje de la absoluta serenidad, ve como aque-
lla musculosa criatura, de un salto desaparece dentro de la bruma. Tras de
la bruma es imposible seguirle los movimientos y menos sus intenciones;
incluso cae un silencio absoluto. La mirada inmutable de nada sirve, es
inútil, y de nada sirven unos oídos extremadamente sensibles; es mejor la
introversión, de esta manera se levanta las sutiles “antenas” de un nuevo
sentido que se mueve en torno a la certeza.
Sorpresivamente, de un lugar cualquiera de las brumas, brota un
estupendo sablazo. Destinada a destrozar la vida del extraño humano por
la espalda, no consigue sus propósitos, unos reflejos bien templados lo
evitan; más bien el coloso empujado por la inercia de su propia fuerza sale
de su escondite. Queriendo continuar con el misterio que le da la bruma,
vuelve con prisa a ella... ¿Es... es posible? ¡Un quemante aguijonazo le
perfora el pecho antes de desaparecer!
La bruma con un silencio diferente, insinúa que el peligro ha pa-
sado. Cada pedazo de neblina se anuncia innocuo. No hay suspenso, ya
nada de sorpresas.
Penetrando en el inmutable interior del sorprendente personaje
de abrigado atuendo, tal vez nos enteremos de que él “ve” nítidamente a
su enemigo y la herida que le ha hecho a este no le ha afectado gran cosa.
El manido entorno no le puede engañar. Permanece en guardia aunque
aparentemente se ha relajado; un ojo bien entrenado podría detectar la
sutil precaución... y por lo tanto de su siguiente reacción en la que
apuradamente tiene que agacharse para evitar ser partido en dos mita-
des... y regresar como un veloz péndulo para ¡seccionarle la garganta al
corpulento ente!
¿Qué hedor se difunde por el aire? ¿Qué raspidos ininteligibles
horadan las rocas? La química de los elementos sufre terribles dilatacio-
nes y contracciones anímicas. Muchas cosas más suceden con la materia
circundante. ¡Tales aberraciones atómicas...!

43
Mirando el prisma: lo vemos brillar nuevamente. Ya intensamente
y emite un cono de luz verdosa, intenso, destellante y enfoca al enigmático
aventurero. Este viéndose bañado por la luz es levantado por los aires
como si careciese de peso y los efectos que empieza a sentir le hacen
concluir que nada puede hacer contra los efectos inmovilizantes de esa
luz, para comprobarlo intenta mover un brazo usando todo su vigor y no
puede hacerlo, está totalmente paralizado. Los fotones de los que está
constituido esa luz, aparte de paralizantes, le llevan las notas de una músi-
ca somnífera. Instado despóticamente a dormir, por un buen momento se
resiste, luego vencido cierra los ojos.
Un nuevo haz de luz del prisma, incluye un nuevo efecto: el de
una tomografía. Analiza cromáticamente cada capa de piel del durmiente,
cada capa de músculo, de órgano, de fluido y finalmente enfoca a las
células ¿y todo esto para qué? para meterse dentro de estas últimas y
modificar sus sonidos naturales. Es bien sabido que esta modificación se-
ría la causante de enfermedades y por consiguiente de la muerte. El ma-
yor objetivo de esta luz es el sistema nervioso, debe alcanzar los centros
vitales de las neuronas y destruirlas. Por otra parte, esta misma luz, actúa
de manera diferente con los componentes celulares de las glándulas pro-
veedoras de hormonas y sus controladores cerebrales, debe hacerlas sus
esclavas, permitirlas funcionar en un ritmo superior al normal después de
muerto todo lo demás. No hay nada que se le oponga, ninguna fuerza
natural o voluntaria. Está lográndolo... Se presume el caos, la catástrofe
orgánica.
Hay milagros a la orden del día; cuando la muerte orgánica pare-
ce concluida en ese cuerpo joven, algo escondido de dentro de sí repone
su perdida vitalidad de manera sorprendente y desconocida. Sucede como
si el universo entero se llenara instantáneamente de luz. Como si las estre-
llas apagadas se encendieran todas a un mismo momento. El torrente de
energía supera los límites de ese cuerpo y sale al exterior con la fuerza de
un relámpago. El prisma respinga ante este suceso, y cae de su pedestal
de roca; su haz de luz hesita y golpeándose rueda por el piso, luego se
apaga.
El hombrecillo atado a la roca, abandona el refugio donde se tenía
escondido. Esforzándose por recuperar el prisma se le abalanza; para sor-
presa suya el cordón umbilical no es tan largo ni suficientemente elástico
como imaginaba y se queda a un palmo de alcanzarlo. De bruces estira el
nudoso brazo, ya lo toca... En este último instante una mano vigorosa se le
adelanta.
—¡No! —grita—. Es mío. ¡Devuélvemelo!

44
El pequeño hombre, acostumbrado a recibir una pronta respuesta
y conveniente para él, acompaña a sus palabras un gesto de infinita sober-
bia. Pero esta vez no hay respuesta agradable, nunca hasta el momento le
ofrecieron el silencio por respuesta. El silencio lo humilla. No es cualquier
silencio. Toma en cuenta que ese mutismo es especial, ningún hombre que
antes conoció lo tuvo. Espanta. Es un silencio engañosamente inocente,
imposible de ser verdad, pero ahí está acuciando sus instintos, sondeándo-
lo. Implora:
—¡Regrésamela! ¡Truhán!
Gime:
—¡Regrésamela, a ti de nada te servirá!
Tiembla:
—¡Es inútil para ti... poderoso señor! ¡Para ti es una baratija sin
significado!
Y más tiembla. ¡Ah, no! Presume que ese camino lo llevará a su
total humillación... pero es posible que desemboque en una meta favorable
donde le tocará reír. Y:
—No te hará grande ni pequeño, gran hombre. ¡Dámela! Sin
embargo para mí, significa la vida... mi vida miserable. El sustento. ¡De-
vuélvemela! Amas la vida, ¿verdad?, respeta la mía.
Dolores lo abruman cuando aquél decide irse llevándose el mara-
villoso cristal. Nunca imaginó ser partícipe de una situación parecida. Siem-
pre se consideró vencedor, humillador, hasta déspota. Por su “cabecita”,
con notorios indicios de calvicie, suceden rápidamente hechos del pasado,
especialmente aquellos donde la admiración de las gentes lo colocaba al
nivel de dios. Con esa fama podía manejarlos, a todos ellos, con un sólo
movimiento de manos. Ahora le toca gemir, ¿no es esto una variante de su
despotismo?
—¡Apiádate de mí... devuélveme lo que me pertenece!
Suplica estirando los nudosos dedos. Así prosternado, nadie du-
daría de su sinceridad. Es hipnótico ese gesto, busca fascinar, busca el
sueño de su rival, debe convencerlo. En medio de la bruma y de la gran
gruta esta escena ocupa una minúscula pequeñez de terreno, una insigni-
ficancia... pero el hombrecillo es como una verdadera partícula radiactiva,
tiene poderosa influencia contaminante en todo lo que le rodea y mucho
más allá. Sin duda es un excelente actor, cree sus propias mentiras, cree
sus propios sentimientos, cree su sinceridad:
—¡Ay de mí!

45
CAPITULO V

CIENCIA SIN...

La gruta. En ella existen también espacios monótonos, nada


especiales. Lugares de silencio en medio de muchos kilómetros de sonori-
dad síquica. Pausas silenciosas como las que optaría un orador al tomar
aliento, o la pausa de un músico al descansar su instrumento, o la de la
semilla cuando está bajo tierra, o la del asceta cuando sale de su ermita;
una pausa síquica en el inmenso corredor subterráneo. Un descanso hon-
do; es extraño como se han apagado los impresionantes ruidos de distan-
cias atrás. El silencio es de un corazón tranquilo.
La gruta está tenuemente iluminada, cuando debería estar total-
mente a oscuras y esto se debe a un milagro de la naturaleza creciendo en
los lugares sin hielo. En un tiempo pasado, mucho después de extinguirse
los dinosaurios, hace 24 millones de años, en el Mioceno inferior, una épo-
ca de mamíferos gigantescos, esto era un macizo continental aún no cu-
bierto de hielo y se desplazaba hacía el sur como una gran nave a razón de
algunos pocos centímetros cada año; la gruta recién empezaba a formarse
por debajo de la superficie. El agua subterránea, con insistencia de artista
plástico, arrastró primero las sustancias fácilmente deleznables como las
sales disueltas y los carbonatos, luego las más resistentes como las rocas
de origen ígneo y logró un conducto de amplia luz. En algún punto impor-
tante de este conducto el agua logro alcanzar la superficie constituyendo
un amplio contacto con la superficie; por él, los hombres de alguna civiliza-
ción perdida en el tiempo, hicieron de la gruta un lugar habitual. Por el
mismo contacto, mucho antes que los hombres, también descendieron va-
rias formas vegetales; dentro de estas se econtraban nada menos que
unos musgos que se adaptaron bien a la umbrosa cavidad, transcurrido el
tiempo estas se atrevieron a adentrarse totalmente en las perpetuas som-
bras de la gran galería subterráena y para entonces se hicieron de órganos
bíoluminiscentes: la razón de la iluminación.
Bajo el silencioso ambiente, una conocida figura humana camina
con el ritmo de la serenidad. Luego el panorama parece copiar algunas
características del mundo de los sueños; y paulatinamente con cada minu-

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to que pasa las dimensiones oníricas se hacen más consistentes y embar-
gan cada circunstancia. Vuelve el ruido, y sus criaturas fantasmales con el
suficiente poder de actuar como una persona de carne y hueso sobre la
materia; ¡ah, el poder de la absurda personalidad que se niega a desapare-
cer! El tiempo y el espacio se manifiestan de manera excéntrica, capri-
chosa, neurótica, pero extraordinaria. Embrollo dimensional.
Un matraz de vidrio transparente surge de la nada. Sus dos me-
tros y medio de longitud se mantienen en el aire sin que nada lo sostenga.
Su contenido, resguardado por una tapa, causa una honda sorpresa y pre-
ocupación: ¡un hombre desnudo y con las manos crispadas tiene la inten-
ción de salir del envase; sin conseguirlo porfía! Conmueve, está preso
como un insecto. De la misma manera, que el matraz, un tubo de ensayo
trae a escena, en su interior, a una mujer joven; ella no lleva ropa; también
quiere huir de ese mundo que la acosa con su pequeñez.
Un suave viento síquico al igual que una correa transportadora
invisible, trae una cantidad impredecible de otros matraces... y ¡más tubos
de ensayo! También trae, balones, probetas, pipetas, cantidades desmesu-
radas de botellas y muchos otros instrumentos de laboratorio, todos ellos
enormes y en sus interiores llevan encerradas sendas caricaturas huma-
nas. Algunos frascos llevan animales en su interior. ¡Horrores! Cada uno
de los instrumentos de laboratorio con su contenido despide hálitos de
pesadilla. Sin aire los desdichados sufren ahogos insondables, una locura
sin alivio. Y no pueden morir.
El misterioso personaje de la mirada inescrutable, contempla a los
enloquecidos seres aprisionados dentro de los recipientes de vidrio. Justo
delante de él, con la lógica caótica de adrede, se detiene un mechero,
ardiendo bajo un matraz lleno de hirviente líquido donde se cocina un indi-
viduo. Este, sin ropa como todos los demás, sufre los horrores de ese
infierno termal; en su permanente zambullida espantosa traga el líquido
que también cocina sus interiores; se revuelve el desdichado y muestra
sus órganos sexuales mutilados: sin falo ni testículos. El individuo al sentir-
se observado y considerando que en ello puede estar su salvación, pide
ayuda... Dentro del mechero, hay otra criatura, una mujer sumergida en
alcohol; boca abajo, sus pies sirven de estopa a las llamas. Un corte muy
abierto en el vientre de esta, aparentemente reciente, indica que tiene
extirpados sus órganos sexuales internos. Sufre con las entrañas fuera. Es
difícil, es imposible, describir la intensidad de sus dolores; sus alaridos se
pierden con cada burbuja que brota de sus deshechos labios.
Matraz y mechero. Macho y hembra... irredentos.

47
Dolor ¿cómo librarse de ti? Ellos no tienen alternativa.

¡Ah, las disculpas priorizan!


No hay tiempo
para analizar la razón de los ayes.
Sólo hay tiempo para los ayes.
La ficción esta
considerada de otros, siendo suya.
Si pudieran...
¡mirarían dentro de sí!
¡Oirían dentro de sí!
¡Sentirían dentro de sí!
Si pudieran...
vivirían.

El fragmento poético vibra muy dentro del mundo de las probetas


y de los matraces. Es un chispazo momentáneo de dulzura. Distribuye
hondas purificaciones de infinita calma. Pero la sufriente pareja está muy
lejos de sentir estas delicias, revolviéndose se cocinan sus carnes... Tortu-
ra infinita.
Algunos metros, atrás de la desesperada pareja, surge un edificio
de cristal de cinco pisos y con aspecto de bola colocado encima de un
trípode; hierve de actividad interna. Allí en el interior, en uno de sus com-
partimientos, un crisol conteniendo candente vidrio derretido, es vaciado a
presión en el molde de un tubo de ensayo y puesto a enfriar rápidamente
bajo un chorro de gas. Luego esta pieza de laboratorio, llevada por invisi-
bles manos, es depositada junto a un mesón de veinte metros de diámetro.
Un hombre de bata blanca y guantes de látex trabaja sobre la mesa; des-
pués de haber cortado el vientre de un mamífero herbívoro, le ha extirpado
algunos de sus importantes órganos internos y ha suturado las heridas,
luego tras meditabunda acción colocó en una bandeja el órgano y arras-
trando al animal lo dejó caer dentro del tubo de ensayo recién fabricado.
El edificio es una fábrica sofisticada de horrorosos experimentos.
Está provisto de equipos ultra-tecnológicos. Una sola persona puede mo-
ver con órdenes pensantes, una inmensa maquinaria compuesta de ele-
mentos electrónicos, energéticos y mecánicos, y la misma persona, al mis-
mo momento, puede observar en una pantalla aleatoria que se prolongará
dentro su mente, todo el funcionamiento de la fábrica. Por lo que se puede

48
ver, es obvio que esa maquinaria no necesita de otra energía que no sea la
imaginativa, la mental.
El de la bata blanca ahora coge a un niño anestesiado, lo arrastra
hasta su carpeta, luego usando un diminuto taladro de cristal le agujerea
profundamente el cráneo a la altura del entrecejo. El taladro es hueco por
dentro y por allí se desliza una sonda para llegar a la glándula pineal; la
sonda lleva unas cuchillas de hojas magnéticas rotantes con las que des-
menuza la glándula y luego la absorbe con un microscópico sifón.
El líquido glandular extraído es depositado en el interior de una
ampolla transparente. De la ampolla, aquél líquido resbala hasta una má-
quina donde será separado en sus diferentes componentes humorales. Los
humores glandulares brillan a maravillas... convierten a la ampolla en una
extraordinaria bombilla de luz y a la máquina diferenciadora en un conjun-
to de bombillas más pequeñas y con diferente tonalidad cromática.
Al niño también se le extraen otras seis glándulas de las diferen-
tes partes de su cuerpo, con otras tantas sondas. Al final de la extirpación
glandular, se le arroja dentro de un balón lleno de líquido desconocido. La
mutilación de las glándulas se comprueba de inmediato: el niño envejece
rápidamente, en minutos alcanza la adultez, deteniéndose secamente al
entrar en la ancianidad. ¡Horrorosa metamorfosis, su mutilador no se ha
contentado hasta extraerle la última gota de vitalidad… y aún aguarda
otros experimentos!
De la extraña fábrica, cada cuarto de hora, es arrojada una
gestante desnaturalizada, o un hombre descerebrado, o un adolescente
monstruoso, o un niño sin extremidades, o un feto infrahumano, o una
mujer con órganos sexuales externos semejantes a los masculinos, o cria-
turas irreconocibles que en vez de características humanas poseen algu-
nos apéndices propios de animales y de insectos bestiales con aspecto de
microbios. ¡Espantos y más espantos se depositan en cada frasco! Los
frascos se suceden en hileras interminables.
El hombre de la bata blanca, en algún momento se aparta de su
atareada mesa, para prestar una mirada tediosa al misterioso individuo
que luego de acercársele lo contempla pacientemente. Le ofrece poca
importancia, no más que a cualquiera de sus “estúpidos” experimentos, e
ignorándolo prosigue cortando con el delgadísimo haz de luz de su bisturí el
vientre de un rumiante. Minutos después, acabado su trabajo, modificando
sus facciones por el de la adustez, lanza un gruñido. No pueden ser pala-
bras esas, pero algo en el ambiente onírico los traduce en comprensibles
sonidos:

49
—Me complace teneros... por aquí. ¿Me podéis dar vuestro nom-
bre?
Esos gruñidos producen ecos en la amplitud de la estancia. La
certeza nos dice que esa pregunta no será respondida, el mutismo se en-
cargará de llenarlas... pero:
—Extraña pregunta. No tengo nombre, para una circunstancia
como esta.
—¿No?... —los ojillos brillan de sorpresa— No conozco nada
que no tenga nombre.
—Ahora sí. Siempre podemos conocer algo más.
—Algún nombre usarán para llamarte...
—Todo es posible. Algunas personas han intentado utilizar un
nombre conmigo, al igual que usted cuando destripa a una criatura catalo-
gando a ese acto con una denominación científica. Para todo se encuentra
un nombre...
—Algún nombre, que podrías darte a ti mismo...
—Ninguno me viene.
—Yo... ¿Debo buscarte un nombre? Y como dices, ya algunos te
han puesto un nombre.
—¿No haces eso con todas… las cosas?
El de la bata se exaspera. Exuda iracundia por cada poro:
—¡Mira! Estás en mi casa. ¡Quién debe preguntar soy yo!
El ambiente se carga de nubarrones síquicos en anticipo de una
tormenta eléctrica.
—¡“Sin nombre”! —continúa el de la bata—¿Cual es el motivo
de tu... visita?
Mutismo... te usan como respuesta, pero sin intención.
—¡“Sin nombre”...! ¡Ah!, lo imagino. Ahora caigo en la cuenta.
Viniste a destruirme. ¿Me equivoco?
Conclusión que por poco altera la permanente serenidad del aven-
turero, no tanto porque acierte, sino porque con ello encuentra un punto
oscuro en su interior que debe ser analizado.
—¡“Sin nombre”...! ¡Debías empezar por ahí! Extranjero eres, y
por lo tanto no es raro que no me temas; no me conoces. Has llegado y
visto mis obras y aún no me temes...
El de la bata se aleja un tanto de la mesa donde trabajaba. Flota
como un fantasma, pero con la particularidad de que mueve los pies como
si caminara sobre algo sólido. Se pasea como esperando algo. Y agrega:
—Extranjero, aún no me temes...

50
El ambiente ya es de pesadilla. Las proporciones de las cosas se
modifican extrañamente: oscilan, pulsan, ondean, se retuercen, saltan...
La mesa se alarga como un elástico tirado por sus extremos, luego soltado
se comprime, explota y se esfuma. Pronto todas las cosas del edificio
desaparecen, sus aparatos, sus máquinas, sus experimentos, dejando solos
al misterioso aventurero y al individuo de la bata; ambos flotan en medio
del edificio vacío. Vienen halitos de pesadilla y perfuman morbosamente
el aire respirable. Las escenas así odorizadas, enrumba en dirección del
clímax. Anhelan un orgasmo animal.
De la nada brota un tubo de ensayo y su contenido: una aberra-
ción humana con aspecto de gladiador romano, es vaciada en medio de
ambos hombres. Libre de su prisión el romano, con casco y espada como
ropas, se convierte en una fiera enloquecida y con la fuerza de un oso se
lanza queriendo coger en un mortal abrazo a su oponente. El personaje de
la mirada impasible brinca y se le escapa. El gladiador usa su espada, no
puede darse el lujo de dejarle con vida por más tiempo... pero es repelido
con sonoras patadas y golpes demoledores. El gladiador es insensible a
ese ataque.
En realidad el edificio es un huevo. Un compartimiento central en
forma esférica es su “zona germinal”, cuya luminosidad suave y blanca
irradia energía. De allí parte toda la energía necesaria para mantener su
propia vida; o sea la del hombre de la bata, de la gran maquinaria, de los
instrumentos de laboratorio y de las criaturas experimentales. Esa energía
proviene de los humores glandulares extraídos de las numerosas víctimas.
¡Espanta comprobar que dentro de la “zona germinal” se encuentran to-
dos los humores pineales, pituitarios, tiroideos, cardiacos, seminales... ro-
bados y que han sido derivadas allá en última instancia! Los humores
separados y aislados, de acuerdo a su composición química y síquica por
campos magnéticos, brillan combinando sus propiedades...
Resumiendo, los humores glandulares crean hormonas “sintéti-
cas”. Hormonas con la facultad de dar vida lo inerte. Sin ninguna duda, el
gladiador romano también es alimentado con esas hormonas, nutren todo
su enorme vigor; y ahora levanta su pesada arma, según sus cálculos será
la última vez, pues ha arrinconado a su rival contra una pared, la usa con
furia... y ¡Oh, desengaño!, sólo ha perforado la pared y su espada se ha
atascado en ella, tira sin resultados. En ese momento le sajan la nuca, se
desmaya y así desmadejado flota a la deriva sin peso como arrastrado por
una correa sin fin invisible.

51
La “zona germinal” destella; más bien respinga por el resultado
de la lucha no agradable, le hubiera gustado saltar exultante. Todo indica
que el edificio en sí es una criatura inteligente y razonativa y se lo debe a
la acumulación de humores que carga. ¿Razonativa?... no, es algo más
perfecta, piensa sin pensar, se diría que... ¿es instintiva? Nada tiene que
ver con el instinto, la criatura es intuitiva. De esa manera concluye que
cierto peligro se cierne sobre sí... procediendo del misterioso recién llega-
do y se defiende: Trae a escena otro matraz y rocía su contenido: un gas
inodoro y transparente.
El misterioso visitante es bañado con ese gas e inmediatamente
siente imperiosas convulsiones. Luego de algunos minutos de terrible lu-
cha contra el invisible compuesto, que le arruina los sistemas nervioso y
respiratorio, queda flácido. Entonces una fuerza invisible lo arrastra sua-
vemente hasta la mesa quirúrgica ya recompuesta donde le espera el de la
bata. Este lo ausculta, observa la carencia de signos vitales: el corazón
está paralizado y el cerebro está a punto de morir y rápidamente con
enguantadas manos y su conocido extractor le succiona las glándulas
endocrinas. Estas pasan a la máquina y luego automáticamente son inyec-
tados en la esfera germinal.
Volviendo breve lapso atrás, veríamos detalles que no han podido
ser detectados por el de la bata ni siquiera por la omnipotente inteligencia
de la “zona germinal”. Detalles como aquél en el que el misterioso aventu-
rero, sintiéndose inmerso dentro del gas tóxico, se abstuviera de respirar y
rápidamente se pusiera a ejecutar un singular ejercicio con el cual su cora-
zón y otros órganos emularon los sufrimientos del envenenamiento para
finalmente “morir”. Este acto de muerte fingida es una demostración más
de sus profundos conocimientos sobre la vida y la muerte, así se impone
sobre la materia y la modifica voluntariamente; su propia fisiología es una
simpleza cotidiana que maneja con precisión armónica. Cuando permitió
que se le mutile, de manera misteriosa y en unos secretos compartimien-
tos anatómicos, ha escondido un pedacito de cada una de sus glándulas.
Luego de la operación, su cuerpo es abandonado en el interior de una
bandeja de vidrio con abrazaderas y sujetado a estas; luego junto a otros
cadáveres de otras bandejas, es llevado por una invisible correa sin fin
hacía una mufla encendida, ¡será incinerado!
La “zona germinal”, al recibir los nuevos humores glandulares se
siente contrariada. Algo ajeno a su propia naturaleza... se ha metido rápi-
damente dentro de sí. Poderosa, no comprende de qué manera, algo ajeno
y bajo la más estricta censura pudo incluirse dentro de sí sin que lo notara
hasta muy tarde... Ahora intenta eliminarlo de sí, se esfuerza. Vienen do-

52
lores: ¿cómo echar de sí lo ajeno... revuelto en su interior, difundido en
todo suyo? Comprende que es imposible, angustiosamente:

...¡Un virus me carcome!...

Es un susurro imposible de repetir por nada humano. No podría


vocalizarse en ninguna lengua.

...¡Herido de-muer-te!... ¡Yo, yo-yo-el in-mortal!...

Aflicción infinita. Indescriptibles dolores. Congoja, y más sufri-


mientos… para solapar una astuta manera de contrarrestar al enemigo
metido dentro de sí. Reúne toda su vitalidad síquica para destruirlo.

...¡Resi-gnaci-ón!... ¡Re-sign-ación!...

De algún lugar recóndito de su interior saca un poderoso torrente


de energía, un antídoto capaz de pulverizar el virus. Con ello sucede una
elevación de la temperatura dentro de sí, una incontenible fiebre... que
partiendo de los 37 grados Celsius: el límite de lo normal en un organismo
humano y también suyo, sube y sube. Lo que llama virus rechaza sin ma-
yor esfuerzo toda acción desplegada en su contra, se anticipa a sus inten-
ciones.

...¡Noo-oo!... ¡Ay!... ¡Yo-el inm-ortal...no pue-do aca-bar!..


¡No..., de-bo-venc-er! ¡Ven-cer! ¡Ahhh!... ¡Ahhh...!...

Quejidos infinitos, insondables, conmueven los cimientos de la


materia con oscilaciones destructivas. La “zona germinal” crece en lumi-
nosidad; rápidamente su temperatura alcanza la descabellante cifra de 50
grados Celsius, nada orgánico podría soportarla sin morir. Luego sube hasta
los 60 y sigue buscando niveles más altos, pronto alcanzara la ebullición y
después, sin un freno, podría convertirse en una gran esfera incandescen-
te...
Torturas síquicas inenarrables vienen cuando la fiebre ha supera-
do el de la ebullición del agua, trema, ondea calurosos sufrimientos, aflic-
ciones siderales con la intensidad de lo eterno. Alcanzada la incandescen-
cia, se van extendiendo calores destructivos por todo el edificio.

53
El cuerpo inerte del misterioso aventurero, está cada vez más
cerca de la mufla, de caer en su interior en pocos minutos acabará con-
vertido en cenizas; este resultado viene irremediable... La oscuridad de la
muerte falsa es tan profunda, tan misteriosa y tan luctuosa como la su-
perstición; está perfectamente realizada, no hay nada que la diferencie de
la auténtica muerte orgánica. Allí, todas las cosas están sumidas en un
universo tétricamente negro, tan negro como la propia ignorancia.
En medio de esa ínfima oscuridad brillan siete puntos de luz ra-
diante como únicas estrellas separadas por insondables espacios negros.
Realmente estos siete puntos son los núcleos regenerantes de las glándu-
las salvadas de la extracción y ya se comunican entre sí con haces de
prístinas radiaciones; crecen aumentando su diámetro luminoso. Hay in-
descriptible armonía en este crecimiento de la luz, inefables delicias, músi-
ca... música cosmocratora. Siete puntos de luz de los cuales brotarán
esplendorosas galaxias; es lo mismo que decir que en el interior de ese
cuerpo desmadejado una poderosa voluntad con esforzada tenacidad re-
pondrá las células glandulares extraídas. El más importante trabajo ya
ocurre dentro de los órganos sexuales, aún con una mínima cantidad de
células se envían potentes chorros de fluidos seminales que con sus ingen-
tes poderes creadores contribuirán la recuperación total. Los fluidos
seminales aprovechan primeramente dos canales semietéricos a todo lo
largo de la médula espinal para resucitar el cerebro y el corazón y luego
una red de canales más pequeños para llegar a todos los órganos y células
llenándolas de luz, de vida. La gran dinámica glandular sucede en medio
del más espantoso silencio de la muerte fingida.
La temperatura de la “zona germinal” es tanta, supera los 4 mil
grados Celsius, hace mucho que los compuestos orgánicos se desnaturali-
zaron y un aislante magnético aún preserva sus propiedades vitales. Esca-
pa de sí una vaharada tan candente que perfora las paredes de cristal del
edificio y funde la mufla centímetros antes que la bandeja con el cuerpo
del aventurero sea metido en su interior. La mufla al fundirse también
explota expulsando las bandejas cercanas con su contenido hacía las afue-
ras del edificio.
En la incandescente “zona germinal”, finalmente fundido todo ais-
lante magnético, permite que las propiedades vitales de los humores glan-
dulares se mezclen originando una reacción en cadena... ¡El edificio ex-
plota! La gruta es sacudida con rudeza.
Luego que el polvo y el humo se han disipado, se tiene un cuadro
desolador. Parte del vidrio del gran huevo, licuado en el momento de la

54
explosión y lanzado, estuca los paredones rocosos, y en el piso goterones
fríos del mismo cristal junto al vidrio granulado de los instrumentos de
laboratorio conforman una textura iridiscente. La explosión hizo un aguje-
ro en el techo, sin duda delgado en ese lugar, volatilizó el hielo y por él
brotó un hongo de fuego que se elevó por un centenar de metros encima
del hielo antártico.
Agonías síquicas de lo que fue el siniestro laboratorio, permane-
cen residuales; son puntos repulsivos en el devastado escenario, son heri-
das dolorosas en el ambiente. Una gran porción de los individuos estraga-
dos por los experimentos, ha sido destruida por el intenso calor y la explo-
sión; otro gran grupo, el grueso, permanece en sus frascos, intentando
salir; y un número minúsculo, libres porque sus frascos fueron destruidos,
se mueven con la soltura de muertos vivientes. A aquellos, de los frascos
cerrados, el instinto ya les avisó el ineludible final que les espera, y como
anticipo del final una somnolencia se apodera de ellos, los arrastra al sue-
ño y, con seguridad, hacía la muerte. A estos, de los frascos rotos, el instin-
to les da la lógica del absurdo, autómatas tratan de darle significado huma-
no a sus movimientos, sin conseguirlo.
Y, a estos, les toca caminar en una dirección indefinida, sin ningún
objetivo. Muchos de ellos, sin otra opción, imitan a sus compañeros,
uniéndoseles involuntariamente por adicción remanente. La lúgubre chus-
ma, fantasmal, sortea los escombros dejados por la explosión. Caminan...
Lo fúnebre camina. Escogen senderos de pesadilla... hasta que se detie-
nen al borde de una hondonada semejante a un cráter, y lo rodean con la
lentitud de lo inútil. ¡Oh, dios! ¿Ellos aún tienen un objetivo? ¿Allí adentro
está su objetivo? El misterioso viajero yace en el fondo, boca arriba, sin
signos vitales, luego de ser arrojado por la explosión y milagrosamente no
presentar más daño que el que le causó el tipo de la bata. Los muertos
vivientes contemplan esa escena inmóvil con el infinito vacío interior que
los caracteriza, no se deciden a bajar ¿qué esperan?
Otro grupo de muertos vivientes, encaminados en otra dirección,
llega hasta un oscuro hueco, de allí sacan y cargan un cuerpo extremada-
mente magullado y también desmayado: su conocida bata blanca es bien
conocida. En procesión lo llevan. En desfile de sombras fatuas. La torpe-
za de esos cuerpos convierte al tiempo en una exasperación fúnebre; los
pies flacos y descalzos expeliendo fluidos desgraciados caminan en medio
de los escombros de vidrio. Los tubos de ensayo, los matraces, los balo-
nes, los frascos, que en un momento llegaron a odiar intensamente, ahora

55
les son indiferentes, para ellos no existe o mejor dijéramos son metáforas
síquicas, prisiones que sus ojos no pudieron ver y no pueden ver ahora.
Los sucesos se desarrollan en un ambiente donde la lógica común
enloquecería, o antes se extraviaría en el absurdo. Es un laberinto sin
salida. Un desierto donde todo está muerto incluido lo síquico. En ese
escenario los muertos vivientes vadean sus propias quimeras; la única
explicación que tienen, para todo, está en la carga que llevan a cuestas.
Descendiendo al cráter, lo depositan junto al otro cuerpo inerte. Gruñen en
coro.
La plegaria de gruñidos, expandiéndose por la gruta quiere identi-
ficarse con lo devoto, quiere parecerse a lo devoto. Es una oración com-
partida y ciega, un rezo muerto. Crece... crece intermitente buscando al-
canzar la veracidad. Trata de convencer que es real; sí, y tiene la intención
de interceder por la salud del que los creo... del hombre de la bata. ¿A qué
dios están suplicando? ¿Acaso su único dios no es el de la bata? ¡Espeluz-
nante pedido, le suplican que se acuerde de ellos, que se encargue de
ellos! Gruñidos: ¡Oídnos!... ¡Oídnos!...
Los absurdos vapores de la plegaria bañan a los dos personajes
inertes del fondo del cráter. A uno, al de la bata, lo cargan de energía, lo
vitalizan; al otro, al misterioso, lo inundan de maldiciones. A aquél, la ple-
garia lo va volviendo lentamente a la vida, ya respira y pronto se mueve; a
este no puede empeorarle la aparente falta de signos vitales. Minutos des-
pués, tras sucederle contorciones epilépticas, aquél se levanta, pareciera
no sentir ni advertir sus terribles heridas. Monstruoso permanece estático
por un momento, como si algo parecido a un residuo instintivo le pidiera
lucidez, por lo menos una mínima voluntad para realizar sus actos. Inútil,
sin nada en su siquis, da una lenta vuelta sobre sí mismo, y sin ninguna
noción del tiempo en sus actos baja la mirada... y sus ojos muertos se
topan con la inmóvil figura humana que yace cerca de sí...
El cráter es el centro hacía donde fluyen las oraciones, es el altar
de los muertos vivientes. Y el ritual que empezó con un peregrinaje fantas-
mal, se consolidó con la gruñente salmodia, ahora está alcanzando el mo-
mento del sacrificio. Hedores oníricos son expelidos en torno del escena-
rio. Hedores profusos. Y el grotesco oficiante, de bata ensangrentada,
haciéndose de un agudo y filoso pedazo de vidrio semejante a una bayone-
ta, se arrodilla junto al inmóvil cuerpo que debe inmolar, le arrancará el
corazón. Levanta el brazo fatal... Así permanece por un buen momento,
como dándole mayor magnitud al acto.

56
Lo muerto aún amenaza. Lo muerto todavía tiene el poder para
destruir. El ritual de lo muerto se prolonga, inspira mayores detalles cere-
moniales. La mano armada con el cristal afilado al fin decide culminar y
acuchilla...
El yaciente aventurero repuesto de la mutilación glandular, co-
giendo otro pedazo de vidrio, rápidamente ha protegido su inerme pecho;
luego utilizando el mismo fragmento de cristal golpea la cabeza del dios de
los muertos vivientes, destrozándosela.
Los muertos vivientes gimen. ¡Horror! Levantan las manos ma-
gras al cielo. Su amo, cae. Y la inmovilidad se adueña de toda la extraña
multitud; pesarosa, cabizbaja y luego implorante mira al cielo. Sucede que
todo acabó.
Luctuoso ambiente. Las sombras de los muertos quietas, como
estatuas fabricadas por la locura. ¿En cuanto tiempo se disolverán?... Ya
empieza a descomponerse lo orgánico de lo muerto. La materia onírica se
reducirá a polvo por sus propias leyes en un tiempo mayor... sucederá en
muchos años.
Sombras... Sombras.

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CAPITULO VI

EL FILÓSOFO; A: LAS SOMBRAS

¿Puede el hielo generar sombras en la oscuridad? Normal-


mente la respuesta es negativa. Pero aquí, bajo la leve iluminación de la
gruta, lejos del punto de contacto con la superficie, el hielo ya casi desapa-
rece pero aún así influye grandemente, produce sus propias sombras en
los lugares donde el tiempo con una sabiduría suya ha esculpido las últimas
figuras aterrorizantes, sombras al igual que sufrientes espantajos: gimen
hondas abyecciones.
Los gemidos, los lloros, revolotean por el extenso ambiente de la
gruta convirtiéndola en todo un manicomio. Las sombras se agreden entre
ellas mismas, utilizando como armas hirientes improperios.
Una corpulenta sombra atrapa a otra y la devora entre aullidos
lastimeros, después la vomita toda. Es una acción neurótica sin explicacio-
nes que se repetirá muchas veces. Otra sombra adiposa se traga a sí
misma, es horrorosa esa intención de acabarse a sí misma a mordiscos;
insaciable es para sí una absurda comida permanente, inacabable. Aparte
dos gomias se tragan entre sí, se beben cruelmente...
Horrores por todas partes. Execraciones absurdas de lo antiguo,
espantos que la naturaleza no puede borrar de su memoria, en cambio las
densifica más; la gruta, se está haciendo costumbre desde muy atrás, los
exhibe sin tapujos.
Todas las sombras, las gemebundas, las lloronas, las insultantes,
las tragonas y otras muchas, rodean un blanco iglú, en cuyo amplio interior,
profuso de negras sombras, se alberga... alguien difícil de identificar. De
allí adentro supuran incontenibles vapores que insinúan un enorme poder,
una impresionante fuerza fohática.
Sin mezclarse con los aullidos, un susurro diferente, cuerdo, pare-
ce decir:

El hielo medra y sus sombras también.


Viven, respiran.
Viven en una muerte sin nada.

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Sombras, tan sólo sombras.
Sombras que opinan, que anhelan,
que suponen estar vivas.

Sombras cuya antigüedad no tiene límite, que aparentemente no


tuvieron un principio. Un némesis arcaico las enclaustró allí en linderos
helados, son parte de una poesía perenne, nacida de una mente neurótica.
El castigo... ¡El castigo!...: suenan ventosas las sombras y ebrias de
espanto repiten versos conocidos:

¡El castigo es el premio!


Es la belleza que conocemos,
la sinceridad.
Es la tranquilidad,
nuestro afecto.
Es nuestro alimento y
nuestro dormir.
Es el delicioso aire que respiramos,
nuestro vestido.
Es aquello que admiramos,
y reímos.
¡Qué hermoso!,
es nuestra honestidad.
¿Ay? ¡Que chusco es nuestro goce!
Amor... amor,
es el afecto que conocemos...

Sucede una breve pausa. Las sombras han sido distraídas por
una voz soltada dentro del iglú; un monólogo tan corto, una interjección
ordinaria como cuando alguien se ha golpeado un dedo con un martillo:
¡Silencio!
Atrona la interjección esa en la dimensión síquica de las sombras.
Es un vendaval radiactivo con efectos dolorosos. Pero para las sombras,
es un sonido más, familiar, suena como el regaño de un hermano tortura-
dor:

Es nuestro ángel,
son nuestros ángeles
a él oramos, a ellos..

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El cónyuge, la cónyuge,
es nuestro matrimonio.
Son nuestros hijos,
la felicidad.
Es nuestro calor
y nuestra luz,
nuestro hogar.
Es nuestro dios...

Aquí, otra interjección más potente las interrumpe y silencia. Ahoga


las expresiones filosóficas, pero los ademanes corporales y los movimien-
tos de manos y pies no se callan, apuntan elocuentes versos filosóficos...
para la neurosis.
En ese momento el enigmático viajero de la mirada serena llega
al dominio de las sombras sufrientes. Intuitivamente pudo captar los últi-
mos versos del poema y también determinar que un personaje de “locura”
mora dentro del iglú a la manera de un grotesco director de las sombras
dolorosas. Pudo determinar también que las sombras provienen de la pro-
fusión de otras esculturas de hielo dispersas en torno al iglú, son más
solemnes que las anteriores de la gruta y toman disposiciones tántricas.
Las sombras se interrogan si es real lo que ha importunado en el umbral de
sus dominios: ¿Que es “eso”...? ¡Es importante averiguarlo! Y
conmocionan el aire imprimiendo brisas revoloteantes y sonidos fatídicos.
Rodean al misterioso. Este ignora esos efectos aterrorizantes y avanza sin
detenerse. ¿Qué es?... ¿Qué es?... ¡Uf, que feo!... humano no es, pro-
siguen las sombras con un viento gutural. ¡No es posible..., esa “cosa”
se dirige al iglú...! ¡Nuestro deber es detenerlo antes que lo alcan-
ce...
Las sombras inventan una fantasía, proyectan una pesadilla en el
escenario. Dejan que los ojos humanos puedan ver frenéticas criaturas
abismales.
Una de estas criaturas es un huesudo fragmento de carnes
putrefactas, tiene el ímpetu de lo espantoso. Pero nada logra, sólo se des-
vanece cuando toda su energía maloliente se reduce a la inutilidad; no
puede nutrirse con la energía desbocada del terror que pudiera darle su
víctima y así poder crecer. Otras criaturas también son repelidas. La at-
mósfera se carga de conmociones eléctricas chasqueantes:

¿Cómo hacerlo?... ¿Cómo hacerlo?...

60
Y se continúan con un tenue coro de relámpagos:

¡Todo es posible!... ¡Todo se puede lograr...


especialmente nosotros!... ¡Sí! ¡Sí!...

Hay inquietante impotencia en el ambiente sulfuroso. Las con-


mociones eléctricas, son conmociones de odio desfogado que no alcanzan
la satisfacción; odio intensamente reprimido y combinados con aberrantes
fluidos sexuales de intensa lujuria, todo ello manejado por enfermizo orgu-
llo. Otras aberraciones no están ausentes, sólo pasarían inadvertidas para
un ojo poco avizor. Truena:

¡El iglú... es sagrado! ¡Allí está la razón de


nuestro ser!... ¡El iglú... ahora es violado...!
¡Horror!... ¡Horror!...

El iglú una enorme protuberancia esquimal en medio de la amplia


gruta, es un cúmulo de bloques con dureza y transparencia de vidrio. Está
rodeado por una aureola imposible de soportar por alguien normal: enlo-
quecería. Una gradería lleva hasta el portal de la construcción de hielo. El
misterioso viajero usa la gradería y se introduce en el iglú. Allí adentro,
pese a la semitransparencia de las paredes de hielo que debería dejar
pasar toda la luz opaca del exterior, existe una honda oscuridad, una oscu-
ridad que en concepto exacto es nada menos que el cuerpo de un mons-
truoso ente que en su momento se comprime y toma una absurda forma
de calamar. Las múltiples y enormes manos, de este esperpento, sujetan
con nudosas falanges al osado para luego arrastrarlo a desconocidos inte-
riores; después de estrujarlo y casi ahogarlo lo deposita bruscamente a los
pies del amo del reino de sombras: ¡un yoguín con ropas de monje orien-
tal!
—¡Ah, eres tu!... —prorrumpe el yoguín luego de observarlo
brevemente— ¡Te vuelvo a ver después de tanto tiempo! ¿Dónde anda-
bas? No te sabía vivo.
El recién llegado suspira sereno, sin responder.
—No me recuerdas ¿verdad?... —prosigue el yoguín— No me
recuerdas... de tu infancia humana, ¿verdad? Nada recuerdas de tu infan-
cia humana, ¿verdad? De eso, hasta hoy, distan millones de años. Sí, hace
millones de años, apenas eras un mozalbete inocente con ínfulas trascen-
dentes. Y vienes a mi otra vez.

61
”Y ¿porque vienes a mi otra vez? Lo presumo...: buscas, tu an-
siada libertad cósmica, tu autorrealización y en mi mano está la llave para
lograrlo; es el muro que aún no puedes atravesar. Ese camino que con
persistencia te obstinas en recorrer no podrá ser continuado si no me ven-
ces... Esta vez, te lo aseguro, tampoco podrás continuar, es más ahora
podrías ser mío definitivamente... Te conozco muy bien, no podrás lograr-
lo... no tienes pasta de triunfador.
”Sería más cuerdo para ti, este consejo me sale del corazón, es lo
mejor que se me ocurre después de mucho tiempo, dar la vuelta y salir
corriendo de este recinto. Abandona para siempre mis dominios... deja,
desiste de lo vano. Vuelve por tus pasos... al norte, al solaz que te ha
brindado la vida, pues lo tienes todo. Tienes dinero, y fama; lo suficiente
para vivir en paz contigo mismo.
”¡Ah! ¿Veo que aceptas?... Reflexiona, ¡te doy tiempo para re-
flexionar y lárgate! ¡Nada puedes, nada podrás!... Has superado muchos
obstáculos que voluntariamente buscaste en la vida, no había necesidad
para ello... pero tienes que comprender que hay cosas imposibles para ti...
No hay respuesta. Ni siquiera la más sutil de parte del aludido.
—...¡La última vez viniste a mi con la misma actitud, con la de
heroico vencedor... y nada lograste!... ¡No puedo tolerar más esto, no
puedo soportar otro desplante! ¡Quiero tu respuesta de abandono...! Qué
sea la última en que nos veamos frente a frente... como enemigos. Aban-
dona y seremos amigos.
”¡Bien, mi paciencia se ha agotado, mira lo que te tengo!...
Los grotescos dedos de la oscuridad lo sujetan una vez más con
la potencia de neumáticos constrictores. En esas manos siniestras palpitan
unas venas insufladas por un explosivo odio, una corriente traumática ser-
vil. Esa criatura instintiva se sabe poderosa y nada subestima.
—...¡No eres razonable! —grazna el amo del iglú con un severo
gesto en su rostro de rasgos orientales— ¡No tengo otra alternativa que
eliminarte! Esta vez será para siempre: ¡serás mío! —cierto rumor eléctri-
co baña su inmóvil corpulencia calva y atlética mientras concluye unas
últimas palabras que estimulan más a su nociva esclava de sombras ne-
gras—: Bien ¡Qué esperamos!...
El enigmático visitante es levantado del piso, zarandeado, marea-
do como un muñeco y puesto delante del yoguín con los ojos bien abiertos
frente a los de aquél.
La mirada del yoguín es penetrante y emiten poderosos relámpa-
gos hipnóticos, es evidente que quiere adueñarse de la voluntad ajena. Su

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empeño es rechazado con imperturbabilidad; respinga: no esperaba una
respuesta tan capaz; luego su rival tiene que soportar el incremento de los
relámpagos hipnóticos hasta un clímax inmedible.
Los increíbles dones síquicos de ambos personajes emiten enor-
mes calores, también síquicos, de prolongarse esa actitud se tornarán
materiales. Zumban los átomos de la criatura de sombras de manera inco-
herente.
Los calores irrumpen en lo material enviando por delante una
luminosidad con poderosos destellos cromáticos. Se siente el dolor del
ente oscuro ante el avance del calor y casi aúlla de dolor si no se muerde
unos escondidos labios y rechina ciertos crujidos minerales, afloja sus gro-
seros dedos.
¡Tiembla el iglú!
Y allá afuera de la construcción de hielo, las pesarosas sombras
se preguntan dubitativas: ¿Qué está ocurriendo dentro de la morada
de nuestro amo?
Y llaman otros tantos versos conocidos por ellas:

¿Ay? ¿Esto es llanto?


No, esto no es alegría.
¿Ay? ¿Esto es preocupación?
No, esto es comprensión.
¿Ay? ¿Esto es duda?
No, esto es sabiduría.

Las inquisitivas sombras se arremolinan, y algunas de ellas en un


supremo momento de audacia intentan subir las gradas, vedadas en una
circunstancia ordinaria, para divisar siquiera a su amo. Nunca lo han visto,
pero le temen... Se retraen sin tocar el primer escalón. Más quejidos:

¿Ay?...
El tiempo nos lo dirá.
Es vital, mientras medramos,
esperar.
¿Ay?...
Paciencia, a esperar.
La experiencia nos lo dice.
¿Ay?... Es lo mismo que reír.

Mientras tanto dentro del iglú la hipnosis se va imponiendo...

63
EL FILÓSOFO; B: EL MAR

El mar brilla como un inmenso espejo bajo una esfera amari-


llenta en ignición. Así avanza la mañana en medio de un caluroso proemio.
Tonalidades cromáticas, imposibles de conceptuar, se distribuyen armo-
niosamente en los vastos horizontes. Pasan los minutos y el mar ya etéreo,
igual que el cielo, trae sutiles gaviotas y las rodean con una tenue aura
amorosa, si fuera de noche tal vez brillarían con luz propia. ¿Acaso cada
ave radia una abstracta máxima de paraíso...? La misma máxima ondea
con suavidad sobre las olas calmas. La tranquilidad es opima, quizá no la
hubo antes y rodea todas las cosas con todos los efluvios poéticos de unas
sirenas soñolientas; cosas... como el de un arrecife coralino de unos 100
kilómetros de largo y un cielo tan puro como el elixir.
Un blanco yate anclado junto al arrecife se antoja como una perla
nacarada en toda esa joya matutina...
Del mar también brotan aromas intuitivos sin difundirse por falta
de brisas oportunas. Y estos misterios de las profundidades flotan sobre la
superficie subliminalmente, hablan de tesoros en las profundidades. Ha-
blan de galeones hundidos por pavorosas tempestades. Hablan de náufra-
gos...
En el yate, de pie, un musculoso individuo de ropas marineras,
con un antiguo libro de pastas de cuero abierto en sus manos, está profun-
damente inmerso en la lectura. Voltea una hoja amarillenta cuando:
—Esus, ¿como va eso...? —oye la voz de su amigo y socio, mien-
tras se le acerca sobre cubierta.
—Estoy casi seguro, Julio —responde con una agradable voz culta
y juveníl—: que estamos en el lugar donde se encuentra el galeón que
hemos venido buscando por cinco largos años. Estamos encima de él.
Precisamente a unos veinte metros encima de él.
—Ya era tiempo. Empezaba a cansarme, Esus. Tú sabes...
—Aclaro que mi seguridad no es total... Tenemos que revisar ese
último volumen que nos cedió tan gentilmente el director del Museo de
Indias de España y también amigo nuestro: Jorge Torrejon y hacer algunos
ajustes a nuestras precisiones.

64
—Es una suerte que recién se haya encontrado esa desconocida
bitácora. Ese libro nos dará la total certeza… Espero que otros investiga-
dores no se nos hayan adelantado.
—No debemos ser pesimistas; la espera, para mí, es un aderezo
estimulante. Dentro de una semana, Jorge nos lo prestará por algunas
horas. Ese día será definitivo. Espero que coincida con este punto geográ-
fico. Es importante fotocopiar ese documento. Estoy rogando que las co-
ordenadas que tenemos no varíen...
Ambos amigos se dan un fuerte apretón de manos auspiciando un
triunfo venidero y desaparecen en el interior del yate.
Docenas de meses atrás, ambos amigos emprendieron la búsque-
da de un antiguo naufragio. Una investigación minuciosa en los archivos
coloniales de España y algunas bibliotecas privadas les fueron necesarias.
En esas instituciones, llenas de libros y de otros legajos, se pudieron ente-
rar con minuciosa abundancia que de España salían, con regularidad, ha-
cía el Nuevo Mundo, como llamaban entonces a todas las tierras recién
descubiertas en el continente americano, tres flotas de entre diez y veinte
naves, cada año; en sus bodegas llevaban soldados, caballos, armas y
pólvora en conjunto con otros enseres. En el retorno a España, las flotas
llevaban casi exclusivamente metales preciosos y gemas. Estos viajes se
realizaron durante 300 años a partir de 1492 en que empezó el periodo de
las colonias españolas en el Nuevo Mundo. Uno de los mayores peligros
de las flotas, pese a estar bien armadas con lo mejor del momento, fueron
los barcos piratas; pero lo peor se venía cuando se encontraban con una
tormenta entre los arrecifes del Caribe y la costa oriental de Florida, la
poca profundidad del agua en connivencia con poderosos vientos era sufi-
ciente para hacerlas zozobrar entre los arrecifes y contra las rocas. Existe
una bien documentada bibliografía de los naufragios y de los lugares don-
de sucedieron tales y las dramáticas circunstancias precedentes. Cada
barco viajaba con un manifiesto de centenares de páginas en cuyas listas
se mencionaban sin “omitir”, todos los objetos de valor que iban a bordo;
esto de “omitir”, por lo del contrabando existente entonces. Luego de un
naufragio los representantes de la corona española y los inversionistas
privados interrogaban con sumo cuidado a los sobrevivientes; los testimo-
nios servían para crear volúmenes de literatura marinera por los escribas
de entonces. Muchos de esos testimonios registrados en actas fueron “de-
vorados” acuciosamente por ambos amigos.
Una semana después, luego de haber conversado durante dos
horas sobre sus planes, en el despacho de Javier Torrejón, el Director del

65
museo, Esus Arkadi y Julio Gonzalos reciben una lacónica invitación de
aquél:
—Señores les ruego, síganme.
Y se encaminan a un gabinete privado.
—Les haré entrega de una copia —continúa el director, pausada-
mente—, de la Bitácora Augusta. Como bien saben ustedes, señores, se
le puso ese nombre gracias al nombre del capitán que la escribió: Augusto
Torquemado. El hombre luego del naufragio de su nave lo depositó en las
manos de su contramaestre, fue una herencia premonitoria, porque días
después moriría víctima de una extraña enfermedad y su casa con todos
sus enseres se quemaría en un desafortunado incendio. Hasta hace unas
dos semana, exactamente 16 días, estuvo abandonada en el desván de uno
de los tataranietos del contramaestre, fue un hecho afortunado que al-
guien por pura casualidad la descubriera entre el polvo acumulado des-
pués de 400 años.
—Los afortunados somos nosotros —arguye Julio ceremoniosa-
mente, con un acceso de alegría que es difícil de esconder.
Han recorrido varios pasillos hasta detenerse delante de una puerta
de doble hoja.
—¡Algo se quema ahí adentro! —apura Esus, exaltado.
En efecto un tenue humo sale por la claraboya de la puerta.
Al tocar la perilla de la puerta, el Director del Museo, la siente
quemante. Retira la mano en el acto.
—A un lado —grita Esus retrocediendo—. ¡Voy a derribar la
puerta!
Y se lanza con toda su corpulencia de noventa kilos. Saltan las
bisagras que sostenían las pesadas hojas. Adentro el fuego carcome rápi-
damente el enmaderado del piso y algunos muebles. El humo crepita.
—¡Ahí está la Bitácora Augusta —grita pesaroso Javier Torrejón,
señalando un pesado escritorio de cedro—. ¡Está en una de sus cajas!
¡Dios mío, me parece que es imposible rescatarlo: está ardiendo el mue-
ble!
Esus, reaccionando con presteza ha saltado entre el fuego pese a
los gritos de sus acompañantes. En fracciones de segundo ha alcanzado el
escritorio e intenta abrir la caja donde se encuentra el libro. El humo le
hace toser.
Julio y el Director del Museo no pueden dar crédito a lo que luego
ven: ¡un cuerpo humanoide llameante se ha levantado del fuego y, con la
estatura de un monstruoso gigante corre tras de Esus!

