Todo Lo Que No Te Pude Decir
Todo Lo Que No Te Pude Decir
Todo Lo Que No Te Pude Decir
hay algo que no podemos decir, que quizá cambiaría nuestra vida,
que acaso nos convertiría en inocentes... o en culpables. Todo lo que no te
pude decir es la esperada y subyugante novela de Cristina Peri Rossi, donde
ratifica por qué se mantiene desde hace décadas como la más moderna y
audaz de las escritoras hispanas. En esta apasionante y lúcida historia coral,
los personajes se enlazan con relaciones muy diversas (amor, sexo, amistad,
poder, posesión...), pero con un hilo común: la asimetría que oculta algo, lo
indecible, lo que frustra la comunicación plena. Con una prosa llena de
hallazgos expresivos, la hispanouruguaya asume aquí todos los riesgos,
porque transgrede convenciones sociales, pero también al huir de la ruta
narrativa previsible, transitada, trivial.
Cristina Peri Rossi
Revisión: 1.0
13/10/2019
«Enamorarse es crear una religión
JORGE L. BORGES
JULIA KRISTEVA
—No quiero que cunda la alarma —le había dicho su superior con autoridad—
ni que maten a ese bicho porque tendríamos que soportar una serie de
manifestaciones de almas caritativas defendiendo los derechos de los
animales, pero tampoco podemos dejar a Bubú, o como se llame ese bicho,
suelto por la ciudad dándose atracones de mermelada y paseando a Elisa de
luna de miel. Así que lo coges enseguida vivo, si es posible, y a ella también, y
los devuelves al puto zoo de donde se escaparon sin que los turistas se
alteren. Llama al especialista en monos, simios o como se llame del zoo y
pídele ayuda.
—Hay que encontrar a ese mono como sea y devolverlo a casa, con o sin novia
—le dijo Fonseca ásperamente.
—¿Me puede explicar usted cómo se las ingenió para romper los barrotes de
la jaula? ¿Estaban oxidados? ¿Eran de mantequilla? —preguntó, alterado.
—¿Cómo pudo…?
—¡No diga tonterías! —gritó—. Tengo que atrapar a ese chimpancé como sea
antes de que destroce la ciudad, mate a mucha gente o lo atropelle un
autobús. Y usted tiene que ayudarme. El turismo de esta ciudad debe
conservar su buena imagen, estamos a punto de iniciar temporada y un mono
loco suelto no puede arruinar la imagen de la ciudad. Esto no es África. La
gente que viene del extranjero viene a gozar de las playas, de las comidas, de
la bebida, y no a ver chimpancés, si quisieran ver chimpancés se irían a
África. Ese Bubú o como se llame llevará un chip, supongo —preguntó
Fonseca.
«En esta ciudad no hay bosques —pensó Fonseca—. Solo se le puede atrapar
en la calle, salvo que él sepa algo que nosotros no sabemos». Miró el enlace
que le había enviado Suárez.
Todo el mundo estaba medio loco. Nadie mejor que un comisario para
saberlo.
—No sea estúpido —dijo Fonseca—. El noventa y ocho por ciento del ADN
semejante no le da derecho a suponer que un mono se enamore. Quizás esa
diferencia del dos por ciento es lo suficientemente importante como para
hacer dos especies diferentes. Y un mono no se enamora.
Fonseca se sublevó.
—Veintisiete —dijo.
—Es muy joven —dijo Fonseca.
—No crea. Ellos a esa edad, hace tiempo que son adultos.
—¿Y cómo va a saber ese mono loco dónde está la Ciudadela? —preguntó
Fonseca.
—¿Quiere decir usted que sus monos miran televisión? —gritó Fonseca.
—¡En esto se gastan los dineros públicos! —gritó Fonseca—. ¡En televisión
para monos!
Fonseca cortó. Dio instrucciones a todas las unidades para que prestaran
especial vigilancia a las vías que conducían al bosquecito de la Ciudadela.
Hasta el momento, además de cinco autos averiados, una bicicleta rota, varios
escaparates destrozados y un perro muerto, no había ocurrido ningún otro
incidente de importancia, pero la noticia difundida por internet, la televisión y
las radios había alertado a toda la ciudad y el ministro del Interior había
intervenido pidiendo a los habitantes que evitaran salir de sus casas y
tuvieran precauciones para no encontrarse con la pareja de monos sueltos.
—¿En qué estación del año se aparean los chimpancés? —le preguntó Fonseca
a Suárez que seguía conectado con audífonos y con un ordenador la
persecución de Bubú.
—En cualquiera —le dijo Suárez—. Los machos son muy agresivos y agreden a
las hembras para dominarlas y poder aparearse, exactamente como nosotros
—recalcó.
—¿Entonces por qué este estúpido Bubú no se limita a darle unas buenas
palizas a Elisa y a tenerla a su disposición? —se quejó Fonseca.
—Le dije que se ha enamorado —musitó Suárez—. Pasa pocas veces, pero a
veces pasa. También los hombres y mujeres se enamoran entre sí y se
protegen —dijo.
—Se dirige a la Ciudadela, como usted dijo, pero chocó contra un autobús y
creo que está herido.
—Se han separado o les hemos perdido la pista. Al principio iban juntos, pero
luego algo los separó. Creo que ella se asustó mucho con el accidente del
autobús y huyó entre los árboles.
—Tenemos la Ciudadela cercada, tal como usted nos indicó, no podrán entrar
sin ser vistos, los atraparemos enseguida.
—Tengo orden del ministro del Interior de que se los conserve con vida —
informó Fonseca.
¿El nombre de una flor? Imposible. Seguramente Bubú era un buen amante
pero no podía saber que una orquídea es una orquídea y una rosa, una rosa.
Miró fijamente la pantalla. Elisa tenía una expresión muy dulce. «Por favor,
salven a Elisa», se le ocurrió pensar y enseguida se tomó un café de la
máquina expendedora, porque estaba perdiendo la cabeza.
En ese momento, recibió un comunicado.
—Señor, se había parapetado sobre el tejado de una casa y lanzaba las tejas a
diestro y siniestro, a gran velocidad y con mucha precisión. Hirió a varios
transeúntes, luego saltó a otro tejado e hizo lo mismo. Estaba enfurecido,
como loco —relató el subalterno.
—No quedó otra solución. Ya habían aparecido varios hombres del lugar con
rifles y escopetas y estaban dispuestos a disparar si no lo hacíamos nosotros.
La gente estaba muy asustada, señor.
—No la hemos visto, señor. Seguimos buscándola pero sin resultado. Estamos
batiendo todo el parque palmo a palmo…
—En un costado del parque hay un pequeño lago, ¿verdad? Se acordaba del
laguito porque había llevado a jugar allí a su hija menor cuando era pequeña.
A zarpar embarcaciones de madera que flotaban a favor del viento.
—Todos —afirmó Fonseca. Transpiraba más que nunca—. Quiero toda el área
desierta.
—¿Y el helicóptero?
—¡Fuera también ese cacharro! —gritó Fonseca—. Que se aleje del lugar. Si
lo necesitamos, volveré a llamarlo. Levanten el cadáver del mono —dijo—.
Trasládenlo con mucho cuidado, con una red o en una camilla, cerca del lago,
a una zona de boscosa vegetación, pero cerca del agua. Le enviaré por GPS la
zona elegida. Dejen el cadáver ahí cubierto por hojas, pero no completamente
tapado. Como para ser visto por alguien que lo busque, pero no a primera
vista.
Era una mona hermosa, sin duda. Parecía más delicada que otras monas que
él había visto antes. Delicada sin ser débil. Como si fuera consciente de sí
misma. Suárez le había dicho que los chimpancés tenían conciencia de sí
mismos, que se reconocían ante el espejo y reconocían a los demás, sabían
quiénes eran. Esto lo había dejado perplejo, pero no incrédulo. En la foto la
mona parecía sonreír. ¿Tenía alguna cosa especial en la dentadura o en la
mandíbula? Fonseca dejó pasar el tiempo y escuchó el habla de Elisa que
Suárez le había enviado, grabada, junto a la fotografía. Al principio le
parecieron solo gritos confusos, ininteligibles, pero, de pronto, escuchó un
matiz. Había una serie de sonidos algo diferentes. Seguramente con ellos
Elisa expresaba unos sentimientos distintos. No sabía cuáles, pero eran
distintos. Grabó en su móvil los sonidos diferentes y grabó también los de
Bubú. Bubú se expresaba de manera más fuerte, más firme, más segura, pero
también consiguió captar ciertos matices risueños, como si el mono tuviera
sentido del humor.
—Hágame un ramo bien surtido —le dijo a la vieja empleada—. Pero no quiero
ni rosas ni claveles.
La mujer siguió sus órdenes y formó un ramo variado, lleno de colores, donde
el rojo y el amarillo combinaban con el verde de los tallos y el blanco de las
margaritas. Pagó y subió al coche patrulla, como un novio que lleva un ramo
de flores a la amada. Le ordenó que se dirigiera al parque de la Ciudadela, a
la entrada, y que lo dejara allí y se volviera. Cuando lo necesitara, lo llamaría.
Era primavera y por suerte no hacía demasiado calor. Y soplaba una brisa
muy fresca que erizaba la superficie del mar «y los pelos del mono muerto»,
pensó sin darse cuenta.
Él blandía las flores como un trofeo, como las plumas tornasoladas de un pavo
real. Se dirigió sin prisa hacia el este, donde estaba el pequeño lago donde a
veces los niños hacían flotar embarcaciones a vela, pero más frecuentemente
estaba lleno de hojas secas, frutas del nogal carcomidas por los insectos y
restos de comida. La gente tiraba vasos de papel, envoltorios de chocolate y
cosas así.
Apagó el móvil e imitó uno de los sonidos. No le pareció tan mal. Tenía buen
oído (había querido ser bandoneonista de chico, pero la vocación se extinguió
muy pronto) y se dio cuenta de que se trataba de una buena imitación. Probó
otra vez. El grito, hondo, áspero, como un lamento sentido, desgarrador,
como una llamada desesperada, atravesó el aire. Comenzó a transpirar otra
vez. No sabía por qué pero los gritos le estaban saliendo como una mezcla
compacta de vísceras. El grito salía de los pulmones, de la laringe, del
esternón, del estómago, de la garganta, de las entrañas, «y hasta de los
huesos», pensó. Lo intentó otra vez. Conmovedor, ciego, hondo, desesperado.
Una llamada de amor y de soledad que son la misma cosa, de esperanza y de
miedo, de deseo y de terror al abandono, de amor y de muerte. Un grito débil
y potente al mismo tiempo. Una soledad angustiada que pide reparación.
Ahora se encontraba a sus anchas y se aflojó el cuello del uniforme y la
chaqueta. Se echó sobre el suelo como un caracol y siguió gritando, hondo,
fuerte, sensual.
Entre las hojas cercanas hubo una especie de movimiento. Entonces, Fonseca
cayó. Y calló. En el silencio espeso solo escuchó el suave movimiento de unas
hojas. Miró hacia la tierra, Suárez le había dicho que nunca mirara a los ojos
a un chimpancé, lo interpretaría como un desafío. No miró. Pero escuchó los
pasos débiles, asustados, de la mona. Había oído su grito y ahí estaba,
seguramente cerca de él y del cadáver, sola, miedosa, tímida y desprotegida.
Despacio, sin levantar la cabeza fue reptando por la tierra hasta las
proximidades del cadáver. Su ropa se llenaba de hojas podridas, de cáscaras
de frutos secos, de hormigas y de humedad sucia. Arrastraba en una mano las
flores un poco marchitas y con la otra reptaba. Escuchó los tímidos pasos de
Elisa detrás, a pocos metros de distancia. Cuando le pareció que estaba a solo
un metro o dos del cadáver, volvió la cabeza hacia arriba, junto al cuerpo,
pero sin elevarlo del suelo y con las flores en la mano las extendió hacia Elisa.
La mona no lo miró. Estaba asustada, vacilante, nerviosa y parecía solo
ocupada en descubrir a Bubú. Fonseca emitió un sonido bajo, breve, de
lamento de chimpancé solitario y entonces Elisa lo miró sin asombro, como si
se tratara de un jabalí, de un puerco espín o cualquier animalito terrestre y
poco apreciado.
—Ahora voy a intentar salir con la mona —le dijo al suboficial—. No quiero
que haya nadie alrededor, ni coches, ni patrullas, ni periodistas, ni fotógrafos,
ni ningún ser vivo alrededor. Solo quiero una ambulancia sin ruido, la mona y
yo entraremos por la puerta de atrás, y no quiero ni guardianes, ni a Suárez,
ni veterinarios. Solo quiero un ramo de flores (margaritas si es posible) y un
poco de comida, plátanos, albaricoques y cosas así.
