Fuego en El Corazon - Jari Grand

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Fuego en el corazón

Hermanas Wilton I

Jari Grand
Copyright © 2021 Jari Grand

Todos los derechos reservados.

Portada por Kelly Urrego y Jari Grand.


Imágenes de Ironika y Faestock en Shutterstock.
Contents

Title Page
Copyright
Agradecimiento
Introducción
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Epílogo
Quiero su amor
Sobre la autora
Agradecimiento

A ustedes que han leído cada letra que ha brotado de mi imaginación.

Gracias.
Introducción
Atlántico norte.
Noviembre de 1722, año de Nuestro Señor.

La ruta a las indias occidentales era una de las más peligrosas de la


época, sobre todo para un galeón cargado de algodón, café, tabaco o azúcar.
Sin importar el rey al que sirvieran, todos tenían un depredador. Los barcos
más buscados por estos eran los que transportaban esclavos, pues eran los
que dejaban mejor botín.
Ese día de enero el sol apenas despuntaba cuando la batalla inició. Dos
galeones: uno español y el otro inglés. El español pertenecía a uno de los
piratas más sanguinarios de los que se tenía conocimiento hasta el sol de ese
día, mientras que el otro era de un noble inglés que tuvo la desdicha de
cruzarse en la travesía del español.
Sin embargo, cuando parecía que todo estaba perdido y que los ingleses
serían violentados de la manera más vil, un tercer galeón apareció por la
retaguardia y lanzó un cañonazo al barco pirata.
Los ingleses observaron cómo un segundo disparo casi derribaba uno de
los postes del galeón español, lo que provocó que, tras unos intercambios
más, este maniobrara para retirarse. No obstante, pronto vieron que no
estaban en mejor situación que antes. El tercer navío también era pirata y,
según lo visto, más fiero que el anterior.
En cuestión de minutos se vieron aparejados junto a la tercera
embarcación. Parte de la tripulación pirata —espadas en mano—, abordó el
galeón inglés, sin embargo, no realizaron ningún amago de someterlos; se
limitaron a pasearse entre ellos, observándolos a la distancia igual que un
águila a su presa; hasta que un último hombre saltó a cubierta. El golpe seco
de sus botas al chocar contra la madera sobresaltó a más de uno, no
obstante, fue la dureza de sus rasgos la que los hizo temblar.
No era el primer ataque pirata que sufrían, estos eran moneda corriente
en las aguas del atlántico, mas sí era la primera vez que se enfrentaban a la
leyenda. Porque esa máscara que cubría la cuarta parte del rostro del pirata
no dejaba lugar a dudas sobre su identidad.
Su último pensamiento coherente —antes de rezar todas las plegarías que
conocían—, fue que estaban frente al capitán del Gehena.
Capítulo 1
St. Michael's Mount, costas de Cornualles.
Principios de marzo de 1725, año de Nuestro Señor.

La joven cerró el libro que hasta hacía unos segundos leía y levantó la
mirada para dirigirse a su audiencia.
—Es todo por hoy, pequeños —anunció, una sonrisa resplandecía en su
rostro.
Apenas terminó la frase, los poco más de diez chiquillos que habían
permanecido sentados en el suelo, arremolinados en derredor de ella,
comenzaron a levantarse. Se despidieron de ella en un enredijo de brazos y
piernas.
Los vio correr por el patio del priorato y una tierna sonrisa suavizó su
expresión. En el lugar habitaban decenas de niños que fueron acogidos por
Sor María, una bondadosa mujer que regentaba el priorato que terminó
convertido en orfanato.
Hacía ya varios inviernos que tres veces por semana ayudaba a las
monjas en la elaboración de conservas; llegaba a la hora tercia y se iba poco
antes de la nona, después de leerle a los niños alguno de los pasajes de “Los
cuentos de mamá ganso”, un puñado de historias que ha repetido tantas
veces que ya las sabía de memoria. Agitó la cabeza, pesarosa, ojalá tuviera
el suficiente dinero para comprar por lo menos un libro más y así poder
contarles otras historias.
Echó una mirada a su alrededor. El priorato estaba en la parte más alta de
la isla y tenía unas excelentes vistas, sin embargo, este apartado rinconcito
era su sitio favorito. Le encantaba sentarse bajo la sombra del centenario
árbol y sacarles sonrisas a los pequeños con sus lecturas. No obstante, eran
estos momentos de soledad los que más atesoraba. Aquí tenía la suficiente
privacidad para perderse en sus pensamientos mientras admiraba el vaivén
de las olas.
Tenía nueve primaveras cuando visitó la isla por primera vez. Cuando el
dinero ya no fue suficiente para pagar lecciones privadas, su madre la llevó
a ella y a su hermana a que tomaran lecciones con las monjas. El lugar le
había gustado enseguida. Tenía una gran extensión de tierra por la que
podía correr, jugar y dar rienda suelta a toda esa energía infantil que
siempre debía mantener a raya. Su hermana y ella habían pasado días
memorables ahí; cuando todavía eran inseparables, antes de que esta
partiera a Bristol.
Una mueca pesarosa ensombreció su expresión al pensar en ella.
Elevó el rostro al cielo y se perdió unos segundos en los tenues rayos que
se filtraban entre las ramas del árbol bajo el que se cobijaba. Cerró los ojos
un instante y cuando volvió a abrirlos todo rastro de pesar había
desaparecido.
Pasados unos minutos se levantó de la banca de piedra y se sacudió las
faldas. Siempre terminaba llena de polvo y con el bajo manchado de verde
por la hierba húmeda. Con el libro en mano y el bolsito colgándole de la
muñeca, caminó por el sendero bordeado de altos setos en dirección al
antiguo monasterio.
Al escuchar la primera campanada que daba el aviso para las vísperas[1]
supo que ya no podría despedirse de sor María. Tal parecía que se entretuvo
más de la cuenta en sus meditaciones. Si no se deba prisa quizá tendría que
pasar la noche en el priorato, pues su transporte a tierra continental se iría
en poco tiempo. Una noche en la escueta celda no era nada tentadora;
aunque no sería la primera vez.
Divisó a lo lejos la pequeña embarcación que estaba presta para
marcharse, así que con una mano se recogió un poco las faldas y apresuró el
paso a tal punto que casi se convirtió en una pequeña carrera que pudo
costarle la vida si daba un traspié; el camino hasta la playa era una
escarpada pendiente —y una vieja conocida de sus rodillas—; para cuando
llegó a la plataforma de madera que hacía de embarcadero, estaba sudorosa,
con algunas guedejas rubias pegadas a la frente y el cuello. El sombrero
colgaba a su espalda, apenas sostenido por una cinta de un desvaído color
frambuesa que aguantó atada a su cuello durante el maratónico descenso. Se
paró junto al bote, permitiéndose unos minutos para recuperar el aire.
—¿Otra vez tarde, condesita? —El lanchero, un hombre entrado en la
cincuentena se levantó de su lugar en la punta de la pequeña embarcación y
se estiró para ayudarla a subir.
—El tiempo… Edward —respondió ella, entrecortada, sosteniéndose de
la callosa mano que el hombre le ofreció—. El tiempo que me hace la
dejación y no me espera.
El hombre soltó una risotada tosca y ronca.
—Entonces tendrá que aprender a volar. —La abundante y encanecida
barba del hombre apenas y dejó vislumbrar su sonrisa.
La joven se acomodó en la precaria tabla que atravesaba el bote a lo
ancho. En sus primeros viajes terminó con las posaderas en el suelo, echa
un lío de faldas, pero ahora ya podía incluso mantenerse recta sin necesidad
de agarrarse a los extremos del bote como si su vida dependiera de ello.
Todavía se mareaba un poco, sobre todo cuando el mar no estaba por la
labor y mecía la pequeña embarcación a su antojo y modo; por fortuna, hoy
no era uno de esos días.
Con cada remada de Edward, la costa de Cornualles se acercaba un poco.
Desvió la mirada al oeste, donde el sol ya comenzaba a teñir de naranja el
cielo. Unas remadas más y llegaría a tierra firme con la luz justa para
caminar hasta su casa en el centro del pueblo. El invierno recién se alejaba,
pero aún no podían gozar de las horas de luz extra que traería consigo la
primavera.
Una gaviota que volaba bajo llamó su atención cuando pasó por encima
de ellos. El ave hacía piruetas y graznaba, todo el cielo era suyo en ese
instante.
«Aprender a volar…», las palabras de Edward volvieron a su mente,
arrancándole un pesaroso suspiro.
Ella no quería volar. Ni siquiera quería salir de su pequeño pueblo
pesquero. Solo había una cosa que anhelaba en la vida, algo que deseaba
con todas las fuerzas de su corazón y que, sin embargo, todavía le era
negado. Quizá por eso disfrutaba tanto la convivencia con los niños del
priorato.
Algunas remadas después el bote se zarandeó un poco, señal de que
acababa de tocar fondo.
—Servida, condesita. —Edward se levantó y caminó hacia ella, poniendo
en peligro la integridad física del bote, y de ella, por supuesto.
Con la agilidad que solo la práctica podía dar, la joven saltó de la
embarcación a la plataforma de madera que servía de muelle.
—¡Señorita, gracias al señor que ya está aquí! ¡Me tenía con el alma en
un hilo! —exclamó una jovencita parándose a su lado.
—Gracias, Edward. —Sonrió al hombre y luego se dirigió a la joven—:
Ya, ya, no seas exagerada.
La jovencita hizo una mueca y luego siguió a su señora, quien ya
avanzaba por la plataforma.
—Su mamá me regañó por no acompañarla a la isla, pero ya le dije que
no es mi culpa que usted no me quiera llevar.
—No es que no quiera llevarte, Jane. Sabes bien que la vieja barca de
Edward no aguantaría más peso.
—Soy su doncella, mi deber es acompañarla a donde sea que vaya. Una
señorita de su categoría no debe andar por ahí sola.
La joven apretó los labios para no reír del tonillo pomposo de la doncella.
—Deja de remedar a mi madre, un día de estos te va a oír y no será
agradable.
Jane sonrió, sabedora de que, si eso sucediese, la señorita metería las
manos por ella.
—Ella no está aquí, anda muy ocupada con los preparativos para recibir a
su hermana.
—¿Ha dicho ya cuándo llega? —La emoción en su voz hizo que Jane
mirara al cielo.
—A mediodía llegó un mensajero. Después de eso su madrecita se puso
como gallina con pollitos, solo le faltaba aletear.
La joven reprimió una risita. No sería muy leal de su parte reírse de su
madre.
—Esa lengua, Jane. Ya te he dicho que aprendas a controlarla.
—¡Pero si me estoy controlando! Ni siquiera he dicho una décima parte
de todo lo que me gorgoritea en el buche.
Lady Wilton agitó la cabeza de lado a lado. Su doncella era un caso
perdido.
Jane corrió el último tramo hasta la casa y golpeó la aldaba de la puerta
principal. Cuando lady Isobel la alcanzó ya otra doncella abría desde
adentro.
—¿Mi madre? —preguntó a Ruth, la doncella que abrió.
—La espera en la sala de bordado —respondió esta, parada a un costado
de la puerta.
La joven sonrió a Ruth en agradecimiento y se dirigió a la mencionada
sala, que no era más que un cuartito con un par de sillones que habían visto
sus mejores días muchos inviernos atrás. Sin embargo, a su madre le
gustaba llamarle así. Quizás era su manera de sobrellevar su empobrecida
condición. Era la hija de un conde y la viuda de otro, no obstante, las
propiedades y dinero iban ligados a los títulos y, para su desgracia, lady
Emily Wilton solo había procreado mujeres, ningún varón que heredara el
título de su marido por lo que a la muerte de este perdieron su posición y
riqueza.
Aun así, su padre, el antiguo conde, no las dejó desamparadas por
completo. Les legó esa casa y una modesta dote para cada una; además de
una pequeña fortuna para su sostén. Todo eso habría sido suficiente para
vivir sin estrecheces si su madre no la hubiese despilfarrado. Al principio se
rehusó a abandonar Pembroke y sus amistades, así que alquiló una vivienda
para continuar su vida ahí, aparentando que eran tan adineradas como antes.
Fue hasta que el dinero de su dote empezó a escasear que decidió abandonar
la ciudad y retirarse a Cornualles, más por ahorrarse la humillación de que
todos se enteraran de que estaban en bancarrota, que por la preocupación de
la escasez.
Tenía casi nueve años cuando se asentaron en su nueva residencia en
Cornualles. La casa no era grande, sin embargo, debido a que durante
cuatro temporadas no pagaron los mantenimientos que esta necesitaba, el
resto de su dote se fue en dejarla habitable y en contratar servidumbre.
Ahora sólo contaban con la dote de Amelie, pero esta era intocable pues
su madre tenía todas sus esperanzas puestas en que su hija menor hiciera un
ventajoso matrimonio. Si no podía casar a las dos, por lo menos lo haría con
una.
Se detuvo en el umbral y observó la estampa de su madre, sentada con la
espalda recta y el bordado en su regazo. Su cabello castaño estaba recogido
en un apretado y elaborado moño, unos tirabuzones adornaban su rostro, sin
embargo, estos no lograban suavizar el rictus severo que lucía en ese
instante. Vestía de azul oscuro; desde la muerte de su padre —a causa de
unas fiebres—, no la había visto usar ningún color claro.
—¿Me necesitaba, madre? —preguntó sin moverse del dintel.
Lady Emily levantó la cabeza, solo un poco, y enfocó la mirada en su
hija mayor. La inspeccionó de cabo a rabo, como siempre hacía. Falda
arrugada y sucia, sus ensortijados cabellos dorados se salían por todas
partes como si se hubiese pasado muchas veces las manos por la cabeza,
traía el sombrero mal puesto y la cara enrojecida. Si no se tratara de lady
Isobel, su inocente Isobel, pensaría que venía de una clandestina cita
amorosa.
Negó con la cabeza. Su querida hija era un caso perdido.
—Pasa, cariño. —Dejó el bordado a un lado, sobre la mesita de centro.
La joven casi exhaló de alivio cuando el examen terminó. Caminó hasta
el sillón de tres plazas que quedaba libre y se acomodó ahí, a la espera de lo
que su madre tuviera para decirle.
—Recibí carta de tu hermana —comenzó lady Emily—, llegará en tres
semanas.
Lady Isobel sonrió. Aunque Amelie y ella ya no eran tan cercanas, le
alegraba su visita.
—¿Cuánto tiempo piensa quedarse?
Su madre carraspeó un poco y ella la miró expectante.
—Han pedido su mano y…
—¡Eso es maravilloso, madre!
Lady Isobel no ocultó la emoción que la noticia le causaba. Su hermana
había dejado la casa materna a los quince años para instruirse como una
dama bajo el tutelaje de la marquesa de Bristol —su tía por parte de padre
—. Lady Bristol ofreció hacerse cargo de la hermana menor cuando fue
claro que lady Emily no podría darle una temporada social en Londres. Sin
embargo, dado que lady Isobel ya no tenía dote, fue descartada de la
invitación original.
Lady Amelie fue presentada en sociedad hacía dos temporadas, y aunque
era popular entre los caballeros, ninguno solicitó su mano, para decepción
de su madre.
—¿Ya fijaron una fecha? ¿Quién es el afortunado? —preguntó echándose
hacia adelante, deseosa de escuchar toda la información que su madre
tuviera.
Lady Emily estiró los labios en una sonrisa tensa. Cualquiera diría que
debería estar exultante con el compromiso, sin embargo, no podía. No,
cuando este dañaría a su más preciado tesoro. Apretó las manos sobre su
regazo y tomó un poco de aire antes de responder.
—El duque de Grafton.
La condesa viuda de Pembroke asistió a la palidez en el rostro de su hija
con toda la serenidad que ha cultivado en sus poco más de cuarenta años de
vida. Ella lo sabía, siempre lo supo. Aun cuando su pequeña disimulara
cada vez que el nombre del joven salía a relucir.
—¿El duque de Grafton? —repitió lady Isobel.
A lo mejor escuchó mal y su hermana no iba a casarse con el único
hombre que ha amado desde niña. El hombre que, siendo apenas un
adolescente, se robó su corazón una tarde de verano.
Para su desgracia, lady Emily asintió, demoliendo con el gesto el
pequeño resquicio de esperanza que se erguía con timidez en su pecho.
—La boda se celebrará después de las pascuas.
Lady Isobel agrandó los ojos ante lo dicho por su madre. Un agudo dolor
le atravesó el corazón. Estaban en la cuaresma, faltaba casi nada para las
pascuas. La devastadora realidad se abrió paso en su aturdida mente.
Iba a casarse.
No era ningún malentendido ni existía equivocación alguna.
Él iba a casarse… con alguien que no era ella.
Ni siquiera quería pensar en el hecho de que la mujer a la que desposaría
era su hermana Amelie, su amiga y compañera de juegos, su confidente; si
lo hacía se derrumbaría ahí mismo.
La visión se le enturbió y no supo que lloraba hasta que lady Emily se
sentó junto a ella y comenzó a secarle las mejillas con su pañuelo de encaje.
El gesto de ternura de su madre, lejos de consolarla, acrecentó su dolor.
Quería echarse a llorar en su regazo. Quería volver a los tiempos en que era
una niña y se quedaba dormida mientras su madre le acariciaba el pelo,
quería despertar y darse cuenta que todo era una pesadilla.
—Lo lamento, cariño. —Lady Emily acarició con suavidad las húmedas
mejillas de su hija mayor—. Si pudiera evitarlo, sabes que…
—Está bien, madre —interrumpió la joven. Respiró profundo y se obligó
a serenarse. No podía dejarse llevar por el dolor en presencia de su madre,
era echarle una carga que no merecía—. No es su culpa. Él siempre me trató
como a una pequeña hermana.
Lady Emily esbozó una frágil sonrisa. Lo que lady Isobel decía era
cierto. El duque de Grafton nunca mostró interés romántico en ella. Desde
la primera vez que se vieron a su llegada a Marazion, la trató con
amabilidad, incluso cariño, pero nunca mostró amor romántico por ella ni
siquiera cuando tuvieron edad para ello. Sin embargo, fueron quizás esas
atenciones que no prodigaba a otras jovencitas las que confundieron el
pobre corazón de su pequeña.
El duque tampoco demostró sentimientos por lady Amelie durante el
tiempo que ella todavía vivía con ellas, aunque claro, en esa época su hija
menor aún era una niña que ni siquiera tenía la edad para ser presentada en
sociedad. Según la carta de Amelie, los dos coincidieron en Londres. No se
habían visto desde que la joven abandonó Cornualles para instalarse en
Bristol con la hermana de su padre, sin embargo, durante la temporada
social en Londres se vieron con frecuencia; la atracción surgió poco a poco.
O eso explicaba en su carta.
—La fiesta de compromiso será al día siguiente de la llegada de tu
hermana —comentó lady Emily—, en Grafton Castle. —Prefería darle la
mayor información posible ahora, no quería alargarle la agonía
innecesariamente así que tomó aire y continuó—: Él… vendrá con ella.
Lady Bristol viajará con ellos, por supuesto.
Lady Isobel centró su mirada en la mesita de centro para ocultar a su
madre la agitación que le provocó saber que en pocas semanas él estaría en
el pueblo. Tan cerca… y tan lejos. En el pasado fueron amigos, se tenían la
confianza suficiente para hablarse sin formalismos cuando estaban a solas,
tal vez por eso, ella abrigaba la pequeñísima esperanza de que algún día
llegaría a corresponderle.
Las lágrimas volvieron a inundar sus cuencas.
—Por supuesto —repitió en voz baja, aunque lo mismo le daba si
viajaban con la mismísima reina. Le dolía la garganta, se sentía entumecida,
sin fuerzas; un taladrante dolor comenzaba a crecer en su cabeza.
Lady Emily sonó una campanita y una doncella se apersonó en la
estancia.
—Prepara una infusión y llévala a los aposentos de lady Isobel —ordenó
a la doncella.
La muchacha movió la cabeza en un breve asentimiento y salió de la
salita a cumplir la encomienda de su señora.
—Vamos, cariño. —Se levantó y con la mano extendida la invitó a hacer
lo mismo—. Una siesta te hará bien.
Lady Isobel se abstuvo de decirle a su madre que ni mil siestas ni todas
las infusiones del mundo lograrían componerle el corazón.
Tres semanas después, constató el hecho.
No existía siesta, paseo o lectura que la hicieran sentir mejor. Y estaba
segura de que no los habría. Se enamoró del actual duque de Grafton
cuando él no era más que un jovenzuelo y ella una mocosa traviesa. Una
tarde bastó para caer víctima del amor. Aunque, para su desgracia, solo lo
hizo ella. Se enamoró una vez y mucho temía que sería para siempre.
Y ese era el motivo que la tenía ahora en la estancia de sor María.
La mujer estaba sentada tras un macizo escritorio de madera, sobre este
un par de rollos de papel puestos de cualquier manera, un bote de tinta y
plumas. Tal parecía que la sorprendió cuando se disponía a escribir alguna
carta. Sor María era una mujer madura, pero con alma joven. Estaba por
cumplir medio siglo y aunque ella insistía en presentarse como una anciana,
lo cierto era que su apariencia distaba mucho de la de una. No obstante, su
mirada inquisitiva resultaba intimidante y podía hacerte escupir hasta el
más terrible secreto. Y era eso a lo que lady Isobel más temía.
—¿Estás segura?
Lady Isobel miró como el ceño de sor María se acentuaba un poco al
hacerle la pregunta. Las manos le sudaron. No debía dudar o ella lo notaría.
Era imperioso que la religiosa accediera a su petición, lo necesitaba como a
la vida misma.
—Sí. Muy segura.
—En ese caso, haremos los arreglos pertinentes. —Al escucharla quiso
exhalar de alivio, pero resistió el impulso, sor María todavía tenía algo para
decir—: No obstante, no será oficial hasta que el marqués de Bristol haya
dado su venia. Dado que el conde de Pembroke delegó en él la
responsabilidad de cuidar de ustedes, necesito que él confirme que no existe
ningún documento de esponsales que te ligue a un compromiso que pueda
interferir en tus deseos.
—Lo entiendo.
—Bien. Escribiré al conde para hacerle partícipe de tu decisión, pero por
lo pronto puedes instalarte.
La joven entendió que era el momento de marcharse, así que se levantó y
luego de realizar una pequeña reverencia se retiró.
Mientras caminaba por los pasillos del priorato, solo podía pensar que el
Señor había escuchado sus súplicas. Todavía faltaba su madre, pero
esperaba poder capear ese temporal. Era imperativo que abandonara la casa
ese mismo día, antes de que lady Amelie y su séquito llegaran. No quería,
bajo ninguna circunstancia, estar en la casa cuando eso ocurriera.

Lady Isobel Adeline Wilton, hija del antiguo conde de Pembroke, juntó
las manos en su regazo y esperó a que su madre se pronunciara ante lo que
acababa de comunicarle.
—¿Estás segura? —preguntó lady Emily, pasados unos segundos, todavía
aturdida.
Era la segunda vez que le preguntaban lo mismo; primero sor María y
ahora su madre.
—Mis baúles están listos. —Solo era una forma de hablar, en realidad
solo llevaría un pequeño baúl con algunas cosas indispensables.
—¿Cuándo…?
—Hoy mismo —interrumpió lady Isobel.
Lady Emily cerró los ojos, tragándose el dolor de saber que su hija mayor
iba a recluirse en un convento. Sabía muy bien los motivos, o más bien, el
motivo. Y por más que le doliera desprenderse de su compañía, nunca la
haría pasar por el suplicio de tener que ayudar en los preparativos para el
enlace de lady Amelie con el hombre del que ella estaba enamorada.
—Sabes que puedes volver en cualquier momento… —Se inclinó hacia
adelante y tomó la mano pálida y temblorosa de su hija.
Lady Isobel asintió, una opresión en la garganta le impedía formular frase
alguna. Tampoco habría sabido qué decir. Su madre —bendita fuera—, no
insistió ni hizo más comentarios, tal vez comprendió que cualquier cosa que
dijera estaría de más; nada la haría cambiar su decisión.
Rato después, abandonaba la que fue su casa por los últimos trece años,
un hogar al que tal vez nunca volvería.
Los días siguientes, lady Isobel se dedicó en cuerpo y alma a demostrarle
a sor María y demás religiosas que aceptarla en el priorato fue la mejor
elección que pudieron hacer. Se levantaba mucho antes del amanecer para
asistir a los maitines[2] y al terminar estos se apresuraba a ayudar en la
cocina en la preparación del desayuno antes de las laudes[3]. No participaba
en la prima[4], pues su ayuda era necesaria en la cocina, o eso se decía.
La comunidad —compuesta por las religiosas, huérfanos y algunas
mujeres necesitadas—, desayunaban después de la prima y antes de la
tercia[5]. La vida en la congregación no era tan fácil como se veía desde
fuera cuando solo iba algunas tardes a la semana a ayudar. Era una vida de
sacrificio y trabajo duro en la que la debilidad no tenía cabida. Por eso
mostraba su mejor cara a todo el mundo, siempre dispuesta a ayudar a
todos, aunque por las noches, después de los oficios de las completas[6],
cayera extenuada sobre su duro jergón[7].
Sin embargo, ni todo el trabajo del mundo evitaba que su almohada se
mojara cada noche con sus lágrimas. El compromiso era un hecho ya. La
fiesta se realizó como estaba previsto y estuvo en boca de todo Cornualles.
Su hermana se casaría con el hombre que ella amaba, el amor de su vida.
Y lady Amelie lo sabía.
Quizás, era eso lo que más le dolía. La traición de su hermana.
De niñas fueron inseparables, sabían todo de la otra. No había nadie en
quien confiara más que en su pequeña hermana. Por eso, aquella tarde, en
que se supo enamorada del adolescente duque, le contó todo con lujo de
detalles. Las cosquillas que sentía en el estómago cada vez que lo veía, el
sudor de sus manos cuando este se acercaba y cómo se desbocaban los
latidos de su corazón apenas la saludaba.
Le hablaba emocionada de los paseos que tomaban por la playa cuando él
estaba en la casa del pueblo. Incluso le leyó algunas cartas durante los años
que mantuvo correspondencia con él, mientras este estaba estudiaba en
Eton.
Sí, su hermana lo sabía. Siempre lo supo.
Y no le importó.

Un mediodía cualquiera, mientras trajinaba en la cocina, le avisaron que


sor María pedía su presencia en su despacho. Dejó lo que estaba haciendo y
se adecentó lo más que pudo en el camino. Estaba sudada por estar todo el
día pegada a los fogones, apestaba a humo y la cabeza le picaba bajo la
cofia.
A pocos pasos de su destino se detuvo un momento y dio un último
vistazo a su ropa, conforme con su aspecto caminó hasta la puerta abierta
del despacho. Parada en el umbral, golpeó con suavidad la sólida hoja de
madera.
—Pasa, Isobel. —Sor María hizo un ademán señalándole la silla frente a
su escritorio.
La joven cerró la puerta a su espalda y luego obedeció la silenciosa orden
de la religiosa. Acomodada en la maciza silla de madera, con las manos
unidas sobre su regazo, esperó en silencio a que la mujer sacara algo del
cajón.
—Llegó un mensaje para ti —le tendió un sobre por encima de la mesa.
Lady Isobel tomó el rectángulo de papel e iba a guardarlo para leerlo más
tarde, mas sor María debió ver sus intenciones porque le comunicó que el
mensajero esperaba una respuesta así que, con manos temblorosas,
desprendió el sello de cera roja que tan bien conocía y abrió la carta.
Conforme leía, las palabras se difuminaron bajo su visión enturbiada por
las lágrimas que, sin permiso, se acumularon en sus ojos.
—¿Te encuentras bien? —preguntó la religiosa al notar la palidez de su
rostro.
La joven se aclaró la garganta y afirmó con un gesto de la cabeza,
sabedora de que no podría mantener la compostura si empezaba a hablar.
«A Amelie le hace mucha ilusión tenerte junto a ella», leyó para sí una de
las líneas de la carta. «Nuestra felicidad no estará completa sin tu
presencia», finalizaba.
El corazón golpeó con fuerza en su pecho. Hacía más de un año que no
recibía ninguna carta de él. Y ahora que conocía el motivo por el que
empezaron a escasear, dolía mucho más. No obstante, no era el momento
para ceder al dolor. Sor María estaba esperando una respuesta y no debía
mostrarse débil o sus planes se verían afectados. Mientras doblaba la carta y
la guardaba tomó aire con disimulo, calmándose.
—Su excelencia solicita mi presencia en la ceremonia de bodas —
informó tras aclararse la garganta con suavidad—. Enviaré una nota
excusándome…
—No es necesario —interrumpió la mujer frente a ella—, puedes asistir.
—Pero… la reclusión…
—Tú no estás recluida, Isobel —comentó la religiosa con una sonrisa un
tanto condescendiente—. Ni siquiera eres novicia todavía.
Lady Isobel —que dentro de las paredes del antiguo monasterio era solo
Isobel—, lo sabía, pero eso no le impedía aferrarse a esa posibilidad para
evitar el trago amargo que le supondría asistir a la boda de su hermana con
él.
—¿Debo ir? —preguntó con un temblor en la voz que sor María
interpretó como emoción por la perspectiva de ver casarse a su única
hermana.
—Tu familia requiere tu presencia, además es una buena oportunidad
para que reconsideres tu vocación.
Una sofocante angustia comenzó a formársele en la boca del estómago
ante la posibilidad de ser rechazada. ¿Qué haría si eso sucediera? No quería
ni pensar en tal circunstancia.
—Yo… estoy segura de mi decisión —murmuró con menos convicción
de la que deseaba.
—Entonces no hay nada que temer, ¿verdad?
Lady Isobel asintió.
—Iré a darle mi respuesta al mensajero.
Sor María la vio salir y sonrió con tristeza. Por mucho que la joven
Wilton tratará de mostrar una vocación que no tenía, a ella no la engañaba.
Desde el principio supo que no era el llamado del señor lo que la llevó al
seno de su congregación, no obstante, no quiso negarle la paz que con tanta
desesperación buscaba.
Lady Isobel Wilton tenía de religiosa lo que ella de duquesa y ya se
encargaría el tiempo de darle la razón.
Capítulo 2
Nunca antes deseó tanto que las festividades por las pascuas nunca
llegaran, pero como a ella los deseos nunca se le cumplían, estas llegaron
tan rápido que apenas le dio tiempo de asimilarlo. Aunque los preparativos
y oficios la mantenían ocupada todas las horas del día, su mente divagaba a
lo que sucedería una semana después de terminadas las celebraciones.
A veces imaginaba que en el último momento él soltaría la mano de su
hermana, correría hacia ella y le diría lo ciego que estuvo, que en realidad a
quien amaba era a ella. Entonces le sonreiría, le diría que también lo amaba
y que el pasado no importaba. Él la tomaría de la mano y huirían lejos, a
vivir su gran amor.
Eran esos instantes de efímera felicidad absoluta los que poco a poco
estaban robándole la vida. Esos espejismos que su mente se empeñaba en
reproducir cada vez que cerraba los ojos, la elevaban por los aires entre
nubes de algodón y arcoíris de vibrantes colores, calentándole el corazón e
hinchándolo de una almibarada felicidad.
Sensaciones que duraban hasta que alguien la llamaba o las campanadas
para los maitines retumbaban en toda la isla, entonces parpadeaba y tomaba
conciencia del tiempo y espacio, recordándose que lo vivido eran solo
ilusiones de un pobre corazón que se resistía a aceptar su pérdida. Entonces
caía en picada, alejándose de los colores del arcoíris, sumiéndose en una
existencia llena de sombras que día con día iba engulléndola, envolviéndola
en la más absoluta oscuridad.
De aquella muchacha de sonrisa fácil y mirada vivaz apenas quedaba
nada. Las tardes de lectura junto a los niños dejaron de ser una actividad a
disfrutar para convertirse en una mera tarea que debía cumplir para no
desilusionar a los pequeños. Lucía demacrada, sus pómulos sobresalían de
sus enjutas mejillas y la ropa le estaba holgada debido a la pérdida de peso,
producto de los trabajos que se empeñaba en realizar cada día y de su
escaso apetito. Comía apenas lo suficiente para mantenerse en pie y poder
realizar las tareas que le fueron asignadas, además de las que se buscaba en
su afán de mantenerse ocupada.
Conforme los días pasaban, sus esperanzas de que la boda no se realizara
fueron apagándose. Los preparativos iban viento en popa, a esas alturas la
posibilidad de una cancelación era nula.
Y más le valía tenerlo muy presente.
Tres días antes de la boda, una misteriosa tensión envolvió el ambiente
dentro de los muros del antiguo monasterio. La comunidad de religiosas
comenzó a actuar un tanto extraño, hablaban en susurros y comenzaron a
preparar más comida de lo normal. Cocinar para más personas no sería nada
extraordinario si hubiera más gente que la comiera, pero la cantidad de
huérfanos y refugiados seguía igual. Ni un uno más, ni uno menos. O por lo
menos ella no estaba enterada. Aun así, toda la comida se acababa. Incluso
le daba la impresión de que se quedaban cortos.
La noche antes de la boda tuvo la intención de preguntarle a sor María,
no creía que fueran figuraciones suyas el ambiente que se respiraba. Fue
hasta la oficina de la religiosa para hablarle de sus dudas, sin embargo, la
puerta estaba cerrada. Frunció el ceño. Nunca, en las semanas que llevaba
ahí, vio cerrada esa puerta; y acudió en distintos horarios. Sor María
siempre la mantenía abierta para quien quisiera hablar con ella, ya fuera
para pedirle un consejo o para tratar temas del funcionamiento del lugar.
La tentación de pegar el oído a la puerta y escuchar lo que sucedía dentro
fue tan grande que se sobresaltó cuando unas fuertes pisadas irrumpieron en
medio del pasillo. El corazón le pegó un brinco en el pecho, nerviosa miró
para todos lados en busca de un lugar donde esconderse, sin embargo, al no
encontrarlo, corrió en sentido contrario a las pisadas. Cuando sintió que
estaba a una distancia prudente, dejó de correr, no quería que quien quiera
que fuese viera su huida y la acusara con la rectora. Aun así, no resistió la
curiosidad y miró hacia atrás a tiempo de ver brillar la punta de una espada.
Frenó de golpe, balanceándose hacia adelante y atrás por el mal paso.
¡Un hombre armado acababa de entrar a la oficina de sor María!
El aire se le atoró en la garganta y se llevó una mano al pecho.
¿Y si la hermana estaba en peligro?
El pensamiento la hizo jadear. Debía hacer algo, no podía irse y dejar a la
religiosa a la venia del Señor. Se quedó un instante ahí de pie, sin saber qué
hacer, solo unos segundos porque casi sin darse cuenta, ya estaba de vuelta
frente a la hoja de madera que resguardaba lo que ocurría en el interior de la
oficina. No se escuchaba ruido, cosa que la tranquilizó un poco porque…
eso quería decir que no estaban lastimándola, ¿verdad?
Imágenes de la monja tirada en el suelo con el hábito húmedo, tiñéndose
de carmesí, acudieron a su mente, horrorizándola. Miró sus manos desnudas
deseando tener por lo menos el rodillo con que estiraban la masa del pan.
Estaba segura que un buen golpe con ese trozo de madera podía vencer
hasta la cabeza más dura.
Temblorosa y muerta de miedo golpeó la puerta un par de veces; al
instante, la voz amortiguada de sor María —pidiendo un momento—, la
llenó de alivio. Gracias al Señor no iba a tener que bregar con ningún
asesino. Segundos después, la puerta se abrió algunas pulgadas y el rostro
de la mujer apareció frente a ella.
—¿Sucede algo, Isobel? —preguntó la religiosa, un tanto recelosa. No
era normal que la muchacha estuviera a esas horas por ahí.
—Yo, bueno, yo solo… —¿Qué iba a decir? ¿Que fue a asegurarse que el
hombre de la espada no estuviera descuartizándola?
—Ve a tu celda, Isobel —ordenó la mujer—, es hora de que descanses —
matizó con una sonrisa que quiso ser tranquilizadora, pero que a la joven no
la tranquilizó en absoluto.
Lady Isobel bajó la cabeza y la tela del velo que ocultaba su rubia
cabellera le tapó el rostro unos segundos. Cuando volvió a mirar a la
religiosa, unos insondables ojos cobalto la miraban detrás de la mujer, a
través del pequeño hueco que dejaba la puerta entreabierta.
Sor María cerró la hoja de madera, rompiendo con ello el contacto de sus
miradas.
Todavía de pie frente a la puerta cerrada, se llevó una mano a la garganta,
preguntándose quién era ese hombre, y, más importante aún, ¿por qué de
repente le faltaba el aire y se sentía tan débil?

El tan esperado día llegó; al menos para la tía de la novia, quien no cabía
en sí de gozo. Ese día obtendría todo lo que siempre soñó para sí, aquello
para lo que preparó a su sobrina con tanto ahínco, desde que esta llegara a
vivir con ella.
En unas horas, su sobrina entraría a la capilla de Grafton Castle como
lady Amelie Wilton y saldría convertida en la duquesa de Grafton; superada
en rango solo por sus majestades y sus hijos.
Lady Bristol estaba en el vestíbulo recibiendo a los invitados junto a su
cuñada y la duquesa viuda mientras lord Bristol, su esposo, bebía una copa
cerca de la chimenea del gran salón en compañía de lord Grafton.
En una de las habitaciones del castillo, lady Amelie Wilton tomaba un
desayuno ligero.
«Naciste para ser una duquesa, Amelie. No te conformes con menos que
eso», las palabras que le dijera la marquesa de Bristol, después de que
rechazaran la petición de matrimonio de un vizconde, retumbaron en su
conciencia.
En su segunda temporada en Londres recibió cuatro peticiones de
matrimonio, las cuales fueron rechazadas por el marqués a instancias de su
tía. Todas excepto una, una que fue rechazada por ella. A su madre le
dijeron que no recibió ninguna, no valía la pena hablarle de las peticiones
rechazadas puesto que los motivos no podían explicárselos en una carta.
En medio de estas llegó también la propuesta del duque de Grafton. Un
noble con el poder y rango suficientes para ser aceptado por los marqueses.
Un hombre al que conocía bien y que era el amor secreto de su hermana.
Uno al que aceptó a pesar de todo.
«Naciste para ser una duquesa, Amelie. No te conformes con menos que
eso», repitió para sí las palabras de la marquesa como hacía desde que
aceptara el compromiso con lord Grafton.
Sin embargo, en lo más hondo de su ser, había algo que no la dejaba tener
la felicidad absoluta. Porque sí, tendría un matrimonio ventajoso que
acabaría con los problemas económicos de su escasa familia, ostentaría un
título que haría que casi toda la población del reino se inclinara ante ella, se
uniría a un hombre que besaba el suelo que ella pisaba, pero, no era “el
hombre”.
Sentada junto a la ventana, con las manos en el regazo y la mirada
perdida en el paisaje de afuera, su mente quiso divagar a aquellos días de su
primera temporada en Londres, mas no la dejó; no valía la pena pensar en
un imposible. Tampoco quería pensar en lo que su matrimonio significaba
para su hermana.
Pasados unos minutos, una doncella entró a la habitación para recoger la
bandeja del desayuno —el cual apenas tocó—, y le informó que volvería
enseguida para ayudarla a prepararse para la ceremonia.
Minutos más tarde la bañera humeaba y ella se dejaba atender por las
doncellas. El vestido que usaría —azul claro con bordados de plata—,
estaba tendido sobre la cama, recién planchado y listo para cubrir su cuerpo.
Rato después, bañada, perfumada y solo con la ropa interior puesta,
permitía que las hábiles manos de las doncellas hicieran maravillas con su
lacia cabellera caoba; lord Grafton deseaba que luciera su hermoso cabello
en lugar de una empolvada peluca.
—Ese rizo está muy flojo —señaló a las doncellas casi a la vez que un
par de golpes suaves sonaban en la puerta.
Una de las mujeres fue a atender y enseguida escuchó la voz de su madre
que entraba a la habitación.
El espejo de cuerpo entero que fue colocado en la habitación para su uso
exclusivo, reflejó la sonrisa trémula de su madre.
—Estás preciosa, hija. —Lady Emily caminó hasta la joven, admirando
el elaborado peinado que estaba por ser terminado.
—Gracias, madre. —Lady Amelie sonrió, se sabía hermosa y le gustaba
que se lo dijeran—. ¿Llegó mi hermana? —preguntó con un dejo en su
verde mirada que Lady Emily no supo descifrar.
—Aún es temprano.
Amelie frunció un poco los labios. El hecho de que su única hermana no
estuviera con ella en los momentos previos a la ceremonia podría suscitar
habladurías entre la servidumbre, no le gustaría tener que empezar su nueva
vida siendo la comidilla de los criados. Sin embargo, ese no era el
verdadero motivo. En el fondo, lo que en verdad quería era que su hermana
mayor presenciara cómo se casaba con el duque o nunca podría olvidarlo.
Un agudo dolor le oprimió el pecho al pensar en ella, pero lo ignoró tal
como venía haciendo desde que se aceptara su destino con lord Grafton.
Rato después salió de la habitación acompañada de su madre y una
doncella. Ataviada con el hermoso ajuar con el que pasaría de ser la
empobrecida hija del antiguo conde de Pembroke a la duquesa de Grafton,
caminó a través de los pasillos de Grafton Castle con toda la seguridad que
los nervios por su inminente boda le permitían.
Lady Isobel observó la inmensa estructura de piedra que dominaba los
acres y acres de tierra que pertenecían al ducado de Grafton. Era un castillo
cuya construcción comenzó más de quinientos años atrás por el tercer barón
de ese linaje. Más de una vez se imaginó viviendo ahí, rodeada del cariño
de la familia que formaría con él. Cuando iba de visita le gustaba subir a la
torre del homenaje e imaginar que era la señora del castillo en espera de su
marido, dispuesta a rendirle homenaje tras su victoria en alguna batalla.
Pero ni ella era la señora del castillo, ni él su marido y mucho menos un
fiero guerrero que defendía sus tierras de algún invasor. En los tiempos que
corrían, las amenazas de guerra se daban muy lejos de ahí, en los entresijos
de la corte.
Un lacayo abrió la puerta del carruaje que le envió quien a partir de ese
día se convertiría en su hermano político. Aceptó la mano del sirviente y se
apeó en un revuelo de faldas. El criado cerró la puerta del vehículo y el
cochero apremió a los caballos a moverse. Lady Isobel se dio un momento
para agarrar aire y afianzar el valor que logró reunir a base de repetición;
entretanto, fingió ordenar la falda del hermoso vestido aguamarina que su
madre le envió para la ocasión.
Mientras acomodaba su aspecto llegó otro carruaje, más elegante que
cualquiera que hubiera visto antes. La posibilidad de que el rey asistiera al
enlace de uno de sus nobles se le antojó muy real en cuanto vio los
ornamentos dorados del coche que acababa de detenerse a espaldas de ella.
Previendo que los ocupantes necesitarían espacio, se adelantó unos pasos,
dispuesta a entrar por fin al castillo. La curiosidad por conocer a los dueños
de tan magnífico transporte la hizo voltear algunos pasos después.
¿Sería el rey o alguno de los príncipes?
La brillante punta de una espada fue lo primero que vio. El episodio de la
noche anterior en la oficina de sor María regresó a su memoria,
desbocándole los latidos. Una larga bota de cuero café, fue lo segundo… y
lo último, pues su madre apareció en la puerta principal, llamándola.
—¡Hija, por amor al Señor, apresúrate! ¡La ceremonia está empezando!
La alusión de su progenitora a la tan temida boda absorbió toda su
atención. Se fue con ella sin ver al hombre que acababa de descender del
carruaje, no obstante, este sí logró ver la esbelta silueta de la muchacha que
era casi arrastrada por la mujer mayor.
En la capilla del castillo, los invitados asistían con educado silencio a la
ceremonia de matrimonio. En la primera banca, sentada del lado de la
novia, lady Isobel apretujaba su delicado pañuelo, bordado con sus
iniciales. Tenía los labios apretados y la mirada enrojecida. Quien la viera
diría que la desbordaba la emoción de ver a su hermana bien casada, nadie
imaginaría que sus lágrimas no eran producto del sentimentalismo propio
de esos eventos. Se llevó el pañuelo a los ojos y los secó con discreción,
aparentando que su corazón no estaba hecho trizas ni su alma agonizando.
El cura terminó de decir unas frases en latín y entonces se dirigió al
duque.
—Su excelencia, lord August Benedict FitzRoy…
Toda la verborrea del hombre se perdió bajo el abrumador zumbido que
escuchaba en sus oídos. El corazón se le aceleró y a punto estaba de
hiperventilar. No podía hacerlo. Se creyó más fuerte, pero no, no podía
quedarse ahí sentada mientras el hombre de su vida se casaba con nada
menos que su hermana.
Cientos de veces se imaginó con un par de niños con los ojos azules y
cabellos como rayos de sol, iguales a los de él, y, sin embargo, era lady
Amelie quien tendría la dicha de materializar su más anhelado sueño.
No, no podía hacerlo. No podía soportar quedarse ahí sentada, viendo
como el amor de su vida se unía en matrimonio con otra mujer.
Se levantó de un salto, sin pensar en otra cosa que no fuera salir de ese
lugar que la oprimía. Mientras caminaba hacia la salida, dio gracias a sus
zapatos sin tacón por ahorrarle la vergüenza de que sus pisadas retumbaran
por toda la capilla; en sus condiciones, llamar la atención era un incordio al
que no quería enfrentarse.
En el umbral de la capilla se agarró del marco derecho de la puerta en
busca de sostén, necesitaba reunir fuerzas para alejarse del lugar. Pasados
unos segundos, sosteniéndose de la pared, se alejó unos pasos de la puerta;
no se sentía capaz de mantenerse en pie por sí misma. Se quedó de espalda
a la entrada, la mano derecha recargada de la pared, el cuerpo encorvado y
la cabeza gacha. Las lágrimas corrían por sus mejillas, libres, sin
contención. Cuando sintió que el sostén de la pared ya no era suficiente
para continuar en pie, pegó la espalda al muro y cerró los ojos, tratando por
todos los medios de regularizar sus pulsaciones.

A pocos pasos de ahí, una mirada cobalto no perdía detalle de la joven


que no tardaría mucho en desmayarse. Estaba en esa ceremonia con un
propósito y maldita sea si sabía por qué motivo no lo llevaba a cabo
todavía. El cura estaba diciendo una parrafada en latín que no entendía y
tampoco le interesaba entender. Lo único que quería era a la pérfida mujer
que estaba hincada frente al altar, a punto de entregar su vida a otro hombre.
«Te esperaré siempre, pero vuelve a mí», la promesa hecha casi dos años
antes, se reprodujo en su mente como el eco de las olas al romper contra los
acantilados.
«Embustera» murmuró en sus adentros.
Su “siempre” duró hasta que un hombre con título comenzó a cortejarla.
Y él, todo un idiota, dejándose el pellejo para agrandar el patrimonio que
poseía, para darle la vida que según él merecía. Ah, pero no se lo permitiría.
No dejaría que le viera la cara de imbécil. Haría que esa interesada
cumpliera con su promesa así tuviera que robársela frente a las narices de
medio Cornualles.
No consentiría que fuera precisamente él quién se la quedara.
Dejó su posición en la pared opuesta a la que estaba la joven a punto de
desmayarse y caminó hacia la puerta, iba a finiquitar lo que fue a hacer, sin
embargo, cuando estaba a punto de entrar, la mujer por fin se desvaneció.
Fueron sus reflejos los que evitaron que la cabeza de la muchacha
impactara contra el suelo.
—Lady Beatrice Amelie Wilton Green, toma a su excelencia August
Benedict FitzRoy, duque de Grafton, como su legítimo esposo…
Maldiciendo por lo bajo, dejó a la mujer en el suelo y caminó hacia la
entrada de la capilla para detener esa farsa de una vez por todas, sin
embargo, era demasiado tarde.
—Lo que el Señor ha unido, no lo separe el hombre —sentenció el
clérigo.
Una furia, como jamás experimentó antes, incendió cada rincón de su
anatomía. Esa embustera lo usó, se burló de él recitándole palabras de amor
y permitiéndole libertades que solo se le darían a un marido. Y él, un viejo
lobo de mar, cayó preso de sus encantos como un imberbe mozalbete.
Una mentira todo. Una sucia y vil mentira.
¿A cuántos hombres habría embaucado? ¿A cuántos les habría prometido
amor y lealtad?
La vio al final del pasillo, toda sonriente, recibiendo las felicitaciones de
los nobles que asistieron a la ceremonia, disfrutando de las reverencias que
su nueva posición como duquesa le granjeaban.
—No te saldrás con la tuya —murmuró entre dientes; su mano derecha
estaba en el mango de la pistola que llevaba en el costado izquierdo, metida
en el pantalón.

Lady Isobel se despertó mareada. Se llevó una mano a la cabeza, un


espantoso dolor le pulsaba en la sien. En un momento de lucidez
comprendió que su cuerpo no soportó tanta tensión y acabó colapsando
afuera de la capilla. El ruido que venía de dentro le indicó que todo estaba
terminado. August y Amelie eran marido y mujer ahora. La sensación de
ahogo regresó y a tientas buscó la pared para apoyarse de esta y levantarse,
no podía quedarse ahí para que todo el mundo viera su miseria.
Ya de pie miró en derredor, en busca de un lugar donde perderse de la
multitud. No estaba en condiciones de atender a las convenciones sociales
del caso.
Ahogó un jadeo y la garganta se le secó cuando su mirada tropezó con la
figura del hombre parado a un par de pasos de ella.
—¿Qué hace? ¿Acaso está loco? —susurró con voz agitada, muerta de
miedo. El hombre acababa de sacar una pistola, ahí, en la puerta de la casa
del Señor.
—No se meta —respondió sin mirarla siquiera.
Los latidos de la joven se aceleraron ante la áspera respuesta del
desconocido. Tenía una voz rasposa, grave, de esas que provocaban
escalofríos; tontamente se preguntó cómo sería oírle susurrar.
El hombre no dejaba de mirar hacia al interior de la capilla, donde los
recién casados recibían las felicitaciones pertinentes.
—¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí, en el matrimonio de mi hermana? —
preguntó, atreviéndose a ignorar la feroz advertencia de peligro que sus
instintos le gritaban.
—Quién soy no importa.
—Por favor, no haga una locura. Estamos en la casa del Señor…
—Y él recibe a todos sus hijos —la interrumpió, su voz traslucía el
fastidio que la intervención de ella le causaba.
Lady Isobel sintió que la desesperación comenzaba a envolverla. El
desconocido no dejaba de mirar al frente y tampoco guardaba la pistola. Le
daba la impresión de que en cualquier momento la usaría y mucho temía
que su objetivo eran los duques.
Sus sospechas se vieron confirmadas cuando lady Amelie miró en su
dirección y a los pocos segundos cayó desmadejada en brazos de su marido.
—¿Qué ha hecho? —preguntó con la voz estrangulada por el miedo.
¿Acaso le había disparado a su hermana?
—Tal parece que a la flamante duquesa de Grafton le ha consternado un
poco mi presencia. —El tono burlón con que lo dijo le dio a lady Isobel una
idea del rencor que habitaba en el hombre.
¿Qué relación tenía Amelie con él?
—Por favor, váyase. No provoque una desgracia.
—Desgracia la que tuve yo cuando esa embustera se cruzó en mi camino.
Y al fin, su profunda mirada cobalto se posó en ella.
—¡Usted! —musitó, sus ojos agrandados por la impresión.
—¿Nos conocemos? —El hombre frunció el ceño mientras intentaba
recordar donde había visto antes esos ojos del color de la hierba húmeda.
—Yo… lo vi anoche… en la oficina de sor María.
Al hombre no le dio tiempo de expresar su sorpresa por lo dicho, pues la
comitiva que cargaba a la desmayada novia se acercaba a la puerta. No iba a
hacerse a un lado, le quitaría la mujer de los brazos al novio sin importar lo
que el cura hubiera dicho minutos antes. Sin embargo, el tirón que la joven
le dio lo sacó del camino del preocupado esposo. La chica lo arrastró del
brazo hacia una arboleda, fuera de la mirada de cualquiera que quedara en
la capilla. Habría sido sencillo deshacerse de la sujeción de la muchacha,
pero tenía curiosidad sobre sus intenciones. Tenía todo el día para robarse a
la novia, con o sin su consentimiento. Entretanto, decidió que se divertiría
un poco con la monjita.
Lady Isobel exhaló aliviada. Había logrado evitar lo que sea que el
hombre hubiera ido a hacer. ¿En verdad iba a dispararles? Esperaba que no.
Resolvió que hablaría con él y le haría ver que todo se trataba de una
equivocación.
—Váyase, por favor. Creo fervientemente que usted está confundido, mi
hermana…
—Su hermana me dio su promesa de matrimonio y luego se casó con otro
—cortó él cualquier defensa que pudiera hacer de la traidora.
Lady Isobel ahogó un gritito. Lo que el hombre de la espada decía era
algo muy grave. Si se lo repitiera a alguien más, la reputación de su
hermana —y la suya—, quedarían destruidas.
—No, no, debe estar confundido. Mi hermana sería incapaz de hacer una
cosa así. Además, ella… está enamorada de lord Grafton, no pudo haber
hecho eso.
—O usted es una alcahueta de primera o en verdad piensa eso de su
hermana —espetó justo antes de darse la vuelta para ir en busca de esa
impía.
Lady Isobel se agarró las faldas y se apresuró a bloquearle el camino.
—No le permito que... que me hable de esa manera. —Su réplica habría
sido más efectiva si la hubiera hecho con un tono de voz más alto y firme.
—Le hablo como yo quiera —rezongó él, cansado de que la que, según
lo dicho por ella, habría sido su cuñada, se empeñara en estorbar sus planes.
Lady Isobel respiró profundo para tranquilizarse. Era imperativo que
mantuviera la calma, no debía, bajo ninguna circunstancia, permitir que este
hombre hablara sobre su supuesta relación con lady Amelie. Debía evitar a
toda costa que el hecho llegara a oídos de lord August, él sufriría mucho si
se enterara; en el supuesto caso de que fuera cierto.
—Por favor, váyase. Aun si mi hermana le hubiese empeñado su palabra,
ella ahora es la duquesa de Grafton, está casada con su excelencia… —la
voz se le quebró con la última frase, reflejando el dolor que tal hecho le
causaba; amen de sus ojos rojos y mejillas manchadas de lágrimas.
—¡Vaya! Así que el duquecito enamoró a las dos hermanitas —dijo él, su
voz destilaba cinismo.
Lady Isobel palideció. ¿Cómo lo averiguó? ¿Eran acaso tan obvios sus
sentimientos?
—Yo no… —calló sin saber qué decir.
Él se inclinó hacia ella, dejando sus rostros a la distancia de un suspiro.
—No me crea tan tonto, sor llorona.
Tras esas palabras se fue, dejándola hecha un manojo de nervios y dudas,
sin la energía suficiente para ofenderse por la forma tan grosera de llamarla.

En la recámara ducal, lady Amelie trataba por todos los medios de no


quedarse a solas. Le aterraba que él llegara hasta ahí y contara todo sobre
ellos. Estaba recostada sobre la cama, aferrada a la mano de su marido.
«¡Está vivo! ¿Cómo es posible?» elucubraba para sí, dividida entre la
alegría y el miedo.
Semanas después de que lord Grafton comenzara a cortejarla, supo que
su barco naufragó en medio del atlántico, víctima de un ataque pirata.
Y ahora estaba ahí, en Grafton Castle, tan vivo y vibrante como antes.
«¿Qué voy a hacer? Oh, mi amor, ¿por qué no llegaste antes y me
llevaste contigo?» se lamentó en silencio sin importarle que su marido
estuviera junto a ella, pendiente de sus deseos.
Un par de golpes en la puerta la sobresaltaron, pero cuando lord August
fue a abrir y lady Isobel apareció en el umbral, el alivio la inundó. Isobel.
Ella podía ayudarla.
—Adelante, querida.
Lady Isobel cerró los ojos ante el apelativo cariñoso de su ahora cuñado.
Era una palabra que él usó muchas veces en el pasado para dirigirse a ella,
un término que hacía que su corazón diera volteretas, justo como en ese
momento.
Se adentró en la estancia, ignorando con todas sus fuerzas la agridulce
sensación. Fue directo a la cama donde su hermana descansaba.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó a esta, preocupada sinceramente por
su salud.
—Bien, creo que fue la emoción, ya sabes… —No, lady Isobel no sabía
y lady Amelie lo sabía perfectamente.
—Acabo de conocer a uno de tus invitados —comentó con un viso de
maldad que ni ella misma sabía que tenía. Los celos, a veces, eran malos
consejeros.
—Cariño, atiende a los invitados. Isobel me hará compañía un rato y
luego nos uniremos a la celebración —intervino lady Amelie antes de que
su marido preguntara a qué amigo se refería su hermana.
Lord August se despidió de su esposa con un sentido beso en la frente de
esta. La acción le provocó un nudo en el estómago a la dama rubia.
—¿Quién es ese hombre, Amelie? —preguntó lady Isobel en cuanto se
quedaron solas.
—Es solo alguien que conocí en Londres durante mi primera temporada
—dijo esta con toda la seguridad que pudo reunir. Por dentro temblaba.
—Asegura que prometiste casarte con él. —Lady Isobel abordó la
cuestión sin tapujos.
—Hermana, por favor, ayúdame —suplicó de pronto la más joven,
tomándola de las manos con excesiva fuerza.
—Por… supuesto. Haré todo lo posible por evitar que esta… situación…
llegue a oídos de su excelencia —respondió, un poco confundida por el
repentino cambio de actitud de lady Grafton.
—Huiré con él —declaró la nueva duquesa para asombro de su hermana
quien esperaba que esta se mostrara arrepentida y temerosa por la situación.
—¡Estás loca! —El grito estrangulado de lady Isobel resonó en la alcoba,
se deshizo del agarre de sus manos con un fuerte tirón—. ¡No puedes hacer
eso! ¡Acabas de casarte! —Se levantó de la cama, alejándose de la mirada
suplicante de ella.
—Hermana, yo lo amo —confesó desesperada—. Por favor, ayúdame —
rogó, levantándose también.
Lady Isobel agrandó los ojos, demasiado sorprendida por la declaración
de la nueva duquesa. ¿Si estaba enamorada de ese hombre, porqué aceptó a
August? Fue ese último pensamiento el que la hizo rebelarse.
—¡Pues no te hubieras casado con August! —su voz, que usualmente
sonaba como murmullos, casi alcanzó los decibeles necesarios para ser
llamado grito.
—Creí que estaba muerto, que nunca más volvería a verlo. —Lloró
entonces lady Grafton, arrepentida de haber aceptado ese matrimonio, de
haber permitido que las circunstancias la rebasaran.
—Es tarde, Amelie —murmuró lady Isobel con la mirada baja—, para
bien o para mal eres la duquesa de Grafton. —Desvió su atención de la
alfombra bajo sus pies y la miró a los ojos para decirle—: es tu deber
mantener la dignidad de nuestra familia y del ducado.
Y se fue.
Abandonó la alcoba con el corazón doliente por las circunstancias que no
permitieron que lady Amelie se casara con el desconocido y que le robaron
a ella la posibilidad de ser feliz junto a August, en ese castillo que tantas
veces soñó llenar con los hijos de ambos. Su hermana tomó su decisión,
aceptó unos votos ante el Señor y los hombres y no podía deshonrarlos.
Ella se encargaría de que no lo hiciera.
Así tuviese que enfrentarse una vez más al hombre de la mirada cobalto.
Capítulo 3
Lady Isobel salió al jardín donde se celebraba el banquete de bodas con
el firme propósito de finiquitar cualquier trato que su hermana hubiese
tenido con ese hombre. Oteó entre los invitados en busca de una cabeza
castaña; la única que no llevaba la clásica peluca ensortijada de los lores.
Esperaba que la impresionante altura del «hombre de la espada» la ayudara
con su propósito.
Sin embargo, no contaba con que lady Emily la viera a lo lejos y se
acercara a ella. Que la perdonara su madre, pero en esos momentos no se
sentía apta para sostener ninguna charla.
—Cariño, ¿cómo está tu hermana? —preguntó la condesa viuda en voz
baja en cuanto llegó junto a ella, miraba de reojo a los invitados que estaban
a su alrededor, vigilando que no escucharan su conversación.
—Todo está bien, madre —respondió sin prestarle mucha atención, su
mirada seguía paseándose por el jardín, atenta a la gente que reía y
disfrutaba del banquete.
Ni rastro de la chaqueta verde con brocado dorado.
«¿Se habrá retirado como le pedí?» se preguntó en sus adentros,
esperanzada.
Lady Emily, ajena a los pensamientos de lady Isobel, se sintió un poco
más tranquila. El desmayo de su hija menor la tenía muy preocupada y
aunque habría preferido acompañarla en su habitación para asegurarse de
que no corría peligro alguno, se quedó a atender a los asistentes junto a lady
Bristol y la madre del duque, la duquesa viuda.
“La emoción”, había dictaminado la duquesa viuda sonriendo a los
invitados, con la misma autoridad que si lo hubiera hecho su médico de
cabecera.
—Oh, ahí viene —dicho eso, lady Emily se apresuró a ir al encuentro de
la ahora duquesa de Grafton, que se dirigía a la mesa principal del brazo de
su esposo.
Los nervios de lady Isobel se alteraron en cuanto la fornida silueta del
hombre que buscaba atravesó el jardín en dirección a la mesa donde los
duques acababan de sentarse. A pesar de la distancia, observó con claridad
la manera en que la chaqueta se ajustaba a su espalda.
Decidida a evitar el inminente desastre, se recogió las faldas y caminó a
prisa los metros que la separaban de la pareja. Llegó casi a la par que él, a
tiempo para escuchar a su excelencia saludarlo con una familiaridad que la
sorprendió.
—¡Dan, qué sorpresa! —Lord Grafton se levantó de su lugar de honor
para recibir la felicitación de su antiguo amigo.
El mentado Dan sintió que le chirriaron los oídos al escuchar el
apelativo; hacía años que nadie lo llamaba de ese modo y que lo ensartaran
con su espada si iba a permitir que el duquecito lo hiciera.
—No se imagina cuánta, excelencia —contestó con una sonrisilla que le
puso los vellos de punta a lady Isobel, quien se preguntó si serían
imaginaciones suyas el dejo de burla con que el individuo pronunció
“excelencia”—. Pero, por favor, llámeme Aidan, ese mote no lo uso desde
que dejé los pantalones cortos —continuó él, sin perder la sonrisa.
Lord August le devolvió el gesto.
—Permíteme que te presente a mi esposa. —El duque tendió su mano a
la aludida, en espera de que esta la tomara y se levantara—. Lady Amelie
Grafton, mi duquesa —dijo con ella de pie a su lado, su rostro exhibía una
orgullosa sonrisa y sus ojos tenían un brillo que daba fe de la emoción que
el hecho le causaba.
—Excelencia. —Aidan tomó la mano que lady Amelie le ofreció y
depositó un beso en los enguantados dedos de la dama; tal como el
protocolo exigía.
Lady Isobel observó la escena con el aliento atorado en la garganta.
Sentía el estómago apretado y que sus pulmones no alcanzaban a llenarse
con cada inspiración. Inhaló despacio, en un intento por dominar la angustia
que comenzaba a embargarla. ¿A qué estaba jugando ese hombre?
Los nervios de lady Isobel casi colapsaron ante la caída de pestañas con
que su hermana obsequió al tal Aidan, como ahora sabía que se llamaba.
¿Es que acaso su hermana estaba loca? ¿Cómo se atrevía a coquetear con él
en presencia de su esposo? ¿En qué momento se convirtió en una descocada
sin moral?
—Querida, Aidan es un viejo amigo de la infancia —aclaró Lord Grafton
para desconcierto del par de hermanas.
El hecho de que fueran conocidos ya era de por sí una contrariedad, pero
el que fueran “amigos de la infancia” le daba un cariz de tragedia que lady
Isobel no quería siquiera imaginar. Era fundamental que detuviera lo que
sea que el hombre planeara con esta pantomima. Adelantó un paso para
hacerse notar y así poder intervenir en la plática en caso de que esta tomara
derroteros no aptos para los oídos del duque. No debía permitir, bajo
ninguna circunstancia, que el amorío de lady Amelie con ese rufián
traspasara las delicadas líneas que separan a un secreto del escándalo.
—Un placer. Nos habría encantado que nos acompañara en la ceremonia
—comentó lady Grafton, sus ojos tenían un brillo lacrimógeno que
cualquiera atribuiría a su reciente matrimonio.
“¿Por qué no llegaste antes e impediste que me casara?” fue lo que lady
Isobel interpretó y casi podía asegurar que él entendió lo mismo. Se moría
por meterse a la conversación, pero no podría hacerlo mientras no fuera
presentada. Odió más que nunca esas reglas de etiqueta que le impedían
hablar con un hombre al que no había sido debidamente presentada.
Carraspeó un poco para atraer la atención de August —como lo llamaba en
sus pensamientos—, sin embargo, fue Aidan quien se dirigió a ella.
—Un placer volver a verla, milady. —Esbozó una sonrisa que le causó
escalofríos; aunque no supo si por la veta de maldad que destelló en sus
pupilas o por el súbito atractivo que esta le aportó a su rostro.
Bien mirado, si no fuera por la rudeza de sus rasgos hasta podría
considerarlo de hermosa apariencia, aunque, claro, jamás podría equipararse
a August. Para ella, él era único.
—¿Se conocen? —La pregunta la hizo lord Grafton, un tanto inquieto.
Si bien Aidan —como quería que lo llamara ahora—, era un viejo
conocido, no era una buena compañía para una dama de reputación
intachable. Mucho menos para lady Isobel que era inocente y tierna, una
dama sin malicia a la que tenía en muy alta estima. Su amiga.
—Coincidimos en la entrada de la capilla. —Se adelantó a responder
lady Isobel, aprovechando la oportunidad para inmiscuirse en la plática.
Lord Grafton hizo un gesto de conformidad con la cabeza, aceptando la
explicación de la joven.
—Confío en que su pequeño problema haya sido solucionado —continuó
Aidan, refiriéndose al desvanecimiento que la dama sufrió a las puertas de
la capilla.
Tenía los brazos cruzados a la altura del pecho en una pose insolente que
no era digna de ningún caballero; lady Isobel vio con estupor la manera en
que el chaleco se le estiraba en los hombros. Era la primera vez que veía un
hombre tan robusto sin que además luciera una enorme barriga, incluso lord
Grafton —que practicaba la equitación y tampoco tenía una panza
prominente—, era más delgado. Sus brazos y hombros no llenaban la
chaqueta de la manera en que lo hacía Aidan, que parecía reventaría las
costuras en cualquier momento.
—¿Tiene algún problema, lady Isobel? —Lord Grafton miró preocupado
a su cuñada. Era su amiga. Le tenía un afecto especial y, ahora que era su
pariente masculino más cercano, se sentía con el deber de velar por su
bienestar.
—Nada que un paseo por el jardín no solucione —respondió ella y luego
miró a Aidan para decir—: ¿me acompaña… señor? —Había dudado en la
manera de dirigirse a él, pero dado que el duque no usó trato de cortesía
alguno, supuso que carecía de título.
—No creo que…
Lo que sea que la duquesa fuera a decir quedó en el olvido desde el
momento en que Aidan le ofreció el brazo a lady Isobel. Airada y bullendo
de rabia, lady Amelie los vio caminar en dirección a los jardines; con los
altos setos que rodeaban sus pasillos era el lugar perfecto para tener una cita
amorosa lejos del ojo de los invitados. ¿Qué intentaba hacer Isobel?
Apretó las manos en puños, resistiendo apenas el impulso de seguirlos.

—No sé qué pretende, pero sepa que no permitiré que arruine la vida de
lord Grafton —susurró lady Wilton al hombre a su lado cuando se alejaron
lo suficiente.
Aidan sonrió, un gesto que lejos estaba de denotar alegría.
—Curioso que defienda con tanto… —Hizo una pausa a propósito y
luego dijo—: fervor al esposo de su hermana. —Un toque de malicia que
molestó a la joven se apreciaba en su tono de voz—. ¿Acaso mi suposición
es cierta y el duquecito conquistó a las dos?
—No le permito que... —Lady Isobel calló su musitada réplica al
escucharlo reír entre dientes.
—Y yo que creí que era sodomita —masculló él, al tiempo que negaba
con la cabeza, incrédulo.
—¿De qué habla? ¿Es algún tipo de religión? —preguntó la joven,
confundida.
Entonces, lo que al principio era una incipiente risa, se convirtió en una
carcajada que llamó la atención de las personas cercanas; la duquesa viuda
entre ellas.
Lady Prudence FitzRoy, madre del actual duque, agrandó los ojos al
reconocer al hombre que deambulaba por los jardines junto a la mayor de
sus sobrinas.
¿Qué hacía ahí, mancillando su casa?
Buscó con la mirada a Rudolph, su lacayo de confianza y lo llamó con
una seña de la mano.
La duquesa viuda siguió la trayectoria que tomaba la pareja, atenta a la
figura masculina. Verlo ahí, luego de tantos años, era una sorpresa.
Desagradable, por cierto. Sin embargo, la celebración le impedía obrar tal y
como quería; tendría que conformarse con enviar al lacayo.

—¿Desde cuándo una monja se viste con esas ropas tan… mundanas? —
preguntó Aidan, una sonrisita asomaba en sus labios. Estaba disfrutando del
inesperado paseo con la apocada monjita.
Lady Isobel aferró su mano libre a las faldas del vestido. Quería salir
corriendo y alejarse de ese hombre que tan nerviosa la ponía. Lo miró de
reojo y luego echó una mirada al escote de su pecho: se le veía todo. Segura
de que, dada su estatura, él estaba viendo más de lo que debería deseó tener
algo más de tela y menos piel que enseñar.
—No he tomado los votos… aún —respondió, dispuesta a no dejarse
intimidar por esa mirada cobalto, aunque en su interior lo estuviera no iba a
demostrarlo.
—¿Desea tener una aventura antes de consagrarse al Señor, hermana? —
Aidan hizo la pregunta con toda la intención de escandalizarla.
—¡Cómo se atreve! —Lady Isobel detuvo su andar, soltándose del brazo
del tal Aidan—. ¡Es usted un barbaján! —El cuerpo le temblaba de
indignación. Habría querido gritar, pero rara vez lograba elevar la voz lo
suficiente.
—Y usted una mojigata. —Aidan se cruzó de brazos, disfrutando del
arrebato de la pequeña damita.
La miró largamente, preguntándose si en verdad era tan honesta e
inocente como parecía o si sería igual de pérfida que la hermana.
¿Hasta dónde sería capaz de llegar para silenciarlo?
Observó el cuello carente de joyas y de repente tuvo deseos de posar sus
labios ahí, justo debajo de la oreja de la joven. Su mirada bajó un poco más
hasta llegar a las redondeces que se movían en el pecho de la muchacha a
causa de su respiración agitada. Apenas contuvo el impulso de deslizar la
yema de los dedos por la línea del escote. ¿Sería su piel tan suave como
parecía?
Lady Isobel apretó las manos en puños, aguantándose las ganas de
contestarle como deseaba. Estaba atada de manos, no le convenía hacerlo
enojar o se desataría la tragedia. Las tenía en sus manos, toda su vida
dependía de lo que él hiciera o dejara de hacer.
No lograba imaginar cómo ese hombre que, a todas luces se notaba no
era un caballero, logró embaucar a su hermana. En ese momento casi
agradeció que Amelie se hubiera desposado con lord Grafton. Casi.
Respiró profundo y, prescindiendo del brazo de su acompañante, reanudó
el paseo a través de los pasillos del bien cuidado jardín de Grafton Castle.
Aidan observó el vigoroso andar de la dama y decidió que la dejaría a su
aire. Los pensamientos nada puros que le provocó eran una inoportuna
distracción. Esa mujer era hermana de la mujerzuela así que nada bueno
podía esperar de ella, por muy monja que fuera.
Decidió que era el momento de actuar, necesitaba concretar el asunto que
lo obligó a venir hasta este sitio que juró no volver a pisar jamás. Fue a
robarse a la mujer y no se iría sin ella. Estaba por volver sobre sus pasos
cuando el siempre fiel Rudolph apareció ante él.
—Permítame escoltarlo, señor —dijo el hombre con ese tono de hipócrita
cortesía de los de su clase.
—No es necesario, Rudolph, conozco muy bien la propiedad, ¿o acaso se
te olvida que crecí aquí?
—Insisto, señor. —Un par de fornidos mozos se acercaron entonces,
dejándole claro que la situación se pondría fea si no accedía a irse por las
buenas. Idiotas. Como si él fuera a acobardarse con un par de mozos de
cuadra.
—¿Ocurre algo? —La pregunta la hizo lady Isobel, deteniéndose junto a
él.
La dama, al percatarse de que el individuo no la seguía entró en pánico y
regresó corriendo, temerosa de las acciones del hombre si lo dejaba solo.
—Lo habitual —respondió Aidan sin dejar de mirar al lacayo.
Rudolph se dio cuenta que, con la hermana de la nueva duquesa ahí, no
podrían usar la fuerza así que decidió retirarse.
—Con su permiso, lady Isobel. —El lacayo hizo una reverencia y se fue
sin darle tiempo a preguntar nada más.
—¿Hay algo que no me esté diciendo, señor? —preguntó a Aidan
mientras veía al lacayo alejarse.
—¿Y por qué tendría yo que darle santo y seña de mis actos, sor llorona?
—Tengo nombre, ¿sabe? —refutó ella en voz baja.
—Ah, sí, lady Isobel. La hermana de la rame… —La palabra murió en
sus labios bajo una enguantada mano.
La dama acababa de posarla sobre la boca masculina para impedir que
pronunciara esa palabra de la que no sabía el significado, pero que sonaba
horrible.
—No lo diga —murmuró ella, nerviosa de sentir la calidez del aliento de
él sobre la palma de su mano aun a través del guante.
—¡Isobel! ¡Hija!
La aludida bajó la mano enseguida, sintiéndose avergonzada y un tanto
temblorosa, se alejó un par de pasos. Esperó a que su madre llegara junto a
ellos, esforzándose por aparentar que no estaba hecha un manojo de
nervios.
—¿Dónde te metes, corazón? Tu hermana está a punto de irse, ven para
que te despidas de ella —ordenó lady Emily con esa voz cariñosa que usaba
con ella desde que le diera la noticia del matrimonio de lady Amelie con el
duque.
—¿Irse? ¿A dónde? —cuestionó Aidan con rudeza. Mientras él perdía el
tiempo con la monjita, ¡esa maldita estaba a punto de escapársele!
Lady Emily miró al hombre que hizo la pregunta y por poco sufre un
vahído.
—¡Señor Bendito! —murmuró la condesa viuda de Pembroke, sus manos
enguantadas cubrieron su boca en un gesto de asombro.
—Responda, señora. ¿Irse a dónde? —exigió Aidan, su semblante
risueño desapareció como si nunca hubiese existido.
Lady Emily estaba demasiado consternada por lo que acababa de
descubrir como para percatarse del tono hosco con que el hombre le pedía
explicaciones.
Lady Isobel, al notar la turbación de su madre, temió que ya supiera todo
sobre el amorío de Amelie con él. Esperaba que no, porque no podría
perdonarle que la encubriera para engañar a August.
—Vamos, madre. —La tomó del brazo y la guio de regreso al interior del
castillo antes de que el individuo ese se atreviera a decir alguna barbaridad.
Aidan apretó las manos en puños. La ira que sin querer mantuvo a raya la
presencia de lady Isobel, fluyó con fuerza por todo su ser. La humillación y
engaño perpetrados por la embustera interesada clamaban una reparación.
Ni siquiera era que la quisiera como esposa, después de tamaña traición no
le interesaba tener sus queberes con ella; de sobra le demostró que no era de
fiar. Lo que en realidad quería era hacerla pagar. Humillarla como lo hizo
con él. Y también, ¿por qué no? ganarle a August en algo. Sí, sin duda esto
último era el botín más grande. Disfrutaría demasiado quitándole la mujer a
él que antes le arrebató todo. Un brillo malicioso destelló en sus ojos
cobalto, quizás en el futuro hasta le agradecería a Amelie el haberlo
cambiado por su medio hermano.
Lady Isobel más que guiar, arrastró a su madre todo el camino hasta que
llegaron a la entrada principal del castillo. Los duques estaban ahí,
despidiéndose de los invitados. El carruaje ya estaba afuera, con la puerta
abierta, esperando por ellos para irse a su viaje de bodas. Corrió a
despedirse de su hermana, apresurándolos para evitar una tragedia. Cuando
parecía que estaba a punto de conseguirlo, unas fuertes pisadas resonaron a
su espalda; cerró los ojos, preparándose para lo peor.
—¡Hija!
El grito de lady Emily la hizo abrirlos. La duquesa de Grafton estaba
desmadejada en brazos de su esposo. Otra vez.
—¡Envía al médico a mis aposentos, madre! —ordenó su excelencia
mientras atravesaba el vestíbulo hacia las escaleras, con lady Emily, la
marquesa de Bristol y lady Isobel tras él.
La duquesa movió la cabeza, indicándole con el gesto a su doncella que
fuera a cumplir con el pedido de su hijo. Luego puso su mejor sonrisa y
despidió a los invitados que permanecían por ahí. Cuando el vestíbulo
quedó vacío se dio cuenta de que no todos se habían ido, todavía quedaba
uno… el menos grato.
—Tal parece, excelencia, que el ducado tendrá pronto su preciado
heredero —comentó burlón. Estaba recargado de la chimenea, junto al
cuadro del anterior duque que reposaba encima de esta.
La duquesa viuda sufrió un espasmo al verlo. De cerca, el parecido era
asombroso. Por un instante se vio transportada al pasado, a ese salón de
baile donde viera por primera vez a su difunto esposo. El mismo cabello
abundante, tan oscuro como el chocolate. El rostro de recias facciones, la
mandíbula cuadrada y la pequeña hendidura en la barbilla. Incluso la
sonrisa, esa que tantos suspiros arrancó entre las damas casaderas, era igual.
—¿Qué sucede, duquesa? ¿Acaso vio un fantasma? —Aidan dejó su
posición junto a la chimenea y se acercó a la mujer, que permanecía estática
en medio de la estancia.
—¿Qué hace aquí? ¿A qué ha venido? —preguntó lady Grafton,
sobreponiéndose a la impresión de ver al hijo bastardo de su marido.
—Vine por lo que es mío.
La fiereza en su voz la hizo tambalearse, solo el orgullo impidió que se
desvaneciera frente a él.
—¿Ha perdido el juicio? —replicó a media voz, consternada.
—Estoy en mi derecho y no permitiré que su hijito se lo quede —
masculló él, su mirada irradiaba tal determinación que la duquesa viuda
realmente temió que lo cumpliera.
Aidan casi sonrió ante la mirada atemorizada de la dama. Era obvio que
hablaban de cosas distintas, pero no sería él quien se lo dijera; un poco de
agobio no le haría mal a la pérfida mujer.
—¡Está loco! No permitiré que un bastar…
—El médico, su excelencia —anunció la doncella, cortando el insulto
preferido por la mujer para dirigirse a él.
La duquesa viuda recibió con alivio la llegada del médico del castillo,
deseosa de alejarse de su indeseado visitante.
—Acompáñeme, por favor. —Lady Grafton extendió el brazo,
indicándole al galeno el camino a las escaleras; este la siguió después de
ejecutar la reverencia de rigor.
Aidan se quedó parado en medio del vestíbulo. Miró a su alrededor,
observando la opulencia de los Grafton. La enorme chimenea que, bien
sabía él, podía calentar toda la estancia en invierno. Los tapices con escenas
de batallas y cacerías colgados en las paredes. Las velas de cera de abeja y
los candelabros de oro. Miró hacia abajo, a la pesada alfombra traída de
tierra santa por el abuelo del anterior duque.
Un recuerdo restalló en su mente, igual que un relámpago que alumbra el
cielo, este iluminó sus oscuras memorias.
Él, echado sobre la alfombra, escondido debajo del sillón y los gritos de
la duquesa viuda reclamándole al duque su traición.
La oscuridad empezó a envolverlo, el odio rasgó su corazón tal como un
rayo lo hace con el cielo. Apretó las manos en puños en un intento por
contener la ira que comenzaba a fluir en él. Miró el lugar por el que la
duquesa viuda desapareció minutos atrás, esas escaleras que conducían a los
aposentos de la familia y que nunca le fueron permitidos, un derecho que
siempre le fue negado.
Casi sin ver caminó hacia allá, dispuesto a irrumpir en la habitación ducal
y enterar a todo el mundo de su clandestina relación con la actual lady
Grafton. Él, el desterrado hijo bastardo del anterior duque, iba a cobrarse de
una sola vez todas las humillaciones sufridas a manos de todos ellos.
—¡Capitán! —Alguien lo llamó desde la entrada del castillo, pero él no
hizo caso, siguió su camino escaleras arriba.
—¡Capitán, espera! —Lo llamó una segunda voz—. ¡Capitán! —insistió
y él no tuvo más remedio que darse la vuelta para mirar al Cuervo, su
segundo al mando.
—¡Maldita sea! —vociferó mientras bajaba los escalones de dos en dos
—. ¿Qué pasa? ¡Y más vale que sea importante! —amenazó a los hombres
que lo esperaban al pie de estas.
El Cuervo era un hombre pequeño en comparación con los más de metro
noventa de Aidan, sin embargo, lo que le faltaba en tamaño lo compensaba
con inteligencia y agilidad. El mote se lo debía a su nariz corta y ganchuda,
similar al pico del ave.
—Es Sombra, fue apresado por unos guardias y llevado al calabozo. —El
que respondió fue el Bardo, llamado así por su gusto por la poesía y los
cuentos antiguos.
—¡Infiernos! ¿Acaso ese idiota no sabe hacer otra cosa que meterse en
problemas? —resopló exasperado—. Avísenle al señor Ferguson, él sabrá
qué hacer. —Se refirió al hombre que siempre los sacaba de los líos legales
cuando estaban en esos lares.
—Ya fue la Rata a avisarle —respondió el Cuervo, hablaba de otro de los
hombres bajo el mando de Aidan.
—En cuanto termine mis asuntos iré. —Se dio la vuelta para subir las
escaleras, pero las palabras del Bardo lo hicieron detenerse.
—Van a colgarlo.
Una letanía de improperios no aptos para los oídos de ninguna dama,
salió de su boca. Ese maldito acababa de echarle a perder sus planes de
venganza. Sin embargo, no podía dejarlo a su suerte. Sombra ha estado con
él desde sus inicios, cuando apenas era un imberbe mozalbete que lavaba la
cubierta del barco donde ambos “trabajaban”.
—¡Vamos pues a salvarle el pellejo a ese imbécil! —masculló irritado
por tener que posponer su ansiada vendetta.
Salió del castillo con el Cuervo y el Bardo pegados a sus talones. El
ostentoso carruaje en el que llegó no le servía de nada ahora, muy útil para
esconder una mujer secuestrada, pero inservible cuando de velocidad se
trataba. En ese momento necesitaba la rapidez que solo una montura podía
proporcionarle.
—Tendremos que desengancharlos —dijo con la mirada puesta en los
arneses y aparejos del carruaje. Tarea a la que se entregaron enseguida.

Isobel abandonó la habitación ducal con el llanto atorado en la garganta.


Le era imposible soportar la preocupación y ternura que lord August
prodigaba a su esposa. Y pensar que lady Amelie estaba pensando en
fugarse con ese rufián.
¿Cómo podía preferirlo por encima de August?
Negó con la cabeza, contrariada por la miríada de emociones que la
situación le provocaba.
Recargada de la pared del pasillo recordó de súbito a la amenaza que dejó
suelta en el salón. Asustada por las consecuencias de su descuido, corrió
hacia las escaleras sin importarle la falta de decoro del acto.
Cuando llegó el vestíbulo, con el pecho agitado y la respiración alterada,
casi había olvidado lo que sucedía en los aposentos ducales. El nerviosismo
se apoderó de ella al encontrar el lugar vacío, sin rastro del hombre.
«Señor, que no cometa una locura», rogó en silencio mientras recorría los
pasillos de la planta baja en busca del individuo para asegurarse de que ya
no estuviera en la propiedad; no estaría tranquila hasta tener la certeza de
que el peligro había terminado.
Por fin, por una de las ventanas que daba al área de establos, lo vio
montar a caballo con una agilidad que ni siquiera lord August tenía.
Un inmenso alivio la inundó al percatarse de que se iba.
Se apresuró a salir por una de las puertas laterales para interceptarlo
cuando pasara por ahí. Ahora que se marchaba, solo le quedaba una cosa
por hacer.
Aidan frenó bruscamente su montura. El incordio rubio que tuvo pegado
toda la mañana acababa de salirle al paso de la nada. Si no fuera un jinete
experimentado podría haberla arrollado.
—¿Acaso está loca? —reclamó tragándose las maldiciones que le
gorgoriteaban en el pecho.
—Su palabra, señor —dijo ella, sin tomar en cuenta su reclamo.
—¿Qué?
—Deme su palabra de que… que olvidará este penoso asunto y… no
volverá —exigió lady Isobel con toda la entereza que pudo, manteniéndole
la mirada a pura fuerza de voluntad.
—Pide mucho, ¿no cree? —Aidan esbozó una sonrisa, a pesar de todo, le
divertían los intentos de la monjita por salvarle el pellejo a su hermana.
—El Señor sabrá recompensar su generosidad —argumentó ella con voz
suave, en un intento por apelar a su lado piadoso.
Aidan se inclinó un poco sobre la montura, lo suficiente para quedar a la
altura de su rostro.
—El Señor del que habla nunca me ha dado nada, ¿por qué habría de ser
distinto ahora? —preguntó con su mirada cobalto fija en la de ella.
—Toda buena acción...
—Las buenas acciones se las dejo a personas como usted —interrumpió
él al tiempo que se enderezaba sobre el caballo—, que todo se les ha dado y
nunca han tenido que pelear para conseguir nada.
—Por favor… —Lady Isobel se acercó un paso y tomó las riendas con
una mano para impedir que se fuera—, se lo ruego… August no merece…
—¡Quítese! —La rudeza de su tono hizo que la dama pegara un respingo,
pero no le importó. Le fastidiaba que velara tanto por el imbécil ese. Y más
le fastidió que lo nombrara con tanta familiaridad.
—¡No! —medio gritó ella, no podía dejarlo ir sin antes asegurarse de que
no intentaría ninguna locura—. Su palabra, necesito su…
Aidan desmontó de un salto.
Lady Isobel retrocedió un paso, asustada por la inesperada maniobra.
—¿Y qué obtengo yo? —Se acercó a ella hasta el punto de rozar sus
faldas con las rodillas.
—El Señor…
—Perdí una esposa —interrumpió él, su cabeza inclinada sobre la de la
muchacha—, ¿acaso su Señor me dará otra? —preguntó con un tono
insinuante al tiempo que deslizaba la yema de su dedo índice por la quijada
de la dama, comprobando así lo que se preguntara en el jardín. Sí, la piel de
la monjita era suave.
Lady Isobel quiso alejarse, pero los movimientos nerviosos del caballo la
tenían acorralada.
—Por favor —rogó ella, sin saber si lo hacía para obtener una promesa o
para escapar de su inquietante toque.
El carruaje en el que Aidan había llegado apareció tras él, tirado por un
solo caballo, el Cuervo y el Bardo en sus respectivas monturas custodiaban
al cochero.
Maldiciendo entre dientes la capacidad de la mujer para distraerlo, Aidan
tomó las riendas y de un ágil salto volvió a trepar a su montura.
—¡Quítese! —exigió ya sobre el animal, la presencia de sus hombres
acababa de recordarle la importancia y urgencia de su partida.
—¡Prométalo! —rebatió lady Isobel acercándose, mirándolo desde abajo.
Aidan observó el rostro pálido y de facciones dulces de la que pudo haber
sido su cuñada y por un instante se preguntó cómo habría sido conocerla a
ella primero.
¿Habría claudicado a sus intentos de seducción? ¿Qué pasaría si lo
intentaba ahora?
Por segunda vez se preguntó hasta dónde estaría dispuesta a llegar para
impedir que su amorío con la ramera se supiera. La idea de tenerla a su
merced le aceleró los latidos.
—¡Capitán! —lo llamó el Cuervo desde su posición junto al carruaje,
sacándolo de sus nada castos pensamientos.
—¡Infiernos, mujer! ¡Lo prometo! —exclamó fastidiado por el extraño
influjo que la monjita obraba en él—. ¿Contenta? —cuestionó inclinándose
sobre la montura para mirar su rostro más de cerca.
Lady Isobel soltó las riendas y se apartó del camino.
—Gracias —respondió, sus manos unidas sobre el pecho, la mirada
brillante por lágrimas no derramadas. Tal parecía que toda la tensión vivida
buscaba un escape a través de esas gotas saladas.
Aidan vio la sonrisa agradecida de ella y el influjo sobre él se volvió más
intenso, olvidándose incluso de la sentencia de muerte que pendía sobre su
amigo. Agitó la cabeza para deshacerse de la bruma en que ella comenzaba
a envolverlo. Sin responder a su sentido agradecimiento, espoleó su
montura, alejándose del castillo entre una nube de polvo.
Lo que lady Isobel no sabía era que Aidan jamás daba nada sin recibir
algo a cambio.
Capítulo 4

El viaje de bodas de los duques de Grafton fue suspendido. Su


excelencia, lady Grafton, estuvo indispuesta por varios días y lord Grafton
decidió postergarlo hasta que su flamante esposa estuviera en condiciones
de hacer un viaje tan largo.
Lo que el duque no sabía era que lady Grafton no tenía absolutamente
nada. Todos sus malestares no eran más que una excusa para permanecer en
la propiedad, pues tenía la firme intención de huir con Aidan en cuanto se
presentara la primera oportunidad. Sin embargo, para su total desilusión, el
susodicho no volvió a aparecer después de la boda, efectuada casi una
semana atrás.
Al principio creyó que estaba siendo cauteloso, quizá buscando la manera
más segura de llegar a ella, pero fue su hermana la que le informó que él no
volvería. Al escucharla hablar sobre la promesa que le hizo, experimentó un
dolor mayor que cuando se enteró de su supuesta muerte. No podía creer
que hubiese renunciado a ella así, sin más. Ellos se amaban, le dio licencias
sobre su cuerpo que no le había dado a nadie más, incluso estuvo a punto de
perder su virtud con él la última vez que se vieron en Londres.
No. Él no podía abandonarla, así como así, desechándola igual que a una
mula vieja. Mucho menos ahora que irrumpió en su vida cuando ya se había
hecho a la idea de que sería con el duque con quien experimentaría la
culminación de todos los preámbulos que vivió con él. Señor, ¿qué iba a
hacer cuando ya no pudiera apelar a su supuesta debilidad y August le
exigiera sus deberes conyugales? Tembló de solo pensarlo, no se sentía
capaz de cumplirle como esposa.
—Querida. —El duque entró a la habitación sin llamar y el temblor de su
cuerpo aumentó.
Agradeció en sus adentros que fuera de día, pues este no reclamaría sus
derechos mientras el sol alumbrara en el cielo. O eso esperaba.
Lord Grafton se acercó a la cama donde su esposa llevaba guardando
reposo toda la semana. El rostro del duque mostraba auténtica preocupación
por la salud de su duquesa. Le aterraba que de un momento a otro
aparecieran las fiebres, terrible enfermedad que podía tomar a cualquiera
para entregarlo al Creador.
—¿Cómo te sientes? —preguntó tomándola de la mano.
—Mucho mejor —respondió ella, sonriente.
Necesitaba aparentar mejoría o no le permitirían levantarse de esa cama.
No podía seguir encerrada entre cuatro paredes, no podía continuar así,
necesitaba salir, buscar a Aidan. Alguna manera debía encontrar para
hacerlo.
—He estado muy preocupado por ti. Todos lo han estado —comentó el
duque—. Lady Emily ha rezado todos los días por tu pronta recuperación
—agregó.
—Llámala, quiero verla —pidió sin perder la sonrisa.
Era tan solo una excusa para no estar a solas con él. Desde que volviera a
ver a Aidan, los rasgos suaves, casi angelicales, de su esposo le resultaban
chocantes. Antes de eso llegó a creer que podría enamorarse de él, incluso
sentía cierto cariño por él, sin embargo, no era suficiente. A Aidan lo
amaba.
El duque jaló un cordón que colgaba cerca de la cama; en pocos
segundos una doncella salió de la salita privada de la duquesa y se acercó al
lecho de esta.
—Por favor, dile a lady Emily que lady Grafton solicita su presencia.
La doncella hizo una reverencia y enseguida salió a cumplir la orden del
duque.

En St. Michael's Mount, lady Isobel no podía dejar de pensar en lo que


podría estar ocurriendo en Grafton Castle. Todos los días los pasaba en
zozobra, temerosa de que el señor Aidan no cumpliera su promesa.
¿Y si solo fingió aceptar para poder marcharse? ¿Y si iba de nuevo a
Grafton Castle?
Señor, si lo hacía estaba segura de que su hermana no se negaría. Se iría
con él sin mirar atrás y August quedaría destruido.
Esto último era lo que más la angustiaba. En más de una ocasión —con la
excusa de la mala salud de su hermana—, estuvo a punto de pedirle a sor
María licencia para salir de la congregación e ir a visitarla.
Después de la ceremonia de matrimonio se había quedado un par de días
en el castillo, atenta a lo que sucedía, vigilante, dispuesta a truncar los
planes de fuga de su hermana al costo que fuera. Jamás permitiría que
cometiera la locura de huir con ese hombre. Sin embargo, la preocupación y
muestras de afecto que lord August prodigaba a lady Amelie la mataban un
poco cada vez. Era demasiado para su terco corazón, máxime sabiendo que
su hermana no las merecía. Por eso, al tercer día agradeció la hospitalidad
de la duquesa viuda, se despidió de todos y regresó a la seguridad que el
antiguo monasterio le ofrecía. Aun así, no podía evitar pensar en el asunto.
Esa tarde, como todas las demás, se retiró a su lugar preferido de la isla
acompañada de su pequeño clan, como les llamaba ahora a los niños del
orfanato. Por ese día, ya había cumplido con todas sus obligaciones.
A su regreso de Grafton Castle no retomó el ritmo que llevaba antes,
entendió que por mucho que se matara trabajando no olvidaría que lord
August era ahora el esposo de su hermana. Era un hecho innegable e
irreversible, un vínculo que solo la muerte podía disolver. Y ella jamás
desearía la muerte de lady Amelie.
En lugar de pasar más tiempo en la cocina decidió invertir sus energías
en instruir a los niños que vivían ahí. Sin embargo, no era tan fácil como
parecía. Necesitaba utensilios que costaban muchas monedas y conseguir
esos fondos era más difícil aún. La gente acomodada tenía la idea de que la
clase baja no necesitaba aprender a leer ni escribir, eran personas cuyo
único propósito era servirles. Incluso era poco frecuente que las mujeres
aristócratas aprendieran más allá de las actividades que se consideraban
propias de su sexo. El estudio de las letras y los números era destinado casi
en exclusiva a los hombres de la aristocracia, no obstante, era más probable
ver a un hombre de la clase trabajadora alfabetizado que a una mujer. Y era
por ello que deseaba con el alma ayudar a esos chiquillos que había
aprendido a querer.
Esa tarde, los niños estaban especialmente callados, sin el bullicio con
que siempre interrumpían la lectura cada tanto así que terminó el cuento en
menos tiempo. Apenas eso sucedió, los niños se despidieron de ella entre
abrazos y gritos. Mientras los miraba alejarse, el deseo de enseñarles lectura
y escritura le provocó un dolor en el pecho.
—Quizás August pueda ayudarme —murmuró en medio de un suspiro.
—No codiciarás al hombre de tu hermana. —Sobresaltada, lady Isobel
volteó a su izquierda, de donde procedía la voz.
Recargado sobre un árbol estaba el señor Aidan.
Vestía calzas y botas negras, una camisa blanca que llevaba abierta de la
parte superior y un chaleco negro sin cerrar. Su melena castaña estaba suelta
y rozaba sus hombros.
«Parece un pirata», pensó ella con la vista fija en la argolla que pendía de
la oreja izquierda del hombre.
—Está pecando en pensamiento, hermana. ¿Qué va a decir el Señor? —
Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, una sonrisa burlona perfilaba sus
labios.
Lady Isobel unió las manos sobre su regazo y regresó la mirada al azul
del océano. La respiración se le aceleró desde el momento en que escuchó
su voz. Ese hombre tenía la habilidad de alterarla tan solo con su presencia,
pero cuando hablaba sentía temblores por todo el cuerpo, reacciones que no
lograba entender. Lo miró de reojo, ¿desde cuándo estaba ahí observándola?
Respiró hondo, tomando valor para hablarle.
—En realidad… dice: “No codiciarás la mujer de tu prójimo” —
respondió ella, todavía con la mirada al frente. Pasados unos segundos lo
miró para decirle—: Confío en que guardará este mandamiento y honrará su
promesa.
—Siempre cumplo mis promesas. —Aidan se apartó del árbol y camino
hacia ella.
—Gracias. —Lady Isobel sintió que la tensión que llevaba a cuestas se
diluía un poco.
—Me ha timado, ¿sabe? —Aidan se sentó junto a la dama, subió el pie
izquierdo a la banca y puso el brazo sobre la rodilla en una pose totalmente
indecorosa.
Lady Isobel se levantó como si la banca de piedra la quemara. Se retiró
un par de pasos, asegurándose de mantener una distancia prudente entre
ambos.
—No me la voy a comer —repuso él, burlón.
—Debo volver a mis labores. Le agradezco que mantenga su palabra. —
Hizo una pequeña venia y se fue por el mismo sendero que los niños sin
darle tiempo a decirle nada más; entre menos trato tuviera con él, mejor.
Aidan la observó mientras se alejaba, preguntándose por enésima vez si
sería tan buena e inocente como aparentaba. Estuvo observándola a
hurtadillas desde el instante en que llegó rodeada de chiquillos. Fue testigo
de la dulzura con que trataba a cada uno, incluso su tono de voz —de por sí
suave—, se dotaba de una ternura que hacía que todos la miraran
embelesados, deseosos de ser el objeto de sus atenciones. Y cuando sonreía,
sus oyentes lo hacían también; como si su sonrisa fuera el timón que dirigía
sus emociones.
Recordó su rostro cuando accedió a olvidar el asunto de la ramera y el
duque, la mirada agradecida y su sonrisa sincera, esa que tuvo el poder de
casi hacerle olvidar su nombre.
Sacó un puro del interior de su chaleco y lo encendió.
Al principio no tenía intención de cumplir la promesa que le hizo, estaba
decidido a cobrarse la afrenta a cualquier costo. Y si en el camino podía
divertirse con la monjita, no se iba a hacer del rogar.
Esos días los dedicó a arreglar la situación de Sombra, al que logró salvar
de la horca por los pelos. El hombre ahora era un fugitivo que no podría
volver a Cornualles en un buen tiempo, por lo menos hasta que se aclarara
la muerte del borracho con el que se peleó en una taberna y que apareció
muerto a un lado del camino. Sin embargo, a pesar de la importancia del
asunto, no pudo evitar que sus pensamientos se desviaran cada tanto hacia
la joven dama que acababa de huir de su presencia.
Con cada calada que daba al puro, la idea —a la que llevaba dándole
vueltas desde que abandonara el castillo una semana atrás—, le iba
pareciendo más atractiva.
Rato después, cuando el puro casi se terminaba, la campanada que
anunciaba las vísperas resonó en toda la isla. Echó una mirada al sol que
comenzaba a perderse sobre las aguas del mar y después de dar una última
calada se levantó para irse, pero antes haría una visita a sor María.

En Grafton Castle, el duque se despedía de su madre y esposa. Partía esa


mañana a Londres, pues asuntos inaplazables lo esperaban en la ciudad.
Deseaba llevar a lady Grafton con él, sin embargo, esta continuaba
indispuesta, a pesar que desde hacía varios días daba largos paseos por los
alrededores, alegaba que no se sentía del todo repuesta.
—Mi estancia en Londres será eterna sin ti. —Lady Amelie cerró los ojos
sintiéndose un poco culpable, estaba pegada al cuerpo de su esposo en un
abrazo.
—También te extrañaré, querido —dijo a su marido, cumpliendo con lo
que se esperaba de ella.
Después de despedirse de su madre, el duque finalmente se fue.
Ese día, lady Grafton se quedó en el castillo, deambulando por los
jardines y tomando té en sus habitaciones; no quería levantar suspicacias en
la duquesa viuda. Sin embargo, al día siguiente salió a media mañana
acompañada de su doncella, la que trajo con ella de Bristol y que era de su
total confianza, no la que le proporcionaron en su nuevo hogar.
—Milady, por favor, regresemos —rogó la doncella mientras la seguía
por las calles del pueblo pesquero.
A su alrededor, un montón de casas de madera con techos de paja y
senderos de tierra que ensuciaban el bajo de sus faldas, contrastaban con la
opulencia en la que vivía en Grafton Castle.
—No insistas, Prudence. —Lady Amelie no disminuyó su marcha, por el
contrario, sus pasos se volvieron más enérgicos.
La doncella, que para su mala suerte compartía nombre con la duquesa
viuda, la siguió en silencio, resignada a cubrir una vez más las escapadas de
su señora; tal como hizo dos años antes cuando mantuvo una relación
clandestina con ese rufián.
Se dirigían al embarcadero. Su excelencia tenía la esperanza de encontrar
alguna información sobre el paradero de Aidan. Por sus pláticas de antes
sabía que tenía una casa cerca de ahí, la cual rara vez habitaba pues prefería
quedarse en el camarote de su barco.
Una sonrisa perfiló su boca al recordar la embarcación y las tardes que
pasó junto a él, haciéndose promesas.
«Pronto, mi amor, pronto haremos realidad nuestros sueños», caviló, su
sonrisa agrandándose a la par de sus esperanzas.
Aidan estaba inclinado sobre una palangana de barro, tenía el torso
descubierto y la cara parcialmente cubierta de espuma; deslizaba por su
mandíbula —de arriba hacia abajo—, la hoja de un cuchillo.
Así lo encontró lady Amelie, después de que el Bardo —uno de los
hombres de Aidan—, le indicara donde hallarlo. Verlo ahí de pie, con el
torso desnudo, le hizo recordar los momentos compartidos en el pasado.
—Aidan —lo llamó desde la puerta abierta, sin privarse de mostrar en su
voz el anhelo que sentía por él.
El aludido continuó afeitándose, ignorando a propósito la presencia de la
dama.
—Aidan, mi amor, estoy aquí. —Lady Grafton entró en la pequeña
cabaña.
El cuerpo le temblaba de anticipación, deseosa de volver a sentir la boca
de él sobre la suya, sus manos grandes y firmes acariciándola de esa manera
que la hacía desear ir más allá.
Aidan apreció sobre su espalda el roce del encaje que cubría la mano de
la duquesa y apretó los dientes. Su maldito cuerpo traidor recordaba con
toda nitidez lo que era sentir esa piel sin nada de por medio. Sin embargo,
se mantuvo impasible, sin demostrarle lo que su contacto todavía le
provocaba.
—¿A qué debo el honor, duquesa? —La miró a través del espejo,
provocándole escalofríos con la intensidad de su mirada.
Lady Grafton miró al suelo, dolida por el frío recibimiento del hombre.
—Vine por ti, para decirte que te amo… —Aidan comenzó a reír y lady
Amelie calló.
—¿Amarme? Por favor, duquesa, no ofenda mi inteligencia.
—¡Es la verdad! —exclamó ella, acercándose un paso para abrazarlo por
la espalda.
Aidan sintió los brazos de ella rodear su cintura, las manos sobre su
abdomen, la mejilla femenina sobre su espalda…
Hastiado, quitó los brazos de la mujer de su cuerpo.
¡Maldito fuera si permitía que lo embaucara otra vez!
—Y por eso te casaste con el primero que te propuso matrimonio —
espetó él, dándose la vuelta, todavía con el cuchillo en la mano.
Lady Amelie retrocedió un paso al ver el arma.
—¡Creí que estabas muerto! —gritó desesperada sin saber qué otra cosa
hacer.
—¿Qué hace visitando a un fantasma entonces? —cuestionó, burlón.
—Por favor, Aidan, déjame explicarte. Yo te amo, estoy dispuesta a…
—¿A qué, excelencia? —interrumpió él, acercándose a ella,
intimidándola con su estatura, con la fuerza de su mirada.
Lady Amelie no lo soportó más y se aferró a los hombros desnudos de
Aidan, la cercanía de él seguía causándole el mismo cosquilleo que la llevó
a sostener una relación secreta con él. Subió los brazos y rodeó el cuello
masculino con ellos, pegándose a él, rozándolo con su cuerpo e
importándole nada que tuviera media mandíbula llena de espuma.
—A lo que sea que exijas de mí —respondió ella, su aliento estrellándose
contra la boca que tantas veces recorrió su piel.
Aidan bajó la cabeza, casi uniendo sus labios a los femeninos; una
sonrisita asomaba en su boca. Enlazó el brazo derecho a la cintura de la
duquesa, apretándola contra él; lady Grafton jadeó y ansiosa buscó la boca
de Aidan.
Él se dejó hacer.
Segundos después, cuando solo el sonido de sus respiraciones agitadas se
escuchaba en la habitación, Aidan rompió el contacto de sus labios.
—Pudimos tener una buena vida —dijo él, acariciándole la garganta con
la punta del cuchillo, su otra mano estaba detrás del cuello de la dama.
El pecho de la duquesa subía y bajaba a un ritmo frenético, en
consonancia con el de sus latidos. Tenía la mejilla derecha embarrada de
espuma y los labios inflamados a causa del beso que acababa de compartir
con Aidan. Su mirada brillaba, rebosante de ilusión.
—Todavía podemos —repuso ella, sonriente. Quiso reanudar lo que
segundos atrás él terminó, pero la frase de él la detuvo a medio camino de
la boca masculina.
—Desposaré a su hermana.
Capítulo 5

«Desposaré a su hermana», las palabras de él rebotaron en sus


pensamientos, aturdiéndola.
Aidan la soltó de pronto y ella se tambaleó, más por lo dicho por él que
por la falta de apoyo.
—¿A Isobel? —preguntó la duquesa a media voz, sin poder creerlo.
—¿Tiene otra hermana acaso? —repuso burlón, volviéndose hacia el
aguamanil para retomar su afeitado.
—Pero… pero… ¡Ella es monja! —susurró para sí, incrédula, su mirada
clavada en el piso de tierra.
—Aún no toma los votos; tal como ella misma se encargó de aclararme.
Aidan se abstuvo de decirle que la congregación de sor María no estaba
reconocida en suelo inglés como una orden religiosa, por lo que tal vez los
votos no tuvieran el peso de la iglesia. Eso era cosa que a la arpía no le
incumbía.
—¿Qué? —Levantó la cabeza para mirarlo a través del espejo.
Aidan estaba quitándose los restos de espuma con el agua de la
palangana.
—Es hora de que se marche, lady Grafton. —Tomó su camisa y, mientras
se quitaba el exceso de humedad con esta, espetó—: Podría comprometer su
reputación —dicho esto salió de la cabaña.
Lady Amelie no se movió. Se sentía extraviada, como una barcaza que va
de aquí para allá, impelida por el viento.
¿Aidan iba casarse con Isobel? ¿Con la inocente e ingenua Isobel? No, de
ninguna manera, no iba a permitirlo. No dejaría que le arrebatara a Aidan.
Airada se dio la vuelta para salir del lugar cuanto antes.
Aidan, sentado bajo la sombra de un árbol a pocos metros de la cabaña,
escuchó el golpe de la vieja puerta y supo que su indeseada visita acababa
de irse. Ahora, con la cabeza fría y el cuerpo lejos del influjo sensual de
lady Amelie, se dio cuenta de su torpeza.
—Imbécil —masculló entre dientes.
Más tardaría él en vestirse que la mujerzuela en ir a reclamarle a la
hermana. Apresurado regresó a la cabaña, se puso ropas “decentes” y se
fue, dispuesto a ganarle el brinco a lady Grafton para evitar que le echara a
perder los planes.

Lady Isobel estaba en la cocina, ayudando en la preparación de la comida


cuando una de las hermanas le informó que Sor María requería su
presencia. Extrañada se quitó el mandil que usaba para no ensuciarse el
hábito, se lavó las manos y se puso lo más presentable posible. Uno no
podía apersonarse frente a la rectora en malas trazas, así hubiera estado
alimentando a los cerdos debía cuidar su apariencia.
Mientras caminaba por el pasillo que daba a la oficina de sor María,
buscó en sus recuerdos algún motivo para la petición de la religiosa. En las
semanas que llevaba ahí, solo la mandó a llamar una vez, cuando le entregó
el mensaje de lord Grafton poco antes de la boda. Se preguntó si acaso hizo
algo mal sin darse cuenta. Era muy diligente en las tareas que le tocaba
realizar, nunca se quejaba y siempre estaba dispuesta a ayudar si se
precisaba.
Rodeó un pilar y se encontró de frente con el pasillo que conducía a la
habitación que fungía como oficina. En el camino se cruzó con un par de
hermanas que la saludaron con un disimulado movimiento de la cabeza,
correspondió el gesto con una pequeña sonrisa que enseguida borró de sus
labios, el motivo del llamado de sor María seguía dándole vueltas en la
cabeza.
Frunció el ceño.
No recordaba haber tenido ninguna desavenencia con ninguna hermana
de la congregación, así que tampoco podía ser eso. La preocupación que
sentía desde que le informaron que la rectora deseaba verla, se desvaneció
un poco al no encontrar nada que pudiera ser digno de una amonestación.
A menos que…
El encuentro con el señor Aidan apareció en su memoria.
Ninguna mujer tenía permitido entrevistarse a solas con un hombre y una
a punto de dedicarse al servicio del Señor mucho menos.
Tembló. Aunque no supo si por el recuerdo o las posibles consecuencias.
«¿Nos habrá visto alguien?», se preguntó en silencio, a punto de
santiguarse, pero una voz que conocía muy bien le llegó nítida desde la
oficina de sor María.
—Amelie —musitó.
¿Estaría Lord August también?
Ralentizó un poco sus pasos, dándose un tiempo para calmar los
acelerados latidos de su necio corazón. La perspectiva de ver al dueño de
estos, era suficiente para que su ritmo cardiaco se le desbocara. Su
decepción no fue poca cuando llegó a la puerta abierta y solo vio a sor
María tras su mesa y a lady Amelie sentada frente a ella en una de las sillas
para visitas.
«Es mejor así», se consoló, tragándose la desilusión.
—Pasa, Isobel —la invitó sor María en cuanto la vio bajo el dintel—.
Lady Grafton ha traído un generoso donativo para nuestros niños —informó
la religiosa con una cálida sonrisa—. Lo único que pidió a cambio fue
abrazar a su hermana, y, como comprenderás, sería una grave falta negarme.
Lady Isobel se acercó a lady Amelie, que acababa de levantarse, sin
embargo, ella no percibió ningún deseo en su hermana de prodigarle
muestra de afecto alguno. Por el contrario, avistó un deje de hostilidad en la
mirada ambarina de ella.
—Las dejaré un momento. —Sor María se levantó y abandonó la
estancia en silencio.
Lady Isobel se dirigió a la silla vacía junto a su hermana, acomodándose
en esta con recato.
—¿Cómo te sientes, Amelie? —preguntó mientras su hermana se
sentaba, dispuesta a romper un poco la tensión que percibía—. Madre me
contó que estuviste varios días en cama.
—Excelencia —corrigió la duquesa, al tiempo que ordenaba un poco sus
faldas. Lady Isobel la miró desconcertada por lo que se vio en la necesidad
de aclarar—: ahora soy lady Grafton, una duquesa y esa es la manera en que
debes dirigirte a mí.
El tono duro y despectivo usado por lady Grafton la lastimó mucho más
que el recordatorio de su matrimonio con lord August.
¿Qué le pasaba a Amelie? ¿Por qué la trataba de esa manera?
Agitó la cabeza, negando; juntó las manos sobre su regazo, acción que
realizaba cada vez que algo perturbaba su paz interior.
—Resultaste más lista de lo que creí —agregó lady Grafton,
observándola de pies a cabeza.
Lady Isobel la miró sin comprender.
—Por eso no quisiste ayudarme, ¿verdad? —continuó la duquesa—. Lo
querías para ti, zorra oportunista —siseó.
Lady Isobel ahogó un jadeo ante las horribles palabras de su hermana. Se
levantó dispuesta a irse, no pensaba quedarse a escuchar los insultos sin
sentido de esta.
—¿A dónde vas? —Lady Grafton la tomó del brazo, a la altura del codo,
antes de que pudiera dar un paso para salir del lugar.
—Suéltame, Amelie.
—Soy la duquesa de Grafton…
—Entonces compórtese como tal. —El tono acerado con que esas
palabras fueron pronunciadas sobresaltó a ambas.
Parado en la puerta, que sor María dejó abierta cuando salió, estaba
Aidan.
Lady Isobel dio un paso atrás, la fiereza que se vislumbraba en el rostro
de Aidan la atemorizó. ¿Qué hacía él ahí?
—¿Le tienes miedo, hermanita? —canturreó lady Grafton, su agarre se
apretó, lastimándola—. ¿Y cómo pretendes casarte con él? ¿O acaso
planeas vivir en casas separadas?
—¿Qué? —Lo que pretendía ser un grito asombrado no fue más que un
murmullo sin fuerza.
Miró a Aidan, buscaba en él una explicación al comportamiento
irracional de su hermana.
¿Qué era ese disparate sobre casarse?
¡Por amor al Señor, ella iba a ser monja!
¡Y ni siquiera le caía bien a ese hombre!
—Te advierto que sus apetitos no son fáciles de complacer —continuó la
duquesa sin prestar atención al susurro de lady Isobel, ajena a la marea de
pensamientos que inundaban la mente de esta—. Y menos para una
santurrona como tú. ¡Hipócrita! —le gritó entonces, sin importarle si
alguien más la escuchaba.
Fue esa última palabra la que sacó a lady Isobel de ese sopor en el que
parecía haberse sumido desde que su hermana comenzara a decir tonterías.
Se soltó del agarre de esta de un tirón.
La dama Wilton se llevó una mano al brazo sin poder evitar una mueca
de dolor. Aidan caminó hasta ella sin emitir ni una palabra, la tomó del
brazo que momento antes lady Grafton tenía apresado y con delicadeza
acarició la zona afectada que, bajo la tela de la manga, estaba seguro ya
debía estar enrojecida.
—¿Está bien, sor Magdalena? —preguntó con voz suave, un tono que ni
siquiera lady Grafton había escuchado antes.
—No es nada —respondió ella al tiempo que se deshacía de la caricia del
hombre.
No era correcto que la tocara con tanta familiaridad, ¿y qué era eso de sor
Magdalena? Si no estuviera tan desconcertada por el comportamiento de su
hermana, lo habría corregido respecto a su nombre.
Sin embargo, la duquesa no terminaba todavía. La preocupación de
Aidan por lady Isobel le dolió en lo más profundo y ese tono tan suave que
hasta tierno sonó…
—Te salió muy bien, ¿no, Isobel?
Aidan desvió la mirada del brazo de lady Isobel al rostro lleno de odio de
la duquesa. Estaba a punto de replicar con un nada agradable argumento
cuando las campanadas que anunciaban la nona[8] retumbaron por toda la
isla.
Lady Isobel nunca antes agradeció tanto las campanadas que avisaban el
momento de retirarse a su celda para las oraciones.
—Es hora de la misericordia, permiso. —Huyó de la estancia sin mirar
atrás.
Apenas la dama salió, Aidan se giró hacia la mujer con la que alguna vez
pensó desposarse.
—Escúcheme bien, duquesa. —La última palabra, más que un título,
sonó como insulto en labios de Aidan—. La próxima vez que la vea
incordiando a mi futura esposa, verá un lado de mí que no querrá conocer.
—Abandonó la habitación sin esperar una respuesta de su parte.
Lady Grafton temblaba de rabia. Tenía ganas de gritar, de maldecir. ¿Era
acaso este su castigo por haber aceptado al duque, a sabiendas de lo que su
hermana sentía por él? ¿Pagaría viendo como ahora Isobel se desposaba con
el hombre que ella amaba?
—No dejaré que te cases con ella —masculló, sus manos aferraban con
fuerza la tela de sus faldas, su mirada puesta en la puerta por la que Aidan
acababa de salir.
Aidan estaba parado bajo el frondoso árbol desde el que podía espiar a
lady Isobel sin disimulo. El sol comenzaba a bajar en el cielo, las
actividades en la isla poco a poco iban encaminándose para el descanso de
la noche. Paciente esperó a que los niños se fueran, poco antes de las
campanadas que anunciaban la víspera. Apenas la vio sola se acercó a la
banca desde la que —ahora sabía—, le gustaba admirar el atardecer.
—¿Cómo está su brazo? —preguntó en cuanto se sentó junto a ella—.
Espere —la tomó de la mano cuando vio sus intenciones de levantarse y
dejarlo con la palabra en la boca como la última vez.
—No es correcto que esté a solas con usted —respondió ella, soltándose
de su agarre.
—No voy a propasarme, se lo prometo. —Lady Isobel lo miró con esos
ojos tan verdes y llenos de inocencia que él se vio diciendo—: a menos que
usted quiera.
Lady Isobel se levantó airada de la banca. ¿Cómo se atrevía a insinuar
que ella podría… que ella querría…? No pudo terminar sus indignados
cuestionamientos porque no tuvo idea de cómo hacerlo.
—¿A qué se refiere con propasarse? —le preguntó confundida.
Aidan supo por su ceño fruncido y mirada curiosa que la joven no fingía,
realmente ignoraba todo sobre lo que podría suceder entre un hombre y una
mujer.
—Confórmese con saber que me comportaré como un caballero, aunque
no lo sea —contestó, su vista puesta en el único lugar de su cuerpo que no
estaba cubierto por el hábito: el rostro.
Lady Isobel asintió y volvió a sentarse.
—Mi brazo está bien —respondió entonces a la pregunta que él le hiciera
minutos atrás—. Gracias por preguntar.
—Estoy cumpliendo la promesa —dijo él, olvidándose convenientemente
del beso ocurrido en la cabaña.
«Ese beso no cuenta», replicó en sus adentros. Fue una pequeña lección
que quiso darle a la duquesa, recordándole lo que perdió y que ahora
disfrutaría su cándida hermana.
Lady Isobel lo miró.
Desde esa posición solo podía ver su perfil derecho. Por primera vez
pensó que era apuesto, muy apuesto. Tenía la nariz afilada y una cicatriz
cerca del nacimiento del cabello a la altura de la oreja, producto quizá de
alguna pelea de la que no salió bien librado. Detalló con la vista la línea de
su mandíbula hasta llegar a los pómulos. Sí, era guapo. Bastante guapo.
Sin embargo, ninguno de esos eran su mejor rasgo, decidió cuando él giró
la cabeza y la miró con la intensidad de sus ojos cobalto. No, era su mirada
azulada y su potestad para perforar hasta lo más íntimo de su ser lo que
robaba el aliento. ¿Cómo no se había dado cuenta antes de lo peligroso que
podría ser para ella?
—Debo regresar a mis labores —susurró más para ella que para él,
recordándose que no podía quedarse ahí, prendada de su mirada.
—¿A qué vino su hermana? —preguntó antes de que se le escapara a los
dominios de sor María.
—No lo sé. —Lady Isobel desvió la mirada al océano que ya recibía los
pálidos rayos del sol de la tarde, tiñéndolo de amarillos y naranjas.
—¿Qué le dijo? —insistió él.
A su llegada alcanzó a escuchar cómo la insultaba. Esas palabras
dirigidas a la dama junto a él lo hicieron enfurecer de un modo que no creía
posible. ¿Cómo se atrevía, precisamente ella, a ofenderla de esa manera? La
muy hipócrita era una farisea que endilgaba pecados. Se atrevía a ver la
paja en el ojo ajeno sabiendo que ella misma traía en el ojo una viga más
grande que el palo mayor de su barco. Pero ya se encargaría él de ponerla
en su lugar. La muy maldita era una arpía y pagaría…
—¿Por qué no lo negó? —preguntó ella, sacándolo de sus rencorosos
pensamientos.
Cuando se retiró a su celda para la hora de la misericordia, lady Isobel
hizo todo menos orar. Se sentía mal por las palabras dichas por lady
Amelie. Era su hermana y esta la trató como si fuera su enemiga. No dejaba
de darle vueltas al asunto en busca del motivo por el que estuviera tan
furiosa con ella. Al principio creyó que quizá se trataba de lord Grafton y su
amor por él, pero cuando dijo aquellas palabras delante del señor Aidan se
quedó en blanco, sin saber qué decir ni qué pensar.
—Porque es cierto.
La respuesta del señor Aidan la dejó muda unos segundos.
—¿Está loco? —se levantó de la banca de piedra, esta vez dispuesta a
irse. No pensaba quedarse a escuchar sandeces.
—Se lo dije antes, sor Magdalena. —Aidan se levantó también,
poniéndose frente a ella.
—Mi nombre es Isobel —corrigió ella con voz temblorosa.
—Perdí una esposa… —continuó él sin hacer caso a lo dicho por ella.
—El Señor… el Señor lo recompensará por su… buena acción. —Logró
decir lady Wilton mientras miraba a cualquier parte menos al hombre frente
a ella.
Aidan dio un paso, acorralándola entre él y la banca.
—Fue usted quien impidió que la recuperara, no su Señor. —La tomó de
la barbilla, obligándola a mirarlo—. Fue usted quien me arrancó esa
promesa que me obliga a mantenerme lejos de ella. —Acercó su rostro al de
ella, disfrutando del tono carmesí que cubría sus mejillas.
Lady Isobel quiso retroceder, Aidan estaba muy cerca, sus cuerpos casi se
rozaban y sus rostros estaban muy pegados. La banca no la dejó.
—Pero yo… no puedo… —Apenas y despegó los labios, temía que si los
movía más terminaría uniéndolos a los de él.
—Es su deber compensarme —murmuró Aidan justo antes de posar su
boca sobre la de ella.
Capítulo 6

El roce de los labios de Aidan sobre los suyos la paralizó. Se quedó


tiesa, con la mente perdida y el corazón batiéndole fuerte en el pecho. No
fue hasta que sintió los brazos de él rodearla y apretarla contra su firme
torso que regresó a sus cabales; lo apartó con un débil empujón, sintiéndose
mareada, sin resuello.
Aidan le permitió alejarse. Se mantuvo erguido frente a ella,
preparándose para la sarta de reclamos y lágrimas que seguro tendría que
aguantar, pero para su sorpresa, Lady Isobel ni lloró ni reclamó. Solo lo
miró, clavó sus verdísimos ojos en los suyos cobalto. Su mirada extraviada,
desvalida y desprovista de malicia fue peor que una bofetada. Le recordó a
una gatita asustada.
Se sintió un canalla, un desalmado —que lo era—, sin embargo, vio tanto
dolor y decepción en sus ojos que quiso consolarla. Extendió la mano para
tocar su mejilla, pero ella retrocedió, rehuyendo de su contacto.
Sin dedicarle una palabra, lady Isobel se marchó.
Aidan se quedó ahí de pie, mirando su andar apresurado por el camino
que llevaba al antiguo monasterio.
—¡Imbécil! —masculló enfadado.
Se llevó las manos al cuello como si quisiera estrangularse, gesto que
hacía cuando se enfadaba consigo mismo. Maldito fuera su carácter
arrebatado e impulsivo.
El sol casi se extinguía sobre las aguas cuando abandonó el lugar. Debía
arreglar la situación pronto, si es que quería desposarse con su monjita.

Esa noche, lady Isobel apenas logró dormir por ratos. Cada vez que
cerraba los ojos, el recuerdo de ese beso robado la hacía temblar. Al
principio se dijo que era indignación.
¿Cómo se atrevía a tocar sus labios de esa manera tan indecorosa? Nunca
nadie lo había hecho y estaba segura de que no era algo que cualquiera
pudiera hacer. Decidió que no debía permitir que volviera a suceder nunca
más.
Sin embargo, conforme pasaban las horas sus recelos fueron
desvaneciéndose. Una tímida sonrisa afloró en sus labios cuando recordó la
manera en que el señor Aidan la defendió de lady Amelie. Evocó el tacto de
su mano sobre su brazo lastimado y la ternura con que lo acarició.
En un momento de la madrugada, antes de que llamaran a los maitines, se
preguntó si él en verdad quería casarse con ella. Y lo más importante: ¿por
qué?
Ella no era tan bonita como su hermana. No tenía su carácter desenvuelto
ni tema de conversación más allá de sus actividades en la isla. Lady Amelie,
en cambio, arrebataba suspiros y admiración en cuanto reparaban en su
presencia, era hermosa y sin defectos.
No como ella.
Por inercia, posó una mano sobre su muslo izquierdo, por encima de la
áspera tela que la cubría de la frialdad de la celda.
No, ella no era alguien a tener en cuenta para desposarse, se dijo. Por
encima de la tela palpó la cicatriz que tenía en la pierna. Marca que le dejó
el líquido caliente que se vertió por accidente, años atrás, mientras ayudaba
a la cocinera a preparar los panecillos de nata que tanto le gustaban a su
hermana. No era que la cicatriz fuera muy grande o fea, pero era un defecto
a tomar en cuenta cuando ni siquiera tenía una cuantiosa dote que la
compensara.
Entonces, ¿por qué el señor Aidan quería casarse con ella? ¿Pensaría
usarla como parte de su venganza?
Ahogó un jadeo al comprender que esa debía ser la respuesta.
Rato después, ya en la cocina mientras removía el cocimiento de ese día,
pensó que olvidaría el asunto. No le daría oportunidad de jugar con ella ni
de usarla como arma en su venganza contra lady Amelie. Ella se
consagraría al servicio del Señor, el antiguo monasterio era su nuevo hogar,
el lugar donde quería estar, así que desecharía toda clase de pensamiento
mundanal que pudiera desviarla de su camino de castidad.
Sin embargo, Aidan tenía otros planes.
—¿Vas a casarte? —Aidan afirmó con un movimiento de la cabeza a la
pregunta hecha por su interlocutora—. ¡Cristo Sacramentado! —exclamó la
mujer, sus manos unidas sobre el pecho.
—Vendré más tarde por el documento —dijo Aidan, sin hacer caso de la
efusividad de la religiosa.
—¿Cuándo será la ceremonia? —preguntó sor María, todavía
impresionada por la buena nueva.
—En cuanto arregle los términos —respondió al tiempo que se levantaba
de la silla en la que estuvo sentado durante su conversación con la mujer
que lo crio.
—¿Términos? El matrimonio no es…
—Vendré antes de las vísperas —interrumpió él. Dio un par de golpecitos
sobre la mesa con los nudillos a modo de despedida y luego salió de la
estancia.
—Casarse… Mi solitario niño va a casarse —susurró sor María, unas
inquietas lágrimas temblaban en sus pestañas—. ¿Pero con quién? —se
preguntó instantes después, pasada ya la emoción.

Lady Isobel recitó la última oración, pero no se levantó del suelo;


permaneció arrodillada con los codos en su jergón y las manos unidas bajo
su barbilla. Sus pensamientos discurrían en todo lo sucedido en ese último
tiempo. Desde la boda de su hermana con lord August —quien cada vez
estaba menos en sus pensamientos—, hasta el efímero beso que el señor
Aidan le robó cuatro tardes atrás.
Desde ese día no había vuelto a verlo.
¿Acaso se arrepintió de su propuesta? Si es que se le podía llamar de ese
modo a su exigente declaración.
Agitó la cabeza, negando para sí. Si estaba arrepentido, mejor. Así le
ahorraba el tener que rechazarlo; no le gustaría tenerlo de enemigo,
suficiente era el temor de que en cualquier momento revelara la antigua
relación que sostuvo con lady Amelie.
Un par de toques en la puerta de su celda la hicieron dejar su posición en
el suelo. Al abrir se encontró con la mirada serena de lady Emily.
—¡Madre! —susurró sorprendida.
Era la primera vez que la visitaba desde su reclusión, su comunicación se
limitaba a las cartas que se enviaban una vez por semana.
—¿Cómo estás, hija? —preguntó lady Emily, dedicándole una maternal
sonrisa.
—Bien, bien, con la Gracia del Señor —respondió al tiempo que se hacía
a un lado para dejarla entrar.
Lady Emily caminó por la estancia. A pesar de no estar convencida de lo
que iba a hacer, comenzó a creer que tal vez sería mejor que esta vida de
sacrificios que su hija se empeñaba en llevar.
—¿Ocurre algo, madre? —preguntó inquieta al notar la seriedad de su
progenitora.
Lady Emily sonrió. Su hermosa Isobel, siempre preocupada por el
bienestar de los demás.
—Ven, querida, acércate. —Palmeó un lado del catre donde acababa de
sentarse.
La condesa viuda de Pembroke la vio cerrar la puerta y luego caminar
hasta acomodarse junto a ella. La observó con cuidado. Su rostro mostraba
las huellas de los desvelos y sus manos, antes suaves y tersas, ya
manifestaban signos del trabajo duro de la vida que escogió.
Su hija mayor siempre contagiaba su alegría a todo el que se cruzara en
su camino, pero ahí, entre las cuatro paredes de esa fría celda no era más
que un pálido reflejo del brillante lucero que antaño iluminaba la casa con
su sonrisa.
Esta vida no era para ella.
Lady Wilton tomó la mano de su hija entre las suyas mientras trataba de
ordenar sus pensamientos.
—¿Qué pasa, madre? —Lady Isobel posó su mano libre sobre las de ella.
Lady Emily respiró profundo antes de decir:
—Han pedido tu mano en matrimonio.
Lady Isobel contuvo el aliento. ¿Acaso el señor Aidan…?
—¿Quién? —preguntó la joven, aunque en su interior ya lo sabía.
—El conde de Pembroke —respondió lady Emily, pensando que era
mejor no andarse con rodeos.
—¿Qué? —Pálida miró a su madre. La respuesta no era ni por asomo la
que ella esperaba.
El actual conde de Pembroke era el hijo mayor de un primo de lord
George —el padre de lady Isobel—, quien al ser el pariente masculino más
cercano heredó el título al morir el antiguo conde.
¿De dónde había salido esa propuesta?, se preguntó confundida.
—Como sabes —continuó lady Emily—, todo título necesita herederos.
—¿Por qué yo?
La cabeza le daba vueltas. Hasta hacía pocas semanas no tenía
esperanzas de futuro fuera de esos muros. Su vida se vislumbraba gris,
vacía, sin la familia que siempre añoró. Y de repente tenía dos propuestas
de matrimonio; una de ellas de un conde, nada menos.
—En deferencia a tu padre. No quiere dejar desprotegida a su hija —dijo
su madre con una débil sonrisa con la que intentó transmitirle confianza.
—Pe… pero…
—Cariño. —Lady Emily soltó las manos de la joven para tomarla de los
hombros—. Lord Pembroke está afuera, desea verte.
La palidez de la joven se acentuó.
—Madre, por favor… yo, no quiero… —balbuceó lady Isobel con voz
estrangulada.
—Mi pequeña, esta vida no es para ti. —La mano de la condesa viuda
acarició la pálida mejilla de su hija.
«Quizá no, pero un matrimonio con lord Pembroke tampoco», pensó ella,
aletargada.
—Vamos. —Lady Emily se levantó del catre—. No lo hagamos esperar
—sonrió, pero no se reflejó en su mirada.
Lady Isobel se dejó arrastrar por su madre fuera de la habitación y por los
pasillos sin ser consciente de su entorno.
Casarse.
Ella no quería casarse. Una vez lo quiso. Soñó con ello muchas veces,
pero ese anhelo se tornó imposible cuando el objeto de su deseo desposó a
lady Amelie. La idea de entregar su vida al conde le provocaba una
opresión en el pecho que apenas y la dejaba respirar.
¿Qué iba a hacer ahora?
Pensó en el señor Aidan y su afirmación de que la desposaría. ¿Podría él
ayudarla a escapar de esta encerrona del destino? ¿Podría ella aceptarlo a
él?
Mientras cruzaba el umbral de la oficina de sor María, pensó que trataría
de convencer a lord Pembroke de lo inconveniente de un enlace entre ellos.

El señor Aidan, como lady Isobel lo llamaba en sus pensamientos,


esperaba impaciente —oculto entre los árboles, recargado de uno de estos
—, a que la lectura con los niños terminara. Hacía poco más de una semana
que no se aparecía en la isla. Primero se excusó diciéndose que necesitaba
arreglar todo lo necesario para su matrimonio con la condesita, sin
embargo, la realidad era que estaba dándole tiempo a la joven para que
olvidara su impulsivo beso. Aunque la idea de que lo olvidara le disgustaba,
prefería que no lo tuviera tan presente en el momento que volviera a
apersonarse frente a ella; no quería que saliera huyendo en cuanto lo viera.
Los chiquillos comenzaron a despedirse, no obstante, esta vez no se
acercó enseguida. Por alguna extraña razón se sentía nervioso. Él, a quien la
mano no le temblaba la mano cuando se enfrentaba a la muerte en una
escaramuza, se sentía intimidado por una pequeña rubia aspirante a monja.
«¡Idiota!», movió la cabeza de lado a lado, una sonrisilla perfilaba sus
labios.
El sonido de unos sollozos ahogados lo hicieron enderezarse para
abandonar su escondite. Lady Isobel estaba inclinada hacia adelante, con el
rostro cubierto por sus manos en un vano intento de ahogar los sollozos que
comenzaban a tornarse en un amargo llanto.
El primer pensamiento de Aidan fue maldecir a lady Amelie.
«Esa maldita arpía», masculló en sus adentros mientras caminaba hacia
ella, echándole la culpa a lady Grafton por las lágrimas de lady Isobel. En
su mente ideaba mil formas de hacerla pagar.
Sin decir nada se sentó en el espacio libre de la banca. Era la primera vez
que veía llorar a una mujer de esa manera y no tenía ni idea de qué decir o
cómo actuar. Era un hombre diestro con las armas y la lucha, sin embargo,
era un completo ignorante en lo que a consolar una dama se refería.
Se quedó sentado junto a ella sin decir nada. Hizo amago de posar una
mano sobre el hombro de la joven, pero en el último momento la hizo un
puño y la volvió a posar sobre su pierna, sintiéndose de pronto estúpido por
haber tenido ese —todavía más estúpido—, impulso.
Pasados unos minutos, lady Isobel no daba muestras de haber reparado
en su presencia y él, que entre sus virtudes no figuraban la paciencia ni el
tacto, se vio diciendo:
—Ya está bien, deje de llorar que no se ha muerto nadie.
Lady Isobel, por supuesto, no dejó de llorar. Por el contrario, su llanto
sollozado se acentuó, dándole tintes de plañidos. Tal vez si el tono usado
hubiera sido menos rudo, habría tenido mejores resultados.
El señor Aidan miró a su alrededor por instinto, si la joven seguía
llorando de ese modo no tardaría en ser escuchada por alguna hermana, lo
cual lo metería en problemas con sor María, pues él no debía estar ahí.
Incluso le echarían la culpa del lamentable estado emocional de la dama.
Obedeciendo a su arrebatada naturaleza, se levantó de la banca, la tomó
en brazos y se la llevó de ahí, a la espesura del pequeño bosque. Por fortuna
para él, lady Isobel no hizo intento de bajarse ni pidió que la soltara.
Caminó un buen tramo hasta que se alejó lo suficiente de los oídos de tísico
de las hermanas. Resguardado bajo la sombra de un árbol la bajó al suelo,
mas no la soltó, la mantuvo entre sus brazos.
«Para sostenerla, en su estado podría desvanecerse», se dijo, negándose a
sí mismo la verdad.
Recargado del árbol, con ella apoyada en su pecho, esperó hasta que las
lágrimas por fin cesaron. Aunque no le gustaba escucharla llorar con tanto
desconsuelo, disfrutó de tenerla cobijada entre sus brazos.
Lady Isobel no fue consciente de la comprometida situación en la que se
encontraba hasta que el señor Aidan la tomó del rostro y la hizo mirarlo. Se
quedó prendada de sus orbes cobalto que la observaban de esa forma que la
hacía temblar. De repente sintió los labios resecos, por inercia miró la boca
de él. El recuerdo del efímero beso compartido calentó sus mejillas,
tiñéndolas de rosa. Asustada por el derrotero que comenzaban a seguir sus
pensamientos, abandonó la calidez que el cuerpo de él le brindaba; con las
mangas del hábito secó la humedad de su cara, dándose el tiempo para
reunir el valor de volver a mirarlo. Sentía tanta vergüenza que quiso volver
a llorar, pero logró controlarse.
—Perdóneme —murmuró tan bajito que Aidan casi tuvo que adivinar lo
dicho por ella.
—No hay nada que perdonar, sor Magdalena. —Él se inclinó un poco, en
busca de la mirada que ella se empeñaba en ocultarle.
—Mi nombre es…
—Isobel —interrumpió él—. Lo sé.
—¿Entonces por qué…?
—Decidí que le quedaba mejor que sor llorona —comentó él, sus rostros
tan cerca que si se movían sus narices se rozarían.
—Yo… debo irme, con su permiso. —Lady Isobel hizo una venia
apresurada y se giró para escapar de su vergüenza y de la abrumadora
presencia de él.
Aidan se dijo que lo correcto sería dejarla marchar —es lo que un
caballero haría—, no obstante, para desventura de la joven, él no era ningún
caballero.
—Todavía no me ha dicho por qué lloraba —dijo al tiempo que la retenía
del brazo.
Lady Isobel se estremeció. ¿Cómo explicarle el motivo de su tristeza?
—Asuntos familiares, señor —respondió, sus ojos fijos en la hierba.
—Los asuntos familiares de mi futura esposa también son mis asuntos.
—Caminó un par de pasos hasta pararse frente a ella, bloqueándole el
camino con su cuerpo.
El labio inferior de la joven tembló, la garganta le dolía por la necesidad
liberar el dolorido lamento que tenía atravesado en el pecho. ¿Por qué le
dolía tanto tener que casarse con lord Pembroke? La respuesta estaba ahí,
muy en el fondo, pero se negaba a dejarla salir.
—Cuéntemelo. —Aidan posó una mano en el rostro congestionado de
lady Isobel, rindiéndose a la necesidad de consolarla y al sentimiento de
protección que la tristeza de ella le provocaba.
¿En qué momento pasó de desear seducirla a querer cuidarla? Si no iba
con cuidado quedaría atrapado en su propio juego.
Lady Isobel cerró los ojos. Aunque el tono de voz no era ni por asomo
tierno, en la rudeza de este percibió una sincera preocupación que la hizo
hablar.
—Voy a casarme.
Aidan arrugó el entrecejo. Claro que iba a casarse, ¿pero acaso lo
detestaba tanto como para sufrir de esa manera?
Y él de idiota, ablandándose con ella.
Años de rechazos y desprecios resurgieron en su interior, endureciéndolo,
recordándole que no podía mostrarse débil ante nadie, ni siquiera con la
monjita; con ella menos que nadie.
—Es una lástima que le sea tan desagradable porque, gustosa o no, usted
irá al altar conmigo —espetó antes de soltarla e irse del lugar a grandes
zancadas.
Lady Isobel lo vio marcharse. Con cada paso que él daba alejándose, ella
se sentía más desolada. Por alguna razón, casarse con él no le resultaba tan
abominable como hacerlo con su pariente, el conde de Pembroke. Un
hombre que le doblaba la edad. No es que el conde fuera desagradable a la
vista, por el contrario, se conservaba muy bien a pesar de haber pasado ya
poco más de cuarenta inviernos sobre este mundo. Sin embargo, no era
alguien a quien consideraría para un matrimonio.
Además, ella seguía enamorada de lord August y no concebía la idea de
compartir su vida con alguien que no fuera él. Aun así, el dolorcito que le
causaba ver la espalda del señor Aidan alejándose de ella continuaba ahí,
haciéndose oír quedito.
Miró a su alrededor, la oscuridad empezaba a hacerse presente en la isla,
sobre todo debido a la espesura del bosque. Debía volver a su celda
enseguida, antes de que la noche cayera sobre ella. Respiró profundo,
sepultando con el gesto sus emociones.
Mientras caminaba por el sendero del bosquecillo, se dijo que por ningún
motivo debía mostrar lo devastada que se sentía. Su última esperanza para
evitar este matrimonio era apelar a sus deseos de consagrarse. Sor María le
estaba dando tiempo para que meditara y tomara la mejor decisión.
En cualquier caso, debía recitar unos votos, la cuestión era a quién.

En Grafton Castle, la duquesa de Grafton atendía a su inesperado


huésped. La visita de lord Pembroke la tomó por sorpresa, pues este nunca
dio indicios de querer mantener una relación familiar luego de haber
tomado el título de su padre. En todos estos años, jamás se preocupó por el
bienestar de ninguna de ellas, no obstante, no sería ella quien se quejará de
su llegada, por el contrario, las intenciones del lord le allanaban el camino.
Gracias a él, ya no tendría que mover un dedo para impedir que Aidan se
casara con lady Isobel. Su hermana se casaría con lord Pembroke y ni
siquiera tendría que esperar la aprobación de nadie, el mismo conde era el
responsable legal de su hermana y madre, aunque a efectos prácticos
hubiese delegado tal responsabilidad en el marqués de Bristol, él todavía
podía decidir sobre el futuro de lady Isobel. No importaba que, si ella se
empeñaba, podía casarse con quien quisiera; cualquier vicario celebraría la
ceremonia sin preguntar si tenía el consentimiento de su familia pues este
no era un requisito para oficiar el enlace. En silencio agradeció que su
hermana no tuviera el coraje suficiente para revelarse.
—¿Cuándo vuelve su excelencia? —preguntó el conde a la duquesa
viuda, con quien mantenía una amena charla acompañada de té y pastas.
—Dios mediante a principios de mes. —La madre del duque depositó la
taza medio vacía en el platito y luego se dirigió a su nuera—: ¿no es así,
querida?
—Si el Señor así lo quiere.
Lady Amelie respondió sin ser muy consciente de la plática que sostenía
la madre de su marido con el conde.
—¿Han fijado una fecha? —preguntó lady Prudence a lord Pembroke.
—Aún no, primero debe dejar la congregación —aclaró el hombre antes
de dar un sorbo a su té.
—Ha elegido bien, milord —comentó la duquesa viuda—. Lady Isobel es
una dama muy bien instruida.
—Estoy seguro de ello. —Lord Pembroke sonrió.
—Mañana iré a ver a madre para ayudarla con los preparativos —
intervino lady Grafton, una radiante sonrisa iluminaba su semblante. Isobel
se iría de Cornualles. Y ella tendría a Aidan otra vez.
Lord Pembroke observó a la hermana de su futura esposa. La duquesa era
hermosa, una mujer que podría volver loco a cualquiera, sin embargo, a él
lo dejaba frío. Sus gustos eran distintos.
—Se lo agradezco, excelencia. Sin embargo, no es necesario —respondió
el conde—. Sor María ha pedido tiempo para que lady Isobel medite en la
propuesta y decida si desea aceptarla o continuar con sus intenciones de
tomar los votos.
—Pero… usted es su guardián —replicó la duquesa, a medio camino
entre la irritación y el asombro.
—Me temo, excelencia, que en estos casos el Señor tiene prioridad —
afirmó el lord antes de tomar un sorbo a su té.
—¿Aunque la orden no esté reconocida? —preguntó ocultando todo lo
que pudo su irritación.
—Que nuestra iglesia no reconozca a la congregación no tiene
importancia. Los votos se los hará al Señor, querida.
Lady Amelie frunció el ceño. Si su hermana decidiera permanecer bajo la
protección de sor María, todavía cabía la posibilidad de que Aidan insistiera
en casarse con ella.
Miró a lord Pembroke, estudiándolo. Era un hombre atractivo, de tez
blanca y mirada ámbar. No usaba peluca así que podía ver con toda nitidez
sus cabellos oscuros veteados de algunas hebras blancas. Además de
atractivo era conde, uno muy rico. Mejor pretendiente no podría encontrar
Isobel.
Esperaría unos días, le daría tiempo para que aclarara su mente y luego
iría a hacerle una visita; era su deber aconsejar a su querida hermana. La
opresión que hacía tiempo aplastaba su corazón se acentuó con esas últimas
dos palabras. Hubo un tiempo en que habría dado la vida por lady Isobel y
su felicidad. Endureció su corazón, resistiendo el dolor que, desde hacía un
año, cuando aceptó la propuesta de lord Grafton, la acompañaba.
Continuaron hablando un poco más hasta que anunciaron que la cena
estaba lista para servirse. Lord Pembroke escoltó a ambas damas hasta el
comedor, haciendo gala de su caballerosidad y modales.