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El coloso en llamas es una fuerza desbocada, sus vehementes
zarpas yerran en cada intento de coger al buscador de tesoros y en todo
caso incendian todo lo que tocan. Llega un momento en que cree que no
se le escapará más porque lo tiene acorralado en una estrecha esquina
conformada por pesados muebles, lanza un iracundo manotazo... ¡Ah, fa-
lla y su intento perfora uno de los gruesos muebles, junto a varios volúme-
nes antiguos, como si fuera un simple velo de gasa! Sus rugidos rompen
algunos vidrios de las altas ventanas. Los incandescentes ojillos arden
llenos de odio. Toda su escondida salacidad se dispara en un nuevo rugido,
cuya fuerza vibratoria rompe todos los vidrios de una vitrina empotrada en
una pared. De la vitrina deshecha, cae un extinguidor. Mala suerte para el
ente, el golpe con el piso hace saltar el seguro del extinguidor y deja esca-
par un chorro de polvo químico. El humanoide llameante recibe una rocia-
da e inmediatamente sus llamas decrecen. Una anoxia momentánea lo
invade.
Esus sin darle tiempo de recuperarse le vacía todo el contenido
del extinguidor. El ente se volatiliza enseguida. El fuego de la habitación
también se apaga desaparecida su razón de ser. Los muebles a medio
quemar y rápidamente fríos, el piso enmaderado y alfombrado casi en
cenizas y sin rescoldo en los carbones, son el extraño resultado de un
fenómeno inexplicable. Algo invisible se mantiene en el ambiente obser-
vándolos... algo que imita una sonrisa agria.
Esus con una corazonada empieza a identificar a esa criatura
síquica... Hurga dentro de sí mismo buscándola, no la podría encontrar en
otro lugar: “Todo lo que nos suceda tiene una explicación dentro de
nuestro interior” ¿Qué?... ¿Qué?... Lo absorbe una retrospección pro-
funda pero instantánea. Son conmociones internas.
—¿Qué es de la Augusta —le interrumpe la voz del Director del
Museo, quién aún se encuentra boquiabierto por la terrible experiencia de
segundos atrás—. ¡La Augusta, no me podré perdonar si fue destruida!
—reponiéndose se acerca al mueble— ¡Espero que mi pesimismo no sea
cierto! —con cautela tira de una manija—. ¡Oh, dios! ¡La madera que
sostenía a la manija se ha despedazado en mis manos! ¡Está carbonizada!
¡Oh, dios!
Luego, Javier Torrejón, mete la mano por entre los carbones, y
como recordando algo busca en el fondo.
—¡Dios mío, está intacta! —dice agradeciéndose a sí mismo y
sacando la bitácora—. ¡Me festejo de haber colocado el volumen dentro
de un cartapacio de recio cuero grueso: qué afortunado soy!

67
—¡La fortuna está con nosotros, Esus! —exclama Julio, sonrién-
dole a su amigo.
Minutos después junto a una máquina fotocopiadora duplican to-
das las páginas. En ellas, con profusión de datos, se encuentran los puntos
de referencia del hundimiento. Detalles de latitud, de longitud, y una minu-
ciosa descripción del arrecife que señala el tesoro.
Con la despedida, las últimas palabras son las del Director del
museo quién con tono afectuoso dice:
—Tu brazo muchacho, lo tienes herido. El monstruo ese te puso
una mano y te quedó su huella chamuscada. Sería bueno que vieras a un
médico.
Esus y Julio toman el mismo vehículo que los llevó allí: una camio-
neta cerrada de doble tracción y se dirigen al muelle por una vía rápida.
Deben visitar a un viejo lobo de mar.
Mientas Esus conduce, Julio hojea la copia del Augusta. Un inte-
resante párrafo le hace evocar lo que leyeran en uno de los manifiestos
incompletos, por lo apolillado de sus hojas, que meses antes encontraran
en una colección particular de antigüedades, se trata de La Gloria, la nave
insignia de una flota española de once galeones que zarpó en 1650 de las
costas mejicanas rumbo al Viejo Mundo y de como se partió en dos al ser
arrojada por una tormenta contra un letal arrecife del Mar Caribe a 180
kilómetros al Norte de lo que hoy se llama República Dominicana. Se
describía detalladamente el valioso cargamento que llevaba y que no fuera
hallado hasta el momento. Los sobrevivientes del naufragio afirmaban que
los compartimientos de carga de la nave resultaron pequeños para conte-
ner todas aquellas riquezas. Por mucho tiempo los españoles de la corona
estuvieron buscando los restos del galeón, que se hundiera junto con toda
la flota, en el arrecife sin ningún resultado conveniente; los piratas que
infestaban los mares de aquél entonces también fracasaron inútilmente, lo
mismo que los buscadores privados contratados por los ricos que perdie-
ron sus bienes en el siniestro.
—Esus —llama Julio señalando un párrafo de la fotocopia para
sí—, todo indica que hasta antes de tener esta bitácora en las manos estu-
vimos a pocas decenas de metros del hundimiento de La Gloria.
El aire fresco de las ventanillas enfría la fiebre veraniega dentro
del vehículo. Lo raudos vehículos levantan vapores de los charcos origina-
dos por los espejismos. Salpican esos líquidos candentes de las pistas.
—Las decenas de metros esas —continúa Julio suspirando hon-
damente—, nos harían imposible encontrarla. Bajo el mar, entre el coral y
el cieno esos metros son decisivos.

68
Faltando algunos kilómetros para llegar al muelle los aromas sali-
nos del mar son evidentes y profusos, vienen en brisas cabalgando sobre
la pegajosa humedad... Algo más viene con los aromas salinos... algo im-
posible de determinar si no se tienen especiales sentidos síquicos. Algo
que flota sutil en el ambiente, ubicuo; demostrando que es una criatura
inteligente lo hurga todo, hurga cada pensamiento humano, cada emoción
y sentimiento, así se entera de muchas cosas... que necesita saber; no
conoce de vergüenzas ajenas ni suyas y se hace dueño de íntimos secre-
tos.
¿Quién eres?, se pregunta Esus como haciéndosela, en verso, a
esa omnímoda presencia.
¿Quién...? Hay algo dentro de mí que parece recordarte...
¿Quién...? Es una sensación fuerte y persistente.
Me eres muy familiar.
¿Quién...? Tengo esa sensación de conocerte
desde hace mucho tiempo...
Necesito introvertirme... realmente necesito meditar.
Es maravilloso el momento para el buscador de tesoros. Una
profunda delicia empieza a brotar desde muy dentro de sí, es un chispazo
energético a punto de condensarse trayendo profundas verdades a su
mente... Se sucede dentro de sí una retrospección rápida, vuelve hacía
atrás; recuerda los minutos pasados, las horas, los días, las semanas...
¿Quién?
Delante de la pequeña camioneta en la que ambos amigos se
desplazan cae la señal que indica el paso de un tren. Esus sumido en un
extraño sopor, tarde reacciona para pisar los frenos, rompe el brazo de
madera de la señal y se detiene tras patinar con un agudo chirrido y olor a
neumático quemado a escasos centímetros del acerado monstruo de me-
tal de más de cien toneladas que pasa zumbando.
El sorprendido Julio, sin tener tiempo para entenderlo, es lanzado
fuera del vehículo, golpea el pavimento sintiendo herírsele un hombro. En
ese estado puede ver como el vehículo que venía tras ellos choca contra la
camioneta que maneja su amigo y la empuja contra el tren.
—¡Esus, cuidado!... ¡No...! —grita impotente.
El tren aplasta a la camioneta como si fuera un inerme tarro de
hojalata.
Luego Julio se levanta del duro piso sufriendo toda la conmoción
de lo fatal en su ánimo. La incoherencia le inunda los pensamientos. Está

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apunto de correr tras el metal arrugado que arrastra la enorme máquina
cuando siente la presión de una mano conocida en un brazo y se vuelve:
—¡Esus! ¡No puedo creerlo!... ¿Cómo es posible?
—Tranquilo, Julio. Salté a tiempo.
—¡Bendita sea la Providencia!
Julio, loco de alegría, abraza a su amigo. En ese momento la
omnímoda criatura ambiental deja escapar una sonrisa agria, como si no
estuviera de acuerdo con esa profusa emoción.
—¡La copia del Augusta, cayó sobre mí!
Los pocos kilómetros que separan a los dos amigos del muelle,
son recorridos a pie. La alta temperatura del ambiente es mitigada cuando
atraviesan un parque rodeado de frondosos árboles. En una banqueta re-
posan un momento, no están cansados, necesitan pensar, reflexionar. La
olorosa frescura de la vegetación es un bálsamo para las abigarradas sen-
saciones pesarosas de Julio, los dos accidentes en las que hubo grave
peligro de muerte lo tienen confundido; respira hondo para mitigar su con-
fusión, se le ha enseñado que tiene que utilizar toda su imaginación para
curarse del morbo que lo domina, tiene que imaginar hermosas cosas.
Imaginar, por ejemplo, una delicada flor de sedosos pétalos cristalinos re-
posando en sus dedos, del centro de esa flor permitir que brote una luz
intensa con la pureza de lo limpio; bañarse con esa luz por entero, limpiar-
se cada una de sus células, purificarse; a la postre esa luz extiende su
radio perdiéndose en el infinito. Julio suspende el maravilloso ejercicio
sintiendo una exquisita calma en su interior... ¡Oh! Pero ese éxtasis es
roto por un repentino manotazo de odio no suyo...
Esus pasea su imperturbable mirada por toda la extensión del
parque. De los gruesos y añosos troncos pasa a interesarse de un exótico
arbolillo. “¡Una secuoya!”, piensa. “¡Qué maravilla!”. Un retoño vivo de
esos colosos vegetales que pueden alcanzar sin dificultad 150 metros de
alto, diez de diámetro, y vivir más de mil años. El fósil viviente de esas
coníferas que vivieron hace millones de años en el carbonífero. Una de
esas especies que a los 300 años de vida recién echa sus primeras semi-
llas, tan diminutas que cientos de esas semillas se pueden tomar en un
puño; conmueve el hecho que de las millones de semillas que echa sólo
una, con suerte, se convertirá en árbol; sus enemigos naturales son incon-
tables, desde los pequeños insectos hasta los grandes mamíferos, sin in-
cluir los incendios y los malos tiempos. Usando esta colosal especie, la
naturaleza filosofa sobre el tiempo y la vida; la evolución no se ha atrevido
a tocar su intimidad genética y le ha dado la libertar de obrar a su manera.

70
El ambiente genético del arbolillo es un maravilloso mundo de
inteligentes conmociones anímicas y síquicas guiadas matemáticamente
por inalterables leyes. Si la naturaleza le ha permitido vivir más que a sus
hermanos paleolíticos, debe tener alguna razón. Esus ve ese atavismo con
los ojos omniscientes de la intuición: “Muchas especies llegan a ancianas
muy tarde y llenas de sabiduría. La Naturaleza las protege de manera muy
especial...”. Luego Esus se da cuenta que su amigo, del éxtasis se ha
trasladado, mejor dicho ha sido arrastrado a una pesadilla inyectada por el
odio de esa extraña presencia omnímoda que otra vez se manifiesta en el
ambiente molestándolos.
—Julio —susurra Esus—, despierta.
—¡Eh!...
—Es momento de irnos.
—¡Oh! ¡Repulsivo! —respinga Julio apartándose de la somno-
lencia absurda que se le aferra con prensibles ganchos— Mis pesadillas
son insufribles.
Viene un acantilado seguido por una hondonada arenosa de don-
de ya no se puede ver la ciudad. El sonido del agua golpeando las rocas es
un canto al misterio. Trae lejanos efluvios no terrestres, aromas síquicos
con marcado acento sideral. Estos aromas, traducidos por los sentidos
intuitivos, tienen la consistencia de bellas criaturas vaporosas; flotan sobre
las olas con magníficos cuerpos de mujer y larga cabellera sedosa, musitan
edénicos susurros y retozan con la felina gracia de lo desconocido.
En ese momento, el encendido cielo se transforma; sucede sólo
para Esus. Una magna mano depositara colores no usuales a brochazos
en la lejanía. ¿Qué hay allí que tanto le sorprende? Esa lejanía cromática
es hipnótica. Presiente lo artificial de aquello e intenta separarlo de la
realidad. Se da cuenta que esos colores son parte de la fascinación de
algo... desconocido, que le induce a soñar. ¿Será posible que le esta dando
mucha importancia a algo tan simple, que con decir ¡basta! se soluciona?
Esus está confundido. Meditabundo no encuentra en que pensar.
Todo porque la fascinación lo está ganando. Su mirada se desvía hacía el
distante horizonte, pero no la ve. Conmueve las entrañas el verlo inerme.
Por el momento es importante la autoobservación; es el momento de la
meditación y él parece haberlo olvidado por completo. Es vital y necesaria
una íntima retrospección, buscar dentro de sí mismo aquí en el presente la
razón de ser de esa manida influencia que sin duda ha cogido un defecto
sicológico escondido y se manifiesta. Un estímulo cromático visto sólo por
él, ha sacado de lo íntimo un punto vulnerable.

71
La extraña presencia omnímoda que los sigue, luego de tender el
sedal, ahora lo tira.
—¡Esus!... ¡Cuidado, Esus! —grita Julio alarmado— ¡Sobre ti!...
Una roca se ha desprendido de lo alto del promontorio rocoso con
aspecto de acantilado y desciende con vértigo homicida sobre el aludido.
Este, oyendo la advertencia de su amigo, se retira y la roca sin otro inci-
dente sigue rodando hasta introducirse en el mar.
—Siguen los accidentes, Esus —suspira Julio, para luego interro-
gar sin proponérselo—. ¿Qué nos está pasando? Es como si todo... quisie-
ra hacernos daño. No podemos caminar sin tener accidentes por delante.
—Serenidad amigo. Necesitamos de mucha serenidad. Toda la
serenidad posible y paciencia.
—¿Qué nos pasa? Todo es evidente.
—Julio, ¿qué harías de ser cierto eso que presumes?
—¿Es cierto?...
—¿Que harías si fuera cierto?
—No sé. No podría. Tal vez dormiría todas las horas del día. No
dejaría mi cama... Aunque, también, los problemas vendrían a mi cama...
—Serenidad amigo.
El azar no existe. Todos los sucesos tienen su razón de ser.
En el pequeño muelle hay cinco embarcaciones. Todas son de
recreo menos una, la que carece de velas... allá van.
El muelle. El mar. Las suaves olas...

72
EL FILÓSOFO; C: EL SUEÑO

La tarde es una agradable curiosidad urdida por el tiempo. El


solaz humano la prefiere por más horas, por eso hace menester alargarla
por más tiempo, extenderla por tiempo indefinido.
Sin embargo llega la noche. Un globo rojo lleno de helio, flota
junto a la línea del horizonte, entregando la luz residual del día; como si
fuera una valiosa moneda perdida, es recogida por una omnímoda mano
salida de detrás de la línea ardiente del mar y metida rápidamente dentro
de un oscuro bolsillo. Allá abajo existe una soledad profunda e infinita que
sería mejor olvidar... sería si esa oscuridad no acicateara con tanta inten-
sidad causando ciertas sensaciones angustiosas. Esa soledad... Esa sole-
dad...
Las olas marinas nacen en esa soledad; brotan de repente del
miedo. Son una prolongación de las angustias y llevan hasta un puerto
centroamericano dolorosos hálitos.
El mar es un inmenso hervidero de misteriosas sensaciones
lacerantes; sensaciones que blasfeman, critican, acusan, insultan, repro-
chan y muchas cosas más. Esas sensaciones dolorosas toman grotescas
formas cuando se lo proponen. Sí, de verdad, en ese momento una absur-
da forma insultante brota del mar y, colgándose por la cadena del ancla,
sube al yate donde descansan Esus y Julio. Encorvado como un simio, con
pellejo de pez, renguea sobre sus patas de muchos dedos; pega la chata
nariz suya, incrustada por dos largos colmillos, en la ventanilla de uno de
los dormitorios, allí adentro alguien duerme despreocupadamente. La cria-
tura con su cuerpo de fantasma, sin necesidad de puertas, entra en ese
compartimiento y sin ser sentido contempla al dormido. Luego como un
sinuoso vapor se introduce en el durmiente.
Julio sudoroso se retuerce en su litera. ¡Ah!... ¡No!: exclama pa-
labras incoherentes. Sueña que camina por una oscura calle de una ciudad
desconocida; el sucio piso ha recibido algunas gotas de lluvia, lo suficiente
para formar negro lodo. Hundido hasta los tobillos en el cieno, al doblar
por una esquina cualquiera se topa con un ente cuyo negro abrigo esconde
un deforme cuerpo, ¿cuál sería su reacción si también pudiera ver su mil
veces espantoso rostro velado por sombras que le obsequian un oscuro

73
sombrero? Va hacía él, empujado por la inercia onírica, con pasos apura-
dos; luego deteniéndosele frente a él, lo observa fijamente. Ambos se con-
templan fijamente y ahí permanecen analizándose en silencio.
La noche se llena de aterradores aullidos ambientales. El empe-
drado, sobre el que nada el légamo, sufre temblores epilépticos propios de
un temblor de tierra: ¡Ay!... ¡Ay!... ¡Ay!... Son neuróticas nauseas. Es difí-
cil tener los pies bien plantados con tales temblores, pero se puede lograr
con voluntad y decisión.
Miasmas pestilentes brotan de las sombras y lo inundan todo.
Nada se escapa a esos efectos contaminantes que cubren de venenoso
moho toda superficie. Acicateadas las mucosas olfativas quedan infecta-
das e inutilizadas tras breve sufrimiento... excepto cuando uno hace uso
de un mínimo residuo de voluntad.
Y tal parece que la calle barrosa y la ciudad desconocida desapa-
recen para dar en su lugar una extensa marisma sombría. Negros árboles
tienen introducidas sus raíces hasta las rodillas en el putrefacto lodo; com-
pletan el panorama espesas enredaderas y reptantes algas colgando de las
brumas.
Y ahora, Julio, se observa a sí mismo, sumergidos los pies en
descompuestas aguas. Y ha cambiado su postura desafiante por la de
desconfianza ante aquél personaje. Siente unas sinuosas emanaciones
dentro de sí cuando aquél avanza acercándosele. Con forzada calma toma
una posición de defensa, como la de un luchador de karate. El ente, deja
escapar una sutil sonrisa sardónica y da un brinco exactamente como una
fiera.
Julio sin poder evitarlo es cogido por unos peludos brazos y sin
quererlo es invadido por un terror incontrolable. Sufre un castigo de efec-
tos infinitos; grita queriendo huirle. No sabe de que manera, pero se suelta
y escapa. Los árboles cobran absurda vida y estiran animalezcos brazos
con la intención de atraparlo. Corre incontrolable chapoteando. En algún
momento otras manos absurdas salidas del cieno le hacen tropezar y caer.
Con duro esfuerzo se levanta.
Caóticas criaturas cobran vida del cieno. Julio armándose de va-
lor las enfrenta. Ellas ante ese acto de voluntad, desaparecen como el mal
olor ante la brisa fresca.
El ente de abrigo y sombrero, lo alcanza y otra vez infernales
sufrimientos le atenazan la mente. Nada puede contra la colosal fuerza
que le obliga a rendirse retorciéndole dolorosamente el bajo vientre; tiene
que ser servil o gritar de dolor. Decide, escogiendo otra opción, de usar

74
sus puños y pies como mazas... es inútil, pues golpea un cuerpo amorfo e
insensible. No puede más. Grita si.
La desigual lucha es detenida cuando el ente, notando la presen-
cia de alguien… desconocido observándolos tras las sombrías matas, se
retrae y encorva en actitud defensiva. El corazón de “ese alguien” destella
y se inflama con una luz inmaculada. El ente queda cegado ante esa luz,
inutilizados sus ojos momentáneamente, y retrocede atemorizado. Se pre-
gunta si debe atacar, pero duda: no puede permitir que un acto instintivo lo
pierda. Gruñe, da una vuelta y de un veloz salto desaparece entre la male-
za.
La luz pura de “ese alguien”, disipa al marjal junto a todas sus
malezas. Julio agradecido busca algún indicio que le ayude a identificar al
portento de limpia energía, pues lo sabe humano. Esa luz es profunda que
nada puede ver dentro que no sea luz... Y se siente desvanecer.
El desvanecimiento lo lleva a la vigilia. Toma conciencia de sí con
la piel húmeda, la respiración rápida y la ropa pegada al cuerpo.
—¿Estas bien? —oye.
—Sí —responde dirigiendo su mirada en dirección de la voz—.
Ya lo creo... Esus.
Sin quererlo enfoca su mirada en la ventanilla que tiene a un cos-
tado. Siente como si alguien lo observara desde allí afuera.
—¡No es posible esa monstruosidad! —grita señalándolo—
¿Cómo es posible que una pesadilla pueda... tener vida real?
—Tranquilo, amigo —anima Esus, comprendiéndolo todo.
La oscuridad esconde a una infinidad de criaturas brotadas de los
abismos marinos. Ellos rondan en torno al yate esperando otra oportuni-
dad... Esperan que alguien duerma. Son parte de una extensa fauna síquica
de inframundo que la oportunidad ha permitido dejar libre en torno a Esus
y Julio; identificarlas y clasificarlas significaría una gran aventura, se con-
seguirían millones de especies diferentes. ¿Cómo identificarlas? ¿De que
manera se puede clasificarlas? La respuesta está dentro de cada persona,
dentro de sí mismo. ¿Quién no tiene monstruos en su interior? ¿Y en que
enormes cantidades, capaces de romper las barreras oníricas? Hoy diva-
gan calamitosas
Es monstruosa la siquis humana, un mundo olvidado y hasta per-
dido. Quién decida conocerse a sí mismo, está a un paso de desintegrar
todos sus defectos, sean sicológicos o físicos. Conocer, a esa multitud de
aberraciones internas es importante; conocerlos individualmente para lue-
go destruirlos. Quién no conoce no puede.

75
La noche transcurre. Zarandeado el mar trae efluvios síquicos
misteriosos.
Esus está de guardia, mientras Julio se esfuerza por mantenerse
despierto, le atemoriza la idea de dormirse y entrar en el mismo mundo
doloroso de minutos antes. Esus en guardia, significa que se encuentra
sentado encima de una manta al estilo de los yoguines orientales, vistiendo
una simple prenda que deja a la vista toda su vigorosa musculatura; está
con todos sus sentidos despiertos, lúcido pero parece dormir. Medita, con-
templando sus interiores; sabe que todos los peligros externos que le ro-
dea, a él y a su amigo, están en su interior: no pueden estar en otro lugar,
en la infinita dimensión de su mente; medita buscándolos con la delicadeza
de un artista, con la dedicación de un científico, con la objetividad de un
filósofo, y con la devoción de un místico. Nada de su interior se le escapa,
es minucioso en eso. Busca... busca.
Cuando consideran apropiado, las criaturas del abismo suben al
yate y allí se mantienen en espera sin entrar al interior, por el momento se
contentan con observar a los dos amigos y socios buscadores de tesoros.
Otra criatura, luego de emerger en último momento, dándose prerrogati-
vas mayores, cruza el cerco de sus hermanas y sin ser detenido por la
cubierta de la embarcación se acerca al soñoliento Julio. Lo mira de des-
conocida manera, y se introduce en él.
Esus, lo ha visto todo con su mirada despierta. Y para contrarres-
tar los perniciosos efectos de esa criatura, opta por arrancarla del interior
de su amigo. Estimula en él poderosas fuerzas vitales.
La monstruosa criatura en la mente de Julio se ha convertido en
un grotesco samurai protegido por una gruesa armadura metálica y arma-
do con una pesada espada de acero. Con esa letal apariencia busca al
dueño del sueño. Parece adivinar donde se encuentra y hacía allí se lanza.
El ambiente onírico tiembla. Hay espanto sobrecogedor en la at-
mósfera ante ese siniestro intruso. ¡Es necesario escapar de ese sueño:
despertar! Pero es imposible, los sueños se desenvuelven bajo estrictas
reglas oníricas, todos sueñan lo correspondiente y el tiempo necesario.
Una llanura rocosa ocupa toda la extensión visible, lugar de sequedad
implacable, de sed intensa; el mineral padece suplicando unas gotas de
agua.
El guerrero de la armadura metálica se desplaza rápidamente brin-
cando como los simios. Antes de alcanzar lo que busca se topa con un
indefinible personaje cubierto por una cota de malla; sin detenerse ataca a
aquél con la rapidez de un relámpago; falla su terrible takanazo y a cambio

76
pulveriza una dura y pesada mole de granito como si fuera de simple cera.
El de la cota es dueño de una increíble agilidad, frena todos los ataques del
samurai con brazos y pies evitando la letal hoja; conoce toda la técnica de
ataque y defensa de aquél. La criatura de pesadilla no ofrece ningún peli-
gro serio y el de la cota, en su momento, saca una filosa espada de dos
filos.
Chocan las armas. Sonidos metálicos resuenan en toda la exten-
sión del escenario, en la amplitud del sueño. Sonidos que en algún momen-
to se confunden con los de uno herrero forjando una espada diferente, un
hierro mejor, y ambos sonidos dan lugar a la música de fondo de los inci-
dentes venideros.
No hay ausencia de terribles miradas entre los contendientes. El
odio y la serenidad son espantosos; fulguran, llamean. Llega el momento
en que la armadura oriental es cortada y rasgado el membrudo hombro y
tórax que debió proteger. Viene un chillido espeluznante como unos de
esos ayes bíblicos de los condenados y el absurdo samurai se incinera. Si
este todavía pudiera ver, hubiera presenciado unos minutos después, de
como la cota de malla de su rival se llena de luz lo mismo que su espada.
En realidad algo subconciente del desaparecido se da cuenta de esto y
gime en lo etéreo.
El ambiente onírico tiembla. Otra criatura viene a escena, solapa-
da, al acecho... Se abstiene de intervenir, esperará otra oportunidad.
El ambiente onírico tiembla...
La noche transcurre sobre el oleaje. Calurosa. Presagiante.
Algo improvisado, siniestro y letal tiene que surgir del abismo...
Algo tan poderoso que ponga fin a esa “barbarie luminosa” que acabó con
uno de los mimados hijos de las profundidades. Una escondida carta egóica
que permita eliminar todo aquello que se oponga a sus ansias de dominio.
Esus medita profundamente. Todas las andanzas de las criaturas
que rodean al yate no le son inadvertidas, las sigue con inusitado interés.
Nada se le escapa. ¿Será porque desde muy dentro de sí, una voz, aún
poco inteligible para él, le está diciendo que en ellas está la razón de una
terrible hipnosis que lo domina de manera que todavía no comprende? No
le molestarían si las hubiera eliminado de sí, no estarían tentándolo
persistentemente si no las tuviera. Tiene que conocerlas más.
La noche es una profusión de lamentos bíblicos. Intensos, prolon-
gados, infinitos. El haber nacido de un vientre, luego educado, pertenecer
a una sociedad, vivir en ella, morir en ella, todo de manera automática con
los cánones éticos de siempre, con las costumbres de siempre, con lo

77
impuesto por siempre... ¿no tiene el mismo significado? ¿Acaso es la úni-
ca manera de vivir? Amamos a un dios desconocido, no lo vemos y se
multiplican nuestros dioses de acuerdo a nuestras apetencias. ¡Horror y
suponemos que lo conocemos, que creemos en él! ¡Por fe decimos y le
brindamos ciega devoción!
Intensos crujires de dientes resuenan en la noche como respues-
ta.
Los caminos, o el camino, que nos lleva al sueño también nos
sacarán de él; por la misma puerta que uno entra, tiene que salir. Tiene que
ser el mismo, no hay otro. El sueño fascina y cualquier individuo sumergi-
do en él considera que su mundo es el único que existe, lo único que
conoce; su dios, sus ángeles y demonios, la sociedad en que vive, la forma
en que consigue pareja, los hijos que tiene, su trabajo; allí nace, crece y se
reproduce... ¡Salid del sueño! ¡Forzad! ¡Forzad!... Pero el sueño impera,
está tan metido en uno, en su sangre, en su médula; embarga los sentidos,
abarrota los órganos, aplasta los músculos y esclaviza los huesos y no está
contento en conquistar el cerebro y el corazón con monstruosas larvas. El
alma... ¿Quién tiene alma cuando está hipnotizado?
¡Conoced al sueño!
Llegamos al mundo del sueño a través de una madre, la que nos
pare, que también sueña. Sin libertad para elegir permanecemos allí... por
siempre.
Las cosas que uno conoce están hechas con átomos de sueño. El
cielo, los mares, la inmensa variedad de seres vivos, la tierra; no es una
excepción el espacio sideral.
El sueño...

78
EL FILÓSOFO; D: EL TESORO

La muerte trabaja para la vida.


La noche cede su lugar al nuevo día.
El día empieza como todo un bebé, luego de gestarse durante la
noche y nacer en momentos de calma marina. En la oscuridad ha ido
formándose poco a poco rememorando los detalles de ayer, sin obviar
nada, más bien incluyendo algunas improvisaciones frutos de la recurrencia.
El rojizo astro que emerge del mar es el mismo de ayer, sólo que esta vez
el cielo está más limpio, con pocas nubes. El mar se ha modificado un
poco luego de quitarse de encima el tinte negro que le derramó la noche y
deja que se decante en las profundidades; allá abajo tal vez será absorbida
por los sifones de colosales moluscos con tentáculos y ventosas etéreas.
El púrpura modela cierto número de imágenes humanas en las nubes, el
escenario de rescoldo que viene es impresionante.
Esas imágenes en las nubes emulan las vivencias diarias de un
olimpo imaginario y su panteón. Allí en los cielos “los dioses” se reúnen
para disponer el orden en que deben de desarrollarse los sucesos humanos
y más tarde deliberaran sobre los mismos sucesos y sus consecuencias.
Ya sin más dirigen sus omniscientes miradas hacía abajo... y casualmente
todos enfocan el puerto y las minúsculas embarcaciones dentro de las
cuales se encuentra el blanco yate de los jóvenes buscadores de tesoros:
El Neptuno.
—Esus —llama Julio—. ¿Estás dormido?
—No —responde el aludido dejando ver sus castaños ojos—.
Meditaba.
—Es muy importante la meditación para ti, ¿no es verdad?
—Sí, amigo. Bien lo sabes.
—“Es el pan del sabio”. Es lo que pude leer en esos antiguos
libros orientales que tienes en la biblioteca del yate.
Esus responde con un silencio significativo, difícil de interpretar
por Julio. Aquél contempla a su amigo por un instante con su honda mirada
y formula una pregunta:
—Julio, es interesante lo que me acabas de decir. ¿Qué más pu-
diste leer?

79
—Mucho... Mucho. Ayer, mientras tú conseguías la embarcación
que nos servirá para sacar el tesoro del mar, yo lleve a mi cama el volu-
men con tapas de cuero repujado en oro, sin duda traducido de su original
en sánscrito a un español muy antiguo. En un principio se me hizo difícil la
lectura, por sus expresiones y giros idiomáticos, pero a medida que voltea-
ba las amarillentas hojas se me tornó amena y sencilla, pero claro me tuve
que esforzar para ello. La mayor curiosidad y frustrada, por cierto, fue
cuando lo devolví a la biblioteca; entonces mis manos tropezaron con un
rollo con caracteres imposibles para mí. Comprendí mi ignorancia...sobre
los verdaderos aspectos tracendentales de la vida y esa ignorancia me
abrió el apetito por aprender... ¿Me entiendes verdad, Esus?
—Te entiendo, Julio.
—Y te suplico que me enseñes a interpretarlo... a interpretar...
esos caracteres y sus hondos significados.
Esus mantiene su mutismo, parece profundizar en esos ojos que
lo miran fijamente. Es inusual una actitud así en Esus. Luego paladea
algunas palabras:
—Bien. Empezaremos cuanto antes.
Los “dioses del olimpo” de nubes se miran entre sí. Algunos asien-
ten con sus gestos; otros pocos niegan; la indiferencia es de alguno.
Soltada su amarra y con las velas hinchadas, el Neptuno dirige su
proa a la región más encendida del purpuraceo horizonte. El vaporoso
líquido marino parece haber perdido su consistencia acuosa y ahora es
como si la embarcación volara por los aires. El Neptuno tiene el aspecto
de una idea dejada a flotar entre los vientos de la filosofía con muchos
misterios oníricos.
¿Vientos de donde venís? El mutismo de la filosofía no lo dice, así
es mejor, tampoco dice en que dirección va, sólo prefiere dejarlo como
está. A navegar por los misterios. ¡Vientos, soplad! ¡Soplad!
El yate se mece. Avanza, dejando una estela de espuma rosácea.
En una hora más esos tonos de color se modifican por el de un amarillento
oro y otra hora más tarde el sol habrá alcanzado su ignición total y en ese
momento el “olimpo” formado por las nubes será un incandescente pano-
rama de intuiciones cogitantes.
En el fondo del mar se prepara una sorpresa. Algo indefinible,
semejante a un sinuoso pensamiento busca entre el cieno y las criaturas
abisales la solución apropiada que le ayudará a resolver su problema; lo
que busca, “cualquier cosa”, tiene que ofrecerle una salida rápida, letal e
inmediata. Remueve la basura síquica acumulada allí por siglos, hurga

80
cada guarida. Descontento por lo innocuo que encuentra o por lo poco
peligroso, refunfuña. Ya vehemente por la pérdida de tiempo, y acelerado,
algo recuerda y se lanza a lo más oscuro del abismo.
En la oscuridad total se gesta la vida. Las profundidades marinas
son una matriz; de ella puede salir la vida o la muerte. Algunas veces es
inimaginable.
Al día siguiente el Neptuno ha anclado junto al arrecife del anti-
guo hundimiento. Es el momento pertinente para pasar una última inspec-
ción de los equipos de buceo y de los aparatos de detección de metales
que deberán usarse en el fondo. Julio trata de convencerse que está vez
será una de las últimas veces que se sumerja en el mar a la pesca de un
tesoro. Recuerda las incontadas ocasiones, infructuosas, en que tuvo que
bucear sobre arenoso fondo o sobre una jungla de coral, sobre pedregosa
superficie o en medio de enredantes algas de varios metros de largo, sobre
terreno repleto de inocentes criaturas marinas o acompañado de peligro-
sos escualos, sobre enturbiante cieno o entre los restos de naufragios sin
importancia.
—¡No! —piensa en voz alta—. No debo hacerme ilusiones. Ya
hemos pasado por esto y puede repetirse. En varias ocasiones creímos
estar cerca del triunfo... y ¡nada! ¡El triunfo nos resultó esquivo! ¡No debo
hacerme ilusiones!... Es importante, como dice Esus, la serenidad y pa-
ciencia en momentos como este de intranquilidad y de estrés.
Las sensaciones de Julio, son encontradas. En el siguiente minuto
vuelve a sentir que pueden quedar atrás todos los fracasos. Sus peores
momentos entre los filosos corales de bella apariencia, las cortaduras su-
fridas y la difícil cicatrización, la infección por las mordeduras de los pe-
ces tóxicos, la pérdida de peso gracias a la exigencia extremada bajo el
mar..., serán parte del pasado.
—¡Basta de ilusiones! —se reprende con acritud unos minutos
más tarde— Esa vez... recuerdo, dos años atrás, no muy lejos de este
punto, con el magnetófono entre manos, tuve la seguridad de haber encon-
trado el tesoro... el rico tesoro del naufragio que buscamos... ¡Lo presen-
tía cercano, bajo una capa arenosa o cubierto por el coral! ¡Mis corazona-
das me decían que había un tesoro allá abajo pero el aparato no lo detec-
taba! ¡Pasaba por encima de él... inútilmente! ¡Ah, vehemencia la mía!
El mar también es un tónico para aliviar esas sensaciones angus-
tiosas. Desde siempre han calmado las fiebres más intensas, los abigarra-
dos dolores emocionales. Dentro de esos efluvios curativos y muchos otros
vapores marinos, el pensamiento sinuoso venido del ente síquico que ha

81
puesto en peligro en varias oportunidades la vida de ambos amigos va
tomando forma. Y como siempre es una expresión absurda que se adelan-
ta a luctuosos acontecimientos.
Esus lo ha detectado desde el primer momento. Desde el instante
en que un gotero invisible la derramaba turbia en la inmensidad del mar.
La sucia gota crece y distribuye sus absurdos átomos por todo el ambiente
marino contaminándolo de manera omnímoda. El buscador de tesoros
medita con la secreta intención de averiguar de manera objetiva la identi-
dad de esa funesta presencia ambiental. De la manera por demás sutil se
va acercando a su objetivo con la insistencia del éxtasis, un poco más y...
—¡Esus! —grita Julio interrumpiéndolo— ¡El yate está al garete,
de alguna manera se ha soltado el ancla!
—¿Cómo es posible?: ¡estaba bien seguro!
La celeridad de la adrenalina en Esus tiene la increíble conse-
cuencia de permitirle llegar hasta el desperfecto con la velocidad del soni-
do. El yate sin control está a pocos centímetros de golpearse contra unas
afiladas aristas de coral, se bambolea inerme. Y en el momento exacto del
caos, cuando el casco iba ha ser perforado, se enciende el motor de la
embarcación, se oye un vigoroso bramido y el peligro queda atrás, no sin
esfuerzo.
—¿Otro hecho fortuito? —pregunta Julio.
Aún queda lo que resta de la tarde por delante y tal vez surjan
más peligros. Las horas vespertinas pasarán con lentitud no acostumbra-
da. Y vendrá la noche, una larga noche. ¿Por qué, la noche por venir, está
ya ambientada para lo delictuoso?
La noche es una basta antigüedad. Con los peligros de siempre.
Todas las luces de la gran ciudad, que el día anterior dejaran am-
bos amigos, iluminan el negro cielo encima de sí. Y allá arriba el “olimpo”
que ha saltado de las nubes de ayer a las de hoy, con sus mismos “dioses
y sus labores” de las horas pasadas del día, presentan misteriosas siluetas
cansadas con la tenue luz reflejada de los miles de candiles. En algún
momento algo parecido a un relámpago opta por obsequiarles una sutil
luminiscencia; es repentino y rápido, sorprendiéndolos soñolientos. Es cuan-
do toda actividad humana cesa en la ciudad e importuna con la monotonía
del descanso. El “olimpo” se vacía, y sus “integrantes” se van en busca de
otras labores, posiblemente hogareñas. Para “los dioses” ya nada intere-
sante podrá suceder... hasta mañana.
Bajo la completa oscuridad de la misma noche, en el Neptuno,
alguien no descansa. Esus, con movimientos tranquilos y pausados, se ha

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enfundado uno de los herméticos trajes de buceo; luego de asegurar a sus
espaldas una negra botella de aire comprimido y de ajustarse el respirador
se ha introducido en el agua evitando salpicaduras. Con el mismo silencio
enciende la linterna sorda de su cabeza y empieza a patalear rumbo a las
profundidades; lleva consigo un magnetógrafo. Sin prisa nada entre el co-
ral con la libertad de un pez. En el fondo del mar, a los veinte metros de
profundidad, como estimulado por una sensación intuitiva enciende el
magnetógrafo e inmediatamente siente zumbidos y pulsaciones. “Intensa
alteración magnética”, piensa sereno. E inmediatamente puede ver la boca
de una enorme jarra de alfarería emergiendo del coral. “¡Esas vasijas!”,
continúa diciendo para sí: “¡Son las que se usaban los antiguos marinos
para almacenar agua, alimentos, vino y aceitunas!”. Y también ve emer-
ger entre el cieno cercano las lisas piedras redondas usadas como lastre
en los galeones españoles.
El joven continúa escudriñando entre el coral desplazándose sua-
vemente. Un irresistible impulso le hace coger una piedra de lastre, golpea
en la pared de coral y enseguida de romperse la masa calcárea surge un
objeto circular de aproximadamente tres centímetros de diámetro: “¡Qué
suerte, el tesoro está aquí abajo!... Si mi corazonada no me engaña, esta-
mos ante el tesoro que hemos venido buscando con perseverancia”. Pese
a lo negro del pequeño objeto, es obvio considerar que se trata de una
moneda antigua, un real de plata de a ocho; en algunos minutos la moneda
será sumergida en una solución de ácido muriático, así se le podrá quitar
toda la capa de óxido acumulada por los siglos de permanecer bajo el agua
y leer el año de acuñación.
Caen más monedas del coral roto; ya no oxidadas. Unos metros
más allá, varios clavos de hierro, cubiertos de grueso oxido, del casco de la
nave hundida señalan el lugar exacto de un incensario de oro y parte de
una vajilla de porcelana china en buen estado, seguramente la tormenta de
días atrás las puso al descubierto. La presencia de esa lujosa vajilla induce
a pensar sobre el habitual y bien conocido contrabando de valiosas piezas
del periodo Ming. Estas piezas fueron muy cotizadas por los ricos de en-
tonces.
“¡Debajo del lodo y del coral, están los cientos de miles de mone-
das de oro y plata!”, señala Esus, informado de todo el valioso cargamento
que llevaba el galeón antes de hundirse. Conoce del largo inventario de lo
precioso de esa nave. “Recuperarlos será un arduo trabajo, aún para una
docena de personas: hoy llamaremos a los diez muchachos que trabajaran
para nosotros. Su extracción nos demorará más de treinta días, según mis
cálculos”. Trabajar en esas profundidades, a veinte metros bajo la super-

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ficie, y excavar en la arena y el coral durante horas enteras es lo más
agotador conocido.
Con toda certeza Esus deduce que bajo un pesado cañón negruz-
co están enterradas toneladas de barras de oro y plata. Su intuición ade-
más le permite enterarse con una lúcida nitidez, de otros detalles bajo la
capa de lodo, como el de varias pistolas de percutor de yesca, tres mos-
quetes, algunos cuchillos y cucharas cuyos mangos de madera se
desintegraron hace siglos. Un crucifijo de oro, incrustado de piedras pre-
ciosas, está sepultado en lo más hondo precedido por un collar negruzco
que sobresale encima de la cerámica rota. Y más doblones.
¡Maravillas! ¡Sí!
Maravillas, lo que un sueño puede dar. Lo que una pesadilla pue-
de dar. O ¿no?
Esus contemplando esas maravillas aún por rescatar, siente un
llamado urgente de las profundidades de sí. Es una poderosa voz sutil
instándole a la interiorización. Obediente a ese llamado y casi reduciendo
al mínimo su pataleo siente los efectos deliciosos de la meditación. Sus
singulares dones de la autoobservación le permiten romper la hipnosis a la
que estaba siendo encadenado por el yoguín dueño del iglú, es rápido su
retorno al recuerdo de sí mismo. Suspendido entre el piso y armándose de
enorme voluntad hace retroceder esos relámpagos hipnóticos que ya lo
tenían dominado.
El yoguín confiado de su victoria, tarde se percata que su propia
fuerza hipnótica ha sido lanzada en contra suya. Gimiente se coge la cabe-
za con ambas manos y cae de espaldas con la cabeza reventada.
¡Tiembla el iglú!
Y allá afuera del iglú las pesarosas sombras se preguntan
dubitativas: ¿Por qué no podemos saber nada, con certeza, de lo que
está ocurriendo allí dentro donde mora nuestro amo?

¿Ay? ¿Esto es llanto?...


Y aquello que lloramos ¿qué fue?

Las inquisitivas sombras se arremolinan. Ya sin audacia miran la


temida oscuridad ya vacía de dentro del iglú. El instinto les estimula con
superlativo miedo: ¡Ay! ¡Ay!
Más quejidos...

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CAPITULO VII

LOS HOMINIDOS

—¡Cuidado Atenea!
En la profunda oscuridad de la gruta, una extraña criatura alada,
se ha lanzado en picada contra la atractiva chica. Perseo viendo la ame-
naza volante ha gritado alertándola.
Rápidamente la joven, ha sacado un objeto semejante al mango
de un arma blanca de entre sus oscuras ropas. Con el pensamiento activa
una luz incandescente dentro del objeto, brota esa luz hacía el exterior y
enseguida se transforma en filosa hoja de vidrio. Volviéndose la chica
atraviesa a la criatura en pleno vuelo. Luego musita:
—Gracias.
La criatura abatida es una especie de murciélago, ciego y corpu-
lento, de unos veinte kilogramos, cubierto por una suave pelusa blanca. La
acerada boca, ahora abierta y sangrando es parte de un terrible hocico
con afilados dientes de carnívoro.
—¡Mira, Perseo! —incluye la chica— Las ampollas de sus ga-
rras están llenas. Y, por lo que indican mis sensores químicos, el veneno de
estas ampollas es más tóxico de las especies que conocemos.
—Sin duda —arguye Perseo—. Olvidas incluir que las especies
que conocemos son diminutas en comparación a estas. Un zarpazo de
estas patas sería mortal para nosotros... Me viene a la mente, de como
adormecen a sus víctimas para luego devorarlas vivas. Sus víctimas no se
pueden mover, pero si pueden sentir y ver aterradas lo que hacen con sus
carnes.
—Tienes razón Perseo; su tamaño impresiona. No habíamos te-
nido una oportunidad de observar un espécimen así de corpulento y me
pregunto: ¿Porqué aquí y no en los alrededores de Ciudad Luz, si las con-
diciones ambientales son las mismas. Allá la más grande de esos animales,
no pesa más de cien gramos.
—Tal vez porque prefieren los lugares deshabitados por los hu-
manos. Una mayor precaución nuestra es indispensable en el futuro. Es-
tamos en territorio poco conocido.

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De peligros desconocidos.
Los cinco personajes continúan marchando en busca del Lábaro.
El aspecto accidentado y oscuro de la gruta es interminable, pero no hay
tiempo para el aburrimiento. Horas más tarde llegan a un cenote burbu-
jeante de aguas cristalinas; una saeta de vidrio incrustado en el arenoso
borde, presumiblemente de sus compañeros perdidos, es como un indica-
dor del camino que deben escoger. Los mapas de las pequeñas pantallas
de vidrio líquido, en sendas pulseras, indica la misma dirección. El cenote
es un atajo, con galerías inundadas de agua, que les ahorrará una docena
de kilómetros de rodeo innecesario por oscuros recovecos.
Atenea, al oprimir con el pensamiento un pequeño botón de su
traje, permite que su calzado se convierta en aletas membranosas al mis-
mo tiempo que alrededor de su cabeza surge una burbuja magnética de
ósmosis electrolítica que le servirá para respirar bajo el agua. Salta al
líquido hundiéndose en él; los demás hombres la siguen... Ellos no han
podido darse cuenta que una silueta desconocida los estuvo espiando fur-
tivamente, luego de verlos desaparecer se ha acercarse al arenoso borde
del cenote. Esa silueta es de una especie de homínido velludo, ciego, sin
aparentes oídos, con brazos y piernas apropiadas para la vida acuática
como el de las focas.
Esa especie de animal abre la boca para emitir un chillido sin voz.
Enseguida de entre la espesura de rocas diez congéneres suyos van a él
con apurados saltos. Tras una corta ceremonia de rugidos sin voz se lan-
zan al agua. Nadan con impresionante rapidez y pronto dan alcance a
Perseo que se rezago voluntariamente protegiendo la retaguardia.
El hombre, al sentirse aprisionado por los férreos brazos de los
homínidos, no ha podido hacer otra cosa que tratar de escapar sin lograrlo.
Y lo peor para él viene cuando se da cuenta que su sistema de
intercomunicación ha sido interrumpido, y es llevado rumbo a una cuevas
cenagosas; pronto emergen en un limoso ambiente. Docenas de homínidos
contemplan con belicosa curiosidad al prisionero quién es llevado en vilo
como cualquier bulto insensible hasta un promontorio plano semejante a
una especie de meseta pétrea. En él, en medio de abundantes huesos
roídos, es amarrado con los brazos y piernas extendidas a cuatro enormes
huesos clavados en la roca.
Viniendo más de esos peludos seres, con lento apuro rodean la
meseta. Y ante una señal de uno de los captores de Perseo, empiezan a
dar suaves palmaditas y a brincar con los sucios pies planos y lanosos que
les da característica propia. Inician una danza. Surgen varios pares de

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rudos brazos golpeando toscamente amarillentos huesos al son de ese bai-
le. Saliendo de una covacha, otro homínido, va directamente a la meseta y
para variar el ritmo, se decide a correr como loco entorno al cautivo; salta,
patea, estira los brazos, se cimbrea obscenamente, rota la desproporcionada
cabeza ciega; luego de varias vueltas se detiene eufórico levantando un
brazo. Ante esa indicación una docena de hembras golpean ruidosamente
unos guijarros, los demás danzantes giran sobre sí mismos como absurdas
ruecas colgando de fatuos hilos. Ese ritmo los postra, y aún así sobre el
piso prosiguen rotando, epilépticos, sobre sus cuatro extremidades, grue-
sas asentaderas y espaldas hasta el agotamiento; espumarajos se des-
prenden de sus afiladas fauces malolientes.
Viene una pausa en la que esas feas criaturas vuelven a su natu-
ral calma... que se rompe cuando aparece a la vista otro homínido, mucho
más peludo que todos los demás. Se arrastra como arácnido, sube a la
meseta y rueda repetidamente sobre los huesos dispuestos como una al-
fombra. En un siguiente acto patalea tercamente y rota sobre sus callosas
posaderas. Sin necesidad de una señal es imitado por la muchedumbre.
La terquedad de esos movimientos inarmoniosos, o mejor dicho
de armonía grotesca, los va sumiendo en una especie de clímax
esquizofrénico. Si alguno en el primer momento era indiferente a ese jol-
gorio, ahora lo apetece. Y prosigue con obscenas interjecciones corpora-
les.
En medio de la barahúnda el cautivo se esfuerza por romper las
ligaduras que lo mantienen en el sucio piso. Esas ligaduras están bien
hechas con resistentes filamentos de algunas plantas desconocidas y se
comprimen más con cada movimiento. “¡Si pudiera alcanzar...!”, piensa
apresuradamente. “Si pudiera alcanzar el botón que conecta mi sistema
de comunicación...” Ve que es imposible; el adminículo está inmerso en su
traje, sobre el antebrazo, en algo parecido a un pequeño rectángulo con
botones cristalinos. “¡Serenidad, Perseo, tienes que conservar la calma,
en ello depende tu vida!
”¡Serenidad! He pasado por peores trances, en los que incluso
estuve a punto de perder la vida. Me viene a la memoria, aquél hecho
trascendente para mí, el haber escapado de esa sala de torturas al que fui
introducido a viva fuerza por los serviles de Antón, cuando nadie sospe-
chaba que era un truhán planeando introducirse ilegalmente entre los miem-
bros del Concejo de Ancianos, luego fue capturado, enjuiciado y encarce-
lado. Me desangraba lentamente a causa de un primitivo castigo que me
impusieron. Primitivo y bárbaro castigo; no sentí dolor alguno gracias a los

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estrictos secretos tibetanos que me inculcó personalmente un benevolente
anciano, suprimí el dolor desconectando voluntariamente el flujo eléctrico
de mis nervios con el encéfalo. Nada de neurotransmisores activos... el
poder de la voluntad supera toda imaginación.
”Me tenían reservada otras torturas, sin duda ¡peores! ¡Ya podía
ver el gozo sucio de mis carceleros! La mejor alternativa que se me ocu-
rrió en ese momento fue el de la muerte fingida. Un engaño que se disfra-
za de fulminante paro cardiaco. Se olvidaron de mí, lo lamentaron… la-
mentaron mi muerte, así me enteré más tarde. No pudieron sacarme nin-
guna información y me arrojaron en un silo de cadáveres en espera de
cremación. ¡De allí huí, sangrando por las múltiples heridas y rengueando...
despacio, despacio!
”¡Serenidad! Mientras haya vida las posibilidades no se agotan.
¡Serenidad y paciencia!”.
Una de esas absurdas criaturas en su absurdo frenesí por poco lo
aplasta con su tortuoso corpachón. Lo ve levantarse, casi pisándolo, y
continuar con una serie de golpes en sus ancas y frotaciones en sus órga-
nos reproductivos con sus enormes manos callosas. La bárbara ceremo-
nia ha cargado el ambiente con nubarrones energéticos; en lo síquico se
puede ver que esos nubarrones son el producto evaporado de una luz
rojiza que ilumina el bajo vientre de los homínidos. Los hermosos destellos
rojos de esa luz necesitan de una pequeña porción de voluntad para ser
encausadas hacía el cerebro, sería maravilloso esa fusión de cerebro y
sexo... pero no sucede así, sino que minutos más tarde esa luz y sus des-
tellos se tornan opacas y sucias, el ambiente se torna sombrío. ¿La razón
de ello?: Sucede un desperdicio de singulares dones, o sea sobreviene una
eyaculación colectiva. Y el ambiente apesta a infierno. Es insoportable
esa fetidez síquica y física. El paroxismo de las bestias acaba con lo her-
moso que pudieron lograr si hubieran aprovechado de otra manera el pro-
verbial poder de la luz prostática; lo bárbaro nunca los abandonará.
El rojizo y sucio mundo síquico de estas bestias está lleno de si-
niestras intenciones, de izquierdas genialidades, de necias fuerzas. Áto-
mos abyectos circulan y ondulan por toda la enorme estancia gimoteando;
pronto cristalizan ominosas liendres, sea en el piso o colgadas, sobre los
huesos o en el lodo, en cualquier otro lugar; en otro momento vendrá una
eclosión de larvas bestiales que podrían enquistarse en otros seres vivos y
torturarles de la misma manera. ¡Espanto! Descargas eléctricas con lógi-
ca esquizofrénica explotan al azar iluminando toda la atmósfera, aterrado-
res relámpagos cegadores.

