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LA FORMACIÓN PERMANENTE

DEL PROFESORADO UNIVERSITARIO:


CULTURA, CONTENIDOS Y PROCESOS
Juan Manuel Escudero M.
Universidad de Murcia - España
(jumaes@fcu.um.es)
RESUMEN

El estudio esboza una propuesta en torno a una de las áreas de


mayor importancia para el desarrollo y mejora de la institución
universitaria como lo es la formación permanente del
profesorado. Se parte de algunas reflexiones sobre la
justificación de la formación pedagógica del profesorado, del
cambio que comporta un nuevo tipo de formación en el contexto
actual en los planos de la cultura y la política dentro de la
universidad, de sus valores y contenidos propios en
contraposición a los de su entorno y de su contexto que obligan a
pensar en una reforma o reestructuración universitaria.
Como segundo aspecto se delinean algunos referentes y
dimensiones a contemplar en la formulación de políticas de
formación permanente del profesorado desde una perspectiva
constructiva, amplia, sistémica y multidimensional, que de
respuestas a cuestiones como: de quienes y para quienes debe
ser la universidad, sobre el tipo de cultura y formación que se
ofrece para estar en condiciones de bosquejar un modelo
profesional, en donde el conocimiento científico, la capacidad
investigadora y la competencia docente esté unido a los valores
y criterios específicos de cada domino, y a los valores y
creencias personales, como referentes a la universidad que se
quiere construir. Se diserta también sobre los procesos y
oportunidades a ofrecer, entendidos como las estrategias que
definen el desarrollo profesional integral, sostenido en el tiempo,
de carácter individual y colectivo, teórico-práctico, vertebrado en
torno a la solución de problemas y mejora de la enseñanza y el
aprendizaje del alumno. Todo ello enmarcado en una estructura
organizativa que impulse estos proyectos y que cuente con
disponibilidad financiera.
Y como tercer aspecto, tiene que ver con la revisión de los
diseños curriculares y las prácticas de titulación desde una
perspectiva que permita redimensionar las políticas universitarias
no solo como dispensadoras de títulos académicos sino como
instituciones que deben asumir tomas de decisiones acordes con
la misión, finalidad y contribución social para lo cual fueron
creadas.

Palabras clave: Formación permanente - Contexto institucional -


Enseñanza universitaria - Reforma - Calidad - Contenidos de
formación - Titulación.

ABSTRACT

This study outlines a proposal about one of the major important


areas for the development and improvement of the University
Institution which is the continuing formation of the professors. It
begins from same reflections about the reasons of the
pedagogical professoral instruction, the change that implies a
new type of formation for the present context in the cultural and
political areas in the university, its values and proper contents in
contraposition to those of its environment and context, that forces
to think about a reform on university reconstruction.
As second aspect are outlined some reference ideas and
dimensions to be taken in the political formulations for the
continuing process of Faculty Development from a constructive
perspective, wide, systemic and multidimensional, which give
answers to questions as: Whose and for whom must be the
university, about the type of culture and formation offered in order
to be in conditions to draw a professional model, where the
scientific knowledge, research closed to the values and specific
criteria of each domain, and to the personal values and
believing, as references to the university to be built. Also this
paper talks about processes and opportunities to be offered
conceived as the strategies that explain a complete professional
development, maintained in time, of individual and collective
characters, theorical-practical, shaped to the problem solutions
and the improvement of teaching and student learning. All of
them framed in an organizative structure that drives these
projects and have financial support.
And as third aspect, it has to do with the review of curriculum
designs and the certification degree practices since a perspective
which allows the reformulation of the university policies not only
as developers of academic titles but as institutions that assume
decisions in accordance with the mission, finality and social
contribution for which they were created .

Key words: Continuing formation - Institutional context -


University teaching - Reform Quality - Formation content -
Granting degree

PONENCIA

El desarrollo y mejora de la institución universitaria, de sus


cometidos sociales y formativos, de sus recursos, estructuras y
procesos necesarios para ello, está en el centro de muchas
demandas y preocupaciones, quizás ahora con todavía mayor
intensidad que hace sólo unos años. Un empeño como este,
como es fácil suponer, se resiste a soluciones fáciles, o a
fórmulas presuntamente expeditivas. Con toda seguridad, en la
construcción de su posibilidad han de participar condiciones que
están más allá de los estrictos confines de la Universidad, y
tambén otras muchas que residen en su interior. Entre algunas
medidas recientes y en curso, pertenecientes a esta segunda
categoría, la autovalución institucional, diversos esquemas de
evaluación externa y acreditación, así como una nueva
sensibilidad hacia la formación y el desarrollo profesional de los
profesores han irrumpido con fuerza en los últimos años; de uno
u otro modo, están haciendo acto de presencia en la política
universitaria corriente.

En su conjunto, representan algunas de las medidas que la


Universidad está tratando de elaborar para responder a
imperativos múltiples que le son formulados por el entorno social,
así como para satisfacer de modo más adecuado sus cometidos
y propósitos. Al atender a demandas sociales, culturales y
políticas externas a través de estos nuevos focos de atención,
nuestra institución busca reconocimientos y legitimación social.
Ni unos ni otra resultan hoy fáciles de conseguir. Pero lo que sí
parece probable es que de lo que haga para lograrlos, y del
modo que sea capaz de acreditarse socialmente, va a depender
cada vez más su propia supervivencia, sus recursos materiales y
humanos. Sobre este telón de fondo, lo que está en cuestión, es
decir, sometido a revisión, en este momento momento histórico
particular, es su naturaleza como institución para la enseñanza
superior, sus finalidades y cometidos, así como también sus
estructuras de gobierno y gestión, sus modos de operación y
resultados. La revisión de que es objeto afecta a cuestiones
concernientes a su organización y distribución de saberes y
capacitaciones, a su condición de espacio cultural privilegiado
para la reconstrucción y generación de nuevos conocimientos y
desarrollos, así como a su potencialidad formativa a través de las
prácticas y relaciones que propicie para los sujetos y ciudadanos
que tienen el privilegio de participar en las mismas.

La formación del profesorado universitario es considerada en


este concierto, o para ser más precisos debiera serlo, como una
de la áreas de atención preferente. Suele definirse como una
parcela estratégicamente ineludible para encarar un presente
cada vez más inestable y un futuro incierto. Su historia ya
dilatada ha puesto de manifiesto, por lo demás, que la
preparación y formación de sus profesores ha representado,
particularmente en los ámbitos científicos e investigadores, uno
de sus baluartes más representativos, reconocidos y
sustentadores. Si, como es ahora el caso, la formación que nos
preocupa pretende extenderse hasta incluir otras facetas
tradicionalmente más relegados como fue la formación didáctica
o pedagógica para el ejercicio de la docencia, estamos
acogiéndonos a un valor altamente privilegiado en nuestra
institución, pero al mismo tiempo cifrado en otros contenidos,
referentes y estándares, a todas luces diferentes de los
propiamente docentes, pedagógicos, o didácticos.

En lo últimos años, sin embargo, se asiste por doquier a un afán,


ciertamente oportuno y loable, de poner de relieve el valor y la
importancia de esta parcela descuida de la profesionalización del
docente universitario, o en todo caso no tan atendida como lo
merece. La organización de un evento como el que aquí nos
convoca es una muestra fechaciente de lo que digo. Otros
similares están ocurriendo en el panorama internacional. En
España, por citar sólo un ejemplo más familiar, en el curso
pasado se celebraron dos acontecimientos similares, y
específicamente centradas en el análisis, valoración y propuestas
en torno a la profesión docente en la Universidad y su formación;
una de ellas en la Universidad de las Palmas (Rodríguez, 1998),
y la otra en el contexto del V Congreso Interuniversitario de
Organización Escolar (Departamentos de Didáctica y
Organización Escolar de la Comunidad Autónoma de Madrid
(1998). Y, todavía más recientemente, el pasado mes de junio se
ha celebrado en la ciudad de Cáceres un tercer encuentro sobre
el tema.

Estas evidencias, incluso prolícas en torno a la formación del


profesorado con un foco tan nítido ahora como el de su
formación relacionada con el desempeño de la docencia y mejora
de la calidad de la enseñanza, reflejan un nuevo clima social, así
como la emergencia de nuevas urgencias y sensibilidades
universitarias. Seguramente, como apuntaba más arriba, pueden
considerarse al mismo tiempo como reverberaciones en nuestra
institución de nuevos imperativos sociales, tecnológicos y
económicos, así como también de otros que obedecen a revisar
seriamente la naturaleza y las finalidades, los cometidos y los
procesos, los resultados y las contribuciones de la Universidad
en el nuevo escenario de la sociedad cognitiva y la globalización.
Nos encontramos, pues, con una suerte de magma en ebullición
que precipita urgencias y demandas heterogéneas, reflexiones y
propuestas que obedecen a razones muy diversas. A su vez,
algunas de las medidas y políticas en ciernes representan al
mismo tiempo la justificación de nuevos espacios de análisis y
actuación dentro de nuestra institución y la denuncia de la
desconsideración o ausencia de los mismos en el pasado.
Concretamente, la formación del profesorado universitario, uno
de esos ámbitos emergentes, es un buen ejemplo de estos
nuevos desafíos y aspiraciones a darlos cumplimiento de alguna
manera.

La ausencia de preocupaciones por la formación docente


centrada en la enseñanza, fácil de documentar en el pasado
todavía cercano, ha obedecido probablemente a explicaciones
de muy diversa naturaleza. Muchas de ellas tienen sus raíces en
la propia cultura y valores dominantes en la institución
universitaria. Una y otros han nutrido y configurado, entre otros
aspectos, un determinado modelo de profesional, y, desde luego,
un conjunto de parámetros y perfiles sobre los que asentar la
construcción de su identidad y desarrollo. Obvio es decir que, en
este orden de cosas, la formación científica e investigadora ha
concentrado, y seguramente todavía lo hace, muchos más
consensos e identificaciones con lo que debe ser y en lo que
debe formarse un profesor universitario que lo que en su caso
pueda representar la extensión de la misma hacia ámbitos tales
como los relacionados con la docencia y sus diversas
capacidades y habilidades. Así las cosas, no es difícil que
podamos afirmar que, al dirigir la atención hacia la formación del
profesorado universitario en materia de docencia, lo que estamos
haciendo de uno u otro modo es diseñar en el plano de las ideas
y las prácticas un ámbito de innovación y cambio. Sus
componentes constitutivos, como suele ocurrir con los cambios
en educación (González y Escudero, 1987), incluyen, como
poco, la discusión y justificación de nuevas ideas, y también la
pretensión de promover nuevas relaciones, prácticas y
metodologías.

Mi aproximación al tema de la formación del profesorado


universitario, por tanto, se va a centrar en analizar una propuesta
como ésta, que bien merece ser catalogada como una
innovación o cambio a promover en el seno de la institución
univesitaria. Habremos de dialogar así sobre un amplio conjunto
de presupuestos e ideas, contenidos, metodologías y propósitos
específicamente relacionados con la función docente en la
Universidad, con la mejora de la enseñanza, y, por extensión,
con la apertura de un espacio propio para la formación
pedagógica. Entiendo, por lo demás, que ésta, como cualquier
innovación, está llamada a encontrarse, coexistir, y en el mejor
de los supuestos convivir, con ideas, culturas, tradiciones y
prácticas preexistentes, hasta la fecha, y todavía,
preferentemente ocupadas por la asociación de la formación del
docente que trabaja en la enseñanza superior con dominios tales
como el desarrollo científico e investigador. Este dato ha de ser
expresamente considerado, pues representa un contexto
decisivo a tener en cuenta para el desarrollo de una formación
del profesor universitario como la que se va a considerar aquí.

Mi contribución está organizada en torno a tres puntos generales.


