La Risa de Los Viejos Dioses

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Annotation

Inmediatamente después de su llegada a Costa Verde, Peter Reynolds, un corresponsal


estadounidense, se hundió en medio de una revolución violenta. El Dictador, Miguel
Villalonga, así como los rebeldes, buscar el apoyo de un sacerdote católico, un hombre de
Dios, que ejerce su poder sobre los peones indios. Mientras que el Padre Pío es rehén en las
montañas por una banda de guerrilleros, el dictador está revisando la tierra para el
sacerdote. Sin embargo, "los antiguos dioses" que residen en el gran volcán de
Zopocomapetl deciden por sí mismos los conflictos, con la erupción y verter su furia sobre
los gobernantes y los rebeldes.

Frank Yerby

LA RISA DE LOS VIEJOS DIOSES

Titulo original: The old gods laugh

Traducción del inglés por Enrique de Juan

© Frank Yerby, 1965

Editorial Planeta,3. A., Barcelona (España)

Primera edición: Octubre de 1966

Depósito Legal: B. 26090- 1966 Nº Registro 138 - 65

Printed in Spain

Talleres Gráficos «Dúplex», Fontova, 6, Barcelona

PRIMERA NOTA AL LECTOR

El autor espera sinceramente que ningún lector malicioso confunda la República de Costa
Verde, que es muy real, con esas repúblicas imaginarlas que se encuentran en los mapas de
los libros de geografía, desperdigadas en profusión multicolor sobre mares de tinta azul
pálido, y que tampoco intente identificar a Miguel Villalonga con ninguno de los funestos y
regordetes hombrecitos fuertes que no fueron nadaa priori, en el sentido kantiano-
hegeliano, ya que sólo les conocemos a posteriori, creados por esos maravillosos novelistas
que son los Dostoievski de la prensa pública.

Para continuar esta aclaración acostumbrada, diremos que Peter Reynolds, Judith Lovell,
Alicia Villalonga, Isabela la de los Cienmilamores, Luis Sinnombre, el padre Pío, Tim
O'Rouke, Jacinto el de los Ojos Amarillos y el resto se parecen, naturalmente, a mucha
gente que vive o que ya ha muerto, con esta diferencia: ellos están vivos, mientras que las
personas con quienes tienen cierto parecido, así como usted, lector, y yo…

… are such stuff As dreams are made on, and our little life Is rounded with a sleep… (1)

SEGUNDA NOTA AL LECTOR

He llamado a este libro novela moderna. No sé exactamente lo que quiero decir con ello,
excepto quizá, que no se trata de una novela realista y está especialmente dedicada al lector
de la vieja escuda, que lee para entretenerse.

Madrid (España), 23 de mayo de 1963.

(1)… Somos de esa materia - de que los sueños están hechos, y nuestra pequeña vida - está
envuelta en un sueño…

DOS CITAS UN POCO FUERA DE LUGAR

Inside that mountain

My Lord spóke, Out of that mountain

Carne fire and smoke… (1)

Espiritual Negro.

Los dioses han muerto. Murieron riendo el día en que un viejo Dios de sombría barba se
alzó y dijo: «No tendrás otro Dios más que a mí».

Nietzsche:Así hablaba Zarathustra.

(1) En el Interior de esa montaña - mi Dios habló, - de esa montaña - surge fuego y humo.

Libro primero

Las montañas

El viento venía del mar de tal forma que el penacho de humo que no había abandonado la
cima del Zopocomapetl durante cinco años, se inclinaba ahora tierra adentro por encima del
bosque tropical. Así que Peter pudo ver el pueblo. Era muy blanco. Las casas se alzaban
sobre un terreno escarpado, viéndose con toda claridad incluso desde donde ellos se
encontraban, desperdigadas a lo largo de la ladera de lava solidificada que descendía dos
mil pies más abajo de la nieve y cinco mil pies más o menos por encima de Ciudad
Villalonga. Excepto las del lado este, la parte de la ciudad inmediata al mar. Sentíanse olas
de calor procedentes de la refinería de petróleo que los castristas habían dinamitado la
noche anterior, haciendo que las casas bailaran como piedras vistas a través de agua en
movimiento. Las fuliginosas llamas anaranjadas con negro capuchón se alzaban rectas unos
doscientos metros. Luego, el viento pudo con ellas también, inclinándolas en la misma
dirección del humo del volcán, llevándolas rumbo al oeste, hacia las Sierras Nevadas,
situadas más allá de la ciudad, suavemente azules con picos blancos.

- He oído decir -afirmó el guía- que la compañía petrolífera trae a un hombre de Tejas para
que apague el fuego. Un experto en esto de apagar fuegos. Pero gastan inútilmente tanto su
dinero como su tiempo. Mañana, los exaltados que importaron la revolución de Cuba,
incluidas las barbas, para nuestro beneficio especial, se dedicarán a encender otro fuego.
Uno más grande.

- Entonces… ¿usted no está con los castritas, Tomás? -inquirió Peter.

- Hombre (1) -exclamó Tomás-Tanto como eso… no…

- Pero tampoco estará con el Inconquistable, el Generoso Benefactor del pueblo de la


Gloriosa República de Costa Verde, el Padre del país, el Supremo Jefe del Estado Perenne,
¿no es verdad?

El guía, Tomás, miró alrededor en todas direcciones. A aquella altura, las laderas, que eran
recientes y en las cuales el tire no había tenido tiempo de trazar esculturas, eran suaves.
Sabían sido allanadas por la lava procedente de la última gran erupción, la que había
enterrado alpueblo de Chitimaya, del que no se veía más que la torre del campanario de la
iglesia. En la superficie de la ladera había un pie o dos de cenizas volcánicas. Los cascos de
los caballos se hundían en las cenizas. A veces rompían la corteza de lava y el humo los
envolvía, cuando sucedía eso, los caballos relinchaban, ponían los ojos en blanco y
piafaban. El guía había advertido a Peter, antes de salir, que se preparara para aquello. Era
cuestión de apretar bien las rodillas contra los ijares de los ponies de montaña, que eran de
barriga gruesa, piernas cortas y peludos, agitando el bocado hasta que se tranquilizaran.
Pasada la primera vez se preocuparon más. Pero no se veía la menor vegetación, excepto,
aquí y allá, algún grupo de esas flores blancas que los indios llaman La Flor de la Muerte.
Las flores eran muy hermosas, pero no lo bastante altas y tupidas para que un hombre
pudiera ocultarse detrás de ellas. Mientras esperaba que Tomas le tranquilizase a este
respecto, Peter Reynolds contempló por encima de la blanca ciudad la bahía, donde los dos
porta-aviones, uno inglés y otro norteamericano, esperaban para sacar de allí a sus
respectivos compatriotas en caso de que la revolución fuera más allá de alguna bomba de
cuando en cuando y algunos asesinatos nocturnos.

El Seaflower, que era el yate del líder, no se veía por ninguna parte.

(1) Todas las palabras castellanas en cursiva, así en el original.

El guía miró a Peter, Estaba empezando a pensar en otra cosa.


- Señor reportero -dijo-, ¿tiene usted costumbre de escribir en su periódico todo lo que le
cuentan?

- Sí -contestó Peter-. Pero nunca doy los nombres ni las profesiones de los que me cuentan
cosas en países como el de usted, o bien en tiempos revueltos como los de ahora. Me
apenaría mucho pensar que por causa de una indiscreción mía sus dientes, su sangre y
trozos de su piel eran arrojados sobre las paredes de uno de los Centros de Corrección
Moral y de Reeducación Social del Inconquistable. He aquí por qué no cometo tales
indiscreciones. De eso puede usted estar seguro.

- Bien -exclamó Tomás-. Entonces hablaré, ya que se trata de una cosa que, si ha pasado
usted aquí por lo menos un día, ya debe de conocer. Nadie está con Villalonga, ni siquiera
la gran ramera de su madre. La semana pasada, en una fiesta de la Embajada del país de
usted, ella dijo que si supiera con certeza quién era el padre de Miguel, le caparía para estar
segura de que no engendraría más monstruos. Naturalmente, había estado bebiendo
elwhisky del país de usted, al que no está acostumbrada. Alguien que la conoce de los días
de su esplendor, cuando era la estrella de unas curiosas exhibiciones que se llevaban a cabo
en La Luna Azul, en la que intervenían hombres, mujeres, criaturas de sexo indeterminado,
caballos, perros e incluso monos, hizo notar que para poder estar segura hubiese tenido que
amputar a toda la población masculina de Costa Verde con más de cincuenta años en cuyo
caso los castrados estarían en mayor número que los castristas.

- Y de entonces en adelante se distinguirían de los otros por su carencia de barba.

- ¡Ja, ja, ja! -rió Tomás-. Usted alarga el chiste. Tengo que acordarme de eso.

Miraron hacia la ciudad.

- Señor Reynolds. -empezó el guía.

- ¿ Qué hay, Tomás? -preguntó Peter.

- Si esto de los fidelistas se pone mal, ¿qué debo decira la señorita Lovell

Peter miró al guía y luego dijo:

- Lo mismo que yo le dije antes de que saliéramos: «¡Grin- a, vuélvete a casa!»

- No comprendo. Usted, señor, según me parece a mí, es t más afortunado de los hombres
y…

- Hay suerte de muchas clases -respondió Peter-. Existe la suerte de ganar un millón de
pesos en la Lotería Nacional, pero también existe la suerte de saberlos conservar una vez
ganados. O para decirlo de otro modo: usted fue matador s toros en su juventud, ¿ no? -No -
contestó Tomás-. Ésa es una mentira que cuento tipo corriente de turistas. Pero como usted
no es turista ni tanpoco un tipo vulgar, ya que habla nuestro idioma tan bien como un
español de España… -Allí lo aprendí -interrumpió Peter. -…me siento impulsado a decir la
verdad. Cosa extraña, ¿no? Yo era peón en lacuadrilla del gran Manuel. Manuel el
Magnífico. Así que puedo hablar de toros con conocimiento de isa. Después de todo, tuve
que capearlos, No era malo con la capa, y con las banderillas resultaba excelente. Es
probable que hubiera llegado a ser torero si el toro no me hubiese cogido una vez. Pero el
miedo entró en mí al mismo tiempo que el cuerno de aquella mole negra procedente de
Piedras Negras. Mucho miedo, más del que podía soportar. Así que dejé los toros. Pero
¿qué tiene que ver esto con la señorita Lovell? ¡Dios , qué bonita es! No, más que bonita,
hermosa de verdad, ¿Por qué…?

- También son hermosas esas flores que hay aquí -dijo Peter.

Tomas miró a Peter.

- ¿Sabe usted cómo se las llama, señor?

- Sí -contestó Peter-. Las Flores de la Muerte.

Tomás siguió mirándole.

- En muchas ocasiones encuentro dificultad en comprender a la gente de su país, pero eso
es porque mi inglés es malo, o bien porque en los pocos casos en que ellos se han creído es
de hablar español, lo que decían me resultaba completamente incomprensible. Pero con
usted no existe esa dificultad. Lo que usted dice resulta perfectamente claro. Pero es su
significado lo que me aparece oscuro.

- Quizá sea porque no hay ningún significado -afirmó Peter-. Quizá no haya tal cosa. A
veces pienso que no lo hay.

- ¡Ay, ay, ay! -exclamó el guía-. Ahora sí que me he perdido. Estábamos hablando de la
señorita Lovell…

- No -dijo Peter-. Estábamos hablando de la suerte, si es que realmente existe.

- ¡Si, sí! ¡Claro que existe! Un hombre que puede tomar entre sus brazos todas las noches a
esa rubia con cabello como sol sobre la nieve; con sus ojos como esas grandes flores azules
que se abren sólo por la mañana; con labios como…

- No entremos en detalles sobre todas las excelencias físicas de la señorita Lovell, Tomás,
ni tampoco hablemos de la naturaleza de mis relaciones con ella. Yo le garantizo a usted
que el hombre que mantenga con ella un aceptable grado de intimidad es afortunado, sin
duda. Y cuando usted habla contra la suerte, blasfema, ¿ no? Pero yo no hablo contra la
suerte,amigo. Simplemente sostengo que existen muchas clases de suerte. Por ejemplo, la
suerte de colocar las banderillas juntas sobre el gran bulto de músculos que crece detrás del
cuello del toro, de poder a poder… La llamaría usted una suerte, ¿verdad? Y la mala suerte
de que se caigan una vez colocadas. Existe la suerte de matar limpiamente mediante una
enorme estocada; o la mala suerte de morir contra la barrera con el cuerno en las entrañas y
todas las bellas muchachas gritando de horror y angustia mientras uno muere, balanceado
por la gran ola de su grito de autopiedad, pues ellas, amigo Tomás, individual y
colectivamente han perdido de una manera personal toda aquella masculinidad, todo aquel
valor, ese valor que sin saberlo han perdido también en usted, cuando usted no quiso ya
poner más banderillas. Pero existe también la suerte de vivir después de una de las más
graves heridas de asta de toro, cuando esa dura, viviente y negra navaja destruye la arteria
femoral o penetra en las nalgas. Uno sigue viviendo en cierto modo, pero el vientre, los
lomos y los muslos parecen el mapa de Costa Verde, y todas las naturales funciones quedan
afectadas…

- ¿ Qué quiere usted decir? -preguntó Tomás.

- Nada. O todo. Conocí a la señorita Judith Lovell antes de ahora. Cuando tenía diecinueve
años y no había representado más que papeles secundarios en películas de la clase B. Y más
tarde, cinco años después, cuando tenía veintidós. En Madrid, mientras rodaba la película
de gran espectáculo sobre la emperatriz Teodora de Bizancio. Por entonces ella andaba ya
entre maridos, habiéndose divorciado del primero sin haber adquirido aún el segundo. Se
podía haber optado a ello. Pero entonces no parecía que valiera la pena.,. ¿ Quién sabe?

- ¿ Qué dice, señor? -inquirió el guía.

- Hombre, me estoy hablando a mí mismo, haciéndome preguntas que no tienen respuesta.


Pero ninguna pregunta tiene respuesta, ¿no es así? Y no hay soluciones para nada de este
mundo. Lo que es bastante para este tema. Más que bastante. Una plenitud.

- Como elseñor quiera. ¿Vamos entonces? Estamos aún lejos del lugar donde casual,
accidental y desgraciadamente toma usted camino equivocado y se pierde…

- Y usted, ¿qué hará entonces? -demandó Peter. -Informar de la desgracia ocurrida a las
autoridades, que inmediatamente publicarán la noticia de que el celebrado periodista
norteamericano Peter Reynolds ha sido capturado por los castristas, y que probablemente le
están sometiendo a tortura para inducir alos marines a que desembarquen, y a la marina
para que envíe los aviones desde los portaaviones a fin le que bombardeen y ametrallen las
selvas que se extienden al pie de la sierra…

- ¿Quiere usted decir que Villalonga desea que traigamos aquí a losmarines?

- Naturalmente. ¿Qué más podía desear para salvar el pellejo? Ustedes los norteamericanos
son un pueblo extraño, e llaman a sí mismos demócratas y, sin embargo, apoyan a
«enemigos del pueblo en todas partes.

- Diga que apoyamos a los menos peligrosos de los enemigos del pueblo contra los más
temidos -respondió Peter-. ¿No hay en España un proverbio que dicemás vale malo
conocido que bueno por conocer?

- Sí, decimos eso, sí. Pero en el caso de Miguel Villalonga, el proverbio no tiene sentido,
pues nada puede ser peor que Villalonga.

- Ha dado usted en el clavo -contestó Peter-. Vamos, Avanzaremos mientras quede todavía
luz.

Mientras cabalgaban, comenzó a hacer frío y el viento bajaba del blanco pico del
Zopocomapetl mezclado con pequeños copos y con algo más también… una cosa que no
supieron lo que era hasta que llegaron a la espalda del volcán, donde la lava saltaba sobre el
borde y se mezclaba a la nieve. Entonces, los caballos comenzaron a relinchar y a
retroceder; y al mirar a Tomás, Peter vio que el guía estaba llorando sangre.

Peter se llevó la mano a sus propias mejillas y al retirarla vio que sus dedos estaban
pegajosos y rojos, pero descubrió que se trataba de una especie de barro rojo mezclado con
vapor hirviente y la niebla que surgía de la nieve fundida. Ambos empezaron a toser al
mismo tiempo, doblados sobre la silla mientras el vapor, que era casi tres partes de ácido
sulfúrico puro por siete partes de vapor, penetraba en ellos. El guía hizo volver la cabeza de
su poney y ambos jinetes descendieron la pendiente muy de prisa, pasando por la orilla de
la nueva lava, demasiado caliente para poderla cruzar. Era de un color rojo vivo y abrasaba
sus frentes, salpicadas de pequeños copos de nieve, incluso desde cinco metros de distancia.

Cuando se alejaron de allí, haciendo su camino a lo largo de la lengua más baja de lava
solidificada, que nunca estaba sólida del todo, sino siempre tan caliente que caminar a lo
largo de la parte más delgada, de veinticinco metros de ancho, representaba un ejercicio de
acrobacia, se detuvieron y se lavaron la cara en los riachuelos de nieve derretida.

- ¿Se puede beber? -preguntó Peter.

- No -contestó Tomás-. Es, como el humo, de naturaleza venenosa. Mejor es emplear el
agua de la cantimplora.

Peter tomó su cantimplora y bebió. Pero se limitó a pasarse el agua por la boca sin
tragársela. Cuando la escupió parecía sangre, y quizá tuviera algo de sangre, pues el ácido
sabor había quemado su garganta. Pero se sintió mejor.

- Ahora -dijo Tomás- hemos pasado ya la peor parte. Desde aquí en adelante todo es cuesta
abajo.

- ¿Es aquí donde yo le dejo a usted? -preguntó Peter.

- No, aún no. En el lugar a donde vamos, el camino se bifurca de una manera definitiva, lo
que hace plausible su pérdida en caso de que nuestro Glorioso Líder haga
averiguaciones.Señor Reynolds, ¿quiere usted explicarme algo? No quiero meter las narices
en sus asuntos, pero yo me sentiría más feliz si comprendiera…

- ¿Comprender qué? -preguntó Peter.

- Lo del padre Pío. ¿Qué interés tiene su periódico por salvarle?

Peter miró al guía.

- ¿Cree usted que estará vivo? -inquirió Peter.

- Sé que está vivo. Los castristas no son tan estúpidos corno para asesinarle. Al hacerlo
perderían seguramente lo que aperan ganar.

- ¿ Y qué es? -demandó Peter.


- A los indios. Ya sabe usted que el setenta y cinco por ciento de la población de Costa
Verde es de pura raza india. Sin ellos la revolución no tiene probabilidades. Sin embargo,
hasta ahora, a pesar de ser sólo peones y de estar hambrientos, oprimidos y vivir casi como
esclavos, con nada que perder y todo que ganar, no se han unido al movimiento.

- ¿A causa del padre Pío?

- A causa del padre Pío. Y porque aman a la Virgencita arena india y a los santos con el
rostro Kluscola que él mando pintar. Porque son devotos por naturaleza. ¿Sabe usted e
veneran a sus antepasados y a los muertos? Hasta que el iré Pío los indujo a aceptar el
entierro cristiano, guardaban sus muertos en una habitación con ventanas provistas de
barrotes, para evitar que entraran los pumas y los lobos, hasta que se momificaban.
Entonces los sentaban a la mesa con los vivos en cada comida, honrándolos y ofreciéndoles
lo primero y lo mejor del maíz, de la carne de cabra y del mezcal…

- Eso les abriría el apetito -contestó Peter.

- Es macabro -contestó Tomás-. Pero también es bello. La piedad siempre lo es. No importa
de la naturaleza que sea.

»-Así que la razón do que los comunistas hayan raptado al padre Pío es…

- Evitar que dijera a los indios que lo primero que harían los comunistas, después que
conquistaran Si poder, sería quemar todas las iglesias como hicieron en España…

- ¿Y cómo se proponen inducirle a que no diga eso? ¿Tirándole de las uñas?

- No,señor. Ya le he dicho a usted que no son estúpidos. Quieren establecer un pacto con él.
Se dice que le proponen hacerle arzobispo de la Iglesia del Estado cuando ellos suban al
poder.

- ¿Y él?

- Tampoco es estúpido. Afirma que hay un exceso de arzobispos en las iglesias cautivas.
Pero que en este mundo es necesario fe y tener valor para morir por ella si fuera necesario.
Además, afirma que son incapaces de darse cuenta de que su sacerdocio no se aparta ni un
ápice de su hombría de español, sino que más bien la aumenta.

- ¿Hombría de español? -preguntó Peter-. ¿Es entonces español vuestro padre Pío?

- Esvasco, lo cual equivale a lo mismo, sólo que más terco.

- Posee usted una información muy precisa y detallada sobre esta cuestión, ¿no es
cierto,amigo?

Tomás se encogió de hombros.

- Soy un guía -repuso-. Voy a muchos sitios y mi oído cuenta con la suficiente finura.
Además, cuando uno ha vivido el número de años que yo bajo el Gobierno del Generoso
Benefactor del pueblo de Costa Verde, automáticamente cierra la boca para preservar sus
dientes. Con los de Fidel Castro soy rojo. Con los oficiales del Ejército, que sólo apoyan a
nuestro jefe porque saben que el día que el pueblo se levante los lincharán lo mismo que al
Generoso Benefactor y con igual justicia, soy más derechista que el mismo Villalonga. Uno
puede vivir llevando la corriente a todos.

- Sin embargo, el padre Pío…

- Está seguro por ambos lados, pues su muerte a manos de unos significaría la ruina de las
esperanzas de los mismos. ¡Y ahora tenemos aquí a un periodista! Voy a hacerle una
pregunta que no sólo no contestará, sino que en pago de mi impertinencia por dirigírsela,
me sacará a mí las respuestas a diez preguntas hechas por él. Pero, de todos modos, voy a
hacerle la pregunta. ¿Por qué en un país de protestantes…?

- ¿Como nuestro presidente? -preguntó Peter a su vez.

- Muy bien. Lo diré de otro modo. ¿Por qué en un país con una mayoría protestante se
interesa tanto un periódico por la suerte de un oscuro cura vasco?

- En estos días no abundan las noticias,amigo. O más bien hay demasiadas, todas de una
aburrida monotonía. «¿Los bombardearemos nosotros o nos bombardearán ellos?»
Entonces se acuerdan de ese pobre padre Pío, con su fe, su valor, su hombría española y su
corazón. Es necesario apelar a las emociones, pues con ellas, amigo Tomás, se venden
periódicos, y yo soy como un vendedor de periódicos. «¡ Wuxtra! ¡Leed el periódico!
¡Párroco que desafía a los rojos!»

El guía levantó la vista hacia el cono del volcán. Ahora, encima de él, el cielo era de color
rojo.

- No me permito el lujo de criticar -dijo-. Pero me pasee feo eso que acaba usted de decir.

- ¿Y qué es lo que no es feo? -demandó Peter-. Durante mi vida, y durante la suya, amigo,
¿qué es lo que no ha do feo?

Y ahora, habiendo dejado atrás la bifurcación, se encontraba solo. El camino descendía


muy escarpado y el aire era nos frío. Dentro de poco llegaría al nivel donde empezaba a
crecer la jungla. Peter sabía lo que esto significaba. Ya antes había estado en bosques
tropicales. Así que se detuvo en donde estaba y se dispuso a acampar para pasar la noche.
Allí hacía el fresco necesario para poder dormir confortablemente. Se encontraba aún por
encima del nivel de los insectos que avanzan en densas nubes y se comen vivo a un
hombre, por encima del lugar favorecido por los murciélagos vampiros, los escorpiones y
las serpientes. Durmió muy bien, siendo despertado sólo una vez por un puma que intentaba
llegar hasta el caballo. Disparó al puma con su carabina y erró el tiro, pero el animal huyó.
Más abajo, en la jungla, podía haber sido un jaguar en lugar de un puma, y errar la puntería
contra el tigre, como los indios llamaban al jaguar, hubiera sido fatal. Peter se maldijo a sí
mismo por el disparo malgastado y se volvió a dormir.
Una hora después de haber iniciado su camino a la mañana siguiente, cuando le faltaba
media hora para llegar al lugar preparado para la cita con los castristas, fidelistas o
comunistoides, vio el avión.

El aparato volaba tan alto que todo lo que Peter pudo observar de él fue que se trataba de un
monoplano, de alas altas y con el tren de aterrizaje no retráctil. Pero incluso desde aquella
altura debieron de verle, pues la próxima vez que apareció volaba sólo a trescientos pies de
altura, y Peter pudo no sólo reconocer el tipo, sin leer sus marcas. Era un Piper Cub. Civil.
Registrado en la misma Costa Verde. El avión ganó altura y desapareció. Pero cuando Peter
logró que el terco poney de montaña franquease la siguiente curva del camino, se encontró
al avión sobre su cabeza, pues volaba tan bajo que el disco iluminado por el sol de la hélice
se encontraba directamente enfrente de él, pudiendo ver incluso los ojos del piloto. Per©
Peter siguió cabalgando erguido sin bajarse de la silla, como el piloto probablemente
deseaba que hiciera, hasta que el aparato se fue empequeñeciendo e incluso el ruido del
motor de ochenta y cinco caballos no fue más fuerte que el latido de su corazón. El aparato
ascendió un poco, perezosa y negligentemente, volvió, pasando a una distancia tan
pequeña, que si Peter hubiera tenido un cuchillo en su mano, habría podido fácilmente
pinchar uno de los gruesos neumáticos inflados a baja presión.

Durante el siguiente medio minuto, Peter no pudo ver adónde había ido el aparato, pues
estaba demasiado atareado tratando de mantenerse sobre el caballo en medio del pequeño
tornado de cenizas volcánicas y polvo que la hélice había levantado. Pero cuando ya había
tranquilizado al animal, el Cub apareció de nuevo, elevándose ahora, volando en línea recta
en la misma dirección en que él llevaba. Tres kilómetros más allá, o quizá cinco, el avión
dio una, dos y tres vueltas. Luego se alzó de nuevo y retrocedió hacia Ciudad Villalonga,
elevándose en el espacio durante todo el tiempo. Pero cuando llegó ante el Zopocomapetl,
no estaba aún lo suficientemente alto, así que orilló el borde del volcán justamente bajo el
humo. Después de eso, Peter ya no lo vio más.

Tres kilómetros y medio más abajo del camino se encontró con los guerrilleros comunistas.

Surgieron de los bosques de ambos lados del camino. Llevaban en las manos
ametralladoras checas. Las armas tenían un cargador de veinticinco cartuchos que entraban
horizontalmente por el costado del arma y cañones refrigerados por aire. Las ametralladoras
tenían culata de fusil, que no era nada más que una armadura de metal ligero aplicado a la
parte posterior s la ametralladora, así que el arma podía ser apoyada en el hombro para
hacer puntería con ella como si se tratara de un fusil. Pero ninguno de ellos había intentado
aún poner en práctica el complicado problema de hacer puntería con una de aquellas
pequeñas jeringas. Sabían, o les habían enseñado hacía icho, que si mantenían la culata
apoyada en el hombro, intentando poner una bala en el blanco, obtenían tres resultados
absolutamente ciertos: el retroceso levantaba el cañón de manera que se disparaba hacia la
copa de los árboles; la bala que surgía a unos treinta y cinco centímetros escasos de los ojos
le dejaba a uno más ciego que un murciélago; y aquella bonita e inútil culata daba golpes
contra el hombro como una serie de coces de mula, que le rompía a uno el hueso del cuello.
Por la fácil manera en que llevaban aquellas bellas y ligeras armas de asalto, acunadas
contra un costado, el cañón muy hacia abajo cerca de la mano izquierda, listos para dar un
pequeño salto y dejarse caer de bruces contra el suelo, Peter comprendió que algún sargento
instructor del Ejército rojo de la isla de Cuba sabía su cometido en lo de ir hacia delante,
hacia atrás y de lado.

Todos eran muy jóvenes, todos llevaban barbas y todos iban vestidos con uniforme de
tropas aerotransportadas, sin insignias. Uniformes para la jungla, mimetizados.

- ¡Hola! -dijo Peter.

No le contestaron. Se le quedaron mirando con los ojos de su cara y con aquellos otros
grandes y oscuros, ojos finales de las bocas de los cañones de sus ametralladoras.

- Buenos días -repitió Peter-. Mi nombre es…

- Sabemos quién es usted -repuso el más alto, que era indudablemente el jefe.

- ¡Escucha, Juan! -dijo el segundo-. ¡Mátale! No hay duda posible. O bien permite que lo
haga por mí mismo, porque si no…

- ¡A callar! -ordenó el llamado Juan-. Yo soy quien da las órdenes.

El otro no replicó. Peter observó que el que había dicho que no había duda posible y que
deseaba que Juan le matase, tenía los ojos amarillos. Parecían los ojos del puma contra el
que había disparado sin el menor éxito la noche anterior.

- Señor Reynolds -dijo Juan-, arroje su carabina al suelo. Lentamente, sin hacer
movimientos bruscos.

Peter sacó la Winchester de la funda de la silla y la dejó caer hacia abajo hasta que el cañón
rozó el suelo. Entonces la soltó. El ruido que hizo al llegar a tierra no fue muy lejos.

- Ahora su revólver.

- No tengo revólver -repuso Peter.

Juan hizo un movimiento con la cabeza. Ojos Amarillos llegó hasta el caballo, deslizó sus
manos sobre Peter y luego retrocedió.

- No tiene pistola, jefe -dijo.

- Muy bien -exclamó Juan-. Ahora, señor periodista norteamericano, desmontará usted,
sacará su radio con todo cuidado de las alforjas y se la entregará a Jacinto aquí presente.

Al decir esto hizo un ademán en dirección al de loe ojos amarillos.

Peter desmontó del peludo poney y se quedó en pie mirándolos.

- Señor jefe -dijo.

- Camarada jefe -le corrigió Juan.


- Camarada jefe -repitió Peter-, yo soy de los que no tienen afinidad espiritual con el sigo
xx. Los revólveres, en mi mano, se niegan a disparar. Las radios siempre tienen las baterías
gastadas. Por lo tanto, me paso sin ellas y sin todas las cosas que soy incapaz de manejar.

- Miente usted -dijo Jacinto, el de los ojos amarillos.

- Cállate, Jacinto -ordenó Juan, y luego, dirigiéndose a Peter, añadió-: Su radio, Reynolds.
Suwalkie-tálkie. El pequeño aparato con el que usted habló con ese avión.

- Yo estoy aquí -repuso Peter-; éste es mi caballo. Usted cuenta con muchos hombres, todos
los cuales no están ocupados necesariamente con esas pequeñas ametralladoras. Así que
busquen ustedes esa maravillosa radio de las novelas negras de espionaje mediante la cual
yo me he comunicado con la fuerza aérea de un hombre a quien no le sirvo de nada.

- ¿Por qué no? -dijo Juan-. ¿Por qué no va usted a servir a nuestro dulce y pequeño fascista?

- Tengo buen olfato y un estómago débil. Una mala combinación, ¿no? Puede decirse que
no me agrada el olor de Miguelito..

- ¿ Y a qué huele, camarada reportero? -inquirió Juan.

- A muerte -contestó Peter.

Juan miró a Peter. Luego se volvió a Jacinto.

- Regístrale -dijo-, y registra el caballo.

- Tampoco tiene radio -afirmó Jacinto-. Al menos no la tiene ahora.

- ¿Qué creen ustedes que he hecho con ella si no la tengo ahora? ¿Tragármela?

- No -contestó Jacinto-. Porque aunque se trate de un aparato de transistores, sería


demasiado grande. Debió usted de situarla entre la maleza antes de encontrarnos aquí.
Desde que el pequeño aparato descendió lo bastante fiara tocar su cabeza hasta que nos
encontró usted, tuvo tiempo suficiente para ello. Nosotros no le vimos en todos los
momentos. Desde aquí a allí hay tres kilómetros -afirmó.

- Desde aquí a allí hay tres kilómetros -repuso Peter-, y salvo los últimos cinco centenares
de metros, todo es roca desnuda y cenizas volcánicas. Mi estupenda radio debe de estar a la
vista, junto al camino. No he podido tirarla muy lejos. No soy lo bastante fuerte. Así que
cojan mi caballo y vayan ustedes a buscarla. Siento deseos de recobrar mi radio. La echo de
menos. Quiero llamar a la Casa Blanca. Deseo decir a nuestro presidente irlandés que no se
preocupe, que sólo tiene que lanzar un cohete de fuegos artificiales y los enemigos de tan
escasa imaginación morirán de un ataque al corazón, pensando que se trata de la bomba H.

- Un gracioso -afirmó Jacinto-. Un clown. Pero un clown con mala pata, que hace chistes
con falta de humor.Jefe, con tu permiso voy a hacerle otra boca… Un poquito más abajo
digamos al nivel de su gaznate. Así podrá reír con ambas a la vez.
- Déjale en paz -ordenó Juan-. Él no tiró nada después de lo del pequeño avión. Le estuve
observando con los gemelos. Sin embargo, ese piloto se aproximó a él como un halcón.
Dígame, camarada reportero, ¿cómo explica usted eso?

- No me lo explico -repuso Peter-. Sólo puedo hacer suposiciones.

- Haga suposiciones, pues.

- Creo que un oficial de la Policía de Seguridad debió de estar presente en el salón de La


Luna Azul cuando yo establecí el acuerdo para rescatar al Padre Pío. Vestido de paisano,
naturalmente. Fue él o fue una de laschicas las cuales suelen vender información lo mismo
que venden su perfumada carne. De obtener esa información a ponerme una cuerda al
cuello media sólo un paso. Debe notar usted que no han enviado un grande y poderoso
avión cargado con bombas y ametralladoras para cuando yo encontrara a ustedes y los
llamase a ellos con la radio que no tengo. En su lugar, han enviado ese pequeño juguete
amarillo en forma de avión que vuela casi tan lentamente como corre un caballo y, por lo
tanto, es sólo útil para localizar a una sola persona en un camino montañoso. Pero creo que
debemos abandonar este lugar con suma rapidez.

- ¿Por qué? -preguntó Jacinto.

- Camarada, al propio tiempo que admito que esta piel que me dio mi santa madre no es ya
hermosa después de haber sido quemada y tostada durante treinta y siete años por el sol y el
viento, además de haber sido perforada por distintos objetos metálicos en diversas guerras,
permanece el hecho de que se trata de la única piel de que dispongo, sintiendo por ella
cierta ternura sentimental. Mi deseo de conservarla más o menos intacta es muy grande.

- Me parece -dijo Jacinto, ahora con extraño buen humor- que el camarada reportero no
tiene nada en sus pantalones y que se agacha para orinar.

- Y a mi me parece que tú no tienes nada en la cabeza -afirmó Juan-, excepto tu lengua, que
es tan suelta y pesada como el badajo de una campana de iglesia, y está tan falta de sentido
como ella.

Se volvió a Peter con una leve sonrisa en los labios.

- ¿Nos vamos, camarada reportero? -dijo.

Avanzaron a través de la jungla. Dos de los soldados marchaban delante abriendo camino
con susmachetes. Peter caminaba entre Juan y Jacinto. El resto de ellos, catorce en total,
seguían detrás. El último conducía el caballo de Peter. Se había aprovechado y colgado su
ametralladora y su macuto de la silla, así que no tenía que llevar el peso de su impedimenta
a través de la maleza.

La marcha resultaba difícil. Todas las plantas tenían espinas. Los insectos se alzaban por
todas partes. El rumor de sus zumbidos, el tamborileo de sus alas, y el largo y chirriante
gemido, llenaban el pesado, ardiente, húmedo y fétido aire. Los pequeños trozos de cielo
que podían ver por entre las copas de los árboles, sombríos y oscuros al humo del volcán,
fueron invisibles cuando los insectos los envolvieron. Los insectos atacaron en primer lugar
al caballo el cual pareció volverse loco. Juan tuvo que colocar a otro soldado junto a su
cabeza para mantenerlo tranquilo. Luego, los insectos atacaron a Peter. Un centenar de
ardientes agujas se clavaron en cada trozo de su carne visible y al descubierto.

- Tome -dijo Juan-, tome esto. Cúbrase con ello el rostro y los brazos.

Se trataba de un aceite contra los insectos. A los insectos les gustaba y se lo comían.

Los guerrilleros que iban delante mataron a una serpiente pitón con susmachetes. Era más
gruesa que los bíceps de un luchador y de una largura de unos catorce pies.

- ¿Cómo permanecen ustedes en este lugar, camarada jefe? -preguntó Peter.

- No, si no permanecemos aquí -repuso-. Sólo empleamos esto como escondrijo en nuestras
incursiones. No se preocupe, camarada Reynolds. Muy pronto saldremos de aquí.

Así fue. Dos horas más tarde salieron de la jungla y llegaron al pie de las sierras.
Inmediatamente empezaron a escalarlas. Antes de llegar a una altura de mil pies, Peter
estaba helado. El viento se filtraba a través de sus ropas, húmedas de un sudor que no había
podido evaporarse en el ardor de la jungla. Pero aunque se secaron, Peter continuó
sintiendo frío. Sus dientes castañeteaban, sus labios estaban azules, algo les había sucedido
a sus ojos, que no enfocaban bien los objetos.

Juan, Jacinto, loa guerrilleros todos aumentaban y disminuían, se tornaban gigantes o


enanos, o bien se alargaban formando un múltiple cocodrilo con centenares de pies. Peter
vio que algunos de los pies tenían herraduras y se echó a reír en voz alta.

Juan le miró y luego se volvió a Jacinto.

- Hagamos alto aquí -dijo-. Saca las medicinas y llama a Pepe. Como médico no vale
mucho, pero como no contamos con otro…

El llamado Pepe deslizó expertamente en el brazo de Peter una aguja de inyecciones. Luego
los tres, Juan, Jacinto y Peter, se pusieron en cuclillas a su alrededor formando un círculo
hasta que Peter empezó a sudar. El agua brotaba de él a chorro. A poco fue dejando de sudar
y abrió los ojos.

- ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? -preguntó.

- Dos horas -contestó Juan-. Camarada Reynolds, ¿cree usted que podrá sostenerse sobre la
silla?

- Creo que sí -contestó Peter-. ¿ Por qué?

- Es demasiado expuesto para nosotros acampar aquí. Sobre todo, desde que Villalonga está
equipado con los aviones que le ha entregado el Gobierno de usted para ayudarle en su
lucha con la amenaza comunista, la amenaza roja, la infiltración fidelista… etc. Una suma
total de menos de mil hombres esparcidos por la sierra y con nada más pesado que morteros
para emplearlos contra sus tanques…

- Castro no tenía más -contestó Peter-, y mire usted cómo está Cuba ahora.

Jacinto levantó la cabeza y se echó a reír en voz alta. Su risa era un ruido agradable.

- ¿Qué es lo que le divierte, camarada? -preguntó Peter.

- Un chiste, un chiste muy bueno. Esta medicina, señor don Enviado de la Prensa
Capitalista Chupadora de Sangre, que usamos para hacerle bajar la fiebre a usted, forma
parte del rescate que Fidel les obligó a ustedes a pagar por los estúpidos y torpes hijos de
los opresores del pueblo cubano que hicimos prisioneros cuando intentaban jugar a los
comandos en la Bahía de los Cochinos.

- ¿Ustedes les hicieron prisioneros? ¿Estaba usted allí?

- Estaba con Juan y dos o tres de los otros. Estábamos instruyéndonos en la táctica de
guerrillas a las órdenes de nuestros valientes hermanos cubanos.

- Quiere usted decir bajo las órdenes de los rusos -replicó Peter.

- No -contestó Juan-. De los rusos sólo aprendimos a guerrear en las montañas. Ellos no
tienen experiencia de la lucha en la jungla. En Rusia no existe la jungla. Esto lo aprendimos
de los fidelistas, que son maestros en ello. ¿Quiere probar a levantarse ahora?

- Sí -repuso Peter, poniéndose en pie.

Peter notó que las manos de los guerrilleros le sostenían, cosa que hicieron hasta que los
árboles, el cielo y las montañas dejaron de ejecutar su lenta y majestuosa danza sobre su
cabeza. De nuevo quedaron inmóviles. Allí. Roca sólida.

Jacinto se echó a reír de nuevo.

- Dígame, camarada reportero -dijo-, ¿es verdad que la_ invasión fue planeada por la hijita
de vuestro presidente? ¿O bien llegaron a él los planes en una carta sellada escrita por el
Papa de Roma?

- No -contestó Peter-. Yo fui quien la planeó. Hago bien esa clase de cosas.

Jacinto levantó la cabeza y relinchó.

- ¿Qué clase de cosas, camarada? ¿Planear invasiones?

- No. Echar a perder el asunto -replicó Peter.

Se encontraba muy mal, pero se asió a la parte delantera de la silla con ambas manos. Juan
llegó hasta él y entregándole una cantimplora, dijo:

- Tome. Beba de esto. Todo lo que pueda.


Se trataba de un espeso ron cubano. El líquido fluyó a través de sus venas produciéndole
calor y zumbidos. Peter notó que recuperaba las fuerzas. Pero sabia que no podía confiarse
demasiado. En los doce años que había trabajado en la América Latina -con cuatro en
medio, durante los cuales recorrió España, donde encontró de nuevo a Judith y aprendió
algunas cosas sobre si mismo que no era agradable recordar ni siquiera ahora- había sabido
lo difícil que era verse libre de las fiebres tropicales. No ignoraba lo que iba a sucederle.
Pasaría cuatro o cinco días tendido sobre su espalda delirando y fantaseando, y de veinte
días a tres meses de existencia temblorosa y medio viva antes de que pudiera desechar del
todo los efectos.

Bebió otro sorbo de la cantimplora. El malestar cedió. Ahora comenzaba a sentirse bien.

- ¿Cree que podrá usted andar un poco? -inquirió Juan-. Esta parte del camino será difícil
hacerla montado a caballo.

- Claro que podré andar -contestó Peter-. Otro sorbo, y esa gloría negra moverá mis alas y
volaré.

- Ya hará usted bastante con andar -replicó Juan. Peter desmontó del caballo. Continuaba
sintiéndose bien, Empezaron a trepar por el escarpado y rocoso camino. Delante de ellos,
Jacinto seguía riéndose.

Peter acercó sus labios al oído de Juan. -¿Está enteramente en sus cabales el camarada
Jacinto? -preguntó.

- No -contestó Juan-. Está un poco loco. Pero la suya es un tipo de locura que hace de él un
hábil y peligroso luchador. Además, tiene razón sobrada para estar loco. -Ya comprendo -
murmuró Peter.

Siguieron trepando. Y ahora los efectos del ron le iban abandonando y empezaba a sentirse
enfermo de nuevo. Pero Peter seguía caminando, sintiendo alternativamente frío y calor,
forzando a sus ojos a fijarse y a sus pies a moverse.

- Estamos llegando -dijo de pronto Juan-. Puede usted ver ya a los centinelas.

Peter alzó la vista a tiempo de ver a los centinelas bajar los cañones de sus armas en
dirección al camino. Inmediatamente, Peter se echó sobre su vientre. Jacinto rió con alegría.

- Como ya os dije -exclamó-, el forastero toma posesión del terreno…

- A callar -ordenó Juan, que continuó en voz alta-:

¡Apuntad en otra dirección con esas ametralladoras sin nombre! Y lentamente. No deseo ser
asesinado por las temblorosas manos de unos cobardes, ¡ Ya llegamos!

Los centinelas apartaron las ametralladoras.

- Camarada Reynolds -dijo Juan.


Peter oyó su nombre pronunciado desde muy lejos. Desde larga distancia. Pero no se
levantó. Estaba muy cómodo en el mismo corazón de la oscuridad; en el nadir de la
existencia; en el tibio, suave útero del tiempo falto de luz. Sólo el rostro de Judith apareció
ante él rompiendo la noche. Estaba torcido, haciendo una mueca, con la boca un poco
abierta mientras su aliento le daba a él en el rostro. Peter oyó su voz, pero su mente rechazó
las palabras. La joven estaba mostrándose tierna con él, tierna a su manera, lo que
significaba que todo lo que decía no se podía imprimir.

- ¡Cogedle! Tenemos que llevarle -ordenó Juan.

II

Cuando volvió en sí era por la mañana y el sol estaba alto. Brillaba a través de la tela de la
tienda en que se encontraba, precisamente enfrente del rostro de un viejo. Este rostro era
feo. Lleno de arrugas, de hoyos, de erosiones y de cicatrices, lo mismo que el tronco de un
tamarindo atacado por el sol, el aire, la enfermedad y los insectos. Era tan feo que Peter no
lo creyó humano, y eso por un motivo: había estado allí antes, alternando con Judith en
aquella furiosa tortura que ella llamaba hacer el amor. Y Peter, sabiendo todo el tiempo que
Judith no estaba allí, que ni su rostro ni aquel baño de lava del Zopocomapetl que consumía
sus riñones era real, imaginó que aquel rostro de gárgola antigua no se encontraba tampoco
allí. Sólo que sí estaba.

Peter permaneció estudiándolo con cierta atención. Entonces el rostro le sonrió y la fealdad
desapareció. Una cosa extraña. Alguien, algo, en algún lugar, movió un interruptor y la
fealdad desapareció, como desaparece la oscuridad cuando surge una luz. Sin tiempo, sin
intervalos, sin transición. ¿ Y qué era lo que quedaba en su lugar? No belleza, sino algo más
firme. Lo que había en aquel rostro no se podía explicar con palabras inglesas, pues el
inglés pertenece al siglo xx, a la edad de la angustia, y las palabras suenan tremendamente
vulgares. Pero se puede decir en español, porque España no ha pasado del siglo XIII y
quizá nunca lo haga. Todas esas palabras grandes, anchas, redondas, sonoras terminadas
endad. Tranquilidad. Serenidad. Bondad. Incluso… ¡diablos, si!, incluso santidad.

Peter continuó contemplando el rostro y la luz se deslizó a través de la abertura de la tienda


e iluminó un cuerpo bajo ella. Era el cuerpo inclinado y mustio de un anciano que vestía la
sotana de un cura.

- ¡Aquí estamos ya! -dijo el viejo-. Por la gracia de Dios y por su infinita sabiduría, que ha
permitido a los hombres descubrir las maravillas de su ciencia.

- No hable usted de Dios -pidió Jacinto.

Y volviéndose en su camastro, Peter le vio de pie en un rincón de la tienda, y su joven


rostro, por encima de la mancha de tinta sin forma de su barba, era rojo naranja por efecto
de la luz del sol que se filtraba a través de la tela.

- Dios no existe, tío Pío -continuó Jacinto-Es un mito inventado por los capitalistas para
esclavizar las mentes del pueblo por medio de la superstición.

- Y tú -dijo el padre Pío-, tú eres un mito, Jacinto, inventado por Carlos Marx y pervertido
por Fidel Castro: tú eres un puñado de productos químicos que pueden ser adquiridos por
algunos reales, algunos kilos de carne insustancial sobre huesos quebradizos que se
determinan por algunas glándulas sin mente y por fuerzas económicas. ¡ Qué triste y
pequeño mito, hijo mío! ¡Cómo te desmerece!

- ¡Alto! -exclamó Jacinto-. No me llame hijo, cura. ¿Sabe usted lo que es un cura,
pequeñovasco?

- Sí -contestó el padre Pío-. Un cura es un siervo de Dios.

- Si atiende usted a razones, loco y viejo terco, cuando usted regrese a Ciudad Villalonga, el
arzobispo lo será usted.

- ¡Gracias, hijo! ¡Miles de gracias! Pero… ¿no estarás un poco confundido? ¿Qué te hace
pensar que puedes hacer arzobispos u obispos? Sus siervos sólo pueden ser elegidos por la
Madre Iglesia, bajo la guía de Dios.

- ¡Dios! -exclamó Jacinto-. ¿En dónde está su Dios, viejo? Muéstremelo usted. Quiero verle
ahora mismo.

El padre Pío se levantó de su asiento, junto al camastro de Peter, llegó hasta donde se
encontraba Jacinto y le dio un golpecito en el pecho.

- Aquí -dijo-. Aquí dentro, y si dejas de gritar y de disparar tus asesinos juguetes infantiles,
le oirás hablar. El habla, ¿sabes? Habla a todos en el silencio de sus corazones.

- ¡Bien, padre! -dijo Jacinto-. ¡Muy bien! ¿Ha oído usted? Le he llamado a usted padre. Y
voy a arrodillarme como un aldeano supersticioso, como sus indios, los que rinden culto a
los cadáveres, y le voy a preguntar a usted una cosa. Aunque su Dios exista, ¿ para qué
sirve? ¿ Qué bien hace?

- Hijo mío… -comenzó el padre Pío.

Pero Jacinto le interrumpió.

- ¿Qué bien hace? ¿Se presenta cuando uno le necesita? ¿En dónde estaba el día en que los
soldados de Villalonga se llevaron a mi padre de su casa después de haberle maltratado, de
manera que quedó todo ensangrentado y no podía mantenerse en pie? ¿En dónde estaba Él
cuando sentaron a mi pobre padrecito en una silla y pusieron a mi madre, ángel del C3elo -
ella que jamás se había mezclado en política y se encontraba en la iglesia de ustedes
rezando a sus putrefactos santos mañana, tarde y noche-, junto a él, ambos sin venda en los
ojos, y los fusilaron? Mi padre, que estaba sentado, recibió el tiro en el pecho. Pero mi
madre, que se hallaba en pie, lo recibió en el bajo vientre. Pero en ambos casos con tan
mala fortuna que tardaron horas en morir. Y yo, que me encontraba escondido en el establo
bajo el heno con Guillermo el criado, el cual, con su mano, que olía a estiércol de caballo,
me tapaba la boca para que no gritase, y tenía todo su cuerpo, que olía a sudor, a tabaco, a
orines y al repugnante olor del miedo, echado encima de mí para evitar que corriera a
ayudar a mis padres, pude oírlos quejarse hasta que dejaron de hacerlo, y después del
último gemido llegó el silencio. Y cuando por fin me libré de Guillermo y corrí para
ayudarlos, los vi de esa forma, como animales sacrificados en su propia sangre. No
sabiendo lo que me hacía, entré en la casa, donde todo estaba hecho añicos. Intenté
encender las luces porque se había hecho de noche. Pero no había luz, pues ellos cortaron
los cables. Al cabo encontré la linterna de mi padre y me dediqué a buscar a mi hermana
Teresa. ¿En dónde estaba cuando encontré a Teresa, que contaba entonces quince años y era
hermosa como una flor, pura como la nieve de las sierras, yaciendo allí desnuda entre sus
ropas desgarradas? ¿Yaciendo allí mirando el rayo de la linterna con su boca y sus ojos
abiertos de par en par intentando llorar sin lágrimas y gritar sin voz?

- ¡Jesús! -exclamó Peter.

- No blasfemes, hijo mío -dijo el padre Pío-. Continúa, Jacinto. Me alegro de que me hayas
contado eso.

- ¡Se alegra! -exclamó Jacinto-. ¡Se alegra! ¿Ha oído usted eso, camarada reportero? Se
alegra de saber cómo se comportan los hombres que están bajo las órdenes de Villalonga y
van a misa diariamente, cuando salen de ella. Pero yo le pregunto: ¿ En dónde estaba su
Dios?

- En sus cielos, como siempre -contestó el padre Pío-. Donde poco después, con esa
especial indulgencia garantizada a los que sufren mucho, tus padres y tu hermana se
reunieron con Él.

Jacinto levantó sus puños hacia el cielo. Luego echó la cabeza hacia atrás y profirió una
carcajada. Era una clase de risa de la que no podía asegurarse si era risa o llanto.

- Hijo, ha sufrido usted mucho, ¿no es verdad? -preguntó Peter-. Pero ya que nos ha
contado todo eso… ¿por qué no lo acaba? ¿Cómo fue que su hermana acabó en La Luna
Azul?

Jacinto frunció el entrecejo.

- Creo que fue porque después de lo sucedido ya no le importaba nada. Ella odiaba su
propio cuerpo y, según creo, quería rebajarlo. Así que cumplió con cualquiera el gran acto
del que todos hemos nacido: mozos de cuadra, criados, marineros borrachos, negros, indios
asquerosos que olían a los cuerpos muertos que mantenían en sus camas. Como aún
continuaba siendo guapa, nuestro Benefactor reparó en ella. Pronto fue instalada en un
palacio. Pronto fue la amante del jefe del Estado. Durante un tiempo. Durante muy corto
tiempo, pues como Miguelito no es real ni enteramente varón, se cansa pronto. Así que
siguiendo su costumbre, se la pasó a Luis Sinnombre, ese bestia innominable dado a las
prácticas más viles, mientras él, Miguel, observaba el espectáculo, que es de la única
manera con que puede gozar.

- ¿Así que es unvoyeur? -inquirió Peter.


- No sé francés, camarada -contestó Jacinto.

- Eso que usted ha dicho, el que observa.

- Sí. Entre otras cosas, por ejemplo, abuso con niños y niñas, o bien en combinación con
Luis y dos muchachas. O dos muchachos. O cualquier otra combinación capaz de excitar su
caprichosa naturaleza. Por algo es hijo de Isabela Cienmil.

- ¿Isabela Cienmil? -repitió Peter.

- Sí, Isabela de los Cienmilamores. Pertenece a La Luna Azul. ¿Sabía usted eso, camarada?

- No -contestó Peter-, No lo sabía.

- Quizás ella no lo sepa tampoco, porque nadie la ha visto desde que se emborrachó y dio
un espectáculo en la Embajada norteamericana. ¡Qué representación! Allí estaba ella
manejando el cuchillo de trinchar bajo la nariz de vuestro digno embajador, que la había
invitado junto con la mejor sociedad de Costa Verde, pues un fatuo tonto como es, no sabía
otra cosa de ella sino que se trataba de la ilustre dama madre del jefe del Estado. Y los
otros, la alta sociedad, que no habrían acudido de no haber sabido que rechazar la
invitación era morir, ya que el Miguelito de los perfumes franceses y delicadas prácticas y
asesinatos en forma de ritos hubiese acusado en el acto el insulto, tuvieron que permanecer
inmóviles escuchando la larga disertación de ella sobre el arte de la castración, cuya lista
comenzaba, naturalmente, con el padre de Miguel, para que éste…

- Para que no produjera más monstruos, ya lo sé. Me lo contaron -dijo Peter-. Pero dígame
una cosa, camarada Jacinto. Si su revolución triunfa, ¿qué hará usted con su hermana?

- Fusilarla -repuso Jacinto.

- Hijo mío… -empezó a decir el padre Pío.

- ¡Cállese, padre! La fusilaré, camarada reportero, con una gran ternura, como se mata a un
animal que tiene una herida incurable. Con ternura, camarada. Con amor. No a causa de
estúpidos prejuicios burgueses, sino para poner fin a sus sufrimientos, que son muy
grandes, pues no existe dolor igual al dolor del que se odia a si mismo. Así que, padre Pío,
padrecito Pío, el de los indios que rinden culto a sus muertos, le pido a usted que bendiga
esta pistola con la que voy a matar a mi hermana disparándole en la parte posterior del
cuello, acabando así rápida y piadosamente su terrible vida. Un acto de compasión, ¿no? De
caridad cristiana. Con dolor, piedad, ternura y amor. ¡Vamos, padre, bendígala!

- No -contestó el padre Pío.

- ¡ Entonces bendiga este cuchillo con el que voy a abrir el vientre de la fea Alicia después
de haber hecho con ella lo que los hombres de su hermano hicieron con mi hermana!

- ¿Alicia? -preguntó Peter.

- Su hermana. Alicia Villalonga de Duarte y Marín, que no tiene más derecho al nombre
que Miguel, ya que la vieja Cienmil no sabe tampoco quién fue el padre de ella. Pero es
hermanastra de Miguel de todos modos. Y él la adora a despecho de su fealdad, que es
mucha. Se quedó viuda hace poco, ya que Miguelito, habiendo descubierto que su cuñado
era miembro de la Junta de Oficiales del Ejército conservadores que intrigaban para
derrocarle, voló el avión en que volaba Emilio Duarte, matando a cincuenta hombres y
mujeres y a tres niños sólo para eliminar al adorado marido de Alicia la Fea… con gran
dolor de todas las coristas del Teatro de la Comedia, de todas las rameras de La Luna Azul e
incluso de la misma Alicia la Fea, la cual parece que le adoraba.

Juan asomó la cabeza por la entrada de la tienda.

- Muy bien, Jacinto -dijo el recién llegado-. Sigue. Que tus frases atraigan al ejército del
dictador. Deben de haberte oído incluso en Ciudad Villalonga, ruidoso loco. ¿Me has oído?
¡Sigue!

Jacinto quedó inmóvil mirando a su jefe. Luego, muy lentamente, inclinó la cabeza para
atravesar la puerta de la tienda y salió a la luz del sol sin pronunciar una palabra.

- ¡ Pobre diablo! -exclamó Peter.

- No -dijo el padre Pío-. Ahora tengo grandes esperanzas en Jacinto. ¿No ve usted, hijo mío,
que todo lo que ha dicho es una especie de confesión? ¿Que su dolor y su angustia son
aceptables sacrificios a los ojos de Dios? Aún le salvaré… El día en que le enseñe a no
odiar. ¿No ve usted que ya estoy ganando terreno en él? Hoy ha hablado con sinceridad y
de todo corazón.

- ¿Cómo está su paciente, padre? -inquirió Juan.

- Muy mejorado. Mañana estará completamente bien y será apto para todas las tareas.

Juan sonrió.

- ¿Ha hecho usted otro milagro, padre? Si es así, debe usted ser castigado. Debería saber
que los milagros van contra nuestros conceptos socialistas.

- No hable usted de milagros, hijo -murmuró el padre Pío-. No soy tan presuntuoso. Me he
limitado a darle la medicina hecha con las raíces de cierta planta de la que los indios me
hablaron. Pero se la administré, naturalmente, acompañada de plegarias. El señor Reynolds
estará perfectamente bien mañana. Puede usted llamar a eso, si quiere, un triunfo de la
medicina socialista, ya que primero la probé en su campo. O si usted lo prefiere, puede
llamarlo un milagro del buen Dios. ¿Y qué es lo que no lo es, hijo mío? Incluso que
andemos y respiremos lo es. Y que el sol salga por las mañanas y se ponga por las noches.
La vida es un milagro, hijo. Y también el amor. La ternura. La compasión. La condición del
ser humano. ¡Vaya! Ya han tenido ustedes el sermón de hoy.

- Yo me voy -dijo Juan-. De no ser así, acabaré contando cuentas de vidrio, murmurando
tonterías y encendiendo velas ante tontas y simples imágenes de yeso pintadas. Está usted
en buenas manos, camarada Reynolds. Mañana vendré a verle de nuevo.
- Perfectamente -contestó Peter-. Pero no tiene que molestarse. Estaré en pie. Ya ha oído
usted lo que ha dicho el buen padre, y yo le creo.

- ¡Oh, también yo, también yo! -repuso Juan.

- Hijo -dijo el padre Pío-, tengo algo que decirle.

- Pues dígalo, padre -contestó Peter.

- Usted es católico, ¿verdad? -preguntó el viejo cura.

- Lo era -afirmó Peter.

- ¿ Y ahora no lo es? -inquirió el padre Pío.

- Ahora no soy nada. Ahora soy suciedad. No, menos que suciedad, basura.

El padre Pío dejó escapar una carcajada. Su risa denotaba juventud. Era como el mugido de
los toros jóvenes cuando salen a la arena.

- ¿ Por qué se ríe usted? -preguntó Peter.

- Por la tontería que acaba usted de decir, hijo. ¿Cree usted que Dios puede apartarse de un
hombre?

- Padre… no tengo la cabeza para hablar de teología. Sólo sé que han muerto muchos que
podían haber sido salvados, que muchas vidas bellas, buenas y valiosas han sido segadas, y
por los malos, por los que menos valían. Que hay mucha hambre en el mundo, mucha
miseria, mucha enfermedad y mucho dolor. Fui educado en la Iglesia, así que conozco las
respuestas. Todas las respuestas. Sólo que no me satisfacen. Ya no me satisfacen.

- ¡Qué hombre más presuntuoso! Desea que Dios le dé una explicación particular para él
solo.

- No, padre. Porque tampoco le creería a Él. Me ha chasqueado ya demasiadas veces. Padre,
perdóneme. ¿No podríamos dejar de hablar de esto? Estoy enfermo y mi cabeza trabaja
mucho. Siempre lo hace, incluso cuando estoy bien.

- De acuerdo -repuso el padre Pío-. Concluido el asunto. No más teología. Dígame, hijo,
¿piensa usted casarse con miss Lovell?

Peter se quedó mirando fijamente al padre Pío y éste sonrió.

- No, no es un milagro. Ni siquiera esto. Usted deliraba. Basándome en lo que usted decía,
pude darle la absolución, pues usted odiaba sus pecados. Naturalmente, mucha parte del
tiempo ha estado usted hablando en inglés, que yo no entiendo, pero las cosas que dijo
usted en español fueron suficientes para convencerme de su arrepentimiento. Ahora debe
usted decirme conscientemente todo y yo le absolveré. Le haré rezar doscientos
Padrenuestros y quinientas Avemarías, pero nada más. Si usted quiere lavar el pecado
casándose con ella, tendré mucho gusto en celebrar la unión cuando volvamos a la capital.

- Padre -dijo Peter-, no puedo. -¿ Por qué no puede usted, hijo?

- Ya le he dicho que fui educado en el seno de la Iglesia. Esto sí ha quedado en mí. Y creo
que el casamiento se efectúa sólo una vez y para toda la vida.

- No le comprendo, en absoluto, hijo mío. -No quiero ser el quinto marido de Judith Lovell.
Al menos mientras los otros cuatro vivan aún.

- Entiendo -murmuró el padre Pío-. Ahora lo comprendo. Ella es una estrella de cine, ¿ no?

- Lo era, sí -contestó Peter.

- ¿ Y no practica nuestra fe?

- Y no practica la fe de usted -replicó Peter.

- Terco es usted, hijo. Lo que tiene usted que hacer es muy sencillo. Debe alejarse de ella.

Peter apartó la mirada del viejo cura y miró hacia el exterior. El sol era muy brillante.

- Sencillo -dijo-, muy sencillo. ¡Oh, muy sencillo! Tan sencillo como serrar el tronco de un
árbol.

- ¿ Qué dice usted? -preguntó el viejo cura. -Que nada es sencillo. O que todo lo es. No
sabría decirlo.

- Perfectamente. Su espíritu vagabundea. Duerma ahora, hijo mío… mientras Dios y yo


velamos.

- Usted me vela,padre. Tengo confianza en usted -repuso Peter.

A la mañana siguiente, Peter se sentía aún enfermo, pero se levantó de todos modos. No iba
a dejar mal al padre Pío. No sabía por qué, pero no podía hacerlo.

- No puedo echarle a perder su milagro -dijo en inglés-. A usted que es tan dulce, tan
ingenuo y tan sencillo de espíritu.

- ¿ Qué dice usted, hijo mío? -preguntó el padre Pío.

- Que me siento muy bien, muy valiente y con grandes energías -contestó Peter.

- Pues no lo parece -repuso el padre Pío-. Es usted la misma estampa de la muerte.

- No, de verdad que me siento bien. Vamos, busquemos a Juan. Tengo una cosa que decirle.

- ¿Lo del rescate? -preguntó el padre Pío-. Pedro, hijo mío, no lo aceptará.

- ¿Por qué no?


- Porque en su política Juan es muy puro. La política ha reemplazado a la religión que cree
que ha perdido. Pero que en realidad no ha perdido, ni él ni Jacinto, que está un poco loco
y, por lo tanto, puede transformarse en un gran criminal o en un santo. Me preocupo más
por Jacinto. Con Juan tendré tiempo.

Salieron juntos de la tienda. La luz del sol era un manojo de flechas de oro que taladraban
los ojos de Peter. El fuego penetró en su cerebro por debajo de su cráneo y se tambaleó un
poco.

- Hijo… -dijo el padre Pío.

Peter se enderezó.

- Vamos, padrecito. ¡Vamos a salvar pecadores!

Cuando avanzaban por el campo bajo los árboles, vieron a los indios. Éstos descendían de
las cumbres de las sierras formando una larga y doble hilera. Había centenares de ellos.
Llevabansarapes sobre los acostumbrados pantalones anchos y las camisas de peones, y se
tocaban con sombreros fieltro de ala muy ancha. Algunos de los hombres lucían un agujero
en la copa de sus sombreros y por ellos asomaba una pluma de cóndor. También exhibían
pulseras y collares de plata labrada. Cuando estuvieron bastante cerca, Peter pudo ver que
aquel trabajo de artesanía era muy fino.

- Excúseme, hijo -dijo el padre Pío-. Pero ahora tengo que atender a mis hijos. Han hecho
un largo camino, seguramente desde Xilchimocha, para que yo pueda bendecir a sus
muertos.

- ¿Y quiénes son, padre? -preguntó Peter-. Quiero decir a qué tribu pertenecen.

- No lo sé exactamente. Por sus facciones diría que son chibchas, venidos hace muchos
años de las sierras de Colombia- Su lenguaje es similar al de los chibchas, aunque con
muchas palabras toltecas; y otras que deben de ser incas o mayas, ya que estas lenguas se
han perdido. Se llaman a sí mismos tluscolas, que significa el Hombre, el Verdadero
Hombre. Vuélvase a su tienda o bien reúnase con Juan. Esto llevará tiempo.

Y de pronto Peter vio lo que los tluscolas llevaban con ellos. Vio aquellas figuras envueltas
en paja colocadas en sillas como tronos. Las sostenían en alto, llevadas por cuatro jóvenes y
valientes tluscolas, los blancos palos de haya colocados sobre cojines de cuero apoyados en
sus hombros, para salvar los centenares de kilómetros que debían de haber recorrido,
subiendo a los picos de las sierras, luchando contra tormentas de nieve, atravesando los
desfiladeros con sus sagradas cargas.

Y ahora el viento bajaba de las cumbres, frío y cortante, y trayendo algunos copos de nieve,
una nieve ligera, polvorienta y seca. Pero esto no disimulaba el olor. Peter ya había sabido
de aquel olor en Corea, mientras yacía en aquella cueva con cinco compañeros muertos a su
alrededor y los insectos moviéndose en el gran desgarrón que tenía en la espalda,
comiéndose su propia y maloliente carne, cosa a lo que debía el disponer aún de su brazo
izquierdo, que sólo se resentía un poco durante el mal tiempo, ya que aquellos gordos y
blancos devoradores de carne putrefacta dejaron la herida tan limpia que se curó casi del
todo, quedándole sólo la enorme cicatriz de color plateado. £1 había olido de nuevo aquello
en Hungría, en su primer gran reportaje, y después de esto en Argel; y de nuevo en
centenares de lugares en donde la fuerza de una ideo- logia sin piedad chocaba contra la
terca resistencia de otra que se llamaba a sí misma libertad. Había percibido aquel olor en
Argentina, en Santo Domingo, en Guatemala, en Venezuela, en Colombia; por toda la
América hispana, donde gruesos y porcinos generalitos compraban con la sangre del pueblo
lo que ellos llamaban orden, siendo tal vez el menor de dos males, ya que con ello lograban
un equilibrio entre el trueno de la derecha y el relámpago de la izquierda, equilibrio que de
no ser así no existiría en el mundo de habla española.

Pero Peter no se había habituado jamás a tal olor. No era fácil habituarse a aquel olor
dulzón, enfermizo, de carne humana en estado de putrefacción. Al olerlo ahora, todavía
devorado por la fiebre, su estómago protestó. Inclinó la cabeza y vomitó ruidosa y
terriblemente. Después apoyó la cabeza contra un árbol y permaneció allí bastante tiempo
hasta que vio, a cinco metros a su izquierda, a Jacinto echado sobre el vientre apuntando
con una ametralladora ligera checa, copia de una ametralladora Hotchkiss de nueve
milímetros, refrigerada por aire, la clase que lleva el casi semicircular cargador montado
sobre la parte alta del depósito, hacia los indios. Entonces Peter se movió, salvó la distancia
que le separaba de Jacinto en cinco largas zancadas y llegado allí, con su pie derecho hacia
atrás y todo su peso cargado sobre el izquierdo, levantó el pie derecho protegido por sus
fuertes botas alpinas y golpeó el cañón de la ametralladora, desviándolo hacia un lado con
tanta fuerza que Jacinto dio un salto y disparó, bien fuera deliberadamente o porque su dedo
estaba apoyado en el gatillo cuando Peter dio el puntapié. El arma segó un pino en dos y
luego cayó, produciendo un gran estrépito.

La expresión de Jacinto ni siquiera cambió. Se limitó a llevarse la mano al cinturón y se


volvió con su cuchillo de comando, con el que habría podido afeitarse las barbas si éstas no
hubiesen significado el último símbolo ideológico. Luego se libró de la volcada arma y se
levantó sin prisas, mirando a Peter con aquellos inexpresivos ojos amarillos que no tenían
en ellos ni ira ni odio ni nada en absoluto, sino la fría mirada sin expresión propia de los
grandes hombres de presa para quienes matar no supone una emoción ni un reflejo
condicionado, sino un instinto para satisfacer el cual no se requiere nada más que la
oportunidad.

Peter permanecía inmóvil iluminado por el sol, los brazos pendiendo a lo largo de sus
costados, observando cómo el brazo de Jacinto se balanceaba suavemente, la luz brillando
en la hoja del cuchillo, y percibiendo ahora con sus narices el olor de la pólvora quemada y
en la garganta el vil regusto de las náuseas. Anotó todas las sensaciones con curiosidad,
como si pensara analizarlas más tarde, como si importasen algo, cosa que no era cierta, lo
mismo que tampoco le importaba el acto de morir, considerando lo que su vida era ahora y
lo que seguiría siendo.

La voz del padre Pío, cuando sonó, no fue ni siquiera fuerte.En realidad sonó curiosamente
amable. -Basta, Jacinto -dijo.
Jacinto miró su cuchillo. Luego se lo metió de nuevo en la vaina y se inclinó, recogiendo la
ametralladora y poniéndola derecha. Hecho esto tomó un trapo engrasado de la caja de
herramientas que tenía a su lado y comenzó a limpiar el sucio cañón, introduciendo parte
del trapo por la boca del mismo.

- Lo mejor es que la desmonte -dijo Peter-. Seguramente se habrá ensuciado el depósito. La
próxima vez que disparase erraría la puntería o bien volaría por el aire.

Jacinto asintió con un movimiento de cabeza, e inclinándose, empezó a desmontar el arma,


envolviendo cada pieza con gran cuidado en un trapo impregnado en aceite.

- Vuelva a su tienda, hijo -dijo el padre Pío-. Ya ha pasado. Nole molestará más.

Pero antes de que Peter se moviera apareció Juan. -Jacinto -dijo.

- ¡Qué,jefe? -preguntó el interpelado. -Ibas a matar a los indios, ¿no? -Sí, jefe.

- ¿ Por qué? -inquirió Juan.

- ¿Por qué no? -repuso Jacinto-. Ellos aman la muerte. ¿ Por qué no darles lo que lee gusta?

- ¿Y Peter? ¿También él ama la muerte? -Si. Cuando iba a matarle ni siquiera levantó una
mano. Esperaba y parecía contento. -Jacinto -dijo Juan. -¿ Qué, Juan?

- No tienes que matar, ¿oyes? Sólo a los que yo te diga. A nuestros enemigos. A los
enemigos del pueblo. ¿Lo comprendes, camarada?

- Sí, Juanito, lo comprendo -repuso Jacinto.

- Escuche, camarada Reynolds -dijo Juan-, no hay tiempo para discutir su proposición de
rescate del padre Pío, pues ahora tenemos que levantar el campo y movernos con gran
prisa.

- ¿Por qué? -inquirió Peter.

- Por causa de los indios. Si no han sido vistos por los aviones de Villalonga -el gran pueblo
democrático de los Estados Unidos se los ha suministrado- es que se ha realizado
ciertamente uno de los milagros del padre Pío. Centenares de ellos se dirigen hacia este
lugar. Son como una gran flecha puntiaguda, ¿comprende? Ésta es la tercera vez que
tenemos que cambiar de emplazamiento por causa de ellos.

- ¿Y cómo saben en dónde se encuentra el padre? -preguntó Peter.

Juan frunció el entrecejo.

- No lo sé -contestó.

- Ellos le huelen -añadió Jacinto-. El padre Pío huele como ellos, a muerto. ¡Indios
apestosos! Llevan sus muertos a través de las montañas para que el tío Pío pueda
bendecirlos, y luego los conducen otra vez a sus casas. Después él tendrá que ir a
Xilchimocha para asegurarse de que los han enterrado al fin, en lugar de acostarse con ellos
como necrófilosqué son. ¡Ah! Quizás él también lo sea. ¡Ja, ja, ja! ¡El tío Pío!

¿Le gustaría a usted un trocito de rabo de muerto de cuando en cuando?

- ¡Cállate, animal.' -exclamó Juan-. Ha hecho un chiste malo, camarada reportero. Loe
tluscolas no hacen uso de la sexualidad del muerto, como esta bestia sabe muy bien. Esto
sería una terrible blasfemia para ellos, que castigan con la más cruel de las muertes que
pueden imaginar. Pero vamos ahora. ¿Está usted bien para cabalgar… después del último
milagro del padre Pío?

- Sí -contestó Peter.

- Entonces yo cabalgaré con usted, ya que los indios han traído al padre Pío un caballo de
regalo para recompensarle. Creo que quieren que lo emplee para escapar, así que yo me
prevengo y se lo tomo prestado. Cabalgaremos usted y yo para buscar un nuevo sitio donde
acampar… tan inaccesible como sea posible.

- ¿Quiere que vaya con usted? -demandó Peter.

- Sí. Así me podrá usted hablar de su entrevista con Fidel en Sierra Madre… antes de que
subiera al poder. Puedo aprender mucho con ello -afirmó Juan.

- Puede usted aprender, pero no lo hará. Por lo menos no captará lo esencial.

- ¿ Y qué es ello?

- Desistir de todo.

III

Cuando encontraron el lugar, vieron que era muy hermoso, se trataba de unos bosques de
pinos y abetos balsámicos situados en el declive de la montaña, con un precipicio vertical
que descendía quinientos metros por un lado, todo él de roca puntiaguda que ni siquiera una
mosca podría haber escalado, y mucho menos un hombre, con ningún camino que
condujera al interior de los bosques excepto una lengua de lava solidificada procedente de
los días en que toda la sierra había estado tan activa como el Zopocomapetl lo era ahora, y
por el que un ejército podía avanzar en fila india sin dejar rastro y sin abandonar el camino,
según Peter pudo comprobar. En él otro lado de los bosques, enfrente del precipicio, el pico
de la montaña se alzaba recto formando un ángulo que si no era de noventa grados, lo era
cuando menos de ochenta y cinco.

- ¿Le gusta? -preguntó Juan.

- No -contestó Peter.


- ¿ Por qué no?

- Por lo siguiente: es un campamento para héroes, y yo soy un cobarde -respondió Peter.

Juan sonrió.

- Una rara clase de cobardía, camarada -dijo-. Pero en serio. ¿ Qué inconveniente le
encuentra usted?

- Como base desde donde atacar, nada. Como fortaleza natural, formidable. Si me
proporcionan una ametralladora, bastantes municiones y comida para mantenerme un año,
yo personalmente podría eliminar al ejército de Villalonga.

- ¿ De veras? -preguntó Juan.

- Ya se lo he dicho. Piense en ello -dijo Peter.

- Ya lo he pensado. Y es perfecto, camarada reportero. Primero tienen que encontrarnos, y


esos árboles forman una maravillosa muralla. Pero supongamos que nos encuentran. Tienen
que atacarnos de frente por una lengua de roca volcánica tan estrecha que sólo dos hombres
pueden pasar por ella a la vez. ¡Qué matanza! Porque…

- Juanito… -exclamó Peter.

- ¿Qué? -contestó Juan frunciendo el ceño.

- No tienen que atacar. Con que se limiten a acampar allá abajo, al pie de la lengua de lava,
con jeeps que les traigan comida cada día, comida caliente mientras el olor de ella llega
hasta donde ustedes se mueren de hambre… Fuera del campo de tiro de sus morteros de
rodilla y de sus ametralladoras ligeras. Más tarde, cuando se cansaran de esperar, podrían
emplear un par de esas viejas del 75 procedentes de la primera guerra mundial que todavía
disparan muy bien, hijo, detrás de sus jeeps, subiéndolas a ese bonita y pequeña plataforma
que se encuentra al pie de la lengua de lava y empezar a disparar hacia aquí. E incendiarias,
y entonces esperar al pie de susjeeps, subiéndolas a esa bonita y pequeña plataforma hasta
que usted y los suyos salgan de los bosques, que por entonces estarán ardiendo. O bien se
quedarán ustedes en ellos y se asarán. O bien se arrojarán por ese precipicio. Sus
alternativas pueden verse reducidas a eso, camarada, entre varias maneras de morir
altamente desagradables.

Juan permaneció inmóvil en el caballo mirando a Peter.

- Claro que olvidé algo -continuó Peter.

- ¿ Qué es lo que ha olvidado usted?

- Que Kruschev y Castro tardarán naturalmente en enviarles a ustedes por avión tropas,
municiones y comida. Esto resuelve su problema de logística y nuestro presidente, por
supuesto, se esconderá debajo de su mesa de despacho en la Casa Blanca y les dejará hacer.
No soñará ni por un momento en enviar la Flota Atlántica o algunos jets de combate; ni
siquiera a losmarines. ¿No es verdad?

Juan empleó la explosiva y tajante palabra española de «¡Mierda!», que en inglés equivale a
materia fecal, sólo que no se puede traducir al inglés. Es preciso emplear el anglosajón.

- Muy bien. Ha dado usted en el clavo, compañero. Han estado ustedes enterrados en esa
materia hasta los ojos.

Juan continuó contemplando los bosques.

- ¿Ha visto usted nada mejor? -dijo.

- No -repuso Peter-. Y esto será un buen escondite durante algunos días. Quizás una
semana. Pero si ellos se acercan, harán ustedes bien en trasladarse.

Hicieron dar la vuelta a los caballos y de nuevo comenzaron a descender.

- Sobre el padre Pío… -empezó Peter. ¡

- No -contestó Juan.

- Recapacite, Juan -insistió Peter-. Con el dinero que está dispuesto a pagar mi periódico,
usted podría comprar Ciudad Villalonga. Entonces no tendría que…

- No -replicó de nuevo Juan.

- ¿Y si yo intento hacerle salir del campo una hermosa noche oscura…?

- Entonces yo dejaría que Jacinto se hiciera cargo de las cosas. Eso corresponde a su
departamento.

- Ya comprendo. Se desentiende de la responsabilidad. Delega el asesinato en otras manos.

- Algo así -respondió Juan-. Pero, camarada, ¿en serio cree usted que una hormiga podría
salir de nuestro campamento si yo diera orden de que no lo hiciera?

- Ha logrado usted algo aquí. Sus centinelas son unos tipos fuertes. Sin embargo, yo
desearía que usted me dejara sacar al padre Pío. Es demasiado viejo…

- No -repitió Juan de nuevo.

- ¿ Por qué no? -preguntó Peter.

- Porque sólo él puede traer los indios a nosotros. Los indios son esenciales. Sin ellos nunca
prevaleceríamos contra la clase alta española y contra la clase media, que es mestiza. ¿Qué
puede hacer una dictadura del proletariado sin el proletariado? ¿Una democracia del pueblo
sin el pueblo?

- ¿Les dejará usted que sigan conservando elcorpus delicti del abuelo en la sala de estar?
- Hombre, les concederé algo mejor. Les enseñaremos taxidermia y les suministraremos
ojos de cristal. Les enseñaré cómo podrán dar un hermoso brillo a la arrugada piel del
abuelito, cómo cubrir la pluma de cóndor que hay en la cabeza del muerto con un
insecticida duradero y cómo se le puede colocar en el salón en una postura natural, con los
brazos extendidos de tal forma que pueda hacer el papel de un hatrack, por ejemplo. E
incluso…

Fue entonces cuando oyeron el ruido del avión.

En aquel momento se encontraban bajo el bosque, descendiendo por un bien señalado


camino. Las laderas formaban una larga y suave curva de roca escarpada y de viejas
cenizas, que ahora se convertían en tierra. Podían haber bajado por aquellas pendientes
bastante fácilmente, salvo que no había razón para hacerlo, ya que su desnudez, su total
ausencia de cobertura, era ahora, bajo las circunstancias en que se encontraban, no
solamente indecente, sino obscena.

El aparato que cruzaba el cielo no era ningún Cub de ochenta y cinco caballos, sino una
doble hilera de mil ochocientos caballos de fuerza Pratt y Whitney combinado con el morro
de un Vought Corsair. Mirando hacia arriba, Peter pudo ver las marcas rojas y amarillas con
la pequeña y delgada cruz púrpura que formaba la letra X que Villalonga había copiado,
con notable falta de imaginación, del Ejército del Aire de España.

Luego, viendo que Juan clavaba las espuelas en los ijares del caballo de ancho pecho y
bella estampa que los indios habían traído como regalo al padre Pío, gritó:

- ¡ Por amor de Dios, no corra!

Pero era demasiado tarde, pues el gran caballo ya se había marchado. Peter, asido a su
peludo poney de montaña mientras intentaba sujetarlo, vio que aquellas curiosas alas de
gaviota que eran el signo distintivo de los aviones de caza de la segunda guerra mundial -el
último avión de caza impulsado por hélice en servicio activo que habiendo prestado
servicio en Corea antes de ser retirado y donde, como ahora, probó que en ciertas misiones
los jets eran demasiado rápidos para ser manejados apropiadamente- caía verticalmente
descendiendo con gran estrépito, una hermosa imagen de muerte súbita pintada de azul
ahora a velocidad de avión a chorro, para luego volver a ascender dejando cinco kilómetros
entre ellos, tornando en seguida a acercarse, su hélice un nublado disco de plata que
describía un perfecto haz color naranja. Y él, aquel piloto al rojo vivo, aquel auténtico
muchacho de llama azul, uno de los veinticinco aristócratas de Costa Verde, hijos de
terratenientes, de fabricantes, de traficantes en café, azúcar y petróleo, adiestrado en Keeler
Field (Mississippi) o en San Antonio (Tejas) o en California, ejecutando, gracias a sus
estudios, sin esfuerzo y con toda perfección, lo que estaba realizando ahora.

Su vuelo caía evidentemente fuera de todo libro de texto. Bajó todo Jo que pudo e incluso
soltó su tren de aterrizaje para aminorar la caída y quedó allí mirando a todas partes como
un cuervo que buscase carroña; sólo que aquel grupo particular en cuatro patas y en dos
pies estaba aún momentáneamente vivo.

Luego, mirando hacia arriba y hacia atrás, Peter vio que el extremo del ala del Vought
Corsair dejaba una mancha de acetileno en cuatro separados y distintos lugares, y que la
blanca línea de las balas trazadoras de la Browning del calibre 50 levantaba una columna de
polvo y de rocas que se alzaba luego como una hilera de fantasmas bailadores e idiotas.
Peter saltó por delante de la silla hasta un hoyo que había junto al camino, levantando la
cabeza sólo cuando oyó gritar a su poney con un chillido agudo como el de una mujer
asustada.

Y al alzar la mirada, vio al peludo animal con la cabeza baja y vomitando sangre; la roja ola
brotando de él a través de una línea de agujeros abiertos a todo lo largo de su flanco. Se
encontraba incapaz de buscar a Juan, pues notaba la fuerte pared de aire procedente de la
hélice y la lluvia de bombas que caían sobre el camino. El avión subía de nuevo para volver
a bajar, cada vea más cerca del blanco, blanco que él no podía ver porque se encontraba
demasiado apartado del camino. Pero percibía con facilidad lo que podía ver, o sea que la
puntería no había sido mala después de todo, pues aquella enorme bala continuaba la
trayectoria que el avión le había dado, trazando, al caer, un arco ligeramente curvo para
acabar el mundo, para detener el tiempo.

Peter lo vio. Vio a aquel pequeño muñeco negro llevando extendidos ambos brazos y la
única pierna que le quedaba. Volaba, permaneció inmóvil en medio del aire durante un
segmento de tiempo con aparente negación de gravedad. Este tiempo pudo no ser más que
una fracción de segundo, pero Peter, debido a su dolor, asombro y horror, lo prolongó
increíblemente. Hasta que le volvió el aliento, tornó a latir su corazón y una renovada
percepción de las cosas le dejó ver el cuerpo de Juan, que caía de nuevo a la tierra y
quedaba sobre la desnuda roca y entre los restos del caballo.

Peter se puso en pie y, olvidando el avión, que ya no era más que una cruz azul que se
siluetaba contra la oscura pluma de Zopocomapetl, tropezando, cayendo y levantándose de
nuevo, llegó al lugar en donde yacía Juan, milagrosa pero no afortunadamente vivo, la vida
escapándose de él a través de la masa de piltrafas rojas y de trozos de huesos en que
acababa su pierna justamente debajo de la rodilla. Peter se inclinó y quitándose el cinturón
y colocándolo alrededor del muslo de Juan, lo apretó ferozmente hasta que la roja ola de
sangre decreció. Luego rompió su propia camisa y envolvió con ella la herida formando un
tosco vendaje, permaneciendo allí mirando a Juan, pero no pensando, pues no había nada
que pensar, sino sólo había cosas que hacer.

Volvió hacia donde yacía muerto su poney en la carretera y sacó su cantimplora de la


alforja de la silla. Desperdició cinco minutos buscando a Juan entre trozos de carne y los
intestinos delgados y de color rosa del caballo. Por fin le encontró, levantándose y
echándole sobre su espalda. Luego empezó a descender el camino.

En el primer kilómetro no se cayó ni siquiera una sola vez.

Pero en el segundo se cayó tres veces y en el tercero, cinco. En el quinto caía cada
doscientos metros. En medio del sexto kilómetro comprendió que no podría levantarse más,
así que se quitó a Juan de encima e intentó introducir alguna agua entre sus labios, que
estaban hinchados y negros y soltaban sangre por sus comisuras. No pudo lograrlo. De
modo que bebió un sorbo y se quedó allí.
Cuando la primera sombra pasó por encima de su cabeza, Peter pensó que se trataba del
avión que volvía. Pero no oyó ningún ruido, así que miró hacia arriba, viendo entonces que
se trataba de un milano de cola en forma de tenedor. Luego pasó otro, otro y otro, hasta que
el aire se tornó negro por efecto de aquellos pájaros que daban vueltas en el aire. Peter agitó
sus brazos y todos los milanos alzaron el vuelo. Pero no se alejaron. Se limitaron a dar
vueltas desde más alto. Luego una sombra más grande atravesó la carretera y colocó los
extremos de sus alas en una posición casi vertical, quedándose quieta en medio del aire. Sus
rojas y escamosas patas surgieron desde debajo de su oscuro vientre y se abrieron para
agarrarse a una roca. El animal quedó allí inmóvil, mirando a Peter con unos ojos negros y
pacientes que surgían de su cabeza azulada, roja y calva.

Peter intentó agitar su mano en dirección al animal, éste no prestó atención. Peter clavó
entonces sus dedos en la superficie del camino buscando piedras desperdigadas y
arrojándolas una tras otra al buitre, pero se sentía demasiado débil y cayeron muy cerca. El
buitre continuó inmóvil mirando. Los papalotes daban vueltas ahora más bajo, sin dejar de
chillar.

Peter vio otras aves que venían hacia él, pero estaba demasiado cansado y demasiado
enfermo para contarlas. Las rocas a ambos lados del camino aparecían ahora cubiertas de
pájaros. Cuando llegó el último, Peter tuvo la seguridad de que se trataba de un avión, pues
era mucho mayor que los demás. Pero entonces se fijó en la roja cresta que tenia en lo alto
de su cabeza y supo que se trataba de un cóndor. Los otros pájaros le hicieron sitio y el
cóndor se posó en medio de ellos, la cabeza y los alones más altos que los de los restantes.

Peter los miró. De cuando en cuando bebía agua de la cantimplora. Estaba empezando a
sentirse un poco mejor, lo suficiente quizá para recorrer otros cinco metros antes de volver
a caer. Entonces recordó que Juan llevaba probablemente su arma. La buscó, la encontró y
la sacó de su funda y, levantándola con ambas manos, apuntó al cóndor. Apretó el gatillo,
pero el arma tenía puesto el seguro. Entonces soltó éste y apretó de nuevo el gatillo. El
Mauser automático funcionó y disparó. El cóndor cayó sobre un húmedo hoyo. Los
busardos se alzaron rápida y torpemente y desaparecieron.

Cinco minutos más tarde Jacinto y un grupo de reconocimiento se encontraban allí.

Jacinto miró a Juan. No dijo nada. Levantó simplemente su ametralladora hacia donde los
milanos y los buitres daban vueltas. Tocó a cinco antes de que desaparecieran todos. Uno de
sus acompañantes estaba examinando la pierna de Juan. Parecía saber lo que se hacía, así
que Peter se dirigió hacia donde estaba Jacinto.

- ¿Cómo…? -empezó.

- Su disparo, camarada reportero. Claro que también oímos a ese asesino de avión. Incluso
oímos la ametralladora que disparó contra la carretera. Cuando el avión arrojó la bomba,
supusimos que les habría alcanzado. Pero vinimos de todos modos. Cuando usted disparó
contra el cóndor y las otras aves aficionadas a la carroña, nos señaló usted este lugar. Se
volvió al que estaba trabajando sobre Juan. -¿Morirá, Pepe?

- Sí -contestó Pepe-. Ha perdido demasiada sangre. Si el yanqui no hubiese aplicado el


torniquete, estaría ya muerto.

- ¿Morirá pronto? -insistió Jacinto.

- ¡Quién puede saberlo! -respondió Pepe-. Puede morir dentro de cinco minutos o dentro de
cinco horas. No puede afirmarse. Pero sería mejor que muriera ahora sin volver en sí. De lo
contrario tendremos que emplear con él nuestra morfina. Porque, camarada segundo jefe, la
pierna le dolerá mucho y si el piloto del avión ha dicho a los suyos que exploren esta zona,
sus gritos podrían muy bien delatarnos.

- ¿Crees, entonces, que es aconsejable pegarle un tiro? -preguntó Jacinto.

- ¡Jacinto, por el amor de Dios! -exclamó Peter.

- Dios no existe, camarada reportero -replicó Jacinto-. No diga idioteces, que distrae mi
atención. Ahora debo pensar.

Peter permaneció mirando aquellos ojos amarillos. En ellos parecía reflejarse una
preocupación. Pero a poco se serenaron.

- Le llevaremos al campamento. Quizá tenga órdenes que darnos. Y en cualquier caso, si
grita demasiado, siempre podremos rematarle allí.

Peter dejó escapar su aliento lentamente. Jacinto le miró y se echó a reír. Su risa sonó como
el aullido de un lobo viejo.

- ¿No veis? -dijo, dirigiéndose a sus acompañantes-. ¡Todavía tiene fiebre! ¿Terminaréis
ahora de hablar de los milagros del feo y pequeño vasco? ¿O bien diréis que el yanqui no
tiene fe?

- Es un hereje, un protestante -afirmó Pepe.

- No, es católico -replicó Jacinto-. Oí como se lo decía al tío Pío

- Escucha, Jacinto -dijo Pepe-. Con lo de la revolución estoy de acuerdo. Ha habido muchos
abusos que sólo se pueden remediar matando a quienes los cometieron, y yo soy comunista.
No creo en Dios… nada absolutamente. Pero he visto que ese pequeño padre vasco hacía
muchas cosas para las que no existe una explicación razonable. Así que como hombres
prácticos, ¿por qué correr riesgos? Recuerda la mala suerte que hemos tenido últimamente.