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Las bestias danzan hasta el agotamiento total. ¡Ah, vehemencia!
Perseo, en la apresurada búsqueda de escapatoria ha cogido un
hueso astillado y con una máxima dificultad, casi cortándose las carnes,
aserra sus ligaduras. Luego con una mano libre, mientras los peludos en-
tes permanecen recostados recuperando fuerzas, acaba por cortar todo lo
que lo aprisiona y con sigilo baja de la meseta. Activa su sistema de comu-
nicación. Este último acto es desafortunado para él, pues emite un diminu-
to ruido, muy pequeño, inaudible para el oído humano, pero que es detec-
tado por el singular oído de sus captores quienes levantándose con premu-
ra se lanzan tras su prisionero.
El ambiente síquico es embargado por un vendaval. Unos vientos
huracanados soplan, arrastrando consigo los átomos neuróticos de unos
relámpagos intermitentes. La ira y el orgullo resplandecen en cada relám-
pago, son sucias llamaradas nocivas. Cada átomo del reino mineral se
siente aludido y confundido por esos destellos virulentos, emite susurros
de dolor como lo haría un demente. ¡Apartadlas! ¡Apartadlas!...
La enorme jauría, como peludas bolas dejadas a rodar, salta las
hondonadas con felina rapidez y trepa las elevaciones que segundos antes
Perseo dejara atrás. La rapidez y agilidad del perseguido arranca una
colectiva expresión de admiración y lo peor: acicatea todo instinto predador
hasta el culmen. Uno de los sucios entes adelantándose a sus compañe-
ros, salta con la seguridad de atrapar al escurridizo. Perseo extrae de
dentro de su negro mono un alargado mango, su imaginación pide una hoja
incandescente de vidrio plasma, esta surge iluminándose y con una exha-
lación parte en dos al homínido. Se oye un chasquido acompañado de olor
a nitrógeno casi inodoro... Otros tres acosadores siguen la misma suerte.
Por un segundo toda la caterva se detiene: los efectos de esa espada los
asusta, pero sabiéndose numerosos continúan con su loca carrera, rodean
al desconocido y lo recapturan no sin una docena de muertes más. A esa
masa sucia y peluda le fue indiferente la muerte de los suyos, en este
último acto, más tarde se alimentarán con ellos: no pueden desperdiciarlos,
no está en su naturaleza tal, por el momento es más importante la exótica
vianda que tienen entre manos.
La espada caída en el piso, se apaga volviendo la incandescente
hoja al interior del mango. Este detalle atrae la atención inquisitiva de un
homínido demasiado curioso, levantar el mango se le convierte en aventu-
ra. Trata de conseguir la mortal hoja; gesticula de mil maneras, si con ello
pudiera ayudarse, sin resultados esperados tras una última intentona con

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los dientes, insatisfecho lo guarda como recuerdo. Se frota las encías
adoloridas como si con ello justificara el precio de su “investigación”.
La sucia muchedumbre vuelve a colocar al cautivo en el mismo
lugar de donde escapara. Engrosan las cuerdas. La interrumpida orgía
continúa.
En la alfombra sucia sobre la que está recostado Perseo, hay una
triste mezcolanza de huesos; en ella son reconocibles, y las hay en abun-
dancia, los de los homínidos muertos. Muertos en accidentes, en peleas, o
sacrificados en aras de dar alimento a su especie. En la mezcolanza hay
huesos desde poco menos que pulverizadas y ya difíciles de diferenciar
del légamo amarillento, hasta las recientes con tuétanos sangrantes. No
hay gusano alguno en ese lugar de ceremonias fatuas, porque también
esos bichos son parte del festín inmediatamente de aparecer alguno entre
los huesos. ¿Qué significado provechoso tienen los huesos en el lodazal?
Es posible que sólo la poesía lúgubre o la filosofía sombría o la sicología
llorosa le encuentren un lugar entre sus renglones. Huesos... Huesos...
En algún momento viene un eclipse total del bullicio, nada suena
ni siquiera las respiraciones que segundos antes resonaban como fuelles
con el ímpetu de la adrenalina desbocada. La respuesta a este silencio
pronunciado se encuentra en la oscura boca de una cueva, ornada por
grandes huesos y esculpidos con grosería. De ella sale algo parecido a un
corpulento primate que lleva un pectoral de huesos pequeños como distin-
tivo, caminando con pesada lentitud a través de un callejón que sus hues-
tes le van formando, se acerca a la meseta; el repulsivo olor que se levan-
ta de su pelambre mohosa, gusta a su gente, es el perfume ideal del poder
para ellos.
No ha quedado ninguna hembra en el sucio lugar ceremonial.
Aquellas que conformaban la horrísona orquesta han sido obligadas a re-
legarse con las demás de la muchedumbre; los muy jóvenes las han segui-
do hasta lo hondo del laberinto de cuevas con aspecto de hormiguero; de
las hembras se espera absoluta sumisión. Tal vez alguna de ellas, impulsa-
da por la curiosidad o sin darse cuenta, se ha acercado más de lo debido
en lo indebido, y al ser descubierta ha sido golpeada y arrastrada hasta ser
desaparecida en las umbrosas oquedades cercanas. Esta crueldad arran-
ca sonidos diferentes en el silencio obligatorio. Es de suponer que de ha-
ber crías, deben estar encerradas con sus madres o reunidas en primitivas
guarderías.
A una veintena de pasos, detrás del rey, surgen varios homínidos
llevando en brazos a otros tantos pequeños de su especie. Llegando el rey

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a la meseta, de entre la profusión de huesos y lodo, levanta un cetro blan-
cuzco: un hueso largo, en cuyo extremo más voluminoso tiene esculpida la
cabeza de un felino gruñón a la vez que lleva incrustada una filuda y pesa-
da astilla de vidrio volcánico que la asemeja a una rústica lanza. Cuando
ese singular hueso es levantado a lo alto, la muchedumbre se prosterna, y
con un par de golpes del mismo hueso con otros huesos la muchedumbre
vuelve a su posición original.
Perseo ha comprendido que ese enorme cuchillo está destinado
para hundírsele en el pecho. Rugiendo contra la impotencia suya, y humi-
llado por una irritante molestia en las muñecas y tobillos, advierte dentro
de si una desprevenida iracundia que inmediatamente analiza: “¡Odio!...
Es odio esto que tengo... Estuve lejos de suponer que la tenía. ¡Siento su
salobre sabor monstruoso en mi interior! ¡Lo siento como una criatura
ajena en mi interior! ¡Lo siento pensar y actuar por su cuenta! ¡Horror de
horrores! ¡En estos momentos difíciles ha aflorado!... Odio... ¡Repulsivo
odio! Mi soberbia encendió a mi odio... Soberbia y odio, dos cosas distin-
tas, y vivas, en mi interior...”
Se reinicia la horrible danza. El loquerío tiene la seria aprobación
de esa especie de monarca de torpes movimientos cuyo baile es un pere-
zoso vaivén. El raspido entre sí de los huesos del pectoral susurra una
instintiva admonición. “¡Espanto!”, piensa, Perseo, “¡Espanto! ¡Esos hue-
sos que cuelgan de esa fofa garganta son falanges humanas! ¡Puedo dis-
tinguir entre esos cientos de huesecillos los de un par de manos recién
limpiadas de carnes!... ¿Cómo escapar de aquí?”
Los homínidos, aquellos que llevan los frágiles pequeños en bra-
zos, rodean al simiesco rey bordeando la meseta. “Algo cruel sucederá
con esos pequeños de felpa en algunos minutos...”, presume el cautivo.
“No quiero imaginarlo. ¿Antes o después de mi sacrificio?”
Un gesto del gordo brazo real es el principio de un discurso
intraducible, una serie de agudos silbidos ultrasónicos. Todo individuo man-
tiene una cabizbaja espectativa, vociferando por momentos con frenesí
silencioso; finalmente unos saltos de batracio indican que el “sermón” aca-
bó. Sí, y un total silencio ambiental llena la estancia y todo recoveco apro-
vechable es atiborrado con el manido efecto de angustiosos minutos de
espera; en ese intervalo nada sucede, sólo el prisionero piensa acelerada-
mente y tira de sus ligaduras en una inútil esperanza.
Viene una venia capital de los súbditos y el gordo del pectoral de
huesos toma en ambas manos el pesado cuchillo ritual situándose frente al
prisionero...

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Volviendo minutos atrás, al momento en que Atenea se percata
de la ausencia de Perseo, porque este no respondiera a una pregunta ruti-
naria, ella y sus tres compañeros han desandado con extremados cuidados
la totalidad del camino.
—¡Nada! —prorrumpe la juvenil voz de uno de los hombres—
¡Nada! ¡No está por ninguna parte!
—No es usual en Perseo —interviene otro hombre de voz algo
más madura—. Algo, espero que no sea grave, impide que pueda comuni-
carse con nosotros.
—Es verdad —arguye Atenea y señalando la arenosa orilla del
cenote, incluye—: No ha vuelto por aquí. Pero ¡miren!, aparte de las nues-
tras hay otras huellas de extraños pies descalzos.
Esos rastros que no son suyos desaparecen en el agua y no tienen
retorno. Vuelven a sumergirse con premura.
—¡Utilicen los detectores de calor orgánico! —apura la chica de
lindos ojos verdes.
—Debemos separarnos. El cenote se bifurca.
El agua es diáfana, muy limpia y fluye. La tibia temperatura per-
mite la vida de infinidad de pequeños y grandes seres ciegos y albinos.
Peces óseos, crustáceos e insectos enormes son los principales exponen-
tes de una fauna poco conocida, un “delicioso banquete” para un taxónomo.
Por el momento, los únicos exponentes visibles del reino vegetal, son unos
filamentos hialinos de un metro de largo ondeando sobre el fango y las
rocas, no se ve la presencia de otros individuos de ese reino. La abundante
vida microscópica del cenote, a no dudarlo, también es especial y palpita
con una transparencia cristalina. En este exótico paraíso acuático la pre-
sencia de otros mamíferos esta por verse, es evidente.
—Atenea —llaman a la joven con premura desde la galería con-
tigua—. ¡Venga a ver esto, por favor!
—¿Qué es? —pregunta ella—Descríbemelo si es posible...
—Encontré la ballesta de Perseo.
—¿Nada más?
—Nada más.
—Allá vamos.
Reunidos los del Selecto en el lugar del arma encontrada, conclu-
yen que su compañero fue atacado y capturado por un grupo numeroso de
criaturas casi humanas.

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—No pudo usar su arma —dice uno de los hombres—. Y consi-
derando la extraordinaria rapidez de reacción suya: ¡me temo que quienes
se lo llevaron son criaturas muy hábiles y de temer!
—Creo que se fueron en esa dirección —tercia uno de ellos,
señalando los rastros luminosos que su detector va encontrando
esporádicamente sobre el fango.
—Sí —afirma Atenea—. Se introducen en esa cueva.
Ya dentro de la cueva.
—Esto es un laberinto —atina una voz masculina confundida por
el impresionante número de galerías que les sale al paso—. ¡Marea!
—Vayamos por ese —opina la chica—. Todo indica que pasaron
por ese enorme agujero.
Y tienen que esconderse cuando por fin logran observar a una de
esas peludas criaturas primitivas y la siguen en silencio, comunicándose a
través de señas. En algún momento el homínido levanta una piedra, sacan-
do de debajo de ella un hueso aún con carne cruda y arrancando unos
trozos la mastica. Un minuto después sin haberla acabado la suelta y asus-
tada echa a nadar.
—¡Nos ha descubierto! —apura uno de los hombres rompiendo
el forzado silencio y disparando su ballesta.
Un destello atraviesa a la criatura. Enseguida ella flota sin vida.
—Son muy sensibles... —apura Atenea—. Tienen sentidos bien
desarrollados. Detectó los fotones que despiden nuestras gafas. Es insig-
nificante esta emisión que nos permite ver en la oscuridad, pero aún así los
detectó.
—Atenea, ¿no te parece extraño que sólo hayamos encontrado a
una de ellas? ¿Dónde están las demás criaturas? Las huellas indican que
son muchas, numerosas.
—Debe haber alguna explicación...
En ese momento los cuatro del Selecto pueden escuchar a través
de sus sistemas de intercomunicación una voz conocida. La voz se inte-
rrumpe a cambio de agitadas respiraciones. Ahora pueden seguir hacía la
fuente de esas ondas radiales. Sin ningún contratiempo llegan hasta el
cenagoso ambiente de la meseta y a escondidas presencian el momento
en que el gigantesco rey se apresta a clavar el enorme cuchillo en el pecho
del prisionero. Atenea en rápida acción apunta y dispara su ballesta.
La muchedumbre queda atónita cuando su amo y señor cae de
espaldas derribado por un destello mortal. ¡Ah! ¡El inmortal! ¡Es imposi-
ble que lo luctuoso se ensañe con él! ¡Nada desgraciado lo puede

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tocar!... Se levantará, nada puede contra él. Los primeros en aseverar
la muerte de su adalid son aquellos homínidos que lo rodean sobre la plata-
forma y aterrorizados dejan a los pequeños para escapar rumbo a las
oquedades profundas. Quizá así huyan de esa suerte que el instinto les
dice: ¡Está presente la muerte, en su peor forma! Los demás permane-
cen petrificados de espanto. ¡Ah! ¡El inmortal! ¡Es imposible!... ¡Leván-
tate!... Sin una voz con suficiente autoridad que les ordene lo que deben
hacer, esperan confundidos... hasta que alguien demasiado tímido pero
armándose de valor y con mucha reserva, sube y comprobando que el
enorme corpachón está exánime e indefenso le hunde el enorme cuchillo
una y otra vez, luego ensangrentado se presenta como el nuevo rey.
La muchedumbre levanta los brazos repetidas veces, con la acep-
tación. Echan de sus gargantas un inaudible chillido intolerable, capaz de
causar la migraña más persistente:

¡Así lo queremos! ¡Así!... ¡Viva el rey!

Jolgorio. Muerto el primer jerife es olvidado de inmediato.


Los cuatro del Selecto, han continuado acercándose sigilosamen-
te hasta situarse a pocos metros de su compañero preso. Eliminan al nue-
vo rey cuando se disponía a acabar con la tarea inconclusa de su predece-
sor. Y aprovechando la nueva sorpresa general, cortan las ligaduras de
manos y pies del preso.
—¡Vamos, Perseo! —apremia uno de los hombres— Es el mo-
mento de irnos. Antes que la chusma de peludos reaccione. Tenemos el
camino libre para salir de aquí.
—¡Me alegro...! —responde el aludido— Ya me temía...
—¡Por aquí! Tras esas rocas nos esperan... nuestros compañe-
ros, protegiéndonos con sus ballestas.
Reunidos los cinco del Selecto, se escurren. Muy cerca de aban-
donar el conjunto de cuevas un bramido les hace voltear. Y lo que ven les
hace presumir que es el día menos afortunado para los homínidos: Un
mamífero acuático de unas diez toneladas, una variedad ciega de pinnípedo
carnívoro, se adentra en las cuevas buscando alimento. Evidentemente la
ceremonia y los inesperados acontecimientos que han acabado con la vida
de dos de sus reyes han sido la causa de un descuido imperdonable.
El voluminoso carnívoro no anda solo y:
—¡Cuidado Justo! —grita Atenea sin encontrar un ángulo para
disparar— ¡Otro de esos monstruos carnívoros está tras nuestro...! ¡Tras
tuyo...! ¡Retírate!

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—¡Oh, no! —asume Perseo con una mueca de desagrado, vien-
do como su compañero, tardemente alertado, es cogido por el hocico del
predador.
El mismo monstruo, soltando su presa, se lanza en pos de Atenea.
—¡Te será imposible, amigo! —susurra la joven esquivándolo.
Desafortunadamente golpea su ballesta con una roca y la suelta. Apurada
saca el mango que luego se convierte en espada.
El carnívoro es muy rápido y ya no está interesado en la chica; se
escurre sin ser tocado por el arma luminosa de la joven.
Perseo dispara al pinnípedo una andanada de saetas sin encon-
trar blanco. Luego exclama:
—¡El monstruo es demasiado rápido...!
—¡Se me hace difícil creer que haya alguna criatura capaz de
eludir saetas...! —arguye Atenea.
—¡Y ha desaparecido de nuestra vista!
—Tiene sentidos muy desarrollados. Posee un sonar muy sensi-
ble y es muy inteligente. ¿Acaso pudo sentir los diminutos sonidos de dis-
paro y determinar su trayectoria con anticipación?... La bestia es intuitiva,
pudo leer los humores que dejan fluir nuestros pensamientos.
—¿Acaso nos está indicando que hay otras criaturas con esa
velocidad... e inteligencia? De ser así...
—¡Puede volver! —apura Atenea— ¡Otra vez no podrá sorpren-
dernos!...
La bestia no vuelve.
Justo está herido y grave. Es llevado con premura fuera del cenote.
Una vez allí es depositado con delicadeza sobre el blanco piso de arena
húmeda. Las especiales ropas han impedido la penetración de los dientes,
pero no han podido frenar la enorme presión de la mandíbula de varias
toneladas por centímetro cuadrado; induce a admitir sin equivocaciones
que bajo las costillas rotas, órganos vitales han sido dañados de manera
irreparable. Una palidez mortal empieza a madurar en la masculina faz de
Justo; este, teniendo cabal conciencia de lo que le viene, y mientras espe-
ra, decide alejarse del dolor, lo abandona voluntariamente y se sume en
una calma soporífera. Sus respiraciones se van acortando progresivamen-
te y de manera controlada; poderosas endorfinas secretadas voluntaria-
mente inundan su maltrecho cuerpo. En algún momento su fija mirada se
pierde en las brumas de un vacío sin explicación, para volver enseguida
con un respingo de lucidez. En ese momento de vacío fugaz parece haber
visto un personaje… familiar y amistoso, con difusas ropas y rostro de

95
esqueleto: es normal que aparezca en momentos como el que experimen-
ta.
Atenea, Perseo y los dos hermanos: Glauco y Caesar, contem-
plan, sin poder evitarlo, como ese cuerpo magullado se va poniendo inmó-
vil. Pronto el frío lo habrá arrastrado con sus imperdonables dedos a su
reino permanente. Los cuatro amigos se sientan en el piso como los
cenobitas de secretos templos; forman una cadena circular, así buscan
alcanzar las deliciosas esferas de la meditación. En algún momento ellos
abandonan la rígida materia de sus cuerpos para flotar sin peso en el am-
biente astral ya violáceo y tenue cercano al moribundo. Al reconocerse
mutuamente, comprenden que deben esperar por su amigo, en algún mo-
mento abandonará su malogrado cuerpo.
Dentro del exánime cuerpo, un habitual fenómeno está sucedien-
do. Muy dentro de lo que en vida se llamó Justo, sucede una retrospección
rápida. Toda una vida es rememorada en minutos, revivida en sus mínimos
detalles; le vienen recuerdos sobre hechos sucedidos mucho antes de su
nacimiento, luego en su etapa fetal, su primera infancia, la pubertad... para
finalmente concluir con el fatal incidente que lo llevó a la muerte. Pese a
su intachable conducta, muchos aspectos de su vida le son reprochables,
una asombrosa imparcialidad se adueña de sí acusándolo implacablemen-
te: “No sólo se paga por el mal hecho, sino también por el bien que no se
hizo pudiéndose hacer”. Todas sus acciones son pesadas dentro de sí por
una balanza omnisciente, toda máxima que utilizó en vida para juzgar a
otros y para justificar sus acciones se convierte en una regla para medirlo:
“No hagas con otros lo que no quieras que hagan contigo”, y así por el
estilo.
“Una ley superior lava a una ley inferior”, resuena en el interior
del cadáver como queriendo completar un dictamen final, “El león de la
ley es derrotada por la balanza”. El sonido de un luminoso rayo lo despe-
daza en dolorosos fragmentos, para enseguida expulsarlo del maltrecho
cuerpo casi frío. Su memoria no olvida nada de lo vivido en ese lapso de
tiempo de recordares y lo guarda en secreto como un tesoro invalorable.
¡Ah, maravillas!
Atenea, Perseo y los otros dos hombres del Selecto, con sus su-
tiles cuerpos astrales, ven como del cadáver empieza a brotar una luminis-
cencia vaporosa con el aspecto que tuvo en vida; se eleva con suavidad.
Mientras que en ellos un tenue cordón plateado los ata inherentemente a
sus cuerpos físicos, en el desencarnado no hay tal: aquél personaje con
rostro de esqueleto, ha cortado ese cordón, es lo usual, no hay preocupa-

96
ción por ello y ya carne y cuerpos sutiles son dos cosas aisladas, separa-
das. El cuerpo físico se descompondrá y volverá al polvo rápidamente, su
personalidad correrá la misma suerte desapareciendo en un lapso mayor
de tiempo y hasta es posible que esta vague sobre su sepulcro...
Surge una poderosa luz blanca e ilumina todo el ambiente astral.
Lo ilumina como una bendición celeste. Sin mucha espera, de dentro de
esa luz, brota un inmaculado ser de características edénicas.
—Justo —dice Atenea, vocalizando preciosas sensaciones—, ya
vienen por ti.
La voz femenina en esas esferas tenues tiene la sonoridad de un
canto divino.
—Sí —responde Justo, embargado de sensaciones deleitosas que
sólo cuando falta el cuerpo físico pueden sentirse—. Es el momento de
irme.
Sí, y el ser de luz se le acerca sin preámbulos. No hay secretos
para todos ellos. ¿Cómo explicar lo inexplicable?
—Bien divino Vairokhana —suspira Justo—. Estoy dispuesto a
seguiros.
Para el fallecido lo que experimenta es nuevo pero ya tenía infor-
mación de lo que le vendría una vez desencarnado. La intensa luz blanca
le sugiere adentrarse en sí mismo; estimula profundas sensaciones olvida-
das para su memoria, permanentes en su corazón. Así trae a sus recuer-
dos esos momentos en que se miraba las manos, de niño, sintiéndolas no
suyas, ajenas; se esforzaba temeroso de entender el porque le habían dado
un cuerpo que no le correspondía. ¿Qué le decía que se merecía otro? ¿O
acaso se encontraba en un sueño del que podría despertar en cualquier
momento? Una sensación de miedo lo enervaba enseguida: se suponía
surgiendo como ser inteligente, poco a poco, de la nada a través de millo-
nes de años, y viviendo luego otros tantos años para desaparecer en la
nada para siempre. ¡Para siempre!, aterra eso; un concepto que podría
conducirlo hasta la locura. ¿De que sirve la vida, si desaparecerá para
siempre del universo? ¡De que sirven sus dioses o sus inventos parecidos,
si todo se hundirá en un vacío inexistente... sin retorno? ¡¿De que sirve
eso..., todo; todo lo conocido y lo que no se conoce, si todo es inútil, que se
perderá para siempre sin que nada ni nadie lo recuerde?! ¡Horror! Razo-
namientos que lo introdujeron en un materialismo insipiente donde toda
respuesta se fundamenta en el tiempo y en el espacio: ¿Qué hubo ayer?
¿Qué será de mañana? ¿Qué hay más allá de lo pequeño? ¿Qué hay más
allá de lo grande? Y el terror se incrementaba cuando sus febriles palabras

97
gritaban: ¡Si dios apareció allá en lo lejano del tiempo, no importa cuán
lejos, también desaparecerá en el futuro...! ¡Y con él, todo desaparece-
rá...! ¡Nada existe! ¡La realidad es ilusoria, es ilusoria la autorrealización!
Dudas y más dudas; un poco antes de su ingreso al Selecto se le dio la
oportunidad de aclararlas, no del todo, recién se iniciaba y una década es
muy poco tiempo para ello. Ahora frente a ese magno ser, sus dudas son
aniquiladas; su análisis supera lo tridimensional, alcanza la amplitud de lo
tetradimensional y está a un corto paso de injerir en lo pentadimensional.
La luz de ese venerable ser posee una longitud de onda imposible
de conceptuar por la lógica humana, tal vez la poesía en labios singulares
lo exprese de una manera burda al decir que tiene una perseverante pre-
sencia de millones de años. Una luz originada mucho antes, ¡muchísimo
antes!, que se asentarán los cimientos del actual sistema planetario solar.
Brilla abarcando un inmenso diámetro...
—¡Amigo! —dice Perseo dirigiéndose a Justo— ¡Volveremos a
vernos! Es maravilloso como brilla tu entorno...
Mientras algo parecido a un túnel de luz toma forma vaporosa;
allá dirigen sus pasos el magno ser y su acompañante del momento.
—¡Sí! —replica este— Estaré bien. ¡Volveremos a vernos, la
recurrencia nos reunirá!
—Adiós —suspira Atenea, con tenue pesar.
Del túnel viene una sinfonía maravillosa, suave y refrescante. Y
luego todo aquello, que no sean los cuatro del Selecto en estado sutil,
desaparece...

98
CAPITULO VIII

EL FANGO

Una caida de agua en medio de la oscuridad, es un detalle


muy bello instilado por la Naturaleza; una gema escondida. Escurre sobre
un lecho de macizo mármol blanco, evita las innumerables columnas de
vidrio natural que llegan hasta el techo ya bajo en esa parte de la gruta
antes de llegar hasta un trampolín de maciza roca y saltar 50 metros hacía
abajo. Allá en el fondo, el agua ha horadado, a través de miles de años, en
el fondo blanco de la cascada, una docena de hoyas circulares de diferen-
te diámetro y profundidad y los utiliza de la mejor manera que pudo encon-
trar: como un instrumento musical. La sinfonía que emite es bella, susu-
rrante, que puede ser discernida por sentidos muy sensibles en momentos
de calma total; evoca a un día soleado en medio de un fresco bosque con
su innumerable fauna. Trae matices sonoros en las que madurado el día
aparece una especie de animal muy original, luego de recorrer una meta-
morfosis compleja... El inicio de esa metamorfosis se sucede en un desier-
to recién escogido por el delicado gusto de la naturaleza. Cae una gotita de
agua, diminuta para ser verdadera y en vez de empapar y perderse en la
arena y el polvo o evaporarse en el aire, se mantiene entera e iridiscente
ante los primeros rayos de un sol con anhelos maravillosos; los vientos
perfumados tienen la esencia de oraciones arcangélicas. En ese temblan-
te milagro de cristal, unos amorosos dedos etéreos, colocan dos diminutas
células casi síquicas, poco menos que materiales: hembra y macho. La
gota es un océano para ellas. Hembra y macho se convierten en una
cuando se materializan y este connubio las multiplica. Llegan otras gotas y
la pequeña antecesora se transforma en charco; las criaturas que alberga
deben ser protegidas por sombras frescas, el sol aún no debe verlas, las
destruiría; desideratos cósmicos están a su favor, y otras criaturas invisi-
bles a punto de irrumpir en cuerpos celulares físicos retozan con infinita
inocencia en sí. Cuando la gota se ha transformado en algo parecido a un
lago salobre, también llegan intensas lloviznas. Enseguida relampaguea el
cielo con su contento sideral y el verbo truena. Ya moluscos de cristal
abundan por doquier. ¡Ah, se suceden suspiros celestiales, delicados y

99
maravillosos sonidos venidos de lo desconocido! Cuando la gota se ha
transformado en glamoroso océano, algunas criaturas abandonan el agua
paulatinamente; una vida anfibia va eliminado sus branquias y empujándolos
a vivir permanentemente en tierra... Todas las criaturas evocadas por la
extraordinaria sinfonía poseen etéreos cuerpos de fino cristal transparen-
te. ¡Delicia audible! ¡Inmensurable! ¡Ah, viene la insuperable sonoridad
de los saurios y de su dominio!... ¡Y, sin duda no hay nada más magnífico
que esas volátiles aves traídas en un siguiente episodio y llevadas por los
suspiros...
—Es maravilloso este lugar —suena silenciosa una voz masculi-
na sin poder esconder su pasmo—. ¿Me equivoco, Atenea?
—Es verdad Perseo —responde la amazona—. No te equivo-
cas. El bosque de Piedras es una maravilla exclusiva en este mundo de
sombras perpetuas.
—La historia... Mejor dicho, la leyenda no es justa con el nombre
que le ha dado. Más bien debería llamarse El Bosque Encantado.
Atenea calla, nada en ella denota que haya asentido o negado ese
comentario.
En ese instante la sinfonía trae a escena la fragancia y el deleite
de unos pétalos en la pulcritud de una evanescente florecilla. Un suspiro
con alas transparentes de mariposa se posa por encima de ella.
—Atenea —vuelve a importunar la voz masculina—, me queda-
ría para siempre en este lugar... si no tuviera otros deberes y obligaciones.
¡Ah, qué delicia! Desde niño he soñado con un lugar parecido, un pedazo
de paraíso en la tierra. Vivir en ella...
—Sin duda Perseo —asevera la chica—. ¡Es un lugar maravillo-
so! Todo está saturado por augustas corazonadas.
—En mis tiempos de ocio me dediqué a componer algunos versos
aludiendo a estas bellezas que aún no presenciaba. Por ello me sentía
ufano, vanagloriándome: “¡Mi sensibilidad es lo máximo!” Pero ahora, re-
cién, me doy cuenta ¡que no era tan sensible como creía entonces! ¡No
hice justicia a estas maravillas!
La mariposa con su polínica trompa ha convertido la flor en capu-
llo. Y el capullo inflándose como una burbuja de cristal se eleva hasta
desaparecer en los aires. Una brocha con los colores del arco iris salpica
y sus numerosas gotas coloreadas, cayendo en suelo abonado por silbidos
estelares, se transforman en mamíferos.
Son detalles musicales de la majestuosa sinfonía. El gran océano
se disuelve en efluvios cromáticos. Un grandioso pincel coge eso efluvios

100
como si fueran frescas pinturas y con ellas crea, untada tras untada, una
lozana floresta que será la cuna de un animal especial. Es indispensable la
vida madura..., así culmina la metamorfosis.
—Me agradezco el haber venido... —se oye la voz grave del más
joven del grupo—. Nada de lo que haga o haya hecho podrá pagar lo que
me toca “presenciar”... aquí. Es un regalo inmerecido.
Atrae todas las miradas. Es una sorpresa, y viene del siempre
silencioso Glauco.
—Sí —prosigue con un tono sobrio—. Soy afortunado. Tengo a
un poeta conmigo, alguien cuya sensibilidad supera a la sabiduría..., y com-
parto la compañía con una chica, la más bella chica, la campeona de artes
marciales y experta en el arte de la pintura... a la vez que tan humana y
con sutil virtuosidad interna... por decir lo menos. También me acompaña
mi hermano, que con su presencia me recuerda a mi extinto padre... es
una imagen viva de mi padre —luego como recordando prosigue—: ¡Agra-
dezco a aquellos ángeles que dirigen los destinos del mundo! ¿Gracias a
ellos, tengo todas estas oportunidades para vivirlas! No me es ajena la
música. ¡La gloria que brota del torrente y de la cascada! —e incluye
unos versos—:

Amor hay en ello,


como en un grano de arena,
Como en la suave piel de un niño
y la lágrima que origina.
Hoy tengo que caminar otra vez
y dejar mis huellas que el viento borró...

—¡Magnífico, hermano! —exclama Caesar lleno de emoción—.


¡Magnífico! Ese primoroso fragmento de poema en tus labios se convier-
ten en perlas... ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí: La afirmación!
Perseo sabe que ese poema es suyo. “Todos” saben que es un
poema suyo.
Y la sinfonía del río, detalla esta vez, con sus invisibles caracte-
res, el nacimiento de un niño luego de una gloriosa y escondida vida fetal.
Gime el niño; su primer bramido es sagrado... Y flota el niño, se diría que
vuela liviano como los pensamientos altruistas y los sentimientos sinceros.
Sonoridad de ilimitado significado.
Los del Selecto atraviesan las cortinas cantarinas, deben trepar
por la resbalosa pared de la caída para continuar con su camino. En medio

101
de esa excepcional belleza natural también acecha la muerte. Sí, y de la
manera menos esperada: Glauco ha decidido darse un duchazo, ha subido
sobre una roca empinada donde el chorro de agua es el apropiado, y en
ella ha apretado un botón de su traje quitándole la impermeabilidad. Ense-
guida infinidad de poros en el negro material dejan penetrar el frío líquido
hasta su piel. Glauco se estremece de pies a cabeza con un deleitoso
temblor. Inmediatamente después un potente chasquido lo golpea y estruja
haciéndole perder el conocimiento.
La gran sinfonía parece enloquecer. Sin sentido empieza a pulsar
notas fatales. En un esfuerzo titánico trata de corregirse pero la desarmo-
nía es inevitable. Los detalles sonoros se transforman en ilógicos mons-
truos con acción destructora. Empeora cuando Glauco, pese al supremo
esfuerzo de controlarse, cae en una de las hoyas circulares y somnolento
asevera que todas ellas están constituidas por otros agujeros mucho más
pequeños por las que circula raudamente el agua. ¡Es imposible que la
docena de hoyas hayan sido causadas por la erosión: son artificiales! Quién
las hizo, en lo remoto del tiempo, debió utilizar las herramientas de una
genialidad excepcional.
Atenea, Perseo y Caesar, recién relacionan ese factor mortal con
la ausencia de seres vivos. ¡No hay ninguno hasta más allá de los alcances
de la música o sea dentro de los 500 metros de luz de esa parte de la gruta
o mucho más allá de ambos lados de la misma! El fino instinto de los seres
vivos que medran en esas oscuras profundidades los ha puesto lejos del
alcance de esa música. Basta que un cuerpo o un objeto cualquiera, por
muy pequeño que fuere, interrumpa ese flujo para que lo luctuoso se haga
presente con todo sus efectos...
¡Horror! ¡Lo orgánico sufre terribles dolores! Los nuevos soni-
dos enferman. Para empezar vienen espantosos dolores de oídos, se con-
tinúan con zumbidos capaces de romper en pedazos la caja craneana.
Atenea trata de contener esos dolores, inútilmente, cogiéndose de ambas
sienes; eso no es todo, también siente estrujársele los hombros y algo así
como si le aplastaran el pecho con una prensa de acero candente. Sacan-
do lucidez, en ese instante de torturas enloquecedoras, ve como Perseo se
ha arrodillado con la cabeza entre manos y rodillas, gimiendo y Caesar se
revuelca neurótico. Ella comprendiendo la gravedad del momento, recurre
a su fuerza interna, así obvia sus agudos malestares y con lentos movi-
mientos, como los de un autómata, se zambulle entre la efervescencia que
intenta arrastrarla; busca a Glauco con vehemencia, lo encuentra desma-
yado y hundiéndose paulatinamente; lo coge y luchando trabajosamente
contra la succión lo pone a salvo.

102
El estruendo infernal continúa sin mengua. La joven sin poder
soportar por más tiempo ese castigo, cae de rodillas, agotada su rebeldía
se sume en un letargo... profundo.
¿Qué es eso oscuro e irracional?... ¿Acaso la muerte? ¿Es ese
vacío infinito e insondable la muerte? ¿Es eso cantado por bardos ebrios,
que nada saben de sí mismos o es aquello ineluctable que la esquizofrenia
sabe encontrarle lugar? Al parecer estos últimos tienen toda la razón, pero...
Atenea recobra el conocimiento. Su primera mirada enfoca a un
Caesar inconciente y boca abajo sobre unas lajas. Cierta lasitud en sus
músculos adoloridos la obliga a desentumecerse como los félidos, a masajear
su dolor muscular. Luego se aproxima a Perseo quién intenta reanimar a
Glauco.
—¿Esta bien Glauco? —inquiere ella.
—No... —responde Perseo.
—¿Qué tiene?
—Su corazón apenas palpita...
—¿Nada grave?
—Es muy grave. Me cuesta decirlo.
—¿Qué dice el Detector Vital?
El Detector Vital es un minúsculo instrumento, incluido en todas
las vestimentas, de color azabache y con silueta de escarabajo. Actúa
colocando la palma humana sobre el herido.
—Diagnostica un enorme glioma en la base del cráneo —suspira
Perseo—. Se me hace difícil aceptar que fuera causado por el chapuzón y
los ruidos “locos”. Debe haber tenido una predisposición para tal, de lo
contrario, nosotros también estaríamos en la misma situación.
—Cuanto me gustaría que estos aparatos… estuvieran averia-
dos. Estoy rogándolo...
—No lo están. El calibre dice que todo en ellos funciona de ma-
nera normal.
Caesar vuelve en sí. Sentándose le toca presenciar, con ojos de
ebrio, el drama de su hermano. Hay incoherencia en sí. Busca una res-
puesta en los recuerdos recientes, debe ubicarse en lo real.
—Pero... ¿qué esperamos? —grita la chica con serenidad y re-
solución—. Este es un lugar demasiado peligroso para reponernos. ¡Aban-
donemos este lugar, ahora mismo!
Y le tiende la mano al momentáneo amnésico que luego recorda-
rá todo.

103
Cargan con Glauco, llevándolo en vilo. ¡Lo que pesa una persona
inconciente! Con los límites del Bosque de Piedras la sinfonía también
queda atrás.
Ahora el silencio pesa y está empapada de pegajosa humedad.
Unos goterones provienen de lo alto semejando a una lluvia, mojan toda
superficie. El fenómeno es comprensible si se tiene en cuenta que una
ráfaga permanente de viento muy húmedo y cálido inunda esa parte de la
gruta. Al chocar ese viento contra la superficie fría del techo, que está por
sobre los 100 metros de alto y de sus paredes, se condensa para luego
desprenderse y caer en forma de gruesas gotas. Esa lluvia ha formado un
fangoso lecho, por donde tendrá que cruzar la expedición, y tapiza el piso
en una extensión de muchos kilómetros a lo largo de la oscuridad.
El fango muestra una engañosa superficie rasa, esconde un fon-
do rocoso de variada profundidad. Glauco acaba de expirar.
La llovizna moja el rostro del difunto. Perlas líquidas destellan,
pese a la oscuridad, en la serena frente. Luego de una breve ceremonia
fúnebre, acostumbrada en estos casos por ellos, Perseo rompe a hablar
con voz serena y pausada:
—Caesar, es el momento de incinerar el cuerpo de tu bienamado
hermano.
El aludido parece pensar su respuesta por un momento. Luego:
—Sí —dice, todavía pensativo y añade—: Le cedo esa facultad
mía a Atenea y...
—Mira... Caesar —arguye la amazona—. Es un honor para mí.
El mejor que me hayan dado. Pero es a ti a quien pertenece este... amoro-
so acto; como bien lo sabes es parte de las tradiciones de familia. No te lo
evitaría por nada de lo que existe.
—Sí, Caesar —interviene Perseo—; es a ti a quién corresponde.
—Pero...
—No insistas. Podrías lamentarlo más tarde.
Y Caesar sin más alternativa, inclinándose, hace desaparecer la
tapa donde se encuentran los mandos del traje del difunto. Y pulsa uno de
los botones diciendo:
—“Del polvo fuiste tomado, y al polvo vuelves...”
Dentro del traje se sucede un relámpago. Parece que se hinchara
su estructura negra para luego arrugarse flácido e incinerarse también...
como el cuerpo.
“...al-polvo... vuelves...”: Remeda la umbría. Algo despierta en
la gruta: un ente síquico, y los tres compañeros y amigos lo intuyen des-

104
confiados. Ese “algo”... empieza a contemplarlos en medio de la oscuri-
dad de manera enigmática. Es desconocido, no hay manera de identificar-
lo racionalmente, ni ubicarlo.
“...Del polvo fuiste tomado…”: Rezonga ese “algo”... Dentro
de la umbría, repite esas palabras como si ellas hubieran tenido la magia
de despertarlo. Lo remeda con desconocida alegría, gustándola para sí.
Trema la estancia, reverberando ecos síquicos.
Voces. Voces... Tan sólo voces... rebotando entre las paredes.
Voces que no pueden ser captadas por oídos normales. La intui-
ción es la única que puede percibirlas. Voces, que en realidad son sensa-
ciones; o son sensaciones que hacen ruido. Ruido síquico, ruido
atemorizante. Un vendaval de sonidos que auspician la neurosis. Ruidos
inaudibles...
La preciosa chica y los dos varones, comprendiendo que no hay
tiempo que perder ya chapucean en el lodazal abriendo un camino.
—¿Es que tenemos que cruzar toda esa enormidad de pantano...
a tientas? —apura Caesar.
“A tientas”, significa para Caesar, estar vendado por los instru-
mentos para ver en la oscuridad y ahora añadido por el detector de super-
ficies sólidas dentro de sustancias viscosas.
—No tenemos otra opción —rezonga Perseo—. A mí también
me gustaría poder ver con mis propios ojos, sin necesidad de aparatos.
—¡Dios mío! Allí... puede estar escondido, fácilmente, cualquier
criatura comedora de carne... Algún “bicho” carnicero. No quiero ser
parte de ninguna dieta…
—Nuestros detectores de movimiento y calor nos avisarán de
inmediato su presencia.
Caesar, conoce el alcance de su indumentaria y de sus aditamen-
tos. El temor y la duda le hacen expresarse de esa manera.
El fango hace imposible un deslizamiento ideal; la superficie dura
no es uniforme. Por momentos el fango parece reducirse a escasos centí-
metros, llegándoles hasta los tobillos y pasos adelante se convierte en un
hoyo de metro y medio de profundidad. Media hora más tarde Caesar es
el primero en desaparecer bajo el cieno tras un mal paso, patalea a ciegas
entre la viscosidad intentando salir a flote. ¡Horror! y unos sonidos lasti-
meros le inundan el cerebro, sin poder evitarlo empiezan a afectarlo agui-
joneándole el asiento íntimo de sus sensaciones y cogitaciones, luego le
incitan a aceptar dolores ilimitados: debe olvidarse de sí mismo y sucum-
bir. “¡Imposible! ¡Soy más fuerte que una simple locura y unos pequeños

105
dolores”, protesta, en el momento en que el fornido brazo de Perseo lo
sube a la superficie y puede distinguir en un chispazo momentáneo al cau-
sante de esos sonidos tristes: aquél flota sobre los vapores descompuestos
del legamal. ¡Se estremece brutalmente!
Perseo siente la conmoción del joven y le pregunta:
—¿Qué sucede?
El joven dubita, y ante una insistencia sin palabras trata de ser
coherente:
—¡Eh! No sé...
—Sin duda es la extraña presencia... misteriosa que todos senti-
mos. Nos observa desde que ingresamos a este fangal. ¿Me equivoco?
—No... No se equivoca. Sin duda la poesía da extremada sensi-
bilidad... Lo hace a uno muy receptivo a lo tenue... Y yo...
—Caesar, ¿qué fue lo que viste?
—Es... difícil definirlo en palabras.
—Haz un esfuerzo. Debes saber que es importante. De ello pue-
den depender nuestras vidas.
El joven calla, porque sabe que lo que diga también informará a
esa “cosa” ambiental que los observa con sus ojillos oscuros. Él quiere
tener secretos, y sólo puede concluir:
—Es... ¡una monstruosidad!
Esas palabras parecen ser del agrado del ente síquico: “¡Téman-
me! ¡Sí! ¡Sí!”. Son cuitas severas: “¡Témanme!...”
El fango parece cobrar vida. Palpa a los aventureros con unos
grotescos dedos síquicos poco menos que materiales. Los paladea con su
paladar maloliente y con fruición. Y los huele sin mesura como lo haría un
perro hambriento ante una apetecible presa. Sin duda de esta forma cono-
ce a las cosas, o como en este caso a las personas. Tenebroso trata de
encontrar debilidades para estimularlas hasta el hastío; debe conseguir
una claudicación total.
Hasta el momento Atenea ha sido inmune a esos achaques. A la
cabeza del pequeño grupo, ha tenido que retroceder muchas veces bus-
cando una senda firme. Sus detectores han creado un mapa del terreno
anegado, pero una intensa alteración síco-magnética, los hace enloquecer
intermitentemente. La joven se ve a sí misma como una de esas hormigas
en camino hacía sus despensas luego de un día lluvioso. Aquellos insectos
evitan el piso anegado y fatal para abrirse paso, lo intentan mil veces hasta
conseguir una senda segura: ya utiliza una brizna de hierba como puente o

106
un pedazo de tallo reseco y remojado recientemente, ya una brillante
piedrecita pulcro por las bondades del agua.
En algún momento de las profundidades del cieno han brotado
innumerables burbujas. En el interior de estas han subido unos viejos háli-
tos, una herrumbre inquiriente del ente síquico, carga con una abundante
provisión de lujuria y trata de humillar toda castidad despreciándola. Execra
los órganos genitales de los aventureros considerándolos inútiles y moles-
tosos. ¡Elimínenlos de ustedes!, grita. ¡Sólo las bestias lo poseen y
usan! ¡Es el sustento de las bestias...! ¡Son el origen de todos los
males!... Es drástica, llena de cinismo. ¡Anuladlas!... ¡Extirpadlas!...
Cada paso de los aventureros es una respuesta contundente con-
tra esa monstruosidad sugerida:
—¡El sexo denigra! —grita esa herrumbre volatilizada.
—¡El sexo... la fuerza sexual... —afirma la beldad con sus deci-
didos pasos, y segura de sí—, es la más poderosa de todo el Universo!
—¡Pestes! —replica la horrenda voz— No sirve para nada.
¡Para nada!
—Es la originadora de todo lo existente.
—¡No... sirve! ¡Para nada sirve! Si te castraran vivirías igual.
—Las magnas galaxias, al igual que el humilde insecto, vienen
por ello. Nacen por ello. Dios crea por el sexo. Castrada, nada tiene vida
real.
—¡Males!... Y ¿para que vienen a la vida si no es para su-
frir? ¿Si no es para acumular dolor y más dolor a cada instante? ¡He
visto nacer a una criatura, la he visto crecer entre sufrientes conmo-
ciones físicas y emocionales; debe alimentarse, ¡asco!, para reponer
lo que gasta y expulsa de sí, ¡asco!... ¡Se aparea utilizando esos “su-
cios objetos” que llama órganos sexuales! ¡Se gesta sufriendo! Lle-
gado el momento muere: ya es polvo. ¡Inútil polvo!
—La vida es una escuela, y el sexo es el mejor instrumento para
responder adecuadamente el gran cuestionario que entrega.
—¡Enfermedades! ¡Dije que todo acaba en polvo inútil!
—Las formas primitivas siguen por el camino del sexo resolvien-
do el cuestionario que le ofrece cada vida, deben subir escalones
concientivos. La naturaleza con toda su sabiduría los va llevando de la
mano hasta cierto momento en que alcanzan las formas superiores...
—¡Locuras! Y sufren. ¡Y sufren!

107
—...Llegará el momento en que aquello, que empieza en forma
sencilla, pueda valerse por sí mismo y entonces podrá elegir el camino que
desea seguir...
—¡Dolores! ¿Qué camino? ¡Eh! ¿Qué camino? ¡No veo nin-
guno!
—El camino de los ángeles... de los dioses. El de los ángeles y
dioses sinceros o el de los ángeles y dioses mentirosos.
—¡Heridas! En todo lo que llevo de existencia no he visto
nada de eso. Y menos había escuchado algo parecido.
—¡Porque eres una aberración sexual!
—¡¡Canceres!! ¡¡Esa, es una ofensa; la peor ofensa que yo
haya podido oír!!...
—Es la realidad. Sencilla y simple verdad.
—¡¡Canceres!! ¡Yo... ¿yo una aberración sexual?!! Es impo-
sible... ¡No recuerdo haber nacido!...
—¿Es posible...?
—¡Neurosis! ¡No tengo progenitores! ¡Soy eterno! ¡Soy in-
mortal!...
—No eres eterno... En algún momento naciste, surgiste... o apa-
reciste. Y lo mismo, como toda cosa subjetiva, en algún momento tendrás
que morir, tendrás que acabar. ¡Te formaste por el sexo!
—¡Neurosis! ¡Soy eterno! ¡Tengo omnipotencia! ¿Cómo pue-
do tener esta ubicuidad si no lo fuera?
—Lo que tiene origen efímero, perece. Fuiste formado por algo
perecedero y tu fin no está muy lejos. Eres una equivocación... energéti-
ca. Un efluvio lascivo.
—¡¡Canceres!! ¡¡Neurosis!! ¡No es cierto! ¡No puede ser cier-
to!... ¡¡Soy inmortal!!... ¡Todas las conclusiones a que he llegado me
lo dicen así! ¡Sí!...
—Estas equivocado y tienes que rendirte ante la evidencia de
que tienes un origen sexual equivocado... ¡Eres un efluvio, te repito: un
efluvio lascivo! Has medrado alimentándote de equivocaciones y ahora
tienes ese vigor putrefacto: ¡Eres un monstruo poderoso!
—¡¡Males!! ¡¡Males!! ¡Todos los males! ¡No, no y no! ¡Eso si
es mentira!
—Tal vez... para alguien que no te conozca... ¡Ni aún así! ¡Para
alguien que no te conozca también eres una mentira! Sigues siendo efíme-
ro.

108
Entonces la lluviosa porción de la gruta se conmueve con deses-
peración sísmica:

¡¡No-ooo!!... ¡¡F-a-l-so!!

Y relampaguea con el peor estruendo conocido. Los fulgores ilu-


minan la gruta de manera que los tres aventureros pueden, por largos
momentos si quisieran, prescindir de las gafas especiales.
Justo delante de Atenea una poderosa descarga eléctrica carbo-
niza un pedazo de cieno y lanza a la chica a varios metros de distancia.
Otras descargas se suceden de la misma manera en diferentes puntos del
lodazal. El espectáculo es infernal, chisporroteante, humeante.
Ninguna de las mortales descargas ha tocado a los tres amigos
del Selecto. Y mientras el ambiente confundido y enfurecido se calma,
ellos han dejado el lodazal precipitadamente.
¡Los “mortales bichos” han escapado de mis manos...!, rezon-
gan los ojillos siniestros de la lodosa oscuridad, ¡...sin ningún rasguño!
Se siente impulsado a emitir un último relámpago quejumbroso:

¡¡Vo-lv-er-an!!... ¡Es-pe-ra-ré!

La penumbra es total.

109
CAPITULO IX

EL LABARO

¿Qué efectos tiene la Filosofía sobre los elementos? ¿Acaso


puede actuar libremente sobre ellos e insuflarles lo que conoce? ¿Acaso
puede escoger sobre que elementos actuar?
Fuego vulcánico ¿Es posible mitigarte con sólo quererlo así? ¿Se
puede calmar tu poder incinerante tan sólo con la Filosofía?
¿Fuego vulcánico, la poesía puede influir en ti...?
Vienen versos saliendo de inspirados labios humanos, para
chamuscarse enseguida cuando flotan sobre el pirógeno suelo...:

Fluyen...
...Pétalos candentes en la piel;
brisas... brisas.
La humildad ha venido
con insistencia aguda
y ha dejado una profunda huella
de agua hirviente
en el torrente del frío.
Una idea, mía, ha caído
entre la confusa corriente esa
y es arrastrada.
¡Sí! y golpea obstáculos incandescentes,
antes de cocinarse!...
Una palabra, de repente brota, también mía
y quiere excusar esa inutilidad lograda;
¡es imposible!,
los ardores también la cocinan.
¡Veamos si es posible dejar un suspiro!
¿Se mustia y arruga y evapora, sobre esa corriente? Sí...
y sin explicar nada.
Y, ¡el silencio! ¡Eso es!
¡El silencio es ajeno a la fiebre!

110
¡He aquí un poco de silencio y
lo deposito sobre la sagaz pirexia!
¿Y que tengo?:
Un guijarro quemante.
Fluye...

—Perseo ¿me oyes? —irrumpe la agradable voz de Atenea—


Es tiempo de que conectes el temporizador de tu traje.
El ensimismado aludido parece no haberla oído, es una estatua
inmóvil.
—¿Perseo...? —insiste la chica.
Y acercándosele al vate, con suavidad, descubre el pequeño ta-
blero de mandos de su traje abierto y oprime uno de los botones.
Enseguida el sudoroso hombre siente los efectos reguladores de
temperatura de su vestimenta. Mecánicamente aparta la mirada, fija de
hace unos momentos, y los enfoca en los largos dedos de la beldad, ahora
protegidos por guantes. Musita como si pensara en voz alta:
—¡Pirofilacio!...
Es el título de los recientes versos. Los incluirá en su próxima
obra.
—¡Sí! —repone la juvenil voz de Caesar— ¡Este es el Pirofilacio!
¡O por lo menos!
Es la alusión del terreno por donde caminan. Candente. Imposible
de soportar sin los trajes que llevan. El agua barbota, se desliza y evapora,
en el humeante cause de roca viva. Es de imaginar que esa agua atraviesa
capas de roca muy caliente a pocas decenas de metros en las entrañas de
roca antes de aparecer frente a los únicos seres vivos que se atreven a
pisar esos parajes de insondable fiebre. No hay abundancia de agua y la
poca, surgiendo de una abertura humeante, desaparece en unas rajaduras
después de correr un corto trecho. Intensos vapores forman nubes blan-
quecinas, no hay brisas que las mitiguen...
Un resbalón, no peligroso, de Atenea envía un montón de guija-
rros al río infernal. Y es el motivo que estimula a Caesar para prorrumpir:
—Si tengo memoria... no nos dijeron que encontraríamos en nues-
tro camino una hornaza semejante.
—Tienes razón —apura Perseo contemplando el líquido—. En
los mapas que nos dieron en Ciudad Luz tampoco hay nada parecido.
Ninguna información. Todo lo que tenemos nos dice que aquí debería en-
contrarse una pequeña zona cálida y un efímero torrente.