En primer lugar ofreceré algunas reflexiones sobre la justificación
de la formación pedagógica del profesorado universitario, pero,
por lo que acabo de decir, alertando al mismo tiempo sobre
ciertas paradojas y dificultades que puede toparse en la cultura
de nuestra institución. En según lugar esbozaré algunos apuntes
generales sobre los referentes y la dimensiones que, desde mi
punto de vista, habría de contemplar una política universitaria de
formación permanente del profesorado. Para terminar, sugeriré a
titulo de ejemplo un posible ámbito de trabajo que podría
servirnos para acometer un desarrollo profesional relevante y
provechoso de los profesores universitarios específicamente
centrada en la mejora de la enseñanza y la formación de
nuestros estudiantes.

1.La formación del profesorado en el contexto cultural e


institucional de la enseñanza universitaria.

Legitimar y promover una formación permanente del profesorado


universitario requiere interrogarse sobre el tipo de cambios que
comporta un nuevo tipo de formación en el contexto vigente, en
la cultura y la política, dentro de la Universidad. Al hacerlo,
parece conveniente reflexionar sobre qué supuestos, valores y
contenidos habría de articularse esa formación, y también sobre
cuál pueda y deba ser su acomodo en el universo de
significados, percepciones y valores que no solo pertenecen a la
institución en abstracto sino, de forma más concreta, a la misma
construcción de la identidad, a la cultura en la que han sido
socializados durante mucho tiempo, y a las pautas de relación y
tareas que suelen asumir como propias, particularmente en lo
que atañe a qué es su formación, cuáles son sus ámbitos de
incidencia, y a través de qué procesos y condiciones.

El tema al que estoy aludiendo, que habla tanto de la cultura


universitaria como de su encarnación en representaciones y
prácticas de profesionalización dentro de la misma, todavía se
torna más complejo si advertimos, como procede, que la
institución universitaria no es un todo homogéneo ni en términos
de cultura ni en términos de profesonales particulares. Al amparo
de estructuras y dimensiones formalmente comunes a toda la
comunidad universitaria, históricamente han crecido y se han
desarrollado culturas particulares, cotas de poder, estatus y
reconocimientos sociales y académicos diferentes, a la postre,
subculturas, con sus correspondientes sistemas de creencias y
valores, reductos de influencia y derechos adquiridos, equilibrios
y conflictos micropolíticos. A mi modo de ver, la formación del
profesorado centrada en la mejora de la docencia no puede
desconocer esta realidad; con ella ha de dialogar, y en su seno
ha de procurar abrir su propio espacio de reconocimiento. A la
luz de estos presupuestos, lo primero que tengo interés en
subrayar es que, sea cual fuere el tipo de alteración que se
pretenda en el concepto de formación permanente del
profesorado universitario de modo que incluya específicamente
dominios correspondientes a la formación pedagógica, no puede
pasarse por alto el valor y la naturaleza que ya tienen en la
institución universitaria otros contenidos y referentes,
concretamente, como decía, aquellos más directamente
identificados con la formación científica e investigadora.

La cultura de nuestra propuesta innovadora, por lo tanto, ha de


ponerse en relación con otra cultura histórica e institucional
mucho más asentada, y con toda seguridad más reconocida,
valorada, y también incentivada. Pasar por alto esta apreciación
representaría, a mi modo de ver, adoptar un punto de partida
conceptualmente parcial e ingénuo. Y, si así fuera,
probablemente también podrían resultar irrelevantes ciertas
decisiones estratégicas encaminadas a articular la formación del
profesorado a la que aquí nos referiremos de forma particular.
Por más que pueda parecernos razonable un determinado
discurso pedagógico que esgrima razones de peso para
reclamar, también para el profesorado universitario, una
adecuada cualificación pedagógica, sería sumamente
problemático hacerlo desde una perspectiva ingénuamente
restringida y contextualmente ciega. Para obviar en lo posible
este tipo de riesgos, me parece obligado desgranar ciertas
reflexiones que precisen todavía más algunos apuntes sobre la
cultura universitaria y que, a su vez, nos permitan relacionarla
con determinadas condiciones sociales y culturales más amplias
que hoy están interpelando a nuestra institución.

1.1 La formación permanente en la cultura y tradición


universitaria.

El propósito de extender la categoría de la formación del docente


universitario hasta incluir bajo la misma la mejora de sus
capacidades didácticas es positivo y, qué duda cabe, merece ser
bien considerado. Así y todo, sería problemático plantearlo sin un
mínimo reconocimiento de la situación, del contexto en el que tal
propuesta está llamada a desenvolverse y, por consiguiente, sin
la atención debida a las relaciones, seguramente complejas, que
este tipo de formación está llamada a sostener con la cultura,
valores y tradiciones preexistentes y mucho más enraizadas en
la institución universitaria, en el mundo de significados y
atribuciones del profesorado.

Partir de un reconocimiento aceptable del territorio que pretende


pisar un tipo de formación que preste una atención específica a
la mejora de la enseñanza exige advertir, para empezar, que la
formación permanente, una determinada modalidad y contenido
de la misma si se quiere, ya ocupa un espacio de relieve en la
cultura universitaria. No es precisamente la Universidad un nivel
del sistema educativo en el que la formación permanente de sus
profesores ocupe un lugar secundario, sino todo lo contrario. La
permanente actualización en saberes y habilidades se esgrime
como una de sus señas más distintivas. Sus traducciones más
visibles aparecen en forma de criterios y procedimientos
consagrados para afrontar tareas tan importantes como son la
selección del personal y su promoción a lo largo de las carreras
profesionales establecidas. De ese modo, esos criterios de
ordenación, regulación y validación del profesorado se han
erigido en referentes normativos sobre los que cada cual asume
que ha de construir y afirmar la propia identidad, así como
esperar de todo ello, cuando es satisfactorio, los reconocimientos
establecidos. Y, justamente por los criterios al uso y los valores
que reflejan, generalmente la Universidad ha puesto sus mayores
énfasis en la construcción de un modelo de profesor
permanentemente abierto a un saber cada vez más profundo y
extenso en su área de conocimiento, así como en capacidades y
disposiciones que le lleven a participar activamente en la
recreación del mismo a través de la práctica investigadora. Este
marco de referencia, que a la postre compone un determinado
sistema de valores, ha establecido relativamente bien qué
competencias ha de desarrollar un profesor, sobre qué
contenidos han de adquirirse y cómo han de ser demostradas.
Directamente relacionado con el mismo, se han dispuesto
estructuras y mecanismos de acreditación que permitirán a los
docentes el logro de reconocimientos, incentivos y promoción.

No es necesario echar mano de muchas evidencias para insistir


en que, por lo general, al profesor universitario se le exige y
reconoce el dominio de los conocimientos de sus respectivas
áreas de conocimiento, y también la competencia demostrada
(proyectos, publicaciones, etc.) en lo que concierne a su papel de
creador y constructor del saber, su divulgación y proyección
sobre unas u otras formas de desarrollo científico y tecnológico.
Si en los sistemas escolares puede citarse alguno de sus niveles
y profesionales como la más fiel encarnación del supuesto que
sostiene que para enseñar basta con dominar los contenidos,
ese es precisamente el que corresponde a la enseñanza
universitaria. En torno al mismo está construído el entramado
institucional, cultural y profesional que ha cifrado en el pasado la
formación del profesorado en los dominios científicos e
investigadores, excluyendo, o como poco marginando, ese otro
que ahora se ha convertido en un tema de ya reiterada
reclamación. Para la mayoría del profesorado, aunque siempre
hay excepciones, la formación científica e investigadora
constituye una suerte de imperativo moral generalmente bien
asumido e internalizado, sea por razones éticas, o también por
aspiraciones legítimas de promoción. Sobre este terreno, con
toda seguridad, es sobre el que recae su energía, esfuerzo y
dedicación; a la postre, sus trayectorias de formación y desarrollo
profesional. En aras de un cierto realismo, seguramente hay que
partir del hecho de que, así las cosas, las energías para extender
su formación sobre otros dominios, por ejemplo el didáctico,
suelen ser más bien escasas, y quizás marginales.

Conviene tener muy en cuenta, entonces, que en este contexto


institucional y cultural, que merece calificarse como el escenario
prevalente de socialización y construcción de la personalidad del
docente universitario, la formación permanente no es una
realidad ausente sino, por el contrario, un valor esencial y
constitutivo. Pertenece, a fin de cuentas, al tesoro históricamente
fundacional de la Universidad como espacio de creación y
propagación del conocimiento, apela al mismo para legitimar
socialmente su razón de ser, y, según los vientos históricos de
cada momento, se le exige y reclama de unas y otras formas por
la sociedad. Lo que no está tan claro, sin embargo, es cuál sea,
pueda o deba ser, el espacio que dentro de ese universo de
significados, normas, valores, pautas de socialización y sistemas
de reconocimiento, ocupe el territorio que debiera corresponder a
la formación en competencias y saberes pedagógicos
relacionados con el ejercicio de la docencia. Es más, hay cierto
consenso en apreciar que estos dominios de la formación, pese
a sus reclamaciones desde ciertos sectores, siguen ocupando
parcelas muy escasas, por lo general marginales, y
frecuentemente irrelevantes (Kember y MacKay, 1996).

Cuando se contemplan algunos análisis recientes y propuestas


relativas a la formación permanente del profesorado universitario,
la mejora y calidad de la docencia, la autoevaluación
institucional, o las planificaciones estratégicas, se puede apreciar
un énfasis creciente en la formación didáctica o pedagógica del
profesorado, así como en la introducción de diversos sistemas de
control externo, autoevaluación y políticas de calidad. En todos
los casos puede apreciarse con claridad que lo que se proclama
es un nuevo conjunto de significados y valores que comportan
sutil o abiertamente nuevos modelos de profesor, nuevos
cometidos y tareas a incluir en su desempeño profesional. En la
medida en que con razón merecen ser calificados de nuevos,
podemos catalogarlos como pretensiones, si se quiere proyectos,
encaminados a promover nuevas ideas o concepciones sobre la
profesión, nuevas competencias y modos de hacer, también
nuevas disposiciones, vivencias y requerimientos, así como, con
todo ello, un nuevo marco de relaciones, influencias y también
controles que afecten al puesto de trabajo y al desempeño de la
condición de docente universitario. Con todo merecimiento, pues,
este conjunto de nuevos lemas y demandas pueden ser incluidos
con todo merecimiento, tal y como se apuntó más arriba, bajo la
categoría genérica de cambio educativo (Fullan, 1991). Al
adoptar esta perspectiva, emanan algunas consideraciones que
me parecen pertinentes para afrontar el tema que nos ocupa.

Como puede suponerse, no es este el lugar para entrar con


detalle en lo que comporta asumir una perspectiva de cambio
para abordar la formación del profesorado universitario. Y, por
añadidura, no puede afirmarse que exista una perspectiva sobre
la naturaleza del cambio y sus procesos, sino muchas y
controvertidas. Así y todo, podemos advertir que, a estas alturas,
nadie se atreve a sostener que los cambios en las instituciones y
profesionales de la educación puedan entenderse como el
diseño de artefactos, proyectos, métodos y prácticas destinadas
a ser implantadas de forma expeditiva, aun cuando se presuma
que están cargados de lógicas razonables y propósitos legítimos.
Hoy sabemos, por el contrario, que cualquier fenómeno de
cambio e innovación pertenece a la categoría de asuntos
sociales y políticos resistentes a la racionalidad traducida a
procesos de gestión técnica, pues siempre e irremediablemente
están saturados de racionalidades encontradas, de pugnas entre
instituciones y sujetos por hacer prevalecer unas u otras
concepciones culturales e ideológicas, así como por complejos
juegos de intereses, influencias y poder de los que no es
infrecuente que unos resulten, o se perciban, como sujetos
beneficiarios, mientras que otros pueden hacerlo como
perjudicados.

(1 de 4) Continuación...