- Y yo -replicó Jacinto- ¿puedo sugerir sin respetospara nada que ceses de aprovecharte de
que eres el único entre nosotros que tiene algunos conocimientos de medicina?
Considerando el importante hecho de que te suspendieron en todos tus exámenes en la
Facultad de Medicina, tu dominio de la ciencia médica es insuficiente para evitar que
pierda poco tiempo en pensar si te debo fusilar o no, camarada doctor. Ahora recoged al
pobre Juan y en marcha.

Nadie se preocupó de ayudar a Peter. Pero con un sorbo de ron dentro de él, procedente de
la cantimplora del joven oficial llamado Federico, quien se aseguró de que Jacinto no
miraba cuando se lo ofreció, Peter se encontró con que podía andar. Lentamente,
tropezando, pero siempre en pie, cuando llegaron al campamento le dolían todos los huesos.
Mas el padre Pío tuvo razón: la fiebre había desaparecido.

Y ahora los tres, es decir, José, llamado «Pepe», como todos los Josés son llamados en
España por sus amigos, el padre Pío y Peter, observaban a Juan. Pepe era mejor médico de
lo que Jacinto había supuesto, por lo menos mejor cirujano. Hirvió sus instrumentos, cortó
las piltrafas de carne, cosió el hueso abierto e hizo un pulido nudo de carne que cosió sobre
la rodilla de Juan para formar un muñón. Empolvó la herida con sulfamidas y echó un
millón de unidades de penicilina en las venas de Juan. Luego se apartó y se puso a observar
al herido. A continuación dijo:

- Es víctima del choque. Lo que necesita es una transfusión de sangre. Pero no tenemos
plasma…

- ¿Sangre? -dijo Peter, sintiendo que el sudor brotaba de su frente por haberla visto-. Tome
sangre mía. -O mía -añadió el Padre Pío. -No -contestó Pepe. -¿Por qué no? -preguntó
Peter.

- No conozco su tipo de sangre ni el de usted, ni el del padre Pío ni el del mío. ¿Saben
ustedes lo que ocurre cuando se inyecta sangre de un tipo que no es el adecuado?

- Sí -repuso Peter-. El paciente muere. Pero como de todos modos va a morir, ¿por qué no
correr el albur?

- Prefiero que muera. No deseo matarle -contestó Pepe. -Hijo -dijo el padre Pío-, me parece
que está usted equivocado. Si no hace usted ningún esfuerzo para salvarle, la culpa será
suya en parte. Si usted hace el esfuerzo y él muere, entonces su muerte será claramente la
voluntad de Dios.

- Dios no existe -exclamó Pepe-. /Mierda! No me envuelva con sus sofismas jesuíticos,
padre. He hecho lo que he podido. Pero si muere presa de convulsiones como resultado de
la transfusión, Jacinto me matará sin el menor titubeo. Jacinto le quiere tanto…

- No creo que Jacinto quiera a nadie -manifestó Peter.

- ¡Oh, sí! Le quiere -contestó Pepe-. ¿No vio usted allí, en el camino, cómo dejó de
proporcionarse el placer de matarle? ¡ Y si usted supiera cómo se divierte Jacinto matando
gente! Es su mayor placer…

- He podido darme cuenta de ello -afirmó Peter.

- Hijo… la transfusión -murmuró el padre Pío.

- No. Lo siento, padre. Pero no soy tan altruista. Quiero vivir -contestó Pepe.

Los tres permanecieron observando a Juan. Éste permanecía muy quieto. El padre Pío
adelantó su mano derecha y la colocó sobre la frente de Juan. Peter vio entonces la redonda
y profunda cicatriz azulada en medio de la mano.
- ¿Cómo le sucedió eso, padre? -preguntó al viejo sacerdote-. ¿Es que lleva usted los
estigmas de Nuestro Señor?

El padre Pío rió suavemente.

- No soy digno de tal honor -contestó-. No, hijo. Me lo hizo una bala. En España, durante la
Guerra Civil española. Yo estaba bendiciendo al pelotón que se disponía a disparar contra
mí.

Peter le miró.

- ¿Estaba usted bendiciendo al pelotón rojo de ejecución que…?

- No, no fueron los rojos. Fueron los otros. Pero aparte de ese detalle de poca importancia,
sí, estaba bendiciendo a los soldados que intentaban matarme.

Pepe le miró a su vez.

En el camastro, Juan se agitó y se quedó. Todos se inclinaron sobre él. Pero el herido quedó
quieto de nuevo. Los demás permanecieron observándole. Una hora más tarde, el herido se
despertó y empezó a gritar.

Peter le sujetó mientras Pepe preparaba la aguja.Le inyectaron morfina, pero no produjo el
menor efecto. El herido siguió gritando hasta que Jacinto llegó a la tienda con la pistola en
la mano.

El padre Pió se puso en pie y se colocó entre Jacinto y el camastro, diciendo al mismo
tiempo:

- ¡No, hijo!

Jacinto le tiró al suelo empleando el lado plano de la pistola.

Pepe empezó a andar hacia la puerta.

Peter se incorporó entonces lenta y cuidadosamente, en el mayor silencio.

- Jacinto… -empezó a decir.

- ¡Mierda! ¡Cállese usted, gringo!

- La madre de usted -contestóPeter.

En España, la blasfemia es un arte. Uno no tiene que nombrar, sino simplemente hablar de
la familiar femenina más próxima a nuestro contrario. Éste ya sabe lo que uno quiere decir.
Como Jacinto lo supo ahora.

Se volvió hacia Peter con sus ojos amarillos luminosos como chispas. Luego, lentamente,
se detuvo y empezó a reír.
- ¿Quiere usted provocarme, camarada? Entonces intente otra cosa. He olvidado todo lo
referente a mi nacimiento… incluso a esa persona que usted ha nombrado. Así que siga
maldiciéndome. Hable de ello. Recréese en sus palabras. Eso fue hecho por mi madre, por
mi abuela, por mi bisabuela. Mi padre era un pervertido, y mi abuelo, la reina de las hadas.
¡Sí! ¡Hable de ello!

- No -contestó Peter.

- ¿Por qué no?

- No quiero desperdiciar aliento. Tenemos demasiado poco. Tan sólo digo esto: si continúa
usted apuntando a Juan con su juguete checo, yo se lo arrancaré de las manos y le romperé
los dientes con él. Sobre la marcha. Y lo haré hasta que se le hinche la boca. ¿Está esto
claro?

- ¡Vaya! -exclamó Jacinto, cuyo humor había cambiado-. Escuche, camarada reportero: no
siento ningún deseo de matar a Juan. Hemos sido amigos desde que éramos niños y me
causaría mucha pena hacerle daño. Pero ahora soy yo el jefe y todo el grupo puede ser
sacrificado por un solo hombre.

- Espere -dijo Peter-. ¡Pepe!

- ¿ Qué, camarada? -inquirió Pepe.

- Tápale la boca con gasa. Tápasela completamente. Esto no le hará sufrir mucho y evitará
que nuestro valiente jefe tenga que matarle.

- Eso es inteligente -opinó Jacinto-. Hazlo, Pepe. Te ordeno que lo hagas.

Luego se volvió y salió de la tienda.

Peter ayudó al viejo cura a levantarse del suelo. El padre Pío sangraba por un corte abierto
encima de su ojo derecho. Pepe, acabado de arreglar a Juan, se enderezó y atendió al cura,
limpiándole la sangre y la suciedad. A continuación espolvoreó la herida con sulfamidas.

- Jacinto es un salvaje -dijo Pepe.

- Ha sufrido mucho, hijo -afirmó el padre Pío.

Peter levantó su mano súbitamente. Pepe y el viejo cura dejaron de hablar y le miraron.

- Juan -dijo Peter-. ¡Miren a Juan!

Juan tenía los ojos abiertos de par en par y los movía lentamente. Miraba sus rostros. Sus
ojos enfocaban correctamente. Eran transparentes.

- Juan -preguntó Peter-, ¿me puede usted oír?

Juan asintió con un movimiento de cabeza. Muy lentamente. Con inmenso esfuerzo.
- ¿Quiere usted que quitemos la mordaza de su boca? -preguntó Peter.

Juan asintió todavía más lentamente.

- ¿ Y no gritará usted?

El movimiento de la cabeza de Juan fue apenas perceptible.

- Quíteselo, Pepe -ordenó Peter.

Pepe titubeaba.

- ¡Quíteselo! -insistió Peter.

Pepe quitó la mordaza de gasa que antes había colocado en la boca de Juan.

- Gracias -murmuró Juan.

La palabra le brotó ahogada, seca y tartajosa.

- Peter -dijo Juan.

- Sí, Juanito -respondió Peter.

- Usted… fue usted el que me trajo aquí, ¿no?

- No -contestó Peter-. Pepe, Jacinto y el resto de la gente nos encontraron.

- Después que usted hizo cinco kilómetros con él a cuestas -afirmó Pepe-. Quizá retroceda a
la moralidad burguesa, pero prefiero decir la verdad. Te salvó, Juanito. El camarada gringo
te salvó. Y ahora me pregunto…

- ¿ Qué? -preguntó Juan.

- Si va a servir de algo nuestra revolución y nuestro nuevo Estado socialista. Si pueden
servir de algo. ¿No necesitaremos quizá a este viejo mono vasco y sus supersticiosas
prácticas? Cuando un hombre está solo y cercado en su última colina, entonces… ¿qué,
Juanito? Tú estás cercano a la muerte y el moribundo dice la verdad. Dime, camarada, si…

- No -se apresuró a decir Peter-. Está demasiado débil. No le haga hablar.

- Entonces usted, camarada, que ha viajado mucho y vivido en muchas partes. ¿Tenemos
razón? ¿O bien vamos a cambiar un mal por otro mal?

- No me pregunte esas cosas -contestó Peter sin dejar de observar a Juan-. No soy
suficientemente sabio para responder. Pregunte al padre Pío. Eso pertenece a su
jurisdicción.

- No -dijo Pepe-. Él parte de un punto de vista lleno de prejuicios.


- ¿ Y cree usted que yo no? -inquirió Peter.

- No. Creo que usted por lo general habla con justeza. Juanito, ¿te molesta nuestra charla?

Juan movió la cabeza.

- Agua -pidió-. Tengo sed. Dadme agua. Después, hablen.

El padre Pío llevó la cantimplora hasta los labios de Juan.

El herido bebió penosamente. Luego movió la cabeza hacia un lado.

- Hablen -murmuró.

- Quizá no debamos hacerlo -dijo Peter-. Quizá…

- Hablen -insistió Juan-, Quiero oír, conocer…

- Y yo también -añadió Jacinto penetrando en la tienda-. Sí, camarada reportero, hable
usted. Vamos a determinar si ya tenemos un movimiento desviacionista a lo Tito entre
nosotros.

Al decir esto su voz cambió, y Peter comprendió por qué. Intentaba hablar como el jefe de
un grupo de guerrilleros comunistas. Pero empleando la exagerada jerga marxista carente
de significado que le habían impuesto durante su entrenamiento en Cuba, probablemente, y
que no había penetrado ni en su mente ni en su corazón. Jacinto resultaba sencillamente
ridículo. No, ridículo no. Lastimoso.

- ¿Qué ganará usted matando a todos? -inquirió Peter.

- No, no a todos -replicó Jacinto-. Sólo a los que llevan la corrupción en ellos, como nuestro
Pepe aquí presente. Pero no quiero interrumpirlos, camaradas. Esto es una democracia,
¿no?, y se permite la libre discusión, ¿eh? Por lo menos mientras el que habla vive…

La cabeza de Pepe se alzó.

- Escucha, Jacinto. Tus bromas no son divertidas. Ni tus amenazas disimuladas. Me parece
que tu manía de matar gente será causa un día de tu propia muerte. Y yo hablaré. Quiero
decir lo que siento. Principalmente, creo que estás loco y que eres un peligro para nuestra
causa.

Jacinto dejó su ametralladora en el suelo, a los pies del camastro de Juan. Luego cogió su
Beretta automática y la colocó junto a la ametralladora. Lo mismo hizo con su cuchillo.

- Y ahora -dijo sonriendo con sus inmóviles ojos amarillos más bien que con su boca- estoy
desarmado. No puedo matar a nadie. Hablen.

- Perfectamente -contestó Pepe-. Camarada reportero, ¿ cree usted que prevaleceremos?


- Sí -contestó Peter.

- Y después ¿qué? -siguió preguntando Pepe.

- Después nada -replicó Peter.

- ¿Quiere usted decir que no acabaremos con los abusos?

- Quiero decir que los sustituirán ustedes por otros.

- ¿ Por qué? -demandó Pepe.

- Porque ustedes no son anglosajones. Ni daneses. Ni suecos.

- ¿Quiere decir usted que no somos buenos? -inquirió Jacinto.

- No -contestó Peter-. No quiero decir eso. Poseen ustedes bastantes virtudes, Dios lo sabe.
Digamos que ustedes no son lo suficientemente lentos de pensamiento ni lo suficientemente
fríos de sangre, y que por eso tienen ustedes una manifiesta ineptitud para la política.

- Ya -exclamó Jacinto.

Peter le miró.

- ¿Sabe usted de algún país donde un hombre de su raza haya puesto el pie que no haya
tenido veinticinco revoluciones y cincuenta dictadores?

- Aceptaré eso -repuso Pepe-. ¿ Aceptará usted, en cambio, nuestra afirmación de que ésas
son precisamente las cosas que vamos a remediar? -No -contestó Peter.

- ¿ Por qué no? -preguntó Jacinto.

- Porque he estado en Rusia -contestó Peter-. Y también en Hungría. Y en Cuba.

- Usted, camarada reportero, es el clásico reaccionario.

- ¿Quieres callarte, Jacinto? -pidió Pepe-. Escuche, camarada. De acuerdo con los teóricos
del partido, las cosas que hacemos son: fusilar a los desviacionistas…

- La tortura de prisioneros. Los lavados de cerebro. La exterminación de millares, incluso


de millones de personas cuando se cree necesario.

- ¡Mentira! -gritó Jacinto.

- Estuve allí -afirmó Peter-. Lo vi con mis propios ojos.

- Déjeme acabar -pidió Pepe-. Déjeme presentar el punto de vista ortodoxo-leninista… Con
el cual, francamente, camarada yanqui, no estoy del todo de acuerdo. Pero déjemelo A
presentar como argumento. Esas cosas, camarada reportero, grandes como nos parecen a
usted y a mi, a causa de nuestro ambiente burgués e intelectual, son, en la escala de la
historia, muy pequeñas. Y son sólo medidas temporalee, hasta que las verdaderas
democracias pueden ser establecidas en todas partes. Confieso que esta teoría no cuadra
muy bien con mi estómago, extraordinariamente sensible. ¿Cree usted, amigo, que el bien
pueda salir del mal? ¿Incluso un gran bien de un pequeño mal? ¿Lo cree, usted, camarada?

Peter le miró sonriendo.

- ¿Cree usted que una mujer puede quedar embarazada a medias? -preguntó-. ¿O que una
chica pueda perder sólo una pequeña parte de su virginidad? ¿O bien, si Jacinto el de los
ojos amarillos me matase, cosa que está muy deseoso de hacer, pudiera estar yo sólo un
poco muerto?

- No -repuso Jacinto-. Quedaría usted muerto del todo. Por completo.

- Ése es un argumento muy hábil, hijo -opinó el padre Pío-. Llévelo más lejos.

- No hay ningún más allá -contestó Peter-. Y ya hemos cansado bastante a Juan-. ¿Cómo va,
viejo?

- Muy mal -contestó Juan-. Jacinto…

- Sí,jefe-se apresuró a responder Jacinto.

- El… tiene que ser puesto en libertad. Él… y el cura. Es una orden. Mi última orden. ¿Me
has oído?

- ¡Pero, Juan! -exclamó Jacinto.

- Una orden. Padre…

- ¿Qué, hijo?

- Venga aquí -pidió Juan.

El viejo cura se levantó y fue hasta el camastro.

- Tú, Jacinto, y tú, Pepe, marchaos -dijo Juan, cuya voz sonó súbitamente fuerte-. Y usted,
Peter, quédese.

- ¿ Por qué? -preguntó Peter.

- Porque usted es cristiano. Padre…

- ¿Qué, hijo mío?

- Yo…

Su voz se cortó súbitamente. Peter vio que sus labios se movían y se acercó a él. Las
palabras llegaron hasta él envueltas en un fétido aliento febril.
- Dios te salve, Marta, llena eres de gracia, el Señor es contigo…

Peter rezó también… en inglés, porque era la lengua en que había aprendido a rezar de
niño, intentando obtener de nuevo el milagro y el privilegio de la inocencia, la simple
alegría de creer en algo, pero fracasando como siempre. Rezó, sin embargo, obligando a las
palabras a brotar por encima de las montañas de duda y de los montones de orgullo
intelectual:

- …is whith Thee. Blessed art Thou among women… Y el padre Pío acabó: -Y bendito sea el
fruto de tu vientre…

- Jesús.Holy Mary, Mother of God…

- Santa María, Madre de Dios -murmuró Juan.

- Pray for us, sinners…

- Reza por nosotros, pecadores…

- Nene, and at the hour of our deaths, Amen.

- Ahora y en la hora… -empezó Juan. Pero acabó aquí, pues para él la hora era aquélla,
visible, al alcance de la mano.

- Padre -dijo Peter.

- ;Qué muerte tan hermosa! -murmuró el sacerdote.

IV

Enterraron a Juan en el centro del campamento, amontonando piedras sobre la tumba para
que ningún animal pudiera desenterrarle escarbando. El padre Pío hizo una cruz de madera
sobre la que grabó el nombre de Juan, sus fechas, lastimosamente cercanas una a la otra, y
la frase: «Volvió a la fe». Pero después de haber sido colocada, Jacinto salió de su tienda y
la derribó. El viejo cura la volvió a colocar en su sitio. Esta vez, cuando Jacinto se dirigió
hacia ella, Pepe se encaró con él.

- No hagas eso más, Jacinto.

- ¿ Quién me lo impedirá? -preguntó Jacinto.

- Yo -contestó Peter.

- Y después que tú mueras junto a él, ¿quién me detendrá? -siguió preguntando Jacinto.

- Yo -exclamó Peter.

Jacinto quedó inmóvil y miró a ambos.


- Y, finalmente, Dios le detendrá -añadió el padre Pío.

La mirada de Jacinto, inmóvil y pálida, pasó de rostro en rostro. Luego se volvió sin decir
palabra y empezó a caminar hacia su tienda.

Pero antes de que llegase a ella oyó el ruido de motores que ascendían por el camino.

Jacinto se volvió. Lo que apareció en su rostro era sencillo, poco complicado, terrible y
seguro. Era alegría.

- ¡Pepe! -exclamó-. ¡Ve a decir a Federico que forme! ¡Ya los tenemos aquí! Ahora los
cogeremos por ambos lados del camino y…

- ¿Cómo hará usted eso? -inquirió Peter-. A juzgar por el ruido de los motores, están más
allá de este sitio, buscando mi cadáver, el de Juan y el de los caballos.

- ¡Muy sencillo! Los atacaremos por ambos flancos y…

- Jacinto… -empezó a decir Peter.

- ¿Qué? -contestó Jacinto.

- ¿Ya no recuerda usted la topografía del camino más arriba del campamento?

- Yo sí -afirmó Pepe-. Está tan desnudo como el trasero de un niño de seis meses. Además,
el camino sigue la cresta de tal forma que seríamos visibles para ellos mucho antes de que
llegásemos a la carretera. Tendríamos que atacar hacia arriba bajo el fuego de los B. A. R.
de calibre 50, que nos matarían a una distancia en la que no pueden hacer nada nuestros
pequeños juguetes. Y mañana estaríamos colgados cabeza abajo para la edificación moral
del pueblo en la Plaza de la Liberación.

- ¡ Quítate los pantalones! -ordenó Jacinto.

- ¿Que me quite los pantalones? -preguntó Pepe-. ¿Por qué?

- Quiero ver lo que hay en ellos, si es que hay algo -replicó Jacinto.

- Pero lo más importante es lo que tengo en la cabeza. Cerebro… cerebro no averiado ni por
el odio ni por el sufrimiento, Jacinto. Escucha, amigo, tú eres eljefe. Pero ahora soy yo tu
segundo. Y lo mismo que Juan te escuchaba a veces a ti, al menos en las situaciones en que
el valor y la rapidez contaban más que la inteligencia, así debes tú escucharme a mí… lo
mismo que yo escucharé a Federico cuando te hayan matado a ti y yo sea el jefe y él mi
segundo.

- Escucho -repuso Jacinto.

- ¿Es nuestro propósito ganar esta guerra, o bien sólo queremos hacer alardes de valor? -
preguntó Pepe.
- Has puesto el dedo en la llaga -replicó Jacinto-. Sin embargo…

- Sin embargo, nada -dijo Peter-. Si usted quiere morir, ábrase la garganta, y nosotros le
enterraremos junto a Juan. Porque atacar montaña arriba sin que a uno le cubran contra un
fuego más intenso del que se dispone para contestar, sin que le proteja a uno la aviación o la
artillería, es un suicidio, Jacinto.

- ¿Y cómo lo sabe usted, recién venido? -preguntó Jacinto.

Peter se abrió la camisa. La gran cicatriz que le corría desde el hombro izquierdo hasta el
sobaco parecía de blanco hielo junto a su piel, oscurecida por el sol. Luego, había otras
señales, medias lunas y rajas de color azafrán que cubrían su pecho. Se quitó la camisa y
lentamente volvió la espalda hacia Jacinto. La larga curva que formaban sus hombros, la
trapezoidal V de los músculos de la espalda, robustos y poderosos, estaban limpios y eran
de color de madera de teca.

- ¿Ve usted algo ahí, Jacinto? -preguntó por encima de su hombro.

- ¡Madre de Dios! -exclamó Pepe.

- La blasfemia no sirve de nada, hijo mío -dijo el padre Pío.

- ¡Pero no es posible! -afirmó Pepe-, Ningún hombre puede sufrir tantas heridas y seguir
viviendo.

- Como pueden ustedes ver, yo seguí viviendo -dijo Peter-. Es bastante frecuente tener la
suerte de ser cazado por el extremo de la explosión de una bomba y no por su centro.
Elrecord, según creo, lo ganó el escritor Hemingway, a quien le hirieron ciento cincuenta y
cuatro trozos de metralla al mismo tiempo en el río Piave, en Italia, durante la primera
guerra mundial, y sobrevivió. Eso no tiene importancia ahora. Lo que sí la tiene es que yo
obtuve todo esto en un ataque montaña nevada arriba contra sus buenos amigos los chinos
rojos. Así que yo sé mucho de los ataques montaña arriba con insuficiencia de armas,
Jacinto. He aprendido la lección en mis noventa y tres cicatrices… muchas de ellas por
fortuna mucho más pequeñas que un excremento de pájaro. De modo que olvide esa locura,
¿quiere? Allí donde las curvas tienen la forma de las anatomías de las muchachas de La
Luna Azul y un follaje más bien menos natural, eso no se puede hacer.

- Muy bien -repuso Jacinto-. Estoy dispuesto a ser razonable y a aceptar el consejo del
heroico camarada gringo. ¿ Qué cree usted que debe hacerse, camarada?

- Yo creo -empezó Peter- que debemos marcharnos de aquí.

Jacinto le miró con sus inmóviles ojos amarillos. Durante un tiempo. Durante mucho
tiempo. Luego suspiró.

- Sea. Nos retiraremos.

Abandonaron el campo por el lado opuesto del camino, mientras oían los motores de
losjeeps por encima de ellos. Pasado un tiempo cesó el ruido de los motores, así que
calcularon que los soldados de Villalonga habían encontrado el cuerpo del caballo de Peter
y lo que los milanos y los buitres habían dejado del caballo de Juan. De entonces en
adelante sería sólo cuestión de tiempo el que descubrieran el lugar donde se abandonaba el
camino para llegar al campamento. Por tanto, sin que Jacinto tuviera que decir nada, todos
forzaron la marcha. La forzaron al doble, hasta que Peter quedó cubierto de sudor. Entonces
miró al viejo cura y observó que éste caminaba tan de prisa como los demás, más de prisa
que muchos.

Tras ellos empezó a oírse de nuevo el ruido de los motores.

Cuando finalmente se alejaron de sus perseguidores, pudieron ver la jungla que se extendía
ante ellos. Tenían que cruzar un pantano para llegar a ella. Peter miró el fango del pantano.
Luego, súbitamente, se echó en aquel pegajoso y negro barro, que le llegó a la cintura.
Entonces se sumergió del todo y dio la vuelta. Por fin se alzó. Imposible dar un nombre a lo
que parecía.

- ¿ Por qué diablos…? -preguntó Pepe.

- Defensa contra los insectos -contestó Peter-. Cuando esto se seque, quedaré cubierto como
una armadura. He visto hacer esto al búfalo de agua de Indochina.

- ¿Hay algún lugar en donde no haya estado usted, hijo? -preguntó el padre Pío.

-Sí -respondió Peter-. En el cielo.

- Tampoco ha estado usted en el infierno -contestó el viejo cura.

- No apostaría nada sobre eso, padre -repuso Peter.

Avanzar por la jungla resultaba tan malo como antes, excepto que ahora los insectos no
llegaban hasta él. £1 sudor le corría a ríos, abriendo cauces a través del barro de su cara.
Pero Peter se agachaba y cogía puñados de la fétida tierra de la jungla y los colocaba sobre
los espacios desnudos. Con esto pudo moverse por entre la maleza de la jungla sin que
apenas le picara un insecto. Al fin salieron de la selva y llegaron de nuevo al pie de las
sierras, pero en otro lugar alejado del viejo campamento. Al mirar hacia arriba Peter vio que
estaban mucho más cerca del Zopocomapetl que antes, casi al pie del mismo, en suma, en
un lugar donde el camino era ahora muy definido, formado por muchos años de uso.
Cuando Peter habló de esto a Pepe, el segundo en mando respondió:

- Sí. Hay un pueblo indio llamado Xochua, a una hora aproximadamente de aquí. Nos
detendremos allí para descansar.

- ¿ No será peligroso? -demandó Peter.

- No. Los indios nunca dicen nada a los soldados de Villa- longa. Las tropas del Ejército
nacional nunca ven a los indios.

- I Por qué no? -preguntó Peter.


- El tluscola es un pueblo orgulloso. A diferencia de esos sucios indios pescadores de la
costa, no comparten sus mujeres. Además, no les gusta que les abran la cabeza con balas de
armas de fuego. Así que cuando las tropas llegan aquí, los tluscolas ya se han ido mucho
antes, y al hacerlo no dejan en sus casas ni una medida de maíz que puedan comerse los
«oí- dados. Al principio, los soldados de Villalonga, llenos de ira» acostumbraban a derribar
las casas. Pero echar abajo casas de piedra y adobes supone mucho esfuerzo. ¡Y a los de
Costa Verde no les gusta trabajar,amigo!

- ¿Y a quién le gusta? -preguntó Peter-. Pero esos indios no huyen de ustedes.

- No. Juan dijo con absoluta claridad que mataría al hombre que tocase a una mujer
tluscola. Así que, como hemos estado entre ellos muchas veces, saben que sus hijas están
seguras, lo cual es algo en lo que ellos se muestran muy estrictos. Una muchacha tluscola
que no sea virgen cuando llega a su lecho matrimonial es condenada a morir de manera
cruel. Esto es, si el nuevo marido no es el responsable de la pérdida de su virginidad con
anterioridad a la ceremonia. En ese caso perdonan la ofensa, pensando que el matrimonio
absuelve del pecado. Mataron a todas las mujeres no casadas de Xochua después que los
soldados de nuestro Generoso Benefactor pasaron por su pueblo. Pero como eran justos y
sabían que la falta de virginidad no era achacable a ellas, las mataron no como hacen
usualmente en tales casos, sino de una manera rápida y misericordiosa. Las mujeres casadas
percibieron sólo un vapuleo y siguieron como estaban. Pero los jóvenes de Xochua, no
teniendo muchachas con quienes casarse, se marcharon del pueblo y durante algún tiempo
existió un conflicto entre los tluscolas.

- ¿Ha dicho usted que mataron a sus jóvenes misericordiosamente? -Inquirió Peter-. ¿Cómo
las matan entonces si las chicas han sido generosas y han dado una pequeña porción de
ellas por su propia voluntad?

Pepe se estremeció.

- Hombre, no hablemos de eso -pidió.

Cuando llegaron a Xochua, los indios los saludaron con grave cortesía. Por lo menos al ver
que el padre Pío iba con ellos. Luego, ignoraron a Peter y al resto por completo y se
apiñaron alrededor del viejo cura, cayendo de rodillas ante él.

El padre Pío los bendijo, habiéndoles en su propia lengua, a sea de manera dura y gutural.

El jefe de los indios llegó hasta Peter.

-¿Tú ser nuevo cacique? -preguntó en español.

-No -repuso Peter-. ¿ Por qué?

-Tú ser el más alto -continuó el jefe-. Más alto que ninguno. El otro cacique era alto.
Muerto ahora, ¿no? El gran halcón del trueno le mató, ¿no?

- Sí -contestó Peter.


- ¿ Quiéncacique ahora? -demandó el jefe.

- Ése de ahí -contestó Peter-. El camarada de los ojos amarillos.

El jefe miró a Jacinto y luego volvió a mirar a Peter.

- Tú mejorcacique -afirmó.

- ¿ Por qué? -preguntó Peter.

- Mira a ése. Está tan loco como un lobo enfermo.* Malo. Yo te hablo a ti, pero a él no.

- Habla, pues -contestó Peter.

- Vosotros quedar aquí cuatro, cinco días.

- Escucha, jefe… -empezó Peter.

- Vosotros quedar aquí cuatro, cinco días -repitió el jefe.

- ¿ Por qué? -preguntó Peter.

- Muchos muertos. No palabras mágicas dichas sobre ellos al enterrar,¿sabes? Muchos


bebés sin la buena agua sobre sus cabezas. Mucha gente joven que viven en parejas sin
estar casados, las muchachas con el vientre hinchado sin que el padre Pío haya arrojado
fuera el pecado. Cuatro, cinco días. ¿Verdad? El padre dice que es tu prisionero. Dice que
hay que pedírselo al cacique.

- Jefe -dijo Peter-, tengo noticias para ti. Soy un prisionero lo mismo que el buen padre, y
no podemos quedarnos aquí. Los soldados vendrían y sería malo. Violarían a todas las
muchachas. Entonces tendríais que matarlas, ¿no?

- Creo que sería mejor matar a los soldados -repuso el jefe.

- Acabas de decir algo muy acertado, jefe -afirmó Peter.

- Si soldados venir, nosotros esconder a vosotros y escondernos.

- Escucha, jefe. Todo lo que yo puedo hacer es hablar con nuestrojefe. Luego volveré para
darte razón. ¿De acuerdo?

- De acuerdo -repuso el viejo jefe.

Peter llegó hasta donde se encontraban Pepe y Jacinto.

- ¿De qué hablaba con usted ese viejo buitre? -preguntó Pepe.

- Quiere que permanezcamos aquí cuatro o cinco días -contestó Peter- para que el padre Pío
pueda ejercer su ministerio. Parece que aquí ha habido mucho trabajo por las noches.
«Muchachas vientre hinchado», según ha dicho el viejo. Escuche, Pepe. Creo que eso es
algo que necesita arreglo.

- Va a ser peor -repuso Pepe-. Pero si todo lo que él desea es que se casen sólo con
ceremonias indias y no por la iglesia… Además, no me ha entendido usted, Peter. No matan
a la gente joven por haber fornicado. Lo que hacen es casar a las parejas. Sólo si una
muchacha está comprometida con un joven y éste en su noche de bodas descubre las
actividades de uno que ha madrugado más, es cuando la pobre criatura es condenada a
morir.

- ¿ Y qué es lo que hacen con los ofensores masculinos?

- Si los encuentran, los castran. Pero, por lo general, las muchachas no dicen quién…

- Jacinto -insistió Peter-, ¿qué hay sobre lo de quedarnos aquí?

Jacinto se volvió lentamente dejando de mirar a un punto situado al otro lado de la plaza.
Pero sus amarillos ojos venían de más allá de aquel punto. De altas cimas, de inmensas
profundidades. Del cielo quizá. O más probablemente del infierno.

- Perfectamente -dijo.

- ¿ Cómo? -exclamaron Pepe y Peter a la vez.

- Ya me han oído. Dije que de acuerdo -acabó Jacinto.

Fueron unos días divertidos. Después de que se acostumbró al olor de una casa india.
Después que se acostumbró al susto de abrir una puerta y encontrarse a un muerto que le
sonreía con inmensos y amarillos dientes. Y a despecho de las pulgas.

Sacaron fuera a los muertos a la siguiente mañana, después que el padre Pió dijo a los
indios que no cristianaría niños, celebraría matrimonios, oiría confesiones ni diría misas a
meaos que consintieran en enterrar adecuadamente a sus muertos. Las ceremonias de
enterramiento tenían mucho color, así que Peter pidió a Jacinto que le devolviera por lo
menos una de las cuatro cámaras que él llevaba en las alforjas del caballo y que le habían
sido confiscadas junto con la carabina. Jacinto le devolvió todas sin decir una palabra.

- ¿Qué ha pasado por su interior? -preguntó Peter a Pepe.

- No lo sé. El padre Pío dijo una vez que podría llegar a ser un gran criminal o un santo.
Eso me asusta. Yo le prefiero como criminal. Cuando grita amenazador que matará a la
gente, sé cómo hay que manejarlo. Pero esta quietud, este beatífico estado de ánimo…
¡Dios mío! ¿Quién sabe lo que hará luego?

Lo supieron a la mañana siguiente.

Peter llegó a donde estaban los indios, silenciosos e impresionados mirando al viejo jefe.
Lenta y poderosamente, el viejo manejaba un látigo con tiras de cuero sin curtir. El cuero
cortaba el aire, silbaba, mordía. Peter oyó algo que sonaba como un gemido. Avanzó a
través de la multitud. La muchacha era joven. Estaba suspendida por sus muñecas, habían
sido atadas con tiras de cuero sin curtir a una barra colocada sobre dos estacas lo
suficientemente altas para que el cuerpo de la joven pendiera de ellas. Estaba desnuda. El
vapuleo duraba hacía algún tiempo, pues tenía señales rojas y sangraba desde los talones al
cuello. Era gruesa y no particularmente bonita. Olía a sangre y todavía más intensamente a
ese nauseabundo olor que los fréjoles grises que comen dan al sudor de los indios. Esto y el
olor a mujer no lavada y al olor de miedo hirió a Peter en pleno olfato.

El joven sintió náuseas. Pero siguió avanzando hasta llegar a donde estaba el jefe.

- ¿ Por qué? -preguntó.

- Pecó con hombre blanco -contestó el jefe-. Con el de los ojos amarillos.

- ¿Tienes intención de seguir basta que muera? -preguntó Peter.

- No. Sólo cinco más. Entonces la sentaremos en la aguja.

- ¿ La sentaréis en la aguja? -inquirió Peter.

- Si -repuso el jefe señalando con la punta del látigo.

Peter se volvió. En medio de la plaza se hallaba enterrado en el suelo unlargo madero. Éste
sobresalía de la tierra treinta centímetros y la parte superior estaba aguzada hasta formar
una punta de lanza. Peter se quedó mirándolo fijamente.

- La ley -dijo el viejo jefe-. Hombre robar, cortarle mano; si mentir, cortarle lengua. A
mujer que hace eso, nosotros…

- ¡Dios mío! -exclamó Peter-. Jefe… -i Qué, cacique alto?

- ¿Me dejas que llame primero al padre Pío? ¿Dejas que ella diga antes sus plegarias?
Después de todo… -Sí. De acuerdo -respondió el jefe.

El padre Pío era algo digno de contemplar. -¡Salvajes! -exclamó-. ¡Zopencos! ¡Idiotas!
¿Cuántas veces os he dicho…?

- La ley -replicó el viejo jefe-. Ella abrir piernas para el hombre blanco.

- Pero ella no está casada -contestó el padre Pío-. Yo encontraré al hombre blanco y le haré
casarse con ella.

- Ella prometida hijo mío. Tú ibas a casarlos hoy -continuó el viejo jefe-. Ahora no poder
ser. Ella explicar a él lo que había ocurrido.

- Lo que significa que ella no tenía intención de engañarle -afirmó el padre Pío-. ¡Ella se lo
dijo antes, Zochoa!

- No haber diferencia. Ella con piernas abiertas juntó vientre con elcacique de los ojos
azules durante toda la noche y…
- ¡No! -gritó súbitamente la muchacha-, ¡Eso es mentira! ¡Una mentira, padre!

- Hijo -pidió el padre Pió-, présteme sucamisa.

Peter se quitó la camisa y se la entregó al cura. Estaba aún manchada de barro, pero esto no
importaba ahora.

El padre Pío entregó la camisa al viejo jefe.

- Haz el favor de envolverla en esto -dijo-, para que yo pueda hablarle. Su desnudez es una
ofensa a mi sacerdocio. ¡Vamos, cúbrela!

El jefe envolvió a la muchacha con la camisa de Peter. El padre llegó hasta ella.

- Hija mía -empezó en español-, dime ahora mismo la verdad. ¿ Qué ha pasado?

Ella se lo dijo. Pero en lengua tluscola. Mientras el viejo cura escuchaba, empezó a sonreír.
Al cabo rió abiertamente. Las carcajadas empezaron a brotar de su boca, que se cubrió con
la mano. Pero el espléndido sonido de su risa se escapaba entre sus dedos. Cuando la
muchacha acabó su relato, el cura tenía lágrimas en los ojos. Pero eran lágrimas de alegría,
no de tristeza.

- ¡Zochoa! -gritó-. Llama al consejo de mujeres. Haz que entren con ella en esa casa y que
la examinen. Ella jura que aún es virgen. Que tu hijo no la entendió. Que en su huida no
quiso escuchar lo que ella realmente decía. Vamos, llama a las mujeres.

El viejo jefe pareció intrigado y miró al padre Pió.

- Haz como digo, Zochoa -insistió el padre Pío.

- Muy bien, padre, las llamaré -repuso Zochoa.

Y ahora, después que la muchacha entró en la casa en medio de una gran multitud de
mujeres, Peter vio que los indios más jóvenes subían por el camino empujando a Jacinto
delante de ellos. Éste llevaba las manos atadas a la espalda y uno de los indios le apuntaba
con su propia arma.

- Me pregunto a cuántos habrá matado antes de que le pillaran -dijo Peter.

- A ninguno -contestó el padre Pío-, de lo contrario no estaría vivo ahora. Los tluscolaa son
muy prácticos en estratagemas. Lo probable es que le hayan hecho vaciar el arma sobre un
cerdo o una cabra disfrazados de hombre. Luego le habrán cogido antes de que él pudiera
cargar el arma de nuevo.

Peter vio ahora que los otros guerrilleros salían de las casas con armas de asalto en sus
manos. Pepe se colocó a la cabeza de ellos y dio rápidas órdenes. El tercer oficial, el
llamado Federico, las repetía.

- Padre… -exclamó Peter.


- No se preocupe, hijo Pedro -contestó el padre Pío. Los indios hicieron avanzar a Jacinto
hasta la plaza y quedaron a su alrededor esperando. Los guerrilleros, a su vez, formaron un
ancho círculo en torno aellos, manteniendo los cañones de las ametralladoras hacia abajo,
sin apuntarles. Pepe llegó a donde estaban Peter y el padre Pío. -¿ Qué es lo que ha hecho? -
preguntó. -No lo sé. Fornicación, violación. O quizás algo más. Algo peor quizá -dijo Peter.

Todos esperaron. Las mujeres salieron de la casa. Eran montañas de carne bajo montones
de cabello gris. La muchacha iba con ellas. La habían bañado y vestido con su traje de
novia, colocando flores en su cabeza. Se trataba de un traje de novia corriente comprado
con toda probabilidad en Ciudad Villalonga.

Cuando la vieron vestida de blanco, los indios levantaron un clamor.

- ¿ Qué significa eso? -preguntó Peter. -Que ha sido exculpada -repuso el padre Pío. Las
mujeres, guiadas por la misma muchacha, llegaron hasta donde estaban los hombres que
guardaban a Jacinto. Cuando estuvolo suficientemente cerca, la muchacha se inclinó y
escupió en el rostro de Jacinto.

El viejo jefe dijo algo en lengua tluscola. Peter no necesitó preguntar lo que aquellas
palabras significaban. Los jóvenes indios obedecieron inmediatamente, sacaron sus
cuchillos y dejaron libre a Jacinto.

- ¿Lo veis? -exclamó Jacinto-. Ya os dije que yo no la toqué.

La cabeza de la muchacha se echó hacia atrás y su risa brotó de sus labios argentina y
firme. El cielo la repitió y también las montañas. La muchacha pronunció luego una frase.
Entonces los indios comenzaron a reír. Toda la plaza se llenó con sus risas.

El rostro del padre Pió era digno de verse. No quería reírse, pero lo hacía sin poderlo
remediar. Su viejo rostro lleno de arrugas y de señales luchaba contra la risa, pero la risa
vencía.

Jacinto permanecía inmóvil. Sus ojos, quietos, miraban a unos y otros.

- ¿Qué dice esa mujer? -preguntó Peter-. Decidme, ¿ qué dice esa mujer?

- Digo -contestó la muchacha en un español voceado fuertemente, pero claro y seguro- que
es impotente. Vuestro amigo es culpable de intención, sólo que…

- ¡Cállate! -aulló Jacinto.

- Sólo que no es un hombre -continuó la muchacha-. Lo intentó. Lo intentó durante toda la


noche, amenazándome con su cuchillo. Pero no pudo. No es un hombre. Lo intentó, pero su
carne le falló.

- ¡Jacinto! -exclamó Pepe-. ¡Tus pantalones!

Los guerrilleros rieron ahora también, gritando la frase que el mismo Jacinto había
inventado. «Tus pantalones. ¡Quítatelos para que veamos si tienes algo en ellos!»

Peter no reía. Estaba demasiado atareado contemplando los ojos de Jacinto. Vio que
cambiaban y empezó a caminar hacia él. Pero lo hizo demasiado tarde.

Jacinto saltó como un muelle y arrancó un Bren del más cercano de sus camaradas.
Entonces dio media vuelta y el arma se aplastó contra su cadera empezando a disparar en el
acto. Y él, Peter, que avanzaba en un movimiento en diagonal que casi fue un salto, vio que
Pepe se encogía bajo el efecto de los disparos, su uniforme echando humo, retorciéndose
ante el impacto. Los brazos de Peter cayeron alrededor del cuello y de los hombros de
Jacinto, arrojándole al suelo, pero el arma siguió actuando, aunque ahora sin puntería,
trazando una línea de agujeros en una de las casas a la altura del tejado hasta que su
cargador quedó vacío mientras Jacinto parecía ahogarse bajo las manos de Peter, y entonces
éste oyó, o le pareció oír, que la voz de Pepe, una voz de moribundo, ahogada, decía: -¡No!
Déjele, déjele. No le mate usted por esto… Y el padre Pío, colocándose entre ellos y la
figura en plena huida de Jacinto, con los brazos extendidos en forma de cruz, muy pequeño
y tieso allí junto a la falda de la montaña, dijo con su vieja voz infinitamente cansada:

- No, hijos míos. Ya ha habido demasiada sangre.

En donde ahora se encontraban no había llanuras en ninguna parte y la montaña estaba


llena de cuevas parecidas a colmenas. Utilizaban las cuevas para dormir. Pero eran muy
húmedas, frías y poco cómodas. Así que tenían que mantener encendidas hogueras en su
interior durante toda la noche. Había bastante agua. Esta surgía de las rocas en arroyuelos,
muy fría y clara. En un lado del campamento, una catarata descendía, toda espuma, unos
doscientos metros, produciendo un estruendo atronador, tan fuerte y tan constante que
después de un día casi dejaron de oírlo, como sucede con el ruido del tráfico ante una
ventana abierta sobre una calle de gran movimiento. Detrás de la gran catarata existía otra
más pequeña, con una caída de sólo tres metros, que producía el efecto de una hermosa
ducha cuando el sol alcanzaba su cénit.

Peter se encontraba bajo esta ducha, cuyas frías agujas le hacían gritar y murmurar,
mientras sus ropas, que ya había lavado, yacían secándose al 6ol con piedras sobre ellas
para evitar que el viento se las llevase. Los cuatro centinelas que Federico, el nuevo jefe,
había destinado para que le guardaran a él y al padre Pío, estaban sentados en el suelo
fumando un cigarrillo. Ahora el padre Pío salió de la cueva y anduvo hasta la pequeña
ducha.

- La limpieza es lo más cercano a la divinidad -dijo.

Peter salió de debajo de la catarata y comenzó a caminar, golpeándose el cuerpo con las
manos. Después de un rato, el aire y el sol los secaron, así que el joven cogió sus ropas, ya
secas y tiesas, y se las puso. El viejo cura se sentó junto a él.
Peter miró aquel rostro de vieja gárgola, observando que había en él una expresión de
preocupación y tristeza.

- ¿ Qué le pasa, padre? -preguntó.

- No hubiera debido reír -dijo el padre Pío-. Fue un pecado reírme.

- Pero fue algo muy natural -contestó Peter-. Había hablado tanto de su masculinidad…
¿Ha notado usted, padre, que los hombres conceden una exagerada importancia a aquello
sobre lo que dudan cuando se trata de sí mismos? ¿ A lo que en realidad no poseen?

- Jacinto no es un afeminado -repuso el padre Pío-. Lo que es, un herido.

- ¿ Un herido? -preguntó Peter.

- Sí, en su alma y profundamente. Dígame, hijo Pedro, ¿ qué sabe usted de psicología?

- Nada, o casi nada, y dudo de eso poco que sé.

- Ésa es su herida, Pedro. Que usted dude de todo.

- ¿ Cree usted que a mí me gusta, padre?

- No. Sé que ningún hombre de su inteligencia se movería en la fría soledad, rodeado de


sombras, enfermo por el vacío, si pudiera gozar de la tibieza y la tranquilidad de la fe, como
usted logrará hacerlo algún día.

- No haga un libro sobre esto, padre -contestó Peter.

- ¿Qué dice usted, hijo? No entiendo el inglés -afirmó el viejo cura.

- No, no, nada. Una estupidez. ¿Cree usted que Jacinto vive?

- Sí. Puede haberse reunido con otrosguerrilleros en otra parte de las sierras. Pero lo dudo.
Ahora irá solo. Es como un lobo loco. Su capacidad para sobrevivir es grande. Hubiera
deseado salvarle. Posee capacidad para vivir en un monasterio. En una orden
contemplativa. Una en la que los votos sean de silencio, trabajo y pobreza. Porque… ¿sabe
usted, hijo? Él ya posee la vocación de castidad.

- ¡Vamos! -exclamó Peter-. Quiere decir que tiene vocación de impotencia, ¿verdad, padre?
Combinada con dos o tres vocaciones más: asesinato, por ejemplo.

Un poco más de caridad, hijo. Creo que el matrimonio y el engendrar hijos no es cosa para
Jacinto. Supongo que cuando se aproxima a una mujer, el recuerdo de su hermana tal como
la encontró una vez llena su imaginación y hiela su sangre, normalmente ardiente. He aquí
por qué es bueno para él una orden contemplativa.

- Para él lo bueno sería ir a galeras -replicó Peter- por haber asesinado al pobre Pepe.

- Hijo mío -dijo el padre Pío-, Pepe le perdonó antes de morir.


- Pepe era un hombre más grande que yo -repuso Peter-. Yo había llegado a querer a Pepe.
De todos ellos era el que poseía más corazón y más alto grado de inteligencia. Este grupo
está acabado ahora, ¿comprende usted? Sin Juan y sin Pepe, no tiene ya la menor
posibilidad. Espero que otros grupos tengan mejor suerte… aunque yo me pregunto si las
cosas se pondrán mejor o bien peor para los castristas, si vencen. Pero hablando de grupos,
padre, ¿sabe usted a dónde se llevó Federico a esos doce hombres esta mañana?

- No -contestó el padre Pío-. Pero usted sí lo sabe, ¿no es verdad, hijo Pedro?

- Sí. Han ido a atacar Ciudad Villalonga. A volar una serie de camiones pertenecientes al
dictador, en las afueras de la ciudad. Una monumental locura. No sobrevivirán. Algo
completamente contrario a la táctica de Juan, que era seguir moviéndose, intentar establecer
contacto con otros grupos, reunir fuerzas hasta conseguir las suficientes para hacérselo
saber a los grupos clandestinos que existen en el interior de la ciudad, a fin de que se
alzaran y poderles prestar ayuda. Padre…

- ¿Qué, hijo?

- Si no vuelven, mañana nos podremos escapar usted y yo.

- ¿Cree usted que será posible, hijo?

- Sí. Las cuevas. Debemos meternos con toda naturalidad en la tercera. Tiene una salida.

- ¿Lo saben ellos? -preguntó el padre Pío.

- Sí -contestó Peter-. Pero no lo tendrán en cuenta.

- ¿ Sabe usted? La salida se encuentra bajo la gran catarata. No

creerán que usted y yo nos vamos a arriesgar por ese sitio.

El cura miró a Peter.

- ¿ Es muy grande el riesgo? -inquirió.

- Enorme. Me da miedo sólo de pensar en el. No lo intentaría solo. Pero con usted, viejo…

- Conmigo ¿ qué? -preguntó el padre Pío.

- Es algo que usted posee. Suerte quizás. O la gracia de Dios. Yo no sé si existe- Dios. Sólo
que con usted y para usted es como si lo hubiera. Con usted yo iré sin miedo. Sin
demasiado miedo en el peor de los casos. Porque eso sólo se puede llevar a cabo no se tiene
tanto miedo que paralice la voluntad. Uno no debe mirar hacia abajo. Sólo debe mirar hacia
arriba.

- Y rezar -añadió el padre Pío.

- Y rezar. Eso es de su incumbencia, padre. Eso es todo lo que le pido. Que lance usted un
ardiente telegrama hacia arriba. Eso no es de mi incumbencia. Mis plegarias son de baja
calidad y no suben tan de prisa. ¿ Lo intentará usted, viejo?

- Hábleme de ello -pidió el padre Pío.

- La salida se abre bajo la gran cascada. Sólo que el agua no llega a las rocas, sino que brota
por encima de ellas de manera que queda un espacio de dos metros a donde sólo llegan las
salpicaduras. En ese espacio existe un pasillo de unos treinta centímetros de ancho por
donde uno puede andar. Ese espacio es extremadamente resbaladizo y está formado por
rocas desnudas. Debajo de él no hay nada. Sólo la muerte.

- Para los hijitos del buen Dios no hay nunca sólo la muerte, hijo.

- Como usted quiera, padre. Yo he robado dos cuchillos y también una pistola. Pero la dejé.
Porque para cruzar ese lugar incluso una pistola es demasiado peso. Usted llevará las dos
cantimploras… vacías. Porque el agua pesa una barbaridad, y también todos los utensilios
que podamos llevar. Yo tallaré agujeros en la pared de roca, que es blanda, de pizarra.
Cuando yo suelte una mano, usted pondrá la suya en el lugar que yo abandone. Con esto
avanzaremos cinco metros hasta que salgamos de debajo de la cascada. No sé lo que
encontraremos allí. Creo que hay un camino bastante malo que desciende. Pero no sé si está
conectado con ese lugar. La única manera de saberlo es intentar pasarlo. ¿Querrá usted,
padre?

- Naturalmente, hijo -contestó el viejo sacerdote-. Y escuche, hijo, antes de que se me


olvide. Se mostró usted muy valiente al intentar salvar a Pepe como lo hizo, atacando a
Jacinto con sólo sus manos.

- Fue menos de lo que usted cree -repuso Peter-. Estoy entrenado para luchar con mis
manos. Mandé unos grupos de exploración en Corea. Puedo matar a un hombre con mis
manos desnudas, padre.

- ¿Y usted considera eso una hazaña? -preguntó el padre Pío.

- No -contestó Peter-. Me produce horror. Y no podría hacerlo ahora. No tendría voluntad
para ello.

- Bien, me alegro de oírle decir eso -murmuró el padre Pío.

Poco antes del mediodía del día siguiente, vieron a Federico y los otros que ascendían por
el camino. Cuando salieron eran doce, pero ahora sólo volvían nueve. Peter y los guardias
bajaron a su encuentro.

- ¿Cómo ha ido, Freddie? -inquirió Peter.

- Muy mal -contestó Federico.

- Entonces, eso de la fábrica de camiones…

- ¿La fábrica? Eso fue muy bien. Resultó perfecto. Algo enorme. Sólo que…
- ¿Qué, Freddie? -preguntó Peter.

- Que hirieron a Roberto y a Martín tan gravemente que tuvimos que matarlos. Pero lo que
fue peor es que ese idiota de Jaime se dejó atrapar. Por ahora ya saben lo de este sitio.
Jaime no es de los que resisten mucho rato la tortura. Pero eso no es lo peor.

- ¿ Qué es lo peor entonces? -preguntó Peter.

- Que los nuestros del interior de la ciudad, al oír las explosiones, se alzaron creyendo que
la invasión había comenzado. Como nosotros nos marchamos, no pudimos oír el tiroteo y
los gritos. No hubo coordinación. Ni estaban preparados. Al ponerse el sol, nuestra quinta
columna había cesado de existir. ¡Y es por mi culpa! ¡Por mi culpa! ¡Si le hubiera
escuchado a usted, Pedro, si le hubiese escuchado a usted…!

- Freddie, no desperdicie el tiempo echándose la culpa. Ahora me parece que una vez más
tendremos que movernos, salir de aquí.

- No -repuso Federico.

- /Madre de Dios! ¿ Está usted loco?

- No -dijo Federico.

- ¿Entonces…? -inquirió Peter.

- Estoy cansado de correr. Estoy cansado de que vayan tras de mí como si fuera una bestia.
Ellos saben en donde estamos. Que vengan a buscarnos… si es que quieren pagar lo que les
va a costar, que será mucho. ¡Guillermo!

- Sí,jefe -repuso Guillermo.

- Emplazad las ametralladoras. Allí, ante las cuevas… para cubrir ese flanco. Los morteros
un poco más altos. ¡ Cantaradas.' Quiero deciros una cosa. Si alguno de vosotros, a
despecho de que no somos partidarios de doctrinas, desea ir al padrecito para confesarse y
hacer su acto de contrición, tenéis mi permiso y mi promesa de que no seréis castigados por
ello. Ya que es muy probable que muramos, procurad rodearos de todos los consuelos que
podáis.

- ¡Federico, está usted loco! -manifestó Peter mientras observaba que dos o tres individuos
del grupo, con ademán sumiso o desconfiado, marchaban hacia la cueva del padre Pío.

- Ya no tiene remedio, Peter. Y no puedo discutir porque estoy demasiado cansado, y ellos
poseen los helicópteros procedentes de la marina del país de usted, que nos vienen a buscar.

Peter le miró fijamente. -No lo creo -dijo.

- Sin embargo, es cierto -afirmó Federico-. El Departamento de Estado de los Estados


Unidos está decidido a impedir que Costa Verde se convierta en otra Cuba. Por lo tanto, han
aplicado la fórmula que les sirvió a ustedes tan bien en el Vietnam: las fuerzas de ustedes
son «consejeras técnicas». Unos consejeros técnicos con helicópteros que nos encuentran,
con armas de fuego que disparan contra nosotros, connapalm que nos tuesta vivos y
bombas que nos aplastan. Así que ahora no hay alternativa. Si nos vamos de aquí nos
alcanzarán en seguida con poco esfuerzo. Ya que hemos de morir, vamos a hacerles pagar
caro nuestra carne incomible, haciendo montañas de picadillo de la suya. Usted y el
pequeño vasco métanse en las cuevas cuando comience el fregado y no salgan hasta que
termine, y provistos de la bandera blanca de la rendición. Esto, camarada reportero, es una
orden.

- Federico, o es usted muy hombre o es un loco, aunque me pregunto si la cosa no querrá


decir lo mismo.

- También yo, Peter -repuso Federico.

Bajo las cataratas el estrépito que producía el agua era tan grande que resultaba imposible
hablar. Peter se hallaba allí trabajando en un hueco de la roca con su cuchillo. Las gotas de
agua eran frías como el hielo y actuaban como mil golpes de látigo. Cada vez que movía
sus pies, éstos resbalaban debajo de él y quedaba sin aliento. Pero seguía adelante tallando
asideros para las manos a cincuenta centímetros uno de otro. Cuando vio que el padre Pío
tenía que estirarse mucho con objeto de pasar de uno a otro, empezó a hacerlos más bajos y
más cerca uno de otro, lo que daba facilidades al padre, que era bajo de estatura, pero
resultaba más difícil para él. Finalmente tuvo que optar por cortar en dos sitios, lo que
aumentó al doble su trabajo. Pero Peter continuó cavando los agujeros.

Le dolía todo el cuerpo y sus músculos crujían de fatiga. Fueron avanzando lentamente por
la cueva como húmedas arañas abiertas en una serie de momentáneas crucifixiones. A pesar
de la oscuridad, podía ver que el padre Pío movía los labios en un rezo.

Pero Peter no tenía ni tiempo ni fuerzas para rezar. Se movía centímetro a centímetro,
muriendo un poco cada vez que sus pies resbalaban, y resucitando cuando se asía al bajo
agujero que había abierto en la podrida roca. Les llevó dos horas el cruzar aquellos cinco
metros. Luego quedó inmóvil, viendo el lugar adonde los había conducido el pasadizo, que
era un final abrupto cortado a pico que descendía cincuenta metros perpendicularmente, un
lugar que ningún ser mayor que un insecto podría franquear. Y el insecto incluso con gran
dificultad. Enfrente, tras un abismo insalvable de tres metros, el comienzo del camino que
Peter había visto el día anterior.

Peter permaneció allí con las gotitas de hielo que tenía en su rostro y que mezcladas con la
lava eran como lágrimas sulfúricas. Una gran ola de blasfemias se ahogaba en su garganta
porque ya no tenía aliento para pronunciarlas. Miró al padre Pío. El pequeño cura bajó la
cabeza.

- Es la voluntad de Dios, hijo Pedro -murmuró.

Volver atrás resultó más fácil. Ya tenían hechos los agujeros. Regresaron a la cueva,
mojados hasta el tuétano y con los dientes castañeteando, arrastrándose hasta la hoguera. El
agua que llevaban en sus ropas empezó a soltar vapor que llegó a sus narices.
Permanecieron echados en el suelo y sin hablar. La tibieza penetró en su interior y el
cansancio empezó a vencerlos hasta que de súbito cesaron de darse cuenta de las cosas. Sin
nadie que le cuidase, el fuego se apagó.

Los despertó la tos y el zumbido de los morteros.

Como ante todo era un reportero, Peter salió de la cueva y se arrastró sobre su vientre
llevando en sus manos la Leica de loe lentes telescópicos de 130 mm. y la Nikon FL. 4 de
los lentes normales colgada de su cuello y descansando sobre su espalda mientras él se
arrastraba. Al costado llevaba la cámara robot que podía impresionar sola, en serie, diez o
doce fotografías. Había dejado la Rolleiflex en la cueva, pues era demasiado pesada y
abultaba con exceso para aquella clase de trabajo.

Federico tenía razón. Había sido entrenado por los rusos en Cuba y su utilización de la
topografía era magistral. Habían sorprendido a las tropas de Villalonga en lo abierto de la
explanada bajo las cuevas, y la matanza era horrible. Peter enfocó los largos lentes sobre un
hombre, captando el instante mismo de su muerte, una expresión de absoluta incredulidad
en su rostro mientras una bala le alcanzaba. Fue tomando caras, fotografiando el miedo en
placas de plata, inmovilizando en medio de aire un cuerpo que caía; horror inmóvil, dolor
inmóvil, en una serie de instantáneas que eran mejores que todas las que había tomado
jamás. Luego, cuando todos dieron media vuelta para marcharse, Peter puso en marcha el
robot, captando las actitudes de vuelo, los locos deseos de los hombres por respirar un
instante más, por lograr una hora más de vida bajo el sol.

Al fin todos desaparecieron y Federico arrojó una granada más de mortero por encima del
grotesco montón de los cuerpos retorcidos, para estar seguro de que los desmembraba y de
que ninguno de ellos se levantaría más. Luego se volvió hacia Peter con la blancura de sus
dientes brillando entre la negrura de su barba.

- ¡Qué matanza! -exclamó.

- ¿Se marchará usted ahora? -preguntó Peter.

- No. Ésos eran el cebo. El resto nos esperan abajo para cogernos.

- Camarada -dijo Peter.

- ¿ Qué, amigo?

- ¿Puedo fotografiarle a usted y a sus hombres? Creo que éste será un retrato para la
historia. Los hombres como usted y los suyos no pueden ser olvidados, sea cual sea la
justicia de la causa que siguen. ¿ Puedo?

- Naturalmente -repuso Federico.

Esperaron. Veinte minutos más tarde oyeron el pesado zumbido de los motores de los
aviones que se acercaban.

Peter se acercó a la puerta de la cueva sin dejar de mirar hacia arriba. Los dos Vought
Corsairs, el Mustang y el gordo y panzudo P. 47 descendieron casi al mismo tiempo. Pero
luego dieron una vuelta y ascendieron tan al unísono como al estuvieran atados con una
cuerda. Peter los pudo ver, muy altos ahora, los Corsair azul negro contra el cielo; el
Mustang y el Thunderbird de color de plata. Y Peter, con paciencia, los fue captando con la
lente telescópica cuando giraron para volver a bajar.

Permaneció allí sacando fotografías. Los aparatos parecían rocas sólidas cuando se
acercaban, sus hélices aros de plata, los extremos de sus alas inflamados por los múltiples
cohetes de sus disparos. Los cohetes, silbando, parecían buscar las bocas de las cuevas… Y
las explosiones estallaban partiendo la tierra y las rocas. Y él allí, inmóvil allí, balbuceando
como un loco que ni siquiera sabía que lo era: «¡Oh, hermano, qué fotografía! ¡Eso es! ¡Oh,
mi niña, qué encanto de fotografía!»

Y ellos, aquellos bien instruidos guerrilleros, que podían haber mantenido en jaque a un
ejército, estaban ahora desperdigados, diezmados, pues nada resulta más duro de resistir
que ser matados desde el aire. Nada, ni siquiera los tanques, producen al hombre una mayor
sensación de desamparo. Y Peter, mientras les fotografiaba cuando corrían, captó todo tal
como estaba sucediendo, aunque después no sería nunca capaz de contemplar aquellas
fotografías.

Los aviones alzaron el vuelo y el sonido de sus motores fue amortiguándose. Pero más
tarde descendieron de nuevo produciendo un ruido ensordecedor, mientras las grandes y
negras bombas se desprendían de debajo de las alas y estallaban alzando no los
acostumbrados surtidores de metralla, sino un suave polvillo de pura llama líquida.

Peter vio que los hombres se transformaban en antorchas y arrastraban el fuego tras ellos
mientras corrían. Vio y los fotografió cuando eran heridos en sus estómagos y en sus
espaldas, sus piernas y brazos alzados al caer de lado formando un círculo como moscas
rociadas con un insecticida; vio que gritaban con abiertas y negras bocas, sólo que sus
gritos se perdían entre los ruidos de los motores y de las hélices y el martilleo de las
bombas. Era la sentencia de muerte en teletipo que las armas de las alas mortíferas dictaban
a las bocas de las cuevas.

Luego, más alto, Peter vio al C. 47 -el viejo Douglas DC 3- que abrió sus tripas para
defecar paracaidistas por todo el cielo. Peter también logró aquella fotografía. Pero sabía
que era tiempo de salir de allí, sobre todo desde que los pilotos de Villalonga habían
empezado a colocar carga tras carga denapalm directamente en las bocas de las cuevas.

Regresó al interior de la cueva, donde el viejo cura se hallaba arrodillado rezando. Le hizo
ponerse en pie y se dirigieron hacia la boca de la cueva. Pero no llegaron a ella, pues una
explosión los hizo caer a ambos y la lengua de fuego casi lamió sus cuerpos con un calor
que tenía que ser sentido para que fuese creído, y aun así no se acababa de creer.

Empezaron a andar a gatas hacia la salida, hacia la desesperanzadora abertura de la catarata,


mientras sus vestidos, ardiendo, chisporroteaban bajo la ducha, y entonces empezaron a
caminar por segunda vez a través de la cueva, alcanzando de nuevo el punto muerto, hasta
que vieron que los aviones regresaban hacia el Zopocomapetl, los cazas formando una
procesional V por encima de los transportes y los transportes sin formación alguna. Pero
toda la fuerza aérea de Miguel Villalonga se dirigía ahora hacia su base, cumplida su
misión.

Peter y el padre Pío permanecieron en la cueva durante hora y media, pues Peter había visto
la cabeza de uno de los paracaidistas a través de la ducha. Se quedaron allí hasta que el
dolor en sus dedos, en sus brazos y en su espalda fue peor que el miedo. Entonces
regresaron a la cueva.

Elnapalm se había apagado hacía tiempo. Estaban solos. Los paracaidistas se habían
marchado camino abajo llevando con ellos los cuerpos de sus compañeros y de los
castristas.

No se dijeron nada. Llenaron las cantimploras de agua y empezaron a caminar. Cuando


llevaban media hora de marcha, un helicóptero de la Marina de los Estados Unidos se
detuvo sobre sus cabezas.

Peter lo hizo descender. Los dos pilotos saltaron a tierra y permanecieron inmóviles
mirándolos.

- ¡Dios mío, si es el padre Pío! -exclamó uno de ellos.

- Y Peter Reynolds -añadió Peter-. Óiganme, caballeros, no sé si lo que voy a decirles irá
contra los reglamentos, pero si no es así, ¿puedo pedir respetuosamente permiso para subir
a bordo?

- Naturalmente, mister Reynolds -contestó el piloto- Nos enviaron a buscarle cuando


empezó el estruendo. Parece que el padre de usted llamó por teléfono al senador de
Massachusetts, y el senador llamó a nuestro embajador aquí y éste al capitán Andrews. Dice
que ya ha habido bastante si usted ha obtenido sus…

- Ya sé -contestó Peter-. Supongo que habrán convencido a mi viejo de que ya rondo los
cuarenta. Pero yo no lo he notado todavía. Sin embargo…

El segundo piloto del Sikorsky miraba todas las cámaras que Peter llevaba consigo.

- ¿ Ha obtenido usted buenas fotografías, señor? -inquirió.

Peter le interrumpió.

- Gracias, comandante -dijo-. Y no sólo por preguntarlo. Escuche, señor, le voy a dar a
usted estos rollos. Lléveselos de aquí, ¿quiere? pues los esbirros de Miguelito los
confiscarán seguramente si yo intento entrarlos en la ciudad. Diga a su capitán que es de
interés público que lleve estas películas a Nueva York. Dígale que puede sacar copias de
cualquiera o de todas para el Servicio de información de la Marina. Pero pídale que mi
periódico las reciba. Necesito mi empleo, señor… -Roger. Lo puedo hacer -repuso el piloto.

En el vuelo de regreso, Peter cargó sus cámaras de nuevo. Lo mejor era que los esbirros
tuvieran algo que registrar, por que aunque sus inteligencias trabajaban al nivel de los
monos, eran capaces de concebir sospechas si encontraban las cámaras vacías. Por el
tiempo en que concluyó su trabajo volaban ya por encima de la ciudad.

El incendio de la refinería estaba apagado. El portaaviones británico se hallaba en el mar. El


norteamericano dejaba escapar humo por sus chimeneas. Se veía un largo y blanco yate
amarrado en el puerto,La Flor del Mar. Era la bella embarcación que el líder utilizaba en
sus famosas expediciones pesqueras. En la última había superado la marca mundial de la
pesca del merlo azul.

Peter señaló los portaaviones.

- ¿Por qué? -preguntó por encima del ruido de carraca de las hélices del helicóptero.

- Ya no hay necesidad. La revolución ha sido vencida -repuso el segundo piloto.

- ¡Eso es lo que usted piensa, amigo! -exclamó Peter.

- ¿ Qué dice usted? -gritó el segundo piloto.

- Digo que no está vencida -contestó Peter gritando-. Porque aunque sólo quedara una
pequeña parte, esta pequeña parte… es decir, ese hombre…

- ¿Qué está usted diciendo, hijo Pedro? -preguntó el padre Pío.

Se encontraba lo suficientemente cerca de Peter para no tener que gritar.

Peter se lo repitió en español.

- ¿Y qué hombre es ése? -inquirió el padre Pío.

Los labios de Peter sonrieron, pero sus ojos no.

- Yo, padre -contestó-. Cuando mataron a Federico paralizaron mi otra mejilla, la que usaba
para cambiar de casaca.

- No le comprendo, Pedro -dijo el padre Pío.

- No se preocupe, padre. Tampoco me comprendo yo.. El helicóptero se dispuso a tomar


tierra en la Plaza de la Liberación, situada en el corazón de la ciudad, y que estaba llena de
gente.

Libro II

La ciudad

VI

Cuando todo acabó y le dejaron marchar, después de haberle detenido el tiempo suficiente
para enviar las fotografías en blanco al laboratorio de la policía y confirmar su declaración
de que no había tomado ninguna foto, ya que se había asustado tanto durante la batalla que
no sacó la cabeza de la cueva, y después de haberle retenido otra media hora para que
gastara un rollo de doce fotografías con la Rollei, a fin de que dejara constancia del triunfo
de ellos, el cual incluía la valiosa fotografía del dictador Miguel Villalonga vestido con traje
tropical blanco, mirando el montón de cuerpos en la plaza mientras sin él saberlo un cuervo
permanecía en un tejado por encima de su cabeza, Peter subió en el taxi a la vez que
cambiaba un saludo con el padre Pío, que era llevado al palacio arzobispal en un coche
cerrado cuyo lujo era marcadamente mundano, y se dirigió directamente al pequeño piso
que había alquilado hacía un mes, el día de la llegada de Judith.

Milagrosamente, no había perdido la llave, ni tampoco el montón de billetes que habrían


tenido que ser el rescate del Padre Pío. Así que era capaz no sólo de pagar el taxi, sino de
ser bien recibido por Concha, la portera, sin que ésta tuviera que verle sucio y con barba.

Peter abrió la puerta con la llave y penetró en aquel pequeño piso tan parecido y tan
diferente de las docenas de otros pequeños pisos que había alquilado por poco o mucho
tiempo en tantas ciudades latinoamericanas; y tampoco era demasiado diferente de los que
tuvo en Europa, Afrecha y Asia.

Excepto que era más nuevo y estaba menos estropeado por el tiempo.

Como Judith no apareció en seguida, atraída por el ruido de la puerta, Peter se acercó de
puntillas al dormitorio. Pero tampoco estaba allí. Entonces protió el pomo del cuarto de
baño. También el cuarto de baño estaba vacío. Peter se paseó por todo el piso mirando
alrededor. Las ropas de Judith colgaban aún en el armario. El mármol del tocador se hallaba
atestado como de costumbre, con los botes y los frascos de la brujería femenina. En los
cajones había más ropa interior de la que ella podía necesitar, todas las gasas de forma
triangular inventadas no para ocultar, sino para provocar, hechas, como él había jurado más
de una vez, para ser arrancadas de un tirón. La perfumada gasa de las batas, de las bragas,
incluso de aquellas camisas de noche que nunca usaba Judith y de aquellas medias tejidas
con tela de araña y niebla, se encontraban allí. Pero Judith no aparecía por parte alguna. Su
perfume, Peutétre, que ponía fuera de sí a Peter en cuanto lo olía, flotaba pesadamente en el
aire. Pero Judy, no. Judy no estaba en casa.

Peter penetró en el cuarto de baño y satisfizo sus más apremiantes necesidades naturales. Se
lavó el rostro y el cuello, se ablandó su tiesa y negra barba y cogió su maquinilla de afeitar
Rolla, que aunque era una maquinilla de seguridad tenía una hoja permanente y un
mecanismo para afilarla, y esto eliminaba el riesgo, inherente a su profesión, de quedarse
sin hoja en lugares donde no se puede encontrar ninguna, o más frecuentemente en lugares
donde era imposible afeitarse después de haber encontrado hojas. Pero de súbito quedó
inmóvil mirando la maquinilla, pues la hoja había desaparecido.

- Quisiera saber en dónde diablos la ha puesto -murmuró. Luego puso ceño y sacudió la
cabeza. Aquello no era propio de Judith. Ella era muy meticulosa con las cosas pequeñas.
Peter, naturalmente, se había enfadado con ella en más de una ocasión al ver que empleaba
su maquinilla para depilarse las piernas… Pero lo hacía más por mantener su posición de
varón y dueño que por otra cosa, pues el sedoso y casi invisible vello rubio de las piernas
de Judith hacia ciertamente, menos daño al filo de la hoja que su propia y fuerte barba. Pero
era la primera vez que se olvidaba de colocarla en su sitio. Peter la buscó, pero estaba
demasiado cansado para entretenerse en ello. Además, debido al hecho de que se había
pasado toda su vida, Incluyendo la niñez, viajando, había aprendido desde hacia tiempo a
llevar dos ejemplares de las cosas irreemplazables. Así que sacó la segunda hoja, la afiló
hasta lograr el filo requerido, y se afeitó.

Luego se colocó debajo de la ducha, abrió el agua, se enjabonó concienzudamente y


permaneció un tiempo debajo del agua. Lo que salió de él podía haber sido utilizado para
llenar una estilográfica. De modo que se apartó de la zona de la ducha y buscó el jabón para
enjabonarse de nuevo. Pero lo apretó un poco demasiado fuerte y el jabón resbaló de su
mano y trazó una curva antes de aterrizar, según pudo ver, detrás del lavabo.

Lanzando un juramento, salió de la ducha y poniéndose a cuatro patas, alargó su mano


derecha por detrás de la columna del lavabo en busca del jabón. Pero sus dedos tocaron
algo duro y frío, manchado, según le dijo su tacto, con una sustancia espesa y viscosa. Peter
sacó el objeto y se arrodilló para mirarlo.

Se trataba de la hoja de su maquinilla. El seguro lateral había sido arrancado violentamente


y la hoja estaba manchada de sangre.

Peter se sentó en el borde de la bañera, manteniendo la hoja en la palma de su mano.


Permaneció contemplándola, y como conocía a Judith Lovell, conocía, con penosos y
completos detalles, toda su historia, y un temblor recorrió todo su cuerpo hasta que en el
estómago se formó un nudo, cosa que le obligó a vomitar, arrojando la amarillenta bilis que
era todo lo que podía arrojar, pues no había comido nada desde hacía cuarenta y ocho
horas.

Entonces se puso de rodillas y torció su húmedo y resbaladizo cuerpo para introducirlo en


el pequeño espacio que existía entre el bidé y el lavabo. Mirando hacia arriba pudo ver toda
la parte posterior del lavabo, que había de haber estado empotrado en la pared, pero que
como había sido instalado por latinos, no era así. La parte posterior del lavabo soltaba
lentamente una espesa sangre coagulada.

Peter se puso en pie, miró el bidé y el retrete. Estaban incólumes. No había sangre en
ninguna parte, excepto detrás del lavabo/Entonces extendió una mano, que temblaba tanto
que tardó en cerrarse, cogió una toalla de baño y se secó. Luego pasó al dormitorio,
moviéndose lentamente como un sonámbulo. Abrió los cajones y sacó ropa interior,
calcetines, una camisa y un pañuelo. Se vistió actuando como un sonámbulo todavía…
hasta que quedó con camisa y pantalones, pero aún descalzo. Entonces se le ocurrió la idea.
Se dobló en dos cogiendo su cintura con ambas manos, levantó la cabeza y gritó:

- ¡Sencillo! ¡Oh, sencillo, padre! ¿Me oye usted? ¡Es como derribar un árbol!

Salió del dormitorio y llegó a la cocina. Una vez en ella cogió el teléfono interior, el
conectado directamente con la portería, y descolgándolo gritó:

- ¡Concha! ¡Concha! ¡Respóndame, por amor de Dios!


- i Diga? -respondió Concha.

- -Concha, ¿dónde está la señorita? ¿Qué diablos le ha pasado?

- ¡Ay, señor! -exclamó Concha-. ¡La pobrecita! ¡Está en el hospital! En Nuestra Señora de
los Remedios. Ella…

Pero Peter había ya colgado el teléfono y se ponía rápidamente los calcetines, los zapatos,
una corbata, se echaba al hombro su chaqueta, trasladaba sus llaves, su billetero, su
pasaporte, su tarjeta de identidad, la húmeda masa de billetes a los bolsillos del traje que se
había puesto, tras de lo cual salió del piso y bajó la escalera de cuatro en cuatro escalones
para encontrarse con Concha, que subía a su vez.

- ¡Ay, señor! -murmuró la mujer-. ¡Ay señor! ¡Si usted la hubiera visto! ¡En pie junto al
lavabo con la maquinilla de usted en la mano! ¡Y la sangre! , ay, ay, la sangre! ¡Nunca
había visto tanta! Ni siquiera en la plaza de toros. ¡Ay, madre de Dios! ¡Ay, Señor Nuestro!
¡La sangre! ¡La sangre!

Peter la cogió por sus gruesas y grasientas muñecas.

- ¿Por qué? -preguntó-. En nombre de Dios, Concha, ¿porqué?

- ¡La radio, señor! ¡La radio! Anunció la gran batalla, aunque no había necesidad de que lo
hicieran, pues desde aquí oíamos las explosiones y veíamos a los aviones maniobrar y el
humo ascender, Y después el locutor dijo… dijo,…

- ¿Qué, mujer? ¿Qué dijo, Concha? ¡Dígame!

- Que usted había muerto, señor. ¡Que usted y el santo padre Pío habían sido asesinados por
los rojos! Yo pensé en seguida en la señorita cuando lo oí, conociendo lo nerviosa que ella
es. Y di gracias a la Virgen Santa porque la señorita no supiera español, pero la radio lo
repitió en… inglés.

Peter miró a la mujer fijamente.

- ¿Por qué? ¿Por qué tuvo el locutor que hacer eso?

- No lo sé, señor. Pero Mario, mi hijo, dice que es porque el Líder desea que losmarines del
portaaviones le oyeran y viniesen en su ayuda. No puedo repetir las palabras del locutor,
pero pronunció dos veces su nombre y el del padre Pío.

- Continúe, Concha -suplicó Peter.

- Así que subí. La puerta estaba abierta y…

- Gracias, Concha -dijo Peter.

- Yo, yo limpié… No sé por qué lo hice. Pensé que había quitado toda la sangre. Sólo que…
- Lo hizo usted muy bien -repuso Peter pasando ante ella.

- Señor, espere.

Peter se detuvo.

- Llamé al hospital hace diez minutos. Ella está viva, pero en grave peligro. Pero cuando le
vea a usted, señor, se recobrará. ¡Lo sé! ¡Qué gran amor! ¡Qué enorme orgullo debe de
sentir el señor! ¡Ser envidiado por todos los hombres debido a la belleza sin igual de su
esposa! ¡Y saber ahora que ella, esa celebridad más famosa que ninguna otra, esa estrella de
cine, esa luminaria de la pantalla de plata, prefiere la muerte antes que vivir sin usted! ¡Qué
cosa más enorme!

Peter permaneció escuchando a Concha, que empleaba él vocabulario extraído de las


revistas femeninas y que resulta tan malo en español como en inglés, mirándola mientras
hablaba. Luego echó la cabeza hacia atrás y abrió la boca. La carcajada brotó de muy
adentro. Surgió del interior de él con ruido de llanto. Pero a poco se rehizo, dio media
vuelta y bajó rápidamente la escalera.

- ¡Pobre hombre! -murmuró Concha-. La noticia le ha vuelto loco.

Se sentó junto a la cama y miró a Judith. El cabello de la joven estaba extendido sobre la
almohada. El cabello, la almohada y el rostro e incluso sus labios eran ahora todos del
mismo color: blanco.

Sus cejas y pestañas parecían sólo un poco más oscuras, del tono más pálido posible del
rubio ceniza. Así que, para obtener el tono platino, para lo cual otras actrices tenían que
matar su cabello con agua oxigenada, Judith sólo debía sentarse al sol un par de horas cada
día, que era una cosa que de todos modos le gustaba hacer.

Peter se inclinó hacia delante súbitamente y miró la garganta de la joven. Tenía enrollado
alrededor del cuello un collar de gasa. Luego, Peter se echó hacia atrás, miró al médico y
murmuró:

- ¡Dios mío!

- Ella no jugaba -afirmó el médico en perfecto inglés americano sin el menor acento.

- Yo pensé… en sus muñecas -masculló Peter-. Por lo general…

- Cuando se abren las muñecas es que realmente no tienen intención. Esta muchacha sí
tenía intención, míster Reynolds. Después de la cuarta transfusión, le hemos hecho cinco;
veinte minutos después de que hiciéramos la llamada por radio pidiendo donantes, la cola
cubría ya cuatro manzanas; eran centenares de personas que pensaban pasarse el resto de
sus vidas alabándose de que habían dado a Judith Lovell la gota exacta de sangre que había
salvado su vida; ella se despertó y deliró un poco. Por lo que dijo, presiento que no ha
tenido una existencia muy feliz… hasta ahora. Con usted, sí. Parece mirarle a usted como a
su salvador. Depende terriblemente de usted, ¿ no es cierto?
- Está loca -repuso Peter.

- Debe usted rezar por que siga de esa forma -dijo el médico.

- Lo hago -afirmó Peter-. Todas las noches.

Peter continuó mirando a Judith. Ésta se movió un poco. Luego, con su acostumbrado y
cerrado acento de Back-Bay, dijo:

- Peter…

- Sí. ¿ Qué, Judith? -preguntó Peter.

La voz de la joven terminó en un roto sollozo.

Peter miró al médico. Éste era un tipo de joven hispanoamericano de la clase alta
completado con un bigote que parecía una línea de lápiz. Hasta que abría la boca. Entonces,
lo que salía era de Nueva York.

- Doctor, ¿ está fuera de peligro?

- Temo que la contestación sea que no, míster Reynolds.

- ¡Dios mío! -exclamó Peter.

- Amén. Hizo un ensayo a fondo, Reynolds. No rozó la carótida por un pelo. Realizó un
buen trabajo con una serie completa de venas mayores. Incidentalmente, a menos de que
encuentre un cirujano de cirugía plástica de veras milagroso, no podrá interpretar más
películas. Tuve que darle nueve puntos, y la cicatriz no será ninguna minucia.

- IY qué podemos hacer ahora?

- Esperar, míster Reynolds.

- ¡Oh, diablos! Llámeme Peter, ¿quiere? Porque si yo conozco a mi Judy, una vez que
empieza a hablar, si encuentra a uno que la escuche, resulta una especie devoyeuristnono
visual. Sabe usted más sobre mí que mi propia madre, así que… ¿por qué guardar
distancias? Además, por haber salvado a Judy, usted, automáticamente, encabeza la lista de
mis amigos para toda la vida. Cualquier cosa que me pida es suya si yo la tengo.

- Muy bien, Peter. Mi nombre es Vince. Vicente Gómez. Sólo que los tipos de la Facultad
de Medicina de Harvard lo dejaron en Vince la primera semana. Lo que iba a decirle es que
depende mucho de lo que usted haga cuando ella se despierte. No estoy muy fuerte en
psiquiatría, pero me parece que hay… un complejo oculto de culpabilidad… Incluso me
aventuro a decir, aunque el término suene demasiado artificioso, una especie de deseo de
muerte.

- Mi opinión es que Judy ha acabado con todo lo artificioso cuando usted la ha intervenido,
doctor.
- Exactamente. Y ella ha hecho algunas referencias medio inteligibles en las que aparecía
un doctor Dekov. ¿Es…?

- ¿El doctor León Dekov, el psiquiatra? Sí, Vince. Y antes de que me pregunte: ella estuvo
en su clínica durante un año. Por su propia voluntad. Sufría una depresión nerviosa…
después de uno de sus varios intentos de hacer una travesura como ésta…

- Muy bien.No haré más preguntas. Pero me gustaría hacer constar algo que por lo demás
creo que es completamente innecesario decir.

- Hágalo constar, Vince.

- Cuando ella vuelva en sí, usted debe hablarle, Peter. Debe liberarla de su sospecha -en
esto me habló muy claramente- de que está usted cansado de ella, de que es un estorbo para
usted. Y si ella tiene un poco de razón, entonces será usted el que está locoy no ella. Incluso
desde el punto de vista del altruismo hacia la gente, usted no puede dejar que muera una
cosa que tiene el aspecto y está construido como Judith. Deje qué alcance los sesenta,
muchacho. Deje que ese glorioso marco se convierta en un recuerdo incluso para ella.
Entonces no sería tan malo. ¡Pero ahora, Dios del cielo, qué lástima! Peter miró al médico.

- ¿Quiere usted decir que todavía se encuentra en peligro de muerte?

- Quiero decir que si usted no la convence de que ama el suelo que ella pisa, intentará eso
otra vez. O algo más efectivo. Por unmomento creo que cuando vea que usted sigue todavía
entre los vivos, ella saldrá de esto.

El doctor Gómez hizo que le trajeran a Peter comida de la cocina del hospital. Pero Peter no
pudo comerla. Probó un poco, pero su estómago se rebeló y no dejó que pasara el resto.
Permaneció observando a Judith durante la mayor parte de dos horas.

Una de las hermanas enfermeras se quedó con él. Vince aparecía cada cuarto de hora.

Sin embargo, cuando ello sucedió, le cogió desprevenido. Estaba mirando a través de la
ventana, sin escuchar realmente a la hermana, que le contaba de qué modo había llegado
tener Ciudad Villalonga aquel hospital de primera clase, equipado con el más moderno
equipo médico que el dinero permitía adquirir.

- Cuando los rojos hirieron a nuestro gran Líder -dijo la hermana-, fue conducido al hospital
que teníamos entonces. Aquí, en este mismo lugar. Pero que era de una fealdad casi
inimaginable.Señor, llegó casi a estar a las puertas de la muerte. En suma, habría muerto de
no ser por Luis Sinnombre, que algunos afirman que es su hermano, y que concibió la idea
de meterle en un avión y llevarle a la clínica de los hermanos Mayo en su gran país, señor.
Cuando volvió, curado ya, salvo la cojera que le ha quedado y que no le permite bailar -¡a
él que le gustaba tanto hacerlo!-, hizo que derribasen el viejo hospital y construyeran éste.
¡Gastó una fortuna! Mil millones, según dicen, porque…

- ¿Qué, hermana? -pidió Peter-. Siga usted. Estoy escuchándola.


Pero tras él no se oía ningún ruido… Se volvió y vio los ojos de Judith. Estaban abiertos y
le miraban. Al principio eran inexpresivos y no veían nada. Luego, se aclararon y una
pequeña mota de luz, reflejo quizá de la ventana que había tras Peter, apareció en ellos. La
mirada se hizo más definida y brillante. Instantes después se rompió con pequeños
fragmentos semejantes a las facetas de un brillante. Se fundió en líquido, franqueando la
barrera de la inactividad, aún humo azul escondido tras un cristal, temblando en sus
pestañas como frágil resistencia al poderoso tirón del mundo.

La boca de la joven se abrió y sus labios de color de miel, más blancos ahora que el resto de
su rostro, ejecutaron un lastimoso movimiento que Peter no deseaba mirar, aunque no podía
menos de hacerlo. Sabía que lo que aquellos labios querían expresar era su nombre. Pero no
lo lograron.

Peter se levantó lentamente, llegó hasta el lecho e inclinándose apoyó sus labios sobre los
de ella, sobre la nieve, sobre el hielo, sobre el olor a desinfectante, sobre las proximidades
de la muerte.

Luego, oyó el ruido de los pies de la hermana que salía al vestíbulo.

Cuando Vince penetró en la habitación, Peter estaba sentado en la silla junto a la cama
mientras Judith le mantenía cogida la mano con las suyas y se la llevaba a su abierta boca,
que temblaba incontrolablemente, al mismo tiempo que la bendecía con sus lágrimas.

Cuando Peter hubo retirado su mano, cosa que sólo hizo después que Judith se sumió de
nuevo en el sueño, abandonó el hospital y se dirigió hacia el Pam-Pam, aquella curiosa
cadena de almuerzos rápidos que habían saltado el Océano desde París, y proliferado por
toda la América latina. La comida era un poco más digerible que la de los otros cafés,
tabernas, can- tinas y restaurantes. Peter seguía sin tener apetito, pero sabía que tenía que
comer algo. Sin embargo, antes de que pudiera pedir nada, Tim O'Rourke, el hombre en la
América latina del Time y Life, a quien Peter había estado empleando con absoluta falta de
piedad e¿ asuntos de guerra durante cerca de doce años, se presentó en el lugar, le cogió por
ambas solapas y le hizo ponerse en pie.

- ¡Vamos! -exclamó Tim-. Vamos a Les Ambassadeurs. Es cosa mía. Cosa fácil de deducir.
Gastos de representación. Entrevista con una celebridad.

- Me has pillado en mal momento, Timmy. No puedo permitirme Les Ambassadeura, y
necesito tragar alguna comida.

- Espero que te abogues con ella, bastardo -replicó Tim-. Ahora vamos. ¿Así que no crees
que la revolución no ha terminado? -preguntó Tim.

- No es que lo crea, es que lo sé -contestó Peter.

- ¿ Por qué no ha terminado? -preguntó Tim.

- Villalonga. ¿Tú crees que van a marcharse estando todavía él en el poder?

- No -contestó Tim-. Pero harán bien en darse prisa. Quiero decir si quieren proporcionarse
el placer de coger a Miguelito. Yo tendría que escribir un libro sobre algunos de sus propios
amigos que quieren ser los primeros en darle el golpe de gracia.

- ¿ Por qué? -preguntó Peter.

- ¿No caes en la cuenta? Existen diez millones de razones. Financieras, por ejemplo. Pide y
obtiene dinero de todos los que operan en su paraíso de monos, desde un limpiabotas hasta
lo más alto. Resultado: puedes mirar en cualquier dirección. Frutas Unidas cierra su oficina
a final de mes. El Verdian Hilton está perdiendo dinero porque los turistas ya no vienen a
un país con reputación de que se les utiliza como pichones del tiro de pichón. La gente de la
Shell se marcha porque Miguelito pretende aumentar su participación en ella. Y los
barbudos continúan volando los oleoductos y las refinerías. En las plantaciones de café y de
azúcar no ganan nada debido a los precios del mercado y a que tienen que pagar su parte al
generoso Benefactor.

- En suma, una mayor opresión.

- Sí, y algunas menores. Otra cosa. ¿Tu editor extranjera te aplica las normas de la casa por
operas en Hispanoamérica?

- ¿ «No critiques al país y deja solas a las damas»?

- Pues bien. Sustituye «ruina» por crítica y habrás obtenido lo que elIndomable rompe cada
día. Ambas cláusulas.

- Ya comprendo -dijo Peter.

- Lo más divertido es que a él ni siquiera le gustan las damas: no le gustan en realidad. Las
emplea para que estés en igualdad de condiciones.

- ¿En igualdad de condiciones con quién? -preguntó Peter.

- Con Isabela, la de los Cienmil. Es algo muy duro tener una madre así. Creo que por esta
causa, elBenefactor Generoso no está en sus cabales. ¿Tú sabes cómo llegó al poder?

- No -contestó Peter.

- Los peces gordos de aquí le favorecían, sobre todo un tal Manuel Miradores. Suponían
que aquel joven ambicioso sería el arma perfecta contra su propia clase. De esta forma
Miguelito pasó de ser un pequeñochulo, lo que en inglés se llamaría un pequeño canalla, a
ser jefe de Estado. Hay que admitir que era un elemento muy hábil, incluso de muchacho.
Sabía imitar los modales, el hablar y el vestir de los que le favorecían. Pero los peces
gordos olvidaron una cosa.

- ¿Cuál?