Tres días más pasaron sin que lady Isobel pudiera darle una respuesta
definitiva a sor María. Ella estaba segura de no querer casarse con lord
Pembroke, sin embargo, esos últimos días, comenzó a dudar de su decisión
de convertirse en miembro de la congregación.
¿Acaso estaría cometiendo un error?
Esa pregunta la asaltaba con frecuencia, sobre todo cuando terminaba la
lectura a los niños y se sorprendía a sí misma sintiéndose ansiosa, en espera
de la llegada del señor Aidan. Sin embargo, lo preocupante no era eso, sino
su posterior desilusión cuando este no aparecía.
Desde aquél día en que la encontró hecha un río de lágrimas no había
vuelto a verlo.
¿Cómo pretendía casarse con ella entonces? ¿Es que no sabía que los
prometidos debían pasar tiempo juntos, conocerse, hablar?
¿Prometidos?
¿Desde cuándo consideraba a ese hombre tosco y arrebatado como su
prometido? Y, más importante aún, ¿en qué momento pasó de ser Isobel la
aspirante a monja a Isobel el premio de la temporada?
Agitó la cabeza. Ese asunto la tenía demasiado nerviosa, no hacía más
que pensar tonterías. Lo primero que iba a hacer era desterrar de sus
pensamientos al mandón insufrible. Ese que la dejó sola sin darle tiempo a
explicarse y desapareció de su vida con la misma impetuosidad con que
irrumpió en ella.
¿Quién se creía que era para llegar un día, anunciar que se casarían,
besarla y luego desaparecer?
Lo que lady Isobel no sabía era que Aidan la observaba en la distancia.
Se arrepentía de haber sido tan duro con ella, pero su arrepentimiento no
alcanzaba para doblegar a su orgullo e ir a disculparse. Tuvieron que pasar
esos tres días para que entendiera que era de lo más normal que no quisiera
casarse con él, así como así. Lo extraño sería lo contrario.
No debía olvidar que hasta hacía algunas semanas él quería fugarse con
la hermana y ella estaba enamorada del duquecito.
¡Si hasta se metió a monja por despecho!
No obstante, por muy racional y lógico que sonara todo, él hervía de
rabia cada vez que pensaba en que la causa de su negativa fuera August.
Ese imbécil y su título le habían robado una mujer, aunque a estas alturas
casi agradecía que se la hubiera quedado. Pero por muy agradecido que
pudiera sentirse, no pensaba darse por vencido con lady Isobel.
Ya no se trataba solo de tomar revancha ni de obtener una compensación,
sor Magdalena le gustaba, le gustaba de verdad. Casarse con ella era un
premio al que no pensaba renunciar.
Cansado de hacer el tonto decidió acercarse a la joven, pero sor María se
adelantó a sus intenciones. Intrigado por lo que pudieran hablar, se
aproximó al árbol más cercano para cubrirse con este y escucharlas sin que
se dieran cuenta.
—Lady Grafton está aquí —dijo sor María.
Aidan maldijo entre dientes. Una visita de lady Amelie no podía ser para
nada bueno.
—¿Madre vino con ella? —preguntó lady Isobel.
—No, ha venido con lord Pembroke. —Tras el árbol, Aidan frunció el
ceño. ¿Quién diantres era lord Pembroke?
Lady Isobel miró las gaviotas que surcaban por encima de las aguas del
mar de Cornualles. “Aprender a volar”, le dijo Edward, aquél día en que se
enteró del compromiso de lady Amelie con lord August. Antes de eso solo
había tenido un deseo, pero este ya no era posible. Jamás podría tener la
familia que soñó con lord Grafton, sin embargo, ahora comprendía que la
respuesta tampoco estaba tras los muros del antiguo monasterio.
—Yo… lo he pensado mucho, hermana —murmuró lady Isobel y él afinó
el oído, atento a lo que la dama fuera a decir.
Sor María no necesitó que le aclarara a qué se refería, solo esperaba que
la joven tomara la decisión correcta para ella misma.
—¿Qué has decidido? —La religiosa sonrió, alentándola a continuar.
Lady Isobel respiró profundo, a pesar de estar segura de su decisión, le
intimidaba un poco la reacción de sor María.
—Me casaré.
Aidan sonrió. La declaración de la joven era justo lo que quería escuchar.
Estaba a punto de irse cuando sor María habló.
—Lord Pembroke parece un buen hombre.
«¿Lord Pembroke? ¿Qué tenía que ver ese lord con su futuro
matrimonio?», masculló Aidan en sus adentros.
Lady Isobel no respondió a lo dicho por sor María. ¿Qué podía decir?
—¿Le harás saber tu decisión hoy? —preguntó la religiosa.
—Yo, preferiría esperar —respondió ella.
Sor María asintió, comprendiendo que quizá no estaba del todo segura.
Se levantó de la banca y la dejó ahí, ella se encargaría de atender a las
visitas de la joven hasta que esta no tuviera ninguna duda.
Apenas se fue, Aidan salió de su escondite.
—¿Quién es ese lord Pembroke y a santo de qué viene a visitarla? —
preguntó a quemarropa, parado frente a ella. La sangre le ardía en las venas,
rabioso porque un hombre que no fuera él la visitara a saber con qué tipo de
intenciones.
Lady Isobel lo observó. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho,
dándole una vista de sus antebrazos. La camisa blanca se estiraba sobre sus
hombros y bíceps. Las mejillas se le calentaron al recordar esos mismos
brazos en torno a su cuerpo, sosteniéndola contra el firme pecho de él.
Aidan se inclinó un poco para que su rostro quedara a la altura del de
ella.
—¿Quién es ese hombre, lady Isobel?
La joven bajó los ojos a su regazo. No se sentía capaz de hacer frente a la
intensidad de la de él. Su mirada cobalto le recordaba a veces a la
profundidad del mar, ese en el que estuvo a punto de perder la vida años
atrás. Peligrosa, profunda y llena de secretos.
¿Estaría haciendo lo correcto? se preguntó en el momento justo que él
estiraba la mano y la tomaba de la barbilla para obligarla a mirarlo.
—Responda —exigió, atrapando su mirada angustiada en la turbulenta de
él.
—El hombre con el que pretenden casarme —susurró al fin, sin fuerzas.
Los ojos de Aidan se transformaron en dos orbes oscuras y frías, justo
como el océano profundo con el que lo comparó minutos antes.
—Resultaste peor que tu hermana —espetó soltándole la barbilla.
Lady Isobel cerró los ojos. Las palabras de él la hirieron y no por la
comparación, sino por el desprecio con que fueron dichas. ¿Por qué le dolía
tanto que él la repudiara?
—No es así —murmuró sin verlo, sus fijos otra vez en su regazo, en sus
manos que nerviosa se estrujaba.
—Tan inocente que te veías —dijo él sin prestarle atención, mirando a
cualquier lado menos a ella.
No quería mirarla, ni siquiera escucharla. No tenía ningún sentido que se
sintiera burlado, ella nunca lo aceptó, sin embargo, era justo así como se
sentía. Humillado, desechado. Tal parecía que nunca sería lo
suficientemente bueno para ser la primera opción de nadie, para ser él el
elegido. Era demasiado pedir para un bastardo.
—Yo no... quiero... casarme con él —balbuceó ella. A esas alturas,
gruesas lágrimas bajaban por sus mejillas.
Pensó que el mote de sor Magdalena le quedaba muy bien. En las últimas
semanas había llorado más que en toda su vida.
Aidan la miró enseguida, reacio a aceptar lo que sus oídos escucharon. El
rostro de la monjita era la personificación de la angustia. ¿Qué fue lo que
dijo? ¿No quería casarse con él?
—Repite lo que has dicho —demandó, acercándose un paso, casi
rozando sus piernas con las rodillas de ella.
Lady Isobel suspiró, sus lágrimas estaban a nada de convertirse en
sollozos.
—No quiero casarme con él —repitió con voz un poco más firme.
—Demuéstralo —refutó él, su endurecida mirada no se apartaba de la
angustiada de ella.
—¿Qué?
Como respuesta, Aidan extendió el brazo, ofreciéndole su mano. La
joven lo miró sin saber qué hacer. ¿Qué pretendía? ¿Cómo quería que le
demostrara su renuencia a casarse con lord Pembroke?
—Lo que pensaba —farfulló él, irónico.
Iba a bajar el brazo cuando percibió la temblorosa mano de ella sobre la
suya, apenas un roce. Él afianzó el agarre y tiró de ella para levantarla de la
banca de piedra.
—No habrá marcha atrás —advirtió, su mano libre perfiló la mandíbula
de lady Isobel, haciéndola temblar.
—Lo sé. —Logró responder ella, el contacto del señor Aidan tenía la
capacidad de anularle los pensamientos.
—Vamos. —Tiró de sus manos unidas, encaminándose por el sendero
hacia el antiguo monasterio.
—¿A dónde? —inquirió ella, andando tras él.
—A aclararle un par de cosas al tal Pembroke.
Capítulo 7

Recorrieron el sendero en silencio.


Aidan, rumiando toda suerte de maledicencias en contra del dichoso lord.
¿Quién se creía este para venir a reclamar a su prometida como propia?
Cierto que hasta hacía un instante dicha prometida estaba reacia a casarse
con él, pero esos solo eran detalles que ya se estaba ocupando de solucionar.
Lady Isobel se dejaba conducir por él. No sabía si estaba tomando la
decisión correcta; lo que sí sabía era que, entre todas sus opciones, esta era
la que menos infeliz la hacía. El señor Aidan le despertaba emociones que
le hacían pensar que, quizá con el tiempo, podría llegar a albergar un cariño
sincero por él, aunque no fuera ni de cerca como el que le profesaba a lord
Grafton.
No así lord Pembroke. La cercanía del conde le provocaba rechazo.
¿Cómo unir su vida a la del lord en esas circunstancias?
Dentro de la edificación se dirigieron a la oficina de sor María. Las
fuertes pisadas de las botas altas de Aidan, resonaban por el solitario
pasillo. Ninguno de los dos habló en todo el camino.
La puerta de la oficina estaba abierta como de costumbre.
La religiosa, sentada tras su escritorio, estaba sola.
El resonar de las botas ya había alertado a sor María de la visita de
Aidan; conocía sus pasos a la perfección. Levantó la cabeza para verlo y la
sonrisa de bienvenida que tenía para él murió en sus labios al percatarse de
la presencia de Isobel. ¿Qué hacían esos dos juntos?
—Lord Pembroke, ¿dónde está? —preguntó Aidan importándole bien
poco las normas de cortesía que lo obligaban a saludar primero.
—Se marchó hace unos minutos —respondió sor María, acostumbrada a
su falta de modales—. ¿Isobel? —Usó el nombre de la muchacha para
preguntarle qué hacía ahí, en compañía de Aidan.
La aludida adelantó un paso. Intentó soltarse del agarre del señor Aidan,
pero este no la dejó. La religiosa agrandó los ojos al notar sus manos
unidas.
—¿Qué está pasando aquí, Aidan? —Sor María se levantó, aferrándose al
borde del escritorio lo miró con dureza.
Aidan entrecerró los ojos ante el tono de la religiosa. Se dirigió a él con
la misma autoridad con que lo reprendía años atrás, cuando solo era un
chiquillo más del orfanato. Si se tratara de cualquier otra persona, jamás
permitiría que le hablara así, pero era sor María, la única persona que le
mostró un poco de cariño cuando se quedó solo en el mundo.
—Nada de lo que usted tenga que preocuparse —respondió mordiéndose
la lengua porque, para su pesar, respetaba a la mujer.
—Isobel… —Sor María se dirigió otra vez a la joven en busca de
respuestas que la ayudaran a comprender lo que ocurría.
—Ya le he dicho que…
—Vamos a casarnos —contestó lady Isobel haciendo que el señor Aidan
se callara.
A Sor María le dio vueltas la cabeza. Suerte que estaba agarrada del
escritorio o habría caído en su silla sin ninguna gracia.
—Pero, me dijiste que te casarías con lord Pembroke —murmuró la
monja.
Lady Isobel negó con la cabeza.
—Dije que iba a casarme, pero nunca mencioné a lord Pembroke.
Aidan recordó la conversación y se maldijo por idiota. Acababa de darse
cuenta de que sacó conclusiones apresuradas. Tal parecía que, cuando se
trataba de la monjita, se le embotaba la mente a tal grado que perdía todo
raciocinio.
—Pero… —Sor María se dejó caer sobre la silla, no podía hilar
pensamiento.
—Espero contar con su bendición, madre. —Aidan jugó su última carta.
En contadas ocasiones se dirigía a la religiosa por ese apelativo. De sobra
sabía que ella lo consideraba un hijo, incluso él la veía como esa madre que
desde edad muy temprana le faltó, la quería y la respetaba, sin embargo, le
era difícil demostrarle afecto.
—Cielo santo. —Sor María se frotó las sienes, un intenso dolor
comenzaba a molestarla—. ¡Que el Señor nos ampare! —exclamó al fin
antes de levantarse para abrazar a su “niño”.
Al día siguiente, Aidan estaba llamando a la puerta de la casa de lady
Emily Wilton, su casi suegra. Le abrió una joven bajita de mirada curiosa.
—¿Está lady Emily en casa?
—Depende —respondió la doncella.
Aidan elevó una ceja. Tal parecía que sus ropas de caballero no
engañaban ni al servicio de la casa.
—¿A quién debo anunciar? —preguntó la joven al ver que él no decía
nada.
—Lord Euston.
Jane cerró la puerta —dejando al visitante afuera—, y enseguida corrió a
la salita para avisarle a su señora sobre el desconocido.
—Mi lady… hay un hombre… en la puerta… que quiere verla —dijo
entrecortada por la carrera que había pegado.
—¿Un hombre? ¿Quién es? —Lady Emily hizo a un lado su bordado.
—Lord Euston.
La condesa viuda agrandó los ojos, conocía perfectamente ese título. El
condado de Euston pertenecía a los Grafton, el cual era legado al primer
hijo hasta que por herencia tomaba el ducado. Intrigada le ordenó a Jane
que hiciera pasar a su visitante, no imaginaba quién podía atreverse a usar
ese título que seguramente estaba en posesión del actual duque de Grafton.
—Milady. —Aidan hizo una pequeña reverencia, haciendo gala de unos
modales que ya quisiera sor María haberle visto alguna vez.
—¡Santo cielo! —exclamó lady Emily en un susurro sorprendido que
Aidan escuchó con claridad.
Jane estaba parada a una prudente distancia, esperando indicaciones de su
señora. El tal lord Euston vestía como caballero, pero ella no se fiaba, si
alguien le preguntara diría que tenía más pinta de pirata que de lord.
Lástima que solo fuera una doncella, porque si de ella hubiera dependido no
lo habría dejado pasar de la puerta de calle.
—¿Necesita algo, milady? —Se acercó preocupada a su señora, la
condesa viuda estaba pálida.
—Té, por favor —balbuceó lady Emily antes de dirigirse a su visitante e
invitarlo a sentarse.
Aidan ocupó el sillón frente a la dama. Entendía la reacción de esta
porque, si mal no recordaba, era pariente de la duquesa viuda así que lo más
probable era que hubiera conocido al antiguo duque. Recordó que el día de
la boda de la traicionera, la condesa tuvo una reacción similar. En ese
momento, ofuscado como estaba, no tomó importancia al hecho,
achacándoselo a su cercanía con sor Magdalena. Sin embargo, ahora
sospechaba que se debió a su enorme parecido con el antiguo duque. Por
primera vez se preguntó si el duquecito no lo notaba o simplemente prefería
ignorarlo.
Jane llegó enseguida con el servicio de té, pues no quería dejar sola a su
señora con ese hombre que no le sonaba de nada.
Aidan esperó a que la doncella terminara de servir la bebida para abordar
el asunto que lo llevó hasta ahí vestido como un noble.
—Supongo que sabe quién soy —dijo en cuanto la doncella salió de la
estancia.
—Lo intuyo. —Lady Emily acompañó su respuesta con un movimiento
afirmativo de su cabeza. Sus pensamientos rodaban en su mente en busca de
la manera de deshacerse de este contratiempo.
—Bien, eso hará las cosas más fáciles. —Aidan observó el vapor que
despedía el té que tenía frente a él, en la mesita que lo separaba de lady
Emily. Pasados unos segundos la miró a ella—. Lady Isobel y yo vamos a
casarnos —anunció sin ceremonia alguna ni rodeos. Nunca había sido
hombre de muchas palabras y por más ropas de lord que usara, no estaba en
sus venas el comportarse como uno más allá de lo necesario.
La taza y el platito que sostenía lady Emily dieron contra el suelo,
esparciendo la bebida caliente por todo el piso alfombrado.
—¿Qué… qué está diciendo? —murmuró la condesa viuda.
—Nos conocimos en la boda de los duques de Grafton —continuó él,
obviando el estropicio que causó la reacción de su futura suegra—. Desde
entonces nos hemos frecuentado. Hace un par de semanas le pedí que fuera
mi esposa y ella aceptó.
—Pero… lord Pembroke…
—Lord Pembroke tendrá que buscarse otra esposa —interrumpió él de
mala manera. El genio se le inflamaba con tan solo oírlo mentar. La monjita
sería su esposa y ningún hombre, por muy conde que fuera, iba a quitársela.
—No, usted no entiende. —Lady Emily se llevó una mano a la frente.
—Para mí está muy claro, milady.
—Isobel no puede casarse con usted.
—¿Por qué no? Ella me ha elegido a mí, lord Pembroke debería
aceptarlo.
«¿Cómo lo habrías aceptado tú si fuera al revés?», susurró una vocecita
en su interior a la que prefirió ignorar; de sobra sabía que jamás lo habría
aceptado.
Lady Emily respiró profundo. Debía calmarse si quería detener esta
situación antes de que alcanzara proporciones de tragedia.
—Lord Pembroke heredó su condado de mi esposo, el antiguo conde de
Pembroke. Al ser nuestro pariente masculino más cercano, tiene el derecho
a decidir sobre nosotras —inició lady Emily su explicación—. Sin su
consentimiento no podrá casarse con mi hija. Ningún clérigo emitirá las
amonestaciones ni bendecirá su unión si no tienen la aprobación del conde
—agregó, esperando que lord Euston comprendiera la difícil situación a la
que expondría a su pequeña si no desistía. Mintiendo un poco de paso
porque no existía ninguna ley que le impidiera casarse con ella si insistía en
ello.
Todo lo que le dijo era verdad según la costumbre, pero su hija ya tenía
edad suficiente para casarse sin la autorización de sus padres.
La información le cayó a Aidan peor que tormenta en altamar.
«¡Malnacido!», bufó en sus adentros. El maldito conde estaba
aprovechándose de su posición para conseguirse una esposa que no podría
negársele.
—Agradezco su sinceridad, milady. —Aidan se puso de pie; Lady Emily
lo imitó—. Sin embargo, insisto en casarme con lady Isobel. Con su
permiso. —Hizo una venia y salió de la estancia a grandes zancadas, con el
eco de sus botas acompañándolo hasta que la puerta de calle se cerró tras él.
Lady Emily se tiró en el sillón. El hijo ilegítimo del antiguo duque de
Grafton quería casarse con Isobel, con su pequeña Isobel. ¿Cómo fue
posible que se frecuentaran si ella estaba recluida en el antiguo monasterio?
Consternada se llevó una mano al pecho, ¿qué iban a hacer ahora?
Pasado unos minutos concluyó que lo único que podía hacer era tratar de
ganar un poco de tiempo para que lady Isobel se casara antes con el conde.
Se despabiló y llamó a Jane. Le dio instrucciones para que prepararan el
carruaje —que hacía años que vio sus mejores tiempos—, debía hablar con
lady Isobel ese mismo día.
En la isla, lady Isobel recorría el pasillo que conducía a los dominios de
la rectora. La puerta estaba abierta —como siempre—, aun así, se detuvo en
el umbral para anunciar su presencia a la religiosa.
—Pasa, Isobel. —Sor María dejó la misiva que estaba escribiendo para
centrar su atención en la joven dama.
Mientras la miraba caminar hasta la silla frente a su escritorio se
preguntó —por enésima vez—, cómo es que no se dio cuenta de lo que
sucedía bajo su techo. Era inaudito que una joven bajo su cuidado hubiera
estado recibiendo las visitas de un pretendiente ahí mismo, bajo las narices
de toda la congregación. Si esta situación llegara a traspasar los muros del
antiguo monasterio, estaría en serios problemas. La reputación de la
congregación se vería afectada, así como la confianza de las familias
irlandesas que enviaban a sus hijas a servir al Señor bajo su protección;
suficiente tenía con ser una orden no reconocida en suelo inglés. Debía
tratar el asunto con extremo cuidado y discreción para no llamar la atención
sobre su pequeña congregación.
—¿Me ha mandado a llamar, hermana? —preguntó lady Isobel después
de varios minutos en los que sor María solo la veía en silencio.
—¿Estás segura, Isobel? —La religiosa respondió con otra pregunta que
no necesitaba aclaración. La dama sabía muy bien a qué se refería.
—Lo estoy, hermana.
A pesar de que su voz sonó firme, por dentro, lady Isobel sí que dudaba.
Desde el día anterior cuando se aferró a la mano del señor Aidan,
aceptándolo por voluntad propia, eligiéndolo en lugar de lord Pembroke, en
lugar de la vida de reclusión que hasta hacía unos días se empeñó en llevar,
desde ese momento no había dejado de preguntarse si estaba obrando bien.
Al señor Aidan no lo conocía de nada, salvo unos cuántos encuentros
clandestinos en los que solo intercambiaron algunas palabras sobre lady
Amelie —el único tema que tenían en común—. Si quitaban eso, no tenían
nada.
Ni siquiera sabía su apellido.
—Aidan, a secas —le había dicho él cuando se lo preguntó en una de
esas tardes que se acercó tras la lectura con los niños.
No, no sabían nada el uno del otro. Y si se ponía a pensar en el hecho de
que él tuvo un romance con su hermana… negó con la cabeza, si quería
mantener su decisión debía olvidarse de eso, mandarlo hasta el último
confín de su mente. Por algún motivo le molestaba —y mucho—, ahondar
en la pasada relación de ambos.
—Isobel —habló sor María, llamando su atención a la conversación—,
no deseo que te sientas presionada. No tienes que casarte. Nadie puede
obligarte a hacerlo mientras estés bajo mi cuidado —declaró la religiosa
con la firmeza que la caracterizaba.
—¿Y los votos, hermana? —cuestionó la joven en voz baja sin mirar a la
rectora, tenía la vista fija en las manos, sobre su regazo.
—Tampoco los votos, Isobel. El Señor no obliga a nadie. —Lady Isobel
levantó la mirada y sor María pudo ver el recelo en los ojos de ella—.
Puedes permanecer aquí tanto tiempo como quieras, hasta que estés segura
de consagrarte o no.
Decir que no se sintió aliviada sería una vil mentira. Su decisión de
casarse con el señor Aidan se fundamentaba en el hecho de que era el mal
menor. Estaba segura de que ya no quería ser monja ni llevar una vida de
reclusión y sacrificio al servicio de los pobres ni del Señor. Y por supuesto
tampoco quería casarse con lord Pembroke, un hombre al que solo había
visto unas cuántas veces —igual que a Aidan—, pero que, además, conoció
siendo una niña cuando este tomó posesión de su antigua casa. El hombre
no tuvo la más mínima consideración con su madre ni con ellas, jamás se
preocupó de su bienestar ni estableció una asignación mensual para su
supervivencia. Por el contrario, según sabía, hizo muy buen uso de la
fortuna familiar sin el menor remordimiento. ¿Y ahora aparecía diciendo
que no quería dejar desamparada a la hija de su tío?
«Quizás está en la ruina y por eso busca una esposa», pensó de pronto,
dándose cuenta de que eso podría ser su salvación. Si él pensaba que podía
contar con su dote, se llevaría una gran desilusión, pues ella no tenía ni
medio penique. Hablaría con su madre al respecto, si resultaba que lord
Pembroke quería una dote que no existía, podría salir bien librada sin
necesidad de casarse con nadie.
—Ve a tu celda, medita en lo que hablamos —dijo sor María,
despidiéndola.
—Gracias —musitó la joven, sintiéndose de pronto más animada. Saber
que contaba con el respaldo de la religiosa la hizo sentir que podría ser
dueña de su vida sin tener que ceñirse a lo que los preceptos de la
aristocracia dictaran.
Lady Isobel salió de la estancia bajo la atenta mirada de la mujer mayor.
Sor María, luego de meditar profundamente en el asunto, tomó la
determinación de no contribuir a que la dama Wilton tomara una decisión
presionada por las circunstancias. Decidiera lo que decidiera, ella no quería
tener en su conciencia las consecuencias de esta.
Rato después, cuando lady Emily apareció en su oficina, pálida y
nerviosa, constató que hizo bien en hablar con Isobel.

Aidan exhaló el humo de sus pulmones, su mirada perdida en las


espirales que este formaba en el aire. Estaba recargado del barandal de la
popa[9] de “La Silenciosa”, su barco mercantil.
Hacía semanas que debía estar en altamar. Sus hombres estaban ya
desesperados por lanzarse a la aventura, tantos días en tierra los tenía
aburridos y las reyertas con la gente del pueblo se hacían cada vez más
frecuentes. Él mismo empezaba a sentirse asfixiado, sin embargo, un ancla
de ojos verdes y boquita dulce lo mantenía aferrado a tierra firme.
Maldijo en su interior el día que irrumpió en el castillo Grafton para
robarse a lady Amelie.
La mujerzuela no valía el esfuerzo, pero su pisoteado orgullo nunca
atendía a razones. En aquél momento en lo único que pensaba era en no
permitir que el duquecito le ganara una vez más. Si alguien le hubiera
advertido lo que sucedería, si le hubieran dicho que una monjita de voz
suave y mirada dulce lo haría retractarse de su deseo de robarse a lady
Amelie, se habría reído. Primero se habría reído y luego le habría partido la
cara al imbécil para que dejara de decir estupideces.
Y, sin embargo, ahí estaba, fraguando sus pasos a seguir. Su primer
impulso, después de salir de la casa Wilton, fue ir a hacerle una visita al tal
Pembroke. No obstante, para cuando averiguó que era un invitado de los
Grafton ya estaba lo suficientemente calmado como para discernir que no
era un movimiento inteligente. No le convenía alertar al condesillo y que
este apresurara sus intenciones de desposar a sor Magdalena. Si alguien iba
a casarse con su monjita, ese sería él. Así tuviera que robársela. Y no habría
súplicas que valieran, sin importar si venían de la misma novia.
—¡Cuervo! —Llamó a su segundo al mando. El hombre apareció pocos
segundos después, siempre se mantenía cerca, atento a las órdenes del
capitán—. Haz los preparativos, zarparemos en unos días —dijo al hombre,
sus ojos enfocados en la isla donde su pequeño tormento vivía.
Cuervo afirmó con un movimiento de la cabeza y enseguida se fue a
cumplir con el pedido del capitán. Esperaba que la tripulación se relajara en
cuanto supiera que su partida estaba cerca y dejara de crear problemas.

En la celda de lady Isobel, lady Emily intentaba persuadir a su hija sobre


la conveniencia de aceptar la petición del conde de Pembroke.
—No me casaré con lord Pembroke, madre —afirmó la muchacha para
consternación de su progenitora.
—Isobel, hija… Lord Grafton… —Estaba diciendo lady Emily cuando
fue interrumpida por la joven.
—Lo sé, madre. Sé que lord Grafton es el esposo de Amelie. Lo sé muy
bien.
La amargura en el tono de su hija oprimió el corazón de la condesa viuda.
Su intención no era herirla, pero de alguna manera debía hacerle
comprender la realidad de su situación. No quería que tomara otra decisión
precipitada como la de convertirse en monja.
—Esta mañana vino a verme lord Euston —comentó minutos después, no
tocó antes el tema porque primero quiso tantear las aguas respecto al conde
de Pembroke.
—¿Quién? —Lady Isobel frunció el ceño. No conocía a nadie con ese
título.
—Isobel… —La condesa viuda titubeó, la información que tenía era un
arma de doble filo, sin embargo, tras una inspiración profunda decidió
continuar—: el señor Aidan es hijo del anterior duque de Grafton, él es…
—Hermano de lord August —susurró lady Wilton, sin poder creerlo.
—Es ilegítimo, Isobel —corrigió, absteniéndose de usar la palabra
“bastardo” por considerarla demasiado despectiva. Los hijos no tenían la
culpa de los errores de los padres, era injusto que cargaran con semejante
estigma.
—¿Ilegítimo? —repitió azorada.
Por supuesto sabía lo que esa palabra significaba, no obstante, el hecho
de que fuera hijo —precisamente del padre de lord August— la descolocó.
¿El señor Aidan lo sabría? ¿Estaría enterado de que lord August y él eran
hermanos de padre?
—Sí, fue concebido fuera del santo matrimonio —aclaró la condesa
viuda, más por reafirmar su argumento que por explicar el término.
—Debió ser difícil para el señor Aidan —comentó en un murmullo,
pensando en las oportunidades que le fueron negadas solo por haber nacido
en circunstancias diferentes a lord August.
—Isobel, por favor, no es momento de ser compasiva. —Lady Emily
tomó la mano de su hija—. Cariño, no puedes casarte con él, ¿entiendes? —
le dio un ligero apretón para asegurarse de que la escuchaba.
Lady Isobel miró a su madre.
—¿Cómo sabe…?
—Te lo dije, él fue a verme esta mañana. Su visita fue para eso, para
informarme que te pidió matrimonio y que tú lo aceptaste.
—¿El señor Aidan fue a verte? —Sin saber por qué, su corazón comenzó
a golpetear con fuerza dentro de su pecho.
Por la pregunta, lady Emily supo que su hija todavía no comprendía la
verdad sobre la identidad de Aidan.
—Hija, el señor Aidan es lord Euston —aclaró.
—¿Lord Euston? —repitió lady Isobel sin entender nada.
—Será mejor que te cuente la historia desde el principio —dijo la
condesa viuda tras un pesaroso suspiro.
Fuera de la celda, lady Amelie escuchaba la plática de madre e hija.
Llegó a tiempo para escuchar a lady Emily decir el motivo de la visita de
Aidan. La ira la envenenó a tal punto que le fue imposible moverse. El
cuerpo le temblaba de rabia, presa de una intensa furia —como jamás
experimentó antes—, escuchaba hablar a su madre sin ser realmente
consciente de lo que esta decía. Lo único que su perturbada mente lograba
discernir era que Aidan no cejaba en su decisión de casarse con Isobel. Se
retiró tan sigilosa como llegó. Ni su madre ni su hermana se percataron de
que las espió.
Abandonó la isla sumida en un intenso deseo de venganza. Y la única
destinataria era su hermana. Isobel la despojó del amor de Aidan. Por su
culpa él no la quería de vuelta. La muy mustia, con la excusa de impedir
que se fugaran juntos, se le metió por los ojos, aprovechándose de la
situación para ponerlo en contra de ella.
«Juro que no te dejaré casarte con él», prometió en silencio mientras
subía al carruaje con destino a Grafton Castle, iba en busca de lord
Pembroke para convertirlo en su aliado.

Un par de días después, ajeno a las intrigas que comenzaban a tejerse a su


alrededor, Aidan urdió sus propios planes. La tripulación se preparaba con
entusiasmo para su próxima travesía, el barco ya cargado con los víveres
necesarios para sobrevivir varias semanas en altamar. Lo que estaba
llevando más tiempo era el acondicionamiento de su camarote. El cual
contaba con lo básico: una cama clavada al piso, una mesa —también fijada
al piso del navío—, y un aguamanil. No quería que sor Magdalena pasara
incomodidades, así que mandó al Bardo a comprar los enseres que no
tuvieran en las bodegas del navío para convertir la cabina en un lugar
confortable para su futura esposa.
Ese día ni el siguiente se coló en la isla para verla, prefirió emplear ese
tiempo en organizar todo para casarse con Isobel —como ya comenzaba a
llamarla en sus pensamientos—. Con consentimiento o no, él se casaría,
solo necesitaba la fe de bautizo de lady Isobel. Por ese motivo, tras varios
días bregando con las actividades en el barco, acudió nuevamente a casa de
su suegra; todavía no lo era, pero eran nimiedades que no le interesaban.
—Avisa a lady Emily que estoy aquí —ordenó a la doncella en cuanto
esta abrió la puerta.
Jane miró asombrada cómo el hombre entraba a la casa como si fuera
amo y señor. Indignada cerró de un portazo. ¿Quién se creía que era para
entrar, así como así, a una casa decente? Se recogió las faldas para poder
correr tras él.
«Un día de estos me voy a ir de hocico», pensó con la respiración
agitada. El hombre estaba a punto de llegar a la puerta del saloncito de la
condesa viuda cuando de repente se detuvo. Jane agradeció a todas las
huestes celestiales tal circunstancia, habría recibido tremendo regaño de su
señora si este se apersonaba en la estancia antes de que lo anunciara.
La dama tenía visitas, comprendió Aidan al escuchar las voces que salían
de la estancia. Aguzó el oído para identificar a los interlocutores de la
condesa viuda. Reconoció la voz de la arpía que tomaba la palabra en ese
instante.
—Madre, no podemos permitirlo. —Escuchó que decía—. Ese hombre es
un delincuente, ¿qué clase de vida le daría a mi pobre hermana? —La voz
se le quebró al final y Aidan casi aplaudió. Era una actriz tremenda. Ni el
Bardo ponía tanto sentimiento a las historias que contaba.
—Por favor, su gracia —intervino una voz de hombre en el momento
justo que Jane pasaba a su lado para ir a anunciarlo.
Aidan la retuvo por el codo y con la otra mano le hizo un gesto para que
guardara silencio. Jane abrió la boca, dispuesta a no obedecer, pero él la
calló cubriéndole la boca con la mano libre.
—No se preocupe. —El hombre continuaba hablando—. Jamás permitiré
que ese matrimonio se lleve a cabo.
Aidan sonrió. Soltó a Jane y, antes de que la pobre doncella pudiera
anunciarlo, entró a la estancia.
—Me gustaría verlo intentarlo. —Los tres ocupantes de la habitación
miraron al hombre que bloqueaba la entrada al saloncito.
Lady Grafton ahogó un jadeo. Jamás había visto a Aidan vestir así, con
ropas formales. Las prendas se miraban de buena calidad, desde la chaqueta
negra con brocados en plata hasta la camisa de seda. No usaba los
puntiagudos zapatos de hebilla —tan extendidos entre la nobleza—, sino
unas botas altas. El aro de oro en su oreja y el cabello suelto le daba un aire
salvaje; quien lo viera, no sabría decir si se encontraba frente a un caballero
o un pirata. «Un caballero pirata», pensó ella con el corazón desbocado.
—Milady, lamento la intromisión. —Aidan se dirigió a lady Emily,
obviando el hecho de que lord Pembroke no respondió a su reto.
«Pusilánime», masculló en sus adentros mientras se adentraba en el
saloncito.
Lady Emily sonrió, tensa.
—Tome asiento, lord Euston. —Lady Grafton agrandó los ojos al
escuchar el título pronunciado por su madre—. Jane, por favor, una taza de
té para nuestro invitado —ordenó a la doncella.
—Adelante, sigan conversando —pidió Aidan al tiempo que se recostaba
sobre el respaldo del sillón, en una pose de absoluta indolencia.
Las dos mujeres lo miraban con diferentes expresiones. Lady Emily con
el temor pintado en el rostro. Lady Grafton con arrobo; por un momento
olvidó sus circunstancias, perdiéndose en los esculpidos rasgos del
caballero pirata.
Jane entró con el servicio de té casi enseguida, en su vida se había
apresurado tanto a cumplir una orden de su señora como en ese instante;
deseaba enterarse de primera mano lo que ahí se fraguaba.
—Lady Emily, fue un placer, pero debo retirarme. —Lord Pembroke se
puso de pie para acercarse a su anfitriona. El conde era hombre de pocas
palabras y no dado a los enfrentamientos. Él utilizaba métodos más sutiles
para cumplir sus fines.
—Preferiría que se quedará, milord —intervino Aidan con un tinte de
burla en la última palabra—. Según me ha informado lady Emily, el asunto
que vine a tratar también le atañe.
Lord Pembroke miró a Aidan. Cuando le hablaron de él, imaginó a un
sucio y burdo marinero. Todo lo contrario al hombre que en ese momento lo
miraba con burla.
—Si insiste —respondió el conde, regresando a su asiento.
—Insisto —confirmó Aidan con una sonrisa que distaba mucho de ser
amistosa.
—Madre —susurró la duquesa pegada a su progenitora—, ¿por qué lo
has llamado lord Euston? —preguntó, con la esperanza de que todo fuera
una patraña inventada por Aidan. La tarde anterior, cuando escuchó la
conversación entre su madre y hermana, estaba tan fuera de sí por el hecho
de que Aidan insistiera en casarse con Isobel que apenas y recordaba lo
dicho en esa celda.
—Duquesa, permítame que sea yo quien sacie su curiosidad —expresó
Aidan, sobresaltándola, tal parecía que su intento de ser discreta se quedó
en eso, en un intento.
—Lord Euston, no es necesario que… —Estaba diciendo lady Emily
cuando fue interrumpida por el caballero pirata.
—Da la casualidad, duquesa, que desde la niñez ostento el título de
conde de Euston.
La taza que lady Amelie sostenía cayó al suelo, vertiendo el resto del
líquido sobre la alfombra.
—Pero, pero… dijiste que eras mercader —susurró.
«Conde», repitió en sus adentros.
Creyó que tendría un título menor, una baronía o que quizá sería un
vizconde. Pero no, Aidan era un conde. Y nunca se lo dijo. Pretendía
casarse con ella sin hacer mención del título, ni darle la oportunidad de
convertirse en condesa. En cambio, sí que pensaba otorgárselo a Isobel.
Empuñó las manos, rabiosa.
—Un hombre tiene sus secretos —sonrió. Lady Grafton, aun con la rabia
viajando por su cuerpo, sintió que el estómago le daba una voltereta—.
Lady Emily. —Aidan miró a la dama en cuestión y luego dijo—: dadas las
circunstancias. —Hizo un ademán, señalando a lord Pembroke y a lady
Amelie—, deduzco que ya el conde y la duquesa están enterados de mi
compromiso con lady Isobel. —La condesa viuda afirmó con un
movimiento de la cabeza—. Perfecto. En ese caso, ¿sería tan amable de
proporcionarme la fe de bautizo de mi futura esposa? Como sabe, la
necesitamos para iniciar con las amonestaciones.
—¡No! —La negativa salió de boca de lady Grafton.
Aidan la acribilló con la mirada, sin embargo, la duquesa no se amilanó.
—Mi hermana va a casarse con lord Pembroke —continuó lady Grafton
con todo el temple del que fue capaz.
—No en lo que a mí concierne —respondió a la dama.
—Lord Euston —intervino lord Pembroke—, lady Isobel está a mi
cuidado y no puede contraer matrimonio sin mi consentimiento —expresó
con calma, como quien habla a alguien que no entiende de esos temas.
Antes de su intempestiva llegada acordaron con lady Emily seguir esa línea
de acción.
—Detalles, milord, detalles —dijo Aidan sin abandonar su pose relajada
en el sillón.
—Está usted muy seguro —rebatió el conde.
—La dama ya ha aceptado; lo demás, como dije, son detalles.
—Mi hermana no sabe lo que hace —dijo lady Amelie—. La pobre
quedó muy afectada por mi boda con August y…
—¿De verdad quiere que hablemos de ese asunto, duquesa? —Aidan se
irguió, no porque el tema le preocupara, si por él fuera diría aquí y ahora lo
sucedido con lady Amelie. No, él no estaba preocupado, pero sí que quería
preocuparla a ella, intimidarla para que se callara de una buena vez y dejara
de meterse donde no la llamaban.
—Lord Euston, por favor, le pido que comprenda —habló por fin lady
Emily, en un intento por calmar el mal temperamento de Aidan que
comenzaba a hacerse presente.
—Con todo respeto, condesa, son ustedes los que deben hacerse a la idea
—replicó sin elevar la voz—. Voy a casarme con su hija. Por las buenas o
por las malas. Y, por el bien de su buen nombre, espero que sea por las
buenas —espetó sin andarse por las ramas.
Lady Emily cerró los ojos ante la velada amenaza. Estaba visto que este
hombre no tenía honor ni sabía lo que era la dignidad ni la decencia.
—Explíquese. —Lord Pembroke se levantó del sillón, indignado por la
insinuación de Aidan.
—Está muy claro, milord. —Esbozó una sonrisa que hizo que la piel del
conde se erizara—. Aunque si insiste, con todo gusto le contaré cómo inició
todo. Verá, hace un par de años conocí a una joven dama… —Lady Grafton
se puso de pie en un revuelo de faldas. Aidan calló, satisfecho por la
reacción intempestiva de ella. Era justo lo que esperaba, la duquesa era una
cobarde que jamás permitiría que su intachable reputación quedara en
entredicho.
Nerviosa por el derrotero que estaba siguiendo la conversación, lady
Grafton se dirigió al conde.
—Milord, creo que es mejor retirarnos.
—Adelante, que el Señor los acompañe —dijo Aidan al tiempo que
movía la mano, instándolos a salir de la estancia.
Lord Pembroke apretó los labios, molesto por la grosera actitud del
supuesto conde de Euston, sin embargo, acató los deseos de la duquesa. Se
despidió de lady Emily y enseguida salió tras los pasos apresurados de lady
Amelie, quien ya estaba llegando a la puerta de calle, al tiempo que llamaba
a gritos a su doncella.
Jane continuaba en el salón, parada en un discreto rincón, atenta a los
acontecimientos atreviéndose apenas a respirar. Tan absorta estaba que
cuando escuchó su nombre en voz de Aidan pegó un gritito.
—Ordene, milord —respondió pasado el sobresalto, al tiempo que daba
unos pasos para acercarse al sillón donde Aidan continuaba sentado.
—Prepara los baúles de lady Isobel, hoy por la tarde vendrán dos de mis
hombres por ellos.
—Lord Euston… —comenzó a decir lady Emily, pero la voz de Aidan no
la dejó continuar.
—Otra cosa, lady Isobel necesitará una doncella, si estás dispuesta...
—Sí, claro que sí —interrumpió Jane, emocionada por poder volver al
servicio de lady Isobel—. Iré ahora mismo a preparar todo. —Salió del
saloncito sin tomar en cuenta que estaba obedeciendo órdenes de alguien
que no era su señor ni tenía potestad en la casa. Alguien que hasta hacía
poco, le causaba el mayor de los recelos.
—No cambiará de parecer, ¿no es así? —preguntó lady Emily, resignada.
—Soy muy necio, qué se le va a hacer.
—Isobel me contó… me dijo sobre… ya sabe…
—No, no sé. —Aidan sí que sabía a qué se refería, pero quería que su
futura suegra lo dijera.
Lady Emily se sonrojó. Bajó la mirada a las manos sobre su regazo, que
se estrujaban la una a la otra, tomando valor para pronunciar aquello que su
hija mayor le contara y que, de saberse, provocaría la ruina de su pequeña
familia.
—Sobre Amelie y usted —dijo al fin sin mirarlo.
—Ah, le contó que fue mi amante.
Lady Emily ahogó un jadeo.
—Por favor, no lo diga de esa manera. Le suplico que no vuelva a
repetirlo —pidió con las manos unidas sobre su pecho, mirándolo a los
ojos.
—Deje de oponerse a mi matrimonio con Isobel y de mi boca no volverá
a salir una palabra sobre el asunto.
—A eso se refería, ¿verdad? Cuando dijo que si era a las malas se vería
afectada nuestra reputación.
—En realidad no, pero llegado el momento puedo echar mano de lo que
sea —respondió sin condolerse ni un poco de la mirada afligida de la dama.
Lady Emily cerró los ojos. Ese hombre le estaba pidiendo que escogiera a
una de sus hijas. Si seguía oponiéndose, él era capaz de revelar el
comportamiento deshonroso de Amelie y, en ese caso, la desgracia se
cerniría sobre las tres. Isobel resultaría tan afectada como su hija menor y
toda posibilidad de matrimonio quedaría descartada para siempre. La
juzgarían igual que su hermana, atribuyéndole pecados que no le
correspondían. En cambio, si apoyaba el compromiso con lord Euston,
cabía la posibilidad de que fuera feliz con él, de que este le diera una buena
vida, sin carencias. Sin embargo, también estaba el hecho de que Amelie
juraba que era un delincuente, un contrabandista, de ser así, también estaría
condenando a Isobel a una vida de sufrimientos y sin sabores. Señor, ¿qué
iba a hacer?
Aidan observaba el rostro indeciso de la condesa viuda. No tenía idea de
los pensamientos que pululaban en su cabeza en ese instante, pero si en algo
conocía a la nobleza, jamás permitiría que el escándalo salpicara su ilustre
apellido. Sin embargo, cuando la mujer continuó sumida en sus
pensamientos sin hacer ademán alguno de ir por el documento, comprendió
que quizá necesitaba forzar un poco más la situación. Se puso de pie, lo
cual atrajo la atención de lady Emily sobre él.
—Que sea por las malas entonces —dijo antes de salir del saloncito bajo
la atónita mirada de la dama, quien no atinó a responder ni a moverse.
Capítulo 8

Tal como informó a Jane, dos de sus hombres fueron por los baúles de
lady Isobel esa misma tarde. Y mientras ellos se encargaban de llevarlos al
barco, él se ocupaba de la dueña de estos. La encontró como siempre,
rodeada de chiquillos y con un libro en las manos. Esta vez no esperó a que
los niños la dejaran sola; la expresión de su rostro lo atrajo igual que una
flor lo hacía con la abeja.
—El príncipe tomó en brazos a la princesa y la acomodó junto a él.
Montados en el hermoso pegaso surcaron el cielo, felices de por fin estar
juntos. Tal como prometió, la llevó allá, donde terminaba el arcoíris —decía
la dama en ese momento.
Tenía los ojos cerrados, el rostro un poco hacia arriba, como si hubiese
estado mirando el cielo antes de bajar sus párpados. Una sonrisa tierna
tiraba de sus labios.
—¿Y qué pasó con el pirata? ¿por qué no se quedó con la princesa? —
preguntó uno de los niños, un tanto enfurruñado.
Al escuchar la pregunta del crío, lady Isobel abrió los ojos,
encontrándose de pronto con la azulada mirada del señor Aidan. Este tenía
una expresión serena, incluso sonreía. En ese momento con el rostro
relajado no resultaba tan intimidante por lo que no contuvo el impulso de
corresponder a su sonrisa.
—Colin, el pirata era malo. —La respuesta de Mary, una de las niñas más
pequeñas, lo hizo fruncir el ceño. Isobel se sintió de pronto nerviosa—.
Secuestró a la princesa —explicó la pequeña al tiempo que elevaba la
mirada al cielo como rogando paciencia por la ineptitud del niño.
—Él también estaba enamorado de ella —refutó Colin cruzándose de
brazos.
—Pero ella no. Ella quería al príncipe August —dijo entonces otra de las
niñas, haciendo que Isobel bajara la mirada avergonzada porque ahora el
señor Aidan sabía con certeza quién era la princesa en la historia.
—No me gusta este cuento. —Colin se levantó, enojado por el final—.
La princesa es una tonta.
—El tonto eres tú —dijo Mary, enojándose también.
—Niños, niños, por favor. Es solo un cuento. —Lady Isobel dejó el
banco de piedra para intentar mediar entre los pequeños—. Vayan a
prepararse, es casi la hora de comer.
Los chiquillos se despidieron de ella y mientras corrían en dirección al
orfanato los adultos todavía podían escuchar sus alegatos sobre los
protagonistas del cuento. Lady Isobel mantuvo la mirada en ellos,
retrasando su encuentro con el señor Aidan. Se sentía tan mortificada. No
sabía cómo iba a mirarlo a la cara sin morirse de la vergüenza.
—El pirata, ¿cuál era su nombre? —lo escuchó decir a sus espaldas, muy
cerca de su oído.
—Es… es solo… solo un cuento —contestó, temblorosa, turbada por la
cercanía de él y por la calidez que su aliento enviaba en la base de su cuello
aun a través del hábito.
—El príncipe tenía nombre —reclamó él, sin dejar notar la rabia que
todavía sentía desde que escuchara el nombre del dichoso príncipe.
Estaba tragándose el coraje a costillas de sus manos empuñadas. Tenía
los nudillos tan blancos que, cuando por fin los relajara, le hormiguearían.
—¿A qué ha venido? —preguntó Lady Isobel para desviar la
conversación, no quería entrar en detalles que ni ella misma entendía.
—A lo mismo que el pirata de su cuento —murmuró él, pegándose más a
la muchacha, rozando su pecho con la espalda de ella.
—¿Qué? —Lady Isobel se giró tan rápido que perdió el equilibrio;
terminó rodeada por los brazos de él, recostada sobre su firme torso.
—Voy a secuestrarla, sor Magdalena —aclaró para consternación de ella
—. Y usted no se resistirá.
—¿Secuestrarme? Pero… vamos a casarnos, ¿por qué habría de
secuestrarme? —balbuceó sin entender de dónde sacó esa idea absurda.
—Detalles, milady, detalles.
Aidan la soltó, pues estaba tentando demasiado a la suerte, la cercanía de
la joven le hacía desear cosas para las que ella no estaba preparada, pero
para las que él estaba más que dispuesto. En su vida había deseado tanto
algo así que, cuando por fin sucediera, ya se encargaría él de borrarle de la
mente al duquecito. De la mente, de la piel y, ¿por qué no?, del corazón
también. No dejaría que ningún príncipe, conde, duque o el mismo rey le
arrebataran a su monjita. Este pirata sí se quedaría con la princesa.
—Mi madre vino a verme —comentó ella pasados unos segundos,
mientras se acomodaba en la banca de piedra, ajena a los pensamientos de
él—. Me contó algunas cosas… sobre usted.
Aidan se envaró. Tenía muchos secretos en su haber, unos más
escabrosos que otros y aunque no le importaba la opinión de nadie, sí que le
inquietaba un poco la información que la condesa le haya podido revelar a
lady Isobel. Se acercó un par de pasos, subió la bota derecha a la banca y
flexionó la rodilla, usándola de apoyo para su brazo derecho.
—¿Algo interesante? —preguntó, inclinándose un poco hacia ella para
que sus rostros quedaran a la misma altura.
—Nada que cambie mi decisión —respondió ella con la cara roja.
Tenerlo tan cerca le alteraba los nervios, las manos le sudaban, sus
mejillas enrojecían y la respiración se le volvía superficial, errática. Ni
siquiera lord Grafton la alteraba tanto.
—Bien, no me gustaría tener que llevarla amordazada y pegando patadas.
—Lady Isobel lo miró con los ojos bien abiertos—. ¿Qué pasa, milady? ¿la
he escandalizado? —cuestionó acercándose un poco al rostro de ella.
—Usted, no… no se atrevería, ¿verdad? —inquirió asustada. Sentía la
boca seca, el corazón le retumbaba en los oídos opacando el tronar de las
olas contra el acantilado.
—Por usted, sor Magdalena, soy capaz de cualquier cosa —declaró casi
sobre la boca de ella, justo antes de probarla por segunda vez.
El zumbido en los oídos de lady Isobel se multiplicó, ensordeciéndola.
La unión de sus labios no era un mero roce, no, esta vez, ¡el señor Aidan
estaba lamiéndole los labios! La boca masculina se cernía sobre la suya
como si fuera su dueña, tomándola con firmeza, saboreándola como si de
un dulce se tratara. Quiso protestar, pero entonces él la tomó por la espalda,
levantándola de la banca. Por instinto se aferró a esos hombros que tanto le
llamaron la atención la primera vez que lo vio, quedó apoyada, cuan larga
era, sobre la dureza del cuerpo masculino. El beso se volvió más profundo,
más íntimo. Nadie nunca, jamás, la besó así, como si quisiera absorberla,
saquear lo que sea que ella tuviera en su alma y corazón.
—¡Suéltala, desgraciado!
El grito proveniente del camino que conducía al priorato explotó la
burbuja en la que, sin darse cuenta, la envolvió el beso del señor Aidan.
Asustada rompió el contacto de sus bocas e intentó deshacer también el
comprometedor abrazo en el que él la tenía apresada, sin embargo, solo lo
consiguió a medias, pues él la pegó a su costado, rodeándola por los
hombros con el brazo derecho.
El eco de las pisadas del dueño de la voz se hizo más fuerte conforme
este se acercaba. Al reconocerlo, lady Isobel sintió tanta vergüenza que
quiso morirse ahí mismo. Después de esto, nunca más podría verlo a la
cara. Se removió incómoda, buscando que el señor Aidan la soltara, pero
solo consiguió que este la agarrara con más fuerza.
—Excelencia, ¿a qué debemos el honor? —preguntó Aidan con ese tinte
burlón que ya lady Isobel comenzaba a conocer.
—Cuando Amelie me lo contó no quise creerlo —dijo en cuanto se
detuvo frente a la pareja.
El duque llegó esa misma mañana a Grafton Castle, adelantando su
regreso con la intención de llevarse consigo a su esposa puesto que los
asuntos del parlamento que lo mantenían en Londres no quedaban resueltos
aún. Era un recién casado enamorado de su esposa que todavía no
consumaba su matrimonio, los asuntos de estado podían esperar un par de
semanas para que él fuera por su duquesa.
Al llegar, lo primero que quería era verla a ella, a su hermosa Amelie, sin
embargo, fue su madre quien lo recibió con la noticia de que lord Pembroke
era su invitado esos días y que, además, quería desposar a su inocente
cuñada. En un principio se sorprendió, incluso pensó oponerse, pues en
Londres corrían ciertos rumores sobre el conde que, de ser ciertos, no lo
hacían un candidato idóneo para esposo de lady Isobel. De ninguna dama en
realidad, pero para lady Isobel mucho menos.
Decidió que hablaría con lady Emily al respecto y si era necesario usaría
sus influencias para proteger a la joven, sin embargo, poco después de
mediodía su visión cambió. Lady Amelie apareció en Grafton Castle pálida
y temblorosa, iba en compañía del conde y una doncella. Preocupado por su
estado, debido a la delicada salud que presentó desde el día de su
matrimonio, la había llevado a la habitación ducal donde, entre lágrimas,
esta le contó que su hermana estaba siendo manipulada por Aidan a tal
punto que terminó aceptando casarse con él.
—¿No te das cuenta, August? —le había preguntado lady Amelie—. Él
no va a casarse con ella, solo la está usando para, para, tú sabes. —Había
balbuceado avergonzada—. La abandonará, August. Se irá, dejándola
deshonrada como a… —Desgarrada por el llanto no pudo continuar
hablando.
Estuvo con ella, consolándola hasta que se quedó dormida. En cuanto
pudo bajó a hablar con lord Pembroke, quien corroboró las palabras de su
esposa. Entonces decidió que, de los dos, el conde era el mal menor. Apenas
terminó su charla con el conde abandonó el castillo para ir en busca de lady
Isobel. La sacaría de la isla ese mismo día y si era necesario la enviaría al
continente, lejos de las garras del desgraciado de Aidan y del conde.
Ninguno de los dos merecía a una joven tan inocente y bondadosa como
ella, un ser con un alma tan pura que podía iluminar con su sonrisa hasta la
más negra de las noches.
Y ahí estaba, constatando con sus propios ojos una parte de la historia
que, pensando que conocía a lady Isobel, se negaba a creer. Una extraña
opresión le molestaba en el pecho a la altura del corazón al ver a su vieja
amiga en una situación tan indecorosa. El peso de su error oprimió sus
pulmones, robándole el aliento. La conciencia no lo dejaba en paz desde
que supo que quería entregarse al servicio del Señor, se culpaba a sí mismo
y a su cobardía por esa radical decisión, culpa que casi lo aplastaba en ese
momento al comprobar lo que sus decisiones provocaron.
—Lord Grafton, yo… —Los balbuceos de lady Isobel solo sirvieron para
que el genio de Aidan, sosegado después del beso, se prendiera con brío.
—No le debes ninguna explicación —masculló el caballero pirata, igual
o más enfadado que lord Grafton.
—¿Desde cuándo, lady Isobel? —preguntó el duque de Grafton a su
cuñada—. ¿En qué momento cambió los hábitos para convertirse en la
fur…?
—¡Mucho cuidado con lo que dices! —Aidan adelantó un paso para
enfrentar a lord August, liberando a lady Isobel en el proceso.
—¡Tú, desgraciado! ¡Te aprovechaste de su inocencia! —reclamó airado
el duque, tenía los brazos tensos, las manos empuñadas y el rostro
desfigurado por la ira.
—Yo no me aproveché de nadie —refutó Aidan con voz dura—. Y si así
fuera, no es asunto tuyo —espetó, encendido de rabia ante el hombre que,
aun sin saberlo, se quedaba con todo lo suyo.
—¡Has manchado la reputación de lady Isobel! —le echó en cara a gritos
el duque.
—Nadie nos ha visto, pero si sigues gritando como loco, ¡te escucharán
hasta la misma Roma, imbécil!
—¡Tú a mí no me insultas, escoria! —El duque lo aferró por el chaleco,
demasiado furioso para medir sus acciones.
—Lord Grafton, por favor, no es lo que parece —musitó lady Isobel
acercándose a ellos.
—Contigo hablaré después —respondió lord Grafton, olvidándose de los
formalismos que él mismo se impuso tiempo atrás, cuando sus sentimientos
por lady Amelie se interpusieron en la amistad que mantenía con ella.
—¡No le des explicaciones! —Aidan alzó la voz. Harto de la situación le
dio un empujón al duque para que lo soltara—. Con mi prometida no tienes
nada que hablar —aseveró al tiempo que volvía a rodearla de los hombros
para esta vez pegarla a su costado izquierdo. La sintió temblar y se maldijo
en silencio por haberla asustado.
—Lady Isobel no se casará contigo ni esta vida ni en la siguiente.
—¿Quién lo va a impedir? ¿tú? ¿el pusilánime del conde? ¿O quizá la
ramera de…?
—¡Basta! —gritó la joven, deteniendo el nombre que estuvo a punto de
salir de labios de Aidan.
Angustiada se llevó las manos al rostro. La situación comenzaba a
sobrepasarla. Todo el mundo opinaba sobre su vida y decisiones. Todos
queriendo imponerle un camino, diciéndole qué hacer. ¿Y lo que ella
quería, qué?
—Lady Isobel, vaya por sus cosas —ordenó el duque.
—No tientes tu suerte, duquecito —objetó Aidan.
—No me hagas olvidarme de que alguna vez te llamé amigo —refutó
lord August, manteniéndose firme en su postura.
—Señor Aidan, por favor, no sigamos con esto —suplicó lady Isobel
aterrada por la idea de que él terminara hablando sobre su relación con
Amelie. Lord August no lo soportaría.
Aidan bajó la cabeza para mirarla, sus ojos azules lucían tan fríos y
oscuros que a lady Isobel volvieron a recordarle la profundidad acuosa del
océano. Quiso decir algo más, pero lord August se le adelantó.
—Suéltala —exigió el lord.
Desde hacía años, Aidan no permitía que nadie le dijera qué hacer y el
duque no iba a ser una excepción.
—Lord Grafton —comenzó a decir sin apartar su acerada mirada de la
angustiada de lady Isobel—. Lo diré solo una vez más. —La mano con que
agarraba a la joven, inició un lento vaivén sobre el brazo cubierto de ella—.
Lady Isobel es mi prometida y si siguen tratando de interponerse en nuestro
matrimonio, van a conocer otra cara mía y, créame, no les gustará.
—¿Es tu última palabra? —rebatió el duque.
Como respuesta, Aidan sonrió, pero no era una sonrisa amigable. Era la
sonrisa que veían sus enemigos justo antes de perecer a manos del capitán
del Gehena.
El duque supo entonces que jamás podría razonar con Aidan y que
tampoco podría persuadir a lady Isobel con él a su lado. Sin decir nada se
dio la vuelta para irse, no estaba dándose por vencido, tan solo estaba
aplazándolo, sin embargo, la voz de la joven le dijo que no sería necesario.
—Iré con usted, lord Grafton. —Acababa de decir ella en poco más que
un susurro.
—No te atrevas —masculló Aidan, sus labios pegados en la sien de la
joven.
—Por favor —rogó ella en voz baja—, no lo haga más difícil, se lo
suplico.
—Es muy pronto para súplicas, guárdeselas… que le van a hacer falta.
Sintiendo que se lo llevaban todas las huestes del infierno se alejó del
lugar, dejándolos ganar esa batalla, pero muy lejos de vencer en la guerra.

Lord Grafton acompañó a lady Isobel hasta la oficina de sor María para
informarle que la joven abandonaría el lugar en ese mismo momento. Sin
embargo, para sorpresa de ambos, la religiosa se mostró en desacuerdo.
—Lady Isobel no puede irse sin más, su gracia —dijo al duque con la
serenidad que la caracterizaba—. Primero debo asegurarme de que lo hace
por voluntad propia y no bajo coacción de ningún tipo.
—La entiendo, hermana, pero dadas las circunstancias, comprenderá que
no puedo irme y dejarla aquí a merced de ese… —Por respeto a la religiosa
calló el epíteto que iba dirigido a Aidan.
—Por favor, concédame unos minutos con ella. —Aunque lo pidió como
un favor, la autoridad que sor María desprendía le indicó que era una orden.
Y él, aunque era un duque sabía que, entre el Señor y los hombres, el
Señor siempre estaba primero; sin importar la religión que profesaran. Así
que obedeció y salió de la pequeña estancia para darles privacidad.
Sor María esperó a que lord Grafton saliera para levantarse e ir a cerrar la
puerta de su oficina. Parada frente a la puerta de madera, se tomó un
momento para ordenar sus ideas. La joven sentada frente a su escritorio
necesitaba una guía, alguien que la ayudara, no regaños ni reclamos.
Regresó a su silla tras la mesa y miró a lady Isobel. La dama tenía la cabeza
gacha, las manos unidas en su regazo. Era como un animalito asustado,
indefenso, una ovejita del Señor que necesitaba ser consolada.
—Parece que fue ayer cuando te sentaste en esa misma silla y me pediste
que te aceptara en nuestra congregación —comenzó sor María. Lady Isobel
continuó en la misma posición—. Desde el principio supe que no llegarías a
consagrarte, sin embargo, me dije que no podía negarte la paz que parecías
necesitar con tanta desesperación y que equivocadamente creíste que
encontrarías tras estos muros.
Lady Isobel levantó la cabeza para mirar a la religiosa, sorprendida por
su declaración. Siempre creyó que había logrado convencerla de su
vocación y que por eso la aceptó. Ilusa. Su estancia ahí se debió a la buena
voluntad de sor María, no a la elocuente convicción con que habló con ella.
—Hoy decides irte, de la misma forma intempestiva como llegaste —
continuó la religiosa—, y aunque no puedo ni debo retenerte, tampoco
puedo evitar preguntarte de qué estás huyendo ahora. —Sor María la miró
directo a los ojos.
La joven desvió la mirada.
—No estoy huyendo, hermana —musitó, todavía sin mirarla.
—¿Eres consciente de que al irte con lord Grafton, quedas otra vez bajo
el yugo de tu familia?
—Sí. —La voz de la dama tembló, la perspectiva de verse obligada a
casarse con el conde… no quería ni pensar en eso.
—¿Has cambiado de parecer respecto a tu matrimonio con Aidan? —Era
este tema el que más preocupaba a la religiosa.
Conocía de sobra el carácter arrebatado de Aidan, este no mediría
consecuencias si ella se retractaba sin darle una explicación que lo
satisficiera.
Lady Isobel tembló ante la mención de su prometido. Las palabras que le
dijera antes de dejarla en compañía de lord August, retumbaron como un
eco estridente en su mente: “Es muy pronto para súplicas, guárdeselas…
que le van a hacer falta”. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. ¿Se atrevería a
romper su promesa sobre Amelie? En silencio rogó que no. A pesar de sus
rudas maneras, intuía que tras esa dureza se ocultaba un hombre honorable;
de lo contrario, jamás habría considerado casarse con él.
—¿Isobel? —la llamó sor María al no obtener ninguna respuesta de su
parte.
—No lo sé, hermana —respondió cabizbaja.
La imprevista llegada de lord Grafton fue como un baño de agua fría. Un
toque de realidad que la sustrajo del raro influjo que el señor Aidan obraba
en ella. La mirada decepcionada del duque —que se tornó en una de
repulsión al expresar aquél insulto que gracias a la intervención del señor
Aidan no llegó a completar—, le dolió tanto o más que si lo hubiese
pronunciado.
Su decisión de irse con el duque obedecía a su deseo de agradarlo, de
demostrarle que lo que sea que lady Amelie le hubiese dicho eran mentiras.
Por mucho que fuera el marido de su hermana, ella seguía enamorada de él
y lo último que quería era que tuviera una mala apreciación sobre ella.
Cuando anunció que se iría con él, no estaba pensando en romper el
compromiso con el señor Aidan, tan solo quería evitar un enfrentamiento
mayor. Además, no quería que el duque se fuera con la idea de que era una
mujer de vida fácil, ni que le adjudicara todos esos insultos que le ha
escuchado decir al señor Aidan sobre Amelie. Pero el señor Aidan se fue
sin dejar que le explicara nada, sin darle la oportunidad de exponerle sus
razones. ¿Qué clase de matrimonio le esperaba con un hombre así? Cierto
que las esposas no opinaban ni discutían, que su deber era acatar con
obediencia todos los deseos de sus esposos, sin embargo, ella siempre ha
deseado algo más que protección de un marido. Y a la luz del
comportamiento del señor Aidan, le estaba quedando claro que tal vez él no
era el hombre adecuado para ella.
—¿Por qué accediste a casarte con él si no estás segura?
Lady Isobel cerró los ojos. ¿Cómo responder esa pregunta sin hablarle
del secreto de su hermana?
—Confía en mí, Isobel. Lo que sea que digas dentro de estas cuatro
paredes, se quedará aquí —dijo la religiosa en un tono de voz tan maternal
que la joven se vio impelida a hacerlo.
Le contó todo. Desde su enamoramiento por el duque, pasando por el
motivo por el que quiso convertirse en monja, el primer encuentro que tuvo
con el señor Aidan, la promesa de él de mantenerse alejado de lady Amelie
y las posteriores visitas de él, hasta finalizar con la compensación que este
le exigió a cambio de la promesa y el enfrentamiento de ambos hermanos.
Omitiendo el parentesco.
—Yo… no quiero que lord Grafton sufra… —dijo mientras se limpiaba
las mejillas de las lágrimas que fluyeron de sus cuencas durante el relato.
Sor María reprimió una mueca. El amor era un mal consejero cuando de
tomar buenas decisiones se trataba.
—Isobel, la gente sufre todo el tiempo —apuntó, paciente—, es normal
que te duela el sufrimiento de tus seres amados… —Hizo una pausa,
buscaba las palabras adecuadas para transmitirle a la joven lo que quería
expresar—. Sin embargo, las consecuencias y el peso de nuestras decisiones
son solo nuestras, nadie debe cargarlas por nosotros.
—Es mi hermana…
—Pero no eres tú. No tienes porqué hacerte cargo de los pecados de ella.
No te corresponde a ti expiarlos. Esa responsabilidad es solo de la duquesa.
—Pero… lord August…
Sor María emitió un suspiro resignado.
—Si la ama, la perdonará. La relación de Aidan y la duquesa fue anterior
a su compromiso y matrimonio con él, después de eso no volvieron a tener
ningún tipo de acercamiento, ¿no es así?
Lady Isobel asintió, confiando en la palabra de su todavía prometido.
—Quizá te estás preocupando por nada.
—¿Usted cree?
—Aidan es temperamental, impulsivo, posee una férrea determinación
para defender lo que él cree suyo, pero, sobre todo, es un hombre de buen
corazón, leal y justo.
Lady Isobel observó el modo en que los ojos de la religiosa se
iluminaban al hablar del señor Aidan; pensó que, si ella podía ver esas
cualidades en él, todavía tenía oportunidad de arreglar la situación sin
mayores consecuencias.
—Y aun si decidiera revelar todo sobre su pasada relación con la
duquesa, no tendrá nada que ver contigo —continuó la mujer—. Un
matrimonio no puede basarse en el chantaje y la coacción —dijo sonriendo
con tristeza, pensando que Aidan se molestaría mucho si supiera la
conversación que estaba sosteniendo con su prometida, sin embargo, si se
casaban con esa carga sobre su matrimonio, no serían felices. Y ella lo que
más deseaba en este mundo era que su niño fuera feliz, inmensamente feliz.
—Gracias, hermana. —Lady Isobel estiró los labios en una débil sonrisa.
Sor María correspondió al gesto, sabedora de que no podía hacer más por
ella. Si Isobel deseaba irse, no metería las manos, pero sí le daría un último
consejo por el bien de todos.
—Decidas lo que decidas —calló un momento, esperando a que ella
enfocara su mirada verde en la de ella—, por favor, sé sincera con él —
pidió, rogando en silencio porque le hiciera caso, por lo menos en esto.
Lady Isobel no necesitó que le aclarara a quién se refería.
—Se lo prometo.

Entre tanto, Aidan iba camino a su barco. Ni la caminata ni el viento


marino calmaron la ira que le recorría cada libra del cuerpo. Tenía de ganas
de gritar, golpear; el deseo de disparar sus cañones en alguna escaramuza le
ardía en la piel. En cuanto llegó a la embarcación se puso a ladrar órdenes,
tal y como acostumbraba hacer cuando estaba en una batalla en altamar. La
tripulación supo, sin asomo de dudas, que ya no estaban bajo el mando de
Aidan, el capitán de “La Silenciosa”. No, quien caminaba de arriba a abajo
por la cubierta ya no era Aidan.
Hades, el capitán del Gehena, acababa de tomar su lugar.

Lady Isobel, en compañía de lord Grafton, abandonó el antiguo


monasterio poco antes del anochecer, con el tiempo justo para desembarcar
en el desvencijado muelle del pueblo antes de que el sol se ocultara por
completo. Un carruaje los esperaba a pocos metros y hacia este se dirigieron
sin detenerse un instante.
—A casa de lady Emily —ordenó el duque al cochero antes de entrar al
carruaje—. Perdone que no traje una doncella, pero no tenía planeado
traerla conmigo hoy mismo —se disculpó, aunque a esas alturas la
reputación de la joven ya estuviera en entre dicho; a menos ante sus ojos.
—Entiendo —musitó Lady Isobel sin ánimos de entrar en detalles, su
mente estaba lejos de ahí.
La conversación con sor María la ayudó a aclarar un poco sus
pensamientos. Durante la travesía en la barca, se reafirmó que, si aceptó irse
con lord August, lo hizo movida por la necesidad de demostrarle al duque
que lo que sea que su hermana le hubiera dicho era una mentira. Jamás
dimensionó el efecto que tendría su decisión en el señor Aidan. Ahora, pese
a que estaba segura de que irse de la isla fue lo mejor, el haberlo hecho a
instancias de lord August comenzaba a provocarle una sensación de
malestar; de alguna manera sentía que traicionaba al señor Aidan y ese
pensamiento no la dejaba tranquila.
Tal y como sor María le aconsejó, debía ser sincera con él. ¿Pero cómo
serlo si él se iba sin darle tiempo a explicar nada?
Tendría que buscar la manera de hablar con él, de hacerle entender que
tal vez se estaban equivocando y que un matrimonio entre ellos no haría
feliz a ninguno de los dos. Sus motivaciones no eran una base sólida para
una vida juntos.
A él lo movía el orgullo, el deseo de vengarse, de resarcir la afrenta de
lady Amelie. Y ella, ella solo quería proteger al duque. Evitar que el señor
Aidan revelara todo sobre su relación pasada con su hermana. Sí, también
quería una familia, pero para eso bien podía aceptar a lord Pembroke —
cosa que por supuesto no haría—, sin embargo, era el señor Aidan quien
podía destruir a lord Grafton.
Todo este tiempo se sintió en una encrucijada, oprimida por la situación,
con el señor Aidan imponiéndose, arrancándole una promesa de matrimonio
en un momento de debilidad, promesa que ahora comprendía no podría
cumplir a pesar de sentir cierta atracción por él. Porque sí, no se engañaba,
él la hacía experimentar emociones a las que no podía poner nombre, pero
que no alcanzaban para aventurarse a compartir su vida con él, para
convertirse en su esposa.
Sincerarse con la religiosa le hizo bien. Gracias a sus consejos
comprendió que ella no tenía porqué cargar con las culpas de su hermana ni
tomar la responsabilidad de proteger al duque. Los dos eran adultos
responsables de sí mismos y de sus actos. Cualquier cosa que sucediera,
eran ellos quienes debían afrontarlo. ¿Quién era ella para erigirse como su
salvadora? ¿Quién la protegería a ella de las consecuencias de sus
decisiones?
Las últimas palabras del señor Aidan retumbaron en su cabeza una vez
más.
«Es muy pronto para súplicas. Guárdeselas… que le van a hacer falta».
Debía hablar con él. No podía dejar las cosas así. Lo poco que conocía de
él le hacía intuir que, por muy buen corazón que tuviera, no se quedaría
tranquilo. Rogaba al Señor que su arrebatado carácter no provocara una
desgracia.
—Lady Isobel —la llamó lord Grafton por tercera vez—, llegamos —
informó cuando por fin tuvo su atención.
La joven dama posó su mirada en la puerta abierta del carruaje. Fuera, un
lacayo de chaqueta azul esperaba de pie a que ellos descendieran. Hizo un
movimiento afirmativo con la cabeza, indicándole a su excelencia que
estaba lista para salir. El duque bajó primero, luego se volvió hacia la puerta
abierta y le tendió la mano para ayudarla a apearse. Mientras bajaba, la
puerta de calle de casa de su madre se abrió. Lady Emily salió en un
revuelo de faldas para recibirla.
—Hija mía —murmuró la condesa viuda, atrapándola entre sus brazos.
—Madre —susurró ella, necesitada más que nunca del cariño materno.
—Es muy tarde para ir a Grafton Castle. —Madre e hija rompieron el
abrazo para prestar atención al duque—. Partiremos al alba, después de la
prima. —No quería darle ninguna oportunidad a Aidan para importunar a
lady Isobel.
—Estaremos listas —convino la condesa viuda—. Vamos adentro. —
Hizo un ademán invitándolo a pasar junto con ellas, pero este negó con un
movimiento de la cabeza.
—Me quedaré en la posada —dijo para reafirmar su negativa.
—Amelie también está aquí —informó lady Emily—. Estaba muy
alterada cuando llegó, tuve que darle un té para que se calmara.
—¿Cómo está ahora? —preguntó preocupado, encaminándose a la
entrada de la casa para ir en busca de su esposa.
—Se quedó dormida —respondió la dama caminando tras él, con lady
Isobel a la zaga.
La joven no tenía deseos de ver a su hermana. No se sentía preparada
para el enfrentamiento que sabía era inevitable. Se retrasó a propósito,
dejándolos adelantarse hasta la habitación que durante varios años
perteneció a la ahora duquesa de Grafton.
Estaba todavía en medio del vestíbulo cuando Jane llegó corriendo y la
apretujó contra su cuerpo.
—¡Milady, estoy tan contenta de verla! —exclamó la doncella todavía
rodeándola con sus brazos.
—También me da gusto verte, Jane. —Lady Isobel correspondió al
abrazo de la chica—. Pero anda, déjame respirar que si sigues asfixiándome
voy a desmayarme.
—¡El Señor no lo permita! —expresó Jane, soltándola—. Usted debe
estar buenecita para nuestro viaje.
—¿También vienes? —inquirió animándose un poco, tener a Jane en
Grafton Castle le haría más llevadera la estancia ahí.
—Sí, milord me ofreció seguir siendo su doncella —afirmó, una enorme
sonrisa le cruzaba el rostro.
—Ven. —Lady Isobel la tomó de la mano, instándola a seguirla escaleras
arriba—. Vamos a empacar.
—Ya lo hice, milady —dijo Jane sin perder la sonrisa, muy orgullosa de
su eficiencia—. Ya hasta vinieron por los baúles, como ordenó milord.
Lady Isobel frunció el ceño. Saber que lord Grafton se tomó tantas
atribuciones la molestó un poco, pero decidió no hacer un problema de eso;
suficiente tenía ya con lo que le esperaba.
En la habitación, Jane la ayudó a quitarse el viejo vestido que traía
puesto. Las pocas prendas que llevó cuando decidió recluirse en el antiguo
monasterio eran las peorcitas que tenía, las escogió así puesto que iba a un
lugar donde no necesitaría lujo alguno.
Como bien informó Jane, no quedaba ningún baúl ni prenda para ponerse
en la habitación. Parecía que se iba para siempre y no solo por unos días. La
doncella sacó un camisón del pequeño baúl que trajo y que el lacayo subió
en algún momento mientras ella estuvo abajo. De no ser por eso, habría
tenido que dormir solo con la camisola y los calzones.
—¿Quiere que le traiga algo de comer? —preguntó Jane cuando terminó
de ordenar la ropa que acababa de quitarse su señora.
—Un té estaría muy bien, Jane —pidió con una sonrisa cansada.
La doncella salió enseguida de la habitación para cumplir con el pedido
de su señora. En la cocina se encontró con Prudence, la doncella de lady
Grafton.
—¿Dónde estabas? Su excelencia desea unos panecillos con nata —
reclamó la doncella de la duquesa.
—No hay nata —replicó Jane.
Sin prestarle mayor atención pasó junto a ella para tomar la tetera y
preparar la infusión para su señora.
—Lady Emily dijo que tú podías conseguirla —continuó Prudence.
Jane bufó exasperada. Sí, ella podía conseguirla, pero eso implicaba ir
hasta la casa del lechero en medio de la oscuridad que ya rodeaba al pueblo.
—Dile a uno de los lacayos del duque, yo estoy atendiendo a lady Isobel.
—El té de lady Isobel puede esperar —refutó la doncella de la duquesa.
—No para mí.
A Prudence no le quedó más remedio que ir en busca del lacayo para que
fuera a conseguir la bendita nata para la duquesa. Al poco de salir la
doncella, la puerta de la cocina que daba al patio trasero se abrió desde
afuera. Jane estaba a punto de gritar cuando reconoció a uno de los hombres
que fue por los arcones de lady Isobel. El hombre le sonrió, pero ella no
correspondió. ¿Qué hacía ese hombre ahí, a esas horas?
—Señorita —dijo el hombre a modo de saludo, adentrándose en la
cocina.
—¿Qué hace acá a estas horas? —Desconfiada hizo la pregunta que le
rondaba en la cabeza.
—Tengo un mensaje del capitán.
—¿Para lady Isobel? —inquirió emocionada por lo que sospechaba se
trataba de una carta de amor.
—No, para usted.
Jane agrandó los ojos. ¿Un mensaje para ella? ¿Qué podía querer lord
Euston con ella?
—¿Para mí? —inquirió asombrada.
—Sí.
—Bien, pues démelo. —Estiró el brazo, la mano abierta con la palma
hacia arriba.
—¿Sabe leer? —preguntó el hombre, ahora el desconfiado era él.
Jane asintió orgullosa.
—Lady Isobel me enseñó.
El hombre, que no era otro que el Bardo, sonrió.
—No serán necesarios sus conocimientos porque es un mensaje de
palabra —aclaró sin dejar de sonreír.
Jane miró al techo, hartándose un poco de tanto rodeo.
—Diga de una buena vez su dichoso mensaje y no me siga quitando el
tiempo —espetó malhumorada.
El Bardo así lo hizo.

Los duques de Grafton se quedaron esa noche en la casa Wilton, ajenos a


lo que se fraguaba a pocos pasos de ellos.
Jane estaba acostada en un jergón cerca de la cama de su señora, atenta a
los sonidos de la noche. Lady Isobel dormía sobre la cama, relajada por la
infusión que la doncella le dio. Era pasada medianoche, toda la casa dormía
ya, menos ella. Los nervios no la dejaban, sentía el estómago hecho un
nudo.
«Señor, ayúdame. Si me sacas de esta, prometo no ser tan lengua larga
con lady Emily», rogó en sus adentros.
Al parecer, el Señor no estaba por la labor de atender la petición de Jane,
pues la puerta de la habitación se abrió en ese momento. La doncella cerró
los ojos con fuerza y se tapó hasta la cabeza. Se suponía que ella no debía
estar ahí, pero la preocupación y su lealtad a lady Isobel no la dejaron
obedecer esa parte del mensaje.
«Debí contarle todo al duque», se lamentó en sus adentros. Maldijo su
cobardía y la labia del Bardo. Ese hombre le llenó la cabeza de pájaros con
sus cuentos sobre amores imposibles y amantes que sufrían separaciones a
causa de la oposición de sus familias. Y ahí estaba ella, a punto de morir de
un bendito infarto.
—Salga. —Escuchó que alguien decía, pero no se atrevió a moverse.
Un golpe en su pierna le hizo saber que la orden era para ella, no
obstante, permaneció quieta. Ella no saldría de esa habitación hasta no estar
segura que su señora no corría ningún peligro.
—Bardo.
El corazón se le aceleró al reconocer la voz. Una mano le arrancó la
sábana que la cubría y luego la usó para envolverla con esta al tiempo que
la levantaba del jergón. Quiso gritar, pero el miedo la paralizó.
Aidan esperó a que el Bardo saliera de la habitación con su carga para ir
por la suya. Se acercó a la cama sin hacer ruido. La pálida luz de la vela —
que permanecía encendida en el tocador—, sacaba destellos dorados a la
rizada cabellera de la joven. No contuvo el impulso de tocarlo, de enredar
un rizo en uno de sus dedos. Percibió la suavidad de su cabello dorado, ese
que solo vio el día que se conocieron, pues en sus posteriores encuentros
este estaba cubierto por el hábito. Retuvo el deseo de inclinarse y llevarse
un mechón a la nariz para aspirar su aroma.
—Ahora sí, sor Magdalena —musitó, su mirada fija en los pómulos que
tantas veces ha visto mojados de lágrimas—, llegó el momento de suplicar.
Capítulo 9

Lady Isobel despertó con la sensación de que la cama se movía. Abrió


los ojos con la intención de levantarse, pero un fuerte mareo la hizo desistir.
Se quedó tumbada sobre la cama, rogando porque el malestar pasara.
—Jane —llamó a su doncella con voz queda, de repente sentía el
estómago revuelto—. Jane —repitió un poco más fuerte.
Cerró los ojos, no obstante, el mareo se hizo más intenso.
Pasado un momento, en el que no obtuvo respuesta de la doncella, se
obligó a levantarse. Se quedó sentada en la cama, todavía con los ojos
cerrados, en espera de que el mundo dejara de girar. Cuando sintió que
podía dejar la cama sin poner en riesgo su cuello, se levantó.
Abrió los ojos con cuidado, casi con miedo. Segundos después pudo
enfocar la pared de madera que tenía enfrente. Sus ojos se abrieron
sorprendidos al no reconocerla. ¿Dónde estaba? Miró a su izquierda, pero
fue tan brusca que su cabeza lo resintió; tuvo que volver a cerrar los
párpados. Vagamente recordaba las náuseas, a Jane consolándola…
¿Qué hacía ahí?
Se concentró en su respiración hasta que el mareo no fue más que un leve
malestar.
Su mirada asustada se paseó entonces por el lugar. En una esquina vio un
biombo, era blanco con algunas flores de distintos colores pintadas aquí y
allá sin ningún tipo de orden. Junto a este estaban tres baúles; reconoció
dos, eran suyos. En estos guardó sus pertenencias cuando tuvieron que dejar
Pembroke para instalarse en la casa de Cornualles. Dio algunos pasos para
buscar alguna prenda con la cual cubrir su semi desnudez; solo vestía el
camisón con el que se acostó en casa de su madre. El contacto con la áspera
y fría madera del suelo le hizo darse cuenta que estaba descalza, cosa que
no percibió antes gracias a la suave alfombra junto a la cama. Buscó sus
escarpines con la mirada, al hacerlo notó que aparte de la cama en la que
durmió, solo estaban el biombo, una mesa, un par de sillas y… un hombre.
El rítmico golpeteo de su corazón enloqueció en ese momento. Aturdida
observó al hombre sentado en un sillón al otro extremo de la habitación.
Estaba recostado del respaldo, en una posición nada propia de un caballero.
Su cabello estaba suelto, una mano tocaba su mejilla, casi cubriendo su
boca y la otra sostenía un arma de fuego. La observaba sin decir nada,
atento a todos sus movimientos.
Ella se quedó estática, con su verde mirada enlazada en la frialdad que
transmitía la azulada de él. Por instinto se abrazó a sí misma, cubriéndose
los brazos con las manos. Su respiración se volvió errática, superficial;
aspiró una gran bocanada de aire queriendo llenar sus pulmones, pero, al
hacerlo, la sensación de mareo volvió con fuerza, haciéndole imposible
concentrarse en nada que no fueran los rasgos endurecidos de él.
—Buenos días, esposa. —La voz grave de él quebró el silencio.
Esposa. El apelativo tuvo la facultad de drenarle la poca energía que
poseía, habría regresado sobre sus pasos hasta la cama de no ser porque
estaba segura de que, si lo intentaba, terminaría en el suelo.
—¿Te has quedado muda de repente, esposa? ¿o es que necesitas algún
incentivo? —inquirió él, burlón. Movió la mano en la que sostenía la pistola
y el cañón de esta quedó en su dirección, apuntándole.
Con la última pregunta, un aluvión de recuerdos bañó su mente,
hundiéndola en la más absoluta desesperanza.
Ella acostada en su cama, una mano tapándole la boca, obstruyéndole la
respiración y negándole la posibilidad de pedir ayuda. El miedo al
despertarse aturdida e inmovilizada. La desesperación por no poder hablar
ni gritar por ayuda, de no saber si seguía dormida o si era solo una
pesadilla. La angustia al constatar que todo era real.
Y por último el alivio.
El miedo se apagó, la desesperación remitió y la angustia no fue más que
un eco lejano. Reconocer la voz y facciones del señor Aidan en la
penumbra, a pesar de las circunstancias, la hicieron comprender que nada
malo le sucedería, no con él en la habitación. Sin embargo, muy pronto
supo cuan equivocada estaba; las intenciones del señor Aidan sofocaron sus
optimistas pensamientos con la misma facilidad con que él ahogaba sus
intentos de pedir auxilio, degradándolos a débiles quejidos.
Y ahí estaba ahora, en una habitación que no conocía con un hombre que
le demostró lo despiadado y cruel que podía ser.
¿Qué iba a hacer? No podía quedarse ahí, no quería vivir con alguien que
era capaz de llevarse a otra persona en contra de su voluntad. Que era capaz
de chantajear y amenazar con tal de lograr sus propósitos.
—Se lo dije, sor Magdalena, por usted soy capaz de cualquier cosa —
recordó las palabras de él, cuando le reclamó su actuar en aquél momento.
Y ella, tal como él predijo, le rogó; con lágrimas en los ojos le suplicó
que olvidara todo, que abandonara sus planes de venganza e hiciera su vida
lejos de Cornualles y del recuerdo de Amelie.
Una burlona risita fue la respuesta a sus súplicas.
—Por favor, comprenda —rogó por enésima vez—, si nos casamos
seremos muy desdichados. Yo no lo amo y usted…
—¿Quién ha hablado de amor? —había replicado él, levantándola de la
cama con rudeza—. El amor es solo una patraña, una farsa inventada por
gente como el Bardo, que va por ahí, contando historias de amores
imposibles con finales felices.
—Se lo suplico, no me obligue.
—Es tarde, milady. —La tenía agarrada de los brazos, con el rostro a
escasos centímetros del suyo—. Saldré de aquí con usted o no saldré. A
menos que…
—A menos que, ¿qué? —preguntó, y ahora sabía que eso fue su
perdición.
—A menos que me lleve a su hermana.
La declaración de él fue como una patada en su estómago que la dejó sin
aliento, sin fuerzas.
—Usted me dio su palabra. Me prometió que…
—Esa promesa quedó invalidada desde el momento en que usted rompió
la suya —le espetó, interrumpiéndola.
—¡Yo no rompí mi promesa!
—¿No? Entonces, ¿cuál es el problema? —replicó él—, si no ha roto su
promesa de matrimonio, váyase conmigo por las buenas… o aténgase a las
consecuencias.
—Pensaba hablar con usted, decirle mis motivos, explicarle; guardaba la
esperanza de que accediera a desistir de este matrimonio que nos hará
infelices a los dos —confesó con la voz quebrada por el llanto que ya tenía
atorado en la garganta.
—Hable por usted, milady.
No comprendió a qué se refería, pero le quedó claro que si no accedía a
su capricho iría por Amelie y todo se sabría. Como un destello, el consejo
de sor María iluminó sus negros pensamientos. Ella no era Amelie y no
tenía porqué expiar sus pecados. Armándose de coraje, lo miró a los ojos
con una nueva determinación.
—De acuerdo, llévesela —dijo con toda la firmeza que pudo, la voz
apenas le tembló.
Él la miró con los ojos entrecerrados, observándola sin decir nada,
detallando cada centímetro de su rostro. Tal escrutinio la ponía cada vez
más nerviosa, no sabía hasta cuándo iba a soportar mantenerse así, erguida,
valiente.
—¿Es su última palabra? —preguntó de pronto, sin soltarla.
—Lo es.
—De acuerdo. —Luego de eso la liberó de su agarre y ella se permitió
exhalar de alivio. El cual le duró un parpadeo—. Ya escucharon, vayan por
la duquesa —dijo entonces para sorpresa de ella—. Si alguien opone
resistencia… no tengan piedad.
Aterrorizada había corrido hasta la puerta, a tiempo de ver a varios
hombres caminar por el pasillo en dirección a la antigua habitación de su
hermana. La última frase dicha por él le taladraba los oídos.
“Si alguien opone resistencia… no tengan piedad”.
¡Cielo santo, August podía terminar herido!
—¡No! ¡Por favor, recapacite! —rogó, regresando sobre sus pasos para
pararse frente a él.
—No soy yo quien debe recapacitar, milady.
—Creí, creí que...
Aidan la apresó por los abrazos, acercándose lo suficiente para que sus
rostros quedaran muy juntos.
—Decida, milady. Usted o su hermana. —El aliento de él le golpeó los
labios, recordándole las sensaciones que experimentó con aquél último
beso.
—Por favor, no me haga esto —suplicó una vez más.
—Mis hombres harán lo que yo les ordene. —La boca de él casi tocaba la
suya y ella ya no sabía lo que decía—. Entrarán por su hermana y ustedes
jamás volverán a verla. Quién sabe, a lo mejor el duque resulte herido y
usted tenga la oportunidad de cuidarlo y consolarlo.
—¡No, no, por favor! August no se mere…
—Y yo sí, ¿verdad? —refutó él, rabioso—. Yo sí merezco ser engañado
por una y luego plantado por la otra. —La pegó a su pecho, dominándola
con su cuerpo.
—No, usted no entiende.
—La que no entiende es usted. El tiempo se agota, milady.
Las lágrimas, que hacía rato bajaban por sus mejillas, fluyeron con más
fuerza. Su pobre corazón, roto por el amor no correspondido de lord
Grafton, acababa de sufrir un golpe más. Aquella llamita de ilusión que el
señor Aidan alimentó durante semanas, acababa de apagarse con su
despiadada frialdad. Resignada comprendió que no tenía otra opción. Lo
que antes fue una decisión impulsada por la esperanza se convirtió en un
sacrificio. Al final, iba a pagar por los pecados de su hermana.

El movimiento de él al otro extremo de la habitación la devolvió al


presente. Acababa de levantarse del sillón, caminaba hacia ella con el andar
seguro que lo caracterizaba. Sus botas sonaban contra la madera con la
misma contundencia con que la miraba. El arma continuaba en su mano.
Ella retrocedió por instinto, alejándose de la frialdad de sus rasgos.
El señor Aidan se detuvo frente a ella, acorralándola contra la pared de
madera.
—Jane no es más tu doncella —dijo él, sorprendiéndola. Estaba
preparada para recibir más amenazas, por lo que la alusión a su doncella la
descolocó.
—¿Dón…? ¿dónde está? —Logró decir apenas, las náuseas seguían ahí,
haciéndole casi imposible mantener la dignidad.
—Tienes prohibido salir de aquí a menos que yo lo ordene —continuó él,
sin hacer caso a la pregunta de la joven.
—¿Por… por qué? —inquirió ella, tragándose la bilis que insistía en
subir a su garganta.
—Soy tu esposo. Yo ordeno, tú obedeces —respondió él, la punta de la
pistola rozaba la mejilla de lady Isobel.
—No, no es verdad. No nos casamos —susurró la joven a pesar del
pánico que le causaba el roce frío del arma.
—Detalles, milady, detalles —murmuró él, bajando la mirada al escote
de su camisón.
De repente, lady Isobel fue consciente de la escasez de sus prendas, del
calor que desprendía el cuerpo de él pegado al suyo… de la transparencia
de su camisón. Sintió las mejillas calientes, para su vergüenza acababa de
sonrojarse.
El señor Aidan sonrió, pero no era un gesto amistoso, era una sonrisa
perversa que le erizó los vellos del cuerpo. El estómago le dio un vuelco y
por un instante creyó que botaría hasta la primera papilla sobre las pesadas
botas de él.
—Por favor, yo… necesito cambiarme —musitó con la mirada fija en la
porción de piel que quedaba al descubierto por la camisa entreabierta de él.
—Adelante, no seré yo quien se lo impida. —La voz de Aidan sonó más
baja, más íntima.
Lady Isobel tembló.
Aidan sonrió. Se alejó un par de pasos de ella, dándole espacio para que
pudiera moverse e ir por las prendas para cubrir su cuerpo.
—¿Qué pasa, milady? Creí que deseaba vestirse con ropas más decentes.
—Aidan se cruzó de brazos, su mirada no se perdía detalle de la dama
frente a él—. ¿O es que necesita ayuda? —Dio un paso hacia adelante,
buscando intimidarla.
Lady Isobel corrió a los baúles. O lo intentó, el mareo la hizo
tambalearse. Un momento estaba a punto de darse de bruces contra el suelo
de madera y al siguiente ya era llevada en volandas hasta la cama, de la que
ahora pensaba nunca debió salir.
—La cabeza me da vueltas —se quejó, aferrada a la camisa del señor
Aidan.
—Es por el movimiento del barco —explicó él; la depositó con suavidad
sobre el colchón—. Irá mejorando con el paso de los días —dijo con voz
suave, dejando a un lado la frialdad con la que acababa de tratarla.
—Eso si no muero antes —gimoteó ella, pero enseguida abrió los ojos
asustada—. ¿Barco? ¿Estamos en un barco? —preguntó alterada, obviando
que veía dos señores Aidan.
—Bienvenida a “La Silenciosa”, milady.
Lady Isobel no dijo nada. Cerró los ojos y unas gotas saladas salieron por
las esquinas de estos. La endeble esperanza a la que pensaba aferrarse
acababa de ser arrojada al mar de la desolación.
Aidan observó el rostro angustiado de lady Isobel. Aunque ella no
suplicara más, sabía muy bien que estaba asustada. “Una dama inocente”,
había dicho el Bardo cuando lo vio salir con ella de la casa Wilton. No iba a
los gritos ni dando patadas como una vez le dijo, pero tampoco iba gustosa
ni con una sonrisa en los labios. La expresión de la joven era la misma de
ahora, desolada.
Cuando la vio tan firme, diciéndole que se llevara a lady Amelie, se
sorprendió, sin embargo, no se lo demostró. Esperaba llanto, ruegos, a lo
mejor un poco de gritos y algunos insultos. Y aunque al final sí hubo
ruegos, la ex monjita se portó a la altura de las circunstancias. Si hasta lo
hizo sentir orgulloso de su temple.
Tenían casi dos días en altamar. En determinado momento del trayecto
hasta el barco la joven se quedó dormida otra vez. Supuso que al final, el
llanto y el cansancio la vencieron. Sin embargo, ella no despertó ni siquiera
cuando llegaron, tuvo que cargarla todo el camino desde que la sacó del
carruaje hasta llegar al camarote. Aun con el trajín que conllevaba hacerse a
la mar, ella no despertó. Al principio creyó que quizá era una manera de
evitarlo, de no hablar con él, pero incluso la doncella se mostró preocupada
por el profundo sueño de su señora. Cuando el sol volvió a ocultarse él
también se preocupó e hizo llamar al Bardo.
Cuando este le dijo que echó unas cuantas gotas de láudano en el té que
la doncella preparaba, montó en cólera. El líquido era un opiáceo muy
fuerte que, si no se usaba correctamente, provocaba daños irreversibles en
quien lo ingería. En los años que llevaba en altamar, había visto marineros
que sufrían los estragos de la adicción a este.
El Bardo se deshizo en disculpas, alegando que no quería dormirla
demasiado, solo aletargarla un poco por si tenían que sacarla de la casa por
la fuerza. Y aunque su intención fue ayudarlo, lo castigó. Nadie actuaba a
sus espaldas sin sufrir las consecuencias. Nadie.
Jane la acompañó todo este tiempo, refrescándola cada tanto, tapándola
cuando era necesario, ayudándola a vaciar el estómago en un bote que pidió
para ese fin cuando, entre sueños, aseguró que tenía náuseas. Si en ese
momento la doncella no estaba ahí, cuidándola, era porque el movimiento
del barco terminó por descomponerla a ella también.
Fue él quien relevó a la muchacha y veló el sueño de lady Isobel la noche
anterior, quien la escuchó dar vueltas en la cama y quejarse. Verla
levantarse le supuso tal alivio que se enfureció consigo mismo. Era una
traidora, no se merecía nada de él. Se obligó a quedarse sentado para no
acudir en su ayuda en cuanto la oyó llamar a la doncella, justo como en ese
instante. Apretó las manos en puños para evitar abrazarla. No quería
consolarla. Aun cuando su cuerpo anhelara tumbarse con ella y sostenerla
contra su pecho.
—Volveré más tarde —dijo soltándose del agarre de ella.
Lady Isobel se ovilló en la cama y él huyó. Escapó de su presencia y de
lo que le hacía sentir.

En la casa Wilton, hacía días que la paz no existía. Exactamente desde


que la hora de partir a Grafton Castle llegó y lady Isobel no apareció. Lady
Emily había ido a buscarla, mas solo halló una habitación vacía. Al no
encontrarla ahí, la buscó por toda la casa, primero con discreción, después a
gritos. La certeza de que su niña no estaba en la casa la derrumbó. Ahogada
de llanto pedía por ella.
—¡Él la tiene! ¡Aidan se la llevó! —gritó la duquesa en medio del caos.
La condesa viudal la había mirado asustada.
—Por las buenas o por las malas —susurró lady Emily, agotada por el
llanto, recordando lo dicho por él en esa misma casa.
—La traeré de vuelta, se los juro. —Con esas palabras, lord August salió
de la casa Wilton con rumbo desconocido.
Una semana hacía de aquello.
—¡Milady, un mensajero! —Prudence, una de las doncellas de la
duquesa entró al saloncito donde lady Emily y lady Grafton pasaban sus
días desde la tragedia, como llamaron al suceso.
Lady Emily se levantó enseguida. El hombre entró tras la doncella, hizo
una reverencia a ambas mujeres y enseguida le tendió un papel a la mujer
mayor. La condesa viuda lo tomó y con manos temblorosas lo desdobló.

“Lady Isobel está donde debe estar, al lado de su esposo. Deje de


buscarla, quizás algún día vuelva a verla”.

La repentina palidez de su madre alertó a la duquesa.


—Madre, ¿qué pasa? —Lady Grafton se acercó a ella y la ayudó a
sentarse.
Intrigada tomó el mensaje de las manos flácidas de ella.
—No, no, ¡esto debe ser una mentira! —exclamó, tan consternada como
su madre por lo escrito ahí, aunque por razones diferentes.
El hombre, al darse cuenta de que su encargo no eran buenas noticias,
abandonó la casa antes de que pudieran culparlo de algo.
Rato después, lady Emily fue hasta la mesita donde acostumbraba
escribir sus cartas. Sacó papel y lo colocó sobre la mesa. Tomó la pluma
que reposaba junto al tintero, el cual destapó para sumergir la punta de la
pluma. Sus ojos llenos de lágrimas apenas y la dejaban ver sus acciones.
Con la vista borrosa escribió un mensaje que luego envió a Londres, donde
lord August hacía uso de sus influencias para encontrar a lady Isobel.
Días después el mensaje era recibido por el duque en su casa de la
ciudad.
—Su gracia. —El mayordomo entró al despacho del duque, llevaba una
pequeña charola de plata en las manos—. Acaba de llegar esta carta —se
inclinó un poco con los brazos extendidos para colocar la charola al alcance
del duque.
Lord Grafton tomó la carta y despidió al mayordomo con un gesto de la
mano. Rompió el sello que resguardaba el contenido y procedió a leer lo
escrito ahí.

“Excelencia, escribo estas letras con el ferviente deseo que el Señor lo


guarde en salud. Estoy muy agradecida por todos los esfuerzos que hace en
mi nombre para localizar a mi pequeña niña, sin embargo, el motivo de
esta misiva no es solicitarle información sobre la búsqueda de mi querida
Isobel, como tal vez supone. En realidad, es todo lo contrario. Le pido, por
lo que más quiera sobre esta tierra, que detenga las pesquisas para
encontrarlos”.

Lord August se enderezó en el asiento, incrédulo.


«De ninguna manera», fue su primer pensamiento. Sin embargo, continuó
leyendo.

“Entiendo que mi petición debe resultarle extraña, sobre todo cuando no


hay en mi corazón nada que anhele más que tener de vuelta a mi amada
hija. Y es precisamente por eso, su gracia, que le suplico que detenga sus
investigaciones.
Esta tarde recibí un mensaje de lord Euston…”.

Lord Grafton arrugó la carta al leer el título escrito de puño y letra de la


condesa viuda. Cuando su madre, la duquesa viuda, le confirmó lo historia
que lady Emily le contó aquella mañana cuando despertaron con la noticia
de la desaparición de lady Isobel, montó en cólera. Durante años vivió en la
ignorancia, sin imaginar que el niño con el que jugaba de pequeño era su
hermano mayor, pero que, para conveniencia del linaje, fue registrado en el
libro familiar como el hijo menor de los duques de Grafton. Condición que
impuso su madre para aceptar al hijo bastardo del antiguo duque. Su padre,
dado que no podía darle el ducado al hijo de su amante, le legó el título de
Conde de Euston junto con algunas propiedades de las que él nunca tuvo
conocimiento, hasta ahora.
Esa revelación le hizo comprender la actitud altanera que siempre mostró
Aidan. Ese dejo de burla con el que pronunciaba su título. Por fin entendió
la razón de que lo tratara sin el más mínimo respeto que como duque le
correspondía. Siempre creyó que se trataba de exceso de confianza por la
amistad que los unió de niños, y él, como tenía buenos recuerdos del poco
tiempo que convivieron juntos, lo permitía. Ahora, con esta nueva
información, miraba todo desde otro ángulo. Todas las veces que su madre
le prohibió jugar con él, los castigos, los elogios de los tutores, los regalos
de su padre, todo adquiría otro matiz.
No por primera vez desde ese día, pensó en la pintura de su padre que
colgaba sobre la chimenea del salón en Grafton Castle. El parecido era
asombroso. A menudo se preguntaba el motivo por el que nunca reparó en
ello, aunque también era verdad que hacía años que no se veían, el parecido
con su padre debió explotarle en la cara en cuanto lo vio en su banquete de
bodas.
Tal vez, inconscientemente se negaba a ver lo que estaba bajo sus narices.
Aidan era su hermano, su sangre.
Le pesaba no haber forjado una relación fraternal con él.
«Ya no importa», pensó antes de regresar la mirada a las líneas escritas
por lady Emily.

“Esta tarde recibí un mensaje de lord Euston. Me informa que se han


casado, así que, a la luz de estos hechos, no hay nada que podamos hacer.
Solo me queda expresarle mi gratitud por su invaluable apoyo.
Lady Emily Wilton”.

Lord Grafton dejó el papel medio arrugado sobre la mesa. El hecho de


que Aidan hiciera lo propio al casarse con lady Isobel, no le daba la
tranquilidad que al parecer sí consiguió la condesa viuda. Respetaría sus
deseos de detener la búsqueda, sin embargo, mantendría alerta a todos sus
contactos para que le informaran cualquier eventualidad que los
involucrara. No iba a desentenderse por completo de la joven que por años
fue su amiga, una a la que abandonó cuando cayó rendido de amor por su
esposa. De cierta manera, se sentía culpable del destino de la dama. Si él no
hubiese enfriado su amistad, si no hubiese estado tan absorto en lady
Amelie y sus obligaciones con el ducado, tal vez ella habría tenido la
suficiente confianza de acudir a él. Habría detenido la situación o incluso
los habría apoyado si en verdad deseaban casarse. Ya no podía remediarlo,
no obstante, no cometería el mismo error dos veces.
Con la mirada fija en las líneas de la carta, pensó que solo le quedaba la
tarea de informarle a lord Pembroke que tenía que buscarse otra esposa. Él
también estaba ayudándolo, haciendo uso de sus contactos en Irlanda para
cubrir el mayor terreno posible. El lord se había mostrado sumamente
indignado ante los acontecimientos y remarcó en repetidas ocasiones que, a
pesar de las actuales circunstancias de la dama, él estaba dispuesto a
desposarla.
Ese hecho le quitó un peso de encima a toda la familia, pues una dama
caída en desgracia tenía nulas posibilidades de matrimonio, sin embargo, no
confiaba en él. Los rumores sobre su conducta, vicios e inclinaciones eran
cada vez más sonados. Por lo que en aquél momento se prometió que
cuando encontraran a su antigua amiga, si esta no deseaba casarse con él, la
apoyaría.
Por eso, de todo lo sucedido, lo único que agradecía es que su cuñada no
terminara bajo el dominio del conde.
Tomó papel y pluma, le escribiría una nota y la enviaría enseguida a la
residencia del lord en la ciudad. Tenía que comunicarle cuanto antes las
noticias enviadas por lady Emily para que él también detuviera sus
pesquisas. No eran noticias para darse por carta, por lo que le solicitaría una
audiencia para hablarlo personalmente. Solo esperaba que estuviera en
Londres y no siguiendo alguna pista sobre el paradero de lady Isobel.
Una semana después de que el duque ordenara suspender las
investigaciones sobre el paradero de los fugitivos, lady Isobel conoció a
Hades, el capitán del Gehena.
Capítulo 10

El mareo disminuyó con el transcurso de los días. No supo cuántos


pasaron ni cuánto tiempo llevaban en altamar, pero lady Isobel ya podía
andar por la habitación sin sentir que en cualquier momento escupiría las
vísceras. La estancia todavía ondulaba ante sus ojos, pero por lo menos ya
no tenía que estar tumbada en la cama con un balde al lado.
Ese día se levantó con la firme intención de salir a que le diera el aire. La
cabina tenía un olor desagradable, producto de los fluidos que su estómago
revuelto echaba con tanto esmero. Ahora que lo pensaba, alguien debía
encargarse de sacar el balde, así como de rellenar el aguamanil y la jarra
que todas las mañanas aparecía rebosante de agua como si el día anterior no
la hubiera utilizado para enjuagarse la boca cada vez que lo inevitable
sucedía. Ese mismo alguien debía llevarle también la comida que apenas y
probaba. Esos días ha sobrevivido a base de líquidos y algunas frutas, pues
su estómago no soportaba otra cosa. Aunque quién sabe si eso comían
todos, no es que ella tuviera mucha experiencia sobre la vida en un barco.
Estaba hincada frente a sus baúles abiertos. Seguía vestida con el mismo
camisón con el que fue sacada de su casa. Aquella noche, la única
concesión que hizo el señor “yo ordeno, tú obedeces” fue echarle encima
una sábana que tapara su cuerpo en paños menores.
Miró la ropa en el interior de los arcones, estaba perfectamente doblada,
tanto que le daba pesar tener que meter la mano y desbaratar el trabajo de su
doncella, sin embargo, necesitaba un cambio de aires y para eso primero
debía vestirse.
Agarró el traje que estaba a la vista, el de encima en color plata con
dibujos de flores en el mismo tono. Fue hasta la cama y colocó sobre esta
todos los elementos que conformaban el vestido. Mientras miraba las
prendas, decidió que la falda y sobre falda no serían un problema, ella podía
ponérselas sin sudar, no así el corsé, el peto y la chaqueta; para eso
necesitaba ayuda sí o sí. Se llevó una mano a la frente. Sin Jane ahí para
auxiliarla con su arreglo solo le quedaba una opción.
Reacia a pedirle cualquier cosa al señor Aidan, tomó la falda, luego
caminó hasta los baúles y sacó unos calzones limpios. Con las prendas en la
mano fue tras el biombo para adecentarse.
Detrás del biombo estaban el aguamanil y una tina que le encantaría
poder usar, pero no sabía si en sus condiciones actuales podía darse un
baño. Deseaba poder sumergirse en la tina humeante para quitarse el sopor
y la mugre, pero lo más que podía permitirse las pocas veces que lograba
levantarse de la cama, era lavarse la cara y medio limpiar sus partes íntimas,
justo como iba a hacer en ese instante.

Aidan estaba en la popa, parado de espaldas al timonel. En la mano tenía


un catalejo que acababa de usar para otear los alrededores en los cuatros
lados de la embarcación. Si los vientos continuaban a su favor, en pocos
días estarían en tierra firme. En su vida había deseado tanto llegar a puerto.
No iba a perder el tiempo preguntándose la razón, sabía perfectamente que
esta tenía nombre de mujer y estaba malviviendo en su cabina desde hacía
casi tres semanas. Cuando la veía tumbada en la cama, pálida y ojerosa,
algo en su interior se agitaba. Era por eso que prefería mantenerse fuera de
la habitación, ajeno e indiferente al malestar de la joven, no quería tenerle
compasión ni que avivara el instinto protector que con tanta facilidad
afloraba cuando se trababa de ella.
No, no iba a compadecerla ni consentiría que lo volviera un blandengue.
Él era Hades, el capitán del Gehena, la piedad y la compasión eran palabras
que ninguno de sus enemigos había probado jamás de su mano.
Y ella era su enemiga.
Desde el instante en que decidió faltar a su palabra, traicionándolo, dejó
de ser merecedora de condescendencia alguna. La inocente e ingenua sor
Magdalena había dejado de existir para él.
Un bullicio procedente de la proa del barco lo hizo dejar de lado sus
rencorosos pensamientos. Intrigado caminó hacia allá, dejándole al Cuervo
la responsabilidad de dirigir solo el navío.
Lady Isobel recibió la brisa marina como el sediento al agua fresca. El
aire era húmedo, espeso, sin embargo, resultaba toda una delicia para sus
pulmones hartos del ambiente viciado de la cabina. Cerró a su espalda la
puerta del lugar donde ha permanecido sin salir desde su arribo a la
embarcación. Miró a ambos lados y por inercia buscó la parte trasera del
barco, suponiendo que sería la más solitaria y dónde podría estar sin que
nadie le revelara a su supuesto esposo que acababa de desobedecer su orden
de quedarse enclaustrada en la cabina.
No obstante, para su desgracia, la parte trasera era exactamente donde
ella estaba. El camarote se ubicaba en una zona desde la que podía ver la
cubierta y la parte delantera. No había manera de pasar desapercibida, todo
estaba al descubierto. Temerosa de la reacción del señor Aidan cuando se
percatara de su desobediencia, barajó la posibilidad de volver adentro.
Indecisa posó la mano en la hoja de madera a su espalda, incluso llegó a
abrirla un poco, pero el tufo agrio que salió de ahí terminó de darle el
empujoncito que le hacía falta. Iba a cerrar otra vez, pero en un soplo de
inspiración resolvió que la dejaría abierta para que se aireara, con suerte el
mal olor habría desaparecido para cuando volviera.
Se agarró las faldas y caminó de frente, cargándose hacia su derecha.
Mientras caminaba por cubierta, observó que el navío era más grande de lo
que esperaba. No sabía cuánto medía, pero a juzgar por los tres postes que
soportaban las enormes velas, debía medir bastante. La madera de las
paredes era de un rojizo oscuro, con algunos labrados aquí y allá, sobre todo
en las molduras. El barandal que lo circundaba era lo suficientemente alto
como para que ella se parara junto a él sin sentir que caería a las frías aguas
oceánicas, sin embargo, no lo hizo. Todavía estaba un tanto mareada,
acercarse a la orilla sería poner a prueba al Señor.
Casi llegaba a su destino cuando un hombre un poco más alto que ella,
barba poblada y aspecto amenazante se cruzó en su camino. Ella lo esquivó,
pero pronto se dio cuenta que su suposición sobre tener un poco de
privacidad era errada porque, lo que ella no sabía, era que la tripulación
estaba donde su capitán no. Así que cuando él estaba cerca del timonel,
ellos buscaban cualquier actividad que los llevara lejos de él y su furia
contenida.
Todos los miembros de la tripulación andaban más disciplinados que
nunca, cuidándose de no cometer el mínimo error; ninguno quería ser el
receptor de la ira del capitán cuando esta por fin explotara.
Matthew Collins era el miembro más joven de la tripulación, apenas
rozaba la veintena. Tenía poco tiempo al servicio del capitán y este era su
primer viaje. Fue reclutado por el Bardo en uno de los puertos poco antes de
que atracaran en Cornualles, quizá por eso, y porque lady Isobel era una
hermosa damisela que parecía estar en apuros, el chico se acercó a ella.
—Milady —pronunció en cuanto estuvo a su lado.
Lady Isobel miró al marinero y le sorprendió ver qué era bastante joven.
Era un poco más alto que ella, cabello rubio un poco rizado en las puntas y
unos expresivos ojos del color del cielo. Amable por naturaleza, le sonrió.
—¿Necesita ayuda? —preguntó él, azorado, la sonrisa de la dama
acababa de ponerlo nervioso.
—Estoy bien, gracias. Solo necesito un poco de aire limpio —respondió
ella sin perder la sonrisa, a pesar de que le costaba no mostrarse intimidada
por las miradas de los demás hombres que pululaban por ahí.
—A su servicio, milady. —Matthew hizo una ligera venía y se alejó.
Lady Isobel lo despidió con un gesto de la cabeza, movimiento que
resintió en su estómago. Decidida a que su malestar no le arruinara los
planes, caminó hasta un saliente de madera donde podría sentarse sin
esforzarse demasiado, la caminata desde la cabina minó la poca energía con
que despertó. Las consecuencias por la falta de alimento estaban haciéndose
presentes.
Relegó su malestar a un segundo plano y enfocó su mirada en el azulado
paisaje. El cielo estaba limpio, sin una sola nube que manchara el lienzo
azul. Fue imposible no recordar la mirada celeste de lord August. Esos ojos
que tantas veces rememoró con la esperanza de una vida en común. El
duque se presentaba cada vez menos en sus pensamientos, pero suponía que
se debía a que en ese último tiempo estuvo más dormida que despierta.
Se preguntó si algún día podría recordarlo sin experimentar ese
sentimiento de pérdida que le oprimía el pecho. Respiró profundo para
deshacerse de la sensación. Su vida jamás sería lo que antaño soñó y más le
valía olvidarse de ello. Ahora estaba ahí, a merced del señor Aidan. Un
hombre al que, a pesar de su mal carácter y rudas maneras, consideró buena
persona.
¡Cuán equivocada estuvo!
Y pensar que había decidido casarse con él… Negó para sí, de nada
servía lamentarse ahora, al final, terminó donde mismo. No obstante, el
hecho de que todavía no se casaran —aunque él insistiera en llamarla
esposa—, le hacía guardar esperanzas de poder volver a su hogar sin
consecuencias.
—Algún día —musitó, su mirada fija en el ondulante océano.
Desde niña le gustó el mar. Solía jugar con su hermana en la playa,
correteaban sin parar entre la arena y las olas. Eso hasta que una de esas
tantas tardes, la marea cambió de pronto y una Amelie de nueve años fue
arrastrada por esta. Ella tenía solo doce veranos, pero eso no impidió que se
lanzara al agua en busca de su hermana. Lord August —que en ese entonces
era un muchacho de casi diecisiete años—, y su sirviente las salvaron de
morir ahogadas. Ese día, el duque dejó de ser solo un amigo para
convertirse en el hombre con el que algún día quería casarse.
Sonrió para sí.
Hacía mucho tiempo que no pensaba en aquél traumático suceso. Sin
embargo, ahora que lo hacía, se daba cuenta que su amor por el duque
quizás era solo un espejismo. Una ilusión infantil alimentada a lo largo de
los años por las gentiles atenciones de lord August. Un suspiro cargado de
nostalgia abandonó su cuerpo.
Cerró los ojos, concentrándose en el rumor del agua, percibió el golpeteó
de esta contra el barco y la caricia del viento sobre su cara. Por un momento
se sintió de vuelta en la isla disfrutando del ir y venir de las olas, del sonido
de estas cada vez que se acercaban a la orilla, de su eco al golpear contra el
acantilado… el recuerdo acompañado del murmullo del agua tuvo un efecto
relajante en ella. Pensó que podía quedarse horas ahí, absorta en sus
pensamientos con el rumor de las olas de fondo.
¿Quién le iba a decir que un día estaría en medio de ese océano que tanto
le gustaba? Si bien no eran las condiciones más aceptables, aprovecharía
cada instante que su estómago le permitiera para disfrutar de las vistas y del
adormecedor sonido.
Sí, estar ahí tenía su lado bueno, pensó con una sonrisa que nada tenía
que ver con la anterior.
La apacible calma de la que disfrutaba se vio interrumpida por el
estrépito que producían los metales al chocar. Por instinto se encogió para
ocultarse, pero luego su curiosidad pudo más y abandonó el saliente para ir
a investigar lo que ocurría. Llegó en el momento justo en que un marinero
de inmensa estatura y enormes brazos, tomaba del cuello al chico que antes
fue tan amable con ella. Asustada por la suerte del marinero más joven,
corrió hasta ellos, metiéndose entre los demás hombres que observaban
todo sin mover un dedo.
—¡Suéltelo! ¿No ve que puede lastimarlo? —increpó parada junto al
hombre, de cerca resultaba más alto todavía, ella apenas y le llegaba arriba
de la cintura.
—Milady... por favor... aléjese —habló Matthew entrecortado a causa del
asfixiante agarre de su compañero.
—¡Le exijo que lo suelte! —insistió ella, dispuesta a salvarle el pellejo a
la única persona que le mostró un poco de amabilidad en ese lugar.
—¡Largo de aquí! —rugió el hombre sin mirarla.
—Suéltelo o… —Lady Isobel calló al no encontrar nada con qué
amenazarlo, sintiéndose impotente por no poder hacer frente a la situación.
—¿O qué, mujer? —preguntó burlón, desviando la mirada un instante del
rostro congestionado de su presa.
—Morirás —respondió Aidan, sorprendiéndolos a ambos. El cañón de la
pistola, pegado a la cabeza del hombre, atestiguaba que lo dicho por él no
era ninguna amenaza vacía.
El pirata aflojó el agarre enseguida. Matthew cayó al piso, boqueando en
busca de aire. Sin embargo, Aidan no quitó la pistola de la cabeza de su
subordinado, por el contrario, la apretó más contra el cráneo de este.
—Lady Isobel es mi esposa —afirmó en voz alta para que todos los
presentes lo escucharan—, no permitiré faltas de respeto ni comentarios
inapropiados hacia ella. ¿Queda claro?
—Sí, capitán —murmuró en respuesta el pirata.
—¿Queda claro? —repitió en espera de que todos los presentes aceptaran
sus palabras.
—¡Sí, capitán! —dijo el coro de voces.
Aidan retiró la pistola. El pirata soltó el aire que estuvo reteniendo desde
que escuchara la voz de su capitán amenazándolo, no obstante, el alivio le
duró poco. Un quemante dolor le atravesó el brazo izquierdo donde se alojó
la bala que Hades acababa de dispararle.
El grito de lady Isobel, mezclado con el alarido del pirata, le recordó que
ella no estaba acostumbrada a verlo impartir castigos.
—Eso es por gritarle —sentenció con voz dura, sin dejar de apuntarle con
el arma.
Todavía con la pistola echando humo, agarró a lady Isobel por el brazo
para llevársela de ahí, de vuelta a la cabina.
Mientras caminaban por la cubierta se mantuvo en silencio, tragándose la
furia que sentía.
Había llegado antes de que la trifulca pasara a mayores con el pirata
ahorcando al muchacho, pero la apacible visión de la dama sentada en un
saliente cerca de la proa[10] lo distrajo. Se veía tan serena, igual que una de
esas imágenes pintadas de las iglesias. Y él, como un imbécil, se quedó
parado observándola, con el pecho agitado de emociones a las que no sabía
ponerle nombre. Cuando apareció en su rostro la primera sonrisa —la triste
—, apretó el catalejo que todavía tenía en la mano. A pesar de todos sus
esfuerzos por mantenerse indiferente, ella tiraba de él igual que el viento lo
hacía con las velas, llevándolo en la dirección que quería.
Reacio a permitir que su carita triste lo dominara, caminó hacia ella. La
dama desobedeció su orden de permanecer en el camarote e iba a llevarla de
vuelta, arrastrándola si fuera preciso.
No la perdía de vista, por eso pudo ver con claridad el momento exacto
en que su rostro crispado se relajaba hasta dibujar una sonrisa que le robó el
aliento.
Se detuvo en seco.
El rostro de la muchacha, transformado por esa sonrisa, tuvo el efecto de
un golpe demoledor en su pecho. Sentía como si un hierro caliente le
estuviera presionando el corazón. Aturdido agitó la cabeza. Apenas y
contuvo el impulso de llevarse la mano ahí, donde sus latidos golpeteaban a
un ritmo que ni la más sangrienta de sus batallas logró.
Se obligó a no hacer caso de la quemante sensación y reanudó la marcha,
no obstante, no tuvo tiempo de llegar hasta la joven; ella ya caminaba
delante de él, directa al centro de la pelea. Verla ahí, expuesta a la mirada
depravada de sus hombres y a un palmo del pesado brazo de Torus —uno
de sus hombres más sanguinarios—, hizo que la furia que llevaba semanas
parapetando detrás de una fachada impasible, rugiera con la fuerza de una
tormenta. Escucharlo gritarle fue todo lo que necesitó para liberar solo un
poco de esta con ese disparo en el brazo del hombre.
Estaban a punto de llegar al camarote y si no se calmaba enseguida iba a
gritar tanto que terminaría rompiendo los ojos de buey[11] de su cabina.
Lady Isobel casi corría para poder mantener el ritmo airado del señor
Aidan. Cuando por fin llegaron al camarote él se detuvo de repente, soltó su
brazo, pero antes la colocó a su espalda. Lo vio meterse la pistola en el
costado izquierdo de la cintura y sacar otra del derecho. Con el brazo libre
le indicó que esperara ahí, mientras él —con la pistola en alto—, entraba al
camarote con sigilo.
Salió casi enseguida, con el rostro más endurecido que antes.
—Entra —espetó él sin ningún tipo de ceremonia.
Lady Isobel se vio tentada a desobedecerle, de salir corriendo, pero a no
ser que se tirara por la borda no tenía escapatoria. Agarró sus faldas y, con
toda la entereza que las circunstancias le permitían, entró a la cabina.
Aidan se quedó afuera unos segundos, dándose el tiempo de enfriar su
temperamento. La muy insensata, además de desobedecer su orden, dejó la
puerta abierta. Una tentación demasiado grande para cualquier pirata
inconforme que quisiera tenderle una emboscada.
«Eso ella no lo sabe», susurró su conciencia.
Inhaló y exhaló varias veces hasta que creyó que podía enfrentarse a ella
sin reventarle los tímpanos.
El golpe de la puerta al cerrarse puso en guardia a lady Isobel. Estaba de
pie frente al ojo de buey, contemplando la inmensidad del cielo haciéndose
uno con el mar. Cerró los párpados, preparándose para las consecuencias de
su pequeño acto de rebeldía.
—¿Eres consciente de que estuviste a nada de ser herida por Torus? —
preguntó él con voz calma, demasiado calmada como para confiarse.
Lady Isobel supuso que Torus era el nombre del marino gigante. Iba a
balbucear una disculpa, pero él siguió hablando, lo que la llevó a pensar que
en realidad no esperaba una respuesta de su parte.
—Ese hombre, es uno de los piratas más sanguinarios que…
—¿Pirata? —Lady Isobel se dio la vuelta tan rápido que se pisó las
faldas, no besó el suelo gracias a que echó mano de la pared de la cabina.
—Sí, esposa —respondió él, su cara dotada de una expresión que a lady
Isobel le hizo evocar aquella tarde en que la besara tan ardientemente.
—No soy su esposa. No me llame así —exigió, sofocada por el recuerdo
de su boca acariciando la suya.
—Creo que es hora de que aclaremos unos cuantos detalles, milady —
murmuró él acercándose, de repente ya no sentía la rabia transitar por sus
venas, pero sí que percibía el hierro caliente presionar otra vez su corazón.
—¿Qué detalles? —inquirió ella pegándose a la pared. Buscaba alejarse,
no obstante, terminó como otras veces, acorralada por el cuerpo duro de él.
—Empecemos con un poco de geografía —dijo, sus brazos recargados
sobre la pared, enmarcando la cabeza de ella, sin tocarla.
—¿Qué…? ¿qué tiene que ver la geografía?
—Soy escocés de nacimiento —continuó él, si hacer caso a su pregunta
—. Mi país es ahora parte del suyo y aunque nos rigen sus leyes, en Escocia
tenemos otra manera de hacer las cosas. —Conforme hablaba se inclinaba
un poco más hasta dejar sus rostros a la distancia de un aliento.
Lady Isobel sabía que no debía preguntar, que iba a arrepentirse y que la
respuesta no le gustaría, sin embargo, lo hizo.
—¿Cuáles son esas maneras?
—Si la familia no quiere darnos a la muchacha, nos la robamos.
—Pero, pero, no estamos en Escocia —farfulló ella.
—¿Ve cómo la geografía era importante? —preguntó burlón—. Nuestros
reinos son uno solo ahora. Y sucede, milady, que, dadas las circunstancias,
no hace falta un vicario que nos dé una bendición que no necesitamos.
Bastará con que me permita consumar nuestra unión.
—Permitir… consumar.
Esas palabras, fueron las últimas que Aidan le escuchó decir antes de que
se desmadejara en sus brazos, inconsciente. No la llevó a la cama
enseguida, sino que permaneció de pie con ella en brazos, bien pegadita a
su cuerpo. La claridad que entraba por el ojo de buey le robaba destellos
dorados a su rizada cabellera. En ese momento decidió que le prohibiría
ponerse esos estúpidas pelucas y polvos que las mujeres de la nobleza se
ponían. Llevó una de sus manos a las guedejas que colgaban a los costados
de su cara para hacerlos a un lado. Entonces, unas pintitas marrón sobre sus
pómulos atrajeron su atención. Sor Magdalena tenía pecas. Una sonrisa se
formó en sus labios, ablandándose un poco, yendo en contra de todo lo que
llevaba diciéndose desde que ella eligiera irse con el duquecito.
La quemante sensación en su corazón se volvió dolorosa, al punto que
pensó que quizá moriría de un momento a otro. A lo mejor fue por eso que,
valiéndole poco su determinación de mostrarse indiferente a ella, acercó el
rostro para rozar sus labios entre abiertos con los suyos. Y fue en ese
preciso instante que el dolor en su pecho estalló, incendiándolo por dentro
hasta que solo quedaron cenizas. Cenizas que fueron esparcidas por el
aletear de las pestañas de ella al despertar.
La verde mirada de ella —desorientada tras el desmayo—, lo
contemplaba en silencio, sin embargo, por un breve momento él pudo ver
en ella un cálido brillo. Incluso ternura.
—Sé mi esposa —susurró, la voz baja, enronquecida por unas emociones
que aún no estaba seguro de poder afrontar.
Lady Isobel parpadeó para alejar el espejismo que tenía delante, sin
embargo, tras el aleteo de sus pestañas este seguía ahí. El señor Aidan tenía
la mirada más hermosa e hipnótica que había contemplado jamás. Sus ojos
cobalto —que siempre le recordaban las profundidades del océano—, eran
cálidos y brillantes, como un cielo estrellado en una noche de primavera.
Igual de profundos, igual de brillantes.
—Yo… —Quería decir que sí, pero algo en su interior la retenía todavía.
En cambio, dijo—: ¿Por qué usa una máscara? —Se refería a un antifaz de
color negro que ocultaba una cuarta parte del rostro del señor Aidan y que
la tensión que le generó el altercado en cubierta no le permitió notar antes.
Era la primera vez que lo veía con ella puesta.
—No quieres saberlo —repuso él, soltándola de inmediato.
Aidan maldijo para sí. La máscara era un elemento indispensable en sus
actividades de pillaje. Los rumores decían que la usaba porque tenía
destrozada una cuarta parte del rostro. El Bardo se había encargado de
divulgar por todos lados sus cuentos sobre el cañonazo al que sobrevivió a
pesar de que la bala cayó muy cerca de él. La realidad era que ni tenía el
rostro destrozado ni recibió ningún cañonazo, sin embargo, al Bardo le
gustaba explotar al máximo sus habilidades narrativas para adornar las
historias sobre sus hazañas en altamar.
A él no podía importarle menos que la gente creyera o no lo que se decía
de él a sus espaldas, pero que lo colgaran del palo mayor si no le importaba
lo que la monjita pensaba de él. El pensamiento le agrió el semblante. ¡Por
amor al Señor, él era Hades! ¡El ejecutor de los mares!
Lady Isobel asistió asombrada al cambio que se gestó en la expresión del
señor Aidan, toda calidez y ternura se esfumó de un momento a otro. La
dureza que ahora traslucía su mirada comulgaba con la oscuridad que la
máscara proyectaba a sus rasgos.
—La próxima vez no seré tan benevolente —espetó él antes de darse la
vuelta, refiriéndose a su desobediencia. Atravesó la estancia a grandes
zancadas hasta que salió del camarote con un golpe seco de la puerta al
cerrarse.
Después que el señor Aidan se fue, no tuvo fuerzas para moverse. Se
deslizó por la madera de la pared hasta sentarse en el suelo en un reguero de
faldas.
¿Quién era este hombre? ¿El que la miraba con ternura o el que
amenazaba con castigarla? ¿El que atendía a sus ruegos desesperados o el
que la sacó de su casa en medio de la noche, desoyendo sus súplicas? ¿Cuál
de los dos era en realidad? ¿El que la sostenía con ternura o el que
disparaba a un hombre sin apenas parpadear?
El recuerdo del atronador disparo le produjo un escalofrío. La llegada del
señor Aidan le había supuesto tal alivio que cuando lo vio con la pistola en
la mano ni siquiera pensó en si le daría uso o no. Sentir su presencia junto a
ella bastó para que el miedo desapareciera. A pesar de sus rudos modales y
de sus amenazadores castigos, algo muy profundo dentro de ella le decía
que jamás la lastimaría. Incluso comenzaba a pensar que, a juzgar por la
situación suscitada entre la tripulación, la orden de no salir del camarote era
más para su propia protección que por querer mantenerla prisionera. O
quizá solo era una tonta ingenua que veía cosas donde no las había y
justificaba el terrible comportamiento de ese pirata.
La palabra retumbó en su mente, opacando cualquier otro pensamiento.
¿Era el señor Aidan un pirata? ¿Un pirata de verdad?
La imagen que tenía de esos rufianes no cazaba con la estampa de él. Los
imaginaba grandes, robustos —hasta gordos podría decirse—, con una
exagerada barba, un garfio en lugar de una de las manos y un parche en uno
de los ojos.
La máscara que le cubría el ojo derecho y parte del rostro era lo único
que compaginaba con la visión pirata de ella.
¿Quién era este hombre? ¿El atento y tosco señor Aidan o el temible
pirata que hirió a un hombre?
¿Habrá matado en sus pillajes?, el pensamiento le revolvió el estómago.
En un acto reflejo cerró los ojos, para su fortuna la sensación pasó rápido.
Permaneció sentada, con la espalda recargada de la pared y los ojos
cerrados. No quería pensar en las posibles vidas que él hubiera segado, sin
embargo, su mente volvía una y otra vez al asunto. Se preguntó si su
imagen de él cambiaría demasiado si comprobaba que era un asesino.
Ahí la encontró Jane rato más tarde.
—¡Milady! —exclamó la doncella en cuanto la vio.
Lady Isobel despegó los párpados sobresaltada, el meneo del barco
terminó adormeciéndola sin que fuera consciente de ello. La figura de Jane
recortada a contra luz en la entrada la inundó de felicidad. El señor Aidan
obvió decirle que también se encontraba en el barco y con la respuesta que
le dio cuando preguntó por ella, llegó a pensar que los recuerdos de Jane
cuidándola eran producto de sus delirios. La presencia de la doncella
acababa de inclinar un poco la balanza hacia el hombre de voz susurrante y
ojos tiernos.
—¿Qué hace ahí sentada? ¿Y tan mal vestida? —preguntó Jane en cuanto
estuvo a su lado, observando con ojo crítico el peto y faldas torcidas, ajena
a los pensamientos de su señora.
—Parece que este barco y yo no nos llevamos muy bien —respondió
lady Isobel, sonriéndole desde su posición en el suelo.
—¡Y qué lo diga! —exclamó la doncella al tiempo que se acomodaba en
el suelo junto a ella—. Hubo días en los que desee que el Señor me llamara
a su cálido seno —continuó Jane con el mismo dramatismo con que
acostumbraba a exagerar todo.
—¿Lo pasaste muy mal? —preguntó la joven dama, preocupada por su
doncella.
—El primer día no tanto, por eso pude cuidarla. Pero luego terminé igual
o peor que usted.
—Mi pobre Jane, perdóname por arrastrarte a este terrible destino. —
Lady Isobel esbozo una mueca pesarosa, las vicisitudes pasadas por la
muchacha le mordieron la conciencia.
¡Y ella alegrándose de tenerla ahí! ¡Qué mezquina estaba resultando ser!
—A mí nadie me arrastró a ningún lado, milady. Vine yo solita y por mi
propia voluntad —aclaró la joven.
—¿Cómo?
—Milord Hades me pi…
—¿Milord qué? —interrumpió lady Isobel al escuchar el mote con que
Jane se refirió al señor Aidan.
—Lo siento, milady. Ya sabe que tengo la boca muy floja —se excusó sin
mostrar ni un poco de remordimiento.
—¿Por qué lo has llamado así? —inquirió, ansiosa por saber un poco más
sobre el hombre que proclamaba ser su marido.
Jane miró a los lados, como si temiera que alguien más pudiera escuchar
las palabras que estaba a punto de pronunciar. Se acercó un poco más a lady
Isobel e inclinó la cabeza, haciéndole notar con el gesto que iba revelar un
jugoso secreto. Intrigada, la dama Wilton hizo lo mismo, quedando sus
cabezas muy pegaditas.
—Según me contaron, lo llaman Hades desde que una vez, cuando estaba
a punto de matar a otro pirata, este le rogó por su vida. Pero adivine qué. —
Lady Isobel no respondió a la pregunta retórica de Jane y ni falta que hizo
pues la muchacha continuó su relato sin esperarla—. Milord le respondió
que solo los que han recibido piedad son capaces de ofrecerla y que solo los
que la han otorgado son merecedores de recibirla.
Lady Isobel miró a Jane sin pronunciar palabra, absorbiendo las palabras
que la muchacha acababa de decir con tanta ligereza. La doncella no hizo
caso del silencio de su señora y siguió contándole lo que sabía.
—Mientras agonizaba, el pirata no dejaba de repetir “Hades”, “Hades”,
“Hades”. Los piratas que lo escucharon aseguran que la cara de milord era
tan terrorífica que el moribundo pensó que estaba ante el dios del
inframundo. Ese día nació la leyenda del ejecutor de los mares.
—El ejecutor de los mares —repitió lady Isobel casi sin aliento.
—Figúrese que su barco se llama Gehena —continuó Jane, sin atender a
las palabras de la joven dama—. Como el lago de fuego ese que sale en las
Santas Escrituras; con el que usted me amenazaba, ¿se acuerda? —Jane
calló, esperando ahora sí una respuesta de su señora.
Por supuesto que se acordaba. Era lo que su religión llamaba
comúnmente como “infierno”, sin embargo, dado que Jane le había perdido
el miedo al infierno, optó por espantarla con que su alma pecadora iría al
Gehena.
¿Estaban acaso en su propio infierno? La respiración se le aceleró. La
balanza comenzaba a moverse otra vez, inclinándose un poco hacia al duro
pirata. Sin embargo, los momentos vividos con el señor Aidan en
Cornualles seguían pesando más.
—Dicen que es un barco enorme, mucho más que este —siguió diciendo
la doncella al no recibir respuesta de su señora.
—Y tiene 40 cañones, el doble que este —puntualizó la voz grave del
señor Aidan desde la puerta abierta.
Las dos mujeres lo miraron con los ojos agrandados. El corazón les latía
desbocado, temerosas de las consecuencias de su plática.
«¿En qué momento llegó? ¿Habrá escuchado toda nuestra
conversación?», se preguntó la dama Wilton, más consciente que nunca de
la fiera apariencia de él.
—¡Milord! —Jane se levantó de un salto, aterrada por lo que el capitán
del navío hubiera escuchado.
—¡Bardo! —gritó Aidan y ambas pegaron un respingo. El Bardo
apareció enseguida detrás del capitán—. Llévate a la doncella —ordenó a
este.
Jane atravesó la estancia a toda prisa en cuanto lo escuchó. Era mejor no
seguir tentando a la suerte.
—Si te vuelvo a encontrar aquí, comprobaremos si eres o no merecedora
de recibir piedad —susurró milord Hades cuando pasó junto a él,
arrancándole un gemido asustado.
Aidan cerró a su espalda en cuanto la doncella salió. Decir que estaba
molesto sería el eufemismo del siglo. Si bien era de esperar que lady Isobel
se enterara de sus actividades delictivas, no quería que lo hiciera tan pronto.
De ahí su decisión de mantenerla encerrada. Lo que menos deseaba era que
se encontrara con escenas como las de esa mañana que, además, la ponían
en peligro.
«¡Maldito Bardo y maldita doncella!», masculló en sus adentros. Ahora
le tocaría asistir a una ronda de lágrimas de parte de su atemorizada esposa.
«Esposa», bufó para sí, burlándose de sí mismo. Renuente a enfrentarse a
su mirada condenatoria, optó por ir hasta uno de los baúles para tomar una
camisa limpia. Esa tarde pensaba disfrutar de un vigorizante baño de
inmersión, a ser posible con ayuda y compañía de su desobediente
mujercita. Quién sabe, a lo mejor la visión de la tina humeante podría ser lo
suficientemente tentadora para que lady Isobel terminara uniéndosele.
Imágenes nada decorosas de ellos dos le provocaron instintivas
reacciones en su cuerpo que, dadas las circunstancias, debía sofocar como
fuera; menos de la manera en que deseaba.
Lady Isobel lo vio rebuscar en el tercer baúl que ahora supo contenía las
pertenencias de él. Lo observaba en silencio, intentando encontrar en él al
despiadado Hades que Jane acababa de describirle. Con los vómitos de esos
días debió expulsar también su sesera porque por más que intentaba temerle
no lo conseguía. Tal vez era porque en lugar de obligarla, casi le suplicó que
se convirtiera en su esposa por voluntad propia. O porque la escuchó
cuando le rogó que desistiera de su idea de vengarse de lady Amelie en
plena ceremonia y luego en el banquete de bodas. El Hades que Jane le
pintó no habría accedido a sus pedidos ni por todo el oro del mundo, por el
contrario, habría acabado con su hermana y lord August ese mismo día.
Pensar en su hermana hizo que le doliera el corazón, no obstante, no fue
el dolor que venía con la pérdida de lord August o de extrañarla a ella y a su
madre. Este punzante dolor tenía el rostro del señor Aidan. Por primera vez
se preocupó. Y no por su destino, sino por los inquietantes sentimientos que
ahora, lejos del influjo del duque y lady Amelie, comenzaba a experimentar
por el hombre que en ese instante la miraba como si fuera el más apetecible
de los bocados.
Capítulo 11

Esa tarde, Aidan se quedó con las ganas de ser asistido en su baño de
inmersión. El estómago de lady Isobel sufrió una conveniente recaída que la
indultó de realizar la tarea que él tanto deseaba. Sin embargo, no se privó de
compartir la cama con ella. El malestar de la joven también le valió como
excusa para hacerlo; alguien debía cuidar que no se ahogara mientras
dormía.
La realidad era que ni lady Isobel estaba indispuesta, ni él se quedó por
cuidarla. Pero ella no podía echarlo sin descubrirse, situación que él
aprovechó. Ella —fingiéndose enferma—, se dejó abrazar por él. Aidan
haciendo como que le creía, la consoló en sus brazos, hablándole con
palabras suaves. Esa noche, ambos durmieron con una sonrisa; gesto que
ocultaron al otro.
Un par de días después, tras notar que la joven se olisqueaba a sí misma
con frecuencia, Aidan dio instrucciones a la doncella de que preparara la
tina para su señora. Jane acababa de irse para cumplir su encargo cuando él
ya estaba maldiciendo su idiotez. Pese a que estaba decidido a no darle
comodidades, le costaba tratarla como a una prisionera, como trataría a la
zorra interesada de encontrarse en lugar de su hermana mayor; cosa que no
sucedería jamás, por supuesto. Lady Amelie no le interesaba ni para que le
limpiara las botas.
«A menos que necesite coaccionar a su reacia hermana», murmuró en sus
adentros, para eso sí que le servía la duquesa.
Una sonrisita asomó en sus labios al recordar la expresión de terror de
lady Isobel al decirle que raptaría a lady Amelie si ella no accedía a irse con
él. Aunque si bien lo dijo para obligarla, estaba decidido a llevarse a la
duquesa de cuarta con tal de que la hermana la siguiera. Porque estaba
seguro, como que el sol salía por el oriente cada día, que la monjita no iba a
quedarse mirando. De una u otra manera ella iba a terminar exactamente
donde estaba en ese instante… a su merced.
Desde su posición en el castillo de proa[12], observó el trajinar de un par
de marineros que acarreaban cubetas con agua humeante. Como hombre de
mar, se aseaba lo indispensable puesto que no le gustaba hacerlo con la que
recogían del océano; en altamar no podían darse el lujo de desperdiciar el
agua dulce en pro de la pulcritud en lugar de usarla para beber o cocinar. Él
estaba acostumbrado, no así lady Isobel. Ella era una dama nacida en cuna
de oro, poco acostumbrada a las privaciones que conllevaban la vida a
bordo, si bien el tiempo pasado en el convento debió curtirla un poco, no
dejaba de ser una dama delicada.
Un improperio salió de su boca al darse cuenta que estaba dejándose
llevar por el instinto protector que ella le despertaba. Si no lo hubiese
traicionado yéndose con el duquecito, ahora mismo estaría disfrutando de
los enseres que compró para ella. Todo estaba en una de las bodegas del
navío, ocupando espacio que bien podría haberse utilizado para meter más
pólvora.
Pensó en el espejo de cuerpo entero con molduras de oro que por poco
terminó hecho añicos aquella tarde. Si no lo hizo pedazos fue porque la
perspectiva de ella en ropa interior, arreglándose frente a este, mientras él la
observaba desde la cama —su cama—, era una fantasía a la que no estaba
dispuesto a renunciar.
Cuando la actividad cesó y Jane cerró la puerta del camarote, tuvo que
encender un puro. Pero ni siquiera el tabaco fue capaz de controlar las
sensuales imágenes que su mente insistía en proyectar. Unas cuantas
caladas después, el conocimiento de que en el camarote su casi esposa
estaba desnuda, siendo atendida por la doncella —lugar que él se moría por
ocupar—, sumergida en una tina de agua humeante, desnuda… ahogó un
gemido cuando la palabra se coló por segunda vez en sus pensamientos.
Decidido a no seguir soportando tamaña tortura, apagó el puro con la
suela de la bota y se dirigió hacia el camarote. No le importó que sus
hombres se apartaran de él como si trajera la peste, ni que su rostro
mostrara el tormento que experimentaba. Nada iba a impedir que entrara a
esa habitación e hiciera uso de sus derechos conyugales.
Excepto la dulce voz de lady Isobel, amortiguada por la gruesa puerta del
camarote.
Se quedó con la mano en la áspera hoja de madera, escuchando el tarareo
de la joven.
—Está muy contenta, milady —escuchó que decía la doncella.
—Oh, Jane. No sabes lo mucho que añoraba un baño —respondió lady
Isobel.
—Imagino que mucho más que yo —bromeó la doncella y la joven dama
rio con ella.
El sonido de su risa le provocó un retortijón en el estómago que atribuyó
a la falta de alimento de ese día.
—No tires mucha agua para que tú también puedas lavarte —dijo a la
doncella, su voz mezclándose con el ruido de un chorro de agua que caía.
Imaginó el agua resbalando por su piel, viajando en medio de su pecho…
Apretó la mano en un puño, sin despegarla de la puerta.
—Milord Hades ha sido muy considerado, ¿no cree? —Aidan quiso
ahorcar a Jane al escucharla llamarlo de esa forma tan ridícula; sin tomar en
cuenta que estaba haciéndole un favor.
—Sí, el señor Aidan ha ganado esta vez.
La respuesta de lady Isobel lo hizo fruncir el ceño.
¿Ganado? ¿él? ¿qué ganó?
Y lo más importante, ¿a quién?
Ahí parado, fuera de su camarote, no se sentía muy victorioso que
digamos.
—Tiene mucha suerte, condesita —habló la doncella unos chorros de
agua después.
—¿Yo, Jane? Debes tener un concepto erróneo sobre la suerte, porque ser
obligada a huir por el hombre con el que vas a casarte para terminar siendo
su prisionera en lugar de su esposa no creo que sea cosa de buena suerte.
—Prisionera, lo que se dice prisionera, tampoco —refutó Jane—, nunca
he sabido de una que tenga una cama cómoda, que no pase frío y que,
encima, le proporcionen un baño de tina —continuó la joven—. Además, de
todos modos, iban a casarse, ¿no?
El silencio que cayó sobre la estancia casi acabó con su templanza.
¿Pensaría ella igual?
—Tal vez tienes razón —murmuró la dama Wilton tras un momento que
a él le pareció interminable.
Los pasos que se movían dentro le indicaron que el baño acababa de
terminar. Irritado por su deseo no saciado —y por la marea de emociones
que la plática estaba provocándole—, se dio la vuelta para alejarse de la
fuente de todos sus males.
Se paseó por la cubierta, vociferando órdenes a diestro y siniestro. Ese
día inspeccionó cada cuerda, cada vela y cada nudo que componían la
estructura de “La Silenciosa”. Incluso las bodegas y la cocina sintieron su
furiosa presencia. Cualquier cosa con tal de no sucumbir a sus anhelos.
Los días siguientes, Hades se adueñó por completo de “La Silenciosa”. El
carácter agrio y rudo del capitán se recrudeció. Más de un miembro de la
tripulación llegó a temer por su vida si llegaban a cometer un error que el
capitán pudiera considerar imperdonable.
Hasta que una tarde, a poco menos de dos días de su destino, ordenó que
llenaran la tina de su camarote por tercera vez en menos de una semana.

