Fuego en El Corazon - Jari Grand
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Hermanas Wilton I
Jari Grand
Copyright © 2021 Jari Grand
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Agradecimiento
Introducción
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Epílogo
Quiero su amor
Sobre la autora
Agradecimiento
Gracias.
Introducción
Atlántico norte.
Noviembre de 1722, año de Nuestro Señor.
La joven cerró el libro que hasta hacía unos segundos leía y levantó la
mirada para dirigirse a su audiencia.
—Es todo por hoy, pequeños —anunció, una sonrisa resplandecía en su
rostro.
Apenas terminó la frase, los poco más de diez chiquillos que habían
permanecido sentados en el suelo, arremolinados en derredor de ella,
comenzaron a levantarse. Se despidieron de ella en un enredijo de brazos y
piernas.
Los vio correr por el patio del priorato y una tierna sonrisa suavizó su
expresión. En el lugar habitaban decenas de niños que fueron acogidos por
Sor María, una bondadosa mujer que regentaba el priorato que terminó
convertido en orfanato.
Hacía ya varios inviernos que tres veces por semana ayudaba a las
monjas en la elaboración de conservas; llegaba a la hora tercia y se iba poco
antes de la nona, después de leerle a los niños alguno de los pasajes de “Los
cuentos de mamá ganso”, un puñado de historias que ha repetido tantas
veces que ya las sabía de memoria. Agitó la cabeza, pesarosa, ojalá tuviera
el suficiente dinero para comprar por lo menos un libro más y así poder
contarles otras historias.
Echó una mirada a su alrededor. El priorato estaba en la parte más alta de
la isla y tenía unas excelentes vistas, sin embargo, este apartado rinconcito
era su sitio favorito. Le encantaba sentarse bajo la sombra del centenario
árbol y sacarles sonrisas a los pequeños con sus lecturas. No obstante, eran
estos momentos de soledad los que más atesoraba. Aquí tenía la suficiente
privacidad para perderse en sus pensamientos mientras admiraba el vaivén
de las olas.
Tenía nueve primaveras cuando visitó la isla por primera vez. Cuando el
dinero ya no fue suficiente para pagar lecciones privadas, su madre la llevó
a ella y a su hermana a que tomaran lecciones con las monjas. El lugar le
había gustado enseguida. Tenía una gran extensión de tierra por la que
podía correr, jugar y dar rienda suelta a toda esa energía infantil que
siempre debía mantener a raya. Su hermana y ella habían pasado días
memorables ahí; cuando todavía eran inseparables, antes de que esta
partiera a Bristol.
Una mueca pesarosa ensombreció su expresión al pensar en ella.
Elevó el rostro al cielo y se perdió unos segundos en los tenues rayos que
se filtraban entre las ramas del árbol bajo el que se cobijaba. Cerró los ojos
un instante y cuando volvió a abrirlos todo rastro de pesar había
desaparecido.
Pasados unos minutos se levantó de la banca de piedra y se sacudió las
faldas. Siempre terminaba llena de polvo y con el bajo manchado de verde
por la hierba húmeda. Con el libro en mano y el bolsito colgándole de la
muñeca, caminó por el sendero bordeado de altos setos en dirección al
antiguo monasterio.
Al escuchar la primera campanada que daba el aviso para las vísperas[1]
supo que ya no podría despedirse de sor María. Tal parecía que se entretuvo
más de la cuenta en sus meditaciones. Si no se deba prisa quizá tendría que
pasar la noche en el priorato, pues su transporte a tierra continental se iría
en poco tiempo. Una noche en la escueta celda no era nada tentadora;
aunque no sería la primera vez.
Divisó a lo lejos la pequeña embarcación que estaba presta para
marcharse, así que con una mano se recogió un poco las faldas y apresuró el
paso a tal punto que casi se convirtió en una pequeña carrera que pudo
costarle la vida si daba un traspié; el camino hasta la playa era una
escarpada pendiente —y una vieja conocida de sus rodillas—; para cuando
llegó a la plataforma de madera que hacía de embarcadero, estaba sudorosa,
con algunas guedejas rubias pegadas a la frente y el cuello. El sombrero
colgaba a su espalda, apenas sostenido por una cinta de un desvaído color
frambuesa que aguantó atada a su cuello durante el maratónico descenso. Se
paró junto al bote, permitiéndose unos minutos para recuperar el aire.
—¿Otra vez tarde, condesita? —El lanchero, un hombre entrado en la
cincuentena se levantó de su lugar en la punta de la pequeña embarcación y
se estiró para ayudarla a subir.
—El tiempo… Edward —respondió ella, entrecortada, sosteniéndose de
la callosa mano que el hombre le ofreció—. El tiempo que me hace la
dejación y no me espera.
El hombre soltó una risotada tosca y ronca.
—Entonces tendrá que aprender a volar. —La abundante y encanecida
barba del hombre apenas y dejó vislumbrar su sonrisa.
La joven se acomodó en la precaria tabla que atravesaba el bote a lo
ancho. En sus primeros viajes terminó con las posaderas en el suelo, echa
un lío de faldas, pero ahora ya podía incluso mantenerse recta sin necesidad
de agarrarse a los extremos del bote como si su vida dependiera de ello.
Todavía se mareaba un poco, sobre todo cuando el mar no estaba por la
labor y mecía la pequeña embarcación a su antojo y modo; por fortuna, hoy
no era uno de esos días.
Con cada remada de Edward, la costa de Cornualles se acercaba un poco.
Desvió la mirada al oeste, donde el sol ya comenzaba a teñir de naranja el
cielo. Unas remadas más y llegaría a tierra firme con la luz justa para
caminar hasta su casa en el centro del pueblo. El invierno recién se alejaba,
pero aún no podían gozar de las horas de luz extra que traería consigo la
primavera.
Una gaviota que volaba bajo llamó su atención cuando pasó por encima
de ellos. El ave hacía piruetas y graznaba, todo el cielo era suyo en ese
instante.
«Aprender a volar…», las palabras de Edward volvieron a su mente,
arrancándole un pesaroso suspiro.
Ella no quería volar. Ni siquiera quería salir de su pequeño pueblo
pesquero. Solo había una cosa que anhelaba en la vida, algo que deseaba
con todas las fuerzas de su corazón y que, sin embargo, todavía le era
negado. Quizá por eso disfrutaba tanto la convivencia con los niños del
priorato.
Algunas remadas después el bote se zarandeó un poco, señal de que
acababa de tocar fondo.
—Servida, condesita. —Edward se levantó y caminó hacia ella, poniendo
en peligro la integridad física del bote, y de ella, por supuesto.
Con la agilidad que solo la práctica podía dar, la joven saltó de la
embarcación a la plataforma de madera que servía de muelle.
—¡Señorita, gracias al señor que ya está aquí! ¡Me tenía con el alma en
un hilo! —exclamó una jovencita parándose a su lado.
—Gracias, Edward. —Sonrió al hombre y luego se dirigió a la joven—:
Ya, ya, no seas exagerada.
La jovencita hizo una mueca y luego siguió a su señora, quien ya
avanzaba por la plataforma.
—Su mamá me regañó por no acompañarla a la isla, pero ya le dije que
no es mi culpa que usted no me quiera llevar.
—No es que no quiera llevarte, Jane. Sabes bien que la vieja barca de
Edward no aguantaría más peso.
—Soy su doncella, mi deber es acompañarla a donde sea que vaya. Una
señorita de su categoría no debe andar por ahí sola.
La joven apretó los labios para no reír del tonillo pomposo de la doncella.
—Deja de remedar a mi madre, un día de estos te va a oír y no será
agradable.
Jane sonrió, sabedora de que, si eso sucediese, la señorita metería las
manos por ella.
—Ella no está aquí, anda muy ocupada con los preparativos para recibir a
su hermana.
—¿Ha dicho ya cuándo llega? —La emoción en su voz hizo que Jane
mirara al cielo.
—A mediodía llegó un mensajero. Después de eso su madrecita se puso
como gallina con pollitos, solo le faltaba aletear.
La joven reprimió una risita. No sería muy leal de su parte reírse de su
madre.
—Esa lengua, Jane. Ya te he dicho que aprendas a controlarla.
—¡Pero si me estoy controlando! Ni siquiera he dicho una décima parte
de todo lo que me gorgoritea en el buche.
Lady Wilton agitó la cabeza de lado a lado. Su doncella era un caso
perdido.
Jane corrió el último tramo hasta la casa y golpeó la aldaba de la puerta
principal. Cuando lady Isobel la alcanzó ya otra doncella abría desde
adentro.
—¿Mi madre? —preguntó a Ruth, la doncella que abrió.
—La espera en la sala de bordado —respondió esta, parada a un costado
de la puerta.
La joven sonrió a Ruth en agradecimiento y se dirigió a la mencionada
sala, que no era más que un cuartito con un par de sillones que habían visto
sus mejores días muchos inviernos atrás. Sin embargo, a su madre le
gustaba llamarle así. Quizás era su manera de sobrellevar su empobrecida
condición. Era la hija de un conde y la viuda de otro, no obstante, las
propiedades y dinero iban ligados a los títulos y, para su desgracia, lady
Emily Wilton solo había procreado mujeres, ningún varón que heredara el
título de su marido por lo que a la muerte de este perdieron su posición y
riqueza.
Aun así, su padre, el antiguo conde, no las dejó desamparadas por
completo. Les legó esa casa y una modesta dote para cada una; además de
una pequeña fortuna para su sostén. Todo eso habría sido suficiente para
vivir sin estrecheces si su madre no la hubiese despilfarrado. Al principio se
rehusó a abandonar Pembroke y sus amistades, así que alquiló una vivienda
para continuar su vida ahí, aparentando que eran tan adineradas como antes.
Fue hasta que el dinero de su dote empezó a escasear que decidió abandonar
la ciudad y retirarse a Cornualles, más por ahorrarse la humillación de que
todos se enteraran de que estaban en bancarrota, que por la preocupación de
la escasez.
Tenía casi nueve años cuando se asentaron en su nueva residencia en
Cornualles. La casa no era grande, sin embargo, debido a que durante
cuatro temporadas no pagaron los mantenimientos que esta necesitaba, el
resto de su dote se fue en dejarla habitable y en contratar servidumbre.
Ahora sólo contaban con la dote de Amelie, pero esta era intocable pues
su madre tenía todas sus esperanzas puestas en que su hija menor hiciera un
ventajoso matrimonio. Si no podía casar a las dos, por lo menos lo haría con
una.
Se detuvo en el umbral y observó la estampa de su madre, sentada con la
espalda recta y el bordado en su regazo. Su cabello castaño estaba recogido
en un apretado y elaborado moño, unos tirabuzones adornaban su rostro, sin
embargo, estos no lograban suavizar el rictus severo que lucía en ese
instante. Vestía de azul oscuro; desde la muerte de su padre —a causa de
unas fiebres—, no la había visto usar ningún color claro.
—¿Me necesitaba, madre? —preguntó sin moverse del dintel.
Lady Emily levantó la cabeza, solo un poco, y enfocó la mirada en su
hija mayor. La inspeccionó de cabo a rabo, como siempre hacía. Falda
arrugada y sucia, sus ensortijados cabellos dorados se salían por todas
partes como si se hubiese pasado muchas veces las manos por la cabeza,
traía el sombrero mal puesto y la cara enrojecida. Si no se tratara de lady
Isobel, su inocente Isobel, pensaría que venía de una clandestina cita
amorosa.
Negó con la cabeza. Su querida hija era un caso perdido.
—Pasa, cariño. —Dejó el bordado a un lado, sobre la mesita de centro.
La joven casi exhaló de alivio cuando el examen terminó. Caminó hasta
el sillón de tres plazas que quedaba libre y se acomodó ahí, a la espera de lo
que su madre tuviera para decirle.
—Recibí carta de tu hermana —comenzó lady Emily—, llegará en tres
semanas.
Lady Isobel sonrió. Aunque Amelie y ella ya no eran tan cercanas, le
alegraba su visita.
—¿Cuánto tiempo piensa quedarse?
Su madre carraspeó un poco y ella la miró expectante.
—Han pedido su mano y…
—¡Eso es maravilloso, madre!
Lady Isobel no ocultó la emoción que la noticia le causaba. Su hermana
había dejado la casa materna a los quince años para instruirse como una
dama bajo el tutelaje de la marquesa de Bristol —su tía por parte de padre
—. Lady Bristol ofreció hacerse cargo de la hermana menor cuando fue
claro que lady Emily no podría darle una temporada social en Londres. Sin
embargo, dado que lady Isobel ya no tenía dote, fue descartada de la
invitación original.
Lady Amelie fue presentada en sociedad hacía dos temporadas, y aunque
era popular entre los caballeros, ninguno solicitó su mano, para decepción
de su madre.
—¿Ya fijaron una fecha? ¿Quién es el afortunado? —preguntó echándose
hacia adelante, deseosa de escuchar toda la información que su madre
tuviera.
Lady Emily estiró los labios en una sonrisa tensa. Cualquiera diría que
debería estar exultante con el compromiso, sin embargo, no podía. No,
cuando este dañaría a su más preciado tesoro. Apretó las manos sobre su
regazo y tomó un poco de aire antes de responder.
—El duque de Grafton.
La condesa viuda de Pembroke asistió a la palidez en el rostro de su hija
con toda la serenidad que ha cultivado en sus poco más de cuarenta años de
vida. Ella lo sabía, siempre lo supo. Aun cuando su pequeña disimulara
cada vez que el nombre del joven salía a relucir.
—¿El duque de Grafton? —repitió lady Isobel.
A lo mejor escuchó mal y su hermana no iba a casarse con el único
hombre que ha amado desde niña. El hombre que, siendo apenas un
adolescente, se robó su corazón una tarde de verano.
Para su desgracia, lady Emily asintió, demoliendo con el gesto el
pequeño resquicio de esperanza que se erguía con timidez en su pecho.
—La boda se celebrará después de las pascuas.
Lady Isobel agrandó los ojos ante lo dicho por su madre. Un agudo dolor
le atravesó el corazón. Estaban en la cuaresma, faltaba casi nada para las
pascuas. La devastadora realidad se abrió paso en su aturdida mente.
Iba a casarse.
No era ningún malentendido ni existía equivocación alguna.
Él iba a casarse… con alguien que no era ella.
Ni siquiera quería pensar en el hecho de que la mujer a la que desposaría
era su hermana Amelie, su amiga y compañera de juegos, su confidente; si
lo hacía se derrumbaría ahí mismo.
La visión se le enturbió y no supo que lloraba hasta que lady Emily se
sentó junto a ella y comenzó a secarle las mejillas con su pañuelo de encaje.
El gesto de ternura de su madre, lejos de consolarla, acrecentó su dolor.
Quería echarse a llorar en su regazo. Quería volver a los tiempos en que era
una niña y se quedaba dormida mientras su madre le acariciaba el pelo,
quería despertar y darse cuenta que todo era una pesadilla.
—Lo lamento, cariño. —Lady Emily acarició con suavidad las húmedas
mejillas de su hija mayor—. Si pudiera evitarlo, sabes que…
—Está bien, madre —interrumpió la joven. Respiró profundo y se obligó
a serenarse. No podía dejarse llevar por el dolor en presencia de su madre,
era echarle una carga que no merecía—. No es su culpa. Él siempre me trató
como a una pequeña hermana.
Lady Emily esbozó una frágil sonrisa. Lo que lady Isobel decía era
cierto. El duque de Grafton nunca mostró interés romántico en ella. Desde
la primera vez que se vieron a su llegada a Marazion, la trató con
amabilidad, incluso cariño, pero nunca mostró amor romántico por ella ni
siquiera cuando tuvieron edad para ello. Sin embargo, fueron quizás esas
atenciones que no prodigaba a otras jovencitas las que confundieron el
pobre corazón de su pequeña.
El duque tampoco demostró sentimientos por lady Amelie durante el
tiempo que ella todavía vivía con ellas, aunque claro, en esa época su hija
menor aún era una niña que ni siquiera tenía la edad para ser presentada en
sociedad. Según la carta de Amelie, los dos coincidieron en Londres. No se
habían visto desde que la joven abandonó Cornualles para instalarse en
Bristol con la hermana de su padre, sin embargo, durante la temporada
social en Londres se vieron con frecuencia; la atracción surgió poco a poco.
O eso explicaba en su carta.
—La fiesta de compromiso será al día siguiente de la llegada de tu
hermana —comentó lady Emily—, en Grafton Castle. —Prefería darle la
mayor información posible ahora, no quería alargarle la agonía
innecesariamente así que tomó aire y continuó—: Él… vendrá con ella.
Lady Bristol viajará con ellos, por supuesto.
Lady Isobel centró su mirada en la mesita de centro para ocultar a su
madre la agitación que le provocó saber que en pocas semanas él estaría en
el pueblo. Tan cerca… y tan lejos. En el pasado fueron amigos, se tenían la
confianza suficiente para hablarse sin formalismos cuando estaban a solas,
tal vez por eso, ella abrigaba la pequeñísima esperanza de que algún día
llegaría a corresponderle.
Las lágrimas volvieron a inundar sus cuencas.
—Por supuesto —repitió en voz baja, aunque lo mismo le daba si
viajaban con la mismísima reina. Le dolía la garganta, se sentía entumecida,
sin fuerzas; un taladrante dolor comenzaba a crecer en su cabeza.
Lady Emily sonó una campanita y una doncella se apersonó en la
estancia.
—Prepara una infusión y llévala a los aposentos de lady Isobel —ordenó
a la doncella.
La muchacha movió la cabeza en un breve asentimiento y salió de la
salita a cumplir la encomienda de su señora.
—Vamos, cariño. —Se levantó y con la mano extendida la invitó a hacer
lo mismo—. Una siesta te hará bien.
Lady Isobel se abstuvo de decirle a su madre que ni mil siestas ni todas
las infusiones del mundo lograrían componerle el corazón.
Tres semanas después, constató el hecho.
No existía siesta, paseo o lectura que la hicieran sentir mejor. Y estaba
segura de que no los habría. Se enamoró del actual duque de Grafton
cuando él no era más que un jovenzuelo y ella una mocosa traviesa. Una
tarde bastó para caer víctima del amor. Aunque, para su desgracia, solo lo
hizo ella. Se enamoró una vez y mucho temía que sería para siempre.
Y ese era el motivo que la tenía ahora en la estancia de sor María.
La mujer estaba sentada tras un macizo escritorio de madera, sobre este
un par de rollos de papel puestos de cualquier manera, un bote de tinta y
plumas. Tal parecía que la sorprendió cuando se disponía a escribir alguna
carta. Sor María era una mujer madura, pero con alma joven. Estaba por
cumplir medio siglo y aunque ella insistía en presentarse como una anciana,
lo cierto era que su apariencia distaba mucho de la de una. No obstante, su
mirada inquisitiva resultaba intimidante y podía hacerte escupir hasta el
más terrible secreto. Y era eso a lo que lady Isobel más temía.
—¿Estás segura?
Lady Isobel miró como el ceño de sor María se acentuaba un poco al
hacerle la pregunta. Las manos le sudaron. No debía dudar o ella lo notaría.
Era imperioso que la religiosa accediera a su petición, lo necesitaba como a
la vida misma.
—Sí. Muy segura.
—En ese caso, haremos los arreglos pertinentes. —Al escucharla quiso
exhalar de alivio, pero resistió el impulso, sor María todavía tenía algo para
decir—: No obstante, no será oficial hasta que el marqués de Bristol haya
dado su venia. Dado que el conde de Pembroke delegó en él la
responsabilidad de cuidar de ustedes, necesito que él confirme que no existe
ningún documento de esponsales que te ligue a un compromiso que pueda
interferir en tus deseos.
—Lo entiendo.
—Bien. Escribiré al conde para hacerle partícipe de tu decisión, pero por
lo pronto puedes instalarte.
La joven entendió que era el momento de marcharse, así que se levantó y
luego de realizar una pequeña reverencia se retiró.
Mientras caminaba por los pasillos del priorato, solo podía pensar que el
Señor había escuchado sus súplicas. Todavía faltaba su madre, pero
esperaba poder capear ese temporal. Era imperativo que abandonara la casa
ese mismo día, antes de que lady Amelie y su séquito llegaran. No quería,
bajo ninguna circunstancia, estar en la casa cuando eso ocurriera.
Lady Isobel Adeline Wilton, hija del antiguo conde de Pembroke, juntó
las manos en su regazo y esperó a que su madre se pronunciara ante lo que
acababa de comunicarle.
—¿Estás segura? —preguntó lady Emily, pasados unos segundos, todavía
aturdida.
Era la segunda vez que le preguntaban lo mismo; primero sor María y
ahora su madre.
—Mis baúles están listos. —Solo era una forma de hablar, en realidad
solo llevaría un pequeño baúl con algunas cosas indispensables.
—¿Cuándo…?
—Hoy mismo —interrumpió lady Isobel.
Lady Emily cerró los ojos, tragándose el dolor de saber que su hija mayor
iba a recluirse en un convento. Sabía muy bien los motivos, o más bien, el
motivo. Y por más que le doliera desprenderse de su compañía, nunca la
haría pasar por el suplicio de tener que ayudar en los preparativos para el
enlace de lady Amelie con el hombre del que ella estaba enamorada.
—Sabes que puedes volver en cualquier momento… —Se inclinó hacia
adelante y tomó la mano pálida y temblorosa de su hija.
Lady Isobel asintió, una opresión en la garganta le impedía formular frase
alguna. Tampoco habría sabido qué decir. Su madre —bendita fuera—, no
insistió ni hizo más comentarios, tal vez comprendió que cualquier cosa que
dijera estaría de más; nada la haría cambiar su decisión.
Rato después, abandonaba la que fue su casa por los últimos trece años,
un hogar al que tal vez nunca volvería.
Los días siguientes, lady Isobel se dedicó en cuerpo y alma a demostrarle
a sor María y demás religiosas que aceptarla en el priorato fue la mejor
elección que pudieron hacer. Se levantaba mucho antes del amanecer para
asistir a los maitines[2] y al terminar estos se apresuraba a ayudar en la
cocina en la preparación del desayuno antes de las laudes[3]. No participaba
en la prima[4], pues su ayuda era necesaria en la cocina, o eso se decía.
La comunidad —compuesta por las religiosas, huérfanos y algunas
mujeres necesitadas—, desayunaban después de la prima y antes de la
tercia[5]. La vida en la congregación no era tan fácil como se veía desde
fuera cuando solo iba algunas tardes a la semana a ayudar. Era una vida de
sacrificio y trabajo duro en la que la debilidad no tenía cabida. Por eso
mostraba su mejor cara a todo el mundo, siempre dispuesta a ayudar a
todos, aunque por las noches, después de los oficios de las completas[6],
cayera extenuada sobre su duro jergón[7].
Sin embargo, ni todo el trabajo del mundo evitaba que su almohada se
mojara cada noche con sus lágrimas. El compromiso era un hecho ya. La
fiesta se realizó como estaba previsto y estuvo en boca de todo Cornualles.
Su hermana se casaría con el hombre que ella amaba, el amor de su vida.
Y lady Amelie lo sabía.
Quizás, era eso lo que más le dolía. La traición de su hermana.
De niñas fueron inseparables, sabían todo de la otra. No había nadie en
quien confiara más que en su pequeña hermana. Por eso, aquella tarde, en
que se supo enamorada del adolescente duque, le contó todo con lujo de
detalles. Las cosquillas que sentía en el estómago cada vez que lo veía, el
sudor de sus manos cuando este se acercaba y cómo se desbocaban los
latidos de su corazón apenas la saludaba.
Le hablaba emocionada de los paseos que tomaban por la playa cuando él
estaba en la casa del pueblo. Incluso le leyó algunas cartas durante los años
que mantuvo correspondencia con él, mientras este estaba estudiaba en
Eton.
Sí, su hermana lo sabía. Siempre lo supo.
Y no le importó.
El tan esperado día llegó; al menos para la tía de la novia, quien no cabía
en sí de gozo. Ese día obtendría todo lo que siempre soñó para sí, aquello
para lo que preparó a su sobrina con tanto ahínco, desde que esta llegara a
vivir con ella.
En unas horas, su sobrina entraría a la capilla de Grafton Castle como
lady Amelie Wilton y saldría convertida en la duquesa de Grafton; superada
en rango solo por sus majestades y sus hijos.
Lady Bristol estaba en el vestíbulo recibiendo a los invitados junto a su
cuñada y la duquesa viuda mientras lord Bristol, su esposo, bebía una copa
cerca de la chimenea del gran salón en compañía de lord Grafton.
En una de las habitaciones del castillo, lady Amelie Wilton tomaba un
desayuno ligero.
«Naciste para ser una duquesa, Amelie. No te conformes con menos que
eso», las palabras que le dijera la marquesa de Bristol, después de que
rechazaran la petición de matrimonio de un vizconde, retumbaron en su
conciencia.
En su segunda temporada en Londres recibió cuatro peticiones de
matrimonio, las cuales fueron rechazadas por el marqués a instancias de su
tía. Todas excepto una, una que fue rechazada por ella. A su madre le
dijeron que no recibió ninguna, no valía la pena hablarle de las peticiones
rechazadas puesto que los motivos no podían explicárselos en una carta.
En medio de estas llegó también la propuesta del duque de Grafton. Un
noble con el poder y rango suficientes para ser aceptado por los marqueses.
Un hombre al que conocía bien y que era el amor secreto de su hermana.
Uno al que aceptó a pesar de todo.
«Naciste para ser una duquesa, Amelie. No te conformes con menos que
eso», repitió para sí las palabras de la marquesa como hacía desde que
aceptara el compromiso con lord Grafton.
Sin embargo, en lo más hondo de su ser, había algo que no la dejaba tener
la felicidad absoluta. Porque sí, tendría un matrimonio ventajoso que
acabaría con los problemas económicos de su escasa familia, ostentaría un
título que haría que casi toda la población del reino se inclinara ante ella, se
uniría a un hombre que besaba el suelo que ella pisaba, pero, no era “el
hombre”.
Sentada junto a la ventana, con las manos en el regazo y la mirada
perdida en el paisaje de afuera, su mente quiso divagar a aquellos días de su
primera temporada en Londres, mas no la dejó; no valía la pena pensar en
un imposible. Tampoco quería pensar en lo que su matrimonio significaba
para su hermana.
Pasados unos minutos, una doncella entró a la habitación para recoger la
bandeja del desayuno —el cual apenas tocó—, y le informó que volvería
enseguida para ayudarla a prepararse para la ceremonia.
Minutos más tarde la bañera humeaba y ella se dejaba atender por las
doncellas. El vestido que usaría —azul claro con bordados de plata—,
estaba tendido sobre la cama, recién planchado y listo para cubrir su cuerpo.
Rato después, bañada, perfumada y solo con la ropa interior puesta,
permitía que las hábiles manos de las doncellas hicieran maravillas con su
lacia cabellera caoba; lord Grafton deseaba que luciera su hermoso cabello
en lugar de una empolvada peluca.
—Ese rizo está muy flojo —señaló a las doncellas casi a la vez que un
par de golpes suaves sonaban en la puerta.
Una de las mujeres fue a atender y enseguida escuchó la voz de su madre
que entraba a la habitación.
El espejo de cuerpo entero que fue colocado en la habitación para su uso
exclusivo, reflejó la sonrisa trémula de su madre.
—Estás preciosa, hija. —Lady Emily caminó hasta la joven, admirando
el elaborado peinado que estaba por ser terminado.
—Gracias, madre. —Lady Amelie sonrió, se sabía hermosa y le gustaba
que se lo dijeran—. ¿Llegó mi hermana? —preguntó con un dejo en su
verde mirada que Lady Emily no supo descifrar.
—Aún es temprano.
Amelie frunció un poco los labios. El hecho de que su única hermana no
estuviera con ella en los momentos previos a la ceremonia podría suscitar
habladurías entre la servidumbre, no le gustaría tener que empezar su nueva
vida siendo la comidilla de los criados. Sin embargo, ese no era el
verdadero motivo. En el fondo, lo que en verdad quería era que su hermana
mayor presenciara cómo se casaba con el duque o nunca podría olvidarlo.
Un agudo dolor le oprimió el pecho al pensar en ella, pero lo ignoró tal
como venía haciendo desde que se aceptara su destino con lord Grafton.
Rato después salió de la habitación acompañada de su madre y una
doncella. Ataviada con el hermoso ajuar con el que pasaría de ser la
empobrecida hija del antiguo conde de Pembroke a la duquesa de Grafton,
caminó a través de los pasillos de Grafton Castle con toda la seguridad que
los nervios por su inminente boda le permitían.
Lady Isobel observó la inmensa estructura de piedra que dominaba los
acres y acres de tierra que pertenecían al ducado de Grafton. Era un castillo
cuya construcción comenzó más de quinientos años atrás por el tercer barón
de ese linaje. Más de una vez se imaginó viviendo ahí, rodeada del cariño
de la familia que formaría con él. Cuando iba de visita le gustaba subir a la
torre del homenaje e imaginar que era la señora del castillo en espera de su
marido, dispuesta a rendirle homenaje tras su victoria en alguna batalla.
Pero ni ella era la señora del castillo, ni él su marido y mucho menos un
fiero guerrero que defendía sus tierras de algún invasor. En los tiempos que
corrían, las amenazas de guerra se daban muy lejos de ahí, en los entresijos
de la corte.
Un lacayo abrió la puerta del carruaje que le envió quien a partir de ese
día se convertiría en su hermano político. Aceptó la mano del sirviente y se
apeó en un revuelo de faldas. El criado cerró la puerta del vehículo y el
cochero apremió a los caballos a moverse. Lady Isobel se dio un momento
para agarrar aire y afianzar el valor que logró reunir a base de repetición;
entretanto, fingió ordenar la falda del hermoso vestido aguamarina que su
madre le envió para la ocasión.
Mientras acomodaba su aspecto llegó otro carruaje, más elegante que
cualquiera que hubiera visto antes. La posibilidad de que el rey asistiera al
enlace de uno de sus nobles se le antojó muy real en cuanto vio los
ornamentos dorados del coche que acababa de detenerse a espaldas de ella.
Previendo que los ocupantes necesitarían espacio, se adelantó unos pasos,
dispuesta a entrar por fin al castillo. La curiosidad por conocer a los dueños
de tan magnífico transporte la hizo voltear algunos pasos después.
¿Sería el rey o alguno de los príncipes?
La brillante punta de una espada fue lo primero que vio. El episodio de la
noche anterior en la oficina de sor María regresó a su memoria,
desbocándole los latidos. Una larga bota de cuero café, fue lo segundo… y
lo último, pues su madre apareció en la puerta principal, llamándola.
—¡Hija, por amor al Señor, apresúrate! ¡La ceremonia está empezando!
La alusión de su progenitora a la tan temida boda absorbió toda su
atención. Se fue con ella sin ver al hombre que acababa de descender del
carruaje, no obstante, este sí logró ver la esbelta silueta de la muchacha que
era casi arrastrada por la mujer mayor.
En la capilla del castillo, los invitados asistían con educado silencio a la
ceremonia de matrimonio. En la primera banca, sentada del lado de la
novia, lady Isobel apretujaba su delicado pañuelo, bordado con sus
iniciales. Tenía los labios apretados y la mirada enrojecida. Quien la viera
diría que la desbordaba la emoción de ver a su hermana bien casada, nadie
imaginaría que sus lágrimas no eran producto del sentimentalismo propio
de esos eventos. Se llevó el pañuelo a los ojos y los secó con discreción,
aparentando que su corazón no estaba hecho trizas ni su alma agonizando.
El cura terminó de decir unas frases en latín y entonces se dirigió al
duque.
—Su excelencia, lord August Benedict FitzRoy…
Toda la verborrea del hombre se perdió bajo el abrumador zumbido que
escuchaba en sus oídos. El corazón se le aceleró y a punto estaba de
hiperventilar. No podía hacerlo. Se creyó más fuerte, pero no, no podía
quedarse ahí sentada mientras el hombre de su vida se casaba con nada
menos que su hermana.
Cientos de veces se imaginó con un par de niños con los ojos azules y
cabellos como rayos de sol, iguales a los de él, y, sin embargo, era lady
Amelie quien tendría la dicha de materializar su más anhelado sueño.
No, no podía hacerlo. No podía soportar quedarse ahí sentada, viendo
como el amor de su vida se unía en matrimonio con otra mujer.
Se levantó de un salto, sin pensar en otra cosa que no fuera salir de ese
lugar que la oprimía. Mientras caminaba hacia la salida, dio gracias a sus
zapatos sin tacón por ahorrarle la vergüenza de que sus pisadas retumbaran
por toda la capilla; en sus condiciones, llamar la atención era un incordio al
que no quería enfrentarse.
En el umbral de la capilla se agarró del marco derecho de la puerta en
busca de sostén, necesitaba reunir fuerzas para alejarse del lugar. Pasados
unos segundos, sosteniéndose de la pared, se alejó unos pasos de la puerta;
no se sentía capaz de mantenerse en pie por sí misma. Se quedó de espalda
a la entrada, la mano derecha recargada de la pared, el cuerpo encorvado y
la cabeza gacha. Las lágrimas corrían por sus mejillas, libres, sin
contención. Cuando sintió que el sostén de la pared ya no era suficiente
para continuar en pie, pegó la espalda al muro y cerró los ojos, tratando por
todos los medios de regularizar sus pulsaciones.
—No sé qué pretende, pero sepa que no permitiré que arruine la vida de
lord Grafton —susurró lady Wilton al hombre a su lado cuando se alejaron
lo suficiente.
Aidan sonrió, un gesto que lejos estaba de denotar alegría.
—Curioso que defienda con tanto… —Hizo una pausa a propósito y
luego dijo—: fervor al esposo de su hermana. —Un toque de malicia que
molestó a la joven se apreciaba en su tono de voz—. ¿Acaso mi suposición
es cierta y el duquecito conquistó a las dos?
—No le permito que... —Lady Isobel calló su musitada réplica al
escucharlo reír entre dientes.
—Y yo que creí que era sodomita —masculló él, al tiempo que negaba
con la cabeza, incrédulo.
—¿De qué habla? ¿Es algún tipo de religión? —preguntó la joven,
confundida.
Entonces, lo que al principio era una incipiente risa, se convirtió en una
carcajada que llamó la atención de las personas cercanas; la duquesa viuda
entre ellas.
Lady Prudence FitzRoy, madre del actual duque, agrandó los ojos al
reconocer al hombre que deambulaba por los jardines junto a la mayor de
sus sobrinas.
¿Qué hacía ahí, mancillando su casa?
Buscó con la mirada a Rudolph, su lacayo de confianza y lo llamó con
una seña de la mano.
La duquesa viuda siguió la trayectoria que tomaba la pareja, atenta a la
figura masculina. Verlo ahí, luego de tantos años, era una sorpresa.
Desagradable, por cierto. Sin embargo, la celebración le impedía obrar tal y
como quería; tendría que conformarse con enviar al lacayo.
—¿Desde cuándo una monja se viste con esas ropas tan… mundanas? —
preguntó Aidan, una sonrisita asomaba en sus labios. Estaba disfrutando del
inesperado paseo con la apocada monjita.
Lady Isobel aferró su mano libre a las faldas del vestido. Quería salir
corriendo y alejarse de ese hombre que tan nerviosa la ponía. Lo miró de
reojo y luego echó una mirada al escote de su pecho: se le veía todo. Segura
de que, dada su estatura, él estaba viendo más de lo que debería deseó tener
algo más de tela y menos piel que enseñar.
—No he tomado los votos… aún —respondió, dispuesta a no dejarse
intimidar por esa mirada cobalto, aunque en su interior lo estuviera no iba a
demostrarlo.
—¿Desea tener una aventura antes de consagrarse al Señor, hermana? —
Aidan hizo la pregunta con toda la intención de escandalizarla.
—¡Cómo se atreve! —Lady Isobel detuvo su andar, soltándose del brazo
del tal Aidan—. ¡Es usted un barbaján! —El cuerpo le temblaba de
indignación. Habría querido gritar, pero rara vez lograba elevar la voz lo
suficiente.
—Y usted una mojigata. —Aidan se cruzó de brazos, disfrutando del
arrebato de la pequeña damita.
La miró largamente, preguntándose si en verdad era tan honesta e
inocente como parecía o si sería igual de pérfida que la hermana.
¿Hasta dónde sería capaz de llegar para silenciarlo?
Observó el cuello carente de joyas y de repente tuvo deseos de posar sus
labios ahí, justo debajo de la oreja de la joven. Su mirada bajó un poco más
hasta llegar a las redondeces que se movían en el pecho de la muchacha a
causa de su respiración agitada. Apenas contuvo el impulso de deslizar la
yema de los dedos por la línea del escote. ¿Sería su piel tan suave como
parecía?
Lady Isobel apretó las manos en puños, aguantándose las ganas de
contestarle como deseaba. Estaba atada de manos, no le convenía hacerlo
enojar o se desataría la tragedia. Las tenía en sus manos, toda su vida
dependía de lo que él hiciera o dejara de hacer.
No lograba imaginar cómo ese hombre que, a todas luces se notaba no
era un caballero, logró embaucar a su hermana. En ese momento casi
agradeció que Amelie se hubiera desposado con lord Grafton. Casi.
Respiró profundo y, prescindiendo del brazo de su acompañante, reanudó
el paseo a través de los pasillos del bien cuidado jardín de Grafton Castle.
Aidan observó el vigoroso andar de la dama y decidió que la dejaría a su
aire. Los pensamientos nada puros que le provocó eran una inoportuna
distracción. Esa mujer era hermana de la mujerzuela así que nada bueno
podía esperar de ella, por muy monja que fuera.
Decidió que era el momento de actuar, necesitaba concretar el asunto que
lo obligó a venir hasta este sitio que juró no volver a pisar jamás. Fue a
robarse a la mujer y no se iría sin ella. Estaba por volver sobre sus pasos
cuando el siempre fiel Rudolph apareció ante él.
—Permítame escoltarlo, señor —dijo el hombre con ese tono de hipócrita
cortesía de los de su clase.
—No es necesario, Rudolph, conozco muy bien la propiedad, ¿o acaso se
te olvida que crecí aquí?
—Insisto, señor. —Un par de fornidos mozos se acercaron entonces,
dejándole claro que la situación se pondría fea si no accedía a irse por las
buenas. Idiotas. Como si él fuera a acobardarse con un par de mozos de
cuadra.
—¿Ocurre algo? —La pregunta la hizo lady Isobel, deteniéndose junto a
él.
La dama, al percatarse de que el individuo no la seguía entró en pánico y
regresó corriendo, temerosa de las acciones del hombre si lo dejaba solo.
—Lo habitual —respondió Aidan sin dejar de mirar al lacayo.