LA FORMACIÓN PERMANENTE
DEL PROFESORADO UNIVERSITARIO:
CULTURA, CONTENIDOS Y PROCESOS
(Continuación)
Juan Manuel Escudero M.
Universidad de Murcia - España
(jumaes@fcu.um.es)
PONENCIA

Cualquier cambio, y desde luego los que pretenden circular por las
instituciones y los profesionales de la educación, pertenecen, por
tanto, más a la categoría de lo conflictivo, paradógico, incierto y
problemático que esa otra, antaño sostenida y ahora desacreditada,
cual era la que llevó a entenderlos como fáciles trayectos por los que
circula el imperio de la racionalidad, el fácil convencimiento de sus
usuarios y su aplicación eficiente y efectiva por parte de los mismos.
Sobre el descrédito bien ganado de esta manera de entender los
cambios y sus correspondientes políticas ha surgido, más bien, el
postulado que los cambios en educación, no importa en qué nivel ni
sobre qué dominios versen, han de entenderse no como soluciones
técnicas tan solo, sino más bien como problemas eminentemente
culturales y políticos que han de amparar y promover al mismo
tiempo sus correspondientes decisiones y actuaciones estratégicas.
Cualquier propuesta de cambio, entonces, como exponente de un
determinado sistema de valores, creencias, propósitos, en suma,
cultura, queda irremediablemente expuesta a sostener encuentros,
generalmente conflictivos y problemáticos, con las culturas y
tradiciones históricas con las que se topan en los espacios
institucionales y profesionales a los que vaya dirigida y donde aspira
a penetrar.

Relacionado ese supuesto con el tema que nos ocupa, parece


procedente definir la formación permanente en la Universidad no
tanto como un problema de tipo técnico o estratégico sino como un
asunto vidrioso, de carácter cultural y político. Acotarlo como un
problema cultural significa que lo más decisivo no habrá de ser la
obsesión por responder a la pregunta de qué tipo de procesos,
procedimientos o técnicas habríamos de diseñar para promover la
formación del profesorado. Pues, amén del luegar y pertinencia de
estas facetas, lo que resulta inexcusable es plantearse diversos
interrogantes que versen sobre qué significa y puede comportar que
una nueva cultura sobre la institución universitaria y sus cometidos,
sobre el profesorado, sus responsabilidades y competencias, aspire a
introducirse en el seno de otra bien consagrada e históricamente
conformada, que, por añadidura, no es precisamente sensible ni
representa un terreno bien abonado para que aquella pueda florecer
de modo provechoso y relevante. También procede plantearse, por
ejemplo, qué cambios han de darse en la estructura de valores,
conocimientos, disposiciones y sentimientos que tejen la identidad del
profesor universitario para que llegue a inscribir en su seno otros
contenidos y propósitos, hoy por hoy bastante ajenos a la misma. Y,
cómo no, qué sistemas de reconocimiento y remuneración, que
criterios y contenidos sobre los que aplicarlos, han de instaurarse
para que este nuevo territorio de la formación se acomode
razonablemente bien con estructuras y esquemas de
profesionalización que hasta la fecha no suelen considerarlos.

Entiendo, por tanto, que o estas cuestiones se despejan de modo


razonable, o cualquier intento de cambio como el que nos ocupa
puede quedarse sólo en los niveles de lo simbólico, las retóricas, la
irrelevancia, así como, tal vez, el carácter de artículo de consumo
para cuatro románticos y circunstancialmente sensibilizados hacia la
importancia de un desarrollo profesional que también se extienda
debidamente sobre los dominios específicamente relacionados con la
docencia y su mejora.

Y, como siempre que a propósito de los cambios educativos entran


en liza culturas diferentes, no podemos descartar una mirada política
sobre el tema. Tras cualquier cambio, también éste en particular,
subyacen intereses, influencias y poderes; espacios de libertad o
posibles restricciones de la misma; consagración de autonomías
legítimas o, tal vez, salvaguardas de corporativismos disfrazados de
libertades de cátedra mal entendidas; decisiones y compromisos
políticos para crear estructuras, recursos, apoyos y respaldos, o
quizás sólo retóricas simbólicas y superficiales, prendidas de lógicas
de acción y agendas no declaradas. De modo que, entonces, el tema
que nos ocupa es político al mismo tiempo que cultural. Así,
interrogantes como qué relaciones, influencias o amenazas; que
intereses, redes de poderes y micropolíticas universitarias pueda
comportar una iniciativa como ésta, son algunos otros que tampoco
debieran quedar desconsiderados. Los juegos de fuerzas y poderes
que sostengan y pretendan desarrollar la formación del profesorado
universitario han de ser analizados, dibidamente negociados, y
gestionados con enorme sensibilidad y desde un marco de principios
y valores defendibles.

1.2 La Universidad y la profesión docente en el contexto todavía


más amplio de los tiempos que corren.

Si la formación del profesorado remite a facetas culturales y políticas


de la institución universitaria, a ésta, y por implicación a sus
profesionales, no les resultan ajenas coordenadas y condiciones que
residen en la sociedad, sus culturas y las políticas correspondientes.
Por una serie de múltiples factores y condiciones conjugadas en la
actualidad, la educación, como ámbito privilegiado de transmisión y
recreación del conocimiento, ha adquirido una importancia que
resulta más crucial y estratégica, si cabe, que antaño. La denominada
sociedad cognitiva, el amplio desarrollo y explosión del conocimiento
científico, la incidencia de las nuevas tecnologías en los sistemas de
comunicación, de producción y relaciones laborales (Livre Blanc,
1995), así como la conformación de la sociedad en red y los flujos de
información que circulan y contribuyen a soportar y propagar el
fenómeno de la globalización (Castells, 1997), están colocando a los
sistemas escolares en nuevas relaciones de fuerzas, bajo el imperio
de nuevas reglas de definición de su naturaleza, sistemas de
regulación y de gobierno.

Las nuevas relaciones sociales, económicas y tecnológicas, en un


contexto de marcada erosión de los Estados, desbordados en varios
frentes por los nuevos acontecimientos, así como también entre las
corporaciones y fuerzas de producción de bienes y servicios, han
empezado a presionar fuertemente sobre los sistemas escolares, y
particularmente, desde luego, sobre las Universidades. Las presiones
en cuestión, que tienen naturalmente muchos frentes y que, por
cierto, no apuntan siempre en direcciones coincidentes, se vienen
manifestando bajo apelaciones imperiosas de reestructuración,
reingeniería de procesos, o tantas y tantas formas que en su conjunto
apuntan hacia el logro de cotas de mayor eficacia y eficiencia,
calidad, racionalización y optimización de recursos. Los movimientos
de fondo que todo ello están provocando en los sistemas educativos
pretenden tocar ahora no solo los procesos y procedimientos de
trabajo dentro de los mismos, sino también sus formas de gobierno y
gestión hacia dentro y sus relaciones con el entorno social.

El fenómeno en cuestión está afectando a los sistemas escolares


como un todo, aunque, naturalmente, tiene manifestaciones
diferentes en sus distintos niveles o tramos. La Universidad, por
cierto, no es una excepción. También está quedando tocada,
simultáneamente, por un fuerte cuestionamiento y el rediseño
drástico de muchos de sus cometidos, estructuras, procesos,
responsabilidades y relaciones hacia dentro, y también en sus
relaciones, reconocimientos y letimidades con el exterior. Informes
recientes, por ejemplo el patrocinado por la UNESCO y coordinado
por J. Delors (1996), ha dedicado un apartado propio a la educación
universitaria, y en el mismo se plantean algunos de los grandes
desafíos y expectativas que ahora la atenazan. No es mi propósito
entrar aquí en detalle en el tema, aunque sí me parece oportuno
señalar algunas coordenadas que no procede pasar por alto pues,
como es de suponer, también conciernen al carácter, justificación,
referentes y contenidos de la formación permanente del profesorado.

Este parcela en particular es una de las más destacadas en todo el


contexto de reformas universitarias en curso: la reestructuración de la
universidad supone, además de otras cosas, reestructuración de sus
profesionales. La afirmación de su carácter estratégico supone, de un
lado, reconocer que la mejora de los procesos y resultados de la
educación universitaria difícilmente puede ocurrir sin una mayor y
permanente cualificación de su profesorado, que desde luego ha de
versar tanto sobre aspectos científicos e investigadores como sobre
aquellos otros relacionados con sus funciones docentes. Pero
también está suponiendo, de otro, la instauración, o al menos la
pretensión de hacerlo, de nuevas lógicas de gobierno y regulación del
quehacer, los resultados y la misma supervivencia de la institución y
sus profesionales. El astro rey que las preside es la búsqueda de la
excelencia y calidad. En alguna de sus versiones ahora más
propagada en determinados ambientes, la Gestión de Calidad Total,
se aboga por el reconocimiento de los profesores y su formación
como piezas claves para la excelencia institucional, la competitividad
y la satisfacción de los clientes.(Escudero, 1998). Si el primero de
esos aspectos está suponiendo el germen de una nueva sensibilidad
y reclamaciones que pretenden poner cierto coto a la autonomía
consentida de las Universidades, Facultades, Departamentos y
profesorado, reclamando de ellos mayores garantías de calidad en
sus ofertas formativas, el segundo parece obedecer a lógicas mucho
más sutiles y no tanto justificadas por sus intereses en el
fortalecimiento de la calidad educativa cuanto, más bien, por el afán
de imprimir sobre lo educativo esquemas de racionalización y gestión
empresariales y mercantiles.

Las presiones que, en efecto, están recayendo sobre las


Universidades y que estas, cada una a su modo, procuran atender
bajo formas de control de la docencia del profesorado, o promoción
de esquemas de autoevaluación institucional, o cualesquiera de las
otras formas al uso, reclaman de los centros, de sus ofertas
formativas y profesionales, mayores énfasis en la eficiencia de sus
procesos y en la eficacia de sus resultados, como productos objetivos
y mensurables. Al amparo de las mismas, la formación,
particularmente pedagógica y centrada en la docencia, ha entrado de
modo especial en la escena, ya que las otras, sin que queden sin
tocar, se consideran relativamente bien resueltas por los
Departamentos, grupos de trabajo e investigación, y sobre todo,
como apuntaba más arriba, por las propias pautas de socialización
del docente universitario. Este movimiento, al menos en principio,
podría resultar provechoso, pues en alguna medida persigue el
profesorado abra sus esquemas de conocimiento y actuación a
concepciones y prácticas propias no de un modelo artesanal o
preprofesional, sino de otros más defendibles en razón de las
complejidades que reviste la formación de nuestros estudiantes.

Pero, en la actualidad, ni las políticas sociales ni tampoco las


educativas están siendo especialmente propicias para optimismos
desmedidos. Las apelaciones a cotas genéricas de calidad, en torno
a las que podrían concitarse relativos consensos, están resultando no
tan genéricas ni, desde luego, convergentes. La globalización, al
hacer acto de presencia en las políticas educativas, como bien ha
advertido Carnoy (en prensa), viene de la mano de una mentalidad
marcadamente mercantil, que ahora lo invade casi todo. Por
supuesto, también se proyecta, de formas sutiles o explícitas, sobre
los contenidos y criterios o indicadores de calidad, así como los
modos de producirlos, gestionarlos y someterlos a mecanismos de
rendición de cuentas. Su aparición en la escena de las políticas
educativas está asociada a ideologías sociales y políticas de todos
bien conocidas. Algunas de sus notas son el ajuste y saneamiento de
las economías nacionales y, para ello, la reducción de la inversión en
determinados sectores. Concretamente, el correspondiente a los
servicios sociales y educativos es con toda seguridad el que más se
está resintiendo. Algunas de sus implicaciones asociadas, por
ejemplo las tendencias privatizadoras y la apelación a la filosofía
seductora de las políticas de libre elección y satisfacción de los
clientes, están modulando tanto la naturaleza y destinatarios de las
ofertas educativas, como la emergencia de formas de contratación y
relaciones laborales de los profesionales frecuentemente más
precarias.