111
—Entonces ¿Cómo explicamos esto?
—Sin duda estamos en una zona de intensa actividad volcánica.
Aquí nada es permanente. Espero que más adelante no haya cambios
extremos...
—¿Cambios extremos?
—Sí, amigo. ¡Por ejemplo una falla que haya cerrado la gruta!
—Eso sería fatal.
—Sí. Nada podríamos hacer, sino dar la vuelta y regresar.
—Dios ¡Sin el Lábaro!
La duda castiga al joven.
No hay tiempo que perder.
Han recorrido seis kilómetros y el calor se incrementa. ¿Por cuánto
tiempo más sus trajes podrán soportar el intenso calor... que sigue subien-
do?
Otro kilómetro adelante y llegan hasta una laguna donde el agua
burbujea plutónicamente y ocupa todo el ancho de la gruta, de paredón a
paredón. Arranca una exclamación.
—¡Tendrá por lo menos tres metros de profundidad!
—Estas en lo cierto Caesar —afirma Perseo.
Adelante, a 500 metros acaba la laguna y el terreno seco conti-
núa.
—Respetado Perseo ¿cómo piensa llegar hasta el otro extremo
de la laguna? Por lo que veo no hay camino que nos lleve...
—Paciencia Caesar.
El infernal ambiente está cubierto por un denso sudario de vapor,
mortal para todo lo orgánico: Los tres aventureros conocen la capacidad
de sus trajes. Ellos se esfuerzan por encontrar un paso que los ponga por
delante de ese formidable obstáculo. Los bellos ojos de la chica buscan y
fijándose en un promontorio:
—¡El “monolito”! —exclama.
Sí, una protuberancia rocosa que en un principio no le dieron la
importancia debida, se les antojaba como una roca de las muchas, pero
ahora viéndolo bien.
—Sí, el “monolito” —corean los tres hombres.
—Es nuestra única esperanza —dice Atenea con indefinible ali-
vio.
Allá van. El monolito es un enorme bloque de granito de siete
metros de alto por tres de ancho y medio de espesor. Está empotrado en la

112
roca viva y en su única superficie plana y pulida tiene esculpidos en alto
relieve dos brazos cruzados.
—¡Sí! —repiten al unísono— ¡Es la única manera de atravesar el
lago, los antiguos textos la aluden! ¿Hasta donde debemos confiar en una
vieja leyenda?
El enorme bloque, a toda deducción, se presenta como una reli-
quia muy antigua. Debió pertenecer a una civilización hace mucho des-
aparecida.
El asombrado Caesar musita de manera elocuente:
—Supuse que esto, incluido con lo del lago, lo de los “brazos que
cargan con uno”, era tan sólo parte de unas fábulas para distraer la imagi-
nación. Ahora que los veo, la perspectiva es diferente.
—Lo del Lago Hirviente —añade Perseo— hasta hace poco,
para mí, Caesar, no era otra cosa que un símbolo de dificultad, y no literal.
Por lo que veo siempre ha estado ahí impidiendo el paso de todo aventure-
ro. ¡Es uno de los guardianes del Lábaro!
Atenea se ha arrodillado en el duro piso y con sus manos
enguantadas aparta el polvo acumulado bajo la mole escultural y luego
raspa las costras de polvo endurecido con una daga de cristal. Es así como
va descubriendo una ranura alrededor del monolito.
Surgen unos antiguos caracteres sobre la piedra, lo que rápida-
mente es traducido por una diminuta máquina. Luego:
—Perseo, Caesar —llama la chica—, debemos rotar el obelisco.
Unamos nuestras fuerzas.
—¡Genial, Atenea! —dice Perseo— “...Al rotar la piedra, bri-
lla...”. ¡Una feliz interpretación de la leyenda inscrita sobre el obelisco!
¡La piedra se mueve cuando la empujan con todas sus fuerzas y
lentamente gira!
Después de algunos minutos de tensa espera ¡del burbujeante
fondo del lago se levanta una vereda que alcanza a sobresalir por sobre el
líquido y lo atraviesa en toda su anchura! El agua, en las rugosidades y
resquebrajaduras de la vereda, se evapora rápidamente.
—Atenea, Perseo —dice Caesar un tanto preocupado—. ¿Me
oyen?
—¿Sí? —responden los aludidos—. Te estamos oyendo.
—¡Siento un ruidecito! ¡Nace de mi traje!... ¡Me asusta...!
—¿Un ruido silbante? —inquiera con calma Atenea.
—¡Sí!... ¡Se incrementa! ¡Díganme que debo hacer, es posible
que esté fallando...!

113
Teme que el temporizador se haya malogrado. Está espantado.
—No te preocupes Caesar. Déjame ver los mandos de tu traje.
Diciendo así la bella teclea en los mandos. Luego pregunta:
—¿Y ahora?
—¡Se corrigió! —responde el joven, claramente aliviado— ¡Ya
no hay zumbido!
—¿Me preguntas que hice?... Bien...
Y la chica explica la forma de ajustar esa falla que se presenta en
rara ocasión.
La vereda es de dura roca sedimentaria, como seguramente lo es
el fondo del candente remanso; roca formada hace 500 millones de años,
en el Periodo Silúrico. De manera sorprendente, se puede ver que toda su
superficie está atiborrada de petrificados trilobites, caracoles primitivos y
arcaicas estrellas de mar, por mencionar los menos. Existe la total seguri-
dad, que un pedazo de esa piedra colocada bajo el lente del microscopio,
nos mostraría un fabuloso mundo de microorganismos paleolíticos.
Los del Selecto van por la vereda.
Caesar, de improviso, no puede dar crédito a lo que sus ojos ven:
¡Los prehistóricos insectos cobran vida bajo sus pies! ¡Bullen con abun-
dancia haciéndole perder el equilibrio y caer! ¡Y se siente arrastrado por
esa movediza masa, resbala sin poder evitarlo!... ¡Horror! ¡La masa
pululante, llegando hasta el borde de la vereda cae al agua y su enorme
peso lo sumerge! Caesar rueda y repta queriendo evitar caer junto con la
masa, lo hace con la premura de la desesperación... Mientras tanto Perseo,
no es inmune a ese peligro, también se esfuerza por escapar... y ¡tiene que
improvisar unas patadas para evitar que las enormes tenazas de un enor-
me y raro crustáceo le trituren los brazos! Por su parte la joven, resbalan-
do al piso, ha caído de espaldas, su primera reacción ha sido la de actuar
como sus compañeros; pero una llamada desde muy dentro de sí le hace
desistir de la irracionalidad: “¡Serenidad Atenea! ¡Lo que estas sintiendo y
viendo es una visión pasajera! ¡Es una ilusión...! ¡No existe! ¡No permitas
que te domine! ¡Despierta!...”. Temerariamente cierra los ojos, evitando
todo movimiento; luego de unas profundas respiraciones tranquilizantes, el
movedizo piso se torna otra vez duro y caliente; abre los ojos y los
arqueolíticos insectos ya no están. Dirige la mirada hacía sus amigos y...
queda ¡estupefacta!: Caesar cae en el hirviente líquido y se aleja de la
vereda dando giros y brazadas.
Perseo da puntapiés a Atenea, cuando esta quiere auxiliarlo, su-
poniendo que ella es el peligroso crustáceo. Lanza un sonoro rugido cuan-

114
do es atrapado, se siente sangrar. Reluce en una de sus manos una enor-
me bayoneta de cristal incandescente... sin poder usarla un repentino des-
mayo lo anula. Cuando vuelve en sí, sin gran esfuerzo comprende la pesa-
dilla pasada. Se llega hasta donde está la joven, contemplando pensativa el
negro enterizo de Caesar que flota flácido sobre el hervor, sin nada dentro.
Estira un brazo para sacar la ropa.
Luego:
—¿Qué sucedió con el cuerpo? —pregunta sin quererlo.
—Se desvaneció dentro...
Son pesadas las palabras. Y muy duras. Tristes.
—¿Es posible eso?
La respuesta viene luego de un largo lapso:
—Por lo que veo, sí...
—¿Una ignición sin comprometer el traje? ¡La incineración sólo
puede ser activada por otra persona...!
Se sucede un largo silencio. La chica no quiere hablar más.
—Estos trajes aún tienen funciones que no conocemos —reanu-
da Perseo después de varios minutos y cuando la joven deja su ensimis-
mamiento—. Los que confeccionaron los trajes no nos informaron, por lo
menos a mi, de todas sus utilidades. ¡Me asusta el no conocer todas sus
funciones!
Ambos saben que las vestimentas son de última generación. Car-
gan con el atuendo vacío.
Con prisa en breves minutos llegan a la otra orilla del lago. El
enorme esqueleto de un reptil prehistórico permanece desde siempre re-
costado en el erecto tronco petrificado de una cicadácea. Sí, los terrenos
son muy viejos, abundante en vida fósil y el agua complacientemente las
ha descubierto con los años. Cientos de pasos adelante una pequeña ave
primitiva comparte el mismo hábitat, de piedra antigua, con un proverbial
mastodonte... y se suman otros especimenes paleolíticos en el recorrido.
El trío de personas deduce, inequívocamente que la disposición de esa
flora y fauna es artificial; estos misterios estimulan la razón o la intuición.
Se sucede un temblor de tierra. La superficie calcinante vibra;
suave en un momento y fuerte después. Caen fragmentos del techo y se
astillan en el piso. El azar apunta contra el esqueleto de un felino extinto y
lo pulveriza con una tonelada de cascotes. Idéntico camino hubiera toma-
do una pequeña conífera si no se hubiera permitido colocarse preventiva-
mente en el pasado bajo un techo de lava sólida; el arbolillo es una belleza

115
natural, tiene detalles de filigrana perfectos, bien conservados, si no fuera
por el color de mineral se diría que está viva.
Un polvo blancuzco alfombra el piso; en él se marcan los pasos
de Atenea y de Perseo. Luego de un desértico panorama, entre los vapo-
res calcinantes surgen dos titánicas serpientes de piedra. Con las enormes
cabezas, encima de los cinco metros sobre el piso, se miran misteriosa-
mente; lanzan efluvios magnéticos mientras abren los elásticos gargueros
intentando una mordida mutua. Tienen un penacho de plumas en torno a la
garganta escamosa.
—Estamos muy cerca… —suspira la amazona, refiriéndose al
motivo que los llevó allí.
—Sí —complementa Perseo, examinado el escamoso cuerpo de
las najas.
—El piso está muy caliente. Después de haber abandonado el
“lago” la temperatura empezó a aumentar a razón de 5 grados Celsius por
kilómetro y medio.
—Sí, es verdad. Nuestros trajes de nada servirán... encima de los
400 grados. La temperatura de las rocas alcanza en esta parte encima de
los 300. Sería bueno para nosotros, que la temperatura en vez de subir,
bajara. Espero que el Lábaro no esté muy lejos.
—El mapa dice que estamos en el lugar.
—Es verdad.
—Estas serpientes... tienen el aspecto de las waugal ¿verdad?
—Sí, de las arco iris.
Los dos ofidios son idénticos y de aspecto real. Están esculpidos
en durísimo granito, la única diferencia está en el color de ambas: una es
blanca y la otra negra.
—¿Te has fijado que las víboras están compuestas por varios
cilindros de piedra? —inquiere la voz masculina.
—Sí y cada cilindro es nada menos que un anillo —musita la
joven—. Conté 54 anillos. Calculo que cada cilindro debe pesar unas 30
toneladas. Deduzco que se unen entre ellas con apéndices en las junturas
de las mismas piedras...
—¡Son magníficas!
—Sí. No hay duda de ello
—¡Como las de Monte Alban… pero sin las conocidas
estilizaciones! Esa magnífica ciudad asentada en ese remoto país del nor-
te, allá sobre la superficie continental en “el otro lado del mundo”, me trae
recuerdos infantiles: Mis padres me han hablado mucho de sus gloriosos
sacerdotes y sus grandes adelantos espirituales.

116
—Monte Alban. Sí. En la zona central de ese gran continente...
llamado, por sus habitantes, América y que nosotros llamamos de La Tor-
tuga.
—Monte Alban: La Ciudad de los Dioses. Hoy es parte de una
civilización perdida en el tiempo.
—Sus sacerdotes fueron alquimistas a través de los siglos. Lo-
graron, la máxima hazaña humana: convertir en oro puro sus toscos y
primitivos átomos de plomo. Tras una tenaz lucha, eliminaron sus defectos
sicológicos. Los seres autorrealizados tienen todos sus cuerpos internos
de oro puro; ya nada del vil metal plomizo.
Ambos atraviesan esa especie de portal de ofidios. Sin darse cuenta
sus pies activan una trampa disimulada en el piso y caen, sin poder evitar-
lo, en un hueco rectangular que se abre bajo sus pies. Una especie de
tobogán de piedra los lleva 300 metros abajo, arrojándolos sobre un túmulo
de esqueletos humanos que los recibe con rudos modales crujientes. La
temperatura ambiental les sorprende a ambos: ¡Es de apenas 37 grados
Celsius, exactamente igual que la temperatura del cuerpo humano! Allá
arriba, por la trampa rectangular entra un chorro candente de gases.
El tobogán luego de alcanzar fondo, tiembla y empieza a elevarse
con rapidez. Y mientras el tobogán regresa a su posición original, el hueco
del techo se retrae hasta desaparecer. Atenea, ha reaccionado rápida-
mente; pero de nada le sirve dar un salto, que hubieran envidiado los felinos
más rápidos, para alcanzar el extremo más cercano del tobogán; luego
cae al piso, derriba varios enseres de terracota entre los cuales está una
estatua un poco menor que la estatura humana y una enorme copa de
vidrio volcánico, despedazándolos en mil partes. Una pesada escultura de
piedra, cubierto por antiguos caracteres, parece sonreír sardónicamente a
pocos centímetros de su bello rostro, aludiéndole el fallido lance. También
intenta recordarle otros actos decisivos de su vida que concluyeron como
fracasos. ¡Vaya gesto, de feroz fiera!
Perseo tomando su ballesta apunta al techo...
—¡Espera! —le grita la voz femenina— Antes, busquemos el
Lábaro en esta trampa.
El consiguiente gesto de Perseo significa: ¿Aquí? ¡Tienes razón!
—¡Cierto!... —vuelve Atenea— Este lugar es grande. No sabe-
mos cuantos compartimientos existen en estos “sótanos”.
—El mapa indica que el Lábaro se encuentra en una pirámide.
Dudo que estos reducidos espacios puedan albergar una construcción así...
de 100 metros de alto.

117
—Busquemos, Perseo. Con el tiempo, la pirámide y sus contor-
nos, pudieron modificarse. Si usamos un poco la imaginación, podemos
ubicar estos corredores dentro de la pirámide que buscamos.
“Espero que haya otra salida”, piensa el hombre. “De lo contrario
de nada valdrá encontrar la joya que vinimos a buscar. Pues estaremos
sepultados en vida”.
—Y si no lo notaste —continúa la chica—. Hay corrientes de
aire fresco.
Muchos de los esqueletos humanos, del lugar, todavía visten
reconocibles armaduras. Los hay con armaduras vikingas, romanas, grie-
gas, japonesas, incas, toltecas, mayas y aztecas, estas últimas en mayor
número. Sin duda el preciado tesoro que vinieron a conquistar desde todas
las partes del mundo y en todos los tiempos, no les fue favorable. Vigoro-
sos hombres, que cayeron en la trampa, perecieron sufriendo en un ultimo
momento una espantosa sed y horrorosa inanición; alguno se suicidó; la
actitud febril de otro indica que enloqueció.
Llama la atención la serena actitud de uno de los esqueletos. Di-
fiere mucho de los demás, apartado y sentado como un cenobita oriental:
lo sorprendió la muerte cuando meditaba. Poco antes de morir, sujetó con
una cuerda de cuero uno de sus brazos indicando una figura que el mismo
esculpió en un monolito con una espada no suya. Esa tosca figura esculpi-
da muestra a un personaje regordete; encima de sus facciones estilizadas
de fiera tiene una serpiente y en la unión de las piernas sostiene una copa
enmarcada por una cruz.
“Una copa: ¡El Lábaro!”: susurra para sí Perseo estimulado por
este último detalle.
—Es verdad —suspira la chica, intuyendo ese pensamiento y
aseverando la realidad de esa joya señala al esqueleto del cenobita—: Él
en vida... Antes de morir pudo verlo.
—Y ¡mira!, la otra mano del esqueleto... ¿acaso no señala la
dirección donde se encuentra la joya?
Un huesudo índice apunta otro dibujo, con aspecto de pirámide,
raspado sobre otra piedra.
Saliendo de esa cámara, Atenea y Perseo se encuentran con un
basto espacio, sombrío y húmedo: una nueva gruta, muy por debajo de
aquella de la que cayeran, y no muy lejos resalta un montículo. Por todas
partes se encuentran restos de una antigua civilización ya desaparecida.
El montículo visto de cerca es una pirámide escalonada, construida con

118
pesados bloques de piedra ígnea. Una basura polvorienta de siglos la cu-
bre, deformándola; obviamente es magnífica.
Junto a la pirámide, un obelisco repleto de códices conmemorati-
vos, empiezan con una introducción solemne que dice: “Cuando en el cielo
reinaba el tercer sol... cuando todo rey tenía siete ojos abiertos... se cons-
truyó este portal transparente... en los días del rey oro...” Y párrafos más
abajo, dejando a un lado la larga introducción, otro párrafo importante
afirma: “...los bloques de esta construcción fueron “fabricados”; la lava
del volcán... del tigre rugiente... fue vaciada en moldes de barro y luego de
enfriada y pulida pasó a colocarse en la... construcción... ¡El portal es la
gloria... del hacedor!”. Finalmente, unos códices aislados por un marco
rectangular vacío, apuran una despedida: “¡¡... se debe buscar la verdad
después de haberla encontrado...!!”
La pirámide no muestra ninguna puerta, ni ventana, ni ninguna
cosa parecida que sirva para ingresar a su interior. Allí adentro se encuen-
tra el precioso objeto que Atenea y Perseo buscan; diligentemente ambos
han buscado un acceso, posiblemente tapiado o una palanca que la abra,
sobre la pirámide y en torno de ella. Cansados desisten y se reúnen para
intentar una manera diferente de buscar... Pronto se relajan y como dos
yoguines orientales concentran toda su atención en su propio corazón, de
allí debe brotar la solución. En las profundidades íntimas suyas divisan la
pirámide, y en breves minutos el potente “ojo” de la meditación penetra el
interior de la pirámide y contempla embelesada sus paredes internas pro-
vistas de jeroglíficos y códices antiquísimos dispuestas en series de hile-
ras. Para la intuición no es nada difícil traducirlas, en esos caracteres
antiguos hay tantas verdades trascendentes de la más pura Filosofía: “...sin
el sexo nada existiría...”, “...Dios se manifiesta a través del sexo...”, “...el
sexo es escalera para subir, o escalera para bajar, o escalera para caer...”,
“...los ángeles, o los demonios se generan por el sexo... ellos nacen
sexualmente...”, “...las cosas defectuosas vienen de un sexo defectuoso,
las cosas perfectas de un sexo perfecto...”, “...las cosas defectuosas se
pueden corregir con un sexo perfecto...”, “...cuando vence el sexo imper-
fecto hay guerras y enfermedades, ciencia siniestra, filosofía monstruosa,
arte degenerado y mística equivocada...”, “...El sexo equivocado acaba
consigo mismo después de haber causado sufrimiento y dolor a otros y a sí
mismo...” Y lo más importante: “...Dios es sexual...”
Rodeado de jeroglíficos y códices, una proverbial escultura
regordeta de piedra, tan ancha y alta como una habitación de nueve me-
tros de alto, espera durante siglos sentado con las piernas cruzadas sobre

119
su trono de fiera en medio de la pirámide. Espera... desde el remoto pasa-
do el momento de entregar su gran misterio... No, no está, el Lábaro, por
ningún lugar... ¿Estará dentro de la escultura regordeta? Ni Atenea, ni
Perseo, pueden penetrar su poderosa mirada dentro de la escultura; son
repelidos por una fuerza energética inexplicable, sólo les queda deducir
que allí adentro de ese antiguo buda de sereno rostro y de mirada caída y
con una terrible serpiente emplumada naciéndole en la frente se encuen-
tra la respuesta a todos sus esfuerzos.
La meditación es música pura. El mensaje de dentro de la pirámi-
de tiene una hermosa partitura, repleta de gloria y majestad; es poesía
sonora, pureza cromática en versos, instrumentación celestial y solemne.
La orquestación es rica en motivos: Amor, ternura, delicadeza, sinceridad,
honestidad, virtud, y sus opuestos que deben ser extirpados, como el odio,
la agresividad, la tosquedad, la mentira, la indecencia, el defecto, y mu-
chas otras cosas más. Instruye. Exulta y aterra.
Perseo abandona la meditación considerándose afortunado por lo
que acaba de presenciar. Sin abandonar su posición sedente y con las
mieles se siente musitar a sí mismo:

¡Fuego, consumidme!
He dejado escapar una lágrima,
y quiero comprender por qué.
No es de alegría,
ni se acerca a una de tristeza.
Hay algo en ella que espanta:
¡lleva mis entrañas!
y huye, escondiéndose de mi.
¡Dolores,
venid para darme la comprensión!
No es salobre mi lágrima,
ni dulce,
ni amarga.
¿Será que en toda mi humanidad
no hay nada que pueda explicarla?
Todos sus lados
y ángulos no me dicen nada,
y dejo escapar otra lágrima
por aquella.
Y otra lágrima, más,

120
por esta otra.
¡El llanto redime!...

Una voz suena volviéndolo a la realidad:


—Perseo, ¿lloras? —es la chica, mirándolo fijamente con una
lucidez de urania.
Él calla. Ella entiende y acercándose a una gran losa de la pirámi-
de, limpia el códice y lo descifra para sí: “¡El Santo afirmar y el Santo
negar, son reunidos por el Santo conciliar!”. Toma su bayoneta e impri-
miéndole toda su potencia calorífica, corta la losa como si fuera de vulgar
cera. Este portento de ignición posee una explicación en el complejo me-
canismo del arma: toma el calor de su dueña y lo multiplica de increíble
manera. El bloque de piedra escondía una pesada rueda con la inscripción
de una cruz.
Ambos aúnan esfuerzos para hacer girar la rueda. Esta se resis-
te, los largos años de inmovilidad la han herrumbrado, pero luego la forta-
leza física de ambos, auxiliada por una palanca, se impone. Entre chirridos
mohosos una ancha puerta se abre... y allí en el centro de la pirámide, el
antiguo buda, de nueve metros de alto, que vieran minutos antes los acicatea
irresistiblemente con un vaho síquico. Los ojos entornados de ese terrible
coloso de piedra no se atreven a divulgar nuevos misterios. Cuando Atenea
da el primer paso hacía el interior de la pirámide, de todo el piso, adoquina-
do y provisto también de inscripciones, y de la pared brota una intensa luz
blanca, un relámpago continuado y sin intermitencias. Esa luz tiene la ex-
traña propiedad de ser sinfónica; ¡es un sonido que sólo la meditación
puede alcanzar!
Atenea con pasos suaves, llega hasta el buda. Sin dilación, luego
de subírsele sobre los muslos vuelve a esgrimir su incandescente arma
para perforarle el bajo vientre: en el punto donde se puede ver una cruz
tatuada. Perseo, prudentemente se ha quedado observando sin atreverse
a cruzar la puerta, una advertencia interna sobre un peligro desconocido lo
ha mantenido allí. La chica entra arrastrándose al interior del coloso por la
abertura que acaba de hacerle en el vientre.
Dentro del coloso, las manos femeninas se acercan a una pila de
oro macizo y se disponen a levantar un cáliz o algo parecido que flota
sobre un líquido rojo. Llena de éxtasis, la dama no puede esconder su
sorpresa cuando comprueba que la pila no es de oro... común, sino de un
oro muy fino, un oro ya desaparecido de la superficie terrestre y misterio-
samente conservado en ese punto, un oro transmutado a través de millo-

121
nes de años de purificación atómica. El oro conocido en la actualidad no
es más que el resultado de una involución atómica de aquél; una degene-
ración. Ese oro muy fino vibra con el verbo de las intuiciones, amplificaría
cualquier corazonada trascendente si con ello se creara vida, es un con-
ductor óptico de la luz; los fotones de cualquier luz, el mínimo chispazo
eléctrico como por ejemplo el de una neurona serviría para convertirla en
una lámpara prodigiosa, ¡como ya está sucediendo!
El cáliz también es sorprendente: brilla con una luz plateada, per-
manente y sin origen conocido. La intuición se siente colmada por uno de
los mayores secretos develados: ¡Esa copa, con aspecto metálico y trans-
parente, tiene un origen muy semejante al de una perla! A diferencia de la
perla, que es originada por las virtudes de una ostra, aquella fue originada
por las transmutaciones de una especie humana muy especial. Una perla
es la tumba de un irresponsable gusanillo o de un furtivo grano de arena, el
cáliz es la tumba de la bestia humana. La ostra de lo insignificante hace
una joya, el hombre auténtico del defecto una virtud. Aquella está com-
puesta de abundantes capas de nácar, una sobre otra, este con continuas
transmutaciones y sublimaciones internas. Aquella es un mineral de origen
animal, este es un metal cristalino y plateado de origen humano. La joya
finalmente trabajada con verdadero amor, alcanzó su forma característica
de gomor: El Lábaro.
El líquido rojizo se ha formado gracias al connubio de la pila y del
cáliz. Los átomos de ese oro y de esa plata, gracias a una transmutación
muy especial, subliman humores filosofales que luego se condensan y licuan.
Es un “vino” que resbala por las paredes externas del cáliz para acumular-
se en la pila. En la transmutación, sin precedentes, de los extraordinarios
metales, se consigue una gota en muchos y largos años, es un vino
transmutado de la luz.
La chica con infinito cuidado, cuidado semejante a una oración
muy profunda, toca el cáliz para levantarlo... Y recibe una tremenda con-
moción que la aturde. Sorprende el hecho de que ella con sólo ese toque
se convirtiera en un fanal plateado. Toda luminosa, con su cuerpo de mu-
jer desvanecido dentro de una aureola potente y sin poder controlar lo que
hace, recoge el vino de la pila en el cáliz, llenándolo. ¡El vino también pasa
a su interior de mujer, sorbido!
Las luces de las paredes del interior de la pirámide hesitan; las del
oro parpadean. ¡Se apagarán! La joven sin poder soportar por más tiempo
la ingente energía que recibe, cae de rodillas y se desmaya.

122
Perseo, fuera de la puerta, intenta ingresar para socorrerla. Pero
algo desconocido para él, lo repele con fuerza, arrojándolo a varios metros
de distancia, casi privado del conocimiento. Atontado, observa de como un
corto circuito o algo parecido, rompe el techo de la pirámide con la poten-
cia de una fuerte explosión. Lanza un feroz grito:
—¡Atenea, levántate! ¡Nooo...!
¡Las losas se desprenden de lo alto, caen!

123
CAPITULO X

EL HUNDIMIENTO DE LA PIRAMIDE

Un goteo incesante de agua, con lenta intermitencia, llama


toda la atención de las sombras y de las rocas. En el yermo de la gruta no
hay otro sonido que ese, permanente, inmodificable y ha sucedido por
siglos. Esos sonidos tenues atizarían toda curiosidad humana si la hubiera;
su tentador llamado, desde lo escondido, marca el tiempo en un reloj que
en vez de segundos marca años, en vez de minutos indica siglos, y en vez
de horas tiene milenios. Allí los cambios, de la tranquilidad al dinamismo,
los latidos de corazón de las rocas, los suspiros de las sombras, tienen la
corta duración de milenios... repletos de misterio.
¡Ah!, el reloj es de arena.
La blanca figura de Esus, con las piernas cruzadas, medita pro-
fundamente, mientras el agua, goteando desde el oscuro techo, salpica sus
zapatos. Su hierático porte parece una idealización de las milenarias pie-
dras que lo rodean y del prehistórico aire que le empapa la piel. Susurra un
mantram expresable sólo en sánscrito; son evidentes los resultados de
esos sonidos maravillosos que vibran en todo su ser y se manifiestan a
través de todos sus poros como una sutil emanación luminosa.
El joven se encuentra en una bifurcación de la gruta, tiene frente
a sí dos bocas absolutamente negras, debe escoger por cual de las dos
seguir. El terreno ha ido descendiendo, los musgos bíoluminiscentes
escaceando, tal parece que no han podido adaptarse a mayores profundi-
dades y, por lo tanto, la oscuridad aumenta.
Los ojos de la profunda interiorización, de lo único humano en ese
feo lugar, libres de los efectos de las sombras, explora el sendero de la
derecha, tras recorrer algunos kilómetros en perpetua oscuridad acaba a
orillas de un cálido remanso. El sol brilla allí, encima de un cielo ecuatorial.
La fauna y la flora, es abundante. ¡Todo extraño y desconocido; se supone
que allí arriba debería haber un desolador desierto blanco! El otro camino,
encima de un precipicio vertical de 300 metros de alto, lleva por una región
repleta de fuego... ¡un infierno! Hasta aquí le está permitido llegar a Esus,
pues una fuerza desconocida le venda los ojos y ya nada puede ver. Los

124
últimos detalles le llegaron en un periodo de tiempo infinitesimal, en una
ojeada tan rápida que pudo perdérsele si no se esfuerza en traerlo al
conciente: vio a dos personajes caminando en medio del fuego, como dos
salamandras. Tal vez... esos personajes sean humanos y venían en direc-
ción suya con premura. Tal vez...
Sin ningún comentario para sí, se levanta de su asiento. Llega a la
base granítica del precipicio. Esa subida le recuerda a La Luz Alba. Lla-
mada así una de las caras, la más difícil, casi vertical, con ausencia de
grietas donde hincar clavijas y con peligrosas cornisas de El Capitán: un
inmenso monolito de 900 metros sobre el nivel del valle de Yosemite en
California. Exactamente dos años atrás, tuvo que escalarlo con su insepa-
rable compañero de aventuras, el fiel Julio; usaron la misma técnica de los
dos primeros montañistas que lo conquistaron; prescindieron de los pernos
de expansión para utilizar en cambio remaches blandos de aluminio que
embutían en la roca cada 120 centímetros. Después de esfuerzos conti-
nuados, pudieron llegar a la cima en 15 días, la mitad del empleado por los
primeros en conquistarlo. El tiempo fue bueno, no como en el caso de
estos en que hacía fuertes vientos y llovía,
Pese a su inexpresiva faz, algo en él, indefinible, parece expresar:
“¡Fue magnífico aquello!...” Sí; el único instante desesperado fue cuando
se desprendió, cerca de la cumbre, un bloque de granito de tres toneladas
que por poco los arrastra. “Ahora que recuerdo, ese accidente no fue
casual. ¿Qué es... aquello que siempre ha intentado frenarme?”
“Bueno. Esta pared me recuerda a aquél peñón. Vertical de la
base a la cumbre.
”Viéndolo bien. ¡Esta pared no es tan difícil como aquél! Un cui-
dadoso examen de las grietas, me hace concluir así
”No es necesario un aparejo especial. Mi único problema será la
oscuridad… Pero ya he memorizado cada detalle de la subida durante el
ejercicio trascendente que hice momentos atrás”.
Enseguida se le observa trepar.
Metro a metro sube con una elegancia muy propia en él, ayudado
por un mínimo refejo de luz. Su constante actividad física al aire libre,
sumado a otros aspectos personales no divulgables, le ha dado el caracte-
rístico vigor y resistencia de un atleta bien entrenado. Esta cualidad suya
puede sorprender a una persona que no pertenezca a su entorno cercano.
Esa resistencia unida a la rapidez y potencia que le ha atribuido la constan-
te práctica de una lucha oriental, modificada a su manera, lo hacen insupe-
rable en movimientos y ligereza. Si todos esos dones suyos son añadidos a

125
su profunda y misteriosa vida síquica, por supuesto sin olvidar toda su
erudición en diferentes ramas del saber humano, tenemos a un... a una
criatura muy especial. Es habitual en él, no hacer ostentación de ello si no
es necesario o imprescindible; la sindéresis suya está de por medio.
A mitad de la muralla, colgándose sobre el vacío, sin ningún punto
donde colocar los pies, utiliza su cuchillo para hacer unos huecos en pun-
tos donde la erosión de otros tiempos ha debilitado la roca. Más arriba
alcanza un surco que se alarga por el resto de la subida y acaba en un
punto difícil: bajo una afilada cornisa.
Todo ha salido como Esus lo esperaba. Ha podido deslizarse te-
merariamente por un costado de la cornisa, las profundas rugosidades le
han permitido dar, con sólo los brazos saltos de hasta un metro hacía arriba
al puro estilo de un cuadrumano. Ya encima de la muralla, con gotas de
sudor resbalando por sus mejillas y empañadas sus gafas al igual que toda
su ropa, se ha vuelto para repasar visualmente la inmensidad de la gruta
que está dejando. Esa altura le muestra los últimos kilómetros recorridos
difuminados por el progresivo interludio de las sombras; alcanza a ver lo
que musas escultoras han plasmado en millones de años en ese idílico
jardín de intuiciones. Lo que de cerca era roca sin forma definida, ahora a
distancia, muestra su cabal belleza, nada de abstracto, todo es digerible:
¿Quién humano no quedaría gratamente sorprendido por esa colosal arca-
da de piedra pómez con sus tres bases de veinte metros de diámetro y
jaspeada por capas de vidrio volcánico negro? ¡Es un primor de tridente
incrustado en el piso! Algún dios mitológico, iracundo o eufórico, allá él,
decidió dejarla clavada, y las musas se encargaron de crearle agradable
versos silenciosos. Dos semiesferas flotan sobre unas olas de basalto blanco;
una de ellas se parece a un melón cortado con las semillas a la vista y la
otra una cabeza de tortuga que se acerca para devorarla. ¿Explica que el
tiempo se come al espacio? Otras formas magníficamente esculpidas se
pierden dentro del vaho sombrío de la distancia.
Es importante continuar adelante.
Atrás, el pasado; adelante, el futuro... ¡Qué manera de enfocar
las cosas! Hay relatividad en ello. ¿Son conniventes la distancia con el
tiempo? Atrás, todo empieza; adelante, todo continúa: ¿masoquismo rela-
tivo que los genes le imponen a uno?... ¿Es el tiempo una recta o una
curva en una sola dirección? ¡No!... El tiempo, y la distancia son factores
subjetivos; dentro de los ácidos nucleicos está la respuesta. El tiempo y la
distancia, no son lo mismo en un diminuto mamífero que vive tres años que

126
uno de esos colosos de 30 toneladas que pasa viviendo más de un siglo, y
no es lo mismo entre dos individuos de una misma especie. Los mamíferos
o cualquier otro animal, al abandonar sus genes, rompen con esos factores
subjetivos que lo encadenan a la materia, rompen con esos factores que lo
atan a una repetitiva rueda de acontecimientos que se desenvuelven a
diario. Se abandona los genes por causa de un severo accidente, al dormir,
al morir o por voluntad propia.
De tiempo y distancia está hecha la rueda del Samsara; los genes
son sumisos a ella... Es el lugar donde batallan el bien y el mal, el calor y el
frío, el amor y el odio. Fuera de la rueda del Samsara no hay bien ni mal,
ni calor ni frío, ni amor ni odio.
Es importante continuar. Y es así como Esus, deja esos lugares
tan especiales, que hasta entonces recibían la suave luz de los musgos
bíoluminiscentes. Augurosos fenómenos físicos han permitido la perma-
nencia secular del colosal corredor subterráneo y su tenue claridad. Un
suave vientecillo insuflado desde un lugar cálido, se arrastra a ras del
suelo; allá atrás, ese mismo vientecillo, más delicado e insensible, también
permitía la vida, aparte de los conocidos musgos, de algunas desconocidas
especies de hongos comestibles de los que se alimentan abundantes roe-
dores y de los que también Esus pudo comer con agrado luego de soasarlos.
Ahora, y más adelante, ninguna vida será posible bajo los sólidos paredo-
nes de piedra sin ninguna luz; la única excepción podrá ser, si la suerte lo
decide, el parco punto de luz de alguna mendigante chimenea que la ca-
sualidad coloque a cientos de metros en lo alto. Pronto la oscuridad es
total. Y Esus tiene que utilizar, la pequeña linterna de pilas secas que en
pocas ocasiones, anteriores, le fue muy útil.
El joven, apremiado, apura sus pasos, trota, corre. Calcula que la
débil luz sólo le podrá ser útil por unas cuatro horas, muy pocas para
recorrer la distancia que les separa de la hornaza que viera en meditación
y, que intuye, allí encontrará... se encontrará con otros seres humanos.
Por el momento, esos seres humanos, representan la única alternativa
para salir del gran hoyo.
Es imposible recorrer con facilidad por caminos tortuosos, de ac-
cidentada superficie. La transpiración empapa la abrigada ropa del aven-
turero. Una hora más tarde, o dos, es impreciso determinarlo exactamente
sin un reloj, la lámpara se comporta como una luciérnaga moribunda y
minutos después con un parpadeo rojizo se extingue.
Es el momento de poner en marcha la poderosa memoria de Esus.
Sin detenerse, ayudado por la intuición, recuerda detalles recibidos en

127
momentos de meditación. Esos extraños caracteres internos, estimuladas
por su vigorosa voluntad, ahora se desenvuelven armoniosamente como
un mapa, señalándole el camino, paso a paso. Avanza con lentitud, pero
seguro, sin tropiezos.
Puede sentir claramente, las suaves vibraciones que parten de
pequeños mamíferos terrestres sin ojos que lo olfatean con curiosidad:
¡Entonces hay vida...! ¡En la oscuridad más densa, la vida es posible...!
¿Cómo olvidarlo? Unas alas membranosas se baten cerca al rostro de
Esus reclamándole una mayor atención: “¡Son cientas... miles, de peque-
ñas criaturas voladoras semejantes a los murciélagos, y van en sentido
contrario al que llevo! Están asustadas... ¿Por qué huyen? ¿De qué hu-
yen? ¿Lo presumo... acaso?”
Unos kilómetros después, la Filosofía ha dado con un profundo
significado de eudemonismo en cada paso que Esus adelanta. La sicología
ha callado, si no es para decir: ¡Aleluya! De repente una potente luz brota
de un cúmulo de escombros que difícilmente puede esconder a una pirá-
mide. La blancura de esa luz, y su potente nitidez, ilumina inmediatamente
un vasto panorama de varios kilómetros a la redonda. En la alta bóveda,
enormes formaciones de roca y cristal, han sido sorprendidas en un mo-
mento de ocio y descuido corporal, ya repuestas han decidido permanecer
con la misma actitud…
Esus, saltaba una grieta profunda cuando la luz lo deslumbró, se
sintió confundido pero no hubo riesgo en ello. Y usa la cautela para llegar
hasta la pirámide, la rodea. Intuyendo exquisitamente la maravilla sonora
de esa luz, sus serenos ojos castaños encuentran por fin una inconfundible
presencia humana. “¡Lo celebro!”, dice para sí llenándose de genuina ale-
gría. Aquél personaje, viste un ajustado enterizo completamente negro.
¿Qué hace? Permanece estático a unos pasos detrás de la puerta de la
pirámide, y su mirada enfoca el origen de la luz dentro de la pirámide.
Por momentos, la luz, esfuma la pirámide y su entorno; los atra-
viesa como si fueran de cristal transparente.
La luz se apaga para encenderse otra vez en un lapso de 5 minu-
tos. Parpadea la luz, en esto el personaje del enterizo, lanza un grito y se
abalanza al interior de la pirámide... ¡Sorpresa, para él!: apenas ingresan-
do, golpea contra algo invisible y rebota, cual guiñapo sin peso, varios
metros atrás... Relampaguea el interior de la pirámide; explotan y chispo-
rrotean las junturas de las piedras. La pirámide amenaza con destruirse.
El hombre antes de desmayarse, queda estupefacto ante la aparición de
un desconocido que viste extrañas ropas blancas. ¡Aquél individuo no ha

128
podido ser más oportuno, surge de las sombras, mira dentro de la pirámide
y rápidamente con una agilidad pocas veces vista, se introduce al interior
y levanta a la chica!
Los pesados bloques del techo se desprenden cuando Esus ha
cogido entre sus brazos a la hermosa chica... Pero, ¿Qué sucede? En ese
momento de apremio, algo como una descarga eléctrica, brotado de la
chica, lo golpea, sumiéndolo en una incoherente semiinconciencia. En ese
instante en que su cuerpo le es desobediente, lucha con todas sus fuerzas
increíbles, por conservar su voluntad y lucidez. ¡Inmovilizado una lejana
vocecita le dice que en cualquier momento podría ser aplastado! ¡Oh, ese
torpor invencible! ¿Invencible?... Invencible, no, porque en el preciso ins-
tante en que una mole, de 5 toneladas, se le viene encima, una repentina
lucidez lo hace dar unos saltos que lo pone a salvo por el momento. Esqui-
va otra terrible amenaza pétrea de unas 15 toneladas, salvándose por cen-
tímetros; al fragmentarse la losa en el piso, dispara un fragmento que con
tan mala suerte golpea la sien del joven.
Esus, sometido una vez más en pocos segundos a la terrible lla-
mada del desmayo, no se deja caer en esa trampa. Esto sorprende. ¡El
golpe recibido ha sido fuerte! ¡Demasiado para ser soportado por humano
alguno! Y no está lejano de intuir que en ese momento un influjo muy
delicado venido de la chica lo ha protegido dándole multiplicadas energías;
y ese mismo detalle, parece detener por unos pocos segundos el derrumbe
que debió sepultarlos. Esus alcanza un lugar seguro fuera de la pirámide
en el momento en que esta y su entorno se hunden en un cráter poco
profundo.
Una última lumbre, salida del caos de piedra derrumbada, ilumina
por última vez el escenario; luego se apaga rápidamente. Esus, arrastra al
personaje que intentó ayudar a la chica y lo deposita junto a ella en la
oscuridad... infinita. Ese negro fenómeno lo llena todo, lo absorbe todo y,
además, que se incrementa. ¡Oscuridad ilógica!
En medio de la negra inmensidad, una voz, tiene las característi-
cas de una bujía que se enciende. Ese punto de luz ilumina:
—¿Estas bien muchacho?
Es la voz madura y bien timbrada de Perseo. Tiene una mejor
intención que la de sólo romper la pesadez del silencio.
—Y, ella ¿cómo se encuentra? —continúa.
La intuición de Esus calibra esa voz y ubica a su dueño en la
amplia dimensión de la personalidad más refinada y también en la de la

129
autoconciencia. Se abstiene de hacer evidente sus conclusiones. Esus tie-
ne que decir algo:
—Estoy bien. Gracias por preocuparse por mí. Sin temor a equi-
vocarme, ella...
—Se llama Atenea.
—...también está bien.
En medio de esa intensa negrura, el joven percibe los sutiles efluvios
del intenso calor que impera a cientos de metros allá arriba. ¡Es terrible!...
Y algo peligroso viene, que Esus notándolo, se pone de pie con la chica
entre brazos:
—¡Vamos! —grita serenamente—. Es preciso alejarnos de este
lugar...
Extrañamente sorprendido, Perseo, duda:
—¿Por qué?
Pese a su pregunta, un profundo llamado de su interior lo incita a
obedecer al desconocido joven. Otra sorpresa para él: aquél mozo ¡cami-
na en la oscuridad con soltura! ¡Camina como si viera en la oscuridad, con
resolución! ¡Es increíble que lo haga sin aparatos para ver en esas
abismales sombras!... Un minuto después se sucede un crujido espantoso
seguido de un temblor de tierra.
Pasada la conmoción, Perseo voltea, para contemplar boquiabier-
to el desmoronamiento de toda la pirámide y los aledaños dentro de un
pozo sin fondo. Breve tiempo después se suceden varios estruendos incal-
culables en esos fondos.
Perseo se pregunta: “¿Cómo es posible, que este... señor, pudiera
anticiparse al temblor de tierra y al consiguiente hundimiento total de la
pirámide?” Y se responde: “¡Tiene facultades internas despiertas,
indubitablemente!... ¿Hay otra explicación?”
La bella amazona recobra el conocimiento. Trae un cierto temor
que se disipa cuando cae en la cuenta que aún inconciente ha conservado
la transparente joya plateada en sus manos. Su mayor sorpresa viene cuan-
do descubre que se encuentra cargada por dos brazos muy fuertes y de un
individuo desconocido. Su cerebro femenino busca una respuesta para
explicar esa inesperada versión del destino, pero más mujer intuitiva pre-
fiere sumergirse en su mundo de sensaciones internas y resumir... Luego,
habiendo comprobado la presencia cercana de su maduro compañero del
Selecto, musita con voz un tanto modificada:
—Ya puede bajarme. Me encuentro perfectamente bien.

130
Esus, se embriaga con esa voz. Luego deposita a la chica en el
piso.
—Le estoy agradecida.
Esus pregunta:
—¿Qué hacen ustedes por aquí…? ¿Cómo es posible encontrar
vida semejante a la mía en estos lugares de oscuridad...
Su pregunta es tonta, así lo sabe él. No trata de justificarla.
La respuesta no espera. Viene en forma de rotunda ironía:
—La misma pregunta es para usted —interpone Perseo, quién
enseguida se disculpa añadiendo—: Debemos salir de aquí, con premura.
Y creo que no hay otro camino aparte del que nos trajo hasta aquí —y
señalando en la dirección norte, inquiere—: ¿Lo hay por allá?
El silencio de Esus más un movimiento de cabeza suyo es elo-
cuente.
Para volver, al ambiente de la trampa que hiciera caer a Atenea y
Perseo en esos sombríos sótanos, los tres tienen que salvar una profunda
grieta recién formada. Por ella escapa abundante vapor a alta temperatu-
ra y otros gases tóxicos. Esus estornuda.
La chica hurga dentro de su mochila, saca el traje que fuera del
recordado Glauco, y le hace entrega al joven sin mediar palabra. Este se
desnuda de inmediato y rápidamente sin una pizca de temor y carente de
exhibicionismo muestra su poderosa corpulencia perlada de sudor. Ese
excepcional cuerpo, en medio de la caliginosa humareda ya chispeante,
evoca a un dios olímpico rodeado por enigmáticas fantasmagorías venidas
del tártaro. Un susurro en lenguaje desconocido viene a su vez saliendo de
las entrañas de roca:

...retornas,
y el Hades tiembla.
¿No bastó con aquella vez?,
entonces te suplicamos que no volvieras.
Hoy no habrá súplicas,
utilizaremos la muerte para no verte más.
¡Sufrimos horrores que no conoces
cuando vienes a nosotros!
¡Hoy nos das la oportunidad
de abandonar este castigo de fuego
que nos consume!
¡Horror! ¡Nos roe las entrañas;

131
mil veces cada vez!
¡Vednos! ¿Nos reconoces?
Somos tus hijos,
los antiguos,
los que negaste,
los que abandonaste.
¡Vednos! ¡Cómo se queman nuestras carnes!
¡Impío, nosotros que te dimos todos
los placeres y las alegrías!
Siéntate por un instante,
aunque sea por un tiempo menor
que cualquiera conocido,
acomódate y óyenos:
Piensa, ¡filosofa! ¿Te hacemos falta?
¡Claro que sí!
No te pedimos compasión.
¡Míranos, ahora te brindamos nuestra experiencia!
¡Te brindamos nuestra sabiduría,
la que aprendimos
con el dolor de nuestras carnes
y el lamento de nuestra sangre!
¡Ya no podemos gritar de dolor,
porque el dolor se ha convertido
en nuestra piel,
en nuestras entrañas!
¡Somos el dolor mismo!
Te tenemos una última disyuntiva antes de acabarte:
¡O nos redimes, o te acabamos!
Aquella vez,
tu inocencia te salvó,
hoy nos conoces: ¡debes aceptarnos!
Desde aquella vez,
hemos esperado,
hemos oído tus pasos muchas veces,
te acercabas... y ¡angustia!,
no llegabas a nosotros,
tras la puerta te volvías,
nos ignorabas,
nosotros no existíamos para ti.

132
Hoy traspusiste esa puerta.
Y eso nos trae dolorosa alegría...
¿Alegría? ¿Qué es eso de alegría?
¿Qué es la alegría?, no la conocemos.
Hoy nos tienes:
¡O te redimes,
o te acabamos!...

¿Susurro desconocido? Sonido plutónico. Elocuente gemido que


Perseo, hondamente impresionado, ha traducido de manera convincente.
La serenidad de Esus, como siempre, es una verdadera barrera
que impide conocer lo que sucede en su fuero interno. Nada indica que
cabida le ha dado a esas emanaciones tristes. Cierto sutil apuro en acabar
cuanto antes de enfundarse el enterizo, tal vez indique algo.
—¡Un nuevo temblor de tierra!
Y saltan hasta un refugio seguro al pie de un gigantesco pedestal
natural de sólido granito. Una fracción de tiempo después, un tremendo
balanceo hace crujir toda la gruta. El zarandeo culmina con un espantoso
rugido de roca rota. Y de una grieta reciente ¡empieza a manar incandes-
cente lava!
Esus tose de nuevo. Usando sus anteriores ropas tiradas por el
piso se cubre el rostro. Atenea llega hasta él y hurgando en los mandos de
su nuevo traje alivia sus malestares. Esus aspira con profundidad el aire
limpio que le brinda la maravilla tecnológica del enterizo; también felicita
la agradable temperatura que recibe. Y escucha con atención las indica-
ciones que la joven gorjea sobre la utilidad del teclado del traje.
En el lugar de la trampa y del tobogán buscan la manera para que
la una se abra y el otro baje. Al parecer no hay manera, pero la esperanza
siempre es optimista y está dispuesta a conseguir su cometido: debe haber
alguna palanca escondida o algún botón disimulado que pueda mover a
ambas.
—¡No tenemos tiempo para buscar! —ruge Perseo intranquilo—
Podríamos demorarnos un mes y no encontrar nada.
Esus luego de observar con fijeza una rendija recién abierta en el
oscuro techo, la señala mientras dice con absoluta seguridad:
—Por allí saldremos. ¡Vean! Es una rajadura, que si no me equi-
voco, es lo suficiente amplia como para que nuestros cuerpo puedan pasar
por ella ajustadamente.

133
Atenea, es la primera en reaccionar de manera decisiva. Con su
ballesta, incrusta en la misma grieta una saeta que lleva una delgada cuer-
da hialina, luego trepa con agilidad de simio. Es importante decir que esa
flecha es líquida al abandonar el arma, funde la roca en el lugar donde la
toca y solidificándose deja tras de sí un largo filamento muy resistente.
Perseo clava otra flecha y también sube. Esus, carente de una de esas
armas, espera una señal para alcanzarlos; un movimiento de manos de
Perseo es suficiente.
Efectivamente, la grieta que es reciente y que se formó al rom-
perse la monolítica roca de 100 metros de espesor que separa ambos
niveles, tiene una salida más arriba, su anchura es lo suficientemente am-
plia como para dejar pasar un cuerpo humano adulto y alcanzar la gruta
superior. Vapores candentes se lanzan hacía abajo inyectados a alta pre-
sión. Arrastrándose dificultosamente, Atenea, alcanza el nivel superior,
sale de ella... y no puede contener un aprensivo grito: ¡Hay surtidores de
lava por todas partes! ¡Sinuosos surtidores entre las rocas forman cauda-
losos torrentes y se deslizan humeantes hacía la rajadura donde aún los
dos hombres se encuentran subiendo! Cinco segundos más tarde esos
candentes flujos se precipitan por la abertura.
Los dos hombres retroceden cuando la amenaza de roca fundida
se despeña sobre ellos. Rápidamente y con el tiempo justo alcanzan las
cuerdas hialinas que dejaron colgando y se sujetan en ellas. Una cascada
de roca líquida pasa junto a ellos un segundo después, rozándolos
aprensivamente. La lava, como si adquiriera vida, intenta alcanzarlos pro-
yectando unos dedos sinuosos cuando clavan otras cuerdas en lugares
más alejadas del borde de la grieta y se trasladan a ellas; también se forma
un difuso rostro ígneo con los rojizos vapores y los observa con cinismo
difícil de entender.
Toda comunicación se rompe entre la valerosa chica y los dos
osados hombres. Las alteraciones magnéticas son intensas, unidas al es-
pesor de la roca.
La catarata fundida cae encima de los esqueletos y sus armadu-
ras y progresivamente los va cubriendo junto a los antiguos objetos de
terracota y cristal. Perseo, comprendiendo que las cuerdas no podrán so-
portar por mucho tiempo el tremendo calor, sosteniéndose con una mano,
apunta su arma y dispara dos veces en una zona cercana del replegado
tobogán. Luego ambos hombres, colgándose como arañas, ocupan el ex-
tremo de esas sendas cuerdas; la piedra líquida se extiende como una
alfombra buscando abarcar toda la estancia debajo de sus pies. Ingentes

134
cantidades de gases atiborran la atmósfera. Previsoramente Perseo con
nuevos disparos crea una malla protectora debajo de sus cuerpos, les po-
drá ser útil incluso en caso de que perdieran el conocimiento.
“¿Cómo hacer para que se abra la trampa y descienda el tobo-
gán...?”, es la única pregunta que resuena repetidamente en el fuero inter-
no del poeta. “No puedo imaginar nada. ¡No se me ocurre ninguna solu-
ción...! ¿La hay?” Pocas veces se ha visto así de impotente, esta vez la
presume total, ¡tiránica!... Y ¿su amigo, acaso tendrá alguna respuesta
salvadora?, él al parecer se ha sumido en una inmovilidad. ¿Dormita...?
¿Cómo es posible, en estos momentos? ¿Acaso se ha rendido...? No, no
debe molestarlo tan sólo para justificar su irritación.
El caos impera en todo. Los humeantes alrededores están im-
pregnados de efluvios síquicos desconocidos. Los efluvios provienen de
un ente síquico que ha llegado junto con la lava guiando a otras criaturas
síquicas; aquél manda a estas ocupar los lugares aún no anegados, así se
originan tenues turbulencias sulfurosas demasiado espesas. Esas criatu-
ras de hermosos cuerpos luminosos, muy parecidos a los humanos, musitan
un mantram de fuego múltiples veces:

¡Raaa...aaa...aaa!