Rudolph se dio cuenta que, con la hermana de la nueva duquesa ahí, no
podrían usar la fuerza así que decidió retirarse.
—Con su permiso, lady Isobel. —El lacayo hizo una reverencia y se fue
sin darle tiempo a preguntar nada más.
—¿Hay algo que no me esté diciendo, señor? —preguntó a Aidan
mientras veía al lacayo alejarse.
—¿Y por qué tendría yo que darle santo y seña de mis actos, sor llorona?
—Tengo nombre, ¿sabe? —refutó ella en voz baja.
—Ah, sí, lady Isobel. La hermana de la rame… —La palabra murió en
sus labios bajo una enguantada mano.
La dama acababa de posarla sobre la boca masculina para impedir que
pronunciara esa palabra de la que no sabía el significado, pero que sonaba
horrible.
—No lo diga —murmuró ella, nerviosa de sentir la calidez del aliento de
él sobre la palma de su mano aun a través del guante.
—¡Isobel! ¡Hija!
La aludida bajó la mano enseguida, sintiéndose avergonzada y un tanto
temblorosa, se alejó un par de pasos. Esperó a que su madre llegara junto a
ellos, esforzándose por aparentar que no estaba hecha un manojo de
nervios.
—¿Dónde te metes, corazón? Tu hermana está a punto de irse, ven para
que te despidas de ella —ordenó lady Emily con esa voz cariñosa que usaba
con ella desde que le diera la noticia del matrimonio de lady Amelie con el
duque.
—¿Irse? ¿A dónde? —cuestionó Aidan con rudeza. Mientras él perdía el
tiempo con la monjita, ¡esa maldita estaba a punto de escapársele!
Lady Emily miró al hombre que hizo la pregunta y por poco sufre un
vahído.
—¡Señor Bendito! —murmuró la condesa viuda de Pembroke, sus manos
enguantadas cubrieron su boca en un gesto de asombro.
—Responda, señora. ¿Irse a dónde? —exigió Aidan, su semblante
risueño desapareció como si nunca hubiese existido.
Lady Emily estaba demasiado consternada por lo que acababa de
descubrir como para percatarse del tono hosco con que el hombre le pedía
explicaciones.
Lady Isobel, al notar la turbación de su madre, temió que ya supiera todo
sobre el amorío de Amelie con él. Esperaba que no, porque no podría
perdonarle que la encubriera para engañar a August.
—Vamos, madre. —La tomó del brazo y la guio de regreso al interior del
castillo antes de que el individuo ese se atreviera a decir alguna barbaridad.
Aidan apretó las manos en puños. La ira que sin querer mantuvo a raya la
presencia de lady Isobel, fluyó con fuerza por todo su ser. La humillación y
engaño perpetrados por la embustera interesada clamaban una reparación.
Ni siquiera era que la quisiera como esposa, después de tamaña traición no
le interesaba tener sus queberes con ella; de sobra le demostró que no era de
fiar. Lo que en realidad quería era hacerla pagar. Humillarla como lo hizo
con él. Y también, ¿por qué no? ganarle a August en algo. Sí, sin duda esto
último era el botín más grande. Disfrutaría demasiado quitándole la mujer a
él que antes le arrebató todo. Un brillo malicioso destelló en sus ojos
cobalto, quizás en el futuro hasta le agradecería a Amelie el haberlo
cambiado por su medio hermano.
Lady Isobel más que guiar, arrastró a su madre todo el camino hasta que
llegaron a la entrada principal del castillo. Los duques estaban ahí,
despidiéndose de los invitados. El carruaje ya estaba afuera, con la puerta
abierta, esperando por ellos para irse a su viaje de bodas. Corrió a
despedirse de su hermana, apresurándolos para evitar una tragedia. Cuando
parecía que estaba a punto de conseguirlo, unas fuertes pisadas resonaron a
su espalda; cerró los ojos, preparándose para lo peor.
—¡Hija!
El grito de lady Emily la hizo abrirlos. La duquesa de Grafton estaba
desmadejada en brazos de su esposo. Otra vez.
—¡Envía al médico a mis aposentos, madre! —ordenó su excelencia
mientras atravesaba el vestíbulo hacia las escaleras, con lady Emily, la
marquesa de Bristol y lady Isobel tras él.
La duquesa movió la cabeza, indicándole con el gesto a su doncella que
fuera a cumplir con el pedido de su hijo. Luego puso su mejor sonrisa y
despidió a los invitados que permanecían por ahí. Cuando el vestíbulo
quedó vacío se dio cuenta de que no todos se habían ido, todavía quedaba
uno… el menos grato.
—Tal parece, excelencia, que el ducado tendrá pronto su preciado
heredero —comentó burlón. Estaba recargado de la chimenea, junto al
cuadro del anterior duque que reposaba encima de esta.
La duquesa viuda sufrió un espasmo al verlo. De cerca, el parecido era
asombroso. Por un instante se vio transportada al pasado, a ese salón de
baile donde viera por primera vez a su difunto esposo. El mismo cabello
abundante, tan oscuro como el chocolate. El rostro de recias facciones, la
mandíbula cuadrada y la pequeña hendidura en la barbilla. Incluso la
sonrisa, esa que tantos suspiros arrancó entre las damas casaderas, era igual.
—¿Qué sucede, duquesa? ¿Acaso vio un fantasma? —Aidan dejó su
posición junto a la chimenea y se acercó a la mujer, que permanecía estática
en medio de la estancia.
—¿Qué hace aquí? ¿A qué ha venido? —preguntó lady Grafton,
sobreponiéndose a la impresión de ver al hijo bastardo de su marido.
—Vine por lo que es mío.
La fiereza en su voz la hizo tambalearse, solo el orgullo impidió que se
desvaneciera frente a él.
—¿Ha perdido el juicio? —replicó a media voz, consternada.
—Estoy en mi derecho y no permitiré que su hijito se lo quede —
masculló él, su mirada irradiaba tal determinación que la duquesa viuda
realmente temió que lo cumpliera.
Aidan casi sonrió ante la mirada atemorizada de la dama. Era obvio que
hablaban de cosas distintas, pero no sería él quien se lo dijera; un poco de
agobio no le haría mal a la pérfida mujer.
—¡Está loco! No permitiré que un bastar…
—El médico, su excelencia —anunció la doncella, cortando el insulto
preferido por la mujer para dirigirse a él.
La duquesa viuda recibió con alivio la llegada del médico del castillo,
deseosa de alejarse de su indeseado visitante.
—Acompáñeme, por favor. —Lady Grafton extendió el brazo,
indicándole al galeno el camino a las escaleras; este la siguió después de
ejecutar la reverencia de rigor.
Aidan se quedó parado en medio del vestíbulo. Miró a su alrededor,
observando la opulencia de los Grafton. La enorme chimenea que, bien
sabía él, podía calentar toda la estancia en invierno. Los tapices con escenas
de batallas y cacerías colgados en las paredes. Las velas de cera de abeja y
los candelabros de oro. Miró hacia abajo, a la pesada alfombra traída de
tierra santa por el abuelo del anterior duque.
Un recuerdo restalló en su mente, igual que un relámpago que alumbra el
cielo, este iluminó sus oscuras memorias.
Él, echado sobre la alfombra, escondido debajo del sillón y los gritos de
la duquesa viuda reclamándole al duque su traición.
La oscuridad empezó a envolverlo, el odio rasgó su corazón tal como un
rayo lo hace con el cielo. Apretó las manos en puños en un intento por
contener la ira que comenzaba a fluir en él. Miró el lugar por el que la
duquesa viuda desapareció minutos atrás, esas escaleras que conducían a los
aposentos de la familia y que nunca le fueron permitidos, un derecho que
siempre le fue negado.
Casi sin ver caminó hacia allá, dispuesto a irrumpir en la habitación ducal
y enterar a todo el mundo de su clandestina relación con la actual lady
Grafton. Él, el desterrado hijo bastardo del anterior duque, iba a cobrarse de
una sola vez todas las humillaciones sufridas a manos de todos ellos.
—¡Capitán! —Alguien lo llamó desde la entrada del castillo, pero él no
hizo caso, siguió su camino escaleras arriba.
—¡Capitán, espera! —Lo llamó una segunda voz—. ¡Capitán! —insistió
y él no tuvo más remedio que darse la vuelta para mirar al Cuervo, su
segundo al mando.
—¡Maldita sea! —vociferó mientras bajaba los escalones de dos en dos
—. ¿Qué pasa? ¡Y más vale que sea importante! —amenazó a los hombres
que lo esperaban al pie de estas.
El Cuervo era un hombre pequeño en comparación con los más de metro
noventa de Aidan, sin embargo, lo que le faltaba en tamaño lo compensaba
con inteligencia y agilidad. El mote se lo debía a su nariz corta y ganchuda,
similar al pico del ave.
—Es Sombra, fue apresado por unos guardias y llevado al calabozo. —El
que respondió fue el Bardo, llamado así por su gusto por la poesía y los
cuentos antiguos.
—¡Infiernos! ¿Acaso ese idiota no sabe hacer otra cosa que meterse en
problemas? —resopló exasperado—. Avísenle al señor Ferguson, él sabrá
qué hacer. —Se refirió al hombre que siempre los sacaba de los líos legales
cuando estaban en esos lares.
—Ya fue la Rata a avisarle —respondió el Cuervo, hablaba de otro de los
hombres bajo el mando de Aidan.
—En cuanto termine mis asuntos iré. —Se dio la vuelta para subir las
escaleras, pero las palabras del Bardo lo hicieron detenerse.
—Van a colgarlo.
Una letanía de improperios no aptos para los oídos de ninguna dama,
salió de su boca. Ese maldito acababa de echarle a perder sus planes de
venganza. Sin embargo, no podía dejarlo a su suerte. Sombra ha estado con
él desde sus inicios, cuando apenas era un imberbe mozalbete que lavaba la
cubierta del barco donde ambos “trabajaban”.
—¡Vamos pues a salvarle el pellejo a ese imbécil! —masculló irritado
por tener que posponer su ansiada vendetta.
Salió del castillo con el Cuervo y el Bardo pegados a sus talones. El
ostentoso carruaje en el que llegó no le servía de nada ahora, muy útil para
esconder una mujer secuestrada, pero inservible cuando de velocidad se
trataba. En ese momento necesitaba la rapidez que solo una montura podía
proporcionarle.
—Tendremos que desengancharlos —dijo con la mirada puesta en los
arneses y aparejos del carruaje. Tarea a la que se entregaron enseguida.
Esa noche, lady Isobel apenas logró dormir por ratos. Cada vez que
cerraba los ojos, el recuerdo de ese beso robado la hacía temblar. Al
principio se dijo que era indignación.
¿Cómo se atrevía a tocar sus labios de esa manera tan indecorosa? Nunca
nadie lo había hecho y estaba segura de que no era algo que cualquiera
pudiera hacer. Decidió que no debía permitir que volviera a suceder nunca
más.
Sin embargo, conforme pasaban las horas sus recelos fueron
desvaneciéndose. Una tímida sonrisa afloró en sus labios cuando recordó la
manera en que el señor Aidan la defendió de lady Amelie. Evocó el tacto de
su mano sobre su brazo lastimado y la ternura con que lo acarició.
En un momento de la madrugada, antes de que llamaran a los maitines, se
preguntó si él en verdad quería casarse con ella. Y lo más importante: ¿por
qué?
Ella no era tan bonita como su hermana. No tenía su carácter desenvuelto
ni tema de conversación más allá de sus actividades en la isla. Lady Amelie,
en cambio, arrebataba suspiros y admiración en cuanto reparaban en su
presencia, era hermosa y sin defectos.
No como ella.
Por inercia, posó una mano sobre su muslo izquierdo, por encima de la
áspera tela que la cubría de la frialdad de la celda.
No, ella no era alguien a tener en cuenta para desposarse, se dijo. Por
encima de la tela palpó la cicatriz que tenía en la pierna. Marca que le dejó
el líquido caliente que se vertió por accidente, años atrás, mientras ayudaba
a la cocinera a preparar los panecillos de nata que tanto le gustaban a su
hermana. No era que la cicatriz fuera muy grande o fea, pero era un defecto
a tomar en cuenta cuando ni siquiera tenía una cuantiosa dote que la
compensara.
Entonces, ¿por qué el señor Aidan quería casarse con ella? ¿Pensaría
usarla como parte de su venganza?
Ahogó un jadeo al comprender que esa debía ser la respuesta.
Rato después, ya en la cocina mientras removía el cocimiento de ese día,
pensó que olvidaría el asunto. No le daría oportunidad de jugar con ella ni
de usarla como arma en su venganza contra lady Amelie. Ella se
consagraría al servicio del Señor, el antiguo monasterio era su nuevo hogar,
el lugar donde quería estar, así que desecharía toda clase de pensamiento
mundanal que pudiera desviarla de su camino de castidad.
Sin embargo, Aidan tenía otros planes.
—¿Vas a casarte? —Aidan afirmó con un movimiento de la cabeza a la
pregunta hecha por su interlocutora—. ¡Cristo Sacramentado! —exclamó la
mujer, sus manos unidas sobre el pecho.
—Vendré más tarde por el documento —dijo Aidan, sin hacer caso de la
efusividad de la religiosa.
—¿Cuándo será la ceremonia? —preguntó sor María, todavía
impresionada por la buena nueva.
—En cuanto arregle los términos —respondió al tiempo que se levantaba
de la silla en la que estuvo sentado durante su conversación con la mujer
que lo crio.
—¿Términos? El matrimonio no es…
—Vendré antes de las vísperas —interrumpió él. Dio un par de golpecitos
sobre la mesa con los nudillos a modo de despedida y luego salió de la
estancia.
—Casarse… Mi solitario niño va a casarse —susurró sor María, unas
inquietas lágrimas temblaban en sus pestañas—. ¿Pero con quién? —se
preguntó instantes después, pasada ya la emoción.
Tres días más pasaron sin que lady Isobel pudiera darle una respuesta
definitiva a sor María. Ella estaba segura de no querer casarse con lord
Pembroke, sin embargo, esos últimos días, comenzó a dudar de su decisión
de convertirse en miembro de la congregación.
¿Acaso estaría cometiendo un error?
Esa pregunta la asaltaba con frecuencia, sobre todo cuando terminaba la
lectura a los niños y se sorprendía a sí misma sintiéndose ansiosa, en espera
de la llegada del señor Aidan. Sin embargo, lo preocupante no era eso, sino
su posterior desilusión cuando este no aparecía.
Desde aquél día en que la encontró hecha un río de lágrimas no había
vuelto a verlo.
¿Cómo pretendía casarse con ella entonces? ¿Es que no sabía que los
prometidos debían pasar tiempo juntos, conocerse, hablar?
¿Prometidos?
¿Desde cuándo consideraba a ese hombre tosco y arrebatado como su
prometido? Y, más importante aún, ¿en qué momento pasó de ser Isobel la
aspirante a monja a Isobel el premio de la temporada?
Agitó la cabeza. Ese asunto la tenía demasiado nerviosa, no hacía más
que pensar tonterías. Lo primero que iba a hacer era desterrar de sus
pensamientos al mandón insufrible. Ese que la dejó sola sin darle tiempo a
explicarse y desapareció de su vida con la misma impetuosidad con que
irrumpió en ella.
¿Quién se creía que era para llegar un día, anunciar que se casarían,
besarla y luego desaparecer?
Lo que lady Isobel no sabía era que Aidan la observaba en la distancia.
Se arrepentía de haber sido tan duro con ella, pero su arrepentimiento no
alcanzaba para doblegar a su orgullo e ir a disculparse. Tuvieron que pasar
esos tres días para que entendiera que era de lo más normal que no quisiera
casarse con él, así como así. Lo extraño sería lo contrario.
No debía olvidar que hasta hacía algunas semanas él quería fugarse con
la hermana y ella estaba enamorada del duquecito.
¡Si hasta se metió a monja por despecho!
No obstante, por muy racional y lógico que sonara todo, él hervía de
rabia cada vez que pensaba en que la causa de su negativa fuera August.
Ese imbécil y su título le habían robado una mujer, aunque a estas alturas
casi agradecía que se la hubiera quedado. Pero por muy agradecido que
pudiera sentirse, no pensaba darse por vencido con lady Isobel.
Ya no se trataba solo de tomar revancha ni de obtener una compensación,
sor Magdalena le gustaba, le gustaba de verdad. Casarse con ella era un
premio al que no pensaba renunciar.
Cansado de hacer el tonto decidió acercarse a la joven, pero sor María se
adelantó a sus intenciones. Intrigado por lo que pudieran hablar, se
aproximó al árbol más cercano para cubrirse con este y escucharlas sin que
se dieran cuenta.
—Lady Grafton está aquí —dijo sor María.
Aidan maldijo entre dientes. Una visita de lady Amelie no podía ser para
nada bueno.
—¿Madre vino con ella? —preguntó lady Isobel.
—No, ha venido con lord Pembroke. —Tras el árbol, Aidan frunció el
ceño. ¿Quién diantres era lord Pembroke?
Lady Isobel miró las gaviotas que surcaban por encima de las aguas del
mar de Cornualles. “Aprender a volar”, le dijo Edward, aquél día en que se
enteró del compromiso de lady Amelie con lord August. Antes de eso solo
había tenido un deseo, pero este ya no era posible. Jamás podría tener la
familia que soñó con lord Grafton, sin embargo, ahora comprendía que la
respuesta tampoco estaba tras los muros del antiguo monasterio.
—Yo… lo he pensado mucho, hermana —murmuró lady Isobel y él afinó
el oído, atento a lo que la dama fuera a decir.
Sor María no necesitó que le aclarara a qué se refería, solo esperaba que
la joven tomara la decisión correcta para ella misma.
—¿Qué has decidido? —La religiosa sonrió, alentándola a continuar.
Lady Isobel respiró profundo, a pesar de estar segura de su decisión, le
intimidaba un poco la reacción de sor María.
—Me casaré.
Aidan sonrió. La declaración de la joven era justo lo que quería escuchar.
Estaba a punto de irse cuando sor María habló.
—Lord Pembroke parece un buen hombre.
«¿Lord Pembroke? ¿Qué tenía que ver ese lord con su futuro
matrimonio?», masculló Aidan en sus adentros.
Lady Isobel no respondió a lo dicho por sor María. ¿Qué podía decir?
—¿Le harás saber tu decisión hoy? —preguntó la religiosa.
—Yo, preferiría esperar —respondió ella.
Sor María asintió, comprendiendo que quizá no estaba del todo segura.
Se levantó de la banca y la dejó ahí, ella se encargaría de atender a las
visitas de la joven hasta que esta no tuviera ninguna duda.
Apenas se fue, Aidan salió de su escondite.
—¿Quién es ese lord Pembroke y a santo de qué viene a visitarla? —
preguntó a quemarropa, parado frente a ella. La sangre le ardía en las venas,
rabioso porque un hombre que no fuera él la visitara a saber con qué tipo de
intenciones.
Lady Isobel lo observó. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho,
dándole una vista de sus antebrazos. La camisa blanca se estiraba sobre sus
hombros y bíceps. Las mejillas se le calentaron al recordar esos mismos
brazos en torno a su cuerpo, sosteniéndola contra el firme pecho de él.
Aidan se inclinó un poco para que su rostro quedara a la altura del de
ella.
—¿Quién es ese hombre, lady Isobel?
La joven bajó los ojos a su regazo. No se sentía capaz de hacer frente a la
intensidad de la de él. Su mirada cobalto le recordaba a veces a la
profundidad del mar, ese en el que estuvo a punto de perder la vida años
atrás. Peligrosa, profunda y llena de secretos.
¿Estaría haciendo lo correcto? se preguntó en el momento justo que él
estiraba la mano y la tomaba de la barbilla para obligarla a mirarlo.
—Responda —exigió, atrapando su mirada angustiada en la turbulenta de
él.
—El hombre con el que pretenden casarme —susurró al fin, sin fuerzas.
Los ojos de Aidan se transformaron en dos orbes oscuras y frías, justo
como el océano profundo con el que lo comparó minutos antes.
—Resultaste peor que tu hermana —espetó soltándole la barbilla.
Lady Isobel cerró los ojos. Las palabras de él la hirieron y no por la
comparación, sino por el desprecio con que fueron dichas. ¿Por qué le dolía
tanto que él la repudiara?
—No es así —murmuró sin verlo, sus fijos otra vez en su regazo, en sus
manos que nerviosa se estrujaba.
—Tan inocente que te veías —dijo él sin prestarle atención, mirando a
cualquier lado menos a ella.
No quería mirarla, ni siquiera escucharla. No tenía ningún sentido que se
sintiera burlado, ella nunca lo aceptó, sin embargo, era justo así como se
sentía. Humillado, desechado. Tal parecía que nunca sería lo
suficientemente bueno para ser la primera opción de nadie, para ser él el
elegido. Era demasiado pedir para un bastardo.
—Yo no... quiero... casarme con él —balbuceó ella. A esas alturas,
gruesas lágrimas bajaban por sus mejillas.
Pensó que el mote de sor Magdalena le quedaba muy bien. En las últimas
semanas había llorado más que en toda su vida.
Aidan la miró enseguida, reacio a aceptar lo que sus oídos escucharon. El
rostro de la monjita era la personificación de la angustia. ¿Qué fue lo que
dijo? ¿No quería casarse con él?
—Repite lo que has dicho —demandó, acercándose un paso, casi
rozando sus piernas con las rodillas de ella.
Lady Isobel suspiró, sus lágrimas estaban a nada de convertirse en
sollozos.
—No quiero casarme con él —repitió con voz un poco más firme.
—Demuéstralo —refutó él, su endurecida mirada no se apartaba de la
angustiada de ella.
—¿Qué?
Como respuesta, Aidan extendió el brazo, ofreciéndole su mano. La
joven lo miró sin saber qué hacer. ¿Qué pretendía? ¿Cómo quería que le
demostrara su renuencia a casarse con lord Pembroke?
—Lo que pensaba —farfulló él, irónico.
Iba a bajar el brazo cuando percibió la temblorosa mano de ella sobre la
suya, apenas un roce. Él afianzó el agarre y tiró de ella para levantarla de la
banca de piedra.
—No habrá marcha atrás —advirtió, su mano libre perfiló la mandíbula
de lady Isobel, haciéndola temblar.
—Lo sé. —Logró responder ella, el contacto del señor Aidan tenía la
capacidad de anularle los pensamientos.
—Vamos. —Tiró de sus manos unidas, encaminándose por el sendero
hacia el antiguo monasterio.
—¿A dónde? —inquirió ella, andando tras él.
—A aclararle un par de cosas al tal Pembroke.
Capítulo 7
Tal como informó a Jane, dos de sus hombres fueron por los baúles de
lady Isobel esa misma tarde. Y mientras ellos se encargaban de llevarlos al
barco, él se ocupaba de la dueña de estos. La encontró como siempre,
rodeada de chiquillos y con un libro en las manos. Esta vez no esperó a que
los niños la dejaran sola; la expresión de su rostro lo atrajo igual que una
flor lo hacía con la abeja.
—El príncipe tomó en brazos a la princesa y la acomodó junto a él.
Montados en el hermoso pegaso surcaron el cielo, felices de por fin estar
juntos. Tal como prometió, la llevó allá, donde terminaba el arcoíris —decía
la dama en ese momento.
Tenía los ojos cerrados, el rostro un poco hacia arriba, como si hubiese
estado mirando el cielo antes de bajar sus párpados. Una sonrisa tierna
tiraba de sus labios.
—¿Y qué pasó con el pirata? ¿por qué no se quedó con la princesa? —
preguntó uno de los niños, un tanto enfurruñado.
Al escuchar la pregunta del crío, lady Isobel abrió los ojos,
encontrándose de pronto con la azulada mirada del señor Aidan. Este tenía
una expresión serena, incluso sonreía. En ese momento con el rostro
relajado no resultaba tan intimidante por lo que no contuvo el impulso de
corresponder a su sonrisa.
—Colin, el pirata era malo. —La respuesta de Mary, una de las niñas más
pequeñas, lo hizo fruncir el ceño. Isobel se sintió de pronto nerviosa—.
Secuestró a la princesa —explicó la pequeña al tiempo que elevaba la
mirada al cielo como rogando paciencia por la ineptitud del niño.
—Él también estaba enamorado de ella —refutó Colin cruzándose de
brazos.
—Pero ella no. Ella quería al príncipe August —dijo entonces otra de las
niñas, haciendo que Isobel bajara la mirada avergonzada porque ahora el
señor Aidan sabía con certeza quién era la princesa en la historia.
—No me gusta este cuento. —Colin se levantó, enojado por el final—.
La princesa es una tonta.
—El tonto eres tú —dijo Mary, enojándose también.
—Niños, niños, por favor. Es solo un cuento. —Lady Isobel dejó el
banco de piedra para intentar mediar entre los pequeños—. Vayan a
prepararse, es casi la hora de comer.
Los chiquillos se despidieron de ella y mientras corrían en dirección al
orfanato los adultos todavía podían escuchar sus alegatos sobre los
protagonistas del cuento. Lady Isobel mantuvo la mirada en ellos,
retrasando su encuentro con el señor Aidan. Se sentía tan mortificada. No
sabía cómo iba a mirarlo a la cara sin morirse de la vergüenza.
—El pirata, ¿cuál era su nombre? —lo escuchó decir a sus espaldas, muy
cerca de su oído.
—Es… es solo… solo un cuento —contestó, temblorosa, turbada por la
cercanía de él y por la calidez que su aliento enviaba en la base de su cuello
aun a través del hábito.
—El príncipe tenía nombre —reclamó él, sin dejar notar la rabia que
todavía sentía desde que escuchara el nombre del dichoso príncipe.
Estaba tragándose el coraje a costillas de sus manos empuñadas. Tenía
los nudillos tan blancos que, cuando por fin los relajara, le hormiguearían.
—¿A qué ha venido? —preguntó Lady Isobel para desviar la
conversación, no quería entrar en detalles que ni ella misma entendía.
—A lo mismo que el pirata de su cuento —murmuró él, pegándose más a
la muchacha, rozando su pecho con la espalda de ella.
—¿Qué? —Lady Isobel se giró tan rápido que perdió el equilibrio;
terminó rodeada por los brazos de él, recostada sobre su firme torso.
—Voy a secuestrarla, sor Magdalena —aclaró para consternación de ella
—. Y usted no se resistirá.
—¿Secuestrarme? Pero… vamos a casarnos, ¿por qué habría de
secuestrarme? —balbuceó sin entender de dónde sacó esa idea absurda.
—Detalles, milady, detalles.
Aidan la soltó, pues estaba tentando demasiado a la suerte, la cercanía de
la joven le hacía desear cosas para las que ella no estaba preparada, pero
para las que él estaba más que dispuesto. En su vida había deseado tanto
algo así que, cuando por fin sucediera, ya se encargaría él de borrarle de la
mente al duquecito. De la mente, de la piel y, ¿por qué no?, del corazón
también. No dejaría que ningún príncipe, conde, duque o el mismo rey le
arrebataran a su monjita. Este pirata sí se quedaría con la princesa.
—Mi madre vino a verme —comentó ella pasados unos segundos,
mientras se acomodaba en la banca de piedra, ajena a los pensamientos de
él—. Me contó algunas cosas… sobre usted.
Aidan se envaró. Tenía muchos secretos en su haber, unos más
escabrosos que otros y aunque no le importaba la opinión de nadie, sí que le
inquietaba un poco la información que la condesa le haya podido revelar a
lady Isobel. Se acercó un par de pasos, subió la bota derecha a la banca y
flexionó la rodilla, usándola de apoyo para su brazo derecho.
—¿Algo interesante? —preguntó, inclinándose un poco hacia ella para
que sus rostros quedaran a la misma altura.
—Nada que cambie mi decisión —respondió ella con la cara roja.
Tenerlo tan cerca le alteraba los nervios, las manos le sudaban, sus
mejillas enrojecían y la respiración se le volvía superficial, errática. Ni
siquiera lord Grafton la alteraba tanto.
—Bien, no me gustaría tener que llevarla amordazada y pegando patadas.
—Lady Isobel lo miró con los ojos bien abiertos—. ¿Qué pasa, milady? ¿la
he escandalizado? —cuestionó acercándose un poco al rostro de ella.
—Usted, no… no se atrevería, ¿verdad? —inquirió asustada. Sentía la
boca seca, el corazón le retumbaba en los oídos opacando el tronar de las
olas contra el acantilado.
—Por usted, sor Magdalena, soy capaz de cualquier cosa —declaró casi
sobre la boca de ella, justo antes de probarla por segunda vez.
El zumbido en los oídos de lady Isobel se multiplicó, ensordeciéndola.
La unión de sus labios no era un mero roce, no, esta vez, ¡el señor Aidan
estaba lamiéndole los labios! La boca masculina se cernía sobre la suya
como si fuera su dueña, tomándola con firmeza, saboreándola como si de
un dulce se tratara. Quiso protestar, pero entonces él la tomó por la espalda,
levantándola de la banca. Por instinto se aferró a esos hombros que tanto le
llamaron la atención la primera vez que lo vio, quedó apoyada, cuan larga
era, sobre la dureza del cuerpo masculino. El beso se volvió más profundo,
más íntimo. Nadie nunca, jamás, la besó así, como si quisiera absorberla,
saquear lo que sea que ella tuviera en su alma y corazón.
—¡Suéltala, desgraciado!
El grito proveniente del camino que conducía al priorato explotó la
burbuja en la que, sin darse cuenta, la envolvió el beso del señor Aidan.
Asustada rompió el contacto de sus bocas e intentó deshacer también el
comprometedor abrazo en el que él la tenía apresada, sin embargo, solo lo
consiguió a medias, pues él la pegó a su costado, rodeándola por los
hombros con el brazo derecho.
El eco de las pisadas del dueño de la voz se hizo más fuerte conforme
este se acercaba. Al reconocerlo, lady Isobel sintió tanta vergüenza que
quiso morirse ahí mismo. Después de esto, nunca más podría verlo a la
cara. Se removió incómoda, buscando que el señor Aidan la soltara, pero
solo consiguió que este la agarrara con más fuerza.
—Excelencia, ¿a qué debemos el honor? —preguntó Aidan con ese tinte
burlón que ya lady Isobel comenzaba a conocer.
—Cuando Amelie me lo contó no quise creerlo —dijo en cuanto se
detuvo frente a la pareja.
El duque llegó esa misma mañana a Grafton Castle, adelantando su
regreso con la intención de llevarse consigo a su esposa puesto que los
asuntos del parlamento que lo mantenían en Londres no quedaban resueltos
aún. Era un recién casado enamorado de su esposa que todavía no
consumaba su matrimonio, los asuntos de estado podían esperar un par de
semanas para que él fuera por su duquesa.
Al llegar, lo primero que quería era verla a ella, a su hermosa Amelie, sin
embargo, fue su madre quien lo recibió con la noticia de que lord Pembroke
era su invitado esos días y que, además, quería desposar a su inocente
cuñada. En un principio se sorprendió, incluso pensó oponerse, pues en
Londres corrían ciertos rumores sobre el conde que, de ser ciertos, no lo
hacían un candidato idóneo para esposo de lady Isobel. De ninguna dama en
realidad, pero para lady Isobel mucho menos.
Decidió que hablaría con lady Emily al respecto y si era necesario usaría
sus influencias para proteger a la joven, sin embargo, poco después de
mediodía su visión cambió. Lady Amelie apareció en Grafton Castle pálida
y temblorosa, iba en compañía del conde y una doncella. Preocupado por su
estado, debido a la delicada salud que presentó desde el día de su
matrimonio, la había llevado a la habitación ducal donde, entre lágrimas,
esta le contó que su hermana estaba siendo manipulada por Aidan a tal
punto que terminó aceptando casarse con él.
—¿No te das cuenta, August? —le había preguntado lady Amelie—. Él
no va a casarse con ella, solo la está usando para, para, tú sabes. —Había
balbuceado avergonzada—. La abandonará, August. Se irá, dejándola
deshonrada como a… —Desgarrada por el llanto no pudo continuar
hablando.
Estuvo con ella, consolándola hasta que se quedó dormida. En cuanto
pudo bajó a hablar con lord Pembroke, quien corroboró las palabras de su
esposa. Entonces decidió que, de los dos, el conde era el mal menor. Apenas
terminó su charla con el conde abandonó el castillo para ir en busca de lady
Isobel. La sacaría de la isla ese mismo día y si era necesario la enviaría al
continente, lejos de las garras del desgraciado de Aidan y del conde.
Ninguno de los dos merecía a una joven tan inocente y bondadosa como
ella, un ser con un alma tan pura que podía iluminar con su sonrisa hasta la
más negra de las noches.
Y ahí estaba, constatando con sus propios ojos una parte de la historia
que, pensando que conocía a lady Isobel, se negaba a creer. Una extraña
opresión le molestaba en el pecho a la altura del corazón al ver a su vieja
amiga en una situación tan indecorosa. El peso de su error oprimió sus
pulmones, robándole el aliento. La conciencia no lo dejaba en paz desde
que supo que quería entregarse al servicio del Señor, se culpaba a sí mismo
y a su cobardía por esa radical decisión, culpa que casi lo aplastaba en ese
momento al comprobar lo que sus decisiones provocaron.
—Lord Grafton, yo… —Los balbuceos de lady Isobel solo sirvieron para
que el genio de Aidan, sosegado después del beso, se prendiera con brío.
—No le debes ninguna explicación —masculló el caballero pirata, igual
o más enfadado que lord Grafton.
—¿Desde cuándo, lady Isobel? —preguntó el duque de Grafton a su
cuñada—. ¿En qué momento cambió los hábitos para convertirse en la
fur…?
—¡Mucho cuidado con lo que dices! —Aidan adelantó un paso para
enfrentar a lord August, liberando a lady Isobel en el proceso.
—¡Tú, desgraciado! ¡Te aprovechaste de su inocencia! —reclamó airado
el duque, tenía los brazos tensos, las manos empuñadas y el rostro
desfigurado por la ira.
—Yo no me aproveché de nadie —refutó Aidan con voz dura—. Y si así
fuera, no es asunto tuyo —espetó, encendido de rabia ante el hombre que,
aun sin saberlo, se quedaba con todo lo suyo.
—¡Has manchado la reputación de lady Isobel! —le echó en cara a gritos
el duque.
—Nadie nos ha visto, pero si sigues gritando como loco, ¡te escucharán
hasta la misma Roma, imbécil!
—¡Tú a mí no me insultas, escoria! —El duque lo aferró por el chaleco,
demasiado furioso para medir sus acciones.
—Lord Grafton, por favor, no es lo que parece —musitó lady Isobel
acercándose a ellos.
—Contigo hablaré después —respondió lord Grafton, olvidándose de los
formalismos que él mismo se impuso tiempo atrás, cuando sus sentimientos
por lady Amelie se interpusieron en la amistad que mantenía con ella.
—¡No le des explicaciones! —Aidan alzó la voz. Harto de la situación le
dio un empujón al duque para que lo soltara—. Con mi prometida no tienes
nada que hablar —aseveró al tiempo que volvía a rodearla de los hombros
para esta vez pegarla a su costado izquierdo. La sintió temblar y se maldijo
en silencio por haberla asustado.
—Lady Isobel no se casará contigo ni esta vida ni en la siguiente.
—¿Quién lo va a impedir? ¿tú? ¿el pusilánime del conde? ¿O quizá la
ramera de…?
—¡Basta! —gritó la joven, deteniendo el nombre que estuvo a punto de
salir de labios de Aidan.
Angustiada se llevó las manos al rostro. La situación comenzaba a
sobrepasarla. Todo el mundo opinaba sobre su vida y decisiones. Todos
queriendo imponerle un camino, diciéndole qué hacer. ¿Y lo que ella
quería, qué?
—Lady Isobel, vaya por sus cosas —ordenó el duque.
—No tientes tu suerte, duquecito —objetó Aidan.
—No me hagas olvidarme de que alguna vez te llamé amigo —refutó
lord August, manteniéndose firme en su postura.
—Señor Aidan, por favor, no sigamos con esto —suplicó lady Isobel
aterrada por la idea de que él terminara hablando sobre su relación con
Amelie. Lord August no lo soportaría.
Aidan bajó la cabeza para mirarla, sus ojos azules lucían tan fríos y
oscuros que a lady Isobel volvieron a recordarle la profundidad acuosa del
océano. Quiso decir algo más, pero lord August se le adelantó.
—Suéltala —exigió el lord.
Desde hacía años, Aidan no permitía que nadie le dijera qué hacer y el
duque no iba a ser una excepción.
—Lord Grafton —comenzó a decir sin apartar su acerada mirada de la
angustiada de lady Isobel—. Lo diré solo una vez más. —La mano con que
agarraba a la joven, inició un lento vaivén sobre el brazo cubierto de ella—.
Lady Isobel es mi prometida y si siguen tratando de interponerse en nuestro
matrimonio, van a conocer otra cara mía y, créame, no les gustará.
—¿Es tu última palabra? —rebatió el duque.
Como respuesta, Aidan sonrió, pero no era una sonrisa amigable. Era la
sonrisa que veían sus enemigos justo antes de perecer a manos del capitán
del Gehena.
El duque supo entonces que jamás podría razonar con Aidan y que
tampoco podría persuadir a lady Isobel con él a su lado. Sin decir nada se
dio la vuelta para irse, no estaba dándose por vencido, tan solo estaba
aplazándolo, sin embargo, la voz de la joven le dijo que no sería necesario.
—Iré con usted, lord Grafton. —Acababa de decir ella en poco más que
un susurro.
—No te atrevas —masculló Aidan, sus labios pegados en la sien de la
joven.
—Por favor —rogó ella en voz baja—, no lo haga más difícil, se lo
suplico.
—Es muy pronto para súplicas, guárdeselas… que le van a hacer falta.
Sintiendo que se lo llevaban todas las huestes del infierno se alejó del
lugar, dejándolos ganar esa batalla, pero muy lejos de vencer en la guerra.
Lord Grafton acompañó a lady Isobel hasta la oficina de sor María para
informarle que la joven abandonaría el lugar en ese mismo momento. Sin
embargo, para sorpresa de ambos, la religiosa se mostró en desacuerdo.
—Lady Isobel no puede irse sin más, su gracia —dijo al duque con la
serenidad que la caracterizaba—. Primero debo asegurarme de que lo hace
por voluntad propia y no bajo coacción de ningún tipo.
—La entiendo, hermana, pero dadas las circunstancias, comprenderá que
no puedo irme y dejarla aquí a merced de ese… —Por respeto a la religiosa
calló el epíteto que iba dirigido a Aidan.
—Por favor, concédame unos minutos con ella. —Aunque lo pidió como
un favor, la autoridad que sor María desprendía le indicó que era una orden.