Los indicadores de calidad, sesgados preferentemente hacia


contenidos y líneas de profesionalización científica y tecnológica, así
como su utilización para evaluar títulos y Universidades y componer
los ranking ya al uso, representan sin duda un conjunto de reglas de
juego muy peculiar para codificar y regular las nuevas formas de
calidad que se están persiguiendo, y la recolocación en este
concierto de las instituciones y profesionales implicados.. A la
satisfacción de este conjunto de requerimientos quedará más y más
vinculada la disponibilidad de recursos por parte de las
Universidades, Facultades o Departamentos, que, dados los recursos
escasos para mantener cotas exigidas de excelencia y calidad, son
advertidos de que, en orden a mantener determinados niveles, han
de mentalizarse para recabar fuentes alternativas a las tradicionales
para su financiación.

Bajo el imperio de estas nuevas reglas del juego, que según


evidencias al uso y pronósticos razonables cada vez afectarán más al
quehacer universitario (Boyle y Bowden, 1998), la formación del
profesorado queda sometida a lógicas en parte legítimas y al mismo
tiempo paradógicas y perversas. Una educación universitaria de
calidad, así cifrada, dudosamente puede satisfacerse sin prestar
atención a la existencia o no de condiciones estructurales y
organizativas que permitan conseguirla razonablemente. La calidad
en cuestión, que no parece tener entre sus prioridades ni la
universalización de la educación ni hacer frente con nuevos impulsos
y recursos a la masificación de la población estudiantil, puede resultar
un listón difícil de lograr, aun cuando se activen nuevos bálsamos
como el de la cacareada formación permanente para la calidad. Es
más, determinadas condiciones de trabajo, y particularmente de
ejercicio de la docencia, hacen prácticamente prohibitivo pensar con
altos vuelos los contenidos y metodologías de la formación,
forzándonos, ya de entrada, a reducirlos a los más añejos y
convencionales. ¿Alguién puede diseñar sistemas de formación de
calidad docente, si los profesores en formación han de seguir
impartiendo lecciones magistrales a grupos de alumnos cercanos a
los doscientos o más, y máxime si se diera el caso, como suele
darse, de que una parte importante de los mismos ha sido
acomodada en titulaciones que no formaban parte de sus primeras
opciones y preferencias?.¿Qué puede significar en esas
circunstancias una formación permanente del profesorado para
mejorar la docencia y los aprendizajes?.

En resumidas cuentas, la formación permanente del profesorado,


verse sobre la docencia o también, como procede, sobre sus
dominios más tradicionales (preparación científica e investigadora),
no tendrá demasiado claras sus perspectivas de posibilidad si las
tendencias en cierne terminan abriendo frentes estructurales tan
profundos como ya viene siendo la política de contratación y
cualificación del profesorado (piénsese en el número tan
impresionante de profesores asociados, es decir, de empleo precario
y devaluado), las condiciones de ejercicio de la profesión docente, y
el clima creciente de competitividad y elitismo que preside el
horizonte del desarrollo de la institución universitaria.

Como puede suponerse, con estas consideraciones no pretendo


negar los márgenes de posibilidad que procede atribuir a la formación
permanente del profesorado universitario, ni tampoco menoscabar las
responsabilidades que hay que depositar en la misma como una vía
de obligado recorrido para la mejora de la educación superior. Sí
entiendo, desde luego, que es necesario tomar buena cuenta de
algunas claves internas a la cultura vigente en la Universidad, y
también de esas otras más estructurales, provocadas por nuevos
imperativos y reglas del juego de la sociedad de la información,
nuevas tecnologías, gestión institucional y rediseño de nuestra
institución. Sin unas y otras, a mi modo de ver, podemos hacer estos
o aquellos juegos malabares; o empeñarnos en pensar la profesión
docente según no importa que modelos de profesores innovadores,
reflexivos o críticos. Si no ponemos en relación y procuramos
conjugar simultáneamente contextos, culturas, políticas y condiciones
sociales más amplias, la formación del profesorado puede quedar
atrapada por buenas retóricas y deseos, pero llegar poco más lejos
en sus posibilidades de incidencia provechosa en la
profesionalización docente, científica e investigadora de nuestro
profesorado, y también de la formación y el aprendizaje de nuestros
estudiantes.

2. Algunos referentes y dimensiones de una política de


formación del profesorado universitario.

La formación del profesorado, inicial y permanente, tiene, en palabras


certeras de Fullan (1991), el curioso privilegio de ser una de las
mejores soluciones para la mejora de la educación y, al mismo
tiempo, uno de los problemas más difíciles de resolver. Las
expectativas depositadas en la cualificación y profesionalización de
los docentes están bien justificadas, pues su papel es decisivo en el
tipo de educación que las instituciones, también la Universidad,
posibilitan a sus estudiantes. Los problemas tan reiteradamente
planteados, sin embargo, por las políticas de formación desarrolladas
en las últimas décadas han sido ampliamente documentados. En
estos tiempos tan proclives a repensar diversos temas educativos,
también la formación, algunos de los balances más recientes dejan
poco lugar al optimismo (Smyth, 1998), y mucho menos, si cabe, a la
presunción de que existan fáciles y expeditivos derroteros a seguir en
esta materia. La cualificación y potenciación del profesorado es una
vía de obligado recorrido en cualquier política que persiga la mejora
de la educación, pero también sabemos que ésta, para bien o para
mal, es un terreno entreverado de responsabilidades compartidas, así
como de opciones ideológicas y políticas, culturales e institucionales
que no se prestan a fáciles y satisfactorias políticas y decisiones.
Justo es señalar y reconocer, pues, los cometidos y
responsabilidades que los docentes tenemos en su persecución, pero
puede resultar simplista depositar un exceso de unos y otras sólo
sobre sus espaldas; otro tanto sucedería, a su vez, en el supuesto de
decantarse por posturas de complacencia y ensalzamiento
incondicional de la profesión. Así, no es fácil de lograr un equilibrio
que define bien el papel docente y su formación entre un extremo
propenso a exacerbar sus responsabilidades y otro que, en sentido
contrario, les exima de las mismas denostando sus condiciones de
trabajo e intensificación profesional. En el punto anterior he hablado
sobre algunas cuestiones de orden cultural y político que obligan a no
considerar ingenuamente las posibilidades y contribuciones de la
formación aisladamente considerada; en lo que sigue pretendo
abordar algunos de sus aspectos más específicos desde una
perspectiva constructiva, y para ello ofreceré una aproximación a lo
que entiendo que podría ser una política universitaria de formación.

Hablar de una política universitaria de formación del profesorado


puede tener muchas connotaciones. Al utilizar aquí esta expresión
pretendo dirigir la atención hacia un terreno en el que la formación no
sea entendida como un conjunto aislado y fragmentario de
actuaciones episódicas, exclusivamente de uso y consumo particular
y voluntario, o carente de perspectivas más amplias que, a mi modo
de ver, son precisas para contemplar, simultáneamente, muchas
dimensiones y facetas de la formación. Los términos siempre están
cargados de más connotaciones que las que aparentemente tienen,
pero, por decirlo con uno que no pretendo analizar con detalle, lo que
sugiero es la conveniencia de adoptar una perspectiva amplia,
relacional, sistémica si se quiere, pues me parece la más idónea para
pensar y proponer políticas de formación como las que aquí pretendo
esbozar.

En los años más recientes, puede apreciarse una considerable


proliferación de actividades de formación didáctica destinadas al
profesorado universitario (cursos, talleres, seminarios, grupos de
trabajo), así como diversas medidas de apoyo a la innovación
didáctica, la elaboración de materiales para el apoyo a la docencia y
al aprendizaje de los alumnos. Las posibilidades abiertas por las
nuevas tecnologías de la información ya vienen explorándose desde
hace algunos años, y sus contribuciones en un futuro próximo serán
potencialmente para los docentes, así como también para los
estudiantes. No pretendo, ni mucho menos, una revisión o balance de
las mismas. Caso de acometerlo, tendría que ser muy matizado
según países, contextos, diversas condiciones y metodologías, lo
que, como puede comprenderse, desborda mis propósitos en este
momento. En su conjunto, el panorama que ahora puede
contemplarse en múltiples países pone de manifiesto que, también a
la institución universitaria, está llegando una cierta ola de sensibilidad
pedagógica; es de esperar que sus posibilidades y contribuciones ya
sean positivas, y, discurriendo por esta dirección, vayamos
aprendiendo lecciones provechosas para su mejora sucesiva.

La formación didáctica del profesorado universitario, aunque ya


popular en muchas universidades de distintos países, no ha recibido
la atención que se le ha dedicado en otros niveles del sistema
educativo. Se encuentra, así, prácticamente en sus albores, y
probablemente incurriendo, por desgracia, en caminos ya transitados
y no del todo valorados positivamente en esos otros tramos del
sistema escolar a los que acabo de aludir. En relación con estos
inicios, no es por tanto infrecuente encontrar en la literatura
especializada la constatación de que, en la educación universitaria y
su profesorado, no se dispone de un cuerpo de conocimientos
suficientemente elaborado y sistemático para analizar, diseñar y
desarrollar políticas de formación acordes con las peculiaridades
propias de nuestra institución y sus docentes (Kember y MacKay,
1996). En lo que se refiere a los enfoques de la formación, todavía
dominan más los modelos de transmisión de técnicas y métodos, con
actividades aisladas y de estricto uso y consumo particular, que otros
más elaborados y comprensivos, ya ampliamente desarrollados y
evaluados en enseñanzas previas a la universitaria y con sus
correspondientes profesores.

Entre tanto se logra ir construyendo un conocimiento sobre este


particular que resulte contextual y sustantivamente más acorde con
nuestra institución, sus profesores y sus distintos cometidos y tareas,
tal vez podamos construir algunos puentes que permitan
aprovecharse del conocimiento disponible, aunque proceda de otros
tramos educativos. Tenerlo en cuenta puede sernos útil para advertir
algunas de las grandes cuestiones que ha de contemplar la
formación permanente en nuestro caso, imaginar y diseñar algunos
de los derroteros por los que bien podría circular.

Lejos está de mi intención realizar una síntesis ni siquiera apretada


de todas las cuestiones conceptuales y estratégicas, muchas ahora
bien asumidas y otras tantas todavía por dilucidar, que conforman en
la actualidad el campo intenso y extenso del desarrollo profesional.
Aunque sea, pues, a costa de incurrir en una selección parcial de los
aspectos que merecerían tratarse, voy a poner el acento sobre
algunos que, sin ser los únicos posibles, merecen el calificativo de
fundamentales a la hora de pensar y vertebrar una política de
formación universitaria como la que me propongo sugerir.

Probablemente, uno de los supuestos que convoca más consensos


es el relativo a que las políticas y modelos de formación del
profesorado han de ser multidimensionales (Escudero, 1998b;
Cochram-Smith, 1998). Esto, en suma, quiere significar que han de
contemplarse, a la hora de pensarlos y orquestarlos, muchas
dimensiones, procesos, estructuras y condiciones al mismo tiempo, y
hacerlo con referencia a una determinada política cultural, en nuestro
caso de y para la Universidad. La formación, así, es entendida en el
seno de tal política y, a su vez, como expresión y contribución a su
desarrollo y posibilidad. Voy a destacar, pues, en primer lugar los
referentes culturales de la formación, seguidamente, algunas de sus
facetas más concretas como los contenidos, procesos , estructuras y
contextos de la misma. En realidad, lo que denomino referentes
culturales constituye el marco envolvente que, del modo que fuere en
cada caso, nutre cada uno de los demás aspectos, al tiempo que es
activado por los mismos.

2.1 La formación como cultura.


En un punto anterior he llamado la atención, justamente, sobre esta
faceta ineludible en las políticas y prácticas de formación. Allí lo hice,
como se recordará, para advertir que la formación permanente en la
Universidad está prendida de un determinado tipo de cultura
institucional en cuyo seno se privilegian determinados contenidos,
propósitos, formas y funciones del desarrollo profesional. Si a estos
elementos que representan otras tantas formas de cultura añadimos
algunos de los referentes fundamentales y sustantivos de la misma,
nos encontramos con lo que aquí pretendo plantear.