—Cómo sabes que traeré comida, eh, pilluela —le dijo Suárez, acariciándole la
cabeza peluda. Ella le enseñó su amable y amplia dentadura sin caries,
demasiado grande para los labios, y Suárez sabía que era un signo de
asentimiento, de complacencia, de complicidad.
A esa hora, no encontraba a nadie por la calle, las oficinas estaban cerradas y
no había bares ni cafeterías iluminados, así que Suárez se sentía libre, joven,
aliviado de las tensiones del día como si fuera un viajero incógnito, un
Robinson Crusoe en una isla nocturna. ¿Cómo había sido la vida sexual de
Robinson Crusoe en la isla?
En Internet había visto el nombre de una novela pornográfica sobre ese tema,
pero no la llegó a leer.
A quinientos metros había una hamburguesería, único local abierto en varias
manzanas y generalmente estaba casi vacía. Sin embargo, era una tienda
excelente, las hamburguesas frescas, del día, tenían un buen sabor mezcla de
ternera y de cerdo, estaban cocidas con el aceite justo para que no
empalagaran pero tampoco estuvieran secas, la mayonesa no chorreaba por
los bordes, las rodajas de tomate carecían de semillas y la mozzarella de
búfala era una ligera capa superficial.
Como cada noche, Suarez pidió dos, una cerveza, una bolsa de patatas fritas y
palitos de tomillo, era una oferta de la casa, si se llevaba el lote completo,
más las servilletas. Todo metido en una bolsa de papel color marrón.
—¿Quiere mostaza? —preguntó la chica del mostrador y él, como cada noche,
dijo que sí, pero solo un sobrecito.
No todas las noches era la misma chica, se ve que hacían turnos, ninguna
reconocía a Suárez, quizás porque era un hombre discreto o porque
realizaban su trabajo de manera impersonal, automática, como si fueran
robots, aunque él, Suárez, había visto varias veces a un cliente joven, de
rostro muy blanco y pelo negro, sentado en el taburete de metal de asiento
rojo, comía su hamburguesa, las patatas y bebía la cerveza intentando
conversar con la chica, y una vez terminado de comer, se quedaba sentado,
pedía un café y la invitaba a salir con él, después del cierre, que era a las diez
de la noche, y la chica negaba con la cabeza, no parecía demasiado
entusiasmada, en cambio el hombre exhibía una firmeza algo amenazadora y
se movía inquieto en el taburete, excitado.
Volvió más rápido que a la ida por las calles en penumbra, iluminadas solo por
una farola amarillenta y no se entretuvo en contar las marcas de los autos:
quería evitar que las hamburguesas se enfriaran.
Los palitos los dejó en el fondo de la bolsa de papel marrón, eran una
sorpresa.
No había vuelto a comer arroz, como los pobres no vuelven al barrio donde
nacieron, si consiguen ascender en la escala social. Ahora comía
hamburguesas por la noche y al mediodía almorzaba en el restaurante para
funcionarios del zoo, que tenía un buen cocinero; rodeado de empleados,
aunque no hablara, no se sentía solo.
A veces Suárez, por jugar, lanzaba al aire una patata frita, Lucila abría su
enorme boca llena de dientes y la atrapaba en el aire, y luego se aplaudía a sí
misma, porque entre las buenas costumbres que tenían los monos estaba la
de festejar sus triunfos sin humildad. «¡Podría llevarte a un programa de la
tele y ganaríamos un premio!», le gritó Suárez, pensando en esos oprobiosos
programas donde la gente, para ganar un premio, hacía cosas insólitas y a
veces desagradables, como tragar fuego, atravesar un círculo lleno de víboras
o subir un poste enjabonado de cinco metros de altura con una motocicleta
sin freno.
Suárez estaba retrasando esa decisión, y, además, nadie sabía que a la noche,
él se la llevaba a su pequeña habitación, donde había habilitado una jaula
para que pudiera dormir sin temores, sin molestias. La abastecía de un buen
número de hojas grandes, verdes y anchas para que se construyera su lecho,
mientras él dormía en un camastro. Ambos dormían tranquilos, en paz, hasta
las siete, en que Suárez la devolvía a la sociedad del zoo. Lucila había
comprendido de inmediato los beneficios de esta situación. No solo estaba
protegida de cualquier egresión, sino que disponía de un espacio propio y,
especialmente, de las atenciones de Suárez, siempre preocupado por su
estado de salud, por su ánimo y por su alimentación. Aunque la hamburguesa
nocturna quizás fuera una extralimitación, Lucila la disfrutaba como un
premio y él no podía renunciar a ese momento de intimidad y de alegría.
Había descubierto que los simios roncaban, como las personas, y los
ronquidos de Lucila a veces le molestaban, pero una vez que la sacudió, para
que dejara de roncar, ella le devolvió el gesto con un chillido tan agudo que
temió que alguien advirtiera que, contraviniendo todas las normas, tenía a la
mona en su habitación, encerrada en una jaula.
El día siguiente era sábado, y Suárez tenía cita con su novia, amante, fuera lo
que fuera. Ahora estaba de moda decir «mi chica», «salgo con mi chica»,
«folio con mi chica», pero se sentía ridículo con esa expresión, quizás porque
Claudia, su novia, amante o fuera lo que fuera, tenía treinta y dos años, cinco
más que él. Los dos eran poco sociables y rehusaban esas espantosas
reuniones de amigas en bares, clubs o discotecas donde la música atronaba
(si aquello se podía llamar música), las luces parpadeaban, se bebía
demasiado y se terminaba a las tantas, medio borrachos y con ganas de
vomitar. Rehuían esos encuentros. Claudia trabajaba tantas horas como él, y,
además, cuidaba a su madre, que sufría una esclerosis degenerativa. A Suárez
le gustaba mucho Claudia, porque le recordaba a una actriz francesa que lo
había fascinado en una película de Cronenberg, Inseparables : Geneviève
Bujold. Nunca se lo había dicho, aunque a ella le gustaba mucho el cine,
también, pero tenían gustos diferentes. A Geneviève Bujold, es decir, a
Claudia, no le gustaba casi nada el cine de Cronenberg, lo encontraba
bastante morboso. No discutieron sobre el tema; ella era enfermera,
trabajaba en un hospital, y tenía una idea muy clara de lo que era sano y
enfermo, y él comprendía que esa profesión le hiciera rehuir los temas
escabrosos o morbosos: los sábados que tenía libres —que no eran todos: la
crisis había duplicado las horas laborales y reducido los sueldos— prefería ver
una comedia americana, insulsa o llena de trivialidades, para olvidar el
hospital, los enfermos, los muertos. Y le gustaba mucho hacer el amor. Suárez
consideraba que a Claudia le gustaba demasiado hacer el amor, pero quizás
se debía a su profesión. El contacto cercano con la muerte (Tanatos )
provocaba un aumento del deseo sexual (Eros ) como contraste, como
reafirmación de la vida. Eso se lo había explicado Claudia, pero él ya se lo
había imaginado. Los sábados se encontraban al anochecer, daban un paseo
juntos por plazas o parques, lugares solitarios y donde se pudieran observar
algunas plantas y árboles, luego comían en algún pequeño restaurante
discreto, silencioso, se tomaban de la mano, sonreían, Claudia tenía una
mirada brillante, llena de luces, pensaba él, como tenía el rostro y el cuerpo
cubierto de pecas. Eso le hacía recordar más aún a Geneviève Bujold. Pero no
se lo decía, no estaba muy seguro de que a una mujer le gustara que su
hombre la encontrara parecida a una actriz famosa. Luego de cenar algo
ligero (ni ella, ni él eran muy aficionados a la gastronomía) iban a casa de
Claudia a hacer el amor. La madre tomaba somníferos para dormir, de modo
que no era un problema, y aunque al principio a Suárez le incomodó un poco
saber que una mujer enferma —la madre de su chica— estaba en una
habitación contigua, se acostumbró y casi olvidó su presencia, pero no del
todo. Era un fantasma.
A veces, mientras montaba a Claudia, que movía sus caderas de manera ágil y
profunda, al mismo tiempo, visceral, se le cruzaba la visión de una mujer
enferma, en la cama, pero no podía saber si era la madre, porque nunca la
había visto. Tampoco le gustaba que gritara, pensaba que podía despertar a la
pobre mujer, pero Claudia, que era muy desinhibida y gozosa, le explicó que
podía gritar cuanto quisiera, porque su madre estaba casi sorda, además de
sedada por el somnífero. No podía decir por qué le molestaban los gritos de
Claudia. Era una amante excelente. Cuando Suárez comentó con el único
amigo que tenía que su amante era cinco años mayor que él, su amigo le dijo:
«Eres un tipo con suerte. Una mujer cinco años mayor que tú te enseñará
verdaderamente a hacer el amor. Somos unos torpes, hasta que una mujer
madura nos enseña a hacerlo. Por eso siempre estamos con mujeres de
nuestra edad o menores, para creer que somos superiores. Pero no. Somos
torpes, egoístas, carecemos de sensualidad, dependemos demasiado de
nuestras hormonas».
Su amigo tenía razón. Las primeras veces que hicieron el amor, Claudia no
gozó tanto como él. Él fue demasiado apresurado, torpón, buscaba solo el
orgasmo. Cuando tuvo suficiente confianza, Claudia comenzó a corregirlo.
«Despacio, mi amor, despacio —le decía—. No tengas prisa. Nadie te
persigue. No será más intenso y mejor si es más rápido. Todo lo contrario.
¿Sabes? Además de un agujero, tengo piel, tengo senos, tengo nuca, tengo
cuello, y podemos jugar, lamernos, acariciarnos, besarnos, tocarnos antes de
que me penetres y yo me estremezca y grite, grite de placer. Suspiraré
cuando me acaricies, y te tocaré a ti, te enseñaré que tienes pezones, espalda,
brazos, piernas…». Un día le pasó una película. No era una porno, como él,
ingenuamente, creyó. Una película en serio. Se llamaba No mires para abajo ,
era argentina, y enseñaba a hacer el amor a la manera oriental, retrasando
muchísimo el orgasmo, jugando con la imaginación y con las posiciones que
tenían nombres muy poéticos, se llamaban «El pájaro se baña en una fuente
dorada», o «Sauces al atardecer cayendo sobre el lago» o «La flor se abre con
el sol y se cierra con la luna». Dedicaron mucho tiempo a que él aprendiera a
contenerse, a amar su cuerpo desnudo, no solo su vagina, a acariciarse la piel
y a ir y venir, no como un acto continuo, sino como una sinfonía con varios
movimientos, diferentes. Suárez no estaba muy convencido de haber
aprendido bien, pero Claudia le dijo que sí, que ahora, por fin, empezaba a ser
un buen amante. No quiso saber dónde ella lo había aprendido, para no
ponerse celoso, pero ella se dio cuenta de su turbación y le dijo: «Las mujeres
lo sabemos espontáneamente. Porque somos diferentes. Porque tenemos el
sexo repartido por todo el cuerpo». Su amigo le aconsejó que no pensara en el
pasado de Claudia. Por otro lado, él no tenía demasiado interés en saberlo.
Ella lo quería mucho, era feliz con él y le gustaba compartir sus ideas, sus
pensamientos, sus sensaciones, sus deseos. «Solo nos falta un poco más de
tiempo», decía, con pesar, pero estaba segura de que en algún momento
podrían disponer de más. Y él amaba su sonrisa, su dulce sonrisa, y su
brillante mirada, cruzada a veces por un relámpago de ironía que a él le
parecía un signo inequívoco de inteligencia. Y tenían algún plan de futuro.
Claudia le había dicho que cuando su madre abandonara este mundo, él
podría instalarse en su casa, y compartirían, entonces, más que una noche a
la semana, serían una buena pareja, amorosos y confiados.
Jamás le había dicho a nadie que dormía con la mona, no quería problemas.
Tampoco se lo había dicho a Claudia. No lo hubiera entendido, le habría
hecho preguntas, y él no tenía ganas de entrar en detalles. Hay secretos tan
íntimos que son inconfesables y se necesitaría tanto tiempo para explicarlos,
tantas palabras, que perderían parte de su encanto. Suárez pensaba que
quizás Claudia también guardaba algún secreto así: algún amante esporádico
las noches de guardia, si no había una urgencia, un esmalte de uñas que
usaba como lubricante de sus pezones, algún juguete erótico que todavía no
le había enseñado y guardaba entre las medias y la ropa interior en un cajón
del armario del cuarto de su madre.
La cena se había acabado, pero Lucila seguía hambrienta. Hacía gestos con
las manos, como los niños pequeños, para demostrarle que quería seguir
engullendo lo que fuera, un plátano, unos pistachos, un caqui sonrosado, y
cuando se ponía insistente, era muy pesada.
—Basta —le gritó Suárez—. Ya has comido suficiente por esta noche.
En lugar de callarse, Lucila empleó otra estrategia habitual entre los monos.