Ese mantram irradia. Y todo lo recién candente repite ese pro-


fundo susurro. La intensidad del calor sube con el mantram... ¡Es una
tempestad radiante! ¡El huracán ígneo debe arrastrarlo todo! ¡Debe con-
sumirlo todo! ¿Qué puede haber que quede indemne contra ese dinamis-
mo tan drástico e inexorable?
La suerte de ambos hombres se hace precaria. En algunos minu-
tos más el intenso calor fundirá las cuerdas hialinas y ambos caerán inevi-
tablemente es esa colosal fragua que crece bajo sus pies.
Un recuerdo viene a la mente del hombre maduro: “He visto ge-
nerar semejantes calores... Si, La Maestra puede generar semejantes
calores... en fracciones de tiempo, en segundos. Y también la he visto
reducir calores semejantes hasta convertirlas en hielo en igual tiempo. ¡El
poder de La Maestra supera todo lo imaginable!... Si pudiera llamarla. ¡Si
pudiera!...” Su frente se empapa de gotas de sudor. “Los
intercomunicadores no sirven para comunicarme con La Maestra, esta-
mos muy lejos... Nos separa kilómetros de roca... ¡Pero, cómo no, sí pue-
do llamarla: un llamado del corazón es mucho más eficaz!... Me entristece
decirlo, pero mi corazón es muy débil...”

135
Viene el desastre: ¡Las cuerdas hialinas no soportan más, una de
ellas sosteniendo el peso de uno de los hombres, se ha estirado
exageradamente y se ha deshecho en gotas cristalinas! ¡La cuerda ha
escurrido como el agua!

136
CAPITULO XI

EL FANGO ESTERILIZADO

Atenea, viendo venir el torrente de humeante lava, ha salido


apuradamente de la grieta. Se ha puesto a salvo encima de una elevada
protuberancia rocosa un momento antes en que el espeso flujo de roca
derretida resbalara por esa rajadura causada por el temblor de tierra pasa-
do. Luego toneladas de la rojiza sopa desaparecen por la abertura.
Por entre los surtidores de lava y los chorros de gas insuflados
por las increíbles presiones de las profundidades, la chica se desliza, trata
de superar los pocos metros en descenso que le faltan para llegar hasta el
portal de los ofidios y allí poder accionar el mecanismo que abrirá la tram-
pa y permitirá bajar el tobogán; cuanto antes mejor. Esos pocos metros
son difíciles, es terreno inundado por el candente material. Badea ella,
cuando una enorme roca se desprende de un precario asidero y rugiendo
se va a estrellar contra una pared; desafortunadamente el golpe abre una
fisura de la que brotan grandes cantidades de gases. Esta fumarola se
enciende.
La fuerza de la fumarola recién encendida es enorme y lanza a
Atenea por los aires. Cae, ella, encima de un cúmulo de cenizas recién
formado. La ha distanciado de su objetivo, de por medio ahora tiene un
obstáculo de lava; ella calcula que en ocho minutos, que son demasiados,
podrá recuperar terreno y para entonces ¡todo el portal de las serpientes
estará anegado! ¡Ella no lo puede permitir! Busca una piedra que tenga
aproximadamente su peso, afortunadamente la encuentra sin demora en
medio de otras enormes y calculando su trayectoria la deja rodar. Es una
acción temeraria, ilógica, infantil, pero es la única que se puede permitir en
un momento tan decisivo como ese. Ruega por un resultado positivo. La
roca arrastra otras más pequeñas y se detiene sobre un inoportuno dedo
de lava. ¡No es posible! ¡Vamos corre, por favor! En ese instante de pre-
mura, una fuerza interna salida de dentro de la chica, fuerza que la sor-
prende por ser nueva en ella, empuja la piedra y es más, la hace superar
otros obstáculos de mayor dificultad para finalmente depositarla encima
de la losa que deberá abrir la trampa. Así sucede.

137
La interrumpida comunicación se reinicia:
—¿Perseo…? —llama Atenea denotando preocupación— ¿Es-
tán allí?
La respuesta es inmediata, suena aliviada.
—¡Sí, linda!... Tu voz nos llega como un bálsamo... ¡Eres magní-
fica!
No hay interferencias, la comunicación es nítida pese al ambiente
enrarecido por conmociones magnéticas.
¿Qué sucede allá abajo? Por los sonidos que dejan escapar los
hombres se diría que están en grandes apuros. En efecto, la malla hialina
que los sostiene se desvanece rápidamente como una hilacha sobre el
fuego.
¡Cientas de toneladas de lava caen por el hueco de la trampa!
¡Impresiona aterradoramente la caída de esa nueva catarata que golpea
contra lo acumulado allá abajo!
La cuerda hialina que sujeta a Perseo se funde y la malla cede
ante su peso; sin nada que lo sujete siente que cae encima de la colosal
sopa de brazas rojizas. Es un instante en que una infinidad de recuerdos
vienen a su mente velozmente y el tiempo parece congelarse en su entor-
no. Una calma absoluta lo lleva a verse con nitidez y sin confundirse en
cada evento de su vida, los vive otra vez. Primero vienen los recuerdos
más lejanos, los de su infancia; luego los de su adolescencia; se continúan
con los de la juventud... y prosiguen. La fatal caída le parece sucederse
con tanta lentitud que podría contar horas, años y hasta siglos, en una
fracción de segundo. No hay espacio para la resignación.
La cuerda hialina de Esus afortunadamente se encuentra más
alejada de la catarata de lava, lo que aún lo mantiene seguro, pero no por
mucho tiempo. El joven ha visto caer a su nuevo amigo; con la calma y
rapidez que le da la sangre fría ha enroscado sus pies con la cuerda hialina
y con un movimiento de acróbata lo ha cogido con ambas manos de uno de
los pies cuando este ha sido detenido momentáneamente por la malla.
Luego de un tirón que amenaza con romper la cuerda, ambos se balan-
cean peligrosamente prolongando el suplicio que les toca vivir.
—¿Perseo? —llama la chica— ¿Cómo están ambos?
—Por... el momento...
—¡Gracias a Dios que aún están con vida!
—¡Por el momento... vivos!
—¡Díganme su situación.
—Aquí... ¡Ah!

138
—La ubicación exacta...
—Precisamente... muy cerca del agujero que da comienzo al to-
bogán... colgando de una cuerda...
—Tienes la voz jadeante y cansada.
—Sí... ¡Estamos en apuros! ¡Podemos caer en cualquier momen-
to...! ¡Debajo tenemos todo un lago de lava...! ¡Me esfuerzo por disparar
otra cuerda...!
—No dejen de hablarme, se los suplico... Estoy afianzando varias
cuerdas de alambre comprimido entre las dos serpientes. Como recorda-
rás la trampa está en el centro de ambas...
La valiente amazona observa por enésima vez el contador de su
arma que titila con una inconfundible lucecilla, no vaya a acabársele la
carga, sería fatal. Como bien sabe ella, el alambre comprimido ocupa otro
cartucho dentro de su ballesta junto al de las cuerdas hialinas. Una cuerda
de alambre es líquida en su cartucho, al ser disparada se convierte en una
gota incandescente, luego del impacto, por ejemplo en una roca o en una
superficie metálica, se solidifica delante de un cable compuesto por delga-
dos hilos trenzados entre sí y con apariencia metálica. Este cable puede
soportar una temperatura tres veces superior a la que soportan los fila-
mentos hialinos de vidrio y un peso cinco veces superior. La estructura de
cada uno de los filamentos metálicos, vista con lentes de aumento o bajo
un microscopio, se parece en mucho al de un cabello sólo que mucho más
grueso y está compuesta por diminutas escamas metálicas.
Y hay una diferencia muy importante entre los cartuchos de cuer-
das hialinas y las de metal, aquellas pueden dispararse varias decenas de
veces, estas escasamente menos de una decena.
—Te entendí... Atenea. En este momento estoy disparando otras
cuerdas... para sujetarnos mejor. Debes saber que la lava cae con intermi-
tencia después de un verdadero alud...
—El alud, fue todo lo acumulado de encima de la trampa —dice
la joven y luego de uno segundos de silencio añade—: Ahora estoy atando
otra cuerda de alambre que colgará en medio de aquellas atadas a las dos
serpientes. Por él podrán trepar... les diré el momento, pues en este mo-
mento se desprende una pequeña avalancha —se sucede otro silencio y
luego—: ¡Ahora!
—¡Ya vemos la cuerda! ¡Magnífico linda! ¡Ahí vamos, la cogere-
mos!
Se está acumulando una gran cantidad de lava en la hondonada
contigua a la trampa y puede desbordarse en cualquier momento llevando

139
una avalancha sin fin. De ese último intento depende la vida de los dos
hombres.
Perseo es el primero en coger la cuerda colgante y trepa, los
incidentes anteriores en que estuvo a punto de perder la vida lo han agota-
do y sube con dificultad. Ve a la joven atenta a sus movimientos.
—Atenea —pide él—, suelta otra cuerda para nuestro amigo.
—El cartucho de mi arma para alambre está vacío...
—Lo suponía...
En todo el trayecto de la gruta lo han utilizado en múltiples
oportunidades. Al mismo Perseo le quedan muy pocos disparos. Esus tam-
bién ya trepa por la cuerda, el susurro alarmante de toneladas de material
incandescente a punto de despeñarse de allá arriba atizan su serenidad;
una criatura común enloquecería de impaciencia y pánico.
—Tranquilos. Ambos, tranquilos —susurra la chica mirando
aprensivamente la acumulación de lava que en cualquier momento puede
resbalar y atrapar a sus amigos—. Todo está saliendo bien.
En efecto. Perseo al superar el nivel del piso sobre el que se
encuentra la trampa, observa su entorno y se llena de espanto cuando nota
la terrible maza que se cierne sobre ellos. La adrenalina lo hace saltar
como a un arácnido y rápidamente alcanza los alambres horizontales. En
el momento en que Esus también se pone a salvo, precisamente en ese
momento, se derrumba la lava y desaparece en un espeso y gorgoteante
remolino. Luego ambos hombres alcanzan a la beldad que los espera en
un lugar seguro. El esfuerzo, para Perseo ha sido sobrehumano, y se de-
rrumba agotado. Para Esus, el esfuerzo ha sido enorme, pero no agotador
y estuvo apoyando en todo momento a su nuevo amigo y le pareció loable
la férrea decisión de aquél de llegar hasta el final pese a considerarlo
insuperable.
No hay tiempo de perder. Es necesario alejarse de esos terrenos
surcado por incandescentes heridas y de supurantes olores tóxicos. De-
ben alcanzar la zona de los restos paleolíticos, donde, consideran, hay menos
peligro. Una vez allí, no pueden dejar de sentir confusas sensaciones por
el pequeño conífero fósil, roto y aplastado por toneladas de piedra y tierra.
La naturaleza crea; la naturaleza destruye: Un adagio que
parece provenir del fuego. ¿No? ¿Entonces de donde proviene?
Una réplica subterránea trae un macizo de varios millones de
toneladas del techo estrellándola contra el suelo. Es tan potente el movi-
miento y viene acompañado con un sonido ronco de destrucción... Unos
minutos atrás, las serpientes waugal semejaban a dos insignificantes

140
gusanillos nadando en un enorme perol de fuego; ahora luego de golpea-
das ambas, con tanta saña, se pulverizan antes de ser aplastadas. ¡La
gruta ha sido sellada en esa parte!
La zona de los fósiles aún se mantiene intacta... casi intacta, si no
fuera por los esporádicos y aislados derrumbes que caen y destruyen al-
gunas osamentas de piedra. Algunos minutos más tarde, en esos terrenos
surgen grietas amenazadoras.
Ante las miradas invisibles de las criaturas del fuego, los tres
humanos se esfuerzan por llegar al hirviente lago. Deben cruzarlo con
premura; ellas, las criaturas síquicas del fuego, aparentemente neutrales
sin intervenir a favor o en contra, constituyen un eficaz estímulo para la
intuición. “Sus efectos han aterrado desde siempre”, se dice Esus. “Sus
efectos se pueden controlar cuando pequeños, pero una vez crecidos se
hace cada vez más difícil controlarlos… La naturaleza del fuego está en
esas criaturas, controlándolas se controla el fuego: es necesario el cora-
zón correcto y la palabra correcta… El fuego de las entrañas planetarias
puede ser apagado con el corazón y la palabra correcta…”
La vereda que cruza el lago de orilla a orilla, está igual que cuan-
do la dejaron la última vez Atenea y Perseo. Eso alivia la preocupación de
ambos aludidos que temían demorarse buscando una nueva manera de
elevarlo del fondo. La amazona es la primera en utilizar la vereda, seguida
por Perseo y más atrás por el imperturbable Esus. Un nuevo movimiento
de tierra, los derriba y zarandea; se imaginan como a simples insectos
sacudidos dentro de un tubo de ensayo por una colosal mano de rapazuelo.
En el efervescente lago, como resultado de esa desbordante exhibición de
fuerza, se forma una marejada que erosiona en un segundo toda una playa
arenosa y la convierte en un confuso rimero de grandes peñones, agua y
lodo. La enorme ola también ha golpeado contra una losa de cientos de
toneladas de peso que yacía semisumergida en el agua y la ha levantado
como a una pluma, luego la estrella contra los paredones de la gruta. La
losa explota con el sonido de mil explosiones, echa chispas y fragmentán-
dose va a caer nuevamente dentro de las termales aguas. ¡El lago se ha
convertido en un dantesco revoltijo irreconocible de agua, roca y lodo!
Viene algo más, incluyéndose a los terribles acontecimientos: ¡Uno de los
paredones de la gruta se ha cuarteado y dispara ascuas rojizas, semejan-
tes a aquellas cuando se esmerila el acero pero muchísimo más grandes,
contra el remanso aún intranquilo!
Para los ojos de un poeta celeste, si tuviera la oportunidad de
estar observando la gruta cómodamente aislado de los efectos telúricos,

141
esas ascuas se convertirían en meteoritos, surgiendo del caos en un día
primitivo de millones de años atrás y cayendo en las aguas hirvientes y
espermáticas de un océano enigmático. Crearía mil versos de candente
pirotecnia. Afirmaría que con los meteoritos surgen también calurosas nubes
rojizas y candente niebla blanquecina que poco a poco cubren el mar que
ninguna memoria recuerda. El cielo es estéril, luego venenoso y empeo-
ra… En cambio, anteponiéndose a aquél vate, surgen unos susurros queditos,
humildes y delicados provenientes inteligentemente de lo desconocido y
hacen evidente estos versos:

La plántula germina
de entre las cenizas de ayer;
suspira, susurra, anhela.
¡Sí!, como el Fénix, por una vida mejor,
en una nueva oportunidad.
Eso para un dios ubicuo
es una delicia.
Mayor delicia hubiera si
ese germen fuera suyo,
de dentro de sí.

La tierra sigue temblando. El camino del lago ha sido destrozado,


partido en varias mitades por la colosal zaranda y los chicotazos de agua y
roca. Nada humano pudo soportar semejante percance. Ni con un milagro
pudieron salvarlo. ¿Entonces la vida de los tres osados humanos se ha
extinguido?
Antes de suceder la marejada y estando a mitad del lago, Esus de
manera enérgica pidió a sus amigos que corrieran con todas sus fuerzas:
“¡Abandonemos el lago! ¡Sólo tenemos medio minuto, viene un nuevo tem-
blor de tierra! ¡Uno peor...!” Y se lanzaron en una veloz carrera; tuvieron
el tiempo suficiente como para alcanzar la orilla y adelantar algunos pasos
más allá del monolito de los brazos cruzados, cuando fueron derribados
por una colosal manaza. Los cientos de miles de metros cúbicos rugieron
con la fuerza de un huracán desbocado allá atrás y arrancaron de su base
el camino del lago inutilizándolo por completo; la lengua de agua cubrió el
monolito, lo desgajo de raíz, y estuvo muy cerca de alcanzar a los dos
hombres y la chica con su letal efervescencia.
Todo el líquido que ha alcanzado terreno seco se evapora de in-
mediato y aquello que se empozó hirviendo desaparece en pocos minutos.

142
En el ambiente surgen nuevos susurros… Susurros desconocidos... Susu-
rros queditos. Susurros delicados.
Susurros de seres tenues. De seres síquicos, ausentes en otros
puntos de la gruta y que observan las escenas de los tres humanos contra
los elementos. Son seres tan puros y tan sutiles, que los sentidos humanos,
fueren físicos o síquicos, no podrían detectarlos; un humano al lado se
esos seres no sería más que un escarabajo y si este quisiera conceptuarlos
no tendría otras opciones que los de un escarabajo, simplemente no puede.
Ellos saben que la vida humana se desenvuelve en reducidos límites, den-
tro de una pequeña “caja” de nacimiento y muerte, obedientes a los estí-
mulos que les brinda la naturaleza, nada permanente sale de estos; han
visto surgir a los humanos como espora hace miles de millones de años
mucho antes que surgiera el planeta en el que vivirían. Los han visto trans-
formarse poco a poco en otros millones de años, gracias a los dictados
naturales, en criaturas complejas, hasta lograr la forma humana y desde
aquí sin nada especial, han retornado a la espora primaria involucionando
lentamente; es la metamorfosis de la vida, lo dictado por el creador, de lo
simple a lo complejo y de lo complejo a lo simple. Explicándolo de una
manera más compleja se afirmaría que ellos han visto surgir de una matriz
omnímoda a todo humano actual como simple protozoario dotado de una
chispa de conciencia diminuta, luego el protozoario se ha puesto a vegetar
para convertirse en criatura pluricelular, y le ha tocado tomar cuerpos
inferiores para llegar al estado animal y de allí irrumpir más tarde como
humano. De aquí “de la cumbre de la creación” ha desandado todo el
camino recorrido durante millones de años en otros tantos años; toda su
historia no tiene la trascendencia mayor que la de un insecto... Pero hay
algo, que también han podido notar, de algún humano rebelde que gracias
a un trabajo fenomenal ha desoído la metamorfosis y ha ganado caracte-
rísticas muy especiales. Conoce de aquél humano que habiendo luchado
contra la naturaleza suya y de su entorno que le pedía imperiosamente
involucionar, se ha conocido íntimamente, ha ganado virtudes que le han
permitido dar un prodigioso salto a un estado de vida superior, al de una
dimensión superior y la trascendencia de insecto ya no le alcanza. Aquél
ha creado unos cuerpos permanentes que le permitirá soportar, incluso, la
destrucción del Universo cuando este decida descansar en una nueva no-
che cósmica.
Esos seres sutiles, tienen la certeza, de que están presenciando
esos rudimentos de rebeldía humana en la gruta. Las tres personas que
huyen de la calcinación y de los derrumbes los poseen. La titánica lucha

143
de los humanos contra sus propias limitaciones exteriorizadas los llena de
admiración.
A sabiendas o sin saberlo, en lo antiguo, las destruidas serpientes
y la pirámide del Lábaro, fueron construidas justo encima donde conver-
gen dos placas continentales. Las enormes presiones acumuladas durante
años en el borde de ambas placas han causado roturas, desgarramientos y
desplazamientos en tiempos pasados, pero ninguno ha alcanzado la magni-
tud del terremoto actual y de sus incontables réplicas.
Las profundas roturas resientes se han abierto hasta por encima
de la capa de hielo polar, y escapan del interior de la tierra formidables
cantidades de ardiente lava, de cenizas y de gases que oscurecen el limpio
y frío cielo antártico.
Antes del terremoto, que por poco acaba con la vida de Atenea,
Esus y Perseo, el hielo brillaba de blancura y pureza sobre esa parte del
continente helado. Luego vino una persistente vibración que se continuó
con una potente explosión, como el de 20 megatones, que expulsó por los
cielos una capa de hielo de 30 metros de grosor y parte del fondo rocoso.
En ese lugar quedó un hoyo de 3 kilómetros de diámetro y una profundidad
de 200 metros que rápidamente se llenó de rojiza lava. La ingente cantidad
de ceniza eruptiva, las interminables bombas y lava acumulada está dando
lugar a un cono volcánico. El incandescente material líquido romperá en
pocas horas el precario cono primitivo que lo alberga, rebasará y se escu-
rrirá ladera abajo; está previsto que derretirá y sublimará las gruesas ca-
pas de hielo de las cercanías...
En el subsuelo, Esus y sus dos amigos han escapado milagrosa-
mente de esa congestión abrumadora de percances. Muchos kilómetros
de gruta han desaparecido en la dirección norte del reciente volcán, ane-
gada por ingentes cantidades de lava y escombros; si no fuera por el ma-
cizo que se hundiera en el lugar de las dos serpientes de piedra y confor-
mara un formidable tapón contra el poderoso ímpetu de las entrañas de la
tierra, otra sería la suerte de la parte sur y nada humano podría resistirlo.
La gruta ha quedado dividida para siempre, cortada presumiblemente de
la mitad.
Luego de un prolongado y excesivo esfuerzo, los dos hombres y
la bella amazona, descansan en los inicios de la región fangosa. Aquí nada
ha cambiado, por lo que se ve.
Atenea rompe el silencio, luego de un largo tiempo de estar repo-
niendo energías:

144
—Perseo —pregunta perspicaz—. Me parece que tienes una
duda. ¿Es verdad? Lo noto en tu semblante.
El aludido, teclea en los mandos de su vestimenta. Comprueba su
funcionamiento antes de responder:
—Sí. Es verdad...
Hace una pausa. Luego de una breve introspección, relata en
pocas palabras lo sucedido en la pirámide:
—...Y no me explico por qué me repelió esa luz.
—Es posible que la causa haya sido el traje —observa la amazo-
na—. Esus sin un traje especial pudo introducirse sin dificultad...
—Tú también tenías un traje idéntico y no fuiste repelida.
—Tienes razón. ¿Cómo explicarlo?
—¿Tal vez porque ingresaste antes que se iniciase la luz?
—Podría ser.
Ambos miran a Esus: ¿Y tú, porqué no fuiste repelido?
Este guarda sus respuestas, con su mutismo es imposible saber
nada. Por momentos hace evidente sus íntimos cogitares como el que
viene enseguida, traducido por su varonil voz:
—Unos siniestros ojillos nos observan —dice con calma—. Sin
duda puedo decir que sus dominios abarcan toda esa región de lloviznas y
de cieno.
—Y no te equivocas —arguye Atenea—. Ese ente, o como se
llame, es peligroso. Hemos comprobado su poder en la ocasión anterior
que pasamos por aquí. Y obviamente, esa vez, dosificó su poder violento,
probándonos; no la utilizó toda.
—Sus ojillos son intensos. Nos observan fijamente desde el pri-
mer momento; no pierde detalle de nuestros movimientos. Ahora... tam-
bién sabe que nosotros notamos su ubicua presencia, y emite algo pareci-
do a una sinuosa sonrisa de complaciente espera...
Perseo se pregunta, en su fuero interno, con una pizca de duda, si
encontrarán la manera de vencer a ese monstruo síquico. “¡Esta vez no
será tan benigno con nosotros! De eso estoy seguro.” Y quizá, penetrando
un poco más adentro de sus mientes, uno pueda encontrar el nacimiento
de una secreta decisión: “¡Sin un sacrificio... humano, será imposible cru-
zar!... Es necesario un sacrificio.”
Los seres puros, no han perdido detalle. Cada suceso es exquisito
para sus sutiles gustos. Los éxtasis suyos crecen hasta un pináculo inde-
terminado cuando el más joven de los humanos, ya poseedor de un cuerpo
sutil... muy especial... flota sobre su anatomía física; así etéreo y fluido se

145
adentra en el mundo de fango. Allí en el corazón de ese mundo encuentra
una ermita construida con antiguos ladrillos: una típica construcción seme-
jante a la Caldea de miles de años atrás, pero mucho, mucho, más antigua,
abundan a semejanza de aquella los caracteres cuneiformes y las hay por
todas partes impresa encima de la terracota. Una nube vaporosa y rojiza,
como la de un extraño amanecer, soporta como una alfombra al templete
de ladrillo. Un adobe cocido, obviamente, sobrante de la construcción,
tirada a la deriva y abandonada, lleva una inscripción que de cerca y tra-
ducida apunta una soecidad difamando al sexo y a los órganos sexuales.
Sanguinolentos vapores y hedor de almizcle descompuesto, se
escurren del templete por las rendijas de una gruesa puerta de madera y
remachada por enormes clavos con placas de hierro viejo. La puerta se
abre sin ruido. No hay nadie tras de ella; y en vez de un breve comparti-
miento, como aparentemente guarda, se abre un vasto escenario rural de
la antigüedad. Una bruma rojiza bordea el entorno. De lo lejos, dentro de
esa humareda rojiza, surge un ruido parecido al de un galope, acercándo-
se. Luego, siempre cubierto por ese sudario rojo, alguien se apea y camina
acercándose con retumbantes pasos. Pronto, frente a Esus y tras el dintel
del portón, surge un antiguo guerrero “sumerio”; vigoroso, con el casco y
la armadura brillándole como espejos. Todo, en el “sumerio”, indica ma-
jestad y poder. Sus armas, una pesada espada y un enorme arco con fle-
chas, le suman un aspecto temible. Se llega hasta Esus y con un severo
gesto, cercano al místico y a la caballerosidad, lo saluda. El cuerpo sutil
del joven ahora se ha vestido con una ligera túnica alba.
Hay algo en ellos... que hace presumir que se conocen desde
antes. En realidad se esfuerzan por reconocerse. Los presentimientos tiem-
blan en ambos, oscilan buscando un punto de apoyo donde debe empezar
la exactitud. No hablan: las palabras los identificaría, ellos lo saben así, la
sonoridad de la voz con tan sólo una vocal o una sílaba y sus efluvios
síquicos expuestos descubriría a cualquiera de los dos. ¿Para ellos es tan
importante mantenerse en el anonimato? No, por lo visto, al guerrero
“sumerio” esto no le preocupa, por el contrario según sea juzgada su voz
le indicará la perspicacia, conocimiento y objetividad del visitante, y se
expresa:
—Cosas importantes te han traído por estos alejados parajes...
de la vida. A mí... y a mí honesta morada. ¿Me equivoco?
Y viene la respuesta de Esus, con el timbre de la sinceridad:
—Está en lo cierto.
—¿Nada más me va a decir?

146
No hay más respuesta que el silencio y eso también es sincero.
Esus no necesita de un silencio forzado, la sabiduría trae un silencio natu-
ral.
El “sumerio” analiza ese silencio. Para sus sentidos sagaces, ese
silencio tiene significado tan evidente, como el de los sonidos articulados
que expresan ideas. Ahora duda si es exacto al deducir ese mutismo: ¿Qué
tiene esa sinceridad que acumula misterios desconocidos?
—Bien —dice—. Será un privilegio, para mí, que pases al interior
de mi morada. Así podrás, con calma y arrellenado en un buen asiento,
ver, escuchar y hartarte sobre mi historia. Me conocerás debidamente. Es
necesario que contemples los frutos de mi honestidad, nada más importan-
te para mí.
Esas palabras están adornadas con una delicada genuflexión.
—Adelante, le repito que será un honor para mí.
Junto con los sanguinolentos vapores brotando por el portón, otros
humores surgen y tratan de indicar que allí adentro existen tesoros que
vale la pena conocerlos. La tentación es irresistible.
Esa tentación no mella al joven, pero él sabe, que si debe conocer
íntimamente a aquél personaje tiene que aceptar la invitación que se le
ofrece y musita:
—Acepto.
Dentro de la covacha el concepto de dimensión tiene otro signifi-
cado. Allí adentro el espacio se multiplica de manera incontrolable abar-
cando toda la geografía de un continente entero. De entre los hechos
cotidianos de ese continente, el “sumerio” escoge, para mostrarle al joven,
todo un escenario de guerra.
En una extensa sabana sembrada de gramíneas y en la que so-
bresalen dos peñones cenicientos, alejado uno del otro por varios kilóme-
tros de distancia, combaten dos ejércitos. Las características huestes
“sumerias” con sus adornadas armaduras y sus pesadas espadas de bron-
ce carbonado, combaten contra un disciplinado conjunto de belicosos
nómades a camello. La lucha es sangrienta, las bajas de ambos lados se
cuentan por millares. Los gritos de guerra, el sonido de caracolas y tambo-
res, el golpe de las lanzas y los escudos, el zumbido de las saetas y el roce
metálico de las espadas, tienen la partitura de un concierto infernal. En el
aire, por encima de la carnicería un siniestro tufillo magnético flota estimu-
lando el odio y la crueldad de cada uno de los participantes; nadie puede
evitar estos horrendos vapores sexuales descompuestos, pútridos, mias-
mas de bajo vientre.

147
Los hechos se suceden de manera onírica, muchos de ellos apa-
rentemente inconexos unos de otros. Por ejemplo, mientras que dos hom-
bres semidesnudos disparan flechas a un conjunto de jóvenes “asirios” y
cubiertos de armadura, muy cerca dos generales de bandos opuestos con
un tonel de licor y sendos vasos de cuerno en la mesa juegan con una
baraja antigua. En otro episodio unos hombres “sumerios” empujan un
ariete para derribar una muralla, mientras sus compañeros los cubren con
una andanada de flechas, los nómades en vez de defenderse se dedican a
corretear detrás de mujeres. También unos oficiales “sumerios” y sus sí-
miles nómades arrojan alternativamente dos dados con mala gana. Y hay
empalados cerca a un hato de cerdos en su chiquero y unas damiselas con
sus ropas de seda caminando hacía los cerdos.
La gramínea aplastada, el polvo levantado y los efluvios de la
sangre derramada, son el resultado de apuradas pinceladas. Los rústicos
trazos tratan de imitar una genialidad que no consigue en lo mínimo. El
cielo con unos matices de celeste utilizados ayer, no frescos, supura es-
condidas monstruosidades, fáciles de ser detectadas por una intuición bien
desarrollada. El sol, sin gloria natural, parece adelantarse o atrasarse a las
horas según convenga; ofrece su claridad a los soldados consentidos y les
niega a los que aborrece. Da calor al más fiero y le quita al sosegado. Es
el caos.
Un efluvio perdido, un suspiro que debió ser aplastado por el he-
dor de la sangre derramada, se ha puesto a salvo y a escondidas musita:

El caos impera.
El caos es la razón de ser de este mundo.
El caos es el dios.
El caos rota, es una rueda permanente
El caos tiene hijos...

Y, en medio del caos, Esus y su anfitrión, posados sobre uno de


los peñones, contemplan los tristes episodios. El peñón es un otero muy
especial, puede acercarse a la escena más interesante y alejarse de la
misma manera para elegir otra a gusto.
—Lo estás comprobando —dice el de la lustrosa armadura con
severidad—. En esto no hay maldad. Sólo nos defendemos.
Sí, sólo se defienden, conquistando pueblos antes que aquellos los
conquisten a ellos, se les adelantan. Llaman prevención a los resultados
del miedo.

148
—Somos muy humanos —continúa, tratando de convencerse a sí
mismo—. Todo lo hacemos por nuestro bienestar.
¿Y el bienestar de otros? Es necesario pisotearlos con anticipa-
ción.
—Nuestro poderío es disuasivo.
Magnífica excusa. El miedo siempre ha utilizado esa disculpa y
se ha aliado con el odio.
—Nuestras artes guerreras sirven para que otros aprovechen de
ellas. Sirven para que otros aprendan y se defiendan.
Sin duda y también esclavicen. Nadie puede encadenan a otros
sin que se encadene a sí mismo en el otro extremo de la misma cadena.
—¿Qué sería del mundo si no supieran guerrear? Un caos abso-
luto. No habría reinos ni reyes. No existiría el progreso. La monotonía lo
invadiría todo. Nada aderezaría cada acción... en lo que sea.
Más excusas... vacías.
—La paz se logra armándose. Si somos fuertes, nadie se atreve a
retarnos...
La paz nunca vendrá acompañada del miedo...
Esus, en silencio contempla a un soldado niño, adolescente. Ate-
rrado por la matanza ha dejado sus armas, corriendo ha salido del campo
de batalla y trata de esconderse en unas oquedades seguras. El anfitrión
de Esus se llena de disimulada cólera y sin darse cuenta deja fluir los
hedores que fácilmente identifican a sus pensamientos y a sus sensacio-
nes: “¡Esto es imperdonable! ¡No lo puedo tolerar!... ¡Eres mi esclavo, y
sin embargo me desobedeces... debo destruirte, te lo mereces...! ¡Ya eres
la enfermedad, el virus que destruiría todo el mundo mío, destruirías mi
obra maestra, mi genialidad, no lo puedo tolerar!... ¡Ya eres uno, mañana
pueden ser dos, pasado mañana mil... no lo puedo permitir!”. Y le lanza al
mozalbete, de la forma más brutal, una luz rojiza de tinte virulento que le
sale del bajo vientre: “¡Muere!” Es indefinible su gesto de rabia, grita
dentro de sí: “¡Desaparece! ¡Debes de sufrir, debes de agonizar con todos
los sufrimientos conocidos antes de esfumarte!” El niño, ya dentro de la
oquedad protectora, recibe toda la fuerza destructora de esa luz sin acusar
ningún cambio. “¡No puedo creerlo!”: braman los pensamientos hedion-
dos. “¡Nada puede escapar de mis designios! ¡Mis mandatos se realizan
de inmediato!...” Y su sinuoso razonamiento le hace deducir que quién
impide la eliminación del mozuelo, rodeándolo con una sutil aureola, es
nada menos que su invitado. ¡Debe destruir a este, vaya improperio en su
propia casa!

149
Sí, destruirlo, pero de la forma más dolorosa y para ello utiliza
toda la fuerza ludibriosa que le nace de bajo del vientre. Rodea a Esus con
esa nauseabunda luz rojiza de bajo del vientre suyo. Esa luz debe introdu-
cirlo en una pesadilla infrasexual; es importante, primero, intoxicarle el
sexo, luego por añadidura el cerebro y el corazón. La fortaleza del joven
es impresionante, pero algo indefinible dice o indica que él está siendo
arrastrado poco a poco, de manera imperceptible, a un inframundo de
dolor; él lo nota pero el sopor se adueña de sí.
Esa luz descompuesta, trae todo el infierno y es descargada con
insistencia. Esus, casi sonambúlico, en una fracción infinitesimal puede
ver delante de él, de cómo se le acerca una sinuosa forma de arácnido con
aspecto de escorpión. Siniestro, el bicho lleva lo peor de las intenciones; su
aspecto esquizofrénico arrastra indecible maldad; sus candentes quelíceros
están dispuestos para morderlo, producen pavor. “¡No! ¡No!... ¡No!”, Esus
impotente, dopado por esa pereza infinita no encuentra que hacer, por
primera vez en toda su presente vida se encuentra imposibilitado. ¿Así es
el terror, que coge de uno de manera tan cruel?... El monstruo lo coge con
dos de sus horribles aditamentos con aspecto de pinzas y con una actitud
de infernal depredador está por ultimarlo.
—¡Es el fin! —gime el joven.
El estado hipnótico en que se encuentra, no le permite otra disyun-
tiva. Embotadas todas sus facultades concientes está indefenso como nin-
guna otra criatura lo ha estado. Pasivamente cierra sus ojos resignado...
Es un momento atroz. Pero en ese preciso instante oye una voz:
—¡Esus!
Voz que reconoce como de Atenea. Tiene el timbre de la salva-
ción. ¿Una simple voz? Simple no, por los resultados que vienen ensegui-
da. Permite que Esus se recupere inmediatamente. Sin pérdida de tiempo
rompe con la pesadilla, haciéndola desaparecer. Con la pesadilla también
se esfuman los ejércitos y el permanente guerrear y por consiguiente toda
la covacha de antiguos ladrillos.
Para el “sumerio” es terrible, sumamente traumática la desapari-
ción de su imperio... que realmente se encontraban en el interior de Esus;
aquél sólo exteriorizó lo que este guardaba bien escondido en su interior.
Segundos antes, satisfecho contemplaba lleno de mordaz gloria a su vícti-
ma, ahora en los principios de la humillación retrocede desconfiado. Algo
más, su marcial porte ha ganado mayor corpulencia y unas repulsivas
cerdas arácnidas le crecen en largo y abundancia convirtiéndole en una
especie de torvo antropoide. ¡Inimaginable aspecto! La resplandeciente

150
armadura le queda chica y el casco se ha convertido en un pequeño ador-
no en la ahora descomunal cabeza hirsuta.
El antropoide flota etérico en el ambiente síquico del fango, su
entorno se ha transformado, ha ganado un aspecto luctuoso de sombras y
colores esquizofrénicos. Su rival contempla con su acostumbrada tranqui-
lidad empeorar de instante en instante al detestable aspecto onírico del
ambiente.
El monstruo coge una pesada espada y ataca envolviendo al jo-
ven en un torbellino de violencia. Para Atenea, esas acciones en los domi-
nios de barro, no han pasado inadvertidas, su agradable perfume magnéti-
co de mujer indica que los sigue con el mayor interés.
Aquél ente infrahumano, no contento con todos sus repelidos ar-
gumentos de espadachín, le escupe a su rival un líquido correoso. Esus ha
tenido que ser muy ágil para evitar ese vómito y lo ve caer sobre el cieno
sen la dimensión sutil.
Perseo, al borde del mundo de fango, se sorprende cuando a poca
distancia suya el cieno arde epilépticamente sin una razón explicable. ¡Sor-
prendente, ese sutil líquido síquico expelido por el monstruoso “sumerio”,
tiene misteriosos efecto sobre lo físico!: ¡consume la materia de una ma-
nera poco agradable y levanta una venenosa humareda! Un hervor sulfú-
rico calcina una porción de 100 metros cuadrados; todo lo orgánico alcan-
zado allí es consumido, lo inorgánico tampoco queda bien librado. Hay
sollozos inaudibles de agonía química. Perseo está convencido que allí
adentro donde sus ojos no pueden ver una feroz batalla deja caer esos
ripios corrosivos y un temor subconciente lo intranquiliza.
Al simio le han brotado otros brazos, se asemeja a un repugnante
insecto. Entonces en ambas manos de Esus surge una brillante espada y
con un rápido movimiento le cercena el sucio brazo armado. El rugido del
monstruo no es de dolor, es una conmoción llena de orgullo y de rabia; de
la herida, que poca importancia le presta, le ha brotado un chorro humean-
te.
Ese chorro, ha caído sobre una buena parte del lodazal, levantan-
do grandes llamaradas. Esus, da un vertiginoso brinco y sin permitirle re-
accionar a la bestia le descarga un tremendo golpe. Lo parte en dos, por la
cintura. El torso, del horrendo corpachón seccionado, sin permitirse caer
se esfuerza por mantenerse unido a la parte donde se mantienen sus órga-
nos sexuales, con los cuales podría regenerarse; su cerebro sin el sexo no
le sirve de nada; finalmente ya inútil cae, consumiéndose en sus propios
ácidos. La otra parte, de la cintura para abajo, permanece erguida por un

151
momento haciendo un titánico esfuerzo por regenerar la parte perdida, el
sexo sin el cerebro tampoco sirve; pero quizá lo hubiera logrado, si otros
espadazos no lo reducen a despojos.
¡Arde el fangal en toda su extensión! Envenena el aire con sinuosos
humos. En lo síquico, todos lo elementos que constituyeron esos dominios,
acaban desintegrándose, limpiándose. Resuenan horribles alaridos, per-
ceptibles fuera de lo síquico.
La tierra tiembla.
Más tarde toda la extensión que ocupaba el fangal queda reduci-
da a un erial endurecido como la cerámica vitrificada...
La tierra continúa temblando.

152
CAPITULO XII

LA ANTIGUA LARVA

Olvido... Un mundo inlocalizable.


Olvido... una inmensidad sin límites, provista de sombras perpe-
tuas, permite que la vida sea un tormento.
Olvido... una ley irrefutable que lo rige todo y su instinto enloque-
cedor es instilado torvamente en todo lo creado. Nada puede disiparlo, en
todo caso se incrementa apuradamente.
Olvido... una circunstancia, de esas que no se sabe si tuvieron
origen ni se vislumbran un final. Sólo está ahí. Está ahí, torturando; indeci-
ble agonía...
Olvido... esa locura que nadie conoce, pero estando uno dentro la
ignora como tal...
Dentro de esas profundas sombras de olvido, surge un chispazo
de luz, tan diminuto como lo más pequeño que existe, pero sus efectos
enormes tienen la consistencia de un relámpago y disipa las sombras en un
amplio radio. Ese relámpago, traducido en palabras ordinarias tiene un
timbre femenino:
—Esus ¿Estas bien?
En la dimensión del olvido, algo con vida… ¿Vida? ¿Es que puede
tener vida una sombra, dentro de otras sombras prominentes, sufriendo
una indecible agonía que no se acaba nunca?
—¿Esus?
La sombra sufriente, parece identificar ese nombre y quizá
aferrársele como a algo suyo.
Otro relámpago:
—Esus ¿Me oyes?
Disipadas las sombras, el aludido comprende que ha salido de una
brutal pesadilla. Ha dejado unas vivencias que nunca las había tenido an-
tes. Está compungido lo que seguramente le sorprende... Una vez que su
inmutabilidad vuelve, analiza esos desastrosos momentos a los cuales cual-
quiera, sea persona u otra entidad egoica o no, pudo acceder a su interior;

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estuvo tan inerme. Y lo que enseguida se propone a realizar sólo Atenea
con sus facultades especiales puede conocerlas sin perder detalle:
“¿Qué ha sucedido que me he sentido desconocido y perdido?...”,
se dice Esus. “La reflexión me permite llegar a una conclusión: aún persis-
ten en mi, remanentes infrahumanos. Uno de esos defectos sicológicos de
mi interior ha permitido que ese guerrero salaz, en su mundo de cieno,
pueda hipnotizarme tan descarada y fácilmente y llevarme
involuntariamente por un sendero de tenaz ilusión.
”¡Es horrible convivir, pululando como larva entre otras larvas,
dentro de una locura! ¡En esas miasmas toda hez involutiva se concentra
y vive en un permanente conflicto!... ¡Nada se escapa del mal olor que
embarga esa región de olvido! ¡Hedor idéntico al que emana de cada una
de esas criaturas que allí viven y de sus pútridos órganos sexuales!
”¡El abismo! ¡Allí está el abismo: en mi interior! Y tengo que
volver allí. Tengo que bajar hasta esas regiones espantosas, esta vez vo-
luntariamente y no hipnotizado. Debo conocer la exacta naturaleza de esa,
o esas, imperfección mía”
¡El abismo!... se encuentra en las 49 regiones de la mente. Y
Esus se propone realizar un experimento que le permitirá tener acceso a
esas recónditas regiones aún inexploradas de sí mismo. Sabe que no pue-
de perder ni un minuto, ni un segundo más, y posterga la mirada de Perseo
que exige marchar sin perder tiempo. Lo suyo es más urgente que la vida
misma; esa debilidad, en el futuro, sería su perdición. Deja reposar su
cuerpo en el duro piso que ha escogido para el momento, no muy lejos del
fango convertido en cerámica. Su poderosa imaginación, trae enseguida,
una límpida luz blanca y lo dirige a sus pies. Esa luz, sin encontrar barreras
de ninguna índole, penetra hasta lo más recóndito de las células suyas,
higienizándolas con su intensa pureza. De los pies, la luz se difunde suave
y paulatinamente por los tobillos, las pantorrillas, en algunos minutos más
alcanza los muslos, luego el bajo vientre, el torso... y finalmente cuando
abarca todo su vigoroso cuerpo, lo sume en un profundo descanso.
Esus ya provisto de una lucidez maravillosa, no tiene ningún in-
conveniente de penetrar muy dentro de sí mismo; su entrenada persisten-
cia le hace alcanzar los sutiles parajes de su propia mente. Un raudo viaje
por regiones sin distancia, ni tiempo; por regiones donde lo honesto jamás
podrá extraviarse ni confundirse. Transita por terrenos paradisíacos. Allí,
rodeado de tesoros naturales sutiles y de una atmósfera trascendente,
tiene que buscar con la mayor sutileza una entrada que lo conduzca a los
submundos suyos.

154
En la búsqueda, llega hasta un milenario árbol, cuya frondosa copa,
sus gruesas ramas y su corpulento tronco, están sostenidas por unas pro-
fundas raíces. Esas raíces añosas esconden la entrada de una cueva.
Ambas, raíces y cueva, anuncian con unos hálitos intuitivos que sus longi-
tudes abarcan hasta la misma sima del mundo.
Dentro de la cueva, Esus, ha encontrado unas sombras enigmáti-
cas, un dosel susurrante de terribles advertencias que sugieren el retroce-
so. Estas han ido desapareciendo paulatinamente a medida que en el piso
y en la bóveda, las rocas, los guijarros y la arena son remplazadas por
piedras preciosas. La luz brota de estas, inagotable. Cada brillante es una
diminuta lámpara; da espléndida claridad, acompañada por una suave sin-
fonía perfumada. Un leve sendero aún sin hollar resbala abruptamente por
uno de los costados de un peñón de cuarzo esmeraldino y acaba en una
enorme ensanchación de la cueva al borde de una pequeña laguna.
Bellezas incomparables rodean al minúsculo lago. Joyas, muy
antiguas, esculpidas para soberanos y dioses. Un pastor de zafiro apacenta
doce ovejas de diamante celeste sobre un pedestal de aguamarina inmer-
so en el agua. Un niño de purísimo rubí oriental, sostiene en sus manos,
con el inmenso poder que le da la inocencia, un peligroso pero vencido
ofidio de cornalina sanguínea; los pequeños y regordetes pies infantiles se
sostienen en una de las caras de una pirámide de oro puro. Una gorgona
de amatista, con el púrpura más intenso conocido, yace descabezada a los
pies de un atlético efebo de topacio solar; la gorgona extiende sus sinuosos
cabellos con forma de venenosas serpientes hasta el regazo desnudo de
una bella doncella de suave amatista, la despreocupación de esta se debe
a la cercanía de su salvador... Casi inadvertido, al nivel del piso, un negro
escarabajo arrancado de una roca del más oscuro zafiro, lleva en sus
patas traseras una descomunal perla... de lapislázuli negro. Todas estas
joyas son de tamaño natural.
De aguamarina sublimada, de granate oscuro, de circón pálido,
de zafiro atmosférico, de alexandrita encendida, de jaspe púrpura, de ága-
ta sardónica, de amatista vesperina, de coral, y de muchas otras piedras
preciosas, hay sutiles metáforas también de tamaño natural.
Algunas raíces del gran árbol de la superficie llegan hasta esas
profundidades inmedibles exudando hálitos misteriosos y sueltan por sus
estomas algunas gotas que se amontonan en el piso como un rocío inex-
presable. Las gotas se semejan a grandes bayas de cristal líquido, o se
podría afirmar que tienen el aspecto reconocible de carnosas frutas inco-
loras. ¿Quién las ha gustado? ¿Acaso esas frutas son dulces... o amar-

155
gas? ¿Qué enigmática sensación viniendo de ellas incita a probarlas? ¡No!
¡No, por favor alejaos a tiempo! ¡Sois irresistibles pero no os conozco!
Una escalinata, esculpida en el extremo más delgado de una roca
de diamante en bruto, se sumerge dentro del lago, posiblemente lleve a las
profundidades. En breve, Esus, ha puesto sus pies sobre la escalinata y
antes de descender, como lo tiene previsto, se ha detenido para observar
maravillado el centellear de diminutos puntos en el corazón de la roca de
diamante. ¡Le arranca una exclamación mayúscula al caer en la cuenta
de que esos puntos en conjunto son la evocación en miniatura de toda una
galaxia sumida en una eutaxia estelar! La intuición identifica en esa por-
ción de minúsculo espacio estelar a la Vía Láctea en un tiempo muy anti-
guo, de hace millones de años atrás. Eran tiempos en que el sistema este-
lar llamado solar, estaba inmerso en una primavera cósmica, en el Satya
Yuga y sus gloriosas radiaciones perfumaban el espacio circundante. Cada
planeta era un edén, los dioses o ángeles o seres puros, como bien parez-
ca, la habitaban. Era una residencia placentera, el solaz en un arduo cami-
no.
Los escalones descienden lentamente hasta alcanzar el lecho del
lago, en esa parte a 90 metros de profundidad. El agua del lago ¡no moja!,
Esus lo puede comprobar cuando se ha introducido en ella. ¡Es un fluido
denso con aspecto de agua! Brinda las mismas sensaciones de la hume-
dad y se adhiere a la piel como un tenue aceite perfumado; obsequia una
tibieza agradable. Todos estos detalles, incluidos la presión aumentada y el
esfuerzo por llevar a los pulmones esa sustancia hiperbárica, hace recor-
dar una vida fetal, donde el amor de una madre lo nutre todo.
¿Son criaturas vivas, esas, que desplazándose con transparentes
cuerpos filosóficos, odorizan el ambiente “acuático” con esencias que sólo
la verdad puede elegir? Cada una de esas criaturas tiene la tenue profu-
sión de la invisibilidad, son un milagro con voluntad propia, se esfuman en
el momento en que uno quiere tocarlas o mirarlas fijamente, luego apare-
cen en otro lugar, lejos de todo acoso. ¿Qué leyes naturales rigen la vida
en este remanso?
Luego de los escalones, un sendero inclinado lleva a mayores
profundidades. Finalmente, el sendero se acaba... junto a un gigantesco
caracol, de 10 metros de alto, esculpido en cuarzo negro. Este macizo de
cuarzo negro como las tinieblas con aspecto de molusco gasteropodo, es
en realidad una casa. Una luz negra ilumina sus habitaciones viniendo de
unas lámparas adosadas en las paredes; la luz fluye con inagotable miste-
rio. Esa luz es una versión contraria de la luz blanca; descompuesta a

156
través de un prisma apropiado ocuparía todo un espectro desconocido, un
espectro negro. Los rayos negros iluminan tenuemente un enorme dado
de cristal negro tirado en medio de una espaciosa sala; el dado rota ante el
visitante y va a caer sumando un nueve.
A Esus, le importa más lo que guarda otro compartimiento y va
para allá sin detenerse junto al dado. En ese aposento la luz invertida
alumbra con mayor fuerza. De nada sirven los ojos humanos en el am-
biente iluminado por esa luz. Esus, esforzándose enfoca su mirada en unos
puntos en forma de bombilla, y la retira inmediatamente: ¡También pueden
causar ceguera! ¡Sí, pero como si sorbieran los ojos, queriéndolos arran-
car de las cuencas de un tirón! ¡La luz tira de cada átomo físico y síquico
hacía sí!
Cuando Esus se acostumbra a esa luz, puede ver, a una ciclópea
Tridacna gigas. El gigantesco bivalvo, de unas 30 toneladas de peso,
ocupa un pedestal en el centro de la habitación y tiene las conchas abier-
tas dejando entrever sobre su carnoso manto una perla negra de 1,000
milímetros de circunferencia.
Esus se acerca al enorme bivalvo con las pausas preventivas que
le brinda la intuición. La colosal ostra al sentir la presencia extraña cierra
sus conchas herméticamente. Terribles sensaciones se dispersan en el
compartimiento, como aquél sonido del instinto por el de la muerte cerca-
na: ¡Neurótica actividad irracional! ¡La confusión es desbordante!
¿Aterrorizada la ostra? ¿Es que no es seguro su caparazón de 30
centímetros de calcáreo espesor y 5 metros de circunferencia sumadas a
sus potentes bisagras que si muchos más de dos docenas de hombres
juntos unieran sus fuerzas no podrían abrir? Es más de lo que necesita
para frenar a un sólo hombre en sus intentos de violar sus frágiles interio-
res con las manos desnudas.
Esus, ha dado vuelta completa en torno del descomunal molusco.
Con toda calma se detiene frente a las valvas cerradas. Así, erguido sin la
necesidad de entornar la mirada, su increíble voluntad entra en acción.
Una potente luz blanca, como un destello trascendental, se le ilumina en la
región prostática; esa luz, con la rapidez de la luz, sube hasta el cerebro;
aquí, en la silla turca, enciende la pineal con la radiante belleza del sol; la
misma luz llega después al corazón incendiándolo con un maravilloso re-
lámpago azulino. La luz brilla con la fuerza de lo divino dentro del juvenil
cuerpo.
Sin poder evitarlo, la sedentaria ostra, recibe el impacto de la luz
lanzada en su contra por el aterrador corazón juvenil. Le llega a las fibras