Y él, aunque era un duque sabía que, entre el Señor y los hombres, el
Señor siempre estaba primero; sin importar la religión que profesaran. Así
que obedeció y salió de la pequeña estancia para darles privacidad.
Sor María esperó a que lord Grafton saliera para levantarse e ir a cerrar la
puerta de su oficina. Parada frente a la puerta de madera, se tomó un
momento para ordenar sus ideas. La joven sentada frente a su escritorio
necesitaba una guía, alguien que la ayudara, no regaños ni reclamos.
Regresó a su silla tras la mesa y miró a lady Isobel. La dama tenía la cabeza
gacha, las manos unidas en su regazo. Era como un animalito asustado,
indefenso, una ovejita del Señor que necesitaba ser consolada.
—Parece que fue ayer cuando te sentaste en esa misma silla y me pediste
que te aceptara en nuestra congregación —comenzó sor María. Lady Isobel
continuó en la misma posición—. Desde el principio supe que no llegarías a
consagrarte, sin embargo, me dije que no podía negarte la paz que parecías
necesitar con tanta desesperación y que equivocadamente creíste que
encontrarías tras estos muros.
Lady Isobel levantó la cabeza para mirar a la religiosa, sorprendida por
su declaración. Siempre creyó que había logrado convencerla de su
vocación y que por eso la aceptó. Ilusa. Su estancia ahí se debió a la buena
voluntad de sor María, no a la elocuente convicción con que habló con ella.
—Hoy decides irte, de la misma forma intempestiva como llegaste —
continuó la religiosa—, y aunque no puedo ni debo retenerte, tampoco
puedo evitar preguntarte de qué estás huyendo ahora. —Sor María la miró
directo a los ojos.
La joven desvió la mirada.
—No estoy huyendo, hermana —musitó, todavía sin mirarla.
—¿Eres consciente de que al irte con lord Grafton, quedas otra vez bajo
el yugo de tu familia?
—Sí. —La voz de la dama tembló, la perspectiva de verse obligada a
casarse con el conde… no quería ni pensar en eso.
—¿Has cambiado de parecer respecto a tu matrimonio con Aidan? —Era
este tema el que más preocupaba a la religiosa.
Conocía de sobra el carácter arrebatado de Aidan, este no mediría
consecuencias si ella se retractaba sin darle una explicación que lo
satisficiera.
Lady Isobel tembló ante la mención de su prometido. Las palabras que le
dijera antes de dejarla en compañía de lord August, retumbaron como un
eco estridente en su mente: “Es muy pronto para súplicas, guárdeselas…
que le van a hacer falta”. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. ¿Se atrevería a
romper su promesa sobre Amelie? En silencio rogó que no. A pesar de sus
rudas maneras, intuía que tras esa dureza se ocultaba un hombre honorable;
de lo contrario, jamás habría considerado casarse con él.
—¿Isobel? —la llamó sor María al no obtener ninguna respuesta de su
parte.
—No lo sé, hermana —respondió cabizbaja.
La imprevista llegada de lord Grafton fue como un baño de agua fría. Un
toque de realidad que la sustrajo del raro influjo que el señor Aidan obraba
en ella. La mirada decepcionada del duque —que se tornó en una de
repulsión al expresar aquél insulto que gracias a la intervención del señor
Aidan no llegó a completar—, le dolió tanto o más que si lo hubiese
pronunciado.
Su decisión de irse con el duque obedecía a su deseo de agradarlo, de
demostrarle que lo que sea que lady Amelie le hubiese dicho eran mentiras.
Por mucho que fuera el marido de su hermana, ella seguía enamorada de él
y lo último que quería era que tuviera una mala apreciación sobre ella.
Cuando anunció que se iría con él, no estaba pensando en romper el
compromiso con el señor Aidan, tan solo quería evitar un enfrentamiento
mayor. Además, no quería que el duque se fuera con la idea de que era una
mujer de vida fácil, ni que le adjudicara todos esos insultos que le ha
escuchado decir al señor Aidan sobre Amelie. Pero el señor Aidan se fue
sin dejar que le explicara nada, sin darle la oportunidad de exponerle sus
razones. ¿Qué clase de matrimonio le esperaba con un hombre así? Cierto
que las esposas no opinaban ni discutían, que su deber era acatar con
obediencia todos los deseos de sus esposos, sin embargo, ella siempre ha
deseado algo más que protección de un marido. Y a la luz del
comportamiento del señor Aidan, le estaba quedando claro que tal vez él no
era el hombre adecuado para ella.
—¿Por qué accediste a casarte con él si no estás segura?
Lady Isobel cerró los ojos. ¿Cómo responder esa pregunta sin hablarle
del secreto de su hermana?
—Confía en mí, Isobel. Lo que sea que digas dentro de estas cuatro
paredes, se quedará aquí —dijo la religiosa en un tono de voz tan maternal
que la joven se vio impelida a hacerlo.
Le contó todo. Desde su enamoramiento por el duque, pasando por el
motivo por el que quiso convertirse en monja, el primer encuentro que tuvo
con el señor Aidan, la promesa de él de mantenerse alejado de lady Amelie
y las posteriores visitas de él, hasta finalizar con la compensación que este
le exigió a cambio de la promesa y el enfrentamiento de ambos hermanos.
Omitiendo el parentesco.
—Yo… no quiero que lord Grafton sufra… —dijo mientras se limpiaba
las mejillas de las lágrimas que fluyeron de sus cuencas durante el relato.
Sor María reprimió una mueca. El amor era un mal consejero cuando de
tomar buenas decisiones se trataba.
—Isobel, la gente sufre todo el tiempo —apuntó, paciente—, es normal
que te duela el sufrimiento de tus seres amados… —Hizo una pausa,
buscaba las palabras adecuadas para transmitirle a la joven lo que quería
expresar—. Sin embargo, las consecuencias y el peso de nuestras decisiones
son solo nuestras, nadie debe cargarlas por nosotros.
—Es mi hermana…
—Pero no eres tú. No tienes porqué hacerte cargo de los pecados de ella.
No te corresponde a ti expiarlos. Esa responsabilidad es solo de la duquesa.
—Pero… lord August…
Sor María emitió un suspiro resignado.
—Si la ama, la perdonará. La relación de Aidan y la duquesa fue anterior
a su compromiso y matrimonio con él, después de eso no volvieron a tener
ningún tipo de acercamiento, ¿no es así?
Lady Isobel asintió, confiando en la palabra de su todavía prometido.
—Quizá te estás preocupando por nada.
—¿Usted cree?
—Aidan es temperamental, impulsivo, posee una férrea determinación
para defender lo que él cree suyo, pero, sobre todo, es un hombre de buen
corazón, leal y justo.
Lady Isobel observó el modo en que los ojos de la religiosa se
iluminaban al hablar del señor Aidan; pensó que, si ella podía ver esas
cualidades en él, todavía tenía oportunidad de arreglar la situación sin
mayores consecuencias.
—Y aun si decidiera revelar todo sobre su pasada relación con la
duquesa, no tendrá nada que ver contigo —continuó la mujer—. Un
matrimonio no puede basarse en el chantaje y la coacción —dijo sonriendo
con tristeza, pensando que Aidan se molestaría mucho si supiera la
conversación que estaba sosteniendo con su prometida, sin embargo, si se
casaban con esa carga sobre su matrimonio, no serían felices. Y ella lo que
más deseaba en este mundo era que su niño fuera feliz, inmensamente feliz.
—Gracias, hermana. —Lady Isobel estiró los labios en una débil sonrisa.
Sor María correspondió al gesto, sabedora de que no podía hacer más por
ella. Si Isobel deseaba irse, no metería las manos, pero sí le daría un último
consejo por el bien de todos.
—Decidas lo que decidas —calló un momento, esperando a que ella
enfocara su mirada verde en la de ella—, por favor, sé sincera con él —
pidió, rogando en silencio porque le hiciera caso, por lo menos en esto.
Lady Isobel no necesitó que le aclarara a quién se refería.
—Se lo prometo.
Esa tarde, Aidan se quedó con las ganas de ser asistido en su baño de
inmersión. El estómago de lady Isobel sufrió una conveniente recaída que la
indultó de realizar la tarea que él tanto deseaba. Sin embargo, no se privó de
compartir la cama con ella. El malestar de la joven también le valió como
excusa para hacerlo; alguien debía cuidar que no se ahogara mientras
dormía.
La realidad era que ni lady Isobel estaba indispuesta, ni él se quedó por
cuidarla. Pero ella no podía echarlo sin descubrirse, situación que él
aprovechó. Ella —fingiéndose enferma—, se dejó abrazar por él. Aidan
haciendo como que le creía, la consoló en sus brazos, hablándole con
palabras suaves. Esa noche, ambos durmieron con una sonrisa; gesto que
ocultaron al otro.
Un par de días después, tras notar que la joven se olisqueaba a sí misma
con frecuencia, Aidan dio instrucciones a la doncella de que preparara la
tina para su señora. Jane acababa de irse para cumplir su encargo cuando él
ya estaba maldiciendo su idiotez. Pese a que estaba decidido a no darle
comodidades, le costaba tratarla como a una prisionera, como trataría a la
zorra interesada de encontrarse en lugar de su hermana mayor; cosa que no
sucedería jamás, por supuesto. Lady Amelie no le interesaba ni para que le
limpiara las botas.
«A menos que necesite coaccionar a su reacia hermana», murmuró en sus
adentros, para eso sí que le servía la duquesa.
Una sonrisita asomó en sus labios al recordar la expresión de terror de
lady Isobel al decirle que raptaría a lady Amelie si ella no accedía a irse con
él. Aunque si bien lo dijo para obligarla, estaba decidido a llevarse a la
duquesa de cuarta con tal de que la hermana la siguiera. Porque estaba
seguro, como que el sol salía por el oriente cada día, que la monjita no iba a
quedarse mirando. De una u otra manera ella iba a terminar exactamente
donde estaba en ese instante… a su merced.
Desde su posición en el castillo de proa[12], observó el trajinar de un par
de marineros que acarreaban cubetas con agua humeante. Como hombre de
mar, se aseaba lo indispensable puesto que no le gustaba hacerlo con la que
recogían del océano; en altamar no podían darse el lujo de desperdiciar el
agua dulce en pro de la pulcritud en lugar de usarla para beber o cocinar. Él
estaba acostumbrado, no así lady Isobel. Ella era una dama nacida en cuna
de oro, poco acostumbrada a las privaciones que conllevaban la vida a
bordo, si bien el tiempo pasado en el convento debió curtirla un poco, no
dejaba de ser una dama delicada.
Un improperio salió de su boca al darse cuenta que estaba dejándose
llevar por el instinto protector que ella le despertaba. Si no lo hubiese
traicionado yéndose con el duquecito, ahora mismo estaría disfrutando de
los enseres que compró para ella. Todo estaba en una de las bodegas del
navío, ocupando espacio que bien podría haberse utilizado para meter más
pólvora.
Pensó en el espejo de cuerpo entero con molduras de oro que por poco
terminó hecho añicos aquella tarde. Si no lo hizo pedazos fue porque la
perspectiva de ella en ropa interior, arreglándose frente a este, mientras él la
observaba desde la cama —su cama—, era una fantasía a la que no estaba
dispuesto a renunciar.
Cuando la actividad cesó y Jane cerró la puerta del camarote, tuvo que
encender un puro. Pero ni siquiera el tabaco fue capaz de controlar las
sensuales imágenes que su mente insistía en proyectar. Unas cuantas
caladas después, el conocimiento de que en el camarote su casi esposa
estaba desnuda, siendo atendida por la doncella —lugar que él se moría por
ocupar—, sumergida en una tina de agua humeante, desnuda… ahogó un
gemido cuando la palabra se coló por segunda vez en sus pensamientos.
Decidido a no seguir soportando tamaña tortura, apagó el puro con la
suela de la bota y se dirigió hacia el camarote. No le importó que sus
hombres se apartaran de él como si trajera la peste, ni que su rostro
mostrara el tormento que experimentaba. Nada iba a impedir que entrara a
esa habitación e hiciera uso de sus derechos conyugales.
Excepto la dulce voz de lady Isobel, amortiguada por la gruesa puerta del
camarote.
Se quedó con la mano en la áspera hoja de madera, escuchando el tarareo
de la joven.
—Está muy contenta, milady —escuchó que decía la doncella.
—Oh, Jane. No sabes lo mucho que añoraba un baño —respondió lady
Isobel.
—Imagino que mucho más que yo —bromeó la doncella y la joven dama
rio con ella.
El sonido de su risa le provocó un retortijón en el estómago que atribuyó
a la falta de alimento de ese día.
—No tires mucha agua para que tú también puedas lavarte —dijo a la
doncella, su voz mezclándose con el ruido de un chorro de agua que caía.
Imaginó el agua resbalando por su piel, viajando en medio de su pecho…
Apretó la mano en un puño, sin despegarla de la puerta.
—Milord Hades ha sido muy considerado, ¿no cree? —Aidan quiso
ahorcar a Jane al escucharla llamarlo de esa forma tan ridícula; sin tomar en
cuenta que estaba haciéndole un favor.
—Sí, el señor Aidan ha ganado esta vez.
La respuesta de lady Isobel lo hizo fruncir el ceño.
¿Ganado? ¿él? ¿qué ganó?
Y lo más importante, ¿a quién?
Ahí parado, fuera de su camarote, no se sentía muy victorioso que
digamos.
—Tiene mucha suerte, condesita —habló la doncella unos chorros de
agua después.
—¿Yo, Jane? Debes tener un concepto erróneo sobre la suerte, porque ser
obligada a huir por el hombre con el que vas a casarte para terminar siendo
su prisionera en lugar de su esposa no creo que sea cosa de buena suerte.
—Prisionera, lo que se dice prisionera, tampoco —refutó Jane—, nunca
he sabido de una que tenga una cama cómoda, que no pase frío y que,
encima, le proporcionen un baño de tina —continuó la joven—. Además, de
todos modos, iban a casarse, ¿no?
El silencio que cayó sobre la estancia casi acabó con su templanza.
¿Pensaría ella igual?
—Tal vez tienes razón —murmuró la dama Wilton tras un momento que
a él le pareció interminable.
Los pasos que se movían dentro le indicaron que el baño acababa de
terminar. Irritado por su deseo no saciado —y por la marea de emociones
que la plática estaba provocándole—, se dio la vuelta para alejarse de la
fuente de todos sus males.
Se paseó por la cubierta, vociferando órdenes a diestro y siniestro. Ese
día inspeccionó cada cuerda, cada vela y cada nudo que componían la
estructura de “La Silenciosa”. Incluso las bodegas y la cocina sintieron su
furiosa presencia. Cualquier cosa con tal de no sucumbir a sus anhelos.
Los días siguientes, Hades se adueñó por completo de “La Silenciosa”. El
carácter agrio y rudo del capitán se recrudeció. Más de un miembro de la
tripulación llegó a temer por su vida si llegaban a cometer un error que el
capitán pudiera considerar imperdonable.
Hasta que una tarde, a poco menos de dos días de su destino, ordenó que
llenaran la tina de su camarote por tercera vez en menos de una semana.
Lady Isobel estaba sentada arriba de la mesa —el único lugar desde el
que podía ver el exterior a través del ojo de buey sin tener que pasar horas
parada—, cuando la puerta se abrió. El Bardo, acompañado de un par de
hombres, entró a la cabina.
—Milady. —El hombre, correcto como siempre, hizo una ligera venia al
hablarle.
—Bardo, ¿cómo estás? —dijo sonriente, todavía encaramada en la mesa.
El Bardo era el único tripulante con el que mantenía contacto, era quien
se encargaba de llevarle la bandeja de comida tres veces al día tras el
altercado con el pirata gigante, por lo que no era la primera vez que la veía
ahí arriba.
—Bien, milady. Gracias por preguntar.
—¿Jane está por ahí? —preguntó con la esperanza de poder intercambiar
algunas palabras con la muchacha.
Desde el día en que le contara lo que sabía sobre el señor Aidan no
volvió a aparecerse por ahí salvo para ayudarla con su baño. Y de eso hacía
ya algunos días.
—No, lo siento. —El Bardo se sintió mal al ver que la sonrisa de la joven
se apagaba, por eso, y porque su sentido de supervivencia era casi nulo, se
vio diciendo—: El capitán ha ordenado que le preparen la tina, ¿gusta salir
un momento en lo que el Mono y la Rata terminan?
El semblante de Lady Isobel se iluminó. Se moría de ganas de abandonar
la reclusión a la que estaba sometida. Si fuera más valiente y no temiera a
los hombres que pululaban por todo el barco, habría intentado salir otra vez
a pesar de la negativa del señor Aidan la noche anterior.
¿Significaba el ofrecimiento del Bardo que cambió de opinión? Lo más
probable. El corazón le dio un salto inesperado.
Anoche se quedó dormida sin el calor de él con las mejillas empapadas
de llanto. Pasó toda la mañana triste, no tanto por no poder salir, sino
porque la intransigencia del señor Aidan le hizo darse cuenta que por más
besos que se dieran, ella seguía sin ser para él poco más que el pago de una
deuda. La deuda de Amelie. Él la había querido a ella, pero al final tuvo que
conformarse con la fea mojigata. Los ojos se le llenaron de lágrimas por
enésima vez en menos de un día. Respiró profundo para evitar que estas le
ganaran batalla.
Ya controlada la situación, se bajó de un brinco. No fue consciente de que
el movimiento hizo rebotar sus pechos libres de corsé, prenda a la que
renunció al verse incapaz de anudarla a su espalda sin ayuda. Por fortuna
para ella, el Bardo estaba lo bastante alejado como para que no los apreciara
a detalle, pero lo suficientemente cerca para percatarse del suave bote de
estos.
Por un fugaz momento, el Bardo pensó que quizá no fue tan buena idea el
haber propuesto tamaña insensatez. Si el capitán lo pescaba admirando las
virtudes de su esposa no quedaría ni para carroña. Pero ya no podía
retractarse. Bastaba con echarle un vistazo a la joven que acababa de sacar
una capa de uno de los baúles para saber que era demasiado tarde para
arrepentimientos.
—Estoy lista —anunció ella, con la capa ya sobre los hombros.
El Bardo extendió el brazo, indicándole con el gesto que saliera primero.
La tarde comenzaba a caer, gracias a eso, lady Isobel supo que se dirigían
al norte pues el sol estaba ocultándose por el costado izquierdo del barco.
Hizo amago de ir hacia la parte delantera del navío, pero el Bardo la retuvo
por el recodo.
—No es posible, milady —informó él al ver sus intenciones de
deambular más allá de la protección que les brindaba el saliente del castillo
de popa[13].
Lady Isobel sonrió comprensiva, sin embargo, sus ojos acababan de
perder el brillo. El Bardo maldijo para sí. Era imposible resistirse a esa
mirada triste.
—Podemos ir al barandal de estribor[14] —sugirió. En sus adentros
rogaba porque el capitán estuviera con el timonel, revisando los mapas. Esa
tarea lo abstraía tanto que, con suerte, cuando subiera a cubierta, milady ya
estaría en la cabina. Y aquí no ha pasado nada.
Lo que el Bardo no sabía era que Aidan miraba los mapas con la misma
atención que un bebé de pecho; sus pensamientos extraviados en los
posibles escenarios que se desarrollarían en el camarote apenas subiera. Se
sentía tan ansioso que incluso las manos le temblaban.
Llevaba cinco noches de tortura, durmiendo con lady Isobel entre sus
brazos. Tras esa primera noche en que ella simuló estar enferma y él fingió
que le creía, establecieron una rutina. Él entraba al camarote al caer la
noche. Lady Isobel lo esperaba acostada de espalda a la puerta, con la vista
clavada en el ojo de buey. Desde el primer momento supo que lo hacía para
hacerle saber a su manera que ansiaba salir de la cabina, sin embargo, no se
daba por aludido. En cambio, caminaba hasta el arcón, tomaba una prenda
limpia y se aseaba tras el biombo. Ya medio limpio, sin el sudor y la sal de
la brisa marina, iba hasta ella y la abrazaba por la espalda.
La segunda noche —y la primera que lo hizo sin “enfermedad” de por
medio—, lady Isobel se quedó tiesa en sus brazos en cuanto lo sintió
pegado a su espalda. La había dejado sola para que se acostara, pero luego
de pasearse por toda la cubierta como fiera enjaulada regresó al camarote y
se metió a la cama con ella. La noche anterior ella —enferma o no—, lo
dejó dormir con ella, ni muerto iba a retroceder y desaprovechar la
oportunidad.
«En peores batallas has triunfado», pensó en aquél momento, no
dispuesto a darse por vencido.
Con el correr de la noche ella terminó relajándose hasta el punto de
permitirle un par de besos bastante decorosos que a él le supieron a poco.
La tercera noche cenaron juntos. Esa fue la primera vez que se sentaron a
la mesa para compartir una comida. Hablaron poco. Él porque no quería
decir nada que estropeara los avances logrados. Ella porque temía a las
respuestas que necesitaba. La velada transcurrió entre miradas furtivas y
roces que de accidentales solo tenían el nombre. Ella incluso suspiró en sus
brazos.
Para la cuarta noche, los besos fueron de todo menos castos. Lady Isobel
aceptó la intensidad de sus caricias con el mismo anhelo con que él se las
prodigaba. Parados frente al ojo de buey, con las estrellas de fondo,
disfrutaban del calor del otro, sin palabras ni reclamos. Solo ellos dos y los
sentimientos que exudaban por cada poro del cuerpo, pero que se resistían a
reconocer.
La quinta noche se fueron juntos a la cama y él casi pudo hacer realidad
su fantasía de verla arreglarse frente al espejo. Se prometió que la próxima
vez lo tendría instalado junto al biombo. Esa noche, lady Isobel se atrevió a
pedirle que la dejara salir de la cabina al día siguiente. Estaban tumbados
bajo las sábanas tras una sesión de besos que casi acabó con su precario
autodominio. Ella con la cabeza en su pecho. Él con las manos quietas en la
suave cintura de la joven. Frágil idilio que se rompió con la negativa de él.
Lady Isobel no rogó. Acató su prohibición sin emitir protesta alguna. Sin
embargo, así como aceptó su negativa, rechazó su abrazo. Después de eso
se había puesto de lado sobre la cama con la mirada hacia los ventanucos,
dándole la espalda. Pasados unos minutos la sintió estremecerse. Ser
consciente de que los temblores que recorrían el cuerpo de la joven eran
producto de un llanto silencioso lo hizo abandonar la cama, airado. Furioso
consigo mismo, con ella y con la vida misma, pasó parte de la noche en la
cofa[15]; hasta que su carácter se atemperó y pudo volver al camarote
sintiéndose él mismo otra vez. Se resistía a dejarse manipular por unas
lágrimas. Bastante mal le fue ya con la hermana como para dejarse
embaucar por ella, por más inocente que pareciera. Por más que sus besos
lo volvieran loco, jamás le daría el poder de engatusarlo con sus caricias.
Y, sin embargo, ahí estaba, con la cabeza hecha un lío de pensamientos, a
punto de gastar agua en un baño como si estuvieran en tierra firme solo para
compensarla. Quería ablandarla para que esa noche no rechazara su
contacto. Mucho se temía que la noche anterior perdió una batalla que no
sabía que estaba librando, una para la que ni siquiera estaba preparado.
—¿Capitán? —Aidan miró al timonel, este lo miraba en espera de
instrucciones. Maldijo en sus adentros el dominio que la joven tenía en sus
pensamientos.
—Mantén el curso hasta que el sol descienda —ordenó levantándose de
la silla en la que llevaba sentado casi toda la tarde—. Luego echen anclas.
—El Cuervo, que también estaba presente, asintió conforme con la orden.
Aidan salió de la pequeña cabina donde tenía los mapas oceánicos,
además de un timón que estaba conectado al de cubierta y con el cual
podían dirigir el navío en caso de ataque.
—¡Tú! —gritó a un tripulante que caminaba por el pasillo hacia las
bodegas—. Sube el espejo a mi camarote —ordenó sin detenerse a ver si el
hombre lo obedecía.
El pirata se quedó parado, tembloroso. ¿Qué espejo? Y más importante
todavía: ¿de dónde iba a sacarlo?
Aidan llegó a cubierta determinado a esperar pacientemente a que le
llevaran el espejo. No pensaba entrar al camarote hasta estar seguro de tener
el vital objeto a su alcance. No obstante, todas sus intenciones se fueron por
la borda de “La Silenciosa” en cuanto visualizó a lady Isobel riendo con el
muchacho que semanas atrás salvó de morir a manos de Torus.
De repente, quien reía con ella ya no era el chico rubio sino el duque. Era
lord Grafton quien iluminaba el semblante de la joven, quien se inclinaba
hacia ella para hablarle, quien la tomaba del codo cuando dio un traspié.
Vio todo rojo.
El Bardo estaba junto a lady Isobel, cumpliendo su papel de guardián,
muy atento a lo que sucedía a su alrededor; por eso pudo ver al capitán justo
antes de que llegara junto a ellos, sin embargo, no le dio tiempo de hacer
movimiento de salvamento alguno. Le tocaba morir en la raya.
—¡Capitán! —Fue todo lo que pudo decir antes de que Aidan tomara a
Matthew por el cuello y lo apartara de lady Isobel.
—No quiero volver a verte cerca de mi esposa —ladró Aidan al rostro
enrojecido del chico, quien miraba aterrorizado a su capitán.
—Por favor, suéltelo, solo estábamos hablando —pidió ella,
conmocionada por la violenta furia que desprendían los ojos cobalto de él.
—¡Responde! —dijo al chico, sin atender al ruego de la dama.
—Sí, sí, capitán —contestó Matthew como pudo.
Aidan lo soltó sin ninguna delicadeza.
—Contigo ajustaré cuentas después —señaló al Bardo, diciéndole con la
mirada que no habría amistad que valiera.
Tomó a lady Isobel del brazo y más que guiar, medio la arrastró por el
escaso trecho hasta el camarote. Apenas entraron cerró a su espalda.
—¡No tenía ningún derecho a tratarlo así! —atacó ella, liberándose de la
sujeción de él con un fuerte tirón.
Lady Isobel se sentía indignada por la horrible manera en que los trató a
ambos. ¡Señor, si no estaban haciendo nada malo!
—Vaya, vaya, la monjita también sabe gritar —respondió él, esbozando
una sonrisa que a la joven le causó un escalofrío.
—No me llame así.
—¿Cómo? ¿Monjita? —La sonrisa se tornó más oscura.
Lady Isobel afirmó con un gesto de la cabeza.
—No lo soy.
—Ah, pero iba a serlo —refutó él—. Todavía recuerdo lo decidida que
estaba a entregar su vida al Señor solo porque un idiota prefirió a su
hermana —dijo con toda la intención de herirla.
Su mirada brillosa por las lágrimas retenidas le confirmaron su triunfo.
«Amarga victoria», pensó arrepentido, pero ya era tarde.
—Tú también la querías —murmuró ella con voz ahogada.
Extrañamente, ya no le dolía el desamor de lord Grafton. Su llanto era
por culpa del hombre que tenía enfrente, porque a pesar de las vivencias
compartidas, él seguía atado al recuerdo de lady Amelie. ¿Hasta cuándo
estaría bajo la sombra de su hermana? ¿Para qué la obligó a irse con él si a
quien en verdad quería era a lady Amelie?
—Porque no te conocía a ti —susurró Aidan.
Lady Isobel emitió un jadeo. Su mirada esmeralda atestiguaba lo mucho
que la sorprendió la confesión de él. Aidan se acercó un par de pasos y la
respiración de ella se aceleró, era una reacción instintiva que no podía
controlar. Las manos del pirata —que minutos antes fueron tan rudas con
Mathew—, apresaron su cintura, pegándola a él con tanta delicadeza que le
dieron ganas de inclinarse sobre él y frotar su cara contra el torso masculino
igual que un gatito mimoso.
—¿Cómo podría preferirla a ella teniéndote a ti? —cuestionó él,
mirándola con todos los sentimientos que guardaba en su corazón para ella.
Lady Isobel ahogó un suspiro. Contemplaba la mirada cobalto de Aidan,
embebiéndose de la ternura que esta le mostraba.
—¿Lo dices de verdad? —preguntó viéndolo a través del velo de
lágrimas.
—Nunca he dicho verdad más real que esta —su voz susurrante envío
espasmos al cuerpo de la joven, erizándole la piel.
—Es la primera vez —musitó la dama, secaba la humedad en sus ojos
con las manos carentes de guantes.
—¿De qué? —inquirió él, acababa de retirar una mano de la cintura de la
joven para tomar la de ella.
Sin despegar sus miradas besó el rastro de lágrimas en los dedos
femeninos.
—Que me eligen por encima de mi hermana. —Las palabras, dichas con
la voz entrecortada de su esposa, le robaron la poca cordura que le quedaba.
Sin pedir permiso ni darle tiempo a nada, le devoró los labios con ansias,
chupando y mordiendo. La abrazó por la espalda, uniendo sus cuerpos todo
lo que la ropa y su propio físico le permitían. Quería absorberla, cautivarla,
comérsela entera. Y lo habría hecho si unos insistentes golpes no hubiesen
sonado en la puerta, interrumpiéndolos. Iba a matar a quien estuviera al otro
lado, decidió mientras la soltaba para ir a abrir.
—El, el, espejo, capitán —tartamudeó el pirata al ver la expresión
asesina de este.
Aidan se hizo a un lado para dejarlos pasar. No mataría a nadie, pensó
benevolente; el espejo era una interrupción absolutamente necesaria.
Aunque ya les daría unas cuantas directrices a sus hombres sobre la
conveniencia de retirarse tras el segundo llamado sin respuesta de su parte.
—Ahí —señaló un espacio entre los baúles y su sillón, casi frente a la
cama—. Lo quero ahí.
El par de hombres pusieron el objeto envuelto en telas justo donde su
capitán ordenó. Salieron apresurados sin dedicarle una sola mirada a la
dama presente en la habitación. El rumor de lo sucedido a Matthew se había
esparcido como el fuego que consumía la pólvora en la mecha de los
cañones.
Aidan atrancó la puerta por dentro, tomándose unos segundos para
recuperar su autodominio, ese que siempre le escaseaba cuando de su
monjita se trataba. Luego fue hasta el espejo y lo desenvolvió, revelando la
belleza de las molduras de oro labradas con motivos egipcios. El vendedor
decía que perteneció a Cleopatra, la reina egipcia. No le creyó, pero pensó
que, sin duda, la regia belleza de su esposa era digna de un espejo como
ese.
—Ven aquí, esposa —la llamó, viéndola por el reflejo; estaba sentada en
la cama, sus pómulos tintados de un hermoso tono rojizo. Lo observaba con
curiosidad.
Lady Isobel titubeó. Quería atender a su llamado, sin embargo, no se
creía preparada para lo que fuera que le tuviera reservado. Todavía tenía la
cara enrojecida por la vergüenza que experimentó cuando los hombres
entraron al camarote. ¿Y si hubieran entrado sin tocar?
Además, por alguna extraña razón se sentía acalorada. El pecho le subía
y bajaba al ritmo de su respiración acelerada.
—¿Deseas que vaya por ti? —La joven vio la sonrisita malévola de él al
hacerle la pregunta y supo que no tendría escapatoria.
Abandonó su posición en la cama y caminó hacia él hasta colocarse a su
lado. Sin embargo, él se puso tras ella, apenas rozándola con su cuerpo.
—Mi mayor deseo es verte cada mañana aquí —habló él, tocaba el vidrio
con el índice derecho—. Mirar tu reflejo, tus mejillas arreboladas. —Rozó
en el espejo sus mejillas teñidas de rojo—. Tu cuerpo a medio vestir,
después de una noche de caricias compartidas —murmuró poniendo la
palma de su mano libre, abierta sobre el vientre femenino; inició una lenta
caricia con el pulgar por encima de la tela.
A Lady Isobel el corazón le latía desbocado. No habría podido
pronunciar palabra, aunque su vida dependiera de ello, tenía la boca y la
garganta secas. Sus pechos libres de corsé bailaban al ritmo de su
respiración irregular.
—Nuestro baño se enfría. —La voz enronquecida de él la estremeció. Sin
embargo, se dejó conducir por él hasta la tina humeante tras el biombo.
—El Cuervo irá con ustedes —le informó el señor Aidan. Estaban
parados frente al espejo. Ella con el corsé a medio cerrar. Él a su espalda
con las manos en los cordones de la prenda.
—¿Tú no vendrás? —preguntó ansiosa. Semanas atrás habría suspirado
de alivio, hoy solo quería pedirle que no la dejara sola.
—Debo supervisar el desembarco —respondió contra la piel de los
hombros de la joven, sin mucho ánimo de dar explicaciones.
—¿No puede hacerlo el Cuervo?
Aidan dibujó una sonrisa sobre el cuello de lady Isobel al comprender
que la reticencia a separarse, aunque fuera solo por un rato, era recíproca.
Saberlo lo hizo sentirse un poco más seguro del terreno que pisaba. No lo
diría ni bajo amenaza de muerte, pero le aterraba que el idilio que recién se
gestaba, se perdiera cuando dejaran “La Silenciosa”. Temía que la Isobel
tierna que aceptaba sus besos y caricias desapareciera en tierra, donde
tendría mayor libertad y podía escapar del asedio al que la estaba
sometiendo.
—Podría, pero quiero hacerlo yo. —Su boca continuaba dejando un
reguero de pequeños besos por la columna del cuello de la joven.
Lady Isobel no dijo nada más al respecto. La respuesta de él fue
demasiado elocuente como para albergar dudas. Lo que sea que fueran a
bajar era más importante que ella y sus tontos miedos. El hecho fue el toque
de realidad que necesitaba para no perderse en los sentimientos que
comenzaba a albergar por el hombre a su espalda.
—¿Podría Jane ayudarme? —murmuró con la mirada fija en el suelo,
resistiéndose a las sensaciones que los labios de él le provocaban.
Aidan dejó de hacer el tonto para mirarla. Frunció el ceño. ¿A santo de
qué pedía a la doncella entrometida? Él la ayudó el día anterior y lo estaba
haciendo ahora, no había necesidad de llamar a la mujer.
—Por favor —dijo ella, mirando a cualquier parte excepto al reflejo en el
espejo.
—¿Qué pasa? —inquirió él con el mismo tono hosco que usaría con
cualquiera de sus hombres.
—Nada, solo quiero que Jane me ayude. ¿Es mucho pedir?
Aunque el timbre de voz era casi un susurro, Aidan detectó cierto matiz
de rebeldía que, para su desconcierto, le gustó. Estos días descubrió que su
mujercita tenía de sumisa lo que él de mojigato. Si no se andaba con
cuidado iba a manejarlo con solo mover el dedo meñique; el problema era
que él cumpliría gustoso cada capricho suyo.
—Tus deseos son órdenes, milady —dijo mientras posaba un último beso
en el hombro de la joven.
«Ella ya hace contigo lo que quiere, imbécil», vociferó en sus adentros
mientras salía del camarote para llamar a la doncella. A pesar de todo,
sonreía.
En la orilla estaba el Bardo, quien ayudó a Jane a salir del bote de remos.
Lady Isobel miró las olas que besaban la arena y luego vio sus zapatitos.
Exhaló despacio al ser consciente de que terminarían inservibles. Iba a
aceptar la mano del Cuervo para bajar cuando un desconocido se paró junto
al bote.
—Permítame. —El hombre la tomó en brazos sin esperar una respuesta
de ella, cargándola hasta tierra seca, donde la soltó con tanta lentitud que
por un momento pensó que la estaba acariciando. Incómoda se alejó un
paso de él y buscó a Jane con la mirada; la doncella ya caminaba hacia ella.
—¡Tierra, bendita tierra! —exclamó la muchacha parándose a su lado.
Con Jane ahí, lady Isobel se sintió un poco más segura; compartía su
apreciación respecto a estar por fin en tierra firme, casi quería hincarse y
besar el suelo. El pensamiento la hizo sonreír.
—Cielo santo, siento que sigo arriba del barco —dijo la doncella,
bamboleándose con exageración.
—El efecto pasará pronto —respondió el desconocido, que seguía parado
cerca de ella.
—¡Sombra! —El Cuervo llegó hasta ellos, su ceño fruncido no
presagiaba nada bueno—. Acompáñame. —Señaló con la cabeza el bote del
que acababan de bajar.
—Señoritas —se despidió el hombre que ahora sabía respondía al
nombre de Sombra, aunque dudaba que este lo fuera realmente.
Jane iba a corregir el trato que debía tener para con su señora, pero esta le
dio un apretón en el brazo; gesto que por fortuna ella supo interpretar. Los
hombres se alejaron, sin embargo, no los perdieron de vista.
—Apuesto mi paga de un año a que el Cuervo le está diciendo que usted
es la esposa de milord Hades y, por lo tanto, intocable —vaticinó Jane sin
apartar la vista de los hombres—. Eso si no quiere perder sus partes
pudendas —sentenció esbozando una sonrisa malévola.
—Jane, una dama no debe hacer apuestas —la reprendió lady Isobel,
ignorando la insinuación sobre Sombra y su esposo.
Esposo. Qué fácil le estaba resultando llamarlo así en su interior. Desde
hacía un par de noches, cuando lo aceptó como tal en su corazón, lo
llamaba así cada vez con más frecuencia. Al menos para sí.
—Suerte que la dama es usted, milady Perséfone —respondió Jane con
una risita.
Lady Isobel iba a preguntarle el porqué de ese mote, pero la llegada del
Bardo la distrajo.
—Su transporte está listo, milady —informó este al tiempo que hacía una
pequeña venia.
—¡Gracias al Señor! —Fue la doncella la que respondió.
El Bardo miró a Jane extasiado. Esas semanas en que la muchacha quedó
bajo su vigilancia y protección, estrecharon lazos. Desafortunadamente, la
doncella lo trataba como a un amigo, a pesar que él bebía los vientos por
ella.
—¿Podemos irnos, Bardo? —preguntó lady Isobel, divertida por el
despiste del hombre. Comenzaba a sospechar que su doncella tenía un
admirador en el cuentacuentos.
—Sí, claro que sí, milady —contestó el hombre, medio aturdido por la
sonrisa que Jane exhibía en ese momento.
Caminaron por la playa hasta un camino de tierra donde un carruaje de
aspecto rústico esperaba por ellos. El Bardo las ayudó a subir. Con ellas ya
instaladas en el interior, se trepó al pescante. El Cuervo apareció casi
enseguida y se acomodó junto a él. El Bardo tomó las riendas, sería él quien
los conduciría hasta su destino.
Amanecía cuando Aidan entró por las enormes puertas del castillo al día
siguiente. Una enorme construcción de casi trescientos años de antigüedad.