Lady Isobel estaba sentada arriba de la mesa —el único lugar desde el
que podía ver el exterior a través del ojo de buey sin tener que pasar horas
parada—, cuando la puerta se abrió. El Bardo, acompañado de un par de
hombres, entró a la cabina.
—Milady. —El hombre, correcto como siempre, hizo una ligera venia al
hablarle.
—Bardo, ¿cómo estás? —dijo sonriente, todavía encaramada en la mesa.
El Bardo era el único tripulante con el que mantenía contacto, era quien
se encargaba de llevarle la bandeja de comida tres veces al día tras el
altercado con el pirata gigante, por lo que no era la primera vez que la veía
ahí arriba.
—Bien, milady. Gracias por preguntar.
—¿Jane está por ahí? —preguntó con la esperanza de poder intercambiar
algunas palabras con la muchacha.
Desde el día en que le contara lo que sabía sobre el señor Aidan no
volvió a aparecerse por ahí salvo para ayudarla con su baño. Y de eso hacía
ya algunos días.
—No, lo siento. —El Bardo se sintió mal al ver que la sonrisa de la joven
se apagaba, por eso, y porque su sentido de supervivencia era casi nulo, se
vio diciendo—: El capitán ha ordenado que le preparen la tina, ¿gusta salir
un momento en lo que el Mono y la Rata terminan?
El semblante de Lady Isobel se iluminó. Se moría de ganas de abandonar
la reclusión a la que estaba sometida. Si fuera más valiente y no temiera a
los hombres que pululaban por todo el barco, habría intentado salir otra vez
a pesar de la negativa del señor Aidan la noche anterior.
¿Significaba el ofrecimiento del Bardo que cambió de opinión? Lo más
probable. El corazón le dio un salto inesperado.
Anoche se quedó dormida sin el calor de él con las mejillas empapadas
de llanto. Pasó toda la mañana triste, no tanto por no poder salir, sino
porque la intransigencia del señor Aidan le hizo darse cuenta que por más
besos que se dieran, ella seguía sin ser para él poco más que el pago de una
deuda. La deuda de Amelie. Él la había querido a ella, pero al final tuvo que
conformarse con la fea mojigata. Los ojos se le llenaron de lágrimas por
enésima vez en menos de un día. Respiró profundo para evitar que estas le
ganaran batalla.
Ya controlada la situación, se bajó de un brinco. No fue consciente de que
el movimiento hizo rebotar sus pechos libres de corsé, prenda a la que
renunció al verse incapaz de anudarla a su espalda sin ayuda. Por fortuna
para ella, el Bardo estaba lo bastante alejado como para que no los apreciara
a detalle, pero lo suficientemente cerca para percatarse del suave bote de
estos.
Por un fugaz momento, el Bardo pensó que quizá no fue tan buena idea el
haber propuesto tamaña insensatez. Si el capitán lo pescaba admirando las
virtudes de su esposa no quedaría ni para carroña. Pero ya no podía
retractarse. Bastaba con echarle un vistazo a la joven que acababa de sacar
una capa de uno de los baúles para saber que era demasiado tarde para
arrepentimientos.
—Estoy lista —anunció ella, con la capa ya sobre los hombros.
El Bardo extendió el brazo, indicándole con el gesto que saliera primero.
La tarde comenzaba a caer, gracias a eso, lady Isobel supo que se dirigían
al norte pues el sol estaba ocultándose por el costado izquierdo del barco.
Hizo amago de ir hacia la parte delantera del navío, pero el Bardo la retuvo
por el recodo.
—No es posible, milady —informó él al ver sus intenciones de
deambular más allá de la protección que les brindaba el saliente del castillo
de popa[13].
Lady Isobel sonrió comprensiva, sin embargo, sus ojos acababan de
perder el brillo. El Bardo maldijo para sí. Era imposible resistirse a esa
mirada triste.
—Podemos ir al barandal de estribor[14] —sugirió. En sus adentros
rogaba porque el capitán estuviera con el timonel, revisando los mapas. Esa
tarea lo abstraía tanto que, con suerte, cuando subiera a cubierta, milady ya
estaría en la cabina. Y aquí no ha pasado nada.
Lo que el Bardo no sabía era que Aidan miraba los mapas con la misma
atención que un bebé de pecho; sus pensamientos extraviados en los
posibles escenarios que se desarrollarían en el camarote apenas subiera. Se
sentía tan ansioso que incluso las manos le temblaban.
Llevaba cinco noches de tortura, durmiendo con lady Isobel entre sus
brazos. Tras esa primera noche en que ella simuló estar enferma y él fingió
que le creía, establecieron una rutina. Él entraba al camarote al caer la
noche. Lady Isobel lo esperaba acostada de espalda a la puerta, con la vista
clavada en el ojo de buey. Desde el primer momento supo que lo hacía para
hacerle saber a su manera que ansiaba salir de la cabina, sin embargo, no se
daba por aludido. En cambio, caminaba hasta el arcón, tomaba una prenda
limpia y se aseaba tras el biombo. Ya medio limpio, sin el sudor y la sal de
la brisa marina, iba hasta ella y la abrazaba por la espalda.
La segunda noche —y la primera que lo hizo sin “enfermedad” de por
medio—, lady Isobel se quedó tiesa en sus brazos en cuanto lo sintió
pegado a su espalda. La había dejado sola para que se acostara, pero luego
de pasearse por toda la cubierta como fiera enjaulada regresó al camarote y
se metió a la cama con ella. La noche anterior ella —enferma o no—, lo
dejó dormir con ella, ni muerto iba a retroceder y desaprovechar la
oportunidad.
«En peores batallas has triunfado», pensó en aquél momento, no
dispuesto a darse por vencido.
Con el correr de la noche ella terminó relajándose hasta el punto de
permitirle un par de besos bastante decorosos que a él le supieron a poco.
La tercera noche cenaron juntos. Esa fue la primera vez que se sentaron a
la mesa para compartir una comida. Hablaron poco. Él porque no quería
decir nada que estropeara los avances logrados. Ella porque temía a las
respuestas que necesitaba. La velada transcurrió entre miradas furtivas y
roces que de accidentales solo tenían el nombre. Ella incluso suspiró en sus
brazos.
Para la cuarta noche, los besos fueron de todo menos castos. Lady Isobel
aceptó la intensidad de sus caricias con el mismo anhelo con que él se las
prodigaba. Parados frente al ojo de buey, con las estrellas de fondo,
disfrutaban del calor del otro, sin palabras ni reclamos. Solo ellos dos y los
sentimientos que exudaban por cada poro del cuerpo, pero que se resistían a
reconocer.
La quinta noche se fueron juntos a la cama y él casi pudo hacer realidad
su fantasía de verla arreglarse frente al espejo. Se prometió que la próxima
vez lo tendría instalado junto al biombo. Esa noche, lady Isobel se atrevió a
pedirle que la dejara salir de la cabina al día siguiente. Estaban tumbados
bajo las sábanas tras una sesión de besos que casi acabó con su precario
autodominio. Ella con la cabeza en su pecho. Él con las manos quietas en la
suave cintura de la joven. Frágil idilio que se rompió con la negativa de él.
Lady Isobel no rogó. Acató su prohibición sin emitir protesta alguna. Sin
embargo, así como aceptó su negativa, rechazó su abrazo. Después de eso
se había puesto de lado sobre la cama con la mirada hacia los ventanucos,
dándole la espalda. Pasados unos minutos la sintió estremecerse. Ser
consciente de que los temblores que recorrían el cuerpo de la joven eran
producto de un llanto silencioso lo hizo abandonar la cama, airado. Furioso
consigo mismo, con ella y con la vida misma, pasó parte de la noche en la
cofa[15]; hasta que su carácter se atemperó y pudo volver al camarote
sintiéndose él mismo otra vez. Se resistía a dejarse manipular por unas
lágrimas. Bastante mal le fue ya con la hermana como para dejarse
embaucar por ella, por más inocente que pareciera. Por más que sus besos
lo volvieran loco, jamás le daría el poder de engatusarlo con sus caricias.
Y, sin embargo, ahí estaba, con la cabeza hecha un lío de pensamientos, a
punto de gastar agua en un baño como si estuvieran en tierra firme solo para
compensarla. Quería ablandarla para que esa noche no rechazara su
contacto. Mucho se temía que la noche anterior perdió una batalla que no
sabía que estaba librando, una para la que ni siquiera estaba preparado.
—¿Capitán? —Aidan miró al timonel, este lo miraba en espera de
instrucciones. Maldijo en sus adentros el dominio que la joven tenía en sus
pensamientos.
—Mantén el curso hasta que el sol descienda —ordenó levantándose de
la silla en la que llevaba sentado casi toda la tarde—. Luego echen anclas.
—El Cuervo, que también estaba presente, asintió conforme con la orden.
Aidan salió de la pequeña cabina donde tenía los mapas oceánicos,
además de un timón que estaba conectado al de cubierta y con el cual
podían dirigir el navío en caso de ataque.
—¡Tú! —gritó a un tripulante que caminaba por el pasillo hacia las
bodegas—. Sube el espejo a mi camarote —ordenó sin detenerse a ver si el
hombre lo obedecía.
El pirata se quedó parado, tembloroso. ¿Qué espejo? Y más importante
todavía: ¿de dónde iba a sacarlo?
Aidan llegó a cubierta determinado a esperar pacientemente a que le
llevaran el espejo. No pensaba entrar al camarote hasta estar seguro de tener
el vital objeto a su alcance. No obstante, todas sus intenciones se fueron por
la borda de “La Silenciosa” en cuanto visualizó a lady Isobel riendo con el
muchacho que semanas atrás salvó de morir a manos de Torus.
De repente, quien reía con ella ya no era el chico rubio sino el duque. Era
lord Grafton quien iluminaba el semblante de la joven, quien se inclinaba
hacia ella para hablarle, quien la tomaba del codo cuando dio un traspié.
Vio todo rojo.
El Bardo estaba junto a lady Isobel, cumpliendo su papel de guardián,
muy atento a lo que sucedía a su alrededor; por eso pudo ver al capitán justo
antes de que llegara junto a ellos, sin embargo, no le dio tiempo de hacer
movimiento de salvamento alguno. Le tocaba morir en la raya.
—¡Capitán! —Fue todo lo que pudo decir antes de que Aidan tomara a
Matthew por el cuello y lo apartara de lady Isobel.
—No quiero volver a verte cerca de mi esposa —ladró Aidan al rostro
enrojecido del chico, quien miraba aterrorizado a su capitán.
—Por favor, suéltelo, solo estábamos hablando —pidió ella,
conmocionada por la violenta furia que desprendían los ojos cobalto de él.
—¡Responde! —dijo al chico, sin atender al ruego de la dama.
—Sí, sí, capitán —contestó Matthew como pudo.
Aidan lo soltó sin ninguna delicadeza.
—Contigo ajustaré cuentas después —señaló al Bardo, diciéndole con la
mirada que no habría amistad que valiera.
Tomó a lady Isobel del brazo y más que guiar, medio la arrastró por el
escaso trecho hasta el camarote. Apenas entraron cerró a su espalda.
—¡No tenía ningún derecho a tratarlo así! —atacó ella, liberándose de la
sujeción de él con un fuerte tirón.
Lady Isobel se sentía indignada por la horrible manera en que los trató a
ambos. ¡Señor, si no estaban haciendo nada malo!
—Vaya, vaya, la monjita también sabe gritar —respondió él, esbozando
una sonrisa que a la joven le causó un escalofrío.
—No me llame así.
—¿Cómo? ¿Monjita? —La sonrisa se tornó más oscura.
Lady Isobel afirmó con un gesto de la cabeza.
—No lo soy.
—Ah, pero iba a serlo —refutó él—. Todavía recuerdo lo decidida que
estaba a entregar su vida al Señor solo porque un idiota prefirió a su
hermana —dijo con toda la intención de herirla.
Su mirada brillosa por las lágrimas retenidas le confirmaron su triunfo.
«Amarga victoria», pensó arrepentido, pero ya era tarde.
—Tú también la querías —murmuró ella con voz ahogada.
Extrañamente, ya no le dolía el desamor de lord Grafton. Su llanto era
por culpa del hombre que tenía enfrente, porque a pesar de las vivencias
compartidas, él seguía atado al recuerdo de lady Amelie. ¿Hasta cuándo
estaría bajo la sombra de su hermana? ¿Para qué la obligó a irse con él si a
quien en verdad quería era a lady Amelie?
—Porque no te conocía a ti —susurró Aidan.
Lady Isobel emitió un jadeo. Su mirada esmeralda atestiguaba lo mucho
que la sorprendió la confesión de él. Aidan se acercó un par de pasos y la
respiración de ella se aceleró, era una reacción instintiva que no podía
controlar. Las manos del pirata —que minutos antes fueron tan rudas con
Mathew—, apresaron su cintura, pegándola a él con tanta delicadeza que le
dieron ganas de inclinarse sobre él y frotar su cara contra el torso masculino
igual que un gatito mimoso.
—¿Cómo podría preferirla a ella teniéndote a ti? —cuestionó él,
mirándola con todos los sentimientos que guardaba en su corazón para ella.
Lady Isobel ahogó un suspiro. Contemplaba la mirada cobalto de Aidan,
embebiéndose de la ternura que esta le mostraba.
—¿Lo dices de verdad? —preguntó viéndolo a través del velo de
lágrimas.
—Nunca he dicho verdad más real que esta —su voz susurrante envío
espasmos al cuerpo de la joven, erizándole la piel.
—Es la primera vez —musitó la dama, secaba la humedad en sus ojos
con las manos carentes de guantes.
—¿De qué? —inquirió él, acababa de retirar una mano de la cintura de la
joven para tomar la de ella.
Sin despegar sus miradas besó el rastro de lágrimas en los dedos
femeninos.
—Que me eligen por encima de mi hermana. —Las palabras, dichas con
la voz entrecortada de su esposa, le robaron la poca cordura que le quedaba.
Sin pedir permiso ni darle tiempo a nada, le devoró los labios con ansias,
chupando y mordiendo. La abrazó por la espalda, uniendo sus cuerpos todo
lo que la ropa y su propio físico le permitían. Quería absorberla, cautivarla,
comérsela entera. Y lo habría hecho si unos insistentes golpes no hubiesen
sonado en la puerta, interrumpiéndolos. Iba a matar a quien estuviera al otro
lado, decidió mientras la soltaba para ir a abrir.
—El, el, espejo, capitán —tartamudeó el pirata al ver la expresión
asesina de este.
Aidan se hizo a un lado para dejarlos pasar. No mataría a nadie, pensó
benevolente; el espejo era una interrupción absolutamente necesaria.
Aunque ya les daría unas cuantas directrices a sus hombres sobre la
conveniencia de retirarse tras el segundo llamado sin respuesta de su parte.
—Ahí —señaló un espacio entre los baúles y su sillón, casi frente a la
cama—. Lo quero ahí.
El par de hombres pusieron el objeto envuelto en telas justo donde su
capitán ordenó. Salieron apresurados sin dedicarle una sola mirada a la
dama presente en la habitación. El rumor de lo sucedido a Matthew se había
esparcido como el fuego que consumía la pólvora en la mecha de los
cañones.
Aidan atrancó la puerta por dentro, tomándose unos segundos para
recuperar su autodominio, ese que siempre le escaseaba cuando de su
monjita se trataba. Luego fue hasta el espejo y lo desenvolvió, revelando la
belleza de las molduras de oro labradas con motivos egipcios. El vendedor
decía que perteneció a Cleopatra, la reina egipcia. No le creyó, pero pensó
que, sin duda, la regia belleza de su esposa era digna de un espejo como
ese.
—Ven aquí, esposa —la llamó, viéndola por el reflejo; estaba sentada en
la cama, sus pómulos tintados de un hermoso tono rojizo. Lo observaba con
curiosidad.
Lady Isobel titubeó. Quería atender a su llamado, sin embargo, no se
creía preparada para lo que fuera que le tuviera reservado. Todavía tenía la
cara enrojecida por la vergüenza que experimentó cuando los hombres
entraron al camarote. ¿Y si hubieran entrado sin tocar?
Además, por alguna extraña razón se sentía acalorada. El pecho le subía
y bajaba al ritmo de su respiración acelerada.
—¿Deseas que vaya por ti? —La joven vio la sonrisita malévola de él al
hacerle la pregunta y supo que no tendría escapatoria.
Abandonó su posición en la cama y caminó hacia él hasta colocarse a su
lado. Sin embargo, él se puso tras ella, apenas rozándola con su cuerpo.
—Mi mayor deseo es verte cada mañana aquí —habló él, tocaba el vidrio
con el índice derecho—. Mirar tu reflejo, tus mejillas arreboladas. —Rozó
en el espejo sus mejillas teñidas de rojo—. Tu cuerpo a medio vestir,
después de una noche de caricias compartidas —murmuró poniendo la
palma de su mano libre, abierta sobre el vientre femenino; inició una lenta
caricia con el pulgar por encima de la tela.
A Lady Isobel el corazón le latía desbocado. No habría podido
pronunciar palabra, aunque su vida dependiera de ello, tenía la boca y la
garganta secas. Sus pechos libres de corsé bailaban al ritmo de su
respiración irregular.
—Nuestro baño se enfría. —La voz enronquecida de él la estremeció. Sin
embargo, se dejó conducir por él hasta la tina humeante tras el biombo.

Aidan observó la silueta de lady Isobel bajo las sábanas. El movimiento


de su respiración apenas perceptible, le daba una idea de la gravedad de la
situación. Sabía que fue arriesgado y aun cuando no obtuvo los resultados
que habría querido, se sentía satisfecho, bastante satisfecho, a decir verdad.
Acababa de salir de la bañera, tenía puestas solo las calzas. El torso
descubierto le brillaba por las gotas de agua que resbalaban hacia su vientre.
Con vigorosos frotamientos de un paño secaba la humedad de su cabello,
importándole bien poco su parca vestimenta.
Al terminar de secarse el cabello se dio una pasada rápida por el pecho y
luego aventó el trozo de tela encima de la silla. Cuando iba a tomar la
camisa para ponérsela, decidió que esa noche dormiría sin la prenda puesta.
Aunque decir que dormiría era una exageración; no se creía capaz de tal
hazaña teniéndola a ella junto a él. No mientras el aroma y calidez de su
cuerpo lo llamaran como canto de sirena a un marinero.
Volver a la cofa no era una opción. Todas las noches en altamar, salvo por
las últimas, ha dormido ahí, lejos del confortable calor de los brazos de su
esposa. Pasaba la mayor parte de la noche vigilando la entrada del
camarote, aun cuando esta permanecía bajo la custodia del Cuervo. El
hombre dormía cada noche junto a la puerta, sentado sobre un barril de
brandy que ponía al atardecer y se llevaba al amanecer. Solo él y el Bardo
eran de su absoluta confianza en el barco, los únicos a los que les confiaría
el cuidado de lady Isobel.
Pensó en Sombra, su otro hombre de confianza, este debía unirse a ellos
en cuanto atracaran en Skye, la isla que el duque le heredó y que en un
principio rechazó tal y como hizo con su sucio apellido. ¿Quién le iba a
decir que años después terminaría incluso ostentando el título?
Negó para sí.
Fue hasta la antorcha que ardía en la esquina del fondo, a la derecha de la
cama, para quitarla y ponerla en la esquina tras el biombo. Al hacerlo, la
estancia quedó iluminada por un leve resplandor, evitando que quedara en
completa oscuridad. Revisó el travesaño que trancaba la puerta por dentro.
No necesitó verificar si el Cuervo estaba ahí, sabía de sobra que este no se
movería de su puesto a menos que se lo ordenara. Regresó hasta la silla y
tomó las pistolas que dejó cuando terminó su baño; durante este las tuvo en
el piso, al alcance de su mano en todo momento. Las anclas estaban echadas
y aunque en esos mares los ataques piratas eran casi nulos, nunca bajaba la
guardia; la amenaza podía venir de su misma tripulación. Sí, sus hombres le
temían, él se ha encargado bien de que así sea, sin embargo, debía cuidar
muy bien sus espaldas; jamás permitiría que ningún imbécil siquiera
intentara lo que él hizo con el antiguo dueño del Gehena.
Rodeó la cama, situándose del lado que daba a la puerta y se metió bajo
las sábanas.
Lady Isobel perdió el resuello. El peso del señor Aidan sobre el colchón
casi la hizo levantarse de un salto. La piel le ardió. Si se mirara en un espejo
estaba segura que vería en sus pómulos una horrible mancha roja. No le
cabía duda de que toda ella estaría igual de colorada. El recuerdo de la
figura desnuda de su, su… ¡Señor! ¿Era ya su esposo? El calor de su cuerpo
aumentó, las sábanas comenzaron a estorbarle a pesar de que cuando se
acostó tiritaba por el frío nocturno.
Recordó la firmeza de su vientre, la anchura de su duro torso, lo abultado
de sus brazos… su mente se fue a aquello que yacía más abajo, cerca del
vientre, eso que hacía que él fuera un hombre y no una mujer; apretó los
párpados cerrados, como si con eso pudiera evitar que la viril imagen de su
marido se adueñara de sus pensamientos.
Y ella lo había lavado.
Las manos le picaron al evocar el tacto de estas sobre la espalda, brazos y
pecho de él. La vergüenza estalló en todo su ser al recordar su torpeza al
frotarle el vientre con el paño, haciendo que aquello se moviera.
Abochornada se había levantado. Cuando estaba a punto de huir de su
intimidante presencia él la retuvo tomándola de la muñeca primero y de la
mano después.
—Puedo ayudarte también —había ofrecido él, su mano grande y morena
apresaba la suya blanca y delicada. El paño con que lo frotaba atrapado
entre ellas.
—Yo, yo…
El recuerdo de sus balbuceos entrecortados y la manera en que él terminó
con ellos la abochornó aún más. A duras penas contuvo el impulso de
tocarse los labios, todavía podía sentir el roce de los de él sobre los suyos.
Dejó salir un suspiro involuntario.
—Espero que ese suspiro sea por mí, esposa —murmuró Aidan sobre los
labios de ella, sorprendiéndola.
—Yo, yo… —tartamudeó, su mirada fija en la cobalto de él.
¡La estaba besando de verdad! ¡No era ningún recuerdo!
—Tú, esposa, eres la cosa más dulce que he probado nunca —musitó sin
despegar su boca de la femenina.
Lady Isobel iba a hablar, pero él no la dejó. La silenció igual que
momentos atrás en la bañera, cuando casi consumaron su unión. Aidan le
rodeó la cintura con el brazo derecho, atrayéndola hacia él, apretándola
contra su cuerpo. Lady Isobel jadeó, absorta en las sensaciones que el beso
y caricias del señor Aidan le provocaban. Cuando el dejó su boca para
buscar su cuello, hombros, clavícula y…
—No, por favor, espere —murmuró con voz ahogada al percibir los
labios de él en una zona de su cuerpo que solo ella había tocado antes.
—Por favor, sor Magdalena —respondió él volviendo a la boca de la
joven—. Me estás matando —gimió en el oído de ella, rozándole el lóbulo
de la oreja con su aliento.
—Yo… no estoy lista —susurró en respuesta al atormentado ruego de él,
sin saber muy bien lista para qué. Tan solo sentía que todavía no era tiempo.
Aidan permaneció con la cara oculta en el cuello de ella. Se quedó ahí,
sin decir ni hacer nada. Pasados un par de minutos, lady Isobel comenzó a
inquietarse. ¿Se habría enojado por su negativa? Temerosa se atrevió a
posar su mano izquierda sobre la cabeza de él. El cabello todavía estaba
húmedo por el baño, pero no le importó. Esperó unos segundos y, al no
obtener ninguna protesta de su parte, se aventuró a hundir los dedos entre
las hebras castañas, iniciando una lenta caricia que tuvo la facultad de
relajarla. Una emoción desconocida, pero que cada vez surgía con más
frecuencia, bailoteó en su pecho, haciéndola sonreír.
Aidan tenía miedo de moverse, no quería siquiera respirar. Estaba
acostado de lado, todavía abrazándola; seguía con la cara oculta en el hueco
del cuello femenino, serenándose, controlando sus impulsos. Estaba
empezando a repasar mentalmente la ruta a las indias occidentales cuando
ella palpó su cabello. Era la primera vez que lo tocaba por iniciativa propia.
¡Y ahora lo estaba acariciando!
A punto estuvo de gemir.
¡Cielos! Esa caricia se sentía como la gloria. Decidió quedarse quieto,
disfrutar de los mimos que ella le prodigaba a su cabello.
—Señor Aidan… —habló lady Isobel rato después—. ¿Está dormido?
Esperó unos segundos, pero él no respondió. Inhaló profundo,
descorazonada. Acababa de tomar una decisión y quería hacérsela saber en
ese momento de intimidad en que se sentía valiente.
—Se lo diré ahora, aunque esté dormido, porque mañana me faltará valor
—dijo casi sin respirar—. Sí quiero ser su esposa —musitó con voz
ahogada.
Contuvo el aliento por si él se movía o daba muestras de haberla
escuchado, no obstante, nada de eso sucedió. Soltó el aire despacito,
relajándose contra el cuerpo del señor Aidan… No, de su esposo.
—Hasta mañana, esposo —susurró justo antes de cerrar los ojos.
Capítulo 12

—El Cuervo irá con ustedes —le informó el señor Aidan. Estaban
parados frente al espejo. Ella con el corsé a medio cerrar. Él a su espalda
con las manos en los cordones de la prenda.
—¿Tú no vendrás? —preguntó ansiosa. Semanas atrás habría suspirado
de alivio, hoy solo quería pedirle que no la dejara sola.
—Debo supervisar el desembarco —respondió contra la piel de los
hombros de la joven, sin mucho ánimo de dar explicaciones.
—¿No puede hacerlo el Cuervo?
Aidan dibujó una sonrisa sobre el cuello de lady Isobel al comprender
que la reticencia a separarse, aunque fuera solo por un rato, era recíproca.
Saberlo lo hizo sentirse un poco más seguro del terreno que pisaba. No lo
diría ni bajo amenaza de muerte, pero le aterraba que el idilio que recién se
gestaba, se perdiera cuando dejaran “La Silenciosa”. Temía que la Isobel
tierna que aceptaba sus besos y caricias desapareciera en tierra, donde
tendría mayor libertad y podía escapar del asedio al que la estaba
sometiendo.
—Podría, pero quiero hacerlo yo. —Su boca continuaba dejando un
reguero de pequeños besos por la columna del cuello de la joven.
Lady Isobel no dijo nada más al respecto. La respuesta de él fue
demasiado elocuente como para albergar dudas. Lo que sea que fueran a
bajar era más importante que ella y sus tontos miedos. El hecho fue el toque
de realidad que necesitaba para no perderse en los sentimientos que
comenzaba a albergar por el hombre a su espalda.
—¿Podría Jane ayudarme? —murmuró con la mirada fija en el suelo,
resistiéndose a las sensaciones que los labios de él le provocaban.
Aidan dejó de hacer el tonto para mirarla. Frunció el ceño. ¿A santo de
qué pedía a la doncella entrometida? Él la ayudó el día anterior y lo estaba
haciendo ahora, no había necesidad de llamar a la mujer.
—Por favor —dijo ella, mirando a cualquier parte excepto al reflejo en el
espejo.
—¿Qué pasa? —inquirió él con el mismo tono hosco que usaría con
cualquiera de sus hombres.
—Nada, solo quiero que Jane me ayude. ¿Es mucho pedir?
Aunque el timbre de voz era casi un susurro, Aidan detectó cierto matiz
de rebeldía que, para su desconcierto, le gustó. Estos días descubrió que su
mujercita tenía de sumisa lo que él de mojigato. Si no se andaba con
cuidado iba a manejarlo con solo mover el dedo meñique; el problema era
que él cumpliría gustoso cada capricho suyo.
—Tus deseos son órdenes, milady —dijo mientras posaba un último beso
en el hombro de la joven.
«Ella ya hace contigo lo que quiere, imbécil», vociferó en sus adentros
mientras salía del camarote para llamar a la doncella. A pesar de todo,
sonreía.

“La Silenciosa” fondeó —término que le escuchó decir al señor Aidan—,


a un par de millas de la playa la tarde anterior, sin embargo, esperaron a que
fuera de mañana para comenzar a bajar a tierra. Para llegar a la orilla tenía
que encaramarse en un bote que luego sería bajado al agua con la ayuda de
un par de poleas y unas cuerdas del ancho de sus dos brazos juntos.
No tuvo un segundo de paz desde que el señor Aidan le dijo que esa era
la única manera de ir a tierra. Después que el primer bote —en el que
viajaba el Bardo—, bajara sin contratiempos se sintió un poco más segura,
sin embargo, cuando fue su turno estuvo a punto de decir que prefería
quedarse a bordo; sobre todo porque, tal como le dijo por la mañana, él no
la acompañaría en la travesía hasta la playa.
—Por favor, deja que el Cuervo sea quien se quede aquí —musitó
aferrada al brazo de su casi marido, muerta de miedo.
No era la primera vez que iría en una barcaza, no era eso lo que la
atemorizaba, sino la posibilidad de que la cuerda, por más gruesa que fuera,
se rompiera y terminara hundida en las frías aguas oceánicas.
Al escucharla suplicar, Aidan quiso mandar el desembarco a la mierda e
irse con ella, pero hacerlo supondría un cambio en la rutina; hecho que no
pasaría desapercibido para la tripulación y que no podía permitirse.
Necesitaba que su imagen de pirata despiadado se mantuviera intacta, nadie
podía saber que la delicada rubia junto a él era su mayor debilidad —ni
siquiera ella—, o terminaría igual que Aquiles, con una flecha en el talón.
—El tema está cerrado, milady —espetó con más rudeza de la que
pretendía.
El respingo de ella lo hizo apretar las muelas. Le molestaban esas
reacciones que tenía, lo hacían sentirse un desgraciado —que lo era—, sin
embargo, no le gustaba que la dama se lo recordara con su cuerpo
tembloroso. La deseaba temblorosa, sí, pero por razones muy diferentes. La
apresó por la cintura para pegarla a su costado. Ella volvió a estremecerse.
Sonrío para sí, prometiéndose que ya le enseñaría él lo mucho que podía
hacerla temblar.
A una seña del Cuervo la ayudó a subir a la barcaza, dándose la licencia
de rozar su cintura en una suave caricia. Tras ella subió Jane; la doncella
tenía el mismo rostro aterrorizado que su monjita. Solo esperaba que la
tonta no empeorara los miedos de su esposa.
—Apenas la dejen en el castillo necesito que regresen —dijo al Cuervo
antes de que este subiera al bote, incluyendo al Bardo en la orden.
El contramaestre aceptó con un gesto de la cabeza. Era hombre de pocas
palabras, odiaba la cháchara insustancial por lo que hablaba solo lo justo.
Sin embargo, era muy observador. Por eso, sabía muy bien que a su capitán
le estaba costando media vida no acompañar a lady Isobel él mismo.
Para terror de las mujeres, el bote comenzó a moverse. Lady Isobel se
aferró al borde encomendándose al Altísimo. Su rostro pálido era la única
muestra del miedo que experimentaba. Jane fue menos discreta y lanzó un
grito que causó que todos los hombres rieran a carcajadas.
—No se burlen, no es gracioso —intervino lady Isobel sin elevar la voz,
su semblante descompuesto la hacía parecer una chiquilla asustada.
Los piratas que las acompañaban, cuatro en total sin contar al Cuervo,
rieron más fuerte ante la pequeña reprimenda de la dama.
El eco de un disparo sobresaltó a todos, haciéndolos callar en el acto.
Miraron a todos lados, sus manos ya buscaban sus propias armas para
responder el posible ataque. Y lo encontraron. Hades estaba inclinado sobre
la borda, el cañón de su pistola apuntándolos.
—El siguiente será en la frente del imbécil que se atreva a reírse otra vez
—amenazó, su voz tenía un matiz tenebroso que comulgaba con la fiera
expresión de su rostro medio cubierto por la máscara.
A su pesar, lady Isobel le sonrió. Esas demostraciones de autoridad y
poder tenían la facultad de ponerla nerviosa, sin embargo, no era capaz de
juzgarlo por defenderla de la única manera que sabía.
Para Aidan, esa sonrisa valía más que todo el cargamento que lo esperaba
en las bodegas. Se quedó inclinado sobre la borda hasta que el fondo de la
barcaza tocó el mar. Solo hasta ese momento respiró un poco más tranquilo.
Dispuesto a realizar sus tareas, dio orden al timonel para que comenzara las
maniobras. El desembarco no se haría ahí, sino en la cala donde tenía
escondido el Gehena. Echó una última mirada al bote, a tiempo de ver la
mano levantada de su esposa, despidiéndose de él. Por instinto la levantó
también, pero no llegó a corresponder a su gesto. La bajó enseguida,
sintiéndose idiota por andar haciendo esas estupideces.
—¡Rata! —llamó a uno de los hombres, el que podría decirse que hacía
las funciones de ayuda de cámara, pues se encargaba de prepararle la tina y
llevarle las bandejas de comida a la cabina donde repasaba los mapas. Solo
faltaba que lo ayudara a vestir.
El hombre se apersonó junto a él en el acto.
—Ordene, capitán.
—Organiza el inventario, comenzaremos a descargar apenas atraquemos
en el acantilado.
A partir de ese momento se dedicó a ladrar órdenes a todo el que se
cruzaba con él. Cualquier cosa que sirviera para distraerlo y no irse tras su
monjita, aunque fuera a nado. Sin embargo, aun con todos sus esfuerzos por
demostrarse que podía desentenderse de ella, no dejaba de mirar hacia el
pequeño bote que continuaba su camino hasta la playa. No fue hasta que lo
vio llegar a la orilla que se permitió relajarse un poco.
«Estás jodido, idiota. Muy jodido», masculló en sus adentros mientras
veía a sus hombres trajinar con las velas y aparejos para cambiar el rumbo.

En la orilla estaba el Bardo, quien ayudó a Jane a salir del bote de remos.
Lady Isobel miró las olas que besaban la arena y luego vio sus zapatitos.
Exhaló despacio al ser consciente de que terminarían inservibles. Iba a
aceptar la mano del Cuervo para bajar cuando un desconocido se paró junto
al bote.
—Permítame. —El hombre la tomó en brazos sin esperar una respuesta
de ella, cargándola hasta tierra seca, donde la soltó con tanta lentitud que
por un momento pensó que la estaba acariciando. Incómoda se alejó un
paso de él y buscó a Jane con la mirada; la doncella ya caminaba hacia ella.
—¡Tierra, bendita tierra! —exclamó la muchacha parándose a su lado.
Con Jane ahí, lady Isobel se sintió un poco más segura; compartía su
apreciación respecto a estar por fin en tierra firme, casi quería hincarse y
besar el suelo. El pensamiento la hizo sonreír.
—Cielo santo, siento que sigo arriba del barco —dijo la doncella,
bamboleándose con exageración.
—El efecto pasará pronto —respondió el desconocido, que seguía parado
cerca de ella.
—¡Sombra! —El Cuervo llegó hasta ellos, su ceño fruncido no
presagiaba nada bueno—. Acompáñame. —Señaló con la cabeza el bote del
que acababan de bajar.
—Señoritas —se despidió el hombre que ahora sabía respondía al
nombre de Sombra, aunque dudaba que este lo fuera realmente.
Jane iba a corregir el trato que debía tener para con su señora, pero esta le
dio un apretón en el brazo; gesto que por fortuna ella supo interpretar. Los
hombres se alejaron, sin embargo, no los perdieron de vista.
—Apuesto mi paga de un año a que el Cuervo le está diciendo que usted
es la esposa de milord Hades y, por lo tanto, intocable —vaticinó Jane sin
apartar la vista de los hombres—. Eso si no quiere perder sus partes
pudendas —sentenció esbozando una sonrisa malévola.
—Jane, una dama no debe hacer apuestas —la reprendió lady Isobel,
ignorando la insinuación sobre Sombra y su esposo.
Esposo. Qué fácil le estaba resultando llamarlo así en su interior. Desde
hacía un par de noches, cuando lo aceptó como tal en su corazón, lo
llamaba así cada vez con más frecuencia. Al menos para sí.
—Suerte que la dama es usted, milady Perséfone —respondió Jane con
una risita.
Lady Isobel iba a preguntarle el porqué de ese mote, pero la llegada del
Bardo la distrajo.
—Su transporte está listo, milady —informó este al tiempo que hacía una
pequeña venia.
—¡Gracias al Señor! —Fue la doncella la que respondió.
El Bardo miró a Jane extasiado. Esas semanas en que la muchacha quedó
bajo su vigilancia y protección, estrecharon lazos. Desafortunadamente, la
doncella lo trataba como a un amigo, a pesar que él bebía los vientos por
ella.
—¿Podemos irnos, Bardo? —preguntó lady Isobel, divertida por el
despiste del hombre. Comenzaba a sospechar que su doncella tenía un
admirador en el cuentacuentos.
—Sí, claro que sí, milady —contestó el hombre, medio aturdido por la
sonrisa que Jane exhibía en ese momento.
Caminaron por la playa hasta un camino de tierra donde un carruaje de
aspecto rústico esperaba por ellos. El Bardo las ayudó a subir. Con ellas ya
instaladas en el interior, se trepó al pescante. El Cuervo apareció casi
enseguida y se acomodó junto a él. El Bardo tomó las riendas, sería él quien
los conduciría hasta su destino.

Amanecía cuando Aidan entró por las enormes puertas del castillo al día
siguiente. Una enorme construcción de casi trescientos años de antigüedad.
Cuando decidió hacer uso de él —seis años atrás—, no era más que un
montón de piedras descuidadas con más corrientes de aire que la cubierta
del Gehena. Los aldeanos hacía tiempo que habían emigrado a otras tierras
en busca de la protección de un laird[16] que sí se preocupara por ellos.
Cosa que a él le vino muy bien, pues el lugar le ofrecía toda la privacidad
que sus actividades de pillaje requerían.
Con los años fue haciéndole mejoras. Las ventanas —antes cubiertas con
tapices mugrosos y deslucidos—, exhibían costosos cristales. Algunas
incluso tenían vitrales donde los tonos azules y verdes predominaban. Un
enorme candelabro pendía del techo del vestíbulo, iluminando el lugar por
las noches. Tapices antiguos con motivos de caza y cuadros de mujeres de
mirada triste, adornaban algunas paredes. La chimenea del salón principal
era grande y calentaba toda la estancia en los meses de invierno. El piso ya
no era de tierra con esteras de junco como cuando llegó la primera vez, él se
encargó de mandar a cubrirlo con los mejores mosaicos. Lo que antaño era
lúgubre y frío, ahora brillaba gracias a las riquezas conseguidas en sus
atracos a barcos españoles y franceses. Aunque eran los primeros los que
reportaban verdaderos botines.
Fue hasta las empinadas escaleras —cubiertas por una gruesa alfombra
color burdeos con arabescos—, que conducían al ala donde se encontraban
las habitaciones principales. Apenas amaneciera pediría que le llenaran la
tina, esa mañana pensaba disfrutar del baño con su esposa y esperaba que
mucho más.
Abrió la puerta de la habitación sonriente, la perspectiva acababa de
mejorarle el humor.
La habitación estaba vacía. No existía rastro alguno de lady Isobel ni sus
baúles. Tampoco la doncella andaba por ahí. Sus facciones, antes relajadas,
se endurecieron; su buen humor no era más que un recuerdo ya.
¿Dónde se metió? ¿Acaso tuvo la osadía de aprovechar su ausencia para
abandonarlo? El pensamiento lo enfureció de golpe. Salió de la habitación
sintiéndose más Hades que nunca. El hierro candente en su pecho volvió a
hacerse presente, quemándolo, enardeciéndolo aún más.
—¡Bardo! —gritó mientras bajaba las escaleras—. ¡Bardo! —el
cuentacuentos salió poco antes que ellos de la cueva, ya debía estar ahí.
Cuando llegó al vestíbulo el Bardo todavía no aparecía para atender a su
llamado.
—¡Dónde está todo el mundo! —ladró encaminándose hacia la zona de
los criados para obtener respuestas.
En la cocina, la actividad para preparar el desayuno apenas empezaba.
Las mujeres presentes miraron aterradas su terrible expresión por lo que
cuando preguntó por una tal lady Isobel nadie supo darle razón de ella.
Salió de la cocina a punto de darle un ataque. La vena de su cuello
palpitaba hinchada, como si pudiera reventarse en cualquier momento.
La actitud de las mujeres lo inquietó. Tal parecía que ni siquiera sabían a
quién se refería. Lleno de rabia pensó en una posibilidad que, por
imposible, no se le había ocurrido antes.
El Bardo las ayudó. No podían haberse ido ellas solas, sin la ayuda de
nadie.
Maldiciendo regresó a la cocina para ir hasta los establos por la puerta
que daba al patio. El Cuervo estaba ahí atendiendo a los caballos que usaron
para regresar. No tanto por la distancia, pues tenían un pasadizo que los
dejaba muy cerca del castillo, sino por los enseres que traían.
Abrió la puerta de los establos de golpe. Lo primero que vio fue el cofre
lleno de telas y joyas que llevó para ella; ahí en el suelo parecía burlarse de
él y su estupidez. Enrabietado quiso patearlo, esparcir todo el contenido por
el suelo, agarrar todo y tirarlo por el acantilado; se contuvo a duras penas.
—El Bardo me traicionó —dijo al Cuervo, captando por completo la
atención de este.
—¿Qué mierda estás diciendo? —preguntó el hombre dejando de lado el
cepillado de uno de los caballos.
—¿Eres sordo? —cuestionó a punto de reventar de furia—. El Bardo me
traicionó, ayudó a escapar a la maldita mujerzue…
—No digas idioteces de las que luego vas a arrepentirte —lo interrumpió
el Cuervo antes de que completara el insulto—. El Bardo estuvo todo el día
y toda la noche con nosotros, ¿en qué momento iba a ayudarlas a escapar?
—preguntó con bastante más sesera que su capitán. Pero claro, a él no le
nublaba la mente ninguna mujer, mucho menos el dolor y la rabia de
saberse traicionado una vez más.
Aidan, que caminaba de un lado a otro por el establo, se detuvo para
mirarlo. Las emociones estaban rebasándolo, ni siquiera fue capaz de
ocultarse tras su máscara de falsa indiferencia.
Por primera vez, el Cuervo pudo ver al verdadero Aidan. Sus ojos
mostraban tal sufrimiento que se sintió mal por él. Cuando ocurrió lo de
lady Amelie, la hermana de lady Isobel, no reaccionó igual. En aquél
entonces, Aidan ardía en deseos de vengarse la afrenta, era su orgullo
herido el que pedía ser resarcido, pero ahora, mucho se temía que sería
peor. Mucho peor. Solo esperaba que en verdad el Bardo no estuviera
implicado o no quedaría ni para el cuento; nunca mejor dicho. Pensó en
Sombra y la atracción que demostró hacia la dama. En silencio rogó que
tampoco tuviera nada que ver, a pesar que también estuvo con ellos todo el
tiempo.
—¡Por las barbas de Neptuno, por fin llegaron!
Ambos hombres voltearon a la entrada de los establos. El Bardo estaba
ahí, mirándolos con expresión preocupada.
—¿Dónde está mi mujer? —Aidan fue hasta él, lo tomó del cuello de la
chaqueta, arrinconándolo contra la pared de madera del lugar.
—En las mazmorras —respondió este enseguida, medio aterrado por el
recibimiento de su capitán.
—¿Qué dijiste? —Aidan apretó el agarre en la chaqueta del hombre,
resistiéndose a sentirse aliviado al saber que ella no lo abandonó.
—Suéltalo, vas a asfixiarlo —intervino el Cuervo, parándose junto a
ellos. El Bardo comenzaba a ponerse rojo por la fuerza con que Aidan lo
sostenía.
—Quiero que me traigan al imbécil que ordenó esto —ladró Aidan,
soltándolo de golpe. La rabia que sentía apenas lo dejaba hablar.
—Bue… bueno, eso… es… fácil —balbuceó el Bardo entre tosidas—.
Por poco me mata ahorita… así que espero que le den un castigo ejemplar
—dijo con la voz rasposa, mirándolo como si fuera retrasado.
Fue en ese instante que a Aidan le cayó el mundo encima. Acababa de
recordar las instrucciones que le dio a Sombra cuando este huyera luego de
que lo salvaran de la horca.
—¡Maldición! —exclamó antes de salir del establo como una exhalación.
—¿También te acordaste? —preguntó el Bardo al Cuervo cuando este se
giró para ir detrás de Aidan.
El Cuervo se fue sin responder, pero sí que se acordaba.
Aquél día, cuando dejaron a Sombra en una posada camino a Devonshire,
Aidan lo mandó directo a Skye para que preparara todo para la llegada de la
ahora duquesa. Lo cual incluía unas estancias privadas —sin ningún tipo de
comodidades—, en las húmedas mazmorras. Solo esperaba que Sombra no
haya cumplido al pie de la letra todas sus instrucciones.

Jane estaba parada frente a la pesada puerta de madera que les bloqueaba
la salida. La celda estaba sucia, húmeda, oscura y maloliente. La única luz
era la que desprendía una pequeña vela que no alcanzaba para iluminar toda
la estancia. Hacía rato que se cansó de golpear y gritar. Empezó
maldiciendo a la horripilante mujer que las encerró ahí. Continuó con el
Bardo, el Cuervo y toda la tripulación hasta que terminó con el capitán y su
progenitora.
—Ven a sentarte, Jane —la llamó lady Isobel. Estaba en el suelo, sobre
una raída manta.
—No entiendo cómo puede estar tranquila —rezongó la muchacha por
enésima vez—. ¡Estamos aquí encerradas por obra y gracia de ese pirata
malpari…!
—Jane, por favor —musitó la joven, interrumpiendo el epíteto con que la
doncella quería adornar sus reclamos.
—¡Nadie sabe dónde estamos! ¡Nos vamos a pudrir en este maldito
lugar! —continuó Jane.
Lady Isobel ahogó un gemido desesperado. Gracias a la escaza
iluminación, la doncella no podía ser testigo de su rostro descompuesto ni
de sus ojos llorosos. Al inicio se resistió a llorar, diciéndose que todo se
trataba de un error, que el señor Aidan no tardaría en enterarse de lo
ocurrido y vendría a sacarlas de ahí. No obstante, la gruesa vela, única
testigo del paso del tiempo, se iba extinguiendo y con ella sus esperanzas.
—Bienvenida a mi hogar, señora —recordó las palabras de la mujer que
apareció en el vestíbulo apenas se fueron los hombres. En apariencia, el
recibimiento no tenía nada de malo, no así el tono ofensivo con que lo
pronunció.
Jane, deslenguada como siempre, había respondido antes que ella.
—Milady —la corrigió—, así debes dirigirte a ella. Es una condesa, no el
ama de llaves —terminó altiva.
La mujer sonrió, pero no fue una sonrisa de cortesía. Sin embargo,
decidió no hacer caso. Quería ir a su habitación y descansar un poco antes
de darse a la tarea de conocer el castillo. Mentiría si dijera que no estaba
emocionada por su nuevo hogar. “Mi hogar”, lo dicho por la mujer retumbó
en su mente, pero lo desechó.
—Por favor, llame a alguien para que lleve nuestros baúles —pidió con
voz suave—. También quisiéramos descansar un poco antes de conocer al
resto —dijo con una sonrisa, dándole a entender que necesitaban que las
llevara a sus habitaciones.
—Por supuesto, milady. Por aquí, por favor. —Otra vez ese tono mordaz.
La mujer se dio la vuelta y camino hacia un pasillo, obviando las
escaleras. Ambas la siguieron como un par de corderitos, sin saber que iban
directo al matadero. En un punto del recorrido, luego de doblar varias veces
en distintas direcciones, un par de hombres aparecieron tras ellas; pensó que
traían sus baúles así que no les dio importancia. No obstante, cuando la luz
se hizo más escasa y llegaron a unas escaleras que en lugar de subir,
bajaban, se dio cuenta que la situación no era normal.
En ese momento tomó a Jane del brazo para que se detuviera. La
doncella la había mirado y ella solo le hizo un leve gesto con la cabeza,
indicándole que debían volver. Los hombres al ver sus intenciones les
cerraron el paso.
—Pero, milady —habló la mujer desconocida—, ¡creí que quería
descansar! —exclamó burlona.
—¿Qué está pasando? —preguntó, armándose de valor a pesar de la
presencia intimidante del par de hombres que les bloqueaban el paso.
—Solo cumplo órdenes, milady.
—¿De quién? —si decía el nombre de su esposo se iba a morir ahí
mismo.
—De mi hombre —contestó la mujer, acercándose a ella.
Sus ojos —de un azul intenso—, despedían tanto odio que quiso dar un
paso atrás.
—Dígale a su… hombre, que es hombre muerto —intervino Jane—. Y
ustedes también —se dirigió a los otros dos, envalentonada—. Milord
Hades los hará pedazos y les dará sus huesos a los perros.
La mujer se echó a reír.
—Vamos, llévenlas a las mazmorras —ordenó haciéndose a un lado.
Lady Isobel no protestó cuando uno de los hombres la tomó del brazo —
a la altura del codo—, y la arrastró con él a través del cada vez más oscuro
pasillo. No así, Jane, que pataleó y vociferó durante todo el trayecto. Ahora
se arrepentía de no haber luchado, de haberse dejado llevar como una débil
ovejita al altar del sacrificio.
—Por mi hombre no se preocupe —dijo la mujer desde el umbral de la
celda. Detrás de ella estaban los hombres que las apresaron—. Yo me
ocuparé de que no pase frío esta noche. —Lo último que lady Isobel vio
antes de que cerrara la puerta, fue su expresión victoriosa.
Y ahí fue que, tanto Jane como ella, comprendieron quién era ese al que
ella llamaba “su hombre”.
—No, no, no.
Los ruegos de Jane la trajeron de vuelta al presente, hecho que agradeció,
no quería pensar más en la hermosa mujer y en el papel que jugaba en la
vida del señor Aidan; si lo hacía terminaría desmadejada en llanto.
—No te apagues, por favor, no te apagues.
Lady Isobel miró la vela a punto de extinguirse.
No sabía cuánto tiempo llevaban ahí encerradas, en algún momento el
cansancio la venció y se quedó dormida, así que tal vez ya era de
madrugada.
La gruesa vela ya no era más que un montón de cera deforme sobre el
latón. No faltaba mucho para que la precaria luz se apagara por completo.
Herida por el terrible trato que el señor Aidan le estaba dando y por las
insinuaciones de la mujer —que a la luz de los hechos se erigían como más
que eso—, se prometió que cuando la llama se apagara, los sentimientos
que empezaba a experimentar por él morirían junto con ella. No se iba a
permitir sufrir por él ni tampoco dejaría que pisoteara sus afectos así.
A la primera oportunidad huiría de ahí junto con Jane, decidió.
Apenas unos segundos después el ruido de unos pasos acelerados sonó al
otro lado, en el pasillo. Unas llaves, el sonido de la cerradura…
Jane corrió junto a su señora para ayudarla a levantarse antes de que la
puerta se abriera, pero esta se abrió de forma tan violenta que ambas se
quedaron congeladas; alguien la había pateado por fuera.
Aidan entró cómo un vendaval. Tras él, antorchas en mano, el Cuervo y
el Bardo se mantuvieron a una prudente distancia. No así la doncella que se
puso frente a su señora, protegiéndola.
El Bardo maldijo la impetuosidad de su amor platónico, dejó la antorcha
en uno de los soportes junto a la puerta destinados para ese fin y se apresuró
a quitarla de la línea de fuego.
—¿Qué haces? ¡Suéltame! No voy a dejar a milady sola con ese hijo
de… —El Bardo le tapó la boca antes de que pudiera soltar cualquier
lindeza en contra de su capitán y la sacó a rastras de la mazmorra.
Lady Isobel comenzó a levantarse y Aidan, que por primera vez en su
vida no sabía cómo actuar, la ayudó con torpeza.
—¿Estás bien? —preguntó, aguantándose las ganas de abrazarla. No se
sentía capaz de controlarse, si ella lo rechazaba iba a terminar de rodillas,
suplicando perdón. Y Hades no suplicaba.
—¿Puedo salir o mi castigo continuará? —inquirió ella, serena, sin
mirarlo a la cara.
—¿De veras crees que…? —No pudo terminar la pregunta, ella lo
interrumpió.
—Si debo quedarme, por favor, permite que Jane salga, ella no ha hecho
nada que merezca este castigo —solicitó sin que le fallara la voz, a pesar de
que estaba aguantándose las intensas ganas de llorar.
—¿Y tú sí? —reclamó él, tomándola del rostro para obligarla a mirarlo.
—¿Disculpa? —cuestionó ella en un susurro, enfrentándolo con sus ojos
verdes anegados de lágrimas que apenas y lograba contener.
—¡No llores, maldita sea! —pidió desesperado, provocando exactamente
eso que no quería.
Nunca había sabido qué hacer con las lágrimas de una mujer y con las de
ella menos. Todavía recordaba su burdo intento de consolarla aquella vez en
el antiguo monasterio. Maldijo entre dientes, indeciso. Quería abrazarla,
apretujarla contra su pecho, pero también quería zarandearla por creer que
él, después de lo compartido en los últimos días, sería capaz de ordenar
tamaño despropósito.
El Cuervo, que seguía en la entrada de la mazmorra negó para sí. Si no
intervenía, Aidan iba a empeorar todo. Y bien sabía él que era lo que menos
quería.
—Vamos. Lady Isobel necesita descansar —habló el Cuervo, al tiempo
que se acercaba a ellos.
Aidan agradeció en el alma la oportuna interrupción del hombre. Había
estado a punto de cometer la estupidez más grande de su vida. Tomó a lady
Isobel del brazo para sacarla del lugar, pero su siseo de dolor al hacerlo lo
detuvo.
—¡Cuervo! —bramó al hombre que ya se alejaba. Con la luz extra que
proporcionaba la antorcha de este, inspeccionó el brazo de la joven—.
¿Quién ha sido? —ladró entre dientes, observando furioso la piel
amoratada.
—Uno de los hombres que enviaste —respondió ella, con voz ahogada.
—Llévatela —dijo al Cuervo, más furioso que cuando entró.
Iba a matar a ese desgraciado. Primero lo mataría a él y luego se pegaría
un tiro por idiota.

Lady Isobel salió de la celda con el corazón hecho pedazos. Cuando lo


vio en la puerta, sus esperanzas se avivaron con la misma fuerza de la llama
que ardía en las antorchas que portaban, sin embargo, él se encargó de
apagarlas con su fría indiferencia. La ilusión cayó en picada y perdió la
batalla a las lágrimas.
¿Dónde estaba el Aidan tierno que la abrazaba mientras dormía? ¿Por
qué no le aclaraba la situación? ¿por qué no le pidió disculpas ni la consoló
en sus brazos? ¿Era por esa mujer? ¿Acaso con la presencia de la otra, ella
sobraba ahora?
«Yo me ocuparé de que no pase frío esta noche», lo dicho por la mujer
hizo eco en su cabeza.
¿Por eso tardó tanto en llegar por ella?
La luz de la aurora que entraba a raudales por los cristales del vestíbulo
le dio la terrible respuesta.
—¡Milady! —Jane corrió a su encuentro apenas la vio. La seguía el
Bardo, quien en su rostro mostraba lo mal que la doncella debió hacérselo
pasar en el tiempo que estuvieron solos en el vestíbulo.
—Estoy bien, Jane —murmuró con un intento de sonrisa que no sirvió
para tranquilizar a la impetuosa doncella.
—¿Dónde están los aposentos de lady Isobel? —preguntó al Cuervo,
decidida a ignorar a su amigo el Bardo—. Milady necesita descansar.
El Cuervo no habló, tan solo le indicó con la mano las empinadas
escaleras pegadas a la pared que hacían un semicírculo hasta llegar a la
planta superior. Estas no tenían barandal, en tiempos de guerra eran otra
forma de defensa para el señor del castillo, si bajaba para repeler un ataque
ocupaba la pared que quedaba a su izquierda para protegerse la espalda,
dejando su brazo derecho libre para usar la espada y arrojar al enemigo por
el vacío.
Mientras subían tras el Cuervo, Jane se imaginó aventando a la arpía que
las recibió; al instante se sintió mejor.
En la planta superior tomaron el pasillo de la izquierda, avanzaron por
este sin toparse con ningún sirviente. En un recodo giraron a la derecha para
seguir por otro pasillo hasta que se toparon con una pesada puerta. Para
sorpresa de ambas, no entraron a las estancias privadas de lady Isobel, sino
a otro tramo de escaleras en forma de caracol.
—Ese… maldito pirata… quiere… matarnos… de un ataque al corazón
—rezongó la doncella casi sin aliento cuando ya iban a medio tramo.
—Jane, por favor —la reprendió lady Isobel en un susurro, le preocupaba
que el tan repudiado pirata la escuchara.
Como estaban las cosas bien podía terminar confinada a las mazmorras
sin que ella pudiera hacer nada para impedirlo. Y la necesitaba más que
nunca. No podría escaparse dejándola a ella atrás.
Jane resopló inconforme, pero guardó silencio.
En la siguiente planta las llevaron por otro laberíntico pasillo. Lady
Isobel pensó que a ese ritmo no podría escaparse nunca, jamás encontraría
el camino de vuelta por sí sola. Lo que ella no sabía era que el Cuervo la
estaba llevando por el camino más largo a propósito. Le estaba dando
tiempo a Sombra —a quien vieron fuera de los establos antes de ir a las
mazmorras—, de deshacer la otra instrucción dada por su jefe; la peor de
todas. Solo esperaba que fuera suficiente y este lograra su cometido sin
mayores consecuencias.
Una vuelta más, un par de pasos y por fin el Cuervo se detuvo. Ambas
mujeres se pararon tras él, sus respiraciones agitadas constataban el
esfuerzo físico que les supuso el camino hasta ahí. Si no hubiera estado tan
concentrada en regularizar su respiración, Jane habría notado que estaban a
tan solo unos pasos de la primera curva que tomaron cuando salieron del
segundo tramo de escaleras, solo que en el lado contrario.
El Cuervo iba a empujar la puerta cuando esta se abrió de manera
intempestiva. Sombra estaba parado al otro lado con una mujer echada al
hombro.
—Lo siento. —Fue todo lo que dijo antes de salir con la mujer pegando
gritos y patadas.
Pero el daño ya estaba hecho. La última flamita de ilusión acababa de
apagarse en el corazón de lady Isobel. De Aidan dependía avivar las ascuas.
—Adelante, milady. —El Bardo apareció en la puerta, hasta ese
momento se percataron de que él no hizo el trayecto completo con ellas.
Ambas mujeres entraron a la habitación, seguidas por el Cuervo.
—¿Cómo hiciste para llegar antes que nosotras? —preguntó Jane,
suspicaz, mirando a su alrededor en busca de alguna puerta secreta.
Lady Isobel no prestó atención al intercambio entre la doncella y el
cuentacuentos, su mirada estaba fija en la cama revuelta. Si antes, en la
mazmorra, sentía que se rompía en pedazos, en este momento acababa de
desintegrarse.
—No voy a dormir aquí —exclamó con voz ahogada.
—Milady, le aseguro que…
—¿Dónde están los aposentos de Jane? —interrumpió lo que sea que el
Cuervo fuera a decir. No le interesaba. No quería saber nada que tuviera que
ver con el mentiroso infiel. Mucho menos si iba a intentar defenderlo.
—¿Qué pasa, milady? ¿No le gusta la habitación? —preguntó la doncella
acercándose a ella.
—Sácame de aquí, Jane —suplicó a esta, segura de que si permanecía
más tiempo en la habitación donde Aidan estuvo con esa mujer, se desharía
en llanto, humillándose frente a los hombres de él.
Luego de mirar la cama revuelta —con dosel y cortinillas azules con
bordados en plata—, Jane comprendió los motivos de su señora. Ese hijo de
mala madre había llevado a su amante a los aposentos de la señora del
castillo. ¿Es que se podía ser más rastrero? ¡Y ella que lo defendía ante su
señora, creyéndose sus buenas intenciones!
—Venga conmigo, milady —dijo tomándola del brazo—. Ya
encontraremos donde pasar la noche —murmuró sin mirar a ninguno de los
presentes.
—Milady, espere —habló el Bardo alcanzándolas en el pasillo—. Venga,
puede descansar ahí en lo que le preparamos otra habitación. —Señaló a la
izquierda, unos pasos adelante había otra puerta parecida.
Ninguna de las dos respondió con palabras, pero lo siguieron cuando se
dirigió a la alcoba. Tras la pesada puerta de madera se encontraron una
estancia mucho más grande. La cama con dosel y cortinaje negro —sin
ningún tipo de bordado—, era la máxima protagonista. Una gruesa
alfombra cubría el suelo, rodeándola. A los pies de esta había un sofá
alargado de tapicería granate, sin respaldo ni posa brazos.
—Enviaré a alguien con una bandeja de comida. Si gusta puedo ordenar
que le preparen la bañera. —El Bardo señaló el biombo ubicado a la
derecha, casi oculto por la puerta abierta.
—Los baúles de milady, ¿dónde están? —Jane caminó hasta el biombo,
en busca de estos.
—Los subirán en un momento —respondió el hombre, absteniéndose de
decir que la mayoría de los vestidos estaban inservibles a causa de las malas
artes de Rowena.
Maldijo para sí. Si hubieran recordado antes los planes que fraguaron con
Sombra para recibir a la duquesa, todo esto se habría podido evitar. Suerte
que había inspeccionado los baúles, por lo menos iba a evitar que lady
Isobel viera sus vestidos en tan mal estado.
—Venga, señorita. —Jane jaló a su señora con delicadeza para llevarla
hasta la cama. Apartó el cortinaje y la instó a sentarse—. No te quedes ahí
parado como pasmarote y ve a hacer lo que dijiste —mandó al Bardo,
mirándolo de reojo.
En cuanto lo escuchó salir y cerrar tras él, corrió a ponerle el pestillo a la
puerta.
—Bonita habitación —dijo más por hablar de algo que por alabar la
estancia.
Lady Isobel miró a su alrededor. Frente a ella, un cuadro de un paisaje
marino con molduras doradas adornaba el muro. A su izquierda, una amplia
chimenea dominaba la pared frente a la cama. Sobre esta una repisa de
piedra tenía figuritas de caballos y barcos de madera. Se levantó de la cama
para ir hasta ahí. En el camino se dio cuenta que al otro lado de la cama
había un enorme armario de madera oscura que ocupaba buena parte de ese
muro; tenía intrincados labrados alrededor y rejillas en la parte superior de
las puertas.
Parada frente a la chimenea apagada, tomó uno de los barcos de madera,
se parecía a “La Silenciosa”, pero la cubierta era diferente. En la parte
delantera tenía un pequeño cañón de madera. Lo ladeó un poco para ver el
costado, tenía un nombre grabado en la punta. Gehena, decía con letras
negras, marcadas sobre la madera.
—El original es mucho más grande. —Sobresaltada por la voz del pirata
por poco y lo tira.
Giró para mirarlo, estaba parado en una puerta que no vio antes, entre la
cabecera de la cama y el armario.
—Milady necesita descansar. —Se atrevió a decir Jane al tiempo que iba
hasta ella.
Lady Isobel agradeció en silencio el férreo apoyo de su doncella.
—Y yo que salgas de la habitación —refutó Aidan, adentrándose en esta.
—Si piensa que la voy a dejar sola con usted… ¿qué hace? —Aidan
acababa de agarrarla del brazo y la arrastraba a través de la estancia hasta la
puerta principal. Luego de quitar el pestillo y abrir la echó al pasillo sin
miramientos.
—Que nadie nos moleste —ordenó antes de cerrarle la puerta a la cara.
—Así arreglas todo, ¿verdad? —Lady Isobel dejó la pieza de madera
sobre la chimenea con manos temblorosas. A pesar de su desilusión, no
podía evitar el nerviosismo que la cercanía de él le provocaba—.
Avasallando a los demás para obtener lo que quieres. —Caminó hasta el
sillón a los pies de la cama donde se acomodó en un revuelo de faldas sin
importarle si lo ensuciaba o no.
—En mi mundo, solo hay dos tipos de personas: el que domina y arrebata
lo que no le dan de buena gana y los imbéciles que pierden todo por no
saber defender lo que es suyo. No voy a disculparme por no ser de los
segundos —sentenció parándose frente a ella, los brazos le colgaban laxos a
los lados del cuerpo, deseosos de tomarla por los hombros y acercarla a él.
—Imbéciles —repitió ella—. Gracias por decírmelo, es bueno saber lo
que piensas de la gente como yo —respondió serena, aunque por dentro
estuviera a punto de explotar de rabia.
Verlo entrar tan campante, imponiéndose como siempre, la alteró, sin
embargo, lo dicho hace un momento tuvo la capacidad de enfurecerla como
pocas veces algo lo hizo.
—¡Condenación! Estás tergiversando mis palabras —objetó él, un tanto
frustrado.
—¿Y la mujer que durmió en mi cama? ¿también malinterpreté eso? —
preguntó sin pensar,
Aidan volvió a maldecir. Sabía por Sombra de lo ocurrido en la otra
habitación. Rowena se había negado a abandonar los aposentos de la señora
del castillo de los que hizo uso durante las semanas que llevaba ahí, en
espera de ellos. La mujer, inglesa igual que ellos, era su amante de planta en
Londres. Eso hasta que conoció a lady Amelie y se volvió loco con ella.
La actual duquesa odiaba a la mujer. Ambas se conocieron en la goleta
—otra de sus embarcaciones—, una de esas tantas veces en que ella lo
visitó ahí. Rowena se resistía a que su acuerdo terminara por lo que ese día
fue a verlo para hacerlo desistir de abandonarla. Lady Amelie los encontró
en una situación comprometedora propiciada por la mujer.
Esa fue su primera pelea.
La duquesa tardó varios días en volver a visitarlo y él, orgulloso como
siempre, no movió un dedo para hacerse perdonar. Ella regresó sola,
reclamándole que no hubiera intentado hablar con ella. Esa tarde de
reconciliación, fue la primera vez que ella le permitió ciertas libertades que
no llegaron a comprometer su virtud. La muy zorra supo cómo mantener
vivo su interés.
Negó para sí. En mala hora se le ocurrió que traer a su ex querida para
vengarse de lady Amelie era una buena idea. La situación le había
explotado en la cara igual que una bala de cañón.
—Rowena no es nadie —contestó evasivo. Ni bajo tortura diría la
antigua relación que lo unía a la mujer.
«Rowena», repitió ella en su interior. Ese era el nombre de la mujer que
se jactaba de ser la señora del castillo. «Mi hogar, mi hombre». El par de
palabras dichas por la tal Rowena no dejaban de clavársele en el pecho.
—Nadie, claro —se levantó del sillón y caminó hasta la puerta principal.
—¿A dónde vas? —cuestionó él, yendo tras ella.
—A cualquier lugar donde no tenga que aguantar tu presencia —
respondió con el mismo tono de voz plano y carente de emociones con que
pediría un vaso de agua.
Aidan se congeló en la puerta. Su sor Magdalena era sensible,
compasiva, de tiernos sentimientos, no esta mujer que con tanta frialdad le
hacía saber que detestaba su compañía. No le gustaba esta Isobel.
—De aquí no sales hasta que aclaremos este malentendido. —Puso una
mano en la puerta, impidiéndole que pudiera abrirla.
—Para mí todo está muy claro.
—Para mí no. Así que vamos a hablar.
—Y siempre se hace lo que su majestad quiere, ¿verdad? —Lady Isobel
regresó sobre sus pasos, pero no se sentó. En cambio, fue hasta la ventana
junto al armario. Tenía las cortinas echadas, estas eran negras con bordados
en oro. Usó el cordel que colgaba a un lado para amarrarlas y poder ver el
exterior. La ventana estaba sellada con el vitral de una mujer de mirada
triste hecho en tonos azules y ocres.
—¿Para qué lo pusiste si lo vas a tener cubierto por las cortinas? —
inquirió cuando él llegó hasta ella y volvió a cerrar las cortinas.
—No es asunto tuyo —espetó con rudeza.
¿Hasta cuándo?, se preguntó ella. ¿Hasta cuándo soportaría sus
desplantes y malos modos?
—¿Y qué es asunto mío, entonces? —se volvió para enfrentarlo, harta de
él y sus cambios bruscos.
—Eres mi esposa, complacerme es uno —apuntó él, su mano viajó hasta
la mejilla de la joven, pero no llegó a tocarla. Ella lo había esquivado.
—¿Por eso me mandaste a encerrar a las mazmorras? ¿porque no he
cumplido con complacerte? —Lady Isobel apretó las manos en puños, se
sentía tan furiosa que tenía ganas de gritar.
—¡Condenación! ¡Yo no te mandé a encerrar!
—Eso no fue lo que dijo la mujer que tan amablemente nos dio la
bienvenida a su hogar —rebatió ella, odiándose por el ligero temblor de su
voz al decirlo.
—Eso fue un error, ¡todo fue un error!
—¡El error fue haberme ido contigo! —gritó ella, sorprendiéndolo—.
Debí dejar que te llevaras a Amelie —dijo más para sí que para que él la
escuchara—. Al final, podría haberme quedado con lord Aug… —sus
palabras murieron bajo la imperiosa boca de Aidan.
—Nunca —habló él, instantes después, con su boca todavía sobre la de
ella—, jamás, vuelvas siquiera a insinuarlo —murmuró, sus alientos
agitados, mezclándose. Su mano derecha acarició la mejilla de la joven, la
otra la sostenía de la cintura, apretándola contra él—. Eres mía, sor
Magdalena. Y yo defiendo lo que es mío. Nadie va a apartarte de mi lado,
ni siquiera tú —dicho esto, la soltó.
Salió de la habitación más enfadado que antes.
En el pasillo, Jane esperaba con los nervios de punta.
—Encárgate de que esté bien atendida —dijo a la doncella—. Y mucho
cuidado con andar metiéndole ideas que no las llevarán a ningún lado —
amenazó antes de irse a grandes zancadas.
Capítulo 13

Lady Isobel respiraba agitada. Seguía parada junto a la ventana, donde


la tormenta Aidan acababa de dejarla. Lo odiaba. Odiaba que su presencia y
caricias bastaran para someterla, para mantenerla bajo su influjo.
¿En qué momento pasó de temer su presencia a desear sus besos?
Si no quería terminar echa un guiñapo a merced de las migajas que él
quisiera darle, debía encontrar la manera de irse lo más pronto posible.
Debía abandonar el castillo ahora que todavía era dueña de su corazón,
antes de que él se apoderara por completo de él. Se iría a la menor
oportunidad. No pensaría en las consecuencias o no sería capaz de hacerlo,
cualquier cosa era mejor que terminar sus días confinada en ese remoto
castillo a merced de un pirata temperamental e inhumano.
—Venga, la ayudaré a quitarse esta ropa mugrosa —expresó Jane
caminando hacia ella.
—Debemos irnos de aquí, Jane —habló lady Isobel, revelándole a la
doncella sus intenciones.
Necesitaba su ayuda. Estaba segura que el señor Aidan la mantendría
vigilada. Probablemente ni siquiera le permitiría salir de esa alcoba.
—El rufián ese espera que lo haga, milady —dijo Jane parándose frente a
ella—. Estará preparado para impedirlo
Ambas se miraron con desconsuelo. La doncella tenía bien grabadas las
palabras que él le dijera hacía un momento cuando salió de la habitación
hecho una furia.
—No quiero estar aquí… me hace daño —confesó la joven.
Los sentimientos que el señor Aidan comenzaba a inspirarle eran
dolorosos, pero no tanto como la lucha que tenía en su corazón. Y bien
sabía que, si continuaba en ese lugar —cerca de él—, perdería por completo
la batalla.
—Yo haré lo que usted decida, milady. —Jane la tomó de la mano en
señal de apoyo.
—Las dos harán lo que yo diga —ladró Aidan desde la puerta,
sorprendiéndolas.
Maldiciendo el poder que su monjita tenía sobre él, se había regresado de
la puerta de las escaleras de caracol decidido a disculparse y hacer las paces
con ella. ¿Y cómo le pagaba? ¡Conspirando en su contra! ¡Haciendo planes
para abandonarlo a la menor oportunidad!
—Permanecerán en esta habitación hasta que yo ordene lo contrario —
espetó, su mirada endurecida hizo que la piel de lady Isobel se erizara.
—¿Va a convertirme en una prisionera de verdad, capitán?
—Usted es una prisionera, milady. Siempre lo ha sido —afirmó él sin
cambiar la expresión endurecida de su rostro.
La entereza de lady Isobel flaqueó con esa última frase. ¿Es que los besos
y caricias eran una mentira? ¿Y el título de esposa que insistía en darle?
¿Eso también era una farsa?
La comprensión de que solo lo hacía para que ella se mostrara receptiva a
sus avances, la hizo tambalearse. No se desmayó, pero sí necesito que Jane
la sostuviera. Tal parecía que su estancia en las mazmorras contribuyó a
seguir minando sus energías. Si fuera un burdo pirata habría maldecido su
debilidad.
Aidan, a pesar de su rabia, se apresuró a ayudarla. Caminó hasta el fondo
de la habitación, la cargó en brazos y la llevó hasta la cama donde la
recostó.
—¿Estás mareada? ¿Quieres que te traigan un té? —Su tono de voz
preocupado hizo que las mariposas en el estómago de lady Isobel aletearan
con brío.
—¿Tantas molestias por una prisionera? —inquirió ella, desviando la
mirada a la pared opuesta a la puerta.
Aidan, parado a un lado de la cama, apretó las mandíbulas con tanta
fuerza que por poco no se rompió las muelas. Su monjita acababa de
arrojarle sus propias palabras a la cara. Se arrepintió de ellas en el momento
que salieron de su boca, pero que lo colgaran del palo mayor si iba a
retractarse.
Se alejó de la cama en dirección a la puerta.
—Una prisionera muerta no es de ninguna utilidad —dijo desde el
umbral.
El jadeo ahogado de ella se le clavó en el pecho, pero se aguantó. Se fue
por el pasillo más furioso que antes.
—Ahora que el león se fue no deben tardar en subir los baúles —dijo
Jane sentándose en el sillón a los pies de la cama.
La muchacha prefirió no hacer ningún comentario sobre lo ocurrido con
el pirata malparido. Si lo hacía, iba a terminar con lady Isobel deshecha en
llanto, como los ojos vidriosos de su señora atestiguaban.
Tal y como vaticinó la doncella, los baúles fueron acarreados por un
grupo de hombres. Además de los dos cofres con los que ellas viajaron,
llevaron otro más grande, y, por lo que se veía, más pesado. Era café oscuro
con un par de abrazaderas de metal en la tapa. Tras ellos entraron dos
hombres cargando cubetas de agua humeante para preparar la tina
resguardada por el biombo. Acababa de salir ese pequeño ejército cuando
un par de golpes suaves sonaron en la puerta.
Lady Isobel estaba ya en ropa interior, por lo que fue hasta el biombo
para cubrirse de la mirada de quien quiera que estuviera al otro lado de la
puerta. Desde ahí escuchó a Jane intercambiar algunas palabras, el ruido de
pasos por la habitación y finalmente la puerta al cerrarse.
—Trajeron una bandeja de comida digna de una reina —informó Jane,
apareciendo junto a ella.
La muchacha se dirigió a la tina y metió un dedo para verificar la
temperatura del agua; negó con la cabeza. Si lady Isobel entraba ahí iba a
morir hervida. Echó mano de una de las cubetas vacías que dejaron a unos
pasos de la bañera y con esta sacó un poco de agua que luego reemplazó
con agua fría de otra de las cubetas.
—¿Tienes hambre, Jane? —preguntó lady Isobel a la joven que más que
doncella, era ya su amiga. La única aliada que tenía en ese castillo alejado
de toda civilización.
—Podría comerme hasta la bandeja —respondió esta mientras verificaba
una vez más la temperatura del agua—. Perfecta —murmuró para sí.
Concentrada en su labor revisó los botecitos de esencias y aceites que
dejaron sobre el mueble de madera junto a la bañera. La mitad izquierda del
mueble tenía tres cajones, la otra mitad un par de puertas pequeñas con
cerradura. Abrió los cajones. Sacó una cuchilla de afeitar que volvió a
guardar luego de darle una ojeada. Piezas de jabón y algunos trapos de lino
que de seguro el pirata desgraciado usaba cuando se afeitaba.
—Jane, deja ahí. No es correcto hurgar en cosas ajenas —la reprendió
lady Isobel que venía con la bandeja de comida en las manos. Fue y volvió
sin que la doncella se percatara—. Anda, come un poco en lo que me quito
la mugre. —Puso la bandeja sobre el mueble, empujando con esta los
botecitos con aceites y esencias.
—No, milady, esa comida es para usted. Debe reponer fuerzas para
enfrentarse al malnacido que tiene por marido —dijo sin cortarse ni un
poco, pero destapando las viandas.
—Jane, Jane, ¿qué voy a hacer contigo? —la dama sonrió con tristeza—.
Anda, deja de maldecir a mi supuesto marido y come algo.
La doncella asintió, pero antes la ayudó a terminar de desvestirse para
meterse a la bañera y vació algunas gotas de uno de los botecitos de
esencias. Mientras lady Isobel disfrutaba de la tina, ella daba buena cuenta
de los panecillos de nata y el guiso de cordero. Bañó y rebañó los trozos de
pan en el guisado y bebió con fruición un poco del aguamiel de la jarra que
venía con la comida.
Apenas terminó de comer fue a los baúles para sacar un vestido para su
señora. No quería que el pirata regresara y la encontrara en tan desventajosa
posición. Aunque si con eso se ganaba un dolor de hue… pegó un grito,
interrumpiendo sus rencorosos pensamientos.
Al escucharla, lady Isobel se apresuró a lavarse y enjuagarse con el agua
limpia dispuesta en los baldes junto a la bañera. El grito de la doncella la
puso nerviosa por lo que sus movimientos eran torpes.
¿Habría algún intruso? se preguntó con la respiración agitada, ansiosa.
De repente, la posibilidad de que el señor Aidan enviara a alguien para
devolverla a la mazmorra le cortó el aliento. El temor corrió por todo su
cuerpo. Si la encerraba, ¿cómo podría escapar?
Se enjuagó a toda prisa y tomó un paño que Jane dejara junto a la tina
para cubrirse.
—¿Qué ocurre, Jane? —preguntó mientras salía de la tina con tan mal
tino que resbaló. Esta vez fue ella quien gritó.
—¡Milady! —Jane dejó las garras que encontró por vestidos en el baúl de
su señora y se precipitó tras el biombo.
La encontró bocarriba sumergida en el agua, inconsciente, un hilillo de
sangre que nacía tras su cabeza corría en esta.
—¡Señor misericordioso! —se apresuró a agarrarla antes de que el rostro
de la joven quedara cubierto por completo por el agua—. Milady, milady —
la llamó preocupada, dándole golpecitos en la mejilla para reavivarla, sin
éxito—. Milady, por favor, no me haga esto. ¿Qué cuentas voy a entregarle
a su mamacita? ¿Y a su marido? Ese pirata sanguinario seguro me manda a
enterrar viva con usted —balbuceaba la doncella, aterrada por la falta de
respuesta de su señora.
Como pudo la acomodó de manera que su cabeza quedara posada sobre
la orilla de la tina, habría preferido sacarla para llevarla a la cama, pero por
desgracia, aunque lady Isobel era bastante menuda, ella lo era más; sin
contar que la dama tenía carnes donde había que tenerlas. Le echó un
último vistazo rogando en sus adentros que no se resbalara y enseguida
salió de la habitación para pedir ayuda al primero que se cruzara en su
camino.

Aidan estaba en los establos, pero su presencia ahí no se debía a los


caballos que ahí eran atendidos. Frente a él tenía a los dos hombres que
encerraron a Jane y lady Isobel en las mazmorras. Rowena estaba junto a
ellos también.
—¿Quién encerró a mi mujer? —Ambos hombres se quedaron callados,
apreciaban demasiado su vida como para cometer el error de echarse la
culpa, aunque lo fueran.
—Pero, mi vida, solo hicimos lo que tú ordenaste —intervino la mujer,
contoneándose para ir hasta él.
Aidan la detuvo con un gesto de la mano que acompañó de una dura
mirada. Esa mala pécora iba a pagárselas también.
—No me colmes la paciencia, Rowena. Bien sabías que ella no era
Amelie —reclamó a la mujer.
—De verdad que no recordaba su rostro, mi amor —se defendió ella,
jugando a la inocente.
Por supuesto que supo que no se trataba de la maldita Amelie. Desde el
momento en que vio su brillante cabellera del color del oro se dio cuenta
del cambio. La otra era castaña —casi pelirroja—, y mucho más bonita, sin
embargo, esta tenía algo que hizo que continuara con las órdenes dadas por
Sombra semanas atrás, a pesar de que la destinataria era otra.
Tal vez fueron sus ojos verdes —tan enormes y vibrantes que tuvo que
parpadear para no abstraerse viéndolos—, o a lo mejor fue su cara de
muñequita que no pegaba con el cuerpo curvilíneo que podía adivinar bajo
el vestido pasado de moda. O quizá solo fue su instinto de mujer
reconociendo a su rival. Una verdadera rival, no como Amelie que solo era
una zorra que se divertía con Aidan mientras encontraba un mejor
candidato.
Quién sabe.
Lo que sí era seguro era que, para Aidan, la rubia era mucho más
importante de lo que alguna vez lo fue Amelie. La fría furia que despedían
en ese momento los ojos cobalto de él lo atestiguaban con la suficiente
convicción como para temer por su propio destino tras su pésima jugada.
—A mi mujer solo la toco yo. —Escuchó que le decía al infeliz que tuvo
la mala suerte de arrastrar a la mentada rubia hasta la celda. No le pasó
desapercibido el matiz posesivo en su voz.
Sí, definitivamente esta era más peligrosa que la otra. Pero igual que la
otra, se iría de la vida de Aidan. Ya se encargaría ella de que así fuera.
—No volverá a suceder, capitán —balbuceó el hombre, en sus ojos
oscuros se reflejaba el pánico que experimentaba al estar frente al ejecutor
de los mares; no importaba que estuvieran en tierra firme, igual podía ver
que no se quedaría sin castigo.
—Por supuesto que no volverá a suceder —refutó Aidan—. A menos que
quieras perder algo más que un dedo. —Apuntó con la espada al miembro
del hombre que el Cuervo obligaba a mantener estirado sobre un tronco de
madera.
Aidan sabía que el miserable pirata solo cumplía sus propias órdenes,
pero en estas nunca estuvo el maltratar a su mujer, ni siquiera Amelie debía
ser tratada así por más prisionera que fuera. Iba a castigarlo por excederse y
haber marcado la piel de su esposa. Elevó la espada y sin vacilar un
segundo la dejó caer sobre el dedo del hombre.
Los gritos de dolor de este invadieron todo el lugar. El otro hombre lo
miraba con el pánico reflejado en sus ojos, quiso levantarse y correr, pero la
sujeción de Sombra lo mantuvo en su sitio.
—¡Capitán! —irrumpió el Bardo en el lugar, jadeante, captando la
atención de todos los presentes.
—¿Qué pasa? —espetó, molesto por la interrupción. Necesitaba castigar
un poco más al infeliz para descargar parte de su mal humor.
—Es lady Isobel, está inconsciente —informó con voz ahogada, entre
aspiraciones para recuperar el aliento.
Por primera vez en muchos años, Aidan tuvo miedo. Las palabras “lady
Isobel” e “inconsciente” en la misma oración, tuvieron la facultad de
asustarlo más allá de lo que estaba dispuesto a admitir incluso ante sí
mismo.
Imágenes del cuerpo pálido y sin vida de la joven aparecieron en su
mente, incrementando sus temores, elevándolos a la categoría de pánico.
Salió del establo sin indagar más sobre el asunto. No esperó al Bardo ni
dio instrucciones al Cuervo sobre los hombres y Rowena. En ese instante,
nada era más importante que llegar a sus aposentos y constatar por sí mismo
que su esposa estaba tan saludable como la dejó esa misma mañana. Porque
si no era así, que el cielo se apiadara del culpable porque él no lo haría.

Jane no podía dejar de llorar. Gracias al Señor se había encontrado


enseguida con el Bardo —este salía de la habitación que correspondía a la
señora del castillo—, y pudo pedirle que buscara un médico para lady
Isobel.
Solo que el Bardo, además de mandar un mensajero para que fuera hasta
el Gehena por el hombre de la tripulación que hacía las funciones de
médico, fue en busca de Aidan para avisarle de la situación de su esposa.
La doncella no se sorprendió cuando vio entrar al pirata, esperaba que
llegara en algún momento. Sin embargo, sí le sorprendió el cuidado con que
sacó a su señora del agua ya fría de la bañera. Ella lo siguió a través de la
habitación para quitarle la falda del vestido con que la cubrió mientras
esperaban a que alguien acudiera ayudarla. No podía acostarla con esta o
mojaría la cama, entonces al golpe de la cabeza habría que agregarle un
resfriado y después de eso las fiebres estarían a un tiro de piedra. No, más le
valía ser precavida.
—Espere —dijo a Aidan, llevaba en la mano un camisón medio roto que
sacó del baúl para ponérselo antes de acostarla—. Voy a vestirla con esto —
informó acercándose hasta la cama, donde él la esperaba con la joven en
brazos.
Aidan no respondió, no obstante, bajó los pies de la muchacha al suelo,
sosteniéndola contra su cuerpo para mantenerla en pie.
Jane pasó la prenda por la cabeza húmeda de su señora, dejándosela
enrollada en el cuello. Luego le metió los brazos en el hueco
correspondiente.
—Sepárela un poco —pidió la doncella.
En cuanto él le dio un poco de espacio entre su cuerpo y el de su señora
se dispuso a bajarle el camisón al tiempo que tiraba hacia abajo de la falda
mojada, protegiendo en todo momento la intimidad de lady Isobel.
Ya con la ropa seca, Aidan la colocó sobre la cama con tanta delicadeza
que Jane frunció el ceño, mosqueada. ¿Desde cuándo era tan tierno este?
«Deben ser los remordimientos», pensó viéndolo a través de sus pestañas
aglutinadas. No se tragaba el cuento. Tomó un paño para envolver el cabello
de la joven y quitarle el exceso de humedad.
—¿Qué sucedió? —preguntó Aidan, su mirada fija en el rostro sereno de
lady Isobel. El dorso de su mano izquierda rozaba la mejilla pálida de ella.
—Creo que resbaló cuando iba a salir de la bañera —murmuró Jane, su
voz estrangulada por las lágrimas que no dejaba de derramar.
—¿Crees? ¿cómo qué crees? —reclamó él posando su colérica mirada en
ella. Toda delicadeza y ternura esfumada—. ¿Dónde estabas tú? ¿Acaso no
es tu trabajo ayudarla? ¡Maldita sea! ¡Te pedí que te encargaras de que
estuviera bien atendida! —A estas alturas ya estaba gritando.
Jane, ocupada en secar el cabello de lady Isobel, lloró con más fuerza,
apechugando las acusaciones que ella misma se hacía en silencio. Si no
hubiera exagerado cuando vio la ropa desgarrada, su señora no se habría
precipitado a salir de la bañera sin ayuda.
—¡Para que mierda te traje si no vas a cuidarla! —bramó más alto,
haciéndola detener su labor en el cabello de lady Isobel para cubrirse la cara
con las manos.
—No le grites, ella… no tiene la culpa. —Ambos se volcaron en la mujer
acostada en la cama que acababa de reprender a Aidan con poco menos que
un murmullo.
—¡Milady! —Jane se le echó encima sin darle tiempo a Aidan ni de
parpadear. Posó la cabeza en el vientre de la joven, abrazándola para
consolarse con ella.
—Ya, tonta, no llores —susurró lady Isobel dándole una suave caricia en
los negros cabellos, recogidos en una trenza que tenía enrollada en la
coronilla. Continuaba con los ojos cerrados, tenía un dolor punzante en la
base del cráneo que apenas y la dejaba mantenerse despierta.
Sintió el colchón bajo su espalda.
¿Qué había pasado?
Lo último que recordaba era estar a punto de salir de la bañera. Giró la
cabeza para ver a Aidan, pero el dolor en esta le cristalizó la mirada y tuvo
que volver a cerrarlos.
—Iré a ver si ya viene el médico —dijo la doncella algunos hipidos
después, levantándose, mientras con la manga del vestido se secaba el rastro
de lágrimas.
Aidan esperó a que la muchacha saliera para acercarse a la cama.
—¿Cómo te sientes? ¿Estás bien? —inquirió, indeciso; quería abrazarla
tal y como hizo la doncella, sin embargo, no sabía si sería bien recibido.
—Es la segunda vez que me preguntas eso hoy —apuntó ella, sus ojos
verdes ocultos tras sus párpados cerrados—. Me pregunto si en verdad te
importa o es porque una prisionera muerta no sirve para nada —continuó
ella con la misma voz susurrante.
—Jodido infierno —masculló Aidan justo antes de inclinarse para
tomarla en brazos, se arrepentía mil veces de esa estúpida frase que soltó en
el calor del momento; con ella en su regazo se acomodó en la cama, su
espalda recargada del respaldo acolchado de esta. Ni siquiera le importó que
sus cabellos, medio envueltos en un paño, le mojaran la camisa.
—Maldices mucho —musitó ella, sin fuerzas para resistirse al abrazo de
él, sus párpados cerrados todavía.
—Soy un pirata, esposa.
—¿Eso lo justifica? —refutó ella en medio de un bostezo, de pronto tenía
sueño.
—No, pero lo explica. —Al decirlo, sonreía.
—¿También explica que deshonres a tu esposa? —cuestionó ella sin ser
muy consciente del reclamo, tal parecía que el golpe en la cabeza le estaba
aflojando la lengua.
—¿Así que por fin aceptas que eres mi esposa? —objetó Aidan con voz
suave contra la sien de ella.
—Umju. —Un balbuceo fue la respuesta de ella, medio dormida ya.
—No te duermas, bribona —le dio un par de golpecitos en la mejilla, por
experiencia sabía que después de un golpe como el suyo no debía dormirse
o podría no despertar.
Un escalofrío le erizó la piel al pensar en esa posibilidad. No, no debía
dejar que se durmiera. Si de él dependía la mantendría despierta toda la
noche y por su madre que se le ocurrían unas cuantas maneras.
—Tengo sueño, milord.
—¿No quieres saber sobre mi supuesta amante?
Apenas lo dijo se maldijo por idiota. Con tantas cosas para hablar, venía a
sacar el peor tema. Pero al parecer resultó, pues su mujercita acababa de
abrir los ojos y lo miraba con estos echando chispas.
—¿Aceptas que es tu amante? —Lady Isobel casi mordió las palabras.
—No, no acepto nada.
—¿Quién es esa mujer? ¿por qué está aquí si no es tu amante? Lo que sea
que eso signifique. —La última parte la dijo más para ella que para él, no
obstante, él la escuchó.
—¿Me acusas de algo que ni siquiera conoces? —Elevó una ceja,
mirándola con un tinte burlón en sus ojos cobalto.
—Te llamó “mi hombre”, ¿qué se supone que debo pensar? —rebatió
bastante más espabilada.
—Rowena es parte de mi pasado —dijo con afán de tranquilizarla.
—¿Y qué hace en tu presente? —Podía escuchar el latir acelerado del
corazón de él, el cual seguramente igualaba al suyo que casi brincaba fuera
de su pecho.
—Estás muy preguntona.
—Responde —insistió firme, a pesar del embotamiento provocado por el
golpe.
—Era parte de la venganza contra tu hermana —contestó a
regañadientes. No quería empeorar la imagen que tenía de él, pero viendo
las circunstancias, le salía más barato decir la verdad.
—¿Su grosero recibimiento y la mazmorra eran para Amelie? —preguntó
asombrada.
—Sí. Esas instrucciones las di el mismo día de la boda, después de que
me arrancaras aquella promesa.
—Pero, si ya me habías dado tu palabra, ¿porqué…?
—No pensaba cumplirla.
—¿Qué? —Lady Isobel se irguió para mirarlo, pero al instante cerró los
ojos ante el mareo que le provocó el movimiento.
—Si ella me buscaba ya no sería mi culpa —aclaró con un encogimiento
de hombros. Luego tomó su rostro para examinar su expresión dolorida.
—Pero… —susurró ella entreabriendo los ojos.
—Soy un pirata, esposa.
—¡No me digas así! —exigió, indignada, su mirada puesta en la de él.
—Hace un momento aceptaste que lo eres —refutó, retándola a
contradecirlo.
—Hace un momento no sabía que ser pirata equivalía a ser un hombre sin
honor ni palabra.
—Te estás pasando, querida —espetó con los dientes apretados, el insulto
le escocía el pecho.
Por alguna razón, no le gustaba que ella tuviera esa visión de él.
—Si quieres que sea tu esposa nos casaremos como el Señor manda o no
habrá esposo, esposa ni marido ni mujer ni nada —continuó ella, ignorando
su reclamo y la nota de advertencia en este.
—Estamos en Escocia, milady, aquí…
—Por mí podemos estar en la luna misma —interrumpió ella, las manos
de Aidan continuaban apresando su rostro—. No uniré mi vida a un pirata
que da su palabra a conveniencia sin el respaldo del sagrado matrimonio.
—¿Quieres una ceremonia?
—Lo tomas o lo dejas. Tú decides.
—¿Dónde está mi dócil y tierna sor Magdalena? ¿qué hiciste con ella? —
preguntó apretujándola contra su pecho a medio camino entre la diversión y
la irritación.
—Se golpeó la cabeza, eso le pasó —contestó acomodándose con mimo
en el torso masculino, resuelta a disfrutar del extraño momento de intimidad
cortesía de su torpeza.
Aidan largó una carcajada.
—Espero que ese golpe no tenga consecuencias más graves —bromeó al
tiempo que depositaba un beso en la coronilla de la joven.
—Eso, milord, no puedo garantizarlo.
Capítulo 14

Lady Isobel tenía que guardar reposo en cama durante una semana. El
hombre que revisó su herida dictaminó que era necesario un reposo de tres
días, durante los cuales debía estar pendiente de si presentaba mareos,
náuseas, visión borrosa, jaquecas, entre otros síntomas. Tres días dijo el
médico. Una semana ordenó su esposo.
—Pero si ya me siento bien, no me duele nada —se quejó el cuarto día,
Jane acababa de regresarla de la puerta de su alcoba, la cual no compartía
con Aidan por deseo suyo.
“Se acabó eso de dormir abrazados sin una ceremonia de por medio”, le
dijo en un murmullo el segundo día de su convalecencia cuando este entró a
sus aposentos para acurrucarse junto a ella.
Esa noche él durmió en la habitación contigua, la que correspondía a la
señora del castillo. Recostada sobre la cama, lo escuchó maldecir y quejarse
entre dientes de esposas mandonas que se aprovechaban de su debilitada
salud para hacer y deshacer a voluntad.
El día anterior ella se instaló en los aposentos que le correspondían, más
por tener un lugar que pudiera llamar suyo que por evitar que durmiera con
ella. «Sus dominios», los había llamado él cuando por la noche no le
permitió la entrada.
«Tal vez esta es su forma de desquitarse», pensó mirando a Jane, su
traicionera doncella. Ella y el pirata eran aliados en esta cruzada. La tenía
pegada a sus talones con más fidelidad que su misma sombra. No la dejaba
hacer el mínimo esfuerzo, al menor signo de malestar que ella mostrara la
mandaba a la cama a descansar.
—Milord Hades ha ordenado que debe guardar reposo. —Jane ahuecaba
las almohadas de pluma de ganso que Aidan mandó a traer de unas bodegas
que a saber dónde estaban.
Tras el tropezón, como decidió llamar a su desafortunado acercamiento
con la bañera, el señor Aidan dejó de ser para Jane el “pirata —inserte aquí
un insulto—” para volver a ser milord Hades. Le gustaba más cuando
despotricaba contra él, así al menos la tendría de su lado para escaparse a
dar un paseo por los alrededores.
«Escaparse», repitió para sí.
Ese era otro tema que quedó relegado con su convalecencia post-
tropezón. Algo se le atrofió allá arriba con el golpe, estaba segura. Desde
que despertara y tras la plática que tuvo medio adormilada con él, no
pensaba más en irse del castillo. Por el contrario, quería quedarse, convertir
la fortaleza en el hogar lleno de niños que soñó, aunque el protagonista
original fuera otro. Era un pensamiento en el que divagaba con más
frecuencia de la que quisiera.
Probablemente se debía a la ternura con que el señor Aidan la trataba
cuando estaban solos. Esos momentos en que dejaba de ser el temible
Hades para ser solo su esposo, el hombre que se preocupaba por ella y
estaba pendiente de que todas sus necesidades estuvieran cubiertas. No le
pasó por alto que desde que le pidiera que Jane la ayudara la mañana que
desembarcaron, la joven continuó atendiéndola; a pesar de que al inicio de
la travesía le dijera que la doncella no estaba más a su servicio. Eran
detalles como ese los que la hacían verlo como algo más que el pirata cruel
que él se empeñaba en ser.
Ni siquiera el día siguiente a su llegada al castillo —cuando usara lo
sucedido con Amelie y Lord Grafton para defender su amor propio—, ni
siquiera en esa ocasión actuó como ese pirata que tanto terror causaba entre
su tripulación. Aun cuando insinuara su deseo de estar junto a lord August y
los ojos de él fueran como espadas, aun así, no la maltrató.
A decir verdad, tenía un par de semanas que no pensaba ni una sola vez
en el duque, salvo en esa discusión, cosa de la que ahora se arrepentía. Lord
Grafton solo era un lejano recuerdo de una ilusión que no pudo
materializarse. Incluso si escarbaba en su corazón no lograba encontrar ese
dulce sentimiento no correspondido que tanto daño le causó en el pasado.
Ni un eco de los acelerados latidos que la sola mención de su nombre o el
pensar en él le causaba. Incluso en ese instante, sus emociones seguían
igual, era como pensar en un conocido que no has visto en mucho tiempo,
al que recordabas con cariño, pero sin sentir el anhelo de un reencuentro.
La comprensión de que ya no estaba enamorada de él la golpeó de
repente, haciéndola tambalearse frente a la ventana que daba a los
acantilados de la isla.
—¡Milady! —Jane soltó las sábanas que retiraba de la cama para correr
hasta ella—. Le dije que debía descansar, pero es usted más necia que el
buey de mi abuelo. Y me refiero al de la yunta, no a él; aunque también es
un necio. —La doncella siguió hablando, pero lady Isobel no escuchó
absolutamente nada.
Se dejó guiar hasta el lecho, demasiado aturdida para resistirse.
Recostada sobre el colchón, con las mantas sobre su cuerpo, se perdió en
sus pensamientos, intentando dilucidar el significado de su reciente
descubrimiento.
¿Simplemente dejó de querer al duque? ¿si lo dejó de querer con unas
pocas semanas separados, era porque en realidad no estaba enamorada de
él? ¿lo quiso alguna vez? ¿cambiarían sus sentimientos si entrara por la
puerta en ese instante?
Un punzante dolor empezó a hacerse eco en su cabeza. Por instinto se
tocó el golpe. Todavía estaba inflamado y si presionaba lo suficiente le
escurriría un hilillo de sangre. Pasado un momento, el dolor se convirtió en
algo más que una molestia.
—Iré por la tisana que le recetó el médico. Esa palidez no me gusta nada.
—La doncella corrió un poco las cortinas de la cama para evitar que la
claridad le molestara y luego salió de la habitación sin esperar
consentimiento de su señora. En las cuestiones de su salud, mandaba ella; y
milord Hades, claro.
Fue hasta la cocina a través del camino más corto, el que usó el Bardo
cuando las llevaban de las mazmorras hasta la alcoba donde se encontraron
con la arpía rompe vestidos. Pensar en esa mujer le agrió el semblante.
Después de que lady Isobel recuperara la conciencia, había buscado al
Bardo para exigirle una explicación por los vestidos desgarrados de su
señora.
El hombre se había mostrado sorprendido, pues aseguraba haber dejado
solo los vestidos que no sufrieron daño. Sus alegatos terminaron por llamar
la atención de Aidan que bajaba en busca de la doncella para que le hiciera
compañía a la enferma. De esa plática concluyeron que la arpía había
metido otra vez los vestidos destruidos.
Ella era el verdadero motivo por el que mantenían a lady Isobel recluida
en la alcoba con la excusa de su convalecencia. La mujer la dejó con tres
trapos para vestir, los demás eran unas garras inservibles que no podrían
cumplir su función ni volviéndolos a coser.
Si Jane no maldecía al pirata como días antes era porque el hombre,
además de castigar a la mujer, mandó a traer cofres repletos de telas, hilos y
joyas para que un par de mujeres —que se encargaban de realizar las
labores de costura del castillo—, fabricaran todos los vestidos que pudieran
con el material que les proporcionó. Ella se autoproclamó la directora de
esa orquesta, por lo que dio instrucciones precisas para que elaboraran
algunos de acuerdo a los gustos de lady Isobel con las telas más sencillas.
Su señora no era vanidosa y sabía poco o nada sobre moda, sin embargo,
estaba segura que le haría ilusión poder escoger ella misma las telas,
bordados y adornos para las demás prendas que completarían su armario. Al
cabo que espacio era lo que le sobraba en ese macizo ropero que tenía en la
habitación.
Llegó a la cocina libre de encuentros con arpías indeseadas. Saludó a las
mujeres que trajinaban en la preparación de los manjares que comerían más
tarde. Aspiró profundo, llenándose con el especiado olor del guiso de
ternera.
—Molly, ese menjunje huele delicioso —dijo a la mujer mientras se
estiraba para alcanzar una jarra de metal.
—Y sabrá mejor —respondió la cocinera sin andarse con falsas
modestias.
—Está visto que la humildad no es lo tuyo —molestó Jane, ya con la
jarra en la mesa, vertiéndole un poco de agua para ponerla al fuego.
La cocinera soltó una risita.
—¿Otra vez la jaqueca? —Molly señaló las hierbas que la doncella
separaba y limpiaba sobre la mesa.
—No la ha pedido, pero ya has visto como soy de exagerada. —Jane se
encogió de hombros, restándole importancia. Si de ella dependía, nadie
vería a su señora como una enferma debilucha.
—Dejen de perder el tiempo que el capitán no tarda en llegar. —Rowena
entró a la cocina con esos andares de ama y señora que hacían que a Jane le
carcomieran las ansias por agarrarla de su piojosa y empolvada peluca.
—Muy atenta estás a las necesidades de milord —contestó sarcástica la
muchacha.
—Una mujer de verdad siempre lo está a las necesidades de su hombre.
—Rowena tomó una uva del frutero, mordiéndolo con la sensualidad de la
que siempre hacía gala.
—Una zorra arrastrada, querrás decir. —Las cocineras rieron entre
dientes, celebrando las palabras de la deslenguada doncella.
—¿Dónde está tu señora? ¿Todavía llorando por los rincones? —replicó
la mujer, mirando alrededor como si la buscara.
—Milady es una dama que no se mezcla con mujerzuelas de tu clase.
—Claro, a ella le agradan las de su propia clase.
—¡No voy a permitir que hable así de milady!
Jane rodeó la mesa, dispuesta a despelucar a la mujer, mas no llegó a
concretar sus intenciones. Aidan acababa de entrar a la cocina, paralizando
en el acto a todas las presentes.
—¿Qué haces aquí? ¿por qué no estás con mi mujer? —cuestionó Aidan
a la doncella.
El término con que Aidan se refirió a lady Isobel chirrió en los oídos de
Rowena. A la pelirroja le ardían las atenciones que este prodigaba a esa
mujer a la que llamaba esposa.
—Vine a prepararle una tisana. —Jane apuntó con la barbilla a la jarra
sobre el fuego.
—¿Y tú? —Aidan se dirigió a Rowena—. Te advertí que no quiero verte
dentro del castillo.
—Solo vine por algo de comer, mi amor. —La mujer tomó otra uva, pero
sus inútiles intentos de seducción fueron ignorados por Aidan que ya
devolvía su atención a Jane.
—No tardes —le ordenó antes de salir.
El movimiento en la cocina se reanudó tras la salida de Aidan.
—Esta me la pagas después —siseó Jane a Rowena, regresando a las
hierbas.
Habría podido decirle a milord Hades —con pelos y señales—, lo
hablado en esa cocina, sin embargo, no quería quitarse el gusto de ponerla
en su lugar ella misma. Se prometió que la próxima vez la sacaría de la
cocina arrastrándola de su piojosa peluca. No permitiría que milord Hades
le quitara esa satisfacción, a la única que le cedería ese deleite sería a lady
Isobel cuando estuviera en condiciones de hacerlo. Por lo pronto, ya se
encargaría ella de mantener a raya a la zorra intrusa.
Aidan salió de la cocina maldiciendo su mala fortuna. Detestaba tener a
Rowena pululando por ahí. No veía la hora de que “La Silenciosa” quedara
lista para su siguiente viaje, la mujer iba a ser la primera en subir a la
embarcación. Si por él fuera la mandaría de vuelta a Londres, aunque fuera
a pie, no obstante, no le convenía que la mujer supiera la ubicación exacta
de su bastión. Le tocaba aguantarse su presencia hasta que pudiera sacarla
en barco, ya se arriesgó mucho ordenándole a Sombra que la llevara;
esperaba que a esas alturas la mujer ya hubiera olvidado el trayecto.
¡En mala hora la hizo traer al castillo!
Si las circunstancias fueran diferentes y lady Amelie estuviera ahí en
lugar de lady Isobel, incluso podría estar disfrutando de las atenciones que
la mujer estaba deseosa de prodigarle. No obstante, para desgracia de su
desatendido cuerpo, en la segunda planta tenía una esposa que ni comía ni
dejaba comer.
¡Y encima lo mandaba a dormir solo!
No sería un problema si no le gustara dormir con ella acurrucada en su
pecho, escuchando su respiración pausada y sus gemiditos de placer cuando
encontraba la posición de descanso ideal.
Por fortuna para él —y desgracia para ella—, era un hombre que no
esperaba a que la vida quisiera obsequiarlo con migajas. Desde pequeño
tuvo que pelear para conseguir lo que deseaba, hacer trampas, arrebatarlo si
era preciso.
Incluso colarse en la habitación de su esposa.
Sí, el muy tramposo se metía a la alcoba apenas ella se dormía. Al
principio se dijo que era para asegurarse que estuviera bien —cosa
innecesaria pues Jane dormía en un pequeño catre junto a la cama—. Sin
embargo, desde el primer día se acostó junto a ella, disfrutando de la
manera en que ella se acurrucaba en sus brazos. Por supuesto, no se
quedaba toda la noche. Se levantaba antes del amanecer para ganarle el
brinco a la doncella, esa impertinente era capaz de delatarlo.
«¡Maldita tortura y maldita espera!», pensó mientras subía las escaleras
que daban a la primera planta.
No veía la hora de que el Bardo regresara con el bendito cura para poder
celebrar la ceremonia que le exigió.
¡Le exigió! ¡A él! ¡A Hades, el ejecutor de los mares!
Bufó para sí, de ejecutor solo le estaba quedando el nombre. Tenía a su
Perséfone que, aun cuando él se resistía, lo ablandaba con una sonrisa.
En silencio se dijo que accedió a sus demandas sobre la ceremonia
porque, llegado el momento, esa celebración podría serle útil. Decenas de
personas atestiguarían su unión, en el futuro nadie podría poner en duda su
legitimidad.
—Claro, tú sigue engañándote —rezongó mientras abría la puerta que
mantenía oculto el segundo tramo de escalones.
Subió las escaleras de caracol y se apresuró a llegar a los aposentos de su
casi condesa.
La encontró tumbada de lado, la cortina del dosel corrida hasta la mitad,
dejando apenas un espacio para verla. Por la expresión angustiada y el
rastro de lágrimas en sus mejillas, podía adivinar que el dolor era fuerte. Se
acercó hasta la cama para acostarse junto a ella.
—Ven aquí —susurró atrayéndola hacia él para abrazarla contra su
pecho.
Lady Isobel gimió bajito al sentir sus brazos rodeándola. La cercanía y
calor de él era justo lo que necesitaba en ese momento. Metió la cara en el
hueco debajo de la barbilla de Aidan, sus labios rozando la piel del cuello
masculino.
No quiso meditar en las causas ni motivos. Le asustaba lo que podría
encontrar si hurgaba en su interior, sobre todo ahora que acababa de
descubrir que en su corazón no quedaba rastro alguno del amor que un día
sintió por lord August. No, no removería sus sentimientos en busca de
respuestas que no estaba segura de querer conocer.
—¿Te duele otra vez? —preguntó él, preocupado.
—Umju —balbuceó ella.
—Jane fue por un remedio.
—Ya lo tengo aquí —musitó la dama, yéndose de la lengua.
Si fuera igual de malhablada que su casi marido, ahora mismo estaría
maldiciendo su estupidez.
—¿Así que soy tu medicina? —preguntó él a media voz, resistiéndose a
las emociones que la declaración de la joven alborotó en su pecho.
—Depende —dijo ella, en un intento por salvar su dignidad.
—¿Vas a retractarte? —cuestionó Aidan bajando la cabeza para tratar de
mirarla.
—Depende de qué tan amarga haya amanecido hoy —apuntó ella,
agarrándose a él con fuerza para evitar que la inspeccionara con su incisiva
mirada.
La carcajada que brotó del pecho de Aidan, vibró bajo la mejilla de la
joven.
—En ese caso, esposa, me temo que vas a empalagarte —respondió
devolviéndola al colchón para ponerse encima, sin rozarla.
—Me encanta la miel —replicó ella, mirándolo con ojos chispeantes.
—A mí no. —La boca de Aidan bailaba sobre la de la joven—. Pero por
ti haré una excepción —murmuró, su lengua delineó el labio inferior de
lady Isobel, quien respiraba agitada.
—Me gustan las excepciones —jadeó ella; el dolor de cabeza no era más
que un eco lejano, opacado por el retumbar de su corazón en los oídos.
—A mí también, cariño, a mí también. —Unió sus labios a los
femeninos, degustando de la miel a la que se hizo adicto.
—Creo que… —susurró lady Isobel entre besos.
—¿No te gusta la medicina? —Aidan abandonó su boca para dejar un
reguero de besos en su quijada y cuello—. ¿Lo quieres más dulce? —A esas
alturas, quien quería más dulzura era él.
—Su remedio, milady. ¡Perdón! —gritó Jane al darse cuenta del
momento íntimo que acababa de interrumpir—. Lo siento, milord Hades.
Usted me dijo que no me tardara, no sabía que estaría aquí, comiéndose a
besos mi señora. ¡Lo siento! ¡Lo siento!
—Jane, por favor —habló lady Isobel, abochornada por las palabras de
su doncella.
—Para una vez que debía desobedecer… —masculló Aidan, su cara en el
cuello femenino.
—No seas malo con ella —lo reprendió en voz baja, su mano acariciaba
las hebras castañas del hombre.
Jane dejó torpemente la bandeja con la tisana sobre el mueble junto a la
cama. Avergonzada y con las mejillas encendidas, corrió a la puerta para
escapar de la bochornosa situación.
—¿En qué estábamos? —preguntó animado en cuanto escuchó la puerta
cerrarse tras la doncella.
—En que debo tomarme la infusión que la buena de Jane me trajo. —La
risa vibró en la voz de lady Isobel.
—Un día de estos voy a mandarla a azotar. —Se hizo a un lado para
liberarla de la cárcel de sus brazos.
—Me harías muy infeliz —musitó ella, acurrucándose de lado, toda
diversión diluida por la amenaza de él.
Aidan observó el cambio que se suscitaba en lady Isobel tras su
afirmación sobre castigar a la doncella. No le gustó. Ni un poco. Hasta
hacía un par de semanas no le habría importado, o eso quería creer, sin
embargo, en ese instante comprobó que nunca más podría hacer nada que
pudiera lastimarla; al menos no deliberadamente. Para su desgracia, eso
incluía a la doncella atolondrada. La muy lengua larga acababa de ganar
inmunidad a causa del cariño que su esposa le profesaba.
Irritado se levantó de la cama. Necesitaba salir de esa habitación antes de
que terminara indultando a la mitad de sus enemigos.
—Tómate el brebaje —espetó ya de pie, la amargura estaba de vuelta—.
Mandaré a la doncella para que te haga compañía —anunció antes de salir
de la alcoba.
Lady Isobel se quedó echa un ovillo. Aturdida por los sentimientos que
Aidan acababa de estallar en ella con la dulzura de sus besos y la ternura de
su tacto. Sí, ya no amaba a lord August. Ya no estaba enamorada de él
porque, ahora sabía, lo estaba de su marido el pirata.

Días después —casi al término de la semana de reposo—, Jane entró a la


habitación de lady Isobel seguida de un par de hombres; cada uno portaba
un cofre.
—¿Qué es esto, Jane?
—Esto, milady, es su ajuar —informó emocionada.
—¿Mi ajuar? —susurró incrédula.
—¡Pues claro! ¿O es que pensaba casarse con esas trazas?
—Yo, bueno, no lo sé. No había pensado en eso —admitió avergonzada,
acercándose a los baúles que dejaron junto a la chimenea.
—¡Qué espera! ¡Ábralos! —la urgió la muchacha—. Me muero por ver
lo que milord ha preparado para usted.
—¿Aidan? él… ¿él lo hizo? —cuestionó con la respiración agitada. La
perspectiva de que él tuviera ese gesto con ella le caldeaba el corazón de tal
manera que lo sentía derretirse en su pecho.
—¿Quién más si no? Ande, ábralos antes de que me dé un síncope por la
ansiedad.
Lady Isobel se inclinó sobre los arcones para revisar el contenido. Lo
primero que vio al abrirlos fue una brillante tela cerrada con un lazo.
Deshizo el moño para descubrir lo que resguardaba. Un corpiño de un
suavísimo tono verde proyectaba la luz del sol de media tarde en las
pequeñas cuentas bordadas sobre este.
—¿No es una belleza? —preguntó Jane, hincándose junto a ella.
—Es… es precioso. —Acarició los hilos dorados que formaban pequeñas
hojas sobre la tela de la chaqueta de un verde un poco más intenso que el
corpiño.
—Venga, pruébeselo. —La doncella tomó la prenda con la delicadeza
que el vestido merecía.
Lady Isobel fue hasta la cama donde Jane acababa de poner el vestido. Ya
extendido sobre el colchón pudo apreciar los bordados en hilos de oro que
adornaban la amplia falda.
Jane la ayudó a desvestirse y enseguida se puso manos a la obra con las
nuevas prendas. Estaba terminando de ajustarle la falda —ya con el corpiño
de finos tirantes puesto—, cuando milord Hades entró a la habitación.
—Puedes salir, yo la ayudaré —ordenó a la doncella sin verla, su mirada
fija en el cuerpo a medio vestir de lady Isobel.
La doncella salió sin decir nada, pero no se abstuvo de largar una risita
que irritó a Aidan.
—Gracias —habló lady Isobel tras quedarse solos.
—¿Te gusta? —Aidan ya estaba junto a ella, su dedo índice acariciaba la
suave piel de sus brazos desnudos.
—Sí, es precioso —afirmó sonriente.
Él quiso decirle que preciosa era ella, mas se contuvo. Estaba bien que lo
tenía hecho un idiota, pero tampoco era cosa de andarlo demostrando en
cada oportunidad. O eso se decía para creerse que todavía le quedaba algo
de control sobre los sentimientos que ella le inspiraba.
—Ven —la tomó de la mano para atravesar la estancia hasta la puerta que
comunicaba sus alcobas, ubicada a la izquierda de la chimenea.
En la otra habitación —la de él—, la llevó directo al espejo; el mismo
que tenían en “La Silenciosa”. Aidan lo mandó a traer en cuanto lo echó en
falta, deseoso de usarlo a la menor oportunidad. Y ahí estaban, justo como
quería.
—En tu alcoba no hay espejo —informó con una sonrisa taimada,
abrazándola desde atrás.
—Me preguntó por qué. —Lady Isobel fingió meditar, jugando un poco
con él.
—Debe ser culpa del tacaño de tu marido.
—Ahí sí debo contradecirlo, milord. Mi esposo puede ser muchas cosas,
pero nunca un tacaño —replicó ella, tocando las piedrecillas cosidas en su
corpiño.
—¿Qué cosas, milady? —preguntó, su aliento electrizando la piel de la
joven.
—Cosas, esposo, cosas —murmuró, temblorosa.
—¿Qué cosas, milady? —insistió.
—Necio.
—Sí, puedo ser muy necio. Sobre todo, cuando algo me interesa —
corroboró contra el hombro izquierdo de ella—. ¿Qué más?
—Embaucador. —La respiración comenzaba a fallarle, el pecho le subía
y bajaba al ritmo de sus aceleradas inhalaciones.
—Solo cuando la situación lo amerita —aceptó—. Una prometida
renuente, por ejemplo. Aunque con esta en particular, no me sirvió de
mucho —murmuró contra el oído de la muchacha.
—¿Por qué? —exhaló, su mirada fija en el reflejo de ambos.
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué dices que no te sirvió?
—Porque, aunque ya es mi esposa, sigue igual de renuente.
—A lo mejor tiene miedo.
—¿Miedo? ¿A qué podría temerle teniéndome a mí para protegerla? —
Lady Isobel percibió su sonrisa.
—Engreído.
—¿A qué le temes, sor Magdalena? —inquirió Aidan para desventura de
la joven que ya se arrepentía de su arranque de sinceridad.
—A los detalles, milord.
—¿Detalles, milady? —Aidan dejó de besar el cuello de la joven para
mirarla a través del cristal. Su mirada brillaba, como si pudiera ver esos
sensuales detalles de los que ella hablaba.
Lady Isobel enrojeció en todas las partes visibles de su cuerpo.
—¿Tienes calor? —preguntó burlón, deslizando un dedo por la orilla del
escote del corpiño, la otra mano en la cintura de la muchacha.
—Sarcástico.
—Sí, a veces.
Lady Isobel iba a contradecir tamaña mentira, pero la apertura de la
puerta principal de la habitación la distrajo.
—Tu baño, mi amor. —En el umbral, franqueando el paso de los
hombres que cargaban las cubetas con agua, estaba Rowena.
—¿Qué hace ella aquí? —siseó lady Isobel, tiesa como un palo en los
brazos de su marido.
—¡Salgan! —ordenó Aidan a todos los presentes sin soltar a su esposa.
—Suéltame —susurró ella dándole un codazo.
—No —respondió él entre dientes.
—Pero, mi vida, vine para ayudarte tal como me pediste. —Rowena se
adentró en la habitación, temeraria.
—¡Lárgate, Rowena! —bramó furioso, ocupado en contener a la fiera
que tenía abrazada.
—Vendré más tarde, cariño. —La mujer abandonó la habitación, su cara
exultante por la fechoría que acababa de cometer.
—¡Suéltame, pirata mentiroso! —gritó lady Isobel apenas la puerta se
cerró.
Se sentía rabiosa. Quería pegarles. A los dos. Ella, que odiaba la
violencia, quería alcanzar a la mujer y limpiar el suelo con ella.
—¡Es solo un baño, maldita sea! —se defendió él, apretando la sujeción
de la muchacha, que no dejaba de retorcerse en sus brazos.
—¿Por qué tiene que ayudarte? ¿Eres un bebé acaso? —reclamó
enfrentándolo en el espejo, su mirada verde echando chispas.
—¿Está celosa, milady? —la posibilidad le impostó una sonrisa engreída
en el rostro.
—Por supuesto que no. ¿Por qué habría de estarlo? —negó, indignada.
—Quizá porque tienes un marido que más de una quisiera tener.
—Suéltame, quiero volver a mi alcoba —demandó al tiempo que
intentaba liberarse una vez más.
—No lo niegas. Eso quiere decir que estás de acuerdo en mi apreciación.
—Petulante engreído —masculló ella.
—Fierecilla celosa.
—No estoy celosa.
—Y yo no soy un pirata.
Se quedaron callados, observándose a través del espejo. Ella furiosa, con
la respiración agitada. Él sonriente, complacido con los celos de su esposa.
En cualquier otra mujer le habría resultado un incordio, en ella eran
adorables.
¿Adorables? ¿En verdad él había pensado eso? En silencio se prometió
que al día siguiente iría con sus hombres a cazar, necesitaba hacer cosas de
hombres antes de que su mujercita lo convirtiera en un blandengue.
—No la quiero en el castillo.
Más que afirmación fue una exigencia que sorprendió a Aidan. Su
monjita tenía carácter.
—Se irá en cuanto sea posible.
—¿Por qué no ahora? ¿O es que no quieres prescindir de sus servicios?
—Si las miradas mataran, él habría caído fulminado en el acto.
—No digas tonterías, cariño.
—No me digas cariño.
—Mi fierecilla celosa —chasqueó la lengua. La soltó un momento para
rodearla y ponerse frente a ella—. ¿Cuándo vas a entender que desde que te
hice aquella promesa no tengo ojos para nadie más? —confesó, sus ojos
cobalto la observaban abrasadores, sus manos en la espalda femenina.
—Quiero que se vaya —insistió, reacia a dejarse embaucar por esa
mirada profunda llena de promesas que la acaloraban.
—Lo hará en cuanto sea posible —repitió él, revestido de paciencia.
En su vida había permitido que le dieran órdenes y no pensaba empezar
ahora, sin embargo, de sobra sabía que en este instante más le valía ser
comedido y ceder un poco o no saldría bien librado de este asunto.
—Suéltame, quiero ir a cambiarme —pidió intentando zafarse de la
férrea cárcel de él.
—¿Por qué si estás preciosa con él puesto? —Al carajo sus intenciones
de no mostrar lo imbécil que lo volvía.
—Embaucador.
—Hablo en serio. —Aidan frunció el ceño, un tanto irritado por la
respuesta de ella.
—Yo también.
—De acuerdo, pero esta conversación no termina aquí —sentenció
liberándola.
Lady Isobel se dio la vuelta para irse, pero él volvió a tomarla del brazo.
La jaló hasta pegarla nuevamente a su pecho y tomar su boca en un beso
hambriento destinado a demostrarle que ella era la única que podía saciar
sus ansias.
—Ahora sí, esposa, puedes irte —dijo con voz suave, dándole la
impresión de que la estaba acariciando con esta.
Lady Isobel salió de la habitación aturdida, sin ser consciente de nada.
Fue hasta la cama de su alcoba donde se sentó, todavía con la respiración
agitada y las emociones revolucionadas. Se quedó ahí, sosegándose, hasta
que otra vez se sintió persona. Junto a ella, olvidada en la cama, estaba la
chaqueta que complementaba su vestimenta. En un impulso la tomó para
ponérsela. Se levantó del colchón, revisó su atuendo y se encaminó a la
puerta principal. En ese momento iba a poner fin a su encierro.
Salió de la habitación sin saber muy bien a dónde dirigirse, por fortuna
para ella, Jane estaba sentada en un sillón de tapizado granate y patas
doradas justo enfrente de su puerta, al otro lado del pasillo.
—¿Cómo se siente? —Lady Isobel supo leer entre líneas lo que la
doncella quería saber realmente.
—¿Sabías que seguía aquí, Jane? —preguntó la joven dama.
—Lamento habérselo ocultado. Usted necesitaba reposo, no quería
alterarla por culpa de la arpía arrastrada —respondió Jane de carrerita,
dejando el sillón para acercarse a ella.
—Entiendo.
—¿Está enojada conmigo?
—No, Jane. No es contigo con quien estoy enojada —contestó mientras
empezaba a caminar por el pasillo.
—¿A dónde vamos? —inquirió la doncella, siguiéndola.
—Quiero dar un paseo por el castillo, conocerlo —informó sin detenerse.
—¿Quiere ver la biblioteca? Milord tiene una habitación repleta de libros
y pergaminos.
—¿En serio? —Lady Isobel detuvo su andar, emocionada por la
información.
—Solo que hay un inconveniente —dudó Jane.
—¿Cuál?
—Está cerrada con llave.
—¿Cómo sabes que hay tantos libros entonces? —preguntó, retomando
el paso.
—Me lo contó el Bardo.
—¿Ah, sí? ¿Y qué más te ha contado el Bardo?
—Dice que milord Hades se convierte en una bestia cuando se trata de
usted. Figúrese que, a Henry, el hombre que la llevó a rastras a la
mazmorra, le cortó un dedo.
—¿Qué? —Lady Isobel detuvo su andar, su mano derecha estaba sobre
su pecho tratando de contener el salto que pegó su corazón tras la
afirmación de la doncella.
—Ni más ni menos —afirmó la muchacha.
—Por favor, Jane, no digas esas cosas —balbuceó la dama—.
Seguramente el Bardo adornó la historia. —Retomó su andar, un tanto
indignada por las exageraciones del Bardo.
—Yo misma vi a Henry con la mano vendada.
—¡Por Dios, Jane! Cortar un dedo por un pequeño moretón es
demasiado.
—Nada es demasiado para milord cuando alguien la lastima.
—¿Y a la mujer? ¿Qué castigo le dio a la mujer? —se detuvo frente a un
ventanal, desde ahí se podían vislumbrar los acantilados y la exuberante
vegetación que circundaba el castillo. Se preguntó cómo sería el lugar en
unos meses, cuando llegara el invierno.
—Ay, milady, no me haga hablar de la arpía porque se me voltean las
tripas nomás de pensar en ella —dramatizó la doncella, parándose junto a
ella.
—¿Te ha hecho algo? ¿Te faltó al respeto? —Lady Isobel miró a Jane,
casi deseosa de que respondiera afirmativamente y así tener una excusa para
ir en busca de la mujer.
—No se preocupe, yo me sé defender —la tranquilizó enseguida—. Pero
es una arrastrada que a la menor oportunidad se le insinúa a milord.
—¿Y él? ¿Qué hace él? —Quiso saber enseguida, el retumbar de su
corazón ensordeciéndola.
—Apenas y la mira. Ese hombre la ama, milady. Solo que es muy terco
para reconocerlo.
Una emoción cálida serpenteó en el interior de lady Isobel con las
palabras de la muchacha. ¿Sería cierto? ¿La amaría él?
—Esta tarde le pidió que lo asistiera en el baño —comentó lady Isobel,
desahogándose con la que consideraba su amiga.
—Hijo de mala… entraña —masculló Jane.
—No me reconocí, Jane —musitó—. Cuando la escuché decir que estaba
ahí para ayudarlo en su baño quise arrancarle los ojos.
—Hace bien. La próxima vez tenga una cuchara a la mano. —Jane hizo
el ademan de cucharear sobre su propio ojo.
—¡Jane, por Dios! —A su pesar, lady Isobel sonrió.
—Debe estar atenta, milady. Por desgracia, esa mujer no se irá hasta que
“La Silenciosa” esté lista para zarpar; me lo dijo el Bardo —aclaró de
últimas, al ver las intenciones de preguntarle por su fuente de información.
—¿Qué sugieres que haga? No voy a pelearme con ella, jamás me
rebajaría a pelear por un hombre. Y menos con una mujer de su clase.
—Yo puedo desgreñarla por usted, no se preocupe.
Lady Isobel negó con la cabeza, resignada.
—Y entonces, ¿qué hago si no puedo sacarla del castillo?
—Manténganse en el pensamiento de milord. Haga que él no tenga
tiempo ni ganas de pensar en nadie más que no sea usted.
—Ay, Jane. ¿Y cómo se supone que voy a conseguir eso? Ni siquiera sé
nada sobre, ya sabes, los detalles.
—Eso no fue lo que vi hace unos días —replicó la doncella con una
sonrisita sabionda, haciéndola sonrojar.
—¡Maldición, Jane! —Lady Isobel se llevó las manos a la boca, la
expresión de su rostro era tan desvalida que Jane no pudo aguantarse la
carcajada.
—Cielo santo, milady, ese pirata maleducado le ha pegado sus malos
modales —dijo Jane entre risas.
—No te rías, me siento muy mal.
—Tranquila, que por unas cuantas maldiciones no se va a ir al Gehena,
aunque casi puedo apostar que de eso pide su limosna —concluyó la
doncella antes de volver a reír a carcajadas.
Lady Isobel terminó uniéndose a las risas de su doncella.
Esa noche, vestida con uno de los camisones nuevos que venían en los
baúles, lady Isobel cruzó la puerta que comunicaba su habitación con los
aposentos del señor del castillo.
Aidan estaba sentado en el sillón a los pies de la cama, su espalda en el
poste del dosel. Limpiaba una pistola. Acción que suspendió en cuanto notó
su presencia.
—¿Qué sucede, esposa? ¿Vienes a dormir conmigo? —preguntó con afán
de incomodarla, le encantaba ver el tono rosado en sus mejillas cuando se
avergonzaba.
—Sí —respondió ella, sorprendiéndolo.
Tomó la pistola y se levantó para llevarla hasta el mueble junto a la
cabecera, en el lado contrario de la puerta interior. La declaración de la
joven tuvo la facultad de acelerarle los latidos.
—¿Tuviste una pesadilla? —preguntó yendo hasta ella para abrazarla.
—No.
—¿Entonces? —cuestionó confuso. Ella le había dejado claro que no
volverían a compartir cama hasta que su matrimonio no hubiera sido
legitimado por alguna autoridad, un cura de preferencia.
—Quiero dormir contigo, ¿o acaso estás esperando a alguien más? —La
pregunta surgió como una acusación que a Aidan le supo a gloria.
—Así que mi mujercita celosa vino a asegurarse que nadie usurpe sus
derechos conyugales —dictaminó él con una sonrisita.
—Yo no vine a nada de eso —refutó en un susurro, demasiado
avergonzada para hacerlo con más energía.
—Por supuesto —aceptó sin creerle en absoluto. Todavía recordaba lo
furiosa que se mostró esa tarde respecto a Rowena. Y aunque al principio
maldijo a la mujer, ahora, con su mujer en brazos, no podía sino estarle
agradecido.
—Déjame, volveré a mi alcoba —intentó soltarse, sin éxito.
—No, milady, usted de aquí no sale hasta mañana. —La cargó en brazos
para luego depositarla sobre su lecho—. A partir de esta noche no habrá
más camas separadas, con cura o sin él —declaró tras apagar la única vela
que tenía encendida.
—Nada de detalles —negoció ella mientras sentía su firme torso en la
espalda.
—Eso, esposa, no lo garantizo.
Capítulo 15

Los dos días siguientes transcurrieron sin sobresaltos. Aidan dio


instrucciones para que Rowena no tuviera libre acceso al castillo. La mujer
dormía en una habitación de la planta baja con la servidumbre. Hecho que
no la tenía nada contenta, sin embargo, poco o nada podía hacer. Aun así,
debido a la reclusión obligada de lady Isobel, continuaba dando órdenes a
los sirvientes sobre el manejo del castillo —desde la elaboración de las
comidas hasta las tareas de limpieza—, sin que nadie le pusiera ninguna
pega o lo consultara con Aidan.
Hasta que sucedió lo inevitable.
Era media mañana. Aidan hacía rato que había partido a las bodegas y los
sirvientes estaban inmersos en sus tareas, trabajando con diligencia para que
el castillo marchara como la seda. Todos, excepto Rowena. La mujer
caminaba con rápidas zancadas por los pasillos del ala de los sirvientes
camino a la cocina, llevaba un vestido en la mano, el cual se arrugaba ahí
donde sus dedos apretaban con fuerza. Su rostro deformado en un rictus
furioso.
—¡Dónde está esa inútil! —La mujer, cuyo cabello de fuego iba cubierto
por una empolvada peluca, entró a la cocina—. ¡Dónde! —Furiosa alzó la
mano con la que sostenía el vestido y este ondeó como si de la bandera de
un barco se tratara.
—No sé a quién se refiera, señora —contestó Molly sin apartar la vista
del conejo que limpiaba.
—¡A la inútil de tu hija! ¡A quién más! —gritó la mujer.
La cocinera soltó el cuchillo sobre la mesa y luego lo empujó lejos de su
alcance, no fuera a ser que en un descuido terminara cortándole la lengua a
la arpía.
—¿Para qué la busca? —Pasó por alto el insulto hacia su hija para no
armar un alboroto mayor.
—¡Esa estúpida arruinó mi vestido! —Rowena sacudió la prenda frente a
la cocinera con exagerada fuerza.
Molly respiró profundo para calmarse. El capitán tenía prohibidas las
peleas entre su personal, los castigos eran severos para los implicados sin
importar de quiénes se tratara. Apeló a toda su paciencia para no caer en las
provocaciones de la pelirroja. Le tendió la mano, pidiéndole el vestido para
examinarlo.
—¡Lo quemó! —exclamó la mujer cuando vio que Molly reparaba en el
hoyo que destrozaba el corpiño de este.
—Lo siento, pero no tiene arreglo —afirmó la cocinera devolviéndole la
prenda.
—¡Eso ya lo sé!
—¿Qué es lo que quiere entonces? —Molly volvió a su tarea con el
conejo, debía apurarse o no tendría la comida a tiempo. El capitán se volvía
un energúmeno cuando no comía; mejor no tentar a la suerte.
—¿¡Cómo que qué quiero!? —cuestionó indignada—. ¡Que me lo pague,
por supuesto! ¡Este vestido vale una fortuna!
—Precisamente por eso no podemos pagárselo —respondió la cocinera
con tranquilidad, refiriéndose al valor de la prenda.
Rowena miró a la mujer casi explotando de rabia. La maldita cocinera era
una anciana escuálida que la trataba como si fuera retrasada. ¡A ella que
sería la señora de ese lugar!
Se prometió en silencio que, cuando lo fuera, la cocinera y su estúpida
hija se largarían de ahí; esa sería su primera disposición como ama y señora
del castillo.
—Quiero mi vestido como estaba o…
—¿O qué? —intervino Jane entrando a la cocina.
—No te metas, sirvienta —espetó despectiva sin mirar a la doncella.
Jane apretó los manos con rabia. Adelantó un paso dispuesta a cogerla de
esos rulos tiesos que traía en la cabeza, pero una mano sobre su hombro la
detuvo. Miró a su señora, quien le hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Discúlpate. —Lady Isobel entró a la cocina hasta posicionarse a un
costado de Rowena.
Escuchar la manera tan grosera en que se dirigió a su querida doncella
acababa de reavivar la furia que llevaba latiéndole bajo la piel desde hacía
varios días cuando la mujer entrara a la habitación del señor Aidan para
ayudarlo con su baño.
—¿Con esta? ¡Jamás! —respondió la mujer, altiva. Importándole poco o
nada con quién hablaba.
—Si no te disculpas no podrás seguir aquí —dijo lady Isobel con voz
suave, pero firme.
Tanto Jane como ella escucharon los gritos de la mujer cuando reclamaba
a Molly. Bajaban las escaleras del vestíbulo para ir a inspeccionar la famosa
biblioteca mencionada por Jane. La noche anterior se animó a hablarle a
Aidan sobre el tema; para su sorpresa él abrió el cajón del mueble que tenía
junto a la cama y sacó una llave.
—Abre todas las puertas del castillo —le dijo entregándosela. Era
grande, de un dorado deslucido.
—¿Todas? —preguntó entonces ella, emocionada por lo que eso
significaba.
—Todas —ratificó él.
Esa muestra de confianza de su marido palidecía ahora a la luz de la
actitud altiva de su antigua… amiga. No podía ni quería pensar en la otra
palabra.
—Me iré cuando Aidan me lo ordene —refutó Rowena.
—Más respeto que estás hablando con la señora del castillo —interpeló
Jane parándose junto a su señora.
—Como si fuera la misma reina.
Lady Isobel ancló su mirada en la de la mujer, esta la veía con tanto
desprecio que se sintió insultada. ¿Por qué se sentía con la confianza de
hablarle de ese modo? ¿Es que pensaba que Aidan la pondría por encima de
ella?
Apretó su mano izquierda con la derecha, las cuales tenía delante de ella,
sobre su vientre.
—Jane, llama al Cuervo, por favor —pidió lady Isobel sin elevar la voz,
guardando la compostura como la dama que era.
La doncella se apresuró a cumplir con la orden.
—¿Piensa que va a intimidarme? —Rowena elevo una ceja al tiempo que
impostaba una sonrisita burlona.
—Tal como Jane tuvo a bien recordarte, soy la señora de este lugar, no
necesito intimidar a nadie.
A pesar de la firmeza de su voz, por dentro temblaba. Jamás se había
encontrado en una situación igual, sin embargo, sabía que de su reacción
ahora dependía que Rowena la tratara con respeto en el futuro.
—¿Cree que, porque calienta su cama por las noches, él no viene a mí de
día?
La declaración de la mujer tuvo el efecto de una cuchillada que atravesó
su carne, hiriéndola en lo más profundo, sin embargo, gracias a las
lecciones de su madre sobre ser una dama, no hubo cambio alguno en la
expresión de su rostro. Ni el más mínimo parpadeo.
Tampoco contestó a tan descarado insulto. Nada tenía que reclamarle a
ella; si resultara cierta su afirmación, sería él quien recibiera sus
recriminaciones.
Rowena la miraba orgullosa, satisfecha de sus palabras y del efecto que
estas hayan podido tener en ella y en su relación con el señor Aidan. Al
observarla, comprendió que lo mejor que podía hacer era ignorar sus
insinuaciones, lo más probable era que fueran falsas. Su esposo pasaba casi
todo el día supervisando el cargamento que enviará en “La Silenciosa”, ¿en
qué momento iba a estar con la mujer?
Jane apareció en el umbral. Traía la respiración agitada, señal de que fue
y vino corriendo. El Cuervo llegó con pocos segundos de diferencia. Este,
en cuanto vio a Rowena, supo que habría problemas.
—¿Me mandó a llamar, milady? —preguntó el hombre, aunque ya sabía
que la respuesta era afirmativa.
—Por favor, lleva a la señora a las mazmorras —ordenó sin que le
temblara la voz, aunque por dentro era un amasijo de nervios.
—¿A las mazmorras? —la pregunta la hicieron Rowena y el Cuervo al
mismo tiempo.
—No saldrá de ahí hasta que se disculpe con Jane y Molly —continuó
lady Isobel, sin atender a la pregunta.
—¡Está loca! —bramó la sentenciada, roja de rabia.
—¿Cuervo? —llamó lady Isobel, rogando en silencio que el hombre no
la desautorizara.
El Cuervo tenía instrucciones precisas de atender todas las peticiones de
lady Isobel. Nada le sería negado, excepto una cosa: no podía abandonar el
castillo sin la compañía de algunos hombres para protegerla —y para evitar
que se escapara, todo hay que decirlo—, omitiendo eso, el Cuervo tenía
carta blanca para acceder a todo lo que su nueva señora solicitara. Sin
embargo, dudó. Rowena era una víbora rencorosa, estaba seguro que, si la
encerraba, buscaría la manera de desquitarse de lady Isobel. Por otro lado,
si no lo hacía, restaría autoridad a su señora.
—Tú no eres nadie para mandarme a encerrar —espetó Rowena,
sintiéndose vencedora al ver que el Cuervo no actuaba, no obstante, fue su
lengua viperina la que ayudó al hombre a decidir.
—Es la señora de este lugar, por supuesto que puede —dijo el hombre
agarrándola de un brazo—. Vamos, no saldrás hasta que aprendas cuál es tu
lugar aquí.
Rowena salió a rastras de la cocina, gritando y maldiciendo a las tres
mujeres que se quedaban ahí. Apenas se quedaron solas, lady Isobel se
sentó en uno de los bancos que estaban alrededor de la mesa.
—Ha estado magnífica, milady. —Jane exhibía una sonrisa orgullosa, del
tipo que ponen las mamás ante los logros de sus hijos.
—Tome, milady, para el coraje. —Molly le tendió una taza.
Lady Isobel la aceptó con manos temblorosas. Era una bebida caliente de
color negro que dejaba un regusto amargo en la boca.
—Es café —aclaró la cocinera—, el capitán lo trae de las colonias.
La dama agradeció la información con una sonrisa y siguió bebiendo.
Conocía el nombre, su hermana la mencionó en alguna de las cartas que
enviaba a su madre, pero nunca lo había probado antes. Ahora comprendía
de dónde lo obtuvo. El saberlo le agrió el sabor de la bebida, que ya no
resultó tan buena como al principio.
—También tenemos chocolate —se apresuró a decir Molly al ver la
mueca de la joven.
—¿En verdad tienen chocolate? —preguntó Jane, casi extasiada.
Molly asintió.
—En ese mueble. —Señaló uno de los armarios que abarcaba toda una
pared, era de madera rojiza con varias puertas abatibles en la parte superior
y cajones en el inferior—. En la cuarta puerta hay un frasco con unas
tabletas negras, tráemelas y en este instante prepararé una olla.
Jane corrió a buscarlas. En la travesía, el Bardo le contó sobre esa bebida
elixir de los dioses que traían de las colonias —más bien, que ellos tomaban
de los galeones españoles que venían de las colonias—, desde entonces
deseaba probarlo.
Molly se puso manos a la obra bajo la atenta mirada de las dos mujeres.
En un punto de la preparación, lady Isobel terminó con el conejo en las
manos, limpiándolo. La cocinera dejó el chocolate y corrió a quitárselo,
argumentando que ese no era trabajo para la señora del castillo. Jane tuvo
que intervenir. Mandó a Molly a hacer lo más importante —terminar el
chocolate—, y ella puso manos a la obra con el aliño del animal para la
comida de ese día.
Aidan llegó entrada la tarde, el cielo estaba teñido de naranjas y púrpuras
cuando atravesó las puertas del castillo. Se dirigió a la segunda planta,
directo a la biblioteca que contenía todos los libros que ha obtenido de sus
pillajes, seguro de que ahí encontraría a su esposa. Grande fue su desilusión
al llegar y encontrar la puerta cerrada. A estas alturas esperaba que tuviera a
todo el mundo trabajando en ordenar los cientos de libros que él ha
acumulado a través de los años. Frunció el ceño. No era propio de ella. A
juzgar por la emoción que vio en sus ojos esmeralda al entregarle la llave,
estaba deseosa de ver lo que la biblioteca podía ofrecerle.
Regresó sobre sus pasos hasta la puerta que ocultaba el tramo de
escaleras que conducía a los aposentos familiares. En tiempos de conquista,
si algún enemigo tomaba el fuerte, esa puerta era la última defensa para los
señores del castillo.
Llegó hasta sus aposentos decidido a acceder a los de ella a través de la
puerta que los comunicaba, sin embargo, no fue necesario.
—Su baño está listo, milord. —Lady Isobel hizo un ademán a Jane que
en ese instante acomodaba sobre la cama la ropa que milord Hades usaría
después del baño.
—Estaré en la cocina. —Jane salió de la habitación sin privarse de
lanzarle una mirada envenenada al capitán, la cual fue correspondida por él
por una más mortífera aún.
—¡Pardiez! Un día de estos voy a arrojarla al mar con una piedra atada al
cuello —amenazó en cuanto la doncella cerró la puerta tras ella.
—Te dejo para que te asees.
Lady Isobel se dirigió a la puerta que comunicaba las habitaciones,
molesta por la amenaza. Ahora que se sabía enamorada de él, le costaba
aceptar que fuera un desalmado despiadado como lo pintaban los cuentos
del Bardo. Escuchar las amenazas hacia Jane ya no la atemorizaban, por el
contrario, la enfurecían. Ella no podía estar enamorada de un hombre como
ese que él se esforzaba en pintar. No se engañaba pensando que fuera un
pan de dios, mucho de cierto debían tener las hazañas que el Bardo contaba
con tanta pasión, no obstante, intuía que la mayoría debían ser
exageraciones igual que la referente al parche que usaba frente a sus
hombres.
Iba a cerrar la pesada hoja de madera cuando el brazo del señor Aidan la
jaló de la cintura, pegándola a él.
—¿A dónde va, milady? —La voz de él fue como una caricia que le erizó
la piel.
—A mi habitación.
—Creí que me ayudarías en la tina —susurró él contra el hueco entre su
clavícula y cuello.
—Creíste mal.
—¿Por qué? ¿Te asusta lo que pueda pasar? —La provocó, su mano
caliente acariciaba las costillas de la joven encima de las capas de tela que
la cubrían.
—No —replicó con menos firmeza de la que le habría gustado.
—Me alegra escuchar eso —sonrió contra la garganta de ella.
—¿Acaso volvió el Bardo?
—No, todavía no —masculló, su tono traslucía la irritación que le
causaba la tardanza del hombre.
—No hay de qué alegrarse entonces.
Aidan sonrió ante el tono hostil de la dama.
—¿Hay algo que esté molestándote, querida? —inquirió mientras rompía
el abrazo para girarla hacia él.
—No, ¿qué habría de molestarme? —No lo miró a la cara, sus ojos
estaban fijos en el marco de la puerta.
—¿Alguien se atrevió a tratarte mal?
Lady Isobel lo observó un momento antes de devolver la vista hacia las
muescas del marco. La mirada cobalto de él se agudizó, sus ojos
entrecerrados le daban un aspecto peligroso que, lejos de amedrentar a lady
Isobel, avivó el malhumor que el encuentro con Rowena le dejó.
—¿Quién osaría cometer tamaño error? —preguntó ella viéndolo de
reojo, seguía con su atención clavada en el marco, lanzándole dardos con la
mirada como si esta fuera la culpable de su enojo.
—Su nombre —exigió Aidan con los dientes apretados, la mandíbula
tensa. Rumiando en silencio el castigo que le impondría al culpable de que
su esposa estuviera de tan mal talante.
—¿Para qué?
—Su nombre, mujer.
—¿Para que los envíes a las mazmorras como a mí?
—No fui yo —espetó, la vena de la sien a punto de reventarle. Cada vez
que surgía el tema, le daban ganas de pegarse de puñetazos por estúpido.
—No, fue tu… amiga. —Lady Isobel no pudo ni quiso controlar el
sarcasmo con que pronunció la última palabra.
Aidan sonrió, regocijado por los celos de su esposa.
—Mi mujercita está celosa. —Aidan se recargó del marco de la puerta
sobre su costado izquierdo, los brazos cruzados en su pecho, en una pose
relajada que irritó a lady Isobel más que la sonrisa engreída que en ese
momento exhibía el capitán pirata.
—¿Tengo motivos, milord? —cuestionó ella, cruzándose de brazos
también. Por más que se empeñaba en desechar las insidiosas palabras de
Rowena, estas continuaban ahí, enconándose en su pecho.
—¿Los tiene, milady?
Lady Isobel lo miró con deseos de abofetearlo. El cretino encima sonreía.
Enfurecida se dio la vuelta para adentrarse en sus aposentos. No cerró la
puerta porque él estaba ahí, bloqueándola, pero sí que pensaba ignorar su
desfachatez. Por ella que se fuera a dormir con lady piojosa.
Aidan miró sus andares furiosos sin perder la sonrisa. Los obvios celos
de ella le encantaban, le mostraban un atisbo de la pequeña flama que ardía
en el corazón de la joven. Una flama que él estaba dispuesto a atizar hasta
convertirla en un vibrante fuego que igualara al que desde hacía tiempo
incendiaba no solo su corazón, sino su alma misma. Ya no podía seguir
engañándose, sor Magdalena prendió en su corazón un fuego que ahora solo
ella era capaz de alimentar. La amaba, estaba enamorado como un idiota de
la inocente e ingenua lady Isobel. Y como que era Hades que iba a lograr
que ella lo amara también.