Hágase o no explícito, cualquier política de formación en la


Universidad obedece, al menos, a dos cuestiones sustantivas que
han de precisarse: la primera de ellas tiene que ver directamente con
el modelo de Universidad, como institución educativa, en el que se
piensa, se valora y se pretende promover; el otro, con el
correspondiente modelo de profesor por el que se apuesta y se
pretende estimular y activar, entre otros mecanismos, a través,
precisamente, de las políticas destinadas a su formación y desarrollo.
No pretendo en este espacio formular una propuesta concreta sobre
ninguno de estos dos extremos, pero sí llamar la atención sobre el
hecho de que cualquier expresión más concreta de formación en la
que estemos pensando tendrá en su seno un determinado tipo de
respuesta a cuestiones como las siguientes: de quiénes y para
quiénes debe ser la Universidad, y qué tipo de cultura y formación
debe ofrecerles ésta, tanto en términos de profesionalización como
de construcción de la ciudadanía; qué tipo de saberes y
conocimientos considera valiosos la Universidad, y en qué grado
establece, o ha de hacerlo, relaciones equiparables o desiguales
entre los mismos; qué tipo de relaciones ha de mantener con la
sociedad más amplia y con los contextos sociales y comunitarios más
próximos; qué valores y principios científicos, también éticos y
morales, articulan, y delbieran hacerlo, la formación de los
estudiantes, y de qué modo han de traducirse en sus currículos, o
planes de estudio, así como en las políticas de enseñanza y
evaluación.

Y, en lo que respecta consiguientemente al modelo de profesional, la


clarificación de sus perfiles profesionales (conocimiento científico,
capacidad investigadora y competencia docente, así como los valores
y criterios más específicos en relación con cada uno de estos
dominios), y su construcción en marcos normativos e identitarios del
docente universitario, es algo ineludible como base de sustentación
para cualquier política que pretenda diseñarse y ponerse en práctica,
para su socialización, construcción de su identidad y desarrollo
profesional.

(2 de 4) Regreso... / Continuación...

LA FORMACIÓN PERMANENTE
DEL PROFESORADO UNIVERSITARIO:
CULTURA, CONTENIDOS Y PROCESOS
(Continuación)
Juan Manuel Escudero M.
Universidad de Murcia - España
(jumaes@fcu.um.es)
PONENCIA

Esta serie de cuestiones, aquí sólo esbozadas, representarán


siempre, por acción u omisión, el germen nutricio de la formación; sin
su construcción adecuada, ésta quedaría confinada tan solo a un
conjunto de procesos formales sin sustancia y sin horizontes. Y,
como veremos a continuación, en el desarrollo de los profesionales
de la educación resultan tan decisivo los contenidos sobre los que su
formación debiera ocurrir cuanto, desde luego, también los procesos,
metodologías, condiciones, estructuras y contextos que hayan de
disponerse para ello.

2.2 Los contenidos de la formación.

Durante cierto tiempo, la formación, basada en determinadas


concepciones y enfoques de investigación sobre la enseñanza y el
profesorado, quedó confinada al entrenemiento en técnicas, procesos
o estrategias de enseñanza; los contenidos, como denunció Shulman
(1986), quedaban así olvidados, dando por supuesto que los
establecidos por los programas oficiales eran los que habían de
enseñarse sin cuestionarlos, y reduciendo, de ese modo, la actividad
docente a un proceso formal y técnico. Este planteamiento, que
pretendía superar visiones tradicionales centradas sólo en los
contenidos académicos, se amparó en el buen propósito de prestar
más atención al aprendizaje de los estudiantes. Lamentablemente,
terminó reduciéndolo a un énfasis parcial en cómo enseñar, y, como
una de sus consecuencias, al olvido de la sustancia o contenidos de
la enseñanza. Como es bien conocido, la tensión entre el formalismo
de los métodos y procesos, de un lado, y el materialismo de los
contenidos académicos, de otro, ha sido uno de los puntos álgidos en
la historia de las concepciones y prácticas de la enseñanza y, por
extensión, también de la formación del profesorado. Este dilema,
aunque bajos nuevas formas y argumentos, todavía hoy sigue
planteado, pero su análisis nos llevaría por otros derroteros.

El mismo autor citado más arriba ofreció una tipología de contenidos


base para sustentar la profesionalización docente, entre los que
incluía desde el conocimiento de la materia o disciplina hasta el
conocimiento pedagógico necesario para hacerla compresible y
facilitadora del aprendizaje de los alumnos; desde el conocimiento
sobre las teorías del aprendizaje y desarrollo de los alumnos, hasta el
relativo a las condiciones normativas y legales propias del nivel
educativo y contextos organizativos en los trabajan los profesores. En
otra ocasión (Escudero, 1993) planteé la necesidad de ampliar las
categoría de conocimientos que pueden y deben servir como
referentes para construir la profesionalidad docente. Propuse, en ese
sentido, que los aspectos relacionados con la dimensión ética y moral
de la educación, con la organización escolar en tanto que conjunto de
condiciones y reglas que ordenan el puesto de trabajo docente y en
la que hoy se proclama que los profesores han de participar
activamente, así como aquellos otros que tienen que ver con el
desarrollo de capacidades metacognitivas, necesarias para que los
profesionales de la educación construyamos individual y
colegiadamente los propósitos, contenidos y metodologías de la
enseñanza a través de procesos de indagación, debían ser
considerados también como conocimientos para las prácticas
pedagógicas y, por ende, como sustancia de pleno derecho en el
desarrollo profesional de los profesores. Una propuesta reciente
elaborada por Cochram-Smith (1998) reclama, con todo acierto, la
necesidad de extender todavía más la categoría de los contenidos
que han de formar parte importante de la profesionalidad docente.
Esta autora, asumiendo una concepción constructivista del
conocimiento, entiende que hemos de incluir no solo el conjunto de
saberes codificados y sistemáticos sino también y al mismo tiempo
los marcos interpretativos de que los sujetos disponemos para
conferirles significados, atribuciones, percepciones y relaciones con
nosotros mismos como docentes y también con los estudiantes.
Desde ese punto de vista, por tanto, además de los tipos de
conocimientos mencionados merecen atención particular los que
tienen un carácter autobiográfico (imágenes y categorías desde las
que los sujetos en formación se piensan a sí mismos como
profesionales, sus sentimientos de indentidad, etc), su concepción
personal del conocimiento que enseñan y la atribución de capacidad
y competencia que respecto al mismo proyectan sobre sus alumnos,
sus concepciones sobre las relaciones que sus materias tienen con la
cultura más amplia, incluyendo la que pertenece al mundo
extraescolar de los estudiantes, así como sus percepciones y
valoraciones sobre la cultura, clima y relaciones que envuelven los
procesos de enseñanza y aprendizaje que tratan de promoverse en
las aulas.

No es mi intención agotar las referencias al respecto, ni tampoco


quedarme en una mera lista de categorías de contenidos para la
formación permanente. Si he destacado esas posiciones sobre los
contenidos es porque, tenerlas en cuenta, nos introduce en al menos
dos consideraciones pertinentes. En primer lugar, advertir que una
política de formación permanente del profesorado universitario debe
ser consciente de que los contenidos importan y que, por lo tanto, no
puede salirse del paso seleccionando o marginando unos u otros
impunemente. Los contenidos que se seleccionen y organicen para la
formación de los profesores reflejarán nuestro concepto de
Universidad y de la titulación más específica en tanto que fuente de
profesionalización, también nuestro modelo de profesor universitario,
así como, desde luego, nuestras concepciones y prácticas
relacionadas con los alumnos, profesionales y ciudadanos, que
pretendemos formar. Los conocimientos, hoy lo sabemos bien, no
son realidades objetivas, neutrales e incuestionables, sino
construcciones sociales y personales que traducen y desarrollan
opciones culturales, y todo ello, por naturaleza, es algo
esencialmente controvertido. Una política de formación del
profesorado universitario ha de disponer, pues, de un buen conjunto
de justificaciones para legitimar qué deben aprender los profesores y,
así, también de un conjunto de criterios para interrogarnos sobre qué
presuponen sobre la educación a desarrollar con nuestros
estudiantes, o qué modelo de institución universitaria traducen en el
mundo y la sociedad en la que vivimos y pretendemos contribuir a
construir.

En segundo lugar, estas consideraciones permiten afirmar que la


formación permanente del profesorado no puede reducirse al
entrenamiento en ciertas técnicas o estrategias pedagógicas, pues
las bases de profesionalización docente han de asentarse no sólo
sobre técnicas didácticas, ya que otros contenidos éticos y morales,
sociales y políticos, indagadores e interpretativos, también la
constituyen y realizan. Por añadidura, es difícil imaginar una política
de formación del profesorado universitario que entre sus contenidos
no incluya los propiamente científicos y aquellos que tienen que ver
con los propios de la capacidad y ejercicio de la investigación, de la
construcción del conocimiento en suma. No incurramos, pues, en
ningún tipo de reduccionismo: si la cultura vigente sólo prima la
formación científica e investigadora, no debiéramos caer en el
equívoco de ligar la formación permanente que ahora se reclama sólo
a lo pedagógico. Los contenidos y metodologías se necesitan
mútuamente, y por eso una política razonable de formación debiera
contemplar qué y cómo hacer para que el profesorado disponga tanto
de oportunidades y contextos que estimulen su desarrollo profesional
en el conocimiento científico e investigador del propio área de
conocimiento, cuanto de las bases pedagógicas y formas de
conocimientos que han de servir de soporte para desarrollar procesos
de aprendizaje valiosos y significativos con los alumnos. Que
contenidos tales como el aprendizaje de alumnos y diversas
estrategias y medios de enseñanza, u otros que se refieran a la
elaboración de proyectos y evaluación han de estar presentes es algo
fuera de toda duda; que hayan de ser los únicos, es, desde estos
argumentos, mucho más discutible. Pues, si tenemos en cuenta
consideraciones como las precedentes, el desarrollo profesional del
docente universitario también ha de versar sobre otros que atañen a
la Universidad, Facultades y Departamentos como unidades
organizativas en las que cada profesor está llamado a participar
activamente en orden a componer proyectos docentes y formativos
más amplios y mejor coordinados que los compuestos sólo a título
particular y de forma aislada. Igualmente no podrían excluirse
aquellos más sutiles que conforman las identidades profesionales en
uso, así como los que tocan de lleno las facetas éticas, morales y
sociales de la institución universitaria y de cada una de las
profesiones que pretende proponer a la sociedad.

En suma, pues, el abanico de contenidos de la formación permanente


es amplio y, más que otra cosa, nos exige interrogarnos sobre qué
contenidos seleccionar para los profesores, pues esto supone incoar,
en razón de su condición de formadores, qué tipo de profesionales y
ciudadanos pretendemos preparar. La política de formación, pues, no
es nada simple a la hora de determinar qué contenidos deben
abordarse. Las referencias apuntadas sólo ilustran una parte de un
territorio complejo por el que moverse, y una invitación a reflexionar
sobre qué significa y supone hacerlo en unas u otras direcciones,
entre ciertas presencias y omisiones, y con sus respectivos
significados.

2.3 Los procesos y oportunidades para la formación permanente

El elenco de los contenidos previamente considerados, la condición


de adultos de los docentes universitarios, y los propósitos de que la
formación represente un conjunto relevante y significativo de
oportunidades para el aprendizaje permanente de la profesión
(elaboración de concepciones, capacidades, talantes y compromisos
con el desarrollo profesional) obligan a imaginar una amplia variedad
de tiempos, espacios, procesos y actividades, operaciones y
estrategias de los sujetos en formación. Asimismo, tambien procede
considerar los contextos de relación social en los que aquella haya de
ocurrir.