- Olvidaron a Isabela. Ellos podían levantar un dictador de paja para operar detrás de él.
Pero sus esposas no quisieron sentarse jamás a la mesa junto a la ex estrella de las
exhibiciones de La Luna Azul. Así que, socialmente, no prosperó. Su señoría no se casó
nunca porque sospecho que le gustan más los muchachos e incluso los perros que las niñas.
Y hace años embarcó a su hermana menor para que saliera del país a fin de evitar que la
vieja Cienmil le enseñara sus tretas femeninas.

- He oído decir que ha regresado -afirmó Peter-, al menos lo dice ese idiota de Jacinto.

- Sí. La he visto una o dos veces. Aquí se hacen chistes acerca de su aspecto. Pero yo creo
que es linda. Lista y linda, si sabes lo que quiero decir. Nada corriente. Una carita pequeña,
pero que llama la atención. Muy reservada… intentando evitar salir mal parada, según
sospecho. Su señoría hizo que mataran a su marido por conspirar contra él. El caso es,
Petie, que la vieja Cienmil se convirtió oficialmente en la primera dama. Y lasdamas
ilustres de la alta sociedad no quisieron saber nada de eso. El resultado fue que Miguelito
se alzó de hombros, hizo al que tal vez es su hermano, Luis Sinnombre, jefe de la Policía
Secreta y empezó a actuar como verdadero dictador en lugar de como uno de paja. E
Isabela cambió de la noche a la mañana, pasando de ser un pasatiempo secreto de la alta
sociedad a un pasatiempo que haría que las corridas de toros parecieran un partido de
croquet. Miguel ha llenado tres campos de concentración con tipos que dijeron algo falto de
respeto sobre esa perversa vieja. Y las damas… no sabes lo que él ha tenido que hacer para
ponerlas a su nivel. ¡Oh, diablo! Y ahora ¿qué?

Peter se volvió. El jefe de los camareros caminaba hacia la mesa, doblando su cintura en
una reverencia diez pasos antes de llegar.

- Señor Reynolds -dijo-, aquí hay dos periodistas del periódico nacionalEl Líder Glorioso.
Desean entrevistarle a usted y sacar algunas fotografías, si no tiene usted inconveniente.

- ¿Quiere usted decir que quedaremos ante ellos con nuestro rostro desnudo y que él podría
rehusar si quisiera? -preguntó Tim-, ¡Mal asunto, Martínez! La gente aparece aquí en el
periódico por menos de eso.

- Sería un gran honor -continuó el jefe de los camareros-, que le daría gran nombre a
nuestro establecimiento…

- ¡Oh, diablos! -exclamó Peter-. Perfectamente.

Cuando se marcharon, después de haber tomado docenas defotografías de Peter hablando


con Tim y con el jefe de redactores de El Líder Glorioso, Tim se quedó con él y le miró.

- Ahora lo lograrás -dijo.

- ¿ Lograré el qué? -preguntó Peter.

- El tratamiento. Estás maduro para él. ¡Diablos! Estás incluso demasiado maduro para él.

- Tim, ¿ qué diablos es…?

- ¿El tratamiento? Muy sencillo. Es… ¿cómo te lo diría yo? Divertirse mucho observándote
a ti mientras lames. Dime: ¿Cuánto tiempo va a permanecer Judith en el emporio de Vince
Gómez?
- Vince va a intentar tenerla allí un mee. Dice que quiere que se reponga del todo. Afirma
que si sale en malas condiciones, con este clima podría enfermar seriamente.

- Él ha olido algo de eso. Un mes, ¿eh? Entonces tienen tiempo.

- ¡Maldita sea, Tim! ¿Quiénes tendrán tiempo?

- Miguelito y compañía. ¿Habías pasado antes una temporada larga en Costa Verde?

- No. El tiempo más largo ha sido una semana hasta ahora. Estuve aquí fotografiando el
regreso de la expedición Standford a su regreso de Ururchizenaya. Con ellos traían a mi
novia, esa real y hermosa estatua precolombina que llaman la Diosa de la Muerte. Me gusta
esa muchacha. Desearía poder volverla a la vida. ¿La has visto? Ahora está en el museo de
arqueología de aquí. Voy a él dos veces a la semana para admirar su rostro. Cuesta creer
que algo pueda ser tan hermoso y tan terrible al mismo tiempo. La conoces, ¿verdad?

- Sí. Y se me pone la piel de gallina. Tienes gustos muy divertidos, muchacho. Pero óyeme.
¿No se te ocurre por qué ese sinvergüenza cuenta con la mejor prensa que ningún país tiene
en Sudamérica?

- No. Y debía tenerla peor. Sin embargo, tienes razón. Todos los tipos que han venido aquí
regresan a nuestro país delirantes. Y antes han enviado crónicas nauseabundas por lo
dulzonas sobre el país y sobre su señoría. ¡Diablos, Tim! ¿Supones que les lavan el
cerebro?

- Algo así. Pero con mucha sutileza. Gana amigos, e influencia a la gente.

- Pero ¿cómo, Tim? ¿Cómo?

- No te lo diré. Pero he aquí un pequeño atisbo,amigo. Te apuesto cinco contra diez a que
antes de que llegue esta noche una dama de la que no has oído hablar nunca te llama por
teléfono, y su sola voz a través del teléfono hará que te subas por la pared de tu cuarto.

- ¿Y luego?

- Luego te lo puedes figurar, Peter Pan -concluyó Tim.

VII

Aquella noche, después de las horas de visita -durante esas horas Judith había ido
desarrollando su considerable talento histriónico aprovechando hasta la última gota
depathos del papel de la santa martirizada, con lo que Peter quedó convencido de que la
joven estaba fuera de peligro, pues cuando Judith se acordaba del teatro, según sabía por
amarga experiencia, la normalidad estaba a la orden del día-, regresó a su piso.

Entró utilizando su llave, y sentándose ante la máquina de escribir escribió rápidamente


hasta las once, logrando esas historias neutrales y sin color que él ya sabía por anticipado
que era lo único que podía decir de Costa Verde, donde oficialmente no existía censura,
pero donde en realidad ésta era absoluta. Pero a las once en punto, hora en que los de Costa
Verde, como todos los pueblos de habla española, se dedican a saborear la más pesada y
más importante comida, dejó de escribir, ya que la gente del piso de abajo habrían
empezado a dar golpes en el techo con el mango de una escoba. Permaneció allí con las
manos en la nuca mirando por la ventana. En el sur, di cielo era de un extraño color rojo,
así que Peter se puso en pie y fue hasta la ventana. Entonces se dio cuenta de lo que
significaba el tono rojo. El Zopocomapetl estaba en erupción de nuevo y enviaba una lívida
lengua de llamas hacia el cielo nocturno. Con una pequeña exageración, aquello podría
haber sido llamado una gran erupción. Por las fotografías publicadas en la época de la
última gran erupción, que había tenido lugar cinco años antes, o por lo menos por el
recuerdo que guardaba de ellas, Peter juzgó que aquel espectáculo era sólo un poco más
pequeño que el otro. Pero realmente no podía juzgar bien, pues no quedaba ya ningún
pueblo como Chitimaya que el viejo Zopo pudiera cubrir. Existía, naturalmente, el pueblo
indio de Xochua, donde Pepe había muerto, pero se hallaba en el otro lado del volcán, en el
lado donde hasta ahora la lava no se había esparcido al brotar del cono. Así que la
capacidad de destrucción del Zopocomapetl quedaba limitada, a menos que se excediera y
llegase hasta Ciudad Villalonga,como había sucedido hacía doscientos años, cuando Costa
Verde era aún colonia española y la capital se llamaba Antigua. Pero no había muchas
posibilidades de ello, pues después que el volcán destruyó Antigua, los colonizadores
supervivientes llevaron la capital mucho más cerca del mar, prefiriendo enfrentarse con sus
enemigos humanos, los bucaneros ingleses, que vivir bajo la perpetua amenaza de la
muerte. Peter permaneció observando los fuegos de artificio naturales hasta que su siniestra
belleza palideció. Entonces se volvió y dirigiose hacia su mesa de trabajo. Pero antes de
que llegara a ella sonó el teléfono.

- ¿ El señor Reynolds? -dijo la voz.

- Sí -contestó Peter-. Dígame.

- Es usted el señor Reynolds, ¿verdad? -repitió la voz. No titubeaba. Era curiosamente
firme. Pero su pronunciación resultaba muy bella.

- A menos de que alguien diera a mi padre el paquete equivocado, yo soy el señor
Reynolds. -¡Bien! -dijo la voz. Peter no respondió.

- ¿ Está usted ahí? -preguntó la voz.

- Sí -contestó Peter-. Tim estaba equivocado -añadió- Muy equivocado.

- Perdone. ¿ Qué dice usted?

- Digo que mi amigo Tim está completamente equivocado -repuso Peter- Me dijo que
cuando usted llamase su voz sola fundiría los adoquines. Pero en lugar de ellos usted posee
la voz de una hija de familia que se ha pasado toda la vida bajo la enseñanza de las monjas.

Ella suspiró.
- Tiene usted razón y él estaba equivocado -dijo-. Pero desearía sinceramente que fuera al
revés.

- ¿ Por qué? -preguntó Peter.

- Porque me gustaría que hiciera usted una cosa para mi, que podría hacer si yo tuviera la
clase de voz que su amigo dice. O mejor dicho, si yo fuera la clase de mujer que posee esa
voz. Pero no. Si yo intentase inducir a usted a que me ayudase dándole la impresión de ser
una mujer hermosa y sensual, usted se desencantaría y podría incluso negarse a ayudarme.

- Entonces debo pensar en que usted no es hermosa ni sensual -dijo Peter.

- Yo… -empezó la voz.

Pero se detuvo. Luego murmuró aparentemente para sí misma: «¡Valor,niña!»

- Estoy escuchando -dijo Peter.

- Con un poco de caridad se me podría llamar del montón -continuó la voz.

- ¿ Y si se dijera la verdad? -replicó Peter.

- Entonces fea -contestó la voz-. Quizá no repugnante. Pero sí bastante fea.

- Hay diferencias de opinión. Y de gustos no hay nada escrito. Quizá yo la encontrara


atractiva.

Ella suspiró de nuevo.

- No -dijo-. Eso no es posible. En primer lugar, soy muy delgada. Si uno me mira dos veces
seguidas, comprende que soy una mujer. Pero me han dicho que no vale la pena
averiguarlo.

- ¿Quién le ha dicho a usted eso? -inquirió Peter.

- Mi marido -contestó ella-. Mi difunto marido.

- ¡Oh! -exclamó Peter-. ¿Y su cara?

- ¿Ha estado usted en el Museo de Arqueología de Ciudad Villalonga?

- Sí -contestó Peter-. ¿ Por qué?

- Hay allí una estatua femenina traída de la perdidaciudad de Ururchizenaya. Como no


conocemos la lengua de las antiguas civilizaciones tluscola-tolteca, no sabemos lo que
representa. Pero debido a su aspecto de tristeza y a su delgadez, las autoridades del Museo
han decidido llamarla la Diosa de la Muerte. ¿La ha visto usted?

- Sí -contestó Peter-. Y la considero muy bella. -¡Oh! -exclamó la mujer. -¿ Oh, qué? -dijo
Peter.

- Ahora no puedo hacer la comparación que me disponía a hacer.

- ¿Por qué no?

- Porque ahora sería a la vez falsa y vanidosa. Iba a decir que si usted ha visto a la llamada
Diosa de la Muerte, ha visto usted exactamente mi rostro.

- Entonces,señora, es usted una de las mujeres más bellas del mundo -repuso Peter.

- ¡No, no! ¡Oh, pero esto es un error! Yo le quiero demostrar mi profunda sinceridad porque
el asunto es demasiado importante para disfrazarlo con mentiras y usted…

- Yo no dudo de su sinceridad,señora. Tan sólo le pido que me permita disentir de su


opinión y de su gusto. Puede usted decir que mi gusto es raro. Pero yo prefiero un rostro
interesante a uno muy bello.

- Perfectamente -repuso la voz-. Ya me han dicho otras veces que soy interesante. Puede
usted llamármelo legítimamente. Por favor, míster Reynolds…

- ¡Ah, un momento! -pidió Peter-. Hay un detalle que debemos aclarar. -¿Cuál?

- El de su sensualidad.

Ella no contestó inmediatamente, y cuando lo hizo su voz sonó muy baja.

- Eso, señor Reynolds, es un asunto entre mi confesor y yo, y últimamente… entre mi Dios
y yo -repuso. -¡Bravo! -exclamó Peter. -¿ Por qué bravo, señor Reynolds? -Me gusta el
espíritu y usted lo tiene -contestó Peter.

Ella guardó silencio durante largo rato. Luego, dijo:

- Perfectamente. Hemos llegado ya demasiado lejos. Así que debo decir lo que falta. Señor
Reynolds, ¿tendría usted la amabilidad de encontrarse conmigo en algún lugar… esta
noche?

- Me sentiría encantado -repuso Peter.

- ¡ Oh! -exclamó ella.

- ¿Por qué «¡oh!»,señora?

- Yo… No esperaba que usted dijera que sí. Intentaba esto sólo porque estoy desesperada y
ahora…

- Y ahora dos detalles finales. ¿Cuándo y dónde?

- Al final de la calle del Cinco de Mayo, cuando desemboca en el Jardín Botánico.
- Eso es bastante aislado, incluso romántico.

- Por favor, señor Reynolds, no haga cabalas. No tengo intención de…

- Ya sé que no,señora. He vivido en la América española durante muchos años.

- ¿ Y qué ha aprendido usted?

- Que las muchachas con voces como la suya no se declaran a los hombres. No tienen
necesidad. Sólo una cosa me extraña, Parece usted extremadamente joven y, sin embargo,
asegura que es viuda…

- Me casé a los dieciocho, señor. Estuve casada tres años. Mi marido murió en un accidente
de aviación hace un año.

- Dejándola a usted de veintiún años. ¿Puedo darle el pésame aunque sea con retraso?

- Gracias -murmuró ella-. Es usted muy amable.

- Y ahora, ¿dónde estábamos? ¿En dónde tengo que encontrarme con usted?

- Al final de la calle del Cinco de Mayo…

- ¡ Ah, sí! Ya lo había oído antes. ¿ A qué hora?

- A medianoche.

La voz de la joven sonaba tan baja que Peter apenas la oía. Éste miró su reloj.

- Entonces dentro de veinte minutos.

- Sí,señor.

- ¡Un momento! ¡No cuelgue! ¿Cómo la conoceré?

- Tomará usted un taxi. Antes de que llegue al final de la calle deje el taxi y despídalo.
Entonces camine en línea recta hacia delante. Un coche avanzará junto a usted. Un
convertible blanco. Yo lo conduciré. Eso es todo.

- Pero… ¿cómo me conocerá usted?

- Le he seguido a usted por todas partes durante los últimos cinco días -repuso ella-. Ahora
distingo su paso en la más completa oscuridad.

Peter se echó a reír.

- ¿Encuentra usted esto divertido? -preguntó ella.

- Mi querida damita -dijo Peter-. Creo que ha visto usted demasiadas películas.
- Quizá. Pero este secreto es necesario. Acudirá usted, ¿verdad?

- Por supuesto.

No había acabado de dejar el teléfono cuando éste empezó a sonar de nuevo. Peter lo cogió
y exclamó:

- ¡Vamos, niña!

- Está usted equivocado, señor Reynolds -repuso una voz de hombre.

- Me he equivocado, amigo -dijo Peter.

- Míster Reynolds. Soy el secretario de Su Excelencia, el señor Corona, ministro de


Propaganda y Turismo. Su Excelencia quisiera tener el honor de gozar de su presencia en
un banquete que se celebrará mañana por la noche en su residencia. ¿Podrá usted asistir?

- Naturalmente -repuso Peter-. Haga el favor de dar las gracias en mi nombre a Su


Excelencia. ¿Se requiere traje de etiqueta?

- Basta con unsmoking -contestó el secretario-. Hora, las once. ¿Puedo conjeturar que
vendrá usted sin compañía a causa del infortunado accidente de miss Lovell?

- Puede conjeturarlo, sí -contestó Peter-. Y si no es una indiscreción, ¿puedo saber por qué
me lo pregunta usted?

- ¡Oh! En Costa Verde tenemos una costumbre muy agradable, Cuando un caballero se
encuentra solo, le proveemos de compañía femenina, una compañía encantadora.

- ¿Procedente de La Luna Azul? -inquirió Peter.

- ¡Cómo, míster Reynolds! -La voz del secretario pareció sorprendida de veras.

- Lo lamento -murmuró Peter-. Sólo quería saber qué terreno pisaba.

- Su compañera -continuó el secretario- será una joven casadita cuyo marido se halla
temporalmente ausente en una misión diplomática. Es descendiente de uno de los
fundadores de la República. No creo que encuentre usted defectos a su cultura general, a
sus modales, a su porte y a su moral, míster Reynolds. No tenemos intención de insultarle a
usted.

- Le presento mis excusas -dijo Peter-. Creía que se trataba de una confusión.

- Perfectamente -repuso el secretario.

- Sí. ¿ Sabe ella contar más de cinco?

- Temo… no comprender -manifestó el secretario.

- No se preocupe. Ella sabrá -concluyó Peter.


Colgó el teléfono y pasó revista a todas las cosas que estaban mal en aquella llamada. ¿La
hora? No, la hora estaba perfectamente. Incluso en las casas particulares nadie cenaba más
pronto de las once en Hispanoamérica. Pero invitarle con sólo un día de anticipación… era
un error. Hasta el simple hecho de llamarle era ya una equivocación. Para un banquete en
casa de un ministro en que se requería traje de etiqueta, era necesario nada menos que una
invitación formal e impresa. Y lo peor de todo, existía la agradable costumbre que el
secretario del ministro había mencionado. Esto era peor que equivocado. En un país de
habla hispana eso resultaba increíble. Que una muchacha… le recibiera ya sería muy difícil.
Una sobrina o hija del mismo ministro que le ofreciera graciosamente la hospitalidad de la
casa bajo los observadores ojos de papá…, eso quizá sí. Pero una mujer casada cuyo
marido estaba ausente… Eso no. Por algo permanecieron los moros en España durante ocho
siglos. Y losconquistadores habían importado intacto su temperamento al Nuevo Mundo.
¿Poner a una recién casada a pastar… y con las riendas sueltas? No, decididamente, no.

- Me huele a chamusquina -murmuró Peter.

Luego miró su reloj y sonrió ligeramente.

- Es tiempo de que comiences tu tratamiento, hijo -dijo.

Cuando Peter vio el coche que se aproximaba a él, silbó ligeramente. Era enorme. Peter
anduvo junto al coche hasta que éste se detuvo. Se trataba de un Lincoln Continental último
modelo, blanco como la nieve. Tenía la capota echada. Pero aun así, la única cosa posible
para llamar más la atención habría sido una luz roja o una sirena de policía. Peter abrió la
portezuela y se deslizó dentro del coche. Cuando la puerta se abrió, la luz automática del
techo se encendió. Pero se apagó tan pronto que Peter no pudo ver mucho del rostro de la
joven. No obstante, incluso en aquel breve instante tuvo la sensación de que ya había visto
antes aquella cabecita extrañamente regia. Luego se le ocurrió que sí la había visto: en el
Museo. Aquella extraña y exquisita cabeza precolombina. El parecido era asombroso.

- Buenos noches, señor Reynolds -dijo la joven.

Sin el teléfono que la estropeara, su voz resultaba algo digno de tenerse en cuenta. Se
trataba de la voz de una verdadera contralto, y al hablar formaba interesantes tonalidades,
como la música moderna.

- Buenas noches -contestó Peter.

La joven apretó el acelerador y el coche avanzó. Peter vio que incluso la luz del tablero de
instrumentos estaba apagada.

- ¿Le importaría decirme su nombre? -preguntó Peter.

- Lo siento -contestó la joven.

- ¿Tan feo es?

- Por favor, míster Reynolds. Es mucho mejor que no sepa usted mi nombre.
- ¿Por qué?-preguntó Peter.

La joven suspiró.

- ¿No es usted lo bastante caballero para aceptar mi palabra de que existen excelentes
razones para no decirle quién soy?

- Si pone usted las cosas de esa forma, tendré que rendirme -repuso Peter-. Pero no lleve
usted demasiado lejos mi insuficiente condición de caballero,muñeca. A lo mejor no
funciona bien esta noche.

- Muñeca -repitió la joven-. Muy bien. Puede usted llamarme así. Servirá como una fórmula
de tratamiento.

- Puedo pensar en otras sin gran esfuerzo -dijo Peter.

- ¡Por favor! -exclamó la joven.

Ésta condujo el coche expertamente a través de una serie de callejuelas. Peter observó que
estaban saliendo de la ciudad. Pero por un camino que evitaba toda vecindad decente y toda
calle moderna.

- Debería usted usar un coche más pequeño -dijo-. Más pequeño y más barato, pintado de
negro.

- Ya he pensado en eso. Pero habría producido sorpresa en casa. Allí saben cuánto me gusta
éste.

- Pero ¿no les produce sorpresa que abandone usted su casa a medianoche y sola?

- Ya sabe usted que he estado casada -contestó la joven.

- ¿Supone eso una diferencia?

- Sí -y en su voz había una nota de amargura-, ya que físicamente es imposible perder la
virginidad dos veces. Así que se muestran, digamos, menos preocupados. Creo que piensan
que tengo un asunto amoroso. Y como se sentirían encantados si me casara de nuevo…

- Pero usted,muñeca, se sentiría menos encantada, ¿no?

La voz de la joven reflejó ahora un sufrimiento mortal.

- Mi experiencia matrimonial no me impulsa a repetir el experimento, señor Reynolds.


¡ Ah, ya estamos!

La joven sacó el gran coche de la carretera y lo condujo hacia un camino de carros que
desaparecía bajo un negro y amenazador grupo de árboles. Entonces lo detuvo y cerró la
ignición. Estaban completamente a oscuras y Peter no podía ver a la joven en absoluto.
- ¿Le gustaría a usted un cigarrillo? -preguntó Peter.

Pero, en lugar de decir uncigarrillo, que es lo correcto en español, Peter usó la expresión
madrileña de pitillo. Mas la joven no titubeó en la respuesta.

- No, gracias -contestó.

- ¿No fuma usted, pues?

- Si, fumo. Pero encender un cigarrillo haría que me viera usted la cara. Y es mejor que
usted no sepa con mucha precisión cómo soy. Por la misma razón le pido a usted que no
fume.

- Yo no fumo. Sólo llevo cigarrillos como cebo.

- ¡Oh! -exclamó la joven-. Señor Reynolds, me ha dicho que fue advertido usted de que yo
le llamaría.

- No. Dije que fui advertido de que una mujer me llamaría, y que cuando lo hiciera su voz
sola disolvería los adoquines. Aparte, según me dijeron, de lo que es conocido local- mente
por «el tratamiento».

- Su información es exacta, señor Reynolds.

- Escuche,muñeca, me gusta usted. En suma, creo que es usted maravillosa. Así que
abandonemos este estado de suspense a lo Hitchcock y hablemos tranquilamente. Por
ejemplo, llámeme Peter, ¿quiere?

- De acuerdo, Peter. Es un bonito nombre. Y le va a usted bien. Los Pedros son
generalmente simpáticos.

- ¿Forma esto parte del «tratamiento»,muñeca?

- No, Peter -contestó la joven-. Haga el favor de escucharme con atención e intente
comprender lo que le digo. Aunque como no puedo ser explícita, no me atrevo.

- Adelante -dijo Peter.

- Conforme. Recibirá usted una invitación para asistir a una fiesta en casa de un alto
personaje del Gobierno.

- Ya la he recibido. Cinco minutos después de haber llamado usted.

- ¡Oh! -exclamó la joven-. ¿Y han hecho mención de su intención de proveerle de


compañía?

- Sí -contestó Peter.

- Y lo harán -dijo la joven-, ya que su… amiga tuvo la ocurrencia de hacerles el juego
cortándose su necia garganta.
- Muñeca… -exclamó Peter.

- Lo siento. No he sido muy amable, ¿verdad? ¡Es extraño que tenga tanta antipatía a su
amiga! Pero no importa. ¿Le dijeron quién iba a ser su compañera?

- No… a excepción de que mencionaron que se trataba de la esposa de un diplomático


ausente del país en una misión diplomática.

- ¡Oh,los cabrones! ¡Los cerdos! ¡Los…!

- Muñeca, la felicito. Su vocabulario es extremadamente señoril.

- Lo siento, Peter. No conocí esas palabras hasta que me casé. Las aprendí de labios de mi
marido. Escuche, le diré lo que sucederá. Pero primero de todo debe saber que no es
probable que Roberto regrese de esa misión.

- Siga -pidió Peter.

- Y que usted encontrará a Marisol extremadamente atractiva. Incluso pensará que es una de
las más hermosas muchachas de todo Costa Verde. •

- Siento impaciencia -repuso Peter.

- Eso es lo que yo temía. Además, ella se le mostrará muy atenta. Parecerá verdaderamente
impresionada por usted. Incluso…

- Caerá a mis pies seducida por mi fatal encanto, ¿no?

- Exacto.

- Pero se tratará de uncatch, ¿no es así?

- No entiendo del todo eso decatch. Pero si quiere usted decir trampa, truco, está en lo
cierto.

- Siga -dijo Peter.

- Ella le pedirá a usted que la acompañe a su casa.

- ¿Y…?

- Cuando lleguen, ella le invitará a una copa.

- ¿Y luego?

- Eso dependerá de usted, Peter. Espero que le diga usted «No, gracias, querida. Es muy
tarde».

- ¿Y si no digo eso?


La joven guardó silencio durante largo rato. Luego contestó:

- Usted es un hombre de mundo, Peter. Ya sabe usted lo que ocurre luego.

- Pero siyo siguiera el juego, ¿aparecería el marido provisto de un revólver? ¿O bien un


fotógrafo dispuesto a tomar interesantes fotografías? En otras palabras, ¿chantaje?

- Un hombre soltero sin ninguna relación oficial con su propio gobierno no es vulnerable al
chantaje, Peter. Usted no ha sido despedido de su periódico a causa de sus relaciones con
mías Lovell y seguramente no existe en el mundo un secreto menos guardado.

- Es extraño lo mucho que este asunto le molesta a usted -manifestó Peter.

- Mientras le seguía empeñada en mi infantil y tonto juego de detective privado, yo, según
creo… llegué a saber algo sobre usted. Al principio me pareció usted un perfecto bruto. -
¿ Le he de dar las gracias,muñeca?

- Sígame escuchando. Luego noté que su boca contradecía su rostro de antiguo boxeador,
que no es tan feo como estropeado. Y sus ojos son los ojos de otro… de otro hombre
enteramente.

- ¿ Qué clase de hombre, niña?

- La especie que nunca tendría que pertenecer a mujeres como Judith Lovell.

- ¿Ni tampoco a su amiga Marisol? -i Mi amiga Marisol no le quiere a usted! -Y,


naturalmente, usted,muñeca, me quiere todavía menos. Peter notó que la joven contenía el
aliento y momentáneamente guardaba silencio. -Muñeca… -¿Qué, Peter? -¿ La he ofendido
a usted? -No, Peter. Usted no puede ofenderme nunca. Peter permaneció inmóvil, pues lo
que ella dijo exactamente fue: ¡No! Peter, tú jamás podrías ofenderme». Dejó de usar
deliberadamente el ceremonioso «usted» y empleó el «tú», el cual, en España, en labios de
una mujer como aquélla, posee tanto el sonido como la realidad de una caricia. En inglés se
puede traducir el «tú» por el «thou». Seria cometer un error. «Tú» no es « thou». «Tú» es
algo cordial, una invitación, un reto y quizás incluso una rendición.

- ¿Quiere usted decir…? -murmuró Peter.

- ¡Oh! No sé lo que quiero decir, Peter. Pero prométame que no…

- ¿Que no me meteré en juegos con la bella Marisol? Si me dice usted por qué no he de
hacerlo…

La joven guardó silencio. Aquellos silencios parecían formar parte de ella.

- ¿Por qué no he de hacerlo? -preguntó Peter de nuevo.

La joven continuó silenciosa largo, largo tiempo.


Luego, tan bajo que Peter tuvo que inclinarse para oírlo, musitó:

- Porque no quiero que lo haga usted.

Pero ella no dijo usted. Continuó empleando el «tú». Aquel «tú» intraducible al inglés.

Peter sintió el aliento de la joven contra su rostro. Era tan maravillosamente puro y dulce
como el de una niña, y la situación en que él se encontraba resultaba ridícula. Se sentía
fuera de sí por más de una razón. Así que murmuró: «¡Qué diablos!» y apoyó sus labios
sobre los de ella.

La joven no se movió. No avanzó sus manos ni para abrazarle ni para abofetearle. Se apoyó
en el asiento y dejó que él la besara. Sus labios eran muy distintos de todos los labios que
Peter había besado hasta entonces. Se apoyaban contra los de él como los pétalos de una
flor carnosa, adhesiva, entreabierta, tibia y suave, indefensos y tiernos. Luego, Peter notó la
humedad de su rostro y percibió un gusto a sal. En el acto se apartó.

- Lo siento -dijo.

- No lo sienta, Peter…

- ¿Sí,muñeca?

- ¿Por qué ha hecho usted eso? ¿Siente usted piedad de mí?

- ¡Jesucristo! -exclamó Peter.

- No blasfeme usted, Peter. Dígame por qué.

- ¿Tiene que haber siempre un porqué,muñeca?

- Sí. Usted no me ha visto nunca a la luz. Usted no había hablado nunca conmigo hasta hace
una hora. Por lo tanto, no es posible que me quiera. Y, sin embargo, usted me ha besado con
enorme ternura. ¿ Por qué, Peter?

- Me gusta su voz,muñeca -repuso Peter-. Eso por un lado.

- ¿ Y por el otro?

- He estado en el museo veinte veces para contemplar ese encantador rostro procedente de
otro mundo. La primera vez que lo vi fue hace ocho años, durante mi primer viaje a Ciudad
Villalonga. Cada vez que pasaba cerca, y si tenía tiempo, me detenía aquí para verlo de
nuevo. La llamo mi amor. Los guardianesdel museo creen que estoy loco, pues me han
sorprendido muchas veces hablando con ella.

- ; Oh -exclamó la joven.

- Así que cuando dijo usted que poseía su rostro, tuve que acudir a la cita por fuerza.Sólo
que estaba usted equivocada.
- ¿ No tengo su rostro, Peter?

- No. Ella tiene el de usted.

- ¡Oh! -exclamó la joven de nuevo.

- Y ahora ha llegado mi turno de preguntar -continuó Peter-. ¿Por qué me ha dejado que la
besara? La joven permaneció silenciosa. -Muñeca, ¿ por qué lo ha hecho?

- Supongo porque deseaba que usted lo hiciera -repuso. -Muñeca…

- No, Peter. No debe usted volver a hacerlo.

- ¿Por qué no?

- Porque estaría mal hecho. Yo vine aquí para salvar a Marisol.

- De un destino peor que la muerte, ¿verdad?

- Usted lo dice en broma, pero casi es eso. Peter, ya conoce usted a las mujeres de nuestra
raza. ¿Cree usted que una de nosotras puede entregarse a un hombre como si tal cosa?
Especialmente cuando es feliz en su matrimonio y adora al marido.

- No solamente no lo creo, sino que sé que no puede ser. Las mujeres de sangre española
son las mujeres más castas de la tierra.

- Muchas gracias. Aunque no es del todo cierto. Sin embargo, mañana por la noche Marisol
Talaveda hará eso exactamente. A menos que usted se niegue.

- ¿ Y si yo me niego?

- Ella… y yo le estaremos muy agradecidos.

- Muñeca, ¿ quiere usted aclararme eso un poco?

- No, Peter.

- ¿Por qué no?

- No es usted tonto -afirmó la joven-. ¡Ya se lo puede figurar!

- ¡Hum! -exclamó Peter-. Yo acompaño a esa hermosa criatura a su casa. Ella me invita a
una copa. Luego se excusa, se va a su cuarto y se pone algo cómodo: digamos una I bata
transparente.

- Ya veo que está usted habituado -dijo la joven.

Su voz era ácida.

- Naturalmente. Pero no debería importarle a usted.


- Sólo que sí me importa. ¡Lo siento! No me gusta parecer una mujer agresiva.

- ¿ Por qué no? A mí me gustaría.

- Ya lo sé. Pero a mí no.

- La misma pregunta. ¿ Por qué no?

- Yo… Mi matrimonio fue desgraciado, Peter. Me he sentido sola durante mucho tiempo. Y
no me gusta la manera como usted me trata. Me hace sentirme avergonzada de mí misma.
Ahora váyase con sus especulaciones y déjeme en paz.

- En el momento crucial, según usted, nadie nos interrumpe. Nadie toma fotografías a
propósito para postales francesas. Simplemente, pasamos una noche feliz y…

- Váyase a su país y escriba sobre lo magnifico que es el país de Costa Verde, sobre
losimpática que es su gente. ¡Qué baluarte contra el comunismo es nuestro jefe!

- ¡Ahora ya lo comprendo! Dígame: ¿cuánto cobra por su trabajo la pequeña Marisol?

- ¡Oh, los hombres! ¡Oh, usted! -exclamó la joven.

- Bueno -murmuró Peter.

- Marisol Tala veda de Ruiz Mateos es una de las muchachas más ricas de Costa Verde por
su propia familia. Y los Ruiz, la familia de su marido, son aún más ricos. No es tipo que
asuma el papel de prostituta, Peter.

- Entonces, ¿es que ella encuentra divertidas esas fiestas?

- Peter, no sea usted tan malicioso.

- Estaba bromeando. Sé que el Líder goza de gran poder de persuasión. ¿Querrá usted
decirme algo a este respecto?

- Si puedo… -murmuró la joven.

- ¿ Qué es lo que tiene contra Marisol? ¿ Por qué no seleccionó a alguna mujer de mala
vida… aunque fuera de alta clase, cara, digamos, en lugar de forzar a una muchacha de
buenos antecedentes a… La joven inclinó la cabeza. -¿ No hay respuesta? -preguntó Peter. -
No. ¡Pero sí! Tendré que tener confianza en usted, eso es todo. Yo… tengo confianza en
usted, Peter. Muy bien. Es precisamente porque ella es de buenos antecedentes. Porque
cuando él subió al poder la aristocracia se burló de él a causa de… de… de su…

- ¿De su madre? -preguntó Peter-. ¿A causa de Isabela de los Cien Mil Amores?

- ¡Oh! -exclamó la joven-. ¿De modo que está usted enterado?

- Sí -repuso Peter-. Es por eso, ¿verdad? La voz de la joven sonó tan baja que Peter tuvo
que inclinarse para oírla.

- Exactamente. La alta sociedad no recibe a su… madre ni a su hermana… Dicen que…


que no están acostumbrados a cenar con… rameras.

- Con Isabela me explico. Pero la hermana, ¿también ella…?

- ¡No! En eso son injustos los de Costa Verde. Él sí es un sutil monstruo, que se ha
dedicado a reducir a sus mujeres, a sus esposas, a sus hermanas y a sus hijas a la condición
de que le acusan a él, y casi lo ha logrado. Lo ha logrado hasta el extremo que ahora la
virtud de todas las mujeres de la clase alta de Costa Verde está en entredicho.

- ¿Y los hombres pasan por ello?

- ¿Cómo pueden evitarlo? Para entonces ya se encuentran en la cárcel, y cuando una mujer
recibe el dedo anular de su marido con el anillo de boda todavía en él, envuelto en
algodones y en una preciosa cajita, queda… imposibilitada para negar su cuerpo al visitante
forastero que Miguel cree, tal vez erróneamente, que tiene necesidad de influir, Peter. Sobre
todo, cuando no se trata sólo de salvar a un marido de la muerte, sino de una muerte que
llega centímetro a centímetro, prolongada durante semanas, hasta que la mente no puede
más y falla antes que el cuerpo.

La voz de Peter sonó muy áspera.

- ¿ Y él ha utilizado a usted para esto?

La joven miró a Peter. Éste sintió los ojos que le miraban en la oscuridad.

- ¿Y si lo hubiera hecho? -murmuró la joven.

- Nada -repuso Peter-. La gente que vocea amenazas no las lleva a efecto por lo general. He
aquí por qué yo no las voceo.

- ¡Oh! -exclamó ella-. ¡Peter! ¿Y lo de Marisol?

- ¿Eso otra vez? Sepa usted,muñeca, que en esas circunstancias yo carezco de la sabiduría
de negarme a su amiguita.

- Y yo comienzo a convencerme de que es usted tan cerdo como los demás.

- Muñeca, usted me ofende. Digamos que me niego. ¿Qué le sucederá a ella entonces?

- La forzarán a que pruebe una y otra vez hasta que usted sucumba. O bien hasta que resulte
obvio que ella no es el tipo de usted. Entonces le enviarán otro señuelo.

- ¿ A usted, por ejemplo?

- A mí no, Peter. A mí no. No soy considerada lo suficientemente atractiva.

- Son tontos. Pero de todos modos ella tiene que obedecer órdenes, ¿no? Si no conmigo,
será con otro forastero que necesite un suavizador. Así que¿por qué no he de aprovecharme
yo? Sobre todo, teniendo en cuenta que es tan hermosa como usted ha dicho.

- Pues porque después ella morirá. Por su propia mano. La conozco. Es mi única amiga. Y
seguramente, Peter, usted ya ha tenido bastante de eso.

- Más que bastante -repuso Peter-. Pero quizás… usted me estima en muy poco,muñeca.
Quizá le pueda hacer pasar una velada tan agradable que lo de matarse le parezca después
una cosa indigna de llevarla a efecto.

La joven no dijo nada durante un tiempo. Luego, contestó: -Supongo que usted podría ser
capaz de ello. Pero ¿sabe usted?, eso sería peor. ¡Hacerla pasar de la perdonable categoría
de víctima a la totalmente imperdonable categoría de… adúltera! ¡Oh, Peter, por favor!

- De acuerdo.No la solicitaré. Pero ha de ser con una condición. -¿Cuál?

- Que usted,muñeca mía, tome su lugar. La joven inclinó la cabeza. Peter no vio el
movimiento, pero lo intuyó. Cuando la joven habló su voz parecía cansada. -No, Peter. -
¿Por qué no?

- Simplemente, porque no quiero que usted muera -dijo. Peter oyó sólo la palabra. Pensó en
ella. Poseía un bello sonido. Peter se inclinó y con un simple tanteo encontró los labios de
la joven.

Esta vez, los brazos de ella se alzaron y sus largos y delgados dedos acariciaron en silencio
el bien peinado cabello de Peter. Luego descendieron hasta su pecho y le rechazaron. Peter
la soltó inmediatamente.

- Por ti,muñeca, la cosa valdría la pena -dijo Peter. La joven se volvió hacia el volante y
rozó la llave de contacto. El motor se puso en marcha con mucho ruido. Cuando la joven
habló su voz estaba húmeda. Peter sintió las lágrimas que corrían por ella.

- Te llevaré ahora a tu casa, Peter -dijo.

VIII

- Peter -dijo Judith.

- ¿Qué, Judy?

- ¿No puedes llevarme a casa ahora?Me siento bien. Me siento maravillosamente. ¡Estoy
cansada de este maldito hospital!.

- No -repuso Peter.

- ¿ Por qué no? -preguntóJudith.

- Vince no me dejaría.
- Llámale.Yo hablaré con él. Yo le explicaré…

- ¿Qué le explicarás, Judy?

- Que no puedo estar aquí echadamirándote todo el día sin hacer algo después. No puedo.
Me volveré loca.

- Judy, querida, eso que dices es unpuro disparate.

- Peter, no puedo vivir sinti. ¡No puedo!

- Niña, has pasado sin mí un gran número deaños - dijo Peter.

- Pero no por migusto. Me enamoré de ti cuando tenía ocho años. Y nunca he dejado de
estarlo…

- Esa es otra de esas ideas estúpidas de lasque Dekov tenia que haberte librado…

- ¡No, no! Porque…

La enfermera asomó lacabeza por la puerta.

- Señor Reynolds…

- ¿ Qué, hermana?

- Le llaman al teléfono -dijo la hermana.

- Peter-dijo unavoz de mujer. -¿Qué, muñeca? -¿ Qué has decidido por fin? Peter endureció
su voz.

- Ya te comuniqué anoche mi decisión. Tú debes ocupar el lugar de ella.

- ¡Oh! -murmuró la joven. -Muñeca… -¿Qué, Peter?

- ¿ Es que sería tan terrible para ti? Ella guardó silencio. -¿ Lo sería, niña?

- Lo realmente terrible es que no sería terrible -murmuró ella-. Nada en absoluto. ¡Madre
Santa, perdóname! ¡Qué cosa tan terrible de decir!

- ¿ Entonces estás conforme? -No, Peter. | «P-¿Por qué no?

- Porque después morirías tú. -Pues yo diría que valía la pena. -¡ Y yo que estabas loco! -
Por ti -replicó Peter.

- Y yo por ti -contestó ella-. Lo mismo. O peor. Sólo que… ¿de qué nos sirve?

- De mucho. Es una cosa grande.


- No, Peter. Porque yo nunca te podré tener. No importa lo mucho que te desee. Y porque
tampoco podría vivir sabiendo que había ocasionado tu muerte.

- ¡Señor! -exclamó Peter-. Hay algo morboso en este lugar. -Peter. -¿Qué, niña?

- Quizás encuentre yo un medio.Adiós. Peter oyó el ruido del teléfono al ser colgado, y la
línea quedó desconectada.

- ¿Quién te ha llamado? -preguntó Judith-. ¿una mujer?

- Sí -repuso Peter.

- ¿Bonita?

- Gloriosa.

- ¿Y qué quería?

- ¿Qué es lo que quieren siempre las mujeres? Ya sabes que yo no puedo remediarlo. Mi
fatal encanto…

- Pe-tah…

- ¡Oh, hermano! Aquí hay que irse. Cuando mi niña empieza a llamarme Pe-tah con ese
acento de Back Bay, tiene uno que marcharse al bosque.

- Peter, ¿ es ésa una de esas verdades dichas en broma?

- ¿ Qué es lo que tú piensas, Judith?

- Creo que eres uno de esos perros ladradores que ladra y ladra y luego le pega a una un
mordisco en el lugar que utiliza para sentarse.

Peter levantó las ropas de la cama y miró por debajo de ellas.

- ¡Hum! Parece apetitoso -murmuró-. ¿Quieres decir que no me crees, Judy?

- No. Estás demasiado alegre. Demasiado contento. ¡Si se te está escapando la risa! Pe-tah,
¿me estás siendo infiel?

- ¿ Y si lo fuera?

- Modo subjuntivo, contrario a los hechos. Si me fueras infiel… mi alegre muchacho, yo…

- ¿Tú, qué?

- Me cortaría de nuevo el cuello. Sólo que más profundamente.

Peter se inclinó sobre el lecho y colocó la mano bajo la barbilla de la joven. Judith contaba
veintisiete años. Pero sin maquillaje parecía una niña, una niña más bien dulce, tímida y
ruborosa. Esto se hacía patente incluso en sus películas, pues los papeles que le daban eran
ingenuos y perversos a la vez hasta un grado que ninguna otra actriz hubiera salido airosa.

La habían encasillado en un tipo. Cuando el guión se desarrollaba en la pantalla, surgía el


retrato de una dulce niña mezclada a la delincuencia juvenil sin que realmente le gustara
aquello ni supiera bien lo que estaba haciendo, que era sembrar apetitos sin fin.

- El que me ha llamado -dijo Peter- ha sido don Andrés Corona, elministro de Propaganda y
Turismo. Me ha invitado a cenar en famitle ce soir.

- ¡ Oh! -exclamó Judith-. ¿ Y has aceptado?

- He tenido que hacerlo, Judy. Aquí no se pueden desairar, las invitaciones de los peces
gordos.

- Muy bien. Peter…

- ¿Qué Judy?

- Bésame.

Peter la besó.

- ¡Hum! Magnífico. Si yo no estuviera tan terriblemente débil…

- Tienes que ser buena, o de lo contrario escandalizaríamos a la hermana -repuso Peter.

I Estaba arreglándose la corbata cuando sonó el timbre de la puerta. Peter fue hasta ella y la
abrió. Ante el umbral se encontraba un policía. Su uniforme difería del ordinario. Estaba
amortiguado. Era azul marino. La gorra tenía solamente una delgada franja de cordón
dorado. Peter tuvo que acercarse mucho para percibir el bulto bajo su sobaco.

- ¿Qué hay?

- ¿ El señor Reynolds?

- Sí -repuso Peter.

- Yo soy su chófer. El coche espera abajo. No se apresure, señor. Tiene usted aún mucho
tiempo.

- Muy bien. ¿Le importaría decirme su nombre?

- Enrique -repuso el chófer.

- Muy bien, Enrique. Espéreme abajo. Estaré listo dentro de cinco minutos -afirmó Peter.

El coche era un Daimler con paneles laterales de trabajo de mimbre. Peter apreció el
detalle. Un Caddy nohubiera sido suficiente y un Rolla habría resultado demasiado. Un
Dáimler era el justo medio. Gusto, elegancia y discreción.
Así era la casa del ministro. Era un milagro de menor cuantía observar que todo aquel lujo
se detenía a un solo milímetro de la vulgaridad.

Peter fue rodeado por la gente. Algunos de los invitados ‹te su excelencia ensayaron su
inglés dirigiéndole la palabra. Pero cuando oyeron su español, dejaron de hablar en inglés y
se sintieron a gusto. Pero no del todo. Existía una corriente oculta de inquietud que se
percibía en el aire.

Peter observó a las mujeres. No muy a las claras, pues habría resultado poco conveniente.
Pero las damas estaban todas colgadas de brazos masculinos. Peter notó que el ministro, el
señor don Andrés Corona McDowell, miraba hacia la puerta. Y siguió mirándola con el
rabillo de sus pequeños ojos azules durante la mayor parte de una media hora. A las once y
cuarto el ministro sudaba un poco.

Peter le tocó en un brazo y dijo:

- Eso de mi acompañante especial no tiene importancia, Excelencia. Seguramente la dama


no ha podido venir por algún motivo, o bien se encuentra indispuesta. Mañana le enviaré un
ramo de rosas con una pequeña nota expresándole mi disgusto por no haber tenido el gran
honor de conocerla. Pero Su Excelencia no debe preocuparse…

Pero el rojo rostro céltico de Su Excelencia se dilató en una ancha sonrisa bajo su poblado
bigote de guardia.

- ¡Oh, no, mi querido Reynolds! -dijo en inglés-. La pequeña Marisol es muy cumplidora.
Ahí viene ya.

Peter no siguió a don Andrés cuando éste se precipitó hacia la puerta, sino que se quedó
atrás para observar a sus anchas a Marisol Talaveda, señora de Ruiz. E inmediatamente la
estima que le merecía Miguel Villalonga aumentó. Le colocó a la cabeza de la clase. Le
concedió las mejores calificaciones. Miguelito no había olvidado ningún detalle. Aquello
no era do la categoría del Daimler, sino mucho mejor.

Marisol Talaveda vestía de negro. Llevaba un sencillo traje negro muy difícil de analizar y
de copiar. En suma, para copiarlo se necesitaría rebasar la suma de cinco mil dólares. El
color de su cabello era el que en España se llamacastaño, que quiere decir rubio oscuro,
pero no leonado. Era delgada. Poseía una figura perfecta y todo en ella era inocente, casi
virginal, implicando una pureza mental, espíritu, que debía de hacer muy molesto el vivir a
su lado como un esposo. Pensar que podría emplearse a aquella niña grande para tal misión
suponía una sutil y refinada perversión, una sensualidad enferma que claramente caía en el
lado de la patología.

Peter continuó observándola hasta que Marisol estuvo lo suficientemente cerca para que él
pudiera darse cuenta de que lo que había tras aquel perfecto talante, cosa que le puso un
nudo en la garganta. Peter vio que aquella sonriente boca de color de rosa tenía deseos de
lanzar unos gritos que él casi oía. Que aquellos enormes y aterciopelados ojos azules
parecían despedirse de toda la alegría que poseyeron en la tierra. En suma, que ella también
le observaba, pero con horrorizada fascinación.Como María Estuardo debió de observar al
hombre del hacha.

- Amigo Reynolds -dijo el ministro-, aquí tiene usted a Marisol…

- Talaveda, la esposa de don Roberto Ruiz Mateos -acabó Peter-, la cual es tan guapa como
me habían dicho, no, más guapa aún, y cuya presencia me haría el más feliz de los hombres
si no fuera…

- ¡Oh! -exclamó la joven-. Habla usted español, y muy bien por cierto. No me dijo usted
eso, don Andrés. Yo podría haber dicho algo indiscreto.

- Usted, mi querida Marisol, es la discreción personificada -repuso el ministro-. Pero hemos


interrumpido al señor Reynolds. ¿Estaba usted diciendo que la presencia de la pequeña
Mari no le hace del todo feliz? Eso, mi querido compañero, es una nota falsa.

- Le pido perdón, Excelencia. Pero eso no es lo que yo he dicho. Mis palabras exactas han
sido que la presencia de la señora me haría el más feliz de los mortales si ella se
convenciera de que mi aspecto de oso es sólo una apariencia. Por lo general, no me como
vivas a las muchachitas… ni siquiera cuando son un bocado tan apetitoso como usted,
señora.

- Pero puede usted cambiar de opinión, ¿no, Reynolds? -dijo don Andrés.

Peter miró a la joven.

- En este caso creo que no, Excelencia.

Marisol le miró abiertamente.

- ¿ Por qué? -preguntó.

Peter sonrió.

- Digamos que el oso es un animal curiosamente tierno… con apetito especializado. Sólo
come larvas de gusano y miel silvestre. Nunca ataca a criaturas aterrorizadas, por muy
hermosas que éstas sean. Además, por lo que concierne a este particular animal que hay
aquí, cualquier relación que emprenda debe estar basada en el consentimiento mutuo, y ese
consentimiento debe ser explícito. ¿No está usted de acuerdo conmigo, don Andrés?

- En todo -respondió el ministro-. Si por lo menos algunos individuos que yo conozco
pensaran así, ¡qué mundo tendríamos, amigo mío!

Sentado junto a ella, escuchando su voz, Peter empezó a sentirse satisfecho de la vida. La
voz de la joven era profundamente agradable. Baja, suave y dulce. Marisol parecía sentir
simpatía hacia él, pues su voz sonaba sin nervios y vibraba bajo lo que debía ser esperanza.

- Peter -dijo-, ¿no le importa que le llame Peter? ¡Me parece que le conozco a usted de
siempre!
- Estoy, encantado. Más, a decir verdad, si puedo decir esto sin parecer vanidoso, las
muchachas simpatizan conmigo por lo general. Aunque esto suceda después de haber huido
gritando la primera vez que me ven.

- Es extraño -exclamó Marisol-. Porque usted realmente no es feo. Creo que debe usted de
haber sufrido un accidente de automóvil. Su nariz quedó rota, ¿no es verdad?

- Sí -contestó Peter-. Perola culpa no fue de un coche.

- ¿De quién lo fue entonces? -preguntó Marisol.

- De un sargento rojo chino que interrogaba enCorea a los prisioneros. Deseaba que yo
admitiera que era culpable de sabotaje bacterial.

- ¡ Oh! -exclamó Marisol-. Peter…

- i Qué, Mari?

- Me es usted realmente simpático. Exactamente como ella dijo.

- ¿Quién lo dijo?

- Mi amiga. Usted no la ha visto nunca. Y ella me ha prohibido que le dijera a usted su
nombre. Pero usted se encontrará con ella pronto, y cuando eso suceda… -Cuando me
encuentre con ella, ¿ qué, Mari? -Sea usted amable con ella, por favor. Peter sonrió a la
joven.

- Por lo general soy amable con las muchachas, Mari. Dígame, ¿ es ella tan guapa como
usted?

- Ella… ella no es nada bonita, Peter. Pero a mí me gustaría que a usted no le importara eso.
-Quizá no me importe.

- Ella no es fea. Sólo… sólo extraña. Un poco exótica. Su rostro es como una máscara
tribal. Si yo fuera hombre, la encontraría excitante.

- Así la encuentro yo -contestó Peter. -¿ Qué dice usted?

- Nada, continúe. Esto de su amiga me interesa. -Debe interesarle. Ella empezó… a


averiguar todo lo que pudo sobre usted. Por… por razones que no estoy autorizada a decir.

- Conozco esas razones, y me parecen odiosas. No, odiosas no. Nauseabundas. No existe el
más leve peligro de que yo me aproveche de esta monstruosa charada. Para mí esto es sólo
una; excusa para ciertas cosas, Mari. Amor. La clase de amor que continúa después que uno
se ha puesto de nuevo en posición vertical. El que dura. Para siempre.

- ¡Oh! -murmuró ella-. Ella tiene razón. No extraño que esté tan enamorada de usted.

- ¿Lo está?
- Sí. Yo le dije que era una loca, que no se podía querer a un hombre con el que nunca se ha
hablado y al que no se conoce. ¿ Y sabe usted lo que ella me contestó?

- No. ¿Qué le contestó? -preguntó Peter.

- Que cuando yo me encontrase con usted, no me fijara ni en sus hombros ni en su rostro,


más bien brutal. «Mira su boca -me dijo- y luego sus ojos. Entonces entenderás lo que
quiero decir.»

- ¿ Y lo ha entendido usted?

- Creo que sí. Su boca y sus ojos son… amables. Peter, escuche, ella no es responsable de la
terrible posición en que se encuentra. No ha elegido a su familia lo mismo que nosotros no
hemos elegido a la nuestra. Lo que estoy intentando decir es que ella es… vulnerable. Su
vida ha sido… terrible. Emilio la trataba como si fuera un pingajo.

- ¿ Por qué?

- Ella se lo dirá a usted algún día. No es de mi incumbencia contárselo. Vive terriblemente


sola… Rodeada siempre de gente y sentada sobre una montaña de oro. Con una terrible
cantidad de poder en sus manos, pero siempre sola. Apartada de toda felicidad, de toda
alegría…

- ¿ Por su aspecto?

- ¡Oh, no! Por los muros de odio que la rodean. Odio del que ella no tiene la culpa, pero que
no puede curar.

- Quizá pueda yo echar abajo esos muros -murmuró Peter.

Después de la cena, una cena que Peter recordó como maravillosa, aunque sin que se
acordara de una sola cosa de las que comió, empezó el baile. Marisol era una buena
bailarina. Flotaba casi a dos centímetros del suelo. Pero se las arreglo para permanecer
apartada de Peter. Su pequeño y dulce pastel se mantenía lejos. Luego, de pronto, y con
nerviosismo, la joven dijo:

- ¿Está usted dispuesto a acompañarme a casa, Peter? Estoy muy cansada.

Peter la miró fijamente y dijo:

- Naturalmente.

Peter se percató al instante de que las excusas eran innecesarias, que todos en la fiesta
estaban aguardando aquel momento. Las mujeres lanzaban miradas despreciativas; los
hombres, miradas penetrantes. Peter presentó, sin embargo, sus excusas muy
ceremoniosamente. Luego tomó a Marisol del brazo y laacompañó hasta el coche.

Enrique saltó inmediatamente para abrirles la portezuela. Ellos entraron en el coche, en el


Daimler, que se puso en marcha. Marisol no dijo nada a Peter. Ni siquiera se sentó cerca de
él. Parecía haber olvidado que él existía. Peter permaneció junto a la joven mientras
observaba las movibles arrugas de carne de la nuca de Enrique.

El coche avanzó por una curvada senda bajo las palmeras, los tamarindos y el espliego. La
casa quedaba enterrada bajo oscuras masas de buganvillas, hibisco y franchipanieros.

Enrique salió del coche y abrió la puerta.

Marisol miró a Peter. Su sonrisa fue algo digno de contemplar.

- ¿Le gustaría tomar un cóctel, Peter? -preguntó.

- Vea, Mari -empezó Peter-, es terriblemente tarde y…

Pero la mano de ella avanzó y tomó la de él. Sus uñas se clavaron en la palma. Marisol,
sugestivamente, cerró un hermoso ojo azul.

- Por favor, Peter -murmuró.

Peter no se movió. Sus labios, sin hacer ningún ruido, pronunciaron:

- ¿Debo?

Marisol asintió con un vigoroso movimiento de cabeza. Estaba muy pálida.

Peter se resolvió de pronto y dijo lo único que podía decir:

- Perfectamente.

Y masculló:

- Judy, querida, creo que soy dueño de mi voluntad. Pero si no lo fuera, o si lo que han
cargado sobre esta hermosa cabeza de niña es demasiado pesado, me perdonarás, ¿no es
así?

- ¿ Qué dice usted? -inquirió Marisol.

- Una oración. Una oración que no creo que vaya a ser contestada. Y me parece que
necesito ese cóctel.

La voz de la joven, cuando sonó, dejó escapar una nota aguda.

- No necesita usted esperar, Enrique.

Todo estaba soberbiamente planeado. Marisol escanció el excelentewhisky escocés sobre


los cubitos de hielo. Luego dijo alegremente:

- Diviértase, Peter, mientras voy arriba para ponerme algo más fresco.
- ¡ Escuche, Mari! -empezó Peter.

Pero la joven colocó una pequeña mano sobre su boca. Cuando la retiró, Peter murmuró:

- ¿Los criados?

Marisol asintió con la cabeza rápidamente. Luego, con voz alta y alegre, dijo:

- ¡ Oh, volveré en seguida, Peter!

Y subió corriendo la escalera.

Peter esperó. A poco la vio volver a bajar. No se había cambiado. Lucía aún su maravilloso
vestido negro. Peter había abierto ya la boca para decir: «¿Qué diablos…?», cuando vio que
se había equivocado, que había cambiado totalmente, que la mujer con el vestido negro no
era Marisol Talaveda de Ruiz.

Se puso en pie y observó cómo descendía la mujer los escalones uno tras otro, lentamente,
como una figura de ensueño.

Y ahora, al verla a laluz por vez primera, confirmó todo lo que había sospechado sobre ella,
todo lo que había intuido. La joven era delgada, lo suficientemente delgada para llevar
aquel vestido como una modelo profesional, de una manera que Marisol no habría podido
hacerlo ni tampoco ninguna otra mujer conocida por él. Su rostro era del Greco. Incluso el
ligero torcimiento de los planos verticales, incluso el tono de piel curiosamente excitante y
frío -¿verde, azul, azul verdoso?- en las sombras. Sólo que Bernard Buffet lo había hecho
actual, pues el Greco no acabó de concebir del todo la calidad nada etérea de aquella boca.
Aquella boca. Con los labios demasiado gruesos, llenos, indefensos, tiernos, hundidos en la
muerte de aquel rostro de máscara tribal. Peter sabía que nueve hombres de cada diez la
hubieran encontrado fea. Pero en aquel instante y en aquel lugar particular, él, Peter
Reynolds, era el solitario décimo hombre. Y le pareció gloriosa.

Quedose inmóvil mirándola, observando el juego de luz y sombras sobre aquel movible y
esculpido rostro mientras ella bajaba la escalera en medio del aterciopelado silencio, sin
respirar aún, observándole con sus enormes y marcadamente oblicuos ojos de largas
pestañas, y volviendo hacia él el rostro que aunque con el negro cabello muy corto, un corte
que podía ser definido como muy chic, un cabello más corto que el que llevaban muchos
hombres podía haber representado a Antígona, Electra, Fedra, e incluso a Medea sin llevar
ninguna máscara.

Peter no podía dejar de mirarla. La miraba abierta, franca, casi rudamente, sin poder apartar
su mirada de aquel maravilloso, encantador trágico y tierno rostro, de aquellos ojos de
Nofretete, acariciando con su mirada el exquisito modelado de sus pómulos, el largo y frío
saliente de la mandíbula, aquellas fosas nasales como de caballo de guerra sobre una boca
que aunque sonriente era y producía una herida… hasta que la joven se borró del punto de
vista de Peter a causa de la proximidad. Porque ella se puso de puntillas y ladeando su
pequeña cabeza sin tacha, asaltó tiernamente los labios de Peter borrando todo daño que él
hubiera conocido, todo disgusto, toda angustia, toda derrota, toda vergüenza o pérdida,
junto con los pocos granos desperdigados de raciocinio o de voluntad que aún le quedaban.

- Muñeca…. -exclamó Peter.

Entonces ambos oyeron el rumor amortiguado del pesado motor, el gruñir de los
neumáticos, mientras pasaba por la ventana un relámpago de leche azulada que descendía
por la senda y llegó al camino.

- ¿Marisol? -murmuró Peter.

- Sí -repuso la joven-. En mi coche, con mis ropas, con mi pasaporte. Su retrato colocado
sobre el mío. Me han visto poco los funcionarios de baja categoría, así que no hay peligro.
Lleva un pasaje comprado por mí personalmente, en su bolso. Vuelo 201, que despega
dentro de media hora. Llegará a tiempo: No hay tráfico tan tarde o mejor dicho, tan
temprano, y nadie osará detener ese coche. El pasaje es para… para Nueva York. Así que
ella se ha salvado.

- ¿Y tú?

- Yo… he venido a ocupar su puesto. ¿No era eso lo que deseabas, Peter?

Peter la miró fijamente. Al hablar, su voz sonó ronca.

- ¿ En todos sentidos? -inquirió.

Ella sonrió. El impacto de aquella cordial curva roja le hirió a Peter igual que si fuera un
puñetazo.

- En todos los sentidos -contestó la joven.

Ella continuó llenando su vaso. Pero aquel excelentewhisky podía lo mismo ser agua fría de
acuerdo con el efecto que producía. El lento y profundo cansancio que Peter sentía en su
interior negaba y mataba el efecto del alcohol, así que ella intentó otra táctica. Se dedicó
directamente a la acción. Fue a sentarse junto a él y cogió su rostro entre las dos manos y
sus largos y delgados dedos le acariciaron ligeramente casi sin tocarle las mandíbulas.
Luego se inclinó y pegando sus tibios suaves, y adhesivos labios a los de él, le hizo separar
sus labios explorando los límites de su resistencia, de su voluntad con aquella
embriagadora, agridulce y ardiente prueba.

Enardecido, Peter alzó brutalmente su mano y la colocó en él cuerpo de la joven. Esta se


quejó un poco. Pero continuó en sus labiospegados a los de él, mientras sus largos dedos le
acariciaban el cabello de ¿perro gris. Peter se apartó y dijo: -¿ Por qué?

Losojos de la joven se tornaron más negros todavía. -No hay ningún porqué -repuso. Peter
la miró fijamente y repitió: -¿ Por qué?

La joven se encogió de hombres.

- Hace mucho tiempo que estoy sin hombre y no tengo temperamento de monja. Tú me
gustas. Sencillamente, ¿no? -No -repuso Peter-. Muñeca… -¿Qué, Peter?

- Pon una X junto a la palabra apropiada: tosco, bruto, insensible o sencillamentetonto.

La joven se echó a reír. Fue un rápidoglissando con las notas agudas terminadas en una
notable disonancia. Digamos un compás de Strawinsky combinado con Bartok.

- Pondría la X en la palabra bruto -repuso la joven-. Pero me equivocaría, ¿no es cierto?


Porque tus labios contradicen tanto tu mandíbula como tus hombros, Peter. Son tan
sensitivos que están prácticamente indefensos. Me gustan tus labios. ¿Puedo besarlos de
nuevo?

- Más tarde -repuso Peter-, ahora, hablemos. -¿ Sí? ¿ Y de qué vamos a hablar, Peter? -De ti.
De por qué haces esto.

- Ya te lo he dicho. Soy una pobre mujer hambrienta que está intrigada por esos hombros.
Por tu aspecto de… digamos de… bruto macho.

- Niña, yo no me trago eso. Debes ir pensando en decirme otra cosa.

- ¿ Qué es lo que crees?

- Que tienes un motivo, y los motivos transforman el amor en una cosa sucia.

La joven rió de nuevo. Era evidente que estaba divirtiéndose. -¡Peter! ¡Querido Peter! Por
una vez en el mundo las cosas van a la inversa. Yo soy el hambriento agresor y tú la víctima
violada. Así que no me llames ramera, ni siquiera por contradicción. No es que la palabra
me ofenda. Sencillamente que no es adecuada. Esta noche yo estoy comprando. Dime, ¿qué
es lo que das usualmente?

Peter sonrió y dijo:

- ¿Te gustaría unpitillo?

- Sí -contestó ella-. Claro que sí, naturalmente.

Peter sacó su pitillera y la abrió. Le encendió el cigarrillo y luego cerró la pitillera.

- ¿No fumas? -preguntó la joven.

- No -contestó Peter-. Ya te dije anoche que no fumaba. Llevo esto como cebo.

- ¿Qué quieres decir?

- Quiero decir, mi querida niña, que juegas a ser una adulta sofisticada, que eres la mejor
actriz con quien me he topado jamás.

- ¡Oh, vamos, Peter!

- Te lo probaré. Durante toda la noche estás representando un papel ajeno por completo a tu
educación e incluso a tu verdadera personalidad. Por ejemplo, he pasado buena parte de mi
vida en España y sé que lasmadrileñas de buena familia… nunca…

- ¿Y quién es unamadrileña de buena familia?, pregunto yo.

- Tú -dijo Peter.

- Vamos, Peter. Soy natural de Costa Verde.

- ¿Una natural de Costa Verde que sabe al instante lo que quiero decir conpitillo en lugar de
cigarrillo? ¿Que en nuestra primera cita me invitó a encontrarme con ella en la calle Cinco
de Mayo en lugar de Sinco de Mayo? ¿Que siempre dice Ciudad Villalonga en lugar de
Siudad Villalonga?

- ¡Bravo, Peter! ¡Mi listo, listo Peter! Sin embargo, no tienes razón. Nací aquí, en Ciudad
Villalonga. Pero te concedo que tienes buen olfato. De los ocho a los dieciocho estuve en
España. ¿Conforme?

- Conforme en esto. Pero las muchachas de tu clase social, españolas o de Costa Verde, son
lo mismo en lo de no declararse a un hombre. Morirían antes que hacerlo.

- ¿Moriríande lujuria insatisfecha, Peter, o de vergüenza? ¿O de una combinación de ambas


cosas?

- Ésa es mi pregunta, niña, y la repuesta es que en tu caso de ninguna de las dos cosas.
Ahora voy yo a hacerte una pregunta. ¿Quién diablos te dio la idea de que yo consentiría en
ser un instrumento?

La joven miró a Peter con ojos inexpresivos.

- Estaba demasiado ocupada mirando tus hombros, la forma de tu mandíbula,y no estudié


suficientemente tus labios, Peter, ni tus… ojos…

- ¡Oh, diablos! Eso no nos conduce a ninguna parte, así que…

Se puso en pie.

- No te vayas, Peter -pidió la joven.

Y entonces Peter vio que las lágrimas habían acudido a sus ojos, súbitamente, ardientes y
brillantes.

- Esto es mejor -dijo Peter-. Esto es mucho mejor.

Y se sentó junto a ella una vez más.

IX
- Peter -dijo la joven.

- Muñeca…

- Háblame… de ella.

- ¡Oh, diablos! ¿Qué te puedo decir de ella, niña?

- ¿Es tan guapa como aparece en sus películas?

- Más. Quita el aliento.

- ¡Oh!

- ¿Porqué «¡oh!»,muñeca?

- No lo sé. No, esto no es verdad. Temo que sí lo sé.

- Entonces dilo.

- Ahora no. Más tarde quizá. Peter, dime: ¿la quieres mucho?

Peter desvió la mirada, pero a poco volvió a posarla en ella.

- ¿Deseas saber la verdad, niña?

- Sí, Peter.

- Muy bien. La verdad es que no la quiero en absoluto.

La joven miró a Peter y sus ojos exploraron el rostro de él.

- ¿Estás intentado consolarme ahora?

- No. No tengo ningún consuelo que ofrecer a nadie,muñeca. Todo lo que queda en mí… es
pena.

- Y espero que alguna piedad. Dime, ¿Por qué no la quieres? Has dicho que es guapa.

- La belleza es un estado de ánimo. Para mí tú eres el más hermoso ser que respira en la
tierra. Yo estaba destinado a enamorarme de una mujer como tú. Esto es la primera parte. El
resto es demasiado largo, demasiado terrible y demasiado doloroso. Digamos que mi amor
era un largo día que no se terminaba jamás. Digamos que yo sangraba observando lo que
ella bacía, lo que ella cogía, lo que ella acariciaba y lo que ella besaba. Digamos que yo
moría poco a poco debido al… asco. A una profunda náusea, y que cuando finalmente la
piedad pudo más que el deseo de mi corazón… me sentí tan desilusionado por tantos breves
encuentros, que la imagen a que yo rendía culto durante tanto tiempo murió, dejando…

- ¿El qué, Peter?


- Un fantasma, una serpiente pavloviana que bailaba según loe condicionados reflejos de la
pasión. Tocas un timbre y mi Judy aparece. ¡Oh,lo siento! He hecho mal en decir esto.

La joven inclinó la cabeza y ocultó su rostro un largo momento. A poco levantó los ojos y
dijo:

:-¿No está la verdad casi siempre podrida? Peter…

- ¿Qué, niña?

- Te llevaré a tu casa ahora. Has ganado.

- ¿Que he ganado qué?

- Has obtenido tu victoria moral. Yo… no soporto tu desprecio. Tenías razón. Representaba
un papel. Un grande y terrible papel que no he sabido sostener. He perdido totalmente. Y en
muchos, muchos sentidos…

- ¿Qué quieres decir?

- ¿Cómo voy a saber lo que quiero decir? Digamos que en lo planeado por mí había menos
sacrificio que pecado. Que la nobleza que yo me adjudicaba era toda o casi toda una
mentira. Es una cosa lastimosa mentirse a sí misma, ¿no? Pero ahora he dejado de hacerlo,
según creo. Vamos, cuando estemos en el coche…

- ¿Qué coche, niña?

- El mió. Marisol probablemente lo habrá hecho ya regresar. Así se lo dije. Cuando estemos
fuera y en el coche, te diré una cosa. ¿Harás el favor de no mirarme cuando te lo diga?

- Para no mirarte,muñeca, se necesita una gran fuerza de voluntad. Pero si insistes…

- Insisto.

- Entonces dime por qué.

- Porque voy a decirte la verdad. Por primera vez en esta noche. ¡Pero no! Te he dicho la
verdad muchas veces esta noche, Peter. Sin saberlo. Creyendo que mentía. Ahora vamos.

Peter se puso en pie y le tendió la mano. La joven la tomó. Luego, sin dejar de observar su
rostro todo el tiempo, la atrajo lentamente hacia sus brazos. Besó sus labios suave y
tiernamente, y en aquel beso había menos pasión que una dolorosa sensación de pérdida;
menos deseo que dolor.

La joven se apartó y miró a Peter, y sus ojos aparecieron cristalinos, llenos de luz.

- Ahora -dijo ella- no tengo que esperar a que estemos fuera. Ahora ni siquiera tengo que
esconder mi rostro. Te quiero, Peter. ¿ Lo oyes? ¡ Te quiero!

- Y yo… -empezó Peter, pero la joven le colocó la mano en los labios.
- No lo digas -murmuró-. Es suficiente con que yo te quiera. Porque mañana, cuando sepas
mi nombre y empieces a odiarme, desearás no haber dicho esas palabras. ¡Oh, Peter, cielo,
yo…!

El teléfono guillotinó su voz.

Peter la soltó y la joven llegó hasta el teléfono, lo cogió y dijo:

- Diga.

Y luego:

- ¡Ay, no! No me diga eso, doña Elena. ¡Oh, Santa Madre de Dios! ¡Oh, Niño Jesús! ¿Qué?
¡Ay, no! No, doña Elena… Claro que le suena rara mi voz. Yo no soy Marisol. Yo soy
Alicia. Marisol no está aquí. Se ha salvado. Ahora estará a punto de llegar a Nueva York.
Sí, doña Elena. Sí, eso ya lo sé. Pero no es culpa mía. No es culpa mía, se lo digo a usted.
Sí… sí…, él es un monstruo. Sí, quizá tenga usted razón. Quizá todos seamos monstruos en
mi familia. Porque aunque sea para salvar a su nuera, esta noche yo hubiera hecho una cosa
monstruosa. ¡ Que Dios me perdone! Adiós, adiós.

Se apartó del teléfono.

- Peter -dijo-. Él ha muerto. La comedia hubiera sido fútil en todo caso. Roberto, el marido
de Mari, ha muerto. Yo… hubiera pecado por nada, a no ser por ti, y yo…

- Alicia -dijo Peter-, ése es tu nombre, ¿verdad? ¡Qué nombre más bonito!

Pero la joven continuó hablando muy lenta y claramente con aquella calma y tranquilidad
que era consecuencia de la más pura histeria.

- Y ahora siento no haberlo hecho. Siento no haberte hecho entrar en mi cuerpo y en mi
vida. Poder tener un hijo que fuera tu misma imagen. Pero de ser así, ¿quién sabe? Yo
hubiera podido transmitirle la maldición que pesa sobre mi, junto con esa asquerosa sangre
que llevo.

- Alicia mía -dijo Peter-. Alicia ¿qué? Dime el resto de tu nombre.

La joven sacudió la cabeza con energía.

- No, Peter -contestó, í ;-¿Porqué no?

- Porque entonces me odiarías, y eso sería demasiado para mí. Encima de todo lo demás,
amor mío, eso resultaría insoportable.

- Niña, nada podría hacer que te odiase. Nada de este mundo.

Los ojos de la joven se clavaron en el rostro de Peter. Éste podía sentir de una manera táctil
su mirada.
- Dímelo -pidió Peter.

Alicia no le contestó.

- Dímelo, Alicia -insistió Peter.

La joven apartó su rostro. La lámpara se encontraba tras ella. Peter veía su perfil siluetado
en un baño de luz. Alicia dio media vuelta y se enfrentó con él.

- Es… Alicia Villalonga -susurró.

Peter permaneció inmóvil bendiciendo a sus rodillas porque no se hubieran doblado. Luego
dio un paso hacia delante, y otro, y extendió sus brazos hacia ella.

Pensativa, Alicia se acercó a él. Peter le levantó la barbilla, le besó en la garganta, en la


boca, besó el brillo, la sal, la humedad. Alicia se abrazó a Peter llorando.

Y desde todos los puntos cardinales, las sirenas aullaron.

Alicia miró a Peter. Pero él no la miraba. Suavemente la apartó de su lado, anduvo hasta la
pared de encima del sofá, bajó en silencio y con el mayor cuidado aquel antiguo escudo de
un conquistador, permaneció allí un largo momento mirando aquel par de casi invisibles
hilos que descendían por la pared. Los hilos se juntaban en la redonda, negra y obscena
boca de un micrófono.

Peter oyó el lastimoso sollozo de la joven, adelantó su mano y arrancó el teléfono de la


pared.

- ¡Ay! -sollozó Alicia-. Ahora te he asesinado. He causado tu muerte.

Peter le sonrió.

- Vamos a salir de aquí, niña -dijo-. No creo que el aire nocturno sea muy saludable en esta
vecindad. ¡Vamos! ¡Vamos de prisa!

- ¿Adónde? -murmuró Alicia-. ¿Adonde podemos ir, Peter? ¿Dónde existe un lugar en el
mundo que él no pueda…?

- Muñeca, cuando es necesario, yo también sé jugar duro. Ahora vamos -insistió Peter.

La primera cosa que vieron al abandonar la casa fue el convertible blanco. Estaba
estacionado frente a la puerta misma. Sonaba la música. Peter se inclinó y cerró el
conmutador. La música se detuvo.

El hombre que estaba en el asiento se enderezó frotándose los ojos. Vestía un uniforme gris
verdoso con cuello rojo, puños y hombreras. Pudieron verlo todo porque el sol estaba ya
alto. En su pecho llevaba un letrero que decía:«Aeropuerto. Estacionamiento*.

- Buenos días, guardia -dijo Peter.

- ¡Ay, señor! Me quedé dormido. La gentil señorita rubia -¡qué bonita es!- me dio las llaves
de este enorme vehículo diciéndome que lo trajera a esta dirección. Después de lo cual
añadió que el señor me daría una propina.

- Tuvo razón. Pero ¿por qué no llamó usted a la puerta?

- Porque la rubita -contestó sonriendo el enviado- dijo que no debía hacerlo. Me dijo que
como era ya tan tarde, el señor y la señora preferirían tal vez no ser molestados. Me pidió,
sin embargo, que informase a los señores de que estaba sana y salva a bordo del
cuatrimotor a reacción rumbo a Nueva York.

- Tu amiga no es tan inocente como parece -dijo Peter mirando a Alicia.

- ¡Peter! -exclamó Alicia-. ¡Tienes que marcharte!¡Jesús y María! ¿ Cómo puedes ser tan
tranquilo?

- No he visto aún nada que sea terrible. Vamos, muñeca, sube.

La ayudó a entrar en el coche. Luego se volvió al guardia.

- Tome -dijo-. Aquí tiene la propina,amigo.

El guardia quedó inmóvil con el billete de mil pesos entre sus manos. Éstas temblaban. Era
más dinero del que ganaba en un mes. Antes de que pudiera cerrar la boca lo bastante para
poder decir gracias, Peter se había deslizado junto al volante y puesto el Lincoln en
movimiento. Inmediatamente empezaron a avanzar por la calle.

- A mi apartamento -repuso Peter.

- ¿Adonde me llevas, Peter? -preguntó Alicia.

- ¡ A tu apartamento, Santo Dios!

- Sí. Es el último lugar que ellos supondrán que utilizaremos. Allí hay cosas que
necesitaremos. Una arma, una máquina fotográfica, trajes bastos, un saco de dormir.

- ¿ Para dos? -preguntó Alicia.

- Para uno, para ti. Yo dormiré en el suelo. Estoy acostumbrado.

- Pero, Peter…

- Licia, ¿crees que podríamos cruzar la frontera?

- No, Peter.
- Tampoco yo. Así que buscaremos las sierras. Nos reuniremos con los castristas.

- Pero los castristas han muerto, Peter.

- Han muerto los de un grupo. Pero hay otros. Muchos otros.

- Peter,cielo, no llegaremos jamás a las sierras.

- Lo intentaremos -repuso Peter.

Y haciendo dar una cerrada vuelta al Lincoln, lo metió en su calle.

- ¡ Oh! -exclamó Alicia.

- Muñeca -dijo Peter-, créeme. Ésta es la más dulce eternidad que un individuo haya
experimentado en una noche.

Los policías estaban ya saliendo de sujeep y avanzaban hacia el convertible blanco


apuntando con sus Bren. Otro jeepllegó a la esquina y quedó muy cerca de ellos. Todas las
ventanas del edificio donde Peter vivía estaban abiertas y todos los vecinos asomados a
ellas, excepto Concha, la portera. Ésta se hallaba en la acera. Por gozar de un escándalo
como aquél, se arriesgaba a ser herida.

Los dos jóvenes quedaron inmóviles esperando. De pronto Alicia se volvió hacia Peter, le
echó loe brazos al cuello y, ladeando su rostro, le besó. Un beso largo, muy largo. Concha
cayó de rodillas, se santiguó y empezó a rezar. -¡Que Dios la perdone! -dijo.

- ¡Salga.' -ordenó el capitán que mandaba la Policía. Tenía una pistola Mauser en su mano.
Peter abrió la portezuela. Alicia abrió también la portezuela de su lado.

- No, doña Alicia -dijo el capitán-. Vuestra Excelencia no. Sólo este asqueroso bruto yanqui
que ha raptado a la ilustre dama.

- ¿Así que es eso?

La voz de Alicia sonó clara, llegando de un lado a otro de la calle.

- ¿Ésa es su versión, mi capitán? Pues le han informado | usted mal. A mí no me han


raptado. Me fui con mi enamorado por mi propia voluntad. ¡Lo declaro ante Dios y ante la
presencia de todos esos testigos! Y si su intención es salvar mi reputación…

- ¡Alicia! -exclamó Peter.

- Me apresuro a declarar que he pasado toda la noche en sus brazos. Podrá ser un pecado,
pero no es un crimen. ¡Así que apunten hacia arriba esas armas!

- Doña Alicia -dijo el capitán-, lo siento mucho. Pero yo no recibo órdenes más que de
vuestro ilustre hermano, su Suprema Excelencia, el Jefe del Estado.

- El cual es un asesino, un pervertido y un cerdo criminal. También declaro esto ante
testigos. El capitán se volvió al sargento.

- Arreste a las gentes de esas casas, a todos. Dispare contra el que ofrezca resistencia.

- ¡Oh, Dios mío! -exclamó Alicia.

La joven inclinó la cabeza y comenzó a sollozar.

- ¡Salga, gringo! -ordenó el capitán a Peter.

Peter salió del coche y mirando al capitán, dijo:

- Dígame, mi capitán, cuando va usted alexcusado, ¿también levanta usted una pistola y
ordena a sus tripas que se muevan?

El capitán llevó su rodilla al estómago de Peter. Luego le dio con la culata de la pistola
mientras se doblaba y a continuación le atizó un puntapié cuando ya estaba en el suelo. Un
buen trabajo, muy hábil. Lo peor de todo fue que le hubiese pillado desprevenido después
de haber sido, como Peter lo había sido en otro tiempo, entrenador de aquella misma tarea.

Entonces Alicia salió del coche y se arrojó sobre el capitán. Diez años bajo las enseñanzas
de las monjas Carmelitas de Madrid desaparecieron. Ocho siglos desaparecieron también.
También desapareció hasta la última gota de sangre castellana, quedando sólo sangre
gitana, mora, tluscola. Se necesitaron cuatro policías para apartarla del capitán. Lo que sus
uñas hicieron en el rostro del capitán distaba mucho de ser bonito. Los policías salieron de
las casas empujando delante de ellos a sus moradores. Los policías cumplían su tarea con
entusiasmo, con celo. Empleaban las culatas de sus pistolas, porras de goma y los pies. Un
viejo cayó al suelo. Hicieron todo lo posible en varios sentidos para que se levantara. Pero
ni siquiera enrojeciendo las puntas de sus bayonetas introduciéndolas en su viejo y huesudo
trasero dio resultado. El viejo deseaba cooperar, pero no podía. La sangre que brotaba de su
boca y de su nariz le ahogaba. Siguieron dándole ánimos hasta que el anciano volvió la
cabeza a un lado y vomitó su desayuno. Este salió mezclado también con sangre, pues le
habían dado un puntapié en el estómago.

El capitán hizo señas con la cabeza. Entonces arrastraron al viejo hasta la esquina, le
dispararon en la nuca y luego le metieron cabeza abajo en un cubo de basura, donde quedó
con los pies en alto.

Después de esto no tuvieron ya que dar ánimos a nadie más.

Colocaron a Peter en eljeep boca abajo. Cinco policías se sentaron luego encima de él. De
cuando en cuando le pegaban con las porras de goma. Un sargento y tres policías entraron
en el Lincoln con Alicia. Llegaron las Marías Negras, esos grandes camiones cerrados
donde metían los detenidos de una redada, que luego de hecha paseaban lentamente bajo el
calor del día, y solían llegar a la cárcel con muchos de los presos muertos por asfixia,
ahorrando así al Estado Duradero muchas preocupaciones y muchos gastos. Cargaron a la
gente en ellos.

Luego, el cortejo comenzó a bajar la calle.


Peter estaba inmóvil mirando el foco. Llevaba mirando aquel foco la mayor parte de tres
días.

- Y ahora, ¿quiere usted firmarlo? -preguntó el capitán. -No -repuso Peter.

El capitán hizo un ademán. El sargento golpeó a Peter en el rostro con su puño.

- ¿ Y ahora? -inquirió el capitán.

- Escuche, mi capitán -murmuró Peter-. Tengo algo que decir,

- ¡Entonces dígalo! -pidió el capitán. -Si yo firmara esa obra maestra literaria, confesando
los crímenes de rapto y de violación, me haría reo de unos delitos cuyo castigo es la muerte
incluso en muchos países civilizados.

- ¿Quiere usted decir que nosotros no somos civilizados? -preguntó el capitán.

- Mi querido sargento, en un país civilizado, usted estaría en una jaula, en un jardín
zoológico, y los niños le arrojarían cacahuetes.

El sargento volvió a golpear a Peter, tan fuerte que la silla cayó al suelo.

- Levántale, loco -ordenó el capitán-. Si le rompes la cabeza antes de que firme esto, todos
seremos fusilados. El sargento levantó a Peter junto con la silla.

Peter sonrió al sargento. Sus labios eran como a de sangre; sin embargo, se las arregló para
sonreír.

- Estaba equivocado, sargento -dijo-. Es usted un muchacho bonito, tan bonito que yo
creo…

- ¿Qué? -preguntó el sargento.

- Que Miguelito le ha agrandado a usted el ano.

El puño del sargento empezó a tomar impulso.

- ¡No, no! -pidió el capitán-. ¿Qué estaba usted diciendo, Reynolds?

- Que los esbirros quedan siempre mal debido a cierta falta de lógica - - -

- ¿Qué quiere usted decir con eso? -demandó el capitán.

- Si yo firmo eso, seré ejecutado, y si no lo firmo, seré asesinado. De todas las maneras,
muero.

- Cierto. Pero firmando esto usted morirá muy rápidamente mediante elgarrote vil, el cual
le rompe el cuello en cuanto el verdugo comienza a mover la rueda, mientras que si no lo
firma usted, me estremezco al pensar en cómo morirá usted. Claro que yo no lo
contemplaré. Si lo contemplase, temo que echaría a perder mi almuerzo.

Peter sonrió una vez más.

- Querido capitán -dijo-, hay otro elemento en esta ecuación…

- ¿ Y cuál es?

- Marisol Talaveda, esposa de Roberto Ruiz Mateos. No. Le pido perdón, viuda de Ruiz
Mateos.

El capitán miró a Peter fijamente.

- La cual se encuentra ya en Nueva York. Lleva un documento firmado por mí y ciertas
fotografías tomadas por mí. El documento está dirigido a mi Gobierno y viene a decir lo
siguiente:: «A pesar de lo expertamente que lo disfracen, aunque hagan volar un avión en
que viaje junto con cincuenta y tres personas más, lo mismo hicieron con Emilio Duarte y
Marín, o bien muera en un accidente dejeep sospechosamente próximo a los Centros de
Corrección, como le sucedió a Roberto Ruiz Mateos, y no importa tampoco qué confesión
pueda yo firmar, mi muerte en la República de Costa Verde puede ser considerada asesinato
i pso fado. Hagan el favor de dar los pasos necesarios».

- ¡Miente usted! -gritó el capitán.

Peter sonrió. Era una sonrisa de cansancio, pero auténtica por lo mismo.

- Claro que miento -repuso-. En estas circunstancias, ¿no lo haría usted? Pero antes de que
comencemos de nuevo el vals, querido capitán… ¿desea usted correr el albur sobre la
certidumbre o la falta de certidumbre de lo que he dicho?

El capitán permaneció inmóvil. El sudor brotaba de su frente y corría por los arañazos que
Alicia le había hecho en el rostro.

- ¿Tengo que golpearle de nuevo? -preguntó el sargento.

- No… Espere. Tengo que pensar… -empezó el capitán.

En aquel momento se abrió la puerta y apareció otro policía. Se trataba de un coronel…


cargo que existía en la policía de Costa Verde porque en la Gloriosa República los policías
constituían una parte de Ejército, como los S.S.

- Póngale en libertad -ordenó el coronel.

- ¿Qué? -exclamó el capitán.

- ¿Me ha oído usted? Suéltele. Don Luis desea hablar con él.

- ¡Vamos! -exclamó Peter-. ¡Incluso este lugar está infestado!

- ¿Qué quiere usted decir? -preguntó el coronel.


- Infestado. Conectado con varios micrófonos que permiten a sus superiores oír cada vez
que el capitán expele ventosidades o hace el amor al bonito sargento.

- Disculpe, coronel López. Pero es que ha aparecido usted en un momento extrañamente


apropiado -dijo el capitán.

- Esto no es asunto suyo -replicó el coronel López-. ¡Suéltenle!

- ¡No se quede usted quieto ahí! -dijo el capitán al sargento-. ¡Ya ha oído usted al coronel!
¡Suéltenle!

El sargento se inclinó e introdujo una llave en las esposas que sujetaban los brazos de Peter
a la silla. Luego se arrodilló y abrió asimismo las que sujetaban los pies de Peter a las patas
de la silla.

- ¿Puede usted sostenerse, don Pedro? -inquirió.

Dándole el título de primera clase de «don», introducía a Peter en la aristocracia, impulsado


por su instinto, que pensaba que la adulación era el medio de defenderse a sí mismo, de
defender lo absolutamente indefendible: el bruto alquilado que era.

Peter permaneció frotándose las muñecas y los tobillos.

- Creo que sí -repuso-. Concédame sólo un minuto, sargento.

El sargento siguió en pie y también el coronel López. El capitán seguía aún sentado detrás
de la mesa.

Peter colocó sus manos sobre los brazos de sillón y empezó a levantarse muy lentamente.
Al ponerse en pie se balanceó como un roble atacado por el hacha, se inclinó hacia delante,
cada vez más, ganando velocidad, hasta que quedó tendido en el suelo.

- Levántele -ordenó el coronel López.

El sargento se inclinó y colocó sus dos brazos bajo los sobacos de Peter. Pero se detuvo al
ver que Peter le miraba fijamente.

- ¡ Quite sus manos de mí! -dijo Peter.

Pero su voz no fue ni siquiera fuerte.

- Pero, don Pedro… -murmuró el sargento.

- ¡ Quite sus manos de mí! -insistió Peter.

El sargento miró al coronel López.

- Déjele solo -ordenó el coronel.


Peter apoyó sus dos manos en el suelo y empujó. Estaban hinchadas, tenían el tamaño de un
par de pequeños jamones y su color era también el de jamón. Siguió empujando mientras el
sudor brotaba por todos sus poros. Formaba surcos a través de la suciedad y de la sangre
que había en su rostro. Ahora estaba colocado a cuatro patas y sacudió la cabeza, de modo
que las gotas de sudor y sangre salpicaron el suelo. De nuevo se inclinó el sargento para
ayudarle.

- ¡No me toque! -gritó Peter.

Había conseguido ponerse en pie y se mantuvo así. Luego apoyó sus dos estropeadas
manos sobre el escritorio del capitán y miró a éste a la cara.

- Escuche, Reynolds… -empezó el capitán.

- Ya sé. Usted se limitó a cumplir órdenes, y también el sargento. No los culpo a él ni a
usted…

- Es usted muy amable, Reynolds -dijo el coronel López.

- Pero cuando yo personalmente caí en manos de ustedes -continuó Peter- fue después de
haber disparado al pobre bastardo en la nuca, de haber dado de puntapiés a una mujer y de
haber maltratado a unos niños. Todo ello cumpliendo órdenes, absolutamente sin malicia,
caballeros. Como una demostración de lo que es un hombre libre.

- ¿Y qué es un hombre libre, mi querido Reynolds? -preguntó el coronel López.

- Uno que nunca cumple órdenes ni siquiera dadas por el diablo. Ni siquiera dadas por
Dios. Un individuo al que tendrían ustedes que matar porque matarle es lo único que
pueden ustedes hacer. Bien, coronel, ¿nos vamos? El coronel sonrió.

- Sí… don Pedro. El indestructible don Pedro… a quien nosotros conocemos tan bien -dijo.

El coronel López no llevó a Peter directamente al despacho del Cuartel General de la


Policía Secreta, sino que le condujo a su propio cuartel. Sobre la cama había una muda
completa desde la piel para fuera. Cuando Peter salió de la ducha del coronel, todavía
magullado, pero empezando a sentirse de nuevo un poco humano, encontró que las ropas le
sentaban perfectamente. Pronto comprendió por qué. Eran las suyas propias. Peter miró con
expresión interrogante al coronel López y éste sonrió.