Esa misma noche, lady Isobel abordó lo ocurrido en la cocina sin entrar
en detalles. No quería darle la razón sobre sus celos, así que esgrimió la
falta de respeto hacia Jane y Molly como la causa de su molestia.
Omitiendo la parte en que la enviaba a las mazmorras.
—¿Te faltó a ti? —preguntó él, después de que su esposa terminara de
explicarle lo ocurrido esa mañana.
Estaba sentado a los pies de la cama de ella, tan solo con las calzas y las
botas puestas. La camisa tirada al descuido sobre la alfombra. El aro sobre
su oreja relucía a la luz de los rayos del sol de medianoche que se colaban
por la ventana abierta de la habitación. Era verano en Skye, el sol se retiraba
hasta entrada la madrugada dejando un agradable ambiente templado, aun
así, las llamas de la chimenea encendida caldeaban un poco la habitación.
—Eso no es importante.
—¡Y un cuerno si no lo es! —Aidan dejó la cama para caminar hacia su
esposa.
Lady Isobel controló como pudo el temblor de sus manos y continuó
trenzando su larga cabellera. Cada vez que él se le acercaba e invadía su
espacio personal, se le alteraban todos los sentidos. Se sentía torpe, sin
resuello… acalorada. Miró de reojo la chimenea, el fuego ardía con ganas,
llenando con su crepitar el silencio que siguió a la declaración de él. A lo
mejor tenía que quitarle algunos leños para refrescar un poco la habitación.
Aidan se detuvo tras ella, mirándola a través del espejo ovalado de su
tocador. La tarde anterior hizo traer el mueble de sus bodegas, era de
maderas del Líbano, con patas curvas y redondeadas. Tenía un par de
cajones chicos en los extremos y uno central más grande. Miró los dos
cofres pequeños con cerradura que venían fijos sobre el tocador, a cada lado
del espejo. La rodeó para destapar uno. Vacío. Hizo lo mismo con el otro.
Vacío también.
—¿Por qué no has puesto ninguna joya aquí? —Cerró la tapa del
segundo cofre y luego se volvió a mirarla. Olvidándose por un momento del
tema anterior.
—No tengo ninguna. —La joven anudaba una delgada tira en la punta de
su trenza terminada.
—Tienes un cofre lleno de ellas.
Lady Isobel recordó el baúl de madera con un enorme cerrojo que estaba
en la habitación de él.
—¿Era para mí? —inquirió, sus ojos esmeraldas reflejaban la sorpresa
que le causó lo dicho por él.
—¿Para quién más? —Se inclinó un poco para dejar sus rostros a la
misma altura y luego preguntó—: ¿Tengo acaso otra esposa?
—No, pero…
—Este castillo y todo lo que hay en él te pertenece tanto como a mí. Eres
la ama y señora de todo cuanto poseo. —Mi corazón incluido, quiso decir,
pero se mordió la lengua.
Lady Isobel jamás imaginó que ese duro pirata que entró a su vida a
punta de pistola, podría mirarla con esa ternura que le derretía el corazón.
Sus toscas maneras, la rudeza de su tono, lo cortante de sus respuestas, todo
eso se esfumaba cuando miraba sus ojos cobaltos rebosantes de… ¿Era
amor lo que veía ahí, en lo profundo de su tormentosa mirada?
Los ojos se le llenaron de lágrimas. ¿La amaría él tanto como ella lo
amaba? ¿Sería posible?
—¿Qué pasa, sor Magdalena? ¿Por qué lloras? —Aidan la tomó de los
brazos, obligándola a levantarse.
«Porque quiero que me quieras como yo te quiero», respondió para sí, sin
atreverse a decirlo en voz alta.
—¿Dije algo que te incomodara? —preguntó preocupado. El hecho de
haber admitido ante sí mismo lo enamorado que estaba de su esposa, había
exacerbado su, de por sí, fiero instinto protector.
Ella negó sin pronunciar palabra. No podía hablar, si lo hacía, se largaría
a llorar como una chiquilla. Estaba enamorada de él como jamás lo estuvo
de lord August. Si resultaran ciertas las palabras de… no, no podía vivir con
esa duda carcomiéndole las entrañas.
—¿Entonces? ¿Rowena te hizo algo? Ya te lo pregunté antes,
respóndeme.
—Ella… —habló, tragándose las lágrimas. Aspiró profundo antes de
continuar—: Ella dijo algo… —calló, armándose de valor para hacer la
pregunta.
—¿Qué dijo? —Aidan apretó la mandíbula; su mirada cobalto se tornó
oscura, del color del océano en una tormenta.
—Tú… ¿la visitas? —La pregunta fue dicha en un murmullo tan bajo
que él tuvo que esforzarse para captarla.
Aidan apretó el agarre de sus manos, olvidándose por un momento de
que era a lady Isobel a quien sostenía y no el cuello de Rowena. Un quejido
de ella fue suficiente para que la liberara.
—Maldita víbora ponzoñosa —masculló entre dientes, tan enfurecido
que ni siquiera podía levantar la voz.
Salió de la habitación hecho un energúmeno, se iba a enterar esa maldita.
—¿A dónde vas? —Lady Isobel corrió tras él, sin tomar en cuenta que
iba vestida con una camisola de suaves y finos hilos que revelaba más de lo
que tapaba.
Lo alcanzó en la puerta de las escaleras de caracol.
—Espera… un momento… —pidió casi sin resuello, medio inclinada,
con una mano aferrada al brazo desnudo de él y la otra sobre su propio
estómago.
—Regresa a tus aposentos, ¿no ves cómo vienes vestida? —increpó
Aidan con el genio por los cielos. Echó una mirada a su alrededor. Ningún
sirviente hombre alrededor. Bien.
—No me diste a tiempo a vestirme —refutó ella con voz queda, sin
recobrar el aliento por completo.
A su pesar, Aidan se ablandó. Maldijo su idiotez, ¿desde cuándo él se
ablandaba por unos ojos húmedos y una vocecita desvalida?
—Vuelve a la habitación, esposa —dijo en un tono suave; su mano
derecha en el rostro de ella, acariciándole la barbilla, los labios.
—Está en las mazmorras.
Aidan detuvo su caricia. La miró confuso, no muy seguro de lo que
acababa de escuchar.
—¿Qué has dicho?
Lady Isobel se encogió un poco. El corazón, que ya le batía con fuerza en
el pecho, aumentó su ritmo todavía más.
—La mandé a encerrar —susurró. Ahora que estaba frente a su esposo,
ya no le parecía tan buena idea.
—¿Tú? —El tono incrédulo de él la agobió más.
Ella no era así. No era rencorosa ni aplicaba castigos como esos. Jamás
tomaba revancha por nada, sin embargo, con esa mujer…
—Le pedí al Cuervo que lo hiciera por mí. —No lo miraba, sus ojos
estaban fijos en la pesada puerta que cubría el acceso a las escaleras, por
eso no se dio cuenta del cambio en el semblante de él hasta que escuchó sus
ruidosas carcajadas y volteó a verlo.
—¡Qué me aspen! ¡Me casé con una fierecilla! —exclamó entre risas,
doblándose un poco hacia adelante.
Lady Isobel comenzó a indignarse. Ella con el corazón en vilo… ¿y el
idiota se atrevía a burlarse?
—Me voy a mi alcoba. No te molestes en venir cuando termines de reírte
de mí.
Mientras observaba su enérgico andar, todavía riéndose, Aidan pensó que
ir a su habitación sería cualquier cosa menos una molestia.

Rowena estaba sentada en el suelo, sobre el mismo trapo viejo en que


estuvo lady Isobel un par de semanas atrás. El vestido hecho un asco, sucio
y arrugado, la peluca torcida por todas las veces que se ha rascado el
cráneo.
La maldita se atrevió a encerrarla. Esa estúpida con cara de santa la metió
ahí, en esa inmunda celda llena de humedad. Desde que el Cuervo cerró la
puerta de la mazmorra no ha parado de rumiar maledicencias en contra de la
que consideraba su rival.
Estaba a oscuras, salvo por un tímido resplandor que emitía una pequeña
vela que uno de los sirvientes encendió con su antorcha antes de que la
dejaran ahí, sin agua ni comida.
Le dolía el estómago, por su rabieta del vestido no desayunó nada y nadie
le ha llevado nada de comer.
—Esa mustia me quiere matar de hambre —siseó, su mirada fija en la
sombra que proyectaba la flama de la vela en la pared.
El tiempo pasó sin poder medirlo, sin saber en qué posición estaba el sol
no tenía manera de saber si la hora de dormir había llegado. No tenía sueño,
en algún momento entre su detención y este momento, se quedó dormida.
Cuando despertó, la vela era un dedo más pequeña y ahora lo era todavía
más.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por el sonar de unas pisadas.
Alguien se acercaba. Se levantó de inmediato, dispuesta a atacar a quien
fuera que estuviera ahí, no pensaba quedarse encerrada más tiempo.
Escuchó que manipulaban la cerradura y se apresuró a tomar la vela para
usarla como arma, sin embargo, en el umbral apareció el dueño de sus
delirios. Sin camisa.
El cuerpo le vibró expectante. Había ido por ella, por una mujer de
verdad que podía complacer todas sus exigencias. Era cuestión de tiempo
que se cansara de su sosa y virginal esposa, pensó. A él siempre le gustaron
las mujeres atrevidas, llenas de fuego. Caminó hacia él, bebiéndose la
imagen de su pecho desnudo. Al llegar frente a él estiró el brazo libre,
deseosa de tocar la firmeza de su torso, sin embargo, la mano de él la tomó
de la muñeca, impidiéndole materializar su anhelo.
Jadeó, encantada por las rudas maneras de él. Dio un paso más para pegar
su cuerpo lleno de curvas a la dureza del suyo. Aidan retrocedió un paso,
rechazándola, pero no se amilanó, él estaba ahí por ella e iba a aprovechar
el momento.
—Mi vida, sácame de aquí —pidió en un tono lastimero que a Aidan le
pareció patético. Rowena tenía mucho que aprenderle a su esposa, ella se
comportó con la dignidad de una reina cuando estuvo en su misma
situación.
—Mi esposa ha ordenado tu encierro —habló él al tiempo que liberaba la
muñeca de la mujer—, será ella quien decida cuándo terminará.
—Esa maldi… —La mano de Aidan en la garganta de Rowena impidió
que esta completara su insulto.
—Mucho cuidado en cómo te expresas de mi mujer —ladró Aidan
apretando la mano en el cuello femenino—. No consentiré malos tratos
hacia ella, ni de ti ni nadie. ¿Queda claro?
Un doloroso y susurrado «sí» fue la respuesta de ella. Milord Hades
aflojó su agarre, pero no la soltó.
—Tampoco voy a permitir que vomites tu veneno, la próxima vez que te
atrevas a decir o hacer algo para incomodar a mi esposa te amarraré a la
boca de un cañón y luego lo dispararé para que tu cuerpo explote sobre el
océano. —Rowena tragó grueso, la mirada oscurecida de Aidan, iluminada
por la titilante luz de la vela, era aterradora—. No te quiero cerca de ella, no
quiero ni que respires su mismo aire. Si estás en cualquier lugar y ella llega,
tú te marchas sin decir una palabra. ¿Entendido? —Apretó la mano
alrededor de su cuello al decir la última palabra.
—Sí —balbuceó Rowena.
Aidan la soltó de golpe. La mujer perdió el equilibrio, pero no llegó a
caerse tan solo se inclinó un poco hacia adelante, tosiendo y absorbiendo
grandes bocanadas de aire para recuperar el aliento.
—Yo no doy segundas oportunidades, Rowena. La única razón por la que
estás en esta celda, y no en el fondo del mar, es la mujer que me espera
arriba. Ella ya te dio un castigo que voy a respetar, pero no se te olvide que
en cualquier momento tu suerte puede cambiar.
Tras esas palabras, Aidan abandonó la mazmorra. Ignorante de la herida
que dejaba en el corazón de la mujer. Una herida que no cicatrizaría bien,
que se enconaría hasta infectarse de despecho, envidia y celos.
—Esta me la pagas, maldita. —El murmullo ronco de la mujer rebotó en
las paredes oscuras de la celda, lejos de los oídos de Aidan que caminaba
por los pasillos del castillo, ajeno a las ansias de venganza de su ex amante.

Lady Isobel caminaba de arriba abajo por su habitación, a la espera de


que su marido regresara. Tenía la cama preparada para dormir, pero no
podía acostarse sin saber que él ya estaba al otro lado de la puerta que
comunicaba las habitaciones. A pesar de que seguía molesta con él, la
incertidumbre de lo que ocurría en la celda la carcomía. No quería pecar al
pensar mal de su casi esposo, pero era un hecho que los sentimientos nada
pacíficos que experimentaba en ese momento, eran fruto de los odiosos
celos que Aidan tanto pregonaba.
Las fuertes pisadas de sus botas resonaron en el pasillo, avisándole de la
inminente llegada de él. Corrió a subirse a la cama, se tapó hasta los
hombros y se colocó de lado, mirando hacia la puerta principal; esta estaba
cerrada por dentro por lo que buscaría entrar por la puerta que comunicaba
sus habitaciones. Le habría gustado cerrarla también, pero la cerradura
estaba por el lado de él. Tal parecía que una esposa no tenía derecho a
cerrarle la puerta a su alcoba al esposo, pero el sí que podía hacerlo.
—Si algún día me caso, seré yo la que decida si quiero yacer o no con mi
marido —dijo Jane la primera noche que durmió en su propia habitación
cuando intentaron cerrar esa puerta sin ningún éxito.
Lo escuchó moverse en la otra alcoba y cerró los ojos para simular que
estaba dormida. Pasado un rato dejó de escuchar ruido del otro lado.
¿Se habría acostado? ¿Estaría solo?
Tuvo el impulso de abandonar la cama para ir a asomarse, mas logró
contenerse. Era una tarada por desconfiar de él. Como bien le dijo Jane
mientras limpiaban libros en la biblioteca, su marido no tenía tiempo de
engañarla, al menos no con Rowena.
¿Habría mujeres en las bodegas y muelles donde pasaba casi todo el día?
Abrió los ojos y se sentó de golpe. Era una tarada, sí, pero por no haber
pensado antes en esa posibilidad.
—Creí que terminaría por quedarse dormida, milady.
Aidan estaba recargado de la pared, observándola.
—¿Qué haces aquí?
—Esperando a que mi hermosa esposa deje de fingir que duerme y vaya
conmigo a nuestro lecho.
—Estoy en mi cama —murmuró, sus mejillas teñidas de un explosivo
tono rojo.
—Tu cama es donde esté yo, esposa.
Abochornada, lady Isobel desvió la mirada a los diseños de la suave y
gruesa colcha.
—¿La liberaste? —preguntó pasado un momento.
—Eso solo puedes hacerlo tú, cariño.
—¿Qué? —Lo observó con sus ojos verdes llenos de desconcierto.
—Es tu prisionera, tu castigo. Tú decides cuándo saldrá, si es que lo
hace.
—No me… ¿no me desautorizaste? —inquirió con voz queda.
Aidan se acercó a la cama, puso la rodilla izquierda sobre esta, su pierna
derecha firme sobre la alfombra.
—Eres mi esposa —respondió, sus manos tomaron el rostro de ella para
elevarlo hacia el suyo—, siempre respaldaré tus decisiones, aunque no esté
de acuerdo con ellas. Sin embargo, eso solo lo sabremos nosotros en la
intimidad de nuestra alcoba.
Una hermosa calidez fluyó desde el corazón de la joven, invadiendo todo
su cuerpo. Lo sentía en las manos que querían tocarlo, en la flojedad de sus
piernas, en sus ojos que no podían dejar de mirarlo, en sus labios que
anhelaban besarlo, en sus mejillas calientes y enrojecidas, en el suspiro que
salió de sus labios llevando consigo una confesión.
—Te quiero.
Capítulo 16

El par de palabras pronunciadas por ella, explotaron en el pecho de


Aidan.
¿Isobel lo quería? ¿Sería posible que no sintiera ya nada por el
duquecito? Si hasta hacía unas semanas iba a hacer un voto al Señor
impulsada por ese amor no correspondido.
¡Se dejó raptar solo para no hacerlo sufrir!
Si esto era una treta para ablandarlo…
—¿Lo dices de verdad o para manipularme? —Se arrepintió de la
pregunta apenas vio desaparecer el brillo de ilusión en los ojos de ella.
Maldita fuera su lengua y sus estúpidas inseguridades.
Lady Isobel se movió sobre la cama para liberarse del contacto de las
manos de Aidan.
—Déjame sola, por favor —dijo tumbándose sobre la orilla opuesta en
que se encontraba él, en ese momento no soportaba su presencia.
Necesitaba estar sola para desahogar su desilusión sin ningún recato.
«¡Maldito imbécil!», rumió Aidan en sus adentros, su mirada fija en la
espalda de la joven.
Quería tragarse sus palabras, deseaba nunca haberlas dicho, sin embargo,
las palabras eran como el tamo que una vez echado al viento era imposible
atrapar de nuevo. Se quedaban para siempre en la mente y el corazón de
quien las recibió, tal y como se quedaron en él las pronunciadas por la
esposa de su padre; ese hombre que no supo luchar por su madre ni por él.
Iba a hacer lo que le pidió, su propio humor no era el indicado para
sostener conversación alguna, pero no pudo moverse de la cama. De alguna
manera sabía que si se iba empeoraría la situación. Además, no quería
dormir en ningún otro lado porque, así como la cama de ella era donde él
estuviera, su cama era en la que su esposa durmiera.
Preparado para el rechazo de ella se acostó a su lado, traía solo las calzas
puestas, antes de ir a buscarla se había quitado las botas y refrescado el
cuerpo en el aguamanil. No quería llevar en el cuerpo el olor ni las huellas
del toque de Rowena, bien sabía el Señor que tal hecho podría costarle el
matrimonio.
Se quedó en su lado de la cama, esperando con el corazón atorado en la
garganta el veredicto su esposa. Sin embargo, ella no pronunció palabra
alguna, estaba rígida, con la colcha echada hasta la oreja cubriéndola casi
por completo. Pasados unos minutos un ligero temblor sobre el colchón lo
hizo maldecirse a él y a toda su ascendencia por parte del duque.
Lady Isobel lloraba en silencio, mordiéndose la mejilla interior para no
dejar escapar los sollozos que tenía atorados en la garganta. Era una tonta,
una estúpida. ¿Por qué tuvo que ser tan ingenua y confesarle su amor? El
señor Aidan era un pirata, lo mismo podía fingir ser un esposo atento que
demostrar su verdadera naturaleza. Más de una vez había sufrido ya su
desplantes y malos modos, pero aun así quiso creer en las palabras de Jane.
No obstante, estaba visto que su doncella se equivocaba, él no la quería.
Mientras él estaba en las mazmorras con Rowena, Jane fue avisarle que
ya iba a retirarse a su habitación. Era una costumbre que tenía desde que le
servía en casa de su madre. Siempre le preguntaba si no necesitaba nada
más antes de dormir, ella siempre le contestaba que no y le deseaba bonitos
sueños. En este su nuevo hogar seguía haciéndolo, pero ella percibía que no
era por los mismos motivos que antes, ahora lo hacía para verificar que
estuviera bien y que en verdad no necesitara nada; como que durmiera en
un catre junto a su cama, por ejemplo.
Esa noche, tras contarle sus inquietudes, la muchacha le dio su opinión
sobre el comportamiento errático del señor Aidan, sin embargo, aunque
decidió aferrarse a la segunda opción ahora pensaba que la joven tenía
razón en su primera apreciación.
—Solo hay dos opciones, milady —le dijo desde la puerta antes de salir
para irse a su habitación en la planta baja.
—¿Cuáles?
—Quiere llevarla a su lecho y por eso se porta todo cariñoso, dándole
todos esos regalos —afirmó la doncella sin andarse por las ramas ni paños
calientes.
—¿Y la otra? —preguntó al notar que Jane se quedaba callada, dudando.
—La ama y no soporta que nadie le haga daño.
Esas palabras de la doncella fueron como un soplo de vida para un
moribundo. La llenaron de energía, de ilusión. En su inexperiencia prefirió
creer que algo de cariño latía en su corazón para ella. Fue por eso que se
atrevió a confesarle lo que su propio corazón guardaba para él porque, para
ella, sus actos hablaban por sí solos, sin embargo, tras su ofensiva pregunta
le quedaba claro que él solo quería llevársela a la cama para hacer todos
esos detalles de los que nadie le ha hablado nunca.
Si la amara, la habría abrazado emocionado, la habría besado con fervor
olvidándose de sus condiciones sobre la ceremonia. Y ella le habría
permitido todo.
«¡Tonta, tonta!», apretó los puños contra su boca, obligándose a sofocar
el sollozo que luchaba por salir de su garganta.
Pero ella no era Amelie ni Rowena. No se iba a dejar embaucar por
palabras dulces que nada valían. A partir de ese momento no sería más la
Isobel tonta que…
—Perdóname. —La palabra susurrada en su oído detuvo la marea de
pensamientos de la joven.
Aidan no lo soportó más. No podía quedarse ahí tumbado, escuchándola
llorar sin hacer nada, máxime cuando el culpable de sus lágrimas era él.
Acababa de comprender que, si ella sufría, él lo padecía como propio. Y no
le gustaba. No quería sentir esa angustia que le oprimía el pecho y le
aplastaba el espíritu porque, si así se sentía él, no quería ni imaginar lo que
experimentaba ella.
Estiró el brazo para rodearla por la cintura, quería arroparla entre sus
brazos, consolarla.
—No quise herirte —dijo pegando su pecho a la espalda de ella,
hablándole bajito junto al oído.
Lady Isobel no respondió. Aun cuando la cercanía de él seguía
provocándole sensaciones maravillosas, se obligó a no prestarle atención.
Tampoco atendió sus excusas susurradas, no iba a dejar que la ablandara
con unas cuántas disculpas, aunque su corazón bailoteara como loco contra
su pecho.
—Eres lo más precioso que tengo, Isobel. —Era la primera vez que la
llamaba por su nombre sin ningún trato de cortesía de por medio.
A su pesar, lo dicho por él tuvo el poder cimbrarla por dentro, no
obstante, se mantuvo inmóvil, sin ceder.
—Sé que a veces soy cortante, rudo. No tengo las finas maneras del
imbé… del duque. Tampoco tengo la labia del afemi… del conde.
Aidan largó un bufido, era exasperante no poder soltar todo lo que
ansiaba decirle. Las palabras se le atoraban en la garganta, negándose a salir
por las buenas.
—Quisiera prometerte que jamás volverá a ocurrir —continuó tras unas
inspiraciones profundas—, pero soy un bruto insensible, impulsivo y
arrebatado —calló unos segundos esperando una reacción de ella que no
llegó—. Digo las cosas sin pensar y la mayoría de las veces ni siquiera las
siento —añadió, atreviéndose a besar la porción de piel detrás de la oreja de
la dama a través de la colcha.
—¿Y por mí qué sientes? —inquirió ella pasados unos segundos, su voz
queda, ahogada por la colcha que la cubría hasta la altura de los ojos.
Escucharlo hablar con tanta sinceridad le dio el valor para hacerle la
pregunta, quizá todavía tenían esperanza.
—Ah, mi dulce e ingenua esposa, ¿es que acaso no te lo he demostrado
ya? —respondió él, su cara hundida en el cuello de ella a pesar de la barrera
de la tela que la cubría.
—Dímelo. —Lady Isobel odió la susurrante súplica que salió de sus
labios, sin embargo, no podía continuar con esa incertidumbre; necesitaba
que se sincerara con ella de una vez por todas.
Aidan se movió sobre la cama y a la joven se le hundió el alma. Se iba.
No la amaba. Se iba.
No obstante, no fue eso lo que ocurrió. Un momento estaba en la cama y,
al siguiente, era llevada en brazos por él a través de la estancia hasta el
sillón que tenían en la otra habitación.
—No tendremos esta conversación en una cama o no respondo de mí —
dijo él mientras atravesaba la puerta que comunicaba sus habitaciones.
Se sentó con ella sobre su regazo. La joven, con la cabeza en su hombro
y abrazada a su cuello, disfrutaba del momento de intimidad en
contraposición a sus pensamientos anteriores. Estaba visto que bastaba un
poco de ternura de su parte para debilitar sus propósitos.
—Bien, ¿cuál era la pregunta? —habló él, tenía la mano derecha en la
cintura de ella y con la otra le acariciaba la punta de la trenza.
Ella hizo amago de levantarse, mas él no la dejó, la sostuvo con fuerza
para mantenerla acomodada sobre sus piernas.
—Suéltame, volveré a mi alcoba —exigió ella sin levantar la voz, pero
firme. Ella con el alma en vilo y él se atrevía a burlarse quitándole
importancia al asunto.
—Tiene carácter, milady. ¿Quién lo iba a decir? —murmuró para sí lo
último.
—Tienes la capacidad de sacar lo peor de mí —musitó ella, la espalda
recta, sin abrazarlo ya.
—Y tú, por el contrario, suavizas mi arrebatado carácter.
—Eso no es cierto. Te vi dispararle a un hombre en el brazo —refutó ella.
—¿No has pensado que la bala podría haber terminado en su cabeza o
pecho?
Lady Isobel agrandó los ojos, sorprendida por su declaración.
—No creo que tú…
—Milady, he hecho muchas cosas que, si las supieras, te horrorizarías —
interrumpió con voz dura, su mirada cobalto reflejaba lo turbulento de sus
pensamientos.
¿Qué podría haber hecho que fuera tan terrible?, caviló lady Isobel para
sí.
—¿Has matado niños? —preguntó ella, casi con miedo.
—No.
Lady Isobel agradeció en silencio que su respuesta fuera negativa.
—¿Has deshonrado mujeres? —cuestionó en un susurro, deseosa de que
la respuesta a esta también fuera un no.
—Nunca por la fuerza, pero…
—¿Mataste a alguien? —lo interrumpió antes de que pudiera decir algo
que cambiara para siempre su imagen sobre él. No le interesaba saber sobre
las mujeres que han pasado por su camarote.
—Sí —respondió Aidan y ella cerró los ojos, agobiada.
—Eran… ¿eran buenas personas?
—Sor Magdalena, no hagas preguntas cuyas respuestas no te gustarán.
—Respóndeme, por favor.
—No lo sé. Nunca les pregunto a qué se dedican, lo único que puedo
decirte es que nunca mato a nadie a menos que sea absolutamente
necesario. —Se abstuvo de decirle que los dejaba a la deriva sin comida ni
agua para que el mar hiciera el trabajo sucio. Salvo una vez.
—Si te pido algo… ¿lo harías?
—Haría cualquier cosa por ti, Isobel.
—¿Hasta dejar de matar?
Aidan debió imaginarse algo así, sin embargo, no lo previó. Su esposa
era demasiado noble para su propio bien, tenía una capacidad de sacrificio
que rayaba lo insano, era lógico que su amor por el prójimo la llevara a
pedirle eso. Por desgracia, no podía concedérselo.
—No puedo prometerte eso. Si tu vida o la de cualquiera de mi
tripulación estuviera en peligro, por supuesto que atravesaría el corazón de
quien se atreviera a amenazarla.
—Entiendo eso, pero… ¿podrías reducirlo a solo esas situaciones?
—Puedo.
—Gracias.
—Ah, milady, si no te amara como te amo…
—¿Me amas? —La joven lo miró con los ojos húmedos, su lamentada
declaración la tomó por sorpresa.
—Acabas de arrancarme una promesa que ni el mismo rey habría
conseguido, ¿y todavía lo dudas? —Su mirada rebosante de ternura calentó
el corazón de la dama.
—Pero… estabas enamorado de Amelie, querías fugarte con ella.
—No, esposa, estás en un error —dijo él, su mano regresó a la punta de
la trenza de ella. Le gustaba jugar con su cabello, sentir la textura de este, le
hacía pensar en rayos de sol y playas de arena blanca—. Quería robármela
para cobrarme el agravio, ya ves lo que le tenía reservado a su llegada a la
isla.
—Me dijiste que si no accedía a venir contigo te la traerías a ella —le
recordó.
—Una pequeña mentira para conseguir un fin mayor.
—¿Me engañaste? —cuestionó indignada, incrédula.
—¿Acaso habrías salido por tu propio pie de no ser por eso? —rebatió él.
—Ya había aceptado casarme contigo.
—Te retractaste.
—Era lo mejor, ninguno de los dos estábamos enamorados —musitó ella,
recostándose sobre el pecho masculino, su cabeza en el hueco entre el
hombro y cuello de él.
—Habla por ti, milady —refutó Aidan, molesto.
Ella iba a enderezarse otra vez, pero él no la dejó.
—Quédate donde estás, me gusta tenerte así, protegida entre mis brazos
—murmuró contra su pelo.
—¿Cuándo te enamoraste de mí? —Quiso saber la joven, su indignación
aplacada por las palabras de él.
—No sé, quizá fue en la puerta de la capilla.
—No te creo.
—O en la colina, mientras te miraba leerles esos cuentos a los huérfanos.
—Acarició el labio inferior de ella con la yema de su dedo índice.
—¿Me mirabas?
—Todas las tardes.
—Por eso aparecías de la nada en los momentos más inoportunos —
razonó ella, recordando la ocasión en que la halló llorando por la propuesta
de matrimonio del Conde de Pembroke.
—Inoportuno el imbécil del duque —corrigió brusco, refiriéndose a la
interrupción de este aquella tarde en que los encontró envueltos en un
apasionado beso.
—No le digas así, es un buen hombre.
—Es un imbécil. Prefirió a la rame…
—Por favor —interrumpió la joven, pidiéndole con ese par de palabras
que no se expresara en esos términos de lady Amelie.
—Prefirió a tu hermana conociéndote a ti —continuó Aidan—. Y no lo
defiendas que me dan ganas disparar todos mis cañones contra su viejo
castillo.
Lady Isobel sonrió ante su arrebatado comentario.
—Jamás pensé que me enamoraría de un pirata.
—Ni yo de una monja.
—Ni siquiera era novicia aún.
—No le he robado la novia al Señor entonces, un pecado menos que
cargar —bromeó sin contener la pequeña carcajada que brotó de su pecho.
—No juegues con esas cosas, por favor.
—No seas aburrida, esposa.
Como respuesta ella le dio un pellizco en la nuca. Pasado un momento,
lady Isobel recordó a su prisionera.
—¿Qué va a pasar con Rowena?
—Lo que tú quieras que pase.
—No me gusta que esté aquí.
—Entonces no estará.
—¿De verdad? —Levantó un poco la cabeza para poder mirar su cara.
—Te lo dije antes, eres tan dueña de este lugar como yo. Puedes
mandarlo a tirar si quieres y por supuesto que puedes decidir quién vive
aquí o no.
—¿Volverá a Londres? —preguntó, preocupada por la suerte de la mujer.
—Eventualmente —respondió sin querer comprometerse.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Se irá cuando “La Silenciosa” zarpe con el cargamento.
Lady Isobel frunció el ceño. ¿Quería decir eso que Rowena estaría en las
bodegas hasta que ese momento llegara?
—¿Qué hará mientras tanto?
—¿Por qué tantas preguntas, milady? ¿o es que se le aflojó la lengua de
repente?
—No seas majadero —refutó indignada—, mejor respóndeme, ¿qué hará
mientras tanto?
Aidan no quería revelar más de lo conveniente así que pensó muy bien lo
que le diría.
—Probablemente se quede en el pueblo con algún miembro de la
tripulación.
—¿Tiene familiares ahí?
Aidan bendijo su inocencia.
—Es posible.
—¿El pueblo queda cerca de tus bodegas?
—Sí, es más fácil para los hombres ir y venir, por eso asentamos el
pueblo cerca de las bodegas y los muelles.
—¿Son piratas todos? —inquirió sorprendida.
—Sí, milady.
—Me gustaría conocerlo. ¿Hay más mujeres ahí?
—Unas cuantas.
Con su respuesta lady Isobel recordó sus suposiciones sobre las bodegas
y la presencia de personal femenino ahí.
—Llévame contigo mañana. —Depositó un beso en la garganta de él,
mimosa.
Aidan bajó la cabeza, la tomó de la mandíbula para inclinarla hacia atrás
y poder tener su boca al alcance de la suya.
—Convénceme. —Sus labios rozaron los de ella, dejándole claro la clase
de argumentos que quería que utilizara.
El Bardo llegó al día siguiente. Su arribo al castillo pospuso la visita al
pueblo que lady Isobel se ganó a base bien la noche anterior. Hecho del que
daba fe el inmejorable humor de milord Hades. Ese día, se dijo que nada le
haría perder los estribos; y así fue hasta que, sobre la hora sexta, el Bardo
apareció sin sacerdote.
—¡Te fuiste tres semanas para nada! —gritó Aidan, un golpe de su puño
contra la madera del comedor cimbró el jarrón con flores al centro de esta.
—No tengo la culpa de que te refundieras en una isla a semanas de
camino de la abadía más cercana.
—¡No puedo creer que no encontraras a nadie que pudiera casarnos!
—Tampoco dije eso.
—Bardo, no estoy para jueguecitos —masculló entre dientes.
—No estoy jugando, capitán. Traje conmigo alguien mil veces mejor que
un cura.
—A menos que sea un obispo o un carde…
—Roland, el herrero de Roag —anunció irguiéndose, orgulloso de sí
mismo.
—Por ahí hubieras empezado, imbécil. —A pesar del insulto que salió de
sus labios, Aidan sonreía.
En Escocia solo era necesario que la mujer y el hombre aceptaran frente a
testigos que querían ser marido y mujer para considerarse como tal. Los
herreros eran, según la costumbre, quienes daban por válido el
pronunciamiento de los votos, dicho matrimonio era tan válido en Escocia
como en Inglaterra.
—Dile a tu mocita que prepare a mi esposa —ordenó Aidan refiriéndose
a Jane—, haremos la ceremonia esta noche.
—No es mi mocita —refutó el Bardo.
—Pero bien que deseas que lo sea —aseveró Aidan, malicioso.
—Métete en tus asuntos, Hades.
—Pues deja de quitarme el tiempo.
El Bardo salió del comedor, rumiando sobre capitanes malagradecidos
que no valoraban el esfuerzo de los miembros de su tripulación.
Jane se apresuró a cumplir con la solicitud de milord Hades. En un
parpadeo ordenó que prepararan la tina, sacó varios vestidos del armario y
sentó a su señora frente al espejo para cepillar su larga cabellera rubia.
Iba por la cepillada sesenta cuando tocaron la puerta principal de la
alcoba. Jane dejó el cepillo sobre el tocador antes de dirigirse a abrir. En el
umbral apareció Aidan.
—Fuera —espetó al pasar junto a ella hacia el interior de la estancia.
—Grosero —rezongó entre dientes la doncella mientras salía.
Lady Isobel esperó a que la puerta estuviera cerrada para reclamarle a
Aidan sus malas maneras.
—No hay necesidad de ser tan déspota con Jane. —Tenía el cepillo en la
mano para retomar la tarea que la doncella tuvo que dejar inconclusa.
—Me cae mal, no puedo evitarlo.
—¿Por qué? Es muy buena y leal.
—Por lengua larga, no sabe quedarse callada —respondió con la rudeza a
la que la joven ya estaba acostumbrada.
—Y ella que te defiende tanto. —Su afirmación llegó acompañada de un
resignado suspiro.
—¿Defenderme? Sí, claro —dijo irónico—. No necesito que me
defienda, con que desaparezca de mi vista es suficiente.
—Es mi amiga. No me gusta que la trates mal. —Elevó la mano para
comenzar a cepillarse el cabello—. ¿Qué haces? —cuestionó al ver que le
quitaba el cepillo.
—Voy a besar mi esposa. —La tomó de los hombros para levantarla de la
banqueta.
—No necesitabas quitarme el cepillo para hacer eso.
—Pero sí para que puedas rodearme el cuello y hacerme esas caricias en
la nuca y el cabello que tanto me gustan.
—¿Te gustan? —Una sonrisa complacida apareció en el rostro de la
dama.
—¿No le quedó claro anoche, milady?
—Sí… no… sobre eso… —Un rojo incandescente se adueñó de cada
porción de piel visible de la joven; y de la no visible también al recordar las
caricias que compartió con su marido la noche anterior.
—Eres adorable cuando te sonrojas. —Aidan besó sus labios con
suavidad, apenas un ligero roce.
—Me da vergüenza hablar de esas cosas —confesó a media voz, sin
verlo a la cara.
—Soy tu esposo, no debes sentir vergüenza conmigo. —La abrazó, una
mano sobre su espalda, pegándola a su pecho; la otra en su rostro instándola
a mirarlo—. Esta noche serás mi mujer, mi mayor anhelo es que tú lo
quieras tanto como lo deseo yo.
—Te quiero a ti.
—¿Tienes idea de lo que ocasionas en mí cada vez que pronuncias esas
palabras? —preguntó él acariciándole los labios con su aliento.
—Lo mismo que me provocas tú cuando me miras así.
Aidan sonrió contra la boca de la dama, sus labios rozándose con
suavidad.
—Me voy antes de que rompa mi promesa y te haga mi mujer antes de la
ceremonia.
Lady Isobel fue quien sonrió ahora, henchida de dicha.
—Te quiero, esposa —se despidió él tras unir sus labios una vez más.
Abandonó la habitación sin ganas, pero sonriente por la certeza de que
esa noche terminaría su sufrimiento. Solo el Señor sabía lo mucho que
padeció anoche para controlarse y no terminar lo que su esposa provocó con
esa sesión de besos y caricias al que lo sometió.
¡En mala hora le pidió que lo convenciera!

Lady Isobel estaba sentada frente al espejo de su tocador. El vestido azul


con bordados en oro, se ajustaba en su pecho con un escote bajo que la
hacía sonrojarse cada vez que su mirada se posaba en el movimiento de sus
senos al respirar.
—Jane, este escote es demasiado… se me ve todo —dijo a la doncella
mientras esta daba los últimos toques a su peinado; un recogido en la parte
alta de su cabeza que despejaba su rostro por completo. Tenía tanto cabello
que mucho se temía que terminaría con dolor en el cuello por el peso del
recogido y con dolor de cabeza por tanta horquilla.
—Así se usa, milady.
—Y ese armatoste. —Señaló el panier[17], un armazón que debía llevar
bajo la falda para dar volumen a su cuerpo—, no voy a caber por la puerta
con eso puesto.
—Por eso va a pasar de lado —respondió Jane, paciente.
Lady Isobel resopló. Su vida sencilla, alejada de las tertulias de la
nobleza, la malacostumbró a no usar ese complemento de la vestimenta
femenina. No entendía el afán de las mujeres por lucir como si trajeran un
par de canastas pegadas a las caderas. De pronto entendió la razón de ser de
las puertas dobles en las casas de la aristocracia. ¡Era para que cupieran por
la puerta!
Se prometió en silencio que no volvería a usar esa cosa tan espantosa,
prefería lucir como una campesina que parecer una mula con canastos.
Hacía rato que los preparativos para la ceremonia estaban en marcha.
Según le dijo Jane, la cocinera se entregó en cuerpo y alma a la tarea de
elaborar un banquete para celebrar la unión de sus señores; hecho que la
emocionó.
Esos días en que comenzó a involucrarse en el funcionamiento doméstico
del castillo, se dio cuenta que Molly y su hija eran excelentes personas que
tenían en muy alta estima a Aidan. Allá a donde fuere, su esposo inspiraba
temor, y, en el peor de los casos, terror. No obstante, la gente del castillo
acompañaba ese temor con un respeto casi reverencial.
Respeto que extendieron a ella.
¿Les exigiría él que lo hicieran?
Nunca la presentó ante los sirvientes como su esposa, primero por el
malentendido a su llegada y luego por su accidente en la bañera, sin
embargo, en ese momento comprendió que él sí que debió hablar con ellos.
Sonrió al espejo, imaginándolo en el vestíbulo pegando gritos y
amenazando a cualquiera que se atreviera a hacerle un desaire.
En casa de su madre tenían los sirvientes indispensables para el buen
funcionamiento de la casa, no obstante, el respeto y obediencia de estos
siempre los dio por sentado; le venían con la condición de hija de la familia,
nunca tuvo que ganárselos.
Recordar su antiguo hogar, le hizo pensar en su madre y en lo mucho que
le gustaría tenerla junto a ella. No solo ese día en que por fin se casaba con
el hombre que amaba, sino siempre, deseaba tanto que pudiera formar parte
de su nueva vida. Incluso Amelie… si las circunstancias fueran otras.
Se preguntó cómo habría sido su vida si hubiera conocido a Aidan antes
que su hermana. ¿Se habría enamorado de él y olvidado al duque? ¿Habría
Amelie dejado a lord August e ido tras Aidan a pesar de sus sentimientos
hacia él?
Recordó el día del matrimonio de los duques de Grafton. Si ella no
hubiese abandonado la ceremonia, ¿habría conocido a Aidan? ¿habría
impedido que cometiera la locura de raptar a Amelie?
En aquél momento no pensó en las consecuencias, ni mucho menos
sospechó que tenía ante sí al temible pirata Hades, nombre que jamás
escuchó antes, pero que ahora sabía era el de uno de los hombres más
poderosos y peligrosos de los mares.
Y también era su esposo. O lo sería en poco tiempo.
El corazón se le aceleró de golpe.
Estaba a punto de casarse con ese hombre apasionado que a pesar de sus
toscas maneras la acariciaba con ternura; ese que no se cohibía en decirle lo
mucho que deseaba consumar su unión.
Las palabras que le dijera ese mismo día, más temprano, retumbaron en
su cabeza.
Mientras Jane bregaba con su cabello, dejó que sus pensamientos
discurrieran a ese momento…

«Esta noche serás mi mujer», la declaración de Aidan le había aflojado


las piernas. Era la segunda vez que se lo decía ese mismo día, lo cual le
daba una idea de lo mucho que lo deseaba.
Lady Isobel, vestida con solo una camisola, llevó una mano a la
mandíbula de él, raspándose la yema de los dedos con la barba que portaba
desde hacía varios días. Estaban parados junto a la cama donde hasta hacía
un momento estuvo con la doncella arreglando el vestido que usaría.
—¿Te afeitarás para la ceremonia? —preguntó en un intento por desviar
la conversación; todavía le avergonzaba hablar del asunto.
Miró el rostro de Aidan, libre de la máscara que ocultaba un cuarto de su
rostro y se dijo que era un pecado que escondiera su atractivo tras esa cosa.
Desde que llegaran a la isla, dejó de usarla en su presencia. Sabía que la
portaba cuando iba a las bodegas, sin embargo, cuando regresaba al castillo,
la máscara permanecía atada a la empuñadura de su espada.
—¿Quieres que lo haga? —Aidan movió la cara, buscando con su boca la
palma de la mano de la joven.
Lady Isobel sonrió nerviosa, los delicados besos que él dejaba sobre su
palma le cosquilleaban; ahí, donde sus labios aleteaban contra su piel, sentía
pequeñas descargas que subían por su brazo y viajaban por cada recoveco
de su cuerpo, incluso aquellos que nadie, jamás, ha explorado.
—No lo sé —admitió, observándolo con detenimiento.
El cabello amarrado en una coleta baja, el aro en la oreja, la barba, sus
ojos azules —profundos y turbulentos—, la porción de piel oscurecida por
el sol que podía vislumbrar a través de los cordones mal cerrados de su
camisa… Un suspiro escapó de sus labios entreabiertos. Le gustaba mucho
como lucía su futuro esposo en ese momento.
—Me gustan las dos formas. —Se atrevió a decir, una sonrisa vacilante
perfilaba sus labios, sus mejillas teñidas de rubor.
Aidan inclinó la cabeza hacia ella, su mano en la espalda femenina,
atrayéndola a la firmeza de sus pectorales.
—Entonces, si hago esto… —Rozó la mejilla de la joven con su
mandíbula—. O esto… —Acercó su cara al cuello femenino, imitando la
caricia de un minino en las piernas de su amo—. ¿Te gusta? —su pregunta
fue un murmullo ronco, contenido por la piel de la garganta de su esposa.
¿Gustarle? Lady Isobel pensó que esa era una palabra que no alcanzaba
para describir lo que en ese instante sentía.
—Déjatela —pidió casi sin voz.
Aidan sonrió. Dejó un beso en ese punto de su garganta que brincaba
exaltado y luego la soltó con suavidad.
—Esta noche, milady —dijo él, un dedo de su mano delineaba el arco de
la oreja de la dama.
Tras esas palabras lo vio abandonar la habitación, maldiciendo el tiempo
y las condiciones que ella le impuso se perdió tras la puerta.

Lady Isobel miró a su alrededor. Jane ya no estaba en la estancia.


Observó su reflejo en el espejo y los ojos se le inundaron de lágrimas.
Era una novia.
Ella, que, tras la desilusión sufrida debido a su amor no correspondido
por el duque, perdió toda esperanza de tener una familia a la que llamar
suya. Ella que creyó que jamás tendría un esposo que la amase y con quien
compartir su vida, pues el único hombre que cubría todos sus anhelos
prefirió a su hermana.
Ella, la que nadie veía. La insulsa Isobel. La solterona sin dote.
Iba a casarse. La vida la recompensó con un hombre que la amaba y al
que amaba.
Sonrió a su reflejo empañado por las lágrimas.
Llevó una mano a su cuello, con la yema de los dedos tocó la gargantilla
de piedras preciosas que Jane sacó del baúl para que usara esa tarde. Las
piedras transparentes reflectaban la luz, produciendo rayitos multicolores
que destellaban en todas direcciones. No tenía idea del nombre de las gemas
que llevaba en el cuello, sin embargo, por el color del material donde
estaban engarzadas, estaba segura que el collar era de oro.
¿Serían diamantes? Vagamente recordaba haberle visto a su madre un
collar con una joya similar. Prenda que pasó a manos del nuevo conde
cuando su padre murió.
Mirándolo a través del espejo, se preguntó dónde lo obtendría. ¿Sería
fruto de sus pillajes? ¿Lo tomaría con violencia del cuello de una mujer?
¿La mataría después de robarle?
La joya comenzó a apretarle. Con manos temblorosas buscó el broche en
la parte trasera. Quería quitárselo. No deseaba llevar sobre el cuerpo un
recordatorio tan evidente de sus actividades piratas. Ese día se casaría con
Aidan, el hombre que amaba y Hades no estaba invitado.

El capitán Hades estaba a punto de hacer uso de su apelativo y ejecutar a


sus hombres. Lo tenían harto con su insistencia.
—Resuélvelo. No tengo tiempo para tonterías —habló desde su posición
junto a la chimenea.
El Bardo y el Cuervo miraron a su capitán. Estaban en el salón, en espera
de que la flamante novia bajara para comenzar la ceremonia.
—No son tonterías, capitán —replicó Sombra, removiéndose incómodo
en el sillón de dos plazas donde estaba sentado.
—¿Para qué los tengo a ustedes si ni siquiera puedo tomarme unos días
para disfrutar con mi mujer? —preguntó irritado.
—El Rojo solo quiere tratar contigo, no podemos negociar la mercancía
sin ti —intervino el Cuervo.
Aidan bufó. El Rojo era un mercader irlandés al que vendía ciertos
artículos. Pagaba bien, pero desconfiaba hasta de su sombra. Neil “el rojo”,
como lo llamaban por su llamativo cabello pelirrojo, comerciaba con todo
aquello que pudiera vender: telas, joyas, algodón, café, té… esclavos. La
mayor parte de la carga con la que zarparía “La Silenciosa” en unos días era
para él. Y ahora estos idiotas le salían con que no podían concretar la venta
por sí mismos.
—Problema suyo. Si no la quiere se la vendemos a quien sí la quiera.
—Puedes traerla contigo —sugirió el Bardo refiriéndose a lady Isobel, el
motivo principal por el que Aidan se negaba a zarpar con ellos.
—¿Y que pase medio viaje en cama? —inquirió ofuscado.
«La quiero en la cama, pero no así», repuso en sus adentros,
imaginándosela tumbada sobre sábanas de seda, su cabellera rubia
derramándosele entre los dedos, su piel sonrosada y sus ojos brillantes.
No, definitivamente no era un viaje que quisiera hacer en esos momentos.
—La travesía es corta, en menos de un mes estarás de vuelta —apuntó
Sombra.
—No voy a dejar sola a mi mujer a los pocos días de casarme. —Se alejó
de la chimenea y caminó hacia la entrada del salón.
—¡Señor, por qué es tan necio! —exclamó el Bardo entre dientes.
—¡Dónde está el maldito herrero! ¿¡Es qué no sabe que tiene un
matrimonio que validar!? —vociferó Aidan hacia el vestíbulo desde la
puerta del salón.
—¿Herrero? —Lady Isobel apareció en las escaleras, bajaba los
escalones ayudada por Jane.
Aidan se olvidó del herrero y su falta de puntualidad en cuanto su mirada
se posó en la figura de la dama Wilton. El aire se le atascó en la garganta.
Se quedó ahí de pie, estático, observándola descender por las escaleras.
El vestido, de un azul que casi igualaba el color de sus ojos cobalto, se
adhería al cuerpo de la joven en los lugares correctos. Incluso el
voluminoso trasto que traía bajo las faldas contribuía para convertir la
serena belleza de su esposa en arrebatadora y pecaminosa. Bien sabía el
Señor que, en ese momento, en su mente no tenían cabida los pensamientos
puros.
—Hermosa —murmuró, la mano extendida en espera de la de ella. No
supo el momento en que comenzó a moverse a través del vestíbulo hasta
llegar al pie de las escaleras; donde estaba ahora, aguardando por ella.
Lady Isobel lo observó desde el penúltimo escalón. Una sonrisa asomó
en sus labios al notar que traía la barba. La levita que usaba era de un tono
oscuro con ricos bordados en oro, se le ajustaba a los hombros y pequeñas
arrugas se formaban en sus brazos, parecía que las costuras se reventarían
en cualquier momento. La camisa era blanca y el pañuelo atado a su cuello
era de una tela muy parecida a la de su vestido. Se le secó la garganta,
Aidan vestido como un caballero estaba arrebatador.
A esa altura, él tenía que elevar la cabeza para mirarla a la cara. El halago
de su esposo tuvo el poder de colorearle el rostro y su corazón se agitó
complacido, sin embargo, fue la intensidad con que la veía en ese momento
la que le aflojó las piernas.
—¿Dónde está el vicario? —preguntó a media voz, al tiempo que tomaba
la mano que él le ofrecía y bajaba otro escalón. Se aferró con firmeza pues
estaba segura que de un momento a otro sus piernas dejarían de sostenerla.
—No hay ninguno en la isla. —Aidan inclinó la cabeza para depositar un
beso en el dorso de la mano de la joven, sin embargo, sus intenciones se
vieron truncadas por el escote del vestido—. Señor bendito, me voy a
volver loco —musitó llevándose la mano libre la cabeza con intención de
mesarse los cabellos, no obstante, estos estaban bien atados en una coleta
baja.
—¿No habrá ceremonia? —La voz de lady Isobel se apagó. ¿Se había
pasado horas arreglándose para nada?
—Por supuesto que la habrá —replicó Aidan, sus labios rozaron los
dedos de la joven—. Esta noche escribiremos nuestros nombres en el libro
genealógico de la familia, seremos oficialmente los condes de Euston.
—Pero… el vicario…
—Un herrero tiene la misma autoridad que un cura para validar un
matrimonio —aclaró él.
—No ante el Señor —declaró ella mientras bajaba el último escalón.
—Después lo haremos en el vaticano si es preciso —apuntó él sin pensar
en el hecho de que su esposa no era católica—, pero esta noche será
Roland, el herrero de Roag, quien valide nuestra unión ante testigos.
Lady Isobel buscó a su doncella con la mirada. Quería preguntarle sobre
la veracidad de las palabras dichas por su casi marido. No es que no
confiara en él, sin embargo, estaba tan decidido a convertirse en su esposo
en todos los aspectos que quizá no estaba razonando con claridad.
Jane observaba el intercambio de la pareja a una distancia prudente. No
tenía ganas de recibir ninguna reprimenda de parte de milord Hades. Si bien
su relación amo-sirviente no era tan mala como al principio, sabía con
certeza que el hombre no la soportaba. Peor para él. Ella era fiel a su señora
y siempre estaría de parte de ella sin importar las amenazas y malas caras
del malhumorado pirata. Cuando percibió que lady Isobel la necesitaba,
hizo a un lado sus reservas y caminó hasta pararse junto a la pareja.
—¿Tú sabías algo sobre esto, Jane? —Quiso saber la dama en cuanto la
doncella llegó a su lado.
—Sí, milady. Molly me explicó sobre la costumbre.
Lady Isobel asintió. El hecho de que la cocinera, oriunda del país,
corroborara el asunto la tranquilizó.
—¿Ya podemos ir al salón o le preguntarás su opinión a cada sirviente
del castillo? —Aidan no ocultó su irritación al hacer la pregunta.
La joven retiró la mano que él le sostenía, molesta por el tono que usó. Se
agarró las faldas y emprendió el camino hacia la puerta del salón. En
momentos como ese, le daban ganas de mandarlo a las mazmorras, a ver si
así…
—¡Rowena! —exclamó de pronto, deteniéndose en medio del vestíbulo.
—¿Qué pasa con ella? —Aidan se paró junto a ella, a una distancia
prudente de su aroma a jazmines… y de su escote.
—¡La olvidé en las mazmorras! ¡Ni siquiera mandé a que le llevaran
comida! —explicó angustiada.
—Tranquila, no es para tanto.
—¿No es para tanto? —repitió asombrada, su mirada vidriosa a punto del
llanto a causa de los remordimientos.
—Nadie se muere por no comer un par de días.
—Señor, ¿cómo pude enamorarme de este hombre sin escrúpulos y falto
de bondad?
El lamento susurrado de la joven tuvo la facultad de lastimarlo. Y no por
la referencia a su nula conmiseración hacia los demás, sino porque en
verdad parecía afligida. Su arrepentimiento por los sentimientos que
desarrolló por él eran tan sincero que, por un momento, quiso ser otra clase
de hombre. Uno que jamás hubiera arrebatado por la mala lo que a otro le
pertenecía. Deseó no llevar a cuestas la vida de tantas personas. Pero este
era él, Hades, el pirata cruel al que todos temían. En su vida, la misericordia
no tenía cabida. La clemencia era una debilidad que cualquier enemigo
podía aprovechar a la menor oportunidad.
Un pirata no podía darse el lujo de mostrar piedad ni de andar dejando
cabos sueltos por ahí. Un enemigo al que se le perdonaba la vida, era una
sentencia de muerte para el compasivo. Tarde o temprano buscaban la
manera de devolver el daño, motivo por el que era necesario cortar de raíz
toda posibilidad de venganza. Y ahora, con una esposa a la que proteger,
debía ser más implacable que nunca. En silencio rogó que su momento de
debilidad de hacía unos años no le explotara en la cara igual que una bala de
cañón. Se prometió que no volvería a hacer excepciones, nunca
—Yo me ocupé de que le llevaran alimento y una antorcha para que no
estuviera a oscuras, milady —intervino la doncella.
—¿De verdad, Jane? —preguntó, girándose para ver a la muchacha.
—Sí, milady —afirmó esta—. Si por mi fuera la habría dejado morirse de
hambre sin una sola vela, pero sabía que usted se sentiría culpable —aclaró.
Aidan escuchó lo dicho por la lengua larga de la doncella, y, a su pesar,
reconoció que conocía muy bien a su mujer. En sus adentros, porque jamás
se lo diría en voz alta, le agradeció que estuviera al pendiente de las
necesidades de su esposa.
—Gracias. No sé qué haría sin ti. —Lady Isobel extendió la mano hacia
la muchacha, quien correspondió al gesto con la propia, dándole un ligero
apretón en señal de apoyo—. Por favor, cuando termine la ceremonia,
supervisa que la liberen y la lleven al pueblo con su familia —dijo a la
doncella antes de retomar su camino.
—Como ordene, milady. —Para alivio de Aidan, Jane se abstuvo de decir
lo que pensaba sobre la supuesta familia de la mujer.
Sombra y el Bardo se levantaron en cuanto lady Isobel ingresó en la
estancia.
—Ah, milady, no hay palabras que puedan describir la incomparable
belleza que desborda en estos momentos. —El Bardo se apresuró a su
encuentro e hizo una reverencia que se ganó una sonrisa amistosa de su
señora.
—Bardo, si no supiera de tus dotes creativas me habría creído tan vana
palabrería.
—Le aseguro, milady, que jamás recibirá halago más sincero que…
—Cierra la boca —interrumpió Aidan, mal humorado. No soportaba que
nadie que no fuera él agasajara a su esposa con lisonjas y halagos sobre su
belleza.
—Sí, capitán. —El Bardo se retiró de la pareja, pero no volvió a sentarse.
Se acomodó en uno de los laterales, junto a un mueble de madera tallada
que guardaba en su interior toda clase de licores.
—Estamos listos, ¿dónde está el herrero? —inquirió Aidan, buscándolo
con la mirada.
—Aquí estoy, milord —habló el hombre desde su posición junto al
Cuervo, al fondo de la estancia.
Entró al salón mientras la pareja hablaba en el vestíbulo, había estado en
las cocinas, degustando un plato de cordero. Roland era un hombre enjuto,
de cabellos y barba pelirrojos. Desde que su padre —el anterior herrero de
Roag— muriera, había concertado tantos matrimonios que podía
realizarlos a ojos cerrados.
Se paró frente a ellos, de espaldas a la chimenea. Sobre los hombros traía
una tira gruesa hecha de varios trozos de tela de distintos colores.
Aidan y Lady Isobel, parados ante el hombre, esperaron a que este
iniciara la ceremonia.
—¿Es su voluntad unirse en matrimonio? —Roland miró a Aidan y luego
a la novia. Cuando ambos pronunciaron un “sí”, continuó—: Sus manos. —
El herrero extendió las suyas, en espera de las de ellos.
Ambos extendieron la derecha. El hombre colocó la mano de la joven
sobre la del capitán. Luego, volvió a extender la mano, pidiéndoles la mano
izquierda. Lady Isobel elevó el brazo sin entender todavía el propósito de
aquello, sin embargo, le gustó que sus manos quedaran atrapadas en medio
de las de Aidan. Ahora estaban frente a frente, con el herrero a un lado.
—Lady Isobel Adeline Wilton, ¿toma usted por esposo a Aidan, capitán
de “La Silenciosa”?
El apelativo usado por el herrero sorprendió a la dama. El hecho de que
el hombre se refiriera a Aidan como capitán de su barco, sin apellidos ni
títulos, le dijo más sobre su marido que las historias que tanto contaba el
Bardo. ¿Tan aborrecible le resultaba su apellido que se negaba a usarlo? En
ese instante supo que, en realidad, conocía poco o nada sobre su vida.
—Milady, ¿toma usted por esposo a Aidan, capitán de “La Silenciosa”?
—insistió el herrero al percibir su falta de respuesta.
—¿Te estás arrepintiendo? —increpó Aidan con los dientes apretados. Su
rostro era una careta sin expresión, pero, en su tono de voz, la joven detectó
un atisbo de vulnerabilidad que la enterneció.
—Acepto —dijo al herrero, sin hacer caso a la pregunta de Aidan, pero
transmitiéndole con la mirada lo mucho que deseaba convertirse en su
esposa de verdad.
El herrero se quitó la tira multicolor que llevaba colgada al cuello y con
ambas manos comenzó a envolverles las manos unidas.
—Capitán Aidan, ¿toma por esposa a lady Isobel Adeline Wilton? —
preguntó ahora al futuro esposo, su mirada puesta sobre las manos que poco
a poco quedaban ocultas entre las vueltas de la tela.
Aidan miró sus manos cubiertas por esa tira que los unía, no solo como
marido y mujer, sino que adhería sus vidas, convirtiéndolas en una sola.
—La tomo —pronunció, su vista puesta ahora en los ojos húmedos de su
esposa.
La calidez que nacía del nudo que eran sus manos, se reflejó en sus
miradas. Y ahí entendió que no solo sus vidas quedaban ligadas, sus almas
estaban fundiéndose, adhiriéndose a la del otro. En adelante, no caminaría
solo por el mundo. El capitán Hades había encontrado a su Perséfone.

Tras la ceremonia, Jane fue a cumplir con la encomienda de su señora.


Era una tarea que no le entusiasmaba llevar a cabo, pero no le quedaba de
otra. Buscó al Cuervo para que le asignara un par de hombres, no pensaba ir
a las mazmorras ella sola; vaya el Señor a saber lo que esa mujer era capaz
de hacer. Lo que sí sabía era que, si la arpía ponía resistencia, ella no se iba
a privar de sacarla a rastras. Sonrió malévola, deseándolo.

En el salón destinado para el banquete, lady Isobel y Aidan presidían la


mesa principal. Los habitantes del castillo y la tripulación de “La
Silenciosa” estaban ahí, acompañándolos en la celebración de su
matrimonio. El vino bailaba en las copas cada vez que alguien, preso de la
exaltación etílica, felicitaba a la pareja. Un par de italianos, miembros de la
tripulación de “La Silenciosa”, arrancaban alegres acordes a sus
mandolinas, dándole al banquete un ambiente festivo.
Unas cuantas canciones después las mandolinas callaron. Otro hombre de
estatura similar a la de Aidan, vestido con el tradicional kilt escocés, entró
en escena. Cargaba un instrumento que lady Isobel jamás había visto. El
hombre, que rondaba la treintena, hizo una pequeña venia hacia ellos y
luego comenzó a tocar el instrumento. El sonido que salía de las cañas que
estaban incrustadas en un pequeño sacó marrón era extraño, agudo y un
tanto irritante, sin embargo, el hombre tocaba con tanto sentimiento que
terminó contagiada. Las notas no eran alegres como las tocadas por los
italianos, pero tampoco podía decir que fueran tristes.
—¿Cómo se llama? —preguntó a Aidan, inclinándose un poco hacia él
para hacerse oír por encima del bullicio.
—¿Para qué quieres saber su nombre? —El capitán frunció el ceño.
—Me gusta.
—¿Qué? —Aidan la miró con sus profundos ojos azules oscurecidos, ese
tono específico que la joven ya sabía identificar.
—¿Por qué te enojas? —cuestionó confundida.
—¡Y todavía lo preguntas! —espetó él, desviando la mirada al centro del
salón.
Aidan tuvo el impulso de ir hasta el hombre para sacarlo del lugar.
Acababa de aferrarse a los brazos de la enorme silla para levantarse cuando
la voz de su esposa llegó hasta él.
—No te entiendo —susurró ella, sus dedos trazaban figuritas sobre la
oscura madera de la mesa.
—No juegue conmigo, milady. Acaba de admitir en mi cara que le gusta
otro hombr…
—¡Qué! —interrumpió la joven, tan sorprendida por tamaña ridiculez
que no pudo decir otra cosa por unos interminables segundos.
—No te hagas la tonta. “Me gusta”, dijiste.
—Hablaba de la música, pedazo de… —La dama calló, guardándose el
epíteto nada amable que moría por dedicarle a su esposo.
—¿La música? —Por primera vez en años, Aidan sintió que se sonrojaba.
Acababa de hacer el ridículo. En silencio agradeció al Creador no haber
materializado sus intenciones de sacar al gaitero a punta de espada.
—¿De verdad creíste que iba a decirte, precisamente a ti, que estaba
interesada en otro hombre? Habrase visto tamaño despropósito —masculló
la ahora condesa de Euston.
—Tú tienes la culpa —refutó él, metiéndose en problemas.
—¿Mi culpa? —repitió indignada—. ¿Es mi culpa que seas un
malpensado?
—No, lo malpensado me viene de nacimiento —dijo él, sonriente.
Pasado el mal trago, comenzaba a disfrutar de la expresión ofendida de
su esposa.
—¿Y ahora por qué te ríes? —cuestionó la condesa a medio camino entre
el enojo y la ofensa.
—Luces adorable enojada —respondió inclinándose hacia ella.
—No puedo decir lo mismo de ti.
—Cuando me contestas así me dan ganas de callarte a besos —confesó
él, muy cerca de su rostro, acariciándole el labio inferior con el pulgar.
—Estamos en público —musitó ella, retirándose un poco.
Miró a su alrededor, nerviosa. Soltó una exhalación al comprobar que la
gente estaba a lo suyo, disfrutando de la comida y la bebida. Sobre todo, de
esta última.
—¿Te avergüenzo, milady? —El conde apretó las mandíbulas, su
expresión endurecida daba testimonio de la tormenta que se avecinaba.
—Señor, dame paciencia. —La dama regresó la mirada al hombre que
continuaba sacando melodías al extraño instrumento, no pensaba responder
a tan absurda afirmación.
Aidan maldijo para sí. Si continuaba actuando como un imbécil iba a
terminar la noche en una cama fría y solitaria. De más estaba decir que eso
era la último que quería.
—Gaita —dijo en el oído de su esposa, pasado un momento—. Así se
llama esa cosa que toca McDowell —aclaró cuando ella lo miró sin
entender a lo que se refería.
—Es rara —contestó lady Isobel, mirando al gaitero—. Bonita, pero rara.
—Como tú —repuso él.
Lady Isobel sonrió, complacida por el cumplido de su esposo. Eso hasta
que comprendió toda la frase.
—¿Me estás diciendo que soy rara? —Arrugó el entrecejo, en espera de
la respuesta del capitán.
—Eres noble, honesta, leal, bondadosa, compasiva, inocente… —
enumeró él en voz baja, con ese timbre grave que tenía la capacidad de
erizarle hasta el último vello de su cuerpo—. Sí, milady, eres una rareza.
Una hermosa rareza —concluyó Aidan, a punto de acariciarle los labios con
los suyos.
El ambiente a su alrededor estalló en vítores. Lady Isobel deseó que un
hoyo se la tragara al percatarse de que eran la causa de los gritos y
exclamaciones de los sirvientes. Al parecer estaban más pendientes de ellos
de lo que creyó.
La salvación del bochornoso momento llegó de manos de Jane. La
doncella se acercó a ella para informarle que era el momento de que se
retirara a sus aposentos. Lo que ella creyó era su salvación se convirtió en el
motivo de que los latidos de su corazón adquirieran un ritmo que rayaba en
la locura.
—¿Estás bien, esposa? —inquirió Aidan con una sonrisita—. Te veo un
poco sofocada.
—Sí, yo… bien —balbuceó la joven sin saber realmente lo que decía, sus
pensamientos estaban puestos en las palabras de su doncella.
Aidan sonrió más que complacido por el adorable nerviosismo de la
joven, se inclinó hacia ella y depositó un suave beso en sus mejillas
arreboladas.
Ante el contacto, lady Isobel se enderezó en el asiento para buscar a su
doncella con la mirada; no podía seguir ahí, sufriendo el asedio de su
marido. Por muy ignorante que fuera en eso de los detalles, no era de piedra
y los estragos de los avances de su esposo comenzaban a hacerse presentes
en el temblor de su cuerpo. Por fortuna, Jane la esperaba pacientemente a
un par de pasos de distancia. Se levantó y su esposo lo hizo también.
La tomó de la mano para ayudarla a bajar de la tarima en la que estaba la
mesa principal.
—Esperaré impaciente el momento de reunirme contigo —le susurró al
oído, acariciándole el lóbulo de la oreja izquierda con los labios.
Lady Isobel huyó del salón bajo la acalorada mirada de Aidan.
Capítulo 17

Era finales de junio, las sesiones en el parlamento inglés estaban por


terminar, por lo que la mayoría de los lores y sus familias abandonarían la
ciudad en pocos días.
Lord Grafton era quien más deseaba retirarse al campo, lugar en el que su
esposa residía. La dama, quien antes disfrutaba tanto con los bailes que se
ofrecían durante la temporada social, prefirió quedarse en Cornualles para
acompañar a su madre.
La vida de los duques de Grafton no logró estabilizarse tras lo acontecido
con lady Isobel. La duquesa cayó en una especie de abatimiento crónico que
mantuvo preocupados a lord Grafton y lady Emily. Tuvieron que pasar
varios días para que la dama comenzara a sonreír y aunque el duque moría
por llevarla con él a la ciudad, ella insistió en quedarse en el castillo. Lord
Grafton tuvo que regresar a Londres a cumplir con sus obligaciones en el
parlamento sin la compañía de su esposa.
«Esposa», repitió para sí.
Estaba sentado en un sillón de la biblioteca en su casa de la ciudad, un
vaso de whisky en la mano. Esa tarde no tenía deseos de salir a ninguna
tertulia ni de esquivar los comentarios maliciosos sobre la ausencia de lady
Amelie. Ausencia que más de una dama se ha ofrecido a cubrir, no solo en
los salones de baile sino también en su lecho. Las insinuaciones hacia su
persona aumentaron exponencialmente desde que era un hombre casado; tal
parecía que las mujeres de la nobleza lo encontraban más deseable ahora
que era prohibido.
Pero ninguna era su esposa. La única mujer a la que quería tener en su
cama. La única que quería que lo deseara. La única que no lo hacía.
El recuerdo de la última noche que pasó en Grafton Castle, antes de
volver a Londres, le apretujó el corazón. Lo sucedido esa noche en las
habitaciones ducales lo perseguiría por el resto de su vida.
Tomó un trago de licor, paliando el dolorcillo de su pecho con el ardor
que le provocó el whisky.
Rato después, cuando el líquido del vaso no era más que una mancha en
el fondo, un par de golpes sonaron en la puerta.
—Su Gracia. —La voz amortiguada del mayordomo atravesó la madera
de la puerta.
—Pasa, Harold.
Ante la orden del duque, el mayordomo abrió las puertas abatibles de
madera oscura, labradas con intrincados diseños en el centro. Caminó un
par de pasos y luego hizo una reverencia.
—Su Gracia, lord Pembroke está en el vestíbulo. Desea tener una
audiencia con usted.
Lord Grafton reprimió el impulso de suspirar. Lo último que le apetecía
era tratar con el conde, sin embargo, sus modales le impedían negarse a la
visita por mucho que lo deseara.
—Hazlo pasar, por favor.
Harold se inclinó en otra reverencia y enseguida salió de la estancia para
cumplir con el pedido de su señor.
Pasados unos minutos, las puertas volvieron a abrirse.
—El conde de Pembroke, su Gracia —anunció el mayordomo con otra
reverencia.
El duque abandonó el sillón para recibir a su visita.
—Excelencia. —El conde realizó la reverencia de rigor.
—Lord Pembroke, bienvenido. —Lord Grafton hizo un gesto con la
mano, indicándole el sillón frente a él.
—Me disculpo por mi intempestiva visita —comentó el conde mientras
se acomodaba en el sillón de una sola plaza.
—Imagino que debe ser importante si no pudo esperar a mañana —
apuntó el duque ya sentado frente al conde.
—Lo es, excelencia. El asunto que me trajo hasta aquí es de vital
importancia.
—Lo escucho. —Lord Grafton se abstuvo de ofrecerle algo de beber,
entre más rápido se fuera, mejor.
Lord Pembroke metió la mano al interior de su chaqueta y extrajo un
papel doblado que le tendió al duque.
—Mi contacto en Irlanda me envió esta misiva. Conoce al rufián de… —
Pembroke cortó la frase al percibir la mirada hostil de lord Grafton—.
Conoce a lord Euston. El conde va cada fin de verano a Dublín. Según me
informaron, comercia con toda clase de productos procedentes de las Indias
Occidentales.
El duque leyó la escueta nota en la que, efectivamente, mencionaba lo
que el conde acababa de resumirle, sin embargo, no entendía el apuro del
hombre. Desde hacía poco más de dos meses suspendió la búsqueda de los
condes por petición de la condesa viuda así que esta información no le era
de ninguna utilidad.
Lord Pembroke debió leer algo en su rostro porque se apresuró a aclarar
el verdadero motivo de su presencia.
—Debemos ir a Dublín, excelencia, asegurarnos por nosotros mismos
que lady Isobel está bien. Me preocupa que, a pesar de la nota enviada a
lady Emily, el conde no haya hecho de la dama una mujer honesta.
—Aidan es un hombre de palabra —dijo el duque devolviéndole la nota
—, desde el principio, su intención era casarse con lady Isobel así que no
tengo duda sobre ese punto.
El conde se tragó el hastío que le provocaron las palabras de lord
Grafton. Poco o nada le importaba si el conde rufián cumplió con su
palabra. Él necesitaba recuperar a lady Isobel, la dama era su salvoconducto
en esa sociedad que juzgaba y criticaba sus inclinaciones, las cuales
comenzaban a ser más que un rumor entre la nobleza.
—Hay algo que me fue informado de boca que no está escrito aquí. —
Levantó la mano que sostenía el papel, mostrándolo.
—¿De qué se trata? —inquirió lord Grafton, intrigado.
—Según mi fuente, la riqueza del conde proviene del pillaje.
El duque entrecerró la mirada, irguiéndose en la silla con toda la dignidad
de su título.
—Cuide bien sus palabras, milord. Está hablando de mi hermano, el
conde de Euston. —El tono de voz del duque se volvió helado.
—Es lo que dijeron, excelencia —respondió el conde, apocado.
La referencia del duque al parentesco con el conde lo tomó por sorpresa.
Si bien sabía sobre el tema, no esperaba que el lord lo reconociera
abiertamente.
—No atenderé a rumores. Le recomiendo que haga lo mismo, milord. —
Lord Grafton se puso de pie, dando por terminado el encuentro.
—Lo tendré en cuenta, excelencia.
—Harold le mostrará el camino. —Su gracia salió de la estancia sin
esperar respuesta del conde.
El mayordomo apareció enseguida para guiar a lord Pembroke hasta la
puerta de calle. Mientras abandonaba la propiedad, el conde se dijo que —
rumores o no—, él iría a Dublín. Constataría por sí mismo lo que se decía
del conde y, a ser posible, se agenciaría la esposa que necesitaba.
Un mes después, estaba en un barco rumbo a Irlanda.
Llegó a Dublín a mediados de agosto. Lo primero que hizo fue contactar
a su amigo el conde de Abercorn, quien por esos días residía en su casa de
la ciudad.
Lord Abercorn era uno de los pares más influyentes de la nobleza
irlandesa, aunque su poder no alcanzaba para tener un puesto de relevancia
en la corte inglesa. Desde que su padre, el sexto conde de Abercorn,
partiera para comparecer ante la presencia del Señor, había tomado las
riendas del título y de la riqueza de la familia, la cual no era más que un
pálido reflejo de sus años de bonanza. Motivo por el que comenzó una
productiva alianza con uno de los comerciantes más prominentes de Irlanda.
“La Mesa Redonda” era un burdel disfrazado de club de caballeros en el
que los lores —y todo aquél que pudiera pagar—, daban rienda suelta a sus
más oscuros vicios. Fue ahí donde el conde de Pembroke buscó a su amigo,
luego de instalarse en la mejor posada de la ciudad. El sitio también era
guarida de toda suerte de alimañas que convivían en armonía con la nobleza
irlandesa, en pos de la satisfacción de sus propios placeres. En el club no
importaban los títulos que tuvieran de puertas para fuera, ahí, rodeados de
sus paredes recubiertas de tapices ocres y púrpuras, todos eran caballeros,
un miembro más de “La Mesa Redonda”.

“La Silenciosa” zarpó al alba. Era principios de agosto, la época del año
en que comerciaban el botín obtenido durante sus escaramuzas del año
anterior. La embarcación iba cargada con toda suerte de materiales en los
que predominaban las telas de oriente, joyas, té, chocolate, tabaco, maderas
y… Rowena.
La pelirroja subió al navío a punta de amenazas. La mujer se resistió a
irse de Skye hasta el último momento. El Cuervo fue el encargado de
cumplir la orden del capitán de sacarla de la isla sin importar el método.
Milord Hades, tal y como dijo el día de su matrimonio con lady Isobel —
días atrás—, se quedó en el castillo a disfrutar de su recién descubierta vida
marital. Ni todo el oro de las indias lo haría abandonar el lecho conyugal.
El capitán de “La Silenciosa” confiaba lo suficiente en el Cuervo para
encargarle las negociaciones con el Rojo. El hombre no iba solo, Sombra y
el Bardo lo acompañaban para respaldar sus decisiones.
Tras algunos días de travesía atracaron en Dublín. A su llegada, el
Cuervo y Sombra exploraron los alrededores, informándose de lo que se
contaba en los muelles por esos días. Era una costumbre que Hades les
impuso, nunca se quedaban en tierra firme si no tenían la seguridad de que
su libertad o sus vidas no corrían peligro. El Bardo se quedó en el barco al
cuidado del cargamento y vigilando que los hombres no hicieran desmanes
en tierra. Sin Aidan al mando, tendían a la rebeldía.
Rowena también fue con el par de hombres. Ese mismo día se
encargarían de ponerla en un barco rumbo a Southampton; si es que
encontraban alguno que zarpara por esos días. Lo primero que hicieron fue
eso. Recorrieron el muelle en busca de cualquier navío que navegara a
Inglaterra.
Tras una búsqueda infructuosa, pues el próximo barco arribaría a puerto
en poco más de una semana y zarparía de vuelta en otra más, iban camino a
la posada “La vaca que muge”. Dejarían a la mujer instalada ahí, con el
dinero suficiente para que comprara el pasaje y no pasara necesidades hasta
su vuelta a Londres. Si fuera una dama de buena familia tendría dificultades
para viajar; una dama no podía moverse a ningún lado sin una chaperona o
dama de compañía respetable. Por fortuna para los hombres, no era el caso
de Rowena.
—¡Suéltame, Sombra! —exigió la mujer cuando se detuvieron frente a la
puerta de la posada. Este la llevaba apresada por el codo, impidiendo que
hiciera cualquier intento de huida.
—En un momento. Solo voy a asegurarme que no vuelvas a cruzarte en
nuestras vidas —respondió este jalándola con suavidad para que entrara a la
posada.
—Estás cometiendo un error al ponerte del lado de la zorra esa —siseó
Rowena, soltando todo el veneno que le quemaba por dentro en cada
palabra.
—No tientes tu suerte, pelirroja —habló el Cuervo, parado tras ellos—,
fue gracias a milady que no terminaste en el fondo del mar, alimentando a
los tiburones.
—¡Esa maldita me encerró en las mazmorras! —gritó la mujer a la
espalda del Cuervo que ya avanzaba hasta la barra donde el posadero
atendía a los viajeros.
—Igual que tú hiciste con ella. La diferencia es que tú sí lo merecías —
replicó Sombra, un poco harto de los lloriqueos de Rowena.
—¿Merecerlo? ¡Yo iba a ser la señora de todo! —La mujer elevó la voz
sin importarle la presencia del posadero, quien en ese instante atendía a los
requerimientos del Cuervo y miraba de soslayo a la pelirroja.
—Basta ya, Rowena —murmuró Sombra con los dientes apretados—, no
hagas un espectáculo o tendrás que dormir en los muelles a merced de los
bajos instintos de las alimañas que pululan por ahí.
La amenaza del hombre atenuó un poco el temperamento de la mujer,
bien sabía el Señor que no quería esa suerte; la cual parecía haberla
abandonado tras la llegada de la estúpida rubia al castillo. Desde que saliera
de las mazmorras —el día de la maldita ceremonia de matrimonio—, no
dejaba de rumiar toda clase de maledicencias contra la mujer que le
arrebató la oportunidad de recuperar a Aidan.
Ella lo amaba. Lo ha amado en silencio durante años, recibiendo las
migajas que él quisiera darle. Cuando lady Amelie apareció en la vida de
Aidan pensó que solo sería un entretenimiento más, una muchachita
inexperta a la que quería seducir y nada más. Sin embargo, él rompió el
acuerdo que mantenían desde hacía varios años y ella entró en pánico.
Mientras su escarceo duró, él no le fue fiel, pues eso no era parte del
arreglo, no obstante, a pesar de las numerosas mujeres con que sostuvo una
aventura, él siempre regresaba a ella. Era la única a la que mantenía con una
asignación mensual, la única a la que le compró una casa y a la que le
complacía todos sus caprichos. Tales concesiones crearon en ella
esperanzas, ilusionándola con un futuro juntos.
Pero entonces la conoció a ella, a lady Amelie. La maldita se le había
metido por los ojos, atrayéndolo con su rostro de porcelana, embaucándolo
con sus malas artes. Y él la dejó de lado. A ella. Ella que hasta entonces
había sido la única constante en su vida. La desechó igual que a una mula
vieja. Por eso intentó seducirlo aquella vez en que la ahora duquesa los
sorprendió. Quería demostrarle que ella lo amaba más que la damita,
recordarle lo maravillosos que eran juntos, pero la maldita le truncó los
planes.
Al principio se dio por satisfecha, a pesar de que la maldita la sacó casi a
rastras del camarote, estaba segura que su orgullo noble le impediría
perdonarle la supuesta infidelidad a Aidan, pero la maldita se había tragado
el orgullo y regresó buscarlo. Reanudaron su relación sin mayores
consecuencias, quitándole su efímero triunfo.
Fue entonces que aceptó que todo estaba acabado entre ella y Aidan. Él
estaba determinado a seguir su vida con lady Amelie y ella —a pesar de que
Aidan la dejó en una buena posición económica y seguía dándole su
asignación—, no tenía más remedio que buscar otro protector. No podía
estar a expensas de la caridad de él, sobre todo porque planeaba casarse con
la zorra y ella podría exigirle que dejara de pasarle su asignación mensual.
Tenía algunos meses con un conde cuando Sombra llegó a su casa y le
habló del matrimonio de la ahora duquesa. La convenció de acceder a la
solicitud de Aidan de irse con él a su castillo y preparar todo para la llegada
de la duquesa. La mujer había perdido el afecto de Aidan y con ello
cualquier privilegio, circunstancia que ella —todavía enamorada de Aidan
—, quería aprovechar. Era su oportunidad de retomar su relación con él… y
de vengarse de lady Amelie.
A su protector no le gustó nada que fuera ella quien rompiera el acuerdo.
El conde era un hombre adinerado que necesitaba una querida, pero no para
las funciones normales de esta. El hombre tenía inclinaciones que no podían
salir a la luz o serían su ruina social. Era un arreglo que a ella le venía de
maravilla, pues, aunque el conde era bien parecido, ella seguía suspirando
por el cuerpo fibroso de Aidan.
Sumida en sus cavilaciones no atendió al momento en que Sombra la
guio escaleras arriba hasta la habitación que ocuparía durante su estadía en
Dublín.
—Mandaré a uno de los hombres para que esté pendiente de ti —dijo
Sombra, llamando su atención.
—¿Te preocupa mi seguridad, cariño? —preguntó, la ceja izquierda
elevada en un gesto irónico.
—Milady pidió que fuera así.
—¡Milady, milady, milady! —explotó alzando los brazos exasperada. Por
culpa de ella ya ni siquiera tenía la asignación mensual que Aidan le daba.
Tras el accidente en la bañera de la estúpida —y del que todo el castillo
hablaba—, Aidan ajustó cuentas con Henry y Harry —los hermanos que
encerraron a la sirvienta y a la mustia—, y luego le tocó a ella. No la golpeó
ni amedrentó como hizo con los hombres, quienes además perdieron el
dedo meñique por tomarse atribuciones que no les correspondían. A ella
solo la miró con sus ojos cobaltos desposeídos de cualquier sentimiento.
—He sido muy generoso contigo, Rowena —le había dicho con ese tono
de voz gutural que parecía acariciarla—. Pero tú has abusado, confundiendo
generosidad con estupidez. Y yo no soy ningún estúpido. —No había
gritado, pero a oídos de ella la última frase sonó como choque de nubes en
el cielo.
—Nadie me dijo nada, ¿cómo iba a saber que no era ella si no recordaba
su rostro? —intentó defenderse con ese flaco argumento al que Aidan hizo
oídos sordos.
—Te irás en “La Silenciosa” y apenas toques tierra firme, mi
responsabilidad contigo habrá terminado. —Él elevó la mano pidiéndole
silencio cuando ella quiso hablar—. Olvídate de la bolsa de monedas que
recibías cada mes, no obtendrás ni un penique más de mi parte.
Ella quiso rogar, apelar a su condición de mujer desfavorecida para lograr
que reconsiderara su decisión, no obstante, fue en vano; cuando Aidan
tomaba una decisión jamás se retractaba.
—No te metas en problemas —advirtió Sombra, trayéndola al presente.
El pirata acababa de revisar la seguridad de las ventanas y la puerta—. No
salgas hasta que Torus esté aquí —le aconsejó antes de salir de la estancia.
El Cuervo lo esperaba fuera de la posada, tenía los brazos cruzados y una
expresión preocupada.
—¿Qué sucede? —preguntó a este.
—Acabo de ver al conde de Pembroke con Abercorn.
Sombra chasqueó la lengua.
—¿El guardián de milady? —inquirió mirando a la misma dirección que
su compañero.
El Bardo lo había puesto al corriente de todo lo ocurrido tras su huida de
Marazion, sin embargo, no conocía al conde.
—Sí. Y no me gusta nada. —El Cuervo bajó los brazos y luego le hizo un
gesto con la cabeza para indicarle que lo siguiera.
En el castillo de los condes de Euston, los sirvientes se miraban unos a
otros, extrañados por el semblante alicaído de la doncella de su señora. La
joven estaba en la cocina, preparando una bandeja para subir a la habitación
de lady Isobel.
—Jane, cariño. —Molly, la cocinera, la llamó cuando estuvo a punto de
quemarse con el agua caliente de la tetera.
—¿Sí?
—¿Necesitas ayuda con eso? —cuestionó la cocinera, señalando la
bandeja.
—No, gracias.
Jane tardó unos segundos más mientras ponía unas galletitas en la
charola, luego salió de la cocina para dirigirse a la planta superior.
Frente a la puerta de la habitación de su señora tocó un par de veces antes
de abrir.
—¡Maldita sea, mujer! —La voz iracunda de milord Hades la recibió
apenas entró en la estancia—. ¿No puedes esperar a que te permitan la
entrada? —reclamó desde su posición en la cama, estaba tumbado encima
de lady Isobel, sosteniendo su peso con los brazos sobre el colchón; su
esposa se cubría el rostro con las manos, avergonzada por la situación en
que los encontró la muchacha.
—Lo siento —musitó Jane antes de dejar la bandeja y salir de la
habitación a punto del llanto.
—¿Quién es ella y qué hizo con el incordio de tu doncella? —preguntó
Aidan, incrédulo.
Lady Isobel quitó las manos de su cara sonrojada.
—Déjala en paz.
—¡Pero es que hasta se disculpó!
—Ay, esposo, no te enteras de nada, ¿verdad? —Lady Isobel miró al
techo como rogando por un poco de sentido común para su marido.
—¿De qué habría de enterarme? —dijo este con una sonrisita antes de
posar los labios sobre los de su esposa—. Lo único que me interesa está
justo donde quiero que esté.
—Calla, zalamero, no me distraigas —murmuró ella entre besos.
—Solo quiero continuar lo que la rezongona llorona interrumpió —
rebatió, aguantando su peso con un solo brazo para poder explorar la cintura
de la joven con la mano del otro.
—¿Llorona? —Lady Isobel tomó la cabeza de su esposo para evitar que
siguiera regando besos por su cara y cuello—. ¿Jane estaba llorando? —
preguntó ansiosa.
—No sé, creo que sí. A lo mejor lo imaginé —respondió, maldiciéndose
por bocazas.
Si no espabilaba —para perjuicio de su preciado joyero—, su tierna y
preocupada esposa iba a dejarlo con las ganas.
—Mi pobrecita, Jane —susurró la joven—. Voy a ir hablar con ella, debe
estar muy triste. Necesita una amiga. —Dejó de agarrar la cabeza de su
marido para empujarlo con suavidad de los hombros, haciéndole saber con
el gesto que quería que se moviera.
—¿Y qué hay de mí? —cuestionó Aidan sin darse por aludido a los
intentos de su esposa por liberarse de la cárcel de su cuerpo—, ¿no ves que
también sufro? —se pegó a ella, sin aplastarla.
Lady Isobel se mordió el labio al sentir la magnitud del sufrimiento de su
esposo contra su vientre.
—Pero si no hace mucho que te di tu remedio —dijo ella un tanto
sorprendida, sus mejillas casi explotando de vergüenza.
A pesar que desde hacía varios días compartían el lecho como marido y
mujer —y no solo para dormir—, todavía no se acostumbraba al grado de
intimidad que ya tenían y que se hacía más estrecho a medida que se
detallaban el uno al otro.
—Me temo, esposa, que mi sufrimiento es casi incurable. —Aidan bajó
la cabeza para besar los labios de la joven y ella se lo permitió—. Necesito
mi dosis con frecuencia para paliarlo un poco.
—¿Y si es la medicina la que no funciona? —preguntó ella medio en
broma, medio en serio, un poco insegura a causa de su falta de experiencia
en los detalles.
—Funciona, cariño, créeme —murmuró antes de servirse de su medicina
con la cuchara grande.

En Dublín, Sombra y el Cuervo estaban en una mesa del club, esperando


a que Neil “el rojo” se apersonara en el lugar. Su encuentro sería al día
siguiente, sin embargo, siguiendo sus instintos, el Cuervo decidió tantear el
terreno.
Tenían un par de horas ahí, alertas al movimiento del lugar. Había varias
mesas de juego diseminadas por todo el salón, una nube de humo que salía
de los puros encendidos de los jugadores le daba un aspecto neblinoso. El
olor del tabaco se mezclaba con el de los distintos licores que varias
mujeres —ataviadas con vestidos de pronunciados escotes—, servían a los
caballeros sentados a las mesas de juego. A estos olores se sumaba una
mezcla de perfume y sudor rancio que expelían todos los presentes.
—Ese maldito algo trama —siseó el Cuervo. No le quitaba la vista de
encima al conde de Pembroke, quien jugaba a las cartas con un par de
comerciantes y el conde de Abercorn.
En el tiempo que llevaban ahí, los jugadores habían ido cambiando, sin
embargo, los dos condes permanecían en la mesa de juegos sin importar
quien se sentara con ellos. El Cuervo era un hombre observador, por eso
pudo percibir que todos los jugadores que pasaban por esa mesa eran
mercaderes con los que Aidan ha tenido tratos alguna vez. Frunció el ceño.
Ese maldito conde maquinaba algo. Y Abercorn lo estaba ayudando.
Solo esperaba que el Rojo no estuvieran en el ajo o todo se iría a la
mierda. Neil tenía mucha información sobre las actividades de su capitán,
pues en su momento fue parte de la tripulación de “La Silenciosa”. Eso
hasta que Aidan tomó el control, arrebatándole la oportunidad de ser el
sucesor de su propio padre después de que Hades lo matara, erigiéndose
como el nuevo capitán. Aunque si bien han mantenido una buena alianza,
Cuervo siempre ha creído que el Rojo no ha superado del todo el no haberse
quedado con el navío y todo el poder que eso conllevaba; ser capitán del
Gehena incluido.
—Llegó el Rojo —apuntó Sombra, haciendo un gesto casi imperceptible
con la barbilla hacia el hombre de llamativo cabello rojo —característica
heredada de su padre y a la que, al igual que él, debía su apodo—, que
acababa de entrar por la puerta del club.
Tal y como sospechaba el Cuervo, Neil se sentó en la mesa de los condes.
Capítulo 18

Aidan despertó en la misma posición de los últimos días, con lady


Isobel aferrada a su pecho, rodeándolo con los brazos. La joven tendía a
dormir casi encima de él, como si quisiera asegurarse que permanecerá
junto a ella toda la noche. Y como si no estuviera ya lo suficientemente
enamorado, esa necesidad de ella de sentirlo, de arroparse con su calidez, lo
tenía cada vez más embobado. Se movió un poco para acomodarse mejor
sobre la cama y ella —igual que cada mañana— se movió con él,
anclándose a su cuerpo, emitiendo esos ruiditos de satisfacción que ponían
una tierna expresión en el rostro sonriente del tan temido pirata. Negó con
la cabeza. Su adorable esposa lo tenía hecho un blandengue; ya se parecía a
esos hombres que recitaban sonetos en los cuentos del Bardo.
Apoyó el codo en el colchón para recargar la cabeza sobre su mano. En
esa posición podía ver la cara salpicada de pequeñas pecas de su esposa,
esas que eran casi imperceptibles. Llevó su mano libre a los ensortijados
cabellos de ella para enredar uno de los mechones en su dedo índice; se
quedó un rato así, jugueteando con el pelo de la joven mientras la veía
dormir, disfrutando de la sensación de saberla junto a él. Suya. Protegida.
Bajó un poco la cabeza para depositar un suave beso en la coronilla de la
joven, disfrutando del aroma afrutado que este despedía. Le encantaba ese
olor dulce que le recordaba la primavera, le daban ganas de comérsela a
bocaditos para degustarla a conciencia.
Un balbuceo adormilado de ella le produjo un cosquilleo en el pecho.
Esos “te amo” que soltaba entre sueños tenían la facultad de volverlo más
imbécil de lo que ya se sentía por ella. La primera vez que la escuchó fue
aquella mañana en que amanecieron como marido y mujer con todas las
implicaciones que eso conllevaba.
Estaban acostados igual que ahora, con ella casi encima de él,
apresándolo con brazos y piernas, los suaves pechos de la joven contra su
torso. Piel contra piel. Una sonrisa satisfecha tiraba de su boca, los
recuerdos de las caricias compartidas calentándole la sangre que ya corría
furiosa por su cuerpo. Entonces, ese “te amo” susurrado provocó en él
emociones a las que todavía no se acostumbraba y a las que no estaba
seguro poder acostumbrarse nunca.
Aquella mañana la despertó con el peso de su cuerpo sobre el de ella, con
la huella de sus labios en la pálida piel de su cuello y su aliento sobre esa
boca que cada vez adoraba más. Y ella le había respondido, tímida,
avergonzada, pero con ese fuego que anticipó desde el principio que
habitaba en el corazón de su adorable sor Magdalena. Su esposa era
inexperta —gracias al Señor—, pero él ya se estaba encargando de instruirla
en cada maldito detalle dentro de su alcoba.
Pensar en la inexperiencia de su esposa y en la posibilidad de otro
hombre tocándola con la misma libertad que él, sublevó la parte más oscura
de su personalidad, esa que clamaba muerte y sangre para aquél que osara
acercarse a ella. Sí, gracias al Señor que era inexperta.
Sin saber por qué pensó en lord Grafton. El duque tenía ahora una esposa
a la que —por obra y gracia del Señor—, él no despojó de su virtud. Se
preguntó cómo reaccionaría de encontrarse en su lugar, si descubriera que
su monjita mantuvo relaciones extra maritales con alguien que no era él…
con su hermano. Apretó la mandíbula, imágenes del duque y lady Isobel
conociéndose bíblicamente poblaron su mente, enfureciéndolo. Poco o nada
le importaba que estas hubieran ocurrido antes de conocerse siquiera, tal y
como ocurrió entre él y Amelie, estaba seguro que él no sería nada racional.
Bajó la vista a los párpados cerrados de ella, su expresión serena, ajena a
la explosión de emociones que la suposición de ella en brazos del duque
acababa de provocarle. Respiró profundo, una, dos, tres veces hasta que
logró drenar su injustificada furia sobre algo que nunca sucedió ni sucedería
jamás. Gracias al Señor, porque no sabía qué habría hecho con el infeliz que
hubiese llegado a ese puerto antes que él.
Lady Isobel suspiró entre sueños, moviéndose un poco para acomodarse.
El roce de la suave y sonrosada mejilla de ella contra el latido de su corazón
tuvo la potestad de apaciguar al Hades en su interior que bramaba por salir.
Lady Isobel lo tenía a su merced. Una mirada, una sonrisa, un suspiro,
cualquier gesto bastaba para que él olvidara lo que sea que estuviera
haciendo antes. Lo mismo podía estar impartiendo el más brutal de los
castigos que él acabaría indultando al desgraciado. No existía nada que no
hiciera por ella, por verla feliz, porque lo mirara con sus hermosos ojos
verdes rebosantes de ternura, de amor. Hecho que ya sabía, pero que
constató la noche anterior cuando regresó de supervisar las bodegas.
Aidan entró a la habitación de su esposa, esa que desde el día de su
matrimonio ya no era usada como alcoba sino como salita de lectura. A
lady Isobel le gustaba leer junto a la ventana, con la luz del sol besando su
cara por lo que la escena de ella con un libro en las manos, absorta en las
letras de este, era la imagen que lo recibía todos los días. La doncella
permanecía junto a ella, escuchándola y, en algunas ocasiones, leyendo. La
primera vez que las encontró en su tarde de lectura se sorprendió de ver a
Jane con el libro en las manos leyendo para lady Isobel. Su esposa la
interrumpía cada tanto para corregirla en alguna palabra y luego la ponía a
que la escribiera, así supo que estaban practicando las habilidades de lectura
y escritura de la muchacha.
La encontró sentada en el sillón, el libro abierto sobre su regazo, su
mirada extraviada en el paisaje al otro lado del cristal. No había rastro de la
deslenguada por ningún lado. Extrañado de que estuviera sola y de que no
se había percatado aún de su presencia, caminó hasta pararse junto al sillón.
—¿No hay un beso de bienvenida para tu esposo? —habló él,
inclinándose un poco para dejar sus rostros a la misma altura.
Fue ahí, con las mejillas de la joven a un suspiro de distancia, que
percibió las lágrimas que bajaban por estas.
—¿Qué pasa, sor Magdalena? —inquirió con voz suave, ese timbre
dotado de dulzura que solo ella era capaz de originar en él—. ¿Por qué estás
llorando? —Recogió una lágrima con el dedo índice, augurando un destino
funesto para quien quiera que fuera el causante de la humedad en las
mejillas de su esposa.
—Yo… no es nada… —sollozó ella.
—¡Y un cuerno no lo es! —masculló al tiempo que la alzaba del sillón
para tomar su lugar y acomodarse con ella sobre las piernas.
—Solo abrázame, ¿sí? —pidió ella colgándose de su cuello, su cara
oculta en la garganta de Aidan.
Y eso hizo él. La sostuvo contra su cuerpo, rodeándola con sus brazos,
brindándole su calor hasta que los sollozos no fueron más que suspiros.
Escuchó la suave respiración de ella, acompasada a los latidos de su
corazón. Besó su frente, justo donde nacía su cabello, preguntándose el
motivo de su tristeza. Se quedó un ratito así, con ella dormida en su regazo
y luego la llevó hasta la cama que compartían en la alcoba de él; la
habitación de los señores del castillo. Ahí la arropó con las mantas,
dejándola cómoda y calentita salió en pos de la doncella lengua larga, en
busca de respuestas.
La encontró en la cocina bebiendo chocolate con la cocinera y su hija.
—Sal —ordenó desde la puerta de la cocina.
Las tres mujeres pegaron un respingo al escucharlo, sobre todo Jane pues
milord Hades andaba tan contento esos días que era una rareza escucharle
ese tono de voz que acababa de usar. Se bajó del banco de madera en que
estaba sentada y siguió al capitán fuera de la cocina.
—¿Qué sucedió esta tarde? —cuestionó Aidan apenas la tuvo frente a él,
los brazos tensos colgaban a sus costados.
—¿A qué se refiere? —Jane lo miró confusa.
—Encontré a mi esposa, sola —recalcó la última palabra, achacándole el
hecho a la doncella—, con la cara bañada de lágrimas.
La expresión de Jane se tornó preocupada ante las palabras del capitán.
—Milady me pidió que me retirara —dijo la muchacha pasados unos
segundos—. Debí suponer que el hablar de su familia la entristecería —
continuó más para sí que para que la escuchara él.
Aidan maldijo para sí. Sabía que en algún momento las circunstancias lo
llevarían ahí, pero no esperaba que fuera tan pronto.
—¿De qué hablaron?
—De lady Emily. —Jane miró al suelo un instante y luego lo miró a los
ojos—. Milady extraña a su madre, a pesar de que la condesa siempre
demostró una obvia preferencia por la casquiva… por la duquesa —
rectificó enseguida—, pero eso a milady nunca le ha importado. Es tan
noble que cuando se enteró que su madre se había gastado toda su dote en
llevar una vida que ya no se podían costear, le dijo que no se preocupara,
que ella no pensaba casarse nunca y no la necesitaba.
Aidan apretó las manos en puños. Desconocía ese detalle, sin embargo,
dado que a él lo que le sobraba eran monedas no necesitaba de ninguna
dote; por el contrario, ya se encargaría él de llenarla de lujos y riquezas, de
vestirla con las mejores telas y de adornarla con las más hermosas gemas.
—¿Qué más hablaron? —preguntó tras unos segundos en los que la
doncella se quedó callada, con la mirada extraviada en algún punto tras él.
—Milady teme que su madre no le perdone haberse enamorado de usted.
Aidan no necesitó que la doncella le aclarara el motivo. La condesa viuda
veía con buenos ojos que la embustera de Amelie se casara con el amor
secreto de su hija mayor, pero no que esta lo hiciera con el ex prometido de
la menor.
Vieja hipócrita.
—Pero más que a nada —continuó Jane, ajena a sus pensamientos sobre
la condesa viuda—, teme no volver a verla nunca. —La doncella lo miró,
transmitiéndole con los ojos lo que no le dijo con la boca. Su esposa quería
visitar a su madre y él era el único que podía cumplirle ese deseo.
—Puedes irte —le dijo antes de darse la vuelta para regresar junto a lady
Isobel.
En la habitación, luego de asearse y cambiar su ropa por una muda
limpia, buscó el camisón de ella. Cuidando no despertarla le quitó las
incómodas prendas que vestía —corsé incluido—, y le colocó el camisón
con el que solía dormir. Si por él fuera la habría dejado así, con sus
atributos libres de la prenda, al alcance de su piel, sin embargo, sabía que
cuando despertara al día siguiente se sentiría muy avergonzada, motivo por
el que se guardó sus deseos. La educación recibida por ella todavía no le
permitía desinhibirse por completo y de él dependía que se sintiera cómoda
con él en todo momento.
Se tumbó junto a ella bajo las mantas y la atrajo hacia sí, envolviéndola
en la protección de sus brazos. Acurrucado junto a ella, se quedó dormido,
con la certeza de que no necesitaba nada más en su vida.
Era de madrugada cuando una suave caricia sobre su pecho lo despertó.
Adormilado y con la visión enturbiada observó el dedo de su esposa que
trazaba pequeños círculos sobre la firmeza de su torso.
—¿No puedes dormir? —preguntó rozándole la mejilla, su voz profunda
enronquecida por las horas de sueño.
—Me dormí muy pronto, es por eso —dijo ella sin mirarlo, sus ojos
puestos en las figuras imaginarias que dibujaba sobre la piel de él.
Aidan percibió su tono apocado, con ese tinte de tristeza que le
apretujaba el corazón. Maldijo para sí. Dejó de deslizar el pulgar por su
mejilla para elevarle el rostro hacia él, quería mirar el brillo de sus ojos
verdes bajo la tenue luz que desprendían las casi moribundas llamas de la
chimenea. Quería que ella viera su mirada cobalto, oscurecida de anhelo por
ella.
—Ahora ya estamos despiertos los dos —apuntó, la voz ronca por
motivos ajenos a su reciente despertar—, pero conozco una manera muy
eficaz de agotarnos hasta caer rendidos… —insinuó con una sonrisita
perversa que acaloró a lady Isobel.
—¿Estás seguro que funciona? —cuestionó ella, atreviéndose a posar sus
labios en la mandíbula de él.
—Como que el sol alumbra el cielo cada mañana, esposa. —Inclinó la
cabeza en busca de la boca de la dama.
—En ese caso… —musitó ella, ya contra los labios de su esposo.
Tras esas palabras, Aidan se entregó con ahínco a la tarea de demostrarle
la eficacia de su método; con excelentes resultados, por cierto. Estaba por
quedarse dormido cuando decidió que organizaría un viaje hasta Cornualles
para que su esposa viera a la condesa. Decisión que ahora, a la luz de la
mañana, se le antojaba un incordio; necesario, pero incordio al fin. Sin
embargo, caminaría esa senda con tal de evitar las lágrimas de su esposa. Si
de él dependía, ella no tiraría ni una lágrima más en toda su vida.

La campiña inglesa comenzaba a despedirse de la calidez de la


primavera. Desde la ventana de su habitación ducal, lady Grafton observaba
a la fría lluvia bañar los parterres de Grafton Castle. Dentro de pocos días
harían nueve semanas de aquél día. Ese en que concibió el ser que ahora
habitaba en su vientre. La noticia sobre su estado de gestación se la había
dado el médico de la duquesa esa mañana. Tras el abatimiento crónico que
sufrió por la desaparición de su hermana —excusa que esgrimió ante todos
para su ánimo alicaído—, su madre y la duquesa viuda estaban atentas a
cada cambio en su rutina, fue por eso que notaron su debilidad física, así
como los frecuentes dolores de cabeza que comenzaron a aquejarla en la
última semana.
Ese día la duquesa viuda insistió en que su médico la revisara, lo cual
hizo poco después de la hora tercia. La revisión del galeno dictaminó que
estaba encinta. La noticia había creado una gran algarabía en las futuras
abuelas, quienes comenzaron a hacer todo tipo de planes para el probable
heredero; no así la madre. El diagnóstico del médico no supuso motivo de
alegría alguno para la duquesa, sin embargo, tampoco sabía qué sentía. Ese
bebé era su hijo. A pesar de las circunstancias en que fue concebido seguía
siendo parte de ella. Una lágrima escurrió por su mejilla, pero no la limpió,
la dejó ahí, sin importarle la marca que dejaría cuando se secara al aire.
Fuera la lluvia continuaba, pero ella no la veía. Su mente estaba en esa
misma habitación nueve semanas atrás, en aquella noche que marcó su vida
para siempre.
Lord Grafton estaba en la puerta de la habitación de su duquesa. Acababa
de recibir las felicitaciones de su madre por la buena nueva. Un hijo. Su
esposa iba a darle un hijo. El corazón le había brincado emocionado por la
noticia, sin embargo, la emoción pasó a segundo plano en el momento que
recordó la manera en que fue concebido.
¿Lo querría Amelie? ¿Lo despreciaría por ser producto de… de…?
Señor, no quería siquiera pensar que lo ocurrido ahí semanas atrás haya
sido… No, él no la había forzado. ¡Por amor al Señor ella era su esposa!
¡Tenía todo el derecho de reclamarle sus deberes conyugales!
«Por favor, no quiero. No me obligues», evocó en su mente la voz de la
duquesa. Apretó las manos en puños, el recuerdo del rostro mojado por las
lágrimas de su esposa acrecentó el dolor en el pecho que lo ha acompañado
desde esa noche.
—Nos casamos hace dos meses y no hemos consumado nuestra unión.
¿¡Qué clase de matrimonio somos!? —le contestó él en aquél momento,
casi a gritos.
—No me obligues, por favor.
—¿Tienes miedo? ¿Es eso? —había preguntado, buscando una
justificación a su negativa.
Un gesto afirmativo con la cabeza fue todo lo que necesitó para calmarse,
no obstante, no claudicó en su intención de consumar su matrimonio en ese
instante. Puso todo su empeño en llevarla a ese punto en que la mente
dejaba de funcionar y el cuerpo actuaba por instinto, sin embargo, para su
mala fortuna su mente lo consiguió antes que ella. Ver que comenzaba a ser
receptiva a sus avances y que incluso disfrutaba con estos, azuzó su pasión,
olvidando que estaba tratando con una dama inocente. Su instinto tomó
posesión de sus acciones, cerró ojos y oídos al llanto de su esposa y no
atendió sus suplicas cuando transgredió esa parte de su ser en la que nadie
estuvo antes y el dolor la desgarró por dentro.
Cuando la nube de deseo no era más que una débil neblina, vio con
horror el rostro bañado en llanto de su esposa. Tambaleante se había
retirado, liberándola de su peso. El rastro de sangre en su propio cuerpo le
abrió los ojos a la atrocidad que acababa de cometer con la mujer que
amaba.
—Amelie, mi vida… —había intentado tocarla, brindarle un poco de
consuelo, pero ella no se lo permitió.
—Déjame sola, por favor —pidió ella.
Y él lo hizo. Al día siguiente había regresado a Londres. Antes de irse
intentó hablar con ella, disculparse, quería arreglar la situación, explicarle
que lo ocurrido no sucedería jamás otra vez, pero ella no se lo permitió.
—Ruegue al Señor que haya quedado encinta anoche, excelencia —le
dijo ella, estaba sentada en el mismo lugar que ahora, también con la mirada
fija en el paisaje tras la ventana.
El trato de cortesía usado por ella lo hirió.
—Amelie, cariño. —Dio un par de pasos dentro de la habitación,
tragándose el dolor que le causó la frialdad de ella—. Perdóname, por favor
—insistió, parándose en medio de la alcoba, sin atreverse a ir más allá.
—Déjeme sola, por favor.
Esa fue su despedida. Lo último que hablaron hasta ese momento en que
iba a buscarla a causa de su estado de gravidez. Tenía ya poco más de un
mes en el castillo, no obstante, ella se había entregado a la tarea de evitarlo
recluyéndose en su alcoba, abandonando cualquier estancia en la que él
estuviera presente. Y por supuesto, todavía no intentaba buscarla en el
lecho. Se maldecía mil veces por haberse dejado arrastrar, por no haber sido
más delicado, por no darle una maravillosa primera experiencia. Negó con
la cabeza. Debía enmendarse, encontrar la manera de que ella lo perdonara,
de vencer sus más que justificados temores.
Avanzó a través de la estancia hasta el sillón donde ella estaba sentada.
—Ruegue al Señor que sea un niño, excelencia —habló ella,
sorprendiéndolo.
—Amelie…
—Porque no tendrá otra oportunidad de tener un heredero —continuó
lady Grafton sin desviar su atención de las gotas de lluvia que golpeaban el
cristal de la ventana.
—¿Cómo te sientes? —preguntó en lugar de responder a su afirmación.
—¿En verdad quiere saber la respuesta, su gracia? —cuestionó ella con
un tinte irónico que le escoció el pecho al duque.
—Mi vida, por favor. —Lord Grafton se agachó a su lado sin llegar a
arrodillarse—. Cometí un error, debí ser más delicado, pero te prometo
que…
—No necesito sus promesas, excelencia.
—Yo quiero dártelas —insistió él—, eres mi esposa, mi duquesa y…
Lady Grafton movió la cabeza para mirarlo, silenciándolo un instante.
Sus ojos carecían de esa chispa coqueta que lo atrajo desde que se volvieran
a ver en Londres. Parecía desvalida, sin rumbo.
—¿De qué me sirve todo eso ahora? —cuestionó antes de regresar la
mirada a la ventana.
—Y te amo —continuó él, obviando sus palabras, tomándola de las
manos.
—Pero yo a ti no.

En Dublín, el Cuervo, Bardo y Sombra mantenían vigilados los


movimientos de Pembroke, Abercorn y el Rojo. Tenía tres días en la capital
irlandesa y la tarde anterior se reunieron con Neil, sin embargo, desde que
lo descubrieran en tratos con Pembroke no se fiaban de sus intenciones.
Mucho menos después de su encuentro con este.
—¿Por qué no vino su temible capitán? —les preguntó después de
exhalar el humo del puro que fumaba. Estaban en una de las estancias
privadas de “La mesa redonda”, el club de caballeros del que el Rojo era
dueño junto con Abercorn.
—Tenía otros asuntos que atender —respondió el Cuervo, parco.
—¿Más importantes que nuestra negociación? —Chasqueó la lengua,
disgustado—. Si no lo diera por imposible, diría que se trata de una mujer.
A menos que… —calló a propósito, en espera de que alguno de los dos
presentes picara el anzuelo, no obstante, para su desgracia tanto el Cuervo
como Sombra eran muy pacientes; lo miraron si decir nada, en espera de
que terminara su frase—. En fin —continuó segundos después—,
desafortunadamente lo necesito a él para cerrar el trato. No es nada
personal, pero este tema debo hablarlo con él, tal y como ya les había dicho
su mensajero.
Amos hombres asintieron, recordando a Sharky, el pirata que enviaron de
avanzada para que verificara el puerto y quien regresó a la isla con el
mensaje del Rojo. Motivo por el que le insistieron a Aidan que dejara la
isla. La negativa de él, a la luz de los tejemanejes del Rojo, les parecía un
regalo del cielo. Alguien debía estar cuidando de él allá arriba.
—Entendemos su postura —intervino Sombra—, sin embargo, me temo
que no tendrá otra opción por el momento.
—En ese caso… —Neil se levantó al tiempo que apagaba el puro contra
el recipiente de cobre destinado para ese fin—. Espero que logren vender su
mercancía.
Salió de la sala con el sonar de sus zapatos de tacón acompañándolo por
todo el pasillo.
—No hay duda, Cuervo —comentó Sombra levantándose también—. Esa
rata está metida en una conspiración en contra del capitán.
—Vamos. —Cuervo abandonó la silla en que estuvo durante la reunión
—. Debemos vigilar a esos tres.
—Y avisar al capitán —añadió Sombra siguiéndolo para salir del lugar.
Cuervo asintió, dándole la razón; era imperativo enviar un mensajero
para advertirle a Aidan.
El mensajero partió esa mañana en otra de las embarcaciones de Aidan,
un bergantín rápido y de fácil maniobra. Este había seguido a “La
Silenciosa” en su travesía desde Skye hasta Dublín, como apoyo ante
cualquier ataque. Habrían preferido zarpar en “La Silenciosa”, no obstante,
este era más lento debido a su tamaño y a la carga que tenía en sus bodegas.
Además, hacerlo sería guiar a los enemigos del capitán hasta su escondite.
Era mejor mantenerla en el puerto mientras simulaban buscar compradores
para sus mercancías.

En la isla, ajenos a los tejemanejes que se hilaban en Dublín, los condes


de Euston tuvieron su primera pelea de casados. Estaban a escasos siete días
de cumplir un mes como marido y mujer en todos los aspectos. Lady Isobel
estaba junto a Jane y Molly —la cocinera—, muy emocionada planeando
un momento especial para ambos cuando él entró a la cocina como un
vendaval, azote de puerta incluido.
—¡Salgan! —bramó a las mujeres, su mirada enfurecida fija en su
esposa.
Ambas brincaron en sus asientos cuando lo escucharon. Molly se
apresuró a obedecerle, no así Jane que demostró su lealtad a lady Isobel
parándose junto a ella.
—¡Sal de aquí sirvienta entrometida o no respondo! —ladró acercándose
un paso, la vena en su cuello palpitaba con fuerza.
Jane iba a rezongar, sin embargo, lady Isobel percibió que algo muy
grave acababa de ocurrir y que no era el momento para echarle más leña al
fuego. La tomó del brazo, gesto que la doncella ya conocía.
—Espérame en mi habitación, por favor —le susurró antes de soltarla.
La muchacha acató la orden y se retiró, sin privarse de echarle malos ojos
a milord Hades.
Apenas se quedaron solos Hades explotó.
—¿¡En qué estabas pensando, mujer insensata!? —bramó, sus puños
golpearon la enorme mesa, descargando su rabia en esta.
—Cálmate, por favor —habló ella, temblorosa, sin comprender el motivo
de su enojo.
—¡No me pidas que me calme! —otro golpe a la mesa—. ¡No cuando mi
esposa fue al pueblo sola! ¡un pueblo habitado por piratas! ¡hombres sin
escrúpulos, violentos! ¡Y te fuiste sola!
—Fui con Jane —musitó angustiada. La ira de Aidan era algo a lo que no
estaba acostumbrada.
—¡Valiente compañía! —ladró él, pensando en el castigo que impondría
a la doncella por solapar las insensateces de su mujer.
—Ella no quería, pero le dije que iría sola si no me…
Aidan dio otro golpe a la mesa. ¡Y todavía le decía que habría ido sin la
doncella! No sabía a quién iba a despescuezar primero, si a la doncella por
no mandar a avisarle o a ella por ingenua. Azotó la palma de la mano en la
mesa.
—¡Deja ya de golpear! —pidió ella, sus manos cubriendo sus oídos.
Aidan la miró y así como el agua apagaba la llama, el rostro angustiado
de ella extinguió su furia, quedando apenas unas pequeñas ascuas. Maldijo
entre dientes, odiaba causarle esa reacción. Respiró profundo un par de
veces y luego se acercó a ella para abrazarla.
—Perdóname, no debí gritarte —murmuró contra su coronilla.
—No me gusta que te comportes así. —Lady Isobel pegó la mejilla al
pecho de Aidan, sus brazos lo rodeaban.
—Lo sé, es solo que saberte sin protección en medio de mis hombres…
—Lo lamento. No pensé que sería peligroso.
—Ah, mi tierna e ingenua esposa —dijo él, resignado.
—Creí que por ser tu esposa me respetarían, que nadie se atrevería a
lastimar a la mujer de Hades, el pirata más terrible que ha navegado por
estos mares.
—¿Te estás burlando de mí, esposa? —La risita de ella fue todo lo que
necesitó para confirmar su suposición—. Cuidado, milady, este pirata puede
ser muy feroz cuando se lo propone. —El susurro ronco de él, envió oleadas
de calor por todo el cuerpo de la joven.
—¿Qué…? ¿qué tan feroz? —cuestionó ella, atreviéndose a dejar
pequeños besos en la porción de piel que asomaba en su camisa
entreabierta.
—Muy feroz.
Aidan apresó la cabeza de lady Isobel con sus manos antes de tomar su
boca en un beso voraz y demostrarle cuan feroz podía ser sin importar el
lugar o la hora del día.
Capítulo 19

Rowena se alejó de la ventana desde la que miraba la calle. Estaba


harta de permanecer recluida entre las paredes de la posada. Cinco días
hacía que Sombra la dejó en esa habitación sin más protección que el
hombre que dormía en la habitación contigua. A pesar de que deseaba salir
de la posada y recorrer las calles de Dublín no era ninguna tonta. Esa zona
de la ciudad estaba atestada de malhechores y su aspecto llamativo no le
permitía pasar desapercibida.
Caminó de vuelta a la ventana, hastiada. Mientras ella se quedaba ahí
metida, aburriéndose, la maldita rubia debía estar disfrutando de las
atenciones de Aidan. El pensamiento le agrió el semblante. Esa desgraciada
iba a pagarle muy caro lo que le hizo. Ya ni siquiera podía contar con el
saquito de monedas que Aidan le enviaba. Agradecía que por lo menos no
le quitó la casa porque sin un techo sobre su cabeza su situación pasaría de
precaria a crítica. Iba a retirarse otra vez de la ventana cuando en la calle
alcanzó a ver la figura de un hombre que conocía muy bien. Su último
protector estaba ahí, en Dublín. El corazón le batió fuerte en el pecho.
¡Señor, estaba salvada!
No pensó en nada más que alcanzarlo así que corrió hacia la puerta y
salió al pasillo. Bajó las escaleras a prisa, cada segundo importaba en su
carrera por hablarle antes de que se perdiera calle arriba.
Llegó al vestíbulo de la posada con el pecho agitado, sin embargo, no se
detuvo. Tras ella le pareció escuchar los pasos apresurados de su guardián,
pero siguió corriendo hasta salir de la posada y correr en la dirección en la
que caminaba su antiguo protector. El conde era su última esperanza. Si
lograba que la aceptara de vuelta tendría la vida resuelta, por lo menos hasta
que este se cansara de ella y necesitara de otra, lo cual veía casi imposible
pues el lord no tenía preferencia por las mujeres; Lord Pembroke prefería a
los de su sexo y entre más jóvenes, mejor.

Sombra, que seguía a Pembroke a una prudente distancia, vio el


momento exacto en que Rowena lo tomaba del brazo y luego se aferraba al
cuerpo del lord como si su vida dependiera de ello. Detuvo su andar para no
descubrirse ante la mujer, sin embargo, se sentía muy intrigado por el
efusivo saludo con que la ex amante del capitán interceptó al conde. ¿De
qué lo conocía? La situación se complicaba cada vez más para Aidan y
mucho se temía que la pelirroja tendría un papel determinante en toda esa
conspiración.
Torus apareció calle abajo para llevarse a Rowena de regreso a la posada,
pero le hizo una seña que este captó de inmediato. El pirata se mantuvo en
un segundo plano, atento a la plática de la pelirroja y el hombre para
después informarle a Sombra.

En Grafton Castle la situación marital de los duques comenzaba a ser


tema de conversación entre los sirvientes. Rumores que la duquesa viuda se
vio en la necesidad de acallar, sin embargo, el hecho de que los actuales
duques ni siquiera compartieran la mesa llamaba la atención de todos los
miembros del personal. La separación de dormitorios era algo habitual en la
nobleza, así que el que tanto lord Grafton como lady Grafton tuvieran sus
propias habitaciones no era motivo de habladuría, no así la frialdad con que
se trataban. Como en ese momento en que ambos se veían obligados a
mantenerse uno al lado del otro, con la mano de ella en el brazo de él.
—Iré a visitarla pronto, madre —se despidió lady Amelie de la condesa
viuda.
Lady Emily estaba parada al pie de la puerta abierta del carruaje que la
llevaría de vuelta a su casa en Marazion.
—Estaré de regreso enseguida, cariño —respondió la condesa viuda,
mirándola con ternura—. Me voy porque debo ocuparme de la casa, pero en
cuanto termine mis asuntos vendré a acompañarte.
—Mi administrador está a su disposición, milady —intervino el duque,
muy tieso al lado de lady Amelie.
—Se lo agradezco, excelencia, pero no es necesario. —Lord Grafton
aceptó la decisión de la condesa viuda con un movimiento de la cabeza.
—No tardes mucho, madre —pidió la duquesa, soltándose del agarre de
su esposo para abrazarla.
—Te quiero, mi niña —susurró lady Emily antes de desbaratar el abrazo
para subir al carruaje ayudada por el duque.
Lord Grafton cerró la puerta del vehículo y se retiró un par de pasos.
Aguardó a que este emprendiera la marcha para regresar al interior del
castillo, sin molestarse en esperar a su duquesa ni ofrecerle su brazo.
Circunstancia que a lady Grafton, lejos de molestarle, la alivió. Tras su
confesión dos días atrás, el duque se mostraba distante, frío incluso. Ella
agradecía en silencio que no intentara acercársele más. Al principio de su
relación llegó a sentir afecto por él, creyó que podría enamorarse del atento
y caballeroso lord Grafton, pero Aidan apareció el día de su boda,
desbaratándole los planes de futuro que tenía con él.
Luego que este huyera con Isobel, ella entró en una especie de letargo del
que poco a poco logró salir hasta que la resignación de que su amor por
Aidan no tenía futuro llegó a su corazón. La vida se había encargado de
devolverle la canallada que, sin desearlo realmente, le hizo a su hermana.
Se casó con el hombre que Isobel amaba y ahora ella lo estaba con
Aidan.
Desechó ese pensamiento. Estaba decidida a olvidarse de él. Incluso
estuvo dispuesta a abrir su corazón al duque.
En el tiempo que lord Grafton pasó en Londres extrañó sus
conversaciones y paseos, así que verlo aparecer tras suspender la búsqueda
de su hermana supuso un consuelo para su dolorido corazón. Fue entonces
cuando decidió que intentaría enamorarse de su esposo, sin embargo,
todavía no se sentía preparada para convertirse en su esposa con todo lo que
esa posición conllevaba.
En esa ocasión prefirió quedarse en el castillo y no ir a Londres, donde él
intentaría consumar su matrimonio, pero ahora mientras veía la espalda de
su esposo desaparecer por las escaleras en dirección al ala familiar, intuía
que esa separación contribuyó a lo ocurrido aquella noche.
Él la amaba, se lo ha dicho en muchas ocasiones, la última esa tarde en
que le confesó que no le correspondía, por eso le creía cuando le pedía
perdón. Mientras subía las escaleras para ir a su alcoba, recordó el rostro
transformado por el dolor de él. Luego la rabia, esa cólera encarnizada con
que le pidió explicaciones. Ella había callado, negándole las respuestas que
exigía. Seguía dolida porque no escuchó su petición de esperar un poco
más, estaba segura que con un poco de tiempo ella misma se habría
entregado a él, quizás enamorada. No obstante, él les robó esa oportunidad
cuando la sedujo. Ella respondió a sus caricias, conocía la sensación, el
grado de placer que podría experimentar, pero cuando él finalmente le
arrebató la inocencia no estaba preparada para el agonizante dolor que la
sacó del influjo sensual en que él la tenía envuelta. Suplicó, pero él no la
escuchó. Cuando por fin lo hizo era demasiado tarde.
Sí, era tarde para ellos. Ella no le perdonaría lo ocurrido y él, si se
enterara de su amorío con Aidan, tampoco la perdonaría.

Lord Pembroke miró a su antigua amante sin poder creer todo lo que le
contaba. Estaban en su habitación de la posada, donde la había llevado
después de su inesperado encuentro cuando él se dirigía a su cita con
Abercorn y el Rojo.
Rowena lo dejó pocos meses después de iniciado su arreglo; uno en el
que los dos salían beneficiados, pero ella lo rompió para ir detrás del amor
de otro hombre. Tal hecho no le habría supuesto ningún problema si los
rumores sobre sus inclinaciones no fueran cada vez más sonados. Todo
hombre de la nobleza —casado o no—, mantenía una amante y el que
alguien como él, soltero y rico, no lo hiciera solo contribuía a acrecentar las
habladurías sobre sus peculiares gustos.
Buscar otra mujer que estuviera dispuesta a servirle de tapadera y guardar
el secreto no era una opción, pues encontrar a Rowena fue toda una odisea;
tardó demasiado tiempo y su reputación lo resintió. Debía casarse.
Fue en una de las tantas tertulias a las que asistió —en busca de alguna
damita casadera a la cual cortejar—, donde escuchó sobre el reciente
matrimonio del duque de Grafton con la hija menor de su antecesor.
Recordó que el fallecido conde tenía dos hijas y si la menor ya estaba en
edad casadera, la mayor también debía estarlo. Esa noche se dio a la tarea
de investigar un poco al respecto, confirmando su suposición. Sabía que la
situación económica de la condesa viuda y sus hijas no era la mejor, pues la
mujer malgastó el dinero que su tío les dejó a través del marqués de Bristol.
Más de una ocasión estuvo tentado en hacerles una visita e interesarse por
ellas, no obstante, la vida llena de vicios y placeres que llevaba gracias a las
riquezas heredadas con el título no le dejaban tiempo para hacer un viaje
hasta Cornualles. Viaje que realizó dos días después de enterarse del
matrimonio del duque de Grafton; un matrimonio era el mejor método de
acallar las habladurías sobre sus inclinaciones. ¿Y qué mejor que una
muchachita inocente sin posibilidades de casarse?
—Primero la zorra de Amelie y ahora…
—¿Amelie has dicho? —interrumpió el conde a la pelirroja, volviendo
por completo de sus cavilaciones.
—Sí. Ese es el nombre de la maldita que engañó a Aidan y se casó con
un duque.
Lord Pembroke estalló en carcajadas sin poder creer lo afortunado que
era.
—¿Estás segura? —cuestionó a la mujer tras calmar su euforia.
—Por supuesto.
—¿Llegaste a verla o solo conoces su nombre?
Rowena se dispuso a describir con pelos y señales el aspecto de lady
Grafton.
«Es ella, no cabe duda», pensó el conde. Tenía en sus manos una
información que haría que el duque cambiara por completo su postura
respecto al rufián que tenía por hermano.
«Veremos si sigue defendiéndolo cuando lo sepa», añadió en sus
adentros.
Decidió que se guardaría esa información de sus socios. Enviaría a
Rowena a Londres donde podría fungir como su amante mientras él trataba
de recuperar a su futura esposa.

Cerca de la posada de Pembroke, el Bardo, Sombra y el Cuervo


compartían la información recabada en esos días. Gracias a sus pesquisas
sabían que Neil planeaba entregar a Aidan a la marina real acusado de
piratería, todo a instancias del conde de Pembroke. Al parecer, este era buen
amigo de Abercorn, quien se mostró presto a ayudarlo. Por primera vez
agradecieron la cabezonería de su capitán, de no ser por eso estaría ahora
mismo a punto de ser colgado. Solo lamentaban haberle enviado ese
mensajero, conociéndolo, era capaz de apersonarse en Dublín para acabar
con el oportunista de Abercorn y la rata traicionera de Neil.
Tres días después de su descubrimiento, el bergantín que llevaba al
mensajero llegó a las costas de Skye. Aidan estaba en las bodegas cuando
Sharky llegó a informarle lo dicho por el Cuervo.
—¡Ese maldito desgraciado! —masculló mientras lo escuchaba relatarle
lo que sabía—. Prepara la goleta —dijo cuando este terminó—, zarparemos
al alba.
El pirata vio salir a su capitán de la bodega y enseguida se dispuso a
realizar los preparativos para volver a partir. La goleta era la cuarta
embarcación que poseía Aidan, la más pequeña y también la más rápida.
Solo era usada cuando la velocidad era prioridad sobre la capacidad de
carga; debido a su tamaño, eran necesarios menos hombres para manejarla.
Aidan llegó al castillo bullendo de rabia.
¡Ese conde malnacido quería sacarlo del camino y quedarse con su
esposa! Estaba seguro que a eso obedecían todas sus triquiñuelas. Quería
verlo balancearse en una soga y luego casarse con su mujer.
¡Con su mujer!
Subió las escaleras a zancadas, la puerta que ocultaba el tramo de caracol
cimbró el marco cuando la azotó al salir al pasillo que conducía a sus
habitaciones.
Lady Isobel estaba inclinada sobre su tocador escribiendo sobre una hoja
de papel cuando él llegó. Sobresaltada por su entrada intempestiva soltó la
pluma húmeda de tinta, manchando su escrito. Vio su expresión enfurecida
y por un momento pensó que ese debía ser el rostro que miraban sus
enemigos cuando estaba en batalla. Atravesó la estancia hasta detenerse
junto a ella, que lo observaba con ojos calmos, rebosantes de amor.
Aidan apretó las manos en puños, su respiración agitada daba buena
cuenta de la intensidad de su cólera.
Lady Isobel apoyó una mano en la madera de su tocador para levantarse
del asiento. Ya de pie, caminó el paso que la separaba de su esposo y lo
tomó de la mano.
—Ven, acuéstate un momento conmigo —lo jaló de la mano,
conduciéndolo hasta la cama.
Lo empujó con suavidad del pecho para que se sentara, luego se agachó
junto a él para quitarle las botas, pero él no la dejó. La asió por la cintura, la
colocó sobre sus piernas y la rodeó con su brazo, atrayéndola a su pecho.
Ella se colgó de su cuello, pegándose a él.
Se quedaron un rato así hasta que los latidos en el pecho de él batían a un
ritmo regular.
—Te amo, Aidan. —El pirata cerró los ojos, una hermosa calidez
deslizándose desde su corazón hasta cada parte de su cuerpo.
—Es la primera vez que me llamas por mi nombre sin decirme también
señor —murmuró, sus labios rozaban la frente de ella.
—Lo sé.
—¿Por qué nunca lo habías hecho?
—No lo sé.
Aidan sonrió ante sus parcas respuestas.
—Me gusta —dijo él.
—A mí también.
Ambos sonrieron, pero no volvieron a hablar hasta que ella intentó
levantarse.
—¿A dónde crees que vas? —cuestionó él, sujetándola con más firmeza.
—Quería que descansaras —respondió al tiempo que le acariciaba el
rastro de barba en la mandíbula.
—Estoy descansando.
—También quería cuidarte, abrazarte hasta que se te pasara el mal genio
—continuó ella; bajó la mirada, un tanto decepcionada por no haber
cumplido su deseo.
—Me estás cuidando, esposa.
—Pero si no hice nada. Ni siquiera me dejaste que te quitara las botas —
se quejó y Aidan sintió que se volvería un charco a los pies de ella,
derretido de amor.
—Mírame —pidió él, una de sus manos en su barbilla—. No necesito
que hagas esas cosas por mí, me basta con mirarme en tus ojos para que mi
alma encuentre la paz. —Acercó su rostro al de ella, acariciándole las
mejillas con la nariz—. Cuando me abrazas, me infundes la fuerza que
necesito. —Se alejó un poco para mirarla a los ojos—. Y cuando dices “te
amo, Aidan” me haces invencible —susurró contra su boca.
Lady Isobel se aventuró a tomar la iniciativa, tomando los labios de su
esposo en un beso cargado de ternura, dejó escapar las lágrimas de felicidad
que se acumularon en sus ojos, bebiéndoselas en cada beso.
—La amo, milady —musitó él entre besos—. Mi esposa, mi amor, mi
mujer —murmuraba, besándola con delicadeza, reverenciándola con cada
palabra—. Nadie te arrebatará de mi lado, nadie —decretó antes de perderse
en los placeres que su amorosa esposa le prodigaba.
Más tarde, cansados y relajados en brazos del otro, Aidan le informó
sobre su imprevisto viaje.
—Llévame contigo —pidió ella, estaba casi encima de él, aferrada a su
pecho.
Aidan calló. El pedido de lady Isobel era algo que se planteó y que
todavía no decidía. Por una parte, no quería exponerla a los peligros que
podría enfrentar, sin mencionar lo descompuesta que se ponía con el
movimiento del barco. Por otro lado, no quería dejarla sola, sin su
protección, a merced de un ataque.
—Aidan, por favor. —Los labios de la joven comenzaron un camino de
besos a través de su pecho, garganta y mandíbula.
—Es muy difícil negarte algo cuando me lo pides así —dijo él antes de
moverse para colocarla debajo de él, sus brazos sostenían el peso de su
cuerpo.
—¿Y si te digo que voy a extrañarte? —replicó lady Isobel, sonriéndole.
—Más difícil todavía.
—Y si te beso… —Acercó su boca a la de él, sin tocarla—. Te digo
cuánto voy a extrañarte y te digo que te amo…
—Se vuelve imposible —susurró, su voz grave, enronquecida.
Lady Isobel unió sus labios en un beso suave, amoroso, dotado de esa
ternura que hacía que el temperamental Hades pasara de ser un tigre
enfurecido a un gatito mimoso.
—Voy a extrañarte, esposo —habló ella en medio del beso.
—¿Qué tanto? —preguntó él, totalmente perdido en la caricia.
—Mucho —afirmó ella antes decir—: Te amo, Aidan.
El pirata intensificó el beso tras la declaración de su esposa. Bebiendo de
ella, constatando que no podría dejarla ahí, a merced de cualquier enemigo
que quisiera aprovechar su ausencia. En ningún lugar estaría más segura
que con él. La amaba demasiado y la extrañaría aún más si no la llevaba
consigo, tal como ella estaba demostrándole.
—Tramposa —acusó él, sonriendo contra los labios de ella.
—¿Funcionó? —inquirió, devolviéndole la sonrisa, sus ojos cerrados por
el beso compartido.
—¿Tú qué crees? —refutó él pegándose más a ella, mostrándole lo bien
que le funcionaban todas las partes del cuerpo.
—No me refiero a eso, descarado. —Lady Isobel le dio un golpecito en el
hombro, sus mejillas rojas de vergüenza.
—Tu lugar es junto a mí, Isobel —habló él, dejando de lado las bromas
—. Donde pueda velar por ti, cuidarte, asegurarme que nada ni nadie puede
dañarte.
—También quiero cuidar de ti.
—Cuidándote a ti misma es como si lo hicieras conmigo.
—¿De verdad?
—Eres lo más hermoso que tengo, esposa —afirmó mirándola a los ojos
—. Mi más grande tesoro, si tú estás bien, yo lo estoy.
—Y si tú lo estás, yo también lo estoy —apuntó ella—. Eres lo que más
amo sobre la tierra, si algo te sucediera… —La voz se le rompió, el dolor
de imaginar que algo malo le ocurriera le partía el alma en pedazos.
—Tranquila, mi amor. Nada va a pasarme.
—¿Me lo prometes?
—Con mi vida.
—No, con tu vida no —replicó la dama, abrazándolo con fuerza.
—Mi vida es tuya, esposa.
—Entonces yo me encargaré de cuidarla —resolvió lady Isobel al tiempo
que depositaba un sentido beso sobre esa parte del pecho de él donde podía
percibir el latido de su corazón.
—Es una promesa, amor mío —concluyó él antes de sellarla con sus
caricias.