Cuando decidió hacer uso de él —seis años atrás—, no era más que un
montón de piedras descuidadas con más corrientes de aire que la cubierta
del Gehena. Los aldeanos hacía tiempo que habían emigrado a otras tierras
en busca de la protección de un laird[16] que sí se preocupara por ellos.
Cosa que a él le vino muy bien, pues el lugar le ofrecía toda la privacidad
que sus actividades de pillaje requerían.
Con los años fue haciéndole mejoras. Las ventanas —antes cubiertas con
tapices mugrosos y deslucidos—, exhibían costosos cristales. Algunas
incluso tenían vitrales donde los tonos azules y verdes predominaban. Un
enorme candelabro pendía del techo del vestíbulo, iluminando el lugar por
las noches. Tapices antiguos con motivos de caza y cuadros de mujeres de
mirada triste, adornaban algunas paredes. La chimenea del salón principal
era grande y calentaba toda la estancia en los meses de invierno. El piso ya
no era de tierra con esteras de junco como cuando llegó la primera vez, él se
encargó de mandar a cubrirlo con los mejores mosaicos. Lo que antaño era
lúgubre y frío, ahora brillaba gracias a las riquezas conseguidas en sus
atracos a barcos españoles y franceses. Aunque eran los primeros los que
reportaban verdaderos botines.
Fue hasta las empinadas escaleras —cubiertas por una gruesa alfombra
color burdeos con arabescos—, que conducían al ala donde se encontraban
las habitaciones principales. Apenas amaneciera pediría que le llenaran la
tina, esa mañana pensaba disfrutar del baño con su esposa y esperaba que
mucho más.
Abrió la puerta de la habitación sonriente, la perspectiva acababa de
mejorarle el humor.
La habitación estaba vacía. No existía rastro alguno de lady Isobel ni sus
baúles. Tampoco la doncella andaba por ahí. Sus facciones, antes relajadas,
se endurecieron; su buen humor no era más que un recuerdo ya.
¿Dónde se metió? ¿Acaso tuvo la osadía de aprovechar su ausencia para
abandonarlo? El pensamiento lo enfureció de golpe. Salió de la habitación
sintiéndose más Hades que nunca. El hierro candente en su pecho volvió a
hacerse presente, quemándolo, enardeciéndolo aún más.
—¡Bardo! —gritó mientras bajaba las escaleras—. ¡Bardo! —el
cuentacuentos salió poco antes que ellos de la cueva, ya debía estar ahí.
Cuando llegó al vestíbulo el Bardo todavía no aparecía para atender a su
llamado.
—¡Dónde está todo el mundo! —ladró encaminándose hacia la zona de
los criados para obtener respuestas.
En la cocina, la actividad para preparar el desayuno apenas empezaba.
Las mujeres presentes miraron aterradas su terrible expresión por lo que
cuando preguntó por una tal lady Isobel nadie supo darle razón de ella.
Salió de la cocina a punto de darle un ataque. La vena de su cuello
palpitaba hinchada, como si pudiera reventarse en cualquier momento.
La actitud de las mujeres lo inquietó. Tal parecía que ni siquiera sabían a
quién se refería. Lleno de rabia pensó en una posibilidad que, por
imposible, no se le había ocurrido antes.
El Bardo las ayudó. No podían haberse ido ellas solas, sin la ayuda de
nadie.
Maldiciendo regresó a la cocina para ir hasta los establos por la puerta
que daba al patio. El Cuervo estaba ahí atendiendo a los caballos que usaron
para regresar. No tanto por la distancia, pues tenían un pasadizo que los
dejaba muy cerca del castillo, sino por los enseres que traían.
Abrió la puerta de los establos de golpe. Lo primero que vio fue el cofre
lleno de telas y joyas que llevó para ella; ahí en el suelo parecía burlarse de
él y su estupidez. Enrabietado quiso patearlo, esparcir todo el contenido por
el suelo, agarrar todo y tirarlo por el acantilado; se contuvo a duras penas.
—El Bardo me traicionó —dijo al Cuervo, captando por completo la
atención de este.
—¿Qué mierda estás diciendo? —preguntó el hombre dejando de lado el
cepillado de uno de los caballos.
—¿Eres sordo? —cuestionó a punto de reventar de furia—. El Bardo me
traicionó, ayudó a escapar a la maldita mujerzue…
—No digas idioteces de las que luego vas a arrepentirte —lo interrumpió
el Cuervo antes de que completara el insulto—. El Bardo estuvo todo el día
y toda la noche con nosotros, ¿en qué momento iba a ayudarlas a escapar?
—preguntó con bastante más sesera que su capitán. Pero claro, a él no le
nublaba la mente ninguna mujer, mucho menos el dolor y la rabia de
saberse traicionado una vez más.
Aidan, que caminaba de un lado a otro por el establo, se detuvo para
mirarlo. Las emociones estaban rebasándolo, ni siquiera fue capaz de
ocultarse tras su máscara de falsa indiferencia.
Por primera vez, el Cuervo pudo ver al verdadero Aidan. Sus ojos
mostraban tal sufrimiento que se sintió mal por él. Cuando ocurrió lo de
lady Amelie, la hermana de lady Isobel, no reaccionó igual. En aquél
entonces, Aidan ardía en deseos de vengarse la afrenta, era su orgullo
herido el que pedía ser resarcido, pero ahora, mucho se temía que sería
peor. Mucho peor. Solo esperaba que en verdad el Bardo no estuviera
implicado o no quedaría ni para el cuento; nunca mejor dicho. Pensó en
Sombra y la atracción que demostró hacia la dama. En silencio rogó que
tampoco tuviera nada que ver, a pesar que también estuvo con ellos todo el
tiempo.
—¡Por las barbas de Neptuno, por fin llegaron!
Ambos hombres voltearon a la entrada de los establos. El Bardo estaba
ahí, mirándolos con expresión preocupada.
—¿Dónde está mi mujer? —Aidan fue hasta él, lo tomó del cuello de la
chaqueta, arrinconándolo contra la pared de madera del lugar.
—En las mazmorras —respondió este enseguida, medio aterrado por el
recibimiento de su capitán.
—¿Qué dijiste? —Aidan apretó el agarre en la chaqueta del hombre,
resistiéndose a sentirse aliviado al saber que ella no lo abandonó.
—Suéltalo, vas a asfixiarlo —intervino el Cuervo, parándose junto a
ellos. El Bardo comenzaba a ponerse rojo por la fuerza con que Aidan lo
sostenía.
—Quiero que me traigan al imbécil que ordenó esto —ladró Aidan,
soltándolo de golpe. La rabia que sentía apenas lo dejaba hablar.
—Bue… bueno, eso… es… fácil —balbuceó el Bardo entre tosidas—.
Por poco me mata ahorita… así que espero que le den un castigo ejemplar
—dijo con la voz rasposa, mirándolo como si fuera retrasado.
Fue en ese instante que a Aidan le cayó el mundo encima. Acababa de
recordar las instrucciones que le dio a Sombra cuando este huyera luego de
que lo salvaran de la horca.
—¡Maldición! —exclamó antes de salir del establo como una exhalación.
—¿También te acordaste? —preguntó el Bardo al Cuervo cuando este se
giró para ir detrás de Aidan.
El Cuervo se fue sin responder, pero sí que se acordaba.
Aquél día, cuando dejaron a Sombra en una posada camino a Devonshire,
Aidan lo mandó directo a Skye para que preparara todo para la llegada de la
ahora duquesa. Lo cual incluía unas estancias privadas —sin ningún tipo de
comodidades—, en las húmedas mazmorras. Solo esperaba que Sombra no
haya cumplido al pie de la letra todas sus instrucciones.
Jane estaba parada frente a la pesada puerta de madera que les bloqueaba
la salida. La celda estaba sucia, húmeda, oscura y maloliente. La única luz
era la que desprendía una pequeña vela que no alcanzaba para iluminar toda
la estancia. Hacía rato que se cansó de golpear y gritar. Empezó
maldiciendo a la horripilante mujer que las encerró ahí. Continuó con el
Bardo, el Cuervo y toda la tripulación hasta que terminó con el capitán y su
progenitora.
—Ven a sentarte, Jane —la llamó lady Isobel. Estaba en el suelo, sobre
una raída manta.
—No entiendo cómo puede estar tranquila —rezongó la muchacha por
enésima vez—. ¡Estamos aquí encerradas por obra y gracia de ese pirata
malpari…!
—Jane, por favor —musitó la joven, interrumpiendo el epíteto con que la
doncella quería adornar sus reclamos.
—¡Nadie sabe dónde estamos! ¡Nos vamos a pudrir en este maldito
lugar! —continuó Jane.
Lady Isobel ahogó un gemido desesperado. Gracias a la escaza
iluminación, la doncella no podía ser testigo de su rostro descompuesto ni
de sus ojos llorosos. Al inicio se resistió a llorar, diciéndose que todo se
trataba de un error, que el señor Aidan no tardaría en enterarse de lo
ocurrido y vendría a sacarlas de ahí. No obstante, la gruesa vela, única
testigo del paso del tiempo, se iba extinguiendo y con ella sus esperanzas.
—Bienvenida a mi hogar, señora —recordó las palabras de la mujer que
apareció en el vestíbulo apenas se fueron los hombres. En apariencia, el
recibimiento no tenía nada de malo, no así el tono ofensivo con que lo
pronunció.
Jane, deslenguada como siempre, había respondido antes que ella.
—Milady —la corrigió—, así debes dirigirte a ella. Es una condesa, no el
ama de llaves —terminó altiva.
La mujer sonrió, pero no fue una sonrisa de cortesía. Sin embargo,
decidió no hacer caso. Quería ir a su habitación y descansar un poco antes
de darse a la tarea de conocer el castillo. Mentiría si dijera que no estaba
emocionada por su nuevo hogar. “Mi hogar”, lo dicho por la mujer retumbó
en su mente, pero lo desechó.
—Por favor, llame a alguien para que lleve nuestros baúles —pidió con
voz suave—. También quisiéramos descansar un poco antes de conocer al
resto —dijo con una sonrisa, dándole a entender que necesitaban que las
llevara a sus habitaciones.
—Por supuesto, milady. Por aquí, por favor. —Otra vez ese tono mordaz.
La mujer se dio la vuelta y camino hacia un pasillo, obviando las
escaleras. Ambas la siguieron como un par de corderitos, sin saber que iban
directo al matadero. En un punto del recorrido, luego de doblar varias veces
en distintas direcciones, un par de hombres aparecieron tras ellas; pensó que
traían sus baúles así que no les dio importancia. No obstante, cuando la luz
se hizo más escasa y llegaron a unas escaleras que en lugar de subir,
bajaban, se dio cuenta que la situación no era normal.
En ese momento tomó a Jane del brazo para que se detuviera. La
doncella la había mirado y ella solo le hizo un leve gesto con la cabeza,
indicándole que debían volver. Los hombres al ver sus intenciones les
cerraron el paso.
—Pero, milady —habló la mujer desconocida—, ¡creí que quería
descansar! —exclamó burlona.
—¿Qué está pasando? —preguntó, armándose de valor a pesar de la
presencia intimidante del par de hombres que les bloqueaban el paso.
—Solo cumplo órdenes, milady.
—¿De quién? —si decía el nombre de su esposo se iba a morir ahí
mismo.
—De mi hombre —contestó la mujer, acercándose a ella.
Sus ojos —de un azul intenso—, despedían tanto odio que quiso dar un
paso atrás.
—Dígale a su… hombre, que es hombre muerto —intervino Jane—. Y
ustedes también —se dirigió a los otros dos, envalentonada—. Milord
Hades los hará pedazos y les dará sus huesos a los perros.
La mujer se echó a reír.
—Vamos, llévenlas a las mazmorras —ordenó haciéndose a un lado.
Lady Isobel no protestó cuando uno de los hombres la tomó del brazo —
a la altura del codo—, y la arrastró con él a través del cada vez más oscuro
pasillo. No así, Jane, que pataleó y vociferó durante todo el trayecto. Ahora
se arrepentía de no haber luchado, de haberse dejado llevar como una débil
ovejita al altar del sacrificio.
—Por mi hombre no se preocupe —dijo la mujer desde el umbral de la
celda. Detrás de ella estaban los hombres que las apresaron—. Yo me
ocuparé de que no pase frío esta noche. —Lo último que lady Isobel vio
antes de que cerrara la puerta, fue su expresión victoriosa.
Y ahí fue que, tanto Jane como ella, comprendieron quién era ese al que
ella llamaba “su hombre”.
—No, no, no.
Los ruegos de Jane la trajeron de vuelta al presente, hecho que agradeció,
no quería pensar más en la hermosa mujer y en el papel que jugaba en la
vida del señor Aidan; si lo hacía terminaría desmadejada en llanto.
—No te apagues, por favor, no te apagues.
Lady Isobel miró la vela a punto de extinguirse.
No sabía cuánto tiempo llevaban ahí encerradas, en algún momento el
cansancio la venció y se quedó dormida, así que tal vez ya era de
madrugada.
La gruesa vela ya no era más que un montón de cera deforme sobre el
latón. No faltaba mucho para que la precaria luz se apagara por completo.
Herida por el terrible trato que el señor Aidan le estaba dando y por las
insinuaciones de la mujer —que a la luz de los hechos se erigían como más
que eso—, se prometió que cuando la llama se apagara, los sentimientos
que empezaba a experimentar por él morirían junto con ella. No se iba a
permitir sufrir por él ni tampoco dejaría que pisoteara sus afectos así.
A la primera oportunidad huiría de ahí junto con Jane, decidió.
Apenas unos segundos después el ruido de unos pasos acelerados sonó al
otro lado, en el pasillo. Unas llaves, el sonido de la cerradura…
Jane corrió junto a su señora para ayudarla a levantarse antes de que la
puerta se abriera, pero esta se abrió de forma tan violenta que ambas se
quedaron congeladas; alguien la había pateado por fuera.
Aidan entró cómo un vendaval. Tras él, antorchas en mano, el Cuervo y
el Bardo se mantuvieron a una prudente distancia. No así la doncella que se
puso frente a su señora, protegiéndola.
El Bardo maldijo la impetuosidad de su amor platónico, dejó la antorcha
en uno de los soportes junto a la puerta destinados para ese fin y se apresuró
a quitarla de la línea de fuego.
—¿Qué haces? ¡Suéltame! No voy a dejar a milady sola con ese hijo
de… —El Bardo le tapó la boca antes de que pudiera soltar cualquier
lindeza en contra de su capitán y la sacó a rastras de la mazmorra.
Lady Isobel comenzó a levantarse y Aidan, que por primera vez en su
vida no sabía cómo actuar, la ayudó con torpeza.
—¿Estás bien? —preguntó, aguantándose las ganas de abrazarla. No se
sentía capaz de controlarse, si ella lo rechazaba iba a terminar de rodillas,
suplicando perdón. Y Hades no suplicaba.
—¿Puedo salir o mi castigo continuará? —inquirió ella, serena, sin
mirarlo a la cara.
—¿De veras crees que…? —No pudo terminar la pregunta, ella lo
interrumpió.
—Si debo quedarme, por favor, permite que Jane salga, ella no ha hecho
nada que merezca este castigo —solicitó sin que le fallara la voz, a pesar de
que estaba aguantándose las intensas ganas de llorar.
—¿Y tú sí? —reclamó él, tomándola del rostro para obligarla a mirarlo.
—¿Disculpa? —cuestionó ella en un susurro, enfrentándolo con sus ojos
verdes anegados de lágrimas que apenas y lograba contener.
—¡No llores, maldita sea! —pidió desesperado, provocando exactamente
eso que no quería.
Nunca había sabido qué hacer con las lágrimas de una mujer y con las de
ella menos. Todavía recordaba su burdo intento de consolarla aquella vez en
el antiguo monasterio. Maldijo entre dientes, indeciso. Quería abrazarla,
apretujarla contra su pecho, pero también quería zarandearla por creer que
él, después de lo compartido en los últimos días, sería capaz de ordenar
tamaño despropósito.
El Cuervo, que seguía en la entrada de la mazmorra negó para sí. Si no
intervenía, Aidan iba a empeorar todo. Y bien sabía él que era lo que menos
quería.
—Vamos. Lady Isobel necesita descansar —habló el Cuervo, al tiempo
que se acercaba a ellos.
Aidan agradeció en el alma la oportuna interrupción del hombre. Había
estado a punto de cometer la estupidez más grande de su vida. Tomó a lady
Isobel del brazo para sacarla del lugar, pero su siseo de dolor al hacerlo lo
detuvo.
—¡Cuervo! —bramó al hombre que ya se alejaba. Con la luz extra que
proporcionaba la antorcha de este, inspeccionó el brazo de la joven—.
¿Quién ha sido? —ladró entre dientes, observando furioso la piel
amoratada.
—Uno de los hombres que enviaste —respondió ella, con voz ahogada.
—Llévatela —dijo al Cuervo, más furioso que cuando entró.
Iba a matar a ese desgraciado. Primero lo mataría a él y luego se pegaría
un tiro por idiota.
Lady Isobel tenía que guardar reposo en cama durante una semana. El
hombre que revisó su herida dictaminó que era necesario un reposo de tres
días, durante los cuales debía estar pendiente de si presentaba mareos,
náuseas, visión borrosa, jaquecas, entre otros síntomas. Tres días dijo el
médico. Una semana ordenó su esposo.
—Pero si ya me siento bien, no me duele nada —se quejó el cuarto día,
Jane acababa de regresarla de la puerta de su alcoba, la cual no compartía
con Aidan por deseo suyo.
“Se acabó eso de dormir abrazados sin una ceremonia de por medio”, le
dijo en un murmullo el segundo día de su convalecencia cuando este entró a
sus aposentos para acurrucarse junto a ella.
Esa noche él durmió en la habitación contigua, la que correspondía a la
señora del castillo. Recostada sobre la cama, lo escuchó maldecir y quejarse
entre dientes de esposas mandonas que se aprovechaban de su debilitada
salud para hacer y deshacer a voluntad.
El día anterior ella se instaló en los aposentos que le correspondían, más
por tener un lugar que pudiera llamar suyo que por evitar que durmiera con
ella. «Sus dominios», los había llamado él cuando por la noche no le
permitió la entrada.
«Tal vez esta es su forma de desquitarse», pensó mirando a Jane, su
traicionera doncella. Ella y el pirata eran aliados en esta cruzada. La tenía
pegada a sus talones con más fidelidad que su misma sombra. No la dejaba
hacer el mínimo esfuerzo, al menor signo de malestar que ella mostrara la
mandaba a la cama a descansar.
—Milord Hades ha ordenado que debe guardar reposo. —Jane ahuecaba
las almohadas de pluma de ganso que Aidan mandó a traer de unas bodegas
que a saber dónde estaban.
Tras el tropezón, como decidió llamar a su desafortunado acercamiento
con la bañera, el señor Aidan dejó de ser para Jane el “pirata —inserte aquí
un insulto—” para volver a ser milord Hades. Le gustaba más cuando
despotricaba contra él, así al menos la tendría de su lado para escaparse a
dar un paseo por los alrededores.
«Escaparse», repitió para sí.
Ese era otro tema que quedó relegado con su convalecencia post-
tropezón. Algo se le atrofió allá arriba con el golpe, estaba segura. Desde
que despertara y tras la plática que tuvo medio adormilada con él, no
pensaba más en irse del castillo. Por el contrario, quería quedarse, convertir
la fortaleza en el hogar lleno de niños que soñó, aunque el protagonista
original fuera otro. Era un pensamiento en el que divagaba con más
frecuencia de la que quisiera.
Probablemente se debía a la ternura con que el señor Aidan la trataba
cuando estaban solos. Esos momentos en que dejaba de ser el temible
Hades para ser solo su esposo, el hombre que se preocupaba por ella y
estaba pendiente de que todas sus necesidades estuvieran cubiertas. No le
pasó por alto que desde que le pidiera que Jane la ayudara la mañana que
desembarcaron, la joven continuó atendiéndola; a pesar de que al inicio de
la travesía le dijera que la doncella no estaba más a su servicio. Eran
detalles como ese los que la hacían verlo como algo más que el pirata cruel
que él se empeñaba en ser.
Ni siquiera el día siguiente a su llegada al castillo —cuando usara lo
sucedido con Amelie y Lord Grafton para defender su amor propio—, ni
siquiera en esa ocasión actuó como ese pirata que tanto terror causaba entre
su tripulación. Aun cuando insinuara su deseo de estar junto a lord August y
los ojos de él fueran como espadas, aun así, no la maltrató.
A decir verdad, tenía un par de semanas que no pensaba ni una sola vez
en el duque, salvo en esa discusión, cosa de la que ahora se arrepentía. Lord
Grafton solo era un lejano recuerdo de una ilusión que no pudo
materializarse. Incluso si escarbaba en su corazón no lograba encontrar ese
dulce sentimiento no correspondido que tanto daño le causó en el pasado.
Ni un eco de los acelerados latidos que la sola mención de su nombre o el
pensar en él le causaba. Incluso en ese instante, sus emociones seguían
igual, era como pensar en un conocido que no has visto en mucho tiempo,
al que recordabas con cariño, pero sin sentir el anhelo de un reencuentro.
La comprensión de que ya no estaba enamorada de él la golpeó de
repente, haciéndola tambalearse frente a la ventana que daba a los
acantilados de la isla.
—¡Milady! —Jane soltó las sábanas que retiraba de la cama para correr
hasta ella—. Le dije que debía descansar, pero es usted más necia que el
buey de mi abuelo. Y me refiero al de la yunta, no a él; aunque también es
un necio. —La doncella siguió hablando, pero lady Isobel no escuchó
absolutamente nada.
Se dejó guiar hasta el lecho, demasiado aturdida para resistirse.
Recostada sobre el colchón, con las mantas sobre su cuerpo, se perdió en
sus pensamientos, intentando dilucidar el significado de su reciente
descubrimiento.
¿Simplemente dejó de querer al duque? ¿si lo dejó de querer con unas
pocas semanas separados, era porque en realidad no estaba enamorada de
él? ¿lo quiso alguna vez? ¿cambiarían sus sentimientos si entrara por la
puerta en ese instante?
Un punzante dolor empezó a hacerse eco en su cabeza. Por instinto se
tocó el golpe. Todavía estaba inflamado y si presionaba lo suficiente le
escurriría un hilillo de sangre. Pasado un momento, el dolor se convirtió en
algo más que una molestia.
—Iré por la tisana que le recetó el médico. Esa palidez no me gusta nada.
—La doncella corrió un poco las cortinas de la cama para evitar que la
claridad le molestara y luego salió de la habitación sin esperar
consentimiento de su señora. En las cuestiones de su salud, mandaba ella; y
milord Hades, claro.
Fue hasta la cocina a través del camino más corto, el que usó el Bardo
cuando las llevaban de las mazmorras hasta la alcoba donde se encontraron
con la arpía rompe vestidos. Pensar en esa mujer le agrió el semblante.
Después de que lady Isobel recuperara la conciencia, había buscado al
Bardo para exigirle una explicación por los vestidos desgarrados de su
señora.
El hombre se había mostrado sorprendido, pues aseguraba haber dejado
solo los vestidos que no sufrieron daño. Sus alegatos terminaron por llamar
la atención de Aidan que bajaba en busca de la doncella para que le hiciera
compañía a la enferma. De esa plática concluyeron que la arpía había
metido otra vez los vestidos destruidos.
Ella era el verdadero motivo por el que mantenían a lady Isobel recluida
en la alcoba con la excusa de su convalecencia. La mujer la dejó con tres
trapos para vestir, los demás eran unas garras inservibles que no podrían
cumplir su función ni volviéndolos a coser.
Si Jane no maldecía al pirata como días antes era porque el hombre,
además de castigar a la mujer, mandó a traer cofres repletos de telas, hilos y
joyas para que un par de mujeres —que se encargaban de realizar las
labores de costura del castillo—, fabricaran todos los vestidos que pudieran
con el material que les proporcionó. Ella se autoproclamó la directora de
esa orquesta, por lo que dio instrucciones precisas para que elaboraran
algunos de acuerdo a los gustos de lady Isobel con las telas más sencillas.
Su señora no era vanidosa y sabía poco o nada sobre moda, sin embargo,
estaba segura que le haría ilusión poder escoger ella misma las telas,
bordados y adornos para las demás prendas que completarían su armario. Al
cabo que espacio era lo que le sobraba en ese macizo ropero que tenía en la
habitación.
Llegó a la cocina libre de encuentros con arpías indeseadas. Saludó a las
mujeres que trajinaban en la preparación de los manjares que comerían más
tarde. Aspiró profundo, llenándose con el especiado olor del guiso de
ternera.
—Molly, ese menjunje huele delicioso —dijo a la mujer mientras se
estiraba para alcanzar una jarra de metal.
—Y sabrá mejor —respondió la cocinera sin andarse con falsas
modestias.
—Está visto que la humildad no es lo tuyo —molestó Jane, ya con la
jarra en la mesa, vertiéndole un poco de agua para ponerla al fuego.
La cocinera soltó una risita.
—¿Otra vez la jaqueca? —Molly señaló las hierbas que la doncella
separaba y limpiaba sobre la mesa.
—No la ha pedido, pero ya has visto como soy de exagerada. —Jane se
encogió de hombros, restándole importancia. Si de ella dependía, nadie
vería a su señora como una enferma debilucha.
—Dejen de perder el tiempo que el capitán no tarda en llegar. —Rowena
entró a la cocina con esos andares de ama y señora que hacían que a Jane le
carcomieran las ansias por agarrarla de su piojosa y empolvada peluca.
—Muy atenta estás a las necesidades de milord —contestó sarcástica la
muchacha.
—Una mujer de verdad siempre lo está a las necesidades de su hombre.
—Rowena tomó una uva del frutero, mordiéndolo con la sensualidad de la
que siempre hacía gala.
—Una zorra arrastrada, querrás decir. —Las cocineras rieron entre
dientes, celebrando las palabras de la deslenguada doncella.
—¿Dónde está tu señora? ¿Todavía llorando por los rincones? —replicó
la mujer, mirando alrededor como si la buscara.
—Milady es una dama que no se mezcla con mujerzuelas de tu clase.
—Claro, a ella le agradan las de su propia clase.
—¡No voy a permitir que hable así de milady!
Jane rodeó la mesa, dispuesta a despelucar a la mujer, mas no llegó a
concretar sus intenciones. Aidan acababa de entrar a la cocina, paralizando
en el acto a todas las presentes.
—¿Qué haces aquí? ¿por qué no estás con mi mujer? —cuestionó Aidan
a la doncella.
El término con que Aidan se refirió a lady Isobel chirrió en los oídos de
Rowena. A la pelirroja le ardían las atenciones que este prodigaba a esa
mujer a la que llamaba esposa.
—Vine a prepararle una tisana. —Jane apuntó con la barbilla a la jarra
sobre el fuego.
—¿Y tú? —Aidan se dirigió a Rowena—. Te advertí que no quiero verte
dentro del castillo.
—Solo vine por algo de comer, mi amor. —La mujer tomó otra uva, pero
sus inútiles intentos de seducción fueron ignorados por Aidan que ya
devolvía su atención a Jane.
—No tardes —le ordenó antes de salir.
El movimiento en la cocina se reanudó tras la salida de Aidan.
—Esta me la pagas después —siseó Jane a Rowena, regresando a las
hierbas.
Habría podido decirle a milord Hades —con pelos y señales—, lo
hablado en esa cocina, sin embargo, no quería quitarse el gusto de ponerla
en su lugar ella misma. Se prometió que la próxima vez la sacaría de la
cocina arrastrándola de su piojosa peluca. No permitiría que milord Hades
le quitara esa satisfacción, a la única que le cedería ese deleite sería a lady
Isobel cuando estuviera en condiciones de hacerlo. Por lo pronto, ya se
encargaría ella de mantener a raya a la zorra intrusa.
Aidan salió de la cocina maldiciendo su mala fortuna. Detestaba tener a
Rowena pululando por ahí. No veía la hora de que “La Silenciosa” quedara
lista para su siguiente viaje, la mujer iba a ser la primera en subir a la
embarcación. Si por él fuera la mandaría de vuelta a Londres, aunque fuera
a pie, no obstante, no le convenía que la mujer supiera la ubicación exacta
de su bastión. Le tocaba aguantarse su presencia hasta que pudiera sacarla
en barco, ya se arriesgó mucho ordenándole a Sombra que la llevara;
esperaba que a esas alturas la mujer ya hubiera olvidado el trayecto.
¡En mala hora la hizo traer al castillo!
Si las circunstancias fueran diferentes y lady Amelie estuviera ahí en
lugar de lady Isobel, incluso podría estar disfrutando de las atenciones que
la mujer estaba deseosa de prodigarle. No obstante, para desgracia de su
desatendido cuerpo, en la segunda planta tenía una esposa que ni comía ni
dejaba comer.
¡Y encima lo mandaba a dormir solo!
No sería un problema si no le gustara dormir con ella acurrucada en su
pecho, escuchando su respiración pausada y sus gemiditos de placer cuando
encontraba la posición de descanso ideal.
Por fortuna para él —y desgracia para ella—, era un hombre que no
esperaba a que la vida quisiera obsequiarlo con migajas. Desde pequeño
tuvo que pelear para conseguir lo que deseaba, hacer trampas, arrebatarlo si
era preciso.
Incluso colarse en la habitación de su esposa.
Sí, el muy tramposo se metía a la alcoba apenas ella se dormía. Al
principio se dijo que era para asegurarse que estuviera bien —cosa
innecesaria pues Jane dormía en un pequeño catre junto a la cama—. Sin
embargo, desde el primer día se acostó junto a ella, disfrutando de la
manera en que ella se acurrucaba en sus brazos. Por supuesto, no se
quedaba toda la noche. Se levantaba antes del amanecer para ganarle el
brinco a la doncella, esa impertinente era capaz de delatarlo.
«¡Maldita tortura y maldita espera!», pensó mientras subía las escaleras
que daban a la primera planta.
No veía la hora de que el Bardo regresara con el bendito cura para poder
celebrar la ceremonia que le exigió.
¡Le exigió! ¡A él! ¡A Hades, el ejecutor de los mares!
Bufó para sí, de ejecutor solo le estaba quedando el nombre. Tenía a su
Perséfone que, aun cuando él se resistía, lo ablandaba con una sonrisa.
En silencio se dijo que accedió a sus demandas sobre la ceremonia
porque, llegado el momento, esa celebración podría serle útil. Decenas de
personas atestiguarían su unión, en el futuro nadie podría poner en duda su
legitimidad.
—Claro, tú sigue engañándote —rezongó mientras abría la puerta que
mantenía oculto el segundo tramo de escalones.
Subió las escaleras de caracol y se apresuró a llegar a los aposentos de su
casi condesa.
La encontró tumbada de lado, la cortina del dosel corrida hasta la mitad,
dejando apenas un espacio para verla. Por la expresión angustiada y el
rastro de lágrimas en sus mejillas, podía adivinar que el dolor era fuerte. Se
acercó hasta la cama para acostarse junto a ella.
—Ven aquí —susurró atrayéndola hacia él para abrazarla contra su
pecho.
Lady Isobel gimió bajito al sentir sus brazos rodeándola. La cercanía y
calor de él era justo lo que necesitaba en ese momento. Metió la cara en el
hueco debajo de la barbilla de Aidan, sus labios rozando la piel del cuello
masculino.
No quiso meditar en las causas ni motivos. Le asustaba lo que podría
encontrar si hurgaba en su interior, sobre todo ahora que acababa de
descubrir que en su corazón no quedaba rastro alguno del amor que un día
sintió por lord August. No, no removería sus sentimientos en busca de
respuestas que no estaba segura de querer conocer.
—¿Te duele otra vez? —preguntó él, preocupado.
—Umju —balbuceó ella.
—Jane fue por un remedio.
—Ya lo tengo aquí —musitó la dama, yéndose de la lengua.
Si fuera igual de malhablada que su casi marido, ahora mismo estaría
maldiciendo su estupidez.
—¿Así que soy tu medicina? —preguntó él a media voz, resistiéndose a
las emociones que la declaración de la joven alborotó en su pecho.
—Depende —dijo ella, en un intento por salvar su dignidad.
—¿Vas a retractarte? —cuestionó Aidan bajando la cabeza para tratar de
mirarla.
—Depende de qué tan amarga haya amanecido hoy —apuntó ella,
agarrándose a él con fuerza para evitar que la inspeccionara con su incisiva
mirada.
La carcajada que brotó del pecho de Aidan, vibró bajo la mejilla de la
joven.
—En ese caso, esposa, me temo que vas a empalagarte —respondió
devolviéndola al colchón para ponerse encima, sin rozarla.
—Me encanta la miel —replicó ella, mirándolo con ojos chispeantes.
—A mí no. —La boca de Aidan bailaba sobre la de la joven—. Pero por
ti haré una excepción —murmuró, su lengua delineó el labio inferior de
lady Isobel, quien respiraba agitada.
—Me gustan las excepciones —jadeó ella; el dolor de cabeza no era más
que un eco lejano, opacado por el retumbar de su corazón en los oídos.
—A mí también, cariño, a mí también. —Unió sus labios a los
femeninos, degustando de la miel a la que se hizo adicto.
—Creo que… —susurró lady Isobel entre besos.
—¿No te gusta la medicina? —Aidan abandonó su boca para dejar un
reguero de besos en su quijada y cuello—. ¿Lo quieres más dulce? —A esas
alturas, quien quería más dulzura era él.
—Su remedio, milady. ¡Perdón! —gritó Jane al darse cuenta del
momento íntimo que acababa de interrumpir—. Lo siento, milord Hades.
Usted me dijo que no me tardara, no sabía que estaría aquí, comiéndose a
besos mi señora. ¡Lo siento! ¡Lo siento!
—Jane, por favor —habló lady Isobel, abochornada por las palabras de
su doncella.
—Para una vez que debía desobedecer… —masculló Aidan, su cara en el
cuello femenino.
—No seas malo con ella —lo reprendió en voz baja, su mano acariciaba
las hebras castañas del hombre.
Jane dejó torpemente la bandeja con la tisana sobre el mueble junto a la
cama. Avergonzada y con las mejillas encendidas, corrió a la puerta para
escapar de la bochornosa situación.
—¿En qué estábamos? —preguntó animado en cuanto escuchó la puerta
cerrarse tras la doncella.
—En que debo tomarme la infusión que la buena de Jane me trajo. —La
risa vibró en la voz de lady Isobel.
—Un día de estos voy a mandarla a azotar. —Se hizo a un lado para
liberarla de la cárcel de sus brazos.
—Me harías muy infeliz —musitó ella, acurrucándose de lado, toda
diversión diluida por la amenaza de él.
Aidan observó el cambio que se suscitaba en lady Isobel tras su
afirmación sobre castigar a la doncella. No le gustó. Ni un poco. Hasta
hacía un par de semanas no le habría importado, o eso quería creer, sin
embargo, en ese instante comprobó que nunca más podría hacer nada que
pudiera lastimarla; al menos no deliberadamente. Para su desgracia, eso
incluía a la doncella atolondrada. La muy lengua larga acababa de ganar
inmunidad a causa del cariño que su esposa le profesaba.
Irritado se levantó de la cama. Necesitaba salir de esa habitación antes de
que terminara indultando a la mitad de sus enemigos.
—Tómate el brebaje —espetó ya de pie, la amargura estaba de vuelta—.
Mandaré a la doncella para que te haga compañía —anunció antes de salir
de la alcoba.
Lady Isobel se quedó echa un ovillo. Aturdida por los sentimientos que
Aidan acababa de estallar en ella con la dulzura de sus besos y la ternura de
su tacto. Sí, ya no amaba a lord August. Ya no estaba enamorada de él
porque, ahora sabía, lo estaba de su marido el pirata.
Esa misma noche, lady Isobel abordó lo ocurrido en la cocina sin entrar
en detalles. No quería darle la razón sobre sus celos, así que esgrimió la
falta de respeto hacia Jane y Molly como la causa de su molestia.
Omitiendo la parte en que la enviaba a las mazmorras.
—¿Te faltó a ti? —preguntó él, después de que su esposa terminara de
explicarle lo ocurrido esa mañana.
Estaba sentado a los pies de la cama de ella, tan solo con las calzas y las
botas puestas. La camisa tirada al descuido sobre la alfombra. El aro sobre
su oreja relucía a la luz de los rayos del sol de medianoche que se colaban
por la ventana abierta de la habitación. Era verano en Skye, el sol se retiraba
hasta entrada la madrugada dejando un agradable ambiente templado, aun
así, las llamas de la chimenea encendida caldeaban un poco la habitación.
—Eso no es importante.
—¡Y un cuerno si no lo es! —Aidan dejó la cama para caminar hacia su
esposa.
Lady Isobel controló como pudo el temblor de sus manos y continuó
trenzando su larga cabellera. Cada vez que él se le acercaba e invadía su
espacio personal, se le alteraban todos los sentidos. Se sentía torpe, sin
resuello… acalorada. Miró de reojo la chimenea, el fuego ardía con ganas,
llenando con su crepitar el silencio que siguió a la declaración de él. A lo
mejor tenía que quitarle algunos leños para refrescar un poco la habitación.
Aidan se detuvo tras ella, mirándola a través del espejo ovalado de su
tocador. La tarde anterior hizo traer el mueble de sus bodegas, era de
maderas del Líbano, con patas curvas y redondeadas. Tenía un par de
cajones chicos en los extremos y uno central más grande. Miró los dos
cofres pequeños con cerradura que venían fijos sobre el tocador, a cada lado
del espejo. La rodeó para destapar uno. Vacío. Hizo lo mismo con el otro.
Vacío también.
—¿Por qué no has puesto ninguna joya aquí? —Cerró la tapa del
segundo cofre y luego se volvió a mirarla. Olvidándose por un momento del
tema anterior.
—No tengo ninguna. —La joven anudaba una delgada tira en la punta de
su trenza terminada.
—Tienes un cofre lleno de ellas.
Lady Isobel recordó el baúl de madera con un enorme cerrojo que estaba
en la habitación de él.
—¿Era para mí? —inquirió, sus ojos esmeraldas reflejaban la sorpresa
que le causó lo dicho por él.
—¿Para quién más? —Se inclinó un poco para dejar sus rostros a la
misma altura y luego preguntó—: ¿Tengo acaso otra esposa?
—No, pero…
—Este castillo y todo lo que hay en él te pertenece tanto como a mí. Eres
la ama y señora de todo cuanto poseo. —Mi corazón incluido, quiso decir,
pero se mordió la lengua.
Lady Isobel jamás imaginó que ese duro pirata que entró a su vida a
punta de pistola, podría mirarla con esa ternura que le derretía el corazón.
Sus toscas maneras, la rudeza de su tono, lo cortante de sus respuestas, todo
eso se esfumaba cuando miraba sus ojos cobaltos rebosantes de… ¿Era
amor lo que veía ahí, en lo profundo de su tormentosa mirada?