Se dio la vuelta, en el suelo, alzando su trasero, que le ofreció a Suárez como
si fuera un código. Una señal. La señal de un intercambio. Nadie se lo había
enseñado, o lo habría visto hacer en la jaula, o formaba parte del instinto:
sexo por comida. Las primeras veces, Suárez se había reído. Había
despreciado el gesto, se había sumido en la lectura del periódico mientras la
mona, infructuosamente, alzaba más su culo.
—Pero qué puta eres —le había gritado alguna vez Suárez, convencido de que
la mona no podía entender. La prostitución es el oficio más viejo del mundo
porque lo practican las monas, concluyó entonces. Y se rio. No había
intentado quitarle ese hábito, no formaba parte de su educación. Los instintos
casi siempre triunfan, y, además, si alguna vez volvía definitivamente a la
jaula o era devuelta a la selva, podría necesitar este recurso.
Suárez volvió a empujarla hacia el suelo, pero como estaba echado, no fue con
suficiente fuerza. La mona chilló, iracunda, y le restregó los glúteos sobre la
cara. ¿Iban a pelear?
Solo una vez Suárez y Lucila habían sostenido un pequeño combate —él no
quería que se tragara una rata que ella había cazado por temor a que le
transmitiera alguna enfermedad, entonces le había gritado, la había empujado
y finalmente le había arrebatado el cadáver de la rata dándole un fuerte
empellón y un coscorrón en la cabeza—, pero ahora Lucila parecía estar
agitada, convulsa, excitada, nerviosa y dispuesta a enfrentarse a él. «Voy a
tener que darle un Valium», pensó Suárez. Pero, primero, tenía que conseguir
salir de la cama sin entablar un combate que podía dañar a cualquiera de los
dos.
—¡Está bien! ¡Está bien! —gritó Suárez, acorralado entre la pared y el trasero
de la mona.
—¡Te daré un plátano! —agregó, en voz muy alta, para que Lucila
comprendiera. Pasados unos minutos vio que había comprendido, porque se
deslizó hacia abajo de la cama, aún dándole la espalda, y se sentó, sobre sus
patas traseras, esperando el trofeo. Suárez, indignado, sintiéndose derrotado,
la miró con severidad y se dirigió a la pequeña nevera de la habitación, donde
guardaba la fruta. Lo hizo con suma lentitud, como para que ella
comprendiera que él mandaba, y que si le daba la fruta no era porque ella
hubiera ganado la pelea, sino porque él prefería un tratado de paz a una
agresión. Ella pareció comprender e, inmediatamente, comenzó a aplaudir a
emitir cortos sonidos de aprobación.
—Eres una bribona, una rebelde, una hembra dominante —le dijo Suárez,
humillado por tener que abrir la nevera y buscar un plátano. Buscó uno
grande, duro «a ver si eres capaz de engullírtelo», pensó, con disgusto.
Esperaba que con uno fuera suficiente. No quería que Lucila ganara peso, y
hoy habían comido suficientes grasas. Buscó el más grande, lo asió y se volvió
hacia la mona, blandiendo el plátano como un mástil, como un símbolo fálico.
Se lo lanzó a la mona sin advertirle, para que cayera en el suelo y tuviera que
humillarse a recogerlo, pero Lucila fue muy hábil y lo atrapó en el aire.
Estaba dispuesta a comérselo con cáscara y todo. Se sentó, súbitamente
serena, mientras Suárez la contemplaba, lo cortó en dos y engulló la primera
mitad de un bocado, masticando ostensible y sonoramente.
La mona comía, indiferente a cualquier otra cosa, con un total desprecio por
las palabras de Suárez y parecía que aquella finita le provocaba un gran
placer, una enorme satisfacción.
La miró quieto, de pie, sin moverse, hasta que no quedó ni una monda del
plátano.
—¡Guarra! —le gritó Suárez, y se puso de pie, con esfuerzo, para limpiar el
estropicio.
Suárez esperó hasta la noche para examinar a Lucila. Había pasado el día
confuso, algo turbado, incómodo por lo que había ocurrido, pero sin poder
negar que había tenido un orgasmo de gran intensidad y un viaje a una nube
posterior como si hubiera ingerido alguna droga.
Decidió hacer un examen minucioso del culo y los órganos sexuales de Lucila,
porque no quería tener problemas. Para facilitar las cosas, y no forzarla, apeló
al recurso de la noche anterior: la privó de una parte de la cena, y ella, como
siguiendo un pacto, un acuerdo o una conducta atávica, inscrita en sus genes,
reclamó su fruta con el mismo ímpetu e insistencia que la noche anterior.
Suárez se dirigió a la nevera, extrajo un plátano grande, todavía verde, y se lo
lanzó al aire. Ella lo atrapó en un instante. Comió sentada sobre sus patas,
apoyando su trasero en el suelo. Suárez pensó si le haría trampa, si esta vez,
satisfecho su apetito, ella optaría por irse a dormir sin retribuirlo. La mona
comía lentamente, en un momento, cuando todavía no había acabado con el
plátano lo dejó de lado y se entretuvo bajando la cabeza para contemplar unas
hormigas que desfilaban por las tablas de madera de la habitación en fila, en
procesión. Las contempló un rato, alzó un par con los dedos de la mano
izquierda, se las tragó, no pareció muy interesada por el sabor y, luego de
pensarlo, volvió al plátano. «Agradéceme el plátano, condenada», pensó
Suárez.
Esta vez se agachó, su rostro quedó a la altura del trasero de la mona y, con
una lente de aumento, comenzó a examinarlo. Pensó en los ginecólogos.
Examinan así aquello que puede ser el objeto de su deseo y muchas veces lo
es. ¿Qué extraño deseo era ese, examinar con una lupa aquello que se desea
poseer? Aquello que es extraño a uno, y, por eso mismo, deseable. Por
distinto, por otro. ¿Qué relaciones se pueden tener con lo diferente, con lo
opuesto, con lo otro? Suárez se había puesto guantes de látex para no
contaminarse ni contaminar a Lucila. Examinó el ano con curiosidad.
Aparentemente estaba igual que la noche anterior, aunque advirtió una
pequeñísima herida en un borde, como una hendidura, por la que asomaba,
solo asomaba, una gota de sangre. Con una gasa esterilizada empapada en
alcohol limpió esa boca. ¿Por qué todo lo que se introducía del exterior al
cuerpo había que hacerlo por agujeros? La comida. Los sonidos. El miembro
viril. La vida era eso: agujeros y penetraciones. Estaba interesado en esa
pequeña herida cuando Lucila, súbitamente, volvió la cabeza hacia él y lo
miró como si estuviera esperando algo con impaciencia. Le sostuvo la mirada.
Entonces, brutalmente, Suárez abrió su bragueta hinchada, cogió el miembro
con la mano y lo introdujo sin vacilaciones en el ano de la mona. Lucila emitió
pequeños chillidos de placer o de dolor, no lo sabía, no le importaba, podían
ser la misma cosa. ¿Acaso, en el cerebro de los humanos y de los primates las
neuronas del placer y del dolor no son concomitantes? ¿Acaso a veces una
mujer no siente un intenso orgasmo durante el parto, es decir, en medio de un
terrible dolor?
Una tarde, después de tres meses, el director del zoo llamó a Suárez a su
despacho. Suárez se inquietó. No había ninguna posibilidad de que la mona
hablara, ni de que alguien los hubiera espiado por la noche, pero cierto
sentimiento de culpa lo hizo temer un conflicto, una denuncia, su despido.
Pero el director estaba preocupado por otra cosa.
Suárez asintió con la cabeza. Lucila había menstruado hacía veinte días, por
tanto, faltaban ocho para la nueva menstruación, si es que, como decía el
director, no había copulado con ningún mono.
—Es joven todavía, y, además, tiene mucho carácter —la excusó Suárez—.
Habrá que darle un poco más de tiempo —agregó.
—No estoy seguro —dijo el director—. Su actitud con los demás de su especie
se ha vuelto muy esquiva y solitaria. Creo, Suárez, que la ha malcriado un
poco o se siente demasiado apegada a usted.
—No puedo dejarla todo el día en la jaula común —dijo el director—. Hoy la
han golpeado y pueden volver a hacerlo. Pediré su traslado —afirmó.
—Si me permite —le dijo al director—, yo intentaré que copule con algún
macho. Me dedicaré a eso, señor —terminó.
Esa noche Suárez llevó a su habitación un vídeo con los gorilas disponibles
para la reproducción en otros zoos. Se lo iba a exhibir a Lucila y esperaba que
esta eligiera uno, dos, o tres, el director del zoo haría el trámite para el
encuentro, y el problema quedaría solucionado. Lucila daría a luz, en pocos
meses, a un bebe gorila y lo amamantaría, lo cuidaría, lo mimaría y lo
protegería durante los próximos tres años, Lucila estaba acostumbrada a
mirar vídeos con Suárez. Ambos disfrutaban de los programas sobre
naturaleza, los del National Geographic, y parecía reír con los de humor de
bebés.
Esa noche Suárez le dio mucha comida a Lucila, como para que estuviera
harta y no reclamara más. Cuando terminó de comer, sin embargo, volvió a
echarse en cuatro patas, apoyada en sus manos, y a alzar el trasero buscando
el cuerpo de Suárez. Soslayó la invitación, le acarició la cabeza, y le dijo:
—Tendrás que encontrar un pretendiente que te guste entre todos estos —le
explicó Suárez. Ella lanzó una especie de carcajada cuando vio al primer
gorila de la serie aparecer, golpeándose el pecho, abriendo muy anchas las
aletas de su nariz. Suárez le dio un puntero y le dijo: Por favor, señala con el
puntero aquel que te guste, con el que estés dispuesta a aparearte.
—Vamos, vamos, mira qué guapo es este. —Señalaba Suárez. A veces, Lucila
se llevaba el extremo de su dedo índice a la boca, la doblaba, como si
estuviera pensativa, pero, al final, el puntero yacía a su lado, como un
miembro inútil.
—Lo haremos todas las noches, hasta que te decidas —le gritó Suárez,
indignado. Ella bostezó amplia, sonoramente. Él pensó que era la primera vez,
que quizás no había entendido que tenía que elegir un gorila macho para
aparearse y reproducirse y convertirse en una mamá.
Lucila había vuelto a echarse en el suelo, con las manos apoyadas, y elevaba
su lujurioso trasero hacia él. Cauta, esperaba el premio de todas las noches.
Esta vez, sin fruta, ni pistachos.
Lucila no se movió.
Lucila no se movió.
Tuvo la sensación de que él no estaba concentrado. Bien, hacía dos años que
estaban juntos, no pasaba nada si un fin de semana no conseguían establecer
una verdadera comunicación, había que aprender a manejar la frustración
también.
—Mejor me voy y nos vemos el martes. Estaré más descansado —respondió él.
Cuando salió a la calle los autos estaban estacionados, en fila. Había algunas
farolas encendidas y algunas cafeterías con poca gente y bares en penumbra,
con escasos clientes. Pensó que la crisis había diezmado el negocio y dejado
las noches solitarias, como viudas.
Se metió por una calle lateral, más oscura, sin gente, y se sentó en el borde
de la acera, a descansar, pero en medio de la oscuridad, advirtió una única
figura desamparada, una muchacha, que, también al borde de la acera, daba
tragos a una botella envuelta en un papel de estraza que empinaba a cada
rato. Ella lo ignoró, o eso pensó Suárez, pero ninguno de los dos tenía ganas
de hablar. ¿Hay una clase de compañía silenciosa que no depende ni de la
edad, ni del color de la piel, ni del sexo, ni de las afinidades, ni de la cultura,
ni de la religión, ni de la política, ni del trabajo? Estuvieron un rato así, sin
mirarse, pero conscientes de que uno estaba a un metro del otro, la distancia
justa para no sentirse ni solo ni invadido. Y el silencio, el silencio que unía a
veces más que las palabras. Pero al rato, la chica lo miró:
Ella empujó la botella vacía con el pie. La botella rodó hacia una alcantarilla y
allí quedó quieta, como esperando algo, un golpe, una patada, un gato, la
soledad.
—Como quieras —dijo ella, sin mirarlo—. Pero estar a mi lado tiene un precio
—agregó, después.
—Lo que tengas —dijo ella—. ¿Tienes algo para meterse en la nariz?
—No dije que te fueras —replicó la chica, algo indignada—. Por lo menos
¿tienes un cigarrillo? ¿O eres de los que no fuma porque el cigarrillo mata
lentamente? —Rio—. Yo prefiero morirme de golpe, todo de una vez —dijo.
—Por diez euros me la puedes meter por el culo si tienes algún lugar donde
hacerlo —dijo, con condescendencia, como si fuera un regalo que le ofrecía.