- Hace dos horas fue obvio para mí que doña Alicia estaba ganando la batalla empeñada con
don Luis. Esto no me sorprende, mister Reynolds. La conocida debilidad de su hermano
hacia ella hace que resulte difícil oponerse a doña Alicia; así que hice que trajeran aquí sus
ropas. Espero que me permitirá usted una pregunta indiscreta… que no es un prurito
inquisitivo por mi parte, sino simplemente un prudente deseo de tener mis velas preparadas
con vista a los próximos vientos, si esta frase excesivamente náutica le está permitida a un
soldado.

- Muy bien -repuso Peter-. ¿Qué es lo que desea usted saber?


- Usted no está casado con esa bella artista de cine, ¿verdad?

- No -contestó Peter,

- Entonces mi táctica es correcta -repuso el coronel López-. Me permito incluso alabarme


un poco como estratega. ¿ Puedo ofrecerle un coñac, mister Reynolds?

- Sí -contestó Peter.

- ¿Carlos I? ¿Veterano? ¿103 Etiqueta Negra? ¿O… Remy Martin? ¿ Bisquit? ¿ Heine?
¿ Courvoisier?

- Carlos I -repuso Peter.

El coronel sirvió una copa a Peter y otra para él, copas grandes cuyo perfume se podía
aspirar.

- ¿ Cuál es su estrategia, coronel?

- Quedar yo al margen de su interrogatorio desde el comienzo. Los que han ofendido al


futuro cuñado del Jefe del Estado lo sentirán -afirmó el coronel López.

Peter sorbió el coñac. Era un buen coñac. El mejor de todos los coñacs españoles, mejor
que la mayoría de los franceses.

- Usted, coronel, es un optimista -repuso.

Aquel despacho era diferente del despacho del capitán. Posiblemente porque no estaba
preparado para interrogar a presos. Tenía paneles de caoba y de tejo. Los muebles estaban
tapizados con piel de ternero. El único cuadro que había era un retrato del Indomable de
tamaño natural. Su vista produjo en Peter el acostumbrado efecto. Se sintió ligeramente
enfermo. Pero siguió mirándolo. Y sintiéndose peor, pues fijándose bien, y a pesar de
algunas hinchazones debidas a la vida de disipación y a algunas bolsas debidas a la
completa depravación, Miguel Villalonga se parecía a Alicia. Cuando sus ojos llegaron a la
boca, Peter observó que el parecido era notable, aunque la tibia ternura de la de ella se
había transformado en una mueca sádica y masoquista. Después de todo tenía bastante
razón de ser la frase «sangre de monstruos».

El hombre que estaba detrás de la mesa observaba el rostro de Peter. Parecía divertido. No
hizo el menor esfuerzo para interrumpir el estudio que estaba haciendo Peter delLíder
Glorioso. Luego, dijo:

- Sí, mister Reynolds. Son hermanos de padre y madre y no hermanastros; Carlos


Villalonga reconoció a ambos, y como a menudo he tenido el honor de nadar junto con
nuestro Gran Líder, puedo decirle a usted que también él tiene una marca de nacimiento en
forma de media luna azul bajo su tetilla izquierda.

- ¿De veras? -exclamó Peter mirando al hombre que se encontraba tras la mesa.
Vestía ropas de paisano, un traje perfectamente cortado de seda cruda italiana. Peter no le
había visto nunca, pero sabía que era el ayudante personal de Miguel Villalonga y el jefe de
la Policía Secreta, conocido en la República de Costa Verde como Luis Sinnombre, por las
dos excelentes razones de que habiendo iniciado la vida como huérfano e inclusero, don
Luis carecía de apellido; y porque la frase «Sinnombre» podía significar algo innominable,
lo que sin duda era don Luis.

El hombre sonrió a Peter con lo que una periodista norteamericana había llamado «su boca
de jaguar» y también con sus ojos de antiguo tolteca -la frase era también de la periodista-,
los cuales volvió hacia uno de los pesados sillones tapizados.

- Tenga la amabilidad de sentarse, don Pedro -dijo.

Aquélla era otra de las rarezas de Costa Verde. En ningún otro país de Sudamérica se usan
las antiguas fórmulas españolas de cortesía del «don» y «doña», reservadas, naturalmente,
para la clase elevada. Pero en Costa Verde acudían a la lengua tan naturalmente como en
España.

Peter tomó asiento. Luis Sinnombre contempló su rostro y chascó la lengua con simpatía.

- Temo que la Policía de ínfima categoría haya mostrado excesivo celo -dijo-. Si me hace
usted una descripción de los ofensores, yo cuidaré de que sean severamente castigados.

- No -repuso Peter-. Me caí por la escalera bajo los efectos de una intoxicación.

Don Luis se echó a reír.

- ¿Usted sabe quién soy yo? -inquirió.

- Sí -contestó Peter-. Una vez encontré en Nueva York a una amiga de usted. A Grace
Matthews.

- ¿Sí? -exclamó Luis-. ¿Y cómo está mi querida Grace?

- Todo lo bien que se puede esperar -repuso Peter.

- ¿ Qué es lo que debo deducir de esa curiosa frase? -preguntó Luis.

- Lo que usted quiera.

- Entonces… ¿debo pensar que no le van bien las cosas a la pequeña Grace?

- Ha pensado usted con notable acierto -replicó Peter.

- ¿Querría explicarse el gran don Pedro, periodista extraordinario?

- No creo que haga falta. La última vez que vi a Grace se encontraba en una casa de locos.
Su formación de clase media norteamericana no había cesado nunca de luchar contra los
curiosos y pocos corrientes deseos que habían sido despertados en ella… Es superfluo decir
dónde y por quién. Perdió la razón al luchar con su primordial conciencia del Oeste medio
contra las asquerosas, nauseabundas e incluso dolorosas perversiones sexuales que aprendió
a gozar. Los psiquiatras dicen que su caso es tan desesperado como fue su causa… sin
nombre.

Luis Sinnombre echó hacia atrás la cabeza lanzó una carcajada.

- ¡Qué placer produce que un gringo emplee el idioma español con tal precisión! ¡Incluso
hace juegos de palabras! Dígame, don Pedro, ¿cuáles son sus verdaderos sentimientos hacia
esa huesuda mónita de Alicia?

Peter le miró y sonrió.

- Sean los que fueren, eso es cuestión mía -replicó.

- ¿ Y de ella? -preguntó Luis.

- Quizá. ¿ Por qué no se lo pregunta usted a ella?

- Ya lo he hecho.

- ¿ Y qué ha contestado?

Luis se encogió de hombros.

- Lo que uno podía esperar. Con su aspecto… Aunque yo, por mi parte, la encuentro
extraordinariamente atractiva, exótica más bien.

- Ya somos dos -afirmó Peter.

- ¿Ah, sí? Bien. No quiero que la pobre se vea contrariada en su pasión. De todos modos,
quiero que usted sepa que la pequeña Alicia no goza del favor masculino, pues aquí los
gustos son más bien convencionales, ya que preferimos la mujer de Goya, digamos el tipo
de Maja Desnuda. Usamos la frase totalmente intraducible de « metida en carnes». ¿Sabe
usted lo que eso quiere decir?

- De sobra - contestó Peter-. Todo el acostumbrado equipo femenino, aunque aplicado con
cierta generosidad en ciertas partes.

- Exacto: ¡Qué hábil traducción! Así que la pobrecita ha vivido muy solitaria. Su posición
como hermana de nuestro Glorioso Líder no la ayuda nada. Asusta a los tipos más
codiciables. Atrae al indeseable… al ambicioso sin ningún mérito. Así que, naturalmente,
como usted ha sido amable con ella, ella se ha sentido emocionada por esa amabilidad:
usted, un forastero, que es obvio que no tiene el menor deseo de heredar la presidencia de
Costa Verde. -Es obvio -contestó Peter.

- El inconveniente está, Reynolds, en que se ha colocado usted y me ha colocado a mí en


una situación embarazosa. Debido al excelente entrenamiento a que la bella miss Lovell le
ha tenido sometido…
- No sé de lo que me está usted hablando -dijo Peter. -¡Oh, vamos, Reynolds! Su
representación ha sido magistral. Toda esa repugnancia medio victoriana a dejarse seducir
basándose en una moralidad abstracta, o bien en su lealtad a la querida Judith, y al final sus
dudas sobre la sinceridad de la dama… Claro que esas dudas son una especie de modestia
por su parte y una exhibición de delicado respeto hacia la dama. ¡ Oh, sí, magistral es la
palabra!

- Gracias -murmuró Peter.

- Me he llevado toda la noche reflexionando sobre cuál sería su juego. Incidentalmente su
negativa a mencionar el nombre de ella añadió un grado a la representación. Si yo hubiera
sabido que se trataba de nuestra Alicia, la resistencia de usted habría resultado mucho
menos impresionante. La pobre Alicia es fácil de resistir, ¿ no es cierto?

- Yo puedo haber sido más tentado en alguna otra época de mi vida -dijo Peter-. Pero, entre
paréntesis, no recuerdo cuándo.

- ¡Vamos, Reynolds!

- Lo digo de veras -repuso Peter.

- Perfectamente. Entonces déjeme que le pregunte en serio: ¿cuál son actualmente sus
sentimientos hacia doña Alicia Villalonga, viuda de Duarte y Marín?

Peter miró fijamente a Luis a la par que examinaba su rostro.

- Amo el suelo que ella pisa -contestó.

En aquel momento se abrió la puerta. Alicia penetró en la estancia corriendo ciegamente. Se


acercó a Peter y le abrazó pasando los brazos alrededor del cuello de él y casi
estrangulándole. Luego le soltó y adelantando su pequeña mano, le pasó las puntas de sus
dedos por el rostro y por los labios tan ligeramente que casi no le rozaron. Pero aún así
Peter estuvo a punto de caer al suelo.

- ¡Ay! ¡Ay, ay! -se quejó Alicia-. ¡Cuánto daño te han hecho!

Entonces dio media vuelta y hubiera saltado por encima de la mesa si Peter no la llega a
contener.

- ¡Animal! ¡Cerdo! ¡Perro e hijo de perros!¡Ay, te mataré Luis! ¡ Lo haré, lo haré!

- Niña -dijo Peter-. Tranquilízate, ¿ quieres?

Alicia se volvió y empezó a besar todas las erosiones, los cortes y las quemaduras de
cigarrillo que Peter tenia en el rostro.

- Muñeca -musitó Peter-, que me haces daño.


- ¡ Oh ¡ -exclamó Alicia enterrando su pequeño rostro en el hoyo de la garganta de Peter.

- Mi querido Reynolds -dijo Luis Sinnombre-, usted es el hombre más listo del mundo o
bien el más afortunado. Quizás ambas cosas. Suelen ir aparejadas, ¿no cree?

- ¿Qué pretende usted decir? -preguntó Peter.

- Que usted, naturalmente, no sabía ni sospechaba siquiera que yo tenía escondida a la


pequeña Alicia detrás de esa puerta, ¿verdad?

- Claro que no -dijo Peter.

Luis suspiró.

- Mi intención era buena. Quería demostrar a mi querida hermanita…

- ¡Dios mío! -exclamó Peter-. ¿Quiere decir que usted…?

- ¿Que también yo soy su hermano? Yo creo que sí. Pero en realidad no lo sabemos. La
siempre generosa Isabela me crió. Ella cuenta varias historias, según la ocasión, y de
maneras distintas correspondientes a varios grados de embriaguez. Por lo general dice que
soy el hijo de una muy querida amiga suya que murió. Una compañera.

- Quiere usted decir una compañera ramera, ¿no? -preguntó Peter.

- Esa frase es vulgar, Reynolds. Además, la verdad no me insulta. Mi madre, si es que tuve
madre, era o una ramera de la calle o la propia gran Isabela. Lo que supone sólo una
diferencia de clase. A veces mi querida Isabela, que es muy mujer, Reynolds, y para quien
mi admiración y mi gratitud es manifiesta, sostiene que soy su hijo y que mi padre fue un
hombre de Estado procedente de Méjico, de Colombia, de Chile, del Perú o de cualquiera
otra república que le viene en aquel momento a las mientes. Otras veces declara que el
nombre de mi madre era Teresa, o Pilar, o Rosario, o Mercedes, o Maruja, y que mi padre
fue un cabrón. O un mono. O un gran negro que importaron de Cuba a causa de sus hazañas
sexuales. Esto no importaba ni importa mucho. Lo que si importa es que fueran quienes
fuesen mis padres, me dotaron de cerebro al parecer. A esta herencia, que fue mi única
herencia, se lo aseguro, añadió Isabela la de enviarme a una de las universidades más
grandes y liberales de ustedes. ¡Oh, no! No me pregunte cuáL Las autoridades de mialma
máter han estado intentando ocultar el hecho de que mi nombre figure en su cuadro de
graduados, y con todos los honores por cierto, mi querido Reynolds. Lo más gracioso del
caso es que Isabela, para pagar mes educación, empleaba el dinero que sacaba a Carlos
Villalonga para la educación de Miguel, con la ironía adicional de que yo me gradué con
honores mientras que Miguel fue expulsado por incapacidad en todas las materias. Pero…
¿en dónde estábamos antes de que yo comenzase a relatar mi historia personal?

- Estaba intentando demostrar a Alicia…

- Que a despecho de todas mis advertencias y de la ejemplar conducta que ella había
observado hasta ahora, ha acabado por caer en las manos de un aventurero mercenario. Pero
usted ha soportado tres días realmente de prueba y persiste aún en decir que la quiere, y casi
me ha convencido de que habla con sinceridad.

- Francamente, don Luis -dijo Peter-, a mí me importa un pepino si está usted convencido o
no. Mientras Alicia k» esté… Y lo estás, ¿verdad,nena?

- Peter -murmuró Alicia.

- ¿Quénena?

Empleaba esta palabra porque le sentaba bien a ella. Tantonena como niña significan
muchachita, aunque nena se aplica generalmente a niñas más pequeñas y de una manera
más tierna.

- ¿Cómo puedes quererme? Yo soy fea.

- ¡Dios mío! -exclamó Peter.

- Además de depravada y de pertenecer a una familia vil- Tú eres amable, ya lo sé. Pero
esto es demasiado difícil de creer…

- Mi querida Alicia -dijo Luis sonriendo-, ¿puedo sugerir que el olor del dinero que te rodea
es suficiente para anular el mal olor de tu familia, aunque seas tan generosa que me
incluyas a mi en ella?

- ¿Y puedo yo sugerir que coja usted todo ese dinero y lo aparte de mí? -replicó Peter.

- ¡Vamos, mi querido Reynolds! ¡Todo el mundo sabe cómo son ustedes los yanquis!

- Y todo el mundo olvida que nosotros somos el pueblo que ha derrochado más dinero que
ningún otro en la historia del mundo. Digamos que fue de una manera egoísta. De acuerdo.
Pero ¿quién más lo ha hecho aunque fuera de una manera egoísta? Escuche esto: si me
fuera posible casarme con Alicia, yo insistiría en que ella gastase hasta el último centavo de
su fortuna en construir un orfanato exclusivamente para los hijos de los hombres asesinados
por usted y Miguelito. Que hiciera un montón con sus ropas y las quemara. Que viniera a
mí absolutamente sin nada, sin contaminación de ese dinero, que huele a sangre y
putrefacción y que tiene un eco de gritos de horror. Sólo en esas condiciones la aceptaría
como esposa. Punto número dos: gano entre veinticinco y cuarenta mil dólares al año, lo
que equivale a bastantes millones de pesos, y hace que la cuestión de la fortuna no me
llame la atención. Punto número tres: Miguelito tendría una hemorragia de materia fecal, se
desmayaría y caería sobre ella antes que permitir que su hermana se casara con un gringo.
¿No estoy en lo cierto?

- Sí. Excepto que Miguel no sabe absolutamente nada sobre esto… hasta ahora.

- Ya -exclamó Peter-. ¿Quiere usted hacerme creer que desperdició la ocasión de escuchar
utilizando un micrófono escondido tras unas armas?

- Quiero decir que usted, mi querido Peter, no estaría vivo ahora si él hubiera escuchado esa
conversación.
- Usted sí la oyó, ¿ no es verdad?

¡Oh, sí! Y me divirtió mucho. Usted se preguntará por qué no le han matado. Mi querido
Peter, Miguel y yo no somos de la misma opinión en gran cantidad de cuestiones.

- Perfectamente. Pero dígame… ¿por qué no la escuchó él? Creía que ésa era una de sus
diversiones favoritas.

- Lo es. Sólo que anoche, su pierna… ¿Se ha enterado usted de que hace algunos años
intentaron matarle?

- Sí, y usted le llevó a la clínica de los hermanos Mayo. Usted le salvó la vida. Emocionante
ejemplo de devoción fraternal. Y al regreso él construyó el hospital de Nuestra Señora de
los Remedios. Algo hermoso de veras; uno de los mejore» hospitales que he visto jamás.

- Muchas gracias. El caso es, mi querido Peter, que los médicos de la Clínica Mayo le
dieron a elegir entre tres albures: el de una pierna paralizada que tendría que ser arrastrada;
ninguna pierna, si exceptuamos, naturalmente, una de las maravillas de la ingenuidad
yanqui, o sea un miembro articulado de metal; y tercera, una pierna que funciona casi
normalmente, pero a costa de un dolor sordo de los nervios dañados durante todo el tiempo
e incluso de cuando en cuando un dolor insoportable de veras. Él eligió el albur número
tres, para «3 que se necesitaba más valor, pero era el menos inteligente, ¿ no? Creo que ésa
es la causa de su mal carácter. Además, su violencia y sus excesos han debilitado su
corazón. El doctor Gómez insiste en que pase descansando buena parte de su tiempo.

- Ya sé -contestó Peter-. Vince me lo contó. Una inyección que le mantiene fuera del mundo
durante doce horas.

- Cosa a la que él se niega la mayor parte de las veces. Pero esa noche el dolor fue tan
grande que renunció incluso al placer de saber si un individuo tan fuerte como usted era
capaz de abatir la pequeña y helada colita de nuestra querida Marisol. Por eso digo que es
asombrosa su buena suerte, Reynolds. Él permaneció dormido durante la fiesta. Mi segunda
acción después de escuchar el emocionante discurso de Alicia -muy noble por tu parte,
querida, pero un poco loco, ¿no?- fue aplicar a Miguel otra toma del sedante. Después,
naturalmente, de enviar a la Policía para que prendieran a aquel amante tan convincente. A
propósito, esa medicina es otro de los descubrimientos del padre Pío. Ha mezclado
unamateria médica completamente nueva confeccionada por la farmacopea de los tluscolas
con la de loe médicos.

- El padrecito me curó de unas fiebres tropicales en un día -afirmó Peter-. Pero yo sigo
pensando que lo hizo por medio de la plegaria.

- ¿Ah, sí? Encantadora idea. Escuche, Peter. Me veo forzado a tener confianza en usted.
Más aún, inclinado a ello. Es usted un sentimental. Incluso creo que habla usted en serio
cunando dice que no siente interés por el dinero de Alicia. Cuanto más que, según mis
investigaciones, los Reynolds de Charleston (Massachussetts), no son exactamente pobres.
- ;La pasta de mi padre! Pertenece a él mientras viva, y cuando muera podrá hacer lo que
quiera con ella. Enterrarla con él, si gusta. Yo ganaré la mía.

- ¡La terca independencia yanqui. Pero… ¿es su padre un hombre rico?

- Se le puede llamar así. Pero aso no hace al caso. Yo querríalo mismo a Alicia aunque ella
no tuviera un centavo. Me niego categóricamente a aceptar un real, un sol, o si tienen
ustedes monedas más pequeñas, una de ellas. Soy lo bastante sentimental para creer que nos
atraería la maldición para siempre. Por otra parte, si ella investiga en serio si yo dispongo
de dinero o no, puede irse al diablo. Por mucho que yo la quiera, puedo hacerlo. ¿Te
preocupas por ello, nena?

- ¡Peter! Tú sabes que yo fregaría suelos por ti. O… -y ana luz de travesura se encendió en
sus ojos- me vendería a otros hombres y te traería a ti las ganancias. ¿Te gustaría eso, délo?

- Te rompería todos los huesos de tu hermoso cuerpecito -replicó Peter-. Siga, Luis.

- Muy bien. No es necesario que intente convencerle a usted de mi gran amor por el pueblo
soberano. Yo he salido de él, y tuve que sufrir sus modales y su mal olor durante mucho
tiempo, hasta que Isabela me rescató. No hay nada ennoblecedor en la pobreza, Reynolds;
más bien al contrario. El pueblo es, y usted lo sabe si no es tonto, un repugnante
conglomerado de suciedad y de bestial estupidez. Pero a pesar de eso temo que el opresivo
estado totalitario de Miguel sea un anacronismo que no puede durar mucho.

- Tiene usted algo de razón -repuso Peter.

- Así que, mi querido Peter, usted me ofrece una oportunidad. Y yo se lo presentaré a


Miguel, cuando vuelva, como un fait accompli.

- ¿Cuando vuelva? -preguntó Alicia-. ¿Cuando vuelva de dónde, Luis?

- De alta mar, mí querida Alicia. Ya sabes que ha estado amenazando con dejar que Costa
Verde se vaya al infierno y marcharse a pescar, que es lo que hace cada año en esta época.
Así que cuando él se despierte a bordo delLa Flor del Mar, le dirán que yo, personalmente,
le llevé a bordo, lo cual es cierto, pues él me lo ordenó en un momento de lucidez entre
profundos sueños.

- ¡Oh! -exclamó Alicia.

- El caso es que él suele negarse a regresar hasta que no ha pescado mucho, cosa que
depende de cómo los merlos y los sailfishes se presentan. Si tiene suerte, y también
nosotros, permanecerá fuera durante dos meses, quizá tres, tiempo suficiente para que yo
haga que ustedes dos queden unidos de por vida con los lazos del santo matrimonio.

- ¡ Buen Dios! -exclamó Peter.

- Usted pertenece a nuestra fe, ¿no es verdad, Reynolds?

- Sí -respondió Peter.


- Eso simplificará las cosas. Espere, me explicaré. El único camino para que sobreviva la
República es iniciar una inclinación hacia el centro liberal, si no hacia la izquierda.
Nosotros haremos notar a la feliz pareja. Bajo la influencia liberal de nuestro nuevo
cuñadogringo, adelantaremos un tanto: dejaremos que la canalla respire… si es que no se
han olvidado de cómo se hace. Peter y Alicia… los populares jóvenes enamorados.
Inaugurarán orfanatos, abrirán escuelas, visitarán a los campesinos llevando regalos de
fertilizantes y digamos un tractor o dos. Tendrán hijos. ¡Oh, muchos hijos! Inaugurarán
proyectos de construcciones de casas… de alquiler bajo, por supuesto. La nueva imagen
pública ¿asta que la muchedumbre, que es muy estúpida, olvide. Claro, ¿no es verdad/

- Y… cierre de los Centros de Corrección Moral y Reeducación Social, ¿no es cierto? Y
retirar todas las armas, excepto quizá las porras, a sus hombres.

- Es usted un regateador duro, ¿verdad, Reynolds? Si usted insiste, incluso eso.

- Bien. Pero no insisto. No puedo hacerlo.

- ¿ Por qué?

- Porque no puedo casarme con Alicia.

Alicia se irguió de pronto y miró a Peter fijamente.

- Lo siento,nena. Pero tiene que decirse. No puedo casarme contigo. A pesar de todo lo que
te quiero, no puedo.

Los labios de Alicia temblaron visiblemente.

- ¿ A causa de… ella? -preguntó la joven.

- No. No a causa de ella.

- Entonces ¿por qué, Peter? -inquirió Alicia.

- Porque el día 2 de junio de 1954 me casé con miss Constance Buckleigh en la iglesia de
Nuestra Señora de la Merced, de Boston (Massachusetts). Que la dama dejara más tarde mi
lecho y mi casa en compañía de uno de los directores de una agencia de anuncios que me
hubiera podido comprar o vender tres veces incluso acompañado del dinero de mi padre, y
que además tenía una posición que le permitía ir a dormir a su casa cada noche, que es la
objeción que Connie siempre me estaba haciendo a mí, no tiene nada que ver con ello, ni
tampoco que más tarde obtuviera en Nevada el divorcio y que por lo menos por lo civil
legalizara su situación, ni tampoco que más tarde regalara a su esposo tres espléndidos
niños. La ley canónica es explícita: mientras viva miss Buckleigh, seguirá siendo mi
esposa, y en laRepública de Costa Verde no existe ninguna otra clase de ley.

Luis Sinnombre se quedó inmóvil. Luego, muy lentamente, sonrió.

- Un obstáculo formidable, lo reconozco. Pero no insalvable -dijo.,


- ¿Y cómo se propone usted salvarlo? -preguntó Peter.

- Deje eso en mis manos, Peter. Alicia, puedes llevarle a tu casa si quieres. Incluso puedes
coquetear con él un poco más si los dos sentís deseo de ello. Mientras tanto, yo telefonearé
al palacio arzobispal para hablar con el arzobispo. Un muchacho muy listo el arzobispo.
Experto en leyes canónicas. Quizás encuentre algo que permita una anulación.

- ¡Oh! -exclamó Alicia.

- Ahora, querida, márchate, y lleva a tu casa a tu nuevo novio. El que quizá sea tu hermano
arreglará las cosas para que puedas casarte con él. Pero una advertencia, querida.

- ¿Cuál, Luis? -preguntó Alicia.

- ¡Gran Dios! -exclamó Peter.

- No se preocupe, Reynolds. A propósito, Alicia, ya he ordenado que suelten a toda esa
gente, tal como me pediste, excepto, naturalmente, al viejo que tropezó y cayó en el cubo
de la basura. El camión de la basura se lo llevó por error. Ya me cuidaré yo de entregar una
indemnización a su familia. ¿Qué esperan ustedes? Miguel está por completo apartado de
todo y no se puede hablar con él excepto por radio. Lo cual quiere decir que nadie le
hablará de este asuntó, ya que todas las telecomunicaciones están controladas por la Policía,
de la que soy jefe. Así que marchaos. Divertíos mucho. Por supuesto, con las debidas
precauciones. Por poca confianza que tenga usted en mí, Reynolds, debe reconocer mi
deseo de seguir viviendo y en el poder, así que tenemos intereses comunes. Quieren que sus
desahogos sexuales sean santificados ante Dios y ante los hombres, y yo también. ¿Qué
importa si nuestras razones son distintas? ¿ Me oís? Marchaos.

Peter le miró.

- Y, amigo Peter… el capitán que mandó ese acto inquisitorial ha sido trasladado a un
puesto muy desagradable en el sur, y el sargento transformado en soldado raso. Créanme,
no cumplieron bien las instrucciones que se les dieron.

Peter continuó mirando al jefe de policía. Luego, dijo:

- Gracias por nada, Luis.

Dentro del gran coche camino de su piso, Peter guardó silencio. Alicia también. De vez en
cuando Peter contemplaba el perfil de la joven, estudiándolo, intentando captar su calidad
única. Suponía que si uno deseaba decir la verdad estricta, se la podía llamar una mujer del
montón, sólo que él no pensaba.la verdad estricta; él no podía ser estricto en nada de lo que
a ella concernía. Pero una cosa no tenía vuelta de hoja: él había visto a hombres que iban a
ser colocados ante el pelotón de fusilamiento con una expresión más alegre en sus rostros
de la que ahora mostraba Alicia. Peter siguió observándola. La joven continuaba
conduciendo. Detuvo el gran Lincoln ante la puerta de la casa de Peter y dijo:

- Good-bye, Peter.
Lo dijo en español, empleando la palabra ¡Adiós!, que significa «Hasta Dios».

- Quieres decir hasta más tarde, ¿verdad?, o bien basta mañana, ¿no es así? -preguntó Peter.

Pero las formas de |Hasta luego» o « Hasta mañana» son mucho menos concluyentes que
el «Adiós», especialmente dicho en la forma en que Alicia lo pronunció. A Peter no le gustó
cómo lo dijo la joven.

- No, quiero decir adiós, Peter -contestó Alicia.

- Muñeca… -empezó Peter.

- Adiós, Peter. Porque sé algunas cosas. ¿Sabes? Ellos obligaron también a Emilio a que se
casara conmigo. ¡Oh, no es lo que tú estás pensando! Yo llegué virgen al lecho matrimonial.
Ellos… contaban con otros medios de persuasión, y la situación que podía justificar ante mí
misma mi sangre depravada no existía entonces. Yo no podía ilusionarme con la idea de que
estaba intentando salvar una vida. -Ángel -exclamó Peter.

- ¡Ángel! No blasfemes, Peter. Llámame lo que soy, hija de mi madre, tu pequeña víbora.
De todos modos, Luis lo ha echado a perder ahora. Otra vez. No quiero que tus ojos se
pongan tristes intentando evitar los míos, como hacía Emilio. No quiero pasar por esto de
nuevo, Peter. Yo… acostumbraba a inventar… estratagemas para… para obligarle a
mentirme… y para que me hiciera madre del hijo que deseaba con todo mi corazón. Él…
era muy hombre, Peter. Durante nuestros tres años de matrimonio hizo estragos entre las
coristas del Teatro de la Comedia. Pero cuando empezó lo mismo en La Luna Azul, yo…

- ¿Tú, qué,muñeca?

- Yo grité y le maldije y le lancé una de mis ristras de palabras de mujer latina encolerizada.
Él se quedó quieto mirándome hasta que yo no tuve más aliento ni más lágrimas. Entonces
él dijo… ¡ Oh, Peter!

- Él no dijo «¡Oh, Peter!». Estoy seguro,nena.

- No. Dijo con voz muy baja: «Mi querida Alicia, te di mi nombre, que ya estaba bastante
mancillado. Pero no tengo intención de engendrar monstruos». Y echando a andar, me dejó.

- Era un tonto -repuso Peter.

- No, cielo. Tú sí que eres tonto. Si poseyeras algún sentido, me dejarías también.

- Alicia, si tú me lo permites, voy a hacer más que eso. ¡Voy a sacar de tu interior el
infierno que llevas dentro!

- Sigue -pidió Alicia-. No me importa.

- Niña -murmuró Peter.


- No, Peter. Porque Luis lo ha echado a perder ahora todo. Tú empezabas a quererme un
poco, ¿no es cierto? ¡Mentiras! ¡Triquiñuelas! ¡Argucias! ¡Siempre conspirando! O bien
asesinando a los que no se dejan manejar. ¡Así que óyeme bien, Peter!

- ¿ Qué, Alicia?

- No voy a casarme contigo. A pesar de lo que ese asustado pobre hombre del palacio
eclesiástico haga o diga obligado por Luis. No es que no te quiera, sino que yo…

- Nena…

- No te verás forzado a tomarme, amor. No te verás atado a este… a este desecho y a esta
basura del mundo. ¡A esta fea brujita hija de brujas! ¡No, no! No puedo, no lo haré, no lo
haré…

- Perfectamente. El cuento ha concluido. Gracias por una velada agradable,nena… y por


algunas cicatrices más. -¡Oh, Peter! -murmuró Alicia titubeante. -Dejando a un lado por el
momento mis sentimientos sobre el asunto, contéstame a una cosa, ángel… -¡No me llames
ángel! ¿ Qué cosa, cariño? -Ahora que nuestro matrimonio ha llegado a ser un asunto de
Estado para Luis, ¿cómo piensas detenerle, Licia? Alicia miró a Peter.

- ¿No tienes otra maquinilla de afeitar que puedas prestarme? -preguntó. -¡Alicia!

- No… Eso es estilo de ella, ¿verdad? Tan vulgar, tan mundano… No, Peter,cielo. Yo… Yo
entraré en las Carmelitas. Pacífico, ¿verdad? No hay miedo. No hay odio… No hay
hombres malditos.

Peter sonrió súbitamente.

- Nena -dijo-, no pensaba hacerlo, pero ahora creo que te invitaré a subir conmigo.

Alicia sacudió la cabeza tan violentamente que sus lágrimas se pulverizaron en semicírculo.

- ¿Arriba -murmuró-, en donde ella ha estado todas las semanas? ¿En su cama, Peter? Yo
puedo ser una Villalonga, puedo tener sangre de Isabela, la de los Cienmil, en mis venas,
pero no paso por esa vileza, amor. ¡Oh, Peter! ¿No ves que no hay esperanza para nosotros?
Que está todo estropeado ¿Todo estropeado?¡Ay, Jesús y María! Yo…

Pero Peter tomó el pequeño rostro de la joven entre sus manos y la besó en los labios.
Alicia retiró su rostro y dijo:

- Y cuando ella salga del hospital, ¿qué harás, Peter? ¡Dímelo! ¿Qué harás?

- Muñeca, cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él. -No, cielo. Lo estamos cruzando
ya. Ahora apártate. ¡Déjame en paz! ¡Déjame!

Peter la abrazó y la atrajo hacia sí. La boca le dolía, pero siguió besándola hasta que ella se
abrazó también a él llorando. Concha,la portera, salió de la casa y quedó inmóvil junto al
coche.
- Doña Alicia… -murmuró.

Alicia se enderezó y miró a Concha con sus enormes ojos de gacela.

- Sí,señora -contestó.

Concha cayó de rodillas ante el coche. Su grueso rostro aparecía inundado de lágrimas.
Siguió arrodillada emitiendo burbujas como una ballena conducida a la playa. Luego
adelantó sus dos gruesas y rojas manos en un ademán que debió de costarle más que le
cuesta a un soldado cargar contra el fuego del enemigo. Con ellas cogió la pequeña mano
de Alicia y la cubrió de ruidosos besos.

La mirada de Alicia pasó de Concha a Peter, y sus tibios labios formaron una orquídea
silvestre, lanzando un ¡oh! de puro asombro.

- Pero, señora, no comprendo nada. ¿Qué le ocurre?

- ¡Ay, doña Alicia! -sollozó Concha-. Usted es buena, usted es tan buena…

Peter podía medir el grado de la emoción de Concha por la forma en que hablaba. Porque
no sólo laportera olvidó que una mujer de clase humilde debería haberse dirigido a una
dama distinguida empleando la tercera persona y diciendo: «¡La dama es tan buena!», sino
que traspasó otro grado en la urbanidad y en lugar de emplear el «usted», apenas aceptable
en una portera, empleó el «tú».

Peter, que estaba acostumbrado a la aristocracia hispanoamericana, contuvo el aliento. Pero


Concha siguió impetuosamente:

- ¡Eres tan buena, doña Alicia! ¡Todo el mundo te estima porque nos has salvado a todos!

Entonces Peter vio lo que había en el rostro de Alicia. Estaba radiante. La joven adelantó su
otra mano y tiró de Concha hacia arriba. La portera se puso en pie. Entonces doña Alicia
Villalonga, viuda de Duarte y Marín, hizo una cosa que no había sido vista jamás en Costa
Verde desde el día en que, de acuerdo con una tradición completamente falsa, Cristóbal
Colón llegó a la playa y desplegó la bandera de sus Católicas Majestades ante un grupo de
asombrados y desnudos pescadores indios. La joven salió del coche y depositó dos suaves y
tibios besos en las gruesas mejillas de Concha.

La portera se llevó las manos a la cara y pareció tambalearse. Luego dio media vuelta y
corrió a meterse en la casa. De cada ventana de aquella calle brotaron¡Vivas! dichos en voz
alta.

- ¡Viva doña Alicia! -gritó el pueblo-. ¡Viva nuestra buena y amable señora! ¡Viva la
patrona del pobre! ¡Viva nuestra protectora!

Y verdaderamente aquel cordial, móvil y maravilloso rostro apareció como si se disolviera,


se fundiese. La joven apoyó su rostro contra el pecho de Peter y se mantuvo allí llorando
mientras la gente hacía que los cielos resonaran.
- Nena, no sé si te has dado cuenta. Pero has ganado la revolución -dijo Peter.

XI

- ¡Peter! -exclamó Judith-. ¡Tu cara!

- Dios mío, Judy, me olvidé. Tenía que habérmela dejado en casa, ¿ no es así?

- Yo sabía que Vince estaba mintiendo. Lo sabía. Me juró que había un asunto muy gordo
en alguna parte del Sur y que tú… Peter, dime, ¿ cómo se llama?

- ¿Cómo se llama quién, Judy?

- La hermosa criatura por la que fuiste colocado encima de una parrilla de asar carne.

- Eso, niña, es una larga historia…

- Pero no la verdadera, Peter, si es que me vas a mentir. Yo sabía perfectamente que si me


tenían allí otra semana, tú empezarías a investigar entre los talentos locales. Pero, querido,
¿no podías haber elegido a una soltera? ¡Tienes un aspecto que sugiere que la muchacha
debe de estar casada con King Kong!

- Judy, niña, aquí no hay ningún individuo que presente batalla por las mujeres. Esta lección
ha sido puramente política. Fui cazado de una manera accidental en una incursión, y losboy
scouts de Miguelito pensaron que yo me negaba a contestar a preguntas cuyas respuestas no
sabía en realidad. Diablos, ni siquiera entendía las preguntas. Esta mañana me han soltado
tras de presentarme disculpas. Gajes del oficio, amiga.

- Peter, ¿cuánta verdad hay en lo que me estás diciendo?

- Alrededor de un veinticinco por ciento, Judy. El otro setenta y cinco por ciento no lo
sabrás nunca, a menos que empiecen de nuevo a sentirse inquisitivos. En cuanto se llega a
la política, la cacareada caballerosidad latina se marcha de vacaciones. Todo lo que pueden
hacer con hombres como yo cae dentro de lo habitual, pero es que hasta ahora nadie ha
enseñado a esos individuos que no deben jugar sucio con las mujeres.

- Peter, ¿es verdad que automáticamente violan a todas las mujeres detenidas?

- Así lo dicen.

- ¡Oh, qué estupendo! Escucha, querido. Si no me sacas pronto de este pozo de castidad,
cometeré un delito político… por ejemplo, gritar: «¡Abajo el Líder!» con toda la fuerza de
mis pulmones.

- ¡ Judy, por amor de Dios!

- ¡Oh, Peter, imagínate! ¡Todos esos policías grandes y fuertes!


- Lo siento, niña. Pero hoy ha desaparecido mi sentido del humor. Sin embargo, yo te
garantizo que, para una muchacha saludable, ser violada no resulta una cosa agradable.
Esos tipos son unos sádicos empedernidos. No creo que tu idea de diversión y de juego
incluya el que te quemen los pezones con colillas de cigarrillos o te llenen la vagina con
cristales rotos.

- ¡Judas! -exclamó Judith.

- He estado intentando meterme en uno de esos centros de corrección para ver de sacar unas
cuantas instantáneas a fin de más tarde poder demostrar lo que sucede allí. Pero hasta ahora
no lo he logrado. La América Latina es una de las peores bestias del mundo, Judy. Aquí la
elección no es entre el bien y el mal, sino entre lo malo y lo peor. No, entre lo peor y lo más
que peor. Existe una perfecta demostración de los principios maltusianos bajo jerarquía
religiosa que hace imposible cualquier programa de control de la natalidad. Hay aquí una
rica clase alta -en Costa Verde veinticinco familias poseen el setenta y dos por ciento de la
tierra cultivable- cuya respuesta a las legítimas demandas de la clase baja, aunque se trata
de la más pequeña mejora, es «¡Muérete, Jack!», las cuales llevan no dos, sino tres clases
distintas de libros con objeto de librarse del pago de impuestos. Pero al mismo tiempo nos
maldicen porque nuestra contribución a su bienestar no es más elevada. No existe una clase
media. No hay ricos y pobres, sino plutócratas y hambrientos y, por otra parte, existen los
comunistas, que prometen la luna y las estrellas, construir bases para aviones a reacción y
el racionamiento incluso de esas miserables comidas que antes eran sólo para el
hambriento; y luego, después de liquidar a los pobres, nobles e ilusionados muchachos que
antes habían atraído con su propaganda, siendo utilizados como carne de cañón para sus
propios fines, como Juan, Pepe, Federico e incluso ese pobre bastardo de Jacinto, son
sustituidos por esos sinvergüenzas que torturaron mi rostro haciendo que un hombre se
formule la última pregunta: «¿ Quién diablos soy yo?»

- Peter -murmuró Judith-, esos individuos te han descorazonado, ¿ no es verdad?

- No han sido ellos. Es la naturaleza humana la que me descorazona. Cambiemos de


conversación. ¿Cuándo dice Vince que podrás salir de esta santa atmósfera?

- El viernes. Pasado mañana. Peter, querido, ¿estás en buena forma?

- Mediana, Judy, mediana. Los compañeros de Miguelito no dejan a uno sentirse en toda su
potencia y gloria.

- Peter…

- ¿Qué, Judy?

- Bésame. Luego vete a tu casa y métete en la cama. Solo. Procura dormir. Come mucho.
Huevos. Son huevos lo que los niños han de comer para hacerse hombres, ¿verdad? Y
ostras. Cómete dos docenas de ostras. Porque, querido, vas a necesitar toda tu fuerza.

Cuando Peter salió del hospital, se encontró a Tim O'Rourke, que le estaba esperando
sentado tras un gran cigarro negro en un coche de alquiler.

- Peter -exclamó-, ¿qué hay de verdad en ello, y si la hay, qué sentido tiene?

Peter le miró.

- a ambas preguntan -contestó.

- Yo pensaba irme a casa este lunes y entonces ocurrió todo. Cargamentos de hombres
uniformados arrestando a toda una calle de gente. ¿Y por qué?;Nuestro Pe-tah que está
atareado de nuevo!¡Ay, Jesús!, como dicen aquí. ¿Por qué no te estás quieto, muchacho?

- Ya me estoy quieto -replicó Peter-. Y como un ratón.

- Sí, ya me doy cuenta. La clase de ratón que hace a las damas gritar y levantarse las faldas,
y por lo estropeada que tienes tu varonil belleza, parece que los gatos de aquí se ensañan de
veras cuando pillan a un amigo ratón empeñado en poner en práctica sus trucos ratoniles.
Escucha, Peter, yo no sé cómo o por qué, o lo que tengas que ver en esto, pero dime, ¿ es
cierto?

- ¿El qué, Tim?

- ¡Su hermana! ¡La hermana de él! Esa niña con cara de mono y con unos labios que
impedirían que pudiese ingresar en la Universidad de Alabama. ¿Es cierto? ¿Es cierto, o es
falso?

- Tim -repuso Peter-, harías bien en cambiar de tema.

- No sé por qué. ¡Ella me atrae, hermano! Lo mismo que Judith. No, más. ¿Es que las
grandes mentes no se mueven por caminos similares?

- Puede ser -contestó Peter.

- Entonces tú admites…

- No admito nada, amigo.

- ¡Que no lo admites! -exclamó Tim sonriendo-. Pero, ratón Peter, o más bien hermano rata,
¡mira lo que aparece por aquella esquina!

Peter miró por el espejo retrovisor del Ford alquilado. El blanco Lincoln se encontraba tras
ellos, tan cerca que sus faros casi tocaban la parte trasera del Ford.

- ¡Oh, diablos! -exclamó Peter.

Alicia salió del Lincoln. Llevaba un conjunto de piel de tiburón blanco. Era otra pequeña
maravilla. Con ella dentro se juntaban dos maravillas. Por lo menos dos. Quizá más. Sus
tacones golpeaban con decisión sobre la acera mientras se dirigía a la puerta del edificio
donde vivía Peter.
Tim sacó la cabeza por la ventanilla.

- Señora de Duarte -gritó.

Alicia se detuvo y se volvió.

- Perdóneme, señora -dijo Tim con su casi excelente español-. Pero si anda usted buscando
a Peter el Rata, lo tengo a mi lado.

Alicia avanzó hacia el Ford. Tim salió de él en el acto y también Peter. Este dio la vuelta
para encontrarse con Alicia y le presentó su mano. Pero la joven no la tomó. Se puso de
puntillas y le besó en los labios.

- ¡Oh, Peter,cielo'. Estaba preocupada -í-dijo la joven-. Te he estado llamando durante todo
el día.

- Alicia -murmuró-, ¿puedo presentarte a un amigo?

- ¡Naturalmente! -contestó Alicia.

Luego, al observar el rojo rostro de irlandés de Tim, comenzó a hablar inmediatamente en


inglés, que pronunciaba con pequeños trinos y, probablemente porque lo había aprendido en
Madrid, con un marcado acento británico.

- Lo siento mucho, señor. No era mi intención ser descortés. Pero yo estaba tan preocupado
con elasunto… el affair, ¿no?, de Peter que…

- Ya he podido darme cuenta, señora -repuso Tim.

- Éste -dijo Peter- es el señor Tim O'Rourke. Es irlandés americano. Un repórter como yo.
Pero como ahora tiene primos hermanos en la Casa Blanca, disfruta de muchas ventajas.

Los oscuros ojos de Alicia se agrandaron.

- ¡Oh, entonces él puede ayudarnos,cielo! -dijo Alicia-. Si es primo hermano de tu


Presidente…

- Niña, ha sido una broma -repuso Peter-. Una broma de mal gusto.

- ¡No tan de prisa,cielo! -exclamó Tim-. ¡Oh, hermano! Espera a que yo les cuente a los
tipos de tu turno de noche que las niñas de aquí te llaman haven. ¡Oh, viejo y celestial, Pete!

- ¿Quieres hacerme reír, chistoso? ¡Ja, ja! Ya me he reído. Ahora, si tienes algo que decir,
dilo.

- En serio, Pete. Quizá pueda ayudaros, enamorados. Me voy a nuestro país la semana que
viene. Alicia miró a Peter.

- Sí -dijo Peter-. Se puede tener confianza en Tim. -Entonces,cielo, ¿por qué no subimos a
tu piso los tres para hablar allí? Peter la detuvo.
- Creo que por ahora ya habrán puesto algunos micrófonos en lugares estratégicos.

- No -contestó Alicia-. El coronel López dio orden de que tú quedaras exento de vigilancia.
Y yo siento un enorme deseo de ver tu piso. Tim miró a ambos.

- Doña Alicia -dijo-, ¿ está segura de que obra con prudencia? En un país como éste se
necesita muy poco para armar un escándalo…

Alicia sonrió. Pero su sonrisa fue la cosa más triste del mundo.

- El escándalo ya ha sido armado, don Timoteo, y reputación no tengo ninguna que perder.
Así que subamos en seguida la escalera, puesquizá podamos evitar que un crimen sea
añadido a lo que es meramente el pecado menor de unos malos pensamientos.

- ¿ Un crimen? -preguntó Peter.

- Sí, amor mío. Ahora subamos para que podamos hablar.

- Espere un minuto -pidió Tim-. Doña Alicia, ¿no cree usted que sería prudente levantar el
capó de su coche y cerrar éste antes de irnos? Incluso ha dejado usted las llaves del
contacto.

- Siempre las dejo -contestó Alicia-. Así no tengo luego que buscarlas entre las cien rail
cosas inútiles que llevo en mi bolso. Pero no hay absolutamente ningún peligro, don
Timoteo. Este coche es bien conocido de todos. ¿Quién sería tan ingrato como para robar el
automóvil de la hermana del Generoso Benefactor del pueblo de Costa Verde? Además, en
este barrio, al menos, la gente me quiere. ¿No es verdad,cielo? -Sí -contestó Peter.

Peter abrió la puerta y Alicia entró rápidamente en la habitación, cogiendo en el acto la


fotografía de Judith que se encontraba en el escritorio de Peter. La joven pasó observándola
un largo rato. Cuando volvió a dejarla en su sitio, Peter pudo ver que la joven tenía
lágrimas en los ojos.

- Vamos,nena -dijo.

- No es nada -repuso Alicia-. Una debilidad, ¿no? No debía de haber venido. No tengo
derecho ni… ni a estos estúpidos celos que no puedo dominar. Don Timoteo, las mujeres de
su país no son tan estúpidas, ¿verdad? No importa. Yo quiero a Peter y no me avergüenzo
de ello. Pero compartirle con ésta… con estaviciosa en términos de igualdad… Una
concubina es tan buena como otra, ¿no? Es demasiado vergonzoso. Y, sin embargo… y, sin
embargo, estoy aquí para ver si es posible que él se case conmigo y ahuyente mi vergüenza.

- ¿Accedería su hermano, doña Alicia, a que se hiciera tal matrimonio? -preguntó Tim.

- No. Pero Luis cree que podrá arreglarlo todo antes de que él vuelva, y que después
convencerá a Miguel -yo apenas lo creo posible- de que a través de Peter podrá influir en la
actitud del país de ustedes hacia el nuestro.
- ¡Ahí está! -exclamó Tim-. Tu viejo tiene aún mucha influencia en el Departamento de
Estado, ¿no es así?

- No creo que pueda hacer nada. Se trata de una simplificación muy complicada -dijo Peter.

- Peter -preguntó Alicia-, ¿conoces la dirección de tu. de tu esposa?

- ¡Oh, hermano! -murmuró Tim-. ¿Éstas tenemos, Peter Pan? ¿No sólo tiene el perillán un
harén aquí, sino que…?

- Si te refieres a mi ex esposa, sí la sé -repuso Peter.

- Una esposa nunca es ex, Peter, o muy raras veces lo es. Hay circunstancias especiales que
permiten una anulación, pero de eso, nada. Que ella te dejara porque quería jugar a ser
ramera, es un asunto de su conciencia. Pero eso no hace desaparecer vuestros lazos, como
sabes muy bien. Sólo hay un camino para que te veas libre de ella. El camino de que se
ocupa Luis en este momento.

- ¡Dios mío! -exclamó Peter.

- ¡Amén! -dijo Alicia santiguándose-. Sí, Peter, amor. Luis ha pensado en eso. ¿Sabes? El
arzobispo opuso dificultades. Es viejo y está cansado y acobardado. Pero ahora tiene al
padre Pío una vez más a su lado, y eso supone una diferencia. A causa de ello, Luis ha
tenido que despedirse de su sueño de que el arzobispo autorizase una anulación de tu
matrimonio. Y tú…

- Y yo… -murmuró Peter.

- Debes dar a don Timoteo la dirección de tu infiel esposa. Así podrá advertirla y también al
que se llama su esposo, así como a la policía del Estado o de la provincia donde ella resida.
De no ser así…

- Nena, ¿ no crees que exageras un poco? -¿No recuerdas el caso del profesor Hernández? -
¡Dios mío! -exclamó de nuevo Peter. -¿Hernández, Hernández? -repitió Tim-. ¡Diablos!
¿No era un refugiado procedente de Costa Verde que enseñaba español en una universidad
y que desapareció de pronto?

- Fue traído a Ciudad Villalonga en avión -dijo Alicia-, tras de apoderarse de él en la misma
boca del Metro de una de vuestras calles más abarrotadas de gente. Fue drogado y
conducido al aeropuerto Flushing Meadows en una ambulancia. El piloto fingió un falso
vuelo, diciendo que llevaba al enfermo a un hospital de Massachusetts. Pero en lugar de
ello volvió hacia el sur. Trajeron al pobre hombre aquí. Se dijo que oyeron gritar al profesor
Hernández durante días… Hasta que se cansaron y le dejaron morir.

- ¿Quién te ha contado todo eso? -preguntó Peter.

- Mi madre. Ella fue testigo.

La joven abrió su bolso y sacó un paquete de cigarrillos Players. Peter le encendió el


cigarrillo.

- ¿Y dónde está tu madre? -preguntó.

- Está presa… Vive en un lujoso piso que no le está permitido abandonar… a causa de sus
borracheras y de su mal comportamiento en vuestra embajada. Por favor, Peter, dale la
dirección.

- De acuerdo -repuso Peter.

Sacó su pluma, cortó una hoja de su libreta de direcciones y escribió en ella. Luego entregó
el papel a Tim.

Tim miró la nota, la dobló y se la metió en el bolsillo. Luego se volvió hacia Alicia.

- Usted no la ha conocido siquiera y, sin embargo…

- Conozco a Peter, y es suficiente.

- ¿Qué quieres decir? -inquirió Peter.

- Que no tendrás que mirarme con ojos acusadores ni preguntarte qué clase de monstruos
puedo yo ofrecerte, frutos de un matrimonio basado en la sangre de una mujer asesinada.
No, Peter. Sólo el pecado es posible entre nosotros. Pecado que algún día quizá tenga
fuerzas suficientes para renunciar a él. Pero ahora…

- Ahora, ¿qué? -repitió Peter.

La joven volvió su rostro hacia Tim.

- Don Timoteo -dijo-, ¿pensará usted muy mal de mí si le pido que nos deje solos?

- Nada de eso -contestó Tim poniéndose en pie.

- Tim, muchacho, yo…

- Lo tienes mal, hijo -dijo Tim-. Pero no te preocupes. Yo haré lo que pueda.

Alicia yacía en el sofá en brazos de Peter. La joven alzó sus manos y acarició el estropeado
rostro de Peter. Luego levantó su pequeña cabeza, aspiró aire por la nariz y acto seguido se
puso en pie y, atravesando la habitación, penetró en el dormitorio de Peter. La joven
permaneció inmóvil mirando todos aquellos tarros y frascos. Luego abrió un cajón y
levantó un puñado de sedas. Eran telas de araña de seda, niebla yaire. Las dejó caer. A
continuación se volvió hacia el armario y lo abrió. El rico e insidioso perfume especial de
Judith, Peut-étre. brotó de las hileras e hileras de vestidos colgados en el interior.

- ¡Oh! -exclamó.

Y echó a andar hacia la puerta. Al llegar a ella se detuvo y sin ni siquiera volver el rostro,
dijo:
- Peter.

- ¿Qué,muñeca?

- Ven conmigo.

- ¿Adónde?

- ¡Oh, no lo sé! Al campo, a los pantanos, a un lugar agreste donde puedas hacerme tuya
como un animal, sobre la tierra. ¡Pero no aquí, no aquí! No en este piso que huele a ella. No
donde su presencia se agite entre nosotros como un fantasma. ¡Oh, Peter,cariño, cielo,
yo…!

Peter se irguió, la tomó del brazo y en silencio bajaron la escalera.

Desde donde se encontraban ahora podían ver el volcán. Lanzaba fuego. Las nubes que
flotaban sobre él eran iracundas, rojas.

- ¡Los viejos dioses! -murmuró Alicia-. Algunas veces, Peter, creo en ellos.

- ¿De veras? -preguntó Peter.

- Sí. Hago mal, ya lo sé. Pero es que hay en mí demasiada sangre tluscola. Zopo está
divirtiéndose. Sonríe para sí ante los pecados y locuras de los hombres. Pero una noche se
echará a reír y su risa destruirá el mundo.

Peter contempló el volcán.

- Puede que tengas algo de razón -dijo.

- Peter -exclamó Alicia.

- ¿Qué, nena?

- Yo… yo rezo por ti, por nosotros. Es una especie de blasfemia, ¿no? ¿Cómo puede una
rezar estando en pecado? Porque desearte como yo te deseo es un pecado. Y no es posible
que haya perdón para este pecado, ya que, para que sea perdonado, es necesario
arrepentirse, ¿y cómo puedo yo arrepentirme de quererte? ¡Oh, Peter,cielo, yo.,.!

- No llores,nena. Posees una gran cosa, y yo te envidio.

- ¿Tú envidiarme? ¿Y por qué, Peter?

- Porque posees esa simplicidad. Para ti no ha habido ni tiempo ni historia. Como si el


mundo se hubiera detenido hace seiscientos años. Yo te envidio esas cosas maravillosas e
infantiles que dices: pecado, remordimiento y arrepentimiento.

Alicia le miró.
- ¿Tú no las sientes?

-No, nena.

-Pero, Peter…

- No hablemos de eso. No hay palabras. O quizás haya demasiadas. Lo que podemos lograr
conelas es un vacío. Un universo del que han huido todos los dioses, excepto quizás Shiva.

- ¿Shiva?

- Un monstruoso dios hindú con muchos brazos que baila sobre el mundo muerto. El
Destructor.

- ¡Oh! -exclamó Alicia.

- ¡Diablos! Hablo demasiado -repuso Peter-.Nena…

- ¿Qué Peter?

- ¿ Quieres que volvamos ahora?

- Sí. Porque todo se ha echado a perder, ¿ verdad? Nuestra noche. Ya que yo no puedo dejar
de oler el perfume de ella. ¿Cómo se llama, Peter?

- Peut-étre.

- Peut-étre?

- Sí.Peut-étre significa tal vez, quizá. Como la vida.

- ¡Oh! -exclamó Alicia-. Si yo tuviera un perfumefijo, te lo dedicaría y lo llamaría


«siempre».

- ¿ Siempre… for ever, o jamás… never?

- ¡Oh, Peter,cielo, qué mal humor tienes! Lo siento. ¿Quieres…? Si tú lo deseas, yo…

- No, nena.

- ¡Oh! -murmuró Alicia.

- Sigamos sentados aquí mirando el volcán. Por un lado estoy cansado, por otro…
¡Diablos,nena'. ¿Es que no podemos vivir?

- Sí -murmuró la joven-. Sólo que…

Pero Peter la cogió de súbito por la muñeca, pues algo blanco y enorme se levantaba tras
ellos llenando el espejo retrovisor por completo, alejando la oscuridad.
- Pe… -empezó Alicia.

Pero Peter le puso la mano en la boca, aunque luego la soltó llevándose un dedo advertidor
sobre sus propios labios, abrió la portezuela y saltó a tierra Entonces vio que lo que se había
alzado tras ellos era la tapa del maletero del Lincoln. Pero ya era demasiado tarde.

- No -dijo una voz-. El tiempo para existir ha terminado, cantarada.

- ¡Oh! -exclamó Alicia.

- El tiempo para muchas cosas ha terminado. Me ha defraudado usted, camarada reportero.
Yo tenía intención de esperar hasta que usted estuviera encumbrado en el sillón, y entonces
destronarle. Ocupe su sitio. Diviértase observando…

- ¿Como hizo usted con la muchacha india, Jacinto?

- ¡Oh! Ya estoy curado de eso,amigo. Veinte noches en La Luna Azul me han curado. Pero
ahora no hay tiempo. La pequeña Alicia me perdonará mi falta de galantería. Yo le enseñaré
las delicias del amor otro día. Esta noche hay cosas más importantes que hacer.

- ¿Cuáles?

- Más tarde. En primer lugar, ¿se siente usted heroico esta noche, camarada?

- ¡ Diablos, no! Y apunte esa arma en otra dirección, ¿ quiere? Me pone nervioso.

- Bien. Entonces no tendré que dejar viuda por segunda vez a la pequeña Alicia, en esta
ocasión recién casada.

- No -dijo Peter.

- Bien de nuevo. Según el aspecto de su rostro, Peter… ahora debe de sentirse más
inclinado a cooperar conmigo.

- ¿Con el asesino de Pepe? ¿Por qué iba a tener confianza en usted, Jacinto?

- Me dio mucha pena -repuso Jacinto-. Pero créame usted, uno tiene que hacer eso o morir.
Ahora escuche con atención.

- Espere -pidió Peter-. Dígame una cosa, ¿cómo diablos se ha introducido usted en el
interior de este coche?

- ¡Oh, Peter! -exclamó Alicia-. ¡Las llaves! Tal como dijo don Timoteo, yo no debi…

- No se eche la culpa, pequeña cara de mona -repuso Jacinto rompiendo a reír-. Usted no
hizo otra cosa que ahorrarme cinco minutos. Los cinco minutos que me habría costado
abrir. En todo caso y antes de que se me olvide, si usted coopera conmigo, al regreso
encontrará el neumático de repuesto en el recibimiento de su casa. Lo puse allí, pues
necesitaba el espacio.
- Ya comprendo -dijo Peter-. Siga, Jacinto. ¿Qué quiere usted de nosotros?

- Que suban al coche y se dirijan a la base aérea militar. Pero lentamente,amigo. Ya me ha


hecho usted fallar el corazón más de tres veces en su camino hasta aquí. Naturalmente,
mucho del material que metí en la maleta de su coche es plástico, que requiere fuego para
estallar. Pero yo no tengo mucha confianza en los seguros de estas granadas checas. Nunca
dejan de estallar. Pero a menudo lo hacen a destiempo.

- ¡Dios mió! -exclamó Alicia.

- Dios no existe, camarada hermana del dictador-. Ahora escúcheme mientras me explico.
Peter, usted conducirá hacia la puerta del aeropuerto militar.

- ¿ Y luego? -preguntó Peter.

- Cuando el guardia lo detenga, usted, doña Alicia, sacará la cabeza por la ventanilla.

- ¿ Y luego? -preguntó de nuevo Peter.

- Ella dirá que usted, su novio, ha expresado el deseo de visitar el aeropuerto.

- ¿A esta hora?

- A esta hora. Los grandes son siempre caprichosos.

- Muy bien -repuso Peter.

- Entonces usted entrará el coche en la base y aparcará en uno de los hangares. Vamos. Yo
permaneceré escondido entre los asientos. Pero ustedes deben recordar que esta arma Sten
puede atravesar fácilmente con sus balas los espaldares de los asientos.

- ¿ Y luego? -inquirió Peter.

- Los aviadores le enseñarán a usted la base amablemente. Si usted es juicioso, aceptará la


invitación para beber con ellos que le harán. Usted debe actuar con naturalidad y no decir
nada de mi presencia en el auto. Luego, abandonarán ustedes la base en el coche. Para
entonces ni yo ni los explosivos estaremos ya en el coche. Eso si usted actúa con listeza.

- ¿ Y si procedo con estupidez?

- Si procede con estupidez, me traicionará. Y yo moriré. Pero los resultados serán los
mismos. Siempre destruiré esta base. Habrá sólo una pequeña diferencia.

- ¿Y cuál será ella?

- Que dispararé sobre doña Alicia. Le advierto esto porque yo sé por experiencia que usted
arriesga fácilmente su vida, Peter. Pero no creo que arriesgue usted la de ella.

- No le falta razón, muchacho -contestó Peter.


Peter miró a Alicia, rodeada por los pilotos. No se encontraban todos allí naturalmente.
Sólo uno de los cuatro ases que volaban en los aviones de caza y nueve de los dieciséis que
pilotaban los pesados transportes que también servían a Miguel de Villalonga como
bombarderos. El resto se hallaban en la ciudad. -Nena -murmuró Peter-, excúsate por un
momento. Tengo algo que decirte.

La joven fue hacia él en seguida. Peter la tomó de una mano y la condujo hasta la puerta.

- Estamos corriendo un riesgo enorme. Pero es mejor que sigamos corriéndolo que aceptar
la certidumbre de vernos relacionados con los acontecimientos cuando ya hayamos partido.
Una vez comiencen las explosiones, arrójate al suelo. No creo que Jacinto quiera matarnos
a todos, pero…

- ¡Vamos, don Pedro! -dijo uno de los pilotos-. ¡Ya es hora! Es usted de lo más egoísta,
¿sabe? En fin de cuentas goza usted todo el tiempo de la compañía de doña Alicia.

- ¿Tenemos que decírselo a ellos? -preguntó Alicia.

- No. Tu caritativo hermano ha bombardeado demasiados pueblos habitados por inocentes


indios con esos aviones. Dejemos que los pierda.

- ¡Ya es hora, don Pedro, ya es hora.' -insistieron los pilotos

Sonriendo, Peter soltó el brazo de Alicia. Ésta regresó junto al grupo de pilotos. La manera
como andaba eraalgo digno de verse.

El único piloto de caza que había se acercó a donde estaba Peter. Sonreía.

- Me parece que le debo a usted una disculpa, donPedro -dijo.

- Estoy seguro de no saber por qué -repusoPeter.

-No hace mucho bombardeé y ametrallé a dos jinetes en el camino de una montaña.

Peter miró al aviador.

- Una gran diversión, ¿no es cierto?

- Bien, naturalmente, me doy cuenta que desdeel punto de vista de usted ello puede
parecer…

- Y yo pudo apreciarlo desde el punto de vista deusted -repuso Peter, todavía sonriendo-.
Antes no sabía. En la guerra de Corea serví en infantería. Vi las cosas desde demasiado
cerca. Pero a partir de entonces aprendí a volar. Ahora poseo una licencia comercial
limitada, así que sé lo que se ve desde arriba, amigo. Un hombre no parece humano, ¿no es
9 verdad?, aunque vaya a caballo. La perspectiva nos gasta ciertas bromas. La altura, la
velocidad. A quinientos kilómetros por hora no es posible ver con precisión los detalles.
Sólo que…
- ¿ Sólo qué, don Pedro?

- Yo era un hombre de infantería; por tanto, lo recuerdo. La carne convertida en piltrafas,
losrollos color de rosa de las tripas. ¡Cómo gritaba Juan.' Porque tenía un nombre, ¿sabe
usted? Su madre le llamaba Juan… Y siguió gritando casi hasta que murió. Recuerdo los
insectos humanos que daban vueltas en el vértice de un infierno en miniatura. Yo, capitán,
he visto muy recientemente carne de hombre hervir y carbonizarse y apestar mientras su
dueño, que se retorcía en medio del químico holocausto arrojado por usted, almacenaba aún
bastante aire en sus pulmones para gritar con la última fuerza de su vida. Ya sé, ya sé.
Ustedes realizan su tarea. ¡Joviales conductores de Thunderbolts! Pero esto acabará muy
pronto, para usted… esto de incendiar el día con llamas. Aunque es muy diferente morir en
medio del cielo que de pronto, que perder la vida en el barro. Claro que todo fin es glorioso,
¿no lo cree usted así?

- Los vaivenes de la guerra, don Pedro. Pero creo que está usted siendo injusto con
nosotros. Usted salió vivo, así que no veo por qué ha de tener quejas.

- ¿Y usted sí? -preguntó Peter.

- ¡Sí! ¡Si por lo menos tuviéramos jets! No sé por qué su Gobierno se muestra roñoso con
nosotros, Reynolds. ¡Después de todo, nosotros somos el número uno de las fuerzas
anticomunistas de toda la América Latina, y Castro tiene sus Migs!

Peter miró por la ventana. Los cuatro cazas se hallaban sobre la pista. El Republic P. 47
estaba más cerca de él. Luego venía el Mustang. A continuación los dos Corsairs. Los DC 3
se encontraban en los hangares.

Peter vio la pequeña figura que salió corriendo del hangar. Entonces se volvió de nuevo
hacia el piloto.

- Perdone -dijo-. No he comprendido su argumento. No hay mala inteligencia entre Costa


Verde y Cuba…

- No hay mala inteligencia -repuso el piloto-. Pero si…

En aquel momento toda la noche estalló. Vomitó llamas.

Los pilotos se apresuraron a salir por la puerta y Peter corrió hacia Alicia.

- ¡Échate al suelo! -gritó-. ¡Al suelo! ¡Aplastada!

- ¡Peter! -exclamó Alicia.

Peter la cogió por el talle y la hizo caer, y él cayó junto a ella.

En el exterior, al otro lado de la puerta, sonaron dos disparos de la Sten. Se oyó gritar a los
pilotos. Las ventanas se rompieron hacia dentro, disolviéndose en cristal convertido en
polvo. Una línea de astillas corrió por el suelo en dirección a ellos. Peter atrajo a Alicia
hacia él fuertemente y rodó junto con ella, colocando su cuerpo entre ellay aquella
amenaza. La joven se quejó un poco. La siguiente explosión hizo caer trozos de yeso de las
paredes. Luego siguió el silencio.

Peter se arrastró hasta la ventana y levantó la cabeza. Vio a Jacinto arrojar una granada por
la abierta portezuela del Thunderbolt. Luego otra. El panzudo caza se elevó de la pista y
descendió de nuevo partido en dos mitades. Estaba todo en llamas; ahora, el Mustang se
abrió por el fuselaje y dio una vuelta, dejando un rastro de llamas. Los dos Vough Corsairs,
con las alas rotas, se disolvieron en fuego. Las llamas alcanzaron una altura de trescientos
metros. Parecía ser de día en la pista.

Algunas negras figuras empezaron a salir de los llameantes hangares. Entonces la gasolina
ardiendo alcanzó las armas de los destrozados aviones. Las Browning del calibre 50
empezaron a hablar, conversando una con otra con risa asesina y sin significado. Las balas
trazadoras eran muy bellas. Alcanzaban a los hombres que corrían como si fuera
consecuencia de su puntería.

Peter se arrastró de nuevo hacia Alicia.

- Ha aniquilado a una fuerza aérea -masculló-. /Viva Jacinto!

Alicia no le contestó.

- ¡Vamos,nena'. ¡Haremos bien en salir de aquí! -dijo.

Pero oyó la voz de la joven. Era extrañamente débil.

- Cielo… -murmuró Alicia.

- ¿ Qué, niña?

- Bésame.

- ¡Dios mío, Alicia!

Alicia apartó la mano de su costado y se la mostró a Peter. Éste vio entonces lo que la
cubría, lo que chorreaba entre sus dedos.

- ¡Alicia! -gritó Peter.

- Bésame -pidió la joven de nuevo.

Peter la besó en los labios. Éstos estaban helados.

- Niña,nena, bebé -dijo Peter sollozando-. ¡Oh, Cristo! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Jesús! ¿Por qué?
¡Maldita sea! ¿Por qué?

- Peter…

- ¿ Nena?
- Ellos han reído. Los viejos dioses. Ellos…

Pero Peter estaba ahora en pie sosteniéndola entre sus brazos y corrió hacia la puerta
saltando por encima del montón de cuerpos que yacían ante ella atravesando aquel montón
de fuego hasta llegar al Lincoln. Observó que el coche había perdido el parabrisas. El
asiento delantero estaba blanco por el cristal pulverizado. Una línea de agujeros negros se
extendía por uno de sus lados. Pero Peter entró en el coche de todos modos y dejó a la
joven junto a él, con la cabeza descansando en su propio regazo. Dio al contacto y el motor
se puso en marcha.

Entonces hizo girar el Lincoln y enfiló hacia las puertas. Una vez allí vio que los centinelas
apuntaban hacia el coche. Pero Peter bajó la cabeza todo lo que pudo y apretó el acelerador
hasta el máximo. Asaeteado por los centinelas, franqueó la puerta y salió a la carretera. Una
vez en ella, con sus ojos inundados cegados, hizo avanzar al coche a toda velocidad por
unos recodos que no estaban hechos para él.

Alicia yacía inmóvil, mirándole con los ojos muy abiertos y sonriéndole ligeramente.

En el momento en que llegó ante la puerta del hospital llevaba a cuatrojeeps de la Policía
tras él y a dos motocicletas pegados a sus costados. Cuando detuvo el Lincoln todos los
policías le rodearon pistola en mano.

Peter no hizo caso e, inclinándose, cogió a Alicia. Entonces todos se apartaron y miraron a
la exótica flor morena que sangraba por encima de su abrigo blanco al nivel del talle. Luego
se acercaron gritando. Pero la voz de la joven los detuvo.

- No -dijo Alicia-. No es nada… Un arañazo. ¡Dejadnos solos! ¡Oh, Peter, cariño…!

Entonces se desmayó.

Peter atravesó la puerta del hospital rodeado por una ola vestida de verde. Unas manos
salieron de una sombra blanca y le tomaron a Alicia de los brazos. Otras manos le cogieron
las suyas y le encadenaron las muñecas. Entonces uno de loe policías, un oficial por su voz,
exclamó:

- ¡No seáis locos! ¡Mirad su rostro!

Todos miraron a Peter y se apartaron. Fue como los movimientos de unballet satánico.

- Don Pedro -dijo uno de los policías-, perdónenos. No pensábamos…

- Todo está perfectamente -repuso Peter.

Tomó asiento de pronto. Tenía que hacerlo. Le corrían por el rostro lágrimas de tres eras y
de una eternidad. Entonces apareció en la puerta Vicente Gómez y dijo:

- Peter, Alicia está perfectamente. Una bala le rozó el costado. Le hizo un agujero. Sangra,
pero no es peligroso. Así que salga de ese estado, ¿ quiere?
- Gracias, Vince -repuso Peter.

Pero no dejó de llorar. No podía.

Vince se inclinó sobre él.

- Hermana -llamó.

- ¿Qué, doctor? -preguntó la hermana enfermera.

- Prepare una habitación. Es presa de un choque. Voy a ponerle una inyección. Le


mantendrá amodorrado hasta pasado mañana.

- Gracias, Vince -murmuró Peter de nuevo.

XII

Al dejar el hospital en compañía de Judith en un taxi, Peter observó que todas las calles
estaban llenas de policías uniformados. Fueron detenidos cuatro veces en tres manzanas, y
las tarjetas de identidad, derigueur para cualquier extranjero que permaneciese más de tres
semanas en Costa Verde, fueron examinadas con la mayor atención. Pero la cuarta vez, el
oficial que mandaba la policía era aquel coronel López que había permanecido alejado del
interrogatorio de Peter.

- Escuche, coronel -dijo Peter-, nosotros quisiéramos llegar a casa antes de que anochezca,
¿comprende usted?

El coronel sonrió y sacó de su cartera un ancho trozo de papel. El papel tenía en él el


escudo de Costa Verde, sellos, estampillas y cintas. Mostraba un aspecto oficial completo.
El coronel escribió en él brevemente. Luego sacó un rollo de cinta adhesiva escocesa y
pegó el papel en el parabrisas del taxi.

- Vamos, don Pedro. No le detendrán a usted más. Recuerde que debe hacer que el taxista se
lo devuelva cuando abandone usted el coche. Recuérdele que si no lo hace será
fusilado.Adiós.

- Adiós -contestó Peter-. Muchas gracias, coronel.

- Esto es una molestia -dijo Judith-. ¿No es cierto? ¿ Por qué están todos tan sobresaltados?

- Han tenido complicaciones, Judy -repuso Peter-. Ahora más que nunca.

Y mientras el taxi avanzaba tocando la bocina antes de pasar de una manzana a la otra,
aminorando la marcha lo suficiente para que la Policía pudiera ver todas aquellas cintas,
estampillas y sellos que brillaban a través del parabrisas. Peter sentía el duro cuadrado de
cartón que llevaba en el bolsillo interior de su americana. La hermana se lo había llevado a
su habitación del hospital cuando luchaba por despertar de aquella pequeña muerte que
Vince Gómez le había introducido en las venas. Sólo que entonces el cartón iba metido
dentro de un sobre. Peter abrió el sobre y una nota cayó de él. La recogió y leyó:

«Para ti. No me atreví a dártelo anoche. Tu Alicia.»

Era una fotografía de ella de tamaño de postal. No estaba nada retocada, lo que significaba,
si significaba algo, que Alicia se había convencido al fin de que a él le gustaba tal como era,
y por esa misma razón, el fotógrafo había producido una pequeña obra de arte. Contando
con los materiales con que tenía que trabajar, o sea la exquisita cualidad escultural de
Alicia, su falta de grasa, la alta pureza de los planos, ángulos y hendiduras de su rostro de
fetiche tribual, cortado dramáticamente por la sorprendente contradicción suave y tibia de
su boca… y si se añadía a todo esto el simple hecho de que el ingrediente esencial de una
obra de arte es la verdad, el fotógrafo no podía equivocarse. Y no se había equivocado.
Aquellos ojos de Nefretete o de Astarté en forma de almendra, de gacela joven, resolviendo
sin esfuerzo la mezcla de profunda negrura y total luminosidad, acariciaron el rostro de
Peter al brotar de aquella cartulina producto de una masa gelatinosa de sales de plata; aquel
imperial tallo de lirio que era su garganta se inclinaba hacia él; aquella regia cabecita, fija
en una actitud de total atención bajo el picante y burlón corte de cabello de muchachito
travieso… todas aquellas cosas inertes que él amaba vivas, serían capaces, estaba seguro de
ello, de detener su mente y su corazón mientras él tuviera vista, sentidos y memoria.

Debajo de la fotografía, Alicia había trazado con una alta y angulosa letra gótica que de
algún modo la definía: «Siempre, tu Alicia». Y Peter tenía la sensación de que aquello era
nada menos que la verdad. Pero en lugar de sentirse contento, sentíase inmundo.

Podía ver el perfil, absolutamente perfecto, de Judith reflejado contra Ja ventanilla del taxi.
Y para sí mismo exclamó: «¡Oh, maldita sea.'» Judith se volvió hacia él. -i Qué dices,
Peter? -preguntó.… -Nada -contestó Peter. -Peter… -¿Qué, Judy?

- Has tenido mala suerte, ¿no es verdad? -Judy, niña, me has perdido ya. Hazte a esta
ingrata idea, ¿quieres?

- Te perdí hace mucho tiempo, Peter. Cuando inicié la carrera de zorra. Peter la miró.

|-Querida, ¿no podríamos hablar de otra cosa? -No. Esto tiene que ser dicho. Has tenido tan
mala suerte, mi pobre, viejo estropeado amor… Imagínate… si yo hubiera muerto, te
habrías visto libre de mí. Te hubieras quedado con un recuerdo de primera clase: «Judith
Lovell murió por mí. Se mató porque creyó que yo no me encontraba ya en el mundo».

- Niña…

- ¿Qué, Peter?

- Esto no arregla las cosas.

- Ya sé que no las arregla. La verdad es siempre sucia, desagradable e insuficiente. ¿ Quién
dijo eso?

- Hobbes. Hume. Uno de los dos. No sé cuál de ellos. Sólo que él no hablaba de la verdad.
Contestaba a un concepto del salvaje noble de Juan Jacobo Rousseau. La cita exacta es,
según creo: «El hombre en estado natural es sucio, desagradable e insuficiente».

- Tenía algo de razón el que dijo eso. La verdad en mi caso es que he intentado quitarme la
vida en varías ocasiones. Generalmente, por idéntica razón: que la vida había empezado a
tener de nuevo gusto a vómitos. Que nada ni nadie tenía o decía algo con cierto sentido, con
algún significado, que todo me revolvía las tripas. Que me despertara con una borrachera o
con dolor de cabeza por haber fumado medio paquete de cigarrillos o en compañía de un
peludo y maloliente mono junto a mí, todo me producía idéntico efecto: a esto llegué por
las malditas películas. La maldita alegría de andar rondando por ahí. La vida es circular. «El
futuro no es nada más que el pasado de nuevo, al que se entra por otra puerta…» ¿Quién
dijo eso, Peter?

- Oscar Wilde.

- ¡ Ah, sí! Yo también intenté eso una vez.

- ¿Intentaste qué?

- Dormir con otra dama. Pero no fue nada agradable. Nada de lo que ella podía hacer
llegaba a lo que podía hacer un muchacho de dieciséis años, sin hablar de un hombre. Pero,
Peter, querido, ¿me permites que diga una verdad un poco menos desagradable?

- Sí, Judy.

- La única vez que quise matarme con toda intención fue esta última.

- ¡ Oh! -exclamó Peter.

- ¡Oh!, ¿qué? -preguntó Judith.

- ¡Oh, diablos!

- Amén. Las otras veces sólo me arañé las muñecas o tomé píldoras para dormir. Pero esta
vez tomé esa fría y flexible hoja y realmente la hundí donde podía hacerme algún daño.

- ¡Judy, por favor!

- Pero no sirvió de nada. No toqué la arteria grande. No me había llegado la hora de morir.
Así que ahora tienes que cargar conmigo de nuevo.

- ¿ Me has oído protestar?

- No. Te has portado muy bien. Demasiado bien. ¡Oh, Peter, yo…!

- Vamos, Judy.

- Cuando entraste esta mañana en mi habitación para llevarme a casa, yo… quería
preguntarte algo, y ahora me acuerdo de qué es lo que quería preguntarte. ¿Qué ha sido
todo ese jaleo de esta noche? ¡Toda la gente hablando de una doña Alicia! ¿Quién es doña
Alicia? ¿Y qué diablos decían? También oí algo sobre don Pedro. Y algo sobre fu-si-la-do y
ti-ro-te-os. ¿Qué diablos quiere decir eso? Y los policías vigilando todo esta mañana. ¿Por
qué, querido?

- Judy, niña, ¿me quieres hacer un favor?

- ¿ De qué clase, querido?

- No aprendas nunca español. ¿Me lo prometes?

- ¡Oh! -exclamó Judith-. Pedro, Peter… ¡Tú!

- Niña, hay centenares de individuos aquí que se llaman Pedro.

- Peter… ¿qué ha sucedido? Quiero saber la verdad.

- Alguien disparó contra la hermana de Su Excelencia y la hirió ligeramente. Eso es todo lo


que sé.

- Hablaban de un fusil, y el fusil es una arma. ¿Y aquella otra palabra?

- Tiroteos es un cruce de disparos.

¿Y don Pedro?

- Lo mejor es que preguntes a la dama si alguna vez te encuentras con ella. Yo no lo sé.

- Muy bien. Parece que suena a verdad. No es muy propio de ti estar relacionado con la
hermana del jefe. Las muchachas de La Luna Azul y criaturas como yo son más de tu estilo.

- ¡Caramba, gracias! -contestó Peter.

- Porque tú eres un blando. No sabes decir que no. En lugar de decirnos «Vete al cuerno,
Jill», vas adelante y nos haces todo… tan dulce, tierno y agradable, que nunca nos
cansamos de ello. Sé esto desde Madrid. ¿Recuerdas lo que hice cuando bajé de aquel avión
en la ciudad de Méjico después que tú torciste el cuello para mirarme?

- Sí, lloraste.

- ¿ Y sabes por qué lloré, Peter?

- No -contestó Peter-. Además, me lo vas a decir de codos modos. Y mirándolo bien…

- Conforme. Peter, dile al chófer que dé un pequeño paseo. No tengo ganas de ir a casa aún.
Quiero decirte cosas. Todas las cosas que no he podido decirte antes. Ahora que estoy de
regreso del valle de las sombras, creo que puedo…

- Perfectamente -repuso Peter.


A continuación indicó al chófer que diera un paseo. El chófer sonrió y dijo:

- Naturalmente, señor. Con ese papel podemos ir a todas partes.

- ¿ En dónde estábamos? -preguntó Peter.

- Hablábamos del motivo por el que yo lloré. Fuiste tú. Estabas al otro lado del despacho de
Aduanas. Tan alto, sólido y fuerte como una roca. Tan bueno, tan malditamente bueno.
Estabas allí en pie en medio de toda la chatarra.

Peter la miró.

- ¿Qué chatarra? -preguntó.

- Mi chatarra. Los años, Peter. ¿Sabes? Todos los años desperdiciados, todo el tiempo que
yo pasé yendo de un lado para otro coleccionando cuerpos, rostros. Resulta cómico
comprobar cómo han desaparecido todos de mí. Pero tú nunca desaparecerás. Quizá porque
pareces unbütldog o un campeón de lucha libre, tan feo eres. ¿Te he dicho alguna vez lo feo
que eres?

- No. Tú nunca lo has hecho.

- Pues lo eres. Horroroso. Un coco para asustar a los niños. Pero con unos ojos tan
bonitos… Castaños, cordiales, amables.

- ¿Es ésta tu última técnica, Judy? -inquirió Peter.

- No. Y si lo es, me ha salido mal. Lo que estaba intentando decirte es lo que no pude decir
cuando bajé de aquel avión, en Méjico, hace dos meses. Y aún no puedo decirlo. Esas
palabras las he empleado demasiadas veces. Han perdido su brillo. Y ahora que las siento,
que las siento de veras y con toda sinceridad, me resultan extrañas.

- ¿ Qué palabras, Judy? -preguntó Peter.

- No puedo decirlas. Suenan terriblemente vulgares. Bien. Cuando yo atravesé aquella
puerta de la Aduana de Méjico, tuve la revelación por primera vez, quiero decir. Más fuerte
que ahora. En la actualidad estoy casi habituada a ello. Me quedé allí con el corazón en la
mano… Mi estropeado, vagabundo y vendido corazón… y con lágrimas en los ojos…
lágrimas verdaderas, no de glicerina… y me sentí literalmente enferma al darme cuenta de
que cuanto había hecho durante todos aquellos años no había sido más que intentar
encontrar un adecuado sustituto tuyo. Un doble, una réplica. Sólo que no encontré ninguno.
Y aunque suena vulgar e increíble incluso para mí, lo que deseaba decirte en Méjico y no
pude, pues no creía poder hablar con acento convincente, fue: «Te quiero, Peter». ¿Sabes?
Te quiero. La emoción que la ingenua siente por el héroe, y no veas en esto sexo. Por lo
menos no todo el tiempo. Cuando pensé en ese detalle, que saltó de pronto como un conejo,
creo que me sentí un poco extrañada. ¿Ves? Poco a poco lo he dicho. Y perdóname, por
favor, por ser tan presuntuosa.

Peter guardó silencio. No había nada que decir en aquel momento. Sentía el retrato de
Alicia en el bolsillo de su americana. La foto estaba creciendo. Después estallaría
rompiendo la tela. Rompiendo su corazón.

Pero Judith tornó a hablar de nuevo.

- La cosa me asaltó de pronto y lloré. El contraste. Después de todas las vulgaridades y los
pretextos, tú. Tal como yo te presentía. No. Mejor. Un poco más feo y un poco más
estropeado. Pero envejecido con tanta calidad como un buen borgoña que no se pica. ¿Te
dijo Dekow cuánto tiempo pasé hablando de ti? -Sí.

- Él lo llamó mi punto crucial. La fatal divergencia de mi vida. ¡Oh, Peter! ¿Por qué no me
sacaste el diablo del cuerpo en Madrid aquella vez obligándome a quedarme? ¡Yo lo
deseaba! Lo deseaba con anhelo…

- Pues no lo parecía -replicó Peter.

- Ya sé. Nunca actúo como deseo. Si yo hubiese dado a conocer lo que quería, lo que quería
realmente… Es cómico. Ellos son siempre los mismos. ¿Te das cuenta? Yo no quiero hacer
las cosas perfectamente terribles que hago. Yo quiero… -¿El qué, Judy?

- Ser mantenida tibia y a salvo. Protegida. Que me digan lo que he de hacer. Te amo,
querido. Sólo que tú lo llamas «necesidad». ¡Oh, Peter! Eso realmente quita el brillo, ¿no?
Estoy siendo sincera de nuevo. Muy mala costumbre eso de ser sincera.

- No -contestó Peter-. Es una buena costumbre, Judy.

- Peter…

- ¿Qué, Judith?

- Llévame a casa ahora. Y escucha, Peter.

- ¿ Qué, niña?

- Cuando lleguemos allí no me hagas el amor. Aunque yo te lo pida.

- Perfectamente, Judy. Pero me pica la curiosidad, ¿por qué?

- Es difícil de explicar, querido. Digamos que quiero estar junto a ti. Estar contigo,
literalmente. Como la definición del Webster (1). Permanecer contigo… Estar junto a ti.
Cerca de ti. Allí. Para poder amarte. A ti, Peter Reynolds. A ese tipo grande, feo y
paleolítico que cuenta con esa hermosa alma. ¡Oh, Peter! ¿Por qué no puede una decir ya
esas cosas? ¿Por qué parece tan vulgar lo que es simplemente verdad? Que eres bueno, que
amo tu bondad, que posees otras cualidades mucho más importantes que tu habilidad como
compañero de lecho, que…

- i En otras palabras, mi alma!

- Sí, maldita sea, y que no te parezca irreverente.


- No me lo parece. Estaba pensando en un verso de una popular canción

(1) Diccionario inglés equivalente al de la Real Academia de la Lengua.

española de hace algunos años:Julio Romero de Torres. Ese verso es: Con alma negra y con
pena.

- ¿ Y qué significa eso?

- Significa una alma negra y con pena.

- ¡ No! ¡ Eso no es verdad! Nada de eso…

Pero Peter se había inclinado para tocar al taxista en el hombro.

- Pare el coche -dijo.

- Peter -dijo Judith-, ¿ qué diablos he hecho o dicho?

- ¿Tú? Nada, niña. Es ese barco que hay amarrado ahí,

en el muelle.

- ¿ Ese blanco tan bonito?

- Sí.

- ¿ Y qué hay de malo en él?

- Nada, excepto que no tendría que estar ahí. Y que tiene un nombre equivocado.

Judith sacó la cabeza por la ventanilla.

- La Flor del Mar -leyó-. The Flower of the Sea, ¿no?

- Sí -contestó Peter.

- ¿ Y cómo tendría que llamarse?

- Dejemos eso, Judith. Estoy equivocado, la cosa no importará nada. Y si tengo razón,
todavía importará menos. Espérame aquí como una niña buena -dijo Peter.

Peter bajó del coche y anduvo hasta el muelle. Casi inmediatamente un policía armado le
interceptó el paso.

- ¿Cuándo ha regresado el yate de su Excelencia? -preguntó.

- Esta mañana -contestó el policía-. ¿ Por qué?

- Soy periodista -repuso Peter- y los actos de su Excelencia siempre son noticia.
- ¿Sus papeles? -pidió el policía.

Peter se los mostró.

- Peter Reynolds.¡Ah, sí! El célebre don Pedro que se dice que es el novio de… Lo siento,
señor. Pero está prohibido que nadie suba a bordo sin un permiso especial de su Excelencia
o de don Luis. Pero si el señor espera un minuto, veré lo que puedo hacer.

- No deseo subir a bordo. Sólo quiero saber por qué ha regresado. Por lo general, cuando el
jefe del Estado sale a…

- Está varias semanas fuera. Pero esta vez… Dígame, don Pedro. ¿No fue usted testigo de
lo que sucedió anoche? He oído decir…

- Sí, lo fui.

- Entonces puedo hablar. Las explosiones se oyeron desde el mar, y las llamas del
aeropuerto y de los hangares pudieron ser vistas desde la distancia en que se encontraba el
yate de su Excelencia. Así que…

- Ya comprendo. Gracias, guardia -dijo Peter. Volvió al taxi y entró en él. Luego dio al
conductor su dirección.

- Peter… -murmuró Judith.

- Ahora no, Judith. Tengo que pensar lo que he de hacer.

El taxi se detuvo ante el edificio.

- Pero, Peter…

- Espera aquí, Judith. No hay tiempo. Lo que tengo que bajar son tu pasaporte y el mío. Ni
siquiera equipaje. Así, si nos detienen, podré decir que hemos ido a beber algo en la terraza
del aeropuerto. Todo lo que tienes que hacer tú es sonreír dulcemente y no decir nada.

Encontró los pasaportes en el acto. Pero permaneció arriba el tiempo suficiente para
escribir: «Continúa siendo "quizá",muñeca, y aunque la esperanza es cosa de locos, yo no
puedo aceptar esa palabra, que es casi "nunca"». Firmó simplemente «Peter», añadió su
dirección en Nueva York y su número de teléfono, metió el papel en un sobre y escribió en
él el nombre de Alicia. Acto seguido bajó la escalera para entregar el sobre a Concha.

Ésta se hallaba en la calle hablando con Judith. El hecho de que Judith sólo entendiera una
palabra de cada diez no turbaba a la portera. Con satisfecha malicia relataba la historia de
cómo doña Alicia, que quería tanto a don Pedro, había salvado a toda la gente de la calle de
ser fusilada, cuando Peter llegó hasta ella. El recién llegado le sonrió ampliamente y en
español dijo:

- Si no mantiene usted su bocaza cerrada, yo, personalmente, me cuidaré de que sea usted
no sólo fusilada, sino torturada hasta que muera. Ahora tome esto y déselo a la dama cuyo
nombre ha mencionado usted con demasiada frecuencia, la próxima vez que ella venga
aquí. ¿Ha entendido usted, Concha?

- Sí,señor -repuso Concha, marchándose rápidamente a su casa.

- Peter -dijo Judith.

- Al aeropuerto -ordenó Peter al chófer.

El taxi se puso en marcha.

- Peter -repitió Judith de nuevo.

- Judith, ¿ no puedes callarte? -exclamó Peter.

- ¡Oh, no, mi radiante muchacho! Porque ese don Pedro no es ninguno de esos centenares
de Pedros que hay aquí, sino tú. Ahora dime, ¿ Cómo es?

- ¿ Quién? -preguntó Peter.

- Doña Alicia -repuso Judith.

- Linda -contestó Peter.

- Vamos, conquistador, di algo más.

- Judy, querida, ¿no te importará que ahorre un poco el aliento que me queda? Porque
aunque me cueste decírtelo, si yo no subo pronto a un avión, el individuo que seráfusilado
seré yo. Y lo pronuncies como lo pronuncies, fusilado quiere decir muerto.

- ¡ Oh! -murmuró Judith-. Peter…

- ¿ Qué, niña?