Partieron al alba tal y como ordenó Aidan. En la goleta, además de los


tripulantes, iban lady Isobel y Jane. La doncella se había opuesto
terminantemente a dejar que su señora se fuera sin su compañía.
—¿Quién va a ayudarla cuando devuelva hasta las tripas por el meneo
del barco? ¿Quién va a defenderla del energúmeno cuando se ponga como
loco porque no quiere que le pegue el aire? —Había objetado Jane, cruzada
de brazos, el baúl abierto a sus pies.
—Yo puedo defenderme sola, querida Jane.
—Sí, claro, como ya tiene domado al tigre ya no me necesita —
dramatizó la doncella.
—Deja de hablar tonterías y démonos prisa o nos dejaran a ambas —
puntualizó lady Isobel, retomando su tarea de guardar las prendas que
llevaría.
Según le dijo Aidan, no regresarían pronto. Después de que arreglara sus
asuntos en Dublín irían a otro lugar.
—Por eso no se preocupe, milord Hades es capaz de posponer la salida
por usted.
Lady Isobel sonrió. Quizá Jane tenía razón y Aidan cambiaría el día de
salida, sin embargo, no quería comprobarlo. Al principio no había estado
muy convencido de que viajara con él, preocupado por su seguridad quería
guardarla en una cajita donde no le pegara ni el aire, como expresó Jane.
Por fortuna, logró persuadirlo apelando al apego que sentían el uno por el
otro.
Tras el tierno momento que vivieron en esa misma habitación —antes de
que volviera a las bodegas a supervisar el abastecimiento de la goleta—, él
había claudicado.
Y ahí estaba ahora, botada en la cama del camarote con el estómago
revuelto y un paño frío en la cabeza.
—Señor mío, creo que voy a morir —gimoteó, tenía los ojos cerrados, un
regusto amargo subía por su garganta.
—Tranquila, milady. Pasará pronto, todo es que se acostumbre otra vez al
movimiento —apuntó Jane, refrescándole el cuello y mejillas con otro
paño.
—¿Tú no te sientes mal?
—Solo un poquito.
—Ven, túmbate tú también. Hay espacio para las dos
—¿Acaso quiere que milord me saque a punta de latigazos por usurpar su
lado de la cama? —bromeó la muchacha.
—No seas exagerada. Mi esposo sería incapaz de hacerte algo así —lo
defendió ella, muy segura del hecho.
—Yo no metería las manos al fuego, esposa —habló Aidan desde la
puerta abierta. Estaba parado bajo el marco, por lo que la luz exterior no
permitía detallar bien su figura.
—Regreso más tarde, milady. —La doncella dejó el paño que usaba en
una bandeja que tenía sobre las piernas y se levantó para salir de la
habitación.
—Dame eso. —Aidan agarró la charola, que contenía un pequeño balde
con agua y el paño, cuando la doncella llegó a la puerta.
Jane lo miró mal. ¿Tanto trabajo le costaba formular una frase de más de
dos palabras? Siempre le hablaba con órdenes escuetas y casi siempre era
para correrla. Por eso se iba en ese momento, quiso ganarle el brinco y
evitar que la sacara del camarote de mala manera.
Aidan se hizo a un lado para que la muchacha pasara y luego cerró la
puerta tras ella. Caminó hasta la cama donde su esposa pasaba lo estragos
que la travesía provocaba en su cuerpo. Puso la bandeja en el suelo y ocupó
el lugar que dejó la doncella.
—¿Te duele mucho? —Aidan posó una mano sobre el estómago de su
esposa, sin apretar, solo transmitiéndole la calidez de su contacto.
—No, no tanto —respondió la joven, restándole importancia.
Si de ella dependiera andaría levantada para que no se diera cuenta de lo
mucho que le afectaba estar en altamar, para su desgracia, su estómago y
equilibrio no cooperaban; no le quedó más remedio que mantenerse en
posición horizontal por su propia voluntad antes de que el mareo lo hiciera
por ella. Aun así, no quería que él supiera lo mal que lo estaba pasando o
nunca más le permitiría acompañarlo a ningún viaje. Y ella no pensaba
quedarse meses sin su esposo mientras este navegaba por aguas peligrosas.
¿Dejaría algún día la piratería? se preguntó no por primera vez, sin
embargo, prefería no ahondar en ello. Pensar en que su esposo pudiera
lastimar a personas inocentes solo por robarlos… no, no pensaría en eso.
—No me mientas, sor Magdalena. La palidez de tu rostro te delata —dijo
él al tiempo que movía la mano del vientre a la mejilla de la joven.
—Ya te he dicho que no soy monja —replicó ella para desviar la
conversación.
—Pero eres llorona. Y pecosa —agregó, su pulgar acariciaba las
pequeñas manchitas.
—Amelie decía que mis pecas eran horribles y me ponía jugo de limón
para aclararlas —comentó ella al tiempo que abría los ojos para enfocar su
mirada en él.
—A mí me encantan tus pecas. —Acercó su cara a la de ella,
examinando cada manchita sobre las mejillas y nariz de su esposa—. No te
atrevas a dañarlas o me veré obligado a pintártelas con un tizón —le tocó la
punta de la nariz con el índice, juguetón.
—¿Un tizón? —Lady Isobel quiso reír de la ocurrencia de su marido,
pero el mareo no la dejó hacerlo a gusto.
—Cualquier cosa con tal de que sigas siendo mi sor Magdalena pecosa.
—A veces dices unas cosas tan bonitas…. —suspiró, una sonrisa
adornaba su cara pálida.
—La culpa es suya, milady.
—¿En serio?
—Puedes dudar de la salida del sol, esposa, pero nunca de mi amor por ti
—señaló con más rudeza de la que pretendía.
—Ya, gruñón, no te enojes. —Lady Isobel levantó el brazo para tocar la
mejilla de su esposo—. Jamás dudaré de ti ni de tu cariño —aseguró ella.
—¿Aunque las pruebas estén en mi contra? —cuestionó él, el corazón
golpeándole con fuerza en el pecho.
—Aun si todo el mundo estuviera en tu contra, yo seguiría creyendo en
ti.
—¿Y si fuera culpable? —La miró a los ojos, aguardando su respuesta
con el alma en vilo.
—Si fueras culpable… —Lady Isobel calló unos segundos, pensando
bien lo que diría—. Si lo fueras —continuó—, me bastará con que estés
arrepentido. El Señor perdona al pecador arrepentido, esposo.
Aidan sintió que algo muy profundo en su interior se quebraba. La última
capa que protegía su corazón acababa de caer, víctima del amor
incondicional de su esposa, dejándolo en carne viva a merced de ella.
—Gracias, amor mío. —Besó sus labios, saboreando en estos el gusto
salado de sus propias lágrimas.
Él —un bastardo huérfano—, tenía el amor de esta maravillosa mujer. Si
la merecía o no, ya no le importaba. Era suya, lo amaba, la amaba, ¿a quién
le importaba su oscuro pasado cuando tenía un futuro luminoso junto a ella?
—Te amo, Isobel. Más que a mi vida —pronunció entrecortado por las
emociones que experimentaba—. Y me voy a asegurar de que jamás quieras
irte de mi lado.
—¿Y si eres tú quien quiere que me vaya?
—Jamás, esposa. Yo jamás querré que me abandones —afirmó, su
mirada anclada en la de ella—, a menos que tu seguridad esté en peligro y
aun entonces no querré que lo hagas —aclaró.
—Pero me dejarías, ¿no es así? —cuestionó ella con marcada tristeza en
su rostro.
—Haré cualquier cosa si con eso te mantengo a salvo. —Aidan se tumbó
junto a ella y la rodeó con sus brazos para cobijarla contra su pecho.
—Prométeme una cosa —habló ella pasados unos segundos.
—Si está en mi mano…
—Prométeme que jamás pondrás mi seguridad por encima de la tuya.
—No puedo hacer eso, vida mía —musitó contra su frente, el pulgar de
su mano izquierda acariciaba la columna de su cuello.
—¿Por qué? —cuestionó lady Isobel retirándose un poco para mirarlo a
la cara.
—Porque mi vida no valdrá un penique si algo llega a sucederte.
—Pero no quiero que te sacrifiques por mí, nunca —declaró ella, los ojos
vidriosos, el malestar estomacal opacado por el dolor del corazón.
—¿Por qué estamos hablando de estas cosas? —preguntó él en un intento
por distraerla. Odiaba verla llorar.
—Eres un pirata, tienes enemigos —comenzó a decir ella, pero él la calló
con un roce de su boca.
—Soy Hades, el ejecutor de los mares… nada me pasará —susurró
contra sus labios.
—¿Dejarás algún día esa vida? —se atrevió a preguntar ella.
—Ya la he dejado, mi amor.
—¿Qué? —jadeó asombrada.
—Tengo suficiente riqueza para diez vidas, no necesito hacerme a la mar
de nuevo. No de manera ilegal, al menos.
—¿No me engañas? —preguntó, trémula.
—Me ofendes, esposa —refutó medio indignado, sin embargo, su ceño
fruncido no amedrentó a la joven.
La sonrisa de felicidad que lady Isobel exhibía en ese instante era el más
valioso botín que había adquirido en toda su vida. Se prometió que la haría
tan feliz que no iba a dejar de sonreír nunca.
Capítulo 20

La goleta en la que viajaban Aidan y lady Isobel llegó a las costas de


Dublín siete días después de que zarpara. No atracaron en puerto, hacerlo
sería anunciar a sus enemigos su presencia, cosa no pensaba hacer todavía.
Antes debía tomar todas las precauciones necesarias para instalar a su
esposa en un lugar seguro, a ser posible en tierra firme. Al parecer, el mar y
ella no se llevarían bien enseguida.
¡Y él que amaba pararse en el barandal de proa para experimentar el
azote del viento marino en su cara!
«Algún defecto debía tener», pensó sonriente mientras la veía ultimar los
detalles de su arreglo. Estaba parada junto a la cama, estirando y
acomodando las faldas de su vestido.
—No hay necesidad de tanto arreglo, milady —habló al tiempo que se
acercaba a ella.
—Saldremos a dar nuestro primer paseo, no querrás llevar a una
desaliñada de tu brazo, ¿verdad?
—Mientras seas tú, no me importa cómo vayas vestida.
—Pero a mí sí me importa —contestó mientras se daba la vuelta para
mirarlo de frente—. ¿Qué tal me veo? —Una sonrisa tímida asomaba en su
boca, acompañada del tenue rubor de sus mejillas.
Aidan miró sus cabellos peinados en un recogido, unos cuantos rizos
adornaban su cara. Unos pendientes pequeños brillaban en sus orejas, a
juego con el delicado collar de diamantes que descansaba sobre su pecho.
La chaqueta del vestido —de un rosa pálido con intrincados bordados de
hojas y flores en tonalidades verdes y purpuras—, se ajustaba a sus brazos y
a cada curva de su torso, curvas que él conocía bastante bien. La falda —
rosa y libre de bordados—, caía hasta sus pies, cubriendo sus suaves y
preciosas piernas.
Tragó grueso. No quería evocar las imágenes que su descarriada mente
insistía en proyectarle, pero le era imposible no pensar en la suavidad de su
piel o en lo que hacía con esas piernas cuando compartían más que besos.
Agitó la cabeza, no era el momento de fantasear con el cuerpo de su mujer.
Regresó la mirada al rostro de su amada. La belleza natural de su esposa
competía en fulgor con el de las gemas. Amaba que no usara esos polvos
para blanquearse el rostro que tanto auge tenían entre las mujeres de la
nobleza. Eran dañinos, sin embargo, a las nobles no les interesaba, seguían
usándolo en exceso. Y él continuaba comercializándolo en sus barcos; si
ellas querían usarlo, ¿quién era él para privarlas de este?
—Hermosa —afirmó acercándose un par de pasos para agarrarla por la
cintura.
Lady Isobel posó sus manos en el pecho firme de él, cubierto por una
camisa blanca y una elegante chaqueta vino.
—¿De verdad? —preguntó con un aleteo de pestañas, robándole una
pequeña carcajada a su marido con el gesto.
—Estás hecha toda una coqueta, esposa. —Aidan inclinó la cabeza,
acortando la distancia entre sus labios.
—¿Y qué tal lo hago? —Bajó la mirada, simulando timidez.
—Espero que no muy bien —musitó él contra su boca—, o me la pasaré
apuntando con mi pistola a todos los hombres que se atrevan a mirarte de
más.
Lady Isobel rio, desechando la amenaza de Aidan. Su esposo era celoso,
protector, pero estaba segura de que no heriría a nadie solo por placer o por
algo tan inocente como una mirada.
—¿Y qué hay de las mujeres? —El pensamiento llegó de pronto—.
¿Tendré que llevar también yo un arma para espantarlas? —cuestionó, el
medio de sus cejas se arrugó al ser consciente de lo atractivo que se veía su
esposo vestido como un caballero. Aunque, claro, él siempre lucía atractivo
sin importar la ropa que llevara encima.
Aidan, además de la camisa blanca y la chaqueta color vino, vestía unas
calzas de un tono café claro y unas oscuras botas altas. La chaqueta se
ajustaba a sus hombros y brazos, moldeando cada parte de su torso. El
cabello recogido en una coleta baja despejaba por completo sus varoniles
facciones.
—Puedes usar tu abanico, no me gustaría que te hirieras a ti misma —
comentó sin dejar de sonreír.
Lady Isobel frunció más el ceño, sin saber si Aidan hablaba en serio o
solo le estaba tomando el pelo.
—Tendrás que enseñarme a usar una, no puedo andar por ahí con un
esposo tan guapo sin más protección que un abanico.
Aidan echó la cabeza hacia atrás, su risa grave rebotó en las paredes del
camarote.
—No te burles. —Lady Isobel cruzó los brazos bajo su pecho, un tanto
indignada de que su marido no se tomara en serio su preocupación.
—Si no me burlo, amor mío —respondió, todavía entre risas.
—Sí, claro —bufó ella, al tiempo que giraba la cabeza hacia la izquierda
para no mirarlo, demostrándole su inconformidad.
—Te ves preciosa cuando te enojas. —Aidan la besó en la mejilla,
demasiado feliz como para hacer otra cosa—. Ven. —Tomó su mano para
pasarla por el hueco de su brazo izquierdo—. Salgamos antes de que mi
sufrimiento clame por su remedio.
Con las mejillas coloradas por lo que su esposo acababa de decir, lady
Isobel se dejó guiar por él.

La iglesia de San Michan[18], construida hacía más de seiscientos años y


reconstruida hacía cuarenta, era una edificación de piedra gris con una sola
torre y techos a dos aguas. Se ubicaba al norte del río Liffey, afluente que
atravesaba Dublín de oeste a este para desembocar en el mar de Irlanda.
Lady Isobel miraba la puerta de oscura madera de la iglesia,
preguntándose qué hacían ahí. Tras su pequeño paseo por St. Stephen’s
Green[19], el parque al que Aidan la llevó, este le pidió que fueran a otro
lugar. Cuando se lo dijo jamás pensó que la traería a una iglesia.
¿Es que acaso quería confesarse? Sonrío para sí por su ocurrencia.
Entraron por una puerta lateral. El interior del lugar, apenas iluminado
por las velas del atrio y algunas más a los costados, tenía un aspecto
bastante lúgubre, sin embargo, la joven se sintió cómoda, pues le hacía
pensar en el antiguo monasterio y sor María.
Iba a preguntar qué hacían ahí cuando un hombre delgado, vestido de
marrón, apareció por una puerta opuesta.
—¡Señor Misericordioso! —exclamó el hombre al verlos—. ¿Aidan,
hijo, cuándo llegaste? ¿cómo está mi querida, María? —preguntó mientras
caminaba hacia ellos.
De lo dicho por el hombre, lady Isobel extrajo dos cosas: era religioso y
conocía a sor María.
—Zachary, tan efusivo como siempre —masculló Aidan, el hombre lo
tenía apresado en un abrazo.
—¿Quién es esta hermosa dama que te acompaña? —inquirió, ignorando
a propósito la queja de Aidan—. Bienvenida a nuestra humilde casa, hija.
—Extendió el brazo para que lady Isobel besara sus nudillos, pero Aidan se
lo bajó de un manotazo.
—Es lady Isobel, mi esposa —reveló con una sonrisa que contradijo a su
tosco gesto de antes.
—¡Alabado sea el Señor! —exclamó el religioso, sus manos con las
palmas hacia arriba a la altura de su rostro.
—Un placer, padre. —Lady Isobel hizo una pequeña reverencia.
—Vengan, no se queden ahí. —El clérigo se dio la vuelta para volver
sobre sus pasos hasta la puerta por la que salió antes.
—¿Qué hacemos aquí? —susurró la dama mientras seguían al hombre.
—Te quedarás aquí mientras arreglo mis asuntos —informó él sin bajar
la voz.
—¿Por qué?
—Es más seguro.
—¿Estamos en peligro? —Lady Isobel se detuvo antes de que
atravesaran la puerta.
Aidan miró la cara preocupada de su esposa, no le pasó por el alto el
plural usado por ella, incluyéndose en la suerte que podría correr él. «Antes
muerto», masculló para sí. En su mente sopesaba qué tanta información
brindarle. No quería que se preocupara de más, pero tampoco quería que
sus enemigos se aprovecharan de su ingenuidad si la mantenía en la
ignorancia. ¡Malditos fueran!
—¡Vamos, tortolitos! —les gritó Zachary desde el otro lado.
El capitán pirata resopló ante el apelativo del religioso. ¿Por qué no podía
ser estricto y estirado como un sacerdote cualquiera? Si no fuera hermano
de sor María hacía tiempo que habría sacado su otra personalidad en su
presencia.
—Te contaré en un momento. —Inclinó un poco la cabeza y elevó el
brazo para besar la mano de ella, posada en este.
En “La mesa redonda”, el rumor de la llegada del capitán Hades corría
entre las mesas de juego. Tal parecía que existía un traidor entre la
tripulación que informó al Rojo sobre la llegada de Aidan.
Neil acababa de compartir esa información con su socio el conde de
Abercorn, quien a su vez se la daría a Pembroke. Tanto el Rojo como
Abercorn tenían intereses meramente financieros y comerciales. Si Aidan
era acusado de piratería, se harían con las embarcaciones que este tenía, así
como con las rutas comerciales que manejaba. Hades tenía el negocio
redondo. Con el Gehena atracaba los galeones españoles y con los otros tres
comerciaba el botín de manera legal entre Irlanda, Inglaterra, Portugal y las
colonias.
Sin él en el mapa, el Rojo asumiría el control del Gehena y Abercorn
controlaría desde tierra la mercancía y rutas comerciales. Era una
oportunidad inmejorable.
—¿Está todo preparado? —cuestionó Abercorn, en la mano sostenía un
vaso de whisky al que daba un sorbo cada tanto.
El conde era un hombre orondo, con una rechoncha papada que hacía
juego con su prominente estómago. Su tez pálida estaba enrojecida por los
efectos etílicos de la bebida. Usaba la clásica peluca empolvada, la cual a
esa hora de la tarde ya estaba un poco chueca.
Neil lo miró hastiado. La afición del conde al whisky comenzaba a ser
preocupante, sobre todo porque tendía a irse de la lengua cuando estaba
bajo los efectos de este. Hacer de niñera no formaba parte de los términos
de su alianza y empezaba a hartarse.
—Descuide, milord, ya me encargué —respondió sin querer ahondar en
detalles.
—Bien, bien —balbuceó Abercorn antes de beber de su whisky.
Neil agarró su propio vaso para tomar un trago también. Esperaban a
Pembroke, pero este ya se había demorado. Si no aparecía, tendrían que
echar a andar su plan sin él.

Cuervo soltó el balde vacío sobre el piso de madera de la posada. Un


pañuelo cubría su rostro.
—¿Mejor, milord? ¿o todavía tiene calor? —cuestionó Sombra al hombre
que tenían atado a una silla, en la mano tenía un candelabro con tres velas
encendidas.
—¡Pagarán caro este ultraje! —exclamó el conde, sofocado. Estaba
mojado de la cabeza a los pies. La camisa abierta, donde se podía ver su
piel enrojecida a causa de la flama de las velas.
—No si no hay nadie para hacernos pagar, ¿no cree? —Este último era el
Bardo.
—¿Qué es lo que quieren, rufianes? —cuestionó con menos bríos ante las
palabras del Bardo.
—¿Otra vez con lo mismo, milord? —Sombra dio un paso para acercarse
al maniatado Pembroke—. Estoy comenzando a cansarme de su falta de
memoria. —Inclinó un poco el candelabro, lo suficiente para que la llama
de una de las velas rozara la tela mojada de la camisa.
—¡No conozco a ese tal Rojo! —insistió, no era la primera vez que
afirmaba no conocer al mercader.
—Permítame que le refresque la memoria —intervino el Bardo—. El
hombre con el que se reunió ayer en “La mesa redonda” —continuó—, no
el conde de Abercorn, el otro, el pelirrojo de ojos marrón.
—No lo conozco —insistió Pembroke.
—¡Si hasta se fumaron un puro y compartieron una chica! —exclamó el
Bardo.
—Estás en un error, amigo —habló Sombra—, más bien, ellos lo
compartieron a él. Al parecer nuestro amigo prefiere un buen semental.
El color huyó del rostro del lord. Estos desgraciados conocían su secreto,
si lo divulgaban estaría perdido.
—¡Malditos! ¡No permitiré que injurien en mi contra ni manchen mi
reputación! —gritó con toda la confianza que, años de fingir ser algo que no
era, le daban.
—Una palabra por aquí, otra por allá y estará acabado —afirmó Sombra.
El Cuervo sonrió bajo el pañuelo, casi lo tenían.
—Nadie creerá a un trío de delincuentes. —El conde jugó su última
carta.
—Probablemente, sin embargo, las habladurías lo perseguirán por
siempre.
Pembroke calló. Lo que su captor decía era verdad. Los rumores en
Londres eran casi insostenibles y si se difundían en Dublín, tarde o
temprano llegarían a la capital de Inglaterra. Ni la esposa más virtuosa
podría rebatirlos. ¿Acaso debía buscarse una esposa en otro lado? A su
mente llegó el rostro de Rowena. No era la mejor opción, pero peores cosas
se habían visto, como un conde que prefería a los hombres.
—Neil le tendió una emboscada a lord Euston —dijo al fin.
—¿Cuándo se hará? —El Cuervo se acercó al conde y lo agarró de los
cabellos para mirarlo a la cara.
—En el momento que acceda a reunirse con él dará aviso a la marina real
del lugar del encuentro.
—Malnacido traidor —masculló Sombra.
—¿Dónde?
—Pedirá ver la mercancía para que el encuentro se haga en su barco.
El Cuervo asintió. La carga de “La Silenciosa” no era legal del todo, no
todavía. Si la marina real hacía una revisión exhaustiva podían encontrar
ciertas irregularidades que no les convenían y que no dejarían bien parado a
Aidan. Sir Frederick —el abogado londinense de Aidan—, era quien se
encargaba de legalizar todo cuanto transportaban realizando los pagos
arancelarios que la corona inglesa exigía, pero eso era hasta que llegaban a
Southampton tras su paso por tierras irlandesas. El Rojo siempre escogía
primero. Y ahora quería aprovecharse de eso para traicionarlos.
—¿Qué tiene que ver Rowena en todo esto? —inquirió Sombra.
—Era mi amante hasta hace unos meses. La encontré aquí por
casualidad.
—Si no quiere amanecer con esta vela en la garganta, lo que sea que le
haya contado, deberá guardárselo para usted —amenazó Sombra, el
candelabro muy cerca de la boca del lord.
—Gracias por su colaboración, milord —dijo el Bardo—, le recomiendo
que parta en el siguiente barco. Al Rojo no le gustará que lo haya
traicionado —agregó tras una leve reverencia.
Los tres hombres abandonaron la estancia sin molestarse en desatarlo. La
única concesión fue dejarle el candelabro sobre el buró, claro, no podían
andar por la calle con eso en la mano.
En San Michan la conversación tomaba derroteros escabrosos para
Aidan. Lady Isobel estaba segura que, de haber estado presente, habría
desviado la conversación enseguida.
—¡Un herrero! —exclamó Zachary—. ¡Válgame el Señor!
Lady Isobel asintió con una sonrisa.
—Fue una ceremonia preciosa —comentó sin perder la sonrisa, sus ojos
esmeraldas refulgían emocionados al evocar el momento en que sus vidas
quedaron adheridas, uniéndose en una sola.
—Pero no han sido bendecidos por el Señor, hija mía —apuntó el cura—,
debemos remediar eso lo antes posible —agregó, levantándose del asiento
en el que habían pasado la tarde tomando té desde que Aidan se fuera, poco
después de la nona.
La joven lo miró salir de la salita, intrigada.
El cura regresó al cabo de un rato y volvió a sentarse como si nada.
—¿Está todo bien? —preguntó, extrañada del comportamiento del
hombre.
—Por supuesto. He ido a dar instrucciones para que preparen el órgano y
el atrio para casarlos como el Señor manda en cuanto llegue ese descarriado
que tienes por marido.
Lady Isobel abrió grandes los ojos y enseguida se le llenaron de
emocionadas lágrimas. El corazón le golpeteó fuerte en el pecho ante la
posibilidad de hacer realidad ese anhelo secreto suyo. La ceremonia con el
herrero había sido bella, su boda, sin embargo, muy en el fondo seguía
necesitando de la bendición que Zachary podía darles.
—Muchas gracias —expresó, conmovida profundamente por su gesto.
—Es un placer, hija. —Le dio unas palmaditas en la mano a modo de
consuelo—. Será una ceremonia preciosa, ya lo vas a ver. El órgano[20] lo
terminaron la primavera pasada, es una belleza y saca unos sonidos
celestiales.
Lady Isobel sonrió. Zachary tenía una personalidad muy diferente a sor
María. Cuando Aidan le dijo que eran hermanos, apenas pudo creerlo. No
compartían rasgos físicos notables, salvo el color marrón de los ojos.
Tampoco el carácter se asemejaba. Donde sor María era sosegada y
prudente, Zachary era como una pepita cuando la echabas a tostar, no se
estaba quieto.
Recordó las palabras de Aidan cuando se despidieron horas atrás.
—Por favor, esposa, no le sigas la corriente —le dijo en un susurro—. Él
es todo lo opuesto a sor María y suele meterse en problemas por sus
desbocadas ganas de ayudar.
—Vete tranquilo, no pasará nada.
—Me preocupa que te convenza para hacer alguna locura, como ir a
visitar a alguna empobrecida familia en lugares poco recomendables.
—Le diré que no.
—¿Me lo prometes? —Ella asintió—. Maldita sea, debí dejarte en Skye,
ahí estarías segura —masculló sin importarle que la iglesia pudiera caerle
encima por maldecir en la casa del Señor.
Lady Isobel lo abrazó por el cuello antes de besar su mejilla.
—Soy una mujer prudente, cariño. Te prometo que no haré nada que me
ponga en peligro.
—Te amo, Isobel —musitó, su frente posada en la de ella—. Recuerda
que si algo te sucediera mi vida no valdría un penique.
—Y es por eso que cuidaré muy bien de la mía.
Aidan unió sus labios en un roce lleno de amorosa ternura.
—Volveré en la noche —murmuró sin romper el beso por completo.
—Te estaré esperando, mi amor.
El sonido de una fuerte palmada la devolvió al presente.
—¿Dónde estabas, hija? ¡Llevo horas llamándote!
La joven sonrió por la exagerada frase del cura.
—Pensaba en mi esposo, padre.
—Ah, ahora entiendo esa carita boba que tenías.
Lady Isobel enrojeció tras las palabras de Zachary. ¡Qué vergüenza!
—Lo siento. —Sus manos cubrían sus mejillas tintadas de rosa.
—Tranquila, solo estaba gastándote una broma.
Pasados unos minutos de silencio, el religioso le preguntó sobre sor
María y su labor con los niños. Ella le habló de lo bien que dirigía a su
congregación y del gran apoyo que fue para ella cuando se enfrentó a la
disyuntiva de elegir entre permanecer ahí y sus dos candidatos a esposo.
Zachary se mostró muy interesado en todo el relato. Cuando llegó a la parte
de su secuestro, se mostró indignado por el proceder de Aidan.
—Ese muchacho, siempre haciendo todo por las malas —se lamentó en
un tono resignado que a lady Isobel le dio un indicio de la antigüedad de la
amistad entre ellos.
—¿Hace mucho que conoce a mi esposo? —se atrevió a preguntar.
No conocía el pasado de Aidan salvo las pocas cosas que él le había
contado y las circunstancias de su nacimiento, por lo que, en ese instante,
Zachary acababa de convertirse en una valiosa fuente de información.
—Era un chiquillo chamagoso cuando lo conocí —respondió, una sonrisa
nostálgica en su boca.
—¿Cómo era de niño?
—Era un pequeño gamberro que no consentía que nadie le quitara lo que
consideraba que era suyo.
—Como ahora —musitó ella.
—Sí. Algunas cosas nunca cambian —apuntó el cura.
—¿Qué edad tenía?
—Ocho o nueve veranos, no lo sé con exactitud —contestó con la mirada
perdida mientras intentaba recordar—. Fui a visitar a mi hermana mientras
estaba en un viaje de peregrinación. Ella todavía no tenía la congregación
como la conoces ahora, ni yo esta iglesia —continuó—, tampoco tenían
más huérfanos. La duquesa viuda lo había enviado con ellas para
deshacerse de él tras la muerte del duque. Eso me lo contó María cuando le
pregunté el motivo de su presencia.
—¿Quién se hacía cargo de él? —preguntó, preocupada por aquél niño
que a tan tierna infancia tuve que valerse sin el apoyo de una madre o
padre.
—Mi hermana trataba de hacerlo, pero sus obligaciones no le daban
mucho margen. Aun así, procuraba estar pendiente de que comiera y se
bañara a sus horas.
—Se convirtió en su madre —puntualizó ella—, por eso lo quiere tanto.
—Sí. Sufrió mucho cuando escapó. No supo de él en mucho tiempo.
—¿Por qué escapó?
—No lo sé, pero un buen día desapareció de la isla. Tenía trece o catorce
veranos, no estoy seguro.
—¿Y usted? ¿Cuándo volvió a verlo?
Zachary largó una estruendosa carcajada.
—Perdón, ¡pero no te lo vas a creer! —comentó entre risas.
—¿Tan malo es? —cuestionó un poco angustiada.
—Figúrate que venía yo de las colonias, fue hace como… —calló un
momento, haciendo cálculos mentales—, fue hace tres inviernos, sí.
Perdóname, hija, pero a esta edad la memoria comienza a fallar.
Lady Isobel sonrió, alentándolo a continuar.
—En fin, como te decía, venía de las colonias. Acompañé a un viejo
amigo en un viaje porque… ya me estoy desviando —se dio un golpecito en
la frente con el interior de los dedos—. Estábamos en altamar y de repente
¡un barco pirata apareció ante nosotros! —Lady Isobel jadeó asombrada—.
¡No sabes, creímos que moriríamos! —exclamó, confirmando los posibles
pensamientos de su interlocutora a juzgar por la expresión alarmada de su
rostro.
—¿Era Aidan? —inquirió, una de sus manos tapaba su boca.
—¡Un pirata español! —soltó Zachary al tiempo que negaba con la
cabeza—. En cuanto nuestro capitán se dio cuenta de que eran piratas,
disparó un cañonazo de defensa, pero ellos también tenían cañones, claro.
—¡Cielo santo!
—Así es, hija. No me quedó más remedio que ponerme a rezar. Recité
tantas veces el padre nuestro que casi lo desgasto.
Lady Isobel apretó los labios para no reír. ¿Qué clase de sacerdote era
este que hablaba con tanta ligereza sobre los preceptos de la iglesia?
—¿Qué sucedió entonces? ¿Dónde entra mi esposo aquí?
—¡Tu esposo fue la respuesta a mis plegarias!
—¿De verdad? —expresó sorprendida.
—Esa misma cara puse yo cuando lo vi abordar nuestro barco después de
que se deshizo del pirata español y no porque supiera que se trataba de él.
—¡Aidan los defendió! ¡Sabía que no era tan malo como él se empeña en
decir! —pronunció conmovida, emocionada.
—Bueno, tampoco es así, hija —cortó el cura sus utópicas conclusiones.
—Pero si acaba de decir que…
—Hija, Aidan se deshizo del pirata español para quedarse con el botín
que pudiera obtener de nuestro barco —aclaró, paciente.
La historia donde su esposo era el héroe que salvaba a un grupo de
personas de las sanguinarias intenciones de un pirata se truncó tras la
explicación del clérigo.
—Él… ¿los robó? —Sabía que esa era su vida anterior. Una que le
aseguró no retomaría, sin embargo, no podía dejar experimentar cierta culpa
por las pasadas acciones de su esposo, era como si las hubiera cometido
ella.
—Aunque esas eran sus intenciones, no lo hizo. —El peso sobre sus
hombros se aligeró al escuchar la respuesta del cura.
—Me quita un peso de encima.
—Costó un poco de trabajo, pero logré convencerlo de que nos dejara ir
sin un rasguño —agregó Zachary.
—¿No lo reconoció?
—Él a mí sí, tengo la misma cara que hace veinte años, pero él era un
niño la última vez que lo vi. A pesar de que me quedé un año en St.
Michael’s Mount, sus rasgos adultos eran muy diferentes. Y ni hablemos de
esa cosa que se pone en la cara.
—¿Entonces cómo…?
—Le dije que era un vejete impertinente —respondió Aidan a espaldas
de la joven.
—¡Eso mismo! —corroboró Zachary dando una palmada a su rodilla
derecha—. De niño siempre me decía así, “vejete”, fue como volver al
pasado y mirar al mismo chiquillo gamberro, pero haciendo gamberradas
más grandes. —El cura echó la cabeza hacia atrás, riéndose de su
ocurrencia.
—Esposo, fuiste muy grosero. —A pesar de la reprimenda, lady Isobel
sonreía. La presencia de Aidan, tras tantas horas sin él, bastaba para que lo
hiciera.
—No dejaba de suplicar y amenazarme con el fuego eterno si no les
permitía irse con mis ganancias —explicó Aidan mientras caminaba hasta
detenerse junto a ella—. Te extrañé, vida mía. —Besó su frente,
aguantándose las ganas de probar sus labios para no avergonzarla delante
del clérigo.
—Te extrañé, esposo.
—¡Esposo! —Zachary dio una palmada, sobresaltándolos—. Vamos,
remediaremos ese asunto ahora mismo —anunció levantándose del sillón.
—¿Remediar? —repitió Aidan—, solo hay un remedio que me interesa y
no creo poder servirme de él en este momento —le susurró a ella.
—Calla, por favor, te va a oír —lo reprendió, abochornada.
—¡Venga, vengan! —gritó Zachary desde la puerta—. ¡Tenemos una
boda que bendecir!
Aidan miró a su esposa sin entender nada. Lady Isobel se levantó y luego
se abrazó a él, pegando la mejilla a los rítmicos latidos del corazón de su
marido.
—¿Qué te parece que nos casemos otra vez? —preguntó en un susurro
tímido, pero rebosante de una cálida esperanza que atravesó la piel de
Aidan.
—¿Tú, quieres? —replicó él, tomando su barbilla y elevando su rostro
para que lo mirara.
—Sí —afirmó con una sonrisa ilusionada.
—Casémonos entonces.
Capítulo 21

Parados frente a Zachary, sin más testigos que los ayudantes del
clérigo, los condes de Euston obtuvieron la bendición qué tanto deseaba
lady Isobel. Ella ya se sentía casada, era esposa y condesa de Aidan, sin
embargo, muy en su interior existía ese temor de que alguien no considerara
válido su matrimonio. Cabía la posibilidad que intentaran separarlos
arguyendo que no estaban bajo el sacramento de la iglesia —anglicana o
católica—, lo mismo daba para ella, así que realizar esta ceremonia le
otorgaba la seguridad que secretamente necesitaba.
Las notas del órgano invadieron cada recoveco de San Michan en cuanto
Zachary dijo las palabras que ella tanto deseaba escuchar.
—Lo que el Señor ha unido este día, jamás lo separe el hombre.
—Hasta que exhale mi último aliento, milady —susurró Aidan contra los
labios de la joven, haciendo uso de sus derechos conyugales sin importarle
la presencia del sacerdote.
—Hasta la eternidad, milord —corrigió ella, sonriente, rebosante de
dicha.
El besó llegó cargado de emociones, sus corazones elevándose en la más
absoluta felicidad.
Zachary los observaba con expresión enternecida, agradeciendo al Señor
que el niño de su hermana haya encontrado una buena mujer que le hiciera
olvidar los amargos momentos de su infancia y, sobre todo, le demostrara
que debajo de todas esas capas de dureza existía un hombre bueno capaz de
amar incondicionalmente. Un hombre que merecía ser amado con la ternura
y devoción que ella le profesaba.
«Ay, si María pudiera verlo», pensó emocionado. Su hermana quería
tanto a ese muchacho que debía estar muy preocupada por cómo se dieron
las cosas entre él y lady Isobel. Fue en ese momento, mientras los veía
susurrarse cosas al oído, que resolvió que le haría una visita a su hermana.
Iría a Cornualles y le daría la buena nueva sobre el feliz matrimonio de su
niño.
Un segundo beso, nada casto, se estaba gestando en la pareja frente a él
por lo que no tuvo más opción que ir a poner paz antes de que terminaran
mancillando su iglesia.
Aidan y lady Isobel se quedaron a cenar con Zachary y luego partieron en
el mismo carruaje que los llevó desde la playa donde estaba atracada la
goleta.
Esa noche, mientras Aidan se aseaba frente al aguamanil, de espaldas a
ella, lady Isobel pensó en lo que el sacerdote le revelara esa tarde. ¿A dónde
había ido Aidan cuando abandonó Cornualles? ¿Por qué desapareció sin
decirle nada a nadie o por lo menos a sor María?
Observó su espalda, los músculos ondulaban con cada movimiento de él.
Las marcas que la atravesaban brillaban blanquecinas a la luz de las velas.
¿Estaban esas cicatrices relacionadas?
Indecisa caminó hasta pararse detrás de él. Levantó su mano derecha,
quería tocarlas. Cada vez que intentaba hacerlo Aidan la distraía con sus
besos y caricias. Temblorosa posó las yemas de los dedos sobre la más
grande, la que partía de su hombro derecho hasta media espalda. Lo sintió
tensarse.
—¿Me extrañas, esposa? —preguntó dándose la vuelta para inmovilizarla
en un abrazo. Sus manos atrapadas entre el torso desnudo de él y su pecho.
Aidan escondió el rostro en su cuello, su boca entreabierta dejaba un
reguero de besos y su aliento enviaba oleadas de calor por todo su cuerpo.
Estaba distrayéndola, otra vez. Sin embargo, su deseo conocer esa parte de
su vida de la que nadie sabía la obligó a no sucumbir. Respiró profundo
para calmar el batir acelerado de su corazón. Como pudo liberó sus manos y
las posó otra vez sobre su espalda, devolviéndole el abrazo. Esa posición,
con la cara de él oculta en su cuello, le dio el valor para preguntar.
—¿A dónde fuiste cuando desapareciste de St. Michael’s Mount?
Aidan se quedó quieto, sus labios sobre el hombro de su esposa que
acababa de desnudar. Maldijo para sí. Ese cura entrometido se había ido de
la lengua.
—Háblame, por favor —susurró ella, sus manos iniciaron una lenta
caricia en la espalda de él.
Aidan no quería hablar. No quería decirle lo que vivió cuando, atraído
con mentiras, terminó como esclavo en un barco pirata. No deseaba que
supiera esa parte de su pasado que lo avergonzaba y enfurecía por igual. Sin
embargo, tampoco quería mentirle.
—Unos contrabandistas me ofrecieron trabajo —dijo parte de la verdad.
Lady Isobel movió las manos de la espalda de Aidan para tomarlo del
rostro, quería que la mirara.
—¿Qué edad tenías? —cuestionó, sus pulgares rozaban los pómulos de él
en una delicada caricia.
—Trece inviernos.
—Eras un niño.
—Un mocoso ingenuo —convino él, una mueca de desprecio tiró de sus
labios al pensar en el chiquillo que fue.
Lady Isobel lo miró con los ojos empañados, sufriendo por el niño que se
vio obligado a convertirse de golpe en un hombre.
—Te hicieron daño. —No era una pregunta y, aunque lo hubiera sido,
Aidan no habría sido capaz de responderla—. Ven. —Lady Isobel liberó su
rostro para tomarlo de la mano y guiarlo hasta la cama.
Aidan la siguió, su cuerpo continuaba tenso. La situación le disgustaba.
Lo que menos deseaba era que su pasado hiciera sombra a su presente.
Molesto por la mirada vidriosa que puso en su esposa, se dejó guiar. Iba a
borrarle la tristeza con… todo pensamiento escapó de su mente cuando su
esposa se recostó sobre el lecho.
—¿Me extrañas, esposa? —repitió su pregunta anterior mientras la
miraba, anhelante.
—No es momento para eso, amor mío —respondió ella,
decepcionándolo. Iba a preguntar qué pretendía cuando ella continuó—:
Ven, acuéstate a mi lado.
Aidan la obedeció. Ya se encargaría él de demostrarle cuánto lo
extrañaba.
Lady Isobel se pegó a su marido en cuanto este se recostó junto a ella. Su
única intención era quedarse junto a él, abrazándolo. Quería consolar a ese
niño sediento de cariño que todavía vivía en su interior. No iba a
presionarlo para que le contara más, esperaría a que él estuviera listo para
hablar.
—Te amo, Aidan —dijo aferrada a la espalda de él, sus yemas trazaban
las cicatrices que demostraban lo valiente que fue en el pasado.
Aidan no respondió. Una presión le obstruía la garganta. ¿Qué, en el
nombre del Señor, hizo para merecer a su mujer? La apretó con fuerza
contra él, algo muy parecido a las lágrimas se acumuló en sus cuencas.
Respiró profundo para alejarlas. No era un maldito llorón. Había aprendido
muy bien a manos del Rojo —el padre del actual—, que las lágrimas no
servían para nada. Pero qué lo colgaran si en ese momento no quería hundir
el rostro en los suaves cabellos de su mujer y dejarse arrastrar por los
sentimientos que ella despertó con sus preguntas y tiernas caricias.
—Te amo, Isobel —murmuró antes de hundir el rostro en los suaves
cabellos de su mujer, reprimiendo apenas el impulso de llorar igual que ese
crío ingenuo que, a punta de latigazos, aprendió que para sobrevivir debía
ser más fuerte que su oponente.

Rowena entró a la habitación de Pembroke entrada la noche. El conde no


bajó a cenar y la preocupación por su suerte —la de ella, no del conde—, la
hizo aventurarse hasta la alcoba que este alquilaba en la posada.
Lo encontró tumbado en el suelo. Un charco de sangre casi seca
manchaba el piso de madera.
—Milord —jadeó horrorizada mientras corría hasta él.
Se agachó a su lado y colocó su oído en el pecho del conde. Para su
alivio todavía respiraba. Por un momento creyó lo peor. Observó con
cuidado la habitación. La mesa volcada, una silla rota, la bañera llena y un
par de baldes al lado de esta. Se levantó y fue hasta la bañera para tomar un
poco de agua con uno de los baldes. Luego regresó junto a Pembroke y le
echó el contenido encima, sobre la cara, sin embargo, el conde no despertó.
Preocupada soltó el balde y se agachó a inspeccionar de donde salía la
sangre que manchaba el piso.
Palpó el pecho del noble en busca de alguna herida, pero no encontró
nada. Siguió con la cabeza, moviéndolo con cuidado. Exhaló aliviada al
constatar que tampoco tenía nada ahí, salvo un bulto que supuso era la
causa de su inconciencia. Solo quedaban los brazos. La herida estaba en el
brazo izquierdo, un desgarrón que no vio antes atravesaba la parte alta del
codo. Rompió la manga para usar la tela como venda y frenar la sangre que
manaba de la lesión. Tras esto bajó al vestíbulo de la posada a pedir que
trajeran un médico para el conde y volvió enseguida acompañada de un par
de mozos de la posada.
Entre ambos hombres lo levantaron del suelo y lo acomodaron en la
cama, al hacerlo se escuchó un lastimero quejido de parte del lord, uno de
los mozos había apretado la herida sin querer, devolviéndolo a la
conciencia.
Rowena cerró la puerta a penas los hombres salieron y luego se acercó a
la cama donde el conde reposaba.
—¿Qué ocurrió, milord? —inquirió la pelirroja, genuinamente
preocupada por Pembroke.
—Ese… rufián… —balbuceó dolorido.
No solo la herida le molestaba, también las leves quemaduras de la flama
de las velas que usara Sombra para torturarlo y el cuerpo; la mandíbula,
sobre todo.
—¿Quién? —Rowena se inclinó hacia él para escuchar mejor.
—Aidan...
La pelirroja percibió el momento exacto en que sus pulsaciones se
dispararon. Era el efecto que tan solo escuchar el nombre del capitán
provocaba en ella.
—Primero esos… delincuentes —continuó el conde con trabajo, el dolor
en el pecho le dificultaba respirar—. Y luego ese… salvaje. —Rowena
estaba sumida en sus propias emociones por eso no fue capaz de detectar el
brillo en los ojos del lord cuando hablaba de Aidan.
—Aidan estuvo aquí —musitó la pelirroja, lamentando en su interior no
haber estado presente; pese a todo, ella seguía enamorada de él.
Pembroke ya no contestó, su mente estaba en el momento en que la
puerta de la habitación se abrió y la intimidante presencia de Aidan llenó la
estancia. En ese momento pensó en lo afortunada que era lady Isobel por
tener a un hombre como él. La estatura y porte del conde sobresalía a donde
quiera que fuera, era atractivo, de facciones duras, feroces, del tipo que
hacía que las féminas cayeran desmayadas ante el magnetismo salvaje que
desprendía. Salvajismo que sus ropas de caballero no lograban disfrazar.
«Lo que daría por estar en el lugar de lady Isobel», había pensado el
conde en el momento justo que Aidan le tiró el primer golpe.
No le dio tiempo a reaccionar y cayó hacia atrás con todo y la silla en la
que seguía maniatado.
—¡Está loco! —exclamó desde el suelo, atontado por el golpe.
—Y me pondré peor como siga con sus pretensiones de arrebatarme a mi
mujer —ladró el conde de Euston, mirándolo desde arriba.
Para su pesar, Pembroke experimentó cierto anhelo hacia este.
—Ella iba a ser mi esposa, pero usted…
—Lady Isobel ya era mi prometida cuando usted apareció —interrumpió
él.
—Necesitaba mi consentimiento para…
—No me crea imbécil, conde —lo cortó otra vez—. Sé perfectamente
que para casarme con mi esposa no necesitaba consentimiento alguno de su
parte. ¿Qué pensó, que porque no me mezclo con los de su clase no sabría
los tejemanejes de la nobleza? —increpó burlón.
Pembroke apretó los labios, disgustado. En efecto, lady Isobel no
necesitaba su permiso escrito para casarse, bastaba con que declarara su
voluntad de hacerlo para que cualquier sacerdote la desposara. En ese
momento pensó que debería existir alguna ley[21] que obligara a las damas a
tener el permiso de sus padres o tutores.
—¿Qué es lo que quiere? Ya le dije a sus esbirros todo cuanto sé —habló
Pembroke tras unos segundos, todavía en el suelo.
Aidan puso la bota derecha sobre la silla, justo en medio de las piernas
del lord, flexionó la pierna y se inclinó sobre esta para mirarlo desde arriba.
—Quiero que se olvide de mi mujer. Lady Isobel es mi esposa, acéptelo
de una buena vez y búsquese alguien más que sirva para sus propósitos.
—Me iré en el próximo barco que zarpe para Inglaterra —informó
Pembroke.
—Sabia decisión, milord. —Aidan le dio un empujón con el pie a la silla
antes de retirarse un par de pasos—. Espero no volver a verlo nunca —dijo
antes de darse la vuelta para irse.
—¿Me va a dejar aquí tirado? —cuestionó el conde, indignado por la
denigrante situación en la que se encontraba.
—Ya vendrá alguien a ayudarlo —respondió Aidan sin detener su andar
hacia la puerta.
—¡Al menos desáteme! —gritó justo cuando el capitán abría la puerta.
Aidan iba a ignorarlo, sin embargo, la mirada compasiva de su esposa se
interpuso entre él y su propósito. Maldijo para sí. Su mujercita era una
pésima influencia para el capitán Hades. Volvió sobre sus pasos y cuando
estaba frente al lord desenvainó su espada. Usó el pie para enderezar la silla
con el conde todavía sentado en esta y luego cortó las cuerdas con que
ataron su torso y brazos a la silla.
—Servido, milord —dijo burlón.
Pembroke se quitó las cuerdas enseguida y se levantó. Cuando quiso dar
un paso, Aidan lo detuvo con la punta de su espada.
—Pensándolo bien, no puedo dejarlo ir solo con un pequeño golpe,
milord. —Presionó la punta del arma contra el hombro derecho del conde.
—¿Qué quiere decir?
—Sus intrigas estuvieron a punto de costarme la libertad, creo
conveniente dejarlo un pequeño recordatorio de lo que podría ocurrirle.
Pembroke emitió un jadeo cuando la punta de la espada atravesó su
carne. No conforme con eso, Aidan la retiró y luego le hizo un corte por
encima del codo.
—Recuérdelo bien, milord, yo no doy segundas oportunidades. —Tras
esas palabras le dio una patada a la altura de las costillas, tumbándolo de
espaldas. La cabeza del conde pegó contra la silla, desmayándose en el acto.
—Adelante. —La voz de Rowena lo sacó de sus recuerdos. Un hombre
mayor acababa de entrar a la habitación—. Es el médico, va a revisar su
herida —le informó mientras se retiraba un poco, dejándole espacio al
doctor para que lo atendiera.

En San Michan, los condes de Euston se despedían de Zachary.


—Iré a ver a María antes de que llegue el invierno —comentó el cura,
sonriente—. Se alegrará muchísimo cuando sepa que fui yo quien los casó.
—Me parece que te ganaremos la primicia —comentó Aidan, tenía a su
esposa colgada del brazo izquierdo; su mano derecha acariciaba el dorso de
la mano femenina posada sobre su brazo.
Lady Isobel miró a su marido sin comprender a qué se refería.
—Antes del alba partiremos a Cornualles —aclaró, su mirada fija en la
reacción de su esposa.
—Eres maravilloso —musitó ella, abrazándolo con fuerza, emocionada
por el gesto de Aidan.
—Lo sé.
—Y arrogante —agregó ella, su voz reflejaba la sonrisa que exhibía.
—Algún defecto debía tener, ¿no te parece? —bromeó él mientras besaba
la parte alta de su cabeza.
—Tan humilde… —murmuró resignada antes de romper el abrazo y
dirigirse al religioso, quien los observaba complacido—. ¿Por qué no viene
con nosotros? —dijo a este, sonriendo ilusionada.
—Debo arreglar varios asuntos aquí antes, hija. No puedo irme así nada
más —exhaló un suspiro de pesar—. Pero les prometo que partiré apenas
tenga a mi reemplazo aquí.
Tal como Aidan le informó a Zachary, la goleta en la que viajaron desde
Skye zarpó poco antes del amanecer con destino a Cornualles. “La
Silenciosa” partiría una semana después, sin embargo, en las horas que la
goleta estuvo ahí, pasaron la carga de mayor valor a esta. Cuando la marina
real requisara “La Silenciosa” no encontraría más que telas y muebles. Los
cofres con joyas iban camino a Cornualles con ellos.
La travesía hasta Inglaterra fue menos mortífera para lady Isobel, su
estómago se acostumbró al movimiento más rápido que en la primera parte
del viaje por lo que el segundo día pudo salir del camarote y disfrutar de la
vista en la punta de proa, acompañada por Jane.
—Hágase para atrás, milady —dijo la doncella después de un rato—, no
le vaya a dar un váguido y ni la enagua me va a dar tiempo de agarrarle —
continuó Jane, estaba parada unos pasos atrás de su señora; no era tan
temeraria como para arriesgarse a caer al agua.
—Ay, Jane, solo a ti se te ocurren esas cosas. —Movió la cabeza de lado
a lado, resignada a las exageraciones de la muchacha.
—Si tuviera a su marido achacándole todo lo malo que pudiera sucederle,
le aseguro que también se le ocurrirían esas cosas —refutó la doncella.
—No hagas caso a lo que diga —contestó ella envolviéndose con sus
propios brazos, el sol iba en descenso y el viento comenzaba a enfriar el
ambiente—. Mi esposo gruñe mucho, pero sería incapaz de hacerte daño.
—Mientras a usted no le pase nada, seguro que no.
Lady Isobel se dio la vuelta para mirarla.
—Mi esposo sabe que… —calló al ver al susodicho detrás de Jane—. Mi
esposo sabe —continuó—, que me cuidas bien y que harías cualquier cosa
por mí.
—Por supuesto que haría cualquier cosa por usted, milady.
—Como yo lo haría por ti, querida Jane —afirmó sonriente—, y mi
esposo también. ¿No es así, cariño? —preguntó a este, mirándolo por
encima de la cabeza de la muchacha.
Aidan entrecerró los ojos.
—¿No es así, cariño? —repitió lady Isobel sin perder la sonrisa.
El capitán Hades jamás ha permitido las imposiciones. En su barco, era él
quien daba las órdenes, quien imponía su voluntad, siempre. Las
insurrecciones eran duramente castigadas, máxime si ocurrían en público.
Miró a lady Isobel sin decir nada con palabras, pero su mirada hablaba por
sí sola.
Jane, que se había movido de su posición, decidió que era mejor retirarse;
a milord Hades no se le veían ánimos de aceptar nada. Tras hacer una torpe
reverencia se fue.
Aidan cruzó la distancia que lo separaba de su mujer, la tomó de la mano
y la arrastró con él hasta el camarote.
—Hay algo que debe saber sobre mí, milady —dijo apenas cerró la
puerta.
Lady Isobel supo, por el tono usado en su tratamiento de cortesía, que su
marido estaba molesto con ella. Era algo que hacía siempre que se enojaba
con ella, tratarla de usted y llamarla milady con esa voz acerada que le
ponía los pelos de punta. Estaba en el centro de la habitación, observándolo.
—No permito que nadie me ordene nada —continuó él, acercándose a
ella—, tampoco me gusta que me presionen y mucho menos que me
impongan responsabilidades que no deseo —habló con voz suave, sin
embargo, bajo ese tono engañoso se escondía cierto matiz de dureza que a
la joven le recordó sus primeros encuentros.
—¿Quién osaría hacer algo así? —respondió en voz baja, un tanto
intimidada.
Aidan se detuvo frente a ella e inclinó la cabeza para susurrarle al oído.
—Alguien cuya confianza en su propio valor es tan alta que piensa que
puede salir indemne. —La piel de lady Isobel se erizó ante la calidez del
aliento de su esposo sobre su cuello.
—Yo… no quise… —tartamudeó la joven sin saber qué decir.
—Y tiene razón —afirmó Aidan, abrazándola; tenerla así, al alcance de
sus manos, hacía que se olvidara de lo que fuera que hubiera hecho para
enojarlo—, sin embargo, esas concesiones solo puedo hacerlas en privado
—aclaró al tiempo que posaba sus labios detrás de la oreja femenina.
—¿Por qué? —cuestionó ella.
—Soy un pirata, o lo era, pero todavía tengo una imagen que mantener.
—Entiendo.
Aidan se alejó un poco para que sus ojos se encontraran.
—Por favor, no vuelvas a hacerlo —le pidió—. No me gusta mostrarme
duro contigo ni tampoco quiero hacerte pasar vergüenzas delante de nadie.
—¿Y si no estoy de acuerdo con algo? —preguntó ella.
—Me lo dices aquí o en nuestra habitación o donde sea que podamos
estar solos.
—¿Harás lo que te pida entonces?
—Depende.
—¿De qué?
—De lo bien que me convenzas —precisó antes de unir sus labios en un
delicado beso.
—Sobre Jane —murmuró ella cuando Aidan dejó sus labios para besar su
mandíbula.
—¿Qué pasa con ella? —inquirió él, distraído.
—¿Puedo convencerte ahora?
—Inténtalo —contestó Aidan, deseoso de que lo hiciera.
Lady Isobel así lo hizo.

Un día antes de que tocaran las costas de Cornualles, lady Isobel se


atrevió a preguntar sobre lo ocurrido con lord Pembroke. Era una duda a la
que había estado dando vueltas, pero en vista que su marido no le decía
nada por voluntad propia, decidió preguntarle directamente.
—No te preocupes por él, no volverá a molestarnos —afirmó él en
respuesta.
—¿Estás seguro?
—Como que el sol está en lo alto, esposa.
«Con suerte se habrá muerto ya», pensó Aidan en sus adentros.
Aquella tarde, luego de que el lord cayera de espaldas y quedara
inconsciente, Sombra entró a la habitación.
—¿Lo mataste? —Le preguntó. Estaba esperándolo afuera, pero al
escuchar el golpe entró a verificar que no necesitara ayuda.
—Un imbécil menos —respondió él, despreocupado. No le interesaba en
lo absoluto la suerte del conde, siempre y cuando su esposa no se enterara
nunca de su participación en esta.
—Todavía respira —informó Sombra, estaba agachado junto al lord para
comprobar si vivía o no.
—Lástima —se lamentó Aidan al tiempo que enfundaba su espada—.
Déjalo, debemos irnos.
Sombra se incorporó y lo siguió para abandonar la posada. Rowena subía
las escaleras cuando ellos bajaban, camuflados con sus abrigos y sombrero.
La pelirroja miraba los escalones por lo que no les prestó atención; para
fortuna de Aidan.
—¿Cómo se llama este barco? —preguntó su esposa, trayéndolo al
presente.
—No tiene nombre.
—¿Por qué? —preguntó sorprendida, creía que todos los navíos tenían.
—No hay ninguna razón en especial. —Besó la mejilla de su curiosa
esposa.
Estaban recargados del barandal de popa, la espalda de ella en el pecho
de Aidan, quien la rodeaba con sus brazos.
—Aunque sor Magdalena sería un buen nombre. —Lady Isobel torció la
boca—. ¿No te gusta? —inquirió él, fingiendo sorpresa.
—Bien sabes que no.
—¡Pero si es precioso!
—No me gusta —insistió ella.
Aidan sonrió ante su tono remilgado.
—Bueno, le seguiremos diciendo goleta, ¿qué se le va a hacer? —fingió
resignarse, sin embargo, planeaba bautizarlo con ese sobrenombre que tanto
le gustaba.
—¿Qué tal Perséfone[22]? —sugirió ella, como de pasada, pero con el
corazón latiéndole a prisa.
—Es lindo. ¿Dónde lo escuchaste?
—¿No sabes quién es? —La decepción de su voz fue tan palpable que él
se arrepintió de fingir ignorancia—. Olvídalo.
—Ah, mi hermosa Perséfone —la apretujó más contra él—, solo
bromeaba —confesó dándole otro beso en la mejilla.
—Juegas con mis sentimientos.
—No fue esa mi intención, cariño.
—Lo sé.
—Perséfone —pronunció Aidan pasado un momento—. Excelente
nombre, esposa.
Lady Isobel sonrió. En efecto, era un excelente nombre para esa goleta
que los llevaba de vuelta a Inglaterra luego de vivir una hermosa luna de
miel en Skye. Cerró los ojos, deseando que su estancia en Cornualles se
diera sin contratiempos.
Capítulo 22

Lady Emily estaba en su habitación guardando en varios baúles los


enseres que no ocuparía en una buena temporada. Dentro de una semana
partiría a Grafton Castle para acompañar a lady Amelie en su periodo de
gestación. Durante ese tiempo mantendría la casa cerrada, con solo un par
de mozos que le darían mantenimiento en su ausencia.
Su estancia en el castillo Grafton le venía muy bien, sin lady Isobel la
casa estaba demasiado solitaria.
Pensar en su hija mayor acrecentó la opresión en su pecho. Era una
sensación que la acompañaba desde que desapareciera aquella noche sin
dejar rastro.
La primavera había pasado, en pocos días acabaría el verano y seguía sin
tener noticias de su querida niña. Todos los días, al despertar, su primer
pensamiento era para ella. Rogaba con fuerzas al Creador que estuviera
bien, que su marido le diera una buena vida y, sobre todo, que le permitiera
volver a verla algún día. No había cosa que anhelara más que tener a sus
hijas como antes, correteando por ahí, riendo, divirtiéndose… unidas.
Soltó un suspiro cansado.
Más de una vez se ha recriminado haber enviado a lady Amelie con su
cuñada. A la luz de los acontecimientos que se desencadenaron, se
arrepentía profundamente. La marquesa de Bristol convirtió a lady Amelie
en una jovencita encantadora que sabía desenvolverse entre sus pares, sin
embargo, también la volvió fría, ambiciosa.
La Amelie de antes, la que adoraba a su hermana mayor, jamás se habría
casado con el duque de Grafton. Esa Amelie habría frenado el cortejo desde
el primer momento; jamás hubiera lastimado a Isobel casándose con el
hombre que ella amaba. Su acción había herido muchísimo a Isobel y se
atrevía a pensar que más por Amelie que por el duque pues de pequeñas
eran inseparables, se cuidaban la una a la otra en todo momento.
¿Volverían algún día a estar unidas? se preguntó con anhelo, llena de
nostalgia.
Esperaba con el alma que sí.
—¡Milady! —Helen, la única doncella que le quedaba, entró sin llamar
—. ¡Está aquí! ¡Ha venido! —continuó la muchacha, exaltada, mientras
caminaba hasta pararse frente a ella.
Lady Emily dejó sobre la cama la estatuilla que tenía en la mano.
—¿Quién, Helen? ¿Quién ha venido? —cuestionó al tiempo que se
levantaba, negándose a dejar que la ilusión creciera en su interior.
Podría haber pensado que se trataba de Amelie, sin embargo, la doncella
no habría entrado con tanta exaltación si se tratara de su hija menor. Aun
así, contuvo sus emociones a raya.
—¡Lady Isobel!
La condesa viuda se llevó las manos a la boca, sus ojos se anegaron de
lágrimas y el cuerpo comenzó a temblarle. ¿Sería verdad? ¿Estaría su hija
ahí?
—¿No me mientes, Helen? —susurró con voz quebrada.
—Por mi madre que no, milady.
—¿Dónde está? ¿Está aquí en la casa?
Helen asintió.
—La espera abajo.
Tras lo dicho por la doncella, lady Emily salió de la habitación con el
corazón latiéndole desbocado, corrió por el pasillo y escaleras abajo como
si su vida dependiera de ello, olvidándose de las convenciones sociales que
reprobarían su comportamiento inapropiado.
En el vestíbulo, lady Isobel esperaba impaciente a que Helen volviera.
Aidan la acompañaba, motivo por el que no fue ella misma hasta la
habitación de su madre. Atracaron esa madrugada y no habían dormido
bien. Aidan debido a las maniobras para meter la goleta a puerto y ella por
la tensión, la expectativa de ver a su madre no la dejó pegar ojo en la mayor
parte de la noche, aun así, no quiso esperar otro día para ir a verla; por eso
estaban ahí, en espera de lady Emily, ataviados con ropas dignas de los
condes de Euston.
Apretó el brazo de su esposo, ansiosa, temerosa de la reacción de su
madre. Cada instante que pasaba crecía su incertidumbre por el
recibimiento que obtendría.
—La condesa estará feliz de verte, esposa —habló Aidan al tiempo que
le acariciaba la mejilla.
—Tengo miedo —confesó ella, temblorosa.
—Tú no hiciste nada malo. En todo caso, quien debería tener miedo soy
yo. Me robé una monja, ¿recuerdas? —Besó su mejilla y ella emitió una
risita.
—¡Cómo si eso fuera posible! —replicó ella, refiriéndose a su
comentario sobre el miedo, siguiéndole el juego.
—No dije que lo tuviera, tan solo que debería.
—Lo sé. Mi esposo es un reputado pirata, son los demás quienes tienen
miedo de él —afirmó ella en voz baja, como si estuviera contándole un
secreto.
—Se está burlando de mí, milady. —Aidan estaba muy pegado a ella,
hablándole al oído, simulando sentirse ofendido.
—Jamás me atrevería a hacerlo, milord Hades. —Bajó los ojos con
recato, simulando sumisión.
—He creado un monstruo —masculló él mientras besaba la piel detrás de
la oreja de la joven, deleitado por la tímida confianza que ella le
demostraba.
Parada al final de la escalera, lady Emily miraba la interacción de los
condes. Se había detenido de golpe al ver a Aidan ahí con ella, tenía cierto
recelo hacia él por la manera en que actuó; que secuestrara a su hija era algo
que le iba a costar trabajo perdonarle, no obstante, según veía en ese
momento, su pequeña Isobel se sentía cómoda con él. Más que eso, se veía
feliz. Un enorme peso se levantó de sus hombros al darse cuenta de ello. Su
mayor temor durante estos meses que no tuvo noticias de ella era
precisamente ese, que su niña fuera desdichada. Imaginársela a merced de
él, sufriendo maltratos, la torturaba. Saber que una de sus hijas era feliz en
su matrimonio la aliviaba muchísimo, ahora solo tendría que preocuparse
por una de ellas.
—Isobel, mi niña —dijo al fin lady Emily mientras bajaba el último
escalón.
La condesa de Euston dejó los arrumacos que compartía con su esposo
para girarse hacia la voz de la condesa viuda.
—Madre. —La palabra salió como un silbido bajo y agudo, entrecortado
por la emoción.
Lady Emily se apresuró a recorrer los pocos pasos que la separaban de su
hija mayor, encontrándose a medio camino con ella, quien también corrió a
sus brazos.
—Mi querida niña —pronunció entre sollozos, abrazándola con la
calidez que solo una madre podía otorgar.
—Madre, la extrañé tanto. —La voz entrecortada de lady Isobel hizo que
Aidan ratificara para sí su decisión de venir a Cornualles. Cualquier mal
trago que tuviera que pasar valdría la pena si su esposa era feliz.
—También yo, hija. No sabes lo preocupada que he estado por ti.
Lady Emily rompió el abrazo para mirar las facciones de la condesa. Los
ojos verdes seguían teniendo esa bondad que la hacía meterse en problemas
con tal de ayudar a algún desvalido. Su piel pálida había agarrado un poco
de color y las pintitas marrón de su nariz y mejilla sobresalía aún más. Pero
había algo en ella que antes no estaba: felicidad. Su mirada esmeralda
brillaba dichosa y tras lo visto momentos atrás, el causante de esto era el
mismo hombre que la arrancó de su lado.
—He estado bien, madre —la tranquilizó lady Isobel, tomándole una
mano para darle un pequeño apretón—. Mi esposo me cuida muy bien —
continuó, la mirada fija en el susodicho, quien se mantenía a pocos pasos,
dándoles el espacio oportuno para el reencuentro.
—Me alivia mucho saberlo, mi vida. —Lady Emily no aclaró que el
consuelo que experimentó no solo era por el hecho de que Aidan fuera
bueno con ella y la cuidara, sino porque acababa de confirmarle que no
vivían en pecado.
—Ven aquí, esposo. Quiero presentarte a mi madre. —Lady Isobel
extendió el brazo libre hacia él.
—La condesa y yo ya tenemos el gusto de conocernos.
—Haremos de cuenta que esta es la primera vez que se ven —puntualizó
ella, sonriente.
Aidan caminó hacia ella, subyugado por la hermosa sonrisa que su
condesa exhibía en ese instante.
—Milady, un placer. —Hizo una pequeña reverencia, sorprendiendo a la
condesa viuda por su rápida aceptación al pedido de lady Isobel.
—Milord —dijo ella a modo de saludo, reverenciándolo también.
—Esperamos no ser inoportunos —comentó él al notar la falta de
adornos en las repisas y paredes. Una sábana blanca cubría un mueble al
fondo del pasillo.
—No, por supuesto que no. —Lady Emily negó repetidas veces con un
movimiento de la cabeza.
—Estoy tan feliz —externó lady Isobel, en medio de los dos, aferrada a
cada uno con una mano.
—Vengan, vamos al salón para que se refresquen.
Lady Emily rompió el contacto para guiarlos hasta la estancia que ya
ambos conocían, sin embargo, al llegar a la puerta Aidan no atravesó el
umbral.
Lady Isobel detuvo su andar cuando él lo hizo y lo miró sin comprender
su acción.
—Vendré a buscarte más tarde —explicó él, dándole un suave beso en la
mano que antes iba posada en su brazo.
—¿Por qué no te quedas conmigo? —cuestionó ella, confundida y un
tanto entristecida.
—Tu madre necesitará hablarte, querrá saber cosas que no podrá
preguntar delante de mí.
—No hay nada que ocultar —replicó ella, su ceño fruncido acentuaba su
confusión.
—Cosas de mujeres, esposa. Cosas que una madre hablaría con su hija
recién casada —aclaró con una sonrisita.
Aidan percibió el momento exacto en que su adorable esposa comprendió
a qué se refería. Una exhalación ahogada, el intenso rubor de sus mejillas,
la manera en que se humedeció los labios, el cambio en la tonalidad de su
mirada… sí, su hermosa esposa estaba pensando en lo ocurrido esa misma
mañana y todas las anteriores en el camarote del Perséfone.
—Estaré aquí antes de la nona, no quiero que nos tome la noche en el
camino.
Lady Emily los esperaba un poco más allá, dentro de la salita, fingiendo
que no les prestaba atención. No obstante, el timbre cálido y rebosante de
ternura que él empleaba para dirigirse a su hija no le era indiferente. Para
ella era casi imposible asociar a ese hombre amable y considerado con el
arrogante y tosco que la amenazó —en ese mismo lugar—, con divulgar sus
amoríos con lady Amelie. ¿Estaría enamorado de Isobel desde entonces?
¿Era ese el motivo de su empeño en casarse con ella? Si era así, le alegraba
que no hubiera cedido a su negativa. Mucho se temía que con el conde de
Pembroke, Isobel no habría sido ni la mitad de feliz que era con el conde de
Euston.
—Con su permiso, milady. —Giró la cabeza para mirarlo, acababa de
hacerle una pequeña reverencia.
—Un placer, milord —respondió ella.
A pesar de que acababan de despedirse, vio a su hija seguirlo de regreso
hasta la puerta de calle. Intrigada fue tras ellos, manteniéndose fuera de su
vista para no delatarse.
—Cuídate, por favor —la escuchó decir, sus manos tocaban la cara del
conde con una ternura que solo le había visto emplear con lady Amelie
cuando eran niñas.
—Lo haré.
El conde se inclinó para besarla y lady Emily se cubrió los ojos
enseguida; abochornada por la escena que acababa de presenciar se dio la
vuelta y regresó enseguida al salón.
«Fisgona», pensó Aidan mientras veía la espalda de la condesa viuda
perderse por el pasillo. Iba a darle a su esposa un beso más casto, pero al
ver a su suegra quiso darle algo que mirar.
—Te amo, esposa —murmuró antes de darle un último beso.
—También te amo —musitó ella, despidiéndolo con una sonrisa.
Mientras cerraba la puerta de calle, lady Isobel soltó un suspiro cargado
de amor. Agitó la cabeza para deshacerse de la neblina en la que los besos
de su marido solían envolverla. Un beso y ella se volvía nata líquida,
derretida por el contacto de los labios de este.
Soltó otro suspiro.
Amaba a Aidan, lo amaba muchísimo. No concebía su vida sin él en ella.
En ese momento, quizá por encontrarse en su antigua casa, el lugar de
dónde él la sacó casi por la fuerza, agradeció al Señor haber estado en la
puerta de la capilla aquella mañana en que los duques de Grafton se
casaron. Y no por haber evitado una tragedia, sino porque gracias a eso
conoció a su fiero pirata, un hombre hermoso por dentro y por fuera.
Volvió a suspirar. Una sonrisa boba ocupaba toda su cara.
—¿Piensas quedarte ahí hasta que regrese tu esposo, hija? —Lady Emily
la miraba enternecida desde el otro lado del vestíbulo.
—Lo siento, madre —susurró avergonzada; por un momento se había
olvidado incluso de ella.
—Anda, ven —le tendió una mano, invitándola a que se acercara.
Lady Isobel caminó hasta ella y tomó la mano de su progenitora,
correspondiéndole la sonrisa que le dedicaba.
Tomadas de la mano fueron hasta el saloncito donde se acomodaron en
los sillones de dos plazas que la condesa viuda tenía ahí. Ambas vestían con
voluminosas faldas que hacían necesario que cada una ocupara un sillón
completo.
Lady Emily observó el vestido de su hija, apreciando la calidad de la tela
y los bordados. La emoción de verla después de tanto tiempo no le había
dado oportunidad de notarlo antes. Miró las joyas que adornaban su cuello.
Perlas. Un collar de perlas daba varias vueltas en su cuello y una gema de
tamaño considerable caía sobre su pecho.
—Es un diamante azul —dijo lady Isobel.
La condesa desvió la atención al rostro de su hija, avergonzada por
haberse quedado mirando la joya.
—Perdona, hija. No quise ser grosera.
—No tiempo importancia, madre.
—¿Eres feliz, Isobel? —preguntó lady Emily a pesar de ser testigo de la
sonrisa enamorada de la joven.
—Mucho.
—¿De verdad, hija?
—Tanto que a veces me parece vivir en un sueño —confesó sin dejar de
sonreír, sus ojos brillaban emocionados.
Helen entró en ese momento con un servicio de té que la condesa viuda
pidió antes de ir por la joven al vestíbulo. Lady Emily esperó a que la
muchacha terminara de colocar la bandeja con la tetera y las pastas sobre la
mesita y saliera de la estancia antes de responderle.
—Me alegro tanto… cuando desapareciste me sentí tan desdichada, no
tenía un minuto de paz imaginándote en manos de un hombre cruel,
vivien…
—No, no, no —interrumpió lady Isobel, agradeciendo en su interior que
Aidan no escuchara los temores de su madre—. Aidan no es así en absoluto.
«No conmigo», añadió en sus adentros.
—Puedo verlo ahora, pero en aquellos días yo solo tenía la cara que él
me mostró y debes saber que no fue nada amable, por el contrario, se portó
grosero, arrogan…
—Conozco a mi esposo, madre. No hace falta que me hables sobre su
carácter —cortó ella las intenciones de su madre de hablar en malos
términos de su marido. Cierto que su esposo no era un dechado de virtudes,
sin embargo, nadie hablaría mal de él en su presencia.
—No pretendía ofenderlo, hija —comentó conciliadora—, solo quería
que entendieras mis temores.
—Los entiendo, pero eso está ya en el pasado, madre —apuntó ella con
voz suave—. Aidan me hace muy feliz. Es un esposo atento, cariñoso,
considerado… —La voz de la joven se apagó, su mirada perdida en algún
recuerdo.
—Lo amas.
—Él es mi vida, madre —respondió, aunque no era una pregunta.
—¿Y tú, hija? ¿También eres su vida?
—Lo soy.
Lady Emily asintió, satisfecha con la respuesta de su hija. No solo por lo
dicho en sí mismo, sino la seguridad con que lo manifestó. Ella misma fue
testigo del cariño y la ternura con que el marqués la trataba, sin embargo,
quiso asegurarse de que no era una actuación. Su querida Isobel nunca
había sabido mentir, ni siquiera cuando era una niña pudo ocultarle nada,
por lo que sus respuestas le daban la tranquilidad que no tenía desde que
fuera apartada de su hogar meses atrás.
—Estoy tan feliz de que estés aquí —sollozó la condesa viuda una vez
que sus preocupaciones sobre la vida de su hija se disiparon.
—También yo, madre.
Pasaron el rato hablando sobre su experiencia en altamar y lo mal que lo
pasó los primeros días de viaje a causa de su mala disposición al
movimiento de la embarcación. Le contó sobre su boda escocesa y sobre la
ceremonia oficiada por Zachary —sin aclararle el orden en que sucedieron
y guardándose los detalles—. Lady Emily se llevó una sorpresa al saber que
el cura era hermano de sor María.
—El mundo es un pañuelo —apuntó la condesa viuda en esa parte del
relato.
—En realidad Aidan ya lo conocía —aclaró ella—. Vivió un año entero
en el antiguo monasterio de St. Michael’s Mount cuando mi esposo era niño.
—Nosotras seguíamos en Pembroke —agregó lady Emily,
comprendiendo el motivo por el que no conocía al religioso.
Lady Isobel asintió.
—Madre…
—¿Sí?
—¿Tú sabías que la duquesa viuda envió a mi esposo a la isla cuando el
duque murió?
—Escuché sobre eso cuando llegamos a vivir aquí.
—¿Lo conociste de niño? —inquirió ella, curiosa, deseosa de saber lo
que pudiera sobre él.
—Era ya un hombrecito cuando lo conocí. El parecido con el antiguo
duque era asombroso, lo es todavía.
—¿Cuándo lo conociste, madre? —se inclinó hacia ella, ansiosa,
obviando la apreciación sobre el parecido con su padre.
—¿Recuerdas aquella vez en que casi mueren ahogadas Amelie y tú? —
preguntó la condesa viuda, su voz se cortó un poco ante el doloroso
recuerdo. Lady Isobel asintió, instándola a continuar—. El conde hacía
tiempo que se había marchado de Cornualles y esa era la primera vez que
volvía en varios años, fue una suerte que paseara por la playa esa tarde…
—¿Qué estás diciendo, madre? —cuestionó lady Isobel, su pecho agitado
atestiguaba lo acelerado de su respiración.
—Esa tarde las sacó del agua a ambas. Primero a Amelie y luego a ti.
Lady Isobel sintió que se mareaba, se llevó una mano a la frente,
temblorosa.
—Pero… pero… fue lord Grafton quien…
—Él también estuvo ahí, pero fue el conde quien las ayudó primero.
—Todo este tiempo… todos estos años creí que…
—Se fue sin dar tiempo a que le agradeciéramos, cuando despertaste de
la inconciencia era el duque quien estaba en la playa, por eso solo lo
recuerdas a él —explicó lady Emily.
La condesa de Euston percibió que algo en su corazón se desprendía,
liberándola por completo del amor que antaño sintió por el duque. En su
lugar quedaba el afecto que se le profesaba a un buen amigo. Sin querer, su
madre acababa de darle el mejor regalo de bodas.
—¿Por qué no se quedan aquí? —dijo la condesa viuda después de un
rato, ambas bebían de su té en silencio.
—Agradezco su ofrecimiento, madre, pero nos quedaremos en el
Perséfone.
—¿Por qué? Aquí hay espacio suficiente, tu habitación está tal cual la
dejaste —insistió.
—No queremos importunarte, madre.
—¡Tonterías! —Dio un manotazo, desechando su excusa—. Además, en
pocos días me iré a Grafton Castle a acompañar a tu hermana, tendrán la
casa para ustedes solos.
El pecho de lady Isobel se contrajo ante la mención de la duquesa.
—¿Cómo está Amelie, madre? —preguntó sin ocultar el desasosiego que
hablar sobre ella le provocaba.
—Sufrió mucho con tu desaparición —respondió la condesa viuda, sin
embargo, lady Isobel sabía que el sufrimiento de su hermana no era por ella
precisamente—. Pero ahora está bien, apenas hace unas semanas nos
enteramos que está encinta —informó, sonriendo emocionada.
—Enhorabuena, me alegra mucho saberlo.
—Se espera el nacimiento para finales del invierno —continuó lady
Emily dejando salir todo su entusiasmo sobre el próximo acontecimiento.
Siguieron hablando sobre los pormenores del embarazo de la duquesa
hasta que inevitablemente el tema de los niños se centró en ella.
—No hemos hablado al respecto —dijo la condesa de Euston, tan roja
como una remolacha.
—Esas cosas no hace falta hablarlas, hija —añadió lady Emily,
sonrojándose también.
—Madre, por favor —susurró lady Isobel.
—¿No hay posibilidades de que lo estés ya? —cuestionó, demasiado
esperanzada para gusto de la muchacha.
—No lo sé, es probable…
—Si has cumplido con tus deberes maritales es más que probable.
—Madre, por favor. Me avergüenza hablar esos temas con usted —
balbuceó abochornada, preguntándose qué esperaba Aidan para ir por ella.
—Soy tu madre, no hay porqué avergonzarse.
—Cambiemos de tema, por favor —pidió al tiempo que se aclaraba la
garganta.

Aidan estaba en el antiguo monasterio, específicamente en la sala privada


de sor María. Tras realizar algunas gestiones para que la casa que tenía en
un promontorio cerca de la playa —y que nunca ha ocupado—, estuviera
habitable en un par de días, fue a visitar a la mujer que consideraba su
madre; el único motivo por el que volvía a ese lugar cada cierto tiempo.
Sor María lo recibió con el mismo cariño de siempre, emocionada hasta
las lágrimas por saberlo bien. Le contó sobre su visita a Zachary y las
intenciones de este de visitarla en algunas semanas. Ya tenían un rato
hablando sobre el cura cuando sor María introdujo un tema del que
preferiría no hablar.
—No me interesa nada de esa familia —replicó con esa rudeza que lo
caracterizaba y a la que sor María ya estaba acostumbrada.
—Es tu hermano, hijo.
—Mi única familia es mi esposa. Y usted —agregó cuando notó en sus
ojos el daño que le causó que la excluyera en su primera afirmación—.
Ustedes dos son mi familia, lo que suceda con los Grafton no me interesa en
absoluto.
—El duque no sabía nada. Su madre lo mantuvo en la ignorancia.
—¿Y qué con eso? El que no lo supiera no cambia el pasado.
—Pero puede darles una oportunidad a ustedes. Es tu hermano, pueden
construir una relación.
—¿Qué relación, madre? Su mujer fue casi mi amante, solo nos faltó que
la montara como…
Sor María dio un golpe en la mesa con el puño, silenciándolo.
—No estás tratando con ninguno de tus rufianes, respétame —exigió la
religiosa, molesta.
Aidan apretó los labios para no decir nada más. Hasta hacía un tiempo,
sor María era la única persona que podía hablarle de esa manera sin sufrir
las consecuencias y acababa de demostrarlo.
—El duque de Grafton es un buen hombre —continuó ella, lo conocía lo
bastante bien como para saber que no obtendría una disculpa de su parte—.
Lo sucedido con la duquesa no tiene porqué saberse, es pasado y ahí debe
quedarse.
—Si yo fuera él, no me importaría que tan en el pasado estuviera, jamás
tendría tratos con el hombre que casi mancilló a mi esposa.
—La duquesa está encinta así que…
—Felicidades —dijo burlón.
La noticia no había causado nada en él. Ni alegría ni tristeza. Ni paz ni
enojo. Nada, absolutamente nada. Lady Amelie sí que estaba en el pasado,
no quedaba en él ni siquiera como un recuerdo puesto que nunca pensaba en
ella.
—Estoy convencida que, bajo esas circunstancias, el duque debe tener ya
la certeza de la pureza de su esposa —añadió la religiosa sin hacer caso a su
burlona felicitación.
—Ya podré dormir tranquilo.
—No me colmes la paciencia, Aidan —apuntó sor María, un poco harta
de las réplicas mordaces del capitán pirata.
—Entonces deje ese tema por la paz.
—Señor, dame paciencia —masculló ella, una mano en su sien.
Aidan sonrió, muy en el fondo le gustaba que la religiosa se preocupara
por él hasta este punto. Entendía que quisiera verlo formar parte de la
familia que le fue negada por ser un bastardo, sin embargo, después de
tantos años valiéndose por sí mismo, aislado de lo que representaba ser un
Grafton, había perdido el interés. Ya ni siquiera le guardaba resentimiento al
duque por haberse quedado con el título que le correspondía y mucho
menos por haber desposado a lady Amelie.
Sonrió en sus adentros, recordando lo furioso que estaba por no haber
logrado impedir el matrimonio. Lo decidido que estaba a no dejarse ganar
por él en ese asunto también, una competencia de la que el duque no tenía
conocimiento. Era él quien estaba amargado, consumiéndose en el odio a
causa de todas las humillaciones que la duquesa viuda le profirió cuando
todavía era un niño y, sobre todo, por haberle dado la espalda cuando más
los necesitó. Y ahora se enteraba que el duquecito ni siquiera sabía de su
parentesco. Bufó para sí, incrédulo.
—¿Irás a visitarlo? —preguntó sor María, sorprendiéndolo. ¿Acaso no
fue claro con ella?
—No, madre. No deseo tener ningún tipo de relación con él.
—Pero el sí. Dale una oportunidad, por favor —rogó ella, sus manos
unidas a la altura del pecho.
—Lo pensaré —dijo para que dejara de insistir, pero no pensaba hacerlo
ni ahora ni nunca.
Sin embargo, la vida no estaba de su lado. Ese mismo día, mientras
recogía a su esposa en casa de la condesa viuda, se encontró con los duques
de Grafton.
Capítulo 23

“La Silenciosa” zarpó de Dublín tres días después que el Perséfone,


llevándose las esperanzas de “el Rojo” de hacerse con la embarcación y
toda su carga; por el momento. El hecho de que Pembroke hubiera
abandonado la ciudad sin decir nada le hacía sospechar sobre su relación
con la desaparición de Hades. El capitán del Gehena jamás se habría
marchado de la ciudad sin antes hacerle una visita. Y no es que fueran
amigos, la visita no sería cordial ni nada parecido, Hades iría a increparlo
sobre su actuar, amenazando y avasallando como era su costumbre.
Hizo una mueca de disgusto.
Tener que aplazar sus planes no le hacía ni pizca de gracia, pero no le
quedaba de otra. Sin embargo, de una cosa estaba seguro, el Gehena sería
suyo, así tuviera que desplazarse a Inglaterra para conseguir sus propósitos.
Y ya ajustaría cuentas con Pembroke, le gustara o no a su socio, ese conde
pagaría si se atrevió a traicionarlos.
Por lo pronto ya estaba moviendo sus hilos para que las autoridades
comenzaran a sospechar de las actividades comerciales de Aidan, era
cuestión de tiempo para que la marina real atara cabos y descubriera que el
famoso pirata que tanto terror causaba entre los galeones que viajaban de
las colonias era el capitán de “La Silenciosa”. Ah, cómo disfrutaría
quedarse con ese navío también. Cuando fuera el dueño de todo, se casaría
al fin con lady Anne, la única hija de Abercorn. Este se la prometió en
matrimonio en un arranque de euforia y por supuesto que él no permitiría
que se echara atrás y deshonrara su palabra. La dama ni siquiera había sido
presentada ante la aristocracia irlandesa aún, pero él ya la conocía gracias a
su relación con Abercorn. Era hermosa, de mirada gris y delicadas
facciones, una verdadera belleza a la que tendría a su disposición siempre
que lo deseara y que le permitiría la entrada al cerrado círculo aristocrático
que —por sus orígenes poco nobles—, siempre la ha sido negado.
Decidió que al día siguiente le haría una visita a la dama. El compromiso
todavía no era de dominio público, ni siquiera ella lo sabía aún, sin
embargo, comenzaría a frecuentar la mansión del conde; quizá podía
cortejarla. Era mejor tener una prometida complaciente, le convenía tenerla
de su lado en caso de que Abercorn osara traicionarlo. Pero por ahora,
disfrutaría de las atenciones de la belleza que acababa de entrar a su
despacho en “La mesa redonda”.

Lady Isobel y su madre hablaban sobre los planes de viaje de esta última.
La joven dama acababa de ofrecerse para ayudar a guardar todo aquello que
no sería utilizado en ausencia de la condesa viuda cuando la aldaba de la
puerta de calle sonó, avisando sobre la llegada de un visitante.
—Debe ser Aidan —dijo lady Isobel al tiempo que se levantaba para ir
ella misma a abrir.
—Deja que vaya Helen —pidió su madre, pero ella ya estaba saliendo del
saloncito. La condesa viuda negó con la cabeza, sonriendo por la
impaciencia de su hija mayor.
Lady Isobel llegó a la puerta al mismo tiempo que la doncella.
—No te preocupes, Helen. Yo abro. —La enorme sonrisa de bienvenida
con que iba a obsequiar a su esposo se le congeló en el rostro al ver a los
duques de Grafton al otro lado de la puerta.
—Isobel… —El nombre de la condesa escapó de los labios de lady
Amelie en apenas un susurro. La cara sonriente de su hermana era lo último
que esperaba ver ese día.
—Excelencia —respondió lady Euston pasados unos segundos. Nerviosa
miró a la calle, Aidan estaría de vuelta en cualquier momento.
«Señor, ¿por qué tenían que aparecer justamente hoy?», gimió en sus
adentros.
—Lady Isobel, tanto tiempo —intervino el duque, ajeno a lo que se cocía
a su alrededor, totalmente ignorante de los términos en que se encontraba la
relación de las hermanas Wilton.
—Excelencia —repitió ella con una pequeña venia, dirigiéndose ahora al
duque.
En otro tiempo estaría temblorosa, con las manos sudadas y el pulso
latiéndole acelerado de solo escucharlo mencionar su nombre. Se agarró
ambas manos a la altura del vientre, dándose cuenta que, efectivamente, sus
manos estaban húmedas. Sin embargo, sus manos sudorosas y el pulso
acelerado no eran por tener a lord Grafton frente a ella, mirándola con esos
ojos azulísimos que tantas veces evocó mientras soñaba despierta con una
vida en común. No, no era por eso. En realidad, la presencia y voz del
duque no causaba reacción romántica alguna en ella, ni siquiera nostalgia.
Lo único que lord Grafton le provocaba era temor, un insano temor de que
se enterara de lo sucedido entre Aidan y Amelie. Su esposo era muy
temperamental y si lo provocaban podía escupirle todo a la cara sin
miramiento alguno. Y no temía que el duque pudiera lastimarlo, por el
contrario, le preocupaba que su esposo terminara en la horca por asesinar a
un noble; un duque, nada menos.
«Señor, por favor, contrólalo», rogó para sí mientras veía a la calle en
busca de la figura de su marido.
—¿Has venido sola? —Fue la pregunta que formuló la duquesa, pero
lady Isobel supo enseguida lo que de verdad quería saber.
«No, no vine sola, pero debí haberlo hecho», pensó angustiada.
¿En qué estaba pensando para creer que visitar a su madre era una buena
idea? Aunque, claro, ¿cómo iba a saber ella que a Amelie se le ocurriría
hacerle una visita a su madre justamente ese día? ¡Pero si estaba encinta!
¿No se suponía que debía estar recluida en el castillo para evitar el
enfriamiento y todas esas cosas que hacían las mujeres en su estado?
—¡Amelie, hija! —Lady Emily apareció en el vestíbulo. Helen acababa
de informarle de la presencia de los duques—. Adelante, entren, por favor
—pidió mientras caminaba hasta la puerta de calle donde permanecían
parados los tres.
Fue hasta ese momento que lady Isobel se dio cuenta de lo descortés que
estaba siendo. Avergonzada por su falta de modales se hizo a un lado para
que los duques traspasaran el umbral.
—Madre. —Lady Grafton acompañó el saludo de un ligero abrazo.
Tras los saludos protocolarios, lady Emily los invitó al mismo saloncito
donde había estado con su hija mayor. Si el duque se dio cuenta de la
frialdad con que las hermanas se saludaron, no dio muestra de ello.
—Me han dado una sorpresa —comentó la condesa viuda cuando ya
estaban acomodados en sus asientos.
«Susto querrás decir, madre», susurró lady Isobel en su interior.
—No más que la que nos hemos llevado nosotros al encontrar aquí a lady
Isobel —apuntó lord Grafton después de dar un sorbo al té que Helen sirvió
momentos antes.
—Yo misma no puedo creerlo aún —confesó lady Emily mientras miraba
emocionada a su hija mayor.
Lady Amelie permanecía en silencio. La presencia de su hermana en casa
de su madre le fue tan repentina que todavía no lograba asimilarlo.
Múltiples pensamientos rodaban por su mente, aturdiéndola: ¿qué hacía
ahí? ¿regresó sola? ¿la había abandonado Aidan? ¿estaría él en Cornualles
también?
Si era sincera consigo misma, no sabía cómo sentirse al respecto. Desde
el día en que se percataron de la desaparición de su hermana pasó por
distintos estados de ánimo. Rencor, odio, rabia, impotencia. Luego llegó la
tristeza, el dolor de haber perdido para siempre al hombre que amaba y
finalmente la resignación; con el paso de las semanas terminó por asumir
que no podía hacer nada para cambiar lo ocurrido, ella estaba casada con
lord Grafton y no había poder humano que lo remediara. Así como tampoco
podía perseguirlos a ellos y traer de vuelta a Isobel.
Miró al duque. Este hablaba amenamente con su madre y hermana.
Estaban ahí por insistencia de ella. El castillo que en otro tiempo representó
todo lo que siempre quiso —riqueza, poder, lujos, estatus—, ahora la
agobiaba, la asfixiaba. Vivir rodeada de muros de piedra y acres de terrenos
no era lo que deseaba, mucho menos ahora que su matrimonio estaba roto.
Fue por eso que insistió en pasar su periodo de gestación en casa de su
madre en lugar de que esta fuera al castillo. Por eso y porque deseaba evitar
todo lo posible a su marido, con quien no hablaba más allá de un “buenos
días” cuando por casualidad se lo encontraba en alguna estancia de Grafton
Castle.
—¿Cómo está Aidan? —Escuchó que preguntaba el duque y a su pesar,
toda su atención se centró en la respuesta que su hermana iba a dar.
—Muy bien, con el favor del Señor, excelencia.
Lady Amelie apretó los labios por la respuesta tan vaga de lady Isobel.
—Me alegra —repuso el duque—, hace unas semanas visité a sor María
—añadió para sorpresa de las tres damas.
—¿Cómo está? —preguntó lady Isobel, aguantándose las ganas de
preguntar por el motivo de la visita a la religiosa.
—Goza de buena salud.
—Gracias al Señor.
Lady Amelie bufó en sus adentros, tal parecía que el tiempo pasado entre
las religiosas había hecho más mella en su hermana de lo que pensaba.
—¿Cuánto tiempo estarán en Cornualles? —cuestionó lord Grafton, al
tiempo que devolvía la taza y el platito a la bandeja sobre la mesilla de
centro.
—No lo sabemos todavía.
—Sería maravilloso que estuvieran hasta el nacimiento —intervino lady
Emily sin darse cuenta de la incomodidad que su comentario generó en los
duques.
Cada vez que el tema del embarazo salía a relucir —que no eran pocas—,
ambos recordaban las circunstancias en que se dio la concepción. El duque
recordaba también, aquella tarde en que intentó redimirse y su esposa le
confesó que no lo amaba. El dolor de saberse no correspondido era una
espinita que traía clavada en el pecho, una herida que dolía y sangraba cada
vez que sus ojos —del color del cielo—, se posaban en el rostro de ella.
—Sí, sería maravilloso —concedió lady Isobel sin comprometerse.
Su madre continuó hablando sobre el futuro heredero y ella aprovechó
para mirar a lady Amelie. Estaba callada, su piel siempre lozana lucía
pálida y un tanto demacrada. Se veía apagada, incluso sus ojos carecían de
esa chispa coqueta que le hacía granjearse el interés de la gente. Ni siquiera
la mención de su hijo ponía una sonrisa en su cara. Un peso se asentó en su
estómago al darse cuenta de que su hermana era desdichada. Desvió la
atención al duque, preguntándose si acaso este no era un buen marido.
¿La trataría mal? ¿O era que su hermana no había olvidado a Aidan?
Esto último le provocó cierta desazón, no por Aidan, pues confiaba
plenamente en él y los sentimientos que le profesaba, sin embargo, no podía
dejar de inquietarse a causa de su hermana; tenía muy fresco en su memoria
la manera en que la agredió la tarde en que la acusó de meterse entre ella y
su pirata.
¿Sería capaz de intentar un acercamiento con Aidan a pesar de que este
fuera su esposo?
El pensamiento la inquietó.
Debía irse.
Aidan no debía encontrarse con los duques, al menos no todavía. Su
presencia podría despertar viejos sentimientos en lady Amelie que, a la
larga, no traerían más que problemas entre Aidan y lord Grafton. Estaba a
punto de levantarse para anunciar que se retiraba cuando la voz profunda de
su marido anunció su presencia, desbaratándole sus planes de fuga.
—Adelante, milord. —Lady Emily hizo amago de levantarse para dejarle
el lugar junto a lady Isobel.
—No se levante —dijo Aidan al tiempo que caminaba hasta pararse junto
a su esposa, quien ya estaba de pie, esperándolo con una hermosa sonrisa de
bienvenida. Sonrisa que no se reflejaba en los ojos de la joven, hecho del
que Aidan fue plenamente consciente—. ¿Me extrañaste, esposa? —
preguntó tomándola de la mano para besar sus enguantados dedos.
—Tanto como tú a mí —musitó, cohibida por el público que tenían,
nerviosa por lo que la muestra de cariño pudiera despertar en su hermana.
—Pobrecita mía, debí volver antes. —Su mano libre fue hasta la mejilla
de su esposa para rozar el pómulo ruborizado de esta.
—Lord Euston. —Aidan desvió la atención de lady Isobel para mirar al
duque. Decir que no le sorprendió que usara el título para referirse a él sería
mentir. ¿Tenía razón sor María y él aceptaba su parentesco de buen grado?
¿Estaría realmente interesado en crear lazos fraternos entre ellos?
—Excelencia —respondió con una ligera reverencia cuando sintió los
dedos de su esposa apretar suavemente los suyos. Quiso decirle que no se
preocupara, si el duque se comportaba, él también lo haría, pero desistió. Se
limitó a devolverle el gesto, tranquilizándola sin palabras.
—Tome asiento, por favor —insistió lady Emily, señalándole el sillón
que quedaba libre frente ellas y a un costado de los duques.
La condesa viuda no lo demostraba, pero en su interior temblaba. Temía
que en cualquier momento el secreto que solo lord Grafton desconocía
saliera a la luz y provocara una tragedia. Lo único que le daba un poco de
paz era que lord Euston amaba a Isobel. El conde no revelaría nada, no si
esto significaba herirla o incluso arruinar su matrimonio. Miró a su hija
menor, rogando en sus adentros que continuara en silencio.
A la duquesa de Grafton le estaba costando media vida no rendirse a las
lágrimas. Observar la ternura con que Aidan trataba a Isobel fue una
cuchillada mortal en su pecho. Entró sin ver a nadie, sin prestar atención a
nada ni nadie que no fuera Isobel. Y ella también estaba ahí, en esa sala, sin
embargo, para él fue como si no existiera. Respiró profundo para pasar el
aire que tenía atorado entre pecho y espalda, no obstante, un suspiro, casi
un sollozo, se abrió paso desde lo más profundo de su corazón.
Lord Grafton observaba a Aidan sin poder creer que lo tuviera frente a él.
Y una vez más se preguntó cómo no se dio cuenta del enorme parecido
entre él y su padre. Había sido tan ciego. Todos esos años creyó que no era
más que su compañero de juegos, un niño al que su padre decidió proteger
por caridad. Su madre hizo tanto daño… El rumbo de sus cavilaciones fue
truncado por el sollozo de Amelie.
—¿Te encuentras bien? —preocupado se inclinó hacia ella, para su pesar
él seguía igual o más enamorado que antes, no podía ignorarla con la
facilidad que ella lo hacía.
Lady Grafton no logró responder con palabras, solo movió la cabeza
suavemente, dándole una negativa.
—Debe ser el cansancio —apuntó la condesa viuda—, en su condición
no es bueno hacer este tipo de viajes.
—Tiene razón, no debí acceder —manifestó el duque, sintiéndose
culpable por exponer a su esposa embarazada al largo trayecto en un
camino sinuoso.
—Ven, hija, vamos a tu antigua habitación a que te recuestes un rato. —
Lady Emily se acercó a la duquesa y la tomó de la mano para ayudarla a
levantarse.
El duque ya estaba de pie, su educación no le permitía permanecer
sentado si una dama no lo estaba.
Aidan se limitó a mirarlos. A él, esas convenciones sociales lo tenían sin
cuidado. Por él, podían estar paradas todas las damas del reino, él no iba a
levantarse solo para quedar bien. A menos que su esposa lo hiciera, desde
luego; cosa que su condesa realizó en ese instante.
—Te acompaño, madre. —Lady Isobel abandonó su asiento para hacer
precisamente eso, no obstante, Aidan la retuvo tomándola de la muñeca.
—Es hora de retirarnos —dijo en voz baja, aunque ninguno de los otros
presentes les prestaba atención, avocados en ayudar a Amelie a salir de la
estancia.
—Por favor, solo un momento —pidió ella en el mismo tono.
—No es el momento, milady.
—Solo quiero asegurarme que está bien —insistió.
Aidan maldijo para sí. Desearía que su esposa fuera menos compasiva y
bondadosa, sus nobles sentimientos terminarían metiéndolos en serios
problemas algún día.
—Por favor —la escuchó susurrarle.
La miró a los ojos. Sus bellas esmeraldas brillaban preocupadas. Y
aunque no le hacía ni pizca de gracia perderla de vista para que fuera a
encerrarse en una habitación con la traidora, asintió, rindiéndose a la súplica
de su mirada. Ella le sonrió y enseguida fue tras las otras damas que ya
habían salido del salón. Aidan negó para sí; no, no le cambiará nada a su
esposa. La amaba tal y como era, la amaba por lo que era.
Iba a salir también para esperarla en el vestíbulo y ahorrarse la presencia
del duque, pero este se adelantó a sus intenciones.
—Sentémonos, por favor, quiero comentarte algo. —Lord Grafton señaló
el sillón y aunque deseaba hacerle una grosería, no pudo.
«El duque no sabía nada», la revelación de sor María retumbó en su
memoria.
«Es buena en esto, sor María», pensó mordaz. Las palabras de la religiosa
acababan de sentarlo frente al duque a pesar de sus nulas ganas de entablar
conversación con él.
—Usted dirá, excelencia.
Lord Grafton fijó la vista en Aidan. Su hermano era un hombre curtido,
alguien que no tuvo una vida fácil ni entre algodones como la que él mismo
llevó gracias a su condición de heredero de uno de los mayores ducados de
Inglaterra. Aidan había tenido que hacerse a sí mismo, sobrevivir por su
cuenta sin el respaldo del título que por derecho le correspondía y que su
madre le negó al abandonarlo en la congregación de sor María. Si lo
hubiese sabido antes… Desechó sus pensamientos, de nada servía eso
ahora.
—Tengo una inquietud que desearía que, por favor, despejes.
Aidan tamborileó los dedos de su mano derecha sobre la pierna,
impaciente.
—Si está en mi mano, con gusto.
Al duque no le pasó por alto el tono irónico de lord Euston, sin embargo,
estaba resuelto a ser paciente. En este caso, Aidan era la parte afectada,
tenía motivos para estar a la defensiva y poco receptivo.
—Hace un par de meses, Lord Pembroke me visi…
—¡Ese malnacido! —Aidan golpeó su muslo con el puño sin hacer caso
del punzante dolor que le dejó el golpe.
—Estaba preocupado por la suerte de lady Isobel —continuó lord
Grafton, obviando el exabrupto de su hermano.
—¿Qué le importa a ese lo que suceda o no con mi mujer? —refutó de
mala manera, sus manos apretadas en puños.
—Es su pariente, es natural que se preocupe.
—¡Y un cuerno! ¡Ese lo que quería era robármela!
Lord Grafton observó el arrebato de Aidan, comprendiéndolo. Si alguien,
quien fuera, intentara interponerse entre él y lady Amelie no respondería de
sus actos; como ya comprobó meses atrás. Sin querer, su mente discurrió
hacia la posible causa del desamor de su esposa. Tras mucho darle vueltas
al asunto llegó a la conclusión de que quizá estaba enamorada de alguien
más; un pensamiento que lo atormentaba cada vez con más frecuencia. Sí,
comprendía a Aidan y su necesidad de garantizar que nadie le arrebatara a
lady Isobel.
—Si se casaron como el Señor dispone, no habrá ningún problema.
—¡Por supuesto que es mi esposa! No permitiré que nadie ponga en duda
mi matrimonio ni la reputación de mi mujer.
—De acuerdo, no quise insinuar nada. Solo quería asegurarme que…
—No necesita asegurarse de nada —interrumpió Aidan.
Lord Grafton apretó la mandíbula, los desplantes de Aidan comenzaban a
molestarlo. Apeló a toda su paciencia y luego continuó:
—En realidad, no es eso lo que me preocupa, sino cierta información que
Pembroke me reveló.
Aidan volvió a maldecir. Ese maldito conde estaba determinado a
malograrle la vida.
—¡Patrañas! —exclamó, arrepentido de no haberle rajado el cuello
cuando tuvo la oportunidad.
—Por el bien de lady Isobel espero que lo sean —apuntó el duque—, no
me gustaría que te viera en la horca acusado de piratería.
Ambos miraron a la puerta del saloncito donde lady Isobel estaba parada.
Tenía las manos en la boca, ahogando el pequeño grito que acababa de salir
de ella. Sus ojos estaban abiertos, revelando el pánico que experimentaba.
—¡Jodido infierno! —masculló Aidan al tiempo que dejaba el sillón para
caminar hasta su esposa.
—Lady Isobel —pronunció lord Grafton, poniéndose de pie también.
Para su estupor, el arisco hombre que hasta hacía un momento se
mostraba rudo, rayando en lo grosero, se transformó ante la presencia de la
dama.
—¿Qué sucede, esposa? ¿algo te ha incomodado? —le escuchó preguntar
a pesar de que hablaba en susurros, las manos del conde enmarcaban el
rostro de lady Isobel.
—¿Es cierto? —preguntó ella, aterrada.
Aidan quiso darse la vuelta y agarrar al duque a puñetazos. Cierto que su
esposa conocía su oscuro pasado, pero no había necesidad de asustarla con
situaciones que quizá nunca pasarían.
—No hay necesidad de preocuparse. —Movió una de sus manos para
ponerla tras la cabeza de ella y atraerla hacia su pecho, la otra mano en la
espalda femenina, confortándola.
—Si algo te sucediera…
—Nada va a pasarme —murmuró y ella deseó creerle. La mano de él en
su espalda comenzó a moverse arriba y abajo suavemente, consolándola.
—Prométemelo —pidió lady Isobel, su cabeza ya no reposaba en el
pecho de él, estaba inclinada hacia atrás para poder mirarlo.
—Te lo prometo.
Lady Isobel se abrazó al cuerpo de su marido. Si él decía que no le
sucedería nada era porque sería así. La certeza de que él haría cualquier
cosa por cumplir la promesa que acababa de hacerle le devolvía la
tranquilidad que lo dicho por el duque le robó.
—Vámonos de aquí. —Aidan le besó la sien; habría preferido otro tipo
de beso, pero la presencia del duque se lo impidió. Y no por él, pues no le
interesaba en absoluto la opinión de este, sino por su esposa que seguro se
sentiría avergonzada por la muestra pública de cariño.
—Está bien. Han sido muchas emociones para un solo día —concedió
ella.
—Si nos disculpa —habló Aidan dirigiéndose al duque.
—Por supuesto. —Lord Grafton redujo la distancia entre ellos para
despedirse de lady Isobel como mandaban las buenas costumbres—. Fue un
placer verla, milady —expresó al tiempo que besaba la mano enguantada de
la dama.
—El placer es nuestro, excelencia.
Aidan fue por el pequeño bolso y el parasol que la joven dejó sobre el
asiento y enseguida se fueron, deseosos de estar solos para disfrutar el uno
del otro.
Lord Grafton regresó al sillón y se dejó caer ahí con tan poca elegancia
que seguro su antiguo preceptor estaría muy contrariado si lo hubiese visto.
Luego del extraño reencuentro que acababa de tener lugar con Aidan, aun
cuando este no le confirmó sus actividades de pillaje, el duque estaba
seguro que lo dicho por el conde de Pembroke era cierto. La reacción de
lady Isobel fue demasiado elocuente como para albergar dudas. Se llevó una
mano a la frente. Si Pembroke se empeñaba en destapar las triquiñuelas de
Aidan, podía, en efecto, ser enviado a la horca. Y mal que le pesara, era su
hermano. No podía permitir que muriera de esa manera tan poco honrosa
cuando lo único que hizo fue sobrevivir con los medios que la vida le dio;
hecho del que era culpable en nombre de su madre.
Decidió que se quedaría unos días en Marazion antes de regresar a
Grafton Castle. Necesitaba hablar nuevamente con él. Si iba a meterse en
ese embrollo debía saber con certeza a qué se enfrentaría. Era su hermano e
iba a apoyarlo hasta las últimas consecuencias sin importar lo que hubiera
hecho en el pasado.
—Lo juro, padre —susurró al tiempo que posaba una mano en su pecho.
Juramento que en el futuro desearía romper con todas las fuerzas de su
corazón.

Cuando salieron de la casa de su madre, ni lady Isobel ni Aidan


comentaron nada sobre el encuentro con sus parientes. Ella, porque el
efecto de la palabra horca asociada a su esposo todavía la tenía nerviosa. Él,
porque no quería decir nada que la alterara más. Sin embargo, esa misma
noche, mientras descansaban en los brazos del otro, ella abordó el segundo
tema que más la inquietaba.
—Amelie está encinta —comentó, los dedos de su mano derecha
jugueteaban con el aro en la oreja de él.
—Lo sé.
—¿Te lo dijo lord Grafton?
—No, fue sor María.
Ante esa revelación, lady Isobel se incorporó un poco para verlo a la
cara.
—¿Fuiste a la isla? —preguntó y él afirmó con la cabeza—. ¿Por qué no
me dijiste? También quería ir a verla —añadió, un poco decepcionada por
haberse perdido la visita a la religiosa.
—Mientras tú estabas con tu madre, yo fui a ver a la mía.
Lady Isobel sonrió enternecida; su duro pirata era un hijo amoroso y
considerado, solo que lo ocultaba muy bien.
—¿Cómo está? —inquirió, olvidándose por un momento de lo referente a
lady Amelie.
—Deseosa de verte —respondió antes de dejar un suave beso en la
sonrisa de ella.
—¿Podemos ir mañana?
—Cuando quieras, esposa.
La dama ensanchó su sonrisa. Se impulsó un poco para alcanzar la boca
de Aidan y unir sus labios con toda la dulzura que su corazón guardaba para
él.
—Gracias. Me hará muy feliz verla.
—Mi mayor deseo es hacerla siempre feliz, milady —murmuró él,
rodando para tumbarse encima de ella.
—Espera, canalla. —Lady Isobel lo tomó de los hombros, empujándolo
con suavidad, su tono risueño contradecía a su acción.
—¿Está muy cansada, milady? —La voz grave de Aidan envío oleadas
de calor por todo el cuerpo de la dama.
—No, no se trata de…
—Me alegra escuchar eso porque yo me siento con bastante vigor —
murmuró él, sus labios en esa zona entre el cuello y hombro de ella que lo
enloquecía.
—¿Qué tan… vigoroso? —balbuceó la joven, sus mejillas calientes a
punto de ebullición.
Apenas terminó de pronunciar su pregunta, Aidan se encargó de
mostrarle lo vigoroso que podía ser.

A la mañana siguiente, con el sonido del mar golpeando el casco del


barco, lady Isobel intentó abordar por segunda vez la cuestión que la
preocupaba. La noche anterior, su esposo la mantuvo muy ocupada
ayudándolo a medir sus capacidades físicas por lo que no pudo conversar
con él al respecto.
Antes el recuerdo, un calorcillo le subió desde el vientre hasta el cuello,
perlándole el pecho de sudor. Movió una mano para echarse un poco de aire
y con la otra tomó el vaso con jugo de fruta y dio un sorbo, de repente hacía
mucho bochorno en la cabina.
—¿Tienes calor, esposa? —preguntó Aidan sin retirar la mirada de los
huevos fritos que en ese momento degustaba.
—Un poco —aceptó, su cara enrojecida por los recuerdos—. Está todo
cerrado y no se cuela ni un poco de aire —agregó para justificar sus calores.
—Claro, eso debe ser.
Lady Isobel vio la sonrisita impertinente de su marido, el muy descarado
le estaba tomando el pelo. Indignada decidió no seguir distrayéndose con el
sinvergüenza de su esposo. Respiró profundo antes de hablarle sobre el
tema que dejó pendiente anoche.
—Ayer, en casa de mi madre… —Aidan despegó la vista de su plato para
mirarla, en espera de que terminara su frase.
—Ayer en casa de tu madre… —repitió para alentarla a continuar cuando
notó que titubeaba.
Ella miraba los alimentos preparados por Jane. La doncella había entrado
con los platos y luego los dejó solos, reacia a ser el blanco del mal genio de
milord Hades cuando su señora le contara lo de la duquesa.
Lady Isobel seguía vestida solo con su camisón y una bata, en cambio,
Aidan ya tenía incluso las botas puestas.
—¿Ocurrió algo en mi ausencia? —cuestionó preocupado, su mal genio
despertando; si alguien le hizo algo, lo haría pagar.
—Tuve miedo —confesó ella, él frunció el ceño.
¿Miedo? ¿Miedo de qué?, rumió él en sus adentros.
—¿Por lo que dijo el idiota de Grafton?
Lady Isobel no respondió enseguida, su mirada se había extraviado en los
rasgos de su marido. Le encantaba cómo lucía con ropas de caballero, pero
cuando estaba así, con la camisa a medio abrochar y el chaleco abierto, era
simplemente glorioso. Un suspiro se le escapó mientras untaba la
mantequilla en un pedazo de pan.
—No —respondió después de dar una mordida a su pan.
—¿Entonces? —cuestionó él, apelando a cada libra de paciencia que
habitara en su cuerpo.
—Por lord Grafton.
El temperamento de Aidan se inflamó al escuchar el motivo. ¿De verdad
había dicho lo que acababa de escuchar?
—¿Y a santo de qué tuvo miedo por ese imbécil, milady?
Lady Isobel titubeó. El tono de su marido era calmo, pero ella sabía que
la ira contenida estaba ahí, parapetada tras esa falsa serenidad. Esa era la
diferencia de cuando la llamaba milady en sus momentos íntimos. El timbre
y la manera en que arrastraba la segunda sílaba, como si la acariciara con su
voz. Y por lo que acababa de escuchar, no tenía intención de brindarle
caricia alguna.
—No precisamente por él —aclaró—, pero la última vez que se vieron no
quedaron en buenos términos.
—¿Y qué con eso?
—Bueno, no quería que iniciaran otra tonta pelea.
—¿Tonta pelea? —repitió él a medio camino de la indignación.
—Sí. No había motivo para que pelearan antes y no debería haberlo
ahora.
—Defender nuestro compromiso no le parece un buen motivo a la dama.
—Aidan casi masticaba las palabras, furioso, indignado, por el poco valor
que su esposa estaba dándole a lo ocurrido meses atrás en el antiguo
monasterio.
—¿Quieres pelear conmigo? —cuestionó ella, molestándose también. El
muy necio ni siquiera la dejaba decirle lo que realmente le preocupaba.
—No me dé motivos, milady, y nadie…
—Deja de hablarme con ese tono, no eres mi padre.
—Soy su marido, tengo derecho a hablarle como quiera. ¡Incluso
golpearte si ese fuera mi deseo! —espetó alzando la voz, sin ser consciente
realmente de lo que decía hasta que vio el brillo inconfundible de las
lágrimas en los ojos de su esposa.
—Con permiso —dijo ella, levantándose de la mesa.
«¿Por qué tiene que ser tan insensible?», se preguntó ella mientras
caminaba hacia la cama. Le habría gustado poder salir de la cabina y
alejarse del tonto de su marido, pero estaba en camisón y no pensaba
cambiarse mientras él no se fuera. Estaba ya junto a la cama cuando sintió
sus brazos rodearla por la espalda.
—Discúlpame —musitó él contra la piel de su oreja—, no pretendía
herirte. Jamás te pondría una mano encima, preferiría cortármela antes que
lastimarte. —Apenas había visto la expresión herida de su esposa quiso
tragarse sus palabras.
—Lo sé.
—Mi lado pirata no soporta saber que te preocupas por alguien más que
no sea yo, sobre todo si ese alguien es tu antiguo amor —reveló esto último
entre dientes, la mandíbula apretada.
—Lo sé —repitió.
—¿Estoy perdonado? —preguntó Aidan en voz baja. Le aterraba regresar
a esos días en que su mujer le tenía miedo y apenas soportaba su presencia.
—No lo sé.
Aidan movió los labios de la oreja de la joven hacia la línea del cuello
que dejaba visible la bata. Su trémula respuesta acababa de darle el valor
para ir más allá.
—Puedo enseñarte —murmuró mientras dejaba pequeños besos en la
mandíbula y cuello femeninos.
—¿A qué? —preguntó ella totalmente perdida.
—A perdonarme.
Para su desgracia, lady Isobel se dio cuenta que no necesitaba que le
enseñara nada para olvidarse de sus tontos arrebatos. Una disculpa sincera y
unos cuantos besos era suficientes para hacerla claudicar. ¡Cómo le
encantaría tener ese mismo poder sobre él!

Los siguientes días, lady Isobel se dedicó al acondicionamiento de su


propio hogar. Con la presencia de lady Amelie en el pueblo, ya no era
necesario que ayudara a su madre en nada, pues los planes de viajes
quedaron cancelados.
Uno de esos días, ya vestida con un hermoso conjunto en tono malva,
salió de la cabina para tomar un poco de aire fresco mientras esperaba a su
esposo. Aidan estaba en las bodegas supervisando el desembarco de
algunos cofres. Apenas terminara irían a la isla a visitar a sor María. Era la
tercera vez que irían a verla juntos y se moría de ganas de ver a la religiosa
a solas. Esperaba ese día poder hablar con ella sobre sus planes de unir a
Aidan con el duque, ambas coincidían en que los dos se merecían darse una
oportunidad para conocerse y forjar esa relación de hermanos que la
duquesa viuda les truncó.
En el camino aprovecharía para hablarle a su marido sobre la promesa
que le hizo a lady Amelie el día anterior en casa de su madre. Luego de ese
primer encuentro había ido en dos ocasiones más. Fue en la última que
coincidió con lady Amelie en el salón de visitas.
Helen acababa de informarle que su madre estaba recostada a causa de
una terrible jaqueca. Iba a irse cuando la voz de su hermana, llamándola,
llegó hasta ella desde el salón.
—Buen día, excelencia —la había saludado con la reverencia de rigor
desde la puerta del saloncito.
—Bienvenida —respondió la duquesa y luego se dirigió a la doncella—:
por favor, Helen, trae un servicio de té.
—No es necesario, excelencia —apuntó lady Isobel. Si su madre no
estaba disponible, prefería regresar después.
—Por favor, siéntate un momento. —Lady Amelie señaló el sillón frente
a ella.
Lady Isobel no tenía ningún deseo de entablar conversación alguna con la
duquesa, sin embargo, seguía siendo su hermana, a pesar de todo la quería.
Lo ocurrido entre ellas no podía borrar del todo los hermosos momentos de
su niñez. La actitud serena y casi humilde que le mostraba ahora,
contrastaba con la Amelie altanera y lleno de rencor que la insultó en la
oficina de sor María tiempo atrás.
El cariño que todavía le guardaba venció su reticencia.
Caminó hasta el sillón de dos plazas y se acomodó frente a la duquesa,
sus manos en el regazo, sin tener idea de qué hablar con ella.
Años atrás habrían conversado sin parar, contándose secretos y
confidencias, ahora, en cambio, eran como un par de extrañas que se veían
por primera vez. El pensamiento le dolió.
¿En qué momento habían dejado de ser Amelie e Isobel para ser solo
lady Euston y lady Grafton? ¿Cuándo se convirtieron en esto?
El dolor en su pecho se incrementó, la garganta le tiraba y los ojos
comenzaron a picarle.
—¿Qué nos pasó, hermana? —pronunció ella en un murmullo cargado de
sufrimiento sin poder guardarse más tiempo sus turbulentos pensamientos.
Fue esa pregunta la que desencadenó el llanto amargo que ambas habían
estado conteniendo desde que la rubia entrara al salón.
—Lo siento… tanto… Issie —habló la duquesa entre sollozos, usando el
mote cariñoso de su tierna infancia.
—Oh, Melie —se lamentó lady Isobel sin poder dejar de llorar,
llamándola también por el apelativo que usaban de niñas.
—Te hice mucho daño —continuó lady Grafton, las lágrimas seguían
brotando de sus ojos sin reparo—, sabía de tu amor por él y aun así lo
acepté. Me casé con él, me convertí en duquesa a costa de tu sufrimiento.
—Las palabras entrecortadas de la duquesa estaban reabriendo viejas
heridas, lacerándolas por dentro a ambas.
—Ya lo olvidé —dijo la condesa de Euston—, sufrí mucho, pero ya lo he
olvidado.
—Yo no, yo no he podido —confesó lady Amelie al tiempo que cubría su
rostro con las manos, dejando que todo su sufrimiento fluyera en ese
instante.
Lady Isobel no necesitó que le aclarara a qué se refería. Su pobre
hermana estaba atrapada en un matrimonio con un hombre que no amaba y
condenada a verla a ella ser feliz con el hombre que todavía no lograba
olvidar. ¿Qué extraño juego las había colocado en esta precaria situación?
Una vez más lamentó su deseo de venir a Marazion. Su visita había
removido viejos sentimientos, tal y como temió el día de su llegada.
Helen entró con el servicio de té y lo dejó sobre la mesita sin decir nada,
salió del salón tan rápido como pudo para no incomodarlas.
Rato después, cuando el llanto de ambas no era más que tímidas lágrimas
escurriendo por sus mejillas, lady Isobel volvió a hablar.
—Lord Grafton te ama.
—Sí —respondió la duquesa a pesar de que no era una pregunta.
—Quizá con el tiempo…
—Me forzó —reveló lady Amelie, cortando lo que fuera que lady Isobel
quisiera decir.
—¿Qué?
El pulso de lady Isobel latió furioso en sus venas, los ojos se le inundaron
de lágrimas ardientes una vez más, su corazón desgarrándose por el
sufrimiento de su hermana.
¿Cómo había podido lord August ser capaz de hacerle algo así? ¿Acaso
se había equivocado tanto con él?
Observó —a través del velo de lágrimas—, la palidez de lady Amelie; su
rostro demacrado y mirada entristecida cobraban sentido ahora. Su hermana
estaba rota por dentro. Llevaba meses tragándose sola el dolor que la
canallada del duque le causó.
—¿Usó la fuerza? ¿Te lastimó? —preguntó la dama rubia, dolorida por el
momento tan horrible que su hermana tuvo que pasar.
Lady Amelie negó con la cabeza y lady Isobel soltó el aire, aliviada
porque la situación no hubiese llegado a esos extremos.
—Le pedí tiempo… —susurró la duquesa, tenía la mirada baja, fija en
sus manos sobre el regazo—, yo… comenzaba a quererlo —continuó y la
voz le tembló al decir la última palabra—, pero todavía no estaba lista… no
estaba preparada por… ya sabes… —Lady Isobel asintió, manteniéndose en
silencio para dejarla desahogarse—. Él no me escuchó, me sedujo y… todo
terminó mal.
—¿Crees que puedas perdonarlo? —cuestionó lady Isobel con voz
suave.
—Nos robó la posibilidad de ser felices —respondió lady Grafton
mirándola, mostrándole en sus ojos todo el sufrimiento que esa afirmación
le causaba—. Lo que sentía por él murió aquella noche.
Fuera del salón, el duque, que escuchaba la conversación sintió que el
alma se le partía en miles de fragmentos ante la declaración de su esposa.
La impotencia lo invadió, quería golpear, gritar, maldecir, volver a ese
momento y retirarse de la habitación cuando ella le dijo que todavía no se
sentía preparada. Deseaba estar otra vez en esa alcoba y atender a cada una
de las súplicas de ella, retroceder en el tiempo y ser todo lo tierno que una
dama inocente merecía. Señor, el dolor en su pecho era insoportable. Iba a
morirse. Moriría en ese instante sabiendo que por imbécil había perdido su
única posibilidad de ser feliz. Atontado se dio la vuelta para salir de la casa.
Necesitaba irse, huir de la presencia de su esposa y de las consecuencias de
su error.
Su excelencia salió de la casa sin saber que, de haberse quedado, habría
podido agregar una pieza más al motivo principal del desamor de su
duquesa.
—Por favor, prométeme que nunca le dirán nada a lord Grafton, me
moriría de vergüenza si supiera sobre mi desliz —pidió con un hilo de voz,
ajena a lo sucedido fuera de la estancia con el duque; lágrimas calientes
bajaban por las mejillas de la duquesa.
El cuerpo de lady Isobel entró en tensión ante el pedido de su hermana.
No es que quisiera contarle nada al duque, sin embargo, la antigua relación
de lady Amelie con Aidan era un tema que, se temía, siempre iba a causarle
cierta inquietud.
—Te lo prometo, hermana —respondió pasados unos segundos. Si de ella
dependía, el duque jamás se enteraría de la antigua relación entre sus
respectivos cónyuges.

Parada junto al barandal de proa, afirmó para sí la promesa hecha a lady


Amelie el día anterior. Sí, ella haría lo que fuera por evitar una tragedia
entre ambos hermanos. Conocía a su esposo y estaba segura de que no tenía
ningún interés de hurgar en ese asunto, sin embargo, no confiaba mucho en
su temperamento. Si por casualidad el duque —o quien fuera—, lo
provocaban, no podría garantizar que su arrebatado carácter no hiciera de
las suyas.
Exhaló pesarosa.
Hablaría con Aidan, no solo para pedirle su promesa de que jamás —
pasara lo que pasara—, le diría a lord Grafton sobre su antiguo compromiso
con lady Amelie y todo lo que eso implicaba, sino que también le pediría
que abandonaran Cornualles en cuanto fuera posible. Amaba muchísimo a
su madre y hermana, no obstante, comprendía que para mantener la paz de
todos era mejor que se fueran.
—¿Le preocupa algo, milady? —preguntó Jane parándose junto a ella,
sacándola de sus turbulentos pensamientos.
—Es inevitable, Jane.
—Entiendo que le duela la situación de su hermana —apuntó la doncella
—, pero ella está viviendo las consecuencias de sus acciones. —Lady Isobel
hizo una mueca—. Piénselo de esta manera —continuó Jane—, si ella
hubiera respetado los sentimientos que usted tenía por el duque no se habría
casado con él, sin embargo, eso no quiere decir que usted estaría casada
ahora con lord Grafton.
—Sí, pero…
—Tampoco significa que milord Hades la habría encontrado esperándolo,
quizá lady Amelie habría aceptado los cortejos de otro noble con tal de
desalentar al duque. Tal vez se habría enamorado y casado con alguien más.
Quizá milord Hades habría venido de visita a la isla e igual se hubiera
enamorado de usted.
—Eso no lo sabemos, Jane.
—Y como no lo sabemos no puede sentirse culpable por ser feliz.
—No me siento culpable por eso.
—La conozco, milady. Quizá no se sienta culpable ahora, pero lo hará en
el futuro. Pensará que está viviendo la vida que le correspondía a su
hermana y no es así. Cada una vivirá lo que le corresponda porque así es la
vida.
—Solo deseo que ella también pueda ser feliz algún día.
—Eso solo depende de ella, milady. Nadie puede conseguirle la felicidad
a otro.
Lady Isobel miró a la muchacha. Jane estaba rara desde que llegaran a
Cornualles, más callada de lo normal, reflexiva; era como si hubiese
madurado de golpe. Frunció el ceño, preocupada. Ha estado tan envuelta en
su burbuja de dicha con Aidan y ahora en la situación de lady Amelie que la
ha dejado un poco de lado.
—¿Cómo estás, Jane? —preguntó a la doncella al tiempo que posaba una
mano en el hombro de la chica.
Jane no respondió enseguida y ella se preocupó todavía más.
—Estoy bien, milady —contestó la doncella en un murmullo.
—No, Jane, no estás bien —contradijo ella—, cuéntame, ¿qué te ocurre?
—le pasó el brazo por los hombros para abrazarla y atraerla hacia ella.
La respuesta de la doncella fue un sollozo. Lady Isobel apretó los ojos,
apesadumbrada. La reacción de Jane acababa de confirmarle que, en efecto,
su amiga sufría. Se mantuvo en silencio, dejándola desahogarse.
—Lo siento —musitó Jane cuando pudo volver a hablar al tiempo que
rompía el abrazo.
—Soy tu amiga, Jane. Puedes confiar en mí.
—Lo sé, milady.
—Dímelo, por favor, haré todo lo que esté en mi mano para ayudarte.
Los ojos de la doncella volvieron a llenarse de lágrimas, las cuales limpió
con la manga de su vestido.
—Es mi familia —dijo al fin.
—¿Están enfermos? ¿Tienen algún problema?
—Mi abuelo… murió a principios del verano.
—Jane, lo siento tanto. —Lady Isobel la tomó de la mano en un gesto de
consuelo—. ¿Tu hermana? ¿Qué hay de ella? —preguntó al recordar que
ellos eran su única familia. Su hermana era menor y trabajaba también con
una familia noble.
—No sé nada de ella, milady. Está desaparecida. —La voz de Jane se
quebró en ese momento, revelando lo difícil que era para ella decirlo en voz
alta.
—¿Cómo? ¿No trabajaba en casa del vizconde de Portman?
Jane hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—El día que llegamos, mientras usted iba a casa de lady Emily, mandé a
uno de los hombres de milord para que informara a mi abuelo de nuestra
llegada y que iría a verlo en cuanto pudiera.
Lady Isobel se sintió mal por no haber previsto que su doncella también
tenía una pequeña familia a quien querría abrazar después de varios meses
fuera. Era una egoísta, pensando solo en ella y sus problemas.
—Cuando regresó y me informó de… la muerte de mi abuelo… fui yo
misma a la casa. Siento no haberle pedido permiso…
—No, no tienes nada de qué disculparte —la cortó ella.
Jane le sonrió con tristeza y luego continuó.
—Uno de los vecinos me contó que enfermó de unas fiebres, desde
entonces se han hecho cargo de los animales, incluido el buey de mi abuelo,
el de la yunta, no él. —Otro sollozo salió de la garganta de la muchacha en
cuanto hizo la aclaración, era un juego que tenía con el anciano, siempre
comparaba su necedad al del animal de carga.
—Pero, ¿cómo sabes que tu hermana está desaparecida? —cuestionó
lady Isobel, sin comprender del todo la situación.
—Nuestro vecino me dijo que como yo no estaba en el pueblo, le mandó
una nota a ella avisándole de la mala salud de mi abuelo, pero… —calló un
momento para pasar la angustia—, el ama de llaves de la vizcondesa envió
otra nota diciendo que mi hermana no trabajaba para ellos, que nunca hubo
una Joanne Smith trabajando con ellos.
Lady Isobel ahogó un jadeo.
—¿Decía algo más esa nota? ¿les dieron más información? —inquirió
ansiosa.
—No, solo eso.
Lady Isobel volvió a abrazarla. La hermana de Jane era una jovencita
tierna e inocente, ¿qué penurias estaría pasando?
—¿Y tu tía? —preguntó al recordar a la mujer que se llevó a la pequeña.
—No sé, no sé nada de ellas.
—Tranquila, querida, las encontraremos.
—No debí dejarla ir, pero tía Mary insistió tanto… —se lamentó la joven
en un susurro cargado de dolor.
—Ella está bien, debe estarlo.
—¿Y si les sucedió algo en el camino?
—No pienses en eso, quizá tu tía encontró una posición para ella en la
casa donde ella sirve.
—¿Lo cree?
—Es posible. ¿Sabes para quién trabajaba tu tía?
—Un comerciante de Southampton.
—Ven, vamos a la cabina, esperaremos ahí a que Aidan se desocupe y le
hablaremos del asunto. Él sabrá qué hacer para localizar a Joanne.
—¿De verdad? ¿Cree que milord acceda a ayudarme, milady? —
preguntó Jane, la esperanza brillaba en sus ojos.
—Eres parte de esta familia, por supuesto que haremos todo lo posible
por dar con el paradero de Joanne —afirmó lady Isobel mientras la guiaba
hasta el camarote.

Aidan subió de las bodegas urgido de un baño. Allá abajo hacía un calor
sofocante debido a la nula ventilación, por lo que encontrarse con la
presencia de la doncella no fue plato de su gusto. Iba a echarla sin
contemplaciones, pero un gesto de su esposa lo detuvo.
«Ni se te ocurra», leyó en sus ojos, los cuales lucían apagados.
Intrigado caminó hasta ella, estaba sentada en una de las dos sillas
clavadas al piso, al fondo de la cabina. La otra silla era ocupada por la
doncella lengua larga.
—¿Pasa algo, esposa? —inquirió en cuanto estuvo junto a ella, una
mirada a la cara de la doncella le hizo saber que, en efecto, algo sucedía.
Lady Isobel asintió antes de comenzar a relatarle lo que Jane le
comunicara momentos antes.
Aidan escuchó con atención cada palabra de su esposa. Maldijo entre
dientes cuando llegó a la parte de la desaparición de la hermana de la
doncella.
—¿Cuándo se fue de Cornualles? —preguntó a Jane.
—Unos días antes de que secuestrara a milady.
Dadas las circunstancias, Aidan se abstuvo de reprenderla por la
acotación.
—¿Sabes el nombre del comerciante?
—Solo su apellido. —Jane se llevó las manos a la cara, sintiéndose una
idiota por no haberle preguntado más detalles a su tía.
—No importa. Dime su apellido, con eso podemos empezar.
—O’Sullivan.
Lady Isobel asistió con asombro a la palidez que adoptó el rostro de
Aidan cuando escuchó el apellido dicho por Jane. Un temor sordo se abrió
paso desde el fondo de su estómago, esparciéndose por todo su cuerpo al
notar la reacción de él.
—¿Estás segura? —cuestionó Aidan, su tono de voz era hostil de nuevo,
pero esta vez no era a causa de la doncella.
—Sí. Mi tía lo mencionó un par de veces.
Aidan salió del camarote sin decir nada más, su cuerpo tenso, los brazos
rígidos a ambos lados de su cuerpo.
—Espera aquí, Jane —dijo lady Isobel mientras se levantaba de la silla
para ir tras su marido.
Lo alcanzó cuando este subía las escaleras que daban al castillo de popa.
—Esposo, espera —lo llamó jadeante por la pequeña carrera que pegó
para alcanzarlo.
Aidan maldijo para sí. No deseaba hablar con ella en ese momento,
hacerlo significaría revelarle lo ocurrido a la hermana de su doncella y no
quería que se enterara, nunca. Sin embargo, sabía que tampoco podía no
hacer nada.
¿Señor, por qué se presentaba esto ahora, cuando ya había decidido
abandonar esa vida?
—Bajo en un momento, solo quiero comprobar algo —contestó sin
mirarla.
Lady Isobel lo vio desaparecer escaleras arriba al castillo de popa, sentía
el pecho apretado. Aidan sabía algo sobre el comerciante, estaba segura.
Lo que Lady Isobel no sabía, era que O’Sullivan era socio de “el Rojo” y
uno de los comerciantes de esclavos a los que Hades prestó alguna vez sus
servicios con el Gehena.
Capítulo 24

Lord Grafton se apeó del carruaje que lo llevó hasta la casa de los
condes de Euston. Según supo, acababan de instalarse en esta, pero tenían
planes de marcharse en cuanto “La Silenciosa”, su navío más grande,
llegara a las costas de Cornualles. Tenía varios días intentando hablar con
Aidan, pero por algún motivo nunca lograba encontrarlo ni en la goleta ni
en ningún lado. Esperaba tener mejor suerte ese día.
Tocó la aldaba de la puerta de calle y a los pocos segundos la hoja de
madera se abrió. Un hombre cuyo aspecto rudo y desaliñado no concordaba
con el del típico mayordomo apareció al otro lado.
—¿Quién es y qué rayos quiere? —espetó el hombre, su rostro hostil
demostraba lo poco que le importaba la identidad del visitante.
Lord Grafton elevó las cejas, asombrado por la falta de modales del
“mayordomo”. Si es que lo era, su vestimenta tampoco era la esperada en
un sirviente de su rango.
El golpe de la puerta al cerrarse lo hizo pegar un respingo. ¿En verdad le
había cerrado la puerta en la cara? ¿A él? ¿Al duque de Grafton?
Incrédulo volvió a golpear la aldaba.
—Soy el duque de Grafton —dijo en cuanto la puerta se abrió de nuevo
—, vengo a ver a lord Euston.
—Casa equivocada —ladró al hombre, la puerta a punto de cerrarse.
—Estoy seguro que no —atajó el duque, su mano en la hoja de madera
para impedir que le volviera a cerrar la puerta en las narices.
—¿Quién es, Stuart? —La voz de lady Isobel llegó hasta el duque desde
dentro.
El hombre maldijo en voz alta sin importarle que el duque lo escuchara,
sin embargo, no le quedó más remedio que responder a su señora.
—Nadie, milady. Un buhonero —respondió Stuart o “la rata”, como lo
conocían entre la tripulación, su brazo tenso por el esfuerzo que hacía para
cerrar la puerta.
—¡Lord Grafton! —gritó el duque, perdiendo el decoro; era eso o dejar
que lo dejaran afuera otra vez.
Stuart apretó la mandíbula. Tenía órdenes expresas de su capitán de no
permitir la entrada a nadie que no fuera miembro de la tripulación.
—Está bien, Stuart, su gracia es bienvenido —dijo lady Isobel detrás del
sirviente, al que no le quedó más remedio que apartarse para que el duque
entrara.
¡El capitán iba a sacarle el cuero a tiras!
—Lady Isobel, un placer —saludó el duque con una pequeña inclinación
de cabeza.
—Bienvenido, excelencia. —Lady Isobel correspondió al saludo del
duque con una reverencia—. Stuart, dile a Jane que nos envíe una bandeja
de té al salón amarillo, por favor.
La rata apretó los labios, disgustado, pero aceptó el pedido de su señora.
Mientras lady Isobel y lord Grafton caminaban hacia el mentado salón
amarillo, fue a la cocina en busca de Jane. Tras comunicarle a la doncella el
pedido de lady Isobel, mandó un mensaje al Perséfone para avisar al capitán
de la visita del lord.
En el salón, luego de informarle que Aidan no estaba en la casa, lady
Isobel hablaba con el duque sobre la salud de la duquesa viuda. La puerta
estaba abierta y Jane, que hacía un momento acababa de dejar la bandeja
con el té y algunas pastas, estaba sentada en una silla a una distancia
prudente para salvaguardar la reputación de su señora.
—¿Cuánto tiempo se quedarán? —preguntó el duque cuando el tema
sobre su madre estaba agotado.
—Una semana como mucho, depende del arribo de “La Silenciosa”.
—Es una lástima —apuntó lord Grafton.
Le habría gustado frecuentar a Aidan, incluso había barajado la
posibilidad de no volver a Grafton Castle y quedarse en su casa del pueblo,
con lo que estaría al pendiente de lady Amelie también. La agonía que lo
acompañaba día y noche se acrecentó al evocar la imagen de su esposa;
apretó la mandíbula, no era momento de tirarse a la perdición.
—Lord Grafton… —La dama titubeó un momento, pero luego continuó
—: ¿por casualidad conoce a un comerciante de Southampton llamado
O’Sullivan?
El duque posó el platito con la taza de té sobre la mesita, su expresión se
tornó grave y tanto Jane como lady Isobel contuvieron el aliento en espera
de su respuesta.
—¿Dónde escuchó ese nombre, milady?
—La tía de Jane trabaja con él.
Lord Grafton asintió.
—Entiendo.
—¿Lo conoce, excelencia? —insistió lady Euston.
—No sé si se trate del mismo, pero sí, he oído hablar de alguien llamado
O’Sullivan —comentó el duque sin querer ahondar en el tema.
—¡Gracias al Señor! —exclamó la dama—. ¿Has oído, Jane? Todavía
hay esperanza.
La doncella tenía las manos en la boca, sus ojos brillaban de lágrimas
contenidas.
—Si me permite la intromisión —habló el duque—, ¿por qué pregunta
por él?
Lady Isobel miró a lord Grafton y luego a Jane, pidiéndole permiso con
la mirada para contarle sobre la desaparición de Joanne. La doncella le dio
su venia con un gesto, por lo que la condesa procedió a informar al duque
sobre lo ocurrido. Al terminar su relato, la expresión de lord Grafton era
aún más grave.
—Le daré a lord Euston la información que tengo sobre O’Sullivan —
comentó el duque.
—Muchas gracias, excelencia —intervino Jane, atrayendo la atención de
lord Grafton.
—No hay de qué —respondió este, brindándole una sonrisa que aceleró
los latidos de la doncella, quien pensó para sí que la duquesa era una tonta
por no saber apreciar al hombre que tenía por esposo.
Las pesadas pisadas de unas botas resonaron fuera de la estancia, eco que
le avisó a lady Isobel que Aidan acababa de llegar. Dejó el sillón y se
apresuró a salir del salón para recibirlo.
—Bienvenido, esposo —dijo en cuanto sus ojos se posaron en él.
Aidan miró la sonrisa cariñosa de su esposa y casi se olvidó que el duque
estaba en su sala. Casi.
—¿A qué vino? —cuestionó en cuanto estuvo junto a ella.
—A verte. —Aidan bufó—. Ven, vamos —lo tomo del brazo para
arrastrarlo hasta el salón.
—Lord Euston. —El duque que, estaba de pie desde que lady Isobel salió
del salón, acompañó el título de Aidan con una leve inclinación de cabeza.
—Solo Aidan —corrigió este.
—De acuerdo.
—Siéntese. —Aidan señaló el sillón a espaldas del duque, luego ayudó a
su esposa a acomodarse en el sillón de dos plazas y se sentó junto a ella—.
¿A qué debemos el honor, excelencia?
—Solo August —corrigió ahora lord Grafton, si él le pedía que lo
llamara solo por su nombre, haría lo mismo. Sabía de sobra que Aidan lo
hacía porque no le agradaba el título, sin embargo, él prefería tomarlo como
una forma de acercamiento.
Lady Isobel apretó las manos, emocionada. Iban a tratarse por su nombre,
sin títulos de por medio, cómo hermanos. Quiso abrazar a Aidan en ese
momento, solo la presencia del duque le impidió actuar como lo deseaba.
—Lady Isobel —se dirigió lord Grafton a ella—, si no le importa, me
gustaría hablar con Aidan en privado.
—Por supuesto. —Lady Isobel se puso en pie y los hombres con ella—.
¿Se queda a comer, excelencia? —Aidan apretó la mandíbula, su mujercita
estaba tensando mucho la cuerda.
—Me encantaría, milady.
—Maravilloso. —Lady Isobel se despidió con una reverencia y salió de
la estancia sin hacer caso de la mirada acusadora de su esposo. Jane se fue
con ella.
Tras la salida de ambas, Lord Grafton fue hasta la puerta para cerrarla. Lo
que se dijera ahí no podía ser escuchado por nadie más.
Aidan observó al duque sin comprender el interés de este en él.
Compartían el mismo padre, pero nada más. Nunca fueron realmente
hermanos, ¿a qué venía ese súbito interés fraterno? Lo miró regresar al
asiento frente a él, su andar y modales eran los de un hombre refinado,
educado con los mejores preceptores y graduado en el mejor colegio de
Inglaterra, un caballero. ¿Por qué insistía en relacionarse con un burdo
pirata como él?
—¿Nos sentamos? —sugirió lord Grafton, el brazo estirado a modo de
invitación; sugerencia que Aidan aceptó sin muchas ganas—. Por tu cara
imagino que no te agrada mi visita —comentó el duque, ya sentado en el
mismo sillón de antes.
—No se trata de eso.
—¿Entonces?
—No lo entenderías.
—Pruébame. —Lord Grafton echó el cuerpo hacia atrás para recargarse
del respaldo del sillón, en espera de la respuesta de su hermano.
Aidan miró su pose aparentemente relajada, no obstante, no lo engañó. El
duque estaba igual o más tenso que él mismo.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó Aidan.
—También eras así de niño —apuntó el duque—, no te gustaba esperar,
te impacientabas cuando el señor Montgomery se andaba por las ramas.
—Ese viejo inútil —espetó Aidan, pero sus ojos tenían una ligera chispa
de diversión.
—El Señor lo guarde. Murió hace unos años —informó lord Grafton.
La noticia causó cierto malestar en Aidan. El señor Montgomery fue su
tutor durante el periodo que estuvo en Grafton Castle, recibía las lecciones
junto a August y, a pesar de que este último era el heredero oficial, nunca lo
denigró en favor del futuro duque. Gracias a él aprendió a leer, escribir y a
interpretar mapas cartográficos. El señor Montgomery fue un amante de la
geografía y la navegación que disfrutaba de hablarles sobre tierras lejanas a
las que solo se podía llegar a través de grandes galeones. En cierto modo,
fue quien plantó en él el deseo de recorrer el mundo a bordo de su propio
barco.
—¿Viniste a hablarme de nuestro antiguo preceptor?
Lord Grafton sonrió sin darle importancia al tono impertinente de Aidan.
—He enviado una carta a su majestad, solicitándole una audiencia
cuando lo tenga a bien.
Aidan frunció el ceño.
—Tus actividades en la corte no me interesan.
—Esto en particular es de tu incumbencia —señaló el duque.
—Deja de marearme con tanta palabrería y dime a qué viniste —ladró
Aidan al tiempo que se levantaba.
Lord Grafton reprimió un bufido.
—¿Es que no puedo visitar a mi hermano? —Abandonó el asiento para
enfrentarlo en igualdad de condiciones.
—¿Qué hermano? ¿El que abandonaron a su suerte cuando más lo
necesitó? —replicó mordaz—. No tengo más familia que mi esposa y sor
María —agregó con el propósito de herir al duque.
Lord Grafton recibió el golpe. Las palabras de Aidan eran lapidarias,
condenatorias, destinadas a hacerlo sentir mal; y vaya que lo lograba.
—Lo siento —habló el duque pasados unos segundos, su voz cargada de
culpa.
—¡Lo sientes! ¿Qué sientes exactamente?
—Todo lo que tuviste que hacer para sobrevivir. Lamento profundamente
que las acciones de mi madre te robaran el derecho de vivir de acuerdo a tu
título —respondió mirándolo a los ojos—. Nuestro padre te quería, su deseo
era que creciéramos como hermanos, por eso te llevó al castillo y te
reconoció como su hijo.
—¿Y de qué sirvió?
—Hablar del pasado no nos va a llevar a ningún lado. —Lord Grafton se
llevó una mano a la sien, sus ojos enfocados en la alfombra—. No quiero
pelear contigo —afirmó, su mirada otra vez en su hermano.
Aidan observó a lord Grafton con los ojos entrecerrados. El duque no
tenía ninguna necesidad de estar ahí, aguantando su mal carácter, sin
embargo, se esforzaba por buscarlo. Los días pasados fue a verlo al
Perséfone y todas las veces dio orden de que negaran su presencia, pero el
duquecito no claudicaba y ahí estaba, invadiendo su casa para hablar con él.
«El duque no sabía nada», las palabras de sor María rebotaron en su
mente una vez más. Maldijo para sí, entre ella y su esposa lo iban a volver
un pusilánime.
—¿Para qué quieres ver al rey? —cuestionó, todavía de pie.
—Para solicitarle que reconozca tu título, lo cual supongo sucedió
cuando mi padre hizo las disposiciones, pero no quiero dejarlo como una
suposición.
—No es necesario.
—Fue la voluntad de nuestro padre.
—Si insistes.
—Insisto —replicó el duque—. Hay otro asunto de vital importancia que
debo hablar con su majestad en persona —añadió.
—¿De qué se trata?
—Solicitarle una patente de corso.
Aidan abrió grandes los ojos.
—¿Es que acaso piensas hacerte a la mar? —inquirió bastante
sorprendido.
—¡Para ti, imbécil! —exclamó lord Grafton, su paciencia ya perdida.
Por primera vez en su vida, Aidan no supo qué decir.
—Es un hecho que has actuado ilegalmente, podrías ser juzgado y
colgado por piratería en un santiamén —continuó lord Grafton ante el
mutismo de Aidan.
—¿Por qué te tomas tantas molestias? —preguntó Aidan pasados unos
segundos.
—Te lo dije, eres mi hermano. Haré todo lo que esté en mi mano para
ayudarte a llevar una vida tranquila sin el peso de tu pasado.
Aidan tuvo el impulso de decirle que no necesitaba su ayuda, que él
podía valerse por sí mismo tal y como ha hecho por tantos años, sin
embargo, recordar el cuerpo tembloroso de miedo de su esposa frenó su
lengua. Si el Rojo o Pembroke insistían en ser un problema, era muy
posible que terminara colgado. Apretó las manos en puños, odiaba tener que
aceptar la ayuda del duque.
—¿Cuándo crees que pueda recibirte?
—A estas alturas el rey debe estar por retirarse a alguna de sus
propiedades. Nunca pasa el invierno en Londres.
Acababa de empezar el otoño así que Aidan calculó que tenían por lo
menos un mes antes de que su majestad dejara el castillo de Londres. Si no
tuviera que ir a Southampton quizá le habría propuesto al duque partir de
inmediato.
—Entiendo.
—Hay otro asunto que deseo hablar contigo.
Lord Grafton volvió a sentarse por lo que a Aidan no le quedó opción
que hacer lo mismo.
—¿Traes una lista acaso? —bufó Aidan.
Lord Grafton se rio entre dientes.
—En realidad, esta última cosa surgió mientras platicaba con lady Isobel.
—¿Qué pasa con mi mujer?
El duque sonrió ante el matiz posesivo con el que Aidan se refirió a su
esposa.
—Me preguntó si conocía a un comerciante de apellido O’Sullivan. —
Aidan maldijo—. Por tu reacción, intuyo que sabes de quién se trata.
—Por tu bien espero que no le hayas dicho nada a mi esposa.
—Por supuesto que no. No soy ningún tonto.
—¿Qué más te dijo?
—Me habló sobre la hermana de su doncella.
—Lo imaginé. —Aidan se pasó una mano por el cabello en un gesto
nervioso.
—¿Has tenido algo que ver? —cuestionó el duque al verlo tan
intranquilo.
—No lo sé.
—¿¡Cómo que no lo sabes!?
—¡No sé maldita sea! —gritó levantándose del sillón.
—Cálmate o llamarás la atención de lady Isobel —le aconsejó.
Aidan se dejó caer en el asiento, agobiado.
—¡Maldita sea! ¡Maldita sea! ¡Maldita sea!
—Maldiciendo no resolverás nada.
—¿Es que no lo entiendes? ¡Mi matrimonio depende de que encuentre a
esa niña!
Lord Grafton volvió a tocarse la sien, cerró los ojos un momento,
pensando.
—¿Tienes alguna idea de dónde pueda estar?
—En algún burdel —musitó mientras veía de reojo a la puerta, le
aterraba que su esposa pudiera escucharlo.
—¿Tus actividades incluían… esto? —cuestionó el duque, más por saber
los alcances de la vida delictiva de su hermano que por juzgarlo.
—No, no siempre.
—¿Qué quieres decir?
—“La Silenciosa” no es el único barco que tengo.
—Lo imaginé. Eres demasiado inteligente como para pasearte por todos
lados con el mismo galeón con que asaltas los mares.
—Inteligente —masculló—. Mira hasta donde me ha traído mi
inteligencia —se echó hacia atrás hasta quedar recostado contra el respaldo
del sillón.
—Por lo que me contó lady Isobel, a la muchacha se la llevaron… —
calló un momento y luego dijo—: cuando eso sucedió tú estabas cortejando
a tu esposa. ¿Cómo es que puedes estar implicado?
—Venía de Southampton. Acababa de dejar la primera carga de…
mercadería. Ahí vi a O’Sullivan, es socio de un irlandés con el que tenía
tratos.
—¿Acordaste algo con el tal O’Sullivan?
Aidan cerró los ojos, a su mente llegó la conversación que mantuvo con
el hombre.
—Solo es un pequeño viaje, capitán. Su gente lleva mi mercadería y
usted recibe el pago por el servicio recibido —había dicho el hombre en
aquella ocasión.
—¿Qué clase de mercadería?
—Lo de siempre.
—Ya conoces mis reglas, O’Sullivan —le advirtió entonces.
—Tiene demasiados escrúpulos para ser un pirata.
—Mi barco, mis reglas —apuntó, sin importarle lo que pensara el
mercader de su postura.
—De acuerdo, de acuerdo.
Y con esas palabras el trato había sido sellado. Sin embargo, en esa
ocasión no supervisó la carga. Partió de Southampton sin esperar a ver la
mercadería, la urgencia de llegar a Cornualles prevaleció sobre su
costumbre de asegurarse de que nadie fuera transportado en contra de su
voluntad. Él no hacía dinero con esclavos, ¿cómo hacerlo cuando conocía
en carne propia lo que era ser uno?
—Ese maldito —dijo entre dientes, en el presente.
—¿Aidan? —lo llamó el duque al ver su rostro desfigurado por la rabia.
—Voy a matarlo.
—Tranquilízate, matándolo solo conseguirás que te cuelguen más rápido.
—¡Me importa un penique!
—¿Y a tu esposa también le importa un penique?
—¡No la metas en esto! —exclamó Aidan, el dedo índice de su mano
derecha apuntándolo—. Mi mujer no debe enterarse jamás.
—¿Qué harás ahora?
—Iré a Southampton a hablar con esa rata. Lo obligaré a que me diga
dónde está la muchacha y luego iré por ella para traerla de vuelta.
—No deberías ir solo.
—Mis hombres van conmigo.
—¿Y lady Isobel?
Aidan bufó.
—No quiere quedarse.
—Es peligroso que vaya contigo.
—¿Crees que no lo sé? Pero es terca, además, no confío en nadie para
dejarla a su cuidado. Salvo el Cuervo, Sombra y el Bardo, pero a ellos los
necesito en Southampton.
—Yo cuidaré de ella —ofreció el duque.
—¿Tú? —«De ninguna manera», agregó para sí.
—Amelie estará en casa de lady Emily hasta que llegue el momento del
alumbramiento, me quedaré en el pueblo para estar pendiente de ella, no me
cuesta nada hacerlo también con la esposa de mi hermano.
Aidan observó a lord Grafton, la expresión de este no denotaba segundas
intenciones. La sinceridad del duque lo abrumó. ¿Cuántas veces ha tenido
que lidiar el solo con sus problemas? ¿Cuántas veces mientras el padre de
“el Rojo” lo castigaba deseó que alguien lo rescatara de esa miserable vida?
Y ahora tenía un hermano que estaba dispuesto a hablar con el mismo rey
para ayudarlo. Le costaba creerlo.
—Lo pensaré —respondió al duque.
—Si aceptas, puedo pedirle a lady Isobel que acompañe a Amelie durante
el embarazo, su noble corazón no la dejará marcharse.
—No, no quiero aprovecharme de ella —espetó.
—No se trata de aprovecharse, sino de evitar que insista en ir contigo.
—Lo pensaré —repitió.
—O’Sullivan está siendo investigado por contrabando —comentó el
duque de pronto.
—Es culpable —apuntó Aidan—, yo mismo he llevado su mercadería a
varios puertos.
—¿Te das cuenta de lo que dices? —cuestionó el duque, un tanto molesto
por la ligereza con que hablaba.
—No soy hipócrita, milord.
—Nadie está diciendo que lo seas, pero no debes hablar del tema como si
nada a oídos de cualquiera.
—Tampoco soy idiota —espetó.
Lord Grafton respiró profundo antes de hablar otra vez.
—Yo soy quien autoriza las licencias para poder mercadear en el reino y
las colonias.
—Mi licencia está vigente.
—¿Es legítima? —Aidan calló y el duque supo que no lo era—. Señor —
masculló este por lo bajo.
—Pero está vigente —replicó Aidan, serio.
Ambos hombres se miraron y luego, sin venir a cuento, rompieron a reír.
Graves carcajadas resonaron por toda la estancia, rebotando contra las
paredes hasta quebrar un poco el invisible muro que durante años ha estado
entre ellos.
Fuera del salón, las risas llegaron a oídos de lady Isobel. La dama estaba
en el vestíbulo, atenta a lo que sucedía dentro. Hecha un manojo de nervios
no podía parar de estrujarse las manos, temía que en cualquier momento el
carácter de su marido saliera a relucir. Estuvo a punto de entrar cuando
escuchó que su esposo elevaba la voz, pero para su sorpresa no continuó. Y
ahora estaban riendo, juntos. Se llevó las manos a la cara, una enorme
sonrisa la iluminaba.
Contenta fue a la cocina a verificar el estado de la comida.
—Está lista, milady —informó la cocinera que contrataron en el pueblo.
—Perfecto. Por favor, preparen tres lugares en el comedor. Iremos en
unos minutos.
Salió de la cocina sintiendo que la vida le sonreía. Fue hasta la puerta del
salón y llamó. Esperó a que le permitieran la entrada para abrir.
—La comida está lista —avisó sin perder la sonrisa.
—Gracias, esposa. Iremos enseguida. —Aidan la miró con toda la ternura
que ella le provocaba.
—No tarden o se enfriará.
—No lo haremos, milady —intervino lord Grafton.
Salió del salón y cerró de nuevo tras ella. Se quedó un momento
recargada contra la puerta, demasiado contenta como para moverse.
—Prométeme que jamás sabrá lo que hemos hablado aquí —la voz
amortiguada de su esposo llegó hasta ella a través de la madera a su
espalda.
—Te doy mi palabra.
Los pasos de ambos resonaron contra el piso, espabilándola. Corrió por el
vestíbulo hasta la cocina. El corazón le latía acelerado. La dicha que
minutos antes recorría cada partícula de su cuerpo se extinguió ante lo
dicho por Aidan. ¿Qué le ocultaba? ¿Por qué no quería que se enterara?
¿Era acaso tan malo?
Pensó en la hermana de Jane y la reacción de su esposo cuando mencionó
el apellido del mercader. ¿Lo conocía? ¿tenía tratos con él?
La cabeza comenzó a punzarle y una arcada subió desde su estómago.
Corrió hasta la mesa central y tomó un recipiente de madera donde echó el
contenido de su estómago.
—¿Se siente bien, milady? —preguntó la cocinera, la única presente
aparte de ella misma.
—Sí, no te preocupes —murmuró recargada de la mesa.
—Está muy pálida.
La cocinera dejó lo que hacía, tomó un trapo limpio y lo mojó con agua
fría. Con el trapo empapado en la mano fue hasta su señora y se lo puso en
la parte trasera del cuello, en la base de la cabeza.
—Iré por Jane para que la acompañe a su alcoba.
—No es necesario, Gertrude, estoy bien.
—Perdóneme, milady, pero yo no la veo nada bien.
—Ya se me pasó —se quitó el trapo del cuello y se dio unos pequeños
toques con este en la cara—. Ve llevando la comida, por favor.
—Como ordene, milady.
En el comedor ambos hombres esperaban a la única dama que les haría
compañía.
—Iré a ver qué sucede. —Aidan se levantó en el momento que la
cocinera entraba con un humeante recipiente de porcelana.
—No seas paranoico.
—¿Dónde está la doncella? —preguntó a la cocinera sin hacer caso el
comentario del duque.
—Milady la envió a descansar.
—¿Y mi esposa?
—En la cocina, milord. —Gertrude mantuvo la vista fija en la sopa que
servía.
—Regreso en un momento. —Aidan salió del comedor, importándole
bien poco dejar solo a su invitado.
La encontró acomodando vegetales en una bandeja.
—¿Qué haces, esposa? —La abrazó por la espalda, su barbilla recargada
sobre el hombro femenino.
—Detalles, esposo, detalles.
Aidan frunció el ceño. Conocía lo suficiente a su esposa para saber que
esa pequeña broma solo era para distraerlo. Sin embargo, su voz tenía cierto
matiz que no concordaba con la frase.
—¿Qué pasa? —preguntó tomándola de los hombros para girarla hacia
él.
—Nada, esposo.
—¿Sabes que cuando mientes te tiembla la ceja? —Tocó con un dedo la
ceja izquierda de la joven—. Justo como ahora.
—Ideas tuyas —murmuró sin mirarlo, sus ojos puestos en el hombro
derecho de él.
Aidan sonrió.
—¿No le vas a contar a tu esposo qué te preocupa? —cuestionó al tiempo
que la pegaba a él, sus brazos rodeándola, su frente descansando en la de
ella.
Lady Isobel se mordió el labio inferior, indecisa.
—No hagas eso que me dan ganas de hacerlo yo —murmuró antes de
unir sus labios en un suave beso.
—Aidan… —musitó ella, sus ojos estaban cerrados tras el beso.
—Uumm —respondió él, estaba ocupado besándola otra vez.
—Tú no me… ocultarías nada, ¿verdad? —dijo lady Isobel en medio de
los dulces besos que su marido le robaba.
—¿Por qué me preguntas eso? —cuestionó tras romper el contacto de sus
labios.
Lady Isobel vio su ceño fruncido, la vacilación de sus ojos. No la miraba
con la determinación que solían hacerlo.
—Hace tiempo te dije que perdonaría cualquier cosa que hubieses hecho,
que me bastaría con que estuvieras arrepentido. ¿Lo recuerdas?
—Sí.
—No importa qué, nunca voy a juzgarte por tus actos pasados.
—¿Estás segura?
—Te amo, Aidan. —Lady Isobel lo tomó del rostro con sus manos—. Te
amo demasiado, ¿cómo podría vivir sin ti?
—¿Y si descubres que es demasiado y prefieres vivir sin mí? —cuestionó
él, dejando salir su mayor temor.
—Tú no lo permitirás. —Acarició su mejilla y él cerró los ojos, cediendo
a su necesidad de disfrutar de la ternura de ella.
—Tienes razón. Si eso sucediera, si decidieras abandonarme, te llevaría
conmigo sin importar las consecuencias.
—¿Amordazada y pegando patadas? —bromeó ella, haciendo referencia
a aquella conversación que sostuvieron en los jardines del antiguo
monasterio.
—Si fuese necesario —aceptó antes de besarle la palma de la mano.
—¿Me dirás eso que me ocultas? —preguntó lady Isobel, abrazándolo.
—Ah, esposa, a veces me aterra que me conozcas tan bien.
—A mí también —apuntó ella.
—¿Te aterra conocerme? —inquirió sorprendido.
—No, me aterra que me conozcas tan bien. Te basto verme para saber
que algo me sucedía.
—Eres mi esposa, es mi deber estar pendiente de todo lo que te aqueje.
—Besó su pelo y la estrechó un poco más.
—Lord Grafton nos está esperando.
—Quedémonos aquí, así se cansa y se va.
—No seas así, es tu hermano —lo riñó, sin embargo, la risita que salió de
sus labios contradecía su reprimenda.
—Vaya suerte la mía —se quejó—. Vamos entonces. —Rompió el abrazo
y la tomó de la mano para guiarla fuera de la cocina.
En el pasillo estaba Gertrude, esperando a que sus señores salieran para
poder entrar a sus dominios.
—Dejé lista la ensalada —dijo lady Isobel cuando pasaron junto a ella.
—Gracias, milady.
Continuaron hasta el comedor, donde la sopa del duque hacía rato que
desapareció de su plato.
—Lo siento. —Lord Grafton señaló el plato vacío con un gesto de la
barbilla—, pero el olor fue demasiado tentador. —Se levantó en deferencia
a su anfitriona.
—Gertrude es una estupenda cocinera —comentó lady Isobel mientras se
sentaba con ayuda de su esposo.
—Algo debería aprender la lengua larga —murmuró Aidan.
—¿Quién? —inquirió el duque de vuelta en su silla.
—Mi doncella —respondió la dama—, mi esposo le tiene mala voluntad.
—¿Qué te hizo la pobre muchacha? —preguntó a Aidan, quien ya estaba
sentado.
—Es demasiado entrometida.
El duque negó con la cabeza, pero no comentó nada.
Lady Isobel sirvió una porción de sopa en otro plato y la ofreció a lord
Grafton, quien la aceptó gustoso. Comieron tranquilos, hablando de
cualquier cosa hasta que el duque tocó el embarazo de su esposa y su deseo
de que lady Isobel pudiera acompañarla durante este.
—Le estaría muy agradecido, milady —dijo con una sonrisa sin hacer
caso de los dardos que su hermano le tiraba con los ojos.
Lady Isobel miró al duque sin saber qué decir. Era verdad que tras la
conversación que tuvo con lady Amelie su relación no era tan tensa como
antes, sin embargo, no se sentía preparada para llevar las cosas más allá.
Entendía la preocupación del duque, pero su madre estaba ahí, ella podía
cuidarla durante toda su gestación y aun después del parto.
—Lo pensaré, milord —respondió sin querer comprometerse.
El duque se quedó un rato más y lady Isobel los dejó solos a la mesa para
que se fumaran un puro. La tentación de quedarse cerca y espiar era tan
grande que a punto estuvo de hacerlo. Se fue a la cocina sin saber que, de
haberse quedado, habría conocido eso que su esposo le ocultaba.