—No creas que es caro —dijo ella—. Cualquier otra mujer te pediría más
dinero, pero ya es un poco tarde y me caes bien. Me das diez euros y me la
puedes meter por el culo. No sabes lo bien que sé hacerlo —agregó.
—¿No tienes algo para ponerme, de verdad, en este cuchitril? —preguntó ella,
mirando el botiquín. Estaba cerrado, pero imaginó que habría alguna
sustancia que pudiera ingerir, beber, chupar, pinchar, inhalar. Después, miró
la jaula, con prevención.
—No serás un pervertido de esos que quiere meterme en una jaula para
violarme… —insinuó, temerosa.
—Calla —dijo él—. ¿Te va bien un poco de alcohol destilado con azúcar? —
preguntó.
Hizo un brebaje con una fórmula, mitad alcohol, mitad azúcar y le agregó el
zumo de unas fresas que había comprado para Lucila. Se lo dio en un frasco
limpio. Ella se tragó el líquido en tres o cuatro sorbos, y, luego, eructó. Le
brillaban los ojos y Suárez pensó que era agradable, pero un poco bruta.
Suárez miró las piernas, las medias rotas, los zapatos de tacón torcidos. La
cabeza le colgaba hacia adelante, de modo que la cabellera, abundante, era
como una cascada de rizos color caoba y negro, necesitados de un tinte. Podía
volver la cabeza y mirarlo, mientras él seguía contemplándola.
—¿Te falta mucho? —preguntó ella, con ganas de acabar.
—No tengo condón —dijo, de pronto. Era sábado y los condones siempre los
proveía Claudia.
—No, quédate como estás —ordenó. Fue al botiquín, cogió unos guantes de
látex que usaba para su trabajo, los abrió, los juntó como pudo y enfundó su
pene en esa bolsa marsupial. De alguna manera la operación, preparar el
condón, probarlo, lo había excitado.
—¡Tengo prisa! —gritó ella. Él pensó cuál era la prisa. ¿La esperaba una
madre enferma, como la de Claudia, un chico atiborrado de pastillas, como
ella, un hijo no deseado que lloraba en su cuna, solo y hambriento? Pero le
pareció más oportuno obedecer. Se acercó lentamente, por detrás, le pidió
que cerrara los ojos, que se aferrara bien a las tablas del suelo, que no
hablara, que no intentara mirarlo y la penetró de golpe, sin miramientos, con
los ojos cerrados y sosteniendo la polla hinchada con la mano. Ella pegó unos
grititos que no le importaba si eran falsos o sinceros, salió, volvió a entrar con
fuerza y eyaculó rápidamente. Enseguida se retiró, y se echó sobre el suelo de
madera. Ella se limpió con unas servilletas que encontró sobre la mesa y lo
miró, ahora de pie, como a un animal cansado que yace, jadeante todavía.
Él cogió unas cuantas hojas de plátano bananero que guardaba para que
Lucila hiciera su lecho y se las alargó.
—Hazte tu cama —le ordenó.
—No eres la única —dijo Suárez y apagó la luz. No tenía la menor idea de si el
invento de látex que se había enfundado en el pene habría sido de alguna
utilidad. Se durmió.
El miércoles a la noche tenía una cita con Claudia, le había prometido que
hablarían.
Pero esta vez le dijo que era la despedida. No tenía la menor idea de si Lucila
entendía qué significaba la palabra despedida, pero no era necesario el
lenguaje articulado. O, en todo caso, había que acompañarlo con gestos, con
miradas, porque todo es lenguaje, no solo las palabras, los mensajes de
whatsapp o los emails . En lugar de penetrarla con su miembro, que
languidecía entre las piernas, la penetró con el cuello de una botella sostenido
por sus manos a la altura del vientre, y Lucila no pareció notar la diferencia, y
si la notó, estaba demasiado cansada después de todo el griterío como para
pedir más.
—¡Creo que Lucila está en celo! —le dijo, con vivacidad—. Usted, Suárez, ¿no
ha notado nada?
Suárez le dijo que sí, que probablemente sí, pero que él había estado muy
ocupado adiestrando a unas crías de bonobo que habían llegado muy
desnutridas y que no había observado mucho a Lucila.
Suárez declinó la invitación, estaba muy atareado con las crías de bonobo.
A la noche se encontró con Claudia. Cenaron en un pequeño restaurante
japonés donde había poca gente y una suave música de fondo y él se sintió
más relajado, más sereno, más cariñoso. Ella estaba especialmente luminosa,
con los ojos brillantes y una sonrisa inteligente y vivaz que le evocaban el
rostro inolvidable de Geneviève Bujold en Inseparables . Claudia le propuso ir
de vacaciones un fin de semana próximo a un hotelito en la montaña, donde
podrían estar solos, junto a una chimenea, hacer largas caminatas, respirar
aire puro, no contaminado, hacer el amor en un lugar que no fixera el triste
cuarto de su casa sombría con una madre enferma en otra habitación.
—«El loto se inclina sobre el camalote» —dijo él, y ella sonrió, con
complicidad.
Esa noche, hicieron el amor, «El colibrí vuela de flor en flor y penetra la flor
virgen». Les gustó tanto que Suárez sugirió que volvería la noche del jueves,
para repetir, y Claudia aceptó gustosa; tenía guardia el viernes y el sábado,
no podrían verse.
—No pude ubicarlo en toda la noche, Suárez, para que nos ayudara a serenar
a esa mona enloquecida —le dijo el director.
—Cuando estoy con mi chica apago el móvil para que nadie nos moleste. No
tenemos muchas oportunidades de vernos y ella tampoco lo enciende —
explicó.
—De acuerdo, lo entiendo, Suárez, pero esa mona parece obedecerlo solo a
usted, quizás ha establecido una relación de dependencia exagerada, intuye
algo, se ha rebelado, no ha querido dormir y el nerviosismo se extendió a todo
el grupo, armaron verdadero jaleo y me temo una investigación, hay algunos
ejemplares heridos y casi todos están muy excitados. ¿Usted no estaba
escribiendo una tesis sobre la psicología de los chimpancés en reclusión?
Debe de saber mejor que nadie cómo se excitan los monos cuando están en
grupo.
—Como en un campo de fútbol, señor —respondió Suárez—. O como en la
guerra. O como en la política.
—Lo antes posible. Cuando usted haya conseguido serenarla, porque parece
que la conoce muy bien y yo tengo que terminar con este problema lo antes
posible. Ah, Suárez —agregó—, antes de publicar su ensayo sobre la
psicología de los chimpancés en reclusión me gustaría leerlo.
La celda de reclusión era pequeña. Suárez la miró: Lucila dormía, bajo los
efectos de una inyección sedante, pero no habían dispuesto nada para que
pudiera jugar cuando despertara. Pensó en arrojarle algunos cacahuetes, una
banana, un trompo de madera (Lucila quedaba fascinada con sus giros) pero
tuvo miedo de que lo estuvieran vigilando. El director estaba desconcertado y
nervioso, y él, también. Seguramente había dispuesto que lo siguieran o lo
espiaran.
En algún momento Lucila abrió un ojo, de manera lenta, torpe, sin reconocer
la celda donde estaba, y, al descubrir a Suárez detrás de las rejas, esbozó una
especie de sonrisa, pero no emitió ningún sonido. Él la saludó suavemente con
una mano y se fue, deseando que la liberaran de una vez pero que se la
llevaran lejos de allí.
Recordó con ternura que de niño, su madre le había explicado que los
animales no habían sido siempre animales: antes, habían sido hombres y
mujeres, condenados por sus pecados a una segunda vida en que eran monos,
elefantes, tortugas o renacuajos. Había sentido pena por ellos, especialmente
porque eso los colocaba en una situación de inferioridad en cuanto a la
comunicación. No hablaban, aunque quizás sabían comunicarse de otra
manera, pero no podían distinguir entre la nostalgia y la melancolía, por
ejemplo. Como siempre, sintió admiración por una especie, la humana, capaz
de inventar la palabra «reminiscencia», la palabra «noctiluca», la palabra
«delicuescente» y la palabra «éxtasis», diferente al nirvana, por otra parte.
Durmió inquieto, tuvo que reconocer que le hacía falta algo a su lado, algo
que tocar, que acariciar en medio del sueño. Tardíamente, Claudia había
contestado: «Yo también te echo de menos».
Lucila parecía más despierta que el día anterior y empezó a brincar y a saltar
cuando lo vio. Él también hizo algunos gestos con la mano, gestos de
bienvenida, de cariño, de comprensión. Le brillaban los ojos y parecía ansiosa
por reencontrarse con él. El director y varios empleados esperaban, a pocos
metros, que Suárez consiguiera hacerse obedecer por la mona.
—No quiero que hablen, ni que griten, ni que hagan comentarios —dijo
Suárez—. No intervengan, por favor —pidió.
—Lucila, linda, vamos a dar un paseo —le dijo a la mona que, aferrada a los
barrotes, lo miraba con alegría y con ansiedad.
Lucila brincó.
—Pero para pasear, debo ponerte esta cadena al cuello. —Le enseñó Suárez,
blandiéndola en una mano y pensando interiormente que las cadenas eran un
símbolo temible. ¿Quién quiere salir a pasear encadenado?
Esperó. Ahora, Lucila miraba hacia el techo, como si la cosa no fuera con ella.
Era una treta muy antigua, que usaba cada vez que no estaba dispuesta ni a
escuchar ni a obedecer.
—Si vienes conmigo, te daré lo que quieres, sí. Una hamburguesa humeante,
palitos de tomillo y un plátano…
Las gotas del trasero de Lucila comenzaban a empapar algunos de los pelos
que rodeaban el ano.
—Ahora voy a entrar —le anunció— y tú serás una mona buena, una mona
amable, una mona cariñosa, y vamos a salir juntos para irnos al cuarto —le
dijo.
Finalmente, rio con un sonido agudo, largo y sus ojos brillaron. Suárez
extendió la mano y Lucila, con los ojos brillantes, y una mueca de confianza,
la asió. Así salieron juntos, como una pareja bienvenida. El director y un par
de empleados esperaban no muy lejos, con el camión en marcha y la puerta
trasera abierta. Se trataba de conducir a la mona hasta allí.
Nadie hablaba. Suárez les hizo un gesto que Lucila no vio y la condujo de la
mano, tiernamente, hasta la puerta trasera del camión. Y subió con ella. Él
primero, ella, de la mano, enseguida.
Había un banco largo en el interior del camión, algunos ganchos, una manta.
Suárez ayudó a Lucila a sentarse en el largo banco gris, y cuando la mona se
inclinó para mirar hacia adelante, hacia la parte delantera del camión donde
ya había un conductor y un acompañante esperando, Suárez saltó
rápidamente hacia afuera y cerró de golpe la puerta del camión. Primero, fue
el golpe seco de la puerta. Lucila comprendió rápidamente, y corrió hacia la
escotilla de la puerta de atrás, para mirar a Suárez que volvía al zoo lo más
rápidamente posible. Pero no pudo dejar de mirarla por última vez: aferrada a
los barrotes, Lucila lo miraba con los ojos desorbitados, los pelos de la cabeza
erizados y la boca tan abierta que hilos de baba parecían formar charcos y
caían sobre su cuello, su vientre, sus pies. Después fue el grito. El grito
ululante, agudo, inmenso de Lucila, que lo hizo temblar como una vara.
Suárez inclinó la cabeza y se golpeó el pecho.
A los pocos días, el comisario Fonseca recibió una carta por mensajero. Se
asombró, en un universo tan tecnificado era muy raro recibir un documento
por mensajería, salvo que fuera algo realmente confidencial. Era un sobre
grueso, amarillo, y detrás un nombre: Suárez. Suspendió sus tareas, abrió el
sobre y leyó:
Cuando reciba esta carta, Fonseca, ya no estaré entre los vivos, b cual será un
alivio hasta cierto punto para mí y para una persona a la que quise, no b
suficiente, quizás, no bien, con seguridad. Es raro, Fonseca, querer bien. No b
enseñan en ninguna escuela. No lo enseñan en el hogar. Hay otra criatura
que también me echará de menos, pero por poco tiempo, si sobrevive.
Estoy infectado con el VIH y me temo que puedo haberlo trasmitido por b
menos a dos personas y a una mona. En todo caso, la investigación acerca de
la forma de transmisión descubriría un comportamiento sexual de mi parte
que si en un medio natural podría ser excepcional o curioso, tratándose de un
funcionario, como yo, provocaría un grave escándalo y afectaría a personas
inocentes, a la institución en la que trabajo y al proyecto que he estado
escribiendo durante todo este tiempo.
Quiero que todas esas personas… y la mona sean protegidas del escándalo y
también de la enfermedad.