- ¿ A causa de ella?

- No, Judy. No a causa de ella.

- Entonces ¿por qué, querido? Haz el favor de decírmelo.

- Porque su señoría y Luis Sinnombre no piensan igual sobre ciertos delicados asuntos, y yo
he sido pillado en medio. Pero no me hagas preguntas. Vamos a comer alguna tarta de
queso con cerezas en Lindy's, ¿ quieres?

- ¡Oh, muy bien! -exclamó la joven-. Vamos.

La empleada del mostrador de recepción se mostró muy amable. Pero cuando Peter solicitó
dos pasajes para Nueva York, dejó de sonreír.
- Sus pasaportes, por favor -pidió.

Peter se los entregó. Lo que ella buscaba tardó dos segundos en encontrarlo, o más bien en
no encontrarlo.

- ¡Pero ustedes no tienen visado de salida! -dijo la muchacha.

- Escuche,cielito lindo -dijo Peter-, somos ciudadanos de los Estados Unidos, ¿recuerda? Ya
sé que para salir de esta democracia orgánica, libre y liberal, los de Costa Verde necesitan
visados de salida y un certificado de la policía local que diga que no han dicho nada
inconveniente durante los últimos seis meses. Pero nosotros no. Los pasajes, por favor, sea
usted una buena muchacha.

- Lo siento -repuso la empleada.

- ¿Por qué no?

- Estado de alarma nacional. Se han producido… bueno, ciertos actos de sabotaje…

- La base aérea militar ha sido volada. Todos los aparatos que había allí han sido destruidos.
Varios pilotos, mecánicos y otro personal murieron. El asesino escapó, después de herir
entre otros a doña Alicia Villalonga, viuda de Duarte y hermana del jefe del Estado. Esos
acontecimientos yo los he presenciado y ya los he comunicado a mi periódico por medio de
palomas mensajeras. Así que mantenernos aquí es ridículo. Vamos,maja vestida, dénos los
pasajes.

- Lo siento,señor, pero he recibido órdenes. Usted tiene que cursar la petición de visado de
salida con diez días de anticipación lo mismo que todos los demás, y lo ha de presentar a la
policía del barrio en que viva. Desde esta mañana, los extranjeros no están exentos de esta
formalidad.

- Ya veo. Gracias, señorita.

- De nada -contestó la empleada.

- Ya sé que de nada -contestó Peter-. Y, señorita…

- ¿Qué, señor?

- La invito. A mi entierro, se entiende.

- ¡Oh, Peter, Peter! -exclamó Judith. -Tranquilízate, Judy. Siéntate en la sala de espera
mientras yo telefoneo… -¡ Peter, por Dios!

- Judy, deja a Dios en paz por el momento. Yo ahora tengo que intentar cuidarme de Peter y
de Judith. Voy a tratar de ponerme en contacto con don Luis. A ver si leconvenzo de que la
piel perforada por balas no está de moda este año. Resulta muy poco sana, poco
presentable, ¿no es cierto?
- Peter, si no deja s de hablar así, gritaré.

- Niña, grita por loe dos, ¿quieres? Ahora siéntate ahí -dijo Peter, que inmediatamente se
alejó.

Llamó al hospital en primer término. Pero no le pusieron en seguida con la habitación, pues
insistieron en que la joven sehabía marchado. Entonces Peter pidió hablar con Vince, el
cual confirmó lo que la hermana había dicho.

- Sí, Peter. Alicia se ha ido a su casa. 7o intenté hacerla comprender que era peligroso
marcharse a casa, pero ella no quiso escucharme.Y uno no puede decirle que no a doña
Alicia, ¿verdad? Aunque no creo que le pase nada. La vendé como a una momia. Y si se
mueve, le dolerá tanto que tendrá que echarle. ¿ Qué dice usted? No, Peter, nadie ha estado
aquí preguntando por usted. Muy bien, le llamaré esta noche.

A Peter no le costó trabajo ponerse al habla con don Luis. La conversación fue breve. Don
Luis sugirió cortésmente que Peter fuera a verle a su oficina. No pareció ni turbado ni
preocupado.

Peter llevó primero a Judith a su casa. Esto resultó bastante fácil. Lo que le costó algún
esfuerzo fue convencerla para que se quedase.

- Mi querido Peter -dijo don Luis-, si usted me ayuda contestando con veracidad a unas
cuantas preguntas, creo que podré arreglarlo todo. En primer lugar, ¿cómo pudieron
penetrar esos comandos en el aeropuerto?

- Un comando, no muchos -contestó Peter-. Sólo se trataba de uno. Si hubiera habido
muchos como él, ahora estarían sentados en esa silla haciéndole a usted preguntas.

- No lo dudo. ¿Cómo pudo hacerlo ese único individuo, Peter?

- Entró escondido entre los asientos del coche de Alicia -repuso Peter.

- Así lo supuse. ¿ Por qué?

- Se mostró terriblemente persuasivo. Su persuasión estaba robustecida por una pistola de
veinticinco tiros que podían ser disparados en tres segundos.

- De nuevo conforme. Ya suponía yo que fue usted coaccionado. Pero lo que ya le va a
resultar muy difícil de explicar es por qué, después de haber dejado a Alicia en el club de
oficiales, no informó usted de lo que estaba sucediendo.

- Me amenazó con disparar sobre Alicia si lo hacía. Sobre Alicia, Luis, y no sobre mí.
Imaginó que yo estaba dispuesto a arriesgar mi cabeza, pero no la de ella. Tenía razón.
Mucha razón. La prueba de lo que estoy diciendo es que el bastardo, pensando que yo había
hablado, disparó contra Alicia. Por suerte, su puntería no fue muy buena.

Luis Sinnombre sonrió muy lentamente.


- Usted, mi querido Peter, o está diciendo la verdad o es el mayor embustero del mundo.
¿Cuál de estas dos cosas es cierta?

- La primera.

Luis continuó sonriendo.

- De todas formas, eso no importa ahora. Miguel ha sido informado de que Alicia está
enamorada de usted. Yo le hice saber que si él sufría un fatal ataque al corazón, podía dar
por seguro que usted acabaría casándose con ella, y de esta forma dejó de gritar como un
toro embravecido. No ha sido informado ni siquiera de si estaba usted en situación de poder
consumar este gran amor entre usted y Alicia. A propósito, si como Alicia insiste
tercamente, usted no se ha cuidado de ese detalle, podría no ser una mala idea atenderle.
Una anticipación del cielo para usted podría ser un excelente seguro de vida. De todos
modos, no se preocupe. Miguel no es muy listo. Ha insistido en que si ella no ha estado con
usted, no hay peligro, a lo cual yo pude replicar fácilmente que desde el momento en que él
ha permitido a Alicia ir y venir con la estúpida idea de que se podía tener confianza en ella,
Alicia podía correr mucho mayor peligro andando sola, y Allí que guiando su Lincoln como
un loco, usted probablemente había salvado su vida. Entonces él empezó a murmurar
palabras y a lanzar ridículas amenazas diciendo que pegaría a su hermana hasta dejarla
medio muerta en cuanto le levantasen el vendaje.

- Dígale a Miguel de mi parte…

- ¡Un momento, Peter! Déjeme manejar a Miguel a mí. Yo sé cómo hay que hacerlo. Todo
lo que yo deseo de usted es un poco de cooperación.

- ¿ Qué clase de cooperación?

- Primero de todo que usted se contenga y no haga más intentos de abandonar el país como
ha hecho esta mañana.

- De acuerdo -repuso Peter-. ¿ Y después?

- Lleve usted a la querida Judith a un club de noche. ¿Puedo sugerir el Obsidian Room del
Verdian Hilton?

- De acuerdo otra vez. ¿ Por qué?

- Una representación especial en honor de Miguel. Si él le ve a usted muy atento con la


hermosa Judith, que es ciertamente un plato sabroso, él se sentirá tranquilizado respecto a
sus intenciones hacia esa huesuda mónita de su hermana, o quizá nuestra. Ni siquiera él
tiene ilusiones sobre su aspecto.

- Sólo las tengo yo. ¿Y qué sucederá cuando él le cuente a Alicia la representación?

- No tendrá que contársela. Ella estará allí.

- Escuche, don Luis. Alicia está herida, y aunque sea una herida pequeña, siempre duele.
- Ya sé. Pero no ha sido idea mía, Peter, sino de ella.

- ¡Oh! -exclamó Peter.

- La cuestión es evitar que Miguel le haga a usted alguna trastada. O bien que encuentre
alguna excusa caprichosa para el asesinato. Naturalmente, ella está segura de que su tierno
corazoncito se sentirá ligeramente roto. Lo siento. Pero eso no puede evitarse. Usted puede
repararlo dulcemente más tarde…

- No estoy seguro de que me guste eso…

- Mi querido Peter, estoy intentando mantenerle vivoy en funcionamiento. Yo baso mi


futuro en este amor de Alicia, y es imprescindible lo que Miguel pueda hacer. Por causa de
Alicia puede correr el riesgo de arruinar al país por el simple placer de matarle a usted. Uno
no puede vaticinar nunca nada cuando se trata de Miguel. Su mente funciona de manera
extraña. Yo le aconsejo que coopere.

Peter miró a don Luis.

- Luis, acaba usted de venderme un billete de lotería -repuso.

Cuando Peter abrió la puerta del piso, Judith no corrió a su encuentro, sino que lo hizo muy
lentamente, con el rostro estirado y blanco.

- ¿Y bien? -preguntó la joven.

- El tiroteo se ha aplazado -repuso Peter-. Puedo ser blanco mañana, pero esta noche habrá
paz. Es maravilloso. Así que lo vamos a celebrar. Y en el lugar más bonito de la ciudad, en
el Obsidian Room.

- Peter, no creo que yo…

- Judith, tenemos que hacerlo. Es una orden.

- ¡Oh! -exclamó Judith.

- ¿Y no tengo derecho a un pequeño beso? -dijo Peter.

- No. Si. Pero primero cierra los ojos y extiende las manos.

Peter cerró los ojos y extendió las manos, y la joven echó algo en ellas, algo ligero, en
polvo y seco. Peter abrió entonces los ojos y se contempló las manos. Tenía en ellas colillas
de cigarrillos manchados con carmín de labios.

- No creo que tenga que recordar al gran amador que yo no fumo Players -dijo Judith.

- ¡Oh, diablos! -exclamó Peter.

- También estuvo manoseando mi ropainterior esa celosa sorra -afirmó Judith. Peter no
repaso.

- Muy bien -continuó Judith-. No te haré ninguna escena, querido. ¿Qué derecho tengo yo?
Peter, una pregunta. ¿Quieresdeshacerte de mí? -No -contestó Peter. -¿Lo dices de veras,
querido? -De veras -contestó Peter.

- No te preocupes. No voy a preguntarte por qué lo dices de veras. Sé que a veces no hay
que hacer indagaciones. Peter… -¿Qué, Judy?

- Creo que deberías entregarte al amor ahora. Ya sé que te dije que no. Pero ¡oh, Judas.'
Ahora necesito que me consueles. Por favor…

- ¡Ahí Perfectamente, niña -contestóPeter.

XIII

Las paredes de la Obsidian Room eran de cristal negro. Las luces se hallaban escondidas
tras cupidos de yeso. Los componentes de la orquesta vestían esmóquines blancos con
solapas plateadas. Los instrumentos eran también blancos. Mediante el truco de apagar
todas las luces excepto un par de rayos ultravioletas, los instrumentos parecían flotar en
medio del aire, empuñados por trajes blancos que no tenían a nadie dentro. Incluso la
muchacha que cantaba desaparecía, quedando tan sólo su vaporoso vestido blanco flotando
en la oscuridad sin medios visibles de sostenimiento.

- ¡ Qué lujo! -exclamó Peter con ironía.

El camarero los condujo hasta una mesa con ayuda de una linterna. Luego, desapareció. Las
luces se volvieron a encender y las cosas adquirieron contorno. Alrededor de ellos había
mesas con flores, gente.

Peter empezó a tranquilizarse. Luego vio lo que había junto a las paredes. Detrás de todas
las columnas.

- ¡Hum! -masculló.

- ¿Por qué ¡hum!, querido? -preguntó Judith.

- ¿Has observado que esos monos con traje de etiqueta parecen más monos que los que se
encuentran en la selva? -dijo Peter.

- ¡Oh! -murmuró Judith-. ¿Por qué se encuentran aquí? ¿Para vigilarte a ti?

- No. Eso significa que se va a presentar un pez gordo. La situación aparece un poco
incierta, ya que los comunistas aniquilaron la fuerza aérea de Costa Verde. El ministro de la
Guerra se encuentra ya en Washington para solicitar jets. Dicen que Fidel está, preparado
para invadirnos…
- ¿ Y lo está de veras?

- No. Tiene bastantes preocupaciones en La Habana. No sé por qué, pero me divierte ver
sudar a esos tipos. ¿ Recuerdas lo llenas que estaban las calles de guardias esta mañana?
¿ Cómo se vigilaban los unos a los otros?

- ¿Qué desea, señor? -preguntó el camarero.

- Champaña -contestó Peter-. Piper Heidsieck 43.

- Lo siento, señor. Pero…

- Entonces de la Viuda de Cliqcot. Del mismo año. O MummBrut. O cualquier otra maldita
cosa, con tal que no sea rosa, que no sea dulce.

- Muy bien, señor -repuso el camarero.

- Peter -dijo Judith-, mira quién acaba de entrar.

- No -repuso Peter-, no quiero mirar. Tan pronto no. No sin tener un trago dentro de mí.

- Pero, querido, si es el doctor Vince, y con una muchacha. Una muchacha muy bonita.
Probablemente su esposa. Debe de tener esposa, ¿ no?

- Sí. Pero por regla general nadie se pasea con su propia frau en Costa Verde.

- ¡Oh! -exclamó Judith-. Peter, creo que viene hacia aquí.

- ¡ Oh, Dios! -exclamó Peter.

- Pero ¿por qué, querido? Pensaba que sentías simpatía por él.

- Judy, esta noche no siento simpatía ni hacia mí mismo.

Vince se encontraba junto a la mesa y les sonreía. Peter se puso en pie.

- Peter -dijo Vince-, ¿puedo presentarle a mi ruborosa esposa? Es decir, antes acostumbraba
a ruborizarse. Pero ahora se ha olvidado de hacerlo. Paloma, cariño, éste es Peter Reynolds.

- Encantado -respondió Peter-. Y esta…

- ¡Oh! Ya sé quién es -afirmó Paloma Gómez-. Ella es precisamente la razón de que


estemos aquí. Insistí encarnizadamente para que Vince me trajera. Me moría de deseos de
conocer a usted. ¿ Me perdona, miss Lovell?

- Naturalmente -contestó Judith-. Aunque no comprendo por qué tengo que perdonarla. A
mí me gusta que me adulen.

- ¿Se sientan ustedes con nosotros? -inquirió Peter.


- Gracias -contestó Vince.

Éste hizo un signo al camarero, que se presentó en seguida escoltado por un muchacho con
dos sillas más.

- Vince -dijo Peter-, ¿cómo diablos sabía usted…?

Vince se acercó más y bajó su voz.

- ¿Que ustedes dos se encontrarían aquí esta noche? Muy sencillo. Luis me llamó. Nos
vemos de ventana a ventana cuando nos vestimos. Mi paloma no sabe esto, aunque…

- ¡ Oh! -exclamó Peter.

- Está usted en un aprieto, Peter, y todo lo que yo pueda hacer para ayudarlo lo haré.

- Hijo, ¿ha traído con usted su costurero?

- Dios mío, Peter, ¿ por qué?

- Para coser de nuevo los trozos sueltos -repuso Peter.

- He visto todas sus películas -estaba diciendo Paloma a Judith.-. Me parece que no he
perdido ni una.

- ¿ Y cómo ha podido usted soportarlas? -preguntó Judith.

- ¡Vamos, Judith! -exclamó Vince-. Usted ha hecho algunas cosas buenas.

- Sí -dijo Judith-. Dos. Una fue dejar Hollywood. La otra, arrastrarme de rodillas hasta
Peter. Son las dos cosas que he hecho en mi vida con cierto buen sentido.

- Judith -dijo Peter-, bébete el champaña. Por lo general, la gente llora sobre sus copas
después, no antes.

Lo malo fue que Judith le tomó la palabra. Pero en lugar de aumentar su tristeza, se puso
alegre. Peter, pasado un tiempo, dejó de contener el aliento. Porque, con toda decisión,
Judith quiso ser amable, y cuando Judith, deliberadamente, decidía ser amable, era digno de
contemplar lo que le sucedía a la gente de alrededor. Se derretía. Bajo la hipnótica,
encantadora, y tierna luz de su mirada y la suave y líquida caricia de su voz, todos se
tornaban de cera, esperando desesperadamente ser moldeados en la forma que anhelaba el
corazón de la joven. En ello había algo terrorífico, pues no se podía nunca estar seguro de si
ella no podía súbitamente variar de técnica y destruir las criaturas que había hecho. Durante
todo el tiempo en que Judith estuvo hablando de la industria cinematográfica -ya
moribunda y medio fantasmal cuando la joven había ingresado en ella, así que su carrera se
había deslizado sobre la ola final de la disolución-, Peter la estuvo mirando con el rabillo
del ojo, escuchando su voz, que ensartaba mentiras en beneficio de Paloma con tal
brillantez y sinceridad, que aunque él sabía cómo había sucedido todo aquello en realidad,
descubrió que casi prestaba crédito a sus palabras.
- Así que -estaba diciendo Judith- todo lo que yo tenía encima eran unas cinco libras de
perlas. ¿Saben ustedes? El concepto que tienen en el departamento del vestuario de cómo
vestía una emperatriz bizantina…

- Quieres decir el concepto que tiene de cómo encandilaba a los demás -dijo Peter.

- Eso es, querido. Claro como la luz. Pero de todos modos, Paloma querida, se suponía que
yo llevaba algunas cosas debajo de toda aquella bisutería. Las prendas esenciales. Peter,
¿puedo decirle a Paloma esto? Ya sé que las muchachas españolas son pacatas…

- ¡ Ahora ya no le queda más remedio que decírmelo! -afirmó Paloma.

- Muy bien. Así con las cuentas me entregaron una especie de medio sostén y uncache-sexe.
Esto suena más decente que una cuerda afinada en sol, ¿no es verdad, Peter, querido?

- ¡ Judy, por el amor de Dios!

- Sea lo que fuere, hacía muchísimo calor en Madrid y yo me dormí en mi camerino. Así
que cuando me llamaron, me puse las cuentas y olvidé las prendas esenciales. Yo noté que
los cameramen y los ayudantes me miraban mucho. Pero con tal atuendo no era de extrañar.
Además, todo lo que tenía que hacer en aquella escena era permanecer sentada en un trono.
Supongo que todo hubiera salido a pedir de boca si Peter no hubiese elegido aquel
momento para presentarse. Yo no le veía hacía años y, naturalmente, he estado enamorada
de él toda mi vida.

- ¡ Judy, por favor! -murmuró Peter.

- ¡Oh, déjala hablar, Peter! -pidió Vince.

- Así que me levanté tal como estaba y eché a correr a su encuentro. Bien, un cameraman
listo me fotografió, y luego hizo una fortuna vendiendo copias de la fotografía.

- ¡Qué terrible! -exclamó Paloma.

- Sí, tiene usted razón, querida -repuso Peter-. Pero fue todavía mucho peor. ¿Quiere usted
conocer toda la horrible verdad?

- Naturalmente -repuso Paloma.

- La verdad es que ninguna palabra de las que ha dicho Judy es cierta.

- Vamos, Pe-tah.

- Ella llevaba encima algo así como el traje de la madre Hubbard. Metros y metros de tela.
Un manto de lentejuelas y una corona. Estaba tan malditamente tapada…

- Peter -dijo Judith con voz que dejó helado a Peter-, ¿ quién es esa muchacha?

- ¿ Qué muchacha? -preguntó Peter.


- Ésa, esa morenita. Asombroso. Parece como si navegara en una barca por el Nilo.

Peter no se volvió.

- ¿ Por qué lo preguntas? -inquirió.

- Por cómo te mira -contestó Judith-. Yo diría que todo lo que necesita para ser
completamente feliz es un tenedor y un cuchillo, y a ti en el plato, querido. Ese brillo de sus
ojos es positivamente caníbal.

- Judith, ya estás imaginando cosas de nuevo.

- No, Peter, querido. ¿Sería bien visto en la mejor sociedad de Costa Verde si yo me
acercase a ella y la golpeara?

Vince se echo a reír.

- Temo, Judith, que si usted golpeara a esa criatura, acabaría ante un pelotón de ejecución.
Esa muchachita es la hermana del Jefe del Estado.

- ¿Doña Alicia? ¡No! -exclamó Judith.

- La misma -contestó Vince.

- Pe-tah -empezó Judith.

- ¡Oh, Dios mío! -murmuró Peter.

- Vamos, querido. Todo lo que iba a preguntarte era si creías que la orquesta
conocíaFrankie and Johmvy…

- ¡ Diablos, no! -contestó Peter.

- ¿ Por qué, Judy? -preguntó Vince.

- Quiero cantar esa canción. Celebrar estar hecha de barro. O muy cerca. Realmente, lo que
quiero decir es este punzante verso: «¡Él era mi hombre-e-e-e, pero me engañó!».

- Vamos, Judith -dijo Peter.

- Bien, ¿ no me has engañado?

- No -contestó Peter.

- Entonces eres un tonto. Ella debe de haberte enseñado algo nuevo, algo con salsa caliente
y pimientos de Chile. Vince, ¿ quién de ellos es su señoría?

- El que está a la izquierda de ella.


- ¡ Oh! -exclamó Judith.

- Está usted entre amigos -dijo Vince-. Diga lo que piensa. Siento curiosidad.

- Ése ha inventado un nuevo estilo de placeres -dijo Judith-. Sutil, delicadamente cruel, una
cosa así como escuchar una sonata de violín mientras se observa a un hombre que es
torturado hasta la muerte. ¿Tengo razón?

- Del todo -contestó Vince.

- Observe qué displicente se muestra. Aburrido. Como Nerón. O como Calígula. No, mejor
como Nerón. Calígula era simplemente un idiota. Pero éste está loco debido a sus
perversiones. Mataría a su propia madre por una diversión. Dígame, doctor Vince, ¿ quién
es el otro?

- Luis Sinnombre -repuso Vince.

- ¡Hum! -exclamó Judith-. Ése me gusta. Compraría una porción de él. Tiene un aspecto…
Tiene un aspecto… ¡Paloma, perdóneme, pero tiene un aspecto de diversión horizontal!

- Judith -dijo Peter-, tengo la sensación de que la única que va a ser golpeada eres tú,
querida… y por mi, si no acabas pronto de hablar así…

- Eso parece tan cerca de los más bajos fondos como un burdel -dijo Judith-. Apuesta
cualquier cosa a que yo no soy una buena muchacha, querido. Ya sabes, Peter, tú eres
completo del todo. ¡Pero ese Luis! ¡Oh, hermano!

- ¿Sabe usted? -dijo Vince-. Es curiosa la línea que separa los sexos. Las mujeres no tienen
la menor idea de por qué encontramos excitantes a ciertas criaturas, y viceversa. Sé que
Luis tiene mucho éxito entre las mujeres. Pero no acierto a comprender por qué. Es un ser
de aspecto terrible, ¿no es verdad?

- Esos ojos de tolteca -dijo Peter-. Esa boca de jaguar…

- ¡Vamos, Peter! ¡Qué poeta es usted! -afirmó Paloma.

- Yo me limito a citar lo que dice una de las ex amigas de Luis -contestó Peter.

- Ahora comprendo lo que tú ves en ella, querido.

- ¿La salsa caliente y los pimientos de Chile? -preguntó Paloma-. ¿Sabe usted, Judith?
Nosotras las hispanoamericanas estamos un poco cansadas de esa concepción que ustedes
las nórdicas tienen de nosotras. No somos en absoluto…

- No hablaba en serio -repuso Judith-. Sólo bromeaba con Peter. El caso es que yo no
pienso así. Creo que ella es linda, con una fealdad agradable. Pero interesante. Ese rostro
con tanta alma… Probablemente no valdrá nada en la cama… pero…

El champaña que estaba bebiendo Peter se le fue por otro lado y tosió. Judith le miró.
- Vamos -murmuró la joven-, ¿ya has sido alcanzado?

- Escucha, Judith…

- ¡Oh, Peter!

- Niña -dijo Peter-, ¿ es que ya me ves agujereado?

- ¡Oh, no! No me tengas rencor. Ella es un pequeño número sin importancia, pero nunca
será tan estúpida como para…

Se detuvo en seco, pues el jefe de los camareros estaba haciendo una reverencia junto a su
mesa.

- …ser cazada -acabó la joven, mirando al camarero.

- ¿Señor Reynolds? ¿El doctor Gómez? -empezó el jefe de los camareros.

- Sí. ¿Qué hay?

- Su Excelencia pide que pasen juntos con las damas que los acompañan a su mesa para
gozar el placer de su compañía -dijo el camarero.

No era la primera vez que Peter veía a Miguel Villalonga. Pero si era la primera vez que se
encontraba con él después de conocer a Alicia, y ahora, al mirarle, el efecto fue
desconcertante. Era como si alguien hubiese expuesto la cabeza exquisitamente esculpida
de la joven a una llama, dejándola derretir un poco, dejando que luego se transformara en
carne. Los llenos labios de Alicia resultaban en el rostro de su hermano negroides: un poco
azulados, consecuencia quizá del estado de su corazón, desaparecían en las comisuras bajo
un escaso bigote mongólico. Su expresión era felina. Poseía la soñolienta mirada de un tigre
bien alimentado, pero de un tigre perfectamente deseoso de matar por placer, después de
haber saciado los apetitos normales. Sus ojos poseían la misma oblicuidad tluscola de los
de su hermana. Pero así como los de Alicia eran luminosos, los de Miguel carecían de luz.
En ellos se reflejaba la negrura del abismo, la noche de frío hielo del infierno. Era un poco
corpulento, probablemente a consecuencia de la forzada falta de ejercicio. Vestía de blanco,
como siempre, y su esmoquin denotaba un corte excelente. Fumaba un largo y delgado
cigarro que parecía un lápiz, dejando que su humo ascendiera más arriba de sus helados
ojos negros. Llevaba las uñas delicadamente manicuradas y teñidas con un esmalte de
suave color rosado. En uno de sus dedos lucía un anillo de oro macizo.

Cuando miró a Peter las aletas de su nariz hicieron un movimiento que fue una exacta
réplica de los de Alicia, tan parecido que quitó el aliento a Peter. También notó Peter con
nitidez una cosa: que Luis Sinnombre estaba equivocado. No manejaba a su Excelencia,
Miguel Villalonga, por mucho que se vanagloriase de ello, ni tampoco le engañaba. No
podía ocultar nada a aquellos fríos ojos negros si éstos deseaban realmente ver. El mango
de la sartén lo tenía él. Allí había grandeza, grandeza maligna, por supuesto, pero grandeza
en fin dé cuentas. La única cualidad que a través de la historia humana ha sido siempre
independiente de la moralidad.
Miguel no se puso en pie ni siquiera para saludar a las damas. Permaneció examinándolas
hasta que todos los nervios de ellas parecieron gritar.

- Misa Lovell -dijo al fin-, Costa Verde se honra con su presencia.

Su voz era ligera, seca, sonaba como cuando se rasga una seda oleosa.

- Gracias, Excelencia -repuso Judith.

- Éste -continuó el dictador- es mi secretario, Luis Sinnombre. Eso significa en la lengua de


ustedLouia Without A Ñame.

- ¡Oh! -exclamó Judith-. ¿Cómo está usted, don Luis?

Luis se inclinó sobre la mano de la joven y se la llevó hasta los labios. La besó en lugar de
hacer solamente el ademán, que era lo que pedían las buenas maneras.

- Doctor, doña Paloma, hagan el favor de sentarse -pidió Miguel-. Y usted también, mister
Reynolds. Ahí, junto a mi hermana. Creo que ya se conocen ustedes.

- Sí, nos conocemos -afirmó Peter.

- Pero yo no me había encontrado con ella -dijo Judith-, y precisamente estaba deseándolo.
Peter me ha hablado tanto de ella…

Los ojos de gacela de Alicia acusaron una gran desolación.

- ¿De veras? -preguntó el dictador-. Yo no sabía que ellos se conocieran tanto. Pero ya ha
visto usted lo que pasa, miss Lovell. Nadie me cuenta nada.

En medio de un breve cosquilleo de risas, todos tomaron asiento.

- Peter, querido, ¿tienes un cigarrillo? -preguntó Judith.

- Naturalmente -repuso Peter ofreciéndole un paquete de Chesterfield.

- ¡ Oh, no de ésos! -exclamó Judith-. ¿No tienes Playera?

Alicia la miró.

- Yo tengo -dijo, ofreciéndole su pitillera de oro con su monograma.

Miguel Villalonga arqueó una ceja.

- Es raro que tengan ustedes gustos similares en los cigarrillos -dijo.

- Tenemos gustos similares en muchas cosas, ¿no es verdad, doña Alicia? -preguntó Judith.

Luis Sinnombre se echó a reír.


- ¡Mujeres! -exclamó. ': -¿No es cierto? -insistió Judith.

- No lo sé -contestó Alicia-. En hombres… quizá sí. Creo que Peter es… muy simpático.

- Lo es -afirmó Judith-. ¡Oh, lo es! No tiene usted idea de cómo…

- Miss Lovell -dijo Luis-, ¿me concede usted este baile?

Judith le sonrió.

- Bien -repuso-. Pero yo deseaba bailar con su Excelencia primero… sino es algo delése-
majesté. ¿Lo es, Excelencia?

Villalonga sonrió.

- En absoluto. Pero desgraciadamente, miss Lovell, por culpa de una puntería asesina, me
siento un tullido. Baile con Luis. Es buen bailarín.

- Claro que sí -repuso Judith poniéndose en pie.

Luis la tomó del brazo y ambos se dirigieron a la pista de baile.

Peter sintió fija en él la mirada de Alicia.

- Peter -dijo la joven.

- ¿Qué, doña Alicia? -contestó.

- ¡Oh! -exclamó la joven-. No sea tan ceremonioso. Mi arrogante y estúpido hermano no


me importa nada. Llámeme Alicia, como siempre ha hecho.

- De acuerdo,nena. ¿Está ahora mejor?

- Mucho mejor -repuso Alicia-. ¿Me concede este bai le, por favor?

Peter miró a Miguel Villalonga y de nuevo a Alicia.

- Encantado -repuso tomando a la joven del brazo.

- ¿Saben ustedes? -dijo Miguel Villalonga-. Tengo la clara impresión de que me han estado
mintiendo sobre ungran número de cosas.

- Así es, querido hermano. Te han estado mintiendo -repuso Alicia, mientras marchaba en
compañía de Peter hacia la pista de baile.

La orquesta tocaba un cha-cha-chá. Peter no sabía bailarlo muy bien, pero se las arregló
para salir adelante. Luego, la orquesta inició un bolero lento. Petersonrió. Después de los
años pasados en España, bailaba muy bien el bolero.
Apretó a su pareja contra él.Entonces sintió que Alicia vacilaba. En el acto la soltó.

- ¡Dios mío,nena! Me olvidaba -exclamó.

- No -contestó la joven-. Abrázame, Peter. Meduele un poco, pero no tanto como si no me
abrazas. ¡Oh, Peter, cielo…! Yo…

- Nena -murmuró Peter.

- Nunca hasta ahora he deseado matar a nadie. Pero ahora lo deseo. ¡Oh, cómo la odio! ¡Oh,
cómo me gustaría sacarle los ojos!

- Nena -murmuró Peter de nuevo-. Desecha ese pensamiento. No tenemos tiempo ni


espacio para pensar. Por el momento todo está lleno de enemigos. Multitud de ellos.

- Y yo… -murmuró la joven,y su voz se tornó iracunda-. Si pudiera besarte ahora mismo'-
murmuró-. Si por lo menos pudiera hacerlo…

- Ya somos dos -repuso Peter.

Pero Alicia no le contestó. Peter miró hacia abajoy vio que la joven estaba llorando. Quedó
inmóvil.

- No -dijo Alicia-. Sigue bailando.

La joven bailaba de la manera queél sabía que podía hacerlo. Totalmente. Alicia era la
música, el ritmo, un lento latido, la perezosa guitarra rasgueaba lánguidamente.

La música se detuvo y Peter cogió a la joven del brazo.

- No -dijo Alicia-. No me hagas regresar. Él sabe que yo te quiero. Y tendrá que
acostumbrarse. Y ella. Porque de ahora en adelante voy a separarte de ella. ¡Oh, Peter,cielo,
tú no perteneces a esa horrible mujer! ¡Yo no lo permitiré!

- Muñeca -dijo Peter.

- ¡No le permitiré, Peter! Porque…

Lo siguiente que tocó la orquesta fue un tango. Peter abrazó a Alicia de la manera que hay
que hacerlo cuando se baila un tango. Ella se le adaptó como una segunda piel. Bajo la
delgada tela de su traje, Peter sentía la gasa del vendaje y apartó la mano.

- Pon de nuevo la mano ahí -pidió Alicia.

Peter sintió los temblores de Alicia. Pero la joven no falló ni un paso. Peter observó que
Luis y Judith seguían aún bailando y que Vince y Paloma también lo hacían ahora, flotando
de un lado para otro por el margen lateral de su mirada. Pero entonces olvidó que ellos
existían; se olvidó de Miguel Villalonga y de la fría amenaza de su mirada; se olvidó del
tiempo, percibió el lento temblor del cuerpo de Alicia abrazado a él, el contacto
ininterrumpido desde debajo de la garganta hasta por encima de la rodilla, contacto que
siguió a través del tango, moviéndose en una especie de trance a través de pasos tan
intrincados y tan espectaculares que la pista de baile se vació, y Judith, Luis, Vicente,
Paloma y todos los restantes bailarines formaron un círculo que les observaba mientras la
orquesta seguía tocando un tango tras otro, hasta que finalmente Peter se dio cuenta de ello
y se detuvo. Cuando esto ocurrió, los espectadores aplaudieron larga y fuertemente.

- Muchachos -dijo Judith-, los directores de esto tendrían que pagarles a ustedes. ¡Qué
actuación! Peter, querido, me lo tenías muy escondido. Ignoraba que pudieses bailar así.

- Quizás él no pudiera hacerlo… con usted -replicó Alicia-. La cosa requiere cierta…
Peter,cielo. ¿Cómo se dice en inglés compenetración?

- No se preocupe -dijo Judith-. Aunque yo diría que una pista de baile no es un lugar para
eso. Ha sido un poco atrevido. ¿No lo cree usted doña Alicia?

- ¡Oh! -exclamó Alicia-. Usted desfigura el significado de aquello a que yo me refería. Pero
no importa. Peter, cariño, debemos regresar ahora. He de empezar a convencer a mi
hermano para que no te mate.

Regresaron a la mesa donde se encontraban el dictador fumando su delgado puro negro y


observándolos con sus fríos ojos de basilisco.

- ¡Ah, Reynolds! -exclamó Miguel-. Posee usted talento oculto. Y también tú, querida
Alicia. ¡Qué espectáculo, qué espectáculo! Sospecho que debe de haber habido otros que yo
no he presenciado. Por ejemplo, y a propósito de Marisol Talaveda, que se fuese en un jet
hacia Nueva York, la pobre no habría podido nunca cumplir las órdenes. Lo cual me hace
sospechar que Luis se puso sentimental y le permitió que me desafiara… o bien…

- O bien ¿ qué, Miguel? -inquirió Alicia.

- Q bien… Nada, mi querida Alicia. Algunas suposiciones muy difíciles de imaginar. ¿No
lo cree usted así, miss Lovell? Uno se encuentra en la situación del marido cansado que
siempre telefonea a su hogar antes de regresar a él inesperadamente. Muy prudente, ¿ no
creen ustedes?

- Muy prudente -repitió Judith-. Especialmente si mi Peter está en la ciudad.

Todos rieron y tomaron asiento.

- Dígame, Reynolds -pidió Villalonga-, ¿no es usted comunista? Digamos un poco, como
viajero.

- No -contestó Peter.

- ¿ Por qué no? -preguntó el dictador.

- Porque empujan a la gente de un lado a otro -contestó Peter.


Miguel Villalonga rió. Con alegría, con toda su alma.

- ¿ Y eso es un terrible crimen?

- El más terrible de todos -contestó Peter-I Demasiado duro para ser detenido. Empezó con
algunas cabezas rotas en Munich y acabó en Dachau.

Villalonga dio varias chupadas a su cigarro mientras examinaba a Peter.

- ¿Y qué piensa usted, mi querido Reynolds, de mi Gobierno?

Peter sonrió.

- No me atrevo a decirlo -contestó. -¿Por qué no?

Las tres palabras sonaron como un chasquido de látigo. Peter sonrió aún más lentamente.

- Por que hay damas presentes-contestó. Miguel Villalonga le miró. Durante largo tiempo.
Durante muy largo tiempo. Luego, súbita y abruptamente, el director echó hacia atrás la
cabeza y lanzó una carcajada.

- Mi querido Reynolds, un hombre con el nervio de usted merece vivir -dijo-. Me gusta
usted. ¡Maldita sea, me gusta!

Se volvió en su silla con la mano levantada. Cinco camareros, dos de los cuales chocaron
uno con otro, convergieron hacia su mesa.

- Más champaña -dijo elIndomable. -Miguel… -empezó a decir Alicia. -¿ Qué quieres,
querida hermana? -Escúchame bien -dijo Alicia.

Luego, muy de prisa, en una larga parrafada de puro, bello y preciso castellano, continuó:

- Yo quiero a Peter. Si le matas, no le sobreviviré ni una hora. No importa lo que tú hagas
para evitarlo. Aunque pongas guardias que me vigilen como has puesto a nuestra querida y
respetada madre. No hay modo de detenerme… lo mismo que no has podido detenerme de
hacer otras cosas que ya he hecho… El rostro de Miguel se oscureció, se congestionó. -
¿ Con… él? -preguntó. Alicia sonrió.

- Con varios -contestó-. ¿No soy tu hermana, hermano mío? ¿No soy hija de tu madre? ¿No
llevo en mis venas sangre de cien mil amores?

Miguel permaneció inmóvil mirándola. Su rostro se ensombreció. De pronto pareció muy


cansado y muy viejo. Se volvió en su silla y miró a uno de los policías en pie junto a una
columna. El hombre se apresuró a acercarse.

- Llame a mi coche -dijo el dictador. Luego se volvió de nuevo a sus invitados.

- Perdonarán ustedes a un cansado viejo, ¿no es verdad Ya es hora de que me vaya a la


cama ¿eh, doctor? Alicia…
- ¿ Qué, Miguel? -murmuró Alicia.

- ¿Quieres venirte conmigo? ¿O prefieres quedarte? Alicia se puso en pie lentamente y


tomó su brazo. -Voy contigo, Miguel -repuso.

XIV

Y ahora, cuando de nuevo estuvieron juntos… cuando con un último torcimiento,


arrogantemente solicitador, atrayente, increíblemente experto y ardiente, ella le hubo
vaciado desde la base de su garganta hasta los dedos de los pies fuertemente tensos,
extrayéndole toda la vida con su ondulante ardor, logrando una total fusión que incluía no
solamente el rojo asesino de sus dientes y de sus uñas sino su voluntad y su deseo de
autodestrucción, que iba de los rítmicos cantos de obscenidades a los angustiosos y
dementes gritos que se clavaban en los oídos de Peter como la negación de toda alegría…
cuando una vez cumplido el acto que ambos, eufemísticamente, llamaban amor, Peter
volvió a la vida a través del lento martilleo de su corazón, vio que Judith se había
incorporado apoyada en un codo y le miraba, toda ella brillando a la luz de la mañana
debido a los ríos de sudor que brotaban aún de su piel, le miraba luchando por respirar. Y
entonces observó Peter que, de pronto el rostro de Judith se endurecía por algo que él no
sabía. Dijo:

- Judy…

Pero la joven adelantó su mano libre y le dio una bofetada en pleno rostro.

Peter no lo pensó entonces, pero llevaba muchos años de saberlo, se lo habían enseñado
muy bien. Incluso ella, Judith, había sido una de las primeras y ciertamente la mejor de sus
maestras, así que Peter estaba absolutamente seguro de una cosa: si uno deja a una mujer
que se mantenga en un acto de rebeldía o de humillación, está perdido.

Conociendo esto, y no sabiendo casi lo que hacía, respondió, sin ira ni la menor emoción,
arrojando simplemente del lecho a Judith con un fuerte manotazo destinado a acabar el
asunto para siempre.

Peter se quedó en la cama observando cómo se levantaba Judith, que se puso primero a
cuatro patas, sacudiendo la cabeza de un lado a otro para aclarársela, mientras las lágrimas
brotaban de sus ojos en una fina pulverización. Pero cuando Judith le miró finalmente
tocándose la larga y lívida cicatriz rosada y plateada que era la especie de marca deganado
que él le había grabado en la garganta, la joven sonreía.

- Por fin eres un muchacho fuerte -dijo-. Te ha costado mucho tiempo, pero has aprendido
al fin. ¿Quién te ha enseñado esas cosas? ¿ Esa pequeña rata?

- Tú, entre otras -contestó Peter-. Vamos, Judith, contéstame. ¿ Por qué ese ataque a lo Pearl
Harbour?

Judith se puso entonces en pie y permaneció mirándole.Ella era todavía algo. El exterior
permanecía inalterable. Lo que había en el interior era algo distinto. Entonces, una vez más,
el rostro de Judith se aclaró y sus ojos brillaron con súbito dolor.

- De nuevo -dijo.

- | De nuevo qué? -preguntó Peter.

- Que es la segunda vez que has colocado la cabeza de ella sobre mi cuerpo. Por eso te he
pegado. Después de haberte costado tanto trabajo jugar a casados conmigo, lo coronas todo
cerrando los ojos y pretendiendo que era ella con lo que estabas. ¡Qué terrible insulto,
Peter! No hay otro peor. Absolutamente ninguno. No quiero ser suplantada. Yo soy yo,
querido.Judith Lovell, ¡recuérdalo! No una sustituta de tu pequeña rata de sangre mezclada.
Aunque tengo que admirar tu imaginación, porque aunque tú hayas jugado con ella bajo
techado, cosa que dudo, ya que a pesar de dejar las colillas Player por todo el piso a
propósito para que yo las encontrase y de manosear además todas mis cosas, dio la
casualidad de que noté que la cama no había sido utilizada, tienes que darte cuenta de que
ella no está a mi altura…

Se detuvo de pronto y miró a Peter.

- ¡ Oh!-exclamó.

- ¿ Oh, qué? -dijo Peter.

- ¡Oh, diablos! Un pequeño detalle. Ya hemos pasado antes por algo así. ¿Significa esa
estúpida sonrisa que hay en tu feo rostro lo que yo creo que significa?

- Depende de lo que tú creas que significa, Judith.

- En resumen, que ella es buena. ¿En esta clase de cosas? ¿Mejor que yo, Peter?

Peter le sonrió.

- No lo sé, Judy -dijo.

- ¡Estás mintiendo!

- ¡ Di que me porto como un caballero!

- ¡Pe-tah!

- Interpreta las cosas con un poco de caridad niña. Un caballero no especula con las
habilidades que tiene una muchacha en posición horizontal. Y si las conoce, no debe
admitirlas… ni siquiera cuando está rezando a Dios. Por lo tanto, como no existe nadie en
la tierra para que tú, o cualquier otra persona, me obligue a confesar mi ilegal conocimiento
carnal de Alicia, lo mismo que tampoco diría jamás que habré visto cómo tú levantabas tu
bonita cola hacia arriba invitándome a que te violase, ¿por qué no crees que digo la verdad
cuando te aseguro que no conozco a Alicia en ese sentido? Puede ser así. ¿Has pensado en
ello?
La joven no contestó. Abrió la caja de la mesa en busca de un cigarrillo. Pero estaba vacía.

- En el bolsillo exterior de mi americana -dijo Peter.

Judith atravesó la habitación en dirección a la percha en donde Peter había colgado su


chaqueta. Peter permaneció echado contemplando cómo se movía su amiga con todo el
bárbaro esplendor de su desnudez, una escultura fundida en oro un poco descolorida por su
larga estancia en el hospital, pero que seguía sin una mancha blanca, demostrando que la
exposición de su cuerpo al sol había sido tan completa como todas sus entregas, y tan
lasciva seguramente.

La joven metió la mano en el bolsillo de la chaqueta de Peter. Pero no era en el bolsillo


donde estaban los cigarrillos. Cuando sacó la mano, el tirón movió la percha un poco. Peter
vio que su amiga miraba algo. Luego, que su mano se movía. Pero como Judith tenía la
larga curva de su espalda vuelta hacia él, Peter no pudo ver lo que Judith había hecho. La
joven metió luego la mano en el otro bolsillo y sacó los cigarrillos. Cogió uno del paquete,
se lo puso en la boca con la mano izquierda mientras mantenía la mano derecha fuera de la
vista, apoyada, según le pareció a Peter, en su talle. Acto seguido, y andando de lado, llegó
hasta la mesa, tomó el encendedor que había sobre ella y encendió el cigarrillo. Luego
anduvo hacia la ventana, dejando tras ella la pálida bandera gris del humo del cigarrillo.

- ¡Judy, apártate de ahí! -exclamó Peter-. ¡La gente puede verte!

La joven se volvió ahora, y Peter pudo ver el cristalino e iridiscente zafiro de sus ojos.
Judith regresó junto a la cama llevando en su mano la fotografía de Alicia. Caminaba con
su característico paso rítmico, lo cual trajo inmediatamente a la mente de PeterLa Marcha
Guerrera de los Sacerdotes de la ópera Aida.

La joven no dijo nada. Se dejó caer junto a Peter sosteniendo la foto y mirándola.

- ¡Oh, Judas! -exclamó Judith de pronto.

- Vamos, Judy…

- Ella… es muy atractiva. Es lo que me molestaba anoche. Sólo que estaba medio borracha,
y además, furiosamente celosa para darme cuenta de ello. Se tarda mucho tiempo en
comprenderlo, ¿no es cierto? Ella… es… tan… tan poco convencional… ¿Cuánto tiempo
tardaste en darte cuenta de su atractivo?

- No tardé ningún tiempo. Pero es que yo conozco ese rostro desde hace ocho años…

- ¡Vamos, Peter!

- Es: la verdad de Dios. ¿Recuerdas el Museo Nacional de Arqueología?

- ¡Dios mío! -exclamó Judith-. Habría podido servir de modelo para esa estatua, ¿verdad?

- Una abuela suya, hace cuarenta y cinco abuelas, fue la modelo. Por favor, Judith. Estoy
terriblemente cansado y…

Judith le miró y dejó que las estrellas de zafiro de sus ojos se transformasen en
pulverizadores de cristal: una luminosa cascada que descendía por los contornos de su
rostro.

- No te preocupes, cariño. No voy a proceder como una ingénue celosa. En realidad, no
estoy celosa. Lo que estoy es asustada.

- ¿Asustada? ¿Tú?

- Sí. Tú eres todo lo que yo tengo, querido. Y una muchacha con ese rostro puede separarte
de mí. Me duele admitirlo, pero puede. Date cuenta de que sólo hablo de su rostro. El resto
de su equipo es meramente accidental. Si se tratase sólo de ese equipo, yo te enviaría a que
pasaras con ella un fin de semana empleando tu sistema. Sólo que es más que eso. Mucho
más.

- ¿ Más? -preguntó Peter.

- Sí. Eso es lo que más me molestó de ella anoche. No el hecho de que estaba cometiendo
contigo una fornicación en seco en la pista de baile… ¡En seco, diablos! Quiero decir,
Muidos. Pero la mirada que pone cuando dirige la vista hacia ti… no me gusta nada, Peter.
Refleja una hambre total. Esa hermosa brujita no se contentará sólo con el ocasional peso
de tu cuerpo. Quiere también tu alma. Más que tus talentos varoniles. Probablemente no
será muy buena en ese terreno. Pero vale mucho, mucho, en el terreno del alma. Peter…

- ¿Qué, Judy?

- ¿Qué me harías… si yo rompiera esto?

Peter la miró fijamente.

- No lo intentes, Judy -dijo.

La joven suspiró.

- Ya lo sabía. Conforme. Lo pongo de nuevo en el bolsillo de tu americana. Pero mantenlo


alejado de mi vista, ¿quieres? No todas las torturas son físicas,…

Judith se puso en pie, dirigiéndose de nuevo hacia la percha y metiendo el retrato en el


bolsillo. Pero no regresó en seguida. En lugar de ello, se inclinó sobre la radio y la puso en
marcha. Permaneció esperando hasta que el aparato empezó a sonar. Una voz de hombre
dijo a poco:

«Fuerzas del Gobierno contraatacaron con éxito en la provincia de Orense, a los invasores
comunistas que desembarcaron ayer procedentes de la isla de Cuba. Aunque ganaban en
número a los nuestros, el soberbio entrenamiento y probado heroísmo de éstos obligaron
a…»
Judith desconectó el aparato.

- No, querida. ¡No desconectes, por el amor de Dios! -exclamó Peter-. Está hablando de la
guerra.

La joven conectó de nuevo la radio.

- ¡Oh, Peter! -dijo-. Estoy tan cansada de guerras y de matanzas…

- También yo, Judy. Pero así es el mundo. Y esto es importante. Esto es de aquí.

- ¡Oh! -exclamó Judith-. ¡Que no vuelva a empezar de nuevo!

- Nunca había terminado, Judy -repuso Peter.

- ¡Oh, diablos! -murmuró la joven-. ¿Te importará si bajo un poco el volumen, cariño? Tú
lo puedes escuchar, mien-, tras yo fijo mi atención en otras cosas…

- ¿Qué cosas?

- Esto -murmuró Judith.

Llegó junto a él y tomó asiento lenta y cuidadosamente en el extremo de la cama con esa
estudiada gracia de movimientos que nace de haber tenido enfrente toda una batería de
cámaras desde la edad de diecisiete años, así que sin darse cuenta omitía lo torpe y lo feo.
Luego acercó sus labios a los de él sin calcular los ángulos que la cámara pudiera captar,
pero de manera perfecta, ya que lo hacía por hábito aunque no hubiera necesidad de ello,
volviendo su perfil derecho, que era su mejor perfil, a la luz, y besándole con una lenta
ternura que hundió una aguda hoja que se le clavaba a Peter en sus centros vitales, ya que
ella sentía, quizá, conscientemente, la fatal debilidad de Peter: la piedad que siempre le
dominaba.

- Los indios del pueblo de Xochua…-murmuró el locutor.

Peter apartó sus labios de los de Judith y escuchó ahora con toda atención.

- Peter -dijo Judith con acento de reproche.

- ¡Chist! -repuso Peter-. Yo estuve en ese pueblo una vez. Fue allí donde Jacinto…

- …bajo su jefe, Zochoa, se negaron rotundamente a abandonar el pueblo, amenazado por


tres sitios por el renovado flujo de lava procedente del volcán. Aunque el avance de la lava
es muy lento, los geólogos del Gobierno creen…

- Peter, desconecta esa maldita radio. Te distrae demasiado. Y yo…

- ¿Y tú qué, niña?

- Te necesito, Peter. Necesito que me consueles, que cures mi enfermedad, que me quites el
dolor de varios sitios donde me duele…
- Ésa es una tarea muy difícil, Judy -replicó Peter.

- Ya lo sé. Enorme. Inmensa. Y terrible. Tú no tienes miedo, ¿verdad?

- Niña, estoy asustado hasta la medula -contestó Peter.

- Nuestros representantes en Washington -gritó el locutor- niegan con indignación…

- ¡Oh, Judas, Peter! ¡Haz el favor de cerrar ese chisme!

Peter se puso en pie y se acercó al aparato. Una vez ante él se detuvo y permaneció en pie.
Al ver su rostro, Judith dijo:

- ¡Peter!

Éste no respondió, estaba contemplando el aparato. Judith, que escuchaba ahora, oyó:

- …que el brutal asesinato de la señora Crosswaithe fuera llevado a cabo por agentes
costaverdenses. Esa acusación tan ridícula procede de fuente poco fidedigna, el señor
Timothy O'Rourke, corresponsal deLife en América Latina, expulsado de nuestro país
por…

- ¡Peter! -exclamó Judith.

Las rodillas de Peter se doblaron, arrodillándose ante el aparato y murmurando: «¡Dios!


¡Dios! ¡Dios!» Tan bajo que Judith apenas si le oyó.

La joven saltó de la cama y corrió hacia él.

- ¡Oh, Peter, cariño! ¿Qué pasa? -preguntó-. ¿Qué es lo que ha dicho? ¿Qué es lo que te ha
afectado tanto?

- Nada -murmuró-. Nada que te concierna, Judy.

- Dímelo -pidió la joven.

- Pues que… han matado a alguien que una vez quise mucho -murmuró Peter.

- Pero, Peter. Todavía no lo comprendo. ¿Por qué han querido matar a la pobre vieja
Buckteeth? (1).

- ¡Judy, por favor!

(1) Dientes de macho cabrio.

- Constance Buckleigh. Tu ex esposa. Divorciada de ti. Casada con H.

Rodney Crosswaithe. Madre de tres niños. ¿Por qué iba nadie…?


Peter se estaba haciendo el nudo de la corbata, y sin mirar a Judith contestó:

- Porque ésa es la única clase de divorcio que cuenta en Costa Verde. Porque el padre Pío
está de nuevo con el arzobispo y éste no ha querido cooperar. Porque Miguel Villalonga
acertó a ver el fuego que destruyó sus bonitos aviones y regresó. Porque Luis no pudo o no
tuvo tiempo de poner remedio o quizá se olvidó… No lo sé. Porque hay gente lo
suficientemente bastarda para utilizar el amor.

- Peter…

- ¿ Qué, Judith?

- Lo que dices no tiene mucho sentido, ¿sabes?

Peter le dirigió una mirada.

- ¿ Lo tiene algo en este mundo?

- Peter, ¿adónde vas?

- Fuera de aquí.

- Pero ¿adónde?

- Fuera de aquí. Ahora basta de hacerme tantas preguntas. Me han salido cosas que hacer.

- ¡Oh, tú no te vas solo, mi querido muchacho! Donde tú vayas, yo iré. ¿Sabes? La última
cosa: unidad.

- Judith, no puedes venir conmigo. Voy a ver a Luis. Tengo un par de cosas que decir a ese
tipo. Dejé que sus hombree me trataran mal, pero esto…

- Peter.

- ¿Qué, Judith?

- Piensa. ¿Sabes lo que quiere decir pensar? Con esa gran cabeza tuya, que incluso a veces
demuestra tener cerebro y que incluso en ocasiones puedes usar…

- ¡Maldita sea! -exclamó Peter.

- Así que vas a ver a esa solapada serpiente. Vas a decirle cosas a ese don No Nombre. Él te
presentará sus excusas por haber matado a la pobre y vieja Connie. O bien lo negará en
redondo. ¿Ya qué conclusión habrás llegado?

Peter la miró.

- A ninguna -contestó-. ¿ Por qué?

- Así que deja de pensar en todas esas cosas, querido. Y permíteme que te consuele. Ha
llegado mi turno. Y sé hacerlo muy bien.

- Niña -dijo Peter-, no estoy de humor para consuelos provincianos…

- Ahora nunca lo estás cuando se trata de mí -dijo Judith.

En aquel preciso instante sonaron dos timbres, el timbre de la puerta y el del teléfono,
ambos al mismo tiempo.

- Atiende al teléfono, niña -dijo Peter-. Yo iré a la puerta.

- ¿Por qué? -preguntó la joven-. ¿Tienes miedo de que asuste a alguien?

- ¡Judith, por amor de Dios!

- ¡ Oh, déjales que llamen! Yo…

Pero Peter, dando una larga zancada, salió del dormitorio y cerró la puerta tras él. Fue una
buena idea hacerlo, pues cuando abrió la puerta de entrada vio que quien llamaba era el
padre Pío.

- Así -dijo Peter-, que lo que usted quiere de mi es que use mis buenos oficios con Alicia
para que el sistema penal sea modificado, ¿verdad?

- Sí, hijo mío -repuso el padre Pío-. Yo no sé si usted lo sabe, pero el sistema es de una
vileza y de una crueldad inimaginable. Ser enviado a uno de esos Centros llamados de
Corrección Moral equivale a una sentencia de muerte lenta. Luego están los Centros de
Reeducación Social, donde se guardan los presos políticos, aunque esta distinción no
siempre es observada. En ellos, la sentencia no es ni siquiera lenta. Muchos no pasan de un
mes. Son torturados literalmente hasta que mueren. Lo que le pido a usted, hijo, es que si
llega el día en que se case con doña Alicia, la inspire para que…

- Padre -dijo Peter.

- ¿Qué, hijo Pedro?

- Yo no puedo casarme con Alicia. Especialmente ahora.

- ¿Por qué no? -preguntó el padre Pío-. Nada es imposible para Dios. El puede sentir deseos
de llamar a su seno a su esposa, o bien…

- Padre, Él la ha llamado ya. Constance ha muerto. Soy viudo.

- Entonces -dijo el padre Pío- ha sucedido lo que yo dije al arzobispo. ¿Por qué nos querían
obligar a que cometiésemos un pecado mortal? Hay que dejar todos los asuntos al buen
Dios. El…

- Padre, yo no tengo nada contra su Dios… ni siquiera le echo en cara el que casi siempre
sea culpable de criminal negligencia. Lo que no me gustan son algunos de sus ayudantes,
que se han nombrado a sí mismos. Luis Sin Nombre, por ejemplo.

- Hijo Pedro, ¿qué quiere usted decir? -preguntó el padre Pío.

Entonces Peter se lo contó todo.

El rostro del viejo apareció muy quieto y triste.

- Tiene usted mucha razón, hijo -dijo-. Existen muchas cosas en que se puede basar un
matrimonio. Pero jamás sobre la sangre de una mujer asesinada. Es extraño. Niega usted su
fe. Sin embargo, todos sus instintos morales son firmes.

Peter echó una mirada hacia la cerrada puerta del dormitorio.

- Lo son, padre -repuso.

- Sí -afirmó el viejo cura-. Ahora debo marcharme, llevando conmigo, debo admitirlo, un
corazón más apenado que el que traía cuando llegué.

- Padre… -dijo Peter.

- ¿Qué, Pedro?

- ¿No cree usted que Dios ha olvidado utilizar a los hombres de valor? ¿Que si un Gedeón
se alzara ahora o un Sansón, un David, un Saúl o, mejor que todos, un Josué, para derribar
los muros tras de los cuales muere la libertad, condenaría Dios su ira? O más aún… ¿si
manchaba sus manos con la sangre de los perversos, le separaría Dios de El? ¿Es que
siempre va a gravitar una condena sobre la ira humana aunque se trate de una ira justa?

- No sé lo que quiere usted decir, hijo mío.

- Tampoco lo sé yo enteramente. Un pensamiento vagabundo, padre. Quizás un


pensamiento ocioso. ¿Tenemos que dejar los clarines de libertad, las llamadas de trompeta
contra los opresores del pueblo a los castristas, padre? ¿Vamos a dejar a los rojos que
utilicen el hambre, la angustia y la necesidad de los hombres para sus propios y sucios
propósitos? ¿O debemos…?

El viejo se puso en pie.

- No puedo contestar a eso, hijo Pedro -dijo-. No soy lo suficientemente sabio.

- Pero debe de haber una respuesta, padre. El viejo sonrió.

La hay. ¡Oh, la hay! En su propio corazón, hijo mío. Si pasara una noche entera de rodillas,
se sorprendería de lo iluminado que quedaba.

- Peter -dijo Judith-. Ya estamos otra vez. -¿Otra vez? ¿Qué quieres decir? -preguntó Peter. -
Una fiesta. Esta vez en casa del doctor Vince. Sólo que va a ser sobre poco más o menos lo
mismo. Su Excelencia estará allí.
- ¿ Y Luis?

- También. Y tu dulce Alicia. ¡Oh, será ciertamente de jarabe de melocotón, Peter!


Mermelada, estupendo, hasta la saciedad. ¿Conoces una jerga más pasada de moda?

- Todo lo es en cuanto a mí concierne. Escucha, Judith, ve a tomar una ducha y vístete. Una
ducha, no un baño. Tengo cosas que hacer y no quiero estar dos horas esperando. -¿ Qué
cosas?

- En primer lugar, alimentarte. Te has quedado muy huesuda.

- A juzgar por Alicia la Dulce, pensé que te gustaban así. -Ella sí, pero tú no. A mí me
gustasllenita, lo que significa cubierta de carne. Vamos, Judith.

- Peter, ¿ qué otras cosas tienes que hacer? -Comprar un bastoncillo flexible. -¿Un qué?

- Un bastoncillo flexible. ¿Sabes? Un pequeño bastón, demasiado corto para andar con él.
Se lleva debajo del brazo. Se usa para golpear a los insolentes miembros de la clase baja,
Veddy, veddy U, o algo por el estilo. -Peter, ¿ volvemos de nuevo? -Judith, ya te he dicho…

- ¡Oh, no! Yo te conozco, querido. Tú no golpeas a los de baja condición. Tú estás


rebosando liberalismo, democracia y amor fraternal. Para no mencionar la leche de la
amabilidad humana. ¡Vamos, Peter! Date por vencido.

- Lo creas o no, Judith, me voy a comprar un bastoncillo

de ésos.

- Ya te oí la primera vez.Lo que querría saber es por qué.

Peter puso ceño.

- Es difícil de explicar, Judith. Digamos que es un símbolo. No, un recuerdo.

- ¿Un recuerdo de qué, Peter?

- Del día en que el viejo abuelo mono cogió un bastón y de esta forma se transformó en
hombre.

- Pe-tah.

- La herramienta para el animal. Una prolongación de una peluda garra. Un bastón que es
un objeto útil, Judith. Se puede utilizar para señalar algo o para aplastar gusanos. Judith,
¿ quieres hacer el favor?

- Peter, vas a cometer una locura. Lo sé.

- ¿Y cuándo no las he cometido? Ahora, ¿quieres ir a bañarte? Hueles como un sábado por
la noche en Susie's.
- He aquí por qué te quiero, querido. ¡Dices las cosas más agradables! -replicó Judith.

La casa del doctor Vicente Gómez-García estaba situada en el distrito de Ciudad Villalonga
conocido como Puerta de Oro. El distrito era exactamente lo que su nombre indicaba. La
gente que vivía en aquel barrio no disponía de puertas de oro en sus casas, pero
probablemente podrían haberlas tenido caso de desearlo. Cuando Peter vio la hilera de
Chryslers, Lincolns, Cadillacs, Mercedes, Rolls, Bentleys y Daimlers que había ante la
puerta de Vince, echó una lenta y larga mirada al estropeado Ford que él había alquilado
para la ocasión.

- ¿No hablábamos de la clase baja? -dijo señalando el Ford con su nuevo bastoncillo de teca
y marfil.

Judith se echó a reír. Luego se subió más alto el tieso chal de tul que llevaba arrollado al
cuello.

- Nick el griego -dijo- y su averiada mujer. Dime, Peter, ¿se me nota demasiado?

- Un poco -respondió Peter-! No te preocupes por ello, muchacha. Además, esa cicatriz es
la mejor propaganda que he tenido jamás.

- Apuesto a que sí. Puede que sea verdad. La manera en que tu pequeña Alicia…

- Judith, ¿no puedes ser amable y abandonar ese tema esta noche, por favor? Ya he tenido
bastantes disgustos.

- ¡Oh! Perfectamente -dijo Judith.

A través de la verja de entrada pudieron ver las luces encendidas en el jardín y a los
hombres con esmóquines blancos y a las mujeres con creaciones de París sentados o
paseando alrededor de la piscina. En realidad, las luces eran superfluas con el
Zopocomapetl, cada vez más enfadado, o si se aceptaba la versión de Alicia, cada noche
más divertido. Pero las luces servían para contrarrestar el funesto rojo de la luz del volcán.
Antes de pulsar el timbre, Peter lanzó una larga mirada. Vio los uniformados policías de pie
en la sombra, vio también por encima de los hombros de algunos de los individuos vestidos
de esmoquin unas paleolíticas cabezas asentadas sobre sus hombros como bolas sobre una
pared, no separadas del cuerpo por nada que se pareciera remotamente a un cuello, y que
debían de pertenecer a detectives mezclados con los invitados. Luego, un poco más lejos,
divisó a Miguel Villalonga rodeado por un pequeño grupo de los hombres más
representativos, y a Luis Sinnombre luciendo su perverso y negro encanto subterráneo entre
un grupo de mujeres. Pero no había rastro de Alicia. Absolutamente ninguno.

Judith sonrió.

- ¿ Están espiándote, querido? -dijo.

- Puede ser -contestó Peter pulsando el timbre.

Un criado uniformado les abrió la puerta. Ellos entraron y fueron el tema de todas las
conversaciones. Todas las mujeres que había en el jardín miraron con franca curiosidad a
Judith, mientras Vince conducía al grupo de varones hacia la puerta. Durante un largo
momento se vieron rodeados por la gente. Peter se había encontrado ya a la mayoría de los
hombres en casa del señor Corona; en suma, el ministrode Propaganda y Turismo estaba
ahora entre ellos. Todos reían, bromeaban y se presentaban a Judith mutuamente. Luego, la
llevaron hacia otro lugar, sin duda para presentarla a las mujeres, diciéndole a Peter:

- Elija pareja, don Pedro. Hay muchas mujeres.

Pero Peter se apartó, cogió a Vince del brazo e inclinándose hacia él, dijo:

- ¿Y Alicia?

- Dentro de la casa. Con Paloma y con mi madre. Parecía tan enferma cuando llegó, que se
hicieron cargo de ella. Está muy trastornada por algo que sospecho relacionado con usted, i
Es cierto?

- Es cierto -repuso Peter.

- ¿Quiere usted decirme de lo que se trata? -preguntó Vince.

- No -contestó Peter.

- ¡Oh! -exclamó Vince-. Escuche, Peter, no pretendo espiar…

- Usted no está espiando y yo se lo puedo decir. Sólo que creo que este asunto es peligroso.
La gente es asesinada aquí simplemente por saber cosas.

- ¡ Oh! -exclamó Vince de nuevo.

- ¿Puede usted hacer que yo vea a Alicia? -preguntó Peter.

- Más tarde -repuso el médico-. Después que usted haya charlado con nuestro Glorioso
Líder.

- ¡ Qué asco! -dijo Peter.

- Estoy de acuerdo. Pero uno no debe decirlo, Peter. Mala forma y peligrosa. A propósito,
ha hecho usted maravillas por la popularidad de Alicia.

- ¿ Yo? -preguntó Peter-. ¿ Cómo?

- La habilidad de hacer que ella obligase a Luis a soltar a toda esa gente…

- Yo no la induje a hacer nada. Ella lo hizo por su propia cuenta.

- Así que lo hizo ella. Realmente, es muy simpática. Y también ha vencido al protocolo
social salvando a Marisol Talaveda. Todo esto ha provocado mucha curiosidad,
naturalmente.
Las muchachas están deseosas de saber, por usted o por ella, si es cierto el rumor que corre
de que ella ocupó el lugar de la pequeña Mari.

- Yo les enviaré flores a su entierro -repuso Peter.

Luis Sinnombre surgió de pronto de las sombras y tomó el brazo de Peter.

- Mi querido Peter -dijo-, ¿qué diablos es esto?

- Un bastoncillo -contestó Peter.

- ¿Puedo verlo?

- Naturalmente -contestó Peter entregándoselo.

Luis blandió el ligero bastón, que parecía una batuta con la cabeza de marfil. Luego intentó
desenroscar la cabeza.

- No, no tiene hoja -dijo Peter.

Luis rió.

- No pensaba que la tuviera. Pero he preferido asegurarme. Debe usted de haber oído la
radio de esta tarde.

- En efecto, la oí -replicó Peter.

- Temo, querido Peter, que haya llegado usted a ciertas conclusiones. Conclusiones
erróneas, por supuesto. Lo mismo que eran erróneas las conclusiones de la policía de Nueva
York, gracias a su amigo O'Rourke…

- Escuche, Luis -dijo Vince-, lo mejor es que vaya a atender a mis invitados.

- No, quédese, Vince -ordenó Luis-. Prefiero que esta charla tenga lugar ante un testigo. Por
Peter. Y, en realidad, también por mí. Peter, ¿cree usted que yo, valiéndome de mis agentes,
he matado a su ex esposa?

- ¡Dios mío! -exclamó Vince-. ¡Así que era eso! La señora de Crosswaithe era…

- Mi ex esposa, sí. Para su pregunta, Vince. Y también sí para la suya, Luis.

Luis sonrió y devolvió a Peter el bastoncillo.

- De modo que creyendo eso, usted salió y compró esto, ¿no?-dijo.

- Sí -contestó Peter.

- Lo cual, tal como usted me ha permitido comprobar, no contiene ninguna arma escondida
y es demasiado pequeña y ligera para pegar a un hombre.
- Sí -contestó de nuevo Peter.

- ¿Puedo preguntar por qué?

- No esconde ninguna arma. Es una arma. Una varita mágica. Se señala con ella a los
asesinos y éstos desaparecen. Sólo que no actúa todavía.

- ¿ Por qué no? -preguntó Vince.

- El padre Pío no la ha bendecido aún. Ése es uno de los dos ingredientes principales.

- ¿ Y cuál es el otro? -preguntó Luis.

- La verdad.

Luis rió alegremente.

- Peter -dijo-, ¿conoce usted los detalles de cómo murió Constance Buckleigh Reynolds
Crosswaithe?

- Sí -contestó Peter-. Llamé a mi periódico de Nueva York y conseguí respuesta. Lo que
significa que usted deseaba que yo conociera esos detalles, Luis.

- Lo deseaba. ¿ Y cuáles son?

- El asesino penetró en su casa de día, mientras su marido estaba trabajando y sus hijos se
hallaban en la escuela. Disparó sobre ella con una Luger. Pero lo hizo con mala puntería. La
bala penetró en su hombro derecho. Intentó de nuevo y la Luger se encasquilló. Al parecer,
el asesino no estaba familiarizado con ese tipo de arma.

- Siga -pidió Luis Sinnombre.

- No pudo conseguir disparar de nuevo. Así que le golpeó la cabeza fieramente con la
culata. Rompió una de las cachas de plástico, por lo cual supo la Policía que se trataba de
una Luger. Pero Connie era una mujer alta y fuerte, ex campeona de tenis. El asesino la
arrastró hasta el cuarto de baño e intentó ahogarla en él. Ella revivió entonces y escapó.
Pero el asesino la siguió hasta la cocina y rompió un cuchillo de cortar carne en su
garganta…

- ¡Dios mío! -exclamó Vince.

- Pero Connie pudo aún librarse de él. Corrió, anduvo, se arrastró hasta la casa más cercana.
Murió con el dedo en el pulsador del timbre.

- Está usted informado con toda exactitud, Peter. Y ahora, ¿puedo hacerle otra pregunta?

- Adelante.

- ¿Conoce usted algo sobre mi o bien le han contado algo que pueda hacerle pensar que yo
puedo alquilar a un carnicero torpe e idiota como ése?
Peter se quedó inmóvil.

- La señora Crosswaithe vivía en las afueras de Great Neck (Long Island). Diariamente
conducía el automóvil llevando a la estación a su marido para que éste tomara el tren. Eso,
naturalmente, tras de haber dejado a sus hijos en la escuela, y las soberbias carreteras de su
país, mi querido Peter, son terriblemente peligrosas. En cualquier cruce, un camión pesado,
con los frenos rotos, podía haber aplastado al Chrysler Valiant Compact de ella, blanco,
matrícula 356 GN 175, haciéndole dar la vuelta, reduciéndolo a una de esas lamentables
masas de acero retorcido y cristales rotos que se ven tan a menudo en los periódicos
ilustrados. Eso, mi querido Peter, habría sido un método inteligente de asesinar a la señora
Crosswaithe. ¿No lo cree usted así?

Peter continuaba inmóvil. Se pasó la punta de la lengua por sus resecos labios.

- Entonces, ¿quién? -preguntó.

Luis se encogió de hombros.

- ¿Cómo puedo saberlo? Seguramente un maníaco. ¡Tienen ustedes tantos! -concluyó Luis.

XV

La fiesta, como sucede en todas las fiestas, estaba ganando en velocidad. Vince hizo que
abrieran las grandes puertas de cristal y la gente penetró en el comedor y volvió a salir de él
con platos llenos de fiambres, ensaladas, mariscos y pollo. Sólo los bebedores en serio
continuaron en el jardín. Entre ellos, según pudo ver Peter con algo de preocupación, se
encontraba Judith.

Peter oyó la voz de la joven por encima de las conversaciones varoniles y las risas
femeninas, el ruido del cristal y el chocar de la plata contra la fina porcelana.

- ¡Oh, no, señora Corona! Yo no me preocupo por Peter…

Su voz estaba habituada a dejarse oír más allá de las candilejas y su tono no era estridente,
sino Heno, fuerte, producido sin esfuerzo.

- Por lo menos no me he preocupado hasta ahora…

Hizo una pausa teatral, perfecta, hasta que Sara Martínez de Corona, la esposa del ministro,
la rompió entrando con toda exactitud en su papel.

- Pero ahora sí se preocupa usted, ¿no? -inquirió.

- Sí -contestó Judith-. ¡Ya sabe usted que las muchachas latinoamericanas poseen un gran
temperamento! Sospecho que son de la clase capaz de cazar a mi Peter.

- Cazar,… ¿ por quién? -preguntó Sara Corona.


- ¡Oh, no! -contestó Judith riendo-. Decirlo sería indiscreto, señora. Especialmente
considerando la presente compañía…

Entonces observó Peter que Miguel Villalonga estaba sentado junto a ella. Luis se había
apartado un poco. Seguramente impulsado por la prudencia.

- Y usted, mi querida Judith, es la discreción personificada, ¿no? -dijo el dictador.

Peter empezó a andar hacia ellos.

- ¡Ah, vamos! -dijo otra mujer, una muchacha que realmente no pasaría mucho de los veinte
años-. Seguramente usted sabe quién es ella.

Todo aquello era una equivocación. Una equivocación y una incongruencia. Peter miró a la
muchacha. La reconoció. Había sido presentado a ella en la fiesta del señor Corona.
Carmen… Carmencita Miraflores, hija de un hombre por él entrevistado una vez: Joaquín
Miraflores, el ciudadano más rico de Costa Verde, industrial y ranchero, uno de loe que
habían apoyado la expedición Standford al Ururchizenaya, y, si los rumores no mentían,
como a veces mienten, el hombre que había financiado la ascensión al poder de Miguel
Villalonga, habiendo visto en él un baluarte contra las mismas hambrientas masas de donde
él procedía. Pero aun así, era una equivocación. Carmencita debía de haberse dado cuenta.
El Líder había probado hacía tiempo su capacidad para morder la mano que le daba de
comer. Incluso morder todo el brazo. Era él quien se aprovechaba de la rica y ociosa
aristocracia que anteriormente había planeado aprovecharse de él, y así internaba hijos,
maridos y padres en aquellas prisiones de las que ningún hombre salía con vida,
convirtiendo a hijas, hermanas y esposas, por medio de la fuerza, en rameras, a fin de
vengarse sin duda de lo que su propia madre había sido y era. Entonces se dio cuenta Peter
de que el Líder estaba borracho o pretendía estarlo.

- ¡ Oh, sí! Lo sé perfectamente -empezó Judith.

- ¡Judith! -llamó Peter.

- ¿Tiene usted la amabilidad de dejarla en paz, Reynolds? -pidió el dictador-. Esto es,
después de todo, una república, una democracia orgánica. En ella está permitida la libre
discusión.

- ¿Por cuánto tiempo? -preguntó Peter.

- Hasta que me ofenda -repuso Miguel-. Pero esta noche estoy de un humor complaciente e
incluso permisivo. Buena comida, buen vino y excelente compañía. Siga, Judith. Díganos
quién es la que ha cazado a su amigo Reynolds.

Judith le miró y sonrió.

- La hermanita de usted -contestó.

Nadie habló. El silencio se extendió como un humo patente y eléctrico. Todos los que
oyeron la voz de Judith cesaron casi literalmente de respirar.

Los gruesos y azulados labios de Miguel Villalonga se distendieron en una sonrisa.

- ¿Va usted a definirme ahora el verbo cazar, querida Judith? -inquirió.

- ¿Va usted a hacerlo? -dijo la voz de Alicia a través del quieto aire-. ¿Puede usted hacerlo,
Judith?

Alicia avanzó hacia ellos saliendo de la sombra a través de una pequeña puerta que debía de
ser una entrada de servicio. La joven se situó donde Peter pudiera verla. Su rostro denotaba
el mayor trastorno.

- ¿Puede usted hacerlo, Judith? -repitió.

- ¡Judith! -exclamó Peter.

- ¡No interrumpa, Reynolds! Libre discusión y derechos para las mujeres.

- Cazar -dijo Judith, en su voz un tono felina- es haber sido poseída… físicamente. Haberse
recreado en gimnasia de boudoir acrobática y horizontal, en juegos a puerta cerrada. ¿No es
así?

- No -replicó Alicia-. No es así.

- Entonces tú niegas…-dijo Miguel.

- ¡Nada! -repuso Alicia con voz tranquila-. Ni tampoco admito nada, Miguel. Lo que pueda
haber pasado entre Peter y yo es un asunto que sólo nos concierne a nosotros, a nuestras
conciencias y a nuestro Dios. Yo digo sencillamente que la definición que hace la señorita
Lovell no es la verdadera, y que si ella define la posesión así, siento lástima de ella.
Peter,cielo, me gustaría hablar contigo… lejos de este grupo jadeante. ¿ Puedes?

- Naturalmente -repuso Peter tomándola del brazo.

- Esperen -dijo Judith-. Esto no es justo, ¿cómo definiría usted la posesión, doña Alicia?

Alicia se detuvo. Sus ojos despedían chispas.

- ¿Que cómo? -exclamó-. ¿Cómo puede una describir lo blanco a un ciego, Judith? Se le
habla de nieve, y él piensa en algo frío.

- Lo frío, muñequita, es lo último que yo pensaría en relación con usted -repuso Judith.

Alicia asintió con la cabeza.

- Esto se lo garantizo -contestó la joven-. Pero estamos perdiendo el tiempo. La


conversación entre personas tan distintas como usted y yo nos conduce a esconder nuestro
pensamiento. En mi caso, ni siquiera con intención. Sencillamente, es que no puedo
expresarlo. Me saldría inexacto.
- Inténtelo -pidió Judith.

- No -replicó Alicia-. El esfuerzo es demasiado penoso y el tema en sí no es a propósito


para profanarlo hablando de él en público. Para mí, una completa ternura era y es… una
cosa sagrada.

- Alicia…-dijo Miguel con voz grave y cansada.

- ¿ Qué, Miguel?

- ¿Te das cuenta de que esas palabras suponen una concesión?

- ¿Suponen una concesión? Sigo diciendo que lo blanco es blanco y que tú estás ciego, tú y
todos los demás. Vamos, Peter,cariño. Tengo cosas que decirte.

- ¡ No! -exclamó Miguel-. Díselas aquí, Alicia.

La joven permaneció inmóvil mirando a su hermano.

- Muy bien -murmuró.

Entonces, súbitamente, loca y ciega, dio media vuelta,se agarró a Peter y, poniéndose de
puntillas, le besó en los labios.

- ¡Estoy maldita de Dios! -exclamó Judith.

Nadie despegó los labios. Ni se atrevió a respirar en el muerto y quieto aire.

- Esto,cielo, es la primera de las cosas que tengo que decirte -continuó Alicia-. Que te
quiero. Te lo digo en presencia de estos testigos y ante mi Dios. La segunda es que voy a
quererte durante el poco tiempo que me reste de vida.

- Nena -dijo Peter-. Tú no tendrás que morir. Yo…

- La tercera es que esto acaba aquí y ahora mismo. No me verás más después de esta noche.
¡Oh, Peter,cielo! ¡Que esa pobre mujer haya tenido que morir de esa manera! ¡Que haya
tenido que morir a causa mía sin que jamás hubiera oído pronunciar mi nombre!

- No has tenido tú la culpa, nena -dijo Peter.

- ¿Que no? ¿Ni siquiera por cobardía, amor mío? Si hubiese puesto en claro con antelación
que yo respondería del asesinato de la señora Crosswaithe con una inmolación pública, con
unauto de fe en la Plaza de la Liberación como esos monjes budistas de Saigón, entonces…

- Ellos lo habrían evitado -repuso Peter.

- No hubieran podido evitarlo. De la misma manera que no pueden evitar…

- Licia -dijo Peter.


La joven, llorando, escondió su rostro sobre el pecho de Peter.

- ¡Luis! -dijo el dictador-. No te muevas, amigo mío. Permanece donde estás.

Luis Sinnombre siguió inmóvil. Al mirarla, Peter observó que no acusaba el menor signo de
miedo.

- Reynolds -dijo Miguel-, ¿qué era de usted la señora Crosswaithe?

- Mi esposa, mi ex esposa. Estábamos separados, divorciados, lo cual, naturalmente, no


tiene significado a los ojos de la Iglesia y a los ojos de Dios.

- Mi querido Luis -dijo Miguel-, ¡qué sentimental te has vuelto! ¡Apoyando el amor de los
jóvenes! Aunque llamar joven a Reynolds es más bien una exageración, y yo… yo me había
ido a pescar. Normalmente habría tardado semanas en volver, y entonces tú me habrías
presentado…

- Elfait accompli -repuso Luis-, o más exactamente, una apertura hacia la izquierda estilo
italiano, con una encantadora pareja joven y popular para que tú pudieras esconderte detrás
de ella. Llenaríamos de contento a la canalla y, por lo tanto, querido Miguel, yo eludiría el
destino de ser colgado junto a ti como el buen ladrón, aunque dudo muy en serio de que
ninguno de los dos veamos el paraíso.

- Luis, querido hermano -dijo Miguel riendo-, yo te quiero, me gusta lo tortuoso de tu


mente. Pero lo que más me gusta es la torpeza con que has actuado en este caso. Yo estaba
empezando a sentirme un poco preocupado por tu maquiavélico cambio de pensamiento.
Pero esa cruda y fea carnicería es indigna de ti. ¡Hum! Nos has colocado en mal lugar ante
Nuestra Gran Hermana la República del Norte, ¿comprendes?

- Yo no he hecho eso -replicó Luis-. Alguien se me anticipó, Miguel. Alguien liquidó a esa
señora por razones personales. Acúsame de lo que quieras, pero no de esa estupidez,
Miguel, me conoces demasiado bien para creerlo.

El dictador miró a Peter.

- Reynolds -dijo-, ¿es posible que no se sienta usted impaciente?

- Excelencia -contestó Peter-, ¿es posible que no piense usted que ha hablado con don Luis
demasiado y en presencia de demasiada gente?

- Ya -exclamó Villalonga-. Usted padece de la pobreza de espíritu propia de quienes han
vivido en un sistema donde se cuentan las narices en lugar de los cerebros y la voluntad.
Yo, lo mismo que Luis, decimos lo que queremos en el lugar que nos apetece. ¿Quién, mi
querido Reynolds, osaría hacernos callar?

- Yo podría -repuso Peter-. Un día puedo apuntar esta varita contra ustedes y…

- ¡Oh! No diga tonterías, Reynolds. Dígame: ¿compró usted la muerte de su ex esposa?


- No -repuso Peter-. La estación está permanentemente cerrada a las hembras en lo que a mí
respecta. Además, ¿qué hubiera hecho con Judith aquí?

Alicia apretó los brazos alrededor del cuello de Peter. Éste apartó su rostro de los ojos de
Judith.

Miguel miró a Luis.

- Ahora se me ocurre una cosa -dijo-. Luis, una vez que tu agencia matrimonial hubiera
logrado su objeto, ¿qué te proponías hacer con nuestra bella estrella de cine?

Luis se acercó a él y le habló al oído. Ambos estallaron en risas.

Judith se irguió.

- Peter -dijo-, ¿quieres soltarte de esa mujer y llevarme a casa?

- Mi querida Judith -murmuró ahora Miguel-, no me entristezca usted abandonándome.


Usted perdonará nuestros modales rústicos. Al contrario de todos esos caballeros, Luis y yo
somos plebeyos y posemos muy escasa práctica de la vida de sociedad. Alicia, querida,
muéstrate amable y suelta a Reynolds. Entrégalo de nuevo a su verdadera propietaria, y
date prisa o, de lo contrario, le pediré prestado a Peter su tonto bastoncillo y te golpearé con
él en público.

Alicia soltó a Peter y dio un paso atrás. Entonces vio los ojos de Judith. Fue hasta ella, le
tomó una mano y dijo:

- Perdóneme. No quiero causar dolor… ni aun a usted, y yo no he sido nunca una amenaza,
ni siquiera cuando pensaba que lo era. Debería haber supuesto que ellos lo echarían todo a
perder. Y ellos han echado todo a perder, toda mi vida. Incluso se han tornado más listos.
Ahora, los otros no tendrán ni siquiera necesidad de destruir aviones.

- Alicia, querida -dijo Paloma Gómez-, temo que esté usted hablando demasiado.

- ¡Qué importa ya, Paloma! ¿Es que no puede el moribundo decir la verdad? Y de una
forma o de otra yo ya estoy muerta. Desde… -hizo un pequeño ademán señalando el rostro
de Peter-, desde que esta imagen cerró mis ojos para ninguna otra. Termino esta noche…

- Vamos, criatura, no sea tonta -dijo Judith con cierta amabilidad.

Alicia avanzó su pequeña mano y dejó que sus dedos siguieran la cicatriz de la garganta de
Judith.

- ¿Lo era usted cuando se hizo esto? -demandó.

- ¡Al diablo la muerte! -exclamó Miguel-. Estoy harto de histerismo, de histrionismo y de


melodrama. Alicia, ve a echarte en algún lugar. Paloma, querida, póngala en un dormitorio
de invitados y cierre la puerta. Si no fuera mi hermana, la habría matado por haber echado a
perder mi velada.

- ¿Y por qué no lo has hecho, Miguel? Te habría dado las gracias -dijo Alicia.

Paloma se puso en pie, avanzó unos pasos y tomó a Alicia del brazo.

- Vamos, Alicia. Creo de veras que necesita usted apostarse. ¿No es así? -concluyó.

- Judith -dijo Peter-, ¿qué te parece un poco de comida para echar lastre a esewhisky
escocés?

- ¡Oh, perfectamente! -repuso Judith poniéndose en pie en el acto.

- ¡Maravilla de las maravillas! -exclamó Miguel Villa- longa-. ¡Una brillante mujer
norteamericana que obedece a un hombre!

- ¡Oh! -dijo Judith-. Peter es diferente, ¿sabe usted? Me pega.

- ¡Bravo, Reynolds! -gritó el Líder-. Realmente es una lástima tenerle que matar.

- Peter -estaba diciendo Judith mientras ponía trozos de esto o de aquello en su plato
tomándolo del magnífico surtido de viandas que Vince había esparcido por la enorme mesa,
emparejándose por lo menos con el reinado de Juana la Loca-, ¿ crees que su señoría habla
en serio?

- Creo que habla en serio -contestó Peter-, sólo que no se atreverá a hacerlo.

- Pues yo creo que empieza a mirarte como a un cuñado. ¡ Oh, maldita sea tu fatal encanto!

- Encanto que no poseo -contestó Peter.

- Me has obtenido a mí -afirmó Judith-, y también la has obtenido a ella… y, sin embargo,
dices…

- Por eso precisamente lo digo -contestó Peter.

Judith le miró ahora. Por la forma en que lo hizo es probable que le viera multiplicado por
tres.

- ¿ Qué quieres decir?

- Quiero decir que quizá tú juzgues a un individuo por lo que atrae, Judith, y yo me estoy
sintiendo un poco cansado de jugarle malas pasadas a damas descarriadas.

- ¡Oh! -exclamó la joven-. ¿Sabes una cosa, Peter?

- No, ¿qué?

- Que lo que dices es la asquerosa, podrida, sucia y maloliente verdad. Así que ayúdame.
Salgamos de aquí. ¿Podremos? Estoy abrasada. Necesito otro trago…
- Judith, querida, no debes hacerlo.

- ¿ Parezco una mujer borracha, encanto?

- No. Pero teestás aproximando mucho. Tu hablar ha retrocedido a Boston. Asesinas tus
consonantes.

- ¿De veras? -preguntó Judith-. ¡Pobres consonantes! Vamos.

Pero en cuanto Peter la dejó de nuevo sentada en su silla, el ayuda de cámara de Vince llegó
hasta él y murmuró a su oído:

- Perdóneme, señor Reynolds. Le llaman al teléfono.

Mientras se apartaba del pequeño grupo compuesto por Miguel, Luis, Paloma, Carmencita,
Vince, Sara y don Andrés, pudo notar que todos estaban muy alegres. Y Judith parecía más
alegre que nadie. Peter oyó que hablaba con voz muy alta y muy rápidamente.

Peter atravesó las grandes puertas de cristal. El teléfono se encontraba en la biblioteca con
paneles de roble. Peter contempló los retratos de los antepasados de Vince, con sus pelucas
y perillas, y también las hileras de bellos libros encuadernados en piel con sus títulos en oro
viejo que brillaban suavemente a la amortiguada luz. Luego cogió el teléfono.

- Camarada -dijo una voz de hombre- ¿Es el camarada Reynolds?

- Si borra usted eso de camarada, tiene razón -repuso Peter-.¿Quién habla?

- Soy un amigo del de los ojos amarillos -contestó la voz. -Perfectamente. Me alegro mucho
por usted -dijo Peter. -No bromeo -continuó el hombre- ¿Le gustan a usted los fuegos
artificiales?

- ¿Los fuegos artificiales? -repitió Peter- ¿En dónde se celebran?

- En el Barrio de la Negra. En el almacén que pertenece al señor cuya compañía tiene usted
que soportar esta noche. Después de ésos, habrá otros en el palacio del arzobispo.
/Combatimos tanto la opresión como la superstición!

- óigame, amigo. A mí me gustaría que dejasen tranquilo al arzobispo. Es amigo de un


amigo mío.

- ¿Se refiere usted al padre Pío? Por esa misma razón su vida será respetada. ¿Y el otro?

- De acuerdo. Contra ése sí estoy. Referente a ése, estoy con usted. Dentro de veinte
minutos, amigo. Se volvió y vio que Alicia se hallaba junto a él. -Llévame contigo, Peter -
pidió la joven. -¿Para que vueles o te hieran otra vez? No, nena. - -Entonces toma mi coche.
El Jaguar blanco que hay ahí fuera. Reemplaza al Lincoln. Hay una pistola en el
departamento de los guantes. Está cargada. Pero, por favor, llévame contigo, Peter.
Peter tomó las llaves de la mano que le alargó Alicia. -Tengo intención de llevarte conmigo
permanentemente, pero no en este viaje -contestó.

Peter sabía dónde se encontraba el Barrio de la Negra. Era un distrito pobre, poblado por
míseras casas y pequeñas imbricas. También había almacenes. Como, por ejemplo, el
perteneciente a su Excelencia. El barrio se llamaba «de la Negra» porque tenía una virgen
negra en su iglesia más vieja. La tradición aseguraba que la Virgen había surgido del mar.
La Virgen no había sido hecha para que representase a una negra, sino que estaba tallada en
ébano, cosa que, naturalmente, la había hecho negra. En una ocasión Tim O'Rourke intentó
comprarla a la iglesia con la idea, inspirada por una dosis excesiva dewhisky escocés, de
entregársela a la Universidad de Mississippi. Ya tenía un artículo escrito, «Una vieja
señorita rechaza a la Madre de Dios». Pero la gente del barrio sentía una gran devoción
hacia la Virgen Negra. Tim tuvo que abandonar su idea e incluso dejar el barrio con cierta
prisa.