Los ojos se le llenaron de lágrimas. ¿La amaría él tanto como ella lo
amaba? ¿Sería posible?
—¿Qué pasa, sor Magdalena? ¿Por qué lloras? —Aidan la tomó de los
brazos, obligándola a levantarse.
«Porque quiero que me quieras como yo te quiero», respondió para sí, sin
atreverse a decirlo en voz alta.
—¿Dije algo que te incomodara? —preguntó preocupado. El hecho de
haber admitido ante sí mismo lo enamorado que estaba de su esposa, había
exacerbado su, de por sí, fiero instinto protector.
Ella negó sin pronunciar palabra. No podía hablar, si lo hacía, se largaría
a llorar como una chiquilla. Estaba enamorada de él como jamás lo estuvo
de lord August. Si resultaran ciertas las palabras de… no, no podía vivir con
esa duda carcomiéndole las entrañas.
—¿Entonces? ¿Rowena te hizo algo? Ya te lo pregunté antes,
respóndeme.
—Ella… —habló, tragándose las lágrimas. Aspiró profundo antes de
continuar—: Ella dijo algo… —calló, armándose de valor para hacer la
pregunta.
—¿Qué dijo? —Aidan apretó la mandíbula; su mirada cobalto se tornó
oscura, del color del océano en una tormenta.
—Tú… ¿la visitas? —La pregunta fue dicha en un murmullo tan bajo
que él tuvo que esforzarse para captarla.
Aidan apretó el agarre de sus manos, olvidándose por un momento de
que era a lady Isobel a quien sostenía y no el cuello de Rowena. Un quejido
de ella fue suficiente para que la liberara.
—Maldita víbora ponzoñosa —masculló entre dientes, tan enfurecido
que ni siquiera podía levantar la voz.
Salió de la habitación hecho un energúmeno, se iba a enterar esa maldita.
—¿A dónde vas? —Lady Isobel corrió tras él, sin tomar en cuenta que
iba vestida con una camisola de suaves y finos hilos que revelaba más de lo
que tapaba.
Lo alcanzó en la puerta de las escaleras de caracol.
—Espera… un momento… —pidió casi sin resuello, medio inclinada,
con una mano aferrada al brazo desnudo de él y la otra sobre su propio
estómago.
—Regresa a tus aposentos, ¿no ves cómo vienes vestida? —increpó
Aidan con el genio por los cielos. Echó una mirada a su alrededor. Ningún
sirviente hombre alrededor. Bien.
—No me diste a tiempo a vestirme —refutó ella con voz queda, sin
recobrar el aliento por completo.
A su pesar, Aidan se ablandó. Maldijo su idiotez, ¿desde cuándo él se
ablandaba por unos ojos húmedos y una vocecita desvalida?
—Vuelve a la habitación, esposa —dijo en un tono suave; su mano
derecha en el rostro de ella, acariciándole la barbilla, los labios.
—Está en las mazmorras.
Aidan detuvo su caricia. La miró confuso, no muy seguro de lo que
acababa de escuchar.
—¿Qué has dicho?
Lady Isobel se encogió un poco. El corazón, que ya le batía con fuerza en
el pecho, aumentó su ritmo todavía más.
—La mandé a encerrar —susurró. Ahora que estaba frente a su esposo,
ya no le parecía tan buena idea.
—¿Tú? —El tono incrédulo de él la agobió más.
Ella no era así. No era rencorosa ni aplicaba castigos como esos. Jamás
tomaba revancha por nada, sin embargo, con esa mujer…
—Le pedí al Cuervo que lo hiciera por mí. —No lo miraba, sus ojos
estaban fijos en la pesada puerta que cubría el acceso a las escaleras, por
eso no se dio cuenta del cambio en el semblante de él hasta que escuchó sus
ruidosas carcajadas y volteó a verlo.
—¡Qué me aspen! ¡Me casé con una fierecilla! —exclamó entre risas,
doblándose un poco hacia adelante.
Lady Isobel comenzó a indignarse. Ella con el corazón en vilo… ¿y el
idiota se atrevía a burlarse?
—Me voy a mi alcoba. No te molestes en venir cuando termines de reírte
de mí.
Mientras observaba su enérgico andar, todavía riéndose, Aidan pensó que
ir a su habitación sería cualquier cosa menos una molestia.
“La Silenciosa” zarpó al alba. Era principios de agosto, la época del año
en que comerciaban el botín obtenido durante sus escaramuzas del año
anterior. La embarcación iba cargada con toda suerte de materiales en los
que predominaban las telas de oriente, joyas, té, chocolate, tabaco, maderas
y… Rowena.
La pelirroja subió al navío a punta de amenazas. La mujer se resistió a
irse de Skye hasta el último momento. El Cuervo fue el encargado de
cumplir la orden del capitán de sacarla de la isla sin importar el método.
Milord Hades, tal y como dijo el día de su matrimonio con lady Isobel —
días atrás—, se quedó en el castillo a disfrutar de su recién descubierta vida
marital. Ni todo el oro de las indias lo haría abandonar el lecho conyugal.
El capitán de “La Silenciosa” confiaba lo suficiente en el Cuervo para
encargarle las negociaciones con el Rojo. El hombre no iba solo, Sombra y
el Bardo lo acompañaban para respaldar sus decisiones.
Tras algunos días de travesía atracaron en Dublín. A su llegada, el
Cuervo y Sombra exploraron los alrededores, informándose de lo que se
contaba en los muelles por esos días. Era una costumbre que Hades les
impuso, nunca se quedaban en tierra firme si no tenían la seguridad de que
su libertad o sus vidas no corrían peligro. El Bardo se quedó en el barco al
cuidado del cargamento y vigilando que los hombres no hicieran desmanes
en tierra. Sin Aidan al mando, tendían a la rebeldía.
Rowena también fue con el par de hombres. Ese mismo día se
encargarían de ponerla en un barco rumbo a Southampton; si es que
encontraban alguno que zarpara por esos días. Lo primero que hicieron fue
eso. Recorrieron el muelle en busca de cualquier navío que navegara a
Inglaterra.
Tras una búsqueda infructuosa, pues el próximo barco arribaría a puerto
en poco más de una semana y zarparía de vuelta en otra más, iban camino a
la posada “La vaca que muge”. Dejarían a la mujer instalada ahí, con el
dinero suficiente para que comprara el pasaje y no pasara necesidades hasta
su vuelta a Londres. Si fuera una dama de buena familia tendría dificultades
para viajar; una dama no podía moverse a ningún lado sin una chaperona o
dama de compañía respetable. Por fortuna para los hombres, no era el caso
de Rowena.
—¡Suéltame, Sombra! —exigió la mujer cuando se detuvieron frente a la
puerta de la posada. Este la llevaba apresada por el codo, impidiendo que
hiciera cualquier intento de huida.
—En un momento. Solo voy a asegurarme que no vuelvas a cruzarte en
nuestras vidas —respondió este jalándola con suavidad para que entrara a la
posada.
—Estás cometiendo un error al ponerte del lado de la zorra esa —siseó
Rowena, soltando todo el veneno que le quemaba por dentro en cada
palabra.
—No tientes tu suerte, pelirroja —habló el Cuervo, parado tras ellos—,
fue gracias a milady que no terminaste en el fondo del mar, alimentando a
los tiburones.
—¡Esa maldita me encerró en las mazmorras! —gritó la mujer a la
espalda del Cuervo que ya avanzaba hasta la barra donde el posadero
atendía a los viajeros.
—Igual que tú hiciste con ella. La diferencia es que tú sí lo merecías —
replicó Sombra, un poco harto de los lloriqueos de Rowena.
—¿Merecerlo? ¡Yo iba a ser la señora de todo! —La mujer elevó la voz
sin importarle la presencia del posadero, quien en ese instante atendía a los
requerimientos del Cuervo y miraba de soslayo a la pelirroja.
—Basta ya, Rowena —murmuró Sombra con los dientes apretados—, no
hagas un espectáculo o tendrás que dormir en los muelles a merced de los
bajos instintos de las alimañas que pululan por ahí.
La amenaza del hombre atenuó un poco el temperamento de la mujer,
bien sabía el Señor que no quería esa suerte; la cual parecía haberla
abandonado tras la llegada de la estúpida rubia al castillo. Desde que saliera
de las mazmorras —el día de la maldita ceremonia de matrimonio—, no
dejaba de rumiar toda clase de maledicencias contra la mujer que le
arrebató la oportunidad de recuperar a Aidan.
Ella lo amaba. Lo ha amado en silencio durante años, recibiendo las
migajas que él quisiera darle. Cuando lady Amelie apareció en la vida de
Aidan pensó que solo sería un entretenimiento más, una muchachita
inexperta a la que quería seducir y nada más. Sin embargo, él rompió el
acuerdo que mantenían desde hacía varios años y ella entró en pánico.
Mientras su escarceo duró, él no le fue fiel, pues eso no era parte del
arreglo, no obstante, a pesar de las numerosas mujeres con que sostuvo una
aventura, él siempre regresaba a ella. Era la única a la que mantenía con una
asignación mensual, la única a la que le compró una casa y a la que le
complacía todos sus caprichos. Tales concesiones crearon en ella
esperanzas, ilusionándola con un futuro juntos.
Pero entonces la conoció a ella, a lady Amelie. La maldita se le había
metido por los ojos, atrayéndolo con su rostro de porcelana, embaucándolo
con sus malas artes. Y él la dejó de lado. A ella. Ella que hasta entonces
había sido la única constante en su vida. La desechó igual que a una mula
vieja. Por eso intentó seducirlo aquella vez en que la ahora duquesa los
sorprendió. Quería demostrarle que ella lo amaba más que la damita,
recordarle lo maravillosos que eran juntos, pero la maldita le truncó los
planes.
Al principio se dio por satisfecha, a pesar de que la maldita la sacó casi a
rastras del camarote, estaba segura que su orgullo noble le impediría
perdonarle la supuesta infidelidad a Aidan, pero la maldita se había tragado
el orgullo y regresó buscarlo. Reanudaron su relación sin mayores
consecuencias, quitándole su efímero triunfo.
Fue entonces que aceptó que todo estaba acabado entre ella y Aidan. Él
estaba determinado a seguir su vida con lady Amelie y ella —a pesar de que
Aidan la dejó en una buena posición económica y seguía dándole su
asignación—, no tenía más remedio que buscar otro protector. No podía
estar a expensas de la caridad de él, sobre todo porque planeaba casarse con
la zorra y ella podría exigirle que dejara de pasarle su asignación mensual.
Tenía algunos meses con un conde cuando Sombra llegó a su casa y le
habló del matrimonio de la ahora duquesa. La convenció de acceder a la
solicitud de Aidan de irse con él a su castillo y preparar todo para la llegada
de la duquesa. La mujer había perdido el afecto de Aidan y con ello
cualquier privilegio, circunstancia que ella —todavía enamorada de Aidan
—, quería aprovechar. Era su oportunidad de retomar su relación con él… y
de vengarse de lady Amelie.
A su protector no le gustó nada que fuera ella quien rompiera el acuerdo.
El conde era un hombre adinerado que necesitaba una querida, pero no para
las funciones normales de esta. El hombre tenía inclinaciones que no podían
salir a la luz o serían su ruina social. Era un arreglo que a ella le venía de
maravilla, pues, aunque el conde era bien parecido, ella seguía suspirando
por el cuerpo fibroso de Aidan.
Sumida en sus cavilaciones no atendió al momento en que Sombra la
guio escaleras arriba hasta la habitación que ocuparía durante su estadía en
Dublín.
—Mandaré a uno de los hombres para que esté pendiente de ti —dijo
Sombra, llamando su atención.
—¿Te preocupa mi seguridad, cariño? —preguntó, la ceja izquierda
elevada en un gesto irónico.
—Milady pidió que fuera así.
—¡Milady, milady, milady! —explotó alzando los brazos exasperada. Por
culpa de ella ya ni siquiera tenía la asignación mensual que Aidan le daba.
Tras el accidente en la bañera de la estúpida —y del que todo el castillo
hablaba—, Aidan ajustó cuentas con Henry y Harry —los hermanos que
encerraron a la sirvienta y a la mustia—, y luego le tocó a ella. No la golpeó
ni amedrentó como hizo con los hombres, quienes además perdieron el
dedo meñique por tomarse atribuciones que no les correspondían. A ella
solo la miró con sus ojos cobaltos desposeídos de cualquier sentimiento.
—He sido muy generoso contigo, Rowena —le había dicho con ese tono
de voz gutural que parecía acariciarla—. Pero tú has abusado, confundiendo
generosidad con estupidez. Y yo no soy ningún estúpido. —No había
gritado, pero a oídos de ella la última frase sonó como choque de nubes en
el cielo.
—Nadie me dijo nada, ¿cómo iba a saber que no era ella si no recordaba
su rostro? —intentó defenderse con ese flaco argumento al que Aidan hizo
oídos sordos.
—Te irás en “La Silenciosa” y apenas toques tierra firme, mi
responsabilidad contigo habrá terminado. —Él elevó la mano pidiéndole
silencio cuando ella quiso hablar—. Olvídate de la bolsa de monedas que
recibías cada mes, no obtendrás ni un penique más de mi parte.
Ella quiso rogar, apelar a su condición de mujer desfavorecida para lograr
que reconsiderara su decisión, no obstante, fue en vano; cuando Aidan
tomaba una decisión jamás se retractaba.
—No te metas en problemas —advirtió Sombra, trayéndola al presente.
El pirata acababa de revisar la seguridad de las ventanas y la puerta—. No
salgas hasta que Torus esté aquí —le aconsejó antes de salir de la estancia.
El Cuervo lo esperaba fuera de la posada, tenía los brazos cruzados y una
expresión preocupada.
—¿Qué sucede? —preguntó a este.
—Acabo de ver al conde de Pembroke con Abercorn.
Sombra chasqueó la lengua.
—¿El guardián de milady? —inquirió mirando a la misma dirección que
su compañero.
El Bardo lo había puesto al corriente de todo lo ocurrido tras su huida de
Marazion, sin embargo, no conocía al conde.
—Sí. Y no me gusta nada. —El Cuervo bajó los brazos y luego le hizo un
gesto con la cabeza para indicarle que lo siguiera.
En el castillo de los condes de Euston, los sirvientes se miraban unos a
otros, extrañados por el semblante alicaído de la doncella de su señora. La
joven estaba en la cocina, preparando una bandeja para subir a la habitación
de lady Isobel.
—Jane, cariño. —Molly, la cocinera, la llamó cuando estuvo a punto de
quemarse con el agua caliente de la tetera.
—¿Sí?
—¿Necesitas ayuda con eso? —cuestionó la cocinera, señalando la
bandeja.
—No, gracias.
Jane tardó unos segundos más mientras ponía unas galletitas en la
charola, luego salió de la cocina para dirigirse a la planta superior.
Frente a la puerta de la habitación de su señora tocó un par de veces antes
de abrir.
—¡Maldita sea, mujer! —La voz iracunda de milord Hades la recibió
apenas entró en la estancia—. ¿No puedes esperar a que te permitan la
entrada? —reclamó desde su posición en la cama, estaba tumbado encima
de lady Isobel, sosteniendo su peso con los brazos sobre el colchón; su
esposa se cubría el rostro con las manos, avergonzada por la situación en
que los encontró la muchacha.
—Lo siento —musitó Jane antes de dejar la bandeja y salir de la
habitación a punto del llanto.
—¿Quién es ella y qué hizo con el incordio de tu doncella? —preguntó
Aidan, incrédulo.
Lady Isobel quitó las manos de su cara sonrojada.
—Déjala en paz.
—¡Pero es que hasta se disculpó!
—Ay, esposo, no te enteras de nada, ¿verdad? —Lady Isobel miró al
techo como rogando por un poco de sentido común para su marido.
—¿De qué habría de enterarme? —dijo este con una sonrisita antes de
posar los labios sobre los de su esposa—. Lo único que me interesa está
justo donde quiero que esté.
—Calla, zalamero, no me distraigas —murmuró ella entre besos.
—Solo quiero continuar lo que la rezongona llorona interrumpió —
rebatió, aguantando su peso con un solo brazo para poder explorar la cintura
de la joven con la mano del otro.
—¿Llorona? —Lady Isobel tomó la cabeza de su esposo para evitar que
siguiera regando besos por su cara y cuello—. ¿Jane estaba llorando? —
preguntó ansiosa.
—No sé, creo que sí. A lo mejor lo imaginé —respondió, maldiciéndose
por bocazas.
Si no espabilaba —para perjuicio de su preciado joyero—, su tierna y
preocupada esposa iba a dejarlo con las ganas.
—Mi pobrecita, Jane —susurró la joven—. Voy a ir hablar con ella, debe
estar muy triste. Necesita una amiga. —Dejó de agarrar la cabeza de su
marido para empujarlo con suavidad de los hombros, haciéndole saber con
el gesto que quería que se moviera.
—¿Y qué hay de mí? —cuestionó Aidan sin darse por aludido a los
intentos de su esposa por liberarse de la cárcel de su cuerpo—, ¿no ves que
también sufro? —se pegó a ella, sin aplastarla.
Lady Isobel se mordió el labio al sentir la magnitud del sufrimiento de su
esposo contra su vientre.
—Pero si no hace mucho que te di tu remedio —dijo ella un tanto
sorprendida, sus mejillas casi explotando de vergüenza.
A pesar que desde hacía varios días compartían el lecho como marido y
mujer —y no solo para dormir—, todavía no se acostumbraba al grado de
intimidad que ya tenían y que se hacía más estrecho a medida que se
detallaban el uno al otro.
—Me temo, esposa, que mi sufrimiento es casi incurable. —Aidan bajó
la cabeza para besar los labios de la joven y ella se lo permitió—. Necesito
mi dosis con frecuencia para paliarlo un poco.
—¿Y si es la medicina la que no funciona? —preguntó ella medio en
broma, medio en serio, un poco insegura a causa de su falta de experiencia
en los detalles.
—Funciona, cariño, créeme —murmuró antes de servirse de su medicina
con la cuchara grande.
Lord Pembroke miró a su antigua amante sin poder creer todo lo que le
contaba. Estaban en su habitación de la posada, donde la había llevado
después de su inesperado encuentro cuando él se dirigía a su cita con
Abercorn y el Rojo.
Rowena lo dejó pocos meses después de iniciado su arreglo; uno en el
que los dos salían beneficiados, pero ella lo rompió para ir detrás del amor
de otro hombre. Tal hecho no le habría supuesto ningún problema si los
rumores sobre sus inclinaciones no fueran cada vez más sonados. Todo
hombre de la nobleza —casado o no—, mantenía una amante y el que
alguien como él, soltero y rico, no lo hiciera solo contribuía a acrecentar las
habladurías sobre sus peculiares gustos.
Buscar otra mujer que estuviera dispuesta a servirle de tapadera y guardar
el secreto no era una opción, pues encontrar a Rowena fue toda una odisea;
tardó demasiado tiempo y su reputación lo resintió. Debía casarse.
Fue en una de las tantas tertulias a las que asistió —en busca de alguna
damita casadera a la cual cortejar—, donde escuchó sobre el reciente
matrimonio del duque de Grafton con la hija menor de su antecesor.
Recordó que el fallecido conde tenía dos hijas y si la menor ya estaba en
edad casadera, la mayor también debía estarlo. Esa noche se dio a la tarea
de investigar un poco al respecto, confirmando su suposición. Sabía que la
situación económica de la condesa viuda y sus hijas no era la mejor, pues la
mujer malgastó el dinero que su tío les dejó a través del marqués de Bristol.
Más de una ocasión estuvo tentado en hacerles una visita e interesarse por
ellas, no obstante, la vida llena de vicios y placeres que llevaba gracias a las
riquezas heredadas con el título no le dejaban tiempo para hacer un viaje
hasta Cornualles. Viaje que realizó dos días después de enterarse del
matrimonio del duque de Grafton; un matrimonio era el mejor método de
acallar las habladurías sobre sus inclinaciones. ¿Y qué mejor que una
muchachita inocente sin posibilidades de casarse?
—Primero la zorra de Amelie y ahora…
—¿Amelie has dicho? —interrumpió el conde a la pelirroja, volviendo
por completo de sus cavilaciones.
—Sí. Ese es el nombre de la maldita que engañó a Aidan y se casó con
un duque.
Lord Pembroke estalló en carcajadas sin poder creer lo afortunado que
era.
—¿Estás segura? —cuestionó a la mujer tras calmar su euforia.
—Por supuesto.
—¿Llegaste a verla o solo conoces su nombre?
Rowena se dispuso a describir con pelos y señales el aspecto de lady
Grafton.
«Es ella, no cabe duda», pensó el conde. Tenía en sus manos una
información que haría que el duque cambiara por completo su postura
respecto al rufián que tenía por hermano.
«Veremos si sigue defendiéndolo cuando lo sepa», añadió en sus
adentros.
Decidió que se guardaría esa información de sus socios. Enviaría a
Rowena a Londres donde podría fungir como su amante mientras él trataba
de recuperar a su futura esposa.
Parados frente a Zachary, sin más testigos que los ayudantes del
clérigo, los condes de Euston obtuvieron la bendición qué tanto deseaba
lady Isobel. Ella ya se sentía casada, era esposa y condesa de Aidan, sin
embargo, muy en su interior existía ese temor de que alguien no considerara
válido su matrimonio. Cabía la posibilidad que intentaran separarlos
arguyendo que no estaban bajo el sacramento de la iglesia —anglicana o
católica—, lo mismo daba para ella, así que realizar esta ceremonia le
otorgaba la seguridad que secretamente necesitaba.
Las notas del órgano invadieron cada recoveco de San Michan en cuanto
Zachary dijo las palabras que ella tanto deseaba escuchar.
—Lo que el Señor ha unido este día, jamás lo separe el hombre.
—Hasta que exhale mi último aliento, milady —susurró Aidan contra los
labios de la joven, haciendo uso de sus derechos conyugales sin importarle
la presencia del sacerdote.
—Hasta la eternidad, milord —corrigió ella, sonriente, rebosante de
dicha.
El besó llegó cargado de emociones, sus corazones elevándose en la más
absoluta felicidad.
Zachary los observaba con expresión enternecida, agradeciendo al Señor
que el niño de su hermana haya encontrado una buena mujer que le hiciera
olvidar los amargos momentos de su infancia y, sobre todo, le demostrara
que debajo de todas esas capas de dureza existía un hombre bueno capaz de
amar incondicionalmente. Un hombre que merecía ser amado con la ternura
y devoción que ella le profesaba.
«Ay, si María pudiera verlo», pensó emocionado. Su hermana quería
tanto a ese muchacho que debía estar muy preocupada por cómo se dieron
las cosas entre él y lady Isobel. Fue en ese momento, mientras los veía
susurrarse cosas al oído, que resolvió que le haría una visita a su hermana.
Iría a Cornualles y le daría la buena nueva sobre el feliz matrimonio de su
niño.
Un segundo beso, nada casto, se estaba gestando en la pareja frente a él
por lo que no tuvo más opción que ir a poner paz antes de que terminaran
mancillando su iglesia.
Aidan y lady Isobel se quedaron a cenar con Zachary y luego partieron en
el mismo carruaje que los llevó desde la playa donde estaba atracada la
goleta.
Esa noche, mientras Aidan se aseaba frente al aguamanil, de espaldas a
ella, lady Isobel pensó en lo que el sacerdote le revelara esa tarde. ¿A dónde
había ido Aidan cuando abandonó Cornualles? ¿Por qué desapareció sin
decirle nada a nadie o por lo menos a sor María?
Observó su espalda, los músculos ondulaban con cada movimiento de él.
Las marcas que la atravesaban brillaban blanquecinas a la luz de las velas.
¿Estaban esas cicatrices relacionadas?
Indecisa caminó hasta pararse detrás de él. Levantó su mano derecha,
quería tocarlas. Cada vez que intentaba hacerlo Aidan la distraía con sus
besos y caricias. Temblorosa posó las yemas de los dedos sobre la más
grande, la que partía de su hombro derecho hasta media espalda. Lo sintió
tensarse.
—¿Me extrañas, esposa? —preguntó dándose la vuelta para inmovilizarla
en un abrazo. Sus manos atrapadas entre el torso desnudo de él y su pecho.
Aidan escondió el rostro en su cuello, su boca entreabierta dejaba un
reguero de besos y su aliento enviaba oleadas de calor por todo su cuerpo.
Estaba distrayéndola, otra vez. Sin embargo, su deseo conocer esa parte de
su vida de la que nadie sabía la obligó a no sucumbir. Respiró profundo
para calmar el batir acelerado de su corazón. Como pudo liberó sus manos y
las posó otra vez sobre su espalda, devolviéndole el abrazo. Esa posición,
con la cara de él oculta en su cuello, le dio el valor para preguntar.
—¿A dónde fuiste cuando desapareciste de St. Michael’s Mount?
Aidan se quedó quieto, sus labios sobre el hombro de su esposa que
acababa de desnudar. Maldijo para sí. Ese cura entrometido se había ido de
la lengua.
—Háblame, por favor —susurró ella, sus manos iniciaron una lenta
caricia en la espalda de él.
Aidan no quería hablar. No quería decirle lo que vivió cuando, atraído
con mentiras, terminó como esclavo en un barco pirata. No deseaba que
supiera esa parte de su pasado que lo avergonzaba y enfurecía por igual. Sin
embargo, tampoco quería mentirle.
—Unos contrabandistas me ofrecieron trabajo —dijo parte de la verdad.
Lady Isobel movió las manos de la espalda de Aidan para tomarlo del
rostro, quería que la mirara.
—¿Qué edad tenías? —cuestionó, sus pulgares rozaban los pómulos de él
en una delicada caricia.
—Trece inviernos.
—Eras un niño.
—Un mocoso ingenuo —convino él, una mueca de desprecio tiró de sus
labios al pensar en el chiquillo que fue.
Lady Isobel lo miró con los ojos empañados, sufriendo por el niño que se
vio obligado a convertirse de golpe en un hombre.
—Te hicieron daño. —No era una pregunta y, aunque lo hubiera sido,
Aidan no habría sido capaz de responderla—. Ven. —Lady Isobel liberó su
rostro para tomarlo de la mano y guiarlo hasta la cama.
Aidan la siguió, su cuerpo continuaba tenso. La situación le disgustaba.
Lo que menos deseaba era que su pasado hiciera sombra a su presente.
Molesto por la mirada vidriosa que puso en su esposa, se dejó guiar. Iba a
borrarle la tristeza con… todo pensamiento escapó de su mente cuando su
esposa se recostó sobre el lecho.
—¿Me extrañas, esposa? —repitió su pregunta anterior mientras la
miraba, anhelante.
—No es momento para eso, amor mío —respondió ella,
decepcionándolo. Iba a preguntar qué pretendía cuando ella continuó—:
Ven, acuéstate a mi lado.
Aidan la obedeció. Ya se encargaría él de demostrarle cuánto lo
extrañaba.
Lady Isobel se pegó a su marido en cuanto este se recostó junto a ella. Su
única intención era quedarse junto a él, abrazándolo. Quería consolar a ese
niño sediento de cariño que todavía vivía en su interior. No iba a
presionarlo para que le contara más, esperaría a que él estuviera listo para
hablar.
—Te amo, Aidan —dijo aferrada a la espalda de él, sus yemas trazaban
las cicatrices que demostraban lo valiente que fue en el pasado.
Aidan no respondió. Una presión le obstruía la garganta. ¿Qué, en el
nombre del Señor, hizo para merecer a su mujer? La apretó con fuerza
contra él, algo muy parecido a las lágrimas se acumuló en sus cuencas.
Respiró profundo para alejarlas. No era un maldito llorón. Había aprendido
muy bien a manos del Rojo —el padre del actual—, que las lágrimas no
servían para nada. Pero qué lo colgaran si en ese momento no quería hundir
el rostro en los suaves cabellos de su mujer y dejarse arrastrar por los
sentimientos que ella despertó con sus preguntas y tiernas caricias.
—Te amo, Isobel —murmuró antes de hundir el rostro en los suaves
cabellos de su mujer, reprimiendo apenas el impulso de llorar igual que ese
crío ingenuo que, a punta de latigazos, aprendió que para sobrevivir debía
ser más fuerte que su oponente.
Lady Isobel y su madre hablaban sobre los planes de viaje de esta última.
La joven dama acababa de ofrecerse para ayudar a guardar todo aquello que
no sería utilizado en ausencia de la condesa viuda cuando la aldaba de la
puerta de calle sonó, avisando sobre la llegada de un visitante.
—Debe ser Aidan —dijo lady Isobel al tiempo que se levantaba para ir
ella misma a abrir.
—Deja que vaya Helen —pidió su madre, pero ella ya estaba saliendo del
saloncito. La condesa viuda negó con la cabeza, sonriendo por la
impaciencia de su hija mayor.
Lady Isobel llegó a la puerta al mismo tiempo que la doncella.
—No te preocupes, Helen. Yo abro. —La enorme sonrisa de bienvenida
con que iba a obsequiar a su esposo se le congeló en el rostro al ver a los
duques de Grafton al otro lado de la puerta.
—Isobel… —El nombre de la condesa escapó de los labios de lady
Amelie en apenas un susurro. La cara sonriente de su hermana era lo último
que esperaba ver ese día.
—Excelencia —respondió lady Euston pasados unos segundos. Nerviosa
miró a la calle, Aidan estaría de vuelta en cualquier momento.
«Señor, ¿por qué tenían que aparecer justamente hoy?», gimió en sus
adentros.
—Lady Isobel, tanto tiempo —intervino el duque, ajeno a lo que se cocía
a su alrededor, totalmente ignorante de los términos en que se encontraba la
relación de las hermanas Wilton.
—Excelencia —repitió ella con una pequeña venia, dirigiéndose ahora al
duque.
En otro tiempo estaría temblorosa, con las manos sudadas y el pulso
latiéndole acelerado de solo escucharlo mencionar su nombre. Se agarró
ambas manos a la altura del vientre, dándose cuenta que, efectivamente, sus
manos estaban húmedas. Sin embargo, sus manos sudorosas y el pulso
acelerado no eran por tener a lord Grafton frente a ella, mirándola con esos
ojos azulísimos que tantas veces evocó mientras soñaba despierta con una
vida en común. No, no era por eso. En realidad, la presencia y voz del
duque no causaba reacción romántica alguna en ella, ni siquiera nostalgia.
Lo único que lord Grafton le provocaba era temor, un insano temor de que
se enterara de lo sucedido entre Aidan y Amelie. Su esposo era muy
temperamental y si lo provocaban podía escupirle todo a la cara sin
miramiento alguno. Y no temía que el duque pudiera lastimarlo, por el
contrario, le preocupaba que su esposo terminara en la horca por asesinar a
un noble; un duque, nada menos.
«Señor, por favor, contrólalo», rogó para sí mientras veía a la calle en
busca de la figura de su marido.
—¿Has venido sola? —Fue la pregunta que formuló la duquesa, pero
lady Isobel supo enseguida lo que de verdad quería saber.
«No, no vine sola, pero debí haberlo hecho», pensó angustiada.
¿En qué estaba pensando para creer que visitar a su madre era una buena
idea? Aunque, claro, ¿cómo iba a saber ella que a Amelie se le ocurriría
hacerle una visita a su madre justamente ese día? ¡Pero si estaba encinta!
¿No se suponía que debía estar recluida en el castillo para evitar el
enfriamiento y todas esas cosas que hacían las mujeres en su estado?
—¡Amelie, hija! —Lady Emily apareció en el vestíbulo. Helen acababa
de informarle de la presencia de los duques—. Adelante, entren, por favor
—pidió mientras caminaba hasta la puerta de calle donde permanecían
parados los tres.
Fue hasta ese momento que lady Isobel se dio cuenta de lo descortés que
estaba siendo. Avergonzada por su falta de modales se hizo a un lado para
que los duques traspasaran el umbral.
—Madre. —Lady Grafton acompañó el saludo de un ligero abrazo.
Tras los saludos protocolarios, lady Emily los invitó al mismo saloncito
donde había estado con su hija mayor. Si el duque se dio cuenta de la
frialdad con que las hermanas se saludaron, no dio muestra de ello.
—Me han dado una sorpresa —comentó la condesa viuda cuando ya
estaban acomodados en sus asientos.
«Susto querrás decir, madre», susurró lady Isobel en su interior.
—No más que la que nos hemos llevado nosotros al encontrar aquí a lady
Isobel —apuntó lord Grafton después de dar un sorbo al té que Helen sirvió
momentos antes.
—Yo misma no puedo creerlo aún —confesó lady Emily mientras miraba
emocionada a su hija mayor.
Lady Amelie permanecía en silencio. La presencia de su hermana en casa
de su madre le fue tan repentina que todavía no lograba asimilarlo.
Múltiples pensamientos rodaban por su mente, aturdiéndola: ¿qué hacía
ahí? ¿regresó sola? ¿la había abandonado Aidan? ¿estaría él en Cornualles
también?
Si era sincera consigo misma, no sabía cómo sentirse al respecto. Desde
el día en que se percataron de la desaparición de su hermana pasó por
distintos estados de ánimo. Rencor, odio, rabia, impotencia. Luego llegó la
tristeza, el dolor de haber perdido para siempre al hombre que amaba y
finalmente la resignación; con el paso de las semanas terminó por asumir
que no podía hacer nada para cambiar lo ocurrido, ella estaba casada con
lord Grafton y no había poder humano que lo remediara. Así como tampoco
podía perseguirlos a ellos y traer de vuelta a Isobel.
Miró al duque. Este hablaba amenamente con su madre y hermana.
Estaban ahí por insistencia de ella. El castillo que en otro tiempo representó
todo lo que siempre quiso —riqueza, poder, lujos, estatus—, ahora la
agobiaba, la asfixiaba. Vivir rodeada de muros de piedra y acres de terrenos
no era lo que deseaba, mucho menos ahora que su matrimonio estaba roto.
Fue por eso que insistió en pasar su periodo de gestación en casa de su
madre en lugar de que esta fuera al castillo. Por eso y porque deseaba evitar
todo lo posible a su marido, con quien no hablaba más allá de un “buenos
días” cuando por casualidad se lo encontraba en alguna estancia de Grafton
Castle.
—¿Cómo está Aidan? —Escuchó que preguntaba el duque y a su pesar,
toda su atención se centró en la respuesta que su hermana iba a dar.
—Muy bien, con el favor del Señor, excelencia.
Lady Amelie apretó los labios por la respuesta tan vaga de lady Isobel.
—Me alegra —repuso el duque—, hace unas semanas visité a sor María
—añadió para sorpresa de las tres damas.
—¿Cómo está? —preguntó lady Isobel, aguantándose las ganas de
preguntar por el motivo de la visita a la religiosa.
—Goza de buena salud.
—Gracias al Señor.
Lady Amelie bufó en sus adentros, tal parecía que el tiempo pasado entre
las religiosas había hecho más mella en su hermana de lo que pensaba.
—¿Cuánto tiempo estarán en Cornualles? —cuestionó lord Grafton, al
tiempo que devolvía la taza y el platito a la bandeja sobre la mesilla de
centro.
—No lo sabemos todavía.
—Sería maravilloso que estuvieran hasta el nacimiento —intervino lady
Emily sin darse cuenta de la incomodidad que su comentario generó en los
duques.
Cada vez que el tema del embarazo salía a relucir —que no eran pocas—,
ambos recordaban las circunstancias en que se dio la concepción. El duque
recordaba también, aquella tarde en que intentó redimirse y su esposa le
confesó que no lo amaba. El dolor de saberse no correspondido era una
espinita que traía clavada en el pecho, una herida que dolía y sangraba cada
vez que sus ojos —del color del cielo—, se posaban en el rostro de ella.
—Sí, sería maravilloso —concedió lady Isobel sin comprometerse.
Su madre continuó hablando sobre el futuro heredero y ella aprovechó
para mirar a lady Amelie. Estaba callada, su piel siempre lozana lucía
pálida y un tanto demacrada. Se veía apagada, incluso sus ojos carecían de
esa chispa coqueta que le hacía granjearse el interés de la gente. Ni siquiera
la mención de su hijo ponía una sonrisa en su cara. Un peso se asentó en su
estómago al darse cuenta de que su hermana era desdichada. Desvió la
atención al duque, preguntándose si acaso este no era un buen marido.
¿La trataría mal? ¿O era que su hermana no había olvidado a Aidan?
Esto último le provocó cierta desazón, no por Aidan, pues confiaba
plenamente en él y los sentimientos que le profesaba, sin embargo, no podía
dejar de inquietarse a causa de su hermana; tenía muy fresco en su memoria
la manera en que la agredió la tarde en que la acusó de meterse entre ella y
su pirata.
¿Sería capaz de intentar un acercamiento con Aidan a pesar de que este
fuera su esposo?
El pensamiento la inquietó.
Debía irse.
Aidan no debía encontrarse con los duques, al menos no todavía. Su
presencia podría despertar viejos sentimientos en lady Amelie que, a la
larga, no traerían más que problemas entre Aidan y lord Grafton. Estaba a
punto de levantarse para anunciar que se retiraba cuando la voz profunda de
su marido anunció su presencia, desbaratándole sus planes de fuga.
—Adelante, milord. —Lady Emily hizo amago de levantarse para dejarle
el lugar junto a lady Isobel.
—No se levante —dijo Aidan al tiempo que caminaba hasta pararse junto
a su esposa, quien ya estaba de pie, esperándolo con una hermosa sonrisa de
bienvenida. Sonrisa que no se reflejaba en los ojos de la joven, hecho del
que Aidan fue plenamente consciente—. ¿Me extrañaste, esposa? —
preguntó tomándola de la mano para besar sus enguantados dedos.
—Tanto como tú a mí —musitó, cohibida por el público que tenían,
nerviosa por lo que la muestra de cariño pudiera despertar en su hermana.
—Pobrecita mía, debí volver antes. —Su mano libre fue hasta la mejilla
de su esposa para rozar el pómulo ruborizado de esta.
—Lord Euston. —Aidan desvió la atención de lady Isobel para mirar al
duque. Decir que no le sorprendió que usara el título para referirse a él sería
mentir. ¿Tenía razón sor María y él aceptaba su parentesco de buen grado?
¿Estaría realmente interesado en crear lazos fraternos entre ellos?
—Excelencia —respondió con una ligera reverencia cuando sintió los
dedos de su esposa apretar suavemente los suyos. Quiso decirle que no se
preocupara, si el duque se comportaba, él también lo haría, pero desistió. Se
limitó a devolverle el gesto, tranquilizándola sin palabras.
—Tome asiento, por favor —insistió lady Emily, señalándole el sillón
que quedaba libre frente ellas y a un costado de los duques.