Una parte importante de estos elementos, combinados de unos y


otros modos, componen de hecho las estrategias en uso que definen
el desarrollo profesional en lo que se refiere al dominio y competencia
científica e investigadora. En el contexto de la cultura universitaria,
los mayores tiempos, espacios y energías, como decía más arriba,
están destinados a estos propósitos y contenidos. Seguramente,
muchas de las habilidades y estrategias que los universitarios como
docentes ponemos en juego para progresar en tales dominios
dependen de estrategias metacognitivas aprendidas con el tiempo,
así como también de otra serie de oportunidades aleatorias, quizás
muy vinculadas al contacto con "maestros" que hayan servido como
modelos de aprendizaje. La preparación y desarrollo profesional
tiene, desde luego, un ingrediente personal intransferible (el esfuerzo
y dedicación individual seguramente es una clave importante),
aunque es de suponer que también la integración y pertenencia a
grupos de trabajo e investigación represente, en muchos casos, uno
de los contextos más provechosos y estimulantes. En un momento
como el presente en el que las fuentes de información llegan a ser
hasta desbordantes, y las facilidades de acceso a las mismas cada
vez mayores, la capacidad de seleccionar con acierto las líneas de
profundización, así como la información más relevante, constituyen,
probablemente, algunas de las decisiones críticas al respecto. Las
políticas de formación en esta materia son, probablemente, más
implícitas, y tal vez dependientes de contextos particulares de
relación (grupos, Departamentos, materias comunes o afines), que
explícitas, sistemáticas y bien articuladas. Ya que esta formación, sin
embargo, constituye un valor relativamente bien consensuado y
asumido por los miembros de la comunidad universitaria, poco se ha
indagado sobre el particular, o al menos, por mi parte, lo
desconozco.

Existe, con toda seguridad, más información sobre actividades,


procesos, metodologías y enfoques para la formación relacionada
con la docencia. Este ha sido un tema de interés muy concurrido, y
en los tiempos actuales se dispone de un amplio repertorio de
principios, esquemas para la organización, diseño y realización de la
formación, así como de enfoques particulares que pretenden dar
cuerpo a los distintos elementos que entran en juego en la misma e
integrarlos con conocimientos fundados e imaginación. El abanico de
enfoques, metodologías y actividades es considerable: desde
actividades muy específicas y particulares para el aprendizaje de
ciertos contenidos, métodos, recursos, procesos y procedimientos de
trabajo científico, investigador o docente, hasta el diseño y desarrollo
de proyectos de más alcance, tanto en su perspectiva de tiempo
como en la amplitud y profundidad de los temas a tratar. Cabe
contemplar actividades de formación centradas en el conocimiento
experto y en formadores cualificados, así como otras que pretenden
promover unas u otras modalidades de autoaprendizaje, unos u otros
esquemas de relación grupal, incluso diversas formas y modalidades
de desarrollo profesional anidado en estrategias y dinámicas de
desarrollo institucional. Ya que, como decía, no me parece oportuno
entrar en una descripción de cada una de estas opciones, trataré de
subrayar algunos principios generales, procurando recoger los que
estimo más pertinentes a partir de cierta literatura reconocida sobre el
desarrollo profesional (Kember y MacKay, 1996; Blackwell y McLean,
1996; Fullan y Hargreaves, 1997; Darling, 1998). Aludiré
concretamente a cuatro que me parecen dignos de atención: el
desarrollo profesional como un fenómeno integral y sostenido en el
tiempo, como una actividad individual y colectiva, con vocación de
relacionar la teoría y la práctica, y, finalmente, vertebrado en torno a
la resolución de problemas y la mejora de la enseñanza y el
aprendizaje de los alumnos.

Cabe mencionar, en primer lugar, ese principio que alude al carácter


integral y sostenido en el tiempo del desarrollo profesional. Integral
significa que debiera considerar simultáneamente las facetas
personales y sociales del profesor, así como también las
profesionales. Si la formación no puede entenderse hoy sólo como el
aprendizaje de técnicas y procedimientos, sino también como el
desarrollo de facetas culturales, emocionales, e incluso biográficas de
la profesión, una formación que procure equilibrios entre lo personal,
social y profesional parece necesaria. Sostenido en el tiempo, por su
parte, comporta no entenderlo como algo episódico, fragmentario y
marginal, sino como un proceso que ha de ocurrir a lo largo y ancho
de la carrera docente, integrarse en proyectos de alcance, y ser
entendido como un elemento constitutivo de la profesión en vez de
cómo un adorno superficial y fortuito de la misma. Este principio,
como puede apreciarse, tiene raíces inexcusables en la cultura
institucional que la Universidad sea capaz de ir construyendo como
fuente nutricia de sus prácticas y políticas de formación, y ha de tener
expresiones evidentes en las estructuras de apoyo y reconocimiento
de la formación a que aludiré más adelante.

El desarrollo profesional merece entenderse, en segundo lugar, como


un espacio de relación que conecte y estimule lo personal y lo social
al tiempo, lo individual y lo colectivo simultáneamente. Durante cierto
tiempo, la formación fue entendida y promovida como un fenómeno
de consumo y uso preferentemente individual; después, como uno
que habría de ser tan colectivo y colegiado que, presuntuosamente,
amenazaba con diluir a los sujetos en entidades abstractas y
colectivismos dificiles de justificar y más todavía de gestionar. En la
actualidad, cuando las incertidumbres y flexibilidades arrecian, y con
ello las posiciones extremas buscan acomodos en nuevas síntesis,
se asume que una política de formación debe contemplar al mismo
tiempo oportunidades y experiencias de aprendizaje de la profesión
que reconozcan la naturaleza personal, experiencial y práctica de la
enseñanza, así como los ingredientes biográficos y su construcción
por parte de cada profesor, y aquellas otras que , sin menoscabo de
esta faceta, más bien la estimulen e inserten en proyectos y
exigencias sociales y colegiadas. El eje personal del desarrollo
profesional puede facilitar su conexión más directa con las
necesidades, intereses, dilemas, problemas y aspiraciones de los
docentes particulares, y en ese sentido constituye un elemento de
anclaje ineludible entre la formación y las prácticas de enseñanza y
aprendizaje. El eje social y colegiado, por su parte, puede contribuir a
insertar las perspectivas y prácticas particulares en proyectos
sociales y colectivos más amplios, así como representar un contexto
decisivo para la socialización y enriquecimiento profesional de los
docentes. De modo, pues, que sujetos particulares y comunidades de
profesionales no son opciones alternativas en las dinámicas de
desarrollo profesional sino como dos facetas que merecen ser
debidamente conjugadas y complementadas (Fullan y Hargreaves,
1996).

En tercer lugar, el desarrollo profesional de los docentes ha de


entenderse como un espacio de experiencias y oportunidades que se
nutran del conocimiento teórico más sistemática y codificado, al
tiempo que de la sabiduría personal y experiencial. La exclusiva
supremacía de una formación basada en el conocimiento experto, en
esquemas de transmisión, en el desarrollo de habilidades y
competencias científicas o didácticas específicas, desconoce el
carácter personal y situacional de los escenarios particulares del
desempeño de la profesión, así como esos ingredientes
interpretativos y subjetivos que también definen los conocimientos
que tejen la profesionalidad docente. Pero, a su vez, cuando
ingenuamente se ha creído que sólo el conocimiento experiencial y
práctico, personal y subjetivo, han de nutrir y guiar el aprendizaje y
desarrollo profesional, ha terminado incurriéndose, a veces, en
prácticas más propensas a perpetuar lo que existe que a reconstruirlo
y mejoralo.

De modo que, como criterio general, el conocimiento disponible ha de


considerarse como invitado para mejor entender y transformar las
prácticas en uso, así como que, en esa misma ceremonia, ha de
participar, con derecho propio, también el conocimiento personal,
práctico, subjetivo, contextualmente situado. Los valores de uno y
otro han de ponerse en relación: el carácter más general del primero,
tornarse práctico a través de la mediación de los marcos
interpretativos de los sujetos; la teoría se ha de hacer viva en la
práctica, y esta, para no ser ciega o complaciente, ha de quedar
expuesta a la interpelación del conocimiento sistemático y general. El
punto de encuentro, que bien debiera vertebrar las actividades
valiosas de formación según este criterio, puede acogerse bajo la
categoría de praxis: acción bien informada por la teoría, y teoría
constrastada y generada en y desde el compromiso de la mejora de
la práctica.

Este mismo principio puede adquirir todavía una expresión más


dinámica si, como procede referir en cuarto lugar, hablamos de la
formación centrada en la indagación sobre el curriculum y la práctica,
en la experimentación pedagógica como proceso centrado en la
generación y resolución de problemas. Este mismo cirterio puede ser
provechoso tanto para el desarrollo de los profesores en
competencias científicas e investigadoras como, desde luego, para el
caso de la formación docente. A este respecto, el análisis y reflexión
sobre la práctica educativa (finalidades, contenidos, procesos y
resultados de la enseñanza y el aprendizaje), así como la articulación
de proyectos de mejora de la misma, puede considerarse como uno
de los enfoques más integradores de la formación y presumiblemente
más centrados en el aprendizaje de los estudiantes. Haré una
mención más específica a esta idea en el último punto.

2.4 Estructuras y contextos de formación.

La política de formación que estoy esbozando comporta, como se ha


dicho más arriba, un marco cultural que se proyecta sobre la
selección y organización de los contenidos y procesos en tanto que
creadores de oportunidades para el aprendizaje profesional en la
Universidad. Requiere, a su vez, ser traducida a determinadas
estructuras y contextos que soporten, apoyen, reconozcan y habiliten
el desarrollo de la formación. Sin contenidos y referentes culturales, o
sin principios como los que se acaba de describir, la política de
formación adolecería de falta de sentido, propósitos y sustancia. En
ausencia de estructuras como las que voy a describir brevemente,
podría carecer de coordenadas materiales, y también simbólicas, que
son precisas para facilitar su ocurrencia y atribuirle el valor y relieve
que merece.

Tres tipos de estructuras podemos considerar: el tiempo, el


reconocimiento y apoyo profesional y, asimismo, otras de carácter
organizativo que trataré bajo la categoría de contextos. Veamos de
forma resumida el carácter y el sentido de cada una de ellas.Si la
formación permanente en la Universidad ha de abarcar
simultáneamente ámbitos genéricos de desarrollo como los
relacionados con la docencia, y también la profundización en las
competencias científica e investigadora, el tiempo es una de las
estructuras marco ineludible. El tiempo, o en plural, los tiempos
universitarios tienen al mismo tiempo confines bien delimitados y
elásticos, incluso hasta difusos. Resulta por ello difícil su delimitación
precisa. Una parte del desarrollo profesional del profesorado
universitario parece destinado a ocurrir en espacios de tiempo fluidos.
Hasta tal punto esto que digo es cierto que, como ya es tópico
afirmar, algunas de las tareas del profesor universitario invaden,
quizás más de lo debido en ocasiones, espacios tan dilatados que
diluyen las fronteras entre lo personal y profesional. Seguramente lo
que digo es particularmente cierto para el caso de las tareas de
desarrollo más directamente relacionadas con el conocimiento
científico y las prácticas de investigación. No es así, con toda
seguridad, para el caso de su disposición y utilización para el
desarrollo de competencias docentes.

Es precisamente en relación con estás, como ya he reiterado


prácticamente ausentes entre las ocupaciones y tareas del
profesorado universitario, donde el tema del tiempo merecería una
atención específica. Sin la negociación y consagración de ciertas
estructuras de tiempo establecidas para este propósito, es inverosímil
que la formación permanente en materia de docencia pueda lograr
algo más que una presencia ocasional, azarosa, y, desde luego, poco
más que aislada y de uso y consumo exclusivo de cuatro bien
dispuestos y voluntarios. Mi punto de vista es que, si la formación
permanente quisiera adquirir un rango de política y práctica bien
asentada en la cultura y quehacer de la vida universitaria, es difícil
imaginar que eso pueda ser posible en ausencia de estructuras
temporales explícitas que soporten y concreten tal aspiración.