“La Silenciosa” llegó a las costas de Marazion al día siguiente. La mayor


parte de la tripulación sería relevada por la del Perséfone para poder zarpar
enseguida a Southampton, el destino final de la carga de la embarcación.
Solo cargarían los víveres que reunieron esos días mientras esperaban el
arribo del navío.
Lady Isobel estaba en su habitación, sentada en la cama observando a su
marido que en ese instante se calzaba las botas.
—Prométeme que te cuidarás —pidió ella por enésima vez, sentía una
opresión en el pecho que no la dejaba estar en paz.
—Estaré de regreso en pocos días, no tienes de qué preocuparte.
—Déjame ir contigo entonces. —Dejó la cama y caminó hacia él.
—No insistas, cariño.
—No entiendo por qué no quieres que vaya.
—Porque prefiero que te quedes aquí, en la seguridad de nuestra casa —
explicó él, por enésima vez también.
—Pero Jane sí va —gimoteó al tiempo que se abrazaba a él.
—Jane es la única que puede reconocer a su hermana. —Aidan le
devolvió el abrazo, sonriente. En su fuero interno disfrutaba de los intentos
de su esposa por convencerlo de llevarla con él a Southampton.
—Deberían inventar alguna cosa que sirva para grabar la imagen de uno,
así podrías llevar eso en lugar de a Jane.
—Ya existe —comentó él al tiempo que besaba la coronilla de ella.
—¿De verdad? —preguntó sorprendida, elevó la cabeza para mirarlo.
—Sí, hace tiempo asalté un galeón francés donde llevaban uno —dijo
como si nada.
Lady Isobel lo miró con ojos agrandados, a medio camino entre la
indignación y la resignación. Era increíble la soltura con que hablaba sobre
sus actividades piratas, sin pizca de remordimiento, además. Se mordió el
interior de la mejilla para no decir nada al respecto.
—¿Te he escandalizado, esposa? —preguntó con una sonrisa socarrona,
sus ojos brillaban con diversión.
Lady Isobel abrió la boca para decirle lo escandalizada que estaba, pero
él aprovechó para robarle uno de esos besos que le licuaban el pensamiento.
—Prométeme que no andarás por ahí sin compañía —rogó él con sus
labios todavía sobre los de ella.
Lady Isobel solo pudo afirmar con la cabeza, su mente seguía fuera de
ella.
—Capitán, estamos listos —se escuchó la voz del Cuervo al otro lado de
la puerta.
—Debo irme —murmuró al tiempo que pegaba su frente a la de ella.
Aidan estaba igual o más reacio que su esposa a separarse, aunque fuera
unos días, sin embargo, dadas las circunstancias era mejor que
permaneciera en Cornualles, lejos de los tentáculos de sus antiguos
conocidos.
—Vuelve pronto, por favor.
—Lo haré.
Lady Isobel subió las manos al rostro de Aidan, la necesidad de tocarlo,
de quedarse junto a él rodeada por sus brazos era agónica.
—Cuídate, no hagas nada que ponga en peligro tu vida.
—No te preocupes. —Frotó su nariz contra la de ella, en una tierna
caricia que le aflojó las lágrimas a la dama—. No llores, cariño mío.
Regresaré entero, lo prometo.
—Está bien. —Lady Isobel limpió con sus manos las gotitas saladas que
escurrían de sus lagrimales y se esforzó por mostrar una sonrisa. No quería
que la última imagen que él se llevara de ella fuera su rostro triste y lloroso.
Un par de golpes sonaron en la puerta de la alcoba seguido de un
“milady”. Aidan resopló.
—Adelante, Jane —respondió la condesa al tiempo que se alejaba un
paso de su esposo.
—Siempre tan oportuna —masculló Aidan entre dientes ganándose un
pequeño pellizco en el brazo por parte de lady Isobel.
—Milady —habló Jane parada en el umbral de la puerta abierta, la
mirada hostil de milord Hades le dio una idea de lo que acababa de
interrumpir. Ni modo, que se aguantara, ella también quería despedirse de
su señora.
Lady Isobel le sonrió y fue todo lo que necesitó para adentrarse en la
habitación.
—Cuídate mucho, Jane —dijo su señora, abrazándola.
—Usted también, milady.
—No te preocupes por mí, Jane querida. —Lady Isobel rompió el abrazo
para mirarla—. Yo me quedo aquí, en la seguridad de esta enorme casa. Son
ustedes los que me preocupan.
—No pasará nada, mi vida —intervino Aidan, su mano apresó la de ella
para llevarla a sus labios y depositar un suave beso que lleno de calidez el
corazón de la condesa.
Lady Isobel sonrió, confortada por la tierna caricia de su esposo.
—Lo sé —respondió sin perder la sonrisa, reacia a dejar que se marchara
preocupado por ella.
—Ya te despediste, ahora sal de aquí. —Aidan estiró el brazo,
señalándole la puerta a la doncella.
Jane miró a su señor con ojos envenenados, no obstante, se mordió la
lengua. Salió de la alcoba tal como él le ordenó rumiando para sí toda suerte
de maledicencias en contra de milord Hades.
—Por favor, cuida de ella —pidió lady Isobel, su mano todavía atrapada
por la de él.
—Si no fuera porque no quiero verte triste, la subiría al primer barco con
destino a las colonias que encontrara.
—No seas malo —lo reprendió al tiempo que le daba un golpecito en el
brazo con su mano libre.
—Está bien, la traeré de regreso sana y salva —accedió con una mueca,
abrazándola otra vez—. A ella y a su hermana. Lo prometo —murmuró, su
frente en la de ella.
—Gracias. —Los brazos de ella subieron hasta el cuello de él, luego se
paró en puntas para alcanzar esos labios que ya comenzaba a extrañar.
—Haría cualquier cosa por ti, Isobel —confesó sobre la boca de la joven
—. Eres el mejor botín que la vida me ha dado, mi más grande tesoro. No lo
olvides nunca, por favor.
Las lágrimas acudieron otra vez a los ojos de la condesa, pero ya no eran
de tristeza. Las palabras de Aidan tuvieron la facultad de insuflarle la
valentía y el optimismo que necesitaba para afrontar la despedida.
—Y tú eres el mío —le dijo antes de que él se perdiera tras la puerta
cerrada de la alcoba.
Quiso correr detrás de él y rogarle una vez que la llevara, se mordió los
labios y se aferró a los postes de la cama, obligándose a no perturbarlo. Si
quería que volviera a ella entero, debía dejarlo marchar libre de la carga de
su sufrimiento. No es como si no fuera a regresar, él se lo había prometido.
Sin embargo, no se engañaba. Sabía que su condición de pirata lo hacía un
blanco fácil para otros piratas y la misma marina real.
Recordó que el duque mencionó que podía ser llevado a la horca acusado
de piratería. Desde ese día, aunque aparentaba tranquilidad, no dejaba de
darle vueltas al asunto. ¿Y si alguien lo delataba? ¿Qué pasaría si algo salía
mal en el viaje y terminaba encerrado en algún calabozo?
Se dejó caer sobre la cama, sus piernas temblorosas no lograron
sostenerla por más tiempo. Encerrada en su habitación, sin Jane para
confortarla, se prometió que haría cualquier cosa para evitarlo. Si de ella
dependía, Aidan jamás sería condenado. Lo protegería a costa de su propia
vida. Y para ello debía ganarse la lealtad y confianza de la tripulación de su
marido. Cosa que empezaría a hacer ese mismo día.

Era de noche cuando llegaron a las costas de Southampton varios días


después, sin embargo, no entraron a puerto. Aidan decidió dejar la
embarcación fuera de la vista de cualquiera, prefería no alertar de su llegada
a nadie por lo que echaron anclas en una playa a unas millas de
Southampton; desde ahí podrían trasladarse por tierra con la discreción que
necesitaban.
Apenas amaneció movilizó todo para partir hacia el puerto, entre más
pronto arreglara ese asunto más pronto volvería a Marazion al lado de su
esposa. Fue solo con el Cuervo y Sombra, dos de sus hombres de confianza.
Al Bardo lo dejó a cargo de “La Silenciosa” y de la seguridad de la lengua
larga. En esa primera visita solo investigaría aquí y allá sobre las
actividades de O’Sullivan, no necesitaban a la doncella para eso, punto
aparte era que el burdel que el mercader regentaba no era lugar para una
muchacha; sin importar lo mal que le cayera, debía protegerla, se lo debía a
su esposa.
O’Sullivan no estaba en el burdel. Ni en el burdel ni en Southampton. O
eso fue lo que averiguaron.
—Solo hay dos lugares en los que puede estar —dijo Aidan al Cuervo y
Sombra. Estaban sentados en una taberna cerca del puerto con unos tarros
de cerveza en la mesa.
—Londres.
—Dublín.
Respondieron ambos hombres al mismo tiempo.
—Exacto —afirmó él antes de tomar el tarro de cerveza y beber un
sorbo.
—¿Qué hay de la mujer? —preguntó el Cuervo—. La tía de Jane —
aclaró.
—Ella es nuestro siguiente objetivo —apuntó Aidan—. Sin O’Sullivan
cerca quizá sea más fácil persuadir a la mujer.
—¿Quién será el que se sacrifique? —cuestionó Sombra con una sonrisa
ladeada.
—Decídanlo ustedes, yo estoy fuera. —Aidan dio otro trago a su cerveza,
su mente en la preciosa mujer que lo esperaba Cornualles.
—Estoy seguro que Sombra puede hacerlo sin ayuda. —Cuervo sonrió
tras su tarro.
—Tu confianza en mí me conmueve —repuso Sombra, burlón.
La respuesta del Cuervo fue elevar la pinta de cerveza en un gesto de
brindis.
Ese mismo día, tras regresar a “La Silenciosa”, Sombra se vistió con sus
mejores ropas. El pirata era casi tan alto como Aidan, sus cabellos —tan
negros como la noche—, y su habilidad para colarse en cualquier parte le
valían el sobrenombre. Sus ojos oscuros observaron su reflejo en el espejo.
La chaqueta se ajustaba perfectamente a su cuerpo, sus hombros y brazos se
marcaban a través de la gruesa tela negra ribeteada con bordados en plata.
Parecía un noble, un vizconde tal vez. Sonrió ante lo irónico de la
situación.
Un abultado saco de monedas de oro complementaba su indumentaria.
Uno no podía ir a un burdel pareciendo pobre o no obtendría la atención
necesaria para sus fines.
Apenas llegó al establecimiento fue atendido por uno de los lacayos,
quien lo hizo pasar a un saloncito donde un diván de terciopelo rojo era el
máximo protagonista. Sombra sonrió, imaginándose los secretos que ese
diván ocultaba. Echó una mirada alrededor, las paredes estaban revestidas
con un tapiz dorado que resaltaba el tono rojo de los sillones que
completaban el mobiliario de la estancia. Al fondo había un mueble con una
pequeña variedad de licores, caminó hasta ahí y se sirvió dos dedos de
whisky.
Estaba sentado en uno de los sillones —el tobillo izquierdo sobre la
rodilla derecha—, dándole el segundo sorbo a su bebida cuando la puerta se
abrió. Una mujer ataviada con un vestido azul oscuro con bordados dorados
y un escote frontal que dejaba poco o nada a la imaginación. Llevaba una
peluca con un peinado elevado de esos que se estilaban entre la nobleza y
tanto maquillaje que casi resultaba imposible adivinar la identidad tras este.
—Bienvenido, caballero —dijo la mujer, acercándose con el brazo
extendido, ofreciéndole el dorso de su mano para que lo besara; cosa que
Sombra hizo.
—Un placer —apuntó él ya de pie, desplegando esa caballerosidad pocas
veces practicada, pero que tan bien le salía cuando quería.
—Tome asiento, por favor. —La mujer señaló con su abanico el sillón en
el que antes estaba sentado.
«Ojos del color de la plata bruñida, cabello negro, no muy alta y de
anchas caderas. Debe estar rozando la cincuentena», Sombra recordó la
descripción que Jane le dio sobre su tía Mary. La peluca no lo dejaba
confirmar el color del cabello ni tampoco podía determinar su edad debido
a las libras de maquillaje que empanizaban su rostro, sin embargo, los otros
tres puntos sí coincidían.
—Gracias, madame.
Un lacayo entró en ese momento, llevaba una bandeja con un servicio de
té.
—Avisa a Dahlia —dijo la mujer al lacayo.
El hombre aceptó el pedido con un movimiento de la cabeza y salió de la
estancia cerrando la puerta a su espalda.
—Imagino que no hace falta hablar sobre el motivo de mi presencia aquí
—afirmó Sombra después de beber el último sorbo de whisky que quedaba
en su vaso.
—Si algo nos distingue en Rose Garden es nuestra discreción —comentó
la mujer al tiempo que tomaba la tetera para servir la bebida en el par de
tacitas.
—Es un alivio saberlo.
—¿Tiene algo en mente, caballero? —preguntó tendiéndole la taza de té.
—No tengo preferencias muy estrictas. —Dio un trago al té y luego dejó
la taza y el platito sobre la mesita.
—Sin embargo, las tiene —dijo ella, sonriente.
—En efecto.
La puerta volvió a abrirse y una joven alta y espigada apareció en el
umbral.
—¿Llamó, madame Rose? —inquirió desde la puerta.
—Adelante, Dahlia. —Hizo un ademán, invitándola con el gesto a
adentrarse en la estancia—. Tenemos un invitado —añadió, dándole a
entender a la muchacha el motivo por el que requirió su presencia.
Dahlia caminó por el saloncito hasta detenerse junto a madame Rose y
luego hizo una reverencia en beneficio del invitado.
—Bienvenido.
—Haz los arreglos para que Daisy y Hyacinth atiendan a nuestro
invitado.
La mujer salió de la estancia a cumplir lo solicitado por madame Rose.
Entre tanto, Sombra le comunicó sus preferencias, las cuales, para regocijo
de la madame, se ajustaban a las características de Daisy y Hyacinth.
Dahlia regresó minutos después acompañada de dos mujeres. Una alta y
un poco gruesa —sin llegar a ser robusta—. La otra era un poco más bajita,
con las curvas bien puestas.
—Daisy y Hyacinth. —Madame Rose las presentó a ambas, quienes
hicieron una leve reverencia cuando sus nombres fueron mencionados.
Sombra las observó a ambas, buscando alguna similitud con la
descripción que Jane dio de su hermana.
«Tiene la misma estatura que yo, ojos marrones un poco más claros que
los míos y pestañas largas. Menos delgada que yo, no gorda, solo un poco
curvilínea. Tiene una marca de nacimiento detrás de la oreja». Se decantó
por la más bajita y así lo hizo saber a madame Rose.
—Caballero. —La madame se levantó del sillón en cuando este expresó
su elección. Sombra la imitó—. Lo dejo en buenas manos —agregó a modo
de despedida, sonriente.
Sombra inclinó la cabeza, despidiéndola con el gesto. Madame Rose
salió de la estancia acompañada de Dahlia y Daisy.
Apenas se fueron dirigió su atención a la muchacha parada a pocos pasos
de él. La joven aferraba su falda con las manos, arrugándola.
—Acércate —pidió él con voz suave para darle un poco de confianza.
Hyacinth redujo la distancia que la separaba del hombre con pasos
temblorosos.
—¿Cómo puedo servirle? —cuestionó con la mirada baja, las palabras
salían de su garganta como si fueran vidrios, desgarrándola por dentro.
Sombra observó a la muchacha e imaginó que debía ser nueva en estas
lides pues era más que obvio que estaba nerviosa. Si resultaba ser la
hermana de Jane, debía estar muerta de miedo. Quién sabe con cuántos
hombres la habían obligado a estar antes de ese día. El pensamiento lo
asqueó.
Caminó hasta pararse detrás de ella y acercó su rostro al cuello de la
muchacha, provocándole un sobresalto.
—Tranquila, no voy a hacerte daño —murmuró tomándola del hombro
derecho.
—Perdóneme —se apresuró a decir ella, entrecortada.
Sombra no respondió enseguida, estaba muy ocupado inspeccionando la
piel tras las orejas de la joven en busca de la marca de la que habló Jane.
Desafortunadamente la peluca cubría la mayor parte por lo que no logró ver
nada. Decidió que debía hacer que se la quitara.
—¿Hay otro lugar más privado al que podamos ir? —La manera en que
el cuerpo de la joven se tensó le confirmó su teoría sobre la inexperiencia
de ella.
—Por supuesto —respondió a pesar de su nerviosismo—, venga
conmigo, por favor.
Sombra siguió a la muchacha a través de los pasillos de Rose Garden, el
burdel donde O’Sullivan concentraba todas sus operaciones. El Rojo tenía
“La mesa redonda” y O’Sullivan el Rose Garden.
Subieron unas escaleras hasta llegar a la tercera planta, ahí recorrieron un
pasillo flanqueado por varias puertas. Sombra contó cuatro puertas —dos de
cada lado del pasillo—, antes de detenerse frente a la tercera del lado
izquierdo.
—Adelante, por favor. —Hyacinth estaba parada junto a la puerta abierta,
ya dentro de la estancia.
Sombra traspasó el umbral encontrándose, tal como supuso, con una
alcoba. La habitación estaba decorada con tonos dorados igual que el salón
de la planta inferior, la única diferencia era la gran cama de hierro forjado
en lugar del diván. También había un tocador con algunos implementos
femeninos: perfumes, maquillajes y un joyero.
—Lo ayudo con su chaqueta. —La joven se paró detrás de él, sus manos
en alto en espera de que le permitiera retirarle la prenda.
Sombra no respondió, se limitó a quitarse la chaqueta, permitiendo que lo
ayudara.
—¿Llevas mucho tiempo aquí? —preguntó pasados unos minutos, estaba
sentado en el único sillón de la habitación.
Hyacinth, sentada sobre la cama, con nada más que un camisón puesto y
su larga cabellera caoba cayéndole por la espalda, esperaba con la cabeza
gacha a que él decidiera hacer uso de sus servicios, motivo por el que la
pregunta la sorprendió. Por lo general, los hombres que iban al Rose
Garden no estaban interesados en tener conversaciones con ella y, por lo
que sabía, con las otras flores tampoco. Todos iban con el fin de satisfacer
sus necesidades e instintos, tener una charla con ellas no era algo que
llamara su atención especialmente. Ella era la más nueva del “jardín” —
como las llamaba madame Rose—, no tenía amigas dentro de la casa ni
nadie con quien hablar para desahogarse, quizá fue por eso que se vio
respondiendo a cada interrogante que el caballero le hizo.

Sombra regresó a “La Silenciosa” ya entrada la madrugada. A pesar de la


hora, tanto Aidan como el Bardo y el Cuervo lo esperaban despiertos. Los
tres estaban en la cubierta. Aidan con un puro encendido en la mano, el
Cuervo limpiando su arma y el Bardo con papel y tinta escribiendo sus
cuentos. Caminó en silencio hasta ellos y se recargó del barandal de proa;
llevaba la chaqueta en la mano, el chaleco abierto y las mangas de la camisa
enrolladas en los antebrazos.
—Una noche movida —habló Aidan tras dar una larga calada a su puro,
señalando con un gesto de la cabeza sus malas trazas.
Sombra esbozó una sonrisita.
—No como me habría gustado —aclaró.
—¿Averiguaste algo? —Aidan dio otra calada. Cuervo había dejado el
arma por la paz y se dedicaba a observarlos. El Bardo seguía concentrado
en la hoja de papel, la pluma en su mano se deslizaba sobre esta.
—O’Sullivan está en Londres.
—¿A qué fue?
—A supervisar el Bluebell Garden.
—Qué manía de O’Sullivan de ponerle nombre de flores a sus burdeles
—bufó el Cuervo.
—Es su “jardín” —repuso Sombra, burlón.
—¿Qué más indagaste? —cuestionó Aidan.
—La muchacha está en el Rose Garden.
El Bardo dejó lo que hacía al escuchar la afirmación de Sombra.
—¿La tienen trabajando? —cuestionó preocupado el Bardo.
Sombra negó con la cabeza.
—O’Sullivan la está reservando para subastarla en la próxima fiesta de
“La mesa redonda”.
—Desgraciado —bufó el Cuervo por lo bajo.
—Debemos sacarla de ahí antes de la maldita fiesta —apuntó el Bardo
levantándose del suelo donde estuvo escribiendo, el papel y la tinta
olvidados a un lado.
—¿Cuándo es la fiesta? —cuestionó Aidan.
—Fin de año. Tenemos tiempo.
—Con O’Sullivan y el Rojo nunca se sabe —apuntó el Cuervo.
—Cuervo tiene razón —concedió Aidan.
—¿Lo haremos esta noche? —El Bardo se paró junto a Aidan en espera
de su confirmación.
—¿Sabes dónde la tienen? —preguntó a Sombra.
—En una de las habitaciones del burdel, en la última planta.
Aidan recibió la información con gesto pensativo. No habló por varios
minutos y los tres hombres tampoco lo hicieron, acostumbrados a sus
silencios.
—Mañana irás nuevamente al burdel y pedirás a la misma muchacha —
dijo por fin—. Debes ganarte su confianza, que te hable sobre los horarios y
personal de la casa. Pon atención en los accesos y el número de lacayos.
—Lo de los accesos lo tengo cubierto. Solo está la puerta principal y la
puerta de la cocina.
—Averigua si hay alguna ventana por la que podamos colarnos.
—Todas tienen barrotes. Salvo la de madame Rose —agregó al final.
—Si no encuentras otra puerta, entraremos por ahí entonces.
—¿Cuándo lo haremos?
—Mañana a esta hora estaremos zarpando.
—¿Qué hay de la muchacha? —cuestionó Sombra de pronto.
—¿Qué muchacha?
—Hyacinth.
Cuervo disimuló con una tos la sorpresa que le causó la pregunta de
Sombra.
—Puedes traerla si es su deseo —respondió Aidan sin hacer preguntas
sobre los motivos de su hombre de confianza.

Sombra regresó al Rose Garden la noche siguiente tal como Aidan


ordenó. Fue atendido otra vez por Madame Rose, solo que en esta ocasión
no hubo necesidad de que le presentara a las posibles candidatas. Pidió ser
atendido por la misma joven, hecho que no sorprendió a la madame; era
común que los caballeros repitieran varias veces con una florecilla antes de
buscar las atenciones de otro de sus pimpollos. Sin embargo, Hyacinth
estaba ocupada con otro caballero en ese momento, así que le ofreció
entretenerse con Daisy, la florecilla que no fue elegida el día anterior.
Sombra maldijo en su interior. No le gustaba tener que tratar con otra
chica puesto que no podría hablar con ella con libertad, aunque nadie
esperaba que hablaran. Tampoco le gustaba el hecho de que Hyacinth
estuviera con alguien. La joven le había contado el día anterior, con
lágrimas en los ojos, lo mucho que deseaba escapar de ese lugar al que fue
llevada a la fuerza.
—Gracias, madame. Estoy seguro que Daisy sabrá complacerme —
accedió porque no podía levantar sospechas negándose.
Madame Rose ordenó a Dahlia que condujera al caballero hasta la
habitación de Daisy. Mientras ellos salían, contaba complacida las monedas
que este dejó en su mano.
Sombra efectuó el “sacrificio” que se esperaba de él para llevar a cabo su
plan con éxito. Cuando la muchacha estuvo dormida entre las sábanas, se
vistió a prisa y salió de la habitación en busca de Hyacinth, cuyo dormitorio
estaba un par de puertas adelante.
Tras asegurarse que no se escuchaba ningún movimiento en la alcoba,
golpeó suavemente la hoja de madera y esperó unos segundos, atento al
pasillo. Escuchó los pasos de la joven por la habitación y casi enseguida la
puerta se abrió.
—¿Estás sola? —cuestionó en voz baja, a lo que la muchacha respondió
con un gesto afirmativo—. Déjame pasar.
Hyacinth se movió para darle acceso sin comprender la presencia de él
ahí.
—¿Debo servirle? —preguntó dudosa, madame Rose no le había dado
ninguna instrucción respecto a este caballero.
—Necesito tu ayuda —dijo en un susurro.
La muchacha lo miró sorprendida. ¿Qué clase de ayuda podría brindarle
ella estando encerrada entre las paredes de esa casa? No obstante, escuchó
atenta cada palabra que salió de la boca del hombre. Cuando este terminó
de explicarle lo que necesitaba de ella y el beneficio que obtendría si
aceptaba, creyó que por fin el Señor había escuchado sus plegarias.

En Marazion, lady Isobel pasaba los días entre arreglar las estancias de
su nueva casa y visitar a su madre. A lady Amelie la veía a veces pues
todavía no lograban recuperar la relación que tuvieron antes de que esta se
fuera a Bristol. Era muy difícil para las dos sostener una conversación sin
que lo sucedido entre ellas saliera a flote, sin embargo, confiaba en que con
el tiempo podrían convivir en paz sin la sombra del pasado oscureciendo su
relación.
El duque, tal y como prometió, estaba al pendiente de ella. Le hacía
cortas visitas para interesarse por ella, preguntándole siempre si necesitaba
algo. A pesar de que en el pasado fueron muy amigos, ahora no podían
tratarse con la misma familiaridad, sobre todo porque lady Isobel sabía muy
bien lo celoso que era su marido y lo que menos deseaba era crear un
malentendido que distanciara más al par de hermanos.
Esa tarde estaba por retirarse de casa de su madre cuando un mareo casi
la tumbó en el vestíbulo. De no ser por los buenos reflejos de lady Emily,
habría caído cual larga era al suelo. Entre Helen y lady Emily la llevaron al
saloncito para recostarla en uno de los sillones.
—Helen, corre, ve por las sales —ordenó angustiada lady Emily en
cuanto la acomodaron en el sillón.
La doncella hizo tal como pidió su señora: corrió a la cocina por el
frasquito de las sales. Regresó enseguida y lo tendió ya destapado a la
condesa viuda.
—Hija, huele. Despierta, por favor. —Lady Emily tenía el frasquito bajo
la nariz de lady Isobel, moviéndolo de un lado a otro para que el olor de
este le penetrara en las fosas nasales.
Lady Isobel fue regresando poco a poco de la inconciencia.
—¡Gracias al Señor! —exclamó Helen al verla abrir los ojos.
—¿Te encuentras bien, hija?
Lady Isobel se llevó la mano a la frente, se sentía exhausta y un tanto
mareada.
—Sí —musitó apenas—, no te preocupes.
—Nos has dado un buen susto. —Lady Emily devolvió las sales a la
doncella—. Helen, trae un poco de agua y, por favor, manda por el médico.
La doncella afirmó con la cabeza antes de salir del saloncito.
—Estoy bien, madre —murmuró lady Isobel un poco más lúcida.
—Este desmayo no me gusta nada, hija.
—No desayuné nada, debe ser por eso.
—O a lo mejor…
—¿A lo mejor qué, madre? —Lady Isobel se enderezó un poco porque la
posición estaba provocándole nauseas.
Lady Emily no respondió con palabras, sino que posó una mano en el
vientre de su hija.
Lady Isobel agrandó los ojos, el aire le escaseó de repente y a punto
estuvo de desmayarse otra vez. Helen regresó con el vaso de agua y lady
Emily la hizo beber un poco, sosteniéndole el vaso para que lo hiciera.
—Despacio, hija, despacio —susurró lady Emily al verla sorber con
fruición.
Lady Isobel terminó todo el contenido del vaso y luego se recostó otra
vez. La insinuación de su madre le había drenado las pocas fuerzas que le
quedaban.
¿Sería posible?
Un calorcillo le subió por la columna hasta sus mejillas.
¡Por supuesto que era posible!
Su marido no dejaba pasar ninguna oportunidad y si no las había las
creaba. ¡Cielo santo!
Llevó la mano derecha a su vientre, apenas tocándolo, casi con temor.
¿Estaría una vida ya creciendo en su interior? ¿Habría un pequeño Aidan
ahí dentro?
Cerró los ojos y en silencio rogó porque fuera así.
Capítulo 25

Jane se acomodó la capa que cubría su cabeza; se sentía nerviosa y no


dejaba de juguetear con la prenda. Iba en un carruaje negro con molduras
doradas, los asientos tapizados en terciopelo azul eran cómodos y
confortables. Era la única ocupante del vehículo, sin embargo, no iba del
todo sola. El conductor era uno de los hombres de milord Hades y el Bardo
la escoltaba de cerca en su propio caballo. Lo que la tenía inquieta no era el
miedo a los peligros que el camino podía depararles, sino la incertidumbre
de recuperar a su hermana sin un rasguño.
Ese mismo día más temprano, milord Hades le habló sobre la situación
de Joanne. Saberlo la había desprovisto de todas sus fuerzas. Imaginar las
penurias y vejaciones que su pobre hermana podría estar sufriendo, debido
a su negligencia, la estaba matando.
Milord Hades le prometió que tendría de vuelta a su hermana esa misma
noche y aunque el hombre era un grosero insufrible, también que era un
hombre de palabra, estaba segura que haría todo lo que estuviera a su
alcance para sacar a su hermana de ese horrible lugar. Ella también tenía su
participación en el rescate y esperaba llevarlo a cabo como se debía; la vida
de todos estaba en peligro y no podía equivocarse.
Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, agotada por sus
pensamientos; necesitaba descansar la mente un momento o no sería capaz
de lidiar con lo que se avecinaba.
Llegaron al punto de encuentro apenas una hora después de haber tomado
el camino desde la playa donde estaba atracada “La Silenciosa”. Ahí un
carruaje —más elegante todavía—, los esperaba. Era blanco, en la puerta
tenía un escudo de armas que no reconoció. El conductor usaba una
empolvada peluca de rizos y vestía con librea azul oscuro. En el interior la
esperaba Sombra, ataviado con unos ropajes elegantes que lo hacían parecer
un caballero.
—¿Estás lista? —le preguntó apenas se acomodó en el asiento frente a él.
—Debo estarlo.
—Si no te crees capaz de hacerlo, es mejor que lo digas ahora.
Jane quiso discutir, pero calló porque entendía la postura del hombre.
Estaban arriesgando el pellejo por ayudarlas a ella y a Joanne; lo menos que
podía hacer era retribuirles su generosidad no entorpeciendo sus esfuerzos.
—Podré, por supuesto que podré.
—Bien.
Llegaron a las inmediaciones de Rose Garden pocos minutos después.
Jane se bajó una calle antes, desde ahí debía continuar a pie hasta la puerta
de servicio de la casa.
Sombra continuó en el carruaje hasta detenerse a pocos pasos de la puerta
principal. Dado que era la tercera vez que acudía a la casa, el lacayo no tuvo
problema en hacerlo pasar al salón de visitas. Madame Rose apareció casi
enseguida, imaginaba que la generosa propina que dejó el día anterior
influyó lo suficiente como para que estuviera más solícita que de
costumbre; tal como la quería.
—Buenas tardes, caballero —saludó la mujer en cuanto entró al salón.
—Un placer, madame. —Sombra estiró su brazo para tomar la mano
enguantada de ella.
El beso en los nudillos —cubiertos por el encaje de los guantes—,
sonrojó las mejillas embadurnadas de maquillaje de la madame.
—Tome asiento, por favor.
Sombra atendió al pedido de la mujer después de que ella estuvo sentada,
gesto que complació a madame Rose. Por lo general, los hombres que iban
a Rose Garden la trataban con lisonjas, sin embargo, ninguno le dedicaba
las atenciones que solo eran destinadas a una dama de buena cuna. El
caballero frente a ella era de buena apariencia, mucho más joven que ella,
pero con unos rasgos que denotaban experiencia. Tenía un aura distinta a la
de todos esos lores imberbes que visitaban tan asiduamente a sus florecillas;
quizás eran sus ojos oscuros que parecían mirar más allá de la imagen que
daba. Hacía mucho tiempo que no brindaba sus servicios a ningún
caballero, no obstante, pensó que con él podría hacer una excepción.
—Me gustaría ver qué otra cosa puede ofrecerme —dijo él, sacándola de
sus fantasiosos pensamientos.
Madame Rose parpadeó unos segundos y enseguida recuperó su postura
de anfitriona de la casa de citas más famosa de Southampton. Sonó una
campanilla y enseguida apareció el mismo lacayo de los días anteriores.
Sombra dedujo que era el encargado de velar por la integridad física de la
madame, a juzgar por el arma que se camuflaba debajo de la librea.
—Dile a Dahlia que traiga a Poppy y a Lily —ordenó al lacayo sin
mirarlo y luego se dirigió a Sombra—: ¿Le ofrezco alguna bebida,
caballero?
—Un whisky, madame, si es posible —respondió sin perder la pose de
caballero galante.
Madame Rose se levantó para ir al mueble de los licores y Sombra lo
hizo con ella. Se quedó de pie hasta que ella volvió con un vaso que
contenía una más que generosa medida de whisky. Madame Rose no dijo
nada, pero en secreto seguía disfrutando de esas pequeñas atenciones que el
caballero —del cual no sabía aún el nombre—, le prodigaba. El nombre no
era que interesara mucho si pagaba bien y, como bien le dijo el primer día,
si algo distinguía a Rose Garden de otros establecimientos similares era la
discreción con que se manejaban. Garantizar la privacidad de sus clientes
era la base del éxito de cada uno de los burdeles que O’Sullivan poseía.
Sombra bebió el licor poco a poco. Tenía suficiente aguante para que ese
vaso no le surtiera ningún efecto, sin embargo, debía cuidar sus modales; no
era de buen gusto parecer un marinero del puerto si estaba tratando
aparentar ser un caballero bien nacido.
Minutos después, cuando apenas había bebido una tercera parte del
whisky, un par de golpes suaves sonaron en la puerta del salón.
—Adelante.
La puerta se abrió tras el consentimiento de madame Rose. Dahlia entró a
la estancia seguida de un par de jovencitas que apenas parecían mayores de
edad. Una de ellas tenía los ojos rojos, señal inequívoca de que lloró antes
de presentarse ante ellos. La otra ocultaba con maquillaje una mejilla
enrojecida. En ese momento, Sombra decidió que no solo le daría a
Hyacinth la oportunidad de salir de ese lugar. Cierto era que no podían
salvar a todas las que cayeran en lugares como esos, pero si lo hacía con
ellas se daría por bien servido. Por su capitán no se preocupaba, él nunca
fue afecto a comerciar con personas, mucho menos con mujeres, y ahora
que tenía una esposa que sacaba la mejor parte de él estaba seguro que
apoyaría su decisión. ¿Qué harían con las mujeres? Ya lo vería después.
Jane siguió a Hyacinth por los pasillos de la casa. La muchacha le había
permitido el acceso por la puerta de la cocina, aprovechando los pocos
minutos que la cocinera tardaba en atender al hombre que les llevaba la
verdura. La mujer estaba de espalda inspeccionando sobre la mesa cada
vegetal, el hombre contaba el dinero. Entraron con sigilo, los nervios
latiéndoles bajo la piel. No lograron respirar con normalidad hasta que
estuvieron fuera del alcance de la cocinera y de cualquier lacayo; la zona de
dormitorios estaba prohibida para ellos, O’Sullivan no quería que ninguno
fuera tentado para ayudar a alguna flor de su jardín, por eso les tenía
prohibido fraternizar con ellas; circunstancia que en ese momento
beneficiaba a Jane y sus planes.
Llegaron a la habitación de Hyacinth sin sobresaltos.
Ahí la joven le indicó con todo detalle dónde estaba la habitación de
madame Rose. En el segundo piso, la tercera puerta de la derecha. Lo
primero que Jane debía hacer era destrabar la ventana que daba a la calle.
Se puso el vestido que Hyacinth le prestó para no desentonar en caso de
encontrarse con alguna otra flor; según le dijo la muchacha, no todas se
conocían; la regla de no fraternizar se aplicaba también para ellas pues
O’Sullivan sabía que la mejor manera de controlarlas era mantenerlas
separadas. Le agradeció a la joven su ayuda y le recordó las instrucciones
que Sombra le dio.
Salió de la habitación de Hyacinth más nerviosa que cuando ingresó a la
casa. Mientras caminaba por el pasillo y bajaba las escaleras, rogaba en
silencio porque Sombra lograra entretenerla el tiempo suficiente para que
ella lograra su cometido. Recorrió a prisa el pasillo del segundo piso,
contando las puertas hasta detenerse en la tercera. Respiró hondo, tomó el
pomo de la puerta y lo giró con suavidad.
—¿Qué haces ahí, muchacha? —La respiración se le atascó al escuchar
la pregunta, se quedó tiesa, con la mano en el pomo y la mirada fija en la
hoja de madera.
—Lo siento, Dahlia —escuchó la voz de Hyacinth—, solo quería ver de
lejos al caballero.
—Él no ha preguntado por ti —aclaró Dahlia, no de muy buena manera
—. Vamos, a tu habitación. —Los pasos de ambas mujeres se perdieron
escaleras arriba y Jane pudo volver a respirar. La mujer no la había visto.
Todavía temblorosa por el susto, se apresuró a abrir la puerta y entrar a la
alcoba de la que suponía era su tía Mary. Cuando milord Hades le contó que
quizás ella fuera madame Rose sintió tal rabia que de haberla tenido frente a
ella se habría convertido en asesina.
No se detuvo a husmear por la habitación, tenía cosas más urgentes por
hacer que hurgar entre las cosas de esa mala mujer que se llevó a su
hermana con engaños. Destrabó la ventana, pero no la abrió; de eso se
encargarían milord Hades y el Cuervo cuando fuera la hora.
Abrió otra vez la puerta que daba al pasillo y asomó un poco la cabeza
para verificar que no hubiera nadie cerca. Agradeció en silencio haberlo
hecho, pues la figura de su tía Mary —al verla no le cupo duda de que era
ella—, caminaba en su dirección. Cerró con suavidad y con el corazón casi
saliéndole del pecho se puso a buscar con la mirada algún lugar donde
ocultarse.
El pomo de la puerta se movió y ella sintió que el mundo se le caía
encima.

Madame Rose estaba parada frente a la puerta de su habitación, indecisa.


El caballero acababa de elegir a Poppy, una joven con un físico bastante
parecido al suyo. Antes, en el salón, creyó detectar cierto interés de su parte
en ella.
¿Estaría en lo cierto o solo eran figuraciones suyas?
Miró hacia el final del pasillo, a la primera puerta, la de la habitación de
Poppy. Soltó el pomo y caminó un par de pasos, sin embargo, se detuvo.
¿Qué estaba haciendo? Respiró profundo y regresó sobre sus pasos hasta la
puerta de su alcoba. Abrió de golpe, decidida a dejar atrás ese pequeño
momento de debilidad.
Fuera de la habitación, bien pegadita a la ventana y con los pies en el
pequeño saliente, Jane respiraba con dificultad. Tenía los ojos cerrados, si
miraba hacia abajo se marearía y caería cuan larga era al suelo. Por fortuna,
la ventana daba a un callejón que a esa hora de la tarde no era transitado
debido a la poca luz.
Desde el suelo, Aidan, el Cuervo y cuatro hombres más, observaban las
peripecias de la muchacha. En más de una ocasión creyeron que caería a sus
pies sin meter apenas las manos.
Aidan agradeció al Señor que no haya sido así o no sabría qué cuentas le
iba a entregar a su esposa.
Jane seguía quietecita en el saliente de la ventana, en espera. Escuchó a la
mujer moverse por la habitación. No tenía idea de qué hacía, pero
necesitaba que se fuera de ahí cuanto antes, no estaba segura de poder
seguir aguantando mucho tiempo en esa posición; apenas tenía de dónde
agarrarse y los pies con trabajo le cabían en el saliente. Abrió un ojo para
intentar ver a través de la rendija de la cortina, pero el mareo la hizo volver
a cerrarlo enseguida. A ese paso iba a terminar con las tripas de fuera, ya
fuera porque vomitara hasta la primera papilla o porque se estrellera contra
el piso del callejón.
Después de lo que a ella le pareció una eternidad, la mujer salió de la
habitación. Quería meterse en tropel a la alcoba y dejar ese saliente de la
muerte, pero debía ser precavida y esperar a ver si la mujer no regresaba.
Cuando creyó que pasó el tiempo suficiente, tanteó con las manos y abrió la
ventana.
«Suerte que abre hacia adentro», pensó mientras ponía un pie dentro de la
alcoba.
Con los dos pies bien puestos en la seguridad de la habitación abrió los
ojos, encontrándose con otra mirada frente a ella.
—¡Señor, Hyacinth! —exclamó en un susurro—, me has dado un susto
de muerte.
—Lo siento. Me preocupé cuando vi que no regresabas.
—Estoy bien. Casi me pesca, pero estoy bien.
—Lo sé. Ven, salgamos de aquí —le hizo un ademán, invitándola a ir
hasta ella.
—Déjame poner la ventana como estaba —dijo Jane al tiempo que se
giraba para hacer lo que decía.
—¡De prisa! No tardará mucho en volver de su rondín por el primer piso
—la apuró Hyacinth.
Abrieron la puerta del pasillo y se asomaron con cuidado, estaba
despejado. Salieron todo lo rápido que sus piernas les permitieron. Cerraron
la puerta y corrieron por el pasillo hasta las escaleras para subir al tercer
piso; no se detuvieron hasta que estuvieron bien resguardadas en la
habitación de Hyacinth.
—Cielo santo, creí que no la libraba —expresó Jane recargada de
espaldas contra la puerta de la alcoba, una mano en su pecho intentaba
contener los acelerados latidos de su corazón.
—¿Ahora qué sigue? —preguntó Hyacinth.
—Debo ir a la habitación donde tienen encerrada a Joanne y prepararla
para la huida.
Hyacinth se quedó pensando. La tarde que el caballero estuvo con ella en
su alcoba le preguntó por una chica de ciertas características. Ella le contó
lo que sabía —que no era mucho—, debido a las restricciones de
comunicación implementadas por madame Rose por órdenes del jefe, sin
embargo, sí sabía de una joven que mantenían encerrada en la habitación
frente a la suya. Una vez escuchó que ella se refería a madame Rose como
tía Mary y fue lo que le dijo al hombre que prometió ayudarla a escapar de
ahí.
—Es la alcoba de enfrente —dijo Hyacinth pasados unos segundos.
—Lo sé. Som… el caballero me lo dijo —corrigió de último el nombre
del hombre.
—Madame Rose vendrá dentro de poco a verificar que estemos en
nuestras habitaciones —comentó la muchacha.
—Me esconderé bajo la cama, no hay otro lugar —apuntó Jane mientras
veía a su alrededor.
—Ven, probemos de una vez.
Jane fue hasta los pies de la cama y se agachó para ver el espacio entre el
suelo y esta.
—Creo que sí entro.
—Métete ya —la apuró Hyacinth.
Jane caminó un par de pasos hasta el lateral y se echó al piso.
—Este vestido quedará hecho un asco —comentó ya tirada de panza
sobre la alfombra.
—No volveré a ponérmelo así que no importa. —Hyacinth hizo un
ademán restándole importancia al asunto.
Jane se arrastró por la alfombra hasta quedar debajo de la cama. Hyacinth
inspeccionó que no le quedara nada de fuera; por fortuna no era muy alta y
cabía perfectamente según el largo de la cama. Acomodó las faldas del
vestido para que no se salieran por los lados y luego se retiró hasta la puerta
para mirar desde la perspectiva que tendría madame Rose. Perfecto, no se
veía nada sospechoso. Solo esperaba que no llegara ningún caballero a
solicitar sus servicios o estarían en problemas.
Madame Rose apareció casi tres cuartos de hora después. Abrió sin
llamar e inspeccionó con ojo crítico la estancia. Hyacinth estaba sentada en
un sillón colocado cerca de la ventana, el sitio habitual donde pasaba sus
días cuando no tenía visitante. La mejor manera de no levantar sospechas
era actuar como todos los días.
—Dahlia me dijo que estuviste husmeando —habló la madame desde la
puerta.
—Perdón —murmuró con la mirada gacha, en su habitual pose de
sumisión.
—Si se repite harás una visita al sótano —espetó la mujer antes de cerrar
la puerta con fuerza.
Tanto Jane como Hyacinth exhalaron de alivio cuando la mujer se perdió
tras la puerta cerrada, sin embargo, ninguna habló. Hyacinth le explicó
antes a Jane que la madame siempre se quedaba varios segundos al otro
lado de la puerta. Lo aprendió en su primera noche en Rose Garden.
Aquella noche en cuanto la mujer había salido ella dio rienda suelta a su
rabia e impotencia y echó toda suerte de maledicencias en contra de la
madame. Esta había entrado como una tromba para tomarla del brazo con
fuerza y llevarla hasta el sótano; lugar al que nunca jamás quería regresar.
Desde ese día supo que debía esperar a que la sombra bajo la puerta se
moviera, aprendió a escuchar con atención para identificar los pasos de la
mujer alejándose por el pasillo.
—Ya se ha ido —susurró.
—¿Puedo salir ya? —cuestionó Jane en el mismo tono.
—No —la chica negó con la cabeza—, ahora debe estar con tu hermana,
es mejor que esperemos a que se vaya de este piso.
—De acuerdo.
En el callejón, los hombres de Aidan colocaron la escalera que los
ayudaría a llegar hasta el segundo piso. Primero subió el Cuervo. Antes de
entrar a la habitación se aseguró que no hubiera nadie ahí. Abrió la ventana
y entró. Apenas vieron que él estaba dentro comenzaron a subir los demás.
Aidan el tercero. Subió un cuarto hombre. En el callejón se quedaban dos
como respaldo. El Bardo estaba en la salida del callejón, vigilando que
nadie se internara en este.
—Atraparán a cualquiera que entre por esa puerta —ordenó Aidan al
tiempo que señalaba la hoja de madera.
—Sí, capitán —murmuraron los tres hombres, el Cuervo incluido.
—Iré por la muchacha. —Caminó hasta la puerta, pero el Cuervo se
interpuso entre él y la salida.
—Creo que debemos esperar a tener a la madame —habló el Cuervo sin
hacer caso de la helada mirada que Aidan le dedicó cuando le bloqueó el
paso.
—Ya hemos esperado lo suficiente.
—No pasa nada porque esperemos un poco más.
—Quítate, Cuervo —ordenó entre dientes.
—Le prometiste a milady que regresarías entero. —El Cuervo jugó su
baza más fuerte sin ningún reparo.
Aidan apretó la mandíbula, tenía las manos empuñadas con ganas de
soltarle un buen golpe al hombre, sin embargo, se contuvo.
¡El desgraciado acababa de chantajearlo con su mujer! ¡A él! ¡A Hades,
el ejecutor de los mares!
En un arranque lo tomó de la camisa y lo arrinconó contra la pared.
—Nunca vuelvas a usar a mi mujer para que haga algo o no tendré
ningún reparo en darte un escarmiento —espetó con toda la furia que bullía
en sus venas antes de soltarlo con rudeza—. Ustedes. —Miró a los otros dos
hombres presentes en la habitación—. Feng, vienes conmigo. Swan, te
quedas con el Cuervo.
No esperó a que aceptaran sus instrucciones, abrió la puerta sin ningún
cuidado y salió al pasillo. Caminó por este con paso firme, importándole
poco o nada el ruido que hacían sus botas contra el piso.
En la habitación de Hyacinth, Jane se disponía a salir en busca de su
hermana.
—Ten cuidado —musitó la muchacha a espaldas de la doncella.
—Mantente alerta, vendremos por ti enseguida —murmuró Jane,
mirándola con una pequeña sonrisa.
Hyacinth la vio salir con el pecho rebosante de esperanza. Gracias a esas
personas, su liberación estaba cada vez más cerca. Suplicó en sus adentros
que todo saliera bien, no solo por ella, sino también por la chica de la otra
habitación.
Aidan acababa de llegar a las escaleras cuando uno de los lacayos
apareció frente a él.
—¿Puedo ayudarlo en algo? —preguntó el sirviente, su mano en la
espalda en una posición servil que no engañó a Aidan.
—Por supuesto —respondió en el momento que el hombre sacaba un
arma de fuego de la cinturilla de las calzas. Se recargó de la pared y se
cruzó de brazos—. Feng, el muchacho quiere jugar —habló burlón, sin
abandonar la pose indolente.
—¿Tiempo, capitán? —cuestionó el hombre, entusiasmado.
—Claro, hombre. Sírvete. —Estiró el brazo izquierdo, invitándolo a
actuar.
Feng redujo al lacayo en tres movimientos. Era un hombre pequeño de
ojos rasgados y con una gran agilidad para pelear. Su nombre completo
significaba fénix en su lengua natal, pero, dada la dificultad para
pronunciarlo, el resto de la tripulación decidió dejarlo solo en Feng.
—Muy lápido —se quejó Feng en su media lengua con acento chino.
—Tranquilo, ya habrá oportunidad. —Aidan le palmeó la espalda a modo
de consuelo.
El capitán Hades agarró al lacayo y lo arrastró por el pasillo hasta el
hueco de las escaleras.
—Vamos —dijo a Feng apenas regresó.
Subieron aprisa y recorrieron el pasillo sin perder el ritmo hasta detenerse
frente a la tercera puerta del lado derecho.
—Ve por la muchacha de Sombra.
Sombra eligió ese momento para aparecer en el pasillo, procedente de la
segunda planta.
—No es mi muchacha —replicó mientras avanzaba hacia ellos.
—Lo que sea, sáquenla de aquí —ordenó antes de girarse para tomar el
pomo de la puerta.
Sombra le hizo una seña a Feng para que hiciera lo ordenado por Aidan y
luego se dirigió a este último.
—Hay dos más —susurró Sombra.
—¿Desde cuándo somos hermanas de sor María que no me enteré? —
espetó burlón.
—Son apenas unas niñas.
—Ya llevamos a tu Hyacinth —dijo nada más por molestarlo.
—No es mi…
—¡Estás aquí! —El efusivo abrazo de Hyacinth cortó la réplica negativa
que Sombra estaba a punto de hacer.
Aidan no dijo nada, solo elevó una ceja; gesto que decía más que si
hubiera pronunciado alguna palabra.
—Ve con Feng, él te sacará de aquí —dijo Sombra deshaciéndose de los
brazos de la muchacha.
—Gracias —musitó ella con los ojos húmedos, mirada que Sombra sintió
que se le clavaba muy hondo en alguna parte.
—Feng, cuídala con tu vida —ordenó Sombra para regocijo de Aidan.
Feng se fue con Hyacinth y Aidan por fin abrió la puerta de la habitación.
—¡Qué diablos! —murmuró antes de caer desmayado al suelo.
—¡Milord Hades! —boqueó Jane, sostenía un candelabro en su mano
derecha—. ¡Señor, ahora sí va a matarme! —gimió llevándose la mano libre
a la boca.
Sombra quiso reírse, pero la situación no estaba para eso, así que apretó
los labios y cerró la puerta a su espalda. Se inclinó para revisar el estado de
su capitán.
—Trae un poco de agua —dijo a Jane.
La doncella corrió al buró en busca del líquido, pero por los nervios no
encontró nada.
—Joanne, ¿hay agua en algún lado? —preguntó a su hermana.
—En el aguamanil —respondió la muchacha que hasta el momento se
mantuvo al margen.
Jane fue hasta la palangana y corrió con ella hasta el desmayado milord
Hades. La vació sin miramientos en el rostro del hombre, quien despertó
entre tosidas.
—Lo siento, lo siento, lo siento —repetía sin cesar, revoloteando
alrededor de él.
—Deja la alharaca o te meteré en el primer barco que parta a las colonias
—masculló Aidan mientras se levantaba, con una mano presionaba el
lateral de su cabeza.
—Vamos, salgamos de aquí —urgió Sombra antes de que la situación se
complicara más.
—Tú debes irte por la puerta principal. Nadie debe sospechar de ti —le
recordó Aidan.
—De acuerdo, iré por delante.
Sombra salió al pasillo con Aidan, Jane y Joanne tras él.
En la segunda planta, los fugitivos se desviaron camino a la habitación de
madame Rose, pero Sombra detuvo el andar de su capitán. Estaban a unos
pasos de la puerta de Poppy.
—No podemos dejarlas aquí —insistió Sombra, su mirada fija en la hoja
de madera.
Aidan se llevó una mano a la frente en un gesto exasperado. Cierto que la
suerte de esas muchachas no era la mejor, sin embargo, no estaban
preparados para sacarlas a todas. Llevarlas era una complicación
innecesaria.
—Lady Isobel querría que las liberaras —argumentó Sombra sabiendo
que se metía en terreno pantanoso.
Milord Hades apretó los dientes. ¿Era acaso tan obvio el poder que su
esposa tenía en él que ahora sus hombres la usaban en su contra? Quiso
decir que no, solo para demostrar que nadie podía influenciarlo utilizando a
su mujer, sin embargo, pensar en su rostro decepcionado si llegaba a
enterarse de su negativa lo hizo desistir. No podía tolerar que ella lo mirara
así ni si quiera en su imaginación.
Furioso con Sombra —y con él mismo—, dio su aprobación con un
movimiento de cabeza, gesto que le provocó un ligero mareo debido al
golpe que le dio Jane, hecho que lo enojó todavía más. ¡Condenada lengua
larga! ¿Así le pagaba sus esfuerzos para rescatar a su hermana?
Poppy y Lily salieron de la habitación de la primera, ambas estaban
llenas de miedo, pero con la esperanza brillando en sus pupilas.
—Harán todo lo que les digamos —dijo Aidan. Las dos asintieron a esto
—, si nos traicionan no dudaré en meterles un tiro en la frente —concluyó
antes de retomar el camino a las escaleras, dejándolas muertas de miedo por
esa amenaza tan directa.
Sombra las tranquilizó y las urgió a seguir a Aidan. Se quedó parado
unos segundos hasta que las vio entrar a la habitación de madame Rose.
Bajó las escaleras hasta la primera planta donde se despidió del lacayo que
atendía la puerta. Acababa de subir a su carruaje cuando otro se detuvo
frente a la puerta principal de la casa. Decidió esperar a ver quién bajaba de
este. Masculló una palabrota cuando el orondo cuerpo de O’Sullivan se
apeó en la acera.

Madame Rose balbuceaba tras el trapo que tapaba su boca, otro le


obstruía la visión. Cuando regresó a su alcoba tras el rondín nocturno
alguien la había atacado, la desmayaron cortándole el oxígeno al taparle la
nariz y boca. Al despertar estaba maniatada con la boca y ojos cubiertos por
una tela. No veía ni escuchaba nada, salvo unas respiraciones. Se debatió
sobre la cama donde la tenían sujeta al colchón, en un intento por liberarse,
no obstante, no logró nada salvo rasparse los brazos con la cuerda. No supo
cuántos minutos habían pasado cuando escuchó que la puerta de la
habitación se abría. Se quedó quieta sobre la cama, tratando de escuchar
cualquier cosa que le sirviera para reconocer la identidad de sus atacantes.
Nadie hablaba, solo el roce de la ropa al andar era lo que oía.
La ventana. Alguien abrió la ventana. ¿Estarían huyendo por ahí? Pensó
en el cofre con monedas de oro y alhajas que guardaba al fondo de uno de
sus baúles. Esperaba que mientras estuvo inconsciente nadie hubiese
hurgado ahí o estaría arruinada. O’Sullivan no sería nada comprensivo si
resultaba que el dinero y las joyas no estaban. Ese desgraciado era capaz de
matarla. Por enésima vez se preguntó qué buscaban en Rose Garden y lo
más importante: ¿quiénes eran?
O’Sullivan era temido entre la gente de su calaña, era muy poco probable
que alguien se atreviera a irrumpir en sus dominios y no sufriera las
consecuencias, hecho que le hacía pensar que no se trataba de cualquier
ladronzuelo.
Mientras cavilaba en la posible identidad de los ladrones, la puerta de la
habitación volvió a abrirse. Esta vez el movimiento fue mayor. Roce de
faldas. El pánico la invadió y comenzó revolverse en la prisión que las
cuerdas y la cama conformaban.
¡Sus flores! ¡Estaban robando su jardín! ¡Iba a matarla! ¡O’Sullivan iba a
matarla!

Aidan se paró en la puerta de la habitación, dándole el paso a las cuatro


mujeres. Hizo una seña a Feng y Swan para que las ayudaran a bajar por la
escalera al pie de la ventana. Todo en completo silencio. Primero bajaron
Jane y Joanne, las más importantes para su esposa y, por lo tanto, para él.
Tras ellas lo hicieron las otras dos. Estaba por llegar al suelo la última
cuando un golpe en la puerta de la alcoba los puso alerta. Con una seña le
indicó a Swan y al Cuervo que bajaran y continuaran con el plan tal como
lo habían trazado. Él y Feng se harían cargo de la persona en la puerta.
—Madame, el jefe acaba de llegar y solicita su presencia en el despacho
—habló el lacayo desde fuera de la habitación.
Aidan sonrió, complacido por la posibilidad de tener unas cuantas
palabras con O’Sullivan. El maldito bastardo iba a aprender a no usar sus
barcos para mercadear con jovencitas. El que Joanne no hubiera abordado
el bergantín no significaba que otras no lo hubiesen hecho. Volvió sobre sus
pasos hasta la puerta de la habitación, sin embargo, el pequeño Feng se
interpuso en su camino.
—Esposa espera —susurró este para sorpresa de Aidan.
¿Es que acaso era víctima de un complot y no sabía? Lo tomó de los
hombros para quitarlo por la fuerza, pero este, a pesar de su estatura, tenía
un excelente dominio de su cuerpo; era una cosa sobre equilibrar el peso
que él no comprendía.
—¿Madame? —la voz del lacayo seguida de otro par de golpes los
devolvió a la situación en la que se encontraban.
Aidan imprimió más fuerza para moverlo, pero Feng dijo algo que lo
hizo soltarlo en el acto. El color huyó de su rostro y por un momento se
quedó congelado, con la mirada perdida. Feng volvió a hablar, sacándolo
del estupor en que lo sumió lo dicho antes por él. Exasperado por su falta de
control, y con el corazón zumbándole en los oídos, regresó a la ventana.
Salió de ahí hecho una furia, con Feng pisándole los talones.
Abajo lo esperaban los dos hombres que dejaron vigilando.
—¿Las mujeres? —preguntó a estos, su voz áspera traslucía su enfado.
—Partieron hace un momento en el carruaje con el Bardo y Swan
escoltándolas —respondió el Cuervo que estaba unos pasos alejado.
—¿Sombra?
—Acaba de irse. O’Sullivan llegó —agregó esto último, aunque por la
cara que traía su capitán, supuso que ya lo sabía.
—Lo sé.
—Debemos irnos enseguida.
Aidan miró a los cuatro con cara de pocos amigos.
—Hablaremos de esto más tarde —amenazó antes de dirigirse a la salida
del callejón. Ninguno necesitó que les aclarara a qué se refería con “esto”.

En Rose Garden, los gritos de O’Sullivan rebotaban en las paredes de la


casa. Cuando el lacayo le informó que madame Rose no atendía a su
llamado, él mismo fue a la habitación de la maldita mujer.
¿¡Quién se creía que era para no obedecerlo!?
Le recordaría a punta de golpes —si era preciso—, quién mandaba ahí,
sin embargo, sus intenciones se vieron truncadas al entrar a la alcoba de la
madame y encontrarla atada a la cama con los ojos vendados y la boca
cubierta por un trapo.
Desde ese momento, no había dejado de maldecir y vociferar en contra
de todo el que se le pusiera enfrente. Tras revisar las habitaciones se dieron
cuenta que faltaban cuatro flores en el jardín. El cofre con las monedas y las
joyas estaba intacto dentro de los baúles, pero esto lejos de suponer una
buena noticia era peor todavía. Quien quiera que hubiera entrado con tanto
sigilo no buscaba riquezas materiales, lo cual le hacía pensar que el motivo
eran las cuatro rameras que se habían llevado. La rabia emergió con fuerza
en él al recordar a la más nueva. La muchacha era sobrina de Rose, motivo
por el que accedió a las súplicas de la mujer de retrasar su incursión en el
negocio. Eso y el hecho de que la chica era virgen. Fue por ello que pensó
en subastarla, ganaría más dinero vendiendo su primera noche al mejor
postor que permitiendo que cualquiera se la llevara por unas cuantas
monedas. Pero ahora no estaba y ni siquiera pudo probarla antes.
Golpeó la mesa de su escritorio con el puño.
—¿¡Cómo es posible que todo esto sucediera bajo sus narices y nadie se
haya dado cuenta!? —gritó al tiempo que daba otro golpe sobre la mesa.
—Todo fue muy rápido, señor —se atrevió a decir uno de los lacayos, el
que despidió a Sombra en la puerta.
—¡¿Para qué les pago!? —otro golpe—. ¡Tráiganme a los caballeros que
todavía quedan en las habitaciones! —exigió al tiempo que se levantaba de
su asiento tras el escritorio y señalaba a la puerta.
Los cuatro lacayos salieron del despacho casi tropezándose entre ellos.
Madame Rose continuó en la misma posición que tomó desde que llegó
al despacho. Estaba sentada en uno de los sillones de una sola plaza frente
al escritorio; tenía la peluca chueca, el vestido arrugado y manchas de
maquillaje en el rostro. En sus manos estrujaba un delicado pañuelo de
encaje blanco, que de blanco no le quedaba más que el nombre. Sentía un
hueco en el estómago, las manos le sudaban y no podía dejar de mover el
pie izquierdo. Decir que estaba nerviosa no era suficiente para describir lo
que su cuerpo padecía en ese instante. Lo único que la mantenía sentada
recta era la tensión de su espalda por la ansiedad de esperar el castigo que
O’Sullivan le infligiría por su falta.
—Dame una lista de los hombres que visitaron a las rameras que
escaparon —dijo dirigiéndose a ella, su voz transmitía la misma dureza con
que habló a los lacayos, pero por lo menos ya no gritaba.
—Solo fueron dos —musitó con miedo al percatarse que la discreción de
la que tanto se jactaban en Rose Garden iba a jugar en su contra.
—Sus nombres —demandó O’Sullivan sin pizca de paciencia.
—Lord Williams. Visitó a Hyacinth ayer.
—El viejo Harry no pudo ser. —O’Sullivan descartó el nombre con un
manotazo al aire—. El otro —exigió al verla callar.
—No sé su nombre —musitó ella.
—¡Cómo es posible! —El mercader elevó la voz al tiempo que se
levantaba otra vez del asiento.
—Apenas hoy fue su tercera visita —explicó temblorosa.
O’Sullivan bufó rabioso. La regla de no obligar a sus clientes a revelar
sus nombres en las primeras tres visitas le pareció absurda en ese instante.
Si el hombre no regresaba no tendrían manera de saber la identidad de este
y quizá fuera cómplice de esos hombres que se atrevieron a robarlo. Fuera
como fuere no pararía hasta dar con ellos y cobrarse la afrenta.

Casi una hora de viaje después, el carruaje negro llegó a la playa frente a
la que “La Silenciosa” fondeaba. Antes de salir de la ciudad habían
cambiado de medio de transporte y viajaron en el que Jane dejó la playa
horas atrás. Las cinco mujeres iban apiñadas dentro del vehículo, dando
tumbos al compás de los baches del camino. A pesar de ir rumbo a la
libertad, ninguna podía dejar de llorar. Era tal vez el peso de las vivencias
pasadas en Rose Garden o quizá la perspectiva de una nueva vida lejos de
las garras de madame Rose y el mercader, cualquiera que fuere el caso, las
lágrimas escurrían silenciosas en sus mejillas empolvadas.
El carruaje se detuvo y el corazón de las cuatro flores se paralizó. Se
miraron unas a otras con el mismo brillo de terror en los ojos.
¿Las habían encontrado? ¿tenían que regresar a ese infierno? ¿qué sería
de ellas cuando el mercader les pusiera las manos encima?
Las preguntas no dichas flotaban entre ellas casi como si pudieran
escucharlas. Un grito agónico se formó en sus gargantas, no obstante, Jane
habló antes de que este encontrara la salida.
—Están a salvo —pronunció la doncella—. ¿Escuchan? ¡Están a salvo!
—repitió cuando comprendió que las mentes de las cuatro estaban muy
lejos de ahí—. ¡No volverán a ese lugar! ¡ninguna lo hará! —exclamó casi a
gritos, tratando que sus palabras se filtraran a través de la bruma de terror
que las envolvía.
Hyacinth fue la primera en reaccionar. La primera en comprender que
seguían lejos del yugo de madame Rose. Fue ella la que ayudó a Jane a
tranquilizar a Poppy y Lily mientras la doncella se ocupaba de su hermana.
Joanne, aunque no tuvo que compartir el lecho con ningún hombre, sufrió
otro tipo de tortura, acciones que iban destinadas a quebrar su voluntad, a
moldearla según los deseos de O’Sullivan. Estuvo tantas veces en el sótano
que después de la última pensó que haría cualquier cosa que le pidieran con
tal de no volver ahí.
La puerta del carruaje se abrió y Sombra apareció tras esta. Las tres
mujeres a las que él prometió rescatar experimentaron tal alivio al verlo que
tuvieron la misma idea: arrojarse a sus brazos. Lo que siguió fue un enredo
de faldas, brazos y piernas.
—¿Necesitas ayuda, compañero? —preguntó el Bardo, burlón, de pie
junto a Sombra, quien intentaba deshacerse del abrazo de Poppy.
—Quítamela de encima —rechinó entre dientes.
El Bardo lo hizo, no sin privarse del gusto de reír a costillas de su amigo.
Jane bajó por la otra puerta que acababa de abrir Swan y luego ayudó a su
hermana a hacerlo. Aidan y los demás detuvieron sus monturas cerca del
carruaje. Solo faltaba Hyacinth y Sombra la ayudó. Aun con la poca luz que
proporcionaba la luna, el capitán se dio cuenta de la manera en que el rostro
de su amigo se suavizaba.
«Ya te jodiste, idiota», pensó con un bufido. Como si no fuera suficiente
con él y el Bardo bebiendo los vientos por una mujer.
—¡De prisa, no estamos en un picnic! —gritó antes de bajar del caballo.
Al escucharlo todo mundo comenzó a moverse—. Cuervo, encárgate de que
los caballos sean devueltos —dijo sin mirar al hombre.
Cuervo no respondió, pero tomó las riendas del caballo de Aidan. Con
una seña le indicó a Feng que lo ayudara con los otros. Iban a dejarlos en un
coto de caza a un par de millas, el dueño del establo los recogería ahí. Solo
los caballos del carruaje de lord Grafton regresarían con ellos pues eran un
préstamo del duque junto con el vehículo. Se pusieron en marcha
enseguida, no tenían mucho tiempo antes de que “La Silenciosa” estuviera
lista para zarpar.
Aidan supervisó el viaje de las mujeres en el bote. Jane, quien ya tenía
experiencia en esas lides, se encargó de infundirles confianza a las demás.
El viaje hasta “La Silenciosa” lo hicieron en compañía del Bardo y Sombra.
Los otros hombres y él embarcarían después de subir el carruaje y los
caballos, cosa que no iba a ser tan sencilla a pesar de la saliente donde
colocaron una plataforma que comunicaba con la cubierta del barco. Un
paso en falso y caerían entre las rocas que las olas golpeaban sin cesar. Fue
por eso que decidió que era más seguro que ellas abordaran en la barca, no
quería echar a perder todos sus esfuerzos por un paso en falso de una
fémina.
Movilizó a Swan y los demás para llevar el carruaje hasta la plataforma
en cuanto vio que el bote con las mujeres comenzaba el ascenso hasta
cubierta.

En Rose Garden, O’Sullivan continuaba interrogando al personal y a los


clientes. Con estos últimos era más comedido puesto que eran su fuente de
ingresos y no podía acusarlos, así como así, sin ninguna prueba. La
situación lo tenía al borde de la apoplejía. Tres flores menos significaban
menos trabajo y, por ende, menos dinero. Reemplazarlas no sería tan
sencillo y dudaba que pudiera encontrar alguna que igualara su belleza y
habilidades en poco tiempo. Poppy era la que más clientes tenía, una
belleza curvilínea que él disfrutó en varias ocasiones, de todas sería la que
más extrañaría. A ella y a Blossom, el apetitoso capullo que no tuvo
oportunidad de hacer florecer.
Despidió al último de los clientes y se quedó igual. No tenía ningún
rastro o pista que pudiera llevarlo hasta los malditos rufianes que se
atrevieron a meterse con él. ¡Malditos desgraciados!
Un par de golpes sonaron en la puerta antes de que esta fuera abierta
despacio.
—¿Qué quieres? —espetó a madame Rose, la mujer a la que le confió el
manejo de su negocio y que nunca lo había defraudado… hasta ahora.
La mujer se quedó de pie bajo el marco de la puerta, no se atrevía a ir
más allá; sabía que su integridad física pendía de un hilo. Acababa de
cambiarse de ropa y lavarse el rostro. Sin el exceso de maquillaje lucía más
joven de la edad que tenía. No portaba la peluca por lo que su cabello del
color de la noche brillaba a la luz de las lámparas.
—Bobby acaba de despertar —informó con voz temblorosa, la mirada
baja.
O’Sullivan recorrió la distancia desde su escritorio hasta la puerta y salió
de la estancia.
Madame Rose apenas tuvo tiempo de hacerse a un lado para que no la
arrollara. Se quedó ahí de pie, tragándose el miedo y las lágrimas que tenía
atoradas en la garganta. Ella era como Hyacinth cuando llegó a ese lugar.
Igual de tímida, con los mismos miedos y esa inocencia que tanto gustaba a
esos asquerosos pervertidos que buscaban los servicios de las flores de Rose
Garden. De aquella jovencita tierna y pura no quedaba nada, murió aquella
tarde en que la arrancaron de su casa para subirla a un barco y luego
venderla en una subasta en la que el padre de O’Sullivan fue el mejor
postor.
En ese instante en la que su vida no valía nada no podía sentir otra cosa
que envidia. Envidia porque ellas tuvieron la oportunidad de abandonar esa
porquería de vida de la que ella no pudo salir, esa en la que continuaba a
pesar de que le asqueaba hacerles a esas jovencitas lo mismo que le hicieron
a ella. Estaba condenada, lo sabía; mucho más después de haber arrastrado
a su sobrina, la hija de su única hermana, a esa horrenda existencia. A pesar
de la envidia que burbujeaba en su pecho, se sintió aliviada de que Joanne
lograra salir de esa vida que se apagaba un poco cada día, aunque eso le
significara morir a manos de O’Sullivan o alguno de sus secuaces. Solo
esperaba que el lugar al que la llevaban no fuera peor que este que dejaba.
Los bramidos del mercader la sacaron de sus tormentosos pensamientos.
Fue hasta la habitación donde metieron a Bobby, el lugar de donde
procedían los gritos del hombre.
—¡Ese bastardo malnacido! —lo escuchó vociferar conforme se acercaba
—. ¡Me las pagará! ¡Pagará muy caro su atrevimiento!
Madame Rose no entró a la habitación, prefirió quedarse junto a la
puerta, escuchando los improperios del mercader en contra de quien quiera
que creía que era el culpable del secuestro.
—¡John! —llamó a otro de los lacayos. El hombre estaba a pocos pasos
de ella, atento a cualquier pedido que su jefe hiciera.
—Ordene, señor.
—Investiga si “La Silenciosa” o alguno de los barcos de Hades atracó en
el puerto en los últimos días.
Al escuchar la orden comprendió el porqué de la rabia enajenada del
mercader. Ese hombre, Hades, hacía negocios con él. Sabía por lo que
comentaban los lacayos que era un pirata cruel y sanguinario, alguien que
no tenía miramientos a la hora de ejecutar su voluntad, un hombre al que no
le importaba sobre quien tenía que pasar para cumplir con sus propósitos.
Observó a O’Sullivan, un cobarde pusilánime que solo era valiente con
las mujeres que tenía bajo su dominio en Rose Garden.
De repente tuvo ganas de reír.
¿Cómo, en nombre del Señor, iba a darle batalla al ejecutor de los mares?
Apretó los labios para no sucumbir al deseo de dar rienda suelta a sus
carcajadas, pero no lo logró.
—¿¡Qué te pasa, estúpida!? —O’Sullivan dejó de maldecir a Hades para
mirar a la madame.
—Nada, nada —respondió esta, todavía riendo.
—¡¿De qué te ríes!? —El mercader recorrió la distancia entre él y la
mujer hecho una furia.
—No… no… —balbuceó medio doblada por las carcajadas que brotaban
de su pecho. No sabía qué le pasaba, a lo mejor estaba enloqueciendo, pero
no podía dejar de reír.
O´Sullivan la tomó de los hombros con fuerza, harto de su risa loca.
—Va… va a… matarte —tartamudeó entre risas justo antes de que el
hombre le soltara una bofetada que no la tumbó al suelo porque él seguía
sosteniéndola con la otra mano.
—¡Yo mataré a ese malnacido! ¡Yo! —gritó y con cada afirmación
propinó un golpe al lastimado rostro de la mujer.
—Inténtalo si puedes —musitó ella a través de la hinchazón de su labio.
—¡Llévensela! —ordenó a los lacayos—. ¿¡Y tú, qué esperas!? —
reclamó a John que seguía en la habitación—. ¡Ve a hacer lo que te ordené!
Los lacayos se apresuraron a cumplir las órdenes de su señor, salvo
Bobby que todavía estaba bastante mareado.
—Espero que no me estés mintiendo —dijo a este antes de salir del lugar.
Bobby se encogió en la cama. Cuando despertó y su jefe comenzó a
interrogarlo no dilucidó la importancia de la información que tenía. De
haber estado en sus cinco sentidos no habría dado una descripción tan
exacta del hombre. Sobre todo, no habría dicho jamás que este usaba un
antifaz negro que cubría su ojo izquierdo. Estaba acabado. Hades lo
mataría. Apenas supiera que lo entregó a O’Sullivan, lo haría. En el
momento que lo enfrentó en las escaleras no cayó en cuenta de quién se
trataba, fue hasta que el tipo pequeño lo atacó que relacionó la máscara que
cubría el ojo izquierdo del hombre más alto con la identidad del capitán
pirata.
«Señor, apiádate de mí», suplicó en silencio.

Aidan dio la orden de zarpar y la actividad en cubierta se volvió


frenética. Hombres gritando y corriendo de aquí para allá, cada uno
realizando la tarea que le correspondía. Entre tanto, el capitán dirigía el
timón de popa. El Cuervo estaba junto a él, custodiándolo para que toda su
concentración se mantuviera en llevar el navío mar adentro.
Rato después, cuando “La Silenciosa” se deslizaba por las aguas del
canal de la mancha, Aidan dejó la dirección del navío al timonel.
—¿Nuestras invitadas? —preguntó al Cuervo mientras caminaba hacia el
barandal de popa.
—Sombra las dejó en tu camarote.
—Llámalo. —El Cuervo se movió para cumplir su pedido—. El Bardo y
Feng también —agregó a espaldas del hombre.
Cuervo asintió.
Aidan sacó un puro del bolsillo interior de su chaleco, pero no lo
encendió. Jugueteó con él entre sus dedos mientras pensaba en lo que diría
a sus hombres. Necesitaba calmarse o haría algo irreparable.
—¿A quién hay que rescatar ahora? —cuestionó el Bardo, su voz
traslucía la emoción que la idea le causaba.
—Si no te callas, a ti —ladró Aidan, su mirada furiosa los abarcaba a
todos.
El Bardo cerró la boca en el acto, desconcertado por la ferocidad de su
capitán. ¿Qué ocurrió que estaba tan rabioso? El rescate fue un éxito,
motivo por el que no entendió su actitud hosca.
—Lo preguntaré solo una vez. —Aidan se retiró del barandal, tenía la
espalda tensa, los brazos colgaban rígidos a sus costados, las manos
empuñadas—. ¿Quién de ustedes habló con mi mujer?
Los cuatro hombres pegaron un respingo ante el tono amenazador del
capitán, en ese instante no estaban frente Aidan sino ante Hades, el ejecutor
de los mares. No se atrevieron a moverse ni a mirarse entre sí.
—No agoten mi paciencia —bramó ente dientes.
—Milady me hizo prometerle que no… que no te dejaría cometer
ninguna imprudencia —habló el Cuervo.
—Le prometí lo mismo —dijo el Bardo.
—¿Y tú? —se dirigió a Sombra—. ¿Qué excusa tienes?
—La misma.
Aidan bufó. Su mujercita influenciaba incluso a sus hombres de
confianza.
—¿Desde cuándo obedecen a alguien que no sea yo? —increpó, la vena
de la sien latiéndole con fuerza.
—Es tu esposa, no queríamos contrariarla —argumentó el Cuervo.
—¡Y prefirieron conspirar a mis espaldas! —bramó, los brazos
extendidos a los lados.
—Solo cumplíamos nuestras funciones —apuntó Sombra, impasible.
—¿Y por eso utilizaste a mi mujer para que aceptara traer a tus rameras?
—cuestionó arremetiendo contra él.
—¡No les digas así!
—¡Cálmense! —El Cuervo se interpuso entre ambos antes de que la
situación se saliera de control. Sombra había dado un par de pasos,
dispuesto a liarse a golpes con Aidan.
El Bardo jaló a Sombra para alejarlo de su capitán.
—¡Suéltame! —exigió Aidan al Cuervo. Este lo hizo no muy seguro de si
era buena idea—. ¡Lárguense! —ladró más rabioso que antes—. ¡Tú, no! —
señaló a Feng y este se quedó quieto.
Sombra y el Bardo bajaron del castillo de popa, pero el Cuervo se quedó
cerca, por si acaso debía intervenir en favor de Feng.
—Habla —demandó al asiático.
—Milady hablalme antes de salil de casa —comenzó Feng, sudoroso.
—Continúa.
—Ella decilme: volvel con mi esposo o no volvel nunca.
Aidan entrecerró los ojos. ¿Su dulce y tierna Isobel había amenazado a
Feng? Su mente no lograba imaginar a su esposa amenazando a nadie.
Pasados unos minutos llegó a la conclusión de que, puesto que el inglés no
era la primera lengua del pirata, este entendió mal el pedido de su mujer.
—¿Por qué me dijiste que está en cinta, ella te lo dijo? —cuestionó
acercándose al hombrecillo. Eso era lo que este le dijo, lo único que lo hizo
desistir de presentarse ante O’Sullivan y tener unas amistosas palabras con
él.
—No, ella no decil nada.
—¿¡Entonces!? —exclamó agarrándolo de la camisa, lo levantó del suelo
hasta dejar su rostro atemorizado frente al suyo encolerizado.
—Mi madle sel comadlona, yo aplendel de ella. Milady encinta, bebé
plonto.
Aidan lo soltó de golpe. Feng no cayó al suelo porque el Cuervo lo
sostuvo, había corrido a impedir que el capitán hiciera una tontería con las
mujeres a bordo.
—Vete, Feng. Sálvate ahora que puedes —susurró al asiático, atento al
andar furioso de su capitán, este caminaba de aquí para allá sobre la
cubierta, sus manos en la cabeza, como si quisiera contener sus
pensamientos con estas.
Después de que Feng se fuera, el Cuervo también lo hizo. No escuchó lo
que le dijo a su capitán, pero por el rostro atormentado de este, no debió ser
algo bueno.
Aidan, parado junto al barandal de estribor, no percibió la partida de sus
hombres; se aferraba con fuerza a la madera del barandal, como si este
fuera a darle la fuerza que necesitaba en ese instante.
«Señor, no permitas que sea cierto», rogó Hades en silencio, su mirada
puesta en la negra profundidad de la bóveda celeste.
Capítulo 26

Durante la primera parte de la travesía las mujeres se mantuvieron


dentro del camarote. Hades no quería tentaciones para sus hombres. Ya era
demasiado arriesgado viajar con cinco mujeres como para que todavía
anduvieran paseándose por ahí, provocando malos pensamientos en sus
desalmados piratas.
Hasta ese día que les permitió salir de la cabina a pedido de la lengua
larga. La condenada doncella de su esposa no dejó de incordiar a través del
Bardo para que las dejaran abandonar su reclusión.
“Para estirar las piernas fuera del camarote y respirar otra cosa que no sea
el aire viciado de la cabina”, decía ella.
Harto de que el Bardo le hablara sobre el asunto en todo momento, dio su
consentimiento. No veía la hora de llegar a Marazion y deshacerse de ellas;
lastimosamente para él, tendría que seguir lidiando con la entrometida
doncella.
Una hora después de la caída del sol ordenó a sus hombres que bajaran a
las bodegas sin decirles el motivo. Nadie preguntó, pero en sus rostros se
veía el recelo que la orden les causó.
¿Impartiría algún castigo?
La pregunta rondó por sus cabezas en todo momento, preguntándose cada
uno si habían hecho algo que ameritara una medida disciplinaria, temerosos
de ser los destinatarios de los duros correctivos que solía aplicar el ejecutor
de los mares.
Solo sus tres hombres de confianza quedaron en cubierta. Ellos se
encargarían de vigilarlas mientras “tomaban aire puro”, como dijo la
condenada doncella.
Mientras las mujeres caminaban por la cubierta, él se quedó junto al
timonel, atento a lo que sucedía en el mar. Echaba un vistazo a las mujeres
y luego regresaba la mirada al catalejo, la oscuridad no le daba muy buena
visibilidad, pero un barco era difícil de ocultar.
Surcaban aguas tranquilas, sin embargo, el canal era una división natural
entre Inglaterra y Francia, en cualquier momento podían encontrar algún
galeón francés con ganas de guerra. Incluso la marina real podría darles
algún dolor de cabeza si decidían realizar una inspección. No obstante,
gracias a lord Grafton no sería más que eso. Su mente viajó al momento en
que el duque llegó al puerto un poco antes de que zarpara.

—¿¡Se iba sin despedirse de su hermano, capitán!? —le gritó desde el


muelle, él estaba en cubierta bramando órdenes a todo el mundo.
—¡No molestes! —gritó de vuelta si mirarlo.
El duque, en lugar de sentirse ofendido por el hosco recibimiento de
Aidan, se echó a reír. Sabía por experiencia que ese era su estado natural.
Desde niño era gruñón y reacio a las muestras de afecto, sin embargo, el
que no negara su parentesco era suficiente para él; por el momento.
—¿Así tratas al hombre que tiene tu futuro en sus manos? —dijo
mientras avanzaba por la rampa para subir al navío.
Aidan bufó. Desde que descubrió que su licencia para mercadear era
apócrifa, no perdía oportunidad de darle tabarra con ese tema. ¿Qué
importaba que fuera falsa mientras cumpliera con su función? Los oficiales
del puerto lo conocían como un respetable mercader, peligroso, pero
respetable; ninguno en su sano juicio osaría poner entre dicho la veracidad
de sus permisos.
—Yo soy el único responsable de mi futuro —replicó cuando el duque
estuvo parado a su lado.
—Y por eso necesitas mi ayuda —rebatió el duque—. Si te lo dejo a ti,
dejarás viuda a mi pobre cuñada antes de tiempo.
—No voy a dejar viuda a nadie.
—¿Y entonces qué sería de ella? —continuó lord Grafton sin hacerle
caso—. Pero no te preocupes, cumpliré con mi doble responsabilidad de
cuñado y le encontraré un buen marid…
Aidan no lo dejó terminar la frase. En un movimiento que el duque no
fue capaz de advertir, lo agarró de las solapas de la elegante levita y lo
arrinconó contra el barandal de estribor de proa.
—Mi mujer no va a quedarse viuda —masculló entre dientes—, y si lo
hiciera, te encargarás de espantar a todos los imbéciles que se le acerquen,
¿queda claro?
—Era solo una broma, hombre —claudicó el duque con las manos en
alto.
En ningún momento intentó defenderse porque, pese a la ferocidad que
demostraba la cara del capitán Hades, sabía muy bien que no le haría nada;
al menos hasta que regresara de Southampton y pudiera cuidar él mismo de
su esposa.
Aidan lo soltó, pero la expresión feroz de su rostro no cambió. La
perspectiva de otro hombre en lugar de él, recibiendo el amor y los
cuidados de Isobel, había sido demasiado para él. No dejaría que eso
sucediera. Nunca. Jamás. Sobre su cadáver permitiría que otro hombre se
acercara a su mujer y aun después de muerto se encargaría de que nadie
osara tocarle un cabello; de ser necesario viviría para siempre. Y le valía
una mierda lo ridículo que pareciera.
El duque se acomodó la levita. Las solapas quedaron todas reviradas y
arrugadas. Maldijo para sí. Al mediodía tenía una reunión importante y
tendría que ir de esa guisa. Pasó las manos por las solapas para estirarlas,
pero no tenían remedio.
Miró de reojo a su hermano. Parecía atormentado.
Tal vez se había pasado con su broma.
Frunció el ceño.
Se puso en su lugar. Imaginó a una Amelie viuda con decenas de
caballeros rondándola, deseosos de disfrutar de sus favores. Deseó
matarlos. A todos. Y quiso golpearse él mismo. Por supuesto que se
merecía que Aidan arremetiera en su contra de esa manera. Si él le hubiese
dicho lo mismo sobre Amelie, tampoco habría podido controlarse. Casi le
dieron ganas de pedirle que le diera un buen golpe, pero tenía una reunión y
no podía presentarse con el ojo morado. Hizo una mueca, mal que le pesara
debía disculparse.
—Discúlpame —murmuró tras un ligero carraspeo.
Aidan giró la cabeza para verlo, su ceño fruncido y los ojos
entrecerrados, receloso de la disculpa del duque.
—¿Por qué? —cuestionó sin variar el tono amenazante.
—No debí bromear a costa de lady Isobel. No fue correcto.
Aidan lo observó detenidamente, buscando en él algún rastro de
hipocresía, de doble intención, pero para su descontento no lo encontró.
Quería seguir molesto con él, agarrarse de ese detalle para echarlo de su
vida, pero el duquecito no le dio oportunidad. Como el caballero que era
aceptó su falta y se disculpó. No le quedaba más remedio que aceptar sus
disculpas. Hizo un gesto afirmativo con la cabeza, única muestra de
aceptación que le daría.
Regresó la vista a la actividad de sus hombres sobre cubierta, todavía
pensado en los posibles e inexistentes hombres que cortejarían a su mujer si
él muriera.
—¿A qué viniste? —preguntó pasado un rato en que ninguno de los dos
habló. Ambos sumidos en sus propios pensamientos.
El duque no respondió con palabras. Metió la mano al interior de su
levita y sacó un papel amarillento enrollado en forma de tubo, estaba
amarrado con un cordel rojo para evitar que se desplegara por sí solo. Lo
tendió a Aidan para que lo tomara.
—¿Qué es eso?
—Te puedo asegurar que no es una serpiente —afirmó lord Grafton con
una sonrisita irónica muy parecida a la de Aidan. En ese momento, su
parentesco se hizo más patente gracias a la similitud física que la sonrisa les
daba.
Aidan miró al cielo en busca de paciencia. Iba a terminar arrojándolo por
la borda como siguiera con sus estúpidas bromas. Le arrancó el tubo de las
manos, deslizó el cordel hasta sacarlo y desenrolló el papel.
Frunció el ceño al leer su nombre precedido del título conde de Euston y
acompañado del apellido FitzRoy. Las palabras licencia, comercio y Reino
Unido bailaron ante sus ojos.
¿Era una licencia para comerciar? ¿Una de verdad?
Enfocó la vista en la parte inferior del papel donde figuraba la firma del
duque, junto a este el sello estampado en cera que le otorgaba legitimidad al
documento. Ahora que veía una licencia auténtica comprendía que los
oficiales debieron saber todo el tiempo que la suya era falsa, pero que la
aceptaron por temor a las represalias. El sello no era ni remotamente
parecido, aunque quizá se debiera a que cuando la obtuvo era otro noble
quien otorgaba las licencias.
—Es de verdad —comentó el duque al notar que la examinaba sin decir
nada.
—No tenías que hacerlo —contestó tras un disimulado carraspeo.
—No tenía, pero quería.
—¿Por qué?
—Puro egoísmo. —Lord Grafton se encogió de hombros, restándole
importancia al asunto.
—¿Qué quieres a cambio? —Aidan enrolló el documento y volvió a
ponerle el cordel.
—A mi hermano.

Un levísimo destello en la negrura trajo a Aidan de vuelta al presente.


Entrecerró los ojos para mirar con detalle a través del catalejo. No, no era
una estrella.
—¡Bardo! —gritó sin bajar el catalejo.
El cuentacuentos estaba muy entretenido hablando con Jane, pero el
llamado de su capitán lo hizo interrumpir la conversación y correr hasta él
en el castillo de popa.
—Ordene, capitán. —Su voz era entrecortada por haber ido corriendo
hasta ahí.
—Mete a las mujeres al camarote y que Sombra vaya por los hombres.
Dile al Cuervo que alisten los cañones, todos tengan sus armas preparadas
—ordenó sin desviar en ningún momento su atención del destello que veía a
través del catalejo.
—Enseguida, capitán.
El Bardo se apresuró a cumplir con las órdenes de Hades. No necesitó
preguntarle lo que ocurría, esa situación la habían vivido muchas veces.
Algunas quedaban en nada, pero en otras tuvieron que luchar con todo lo
que tenían para obtener su vida como botín. La situación se tornaba
complicada en ese momento porque no solo sus vidas estaban en riesgo,
sino la de las mujeres que acababan de liberar. No podían dejar que
terminaran muertas justo cuando tenían la oportunidad de rehacer sus vidas.
Jane comprendió que algo grave sucedía al ver la cara preocupada de su
amigo por lo que atendió enseguida su pedido de volver al camarote. Se
encerró con las cuatro mujeres en esa habitación que la sofocaba, pero de la
que no podría salir hasta que les dijeran que era seguro hacerlo.
Desde dentro escuchó las pisadas apresuradas de los piratas mientras
subían a cubierta.
—¡Apaguen las antorchas! —Oyó gritar al Cuervo.
No sabía si eso también era para ellas, sin embargo, corrió a apagar la
lámpara de aceite que iluminaba tenuemente la estancia. La oscuridad
envolvió la habitación.
—¿Qué sucede, hermana? —musitó Joanne, temerosa. Estaba parada
junto a la cama, sus manos estrujaban la tela de su falda.
—No lo sé.
—¿Crees que haya piratas allá fuera? —La pregunta la hizo Lily, sentada
a los pies de la cama, cerca de Joanne.
—Tenlo por seguro —susurró Jane refiriéndose a la tripulación de “La
Silenciosa”, afirmación que las jovencitas malinterpretaron.
—¿Moriremos? ¿Vamos a morir? —Poppy alzó la voz, angustiada.
Caminaba hacia Jane, el sillón en el que estuvo sentada olvidado a su
espalda.
Los cuestionamientos de Poppy se clavaron en el pecho de las demás,
excepto Jane. Pronto las cuatro flores estaban lamentándose y llorando por
el destino funesto que les aguardaba.
—No, no vamos a morir —dijo Jane por encima del coro de
lamentaciones—. Milord Hades jamás permitirá que tomen su barco. Él nos
defenderá.
—¿Milord Hades? —preguntó Hyacinth, los ojos agrandados de pánico;
sus manos aferraban los reposabrazos del otro sillón del camarote en el que
estaba sentada.
Jane maldijo su metedura de pata. Hasta ese momento se había referido a
él como señor Aidan para no levantar suspicacias entre ellas.
—Milord le prometió a mi señora que volvería sano y salvo —continuó
obviando la pregunta de Hyacinth—. Prometió que regresaría con mi
hermana y conmigo a salvo. Lo cumplirá. Por supuesto que cumplirá su
promesa —expresó convencida.
—Pero nosotras no…
—Ustedes son parte de la promesa desde el momento en que las sacó de
Rose Garden —aclaró Jane lo que estaba segura diría Lily.
—Señor, no permitas que nos pase nada —rogó Hyacinth en un susurro
tembloroso. Ruego al que todas se unieron en silencio.
Rato después, un par de golpes en la puerta del camarote las sobresaltó.
—¡Soy yo, abran! —La voz de Sombra se filtró a través de la madera.
Jane abrió enseguida.
—Vamos, las llevaré a las bodegas —anunció parado en el umbral.
—¿A las bodegas? —inquirió Jane.
—No es momento de hacer preguntas. ¡Muévanse! —urgió al tiempo que
daba un par de palmadas para espabilarlas.
Jane era la líder del grupo así que se encargó de hacer que abandonaran el
camarote con toda la rapidez que sus faldas les permitían. Se movieron por
la cubierta esquivando a los hombres que corrían de un lado a otro, estos
cargaban sacos rellenos de algo que colocaban sobre la cubierta para formar
pequeñas barricadas, las cuales supuso les servirían de protección contra las
balas enemigas. Todo en la más completa oscuridad, a excepción de la
escasa iluminación que brindaba la luna.
Sombra abrió la puerta que daba a las escaleras de las bodegas y dejó que
pasaran primero. Bajó con ellas y las condujo al último habitáculo. Este
estaba vacío a excepción de unos cuantos baúles. Jane iba a preguntar que
contenían, pero se abstuvo; no era el momento de saciar su curiosidad.
—No salgan de aquí bajo ninguna circunstancia —habló Sombra—. Si
viene alguien que no sea el Bardo, el Cuervo, el capitán o yo, escóndanse
donde puedan —continuó—. Ah, y Swan. Él vendrá en un momento y se
quedará con ustedes para protegerlas.
—Entendido —afirmó Jane.
—Jane… —la llamó Sombra, dudoso—, si no sobrevivo cuida de ellas,
por favor.
Se alejó del lugar sin darle tiempo a responder. Dejándolas con el miedo
metido en el cuerpo.
En cubierta, Aidan continuaba vigilando. La luz era cada vez más grande
y podía identificar que se trataba de una embarcación más pequeña que “La
Silenciosa”. Aunque, claro, no había muchos barcos más grandes que este.
A esa distancia no lograba ver la bandera, pero la embarcación se movía en
su dirección.
—Ya están en las bodegas —informó Sombra parándose a su derecha.
—Bien. Dile a Feng que baje con ellas cuando hayan terminado de
montar los sacos de arena.
—Le había dado la orden a Swan.
—Feng irá a vigilar a Swan.
—¿Hay algo que no sepa? —preguntó Sombra.
—No dejaba de mirar a la más pequeña.
—¿Poppy? —Sombra frunció el ceño.
—No sé su nombre.
—Bien, le diré a Feng.
Aidan se quedó solo otra vez. Soledad que no le duró mucho. El Cuervo
llegó a acompañarlo con su propio catalejo.
—Descansa un momento, yo vigilaré —dijo el hombre mostrándole el
artilugio en su mano.
—No lo necesito.
—Lo sé, pero nosotros necesitamos que tengas tus brazos en plena forma
para que manejes la espada y la pistola —argumentó el Cuervo.
—Mis habilidades de combate no son de tu incumbencia.
El Cuervo contuvo las ganas de revirar los ojos hacia el cielo. Cuando el
capitán Hades desplazaba a Aidan se volvía intratable. Aunque bien sabía él
que no se trataba solo de eso, sino de la conversación que tuvieron antes.
—Sabes que no tuvimos malas intenciones —habló luego de un rato en
que ambos se mantuvieron con la mirada fija en el otro barco.
Aidan no respondió ni dio muestras de haberlo escuchado, pero él sabía
que sí lo hacía.
—Solo intentábamos mantener la promesa que le hicimos a milady —
continuó.
—Promesa que no debieron hacer en primer lugar —replicó Aidan. Bajó
el catalejo porque, efectivamente, ya estaba cansado de mantener el brazo
en alto, pero nunca lo diría.
—¿Acaso tú no le prometiste lo mismo?
La pregunta del Cuervo reavivó su mal humor. ¡Por supuesto que le
prometió cuidarse! No era ningún tonto, jamás permitiría que nada lo
alejara de su mujer. Mucho menos les dejaría el camino libre a esos
pusilánimes nobles amigos del duque.
Él conocía sus límites, no iba a arriesgarse más allá de ellos, sin embargo,
estos traidores entorpecieron sus acciones usando su única debilidad. Su
enojo no era solo porque lo hubieran hecho, sino porque igual que ellos
hicieron, cualquier otro podría usarla para obtener algo de él. La situación
fue un toque de advertencia. Debía poner atención y reforzar la seguridad
de su mujer, evitar que ninguno de sus enemigos se enterara jamás de lo
importante que ella era para él. Nadie debía saber jamás lo vulnerable que
era a causa de su esposa.
Pensó en O’Sullivan y lo furioso que debía estar. Probablemente ya sabía
que fue él quien entró a su jardín a robarle cuatro de sus flores. En otro
tiempo le habría valido un penique las represalias que este quisiera efectuar
en su contra, pero con Isobel en su vida, no podía darle oportunidad de
maniobra.
Recordó las palabras de Feng y un escalofrío recorrió su espalda. Si
Isobel lo volvía vulnerable antes sus enemigos, si estuviera encinta no
tendría oportunidad contra ellos. Debía protegerla, protegerlos a ambos.
Apenas llegara a Marazion haría los arreglos necesarios, se recluiría con
ella en Skye de ser necesario.
—No tientes tu suerte —espetó después de un rato.
—¿Qué querías que hiciéramos? ¿Ignorarla? —cuestionó el Cuervo.
—Debieron decírmelo, no conspirar a mis espaldas. —Retomó la
vigilancia con el catalejo.
—¿Te das cuenta que también estás acusando a tu esposa de conspirar en
contra tuya? —El Cuervo bajó su artilugio para mirarlo.
—No pongas palabras en mi boca —ladró molesto—, bien sabes que me
refiero solo a ustedes.
—Lady Isobel…
—No sigas porque no respondo —masculló entre dientes, la mano
sostenía con fuerza el catalejo.
—De acuerdo, no diré nada más. —El Cuervo mostró en alto las palmas
de las manos, rindiéndose—. ¿Qué haremos con el barco? —inquirió
señalando a la penumbra.
—Esperar.
—No es lo usual.
—Tampoco lo es traer un ramillete de flores liderados por la doncella
lengua larga.
El Cuervo rio por lo bajo. En circunstancias normales habrían cambiado
el rumbo e ido a encontrarse con el otro navío. A veces resultaba algún
pirata con el que estaban en buenos términos, es decir, que pagaban
fielmente su tributo al ejecutor de los mares; hecho que los hacía
merecedores de cierta deferencia. Esperaba que esta ocasión fuera el caso,
no tenía ganas de blandir la espada en una escaramuza con algún pirata con
exceso de confianza.

En Marazion, lady Isobel daba vueltas sobre la cama. Esa noche se quedó
en casa de su madre. Lady Amelie tenía algunos dolores en el bajo vientre
que preocuparon a la condesa viuda y lady Emily no quiso estar sola con
ella, motivo por el que tuvo que quedarse a acompañarla. Su madre trató de
avisar a lord Grafton, pero su hermana no lo permitió. Entendía el recelo de
lady Amelie hacia el duque, sin embargo, este era el padre de la criatura,
tenía derecho a estar enterado de lo que fuera que sucediera con él.
Se quitó la colcha de un manotazo y salió de la cama. Si no iba a lograr
pegar ojo no tenía caso quedarse acostada. Caminó hasta la ventana de su
habitación, desde ahí tenía una visión parcial de la costa; durante el día
podía incluso ver parte de St. Michael’s Mount, la isla del antiguo
monasterio. Perdió la mirada en la densa oscuridad de esa noche sin luna.
Llevaba varios días sin dormir bien, exactamente desde que su esposo se
fue a Southampton. Era la primera vez que se separaban y le estaba
costando mucho sobrellevarlo.
¿Cómo estaría él? ¿La extrañaría siquiera un poco de lo mucho que ella
lo extrañaba a él?
Esperaba que sí porque no volvería a aceptar que la dejara en ningún lado
otra vez. Ella iría allá donde él fuera sin importar el lugar.
La conciencia de que quizás en unos meses no podría hacerlo la hizo
resoplar, por instinto llevó las manos a su vientre plano y una sonrisa asomó
en sus labios. Un bebé. Un pequeño Aidan para amar y cuidar.
¿Se pondría feliz con la noticia?
Negó para sí.
¿Qué estaba pensando? ¡Por supuesto que le haría feliz saberlo!
Un bebé de ambos era la mayor demostración de la hermosa felicidad
que vivían. No veía el momento de que regresara para poder decirle. Torció
la boca al recordar que de todas formas debía esperar. El médico de su
madre le aconsejó no decir nada aún, pues todavía no era seguro.
Durante la revisión del médico, ella reveló que nunca fue regular en sus
periodos, razón por la que el doctor prefirió ser precavido. Era muy pronto
todavía para determinar si estaba encinta o no puesto que su vientre
continuaba igual, sin una sola elevación o protuberancia que le diera una
idea de que hubiera algo ahí dentro. Un mes. Debían esperar un mes para
asegurarse de que su falta era por un bebé y no por sus irregularidades, para
confirmar que sus náuseas y desmayo eran porque estaba encinta y no por
simple debilidad.
No supo cuánto tiempo se quedó de pie frente a la ventana hasta que los
párpados comenzaron a pesarle. Decidió que era tiempo de volver a la cama
e intentar descansar un poco.
Era media mañana cuando lord Grafton llegó a casa de la condesa viuda.
Iba furioso porque nadie le informó sobre el malestar de lady Amelie. ¿Es
que acaso no era el padre de ese bebé?
—Bienvenido, excelencia —dijo lady Emily con la debida reverencia al
entrar en el saloncito.
El duque estaba de pie, una mano aferraba el respaldo del sillón, sus
nudillos blancos por la fuerza con que apretaba.
—Milady. —Lord Grafton trató de controlarse para no arremeter contra
su suegra; tras unos segundos se acercó a ella para besar el dorso de su
mano.
—¿Desea tomar algo, su gracia? —Lady Emily se acomodó en uno de los
sillones y le indicó al duque que hiciera lo mismo.
—Deseo que me diga por qué no me informó que mi esposa enfermó
anoche —demandó, el autocontrol esfumado por la naturalidad con que lo
trató lady Emily.
Ni siquiera intentó ocultar lo enfadado que estaba. Había esperado que en
cuanto lo viera le hablara sobre el estado de salud de su esposa, pero en
cambio le ofrecía una bebida como si no sucediera nada.
—Iba a hacerlo, excelencia.
—¿Cuándo?
—Esta mañana.
—Esta mañana pudo ser demasiado tarde —replicó él con dureza.
—El Señor no lo quiera —apuntó lady Emily, angustiada.
—Tuve que enterarme por la factura que el médico envió a mi residencia
—explicó con los dientes apretados.
Cuando el recibo de honorarios del médico le fue entregada por su
mayordomo, el color había abandonado su rostro. La imagen de una lady
Amelie moribunda informándole que había perdido a su hijo pobló su
mente. Salió de su despacho sin ver nada, sin preocuparse de su aspecto.
Solo atinó a meter la factura en el bolsillo interior de su chaqueta e ir a los
establos en busca de su montura para dirigirse a la casa Wilton. Y ahí estaba
ahora, reclamando la falta de consideración de lady Wilton.
—Lo lamento mucho, excelencia —se excusó la condesa viuda,
abochornada por la reprimenda que estaba recibiendo por parte de su yerno.
—¿Dónde está Amelie?
—En su habitación. —Lord Grafton abandonó el sillón y lady Emily lo
imitó—. ¿Se va, excelencia? —preguntó al verlo levantarse.
—Voy a ver a mi esposa.
—Permítame que lo acompañe.
—No es necesario, milady. Conozco el camino —atajó firme. No quería
público cuando hablara con lady Amelie.
Lady Emily lo vio salir del saloncito con una sensación de ansiedad
bailándole en el pecho. Solo esperaba que lo que sea que sucediera entre
ellos no afectara el delicado estado de su hija.
En la habitación de lady Amelie, tras pasar horas hablando sobre el
pasado, pidiéndose perdón y perdonándose, lady Isobel intentaba convencer
a su hermana de avisar al duque sobre los dolores que desde hacía una
semana padecía, sin embargo, la duquesa seguía reacia a hacerlo.
—No es necesario molestarlo por esto —argumentó lady Grafton.
—Estoy segura que será todo menos una molestia para él —replicó lady
Isobel.
Estaba sentada en la cama junto a su hermana. Lady Amelie, medio
sentada y recostada contra las almohadas, la miraba fatigada.
—Mi relación con August no es como la tuya con… Aidan.
—Lo sé, pero…
—No insistas, por favor.
—Debes tratar de olvidar, Amelie —susurró la condesa—. No es sano
para ti ni para el bebé vivir en esta tristeza constante.
—¿Crees que no lo sé? —sollozó la duquesa.
—Habla con él, dile cómo te sientes. Cuéntale todo, desde el principio —
aconsejó tomándola de la mano.
—No puedo. Me moriría de la vergüenza y él…
—¿Él qué? —presionó lady Isobel.
—Dejaría de amarme —musitó lady Grafton.
—Eso no lo sabes. Lord Grafton te ama, estoy segura que entenderá la
situación.
—¿Y si no lo hace? —hablo un poco más fuerte—. ¿Y si al enterarse que
fui amante de Aidan comienza a odiarme?
—No fuiste su amante. Eras pura cuando tu esposo te to...
La frase de lady Isobel quedó a medias en el momento que un furioso
duque de Grafton irrumpió en la alcoba, paralizándolas a ambas.
«¿Qué tanto había escuchado?» se preguntó lady Isobel, aterrada.
«Sálvame, Señor», fue el pensamiento de la duquesa al notar la mirada
rabiosa de su marido sobre ella.

En altamar, a la luz del nuevo día, los estragos de la batalla de la noche


anterior se alzaban sobre cubierta. La mayoría tenía solo heridas
superficiales, sin embargo, eso no les preocupaba en ese instante, sino la
presencia del capitán de la marina real británica George Anson[23]. El
capitán era un hombre joven que había ascendido rápidamente desde su
ingreso —a los quince años—, a la marina real, trece años atrás. Era
ambicioso, quería seguir escalando posiciones dentro de la armada real y
tenía puesta la mira en el temido pirata Hades, del que solo conocía su
terrible reputación y el nombre de su barco. Lastimosamente, este navío no
era el famoso Gehena.
Se paseó por cubierta, observando las trazas de cada tripulante. No le
cabía duda de que no se trataba de un mercantil común, bastaba con ver el
aspecto de esos hombres. Y qué decir de su capitán. El hombre tenía una
pinta salvaje que podía intimidar a cualquiera, solo que no era tuerto como
se decía del “ejecutor de los mares”. Tal vez no fuera Hades, pero con toda
seguridad sí era un pirata. Inglés, pero pirata.
Aidan estaba parado junto al palo mayor, esperando a que el capitán
Anson terminara de pasotearse por su barco con la excusa de
inspeccionarlo. Estaba cansado, hambriento y con un humor de los
infiernos; lo único que quería era continuar la travesía hasta Cornualles para
abrazar y besar a su mujer.
Había tenido suficiente emoción la noche anterior.

Canal de la Mancha, horas antes.


Esa noche la situación comenzaba a ponerse tensa. Aidan acababa de
identificar la bandera del otro galeón. Un corsario francés venido a menos
que intentaba gobernar el canal de la mancha y con el que ha tenido más de
un enfrentamiento. Era inevitable que se cruzaran pues iban en direcciones
opuestas en la misma ruta. Lo positivo del caso era que en las tres ocasiones
que midieron la fuerza de sus cañones, Hades y su tripulación vencieron.
¿Lo negativo? Lo hicieron con el Gehena.
—Sigue vigilando —ordenó al Cuervo, quien no se había movido de su
lado en el castillo de popa.
—De acuerdo.
Aidan fue hasta el timonel para relevarlo.
—Ve abajo y toma el timón interior. Maniobrarás desde ahí, pero mantén
el rumbo a menos que te ordene lo contrario —dijo al hombre.
—Como ordene, capitán.
Aidan dirigió el navío hasta que sintió que Rabbit tomaba el timón en la
cabina interior. Después de eso se paró en el pequeño saliente del castillo de
popa, justo encima de su camarote, y desde el cual daba siempre las
instrucciones antes de entrar en batalla.
Toda la tripulación estaba expectante, atentos al momento en que su
capitán les indicara cómo debían proceder con el galeón que se acercaba.
Él, él solo podía dar gracias por el hecho de que Isobel estuviera a salvo en
su casa de Cornualles.
—René Duguay[24] navega hacia nosotros —habló con voz fuerte, su
mano derecha estaba en la empuñadura de su espada, la izquierda sostenía
una pistola—. Muchos de ustedes lo conocen, han luchado contra él y han
vencido, sin embargo, no vamos a confiarnos —continuó, paseaba la mirada
entre cada miembro de la tripulación a pesar de que apenas podía distinguir
las formas debido a la poca luz que la luna le brindaba.
—¡No lo haremos, capitán! —gritó uno de ellos, envalentonado.
—Sombra ya les dio instrucciones, ¿¡van a ejecutarlas!? —exclamó con
ese tono de voz que hacía que sus enemigos tuvieran pesadillas.
—¡Sí, capitán!
—La defensa debe evitar a toda costa el abordaje del enemigo, cuidarán
con su vida la entrada a las bodegas, ¿¡entendido!?
—¡Sí, capitán!
—Los demás irán conmigo, ¡tomaremos ese barco y le enseñaremos a ese
bastardo francés el castigo por meterse con el ejecutor de los mares y su
tripulación! —sentenció entre los gritos de batalla de todos—. ¡A sus
posiciones! ¡Esperen mi señal y demuestren su lealtad! —concluyó con una
mirada fiera.
Todos obedecieron con celeridad sus órdenes.
En las bodegas, las mujeres oían los clamores sin entender lo que ocurría.
¿Habría empezado ya la batalla? ¿Quién era el enemigo? ¿Tenían
oportunidad de vencer? ¿Sobrevivirían?
Las dudas carcomían las mentes de las cinco. La incertidumbre y la
ignorancia de lo que sucedía arriba en cubierta no las dejaba estar en paz.
¿Necesitarían ayuda? Quizá era mejor que Swan y Feng subieran, tal vez
serían de más utilidad allá.
—Swan, Feng, podemos quedarnos nosotras solas aquí, ustedes pueden ir
a ayudar —sugirió Jane acercándose a ellos.
—Nosotlos no podel —respondió Feng.
—Son órdenes del capitán —agregó Swan.
—Pero son más útiles allá.
—No podemos desobedecerle —afirmó Swan.
Jane resopló y elevó los ojos al cielo. ¿Por qué eran tan cabezotas?
—¿Qué puede hacer, matarlos? —Se arrepintió de la pregunta en cuanto
la hizo.
El elocuente gesto de los dos la hizo desistir de tratar de convencerlos
para que subieran a cubierta. Regresó junto a las otras mujeres y se sentó en
el suelo, a la espera de que alguien fuera a decirles que el peligro había
pasado.
En cubierta, el peligro estaba lejos de desaparecer. Los piratas franceses
maniobraban para poner su barco en posición de abordaje, pero el timonel
de “La Silenciosa” no les daba oportunidad aun cuando este era más grande
y pesado. Ninguno había disparado sus cañones aún. Aidan porque quería
que el enfrentamiento fuera cuerpo a cuerpo, no quería arriesgarse a que
una bala les diera. El éxito dependería de que ellos fueran quienes
realizaran el abordaje.
La oportunidad llegó cuando la popa de “La Silenciosa” quedó
perpendicular a la proa del francés, casi rozándola. En ese instante sacó su
espada y saltó a la cubierta de este seguido de sus hombres. Sombra entre
ellos. El Cuervo y el Bardo dirigían la defensa en “La Silenciosa”. Sin
embargo, en ese caso, la mejor defensa era un feroz ataque, cosa que la
tripulación de “La Silenciosa” hizo sin ningún tapujo.
Los piratas franceses buscaron reducir a Aidan atacándolo a la vez por
todos los flancos, pero ninguno era rival para él. El choque de espadas era
la única melodía que se escuchaba en el galeón francés, por encima incluso
del rumor del océano.
Hades se deshizo de sus atacantes infringiéndoles heridas que no eran
mortales, pero que los inhabilitarían para continuar en la lucha. Hasta ese
punto lo había influenciado su esposa. La promesa de matar solo en caso de
que su vida o la de cualquiera de su tripulación estuviera comprometida, no
lo dejaba atravesar las entrañas de esos bastardos franceses.
Buscó con la mirada a Duguay, el capitán. El cobarde estaba en el castillo
de popa dando órdenes, en la mano sostenía una pistola con la que
seguramente buscaba mantener alejados a los enemigos, es decir, a él. Entre
mandobles y choques de espadas avanzó por la cubierta hasta las escaleras
para subir al castillo de popa. Un francés se interpuso entre él y las
escaleras. El tipo era buen espadachín, pero no lo suficiente para derrotarlo,
aun así, le causó un par de cortes superficiales en las costillas, simples
rayones que curarían en pocos días. Aidan decidió que era momento de
terminar con ese contratiempo y le pegó una patada en el estómago. La falta
de aire lo hizo doblarse hacia adelante y él aprovechó para golpearlo en la
cabeza con la empuñadura de la espada.
Un segundo hombre lo atacó por la espalda, pero gracias a que Sombra lo
cubría no llegó a herirlo. Subió las escaleras con la espada en alto. Dos
hombres lo recibieron ahí; eran la última barricada de seguridad del capitán
francés. Los redujo con facilidad y se los dejó a Sombra para que él los
neutralizara.
—Tanto tiempo, René —saludó al hombre con una burlona reverencia.
—¡Perro inglés! —Duguay escupió al suelo después de proferir su
insulto con un marcado acento francés.
Aidan echó la cabeza atrás, riendo del insulto poco creativo de Duguay.
—Me parece detectar un poco de resentimiento ahí, René —dijo entre
risas. Caminó alrededor del hombre, provocando que este se moviera con él
para no darle la espalda.
—Llegó tu hora, maldito inglés —amenazó René, apuntándolo con la
pistola.
—Yo no estaría tan seguro de eso —respondió sin perder la sonrisa—,
bastardo francés. —El rostro de Aidan cambió en ese instante, sin rastro del
irónico y risueño hombre de antes. Era Hades en estado puro.
René no vio venir el ataque, tan solo el dolor que experimentó en su
mano lo hizo ser consciente del corte que tenía. Soltó la pistola en un acto
reflejo, con la otra mano se agarró la muñeca herida. ¡Ese malnacido casi le
cortó la mano!
Aidan aprovechó los alaridos de dolor del pirata para apresarlo por el
cuello, colocó la punta de la espada sobre la cara de este y se dirigió a los
pocos franceses que todavía quedaban activos en la lucha.
—¡Ríndanse ahora y les perdonaré la vida! —gritó a voz en cuello para
hacerse oír por todos.
—¡Cómo sabemos que no nos matará!? —preguntó uno de ellos.
—¡No lo saben! —respondió—, ¡pero pueden averiguarlo! —exclamó.
La punta de la espada presionaba la sien de René, un hilito de sangre nacía
ahí y escurría por la mejilla de este.
En “La Silenciosa”, el combate también estaba detenido. Los franceses
que lograron abordar presentaron batalla contra la tripulación inglesa, no
obstante, la captura de su jefe les mostró que no les quedaba mucho por
hacer.
Bastó que uno solo tirara su espada para que uno a uno fueran imitándolo
los demás. Aidan sonrió complacido. Sombra le dio una cuerda con la que
ató al capitán a la base del timón. Los demás hicieron lo propio con el resto
de la tripulación. Los franceses que estaban en “La Silenciosa” regresaron a
su barco a punta de espada para ser atados junto a los demás. Casi amanecía
cuando terminaron con los franceses, no sin antes echar una mirada a sus
bodegas.
Opio.
Aidan chasqueó disgustado. No le gustaba comerciar opio, pero las
ganancias eran buenas. Iba a dar la orden de sacar la carga para pasarla a
“La Silenciosa” cuando la voz de su esposa se filtró en sus pensamientos.
«¿Dejarás algún día esa vida?», la pregunta resonó nítida como si ella
estuviera junto a él.
«Ya la he dejado, mi amor», recordar su respuesta lo hizo maldecir.
Tendría que dejar el opio y darle a la tripulación —de sus propios bienes
—, el equivalente al botín que les correspondería de la venta del
cargamento si se lo llevaran. ¡A ese paso iba a quedar en la ruina!
Llamó a Sombra y a dos de los hombres para que vieran la carga y hacer
un cálculo rápido de lo que obtendrían si lo vendieran.
Rato después, cuando ya estaban en “La Silenciosa” y se deslizaban
sobre las aguas del canal de la mancha rumbo a Marazion, les explicó que
no tomaron el botín porque era peligroso hacerlo en esas aguas. Ni muerto
diría el verdadero motivo; tenía una reputación que cuidar. Los mantuvo
tranquilos y leales informándoles que aun así recibirían su parte; Sombra se
encargó de decirles la suma que les correspondía y que les sería dada, como
siempre, cuando regresaran a Skye.
En el presente, a la luz de la inspección a la que los estaba sometiendo el
capitán Anson, se felicitaba por honrar la decisión que le comunicara a su
esposa. De haber tomado el opio no habría tenido manera de comprobar la
adquisición de este ni los pagos arancelarios que debía efectuar por un
cargamento como ese.
«Un problema menos», pensó.
—¿Podemos ver las bodegas, capitán? —preguntó Anson a unos cuantos
pasos de él.
—Adelante, capitán. —Estiró la mano en dirección a la puerta que
resguardaba las escaleras que conducían a las bodegas, invitándolo a
continuar.
Anson envió a dos de sus oficiales. No era tan tonto ni tan arrogante para
bajar él mismo, exponiéndose a que lo atacaran allá abajo.
—¿A dónde se dirigen? —preguntó a uno de los tripulantes,
escogiéndolo al azar.
—Cornualles, capitán —respondió este.
—Cornualles —repitió Anson—. Tierra de contrabandistas —agregó
antes de preguntar a otro tripulante—: ¿A qué parte de Cornualles?
—Marazion.
—Ah, Marazion. ¿Se quedarán mucho tiempo ahí? —cuestionó a un
tercero.
—Depende, capitán —dijo el hombre.
—¿De qué exactamente?
—De lo que ordene nuestro capitán.
—¿Se quedarán mucho tiempo ahí, capitán? —preguntó ahora a Aidan.
—El necesario —contestó escueto.
—Entiendo.
Anson permaneció en silencio luego de ese pequeño interrogatorio hasta
que los oficiales que bajaron a las bodegas regresaron a cubierta.
—¿Todo en orden? —cuestionó a estos.
—Lo normal, capitán.
—Salvo por una cosa —dijo el segundo. Anson hizo un ademán,
animándolo a hablar—. Unos baúles llenos de telas, joyas y libros.
—¿Son suyos, capitán?
Aidan quiso responderle una leperada, pero se contuvo.
—Por supuesto —dijo en cambio.
—¿A qué se dedica exactamente, capitán? —preguntó suspicaz, creyendo
que lo tenía en el punto justo.
—Cuando no estoy administrando mis tierras, comercio con algunos
productos.
Anson alzó una ceja, incrédulo. ¿Tierras?
—Imagino que no tendrá problema en mostrarme su licencia —apuntó
Anson.
Aidan sonrió. Cuando llegara a Marazion lo primero que haría —después
de abrazar y besar a Isobel—, sería abrazar y besar al duque entrometido.
Bajó las escaleras hasta la cabina donde guardaba sus mapas oceánicos y
tomó la licencia que lord Grafton le diera antes de zarpar.
Al regresar se la entregó al capitán permitiéndose disfrutar del rostro
descompuesto del hombre cuando leyó en esta su identidad legal.
—Milord, le pido nos excuse.
—Es su función, capitán. No hay nada que perdonar.
Luego de eso, al capitán Anson no le quedó de otra que marcharse con
sus propios honores, ajeno a que en el camarote del capitán viajaban cinco
mujeres de las que quizá, con un poco de presión, habría podido sacar la
información que necesitaba. Ese día no logró capturar ningún pirata que lo
ayudara a conseguir un grado mayor en la marina real británica, pero no
cejaría en su empeño de capturar algún día al “ejecutor de los mares”.
“La Silenciosa” retomó su camino hacia Cornualles con la esperanza de
no tener más contratiempos, sin saber que una batalla mayor los esperaba a
su arribo.