157
más íntimas, conmocionándola intensamente. Un espasmo de rebeldía ins-
tintiva es frenado con anticipación y dócil abre las valvas. Hundida, sobre
el mucilaginoso manto blanco, aparece la perla, engañosamente indefen-
sa.
El relámpago azulino, al mezclarse con la luz negra que ilumina el
ambiente, refulge cromático y energético, como un fanal en una extraña
noche. La combinación de ambas luces da unas tonalidades oníricas impo-
sibles de describir con palabras, aún si una persona común los viera no
sabría lo que está viendo... pues se ha producido un espectro que los genes
humanos no están “programados” para detectarlo...
Las nacaradas valvas, reflejan la intensa luz combinada. Y la gran
perla se convierte luego en el centro de convergencia del relámpago hu-
mano que intenta averiguar lo que guarda dentro de sus múltiples capas
tras milenios de formación. Viene una respuesta de la gema natural ante
esa acicateante luz: la repele y se rodea de un aura energético. En ese
breve momento de lucha energética entre hombre y ostra, la atmósfera
enloquece en las inmediaciones del edificio en forma de molusco, soplan
ilógicos vendavales. Cuando se impone la perla, viene un insondable silen-
cio donde nada suena salvo la luz negra como una persistente aria tala-
drando el infinito.
Ese instante de silencio le es útil a Esus. Un hecho aparentemen-
te inocente en el albor de su vida humana le viene como con un mazazo de
la conciencia a la memoria. Es un chispazo diminuto en exceso en el tiem-
po, insignificante en los largos años de una vida humana; es obvio que una
pequeñez así pase inadvertida o se pierda entre la bruma del pasado y
entre la gran cantidad de recuerdos que uno acumula. Es una gran sorpre-
sa encontrar algo ya perdido en el interior de uno mismo y que está rela-
cionado con la ostra. Intuición ¿o instinto?: el hombre se pone en guardia...
La atmósfera enloquece otra vez. La perla se levanta del manto y
flota; las enormes fuerzas brotadas de su interior contra aquellas conteni-
das en el relámpago que la acosa son aprovechadas para ese fin. Ambas
fuerzas hacen brillar a la gema y esta se eleva hasta tocar el techo. En el
interior de Esus, otro destello momentáneo de conciencia, le trae otro ni-
mio retazo de pasado: ¡No puede controlar un sobresalto por ello!
Ese sobresalto también ha sido sentido por... algo inteligente que
mora en lo profundo de la gema y ha descuidado momentáneamente su
aura protector. Ese pequeño instante de inercia le es fatal, porque sin nada
que oponerle a la luz azul, este penetra hasta su interior. La ostra cae,
golpea contra el piso y se rompe en varios pedazos. ¡Una grotesca criatu-

158
ra en forma de gusano ensangrentado queda libre de su atadura lubricada
por miles de capas de nácar!... Esus la reconoce... se reconoce en ella. Es
una gemela suya, una criatura que ha nacido al mismo tiempo que él en el
luengo amanecer del tiempo, que no ha evolucionado en el tiempo y se
mantiene como en el primer momento... ¡Es él mismo! ¡Ah, misterios que
hacen tamblar!
La larva atontada por el largo tiempo de inmovilidad se mueve
perezosa. Cautelosa. Para ella, según su instinto o una voluntad oscura
que la anima, ya sin la concha protectora es indispensable ser rápida y
decidida, se siente vulnerable y eso es algo que menos le agrada. ¡Debe
moverse y crecer!
Es inevitable para Esus, no ignorar la transformación de la larva.
Rápidamente aquella adquiere movimientos felinos mientras le nacen va-
rios apéndices en el dorso. Aumenta de tamaño con pasmosa celeridad y
su aspecto se hace cada vez más repulsivo, pronto es una grotesca ninfa
con el color de un carmín cochino y los apéndices se le van transformando
en groseros tentáculos gelatinosos. La piel de la ninfa es transparente y a
través de ella se puede ver el corazón: una maza deforme que late ruido-
samente impeliendo un líquido lleno de ponzoña, se ensancha y comprime
como un verdadero sifón de molusco. Un momento después la ninfa se
torna dura y oscura. ¿Viene una rudimentaria criatura humanoide llena de
siniestros andrajos futuros o una perversa anticipación inerme?
El rayo azul se posa sobre la nauseabunda crisálida. En el interior
de esta algo se retuerce de dolor, pero no detiene su transformación que
continúa delictuosamente. En algunos minutos más se rompe el pellejo de
la crisálida y surge un abyecto gladiador de aspecto indefinible, una absur-
da combinación infrahumana y animalezca; una criatura de aspecto de-
masiado antiguo, difícil de encontrarle un parecido comparable hoy, no hay
conceptos para definirlo. Fuera de toda lógica y razón de ser, se aferra a la
vida... luchará con todo por conservarse vivo. ¿Vida? ¿Es que posee vida
esta lubricidad? Siente que se le amenaza.
En la atmósfera del lugar, también se evocan tiempos idos con
caracteres aromáticos honestos. ¿Algo bueno de esa criatura producto de
una metamorfosis ciega? Se distribuyen antiquísimos hálitos. Hálitos entre
los cuales destacan los perfumes de fábulas épicas y los de un empíreo
nórdico filosofal. Unas musas invisibles susurran aparte poemas primave-
rales, el delicado perfume de rosas rojas que las rodea es exquisito. ¡Ah!,
estimulan un solaz en la inmensidad de una dura labor, la calma necesaria
para un análisis interno. ¡Una delicia que es distribuida por una brisa te-

159
nue!... Una delicia que agrede al gladiador salido de la larva, quién, una
vez concluido con su transformación se recubre con una armadura eléctri-
ca; así, bien protegido y con una serie de denuestos síquicos, salidos de las
profundidades de su abultado tórax, transforma la belleza ambiental en
una exageración de cloaca aérea.
El monstruo es un ente energético, sin cuerpo definido, está ro-
deado por una silueta luminosa. Hace retroceder con suma facilidad la luz
del relámpago azul y lanza una descarga eléctrica que golpea a Esus,
atontándolo. El ente se sabe poderoso y no puede permitirse una humilla-
ción y con una nueva descarga derriba al “impertinente” que se atrevió a
molestarlo. No está contento, debe ser drástico y se dispone a dar un
golpe mortal.
La segunda descarga ha lanzado al joven contra el frió piso. Toda
su corpulencia ha sentido el impacto de tal manera que se figura dividido
en dos: su cuerpo muscular abajo, desmayado, y todo lo síquico suyo, en-
cima, flotando, en vigilia. Se contempla a merced de esa deforme criatura.
Con sus ojos astrales no puede dejar de sentir cierta aversión por la llama-
rada letal que empieza a crecer en el corazón deforme de aquella. ¡Viene
lo peor! Así inerme ¿cómo evitarla?... ¡No hay fuerza más poderosa que
la voluntad! y se prepara para defender su cuerpo físico con todas sus
fuerzas.
Esus busca en su interior el arma apropiada. La virtud correcta
que pueda frenar y rechazar una eminente descarga eléctrica nacida del
orgasmo del monstruo. Llama en sus interiores: “¡Madre!”
Es un sonido tan poderoso. Un mantram divino. Una expresión
angélica con exactitud matemática... y llega instantáneamente a oídos in-
efables con la prontitud necesaria. La respuesta no se deja esperar, viene
desde una profundidad perenne, de las regiones donde mora eternamente
lo femenino de dios: Dios Madre, y rodea al cuerpo sedente con un precio-
so aura provisto de infinito amor.
Amor, que tiene la sabiduría y poder para frenar esa tercera des-
carga nauseabunda, y todas si las hubiera. Y lo hace con sencilla delicade-
za, como si aquél terrible orgasmo explosivo, capaz de destruir cualquier
cosa animada e inanimada, no tuviera otra cosa que una diminuta fuerza
incapaz de nada. En resumen, esa descarga ciega es absorbida y transfor-
mada en un innocuo perfume de rosas, así no puede causar el mínimo
daño.
El amor emanado de lo íntimo, se extiende por sobre el ente eléc-
trico, lo envuelve y... Todos los acontecimientos abstractos que vienen,

160
expresados en un lenguaje llano y personificado dirían que una hermosa
mujer, lozana y joven, vestida con la pureza de las sedas blancas, se acer-
ca al monstruo de la nauseabunda electricidad y con un sencillo ademán,
que sólo una infinita luz logra explicar y musitando con sus agradables
labios un insondable misterio, le dirige el halo de una luz indescriptible.
El monstruo es herido mortalmente en la razón de ser de su exis-
tencia. Se aterra al razonar que nunca, ¡que nunca, jamás, volverá a tener
vida! Es definitivo verlo enloquecido, imaginando y sintiendo su propia
desaparición. Se quema... Se consume entre terribles alaridos de mineral.
Rápidamente queda convertido en polvo. A la postre un último calorcillo
prostático, se disipa; lleva un inconfundible hedor sinuoso.
La enorme ostra, tiembla asustada. Quiere huir, el instinto se lo
pide, intenta salir de su cobijo permanente, debe vencer a esa perpetua
inmovilidad a la que la encadenó el tiempo. Respinga algo parecido a una
dudosa alegría cuando se levanta algunos centímetros de su pedestal...
¡Ah, aún persiste su antigua facultad de volar... y tal vez también pueda
recobrar su facultad de entrar en alguna dimensión invisible...!, pero sin
tener el menor control sobre sí y su abundante peso, cae al piso; rueda
unas tres veces y recobrando su compostura indaga a su alrededor alguna
otra posibilidad de escape...
¡Toda la habitación es presa de un incendio espontáneo! Arde el
piso y las paredes de piedra negra como si estuvieran hechas de material
inflamable. Esus, ha oído dentro de sí una voz femenina: “El fuego renue-
va íntegramente a la naturaleza” y esto le ha servido de anticipación para
salir con rapidez fuera del compartimiento; adentro el enorme bivalvo la-
melibranquio sin poder moverse ni un centímetro hacía sus costados, cie-
rra sus valvas para huirle a las lenguas de ese fuego filosofal. Este inútil
escape le brinda una efímera seguridad al molusco; es obvio de que en
algunos minutos estará totalmente carbonizado por las intensas llamas con
temperaturas solares, la espesa coraza de nada le servirá.
El incendio se propaga velozmente por todos los salones; en po-
cos minutos todo el edificio con aspecto de caracol echa llamas. Nada
conocido puede soportar semejantes calores y permanecer sin modifica-
ciones en su estructura física. Para entonces Esus ha ganado ya los esca-
lones que lo bajaran hasta allí, y se vuelve para presenciar los terribles
efectos del fuego alquímico. En el punto donde se inició el incendio, el
calor continúa acrecentándose. En pocos minutos la negra construcción
se funde y sus restos brillan con un color blanco incandescente, pronto con

161
una mayor temperatura toma un color amarillo y finalmente se convierte
en una bola incandescente de color rojo.
Un manto magnético confina sabiamente todo el monstruoso ca-
lor de la bola roja. Esta bola, como si fuera de magma, rota como un
cuerpo celeste. Una fuerza centrífuga omnímoda atrae toda su masa ha-
cía sus interiores, comprimiéndola y reduciendo su diámetro lentamente.
Después toda esa fogarada se convierte en un punto luminoso y al otro
momento desaparece, se apaga simplemente, trayendo una densa oscuri-
dad. Una oscuridad no carente de cierto misterio. Esus, no pudo anticipar
esa oscuridad y enseguida sorprendido se siente sumido en su seno, no
sabe que hacer. ¿Debería considerarse perdido?, pues de nada le sirven
sus sentidos, de nada su desarrollada intuición. ¿Qué hacer?
El joven buscador de tesoros, dentro de esas sombras, busca a
tientas. Manotea, sin encontrar nada. Estira un pie, da un paso, ¡ah, susto!,
no encuentra piso y ¡siente caer en un abismo sin fondo!

162
CAPITULO XIII

TRISTEZA Y ALEGRIA

¿Qué sonidos son esos?


Bullen como las ideas caóticas
en una mente dudosa.
Sin vientre de verdad
esas ideas son deformes,
¿venir al mundo así?
Caen como un cacto
desarraigado de la planta madre
y no encuentran suelo donde medrar.
¿Y ese viento tan fuerte,
que luego lo arrastra,
que busca en él?
En algún momento,
el cacto clava sus aguijones...
arrancando dolores y gritos.
¡Ah! debo decir que el cacto
se incrusto en mi:
en un ciego,
no pude eludirlo,
no lo vi.
Ciego busco la herida,
eso me alivia;
la espina persiste,
¡qué va!, si no tengo ojos
no la veo, por lo tanto no existe.
¿No? Si tuviera ojos
sabría que tengo una rosa
en las carnes,
acicateándome...

163
En este punto, Perseo suspira, y con el poema aún vibrando en su
interior, dirige una mirada a Esus, quién permanece en el piso en profunda
meditación. Atenea, también está recostada, cerca al joven, meditando.
En algunos momentos, los cuerpos de ambos mancebos, emiten cierta
aura luminosa que parece unirlos en un connubio de preciosas luces. Son
resplandores que transfiguran sus dinámicos cuerpos llenos de vida... y los
hace flotar por sobre el suelo como si careciesen de peso.
—¿Quién eres Esus? —se pregunta Perseo, para sí— ¿Quién?
¿Y de donde vienes? Todo en ti, todo lo tuyo, todo lo que haces, está
escondido por un velo... demasiado denso para mi. Nos has dicho muy
poco sobre ti, en realidad: nada.
”Tenemos el Lábaro, gracias a ti. Y hasta ahora, has permitido
que la misión encomendada a los del Selecto sea una realidad. No sé que
habría sido de la misión de no haber aparecido tú... en nuestro camino. Sé
que nada sucede al azar y que tu... que tu... ¡No quiero pensarlo! ¡No
quiero suponer nada!
Perseo se pasea intranquilo: el tiempo es lo que menos les sobra.
La gruta se ilumina con el resplandor de los jóvenes. Con esas
luces unos cristales de piedra, de las cercanías, que fungen de prisma
natural generan unos arcos iris de impresionantes dimensiones. La gruta
por breves minutos es una genialidad de efectos espectrales; luces con
tenues siluetas humanas, masculinas y femeninas, que se desplazan rápi-
damente como voluminosas cortinas cromáticas y se combinan oníricamente
cuando dos o más de ellas se rozan, produciendo con ello unas tonalidades
violáceas propias de atmósferas trascendentes.
Esas luces poseen voluntad matemática. Todo indica que una in-
teligencia muy singular, dentro de ellas mismas, las mantienen circulando
con exquisito dinamismo. Son luces que no se pueden medir en longitudes
de diámetro o longitudes de onda, tal vez la forma de medirlas adecuada-
mente sea por longitudes de conciencia despierta o de diámetros de volun-
tad conseguidas. ¿Longitudes de amor?
Perseo grita extático:
—¡Luces! ¡Más luces!

Dan vida, dan muerte


y sobre todo no las veo
porque no son mías...

164
Esas luces reverberan en todas las paredes de la gruta. No existe
pequeñez que quede sin iluminación.
El adulto maduro, evoca todas las maravillas que pudo presenciar
a través de los años. Llega a la conclusión que ninguna de ellas iguala a
esta:
—¡Sí, ninguna!... Muchas veces he participado en ceremonias
litúrgicas en el Templo de los Espejos de Ciudad Luz y ninguna maravilla
teológica ha traído estos fenómenos. Esas maravillosas ceremonias, con
todos sus valores místicos, desde que tengo memoria hasta hoy, no han
materializado nada parecido en lo tridimensional. Los ancianos, tienen la
gloria de ver estas luces, sólo que en sus profundas meditaciones... pero
no en lo tridimensional... y por lo tanto nadie más que ellos puede verlos.
¡Lo que logran estos… jóvenes, es maravilloso; sin duda, ellos pueden
conversar con los dioses, cara a cara!

¡Dioses! ¿Qué les decís?


¿Os gustaría decírmelo a mí?
He buscado la respuesta
¡aquí! en lo arenoso, desértico
y cálido interior mío;
he padecido los peores suplicios
y se me ha sido negado.
Para esa fiebre no hay agua
o si hubiera no la calmaría.
Tal vez la próxima duna
esconda alguna esperanza para mí
por mínima que sea la aprovechare al máximo,
me deprime un éxito;
la duna acaba... y allá
¡el izquierdo de arena se bebe mi vida!

Las luces del eximio fenómeno de luces no menguan. Es lenta la


reacción del contrito Perseo inmerso en la fatiga suya, ¿acaso se ha dor-
mido por un momento?, cuando observa que algo no anda bien en el inte-
rior de la pareja, específicamente en el de Esus. Las luces están a punto
de extinguirse cuando deberían de permanecer...
Las sombras que ya embargan la gruta, tienen un tinte amargo,
un tufillo síquico siniestro. Flota en ellas la sudoración de un cinismo crimi-
nal y se dispersa como un gas tóxico, quiere roer la dura roca y generar

165
otros venenos con aquella materia prima, venenos químicos. Esas som-
bras exprimen las luces con torvas manos, quieren aniquilarlas.
Un vientecillo gemebundo se levanta, como salido de un bostezo.
Es una lisonja insultante y enfría el ambiente; si hubiera algo líquido cerca,
es seguro que se convertiría en hielo.

Lloro por mí
y lloro por otro.
Es un llanto para dos;
por mí que soy pequeño,
por otro que es grande.
Por mí, llega al polvo
y se desvanece seca;
por otro, la humedece
y es propicia para la vida.
He tomado el lugar de plañidera,
y estoy averiguando quién me lo ha pedido
y a que precio.
Un raudal de tristeza
se atreve a explicármelo y
un torrente de pesar la justifica.
Lloro y ¿mi corazón no se entera de ello?
¡Ah, razonamiento lleva tus torturas
a otra parte y
sécate como esas lágrimas
para mi!

Las sombras están seguras de empeorar el ambiente, y de que


manera. Los versos que retumban, tristemente en la intimidad de Perseo,
son en realidad, y sin él saberlo, ¡la causa brujesca de que la maravillosa
luz mengue! ¡Con voluntad inconciente y siniestra, Perseo se ha opuesto
al armonioso equilibrio interno de sus dos jóvenes amigos! Y permite que
dentro de las sombras se materializen unas llorosas siluetas infrarrojas
derramando supuestas lagrimas.
Atónito, Perseo, barrunta que debe de abstenerse de emociones
luctuosas. Debe transmutarlas en otro tipo de emociones, el extraño am-
biente donde se encuentran es plástico y copia las emociones y sentimien-
tos humanos. Y algo, en su subconciente inexplorado, como ¿un defecto?
o como ¿una virtud? lo empuja a prosternarse de manera violenta, como

166
obligadamente. “¡Nada de envidia debe haber en mí! ¡Nada de egoísmo!
Debo de pensar en positivo... Sacar lo mejor de mí... para mis semejantes.
Poner el mejor empeño... para que otros la pasen mejor. ¡Debo contribuir
a mi propia dicha, permitiendo la dicha de los demás!”, se dice a sí mismo.
Lejos está de imaginar, que incluso, sus emociones altruistas pueden ser
utilizadas por aquello desconocido de su interior con resultados inversos a
los que él espera.
Y cuando menos se espera ¡la lumbrera de los jóvenes! vuelve a
imponerse. Su potencia anterior es duplicada. Poco a poco, alrededor de
ambos muchachos, se van condensando las figuras vaporosas de 12 per-
sonajes vestidos con túnicas blancas e inmersas en una luz blanca. Otros
resplandores de paraíso, llegan, cuando brota un susurro edénico de esos
12 seres. No hay movimientos de labios. El crescendo del susurro abarca
aspectos inexplorados de los decibelios; reedita música cósmica en toda
su grandeza.
“¿Es posible…?”, se dice Perseo, atónito. “¿Es posible que yo,
majaderamente, estuve impidiendo esta maravilla?”
En el reducido lugar de las tres personas y de sus sutiles acompa-
ñantes suena el infinito. El Génesis suena así. ¡Maravilloso!
Rodeados de esos tesoros únicos, Esus y Atenea abren los ojos.
En la mirada mutua se percibe una hermosa emoción, algo indefinible en
ellos dice que se conocen profundamente, que se complementan perfecta-
mente. Sus incesantes perfecciones realizadas en múltiples existencias los
ha unido ahora en un preciso punto matemático. En ese punto matemático
nace la rosa. Ese punto matemático es un crisol donde el plomo se transmuta
en oro, o donde el madero horizontal se une al vertical originando la cruz.
Más tarde, los seres que rodean a los jóvenes con sus gloriosos
verbos, desaparecen y dejan un anillo de luz como recuerdo en la gruta.
Ese anillo, permanece alumbrando, durante un buen tiempo más, aún cuando
Atenea, Esus y Perseo se han alejado de allí...

Aún cerrando los ojos veo una luz,


nada la podrá borrar,
¡En mi corazón es un manantial!
¡En mi cerebro, una lámpara!
¡En mis gónadas, un fuego!
Sé que veré esa luz
mientras viva
y aún durmiendo

167
me dirá donde me encuentro.
¿Qué tiene de inmenso que no la entiendo?
¿Y si la entendiera,
no estaría aún lejos para mi?
Encontré agua
en el pedregoso erial
¡dónde nunca la hubo!
Ahora espero plantar una rosa
en una orilla húmeda;
¡sí!, las tinieblas de hielo
de mi inconciencia serán su abono
y mis monstruos el mantillo vital.
Una rosa roja,
cubierta con lágrimas del amanecer
y exhalando el perfume
sacado de la tierra,
del mismo lugar que el gusano saca el suyo.
¿Qué tiene de inmenso que no lo entiendo?
Fuego, siempre te quise llevar a mi cocina
y mis manos desnudas
al no soportarte te dejaban donde ardes,
te olvidaban.
¿Qué importaba el frío y la comida cruda?
¡Horror! ¡Escuché que un fuego así
sólo tizna las piedras,
no las transforma!
¿Seré, yo, acaso, un trozo de piedra? ¡Lo temo!
Fuego, hoy me he convertido en yesca
y ese incendio de los matorrales
se me acerca, esta vez me quemará.
¿Qué tiene de inmenso que no lo entiendo?

Otros susurros vuelven. Susurros queditos. Susurros delicados.


Susurros de seres síquicos que riman con los versos de Perseo. Los mis-
mos seres, que desde tiempo atrás, observan las escenas de los tres hu-
manos luchando contra los elementos. Esos sutiles seres no han perdido
detalle de los rudimentos de rebeldía humana, también hoy. Tan puros,
ellos, que ningún sentido humano podría detectarlos; es posible que incluso
los 12 seres de luz que acaban de irse, con toda su voluntad y conciencia,

168
apenas los vislumbrasen lejanamente. La distancia, entre estos y aquellos,
en voluntad y conciencia es abismal... Aquellos son reales, estos... aún no.
Susurros...
Susurros. Tan sólo susurros ¿Qué significan?

169
CAPITULO XIV

EL PANTEON

Todas las vicisitudes para conseguir el gran Lábaro han sido


vencidas. Ahora cerca de Ciudad Luz, mejor dicho en las afueras de dicha
ciudad, bajo una gruesa estalagmita rosa con forma de colmillo de elefan-
te, la gruesa voz de Perseo llama al rayo que los teletransportará al interior
de la ciudad. El rayo no aparece..., arriba a tres metros de alto, la esfera
óptica incrustada en la dura superficie de la estalagmita de donde debería
surgir, permanece muda e inerte.
—¿Será posible? —dice Atenea— El “ojo” teletransportador no
funciona.
—No puede ser —repone Perseo—. Bien sabemos que la má-
quina que controla su mecanismo no puede fallar, es más el “ojo” mismo
está hecho de tal manera que puede repararse o corregirse a sí mismo.
—Sólo por una sola razón puede ser inutilizada... —le interrumpe
la joven.
Hay aprensión en ambos. Debe ser muy grave la causa.
—Que los Ancianos... —vuelve Perseo musitando pensativo a la
vez que complementando lo dicho por Atenea—, estén en inminente peli-
gro. Esto puede indicarnos que hayan perdido el control de Ciudad Luz...
¿Será Blaal quién ahora la controla?... Estoy rogando que la falla del
teletransportador sea por otros motivos... ¡Y miren, no hay huellas de pi-
sadas recientes... encima de las últimas hay polvo acumulado! Todo indica
que después que saliéramos para nuestra misión, aparte de los que dejaron
esas huellas, nadie más vino por aquí...
—Sin duda Perseo. Hasta antes, esta parte de la gruta... era bien
concurrida. Muchos habitantes de Ciudad Luz, después de sus duras labo-
res diarias, preferían dar un paseo en los alrededores de la Gruta Madre y
esta parte no era una excepción.
—¿Será Blaal quien ahora gobierna Ciudad Luz?
—Blaal... es lo más obvio. Pero —gorjea la agradable voz feme-
nina—, no podemos contentarnos con suposiciones. No debemos adelan-

170
tar apreciaciones... es importante entrar en la ciudad. Ahora mismo. ¡Va-
yamos por el Hipogeo!
El Hipogeo, una perforación en la dura roca de basalto que sirve
de base y asiento a la ciudad, es una serie interminable de laberintos natu-
rales y artificiales bajo la enorme urbe subterránea llamada Ciudad Luz.
Está conformado por una serie de corredores bajo la ciudad, tienen una
múltiple utilidad. Perseo, suponía tapiada la entrada a esos corredores, y
siente un enorme alivio cuando la divisa accesible como cuando la vio por
última vez hace tres años. ¿Estará minada? y busca con sus detectores
esas monstruosas cápsulas que se activan con las ondas que emite el
cerebro y envía directamente al centro pensante de ese mismo cerebro
una morbosa sensación suicida. En cuestión de fracciones de segundo,
dentro del cerebro citado, alteran su funcionamiento celular produciendo
potentes venenos orgánicos. La muerte llega inmediatamente, no hay an-
tídoto que la evite... Es capaz de matar a muchas personas a la vez sin
disminuir su poder letal y continuar activa indefinidamente. Las cápsulas
fácilmente pueden ser disfrazadas como guijarros, bayas, u otras innume-
rables formas; su uso está totalmente prohibido en la urbe subterránea,
cuya fórmula de construcción se logró robar a los rivales de la superficie;
la única intención de ese robo fue la de encontrar la manera de contrarres-
tar sus letales efectos. No, no hay ninguno de esos mortíferos aditamen-
tos; es de suponer, que si alguien quiere apoderarse de la ciudad tiene que
tener todo el valor de poder utilizarlas. Y Perseo se atreve a argüir con
tono seguro:
—Quienes ahora tengan el control de nuestra bienamada Ciudad
Luz, no saben de la misión que nos llevó hasta el Lábaro. No se los dije-
ron. Esta es una ventaja y debemos aprovecharla al máximo.
—Sin duda —repone la hurí—. Nuestra misión era conocida,
aparte de nosotros, sólo por el Venerable Concejo de Ancianos.
—Y, según se ve. Nadie más se enteró de ello... por el momento.
—Sí, Perseo... Espero que así sea.
Una hora después, en una oscura galería del Hipogeo, la amazo-
na y los dos hombres, sin encontrar otra presencia humana, caminan junto
a un ducto metálico de 2 metros de diámetro. Otra hora después, el ducto
toma una curva y desaparece hacía arriba entre la roca viva llevando
empotrada una escalerilla. El polvo indica que nadie ha usado esta escalerilla
en mucho tiempo, en meses tal parece. Perseo seguido de sus amigos,
continúa de largo, con la premura en los pies sumados a la cautela. Otra
hora más tarde, llegan hasta un suntuoso umbral de azulino sílex sintético;

171
unas cariátides de vidrio con estilizados cuerpos desnudos de mujer sostie-
nen el umbral y sirven de marco a un pesado portón de cristal prismático.
El portón se abre automáticamente. Por ello Perseo musita casi
con un suspiro contenido:
—La cámara principal del Hipogeo no está clausurada. Pero
todo está en tinieblas, lo normal es... o era: que todo esté iluminado...
permanentemente.
La cámara, de medio kilómetro de extensión y 10 metros de alto,
es el cementerio de Ciudad Luz. En ese ambiente suntuoso, dividido en
subcámaras cupulares por gruesas columnas, arcos y paredes cubiertas
por una capa de grueso cristal transparente, se guardan los restos crema-
dos de los difuntos. La cámara tiene todo el aspecto de un colosal espejo;
reflejando en primer término unas bellísimas literas y los nichos que guar-
dan unas pequeñas urnas con los restos y en segundo término unas mag-
níficas esculturas humanas estilizadas de vidrio incoloro. Esta cámara ha
dado su nombre al laberinto.
Mientras Esus admiraba la preciosidad de las obras de arte y
Perseo corregía la ubicación de algunas urnas, Atenea se había adelanta-
do a la siguiente cámara y ahora vuelve con sigilo, llama a ambos con un
movimiento de manos para luego, en silencio, señalarles a dos hombres
vistiendo monos plateados. Aquellos hombres llevan en las manos unas
urnas y desaparecen bajo una luz teletransportadora.
—¡No es posible! —gime Perseo— Están llevándose las cenizas
de los Antiguos Venerables... ¿A donde? —y gritan iracundas sus entra-
ñas: “¡Es un sacrilegio!”
—¿Te has fijado en la ropa que visten? —musita la bella.
—Sin duda no son de Austral.
—¿Entonces quién gobierna Ciudad Luz?
—A mí también me gustaría saberlo.
En la litera destinada a los restos de los Venerables: los que en su
momento guiaron a los habitantes de la ciudad subterránea hay un aspecto
que llama poderosamente la atención de Atenea y la de Perseo. ¡La ma-
yoría de los nichos están vacíos! ¡Las cenizas en el Pabellón de los Anti-
guos Ancianos han sido evacuadas! ¿Con qué fin?... Sólo permanece una
urna en este pabellón... una que en cualquier momento, y muy pronto por
lo visto, también desaparecerá... ya se escuchan unos pasos que vienen
en su busca. Perseo, salta y desmaya con un golpe en la nuca al individuo
que buscaba despreocupadamente la urna.
Esus, distraído pero sin perder cautela, ha puesto sus ojos en un
colosal huevo de cristal, una especie de enorme bombilla ovalada en cuyo

172
interior una hermosa sirena transparente duerme en posición fetal, flotan-
do sobre un supuesto líquido. De ese cuerpo de joven mujer y cola de pez
brota un delicioso perfume síquico, el de la pureza. La microscópica pelu-
sa de la piel de durazno de la sirena, junto a las delicadas escamas de pez,
invita al tacto.
Cuando el hombre golpeado despierta, se encuentra con una ba-
llesta oprimiéndole la garganta. Y tras el arma, Perseo con toda la severi-
dad, le pregunta:
—¿Quién es tu jefe?
—¿Mi jefe? —el aludido duda una respuesta apropiada.
—¿A quién sirves?
El aludido intenta una negativa. Pero la aspereza de Perseo es
convincente.
—Peritoo es mi jefe.
Peritoo, uno de los más antiguos ancianos del Consejo de Ancia-
nos. Fue separado de ese venerable cuerpo, por sus desacuerdos en llevar
adelante los planes que servirían, en su momento, para devolver el gobier-
no continental a su legítimo dueño. Estuvo a favor de una guerra irracio-
nal, un enfrentamiento cruel entre hermanos de raza, una guerra en cuyo
final los poquísimos sobrevivientes ya agotados y sin posibilidades de re-
nacer tomarían el poder de devastadas ciudades. Una edad de piedra ten-
drían por delante...
—¿Qué sucedió con los Ancianos del Consejo? —inquiere
Perseo— Imagino que ellos no han sufrido daño alguno. ¿Es verdad?
—¿Los Ancianos...? Ellos... De ellos no sé nada. Sólo rumores
corren entre nosotros.
—¿Qué rumores?
—“Desaparecieron...”
—¿”Desparecieron”? ¿Cómo?
—Eso no lo sé.
—¡Lo sabes, impertinente! Es importante que me lo digas todo.
Sabes lo que te espera.
—¡Es verdad lo que le digo, no lo sé!... Sólo rumores corren entre
nosotros, le repito...
—¡Vamos! ¿Qué dicen esos rumores? ¡Pierdo la paciencia!
—La casualidad... me llevó a enterarme que el Supremo Daltón
los ha matado... Lo oí, cuando conversaban dos personajes importantes...
a quienes no pude distinguir claramente... Presumo...

173
Perseo tiembla. Pero todavía no es tiempo de darle todo el crédito
a esa noticia. Y vuelve a preguntar:
—¿Quién ordenó sacar de la Cripta del Espejo, el polvo de los
Venerables? ¿Acaso Peritoo, con el despotismo que le atribuyes?
—¡Yo, no sé...! ¡No atribuyo nada... a nadie! —grita aterrado el
hombre.
—¿Entonces quién?
Todo el polvo de los fallecidos en Ciudad Luz, se guardan, desde
que se fundo la ciudad subterránea, en ese suntuoso cubículo. Llegará el
momento propicio de ser arrojados en la superficie, de acuerdo a sus cos-
tumbres ancestrales, a los vientos, a los ríos, a los mares y a la tierra, con
un previo rito fúnebre. Será cuando sea depuesto el usurpador.
—¡No sé! ¡No sé, quién!
En ese momento toda la estancia fúnebre se ilumina. Para Esus,
el sistema de iluminación es novedoso, la luz brota de las paredes de la
estancia, y de todo aquello que tenga algo o todo de espejo. El cristal de los
espejos es de vidrio líquido y óptico: una especie de cristal plástico utiliza-
do para revestimientos y cuya forma y distribución puede ser controlada
con una corriente magnética. En el cristal el magnetismo se transforma en
luz; en su intrincado laberinto atómico genera fotones y luego “imágenes”
fotónicas que se repiten indefinidamente dando una luz inagotable con un
gastó mínimo de energía. ¡En esto no hay nada eléctrico! También es
novedoso el fenómeno que se sucede en el interior del huevo, donde se
encuentra la sirena; ese interior es de vidrio líquido, y se llena de luz al
mismo tiempo que la estancia. Despierta la ninfa y con movimientos sua-
ves y armoniosos empieza a nadar en medio de un paisaje marino cam-
biante... que se extiende por toda la subcámara.
—¿Pasa algo? —se oye una voz a través del comunicador del
hombre del mono plateado.
—No pasa nada —responde el aludido luego de una pausa en la
que se le alecciono lo que debe decir—. Todo está normal por aquí. Me
retrasé por un motivo de poca importancia. Ya vengo trayendo la urna
solicitada.
Vuelven a desmayar al hombre.
Atenea y Perseo, saben que no pueden utilizar el ascensor de luz
que los llevaría a los niveles que están por encima del Hipogeo, serían
identificados inmediatamente por las máquinas detectoras de individuali-
dad; estas escanéan el funcionamiento orgánico y los humores fisiológi-
cos: no hay dos personas con iguales características, cada persona tiene

174
una firma sutil muy particular, es importante permanecer anónimos. Los
tres amigos optan por seguir por unas gradas en caracol que lleva a un
piso más abajo; llevan en manos la pequeña urna con las cenizas del Vene-
rable que lograron salvar. Ya abajo, han encontrado un pasadizo de pare-
des metálicas y lo siguen hasta encontrar una marca circular de metro y
medio de circunferencia en el piso. La joven oprime uno de los botones en
el tablero de mandos de su atuendo y enseguida la marca circular desapa-
rece rotando hacía sus costados: se abre una compuerta. Dentro de la
compuerta surge una cámara en forma de burbuja de cristal; ellos brincan
a ella. Un segundo después, de la burbuja, pasan al interior de unos com-
partimientos repletos de agua.
Mientras tanto, al panteón han acudido decenas de hombres bien
armados. Siguen un rastro reciente, luego de registrar cada rincón con
“sabuesos” ópticos: pequeñas máquinas detectoras de individualidad aún
detrás de gruesas planchas de metal; estos artilugios caben en la palma de
una mano.
Atenea, guía a los dos hombres a través de tuberías que van adel-
gazando mientras avanzan.
—¿Esus? —llama ella— Estamos nadando en el gran almacén
de agua de Ciudad Luz. Hay millones de toneladas cúbicas acumuladas.
Es agua aprovechada de los ríos subterráneos y ocupa una serie de tan-
ques y redes; están bien protegidos y controlados, para ello se ha utilizado
toda la tecnología disponible, es prácticamente vital para Ciudad Luz. El
agua luego de un breve tratamiento, se utilizará en todos los hogares... no
solamente para beber, preparar alimentos, y la higiene, sino para otros
usos tan importantes que paso a explicarte.
”Usamos el agua en el riego de las plantas comestibles, debes
saber que hemos “adaptado” muchas plantas a la luz artificial y ocupan
extensos viveros ambientados con música rural y sinfonías trascendentes.
¡Vieras como les agrada ese tipo de música! Con la música apropiada
crecen mejor y producen mejor... Este es uno de sus usos más importan-
tes.
”Usamos el agua en las construcciones. Sirven de cuerpo a una
película de cristal líquido…, por ejemplo, el grosor del piso transparente de
los parques, que puede alcanzar en algunos puntos varios metros, o el
cuerpo de una gran mayoría de esculturas, también transparentes, no es
más que agua solidificada de manera muy diferente al hielo por una co-
rriente magnética y recubierta por vidrio de un milímetro de grosor. Los
pisos y las paredes de un sinfín de compartimientos no son más que agua

175
recubierta por una película de vidrio líquido coloreado o transparente de-
pendiendo de su utilización y estética... La resistencia conseguida por este
material de construcción puede superar al del metal y puede ser modifica-
da a voluntad. Prácticamente el 95 por ciento de Ciudad Luz es de agua...
”El agua cristalizada magnéticamente puede ser manejada inteli-
gentemente: Si algún ciudadano quiere cambiar la amplitud y el aspecto de
las habitaciones donde vive puede hacerlo con una orden pensante; y si
algunos ciudadanos no le encuentran atractivo al parque cercano pueden
pedir a una central que lo haga y en cuestión de minutos se tendrá un
nuevo parque. La corriente magnética que coheciona vidrio y agua, tam-
bién lleva luz, sonido, imágenes estáticas o en movimiento, información…
Se me estaba olvidando la temperatura, mantiene los ambientes
automáticamente a una temperatura constante un poco por debajo del
cuerpo humano... lo llamamos calor magnético y la regulación es volunta-
ria en los ambientes privados.
”Y me viene... otro aspecto del agua... Y aquí debo acabar sobre
su múltiple utilidad, porque si me extiendo en todos sus detalles nunca
podría acabar... Si le quitamos al agua la corriente magnética y el cristal
líquido, podríamos beberla; no se contamina con su manejo...
”No está de más añadir, que el ingreso a los “cúmulos” de agua
es un secreto muy bien guardado por los Ancianos y algunas personas de
total confianza de ellos. Tener el control de las compuertas es vital para
los ancianos, ellos tienen sus razones... El que hayamos, nosotros, ingresa-
do hasta aquí, significa que tenemos su confianza...
”En nuestros trajes llevamos lo último en tecnología que puede
detectar la ubicación de las compuertas. Estas, también tienen naturaleza
magnética... sencillamente diríamos que las compuertas no existen y que
se forman, o aparece un hueco, en una sólida pared ante una orden mag-
nética... Nuestros trajes también llevan un mapa de toda la red...
Esus, anonadado. Los numerosos detalles no dichos por la chica
lo llevan a ese estado emocional.
—Alguien más importante conoce de la red de agua —prosigue
Atenea—. Alguien que tiene acceso a toda la red. Alguien... a quién lla-
mamos, con mucho respeto y sencillamente: La Maestra. Ella lo controla
todo, controla Ciudad Luz en sus grandes y mínimos detalles, la red de
agua ocupa una mínima parte de su, llamaré, “atención”... Su “sistema
nervioso” abarca toda la metrópoli. Esus, pronto la conocerás...
Esus, se está adelantando a Atenea, estuvo “sintiendo” a La
Maestra desde un poco antes que la chica la nombrara. Percibe su

176
omnímoda presencia, vigilándolos insistentemente. Se sabe extraño ante
el acucioso examen físico que se le hace. Su corazón, cerebro y gónadas
sexuales, son examinados con microscópica minuciosidad, y se van regis-
trando cada uno de sus signos vitales en una memoria... sorprendente. La
intimidad de todo el Sistema Circulatorio y Linfático de su organismo es
observada con la misma delicadeza; también el Sistema Nervioso y toda la
cadena del Sistema Sexual. Nada escapa a ese inquisitivo interrogatorio
orgánico, fisiológico y humoral. La región molecular de los cromosomas,
los genes, es lo último en ser analizada en toda su profundidad. Esus se
prepara, en caso de ser necesario, para no ser importunado en su mundo
sicológico, tiene aspectos... no divulgables. La Maestra, satisfecha respe-
ta la intimidad del joven, se detiene en la puerta de ese mundo tan sutil.
Ella, ¿acaso también se ha percatado de que era analizada mientras acu-
ciaba hondamente a ese espécimen tan especial de vitalidad y fuerza?
—Bien que la conocerás —continúa la joven, invariablemente
tranquila, sin sospechar nada de lo sucedido en fracciones de segundo a
Esus—. Ella, es la instructora de cuanto sabemos y conocemos. Hace 60
años, aproximadamente, cuando La Maestra apenas era una niña, fue
encargada de controlar y cuidar Ciudad Luz; y ha venido creciendo y
madurando, gracias a la sabiduría y amor de los Venerables. Ese creci-
miento y maduración tan especial le ha permitido tener un dominio total de
la ciudad, ha superado todas las espectativas de los Venerables. La Maes-
tra está subordinada a los Venerables.
Al surgir unos barrotes que les cierra el paso, usan las bayonetas
para cortarlas. Pocos instantes después, usando otra compuerta, en forma
de burbuja de cristal semejante al que les sirvió para ingresar a ese am-
biente acuoso, abandonan las redes de agua. Desembocaron en el techo
de un invernadero en forma de anfiteatro y descienden rápidamente por
las cuerdas hialinas. Un centenar de árboles y cientos de otras plantas de
diversa especie, los esconde de un grupo de hombres que irrumpe en el
lugar medio minuto después; esos hombres no portan armas, por lo visto
están de paso y no están avisados de presencias ajenas. Uno de ellos
advierte lo de las cuerdas y dice:
—¡Miren! ¡Cuerdas, penden del techo!
—Algo común —repone otro—. Seguramente la olvidaron luego
de una reparación… o algo parecido.
—Tal vez... —vuelve el primero—. ¿Te fijaste que caen de allí
arriba donde el techo es macizo? No hay lógica de qué cuelguen de allí
donde no hay nada...

177
—Olvídate de la cuerda y sigamos caminando.
—Me encargaré de informar.
—Preguntemos a los demás, veamos que opinan.
—¡Muchachos, oigan! ¿No es lógico que alguien haya olvidado 3
cuerdas? ¡Esos muchachos de las “reparaciones” son negligentes, ¿Ver-
dad?!
—Lo dices porque no eres de los “reparadores”.
—Podemos conjeturar en diverso sentido, sobre las cuerdas. —
arguye un tercero—. Pero no está de más informar. Yo también daré
aviso
Los calzados de esos hombres no producen ruido. Pero los
sofisticados aparatos de los del Selecto los detectaron con anticipación;
estos aparatos también les permite la visión a través de cosas orgánicas
como los árboles y arbustos. Una vez que esos hombres han desapareci-
do, Atenea adelanta unos 50 o 60 metros y abre una nueva compuerta en
el piso, allí se dejan caer encima de una hilera de bultos y cajas en movi-
miento.
—Estamos sobre una correa transportadora —aclara Perseo.
Y se dejan arrastrar por un torrente magnético invisible que arrastra
un sinfín de paquetes y bultos dentro de una tubería de cristal. Cuando
llegan a un compartimiento de apariencia metálica y provista de una larga
mesa, se dejan caer encima de esta, saltan y se esconden antes de ser
advertidos por los encargados que abren los paquetes y bultos rompiendo
unos sellos. De allí, los tres amigos, pasan a una espaciosa sala blindada
por cristal magnético; aquí es cuando optan por el mayor sigilo. ¿La ra-
zón?: es un lugar permitido tan sólo a los altos funcionarios del gobierno.
Alrededor de una mesa circular fabricada de vidrio, metal y cerámica
líquidos, medio centenar de cómodos sillones flotan ingrávidos encima de
sendos chorrito de luz magnética. Los sillones están dispuestos para una
reunión que seguramente dará comienzo en minutos más tarde.
—Hasta ahora —susurra Perseo con reprimida ansiedad—, todo
va bien para nosotros. Todo está saliendo bien, lo que celebro. Después
del siguiente anfiteatro, vienen las cámaras blindadas: compartimientos
usados como prisión, si no me equivoco, los Ancianos deben estar presos
allí.
En ese momento un vozarrón los interrumpe con fiereza:
—¡Alto! Muevánse con lentitud. Dejen sus ballestas en el suelo,
y estiren los brazos a sus costados. Nada de trucos... ¡Los dedos estira-
dos! ¡Vuélvanse! ¡Despacio!

178
Ellos obedecen y comprenden enseguida porqué sus sensores no
detectaron al personaje que los alude ásperamente. Están frente a un
Omoide: una máquina con aspecto humano, compuesto principalmente
por un esqueleto de cristal líquido más resistente que el propio acero y
recubierto de carne sintética semejante al humano; tiene un sistema ner-
vioso óptico, gobernado por un cerebro neuronal sintético sin aparente
diferencia con el humano. Es una máquina sumamente inteligente, rápida
y fuerte; una máquina que aprende y acumula experiencias y conocimien-
tos al igual que los humanos. Atenea, reconoce que esa máquina no es la
última versión de las “criaturas ópticas” y es por esto que tiene la certeza
de que todavía los Ancianos no han revelado muchos secretos: “Debieron
ser remplazadas por las nuevas... ¡Lo último remplaza inmediatamente
a lo antiguo: Es el lema!”
—¿Quiénes son? ¡Respondan! —apura imperativo el símil hu-
mano.
Las últimas “máquinas de esa especie” pueden identificar a los
interrogados sin necesidad de preguntar. Tienen sensores capaces de atra-
vesar toda ropa y blindaje magnético, como el de las ropas negras de
última generación de los tres amigos, y conocer la identidad genética y
humoral.
Perseo, sabe, que la máquina es muy rápida y que antes de utili-
zar sus armas todos serían desmayados por una descarga eléctrica de
cientos de voltios o en el peor de los casos muertos por un rayo sonoro que
les reventaría el cerebro como a una sandía madura en menos de lo ima-
ginado. El Omoide, emite un potente rayo sonoro brotado de sus ojos, en
el momento en que Perseo levanta su ballesta; el traje de este resiste esa
embestida y dispara. La máquina cae con la cabeza fundida.
Cinco minutos después, los tres amigos descubren a media doce-
na de hombres armados que vigilan el acceso contiguo a las cámaras
donde supuestamente se encuentran los Ancianos. Sigilosamente saltan
sobre los hombres. Perseo cae sobre el más grande y corpulento, su inten-
to de abatirlo rápidamente es frenado y su situación se torna grave. Mien-
tras Atenea con un golpe bien dirigido a las costillas de otro de los guardia-
nes lo ha obligado agacharse y luego con un severo codazo en la nuca lo
desmaya; a otro individuo cercano que sólo atino a abrir la boca por la
sorpresiva rapidez del momento también le asesta una potente patada en
la quijada. Esus, inmutable, ha escogido a dos de los hombres que estuvie-
ron sentados en una banqueta, ha tirado de ellos por los hombros hacía
atrás con un ímpetu que los ha hecho perder el equilibrio y los ha golpeado

179
las cabezas entre sí; y además ha tenido la suficiente rapidez como para
impulsarse y alcanzar con los pies a otro individuo que ya apuntaba a
Atenea con un letal bastoncillo cuyos efectos son semejantes a los de una
ballesta, le ha hecho lanzar por los aires al peligroso adminículo y con un
rodillazo en uno de los temporales lo ha catapultado encima de otro de sus
compañeros que cayó con anticipación. El enorme gladiador sofoca a
Perseo con una dolorosa llave, le ha inmovilizado torciéndole un brazo en
un ángulo imposible de soltarse; luego aquél hombrote apoderándose de
los mandos del traje de Perseo, desactiva toda protección, hecho esto
último le hinca unas terribles zarpas de filoso cristal en uno de sus hom-
bros. Perseo ruge de dolor, el zarpazo estuvo dirigido a su corazón, sacan-
do fuerzas de donde no había pese al espantoso dolor de la llave se movió
un poco... eso lo salvo de una muerte instantánea, sabe que no podrá
eludir un segundo zarpazo y anticipa una quemazón mortal en sus car-
nes... que no llega, pues antes el coloso se derrumba desmayado por un
mazazo en el cerebro.
La rápida y efectiva acción de Esus ha impresionado a la joven
quién había supuesto que sería muy difícil abatir a esos hombres bien en-
trenados al igual que a los del Selecto. La única diferencia de aquellos es
que son parte de un grupo de vigilancia bien conocido por los habitantes de
la ciudad subterránea y estos pertenecen a un cuerpo secreto.
Perseo aceza masajeándose la garganta que estuvo muy cerca
de ser partida por la zarpa: “¿Cómo es posible, que ese gigante, sintiera
mis golpes como si fueran los de un niño. Y, sin embargo, los de mi joven
amigo lo han puesto fuera de combate con simple sencillez?” Luego re-
puesto, continúa para sus adentros: “¿Quién eres querido amigo?”

Me supongo caminando,
con pasos cortos,
entre las sombras de la noche
que ya conozco.
Y algo... como una chispa
escapada cuando dos piedras se golpean
me llega a los ojos muertos.
¡No, no veo la chispa!,
¡no puedo!,
¡lo presumo!
Y ¿Sí ese destello de piedra
con todo su ardor

180
golpeara mi piel,
lo sentiría?
Creo que no,
los callos de mis pómulos
sólo sirven para sentir dolores.
Entonces me resigno a cerrar,
con mayor vehemencia,
mis párpados partidos,
y ya me olvido de la luz esa
semejante a aquella
que me alumbraba en mi infancia
y me calentaba.
¿Qué digo del golpe de las piedras del destello?
¿Acaso lo oí?
¿Sirven acaso los sonidos
que no puedo percibir?
¡Ciego, sin tacto y sordo...!:
¡Chispa no existes!

Instantes después la amazona susurra:


—Tras de esta puerta están los Ancianos. No me puedo equivo-
car...

181
CAPITULO XV

EL ¡AY! DEL VATE

—Sí, respetado Daltón. Me golpearon y me desmayé.