La condesa viuda no lo demostraba, pero en su interior temblaba. Temía
que en cualquier momento el secreto que solo lord Grafton desconocía
saliera a la luz y provocara una tragedia. Lo único que le daba un poco de
paz era que lord Euston amaba a Isobel. El conde no revelaría nada, no si
esto significaba herirla o incluso arruinar su matrimonio. Miró a su hija
menor, rogando en sus adentros que continuara en silencio.
A la duquesa de Grafton le estaba costando media vida no rendirse a las
lágrimas. Observar la ternura con que Aidan trataba a Isobel fue una
cuchillada mortal en su pecho. Entró sin ver a nadie, sin prestar atención a
nada ni nadie que no fuera Isobel. Y ella también estaba ahí, en esa sala, sin
embargo, para él fue como si no existiera. Respiró profundo para pasar el
aire que tenía atorado entre pecho y espalda, no obstante, un suspiro, casi
un sollozo, se abrió paso desde lo más profundo de su corazón.
Lord Grafton observaba a Aidan sin poder creer que lo tuviera frente a él.
Y una vez más se preguntó cómo no se dio cuenta del enorme parecido
entre él y su padre. Había sido tan ciego. Todos esos años creyó que no era
más que su compañero de juegos, un niño al que su padre decidió proteger
por caridad. Su madre hizo tanto daño… El rumbo de sus cavilaciones fue
truncado por el sollozo de Amelie.
—¿Te encuentras bien? —preocupado se inclinó hacia ella, para su pesar
él seguía igual o más enamorado que antes, no podía ignorarla con la
facilidad que ella lo hacía.
Lady Grafton no logró responder con palabras, solo movió la cabeza
suavemente, dándole una negativa.
—Debe ser el cansancio —apuntó la condesa viuda—, en su condición
no es bueno hacer este tipo de viajes.
—Tiene razón, no debí acceder —manifestó el duque, sintiéndose
culpable por exponer a su esposa embarazada al largo trayecto en un
camino sinuoso.
—Ven, hija, vamos a tu antigua habitación a que te recuestes un rato. —
Lady Emily se acercó a la duquesa y la tomó de la mano para ayudarla a
levantarse.
El duque ya estaba de pie, su educación no le permitía permanecer
sentado si una dama no lo estaba.
Aidan se limitó a mirarlos. A él, esas convenciones sociales lo tenían sin
cuidado. Por él, podían estar paradas todas las damas del reino, él no iba a
levantarse solo para quedar bien. A menos que su esposa lo hiciera, desde
luego; cosa que su condesa realizó en ese instante.
—Te acompaño, madre. —Lady Isobel abandonó su asiento para hacer
precisamente eso, no obstante, Aidan la retuvo tomándola de la muñeca.
—Es hora de retirarnos —dijo en voz baja, aunque ninguno de los otros
presentes les prestaba atención, avocados en ayudar a Amelie a salir de la
estancia.
—Por favor, solo un momento —pidió ella en el mismo tono.
—No es el momento, milady.
—Solo quiero asegurarme que está bien —insistió.
Aidan maldijo para sí. Desearía que su esposa fuera menos compasiva y
bondadosa, sus nobles sentimientos terminarían metiéndolos en serios
problemas algún día.
—Por favor —la escuchó susurrarle.
La miró a los ojos. Sus bellas esmeraldas brillaban preocupadas. Y
aunque no le hacía ni pizca de gracia perderla de vista para que fuera a
encerrarse en una habitación con la traidora, asintió, rindiéndose a la súplica
de su mirada. Ella le sonrió y enseguida fue tras las otras damas que ya
habían salido del salón. Aidan negó para sí; no, no le cambiará nada a su
esposa. La amaba tal y como era, la amaba por lo que era.
Iba a salir también para esperarla en el vestíbulo y ahorrarse la presencia
del duque, pero este se adelantó a sus intenciones.
—Sentémonos, por favor, quiero comentarte algo. —Lord Grafton señaló
el sillón y aunque deseaba hacerle una grosería, no pudo.
«El duque no sabía nada», la revelación de sor María retumbó en su
memoria.
«Es buena en esto, sor María», pensó mordaz. Las palabras de la religiosa
acababan de sentarlo frente al duque a pesar de sus nulas ganas de entablar
conversación con él.
—Usted dirá, excelencia.
Lord Grafton fijó la vista en Aidan. Su hermano era un hombre curtido,
alguien que no tuvo una vida fácil ni entre algodones como la que él mismo
llevó gracias a su condición de heredero de uno de los mayores ducados de
Inglaterra. Aidan había tenido que hacerse a sí mismo, sobrevivir por su
cuenta sin el respaldo del título que por derecho le correspondía y que su
madre le negó al abandonarlo en la congregación de sor María. Si lo
hubiese sabido antes… Desechó sus pensamientos, de nada servía eso
ahora.
—Tengo una inquietud que desearía que, por favor, despejes.
Aidan tamborileó los dedos de su mano derecha sobre la pierna,
impaciente.
—Si está en mi mano, con gusto.
Al duque no le pasó por alto el tono irónico de lord Euston, sin embargo,
estaba resuelto a ser paciente. En este caso, Aidan era la parte afectada,
tenía motivos para estar a la defensiva y poco receptivo.
—Hace un par de meses, Lord Pembroke me visi…
—¡Ese malnacido! —Aidan golpeó su muslo con el puño sin hacer caso
del punzante dolor que le dejó el golpe.
—Estaba preocupado por la suerte de lady Isobel —continuó lord
Grafton, obviando el exabrupto de su hermano.
—¿Qué le importa a ese lo que suceda o no con mi mujer? —refutó de
mala manera, sus manos apretadas en puños.
—Es su pariente, es natural que se preocupe.
—¡Y un cuerno! ¡Ese lo que quería era robármela!
Lord Grafton observó el arrebato de Aidan, comprendiéndolo. Si alguien,
quien fuera, intentara interponerse entre él y lady Amelie no respondería de
sus actos; como ya comprobó meses atrás. Sin querer, su mente discurrió
hacia la posible causa del desamor de su esposa. Tras mucho darle vueltas
al asunto llegó a la conclusión de que quizá estaba enamorada de alguien
más; un pensamiento que lo atormentaba cada vez con más frecuencia. Sí,
comprendía a Aidan y su necesidad de garantizar que nadie le arrebatara a
lady Isobel.
—Si se casaron como el Señor dispone, no habrá ningún problema.
—¡Por supuesto que es mi esposa! No permitiré que nadie ponga en duda
mi matrimonio ni la reputación de mi mujer.
—De acuerdo, no quise insinuar nada. Solo quería asegurarme que…
—No necesita asegurarse de nada —interrumpió Aidan.
Lord Grafton apretó la mandíbula, los desplantes de Aidan comenzaban a
molestarlo. Apeló a toda su paciencia y luego continuó:
—En realidad, no es eso lo que me preocupa, sino cierta información que
Pembroke me reveló.
Aidan volvió a maldecir. Ese maldito conde estaba determinado a
malograrle la vida.
—¡Patrañas! —exclamó, arrepentido de no haberle rajado el cuello
cuando tuvo la oportunidad.
—Por el bien de lady Isobel espero que lo sean —apuntó el duque—, no
me gustaría que te viera en la horca acusado de piratería.
Ambos miraron a la puerta del saloncito donde lady Isobel estaba parada.
Tenía las manos en la boca, ahogando el pequeño grito que acababa de salir
de ella. Sus ojos estaban abiertos, revelando el pánico que experimentaba.
—¡Jodido infierno! —masculló Aidan al tiempo que dejaba el sillón para
caminar hasta su esposa.
—Lady Isobel —pronunció lord Grafton, poniéndose de pie también.
Para su estupor, el arisco hombre que hasta hacía un momento se
mostraba rudo, rayando en lo grosero, se transformó ante la presencia de la
dama.
—¿Qué sucede, esposa? ¿algo te ha incomodado? —le escuchó preguntar
a pesar de que hablaba en susurros, las manos del conde enmarcaban el
rostro de lady Isobel.
—¿Es cierto? —preguntó ella, aterrada.
Aidan quiso darse la vuelta y agarrar al duque a puñetazos. Cierto que su
esposa conocía su oscuro pasado, pero no había necesidad de asustarla con
situaciones que quizá nunca pasarían.
—No hay necesidad de preocuparse. —Movió una de sus manos para
ponerla tras la cabeza de ella y atraerla hacia su pecho, la otra mano en la
espalda femenina, confortándola.
—Si algo te sucediera…
—Nada va a pasarme —murmuró y ella deseó creerle. La mano de él en
su espalda comenzó a moverse arriba y abajo suavemente, consolándola.
—Prométemelo —pidió lady Isobel, su cabeza ya no reposaba en el
pecho de él, estaba inclinada hacia atrás para poder mirarlo.
—Te lo prometo.
Lady Isobel se abrazó al cuerpo de su marido. Si él decía que no le
sucedería nada era porque sería así. La certeza de que él haría cualquier
cosa por cumplir la promesa que acababa de hacerle le devolvía la
tranquilidad que lo dicho por el duque le robó.
—Vámonos de aquí. —Aidan le besó la sien; habría preferido otro tipo
de beso, pero la presencia del duque se lo impidió. Y no por él, pues no le
interesaba en absoluto la opinión de este, sino por su esposa que seguro se
sentiría avergonzada por la muestra pública de cariño.
—Está bien. Han sido muchas emociones para un solo día —concedió
ella.
—Si nos disculpa —habló Aidan dirigiéndose al duque.
—Por supuesto. —Lord Grafton redujo la distancia entre ellos para
despedirse de lady Isobel como mandaban las buenas costumbres—. Fue un
placer verla, milady —expresó al tiempo que besaba la mano enguantada de
la dama.
—El placer es nuestro, excelencia.
Aidan fue por el pequeño bolso y el parasol que la joven dejó sobre el
asiento y enseguida se fueron, deseosos de estar solos para disfrutar el uno
del otro.
Lord Grafton regresó al sillón y se dejó caer ahí con tan poca elegancia
que seguro su antiguo preceptor estaría muy contrariado si lo hubiese visto.
Luego del extraño reencuentro que acababa de tener lugar con Aidan, aun
cuando este no le confirmó sus actividades de pillaje, el duque estaba
seguro que lo dicho por el conde de Pembroke era cierto. La reacción de
lady Isobel fue demasiado elocuente como para albergar dudas. Se llevó una
mano a la frente. Si Pembroke se empeñaba en destapar las triquiñuelas de
Aidan, podía, en efecto, ser enviado a la horca. Y mal que le pesara, era su
hermano. No podía permitir que muriera de esa manera tan poco honrosa
cuando lo único que hizo fue sobrevivir con los medios que la vida le dio;
hecho del que era culpable en nombre de su madre.
Decidió que se quedaría unos días en Marazion antes de regresar a
Grafton Castle. Necesitaba hablar nuevamente con él. Si iba a meterse en
ese embrollo debía saber con certeza a qué se enfrentaría. Era su hermano e
iba a apoyarlo hasta las últimas consecuencias sin importar lo que hubiera
hecho en el pasado.
—Lo juro, padre —susurró al tiempo que posaba una mano en su pecho.
Juramento que en el futuro desearía romper con todas las fuerzas de su
corazón.
Aidan subió de las bodegas urgido de un baño. Allá abajo hacía un calor
sofocante debido a la nula ventilación, por lo que encontrarse con la
presencia de la doncella no fue plato de su gusto. Iba a echarla sin
contemplaciones, pero un gesto de su esposa lo detuvo.
«Ni se te ocurra», leyó en sus ojos, los cuales lucían apagados.
Intrigado caminó hasta ella, estaba sentada en una de las dos sillas
clavadas al piso, al fondo de la cabina. La otra silla era ocupada por la
doncella lengua larga.
—¿Pasa algo, esposa? —inquirió en cuanto estuvo junto a ella, una
mirada a la cara de la doncella le hizo saber que, en efecto, algo sucedía.
Lady Isobel asintió antes de comenzar a relatarle lo que Jane le
comunicara momentos antes.
Aidan escuchó con atención cada palabra de su esposa. Maldijo entre
dientes cuando llegó a la parte de la desaparición de la hermana de la
doncella.
—¿Cuándo se fue de Cornualles? —preguntó a Jane.
—Unos días antes de que secuestrara a milady.
Dadas las circunstancias, Aidan se abstuvo de reprenderla por la
acotación.
—¿Sabes el nombre del comerciante?
—Solo su apellido. —Jane se llevó las manos a la cara, sintiéndose una
idiota por no haberle preguntado más detalles a su tía.
—No importa. Dime su apellido, con eso podemos empezar.
—O’Sullivan.
Lady Isobel asistió con asombro a la palidez que adoptó el rostro de
Aidan cuando escuchó el apellido dicho por Jane. Un temor sordo se abrió
paso desde el fondo de su estómago, esparciéndose por todo su cuerpo al
notar la reacción de él.
—¿Estás segura? —cuestionó Aidan, su tono de voz era hostil de nuevo,
pero esta vez no era a causa de la doncella.
—Sí. Mi tía lo mencionó un par de veces.
Aidan salió del camarote sin decir nada más, su cuerpo tenso, los brazos
rígidos a ambos lados de su cuerpo.
—Espera aquí, Jane —dijo lady Isobel mientras se levantaba de la silla
para ir tras su marido.
Lo alcanzó cuando este subía las escaleras que daban al castillo de popa.
—Esposo, espera —lo llamó jadeante por la pequeña carrera que pegó
para alcanzarlo.
Aidan maldijo para sí. No deseaba hablar con ella en ese momento,
hacerlo significaría revelarle lo ocurrido a la hermana de su doncella y no
quería que se enterara, nunca. Sin embargo, sabía que tampoco podía no
hacer nada.
¿Señor, por qué se presentaba esto ahora, cuando ya había decidido
abandonar esa vida?
—Bajo en un momento, solo quiero comprobar algo —contestó sin
mirarla.
Lady Isobel lo vio desaparecer escaleras arriba al castillo de popa, sentía
el pecho apretado. Aidan sabía algo sobre el comerciante, estaba segura.
Lo que Lady Isobel no sabía, era que O’Sullivan era socio de “el Rojo” y
uno de los comerciantes de esclavos a los que Hades prestó alguna vez sus
servicios con el Gehena.
Capítulo 24
Lord Grafton se apeó del carruaje que lo llevó hasta la casa de los
condes de Euston. Según supo, acababan de instalarse en esta, pero tenían
planes de marcharse en cuanto “La Silenciosa”, su navío más grande,
llegara a las costas de Cornualles. Tenía varios días intentando hablar con
Aidan, pero por algún motivo nunca lograba encontrarlo ni en la goleta ni
en ningún lado. Esperaba tener mejor suerte ese día.
Tocó la aldaba de la puerta de calle y a los pocos segundos la hoja de
madera se abrió. Un hombre cuyo aspecto rudo y desaliñado no concordaba
con el del típico mayordomo apareció al otro lado.
—¿Quién es y qué rayos quiere? —espetó el hombre, su rostro hostil
demostraba lo poco que le importaba la identidad del visitante.
Lord Grafton elevó las cejas, asombrado por la falta de modales del
“mayordomo”. Si es que lo era, su vestimenta tampoco era la esperada en
un sirviente de su rango.
El golpe de la puerta al cerrarse lo hizo pegar un respingo. ¿En verdad le
había cerrado la puerta en la cara? ¿A él? ¿Al duque de Grafton?
Incrédulo volvió a golpear la aldaba.
—Soy el duque de Grafton —dijo en cuanto la puerta se abrió de nuevo
—, vengo a ver a lord Euston.
—Casa equivocada —ladró al hombre, la puerta a punto de cerrarse.
—Estoy seguro que no —atajó el duque, su mano en la hoja de madera
para impedir que le volviera a cerrar la puerta en las narices.
—¿Quién es, Stuart? —La voz de lady Isobel llegó hasta el duque desde
dentro.
El hombre maldijo en voz alta sin importarle que el duque lo escuchara,
sin embargo, no le quedó más remedio que responder a su señora.
—Nadie, milady. Un buhonero —respondió Stuart o “la rata”, como lo
conocían entre la tripulación, su brazo tenso por el esfuerzo que hacía para
cerrar la puerta.
—¡Lord Grafton! —gritó el duque, perdiendo el decoro; era eso o dejar
que lo dejaran afuera otra vez.
Stuart apretó la mandíbula. Tenía órdenes expresas de su capitán de no
permitir la entrada a nadie que no fuera miembro de la tripulación.
—Está bien, Stuart, su gracia es bienvenido —dijo lady Isobel detrás del
sirviente, al que no le quedó más remedio que apartarse para que el duque
entrara.
¡El capitán iba a sacarle el cuero a tiras!
—Lady Isobel, un placer —saludó el duque con una pequeña inclinación
de cabeza.
—Bienvenido, excelencia. —Lady Isobel correspondió al saludo del
duque con una reverencia—. Stuart, dile a Jane que nos envíe una bandeja
de té al salón amarillo, por favor.
La rata apretó los labios, disgustado, pero aceptó el pedido de su señora.
Mientras lady Isobel y lord Grafton caminaban hacia el mentado salón
amarillo, fue a la cocina en busca de Jane. Tras comunicarle a la doncella el
pedido de lady Isobel, mandó un mensaje al Perséfone para avisar al capitán
de la visita del lord.
En el salón, luego de informarle que Aidan no estaba en la casa, lady
Isobel hablaba con el duque sobre la salud de la duquesa viuda. La puerta
estaba abierta y Jane, que hacía un momento acababa de dejar la bandeja
con el té y algunas pastas, estaba sentada en una silla a una distancia
prudente para salvaguardar la reputación de su señora.
—¿Cuánto tiempo se quedarán? —preguntó el duque cuando el tema
sobre su madre estaba agotado.
—Una semana como mucho, depende del arribo de “La Silenciosa”.
—Es una lástima —apuntó lord Grafton.
Le habría gustado frecuentar a Aidan, incluso había barajado la
posibilidad de no volver a Grafton Castle y quedarse en su casa del pueblo,
con lo que estaría al pendiente de lady Amelie también. La agonía que lo
acompañaba día y noche se acrecentó al evocar la imagen de su esposa;
apretó la mandíbula, no era momento de tirarse a la perdición.
—Lord Grafton… —La dama titubeó un momento, pero luego continuó
—: ¿por casualidad conoce a un comerciante de Southampton llamado
O’Sullivan?
El duque posó el platito con la taza de té sobre la mesita, su expresión se
tornó grave y tanto Jane como lady Isobel contuvieron el aliento en espera
de su respuesta.
—¿Dónde escuchó ese nombre, milady?
—La tía de Jane trabaja con él.
Lord Grafton asintió.
—Entiendo.
—¿Lo conoce, excelencia? —insistió lady Euston.
—No sé si se trate del mismo, pero sí, he oído hablar de alguien llamado
O’Sullivan —comentó el duque sin querer ahondar en el tema.
—¡Gracias al Señor! —exclamó la dama—. ¿Has oído, Jane? Todavía
hay esperanza.
La doncella tenía las manos en la boca, sus ojos brillaban de lágrimas
contenidas.
—Si me permite la intromisión —habló el duque—, ¿por qué pregunta
por él?
Lady Isobel miró a lord Grafton y luego a Jane, pidiéndole permiso con
la mirada para contarle sobre la desaparición de Joanne. La doncella le dio
su venia con un gesto, por lo que la condesa procedió a informar al duque
sobre lo ocurrido. Al terminar su relato, la expresión de lord Grafton era
aún más grave.
—Le daré a lord Euston la información que tengo sobre O’Sullivan —
comentó el duque.
—Muchas gracias, excelencia —intervino Jane, atrayendo la atención de
lord Grafton.
—No hay de qué —respondió este, brindándole una sonrisa que aceleró
los latidos de la doncella, quien pensó para sí que la duquesa era una tonta
por no saber apreciar al hombre que tenía por esposo.
Las pesadas pisadas de unas botas resonaron fuera de la estancia, eco que
le avisó a lady Isobel que Aidan acababa de llegar. Dejó el sillón y se
apresuró a salir del salón para recibirlo.
—Bienvenido, esposo —dijo en cuanto sus ojos se posaron en él.
Aidan miró la sonrisa cariñosa de su esposa y casi se olvidó que el duque
estaba en su sala. Casi.
—¿A qué vino? —cuestionó en cuanto estuvo junto a ella.
—A verte. —Aidan bufó—. Ven, vamos —lo tomo del brazo para
arrastrarlo hasta el salón.
—Lord Euston. —El duque que, estaba de pie desde que lady Isobel salió
del salón, acompañó el título de Aidan con una leve inclinación de cabeza.
—Solo Aidan —corrigió este.
—De acuerdo.
—Siéntese. —Aidan señaló el sillón a espaldas del duque, luego ayudó a
su esposa a acomodarse en el sillón de dos plazas y se sentó junto a ella—.
¿A qué debemos el honor, excelencia?
—Solo August —corrigió ahora lord Grafton, si él le pedía que lo
llamara solo por su nombre, haría lo mismo. Sabía de sobra que Aidan lo
hacía porque no le agradaba el título, sin embargo, él prefería tomarlo como
una forma de acercamiento.
Lady Isobel apretó las manos, emocionada. Iban a tratarse por su nombre,
sin títulos de por medio, cómo hermanos. Quiso abrazar a Aidan en ese
momento, solo la presencia del duque le impidió actuar como lo deseaba.
—Lady Isobel —se dirigió lord Grafton a ella—, si no le importa, me
gustaría hablar con Aidan en privado.
—Por supuesto. —Lady Isobel se puso en pie y los hombres con ella—.
¿Se queda a comer, excelencia? —Aidan apretó la mandíbula, su mujercita
estaba tensando mucho la cuerda.
—Me encantaría, milady.
—Maravilloso. —Lady Isobel se despidió con una reverencia y salió de
la estancia sin hacer caso de la mirada acusadora de su esposo. Jane se fue
con ella.
Tras la salida de ambas, Lord Grafton fue hasta la puerta para cerrarla. Lo
que se dijera ahí no podía ser escuchado por nadie más.
Aidan observó al duque sin comprender el interés de este en él.
Compartían el mismo padre, pero nada más. Nunca fueron realmente
hermanos, ¿a qué venía ese súbito interés fraterno? Lo miró regresar al
asiento frente a él, su andar y modales eran los de un hombre refinado,
educado con los mejores preceptores y graduado en el mejor colegio de
Inglaterra, un caballero. ¿Por qué insistía en relacionarse con un burdo
pirata como él?
—¿Nos sentamos? —sugirió lord Grafton, el brazo estirado a modo de
invitación; sugerencia que Aidan aceptó sin muchas ganas—. Por tu cara
imagino que no te agrada mi visita —comentó el duque, ya sentado en el
mismo sillón de antes.
—No se trata de eso.
—¿Entonces?
—No lo entenderías.
—Pruébame. —Lord Grafton echó el cuerpo hacia atrás para recargarse
del respaldo del sillón, en espera de la respuesta de su hermano.
Aidan miró su pose aparentemente relajada, no obstante, no lo engañó. El
duque estaba igual o más tenso que él mismo.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó Aidan.
—También eras así de niño —apuntó el duque—, no te gustaba esperar,
te impacientabas cuando el señor Montgomery se andaba por las ramas.
—Ese viejo inútil —espetó Aidan, pero sus ojos tenían una ligera chispa
de diversión.
—El Señor lo guarde. Murió hace unos años —informó lord Grafton.
La noticia causó cierto malestar en Aidan. El señor Montgomery fue su
tutor durante el periodo que estuvo en Grafton Castle, recibía las lecciones
junto a August y, a pesar de que este último era el heredero oficial, nunca lo
denigró en favor del futuro duque. Gracias a él aprendió a leer, escribir y a
interpretar mapas cartográficos. El señor Montgomery fue un amante de la
geografía y la navegación que disfrutaba de hablarles sobre tierras lejanas a
las que solo se podía llegar a través de grandes galeones. En cierto modo,
fue quien plantó en él el deseo de recorrer el mundo a bordo de su propio
barco.
—¿Viniste a hablarme de nuestro antiguo preceptor?
Lord Grafton sonrió sin darle importancia al tono impertinente de Aidan.
—He enviado una carta a su majestad, solicitándole una audiencia
cuando lo tenga a bien.
Aidan frunció el ceño.
—Tus actividades en la corte no me interesan.
—Esto en particular es de tu incumbencia —señaló el duque.
—Deja de marearme con tanta palabrería y dime a qué viniste —ladró
Aidan al tiempo que se levantaba.
Lord Grafton reprimió un bufido.
—¿Es que no puedo visitar a mi hermano? —Abandonó el asiento para
enfrentarlo en igualdad de condiciones.
—¿Qué hermano? ¿El que abandonaron a su suerte cuando más lo
necesitó? —replicó mordaz—. No tengo más familia que mi esposa y sor
María —agregó con el propósito de herir al duque.
Lord Grafton recibió el golpe. Las palabras de Aidan eran lapidarias,
condenatorias, destinadas a hacerlo sentir mal; y vaya que lo lograba.
—Lo siento —habló el duque pasados unos segundos, su voz cargada de
culpa.
—¡Lo sientes! ¿Qué sientes exactamente?
—Todo lo que tuviste que hacer para sobrevivir. Lamento profundamente
que las acciones de mi madre te robaran el derecho de vivir de acuerdo a tu
título —respondió mirándolo a los ojos—. Nuestro padre te quería, su deseo
era que creciéramos como hermanos, por eso te llevó al castillo y te
reconoció como su hijo.
—¿Y de qué sirvió?
—Hablar del pasado no nos va a llevar a ningún lado. —Lord Grafton se
llevó una mano a la sien, sus ojos enfocados en la alfombra—. No quiero
pelear contigo —afirmó, su mirada otra vez en su hermano.
Aidan observó a lord Grafton con los ojos entrecerrados. El duque no
tenía ninguna necesidad de estar ahí, aguantando su mal carácter, sin
embargo, se esforzaba por buscarlo. Los días pasados fue a verlo al
Perséfone y todas las veces dio orden de que negaran su presencia, pero el
duquecito no claudicaba y ahí estaba, invadiendo su casa para hablar con él.
«El duque no sabía nada», las palabras de sor María rebotaron en su
mente una vez más. Maldijo para sí, entre ella y su esposa lo iban a volver
un pusilánime.
—¿Para qué quieres ver al rey? —cuestionó, todavía de pie.
—Para solicitarle que reconozca tu título, lo cual supongo sucedió
cuando mi padre hizo las disposiciones, pero no quiero dejarlo como una
suposición.
—No es necesario.
—Fue la voluntad de nuestro padre.
—Si insistes.
—Insisto —replicó el duque—. Hay otro asunto de vital importancia que
debo hablar con su majestad en persona —añadió.
—¿De qué se trata?
—Solicitarle una patente de corso.
Aidan abrió grandes los ojos.
—¿Es que acaso piensas hacerte a la mar? —inquirió bastante
sorprendido.
—¡Para ti, imbécil! —exclamó lord Grafton, su paciencia ya perdida.
Por primera vez en su vida, Aidan no supo qué decir.
—Es un hecho que has actuado ilegalmente, podrías ser juzgado y
colgado por piratería en un santiamén —continuó lord Grafton ante el
mutismo de Aidan.
—¿Por qué te tomas tantas molestias? —preguntó Aidan pasados unos
segundos.
—Te lo dije, eres mi hermano. Haré todo lo que esté en mi mano para
ayudarte a llevar una vida tranquila sin el peso de tu pasado.
Aidan tuvo el impulso de decirle que no necesitaba su ayuda, que él
podía valerse por sí mismo tal y como ha hecho por tantos años, sin
embargo, recordar el cuerpo tembloroso de miedo de su esposa frenó su
lengua. Si el Rojo o Pembroke insistían en ser un problema, era muy
posible que terminara colgado. Apretó las manos en puños, odiaba tener que
aceptar la ayuda del duque.
—¿Cuándo crees que pueda recibirte?
—A estas alturas el rey debe estar por retirarse a alguna de sus
propiedades. Nunca pasa el invierno en Londres.
Acababa de empezar el otoño así que Aidan calculó que tenían por lo
menos un mes antes de que su majestad dejara el castillo de Londres. Si no
tuviera que ir a Southampton quizá le habría propuesto al duque partir de
inmediato.
—Entiendo.
—Hay otro asunto que deseo hablar contigo.
Lord Grafton volvió a sentarse por lo que a Aidan no le quedó opción
que hacer lo mismo.
—¿Traes una lista acaso? —bufó Aidan.
Lord Grafton se rio entre dientes.
—En realidad, esta última cosa surgió mientras platicaba con lady Isobel.
—¿Qué pasa con mi mujer?
El duque sonrió ante el matiz posesivo con el que Aidan se refirió a su
esposa.
—Me preguntó si conocía a un comerciante de apellido O’Sullivan. —
Aidan maldijo—. Por tu reacción, intuyo que sabes de quién se trata.
—Por tu bien espero que no le hayas dicho nada a mi esposa.
—Por supuesto que no. No soy ningún tonto.
—¿Qué más te dijo?
—Me habló sobre la hermana de su doncella.
—Lo imaginé. —Aidan se pasó una mano por el cabello en un gesto
nervioso.
—¿Has tenido algo que ver? —cuestionó el duque al verlo tan
intranquilo.
—No lo sé.
—¿¡Cómo que no lo sabes!?
—¡No sé maldita sea! —gritó levantándose del sillón.
—Cálmate o llamarás la atención de lady Isobel —le aconsejó.
Aidan se dejó caer en el asiento, agobiado.
—¡Maldita sea! ¡Maldita sea! ¡Maldita sea!
—Maldiciendo no resolverás nada.
—¿Es que no lo entiendes? ¡Mi matrimonio depende de que encuentre a
esa niña!
Lord Grafton volvió a tocarse la sien, cerró los ojos un momento,
pensando.
—¿Tienes alguna idea de dónde pueda estar?
—En algún burdel —musitó mientras veía de reojo a la puerta, le
aterraba que su esposa pudiera escucharlo.
—¿Tus actividades incluían… esto? —cuestionó el duque, más por saber
los alcances de la vida delictiva de su hermano que por juzgarlo.
—No, no siempre.
—¿Qué quieres decir?
—“La Silenciosa” no es el único barco que tengo.
—Lo imaginé. Eres demasiado inteligente como para pasearte por todos
lados con el mismo galeón con que asaltas los mares.
—Inteligente —masculló—. Mira hasta donde me ha traído mi
inteligencia —se echó hacia atrás hasta quedar recostado contra el respaldo
del sillón.
—Por lo que me contó lady Isobel, a la muchacha se la llevaron… —
calló un momento y luego dijo—: cuando eso sucedió tú estabas cortejando
a tu esposa. ¿Cómo es que puedes estar implicado?
—Venía de Southampton. Acababa de dejar la primera carga de…
mercadería. Ahí vi a O’Sullivan, es socio de un irlandés con el que tenía
tratos.
—¿Acordaste algo con el tal O’Sullivan?
Aidan cerró los ojos, a su mente llegó la conversación que mantuvo con
el hombre.
—Solo es un pequeño viaje, capitán. Su gente lleva mi mercadería y
usted recibe el pago por el servicio recibido —había dicho el hombre en
aquella ocasión.
—¿Qué clase de mercadería?
—Lo de siempre.
—Ya conoces mis reglas, O’Sullivan —le advirtió entonces.
—Tiene demasiados escrúpulos para ser un pirata.
—Mi barco, mis reglas —apuntó, sin importarle lo que pensara el
mercader de su postura.
—De acuerdo, de acuerdo.
Y con esas palabras el trato había sido sellado. Sin embargo, en esa
ocasión no supervisó la carga. Partió de Southampton sin esperar a ver la
mercadería, la urgencia de llegar a Cornualles prevaleció sobre su
costumbre de asegurarse de que nadie fuera transportado en contra de su
voluntad. Él no hacía dinero con esclavos, ¿cómo hacerlo cuando conocía
en carne propia lo que era ser uno?
—Ese maldito —dijo entre dientes, en el presente.
—¿Aidan? —lo llamó el duque al ver su rostro desfigurado por la rabia.
—Voy a matarlo.
—Tranquilízate, matándolo solo conseguirás que te cuelguen más rápido.
—¡Me importa un penique!
—¿Y a tu esposa también le importa un penique?
—¡No la metas en esto! —exclamó Aidan, el dedo índice de su mano
derecha apuntándolo—. Mi mujer no debe enterarse jamás.
—¿Qué harás ahora?
—Iré a Southampton a hablar con esa rata. Lo obligaré a que me diga
dónde está la muchacha y luego iré por ella para traerla de vuelta.
—No deberías ir solo.
—Mis hombres van conmigo.
—¿Y lady Isobel?
Aidan bufó.
—No quiere quedarse.
—Es peligroso que vaya contigo.
—¿Crees que no lo sé? Pero es terca, además, no confío en nadie para
dejarla a su cuidado. Salvo el Cuervo, Sombra y el Bardo, pero a ellos los
necesito en Southampton.
—Yo cuidaré de ella —ofreció el duque.
—¿Tú? —«De ninguna manera», agregó para sí.
—Amelie estará en casa de lady Emily hasta que llegue el momento del
alumbramiento, me quedaré en el pueblo para estar pendiente de ella, no me
cuesta nada hacerlo también con la esposa de mi hermano.
Aidan observó a lord Grafton, la expresión de este no denotaba segundas
intenciones. La sinceridad del duque lo abrumó. ¿Cuántas veces ha tenido
que lidiar el solo con sus problemas? ¿Cuántas veces mientras el padre de
“el Rojo” lo castigaba deseó que alguien lo rescatara de esa miserable vida?
Y ahora tenía un hermano que estaba dispuesto a hablar con el mismo rey
para ayudarlo. Le costaba creerlo.
—Lo pensaré —respondió al duque.
—Si aceptas, puedo pedirle a lady Isobel que acompañe a Amelie durante
el embarazo, su noble corazón no la dejará marcharse.
—No, no quiero aprovecharme de ella —espetó.
—No se trata de aprovecharse, sino de evitar que insista en ir contigo.
—Lo pensaré —repitió.
—O’Sullivan está siendo investigado por contrabando —comentó el
duque de pronto.
—Es culpable —apuntó Aidan—, yo mismo he llevado su mercadería a
varios puertos.
—¿Te das cuenta de lo que dices? —cuestionó el duque, un tanto molesto
por la ligereza con que hablaba.
—No soy hipócrita, milord.
—Nadie está diciendo que lo seas, pero no debes hablar del tema como si
nada a oídos de cualquiera.
—Tampoco soy idiota —espetó.
Lord Grafton respiró profundo antes de hablar otra vez.
—Yo soy quien autoriza las licencias para poder mercadear en el reino y
las colonias.
—Mi licencia está vigente.
—¿Es legítima? —Aidan calló y el duque supo que no lo era—. Señor —
masculló este por lo bajo.
—Pero está vigente —replicó Aidan, serio.
Ambos hombres se miraron y luego, sin venir a cuento, rompieron a reír.
Graves carcajadas resonaron por toda la estancia, rebotando contra las
paredes hasta quebrar un poco el invisible muro que durante años ha estado
entre ellos.
Fuera del salón, las risas llegaron a oídos de lady Isobel. La dama estaba
en el vestíbulo, atenta a lo que sucedía dentro. Hecha un manojo de nervios
no podía parar de estrujarse las manos, temía que en cualquier momento el
carácter de su marido saliera a relucir. Estuvo a punto de entrar cuando
escuchó que su esposo elevaba la voz, pero para su sorpresa no continuó. Y
ahora estaban riendo, juntos. Se llevó las manos a la cara, una enorme
sonrisa la iluminaba.
Contenta fue a la cocina a verificar el estado de la comida.
—Está lista, milady —informó la cocinera que contrataron en el pueblo.
—Perfecto. Por favor, preparen tres lugares en el comedor. Iremos en
unos minutos.
Salió de la cocina sintiendo que la vida le sonreía. Fue hasta la puerta del
salón y llamó. Esperó a que le permitieran la entrada para abrir.
—La comida está lista —avisó sin perder la sonrisa.
—Gracias, esposa. Iremos enseguida. —Aidan la miró con toda la ternura
que ella le provocaba.
—No tarden o se enfriará.
—No lo haremos, milady —intervino lord Grafton.
Salió del salón y cerró de nuevo tras ella. Se quedó un momento
recargada contra la puerta, demasiado contenta como para moverse.
—Prométeme que jamás sabrá lo que hemos hablado aquí —la voz
amortiguada de su esposo llegó hasta ella a través de la madera a su
espalda.
—Te doy mi palabra.
Los pasos de ambos resonaron contra el piso, espabilándola. Corrió por el
vestíbulo hasta la cocina. El corazón le latía acelerado. La dicha que
minutos antes recorría cada partícula de su cuerpo se extinguió ante lo
dicho por Aidan. ¿Qué le ocultaba? ¿Por qué no quería que se enterara?
¿Era acaso tan malo?
Pensó en la hermana de Jane y la reacción de su esposo cuando mencionó
el apellido del mercader. ¿Lo conocía? ¿tenía tratos con él?
La cabeza comenzó a punzarle y una arcada subió desde su estómago.
Corrió hasta la mesa central y tomó un recipiente de madera donde echó el
contenido de su estómago.
—¿Se siente bien, milady? —preguntó la cocinera, la única presente
aparte de ella misma.
—Sí, no te preocupes —murmuró recargada de la mesa.
—Está muy pálida.
La cocinera dejó lo que hacía, tomó un trapo limpio y lo mojó con agua
fría. Con el trapo empapado en la mano fue hasta su señora y se lo puso en
la parte trasera del cuello, en la base de la cabeza.
—Iré por Jane para que la acompañe a su alcoba.
—No es necesario, Gertrude, estoy bien.
—Perdóneme, milady, pero yo no la veo nada bien.
—Ya se me pasó —se quitó el trapo del cuello y se dio unos pequeños
toques con este en la cara—. Ve llevando la comida, por favor.
—Como ordene, milady.
En el comedor ambos hombres esperaban a la única dama que les haría
compañía.
—Iré a ver qué sucede. —Aidan se levantó en el momento que la
cocinera entraba con un humeante recipiente de porcelana.
—No seas paranoico.
—¿Dónde está la doncella? —preguntó a la cocinera sin hacer caso el
comentario del duque.
—Milady la envió a descansar.
—¿Y mi esposa?
—En la cocina, milord. —Gertrude mantuvo la vista fija en la sopa que
servía.
—Regreso en un momento. —Aidan salió del comedor, importándole
bien poco dejar solo a su invitado.
La encontró acomodando vegetales en una bandeja.
—¿Qué haces, esposa? —La abrazó por la espalda, su barbilla recargada
sobre el hombro femenino.