6 tubos de óleo (rojo, amarillo, azul, verde, blanco, negro y anaranjado) para
que Lucila pintara sobre papel
2 telas preparadas para pintura al óleo
8 bolsas de cacahuetes
varias hamburguesas
3 cintas de colores
Claudia le pareció una mujer atractiva, más que bella, pero al mismo tiempo,
encontraba en ella algo desolador, no muy diferente a lo que transmitían los
policías con muchos años en la profesión: una especie de frialdad aparente,
superficial, pero mejor era no intentar averiguar qué había detrás de esa
máscara. Era enfermera, debía de tener la piel hecha al dolor.
Titubeó. Quería ganar tiempo. Pero quizás tiempo era algo que ni él ni ella
tenían para perder.
Suárez le había dicho que él tenía la única película. ¿Cómo había obtenido
algunas imágenes justamente Claudia? Fonseca se había mantenido al
margen profesionalmente de todo el asunto, pero se le ocurrió enseguida una
explicación: es posible que alguien —un superior de Suárez, el director, por
ejemplo— hubiera colocado una cámara escondida en la habitación que
compartía con Lucila. Y que Claudia, la amante de Suárez, hubiera tenido que
verlas por motivos de la investigación.
—No soy Suárez —dijo Fonseca—. Ni siquiera éramos muy amigos —agregó—.
No puedo explicarle nada, Claudia, lo siento mucho, son cosas que pasan.
—Serénese —le pidió—. Usted lo conocía mejor que yo. Eran amantes hacía
un par de años. Tenía que conocerlo mejor que yo.
—Pero yo soy una mujer, Fonseca, soy una mujer —gritó Claudia—. Y usted es
un hombre. Un hombre siempre sabe lo que siente otro hombre, como una
mujer sabe lo que siente otra mujer. Los hombres violan, agreden, matan a las
mujeres, Fonseca, y las mujeres no. Una mujer intenta comprender a un
hombre, un hombre quizás intenta comprender a una mujer, pero el misterio
persiste. Usted no habrá amado a Suárez, seguramente, pero yo lo amaba, y
por eso no lo conocía. Estaba seducida por la diferencia, ¿entiende? Yo solo sé
amar desde la diferencia, desde la asimetría.
Fonseca tuvo ganas de decirle que Lucila amó a Suárez desde la diferencia
pero le pareció prudente callar.
—No sea falso, Fonseca. No intente ayudarlo aún después de muerto. No sea
cobarde.
—¿Qué quiere que le explique? ¿La índole del deseo? ¿Por qué a un hombre, a
uno, no a todos, ni siquiera a muchos, le seduce fornicar con una chimpancé
más que con la bonita, bondadosa, generosa, amable, encantadora novia que
tiene? ¡Averígüelo usted misma! Vea la película como yo la veo cada día,
intente identificarse con él y con ella, trate de sentir lo que han podido sentir
ellos y luego confúndase, piérdase, acepte que no puede diseccionar el deseo
como si fuera una carie, un absceso, una pústula, como acepta la muerte en
su hospital, como acepta la enfermedad, los virus, las pestes —gritó.
Ella dejó de mirarlo a los ojos. Los dirigió a las cuatro rosas ateridas en la
botella.
—Había algo muy desvalido en él —dijo—. Las mujeres amamos el poder que
tienen algunos hombres o amamos su profunda debilidad. Y yo le diría,
Fonseca, que un hombre poderoso es un hombre muy débil también. Suárez
era muy femenino. Sensible, educado, tierno… y muy vulnerable. Él no sabía
hasta qué punto era vulnerable.
Fonseca la interrumpió.
—Lo creí durante mucho tiempo —dijo Claudia—. Ahora estoy horrorizada.
Destrozada. Ha hundido todas mis convicciones. ¿Y qué es una mujer sin
convicciones? Solo alguien que siente, que sufre, que se indigna, que desea
vengarse al mismo tiempo que desea amar, proteger, ser compasiva. ¡Hasta
las chimpancés adolescentes tienen sentimientos y convicciones!
—Quizás había una parte de Suárez que no mostraba, que nunca quiso
exhibirle, quizás temía perderla…
—No siga —dijo Claudia—. No hay excusa posible. Es tan sencillo como que
no me amaba. No me amó. Prefirió a una mona brutal, torpe, con esa risa
desencajada y ese trasero peludo…
—Acerca del deseo de los otros mejor es callar —reflexionó Fonseca en voz
alta.
—Quizás solo hay eso —dijo Fonseca—. Quizás solo hay solidaridad de género.
—¿Nunca amó a una mujer?
Fonseca hacía mucho tiempo que no recibía ni aceptaba una pregunta tan
íntima.
—Los hombres no vienen como los paquetes de fideos, con la medida exacta
para cada plato —respondió ella.
—Pero no nos gusta ser demasiado amados. Sabemos que eso exige
correspondencia…
—No. Usted lo quiso bien. Por alguna razón que ignoro y seguramente él
también, porque no es una razón, sino otra cosa, no quería ser amado. Por lo
menos no de manera enaltecedora y exclusiva. ¿Sabe que la encontraba
parecida a Geneviève Bujold?
—Él la ha agredido y de una manera brutal, pero sepa que no quería que
usted lo supiera. No era su intención que usted se sintiera despreciada.
—No se puede controlar todo. No se puede amar tanto el poder como para
ocultar la verdad y esconderla dentro de una jaula o de un libro de análisis
psicológico.
—Pero yo no, Fonseca, yo, no. Basta de machos raros, solitarios, incapaces de
amar. Aunque haya uno solo capaz de amar a una mujer, ese sería el que
elegiría mi corazón —dijo, se puso de pie, se dirigió hacia la puerta, eran
pocos pasos, y se fue.
Fonseca fue hacia el botiquín y extrajo una pastilla para la presión arterial. Le
latían las sienes. No pensaba mirar más la película de Suárez. Ni Inseparables
. Jugaría al póker o leería un libro, cualquier cosa diferente. Triste, solitario y
final[1] .
Fonseca
—Necesito verte —le dijo Fonseca de una manera tan firme y perentoria que a
él mismo lo asombró.
—No me dedico a servicios especiales ni siquiera con los viejos clientes —se
defendió Silvia, recelosa.
Ella vaciló. Hacía tres años que lo conocía y lo visitaba dos veces al mes.
Podía decir que era uno de sus clientes fijos más honestos y formales, con el
que nunca había tenido ningún problema. Ni más intimidad que el servicio
sexual, por otra parte, completamente normal y que le prestaba dos veces al
mes.
—Bien —dijo ella—. Yo también tengo algo que comunicarte —agregó—, casi
podríamos considerarlo como una cita extraordinaria de despedida.
Fue a trabajar pensando en Silvia. Podía decir que era una atractiva conocida.
Trabajaba para él y varios clientes fijos, algunos suministrados por el propio
Fonseca, para protegerla de riesgos. Pero jamás había hablado con ninguno
de ellos, ni tampoco con Silvia, ambos evitaban cualquier referencia. En cierto
sentido se trataba de dos profesionales seguros, expertos, confiables y
conocían bien las reglas y las respetaban, aunque a veces tuvieran —como
todo el mundo— el deseo de transgredirlas.
—Porque tú no me desprecias.
—Los hombres de aquí pagan para follar con las mujeres a las que
desprecian. En realidad —había dicho— más que el servicio sexual, creo que
pagan para despreciar impunemente y que ese es en realidad el verdadero
placer.
Fonseca no le preguntó cómo había llegado a esa conclusión ni creyó que ella
estuviera dispuesta a explicárselo.
Pero ahora, como él, ella había perdido la oportunidad. Silvia tenía cuarenta
(lo averiguó en el Registro de extranjería) y aunque su atractivo se
conservaba en los rasgos, en el cuerpo, un leve cansancio, una especie de
madurez se adivinaba en su figura —sus ojos ya no tenían el antiguo brillo,
aunque conservaban ese tono entre el verde y miel que era uno de sus
encantos más irresistibles, como la voz ronca, profunda y el cuerpo, las
hermosas piernas doradas, los senos firmes y en su justa sazón—.
—Provocas eyaculaciones precoces —le había dicho él, cuando llevaban poco
tiempo de encuentros programados.
—¿Hay buenos amantes? —le preguntó él, medio en serio, medio en broma.
Ella lo miró con un brillo irónico en los ojos que dejó su ego por los suelos.
—Es una mala imitación de una frase de Oscar Wilde —le dijo,
despectivamente.
Durante los últimos tres años, se habían visto con regularidad, dos veces al
mes. Dos veces al mes en tres años significaban veinticuatro al año, setenta y
dos en tres años. Solo una vez ella había fallado, por una gripe, y él, otra,
había tenido que viajar por una investigación. Si no contaba a sus
subordinados, Silvia era la única persona a la que había visto con cierta
frecuencia y siempre para lo mismo. Ella jamás aceptó una invitación fuera de
su trabajo y él, herido en su orgullo por los primeros rechazos, no insistió.
Pero alguna vez pensaba en esa rara coincidencia: Silvia, amante del jefe de
Inteligencia y Enlace que dirigía las operaciones contra la organización a la
que pertenecía y, más de veinte años después, la querida del comisario de su
ciudad de adopción. ¿Había pasado información secreta del jefe de
Inteligencia a sus compañeros? ¿El eficaz funcionario se había enamorado de
la bellísima actriz principiante? ¿La descubrió y, enamorado, la ayudó a huir
antes de que el ejército —sus compañeros— la matara, o ella traicionó a los
suyos, se enamoró del comisario y consiguió un salvoconducto? Se
preguntaba si el hecho de tenerlo como cliente a él, el Comisario Fonseca, le
traería alguna evocación, si esa era una de las explicaciones de que lo hubiera
aceptado como cliente, si era una revancha, una venganza, o todo lo
contrario: había aprendido a lidiar con un hombre de acción, con un jefe. Pero
consciente de que la relación se mantenía en virtud de su silencio, jamás
había hecho una alusión al tema, ni insinuado que sabía algo acerca de su
pasado. «Al fin y al cabo —pensaba Fonseca— todo el mundo tiene un pasado,
aún sin moverse del lugar donde nació, todo el mundo tiene algún secreto,
algo de lo que no quiere hablar, ni que se lo recuerden». Pero desde hacía un
tiempo, Fonseca quería saber. Saber o hacer. Aunque solo se tratara de un
acuerdo sexual, tenía ganas de hablar con ella, de invitarla a salir, a ir al cine,
a un restaurante, a dar un paseo por una playa mediterránea, pasar un día
viendo viejas películas o visitando ruinas romanas. Era la vejez, pensó, la
cercanía de la vejez. Fuera lo que fuera, esas eran sus ganas, sus deseos, y
pensaba que quizás Silvia, ya cuarentona, cansada de un oficio mezquino y
bastante sórdido experimentara algo semejante. Había hecho una modesta
lista de las cosas que podía sugerirle, lentamente, sin apabullarla. Fonseca
era un apasionado de las listas, aunque en los últimos años, las había
abandonado un poco. La lista de cosas que quería proponerle a Silvia era
modesta, pero posible: 1) Una tarde en el cine Renoir, donde reponían viejas
películas que él no había visto por falta de tiempo pero que siempre eran de
calidad. 2) Un paseo por la Rambla, paralela al mar, donde había quioscos de
vendedores ambulantes de bolsos, relojes, pañuelos de seda, artesanía, maíz
acaramelado y churros. 3) Una cena en una pequeño restaurante del Barrio
Antiguo, especializado en comida árabe. 4) Un corto viaje en tren, hasta un
pueblo cercano, donde se podían visitar ruinas romanas. Fonseca sabía la lista
de memoria, y esperaba que ella aceptara alguna de las propuestas. 5) Un
viaje a Berlín. Había leído muchas cosas sobre esa ciudad, reconstruida por
las mujeres después del fin de la Segunda Guerra Mundial y sentía curiosidad
por conocerla.
Se saludaron sin tocarse. Silvia le había impuesto una de las leyes más rígidas
de su oficio: nunca un beso y menos en los labios. Pero a veces se saludaban
dándose la mano, como antiguos conocidos o vecinos.
Él sirvió un par de whiskies , como hacía siempre. Los dos habían dejado de
firmar casi al mismo tiempo, a poco de conocerse, y tampoco esnifaban.
Intuyó que quizás sí, en otra época, como él, habría probado alguna cosa de
esas que aparentemente estimulan. Si así fue, lo había abandonado.
—Me gustaría tener algo que celebrar —le dijo Fonseca—, pero la verdad es
que no tengo nada que celebrar, salvo que hayas aceptado una invitación
fuera de programa —le dijo, sentado frente a ella.
—No me gustan mucho las celebraciones —dijo ella y él pensó que era una
concesión que le hacía. Parecía de buen humor, ella que era tan melancólica,
y el hecho de que no estuviera tan melancólica como de costumbre era una
buena señal.
—Estoy viejo, triste y cansado —confesó Fonseca con voz apagada—. Necesito
un cambio.