Reclamar estructuras de tiempo para la formación no debe


identificarse con el establecimiento desde arriba de esquemas rígidos
y uniformes; sería un afán poco probable, y caso de serlo, a todas
luces indeseable. Pero una cosa es oponerse a cualquier expresión
burocrática de determinación y regulación de los tiempos para la
formación, y otra, bien distinta, dejar en la más absoluta
indeterminación un ámbito de decisión como éste. Una estructura de
tiempo, a negociar, generar y sostener en diversas unidades
organizativas como las que luego comentaré, parece una condición
necesaria para que la formación llegue adquirir estatus y
reconocimiento, así como para que, simplemente, ocurra. La falta
absoluta de concrección en esta materia podría suponer el mejor
indicador de que la formación es poco más que una retórica
inconsistentes y sólo simbólica, o mejor dicho, bien significativa de su
escaso valor. Cúando hayan de ocurrir tales tiempos, quiénes los
hayan de precisar y determinar, o cómo hayan de controlarse, son,
desde luego, cuestiones a construir desde la negociación particular y,
probablmente, en el marco de un pacto institucional dentro de la
Universidad y, a su vez, en cada una de sus unidades organizativas
en las que se pretenda valorar, posibilitar y desarrollar la formación.

Al hablar de estructuras resulta obligado contemplar otra, de


naturaleza bien diferente, pero a la postre tanto o más crucial que la
anterior. Me refiero a la estructura y sistema de recompensa, o
reconocimiento, de las prácticas, actuaciones y compromisos con la
formación. Ya he aludido con anterioridad a este particular, aunque,
precisamente por su importancia capital, merece ser resaltado aquí.
Si llegara a pretenderse que la formación, y concretamente la
formación permanente centrada en la calidad y mejora de la
enseñanza, constituyera un ingrediente propio del sistema de valores
de la vida Universitaria, una de las decisiones más inexcusable es la
atañe al reconocimiento que llegue a disponerse para la implicación
de la comunidad universitaria y sus profesionales en esta tarea.
Mientras los sistemas de reconocimiento y promoción de la carrera
universitaria sigan valorando prácticamente en exclusiva los
esfuerzos personales y los resultados logrados en el dominio del
conocimiento y competencia investigadora, marginando como suele
hacer aquellos que propiamente tienen que ver con la docencia, es
muy improbable que el desarrollo profesional llegue a contemplar
este ámbito con la entidad y el carácter que habría de tener.

Una estructura de reconocimiento e inventivación como la que estoy


describiendo resulta obvia en su enunciación, pero de enorme
complejidad en las formas de establecerla, en su aplicación y
regulación. En su resolución entran en juego asuntos que afectan, de
un lado, a qué tipo de evidencias habrían de resultar disponibles para
valorar y reconocer el quehacer docente del profesorado en lo que
atañe a su formación y desarrollo, así como cuáles habrían de ser los
mecanismos y procedimientos idóneos para recabarlas. No habría de
descuidarse, de otro lado, los criterios y procedimientos para su
aplicación, de forma que se contemplara de forma equilibrada los
reconocimientos a los méritos de profesores individuales con aquellos
que habrían de corresponder a grupos, colectivos, o equipos de
trabajo. Como puede apreciarse, estas decisiones y los criterios
idóneos para tomarlas revisten un alto grado de complejidad, incluso
de conflictividad potencial, pero habría de abordarse de forma clara y
decidida.

Ciertos proyectos como los que ya están en funcionamiento en


diversas Universidades, desde la autoevaluación institucional hasta
diversas fórmulas de acreditación, quizás suponen algunas vías de
aproximación a este asunto, si bien, por el momento, cabría plantear
en torno a los mismos más interrogantes que certezas. A su vez, los
mecanismos en ciernes de ranking y medición de indicadores de
eficacia, con lo que suponen de, cómo poco, guiños para establecer
relaciones entre rendimientos y recursos, tienen entre sus propósitos
afrontar de alguna manera el problema al que me estoy refiriendo,
aunque me parecen dudosas las soluciones que pueda aportar al
mismo. Una parte de la complejidad que conlleva la instauración de
un sistema razonable y asumible de recompensa y reconocimiento de
la docencia, como antesala de que el desarrollo profesional en
relación con la misma logre credibilidad y concite compromisos
serios, es justamente la dificultad conceptual y metodológica de
traducir en criterios y procedimientos prácticos este buen principio.
Lamentablemente, podemos convenir en que mientras la institución
universitaria no logre una vía aceptable para acometer este asunto, la
cultura vigente, las estructuras, los procesos y contenidos que
pueblan ya el sentido de la formación permanente en uso no
dedicarán un lugar de relieve a otra cultura, procesos, estructuras y
contenidos devaluados institucionalmente y excluidos de los sistemas
y mecanismos en uso para la construcción de la identidad y el
reconocimiento de la profesión universitaria.

Un tercer tipo de estructura al que también procede aludir se refiere a


la existencia y disponibilidad de recursos materiales y finacieros,
funciones, o unidades de apoyo profesional al desarrollo de la
formación permanente. De nuevo nos topamos con que las
perspectivas sobre el particular se delimitan con cierta nitidez si nos
referimos a los dominios científico e investigador, o si, más bien,
contemplamos la docencia como tal. En relación con los primeros, los
Departamentos, o con más precisión Areas de conocimiento,
representan por sí mismos las estructura de apoyo natural. Cómo
operen, qué relaciones propicien, qué procesos y resultados ocurren
dentro de los mismos, es algo difícil de concretar en valoraciones
generales, así como también en propuestas de futuro. Sea como
fuere, las estructuras para este propósito existen, y en todo caso la
cuestión habría de plantearse en términos de cómo y por qué están
operando como lo hacen, y qué cambios serían defendibles en esta
materia. No puedo entrar con más detalle en el particular, pues
exigiría un tratamiento muy particular.

(3 de 4) Regreso... / Continuación...

LA FORMACIÓN PERMANENTE
DEL PROFESORADO UNIVERSITARIO:
CULTURA, CONTENIDOS Y PROCESOS
(Continuación)
Juan Manuel Escudero M.
Universidad de Murcia - España
(jumaes@fcu.um.es)
PONENCIA

En lo que se refiere al caso del desarrollo profesional centrada en la


mejora de la docencia, esta cuestión tiene su importancia. En mi país,
muchas Universidades han creado Vicerrectorados de docencia y
calidad, y desde los mismos se intentan impulsar proyectos como la
autoevaluación institucional, o, a través de los Institutos de Ciencias
de la Educación, diversos planes dirigidos a la formación inicial y
permanente del profesorado que voluntariamente quiera implicarse.
Estas iniciativas, que se encuentran en sus primero pasos, suponen
alguna medida presuntamente destinada a disponer estrcuturas y
contexto de apoyo en la dirección que estoy apuntando. El desarrollo
concreto de los planes en curso, así como sus resultados e
incidencias, todavía está por ver, pendiente de evaluaciones
oportunas y necesarias. Algunos tratadistas del tema (Dill, 1996;
Brown, 1997) coinciden en que la organización específica, bien
dotada en recursos y materiales, profesionalizadas y con la suficiente
cobertura de la institución universitaria en su conjunto, son
cuestiones críticas para que el desarrollo y la formación del
profesorado, seguramente integrable en esquemas más amplios de
autoevaluación y desarrollo institucional, pueda llegar a tener una
incidencia significativa en la mejora de la calidad de la enseñanza y
de las distintas unidades organizativas como son las Facultades,
Departamentos, titulaciones o carreras. En todo caso, la presencia o
ausencia de una estructura de apoyo profesional a la mejora docente
puede reflejar, también en un sentido similar a lo ya comentado, uno
de los mejores indicadores del valor de la formación permanente para
la calidad de la enseñanza en el contexto de la cultura y política
univesitaria.

Y, finalmente, una última cuestión, quizás más de detalle, pero no por


eso trivial. Aunque el carácter de las estructuras y contextos
organizativos para la formación es tributario de otras estructuras
como las señaladas, así como también de consideraciones realizadas
en los puntos anteriores, tiene en sí misma cierta importancia. Si la
formación se plantea como una opción ocasional, de uso y consumo
particular, estrictamente voluntaria e infrecuente, los contextos de
formación sencillamente serán también episódicos y volátiles. Si se
aboga por una formación plenamente incardinada en el perfil del
profesor universitaria, valorada y reconocida en la cultura y en otras
estructuras y procesos de formación y mejora, el tema de los
contextos formativos será, con toda seguridad, decisivo. Es difícil, y
quizás no deseable, ofrecer una tipología de posibles contextos para
la formación. Según los planes y proyectos de formación, los
propósitos, contenidos y contribuciones que se espere de la misma,
habrán de ser dispuestos uno u otros contextos organizativos. Si
como voy a ilustrar a continuación, se pretende que al menos parte
de las políticas de formación se centren en la mejora de las
titulaciones, es obligado pensar en estructuras organizativas que lo
hagan posible, por ejemplo, la representada por todo el profesorado
que participa en una determinada titulación. Si se apuesta, como
sucede en algunos planteamientos, por el hecho de que la mejora de
la docencia, y por ende la formación, debe asumirse como un
compromiso institucional de toda la Universidad que puede y debe
adquirir concreciones en diversos niveles de la organización
univesitaria, cualquier unidad más reducida, por seguir con el ejemplo
anterior, la titulación, ha de sentirse legitimada, impulsada y apoyada
por la institución en su conjunto, y esto, probablemente, ha de
traducirse en unas u otras decisiones organizativas.

Como criterio general, parece razonable no incurrir en una política


ordenancista, pues segurmanete contribuiría a enrarecer y complicar
todavía más la compleja maquinaria organizativa de las
Universidades. Es preferible, más bien, adoptar una perspectiva
según la cual los contextos de esta naturaleza que puedan
disponerse sean los requeridos por los proyectos de mejora y
formación que los demanden. Los contenidos y los propósitos de los
proyectos de trabajo, los sujetos que hayan de implicarse en los
mismos y las tares a realizar serían los ejes desde los que decidir las
estructuras organizativas y los contextos necesarios, y no al revés.

En resumidas cuentas, una política seria de formación permanente


del profesorado supone, a mi modo de ver, contemplar al mismo
tiempos un buen conjunto de referentes, eminentemente culturales,
así como algunas dimensiones como las que he sugerido: contenidos
de formación, procesos y estrategias inspiradas en ciertos principios,
y además una serie de estructuras de diversa naturaleza, pero todas
confluyentes sobre el propósito de hacer posible, estimular y apoyar
la formación. Desde mi punto de vista, cualquier perspectiva sobre y
para la formación que no tenga en cuenta un conjunto relacionado de
perspectivas y dimensiones como las aquí apuntadas, u otras
similares, puede correr serios riesgos de no representar un cambio
relevante ni significativo en relación con culturas y prácticas en uso.
La tarea es a todas luces de gran complejidad. Ciertamente arrasta
consigo, y de forma conjugada, cuestiones de orden cultural y
político, así como esas otras de carácter estratégico y estructural, tal
como he tratado de esbozar en las consideraciones precedentes.

3. Una ilustración para concluir: la formación permanente del


profesorado universitario centrada en la revisión y mejora de las
titulaciones.

No quisiera concluir mi intervención sin proponer, aunque sea sólo a


titulo ilustrativo, un posible escenario sobre el que articular un
esquema de desarrollo profesional universitario que, desde mi punto
de vista, puede considerarse oportuno, relevante, y de cierta utilidad
para conectar la formación con la mejora de la enseñanza y la
construcción de los contenidos que han de ofrecerse a los
estudiantes. En sus grandes líneas está inspirado en el análisis
presentado en el punto anterior. Su foco, como se indica en el
epígrafe de este punto, vendría representado por las titulaciones, o
carreras. En mi opinión, puede ser un buen eje sobre el que articular
la política de formación a la que vengo aludiendo.