En Marazion, específicamente en la casa de la condesa viuda, acababa de


desatarse una tormenta. Lord Grafton, tras entrar como un vendaval a la
habitación de lady Amelie, fue hasta la cama y la sacó de ahí sin ninguna
delicadeza, olvidándose de su delicada condición física.
Alertada por los gritos furiosos del duque, lady Emily corrió escaleras
arriba. La escena que se encontró la paralizó en la puerta. Lord Grafton
tenía agarrada de los brazos a lady Amelie, quien lloraba desconsolada sin
poder responder a ninguno de los reclamos del duque. Lady Isobel trataba
de hacerse oír por encima del estallido de lord Grafton, sin embargo, este
estaba enajenado, no escuchaba ni veía nada que no fuera el rostro
traicionero de lady Amelie.
Asustada, lady Isobel miró a su alrededor en busca de algo que la
ayudara a contener a su excelencia; si este seguía así podía causar un daño
irreparable tanto en lady Amelie como en el bebé. Su mirada se topó con la
jarra de agua que reposaba sobre la mesita junto a la cama. Sin pensarlo fue
por ella y le arrojó el contenido al duque en plena cara. El efecto fue
inmediato.
—¡Que mierda haces! —gritó lord Grafton olvidándose de sus modales
de perfecto caballero.
—Evitar que cometa una imprudencia —respondió ella con toda la calma
que pudo, aunque por dentro temblaba; en alguien debía caber la cordura.
—No te metas en esto, Isobel —le advirtió prescindiendo del trato de
cortesía.
—Es mi hermana a la que tiene apresada con violencia, por supuesto que
voy a meterme —declaró ella haciéndole frente sin un rastro de duda en su
voz ni en su rostro.
Lord Grafton miró sus manos que apretaban como garras los delgados
brazos de lady Amelie, tenía deseos de zarandearla, de ahorcarla con sus
propias manos, pero, sobre todo, quería tener frente a sí al malnacido de
Aidan. ¡Ese hipócrita traidor!
Los sollozos de lady Amelie llenaron el silencio de la habitación.
—Suéltela, excelencia, por favor —pidió lady Isobel parándose junto a
su hermana para abrazarla por la cintura—. Ha tenido una semana difícil
con el bebé —continuó, preocupada.
La mención del niño hizo que la mirada del duque viajara hasta el vientre
ya hinchado de la duquesa. Su hijo. Aflojó el agarre en los brazos de lady
Amelie hasta que finalmente la soltó. Se alejó un par de pasos mientras lady
Isobel la ayudaba a volver a la cama.
En todo ese proceso, lady Grafton no dejó de llorar. El dolor y la
vergüenza no le daban tregua. Fue en ese momento, cuando vio el desprecio
en los ojos de su marido que comprendió que lo amaba. Lo quería tanto que
sentía que unas garras le estaban extirpando el corazón.
¿Cómo pudo ser tan tonta y no darse cuenta antes? ¿Podría explicarle
cómo ocurrieron las cosas? ¿Comprendería él la situación? ¿La perdonaría?
El llanto se hizo más amargo, ahogándose por momentos. Preocupada,
lady Emily logró espabilarse. Entró a la habitación, se acomodó en la cama
junto a ella y la abrazó.
—Cálmate, mi vida, por favor —suplicó angustiada—. Te va a hacer
daño. Y al niño también —murmuró en un intento de tranquilizarla.
—Venga conmigo, excelencia —pidió lady Isobel al furioso hombre,
caminaba hacia la salida para dejar a lady Amelie a solas con su madre. Su
hermana no podría tranquilizarse si el duque permanecía en la habitación
mirándola con frialdad y desprecio.
Lord Grafton, mal que le pesara, sufría al ver a su esposa en ese estado.
El impulso de ir y consolarla entre sus brazos era tan fuerte que el pedido de
lady Isobel resultó un alivio. Ella no se merecía nada de él. Ni su
compasión ni su amor, mucho menos su amor.
Bajaron en silencio, sumidos cada uno en sus propias meditaciones. Lady
Isobel lo condujo hasta el saloncito. Apenas el duque entró, cerró la puerta.
Lo que iba a decirle no podía escucharlo nadie más.
Se acomodó en el sillón de dos plazas, indicándole a lord Grafton que
tomara asiento también, pero este no lo hizo. Permaneció de pie, sin decir
nada.
—Antes de que me pregunte, le respondo: sí, lo sabía —habló lady
Isobel, demostrando más temple del que sentía. No solo el matrimonio de
su hermana estaba en juego, sino la relación entre Aidan y el duque. Incluso
la vida de su esposo estaba en peligro.
—¿Desde cuándo?
—El día de su boda.
—¡Esos malditos traidores me engañaron! —exclamó el duque,
alterándose otra vez; caminaba por la habitación como fiera enjaulada.
—Nadie lo engañó, excelencia.
—No juegue con mi inteligencia, milady. —Lord Grafton se detuvo tras
el sillón, una mano en su frente.
—¿Acaso Amelie no era pura aquella noche en que la tomó sin ninguna
delicadeza? —cuestionó sin levantar la voz, pero con la dureza suficiente
para ponerlo en su lugar.
—Eso no tiene nada que ver. Hay otras maneras de…
—No me ofenda terminando la frase, excelencia —exigió ella.
—Usted es quien me ofende al intentar hacerme creer que lo que escuché
no es verdad —espetó, se aferraba con fuerza con ambas manos al respaldo
del sillón.
—Usted escuchó una conversación privada de la que no conoce el
contexto —refutó ella—. Tampoco conoce la historia completa.
—¿Y usted sí?
—Por supuesto.
—Entonces, milady, ilústreme —hizo una reverencia que lejos estaba de
ser cordial, por el contrario, demostraba el poco valor que le daba a lo que
sea que fuera a decir.
—No es mi lugar hacerlo, excelencia. Esta historia tiene que escucharla
de boca de su esposa, no de mí.
—No tengo nada que hablar con esa mujerzue…
—Absténgase, por favor —interrumpió ella el epíteto con que el duque
pensaba tildar a lady Amelie.
El duque dio un bufido.
—En lugar de decirme cómo debo referirme o no a mi esposa, dígame lo
que sabe —demandó con los puños apretados al sillón, los nudillos blancos
por la fuerza que imprimía.
—Mi esposo y Amelie estuvieron comprometidos antes de que usted
apareciera en Londres y comenzara a cortejarla —explicó lady Isobel. No
se sentía a gusto hablando sobre un asunto tan privado de su hermana, pero
si quería que el duque le diera una oportunidad de explicarse, debía suavizar
las cosas.
—¿Prometidos? —repitió incrédulo.
—La relación terminó antes de que usted entrara a la vida de mi
hermana, por cuestiones que ella le explicará —continuó sin hacer caso del
tono de incredulidad del duque—. Lo único que puedo asegurarle es que
después de que se comprometiera con usted, no volvieron a verse. Fue hasta
el día de su boda que coincidieron otra vez.
—¡Y retomaron su antiguo idilio!
—¡Por supuesto que no! —exclamó ella, elevando la voz también.
—¿Cómo lo sabe? ¿Le consta?
—Sí, me consta.
Lord Grafton se movió a través de la estancia, caminando de un lado a
otro, pensando. Evocó el día de su boda. Lo sonriente que estaba Amelie y
como de repente se desmayó en la capilla. Y luego a la salida del castillo.
Esa segunda vez Aidan estaba presente, ¿estuvo también en la capilla? Miró
a lady Isobel y le planteó su interrogante.
—Sí, Aidan estaba en la puerta de la capilla cuando Amelie se desmayó
—confirmó lady Isobel—. Era la primera vez que lo veía en mucho tiempo.
Se desvaneció de la impresión.
—¡Muy romántico! —espetó el duque, sarcástico.
—Ya he dicho lo que tenía que decir —dijo lady Isobel levantándose—.
Lo que suceda a partir de aquí depende de usted —continuó—, pero
piénselo bien, no vaya a arrepentirse tal como ya lo hace —concluyó antes
de salir de la estancia.
Lord Grafton supo a qué se refería sin necesidad de que se lo aclarara.
Era algo de lo que, tal como dijo lady Isobel, se arrepentía. No había día en
que no deseara regresar el tiempo para actuar de otra manera. Se llevó una
mano a la cabeza, encontrándose con los tiesos rizos de su peluca. Se tiró en
uno de los sillones del salón, sin fuerzas. Tenía mucho qué pensar, sin
embargo, una cosa era segura: Aidan le pagaría —con su vida si fuese
necesario—, esta afrenta. Por mucho que lady Isobel asegurara que no hubo
nada entre ellos después de que su supuesto compromiso terminó, él no se
fiaba. Ambos pudieron engañarla a ella también.
Días después, “La Silenciosa” atracó en las costas de Marazion. Hecho
del que fue avisado lord Grafton. Durante ese tiempo, el duque había tenido
tiempo de repasar con detalle lo sucedido en la boda, así como lo ocurrido
después. Recordó que él se fue algunas semanas a Londres, tiempo más que
suficiente para que ellos retomaran su relación. Recordó cómo se opuso
lady Amelie a que lady Isobel se casara con Aidan; ahora comprendía el
porqué.
Y, sobre todo, recordó aquella afirmación que tanto daño le hizo esa tarde
en que por enésima vez trató de obtener su perdón.
«Pero yo a ti no», la frase rebotó en sus pensamientos. La fría respuesta a
su declaración de amor.
Y ahora sabía la razón: Aidan. El hombre al que en ese momento
apuntaba con su arma desde el muelle.
Preso de la rabia y el dolor, jaló el gatillo.
Capítulo 27

Lady Isobel estaba inclinada sobre uno de los baúles en los que
guardaba unas de las tantas telas que su esposo le ha obsequiado. Buscaba
una suavísima tela azul, del mismo tono que el cielo tenía después de una
tormenta. Desde hacía varios días —para ser exactos desde que lord
Grafton descubriera de manera tan abrupta el tormentoso pasado de su
hermana con Aidan—, desde ese momento no ha dejado de dedicarse a la
tarea de disponer todo para su partida de Marazion. No quería que nada,
absolutamente nada, retrasara su marcha. Cuando “La Silenciosa”
apareciera en la línea de costa, ella estaría con los baúles preparados y con
las carretas —que oportunamente encargó a Stuart que consiguiera—, listas
para ser cargadas.
Por eso, cuando el improvisado mayordomo —quien cada vez estaba más
a gusto con su nuevo puesto—, entró para informarle que “La Silenciosa”
acababa de ser avistada a pocas leguas de la playa, comenzó la frenética
actividad de alistar las carretas y subir los baúles.
Bajaba por la escalinata de la casa para subir al carruaje que la llevaría
hasta la costa cuando recordó la tela. Y no era que esta fuera importante
para su partida, ni nada remotamente parecido, pero sí que era importante
para su despedida. Así que ordenó que bajaran los últimos dos baúles que
cargaron para buscar ese lienzo de seda oriental que juraba haber visto ahí.
—¡La encontré! —gritó al tiempo que se enderezaba minutos de
búsqueda después; la tela, antes perfectamente doblada y cubierta por otra
más delgada y transparente, colgaba medio suelta de su mano derecha—.
Stuart, por favor encárgate de que sea entregada a mi madre. Es mi regalo
para mi sobrino —dijo con una sonrisa triste. Dadas las circunstancias, esa
pieza con la que quizá podrían forrar su cuna o alguna mantita era lo único
que su sobrino no nacido tendría de ella.
—Como ordene. —Stuart, que ya reverenciaba como todo un campeón,
se inclinó un poco antes de recoger la tela de manos de su señora.
—¡Espera! —Lady Isobel lo llamó cuando este se daba la vuelta para
cumplir su orden. La condesa sacó otro paquete del baúl y se lo entregó—.
Toma, este es para mi madre.
Stuart aceptó el paquete y se retiró.
Mientras veía la figura del mayordomo alejarse, lady Isobel apretó el
bolsito en el que guardaba unas cuantas monedas. El dolor de tener que irse
sin despedirse, sin la certeza de si algún día podría volver, de si podría ver a
su madre una vez más… la certeza de que nunca conocería a su sobrino y
que ni su madre ni Amelie conocerían a los hijos que tuviera… Todo eso
estaba desgarrándola por dentro.
Uno de los hombres se acercó a recoger el baúl, que continuaba abierto a
sus pies, para cargarlo en el carruaje. Era el único que faltaba por partir, las
carretas ya iban dejando una estela de polvo tras ellas. Lady Isobel respiró
profundo, cuadró los hombros y se trepó al vehículo tirado por un par de
caballos.
El trayecto desde la casa hasta el muelle no era muy largo, casi dos
cuartos de hora a paso tranquilo, la mitad de eso si apuraban a los caballos;
cosa que hizo el pirata encargado de conducir el carruaje. Lady Isobel había
sido muy enfática en la importancia de llegar cuanto antes al muelle. No
podían, bajo ninguna circunstancia, permitir que su capitán bajara de “La
Silenciosa”, salvo para subir al Perséfone, el cual ya tenían bien provisto
para partir en cuanto su capitán diera la orden.
Fue toda una sorpresa para la tripulación cuando su señora los reunió a
todos —cuarenta hombres rudos y mal encarados—, en el salón de la
enorme casa de su capitán unos días atrás. La mayoría no estaba muy
conforme por haber tenido que quedarse en tierra mientras el capitán y los
demás participaban en alguna aventura. Sin embargo, su capitán fue muy
claro en sus órdenes y debían obedecer en todo a su señora —lady
Perséfone, como le decían a sus espaldas—. Stuart era el líder, el hombre a
quien Hades dejó al mando en su ausencia, el encargado de que cada orden
dada por él se cumpliera como si estuviera presente. Fue él quien reunió a
todos aquél día, quien se aseguró de que todos mostraran el debido respeto
a su señora, sobre todo cuando ella les comunicó el motivo de su presencia
en ese salón.
El pirata restalló el látigo en el cuarto trasero de uno de los caballos y
luego en el otro, atento al camino envuelto en una neblina de polvo que las
carretas dejaban a su paso. Frunció el ceño y luego afirmó con la cabeza. Sí,
lady Perséfone era justo lo que su capitán necesitaba, una mujer bragada
que no temiera enfrentarse a una panda de sanguinarios piratas como ellos.
Una mujer firme que no se rajara cuando ellos vociferaran en desacuerdo,
tal como hicieron cuando les ordenó preparar el Perséfone con las
provisiones necesarias para el viaje de vuelta a la isla. El capitán no les
había dado ninguna orden sobre eso y nadie mandaba en los barcos salvo él,
tal como refutaron ellos.
—¿Quién soy yo, Stuart? —había preguntado ella con la mirada alta
después de que la Rata hubiera calmado a todos.
—Mi señora.
—¿Solo tuya?
—Nuestra señora —había rectificado la Rata enseguida.
—¿Por qué? —le preguntó ella, pero ninguno de los presentes entendió a
qué se refería hasta que ella misma lo aclaró—: ¿por qué soy su señora?
—Es la esposa de nuestro capitán.
—¿Es así? —cuestionó entonces a todos los presentes—. ¿Soy la esposa
de su capitán?
Ninguno pudo contradecir tal verdad así que afirmaron a voces y con
movimientos de la cabeza.
—El capitán ordenó que la obedeciéramos en todo —habló Matthew, el
joven que conociera meses antes mientras viajaba en “La Silenciosa” en
calidad de esposa secuestrada.
Lady Isobel le sonrió agradecida y el muchacho sintió que acababa de
ganarse el cielo.
—Y eso es precisamente lo que harán —afirmó ella con una sonrisa
dulce que contradecía la firmeza de sus palabras.
Luego de eso se había retirado a sus aposentos, segura de que
obedecerían cada cosa que ella les pidiera. Empezando por revisar las
provisiones para la travesía hasta la isla.
El conductor sonrió. Sí, lady Perséfone era digna consorte del capitán
Hades.
Los caballos viraron en una curva y el pueblo quedó a la vista, estaban a
nada de llegar al muelle.
Lady Isobel se asomó por la ventana del carruaje y soltó un suspiro de
alivio al ver que casi llegaban. Apretó las manos en su falda, arrugada por
todas las veces que hizo lo mismo durante el camino. Rogaba en sus
adentros poder llegar a tiempo, tenía que hacerlo antes de que lord Grafton
se enterara del arribo de “La Silenciosa”, antes de que este increpara a
Aidan por lo sucedido con lady Amelie. Según supo por Stuart, el duque
tenía gente merodeando por el muelle día y noche, era muy probable que a
estas alturas ya se dirigiera al mismo destino que ella.
«Señor, no permitas que le pase nada a Aidan», rogó en silencio, sus
manos unidas a la altura del pecho.
El carruaje se detuvo minutos después con un leve zarandeo. La puerta se
abrió casi enseguida y la mano nudosa y áspera de Roger, el pirata
conductor, apareció ante ella.
—Llegamos, lady Per… señora —corrigió de último el pirata tras un
carraspeo.
—Gracias, Roger —dijo ella tomándolo de la mano para apearse.
Su nombre, pronunciado por la dulce voz de su señora, le hacía recordar
viejas memorias que, por antiguas, creía olvidadas.
—Grig y Sharky irán con usted. —Señaló con un movimiento de la
cabeza al par de piratas que la esperaban unos pasos adelante y que viajaron
fuera, en la parte trasera del carruaje.
—Gracias.
Roger o Torus —como lo llamaban sus colegas piratas por sus enormes
proporciones—, mientras veía a lady Isobel caminar hacia el muelle, tocó la
cicatriz que tenía en el brazo. Esa que le dejó la bala que su capitán le
disparó aquella vez, en “La Silenciosa”, por gritarle a la que ahora era su
señora. Había pasado mucho tiempo desde entonces y mentiría si dijera que
no guardó rencor por ello, pero respetaba demasiado a su capitán para
amotinarse. Sin embargo, todo resentimiento quedó sepultado gracias al
trato de lady Perséfone; ella se ganó su lealtad con sus suaves maneras, lo
trataba con respeto, como a una persona, como al hombre que fue antes de
convertirse en lo que era ahora. En silencio se dijo que, sin importar lo que
ocurriera en el futuro con su capitán, ella tendría su lealtad incondicional.

Lady Isobel esquivó a un par de hombres que cargaban con muchas


dificultades una enorme caja de madera. A lo lejos avistó a “La Silenciosa”,
por el movimiento dedujo que ya se preparaban para el desembarque.
Apretó el paso hasta el punto de casi correr hasta, que de repente, el eco de
un disparo la hizo dar un traspié; fue gracias a los buenos reflejos de Grig
que no aterrizó cual larga era contra el suelo. Desesperada, aturdida y con el
miedo metido en el cuerpo miró a su alrededor buscando la fuente del
sonido.
—¡El duque! —gritó Sharky antes de echar a correr.
Grig miró a su señora, debatiéndose entre dejarla sola e ir a ayudar a su
compañero. Gracias al Señor, Torus y otros miembros de la tripulación
llegaron en ese momento, atraídos sin duda por el disparo.
—¡Quédate con lady Perséfone! —le ordenó Torus cuando pasó junto a
ellos para ir a ayudar a Sharky.
Lady Isobel ni siquiera reparó en el sobrenombre usado por el pirata para
referirse a ella.

“La Silenciosa”, minutos antes.


Apenas atracaron, Aidan dio orden de que las mujeres bajaran. Era la
última hora de la tarde, faltaba poco para que oscureciera y no quería que
estas pasaran la noche abordo. Sombra y el Bardo las escoltarían hasta su
casa para que se instalasen ahí en lo que decidían qué harían con su vida. A
lo mejor tenían familias con quien volver, pero lo que hicieran a partir de
ahí ya no era problema suyo.
Estaba dirigiendo las actividades para dejar reluciente “La Silenciosa”
cuando la doncella lengua larga se acercó a él. Reprimió un bufido.
—Milord —dijo Jane, titubeante. Cosa rara en ella, nunca tenía reparos
en decir lo que pensaba cuando lo pensaba.
—¿Qué quieres? —espetó con esa hosquedad con que siempre se dirigía
a ella.
—Bien, yo… —«Vamos, Jane, tú puedes», murmuró la muchacha en sus
adentros.
—No tengo todo el día, mujer.
«¡Ay, maldito hombre!», exclamó en silencio, exasperándose por su
actitud grosera.
—Venía a agradecerle su ayuda por rescatar a mi hermana, pero creo que
mejor le agradeceré a milady —afirmó muy digna.
—Haces bien, lo hice por ella.
—Bien, lo dejo con su humor de perros —masculló entre dientes.
Se dio la vuelta para irse, pero en ese momento vio a lord Grafton de pie
en el muelle, con una pistola en la mano apuntando a milord Hades. Su
mente ágil comprendió que este debía estar enterado ya del amorío secreto
de milord y la duquesa. Todo pasó muy rápido y no supo de dónde sacó la
fuerza para empujar el corpulento cuerpo de milord Hades justo antes de
que la bala impactara contra este, sin embargo, el ardiente dolor que sintió
le indicó que acababa de recibir una bala en lugar del grosero y
malhumorado pirata. Bien, ahora él tendría que agradecerle, pensó con una
sonrisa satisfecha antes de perderse en la inconciencia.

Lord Grafton miró horrorizado la pistola que todavía tenía en la mano.


¿Qué, en el nombre del Señor, había hecho? Soltó el arma como si esta le
quemara. Había perdido el control y casi mató a traición a su hermano.
Escuchó los gritos de Aidan y de la tripulación. Una mujer, una mujer
estaba herida. Unas arcadas le subieron desde el estómago hasta la garganta.
Sintió asco de sí mismo. Acababa de herir a una mujer inocente por culpa
de su impulsivo arrebato.
Un par de hombres lo tomaron de los brazos y lo arrastraron por el
muelle hasta la rampa que conducía a “La Silenciosa”. Lo llevaron a
tumbos todo el camino, sin importarles su condición de noble. No era
realmente consciente de lo que sucedía. Aturdido dejó que tiraran de él
como un reo que se dirigía al cadalso.
Aidan miraba preocupado a la doncella. El incordio acababa de salvarle
la vida, después de lo grosero que fue con ella solo segundos antes. Agitó la
cabeza, contrariado. Se alejó de la cama de su camarote donde la mujer se
quejaba medio desmayada y ordenó a Feng que trajera lo necesario para
curarla. El Cuervo era experto en heridas de bala, él se encargaría de
revisarla y extirpar el proyectil si se necesitaba. Aunque esperaba que solo
fuera un roce y esta no estuviera alojada en el brazo de la muchacha. Por
fortuna la herida era en el brazo y no en ninguna otra parte vital del cuerpo.
Pensó en su esposa y lo preocupada que estaría cuando supiera de lo
sucedido. Trataría de no hacérselo saber hasta estar seguro de la condición
de la doncella. No quería preocuparla innecesariamente.
—¡Capitán, tenemos a la escoria! —gritó desde afuera uno de sus
hombres.
Furioso atravesó la estancia hasta la puerta del camarote, dispuesto a
acabar con sus propias manos con el imbécil que se atrevió a dispararle. El
impacto de ver al duque al otro lado de la puerta, apresado por ambos
brazos por Grig y Sharky, casi lo dejó sin aire.
¿Fue él quien disparó esa bala que llevaba su nombre? ¿Por qué?
—Suéltenlo —ordenó, cosa que los piratas hicieron a regañadientes. No
les gustaba la idea de dejar libre a ese bastardo que osó atentar contra la
vida de su capitán.
Aidan iba a increpar al duque sobre su intento de asesinato cuando un
alboroto procedente de la rampa llamó su atención. Su esposa, su preciosa
Isobel corría por la rampa y luego por la cubierta como si la vida le fuera en
ello. Varios de sus hombres corrían tras ella y a la par, intentando detenerla,
pero ella no atendía a sus gritos. Fue hasta que sus miradas se encontraron a
pocos metros de distancia que ella se detuvo.
—Estás bien —musitó ella en medio de un tembloroso suspiro—, estás
bien —repitió, su voz ya quebrada. Su labio inferior tembló, los ojos se le
aguaron impidiéndole verlo con claridad.
Aidan, que no supo en qué momento dejó de estar frente al duque y
corrió por la cubierta hasta estar junto a ella, elevó la mano para limpiarle
las lágrimas que ya escurrían por sus mejillas.
—Lo estoy —afirmó él un segundo antes de apretarla contra sí en un
envolvente abrazo.
Lady Isobel, aferrada a la espalda de él, con la cara bien pegada a su
pecho, dejó salir las angustiantes lágrimas que nacieron en su corazón desde
el momento en que supo que lord Grafton había disparado.
—Tuve… tanto… miedo —confesó en medio de unos quedos sollozos.
—Estoy aquí, mi vida. Ya pasó. —Aidan acariciaba la espalda de su
esposa en un suave vaivén destinado a relajarla.
A pocos pasos de ahí, lord Grafton observaba a la pareja en el mismo
estado de sopor que adquirió desde que jalara el gatillo de su pistola.
Mientras veía la ternura y cuidado con que Aidan abrazaba a su esposa, se
preguntó si acaso sería cierto lo que lady Isobel le dijera aquella mañana.
¡Cielo santo, quería tanto creerlo!
La duda lo consumía. Ni siquiera ha vuelto a ver a lady Amelie porque,
por más que quisiera que ella le negara todo, que le dijera que había
entendido mal, no estaba preparado para escuchar lo contrario. No
soportaría que ella le confirmara su engaño, aunque las ganas de verla le
carcomieran las entrañas no iría a ella. De repente, toda la furia que se
adueñó de su mente y corazón desde que escuchara la plática entre lady
Amelie y lady Isobel renació con fuerza, sacándolo del estupor. Todo
sentimiento de culpa por lo ocurrido a la mujer quedó sepultado bajo los
escombros de su corazón y orgullo rotos.
Ciego de rabia caminó hasta ellos y de un empujón los separó, asqueado
por la desfachatez del maldito bastardo.
—¡Maldito traidor! ¡Desgraciado! —gritó, empujándolo otra vez, la cara
congestionada de furia, las aletas de la nariz se le dilataban con cada
inspiración y los ojos tenían un brillo que Grig, parado a pocos pasos,
catalogó como locura.
Porque, ¿qué hombre en su sano juicio osaría interpelar a su capitán de
esa manera?
No, definitivamente ese duque no estaba nada cuerdo, pensó cuando lord
Grafton quitó a su señora —que intentaba evitar que se fueran a los golpes
—, de un empujón que la tiró al suelo, arrancándole un quejido de dolor que
enardeció a todos los presentes. El capitán, tras gritarle un: “¡Está encinta,
imbécil!”, acababa de írsele encima rabioso de coraje. Miró a su alrededor,
toda la tripulación esperaba enfurecida su turno para hacerle pagar tamaña
afrenta, él incluido. ¡Nadie tocaba a su señora!
—¡Milady! —El Bardo llegó hasta lady Isobel, abriéndose paso entre el
corrillo de piratas que animaba a su capitán.
El Cuervo acababa de sacarlo del camarote con la consigna de no
regresar hasta que las curaciones a Jane hubieran terminado. Tal parecía que
su preocupación por la muchacha no era bien recibida por ese matasanos sin
licencia. ¡Si hasta se atrevió a llamarlo histérico!
Se paró junto a su señora, todavía indignado por las palabras del Cuervo.
—Bardo, por amor al Señor, ¡haz algo! —rogó ella alterada, sus manos se
aferraron al brazo del cuentacuentos en busca del apoyo que no encontró
entre los otros piratas que, tal parecía, disfrutaban de la refriega.
Torus la tenía sujeta del codo para evitar que volviera a meterse entre los
hombres que peleaban como perros rabiosos.
—No puedo, milady. Nadie puede meterse en medio de una pelea del
capitán.
—¡Pero es que va a matarlo! —gritó desesperada.
Bardo echó una mirada a la trifulca, en ese momento su capitán acababa
de asestarle tremenda patada a lord Grafton en el bajo vientre que dudaba
que el duque fuera a ser capaz de volver a procrear alguna vez, cosa con la
que todos los piratas presentes estuvieron de acuerdo a juzgar por los
quejidos de solidario dolor que emitieron.
—¡Por favor, Bardo! —Volvió a suplicar ella.
Aidan tenía a lord Grafton en el suelo y no dejaba de descargar puñetazos
sobre el rostro de este. El duque apenas logró propinarle un par de golpes y
una patada antes de que su marido lo tumbara de espaldas doblado de dolor.
Bardo vio que su capitán estaba lejos de terminar. Si lo dejaban,
efectivamente mataría al hombre. Terminaría en el patíbulo por asesinar a
un noble, ¡un duque nada menos!
Lady Isobel tenía razón, debían detenerlo antes de que se arruinara la
vida. Tragó grueso, se encomendó al Altísimo y luego ordenó a Torus que
lo ayudara a apartar a Hades del guiñapo que era lord Grafton en ese
momento.
—¡Pero el capitán! —protestó Torus a espaldas del Bardo.
—¡El capitán va a acabar en la horca como no lo detengas! —chilló lady
Isobel a punto del histerismo.
Roger, por respeto a su señora, no protestó más, pero en sus adentros
pensó que morir en la horca por defender a su señora era una muerte
honrosa, mejor de la que tendrían por sus actividades de pillaje. Alcanzó al
Bardo en el momento que este agarró a su capitán del brazo con el que
estaba a punto de reventar la cara del bastardo. A regañadientes lo agarró
del otro brazo y tiró de él para levantarlo.
—¡Suéltenme! —vociferó Aidan, revolviéndose para liberarse de la
sujeción de sus hombres.
—¡Tranquilízate, por amor al Señor! —habló el Bardo con la voz
entrecortada por el esfuerzo que debía hacer para contenerlo.
—¡Suéltenme, maldita sea!
—No podemos, capitán —respondió Torus.
—¿¡No pueden!? ¡¿No pueden!? —bramó enfurecido—. ¡Y ustedes qué
esperan! —Miró al corrillo que antes lo animaba—. ¡Maten a estos malditos
traidores! —rugió y su mirada iracunda se paseó entre los hombres que
tenía frente a él, mirada que ninguno pudo sostenerle.
Lady Isobel se agachó junto a lord Grafton y puso su oído en el pecho del
hombre, en busca de su latido.
—¡No lo toques, maldita sea! —gritó Aidan al verla rebuscar con las
manos en el cuello del duque, revolviéndose con más fuerza de la sujeción
del Bardo y Torus.
—Está vivo —exhaló de alivió lady Isobel—. Gracias, Señor —musitó
mirando al cielo.
—¡Suéltenme, maldición! —Aidan intentó liberarse una vez más, quería
ir hasta lady Isobel y alejarla de ese imbécil. La llamarada de los celos
estaba quemándolo por dentro.
La condesa de Euston, tras asegurarse que el duque seguía respirando, se
levantó del suelo y caminó hasta su furibundo marido. Tenía los nervios de
punta, sentía el miedo hasta en los huesos, pero sobre todo estaba enojada
con Aidan. No, enojada se quedaba corto, se sentía furiosa, iracunda,
rabiosa. Su pecho subía y bajaba agitado con cada respiración. Sus ojos
refulgían con un brillo hostil que las lágrimas acumuladas en estos no
podían opacar.
Y fue ese brillo, esa mirada rebosante de emociones nada halagüeñas
para Aidan lo que terminó calmándolo. Todavía respiraba con dificultad, los
latidos de su corazón no se regularizaban aún, pero ya no se debatía para
que el Bardo y Torus lo soltaran.
—Llévenlo a un médico —ordenó Aidan sin despegar su mirada de la de
lady Isobel—. No queremos tirar por la borda los esfuerzos de mi esposa
por mantenerlo con vida —espetó irónico.
—¡Capitán, este perro trató de matarlo! —protestó Sharky pateándole
una pierna al duque; estaba indignadísimo.
—¡Vuelves a tocarlo y las mazmorras estarán esperándote, Wilson! —
habló lady Isobel sin molestarse en voltear a ver al hombre.
—Perdóneme, milady. —Sharky, cuyo nombre era Wilson, se agachó
para cumplir con la orden de su capitán, pero fue detenido por lady
Perséfone.
—Espera, primero revisen que no tenga nada roto, no vayan a empeorarlo
cuando lo muevan.
—Sí, milady —respondió ahora Grig.
—Bardo, Roger, pueden soltar a mi esposo —ordenó a estos.
Mientras su mujercita ladraba órdenes a sus hombres, Aidan se mantuvo
en silencio, atento a las reacciones de estos. Tal y como le dijo un día, la
respaldaría delante de cualquiera, sus hombres incluidos. Así que cuando el
Bardo y Torus obedecieron su indicación de soltarlo no hizo nada. Se quedó
parado frente a ella, en espera de su siguiente movimiento. Sabía que estaba
enojada con él, muy pero que muy enojada, motivo por el que decidió
esperar y ver.
—Todo en orden con el malna… —Grig carraspeó, cortando la palabra
altisonante que Sharky estaba a punto de soltar—. Ninguno de sus nobles
huesos está roto —informó Sharky tras su pequeño desliz.
—En ese caso pueden moverlo. Llévenlo a casa de mi madre, que el
médico vaya allá —mandó sin perder la compostura, pero su rabia seguía
ahí, latiéndole bajo la piel.
—Como ordene, milady.
—¡Se acabó el espectáculo, vuelvan a su trabajo! —Lady Isobel elevó un
poco la voz para hacerse oír por todos los piratas que continuaban alrededor
de ellos, atentos a lo que sucedía.
Todo el mundo empezó a desperdigarse, moviéndose de un lado a otro
sin saber muy bien qué tarea realizar, pero nadie dejaba de mirar de reojo a
la pareja que seguía parada en medio de la cubierta, mirándose. Fue el
desgarrador grito de una mujer el que espabiló a todos.
—¡Jane! —exclamó lady Isobel al reconocer la voz de su doncella—.
¡Jane! ¡Dónde está, Jane! —gritó mientras se movía por la cubierta en busca
de la muchacha.
—Está en mi camarote —dijo Aidan caminando detrás de ella.
Lady Isobel se recogió las faldas y corrió la distancia que la separaba de
la puerta del camarote, el miedo de antes reavivado igual que las ascuas de
un antiguo fuego.
—¡Jane! —exclamó apenas abrió la puerta.
La muchacha estaba tumbada sobre la cama. Sombra, sentado junto a ella
en la cabecera, la sostenía de los hombros mientras el Cuervo clavaba una
aguja en su brazo.
—¡Qué están haciéndole! —se precipitó hacia ellos, dispuesta a impedir
que siguieran lastimándola.
El Bardo se coló antes de que Aidan cerrara la puerta, valiéndole un
penique que el Cuervo no lo quisiera ahí dentro.
—Milady, no es nada —musitó la doncella, sin embargo, su voz agónica
y frente sudorosa contradecían sus palabras.
—Jane, mi querida Jane. ¿Qué pasó? —preguntó afligida ya al pie de
ella, su mano temblorosa tomó la de la joven casi inerte.
—Le salvé la vida al… —calló un momento, el dolor de la aguja al
traspasar su carne le provocó un espasmo—, al rufián de… su marido.
—¿Qué? —jadeó lady Isobel, su mirada se desvió hacia el mencionado
rufián, quien esperaba junto a ella.
—Lord Grafton le disparó. —Fue Sombra quien dijo esto.
—¡Cielo santo! ¿Tú recibiste la bala? —inquirió mirando a su doncella.
—Iba a matarlo, milady. No podía… permitirlo. —Jane le sonrió,
haciéndole saber con el gesto que su acto de salvamento había sido por ella.
Todo el peso de lo ocurrido cayó encima de la condesa igual que una
tromba cae sobre los verdes prados, de golpe y con fuerza. Ante la mirada
asombrada de las otras cuatro mujeres presentes, lady Isobel se echó a llorar
sobre las piernas de Jane.
Los sollozos de la joven podían oírse afuera del camarote.
Stuart, quien llegó a “La Silenciosa” cuando la pelea casi terminaba,
resopló indignado.
¿Cómo era posible que las cosas se hubieran salido tanto de control? ¡Y
ahora su señora estaba llorando! ¡Llorando! ¡Mataría a quien hubiera herido
sus tiernos sentimientos!
Apretó las manos en puño al ser consciente de que él culpable no era otro
que su capitán y el desecho humano que en ese momento bajaban por la
rampa encaramado en un tablón. Chasqueó la lengua disgustado, su capitán
iba a tener que hacer algo para remediar esa situación; no era bueno para el
bebé, se dijo.
El estado de buena esperanza de su señora era un secreto a voces entre
los hombres que se quedaron en Marazion. Feng le había comunicado sus
sospechas antes de partir a Southampton con el capitán para que estuviera
atento a lady Isobel, pendiente de que no realizara ninguna actividad que la
pusiera en riesgo a ella o al bebé. Misión a la que él se entregó de lleno;
jamás permitiría que algo le ocurriera a su señora o al pequeño Hades.
Frunció el ceño al pensar en el niño y luego afirmó con la cabeza; sí, sería
tan fiero como su padre, confirmó para sí mientras se disponía a cumplir las
órdenes de su señora. Recordó que debía supervisar el embarque en el
Perséfone de las pertenencias que trajeron en las carretas.
«Que se encargue Torus», pensó de último, después de todo, él tendría
que viajar en la goleta cuando regresara con los otros. Con eso en mente,
procedió a efectuar todos los arreglos dispuestos por lady Isobel.

Helen salió de la cocina refunfuñando sobre gente desconsiderada que


realizaba visitas a esas horas de la tarde; estaba casi oscuro, no era hora de
incordiar a nadie con una indeseada visita. Su señora estaba ya recostada y
lady Grafton no estaba en condiciones de atender a nadie, así que esperaba
poder deshacerse de quien quiera que aporreara la puerta con tanta fuerza.
—¿Dónde lo ponemos? —preguntó el hombrecillo apenas ella abrió la
puerta.
—¿A quién? —balbuceó desconcertada.
El hombre no respondió con palabras. Se hizo a un lado y la figura
maltrecha —moribunda si le preguntaban a ella—, del duque, quedó ante
sus ojos. Ahogó un grito con la palma de su mano.
—Lord Grafton —susurró, los ojos a punto de salírsele de sus cuencas.
—¿Podemos meterlo o no? —ladró otro de los hombres, a este sí lo
conocía, lo había visto acompañando a lady Isobel en sus visitas a la
condesa viuda.
—Sí, sí. —Abrió más la puerta y se quitó para dejarlos pasar. Cuatro
hombres cargaban el tablón en el que transportaban al duque, uno en cada
extremo como hacían con los féretros. Tuvo el impulso de santiguarse
cuando la imagen del duque metido en una caja de madera apareció en su
mente.
—¿Para dónde? —cuestionó el primer hombre, él que no cargaba, pero
que encabezaba la marcha.
—Arriba, la segunda puerta. —Cerró la puerta de calle y se apresuró a
guiarlos escaleras arriba.
La habitación era la que lady Isobel ocupaba cuando vivía ahí. La casa
era pequeña y no tenía habitaciones para invitados por lo que esa era la
única opción que tenía aparte de la de servicio, que en su momento
compartió con Jane. Suerte que la alcoba estaba recién aireada y preparada,
las visitas de lady Isobel la obligaban a mantenerla disponible por si decidía
quedarse a pasar la noche.
Cuando los hombres entraron ella ya había apartado la colcha para que
tendieran al duque sobre la cama, lo cual hicieron sin una pizca de
delicadeza, tal como los quejidos del lord atestiguaron. Helen estaba
encendiendo los candelabros de la habitación cuando los hombres
comenzaron a salir de la estancia, echó una mirada al duque, ¡lo habían
dejado boca abajo!
—¡Esperen, no pueden dejarlo así!
—Milady ordenó que lo trajéramos y eso hicimos —respondió el primer
hombre, respaldado por los gestos afirmativos de los otros cuatro.
—Pero yo sola no podré darle la vuelta.
—Problema suyo —contestó otro mientras retomaba la marcha y salía de
la alcoba.
—No hace falta que llame un médico, ya lo hicimos —informó el último
que salía, el más grande de los cinco.
Helen los miró irse con el corazón latiéndole en la garganta. ¿Qué le
había ocurrido a su excelencia? Lo vio inconsciente sobre el colchón, lleno
de moretones y manchas de sangre. ¿Y si se moría? Otra vez tuvo el
impulso de santiguarse, pero el sonido de la puerta de calle al cerrarse la
sobresaltó. Tenía que avisarle a lady Emily, ella sabría qué hacer.

En “La Silenciosa”, el Cuervo ya había terminado de coser la herida de


Jane. La doncella ahora descansaba en el camarote, el dolor terminó por
vencerla y quedó inconsciente; tenía el brazo vendado casi a la altura del
hombro, lugar de donde el pirata extrajo la bala. Nadie quedaba en la
estancia salvo lady Isobel y Aidan, por orden de este último. Necesitaba
hablar con su mujer, pero ella no estaba nada colaboradora. Seguía sentada
junto a la doncella con la mano de esta entre las suyas. A juzgar por la
manera en que evitaba incluso mirarlo, la situación no era mejor que cuando
entraron. Su mujercita seguía furiosa con él.
¡Pero que lo colgaran si iba a disculparse por haber molido a golpes al
imbécil de Grafton!
En el momento que este lo empujó para romper el abrazo que compartía
con su esposa, se dijo que tendría paciencia. A pesar de que nadie le aclaró
el porqué del comportamiento del duque, su “maldito traidor” fue lo
suficientemente revelador. Permitió que lo empujara tantas veces como
quiso, estaba dispuesto incluso a aguantar los golpes que este le lanzara. Ni
siquiera se defendería. Iba a dejarlo que descargara toda su rabia contra él y
luego le explicaría cómo fueron las cosas. Eso hasta que el idiota, ciego a
cualquier cosa que no fuera su deseo de venganza, le dio tal empellón a lady
Isobel que la mandó el suelo. El gemido de dolor de su esposa fue lo que lo
sentenció.
¡Su mujer estaba encinta, maldita sea!
O eso es lo que decía Feng.
Pensar en lo que esa caída podía provocar lo puso fuera de sí, dejó de ser
Aidan y se convirtió en Hades, el viejo Hades que no mostraba piedad,
aunque le suplicaran. Se hizo sordo a los ruegos de su mujer de detenerse.
Lo único que quería era terminar con el bastardo que se atrevió a lastimarla.
Nadie iba a tocarle un pelo. Nunca. Y lo hubiera hecho. Lo hubiera matado
a golpes si el Bardo y Torus no lo hubiesen arrancado de encima del
malnacido.
Abrió y cerró la mano derecha, le dolía como el infierno y se le estaba
hinchando; tenía los nudillos pelados y le ardían. Ahora que la agitación de
la pelea estaba pasando, percibió un dolor en el costado izquierdo donde el
duque alcanzó a darle una patada, empeorando las leves heridas que le dejó
la espada del pirata francés. Maldijo las botas del idiota, eran tan duras
como su sesera. Movió la mandíbula, al parecer también le dio ahí porque la
desgraciada le punzaba como si tuviera un arpón enterrado. Miró el perfil
de su esposa y notó que la visión del ojo izquierdo empezaba a hacerse
menos nítida, seguro estaba inflamado ya.
«Tiene buenos puños el imbécil», masculló en sus adentros.
Su mujer se levantó y él se quedó quieto, a la espera de sus reproches.
Pero tal parecía que iba a quedarse esperando hasta la resurrección de la
carne porque ella salió del camarote sin decirle una sola palabra.
Maldiciendo la testaruda dignidad de su mujer, esperó unos segundos antes
de seguirla hasta la cubierta donde ya hablaba con las cuatro mujeres
rescatadas.
—Estoy segura que la isla les dará la paz que tanto quieren —decía ella
cuando se paró a su lado.
—Muchas gracias, milady —habló la muchacha de Sombra—, no
podremos pagarle nunca esto que hace por nosotras.
—Y tampoco quiero que lo hagan —respondió ella con esa dulzura que
hacía que se le derritiera su endurecido corazón.
—¿Cuándo nos iremos? —preguntó otra, la más bajita y curvilínea de
todas.
—Ya estamos en camino.
Al escuchar la respuesta de lady Isobel, Aidan frunció el ceño. Miró a su
alrededor y, efectivamente, sus hombres maniobraban con las jarcias, las
velas estaban abiertas. Miró hacia atrás, la línea de costa no era más que
una pincelada borrosa. Se movían. ¡Realmente estaban moviéndose!
Miró a su mujercita. Estaba recta, con la espalda tensa, la boca le
temblaba y lo miraba de reojo. La vena de la frente comenzó a latirle a él.
Apretó tanto la mandíbula que no le extrañaría acabar con las muelas
pulverizadas. Empuñó las manos para evitar tomarla de los brazos y
zarandearla, luego cargó mentalmente los cañones de “La Silenciosa” y,
cuando notó que no era suficiente para apaciguar su furia, comenzó con los
del Perséfone. Las mujeres siguieron hablando, pero él ya no las escuchaba.
—¿Hay algo que quiera decirme, milady? —inquirió pasados unos
minutos cuando estuvo seguro de poder hablar sin reventarle los tímpanos.
Habló con voz calma, tan calma que a lady Isobel se le erizaron los vellos
de la nuca.
—Les decía a nuestras invitadas que nuestra casa será el lugar ideal para
que puedan descansar.
A Aidan no le pasó por alto el énfasis que hizo en la palabra invitadas,
pero no se dio por aludido.
—¿A qué casa se refiere exactamente? —Usó la mano izquierda para
rozarle el brazo.
Lady Isobel tembló. Y no solo por la falsa calma de su esposo, el tono
que usaba y el trato formal que este le daba —señal inequívoca de su
malhumor—, sino también por ese ligero roce que le trajo a la mente
imágenes que preferiría no evocar delante de otras personas. De repente
sintió que el aire no entraba bien a sus pulmones.
—A la de la isla, por supuesto.
Aidan sonrió, pero no era una sonrisa cortés, mucho menos amistosa, era
de ese tipo que prometía toda clase de perversidades; aunque lady Isobel no
sabía muy bien si eran del tipo agradable.
¿Pero es que acaso existían perversidades agradables? Un calorcillo se le
extendió por todo el cuerpo y encontró la salida en sus mejillas,
enrojeciéndolas.
«¡Vuelve en ti, Isobel!», se regañó en silencio.
—Por supuesto —repitió él—. Ven conmigo. —La lenta caricia acababa
de convertirse en una firme sujeción en el codo de la dama.
—Pero… estoy hablando con…
—Después —masculló él entre dientes.
Y ella supo que era mejor no echarle más leña al fuego. Ella seguía
furiosa con él, pero estaba segura de que su enojo era nada con lo
encolerizado que debía estar Aidan en ese momento.
La condujo hasta la puerta que daba a las bodegas y ahí ordenó que nadie
bajara. Oyeran lo que oyeran nadie debía bajar.
—Pero, capitán… —se atrevió a decir Stuart.
—No me pongas a prueba, Rata —dijo casi mordiendo las palabras.
Stuart le dirigió una mirada de impotencia a su señora y ella le sonrió
para tranquilizarlo. Aidan no le haría nada. Por muy furioso que estuviera
jamás la lastimaría.
Bajaron los escalones casi a trompicones. No se cayó porque él la llevaba
bien agarrada. Recorrieron el pasillo hasta llegar al espacio más alejado de
las escaleras.
—¿¡Quién te crees que eres para ordenarles qué a mis hombres!? —
bramó en cuando se detuvo en medio de la bodega vacía.
Lady Isobel pegó un respingo involuntario ante el bramido de su marido.
Sin embargo, se negó a dejarse intimidar.
—¡Soy tu esposa! —espetó ella de vuelta. ¿No dijo que sus órdenes
valían como si fueran las de él? ¡Pues que se aguantara!
—¡Eso no te da derecho a dejarme como un pusilánime sin carácter
delante de mi tripulación! —rugió con el rostro casi encima del de ella.
Lady Isobel no contestó, solo miró la mano de él que todavía la mantenía
bien sujeta del brazo. Aidan, al percatarse de que la estaba apretando más
de la cuenta, la soltó enseguida. Caminó unos pasos para alejarse de ella,
dándole la espalda. Se llevó las manos a la cabeza, jalándose el pelo en el
proceso. Quería calmarse, no podía hablar con ella con el genio sublevado
porque podría cometer una estupidez de la que después se arrepentiría
amargamente.
Lady Isobel vio los esfuerzos de su esposo por dominarse. Estaba furioso,
pero seguía poniéndola por encima de sí mismo. Respiró profundo para
calmarse también. No podía ponerse a gritar a la par que él, así no
resolverían nada. No quería subir a cubierta con esta brecha entre ellos.
—Tenía miedo —la escuchó decir Aidan con esa vocecita tímida que
hacía mucho no usaba, no desde que se confesaron sus sentimientos y ella
dejó de temerle.
—¿A qué? ¿A que lo matara? —cuestionó, obligándose a mantener su
arrebatado carácter a raya.
—También —aceptó ella en el mismo tono—, pero no era eso lo que me
hacía despertar llorando de angustia en medio de la noche —continuó ella.
Aidan no respondió a eso. La imagen de ella derramando lágrimas sin él
para confortarla evaporó casi toda su furia.
Lady Isobel dio los pasos que la separaban de su marido y se paró detrás
de él, casi rozándolo con sus ropas.
—No podía dejar que algo te ocurriera, me moriría si algo irreparable te
pasara —lloró ella, abrazándolo desde atrás, su rostro pegado a la ancha
espalda de él, las manos cruzadas encima del firme pecho de Aidan—. Yo
solo… solo quería protegerte —sollozó.
Milord Hades apretó los parpados con fuerza para impedir que sus
propias lágrimas se desbordaran. Le dolía como el infierno el sufrimiento
de su esposa. Respiró profundo, luego exhaló como si hubiera llevado todo
el peso del mundo sobre sus hombros y de repente se lo quitaran.
—Nada iba a pasarme.
—¡Te disparó! —gritó ella al tiempo que rompía el abrazo, gotas saladas
bajaban silenciosas por sus mejillas.
—Estoy bien. —Aidan se giró para mirarla—. Y Jane también lo está —
dijo antes de que ella replicara.
—¿Y si no lo estuviera? ¿Y si la bala la hubiera matado? ¿o a ti? —la
última pregunta salió acompañada de un lastimero gemido, cubrió su rostro
con las manos, ahogándose en llanto.
—Mi vida —musitó Aidan con voz ahogada—, ven aquí. —Estiró los
brazos y la atrajo a su pecho, envolviéndola en la seguridad que solo él
podía brindarle.
Lady Isobel permitió que fluyeran todas las emociones que tuvo que
guardarse desde que el duque la descubriera hablando con lady Grafton.
—Ya pasó. —Movió una mano para barrer la humedad en las mejillas
sonrosadas de su esposa, luego la tomó del mentón—. Estoy bien, mírame
—le pidió, su rostro inclinado sobre el de ella.
—Tuve mucho miedo.
—Lo sé. —Aidan tomó su rostro con ambas manos.
—Lord Grafton quería matarte —continuó ella, su voz todavía
temblorosa—, no podía permitir que te ocurriera nada, Aidan. Moriría si
algo te pasara. —Nuevas lágrimas bajaron por sus mejillas tras esa última
declaración.
—Mi sor Magdalena —susurró él, sus pulgares barrían las gotas saladas
en el rostro de ella—. Mi valiente y hermosa esposa. —Descansó la frente
sobre la de ella, sus párpados cerrados. El aliento de ambos mezclándose.
—No me dejes nunca —suplicó lady Isobel tras unos minutos en los que
ninguno dijo nada, permitiendo que sus corazones recobraran la serenidad.
Aidan rompió la unión de sus frentes para poder verla.
Lady Isobel clavó su mirada esmeralda —brillante igual que la gema—,
en los profundos ojos cobalto de su esposo.
—Nunca, mi vida —prometió Aidan justo antes de saludarla como quiso
hacer desde que la vio en la cubierta.
Rato después, los gritos de lady Perséfone provocaron las risitas
sabiondas de la tripulación, pero fieles a las órdenes de su capitán ninguno
bajó, ni siquiera cuando ella clamó al Señor asegurando que se moría.
Capítulo 28

“La Silenciosa” siguió su travesía hasta Skye seguida de cerca por el


Perséfone. Aun cuando Aidan quería regresar a Marazion y arreglar la
situación con el duque, continuó el rumbo para no mortificar más a su
esposa, además, tenía que respaldar su orden de zarpar —aunque le pesara
—, él había dicho a sus hombres que debían obedecer en todo a su
mujercita así que no le quedaba más remedio que honrar su propia
instrucción. Sin embargo, tomó nota de no ser tan vago en estas, la próxima
vez sería más cuidadoso y enlistaría ciertas salvedades en las que no
podrían obedecerle sin importar qué.
También estaba el asunto del posible embarazo. Este era quizás el
verdadero motivo para no contradecirla. Si resultara cierta la suposición de
Feng, no quería que nada ni nadie la alterara. Su periodo de gestación debía
ser tranquilo, sin ninguna preocupación salvo realizar los preparativos para
la llegada del bebé. Bastante preocupación tenía él por ambos. Todavía no
han hablado sobre el tema, tal parecía que su reclamo al duque respecto a su
estado de gravidez no fue escuchado por ella, o tal vez era que la
conmoción de la pelea y lo maltrecho que dejó a lord Grafton no le permitió
analizar lo dicho por él, sin embargo, estaba decidido a esperar a que ella le
confirmara la sospecha de Feng cuando estimara conveniente; solo deseaba
que no se tardara demasiado porque no se veía capaz de aguantar la
incertidumbre durante mucho tiempo.
A su arribo a Skye llevaron a las mujeres al castillo tal y como lady Isobel
dispuso. Por fortuna, la fortaleza era lo bastante grande para albergar a
todas sin pasar incomodidades. Los primeros días los dedicaron a adecentar
las habitaciones del ala oeste en la segunda planta, excepto Jane que
continuaba recuperándose de la herida de bala, aunque ella juraba y
perjuraba que estaba perfectamente. Sin embargo, ni lady Isobel ni el Bardo
querían oír nada al respecto. Ella guardaría reposo hasta nuevo aviso y no
se hablaría más del asunto.
Cuando lady Isobel abrió la primera habitación a limpiar casi temió que
salieran murciélagos de ahí. Tal como su esposo le dijo, las alcobas estaban
inhabitables desde hacía mucho tiempo puesto que él nunca se preocupó por
tenerlas a punto. Jamás las usaba y el poco tiempo que pasaba en la isla no
era tanto por lo que no lo consideró una prioridad, total, nadie iría a
visitarlo.
—No tiene caso gastar recursos en unas habitaciones que no van a usarse
—le dijo cuando ella habló sobre el descuido de estas.
Cosa con la que su adorable y mandona mujercita no estuvo de acuerdo.
—Lamento decirte que gastarás más ahora, esposo.
—Mis bodegas están a su disposición, capitana —respondió con una
sonrisa burlona, sabía que le avergonzaba que la llamara así.
La bautizó con ese mote aquella noche en las bodegas de “La Silenciosa”
luego de que ella tomara el mando de la embarcación y la hiciera zarpar a
sus espaldas. Aunque el motivo real de su timidez era por el momento —el
ardoroso momento—, en que lo usó por primera vez, así que la mera
mención la hacía tartamudear y sus mejillas adquirían ese tono escarlata que
a él tanto le gustaba; de más estaba decir que era su nueva forma favorita de
llamarla.
Esa noche salieron de la bodega hasta que despuntó el alba, aunque si por
ella hubiera sido ser habrían quedado para siempre allá abajo. Y no por los
mismos motivos por los que se quería quedar él —para su cruel decepción
—, la razón era que tras su ardiente demostración de cuánto lo extrañó, el
recuerdo de su desinhibida actuación la llenó de vergüenza.
—¿Qué van a pensar de mí? —le había dicho con la mirada baja y las
mejillas teñidas de un rojo intenso.
En ese momento él se había arrepentido de embromarla con el tema. A
ella ni siquiera se le ocurrió pensar en ello, pero él acababa de decirle que la
próxima vez no debían olvidar cerrar la puerta ya que no quería que sus
hombres, al escuchar sus gritos, pensaran que en verdad la estaba matando.
—Nadie pensará ni dirá nada —le dijo con su cuerpo pegado al suyo, sus
manos ancladas en las caderas de ella.
—¿Y si lo hacen?
—Les daré su merecido.
Lady Isobel para sorpresa de Aidan no lo había reprendido por su
respuesta. La joven lo había mirado con una espléndida sonrisa y con la
mirada rebosante de confianza. La misma mirada con que lo vio ahora antes
de ir a asaltar sus tesoros.
Lady Isobel hizo uso de las bodegas de su marido sin ningún remilgo. La
mayoría de los muebles de las habitaciones se quedarían dónde estaban, no
obstante, las cortinas, ropa de cama y otros enseres sí llegaron desde las
bodegas. Mientras supervisaba la transformación de las habitaciones, cerró
su conciencia y dejó de pensar en los dueños originales de cada cosa de la
que ellos disfrutarían. La procedencia de estos era algo que escapaba a su
control, por lo tanto, no podía hacer nada para remediarlo, ni siquiera
devolverlos puesto que pondría la vida de su esposo en peligro. Y la vida de
su marido valía más que una conciencia tranquila.
Tenían ya dos semanas en Skye y el ramillete —como las apodó Aidan—,
estaban bastantes adaptadas a la rutina de la isla. Durante el día ayudaban a
Molly y su hija en las labores del castillo por voluntad propia, puesto que
ella les dejó claro que eran sus invitadas y no estaban ahí para servirles.
Cosa que ellas agradecieron, pero insistieron en ayudar. Lady Isobel había
suspirado, aceptando su decisión, ella misma se metía a la cocina a preparar
algún guiso para su esposo.
Hyacinth resultó tener muy buena mano para la costura y tomó para sí la
labor de remendar y zurcir todo lo que hubiera para arreglar con la ayuda de
Lily.
Sombra fue el primer beneficiado pues fue su camisa la que sufrió un
desgarrón mientras movían unos muebles en la habitación de la muchacha.
Hacía días que estaba instalada en ella, pero el pirata insistió en cambiar la
cama pues, según él, la actual no era lo bastante resistente. Qué quería que
resistiera era un misterio para todos, salvo para Aidan. El capitán lo había
mirado con una sonrisa burlona a la que Sombra respondió con una señal
obscena que provocó una estruendosa carcajada en Aidan.
Casi terminaban de acomodar la nueva cama —un armatoste de madera
de roble, cortesía de un galeón español—, cuando el sonido de la tela al
rasgarse avisó del pequeño problema de la camisa de Sombra.
—No es nada —dijo él, restándole importancia a la manga rota. La
muchacha estaba parada junto a él, inspeccionando las costuras.
—Solo necesito una aguja e hilo —replicó entonces ella, segura de poder
arreglar la prenda.
Lady Isobel, quien también estaba en la alcoba, envió a Maude —la hija
de Molly—, a buscar el cesto de costura. No hacía falta decir que ella
estaba encantada con la interacción entre el sombrío pirata y la tímida
muchacha. Apenas la hija de Molly volvió con los materiales, los dejaron
solos a expensas de la condesa, quien entrecerró la puerta con una sonrisita
cómplice.
—¿Qué trama, milady? —Lady Isobel pegó un respingo; la voz
susurrante de su esposo a sus espaldas la sobresaltó.
—¡Señor! ¡Casi me haces perder a Dan del susto! —dijo sin pensar.
—¿Dan? —repitió él, sorprendido, obviando la alusión de ella a su
travesura.
—Es un nombre bonito, ¿no te parece? —La condesa de Euston bajó la
mirada a la punta de sus zapatos, que apenas y sobresalían debajo de sus
pesadas faldas. Acababa de meter la pata, hasta el fondo.
—Nunca me ha gustado.
La voz acerada de su marido la hizo sentir mal, pero, como le pasaba de
unos días a la fecha, su humor cambió de repente.
—Es una suerte que no sea para ti —respondió ella, molesta, ojos
entornados y ceño fruncido.
—¿Entonces? —Ahora quien fruncía el ceño era él.
¿De qué hablaba? ¡Señor, iba a volverlo loco!
—¡Para tu hijo, milord! —El grito de la siempre comedida lady Isobel
resonó en todo el pasillo. Tras su exabrupto lo dejó ahí parado,
preguntándose si en verdad acababa de confirmar eso a lo que tanto temía.
Lady Isobel llegó a la alcoba que compartía con su marido con las
lágrimas bajándole por las mejillas. ¿Por qué tuvo que decirle que estaba
encinta de esa manera? Quería hacerlo en otro momento, con otras palabras,
cuando estuvieran solos en su habitación, con él abrazándola al calor del
fuego de la chimenea.
¡No así! ¡No así!
¿Y qué le pasaba que estaba llorando enfadada? Desde hacía unos días no
se reconocía. Tan pronto reía contenta como se enfadaba. Y lo peor era esto,
el llanto sin motivo. Ahora sí que parecía sor Magdalena. Se limpió las
lágrimas de un manotazo nada femenino y fue hasta la ventana, esa que
tenía el vitral con la mujer de mirada triste y que se mantenía cerrada y
oculta bajo el cortinaje.
Corrió la cortina y, mientras veía los ojos ocres de la dama, se preguntó
qué sería aquello que la entristecía tanto.
¿Habría perdido a su amado?
Observó que tenía los brazos en la posición de arrullar a un bebé, solo
que no había ningún niño en ellos.
¿Un hijo? ¿Habría perdido un hijo?
En ese momento la tristeza que mostraban los ojos de la mujer le pareció
más profunda, más desgarradora. Por instinto se llevó las manos al vientre y
bajó la mirada al cálido seno en el que crecía la pequeña vida que ya amaba
con todo su ser. Un bebé al que todavía no arrullaba entre sus brazos, pero
que si perdiera dejaría un hondo vacío en su alma. Devolvió la mirada al
vitral, a los ojos sin vida de la mujer, rogando nunca pasar por un dolor
semejante.
La puerta de la alcoba se abrió a su espalda. No le hizo falta darse la
vuelta para saber que se trataba de Aidan. La presencia de él siempre
lograba alterarle la respiración y, aun sin verlo, toda ella respondía a esa
aura que parecía rodearlo e invadir todo espacio en que se encontraba. Lo
sintió atravesar la estancia, percibió el calor de su pecho contra la espalda a
pesar de que no la tocaba. Quiso darse la vuelta y abrazarlo, pero contuvo el
impulso. La vergüenza por su tonto comportamiento la mantenía pegada en
su lugar, devolviéndole la mirada a la mujer del vitral.
—Es mi madre —dijo él de pronto, sorprendiéndola—. El vitral —aclaró.
—¿Qué? —La pregunta salió como un silbido bajo, sin fuerza.
—Lo encargué a un italiano que conocí en las colonias cuando cumplí
veintidós veranos —continuó él.
—Es muy hermosa —afirmó ella, detallando los rasgos de la imagen.
—No sé si se le parece, el hombre se basó en la descripción que le di,
pero no la recuerdo muy bien.
—¿Qué edad tenías cuando…?
—Seis. Acababa de perder mi segundo diente. —Lady Isobel
experimentó como propio el dolor que su esposo intentó ocultarle tras su
voz acerada.
Iba a girarse para abrazarlo, no podía soportar más no consolarlo con su
cariño, pero él se lo impidió abrazándola desde atrás, sus manos unidas
sobre el estómago de ella.
—Murió de parto —murmuró Aidan, hundiendo su rostro en el cuello de
su esposa.
—Lo siento —musitó la joven casi sin voz.
—Tengo miedo —confesó él y ella no necesitó que le aclarara el porqué.
Aunque no lloraba, su voz traslucía la angustia que le carcomía el alma.
—Estaré bien —susurró—, los dos estaremos bien.
—¿Estás segura? Quiero decir, ¿no hay ninguna duda? —cuestionó
Aidan, todavía tenía la cara pegada al cuello de ella. A pesar de todo,
guardaba la esperanza de que se tratara de una falsa alarma.
—Sí. El médico de mi madre me revisó y dijo que…
—¿Por qué? —Aidan rompió el abrazo y la rodeó para ponerse a su
costado—. ¿Por qué te revisó? ¿Te sentiste mal? —Sus manos estaban en la
cara de ella, inspeccionándolo en busca de cualquier señal de deterioro.
—Fue solo un desmayo.
La sonrisa tranquilizadora de lady Isobel no lo tranquilizó en absoluto.
—¿Te desmayaste? —Preocupado la tomó en brazos y la condujo hasta la
cama donde la acomodó con toda la suavidad de la que era capaz, como si
el suceso hubiese ocurrido en ese instante y no semanas atrás.
—¿Qué haces? —preguntó ella cuando él tiró de la colcha bajo su cuerpo
para cubrirla con ella.
—Te cuido.
—Pero si estoy perfectamente. —Intentó destaparse para abandonar la
cama, pero la mano firme de él se lo impidió.
—Te desmayaste —replicó él, empujándola de los hombros con suavidad
para que no se levantara.
—Pero si ya pasó más de un mes.
—Para mí es que como si hubiese sucedido en este momento. —Quitó
una de sus manos de los hombros de ella para acariciarle la mejilla.
—¿Estás muy preocupado? —cuestionó la joven en un murmullo,
devolviéndole la caricia en la mandíbula. Los moretones por la pelea con el
duque casi se desvanecían, el del ojo izquierdo ya estaba amarillento y la
hinchazón hacía días que casi desapareció.
—Muerto de miedo —reveló él; giró la cara para besar la mano de la
joven.
—El médico dijo que todavía era muy pronto para estar seguros —
comentó ella con el fin de tranquilizarlo.
—Hace un momento dijiste…
—Molly dijo que ahora sí podemos estar seguros.
—¿Molly? —repitió, su ceño fruncido daba cuenta de que no tenía ni
idea de a quién se refería.
—Nuestra cocinera —aclaró exasperada—. No es posible que no
recuerdes el nombre de una mujer que ha servido aquí durante tantos años
—lo regañó.
—No me interesan sus nombres. Que hagan bien su trabajo es suficiente
—se encogió de hombros y ella quiso zarandearlo—. Además, nunca he
necesitado llamarla por su nombre.
—¿Entonces cómo te diriges a ella? —Posó la mano que antes le
acariciaba el rostro en el pecho de él, jugaba con las solapas de su chaleco.
Aidan sonrió.
—Solo le ordeno.
Lady Isobel recordó las veces que vio interactuar a su marido con la
cocinera y, efectivamente, él nunca usaba ningún nombre o mote con ella.
“Tú, ven aquí”. “Sirve la cena”. “Más vino”. Solo frases imperativas.
Órdenes, tal y como él dijo.
—Señor, dame paciencia —masculló al tiempo que se llevaba a la frente
la mano que antes jugueteaba con el chaleco de Aidan.
—¿Y qué sabe la cocinera de estas cosas? Vas a parir un bebé no a
descuartizar un conejo —increpó él, regresando al tema que le preocupaba.
—Ella ha ayudado a dar a luz a varias de las mujeres del pueblo. —Lady
Isobel prefirió obviar la alusión a las dotes carniceras de Molly.
—Eso no la hace una experta.
—No, pero todas las señales están ahí. —Quitó la mano de su frente para
tomar la mano de él que todavía acariciaba su cara y llevarla hasta su
vientre—. Está aquí —dijo con voz suave—, nuestro bebé está aquí, amor
mío, estoy segura.
Aidan encogió la mano sobre el vientre de su esposa, reacio a tocarlo, a
hacer real lo que hasta hacía un momento no era más que una suposición,
una sospecha. El miedo de perderla tal y como perdió a su madre lo
aterraba. Tener un bebé en esos tiempos en que no podían ir a Londres,
justo ahora que debían permanecer en la isla para asegurar la seguridad de
Isobel, sin un médico que cuidara de ella… ¡iba a volverse loco! ¡Perdería
la cordura antes de que su esposa diera a luz!
«Eso debiste pensar antes de dedicarte con tanto entusiasmo a la faena»,
se reprendió en silencio.
—Descansa, por favor —pidió antes de romper el contacto y salir de la
habitación como si una horda de piratas franceses lo persiguiera.
Lady Isobel vio a su marido abandonar la habitación sintiéndose la mujer
más miserable de la tierra.
¿Es que acaso no quería al bebé? ¿Y si a ella le sucedía algo, lo odiaría?
¿Sería capaz de despreciarlo?
Se giró en la cama para darle la espalda a la puerta y abrazó la almohada
para ahogar en esta los sollozos que la actitud distante de Aidan le
provocaron. Le dolía, le dolía muchísimo que él no mostrara felicidad por
su embarazo. Cuando se enteró de la posibilidad tuvo un momento de duda,
pero luego creyó firmemente que él lo amaría, que estaría tan feliz como
ella. Confió en que el amor que le tenía a ella sería suficiente para que
amara a este bebé que era una extensión de ambos.
Recordó como cerró la mano para no tocar su vientre y sus sollozos de
recrudecieron. Ahogada en llanto se quedó dormida.

Entre tanto, Lord Pembroke acababa de recibir la visita de un viejo amigo


en su casa de campo. El conde se había retirado a su residencia oficial junto
con su nueva condesa, atendiendo a la costumbre de dejar la ciudad tras
terminar las sesiones del parlamento. Después de que abandonara Dublín
tan intempestivamente, solo pasó a Londres para oficiar la boda que
detendría las habladurías sobre sus preferencias. Su flamante esposa estaba
sentada a un lado suyo en el salón dorado donde recibían las visitas,
haciendo gala de sus dotes de anfitriona ante O’Sullivan.
—Milord —dijo el mercader luego de terminar su segunda taza de té—,
me gustaría hablar con usted en privado, si a milady no le molesta —agregó
para no ofender a la condesa.
—Por supuesto que no —respondió esta al tiempo que se levantaba.
Ambos hombres la imitaron, porque una cosa era que O’Sullivan fuera
un hombre sin escrúpulos y otra que no conociera las reglas de etiqueta.
—Caballeros —se despidió lady Pembroke.
El mercader no pudo dejar de apreciar la hermosa figura de la mujer,
diciéndose en silencio lo afortunado que era el conde al tener una hembra
como esa; lástima que no supiera aprovecharla.
—¿A qué debo el honor? —preguntó Pembroke en cuanto la puerta de la
estancia se cerró tras la espalda de Rowena, su antigua amante y ahora
esposa.
O´Sullivan inclinó su rechoncho cuerpo hacia adelante para poner la taza
vacía sobre la mesita de centro y luego se echó hacia atrás en el enorme
sillón que apenas era suficiente para él.
—Como sabe, el Rojo y yo somos socios —comenzó el mercader a lo
que Pembroke respondió con un asentimiento—, me comentó que tienen
ciertos asuntos inconclusos —continuó sin querer ahondar, tanteando las
reacciones del conde.
—¿A qué asuntos se refiere? —cuestionó Pembroke aparentando calma e
ignorancia.
—Hades —respondió. Una sola palabra.
Los problemas de los dos se reducían a ese nombre.
—No conozco a nadie llamado de ese modo —replicó el conde, su ceño
fruncido como si intentara recordar al mencionado.
—Pero sabe que se trata de una persona —apuntó el mercader, suspicaz
—, no se preocupe —agregó cuando vio que el conde tenía intenciones de
refutar—, estoy seguro de que la confusión se debe a que usted lo conoce
con su nombre de caballero.
—No creo que ningún caballero pueda responder a ese nombre poco
cristiano.
—En eso tiene razón, el conde de Euston no es para nada devoto —
concordó O’Sullivan.
—¿Conde de Euston? —Pembroke fingió sorprenderse—. Es el hermano
del duque de Grafton, unos de los nobles más influyente de la corte y del
parlamento —comentó, más por recordatorio a él mismo que por informar
al mercader.
—Y es por eso que necesito su ayuda —replicó O’Sullivan.
—Lo siento, pero no entiendo cómo podría ayudarle —comentó el conde,
mostrándose confundido.
—Las pruebas —dijo este—, entrégueme las pruebas de que Hades y el
conde de Euston son la misma persona.
Lord Pembroke agrandó los ojos. Ese maldito del Rojo estaba poniéndolo
en serios problemas. No podía entregar a Aidan sin poner en riesgo su
propio cuello.
—No sé de qué pruebas habla.
—Estoy seguro, milord, que, si piensa un poco, podrá recordar el nombre
de los testigos que han visto el rostro de Hades sin el parche. Esos hombres
que pueden afirmar que el pirata Hades no tiene ninguna cicatriz ni
tampoco perdió el ojo izquierdo. Los mismos que pueden confirmar que el
conde y Hades son la misma persona.
Pembroke se mantuvo en silencio, oyendo sin oír las palabras del
mercader. Era verdad que existían esos testigos. Un par de piratas resentidos
que formaban parte de la tripulación del Gehena y que en su momento
aceptaron atestiguar en contra de su capitán a cambio de una bolsa con
monedas de oro, sin embargo, hacía tiempo que no sabía de estos. Suponía
que debían continuar al servicio de Euston, si es que este no había
descubierto sus intenciones de traicionarlo.
—Lamento mucho no poder ser de ayuda, pero no conozco a nadie que
pueda afirmar tal cosa —habló por fin el conde—, en lo que a mí respecta,
el conde de Euston es un hombre honorable que practica legalmente el
comercio.
—¿Es su última palabra, milord? —inquirió O’Sullivan, hostil.
—Lo es.
—Bien. —El mercader apoyó las manos en los reposabrazos del sillón
para impulsarse hacia arriba y levantar su oronda humanidad—. El Rojo le
envía sus saludos —dijo ya de pie—, estará una temporada en Londres —
informó, atento a la reacción del noble.
—Transmítale mis saludos. —Pembroke ya estaba de pie también.
—Por supuesto, aunque él preferiría saludarlo en persona —agregó
O’Sullivan.
—Será un placer hacerlo si continúa en la ciudad cuando volvamos.
—Se lo diré. —El mercader forzó una sonrisa que nada tenía de cordial.
Lord Pembroke exhaló de alivio apenas el hombre se fue. No se
engañaba pensando que el asunto terminaba ahí. Estaba seguro que el Rojo
intentaría coaccionarlo para que participara en lo que sea que estuvieran
tramando en contra del esposo de lady Isobel. ¡Maldita fuera su necedad! Si
no hubiese insistido en casarse con lady Isobel no estaría ahora a expensas
de ese delincuente del Rojo. El hombre sabía su secreto y era capaz de
usarlo en su contra. De nada serviría su esfuerzo de presentarse como un
hombre de familia, casado y en busca de un heredero. Sobre todo, en lo de
la búsqueda de un heredero, obligación que se le hacía sumamente difícil
llevar a cabo. Nada de eso valdría un penique si el Rojo decidiera ventilar
sus pecados. Debía hacer algo y entregar al conde no era una opción, no si
quería seguir respirando.
La única persona que podía ayudarlo era el duque de Grafton. Fue hasta
su escritorio y sacó papel y pluma. Le escribiría una carta a su excelencia
informándole de la delicada situación. Él sabría qué hacer para detener al
Rojo y O’Sullivan antes de que él saliera afectado.
Lo que lord Pembroke no sabía era que el mercader dejó a alguien para
que vigilara sus movimientos. Por eso cuando ese mismo día el mensajero
del conde salió de la propiedad, lo interceptaron. Le robaron la carta en la
que hablaba sobre el pequeño secreto del hermano del duque, documento
que acababa de convertirse en la prueba que necesitaban para meter al
maldito Hades al calabozo y, si la suerte estaba de su lado, enviarlo al
patíbulo.

El otoño acabó pronto y, tal como prometió, el padre Zachary arribó a St.
Michael’s Mount. El invierno no se asentaba completamente todavía, pero
ya se sentían los efectos en el aire helado que enrojecía las mejillas del
clérigo. Hacía varios años que no visitaba el antiguo monasterio en el que
su querida hermana estableció esa pequeña congregación gracias al barón
St. Aubyn. Sir John era un viejo amigo de su padre y, a pesar de que el
territorio inglés dejó de ser católico desde que Enrique VIII se separó de
Roma para poder casarse con Ana Bolena, el barón tenía en alta estima a su
padre. Gracias a eso accedió a que María y sus compañeras de
peregrinación hicieran uso del antiguo monasterio que ahora era propiedad
del barón. Ellos, como buenos irlandeses, eran católicos fervientes. No fue
una sorpresa que cuatro de sus seis hijos eligieran el camino del Señor, no
así el hecho de que su hermana María decidiera establecerse
definitivamente en Cornualles tras varios años recorriendo el país ayudando
a los más necesitados.
Miró las murallas del antiguo monasterio. Su hermana estaba ahí,
ayudando a todos esos niños sin hogar que llegaban a sus puertas. Tras
mirar fijamente la construcción de piedra sintió un leve mareo, se aferró a
los costados de la vieja barcaza que lo transportaba hasta la isla y trató de
ignorar el balanceo de esta. Echó un ojo a su acompañante, se aferraba con
igual o más fuerza que él a la barcaza. Su rostro mostraba el miedo que
sentía de que la pequeña embarcación no resistiera, aunque claro, el hecho
de que el lanchero expusiera tan categóricamente la posibilidad de un
hundimiento debido al sobre peso no ayudó.
Sus miradas se encontraron y él sonrió para tranquilizarla, diciéndole con
el gesto que todo estaba bien. Llegarían sanos y salvos a la isla. No recibió
una sonrisa de vuelta, solo una pequeña mueca que dio buena cuenta de la
poca confianza de su acompañante.
Regresó su vista a la isla, casi llegaban. Otra sonrisa surgió en su boca al
pensar en lo sorprendida que estaría su hermana cuando lo viera. O quizás
no. Aidan y su esposa debieron hablarle de su visita. Bah, no importaba,
ella igual estaría feliz de verlo, así como él lo estaría por verla a ella.

En Skye, día con día, los signos del estado de gestación de lady Isobel
fueron acentuándose. Se irritaba por cualquier cosa, lloraba a la menor
provocación y vomitaba todo cuanto caía en su estómago. Esto último tenía
a Aidan al borde de la histeria. Su mujer lucía pálida, demacrada y delgada.
Muy delgada. La séptima semana de su llegada a Skye, y la segunda de sus
recientes vómitos, decidió que no podía seguir así. Le importaban una
mierda el duque y sus deseos de venganza, regresaría a Inglaterra y buscaría
el mejor jodido médico que existiera en el maldito reino. Secuestraría al
médico personal del rey si fuera preciso, pero su mujer recibiría la mejor
atención durante su embarazo o dejaba de llamarse Hades.
Ordenó a sus hombres que prepararan el Perséfone, la más rápida de sus
embarcaciones. Irían directo a St. Michael’s Mount sin perder tiempo en
ningún otro puerto, por lo que les encargó que cargaran todos los
suministros necesarios para ello. A su esposa no le informó que se irían
hasta un día antes, cuando ordenó a Jane que preparara los baúles de su
señora. Orden que lady Isobel anuló. Motivo por el que ahora el capitán
Hades subía las escaleras hasta sus aposentos de dos en dos, rumiando sobre
esposas desobedientes que necesitaban mano dura.
—¿Dónde están tus baúles? —preguntó en cuanto abrió la puerta.
Lady Isobel estaba recostada contra el respaldo de la cama con varias
almohadas en su espalda para mantenerla en una posición que no era ni
sentada ni acostada. Miró a su marido a la distancia, pues este se quedó
parado cerca de la puerta abierta, con la mano en la manija de esta.
—Donde deben estar —contestó con una sonrisa, obligándose a ser
paciente.
—Ordené que los alistaran, zarparemos al alba. —Aidan cerró la puerta a
su espalda, presentía que se avecinaba una tormenta dentro de las cuatro
paredes de su alcoba conyugal.
—No iré a ningún lado.
—Lo harás, no te estoy preguntando.
Aidan caminó hasta el armario donde su esposa tenía todo su
guardarropa. Inspeccionó los vestidos y luego sacó los cofres que también
guardaba ahí. Los destapó y sin ceremonia alguna descolgó las faldas,
chaquetas y pecheras, las enrolló y las aventó a los baúles abiertos.
Lady Isobel jadeó al ver el abominable trato que su marido les daba a sus
hermosas prendas.
—¿Qué haces? —protestó, quiso levantarse para impedirle que
continuara estropeándolas, pero el bendito mareo la devolvió a su lugar en
el acto.
Aidan no respondió. Cuando terminó de meter todo cuanto cupo en los
dos baúles, los sacó de la habitación y los dejó en el pasillo.
—No puedes obligarme. —Lady Isobel habría querido que su voz sonara
más fuerte y firme, pero el reciente mareo la debilitó más de lo que
pensaba.
—Por supuesto que puedo —replicó él, acercándose a la cama—. Eres mi
esposa, voy a cuidarte y protegerte por encima de cualquier cosa.
Ella lo miró. El tono de su voz no era ni remotamente tierno, sonaba rudo
y áspero, un rasgo de él al que ya se había acostumbrado. Sin embargo, las
palabras expresaban toda la preocupación que lo agobiaba. Su esposo no
sabía ser tierno con el timbre de su voz, pero sí que lo era en acciones. Las
lágrimas se le aflojaron cuando él se sentó en la cama y luego tomó su
mano para besarle la palma.
—Por favor, haz esto por mí. —Aidan no la miraba mientras decía esas
palabras, sus ojos estaban fijos en sus dedos que acariciaban los pequeños y
delicados de ella. Su mano pálida continuaba atrapada en la morena y fuerte
de él.
Lady Isobel adivinó en lo enronquecido de su voz lo difícil que era para
él verla ahí tumbada, consumiéndose por la falta de alimento. ¿Pero cómo
podía acceder a que regresaran a Cornualles si la vida de él estaba en
peligro? Dudaba mucho que lord August estuviera más calmado, lo más
probable es que volviera a atacarlo en cuanto se enterara de su presencia
ahí. No, no podía permitir que regresaran.
—Sabes que el movimiento del barco me pone bastante mal —apuntó en
un intento por apelar al lado sobre protector de su esposo—, creo que eso
solo empeorará mis náuseas.
—Tienes razón, no había pensado en ello. —Aidan volvió a besar la
palma de la mano de su esposa, afligido.
—Estaré bien, te lo prometo —sonrió para tranquilizarlo.
Aidan todavía sostenía su mano y en un arranque de valentía posó la
mano de él sobre su vientre, deseando con todo su corazón que esta vez
acariciara a su pequeño bebé. Desde esa ocasión, no había vuelto a
intentarlo. Él se mostraba atento, se aseguraba de que estuviera cómoda y le
conseguía todo aquello que ella quisiera comer, sobre todo en las últimas
dos semanas cuando empezó a serle difícil retener los alimentos en su
estómago. No podía decir que no se preocupaba por su hijo, porque sí lo
hacía, no obstante, no demostraba ese amor incondicional que ella ya sentía
por su pequeño.
La cálida palma sobre su vientre le envió un escalofrío de emoción a todo
el cuerpo.
En cuanto su mano tocó la pequeñísima curva en el vientre de su esposa,
Aidan sintió que una onda de calor subía por su brazo y se instalaba en su
corazón, incendiándole el pecho. Tuvo el impulso de cerrarla en un puño
como hiciera semanas atrás, sin embargo, una mirada a los ojos brillantes de
lágrimas de su esposa lo detuvo. Si lo hacía sabía que la lastimaría. Ya la
había herido aquella vez. Sus ahogados sollozos todavía lo perseguían
cuando veía en sus ojos el anhelo de que él aceptara y amara este bebé
como ya lo hacía ella. Pero maldición, él tenía razón. Todavía no nacía y ya
le estaba robando la vida. Estiró el otro brazo para tocar las mejillas
húmedas de ella.
—Por favor, no lo desprecies —musitó ella con voz ahogada—. Es
nuestro pequeño, la prueba más grande del amor que te tengo, que nos
tenemos, no quererlo es negar lo mucho que dices amarme.
La respiración de Aidan se volvió trabajosa, su pecho ardía y con las
palabras de su mujer la sensación aumentó. Quitó la mano que rozaba el
rostro de su esposa y la puso justo donde su corazón latía desaforado.
¿Lo despreciaba? ¿A su inocente hijo? ¿Podía no amar a este pequeño ser
que era parte de la persona que más amaba en el mundo?
¡Por supuesto que lo amaba! Era solo su miedo irracional a que algo les
sucediera lo que lo hacía actuar como un imbécil, lastimándola con su
estúpido actuar.
Lady Isobel vio en la atormentada mirada de su esposo el momento
exacto en que este se rindió al amor que no se permitía sentir por su hijo. La
visión se le nubló al ser testigo de la intensidad de los sentimientos que
Aidan experimentaba.
—Perdóname, pequeño —murmuró él justo antes de inclinarse sobre el
vientre de ella para besarlo—. Te amo, hijo, te amo muchísimo —susurró,
su frente recargada sobre el vientre de lady Isobel, su mano que antes
descansaba inerte sobre este, comenzó una suave caricia que provocó que
las silenciosas lágrimas de la dama se convirtieran en pequeños sollozos.
Aidan se quedó un poco más ahí, hablándole a su hijo con palabras
suaves, diciéndole lo mucho que lo quería, prometiéndole que siempre lo
protegería, que le enseñaría a defenderse para que nunca nadie intentara
aprovecharse de él. En este punto de la conversación ya tenía la mejilla
izquierda posada sobre el vientre de su esposa, su rostro en dirección al de
ella.
—Podría ser una niña —dijo de pronto lady Isobel, su mano que antes
retenía Aidan entre las suyas, estaba ahora en los cabellos de él,
acariciándolos.
—¿Una niña? —Aidan la miró desde su posición, sin ninguna intención
de moverse.
Lady Isobel asintió. Quiso reír al ver su expresión ceñuda ante un hecho
que no había considerado.
—Una hermosa y adorable pequeñita —afirmó ella.
El ceño de Aidan se distendió apenas la imagen de una preciosa niñita de
cabellos de sol como los de su madre se formó en su mente. Imaginó unos
ojos verdes, tal vez más verdes que los de su esposa.
—Tendrá tus ojos y una sonrisa que será mi perdición —agregó él.
—Y de sus pretendientes —añadió lady Isobel, sonriente.
Ante esto último, Aidan se irguió enseguida, abandonando la tibieza del
vientre materno.
—Mi hija no va a sonreírle a ningún imbécil —espetó, su mirada
endurecida de pronto.
—Mi padre decía lo mismo —replicó ella con esa sonrisa que,
efectivamente, era su perdición.
—¿Estás diciendo que soy imbécil, esposa? —preguntó él moviéndose
un poco, sus brazos encerrándola entre su cuerpo y el respaldo de la cama.
Lady Isobel se mordió el labio, nerviosa, sin embargo, sus ojos brillaban
llenos de diversión.
—Jamás, mi vida —respondió pasados unos segundos con falsa
inocencia—, solo he dicho que mi padre decía lo mismo. —Volvió a
sonreír.
—¿Tienes ganas de jugar, cariño? —Aidan estaba casi encima de ella, su
cara a un suspiro de distancia.
—Depende.
—¿De qué?
—De a qué quieras jugar. —Humedeció sus labios, de repente los sentía
secos.
—Ya que pronto nos convertiremos en padres, podemos practicar un
poco. —Su nariz rozaba la garganta de ella, ahí donde su pulso latía
enloquecido.
—Pensé que… querías jugar —dijo ella, su voz entrecortada.
—Al papá y a la mamá, esposa.
—No… no sé cómo se juega.
—Estoy seguro de que lo harás muy bien —afirmó Aidan antes de
mostrarle que el juego siempre empezaba con un beso.
Rato después, su capitana ya era toda una experta.

A la mañana siguiente, lady Isobel despertó con la sensación de que la


cama se movía. Igual que las últimas dos semanas. Cada noche se dormía
con la esperanza de recibir el nuevo día sin náuseas ni vómitos. Esperanza
que moría en cuanto era consciente del mundo a su alrededor y este giraba
con violencia. Gimió al sentir que esta vez la sensación era más fuerte, tanto
que parecía que en verdad la cama se movía. El recuerdo de aquella tarde en
que despertó en el camarote de “La Silenciosa” golpeó su mente. Esto que
sentía era muy similar. Tanto que casi podía escuchar el mar golpeando
contra el casco del navío. El olor del océano se filtró por sus fosas nasales,
denso y salado. Abrió los ojos de golpe, dándose cuenta que estaba en la
cabina del Perséfone.
—Buenos días, esposa. —La voz grave de él quebró el silencio igual que
aquella ocasión, solo que esta vez sí era su esposa y no estaba sentado en un
sillón sino acostado junto a ella.
Aidan estaba de lado, una mano bajo su cabeza para mantenerla en alto.
Tenía rato despierto, esperando el momento de que su dulce mujercita
despertara de su apacible sueño.
—¿Me secuestraste? —gimió ella, quería levantarse de la cama y gritarle
unas cuantas cosas a su dictatorial marido, pero el mareo no la dejaba.
—¿Cómo podría secuestrar a mi propia esposa? —Se inclinó un poco y
le dejó un suave beso en la nariz.
—Me trajiste en contra de mi voluntad.
—¿Preferías quedarte en la isla mientras yo iba por el médico?
—¿Qué? —Lady Isobel giró la cabeza para mirarlo, fue demasiado
brusca con el movimiento porque el mareo se incrementó.
—Era mi segunda opción —afirmó Aidan, su mano libre acariciaba las
clavículas de su esposa.
—¿Me habrías dejado sola y embarazada en el castillo? —preguntó ella,
sus ojos cerrados otra vez. Su voz demostraba lo indignada que se sentía.
—Si fuera lo que quisieras…
—¡Por supuesto que no!
—Entonces no puedes afirmar que te secuestré si de todos modos
prefieres estar aquí.
Lady Isobel resopló.
—A veces eres insufrible —masculló entre dientes.
—¿Qué dijiste, mi vida? —preguntó haciéndose el inocente, aunque
escuchó muy bien lo dicho por ella.
Lady Isobel siguió mascullando sobre maridos mandones e insufribles
que hacían y deshacían a su antojo hasta que terminó por quedarse dormida
en brazos de dicho marido insufrible.
El conde de Abercorn caminada de aquí para allá, ida y vuelta, en su
despacho. La gruesa alfombra ya tenía marcadas las huellas de su pequeño
paseo y como si este no fuera muestra suficiente de lo desesperado que
estaba, comenzó a sudar profusamente. Se suponía que en tres días sería la
boda de su hija con “el Rojo”, pero esta se había esfumado. Así que no tenía
una novia que entregar. Hacía semanas que la buscaban sin que nadie diera
razón de ella.
¿Cómo era posible que una joven dama pudiera desaparecer así cómo
así?
Sabía que su hija no quería casarse con el Rojo y, a decir verdad, él
tampoco quería que lo hiciera. Era su palabra empeñada en un momento de
estupidez el que lo obligaba a permitir ese enlace. Eso y la ambición de
quedarse con el fructífero negocio naval de Hades.
Se suponía que a esas fechas ya debían tener sus barcos y rutas
comerciales, motivo por el que en primer lugar aceptó entregar la mano de
su hija en matrimonio a su socio, sin embargo, el pirata era escurridizo y
todavía no obtenía lo prometido por el Rojo. Este aseguraba que era
cuestión de tiempo, sobre todo después de que O’Sullivan —otro de sus
socios—, lo denunciara ante las autoridades navales por piratería con la
carta de Pembroke como prueba.
—Todos los puertos están alertados —le había dicho el Rojo cuando
regresó de Londres hacía un par de días, justo a tiempo para la boda—.
Apenas pise tierra será llevado al calabozo.
No obstante, en ese momento no le importaba una mierda si lo atrapaban
o no. Lo único que quería era encontrar a su amada hija. Tampoco le
interesaban las represalias de su socio. Tenía suficientes pruebas en contra
de este como para neutralizarlo si decidía arremeter contra él debido a la
fallida boda. Además, él era un noble. Un conde. Ningún delincuente iba a
pasar por encima de él por muy socio suyo que fuera.
Y como si lo hubiese invocado, el Rojo abrió la puerta de su despacho
como una tromba. El conde se irguió, dispuesto a darle batalla.
El grito del vigía anunciando que estaban llegando a puerto, llenó de
alivio a lady Isobel. Por fin, luego de tantos días, iba a bajar de este bendito
trasto que no dejaba de moverse. La embarcación entró al puerto de St.
Michael’s Mount horas después. Aidan insistía en atracar aquí en lugar de ir
directo a Southampton para no obligarla a estar tanto tiempo en altamar; sus
náuseas por el bamboleo del barco, tal como le dijera ella, eran peores ahora
que estaba encinta. Así que harían el viaje a Londres por tierra, aunque
tendrían que parar en varias posadas durante el trayecto.
Era mediodía y el sol alumbraba con fuerza en lo alto. A esa hora, el
camino que la marea baja despejaba hasta Marazion estaba visible. Miró al
cielo y rogó en silencio que no hubiera ningún enfrentamiento con el duque
en el tiempo que estuvieran aquí antes de partir a Londres.
Lo que lady Isobel no sospechaba era que, en ese instante, el duque era el
menor de sus problemas.
Capítulo 29

Aidan supo que algo no andaba bien desde el momento en que el


Perséfone comenzó a acercarse al puerto. El muelle no ostentaba el bullicio
habitual de esa hora del día. No había marineros yendo y viniendo con
cajas. Los barcos fondeaban sin ningún tripulante en cubierta. Tampoco
había carretas que transportaran lo que bajaban de los barcos.
Desde mediados de año, cuando el nuevo puerto fue terminado, floreció
la actividad comercial de esa zona de Cornualles. Era un secreto a voces
que buena parte de la población se dedicaba al contrabando, sin embargo,
estaban tan bien organizados que se daban sus mañas para comercializar
legalmente también y mantener lejos las manos de las autoridades.
El brillo del metal llamó su atención más allá del paseo marítimo. Agarró
su catalejo que llevaba colgado de la cintura y enfocó la línea de costa.
Espadas. Decenas de guardias armados estaban escondidos entre la carga
diseminada en el patio del muelle. Movió el catalejo para observar mejor
los barcos en el puerto. Solo eran tres, pero uno de ellos tenía los distintivos
de la marina real británica. Iban por él, lo sentía en los huesos. Era muy
poco probable que algún aldeano contrabandista provocara tal despliegue.
No sabía lo que tenían contra él, pero seguro como que el infierno ardía que
no era un comité de bienvenida.
Miró a su alrededor. Su tripulación estaba concentrada en las maniobras
para llevar la embarcación a puerto. Quiso dar la orden de dar la vuelta,
pero era demasiado tarde. La maniobra solo alertaría a la tripulación del
barco de la marina real que estaba en el muelle, listo para zarpar tras ellos.
Su intento de huida solo quedaría en eso, un intento, y le pondría en la
frente el sello de culpable. Que lo era, sin embargo, no era cuestión de
andarlo pregonando. Tampoco era un maldito cobarde. ¡Que lo colgaran si
salía corriendo!
Llamó al Cuervo, el único de sus hombres de confianza que lo
acompañaba. Sombra y el Bardo se quedaron en Skye al cuidado de las
mujeres. En mala hora se echó encima esa responsabilidad. Sin ellos para
cubrirle las espaldas tenía menos posibilidades de salir bien librado.
De las mujeres bajo su cuidado, solo la doncella de su esposa viajó con
ellos. Era imposible deshacerse de la lengua larga, sin embargo, en esos
momentos agradeció que estuviera ahí para sostener a Isobel. La muchacha
era leal a su esposa y estaba seguro de que la protegería con uñas y dientes
de cualquiera que intentara hacerle daño. A ella y su hijo, al que tal vez
nunca conocería.
Mientras el Cuervo caminaba hacia él, salió a su encuentro para darle
instrucciones. Pese a que el hombre no estuvo de acuerdo con la mayoría,
sabía que las realizaría a pies juntillas.
Se quedó solo después de que el Cuervo se fuera a hacer los preparativos.
Lo escuchó dar órdenes a la tripulación y se permitió desligarse de esa
responsabilidad. Su prioridad era su familia.
Miró a su esposa. Estaba parada en el castillo de proa a unos pasos de él,
mirando la línea de costa. Ese día amaneció con mejor color y con menos
náuseas, no obstante, todavía no recuperaba su peso. Y no lo haría mientras
no lograra mantener los alimentos dentro de su estómago el tiempo
suficiente para que su cuerpo tomara lo que necesitaba. Le sabía mal la
posibilidad de no estar para ella durante esta etapa tan difícil. Sacudió la
cabeza. No podía dejarse caer en ese pozo o no saldría.
Devolvió su vista a la mujer que era todo su mundo y se quedó un
momento con la mirada fija en su perfil, absorbiéndola a través de sus ojos
anhelantes. No se engañaba sobre el resultado de sus planes, esa podría ser
la última vez que tenía el placer de verla.
Ella debió percibir la intensidad de su mirada porque en ese instante giró
un poco la cabeza y le obsequió esa sonrisa que lo hacía ponerse de rodillas
y dar gracias por la dicha de tenerla en su vida. Tendió una mano hacia ella,
invitándola a ir con él. La vio inclinar la cabeza hacia un lado, sus pómulos
brillaban con un cándido tono rosa y su sonrisa se transformó en una
recatada. Un profundo deseo de tocarla le hormigueó los dedos, era quizás
la última vez que podría sentir su piel cálida bajo la suya.
—Ven aquí, esposa —habló con ese tono de voz profundo con el que le
susurraba toda clase de intimidades en la alcoba.
El leve rubor en las mejillas de lady Isobel se convirtió en un escandaloso
sonrojo que le abarcaba todo el rostro y bajaba hasta su escote. Temblorosa
por lo que la voz de su marido evocaba en su cuerpo caminó la escasa
distancia que la separaba de él. Tomó la mano que le ofrecía y enseguida se
vio apresada por los brazos y pecho de su amado pirata.
Aidan tomó su boca con avaricia. No le importó que sus hombres
anduvieran por ahí. Tampoco pensó en lo avergonzada que estaría su esposa
cuando el contacto de sus labios terminara, lo único en su mente era el
pensamiento de que tal vez este era el último aliento que compartirían. Se
bebió sus ruiditos de satisfacción, disfrutó de la blandura de su cuerpo
contra la firmeza del suyo y de sus brazos que se aferraban a su cuello igual
que un par de cadenas. En el momento que sintió que su peso recaía casi
por completo en sus brazos supo que estaba a punto de desmayarse por la
falta de aire.
—Respira, amor mío —murmuró contra los labios inflamados de ella.
Lady Isobel se aferró al cuello de su marido con la poca fuerza que le
quedaba. Tenía las piernas débiles y mucho se temía que si se soltaba caería
sobre la cubierta en un charco de faldas.
—Creo que volví a marearme. —Esbozó una sonrisa y él quiso besar esa
sonrisa.
—Apóyate en mí. —La pegó a su costado, abrazándola por los hombros.
—Creí que nunca llegaríamos —habló ella pasados unos minutos.
Aidan sintió el brazo izquierdo de ella rodearle la cintura.
Mientras usaba el que tenía libre para abrazarla por completo decidió que
no se rendiría sin luchar. Si pretendían apresarlo tendrían que hacerlo con su
cadáver, jamás permitiría que lo separaran de su mujer.
El Perséfone se detuvo con un pequeño envite y supo que el ancla que
ordenó echar acababa de cumplir su cometido. Rompió el abrazo y luego la
colocó frente a él, de espaldas al barandal de proa.
—Sabes que tú y nuestro hijo son lo que más amo, ¿verdad? —preguntó
con la voz más ronca de lo normal. Sus manos ahuecaban el rostro de ella,
su mirada cobalto fija en la esmeralda de ella.
Lady Isobel sonrió, sus ojos brillantes rebosaban amor. Su respiración
todavía era irregular por el beso compartido y su cuerpo aún no se
recuperaba de su casi desmayo.
—Lo sé, vida mía. —Quiso abrazarlo, pero Aidan no se lo permitió;
frunció un poco el ceño ante eso. Él jamás rechazaba una caricia suya.
—Quiero que me hagas una promesa —dijo él sin soltarle el rostro.
—¿Qué sucede? —preguntó ella al ver un atisbo de preocupación en su
mirada.
—Prométeme que suceda lo que suceda…
—¿Qué pasa? Me estás asustando. —Lady Isobel elevó las manos para
tomarlo del rostro tal y como lo hacía él con ella.
—Veas lo que veas, harás lo que yo te pida —continuó él, sin atender a
su pregunta.
—Por favor, dime qué sucede —rogó, su propia preocupación se
reflejaba ahora en su cara.
Aidan se odió por permitir que su pasado tocara su presente e intentara
echar a perder su futuro. Sabía sin asomo de duda que ese día terminaría
con él en un calabozo o con una espada atravesándole el pecho, sin
embargo, haría lo imposible porque su amada esposa no tuviera que
presenciarlo. Haría lo que fuera para que ella jamás se enterara de su
verdadero final.
—La marina real está esperándome —dijo al fin, su frente descansaba
sobre la de ella.
—¿Qué? ¿Cómo lo sabes? —cuestionó mientras intentaba darse la vuelta
para ver hacia el muelle.
—Lo sé, esposa. No se llega a ser lo que soy si no se tienen los ojos bien
abiertos.
—Regresemos —habló ella.
—No es posible, cariño.
—¿Por qué? —cuestionó sin poder creer que se negara—. No puedes
dejar que te atrapen, te colgarán. —Su voz se quebró en la última palabra.
—Lucharé, cariño. No voy a rendirme. —La abrazó con fuerza, deseaba
fundirla en él, protegerla de lo que les esperaba en el puerto.
—¿Y si te matan? —El susurro temeroso de ella fue un mazazo en su
estómago.
¿De verdad prefería morir luchando que tener la posibilidad de eludir el
patíbulo? En ese instante decidió que se aferraría con uñas y dientes a
cualquier posibilidad que le diera una vida con su mujer. Cualquier cosa si
al final tendría a su esposa y su hijo con él.
El silencio de Aidan fue demasiado elocuente para lady Isobel; rompió el
contacto entre ellos y corrió hasta los hombres que casi terminaban de
amarrar las velas principales.
—¡Stuart! ¡Wilson! ¡Rápido, icen las velas! —ordenó parada frente al
palo mayor, su pecho subía y bajaba agitado—. ¿¡No me escuchan!?
¡Rápido! —gritó y en su voz se filtraba un poco más la desesperación que
comenzaba a embargarla.
—Pero, milady… —Stuart miró a su capitán y este le hizo un gesto
negativo con la cabeza.
—Isobel, por favor. —Aidan caminó hasta ella y la tomó del brazo.
Quería llevarla a su camarote, tranquilizarla al calor de sus brazos, pero ella
se soltó de un tirón.
—¡Roger! ¡Roger! —Corrió hacia el gigantesco hombre que en ese
instante subía de las bodegas.
—Ordene, milady —respondió este, desconcertado por el estado alterado
de su señora.
—Por favor, haz que demos la vuelta —suplicó, sus manos aferraban los
gruesos brazos del pirata.
—Milady, estamos a punto de atracar. Necesitamos tiempo para preparar
las velas y espacio para…
—¡No me importa! ¡¿entienden?! —vociferó, las palabras salían
atropelladas, entrecortadas—. ¡No me importa! —gritó antes de caer
deshecha en llanto en los brazos de su marido.
Aidan la cargó y abrazó a su pecho con toda la ternura que ella le
provocaba. Con una mirada indicó a sus hombres que él se encargaba.
—No toquen puerto hasta que salga —dijo a estos mientras caminaba
hacia el camarote.
Jane estaba en la puerta abierta de la cabina. Por su mirada preocupada
comprendió que ya sabía lo que sucedía.
—Ve con el Cuervo —ordenó cuando pasó junto a ella.
Jane por primera vez no rezongó. Afirmó con un gesto y se fue enseguida
en busca del pirata que era la mano derecha de milord Hades. No hacía falta
que nadie le dijera lo que ocurría, le bastó ver la desesperación con que su
señora quería regresar para entender que la vida de milord estaba en juego.
Encontró al Cuervo en las bodegas.
—Milord me pidió que te buscara —dijo al hombre desde el umbral de
uno de los compartimentos.
El Cuervo le hizo una seña para que se acercara. Grig y Feng estaban con
él también.
—La marina real está en el muelle —habló el Cuervo mientras veía a
Feng hacer un hatillo con las cosas que sacaban de los baúles—. El capitán
cree que están aquí por él.
—¿También lo crees? —inquirió ella, sus manos jugaban la una con la
otra sobre la falda de su vestido.
—No lo sé. Pero Aidan siempre le ha hecho caso a su instinto, fue este el
que lo convirtió en el ejecutor de los mares.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó cuadrando los hombros, dispuesta a
hacer lo necesario para ayudar a milord Hades.

En el muelle del antiguo monasterio, el padre Zachary abordaba la vieja


barcaza que lo llevaría hasta Marazion, el pueblo pesquero frente a la isla.
Iba a visitar a lady Grafton y a su madre, la condesa viuda. La duquesa
estaba en un avanzado estado de gestación sin más compañía que lady
Emily.
A su llegada, hacía poco más de dos semanas, se enteró por María de lo
sucedido entre el duque y Aidan. Movió la cabeza, negando. Esos
muchachos eran hermanos, llevaban la sangre Grafton en sus venas y como
que se llamaba Zachary Byrne que haría que se arreglaran. Por ello decidió
que antes de ir a la casa Wilton visitaría la casa Grafton, ya era tiempo de
hacerle una visita al duque.
—Tendrá que apurarse, padre. —Edward, el barquero, rompió el silencio.
Señalaba hacia el muelle.
El cura siguió la mano de Edward. La marina real. ¿Qué hacía la marina
real en Marazion? Aguzó la vista para tratar de ver algo más que el brillo de
las medallas y espadas de los marinos.
Edward silbó, sin embargo, no era un silbido alegre sino del tipo
sorprendido.
—Será mejor que empiece a rezar, padre —dijo el barquero, su mirada
puesta a espaldas del cura.
—¿Por qué? ¿Una tormenta? —inquirió el cura—, estamos cerca de la
costa, con el favor del Señor estaremos ahí antes de que azote.
—Más bien el infierno, padre —respondió el hombre, santiguándose.
Zachary giró un poco el cuerpo para ver lo que asustó a su lanchero. Se
llevó una mano a la frente al reconocer uno de los barcos de Aidan. Este
fondeaba a unas cuantas millas de la costa. Regresó la vista al muelle. La
presencia de la marina real en el puerto cobraba sentido para él.
—¡Infiernos! —masculló el cura—. Perdóname, Señor —repuso
enseguida, disculpándose por la maldición soltada.
Después de eso, acató la sugerencia de Edward. Rezó. Rezó tantas veces
como el trayecto al embarcadero le permitió. Y mientras bajaba siguió
rezando. No dejó de hacerlo incluso cuando atravesó el muelle y se cruzó
con las miradas curiosas de los marinos. Y en todo momento pidió
encontrar la manera de detener la matanza que estaba seguro se desataría en
cuanto Aidan se negara a entregarse por las buenas. Porque si en algo lo
conocía, sabía que su muchacho no se iría sin pelear.
El padre sintió que su fe se fortalecía en el momento que vio la espalda
de uno de los marinos hablando con el duque de Grafton. Aunque dadas las
circunstancias entre los dos hermanos, no estaba seguro de si les favorecía.
Reacio a no permitir que el pesimismo lo dominara caminó hacia ellos.
—Excelencia —saludó primero al duque, así lo exigía el protocolo.
—Padre Zachary, imagino —respondió este. Sabía por lady Emily que el
cura estaba de visita en el antiguo monasterio.
—Un placer, su gracia. —Hizo una ligerísima venia.
—Padre, le presento al capitán Anson. —El duque hizo las
presentaciones ya que era quien en teoría conocía a los dos hombres.
—Un placer, capitán.
—El gusto es mío, padre. —George Anson entrecerró los ojos mientras
detallaba la vestimenta del clérigo. ¿Un cura católico en suelo inglés? La
pregunta debió reflejarse en su rostro pues el sacerdote se vio en la
necesidad de darle una explicación.
—Soy irlandés. No estoy de servicio, solo estoy visitando unas
amistades.
—Entiendo. —Anson aceptó la aclaración del hombre.
No le interesaba lo que estuviera haciendo ahí, no mientras tuviera al
pirata Hades a punto de pisar tierra. Le habría encantado interceptarlo en
altamar, pero no se sabía nada sobre sus rutas ni escondites. Por eso, desde
que le entregaran la orden de captura en su última parada en Southampton,
decidió trasladar su patrullaje en el canal de la mancha hasta las costas de
Cornualles. Tenía un pelotón de base en Marazion, donde le dijeron que la
esposa del famoso pirata tenía familia. En algún momento iba a volver y él
estaría listo para aprehenderlo. Y así había sido, pensó pagado de sí mismo.
Echó una mirada al barco. El pirata no sabía lo que le esperaba cuando
atracara. Tenía a su tripulación estratégicamente dispuesta para neutralizarlo
a él y sus secuaces.
Regresó su atención a la plática entre el duque y el sacerdote cuando
escuchó que mencionaban su nombre.
—Adelante —respondió cuando el duque se excusó para tener unas
palabras en privado con el clérigo.
Observó a lord Grafton. Pensó que su excelencia sería un problema para
sus fines, sin embargo, se mostró bastante cooperativo cuando le mostró la
orden de captura. El lord era el responsable en el parlamento de todo lo
concerniente al comercio marítimo, tan solo por debajo del duque de
Richmond quien era la máxima autoridad naval después del monarca.
—La embarcación se mueve, capitán —informó uno de sus oficiales y
toda su atención se centró de nuevo en la goleta.

El padre Zachary se detuvo junto al carruaje del duque. De sobra sabía


que el lord no pensaba irse. Veía en su mirada que quería presenciar la caída
de Aidan. Señor, esto iba a ser más difícil de lo que pensaba. No obstante,
no se amilanó. Nunca se había echado atrás en un reto y no iba a hacerlo
ahora que la vida de tantas personas pendía de un hilo.
—¿Sabías que Aidan fue vendido como esclavo cuando tenía trece años?
—preguntó el cura, aunque en realidad no esperaba una respuesta—. Fue
engañado por unos contrabandistas. Le prometieron trabajo en un barco. —
Hizo una pausa para mirar a su interlocutor y luego continuó—: Bueno, en
eso no le mintieron, sí que tuvo un trabajo bajo el látigo de “El Rojo”.
—¿El pirata irlandés? —cuestionó el duque aun en contra de su voluntad.
Sabía por las cosas que se contaban en la corte que ese hombre había sido
uno de los piratas más sanguinarios de las dos últimas décadas. Sembró el
terror entre los galeones ingleses, pues no respetaba nacionalidad. Era un
irlandés que odiaba a los ingleses y saqueaba sus riquezas siempre que
podía.
—Sí. Aidan pasó ocho años bajo el yugo de ese despiadado. Intentó
escapar una vez y las torturas que recibió casi lo mataron cuando volvieron
a capturarlo.
—Fue aquella vez… cuando vino de visita —murmuró para sí.
—La duquesa viuda lo echó de Grafton Castle, arrojándolo a los lobos
sin una pizca de compasión. —Esto último se lo contó María hacía unos
días cuando hablaban de la situación del par de hermanos.
Lord August recordó una plática que escuchó a hurtadillas hace mucho.
Él tenía dieciséis o diecisiete años.
—¡Lárgate! —Era la voz de su madre.
Él acababa de terminar sus lecciones y salía de la biblioteca para ir a
informarle como hacía cada día, pero al escucharla hablar un tanto alterada
se quedó fuera de su sala de visitas, cerca de la puerta.
—No eres bienvenido.
Tras esa segunda frase se sintió mal por espiar la conversación y se retiró
a su alcoba para prepararse para su cabalgata diaria sin pensar ni un
segundo en quién era la persona con la que su madre hablaba.
Esa misma tarde encontró a Aidan en la playa, rescataba a las hermanas
Wilton de morir ahogadas. Sin saber lo que el futuro les tenía preparado,
salvó la vida de sus respectivas esposas. Señor, le debía la vida de la mujer
que amaba. Un sentimiento agridulce se asentó en pecho al pensar en lady
Amelie. Ya debía estar acostumbrado a la sensación, pero le era imposible
hacerlo.
—¡Señor! —exhaló de pronto al ser consciente de que su madre le negó
la protección que le correspondía como hijo de su padre, arrojándolo a las
garras de ese maldito despiadado.
—Aidan tuvo que aprender a defenderse a la manera del mundo en que
vivía. Tuvo que aprender a sobrevivir en medio de la crueldad.
—¿Por qué me cuenta esto, padre? —preguntó, aunque en su interior
intuía la respuesta.
—Tú sabes porqué —dijo Zachary, confirmando sus pensamientos.
—Me traicionó —replicó, aferrándose a ese hecho para acallar su
conciencia. Esa que le pedía a gritos que reparara la canallada perpetrada
por su madre.
—Sabes que no fue así —afirmó el clérigo.
—Usted ni siquiera estaba aquí. ¿Cómo puede saberlo? —increpó,
molesto porque quisiera embaucarlo.
—Si te lo dijera traicionaría el sacramento de la confesión.
—Amelie…
—No puedo decírtelo, hijo —lo interrumpió Zachary—. Lo que me
contaron fue bajo confesión y no puedo revelar lo hablado, sin embargo,
puedo afirmarte que ninguno de los dos te traicionó.
Lord Grafton miró al sacerdote como si este hubiese perdido la cabeza,
no obstante, la semilla de la duda ya estaba ahí. Abrió la puerta del carruaje
y luego miró al cura.
—¿Desea que lo lleve a algún lado? —preguntó, esforzándose por ser
amable cuando lo único que quería era irse del lugar. Necesitaba pensar.
—Gracias, hijo. Iba de camino a ver su excelencia, lady Grafton.
Últimamente no se ha sentido muy bien, come muy poco y me preocupa
que esté demasiado débil cuando llegue el momento —comentó Zachary
con toda la intención de meter el dedo en la llaga. Si había algún momento
para hacer entrar en razón al duque era ahora.
—Puedo hacer que mi cochero lo acerque hasta ahí —ofreció sin mirarlo.
La alusión a Amelie y su debilitada salud lo afectó, aunque se negaba a
demostrárselo a ese cura mañoso.
—Te lo agradezco, pero prefiero esperar a Aidan y lady Isobel. Esa pobre
muchacha necesitará todo el apoyo posible.
Lord Grafton apretó las muelas. Si la intención del sacerdote era
zarandear su conciencia, debía felicitarlo. Estaba haciendo un trabajo
estupendo. Harto de las triquiñuelas del cura hizo un gesto de conformidad,
subió al carruaje y golpeó el techo, indicándole al cochero que estaba listo
para irse.
Zachary vio el carruaje marcharse, pero se resistió a perder la fe. Lord
Grafton era un buen hombre. Podía ver que, a pesar de lo que creía sobre su
esposa y Aidan, le dolía el pasado de este último. Notó la culpa en sus ojos
cuando mencionó la visita de Aidan aquella vez en que se escapó del
Gaeilge[25], nombre con el que se conocía al Gehena antes de que Hades lo
reclamara para sí.
Ahora todo dependía de lady Grafton. Porque como que se llamaba
Zachary Byrne que el duque se dirigía en ese momento a la casa Wilton.

En el Perséfone, lady Isobel dormía abrazada a su esposo. Aidan estaba


sentado en un sillón con ella en su regazo. Hacía rato que un sueño
profundo la mantenía en la inconciencia gracias a sus actividades maritales,
una despedida agridulce que podría convertirse en el último recuerdo que le
dejaría a su esposa; en todo ese tiempo él se dedicó a mirarla, sin atreverse
a desperdiciar ni un solo segundo a su lado. Quería grabar en su memoria
cada detalle de su rostro. Delineó con un dedo el arco de sus cejas,
aprendiéndose la manera en que unos cuantos pelitos rompían la
uniformidad de esta. Estuvo peinándolas con su dedo hasta que comprendió
que nunca se quedarían acostados junto a los demás. Pensó que este sería un
hermoso momento a recordar cuando estuviera a punto de reunirse con su
hacedor.
Ella suspiró y sus delicadas pestañas aletearon, rozándole los dedos que
ahora repasaban cada manchita de sus pómulos. Casi no se notaban si no
estabas lo suficientemente cerca, justo como estaba él ahora. Inclinó la
cabeza un poco para posar pequeños besos en ellas. Mientras las besaba,
pensó que quería ser el único hombre que conociera la forma y tamaño de
cada una de ellas, el único que supiera lo suave que se sentían bajo sus
labios. Sin embargo, justo en sus circunstancias actuales cabía la
probabilidad de que otro lo hiciera en el futuro.
Si todo salía mal, su esposa se convertiría en viuda. Sería libre ante el
Señor y los hombres para unirse a quien ella considerara digno.
La mano que detallaba las pecas en sus mejillas se cerró en un puño.
Sobre su cadáver. Y en lo que a él respectaba sería dentro de muchos
años, justo después de que ella lo abandonara para ir ante la presencia del
Creador.
No, no moriría ese día. Antes muerto que dejarle su lugar a cualquier
imbécil. Y le valía una mierda si se contradecía.
Hubo un par de golpes suaves en la puerta y supo que el momento había
llegado. El Cuervo entró segundos después de que le indicara que podía
hacerlo.
—Está todo listo. Partirán en cuanto…
—La llevaré en un momento —cortó él.
—De acuerdo. —El Cuervo regresó sobre sus pasos, pero se detuvo en el
umbral—. Asegúrate de salir con vida o no te perdonará —afirmó sin darse
la vuelta, mirándolo por encima de su hombro.
—Lo haré.
El Cuervo asintió en aprobación, pero antes de cerrar la puerta volvió a
hablar.
—Si mueres, tampoco te perdonaré.
Mientras veía la puerta del camarote cerrarse a espaldas del Cuervo,
Aidan se dijo que tampoco se perdonaría si no salía con vida para volver
con su mujer.

El Perséfone entró a puerto con las campanadas que anunciaban la nona.


El sol estaba muy bajo ya y quedaban poco tiempo de luz diurna, lo cual era
una ventaja para Aidan y su tripulación, acostumbrados a las batallas bajo la
luna. Sin embargo, no iban a confiarse. Agradecía que fuera invierno y que
el sol se ocultara pronto, pero solo porque eso le daba la oportunidad de
llevar a cabo sus planes respecto a su esposa.
El capitán Anson observó la lentitud con la que el navío se deslizaba por
las aguas de Cornualles, parecía que tuviese todo el tiempo del mundo. Si
fuera una persona diría que mostraba aburrimiento, como si esta maniobra
fuera una más en su haber.
De alguna manera eso lo enfureció. Era como si el pirata estuviera
diciéndole que sabía lo que ocurría y lejos de mostrarse preocupado le decía
lo poco que le importaba, burlándose de él y sus preparativos.
Sacudió la cabeza. Era inverosímil lo que pensaba. Ese maldito pirata no
tenía manera de saber que estaban listos para detenerlo.
Finalmente, el crujido de la madera de la embarcación al atracar les dio la
señal que esperaban. Tomaron sus armas con fuerza y esperaron un poco
más. La rampa para descender fue colocada casi enseguida. Contuvo el
aliento, esperando a que lady Euston abandonara el navío; única petición
del duque de Grafton. Ambos esperaban resistencia por parte de Hades, por
lo que le solicitó esperara a que ella estuviera a salvo. Fue muy enfático al
respecto, no deseaba que su cuñada resultara herida en la escaramuza.
Al capitán Anson no le entusiasmaba la idea de esperar, sin embargo,
comprendía que el duque tenía razón. La esposa de Hades era una dama y,
según supo, era una víctima de las fechorías de este. Sonrió. La dama
probablemente se sentiría agradecida de verse librada del yugo de ese
despiadado. Debía ser hermosa o Hades no habría arriesgado su pellejo para
secuestrarla. La idea de convertirse en el héroe de una hermosa dama infló
su ego. A la mierda los deseos del duque, pensó antes de dar la señal de
ataque.
Aidan estaba en la cubierta, esperándolos. Fingía estar inmerso en la
actividad típica de desembarque, dándole lo que quería al aparentar que
sería tomado por sorpresa.
—Un placer volver a verlo, milord —habló Anson a espaldas de Aidan y
este lo reconoció enseguida—. ¿O prefiere que lo llame Hades?
Aidan no reaccionó como el capitán de la marina real esperaba. Creyó
erróneamente que al saberse descubierto atacaría, confirmando así su
identidad. Sin embargo, el conde no dio muestras de haberlo escuchado
siquiera. Hecho que destruyó el buen humor que había recobrado tras dar la
señal de ataque.
Caminó la distancia entre él y su objetivo con la espada en alto,
movimiento que sus oficiales imitaron.
—¡Detengan a todos! —ordenó Anson.
Antes de que sus marinos tuvieran oportunidad de dar un paso, los
hombres que antes realizaban distintas labores por toda la cubierta se
giraron hacia ellos con sus pistolas en alto.
—¿Puedo preguntar de qué se me acusa, capitán? —cuestionó Aidan
encarándolo. Sus manos desnudas de cualquier arma.
—Lo sabe muy bien —replicó Anson.
La realidad era que solo tenía una orden de captura para iniciar una
investigación por piratería. El hombre frente a él era un noble. Su título
pertenecía a una de las familias más respetadas de la corte, nadie se
atrevería a ejecutarlo sin pruebas contundentes. Por eso era vital que le
sacara una confesión delante de sus oficiales como testigos.
—En realidad no, capitán. —Aidan mantuvo una expresión impasible,
mostrando en su exterior que la situación no lo alarmaba. Una persona
inocente no tenía nada a lo que temer, ¿verdad?
Lástima que él no lo fuera. Lo único que lo mantenía anclado a su plan
de mostrarse imperturbable y confiado era el alivio de saber a salvo a su
esposa. Lejos de lo que sucedía ahí.
—No juegue conmigo, Hades. —Anson dio un par de pasos, su espada
apuntando a la garganta del pirata, sin hacer aún contacto.
El Cuervo se movió de su posición junto a Aidan y usó su propia espada
para retirar la que amenazaba a su capitán.
—Todavía no me ha dicho de qué se me acusa —insistió Aidan.
—Tenemos orden de llevarlo a Londres para que rinda cuentas por sus
actividades de piratería en aguas británicas.
—¿Quién me acusa? —preguntó no porque le interesara saber si la
acusación era verdadera o no, sino porque quería el nombre de la rata a la
que haría pagar las lágrimas y sufrimiento de su esposa.
—No se me permite revelar el nombre de nuestra fuente, sin embargo, le
diré que es un respetable mercader al que tuvo la osadía de robar —dijo
Anson, creyendo que estaba jugándole una mala broma pues pensó que
habría centenares de mercaderes en las mismas circunstancias.
Y los había, solo que ninguno era tan estúpido como O’Sullivan. Aidan
sonrió, imaginando miles de formas en que haría pagar al imbécil el haberlo
vendido.
—Lamento decirle que su fuente miente —expresó Aidan. Sacó del
interior de su chaleco un rollo de papel—. Mis actividades comerciales
están debidamente reguladas por la corona. —Agitó el documento que
meses atrás le diera lord Grafton.
—Sin embargo, no es una patente de corso —apuntó el capitán Anson.
—¿Le parece que necesito una? —Era una pregunta retórica que hizo
rechinar los dientes del marino.
—No obstruya nuestras obligaciones.
—Jamás me atrevería.
—Deténganlo —ordenó por segunda vez y por segunda vez las pistolas
de los piratas los apuntaron—. Diga a sus hombres que bajen sus armas.
—No son mis hombres, capitán. —Aidan se mostró confundido—. Son
marineros que trabajan en mi barco o en cualquiera que les ofrezca un
salario.
—¡Bajen sus armas! —gritó el capitán Anson a los marineros, pero ni
siquiera pestañearon ante su orden—. No se burle de mí, milord. Lo
lamentará. —Apuntó otra vez con su espada a la garganta de su oponente.
—¿Le parece que me estoy riendo, capitán? —A pesar de su tono serio,
Anson pudo percibir un rastro de burla que lo volvió loco.
—¡A las armas! —vociferó entonces, todo su control perdido.
Lady Isobel despertó en un jergón duro que le recordó sus días en el
monasterio. Se sentía igual de mareada que cada mañana. Desorientada
trató de enfocar su mirada. El techo de piedra sobre ella la hizo fruncir el
ceño. No estaba en el Perséfone. La conciencia regresó a ella de golpe.
¡Aidan! ¡Dónde estaba Aidan!
Se levantó de la cama sin hacer caso a las náuseas que subieron hasta su
garganta. Trataba de retirar la sábana que la cubría cuando la voz de Jane
llegó hasta ella a través de la neblina de sus pensamientos.
—Por favor, milady, cálmese. No es bueno para el bebé —decía la
doncella, angustiada.
La mención de su hijo no nacido fue lo único que logró sacarla del estado
de histerismo en el que empezaba a hundirse. Tenía la respiración agitada,
su pecho subía y bajaba acelerado con cada inspiración. Las manos,
aferradas a sus cabellos le temblaban. ¿En qué momento comenzó a
jalárselo? El dolor en su cuero cabelludo atestiguó el daño que se causó en
esos breves segundos en que perdió el control de su mente.
—Todo estará bien, milady. —Jane se sentó junto a ella en el jergón. La
atrajo a su pecho y la arropó con sus brazos como hacía su madre con ella
cuando era una niña.
Lady Isobel se derrumbó entre los brazos de su doncella. La muchacha
dejó que sus propias lágrimas corrieran por sus mejillas. Sentía el dolor de
su señora como si fuera suyo. Sabía cuánto amaba a milord Hades. También
sabía lo sensible que se había puesto con el embarazo, pues también le
había tocado lidiar con sus constantes cambios de humor y sus accesos de
llanto. Tal y como lo hacía en ese momento.
La dejó llorar hasta que sus sollozos no fueron más que suaves suspiros.
La recostó sobre el jergón y luego fue hacia la mesita donde tenía una jarra
con agua. Vertió un poco en un vaso y regresó hasta la cama para
ofrecérselo.
—Tome, beba un poco —se acomodó junto a ella y con la mano libre la
ayudó a erguirse sobre la cama.
Lady Isobel bebió porque no tenía otra cosa que hacer. Su mente estaba
puesta en su esposo. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no estaba ahí con ella?
¿Huyó como le suplicó que hiciera? ¿Se fue sin ella?
Otra oleada de llanto quiso apoderarse de ella, pero la rabia apareció,
recatándola de sumirse en un pozo de dolor. Se limpió las mejillas de un par
de manotazos. Tragándose las náuseas abandonó la cama. No iba a quedarse
acostada como una desvalida damisela. Su marido estaba allá afuera
luchando por su vida y ella no iba a hacer menos.
—¿Dónde estamos, Jane? —preguntó ya de pie, manteniéndose erguida a
pura fuerza de voluntad. La habitación le daba vueltas y mucho se temía
que si no se concentraba caería al suelo cual larga era.
—En el antiguo monasterio.
Lady Isobel comprendió entonces porqué la habitación se le hacía
familiar. Era una celda muy parecida a la que usara durante su estancia en el
lugar.
—¿Cómo llegamos aquí? —Volvió a sentarse porque no se sentía capaz
de permanecer de pie mucho más tiempo.
Jane, que se había levantado cuando ella lo hizo, se sentó a los pies del
jergón. Bajó la mirada a sus manos, estas aferraban sus faldas con fuerza.
La muchacha recordó la conversación que sostuvo con Cuervo en las
bodegas.
—Feng y Grig se llevarán a milady. Tú irás con ella —dijo el Cuervo.
—Pero ella no querrá irse —objetó Jane.
El Cuervo le tendió un frasquito.
—Solo una gota —le dijo a la doncella—. El capitán no quiere dañar al
bebé.
—¿Quiere que la duerma? —Jane agrandó los ojos.
La última vez que puso láudano en una bebida de su señora durmió por
horas y luego entró y salió de la inconciencia con accesos de vomito entre
estos. En su estado no creía que fuera conveniente hacerlo. ¿Y si le pasaba
algo a la criatura? Su señora no se lo perdonaría. Ni a ella ni a milord.
—Solo en caso de ser necesario. El capitán no quiere que quede en medio
de la refriega.
Gracias al Señor no fue necesario darle el láudano pues se quedó dormida
por sí misma en el camarote de milord Hades. ¿Cómo lo logró el capitán?
Era una cuestión que no quería saber, pensó sonrojada.
—Grig y Feng nos trajeron en una de las barcazas —respondió, de vuelta
al presente.
Lady Isobel cerró los ojos, tomando el valor de hacer la pregunta que
realmente le interesaba.
—Aidan, ¿dónde está él?
Jane guardó silencio unos segundos que resultaron tortuosos para los
quebrantados nervios de la condesa.
—Se quedó en el Perséfone.
—¿Dijo cuándo enviará por mí? —preguntó, convenciéndose a sí misma
de que Aidan huyó y que se reuniría con él en cuanto fuera posible.
La doncella apretó los labios. ¿Cómo decirle que en ese momento quizá
milord Hades yacía con una espada enterrada en el pecho?
La garganta le tironeó, obstruyéndole el habla. Carraspeó para librarse de
la sensación, sin embargo, cuando habló la voz le salió en un susurro
áspero.
—Milord me pidió que le entregara esto. —Sacó un papel doblado de los
bolsillos de su falda y se lo tendió.
La mano de lady Isobel tembló mientras la estiraba para agarrar el papel
de manos de Jane.
—Le daré un momento para…
—No —la tomó del brazo, deteniéndola—, no te vayas, no me dejes sola
en este momento —rogó, aferrándose a ella.
—No iré a ningún lado. —Tomó la mano que se aferraba a su brazo y la
sostuvo entre las suyas, dándole el apoyo que necesitaba.
Lady Isobel desdobló con la mano libre la carta de su marido. La visión
se le empañó al ver por primera vez la caligrafía masculina de Aidan.

En el Perséfone, Aidan tenía la punta de su espada en la garganta del


capitán Anson. Tras un duro combate entre sus hombres y la marina real,
terminaron en la situación en que se encontraban en ese instante. El deseo
de rajarle la garganta al marino era tal que tuvo que apelar a su anhelo de un
futuro con su esposa para no echarlo a perder matando al desgraciado.
Zachary subió la rampa del Perséfone con el corazón tronándole en los
oídos. Tenía la garganta seca y sus pulmones apenas alcanzaban a absorber
el aire que insuflaba en cada paso apresurado que daba. Debía detener a
Aidan antes de que hiciera algo irreparable que lo llevara al cadalso sin
opción a indulto.
La escena con la que se encontró cuando llegó a cubierta lo hizo elevar
una plegaria. Había llegado a tiempo. Estuvo en el muelle, en espera de que
el duque volviera. Tenía la esperanza de que el lord tomara conciencia e
hiciera lo correcto respecto a Aidan. Era su hermano, sangre de su sangre.
¿Acaso no podía hacer a un lado los rencores y tenderle una mano en este
momento de aflicción?
A juzgar por su ausencia, tal parecía que no lo haría. Por eso había
corrido a través del muelle y la rampa para impedir, como fuera, que Aidan
empeorara su situación.
—¡Aidan! —gritó, sofocado todavía.
—¿Qué hace aquí, padre? —cuestionó Aidan sin quitarle la mirada
encima a Anson.
—Yo… sí, bueno… pasaba por aquí.
—¿En serio, padre? —repuso burlón.
Anson observaba el intercambio sin poder emitir palabra, temía que
cualquier movimiento de su garganta terminara con él desangrado en la
cubierta del navío.
—¡Señor, dame paciencia! —Zachary elevó las manos al cielo y luego se
acercó al par de hombres. Los piratas a su alrededor también tenían
neutralizados a los oficiales de Anson.
—No se preocupe, padre. Nadie va a morir hoy. —Aidan retiró la espada
de la garganta de Anson, pero mantuvo la guardia alta.
El capitán de la marina real se llevó una mano al cuello. Un hilillo de
sangre comenzaba a brotar del pequeño rasguño que la presión de la punta
de la espada le dejó.
—Por favor, bajen sus armas —intervino el cura dirigiéndose a los
hombres de Hades—. Podemos aclarar el asunto como buenos hijos del
Señor —agregó mirando a Aidan.
—Por supuesto, padre —afirmó Aidan.
Todos sus hombres obedecieron la orden indirecta de su capitán.
—Capitán Anson —habló Zachary, sus ojos puestos en el marino—.
¿Garantiza usted la seguridad del conde?
—Si es culpable, mi deber es hacer que se cumpla la ejecución.
—¿Ejecución? —repitió el cura.
—Dijo que tenía orden de llevarlo a Londres —increpó el Cuervo.
—Eso era antes de que respondiera con violencia a nuestros intentos de
apresarlo —espetó Anson.
—¿Violencia? Lo único que hicimos fue defendernos. —Aidan se mostró
ultrajado.
—Atacaron a oficiales al servicio de su majestad —replicó este.
—Ninguno resultó herido —refutó el Cuervo.
—Todos los presentes son testigos de que usted dio la orden de atacar
primero —apuntó Aidan.
Anson apretó las muelas. Maldita sea, tenía razón. Pero no iba a
arriesgarse a que se le escapara de camino a Londres.
—Todos mis oficiales son testigos de que pusieron resistencia. En lo que
a mí respecta, demostró su culpabilidad.
—¡Es un par del reino! —intervino Zachary, desesperado.
—La justicia no es parcial.
—Justicia —resopló el Cuervo.
—¿Entonces, eso es todo? ¿Lo declara culpable y lo cuelga sin un juicio
ni darle oportunidad de demostrar su inocencia? —cuestionó Zachary,
indignado.
—¿Inocencia? Por favor, padre, no ofenda mi inteligencia —rebatió
Anson—. Aidan FitzRoy es culpable de piratería, aunque se empeñen en
negarlo.
—Mi hermano es corsario, capitán. —La voz grave de lord Grafton sonó
a espaldas de Aidan y Zachary.
Ninguno de los presentes se percató de la llegada del duque hasta que lo
escucharon hablar, atentos como estaban a las palabras de Anson.
—¡Excelencia! —exclamó Zachary, esperanzado.
—Padre —respondió el duque a modo de saludo—. Capitán, creí haber
acordado con usted que el arresto se efectuaría de manera pacífica.
Anson acusó el recordatorio como lo que era, una reprimenda en toda
regla.
—El conde no atendió a nuestra pasiva petición, por eso tuvimos que ser
un poco más enérgicos —explicó a regañadientes. Mal que le pasara, el
hombre era un duque, uno muy influyente. Lord Grafton tenía el poder de
truncar su carrera naval con solo una palabra.
—Yo los veo bastante pasivos —observó el duque. Los piratas ya habían
guardado sus armas.
—Las apariencias engañan, excelencia.
—Tiene razón —concedió lord Grafton—. Por eso le informo que mi
hermano, el conde de Euston, tiene la patente de corso —continuó,
haciendo énfasis en su parentesco y el título de Aidan—. Además, nunca ha
atacado ningún barco inglés. ¿No es cierto, hermano?
Aidan estaba mudo de la impresión. Ni en sus más locos sueños creyó
que August acudiría en su ayuda. ¿Le creería ahora si le dijera que nunca lo
traicionó con Amelie? ¿Si le contara como fueron las cosas entre ellos,
entendería el porqué de sus intenciones cuando apareció en la boda?
—Hijo —lo llamó el padre Zachary—. Su gracia te ha hecho una
pregunta.
—Lo siento —murmuró. Se aclaró la garganta y luego dijo—: Sí. Nunca
he atacado un galeón inglés.
—En este punto me veo en la necesidad de informar que cuando el barco
en el que viajábamos el duque de Richmond y yo fue atacado por un pirata
español, la tripulación de Aidan fue en nuestra ayuda.
Anson y lord Grafton agrandaron los ojos. Anson porque ese hecho solo
complicaba aún más la situación. El duque de Richmond era la autoridad
máxima en asuntos navales. Lord Grafton porque creyó que el cura mentía.
¿Cómo en el nombre del Señor se atrevía a decir una cosa así? ¿Acaso no
sabía quién era el duque de Richmond?
—En ese caso —apuntó Anson—, su excelencia puede atestiguar en su
favor.
—Por supuesto —afirmó Zachary, seguro, sin embargo, en su interior
rogaba no tener que llegar a esa circunstancia porque estaba seguro que
Richmond no haría testificación alguna.
—Su gracia —se dirigió al duque—, es mi deber llevarlo a Londres.
—Por supuesto. Partiremos al alba.
Anson maldijo en silencio. Aidan apretó las manos en puños para no
decirle al duque que se metiera en sus asuntos, sin embargo, no podía
mostrarse malagradecido con la persona que acababa de salvarle el pellejo,
¿verdad?
Antes de que lo condujeran fuera del Perséfone para llevarlo al calabozo
del barco de la marina real, se dirigió a Zachary.
—Por favor, cuide de mi esposa. Está encinta.
El cura aceptó el pedido con un gesto de la cabeza.
—Lo haré, hijo —susurró a su espalda.
Acababan de ganar esta batalla, pero todavía estaban lejos de vencer en la
guerra.
En el monasterio, lady Isobel se quedó dormida con la carta de su marido
en sus manos. Las letras de esta se reproducían en su mente aún en sus
sueños.

Para mi amada esposa:

La primera vez que te vi llorabas. Te veías tan frágil recargada contra el


muro de piedra de la capilla. Parecía que en cualquier momento te
desplomarías; lo cual de hecho hiciste. Todavía recuerdo el incordio que
me resultó tener que hacerme cargo de ti para que no te golpearas contra el
suelo.
Fue tu culpa que no lograra impedir la boda de Amelie con August y me
enfurecí. Aunque increíblemente no contigo. A pesar de que tú desmayo era
la causa de mi distracción.
No lo supe en ese momento, pero tus hermosos ojos me robaron el alma
desde el instante en que me miraron. Te llevaste mi alma y mi corazón… y
nunca los devolviste. Son tuyos, esposa, para siempre.
Ese día te adueñaste de mi mente a tal grado que no pude pensar en otra
cosa durante días. Hasta que comprendí que no podía separarme de ti y te
ofrecí matrimonio, disfrazando mi petición con un chantaje, una retribución
que alegué merecía cuando lo que sucedía era que no soportaba la idea de
irme y dejarte ahí.
Como lo estoy haciendo ahora.
Por favor, no me guardes rencor. Mi único deseo es que tú y nuestro hijo
estén bien, lejos de los peligros que me acechan. Jamás podría perdonarme
si resultaran heridos. Es por eso que te envié al monasterio. Sor María
cuidará de ti. También Jane estará contigo. ¿Te diste cuenta que no la
llamé doncella lengua larga?
Feng y Grig se quedarán contigo. Harán cualquier cosa que les pidas y
te mantendrán segura.
Te prometo que haré todo cuanto esté en mi mano para regresar a ti y
amarte hasta el final de nuestros días.
Si no sobrevivo, por favor, dile a nuestro hijo lo mucho que su padre lo
amó. A él y a su madre.
Tuyo, Aidan.
Capítulo 30

El barco de la marina real zarpó con las primeras luces del alba tal
como sugirió el duque de Grafton. El Perséfone se quedó en el puerto a
instancias de su excelencia. Mientras la culpabilidad de Aidan continuara
siendo una mera suposición, sus bienes seguirían siendo suyos. No
permitiría que lo despojaran ni que dejaran a su cuñada desprotegida.
Mientras miraba la inmensidad del océano, intentaba comprender por qué
regresó al muelle. Cuando se fue, harto de los intentos del cura de
ablandarlo para que ayudara a Aidan, iba con la mente puesta en ver a lady
Amelie. Quería escuchar de ella lo que el sacerdote le insinuó. Anhelaba
que le confirmara que todo lo que imaginó sobre ellos no era más que eso,
creaciones de su mente embotada por los celos. Que ella jamás le dio
libremente a Aidan lo que a él durante tanto tiempo le negó.
Fue ahí que comprendió el verdadero motivo de su rabia. La raíz de su
furia en contra de Aidan. Pensar en lady Amelie disfrutando de los besos y
caricias de otro hombre, de su hermano, lo ponía al borde la locura, sin
embargo, era la certeza de que él tenía que rogar por algo a lo que como su
esposo tenía derecho, algo que era legítimamente suyo… Y ella lo brindó
con placer a otro. A alguien que no era él. Mientras a él le negaba el calor
de sus caricias, a Aidan se las dio libremente.
Era eso lo que lo mataba. Era por eso que no le importaba que su relación
sucediera mucho antes de conocerse ellos. Mucho antes de que se
comprometieran. ¿De qué le servía que su relación terminara antes de que la
tomara como esposa? ¿De qué, si ella continuaba enamorada de él?
Parado junto al barandal de proa, posó una mano sobre su corazón. Le
dolía que lady Amelie no lo amara cuando él se consumía de amor por ella.
Y, sin embargo, ahí estaba. Ayudando al hombre que ella amaba. ¿Era
acaso esto el amor?
Ni siquiera llegó a tocar la puerta de calle de la casa Wilton. Comprendió
que debía ayudar a Aidan sin importar la respuesta de su esposa. Era su
hermano. Se lo debía a cambio de todo lo que sufrió por culpa de las
acciones de su madre. Tal vez ya no podrían tener una relación fraternal
como la que él deseó desde que supo la verdad sobre su nacimiento, no
obstante, haría esta última cosa por él. Lo que hiciera después de esto ya no
sería asunto suyo. Él habría saldado su deuda.

En St. Michael’s Mount, lady Isobel estaba sentada frente al escritorio de


sor María. La religiosa ocupaba su asiento tras este. El padre Zachary
estaba sentado en la otra silla frente al escritorio, junto a ella. Acababa de
informarle sobre lo sucedido en el Perséfone, las manos del cura
estrechaban las suyas, confortándola.
—Tu esposo volverá sano y salvo, querida. No te preocupes, lord Grafton
fue con él, no permitirá que sea ejecutado.
—¿Ejecutado? —repitió ella, horrorizada.
—Sí, bueno, si lo declaran culpable es muy posible que…
—Zachary, por amor al Señor, cállate —objetó sor María—. No la estás
ayudando en nada. —Señaló a la dama con un gesto de la cabeza.
La cara de lady Isobel había perdido todo rastro de color.
—Perdóname, hija —repuso el cura, afligido—, no me hagas caso, todo
saldrá bien, ya verás.
—Debo ir a Londres —dijo ella de pronto—. No puedo quedarme aquí a
esperar. —Se levantó de la silla, sus manos estrujaban la falda de su
vestido.
—Isobel… —la llamó sor María—, Aidan quiere que estés segura.
Tranquila. Por el bien tuyo y de la criatura.
—Por favor, hermana, entiéndame. Necesito estar cerca de él, me volveré
loca si me quedo aquí.
—En tu estado no es conveniente hacer un viaje tan largo —apuntó sor
María, apelando al bienestar de su hijo para hacerla desistir.
—Vinimos aquí para ir a Londres y tener el mejor médico disponible
durante mi gestación —refutó lady Isobel—, si puedo hacer un viaje tan
largo para eso, también puedo hacerlo para estar cerca de mi esposo.
Sor María se llevó una mano a la sien. Zachary sonrió.
—Hija, para cuando lleguemos tu marido ya vendrá de regreso —
comentó paciente.
—No si vamos en el Perséfone hasta Southampton y de ahí a Londres por
tierra —argumentó lady Isobel, de repente llena de esperanza.
El Perséfone era rápido y la ventaja que les llevaba el barco de la marina
real se vería reducida. Quizá podrían llegar con menos de un día de
diferencia si zarpaban mañana mismo.
—Hija, los hombres de Aidan no zarparán si él mismo no se los ordena.
—Soy su señora, por supuesto que zarparán si yo lo ordeno.
Tras esas palabras, lady Isobel salió de la oficina de sor María para ir en
busca de Grig y Feng. Les encargaría que se pusieran con los preparativos
enseguida, no pensaba perder más tiempo. A ser posible partirían esa misma
noche. No fue necesario buscarlos pues estos esperaban a pocos pasos de la
puerta de la oficina, cumpliendo el encargo de su capitán de cuidarla.
—Feng, por favor, reúne a la tripulación —dijo en cuanto llegó junto a
ellos—. Iremos a Southampton.
Feng no necesitaba preguntar el motivo de solicitud, sin embargo, se vio
en la obligación de decir:
—Capitán no gustarle.
—A mí tampoco me gustó que me dejara aquí. —La sonrisa de su señora
no los engañó. Sabía que estaba furiosa con su capitán.
—Milady, usted es su esposa, el capitán no le hará nada, pero nosotros...
—decía Grig cuando fue interrumpido por lady Isobel.
—De su capitán me encargo yo. Ahora, Feng, ve a hacer lo que te pedí,
por favor.
—Sí, milady. —Feng afirmó con la cabeza y enseguida se fue a cumplir
las órdenes de su señora.
—Grig, tú ven conmigo.
Grig siguió a su señora a través de los pasillos del antiguo monasterio,
nada convencido de sus planes. Si algo llegara a ocurrirle, el capitán los
desollaría vivos. Esperaba que todo saliera bien, así cuando Hades quisiera
castigarlos ella se encargaría de él tal como les aseguró.
Acababan de dar la vuelta en el pasillo que conducía a la celda que ella
ocupaba desde el día anterior, cuando un sollozo proveniente de otra la hizo
detenerse; y a él con ella.
—¿Escuchas eso? —le preguntó, pero no esperó a que le contestara, ya
estaba caminando a la puerta cerrada de donde venía el sonido.
Lady Isobel golpeó con suavidad la puerta un par de veces y esperó a que
le respondieran. El llanto ahogado cesó de repente, como si la persona al
interior hubiese sido sorprendida cometiendo una falta y dejara de hacerlo
para no ser reprendida.
—¿Está bien? —preguntó a quien fuera que estuviera dentro—.
¿Necesita ayuda?
Pasados unos segundos la puerta se abrió un poco, apenas lo suficiente
para ver el rostro de la mujer parada al otro lado.
—Estoy bien, gracias por preguntar —habló la mujer.
Tenía la voz rasposa, supuso que por haber llorado. También sus ojos
estaban rojos e hinchados, lo que le hizo pensar que tenía mucho tiempo
derramando lágrimas.
—Si necesita algo, estaré tres puertas más allá. —Señaló el pasillo en
dirección a su celda—. Parto esta noche a Londres, pero si puedo ayudarte
antes de que me vaya lo haré con gusto.
La mujer agrandó los ojos al escucharla decir que se marcharía, en un
impulso abrió más la puerta y se aferró a los brazos de lady Isobel.
—Por favor, lléveme con usted —pidió la mujer con tanta desesperación
que lady Isobel se vio reflejada en ella.
Grig adelantó un paso y tomó a la mujer del brazo, obligándola a soltarla
con el jalón que le dio. La desconocida gimió, los dedos del pirata se
hundían en la sensible carne de su brazo.
—Grig, suéltala, por favor. Estás lastimándola. —El pirata obedeció,
pero no se movió, atento a las acciones de la mujer—. ¿Cuál es su nombre?
—preguntó lady Isobel a esta, obligándose a ser cautelosa.
—Mi nombre no es importante…
—Perdóneme, pero no llevaré en mi barco a alguien de quien no conozco
siquiera su nombre. —Lady Isobel sonrió para disminuir la dureza de sus
palabras. No la conocía de nada y no podía asumir que fuera inofensiva.
La mujer la miró con el pánico desbordando sus ojos y se sintió mal.
Si solo dependiera de ella la llevaría sin importarle su identidad, solo le
bastaba saber que era una mujer desesperada y necesitada de ayuda, sin
embargo, la vida de su esposo estaba en juego y no se permitiría cometer
ningún error que agravara su situación.
—Debo irme —dijo cuando fue evidente que la desconocida no le diría
nada—. Si cambia de parecer ya sabe dónde encontrarme.
La tripulación del Perséfone recibió la orden de su señora con agrado.
Ninguno quería quedarse ahí sin hacer nada. Prepararon la embarcación
enseguida y a últimas horas de la tarde ya estaban listos para zarpar.
—¿Está segura, milady? —cuestionó Jane mientras recogía el hatillo que
Cuervo le entregara. En este iban suficientes monedas y joyas para vivir sin
trabajar hasta el día de su muerte.
—Sabes que sí, Jane.
—Milord quería que se quedara en su casa del acantilado. Pidió que
todos la cuidáramos y estuviéramos pendiente de cada necesidad que usted
tuviera.
—Mi esposo es un necio si cree que voy a sentarme a esperar su regreso.
—La quiere mucho, ¿sabe? —dijo Jane con voz suave—. No es un
secreto que no nos llevamos bien, pero aun con sus déspotas maneras, es un
buen hombre que haría cualquier cosa por usted.
—Jane, por favor —gimió lady Isobel, las palabras de su doncella
estaban resquebrajando la fachada de calma a la que llevaba aferrándose
desde que decidió ir a Londres.
—Cuando la llevó hasta la barcaza y tuvo que irse sin usted… nunca vi
un dolor así en el rostro de nadie. Salvo en usted cuando leyó su carta —
continuó la doncella—. Milady… sabe que la apoyo. Siempre estaré a su
lado, no importa lo que haga, pero… por favor, piense bien lo que hará de
aquí en adelante. Por el bien de su bebé y de milord.
—No te preocupes, querida Jane —respondió ella, tragándose las
lágrimas—, no haré nada que eche a perder los esfuerzos de Aidan de
protegerme.
Jane asintió y luego continuó recogiendo las pocas cosas que habían
llevado con ellas.
El padre Zachary vio que un par de hombres —piratas a juzgar por su
aspecto—, atravesaban el jardín del antiguo monasterio en dirección al
camino que llevaba al embarcadero. Frunció el ceño al notar el cofre que
uno de ellos cargaba al hombro. Los siguió hasta donde iniciaba el camino y
sus ojos casi salieron de sus cuencas al ver el navío de Aidan ahí.
—Si no lo matan en la horca, se va a morir de un ataque al corazón
cuando sepa lo que su esposa hizo —masculló el cura, riéndose entre
dientes.
Cuando lady Isobel salió de la celda, el sol hacía rato que no alumbraba
el cielo. El Perséfone estaba listo, esperando por ella cerca del embarcadero
de la isla. No iba a perder más tiempo. Solo se despediría de sor María y el
padre Zachary. Sabía que le esperaba una conversación difícil con ellos,
sobre todo con la religiosa, no obstante, ningún argumento que esgrimieran
la haría desistir.
Caminaba por el pasillo sumida en sus pensamientos, sin embargo, no se
sorprendió cuando la mujer que conociera más temprano la interceptó.
—Está bien, Roger —dijo al enorme pirata que la seguía de cerca cuando
este dio un amenazante paso en dirección de la joven, protegiéndola con su
cuerpo. Había tomado el lugar de Grig mientras este realizaba otras tareas.
—Anne Hamilton —habló la mujer, su voz entrecortada, apenas audible
—. Mi padre es el conde de Abercorn.
—¡Ese malnacido! —exclamó Torus, sorprendiéndolas.
—Roger, por favor, no maldigas en mi presencia.
Torus tuvo la gracia de mostrarse arrepentido cuando se disculpó.
—¿Conoce a mi padre? —preguntó Anne, sus manos se estrujaban la una
a la otra a la altura de su estómago.
Torus miró a lady Isobel en busca de su aprobación para hablar. Ella se lo
dio con un ligero asentimiento.
—El conde es socio del Rojo. Ese maldi… hombre se la tiene jurada al
capitán desde que perdió el barco —informó para consternación de su
señora.
Lady Isobel sabía de la existencia del Rojo gracias a las pláticas entre los
hombres de Aidan. Por la referencia al barco, supo que se trataba del hijo
del pirata al que mató. Ese que dicen lo llamó Hades cuando estaba a las
puertas de la muerte.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó a la muchacha.
—Mi padre… él… me comprometió con el Rojo —confesó, todo su
cuerpo temblaba mientras decía la causa de su huida.
—¡Hija, tu marido va a matarte! —exclamó Zachary caminando hacia
ellas, sin percatarse aún de la identidad de la mujer frente a lady Isobel.
—Como si eso fuera posible. —Roger bufó, incrédulo.
—Estaba a punto de despedirme de usted, padre —le sonrió, un tanto
divertida por el dramatismo del clérigo.
Zachary manoteó en el aire, restándole importancia a sus palabras.
—No es necesario, hija mía —apuntó cuando estuvo junto a ella—, iré
contigo.
—¡Qué! —la exclamación vino de parte de Anne.
—Anne, hija, casi me matas del susto. —Zachary tenía una mano en su
pecho, dándole veracidad a sus palabras.
—¿La conoce, padre? —Quiso saber lady Isobel.
—La conozco, hija. Es una pobre alma en desgracia que tuve la mala
fortuna de tener que ayudar —expresó el cura con tanto pesar que lady
Isobel tuvo que aguantarse las ganas de reír de su dramática actuación.
—Padre, por favor —replicó Anne, sus mejillas coloreadas de vergüenza.
—A todo esto, ¿qué haces aquí con lady Isobel? —Aguzó la mirada en
dirección a ella.
—Yo… yo…
—Pidió viajar con nosotros. —La respuesta la dio Torus y se ganó una
mala mirada de su señora.
—No aprendes, hija, no aprendes. —Zachary movía la cabeza de lado a
lado, su voz tenía un timbre de resignación que avergonzó un poco más a
Anne.
—Lo siento, padre. Pero necesito llegar a Londres. La familia de mi
madre es la única que puede ayudarme.
—Lo sé, lo sé. —Tomó la mano de la dama y le dio unas cuantas
palmaditas en el dorso a modo de consuelo.
—¿Usted responde por ella, padre? —inquirió lady Isobel para dar por
finalizado el tema.
—Hija, no respondo ni por mí —resopló el cura—, pero bueno, supongo
que tendré que hacerme cargo de ella hasta que la entregue a su familia.
Lady Isobel apretó los labios para no sonreír. Quería mantenerse seria,
pero las respuestas del sacerdote no la dejaban.
—En ese caso podemos irnos. Ve por tus cosas, zarparemos enseguida.
Luego de eso siguió su camino hasta la oficina de sor María para
despedirse de la mujer.
Tal como pensó, sor María se mostró reacia a dejarla partir.
—Aidan te encomendó a mí, Isobel —replicó la religiosa—. Si te
sucediera algo malo a ti o a la criatura, no me lo perdonaría jamás.
—Entonces rece por nosotros, por favor —pidió ella, sus ojos
humedecidos por las lágrimas no derramadas.
Sor María bajó la cabeza, sus ojos fijos en la desgastada madera de su
escritorio. Tras varios segundos, que a lady Isobel se le antojaron eternos,
volvió a mirarla. Sus ojos resignados la miraron con tristeza.
—Lo haré. —La sonrisa que quiso dedicarle no fue más que una mueca,
pero lady Isobel la apreció igual.
En un arrebato se acercó a ella y la abrazó.
—Lo traeré de regreso —le susurró. Sor María seguía sentada, sin
embargo, le devolvió el gesto—. Lo prometo.
—Los esperaré. A los tres. —La voz de sor María sonó débil, su garganta
obstruida por las lágrimas que apenas y lograba retener.
Lady Isobel salió de la estancia sin mirar atrás, sabiendo que apenas
abandonara la oficina, la religiosa cedería a sus emociones.
Rato después, el Perséfone se deslizaba por las aguas de las costas de
Cornualles en dirección a Southampton. Zachary, parado cerca del barandal
de proa, miró al cielo estrellado y elevó una plegaria para que la travesía
estuviera exenta de peligros. No necesitaban más problemas, con los que ya
existían tenían para repartir.