—Y tú estás más hermosa que nunca —agregó, para darse ánimos y porque
era verdad.
—Yo también.
—Me refiero a algo que está por debajo del maquillaje —dijo Fonseca.
Ella lo miró con algo que él pensó se parecía a la caridad, de ninguna manera
a la complicidad.
—¿Me quito la ropa? —preguntó Silvia.
—Sí —dijo él, que ya había consumido su segundo whisky —. Por favor, lento.
Lento. Ella se fue despojando de la ropa lentamente, pero de una manera que
no le permitía creer que lo hacía por gusto o por placer, sino como parte del
contrato, como concesión. Él sintió que iba a convertir el cuerpo de Silvia en
un fetiche, para poder desearla con convicción. Deshumanizarla. Como si solo
hubiera una persona —él— a solas con un objeto bellísimo, tan bello e
irresistible que solo se podía poseer anulando su belleza. «¿Por qué
destruimos lo que amamos?», pensó, mientras se concentraba en contemplar
el espléndido sexo rapado de Silvia. Encimó su cabeza sobre esos labios
grandes, rojizos, hinchados, que abultaban imitando las bolsas testiculares y
oprimió levemente el dulce clítoris erecto, húmedo, que alzaba su cabeza
como un mochuelo. Estaba endurecido.
Pero todo lo que lo rodeaba era dulce y jugoso. Un higo abierto. O el fruto de
la granada. «¿Por qué destruimos lo que amamos?», volvió a preguntarse,
mientras montaba a Silvia con brutalidad, con fuerza, con autoridad. «Para
que no nos esclavice ni nos domine», le contestó una voz interior. Le había
bastado con ver el sexo desnudo y completamente despojado de vello de Silvia
para sentirse excitado, embelesado, empalado, conminado a penetrarla con
vigor, como si ese acto duro, brutal fuera la manera —torpe— de poseer lo
imposeíble, a la mujer que no se entregaba más que por dinero y simulaba
complacerlo más como una madre que como una mujer.
Quedó exhausto, de espaldas, con los ojos casi cerrados. Lila aprovechó para
ir al baño. No quería recordarla, no quería recordar ese sexo rojo, grande,
ancho, de labios carnosos con ese clítoris sobresaliente que él admiraba como
si se tratara de una joya de delicada artesanía, como esas joyas antiguas
traídas de Anatolia. ¿Los hombres primitivos, habitantes de las cavernas,
devoraban acaso el clítoris de las hembras y las castraban? ¿De ahí venía la
costumbre bárbara en Oriente de seccionarlo? ¿Para que no gozaran, para
que hubiera solo un goce, el masculino, todopoderoso en su inmensa
debilidad?
—¿Hemos terminado o falta algo más todavía? —preguntó Silvia con desgana.
A él tampoco.
—Yo también —dijo ella—. Empieza tú. El cliente tiene prioridad —agregó
innecesariamente.
—Quería invitarte a alguna cosa —dijo—. A algo más que a estas sesiones
quincenales de… sexo y nada más —agregó—. Nos conocemos hace tiempo,
creo que te caigo bien, más allá del contrato, y tú me gustas mucho. He
estado pensando que quizás podríamos hacer más cosas, como ir al cine,
pasear, cenar alguna noche…
—¿Te casas? ¿Has encontrado a un viejo rico dispuesto a casarse contigo? —la
interrumpió—. No me lo creo. Simplemente, no me lo creo. Eres demasiado
orgullosa como para eso. Tampoco me creo que hayas encontrado un trabajo
de oficina o en un taller. No hay empleo para nadie y tú ya no tienes veinte
años.
—Ni lo uno ni lo otro, Fonseca —le dijo y él se percató de que era la primera
vez que pronunciaba su nombre. O la primera vez que él lo escuchaba—. No
es nada de lo que piensas.
—No se trata de dinero, Fonseca —repitió ella—. Y aunque no tengo que darte
ninguna explicación, tú has sido honesto, honrado y creo que en el fondo eres
un buen hombre, mereces que te lo diga —agregó—: Me voy a vivir con una
mujer.
—¿Esas son las únicas relaciones posibles entre mujeres, Fonseca? —le
preguntó con ironía—. Pareces un ginecólogo. Hace un año fui a un
ginecólogo y me preguntó si estaba casada. Le dije que no. Si estaba
divorciada, le dije que no. Si tenía hijos. Le dije que no. «Soltera sin
relaciones», anotó en la ficha. Su cabeza no daba para más. O no quería
pensar en otra cosa más que en lo poco que conoce, porque siempre es poco
lo que conocemos. Ni en otras formas de hacer el amor…
—¿Me estás insinuando que te has vuelto lesbiana? —la interrumpió Fonseca,
furioso.
—Me voy a vivir con una mujer que me ama, a la que amo, con la que hago
muchas cosas más que el amor, y cuando hacemos el amor, Fonseca, te
aseguro que ni me paga ni le cobro, y siempre nos besamos, nos acariciamos,
y no hay prisa, ni relojes, dormimos abrazadas, nos reímos juntas,
escuchamos música, ella cocina o yo cocino, y especialmente, Fonseca, hay
ternura. Mucha ternura.
—Pero yo puedo imaginar la felicidad y puedo vivirla todavía —le dijo Silvia—.
Te lo recomiendo. Aunque sea con un perro… o con una mona —dijo.
—Creí que te quería. O que empezaba a quererte. Ahora sé que no, porque si
te quisiera, aceptaría lo que me cuentas con humildad, y no con resentimiento
y deseos de venganza. Con el resto de bondad que me queda te deseo que
seas feliz por mucho tiempo —terminó.
—¿Te acuerdas de aquella pregunta que me hiciste una vez? Te dije que no te
la iba a contestar nunca. Pero ahora sí te la responderé.
—Me lo imaginaba —respondió, y esta vez, sin que Silvia pudiera detenerlo, le
dio un beso en la mejilla.
—Te deseo buena suerte. Y, por favor, consigue encontrar al hijo de puta que
torturó, violó y mató a la dominicana.
—Cuando te veo desnuda, en la cama, siento una enorme piedad. Imagino las
veces en que has sido maltratada, imagino las veces en que la brutalidad, la
saña, el escarnio intentaron humillar tu cuerpo, destruirlo, y quiero repararlo.
La palabra exacta es reparación —le dijo.
Silvia le tapó los labios con los dedos para silenciarla. Aunque lo que no se
nombra existe igual en el pensamiento. «Reparación», pensó, y comprendió lo
que Laura sentía. ¿Se puede compartir un sentimiento? Solo solo si hay, en un
instante, una compenetración absoluta. La de la madre y el hijo, la del niño
hacia la hermana herida. Le tapó los labios y le dijo:
—Tú siempre usas la palabra justa, la palabra cuya precisión hiere como un
estilete. Y quizás es mejor olvidar, no recordar.
—¡No sé si soy una poeta o una dramaturga! —gritó Laura, que había
advertido la turbación de Silvia. Turbación. Turba. Turba : «Residuos
vegetales acumulados en los pantanos y de color negruzco».
Ahora Laura escuchaba el sonido del agua sobre la piel de Silvia y gozaba con
saber que luego, rápidamente, se bebería las gotas que quedaran sobre la piel
de la mujer a la que amaba, como si pudiera tragarse los poros. «Te
engulliría», le diría, «pero como me han civilizado a la fuerza, todo sea dicho,
he renunciado al canibalismo y solo te bebo, te chupo, te muerdo, te palpo, te
acaricio, te beso, con un respeto que solo es fruto de la cultura, no del
instinto».
—Termina con la muerte de Eva, por supuesto —dijo Laura—. Y Adán escribe
en su tumba: «Allí donde estuvo ella, estuvo el Paraíso». Es el mejor homenaje
que un hombre le ha hecho a una mujer. Y me voy, que si no, no habrá función
—terminó Laura aquella vez—. Acompáñame. El teatro, sin ti, está vacío. Un
día prepararé una gran velada para nosotras solas. El amor me da hambre e
hiperactividad, vida mía. Me enciende la imaginación, además de los labios.
Los de arriba y los de abajo. Pero antes de salir, muéstramela, enséñamela
otra vez.
Aún sin conocer el secreto, como un rito, Laura le pedía, antes de salir juntas
a cualquier parte:
—Todo. El ancla Tyzak. Por qué no quieres ver La muerte y la doncella , que
he conseguido estrenar luego de mucho tiempo, esfuerzo, dudas, lágrimas,
angustia, miedo y dolor, pero venciendo todos esos sentimientos. Todo.
En cuanto leyó la obra, Laura quiso representarla. Le parecía que había algo
fundamental en ella, algo que era necesario recordar, tener en cuenta, algo
que concernía al poder, a la muerte, a las relaciones humanas, al sadismo, a
la venganza, a la memoria y al olvido. Algo tan fundamental que era necesario
tener presente, que había que enseñar en las escuelas, en los colegios, en la
universidad. Todos los temas fundamentales se repiten una y otra vez, contra
el olvido, con la esperanza de que el conocimiento perdure, la advertencia sea
útil y no estemos condenados a la repetición. Porque si no se recuerdan,
pueden volver a ocurrir. En la obra, la protagonista, Paulina Escobar, chilena,
fue violada y torturada durante la dictadura por un médico militar. Ha pasado
mucho tiempo, ahora vive en EE.UU. con su marido, y una noche de tormenta,
este salva al conductor de un auto que ha estado a punto de desbarrancarse y
lo lleva a su casa. Paulina Escobar cree reconocer por la voz (nunca llegó a
ver el rostro de su torturador) al hombre que la violó y la torturó, pero él lo
niega con firmeza. Él no estuvo allí. Afirma haber estado en Barcelona, en
esos años, haciendo un máster de medicina.
—Sí. Lo hice. Lo hice muchas veces. La violé hasta catorce veces. Al principio
le ponía música, para que no se escucharan los gritos. Quería aliviarla. Una
vez, hasta curé sus heridas, luego de violarla. Sí, es verdad. Yo la violé.
«Doctor, no va a rechazar carne gratis», decían los oficiales. Empezó a
gustarme. Ya no pensaba en aliviarla, sino en cuántas veces sería capaz de
aguantar la picana eléctrica en la vagina y si luego, alguna vez, sería capaz de
volver a sentir un orgasmo. Carne sobre una mesa bajo la intensa luz de los
fluorescentes. Y usted no me podía ver. Solo oír. Solo escuchar mis pasos, al
acercarme, y luego, lenta, muy lentamente, dejaba caer mis pantalones, para
que usted pudiera imaginar lo que iba a sucederle. Si la iba a penetrar
violentamente, o le iba a meter la picana. Si la iba a violar y matar, o solo
violar. Un placer morboso se apoderaba de mí: yo, como usted, podía
imaginar la violación, antes de que ocurriera, pero usted no podía hacer nada
para evitarla. Yo tenía el poder. Y no necesitaba ni seducirla, ni enamorarla,
porque el poder era mío, solo mío. Sentí el éxtasis soberbio de poseer a una
mujer convertida en un objeto. Un objeto para mi deseo, a mi disposición.
Podía haberle hecho mucho daño. Pero la conservé viva. No la dejé morir.
Reconozca que, por lo menos, le salvé la vida.
Algo detuvo a Laura al escuchar esta confesión final del médico. Aunque
conocía el texto de memoria, quiso escucharlo sin ver la escena, desde afuera,
sola, para que las palabras tuvieran su total repercusión, para que las
palabras desnudas, sin la imagen, sin los ojos acusadores de Paulina, ni los
atemorizados del médico, que pasaban del miedo al placer, interrumpieran su
escucha. Y esta vez, se emocionó más que nunca. Sintió rabia, dolor, rechazo,
angustia y deseos de venganza. Unos terribles deseos de venganza, como los
habría sentido Proserpina y la Paulina real, alguna de las tantas Paulinas de la
Historia, las antiguas, las presentes y las futuras. Por algo justamente
Polanski, un niño judío errante, escapado de un campo de concentración,
había elegido esta obra para llevar al cine. Polanski, el mismo que, años
después, convertido en un remedo del doctor Miranda, violó a una menor.
Aunque tuvo el detalle de anestesiarla, unos minutos antes. Como el doctor
Miranda limpió una vez a Paulina de las heridas de la tortura.
Todo estaba controlado: el dueño del hotel era funcionario, los empleados
también, y sabían que no tenían que intervenir salvo que se produjera un
hecho inesperado.
—Ll dibujo del rostro —dijo Suárez—. Sé quién es. Yo iba a menudo a la
hamburguesería y ese hombre acosaba a la dominicana. Se había
encaprichado con ella y ella cometió el error de despreciarlo. Una emigrante
pobre, aislada, sin recursos, sin amistades…
—No me cuente la película —le dijo Fonseca—. Necesito una pista, una
prueba. No me basta una sospecha. ¿Cómo se llama?