Peter no fue directamente allí, sino que condujo el Jaguar a la calle donde vivía. Subió a su
piso y cogió la Rolleiflex y el flash. Estaba bajando la escalera cuando se le ocurrió algo.
Había salido por la puerta lateral de la casa de Vince y avanzando por entre un ejército de
policías que tenían la sospecha como enfermedad crónica, pero nadie le detuvo. Se había
introducido en el nuevo Jaguar blanco de Alicia, que era más conocido aún que el Lincoln,
y la Policía Civil armada, que estaría observando los coches aparcados, no había hecho el
menor movimiento. Pensando en lo sucedido con anterioridad, el proceder de Alicia,
suficiente para que cualquier ciudadano de Costa Verde le hubiese matado en el acto, fue
aceptado por Miguel Villalonga con aburrida complacencia. ¿Lo había sido en realidad? Lo
peor del caso era que la misma Alicia había recibido con demasiada tranquilidad la negativa
de él a llevarla consigo. Peter se sentó ante el volante del blanco torpedo y miró hacia la
noche. Entonces puso el coche en marcha y avanzó por las desiertas calles a través de la
oscuridad, sin la menor promesa de amanecer.

Miró su reloj y vio que tenía tiempo, así que condujo el Jaguar a través de una serie de
revueltas, aproximándose al barrio de la Negra por el sur, por una dirección completamente
opuesta a la que cualquiera podía esperar que llevase. Cuando estuvo más cerca hizo aún
otra cosa: detuvo el Jaguar, saltó de él, lo cerró y comenzó a caminar en dirección al
almacén del Líder.

Llegó al lugar buscado y encontró el almacén libre de guardianes. «En este país en donde
ponen un guardia armado enfrente de un hoyo si éste pertenece a un V. I. P…», murmuró.
Acto seguido se apartó andando casi de puntillas. Aun así sus pasos resonaban fuertemente
en la desierta calle. Retrocedió, se detuvo. Llevaba el paquete delflash echado sobre un
hombro y la Rollei colgando de su cuello. Por alguna razón estúpida -realmente casi una
superstición-, llevaba colgando el bastoncillo de su muñeca izquierda, a la que iba sujeta
por una pequeña correa que tenía. Y ahora que estaba inmóvil, oyó ruidos. Sonaban como
una respiración.

Anduvo un poco y se detuvo de nuevo. El ruido de las respiraciones venía también de otra
parte. Y con él llegaba el ruido de un tintineo de metal. No había duda acerca de ello: toda
la plaza estaba rodeada por hombres ocultos. Tan bien escondidos, que aunque los ojos de
Peter estaban acostumbrados a la oscuridad, no pudo distinguirlos. Tan bellamente
disimulados como si el golpe hubiera sido planeado durante muchos días.

Peter comenzó a andar hacia lo que en español se llama una bocacalle. Pero antes de
avanzar dos metros desde el lugar donde estaba, oyó pasos que se aproximaban. Entonces
se detuvo y apuntó la Rollei en la dirección de donde venía el ruido. Enfocó por
aproximación y tanteo, alargando todo lo posible las lentes gemelas y luego volviéndolas a
acercar, para que una profundidad razonable resultara aceptable.

Luego esperó. Los pasos se aproximaron pesados y lentos, sin duda motivado por algún
peso. Entonces Peter hizo algo de la clase que se llama genial cuando sale bien e idiota
cuando sale mal. Abrió la boca y gritó: «¡Alto!» con toda la fuerza de sus pulmones. A
continuación preparó la Rollei.

El flash asesinó la oscuridad. Durante un instante, Peter vio al hombre inmóvil, su boca una
redonda caverna negra en el helado terror blanco de su rostro.

Entonces Peter dio vueltas a la manivela de la Rollei y retrató y volvió a retratar, y los
repetidos relámpagos blancos formaron imágenes conocidas en su mente.

- Bien, yo estaré maldito -murmuró-, pero estas bonitas instantáneas…

Esto fue todo. La frialdad del amanecer manchado de azul se rompió en menudos
fragmentos, la llama se alzó por encima de él en un fogonazo de aire que se torna sólido,
impenetrable, un impacto físico que llegó hasta Peter como un doble pinchazo en ambos
oídos, así que quedó en el suelo con el humo brotando de sus ropas, en donde el remolino
que siguió o acompañó e incluso precedió al ruido, le arrojó en medio de un silencioso
mundo lavado por la luz que se disolvió muy lentamente en una renovada oscuridad, y unos
ecos y un hedor que Peter no podía reconocer.

Peter se apartó de allí, retrocediendo hacia el centro de la plaza, olvidando que lo más
probable era que estuviese rodeado, y miró, a través de la tenue oscuridad, al sargento que
había sido el miembro activo del equipo de interrogación, o más bien lo que quedaba de él:
un par de piernas enfundadas en pantalones se encontraban en la plaza; así como caderas,
traseros y una parte de abdomen. Aparte de esto, nada, excepto una ola de negrura que
surgía de lo que quedaba. Peter levantó sus ojos hacia los rotos escaparates de la tienda y
vio en el profundo azul que surgía de la oscuridad, lo que colgaba de cada pared dentro de
un radio de veinte metros.

Pudo oír los asustados gritos que brotaban de todas las casas. Vio las luces que
parpadeaban, así que enfocó la Rollie e iluminó aquellos desperdigados y sangrantes
desechos de lo que había sido un hombre con súbitos relámpagos. Dio a la manivela de la
Rollei y fotografió una y otra vez, oyendo los chillidos de mujeres que surgían de la
ventana y los pasos de muchos hombres, pesados, decididos y apresurados. Y levantando la
cabeza y tomando una amarga e irrevocable decisión, una elección entre dos males, gritó:

- ¡ No, camaradas! La plaza está rodeada. Inmediatamente, dando media vuelta, salió de allí
en un amanecer lleno de estruendos de sirenas, apresurándose, milagrosamente intacto, sin
que le detuvieran, hasta donde había aparcado el coche. Una vez allí detuvo el paso y
levantó las manos por encima de su cabeza, contemplando loa cañones de aquellas
ametralladoras checas que ya había visto antes, reconociéndolas de otro tiempo.

- No, camarada. Baje las manos. Está usted entre amigos -afirmó el jefe.

XVI

Peter permaneció en aquella improvisada cárcel algún tiempo. Era el cuarto de, la caldera
de una fábrica abandonada llena de maquinaria Que se enmohecía bajo la humedad tropical.
Le habían colocado dos centinelas, dos jovenzuelos que no llegaban a los veinte, armados
con las inevitables Sten y que sin duda pertenecían a la clase media por su aspecto y por su
proceder, cosa que no sorprendió a Peter, pues nunca en la historia los revolucionarios han
salido de las filas del proletariado, por la sencilla razón de que para ir contra el mundo la
envidia es arma más poderosa que la desesperación. Los dos guardianes se habían sentado
ante la puerta con aspecto grave, firme y amenazador, y durante casi una hora después que
otros se marcharon, habían permanecido allí haciendo los rudos gestos de amenaza que
habían aprendido en las viejas películas degangsters de Hollywood, antes de que cambiaran
de humor y comenzaran a preguntarle a Peter cosas acerca de sus aventuras en las sierras,
acerca de cómo Jacinto, el de los ojos amarillos, había llegado a convertirse en legendario,
y por fin, con indirectas y delicadezas que demostraban que pertenecían a la clase de
estudiantes universitarios, acerca de sus relaciones con Alicia. Peter les contó lo que pudo y
también lo que ellos deseaban oír, que es, por lo general, aunque no siempre, la misma
cosa. Peter eludió las preguntas sobre Alicia sonriendo débilmente y exclamando:
«¡Hombre!», añadiendo un amplio ademán de sus manos que los dejó en la deliciosa
creencia de que lo sabían todo, cuando de hecho no sabían nada en absoluto. Y los
muchachos acabaron riendo y bromeando con él, fumando sus cigarrillos y ganándole la
mayor parte de su dinero al póquer, cosa que Peter, con la mejor voluntad, les permitió que
hicieran.

Pero ahora se hallaban ambos dormidos junto a la puerta, la cual no sólo no tenía cerradura,
sino que su cerrojo estaba completamente oxidado, así que los oficiales no habían podido
correrlo, abandonando la empresa y dejando a los jovenzuelos para que le guardasen al
darse cuenta de que, además, el cerrojo se encontraba en la parte interior de la puerta, lo
que le hacía inútil para guardar a un prisionero aunque no hubiese estado oxidado. Peter
miró a ambos jóvenes, que se hallaban tendidos, como si no tuvieran huesos, sobre él
hundido suelo de cemento, sus juveniles rostros serenos y sin la menor turbación en ellos.
Luego, levantando su mirada, pudo ver a través de la pequeña ventana enrejada situada al
nivel de la calle, la luz lavada y amarillenta de otro amanecer, convenciéndose a sí mismo
al fin de que su gran cronómetro de tipo militar, con la esfera luminosa, no mentía cuando
indicaba que sobre el borde del mundo se habían deslizado casi veinticuatro horas desde el
instante en que le habían conducido hasta allí.

- Hijos míos -murmuró en dirección a sus guardianes-, no es sencillo. No es nada sencillo.


Pero yo no sé aún encontrar el camino. Gozad de vuestra juventud. Seguid creyendo en ella.
En aquel momento, Martín, el segundo en mando, apareció en la puerta y se quedó mirando
a los centinelas.

- ¡Miradlos! -gritó-, ¡Idiotas! ¡Bobos! ¿Porqué…?

Adelantó su pie y dio un puntapié a cada uno en las costillas. Los jóvenes dieron un
respingo y levantaron sus armas, pero cuando vieron de quién se trataba, las bajaron de
nuevo.

- Es usted un valiente,amigo -dijo Peter.

- Pero usted, camarada reportero, no lo es; de lo contrario, se encontraría a estas horas a


doce kilómetros de aquí -repuso Martín,

Pablo, el jefe, atravesó también la puerta.

- Creo que esto da lugar a varias interpretaciones. ¿Por qué no se ha escapado usted,
camarada reportero?

- Me gusta esto. Es cómodo y acogedor -contestó Peter.

- Muy bien -masculló Pablo-. Revelamos las fotografías que había en su cámara. Es usted
un notable fotógrafo, cama- rada. ¿ Le gustaría ver las copias?

- ¡Dios mío, no! -repuso Peter.

- Como quiera. Se alegrará usted de saber que los negativos están ya camino de su
periódico de Nueva York. A nosotros nos interesa esta publicidad. Ese tonto llevaba incluso
su uniforme.

- ¿Cómo les hicieron ustedes salir? -inquirió Peter.

- Martín, aquí presente, es un cazador de faldas de primera clase. Una de sus últimas
conquistas es una azafata gringa de una línea aérea que ahora debe de navegar con las
piernas abiertas por el pasillo del avión. Esa muchacha entregará personalmente los
negativos en la redacción de su periódico.

- Espero que pueda subir a un taxi -dijo Peter.

Martín se echó a reír.

- Camarada reportero -empezó Pablo- le doy las gracias por advertirnos de que la plaza
estaba rodeada. De no haber sido por usted, habríamos sido aniquilados. Otro grupo de
cantaradas, que al oír la explosión del palacio arzobispal, una explosión de la que el
padrecito Pío escapó por milagro, pues claramente deseaban asesinarle y echarnos la culpa
a nosotros, salieron a la calle y todos fueron asesinados menos tres, y a esos tres los
detuvieron.

- ¿No aprenderán ustedes nunca, muchachos? -preguntó Peter-. Lo mismo ocurrió cuando
Federico voló la fábrica de camiones.

- Ya sé. Pero es que nos vende tanto la impaciencia como la esperanza. De todos modos, le
doy las gracias. De no haber sido por usted, todos estaríamos muertos ahora, o bien como
los tres del palacio arzobispal, presos.

- Esos tres son los más desgraciados -afirmó Peter.

- Ya lo sé. Dos de ellos son amigos míos. No quiero pensar en lo que les estará sucediendo
ahora.

- Ni yo agregó Peter-. Camarada jefe, ¿le gustaría a

usted hacer algo sobre… eso?

Pablo miró a Peter.

- ¿Por qué lo pregunta usted? -inquino.

- Me quedé aquí para preguntarlo -repuso Peter.

- ¡Cuidado, Pablo! ¡Ten cuidado!

- Camarada Martín, ¿ha leído usted algo del escritor inglés Maugham?

- No-contestó Martín.

Una vez escribió algo sobre usted, o sobre alguien muy

parecido a usted. Dijo: «Estaba lleno de sospechas y, por lo tanto, era muy fácil de
engañar». Piense sobre ello.

- Ya lo he pensado -replicó Martín-, y no le encuentro el menor sentido.

- ¿Y qué es lo que tiene sentido? -preguntó Peter.

- ¿Qué es lo que puede hacerse por esos que han sido detenidos? -demandó Pablo.

- Si ustedes me sueltan, yo volveré a medianoche con la información relativa a la exacta


situación de los Centros de Corrección Moral y de Reeducación Social.

- ¿Para qué? -preguntó Pablo.

- Ustedes tienen esas pequeñas armas checas. También sin duda un suplemento de
exógeno… o R. D. X., si usted lo prefiere, mezclado con T. N. T., en una base de goma, o
para decirlo más vulgarmente, plástico. No conozco otros edificios de Costa Verde más
dignos de ser «plastificados» que los nombrados.

- ¿Por qué? -preguntó Pablo de nuevo.


- ¿Ve usted estas cicatrices de mi rostro? ¿Las nuevas, las que son aún de color de rosa?

- Sí -contestó Pablo en voz baja-. Las veo, camarada.

- ¡Digo de nuevo que se trata de un truco! -insistió Martín-. Lo mismo que ellos
envíanagenta provocateurs para volar sus propios palacios y almacenes con objeto de ganar
simpatías en el extranjero y tener excusas para aniquilarnos, pueden haber elegido a él
para…

- Él gritó -replicó Pablo-. Nos advirtió. De no haber sido por él nos habrían matado.

- Muy bien -masculló Martín-Pero ¿no has aprendido aún lo sutilmente que trabaja la mente
delcabrán de Villa- longa? Dime una cosa, camarada del grupo, ¿por qué no le mataron
después o, por lo menos, por qué no le detuvieron? ¿ Por qué le dejaron marchar?

Pablo miró a Peter y ahora también él pareció ceñudo.

- ¿Tiene usted una explicación para eso, camarada reportero? -preguntó.

- No. A mí también me extraña -repuso Peter-. Pero pueden haber elegido a él para…

- ¿ Qué? -inquirió Martín.

- Que los policías sean de los que creen que mi amistad con doña Alicia Villalonga tiene la
aprobación, incluso el consentimiento, del Líder.

- ¿Y no la tiene? La gente del barrio donde usted reside dice que ella visita su casa
abiertamente y usted es su amante -«firmó Pablo.

- La gente de mi barrio, como el pueblo de todas partes, tiene una excesiva facilidad para
hacer cálculos sobre cuestiones que desconocen -replicó Peter.

- También dicen que usted influye en ella a favor de las clases humildes -continuó Pablo.

- Yo no tengo que influir en ella. Doña Alicia es una mujer muy buena, amigo.

- Sin embargo -dijo Martín-, antes de que usted llegara ella no había hecho hada.

- Antes de que yo llegase se sentía sola. Ahora se siente apoyada por mí

- Así que usted intenta hacernos creer que el Líder no aprueba sus pretensiones hacia su
hermana, ¿verdad?

- Yo no alimento ningunas pretensiones hacia doña Alicia. Pero no importa. 15 Líder no me
aprueba a mí.

- Y, sin embargo, ¿sigue usted viviendo? ¡Vamos! -exclamó Martín.

- Amigo Martín, ¿ha visto usted alguna vez a un gato con un ratón entre sus garras? ¿Sabe
usted lo que hace?
- Sí. Lo suelta, lo deja correr, lo coge de nuevo, lo suelta una vez más, hasta que se cansa
del juego y entonces…

- Exactamente -repuso Peter.

- Pero dejarle a usted libre para que ande por las calles…

- En esta enorme prisión que es este país, ¿qué diferencia supone eso?

- ¿Y doña Alicia? ¿Cuáles son sus sentimientos hacia usted, camarada repórter?

- ¡Hombre! -exclamó Peter-. Los sentimientos de una mujer hacia un hombre son siempre
algo que debe ponerse en duda. Incluso aunque estén casados. Digamos que no le disgusto
excesivamente.

- Ella le besó a usted en una calle pública y a la vista de centenares de testigos, incluyendo
tresjeeps cargados de policías -afirmó Pablo-. Ella declaró en voz alta que había pasado la
noche en sus brazos. ¿Qué dice usted a eso, don Pedro, el amigo del pobre?

- Que mintió -replicó Peter-. Estaba intentando salvar mi vida. Como le he dicho antes,
Alicia es una mujer muy buena.

Martín le miró de una nueva manera, una manera muy difícil de definir. Acto seguido,
volviéndose a Pablo, y con voz que sonó extrañamente alegre, dijo:

- ¡Ay, sí, camarada jefe! Déjale marchar. Tienes mucha razón. Él volverá a nosotros, te lo
garantizo.

Luis no se encontraba en su despacho, así que Peter pidió ver al coronel López. Sabía
dónde se encontraba el coronel López. El coronel trabajaba en un estado de ánimo muy
especial… que ahora resultaba un estado de ánimo muy provechoso. Cuando Peter entró en
su despacho, su asombro resultó patente.

- Mi querido Reynolds -exclamó-, tengo a todas "mis fuerzas buscándole a usted y usted
aparece en mi despacho…

- Tan vivo como la vida y dos veces tan feo -contestó Peter-. ¿ Le importa que me siente?
Estoy cansado.

- Siéntese, siéntese. Dígame, ¿en dónde diablos ha estado usted?

Peter sonrió.

- Eso es algo secreto, coronel -repuso.

- ¡Ah, la novelería! -exclamó el coronel-. Yo siempre he deseado que usted tuviera sus
compensaciones, amigo mío.

- Las tengo… por lo menos las que la popularidad me adjudica -dijo Peter.
- Las pruebas indicarían… -empezó el coronel López.

- Nada. Como todas las pruebas, son circunstanciales y no llevan a ninguna parte. Yo
parezco tener una fatal afinidad tanto con el dañado como con el dañador -afirmó Peter-.
Escuche, coronel, ¿hay alguna razón por la que no me pueda usted decir el emplazamiento
de los Centros de Corrección Moral y de Reeducación Moral?

El coronel López le observó detenidamente. SP-Según mis noticias… ninguna -contestó


lentamente-. Que esté usted vivo y andando por las calles indica…

- Me gusta esa frase. ¿A usted, no? -preguntó Peter-. Para ser exacto, coronel, no estoy
seguro de que eso indique nada. Pero a mí me gustaría saber dónde se encuentran esas
fábricas de tortura y campos de asesinato.

- ¿Por qué? -preguntó el coronel.

- Un seguro de vida -contestó Peter-. ¿No quiere convertirme en uno de los beneficiarios de
la Policía?

- No estoy muy seguro de lo que quiere usted decir -murmuró el coronel López.

- Mi intención es luchar con fuego contra el fuego, coronel. Me gustaría tomar algunas
fotografías sucias, postales francesas, de esas que se enseñan en esos sitios. Después
mandaría mis negativas a un amigo de confianza de Nueva York. Hasta la época en que yo
pueda hacer algo constructivo con Alicia, o bien Miguelito comience a hacer algo
destructivo conmigo, esas fotos no serán publicadas en ningún periódico. Pero quiero que
mi presunto futuro cuñado sepa que existen, y lo que sucedería si él comienza a jugar sucio.
Si usted coopera, yo separaré cinco o seis que servirán también de protección para usted.

El coronel miró a Peter. Luego, lentamente, cerró un ojo haciendo un prolongado guiño.
Más tarde señaló el bastoncillo que Peter llevaba aún. Avanzó una mano, hacia él.

Peter se lo entregó en silencio.

El coronel López llegó hasta un mapa de pared colocado detrás de su mesa de escritorio,
levantó su mano y señaló un lugar en el mapa con el bastón.

- ¡Vamos, Reynolds! -gritó-. ¡Se atreve usted a pedirme que traicione a nuestro glorioso
Líder! ¡Se atreve usted!

Peter sacó su libreta de notas y escribió en ella el nombre del pueblo que había señalado el
coronel. Este movió el bastón y señaló otro lugar.

- ¡Mala leche! -gritó-. ¡Hijo de la gran puta! Si no gozara usted de la protección de la


graciosa lady Alicia, le mataría a usted en el acto.

Peter apuntó aquel nombre también.


- No tiene usted por qué emplear ese lenguaje tan duro, coronel -replicó-. Yo sólo intento
salvar mi piel.

- Ha venido usted aquí muy equivocado -gritó el coronel señalando un lugar por tercera
vez-. Así que ¡salga usted de aquí antes de que se me acabe la paciencia! ¡Antes de que
olvide la protección de que goza usted! ¡Salvar su piel! ¡Tiene usted suerte de que no se la
he arrancado a tiras de su asqueroso esqueleto de gringo!

- Muchas gracias, coronel. Creo que ha sido usted muy amable -repuso Peter avanzando la
mano para pedirle el bastón.

Peter enganchó éste de su mano izquierda y ofreció su mano derecha. El coronel López la
estrechó con fuerza.

- No intente nunca un truco así conmigo otra vez, Reynolds. ¡Ha tentado usted mi
paciencia!

En el camino de regreso a su piso, Peter estudió aquellos tres nombres. Se encontraban


todos en el sur, en la jungla:

Xiliehimocha, Chizenaya, que se decía que estaba cerca de las antiguas ruinas tluscola-
toltecas de Ururchizenaya descubiertos por la expedición Standford nueve años antes, pero
que ahora se habían perdido de nuevo, pues la vegetación crece tan rápidamente en la
jungla que el camino abierto por la expedición había desaparecido; y, por último,
Tarascanolla. Loe tres eran pueblos indios que formaban un triángulo isósceles cuyos lados
tenían aproximadamente veinte kilómetros. La sección de Costa Verde de la carretera
panamericana les ponía a una razonable distancia de Chizenaya, pero el camino más seguro
para ir tan al sur era el aire o el mar… si es que se encontraba un barco o un avión
utilizables. De los dos modos de locomoción, el barco parecía el más adecuado.

De pronto, Peter vio el blanco Jaguar de Alicia que se aproximaba a él, viniendo de la
dirección hacia la cual se dirigía. Lo conducía la joven misma. Era obvio que la policía lo
había encontrado donde él lo dejó y se lo había devuelto. Cuando se cruzaron, Peter pudo
ver el rostro de Alicia, y aunque sólo fue cosa de un instante, no se le escapó la angustia
reflejada en él.

- ¡Licia! -gritó Peter.

Pero ella no le oyó. Segundos más tarde era un pequeño juguete en la distancia que se
tragaba el espacio y el tiempo.

- Señor -dijo el taxista-, temo que no podamos correr lo suficiente para alcanzar un vehículo
tan veloz.

- Ya lo sé. Lléveme a la dirección que le he dado,amigo -dijo Peter.

El piso estaba revuelto. Todos los ceniceros aparecían llenos de colillas de cigarrillo y de
húmedas puntas de cigarros. El suelo también. Los cajones de su tocador habían sido
manoseados. La cerradura de su escritorio había sido reventada y todas sus notas habían
desaparecido. Peter sonrió. «No creo que se sorprenda usted al ver lo mucho que le quiero,
Miguelito», murmuró. Pero Peter no se preocupó por este detalle. Cualquier reportero serio
sabía muy bien que no debía escribir sus descubrimientos ni siquiera indirectamente o en
clave cuando se trataba de una dictadura o de los Estados comunistas. De lo que si se
preocupó fue de otra cosa: en todo aquel desorden no había rastro de Judith.

Peter recogió las colillas de cigarrillo una por una y examinó las de los ceniceros. Pero
ninguno tenía manchas de lápiz de labios. Los vestidos de la joven colgaban en el armario
junto a los suyos… excepto el sencillo traje negro con lentejuelas y bajo de talle, imitación
de los años veinte, que Judith había llevado a la fiesta de Vince. Los botes y los frascos de
la brujería femenina estaban en el tocador, intactos. Las mudas hileras de zapatitos se
encontraban junto a los grandes zapatos de él, y en los cajones, las diáfanas gasas de bata,
bragas, todos esos triángulos de seda creados más para provocar que para esconder, tan
pequeños que Peter se preguntaba cómo por muy estrecha de caderas que fuera Judith podía
ponérselos, habían sido manoseados por torpes manos, seguramente, pero estaban, según a
él le pareció, todas en su sitio. Los sobres de plástico llenos de medias. Portaligas. Sostenes.
Todas las cosas de Judith personales e íntimas. No había la menor duda de ello. Judith no
había regresado al piso.

Peter se dejó caer en el sillón y miró hacia la ventana. Permaneció allí largo tiempo sin
pensar, sino más bien intentando rechazar conscientemente la larga lista de cosas que él
sabía sobre Judith Lovell. Las sabía más allá de la tierna misericordia de la duda.

Pero había sido una jornada dura y Peter contaba, en fin de cuentas, treinta y siete años. Se
dejó caer en las negras profundidades del adormecimiento, sin ensueños y remoto. Huyó
del recuerdo, ahogó la ansiedad, enterró fantasmas bajo el estribillo silencioso que le hizo
dormirse: «¿Qué voy a hacer ahora? ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Qué voy a hacer?»

Se despertó de pronto, transformando el agua negra en ira hirviente. Hizo un esfuerzo para
respirar, para volver a la vida y al significado y gritó: «¡Oh, no, Padre! ¡No puedo llamarte!
¡No lo haré! Todavía no estoy vencido. No puedo bajar la cabeza y entrar en los templos de
la sinrazón, ni rendir mí pensamiento sin asesinar mi integridad… sea cual sea el infierno
que…»

Volvió vivamente a la luz. Vio que el pálido resplandor ámbar que bañaba las ventanas
pertenecía a otro crepúsculo, y torciendo la cabeza, se quedó mirando fijamente la luz
anaranjada del cigarrillo de Judith, que se encendía, se apagaba, volvía a brillar mientras
ella se tragaba el humo con convulsivas chupadas.

Peter avanzó una mano y encendió la lámpara que se encontraba junto al sillón. La luz bañó
a Judith con una cruel onda. Peter vio entonces su cabello desarreglado, la mancha de lápiz
de labios que descendía y ascendía media pulgada de las comisuras de sus labios, vio sus
ojos rodeados de color azul y hundidos, sin luz, sombríos; observó el temblor en la base de
su garganta; vio el temblor de la boca, los labios tan hinchados que parecían de negra; las
erosiones de los hombros; y cuando Peter se irguió abandonando la retorcida posición en
que se había abandonado en el sillón, su olfato percibió un último detalle intolerable: el
bravío y fétido olor a sudor; no de ella, sino masculino. Entonces preguntó:
- ¿Cuál de ellos, Judith? ¿Miguelito o Luis?

Judith lanzó una carcajada sin sentido. La carcajada acabó en un hipo.

- ¿ Cuál de ellos, Judith? -repitió Peter.

- Ambos. Su señoría es casi inofensivo. Le gusta mirar. ¡Pero ese Luis!

Peter se alzó muy despacio, y lo que había en su rostro penetró en ella, disipando la niebla
delwhisky y el sombrío y lento dolor.

- Por favor, Peter -murmuró la joven.

- Por favor, ¿ qué? -inquirió Peter.

- Pégame -pidió Judith-. Rómpeme todos los huesos. Mantenme en el hospital un mes.

Peter la miró.

- No -contestó-. Puedes encontrar tus sucios placeres en cualquier parte, Judy.

La joven se acercó a Peter con los ojos sin color detrás de una nube de lágrimas y le echó
los brazos al cuello. Pero Peter levantó las manos, rompió el abrazo y permaneció
mirándola con el rostro profundamente cansado.

- Ve a tomar un baño -dijo-. Despides un olor terrible.

- ¡Peter! -exclamó Judith-. ¡No me dejes! ¡Oh, Peter, por favor, no me dejes! Peter continuó
inmóvil.

- ¡Me moriré! -dijo Judith-. ¡Me mataré! ¡Lo haré Peter! El rostro de Peter no cambió, y
abriendo la boca, dijo:

- Esta vez, Judy, utiliza alguna arma.

- Peter -murmuró Judith. Se recobraba rápidamente de su borrachera.

- ¿Qué, Judy?

- No, no me mataré. Haré una cosa peor.

- ¿ Puede haber algo peor?

- Sí, Peter. -¿Y qué es?

- Viviré.

- ¿Acertijos, Judy?

- No. Voy a vivir y dejaré que Luis haga de mí lo que ya ha intentado hacer.
- ¿Es que puede hacer de ti algo que no seas ya? -¡Oh, Peter! -se lamentó Judith. -¡ Oh,
diablos, Judy, vete al baño! -¿No huirás de mí mientras yo esté en él? -¿ Cuándo has visto
que yo huya de algo? -Nunca. Eres tan tremendamente honorable que casi resultas estático.
De todos modos, ven a sentarte en el extremo del baño. Charlaremos…

- ¿Tenemos algo de que charlar? -Sí -contestó Judith-. Por favor, Peter… -Perfectamente.
Pero más allá de eso no te hago ninguna promesa, Judith.

- Escúchame tan sólo. Es todo lo que pido. Cuando Peter vio su cuerpo, cuando vio las
marcas de varias clases que Luis, y quizás incluso Miguel, le habían hecho, sintió deseos de
vomitar. Pero se dominó. Permaneció observando cómo la joven se zambullía en la caliente
y perfumada agua, dominado por la idea de que ella no sólo no había resistido a los
nauseabundos, dolorosos e innaturales actos a que la habían sometido, sino que
probablemente gozó con ellos. La idea se le quedó fija en la mente. Con toda exactitud.

Judith observó su rostro y murmuró:

- Por favor, no seas ruin, Peter.

- ¡Oh, no! -contestó Peter-. No debo serlo. ¿O sí debo? Pero no, debo ser lo bastante amable
para sentarme aquí y quedar enterrado en ello. Cerraré los ojos. Vamos, Judith, representa
tu papel.

- Bien -dijo la joven con voz muy débil-. Tú no eres nada tonto. Así que reconocerás la
verdad en cuanto la oigas. Yo estaba bebida cuando eso sucedió. Pero la borrachera no tiene
nada que ver con eso. Si Luis entrara en este momento por esa puerta, podría llevarme a la
cama aquí, ante tus ojos. Todo lo que tenía que hacer es una seña con la cabeza y yo iría
corriendo. Cualquier acto que me pidiera, yo lo llevaría a efecto, sin importarme lo vil que
fuera.

Peter no se movió.

- Entonces, Judy, una pregunta: ¿qué diablos estás haciendo aquí?

- Muy sencillo -repuso Judith-. Yo te quiero a ti, Peter, y no le quiero a él.

- Y, sin embargo… -murmuró Peter.

- Sin embargo, mantengo lo que antes dije. Todo lo que él tiene que hacer es mover su dedo
meñique y…

- Recapitulemos, ¿quieres? Me parece que este amor puro que sientes hacia mí y no por él
apenas puede considerarse un objeto de valor, Judy, ya que no puede evitar o curar…

- ¿Evitar? -dijo Judith-. ¿Curar? ¿Qué es lo que puede ser evitado o curado en este mundo,
Peter? La misma vida es una enfermedad incurable, pues siempre morimos. Sí, te estoy
imitando. Y ahora repetiré algunas más de tus brillantes frases: «No hay respuestas para
nada», «Ningún problema puede ser resuelto». ¿No son tus propias perlas de sabiduría,
sabio?

- No -contestó Peter.

- Debes de tener razón. Vamos a decirlo de otra manera: la vida es una larga náusea que
empieza con un desajustado diafragma y acaba en el vientre de la cresa. ¿Está así mejor?

- No, naturalmente que no. Nada es mejor ni peor. Hay sólo malo o peor. Y lo peor de todo,
el superlativo, como yo.

La joven salió del baño y se secó con la gran toalla, aplicándose un desodorante en las
axilas. Luego cogió un frasco de aquel terriblemente y caroPeut-étre y empezó a esparcirlo
por los poros de su piel. Todo el frasco.

- Y ahora, ¿ te gusta mi perfume, mi señor?

- No -contestó Peter.

- ¿ Por qué no?

- Como huelas no tiene importancia, Judy. La basura es interior. Envuelve el alma.

La joven rió.

- ¡Qué frase tan fuera de propósito! -dijo la joven.

- ¿De nuevo citas una frase mía?

- De nuevo cito una frase tuya.

- Entonces es que fui un terrible embustero. Un idiota de lengua larga y un tonto, Judith…

- ¿Qué deseas, querido?

- Ponte algo encima. Esta noche no me gustas desnuda.

- ¿Por qué no, Peter?

- Pareces un personaje de Krafft Ebing. O algo salido de la pluma de Havelock Ellis.


Digamos que encuentro un poco inconvenientes las señales que te ha dejado la práctica de
la gimnasia sexual de tipo sádico-masoquista. En suma, me ponen enfermo.

- ¡Oh! -exclamó Judith.

Peter se puso en pie y salió del cuarto de baño. Judith le siguió. Ya en la otra habitación
buscó en un cajón y se puso unos pantaloncitos y un sostén. Luego se metió por la cabeza
un delgado vestido de casa. A continuación se dejó caer en una silla sin dejar de mirar a
Peter.

- Peter -dijo Judith-. Contéstame a una cosa.


- ¿A qué, Judith?

- Dime la verdad. Mírame fijamente a los ojos y contéstame: ¿te has… te has acostado
alguna vez con ella?

- ¿La mejor defensa es una ofensa, Judith? Entonces tú pierdes. Nunca me he acostado con
ella.

¡Oh! -exclamó Judith-. ¿Y… tienes intención… ahora?

- Aparte de la circunstancia de que eso no es de tu incumbencia, te contestaré que no lo sé.


De todos modos, eso depende de ella. Pero métete esto en la cabeza: suceda una cosa u otra,
eso no tiene nada que ver contigo.

- ¡ Oh! -repitió Judith.

- Además, ése no es el problema que más nos interesa ahora.

- «No existen respuestas para nada» -citó de nuevo Judith-. ¿ Cuál es el problema más a
mano, Peter?

- Tú. ¿ Qué diablos voy a hacer contigo ahora?

- Peter…

- ¿Qué, Judith?

- ¿Puedo levantarme de esta silla y acercarme a ti? Lo que tengo que decirte no puede
decirse con frialdad y a distancia.

- No -contestó Peter-. Permanece en dónde estás, Judith.

- ¿Por qué? ¿Tienes miedo de que te convenza?

- No. Aun cuando yo no hubiera comido Dios sabe en cuánto tiempo, la cosa no resultaría
bonita.

- ¿Y será siempre así? ¿Quieres decir que te resulto tan repugnante?

- Sí, Judith -contestó Peter-. Me resultas tan repugnante.

La joven inclinó la cabeza y empezó a llorar. Lloraba en silencio, sin ningún movimiento
visible de su garganta y de sus hombros. Permanecía inmóvil y dejaba que el flujo de
lágrimas se deslizaran una tras otra mejilla abajo. No hacía ningún esfuerzo para
enjugárselas. Sólo permaneció inmóvil, llorando.

- ¡Oh, diablos! -exclamó Peter.

La joven levantó la cabeza y se enfrentó con Peter. Luego dijo:


- Tienes razón. Es mejor que diga así lo que tengo que decirte. Muy quieta, sin teatro. Sin
siquiera gestos. Si me arrodillase ante ti, como quería, esto Se hubiera reducido a una mala
película de clase B, ¿no es cierto? Y lo que yo quiero es…

- Un tostón -contestó Peter-. Algo así como «los comedores de lotos», una película que
inesperadamente alcanza un gran éxito a pesar de haber sido hecha con pocos medios.
¿Tengo razón?

- No. Lo que yo busco es la verdad, Peter. Así que contesto a tu pregunta con otra pregunta:
¿te niegas a salvarme?

- ¿Salvarte? -preguntó Peter.

- Sí -dijo Judith-. Aunque el diálogo te suene a clase B. A la verdad le falta a menudo estilo,
¿no te parece? Sólo que tú puedes comprenderlo, Peter. Sálvame, rescátame, cúrame.
Quizás incluso puedas resucitarme. En toda mi vida has sido el único hombre que ha
significado para mí lo bastante para que pueda obrarse el milagro. Reunir los trozos míos
que están ahora desperdigados por el infierno. Curarme las cicatrices de tantos breves
encuentros. Lavarme hasta que quede tan limpia y blanca como la nieve, tal como dice ese
himno. Ni siquiera conozco las palabras…

- ¡Oh! -exclamó Peter con ironía-. Hasta aquí, lo estás haciendo muy bien, Judith.

- Si me dejas, no me mataré, Peter. No deseo cargar ese fardo sobre tu conciencia. Porque
tú tienes conciencia, ¿no es verdad?

- Sí, supongo que la tengo -contestó Peter.

- Si yo me matara, tendrías tú la culpa. El resto no importa. Sería porque tú me dejas,


porque habiéndome permitido contemplar el cielo, me des un puntapié para arrojarme de
nuevo escalera abajo. La escalera trasera: la única que dejan para que las perras llenas de
fango suban por ella de cuando en cuando, arrastrándose sobre su vientre e implorando; así
que no puedo abandonar este valle de ira y de lágrimas dejándote a ti cargado con un saco
lleno de responsabilidad moral. No, sólo medio lleno. Pero, aun así, tú sabes lo que quiero
decir, ¿verdad?

- Sí -contestó Peter.

- Ya pensé que lo sabrías. Peter, por favor,-por favor, ¿ puedo ponerme en pie ahora?

- ¿Por qué? ¿Estás cansada de estar sentada ahí?

- Sí. Pero sobre todo porque quiero estar cerca de ti. Es difícil suplicar a esta distancia. Si
este guión esnouvétle vague, perteneciente al neorrealismo franco-italiano, a mí no me
gusta. Yo estoy pasada de moda. Me gusta gritar, tirarme del cabello, rodar sobre el suelo,
comerme la alfombra, ¿sabes? Como Theda Bara trabajaba en el cine mudo hace un millón
de años. Sólo que no serviría de nada, ¿ verdad?
- No -contestó Peter.

- Así que… tengo que hacerlo a tu modo, con tranquilidad. Con moderación. Pero sea como
sea, de una manera o de otra, sigo suplicando por mi vida, Peter. Y no pienso en la vida
como opuesta a la muerte. Existen otras alternativas, ¿sabes?

- ¿Tales como…?

Judith se puso en pie y llegó hasta donde estaba Peter. Quedó muy cerca, pero no le tocó, ni
siquiera lo intentó.

- Tales como la vida opuesta…; al horror -contestó.

Peter permaneció inmóvil mirándola.

- ¿Qué es lo que tengo que hacer, Judith?

- Nada más que… llevarme fuera de aquí. Nada más que… quererme, sin ni siquiera pensar
en lo poco que lo merezco. No lo merezco. En absoluto. Merezco ser pegada hasta que me
convierta en un montón de carne sangrante e irreconocible dejada en un hoyo hasta que me
pudra. Piensa, si es que puedes pensar, en lo mucho que te necesito. No te pido justicia,
Peter. Lo que te pido es… misericordia.

Peter no se movió.

- Y si yo accedo a exhibir mis cuernos con complacencia, ¿no se repetirá más esto que ha
sucedido?

Judith le miró y cuando habló su voz tenía un tono descolorido. Como la verdad es por lo
general.

- No lo sé. No puedo prometerte eso, Peter. Tú… tú tendrías que evitarlo desde ahora, quizá
durante años, hasta que yo esté curada, si es que consigo estarlo alguna vez. ¿Querrás…
querrás aceptarme en estas condiciones, Peter? ¿Sobre nada más que una terrible y
desesperada necesidad de ti?

Peter siguió mirándola. Luego, con voz que era la victoria de la más pura compasión o bien
de su propia, profunda, abyecta e irrevocable derrota, dijo:

- Sí, Judith.

Y continuó inmóvil preguntándose quién era el que abrazaba de los dos, mientras apretaba
contra él el largo y lento temblor del cuerpo de la joven, sabiendo que nunca lo sabría hasta
la hora en que cesara de respirar, de pensar y de sentir dolor.

Pero Judith estaba hablando de nuevo.

- No te arrepentirás, querido. Te prometo que no te arrepentirás. Peter, yo sé que tú la


quieres y ella, pobrecilla, se muere de tanto desearte. Sólo que no podéis ser el uno del otro,
¿ verdad?

- No -contestó Peter.

- ¿Por qué no? -preguntó Judith.

- Hay… hay una tumba en nuestro camino, con Connie en ella -murmuró Peter.

- ¡Oh! -exclamó Judith-. Yo…

Y entonces oyeron llamar fuertemente a la puerta.

Peter abrió la puerta. Luis Sinnombre se encontraba ante ella rodeado por un tropel de
policías. Judith retrocedió con el rostro desprovisto de todo color. Pero Luis no dijo nada.
En lugar de ello se volvió hacia sus formados hombres uniformados.

- Registrad el piso -ordenó.

Los policías empezaron a ir de un lado para otro abriendo puertas. De todas las
habitaciones, de los armarios; incluso miraron debajo de las camas. Luego volvieron,
saludarony dijeron:

- Ella no está aquí, don Luis.

- No creí que estuviera -repuso Luis-. Mi querido Peter, ¿va usted a ser un estúpido y
galante anglosajón forzándome a tomar medidas desagradables? ¿O bien será razonable y
me dirá en dónde está?

- ¿ Quién? -preguntó Peter.

- ¡Como si usted no lo supiera! Su pequeña Alicia, que ha desaparecido. Miguel está muy
trastornado. Y cuando Miguel está trastornado, los resultados son comparables a los que
produce el Zopocomapetl cuando está trastornado. Siento mostrarme descortés, Peter, pero
con esta travesura ha puesto usted en peligro mi cuello. Usando la encantadora fraseología
gringa de nuestra encantadora Judith aquí presente, diré que… ¿cómo está usted esta noche,
mi encanto?; vamos, Peter, «dé, que van dando».

Peter avanzó hasta quedar muy cerca de Luis y le miró.

- No le voy a dar a usted ni siquiera la hora que es, Luis -replicó.

- Mi querido Peter, no me tiene usted que dar nada -repuso Luis-. Cuando yo quiero algo, lo
tomo. ¿O no lo ha notado usted?

Peter no contestó.

- Vamos, Peter, no sea cargante. Recite su papel como un buen muchacho.

- No -contestó Peter.


- ¿ Por qué no?

- No me gusta este guión. Demasiado estilo Hollywood. No, estilo televisión. Cualquier
cosa que yo dijera ahora parecería equivocada. Me haría parecer como el villano de una de
las películas de Judy, la clase de cosa que no se puede decir ahora sin echarse a reír o sin
sentir ganas de vomitar. O ambas cosas.

- ¿Por qué no hace usted un ensayo echando mano de su inimitable estilo? Sus despachos
son de primera clase. Todo el mundo lo dice.

- Muy bien -replicó Peter-. Yo no sé dónde está Alicia, pero si lo supiera no se lo diría. Ya
estuve en las manos de su gente hace tres días, recuerde. Con el tiempo es posible que
consiga usted vencerme, Luis. Diablos, es probable. Me sacó usted un buen bocado que no
he podido reemplazar, pero ahora lo mejor será que me mate, Luis, porque ¡si no lo hace…

- Si no lo hago, ¿qué?

- Si no lo hace, le mataré yo a usted. ¿No tiene inconveniente en que lo diga otra vez?

Luis sonrió y repuso:

- Claro que no. Pero ¿por qué quiere usted hacerlo?

- Porque lo quiero decir de veras, sin énfasis, y no por lo que ha hecho usted a Judith ni a
causa de mis anteriores y probables futuras comparecencias ante su equipo de persuasión,
sino porque los insectos dañinos y los reptiles venenosos tienen que ser eliminados. Por el
bien general de la sociedad. Porque en el fondo soy un boy-scout. Mi buena obra para un
día futuro, Luis.

Luis se echó a reír.

- No creo que tenga que preocuparme por eso -contestó.

- No. Pero hay una cosa que sí tendría que preocuparle -añadió Peter.

- ¿Y qué es?

- El tiempo. El tiempo que va usted a gastar buscando a Alicia. El tiempo que va usted a
desperdiciar en mí basta que se convenza de que la única razón de que no hablase cuando
estaba todo de una pieza y podía hacerlo era porque no sabía. Y de eso se dará usted cuenta
cuando la mujer de la limpieza se lleve mis pedazos en un cubo. ¿Así que por qué no se
lleva a sus hombres neandertales de aquí y se marchan a hacer algo útil?

Luis le miró.

- ¿Sabe usted, Peter? Casi me ha convencido.

- Luis, yo no daría ni un céntimo por sus convicciones. Lo que me preocupa ahora es Licia.
¿ Por qué -…?
- ¡Diablos! -exclamó Judith-. Yo desearía…

- ¿El qué, querida? -preguntó Luis.

- Que sea quien sea quien se la haya llevado, alimente con ella a los cocodrilos o a los
peces.

- Vamos, Judy. Me tiene a mí para consolarla -dijo Luis. -Pero yo no le quiero a usted, Luis.
Le quiero a él. -Ya dijo usted eso anoche, ¿recuerda? Pero estamos perdiendo el tiempo.
Peter, ¿quiere usted…?

Sonó el timbre de la puerta. Fuerte y apremiante. Luis hizo un movimiento con la cabeza.
Uno de los policías se encaminó hacia la puerta. Ante ella se encontraba un repartidor de
telegramas.

- Un telegrama para… -empezó, pero su voz se apagó inmediatamente.

El policía alargó la mano. El repartidor depositó el telegrama en ella y no esperó a que


nadie firmara nada. Se apresuró a bajar rápidamente la escalera.

El policía entregó el telegrama a Luis, quien sonrió. -Con su permiso, querido Peter -dijo. Y
abriendo el telegrama, lo leyó detenidamente. Luego dejó de sonreír y miró a Peter.

- ¿Así que estaba usted diciendo la verdad? -dijo entregando a Peter el telegrama.

Peter lo tomó y lo leyó. Le pareció que la voz de Judith le llegaba desde muy lejos,
produciéndole daño en los oídos. -¡Oh, Peter! -exclamó la joven-. ¿Qué ha pasado? Peter no
le contestó y se dirigió hacia la puerta. -¡Peter! -llamó Judith-. ¿Adónde vas? Peter se
detuvo. Pero no miró a Judith, sino al jefe de la Policía Secreta.

- Luis -dijo-, ¿ tengo que pedirle que no me siga? Luis le devolvió la mirada mientras su
moreno rostro aparecía profundamente grave.

- Claro que no, Peter. Esos muchachos significan negocio y nunca han oído hablar del
Marques de Queenberry. Peter quedó inmóvil mirándole.

- Usted nunca podría llegar allí lo suficientemente rápido, Luis. Nunca en la vida. Y aunque
Miguelito le dejara a usted suelto…

- ¿Qué, Peter?

- Yo no le dejaría -respondió Peter.

XVII

En cuanto Peter salió a la calle, oyó las sirenas de la Policía. Venían de todas las
direcciones y su fuerte aullido se propagaba por el tropical, tibio y suave aire nocturno. De
esta manera supo que Luis Sinnombre estaba haciendo buen uso de su propio teléfono, lo
cual significaba que el jefe de la Policía Secreta estaba aquella noche demasiado ocupado
para dedicarse a Judith. El consuelo era muy pequeño y la elección, como la mayoría de las
elecciones que se hacen en la vida, fea. No era un consuelo para él saber que, a pesar de
todo lo que le pudiera ocurrirle a Judith debido a su ahora deliberado y consciente
abandono, ella no moriría. Porque considerando fríamente la cosa, significaba la
destrucción de… su identidad, digamos, la aniquilación de esos millares y millares de
rasgos de personalidad que hacían de ella el individuo que era, un individuo que, a
despecho de todo, le era curiosamente querido. Esto si como persona no era también,
destruida. ¿No era ella incluso ahora uno de los heridos que andan? ¿ Qué más se requería
para que figurase en las filas de los muertos vivos?¿De aquel ejército de zombies que era el
único producto del siglo xx, de aquella gente que seguía viviendo después de tanta angst,
angoisse, anguish, angustia, que tenían las mentes trastornadas por la más abyecta dureza y
que se hallaban sólo un poco por encima del mínimo requerí do de existencia vegetal e
inerte, que era lo que ellos una vez se habían recreado en llamar sus corazones?

Pero Peter no disponía de tiempo para contestar. Su elección estaba ¿echa. Cualquier medio
oculto policía con aspecto de mono podía lanzarle en aquel negro agujero, en aquella
bodega, en aquel armario donde acabaría su vida, su alegría, su soñar en cosas futuras y su
esperanza del cielo. Y un corto disparo de una Sten acabaría el tiempo para él y la remota
posibilidad de continuar soportando lo que ya le resultaba casi insoportable.

Peter se detuvo en la acera e hizo parar a un taxi. El rostro del chófer reflejó miedo.

- ¿ Adonde, señor? -preguntó el taxista.

- A cualquier parte, aunque sea al infierno, mientras sea lejos de aquí.

Antes de que hubiera recorrido dos manzanas, vio que la policía estaba levantando una
barricada a través de la calle que tenían ante sí.

- Eche por otra calle -ordenó Peter al chófer.

- No se preocupe, señor -contestó el conductor-. Hace cincuenta años que estoy burlando a
esos animales con uniforme.

Peter vio que lo que la Policía estaba haciendo ahora era iniciar un registro masivo, calle
por calle, casa por casa, piso por piso.

Pero en una ciudad de casi medio millón de habitantes sus posibilidades de encontrar a una
mujercita asustada, tierna y encantadora antes de que fuera demasiado tarde, resultaban
nulas.

Aun así Peter no fue directamente al almacén. Porque aunque hasta ahora no había
descubierto signos de que Luis Sinnombre le hiciera seguir, conocía al jefe de la Policía
Secreta demasiado bien para aceptar su palabra de que no le seguirían. Le dijo al taxista que
le llevase a la parte baja de la ciudad. Una vez allí se apeó, pagó la carrera y despidió el
coche. Entró en el Pam-Pam. Luego salió por la puerta trasera. Tomó otro taxi y ordenó al
chófer que le condujera a La Luna Azul. Una vez allí, saltó del coche y penetró en el
establecimiento. El taxista recordaría aquel destino con tanta seguridad como el infierno.

La sustituía de madame propuso a Peter efectuar en su honor un desfile de muchachas


desnudas.

- No me gustan las muchachas -repuso Peter.

- Bueno, es un poco temprano para los muchachos -contestó madame-. Pero si el señor
quiere esperar, estoy seguro de que le podré procurar un bonito niño.

Peter probó su bebida. Era fuerte.

- No tengo tiempo -dijo-. Además, tampoco me gustan los muchachos.

- Entonces… ¿qué es lo que le gusta al señor? -inquirió madame.

- Los caballos -contestó Peter.

- ¿Los caballos? -repitió madame-. Bien, eso es un poco más difícil…

- Y tienen que ser de la clase de los que se sientan sobre racimos de uva -añadió Peter.

- Vamos, señor -exclamó madame.

- Ha sido una broma. Una broma de mal gusto. De la clase que 6e llaman en mi país
cuentos pornográficos. En realidad, madame, no tengo necesidad de ninguna clase de
distracción sexual. Simplemente debo matar cierta cantidad de tiempo y en un lugar donde
recuerden que me encontraba en él a estas horas.

- ¡Oh! -exclamó madame-. No me tiene que decir más, señor.

Y salió por la puerta como una endemoniada.

Inmediatamente se presentó una muchacha. Había sido guapa, y seguía siendo guapa en
cierto sentido. Pero ahora tenía el aspecto de lo que era. Ofreció su mano a Peter.

- Venga arriba conmigo -dijo.

- Lo siento, amiga -repuso Peter.

- ¿Por qué no?

- No siento deseos.

- Yo se los despertaré.

- No tengo tiempo, así que no te molestes -contestó Peter y a continuación le preguntó-:
¿No te he visto antes en alguna parte?
- No. Usted ha visto sólo mis ojos. Pero en la cabeza de mi hermano -contestó la joven.

- ¡Dios mío! -exclamó Peter.

- Jacinto me ha hablado mucho de usted. Venga y hablaremos. Arriba, en mi habitación.


Para usted, gratis.

- Escuche, Teresa…

- ¿Cómo sabe usted mi nombre? ¿Se lo dijo Jacinto?

- Sí -contestó Peter.

- ¡Pobre Jacinto! Viene aquí a menudo. Y siempre me lo llevo a mi habitación.

- ¿ A su hermano? -preguntó Peter.

- ¿Por qué no? ¡Oh, no es lo que usted piensa! Usted se encontraba en ese pueblo indio con
él, ¿ verdad?

- Sí.

- Y usted fue testigo de lo que sucedió, ¿no?

- Sí. ¿ Quiere usted decir que sigue de la misma forma?

- Sí. Las otras muchachas no saben que es mi hermano.

- ¿Con esos ojos?

- Ellas no miran muy a menudo a los ojos de los hombres. Lo que miran es lo abultada que
tienen la cartera. Ellas piensan que es mi amante. Cuando está en mi habitación yo grito y
hablo fuerte y le ruego que haga lo mismo. Así que no saben nada, ¿comprende? De esta
manera él puede mantener su orgullo.

- ¡Pobre Jacinto! -murmuró Peter.

- Él le quiere a usted mucho. Dice que usted es su único amigo.

- Es raro -exclamó Peter-. Creía que me odiaba.

- No. ¿Viene usted conmigo? Yo le proporcionaré a usted un gran placer.

- Gracias, Teresa. Pero ahora tengo que marcharme.

- Pero ¿por qué precisamente ahora?

- Porque acabo de ver al detective que me seguía dejar su puesto, con la ilusión de que
permaneceré aquí toda la noche. Créame, Teresita, es mi única oportunidad. Ya sabe usted
cómo es la Policía.
- ¿Quesi lo sé? ¡Esos cabrones! ¡Abortos deformados de asquerosas madres! ¡Los…!

- Ni siquiera el español tiene bastantes blasfemias -dijo Peter-. Tendría usted que inventar
una nueva lengua:Adiós.

La joven se inclinó y besó a Peter en los labios. Eira muy experta.

- Ahora volverá usted -afirmó Teresa-. Estoy segura.

- Amiguita, también lo estoy yo. En realidad, creo que puede usted escribir un libro sobre
eso.

Peter salió de La Luna Azul preguntándose si la joven tendría alguna enfermedad y si él


tendría algún corte en sus labios y si, de ser así, la enfermedad sería de las que se pueden
transmitir de esta forma. Bajó la escalera, llegó a la acera y alquiló otro taxi.

Hizo que el taxista avanzara en zigzag a través de media ciudad, poniendo por pretexto que
no recordaba el nombre de la calle a donde deseaba ir, sino tan sólo el aspecto que tenia la
casa. Bajó del coche a algunas manzanas de la fábricay recorrió a pie el resto del camino.
Pero cuando llegó al lugar encontró que sólo le esperaba Martin.

- Pablo no me ha otorgado el privilegio de guardarla -dijo éste-. Afirma que no se puede


tener confianza en mí en cuestiones de mujeres. Y tiene razón, pues aunque ella es de una
terrible delgadez y también de cierta fealdad, en conjunto posee un extraño aire que excita.
He conocido mujeres bellas que conmovían menos. No es de extrañar que usted esté
enamorado de ella, camarada.

- Si ella ha sido dañada o molestada de alguna forma,ya verá usted lo mucho que yo la
quiero -replicó Peter.

- ¡Oh! No se preocupe por eso. Pablo es peor que una vieja o un cura -dijo Martín-. Ahora
vamos.

La tenían en la habitación trasera en una casa de peón caminero de la carretera


panamericana, a plena vista de todos losjeeps de la Policía que pasaran por allí. El principio
de Edgar Allan Poe. La técnica de The Purloined Letter (1). Esconder el cuerpo donde
nadie pueda suponer que uno se atreva a hacerlo. No es que aquel lugar pareciera una casa
de peón caminero, a despecho de su magnífica situación. Parecía algo así como el
Parlamento Supremo de todas las moscas y de toda la suciedad de la tierra, y
probablemente lo era.

La joven estaba en una habitación trasera, con las manos y los pies atados a la silla en que
se hallaba sentada, y una mordaza en su boca que bastaba sólo con mirarla para hacer que
una cabra sintiera náuseas. Era guardada por una mujer que debía de pesar cien kilos, que
son unas doscientas veinte libras, con bigote y de piel muy oscura, y cuyo sexo podía ser
determinado por un ciego que se encontrase a cincuenta metros.

Alicia tenía los ojos cerrados e intentaba cerrar los agujeros de su nariz para no percibir el
monstruoso hedor de su monstruosa guardiana.

- Desátela -ordenó Peter.

La joven abrió los ojos, que relampaguearon. La manera como miró a Peter hirió a éste en
sus mismas entrañas, pasando por la cicatriz producida por algunos fragmentos de mortero
chino, y también por el nervioso estómago, que se había mostrado durante mucho tiempo
alérgico a la comida.

Pablo hizo una seña. El monstruo hembra se movió con sorprendente habilidad, incluso con
cierta gracia. Luego, Alicia se puso en pie, pero habría caído al suelo de no sostenerla Peter,
pues tenía interrumpida la circulación de sus manos y pies por habérselos apretado
demasiado.

La forma en que Alicia besó a Peter, acabó con cualquier duda que los

(1) La carta robada. 284

presentes pudieran albergar.

Peter la apartó y le preguntó:

- ¿Te han hecho daño, Licia?

- No -contestó la joven en voz baja-. Han sido muy corteses, incluso amables. Me
explicaron que tenían necesidad de atarme de esa forma por miedo a que yo hiciera algún
ruido involuntario. No les tengo mala voluntad, Peter.

- Pues yo sí -afirmó Peter-. Pablo, el convenio ha quedado roto. Yo le di a usted mi palabra


de que volvería. Pero usted se permitió emplear la coacción… Licia, nena., ¿qué te pasa?

El pequeño rostro era ahora de color escarlata. Luego sonrió.

- Tú eres mi hombre, ¿no? Entonces ¿por qué voy a sentir vergüenza? Me han tenido
sentada ahí durante horas y… ¡Oh, Peter! ¿Crees que tendrán un excusado que no esté
demasiado sucio?

- Lo tienen, doña Alicia. Pero está roto y no ha habido agua durante tres meses -contestó
Pablo-. Y si usted entrara en él, probablemente se desmayaría. Sugiero que vaya usted a dar
un pequeño paseo en compañía de Chiquita.

Chiquita quiere decir en español algo muy pequeño, así que, naturalmente, ellos llamaban
de este modo a la mujer montaña.

- Excúsame, cielo -dijo Alicia todavía ruborizada-. Volveré en seguida.

- De acuerdo -repuso Peter-. Pero no te apresures. Quiero decir algunas palabras, palabras
gruesas, blasfemias e incluso unas cuantas obscenidades a mis buenos amigos de aquí…
- Peter, cariño, no te enfades con ellos. Teman sus razones para hacer lo que hicieron, y me
las han explicado.

- Nena, tú ve a hacer pipi y déjame manejar esto a mí -dijo Peter.

- ¡Oh, Peter! -murmuró Alicia saliendo del cuarto.

- Escuche, Peter, yo lo siento mucho. Pero hemos aprendido por triste experiencia a no
tener confianza en nadie -dijo Pablo.

- Muy bien -repuso Peter-. No tenga confianza en mí. Veo que tienen ustedes un teléfono en
este Ritz putrefacto.

Voy a hacerle a usted una proposición más, mi última proposición.

- ¿Cuál? -preguntó Martín.

- Que deje usted a Alicia subir al Jaguar y…

- No puedo. Una de nuestras camaradas con la talla de Alicia devolvió el Jaguar a la puerta
trasera de la residencia de Villalonga, antes de que la Policía se diera cuenta de que faltaba
la novia de usted. Era demasiado peligroso, Peter, y no podíamos correr el riesgo.

- Perfectamente. Eso era sólo un detalle. Lo pondremos de otra forma. Después de que la
haya acompañado a la ciudad, volveré…

- No, Peter.

- ¡Maldita sea, Pablo! ¡Le digo a usted que volveré!

- Ya sé. Y yo tengo confianza en usted, Peter. Pero ¿vivirá usted lo bastante para hacerlo?

- No pondrán las manos sobre mí, porque…

- Después de lo de anoche, lo harán. Los consejeros técnicos militares del país de usted, con
sus helicópteros, aviones y armas valiosas designados para entrenar a los «Defensores de la
Democracia contra la Amenaza Roja» han sido retirados. Uno de nuestros amigos en la
Policía, porque nosotros tenemos amigos incluso allí, asegura que los despachos de usted, y
también los de su amigo irlandés, son, según se cree, la causa de ese cambio del Gobierno
de ustedes. Así que…

- Correré el riesgo -afirmó Peter.

- Pero nosotros no podemos permitir que usted lo corra, camarada. Nosotros le necesitamos.
Necesitamos la información que usted posee.

- Conforme. Entonces que algún otro la lleve a su casa. Cuando ella me telefonee aquí y me
diga que la han dejado en un lugar seguro, sana y salva, yo le diré a usted el emplazamiento
de esos campos prisión, tal como le prometí.
- ¿Y tú,cielo? -murmuró Alicia en el momento en que franqueaba la puerta.

- Yo me iré con ellos,nena. Tengo que hacerlo. Forma parte de lo convenido.

- ¡Entonces yo me iré contigo! -afirmó Alicia.

- Vamos,nena…

Martín sonrió.

- Será más seguro, camarada -dijo-. Intentar conducirla de nuevo a la ciudad entraña
grandes riesgos, incluso para ella.

Peter miró a Pablo.

- Eso es cierto -dijo éste-. La Policía anda muy nerviosa con las armas de fuego, como sabe
usted muy bien.

Peter continuó mirándole y dijo:

- Pero los campos están muy lejos, y una vez que lleguemos a ellos, los ataques serán más
terribles que la leche de una bruja…

- ¡Caramba! -exclamó Martín-. Ésa es una blasfemia nueva. ¿Está sacada del inglés,
camarada?

- Algo por el estilo -contestó Peter-. Licia,nena…

- ¡Llévame contigo! Ya sabes que me siento degradada si estoy separada de ti. ¡Oh,
Peter,cielo, por favor!

- Nena -dijo Peter-, puedes morir. ¡Diablos, los dos podemos morir!

- No podía pedir mayor felicidad -repuso la joven- que yacer junto a ti… para siempre.

- Nena, hay demasiadas posibilidades de que desgraciadamente suceda eso.

- ¿No es mejor morir rápidamente de una herida de bala que lentamente de pena? ¡Mírame,
Peter! Desde que te conozco he perdido seis kilos. Y yo no puedo permitirme perder seis
kilos. ¿Te gustaría que acabase en una casa de locos, con una camisa de fuerza, delirando y
diciendo a gritos tu nombre? Ya sé que no podremos casarnos nunca. Pero yo quiero ser
tuya y lo seré. ¡Acepto el pecado! ¿Qué dolor, qué castigo, qué infierno puede ser peor que
el que sufro ahora? ¡Oh, Peter! Yo…

Peter la atrajo hacia sí. Luego dijo a Pablo:

- ¿Cómo iremos?

- En camiones. Los conductores, como son cruelmente explotados, han abrazado nuestra
causa. Dentro de una hora empezarán a llegar, y nos esconderán entre las mercancías.
- ¿Y cuando lleguemos a los puestos de control que los carabineros y la Guardia Civil
tienen siempre en la carretera?

- ¡ De modo que se encuentran en el sur! -exclamó Martín.

- En Xilichimocha, en Chizenaya y en Tarascanolla -repuso Peter.

- Todos muy cerca de la carretera. ¿ Lo oyes, Pablo? ¡ Estupendo! ¡Maravilloso!

- ¿Y cuando lleguemos a esos puestos de control? -insistió Peter.

- Los tenemos señalados -repuso Pablo-. Sabemos en dónde se encuentran. Tres kilómetros
antes de cada uno de ellos echaremos pie a tierra y caminaremos por la jungla hasta que los
hayamos dejado detrás. Los camiones nos esperarán.

Peter miró a Alicia. La joven llevaba un elegante traje de cóctel. Sus brazos estaban
desnudos.

- Martín -dijo-, envíe a uno de los soñolientos muchachos en la motocicleta a la ciudad para
que compre unmono. No, dos. Uno más grande para mí y el otro, de la medida más pequeña
que tengan, para Alicia. Aun así temo que le resulte demasiado grande.

- ¡ Oh,cielo, cielo, qué contenta me siento!

Martín miró su reloj.

- Temo que sea demasiado tarde -dijo-. Todas las tiendas están cerradas. Pero tiene usted
razón. Ese vestidito no es adecuado para este viaje. Déjeme ver, déjeme ver…

- No se preocupe usted, camarada segundo jefe -se apresuró a decir uno de los adolescentes
que habían guardado a Peter-. Yo buscaré monos para el camarada reportero y su dama.

- ¿ Y cómo, Joaquín? -inquirió Martín. | -Los robaré -repuso Joaquín echándose a reír-. Yo
soy un ladrón de primera clase.

- No seas loco, hijo -dijo Peter-. Las calles están atestadas de policías.

- Usted no me conoce, camarada. Me llevaré a Mario para que me sirva de vigilante, y


cuando regrese regalaré al camarada una pistola robada del mismo cinto de un policía. Y,
además, losmonos. ¿ Desea algo más el camarada?

Peter miró a Pablo.

- ¿ Está loco eseniño, ¿ verdad?

Pablo negó con la cabeza.

- No, camarada. No ha exagerado lo más mínimo. Es el mejor ladrón que he conocido. Este
talento suyo nos fue muy útil en el pasado. Ya que va a robar losmonos, sugiero que le dé
una lista de otras cosas que pueda necesitar.

Peter reflexionó un momento.

- Sólo dos -dijo-. Un cuchillo de comando y una radio. Una radio de transistores con varias
bandas de ondas, pero especialmente de seis a dieciocho metros, que incluyen las llamadas
de la Policía a sus patrullas.

Martin miró a Peter.

- Eso es lo que yo llamo una idea que demuestra cierta inteligencia -exclamó.

Los hombres comenzaron a llegar. Venían a pie cargados con grandes paquetes. Peter
esperaba que hubiesen sacado algunos de aquellos paquetes del camión en que él y Alicia
tenían que viajar. Sabía que la combinación exógeno-T.N.T., que forma una pelota parecida
a goma de mascar y huele como mazapán, estalla con sólo que se le acerque una chispa.
Peter sabía… que podía dársele martillazos, tirarla, moldearla, jugar a la pelota con ella sin
que ocurriera nada. Pero en Argel había visto lo que sucedía cuando estallaba. Así que su
respeto porle plastique era verdaderamente profundo. También disponían de otras armas: de
morteros de rodilla de manufactura rusa; de largos tubos que parecían bazookas; de fusiles
Sten y Bren; incluso de algunas armas más pesadas montadas en trípodes. Tan extenso y
excelente era su material que Peter se volvió a Pablo y dijo:

- ¿Cómo?

- Se espera de un día a otro una gran ofensiva. Nos hemos aprovechado de la vigilancia de
la Marina de ustedes en Cuba. Ahora los rusos desembarcan material en una cueva del
extremo sur de la República. Hemos prometido devolverlo de nuevo a Cuba,Peter. ¡Y lo
haremos una vez lo hayamos utilizado nosotros!

- ¿ Y a qué esperan ustedes? -preguntó Peter.

- A los indios. Cada vez se muestran más insatisfechos con lo que les ha tocado. Estaban a
punto de reunirse con nosotros. Lo hubieran ya hecho de no haber sucedido lo del padre
Pío. ¡Ese cerdo de Villalonga intentó hacerle pedazos la otra noche!

- Eso sí que no lo entiendo -dijo Alicia-. Si mi hermano… y le garantizo a usted que es un


cerdo, Pablo, más cerdo de lo que usted se imagina… si mi hermano hubiera matado al
padrecito, ¿no habría sido eso motivo para que los indios se pasaran automáticamente al
campo de ustedes? Yo hablo tluscolay los conozco bien. Son muy devotos…

- Así habría sucedido, doña… No, camarada Alicia, ya que usted se nos ha reunido… A no
ser por el hecho de que su hábil hermano combinó las cosas de manera que los indios
creyeran que fuimos nosotros los que asesinamos al pequeño vasco. Sólo que éste se
salvó…

- Gracias a Dios -murmuró Peter.

- Yo también siento agradecimiento, aunque no creo en el Dios de ustedes -afirmó Pablo.
- ¡Dios mió! -exclamó Alicia-. ¡Miren eso!

Todas miraron, viendo entonces que el Zopocomapetl estaba vomitando fuego, que enviaba
una lengua de llama, en dirección al cielo, de una altura de mil pies o más.

- ¡Eso es bueno! -exclamó Pablo-. ¡Esta noche tendrán otra cosa en que ocupar sus mentes!

De pronto oyeron el ruido de los motores en la carretera, y vieron al primero de los


camiones detenerse ante la casa de peón caminero. En primer lugar descargaron lo que
había en el camión, luego cargaron sus bultos y más tarde colocaron la mercancía inocente
encima.

Peter se dirigió al conductor del camión.

- ¿Ha causado el volcán mucho daño en la ciudad?

- No -contestó el conductor-. Pero el pueblo indio de Xochua ha sido arrasado. Muy pocos
de sus habitante» han escapado.

Luego, antes de que Peter pudiera decir nada, Joaquín y Mario llegaron en la motocicleta.
Traían con ellos los llamados en Españamonos azules y, además, el cuchillo, la pistola de
un policía y la radio. Era una radio muy buena. Disponía de las bandas FM y AM, y de
añadidura tres bandas de onda corta Les sería de gran utilidad.

Alicia yacía en los brazos de Peter en el interior del camión. Éste iba cargado con sacos de
cemento, además del otro material que el grupo de Pablo había añadido. Los sacos estaban
llenos de polvo y hacían estornudar a Peter. Pero a Alicia no la afectaban. La joven le
besaba cada vez que podía hacerlo desde que abandonaron la casa de la carretera.

- Niña… -dijo Peter.

- ¿Qué,cielo?

- Corta eso, ¿quieres?

- ¿Por qué? -contestó la joven-. ¿Es que ya no me quieres?

- Sí. Demasiado. Pero si me haces estallar, quizá contagie mi explosión a las granadas que
Martín lleva en el bolsillo.

Alicia rió suavemente.

- ¡ Oh! -murmuró-. Peter…

- ¿ Qué,nena?

- Peter, estás loco, ¿lo sabes? ¡Lo-o-o-o-cooo! Pero yo me alegro de que lo estés. Si
estuvieras cuerdo, no amarías a este cuarto de quilo de huesos con cara de mónita…
- ¡Hola, cara de mona! -dijo Peter al tiempo que la besaba.

- ¡Cara de mona! Es extraño, pero cuando tú me lo dices, me gusta.

- Entonces ya somos dos -contestó Peter.

- Peter… ¡bésame!

- Nena, no empecemos de nuevo.

No, si no quiero empezar. Pero bésame para darme las buenas noches. Tengo deseos de
dormir. En tus brazos. Por primera vez. En donde quiero dormir todo el resto de mi vida.

Peter la besó. Pero ella se retiró rápidamente y dijo:

- ¡Oh, Peter! ¿Qué ha pasado?

- Nada.

- ¡Dímelo!

- No. Lo echaría todo a perder.

- Ya lo has echado a perder. ¡ Así que dímelo!

- He pensado en… en ella. Durmiendo sola… y para siempre. Y sus tres hijos, que se han
quedado sin madre. Y su marido sin…

- ¡Ay! -se quejó Alicia-. Pero tú no tienes la culpa de ello, amor mío. Durante toda mi vida
he sufrido por los pecados de otras personas. ¡Oh, grande y vengativo Dios! Por lo menos
permíteme un grande y glorioso pecado propio para sufrir por él.

- Nena, no creo que tengas necesidad de preocuparte por eso -repuso Peter.

libro III

Retirada y retorno

XVIII

Desde donde estaban echados de bruces en el espeso y pegajoso fango del bosque de
mangles, podían ver el campo. Éste no se encontraba en el mismo Tarascanolla, sino en la
jungla, a doce kilómetros de la población.

- ¿ Qué impresión le causa? -preguntó Pablo.

- Muy buena -contestó Peter-. Nos han dado todas las ventajas.
- ¿Qué quiere decir?

- Pues que como querían esconder esas atrocidades a los ojos de los turistas, las han
colocado en la jungla. Cosa excelente para esconder un campamento de prisioneros, pero
aún mejor para los que desean atacarlo. Podemos aproximarnos hasta llegar a tres metros de
esa fábrica del crimen sin que nos vean.

- Vamos entonces -dijo Pablo-. Volvamos al albergue con objeto de hablar de ello.

- De acuerdo -contestó Peter.

Avanzaron a través del terreno pantanoso arrastrándose sobre sus vientres. Cuando
estuvieron lo bastante lejos del campo de concentración, se pusieron en pie y empezaron a
andar camino de la posada.

- No le comprendo, camarada reportero -dijo Martín.

- ¿ Qué es lo que hay en mí que no comprende, amigo? -inquirió Peter.

- Su deseo de dirigir este ataque. Si yo tuviera la mujer que usted tiene esperándome en la
posada, se me desarrollaría en mi tal deseo de vivir, que me volvería enormemente cobarde.

- ¿Usted cree que yo no siento ese deseo de vivir? -preguntó Peter.

- Sin embargo, usted insiste en dirigir el ataque -replicó Pablo-. ¿ Por qué, camarada?

- Son varías las razones. Y de naturaleza a la vez sencilla y complicada.

- Empiece con las sencillas.

- Muy bien. En primer lugar, su grupo, amigo Pablo, a diferencia del que dirigía el bravo
Juan, y después el de Jacinto, y al final de todo el de Federico, con el cual ya cesó de ser un
grupo para transformarse en carne de cuervos, está desentrenado. De todos nosotros, sólo
yo he visto de cerca la guerra. Claro que también he visto muchas fornicaciones, pero no
importa. No quiero ver a todos ustedes pasados a cuchillo debido a su ignorancia. Ustedes
son muy valientes y muy ignorantes, que es la peor de las mezclas. No conociendo las
reglas de la táctica, sería mejor que fueran ustedes cobardes. -Siga -dijo Martín.

- Yo aprendí táctica de comandos contra los chinos en Corea. Y me propongo enseñarles a
ustedes lo que sé. Me propongo tomar este campo como una demostración ante ustedes de
cómo se debe hacer. Mi intención es no perder ni un solo hombre. Como consecuencia de
ello, usted, Martín, tomará luego el de Xilichimocha; mientras que usted, Pablo, que a mí
me servirá de segundo, tomará el de Chizenaya, el último de todos. -¿Por qué dejar ése para
el último? -preguntó Martín. -Porque después del primero, el elemento sorpresa habrá
desaparecido; y cada ataque resultará más difícil que el anterior. Ésta es una de las razones.
La otra es que el Centro de Corrección Moral de Chizenaya es donde guardan a las mujeres
prisioneras, las cuales serían después un estorbo -dijo

~¡Ay! -exclamó Martín-. ¡Si son muchas, nosotros seremos un estorbo para ellas!
- Espere a ver qué aspecto tienen para entonces -repuso Peter.

- Camarada reportero… -empezó Pablo

- ¿ Qué, amigo?

- No ha explicado usted todo. Yo quiero conocer también las razones complicadas.

- No sé cómo explicárselas -contestó Peter-. Ni siquiera estoy seguro de saber cuáles son.

- Inténtelo.

- Muy bien. Fui a la guerra de Corea a regañadientes, convencido de que matar no servía de
nada. Incluso convencido también de que allí no surgía ningún principio de vida. Pero salí
de aquella guerra un poco cambiado.

- ¿ En qué sentido?

- Descubrí un principio o dos.

- ¿Cuáles? -preguntó Pablo.

- Que un hombre debe tener una casa. Con un jardín a su alrededor, una verja alrededor del
jardín y una puerta en esa verja.

- ¿Ésos son principios? -preguntó Pablo.

- Sí,amigo. Porque en esa puerta tiene que haber un letrero que diga: «Prohibido el paso», y
al lado de ese hombre un arma que pueda enviar las balas a cualquier hijo de culebra que
intente colectivizar ese jardín o hacer que ese hombre vaya a la iglesia, o se entrometa en
sus sencillos placeres, tales como emborracharse el sábado por la noche o estrechar a la
mujer que tiene dentro de esa casa. Me llevó gran tiempo comprender tales principios. Si se
quieren expresar con frases grandilocuentes, se puede decir que el Estado está hecho para el
hombre y no el hombre para el Estado. Que el hombre está en primer lugar. Esto es, que
para que coopere en los asuntos principales debe ser preguntado respetuosamente y no
requerido. O como el viejo Abe dijo: «De, por y para». ¿Comprendido?

- Sí -repuso Pablo-. Comprendo que es usted un reaccionario, camarada.

- Sí -dijo Peter-. Un reaccionario que le va a ayudar a usted a ganar este partido de fútbol.
Pero que le levantará la tapa de los sesos cuando usted empiece a estropear las cosas…

- ¿ Qué cosas? -preguntó Martín.

- Ya se lo be dicho. Esa casita. Esa mujercita en la casa. La pequeña viña y la higuera. Y esa
puerta que ni usted ni el primer ministro de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas,
ni «1 presidente de los Estados Unidos, ni Fidel Castro pueden franquear a menos que yo
los invite a ello. Cosa que yo haría, naturalmente. Les ofrecería una bebida. Les hablaría de
pelota base, de las corridas de toros y de la pesca de los peces voladores. Dejaría que la
mujercita les ofreciera una torta hecha en casa. Sería usted muy bien recibido, amigo, ya
que usted es…

- ¿ Ya que soy qué? -dijo Pablo.

- Un amigo, que goza de mi compañía y me deja triste cuando se marcha.

- Ésos son principios muy raros, camarada -opinó Martín.

- ¿Son raros? -repitió Peter-. Pues los hombres llevan matándose diez mil años intentando
ponerlos en práctica.

Cuando salieron de la jungla vieron la posada. Era una posada pequeña y casi nueva. No
había muchos turistas en ella ahora, pues estaban en verano y los turistas sólo llegaban al
extremo sur en invierno, cuando el clima resultaba soportable. Los camiones estaban todos
estacionados en el aparcamiento de la posada, bajo un toldo de bambú. Los dormilones
adolescentes, Joaquín y Mario, se hallaban dedicados a pintar letreros. Éstos decían:
«Cerrado por el calor». Cuando hubieron acabado los letreros, los colocaron a cincuenta
metros de la carretera en ambas direcciones. Y otro más grande ante la puerta, por si acaso.
Hasta ahora no había pasado absolutamente ningún coche. Pero no podía asegurarse nada.

Abajo, en la planta baja, tenían al posadero y a su esposa encerrados. La esposa era una
bonita india de unos veinte años. La muchacha tomó lo de que la encerrasen con la
resignación que los tluscolas lo aceptan todo. Pero el hombre era un corpulento individuo
de cincuenta años. Se trataba de un mestizo.

Por su aspecto, sus antepasados indios no debían de ser tluscolas, sino probablemente
sucios y degenerados indica pescadores, que intercambiaban sus esposas y dormían con
propias hermanas, madres, tías o primas. Y cuando habla escasez de hembras, con sus
hermanos, padres, tíos y primos, siendo una de las razas más completamente ambisexuales
que han existido. Peter vio que aquel individuo no se mostraba nada resignado. Era muy feo
y no inspiraba confianza.

Cuando Peter subió la escalera pudo oír que Alicia estaba cantando. Tenía una voz entre
soprano y contralto, aunque cuando quería subía la voz, pasando de medio soprano para
alcanzar latesitura de soprano lírica. Lo que cantaba era una canción de amor. Las palabras
decían:

La primera vez que te vi, me enamoré locamente de «… Lo que traducido toscamente al


inglés dice: The first time I saw you, I fell madly in love with you, pero perdiendo todo el
encanto y la magia que posee en español y probando, una vez más, que las traducciones es
una cosa que nunca debe hacerse, a menos que se tenga absoluta necesidad de ellas.

Cuando entró en la habitación, Peter vio que la joven se había quitado el mono y lucía el
traje de cóctel. Parecía como si se lo hubiera acabado de poner para ir a una fiesta.

- ¿Cómo te las has arreglado? -preguntó Peter-. Pareces fresca y descansada.


- ¡Oh, y lo estoy, cielo! -contestó Alicia-. He tomado una ducha y he lavado todas mis
cosas, echándome luego en la cama, desnuda, con la esperanza de que vinieras y pudiera
tentarte. Sólo que todas mis ropas se secaron diez minutos después, así que me las he
puesto de nuevo, ya que no hay cerradura en la puerta.

- Nena… -dijo Peter.

- ¡Oh, Peter! Estás lleno de barro.

- Ya sé. Ahora mismo voy a tomar una ducha -contestó Peter.

- Entonces apresúrate. Y cuando estés guapo y limpio, los dos…

- Nena -exclamó Peter-. No…

Alicia le miró y lo que había en sus ojos resultaba muy duro de mirar.

- Peter -dijo-,dime, ¿por qué?

- Porque yo no sabía que ibas a estar conmigo.

- Peter -repuso Alicia-, ya te dije que deseo un hijo. Un hijo tuyo.

- El pequeño Peter Sin-Nombre, algo diabólico para un niño, ¿no?

- Peter,cielo, eres demasiado complicado -replicó Alicia.

- No lo podemos remediar, ¿ comprendes? -repuso Peter-. A menos que estés dispuesta a
aceptar un asesinato… como precio de un marido. Yo no puedo aceptar eso como tu dote,
nena. Ensuciaría nuestras vidas para siempre.

Alicia continuó mirándole.

- Ve a tomar la ducha, Peter.

Cuando Peter salió de la ducha, Alicia estaba sentada junto a la ventana. Oscurecía, y el sol
llameaba muy bajo en el cielo. Poco después sería completamente de noche. El abrupto
oscurecer sin transición de los trópicos, y cuando anocheciese Peter tendría cosas que hacer.
Ni siquiera le gustaba pensar en esas cosas.

Estaba envuelto en la gran toalla, pero cuando buscó los únicosshorts que tenía para
ponérselos, descubrió que no se encontraban allí.

- Te he lavado losshorts -dijo Alicia-. Y también los calcetines y la camisa. ¡Hum! Estaban
de una suciedad inimaginable. Ahora está todo mojado y no tienes ropa que ponerte y, por
lo tanto, estás a mi merced.

- Nena -dijo Peter-, hay otra cosa.

- ¿Qué cosa?
- Que lo que vamos a hacer mañana al amanecer es en extremo peligroso. No debo yacer
contigo. Tu deseo de un hijo está muy bien. Pero lanzar sobre él simultáneamente bastardía
y carencia de padre, es otra cosa. Déjame, pues, acabar lo de mañana, y lo del día siguiente
y lo del otro. Ya no tengo ninguna fe en mi suerte. He abusado demasiado de ella.

Alicia permaneció inmóvil, mirándole. Luego, muy lentamente, se puso en pie y se acercó a
él. Levantó sus dos manos y las dejó caer, frías y remotas, a lo largo de la mandíbula de
Peter. Acto seguido se puso de puntillas y le besó en los labios.

- Si a ti te matan al amanecer -dijo Alicia-, ¿crees que al mediodía estaré yo viva? ¡Qué
poco me conoces, Peter!

- Nena… No debes hacerlo. No puedes hacerlo. Yo…

- Puedo hacerlo, y deseo hacerlo, a menos que…

- A menos ¿qué,muñeca?

- A menos que… que tú dejaras vida en mi. Tu imagen, tu réplica. Para que crezca alto y
fuerte como tú eres y sea tan feo como tú eres. Y tan guapo. ¿Puedes negarme esto,ciclo?
¿Puedes negarme la única cosa que salvaría mi vida?

- Nena -dijo Peter en tono de lamentación.

La joven abrió de par en par sus ojos en forma de almendra y le miró, dejándole que
contemplase el corazón mismo de la oscuridad. Luego, con brusco y rápido movimiento
característico de ella, inclinó la cabeza y comenzó a llorar. Con ira, con furia, todo su
cuerpo estremecido por las lágrimas.

Peter levantó los brazos y la abrazó. Pero ella le martilló el pecho con ambos puños.

- ¡No me dejas nada, ni siquiera orgullo! -gritó Alicia-. ¿Tengo que pedírtelo de rodillas?
¿Debo hacerlo? ¡Oh, maldita sea, suéltame!

- Dime -dijo-, ¿cuántos centenares de amantes has tenido?

Alicia acarició los cabellos de Peter.

- No son centenares, Peter. En toda mi vida, sólo dos. Mi pobre Emilio… y tú.

Peter levantó la cabeza y la besó. Cuando intentó separar la cabeza, la de Alicia continuó
pegada a la de él, boca con boca, y las salpicaduras del llanto de la joven humedecían su
rostro.

- Perdona -murmuró Alicia.

Y en aquel momento, terrible y espectacular, oyeron el grito.

Peter se tiró de la cama de un salto, cogió susshorts, casi secos ahora, del extremo del
lavabo, y se los puso. De la cómoda cogió la pistola que Joaquín le había traído, pero la
dejó en seguida, ya que sabía que la única cosa que no podía hacer cerca de un campo de
concentración era disparar un tiro, tomando en su lugar el cuchillo de comando.

- Peter-gritó Alicia.

- Calla,nena -contestó Peter-. No te muevas.

Y se apresuró a bajar la escalera.

Con excepción de Mario, uno de los muchachos dormilones, que se había quedado a
guardar al posadero y a su mujer, no había nadie allí, porque Pablo, Martín y el resto habían
salido, cumpliendo las órdenes de Peter, para colocar las cargas de plástico en los lugares
que él había indicado alrededor de los muros.

Pero se encontró no con Mario, sino con lo que había sido Mario. Toda su alegría, su
ingenio y valor habían desaparecido, quedando sólo la carne desgarrada que le había
albergado, arrojada ante la abierta puerta, mirando fijamente la débil bombilla que había en
el pasillo de la planta baja con ojos sin vista, y teniendo ahora dos bocas, la suya propia,
abierta de par en par por el terror y el dolor, y la otra, una nueva que el encargado de la
posada le había abierto en la garganta, convirtiendo el sueño que tanto le gustaba en el más
profundo sueño del que ningún hombre despierta jamás.

Era la mujer la que había gritado. Ahora estaba allí, acurrucada, mirando el cuerpo de
Mario con ojos llenos a la vez de lágrimas y de horror. Luego, levantando la cabeza, la
mujer gritó de nuevo:

- ¡Bestia! ¡Asesino! ¡Matador de niños! Peter le dio una fuerte palmada en la boca. A
continuación la arrastró al interior de la casa y cerró la puerta. Pero no había nada con que
cerrarla, pues el posadero había arrancado el cerrojo de la madera con su embestida de toro.
Sólo que no había tiempo ni medios de buscar nada que sustituyera al cerrojo, aunque la
mujer, que odiaba a su marido -Peter sabía esto ahora-, no era por tanto una amenaza. Peter
salió al oscuro exterior y oyó que aquel gran animal avanzaba a través de los matorrales
algunos metros más allá, con el Sten de Mario en sus manos. El posadero no era hombre de
bosques. Marchaba ya titubeante y perdido. Peter avanzó trazando una diagonal con los
ojos cerrados, manteniéndolos de este modo incluso mientras corría, hasta que se
acostumbraron a la oscuridad.

Ahora vio al hombre delante de él, oyendo que jadeaba como una máquina de vapor; pero
el posadero se encontraba sólo a tres metros de la carretera que conducía directamente al
campo de prisioneros, y una vez en ella no habría medio de detenerle. Incluso ahora, un
disparo, un gran grito podrían ser oídos, y eso sería el final, pues haría que los guardianes
de la prisión salieran y disparasen sobre ellos, divididos como estaban, separados, sin
preparación. De modo que Peter se arrojó sobre el hombre e hizo toda la cadena de cosas
que sabía: un gancho con su brazo izquierdo alrededor de la garganta del posadero,
apretándolo ferozmente hasta que ya no le quedó aliento al hombre para gritar, al mismo
tiempo que apoyaba su rodilla derecha en la parte baja de la espalda, cosa que colocó al
posadero en una increíble postura, que atacó a su espina dorsal, produciéndole una parálisis
tan instantánea, que los gruesos dedos del hombre se abrieron y su ametralladora checa
cayó al suelo. Pero Peter, sin tener tiempo para darse cuenta del éxito de su ataque, hizo que
la larga hoja de su cuchillo penetrase y saliera en un rápido movimiento, sintiendo que
mordía carne, un tembloroso montón de inquietante carne: el corazón. Luego, extrayendo el
cuchillo, sintió el ardiente surtidor de sangre que le siguió, y levantando su mano izquierda
para tapar la nariz y la boca del posadero, colocó el extremo de la hoja detrás de la oreja
izquierda del hombre, empujándola hacia dentro en un largo de doce centímetros de largo,
cortando la carótida, asegurándose así de la muerte del hombre, ya que ésta era la manera
que le habían enseñado, porque lo que un comando entrenado hace en un combate cuerpo a
cuerpo es matar varias veces al hombre, exterminarlo.

Dejó al posadero donde había caído, deteniéndose tan sólo para recoger la Sten. Pero no
desperdició tiempo buscando el cuchillo que el mestizo había empleado para matar a
Mario… seguramente un hoja larga y estrecha que debía llevar disimulada en su persona y
que había utilizado mientras Mario dormía. Automáticamente, Peter limpió su cuchillo en la
camisa del hombre muerto y se dirigió de nuevo hacia la posada.

La mujer se hallaba todavía en la habitación de la planta baja llorando y rezando. Parecía


no haberse dado cuenta de la cerradura rota. Pero, de todos modos, Peter entró en la
habitación, descolgó un trozo de hilo eléctrico y ató con él las manos y los pies de la mujer,
mordiendo cruelmente su carne.

Luego subió al piso superior y penetró en el cuarto de baño, donde se lavó con agua fría la
sangre que tenía en sus manos. Se quedó allí mirando su propio rostro en el espejo y a
continuación, inclinando la cabeza, vomitó, produciendo un largo y monótono ruido que
siguió hasta que la taza del retrete quedó llena de bilis amarillenta mezclada con sangre.
Entonces tiró de la cadena y lo hizo desaparecer. Luego se sentó en el extremo del baño y
permaneció allí hasta que Alicia se presentó en la puerta, observando cómo temblaban los
grandes hombros de Peter y que sus ojos estaban ciegos.

Alicia se arrodilló muy lentamente hasta que su esbelto cuerpo quedó entre las rodillas de
él, y levantando los brazos rodeó con ellos el cuerpo de Peter.

- ¡No llores, Peter! -dijo-. ¡Oh, por favor, amor mío, no llores!

Alicia le tomó por el brazo y le guió hasta la cama, echándose junto a él y besando sus ojos,
su garganta y sus labios.

- ¡No lo hagas! -dijo Peter-. ¡Por amor de Dios, no lo hagas!

- ¿Por qué no? -preguntó Alicia.

- Yo le he matado -contestó Peter-. No le di la menor oportunidad. Le maté como a un


perro.

- Lo mismo que él mató a Mario -repuso Alicia.

- ¡Bajaste! ¡Lo viste!


- Sí,cielo. Tú eres muy hombre. Pero tu corazón es tan tierno como el de una mujer. A veces
un hombre tiene que matar. Esta muerte ha sido justa.

Peter la miró fijamente.

- ¡Tú! -exclamó-. Eres…

- ¿ Qué,cielo?