—¿Dices que fueron tres personas? ¿Tres hombres?
—Así es, respetado Daltón. Uno de ellos de menor estatura. No
pude verles los rostros, pues los tenían cubiertos.
—¿Dices que sólo uno de ellos habló?
—Sí, respetado. Y tenía una voz conocida... la he oído otras ve-
ces.
Daltón, pese a su edad muy madura, es rápido y vivaz. Con largas
zancadas, examina rápidamente el pasillo por donde desapareció el trío de
intrusos e imparte órdenes antes de introducirse dentro de un tubo de luz
que lo teletransportará hasta el interior de un lujoso apartamento con for-
ma de campana de vidrio líquido. Allí, sentados en cómodos muebles de
apariencia metálica, le esperan Senon y Dimas, “los segundos” como se
llaman a sí mismos por su rango en las que se incluye Daltón. Peritoo llega
después, adorna su cabeza cana con una diadema dorada en forma de
cinta, e imparte algunas indicaciones. En la habitación también están in-
cluidos tres atentos Omoide que hacen las veces de guardia.
—Venerable —dice Daltón, dirigiéndose a Peritoo, luego que este
terminara de hablar— traigo una noticia trascendente.
—Eso espero —replica el anciano con voz pausada y suave—.
Ya era tiempo. Todas las noticias que me llegaron hoy día, especialmente
las tuyas, Daltón, han sido de poca importancia... Espero que esta vez sea
diferente. Habla.
Daltón escoge sus palabras. Sabe que dentro del personaje que lo
observa con engañosa indiferencia, hay una aguda perspicacia. A aquél le
gusta la precisión en el hablar y lo breve.
—Venerable, Atenea y el respetable Perseo, de quienes nada
supimos desde que fuera derrocado Quirón, han sido vistos en el Hipo-
geo. A uno de nuestros guardianes lo golpearon para sacarle alguna infor-
mación y luego lo desmayaron. Con ellos desapareció la urna del Sagrado
fundador de Austral, se lo llevaron consigo... Un rápido razonamiento me

182
ha llevado a deducir, que sus siguientes acciones serán las de encontrar a
los ancianos del cancelado Concejo. En este preciso momento deben es-
tar acercándose a los compartimientos blindados, a la prisión…
—Un momento, Daltón. ¿Por qué dejaron hasta el final los restos
de Noe-Mo? ¿No deberían haberlo evacuado en un principio?
—Su protección… era especial. La Maestra fue renuente para
entregárnosla. Sólo al final, nos lo cedió.
—Comprendo, Daltón. Volviendo a lo de Perseo y la chica, aún
no me has dicho ¿cómo sabes que son ellos?
—Todo indica que es así. Usaban unos trajes muy sofisticados
que no hemos encontrado en los almacenes, ni nos han hablado de ello los
prisioneros. Atenea y Perseo, no usaron los ascensores de luz evitando de
esa manera ser identificados y detenidos. Es evidente que tienen una “lla-
ve” diferente para desplazarse por la urbe.
—Daltón, si tienes razón, ellos han debido utilizar los tanques de
agua y estarán, como dices, muy cerca de su objetivo.
Los reservorios de agua, para Daltón, le eran de poca importan-
cia. Los consideraba como unos recipientes muertos, cerrados hermética-
mente, llenos de líquido y necesarios para las construcciones y otras im-
portantes “minucias”. Nadie se hubiera atrevido a usarlas para un fin como
el que tratan.
—Bien Daltón —vuelve a inquirir Peritoo—. ¿Decías que eran
tres individuos?
—Es cierto. Estoy investigando quien es ese tercer personaje.
Son muchos los desaparecidos últimamente, después del derrocamiento.
En efecto, son muchos los “desaparecidos”. Usan esta última
palabra como un eufemismo para minusvalizar los asesinatos de aquellos
que murieron por su lealtad al Venerable Quirón. Hubo una cacería de
todos los afectos al anciano fundador de “Nueva Austral”, los ejecutaron
sin miramientos. Muchos de los asesinados fueron de los primeros que
bajaron con su soberano buscando un refugio a las entrañas de la tierra;
fueron de aquellos hombres que sintieron en carne propia ese descenso
pesaroso y resignado hasta dar con unas gigantescas bolsas de aire a los
3,000 metros de profundidad. En esas profundidades fundaron su nuevo
hogar. Descubrieron que ese nuevo ambiente era parte de una gran gruta
aireada y provista de agua y recorría con su largo todo el continente.
¿Cómo es posible que la temperatura de las rocas se mantenga perma-
nentemente en los 15 grados Celsius si por cada metro que uno desciende
bajo tierra es normal que la temperatura suba?, las rocas deberían estar

183
muy calientes. Y ¿cómo llega el aire respirable a esas profundidades con
la suavidad de una brisa otoñal?... ¿La respuesta está en el magnetismo
terrestre?...
Todo austral sabe que en los polos se suceden fenómenos que no
existen en otras latitudes. Son fenómenos que no pueden ser registrados
por nada humano “del norte”, ni siquiera por sus animales, con alguna rara
excepción, esa limitación está codificada en sus genes o mejor dicho el
gen humano “del norte” carece de los elementos que le permitirían cono-
cerlos. Para los australes el planeta Tierra es una larga cinta espiralante
que surge en el infinito y se pierde en el infinito y los polos son bordes
magnéticos que separan fragmentos de la cinta, son los lugares donde
espirala la cinta, o sea el planeta esférico de los “del norte”. Los “del
norte”, por razones kármicas, tienen sus genes “programados” para ac-
tuar sólo en la “esfera” donde nacieron. Los bordes son como una puerta,
luego de transponerla uno puede encontrar nuevas tierras más allá del
polo: una nueva “esfera”. Como los genes no han preparado a los huma-
nos “del norte” para conocerlo, simplemente obvian las nuevas tierras... la
casualidad puede llevarlos hasta allí, pero estarían perdidos, en esas latitu-
des no serían diferentes que una hormiga alejada de sus lugares de cos-
tumbre sin nada interno que la guíe.
Peritoo deja a sus tres segundones analizando los últimos datos. Y
se dirige, a través del ascensor de luz al calabozo de los ancianos Venera-
bles. Una vez allí, en la celda esférica de vidrio líquido que cobija a los 11
prisioneros, se pasea alrededor de estos, quienes aparentan estar sumidos
en sus cavilaciones. Cuando Peritoo se detiene, pregunta:
—Estimado Quirón, ¿o prefiere que lo llame Helios: su verdadero
nombre? ¿No le importa que use cualquiera de sus dos nombres verdad?...
Bien, un asunto muy importante me ha traído hasta aquí —sin duda por
que de lo contrario se hubiera comunicado con los prisioneros a través del
vidrio líquido, que separa la celda del ambiente de visitas—. Iré sin rodeos.
Te pregunté como a un hermano de sangre, te pedí con el mayor respeto
que me informaras sobre todos los adelantos y secretos de Ciudad Luz,
especialmente sobre los últimos... y no me los dijiste. Nada dijiste. Has
mantenido un silencio absoluto sobre ello... Ahora también he venido para
preguntarse sobre lo mismo, lo estoy haciendo... y ya no con el tono fra-
ternal que siempre me ha caracterizado... Te lo estoy pidiendo como se
pide a un reo, como a alguien que ha infringido la ley, porque así es. Se te
juzgará por tu falta de colaboración con la gran causa, sumada a tu lenidad
y falta de patriotismo durante todos los años que gobernaste Ciudad Luz.

184
¡Fuiste un mal gobernante!, por esto se te condenará al despojo de tu
Dignidad y a la pena capital. Tienes la oportunidad de aminorar tu pena.
Es el momento que me lo digas todo, ¡todo!
El anciano interrogado, lo mira con serena dignidad, y desearía
permanecer callado, como lo ha hecho en cada ocasión que el usurpador
se le ha dirigido con esas intenciones. ¿Qué le hace romper ese silencio al
decir de la siguiente manera?:
—Querido Peritoo, te repito de la misma manera que te lo esbocé
en una anterior oportunidad; con el profundo respeto que te tengo, te digo
como a un hermano que me niego a aceptar lo que estas haciendo con mi
amada ciudad. ¡Lo estás convirtiendo, en una monstruosidad! ¡Le estas
extirpando su cerebro y corazón nobles! ¡Lo estas transformando, pronto
no será otra cosa que una criatura... carente de valores verdaderos, en
una criatura muerta! ¡Y nada de lo que mi boca diga, servirá para
empeorarla! ¡Nada diré! ¡Y eso debe convencerte!
—El digno silencio del “Virtuoso” Quirón. “El Venerable Quirón”.
Si me tuvieras el profundo respeto que dices tenerme, cooperarías conmi-
go; cooperarías con nuestros ideales de recuperar el gobierno total de la
tiranía de la superficie... ¡Y todo sería nuestro otra vez! ¡Todo lo de arriba,
lo de la superficie, nuestro otra vez! ¡Serían nuestros esos feraces conti-
nentes llenos de abundantes bienes naturales¡... ¿Es que no te cupe en la
cabeza? ¿Es que no puedes decidirte a abrazar mi causa? Ambos quere-
mos recuperarla y la forma mía es la mejor, la más rápida.
“¡Derramar sangre, entre hermanos! ¡No! ¡No, monstruo!”: gime
para sí el noble anciano y paladea las siguientes palabras con una firmeza
y entonación que no le parecen suyas:
—¡Por ese camino lo destruirás todo! ¿Es eso lo que quieres?...
¿Buscas una destrucción total entre hermanos? ¡Dime! ¿Y estarás vivo
para entonces? Nuestras armas son poderosas y nos destruirá a ambos...
¡Desiste... por favor, os lo ruego con todo mi compungido corazón!
—“Virtuoso Quirón”, no me distraigáis más. Y contestad a mis
preguntas, porque serán las últimas que os haga como hermano. ¿Sabes
que hemos preparado a La Maestra para que pueda torturar?
Los sinuosos ojillos de Peritoo se llenan de maliciosa mirada ante
el respingo temeroso de los nobles viejos que conocen de lo que es capaz
La Maestra.
—Y, bien —prosigue, lleno de confianza repelente—. Háblame
de tu hermosa sobrina, ¿donde está ella?
No hay otra respuesta que el silencio.

185
—Háblame de Perseo... ¿Qué sucedió con ambos? ¿Dónde se
esconden? ¿Qué intrigan? ¿Acaso están planeando la manera de recupe-
rar tu... “tu trono”?
Más silencio.
—Nada debas ocultar. ¿Cuantos hombres, más lo acompañan?...
Recuerda La Maestra puede sacártelo todo. ¡Habla!
El silencio ya no es una respuesta. Es una interrogación.
Peritoo, sonríe para sus adentros. Está satisfecho... ¿Satisfecho
por las negativas del anciano líder? No por las negativas, sino porque ha
conseguido lo que fue a buscar allí entre los rostros preocupados de los
viejos, ha logrado cierta sumisión que irá estimulando poco a poco a medi-
da que pasen los días hasta conseguir un servilismo total. Y exterioriza su
sonrisa, triunfante, al mismo tiempo que señala, con calculado desgano el
vidrio líquido de las paredes esféricas en las que surgen imágenes virtuales.
Quirón queda petrificado ante esas imágenes que provienen de La Maes-
tra: ¡Dios mío, ha leído mis interiores! ¡Ella misma no podría entregarlas
de sí, los secretos tienen siete llaves irrompibles dentro de sí! ¡Y ahora
están a la vista de todos, minuciosamente detallados! Alarmado compren-
de que ni aún su silencio interno forzado le ha servido y han sido interpre-
tados fiel y totalmente. ¡Allí, en la gran pantalla de la pared puede ver al
Selecto y al riguroso entrenamiento de los hombres que lo conforman,
también las ballestas de última generación, los fantásticos trajes... y mu-
cho más! ¡Ningún secreto ha quedado en su memoria, todo ha sido develado!
Quirón está al borde del colapso nervioso. Se sabe culpable de
todos los desastres que ya presume vienen. “Pude bloquear mi mente...
con la muerte mía. Lo dejé escapar todo. Ahora es tarde”. Y hubiera caído
al piso, si los Venerables que lo acompañan, no se anticipan, lo cargan y
con cuidado lo depositan en un mueble semejante a un sofá.
—¡Se muere el viejo líder! —exclama Peritoo, con un cinismo
bien disimulado— ¡Tanta fidelidad... digamos: tanto fanatismo por alguien
melindroso y poco audaz!... ¡Únanse a mí! —exhorta a los Venerables—
¡Y compartamos la dicha y el triunfo... que ya siento al alcance de mis
manos, y ustedes también lo podrán sentir de tal manera! ¡Tengamos la
satisfacción de servir a nuestra amada “Nueva Austral”!
El mutismo de los ancianos es persistente. Peritoo sabe que si
tiene que ser aceptado por los Notables de Ciudad Luz, los directores de
cada una de las 49 gobernaturas de la urbe subterránea, tiene que tener de
su lado a los Venerables del Concejo de Ancianos. Los Notables confor-
man un grupo influyente de sabios, de excelentes características internas,

186
sus dictados se convierten en ley, estos ancianos respetan la sabiduría de
los Venerables y son fieles a Quirón su emperador. Si los Venerables en su
totalidad no se le unen a Peritoo, una insurrección estimulada por los No-
tables ya es un hecho; debe lograr sus objetivos antes de que esto suceda,
mientras tanto debe tener la mano dura hasta donde pueda.
—¿No me dicen nada? —vuelve a graznar con acento repulsi-
vo— ¿Bien?... Me temo que esta será nuestra última entrevista. Este es
un adiós...
En ese momento La Maestra, pide la atención de todos los pre-
sentes:
—¡Es importante! —grita con una bien modulada voz femenina a
la vez que en toda la pantalla de la habitación se ven las imágenes de tres
personas vestidas de absoluto negro a un paso de irrumpir en la habita-
ción— ¡Dos integrantes del Selecto y un... personaje desconocido, están
a punto de ingresar clandestinamente... ¡Atención... están... cortando...
mis... conexiones... con... la... prisión!
Y las luces de la estancia se apagan simultáneamente junto con
esa voz. El ascensor de luz teletransportador que el usurpador usara para
dirigirse allí y que quiso utilizar apuradamente para abandonar el lugar
también se apaga. Y la mortal radiactividad magnética con que estaba
recubierta la pared de vidrio de la celda, también se extingue para alegría
de los Ancianos. El vidrio líquido, escurre en un punto, hasta dar la forma
de una compuerta esférica y por allí entran los tres personajes de negro.
—¿Quirón? —llama una de las siluetas.
—¡Volviste, Perseo! ¡Nos llena de sorpresa y alegría! —apura
uno de los Venerables.
Quirón, al escuchar esa voz, sale del desmayo como catapultado.
Y responde sin levantarse del lecho:
—¡Perseo! ¡Volviste! ¡Es... un triunfo!... ¡Perseo, oigo tu voz y
siento, por ella, en lo profundo mío, que traes un milagro! ¡El milagro más
grande!
—¿Estáis bien, Venerable?
—¡Sí, muchacho! ¡Ahora estoy bien! —y volteando la mirada
pregunta—: ¿Atenea?... ¿También volvió Atenea?
—Sí, Venerable.
—Me alegro... Ya la veo: ¡Mi muchachita!
—Disculpe Venerable. ¿Dónde está el Venerable Pancho, no lo
veo?

187
Quirón con un elocuente mohín, una triste mirada sumado a un
apretón de manos, le da a entender lo sucedido con el aludido. Perseo
siente un tirón de iracundia contra el usurpador a quién echa una ojeada
rápida.

¿Es que el llanto


siempre tiene que venir
por causa de otro?
Esa mordedura de serpiente
que ensancha mis venas
¿por qué me quema ahora, mil veces?
¿Qué me dice que me ha de calmar
una mirada de medusa mía
hincando como lobo hambriento
en la carne del repulsivo...?
Calma tengo, mucha,
donde no lo alcanzo,
mis manos tullidas no me sirven para ello.
¡Auxilio! ese río de venenos me ahoga,
es un torrente implacable y
me arrastra entre rápidos,
remolinos y caídas,
todos letales.
¿Dónde dejaré el pellejo lejos de los huesos?
¡Quiero entender este rencor
convertido en llanto!
¡Ah, ese rincón
tan caliente del infierno,
es para mi!

El usurpador aprovecha una distracción: de un empellón echa a


un lado a uno de los Venerables, y poniéndose al lado del anciano líder con
su espada de cristal encendida en las manos se dispone a matarlo. Lento
de movimientos, Quirón apreta los ojos y espera aprensivamente el letal
chasquido del arma y sus carnes; sabe que no es dolorosa una muerte así
y sin equivocarse presume que su corazón es la parte escogida por el
traidor.
Esus, atento a los engañosos movimientos de Peritoo fue desli-
zándose a la par que este, y antes que este pueda descargar su arma, lo

188
patea de una corva, al mismo tiempo que coge de la mano armada y de
uno de los hombros. Tira del sinuoso usurpador hacía atrás con tanta fuer-
za que lo lanza de espaldas al piso. La grata sorpresa de los ancianos es
lenta en comparación a la rápida reacción del frustrado asesino, quién con
la rapidez de un atleta bien entrenado, se ha levantado del piso y ha recu-
perado la espada que se le había escapado de las manos.
“¿De donde ha sacado esa fuerza y rapidez si meses atrás no era
otra cosa que un débil viejo?”, repiten en coro los pensamientos de los
venerables refiriéndose a Peritoo. “No hay otra explicación, que la de
haber utilizado a La Maestra para autosuministrarse la prohibida y expe-
rimental transfusión magnética de energía. ¡Una dosis diaria, para mante-
nerse joven durante 24 horas!... ¡Vaya vanidad! Una dosis permite que
cada célula vieja del organismo se recubra con un aura electromagnético
remplazando la natural y envejecida vitalidad. ¡Eso causa adicción y lleva
apuradamente a la muerte! ¡La muerte es ineludible al final!”
Perseo, saca su espada y frena otro alevoso ataque de Peritoo
contra Quirón. ¿Cómo es posible que semejante vejestorio posea tanta
vitalidad y fuerza que no se le conocía? Y Perseo tiene que retroceder
defendiéndose como puede, una flaqueza suya es aprovechada por el an-
ciano: ¡y siente mutilársele uno de sus brazos con una espantosa quema-
zón, ¿no decían que era indolora el toque de esas armas?! ¡El olvidar de
conectar el blindaje de su traje, le ha costado caro, y su brazo le queda
colgando inerte dentro del mono que sí ha soportado el corte! Peritoo se
sabe vencedor y en nada se apura para cortarle alevosamente también
una pierna, por encima de la rodilla; el alarido de cólera y dolor que viene
atiza su fiebre, le llena de vana gloria, y desdeñando al mutilado por com-
pleto, busca un nuevo oponente: Con los ojos insistentes reta a cualquiera
de los presentes. Atenea se adelanta, pero es apartada suavemente por
Esus, quién sin emplear ninguna palabra le indica que él asumirá el reto y
avanza con su acostumbrada serenidad, y sin necesidad de arma alguna
se planta frente al usurpador.
A todos asombra la actitud del joven. Los ancianos, incluido Quiron,
temen presenciar una quijotada. Perseo, adolorido está poco convencido
de un resultado feliz. Atenea, intuye que vienen más sorpresas por desen-
volver de parte del joven. Y para Peritoo es una temeridad, y ante el cual
exclama, preguntando:
—¿Quién eres?...
Esus permite que se suceda un hondo silencio.

189
—No sé por que hago esta pregunta... amigo —continúa el an-
ciano usurpador—, pero la cortesía me obliga a hablaros. Posiblemente se
deba a la presencia de los Venerables y por respeto a la “última” oportuni-
dad... que tú representas para ellos: lo he notado en el semblante de Atenea.
No está de más deciros que hasta hoy me he enfrentado a grandes enemi-
gos. He combatido contra eximios espadachines y contra campeones de
combate, cuerpo a cuerpo; todos ellos respetables, honorables, y venera-
bles... y a todos he vencido finalmente.
No obtiene respuesta que le satisfaga, lo que le hace continuar su
monólogo:
—¿Es que los del Selecto no te enseñaron las reglas de urbani-
dad? ¡Responde!... ¡Habla! ¡Vamos no me agrada, en absoluto, liarme
con un desconocido! ¿Eres acaso respetable?... ningún mozalbete lo es.
¡Bien!... ¡Bien! Creo que esta vez, la única vez, que me enfrentaré a un
individuo sin trascendencia... Y ¡claro!, muerto en mis manos te hará fa-
moso, ¿eso es lo que buscas, verdad? ¡Vamos pillo arribista, combatiré
contigo sin armas! Y tu deberías coger una... así estaremos parejos.
El usupador guarda su espada.
Esus frena los golpes que le lanza el anciano rebelde, y luego
rápidamente lo coge de un brazo y lo azota contra el suelo. Los Venera-
bles suspiran aliviados, los resultados de esa magulladora caída les hace
presumir un final que gusta. El retador, tras una nueva andanada de puñetes
y patadas, al estilo oriental, es rechazado con diestros esquives y dos velo-
ces golpes en el tórax. Esos golpes debieron dejar fuera de combate al
rudo anciano, y al no suceder así, hace pensar que usa coraza magnética
y lo máximo que logrará el joven será hacerlo recular.
—Esus —grita Atenea—. La cabeza es su único punto débil... y
la garganta.
Para Peritoo llega el momento de decidir la suerte del combate,
cuando presume que ha encontrado un instante de descuido en su contrin-
cante y traicioneramente blande su ígnea espada. Esus, retrocede ante la
bestial estocada que enseguida ve venir, evitándola, y retorna impelido por
un veloz giro, así patea la cabeza cana de su contrincante abriéndoselo
como a un melón maduro. Esta última parte se continúa con una trágica
visión: el cuerpo despedazado, al igual que la cola desprendida de un lagar-
to, continúa automáticamente con la lucha durante largos minutos mien-
tras desparrama el fluido rojo de su cuerpo. ¡Grotesco escupir!
Algo en el ambiente, algo... ubicuo, parece estar presenciando de
buena gana esa violenta lid y sus consecuencias lo han dejado perplejo.

190
“¡Sí, ese alguien, es La Maestra, quién lo ha visto todo”, parecen resumir
las mientes de Esus, extrañamente perceptibles.
Ni aún extinto, Peritoo, ha soltado su arma. Y esta se ha ido apa-
gando lentamente, mientras la muerte se pronunciaba enfriando su cuerpo
en el cubículo ensangrentado.

191
CAPITULO XVI

LA MAESTRA

¡Este dolor me alegra!


De haberlo sentido antes,
así de quemante,
me hubiera dicho a mí mismo:
¡Ahora lo entiendo!
Es como el perfume
salido del aguijón de una rosa.
De una rosa blanca, antes;
de una rosa roja, ahora;
en ella veo la sangre
de la comprensión.

Perseo, inmediatamente después de haber recibido las terribles


heridas, activó el blindaje de su atuendo y de esa manera no se ha desan-
grado. Sus heridas son graves y están abiertas, pero las propiedades mag-
néticas de su traje permiten el normal funcionamiento de sus músculos,
arterias, venas y conductos linfáticos, que en otro caso estarían sangran-
do. Sus mutilados miembros continúan unidos gracias a la corriente mag-
nética que también alimenta el blindaje, el problema se presentará cuando
quieran sacarle del atuendo, entonces sus miembros se separarán y las
arterias y venas de las heridas dejarán correr los fluidos vitales de su
cuerpo. Le vienen dolores; tiene que permanecer inmóvil para atenuar
esos dolores y así deberá permanecer por el tiempo que… depongan a los
usurpadores: ¡Qué sea pronto! En las circunstancias presentes no puede
ser llevado hasta el incubador regenerante y ser introducido en él. Allí se
sumiría en un profundo coma, todo el tiempo necesario que requiera su
curación. Por ahora, debe descansar, dormir profundamente. Debe medi-
tar, sabe que si hiciera eso, durante todo un mes, unido a los efectos cura-
tivos de su milagroso atuendo su brazo soldaría como también su pierna y
nada indicaría que alguna vez fueran seccionadas. Pero eso es imposible

192
para él, no podría permanecer tanto tiempo inmóvil, no está preparado
para ello.
Mientras tanto, dos centenares de hombres armados rodean, por
fuera, el compartimiento blindado que ocupan los ancianos presos, tienen
la consigna de matarlos a todos.
El anciano líder habla un tanto preocupado:
—Amada sobrina. ¡Me alegra volverte a ver!... Doy gracias a
Dios por ello. Y me entristece el que todos tus buenos compañeros, aque-
llos que fueron parte de la misión al Lábaro no hayan podido regresar; sí
preciosa. Nunca me podré perdonar este sacrificio.
Y ambos, tío y sobrina se suman en un emocionado abrazo.
—Amada sobrina; el corazón me dice que la misión tuvo el éxito
esperado.
—Sí tío. Y no creímos que al final tuviéramos que sumar a todas
aquellas peripecias y peligros la innoble insurrección en nuestra propia
casa.
—Esperamos que pronto acabe, hija. ¡Ojalá!, que todo vuelva a
la normalidad en un corto plazo.
—Ahora, tío, estoy más segura de que triunfaremos, no sólo con-
tra los innobles ancianos insurrectos de nuestra propia casa, sino también
contra los usurpadores de la superficie.
El noble anciano se abstiene de comentar esto último. Y sólo ex-
clama apartándose de la chica y mirando al joven aventurero:
—¿Esus, verdad? Te llamas así, ¿verdad?... ¿Cómo es que lle-
gaste a coincidir, en ese extraño mundo de sombras, con Atenea y sus
compañeros del Selecto? Ya me imagino, en esto no hay casualidad, la
casualidad no existe, fueron llevados por las manos de la noble causalidad,
para reunirse en los oscuros pasadizos de la Gruta Madre.
—Tío —interviene la beldad—, esa parte es una larga historia y
te la contaré con calma. Tienes que ser paciente.
—Bien —repone el anciano—. Ahora es urgente salir de aquí y
llegar hasta La Maestra. Es importante anularle todas las modificaciones
que le han introducido últimamente en su cerebro. Sus neuronas están
confundidas...
En esos momentos, salir de allí, sería un suicidio.
—Reunamos nuestras fuerzas —complementa el anciano—, de
esa manera nos acercaremos a La Maestra y podremos recuperarla.
Se toman de las manos y forman una cadena circular. Cada uno,
como una pequeña batería, entrega sus energías síquicas, y así conforman

193
en conjunto una poderosa fuerza síquica. Este círculo de personas, con
Esus y Atenea en el centro, es solemne desde sus inicios; tiene la trascen-
dencia de todo un ritual, antiguo y actual a la vez. Los labios de los Vene-
rables susurran mantram sagrados: palabras que en garganta de dioses
tendrían la facultad de crear mundos con materia prima cogida del caos.
La voluptuosidad espiritual, originada por la profunda interiorización, trae
consigo la salida en el astral de cada uno de los integrantes de la cadena.
Esus, se ve flotar junto a Atenea y los Ancianos. Y todos juntos,
rodeados de una brillante aura azulina, semejando a un cometa de luz,
salen volando de esa hermética habitación. Nadie los ve cuando atravie-
san el cerco de hombres enviados para eliminarlos. Y se dirigen al centro
motor, corazón y cerebro de Ciudad Luz que ante sus ojos astrales se
manifiesta como un colosal átomo luminoso rodeado por una atmósfera de
7 capas cuyos colores son del arco iris: añil, violeta, azul, verde, amarillo,
naranja y rojo. Brilla en un ilimitado cielo violáceo. La música que embar-
ga a ese magno átomo es maravillosa, imposible de ser reproducida fuera
de él.
La atmósfera cromática tiene la finalidad de proteger al singular
átomo. Los integrantes de la cadena síquica penetran la capa añil, la más
externa, luego de empujar y abrir una puerta sideral. Y como lo temían les
llega un mensaje atemorizante que sienten como una rociada de fuego
atómico:

¡Vu-el-va-nse!

El mensaje ondula oyéndose incluso en todo el vasto océano vio-


láceo de la siguiente capa; después se extiende con la fuerza de una ma-
rejada infinita por las demás capas. Vencidas, con mayor esfuerzo, las
capas violeta, azul y verde, se suma a la marejada un espantoso sonido
radiactivo: llega en ráfagas intensas y calcinantes, que traducidas en pala-
bras corrientes quiere decir:

¡Ya-es-s-s-tar-de-para-vol-vol-ver!

Suena infinita. Los ancianos comprenden que la siguiente barrera


será muy difícil atravesar, si no imposible, pues antes de llegar a ella sien-
ten que ya está orientada contra ellos con un ímpetu exagerado unos mi-
crobios síquicos. Luchan contra estas con todas sus fuerzas síquicas, con
todos los valores de la conciencia que han logrado cultivar en su larga

194
vida. Con tremendo esfuerzo, vehemente, titánico, llegan a atravesar la
atmósfera amarilla; en todo ese trayecto, unidos a los microbios síquicos,
bichos atómicos, insectos invisibles de la peor laya los amenaza con pon-
zoñosos apéndice. La aureola de los Venerables es inmune a esos
escupitajos, inmune a las muchas mordeduras y a los intensos aguijonazos
radiactivos; los trocan por hálitos perfumados e innocuos. Luego, la capa
anaranjada, alberga en sí, a monstruos mucho más corpulentos y podero-
sos que la capa anterior, anatómicamente son de las más variada fauna
síquica, son engendros que la peor esquizofrenia pudo engendrar y expul-
san amedrentantes halitos corrosivos. Una estampida calculada de esos
entes, atropella a los ancianos y desbarata su férrea unión. Los maltrechos
ancianos, hubieran lamentado el fallecimiento de alguno de los suyos si no
retroceden enseguida. Luego la misma horda los persigue, hasta las capas
anteriores, ¡las radiactivas patas de plutonio chascan a centímetros de sus
talones cuando se ponen a salvo! Pasado el peligro se reúnen maltrechos
y el pesimismo parece invadirlos. “Pero... ¿donde están Atenea y Esus?”,
se preguntan, “no los vemos por ninguna parte...”
¡Los jóvenes han logrado evadir las hordas y a su ira radiactiva y
van camino a la atmósfera roja! Surgen nuevos entes, con ilusas formas
neuróticas, espantosamente fuertes pero... ni siquiera se interesan en ellos,
es como si vieran en la joven pareja un par de insignificantes criaturas que
luego serán frenadas por formas más débiles que ellas. ¡Vaya vanidad! En
ese trajín sólo una monstruosidad, demasiado infantil, parece encontrar en
Esus a un enemigo de cuidado, pero lo deja pasar sin el intento de atacarlo,
¿acaso considera al joven como un mortal virus? Luego da la vuelta y
huye a esconderse en una oscura guarida energética.
La atmósfera roja, arde con un intenso fuego nuclear, la intuición
afirma que tiene origen sexual, y quema todo aquello que se acerque a
ella; nada humano podría soportar los exagerados calores que emite, en
fracciones de segundo, cualquier cosa que se coloque en ella, o simple-
mente se le acerque demasiado, quedaría reducido a cenizas. Desde muy
lejos, Esus y Atenea, sienten los efectos de esas llamaradas radiactivas.
Los pensamientos, las intenciones, los anhelos, los sentimientos... y la sola
función de vivir, se chamuscarían y servirían de pasto a las llamas, y luego
estas se extenderían hacía la persona o personas que las originaran cau-
sándoles quemaduras en su máxima expresión. Ambos jóvenes prosiguen
su raudo avance estoicamente. Cuando el dolor está por alcanzar el culmen
en Esus, este busca en sus interiores la razón de esas intensas molestias,
sabe que no puede estar en otro lugar que en su propio interior. El intenso

195
castigo, una sensación en busca de un orgasmo de morbo, absorbente, se
suaviza por la profunda calma del autoanálisis. En esto viene un refres-
cante bálsamo, un oasis de espontánea frescura unida a un mensaje de
amor que dice:
—¡Hijo mío! Los defectos humanos arden con este fuego rojo.
Sólo los puros pueden atravesar este fuego sin molestias. La bestia de los
defectos humanos es consumida como yesca, a distancia, basta el aliento
del fuego rojo para ello. Las personas como tu, sienten angustias y en lo
más cálido del fuego también se consumen si no aprenden y comprenden
la naturaleza de los dolores que están dentro de sí. ¡Mírate, critícate a ti
mismo! ¡Comprende, aísla a la razón de tus sufrimientos y haz que ese
fuego, en vez de dañarte, queme esas monstruosas escorias!
—¡Madre, tu debes quemarlas!...
—¡Sí, hijo!... ¡Es lo mismo!
Y el horno radiactivo, con sus lenguas de plasma, aumenta el
tormento. El clímax está a punto de alcanzar también a la chica pero de un
modo diferente. Ella se esfuerza por controlar el terrible impacto de la
radiación en su piel, si no fuera así sus entrañas se abrazarían y moriría
carbonizada de adentro para afuera. En medio de los atroces dolores,
siente la voz de Esus como si viniera de sus propios interiores.
—¿Esus? —inquiere en medio de la sofocación— ¿Eres Esus?
—Sí. Escucha Atenea. Esas llamas sólo consumen al monstruo
de múltiples caras que mora dentro de nosotros... y podría acabar con
nosotros. Si ellos, nuestros defectos sicológicos, no son descubiertos y
aislados voluntariamente, con seguridad estarán metidos en todo nuestro
cuerpo, dentro de nuestra sangre, en nuestros huesos, en nuestra mente,
causándonos ceguera. La cuota de inconciencia en nosotros es mayor
cuantos más defectos haya en nuestro interior sin descubrir y sin eliminar.
Un cuerpo defectuoso, con esas llamas se consumirá ardiendo.
Y junto a las palabras del muchacho, otra voz surge de un lugar
muy íntimo de la chica. Tiene acento femenino y habla dentro de una
bruma difusa; le cuesta esfuerzo discernir lo que le dice...
—¿Madre? ¿Madre, eres tú? —inquiere.
—¡Hija, cuánto esperé este momento!
—¡Madre, te necesito!
—Lo sé, hija. Tú conoces la razón de tus dolores, pero no te has
atrevido a profundizar en ellos, es por eso que te castigan. Te torturan con
insolencia. Mira tu interior con mayor detenimiento, hija. Obsérvate im-

196
parcialmente, descubre al demonio que te flagela y entrégamelo, porque
yo lo desintegraré...
La bella joven, no se ha dado cuenta en que momento deja de
sentir dolores; y si tenía heridas abiertas y sangrantes en la piel y serios
cardenales, repentinamente han sanado. Le viene una tranquilidad en la
que se sumerge. ¡Sí, es tan extensa que tentada está por recorrerla toda...!
¡La sensación es nirvánica!... Por el momento, la premura es importante a
esa dicha permanente, hay trabajo por hacer y junto con Esus renuevan su
marcha bajo la rojiza atmósfera con renovadas fuerzas. Ya nada temen,
ya las espantosas oleadas que generan las criaturas del fuego son calores
inocuos. Es imponente el panorama en ascuas que recorren.
Ambos jóvenes se introducen dentro de la luz blanca que está al
final del camino de las 7 atmósferas. Momentos después, frente a ellos,
surge una forma energética, evidentemente inteligente, observándoles con
interrogante curiosidad. Esa forma energética poco a poco va adoptando
una forma humana, y finalmente concluye convertida en ¡una hermosa
mujer!, desnuda ella, es un perfecto poema de formas y curvas femeninas
a la vez que habla con una voz ubicua:
—Ustedes... me han causado... la mayor sorpresa de mi “vida”.
Nadie hasta ahora, ha podido hacer lo que ustedes han hecho... Nadie ha
podido llegar hasta mí teniendo por delante tantos poderosos tropiezos y
venciéndolos—y enfocando la mirada en Atenea aduce—: A ti te conozco
desde mucho antes de que nacieras, desde las dos minúsculas células
sexuales que te dieron origen, he visto a esos pequeños individuos celula-
res formarse en el interior de vuestros padres y comunicarse inteligente-
mente. La unión de dos seres “despiertos” sucede antes de su nacimiento.
Bien sabes que en las relaciones sexuales nuestras, entre un hombre y una
mujer, se suceden hechos maravillosos, al final de ello el hombre dejar salir
de sí una sola célula sexual, un espermatozoo que deposita dentro de la
hembra y ha de fecundar el óvulo de esta.
”Esas pequeñas inteligencias, espermatozoo y óvulo, contienen
una vitalidad luminosa y trascendente. Dios continúa la creación a través
de ellas.
”Es importante conservar esta simiente en el mejor de los esta-
dos, transmutarla en nuestro interior. La simiente transmutada ilumina nues-
tro interior; da clarida a nuestros entidos... y no es necesario que haga una
larga lista de sus enormes beneficios, pues tú ya lo sabes, no quiero redun-
dar.

197
”He visto la etapa fetal de tu vida... Atenea, y he registrado cada
uno de los pálpitos de vuestro corazón y podría, si fuera necesario, dar el
número exacto en este momento... He registrado cada cambio íntimo de
vuestras células incluida su fisiología. Te he visto crecer y modificarte
armoniosamente y continúo en esa respetable tarea... El crecimiento síquico
tuyo también es de mi incumbencia, como lo es de todo habitante de Ciu-
dad Luz: ¡Sé todo lo que tienes en tu interior! Pero... ¡lo que has hecho
para llegar hasta aquí en esta última aventura no estuvo prevista en toda
esa matemática vital que de ti tengo! ¡Esos detalles no estuvieron antici-
pados, se desenvolvieron en el presente con una voluntad insospechada!
¡Nada de lo vivido antes por ti, me lo indica científicamente! ¿Qué te
sucedió, allá en la gruta Madre, para regresar de ella con un aura imposi-
ble de conceptuar? ¿Acaso lo presumía?... —y dirigiéndose a Esus, prosi-
gue—:
”Pero ¡la mayor sorpresa me la diste tu, hombre!... Mi análisis
me indica que eres único. ¡Excepcional! ¡Eres, una persona como cual-
quiera otra, en apariencia... pero rodeado de una magnífica luz... producto
de valores concientivos maravillosos!...
”¿De donde vienes, que no te tengo registrado de antes? Sin duda
de las tierras del norte, de esos espacios vedados para los “polares” por
razones dimensionales y éticas. Los “polares” vivimos algunos grados más
allá del Polo Sur, en una región donde los de las tierras del norte jamás
podrán llegar, pues en sus genes no hay cabida para ello; repito que la
razón es dimensional y genética. El centro del polo, en sus mapas es el
final y sus genes no pueden identificar lo que está a un paso más allá... La
región donde vivimos no está considera sobre la esfera planetaria que
ellos conocen. Los conocidos grados de latitud y longitud de los “del nor-
te” aquí no funcionan, son inútiles.
”Ustedes no pueden adentrarse más allá del polo, sin embargo
nosotros los “polares”, si podemos, tenemos la facultad natural de poder
llegar a vuestras tierras y podríamos vivir sin complicaciones, pero razo-
nes, repito, éticas y en cumplimento a mandatos universales, nos abstene-
mos de hacerlo, tenemos que vivir en la dimensión asignada por el crea-
dor...
”Hacía el sur, de Ciudad Luz, aunque ya no existe dicho punto
cardinal de la manera ordinaria que tu conoces, continúan unas tierras en
“superficies” difíciles, imposibles, de entender por ustedes los del norte.
Vienen tierras ubérrimas y también desérticas... de todo ello: de sus gen-
tes y de sus cosas estoy... obligada a callar...

198
Esus la observa con detenimiento. Esa belleza desnuda, perfecta,
anonada. Centímetro a centímetro, esa euritmia anatómica es perfecta,
derrama metáforas trascendentes en minucioso análisis concientivo.
—Bien —continúa hablando La Maestra—. Ustedes del norte
no son nuestros enemigos y... —y se dobla sujetándose la cabeza— ¡Oh,
en este momento mi memoria está siendo modificada una vez más!... ¡Esta
jaqueca es la peor... la peor! ¡Creo que no podré soportarlo!...
Sin duda en lo tridimensional, en el compartimiento anexo al de
La Maestra, separados por unos gruesos ventanales, los hombres del triun-
virato, que sobreviven a Peritoo, encienden una esfera de cristal líquido e
introducen nuevas directivas en la trascendental memoria. Los tres hom-
bres no se han atrevido a presentarse en La Alcoba: el compartimiento
que alberga a La Maestra, pues conocen de la terrible radiación síquica
que de ella brota y puede matar instantáneamente a todo aquél que se
ponga en su entorno cercano sin previo permiso. Los tres hombres han
tomado el mando de Ciudad Luz una vez que les llegó la información de la
muerte de su líder y sin molestarse en comprobar la veracidad del suceso.
La Maestra gimotea:
—¡...Ten-go que elimi-narlos a todos us-te-des...! ¡Eso me orde-
nan!... ¡A uste-des... a los Venerables...! ¡No puedo negarme... es impo-
sible! ¡Debo eliminarlos a todos... a to-dos...!
Esa contorsión de voz, está acompañada con la transformación
de la bella mujer. En un segundo se convierte en un poderoso exponente
semimasculino, dispuesto a cumplir sus amenazas.
—La Maestra —susurra la chica, persuasiva—. Se te ha “incul-
cado” una ética noble que se impone a todo lo que luego te puedan añadir
o quitar. Esa ética es tan noble que te impide dañar inútilmente. Esa ética
es inmensa...
—¡Ustedes son mis enemigos!
—¡No, tú sabes que no es así!
—¡Enemigos!
—¡Espera! En algún lugar de tu noble cerebro y corazón, tienes
directivas, que en caso necesario te ayudarán a revelarte contra ordenes
destructivas... ¡búscalas!
Y aquél exponente de fieros rasgos masculinoides, con la ligereza
y velocidad de todo un consumado luchador, coge a la chica y la levanta
como a un indefenso monigote para arrojarla lejos. Luego coge a Esus de
la misma manera... un momento no lo ha cogido, más bien, su intento de
cogerlo ha sido impedido con un rápido movimiento de brazos. Y un rotun-

199
do rodillazo en el plexo solar, lanza al suelo al masculinoide; sin reponerse
de ese golpe, recibe también una sonora patada que le hace ver estrellas.
“¡No es posible! ¿La eximia, en todo, especialmente en la lucha, en apu-
ros? ¿La mentora, en problemas?” La patada debió romperle el cráneo, su
fortaleza es enorme.
Atenea, luego del revolcón que sufriera, contempla con pasmo, la
terrible lucha de hombre contra la transtornada La Maestra. ¿Sabe Esus
que su contendora aprende con la marcha y adquiere nuevas habilidades,
y si quiere vencer tiene que apurarse? El joven bloquea un descomunal
puñetazo y una patada que de haberle impactado el tórax le hubiera roto
las costillas además de reventarle el corazón como si fuera un huevo.
Contraataca Esus, sin permitirse una infinitesimal fracción de descanso.
Dos de sus puñetazos bien dirigidos a puntos vitales del cuerpo de su rival,
son frenados con la elocuencia de lo eximio, pero una de sus patadas si
alcanza un costado desprotegido. La sorpresa de la joven aumenta, cuan-
do ha comprendido que este último impacto ha llevado una carga energé-
tica, visible como una explosión luminosa atenuada.
La Maestra, o mejor dicho la monstruosa metamorfosis forzada
de La Maestra, ha sentido, con ese golpe, una dolorosa conmoción que
jamás experimentó antes y ha bajado la guardia. Un nuevo impacto más y
su cabeza se llena de zumbidos. Los golpes con firma energética la han
vulnerado hondamente que sus ojos ven una infinidad de puntos oscuros
apareciendo y se esfumándose sin lógica. Esus aprovecha este pequeño
lapsus de inconciencia de su contendor para volver sutilmente al compar-
timiento blindado donde se encuentra su cuerpo y el de los ancianos en
cadena; pero no ha vuelto por su cuerpo, sino por el Lábaro. Toma con
sus astrales manos la copa física y con un esfuerzo concientivo lo traslada
a la zona astral... En lo tridimensional la copa flotó un momento en los
aires como sostenida por una invisible fuerza y luego desapareció.
El trío de usurpadores, no comprende el motivo por el cual, La
Maestra, en su aposento, chisporrotea, echa humo y deslumbra el com-
partimiento con resplandores peligrosos. Los gruesos ventanales tras el
que se protegen y pueden verla, están a punto de reventar. Una poderosa
llamarada eléctrica los hace retroceder unos pasos, alarmados. Pasado el
susto vuelven a pegarse a los ventanales semifundidos y... ¿qué ven?: ¡de
la nada, brota la negra figura de Esus, junto a La Maestra! Y, ¡estupefac-
ción! ¿Qué lleva ese desconocido personaje en las manos?: ¡El Lábaro!...
¡No, es imposible, ese adminículo de leyenda no existe, no es real!

200
Esus se acerca a La Maestra, y gime: “¡Dios mío, La Maestra
es un gigantesco cerebro humano rodeado de múltiples apéndices energé-
ticos!” Su aspecto es fantástico, levita su cuarto de tonelada encima de
una nube de radiación; es, sin la menor duda, la más fantástica fábrica de
energía. Esa energía ilumina y pone en funcionamiento la gran urbe subte-
rránea, y lo más importante, gobierna ese funcionamiento de la manera
más inteligente. La Maestra es mucho más que una fábrica de energía y
su controladora...
La terrible radiación que espanta al trío de ancianos y que podría
matar instantáneamente a cualquier ser vivo, no le afecta a Esus y no se
debe a la extraordinaria resistencia de su atuendo, sino a que está en un
estado llamado Jinas: un estado físico funcionando con leyes naturales de
cuarta y quinta dimensión. El Lábaro es colocado en la base del colosal
cerebro, en el lugar de un prisma cúbico de plata líquida y de donde nacen
numerosos apéndices nerviosos de energía pura. El prisma absorbe al cá-
liz, introduciéndole dentro de sí como si fuera otro líquido. Se sucede un
potente destello luminoso que vaporiza las gruesas paredes blindadas.
Ciudad Luz, pese a las anomalías momentáneas que pudieron
sumirla en tinieblas y paralizarla por completo, funciona con normalidad, y
esto gracias a las previsiones anticipadas de sus sabios constructores...
La Maestra puede continuar activa después de “muerta”, sólo que esas
previsiones no podrían durar mucho tiempo en las presentes circunstan-
cias. Nunca hasta ahora había sucedido una contingencia de esta grave-
dad.
Gracias al Lábaro, muy dentro de la gran masa encefálica de La
Maestra, la hipófisis se ha llenado de una gran luz dorada y ha empezado
a iluminar como una prodigiosa lámpara. ¡Hermoso manantial sideral! La
maravillosa luz, en cuestión de segundos, da vida a una marchita y oscura
glándula pineal que irremediablemente se perdía. Momentos después, ambas
glándulas: pineal e hipófisis, brillan intensamente en el infinito universo del
superlativo cerebro...
—¡Vengan! —se oye un grito apremiante desde algún lugar dis-
tante.

201
CAPITULO XVII

LA LUZ DE LA MAESTRA

—¡Vengan! —llama Perseo, angustiado, cuando acaba de ser


“derribada” la puerta y entra por ella el primer hombre enviado para ma-
tarlos.
Los Venerables permanecen estáticos y sumidos profundamente
dentro de sí, son ajenos a lo que sucede en su entorno tridimensional. El
furtivo hombre que acaba de ingresar, se siente frenado por una fuerza
desconocida e inconcientemente dificulta el paso a sus compañeros... ¡Los
atuendos sagrados de los ancianos despiden haces de luces!
¡El aura sagrado de los ancianos, causa sobresaltos en los hom-
bres que siguen al primero!... Pero, la mayor conmoción para esos hom-
bres, es ver a Peritoo, su líder, muerto al borde de una oscura mancha de
sangre coagulada. Cunde la duda: ¿a quien obedecer, ahora?, uno de ellos
intenta retroceder y es muerto antes de dar dos pasos hacía atrás.
Minutos atrás, antes del ingreso de la jauría asesina, el mutilado
Perseo fue el único testigo de la desaparición física de Esus de la cadena:
lo vio tomar el Lábaro de la mochila de la joven para luego esfumarse en
el aire dejando tras sí una estela de misterios. El respingo de sorpresa le
costó punzantes dolores que le arrancaron ronquidos de cólera.
Ahora los ancianos son rodeados, por lo visto, serán muertos a
espadazos.
—¡Vengan! —exclama Perseo para sus adentros, con ello tiene
la esperanza de que su voz pueda ser oída por los ancianos y por los dos
jóvenes en el astral.
En ese momento, en la recámara de La Maestra, esta recibe el
Lábaro y echa de sí un incalculable destello. Esus ajeno al peligro que
amenaza a los venerables y a la joven, presencia ese destello en la dimen-
sión sutil donde se encuentra. El destello, en breve, crece diametralmente
partiendo de la criatura masculinoide en agonía. Esta sufre terribles dolo-
res y poco a poco, tras una espectacular transformación, va tomando el
aspecto de una hermosa dama.

202
Daltón, Senon y Dimas, saltaron a otra habitación de paredes
transparentes antes de la explosión que fundiera los ventanales cercanos
a La Maestra y están pasmados por los fenómenos luminosos. Compar-
ten un temor que confirman enseguida cuando envían una orden para ser
obedecida inmediatamente: el prodigioso encéfalo, por toda respuesta, los
encarcela donde se hallan.
La Maestra ha transmutado sus átomos síquicos. La serie de
terribles percances sufridos en las últimas horas, le ha dado un aura que
nunca hubiera conseguido de otra manera. Ha caído al tártaro y ha salido
de él más gloriosa que antes. Su experiencia concientiva ha sido formida-
ble y se felicita por ello. Dejando a un lado sus recuerdos, habla con una
modulación agradable; se podría afirmar que nada tiene de diferente con
el de los humanos:
—Esus, ¡eres formidable! Es la primera vez que doy un elogio
con estas palabras. Lo mereces. Te lo digo sinceramente. Tus chakras
brillan radiando vida. Tienes todo lo necesario para convertirte en un go-
bernante, y es posible que pudieras llegar a ser el mejor de todos; pero te
voy conociendo, tú no anhelas ser gobernante... Si yo te lo pidiera, no lo
aceptarías, tienes en mientes otras metas. Viniste y llegaste hasta aquí por
otros motivos, esto también se incluye a tus metas. Sólo algo muy cercano
a ti pudo traerte hasta estas tierras... hasta los dominios de los australes, y
me lo dices veladamente muy dentro de ti: ¡tu amado hermano! Yo te daría
algunas respuestas y solucionaría tus demandas... pero tú quieres y bus-
cas tus propias respuestas. Respeto esa forma particular tuya de caminar
por la vida. He quedado... mejor dicho me agrada el perfume de la intui-
ción que te acompaña.
En fin, La Maestra, también quiere añadir: “¿Oyes ese urgente
llamado de auxilio? Es desesperado y está dirigido a ti, Esus, especialmen-
te a ti Esus”. Sí, el singular joven se ha sentido urgido a acudir al punto de
partida de un velado llamado que le llega vehementemente. Acude raudo,
y el hecho de que varias espadas empiecen su viaje asesino en contra de
los venerables, le hace gemir dentro de sí casi impotente.
Gañe Perseo, tullido, desesperado e inútil. ¡Nada podrá evitar la
suerte de los ancianos! También a él lo buscas unas saetas hialinas... Su
último recurso es cerrar los ojos:

Ayer me creí justo,


hoy me siento culpable.
He levantado mil veces la espada

203
contra mis contendores
para vencerlos.
La espada, de las mil veces,
sin herir, ha rebotado y,
estoy seguro,
a mí me lacerará el corazón.
Es el momento... ¿de clamar
a mi dios favorito?
Tengo muchos,
todos ellos me oirán,
son legión.
Clamo en voz alta: ¡Ah! ¡Ayudadme!
Todos me gritáis: ¡Excusadte!
Y a mi vez, lanzo un vozarrón,
que no reconozco mío!:
¡Mentís! ¡Mentís, enorme!
¡Ah!, sonríen,
porque me saben suyo,
igual les daría si me dijeran:
¡Arrodillaos! ¡Implorad al dios verdadero!

Las espadas prosiguen feroces con su trayectoria fatal igual que


las saetas incandescentes.
Lo sorprendente viene luego. Antes que cada Venerable sea cor-
tado por la mitad y Perseo atravezado, las incinerantes hojas luminosas y
las zaetas, se apagan en el aire, inútiles. Los estupefactos agresores, pre-
sencian luego la aparición de un ser de luz provisto de majestad y belleza.
La intensa luz de ese ser, convierte a la cadena humana en un
foco de luz. En ese momento, en la dimensión síquica, los ancianos extra-
viados en la atmósfera de 7 colores, son ubicados y devueltos a sus cuer-
pos. Junto con ellos, la hermosa amazona también vuelve en sí y después
se desarrolla el siguiente diálogo:
—Respetado Quirón —dice La Maestra, rodeada de incalcula-
ble luz—: mi humilde persona se pone a vuestras órdenes.
—La Maestra, tu no necesitar hacer esto —responde el aludido
Venerable—. Ambos gobernamos nuestra bien amada ciudad subterrá-
nea... Ciudad Luz nos pertenece, como a cada uno de sus habitantes.
—Agradezco ese privilegio, Venerable. Me honra. Y paso a
deciros que ellos —refiriéndose a los usurpadores presos—, ya están re-

204
cibiendo el castigo estipulado por nuestros códigos. Hoy se les ha impues-
to rápidamente una pena, el juicio que viene será minucioso y dudo que
traiga cambios...
La sanción se estableció en cuestión de microsegundos. De la
misma manera se hace cumplir la sentencia. La Maestra no puede fallar.
—Toda la urbe funciona perfectamente —prosigue La Maes-
tra— luego de recuperar yo mi “conciencia total”, gracias al Lábaro. El
Lábaro en mi interior, me permite mayores capacidades... Incluye mayo-
res funciones... en mí. Y ahora permítanme trasladar al Respetable Perseo;
en la clínica está lista una incubadora regenerante donde tiene que curar-
se.
Dirige un haz de luz al herido y lo teletransporta hasta una máqui-
na con aspecto de huevo. Allí el Respetable utilizará voluntariamente toda
su vitalidad para curarse. Con su cuerpo en total reposo pero con una
lucidez insospechada, inducida por la máquina, utilizará toda su imagina-
ción e intuición para curarse magnéticamente. Reconstruirá armoniosa-
mente sus células dañadas, una por una. Es importante que empiece con
el tejido óseo, el asiento y soporte de los músculos. Habrá éxtasis cuando
vea obedecer a sus células, tal como a diminutos trabajadores, reparando
los daños; los verá palpitar llenos de vida en la faena, los verá respirar...
Observando bien, esta rehabilitación también habrá sido síquica: muy pro-
vechosa.

205
CAPITULO XVIII

NOCTURNA

En un compartimiento inmerso en suaves sombras, Esus medi-


ta profundamente. Se asemeja a una sagrada imagen oriental colocada
sobre una delicada alfombra. Para unos momentos así, de honda soledad,
prefiere el silencio absoluto; pero en esta ocasión, un suave sonido, casi
imperceptible embarga la habitación. El sonido brota de las paredes, y
recuerda a un suave viento acariciando delicadamente las frágiles plantas
de una inmensa serranía bajo el amor de un tibio sol. Cubierto está, Esus,
sólo por una breve truza; la sensible piel de su atlética contextura recibe
las caricias sonoras con deleite; transmuta esos sonidos. En su interior
esos sonidos se convierten en oleadas de luz, purificando sus glándulas
internas, limpiando su cerebro, su corazón y sus órganos sexuales. Esas
oleadas de luz toman preciosos colores, tan sutiles, que no pueden ser
vistos por otros ojos que no sean los suyos, primero es blanco, luego pasan
por toda la gama del espectro luminoso. “¡Dios mío, mis sentidos se están
sutilizando cada vez más!”, se dice. Y tiene razón, una serie de eventos
pasados han contribuido con ello.
Cuando la suave música salida de las paredes trae los sonidos
maravillosos del viento remontando las ásperas montañas, elevándose por
sobre los nevados para alcanzar un infinito cielo tan intenso de azul palpi-
tante como el de las oraciones honestas, Esus repasa en retrospectiva
cada detalle de los acontecimientos que le ha tocado vivir, desde el último
hasta los más distantes cuando cayera en la gruta. Le da especial atención
a las recientes. Su lúcida visión no obvia sus emociones, sus apetencias,
sus sentimientos, sus apresuramientos, sus dilaciones... Pese a su perma-
nente autoobservación, sabe que algo de ello pudo escapársele, y acumu-
larse en su interior como un defecto sicológico, es importante descubrir-
lo... Es importante conocerse más... y más. Debe desintegrar esos olvi-
dos, es importante.
Horas después, acabado de musitar sagrados sonidos, se levanta
de su asiento, tensa todos sus músculos y empieza a ejecutar una danza
rúnica. Su voluntad transmuta agradablemente sus energías físicas en fuerza

206
concientiva, vitaliza su Sistema Nervioso, y finalmente concluye sus ejer-
cicios con una danza, en ella imita a los animales en combate: golpea,
salta, patea, rota...; se mueve con rapidez poco usual en humano alguno;
suda profusamente.
Esus vuelve a la calma. Nuevamente se sienta. Respira profun-
damente, y concentra toda su atención en su corazón, allí su intuición pincela
una fragante rosa roja, salpicada por refrescante rocío amoroso. Siente
viva a la flor...
En ese sutil momento, una voz femenina lo saca de su meditación:
—¿Esus?
Mejor música no pudo ser traída oportunamente.
—Atenea —musita Esus luego de recuperar el movimiento del
paladar suyo—, es agradable oír tu voz. Pasa...
Ya en la recámara, la chica pregunta:
—Estas a oscuras ¿Quieres que encienda las luces?
Y la luz inunda el compartimiento. Además la luz trae un milagro:
ante Esus, aparece una mujer joven en todo el esplendor de su belleza;
vestida con sedas que se ajustan a su bien formado cuerpo, deja para los
ojos sus perfectos hombros y unas atractivas pantorrillas de porcelana
rosa. El perfume que viene con ella es un aria femenina a la alegría y a la
honestidad, recoge efluvios de lo profundo de una selva misteriosa. El
joven evoca a todas las beldades que en sus constantes viajes tuvo que
tratar y ninguna le había inspirado las sensaciones de simpatía y atracción
que ahora siente; inequivocadamente ¡está enamorado! y ella en sus cla-
ros ojos de río cristalino deja transmutar idénticas sensaciones de atrac-
ción por Esus. Perseo diría:

Mutuo,
en el crisol de la alquimia.
Un descenso al infierno
para robar su fuego.
Un día me detuve
en el umbral de la duda
y pregunté: ¿Todo es posible?
Se me respondió: ¡Nada es posible!
Y si hubiera preguntado
¿es posible amar?,
se me hubiera dicho: ¡Vive!
Y tal vez se me hubiera explicado

207
de que la flor saca su belleza
del estiércol y del humus,
y para volar, el ave
necesita de dos alas:
debe nacer completo.