O’Sullivan estaba en Rose Garden cuando le avisaron que un barco de la


marina real británica acababa de atracar en el puerto. Cada vez que eso
sucedía, enviaba a uno de sus hombres a averiguar el motivo y si traían
algún prisionero. Anhelaba el día en que le informaran que el maldito
Hades bajaba rodeado de marinos con destino a un húmedo y maloliente
calabozo. Por eso, cuando le dijeron que el pirata estaba en ese barco,
abandonó todo cuanto hacía y se dirigió al muelle.
El carruaje se detuvo en una calle estrecha que ofrecía una buena vista
del barco. Todavía no desembarcaban, pero esperaría lo que fuera necesario
para ver a su enemigo caminar por la rampa como un condenado. ¿Le
pondrían cadenas? Señor, esperaba que sí. Quería verlo humillado,
encadenado como a un perro.
Ese malnacido pagaría cara su afrenta. Y cuando su cuerpo sin vida se
balanceara en la horca, se tomaría un trago de un buen whisky irlandés para
saborear la derrota del maldito Hades.
Se creyó invencible. Pensó que nunca pagaría por sus pecados. Se atrevió
a romper su alianza por unas cuantas rameras. Lo traicionó. Él jamás
perdonaba una traición. La captura y ejecución de Hades sería un ejemplo
para todos. Amigos y enemigos. Aliados y rivales sabrían que Callum
O’Sullivan no perdonaba una traición de nadie. No importaba si eran
mercaderes o el mismísimo ejecutor de los mares, al final, sufrirían las
consecuencias de conspirar en su contra.
El movimiento en la cubierta del barco lo sacó de sus vengativos
pensamientos. Se echó hacia adelante para tener mejor vista desde la
ventana de su carruaje.
Sí, ahí estaba. El gran Hades. El ejecutor de los mares. El temible pirata
reducido a un burdo prisionero. Saboreó la sensación de victoria que
comenzó a correr por sus venas. Quiso reír a carcajadas al verlo bajar
escoltado por un séquito de marinos. ¿Dónde estaba su bravura? ¿Y sus
hombres? Seguramente esas ratas traicioneras lo abandonaron en cuanto el
barco comenzó a hundirse. Se lo merecía. Cualquier desgracia que le pasara
se la merecía. Entrecerró los ojos al ver un segundo hombre.
—Cuervo —rumió para sí.
Ese maldito pirata era más fiel que un perro. Por supuesto que no iba a
dejarlo solo. Oteó en busca de sus otros sabuesos, pero no los vio. Tal
parecía que Sombra y Bardo no eran tan leales después todo.
Volvió a sonreír. El Cuervo no era nadie. Incluso era todavía mejor que
estuviera ahí. Seguro como el infierno que ese desgraciado había
participado en el secuestro de sus flores. Merecía morir al lado de su
capitán.
Volvió a perder la sonrisa al ver un tercer hombre. Un noble. Sus ropas
gritaban riqueza y poder. Usaba una peluca rizada. Mantuvo la mirada en él
mientras recorría la rampa hacia tierra firme. Junto a él iba un marino que
—a juzgar por las medallas que colgaban de su uniforme—, era el capitán.
Intrigado se preguntó por la identidad del lord. ¿Tenía alguna relación
con Hades? Al momento desechó el pensamiento por imposible. ¿Qué trato
podría tener Hades con un lord? ¿O es que acaso era verdad su supuesto
parentesco con un duque? Pembroke lo había mencionado, pero siguió
dudándolo. Hades era capaz de persuadir a cualquiera a actuar como él
quisiera.
Quiso ver de cerca al hombre para tratar de conocer su identidad,
confirmar si se trataba del duque de Grafton, así que abrió la puerta del
carruaje y salió de este.
La helada mirada que Hades le dedicó a esa distancia tuvo el poder de
dejarlo paralizado junto a la puerta abierta de su carruaje. Agrandó los ojos
al percatarse que daba un par de pasos en su dirección. Iba libre de cadenas
así que si corría le daría alcance enseguida y para cuando los marinos
llegaran él ya podría haber muerto a manos de ese maldito.
Subió otra vez a su vehículo y ordenó a su cochero ponerse en marcha.
Aidan lo vio huir como el cobarde que era. Tomó todo de él no correr
hacia el carruaje y abalanzarse en contra del maldito desgraciado. Pero ya
tendría su oportunidad. O’Sullivan no iba a librarse de su furia. El
malnacido pagaría cada sollozo, cada lágrima y cada segundo de
sufrimiento de su esposa.
—Los caballos están listos, capitán. —Escuchó decir a uno de los
oficiales de Anson.
—Excelencia —se dirigió al duque—, partiremos enseguida. Si no tiene
inconveniente, por supuesto —agregó de último para no parecer que le
ordenaba.
—Si nos apresuramos estaremos en Londres antes de la cena —respondió
este.
—Es la intención, excelencia.
—De acuerdo entonces.
Llegaron a Londres con la luna alumbrando su camino.
Anson estaba eufórico. Era cuestión de horas para que la culpabilidad del
conde quedara demostrada. Sería un gran logro en su carrera, estaría más
cerca de ser nombrado comodoro. Sonrió por el futuro que se auguraba.
La voz del duque lo devolvió al presente, donde todavía era un capitán en
busca de impulsar su carrera naval a costa del conde de Euston.
—Iremos a mi casa de la ciudad —decía este.
—Haré que algunos oficiales lo acompañen, excelencia. Los demás
llevaremos al conde a…
—No me ha entendido, capitán —interrumpió el duque con firmeza—.
Mi hermano no pisará ningún calabozo.
—Pero, excelencia, comprenda que…
— No pondré en juego la reputación de mi familia solo porque un
mercader resentido decidió calumniarlo. ¿Le queda claro?
Anson maldijo no tener el poder para enfrentarse a un duque.
—Tendrá que llevarse algunos oficiales para garantizar que el detenido
no huya.
—Tiene mi palabra, ¿no es suficiente? —replicó el duque, irguiéndose
sobre su montura, mostrándole con el gesto que cualquier respuesta que no
fuera positiva sería una ofensa.
Anson, volvió a maldecir.
—Por supuesto, excelencia.
Aidan sonrió irónico ante la capitulación del capitán. Era obvio que
estaba tragándose las ganas de mandar a August a la mierda. El mismo
quería mandarlo a la mierda cuando hablaba con ese tonito pomposo y lo
defendía como si él fuera un crío desvalido. Pero ya habían acordado que él
no hablaría a menos que le preguntaran directamente. Y le estaba costando
como el infierno hacerlo. Quedarse callado y apegarse a la protección del
apellido Grafton, un apellido al que juró no volver acudir jamás, era un
enorme sacrificio a pagar para poder volver con su familia.
No obstante, cuando pensaba en el rostro angustiado de su esposa, en lo
mucho que sufriría si lo colgaran… Señor, ni siquiera se atrevía a pensar en
su hijo no nacido. La perspectiva de no vivir lo suficiente para conocerlo y
ser un padre para él, lo ponía al borde de la locura. Así que, si debía
tragarse el orgullo y dejar que ese estúpido capitán lo tratara como a un
pusilánime, lo haría. Lo haría tanto tiempo como fuera necesario con tal de
regresar con su mujer y su hijo.
—Bien —espetó el duque y luego espoleó su caballo, ajeno a los
pensamientos de su hermano.
Aidan y el Cuervo lo siguieron sin dirigirle una sola mirada al oficial de
la marina.
Anson se dirigió a sus oficiales y les ordenó detenerse. Mientras veía a
los tres hombres irse, pensó que dejaría que lord Grafton creyera que se
salía con la suya. Pondría algunos guardias para que vigilaran los
movimientos de la casa Grafton sin que el duque se enterara. Lord Euston
eventualmente cometería un error y él estaría preparado cuando eso
sucediera.
Capítulo 31

Lady Isobel arribó a Londres a mediodía, cinco días después de que lo


hiciera Aidan. El Perséfone llegó a Southampton a punto de anochecer —
tan solo unas horas después de que lo hiciera el barco de la marina real—,
sin embargo, a pesar de que la dama viajaba con un gran séquito de piratas,
ninguno quiso aventurarse a partir enseguida. Los caminos no eran seguros,
mucho menos para su señora en estado de buena esperanza.
Era mejor salir al alba con abundante luz de día por delante, no obstante,
la salida se retrasó aún más debido a que necesitaban un carruaje
confortable en el que su señora pudiera viajar cómoda. Ninguno quería
echarse encima a un enfurecido Hades si algo le sucedía a milady.
Consiguieron el carruaje un par de días después de su llegada al puerto de
Southampton, no obstante, siguieron retrasándose debido a la falta de
monturas para los hombres que la resguardarían en el camino. Si por ella
fuera, se habría ido sin guardias y en mula si hubiese sido preciso, pero
tanto Jane como Feng —a quien su esposo dejó como responsable directo
de su protección—, no quisieron ni oír hablar de ello. Se mostraron
inflexibles en este asunto porque, tal como le dijo Feng: “yo no quelel
molil, milady”. Y ella tampoco quería que su marido se volviera loco con el
tema cuando se enterara, así que tuvo que aguantarse tres días en una
posada hasta que pudieron partir al mediodía del día cuatro.
Esa noche tuvieron que hacer una parada en otra posada debido a que con
la llegada del invierno el sol se ocultaba mucho antes y la noche los agarró
en el camino. Ella quería continuar, pero Jane y Feng volvieron a unirse,
contando esta vez con el apoyo de Zachary.
Esa noche conoció un poco más a lady Anne, la reacia prometida del
Rojo. Le contó sobre los negocios turbios que manejaban y la obsesión que
tenía con su marido. Cuando le habló de lo desesperada que se sintió
cuando le dijeron que debía casarse con ese hombre, no pudo evitar verse
reflejada en su situación. Ella misma padeció una situación similar cuando
el conde de Pembroke intentó casarse con ella, por eso comprendía su
necesidad de liberarse de ese indeseado compromiso.
Se arrebujó en el abrigo al sentir que una corriente de aire helado se
colaba por alguna rendija del carruaje. El vehículo traqueteaba por las calles
encharcadas por la nieve derretida, la cual ya no era blanca sino mugrienta
por las pisadas de los transeúntes. Corrió la cortina para mirar por la
ventana, nunca había estado en Londres y la desencantó un poco que la
ciudad no fuera lo que esperaba. En lugar de casas con hermosos jardines y
parques, percibía solo suciedad, malos olores, casas con paredes
ennegrecidas, gente caminando por en medio de las calles sin importarles
los carruajes y caballos que transitaban por ahí. Desechó el pensamiento.
No estaba ahí para pasear sino para encontrarse con el necio de su esposo.
Miró a sus acompañantes. El padre Zachary hacía rato que dormía, ni
todo el traqueteo al que se vieron sometidos durante el camino logró
despertarlo. Ni siquiera cuando pararon para que ella pudiera vaciar el
estómago en un punto del trayecto, el movimiento había logrado
descomponerla y debieron hacer una parada de emergencia.
El cura aspiró ruidosamente por la nariz y Jane, sentada a su lado,
resopló. Gracias a los ronquidos del sacerdote no pudieron dormir en lo que
restaba de camino, motivo por el que la doncella traía un enfurruñamiento
que no se aguantaba ni ella. Odiaba no dormir y cuando no lo hacía casi
igualaba a su marido en mal humor.
—Juro que lo primero que haré será buscar una cama —masculló la
doncella, su mirada entrecerrada puesta en el cura que dormía a pierna
suelta sin importarle el descanso de sus compañeras de viaje.
—Por supuesto, querida Jane —sonrió lady Isobel—, yo misma me
encargaré de que puedas descansar.
—Ni el Señor lo permita —objetó Jane—, primero la dejo instalada y
luego me largo a dormir hasta año nuevo —exageró pues aún faltaban
algunos días para eso.
—¿Está bien, lady Abercorn? —preguntó a su otra acompañante, quien
durante el camino no había dicho ni una palabra. Se dedicó a fingir que
dormía, pero era bastante obvio que los ronquidos del cura no la dejaban.
—Sí, milady. Solo pensaba un poco.
—¿Sabe la dirección de sus familiares?
Lady Anne negó con la cabeza. Solo sabía que su madre era hija del
coronel John Plumer, quien murió casi veinte años antes cuando ella ni
siquiera había nacido. Su única esperanza era que su tío William, hermano
de su madre y a quien vio por última vez durante el funeral de esta, tres
años atrás, se apiadara de ella y la recibiera en el seno de su familia. Sabía
que su casa familiar estaba en Hertfordshire, no obstante, esperaba que
tuvieran una casa en Londres. Si dejaban sirvientes quizá podía enviar un
mensaje a la casa de campo.
—No, milady. Espero averiguarlo pronto —respondió a la pregunta que
le hiciera lady Isobel antes de que se perdiera en sus cavilaciones.
—Le pediré a Grig que haga algunas averiguaciones —le sonrió para
darle la confianza que sabía necesitaba.
—Gracias, milady. Le estaré muy agradecida.
—No hay necesidad de agradecer.
—Es usted muy buena —comentó con una sonrisa trémula—. El Señor
sabrá recompensarla.
—Lo único que deseo es tener de vuelta a mi esposo.
—Así será, lady Euston. El Señor no permitirá que el Rojo y O’Sullivan
logren su cometido.
—¿Conoce a O’Sullivan, lady Abercorn?
—No, milady. Solo he escuchado hablar de él.
—¿A su padre?
Lady Anne asintió.
—Mi padre era un buen hombre hasta que se asoció con el Rojo —
afirmó, sintiendo la necesidad de defender a su progenitor a pesar de todo
—. Junto con él llegó O’Sullivan —continuó—, y esas pobres mujeres
que… —Lady Abercorn cortó su frase, no atreviéndose a decir en voz alta
la suerte que corrían las mujeres que llegaban al club que tenía el hombre
con el que a esas alturas ya debía estar casada.
—Entiendo —musitó lady Isobel.
Recordó al ramillete, como su esposo insistía en llamarlas. Esas
jovencitas que fueron llevadas con engaños —y en algunos casos a la fuerza
—, a los dominios de ese hombre sin escrúpulos. Estaba segura que la
detención de su esposo era en represalia a ese rescate que ella misma
impulsó. Dadas las circunstancias en las que se encontraban debería
arrepentirse de haberle pedido a su marido que se inmiscuyera y encontrara
a la hermana de Jane, pero no podía. Aun con los angustiosos días que ha
pasado y que seguramente seguirá viviendo, no podía arrepentirse de darles
a Hyacinth, Poppy, Lily y Joanne la oportunidad de tener una vida tranquila
lejos de las garras de ese hombre.
Confiaba en Aidan. Su marido no era invencible, pero sabía que no se
rendiría. Él haría lo imposible para salir de esta situación. Además, no
estaba solo. Lord Grafton estaba con él, apoyándolo. Y ella estaría ahí
pronto.
El bandazo que dio el carruaje al detenerse, le indicó que ese “pronto”
estaba por llegar.
Zachary hizo un par de escandalosas inspiraciones y luego abrió los ojos.
—¿Ya llegamos? —preguntó, una mano hurgaba en su ojo izquierdo.
—Eso parece —contestó lady Isobel, sintiendo que las náuseas volvían.
Aunque esta vez era por la tensión de lo que ocurriría. ¿Estaría Aidan en
algún maloliente calabozo? ¿Podría verlo enseguida? ¿Qué diría cuando la
viera? Toda la seguridad que la mantuvo entera durante todo el trayecto,
estaba abandonándola ahora que faltaba muy poco para verlo.
La puerta del carruaje se abrió y la figura de Feng apareció al otro lado.
—Podel bajal, milady. —Le tendió una mano para ayudarla.
Lady Isobel se movió en el estrecho espacio del carruaje y descendió a la
calle. Su mirada se topó con una casa de tres plantas con columnas
circulares a los lados, simulando las torres de un castillo. La piedra con que
fue construida era de un tono que no era ni rojo ni rosa. Las ventanas con
marcos blancos y cubiertas de cristales eran verticales. Siete rectángulos en
la segunda y tercera planta, sin contar las de las torres y el piso inferior. Se
preguntó si correspondería al número de habitaciones. Era enorme, más
grande que la casa de Cornualles, pero más pequeña que el castillo de Skye.
Frente a la fachada había una buena extensión de tierra que supuso sería un
bonito pasto verde en primavera.
—¿Dónde estamos? —preguntó el padre Zachary asomándose a la puerta
del carruaje. Jane y lady Anne ya estaban fuera del vehículo.
—Es la casa del capitán —informó Grig, estaba de pie junto a su señora.
—Eso de la piratería sí que deja sus buenos botines —murmuró Jane.
—Niña, no seas irrespetuosa. —Zachary le dio una pequeña colleja desde
su posición en el carruaje.
—¿Por qué vinimos aquí? ¿Dónde está mi esposo? —cuestionó lady
Isobel dándose la vuelta, dispuesta a volver a subir al carruaje.
—No lo sabemos, milady —apuntó Grig—. Lo mejor es que usted
descanse un poco mientras nosotros investigamos a dónde lo llevaron.
A pesar de que las palabras de Grig sonaban razonables, lady Isobel se
resistía. Quería treparse al carruaje e ir con ellos.
—Esa es una estupenda idea —aprobó Zachary mientras bajaba—. Estoy
molido. Con tanto traqueteo apenas pude pegar ojo. —Alzó los brazos, los
hizo hacia atrás y luego los elevó hacia el cielo, estirándose para aliviar la
tensión en la espalda con un crujido de huesos.
Jane lo miraba sin poder dar crédito. ¡Pero si durmió como marmota en
invierno! pensó viéndolo de mala manera. Su mano sobaba donde le dio la
colleja. Se dijo que por algo era anglicana y no católica.
—Stuart y Sharky se adelantaron con sus monturas y ya se cercioraron de
que la casa sea segura —añadió Grig.
—¿Dónde está Roger? —preguntó por Torus, a quien no había visto
desde que salieran de Southampton
—Se quedó en el puerto al cuidado del Perséfone con una parte de la
tripulación.
—Señor, ni siquiera pensé en eso —gimió lady Isobel.
Se fue de la ciudad sin nada más en mente que llegar a Londres para estar
al lado de Aidan. Si algo le sucedía al Perséfone, su malhumorado pirata se
pondría furioso.
—Nosotlos cuidal, milady —intervino Feng—. Pol favol, descansal —
señaló la puerta abierta de la residencia de su marido.
Stuart estaba parado bajo el marco de la puerta.
—Bienvenida a casa, milady —dijo con toda la pomposidad que su corta
experiencia como mayordomo le brindaba.

En la mansión Grafton, Aidan caminaba en la biblioteca como león


enjaulado, harto del encierro. Necesitaba salir, cabalgar, sentir el viento en
el rostro y mirar algo más que paredes cubiertas de cuadros. Pero el imbécil
de Anson tenía la casa vigilada. El muy idiota debió pensar que no se daría
cuenta que el hombre que vendía carbón al otro lado de la calle, a un par de
casas de ahí, era un marino. En ocasiones sentía el impulso de buscar al
bastardo del capitán y darle una paliza. Cierto que las acusaciones no eran
falsas, pero le reventaba tener que enfrentarse a la justicia a instancias de un
delincuente de la calaña de O’Sullivan.
Esperaba que el ilustre duque de Richmond cumpliera su palabra. Al día
siguiente de su llegada a la ciudad, August envió un mensajero a la casa del
duque solicitándole una audiencia. Sin embargo, le informaron que su
excelencia estaba en su casa de campo. Ante esa desalentadora
circunstancia, August envió al mensajero hasta allá con una carta un poco
más extensa donde le informaba someramente de la urgencia de su
solicitud.
La respuesta del duque fue que regresaría a Londres después de año
nuevo para revisar el asunto que lord Grafton exponía en su carta.
Malditos nobles y su manía de vivir una temporada en Londres y otra en
el campo, pensó irritado.
Por su culpa tenía días metido en ese mausoleo que el duque llamaba
casa sin más compañía que el Cuervo y el lord. Agradecía que por lo menos
estuviera el Cuervo. La tensión que emanaba August cada vez que
tropezaban en alguna zona de la casa iba a hacerlo estallar en cualquier
momento.
A pesar de la ayuda que este le brindaba, no se engañaba pensando que
todo estaba arreglado entre ellos. No, ni mucho menos. Podía afirmar que,
si se le diera la oportunidad, el duque saltaría sobre él como un lobo
hambriento, decidido a devorarlo. Y en esos momentos casi lo deseaba.
Necesitaba liberarse de alguna manera.
Pensó en su esposa y lo mucho que le gustaría liberarse con ella. Aunque
con lo furiosa que debía estar no creía que fuera bien recibido. Esperaba
que la carta que le envió con la doncella la ablandara un poco. Era la
primera vez que desnudaba sus sentimientos de esa manera. Hizo una
mueca al pensar en lo mucho que se reirían sus hombres si supieran que era
capaz de escribir cartas como esa. ¡Si solo le faltó escribir un soneto!
Se llevó una mano al cabello. Los pensamientos sobre su esposa, lejos de
él tras los fríos muros del antiguo monasterio, lo torturaban. La necesitaba.
Demasiado. A veces se arrepentía de haberla enviado al cuidado de sor
María sin decirle. Sin embargo, no se sintió capaz de hablarlo con ella.
Sabía que no querría dejarlo. Se resistiría y lo miraría con esos ojos verdes
empañados de lágrimas y él no habría tenido más opción que acceder a su
pedido. Cuando lo miraba con esos ojos rebosantes de amor, anhelantes de
él, le era imposible negarlo algo. Pero se trataba de su seguridad y la de su
hijo, no podía permitirse ser débil en cuanto a eso.
Un golpe en la puerta de la biblioteca detuvo su paseo por la estancia.
—Adelante —dijo a quien fuera que estuviera al otro lado.
—Milord. —Era el mayordomo de August—. Hay un hombre en la
puerta que pregunta por usted.
—¿Un hombre?
—Ya le informé que no recibe visitas, pero…
—Pero le dije que no me iría sin darle el mensaje de mi señora —
interrumpió Grig al mayordomo. Este lo miró de mala manera al percatarse
que entró sin ser invitado.
—¿¡Qué haces aquí!? —Aidan atravesó la estancia en unas cuantas
zancadas—. ¿¡Dónde está mi mujer!? —Lo agarró de las solapas del
chaleco, su expresión furiosa asustó hasta al mayordomo que prefirió
retirarse discretamente.
—Milady está en su casa de la ciudad, capitán.
—¡Qué hace aquí! ¿¡No los dejé a ustedes al cuidado de ella, imbécil!?
—La sujeción en el chaleco de Grig se hizo mayor cuando lo pegó a la
pared junto a la puerta.
—Milady insistió. En su estado no quisimos contrariarla —balbuceó
Grig, el sudor escurriéndole por la sien. Ya se esperaba la reacción de su
capitán, sin embargo, no era algo con lo que quisiera lidiar. Maldijo su mala
suerte, una moneda lanzada al aire había decidido que sería él quien se
enfrentaría a su ira.
—¿¡Entonces si decide tirarse por la borda no van a detenerla para no
contrariarla!? —ladró Aidan más enojado, despegándolo un poco de la
pared solo para volver a golpearlo contra ella instantes después.
¿Quería alguien para liberar la tensión de esos días? Aquí lo tenía.
—No, claro que…
—Suéltelo, capitán. —El Cuervo, atraído por los gritos furiosos de
Aidan, llegó hasta ellos para intentar calmar al furibundo Hades.
—No te metas, Cuervo.
—Todavía necesita que le diga cómo está milady —razonó este.
Argumento que funcionó solo en parte.
—El mensaje —dijo Aidan a Grig—. ¿¡Cuál es ese mensaje que te dio mi
mujer para mí!? —exigió acorralándolo ahora contra una de las puertas de
la biblioteca, la que nunca se abría.
—En mi bolsillo.
Aidan hurgó en el bolsillo del chaleco de Grig, desesperado por conocer
lo que su esposa mandó a decirle. Encontró un pedazo de papel doblado a la
mitad. Lo tomó y lo alzó a la altura del rostro del pirata.
—¿Lo leíste? —cuestionó, su mirada decía lo mal que Grig lo pasaría si
lo hizo.
Grig negó con la cabeza, incapaz de decir una palabra, la sujeción en su
cuello comenzaba a afectar el aire que inhalaba, un poco más y caería al
suelo inconsciente. Creyó que iba preparado para enfrentar la reacción de su
capitán, pero fracasó. Volvió a maldecir su suerte y la maldita moneda que
lo puso en esa posición en lugar de Feng.
Aidan lo soltó y se alejó unos pasos para leer el mensaje de su esposa. A
su espalda, Grig tosía y se agarraba el cuello, donde la tela del chaleco le
raspó la piel.
Mientras desdoblaba el papel, las manos de Aidan temblaban. ¿Qué le
escribió? ¿Le reclamaba su abandono? ¿Le decía que no quería verlo nunca
más?
Maldijo el sudor que empezó a correrle por la espalda.
¡Infiernos, él era Hades!
Rabioso por lo asustado que se sentía, enfocó la mirada en la caligrafía
suave y femenina de su esposa.

Te extraño.

Eso era todo. Nada de reclamos ni amenazas. Ni una palabra sobre lo


decepcionada que se sentía o del dolor que le causó al dejarla. Tampoco
líneas y líneas con palabrería sobre lo mucho que lo amaba y de cuanto
deseaba estar junto a él. Nada. Sin embargo, solo ese par de palabras
encerraban todos los sentimientos no expresados de su esposa. No
necesitaba que los pusiera sobre el papel. Él lo sabía. No obstante, mentiría
si dijera que no deseaba encontrarse con una extensa carta en la que pudiera
casi palpar los sentimientos de Isobel.
«Quizás está más enojada de lo que pensé», caviló para sí, la mano libre
sobre su frente.
Lady Isobel era de pocas palabras, tímida para algunas cuestiones, pero
jamás mezquina en lo que a demostrarle amor se trataba.
—¿Cómo está? —preguntó a Grig sin apartar la mirada de la nota. El
enojo que prendió su interior con tanta facilidad ya estaba apagado.
Sofocado por un par de palabras.
—¿Te importa?
Aidan giró tan rápido en dirección a la puerta que se mareó. La visión
borrosa de su mujer, ataviada con un hermoso vestido azul claro, le robó el
aire.
—Estás aquí —pronunció en voz baja, sus brazos colgaban inertes a sus
costados. Las manos comenzaron a hormiguearle por el deseo de tocarla.
—No gracias a ti.
—El bebé… —Aidan miraba el vientre de su esposa.
—Él está bien.
Aidan asintió sin saber qué otra cosa decir. Por primera vez en su vida se
sentía inseguro, jamás antes estuvo en una posición donde no tuviera el
poder, en el que no dominara la situación. Aunque si era sincero consigo
mismo, desde que Isobel entró a su vida no volvió a tener el poder de nada
pues era ella quien regía cada una de sus acciones. Justo como en ese
instante.
Se observaron largamente, leyendo en sus miradas lo que sus labios no
podían expresar. Todo el dolor, el amor y los reproches estaban ahí.
—¿Cómo pudiste hacerme a un lado? —musitó lady Isobel con la voz
quebrada cuando el silencio se tornó insoportable; estaba parada en el
umbral, la puerta abierta a su espalda.
—No, vida mía. —Aidan negó con la cabeza—. Jamás fue esa mi
intención.
—Pero lo hiciste.
—¿Acaso no leíste mi carta? ¿No te la entregó Jane? —Al formular la
última pregunta, apretó los puños. Si la doncella lengua larga no había
cumplido con su orden más importante, la haría pagar. Sufriría. Mucho.
—La leí.
—¿Entonces por qué estás tan enojada? —cuestionó, su carta era muy
clara sobre sus motivaciones para separarse de ella.
—¡Me dejaste! —gritó ella, perdiendo la compostura al ver que no
entendía nada. Su rostro descompuesto por las distintas emociones que
flameaban en su interior.
—Fue por su bien. —Caminó hacia ella, no soportaba más tenerla tan
cerca y no tocarla.
—¡Mi lugar es junto a ti, tonto arrogante!
Aidan la rodeó con los brazos, atrapando los de ella entre sus cuerpos. La
apresó contra su pecho a pesar de lo mucho que ella luchaba para que la
soltara.
—¡Cuervo, cierra la puerta!
Su orden fue cumplida apenas unos segundos después. Sus hombres, tal
como supuso, estaban pendientes de su mujer.
¡Como si él pudiera hacer algo que la lastimara!
Bajó la mirada a la gatita furiosa que tenía entre sus brazos. Sus ojos
verdes relucían de ira, tenían las mejillas enrojecidas y los labios
entreabiertos debido a su errática respiración. El escote de su vestido le
daba una exquisita visión de su pecho agitado. Bajó la cabeza y probó sus
labios sin importarle las consecuencias. Segundos después, el mordisco que
sintió en su labio superior lo hizo apartarse, pero no se desanimó. Antes de
ese pequeño arrebato, su esposa estaba respondiéndole.
—¿Por eso pediste que cerraran la puerta? —cuestionó ella al tiempo que
hacía un último intento de soltarse, su voz entrecortada debido al beso
compartido, pero ella se dijo que era por sus inútiles esfuerzos de liberarse
de la sujeción de él.
Quería seguir enojada con Aidan, pero cuando la abrazaba y la miraba
como si no existiera nadie más en el mundo se le tornaba casi imposible.
Mucho más después de ese pequeño beso que ella se obligó a romper
hincándole los dientes.
Aidan estiró los labios en una media sonrisa antes de inclinar la cabeza,
su mejilla derecha rozó la de ella.
—No quiero que escuchen tus gritos. —Lady Isobel percibió cómo el
cálido aliento de Aidan en su oreja, le erizaba los vellitos de la nuca.
—Yo…yo no… grito —tartamudeó.
—¿Estás segura, capitana?
—Por… supuesto. —Imágenes de aquella noche en la bodega de “La
Silenciosa” desfilaron por sus pensamientos, llamándola mentirosa.
—En ese caso… —Estiró la mano hacia la puerta.
—Deja de jugar —pidió ella, enlazó sus brazos en el cuello de él,
aprovechando que había aflojado su agarre.
—¿Me extrañaste, esposa? —preguntó, aunque ya sabía la respuesta. La
tenía escrita con tinta en la nota que ahora yacía arrugada en su mano
derecha.
—No más de lo que tú lo hiciste, esposo —refutó ella, porque no quería
ablandarse tan rápido. Aun cuando lo único que deseaba era que la besara
otra vez, que la hiciera olvidar con sus besos los días angustiosos que vivió
sin saber nada sobre su situación. Si vivía o moría.
—Tienes razón, cariño. —Movió el rostro y sus labios quedaron muy
cerca, solo bastaba un pequeño movimiento para que se tocaran—. Te
extrañé como un desquiciado.
Lady Isobel unió sus labios. ¿Quién quería seguir enojada cuando tenía a
su marido fuerte y sano frente a ella?
Rato después, fuera de la biblioteca, la voz del duque de Grafton se
escuchó a través de la madera de la puerta.
—Señor, ¿qué sucede ahora? —cuestionó su excelencia a punto de
abrirla.
Lady Isobel, con el pelo revuelto y el vestido a medio poner, corrió a
esconderse en un hueco que quedaba junto a uno de los estantes repletos de
libros.
Aidan se rio de sus intentos de ponerse bien la ropa. Él ya tenía las calzas
puestas y en ese instante se ponía la camisa.
—Por favor —susurró su esposa—, no dejes que entre.
—¿De verdad piensas que dejaré que alguien te vea así? —Cruzó los
brazos sobre su pecho, solo por molestarla.
—Deja de parlotear y ve a ver antes de que entre.
¡Parlotear! Aidan rio entre dientes. Solo su mujercita era capaz de
hablarle así y salir indemne. Obedeció su orden y fue hasta la puerta, la cual
tuvo la previsión de cerrar con seguro cuando hizo el amague de abrirla,
cosa que fue su intención desde el principio.
—¿Necesitas algo? —preguntó al duque en cuanto este apareció al otro
lado.
Lord Grafton observó las malas trazas de Aidan y se enfureció. ¿Es que
este desgraciado había metido una fulana a su casa? ¿Se atrevió a deshonrar
su casa y a lady Isobel?
—Cuidado con lo que vayas a decir —advirtió Aidan al observar su
expresión ultrajada.
—¿Yo debo tener cuidado? —August lo miró incrédulo—. Estás en mi
casa, beneficiándote de mi apellido, ¡¿y yo debo tener cuidado?! —El lobo
por fin había atacado.
—¿Ya te cansaste de jugar al hermano mayor? —se burló Aidan.
Lord Grafton perdió el control que tan celosamente llevaba guardando y
se abalanzó sobre su hermano. Esta vez le daría la paliza que no pudo darle
en el barco.
Lady Isobel observó horrorizada que Aidan aterrizaba de espaldas con el
duque encima. Tuvo el impulso de ir a separarlos, pero peleaban igual que
perros rabiosos. No podía arriesgarse a que le dieran un golpe a ella como
sucedió aquella vez en “La Silenciosa” cuando intentó interponerse entre
ellos, podría ser perjudicial para su pequeño. En lugar de eso se puso a
gritar a voz en cuello, imaginando que estaba de parto.
Los gritos de lady Isobel penetraron en la neblina de furia del par de
hermanos. El primero en reaccionar fue Aidan, quien se deshizo de lord
August con un empujón que mandó a su excelencia de regreso al suelo.
Enseguida corrió hasta su mujer, que gritaba en el hueco donde se había
escondido antes.
—Isobel, amor mío, ¿qué te pasa? —La agarró de los brazos,
inspeccionando con la mirada si tenía alguna herida visible—. ¿Es el bebé?
¿Es eso? —Ceniciento la tomó en brazos y salió con ella de la biblioteca sin
pensar ni una vez en el duque, quien solo atinó a ver cómo pasaba a su lado
con lady Isobel en brazos.

En altamar, el Rojo y Abercorn viajaban hacia Southampton. Las


pesquisas para encontrar a lady Anne por fin rindieron frutos días atrás
cuando el barco en el que huyó atracó de nuevo en Dublín. Según les
informaron, la dama viajó con ellos. Hamilton intuyó que iría a
Hertfordshire en busca de la familia de su esposa. El Rojo se había
aprestado a ofrecerse para traerla de regreso, sin embargo, Abercorn no
aceptó. Alegó que todavía era su responsabilidad, no obstante, el verdadero
motivo era que no quería dejarla sola a expensas de su socio.
Conocía de primera mano su naturaleza violenta y no quería imaginar lo
que sería de su pequeña hija si le ponía las manos encima. Quiso ir solo
para luego decirle que no la encontró, pero el Rojo se negó en redondo.
Daba igual. Encontraría la manera de librar a su hija del compromiso al
que la sometió su ambición. Y si podía deshacerse de su socio, mucho
mejor. Estaba harto de sus desplantes y que le ordenara como si fuera un
campesino.
¡Él era un conde, por amor al Señor!
Sí, afirmó para sí. Rompería lazos con el Rojo a la menor oportunidad y
que se fueran al infierno él y su obsesión de vencer a Hades.
Capítulo 32

Londres.
Mediados de febrero de 1726, año de Nuestro Señor.

Lord Richmond regresó a la ciudad casi seis semanas después de año


nuevo. Al día siguiente envió un mensaje a casa de lord Grafton
informándole de su llegada y dándole audiencia para una semana después.
Cuando Aidan supo que lord Richmond retrasaba su solicitud una
semana más, casi se volvió loco. Estaba harto de la situación y no veía la
hora de salir de esta, aunque fuera a punta de espada.
El día estipulado, lord Grafton se presentó solo en casa de Richmond, a
pesar de que Zachary insistió en acompañarlo. Agradecía las intenciones del
sacerdote de interceder por su causa, sin embargo, esta era su deuda y solo
le correspondía a él saldarla. Si su madre no le hubiera negado su apoyo
cuando lo necesitó, Aidan no habría tenido que convertirse en Hades. Era
una carga que llevaba sobre sus hombros e iba a hacer lo imposible por
librarse de ella.
El mayordomo de Richmond lo recibió en la entrada; después de hacerse
cargo de su capa y guantes lo condujo hasta el despacho del lord.
Charles Lennox, segundo duque de Richmond y Lennox estaba sentado
tras su escritorio, inclinado hacia este deslizaba la pluma sobre el papel que
mantenía en su sitio con la otra mano, concentrado en lo que Grafton intuyó
era alguna misiva. El duque era un hombre joven de cabellos castaños, cejas
definidas y nariz recta. Ojos azules y tez blanca. Había heredado el título de
su padre, el primer duque de Richmond, casi cuatro años antes. Título que
su abuelo, el rey Carlos II, creó para su padre, uno de sus hijos ilegítimos;
el anterior duque de Grafton incluido.
Era un secreto a voces que el padre del actual lord Richmond y el suyo
era hermanos. Ambos hijos ilegítimos del fallecido monarca. No obstante,
nunca tuvieron una relación cercana. Tal como ahora no la tenían sus
vástagos a pesar de trabajar codo a codo en el parlamento inglés.
—Su excelencia, el duque de Grafton —anunció el mayordomo con una
profunda reverencia.
Lord Richmond dejó de escribir, colocó la pluma en el tintero y se
levantó en deferencia al rango de su invitado.
—Bienvenido, excelencia. —Extendió el brazo, indicándole con el gesto
uno de los sillones frente a su escritorio.
Tras las formalidades de rigor referente a la salud y bienestar de sus
respectivas familias, lord Grafton abordó el tema que le atañía.
—No comprendo qué desea de mí, excelencia —respondió Richmond
cuando lord Grafton terminó de exponer el asunto.
Lord Grafton casi pudo tocar la tensión que emanaba del duque de
Richmond. Sabía que sería difícil, no obstante, no le convenía que el lord se
cerrara a ayudarlos debido a su lealtad al rey y mucho menos que creyera
que él mismo era un traidor.
—Jamás me atrevería a pedirle que actuara con deshonor, mucho menos
que traicionara la confianza que su majestad ha colocado en usted —apuntó
él—. Sé que su lealtad es tan firme como la mía, su gracia —añadió.
—Lo es, excelencia.
La tensión en lord Richmond disminuyó tras las palabras de Grafton. El
duque apreciaba a su par, era un hombre cabal que velaba por los intereses
de su majestad, sin embargo, su situación era, cuando menos, inusual.
—Lo único que le solicito es que me apoye cuando exponga el caso ante
su majestad. No hay ninguna prueba de que el conde realizara actos de
pillaje, solo una carta dirigida a mí que ha sido sacada de contexto. Ni
siquiera sabemos si la carta es legítima.
Lord Grafton rogó en su interior que Richmond no sugiriera convocar a
lord Pembroke para corroborar la autenticidad de la misiva. Dudaba mucho
que el conde se mostrara cooperativo si se le pidiera. Aunque quizá podrían
encontrar una manera de coaccionarlo.
—Su majestad no regresará hasta que se reanuden las sesiones en el
parlamento —le recordó Richmond, sacándolo de sus pensamientos.
—Es por eso que necesito su ayuda para retrasar la investigación hasta
que pueda apelar a su majestad.
—¿Dónde se encuentra el conde?
—En mi casa de la ciudad —respondió lord Grafton—. Comprenderá que
no puedo permitir que sea llevado al calabozo, la reputación de mi familia
se vería afectada si la situación se hiciera de dominio público.
—Tiene razón, no obstante, el conde es sospechoso de traición a la
corona, no puede vagar libremente mientras no se demuestre su inocencia.
—Entiendo su preocupación, pero le aseguro que mi hermano no hará
nada que perjudique a su majestad. Su esposa está encinta y, al igual que yo
deseó estar junto a la mía, solo quiere estar a su lado cuando dé a luz.
—Enhorabuena, excelencia. El Señor les otorgue un hijo sano. —Lord
Richmond pensó en su propia esposa, encinta por cuarta vez.
Lord Grafton recibió la felicitación por el estado de buena esperanza de
su esposa con una sonrisa tensa. Amelie debía estar ya en la etapa final de
la gestación. Fugazmente se preguntó si le avisaría cuando sucediera.
Desechó el pensamiento y volvió a concentrarse en lord Richmond, no era
momento de dejarse llevar por sus problemas.
—Agradezco sus buenos deseos, su gracia.
El duque de Richmond y Lennox lo miró un momento sin decir nada,
cavilando su decisión. El duque era padre de dos hermosas niñitas, la mayor
estaba por cumplir tres veranos ya, sin embargo, su heredero había muerto a
las pocas horas de nacido hacía poco más de un año. La muerte de su
segundo hijo destrozó a su esposa y ella todavía no le perdonaba que,
debido a sus responsabilidades con la corona, no hubiera estado junto a ella
durante el alumbramiento. Lord Richmond podía entender más que nadie la
situación actual de los hermanos FitzRoy, sobre todo, porque en pocos
meses su propia esposa daría a luz a su cuarto hijo y debía estar de vuelta en
su casa de campo antes de que eso ocurriera.
—Referente a su solicitud —habló por fin—, hablaré con el magistrado
para que postergue el asunto hasta que haya tenido audiencia con su
majestad.
—Mi familia le estará muy agradecida, excelencia.
—Espero que su causa sea bien recibida por nuestro monarca —comentó
Richmond.
—Gracias. No le quito más su tiempo. —Lord Grafton se levantó y
Richmond lo hizo con él—. Excelencia, una última cosa —pidió todavía de
pie frente al escritorio—, ¿por casualidad conoce usted a Zachary Byrne?
—¿Zachary Byrne? —repitió el duque—. No, me temo que no, su gracia
—dijo pasados unos segundos.
—Entiendo. Gracias otra vez, con su permiso.
Lord Grafton salió del despacho de Richmond maldiciendo entre dientes.
¿Cómo era posible que ese cura mintiera con tanto descaro? ¡Era un hombre
del Señor! ¿Es que ya no se podía confiar ni en un cura?
Dio gracias al Señor no haberle permitido ir con él. Quién sabe qué clase
de locuras habría dicho. Por suerte no mencionó nada sobre el supuesto
rescate o habría quedado como un lerdo frente a Richmond.
Llegó al vestíbulo y esperó a que el mayordomo le entregara su capa y
guantes. Estaba poniéndoselos cuando la voz de su pariente, llamándolo,
retumbo en el vestíbulo.
—Excelencia, un momento. —Lord Richmond caminaba hacia él.
—Lo escucho, excelencia.
—¿El hombre por el que preguntó es por casualidad un sacerdote? —
preguntó ya junto a él.
Lord Grafton asintió sin poder hablar, demasiado sorprendido por la
repentina posibilidad de que la historia del cura fuera real.
—En ese caso, sí lo conozco. Solo lo vi una vez hace unos años. Era
amigo de mi padre. —El actual duque de Richmond se abstuvo de comentar
que en realidad fue su confesor puesto que nadie sabía que su padre
comulgó con el catolicismo hasta el día de su muerte.
—Entiendo.
—¿Por qué pregunta por él? —cuestionó Richmond.
—Es un invitado en mi casa y mencionó conocerlo —respondió, todavía
reacio a mencionar la historia del supuesto rescate.
—Era muy amigo de mi padre, aunque no se veían con frecuencia. La
última vez fue cuando mi padre viajó a las colonias y él padre Zachary lo
acompañó.
Lord Grafton contuvo el aliento. ¿Sería ese viaje del que hablaba, el
mismo que mencionó el cura?
—El padre Zachary mencionó algo al respecto —dijo con cautela,
temeroso de decir algo equivocado.
—Apuesto a que habló de la vez en que casi mueren a manos de un pirata
español. —Lord Richmond meneó la cabeza—. Era la historia favorita de
mi padre. Se la contaba a todo aquél que quisiera oírla.
—¿Sabe usted sobre eso? —inquirió comedido.
Lord Richmond afirmó con un gesto de la cabeza.
—Fue esa ocasión que conocí al padre Zachary cuando oí la historia por
primera vez. Aseguraron que fue un amigo de él quien los salvó de ser
comida para los peces. Palabras textuales —añadió Richmond, sonriente.
—¿Conoce usted la identidad de ese amigo? —tanteó.
—¡Un pirata! ¡Imagínese! ¡un cura amigo de un pirata! —exclamó
incrédulo, riendo entre dientes.
—Increíble —susurró, pero no por lo expresado por Richmond, sino
porque la historia del cura era cierta. Aidan realmente le había salvado la
vida al duque de Richmond. El anterior duque de Richmond.
—Demasiado. Para ser sinceros nunca lo creí, porque, ¿cómo en el
nombre del Señor iba un pirata a realizar tan noble acción? —cuestionó
Richmond.
Tras esas palabras, lord Grafton se vio a sí mismo invitándolo a cenar.
Invitación que Richmond aceptó por compromiso. Se despidieron con las
palabras de cortesía acostumbradas y lord August finalmente se fue.

Aidan pensó que nunca podría enojarse tanto como lo estaba ahora. Era
tal su furia que quería agarrar a Isobel y meterle un poco de sentido común
a punta de… se llevó las manos al cabello, jalándolo desesperado. Y él ahí
metido sin poder salir del maldito mausoleo Grafton.
Apenas regresara la iba a amarrar a la cama para enseñarle las
consecuencias de desafiarlo. ¿En qué, en nombre del Señor, estaba
pensando para salir por ahí sin más compañía que la doncella lengua larga?
Como Feng y Grig no aparecieran con ella enseguida, iría él mismo a
buscarla. ¡A la mierda Anson y su condición de mantenerse encerrado!
Miró el reloj en la repisa de la chimenea. Faltaba casi nada para
oscurecer y ni sus luces de su mujercita embaucadora. Harto de dar vueltas
por toda la biblioteca salió del lugar para ir a buscarla y traerla de vuelta a
la casa.
Abrió la puerta de calle en el momento justo que el mayordomo corría
para hacerlo por él.
—Bienvenida, milady —habló el mayordomo del duque quitándole a
Aidan el control de la puerta.
Lady Isobel estaba parada en el umbral a punto de tocar la aldaba.
—Gracias, Harold.
Entró al vestíbulo y Harold, tras cerrar la puerta, se apresuró a ayudarla
con la capa. Jane estaba junto a ella, deshaciéndose de su propia ropa de
abrigo.
Aidan observaba a su inocente mujercita quitarse las prendas. Parecía un
muñeco de nieve. En las semanas que llevaban en Londres, su vientre
comenzó a crecer y a estas alturas ya era bastante notorio, aunque no
prominente. Si los cálculos no le fallaban debía estar a punto de entrar al
quinto mes.
—¿Sucede algo, cariño? —preguntó ella, obsequiándole esa sonrisa que
le arrebataba los pensamientos.
Movió la cabeza para deshacerse de su influjo. No iba a camelarlo con
sonrisitas.
—Ven conmigo —la tomó de la muñeca y la arrastró con él escaleras
arriba.
Esa tarde, su esposa iba a aprender a obedecerle.
Lord Grafton, parado la puerta que daba al salón de visitas, vio a su
cuñada saludarlo con un gesto de la mano mientras caminaba tras Aidan. La
dama sonreía, para nada preocupada por el gesto furibundo de su marido.
Apretó los labios, disgustado.
¿Es que Aidan no podía mantener las manos lejos de su mujer, aunque
fuera un día?
La situación comenzaba a cansarlo. Luego de su pelea en la biblioteca, y
gracias a la presencia de lady Isobel, la tensión que se respiraba cada vez
que se encontraban disminuyó un poco. Ahora por lo menos podían
esquivarse si querer saltarle encima al otro. Incluso compartían las comidas
—a instancias de su cuñada, por supuesto—, sin embargo, todavía no
hablaban sobre su antigua relación con lady Amelie, una tormenta que se
cernía sobre ellos y que en cualquier momento podía azotar, llevándose la
precaria armonía que han logrado establecer. Solo esperaba que cuando eso
ocurriera, la situación legal de Aidan estuviera resuelta, aunque a estas
alturas ya no sabía cuánto tiempo iba a tomarles.
Se suponía que solo estaría en Londres una semana, dos como mucho,
pero nada salió como planeó. Acababa de regresar de ver al magistrado,
quien le confirmó que el duque de Richmond pidió detener la investigación
en torno al conde de Euston, tal como él le solicitó un par de días atrás
cuando fue a verlo.
La noche siguiente, su primo no reconocido iría a cenar. Era muy
importante causar una buena impresión en él, pero dudaba que Aidan fuera
capaz de comportarse. La responsabilidad recaería en él y lady Isobel. Su
cuñada, bendita fuera, era la única persona capaz de lograr que ese pirata
que tenía por hermano hiciera cualquier cosa aun en contra de su voluntad.
Ni siquiera podía confiar en Zachary. Ese cura parecía cualquier cosa
excepto un sacerdote cuerdo y responsable. Por suerte no se quedaba con
ellos sino en la casa de Aidan. Tenían otra invitada que debido a su soltería
no podía estar bajo el mismo techo que dos hombres casados sin la
compañía apropiada. Mientras regresaba al salón, agradeció en el alma esa
circunstancia.

El Rojo expulsó el humo de su puro. Sentado en uno de los sillones de la


casa de O’Sullivan en Londres, esperaba a que Abercorn dejara de quejarse
por la falta de noticias de la estúpida de su hija. Esa niña consentida le
estaba dando más problemas que beneficios. Hacía apenas un par de días
que estaban en Londres y todavía no sabían nada sobre ella.
—Algo debió pasarle —decía Abercorn en ese momento—. William no
me la negaría. —Se refería al hermano de su esposa, un miembro del
parlamento con la riqueza suficiente para esconder a su hija de él si así lo
deseaba.
—Mis hombres siguen buscándola, no tardarán en dar con ella —
argumentó O’Sullivan.
—¿Qué ha pasado con Hades? —preguntó el Rojo, un poco harto de los
lloriqueos del conde.
—Sigue bajo vigilancia en la mansión Grafton —informó Callum.
—Ese malnacido —escupió el Rojo—, se esconde tras la espalda de su
hermanito —se mofó. Dio otra chupada a su puro, disfrutando del sabor del
tabaco.
—Ya saldrá —replicó O’Sullivan—, y nosotros estaremos ahí para
cobrarnos una a una cada ofensa.
El conde bufó para sí. Ese par de delincuentes no pensaban en otra cosa
que no fuera echarle mano a Hades. Ya había perdido la cuenta del número
de veces que ha maldecido su estupidez. Su afán de demostrarle a su padre
que podía salir a flote sin sus recursos lo había metido en aguas pantanosas
y su padre ni siquiera pudo ver sus logros. Hacía unos años sufrió una
apoplejía que lo dejó incapacitado. A efectos legales él era el verdadero
conde de Abercorn, pero solo porque su familia no quiso padecer la
vergüenza de solicitar su incapacidad. En la práctica el fungía como conde,
había multiplicado la fortuna familiar y ganado respeto entre la nobleza
inglesa. Pero nada de eso tenía valor para él sin su hija, sin su Anne.

Era martes, el sol hacía rato que había desaparecido del cielo cuando lord
Richmond llegó a cenar a la casa Grafton. Harold lo recibió con las
pleitesías que su rango ameritaba y luego lo invitó al salón de visitas.
—Su excelencia, el duque de Richmond y Lennox —anunció con una
reverencia.
Los cuatro presentes abandonaron sus asientos para recibir al duque con
la reverencia de rigor. Aidan sintió que la espalda le crujía al inclinarse ante
el noble, poco acostumbrado a estas zalamerías; como él las llamaba.
—Bienvenido, excelencia. —Lord August avanzó algunos pasos y luego
lo invitó a sentarse en uno de los sillones individuales.
—Por favor. —Richmond hizo un gesto a lady Isobel para que ella lo
hiciera primero.
Cuando todos estuvieron sentados, y las debidas presentaciones fueron
realizadas, Zachary, el cuarto presente en la sala, no aguantó más y se
dirigió al duque.
—Excelencia, quizá no me recuerde, pero fui amigo de su padre; que el
Señor lo tenga en su gloria.
—Lo recuerdo. Mi padre hablaba de usted con frecuencia —comentó
amable. Luego se dirigió a lady Isobel—: Lord Grafton mencionó que su
padre era el difunto conde de Pembroke.
—Así es, excelencia. —Lady Isobel estaba nerviosa. Sabía que esa
reunión era más que una cena, consciente de que el apoyo del duque ante el
rey dependía en sumo grado de la impresión que el lord se llevara esa
noche.
Richmond observó al conde de Euston, quien no había dicho ninguna
palabra todavía. La expresión de su rostro no le dejaba ver nada, sin
embargo, su mirada mostraba la fiereza de su carácter.
Lord Grafton condujo la conversación a temas inocentes, como el baile
anual de una condesa de la que lady Isobel no tenía idea de quién era.
Harold entró a la estancia minutos después anunciando que la cena estaba
lista y lady Isobel sonrió agradecida porque eso significaba que la noche
estaba más cerca de terminar.
—¿De verdad es necesaria esta pantomima? —masculló Aidan mientras
escoltaba a su esposa fuera del salón en dirección al comedor.
—Compórtate, esposo. —El susurro de lady Isobel fue acompañado de
un discreto pellizco en el brazo de Aidan.
La cena transcurrió en un ambiente distendido, amenizado por las
anécdotas del padre Zachary. Todo iba muy bien. Lady Isobel participó de
vez en cuando en la conversación hasta que, atendiendo a las convenciones
sociales, se levantó de la mesa y los dejó bebiendo licor. Mientras salía del
comedor, rogó porque los esfuerzos hechos hasta el momento no fueran en
vano.
—Es un hombre afortunado, lord Euston —habló Richmond cuando se
quedaron solos.
—Lo soy, excelencia.
—A pesar de las circunstancias —añadió antes de darle un sorbo a su
whisky.
—Soy consciente de ese hecho, excelencia.
A Aidan le estaba costando media vida responder de manera educada al
duque de Richmond. No le gustó nada la mirada que obsequió a su esposa
cuando esta salió del comedor. Tampoco el tono de envidia con que expresó
lo afortunado que era ni el rastro de burla de después. No obstante, se
esforzó por ignorar esos detalles en aras de un beneficio mayor. A lo mejor
era él que veía cosas donde no las había, sin embargo, no sobrevivió a la
crueldad del Rojo padre por nada. Siempre hacía caso a su instinto y este le
decía que no sacarían nada de Richmond sin dar algo a cambio. No le
importaba. Estaba dispuesto a entregar todas sus riquezas con tal de obtener
un futuro al lado de Isobel y su hijo.
—¿Entonces es cierta la historia, padre? —escuchó que preguntaba a
Zachary.
—Por supuesto, excelencia. —Zachary se irguió en la silla, preparándose
para dar toda una disertación sobre el asunto, pero fue interrumpido por lord
Grafton.
—Su gracia mencionó que el antiguo lord Richmond hablaba a menudo
sobre ello.
—Apuesto que sí —apuntó Zachary, sonriente.
—Tal vez usted pueda ayudarme, padre, con un asunto que por
considerar imposible relegué al olvido —comentó Richmond, su mirada
curiosa puesta en el cura.
—Por supuesto, excelencia. Si está en mi mano… —Zachary calló,
alentándolo a hablar con una sonrisa.
—Mi padre dejó un documento para ese pirata que aseguraba le salvó la
vida, pero, como comprenderá, me ha sido imposible entregarla. ¿Cómo
podría encontrar a ese pirata si no salgo de Londres y mi casa de campo?
Era una pregunta retórica, pero Zachary respondió de todos modos.
—Tiene toda la razón, excelencia.
Lord Grafton escuchaba la conversación con el aliento contenido. ¿Qué
diría ese documento? ¿Serviría para indultar a Aidan sin necesidad de
acudir al rey?
—Es por eso que necesito su ayuda para llevar a cabo esa tarea
encomendada por mi padre.
—Bueno, excelencia, si desea entregar el documento a ese pirata solo
debe…
—El padre Zachary podría ir mañana por él y luego entregarlo en mano.
¿No es así, padre? —intervino Aidan antes de que el cura pudiera revelar
que él era el pirata del que hablaban.
—Le enviaré un mensaje, padre Zachary —replicó el duque, sin
comprometerse a recibirlo el día siguiente.
Mientras escuchaba la plática, la certeza de que él era el pirata que salvó
a un duque de manos del español, se fue haciendo más firme. Quería reír a
carcajadas. ¿Cuántas veces se recriminó haber tenido esa muestra de
debilidad a causa del incordio de Zachary? Si él no hubiese estado en ese
barco, no lo habría pensado dos veces antes de saquearlo y dejarlos a la
deriva para que el mar hiciera su trabajo. Si Zachary no fuera hermano de
sor María, jamás habría atendido a sus intentos de apelar a su alma piadosa
para salvarse él y a los demás ocupantes del galeón inglés.
Afortunadamente para él, Zachary viajaba con un duque y, aunque el lord
ya debía estar rindiendo cuentas al Creador, cabía la posibilidad de que le
hubiera dejado una salida.
El movimiento de sillas lo trajo de vuelta a la mesa. Sus tres
acompañantes se levantaban ya. Seguramente irían al salón para seguir la
tertulia, sin embargo, en lo que a él respectaba, la noche acababa de
terminar. Iría por su mujer y se acurrucaría junto a ella en la gran cama de
su alcoba.
Lady Isobel se levantó del sillón en cuanto los hombres entraron al salón
de visitas. El agotamiento estaba impreso en su rostro y Aidan ratificó para
sí su intención de llevarla a descansar.
—Anda, vamos para que descanses. —Aidan llegó hasta ella y la tomó
de la mano.
—No podemos abandonar a nuestra visita, esposo —musitó, los pómulos
enrojecidos por la vergüenza.
—No se preocupe por mí, milady —intervino Richmond—, ya me
retiraba.
—Gracias por aceptar nuestra invitación, excelencia. —Lady Isobel
realizó una reverencia.
—Ha sido un verdadero placer, milady.
Aidan apretó la mandíbula al escuchar el tono con que el duque se dirigió
a su esposa. Si no se iba en ese instante, iba a conocer el placer de sus
puños.
—Su gracia, milord, padre —dirigió una cabezada de despedida a cada
uno y luego salió del lugar.
Lord Grafton lo siguió para acompañarlo hasta la puerta.
Lady Isobel se dejó caer sobre el sillón, exhausta.
—Creí que ibas a saltarle encima —externó en voz alta su temor.
—Ganas no me faltaron, créeme.
Lord Grafton regresó al salón y la réplica de lady Isobel murió en sus
labios.
—Padre —dijo Grafton al cura, ya sentado en otro de los sillones—, es
muy importante que cuando se reúna con Richmond no revele la identidad
del pirata hasta que tenga el documento en su poder —continuó.
—¿Por qué? No veo cuál es el problema de que…
—Padre, no pregunte y haga lo que August le pide —cortó Aidan.
—¿Por qué? —La pregunta vino ahora de parte de lady Isobel.
—Porque si sabe que es para mí, puede que no quiera entregarla. ¿No es
así, hermano? —A pesar de la palabra fraternal, la pregunta no ocultaba el
rastro de burla con que fue expresada.
—Con Richmond nunca se sabe, es mejor ser precavidos —afirmó el
duque.
—Tal vez no debería ir solo, padre. —Lady Isobel miró al cura,
preocupada.
—No pasará nada, hija.
—De todos modos, creo que no debería ir solo —insistió ella—. Lo
mejor sería que hubiera un testigo de lo que se hable ahí.
—Lady Isobel tiene razón —comentó lord Grafton.
—Podría venir usted, excelencia —sugirió Zachary.
—No, debe ser alguien ajeno a la familia. —Los tres miraron a Aidan,
quien parecía no interesarse en la plática, pero acababa de demostrar que
estaba atento a todo.
—Estoy de acuerdo —convino lord August.
—Podría pedirle a mi amigo William que vaya conmigo —meditó
Zachary en voz alta.
—¿William? ¿Qué William? —cuestionó el duque, no muy seguro de la
clase de amistades de Zachary.
—William Plumer, el hijo del coronel John Plumer.
—Lo conozco —aprobó el duque con un gesto afirmativo.
Siguieron hablando sobre los detalles de la visita. Lo primero sería
contactar al señor Plumer, a lo que Zachary comentó que no sería ningún
problema. Lord Grafton lo había mirado con los ojos entrecerrados y el cura
no tuvo más remedio que admitir que su invitada era sobrina del señor
Plumer, motivo por el que tenía la seguridad de poder contar con la ayuda
del abogado y miembro del parlamento. Ellos estaban ayudando a su
sobrina a mantenerse a salvo de las garras de un delincuente, bien podía él
apoyarlos para librarse del mismo delincuente.

Un par de días después de la visita de lord Richmond a la mansión


Grafton, el Rojo caminaba por una de las transitadas calles de Londres,
cerca de Hyde Park[26], cuando vio la figura de lady Anne subirse a un
carruaje. Iba acompañada de un par de mujeres. Una de ellas parecía ser una
dama, a juzgar por sus ropas elegantes; las cuales no lograban ocultar el
ligero sobrepeso de la dama. Apresuró el paso para no perderlos de vista,
tenía varios días merodeando por los lugares que las damas de la nobleza
acostumbraban visitar durante sus paseos matutinos y su paciencia por fin
rendía frutos.
El carruaje le llevaba una distancia considerable, pero por fortuna para él,
la atestada calle entorpecía la marcha de los caballos, dándole la
oportunidad de alcanzarlo y poder seguirlo de cerca. Maldijo no traer su
propio carruaje. Si el de ellas lograba salir de esa zona, lo perdería. Un par
de jinetes se colocaron junto al vehículo, uno a cada lado. Pensó que
buscaban adelantarlo, sin embargo, ambos continuaron avanzando al paso
de los caballos que tiraban del carruaje. Frunció el ceño al ser consciente de
que los jinetes iban custodiándolo. Quien quiera que fuera la dama, debía
ser alguien importante. A menos que la protección fuera para su escurridiza
prometida.
¿Acaso su tío estaba ocultándola de su propio padre?
Continuó caminando tras ellos por uno de los laterales de la calle hasta
que en una intersección el carruaje y lo jinetes dieron vuelta a la izquierda.
Esa vialidad estaba menos transitada y el carruaje enseguida tomó
velocidad. Desesperado miró a todos lados, en busca de un coche de
alquiler para poder seguirlas. Maldijo en voz alta al no ver ninguno. Lady
Abercorn se le había escapado esta vez, pero la próxima estaría preparado.

Lady Isobel y lady Anne, acompañadas de Jane, bajaron del carruaje en


la mansión Grafton. Acababan de dar un pequeño paseo por Hyde Park para
que la condesa estirara las piernas. El médico que lord Grafton consiguió, a
instancias de Aidan a los pocos días de su llegada a Londres, le recomendó
dar largas caminatas matutinas para ayudar en el desarrollo de su gestación.
Usualmente iba con Jane y dos hombres de su marido para que estuvieran
pendiente de ella en todo momento. Esto último después de que en su
primera salida se fuera solo con Jane.
Aidan su subía por las paredes cada vez que ella salía de la mansión. A
lady Isobel a veces le daban ganas de escapársele a los piratas que la
custodiaban solo para que su esposo le diera una de sus “lecciones de
obediencia”, sin embargo, jamás haría algo tan estúpido por más placenteras
que estas fueran.
A Aidan lo mataba no poder acompañarla y en más de una ocasión se vio
abriendo la puerta para hacerlo, no obstante, el hombre que Anson dejó para
vigilarlo siempre estaba al otro lado de la calle, trucando sus intenciones de
romper el acuerdo.
Le pidió a Jane que acompañara a lady Anne al salón de visitas y luego
sirviera el té. Ella iría a saludar a su esposo antes de unirse a ellas otra vez.
Apresuró el paso por el vestíbulo para ir a la biblioteca, el lugar donde su
marido pasaba la mayor parte del tiempo, sin embargo, él ya venía a su
encuentro.
—¿Cómo están? ¿Todo bien? —preguntó acercándose a ella, su mano
enseguida se posó en el abultado vientre de ella.
—Perfecto —asintió ella, una sonrisa brillaba en su rostro.
Aidan dejó salir un profundo suspiro. Cada vez que su mujer tenía que
salir a su paseo le daban ganas de mandar todo a la mierda. Lo único que lo
detenía era ella misma. Su esposa era la única persona capaz de volverlo
loco y devolverle la cordura al mismo tiempo. Era su enfermedad y su
remedio.
—Vamos arriba para que descanses. —La tomó en brazos para llevarla
escaleras arriba, como hacía cada vez que ella volvía de su caminata.
—Dudo mucho que me dejes descansar, esposo —replicó ella, sus brazos
rodeaban el cuello de Aidan.
Aidan sonrió.
—Me conoces bien, esposa.
Mientras subía las escaleras en brazos de su marido, lady Isobel olvidó
que tenía una invitada esperándola en el salón de visitas.
Capítulo 33

Cada movimiento que ocurría en la mansión Grafton era informado a


Anson por su oficial. Por eso sabía que esa mañana su prisionero estuvo a
punto de salir de la casa para acompañar a su esposa en su acostumbrado
paseo por Hyde Park. El capitán estaba seguro que en cualquier momento el
conde haría algo que le permitiría arrestarlo y ponerlo en una mazmorra.
Le reventaba tener que condicionar la justicia por el rango del
delincuente. Si Hades no fuera un conde y hermano de un influyente duque,
hacía rato que habría sido ejecutado.
¿Es que acaso los nobles eran inmunes a la justicia?
Por supuesto que no. Su tío Thomas, a pesar de ser un conde, recibió su
castigo por los sobornos que aceptó cuando era lord canciller. ¿Por qué lord
Euston iba a ser diferente?
Sin embargo, Anson no tenía toda la información en cuanto a la situación
de Aidan se trataba, pues más tarde ese mismo día, el padre Zachary se
reunió con lord Richmond en compañía del señor Plumer.
—¿Les apetece un té? ¿O prefieren algo más fuerte? —preguntó
Richmond, sentado en uno de los sillones de su despacho.
Zachary y Plumer ocupaban otros dos sillones en la sala de su despacho.
—Se lo agradezco, excelencia, pero no es necesario —respondió Plumer.
—¿Usted, padre?
Zachary iba a decir que le sirviera una medida de un buen vino, pero
recordó las instrucciones de lord Grafton y se negó al ofrecimiento. El
duque fue muy enfático al decirle que no hablara más de la cuenta antes de
tener el documento en su poder y el vino siempre le soltaba la lengua.
Suspiró para sí. Lord Richmond debía tener unas excelentes bodegas,
lástima que no iba a tener la oportunidad de probarlas.
—Me sorprendió que viniera acompañado —dijo Richmond—, no me
malinterprete señor Plumer, siempre es un placer hablar con usted —añadió
enseguida, mirando a William.
—Entiendo, excelencia —respondió este, incómodo.
Estaba ahí como un favor al sacerdote, en retribución a la ayuda que le
dio a su sobrina, sin embargo, mentiría si dijera que se sentía bienvenido en
ese despacho.
—Excelencia —intervino Zachary—, no queremos robarle su valioso
tiempo, más de lo que ya lo hemos hecho.
Lord Richmond sonrió ante la solicitud disfrazada del cura.
—Le agradezco su preocupación, pero tengo toda la tarde libre.
—Me quita un peso de encima —acotó Zachary con una sonrisa más
falsa que el beso de judas.
Hablaron de temas irrelevantes hasta que el duque consideró que ya había
demostrado su punto. Él era un duque y nadie, jamás, le metía prisa para
realizar nada.
—Permítame un momento, padre —se levantó y caminó hasta su
escritorio.
—Por supuesto, excelencia.
Lord Richmond tomó un atado de cuero del escritorio y luego regresó al
sillón que ocupara en la última hora.
—Este es el documento que mi padre me pidió entregar. Está lacrado, tal
como me fue entregado —informó al tiempo que le tendía el atado de
cuero.
Zachary lo tomó con manos temblorosas.
—Voy a comprobarlo para que no quede lugar a dudas, excelencia.
—Adelante —aprobó con un manoteo.
William Plumer observó las manos temblorosas del cura mientras
desataba las tiras de cuero del envoltorio de piel que el duque le entregó. Lo
desenrolló y sacó un tubo de papel lacrado con el sello del duque de
Richmond. Le dio vueltas en sus manos, constatando que no había sido
abierto y luego dijo:
—El conde de Euston me pidió que le agradeciera en su nombre.
Lord Richmond miró al cura sin entender lo que decía durante una
fracción de segundo y luego esbozó una sonrisa.
—Así que se trataba de él —comentó, un tanto disgustado por no haberlo
previsto.
—En efecto, excelencia —confirmó Zachary—. Fue Aidan quien nos
salvó de perecer a manos del pirata español.
Richmond torció los labios.
—Lo cual significa que el conde es culpable de las acusaciones que se le
imputan.
—Lord Euston está dispuesto a expiar sus culpas.
—¿Incluso con la muerte? —cuestionó el duque.
—Preferiría no tener que llegar a tal circunstancia. —Zachary estiró los
labios en una sonrisa tensa.
—Comprendo.
Zachary se levantó y Plumer lo imitó.
—Su padre estará muy complacido de que haya cumplido con su deseo
—comentó el sacerdote, recordándole el motivo por el que hacía esto.
—Así lo espero.
Se despidieron con todas las formalidades pertinentes y luego
abandonaron la mansión Richmond. Esa noche, el duque de Richmond
decidió que era momento de regresar al lado de su esposa por lo que ordenó
a los sirvientes que prepararan su marcha para el día siguiente muy
temprano. Volvería a la ciudad en primavera cuando las sesiones del
parlamento se reanudaran. El asunto del conde tendría que esperar hasta
entonces.
En la mansión Grafton, Aidan caminaba de un lado para el otro en la
biblioteca. Después de pasar un par de horas con su mujer —hasta que ella
recordó que tenía a lady Abercorn esperándola en el salón—, se recluyó ahí
a esperar el regreso del cura. Sin lady Isobel para distraerlo con sus caricias,
sus pensamientos volcaban una y otra vez en Zachary y lo que el duque de
Richmond fuera a entregarles.
¿Por qué tardaba tanto ese cura insolente?, se preguntó por enésima vez
en la última media hora. Solo tenía que ir ahí, tomar el famoso documento y
luego regresar. ¿Qué le estaba llevando tanto tiempo? Se mesó los cabellos
con la mano derecha, alborotándolos.
—Cuando haces eso me entran ganas meterte las tijeras. —Lady Isobel,
parada en el umbral, lo miraba con una sonrisa.
—No mientas, esposa —replicó él mientras cruzaba la estancia hasta ella,
olvidándose de Zachary por un momento—. Admite que te entran ganas de
que te tumbe sobre una cama y…
Lady Isobel le tapó la boca con las manos. La cara parecía que le
explotaría de vergüenza en cualquier momento.
—¿Te he escandalizado, cariño? —preguntó él con sus labios todavía
bajo la palma de ella, mostrándole que calló solo porque ella lo quiso, no
porque no pudiera hablar.
—Sabes que me avergüenza que hables esas cosas. —Quitó las manos de
la boca de él y las posó en su pecho—. Alguien podría escucharte —agregó,
sus dedos jugueteaban las solapas del chaleco de Aidan.
—Eres mi esposa —refutó él como si ese hecho fuera motivo suficiente
para que a cualquiera le valiera un penique lo que hablara o no con ella.
—Y por eso debes procurar que nada jamás me aflija. —Lady Isobel se
elevó sobre las puntas de sus pies, sus manos ahora tras el cuello de él. Sus
ojos sonreían mientras decía esas palabras.
Sin embargo, a Aidan esas palabras se le clavaron en las entrañas,
sangrándole el corazón, avergonzándolo. Desde que se la llevara de casa de
lady Emily, su esposa no ha dejado de padecer penurias. Y todavía se
atrevía a llamarla sor Magdalena cuando él era el causante de sus lágrimas.
—Perdóname, Isobel —pidió él, poniéndose serio de repente.
—¿Qué tengo que perdonarte, amor mío?
—Lo egoísta que he sido contigo.
Lady Isobel frunció el ceño.
—No entiendo.
—Debí alejarme de ti desde el principio. —Rompió el abrazo entre ellos,
dándole peso a sus palabras.
—No te atrevas a arrepentirte de nuestro matrimonio —exigió ella, su
talante juguetón perdido por lo dicho por Aidan.
—No lo entiendes, ¿verdad?
—Explícate. —Cruzó los brazos sobre su estómago, adoptando una pose
defensiva.
—Si no te hubiera obligado a cumplir tu promesa de matrimonio, podrías
estar viviendo tranquilamente en casa de tu madre y no aquí,
¡preocupándote por la suerte de un delincuente! —Al decir la última frase
su voz resonó en toda la estancia.
Lady Isobel pegó un respingo involuntario ante el grito de su marido. Lo
vio retomar su paseo sobre la alfombra de la biblioteca, más irritado que
cuando ella llegó.
—Debí irme de Cornualles cuando Sombra lo hizo. Si lo hubiera
hecho…
—Me habría casado con lord Pembroke y ahora estaría llevando dentro
de mí a su hijo —dijo ella con toda la serenidad que fue capaz.
—¡Nunca! ¡Me oyes! —Aidan se acercó hasta ella y la tomó de los
brazos—. ¡Jamás habría permitido que te casaras con ese imbécil!
—¡Si no era él, habría sido cualquier otro! —explotó ella.
Aidan la abrazó, apretándola con fuerza contra él.
—No pongas esas imágenes en mi mente, por favor —suplicó con la cara
enterrada en el cuello de ella.
—¿Dejarás de hablar tonterías? —preguntó ella con voz suave, sus
manos acariciaban las puntas del cabello de él que ya llegaba un poco más
abajo de los hombros.
—Lo haré. ¡Infiernos, claro que lo haré! —exclamó separándose de ella
para mirarla.
Pensar en lady Isobel en brazos de otro hombre, mirándolo como lo mira
a él, imaginar a su hijo llamar papá a otro… era suficiente para que querer
vaciar los cañones de todos sus navíos en la cara del maldito desgraciado
que se atreviera a ponerle un dedo encima a su mujer.
—Bien —susurró ella antes de retomar su intención anterior y darle un
ligero beso. Apenas un toque de labios.
—¿Qué es eso, esposa? —se burló él, su buen humor recuperado tras esa
caricia.
—Un beso. —Lady Isobel frunció el ceño al mirar la expresión incrédula
de Aidan.
—Esto, esposa, es un beso —masculló él antes de mostrarle lo que era un
beso de verdad.
Unos fuertes carraspeos se filtraron en la neblina que envolvía a los
condes de Euston. Aidan rompió el contacto, reacio a atender a quien quiera
que se atreviera a interrumpirlo cuando estaba con su mujer.
—No quiero sonar entrometido —habló Zachary desde la puerta—, pero
deberían cerrar el comedor antes de alimentarse delante de los necesitados.
Lady Isobel ahogó un jadeo avergonzado. Aidan miró al cura con ganas
de tragárselo para la cena. Zachary estaba resultando más lengua larga que
la lengua larga. Pensó en la doncella de su esposa y se dijo que nunca más
se quejaría de lo entrometida que era.
—¿Trae noticias, padre? —preguntó para desviar la atención del
momento íntimo que acababa de interrumpir y darle tiempo a lady Isobel
para que se recuperara de la vergüenza.
—Las traigo, hijo, las traigo. —Zachary levantó el brazo, mostrándole un
tubo de cuero que llevaba en la mano.
—Vamos, salgamos de dudas. —Aidan tomó a lady Isobel de la mano y
la arrastró con él hasta uno de los sillones.
Con la puerta ya despejada, Zachary entró a la biblioteca seguido por
William Plumer, para consternación de lady Isobel; el rubor de sus mejillas
se transformó en un rojo escarlata que coloreó toda su cara y cuello por la
posibilidad de que también los hubiera visto en tan íntimo momento.
—¿Lord Grafton se encuentra? —preguntó Zachary después de las
típicas frases de bienvenida hacia William.
—Debe estar en su despacho. —Viendo su oportunidad para salir de la
habitación, lady Isobel se levantó—. Iré a llamarlo —se ofreció con una
sonrisa forzada.
—No es necesario, lady Isobel —habló el duque entrando a la biblioteca
—. Harold me avisó de la llegada de nuestros invitados.
Lord Grafton saludó a Plumer y se interesó por la salud de su familia.
Después de varios minutos de intercambiar buenos deseos, Aidan
interrumpió la cháchara.
—No quiero ofender a nuestros invitados, ¿pero podríamos centrarnos en
lo que nos atañe? Por favor —agregó de último, después de que su esposa le
pellizcara el antebrazo.
—Claro, claro —concedió Zachary al tiempo que se levantaba para
entregarle el objeto de cuero.
Aidan, que también se había levantado, regresó al sillón junto a lady
Isobel. No perdió el tiempo en observar la fineza de la piel con que estaba
hecha, ni los grabados de una flor de cinco pétalos que estaban diseminados
aquí y allá. Nada de eso le interesaba salvo el documento que guardaba.
Desató las tiras de cuero y lo desenrolló. El tubo de papel que antes tuvo en
sus manos Zachary apareció ante él. El sello intacto sobre la cera roja
indicaba que no había sido leído después de que fuera lacrado.
Lo mostro a lord William, quien era su testigo referente a la autenticidad
del documento y lo sería también de su contenido. Este asintió conforme; de
sobra sabía que el documento era el mismo que les entregara el duque de
Richmond pues acompañó a Zachary durante todo el camino desde que
saliera de la mansión ducal hasta ahí.
Aidan rompió el sello y estiró el tubo de papel. Otro rollo de papel, un
poco más pequeño cayó del primero. Los cinco presentes en la biblioteca se
inclinaron en sus asientos para mirarlo más de cerca.
—¿Dice algo el primero? —La pregunta la hizo lord Grafton.
Aidan asintió y luego lo leyó en voz alta.
Luego de conocer el contenido de ambos documentos y tomarse una
copa, William Plumer se despidió. Negó el ofrecimiento de quedarse a
cenar y les dio sus mejores deseos.
En el vestíbulo se encontró con lady Anne, quien tenía rato merodeando
por ahí con la esperanza de hablar con él antes de que se fuera.
—Querida, ¿cómo estás? —Extendió los brazos para darle un corto
abrazo.
—Bien, tío. Lady Isobel y su familia se han portado muy amables
conmigo.
—Estoy muy agradecido con ellos por eso.
—Tío, ¿cuándo crees que pueda…?
—Mi pequeña, sobrina —la interrumpió—, mientras el delincuente con
el que tu padre quiere casarte siga libre, no podemos permitirnos cometer
errores.
—Lo sé, pero…
—Entiendo que quieras pasear por ahí, pero por ahora es imposible. Tu
padre fue a verme hace unos días.
Lady Abercorn abrió grandes los ojos.
—Mi padre… está aquí.
—Sí. Y también tu supuesto prometido.
—¡¿Qué ha dicho?! —La pregunta la hizo Aidan quien caminaba por el
vestíbulo en dirección a las escaleras. Quitó la mano de lady Isobel de su
brazo y cruzó a grandes zancadas la distancia que lo separaba de Plumer y
lady Anne.
—Mi cuñado, el conde de Abercorn, está en Londres. Y según mis
fuentes también lo está su socio, el Rojo.
Aidan absorbió la noticia sintiendo que una extraña energía le recorría el
cuerpo. Si ellos estaban aquí, O’Sullivan también debía estar en la ciudad.
Esos malnacidos querían verlo caer, por eso andaban por ahí arriesgando el
pellejo. Los labios se le estiraron en una sonrisa, sin embargo, no era una
sonrisa amistosa.
William Plumer la calificó como fiera. El tipo de sonrisa que debía poner
un guerrero antes de entrar batalla.
—No se preocupe por lady Abercorn —dijo a Plumer—, nosotros
cuidaremos de ella.
—Se lo agradezco, milord.
Tras despedirse de su sobrina, William Plumer salió de la mansión
Grafton.
Debido a lo tardía de la hora y la noticia de que el Rojo se encontraba en
la ciudad, Zachary y lady Anne se quedaron a pasar la noche. Se fueron al
otro día muy temprano escoltados por un par de hombres.
Algunos días más tarde, lady Isobel fue hasta la casa de Aidan en busca
de lady Anne para que la acompañara en su paseo por Hyde Park. Iba
escoltada por Feng, Grig, Wilson y Cuervo. A ella le pareció un exceso,
pero Aidan no quiso escuchar sus argumentos. Salía con ellos o no salía.
—Puedes recorrer la casa un par de veces, te aseguro que causará el
mismo efecto que tu paseo por el parque —le dijo cuando ella quiso
discutir.
No le quedó más remedio que aceptar que los cuatro hombres la
escoltaran. Cuervo iba con ella y Jane dentro del carruaje. Wilson y Feng
iban a caballo. Grig conducía el carruaje.
Tuvo que esperar a que lady Abercorn se preparara, sin embargo,
aprovechó para tomar un refrigerio. Las náuseas seguían presentes, aunque
en menor intensidad, pero aun así no lograba retener todos los alimentos,
así que ahora comía con mayor frecuencia y en menores cantidades.
Lady Anne apareció lista para salir cuando iba por su tercer bocadillo.
Decidió que sería un desperdicio dejarlos y pidió que se los envolvieran en
una servilleta para comerlos más tarde. Al término de su caminata siempre
estaba hambrienta.
El paseo por el parque londinense era una de las actividades que más
disfrutaba lady Isobel, aunque no era su favorita. Su mente se desvió a otras
actividades y sus pómulos se colorearon; todas tenían que ver con su
marido.
—Hoy está muy feliz, lady Isobel —comentó lady Anne cuando ya
llevaban unos minutos de recorrido.
El parque estaba lleno de damas y caballeros que paseaban, unos a pie
igual que ellas y otros en sus carruajes descubiertos.
Jane, que caminaba un paso detrás de ellas, emitió una risita. Feliz era
una palabra muy simple para definir el humor de su señora. Si le
preguntaran a ella diría que estaba radiante, sus ojos centelleaban de tal
manera que era imposible no darse cuenta de lo dichosa que era.
—Lord Grafton irá hoy a ver al magistrado —respondió la condesa de
Euston, emocionada.
—Espero que esta desagradable situación pueda quedar pronto en el
olvido —deseó lady Anne.
—El Señor, te escuche, querida.
Continuaron caminando, seguidas en todo momento por el carruaje
conducido por Grig. Wilson y Feng cabalgaban a sus costados y el Cuervo a
pie tras ellas. La custodiaban guardando una distancia prudente hasta que
fuera el momento de regresar. Pasearon por Hyde Park enfrascadas en una
agradable conversación sobre los posibles nombres para el bebé de la
condesa. En ese punto, lady Anne le comentó que dentro de poco
comenzaría a ser obvio su estado y no podría seguir disfrutando de sus
paseos.
Lady Isobel torció la boca ante las palabras de su amiga. En ese
momento, quien la viera pensaría que era una dama con exceso de peso,
pero tal como le dijo lady Anne, dentro de poco sería obvio que no era
grasa lo que tenía en el vientre. Según las convenciones sociales, no era
bien visto que una mujer encinta se dejara ver como si nada. Las damas se
recluían en sus casas de campo hasta mucho después del alumbramiento
cuando ya tenían la cara y el cuerpo para presentarse nuevamente en
sociedad.
Decidió que no se amargaría por ese detalle tan pronto. Seguro que
encontraría la manera de realizar sus paseos sin que los ojos de la nobleza la
juzgaran.
Cuando lady Isobel anunció que estaban listas para irse, el Cuervo le hizo
una señal a Grig para que se acercara y les indicó a las tres mujeres que se
apostaran a un lado del camino para permitir que el carruaje avanzara hasta
ponerse frente a ellas.
Las damas que paseaban en sus carruajes descubiertos observaban el
despliegue que acompañaba a las dos damas desconocidas. Desde que la
dama más robusta tomaba esos paseos diarios, las especulaciones sobre su
identidad no hacían más que aumentar. El carruaje no tenía ningún escudo,
motivo por el que no lograban identificar a qué familia pertenecía.
¿Quién era esa lady que llevaba tantos hombres para protegerla?
La pregunta que el Rojo se hizo desde que viera el carruaje entrar en
Hyde Park un par de horas antes, fue respondida en el momento que vio al
Cuervo caminar detrás de ella.
La esposa de Hades.
Su fugitiva prometida estaba escondiéndose a expensas del pirata.
Ya no necesitaba seguirla para conocer su paradero. Ahora solo
necesitaba una oportunidad, un descuido de los perros fieles de Hades para
recuperar a su prometida.
La ocasión llegó más pronto de lo que creyó. Esa misma tarde, lady Anne
abandonaba la mansión Grafton sin más protección que un sacerdote. Lo
haría en ese momento. Hades no podía poner un pie fuera sin ser arrestado.
El guardia de la marina real hacía rato que estaba neutralizado por un golpe
en la cabeza del que despertaría cuando él ya hubiera logrado su propósito.
Era una jugada arriesgada, demasiado temeraria. Sin embargo, no estaba
seguro de poder encontrar otra oportunidad igual. Lady Anne acababa de
subir al carruaje cuando él y sus secuaces actuaron.
—¡Quieto! —Uno de sus hombres tenía la punta de una espada puesta en
el cuello del cochero.
—No quiero lastimarlo, padre. —El Rojo se dirigió al cura, ambos
estaban parados junto a la puerta abierta del carruaje—. Solo vine por mi
prometida.
—¿Por qué no le preguntamos a la dama si desea ir con usted? —sugirió
Zachary.
—Su padre ha dado su consentimiento, ¿qué más hay que preguntarle?
—No quiero ir con usted —respondió ella desde dentro del carruaje.
—Me temo que sus deseos son irrelevantes, milady.
—¡Creí que ya no los alcanzaba! —exclamó lady Isobel desde la puerta,
llamando la atención de todos—. ¡Querida, olvidaste tu parasol! —Alzó el
objeto a la altura de su rostro para mostrárselo.
Lady Anne agrandó los ojos al ver a lady Isobel parada en la puerta de la
casa Grafton. Ese parasol no era de ella. Ni siquiera tenía uno. ¿Qué
pretendía la condesa?
—Gracias, milady. —Lady Anne descendió del carruaje con la ayuda de
Zachary y enseguida recogió sus faldas para dirigirse a la entrada de la
mansión.
Lady Isobel observaba con el corazón latiéndole desbocado al hombre
pelirrojo. Estaba segura que era el Rojo, el hombre con el que lady Anne
debía casarse y el mismo que quería muerto a su esposo. Lo había visto
desde la ventana y no se le ocurrió otra cosa para impedir que se llevara a
su amiga que esa estupidez del parasol.
Lady Abercorn apenas había dado algunos pasos en dirección a ella
cuando el hombre la tomó del brazo.
—No lo necesitas, querida —dijo al tiempo que la arrastraba con él por el
sendero.
Lady Anne comenzó a resistirse, pidiéndole que la soltara hasta que sus
súplicas se convirtieron en gritos. Lady Isobel no pensó en las
consecuencias de sus actos y salió de la protección de la casa para intentar
ayudar a su amiga. Todo pasó tan rápido que de repente se vio sentada en el
interior de su carruaje junto a lady Abercorn. El vehículo comenzó a
moverse y entonces fue consciente que estaba siendo secuestrada por uno
de los enemigos de su marido.

El padre Zachary corrió hacia la casa para alertar a todo el que debiera
ser alertado sobre el secuestro de las dos mujeres.
Aidan bajó corriendo las escaleras al escuchar el alboroto en el vestíbulo.
—¡Qué mierda sucede! —gritó parándose en medio—. ¡Isobel! ¡Isobel!
—comenzó a llamar a su esposa para asegurarse que estuviera bien y segura
dentro de la casa. La mirada de sus hombres le hizo darse cuenta que el
alboroto estaba relacionado con ella—. ¡Dónde está mi mujer! —ladró
entonces.
Un silencio sepulcral siguió a esa última exclamación.
—¡Hablen! ¡Dónde está mi mujer! —bramó, sintiendo que algo parecido
al miedo comenzaba a brotar en su pecho.
—Se las llevaron. —Zachary fue el que se atrevió a hablar.
—¡Qué ha dicho! —Aidan se abalanzó contra el sacerdote, pero el
Cuervo se interpuso a tiempo para evitar que golpeara a un hombre del
Señor.
—¡Cálmate! ¡Debemos ir por ellas antes de que se alejen demasiado!
Las palabras del Cuervo parecieron penetrar en la bruma que envolvía la
mente de Aidan.
—¡Dónde jodidos estaba ustedes que no lo impidieron! —vociferó
soltándose de la sujeción del Cuervo—. ¡¿Quién fue?! —preguntó a
Zachary sin esperar respuesta a su anterior exclamación.
—El prometido de lady Abercorn.
En ese momento, un grito lleno de rabia brotó de la garganta de Aidan.
—¡Rata traidora! —bramó mientras caminaba hacia la puerta—. ¡Voy a
matarlo, acabaré con el maldito desgraciado!
Al salir de la casa vio que la mayoría de sus hombres ya estaban listos
para partir.
—Feng fue tras ellos, capitán —informó Wilson en cuanto lo vio.
—¡Tráiganme un caballo, maldita sea! —ladró a nadie en particular, pero
todos se movieron para tratar de cumplir con su pedido.
Tomó las riendas del caballo ruano que le llevaron y montó enseguida.
—¡A dónde se fueron!
—En esa dirección. —Grig señaló a su izquierda.
Aidan espoleó su caballo dejando tras de sí una extensa nube de polvo.
Otros caballos, tomados de los establos del duque, lo siguieron en su carrera
para alcanzar el carruaje que se llevó a su mujer. Ese malnacido iba a pagar
haberla tocado.
En el carruaje, lady Isobel trataba de no perder la calma. Lady Abercorn
lloraba y el Rojo no dejaba de quejarse por eso. El hombre no era mucho
mayor que Aidan. Y aunque carecía de la belleza salvaje de su marido, no
podía decir que fuera feo. No obstante, no importaba lo bien parecido que
fuera, nada lograba compensar la fealdad de su alma. Lo veía en su mirada
ambarina. Cuando lo miró a los ojos no vio ningún atisbo de bondad en él.
El Rojo no era un buen hombre. Y por eso debía ser lo más cautelosa
posible; al menos hasta que Aidan la rescatara. Porque si de algo estaba
segura era que su esposo no la dejaría en manos de ese hombre.

El caballo ruano volaba sobre la calle, sin hacer caso de los viandantes
que se encontraba en su camino como tampoco lo hacía Aidan. El corcel era
rápido y estaba entrenado para reaccionar a la menor orden de su jinete. El
carruaje, más lento y pasado, no les llevaba mucha ventaja por lo que en
poco tiempo logró distinguirlo entre los otros coches que transitaban por esa
calle.
—Te tengo, desgraciado —masculló y obligó al animal a ir más rápido.
El carruaje se balanceó a ambos lados y el Rojo supo que algo andaba
mal. A juzgar por el golpe que escuchó, alguien acababa de treparse en el
pescante. Hecho que confirmo cuando este se detuvo de pronto.
¿Sería alguno de los esbirros de Hades?
¡Sabía que era un error llevarse a la esposa de ese maldito pirata!
¡Pero la mujer no le dejó opción!
Si no la hubiese metido rápido al carruaje, habría comenzado a gritar,
alertando a los hombres que con tanto celo la custodiaban. No podía
permitir que le arrebataran la oportunidad de recuperar a lady Abercorn,
debía casarse con ella pronto para mantener controlado al conde. Notaba
que Abercorn ya no estaba contento con su sociedad, pero si pensaba que se
desharía de él tan fácil era que no lo conocía en absoluto.
Decidido a ver qué o quién los retrasaba abrió la puerta del carruaje, se
desharía de la amenaza y retomaría su camino a la iglesia. Tenía un cura
anglicano listo para realizar la ceremonia en cuanto apareciera con su
prometida. Si era necesario la sacaría a rastras, pero iba a casarse con ella
ese mismo día. No permitiría que intentara huir de nuevo y lo despojara del
estatus que obtendría con su matrimonio.
Sin embargo, no vio venir el puño que se estampó en su rostro apenas
asomó la cabeza por la puerta. No cayó hacia atrás porque la mano de su
atacante lo sostuvo por las solapas de su chaqueta. Aturdido percibió que
tiraban de él para sacarlo del interior del vehículo. Sintió el golpe de su
espalda contra algo duro, la pared del carruaje tal vez. El pómulo derecho le
pulsaba como el infierno. Todavía no se recuperaba de ese primer golpe
cuando otro, más fuerte, impactó contra su mandíbula. Trató de enfocar su
mirada para conocer la identidad de su atacante, pero la voz de este le dio
su respuesta. Hades.
—¿Pensaste que podías secuestrar a mi mujer y salir impune? —escuchó
que le decía justo antes de que le encajara un puñetazo en el estómago.
Quiso doblarse de dolor, pero él no se lo permitió. Lo mantuvo erguido,
apoyado contra la pared del carruaje.
—Solo… quería a mi… prometida… —balbuceó, un hilillo de sangre
salía de su labio. Se lo partió con el segundo golpe.
—¿¡Crees que soy imbécil!? —ladró dándole otro golpe en el rostro.
Acercó el suyo al magullado de él y le espetó—: O’Sullivan y tú no han
hecho otra cosa que intentar joderme.
—Son solo… negocios —respondió el Rojo, respiraba con dificultad a
causa del golpe en el estómago. El imbécil casi le sacó el aire con ese
puñetazo.
Aidan elevó el puño dispuesto a molerle la cara a golpes, pero su
mujercita escogió ese momento para asomarse por la puerta del carruaje.
—Ya es suficiente, esposo —le dijo, su mano posada en el antebrazo que
tenía levantado.
—Este desgraciado tiene que aprender que nadie se mete con lo mío —
masticó las palabras, demasiado furioso; él estaba lejos de tener suficiente.
—Por favor, deja que la justicia se encargue —pidió ella con voz suave,
revelándole el verdadero motivo por el que le pedía que se detuviera.
Aidan maldijo. Su esposa tenía miedo de que lo matara y terminara en la
horca. Por supuesto que ganas no le faltaban, las manos le picaban por el
deseo de golpearlo hasta dejarlo inconsciente. O muerto. Lo que sucediera
primero. Pero no podía hacerle eso a su mujer. No cuando parecía que las
cosas comenzaban a enderezarse. Miró al Rojo y no se privó de darle un
último golpe con la otra mano; sin la sujeción de Aidan, este cayó como un
peso muerto al suelo.
—Hades gobernado por una mujer —se burló el Rojo, riendo entre
dientes—, si me lo hubieran contado no lo habría creído.
Aidan hizo amago de levantarlo y terminar lo que empezó, pero lady
Isobel volvió a sujetarlo.
—Ten cuidado, Rojo, Hades todavía no ha muerto. —Pateó la pierna del
hombre con fuerza, arrancándole un quejido.
—Creí que nunca lo escucharía hacer esa confesión, milord. —George
Anson estaba a unos pasos de ellos, montado en un caballo de pelaje rojizo
—. Cuando mi oficial me avisó que había salido de la casa no podía creerlo.
Al pobre le dieron un golpe en la cabeza que lo dejó inconsciente, pero
despertó a tiempo para verlo irse a caballo.
Aidan apretó los puños. Ese maldito capitán iba a llevarlo a un calabozo.
Seguro como el infierno que el desgraciado no iba a perder la oportunidad
que tanto esperó.
—¿Qué confesión, capitán? —contestó porque no quería darle el gusto.
—No se preocupe, milord —dijo Anson y luego señaló al Rojo—,
tenemos un testigo.
—¿Y su vigilante no vio cuando nos secuestraban? —intervino lady
Isobel con el único afán de desviar la atención hacia el Rojo.
—Lamento mucho la terrible experiencia que acaba de pasar, milady,
pero como dije hace un momento, lo golpearon en la cabeza y lo dejaron
inconsciente —contestó Anson con sinceridad—. No se preocupe, nos
haremos cargo de este hombre. No volverá a molestarlas —añadió, dándole
una mirada al susodicho.
Un par de oficiales estaban levantándolo del suelo. Le amarraron las
manos a la espalda y luego lo subieron a un caballo cuyas riendas
controlaba otro marino.
—En deferencia a su posición no le ataremos las manos. —Anson se
dirigió a Aidan—. Pero debe venir con nosotros, milord. —El capitán de la
marina real no ocultó lo complacido que se sentía por ese hecho.
Aidan sintió que su esposa le apretaba el brazo, ese que no había soltado
desde que lo tomara para impedir que siguiera golpeando al Rojo. Imaginó
que para que no empeorara la situación. Sabía que debía ir sin poner
resistencia, pero le reventaba tener que hacerlo.
—Lleva a mi esposa y lady Abercorn a la mansión Grafton. El padre
Zachary está ahí —ordenó a Feng.
El hombrecillo oriental estaba en el pescante del carruaje. Había sido él
quien detuviera al cochero cuando saltó de su caballo hacia el vehículo.
Lady Isobel pensó que era una bendición que sus habilidades de lucha, esas
que le ha visto practicar en algunas ocasiones, le dieran la agilidad para
realizar este tipo de hazañas sin salir lastimado.
—Como oldene, capitán.
Lady Isobel iba a protestar, pero Aidan la silenció con un beso cargado
de ternura.
—Estaré de vuelta antes de que te des cuenta que me fui —le susurró
cuando rompió el contacto de sus labios.
—Cuídate, por favor.
—Lo haré.
Lady Isobel subió al carruaje donde una llorosa lady Anne la esperaba.
Aidan vio el carruaje moverse y hasta ese momento fue consciente del
revuelo que causaron. Varios carruajes comenzaron a moverse detrás del
suyo, al parecer estuvieron bloqueándoles el paso todo este tiempo.
El Cuervo se acercó a él para entregarle las riendas de su montura. Él, al
igual que otros piratas, habían salido detrás de su capitán en busca de su
señora.
—Iré en mi caballo —dijo a Anson ya sentado sobre el animal.
—Por supuesto, milord.
Zachary no dejaba de dar vueltas por el vestíbulo. Tenía los nervios de
punta. Jane, sentada en una de las sillas de la estancia, estrujaba su pañuelo.
Desde que supo que se llevaron a su señora no había parado de llorar.
El golpe de la aldaba sobresaltó a todos, incluido Harold. El mayordomo
le había tomado gran aprecio a la esposa del conde y aunque su rostro
impertérrito no lo mostraba, por dentro se deshacía de la preocupación.
Se apresuró a abrir la puerta y casi emitió un jadeo al ver el lamentable
estado de lady Abercorn, pero su atención se posó enseguida en lady
Euston.
—¡Milady, gracias al Señor que están bien! —exclamó sin poder
contenerse.
Lo que siguió después de eso fue una mezcla de alabanzas al Creador y
maldiciones por lo ocurrido. Lady Isobel les explicó que el capitán Anson
se llevó a Aidan luego de que escuchara la conversación donde su esposo
aceptaba implícitamente que era Hades.
La aldaba volvió a sonar y cuando el mayordomo abrió, el señor Plumer
apareció al otro lado. El padre Zachary había enviado a uno de los lacayos
del duque para que avisara al parlamentario del secuestro de su sobrina.
Lady Isobel aprovechó la aparición del señor Plumer para pedirle que por
favor investigara a dónde llevaron a su esposo. William Plumer, tras
asegurarse que lady Abercorn estaba sana y salva fue a cumplir con la
encomienda de lady Isobel.
En la torre de Londres, Aidan acababa de ser encerrado en uno de los
calabozos.
—Espero que su estancia aquí sea placentera —dijo Anson antes de
cerrar la reja.
Aidan no respondió. Se limitó a mirarlo con esa fiera determinación que
veían sus enemigos antes de caer ante él en batalla.
Al Rojo lo pusieron un par de celdas antes. El hombre lloriqueaba
alegando que la joven era su prometida, que no existía ningún secuestro.
Pidió que localizaran a lord Abercorn, él corroboraría su versión.
Anson envió un mensajero en busca del conde para aclarar el asunto.
Cuando el hombre volvió en compañía del conde, este último sentenció al
Rojo.
—Mi hija nunca ha estado comprometida con ese delincuente —dijo a
Anson.
Abercorn siguió apretando la soga en el cuello del Rojo diciendo que el
irlandés estaba obsesionado con su hija y que no era la primera vez que
intentaba llevársela por la fuerza, lo acusó de extorsión pues aseguró que
intentó forzarlo para que le entregara la mano de lady Anne. Cuando Anson
le preguntó con qué lo extorsionaba, Abercorn sudó frío. No podía decirle
que lo amenazaba con revelar sus negocios sucios. Así que recurrió a su
secreto familiar y dijo que lo chantajeaba con dañar la reputación de su
familia esparciendo el rumor de que su padre no estaba muerto, sino que era
un retrasado mental.
Si la revelación sorprendió a Anson no lo demostró. Sabía perfectamente
que, para una familia aristocrática, su reputación y buen nombre lo era todo.
Plumer también estaba en la sala, atento a las palabras de su cuñado.
Había llegado antes que él para cumplir con el pedido de lady Isobel de
averiguar sobre la situación de lord Euston. Ahí supo que Abercorn estaba
de camino para declarar y se quedó a esperarlo. Le interesaba mucho saber
la posición que tomaría este, dadas las nuevas circunstancias. Mientras lo
escuchaba relatar las supuestas argucias del Rojo, se las arregló para no
hacer ningún gesto, sin embargo, se sentía satisfecho de que su cuñado
pusiera el bienestar de su sobrina en primer lugar.
Cuando Abercorn terminó su declaración, Anson envió un mensajero al
magistrado, solicitando la ejecución del Rojo por secuestro a dos damas de
la nobleza, extorsión y agresión a un oficial de la marina real.
Abercorn sintió que un peso se levantaba de sus hombros, sin embargo,
sabía que todavía debía enfrentarse a O’Sullivan. El mercader no vería con
buenos ojos su traición al Rojo.
—Hay otro hombre —habló antes de perder el valor, llamando la
atención de Anson—. Callum O’Sullivan.
Anson afirmó con la cabeza, alentándolo a continuar. Sabía por su
superior que ese hombre, O’Sullivan, fue quien acusó al conde de Euston de
ser el temible pirata Hades.
—O’Sullivan es socio del Rojo. Entre ambos han secuestrado a
jovencitas que luego venden en sus burdeles. Es por eso que temía tanto de
la suerte de mi hija. Solo de pensar lo que esos dos le tenían reservado… —
calló, dándole a su relato el toque justo de dramatismo.
—¿Dónde está ese hombre? —preguntó Plumer.
—En el Bluebell Garden, uno de sus burdeles.
—¿Tiene alguna prueba de lo que dice, milord? —cuestionó Anson.
—Bastará con que vaya al burdel. Siempre tienen atada a alguna
muchacha nueva antes de enviarla a Dublín.
El señor Plumer recordó que hacía unas semanas desapareció la hija de
Henry Smith, un terrateniente de Hertfordshire. ¿Sería posible que la joven
cayera en manos de ese hombre?
—La única razón por la que O’Sullivan acusó al conde de Euston —
continuó Abercorn—, es porque liberó a cuatro jovencitas que tuvieron la
desgracia de ser reclutadas con engaños. Ninguna sabía lo que les esperaba
cuando aceptaron que la madame les consiguiera un trabajo.
George Anson miró a Abercorn con el ceño fruncido.
—¿Cómo es que sabe tanto, milord? —preguntó a este, dudando de su
inocencia.
—Los escuché hablar, fue así como me enteré de quién era ese hombre
que pretendía casarse con mi hija.
Anson asintió, aunque no le creyó una palabra. Casi podía estar seguro de
que Abercorn era tan culpable como los otros.
—Enviaré a unos guardias a inspeccionar el burdel.
Abercorn le repitió el nombre y le dio la dirección del lugar. Esperaba
que con eso pudiera librarse al fin de sus indeseados socios. Luego de eso,
tanto Abercorn como Plumer se despidieron del capitán.

Lord Grafton apareció sobre la hora nona cuando el sol comenzaba a


descender. Anson leía algunos informes.
—Imagino, excelencia, que viene a interesarse por la situación de lord
Euston —preguntó al tiempo que se levantaba para obsequiarlo con una
reverencia.
—Imagina mal, capitán.
El duque entró con Plumer tras él. William, después de verificar la
situación del conde, había ido en busca de lord Grafton para informarle.
Gracias a su familia, su sobrina se deshizo de la amenaza que representaba
el Rojo, lo menos que podía hacer era ayudarlos.
Anson miró al par de hombres con ojos entrecerrados. ¿Qué se traían
entre manos?
—Vine a exigirle que libere a mi hermano —espetó lord Grafton,
adoptando ese tono de autoridad que todo duque debía poseer.
—Lamento no poder complacerlo, excelencia, pero eso es imposible.
—No le estoy preguntando si es posible o no.
—Excelencia, yo mismo escuché al conde referirse a sí mismo como
Hades —explicó con toda la paciencia que pudo reunir.
—Permítame. —Lord Grafton se llevó una mano al interior de su
chaqueta y sacó un tubo de papel—. Creo que esto nos facilitará las cosas
—dijo tendiéndole el papel enrollado.
Anson lo tomó, suspicaz. ¿Qué pretendía el duque?
—Adelante —dijo su excelencia cuando notó que el capitán titubeaba.
Anson desenrolló el papel y la expresión de su cara pasó de suspicaz a
sorprendida.
—¡No puede ser! —balbuceó sin poder dar crédito a lo que sus ojos
leían.
—¿Puede ahora enviar por mi hermano, capitán?
George Anson se mesó los cabellos, pero asintió.
Lord Grafton salió al pasillo y él mismo ordenó a uno de los guardias que
lo hiciera.
Mientras esperaba a que lo trajeran, recordó el momento en que
conocieron el contenido del documento que el anterior duque de Richmond
dejó para el pirata Hades.

Aidan leyó en voz alta el primer rollo de papel.


—Mi viejo amigo Zachary me dijo que no había nada en el mundo que
pudiera darle para pagar el bien que nos hizo a mí y a mi hija.
Aidan detuvo su lectura y miró al cura, preguntándole con la mirada a
qué se refería. Él no recordaba a ninguna dama.
—En el barco también viajaba la pequeña hija de Richmond. La
escondimos en las bodegas en cuanto vimos que el pirata español nos
atacaría.
Tras la pequeña explicación del sacerdote, Aidan continuó la lectura.
—Salvo una cosa. Mi eterna gratitud. Charles Lennox, duque de
Richmond y Lennox —concluyó Aidan.
—¡Señor misericordioso! —exclamó Zachary sorprendiendo a todos.
—¿Qué sucede, padre? —inquirió lady Isobel, asustada.
—Nada malo, hija, nada malo.
Aidan tomó el otro rollo de papel y lo inspeccionó. Antes de abrirlo se lo
tendió a lord August para que lo examinara también.
—Tiene el sello real —comentó el duque sin ocultar la sorpresa de su
voz.
Lo pasó a William Plumer para que, como testigo, corroborara lo dicho
por él.
—En efecto, es el sello real —atestiguó Plumer antes de devolvérselo a
lord Grafton.
—Ábrelo tú —dijo Aidan cuando el duque intentó regresárselo, aunque
no lo demostraba estaba tenso como la cuerda de un arco.
—De acuerdo.
Lady Isobel aferró el antebrazo de Aidan. En silencio rogaba porque lo
que sea que hubiera ahí sirviera para librar a su marido de la sentencia que
pendía sobre su cabeza.
—¡No puede ser! —Lord Grafton se paró del sillón como si alguien le
hubiese dado un pinchazo.
—¿Qué dice? —Lady Isobel también se levantó y los modales de los
presentes los obligó a hacerlo también; salvo Aidan que se paró solo porque
se trataba de su esposa.
—Es una patente de corso —respondió, tendiéndole a Aidan el
documento.
Aidan leyó la patente donde se autorizaba al pirata Hades a usar su barco,
el Gehena, para hacer la guerra contra los vasallos de los reyes de España y
Francia, recorriendo los mares de América a Europa. La patente también
especificaba que ninguna autoridad inglesa podía inmiscuirse en sus asuntos
ni ponerle objeciones que entorpecieran sus actividades de pillaje.
Firmaba George I de Gran Bretaña.
Luego de que Aidan terminara, el documento pasó a mano de lady Isobel
quien lo estudió con los ojos repletos de lágrimas. Pasados unos minutos,
lord Grafton lo recuperó de manos de su cuñada para que William Plumer lo
leyera también.
William observó que estaba fechada el cinco de abril de mil setecientos
veintitrés. Solo unas semanas antes de que el duque muriera. El sello y la
firma del rey eran legítimas. Para él no existía duda de que el documento
también lo era.
—Parece que este giro de los acontecimientos soluciona su problema —
expresó tendiéndole el documento a lord Grafton. El conde de Euston
estaba ocupado abrazando a la condesa.
—Sabía que mi buen amigo Richmond no me fallaría —dijo Zachary
dejándose caer en el sillón—. Cuando me preguntó cuánto podría pagarte
por habernos librado de la muerte, le hice ver que seguramente tenías más
riquezas que él mismo.
—¿Y le pidió que consiguiera una patente? —preguntó lady Isobel,
todavía conmovida.
—Oh, no, hija. Ni siquiera se me ocurrió —manoteó Zachary,
desechando la suposición de la condesa.
—¿Entonces? —inquirió el duque, curioso.
—Le dije que le pagara evitando que algún día lo enviaran al patíbulo —
contestó con una enorme sonrisa—. No hace falta que me agradezcas. —
Dio otro manotazo, esta vez en dirección a Aidan.
Hades estaba tan complacido por haber quitado el velo de preocupación
de los ojos de su esposa que le sonrió al cura su insolencia.

En el presente, lady Isobel saltó sobre la silla donde esperaba noticias


sobre su esposo. La aldaba acababa de sonar y Harold ya se dirigía a abrir la
puerta. Ella fue tras él, deseosa de ver a su marido traspasar el umbral.
—¿Dónde está Aidan? —cuestionó asustada cuando vio solo al duque al
otro lado de la puerta.
Lord Grafton sonrió y luego entró a la casa.
—Gracias por la bienvenida, cuñada —comentó haciéndola sonrojar por
sus malos modales.
—Lo siento, es solo que estoy muy preocupada —respondió siguiéndolo
por el vestíbulo.
—Te prometo que será la última vez —habló Aidan a su espalda.
Lady Isobel se dio la vuelta tan rápido que se mareó. Por suerte para ella,
los fuertes brazos de su esposo siempre estaban ahí para sostenerla.
Vagamente escuchó que Harold le decía a lord Grafton sobre la llegada de
un mensajero de Cornualles, su atención estaba puesta en la figura de su
marido.
—Estás aquí —musitó ella, sus ojos centelleaban felices, reflejando en
ellos el fuego que ardía en su corazón.
—Siempre, vida mía. —Aidan la apretó contra él, percibiendo cada
pulgada del cuerpo de ella.
—¿Lo prometes?
—Te lo juro.
Epílogo

Londres, junio de 1727 año de Nuestro Señor (casi año y medio después).

El rey había muerto.


La noticia se esparció entre la nobleza con la misma rapidez con que el
fuego consumía la pólvora en la mecha de sus cañones. El monarca iba de
camino a Hannover cuando una apoplejía terminó con su vida. Fue
enterrado en la capilla del palacio de Leine.
El fallecimiento de George I cimbró la estabilidad que logró durante el
último año. Tras su detención y encierro en la torre de Londres,
permanecieron en la ciudad con el fin de que su esposa tuviera los cuidados
necesarios durante su periodo de gestación y porque, según lord August, era
importante que tuviera una audiencia con el rey para detallar los términos
de su patente de corso.
—La patente no es un acto de misericordia del rey —explicó lord
Grafton en aquel momento—. La corona busca un beneficio y dado que no
estabas enterado, todavía no le has redituado en nada.
A regañadientes aceptó que tenía razón.
Así que cuando las sesiones del parlamento iniciaron en primavera y el
rey regresó a su palacio de Londres pocas semanas después, solicitaron una
audiencia. Esta les fue concedida casi un mes después de haber sido
solicitada.
Acordaron que sería lord Grafton quien hablara en primer lugar, puesto
que ninguno de los dos confiaba en el temperamento de Aidan.
En la audiencia el duque explicó con mucho tacto el motivo de esta.
Mostrando en todo momento que el único deseo de su hermano era retribuir
la generosidad de su majestad. Hecho que complació al rey en sumo grado.
Ese día, Aidan entregó más de la mitad de sus riquezas a la corona. Era el
pago que correspondía a cambio de la venia del rey para saquear galeones
españoles y franceses. Para él, era un pequeño precio a pagar para tener un
futuro al lado de su familia.
Pero ahora el rey estaba muerto.
Pensó en su pequeña hija, en esa hermosa niñita de sonrisa desdentada
que tenía la capacidad de ponerlo de rodillas.
Una opresión se asentó en su pecho ante la posibilidad de que la vida
como la conocía desapareciera.
—¿Qué pasa, esposo? —Lady Isobel entró sin llamar al despacho en su
casa de Londres.
Estaban ahí debido a las sesiones del parlamento.
Después de concederle casi todo su patrimonio al rey, lord August le
entregó todas las posesiones que le correspondían como conde de Euston.
Sin embargo, con eso también llegaron las responsabilidades del título. El
suyo era un título de cortesía, no tenía un escaño en el parlamento, pero lord
August insistió en que se familiarizara con las actividades propias de un
lord.
—¿O es que piensas retomar tus antiguas actividades? —le había
preguntado cuando él se negó a convertirse en un estirado aristócrata.
Miró a su esposa caminar hacia él y recordó su mirada llena de pánico
tras la pregunta del duque. Meses atrás le aseguró que ya había dejado esa
vida, que tenía riquezas para vivir diez vidas, sin embargo, el miedo de ella
estaba ahí, tan real como su entonces vientre abultado.
—¿Qué te pasa, amor mío? —preguntó lady Isobel en el presente al no
obtener respuesta de Aidan, su expresión preocupada comenzaba a
preocuparla a ella también.
—El rey ha muerto —respondió tomándola de la mano para acercarla a él
y poder abrazarla.
—Que el Señor le dé descanso a su alma —deseó ella—. ¿Por eso estás
así?
Aidan negó. No es que le apenara el fallecimiento del monarca como
supuso ella.
—Me preocupa el nuevo rey.
—Temes que no reconozca la patente y el acuerdo que hiciste con su
padre —adivinó ella.
—Sí —confirmó él. No tenía sentido negárselo, su esposa lo conocía
muy bien.
—Estoy segura de que el rey honrará los acuerdos de su padre —
comentó ella para evitar que siguiera pensando en el tema, pero en su
interior rogaba porque fuera cierto.
—¿Dónde dejaste a mi pequeña? —preguntó Aidan para apartar el velo
de preocupación que acababa de opacar el brillo en los ojos de lady Isobel.
—Jane está terminando de vestirla. Solo vine a avisarte que saldremos a
dar un paseo.
Aidan frunció el ceño.
—Querrás decir que viniste a solicitar mi permiso para salir.
Lady Isobel sonrió.
—Si así quieres verlo —dijo en un tono tan condescendiente que a Aidan
no le cupo duda de que se estaba burlando de él.
—¿Esta es tu manera de decirme que deseas una lección de obediencia,
esposa? —preguntó él, sus manos comenzaron una lenta caricia en la
columna de ella, embromándola. Las supuestas lecciones solo lo eran de
nombre puesto que él olvidaba todo en cuanto ella lo tocaba.
—Estamos listas, milady —anunció Jane desde fuera. La doncella había
aprendido a base de interrumpir situaciones comprometedoras a no
apersonarse cuando estaban solos en alguna habitación.
—¿La lengua larga no debería estar descansando? —preguntó a su
esposa, molesto por la interrupción. Esperaba que tardara un poco más, al
menos lo suficiente para enseñarle a su mujercita una o dos cosas sobre la
importancia de obedecer a su esposo o por lo menos intentarlo.
Aunque el tono de Aidan fue hostil, lady Isobel sabía que detrás de este
había verdadera preocupación por la salud de Jane.
—Está encinta, no enferma —le recordó ella.
—El Bardo no estará muy feliz si se entera que anda por ahí como si
nada.
—Ni siquiera le ha crecido el vientre —objetó lady Isobel, sus manos
acomodaban el cuello de la levita de Aidan.
Jane y el Bardo finalmente se habían casado ese año, tras las pascuas.
Casi dos años después de que se conocieran en la casa de la condesa viuda.
No tenían ni tres meses de casados y el Bardo ya le había hecho un hijo. Las
burlas de sus amigos sobre su capacidad reproductora no cesaban desde
entonces, para mortificación de la doncella.
—Lleva a Feng y Torus contigo —dijo él, olvidándose del asunto de la
doncella.
—Solo vamos al parque —refutó ella con una sonrisa.
—O’Sullivan sigue por ahí, esposa. No puedes salir sin compañía
mientras no atrape a ese malnacido.
—Lo sé —concedió ella, abrazándolo. Su mejilla posada sobre el
constante latido de Aidan.
El escurridizo mercader burló a los guardias del imbécil de Anson, quien
después de capturar injustamente a un noble de su rango —es decir a él—,
fue destinado por tiempo indefinido a un galeón en el atlántico.
O’Sullivan escapó sin dejar rastro. Luego de que Abercorn los traicionara
y regresara a Dublín con su hija, el Rojo fue ejecutado por los cargos de
secuestro a dos damas de la nobleza, extorsión, agresión a un oficial de la
marina y contrabando, pero de O’Sullivan no se supo nada.
Llevaba más de un año buscándolo por toda Inglaterra, Escocia e Irlanda
sin ningún resultado. A pesar de la información que madame Rose le diera
—a cambio de que la enviaran a las colonias en lugar de pudrirse en algún
calabozo—, sobre sus amigos y propiedades, seguían sin poder dar con él.
Al principio no quiso ayudar a esa maldita mujer, pero necesitaba que le
dijera todo lo que supiera sobre antiguo señor, pero de nada había servido.
El Cuervo opinaba que O’Sullivan debió embarcarse en algún galeón
hacia las colonias. Tal vez el mismo en el que madame Rose huyó. Cosa
harto posible, puesto que era el único lugar en el que no lo buscaría. Como
siempre, deseó que una terrible tormenta los alcanzara en altamar y sus
cuerpos alimentaran a los tiburones.
Y esa era una de las razones por la que pasaban la mayor parte del año en
Skye. La isla estaba tan alejada que era el lugar más seguro para su pequeña
familia. La vida ahí era tranquila y su esposa tenía la compañía del ramillete
—las jóvenes que rescatara junto con la hermana de Jane—. Las cuatro se
adaptaron muy bien a la rutina del castillo, ninguna quiso regresar con sus
familias a pesar el ofrecimiento de su mujer de dispensarles todos los
medios para ello.
Su esposa pensaba que era por vergüenza por lo que respetó la decisión
de ellas, dejándoles claro que el castillo también era su casa. A su dulce
mujercita, últimamente se le había metido en la cabeza la idea de llevarlas a
Londres y darles la oportunidad de conocer a un hombre bueno con el que
quisieran desposarse. Sombra, por supuesto, no quiso ni oír hablar de ello.
Era como una mamá gallina con sus pollitos, aunque bien sabía él que los
ojos con los que miraba a Hyacinth no eran los de una madre, sin embargo,
tampoco hacía nada al respecto.
Sintió los brazos de su esposa colgarse de su cuello y presionarlo hacia
abajo. Sonrió, dándole lo que quería. Luego de una acalorada sesión de
besos, ella rompió el contacto.
—Se hace tarde —musitó con la voz entrecortada por la falta de aire.
Aidan sonrió y luego gritó a la doncella:
—¡Entra!
Jane elevó los ojos al cielo, pero se abstuvo de hacer un mal comentario
solo porque llevaba en brazos a la niña. Atravesó el umbral y caminó hasta
detenerse a un par de pasos de milord Hades, como todavía lo llamaba.
—Ven con tu padre, cariño. —Aidan extendió los brazos para tomar a su
pequeña hija.
Lady Kathleen FitzRoy, que acababa de cumplir un año a principios de
mes, golpeó el rostro de Aidan con sus manitas regordetas.
—No golpees a tu padre, cariño.
La pequeña reprimenda de lady Isobel parecía decir lo contrario, la
pequeña Kathleen procedió a imprimir mayor fuerza en las muestras de
cariño hacia su padre.
Aidan impidió que continuara golpeándolo aferrándole las manitas con la
suya grande y fuerte.
—Eso no hace, milady —habló mirando con mucha seriedad a la carita
sonriente de su hija, llevaba puesto un delicado gorrito que cubría sus
suaves rizos castaños.
Lady Kathleen intentó mover las manos, pero la firme sujeción de su
padre se lo impidió. Hecho que provocó un leve fruncimiento de sus
delicados labios, seguido de un manto acuoso en esos ojos tan verdes como
los de su madre.
Aidan bufó.
—No me va a convencer, milady —dijo a la niña, pero ya estaba
soltándole las manos.
Kathleen balbuceo una sarta de cosas que nadie entendió y luego, sin que
nadie lo esperara, dijo su primera palabra.
—Pa…pá
—¿Qué ha dicho? —preguntó lady Isobel, emocionada.
Aidan sintió que una vibrante energía explotaba en su corazón ante el
balbuceo de la pequeña. Infiernos, Kathleen era digna hija de su madre. Una
palabra suave y él haría cualquier cosa con tal de complacerla. La apretó
contra su pecho y hundió la cara en el cuello de la pequeña, provocando que
ella emitiera el sonido más hermoso del mundo.
—¿Quién soy yo, mi vida? —le escuchó decir a su esposa y se enderezó
para que la niña le prestara atención.
Kathleen miró a su madre con una sonrisa, pero no le respondió. Volvió a
mirar a su padre y repitió “papá” un par de veces más.
—¡Pasé tres estaciones cargándola dentro de mí, dos días de dolores de
parto tan intensos que creí que me partiría en dos y su primera palabra es
“papá”!
Lady Isobel alzó las manos al cielo, indignadísima.
Aidan echó la cabeza atrás y una ronca carcajada resonó en toda la
estancia.
Recordaba bien ese día. Ahora estaba riendo, feliz de tener a su hija en
brazos y a su esposa fuerte y sana. No obstante, esos días fueron los más
difíciles que ha tenido que enfrentar jamás. El eco de los gritos de su esposa
todavía retumbaba en su mente.
—¡¡Aidan!! ¡¡Dónde está!!
—Afuera, milady. Milord está afuera.
—¡Jodido infierno, Aidan! ¡ven aquí, maldita sea! —había gritado ella
casi al momento del alumbramiento.
Él, muriéndose de la angustia, había irrumpido en la habitación sin
siquiera reparar en que su dulce y recatada esposa había maldecido como el
más viejo de sus piratas.
El Aidan del presente cerró los ojos con fuerza para deshacerse de la
horrible visión de su esposa abierta de piernas sobre la cama —no de la
manera que a él le gustaba—, y de una pequeña cabeza asomando por ahí.
Fue gracias a que el Cuervo lo sacó de inmediato de la alcoba que no
perdió la dignidad y se desmayó ahí mismo.
Esa imagen y el sufrimiento de su esposa lo acompañó durante los
primeros meses de vida de Kathleen, tanto que estuvo reacio a volver a
tener intimidad con su mujer. Su esposa incluso llegó a pensar que ya no la
encontraba atractiva debido a los cambios que sufrió su cuerpo después de
la gestación. Nada más alejado de la realidad. Se moría por retomar su vida
conyugal, pero le aterrorizaba dejarla encinta otra vez.
¿Qué si la próxima vez el parto se complicaba más? No quería ni pensar
en ello.
Pasó casi todo el verano bañándose en las heladas aguas del mar de Skye
hasta que una de las flores del ramillete le aconsejó a su esposa que tomara
una tisana que, según madame Rose, evitaba la concepción.
Después de que su esposa comenzara a tomarlo desquitó con ganas el
tiempo perdido. Solo esperaba que la dichosa poción fuera confiable, no
podría volver a pasar por lo mismo. Le importaba una mierda no tener un
heredero para su título. Este pasaría al pequeño August, el hijo de su
hermano, quien era apenas unos meses mayor que Kathleen. El futuro
duque de Grafton nació mientras su padre estaba en Londres, ayudándolo a
salir de las consecuencias de su vida de pillaje.
En su momento se sintió culpable de que lord August no hubiera estado
junto a su esposa en ese momento tan difícil. Según supo por lady Isobel, la
vida de la duquesa estuvo en peligro debido a su debilitada salud.
A esas alturas de su vida ya podía pensar en ella sin sentir ningún tipo de
rencor, por el contrario, tal como un día pensó que sucedería, le estaba muy
agradecido porque se casara con lord August. De no ser por eso se habría
perdido de conocer el verdadero amor al lado de su muy amada esposa.
También habría perdido la oportunidad de tener a su pequeño incordio en
brazos.
—Debemos irnos o se nos hará tarde. —Miró a su mujer, estaba parada
junto a él con los brazos extendidos hacia la niña.
—Si me esperas iré con ustedes —ofreció él, los pensamientos sobre lo
que pudo haber perdido acababan de despertar al Hades sobreprotector.
—¿En serio? —La deslumbrante sonrisa de su esposa lo hizo sentir mal.
¿Es que acaso era tan mal esposo que nunca daba un simple paseo por
Hyde Park con ella?
Trató de recordar la última vez que lo hizo y para su absoluta
consternación se dio cuenta que nunca.
¿Acaso estaba dando por sentado a su familia?
Se prometió que jamás volvería a hacerlo. Viviría para demostrarle a su
Perséfone lo mucho que la amaba. Alimentaría cada día esa llamita que
hacía tiempo, en los jardines del antiguo monasterio, encendió en su
corazón.
Un vibrante fuego que su Perséfone se encargaría de mantener ardiendo y
que iluminaría para siempre el corazón de Hades.

Fin.
Quiero su amor

Londres, finales de febrero de 1726, año de nuestro Señor.

“Con gran regocijo le informo que, con la Gracia del Señor, el pasado día
de San Valentín proporcioné a su ducado un heredero sano.
Lady Grafton”.

Leyó August FitzRoy, duque de Grafton, en la escueta carta que acababa


de entregarle su mayordomo.
—San Valentín —repitió en voz alta.
Su hijo. Su hijo tenía varios días de nacido y él no lo sabía. No estuvo el
día de su nacimiento apoyando a su esposa. También le había fallado a
Amelie en esto. La mano le temblaba mientras ponía el papel sobre la mesa
de su escritorio.
El fuego ardía en la chimenea, un vaso con una sombra de whisky en el
fondo reposaba junto a su mano derecha. Había ingerido todo el contenido
antes de romper el sello de la misiva; sabía que lo necesitaría para
enfrentarse a lo que encontraría escrito ahí.
Su mirada, del color del cielo diurno, recayó en la penúltima palabra que
escribiera su esposa en el papel.
—Heredero —susurró.
A su mente llegaron otras palabras, las dichas por su esposa meses atrás
cuando se enteraron que estaba encinta.
“Ruegue al Señor que sea un niño, excelencia”.
—Señor. —La palabra brotó de sus labios en medio de un
apesadumbrado suspiro.
“Porque no tendrá otra oportunidad de tener un heredero”. La sentencia
de Amelie retumbó en sus pensamientos.
No, él no rogó por un heredero.
Tenía puestas todas sus esperanzas en que, llegado el momento, el médico
le anunciara que su esposa había dado a luz una preciosa niñita. Una linda y
delicada bebé con el cabello caoba de su madre y sus hermosos ojos verdes.
Lo deseaba más que a nada, sin importar que no tuviera un heredero propio
para su título. Poco o nada le importaba que los hijos de Aidan heredaran el
ducado.
Y, sin embargo, tenía un hijo. Un heredero.
Tomó el decantador para servirse otra medida de Whisky. Tenía el borde
del vaso en los labios cuando la puerta se abrió. Gimió para sí. Solo había
una persona en todo el reino que era capaz de entrar a su despacho sin
llamar.
—Escuché que llegaron noticias de Cornualles. —Oyó que le dijo, pero
no se molestó en responderle. Estaba ocupado sirviéndose otro chorro de
whisky—. ¿Ahora te ha dado por pegarle a la botella, hermano? —le
preguntó con ese dejo de burla que tan bien conocía.
—¿A qué has venido, Aidan? —cuestionó sin hacer caso a su puya.
Traía el cabello húmedo, por lo que supuso que acababa de tomar un
baño; probablemente para quitarse el hedor de la mazmorra en la que el
capitán Anson lo recluyó a mediodía; acusado de piratería, nada menos. El
conde de Euston un vulgar pirata. Bebió otro sorbo, pensando en lo mucho
que había cambiado la relación entre ellos durante las últimas semanas. Si
bien no podía afirmar que eran cercanos, por lo menos ya no existía esa
tensión que los hacía querer irse a los golpes cada vez que se veían.
—Isobel quiere saber si hay noticias sobre lady Emily y la duquesa —
respondió este sentándose en uno de los sillones frente al escritorio. El
cuerpo echado hacia atrás, las piernas estiradas sin ningún cuidado.
Lord Grafton elevó el vaso en dirección a Aidan antes de decir:
—Enhorabuena, hermano, eres tío de un niño sano.
Aidan FitzRoy, actual conde de Euston —otrora el pirata Hades “el
ejecutor de los mares”—, observó los rasgos de su hermano. Lo conocía lo
suficiente para saber que la noticia, lejos de suponerle la alegría lógica que
todo noble debía experimentar al tener por fin su preciado heredero, había
sido un revés que no esperaba. Lo miró con los ojos entrecerrados unos
segundos, pero luego desechó el pensamiento. No era asunto suyo.
—No soy experto en estas lides, ¿pero no debería ser yo el que te felicite?
—cuestionó burlón, la ceja izquierda levantada en un gesto irónico.
—Probablemente.
—¿Cómo está la madre? —preguntó por obligación, su esposa querría
saber todos los detalles.
—No es asunto tuyo. —La mirada de lord Grafton se volvió helada.
Aidan entrecerró los ojos.
—No pienses estupideces —replicó en un tono glacial que rivalizaba con
la mirada del duque—. Lo he preguntado porque Isobel querrá saberlo.
Lord Grafton apretó la mandíbula. La herida de la supuesta traición
todavía le escocía.
—No dice nada sobre ella, pero asumo que está bien o lo habría
mencionado. —Agarró la botella y vertió otro chorro de licor en su vaso.
—¿Cuándo planeas partir? —inquirió Aidan, tragándose lo que pensaba
sobre la cantidad de alcohol que el duque ingería en ese momento.
—¿A dónde? —Lord Grafton elevó ambas cejas, su mirada sorprendida
puesta en Aidan.
—A Grafton Castle, ¿dónde más? —Aidan lo miró como si fuera
retrasado—. ¿O es que no piensas ir a conocer a tu heredero?
La pregunta de Aidan atravesó la bruma etílica en la que comenzaba a
envolverse. Su heredero. Debía ir a Grafton Castle y realizar los arreglos
pertinentes para que su heredero fuera reconocido como tal. Tenía que
hacerlo, sin embargo, no encontraba el coraje para enfrentarse a Amelie. No
se sentía capaz de soportar la frialdad con que siempre lo trataba, de ver en
su mirada cuánto lo despreciaba. No mientras él siguiera anhelándola,
consumiéndose de amor por ella.
Se pasó una mano por el cabello, topándose con la maldita peluca
ensortijada. Resopló hastiado.
—No sé por qué se empeñan en usar esas porquerías —comentó Aidan
apuntando con la barbilla a la cabeza de su hermano—. Isobel prefiere que
no la use, gracias al Señor.
Lord Grafton no respondió. Pensó en Amelie. ¿Le gustaría a ella que
dejara de usarla? Probablemente no le importaría.
—Entonces, ¿cuándo quieres partir?
La voz de Aidan lo devolvió a la conversación.
—Haz tus arreglos, no te preocupes por mí —respondió al tiempo que se
levantaba. Se tambaleó un poco. Tal parecía que los tragos de whisky
querían hacerse presentes en su coordinación.
—Si insistes… —Aidan se levantó también.
Estuvo tentado de ayudarlo al ver que se movía igual que las palmeras de
su isla en las colonias cuando eran mecidas por el viento.
—Ve, ve. Lady Isobel debe estar ansiosa. —Lord Grafton hizo un gesto
con la mano, invitándolo a salir. La lengua comenzaba a enredársele.
Aidan sonrió. El duque no tenía ni idea de lo acertado de su última
afirmación, aunque no por los motivos que él prefería.
—De acuerdo.
Lord Grafton vio salir a dos Aidan. Afianzó la mano en la madera del
escritorio pues la estancia comenzó a moverse de repente. Echó una mirada
a la botella de whisky, estaba muy por debajo de la mitad. ¿En qué
momento se bebió todo ese licor? Su mano derecha fue hasta sus ojos
vidriosos para tallarlos, a ver si con eso lograba deshacerse de la visión
borrosa, lo cual no ocurrió. Hastiado se dejó caer en el sillón. La nota sobre
el escritorio sobresalía entre los demás papeles. En un arranque la tiró de un
manotazo.
Su hijo. Su esposa. Una esposa que lo despreciaba. Un hijo que no deseaba.
—Debiste ser una niña —balbuceó.
Si lo fuera, podría convencerla de cumplir con su obligación de darle un
heredero. Tendría a su preciosa niña y la oportunidad de borrar para siempre
esa noche.
Agarró la botella, la cual seguía destapada, y la pegó a sus labios para
beber directamente de esta. Tenía la esperanza de que el fuego que el licor
incendiaba en su interior lograra atemperar a su congelada alma.

Lord Grafton se llevó una mano a la peluca ensortijada, la cual hacía


horas que pendía de un solo lado. Tenía la mejilla izquierda sobre el
escritorio de su despacho con el rostro hacia la pared de la derecha, la
botella de whisky yacía vacía en la alfombra —a un lado del sillón, junto a
su mano derecha que colgaba por encima del reposabrazos—. Las sienes le
palpitaban con tanta fuerza que por un momento pensó que se había metido
en una pelea el día anterior, pero dado que la cabeza era lo único que le
dolía lo descartó. Medio abrió los ojos y lo primero que vio —a través de
sus pestañas y visión empañada—, fueron las pesadas cortinas de la ventana
que daba al jardín trasero.
Poco a poco la conciencia fue abriéndose paso entre la bruma etílica que
lo envolvía. Se irguió en el asiento, pero a pesar de que lo hizo con lentitud,
la habitación comenzó a moverse. Cerró los ojos hasta que la sensación
menguó y pudo enfocar la mirada sin sentir que se iba de bruces a pesar de
estar sentado.
Echó una mirada a la chimenea, los rescoldos estaban casi apagados, sin
embargo, no sentía la frialdad de la estancia. Imaginó que era gracias a la
botella de whisky que se bebió. La cabeza comenzó a picarle y de un
manotazo se quitó la estúpida peluca empolvada.
Señor, la cabeza le iba a estallar. Observó el mal estado del escritorio,
había papeles y tinta regados sobre la superficie. Examinó sus ropas
arrugadas y le extrañó no estar manchado de tinta por todos lados, salvo por
las manos y las mangas de la camisa. Sus ojos recayeron en las bolas de
papel tiradas por toda la alfombra.
¿Qué había hecho? ¿Es que acaso se convirtió en el Bardo y se puso a
escribir cuentos? De haber podido habría negado con la cabeza, pero no
quería que la habitación volviera a bailar ante sus ojos.
Escuchó pasos en el pasillo y rogó porque no fuera el insufrible de Aidan.
No tenía sesera para bregar con él en ese momento. El par de suaves golpes
sobre la puerta le indicaron que no se trataba de su hermano; él jamás pedía
permiso para entrar.
—Adelante. —Su voz salió como si le hubiesen pasado una lija por la
garganta.
—Buen día, excelencia. —Harold hizo una profunda reverencia a pocos
pasos del umbral. La puerta cerrada a su espalda. A lord Grafton le dio la
impresión de que estaba protegiéndolo de las miradas de los sirvientes.
—Buen día, Harold.
—El mensajero partió al alba tal como me ordenó —informó el
mayordomo ya erguido frente a su señor, absteniéndose de hacer gesto
alguno ante la descuidad apariencia de este.
Sin embargo, no dejó de notar sus ojos enrojecidos, la ropa arrugada y
con manchas de tinta en algunas zonas, incluida las sienes de su señor;
debió mancharse cuando se tocó con las manos sucias, caviló en silencio.
Tampoco le pasó desapercibida la marca rojiza que tenía en la mejilla
izquierda, supuso que por haber dormido recargado sobre esta.
Lord Grafton frunció el ceño, ajeno al escrutinio de su sirviente.
¿Mensajero? ¿de qué mensajero hablaba?
Harold debió intuir su confusión porque con el tacto que le caracterizaba,
agregó:
—La carta para lady Grafton será entregada en mano como solicitó.
Una imagen de él inclinado sobre el escritorio con pluma en mano pasó
por su mente como un fogonazo.
El latido en sus sienes se acrecentó y el dolor de cabeza tomó tintes de
migraña. ¿Qué, en el nombre del Señor, escribió en esa carta?
Desesperado se paró del sillón y comenzó a recoger las bolas de papel
esparcidas por la alfombra. La habitación se movía y estaba seguro que en
cualquier momento caería despatarrado sobre la mullida alfombra, no
obstante, no cejó en su empeño de levantar cada papel.
—No, no, déjame solo. Que nadie me moleste —dijo cuando Harold se
aprestó a ayudarlo a recoger el desastre.
—Con su permiso, excelencia.
Lord Grafton no respondió a la despedida de su mayordomo, toda su
concentración estaba puesta en recopilar todos los papeles desperdigados en
el suelo sin que la cabeza le estallara. Cuando por fin tuvo todos en el
escritorio, volvió a sentarse en el sillón en el que pasó la noche. Se tomó un
momento para darle tiempo a su estómago de asentarse, sentía que de un
momento a otro botaría hasta los intestinos. La cabeza seguía dándole
vueltas, pero pasados unos minutos pudo volver a enfocar la mirada en las
decenas de bolas de papel que tenía sobre la mesa de su escritorio.
No tenía idea de qué hora era, pero podría apostar a que hacía rato que
pasó la hora del desayuno, debía apresurarse para ir a su habitación antes de
que Aidan o lady Isobel decidieran que ya habían tenido suficiente el uno
del otro y aparecieran por ahí.
Agarró una maltrecha bola de papel y la estiró sobre el escritorio. Unos
trazos que en nada se parecían a su caligrafía aparecieron ante su enturbiada
visión.
—Milady, sepa que no reco… —leyó. Lo que seguía después eran un
montón de palabras ilegibles que no estaba en condiciones de descifrar.
Tomó otro.
—Una niña con tus —decía ese. Intentó leer más, pero solo logró
descifrar una palabra más: ojos.
Descartó el papel junto con el anterior en una esquina del escritorio.
Siguió desenrollando pelotas de papel y en cada una encontró frases que
apenas y se podían leer, sin ningún sentido, aunque la mayoría tenían dos o
tres palabras
¿Qué tan borracho estaba que no pudo siquiera escribir una carta?
Tomó otro más. Este tenía más frases que podía leer, probablemente era
de cuando estaba menos ebrio.
—No hay día que no te piense ni noche que no te sueñe. Mi último
pensamiento siempre eres tú. —Cerró los ojos, avergonzado de haber
puesto sobre papel sus sentimientos.
Tuvo el impulso de rasgar el trozo de papel y desaparecer toda prueba de
su debilidad, sin embargo, demostró una vez más lo endeble que era su
voluntad cuando de Amelie se trataba. Lo dobló y lo metió en uno de los
cajones de su escritorio, debajo del doble fondo donde ponía documentos
importantes.
Quedaban dos papeles más por leer y casi tenía miedo de abrirlos.
Pegó un bufido y luego los tomó. El primero no decía nada, solo unas
cuantas rayas, así que supuso que debía estar casi al borde de la
inconciencia cuando intentó escribirlo. Volvió a hacerlo una bola y se fijó
en el último.
El aire se le atascó en la garganta al comprender lo escrito ahí.
“Solo una noche. Concédeme una noche para borrar el pasado”.
Señor, ¿qué decía la carta que envió?
Sinopsis
Lord August, segundo duque de Grafton, desechó todo lo que sabía sobre el
matrimonio y cometió el peor error de su vida: se casó por amor.
Lady Amelie Wilton sabía que su hermana lo amaba y aun así se casó con
él.
El matrimonio de los duques de Grafton no era lo que ninguno de los dos
esperaba, sin embargo, lord August estaba decidido a obtener aquello que
tanto ansiaba: el amor de su esposa.
Solo necesitaba una cosa: Una noche.
Una noche para adorarla.
Una noche para borrar su pasado.

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Sobre la autora
Jari Grand es una mexicana soñadora que ama la lectura. Actualmente vive
en un pueblito de México en compañía de su familia, tres perros y cuatro
gatos, donde continúa escribiendo novelas románticas con finales felices.

[1] Hora canónica que hace referencia a los rezos que se llevaban a cabo tras la puesta del sol.
[2] Antes del amanecer.
[3] Al amanecer.
[4] Primera hora después del amanecer, alrededor de las seis de la mañana.
[5] Tercera hora después del amanecer, sobre las nueve de la mañana.
[6] Antes del descanso nocturno, alrededor de las nueve de la noche.
[7] Colchón relleno de paja o hierba.
[8] Alrededor de las tres de la tarde, llamada también “hora de la misericordia” por creerse que
es la hora en que murió Cristo.
[9] Parte trasera o posterior de un barco.
[10] Parte delantera del barco.
[11] Pequeña ventana o tragaluz usualmente ovalada o circular.
[12] Estructura del barco que se eleva sobre la cubierta principal en la parte delantera de este.
[13] Estructura del barco que se eleva sobre la cubierta principal en la parte trasera de este.
[14] Costado derecho del navío.
[15] Plataforma redonda ubicada en lo alto de los palos de un barco que se utiliza como puesto
de observación y para maniobrar desde ella las velas altas.
[16] Título con el que se conocía al jefe de un clan escocés.
[17] También llamado “tontillo” es un armazón interior que se usaba para ahuecar las faldas de
las damas durante el siglo XVIII, es predecesor del miriñaque y la crinolina.
[18] Fue construida en el año 1,095 por los vikingos y reconstruida en 1685. Su última
restauración fue en 1998.
[19] Parque ubicado actualmente en el centro de Dublín, fundado en 1694. En su fundación, el
parque todavía era parte de las afueras de la ciudad.
[20] El órgano de la iglesia de San Michan fue instalado en 1724 y todavía se encuentra en
funcionamiento.
[21] La ley de matrimonio de 1754, promovida por lord Hardwicke en 1753, estableció que los
jóvenes menores de 21 años debían obtener el consentimiento de sus padres para poder casarse,
además, las bodas debían realizarse en una iglesia previa obtención de una licencia de matrimonio.
Los mayores de 21 años no necesitaban el permiso de sus padres, pero sí debían cumplir las otras dos
disposiciones.
[22] Esposa de Hades en la mitología griega.
[23] George Anson fue un almirante de la Royal Navy y aristócrata británico del siglo XVIII.
[24] René Duguay-Trouin fue un marino y corsario de origen bretón al servicio del rey de
Francia desde el año 1689 hasta alrededor de 1731. Murió en París en 1736 a los 63 años de edad.
[25] “Irlandés” en la lengua irlandesa.
[26] Parque creado por Enrique VIII en 1536 como coto de caza. Fue abierto al público en
1637.

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