—Me lo contó, borracho, una noche, en su pieza. Lo grabé sin que se diera
cuenta con mi móvil, el que llevo en el bolsillo. Se imagina que no me habrá
dicho su verdadero nombre…
Suárez extrajo un móvil rosado del bolsillo de uno de sus pantalones, amplios
ahora que había adelgazado tanto.
—Eso es algo más que ser un sidoso a punto de morir —respondió Suárez.
—¿Sabe usted una cosa? —dijo Suárez mientras bajaban por la escalera de
servicio del hotelucho, sin ser vistos y Fonseca se esforzaba por ayudarlo con
los escalones—. Nunca me ha convencido el guión de King Kong . No creo que
el capitán estuviera verdaderamente enamorado de Fay Wray. Si la amara
verdaderamente, jamás habría permitido exhibirla en público al inescrupuloso
director de cine, frente al monstruo, haciéndola revivir la angustia, el
sufrimiento, el miedo que había sentido. Ni por diez mil dólares, que entonces
eran una verdadera fortuna.
—Usted es un romántico, Suárez —le dijo Fonseca.
—Si las mujeres supieran las fantasías que los hombres tenemos en la cabeza,
nunca se animarían a tener una relación —sentenció Fonseca—. Estaríamos
condenados a la homosexualidad.
La fantasía es la única verdad de los amantes
—Descansa —le dijo—. Duérmete a mi lado, boca con boca, ojos con ojos,
abrazándonos. El sueño, como un vestido común, como una tela que nos
abraza. Como lapas. Dormiremos, y nos volveremos de lado juntamente, y
seremos dos en una en el sueño, en los menudos despertares, y me dirás te
quiero, y te diré te quiero, y sonreiremos en la noche como dos que se
amarran. Las barcas que han llegado a puerto. Cuando me miras y me
acaricias, me calmo. Tengo la sensación de que, por fin, todo está en orden. El
mundo está en orden, a pesar de los noticieros, de las guerras, de todo el
horror de cada momento, a pesar de las catástrofes hay una isla, una isla
donde el mundo está en armonía y, en ella, estamos tú y yo solas, reunidas,
juntas, con alegría y complicidad, con felicidad y ternura, con deseo y con
generosidad. Una gran, gran generosidad que nos hace perdonar a todo el
mundo, ese mundo caótico, incomprensible y loco de afuera, lleno de furor y
de ruido. Descansa, vida mía. Descansemos juntas y dejemos al mundo afuera.
—¿Qué? —preguntó Silvia, como si volviera del paraíso. «No sabe que cuando
se llega al paraíso, hay que evitar todas las preguntas», pensó. O quizás la
curiosidad podía más que la felicidad. La curiosidad, más fuerte que el miedo.
La curiosidad, cabalgando con el deseo de conocer, aun aquello que puede
acabar con nuestro bienestar.
Silvia cerró los ojos y Laura se dio cuenta de que había huido hacia las dulces
playas del sueño. Su sueño. Ll de Silvia. Lila se evadía de esa manera.
«Cuando una se enamora —pensó Laura—, tiene que averiguar muchas cosas
que no surgen espontáneamente en una conversación. Todo lo que se habla
antes de amar a alguien es escaramuza, floreo, molinete, finta, pase; el
conocimiento empieza justamente cuando los cuerpos se separan, y el sueño
reparador vuelve a establecer el límite que la embriaguez de la piel, los
órganos y el deseo pareció borrar». Silvia se quedó dormida y aunque estaban
abrazadas, Laura comenzó a sentir una especie de rencor. ¿Por qué la dejaba
sola? ¿Por qué la dejaba en el infierno de sus preguntas sin respuesta, de su
desconocimiento del pasado, por qué la dejaba con el deseo de poseer
insatisfecho? Quiero poseerte, quiero poseerte, quiero saber, hubiera gritado.
Saber es una forma de poder. Y ocultándose en el ancla Tyzak, ocultándose en
el silencio, Silvia no la ayudaba a amarla desde siempre, desde el primer
vagido, desde el primer momento, desde lo antiguo. La dejaba sola con sus
fantasías, y la fantasía es la única verdad de los amantes.
—No llores, vida mía —le dijo Silvia, con los ojos secos. Ella hacía muchos
años que no podía llorar.
—No lloro por algo que me hayas hecho —dijo Laura—. Lloro por ti, por mí,
por Paulina Escobar, por Polanski, que fue niño judío en Polonia, porque
mataron a su mujer, que estaba a punto de parir, y porque luego él violó a una
adolescente, y lloro porque tú y yo no nos conocimos antes. Antes. En el
principio del mundo. Al nacer. Esta crisis no tiene que ver contigo y, sin
embargo, se desencadena contigo, porque te amo, y eso me vuelve frágil,
vulnerable, celosa, posesiva, hipersensible, porque tengo miedo y, sin
embargo, sé que tengo la fuerza suficiente como para amar, si me ayudas.
Porque no sé casi nada de ti y quiero saber, y me da miedo saber, y no
quisiera preguntarte, pero te pregunto y tú no quieres hablar, preferirías un
amor anónimo, que empezara hoy, o ayer, sin carnés de identidad, sin relato.
Especialmente sin relato. O como si el relato empezara con nosotras. Pero yo
amo con las palabras y con la imaginación, con un deseo insaciable que
abarca desde el embrión original hasta la deflagración final por un meteorito
o por el calentamiento de la Tierra. Y si te quisiera tanto debería renunciar a
esta sed, pero no sería verdad, sería un sacrificio, y, a la larga, el deseo
retornaría, porque estaría insatisfecho. No hay amor sin relato. Eso es lo que
comprende oscuramente el marido de Paulina Escobar. Ella le había ocultado
una parte importantísima del relato, o el relato que le había contado era
diferente. Y reclama su necesidad de saber. Quiere saber y ni siquiera sabe si
luego de saber, podrá amarla de la misma manera, pero le Kan cambiado el
relato, y protesta, como hace la niña pequeña cuando la madre, de noche, le
cuenta el relato de La hormiguita viajera y se equivoca, le dice que el vestido
era verde, en lugar de rojo. La niña, airada, ofendida en su confianza, grita
que esa no es la hormiguita viajera, porque la hormiguita viajera tenía el
vestido rojo. Y comienza a llorar como si la hormiguita ya no existiera,
hubiera muerto. La madre comprende que ha cometido un error
imperdonable: ha cambiado el relato. Y la confianza de un niño o de una niña
en su madre es la confianza en el relato: «Tú eres Pedro y sobre ti construiré
mi Iglesia». Solo si Pedro sigue siendo Pedro, la Iglesia será construida.
Cualquier mitología es una leyenda, sobre leyendas construimos nuestra
identidad, pero esa identidad peligra si cambiamos el relato. Ll amor, Silvia,
es un sentimiento que depende del relato, o que depositamos sobre el relato.
Y yo necesito tu relato.
Después de ese vómito demandante, Laura calló y Silvia la acarició, dijo: «Sí,
mi amor, sí», y se echó a su lado, en el sofá, donde apenas cabían, abrazadas.
El cuerpo de Silvia de pronto se alzó, vehemente, y la cubrió.
—Sabía los riesgos que corría al enamorarme de alguien que ama el teatro,
como yo. Ama las palabras, la escenografía, la representación. Pero este no
era un enamoramiento fugaz, como tantos otros. Este es un amor asesino:
mata todos los anteriores, los vuelve insignificantes. Borra el pasado, lo
convierte en un torpe simulacro —declaró Laura.
Estaban unidas como una lapa de concha cónica a la roca, solo que esta vez,
una lapa se había unido a la otra, eran dos lapas que mezclaban sus
mucosidades a la noche y al desplazarse conjuntamente, dejaban una cicatriz
en la roca, y esa cicatriz las adhería aún más firmemente. Y como las lapas,
tenían una parte de macho y una de hembra. Pero solo las hembras
sobrevivían, porque eran más fuertes. Y ellas eran hembras. Un par de
hembras juntas, aliadas, cómplices, dispuestas a luchar contra el pasado,
contra los miedos, la angustia, las enfermedades, la muerte.
No dejaría nunca de escribirte
(Gabriele D’Annunzio)
De pronto, en el río de la vida y del ruido de la vida ocurre algo que no parece
trascendente pero en un momento, en un instante de lucidez y de intensidad,
en silencio, se es consciente de que ese hecho, que ha pasado otras veces,
probablemente, se convierte en imborrable, inolvidable, eterno. Me pasó
anoche, mientras dormida, balbuceabas que me querías. Habías entrado en tu
propio sueño, a mi lado, pero sin querer, sin que yo hiciera nada, me habías
incorporado a tu sueño: dormías conmigo, y el sueño, que suele establecer el
límite, la distancia invisible entre una y otra, quiso suprimir la diferencia, la
otredad: estabas dormida pero soñabas conmigo. Supe que ese momento se
había fijado en mí como escrito con tinta de tiburón. Con tinta de tiburón de
los océanos. Cuando estoy a tu lado, siento que todo está en orden, por fin en
orden, acordado, entonado, pacífico, sensual y amoroso como la música de las
esferas, justo, bello y armonioso. Pero al despertar, miraste con melancolía el
ancla, en mi tobillo, y supe que también habíamos llegado a otro momento, el
momento que he querido evitar por egoísmo, por confiar en que el presente
hiciera prescindible el tiempo anterior, y olvidar que todo amor en el fondo es
un relato. Tú quieres mi relato. No te basta con el presente, necesitas algo
más, porque el amor no se impone como una verdad absoluta, hay que
ganárselo cada noche, como se lo gana Scherezade. Y aunque yo soy, dices, tu
sultana, lo soy solo en la medida en que la ignorancia te hace sentir más
débil, más dependiente, más sumisa. No quiero tu sumisión. Por lo menos, no
quiero propiciarla. El secreto es poder, amargamente lo sé. Y entre tú y yo no
habrá nunca poder e impotencia, dominio y dependencia. Ambas tendremos
una sola dependencia, la del amor mutuo, no la del amor solitario.
En medio del delirio del whisky , Laura descubrió una posdata de Silvia.
Decía:
¿El espectáculo debe continuar? Ese era el título de una novela de Elmer Rice
que había leído muy joven, y había escuchado, muchas veces, como un elogio,
que un cantante, o una actriz, había continuado la función, a pesar de la
muerte de su padre, de su madre, o de uno de sus hijos. Era una prueba de su
responsabilidad profesional. La madre muerta, él se monta igual al escenario,
coge la guitarra y da la nota de inicio, chilla la música, él se agarra al
instrumento como a un mástil y salta, grita, se agacha, se retuerce, canta
como nunca, todo el grupo lo sigue, la gran noche, como si estuviera drogado,
drogado o en trance; luego, después de una hora ininterrumpida, hace una
breve pausa, balbucea ante el público delirante que su madre ha muerto y
que ese es un homenaje que le hace, su gran concierto.
—No tienes que esperar un minuto más. Te quiero. Estoy enamorada de vos,
como dicen ustedes. Y no son efluvios etílicos. Te quiero, aunque me muera
de celos cada vez que veo el ancla, aunque me muera de pena cada vez que
pienso en tu huida, aunque tenga miedo de mis fantasías y de las tuyas, de tu
miedo y de mi miedo. Te quiero. Es así. Algo que estaba ya en los Escritos,
antes de que nos conociéramos. Algo que alguien escribió, no sé quién, como
los jeroglíficos, como las runas, y yo empiezo a leer en tu voz, en tu cuerpo, y
tú lees en el mío. Algo que es una parábola y un encuentro y un
reconocimiento. No te conozco, te reconozco. Y te pido perdón. Por todo lo
que has sufrido antes de conocernos y por todo lo que te voy a hacer sufrir
con mis celos, mi envidia de los otros, mi inseguridad. Pero te amo. Y está
desde antiguo en los Escritos. Aunque necesite tiempo para encajar y leer
todo esto que me has revelado y que de alguna manera yo intuía. Como una
obra de teatro, necesito un poco de tiempo para asimilarlo y decirte: el
espectáculo debe continuar. Y bórrate de una vez esa ancla, porque ahora ya
no es el ancla Tyzak, ahora es el ancla Laura. Te quiero.
—Acá hay un hombre que necesita compañía —había gritado una mulata de
aspecto maduro, pantalones rojos, muy maquillada, a la chica que bailaba
sola. Seguro que todo estaba preparado, querían agasajarlo.
—¿Puedo invitarla a una cerveza de una marca un poco mejor que este orín de
gato espumoso que estoy tomando?