—Detalles, esposo, detalles.
Aidan frunció el ceño. Conocía lo suficiente a su esposa para saber que
esa pequeña broma solo era para distraerlo. Sin embargo, su voz tenía cierto
matiz que no concordaba con la frase.
—¿Qué pasa? —preguntó tomándola de los hombros para girarla hacia
él.
—Nada, esposo.
—¿Sabes que cuando mientes te tiembla la ceja? —Tocó con un dedo la
ceja izquierda de la joven—. Justo como ahora.
—Ideas tuyas —murmuró sin mirarlo, sus ojos puestos en el hombro
derecho de él.
Aidan sonrió.
—¿No le vas a contar a tu esposo qué te preocupa? —cuestionó al tiempo
que la pegaba a él, sus brazos rodeándola, su frente descansando en la de
ella.
Lady Isobel se mordió el labio inferior, indecisa.
—No hagas eso que me dan ganas de hacerlo yo —murmuró antes de
unir sus labios en un suave beso.
—Aidan… —musitó ella, sus ojos estaban cerrados tras el beso.
—Uumm —respondió él, estaba ocupado besándola otra vez.
—Tú no me… ocultarías nada, ¿verdad? —dijo lady Isobel en medio de
los dulces besos que su marido le robaba.
—¿Por qué me preguntas eso? —cuestionó tras romper el contacto de sus
labios.
Lady Isobel vio su ceño fruncido, la vacilación de sus ojos. No la miraba
con la determinación que solían hacerlo.
—Hace tiempo te dije que perdonaría cualquier cosa que hubieses hecho,
que me bastaría con que estuvieras arrepentido. ¿Lo recuerdas?
—Sí.
—No importa qué, nunca voy a juzgarte por tus actos pasados.
—¿Estás segura?
—Te amo, Aidan. —Lady Isobel lo tomó del rostro con sus manos—. Te
amo demasiado, ¿cómo podría vivir sin ti?
—¿Y si descubres que es demasiado y prefieres vivir sin mí? —cuestionó
él, dejando salir su mayor temor.
—Tú no lo permitirás. —Acarició su mejilla y él cerró los ojos, cediendo
a su necesidad de disfrutar de la ternura de ella.
—Tienes razón. Si eso sucediera, si decidieras abandonarme, te llevaría
conmigo sin importar las consecuencias.
—¿Amordazada y pegando patadas? —bromeó ella, haciendo referencia
a aquella conversación que sostuvieron en los jardines del antiguo
monasterio.
—Si fuese necesario —aceptó antes de besarle la palma de la mano.
—¿Me dirás eso que me ocultas? —preguntó lady Isobel, abrazándolo.
—Ah, esposa, a veces me aterra que me conozcas tan bien.
—A mí también —apuntó ella.
—¿Te aterra conocerme? —inquirió sorprendido.
—No, me aterra que me conozcas tan bien. Te basto verme para saber
que algo me sucedía.
—Eres mi esposa, es mi deber estar pendiente de todo lo que te aqueje.
—Besó su pelo y la estrechó un poco más.
—Lord Grafton nos está esperando.
—Quedémonos aquí, así se cansa y se va.
—No seas así, es tu hermano —lo riñó, sin embargo, la risita que salió de
sus labios contradecía su reprimenda.
—Vaya suerte la mía —se quejó—. Vamos entonces. —Rompió el abrazo
y la tomó de la mano para guiarla fuera de la cocina.
En el pasillo estaba Gertrude, esperando a que sus señores salieran para
poder entrar a sus dominios.
—Dejé lista la ensalada —dijo lady Isobel cuando pasaron junto a ella.
—Gracias, milady.
Continuaron hasta el comedor, donde la sopa del duque hacía rato que
desapareció de su plato.
—Lo siento. —Lord Grafton señaló el plato vacío con un gesto de la
barbilla—, pero el olor fue demasiado tentador. —Se levantó en deferencia
a su anfitriona.
—Gertrude es una estupenda cocinera —comentó lady Isobel mientras se
sentaba con ayuda de su esposo.
—Algo debería aprender la lengua larga —murmuró Aidan.
—¿Quién? —inquirió el duque de vuelta en su silla.
—Mi doncella —respondió la dama—, mi esposo le tiene mala voluntad.
—¿Qué te hizo la pobre muchacha? —preguntó a Aidan, quien ya estaba
sentado.
—Es demasiado entrometida.
El duque negó con la cabeza, pero no comentó nada.
Lady Isobel sirvió una porción de sopa en otro plato y la ofreció a lord
Grafton, quien la aceptó gustoso. Comieron tranquilos, hablando de
cualquier cosa hasta que el duque tocó el embarazo de su esposa y su deseo
de que lady Isobel pudiera acompañarla durante este.
—Le estaría muy agradecido, milady —dijo con una sonrisa sin hacer
caso de los dardos que su hermano le tiraba con los ojos.
Lady Isobel miró al duque sin saber qué decir. Era verdad que tras la
conversación que tuvo con lady Amelie su relación no era tan tensa como
antes, sin embargo, no se sentía preparada para llevar las cosas más allá.
Entendía la preocupación del duque, pero su madre estaba ahí, ella podía
cuidarla durante toda su gestación y aun después del parto.
—Lo pensaré, milord —respondió sin querer comprometerse.
El duque se quedó un rato más y lady Isobel los dejó solos a la mesa para
que se fumaran un puro. La tentación de quedarse cerca y espiar era tan
grande que a punto estuvo de hacerlo. Se fue a la cocina sin saber que, de
haberse quedado, habría conocido eso que su esposo le ocultaba.
En Marazion, lady Isobel pasaba los días entre arreglar las estancias de
su nueva casa y visitar a su madre. A lady Amelie la veía a veces pues
todavía no lograban recuperar la relación que tuvieron antes de que esta se
fuera a Bristol. Era muy difícil para las dos sostener una conversación sin
que lo sucedido entre ellas saliera a flote, sin embargo, confiaba en que con
el tiempo podrían convivir en paz sin la sombra del pasado oscureciendo su
relación.
El duque, tal y como prometió, estaba al pendiente de ella. Le hacía
cortas visitas para interesarse por ella, preguntándole siempre si necesitaba
algo. A pesar de que en el pasado fueron muy amigos, ahora no podían
tratarse con la misma familiaridad, sobre todo porque lady Isobel sabía muy
bien lo celoso que era su marido y lo que menos deseaba era crear un
malentendido que distanciara más al par de hermanos.
Esa tarde estaba por retirarse de casa de su madre cuando un mareo casi
la tumbó en el vestíbulo. De no ser por los buenos reflejos de lady Emily,
habría caído cual larga era al suelo. Entre Helen y lady Emily la llevaron al
saloncito para recostarla en uno de los sillones.
—Helen, corre, ve por las sales —ordenó angustiada lady Emily en
cuanto la acomodaron en el sillón.
La doncella hizo tal como pidió su señora: corrió a la cocina por el
frasquito de las sales. Regresó enseguida y lo tendió ya destapado a la
condesa viuda.
—Hija, huele. Despierta, por favor. —Lady Emily tenía el frasquito bajo
la nariz de lady Isobel, moviéndolo de un lado a otro para que el olor de
este le penetrara en las fosas nasales.
Lady Isobel fue regresando poco a poco de la inconciencia.
—¡Gracias al Señor! —exclamó Helen al verla abrir los ojos.
—¿Te encuentras bien, hija?
Lady Isobel se llevó la mano a la frente, se sentía exhausta y un tanto
mareada.
—Sí —musitó apenas—, no te preocupes.
—Nos has dado un buen susto. —Lady Emily devolvió las sales a la
doncella—. Helen, trae un poco de agua y, por favor, manda por el médico.
La doncella afirmó con la cabeza antes de salir del saloncito.
—Estoy bien, madre —murmuró lady Isobel un poco más lúcida.
—Este desmayo no me gusta nada, hija.
—No desayuné nada, debe ser por eso.
—O a lo mejor…
—¿A lo mejor qué, madre? —Lady Isobel se enderezó un poco porque la
posición estaba provocándole nauseas.
Lady Emily no respondió con palabras, sino que posó una mano en el
vientre de su hija.
Lady Isobel agrandó los ojos, el aire le escaseó de repente y a punto
estuvo de desmayarse otra vez. Helen regresó con el vaso de agua y lady
Emily la hizo beber un poco, sosteniéndole el vaso para que lo hiciera.
—Despacio, hija, despacio —susurró lady Emily al verla sorber con
fruición.
Lady Isobel terminó todo el contenido del vaso y luego se recostó otra
vez. La insinuación de su madre le había drenado las pocas fuerzas que le
quedaban.
¿Sería posible?
Un calorcillo le subió por la columna hasta sus mejillas.
¡Por supuesto que era posible!
Su marido no dejaba pasar ninguna oportunidad y si no las había las
creaba. ¡Cielo santo!
Llevó la mano derecha a su vientre, apenas tocándolo, casi con temor.
¿Estaría una vida ya creciendo en su interior? ¿Habría un pequeño Aidan
ahí dentro?
Cerró los ojos y en silencio rogó porque fuera así.
Capítulo 25
Casi una hora de viaje después, el carruaje negro llegó a la playa frente a
la que “La Silenciosa” fondeaba. Antes de salir de la ciudad habían
cambiado de medio de transporte y viajaron en el que Jane dejó la playa
horas atrás. Las cinco mujeres iban apiñadas dentro del vehículo, dando
tumbos al compás de los baches del camino. A pesar de ir rumbo a la
libertad, ninguna podía dejar de llorar. Era tal vez el peso de las vivencias
pasadas en Rose Garden o quizá la perspectiva de una nueva vida lejos de
las garras de madame Rose y el mercader, cualquiera que fuere el caso, las
lágrimas escurrían silenciosas en sus mejillas empolvadas.
El carruaje se detuvo y el corazón de las cuatro flores se paralizó. Se
miraron unas a otras con el mismo brillo de terror en los ojos.
¿Las habían encontrado? ¿tenían que regresar a ese infierno? ¿qué sería
de ellas cuando el mercader les pusiera las manos encima?
Las preguntas no dichas flotaban entre ellas casi como si pudieran
escucharlas. Un grito agónico se formó en sus gargantas, no obstante, Jane
habló antes de que este encontrara la salida.
—Están a salvo —pronunció la doncella—. ¿Escuchan? ¡Están a salvo!
—repitió cuando comprendió que las mentes de las cuatro estaban muy
lejos de ahí—. ¡No volverán a ese lugar! ¡ninguna lo hará! —exclamó casi a
gritos, tratando que sus palabras se filtraran a través de la bruma de terror
que las envolvía.
Hyacinth fue la primera en reaccionar. La primera en comprender que
seguían lejos del yugo de madame Rose. Fue ella la que ayudó a Jane a
tranquilizar a Poppy y Lily mientras la doncella se ocupaba de su hermana.
Joanne, aunque no tuvo que compartir el lecho con ningún hombre, sufrió
otro tipo de tortura, acciones que iban destinadas a quebrar su voluntad, a
moldearla según los deseos de O’Sullivan. Estuvo tantas veces en el sótano
que después de la última pensó que haría cualquier cosa que le pidieran con
tal de no volver ahí.
La puerta del carruaje se abrió y Sombra apareció tras esta. Las tres
mujeres a las que él prometió rescatar experimentaron tal alivio al verlo que
tuvieron la misma idea: arrojarse a sus brazos. Lo que siguió fue un enredo
de faldas, brazos y piernas.
—¿Necesitas ayuda, compañero? —preguntó el Bardo, burlón, de pie
junto a Sombra, quien intentaba deshacerse del abrazo de Poppy.
—Quítamela de encima —rechinó entre dientes.
El Bardo lo hizo, no sin privarse del gusto de reír a costillas de su amigo.
Jane bajó por la otra puerta que acababa de abrir Swan y luego ayudó a su
hermana a hacerlo. Aidan y los demás detuvieron sus monturas cerca del
carruaje. Solo faltaba Hyacinth y Sombra la ayudó. Aun con la poca luz que
proporcionaba la luna, el capitán se dio cuenta de la manera en que el rostro
de su amigo se suavizaba.
«Ya te jodiste, idiota», pensó con un bufido. Como si no fuera suficiente
con él y el Bardo bebiendo los vientos por una mujer.
—¡De prisa, no estamos en un picnic! —gritó antes de bajar del caballo.
Al escucharlo todo mundo comenzó a moverse—. Cuervo, encárgate de que
los caballos sean devueltos —dijo sin mirar al hombre.
Cuervo no respondió, pero tomó las riendas del caballo de Aidan. Con
una seña le indicó a Feng que lo ayudara con los otros. Iban a dejarlos en un
coto de caza a un par de millas, el dueño del establo los recogería ahí. Solo
los caballos del carruaje de lord Grafton regresarían con ellos pues eran un
préstamo del duque junto con el vehículo. Se pusieron en marcha
enseguida, no tenían mucho tiempo antes de que “La Silenciosa” estuviera
lista para zarpar.
Aidan supervisó el viaje de las mujeres en el bote. Jane, quien ya tenía
experiencia en esas lides, se encargó de infundirles confianza a las demás.
El viaje hasta “La Silenciosa” lo hicieron en compañía del Bardo y Sombra.
Los otros hombres y él embarcarían después de subir el carruaje y los
caballos, cosa que no iba a ser tan sencilla a pesar de la saliente donde
colocaron una plataforma que comunicaba con la cubierta del barco. Un
paso en falso y caerían entre las rocas que las olas golpeaban sin cesar. Fue
por eso que decidió que era más seguro que ellas abordaran en la barca, no
quería echar a perder todos sus esfuerzos por un paso en falso de una
fémina.
Movilizó a Swan y los demás para llevar el carruaje hasta la plataforma
en cuanto vio que el bote con las mujeres comenzaba el ascenso hasta
cubierta.
En Marazion, lady Isobel daba vueltas sobre la cama. Esa noche se quedó
en casa de su madre. Lady Amelie tenía algunos dolores en el bajo vientre
que preocuparon a la condesa viuda y lady Emily no quiso estar sola con
ella, motivo por el que tuvo que quedarse a acompañarla. Su madre trató de
avisar a lord Grafton, pero su hermana no lo permitió. Entendía el recelo de
lady Amelie hacia el duque, sin embargo, este era el padre de la criatura,
tenía derecho a estar enterado de lo que fuera que sucediera con él.
Se quitó la colcha de un manotazo y salió de la cama. Si no iba a lograr
pegar ojo no tenía caso quedarse acostada. Caminó hasta la ventana de su
habitación, desde ahí tenía una visión parcial de la costa; durante el día
podía incluso ver parte de St. Michael’s Mount, la isla del antiguo
monasterio. Perdió la mirada en la densa oscuridad de esa noche sin luna.
Llevaba varios días sin dormir bien, exactamente desde que su esposo se
fue a Southampton. Era la primera vez que se separaban y le estaba
costando mucho sobrellevarlo.
¿Cómo estaría él? ¿La extrañaría siquiera un poco de lo mucho que ella
lo extrañaba a él?
Esperaba que sí porque no volvería a aceptar que la dejara en ningún lado
otra vez. Ella iría allá donde él fuera sin importar el lugar.
La conciencia de que quizás en unos meses no podría hacerlo la hizo
resoplar, por instinto llevó las manos a su vientre plano y una sonrisa asomó
en sus labios. Un bebé. Un pequeño Aidan para amar y cuidar.
¿Se pondría feliz con la noticia?
Negó para sí.
¿Qué estaba pensando? ¡Por supuesto que le haría feliz saberlo!
Un bebé de ambos era la mayor demostración de la hermosa felicidad
que vivían. No veía el momento de que regresara para poder decirle. Torció
la boca al recordar que de todas formas debía esperar. El médico de su
madre le aconsejó no decir nada aún, pues todavía no era seguro.
Durante la revisión del médico, ella reveló que nunca fue regular en sus
periodos, razón por la que el doctor prefirió ser precavido. Era muy pronto
todavía para determinar si estaba encinta o no puesto que su vientre
continuaba igual, sin una sola elevación o protuberancia que le diera una
idea de que hubiera algo ahí dentro. Un mes. Debían esperar un mes para
asegurarse de que su falta era por un bebé y no por sus irregularidades, para
confirmar que sus náuseas y desmayo eran porque estaba encinta y no por
simple debilidad.
No supo cuánto tiempo se quedó de pie frente a la ventana hasta que los
párpados comenzaron a pesarle. Decidió que era tiempo de volver a la cama
e intentar descansar un poco.
Era media mañana cuando lord Grafton llegó a casa de la condesa viuda.
Iba furioso porque nadie le informó sobre el malestar de lady Amelie. ¿Es
que acaso no era el padre de ese bebé?
—Bienvenido, excelencia —dijo lady Emily con la debida reverencia al
entrar en el saloncito.
El duque estaba de pie, una mano aferraba el respaldo del sillón, sus
nudillos blancos por la fuerza con que apretaba.
—Milady. —Lord Grafton trató de controlarse para no arremeter contra
su suegra; tras unos segundos se acercó a ella para besar el dorso de su
mano.
—¿Desea tomar algo, su gracia? —Lady Emily se acomodó en uno de los
sillones y le indicó al duque que hiciera lo mismo.
—Deseo que me diga por qué no me informó que mi esposa enfermó
anoche —demandó, el autocontrol esfumado por la naturalidad con que lo
trató lady Emily.
Ni siquiera intentó ocultar lo enfadado que estaba. Había esperado que en
cuanto lo viera le hablara sobre el estado de salud de su esposa, pero en
cambio le ofrecía una bebida como si no sucediera nada.
—Iba a hacerlo, excelencia.
—¿Cuándo?
—Esta mañana.
—Esta mañana pudo ser demasiado tarde —replicó él con dureza.
—El Señor no lo quiera —apuntó lady Emily, angustiada.
—Tuve que enterarme por la factura que el médico envió a mi residencia
—explicó con los dientes apretados.
Cuando el recibo de honorarios del médico le fue entregada por su
mayordomo, el color había abandonado su rostro. La imagen de una lady
Amelie moribunda informándole que había perdido a su hijo pobló su
mente. Salió de su despacho sin ver nada, sin preocuparse de su aspecto.
Solo atinó a meter la factura en el bolsillo interior de su chaqueta e ir a los
establos en busca de su montura para dirigirse a la casa Wilton. Y ahí estaba
ahora, reclamando la falta de consideración de lady Wilton.
—Lo lamento mucho, excelencia —se excusó la condesa viuda,
abochornada por la reprimenda que estaba recibiendo por parte de su yerno.
—¿Dónde está Amelie?
—En su habitación. —Lord Grafton abandonó el sillón y lady Emily lo
imitó—. ¿Se va, excelencia? —preguntó al verlo levantarse.
—Voy a ver a mi esposa.
—Permítame que lo acompañe.
—No es necesario, milady. Conozco el camino —atajó firme. No quería
público cuando hablara con lady Amelie.
Lady Emily lo vio salir del saloncito con una sensación de ansiedad
bailándole en el pecho. Solo esperaba que lo que sea que sucediera entre
ellos no afectara el delicado estado de su hija.
En la habitación de lady Amelie, tras pasar horas hablando sobre el
pasado, pidiéndose perdón y perdonándose, lady Isobel intentaba convencer
a su hermana de avisar al duque sobre los dolores que desde hacía una
semana padecía, sin embargo, la duquesa seguía reacia a hacerlo.
—No es necesario molestarlo por esto —argumentó lady Grafton.
—Estoy segura que será todo menos una molestia para él —replicó lady
Isobel.
Estaba sentada en la cama junto a su hermana. Lady Amelie, medio
sentada y recostada contra las almohadas, la miraba fatigada.
—Mi relación con August no es como la tuya con… Aidan.
—Lo sé, pero…
—No insistas, por favor.
—Debes tratar de olvidar, Amelie —susurró la condesa—. No es sano
para ti ni para el bebé vivir en esta tristeza constante.
—¿Crees que no lo sé? —sollozó la duquesa.
—Habla con él, dile cómo te sientes. Cuéntale todo, desde el principio —
aconsejó tomándola de la mano.
—No puedo. Me moriría de la vergüenza y él…
—¿Él qué? —presionó lady Isobel.
—Dejaría de amarme —musitó lady Grafton.
—Eso no lo sabes. Lord Grafton te ama, estoy segura que entenderá la
situación.
—¿Y si no lo hace? —hablo un poco más fuerte—. ¿Y si al enterarse que
fui amante de Aidan comienza a odiarme?
—No fuiste su amante. Eras pura cuando tu esposo te to...
La frase de lady Isobel quedó a medias en el momento que un furioso
duque de Grafton irrumpió en la alcoba, paralizándolas a ambas.
«¿Qué tanto había escuchado?» se preguntó lady Isobel, aterrada.
«Sálvame, Señor», fue el pensamiento de la duquesa al notar la mirada
rabiosa de su marido sobre ella.
Lady Isobel estaba inclinada sobre uno de los baúles en los que
guardaba unas de las tantas telas que su esposo le ha obsequiado. Buscaba
una suavísima tela azul, del mismo tono que el cielo tenía después de una
tormenta. Desde hacía varios días —para ser exactos desde que lord
Grafton descubriera de manera tan abrupta el tormentoso pasado de su
hermana con Aidan—, desde ese momento no ha dejado de dedicarse a la
tarea de disponer todo para su partida de Marazion. No quería que nada,
absolutamente nada, retrasara su marcha. Cuando “La Silenciosa”
apareciera en la línea de costa, ella estaría con los baúles preparados y con
las carretas —que oportunamente encargó a Stuart que consiguiera—, listas
para ser cargadas.
Por eso, cuando el improvisado mayordomo —quien cada vez estaba más
a gusto con su nuevo puesto—, entró para informarle que “La Silenciosa”
acababa de ser avistada a pocas leguas de la playa, comenzó la frenética
actividad de alistar las carretas y subir los baúles.
Bajaba por la escalinata de la casa para subir al carruaje que la llevaría
hasta la costa cuando recordó la tela. Y no era que esta fuera importante
para su partida, ni nada remotamente parecido, pero sí que era importante
para su despedida. Así que ordenó que bajaran los últimos dos baúles que
cargaron para buscar ese lienzo de seda oriental que juraba haber visto ahí.
—¡La encontré! —gritó al tiempo que se enderezaba minutos de
búsqueda después; la tela, antes perfectamente doblada y cubierta por otra
más delgada y transparente, colgaba medio suelta de su mano derecha—.
Stuart, por favor encárgate de que sea entregada a mi madre. Es mi regalo
para mi sobrino —dijo con una sonrisa triste. Dadas las circunstancias, esa
pieza con la que quizá podrían forrar su cuna o alguna mantita era lo único
que su sobrino no nacido tendría de ella.
—Como ordene. —Stuart, que ya reverenciaba como todo un campeón,
se inclinó un poco antes de recoger la tela de manos de su señora.
—¡Espera! —Lady Isobel lo llamó cuando este se daba la vuelta para
cumplir su orden. La condesa sacó otro paquete del baúl y se lo entregó—.
Toma, este es para mi madre.
Stuart aceptó el paquete y se retiró.
Mientras veía la figura del mayordomo alejarse, lady Isobel apretó el
bolsito en el que guardaba unas cuantas monedas. El dolor de tener que irse
sin despedirse, sin la certeza de si algún día podría volver, de si podría ver a
su madre una vez más… la certeza de que nunca conocería a su sobrino y
que ni su madre ni Amelie conocerían a los hijos que tuviera… Todo eso
estaba desgarrándola por dentro.
Uno de los hombres se acercó a recoger el baúl, que continuaba abierto a
sus pies, para cargarlo en el carruaje. Era el único que faltaba por partir, las
carretas ya iban dejando una estela de polvo tras ellas. Lady Isobel respiró
profundo, cuadró los hombros y se trepó al vehículo tirado por un par de
caballos.
El trayecto desde la casa hasta el muelle no era muy largo, casi dos
cuartos de hora a paso tranquilo, la mitad de eso si apuraban a los caballos;
cosa que hizo el pirata encargado de conducir el carruaje. Lady Isobel había
sido muy enfática en la importancia de llegar cuanto antes al muelle. No
podían, bajo ninguna circunstancia, permitir que su capitán bajara de “La
Silenciosa”, salvo para subir al Perséfone, el cual ya tenían bien provisto
para partir en cuanto su capitán diera la orden.
Fue toda una sorpresa para la tripulación cuando su señora los reunió a
todos —cuarenta hombres rudos y mal encarados—, en el salón de la
enorme casa de su capitán unos días atrás. La mayoría no estaba muy
conforme por haber tenido que quedarse en tierra mientras el capitán y los
demás participaban en alguna aventura. Sin embargo, su capitán fue muy
claro en sus órdenes y debían obedecer en todo a su señora —lady
Perséfone, como le decían a sus espaldas—. Stuart era el líder, el hombre a
quien Hades dejó al mando en su ausencia, el encargado de que cada orden
dada por él se cumpliera como si estuviera presente. Fue él quien reunió a
todos aquél día, quien se aseguró de que todos mostraran el debido respeto
a su señora, sobre todo cuando ella les comunicó el motivo de su presencia
en ese salón.
El pirata restalló el látigo en el cuarto trasero de uno de los caballos y
luego en el otro, atento al camino envuelto en una neblina de polvo que las
carretas dejaban a su paso. Frunció el ceño y luego afirmó con la cabeza. Sí,
lady Perséfone era justo lo que su capitán necesitaba, una mujer bragada
que no temiera enfrentarse a una panda de sanguinarios piratas como ellos.
Una mujer firme que no se rajara cuando ellos vociferaran en desacuerdo,
tal como hicieron cuando les ordenó preparar el Perséfone con las
provisiones necesarias para el viaje de vuelta a la isla. El capitán no les
había dado ninguna orden sobre eso y nadie mandaba en los barcos salvo él,
tal como refutaron ellos.
—¿Quién soy yo, Stuart? —había preguntado ella con la mirada alta
después de que la Rata hubiera calmado a todos.
—Mi señora.
—¿Solo tuya?
—Nuestra señora —había rectificado la Rata enseguida.
—¿Por qué? —le preguntó ella, pero ninguno de los presentes entendió a
qué se refería hasta que ella misma lo aclaró—: ¿por qué soy su señora?
—Es la esposa de nuestro capitán.
—¿Es así? —cuestionó entonces a todos los presentes—. ¿Soy la esposa
de su capitán?
Ninguno pudo contradecir tal verdad así que afirmaron a voces y con
movimientos de la cabeza.
—El capitán ordenó que la obedeciéramos en todo —habló Matthew, el
joven que conociera meses antes mientras viajaba en “La Silenciosa” en
calidad de esposa secuestrada.
Lady Isobel le sonrió agradecida y el muchacho sintió que acababa de
ganarse el cielo.
—Y eso es precisamente lo que harán —afirmó ella con una sonrisa
dulce que contradecía la firmeza de sus palabras.
Luego de eso se había retirado a sus aposentos, segura de que
obedecerían cada cosa que ella les pidiera. Empezando por revisar las
provisiones para la travesía hasta la isla.
El conductor sonrió. Sí, lady Perséfone era digna consorte del capitán
Hades.
Los caballos viraron en una curva y el pueblo quedó a la vista, estaban a
nada de llegar al muelle.
Lady Isobel se asomó por la ventana del carruaje y soltó un suspiro de
alivio al ver que casi llegaban. Apretó las manos en su falda, arrugada por
todas las veces que hizo lo mismo durante el camino. Rogaba en sus
adentros poder llegar a tiempo, tenía que hacerlo antes de que lord Grafton
se enterara del arribo de “La Silenciosa”, antes de que este increpara a
Aidan por lo sucedido con lady Amelie. Según supo por Stuart, el duque
tenía gente merodeando por el muelle día y noche, era muy probable que a
estas alturas ya se dirigiera al mismo destino que ella.
«Señor, no permitas que le pase nada a Aidan», rogó en silencio, sus
manos unidas a la altura del pecho.
El carruaje se detuvo minutos después con un leve zarandeo. La puerta se
abrió casi enseguida y la mano nudosa y áspera de Roger, el pirata
conductor, apareció ante ella.
—Llegamos, lady Per… señora —corrigió de último el pirata tras un
carraspeo.
—Gracias, Roger —dijo ella tomándolo de la mano para apearse.
Su nombre, pronunciado por la dulce voz de su señora, le hacía recordar
viejas memorias que, por antiguas, creía olvidadas.
—Grig y Sharky irán con usted. —Señaló con un movimiento de la
cabeza al par de piratas que la esperaban unos pasos adelante y que viajaron
fuera, en la parte trasera del carruaje.
—Gracias.
Roger o Torus —como lo llamaban sus colegas piratas por sus enormes
proporciones—, mientras veía a lady Isobel caminar hacia el muelle, tocó la
cicatriz que tenía en el brazo. Esa que le dejó la bala que su capitán le
disparó aquella vez, en “La Silenciosa”, por gritarle a la que ahora era su
señora. Había pasado mucho tiempo desde entonces y mentiría si dijera que
no guardó rencor por ello, pero respetaba demasiado a su capitán para
amotinarse. Sin embargo, todo resentimiento quedó sepultado gracias al
trato de lady Perséfone; ella se ganó su lealtad con sus suaves maneras, lo
trataba con respeto, como a una persona, como al hombre que fue antes de
convertirse en lo que era ahora. En silencio se dijo que, sin importar lo que
ocurriera en el futuro con su capitán, ella tendría su lealtad incondicional.
El otoño acabó pronto y, tal como prometió, el padre Zachary arribó a St.
Michael’s Mount. El invierno no se asentaba completamente todavía, pero
ya se sentían los efectos en el aire helado que enrojecía las mejillas del
clérigo. Hacía varios años que no visitaba el antiguo monasterio en el que
su querida hermana estableció esa pequeña congregación gracias al barón
St. Aubyn. Sir John era un viejo amigo de su padre y, a pesar de que el
territorio inglés dejó de ser católico desde que Enrique VIII se separó de
Roma para poder casarse con Ana Bolena, el barón tenía en alta estima a su
padre. Gracias a eso accedió a que María y sus compañeras de
peregrinación hicieran uso del antiguo monasterio que ahora era propiedad
del barón. Ellos, como buenos irlandeses, eran católicos fervientes. No fue
una sorpresa que cuatro de sus seis hijos eligieran el camino del Señor, no
así el hecho de que su hermana María decidiera establecerse
definitivamente en Cornualles tras varios años recorriendo el país ayudando
a los más necesitados.
Miró las murallas del antiguo monasterio. Su hermana estaba ahí,
ayudando a todos esos niños sin hogar que llegaban a sus puertas. Tras
mirar fijamente la construcción de piedra sintió un leve mareo, se aferró a
los costados de la vieja barcaza que lo transportaba hasta la isla y trató de
ignorar el balanceo de esta. Echó un ojo a su acompañante, se aferraba con
igual o más fuerza que él a la barcaza. Su rostro mostraba el miedo que
sentía de que la pequeña embarcación no resistiera, aunque claro, el hecho
de que el lanchero expusiera tan categóricamente la posibilidad de un
hundimiento debido al sobre peso no ayudó.
Sus miradas se encontraron y él sonrió para tranquilizarla, diciéndole con
el gesto que todo estaba bien. Llegarían sanos y salvos a la isla. No recibió
una sonrisa de vuelta, solo una pequeña mueca que dio buena cuenta de la
poca confianza de su acompañante.
Regresó su vista a la isla, casi llegaban. Otra sonrisa surgió en su boca al
pensar en lo sorprendida que estaría su hermana cuando lo viera. O quizás
no. Aidan y su esposa debieron hablarle de su visita. Bah, no importaba,
ella igual estaría feliz de verlo, así como él lo estaría por verla a ella.
En Skye, día con día, los signos del estado de gestación de lady Isobel
fueron acentuándose. Se irritaba por cualquier cosa, lloraba a la menor
provocación y vomitaba todo cuanto caía en su estómago. Esto último tenía
a Aidan al borde de la histeria. Su mujer lucía pálida, demacrada y delgada.
Muy delgada. La séptima semana de su llegada a Skye, y la segunda de sus
recientes vómitos, decidió que no podía seguir así. Le importaban una
mierda el duque y sus deseos de venganza, regresaría a Inglaterra y buscaría
el mejor jodido médico que existiera en el maldito reino. Secuestraría al
médico personal del rey si fuera preciso, pero su mujer recibiría la mejor
atención durante su embarazo o dejaba de llamarse Hades.
Ordenó a sus hombres que prepararan el Perséfone, la más rápida de sus
embarcaciones. Irían directo a St. Michael’s Mount sin perder tiempo en
ningún otro puerto, por lo que les encargó que cargaran todos los
suministros necesarios para ello. A su esposa no le informó que se irían
hasta un día antes, cuando ordenó a Jane que preparara los baúles de su
señora. Orden que lady Isobel anuló. Motivo por el que ahora el capitán
Hades subía las escaleras hasta sus aposentos de dos en dos, rumiando sobre
esposas desobedientes que necesitaban mano dura.
—¿Dónde están tus baúles? —preguntó en cuanto abrió la puerta.
Lady Isobel estaba recostada contra el respaldo de la cama con varias
almohadas en su espalda para mantenerla en una posición que no era ni
sentada ni acostada. Miró a su marido a la distancia, pues este se quedó
parado cerca de la puerta abierta, con la mano en la manija de esta.
—Donde deben estar —contestó con una sonrisa, obligándose a ser
paciente.
—Ordené que los alistaran, zarparemos al alba. —Aidan cerró la puerta a
su espalda, presentía que se avecinaba una tormenta dentro de las cuatro
paredes de su alcoba conyugal.
—No iré a ningún lado.
—Lo harás, no te estoy preguntando.
Aidan caminó hasta el armario donde su esposa tenía todo su
guardarropa. Inspeccionó los vestidos y luego sacó los cofres que también
guardaba ahí. Los destapó y sin ceremonia alguna descolgó las faldas,
chaquetas y pecheras, las enrolló y las aventó a los baúles abiertos.
Lady Isobel jadeó al ver el abominable trato que su marido les daba a sus
hermosas prendas.
—¿Qué haces? —protestó, quiso levantarse para impedirle que
continuara estropeándolas, pero el bendito mareo la devolvió a su lugar en
el acto.
Aidan no respondió. Cuando terminó de meter todo cuanto cupo en los
dos baúles, los sacó de la habitación y los dejó en el pasillo.
—No puedes obligarme. —Lady Isobel habría querido que su voz sonara
más fuerte y firme, pero el reciente mareo la debilitó más de lo que
pensaba.
—Por supuesto que puedo —replicó él, acercándose a la cama—. Eres mi
esposa, voy a cuidarte y protegerte por encima de cualquier cosa.
Ella lo miró. El tono de su voz no era ni remotamente tierno, sonaba rudo
y áspero, un rasgo de él al que ya se había acostumbrado. Sin embargo, las
palabras expresaban toda la preocupación que lo agobiaba. Su esposo no
sabía ser tierno con el timbre de su voz, pero sí que lo era en acciones. Las
lágrimas se le aflojaron cuando él se sentó en la cama y luego tomó su
mano para besarle la palma.
—Por favor, haz esto por mí. —Aidan no la miraba mientras decía esas
palabras, sus ojos estaban fijos en sus dedos que acariciaban los pequeños y
delicados de ella. Su mano pálida continuaba atrapada en la morena y fuerte
de él.
Lady Isobel adivinó en lo enronquecido de su voz lo difícil que era para
él verla ahí tumbada, consumiéndose por la falta de alimento. ¿Pero cómo
podía acceder a que regresaran a Cornualles si la vida de él estaba en
peligro? Dudaba mucho que lord August estuviera más calmado, lo más
probable es que volviera a atacarlo en cuanto se enterara de su presencia
ahí. No, no podía permitir que regresaran.
—Sabes que el movimiento del barco me pone bastante mal —apuntó en
un intento por apelar al lado sobre protector de su esposo—, creo que eso
solo empeorará mis náuseas.
—Tienes razón, no había pensado en ello. —Aidan volvió a besar la
palma de la mano de su esposa, afligido.
—Estaré bien, te lo prometo —sonrió para tranquilizarlo.
Aidan todavía sostenía su mano y en un arranque de valentía posó la
mano de él sobre su vientre, deseando con todo su corazón que esta vez
acariciara a su pequeño bebé. Desde esa ocasión, no había vuelto a
intentarlo. Él se mostraba atento, se aseguraba de que estuviera cómoda y le
conseguía todo aquello que ella quisiera comer, sobre todo en las últimas
dos semanas cuando empezó a serle difícil retener los alimentos en su
estómago. No podía decir que no se preocupaba por su hijo, porque sí lo
hacía, no obstante, no demostraba ese amor incondicional que ella ya sentía
por su pequeño.
La cálida palma sobre su vientre le envió un escalofrío de emoción a todo
el cuerpo.
En cuanto su mano tocó la pequeñísima curva en el vientre de su esposa,
Aidan sintió que una onda de calor subía por su brazo y se instalaba en su
corazón, incendiándole el pecho. Tuvo el impulso de cerrarla en un puño
como hiciera semanas atrás, sin embargo, una mirada a los ojos brillantes de
lágrimas de su esposa lo detuvo. Si lo hacía sabía que la lastimaría. Ya la
había herido aquella vez. Sus ahogados sollozos todavía lo perseguían
cuando veía en sus ojos el anhelo de que él aceptara y amara este bebé
como ya lo hacía ella. Pero maldición, él tenía razón. Todavía no nacía y ya
le estaba robando la vida. Estiró el otro brazo para tocar las mejillas
húmedas de ella.
—Por favor, no lo desprecies —musitó ella con voz ahogada—. Es
nuestro pequeño, la prueba más grande del amor que te tengo, que nos
tenemos, no quererlo es negar lo mucho que dices amarme.
La respiración de Aidan se volvió trabajosa, su pecho ardía y con las
palabras de su mujer la sensación aumentó. Quitó la mano que rozaba el
rostro de su esposa y la puso justo donde su corazón latía desaforado.
¿Lo despreciaba? ¿A su inocente hijo? ¿Podía no amar a este pequeño ser
que era parte de la persona que más amaba en el mundo?
¡Por supuesto que lo amaba! Era solo su miedo irracional a que algo les
sucediera lo que lo hacía actuar como un imbécil, lastimándola con su
estúpido actuar.
Lady Isobel vio en la atormentada mirada de su esposo el momento
exacto en que este se rindió al amor que no se permitía sentir por su hijo. La
visión se le nubló al ser testigo de la intensidad de los sentimientos que
Aidan experimentaba.
—Perdóname, pequeño —murmuró él justo antes de inclinarse sobre el
vientre de ella para besarlo—. Te amo, hijo, te amo muchísimo —susurró,
su frente recargada sobre el vientre de lady Isobel, su mano que antes
descansaba inerte sobre este, comenzó una suave caricia que provocó que
las silenciosas lágrimas de la dama se convirtieran en pequeños sollozos.