- La hermana de Miguel. No lo puedes negar. Con su rostro, con su espíritu, con su corazón.
¡Déjame! No puedo soportarte ahora. No puedo.

- Nena…

Alicia se irguió entonces y le miró. A la luz de la lámpara, las lágrimas del rostro de la
joven eran como un flujo luminoso.

- Nena -susurró Peter-, te quiero. Me has quitado el disgusto. Ha desaparecido.

- ¡Oh, Peter,cielo!-murmuró la joven abrazándose a él y estremeciéndose.

Luego levantó su maravilloso, trágico y tierno rostro y sonrió con coquetería.

- Llamaremos Mario al hijo que tengamos -dijo-. ¿No lo encuentras justo?

- Sí,nena -repuso Peter-. Si es que tenemos un hijo, y si además es varón.

- ¡ Oh, Peter! ¿ Es que no tienes confianza?

A primera hora de la mañana, Joaquín llegó hasta Peter con la ametralladora de Mario en la
mano. Su voz sonó áspera. m-Él hubiera querido que la tuviera usted, camarada. -No -
contestó Peter-. Le doy las gracias, camarada. Pero no.

- ¿ Por qué no? -inquirió Joaquín.

- Porque es una arma -repuso Peter-, y las armas sirven tan sólo para matar a gente. De aquí
en adelante no tendré necesidad de ellas.

- Usted se las arregla muy bien con un cuchillo -afirmó Pablo-. Aunque incluso eso fue
innecesario. Él hubiera muerto sólo con lo que usted le hizo con sus manos. Le rompió la
espina dorsal.

- No hablemos de eso -pidió Petera-. ¿Están ustedes dispuestos?

- Sí, camarada jefe temporal -contestó Pablo-. Pero le pido un favor, jefe.

- ¿Cuál? -preguntó Peter.

- Que me deje usted conducir el camión.


- No -contestó Peter.

- Camarada, el hombre que lleve el camión morirá. Y si usted muere, la pequeña Alicia se
volverá loca, estoy seguro.

- Usted está seguro de muchas cosas -replicó Peter-. Ahora, escúcheme. No vayamos a
hacer una mala película. Yo conduciré ese camión porque de todos ustedes soy el único que
puede hacerlo sin morir. Yo siento ahora un gran deseo de vivir y no tengo ningún deseo de
ver a uno de ustedes muerto intentando hacer lo que sé que sólo yo puedo hacer. Ahora
vamos a poner nuestros relojes a la misma hora, como hacen los comandos de las películas,
pues es necesario. Eso sí, y nada de gestos heroicos.

Todos sincronizaron sus relojes.

- Hemos calculado que cada hombre tardará veinte minutos en estar en su puesto -dijo
Peter-. Para entonces habrá luz suficiente para que vean ustedes matarlos en lugar de
matarse ustedes unos a otros. No tienen ustedes que disparar hasta que no oigan volar el
camión. Luego, tienen ustedes que apuntarles al vientre y tan de cerca como sea posible,
cuidando de no matar a los presos políticos. En cuanto a los guardianes, no dejen que
ninguno se escape, y tampoco acepten la rendición de ninguno…

El rostro de Pablo palideció ligeramente.

- No le comprendo, Peter -dijo-. Alicia me ha dicho que anoche lloró usted por el hombre
que había matado, y ahora… m

- Ahora lloraré por ésos, luego que los hayamos matada Pero mátenlos. Debemos hacerlo -
concluyó Peter.

Se hallaban entre los árboles y esperaban. Se habían ennegrecido los rostros con corchos
quemados sacados de la bodega de la posada. Permanecieron inmóviles hasta que el camión
apareció por la carretera con Peter al volante. Marchaba muy despacio hasta que estuvo
delante de ellos. Entonces Peter se agachó y colocó una piedra pesada y llana sobre el
acelerador, cosa que hizo que el camión se alzara un momento mientras se lanzaba a toda
velocidad. Peter abrió la portezuela y saltó a tierra. Cuando llegó al suelo, empezó a dar
vueltas. Los matorrales se lo tragaron al instante.

Cinco minutos después el camión penetraba por la puerta principal y estallaba dentro del
patio de la prisión.

Dejaron que los prisioneros libertados -excepto, naturalmente, los dos amigos de Pablo,
capturados ante el palacio arzobispal, que se llevaron con ellos- remataran a los guardianes
heridos de la prisión, y partieron de nuevo en los camiones en dirección a Xilchimocha.
Tomaron el centro de Reeducación Social que había allí mediante una dura lucha que les
costó siete bajas y les hubiese costado muchas más si súbitamente los tluscolas no hubiesen
abandonado su ciudad sagrada y hecho causa común con ellos, atacando los muros del
campo de prisioneros en ataques frontales en masa que les costó más de cincuenta muertos,
trepando por los muros y penetrando en el campo como una roja masa de furia trepadora.
Cuando todo concluyó, Peter envió en busca de Alicia, a quien habían llevado con ellos,
pues con la jungla que rodeaba la posada llena de brutalizados y hambrientos ex
prisioneros, Peter no se atrevió a dejarla allí. Se encontraba alejada del peligro, en
compañía de Joaquín, que había sido ligeramente herido en la matanza de Tarascanolla, y el
cual tenia que guardarla para que la joven no cometiese ninguna imprudencia. Pero ahora la
necesitaban, pues ella era la única que sabía hablar la lengua tluscola. Allí en el sur, el
contacto indio con los españoles, bien fueraconquistadores o colonizadores, había sido muy
ligero. Ninguno de ellos hablaba bien el español.

- ¡Camarada Alicia -dijo Pablo-, pregúnteles usted por qué nos ayudaron! ¡Pregúnteles qué
significa eso! El porqué de que todos los indios se hayan puesto a nuestro lado…

Alicia se volvió hacia elcacique, dirigiéndole una serie de sonidos guturales, unos gruñidos
que parecieron un bello redoble de tambor, unos ruidos tinteantes y un sonido nasal o dos.

El cacique devolvió los cumplidos.

Alicia se volvió a Peter con los ojos muy abiertos.

- Dice que Miguel profanó sus muertos -murmuró-. Yo no sé cómo ni por qué, y creo que
tampoco lo sabe él. El mensaje vino por medio de tambores. ¿Sabes cómo se hace eso?
Tocan un tambor en un pueblo y su redoble…

- Sí, ya lo sé,nena. ¿ Y qué más dice?

- Que el pueblo tluscola está en guerra. Han levantado el hacha de guerra contra Miguel,
contra el Gobierno, y la guerra no acabará hasta que él y el Gobierno sean derrotados. ¡Oh,
Peter, qué terrible!

- Lo es -contestó Peter-. Ahora, niña, vuelve al camión. Tenemos que tomar otro campo. El
campo de mujeres de Chizenaya. Te necesitaremos allí.

No tuvieron que tomar el campo de Chizenaya. Cuando llegaron, vieron que en la puerta
flameaba la bandera blanca. Pero en cierto sentido lo que tuvieron que hacer resultó más
duro. Quedaban vivas sólo treinta mujeres y algunas de ellas tuvieron que ser llevadas en
camillas ante el consejo de guerra para que prestasen declaración. Martín arguyó que la
escrupulosidad en que insistían Pablo y Peter suponía una pérdida de tiempo. Desde el
punto de vista práctico tenía razón. Cuando acabaron los juicios, el pelotón de fusilamiento
estuvo trabajando todo un día para poner junto final a la cuestión. Ni la más benévola sala
de justicia civil hubiera perdonado a ninguno de los guardianes.

Y, para hacerlo aún peor, exceptuando a uno o dos, los guardianes murieron muy mal,
gritando y maldiciendo, llorando y suplicando por sus vidas. El jefe del campo tuvo que ser
conducido a la fuerza hasta el paredón. Cuando Peter vio de quién se trataba, detuvo a los
hombres lo suficiente para avanzar, colocarle un cigarrillo entre los labios y encendérselo.

Pero cuando el jefe levantó la vista y vio quién era el que le ofrecía aquella última cortesía,
se tragó el humo y empezó a toser; las lágrimas corrieron a través de las ligeras, pero
todavía visibles cicatrices que las uñas de Alicia habían producido en su rostro el día en que
él pegó a Peter en la calle, ante su casa. Quizás el hombre recordara eso. O los tres días de
interrogatorio que había dirigido.

Peter se acercó más aún.

- ¿Le gustaría a usted dar las órdenes al pelotón? -preguntó-. Es un honor que le ofrezco por
nuestra antigua amistad.

- ¡No! -gritó el capitán-. ¡Váyase a la porra, gringo! Délas usted mismo.

- No -contestó Peter-. En mí no sería apropiado. En mí parecería venganza. ¡ Camarada


Martín!

- ¿ Qué, camarada Pedro?

- Hágase cargo -dijo Pedro.

Pero Martín no dio ninguna orden al pelotón de ejecución. En lugar de ello avanzó hacia
donde el jefe del campo estaba atado a la silla, de espaldas al pelotón. Vio cómo lloraba y
tiraba de sus ataduras, percibió un olor característico debido a que el condenado había
perdido el control de su esfínter y en su miedo defecaba sobre sí mismo, observó los
charcos de orines que se formaban alrededor de sus pies.

Entonces alzó su Mauser y disparó contra el jefe del campo dirigiendo su puntería a la
nuca.

Elcacique de la tribu tluscola sabia en dónde se encontraba la perdida, encontrada y vuelta a


perder ciudad de Ururchizenaya, así que todos se dirigieron a ella como buscando un
descanso más o menos conscientemente antes de las cosas que tenían que hacer. Peter tomó
fotografías de todos entre las ruinas. Las ruinas eran muy bellas, e hicieron que Peter se
preguntara si cuando los conquistadores llegaron con la cruz y la espada, el mundo había
ganado o perdido. Estaba estudiando aquellos intrincados jeroglíficos cuando Alicia llegó
hasta él.

- Vamos a pasar la noche aquí,cielo -dijo la joven-. Porque si el Dios de mis antepasados
españoles es demasiado estirado para bendecir nuestra unión, quizás haya aquí otro dios de
mis abuelos indios que lo haga.

Así que pidieron permiso… y lo obtuvieron -ni Pablo ni mucho menos Martín podían negar
por entonces nada a Peter- para pasar la noche en las ruinas de Ururchizenaya. Pero durante
la cena, antes de que los otros se hubieran marchado al campamento establecido, Peter notó
que Alicia le miraba con lo que parecía ser horrorizada fascinación o bien fascinado horror.

- Nena -preguntó Peter-, ¿qué te pasa?

- Peter, ¿ me perdonarás si te digo una cosa?

- Dilo,muñeca.
- Las… ejecuciones… ¡Tú, tú has mandado algunas de ellas!

- Sí,nena.

- ¿Porqué, Peter?

- Solicité ese privilegio en dos o tres casos. Un recuerdo de cuando los esbirros de tu
hermano habían sido especialmente descorteses. ¿Te disgusta,muñeca!

- Si, Peter. No es que no tuviera que hacerse. Pero… ¡que lo tuvieras que hacer tú!

- Y, sin embargo, la otra noche, cuando lo del posadero…

- ¡Con tus manos! ¡Con sólo un cuchillo! ¡Y teniendo él una ametralladora, que hubiera
podido acribillarte a balazos!]0h, entonces fuiste muy hombre!

- ¿ Y ahora no lo soy?

- No, Peter. Hombres atados a postes… Yo no lo vi, pero sé cómo se hace esto. Y pude
oírlo. Un silencio que dejaba mi corazón sin latidos y luego tu voz, la tuya, que decía:
«¡Fuego!» ¡Y el mundo rodó rompiéndose por la mitad, a consecuencia del ruido de los
disparos! ¡Oh, no! ¡Oh, no, Peter! ¡Eso es feo! ¡Es cruel! ¡Otros pueden hacer esas cosas,
pero no mi amor! ¡No tú!

Al otro lado de la hoguera, el joven rostro de Pablo se ensombreció. Al cabo, Pablo se puso
en pie.

- Camarada Alicia -dijo.

- ¿Qué, mi comandante? -preguntó Alicia.

- Usted vino voluntaria en esta misión. Está usted bajo mis órdenes, y ahora le ordeno que
venga conmigo.

- Vamos, Pablo… -dijo Peter.

- Ya se la devolveré a usted, camarada, y usted me dará las gracias, porque si usted deja que
una mujer carente de disciplina le tenga poco respeto, luego lo lamentará. Me propongo
acabar este problema, y ahora mismo.

- ¿ Y cómo? -inquirió Peter.

- Hay una cosa que quiero que vea la camarada Alicia. Creo que ello mejorará
enormemente su falta de convicciones. Ahora, camarada hermana del hombre que permitió
que se hicieran estas cosas, venga.

Cuando Pablo la trajo de nuevo, Alicia se dirigió rápidamente hacia los brazos de Peter y
lloró y lloró y lloró sin poder pronunciar una palabra.
- Ahora ya la puedo dejar con usted -dijo Pablo-. Que ustedes descansen -y luego,
dirigiéndose a los demás, añadió-: ¡A formar! ¡Marchen!

- Nena.. -dijo Peter.

- ¡Oh, Peter! ¡Oh, Peter! ¡Oh! Tenias que haberles hecho más que fusilarlos. Tenías que
haberles cortado la piel a tiras como hacen los indios, haberlos untado con miel y atado
cabeza abajo sobre un hormiguero. ¡Tenías que haberlos quemado vivos! ¡Tenías que
haberlos matado milímetro a milímetro! ¡Oh! -Nena -murmuró Peter. -¡Bestias! ¡Salvajes!
¡Animales! ¡Asesinos! -Están muertos, nena. -Ya lo sé. -Peter, cielo… -¿Qué, nena?

- ¿Me perdonas? ¿Perdonas a esta estúpida, a esta idiota y a esta loca?

- Es mi angelito del cielo -repuso Peter. -¿Sabes lo que hicieron? -preguntó Alicia-. ¿Lo
sabes? -Sí,nena. Pero no hablemos de ello. No echemos a perder esta noche.

- ¡Ay, no! Yo nunca lo olvidaré. Pero no hablaré de ello. En su lugar te haré olvidar toda la
pena que te he causado y tú debes hacerme olvidar todo lo que he visto.

Así que pasaron la noche en las ruinas de Ururchizenaya. Peter sacó fotografías, conflash,
de Alicia echada desnuda en los brazos de un feo ídolo, representando un sacrificio
humano. Se bañaron en el Estanque de las Vírgenes. Se arrodillaron ante la estatua de la
diosa desconocida a quien Alicia se parecía. La estatua era mucho más grande que la que
existía en el museo, y por esa razón aún estaba allí. La expedición Standford había tenido
que contentarse con la pequeña. Aquélla era demasiado grande para ser transportada.

Por la mañana, Pablo tuvo que Ir a buscarlos, llamándolos desde una discreta distancia.
Hizo bien, pues ambos estaban desnudos y dormidos profundamente uno en los brazos del
otro. Cuando se hubieron vestido, Pablo les transmitió las nuevas. Durante toda la noche, la
radio que Joaquín y el pobre Mario habían robado a requerimiento de Peter, había estado
llena de mensajes en clave dados a través de las bandas de onda ultracorta. Pero la radio del
Gobierno no se había entretenido en tales refinamientos y pidió ayuda a los cuatro vientos
diciendo que Ciudad Villalonga se hallaba rodeada por los fidelistas y sus aliados indios.

Y para aumentar la confusión, el Zopocomapetl se había agrietado por una de sus laderas.

Regresaron a los camiones, abandonando las cosas inservibles para hacer sitio a los
prisioneros liberados, dejando los más enfermos y más dañados en la posada, bajo la
vigilancia de un médico y dos enfermeras indias, dirigiéndose de nuevo hacia el norte.

XIX

Continuaron hacia el norte sin ser molestados por nadie. Ya no había carabineros
uniformados pertenecientes a la Guardia Civil en las carreteras. Incluso las estaciones de
servicio estaban cerradas. Tuvieron que entrar a viva fuerza en ellas y trabajar a fin de
obtener combustible para los depósitos de los camiones. Del aparato de radio surgía una
confusa babel de órdenes, llamamientos y prohibiciones, que dependían del bando que las
daba. Generalmente Martín mantenía el aparato sintonizado con la Voz de Costa Verde, la
radio nacional, o bien con Radio Villalonga, la emisora principal de radio de la misma
ciudad. Cuanto más escuchaban Peter y Pablo, más se dilataban sus sonrisas. Dentro de
Ciudad Villalonga no conseguían dominar el pánico de la gente. Reinaba la más estricta ley
marcial. El número de delitos por los que un ciudadano podía ser fusilado en el acto pasaba
de veinte. El toque de queda había sido impuesto. La noche anterior, según anunciaba la
radio, cinco individuos habían sido fusilados por haberlo violado. La voz de Miguel
Villalonga, aguda e histérica, sonó a través de Radio Villalonga, gritando amenazas y
diciendo que iba a arrojar al mar a los bárbaros invasores rojos. Había llamadas al
patriotismo, advertencias de que se tenía que permanecer tranquilo, pero más allá de esto,
nada.

Luego, súbitamente, la voz de Miguel volvió a estar en el aire de nuevo. La histeria había
desaparecido de él. Estaba tranquilo. Quizá demasiado tranquilo.

«-Debido a la vigorosa acción de una de nuestras patrullas, disponemos de pruebas


concluyentes de que los bárbaros rojos planean exterminar a todos los ciudadanos de los
Estados Unidos de Norteamérica que encuentren en el interior de la capital una vez que
hayan penetrado en ella. Esto, naturalmente, está por completo de acuerdo con las otras
barbaridades que han cometido contra los individuos y los bienes de Nuestra Gran
República Hermana en toda Hispanoamérica, sobre todo en Venezuela…»

Peter miró a Pablo.

- ¡Es una mentira! -afirmó Pablo.

- Ya lo sé -contestó Peter-. Pero ¿no se imagina usted las razones que tienen para decir esto?

«-Por lo tanto, ya que admitimos que la situación es extremadamente grave…» -siguió


diciendo la voz de Miguel.

- ¡Oh, Peter! -exclamó Alicia.

- ¡ Calla,nena! -dijo Peter.

«-…mi Gobierno ha decidido poner a disposición de la embajada de los Estados Unidos


algunos de los autobuses de la ciudad, prestados por el Servicio de Transporte Municipal,
con objeto de transportar al personal de la Embajada y a los numerosos turistas
norteamericanos que se encuentran aquí, por una desgraciada casualidad, a lugares de
seguridad fuera de la capital…»

- Sigo sin comprender -dijo Peter.

- Cada autobús irá provisto, naturalmente, de una escolta armada que protegerá…»

- ¡Ja, ja! -exclamó Martín-Da usted con ello ahora, ¿ no es cierto, camarada reportero?

- ¡ Pobres diablos! -murmuró Peter.


- Peter,cielo. Quizá sea enorme mi estupidez -dijo Alicia-. Pero confieso que no entiendo
eso. No lo entiendo en absoluto.

- Tu dulce hermano -contestó Peter- desea asegurarse de que alguien salvará su cuello. Así
que reúne a unos pocos… rehenes. Son puntos de un convenio. Así podrán venir
losmarinea o bien…'

- ¡Oh, Peter! -exclamó Alicia.

- Miguel los tratará muy bien -afirmó Peter-. No se atreverá a hacerles nada. Nos necesita
demasiado. Esa astuta treta no me preocupa. Lo que me preocupa es…

- ¿Qué, camarada? -preguntó Pablo.

- Que los muchachos de usted no hayan tomado la ciudad aún. Antes de que dejásemos
Ururchizenaya estaba ya rodeada.

- Él dispone de tanques -contestó Martín.

- De muy pocos -afirmó Peter-. Cinco o seis que no pueden estar en todas partes a la vez. Y
no tiene ya fuerza aérea, gracias a Jacinto. Por otra parte, los muchachos de usted cuentan
con bazookas.

Martín miró a Pablo.

- Tiene razón el camarada reportero -dijo-. Tenían que haber tomado ya la ciudad. Algo
marcha mal.

- Espero que no -dijo Pablo.

- Y yo -añadió Peter-. Pero algo debe de haber sucedido. Es como lo de mi bastón.

- ¿ Qué bastón,cielo?

- Muñeca, ¿ya no recuerdas el pequeño bastón que llevé a la fiesta de Vince?

- Sí,cielo. Pero no veo la relación.

- Pues existe una relación. Aquel bastoncillo -en inglés se llama unswaggerstick- era una
especie de símbolo para mí. Yo deseaba entrar en batalla con él, como cualquier oficial
británico de la primera guerra mundial. Dirigir a mis hombres con él. No llevar otra arma.
Mantenerme frío y alegre bajo las balas. Una gran cosa.

- ¿Y qué? -preguntó Alicia.

- Pues que lo he perdido. En mi primera salida. Creo que fue cuando me arrojé de aquel
camión. No me he acordado de él hasta ahora.

- ¿ Importa mucho? -preguntó Alicia.


- Diablos, no. Es una broma. Pero la vida tiene una maldita manera de burlar a un hombre.
Y a los hombres. Y a las naciones. Y a las instituciones políticas.

- ¿Qué quiere usted decir? -gruñó Martín.

- Nada. Me limito a repetir lo que he dicho al principio. Algo ha malogrado el asunto.

- Una cuestión de suerte -dijo Pablo.

- Yo no creo en la suerte. ¿Y usted? -preguntó Peter.

- Bueno… -murmuró Pablo.

- Escuche, camarada, ¿recuerda usted si algún acontecimiento importante de su vida lo ha


resuelto la suerte?

- No -contestó Pablo.

- Pero usted recordará numerosas ocasiones en que la suerte lejorobó -dijo más
expresivamente aún.

- ¡Peter, qué lenguaje! -exclamó Alicia.

- Lo siento,nena. Ahora ya sé que vas a ser una buena esposa. Ya me estás dando lecciones.

- La suerte arregla las cosas -afirmó Martín-. Por ejemplo, nosotros no podemos tener mala
suerte sin que Miguel la tenga buena…

- Cierto. Pero a largo plazo lo cancela todo. Y la mayor parte del tiempo es tan imparcial
como el infierno. Joroba a todos.

- ¡ Peter! ¿No tienes ningún respeto por mi?

- Ninguno -respondió Peter-. Yo sólo respeto a las mujeres que no quiero.

Cuando el volcán estuvo a la vista, Peter pudo ver que la grieta por donde brotaba el muro
movedizo de lava se encontraba en el lado opuesto de la Ciudad Villalonga. Al principio no
comprendió lo que esto significaba: no lo comprendió hasta dos horas más tarde. La fila de
camiones se detenían juntándose uno» con otros como una tiesa serpiente, y cuando
saltaron de los vehículos pudieron ver las largas hileras de guerrilleros comunistas que
retrocedían con pañuelos sobre sus bocas y narices, y a sus flancos los tluscolas, que se les
habían reunido sin nada sobre sus narices, pero llorando y tosiendo también, y más allá,
amontonados en la carretera debido al ejército retirada, una multitud de población civil con
todos sus enseres en carretas tiradas por bueyes y muías o sobre sus propias espaldas y
cabezas, llorando con la misma amarga pena, aunque ellos, algunos de ellos, por lo menos,
vestían el uniforme del Ejército Nacional al que habían arrancado los botones y las
insignias para demostrar que eran desertores. Las muías y los bueyes lloraban también
grandes lágrimas asnales y bovinas que parecían sangre. Y Peter supo ahora que de lo que
los fidelistas y sus aliados indios y los refugiados civiles se retiraban no era del inexistente
ejército de Miguel Villalonga, sino del volcán. De modo que echó hacia atrás la cabeza y
rió.

- ¿ Qué te pasa,cielo? -preguntó Alicia.

- Apuesto algo a que si tu salieras a la calle en un día muy caluroso y sin viento y te olvidas
de ponerte los pantalones, se alzaría un gran viento, ¿no lo crees así? -dijo Peter.

- ¡Peter! -exclamó la joven.

- Di eso de nuevo -pidió Peter besándola-. Te quiero cuando pronuncias mi nombre con ese
tono de profunda severidad.

- ¡Maldita sea! -exclamó Martín.

Peter se dio cuenta de que también éste había comprendido.

- ¿ Comprende usted mi punto de vista? -inquirió Peter-. En el cine, que les gusta tanto a
ustedes los de Costa Verde, las cosas habrían sucedido de otra manera. En las grandes
películas en tecnicolor el Zopo se habría despertado igual. Pero habría enterrado a Miguel
Villalonga y a Luis Sinnombre bajo una montaña de lava como castigo por sus pecados.
Pero esto no es el cine. Me resisto a llamarlo vida, porque la vida consiste en algo más que
en marchar arriba y abajo y en matar gente. Así que aquí tienen su suerte, camaradas. ¡Y es
al mismo tiempo de una gran vileza y de una profunda inmoralidad!

- ¡Oh, Peter! -exclamó Alicia.

Al oír este nombre pronunciado por la joven, uno de los refugiados se detuvo. Llevaba un
bulto sobre su espalda e iba bastante mejor vestido que los otros. En su rostro había algo
familiar.

- ¡ Don Pedro! -gritó.

- Tiene usted más suerte que yo, amigo -dijo Peter.

- Soy su guía, señor. ¿No me recuerda? Soy Tomás, el que le guió a través de los lechos de
lava cuando usted buscaba el padre Pío.

- Ya recuerdo -contestó Peter estrechándole la mano-. Tomás, ¿no cree que podría usted
hacer lo mismo de nuevo? Yo y esta dama tenemos que entrar en la ciudad.

Martín frunció las cejas.

- ¡Cómo! -exclamó.

- Más tarde, camarada -repuso Peter-. Se trata de una cosa que la camarada Alicia y yo
discutimos anoche. Cuando las cosas estén arregladas con Tomás, lo discutiremos con
usted.
- Ya oí la discusión de anoche -dijo Martín- y me produjo una gran excitación.

- ¡Oh! -exclamó Alicia-. ¡Qué asquerosos son los hombres!

- Usted debe saberlo, camarada Alicia -afirmó Martin- Dígame, ¿es también asqueroso el
camarada en sus prácticas? Él habla siempre así, pero…

- ¡Oh, Peter! Hazle callar -pidió Alicia.

- Calle, Martín -ordenó Peter.

- Ya he callado, camarada -replicó Martin.

- ¿Puede usted hacerlo de nuevo, Tomás? ¿O bien ese gran pillastre de volcán ha defecado
en todos los caminos?

Alicia hirió en el suelo con el pie.

- Peter, si no dejas de hablar así, yo…

- Ya he dejado,camarada -repuso Peter besándola-. ¿Puede usted hacerlo, Tomás?

- Bien… creo que sí. Tendremos que procurarnos caballos y quizá recorrer nuevos caminos.
Pero, por lo demás…

- ¿Sería demasiado peligroso para la dama? -inquirió Peter.

- ¿Sabe montar? -preguntó Tomás.

- Gané el campeonato femenino hace tres años en una carrera -dijo Alicia-, y lo gané
limpiamente, a pesar de lo que dijeron las chismosas.

Tomás quedó con la boca abierta.

- Entonces usted es… La ilustrísima dama es… -murmuró.

- Sí, soy Alicia Villalonga, y supongo que mi esqueleto vale veinte mil pesos, para que
vuestras tropas se den el placer de mirar mis piernas cuando me ahorquen en la Plaza de la
Liberación, ¿ no?

- Eso nunca ocurrirá, camarada -dijo Pablo, que continuó hablando-. Yo se lo garantizo.

- ¿Cómo puede usted garantizarlo, Pablo? -demandó Peter.

- Soy conocido por todos los miembros importantes del partido. Le daré un salvoconducto
detallando sus grandes servicios a la causa.

- Servicios rendidos exclusivamente al camarada reportero, el cual si fuera un verdadero


socialista, la tendría que compartir -dijo Martín.
- No le haga usted caso. Está obsesionado -afirmó Peter dirigiéndose a Tomás.

- Escribiré eso para ella en papel oficial del Estado -dijo Pablo-. Me parece que ella y usted,
camarada, pueden ser los elementos de reconciliación entre todas las clases…

- ¡Sombras de Luis Sinnombre! -exclamó Peter-. Escríbalo entonces, camarada.

- No -dijo Martín-. Primero el camarada periodista debe decirnos lo que discutió con la
camarada hermana del ex jefe de Estado sobre si diez o doce hijos componen una familia
adecuada.

Alicia le miró fijamente.

- Creo que es usted un buen muchacho, Martín -dijo-. Un buen muchacho. El cual, para
probar que ya es un muchacho mayor cree que debe escribir palabras gruesas por las
paredes, pero espero que cuando un día se enamore de verdad, aprenderá que no hay
palabras sucias, que ni siquiera, amigo mío, hay palabras.

- ¿Qué es lo que le ha sentado mal?, ¿lo de los niños?

- No. Los niños no me han sentado mal, porque aunque alguien invente un mundo donde
idiotas como vosotros los comunistas y salvajes como mi hermano no tengan nada que
hacer en él, yo desearía tener doce hijos con Peter. De esa forma, incluso en este universo
de monstruos, asesinos y locos, sería difícil matar a todos ellos.

- Yo no siento el menor deseo de matar niños,camarada. Es más interesante hacerlos -


replicó Martin.

- Muy bien. Oigan, Pablo y Martín. Lo que yo discutía con Peter era una manera de salvar
la vida de mi hermano.

- ¿Cómo? -inquirió Martin.

- ¿Me ha oído usted, Martín?

- ¡Eso no! -contestó Martín.

- Camarada Pablo -dijo Alicia-, ¿me quiere usted escuchar? Es usted mayor que Martín y
más sereno.

- Hable -pidió Pablo.

- ¿Qué me dice usted si yo le ofreciera la rendición de la ciudad? ¿A usted personalmente?


Y a Martín, su segundo en mando.

- ¡Eso es un truco! -replicó Martín.

- ¿Qué día es hoy? El 14 de agosto, ¿verdad? Habrá una nueva calle en la ciudad, la
Avenida del 14 de Agosto, y en el mejor sitio de ella una gran estatua de bronce: Pablo y
Martín, loe héroes del 14 de agosto recibiendo la rendición de Ciudad Villalonga de manos
de la Junta de Ciudadanos Influyentes a quien el dictador, Miguel Villalonga, les encargó de
ello cuando abdicó y se marchó. Una placa en la que se leerá: Por medio de su noble,
prudente y generosa acción permitiendo a Villalonga y a Sinnombre abandonar el país a
cambio de una rendición incondicional, Pablo y Martín salvaron las vidas de centenares de
bravos soldados socialistas, que de otro modo hubieran sido sacrificados en la lucha
final.;.»

- Muchachos -dijo Peter-, creo que haríamos bien en hacerla presidente o por lo menos jefe
del cuerpo diplomático.

- Porque yo puedo hacer eso, camaradas -continuó Alicia-. Él me escuchará. Denme ustedes
un salvoconducto para entrar en la ciudad y yo convenceré tanto a Miguel como B Luis
para que suban a un avión. Tienen dinero en varios bancos del extranjero, y una vez que se
hayan ido, los puercos asesinos que respaldan a Miguel, porque saben que morirían juntos
con él cuando el pueblo se alzara, huirán como ratas, y cuando todas esas bandas
deparvenus, «Juanito - Llegado - Últimamente», «Revolucionario - de Ultima - Hora»,
entren en la ciudad, tendrán que tratar con el jefe de Estado Pablo y el gobernador civil
Martin, porque yo estoy segura de que la ciudad se rendirá sólo a ustedes, que son mis
amigos. Y, por lo tanto, ellos deben de ofrecerle a ustedes el honor y el respeto que es
debido.

Pablo miró a Martín.; -Lo que la camarada Alicia está diciendo es muy sensato -dijo.

- Sí -contestó Martín-. Sin embargo, hay mucha sed de su sangre.

- ¡Miren ustedes! -dijo Alicia-. Vean a la gente llorando. Incluso los soldados lloran. ¿No
debemos, camaradas, poner fin a la sangre y a las lágrimas?

- Lloran porque los vapores del volcán se les meten en los ojos y… -empezó Tomás.

Peter le dio un puntapié en la espinilla y al oído le dijo:

- ¡Cállese usted, tonto!

- Los que han sufrido bajo su dominio nos maldecirán por haberle dejado marchar -dijo
Martín-. Sin embargo…

- ¿Es que quieren ustedes venganza, camaradas, o un nuevo convenio? -preguntó Peter-.
¿Una oportunidad para construir ese bravo mundo socialista del que están ustedes hablando
siempre? ¿No quieren probarme que estoy equivocado? ¿Que el marxismo puede tener
éxito? ¿Que no es tan contrario a la naturaleza humana como yo creo que es?

Martín le miró y sonrió.

- De acuerdo -dijo-. Ahora que estos camaradas tan listos han jugado con nuestra vanidad y
nuestros instintos deportivos, de acuerdo. ¡Que se vaya el bastardo! Nosotros tenemos cosas
más importantes que hacer. Y, francamente, camarada tentadora con más estratagemas que
la serpiente del Nilo, me gustaría que los diversos hijos que yo tengo en casi todas las calles
de la ciudad leyeran en los libros de historia que su padre fue un gran hombre. ¡Haremos
eso!

- Muy bien -repuso Peter-, Camarada Pablo, extienda un salvoconducto para tres personas.
Mejor aún, extienda sendos salvoconductos a tres personas, pues una vez que estemos en la
ciudad nuestros caminos se bifurcarán, por lo meno» durante un tiempo.

- ¡Oh, Peter, cielo! ¿Por qué?

- No pensarás en meter alguna idea con sentido en la cabeza de Miguelito estando yo
presente, ¿verdad?

- No -contestó Alicia-. Pero…

- ¡Pero nada! Tomás, ¿qué hay de los caballos?

- Hay un rancho cerca de aquí donde podemos alquilar o comprar algunos animales,
especialmente si usted cuenta con dólares -repuso Tomás-. Pero debemos partir en seguida,
antes de que este ejército social se crezca, olvide que es socialista y empiece a actuar como
un verdadero ejército.

- ¿ Qué quiere usted decir? -inquirió Pablo.

Tomás se cuadró, saludó y ladró:

- «¡Sus papeles de identidad, camarada! ¡Camaradas, llevad al camarada fuera y fusiladle,


porfavor

- Ha dado usted en el clavo, Tomás -afirmó Peter.

- Pues aún queda uno. Yo le daré a usted un pase de nuestro gran consejero ruso -dijo
Pablo-. No, no. No, vamos a ver cómo se hacen ustedes con los caballos. ¿Vienes, Martín?

- ¿ Por qué no? -repuso Martín.

Iniciaron la marcha dejando a Joaquín de jefe. Abandonaron los camiones estacionados en


la cuneta de la carretera y siguieron la estrecha y serpenteante senda que Tomás señaló.

- ¿Qué es esto de los indios, Tomás? -preguntó Peter-. ¿Cómo es que se han adherido a la
revolución? Pensé que el padre Pío les mantenía tranquilos.

- Así era -contestó Tomás-. Pero el ilustre hermano de la augusta hermana aquí presente
cometió una equivocación.

- ¡Oh! Déjese de tratamiento, Tomás. Ahora todos somos camaradas -dijo Alicia.

- Muy bien. Miguelito cometió un error. Pero el mayor de todos. La madre y el padre de
todas las equivocaciones. ¿Conocen ustedes la devoción que los tluscolas sienten por sus
muertos?
- Sí -contestó Peter.

- La cosa fue iniciada por el volcán. Hace semanas que está intranquilo. Primero enterró el
pueblo de Xochua…

- Lo oímos por la radio -dijo Peter-. No, un chófer de camión nos lo contó.

- Y cuando las brigadas de socorro cavaron en las ruinas, encontraron que los muertos
habían sido transformados en estatuas por las cenizas.

- ¡ Eso no es posible! -exclamó Martín.

- Sí que lo es, Martín -contestó Peter-. Lo he visto con mis propios ojos.

- ¿En dónde? -preguntó Martín.

- En Pompeya. He visto cuerpos que tenían dos mil años perfectamente conservados por las
cenizas, transformados en estatuas. Una cosa extraña.

- Lo es -dijo Tomás-. Pero los cadáveres de los indios parecían llenos de vida, que el
hermano de doña Alicia…

- La camarada Alicia -rectificó Alicia-. Ahora yo también soy roja. ¿No es verdad, Peter?

- Sí. Lo más roja que se puede ser. Roja como un lápiz de labios. Por cierto que eso me
recuerda…

Peter se inclinó y la besó.

- ¡ Más disciplina, camaradas! -pidió Pablo.

Todos rieron.

- Su hermano, camarada Alicia -continuó Tomás-, decidió colocar las estatuas en el Museo
de Arqueología para edificación de los turistas. Así se hizo. Ante semejante blasfemia, los
tluscolas declararon la guerra. Lo que significa que la dictadura está acabada. Ni siquiera el
viejo Zopo puede aplazar eso mucho tiempo. Las tropas de Miguel le están dejando solo…
excepto los individuos que han cometido tantos crímenes que sus vidas dependen de la
protección que él pueda prestarles. Cuando el volcán se enfríe de nuevo, Miguel se hallará
aún en peor posición de la que está ahora. Por lo tanto, creo que será lo bastante prudente
para seguir el consejo de la camarada Alicia, y huirá…

- ¡Oh, lo hará! -afirmó Alicia-. Estoy segura.

Observándola ahora, mientras cabalgaba, avanzando a través de las llanuras de lava apenas
solidificada, con el vapor ascendiendo por entre los grandes rollos de trapos húmedos con
que habían envuelto los cascos de los caballos al objeto de protegerlos del calor, a Peter se
le ocurrió que la joven era de las que hacen todo de una manera bella, perfecta, desde
dominar a un arisco caballo hasta acunar un niño entre sus brazos. Este sentimiento se
hinchó tanto en el pecho de Peter que una fría hoja de terror pareció clavársele lentamente
en el corazón, quitándole el aliento.

Porque esto era erróneo. Contradecía treinta y siete años de experiencia. Porque si existe
algún accesorio que la vida no provee, éste es la perfección, o bien, cuando provee, sobre
base estrictamente temporal, es para hacer más amargos los defectos que quedan después
que la perfección ha desaparecido. Para aumentar el recuerdo, haciéndolo insufrible. Para
aumentar el vacío. O la frialdad.

Hincó sus espuelas en los ijares del animal, haciendo que la fea bestia se pusiera al lado del
caballo de Alicia. Luego alargó la mano y quitó a Alicia el antifaz que se había hecho, lo
mismo que hizo otro para él y otro para Tomás, aprovechando unos restos retorcidos de su
combinación de gruesa seda italiana. Cogió a la joven en sus brazos y casi le mordió la
boca antes de que el terror que aún quedaba en él se le fuera marchando, dando paso de
nuevo a la ternura.

- ¡Oh, Peter! -exclamó Alicia-. ¡Oh, mi amor! Cielo mío… ¿qué te pasa?

- Me pasa que te quiero demasiado y creo que eso va a ser mi muerte -contestó Peter.

- Lo mismo te quiero yo -repuso Alicia; luego, mirando al guía, añadió-: ¡Oh, si él no
estuviera aquí! ¡Oh, si hubiera algún lugar donde…!

- No -dijo Peter-. Ahora, no es así. Te miraba, y súbitamente te he visto con nuestro hijo en
los brazos. O con nuestra hija. La criatura era tan pequeña que no pude saberlo. -¿ A quién
se parecía? -preguntó Alicia. -Bueno, tenía mucho, mucho cabello. Negro. -Difícilmente
podía ser rubio si ninguno de los dos lo somos.

- T tú lo estabas alimentando. Yo me sentía enfadado y celoso, pues él ponía su ávida


boquita donde sólo la mía ha estado.

Alicia hizo bajar la cabeza de su caballo con un rápido y perfecto tirón de la brida,
haciéndole dar media vuelta hasta que el animal se colocó atravesado en lo que era un
recuerdo de camino, de modo que su espalda quedó por completo vuelta hacia donde Tomás
cabalgaba. La mano de Alicia se alzó y se agarró a los botones delmono.

- Bésame ahora -dijo la joven con la voz alterada-. Te deseo tanto… Yo…

- No -contestó Peter-. Esta noche. Cuando esté oscuro. Ya le pediré que duerma lejos.

- ¡ Oh, cuándo llegará la noche! -exclamó Alicia.

Por fin llegó la noche, pero no la oscuridad. El Zopocomapetl iluminaba todo el cielo de
rojo naranja. Enviaba por el aire pequeñas llamitas que llegaban al campamento, cegaba sus
ojos y lastimaba sus gargantas con sus nocivos vapores. Sin embargo, se entregaron al
amor.

Con hambrienta y desesperada urgencia… como si supieran lo que iba a suceder al día
siguiente, como si ya leyeran la primera página de un periódico todavía no impreso.
- Puedo -murmuró Peter-. ¡Maldita sea, puedo!

- Puedes ¿qué?-respondió Alicia.

- Leer el periódico de mañana -contestó Peter.

- ¿ Y qué es lo que dice,cielo? -murmuró Alicia.

- No. No puedo leerlo -contestó Peter-. No soy tan clarividente. No puedo leerlo.

- ¿ Qué es lo que dice? -insistió Alicia.

- Está… está en blanco. No, trae las cosas corrientes. Movimiento de ejércitos. Alarmas e
incursiones. Guerras, amenazas de guerras. Gente que estercola sus vidas, sólo que…

- ¿Sólo qué,cielo?

- Que nosotros no estamos en él. No nos veo por ninguna parte.

Alicia miró a Peter. Luego le echó los delgados brazos al cuello. £1 se inclinó y le besó los
labios.

Necesitaron todo el día siguiente para cruzar aquel asolado paraje donde no había
sobrevivido ningún camino a la ira o la risa de los viejos dioses. En cuatro ocasiones fueron
detenidos por patrullas rojas. Pero los salvoconductos de Pablo resultaron tan efectivos
como él aseguró que serían.

Y al llegar a la ciudad al amanecer, pasada otra noche que fue una repetición de la noche
anterior, o tal vez la sobrepasó, no fueron molestados por nadie.

La razón por la que no lo fueron se debió tanto a la habilidad de Tomás como guía como a
la evidencia de que Miguel Villalonga había perdido por completo su dominio sobre la
historia. Desde el camino de más arriba, Tomás había examinado los alrededores de la
ciudad empleando unos nuevos y poderosos prismáticos. Luego se los pasó a Peter y
señaló:

- Allá -dijo-, en aquel lado, en el lado oriental, cerca del mar. ¿No ve usted un hueco,
camarada?

- Sí -contestó Peter-. Pero no comprendo por qué hay ese hueco precisamente ahí.

- Ese sector estaba ocupado por la compañía de Ernesto Gutiérrez, un amigo mío. Eran muy
desafectos, al régimen, así que yo ya sospechaba que acabarían por desertar. Y tenía razón,
lo han hecho.

- Hay otros huecos -añadió Peter mirando con los gemelos.

- Había muchos desafectos -afirmó Tomás-. Por ahora es el volcán y no su ejército lo que
está salvando a nuestro Glorioso Líder en su asqueroso escondite. ¡Oh, le pido perdón,
camarada Alicia!

- No se preocupe -repuso Alicia-. Siento muy escaso cariño por mi hermano, Tomás.

Así que descendieron y pasaron por el espacio vacío bajo la azul luz del amanecer. Alicia
les dio una lección de equitación haciendo saltar a su caballo sobre las alambradas que las
tropas habían dejado. Pero cuando Peter intentó hacerlo, su caballo quedó tan enredado
entre los alambres que Tomás tuvo que libertarlo utilizando unos alicates.

- Que da la casualidad que usted llevaba, ¿eh,amigo Tomás?

Éste sonrió.

- Para vivir es necesario ingeniárselas. Y en estos días hay alambradas por todas partes.

Pero una vez dentro de la ciudad, fue a él de nuevo al que se le ocurrió la juiciosa idea que
no se le habría ocurrido a los otros.

- Echen pie a tierra -dijo- y quítense esos monos -añadió-. Es decir, si llevan algo debajo.
¿Lo llevan?

Alicia le miró fijamente a los ojos.

- ¿Y qué le hace pensar que no llevamos nada, camarada Tomás? -preguntó.

Tomás sonrió.

- Pensé que quizá no se hubieran vestido para ganar tiempo -dijo.

Alicia se volvió hacia Peter.

- Algún día tendremos que tener una casa -dijo-. ¡ A fin de que se acaben las exhibiciones
públicas!

- Estamos vestidos, Tomás. ¿Por qué? -inquirió Peter.

- Porque un hombre y una mujer a caballo y con monos azules por la ciudad parecería…
raro, camarada. Pero una pareja de soñolientos enamorados, vestidos con trajes normales y
andando cogidos de las manos, no. Aunque el hombre lleve barba de tres días. Esto sólo
indica el ardor de ambos.

Que no han desperdiciado el tiempo en cosas sin importancia…

- Tom, es usted un hombre muy listo -dijo Peter sacando un billete de cinco mil pesos.

Tomás frunció el entrecejo.

- ¿No tiene usted dólares, camarada? -dijo-. Con ese billete de banco no podría ahora
comprar ni un paquete de cigarrillos.
Así que Peter le entregó veinte dólares, que hicieron sonreír al hombre de felicidad. Con
veinte dólares podría comprar todo lo que quisiera. Incluso uno de los centenares de lujosos
automóviles parados en las calles porque no había gasolina para hacerles andar, y cuyos
propietarios necesitaban urgentemente dinero para escapar. A tal extremo había llegado la
República Eterna.

Dejaron a Tomás y a los caballos y se dirigieron a la ciudad andando, cogidos de las manos
como dos niños. Al llegar a ella, observaron que por sus calles no se veía a nadie más que a
ellos. A nadie absolutamente. El silencio era mágico. Les atacaba los nervios. Sus pisadas
parecían disparos de fusil en aquella quietud. Alicia se detuvo.

- ¡Oh, Peter, mira! -exclamó.

En la cornisa de un edificio había unbuitre que los miraba. Más tarde, Peter pudo ver que
había buitres posados en los tejados de todas las casas, observándolos con sus ojos
inexpresivos, faltos de luz, inmóviles sus obscenas cabezas, escamosas, azulencas y rojizas.
Había otros volando sobre la Ciudad Villalonga, y más altos que éstos, volaban los bijiritas
o milanos, y más arriba aún, inmensamente altos, negras cruces infinitesimales contra el
puro azul del cielo, los cóndores. Sin embargo, no había ningún muerto en las calles.

- ¡Ellos lo saben! -exclamó Alicia estremeciéndose-. ¡Oh, Peter,cielo, ellos lo saben!

Peter vio otra cosa: Miguel Villalonga no había planeado una defensa suicida de calle por
calle y casa por casa. En las calles no se veían barricadas ni alambradas. Ni siquiera
trincheras. Todas las defensas eran periféricas.

De pronto, Se oyó algo. El sonido procedía del altavoz de un camión que pasaba por un
cruce de calles unas manzanas más allá. Oyeron las siguientes palabras:

«Se requiere urgentemente a todos los ciudadanos estadounidenses para que se personen en
su Embajada al objeto de ser conducidos…»

- Así que el truco no le está saliendo bien, ¿eh, Miguelito? -dijo Peter.

«…a un lugar seguro» -continuó la voz mecánica. * Ahora se oía más débilmente, pues
unas casas cortaban el paso del sonido. Oyeron la voz algún tiempo más, hasta que al fin
calló.

- Vamos,muñeca -dijo Peter-. Tenemos cosas que hacer.

Se separaron en la Plaza de la Liberación. O por lo menos empezaron a hacerlo.

- ¡Le convenceré! -dijo Alicia-. Puedes estar seguro de ello.

- Sólo que no lo estoy -contestó Peter. -¡Ten confianza en mí,cielo! -dijo Alicia-. Peter… -
¿ Qué, nena?

- ¿En dónde estarás esta noche? -En mi piso. ¿ Por qué?


- ¡Oh! -exclamó ella-. ¿Tienes que estar allí…cielo? -Iré al Hilton. ¿ Está eso mejor?

- Mucho, muchísimo mejor. Si puedo, iré a reunirme contigo.

- ¿ Y si no puedes,nena?

- Entonces intentaré telefonearte. ¿ De acuerdo? -Muy bien -contestó Peter.

De pronto oyeron unas pisadas apresuradas que rompían el silencio. Pero aunque se
volvieron en el acto, no vieron a nadie.

- ¡ Qué raro! ¿ Verdad? -dijo Alicia.

- Muy raro -empezó a decir Peter.

Pero no continuó, pues oyó que Alicia murmuraba:

- ¡Santa Madre de Dios!

Peter siguió la mirada de la joven y distinguió a dos mujeres. Una de ellas era la gruesa
mujer que actuaba como «nádame» desde que Miguel había encerrado a su madre. La
acompañaba una ramera imposible de describir y más bien esquelética. Ambas bajaban las
escaleras de La Luna Azul llevando un pesado fardo en sus brazos. Jadeando debido al
peso, dieron la vuelta a la esquina de la calle de Los Mártires de la Fe, que era un estrecho
callejón sin salida abierto a la plaza. Luego, ambas aparecieron de nuevo, ya con las manos
vacías y corriendo, apresurándose a subir de nuevo la escalera de La Luna Azul. El
cansancio y jadeo de sus respiraciones llegaban claramente incluso a donde Peter y Alicia
se encontraban.

- ¡Oh, Peter, no! -exclamó Alicia agarrándose a Peter.

Pero éste se libró de ella y penetró en la calle de Los Mártires de la Pe. La joven quedó
inmóvil, temblorosa. Luego le siguió.

Peter se encontraba arrodillado acunando en uno de sus brazos la cabeza de una mujer. La
mujer estaba completamente desnuda y ahora pudo ver Alicia la sangre que brotaba de ella
a través de una línea de pequeños agujeros azules que atravesaban su delgado y joven
cuerpo en diagonal, de izquierda a derecha, empezando en el hombro izquierdo y
terminando en el seno derecho, que mostraba dos agujeros, uno de los cuales había
destruido el pezón casi en su base. La mujer intentaba decir algo a Peter, pero la sangre
brotaba de su boca y la ahogaba. Peter se la limpió como pudo con su pañuelo.

- ¿Ha sido Jacinto, Teresa? -preguntó-. Dígamelo, ¿ha sido Jacinto?

La mujer quedó tiesa en sus brazos, abrió la boca, viéndose en ella un gran cuajaron de
sangre. Logró echarlo. Luego dijo:

- Sí, Peter, cariño.


Y murió.

Mientras recorrían el resto del camino hacia el palacio, pues Peter no se atrevía ahora a
dejar sola a Alicia, ésta guardó silencio. Caminaba simplemente junto a él mientras
sollozaba sin hacer ningún movimiento, sin el menor ruido, el rostro húmedo de lágrimas.

Antes de que estuvieran lo suficientemente cerca para que los centinelas de la puerta los
distinguieran, Peter se detuvo y dijo:

- Alicia…

La joven le miró.

- Sí, Peter, cariño -contestó.

Peter hizo entonces lo que tenía que hacer. Echó hacia atrás su mano y la dejó caer sobre el
rostro de Alicia. Ésta quedó inmóvil mirándole. Y luego, tras un breve y roto sollozo, se
dejó caer en sus brazos.

- ¿ Qué derecho tenía yo? -dijo Alicia sollozando-. ¿ Qué derecho tenía? ¿Quién soy yo sino
una pobre ramera entre todas tus rameras? No tengo ni siquiera fuerza suficiente para
privarme de mi pequeña opción sobre ti. Quizás un día tú me concedas también el
privilegio de morir en tus brazos.

- ¿ Es que quieres que te pegue de nuevo, Licia?

- ¿Por qué no? Yo te he concedido ese derecho, ¿no es así? Yo he llegado a ser una criatura
que un hombre puede pegar, ¿no es cierto?

- Nena -dijo Peter-, eso ha sido por dos cosas. Por rebajarte a ti misma y por dudar de mi.
¡Ah! Y por hacer burla de una muerta.

- ¡Oh! -exclamó Alicia mirándole-. ¡Peter,cielo, ¿quieres decir que no…?

- ¿Que no he practicado ningún juego de puertas para adentro con esa pobre degollada que
comerciaba con su cuerpo? ¡Diablos, no! No soy tenorio, gracias a Dios. Pero es que no me
he visto obligado a ello. Por lo menos todavía no. La conocía, sí. Se llamaba Teresa. Era la
hermana de Jacinto. Ya sabes, nuestro amigo pirotécnico de los ojos amarillos, y la única
razón de por qué la conocía es que tuve que esconderme en el agujero de ese antro para
hacer perder mi rastro a los monos uniformados de tu hermano.

- Peter… me siento muy avergonzada. Algún día me perdonarás esta debilidad mía,
¿verdad? No me he podido dominar. Tengo miedo de perderte. Yo creo… ¡Peter! ¿Qué te
pasa? Tienes un aspecto…

- ¡Vete! Que te acompañen los guardias que haya allí. Enciérrate. Permanece allí hasta que
yo te diga que ha muerto.

- ¿ Que ha muerto quién, Peter? No comprendo…


- Jacinto. El dijo… que primero ella y luego… tú.

Alicia le sonrió ahora.

- Yo no tengo miedo, amor.

- Pero yo sí. ¡Maldita sea! Ve, Licia.

- Sí, Peter. Sí,cielo. Sí, cariño de todas las mujeres depravadas y sensuales, lo cual incluye a
tu pequeña Alicia, la que te puede devorar ahora mismo, la que puede tomarte aquí mismo,
en la calle, la que…

- Nena, ya he tenido bastante por hoy -repuso Peter.

XX

Cuando abrió la puerta del piso, Peter vio que no necesitaba preocuparse. Judith no se
encontraba allí. El piso estaba desprovisto de las cosas de la joven. El único recuerdo de su
presencia era el perfumePeut-étre que aún flotaba, débil, pero persistente, en el aire.

Atravesó la habitación y llegó hasta la chimenea de que su casero se mostraba tan


orgulloso. En el hogar había un grupo de bombillas de pocos vatios escondidas tras unos
leños de plástico. Si uno daba la vuelta al interruptor, algunas de las bombillas se
encendían, pero las otras no. Luego, tras un intervalo de algunos segundos, las que se
habían encendido se apagaban y viceversa, con el resultado de que aquel juego de las
bombillas rojas producían una notable imitación de fuego. Sólo que Peter, cuyo odio a la
fantasía era lo más parecido a una religión-que poseía, no dio vuelta jamás a aquel
conmutador. Ahora pasó las puntas de sus dedos por las distintas losas que formaban la
chimenea, hasta que encontró la que buscaba. La sacó, metió la mano en la cavidad que él
mismo había hecho y sacó la Walther 6,5 mm. P. 38 automática, que había sido la pistola de
reglamento de los oficiales de la Wehrmacht durante la segunda guerra mundial.

El arma estaba envuelta en una tela encerada. Peter la desenvolvió sentado en el gran sillón
y la limpió, aunque ya estaba bastante limpia. Luego introdujo un peine de balas en el
depósito y colocó el seguro. Hecho esto se la guardó en el bolsillo interior de la americana
y quedó inmóvil pensando en el pobre Jacinto, contra el que no sentía ningún odio, pero a
quien iba a matar en las próximas horas o bien sería muerto por él. Sin embargo, pensar en
ello no resolvía nada, así que se dedicó a reflexionar en la ausencia de Judith y en lo que
esto significaba. Pero lo que significaba era nada o lo era todo. Por tanto, se irguió y puso la
radio. La voz del locutor dijo:

«-Su Excelencia el Jefe del Estado ha dirigido una apelación directamente al Presidente de
los Estados Unidos de América pidiendo la intervención de las fuerzas armadas de nuestra
Gran República hermana debido a la extrema gravedad de la situación. Después de
apelaciones hechas a la inútil y cobarde Organización de Estados Americanos y a las
Naciones Unidas, dominadas por los rojos, y habiendo sido rechazada sumarial- mente por
esos grupos, nuestro Glorioso Líder ha decidido…»

- Muchachos, ya lo tenéis, ¿verdad? -dijo Peter.

«-Su Excelencia ha hecho notar al Presidente que en vista de las conocidas atrocidades
cometidas por los rojos y su abierta amenaza de exterminar a todos los ciudadanos
norteamericanos que se encuentren en los confines de Ciudad Villalonga cuando ellos
entren en la ciudad, esta intervención está plenamente justificada. Autobuses del transporte
público están ya preparados para conducir a los ciudadanos norteamericanos residentes en
nuestra capital, lo mismo que a los numerosos turistas a quienes les ha sorprendido aquí la
revolución, a un lugar seguro. Pero nuestro Generoso Benefactor insiste…»

- Jaque mate -exclamó Peter cerrando la radio.

No había agua caliente. Pero debido a la temperatura reinante, el agua fría estaba bastante
tibia. Peter se afeitó, se bañó y se puso ropa limpia. Permaneció un rato con la Walther en la
mano y deseando poseer una bandolera, pero no disponía de ella, así que cogió un trozo de
tela encerada y forró con ellasu bolsillo de la cadera, metiendo la pistola automática en él.
Ya había hecho un movimiento para dirigirse a la puerta cuando sonó el timbre de la
misma.

Peter abrió la puerta. Tim O'Rourke se encontraba en el umbral y sonreía.

- Ahora ya sé que debo cambiar de designio -dijo Peter.

- ¡Hola, buitre del desayuno! -exclamó Tim-. ¡Caramba! Vamos a beber a la salud de la
República Eterna.

- Con mucho gusto -repuso Peter-. Vamos a Harry's.

- ¡Diablos, no! -exclamó Tim-. Está demasiado lejos. No hay taxis. No hay bencina para
llenar sus depósitos.

- Ya lo sé -repuso Peter-. Sólo que tengo que ir forzosamente a Harry's.

- Muy bien. De acuerdo, puedo emprender esa caminata si lo deseas. Pero ¿por qué te
interesa ir allí?

- Porque desde allí puedo ver la Residencia Oficial. -Ya la he visto antes. ¿ Tú no?

- Sí. Pero hoy tengo el antojo de contemplarla un poco más. -¿Por qué? -preguntó Tim. -
Para ver quién entra en ella. O intenta entrar. -Estás loco, ¿ sabes? Loco -dijo Tim. -Tienes
algo de razón, Timmie. Ahora vamos -concluyó Peter.

Se sentaron a una mesa de la parte delantera. Peter permaneció observando la Residencia


Oficial mientras preparaba la Rolleiflex que había llevado consigo para el caso de que
estallase alguna variedad del infierno digna de una toma de vistas. Había guardias alrededor
del edificio. Pero éstos no habían evitado que Jacinto volase el aeropuerto. Peter intentó
ponerse en el lugar de Jacinto. Se imaginó lo que él haría. Entonces se le ocurrió: «Esta
noche. Cuando Alicia salga a reunirse conmigo. Si es que la dejan salir».

Se tranquilizó, sorbió su bebida y sonrió a Tim. -Timmie, muchacho -dijo-, ¿cómo has
venido aquí? -En un jet -contestó Tim-. Desde Miami. Se despega, se aterriza y ya está uno
aquí.

- Tú sabes de sobra lo que yo quiero decir. Eres persona non grata y todas esas cosas, ¿ no?

- Y tú, ¿ no estás muerto y todas esas cosas? Al menos esto es lo que se decía por Nueva
York. La pequeña Mari lloraba desconsoladamente. Necesité toda una noche para
consolarla.,-¿Y has vuelto de nuevo? -Sí, acabo de volver. Hace dos días.

Tim, vamos a empezar otra vez. ¿Fuiste o no fuiste expulsado de este país? ¿Fuiste
declarado persona nongrata, etcétera…?

- ¡Diablos, no! Aquí me quieren mucho. Respondo del trato que me dan. Además, si fuera
persona nongrata, ¿me habrían vuelto a dejar entrar? Dime, ¿lo habrían hecho?

- Has dado en el clavo. Así que eres personagrata. ¿Has venido para ayudar a enterrar a la
República Eterna?

- Exactamente. Y para ver si los rumores de tu muerte eran un poco exagerados. Yo pensé
que lo serian, puesto que la feíta y aguda hermana de su Excelencia bebía los vientos por ti.
A propósito, ¿cómo está?

- Perfectamente.

- ¿Y Judith?

- No lo sé. No la he visto mucho últimamente.

- Ya me lo figuraba. ¿Sabes? He estado estudiando tu método. Da buenos resultados.


¡Caramba si los da! ESo de fingirse frío… Eso de… «¡Oh, no, querida! No estoy nada
interesado en tu pequeña ropa interior de encaje.» Y luego: «Yo no quería, tú me obligaste».
Sólo que son demasiado buenos los resultados.

- ¿Qué quieres decir?

- Que yo he adquirido una querida… una querida legal. Ante la iglesia y todo.

- ¡Bien, pues yo estoy jorobado!

- Lo estás, sí, hijo de perro, y tú sólo tienes la culpa. Pero muchas gracias de todos modos.
Mari ha sido prácticamente un regalo que tú me has hecho.

- ¿Qué Mary?

- No, no Mary, sino Mari. Marisol Talaveda. Tú y Alicia la hicisteis escapar de una trampa.
Yo, finalmente, la hice hablar. La pequeña Licia ocupó su puesto en un dormitorio lleno de
chinches, en el cual el viejo y gran amador desarrolló su inimitable estilo propio.

- Tim, lo creas o no, eso no ocurrió así.

- Muy bien. Ahora yo también soy muy galante. Lo he aprendido de ti.

- ¡Oh, diablos, basta! ¿Así que te has casado con Marisol? ¡Tienes mucha suerte, bastardo!
Es muy bonita. Me gustaba.

- Tú sí le gustabas a ella, hermano. Trabajito me costó convencerla. Tú eras caballeroso, tú


eras galante… En fin, todo un caballero. Noblemente, te negaste a aprovecharte de ella. Así
que yo le dije: «¿Por qué no le perdona todo eso? Le hará a usted el amor en cuanto la vea
otra vez, o yo no conozco al viejo Ginger Peter». Pero ella se sintió terriblemente insultada
por mí como las damas se sienten siempre cuando se les dice la verdad. Lo malo es que se
aferran a la verdad y se niegan a uno. Pero cuando un individuo les da chasco, se sienten
intrigadas y empiezan a preguntarse si ellas realmente lo han obtenido todo, o bien si aún se
encuentra todo en el aire.

- ¡Timel filósofo!

- La verdad de Dios. De todos modos, ella se enfrió pasado un tiempo y me dejó hacerle la
corte, en primer lugar, porque se sentía sola y perdida en la gran ciudad. Fue un acierto.
Llevarla allí quiero decir. Allí se habría sentido como una muchacha de La Luna Azul, si no
hubiese llevado luto por ese pobre bastardo de Roberto por lo menos durante tres años. No
se mostraron muy ardientes uno con otro… un detalle que ella ocultó a todos, incluyendo a
tu lirio con cara de mona. Pero yo insistí. Al principio, sólo quería hablar de ti. Pero
finalmente la convencí de que yo tampoco estaba mal del todo. Sobre todo porque no le
pasaba mis pezuñas por el lomo, por muchas tentaciones que sintiera de hacerlo. Y tú ya
conoces a esas damas latinas, hermano. Inventaron la palabra dulce. Hacen que todas
nuestras palabras gruesas parezcan golpes de hacha. ¡Lo parezcan, diablos! ¿Cómo nos las
hemos arreglado para encontrarnos con tantas brujas, muchacho?

- Olvidas la primera lección: «Un gong y una mujer suenan bien cuando se les golpea».

- Ésa es la verdad. ¡Y no todas esas colitas heladas!

- Tim…, entre paréntesis, puedes atizarme un puñetazo por preguntar, pero yo pensé que la
pequeña Mari…

- Era un pequeño carámbano ¿ verdad? Yo también, muchacho, yo también. Pero, hermano,


estaba en un error. Así que nos unieron hace dos semanas, y entonces Miguelito empezó a
graznar de nuevo y yo me olí la martingala. De todos modos, gracias, muchacho. Prometí
que te encontraría, si me era posible, para entregarte lo que ella te envía. De modo que
levanta el ánimo, Peter. Aquí me tienes para lo que necesites de mí, como si me hubieras
llamado por control remoto.

- Lo siento. Pero ya sabes que yo uso ese jabón tan conocido. Así que me encuentro
perfectamente. Y comprometido.
- ¿Con Alicia? -preguntó Tim.

Éste empezó a sacar fotografías de su bolsillo y a colocarlas sobre la mesa.

- Creo que sí -dijo Peter.

- ¿No lo sabes de cierto?

- No, no lo sé de cierto. ¡Dios mío, Tim! ¿Qué es eso?

- ¿Esto? Diablo, estaba buscando nuestro retrato de boda. Te he traído una copia firmada
por los dos. Pero debo de haberla dejado en mi otro traje.

El camión del sonido apareció por la esquina metiendo ruido. Hizo el anuncio
acostumbrado y Tim miró a Peter.

- ¿Piensas lo que yo pienso, muchacho? -preguntó a su amigo.

- Depende de lo que tú pienses, Tim.

- Que cualquiera que tome en serio eso que dice Miguelito debe ir a que le examinen la
cabeza.

- Eso mismo. Dejaría a los norteamericanos en algún lugar de las montañas y luego
cortésmente informaría a nuestro Departamento de Estado de que la seguridad de los
norteamericanos requería una pequeña y amistosa cooperaciónpor parte de la Flota del
Atlántico, especialmente de los mermes. Pero yo no creo que muerdan el anzuelo ninguno
de nuestros nobles compatriotas. Y de los turistas no hablemos. Pero ¡esas fotografías, Tim!

- Las tomé en el Museo de Arqueología. Indios muertos. Por lo tanto, indios buenos.
Bonitos, ¿verdad?

- Parece como si fueran a hablar -dijo Peter.

- Pudieron hablar en tiempos pasados, antes de que esa bella ceniza volcánica los
petrificara. ¿Quieres algunas copias?

- ¡Dios mío, sí!

- Entonces vamos a mi departamento. Tengo unasuite en el Verdian Hilton. Es lo que se


encuentra en estos días. Turistas, no.

Tim pagó la cuenta. En dólares. Y casi estuvo a punto de provocar un conflicto, pues todos
los otros camareros intentaron obligar al afortunado que había obtenido los dólares a que
los hiciera partícipes de ellos. Discutieron a viva voz. Era evidente que el peso de Costa
Verde no estaba en auge en aquel momento.

- ¿Así que vas a casarte con la hermana de su Excelencia? -preguntó Tim.

- Desearía poder hacerlo -repuso Peter-. Pero existe un maldito obstáculo, ¿ sabes? El
asunto de Connie.

- ¿ Connie? ¿ Quién es Connie? ¿ La conozco yo?

- Mi ex esposa, Tim. Luis Sinnombre hizo que la mataran.

- ¡Oh, eso! Escucha, Peter. Estás equivocado. No fue… ¡Santa Madre de Dios! -exclamó
Tim.

Peter siguió la mirada de sus ojos y vio lo que Tim estaba mirando. Luego dijo:

- Hasta luego, Tim. Ya te veré.

Acto seguido cruzó la calle hasta donde ella estaba sentada. Junto a una mesa. En la acera.
Ante un bar más bien pobre. La joven se hallaba sola. Peter vio que estaba llorando, y al
mirarla ahora sintió que aquello era exactamente lo que él tenía ganas de hacer.

- Judith, muchacha -dijo.

La joven no le contestó y siguió llorando. Tenía el cabello desarreglado. Se veía una


mancha de sangre seca en una comisura de sus labios mientras que la carne en un lado de su
mandíbula era de púrpura. Mostraba otras marcas en la garganta y en los desnudos brazos.
Al mirar hacia abajo Peter vio que una de sus medias se le había caído sobre el tobillo.
Parecía algo así como la abuela de todas las rameras de la tierra. Peter colocó su mano bajo
la barbilla de la joven y levantó su triste rostro manchado de lágrimas. Su aliento olía
awhisky. Sin embargo, Peter vio que no estaba borracha.

- Por favor -dijo Judith-. ¿Quieres pedir un café para mí? No he tomado nada. En realidad
creo que no como desde hace cuatro días. Quizá cinco. Y no puedo hacerme entender.
Además, no tengo dinero…

- Perfectamente -repuso Peter dando una palmada.

Presentose el camarero, que pareció alegrarse al ver a Peter.

- Un jugo de naranja grande -pidió Peter-. Dos cafés, uno de ellos con leche y el otro solo.
Tostadas, mantequilla, mermelada, huevos, bacon.

Judith se estremeció.

- No podré, Peter -murmuró.

- Pues tienes que poder -contestó Peter-. ¿Por qué no vas al departamento de señoras y te
peinas y te lavas la cara? También has de subirte esa media. Mira, toma mi peine.

- Muy bien -repuso Judith.

Cuando regresó parecía casi humana. Peter apartó la silla y Judith tomó asiento.

En la calle, unbuitre descendió hasta el suelo pesadamente desde el tejado, quedándose en


medio de la calle. El animal miró a Peter y luego a Judith.

- ¡Haz tu elección bien, bastardo de cabeza con escamas! -exclamó Peter-. El bocado tierno
o el duro. O bien… ambos.

Peter cogió el vaso que estaba junto a su plato y lo arrojé contra el animal. Éste se elevó
lentamente, regresando al tejado, donde volvió a situarse sin dejar de mirarlos. El camarero
llegó con el desayuno. Judith se bebió el jugo de naranja y el café. Luego cogió trocitos de
una tostada.

- ¡ Come, maldita sea! -dijo Peter.

Judith tomó un trozo de bacon. Era excelente, pero ella lo masticaba como si se tratase de
goma. Luego cogió con el tenedor un trozo de huevo frito, flojo, chorreante. No era bonito
verlo. Peter limpió a Judith la boca y los ojos con su pañuelo. Luego tiró el pañuelo al
suelo. Se puso en pie, dejó un billete bajo un cacharro y tomó a Judith del brazo.

- ¿ Adónde vamos? -preguntó la joven.

- Al hospital -contestó Peter-, para que Vince te preste los cuidados que necesitas.

- Muy bien -repuso Judith.

Pero de pronto se detuvo, y Peter, mezclada con un rugido de sirena, ruido de frenos y un
ulular de claxon, oyó la voz de Luis Sinnombre, que se alzó casi como un chillido:

- ¡Tú, sucia hija de esto y aquello! ¡Mala leche! Yo hago esto sobre la tumba de tu padre. Yo
hago lo otro sobre el rostro de tu madre. ¡Llévatela, Mateo! ¡Métela dentro delcoche!

Luego bajó la voz y con acento de burla añadió:

- ¿Y usted, Reynolds? ¡Ah, encantado de verle de nuevo, amigo! ¡Juanito! ¡Mete junto a
ella a este montón de basura gringa!

Peter se llevó la mano a su bolsillo trasero. Pero luego la retiró. Una Walther era una buena
arma. Excelente. Pero no se podía comparar con una ametralladora Bren de veinticinco
tiros, que podían ser disparados en tres segundos. Y cuando siete de aquellas máquinas le
apuntan a uno, como sucedía en aquel momento, los resultados no se podían ni siquiera
calcular. En suma, no habría de momento ningún resultado. Luis lo había combinado todo
muy bien. Peter levantó lentamente sus manos. Pero había olvidado una característica de la
policía de los dictadores. La falta de resistencia no cambiaba en nada su manera de
proceder. Tras él, uno de los policías alzó una porra y la dejó caer sobre su cabeza. Y
mientras caía lentamente iluminado por la luz del sol y sintiendo la punzada del dolor, Peter
oyó, al tiempo que desaparecían para él tiempo y espacio, la risa de Judith, que se alzó
divertida.

Peter se hallaba en un autobús y sus manos no estaban ni siquiera atadas. Sin embargo, la
Walther había desaparecido. Esto tenía sentido. Pero nada más lo tenía. Sobre todo, no tenía
sentido que le hubieran dejado la Rollei colgando del cuello. Se daba cuenta de que no
estaba soñando. El autobús era algo real. Y también la gente que iba en él. Judith, que
estaba sentada junto a él. Tim O'Rourke, un poco más allá. Y luego el padre Pío. Y también
el embajador norteamericano y su esposa. Y una enorme mujer cuyo rostro se parecía al de
Luis Sinnombre, al de Miguel Villalonga y al de Alicia.

El lacerante dolor de su cabeza no le dejaba pensar. Pero el guardia armado que iba junto al
conductor del autobús eliminaba toda necesidad de pensar. El anuncio de Miguel por medio
de la radio no había tenido éxito. Así que había decidido llevarse por la fuerza a sus
rehenes.

Eso era todo. Eso sí tenía sentido. Pero incluso su magullada y dolorida cabeza podía
hacerse una pregunta altamente retórica: ¿Qué hombre mantenido como rehén no sería
asesinado por Villalonga cuando las circunstancias permitían el asesinato… como lo
permitían ahora? Las circunstancias lo permitían todo. Y la respuesta requería menos
esfuerzo que el que tenía que hacer para decirla las temblorosas masas de su dolorido
cerebro: un Peter Reynolds, corresponsal extranjero. Como se sentía trastornado y a punto
de volverse loco, Peter cerró los ojos de nuevo.

El autobús se quejaba. Ascendía por un camino de montaña. El conductor vestía de


uniforme y llevaba una pistola colgada de su cinto. Sin embargo, no mostraba un aspecto
muy militar. Llevaba la camisa abierta hasta casi la altura de su cinturón. Peter pudo ver
una gran cruz de plata labrada que pendía de una cadena apoyada contra la mata de
sudoroso vello negro de su pecho. Era una cruz singularmente bella. Sin duda obra de los
tluscolos.

Ocupaban el autobús otras muchas personas. Muchos de ellos miembros de la Embajada


norteamericana. Parecían todos preocupados e irritados. Los de Costa Verde, en cambio, no
parecían preocupados. Lo que parecían era personas ya muertas.

- Judith -dijo Peter.

Judith no le contestó. Siguió inmóvil con la vista fija ante ella.

A Peter le dolía la cabeza más que a un diablo. Cerró k» ojos. Pero nada cambió. El autobús
continuaba gruñendo mientras ascendía por el camino.

- Judy… -repitió de nuevo.

Entonces Peter descubrió lo que Judith estaba haciendo. Hacía guiños al conductor del
autobús. Pero no al guardia armado, que tenía la espalda vuelta y se hallaba profundamente
dormido. El chófer miraba a Judith a través del espejo retrovisor. Lo había colocado de
manera que pudiera ver sus piernas en lugar de la carretera. El conductor sonrió a Judith.
Ésta le respondió con otra sonrisa, si se podía llamar a aquella macabra mueca una sonrisa.
Luego, poco a poco, ella fue subiéndose la falda pulgada a pulgada y separó las piernas.
Peter reparó entonces en que no llevaba pantalones. También veía esto el conductor. El
hombre sudaba y frenó a tiempo de evitar que el autobús saltara de la carretera.

- ¡Idiota! -exclamó el guardia armado, volviéndose a dormir.


- ¡Maldita sea, Judy! -dijo Peter a Judith bajándole la falda.

Entonces oyó Peter el ruido y la larga flecha blanca que les adelantó como un soplo de
viento con ruido de motor. Peter miró aquella flecha preocupado, olvidándose de Judith y
olvidándose del conductor del autobús. La flecha tomó la curva más próxima y desapareció.
El conductor del autobús seguía aún mirando las piernas de Judith. Ésta se subía la falda de
nuevo. Entonces la joven vio el rostro de Peter.

- ¡Hace tanto calor! -murmuró.

Luego todo el aire se llenó de un ruido de frenos. El chófer luchaba con el volante para
mantener el autobús en la carretera y el guardia le increpaba con juramentos. No había nada
más allá del borde. Nada absolutamente. Mil metros más abajo se encontraban las rocas.
Pero ellos no llegaron a ellas. El chófer salvó sus vidas. Quizá Judith buscaba perder la
suya.

El chófer detuvo el coche a un metro del blanco Jaguar atravesado en la carretera.


Inmediatamente saltó a tierra pistola en mano y lanzando juramentos. El guardia bajó
también con su rifle dispuesto.

- ¡Dejad esos juguetes,niños! -ordenó Alicia.

La joven salió del Jaguar. Vestía blusa y falda y llevaba desnudas sus largas y bellas
piernas. Sus delicados pies iban calzados con sandalias. Respetuosamente, el chófer del
autobús la ayudó a subir a éste. La joven permaneció en la plataforma delantera discutiendo
con el hombre. El chófer extendió las manos a la vez que negaba con la cabeza. Luego se
encogió de hombros y alzó la mano con dos dedos hacia arriba. Sólo dos. Alicia avanzó por
el pasillo, arrodillándose ante la mujer gorda. Habló a ésta con una expresión de súplica y
de petición en su rostro tribal y también en sus ademanes. Ambas empezaron a llorar y la
mujer acarició la cabeza de Alicia.

Tim O'Rouke ocupaba el asiento siguiente al de la mujer gorda. Tim se inclinó para
escuchar lo que hablaban la mujer gorda y Alicia. Luego se puso en pie y llegó hasta la
puerta del autobús, bajando de él y echando a correr… montaña arriba a través de un
bosque de pinos.

El guardia armado se arrodilló en la carretera y apuntó cuidadosamente con su rifle.

- ¡No haga eso! -gritó Alicia.

El guardia bajó el arma.

- Sí, doña Alicia -contestó-. Como la ilustre dama quiera.

Alicia siguió hablando con la mujer gorda. Ésta hizo un ademán. Ambas se besaron
mutuamente con ternura. Alicia entonces se puso en pie, avanzó de nuevo por el pasillo y se
detuvo junto al padre Pío, a quien habló. El pequeño cura se puso en pie. Ambos llegaron
hasta donde estaba Peter y lo tomaron del brazo.
- Vamos,cielo -dijo Alicia.

Peter miró a Judith. Ésta estaba inclinada hacia atrás apoyada en el asiento y mantenía los
ojos cerrados. Las lágrimas brotaban por entre sus párpados. Pero su boca estaba distendida
aún en aquella macabra sonrisa. Peter observó que sus piernas estaban al descubierto de
nuevo.

- Judith -dijo.

El rostro de Alicia se ensombreció.

- Deja a esa asquerosa zorra exhibicionista y vámonos.

Pero la carretera, como todas las carreteras de montaña, daba vueltas sobre sí misma dos
docenas de veces. Peter podía ver al autobús, que se hacía cada vez más pequeño y estaba
cada vez más alto, siempre que la carretera era paralela al lugar en donde lo habían dejado.
El autobús no se movía. Parecía estar esperando algo. Esto extrañó a Peter. Alicia tenía
bajada la capota del Jaguar y el helado aire aclaraba ahora la cabeza de Peter. Éste se quitó
la Rollei del cuello y se la entregó al padre Pío. El anciano la colocó entre los asientos.

Entonces Peter vio a las figuras como pigmeos que salían en enjambre en dirección al
autobús procedentes de las montañas de más arriba. Vio también lo que llevaban en sus
manos.

- ¡Para el coche! -dijo.

- ¡No, no, Peter! -sollozó Alicia-. ¡No puedo! ¡No debo! Yo…

- ¡Para este coche, Alicia!

- No, Peter. ¡ Oh, Dios mío! Yo…

Peter se agachó y cogió el freno de mano. El Jaguar se alzó como una cosa viva, quedando
ladeado en la carretera. El motor se caló cuando el pie de Alicia dejó de apretar el
acelerador. En el abrupto y profundo silencio que siguió, oyeron los disparos. El tableteo de
las ametralladoras, los llanos, lentos y deliberados estampidos de los rifles. El ligero ladrido
de las armas de mano. Un grito. Otro. Después nada. Nada absolutamente.

Peter miró a Alicia. Ésta se encogió bajo sus ojos. Peter sacó la lengua y se la pasó por los
labios, secos como huesos. Dijo:

- Tú lo sabías.

- Hija -dijo el padre Pío-, si usted sabía eso y no me lo dijo, el pecado…

- ¡Tú lo sabías! -repitió Peter.

Alicia permanecía inmóvil, con los ojos bajos. No decía nada. Peter siguió mirándola y
añadió:

- Esa mujer gorda era tu madre, ¿ no?

La joven asintió en silencio. Entonces Peter le pegó con la mano abierta y sobre la boca, tan
fuerte que le hizo sangre.

Una vez y otra. Con su gran mano produciendo el ruido de disparos de pequeñas armas de
fuego, haciendo ir su cabeza de derecha a izquierda y de izquierda a derecha una y otra vez,
hasta que sintió unos dedos que le arañaban en la espalda haciéndole retroceder, y cuando
se volvió, un puño cayó sobre su rostro.

Peter se inclinó dispuesto a saltar. Entonces vio quién le había golpeado.

- ¡Padre! -murmuró-. Yo…

- ¡Bestia! -gritó el padre Pío-. ¡Salvaje! ¡Y lo que es peor, loco! ¡Mírela! ¡Mire lo que ha
hecho usted!

Peter miró hacia abajo. Alicia yacía en el asiento. Su rostro era una masa. La joven lloraba
sin moverse, sin hacer ruido, de una manera que él no podía contemplar, pues la falta de
esperanza constituye una especie de muerte. Pero que al mismo tiempo no podía dejar de
mirar hasta que sus propios ojos se vieron cegados y el rostro de ella se borró.

- Nena… -murmuró Peter-. Niña, yo… ¡Oh, Cristo! ¡Licia!

Pero Alicia le estaba sonriendo ahora y sus hinchados y rotos labios bisecaban la lluvia de
cristal.

- No es nada,cielo -dijo Alicia-. Ambos tenemos mucho que perdonarnos el uñó al otro.
¿Qué es el amor, sino perdón? Como los ángeles y los santos no se casan, nosotros
debemos…

- Aplaza el resto de la frase para otra vez,nena -repuso Peter-. Ahora tenemos que hacer un
par de cosas difíciles, así que… ¡Vamos!

Alicia se enderezó inmediatamente y tomó el volante. Puso el motor en marcha y empezó a


subir por la carretera de nuevo.

- Hijo mío -dijo el viejo cura-. Hay una ley que encaja con este caso. La ley dice:
«Perdonaos los unos a los otros».

- Ya sé -repuso Peter-. Pero, padre, yo no puedo aceptar…

- ¿Quién es usted para rechazar regalos del cielo? Algunas veces me enfada usted.

Los soldados seguían aún allí, muy atareados en despojar de las cosas de valor a los
cuerpos. Sacaron anillos de dedos inertes, collares de cuellos inmóviles. Cuando el Jaguar
apareció por la curva, se detuvieron y levantaron sus armas. Pero las bajaron de nuevo
inmediatamente y volviéndose, se marcharon corriendo… Veinticinco hombres bien
armados huyendo de un maltrecho hombre sin armas, de una joven y de un cura.

Entonces comprendió Peter el porqué. Iban vestidos como guerrilleros, pero no lo eran.
Peter había visto ya algunos de aquellos rostros, los había visto demasiadas veces para no
reconocerlos. Ahora miró a Alicia.

La joven tenía la cabeza vuelta. Para no ver aquel montón de asesinados, aquellos cuerpos
despatarrados, aquella matanza colectiva de seres que iban ennegreciéndose lentamente. Su
esbelto cuerpo se estremeció en una marea de ondas. Pero vio que él la miraba.

- Sí -murmuró-. Lo que estás pensando, Peter. De esta forma, tu Gobierno habría tenido que
intervenir. Vuestro embajador. Su esposa. El personal de la embajada. Judith… que es
famosa. Tú, que también lo eres ahora. El padre Pío, a quien quiere todo el mundo. Y…

- Y tu madre -acabó Peter-. ¡ Su madre!

- ¡Ah, sí! ¡Eso fue el golpe maestro,cielo! Nuestra pobre y bien querida madre. ¿Quién…?
¡Dímelo, Peter! ¿Quién creerá que no han sido los castristas cuando se encuentre entre los
muertos a la propia madre del Líder?

- ¡Jesús! -exclamó Peter.

- ¡Yo intenté salvarla, Peter, cariño! ¡Lo intenté! El conductor me concedió poder para
salvar a dos. Iba a salvarla a ella… y a ti. Perdóneme, padre, por dejar a usted para una
segunda elección.

- Usted tenía razón, hija -repuso el viejo cura-. Su primera elección era la justa.

- ¡Pero ella no quiso venir, Peter! -continuó Alicia sollozando-. Dijo que haría todo lo
posible para echar a perder mi vida contigo. Intentó hacerme marchar diciéndome cosas
horribles: que era evidente tu hombría y que podía ver que yo lo sabía por experiencia. Y
que yo debía mantenerte siempre cansado y en la cama para que no sintiera miedo de la
viciosa rubia o de cualquier otra. Y…

- ¡Hija! -exclamó el padre Pío.

- ¡Decía la verdad, padre! ¡Ya lo debe usted saber! Y Ahora.

- Y ahora tenemos que enfrentarnos con una verdad más triste, hija mía. Hemos de rezar
por nuestros muertos…

- ¡No! ¡Espere! ¡Oiga mi confesión, padre! ¡Yo soy igualmente una asesina! ¡Porque yo
deseaba que la rubia muriera! ¡Deseaba la muerte de Judith Lovell, padre! Y… «lo que un
hombre tiene en su corazón, eso es lo que es». ¿Y una mujer no, padre? Así que estoy
maldita, ¿no es verdad? ¿Lo estoy, padre?

- Lo que tú estás es histérica,nena -contestó Peter-. Ahora baja el tono, ¿quieres? No tengo
ánimos para pegarte de nuevo.
Se arrodillaron junto al cuerpo de Isabela Cienmil. La muerta parecía sonreír tenuemente.
El padre Pío recitó la plegaria para los muertos y añadió en español: «Recibe, oh, Señor, a
tu sierva Isabela… como recibiste a la Magdalena, a la mujer del pozo, y a la mujer en
favor de la cual escribiste palabras de piedad en el suelo, y como recibiste a la que lavó tus
pies con lágrimas y las secó con su cabello. Los pecados de esta mujer eran grandes, pero
más grande es tu misericordia. Por -eso, y como favor hacia su hija, recíbela y perdónala,
¡oh, Señor!».

- ¡Oh, Peter! -sollozó Alicia-. ¡Oh, Peter,cielo! Él lo hará o no lo hará, pero ella era buena,
¿me oyes?, buena.

- Sí,nena. Ahora vamos.

Fueron desfilando ante toda la terrible hilera. Dijeron una plegaria por cada uno de ellos.
Pero cuando llegaron al final de la hilera se vio clara una cosa: el cuerpo de Judith Lovell
no se hallaba entre los demás.

- Peter -dijo Alicia-, ¿crees que ella escapó? ¡Oh, espero que así haya sido! Tengo ya
bastante sobre mi conciencia.

- Sí -dijo Peter-. La pequeña Judith se ha salvado del todo.

- Pero ¿cómo, cielo? ¿Cómo?

- El chófer -reposo Peter-. O el guardia. O ambos. Creo que ella los sobornó con la única
moneda que podía ofrecer. Y eso, aunque esté muy visto y sea suelo, dio resaltado. Padre…
haremos bien en regresar ahora. Enviaremos aquí a alguien para que recoja los cuerpos.

- Váyase usted, hijo. Y usted, hija. Yo me quedaré a velarlos un rato.

- Pero padre -dijo Alicia-. Los soldados pueden regresar y…

- Yo tengo la protección de Dios» hija. ¿No se ha visto claro hasta ahora?

- Sí, padre -murmuró Alicia, y a continuación-: ¡Oh, Peter, ¿telo! ¿Y Tim? Don Timoteo, tu
amigo irlandés. EL…

- uno de los mejores alpinistas que se pueden encontrar. Ya le recogeremos más tarde… si
no nos recoge él a nosotros primero. Ahora no hay tiempo…

Alicia relató la matanza a Luis Sinnombre mientras Peter la esperaba en el hotel La joven
tuvo buen cuidado de no mencionar que alguien había escapado.

- Ya los enviaré a buscar mañana -contestó Luis, que parecía aburrido-. No te preocupes,
hermanita. Frío como está aquello, resistirán…

A continuación se volvió y la miró.


- Dime, ¿qué diablos le ha ocurrido a tu cara?

- Me… me desmayé cuando los vi» Luis -contestó Alicia-. Caí… rodé por un declive. Me
podía. me podía haber matado, y hubiera deseado que fuera así

- ¿Ah, sí? Y ahora. ¿adonde vas?

- A la iglesia, Luis -contestó Alicia-. Peter estaba en ese autobús, Luís, y mi madre.
¿Encuentras mal… que quiera ir a rezar?

- No -contestó Luis echándose a reír-. Rema por mi» ¿quieres? Y también por Miguel.
Sospecho que vanos a necesitarlo.

- Lo haré -contestó Alicia-. Rezaré para que los dos ardáis en el infierno.

Se volvió, ya corriendo,y le dejó allí.

Peter estaba empezando a sentirse ahora macho mejor. Alicia le había lavado y vendado la
herida de la cabeza Luego le dio comida fría, queso, viso y fruta. Le cobijó entre sus brazos
mientras él dormía. Pero durante todo el tiempo la joven siguió sollozando.

Le despertó el ruido que hacia el Zopoeomapetl cuando al final cometía un suicidio


lanzando de una vez todo su fuego.

Incluso aquel hotel hecho de acero y de cemento pareció tambalearse como un borracho por
efecto del impacto. Pudieron oír, además del rugido del viejo Zopo, el crujido de cien mil
ventanas que se rompían a un tiempo. La lengua de fuego pareció partir el cielo. Ellos se
pusieron en pie y corrieron a la ventana. El volcán había desaparecido, quedándole tan sólo
una baja joroba truncada por la que surgía un lago de fuego, que se esparcía hacia la jungla
y hacia el mar.

Vieron que la jungla se incendiaba y que estallaba el mar. Se alzaron grandes géiseres de
vapor. Las olas parecieron ascender hasta el extremo del mundo. Luego los vientos
volvieron y trajeron el humo y el vapor que dañaba los pulmones.

- ¡Vámonos, nena! -dijo Peter-. Marchémonos de aquí.

Pero cuando llegaron a la calle observaron una cosa curiosa: aunque la catástrofe parecía
terrible, no había matado casi a nadie. Aquí y allá ardía una casa. Más allá algunas chozas
de adobe de gente pobre se habían derrumbado. El mayor número de bajas se registró entre
las unidades leales del ejército de Villalonga que guardaban las entradas de la ciudad contra
los rojos, los cuales tardarían ahora meses en llegar… si es que lo hacían. Porque para
tomar Ciudad Villalonga en aquellas circunstancias, repentinamente alteradas, habrían
necesitado la única cosa que no poseían: una flota. Todas las entradas por tierra estaban
cortadas por la ardiente jungla, por aquel lago de fuego.

- Nena -dijo Peter-, no sé a quién conoce tu hermano allá arriba; pero, sea quien sea, ha
tenido buen cuidado de Miguelito.
Alicia se volvió hacia Peter, se echó en sus brazos, se apretó contra él y se estremeció.

- Nena -dijo Peter-, ¿qué te pasa?

- Mi madre… Toda esa gente del autobús… Están muertos, naturalmente. Pero allá arriba
tan cerca del Zopo…

De pronto se detuvo.

- ¡Oh, Peter! -exclamó-. ¡El padre Pío! ¡Y tu… Judith! ¡Y Tim!

- ¡ Dios mío! -masculló Peter-. ¡ Vamos!

La joven condujo el Jaguar expertamente carretera arriba, por aquel camino que aún estaba
abierto, probablemente porque la hendidura abierta en el otro lado del volcán era la que
había escupido el mayor flujo de lava. Sin embargo, no existían grandes motivos de
esperanza… Erupciones más pequeñas que aquélla habían hecho desaparecer pequeños
pueblos hacía escasos años. Y esos pueblos se encontraban donde Tim, Judith y el padre Pío
se hallaban…

Peter se hizo fuerte para no pensar en ellos, negándose a calcular cómo probablemente
habrían muerto, pues pensarlo era peor en cierto modo que sufrirlo, ya que los muertos
están exentos de sufrimientos, de remordimientos y de recuerdos. Así que se volvió hacia
Alicia y contempló su rostro lleno de contusiones, hinchado, con una mancha de sangre
seca en la comisura de sus labios, que ella no se había limpiado, pues había estado
demasiado ocupada con él y demasiada olvidada de sí misma. Pero lo que ella era, lo que
ella significaba para él, combinado con la probabilidad de perderla, que era tan grande que
no se distinguía de la certidumbre, tampoco se podía olvidar. Aunque cuando habló todo lo
que dijo fue:

- Es extraño…

- ¿Qué es extraño,cielo? -preguntó Alicia.