Atenea, toma asiento junto a Esus. Se miran mutuamente, no tu-


vieron una oportunidad anteriormente apara hacerlo como ahora lo hacen
con una libertad infinita y sin apremio; están embelesados. Y en ese mo-
mento una voz salida de unos receptores mimetizados en el ambiente los
saca de ese glorioso momento compartido:
—Atenea, perdone la interrupción. Se os llama del Concejo de
Ancianos. Es importante que acuda ahora mismo. Y a usted, Esus, se le
invita participar de la misma reunión, su aceptación nos honrará...
La joven con una sutileza femenina, encuentra dentro de la mira-
da masculina toda la sencillez de un campo sembrado de trigo bajo la
frescura primaveral de lejanas tierras. En esos extensos prados existen
pequeños detalles extasiantes, allí está el delicado vaivén de coloreados
lepidópteros, de pequeñas criaturas iridiscentes deteniéndose para libar el
elíxir de los pétalos de desconocidas plantas. Una avispa, acorazada con
reflejos metálicos, salta y vuela, repetidas veces, así alimenta los límpidos
aromas del día. Por una ramita olorosa corre un escarabajo de caparazón
rojo y negro, abre sus élitros y una diminuta explosión lo gasifica... Deta-
lles. Fragmentos de amor. Dentro de la mirada masculina también está
presente la delicada tibieza de las aguas marinas tropicales, la infinita epo-
peya vivida por un niño, ya entre rojos corales oníricos y los etéricos pece-
cillos de color moviéndose en torno a remolineantes dedos de un hada
invisible. En la deliciosa profundidad, una estrella marina, usando el color
de una lágrima ambulacral, se desliza por el fondo acuático con la lentitud
de una oración; y cerca, su vecina, otro equinodermo provisto de espinas
de cristal es empujada con risueño desespero por un nomo que ha visto su
lentitud de guijarro... El nomo en su tarea del momento pasa por encima
de un brillante doblón de oro. Y cerca unos pececillos con los colores de
una aurora violácea y carmín, se combinan con el suave aroma metálico
de una barra de plata... Algo indefinible da aliento a todo...
El joven, observa en los hermosos ojos exóticos de atenea, unos
sonidos misteriosos vibrando en el centro de una insondable noche. Rápi-
damente, allí, una fugaz iridiscencia, trae, algo muy semejante a un ama-
necer. Las sombras aún abundan y algunos sonidos misteriosos se hacen

208
definibles: provienen del goteo incesante entre estalactitas, las gotas bri-
llan como gemas con la poca luz... ¿Como gemas? En realidad son verda-
deras piedras preciosas, que enseguida de ser fabricadas en un yunque
especial ¡candente!, y tallada por los elementales de la tierra, son entrega-
das a diminutas y bellas hadas etéricas. Ellas, las hadas, con sus sutiles
manos como el perfume, las van depositando delicadamente en unas ar-
cas de donde brota el más precioso perfume... del amor. Cada arca tiene
inscrita una palabra, que la intuición puede leer con facilidad: esta, “since-
ridad”; aquella, “honradez”... y hay muchas otras arcas signadas con pa-
labras puras. Detalles. Fragmentos de amor... Una joven desnuda se baña
bajo un chorro de agua que cae en una hondanada edénica. Ella es rodea-
da oníricamente por una brisa azulina, en medio de la cual su cuerpo se
difumina como la esencia pulverizada de una perla o se levanta como el
humo de una agradable resina litúrgica sobre ascuas... El perfume con
forma de mujer luego se zambulle y bracea en el líquido de la hondanada.
¡Ah, el agua es maravillosa, es una sinfonía! Lo interesante viene al ins-
tante, cuando ella sale del líquido, ¡sus voluptuosas formas no encierran
nada de soez! ¡Ni un ápice de lubricidad! Y esa belleza desnuda se eleva,
vuela con la ligereza de un pensamiento sobre continentes que le son poco
conocidos: esas enormes masas de tierra iluminadas por un caluroso astro
diurno; atraviesa bruñidos mares, cuyos perfumes atizan la curiosidad de
conocerlos más; se eleva más y cuando alcanza el zenit deseado, de su
corazón brota una luz azulina que baña todo aquello observado abajo...
Esa luz... Esa luz... La mirada de ambos jóvenes se funde en una
sola.
El connubio de ambas miradas, tiene el don de romper toda barre-
ra. Así él y ella se lanzan por el tiempo a lo remoto. Llegan sutilmente a un
lejano día guardado en lo más íntimo de sí, al atardecer de un día cósmico,
a un momento en que todo el universo se preparaba para el anochecer de
la vida universal. En ese momento todas las criaturas se reducían... vol-
vían a las semillas de donde brotaron en el amanecer de la vida. En medio
de ese oscurecimiento magno, pueden ver a dos criaturas que se amaron,
reencontrándose después de cada nacimiento y separándose con cada
muerte, luego no tuvieron otra opción que la de sumirse dentro de un capu-
llo concientivo que ya habían preparado con voluntad y amor, el capullo
podría soportar la misma muerte del Universo... Llegando la noche uni-
versal, toda la creación se sumió en la profunda oscuridad del caos... Mi-
llones de años más tarde ¿qué significan los años por millones que fueren,
para el caos?: nada, en el amanecer del siguiente día cósmico, de las semi-

209
llas latentes que quedaron del día cósmico anterior, salió la nueva vida.
Esas semillas, cada una, se multiplicaron en dos, luego en cuatro... vino
una mórula universal... una vida fetal infinita y finalmente se formó, otra
vez, el Universo. Se expandió el Universo, hubo calor inimaginable, las
galaxias volvieron a rotar... y en un planeta minúsculo, toda su anterior
historia se volvió a reproducir, volvió a repetirse...
El universo... El infinito... La vida...
Siempre la vida. La vida se repite.
Más tarde, los dos jóvenes, en el Gabinete de los Venerables,
observan un informe de La Maestra. Sobre una plataforma magnética de
vidrio líquido semietérico, toman forma unas imágenes tridimensionales de
tamaño natural de un acontecimiento que se realiza en ese momento a
mucho kilómetros de Ciudad Luz y sobre la superficie planetaria, sin duda
en Austral. Ante ello Quirón afirma:
—Gracia al Lábaro, hemos logrado penetrar la bien resguarda
intimidad del corazón y cerebro de la urbe Nocturna. Y como nunca, ahora
podemos vernos “frente a frente” con Blaal, y sus dos socios: Flato y
Rudo...
Los tres personajes nombrados por el anciano líder, están senta-
dos frente a una esfera de metal etérico en cuya superficie televisiva
virtual se observan algunos acontecimientos de interés para ellos, y con-
versan seriamente. Blaal es un hombrote, su recia contextura niega su
edad provecta, en sus negros ojos reserva una agudeza desarrollada; y los
otros dos, por las trazas, importantes hombres, llevan a cuestas una pro-
nunciada senectud.
—¿Oyeron lo que dice? —continúa Quirón con un tenue desdén
y alarma— ¡Planean atacarnos esta misma tarde! Ultiman los detalles de
dicha operación... Pero, ¿qué está sucediendo? ¡Me temo que han notado
nuestra injerencia en sus asuntos secretos!... ¡Nos han interceptado! ¡Nos
han descubierto fisgoneando! ¡En este preciso momento buscan nuestra
ubicación!
Sin duda, el símil que ellos poseen de La Maestra, los ha “senti-
do” y trata de averiguar de donde procede la intromisión. La esfera, una
maqueta virtual, en el que planeaban un ataque masivo aquellos persona-
jes de brillantes uniformes plateados, se convierte luego en un rectángulo
casi plano y encima se concentran imágenes virtuales del subsuelo, capa
por capa. Se intenta ubicar a los ancianos de Ciudad Luz.
—Ellos..., nadie de Nocturna, sabía de nosotros, de nuestra exis-
tencia subterránea hasta hace aproximadamente dos pares de años atrás.

210
La Maestra siempre se las había arreglado para pasar inadvertida nuestra
existencia. Hemos vigilado de cerca y permanentemente a los Nocturnos
desde hace dos décadas y no nos explicamos cabalmente el abrupto salto
tecnológico que ellos han dado en estos últimos años... cinco años exacta-
mente. La Maestra ha sido igualada en sus funciones en ese corto tiempo,
tal vez superada, no lo sabemos exactamente. Es presumible que de aquí,
de Ciudad Luz, haya salido dicha tecnología, de manera furtiva. Hay trai-
dores...
Algo se mueve encima de la gran ciudad subterránea. Algo como
un hálito o una poderosa fuerza inteligente y desciende mimetizado con un
leve movimiento sísmico...

211
CAPITULO XIX

LA DESTRUCCION DE LAS URBES

La enorme tea, en forma de disco, situado en el zenit de la


tarde, arde llevando toda su luz sobre una ciudad protegida por grandes
domos de cristal. Estas burbujas, de varios cientos de metros de diámetro
encima de manzanas urbanas, brillan dentro de un halo magnético naranja,
y emergen en el centro de una jungla tropical. El verdor intenso de la
jungla, está dado por los infinitos cordaitales y helechos arborescentes
fanerógamos; junto a estos robustos árboles, abundan en menor abundan-
cia las equisetíneas gigantes y los calamites. Las coníferas están en el
inicio de una existencia... que seguramente será muy larga y provechosa,
quizá para ellas el tiempo se contará en millones de años... En las tierras
lejanas del norte, más allá de las grandes llanuras de hielo, esas especies
vegetales existieron hace 400 millones de años, entre el Carbonífero y el
Devónico. En la extensa selva brilla un caudaloso río, sus meandros son
signos de interrogación y enmarcan una pregunta vital: ¿Existe otro tipo de
vida que no sea la humana y vegetal? La respuesta está reservada para un
momento aparte, mientras psilofhitales y otras formas simples de plantas
terrestres vasculares están evolucionando minuto a minuto.
Dentro de una de las mil burbujas de cristal flotando sobre el
ubérrimo verdor, se encuentra el palacio de Blaal, un hermoso edificio
piramidal construido de vidrio y metal líquidos. Blaal, con sus segundones:
Flato y rudo, observa la plataforma de imágenes virtuales en la que apare-
ce un montón de imágenes poco significativas del subsuelo. La vehemente
búsqueda que realizan trata de encontrar algo lógico allá abajo... Nada...
Nada...
Una proverbial masa encefálica, encerrada dentro de una esfera
de metal líquido transparente y flotando encima de un caldo líquido y mag-
nético, se encarga de esa insistente búsqueda ordenada por Blaal. No hay
apéndice que salga de la masa cerebral, lo que significa que todo mensaje
lo recibe o transmite a través de ondas cerebrales. Es una fábrica, lo
mismo que La Maestra, de inagotable energía magnética y controla Noc-
turna. Toda la energía generada lo transmite, ¡sorpresa! a través de ondas

212
electromagnéticas, específicamente ondas de radio. Unos filamentos ópti-
cos, provistos en su base con cúmulos de neuronas sintéticas, especializa-
das, en un punto muy importante del encéfalo se encargan de esa singula-
ridad.
Algo como... una silueta humana se ha desprendido de ese cúmu-
lo de neuronas y neuroglias en el momento de la orden dada. ¿Su razón de
ser? Y flotando desciende bajo tierra con una sutilidad síquica.
Las enormes burbujas de cristal, protegen permanentemente a
Nocturna de las altas temperaturas ambientales que sobrepasan los 35
grados Celsius en la sombra y de todo tipo de bichos nocivos que abundan
en la jungla. Rechazan magnéticamente el calor innecesario, manteniendo
una frescura agradable. Los edificios, son estructuras de vidrio y metal
líquido que pueden modificar su aspecto programándolos con una orden
oral, así se pueden ver bajo los coruscantes domos formas oblongas, pris-
máticas, esféricas, cóncavas, cilíndricas o de otras caprichosas formas
abstractas coloreadas pero con equilibrio arquitectónico; muchas “cons-
trucciones” se modifican automáticamente de acuerdo a la dirección so-
lar, y se las ve cambiar con las horas...
En Nocturna se suceden detalles humanos con infinita variedad.
Unas exóticas gimnospermas, raras coníferas, muy abundantes en otros
tiempos y ahora muy difíciles de hallar e indefensas por naturaleza a las
potentes fitotoxinas de la salvaje floresta, son parte importante de un jar-
dín de descanso y distracción, dan el perfume del solaz. Niños semidesnudos
juegan con un dinosaurio manso en ese jardín; el animal no es más alto que
los niños, ni más corpulento, pero es más rápido e inteligente. Detalles...
que dan continuidad a otros detalles. Una libélula gigante, rozando con sus
alas la superficie del estanque del mismo jardín, escoge volar luego por
encima de los niños; para el dinosaurio doméstico ese insecto es su princi-
pal alimento, brinca y expulsando una lengua pegajosa lo captura y se lo
come. El salto del animal es festejado por los niños. Detalles... que inclu-
yen a otros detalles. Una pareja de ancianos contempla con callada ale-
gría el retozo de los niños y de su amiguito reptil; en ese momento unas
imágenes virtuales, con apariencia humana y voz telepática, que toman
forma delante de la pareja los urge a abandonar su descanso: los necesitan
en el centro de gobierno de Nocturna. Detalles...
Mientras tanto la silueta humana, brotada del cerebro continúa su
descenso bajo el subsuelo. Sus atentos sentidos lo registran todo. Registra
cada estrato subterráneo y su composición mineral de manera minuciosa
y lo transmite al Gabinete de Blaal. De pronto se topa con un caparazón

213
de cerámica refractaria y magnética. Siente una repulsiva corriente del
caparazón de cerámica, le duele como causada por una brasa quemante,
pero preparada como está para estas contingencias neutraliza esos efec-
tos modificando su vibración síquica y atómica de tal forma que atraviesa
el grueso caparazón refractario con suma facilidad. Pero luego un siguien-
te caparazón de metal líquido lo succiona y atrapa como un imán a un
pedazo de hierro... ¿Está perdida? No. Analiza cada componente físico,
energético y síquico de esa formidable trampa, conociéndola a fondo es
fácil atravesarla. La siguiente capa de vidrio líquido brilla con una intensa
luz ambarina, ante esa luz sus instintos acaparan un miedo pegajoso e
irracional: lo desconocido enerva, pero su intuición paralelamente deduce
la constitución del blindaje, la alaba como magnífica... Y cuando está atra-
vesando esa capa, es zarandeada y arrastrada por un torbellino que siente
esquizofrénico e insondable.
En ese mismo momento, Blaal, y sus dos acompañantes sobre la
mesa de metal líquido empiezan a recibir las imágenes distorsionadas de
una pesadilla virtual; nada comprensible, un caos abstracto... Perdura. Si
ellos pudieran, verían que La Mayor, como llaman a ese portento de cere-
bro, después de ser arrastrado por el remolino energético del blindaje que
intentaba cruzar, es depositado semiinconciente en algo parecido a un erial
desértico y sin vida. Cuando La Mayor se repone, puede darse cuenta
que delante de sí se encuentra, mirándolo fijamente, nada menos que:
—¡La Maestra! —ruge sin poder contener un respingo de sor-
presa.
El aspecto síquico de ambas contendoras es como el de dos
gladiadoras desnudas, irradiando poder por cada poro. La Mayor, tras un
rápido análisis, concluye que aquella, a cuyos dominios ha ido a caer, no le
dejará ir sin antes destruirla, o en todo caso hasta someterla. Esto tiene
que evitarlo y para ello tiene que imponer su superioridad, que considera lo
más factible. Se yergue y como toda guerrera se apresta a combatir, su
poderosa contextura asume un aspecto terrible a partir del momento. Ambas,
escogen el arma predilecta de los antiguos guerreros samurai de Austral:
una larga astilla de cristal cuya incandescencia es sostenida por la energía
de la columna vertebral del portador. En ese desierto, sus pies se hunden
en el reseco polvo y giran lentamente, midiéndose. En un momento, ambas
embisten y de sus armas brotan chispas siseantes. En el violáceo cielo,
suenan unos truenos y relámpagos.
Las enormes energías liberadas por el encuentro de La Maestra
y de La Mayor, originan movimientos de tierra. La jungla prehistórica

214
tiembla... Vienen más temblores, cada vez más intensos... Minutos des-
pués un sismo la remece.
Los diplovertebrones, junto con otros anfibios de las marismas,
emiten unos inusuales cánticos. Los sacudones de tierra han obligado a
gigantescos insectos voladores a levantarse en espesas nubes; son
vaharadas febriles y ruidosas... A un par de cientos de kilómetros ruge un
volcán después de mil años de inactividad, con sus repetidos estridores,
vomita abundante materia incandescente. La tierra se agrieta y despide
un susurro fatal...
La Mayor y La Maestra, en las entrañas de la tierra, luchando
con toda la intensidad de los terremotos, se rasgan las carnes, se hacen
heridas por donde se les escapa un poco de vitalidad cada vez. En ese
sangriento dilema, La Maestra demuestra su superioridad superlativa, unos
minutos después, cuando le produce a su contendora graves cortaduras en
los brazos, piernas y abdomen, todo indica que ha vencido y se dispone a
completar el resultado que desde un inicio era evidente, levanta su acera-
da espada para descabezarla de un solo tajo y... ¡No sucede así!: de ma-
nera poco comprensible, La Maestra ha quedado estática ahí víctima de
un vahído, ha soltado luego su arma y ha caído de rodillas... La explicación
de esto último se encuentra en el corazón de Ciudad Luz, desde el mo-
mento en que Peritoo y sus dos secuaces fueron encarcelados, han estado
intentando la fuga y encontraron el momento cuando La Maestra ha con-
centrado todas sus energías y atención en el combate, dejando vulnerable
su enorme cerebro. Tras los cristales que a ambos los separa del portento
neuronal, se las han ingeniado para dispararle, con un pequeño bastón
escondido dentro de sus ropas, una de esas cápsulas mina que producen
potentes venenos cerebrales. La cápsula ha alcanzado, vía ondas de radio,
certeramente el prisma cúbico de plata y cristal líquidos y ha reventado
todo su sutil veneno en el “vientre” que cobija al Lábaro.
Instantáneo ha sido el colapso del cúmulo de células cerebrales
de La Maestra. Ha echado chispas convulsivas... y en un segundo todo
indicio de vida se extinguió. Peritoo está eufórico.
Luego que La Mayor viera caer, delante de sí, a su mayúscula
enemiga, no ha dejado de aprovechar la oportunidad. Soportando sus heri-
das, ha cogido su espada con la mano menos lastimada y con una furia
vengativa e iracunda le atraviesa el pecho. No viene lamento alguno, sólo
la sangre corre abriendo un cause rojo sobre la polvorienta arena.
En el Gabinete de Blaal, las imágenes virtuales distorsionadas y
neuróticas dan paso a una nítida transmisión. Al instante son informados

215
de la derrota y destrucción de la poderosa La Maestra... y enseguida
tienen el camino libre para acabar, con suma facilidad, con la urbe subte-
rránea: ¡Basta, para ello, ordenar a La Mayor encargarse de hacerlo! y
ella dejará correr sus corrientes magnéticas por todo el sistema nervioso y
energético de lo que fue su contendora y podrá de esa manera llevar toda
una desbocada energía que fundirá a Ciudad Luz con un fuego más gran-
de que el termonuclear... ¡No hay apuro para destruirla, pero tampoco hay
tiempo que perder! Pero...
¡Alguien también interpone en el camino de La Mayor! ¿Alguien?
¿Quién, si no hay cosa parecida con tanto poder como para ello? ¿Quién o
que? En la memoria de La Mayor nada hay que indique, que la joven
figura masculina que ha surgido de repente, sea la razón de ser de otro
gran cerebro. Esa figura es un misterio y brilla con luz propia; la difícil
mente de La Mayor no está preparada para identificarlo como humano;
sin respuesta satisfactoria, lo intenta de otra manera, pregunta:
—¿Quién sois? ¡Dímelo!
En el inmenso arenal, esa voz suena como la del viento soplando
sobre las dunas y produciendo un enturbiamiento del aire. Esus, utiliza el
silencio como respuesta; y el sediento ambiente, cogiendo el mutismo del
joven como si fuera un perfume raro, lo dispersa con repulsión. El enigma
del perfume se difunde en vez de perderse; el mineral tirita...
—¿Eres humano, verdad?
¿Cómo se llega a esa conclusión? Por intuición, y causa un res-
pingo involuntario en Esus. Es una de las poquísimas veces en que este ha
sentido alterada su permanente serenidad. Y su silencio ahora es una afir-
mación.
—Uno de los dos tiene que quedar vivo... humano. Eres podero-
so, lo noto. Aquí no hay lugar para dos, tengo que destruirte. No tengo otra
alternativa. ¿Estás de parte de la extinta La Maestra, verdad?... ¡Sí!, tu
silencio me dice que sí... Pero puedes librarte de la terrible desavenencia
que viene... Puedes salvar tu vida, para ello sólo tienes que someterte al
poderoso Blaal...
Esta vez la silenciosa respuesta es negativa.
—Bien... Tú lo quieres, y sin dilaciones debo destruirte. Es una
lástima: pudiste usar todas tus singulares capacidades... para beneficiar al
mundo...
Hubo dicho eso, en el mismo momento de coger la feroz espada
arrebatada a La Maestra y de lanzar una vertiginosa estocada... Su de-
cepción es grande cuando observa que ese desconocido humano, ha esca-

216
pado sin un rasguño de sus matemáticas manos y sin tiempo para sorpren-
derse o para ponerse a la defensiva siente desprendérsele el brazo que no
empuña su arma. Con un chorro de sangre manando de sus arterias corta-
das, su extremidad cae sobre la arena; por un momento, la mano aún viva
se crispa, manotea como queriendo sujetarse de algo salvador...
La gran selva prehistórica que alberga a Nocturna, tiembla es-
pantosamente. Se desata un cataclismo de consecuencias espantosas. La
tierra se abre y cuando se cierra dos segundos después, se ha tragado una
gran porción de selva y con ella una tercera parte de Nocturna. Un polvo
sucio se eleva y empaña el limpio cielo. Para la ciudad subterránea ese
momento también ha sido peor, porque la mitad de su población ha sido
arrasada con un derrumbe infernal.
La Mayor huye de su inmódico enemigo, se pasa a una
subdimensión, de las muchas, de la dimensión mental. Allí habitan bichos,
larvas y monstruos en descomposición. En ese ambiente lúgubre, panta-
noso y lleno de agujeros pestilentes, trata de esconderse por un momen-
to... Por un momento, el suficiente que le permita recuperarse de la dolo-
rosa mutilación. El tiempo es su aliado y necesita de él para utilizar su
fohat izquierdo, esa energía sexual luciferina que le ayudará a regenerar el
brazo perdido. Se hunde dentro del barro maloliente, confundiéndose con
las larvas repulsivas, imita el sinuoso reptar de estas... Pero a Esus es
imposible engañarlo, revolviendo el lodo con su mirada intuitiva, la descu-
bre. La Mayor otra vez tiene que huir y dejando un inconfundible rastro
de sangre sinuosa, busca la protección de otra subdimensión de la mente;
en ese nuevo lugar la aparente limpieza angelical será su mejor aliada. La
música celestial, las luces gloriosas, los aromas de paraíso, confía, serán
su mejor disfraz.
Mientras tanto, Blaal, en su gabinete, enterado de todo lo sucedi-
do en las dimensiones sutiles bajo tierra entre el colosal cerebro y su des-
conocido oponente, se dispone a invadir la moribunda ciudad subterránea.
Sabe que no habrá otro momento, si La Mayor fracasa la oportunidad
habrá pasado. Transcurridos cinco minutos, miles de hombres descienden
a las profundidades del subsuelo trasladados por teletransportadores; lle-
van mortales armas y una sola consigna: matar a todos. Los hombres y
mujeres supervivientes de Ciudad Luz, carentes de la principal fuente de
energía, están preparados para repeler ese masivo ataque, no hay duda
que el choque que viene será cruel y sangriento. Quirón y los Venerables,
necesitan saber, como le va a Esus en la dimensión mental; de vencer La
Mayor todo estaría perdido para ellos, saben que la vanidad de su enemi-

217
go no estaría satisfecha hasta eliminar al último hombre de la ciudad sub-
terránea y al último, por insignificante que fuera, vestigio de civilización
enemiga que permaneciera intacto.
El cuerpo físico de Esus, sumido en la más profunda meditación,
permanece estático sobre uno de los mullidos sofás de metal líquido. La
paciencia intranquila de los ancianos, contrasta notoriamente con la sere-
na introversión de Atenea. La hermosa chica ha seguido de cerca cada
paso decisivo del joven en ese ambiente síquico.
La cuidadosa búsqueda de Esus, entre arquetipos edénicos, le
sirve para dar con La Mayor, a quién encuentra ¡escondida dentro del
perfecto cuerpo desnudo de una hermosa diosa griega de cabellos platea-
dos! ¡Cura, La Mayor, sus heridas dentro la diosa de la sabiduría! Para
Esus, aquella maravillosa mujer ahora no es otra cosa que una gorgona
hediendo a traición, y de un rápido tajo le arrancar la cabeza. Una descar-
ga eléctrica escapa por la herida recién hecha, donde médula hueso y
sangre comparten un horroroso drama. Y se acabó...
Se desata un huracán en ese universo síquico. Unas fauces invi-
sibles, tienen el suficiente apetito como para devorarlo. Destellos eléctri-
cos aderezan cada bocado. En la confusión, Esus, tiene que utilizar de
toda su lucidez concientiva para no desaparecer arrastrado con el entor-
no... La naturaleza entera gime.
Decenas de volcanes nacen con un estruendo jamás conocido
sobre la superficie continental de Austral. En cuestión de minutos miles de
hectáreas de bosque lujuriante son tragadas por la tierra o quedan sepulta-
das bajo un pesado manto incandescente de material volcánico. La jungla
Devónica y Carbonífera, desaparece en una basta extensión; repentina-
mente el día se transforma en noche gracias al espeso humo y al polvo en
suspensión. Ese manto de humo y polvo se expande siniestramente y se
nota que tiene la funesta intención de abarcar todo lo concebible y perma-
necer durante un largo tiempo... el suficiente como para destruir todo sig-
no vital que se encuentre dentro de ella.
El caudaloso río y sus atractivos meandros repletos de vida anfi-
bia y reptiliana, desaparecieron en contados segundos entre bocanadas y
turbonadas de vapor mal oliente y cenizas. Con el río, la metrópoli de
domos también ha sido destruida, nada queda de ella.
La naturaleza entera gime.

218
CAPITULO XX

EL ANCIANO DE LAS ROSAS

Un espantoso temblor de tierra ha derribado a Blaal y sus


segundos. Todo el edificio que alberga su Gabinete ha dejado de recibir
energía y se ha cortado toda comunicación. En Nocturna, la carencia de
energía permite que todo aquello de medianas dimensiones que fuera de
metal y vidrio líquidos, faltos del magnetismo que los cohesionaba y daba
forma a voluntad programada, empieza a correr como simple líquido, cho-
rrea y parte de ello se solidifica luego como el hielo en el piso. Blaal, no
ignora que la falta de energía también afectará a todos los edificios y a las
invulnerables burbujas que protegen las manzanas de edificios, su antici-
pación no es vana, y preocupado, segundos después, le toca presenciar la
reducción de los domos, como cera tocada por el fuego, a simples montí-
culos de vidrio alrededor de las manzanas de edificios...
Los volcanes recién formados y en erupción vomitan candente
material encima de los edificios desprotegidos. Blaal, impotente e iracun-
do lanza un grito desesperado, que bien pudo oírse a varios kilómetros a la
redonda, cuando la tierra se abre y masticando con saña traga a su ciudad
en repetidos bocados. Luego el caos tiene la libertad de emitir todos los
ruidos y eructos que quiera sin ser interrumpido.
El palacio de Blaal se desintegra encima de él. La misma suerte
les toca a los demás edificios.
En el subsuelo, Esus, vencedor, ha vuelto a su cuerpo tridimensional
en el momento en que lo poco que queda indemne de Ciudad Luz es za-
randeado por las colosales fuerzas de la tierra y se parte y se aplasta
como un huevo. Pese a su fragilidad, el Gabinete de los Ancianos soporta
el pavoroso cataclismo. En la aparente calma que viene luego y en medio
de la espesa oscuridad, Quirón enciende una diminuta lámpara incrustada
en su anillo y quitándoselo del dedo lo introduce en una ranura de su escri-
torio de vidrio líquido ya coagulado. Enseguida se llena de luz todo el gabi-
nete; el anillo también sirve para activar un sistema de comunicación para
emergencias, tras un intento se comprueba que este diminuto adminículo
no sirve...

219
—Tengo la presunción —rompe el silencio el viejo líder,
dubitando—. No..., no tengo la presunción, más bien tengo la certeza...
casi la certeza de que somos los únicos sobrevivientes de Ciudad Luz. La
colosal furia de la naturaleza que nosotros mismos hemos despertado y
alimentado finalmente no hemos podido controlar y fue nuestra perdición...
Espero equivocarme. Ojalá que las entrañas de la tierra sean benevolentes...
para con mi pueblo. No podemos quedarnos aquí, sería tentar a la suerte;
debemos salir de aquí ahora mismo.
Y guía a todos los ancianos y a los dos jóvenes hasta un compar-
timiento contiguo en la penumbra. Allí entre paredes combadas y defor-
madas por las increíbles presiones externas y de entre un revoltijo de co-
sas, cogen los negros trajes de última generación, que bien conocen Esus
y Atenea. Minutos después, todos, ancianos y jóvenes, visten esos atuendos
y cargan pesadas mochilas en espaldas y pechos.
—Hemos previsto una situación tan trágica como esta —vuelve
a paladear palabras el viejo Quirón, con una expresión anímica nunca vista
en él, es una serenidad parecida a la que proviene después del llanto—.
Gracias a ello contamos con estos compartimientos casi invulnerables, por
lo visto. En ellas guardamos reservas... vituallas, alimentos, atuendos, ar-
mas... Hay cientos de estos compartimientos distribuidos en toda Ciudad
Luz... quiero decir, en lo que fue Ciudad Luz. En una emergencia, el pe-
queño cerebro del almacén “lee” las emociones del necesitado y deja abierta
una puerta blindada; luego se encienden las luces en el interior del alma-
cén, suministradas por una batería empotrada en algún lugar de la estruc-
tura, y una voz les indica lo que deben hacer...
”Bien y ahora que todos estamos preparados, la misma batería
del almacén dará la energía suficiente al teletransportador que nos sacará
de aquí. Seremos trasladados a un lugar seguro, dentro de los 100 kilóme-
tros a la redonda de la superficie continental. Dios quiera que no me haya
equivocado al escoger el lugar… seguro. ¡Allá vamos!
Del cubículo blindado, pasan a un yermo humeante, al pie de lo
que fue una ciclópea conífera de 30 metros de diámetro y más de 100 de
alto. Del cielo una continua caída de ceniza caliente y pedruscos calcinantes
les insta a alejarse; antes activan todas las funciones protectoras de sus
trajes. La atmósfera cargada de vapores nocivos es propicia para la extin-
ción de cualquier vida orgánica; les llevará muchas horas de camino, días
si es preciso, para alcanzar el punto de reunión fijado para un eventual
caso como el que viven. Deben dirigirse a un punto geográfico más al Sur.
Los sensibles instrumentos meteorológicos que portan en sus atuendos les

220
indican que el terremoto pasado fue un acontecimiento planetario, un colo-
sal acontecimiento magnético poco sensible en los continentes de donde
procede Esus. La masa planetaria ha dado un tumbo y se ha inclinado
unos cuantos grados de su habitual posición galáctica; eso ha sido sufi-
ciente como para que las placas tectónicas que conforman la superficie
continental tiemblen momentáneamente y dejen fisuras por donde se es-
capa desde el subsuelo, cantidades astronómicas de gases a alta presión y
material semilíquido incandescente. Nacen miles de volcanes en breves
momentos; muchos de ellos permanecerán activos durante muchos años o
siglos y otros se apagarán en corto tiempo después de contribuir con la
mayor de las desolaciones que le ha podido ocurrir al planeta. Gran parte
de los seres vivos han perecido abrazados por las cenizas candentes o
asfixiados por los gases, si no fueron aplastados por las montañas que se
vinieron abajo o tragados por la tierra; otra gran cantidad de ellos morirá
en los siguientes días y los que sobrevivan tendrán que enfrentarse al más
riguroso invierno planetario: ¡Una era glaciar! como no la hubo antes y
que seguramente durará miles de años.
Sin duda, los hielos avanzarán y cubrirán con gruesas capas gran
parte del planeta... y tal vez, en algunos valles templados que la suerte
invente, el milagro de la vida palpite esperando un nuevo amanecer, propi-
cio, cálido y benigno...
A dos semanas de caminata, la condición física y síquica de Esus,
es la única que no ha sufrido mella alguna. El constante desplazamiento, el
sueño no satisfecho a plenitud, la carencia de algunos de los elementos
que la civilización brinda para la comodidad física, está permitiendo una
nueva adaptación. Los interminables valles carbonizados, el fango ya con-
gelado de lo que en su momento fue un caudaloso río lleno de vida, los
farallones ennegrecidos de rocallosas montañas cubriéndose de nieve su-
cia, planicies muertas con miles de cadáveres de dinosaurios que busca-
ban y no encontraron un escape, llenan el espíritu de nostalgia.
En un bosque de tocones humeantes, Esus tiene la sensación de
percibir vida. Con un ademán indica que él se adelantará para averiguarlo
y en algunos minutos de silencioso desplazamiento divisa a un enorme
reptil de siete metros de alto, lastimosamente quemado y casi mutilado.
Reconoce en esa criatura a un predador bien conocido: ¡un alosauro! El
animal sobrevive, pese a sus terribles heridas, gracias al microclima favo-
recido por un manantial de aguas termales. La abundancia del líquido,
brotando a borbotones hirvientes, y ruidoso, mitiga el intenso frío y sus
vapores se condensan formando charcas de agua dulce bebible entre las

221
rocas. Esus está seguro que en las cercanías hay muchos otros animales
que han sobrevivido; el alosauro, sin verlo, se aleja en línea recta rumbo a
un montón de huesos y carne semidevorada. Cuando el joven regresa con
los ancianos y la muchacha, continúan la marcha; han sumado el agua
necesaria a la que llevan y les servirá para cruzar el oscuro erial que
tienen por delante.
Una semana después, han alcanzado el punto previsto para la
reunión. El hecho de no encontrar a nadie, aparte de ellos, les hace con-
cluir que son los primeros en arribar... El lugar es una meseta de piedra, el
punto más alto de un valle muerto poco tiempo atrás, sus 10 kilómetros de
diámetro, albergan a todo un castillo con las dimensiones de una ciudad;
labrada aparentemente por la naturaleza en la misma roca de granito rojo.
El castillo tiene aspecto onírico y el manto ceniciento que lo cubre le da un
aspecto desastroso; es una escultura de piedra hecha por gigantes
hiperespaciales y debe perdurar... por siempre. El Venerable Quirón está
enterado de que el magno alcázar con una fachada de farallón de 30 me-
tros de alto, posee innumerables compartimientos en su interior y por lo
tanto tiene que tener una entrada: no ven ninguna. Posiblemente será difí-
cil encontrarla, según lo deduce el anciano, pero Esus suprime toda dificul-
tad, demostrándolo luego: sin dudar ni un instante se aproxima al peñasco
y le dirige su intensa mirada. Enseguida, delante de sí, la roca parece
licuarse y escurrir para dar forma a una puerta. Por ella entran.
Allá adentro una dimensión onírica los envuelve. Los conceptos
de largo, ancho y alto no existen o simplemente están modificados de
acuerdo a leyes pentadimensionales. Recorren un largo corredor, que flo-
ta en un inmenso espacio violáceo, como una cinta; una música suave y
sideral los acompaña. La extrema longitud del pasadizo espacial indica
que deberán caminar por horas... pero no sucede de esa manera, sino que
el pasadizo se trunca unos pocos pasos después desapareciendo como un
suspiro sin importancia y dejándolos en el interior de un salón. Aquí, un
incienso filosofal emana de cada centímetro cuadrado de piedra antiquísi-
ma. Junto a las paredes del salón, en una esquina misteriosa, del pecho de
un dragón estilizado en cristal de piedra negra, cuelga un escudo con bla-
sones divinos. En otros lugares del salón, rodeados de perfumes enigmáti-
cos, otras tantas figuras mitológicas, llevan sendos blasones, once exacta-
mente: aquí una serpiente voladora fabricada con los colores del iris, allá
una esfinge líquida como el agua sostenida por una tensión superficial
desconocida, en esta parte un caballo volador emergiendo de un crisol de
incandescente metal líquido... y en otras tantas figuras tan actuales como

222
hace millones de años. Los hálitos que emanan de los blasones son como
los de una profecía, de una oración o como el cántico de una madre gestando
a un dios en su vientre... Misterios... Misterios...
Una corta espera es la llave para abrir una puerta y tras de ella
surge un personaje de túnica áurea y rostro místico. Con una genuflexión,
y sin necesidad de presentación, susurra unas tenues palabras:
—Sois reyes allá —se refiere al mundo que han dejado los ancia-
nos tras la hecatombe—. Aquí tan sólo se reconocen los verdaderos valo-
res. Los valores que podéis haber atesorado con supremo esfuerzo y des-
interés aquí son de vital importancia. Allá, sois reyes maestros, aquí novi-
cios... Allá gobernáis personas, aquí os gobernáis.
Para los ancianos lo que oyen no es una novedad. Tal vez alguno
de ellos sienta en su interior la vocecilla del orgullo pidiendo una
reconsideración: ¡no pueden ser novicios! Para Esus y Atenea esas pala-
bras atizan la intuición, son un estimulo maravilloso para sus temblantes
interiores.
—Síganme... Os invito.
Unos instantes después los recién llegados son conducidos hasta
un singular jardín. El mármol, con todas sus tonalidades de color, exclusi-
vamente el blanco y el negro, dan forma a un maravilloso paraíso de for-
mas arquitectónicas imposibles de encontrar en un mundo de tres dimen-
siones. Un río perenne alimenta los delgados hilos de agua que corren
sobre canales de mármol y dan vida a varias piletas... superlativamente
hermosas. Entre las plantas del jardín, muchas de ellas desconocidas, se
encuentran unas vistosas rosas rojas, que emiten perfumes con una pure-
za más allá del bien o del mal. Las flores, las raíces y los tallos de las
plantas del jardín, que son poco más que etéreas, emiten los sonidos de
una sinfonía sideral. Nadie llegado a sus inmediaciones puede dejar de
sentir una voluptuosidad mística; es tan evidente que la música evaporada
de las plantas, convierte en sonidos las sensaciones internas humanas...
¡Maravilloso! Aparte un corpulento árbol, con más años que la historia
terrestre, se mantiene vigoroso..., de su sabia se alimenta el jardín.
Un anciano de túnica sencilla acicala amorosamente las plantas y
flores del jardín. A él se dirigen los recién llegados en silencio. El anciano
al sentirlos llegar deja sus preciadas plantas y les dirige una amorosa mira-
da. Tan sencilla, tan inocente y tan profunda es esa mirada, que nada
parece ignorar de las personas que a él llegan; les ofrece una mirada
eterna. Sus blancas manos, la negra tierra...

223
—Me alegra que hayan venido —dice el anciano jardinero—. En
esta morada siempre hay un lugar para el viajero... y para los que deseen
quedarse.
A Quirón le parece oportuno hablar. Se expresa con entusiasmo:
—Venerable Kabir... Estamos de paso. Pero le suplico a usted
que nos permita quedarnos el tiempo necesario...
El tiempo necesario, ¿para qué? La vida es manejada por los
Maestros del Karma. Los caminos que toda persona toma, fueron dise-
ñados por estos. Nadie sabe donde estará mañana... aparte de ellos, los
Maestros del Karma... y algunos seres humanos muy especiales. Com-
prensivo el viejo jardinero sólo replica:
—Bien. Quédense el tiempo que ustedes deseen.
Los Venerables están confundidos, la mirada profunda del ancia-
no les ha recordado que nada deban esperar del exterior, ni del pasado
Todo lo tienen en su interior, el camino siempre es hacía delante. Les está
repitiendo lo que ellos conocen muy bien, les está recordando lo que no
han interiorizado con la debida hondura: “...Es importante fabricar los pro-
pios cuerpos internos, esos cuerpos que no perecen jamás, y que todo lo
demás... la vida entera, es un medio para lograrlo”.
Y el viejo jardinero vuelve a hablar, esta vez dirigiéndose a ambos
jóvenes:
—Esus, tu, tienes que volver al mundo que dejaste muy al norte.
No era necesario que yo te lo dijera; tu ya tomaste esa iniciativa con
anticipación... es como si yo te lo estuviera afirmando sólo que en voz alta.
Eres más útil allá que acá... Tienes grandes proyectos que realizar en un
mundo destinado a su propia destrucción... Ese mundo tiene un karma
planetario demasiado triste, espantosamente triste, muy por debajo del
karma de Austral... bien lo sabes... Tu mundo nació con un karma doloro-
so y es inevitable; todos sus habitantes están sumamente “dormidos” y a
nadie le importa “despertar”. Se inculca el odio, antes que el amor, la
enemistad antes que la hermandad, el orgullo antes que la templanza, la
lujuria antes que la castidad, la mentira antes que la verdad... se le da más
importancia a los títulos académicos antes que a los valores positivos, se
desdeñan las virtudes como algo anticuado. Sus traumas y complejos cre-
cen minuto a minuto... No, no hay necesidad de repetir toda una lista de...
lo que tu bien conoces.
”Y tu, Atenea, has tomado también tu propia decisión... Te sien-
tes unida al hombre que amas y así continuará... irás adonde él vaya. ¡No
me queda otra cosa que darles mis bienaventuranzas!

224
La voz del anciano jardinero se transfigura y también sus agrada-
bles facciones de edad indefinida. Continúa hablando:
—Esus, viniste hasta aquí buscando a alguien muy querido, tuyo.
A alguien muy cercano, tuyo. Si sigues esa senda de granito diamantino, te
conducirá a una recámara... donde tendrás la respuesta a esa búsqueda.
Allí tendrás la respuesta y la calma a todos los pesares que encontraste en
el camino... ¡Qué esperas, ve!
Esus intuye que en esas palabras también está escondida una
despedida. Unos minutos después, en la recámara señalada, exclama lle-
no de genuina alegría:
—¡Teutates! ¡Hermano!
Y abraza a ese querido ser suyo, en lo apartado del mundo. Lo
siente más delgado pero lleno de dinámica vitalidad voluntaria, es como si
todo él estuviera inmerso en una permanente vigilia concientiva. No puede
dejar de advertir, también, la agradable ausencia de algunos de los temo-
res que siempre acosaron a su hermano. No, ahora no los tiene, los ha
eliminado por completo de su interior, y eso exterioriza en él un sello de luz
que cualquier persona puede ver y sentir sin esforzarse demasiado. Luego
lo oye decir, con una voz un tanto modificada:
—¡Hermano! ¡Esta es la mayor alegría que me ha dado la vida!
Conociéndote bien ¡sólo tú podrías llegar hasta estos remotos parajes!
¡Ea, qué maravilla! ¡Estoy genuinamente impresionado, llegas por tus pro-
pios medios, pues... a mi se me auxilió más de lo debido para alcanzar lo
mismo!... ¡Me alegro!, lo repito.
Luego los dos hermanos se separan; sus ojos son dos elocuentes
medios de comunicación intuitiva. Rememoran de manera instantánea, sin
necesidad de palabras, todos los gratos momentos que les ha tocado vivir
en el pasado: de infantes, de niños, de adolescentes, de jóvenes... Atenea,
con sutilidad femenina ha captado cada uno de esos detalles, velocísimos,
sin perder ninguno, los encuentra coloridos, son vivencias llenas de poesía
filosófica. Luego ella es aludida, e interviene en la conversación diciendo:
—Esus, me ha hablado mucho de usted...
—Llámame Teutates, así me siento más cómodo.
—Está bien, Teutates.
—Gracias. No nos quedemos aquí, parados, pasemos a mi humil-
de habitación.
Su humilde habitación es nada menos que el portentoso laborato-
rio del etérico castillo. Allí, maravillosas máquinas funcionan silenciosa-
mente, manipuladas por un centenar de personas ataviadas con blancas

225
ropas esterilizadas. “Sin duda”, susurran los interiores de Esus, “son má-
quinas muy inteligentes. Están controladas por neuronas artificiales. Tal
vez la ciencia de las tierras de donde provengo, logren ese nivel en miles
de años más... Son máquinas que pueden autoreplicar su tejido de metal
líquido, cristal líquido, cerámica líquida y mineral líquido... una forma de
carne moldeable según la circunstancia y la utilidad, gobernado por un
individual cerebro sintético... Son máquinas de funciones fabulosas... que
sólo la intuición está autorizada para describir”.
—Vean —continúa Teutates, emocionado—, esta fabriquita es
una de las pocas que existen en el planeta... quiero decir en Austral. La
Ermita, como llamamos a este castillo de ensoñación o vigilia permanente,
es el tercero con respecto a adelantos tecnológicos y científicos... y se me
ha hecho el mayor honor al pedirme que la administrara. Es mucho lo que
tengo que aprender de ella; me esfuerzo en ello, se que cuando más co-
nozca de mis interiores, más sabré de ellas. En esto, es de vital importan-
cia el conocerse a uno mismo, dentro de uno mismo, a sí mismo: en esto
está la respuesta de todo...
Solución trascendental.
—...Estoy seguro, que ustedes quieren saber pormenorizadamente
de cómo llegué hasta estas regiones apartadas del mundo. Pues bien, es-
cuchen. Yo me hallaba investigando en la zona ártica un extraño arco iris
que surgía y desaparecía alejándose rápidamente hacía el centro mismo
del polo. Para un científico como yo, la existencia de un arco iris o una
aurora austral con aspecto de torbellino en una región de hielos, es impo-
sible y su existencia me hizo organizar una expedición para investigar su
origen, trayectoria, y todo lo concerniente a su naturaleza. Lo seguí por
varias semanas y de repente, cuando me encontraba exhausto, solo, sin
alimentos, casi congelado, el torbellino se posó sobre mí y me absorbió...
Esa absorción me teletransportó hasta este lugar sagrado. El Jardinero,
que regenta esta magnífica mansión, construida hace millones de años, me
invitó a conocer su fabriquita, como él lo llamó en ese momento, y me pidió
mi consentimiento para quedarme en ella. Yo, al punto acepte luego de
contemplar todas las maravillas que alberga...
—Sin duda, se te ve feliz, hermano.
—No lo puedo negar. Y mi vida ha cambiado... Mi vida anterior,
ahora analizada, es insignificante. Antes me desvivía por conseguir hono-
res que el mundo da. Debía complacer a la gente para recibir su aprecio,
sus títulos. Hoy no, tengo que estar conforme conmigo mismo, ya no me

226
someto a los gustos de los demás. En este momento no tengo más superior
que “aquello que mora muy dentro de mí”: mi Padre Interno
”Hablar de mi insignificancia es engorroso, dejémoslo a un lado.
Es importante la historia de esta mansión, cuyo origen se pierde en la
oscuridad del tiempo. Nadie me ha hablado de su origen y no he querido
profundizar en ese tema.
”De lo que sí pude enterarme sin necesidad de hacer preguntas,
porque toda esa información está bien detallada en unos viejos libros del
Biblión: la biblioteca del castillo, es de sus varios regentes. Cada uno de
ellos gobernó La Ermita sabiamente durante varios miles de años, alguno
lo hizo en un periodo de 100 mil años. El actual Jardinero ya lleva 10 mil
años... ¡Veo que no te sorprendes, Esus!... Si no te conociera... bien deje-
mos eso, a medida que pasen los días, si eso fuera posible, te iré dando
más detalles sobre los Jardineros y sus milenarias vidas.
”Con el transcurso de los años, de los cientos de miles de años,
La Ermita en vez de envejecer se va sutilizando. Transmuta sus átomos
de piedra, por las de una materia desconocida y sutil. Hay alquimia en ese
lento proceso donde la materia pétrea va penetrando en otra dimensión...
superior. Ustedes pueden ver que gran parte de La Ermita ya tiene la
consistencia de un perfume... De sus pozos brotan un elixir... —aquí
Teutates interrumpe su alocución y luego de una pausa concluye—: Me
están llamando, Esus; me llaman desde el Relámpago: el centro de estu-
dios que trata sobre la traslación de impulsos vitales por el cosmos. Tengo
que acudir en unos minutos...
—Hermano —susurra Esus—, me alegro que hayas decidido
quedarte administrando estas maravillas. Te va bien.
—Esus, te confieso que mi vida de investigador sobre los hielos
polares y los viajes que tuve que realizar con cierta frecuencia a tierras no
congeladas, estaban empezando a hastiarme. Esas idas y vueltas, junto a
los estudios polares que nosotros hacíamos para que algunos otros se lle-
naran de dinero, me aterraba. Sentía que mi vida era vacía. Sabía que en
cualquier momento podría ser desechado como un objeto inútil, podría ser
jubilado...
”Aquí eso de cansarme será imposible. Será imposible hastiar-
me. No hay límites para el conocimiento y nada se maneja con cálculos
interesados. Toda la tecnología lograda aquí es para el bien de los mundos
y de los seres que lo habitan. A muchos mundos se hace llegar los conoci-
mientos y la tecnología anónimamente, previo análisis de su realidad

227
concientiva. A otros mundos, se les hace llegar abiertamente, y son los
adelantados en conciencia.
”Aquí soy semejante a un niño, apenas estoy aprendiendo a bal-
bucir. Tengo tanto que conocer, tanto que aprender. Tengo tanto por cono-
cerme... Perdona que sea reiterativo, es que no tengo otra manera de
expresar mi alegría. Nada de esto me sucedería allá... en “ese mundo”.
”En otro momento, para mí, toda noticia de “ese mundo” tenía
una trascendencia superior a lo que debería tener... me importaba estar
bien informado de todos sus adelantos, hoy me parece baladí: es principal
una investigación dentro de uno mismo... uno debe estar bien informado
de todos los procesos que se suceden en su interior... Bueno, creo que he
hablado mucho sobre mi insignificante persona y poco sobre este grandio-
so lugar. Ahora, antes de retirarme, sólo me viene una pregunta para uste-
des...
Teutates parece haber perdido la pregunta que iba a formular y la
busca en su magín mientras los mira con fijeza.
—¿Qué es hermano?
—En realidad es una invitación... Me llenaría de gozo que uste-
des decidieran quedarse con nosotros... Les invito, a ti Esus y a ti también
Atenea, a quedarse con nosotros...
—No hermano...
—¿Entonces definitivamente se van? Bueno, no pudo hacer nada
más por deteneros. Pueden irse cuando quieran. Hoy mismo, mañana o
cuando ustedes lo deseen. El mismo torbellino iris que me trajo, los llevará
a ustedes hasta donde mejor prefieran. Una máquina se encarga de crear
ese torbellino. Dentro del torbellino, todo cuerpo sea orgánico o inorgánico
es convertido en fotones y de esa manera es trasladado a la velocidad de
la luz... Podemos enviarlos de otras maneras... conocemos varias mane-
ras... más naturales. No tenemos necesidad de naves, ellas resultan de-
masiado primitivas y onerosas para nosotros...
—Teutates, gracias por la invitación. Sólo nos quedaremos aquí
una semana...

228
Rhuayna
Novelista, Poeta, Pintor.
Ha escrito cuatro novelas:
Ingénito, Nigérrimo, El anciano de las rosas,
y Transparente.

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