Aidan se quedó un poco más ahí, hablándole a su hijo con palabras
suaves, diciéndole lo mucho que lo quería, prometiéndole que siempre lo
protegería, que le enseñaría a defenderse para que nunca nadie intentara
aprovecharse de él. En este punto de la conversación ya tenía la mejilla
izquierda posada sobre el vientre de su esposa, su rostro en dirección al de
ella.
—Podría ser una niña —dijo de pronto lady Isobel, su mano que antes
retenía Aidan entre las suyas, estaba ahora en los cabellos de él,
acariciándolos.
—¿Una niña? —Aidan la miró desde su posición, sin ninguna intención
de moverse.
Lady Isobel asintió. Quiso reír al ver su expresión ceñuda ante un hecho
que no había considerado.
—Una hermosa y adorable pequeñita —afirmó ella.
El ceño de Aidan se distendió apenas la imagen de una preciosa niñita de
cabellos de sol como los de su madre se formó en su mente. Imaginó unos
ojos verdes, tal vez más verdes que los de su esposa.
—Tendrá tus ojos y una sonrisa que será mi perdición —agregó él.
—Y de sus pretendientes —añadió lady Isobel, sonriente.
Ante esto último, Aidan se irguió enseguida, abandonando la tibieza del
vientre materno.
—Mi hija no va a sonreírle a ningún imbécil —espetó, su mirada
endurecida de pronto.
—Mi padre decía lo mismo —replicó ella con esa sonrisa que,
efectivamente, era su perdición.
—¿Estás diciendo que soy imbécil, esposa? —preguntó él moviéndose
un poco, sus brazos encerrándola entre su cuerpo y el respaldo de la cama.
Lady Isobel se mordió el labio, nerviosa, sin embargo, sus ojos brillaban
llenos de diversión.
—Jamás, mi vida —respondió pasados unos segundos con falsa
inocencia—, solo he dicho que mi padre decía lo mismo. —Volvió a
sonreír.
—¿Tienes ganas de jugar, cariño? —Aidan estaba casi encima de ella, su
cara a un suspiro de distancia.
—Depende.
—¿De qué?
—De a qué quieras jugar. —Humedeció sus labios, de repente los sentía
secos.
—Ya que pronto nos convertiremos en padres, podemos practicar un
poco. —Su nariz rozaba la garganta de ella, ahí donde su pulso latía
enloquecido.
—Pensé que… querías jugar —dijo ella, su voz entrecortada.
—Al papá y a la mamá, esposa.
—No… no sé cómo se juega.
—Estoy seguro de que lo harás muy bien —afirmó Aidan antes de
mostrarle que el juego siempre empezaba con un beso.
Rato después, su capitana ya era toda una experta.
El barco de la marina real zarpó con las primeras luces del alba tal
como sugirió el duque de Grafton. El Perséfone se quedó en el puerto a
instancias de su excelencia. Mientras la culpabilidad de Aidan continuara
siendo una mera suposición, sus bienes seguirían siendo suyos. No
permitiría que lo despojaran ni que dejaran a su cuñada desprotegida.
Mientras miraba la inmensidad del océano, intentaba comprender por qué
regresó al muelle. Cuando se fue, harto de los intentos del cura de
ablandarlo para que ayudara a Aidan, iba con la mente puesta en ver a lady
Amelie. Quería escuchar de ella lo que el sacerdote le insinuó. Anhelaba
que le confirmara que todo lo que imaginó sobre ellos no era más que eso,
creaciones de su mente embotada por los celos. Que ella jamás le dio
libremente a Aidan lo que a él durante tanto tiempo le negó.
Fue ahí que comprendió el verdadero motivo de su rabia. La raíz de su
furia en contra de Aidan. Pensar en lady Amelie disfrutando de los besos y
caricias de otro hombre, de su hermano, lo ponía al borde la locura, sin
embargo, era la certeza de que él tenía que rogar por algo a lo que como su
esposo tenía derecho, algo que era legítimamente suyo… Y ella lo brindó
con placer a otro. A alguien que no era él. Mientras a él le negaba el calor
de sus caricias, a Aidan se las dio libremente.
Era eso lo que lo mataba. Era por eso que no le importaba que su relación
sucediera mucho antes de conocerse ellos. Mucho antes de que se
comprometieran. ¿De qué le servía que su relación terminara antes de que la
tomara como esposa? ¿De qué, si ella continuaba enamorada de él?
Parado junto al barandal de proa, posó una mano sobre su corazón. Le
dolía que lady Amelie no lo amara cuando él se consumía de amor por ella.
Y, sin embargo, ahí estaba. Ayudando al hombre que ella amaba. ¿Era
acaso esto el amor?
Ni siquiera llegó a tocar la puerta de calle de la casa Wilton. Comprendió
que debía ayudar a Aidan sin importar la respuesta de su esposa. Era su
hermano. Se lo debía a cambio de todo lo que sufrió por culpa de las
acciones de su madre. Tal vez ya no podrían tener una relación fraternal
como la que él deseó desde que supo la verdad sobre su nacimiento, no
obstante, haría esta última cosa por él. Lo que hiciera después de esto ya no
sería asunto suyo. Él habría saldado su deuda.
Te extraño.
Londres.
Mediados de febrero de 1726, año de Nuestro Señor.
Aidan pensó que nunca podría enojarse tanto como lo estaba ahora. Era
tal su furia que quería agarrar a Isobel y meterle un poco de sentido común
a punta de… se llevó las manos al cabello, jalándolo desesperado. Y él ahí
metido sin poder salir del maldito mausoleo Grafton.
Apenas regresara la iba a amarrar a la cama para enseñarle las
consecuencias de desafiarlo. ¿En qué, en nombre del Señor, estaba
pensando para salir por ahí sin más compañía que la doncella lengua larga?
Como Feng y Grig no aparecieran con ella enseguida, iría él mismo a
buscarla. ¡A la mierda Anson y su condición de mantenerse encerrado!
Miró el reloj en la repisa de la chimenea. Faltaba casi nada para
oscurecer y ni sus luces de su mujercita embaucadora. Harto de dar vueltas
por toda la biblioteca salió del lugar para ir a buscarla y traerla de vuelta a
la casa.
Abrió la puerta de calle en el momento justo que el mayordomo corría
para hacerlo por él.
—Bienvenida, milady —habló el mayordomo del duque quitándole a
Aidan el control de la puerta.
Lady Isobel estaba parada en el umbral a punto de tocar la aldaba.
—Gracias, Harold.
Entró al vestíbulo y Harold, tras cerrar la puerta, se apresuró a ayudarla
con la capa. Jane estaba junto a ella, deshaciéndose de su propia ropa de
abrigo.
Aidan observaba a su inocente mujercita quitarse las prendas. Parecía un
muñeco de nieve. En las semanas que llevaban en Londres, su vientre
comenzó a crecer y a estas alturas ya era bastante notorio, aunque no
prominente. Si los cálculos no le fallaban debía estar a punto de entrar al
quinto mes.
—¿Sucede algo, cariño? —preguntó ella, obsequiándole esa sonrisa que
le arrebataba los pensamientos.
Movió la cabeza para deshacerse de su influjo. No iba a camelarlo con
sonrisitas.
—Ven conmigo —la tomó de la muñeca y la arrastró con él escaleras
arriba.
Esa tarde, su esposa iba a aprender a obedecerle.
Lord Grafton, parado la puerta que daba al salón de visitas, vio a su
cuñada saludarlo con un gesto de la mano mientras caminaba tras Aidan. La
dama sonreía, para nada preocupada por el gesto furibundo de su marido.
Apretó los labios, disgustado.
¿Es que Aidan no podía mantener las manos lejos de su mujer, aunque
fuera un día?
La situación comenzaba a cansarlo. Luego de su pelea en la biblioteca, y
gracias a la presencia de lady Isobel, la tensión que se respiraba cada vez
que se encontraban disminuyó un poco. Ahora por lo menos podían
esquivarse si querer saltarle encima al otro. Incluso compartían las comidas
—a instancias de su cuñada, por supuesto—, sin embargo, todavía no
hablaban sobre su antigua relación con lady Amelie, una tormenta que se
cernía sobre ellos y que en cualquier momento podía azotar, llevándose la
precaria armonía que han logrado establecer. Solo esperaba que cuando eso
ocurriera, la situación legal de Aidan estuviera resuelta, aunque a estas
alturas ya no sabía cuánto tiempo iba a tomarles.
Se suponía que solo estaría en Londres una semana, dos como mucho,
pero nada salió como planeó. Acababa de regresar de ver al magistrado,
quien le confirmó que el duque de Richmond pidió detener la investigación
en torno al conde de Euston, tal como él le solicitó un par de días atrás
cuando fue a verlo.
La noche siguiente, su primo no reconocido iría a cenar. Era muy
importante causar una buena impresión en él, pero dudaba que Aidan fuera
capaz de comportarse. La responsabilidad recaería en él y lady Isobel. Su
cuñada, bendita fuera, era la única persona capaz de lograr que ese pirata
que tenía por hermano hiciera cualquier cosa aun en contra de su voluntad.
Ni siquiera podía confiar en Zachary. Ese cura parecía cualquier cosa
excepto un sacerdote cuerdo y responsable. Por suerte no se quedaba con
ellos sino en la casa de Aidan. Tenían otra invitada que debido a su soltería
no podía estar bajo el mismo techo que dos hombres casados sin la
compañía apropiada. Mientras regresaba al salón, agradeció en el alma esa
circunstancia.
Era martes, el sol hacía rato que había desaparecido del cielo cuando lord
Richmond llegó a cenar a la casa Grafton. Harold lo recibió con las
pleitesías que su rango ameritaba y luego lo invitó al salón de visitas.
—Su excelencia, el duque de Richmond y Lennox —anunció con una
reverencia.
Los cuatro presentes abandonaron sus asientos para recibir al duque con
la reverencia de rigor. Aidan sintió que la espalda le crujía al inclinarse ante
el noble, poco acostumbrado a estas zalamerías; como él las llamaba.
—Bienvenido, excelencia. —Lord August avanzó algunos pasos y luego
lo invitó a sentarse en uno de los sillones individuales.
—Por favor. —Richmond hizo un gesto a lady Isobel para que ella lo
hiciera primero.
Cuando todos estuvieron sentados, y las debidas presentaciones fueron
realizadas, Zachary, el cuarto presente en la sala, no aguantó más y se
dirigió al duque.
—Excelencia, quizá no me recuerde, pero fui amigo de su padre; que el
Señor lo tenga en su gloria.
—Lo recuerdo. Mi padre hablaba de usted con frecuencia —comentó
amable. Luego se dirigió a lady Isobel—: Lord Grafton mencionó que su
padre era el difunto conde de Pembroke.
—Así es, excelencia. —Lady Isobel estaba nerviosa. Sabía que esa
reunión era más que una cena, consciente de que el apoyo del duque ante el
rey dependía en sumo grado de la impresión que el lord se llevara esa
noche.
Richmond observó al conde de Euston, quien no había dicho ninguna
palabra todavía. La expresión de su rostro no le dejaba ver nada, sin
embargo, su mirada mostraba la fiereza de su carácter.
Lord Grafton condujo la conversación a temas inocentes, como el baile
anual de una condesa de la que lady Isobel no tenía idea de quién era.
Harold entró a la estancia minutos después anunciando que la cena estaba
lista y lady Isobel sonrió agradecida porque eso significaba que la noche
estaba más cerca de terminar.
—¿De verdad es necesaria esta pantomima? —masculló Aidan mientras
escoltaba a su esposa fuera del salón en dirección al comedor.
—Compórtate, esposo. —El susurro de lady Isobel fue acompañado de
un discreto pellizco en el brazo de Aidan.
La cena transcurrió en un ambiente distendido, amenizado por las
anécdotas del padre Zachary. Todo iba muy bien. Lady Isobel participó de
vez en cuando en la conversación hasta que, atendiendo a las convenciones
sociales, se levantó de la mesa y los dejó bebiendo licor. Mientras salía del
comedor, rogó porque los esfuerzos hechos hasta el momento no fueran en
vano.
—Es un hombre afortunado, lord Euston —habló Richmond cuando se
quedaron solos.
—Lo soy, excelencia.
—A pesar de las circunstancias —añadió antes de darle un sorbo a su
whisky.
—Soy consciente de ese hecho, excelencia.
A Aidan le estaba costando media vida responder de manera educada al
duque de Richmond. No le gustó nada la mirada que obsequió a su esposa
cuando esta salió del comedor. Tampoco el tono de envidia con que expresó
lo afortunado que era ni el rastro de burla de después. No obstante, se
esforzó por ignorar esos detalles en aras de un beneficio mayor. A lo mejor
era él que veía cosas donde no las había, sin embargo, no sobrevivió a la
crueldad del Rojo padre por nada. Siempre hacía caso a su instinto y este le
decía que no sacarían nada de Richmond sin dar algo a cambio. No le
importaba. Estaba dispuesto a entregar todas sus riquezas con tal de obtener
un futuro al lado de Isobel y su hijo.
—¿Entonces es cierta la historia, padre? —escuchó que preguntaba a
Zachary.
—Por supuesto, excelencia. —Zachary se irguió en la silla, preparándose
para dar toda una disertación sobre el asunto, pero fue interrumpido por lord
Grafton.
—Su gracia mencionó que el antiguo lord Richmond hablaba a menudo
sobre ello.
—Apuesto que sí —apuntó Zachary, sonriente.
—Tal vez usted pueda ayudarme, padre, con un asunto que por
considerar imposible relegué al olvido —comentó Richmond, su mirada
curiosa puesta en el cura.
—Por supuesto, excelencia. Si está en mi mano… —Zachary calló,
alentándolo a hablar con una sonrisa.
—Mi padre dejó un documento para ese pirata que aseguraba le salvó la
vida, pero, como comprenderá, me ha sido imposible entregarla. ¿Cómo
podría encontrar a ese pirata si no salgo de Londres y mi casa de campo?
Era una pregunta retórica, pero Zachary respondió de todos modos.
—Tiene toda la razón, excelencia.
Lord Grafton escuchaba la conversación con el aliento contenido. ¿Qué
diría ese documento? ¿Serviría para indultar a Aidan sin necesidad de
acudir al rey?
—Es por eso que necesito su ayuda para llevar a cabo esa tarea
encomendada por mi padre.
—Bueno, excelencia, si desea entregar el documento a ese pirata solo
debe…
—El padre Zachary podría ir mañana por él y luego entregarlo en mano.
¿No es así, padre? —intervino Aidan antes de que el cura pudiera revelar
que él era el pirata del que hablaban.
—Le enviaré un mensaje, padre Zachary —replicó el duque, sin
comprometerse a recibirlo el día siguiente.
Mientras escuchaba la plática, la certeza de que él era el pirata que salvó
a un duque de manos del español, se fue haciendo más firme. Quería reír a
carcajadas. ¿Cuántas veces se recriminó haber tenido esa muestra de
debilidad a causa del incordio de Zachary? Si él no hubiese estado en ese
barco, no lo habría pensado dos veces antes de saquearlo y dejarlos a la
deriva para que el mar hiciera su trabajo. Si Zachary no fuera hermano de
sor María, jamás habría atendido a sus intentos de apelar a su alma piadosa
para salvarse él y a los demás ocupantes del galeón inglés.
Afortunadamente para él, Zachary viajaba con un duque y, aunque el lord
ya debía estar rindiendo cuentas al Creador, cabía la posibilidad de que le
hubiera dejado una salida.
El movimiento de sillas lo trajo de vuelta a la mesa. Sus tres
acompañantes se levantaban ya. Seguramente irían al salón para seguir la
tertulia, sin embargo, en lo que a él respectaba, la noche acababa de
terminar. Iría por su mujer y se acurrucaría junto a ella en la gran cama de
su alcoba.
Lady Isobel se levantó del sillón en cuanto los hombres entraron al salón
de visitas. El agotamiento estaba impreso en su rostro y Aidan ratificó para
sí su intención de llevarla a descansar.
—Anda, vamos para que descanses. —Aidan llegó hasta ella y la tomó
de la mano.
—No podemos abandonar a nuestra visita, esposo —musitó, los pómulos
enrojecidos por la vergüenza.
—No se preocupe por mí, milady —intervino Richmond—, ya me
retiraba.
—Gracias por aceptar nuestra invitación, excelencia. —Lady Isobel
realizó una reverencia.
—Ha sido un verdadero placer, milady.
Aidan apretó la mandíbula al escuchar el tono con que el duque se dirigió
a su esposa. Si no se iba en ese instante, iba a conocer el placer de sus
puños.
—Su gracia, milord, padre —dirigió una cabezada de despedida a cada
uno y luego salió del lugar.
Lord Grafton lo siguió para acompañarlo hasta la puerta.
Lady Isobel se dejó caer sobre el sillón, exhausta.
—Creí que ibas a saltarle encima —externó en voz alta su temor.
—Ganas no me faltaron, créeme.
Lord Grafton regresó al salón y la réplica de lady Isobel murió en sus
labios.
—Padre —dijo Grafton al cura, ya sentado en otro de los sillones—, es
muy importante que cuando se reúna con Richmond no revele la identidad
del pirata hasta que tenga el documento en su poder —continuó.
—¿Por qué? No veo cuál es el problema de que…
—Padre, no pregunte y haga lo que August le pide —cortó Aidan.
—¿Por qué? —La pregunta vino ahora de parte de lady Isobel.
—Porque si sabe que es para mí, puede que no quiera entregarla. ¿No es
así, hermano? —A pesar de la palabra fraternal, la pregunta no ocultaba el
rastro de burla con que fue expresada.
—Con Richmond nunca se sabe, es mejor ser precavidos —afirmó el
duque.
—Tal vez no debería ir solo, padre. —Lady Isobel miró al cura,
preocupada.
—No pasará nada, hija.
—De todos modos, creo que no debería ir solo —insistió ella—. Lo
mejor sería que hubiera un testigo de lo que se hable ahí.
—Lady Isobel tiene razón —comentó lord Grafton.
—Podría venir usted, excelencia —sugirió Zachary.
—No, debe ser alguien ajeno a la familia. —Los tres miraron a Aidan,
quien parecía no interesarse en la plática, pero acababa de demostrar que
estaba atento a todo.
—Estoy de acuerdo —convino lord August.
—Podría pedirle a mi amigo William que vaya conmigo —meditó
Zachary en voz alta.
—¿William? ¿Qué William? —cuestionó el duque, no muy seguro de la
clase de amistades de Zachary.
—William Plumer, el hijo del coronel John Plumer.
—Lo conozco —aprobó el duque con un gesto afirmativo.
Siguieron hablando sobre los detalles de la visita. Lo primero sería
contactar al señor Plumer, a lo que Zachary comentó que no sería ningún
problema. Lord Grafton lo había mirado con los ojos entrecerrados y el cura
no tuvo más remedio que admitir que su invitada era sobrina del señor
Plumer, motivo por el que tenía la seguridad de poder contar con la ayuda
del abogado y miembro del parlamento. Ellos estaban ayudando a su
sobrina a mantenerse a salvo de las garras de un delincuente, bien podía él
apoyarlos para librarse del mismo delincuente.
El padre Zachary corrió hacia la casa para alertar a todo el que debiera
ser alertado sobre el secuestro de las dos mujeres.
Aidan bajó corriendo las escaleras al escuchar el alboroto en el vestíbulo.
—¡Qué mierda sucede! —gritó parándose en medio—. ¡Isobel! ¡Isobel!
—comenzó a llamar a su esposa para asegurarse que estuviera bien y segura
dentro de la casa. La mirada de sus hombres le hizo darse cuenta que el
alboroto estaba relacionado con ella—. ¡Dónde está mi mujer! —ladró
entonces.
Un silencio sepulcral siguió a esa última exclamación.
—¡Hablen! ¡Dónde está mi mujer! —bramó, sintiendo que algo parecido
al miedo comenzaba a brotar en su pecho.
—Se las llevaron. —Zachary fue el que se atrevió a hablar.
—¡Qué ha dicho! —Aidan se abalanzó contra el sacerdote, pero el
Cuervo se interpuso a tiempo para evitar que golpeara a un hombre del
Señor.
—¡Cálmate! ¡Debemos ir por ellas antes de que se alejen demasiado!
Las palabras del Cuervo parecieron penetrar en la bruma que envolvía la
mente de Aidan.
—¡Dónde jodidos estaba ustedes que no lo impidieron! —vociferó
soltándose de la sujeción del Cuervo—. ¡¿Quién fue?! —preguntó a
Zachary sin esperar respuesta a su anterior exclamación.
—El prometido de lady Abercorn.
En ese momento, un grito lleno de rabia brotó de la garganta de Aidan.
—¡Rata traidora! —bramó mientras caminaba hacia la puerta—. ¡Voy a
matarlo, acabaré con el maldito desgraciado!
Al salir de la casa vio que la mayoría de sus hombres ya estaban listos
para partir.
—Feng fue tras ellos, capitán —informó Wilson en cuanto lo vio.
—¡Tráiganme un caballo, maldita sea! —ladró a nadie en particular, pero
todos se movieron para tratar de cumplir con su pedido.
Tomó las riendas del caballo ruano que le llevaron y montó enseguida.
—¡A dónde se fueron!
—En esa dirección. —Grig señaló a su izquierda.
Aidan espoleó su caballo dejando tras de sí una extensa nube de polvo.
Otros caballos, tomados de los establos del duque, lo siguieron en su carrera
para alcanzar el carruaje que se llevó a su mujer. Ese malnacido iba a pagar
haberla tocado.
En el carruaje, lady Isobel trataba de no perder la calma. Lady Abercorn
lloraba y el Rojo no dejaba de quejarse por eso. El hombre no era mucho
mayor que Aidan. Y aunque carecía de la belleza salvaje de su marido, no
podía decir que fuera feo. No obstante, no importaba lo bien parecido que
fuera, nada lograba compensar la fealdad de su alma. Lo veía en su mirada
ambarina. Cuando lo miró a los ojos no vio ningún atisbo de bondad en él.
El Rojo no era un buen hombre. Y por eso debía ser lo más cautelosa
posible; al menos hasta que Aidan la rescatara. Porque si de algo estaba
segura era que su esposo no la dejaría en manos de ese hombre.
El caballo ruano volaba sobre la calle, sin hacer caso de los viandantes
que se encontraba en su camino como tampoco lo hacía Aidan. El corcel era
rápido y estaba entrenado para reaccionar a la menor orden de su jinete. El
carruaje, más lento y pasado, no les llevaba mucha ventaja por lo que en
poco tiempo logró distinguirlo entre los otros coches que transitaban por esa
calle.
—Te tengo, desgraciado —masculló y obligó al animal a ir más rápido.
El carruaje se balanceó a ambos lados y el Rojo supo que algo andaba
mal. A juzgar por el golpe que escuchó, alguien acababa de treparse en el
pescante. Hecho que confirmo cuando este se detuvo de pronto.
¿Sería alguno de los esbirros de Hades?
¡Sabía que era un error llevarse a la esposa de ese maldito pirata!
¡Pero la mujer no le dejó opción!
Si no la hubiese metido rápido al carruaje, habría comenzado a gritar,
alertando a los hombres que con tanto celo la custodiaban. No podía
permitir que le arrebataran la oportunidad de recuperar a lady Abercorn,
debía casarse con ella pronto para mantener controlado al conde. Notaba
que Abercorn ya no estaba contento con su sociedad, pero si pensaba que se
desharía de él tan fácil era que no lo conocía en absoluto.
Decidido a ver qué o quién los retrasaba abrió la puerta del carruaje, se
desharía de la amenaza y retomaría su camino a la iglesia. Tenía un cura
anglicano listo para realizar la ceremonia en cuanto apareciera con su
prometida. Si era necesario la sacaría a rastras, pero iba a casarse con ella
ese mismo día. No permitiría que intentara huir de nuevo y lo despojara del
estatus que obtendría con su matrimonio.
Sin embargo, no vio venir el puño que se estampó en su rostro apenas
asomó la cabeza por la puerta. No cayó hacia atrás porque la mano de su
atacante lo sostuvo por las solapas de su chaqueta. Aturdido percibió que
tiraban de él para sacarlo del interior del vehículo. Sintió el golpe de su
espalda contra algo duro, la pared del carruaje tal vez. El pómulo derecho le
pulsaba como el infierno. Todavía no se recuperaba de ese primer golpe
cuando otro, más fuerte, impactó contra su mandíbula. Trató de enfocar su
mirada para conocer la identidad de su atacante, pero la voz de este le dio
su respuesta. Hades.
—¿Pensaste que podías secuestrar a mi mujer y salir impune? —escuchó
que le decía justo antes de que le encajara un puñetazo en el estómago.
Quiso doblarse de dolor, pero él no se lo permitió. Lo mantuvo erguido,
apoyado contra la pared del carruaje.
—Solo… quería a mi… prometida… —balbuceó, un hilillo de sangre
salía de su labio. Se lo partió con el segundo golpe.
—¿¡Crees que soy imbécil!? —ladró dándole otro golpe en el rostro.
Acercó el suyo al magullado de él y le espetó—: O’Sullivan y tú no han
hecho otra cosa que intentar joderme.
—Son solo… negocios —respondió el Rojo, respiraba con dificultad a
causa del golpe en el estómago. El imbécil casi le sacó el aire con ese
puñetazo.
Aidan elevó el puño dispuesto a molerle la cara a golpes, pero su
mujercita escogió ese momento para asomarse por la puerta del carruaje.
—Ya es suficiente, esposo —le dijo, su mano posada en el antebrazo que
tenía levantado.
—Este desgraciado tiene que aprender que nadie se mete con lo mío —
masticó las palabras, demasiado furioso; él estaba lejos de tener suficiente.
—Por favor, deja que la justicia se encargue —pidió ella con voz suave,
revelándole el verdadero motivo por el que le pedía que se detuviera.
Aidan maldijo. Su esposa tenía miedo de que lo matara y terminara en la
horca. Por supuesto que ganas no le faltaban, las manos le picaban por el
deseo de golpearlo hasta dejarlo inconsciente. O muerto. Lo que sucediera
primero. Pero no podía hacerle eso a su mujer. No cuando parecía que las
cosas comenzaban a enderezarse. Miró al Rojo y no se privó de darle un
último golpe con la otra mano; sin la sujeción de Aidan, este cayó como un
peso muerto al suelo.
—Hades gobernado por una mujer —se burló el Rojo, riendo entre
dientes—, si me lo hubieran contado no lo habría creído.
Aidan hizo amago de levantarlo y terminar lo que empezó, pero lady
Isobel volvió a sujetarlo.
—Ten cuidado, Rojo, Hades todavía no ha muerto. —Pateó la pierna del
hombre con fuerza, arrancándole un quejido.
—Creí que nunca lo escucharía hacer esa confesión, milord. —George
Anson estaba a unos pasos de ellos, montado en un caballo de pelaje rojizo
—. Cuando mi oficial me avisó que había salido de la casa no podía creerlo.
Al pobre le dieron un golpe en la cabeza que lo dejó inconsciente, pero
despertó a tiempo para verlo irse a caballo.
Aidan apretó los puños. Ese maldito capitán iba a llevarlo a un calabozo.
Seguro como el infierno que el desgraciado no iba a perder la oportunidad
que tanto esperó.
—¿Qué confesión, capitán? —contestó porque no quería darle el gusto.
—No se preocupe, milord —dijo Anson y luego señaló al Rojo—,
tenemos un testigo.
—¿Y su vigilante no vio cuando nos secuestraban? —intervino lady
Isobel con el único afán de desviar la atención hacia el Rojo.
—Lamento mucho la terrible experiencia que acaba de pasar, milady,
pero como dije hace un momento, lo golpearon en la cabeza y lo dejaron
inconsciente —contestó Anson con sinceridad—. No se preocupe, nos
haremos cargo de este hombre. No volverá a molestarlas —añadió, dándole
una mirada al susodicho.
Un par de oficiales estaban levantándolo del suelo. Le amarraron las
manos a la espalda y luego lo subieron a un caballo cuyas riendas
controlaba otro marino.
—En deferencia a su posición no le ataremos las manos. —Anson se
dirigió a Aidan—. Pero debe venir con nosotros, milord. —El capitán de la
marina real no ocultó lo complacido que se sentía por ese hecho.
Aidan sintió que su esposa le apretaba el brazo, ese que no había soltado
desde que lo tomara para impedir que siguiera golpeando al Rojo. Imaginó
que para que no empeorara la situación. Sabía que debía ir sin poner
resistencia, pero le reventaba tener que hacerlo.
—Lleva a mi esposa y lady Abercorn a la mansión Grafton. El padre
Zachary está ahí —ordenó a Feng.
El hombrecillo oriental estaba en el pescante del carruaje. Había sido él
quien detuviera al cochero cuando saltó de su caballo hacia el vehículo.
Lady Isobel pensó que era una bendición que sus habilidades de lucha, esas
que le ha visto practicar en algunas ocasiones, le dieran la agilidad para
realizar este tipo de hazañas sin salir lastimado.
—Como oldene, capitán.
Lady Isobel iba a protestar, pero Aidan la silenció con un beso cargado
de ternura.
—Estaré de vuelta antes de que te des cuenta que me fui —le susurró
cuando rompió el contacto de sus labios.
—Cuídate, por favor.
—Lo haré.
Lady Isobel subió al carruaje donde una llorosa lady Anne la esperaba.
Aidan vio el carruaje moverse y hasta ese momento fue consciente del
revuelo que causaron. Varios carruajes comenzaron a moverse detrás del
suyo, al parecer estuvieron bloqueándoles el paso todo este tiempo.
El Cuervo se acercó a él para entregarle las riendas de su montura. Él, al
igual que otros piratas, habían salido detrás de su capitán en busca de su
señora.
—Iré en mi caballo —dijo a Anson ya sentado sobre el animal.
—Por supuesto, milord.
Zachary no dejaba de dar vueltas por el vestíbulo. Tenía los nervios de
punta. Jane, sentada en una de las sillas de la estancia, estrujaba su pañuelo.
Desde que supo que se llevaron a su señora no había parado de llorar.
El golpe de la aldaba sobresaltó a todos, incluido Harold. El mayordomo
le había tomado gran aprecio a la esposa del conde y aunque su rostro
impertérrito no lo mostraba, por dentro se deshacía de la preocupación.
Se apresuró a abrir la puerta y casi emitió un jadeo al ver el lamentable
estado de lady Abercorn, pero su atención se posó enseguida en lady
Euston.
—¡Milady, gracias al Señor que están bien! —exclamó sin poder
contenerse.
Lo que siguió después de eso fue una mezcla de alabanzas al Creador y
maldiciones por lo ocurrido. Lady Isobel les explicó que el capitán Anson
se llevó a Aidan luego de que escuchara la conversación donde su esposo
aceptaba implícitamente que era Hades.
La aldaba volvió a sonar y cuando el mayordomo abrió, el señor Plumer
apareció al otro lado. El padre Zachary había enviado a uno de los lacayos
del duque para que avisara al parlamentario del secuestro de su sobrina.
Lady Isobel aprovechó la aparición del señor Plumer para pedirle que por
favor investigara a dónde llevaron a su esposo. William Plumer, tras
asegurarse que lady Abercorn estaba sana y salva fue a cumplir con la
encomienda de lady Isobel.
En la torre de Londres, Aidan acababa de ser encerrado en uno de los
calabozos.
—Espero que su estancia aquí sea placentera —dijo Anson antes de
cerrar la reja.
Aidan no respondió. Se limitó a mirarlo con esa fiera determinación que
veían sus enemigos antes de caer ante él en batalla.
Al Rojo lo pusieron un par de celdas antes. El hombre lloriqueaba
alegando que la joven era su prometida, que no existía ningún secuestro.
Pidió que localizaran a lord Abercorn, él corroboraría su versión.
Anson envió un mensajero en busca del conde para aclarar el asunto.
Cuando el hombre volvió en compañía del conde, este último sentenció al
Rojo.
—Mi hija nunca ha estado comprometida con ese delincuente —dijo a
Anson.
Abercorn siguió apretando la soga en el cuello del Rojo diciendo que el
irlandés estaba obsesionado con su hija y que no era la primera vez que
intentaba llevársela por la fuerza, lo acusó de extorsión pues aseguró que
intentó forzarlo para que le entregara la mano de lady Anne. Cuando Anson
le preguntó con qué lo extorsionaba, Abercorn sudó frío. No podía decirle
que lo amenazaba con revelar sus negocios sucios. Así que recurrió a su
secreto familiar y dijo que lo chantajeaba con dañar la reputación de su
familia esparciendo el rumor de que su padre no estaba muerto, sino que era
un retrasado mental.
Si la revelación sorprendió a Anson no lo demostró. Sabía perfectamente
que, para una familia aristocrática, su reputación y buen nombre lo era todo.
Plumer también estaba en la sala, atento a las palabras de su cuñado.
Había llegado antes que él para cumplir con el pedido de lady Isobel de
averiguar sobre la situación de lord Euston. Ahí supo que Abercorn estaba
de camino para declarar y se quedó a esperarlo. Le interesaba mucho saber
la posición que tomaría este, dadas las nuevas circunstancias. Mientras lo
escuchaba relatar las supuestas argucias del Rojo, se las arregló para no
hacer ningún gesto, sin embargo, se sentía satisfecho de que su cuñado
pusiera el bienestar de su sobrina en primer lugar.
Cuando Abercorn terminó su declaración, Anson envió un mensajero al
magistrado, solicitando la ejecución del Rojo por secuestro a dos damas de
la nobleza, extorsión y agresión a un oficial de la marina real.
Abercorn sintió que un peso se levantaba de sus hombros, sin embargo,
sabía que todavía debía enfrentarse a O’Sullivan. El mercader no vería con
buenos ojos su traición al Rojo.
—Hay otro hombre —habló antes de perder el valor, llamando la
atención de Anson—. Callum O’Sullivan.
Anson afirmó con la cabeza, alentándolo a continuar. Sabía por su
superior que ese hombre, O’Sullivan, fue quien acusó al conde de Euston de
ser el temible pirata Hades.
—O’Sullivan es socio del Rojo. Entre ambos han secuestrado a
jovencitas que luego venden en sus burdeles. Es por eso que temía tanto de
la suerte de mi hija. Solo de pensar lo que esos dos le tenían reservado… —
calló, dándole a su relato el toque justo de dramatismo.
—¿Dónde está ese hombre? —preguntó Plumer.
—En el Bluebell Garden, uno de sus burdeles.
—¿Tiene alguna prueba de lo que dice, milord? —cuestionó Anson.
—Bastará con que vaya al burdel. Siempre tienen atada a alguna
muchacha nueva antes de enviarla a Dublín.
El señor Plumer recordó que hacía unas semanas desapareció la hija de
Henry Smith, un terrateniente de Hertfordshire. ¿Sería posible que la joven
cayera en manos de ese hombre?
—La única razón por la que O’Sullivan acusó al conde de Euston —
continuó Abercorn—, es porque liberó a cuatro jovencitas que tuvieron la
desgracia de ser reclutadas con engaños. Ninguna sabía lo que les esperaba
cuando aceptaron que la madame les consiguiera un trabajo.
George Anson miró a Abercorn con el ceño fruncido.
—¿Cómo es que sabe tanto, milord? —preguntó a este, dudando de su
inocencia.
—Los escuché hablar, fue así como me enteré de quién era ese hombre
que pretendía casarse con mi hija.
Anson asintió, aunque no le creyó una palabra. Casi podía estar seguro de
que Abercorn era tan culpable como los otros.
—Enviaré a unos guardias a inspeccionar el burdel.
Abercorn le repitió el nombre y le dio la dirección del lugar. Esperaba
que con eso pudiera librarse al fin de sus indeseados socios. Luego de eso,
tanto Abercorn como Plumer se despidieron del capitán.
Londres, junio de 1727 año de Nuestro Señor (casi año y medio después).
Fin.
Quiero su amor
“Con gran regocijo le informo que, con la Gracia del Señor, el pasado día
de San Valentín proporcioné a su ducado un heredero sano.
Lady Grafton”.
[1] Hora canónica que hace referencia a los rezos que se llevaban a cabo tras la puesta del sol.
[2] Antes del amanecer.
[3] Al amanecer.
[4] Primera hora después del amanecer, alrededor de las seis de la mañana.
[5] Tercera hora después del amanecer, sobre las nueve de la mañana.
[6] Antes del descanso nocturno, alrededor de las nueve de la noche.
[7] Colchón relleno de paja o hierba.
[8] Alrededor de las tres de la tarde, llamada también “hora de la misericordia” por creerse que
es la hora en que murió Cristo.
[9] Parte trasera o posterior de un barco.
[10] Parte delantera del barco.
[11] Pequeña ventana o tragaluz usualmente ovalada o circular.
[12] Estructura del barco que se eleva sobre la cubierta principal en la parte delantera de este.
[13] Estructura del barco que se eleva sobre la cubierta principal en la parte trasera de este.
[14] Costado derecho del navío.
[15] Plataforma redonda ubicada en lo alto de los palos de un barco que se utiliza como puesto
de observación y para maniobrar desde ella las velas altas.
[16] Título con el que se conocía al jefe de un clan escocés.
[17] También llamado “tontillo” es un armazón interior que se usaba para ahuecar las faldas de
las damas durante el siglo XVIII, es predecesor del miriñaque y la crinolina.
[18] Fue construida en el año 1,095 por los vikingos y reconstruida en 1685. Su última
restauración fue en 1998.
[19] Parque ubicado actualmente en el centro de Dublín, fundado en 1694. En su fundación, el
parque todavía era parte de las afueras de la ciudad.
[20] El órgano de la iglesia de San Michan fue instalado en 1724 y todavía se encuentra en
funcionamiento.
[21] La ley de matrimonio de 1754, promovida por lord Hardwicke en 1753, estableció que los
jóvenes menores de 21 años debían obtener el consentimiento de sus padres para poder casarse,
además, las bodas debían realizarse en una iglesia previa obtención de una licencia de matrimonio.
Los mayores de 21 años no necesitaban el permiso de sus padres, pero sí debían cumplir las otras dos
disposiciones.
[22] Esposa de Hades en la mitología griega.
[23] George Anson fue un almirante de la Royal Navy y aristócrata británico del siglo XVIII.
[24] René Duguay-Trouin fue un marino y corsario de origen bretón al servicio del rey de
Francia desde el año 1689 hasta alrededor de 1731. Murió en París en 1736 a los 63 años de edad.
[25] “Irlandés” en la lengua irlandesa.
[26] Parque creado por Enrique VIII en 1536 como coto de caza. Fue abierto al público en
1637.