- Nunca me he encontrado a un hombre de sangre española que no sintiera el amor filial.


No importa cómo fuera el hombre. No importa quién o qué fuera su madre. Nunca.

- Sí, tienes razón,cielo. Eso es lo que hace esto tan terrible.

- ¿ Qué quieres decir? -inquirió Peter.

- Que Miguel quería a mamá. Tanto como yo. No, más. Pero es que existía algo especial.
Peter. Mi madre, que era mi mujer de una conducta ultrajante, que toda su vida fue una
ramera… era adorable. Yo la quise el poco tiempo que la traté.

- ¿Poco tiempo? -preguntó Peter.

- Desde que volví de España. Antes se me ocultó que ella fuera mi madre.
A continuación, Alicia permaneció silenciosa. Y como desde donde se encontraban ahora,
la carretera era vil, según la manera popular de hablar en Costa Verde, Peter no contestó
nada a la joven. En lugar de ello, miró hacia abajo, hacia el lugar donde se hallaba Ciudad
Villalonga, blanca bajo los rayos del sol. Desde aquella altura, la ciudad no parecía dañada.
Aquí y allá, surgía humo de las incendiadas casas, pero eso era todo. Excepto que entre la
ciudad y el truncado volcán se extendía un lago de fuego. Más allá, la jungla ardía. La lava
continuaba penetrando en el mar, haciendo surgir en él géiseres de vapor. El paisaje tenía
una belleza salvaje. Peter buscó la Rollei para tomar una fotografía. Pero Alicia hizo que el
Jaguar enfilase una curva y el paisaje desapareció.

- Nena -dijo Peter-has dicho que Miguel quería a vuestra madre y, sin embargo…

- La ha asesinado. Sí, Peter. Yo creo que es porque no está del todo bien de la cabeza. Y
porque ha sido corrompido por Luis, que nunca la quiso realmente. Ambos han llegado a
creer en su propia propaganda. Que la República no puede existir sin ellos, que ellos son el
único baluarte entre el pueblo de Costa Verde y el más completo desastre…

- Estoy de acuerdo en que cambiándolos por los castristas, cambiaríamos al diablo por la
bruja -dijo Peter-. Sin embargo…

Peter veía ahora otra cosa: que la carretera iba aestar abierta todo el espacio hasta arriba,
que la abierta hendidura del otro lado del Zopocomapetl se había apagado, así que excepto
varios metros de cenizas, situada en lugares muy altos, no había nada que bloquease la
carretera. Excepto en un lugar o dos, los mayores flujos de lava se hallaban lejos de la
carretera, descendiendo por el lado oriental del volcán, o lo que quedaba de él, camino del
mar. Y como desde Ciudad Villalonga ninguna carretera importante iba hacia el este por la
sencilla razón de que allí era donde se encontraba el océano, esa carretera, como todas las
carreteras hacia el norte y el oeste de la ciudad, estaba segura. Pero todas las carreteras
hacia el sur habían sido cortadas, oponiéndose sin esfuerzo a la hábil estrategia de los
comunistas, que pensaban penetrar en la ciudad por el único punto cardinal por donde no
los esperaba nadie, y reforzando la creencia de Peter de que la cualidad básica de la vida era
la ironía, cuando no la estupidez. Y entonces dieron vuelta a una curva más y Peter
comprobó que tenía razón.

El autobús continuaba al lado de la carretera. Había saltado de él toda la pintura, dejándole


de un rojo enmohecido y brillante plata. Pero ellos pudieron ver aún la línea de agujeros en
uno de sus lados y también las rayas de telas de araña de las rotas ventanillas. Más allá, el
bosque de pinos estaba ardiendo, chisporroteando con risa impía. Los cuerpos yacían aún
en largas hileras en el mismo lugar donde habían sido fusilados. Pero Peter vio que el viejo
Zopo les había proporcionado una accidental o incluso una deliberada bendición. Los había
cubierto con blancas cenizas, transformándolos en estatuas.

- ¡Oh, Peter! ¡Oh,cielo, mira! -exclamó Alicia.

Peter se volvió sorprendido, pues en la voz de la joven había vibrado una nota de alegría.
Luego volvió a mirar hacia atrás, viendo entonces al padre Pío que se apeaba rápidamente
del autobús. Sus ropas eran de color gris debido a las cenizas, pero él no había recibido
ningún daño. Peter saltó inmediatamente del coche, apretando al viejo entre sus brazos con
fuerza, que es lo que los españoles llaman un abrazo, lo cual permite a los hombres mostrar
una profunda emoción el uno hacia el otro con más vigor que entre las razas más frías. Y
cuando Peter le soltó, Alicia, olvidando en su alegría que se trataba de un clérigo, le besó en
ambas mejillas como si se tratase de su propio padre.

- ¡Niños! -exclamó el anciano con acento severo, pero con los ojos nublados.

- Y ahora… ¿se atreverá usted a decir que no hace milagros? -dijo Peter-. ¿Se atreverá usted
a decirlo?

El anciano sonrió.

- Yo digo tan sólo que Dios sigue protegiéndome -protestó-. La verdad es mucho más
sencilla, hijo. Me escondí debajo de uno de los asiento del autobús y recé, y como no tengo
bastante grasa en mis huesos para asarme, sólo me curé un poco más haciéndome un poco
más duro y más incomible. ¿ Qué hay de lo convenido, hijos?

- Mañana, padre -repuso Alicia-. Peter…

- ¿Qué,nena?

- No ha sido todo tan malo como pensábamos aquí. Quizá…

- Sólo podemos mirar, Licia. Pero si no los encontramos pronto, tendremos que regresar y
organizar una búsqueda en serio… si tal cosa es posible. Lo que en realidad necesitamos es
un avión. O un helicóptero. Sin embargo…

Subieron a pie por la carretera más allá del bosque incendiado. El calor era insoportable y
el humo se metía en sus ojos. Aquello no servía de nada. No era la forma de realizar una
búsqueda. Aunque hubiera esperanzas, muy escasas considerando lo rápidamente que
empeoraba la situación a cada metro que subían a partir de donde se encontraba el autobús,
aquélla no era manera de buscar a Judith y a Tim, si es que había alguna, cosa que Peter
ignoraba. Sospechaba que, por el momento, con los bosques ardiendo a ambos lados de la
carretera como los goznes del infierno, esa manera no existía, y que cuando fuera posible
una búsqueda racional, sería demasiado tarde, si no lo era ya.

- ¡Diablos! -exclamó Peter-. Tendremos que regresar.

Pero entonces oyó la exclamación de Alicia.

- ¡Oh, Peter, mira!

Un flujo de lava había cortado la carretera. Cinco metros más allá, otro. En medio de los
dos, yacían los cuerpos de los soldados. Su única forma de escapar había sido adentrarse en
los bosques. Pero los pinos debían de estar ya ardiendo por entonces.

Alicia se abrazó a Peter a la vez que se estremecía. Peter contempló la baja joroba que era
todo lo que quedaba del Zopocomapetl. Luego, de nuevo, al montón de horror que ninguna
lluvia de cenizas había cubierto.
- Yo sabía que ellos vendrían. Pero ¿por qué tenías tú que jugar tan sucio? -dijo.

Después ambos oyeron la débil y apagada voz.

- Petie, muchacho -decía la voz.

Los dos se volvieron. Un espantapájaros avanzaba hacia ellos. Pero era un espantapájaros
desnudo, que arrastraba tras él harapos que flotaban al aire y tiras de piel.

- ¡Tim! -exclamó Peter-. ¡Dios mío, Tim!

- ¿Mister Reynolds, según creo? ¿Y doña Alicia? Encantado, encantado -masculló Tim.

Entre los dos le cogieron en el momento en que caía.

Alicia se arrodilló y acunó la cabeza de Tim entre sus brazos. Observando al propio tiempo
el rostro de Peter en tanto éste realizaba su elección. La elección que él tenía que hacer
ahora. La única elección que ella, menos que nadie en el mundo, podía ayudarle a tomar.
Todo lo que Alicia podía hacer era sufrir profundamente, agonizando mientras él la tomaba,
y… en silencio.

Alicia observó que Peter tenía claros los ojos y oyó que son voz enronquecida por la pena,
decía:

- Ayúdame a levantarle y a meterle en el coche. Tenemos que apartarle rápidamente de este


infierno.

Ahora estaba Alicia libre. Ahora podía hablar.

- ¿ Y… y Judith,cielo?

Loe ojos de Peter reflejaron tristeza.

- Sabemos que él está vivo,nena. Pero que no vivirá mucho a menos que lo saquemos
pronto de aquí. Por tanto, ¿qué elección podemos hacer? ¿Cambiar las oportunidades que
puede tener Tim por lo que podamos encontrar? ¡Diablos, no, Licia! De modo que vámonos
-dijo.

Pero, una vez que depositaron a Tim en el coche, tuvieron que abandonar al padre Pío una
vez más, pues aquellos coche de turismo no estaban hechos para llevar a cuatro personas
con comodidad y mucho menos cuando Tim no podía ir sentado, sino echado. Alicia
empezó a descender por la carretera mientras Peter sostenía a Tim en su brazos. Este último
desperté y empezó a hablar, tan lenta, grave y tristemente que los ocupó algún tiempo darse
cuenta de que lo que decía tenia algún sentido.

- De modo que quizá yo me equivoqué con ella. Quizá no importara que fuese la mujer más
fácil del hemisferio occidental, que sus tacones tuviesen forma de bola y que tuviera callos
en la espalda de tanto echarse hacia atrás cada vez que alguien la empujaba. Es decir, ni
empujar; con que hicieran un ademán bastaba. La brisa era bastante para tumbarla, ¿Y qué
más? Nada más. Así que soy el cerdo de Paddy del viejo Malarkey, si sé alguna maldita
cosa más. ¡Jesús y María! ¡Dios nos bendiga a todos! Ni un grito, ni un gemido. Sólo
aquella mirada. Toda encendida, como velas en un altar. Te lo digo yo, Petie, muchacho.
Ella…

- Tim, por amor de Dios, ¿quieres bajar el tono? -pidió Peter-. Tienes necesidad de todo ese
aliento que estás gastando.

- ¿Qué dice? -preguntó Alicia.

- ¡Quién sabe! ¡Ni nos importa!Nena, ¿no puedes dar un poco más de velocidad a este
trasto?

- Sí,cielo. Pero no estoy segura de que pueda mantenerle en la carretera si lo hago.

- Entonces, para -dijo Peter-. Yo tomaré el volante.

- Muy bien, cariño -repuso Alicia.

Alicia sostuvo a Tim. Era característico de ella no sentir miedo. Después de preguntarse a sí
mismo si un hombre podía hacer con un coche lo que Peter estaba haciendo, permaneció
quieta escuchando a su corazón, y su corazón le dijo que Peter podía hacer cualquier cosa,
cualquier cosa que intentase. Así que permaneció inmóvil y sonriendo mientras Peter pisaba
el acelerador, haciendo tomar al Jaguar las violentas curvas de la carretera de la montaña,
volviendo el volante en la dirección opuesta a la que el coche deseaba seguir y realizando
un milagro en cada curva. Envió piedras de la carretera a las mismas copas de los árboles.
Llevaba una nube de polvo y de cenizas volcánicas de cien metros tras él; frenaba un
instante con un ruido que amenazaba romper las entrañas del motor y luego volvía a correr,
metiéndose en las curvas sin aminorar la velocidad, costándole enderezarse al tomar las
rectas y produciendo una hermosa cacofonía: chirridos de los neumáticos, estampidos del
motor y el largo, largo sollozo del viento.

Por fin estuvieron de nuevo abajo y Peter metió el Jaguar por las calles completamente
desiertas en dirección al hospital, y al llegar a él cerró el encendido, saltó a tierra y, sacando
a Tim del coche, le llevó en brazos, a pesar de lo que pesaba el reportero irlandés, a través
de la puerta de entrada de urgencia.

Mientras esperaban los resultados del examen de Vince y de los otros médicos, la hermana,
que recordaba a Peter por sus diarias visitas a Judith, estuvo hablando hasta que Peter pensó
que existían justificadas razones para el asesinato.

- Incluso ahora, en la catedral, Su Excelencia está rezando solo. Y luego, cuando llegue la
hora, la procesión subirá la calle con don Luis mandando la escolta de protección. Y luego
el arzobispo, y luego la imagen de Nuestra Señora de la Compasión, y Jesús del Gran Poder
y luego…

Vince apareció en la puerta.


- Lo logrará, Peter -dijo-. Tiene el quince por ciento de su cuerpo cubierto por quemaduras
de segundo grado. Pero probablemente estará bien dentro de dos meses, y con las modernas
técnicas del tratamiento de las quemaduras, podrá irse a su país casi como nuevo…

- Y luego -continuó la hermana con calor-, se rezará un tedéum en agradecimiento por la
salvación de la ciudad…

Peter la miró.

- Hermana -dijo-, ¿quién ha dicho que la ciudad está salvada?

Acto seguido se volvió hacia el doctor Gómez.

- Gracias, Vince -dijo-. Ahora haremos bien en enviar un telegrama.

- ¿A sus parientes? -preguntó Vince.

- A Marisol Talaveda, que se ha casado con ese tipo -repuso Peter.

XXI

Cuando salieron del hospital, Peter fue hasta el Jaguar y retiró la Rolleiflex, que se
encontraba aún entre los asientos donde el padre Pío la había colocado cuando Peter se la
entregó en la carretera. Al cogerla Peter comprendió por qué se la habían dejado. Él no sería
el primero de las víctimas de Miguel, sino el último. Peter podía oír la voz del locutor tan
claramente como si estuviera hablando ahora: «Películas encontradas en la cámara de una
de las víctimas, el famoso periodista norteamericano mister Peter Reynolds, son una prueba
concluyente de que el ataque fue realizado por guerrilleros comunistas, como lo demuestran
sus uniformes, que pueden ser distinguidos claramente en las fotografías. El Gobierno tiene
intención de enviar copias de estas notables fotografías a la prensa internacional lo más
rápidamente posible. Este crimen incalificable…»

- ¡Hijo de zorra! -exclamó Peter.

- ¿ Qué has dicho,cielo? -preguntó Alicia.

- Nada,nena. Vamos.

Empezaron a andar atravesando la plaza en dirección a la Oficina de Telégrafos. Entonces


vieron a los soldados. Alicia se detuvo y sus dedos se asieron al brazo de Peter.

- Continúa andando -dijo Peter.

- Pero, Peter,cielo, ellos…

- Ellos nada. Son soldados, no policías. Y yo estoy muerto. ¿Recuerdas? Por lo menos para
Luis.
Peter sentía el temblor de Alicia, pero la joven caminó junto a él con la cabeza alta.
Surgieron más y más soldados de la Avenida McDoll, que llevaba a la Plaza de los Mártires
Concepcionistas, donde se alzaba la Catedral. Por sus uniformes, Peter dedujo que
pertenecían a la Escolta Presidencial, los guardias especiales del Líder. Pero no desplegaban
la marcialidad y la precisión por la que eran famosos. Al menos ahora no. Atravesaron la
plaza en grupos aislados, hablando entre sí en voz baja. Pero en su rostro se leía el
desconcierto.

- Peter -dijo Alicia-. ¡Ellos tendrían que estar en la Catedral guardando a Miguel! Me
pregunto…

- Pregúntales a ellos -repuso Peter.

- ¡Oh, no! -murmuró Alicia-.Cielo, yo… no me atrevo.

- Entonces lo haré yo -dijo Peter.

- No,cielo. Tú, no. Yo les preguntaré. Después de todo, soy su hermana, y… Peter, cariño,
espérame en ese bar. Tómate una cerveza. Tómate dos cervezas y no te preocupes. No me
pasará nada.

Peter la besó rápidamente y soltó su brazo. Luego cruzó hasta llegar al pequeño bar bajo el
arco y permaneció allí con una cerveza fría en sus manos, casi sin probar, observando cómo
Alicia hablaba con los soldados. Vio que uno de ellos señalaba el rostro estropeado de la
joven. Peter comprendió, por los movimientos de la mano de Alicia, que la joven estaba
mintiendo descaradamente, intentando explicar aquello. Pero era evidente que ellos no la
creían. No obstante, siendo ella quien era, tenían que darse por convencidos. Luego vio que
Alicia volvía hacia él. Peter se bebió la cerveza de un trago y se puso en pie.

- ¡Oh, Peter, cielo! Ellos… -empezó Alicia.

- Tranquilízate,nena. Toma una cerveza.

- Peter, él ha hecho que se marcharan. ¡Dice que ya no necesita escolta, pues evidentemente
se encuentra bajo la protección divina! Y cuando su capitán ha argüido que en la ciudad hay
elementos subversivos sueltos, ha contestado: «Cuando llegue el tiempo en que yo deba
morir, moriré, con usted y sin usted, capitán. ¿ Quién puede predecir la voluntad de Dios?»

- Está loco -repuso Peter-. ¿Una cerveza, nena?

- Sí. Pero, Peter, casi los ha convencido. Les ha hecho notar la desesperanzada situación en
que se encontraban antes de que el Zopo se despertase… Y ahora loa rojos no pueden
entrar.

- Los rojos no pueden. Pero el tifus, sí. Y la malaria, y ese nuevo virus infeccioso que
produce hemorragias. En suma, ya han entrado. Vince está movilizando a todos los
médicos. Teme que nos caiga encima una epidemia triple.

- ¿Por qué, Peter?


- Aunque parezca raro, el viejo Zopo se ha despojado de su cima siguiendo sus propias
razones, no porque tuviera ningún interés especial en los asuntos de los hombres. ¡ Ah!
Aquí están nuestras cervezas. Abajo con ellas, nena.

- Peter, no comprendo…

- Ya sé que no. Es sencillo. La erupción cerró el paso a los rojos y proporcionó a tu
adorable hermano una ilusión de vida. Pero también cerró el paso del acueducto que trae el
agua de la gran reserva que hay arriba de las montañas y al pequeño depósito que existe en
la parte posterior de la ciudad. El agua está disminuyendo de un modo alarmante. Algunos
de los distritos más pobres carecen por completo de ella. Vince no está preocupado por el
hospital, que posee su propia reserva de agua debido a tres pozos artesianos que tienen en el
sótano. Pero está preocupado por el notable aumento de enfermedades a consecuencia de la
falta de agua.

- ¡Qué terrible! -exclamó Alicia-. ¿Es que todavía no ha sufrido bastante nuestra gente
pobre?

- Quizá sean todos pecadores y merezcan esto. Ahora bébete tu cerveza como una niña
buena y vámonos.

- Peter, ¿y qué hay del padre Pío? Se encuentra allí solo, sin nada que comer…

- Ya me he cuidado de él. Se lo dije a Vince, que va a enviar una ambulancia para que le
recoja. El problema es encontrar un camión para los cuerpos. Pero ahora pueden esperar.
Las cenizas volcánicas son un maravilloso preservativo…

- Y ahora ¿qué haremos? -preguntó Alicia cuando salieron de la oficina de telégrafos.

- Nos ocultaremos en algún sitio hasta que se me ocurra lo que debemos hacer… si es que
tiene algún sentido hacer algo. Voto porque nos metamos en una bolsa de pulgas. Tanto
Miguel como Luis saben donde yo vivo, y el Hilton es demasiado llamativo. Seguramente
se han enterado ya de que no recibí lo mío. Así que vamos a un hotel barato,muñeca. En
cierto modo te he proporcionado un disfraz perfecto. Incluso un empleado de hotel que te
haya visto antes no te conocería ahora con esa cara.

- Peter… -dijo Alicia solemnemente.

- ¿Qué, nena?

- ¿Tienes intención de seguir pegándome cada vez que te enfades?

- ¿ Y si lo hiciera?

- Yo… yo tendría que soportarlo. Porque estar sin ti es peor. Pero tú no te enfadarás muy a
menudo, ¿verdad?

Peter la atrajo hacia sí.


- Nena -susurró-, si durante toda nuestra vida levanto otra vez mi mano contra ti, ruego a
Dios que me deje muerto en el acto.

- ¡No, Peter! No digas eso. Yo puedo ser alguna vez terriblemente exasperante y…

- Nena, de aquí en adelante tienes ganada la partida. Te doy carte blanche para exasperarme
durante las veinticuatro horas del día. Y ahora vamos. Te llevaré al campo, si es que existe
algún modo de salir de la ciudad. Pero…

- Pero no hay campo -dijo una tercera voz-. Ahora, camarada reportero, el lugar a donde
usted va a llevarla es la Catedral.

- ¡Escuche, Jacinto! -empezó Peter sin ni siquiera volver la cabeza.

- ¡A callar! -ordenó Jacinto-. ¡No diga nada, Peter!

Ya sé que Teresa murió en sus brazos y que usted sabe que yo la maté. Pero ¿ sabe usted por
qué?

- No -contestó Peter.

- Caminen conmigo hacia la Catedral. Los dos. Tengo un pequeñorendezvous con su


augusto hermano, ilustre dama. Tengo una cuenta que saldar con Miguel. Una cuenta que
requiere la cooperación de ustedes.

- Jacinto… -murmuró Peter.

- ¡ Ya le he dicho que a callar, Peter!

- Tendrá usted que matarme primero -replicó Peter-„ Apuntar ese petardo contra mí no es
suficiente. Tendrá usted que matarme.

- ¿ Cree usted que no lo haría?

- Asegúrese de que no falla.

Alicia guardaba silencio. Caminaba al lado de Peter tan cerca, que él sentía temblar su terso
y fino cuerpo.

- ¿Por qué mató usted a su hermana? -demandó Peter.

- Porque era una ramera -repuso Jacinto.

- Ése no es el porqué -afirmó Peter.

- Porque había llegado el tiempo de matarla -afirmó Jacinto.

- Eso tampoco -replicó Peter.


- Porque ella estaba aquí para demostrarme que la debilidad que a veces se apodera de mí…

- Esa debilidad siempre existe en usted. ¡No mienta, Jacinto!

- Esa debilidad existe siempre dentro de mí -repitió Jacinto-. Sí, camarada, no debo
mentir… Pero aquella noche no existió, o por lo menos hubiera podido ser curada por ella.

- i Y lo hizo? -preguntó Peter.

- ¡Murió, Peter! La vio usted, ¿no es así?

- Sí, en mis brazos. Pero ¿por qué? ¿Por haber demostrado que la debilidad de usted podía
haber sido curada? ¿O por no haberlo probado?

- Por haber probado que había llegado la hora -repuso Jacinto.

- ¿ Que había llegado la hora?

- Sí -exclamó Jacinto-. Sí, camarada reportero. Todo ha terminado para mí, así que ha
llegado la hora. La hora de matar. La hora de morir. ¿Me ha oído usted? Ha llegado la hora.

El interior de la Catedral estaba oscuro y fresco. Peter y Alicia avanzaron por el pasillo
central llevando a Jacinto detrás de ellos apuntando a sus espaldas con la pequeña
ametralladora. El silencio se tragaba el rumor de sus pasos. Peter contempló los macizos
muros construidos por indios esclavos hacía tres siglos. Ellos podían morir allí y ni siquiera
la mendiga que dormía ante la puerta se enteraría. Desde el interior de aquella masa de
piedra y cristal emplomado, el ruido de un cañonazo llegaría a la plaza como un pequeño
murmullo. Nadie oiría el ligero disparo del juguete de Jacinto.

Y entonces, súbitamente, vieron a Miguel Villalonga. Éste no se hallaba en el altar mayor,


sino en un pequeño altar lateral consagrado no a la Santa Virgen, sino a María Magdalena.
Se acercaron a él y entonces descubrieron el motivo de su elección. No podía esperarse que
la buena y pura Madrecita de Dios comprendiera y socorriese el alma de una ramera -su
razón o su locura así debían de imaginarlo-, pero la Magdalena, que se había dedicado a la
mala vida, podría y querría tener compasión del alma de la muerta Isabela y podría
comprender que aquel hijo de ramera, monstruoso matricida, estaba dispuesto a aceptar de
buena gana una penitencia.

La penitencia que Miguel se había impuesto los mantuvo inmóviles y sin respiración.

Miguel estaba arrodillado ante el altar, rígido como si fuera de piedra. Tenía sus' dos brazos
extendidos formando una cruz. A su lado derecho y a su izquierdo ardían dos enormes
velas. Eran de más de un metro de altura y tan gruesas como el brazo de un hombre fuerte.
Y Miguel Villalonga continuaba arrodillado sin moverse, mientras sus dos manos se iban
hinchando e hinchando y se ennegrecían colocadas sin el menor temblor sobre las llamas de
aquellas velas.

- ¡Dios! -exclamó Alicia-. ¡Oh, Dios mío! ¡Ay, Santa querida! ¡No, Miguel, no!
- ¡Miguel! -gritó Jacinto.

El dictador no se movió.

- ¡Miguel Villalonga!

La Catedral resonó por efecto de los ecos desde la nave hasta la cripta.

Pero Peter estaba muy cerca y lanzó un puntapié que dio a Jacinto en pleno rostro,
haciéndole rodar y apartándole de Alicia. Pero Jacinto continuaba sosteniendo, aunque con
una sola mano, el arma, si bien una arma Sten no puede ser manejada con una sola mano.

Cuando Jacinto atacó, Peter se arrojó al suelo, oyendo el tintineo del cristal al romperse, las
lentes de la Rollei. Pero Jacinto tenía ahora ambas manos sobre la Sten y ésta estalló,
tableteando como algo maniático. Peter observó aquellos inexpresivos ojos amarillos. Vio
la loca alegría que se reflejaba en ellos. Sin embargo, no le miraban a él.

Peter se ladeó para mirar hacia atrás a tiempo de ver a Miguel estremecerse bajo los
múltiples impactos. Vio la línea de agujeros negros que cosían la espalda del blanco
uniforme. Miguel hizo una lenta reverencia a la Magdalena y quedó tendido a sus pies bajo
la quieta sonrisa de la santa, parecida a una muñeca.

Peter tensó los músculos de sus piernas. Pero Jacinto le sonrió por encima del humeante
cañón del arma.

- No, camarada. No tengo ningún deseo de matarle ni de aprovecharme de su mujer. ¿Para


qué serviría ahora? No le odio a usted, y él, para quien yo quería representar el espectáculo,
ha muerto. Así que vengan…

Alicia se alzó del suelo y se bajó la falda sobre sus largas y esbeltas piernas.

- ¿Adonde? -murmuró.

- A la plaza. Al bar que hay enfrente. Me siento devoto. Ardo en deseos de ver la procesión.

- Jacinto… -empezó a decir Peter.

- Camarada, una palabra antes de que cometa usted una locura. Ya sé lo valiente que es
usted. Así que doña Alicia caminará a mi lado con el cañón de este pequeño curador de
dolores de cabeza y de dolores de corazón apoyado contra su pecho. ¿Ha oído usted?

Se percibió un ronco y chirriante chasquido. Luego otro. Más fuerte. El sonido de metal que
era encajado en el lugar que le correspondía.

- Sí -contestó Peter.

- ¿Sabe lo que significa?

- Que ha colocado usted un cargador nuevo.


- Exacto. Ahora atraviesen conmigo la plaza como dos niños buenos y tomen un agradable
trago conmigo. ¿ Quién sabe? Quizás hasta los deje con vida. Por lo menos un rato.

Se sentaron ante una mesa con Jacinto entre ellos. Alicia apretaba la mano de Peter y
miraba su rostro como intentando grabárselo en la memoria, cosa que quizá fuera así. La
plaza se iba llenando de gente que acudía a ver la procesión, y se colocaron tantos entre la
mesa y la plaza, que no los dejaban ver. Al notar cómo los observaba Peter, Alicia se inclinó
y murmuró:

- ¿ Qué ocurre,cielo?

Peter no contestó.

- ¿Qué va a ser, señores? -preguntó el camarero.

- Cerveza -contestó Peter-. Pero rubia, no negra.

- Muy bien, señor -contestó el camarero.

Bebieron la cerveza. A Peter le costó mucho tragarla. De pronto oyeron los motores de las
motocicletas de la policía que llegaban a la plaza. Entonces se pusieron en pie, pero no
alcanzaron a ver nada, pues había demasiada gente delante de ellos.

De repente, con un fácil salto, Jacinto se subió a la mesa, y quedó allí atisbando sobre las
cabezas de la gente con la Sten colgando de su mano.

Nadie le prestó la menor atención. En la Gloriosa República la gente estaba acostumbrada a


ver tipos uniformados con ametralladoras en sus manos.

Peter levantó las manos y descolgó la Rollei de su cuello, sosteniéndola ahora con la mano.
Una Rolleiflex no es una cámara ligera y pesaba mucho.

Jacinto levantó ahora el arma sobre las cabezas de la multitud y disparó un corto número de
tiros. Al primer tartamudeo, toda la gente entre cuarenta y cincuenta años que habían vivido
la última revolución, la que llevó a Miguel Villalonga al poder, se arrojaron al suelo boca
abajo. Los más jóvenes huyeron corriendo.

Y ahora, Peter pudo ver la plaza con toda claridad. Vio a los patrulleros motorizados que
arrojaban sus máquinas al suelo y se parapetaban detrás de ellas. Vio el coche en que Luis
Sinnombre iba como jefe de policía, coche que frenó inmediatamente. Vio el asustado
rostro del alcalde, que vestía para la ocasión con sombrero de copa, frac y pantalones a
rayas. Y junto a él al arzobispo con sus vaporosas vestiduras. Pero el rostro del arzobispo
aparecía aún más asustado que el del alcalde. Y detrás de ellos la esposa del alcalde, vestida
de negro y con la tradicional mantilla, elevaba sobre su cabeza una alta peineta clavada en
el moño, y a su lado la madre superiora del convento, descalza, como exigía su orden, y tras
ellos todas las vírgenes, crucifixiones y santos a hombros de invisibles portadores ocultos
bajo las andas cubiertas de brocado y terciopelo y que temblaban como si fueran cosas
vivas…
Luis Sinnombre gritó algo a su chófer; su boca pareció una gran caverna roja abierta en su
rostro. Entonces, fría y expertamente, Jacinto abrió el fuego.

Peter vio cómo las balas abrían agujeros en el coche patrulla. Fue algo muy curioso. Brotó
algo vaporoso que no era vapor ni humo, y la pintura saltó alrededor del agujero del
impacto dejando un pequeño cerco brillante y plateado de metal desnudo en torno al punto
de tinta por donde había penetrado la bala. La línea de agujeros subió y subió hasta que las
ventanillas estallaron formando intrincadas telas de araña con agujeros en su exacta mitad.
La puerta se abrió entonces yLuís Sinnombre cayó por ella, buscando su automática en la
funda en que la llevaba. Entonces el cosido se detuvo y se centró sobre el hombre de tal
forma que éste dio un salto como un muñeco de trapo y cayó de nuevo contra el coche,
quedando clavado allí por los golpes de martillo de la mitad de un cargador, que se ensañó
en su vientre, casi cortando al hombre en dos. En aquel momento Peter balanceó la Rollei.

La cámara dio a Jacinto en un lado de la cabeza y le hizo caer de la mesa. Cayó en la acera
y rodó, conservando aún su pistola ametralladora en las manos y topando contra la calda
mesa, que le cerró la visión de su campo de fuego, haciéndole imposible poder volver la
Sten hacia la derecha.

Entonces Peter, sabiendo que moriría si no lo hacía, y también si lo hacía (la diferencia que
existía entre ambas cosas era que si no lo hacía muchas otras personas morirían con él), y
disponiendo sólo de tiempo para pensar «Perdóname,nena», pero no de pronunciarlo, se
arrojó sobre Jacinto, cayendo sobre su propia derecha, que correspondía a la izquierda de
Jacinto, en la desesperada, triste e idiota esperanza de que la reducida oscilación del arma
en aquella dirección le dejara a él vivo, viendo los relámpagos que se encendían como se
encienden los faroles de una calle y oyendo el sonido, que resultaba un continuo rugido, y
él, queriendo coger las piernas de Jacinto, sintió como un martillazo en su hombro
izquierdo, en el costado y en la parte baja del muslo del mismo lado, todo al mismo tiempo,
sin intervalo apreciable entre los golpes. Pero como el dolor no había tenido aún tiempo de
manifestarse, se echó sobre Jacinto y le hizo caer, golpeándole con el puño derecho el
rostro una y otra vez. Jacinto rodó por el suelo, quedando libre de él y buscando la
ametralladora que había soltado cuando Peter le acometió. Peter se irguió sobre sus rodillas
mientras los chillidos de Alicia formaban otra clase de ruidos y la sonrisa de Jacinto, entre
la sangre y la suciedad de su rostro, brillaba al mismo tiempo que apuntaba la ametralladora
hacia Peter…

Peter, arrodillado, intentó levantarse. Y Jacinto, a pesardé sus vastas y frías reservas de
crueldad, y quizá porque siendo español y tluscola comprendía, sentía simpatía e incluso
respetaba a un hombre que empleaba sus últimas fuerzas en el intento de morir en pie, de
tratar a la muerte con la dignidad y el desprecio que se merecía, apretaba el dedo en el
gatillo y observaba a Peter, que luchaba, con el sudor deslizándose por su frente y sus venas
hinchadas visiblemente en su frente, pero intentando mantenerse en pie, quedar erecto, no
morir en la actitud de súplica o de resignación, sino reunir las migajas de valor que le
quedaban, cosa que era un gesto tal vez ridículo, pero que, sin embargo, tenía que ser
hecho, pues a pesar de que el cuándo y el cómo de su muerte estaba ya señalado, quedaba
sólo el cómo recibirla, el darle -y ahora Peter podía pensar las palabras sin ahogarse sobre
ellas- honor y gracia al dejar una vida que había tenido poca gracia, poco honor y el menor
significado.

Así que Peter luchó por ponerse en pie en medio de un silencio que tenía el tejido y la
sensación del horror colectivo de toda la gente que estaba mirando, que había quedado
helada por aquel horror que poseía, como el horror generalmente posee, una calidad
hipnótica de fascinación que obligaba, a los que aún no habían huido, a olvidar su propio
peligro, su miedo. Hasta que finalmente Peter lo logró y quedó en pie, tambaleándose con
el brazo izquierdo colgando, alcanzado en tres sitios por el primer disparo: una perforación
del intestino delgado y una bala alojada en el muslo. La sangre brotaba de él formando
pequeños riachuelos, tiñendo la acera de rojo, y Jacinto continuaba sonriendo con su helada
sonrisa de maniático, mientras elevaba un poco el cañón de su arma, dando curiosas vueltas
cuando la bala procedente de la pistola Mauser del chófer que había conducido al ahora casi
muerto, incluso en la muerte sin nombre, Luis penetró en él; Jacinto acarició el gatillo de la
ametralladora dos veces más, la cual escupió dos veces antes de quedar silenciosa, errando
la puntería contra el chófer las dos veces. Jacinto echó a correr ahora, intentando colocar un
nuevo cargador en el lugar vacío que había sacado de su sitio y tirado, mientras los de
policía motorizada, echados de bruces detrás de sus caídas monturas mecánicas, le
disparaban con sus Bren hasta que éstas quedaron vacías, y el bailarín muñeco de trapo
alcanzado por aquel fuego cruzado no cayó sobre los adoquines, sino que quedó cortado en
trozos, perdida su humanidad incluso antes de que cayera. Alicia sostuvo a Peter cuando
éste al fin comenzó a desplomarse, a sentirse vencido, y una docena de otras manos la
ayudaron, colocándole en una silla junto a la mesa.

Las sirenas empezaron a aullar en toda la calle mientras Alicia lloraba de una manera
insoportable, imposible de escuchar, los músculos de su garganta tensos, profiriendo unos
gritos que estaban por encima y por debajo del dolor humano, que surgían a través de la
mano que se había llevado a la boca y que era mordida hasta el hueso, agudos y terribles
como cuando se rasga el cristal contra la piedra, como llamaradas de angustia, como la final
pérdida de la esperanza, vibrantes, desnudos, dementes, salvajes, hasta que por puro
contagio, todas las mujeres de la multitud empezaron a gritar igual que ella, y el ruido de
toda aquella histeria colectiva alcanzó su máximo, hasta que la grande, gris y temblorosa
mano de Peter avanzó y tembló en el rostro de Alicia, y su igualmente gris voz sin sonido
detuvo en un instante todos aquellos gritos diciendo:

- ¡ No,nena! Haz el favor de no llorar…

Entonces Alicia, cayendo de rodillas y santiguándose, dijo con su voz de contralto, tan
cálida y tan profunda como la luz del sol:

- ¡Madre de Jesús, sálvalo! Si salvas su vida, te prometo toda mi vida en tu servicio, en


silencio, en la pobreza, entre las Descalzas. Te lo pido. Te prometo vivir. Llevaré desde esta
misma hora los hábitos grises de tus esclavas si tú tienes a bien salvarle. ¡Oh, por favor, por
favor, querida Madrecita de Dios! ¡El pecado fue mío! ¡Todo mío! ¡Yo le saqué de quicio,
yo le tenté! ¡Oh, Santa Madre! Te suplico, te pido que no le quites la vida. ¡Oh, Sagrada
Virgen, por favor!

Algunas de las mujeres cayeron de rodillas junto a ella y rezaron con ella. Y algunos de los
hombres que miraban a aquel sangriento cuerpo todavía erguido en la silla, lanzaron una
vibrante exclamación equivalente a decir en inglés: «¡Qué redaños!», pero de una manera
más gráfica, y alguien añadió:

- ¡Haced sitio al arzobispo! ¡No le dejéis que muera sin auxilio espiritual!

Peter sonrió entonces mientras pensaba y quizá dijera:

- Sí, rogad por mí, por todos los vencidos, perdidos, desesperanzados y temerosos…

Luego, de pronto, nada. Ni tiempo, ni espacio y ni siquiera dolor.

XXII

Al principio sintió dolor de nuevo. Despertó de algún modo dentro de él y empezó a crecer.
Y al crecer giró en círculos concéntricos de brillantes colores, como una rueda de fuegos
artificiales, y todos los colores de aquel dolor eran tonos del rojo y del amarillo que daban
vueltas alrededor de su epicentro y luego se ensanchaban, pero no formando un círculo
mayor, sino una parábola, una elipsis que incluía todo el lado izquierdo de su cuerpo, desde
el hombro hasta su rodilla. Los colores se hicieron más brillantes y con ellos el dolor, el
escozor, la mordedura, la múltiple punzada al rojo vivo. Se quedó rígido, estirado, y con la
boca abierta, abierta…

Unas manos cogieron fuertemente su brazo derecho. Notó un ligero pinchazo del que se
daba cuenta sólo porque estaba tan lejos del epicentro de su dolor. La giradora elipsis de
agonía continuó, pero se fue amortiguando, pues ya no sentía aquel poderoso deseo de
gritar. Y ahora se amortiguaba aún más, disminuía muy rápidamente, los colores
borrándose, la elipsis tornándose un círculo, dejando cada vez más su cuerpo libre de la
angustia, sumiéndose finalmente en un dolor sordo en todo el lado derecho, que fue a su
vez disminuyendo y borrándose, hasta que quedó sólo un ligero malestar. Desde la
oscuridad, Peter oyó el trino de una voz de soprano que decía en español:

- ¿ Cree usted que saldrá de esto, doctor?

Y la voz de Vicente Gómez que respondía con sonido profundo y lento:

- Lo que yo crea y usted crea, hermana, no tiene importancia. Lo importante ahora es
continuar con la penicilina y la terramicina contra la infección, así como con el plasma
contra elshock. Dentro de dos horas tendremos el análisis de su tipo de sangre, que nos hará
posible hacerle las transfusiones que necesita. El doctor Martínez está trabajando ahora en
eso. Un tipo de sangre equivocado le mataría, y como entre los miembros del cuerpo de
médicos que no han huido todavía, Martínez, lento como es, es el único en quien tengo
confianza de que haga una cosa tan sencilla como determinar sin fatales errores el tipo de
su sangre, tenemos que mantenerle vivo hasta que llegue ese informe…

En segundo lugar estaba el espacio. Se caracterizaba predominantemente por algunos tonos


de blanco. Los vagos seres sin facciones que lo habitaban vestían de blanco. Iban y venían,
saliendo y entrando de la niebla sin tiempo en que él existía. Esos seres le hacían cosas.
Muchas cosas. A él no le resultaba muy claro en qué consistían esas cosas, excepto que
todas eran desagradables. Tenía la impresión, no muy clara, de que le estaban torturando.
En una ocasión, durante un relámpago de claridad, que en su estado carente de tiempo
podía haber durado segundos u horas -jamás lo supo-, se sintió seguro de ello. Tenía un
tubo en el agujero derecho de su nariz. Otro colgaba de una botella sujeta a un hierro y que
estaba conectada a él por otro tubo que desaparecía en su brazo derecho por medio de una
aguja lo bastante gruesa para poner una lavativa a un elefante. Varios otros tubos estaban
conectados a su cuerpo por debajo de la sábanas mediante una complicada serie de
mecanismos. Luego, misericordiosamente, perdió la noción de nuevo sumiéndose en la
oscuridad.

Y por fin estaba el tiempo. Se daba cuenta de que sus sensaciones tenían una duración, de
que el dolor de su brazo, de su pierna y especialmente en el centro de su cuerpo,
desaparecían de cuando en cuando. Se daba cuenta de que había períodos en que la lámpara
fluorescente de encima de su cama se apagaba porque entraba bastante luz por la ventana, y
que había otros períodos en que las ventanas aparecían negras, y entonces las lámparas
fluorescentes desempeñaban su papel. Y ahora la rutina de las cosas que loe seres vestidos
de blanco le hacían había cambiado. Otros seres vestidos con diferentes colores, negro, gris
o azul, e incluso vividas mezclas de tonos, entraban en la habitación y se relacionaban con
él a través del dolor.

Peter no se daba cuenta exacta de cómo se efectuaba esa relación, pero en lo que a él atañía,
significaba un fuerte dolor en su brazo derecho. Esto ocurrió varias veces. La última vez
que sucedió, el tiempo, el lugar y el dolor, todo ello mezclado, desembocó en la claridad, en
el darse cuenta de las cosas; el rostro de Alicia le miraba con enorme y preocupada ternura
desde la cama de al lado. Peter la miró a su vez, intentó sonreír; bajó luego la vista,
fijándola en el desnudo brazo extendido de la joven, vio el líquido rojo que fluía a través de
un tubo transparente que terminaba en una botella y luego volvía a salir por otro tubo para
entrar en su propio cuerpo por medio de aquella aguja elefantina. Peter levantó los ojos de
nuevo hasta el rostro de Alicia, observando que ésta llevaba un curioso cubrecabeza, una
cofia y un velo exactamente iguales a los de las hermanas enfermeras, sólo que el suyo era
gris. Pero antes de que Peter pudiera ocupar su cansada mente con aquel detalle, la cordial,
tierna y maravillosa boca de Alicia se frunció en forma de beso y la joven, levantando su
otra mano hacia la misma, hizo el ademán de tirárselo. Y luego, súbitamente, Peter se sintió
bien. Estaba vivo, y la tibia, alegre, joven y renovada sangre de Alicia cantaba en sus venas
como si fuera vino.

Pero cuando Alicia se puso en pie, Peter vio que llevaba un vestido de lo más extraño. Era
gris y sin forma, y estaba anudado alrededor de su talle con un trozo de cuerda.

Y lo más raro de todo fue que los pies de la joven aparecían descalzos.

Hasta muy avanzada la noche del mismo día no descubrió Peter que aquello de que se
sentía bien era una exageración.

Una enorme exageración. Sólo significaba que iba a vivir, que tenía ante él un espacio de
tiempo, un futuro de acontecimientos. Pero ahora la lección que iniciaron los esbirros de
Luis se había extendido en profundidad. Se veía forzado a aplicar a su existencia que
proseguía, la misma lógica ilógica que le hizo ponerse en pie para morir. Sólo que ahora
resultaba infinitamente más difícil. No se trataba ya de un gran gesto, de un breve y
emocional ingreso en lo más profundo de su ser para encontrar las raíces del valor atávico.
Ahora la cosa consistía en una larga, lenta y terrible lucha contra el más cruel adversario de
un hombre: contra sí mismo. Yacía en la cama del hospital, vivo ahora, completamente
consciente, mirando fijamente aquel bamboleante utensilio eléctrico que se llama en
español, y a causa de su forma, una pera, pulsando el cual sonaba un timbre y se encendía
una lámpara que avisaba a la hermana que hacía la guardia nocturna. Peter permaneció así
diez minutos, veinte, media hora. Luego, apretó el botón de la pera.

Porque, si no lo llega a hacer, hubiera gritado de desesperación. Apareció la hermana,


comprendió todo sin hacer preguntas, pinchó su brazo con una aguja y le hizo pasar en un
instante desde el fondo del mundo al infierno gris del delirio, de las cosas sin forma, de los
ensueños de la morfina. La voz siguiente resistió durante una hora, mirando fijamente el
gran ojo blanco de la agonía desnuda, todo su cuerpo besado por una llama. Yació inmóvil
durante aquella hora pensando o no pensando, formando en su cerebro y con sus silenciosos
labios un canto sin palabras que era o no era una plegaria, eso no pudo saberlo jamás con
certidumbre, pero que le ayudó a pasar una hora, tres minutos y cuatro segundos antes de
que pulsara el timbre.

Y la vez siguiente llegó el dolor y se le colocó en su pecho. El dolor tenía peso, poseía olor
-de éter, de desinfectantes, de medicinas, de muchas otras cosas indefinidas, aunque
características de hospital, pero no tenía forma. Silenciosamente, Peter continuó su lucha
contra él, queriendo recordar de nuevo aquel canto sin palabras, tratando de recordar el
rostro de Alicia, pensando profundamente en loa detalles del cuerpo de la joven,
alimentando la débil llama de la sensualidad. Pero no sirvió de nada, aunque esta vez tardó
en llamar dos horas y media.

Había ya cogido la pera para llamar cuando el padre Pió apareció en la puerta con su sereno
desprecio hacia las cosas que no significan nada, tales como las establecidas horas de visita
-en su terco esfuerzo para que Dios trabajase veinticuatro horas al día le ayudaban las
hermanas de guardia de noche, las cuales, desobedeciendo las órdenes de Vince, dejaban
que el viejo sacerdote entrase y saliese cuando le venía en gana-, lo mismo que respetaba
las que sí tenían importancia, tales como amar al prójimo como a sí mismo y quizás un
poco más.

Durante toda la noche, el anciano tuvo entre las suyas la mano de Peter mientras le hablaba
grave y tiernamente, así que el aire se llenó de su voz que repetía: «¡Hijo mío, hijo mío!»
con tono ronco y áspero. Hasta que Peter se sumió en un sueño a la vez reparador y
profundo. Tras de lo cual, el padre Pío le dejó, después de bendecirle en voz baja, para
marcharse a toda prisa a visitar a otro desgraciado, a otro malherido, a alguna viuda
desesperada, a alguna familia irremediablemente pobre. A la mañana siguiente, Peter, con
intenso disgusto, no pudo recordar de qué habían hablado y lo que el viejo cura había dicho.

La mañana filtraba ya tonos grises a través de las ventanas cuando la enfermera de día,
pisando tenuemente con sus zapatos de suela de goma, penetró sin hacer ruido en la
habitación. Tras de mirarle, lanzó un pequeño grito ahogado y salió corriendo.
Cuando regresó, le acompañaba Vince. Éste, a su vez, observó atentamente a Peter.

- Ha pasado usted mala noche, ¿verdad? ¿Por qué no ha llamado?

Su voz sonó ruda, irritada, preocupada, airada incluso contra su propia piedad.

- No -contestó Peter en voz muy baja-. Llamadas, no…

- ¡Maldita sea! -exclamó Vince en español, lo que probaba, si no otra cosa, lo muy
disgustado que se sentía-. Nunca me acostumbraré a esto, nunca. Si sirviera para algo,
quizá. Pero no. Es loco e inútil, y quizás incluso malo. Pero me conmueve mucho. Y en mi
profesión, amigo Peter, no conviene sentirse emocionado. ¡Oh, hijo de la gran puta! ¡Oh,
yanqui de mala leche! ¡Ahórreme esto! Estoy cansado de ser testigo de un valor inútil, si es
que el valor puede ser útil alguna vez… si es que puede tener alguna vez un significado…

Peter sonrió y repuso:› -Vince…

- ¿Qué, Peter?

- Déjeme continuar con esto. No lo eche a perder con palabras. Diga usted que tuve… una
gran noche, grande, maravillosa, bella, enorme. Sí, una noche enorme…

- ¿ Por qué enorme? -preguntó Vince.

Peter continuó sonriendo, sintiendo que el dolor se hundía, bajaba, caía profundamente, se
retiraba, quizás incluso ya vencido.

- Porque… porque vencí -contestó.

El doctor Gómez continuó mirándole. Y, útil o inútil, se sintió conmovido. Su voz surgió
dura, irritada, aunque llena de sentimiento.

- ¿Venció usted? ¿Es que un hombre vence alguna vez? -preguntó.

Y salió de la estancia.

- ¿Qué diablos? -exclamó Peter.

Y probablemente porque habían estado hablando en español, lo dijo en este idioma, así que
la hermana de día comprendió.

- ¡Oh! -se apresuró a decir la monja-. Él teme que cuando usted se entere…

Entonces se detuvo y llevándose una mano a la boca, murmuró:

- ¡Madre mía!

Peter miró a la monja fijamente.

- Diga lo que sea, hermana.


- Pero… -murmuró la monja titubeando.

- ¡Dígalo!

La cabeza de la hermana se irguió. Enfadada. Orgullosa.

- ¿Por qué no? Después de todo, es la voluntad de Dios. Y el doctor Vince, con todo su
talento, y a pesar de su criminal oposición a las enseñanzas de la Madre Iglesia, no es sino
un hombre. Y también usted, por valiente que sea. Y…

- ¡Dígalo!

- Doña Alicia ha… entrado en el convento. En las Hermanas Grises. Las Descalzas. Hizo
votos de que si Nuestra Señora salvaba la vida de usted, ella se consagraría al servicio de la
Santa Madre de Dios, y en la más humilde de las órdenes: las Esclavas Descalzas de
Nuestra Señora. Así que… ¡Don Pedro! ¡No debe usted!, madre mía! ¿Qué es lo que he
hecho?

El doctor se inclinó luego sobre la cama.

- Peter -masculló.

Peter no le contestó. Se había vuelto de espaldas con el rostro hacia la pared. Sus ojos
permanecían cerrados. Pero las lágrimas brotaban por debajo de sus párpados. Mojó la
almohada hasta que tuvieron que cambiársela y luego hubo que cambiarle también la
nueva. Posteriormente, durante la tarde, la madre enfermera observó que Peter había
arrojado la escasa comida que ella había logrado hacerle tomar. Por entonces era ya
demasiado tarde. Peter se había sumido de nuevo en la inconsciencia. Tuvieron que
alimentarle con inyecciones intravenosas. Aquella noche Vince llamó al padre Pío.

- Escuche, padre -dijo Vince-„ Se morirá a menos que hagamos algo, algo que cae fuera de
mis conocimientos. ¿Cree usted que la madre superiora dejaría que Alicia viniera a verle si
usted interviniese? ¿ Lo cree?

- Claro, hijo. Estoy seguro de que lo hará -repuso el padre Pío-. La madre Inés de Jesús es
una mujer muy inteligente. Sabe bien cuándo una regla puede quebrantarse un poco, en
interés de valores que están más allá de todas las reglas. Pero hablando de cosas
trascendentales, ¿cuándo va usted a encontrar tiempo para sostener una larga conversación
con migo, hijo doctor? Me parece a mí que deberíamos examinar el ateísmo de usted.
Científicamente, ¿no? Le pido prestados sus microscopios, sus frascos, sus tubos de ensayo
y cosas por el estilo para pesar y medir las razones por las que sostiene usted que no hay
Dios.

- ¡ Le daré una! -contestó Vince-. Está ahí, en esa cama. ¡Que un hombre como Peter se esté
muriendo a causa de una solemne tontería! Contésteme a esto, padre. Pero más tarde, por
favor. Ahora lo que se necesita es que aplace usted mi conversación para otro momento y se
vaya a decir algunas palabras dulces a esa vieja bruja calva del convento. Créame, padre.
No queda tiempo.
El padre Pío sonrió.

- Con Dios siempre hay tiempo. Pero en deferencia a su ansiedad… me voy -dijo.

Dos horas más tarde Alicia estaba allí. Con su vestido de novicia y llevando a cada lado a
una hermana de la Orden de rostro serio. Vince miró los pies de las tres llegadas, muy
sucios por haber ido andando hasta el hospital.

- Hay un cuarto de baño en el vestíbulo -dijo-. Vayan a lavarse los pies.

- Doctor -murmuró la mayor de las hermanas acompañantes-, Dios nos protegerá y también
a su paciente.

- ¿Dios? -exclamó Vince-. Nunca he sabido nada de ÉL Vayan a lavarse sus apestosos y
asquerosos pies antes de que traigan una epidemia a mi hospital.

- ¡Doctor! -murmuró la hermana.

- ¡O salgan de aquí! -continuó Vince-. Tengo un hombre moribundo entre mis manos a
causa del irrazonable proceder de ustedes. No soy de los que sufren con paciencia las
tonterías. ¿Me han oído ustedes? Vayan a lavarse.

La voz de Alicia apenas se oía.

- Doctor Vince -dijo la joven-. ¿Está… está…?

Vince la miró.

- Sí -contestó-. Lo está. ¡Cuando ya le había salvado! ¡Cuando estaba fuera de peligro!

- Doctor -empezó Alicia-, yo…

Su voz se perdió.

- ¡Oh, diablos, Alicia, lo siento! Pero es que le he tomado cariño a Peter. No me escuche a
mí. Escuche a su propio corazón. Escuche a su Dios. ¡Su pequeño Dios con él que puede
usted romper el convenio!

Dio media vuelta y salió.

- ¡Qué hombre más perverso! -susurraron las hermanas.

- No -contestó Alicia-. Es muy bueno. Muchos no creyentes lo son. Ahora, vamos.

- ¿Adónde? -preguntó la hermana de más edad.

Alicia la miró.

- A lavarnos los pies tal como él ha dicho. ¿Quién sabe? Quizá los microbios sean también
no creyentes.

Alicia pasó la noche arrodillada junto al lecho de Peter. Le oyó delirar. Oyó las cosas que
decía. Las otras hermanas dejaron la habitación para que sus oídos no fueran corrompidos
por aquellas blasfemias, pero antes de la salida del sol Peter se aquietó. Parecía estar
hablando con alguien.

Alicia se puso en pie y fue hasta la cama, inclinándose sobre ella.

- Judith -dijo Peter.

Alicia dio media vuelta y se apartó, y sus desnudos pies hicieron un blando ruido contra el
suelo. Pero en el umbral de la puerta se detuvo. Quedó allí inmóvil, con la cabeza inclinada.

- Muy bien -murmuró-. Esto más. Muy bien. No me lo ahorres. Pero si he de pasarlo, un
poco de fuerza, por favor. Es lo que se precisa para soportarlo. ¿Es una equivocación pedir
esto?

Regresó y se arrodilló junto al lecho de Peter.

- Judith -repitió Peter-. Estás muerta. Lo estás y, sin embargo, estás aquí. Márchate. No
puedes estar aquí…

- Peter… -murmuró Alicia.

- Tus ojos. Muerta. El fin. Toda tú. Ya lo dijiste. En el vientre de un monstruo. La


suciedad… agolpada en tu boca. Márchate. No hay nada que decir. Todo está dicho. Es
inútil. Allá abajo. En la oscuridad. En la humedad. En el fango. Muerta.

- Peter… -repitió Alicia.

- Márchate -prosiguió Peter-. Déjame. ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué, en nombre de Dios?
¿Salvarme? ¿Tú? ¡Qué risa! No me hagas reír. Duele. Duele como el mismo infierno. Reír
duele. Y también duele llorar y llorar. ¡Por ti, Jesús, sí!

- ¡Oh, Peter, por favor! -suplicó Alicia sollozando.

- Por ti. Seguro, nena. Seguro, Judith. Dilo. Sí. Procura decirlo. El orgullo intelectual sirve
para limpiarse los zapatos. Dilo: «Dios te salve, María, llena eres de Gracia. Que el Señor
nuestro Padre esté contigo cuando vayas a su reino». Recuerda.

- ¡Por favor! -insistió Alicia.

- Uno se encuentra muy dolorido. ¡ Qué muchacha más estúpida eras! Recuerda… Cúrate.
Véndate. Busca refugio. Sálvate.

Alicia bajó la cabeza y murmuró:

- Sí. Yo rezo también. Sí.


- Y purifícate. Quítate todo lo malo. Toda la suciedad de veintisiete años de rodar por el
mundo. De pecar. Algunas veces conmigo. Sí. En nombre de… En paz, sí. Descansa,
Judith, descansa. Déjame en paz, en paz. No me atormentes con tu nuevo rostro de ángel y
tus extraños ojos de santa. ¡No! Déjame morir. Tú te has ido y estás bendita y beatificada, y
yo no puedo amarte, no puedo amarte bastante desde que encontré a Alicia…

Y ahora, arrodillada junto a él, Alicia cesó de respirar.

- Tómame todo. Sálvame. No quiero vivir. No puedo soportarlo. ¡No puedo!

Alicia se le acercó más.

- Peter, cielo -susurró-. Tu Judith quiere que vivas. Y yo… yo no podré vivir si tú no vives.
Por favor, Peter. ¡Es una cosa tan pequeña! Aunque yo no sea nunca tuya de nuevo ni tú
mío… ¡no me dejes! ¡No dejes vacío el mundo!

Peter tenía los ojos cerrados, pero lenta y penosamente, sonrió. Y su voz, al hablar, adquirió
un tono como si estuviera en au juicio.

- Todo está perfectamente -dijo-. Me ganan en número. Todos los habitantes del cielo. Un
ángel con pies desnudos.

Una que antes era pecadora y ahora es una santa. Demasiadas… Me rindo. Tío, me doy por
vencido.

Alicia alargó su mano y le tocó en la frente. Estaba fría.

Y su pulso parecía normal. Entonces, Alicia pulsó el timbre. Se presentó la enfermera de


noche. Ésta llamó a Vince, que examinó al enfermo.

- Sí -dijo el médico al fin-. La crisis ha pasado. Vivirá.

Y usted… ¿ qué hará, Alicia?

Ella le miró. Sus ojos estaban arrasados en lágrimas, pero la joven sonreía.

- Con mi pequeño Dios hay que cumplir los pequeños convenios, doctor -dijo-, incluso los
que se han hecho a través de su Madrecita. Así que yo debo cumplir el que hice. Adiós. A
continuación, sin hacer ruido, salió. Dos horas después, despertó Peter. Se encontraba muy
débil. Pero en plena posesión de sus facultades.

Una semana más tarde, llevaron a su habitación a Tim O'Rourke. El recién llegado iba
sentado en una silla de ruedas.

- ¡Petie, muchacho! -dijo Tim-. ¡Maldita sea, me has hecho sudar! ¡Eso no se me hace a mí!
¿Entiendes?

- ¿Qué es lo que te he hecho, Tim? -preguntó Peter.


- Tenerme en vilo. Es seguro que Mari me va a echar del piso. Dice que yo tengo la culpa.
Jura que no he cuidado bastante de ti…

- Hiciste lo que pudiste, Tim -repuso Peter.

- Y tú también, hijo. Gracias, muchacho. Me han dicho que hiciste que Sterling Moas
pareciera mi abuela trayéndome aquí. Bajando por esa carretera. Esa carretea por la que si
uno avanza demasiado de prisa, se descacharra. Alicia me dijo que nunca bajaste de ciento
por hora. ¡Y con esas curvas de espanto!

- Cien kilómetros, Tim, que son sólo sesenta millas. Dices que… que Alicia…

- Sí. Me visitó antes de regresar al convento la noche en que te sacó a ti de la tumba. Es


lástima que haya hecho ese pacto con Dios. ¡Maldito truco! Yo soy un buen rezador del
rosario, pero…

- No hablemos de eso, Tim.

- Muy bien. Como quieras. Yo, por mi parte, también recé una oración o dos. Claro que
probablemente habrán subido al cielo como lo haría una pelota de plomo. Pero…

- Gracias, Tim -dijo Peter-. Esa silla de ruedas… ¿No significará…?

- ¡Diablos, no! Los tendones se muestran un poco perezosos. Eso es todo. Me dan baños,
masaje… y ahora hago ejercicio cada día. Tu doctor Vince es un hacha. De la facultad de
medicina de Harvard. ¿ Lo sabías?

- Sí -contestó Peter.

- ¡Qué hablador te has vuelto! Siempre dándole a la sin hueso. Diarrea de la mandíbula.
Vamos, Petie, muchacho… ¡hay otras damas!

Peter negó con la cabeza.

- No, Tim -contestó-. Para mí no las hay.

- Pete, en el convento no aceptan así como así a una muchacha. ¿Sabes esto, verdad?

- Sí. Alicia tiene que ser novicia durante un año antes de pronunciar los votos definitivos.
Bien, ¿ y qué?

- ¡Pues que tienes tiempo de sobra! Durante su noviciado, mándale cartitas… a través del
jardinero. O por una escolar externa. Diablos, hay mil caminos…

- No, Tim, no hay ningún camino. Se trata de Alicia, y ella dio su palabra. Su deseo era que
Nuestra Señora de las Mercedes, o la de los Remedios, o la de la Buena Nueva, o alguna
por el estilo, interpusiera su influencia. Que salvara a este tipo herido. De modo que ahora
Alicia ha de cumplir su palabra. ¡Y lo hará, hermano! ¡Tú no la conoces!
- La conozco lo suficiente para saber que probablemente tienes razón. ¡Maldita sea, tenías
que haberte casado con ella hace dos meses!

- No podía.

- ¿ Por qué no podías? ¿ A causa de Judy?

- No, no a causa de Judy. Tim, dime… ¿han encontrado por fin su cuerpo?

- No. Y han dejado de buscar ya. Lo más extraño es…

- ¿ Qué es lo más extraño?

- Que tengo la maldita sensación de que sé algo sobre eso. Que vi algo, que oí algo…
¡Diablo! Probablemente durante el delirio…

- ¿ Que viste u oíste algo sobre qué, Tim?

- Está relacionado con la pobre Judy. Sólo que se me ha olvidado, muchacho. Yo debía estar
representando a Juana de Arco en la hoguera cuando ocurrió. Porque el recuerdo está
mezclado con… con fuego. Con dolor. Lo peor es que ni siquiera estoy seguro ¡de que lo
viera…

- ¿Que viste qué, Tim?

- No lo sé de cierto. Pero creo que fue a Judy. Estaba haciendo una locura. No, no una
locura, sino una cosa rara. Una cosa impropia de ella. Luego…

- Luego…

- Luego, ¡pum! La montaña que se partió. ¿Cómo era el verso que Robert Openheimer dijo
la primera vez que pulsó aquel botón y arrojó la bomba A sobre nosotros?

- «Yo me transformo en la muerte, en destructor de mundos.» Se trata de Shiva. Mi deidad


favorita. Porque obra con sensatez. El verso es delRig-Veda, según creo. No, del Bhaga-
vad-Gita.

- Aquel hombre tenía razón al pensar en ese verso. Bueno, pues algo así volvió a suceder.
Yo me arrojé al suelo empecé a rodar. Pero incluso el suelo estaba encendido, así que de
poco me sirvió. Ahora lo recuerdo todo muy confuso. Incluso no sé si fue antes o después
de cuando oí aquellos disparos…

- Fue después. La lava alcanzó a los soldados que hicieron el trabajo, Tim.

- ¡Ya! ¡Recuerdo esto! ¡Se suicidaron! Estaban siendo asados vivos y cortaron por lo sano.
Y Judy…

- Y Judy… -repitió Peter en tono apremiante.

Los ojos de Tim eran inexpresivos.


- Maldito si lo sé, chico -dijo.

- Tim, si sales de aquí antes que yo, ¿me esperarás? -preguntó Peter.

- ¡Seguro, Peter! Estaba dispuesto a ello de todas formas.

- Me ayudarás a encontrar el cuerpo de Judy. A enterrarla decentemente. Le debo eso. Yo…
la dejé, Tim. Para ir tras Alicia, que no me necesitaba. Que, como lo ha demostrado, era lo
bastante fuerte para pasar sin mí. Y ahora be perdido a las dos…

- Peter, permanecer unido a Judith Lovell durante toda la vida no es lo que yo hubiese
deseado para un amigo mío. Tú hablas de salvarla, de protegerla. Pero diablo, muchacho, tú
no eres Dios omnipotente. Ella hubiera echado por el mal camino cualquier día, a despecho
de ti. Como ya te dije, lo que tú hubieras tenido que hacer era casarte con la pequeña
Alicia…

- Pero como yo te he dicho también, no podía. No a causa de Judith, Tim, sino a causa de
Connie, mi ex esposa, por si tu memoria es tan mala como dices. ¿Qué clase de vida
podíamos llevar Linda y yo después de que esa pobre fue asesinada de la forma que lo fue?

- La asesinaron, es cierto. Pero tú y Alicia no tuvisteis nada que ver con ello, o muy poco.
La verdadera causa fue la secretaria de él. Una pequeña rubia muy pizpireta que él se
dedicaba a acariciar. Por tanto, la pobre Connie se interponía entre ellos. Y él contrató a ese
matarife, a ese verdugo. Querían hacerlo a escondidas de los niños. No querían convertirlos
en huérfanos estando ellos presentes. Habría sido mejor, sin embargo, que estuvieran allí.

- Quieres decir que… el marido de Connie…

- Sí. No obstante, existe una curiosa parte de responsabilidad. Tú y Alicia pensabais que
Luis Sinnombre quitaría de en medio a la pobre Connie. De este modo, vosotros os podríais
unir. No es que él fuera un amante del amor marital, sino que existían razones particulares.
Razones perversas, si es que yo sé algo sobre el difunto y gran Luis. Quizá pensara hacerlo,
pero nunca lo hizo. Si la cosa hubiera venido de él, la estufa de gas habría volado o bien un
ladrillo se hubiese desprendido de una chimenea cuando ella pasaba, o bien hubiera sufrido
un fatal accidente de automóvil. Algo limpio, sin pruebas. Pero vosotros dos erais tan
terriblemente nobles que me enviasteis allá para advertirla.

- ¡Y proporcionamos al marido infiel la idea! -afirmó Peter.

- Él ya llevaba tiempo alimentando esa idea, Peter. Todo lo que tenía que hacer era
encontrar una excusa. Y yo se la presenté en bandeja de plata. Incluso con los papeles
hechos. Así que él contrató a un guardaespaldas para proteger la vida de su mujercita, y fue
el guardaespaldas el que…

- ¡Y ahora me lo dices! -exclamó Peter-. Ahora…

- Intenté decírtelo antes, pero no me dejaste. No. Fue que Judith nos interrumpió, ¿ verdad?
De todas formas, él la hubiera matado más pronto o más tarde. En el juicio se ha
comprobado que el marido de tu ex esposa era un asno de primera clase. De modo que ese
grande y terrible obstáculo entre vosotros no existía. Connie no se interponía entre vosotros
dos. Como digo, tenías que haberte casado con Licia hace dos años.

- Tim, ¿quieres hacer el favor de callar? O por lo menos, cambia de conversación.

- De acuerdo. Tus barbudos muchachos pasaron finalmente por encima del volcán, ¿ sabías
esto?

- No -contestó Peter.

- Hasta ahora se están comportando muy bien. En esta semana ya han celebrado tres
reuniones contra el imperialismo yanqui. Nuestra Embajada no ha sido apedreada más que
dos veces. Piedras desperdiciadas. El Zopo, de todas formas, no dejó una ventana entera del
edificio. Y ahora está cerrado. Con el embajador y su esposa muertos, y ningún gobierno
reconocible a la vista, dudo de que la podamos abrir. Ellos están parcelando las haciendas.
Todos los campesinos andan borrachos y nadie trabaja en el campo. La comida está
racionada. El agua está racionada. Diablos, todo está racionado, excepto el órgano sexual. Y
también esto van a tenerlo que racionar, pues todas las niñas de la Luna Azul visten de
uniforme y andan con armas en las manos, jugando a los soldados. Hermano, no puede uno
divertirse por la noche. Todo el ejército rojo está en pie ahora. Sólo han dejado tranquilos a
nosotros los pobres paisanos según me dice Tomás. O por lo menos tendríamos que estarlo.
Pero esas pobres chicas saben que ya no pueden vender la única cosa que podían vender. Y
algunas eran de buena familia, según creo. Al parecer, Miguelito ha recibido una lección,
aunque sea de una manera póstuma.

- ¿ Qué lección? -inquirió Peter.

- Que muchas damas son rameras de corazón. De todas formas, la República Eterna no
tenía la forma que tiene el país ahora.

- En otras palabras, ¿ una catástrofe mayor?

- ¿Has visto alguna vez que los rojos hicieran otra cosa? -preguntó Tim.

XXIII

La primera semana después de haber salido del hospital, Peter permaneció ocioso, que era
la única cosa inteligente que se podía hacer. Pero no estuvo ocioso con el pensamiento. Se
dejó vencer por una especie de melancolía, de laxitud, derivada sin duda de la debilidad de
su cuerpo, pero también de la contemplación de la terrible vaciedad que se extendía ahora
ante él. Acudía diariamente al palacio arzobispal para charlar con el padre Pío. Mas las
conversaciones con el fraile no le servían de nada. Ahora que la distancia entre él y la
muerte se había ensanchado de nuevo, la primera cosa que Peter recobró fue la elasticidad,
la terquedad de su espíritu. Pese a intentarlo, no podía aceptar aptitudes pías, aunque
provinieran de un hombre tan extraordinario como el viejo vasco. Respetaba al padre Pío.
Incluso le quería. Pero no podía menos de decirle:
- No puedo, padre. Eso me parece, por bonito que sea, la cueva de un charlatán. Y si usted
me permite un par de palabras gruesas y solemnes, le diré que no puedo rendir mi intelecto
sin asesinar mi integridad… sea cual sea el infierno que…

- Nada -replicaba el padre Pío con desprecio-. ¡Palabras!

Peter sonrió.

- ¿ Y las cosas que usted dice, padre?

Sin embargo, desde el punto de vista físico, su paseo diario al palacio episcopal resultaba
bueno para él. Desde que los comunistas habían conquistado el poder, ninguna de las
compañías petrolíferas se habían ofrecido para reconstruir las refinerías que los mismos
castristas habían volado con dinamita, cosa que no era de sorprender. Así que no había
gasolina en Costa Verde. Todo el mundo iba a pie, y la distancia entre la casa en que vivía
Peter y el palacio era lo suficientemente grande para que se resistiera conscientemente a
medirla, por miedo a descorazonarse. El caminar reforzó sus piernas y mejoró su
respiración. Que no sintiera hambre como todos los demás era debido tan sólo a que no
tenía apetito. La flota de camiones -tenían motores Diesel y podían correr con gasoil y, por
lo tanto, no estaban inmovilizados por la falta de gasolina- iba diariamente al campo y
regresaba casi de vacío. Para los campesinos, el haber ganado la revolución significaba que
ya no tendrían que trabajar. En las provincias alrededor de la capital, los jóvenes fidelistas
como Pablo y Martín llevaron inmediatamente a efecto el capítulo primero de la doctrina
revolucionaria: reforma agraria. Las haciendas se repartieron entre loscampesinos. Pero los
resultados fueron desastrosos. El sesenta por ciento de los campesinos perdieron sus
cosechas por la falta de hacendado o del capataz del hacendado, que eran los que les decían
lo que tenían que hacer, las cosas sencillas que les habían dicho durante toda su vida, sin
que se hubiesen preocupado en pensar sobre ellas, recordarlas o asimilarlas. El veinte por
ciento decidió tomarse unas vacaciones en la ciudad antes de ponerse a trabajar, y el veinte
por ciento restante, los agudos, la minoría inteligente, produjo casi exactamente lo que
necesitaban para alimentarse ellos y sus familias.

En Ciudad Villalonga -en la orden del día hubo, naturalmente, un cambio de nombre- el
agua tenía gusto a gasolina, pues los tanques que antes se empleaban para transportar la
gasolina, ahora inexistente, se utilizaban para traer agua procedente del gran depósito. En la
orden del día existía también un proyecto para reparar el acueducto. Se celebraban
continuamente reuniones, mítines y desfiles. El imperialismo yanqui era denunciado por la
mañana, por la tarde y por la noche, hasta llegar a hacer creer al pueblo que todos los
negocios de Costa Verde eran norteamericanos, cosa que distaba mucho de ser cierto, pues
en realidad, aparte de laUnited Fruit que cerró sus puertas y vendió sus empresas mucho
antes de la revolución, del Verdian Hilton y uno o dos hoteles de menos importancia, nunca
había habido allí negocios norteamericanos. Es una regla general que los hombres de
negocios yanquis son demasiado prácticos para meterse en un avispero e invertir dinero en
Costa Verde, gobernada por alguno de sus caudillos, juntas militares o los raros hombres
civiles que llegaban a la presidencia en unas elecciones en las que cada candidato metía por
lo general en las urnas más votos que ciudadanos votantes había. Incluso las refinerías de
petróleo eran holandesas o inglesas.
Peter supo estos detalles por Tim O'Rourke, el cual se enteraba de todo, reuniendo
alegremente materiales para escribir un libro sobre la revolución. Cenaban juntos cada
noche. Nadie los había denunciado como espías. Y esto, probablemente, como Tim decía,
se debía a que incluso los de Costa Verde, tan ingenuos, pensaban que no había nada que
espiar en un país sin fuerza aérea, sin flota y sin ejército, a excepción de unos milicianos
armados con armas de infantería ligera.

- ¡ La explotación! -exclamó Tim riendo y dándose golpes en la rodilla para expresar que se
estaba divirtiendo-. ¡Ahora están hablando de la explotación! Dime, Peter, muchacho,
¿cómo se va a explotar a un bastardo a quien uno no puede hacer moverse? Y a propósito
de moverse: nosotros debemos hacerlo, chico. Irnos a nuestro país… y de prisa.

- ¿Por qué? -inquirió Peter.

- Corren rumores de que van a importar a Ernesto «Roubles» Ramírez, que le traerán aquí
desde la tierra de Fidel para que los ayude a organizarse. Y tú ya sabes la idea que tiene
«Roubles» sobre la organización, ¿ verdad?

- Sí -contestó Peter-. Lo único en que coinciden la extrema izquierda y la extrema derecha
es en matar gente. Purgas. Juicios espectaculares en los que todo el mundo confiesa que ha
asesinado a su propia abuela, de ochenta y cinco años…

- Es curioso, pero hasta ahora parece que han sido blandos. Sólo unos diez condenados, y
esos diez parece que se lo merecían.

- La influencia de Pablo -repuso Peter-. Pablo es un buen sujeto.

- ¿Ha podido nuestro amigo Tomás encontrar alguna pista sobre… Judy? -preguntó Tim.

- Sí. Parece que conoce a un tipo que conoce a otro tipo del que se supone que tiene en su
casa dos o tres de esas estatuas de ceniza. Si alguna de ellas es una mujer, yo iré a echarle
una mirada.

- Lo mejor es que lo hagas cuanto antes, Pete.

- ¿Por qué?

- Un presentimiento. A ti y a mí, muchacho, nos va a tener antipatía elcamarada Ernesto.


Nos tomará por esbirros de la prensa capitalista, de los que corrompen las inocentes mentes
de los obreros. Tú, por ejemplo, ¿no ayudaste a los cerdos fascistas a desembarazarse de
Jacinto, el héroe número uno de la gloriosa revolución?

- También los ayudé a liquidar los campos de concentración -repuso Peter.

- Eso lo olvidarán convenientemente cuando Roubles llegue. En serio, Peter. En cuanto ese
muchacho aparezca por aquí, a mí me gustaría encontrarme entre los ausentes. Según lo que
me han contado del camarada Roubles, es un cerdo.
- Muy bien. Si Tomás tiene razón, si sólo significa un día más… De no ser así, nos
embarcamos. De todas formas tengo que ir a ver al doctor debido a la fisioterapia que me
hace para reeducar este brazo.

- ¿No estás mejor, muchacho?

- El brazo está un setenta y cinco por ciento paralizado. No puedo ni siquiera acariciar a una
muchacha con él.

- Bien. Hasta que no encuentres otra dama que no se halle en lugar sagrado, no tendrás
mucho que acariciar en una temporada, Petie. De todas formas, dile a Tomás que se dé
prisa. La pequeña Mari está impaciente, y las niñas impacientes me ponen nervioso, en
especial si estoy casado con ellas. Así que date prisa, como dice Tom Swift.

A la mañana siguiente, cuando Peter se estaba vistiendo con penosa lentitud, dispuesto a
salir a la calle para matar otro día sin significado, sonó el timbre de la puerta. Peter se
apresuró a abrir. Tim y Tomás se encontraban ante el umbral, y en cuanto los vio Peter
comprendió que Tomás había encontrado a Judith. Pero la expresión de sus rostros no era
muy adecuada para la ocasión.

- Díganme -dijo-, ¿está viva?

- No, señor -contestó Tomás.

- Entonces, ¿por qué diablos…? Estoy ya acostumbrado a la idea de que la pobre Judy ha
muerto. Considerando todas las cosas, es probablemente lo mejor.

- Escucha, Peter -dijo Tim-. Hay un curioso detalle que…

- ¿Quieres decir que sus restos mortales no forman un cadáver bonito? -preguntó Peter.

- No es eso, señor -repuso Tomás-. ¡Ella está muy hermosa! Como en vida. Las cenizas…

- Ya he visto estatuas de ceniza. Quedan mucho mejor conservadas que con los métodos de
embalsamiento actuales. Así que vamos.

- Pete -dijo Tim-, acerca de ese detalle…

- ¿Qué? -preguntó Peter.

- El padre Pío está ahí fuera en el coche esperándonos. Tú eres un muchacho terco. Pero
yo… tengo la esperanza de que esta vez…

- ¿Qué, Tim?

- Que esta vez no le eches a perder las cosas. Hermano, si vieras lo contento que está…
Como un niño ante el árbol de Navidad. Ya se las ha arreglado para hacerse con un ataúd de
cristal adornado con sólida plata. Y…
- Tim, me parece que no hablas con mucho sentido, ¿sabes?

- ¿Cómo puedo hablar con sentido si esto no lo tiene? Has de saber, Pete… que ella murió
en una iglesia. No, en una pequeña capilla de la carretera. El Zopo arrancó el tejado de la
misma a la vez que enterraba al pueblo de Xochua, así que ella quedó sin protección. Murió
ante el altar… arrodillada, y tú ya conoces a los tipos que hay por aquí.

- Sobre todo a cierto tipo de zorra que se comía a los santos si olía el incienso y la cera y
era apropiadamente solemne -repuso Peter.

- Eso es. Y yo me siento culpable. Llámame estúpido, pero tiene el aspecto que deberían
tener los santos y generalmente no tienen. Su rostro… ¡Jesús, Petie! Me gustaría poseer un
poco de eso que ella tiene, sea lo que sea…

- Perfectamente -repuso Peter-. Me hago cargo, Tim. Estamos perdiendo el tiempo. ¿ Qué
es lo que tienes que decirme?

- Ten paciencia, Peter Pan. Voy al grano. Parece ser que una de esas indias estropeadas por
la edad, quedó separada de sus hijos… Cinco, seis u ocho. Depende de quien cuente el
cuento. Entró en la capilla mientras los andaba buscando y jura que Judith le sonrió. En
cuanto salió a la puerta sus hijos se encontraban allí y le gritaron: «¡Mamá!» Todos ellos.
Así comenzó el asunto. A continuación todos los tluscolas empezaron a acudir a la
capilla… ¡A rezar a Judith, Peter! ¿Te haces cargo? Le rezaban antes de buscar a los
desaparecidos, y pocos dejaron de encontrarlos.

- La grieta se abrió por el otro lado del volcán, Tim. El noventa por ciento de la lava se
extendió por el lado oriental.

- ¿Te das cuenta? Has dado en el clavo. ¿No te ha dicho nunca nadie que no debes hablar
mal de los milagros? Mala costumbre, muy mala. El caso es que el padre Pío y sus indios se
han encontrado con una nueva santa, muchacho.La Gringa, según la llaman. Peter. ¿No
puedes reunir un poco de caridad, cristiana o de cualquier otra clase, para no echarles a
perder la fiesta?

Peter sonrió.

- ¿Quieres decir algo como arrodillarme o cosa por el estilo? -dijo.

- O mantener tu enorme y grasienta boca cerrada, ¿eh, Petie? Esto proporcionará más
felicidad a todos. Comprendo queno quieras que se hiera tu dignidad humana. Pero como
no la hiere, hazlo. Además…

- Muy bien. Me habéis vendido un billete de lotería. Además, ¿qué?

- Yo la vi morir, Peter. No lo recordaba. No, no lo digo bien. Mi espíritu se negaba a


recordarla. Llámame supersticioso, pero no todo es fantasía, muchacho. La manera cómo
ella recibió la muerte… con la cabeza alta, sonriendo… ¡Jesús, María! Pete, yo…

- Muy bien, Tim. Has hecho tu buena obra de hoy -contestó Peter.
En la calle se encontraba unjeep esperándolos, o más bien un coche anfibio inglés «Land
Rover» con un camión cubierto reemplazando el original.

- Una cortesía del camarada Pablo -dijo Tomás-. Y el depósito está lleno, señor.

- Dios le bendiga -repuso Peter.

El padre Pío se hallaba en el interior del camión. Estaba arrodillado, con un rosario en la
mano. Peter pudo ver que sus labios se movían. Así que no dijo nada al viejo sacerdote.

Y de nuevo ascendieron por aquella carretera. El autobús estaba aún allí, rojo por el moho.
Pero los cuerpos habían desaparecido. El coche anfibio gruñó y relinchó al pasar sobre las
corrientes de lava en donde los soldados se habían asado vivos. Ahora estaban fríos y
sólidos. Aquel peligro había desaparecido para siempre.

Continuaron subiendo, dejando atrás los esqueletos de los abrasados pinos, hasta que
súbitamente, Tomás, que conducía, metió el coche por un camino que conducía a su
destino.

Llegaron ante la capilla. Se apearon del coche anfibio y el padre Pío señaló el camino.
Luego se arrodilló ante… aquello, y empezó a rezar. Peter ascendió por el pasillo lleno de
cenizas detrás de él. Se detuvo. Permaneció inmóvil. Cuando pudo ver de nuevo, descubrió
el rostro de Judith Lovell.

La joven había caído hacia delante, hacia el altar. Pero su cabeza se había levantado un
poco, con la barbilla apoyada en su brazo izquierdo. En su mano derecha sostenía una cruz.
La curva de la mano había evitado que una parte de la cruz se llenara de cenizas, y Peter
reconstruyó toda la cruz por aquel detalle: una antigua cruz de plata cincelada
singularmente bella que denotaba claramente su origen tluscola. Peter contempló aquella
cruz. Luego contempló el rostro de la joven, y exclamó:

- ¡Dios mío!

- ¿Comprendes ahora lo que te decía? -preguntó Tim.

El padre Pío seguía rezando.

Peter alargó su brazo sano hacia Tim y dijo:

- ¡Sácame de aquí!

Tim le ayudó a salir al claro que había ante la capilla.

- Peter, muchacho -dijo-. ¿Quieres descansar en algún sitio? Tienes un aspecto…

- No -contestó Peter:-. Llámale.

- ¿ Que llame a quién?


- Al padre Pío. Tim, yo no puedo. Esto es demasiado. No puedo.

- Tómalo con calma, muchacho. Tom, vaya a buscar al padre, haga el favor.

- Sí, señor -respondió Tomás.

- ¿Qué quieres, hijo Pedro? -preguntó el padre Pío.

- Padre -contestó Peter-, usted no debe hacer eso. Sería una burla. ¡No puede hacerlo! Ella
era una mujer pervertida, padre. Además de los maridos de que le hablé, hubo amantes sin
cuento, y vicios, y prácticas que no se pueden nombrar, y…

- Ya lo sé, hijo. Y también lo sabe Dios -contestó el padre Pío.

- ¡Pero, padre!

- Dios ha elegido antes esos instrumentos, hijo. ¿Ha visto usted su rostro?

- Sí, padre.

- ¿Y lo que hay en él ahora no le hace olvidar a usted el mal que ella haya podido hacer o
pensar?

- Padre, yo no soy creyente. Su rostro… -¿ Qué, hijo Pedro?

- No puedo aceptar ese rostro. Me vuelvo loco. Niega mi razón…

- Entonces niéguela, Pedro, ¡ y salve su alma! -Padre, no puedo…

- Usted, hijo, es un loco -afirmó el viejo cura suspirando-. Pero algún día… -¡Esperaré,
padre! El padre Pío sonrió.

- ¿Cree usted que puede engañar a Dios? -preguntó.

Peter se apartó de allí y empezó a descender el declive hacia el incendiado bosque de pinos
siguiendo el camino que ella debía de haber seguido en sentido contrario, y entonces oyó un
ruido de pasos detrás de él y se volvió. Tomás y Tim marchaban detrás. Pero el padre Pío
seguía aún en el interior de la capilla sin techo.

- Escucha, Pete, no estás en condiciones de hacer deporte -dijo Tim.

- No estoy haciendo deporte -contestó Peter-. Estoy buscando.

- ¿ El qué, señor? -preguntó Tomás.

- A Carón y a su perro de tres cabezas. O a ambos.

- No entiendo, señor -repuso Tomás.

- Yo sí -afirmó Tim-. El barquero de la laguna Estigia. El perro que guarda la puerta.
¿Tengo razón?

- Sí. Pero con disfraz moderno, Tim. Léase conductor de autobús. Léase guardia armado.
Llámame hijo ilegítimo. Pero yo no puedo comprar santidad. Es demasiado rica para mi
sangre.

Tim permaneció inmóvil mirándole largo tiempo.

- Muy bien, Peter -dijo al fin-. Vamos.

Los encontraron en una pequeña choza de piedras y adobes sin techo como la capilla. Los
tres permanecieron inmóviles mirando los cuerpos del guardia y del conductor del autobús
cubiertos de cenizas.

- Carón y Cerbero -dijo Peter-. Bonitos, ¿no es cierto?

Tim consiguió hablar, pero lo hizo con voz muy ronca.

- ¡Así que has vencido, Peter Pan! -dijo.

Peter negó con un movimiento de cabeza.

- No, Tim. Perdí -murmuró.

- Señor… -empezó Tomás.

- Vaya a sujeep -repuso Peter.

- Pero, señor… -insistió Tomás.

- Vaya, Tom -dijo Tím.

- Sí, señores, me voy.

Cuando tuvieron a los cadáveres en el camión y subían la escarpada pendiente hacia la


capilla, Tim dijo:

- Escucha, Pete. No hay pruebas de que ella disparase contra ellos. Quizá se mataron el uno
al otro… luchando por ella.

Peter se encogió de hombros.

- ¡ Peter, por el amor de Dios!

- Perfectamente, perfectamente. De modo que ella no lo hizo. De modo que ellos fueron
alcanzados por el rayo. Después que se hubieron desnudado… digamos para tomar una
ducha. De modo que todo lo que ella hizo fue robar a un muerto.

- ¿ Robar a un muerto?-preguntó Tomás.


- Mira esa cadena que rodea el cuello del chófer del autobús. L última vez que la vi colgaba
de ella una cruz. De plata cincelada. Tluscola.

- La misma que ella tiene en su mano ahora -dijo Tim- ¡Peter, maldita sea!

- ¿Crees que a mí me gusta, Tim? ¿Crees que yo puedo tratar con un Padre Dios de hermosa
barba blanca? ¿Crees que puedo comerme una torta en el cielo? ¿Crees que puedo creer en
un brillante milagro o dos? ¿Crees que me gusta la fealdad? ¡Diablos, muchacho, yo…!

- Lo siento, Peter. Sólo que…

- ¿Sólo qué, Tim?

- ¡Todo resulta tan malditamente extravagante!

- ¿Y qué no lo es? ¡Tomás!

- ¿Qué, señor?

- Haz dar media vuelta a ese cacharro.

- ¿Media vuelta, señor?

- Sí. Alejémonos de esa capilla. Alejémonos de ese dulce y sencillo anciano que se
encuentra ahí dentro, que es el autor de esto, y que va a seguir manteniéndolo si no lo
remediamos.

- Pero, señor… -dijo Tomás.

- ¡Pero nada, Tom! -exclamó Tim empezando a sonreír-. Da media vuelta.

Cuando llegaron arriba, a aquel lugar del que Tomás les había hablado, donde la carretera
bordeaba un precipicio de mil setecientos metros de profundidad que caía rectamente hasta
el mar, ahora de color índigo, el color que toma cuando no tiene absolutamente fondo,
bajaron las estatuas del coche.

- ¡Diablos! -exclamó Tim-. Parece feo no rezar ni una plegaria, aunque sea por esos
bastardos.

- ¿Dirigida a quién? -preguntó Peter-. ¿A Afrodita? ¿A Astarté? ¿A Eros? ¿A Pan?

Peter empujó las estatuas con su mano útil. Pero no tenía bastante fuerza. Los otros
tuvieron que ayudarle. Se quedaron allí mirando hacia abajo. Pero Peter no lo hizo. Volvió
su espalda al precipicio, al mar, al cielo.

Peter no oyó el ruido que hicieron los cadáveres al caer en el agua. La caída fue demasiado
grande: habían empezado a caer desde los primeros tiempos de la humanidad y quizá no
terminarían nunca de hacerlo.

Durante todo el camino de regreso a la ciudad, Peter no despegó los labios. Pero una vez
empezaron a marchar por las calles, dijo:

- Déjeme ir al cementerio, Tomás.

- ¿Al cementerio, señor?

- Sí. Deseo sostener una pequeña conversación con un amigo.

- ¿Quieres hablar con un amigo en el cementerio, muchacho? -preguntó Tim.

- Bien, quizá no sea un amigo. Con Miguelito. El que comprendía el pecado. Y el


arrepentimiento. Y la expiación. Y quizás incluso la santidad. Pero ahora caigo en que quizá
Judith también lo comprendiera todo. Y que quizá los grandes pecadores hagan los grandes
santos. Uno no sabe…

Cuando subieron a bordo delBoeing, Tim empujó a Peter delante de él para que cuando se
sentaran Peter estuviera junto a la ventanilla. No dijeron nada. El gran jet avanzó lenta y
pesadamente hasta llegar al final de la pista y siguió allí gruñendo; luego empezó a correr
hasta que de pronto abandonó la pista trazando un ángulo oblicuo y dejando nubes de humo
de queroseno debajo de él. Luego apuntó con una de sus plateadas alas a un edificio que se
alzaba en un extremo de Ciudad Villalonga.

Peter vio el edificio. Vio un grupo de jóvenes monjas que jugaban en la azotea, moviéndose
con sus toscas ropas en algún infantil y tonto juego de pelota. Todas menos una, que estaba
apartada y miraba al cielo. Una de las manos de la monja avanzó. Pero se escondió antes de
que el movimiento pudiera ser llamado un saludo.

A continuación acuchillaron el tiempo, acuchillaron el espacio, y sólo quedó el mar, azul,


sin fin, insondable… como la mente del hombre y como su corazón. Y quizá tan profundo
como el dolor humano.

FIN

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27/06/2011

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