—Invíteme —dijo ella, con una voz firme y dulce, una combinación que lo
seducía, pero, decididamente, detestaba el merengue. Además, los altavoces
del salón sonaban demasiado fuerte. Era difícil hablar en medio de ese
torbellino de compases melodiosos, acaramelados, que repetían
insistentemente fáciles estribillos que algunos y algunas repetían siguiendo el
ritmo. La muchacha era veinteañera, lo cual, al principio, le pareció un
disparate, pero tenía el cabello lacio, largo, era sencilla, guapa y tenía una voz
extremadamente suave. «Una seductora», pensó, pero cualquiera de las
mujeres y de los hombres que estaban allí lo eran, de una manera espontánea
y natural, como se respira. Si Fonseca hubiera sido un intelectual, le hubiera
gustado escribir una Historia Universal de la Seducción, teniendo en cuenta
las danzas, los perfumes, los tatuajes, los collares, los torneos de belleza, las
lociones para después del afeitado de los hombres, los bolsos de Hermes, los
Ferraris de los jugadores de futbol, las arepas de alguna belleza venezolana,
pero solo era un hombre solitario al que le gustaba hacer listas, además
estaba seguro de que esa historia ya la habría escrito algún antropólogo o una
antropóloga antes que él.
—Flor —dijo ella, con una dulce humildad. Jerarquizaba. Estaba ante un
macho poderoso, al que posiblemente quería conquistar. Había que insinuar
sumisión, reconocimiento al poder del macho dominante.
—Me parece una buena idea estar acompañado por una flor un sábado a la
noche —le dijo Fonseca, odiándose por esa manera tan torpe de coquetear.
Una manera que con Silvia no hubiera funcionado. Pero seguramente la chica
estaba acostumbrada a los piropos facilones de los merengues y la salsa.
¿Salsa de qué? «De tomate, bechamel, mayonesa, hinojo, carne, vino agrio»…
—Soy una emigrante —respondió Flor—. Mi familia está lejos, dejé atrás los
tornados de Santo Domingo, las palmeras, a un novio demasiado calentón que
se negaba a usar condón, y limpio casas en esta ciudad donde a veces me
llaman negra y otras me humillan, pero quiero aprender cosas. Las cosas que
no pude aprender en mi país y todavía no he tenido tiempo de aprender. Sé lo
que es estar sola y sentirse sola. A veces, son la misma cosa. También sé
sentirme sola en medio de una fiesta, de una reunión y hasta en una iglesia.
No es cuestión de número, ni de personas. Es otra cosa. Tampoco es un
asunto de Whatsapp ni de Facebook.
—Tengo poco tiempo para estar sola, pero cuando estoy sola, intento
aprender cosas. Nombres de ríos. Continentes. Volcanes. Estuarios.
Montañas. Océanos. Dioses. Diosas.
Fonseca interrumpió.
—Listas —dijo él—. Cuando estoy ansioso o me siento solo, hago listas. Listas
de palabras. Peces, por ejemplo. Angula, perca, mojarra, pargo, centrisco,
lucio, trucha, carpa, barbo…
—Las palabras son sus amigas —agregó ella—. Es curioso —agregó—, porque
las mujeres hablamos más que los hombres.
—La dulzura. Que sea dulce. La sonrisa. Los mimos. La bondad. El buen
corazón. Que me seduzca pero no mienta. Que sepa qué hacer conmigo
cuando estoy cansado, enfermo o cuando tengo ganas de hacer el amor. Y que
me aguante cuando solo quiero mirar un partido de futbol por la televisión, o
solo quiero dormir, o solo quiero leer un diario deportivo. Que sepa que no
puedo hacer dos cosas al mismo tiempo y no me desprecie por eso. Que no me
pregunte por mi pasado, ni por mi trabajo. Que valore el silencio tanto como
las palabras. Que le guste el cine y los animales. —Se dio cuenta de que era
una lista, otra vez, y para suavizar los requisitos, agregó—: Y siempre uso
condón.
Ella sonrió.
—Yo nací porque mi padre era macho entre los machos y despreciaba a los
machos que usaban condón.
Fonseca la escuchó en silencio. Estaba cansado del ruido y tenía sueño. ¿Una
Flor humilde, del campo, que se le ofrecía a una edad en la que ya solo
pretendía hacer listas y jubilarse? Alguien le trajo una arepa calentita pero la
rechazó con un suave movimiento de cabeza.
—Si no tienes un plan mejor para esta noche, te puedo invitar a mi casa. Un
apartamento de hombre solo, oscuro, desordenado, con una sola cama y un
sofá, una cafetera, una nevera casi vacía pero una máquina de cine donde ver
películas antiguas. Esas que tú no habrás visto nunca. Podemos ver
Casablanca —le dijo—. Un clásico del cine que resiste el paso del tiempo,
como los dinosaurios y yo —le propuso—. Y si me duermo en medio de la
película, tienes que saber que la frase más famosa es; «Siempre nos quedará
París». The end .
Fonseca tuvo la esperanza de que ella hubiera entendido, era un diálogo que
habría podido tener con Silvia, ¿Estaba teniendo el síndrome de Rebeca ?
Pero Flor no había visto ni Casablanca ni Rebeca , de modo que podía tener el
síndrome que fuera, nada lo delataría. La ignorancia tiene una virtud; nos
oculta a los demás. Y nos deja otra vez solos, sin compartir. Salvo que alguien
esté dispuesto a enseñar.
Ella lo miró con confianza y un asomo de esperanza.
—Es la ley del intercambio, la más vieja del universo —contestó Fonseca,
poniéndose de pie, saludando a todo el mundo cordialmente, disimulando las
risitas a medias, las miradas de complicidad, los codazos entre los
dominicanos y las dominicanas. Lo habían preparado, como antes se
auspiciaban los enlaces entre familias, el intercambio: título de nobleza por
monedas de oro, doncella por diez hectáreas de terreno más cinco cerdos
bien cebados. «En este caso —pensó— joven emigrante guapa y sin papeles a
cambio de hombre mayor, responsable, solitario y comprensivo». Ella le haría
la comida e insistiría en querer bañarlo y secarlo en la bañera, y él tendría
que explicarle que era mucho más erótico rociarle el cuerpo de espuma con
sabor a chocolate comprada en el sex-shop de la esquina que él iría lamiendo
dulcemente de su cuerpo. Salvo que le entrara el complejo de la edad. «Edad,
años, cuarentena, lustros, meses, días, soles, lunas, astros, luciérnagas…»,
comenzó a enumerar y, cuando se dio cuenta, paró. Había sido suficiente para
cambiar de fantasía.
—La felicidad no tiene texto —le dijo Fonseca—. No está en los libros. No está
escrita. No se puede leer. Por eso todos los cuentos terminaban con aquello
de «Fueron felices y comieron perdices». Siempre está por escribirse.
Y detuvo un taxi.
Rencor mi viejo rencor
El cliente levantó la vista del diario que estaba leyendo y lo miró de manera
fría, con una aparente indiferencia que escondía alguna clase de violencia o
de rencor. El camarero la ignoró, y gritó hacia el mostrador de mármol donde,
plateada, brillaba una máquina de café.
Del diario leía los deportes y los resultados del hipódromo. Y los obituarios.
Alguien debía escribirlos. Alguien. Alguien. ¿Quién? Miró el día y la fecha en
su reloj. Un reloj de marino. Entre los oficiales se había puesto de moda,
hacía muchos años (en los años de la dictadura), una marca suiza de relojes
de plata, esféricos, provistos de una luna con una cantidad de números
romanos y manecillas, con la propiedad de iluminar a la noche, con lo cual, no
había necesidad de encender la luz. A él le gustaban mucho los relojes. Había
comprado el modelo, y no salía de casa sin él. Era lunes, siete de mayo, y la
fecha estaba señalada en rojo por una manecilla del reloj. Tenía un par de
relojes más, pero no los usaba. Los contemplaba, y, a veces se quedaba
mirándolos fijamente, con la mente en blanco, como si se tratara de una
pecera donde, ensimismadamente, nadaban tres peces, uno rojo, dos
amarillos. En la pecera había algunas piedras oscuras, que simulaban rocas, y
filamentos verdosos de algas y de plancton, y, a veces, alguno de los tres
golpeaba su trompa contra el vidrio de la pecera, como si fuera ciego, pero el
golpe no lo disuadía, al rato volvía a hacerlo. Buscaba una salida o era un
juego. Un juego solitario, sin testigos, un juego cuyo sentido él ignoraba.
La calle estaba casi vacía, porque era una ciudad grande pero no
superpoblada, y, además, ese era un barrio elegante. El barrio de las
embajadas. Y él vivía en el barrio de las embajadas, desde hacía un par de
años. Desde que pidió el retiro, por motivos de salud. Una depresión
encubierta que lo libró del trabajo y de las responsabilidades, cuando la
dictadura acabó. Como acaban las pestes y los terremotos. Ahora era un
hombre sin uniforme, es decir, un tipo sin falo. Porque los uniformes son un
falo para las mujeres. Desde chicas, sueñan con hombres vestidos
elegantemente con sus uniformes destacados. Como los hombres sueñan con
mujeres desnudas. Esa era la gran asimetría: hombre y mujer. Quizás no
había mayor asimetría, aunque se hablara de otras: de diferencias de edad, o
de raza, o de ciudades, o de religión. No, la verdadera asimetría estaba en el
cuerpo y en el cerebro. Obligados a convivir en la asimetría. Sin uniforme, él
también se había sentido despojado, desposeído, como sin virilidad. Aunque al
principio, cuando la caída de la dictadura, el uniforme era un estigma. Ni
siquiera los que permanecían en el Ejército salían a la calle de uniforme:
temían las represalias, la culpa se había convertido en miedo. Entonces, el
uniforme era una vergüenza, los delataba. Por eso, muchos preferían usarlo
solo mientras trabajaban. Pero ahora, Mauricio ya se había acostumbrado un
poco más a ser un hombre sin uniforme, y apreciaba sus ventajas: el
anonimato, pasar inadvertido.
—¿Cuál es su nombre?
—¿Y el suyo?
—Ah —dijo—. Usted ya ha venido otras veces por el mismo asunto. Lo tengo
registrado aquí —y continuó mirando la pantalla.
—Sí —dijo él—. Vengo todos los meses. Porque siempre me dicen lo mismo:
que averiguarán, pero no hay noticias, que espere y vuelva, a ver si aparece
alguna información.
—¿Tiene su carnet de identidad? —preguntó la empleada.
Él extrajo de su billetero un carné antiguo, con una foto de cuando era más
joven.
—Sí —dijo Mauricio—. Un poco cambiado. Tengo que renovarlo. Pero igual
sirve —agregó—. ¿Puede decirme si hay alguna noticia sobre el paradero de
mi hermana?
—No quiero ayuda —casi gritó Mauricio—. Quiero saber si está allí o no.
Salió a la calle. Recordó que a las once tenía sesión con la psicóloga. Por la
depresión. En el mismo barrio elegante donde vivía solo, porque su mujer lo
había dejado.
—Buenos días —saludó a la psicóloga. Era una mujer madura, más bien
fornida y con gafas de miope. Pero sonreía con una amabilidad que daba
confianza. «Estudiado», pensaba Mauricio. Le costaba creer que alguien
pudiera sonreír espontáneamente después de los cuarenta años.
—Claro que tengo nostalgia —contestó él, un poco airado—. Estoy lleno de
nostalgia. Enfermo de nostalgia. Moribundo de nostalgia. Soy un recipiente de
nostalgia. Como un barco que desplaza la nostalgia de un puerto a otro y
nunca se desembaraza de su carga. «¿Desembaraza?». Usamos ese verbo sin
darnos cuenta de lo que significa.
—No quiero desear lo mismo siempre —se defendió Mauricio. «Como una
condena, como una maldición», recordó la letra del tango.
—Me compraré una así, cuando la vea. Pero creo que es única. La empezaré a
buscar por toda la ciudad.
—Yo creo que deberíamos cambiar el relato —le aconsejó ella—. Soltar el
ancla. De alguna manera, usted está anclado en el pasado por miedo a vivir
en el presente. Constrúyase otro presente diferente. Cambie.
—Pues ahora tiene que seguir viviendo en tierra y aprender a amarla. Esa es
su nueva tarea.
—Casi todos —respondió Mauricio con una sonrisa—. Por eso alguien los ha
llamado «lamento de cabrones». Yo soy ese cabrón —dijo Mauricio.
Tras el golpe militar uruguayo tuvo que exiliarse en Europa desde 1972.
Obtuvo la nacionalidad española en 1974.
Desde entonces ha publicado varios libros que han gozado del aprecio de la
crítica y los lectores: «Evohé» en 1971, «Descripción de un naufragio» en
1974, «Diáspora» en 1976, «Lingüística general» en 1979, «Europa después
de la lluvia» en 1987, «Babel bárbara» en 1991, «Otra vez Eros» en 1994, y
«Aquella noche» en 1996.
[1] Frase de Raymond Chandler que el escritor argentino Osvaldo Soriano usó
como título de una de sus novelas. (N. de la A.) . <<