En términos de docencia y formación de nuestros alumnos y


alumnas, la titulación, cada una de ellas, representa con toda
seguridad la expresión más clara del servicio educativo que presta la
Universidad; es, dicho en breve, el curriculum elaborado, provisto y
evaluado. Cada titulación en particular, aunque desde luego también
el conjunto de las que una Universidad ofrece y las relaciones
académicas y micropolíticas que las gobiernan, traduce bastante bien
todo el conjunto de aproximaciones que he realizado en los puntos
precedentes al hablar de los sustratatos culturales y políticos de la
formación, así como las dimensiones más específicas de la misma.
En efecto, el escenario de las titulaciones traduce con bastante
nitidez qué valores, contenidos, habilidades y competencias, ámbitos
del saber y profesionalización, componen la institución educativa que
es la Universidad, y también los modelos de sociedad y ciudadanía
que se tratan de plasmar y construir desde las mismas. Buen número
de análisis y consideraciones podrían realizarse en este sentido,
aunque mi propósito más específico es sugerir qué podría suponer
articular la formación en torno a las titulaciones, por qué debiera
hacerse, así como algunos apuntes de carácter estratégico.

Dos razones, entre otras muchas, me parecen de peso para justificar


que las titulaciones puedan ser contempladas como focos de la
formación. En primer lugar, el hecho de que es en este espacio
formativo donde se ejerce la función docente de los profesores y, de
ese modo, integra tanto sus conocimientos, capacidades,
competencias y disposiciones relativas al conocimiento que enseñan,
como también sus concepciones y habilidades propiamente
didácticas. En segundo lugar, porque, si la formación ha de
vertebrarse en torno a procesos de mejora, este merece ser
considerado como el espacio preferente, tanto en términos sociales y
éticos como propiamente científicos y pedagógicos, ofreciéndonos de
ese modo un foco relevante sobre el que diseñar y desarrollar
proyectos de desarrollo profesional de nuestros docentes.

En efecto, en cada titulación entra en relación un juego de fuerzas


que van desde las concepciones y perspectivas sostenidas sobre la
formación profesional y ciudadana de los estudiantes matriculados,
hasta los conocimientos que se consideran adecuados para su
formación, su selección, organización y secuencia, así como el
conjunto de prácticas y relaciones a través de los que se conforman
oportunidades para el aprendizaje de los alumnos, su evaluación y
certificación. Son, por tanto, muchas y decisivas las acciones que
convergen en este curriculum universitario peculiar, así como los
sustratos de ideologías y concepciones, intereses y poderes, que
contribuyen a conformar complejas intersecciones entre lo que se
piensa y lo que se hace, entre lo que debiera someterse a
justificación y articulación conceptual y plasmarse, a su vez, con
coherencia y congruencia en las prácticas pedagógicas cotidianas.

Pensando en los alumnos, la titulación particular a la que asisten y de


la que esperan, con pleno derecho, una capacitación
profesionalizadora de calidad, -así como una formación también
ciudadana- constituye el núcleo básico y quizás fundamental y
exclusivo de su experiencia, procesos y resultados asociados a su
paso por la Universidad: la institución más amplia se torna aquí
concreta y particular, fuente de aspiraciones o de frustraciones,
oportunidad privilegiada para su desarrollo y aprendizaje,
posiblemente decisiva en su futuro, y, a través de ellos, también de la
sociedad más amplia. Basta prestar una mínima atención a las voces
de los estudiantes, no fáciles de pronunciar siempre, y desde luego
menos protagonistas en su curriculum universitario que lo que podría
suponerse, para percatarse del amplio número de motivos que
reclaman un espacio tal como foco del desarrollo y la mejora de la
profesión univesitaria. Como poco, sus quejas sobre la
descordinación son frecuentes; también sus evaluaciones de la
relevancia de los contenidos, su actualidad o incluso rigor, así como
de los métodos de enseñanza o los criterios de evaluación, incluídos
los esquemas de relación entre estudiantes y profesores. Todo ello
puede hacernos conocedores de situaciones que van desde
excelentes prácticas hasta otras tan arcaicas que actualizan, todavía
ahora, patrones de relación procedentes de los más remotos tiempos.

De modo que, sin menoscabo de otras muchas y variadas


oportunidades y contextos para la formación del profesorado
universitario, las titulaciones, como un foco bien justificado por lo que
acabo de apuntar ligeramente, podría satisfacer bastante bien
muchas de las consideraciones que he planteado con anterioridad
sobre el particular. Con el propósito de ilustrar mejor mi propuesta,
me limitaré a apuntar, en primer lugar, algunos de los temas y
procesos que podrían ocurrir en este sentido, pasando a continuación
a ejemplicar en qué modo este tipo de trabajo podría satisfacer
algunos de los criterios o principios apuntados más arriba.

Desde luego, cualquier análisis y proyecto de trabajo sobre una


titulación requiere poner en relación muchos valores y supuestos, así
como un conjunto bien articulado de decisiones políticas para que
pueda ser provechoso y relevante. Sería prolijo entrar aquí en cada
uno de los momentos y agentes críticos que participan en la
construcción de una titulación, aunque en cada uno de ellos habrían
de ocurrir actuaciones correspondientes. En cada pais, puede existir
un cierto margen de diferenciación al respecto. En el mío van desde
su legitimación y definición por parte del MEC hasta su modulación
particular por las Universidades, Comisiones ad hoc, Facultades,
Departamentos y Areas, así como por el grupo de profesores que
participan en su desarrollo y, naturalmente, cada uno de los que
docentes que imparten su enseñanza en las mismas. Las
micropolíticas que gobiernan los procesos más cercanos a la
práctica, de todos bien conocidas y avivadas en los momentos
cruciales en que se diseñan nuevos planes de estudio, merecerían
una atención muy particular, requiriendo análisis y valoraciones
adecuadas.

Prefiero, ahora, concentrarme en un terreno más cercano al día a día


del desarrollo de las titulaciones, pues es aquí donde cristalizan, de
modo concreto, cuestiones que conciernen a qué es lo que de hecho
se enseña a los estudiantes, cómo se les enseñe, y qué y cómo se
evalúa, así como, por supuesto, la cultura de relaciones sociales que
cada titulación propicia y en la que se desenvuelve. Son, por lo tanto,
estos algunos de los temas sobre los que podría, y debería, girar una
actividad como la que sugiero. Entre los rótulos que denominan las
materias, hasta los contenidos que se plasman en los progrmas y lo
que los profesores de hecho enseñan, los alumnos aprenden y lo que
se evalúa, (generalmente con amplios márgenes de autonomía
consentida a cada profesor), hay muchos temas dignos de
consideración. Algunos interrogantes sobre los mismos pueden ser
pertinentes: cuál es la relevancia y rigor de los contenidos
seleccionados, qué relación tienen con los perfiles profesionales a los
que debieran obedecer, cómo se acotan y relacionan los contenidos
de unas y otras materias, cuáles son los recursos, fundamentalmente
bibligoráficos, que se ofrecen y requieren del trabajo de los alumnos;
dónde hay solapamientos y omisiones, qué visiones del conocimiento
se sostienen y cuál es su relación con el mundo de la práctica; que
papel tiene el desarrollo de habilidades y capacidades y cuál es su
equilibrio con los contenidos teóricos y conceptuales; cómo está
atendido y equilibrado el sentido de la formación profesional que
comportan y qué perspectivas sociales y éticas nutren el modelo de
profesional que se pretende formar. Con carácter más específico,
también merecerían ser planteados ciertos interrogantes sobre las
interacciones didácticas. Entre ellos, y sólo a título ilustrativo, cuál es
el tipo de relaciones sociales que gobiernan los procesos de
enseñanza y aprendizaje en las aulas, las metodologías y estrategias
de enseñanza, el uso de recursos y materiales, así como también las
que atañen a qué se evalúa, cómo y para qué.

Sin pretender una lista que agote los temas, los apuntados
constituyen contenidos relevantes que reclaman marcos de
referencia para acometerlos y requieren, a su vez, decisiones
conjugadas por parte de cada uno de los profesores y el grupo que
es responsable de la docencia en cada titulación. Como quiera que,
tal como advertí más arriba, una titulación condensa tanto cuestiones
de contenidos como de metologías, entendidos ambos en sus
acepciones más amplias, erigirlos como foco del desarrollo
profesional podría permitir integrar al tipo la formación sobre dominios
científicos y la formación didáctica; ambas son cruciales en la
buscada calidad de la enseñanza. Y como quiera que, a su vez, en
torno a un propósito de revisión y mejora de una titulación debieran
tener cabida las perspectivas y voces de los profesores, así como las
de los estudiantes, un proceso como el que estoy sugiriendo bien
podría cumplir dos principios básicos: uno, construir la mejora desde
dentro, y para ello activar las voces de los distintos sujetos,
profesores y estudiantes, implicados y afectados; otro, perseguir y
profundizar en la democratización interna. Ambos me parecen dignos
de consideración, aunque, desde luego, abiertos a elaboraciones
más detalladas que la que aquí me limito a sugerir.

Una actividad y proceso como éste puede adquirir muchas formas


particulares. La literatura sobre formación y renovación pedagógica,
aunque provenga de otros niveles educativos, puede ofrecernos
marcos de referencia aprovechables, y así lo sugieren, por ejemplo,
Kember y McKay (1996), que han justificado la pertinencia de la
investigación-acción también para el desarrollo profesional de los
docentes universitarios, o, por citar otro caso, Blackwell y
McLean(1996), que han descrito las posiblidades que puede ofrecer
la observación entre iguales. Planteado en términos más amplios,
puede ser ilustrativo considerar en qué modo este proceso podría
satisfacer algunos de los principios que he señalado más arriba.
Paso, pues, a relatarlo de modo sucinto.

En primer lugar, atribuir un papel importante a las titulaciones con los


propósitos señalados (analizar, revisar, cuestionar y generar
procesos de mejora), representa, probablemente, uno de los
trayectos formativos más importantes para hacer del desarrollo
profesional una actividad sostenida en el tiempo, vertebrada e
integradora de la formación científica y pedagógica, y algo que, en
vez de ser episódico y marginal, permita la mejora de la capacitación
docente, operando sobre un ámbito privilegiado que no podría
eludirse en ningún caso: el curriculum y las prácticas de las
titulaciones.

En segundo lugar, una foco como éste permitiría tratar, y en la


medida de los posible resolver de forma idónea, el equilibrio que ha
de buscarse entre las facetas personales y colegiadas de la
formación. La mejora posible de una titulación pasa ineludiblemente
por cada profesor, pero también, y de forma decisiva, por un conjunto
de valores, criterios, referentes y decisiones que han de establecerse
colegiadamente. Acentuar esta cara social de la formación supone
centrarla, como he dicho, en torno a una titulación como un todo
formativo, que bien merece entenderse como el marco normativo que
ordene y regule las contribuciones particulares de cada uno de los
docentes, confiriéndoles coherencia y continuidad. En lugar de una
autonomía personal consentida y no cuestionada, podría permitir una
autonomía socialmente construída, ciertos mecanismos de
autorregulación, aun cuando, como de todos es bien conocido,
tampoco este derrotero constituye una salvaguarda incondicional de
calidad y mejora. Sea como fuere, sin embargo, la titulación como
foco permite apreciar bastante bien qué significa, y por qué es
importante, anclar el desarrollo profesional tanto sobre un pilar
personal como también sobre otro colegiado.

En tercer lugar, este mismo espacio de formación podría satisfacer


aceptablemente la deseable intersección entre la teoría
(conocimiento sistemático, criterios normativos supraindividuales,
valores y principios generales...) y las prácticas personales y
particulares. Hacer explícito un modo de trabajo como éste, y al
hacerlo situar en el plano de lo público los modos particulares de
pensar y actuar, puede ser una oportunidad de oro para hacerlos
trasparentes, debatirlos y cuestionarlos. Este tipo de prácticas y
relaciones pueden constituirse en una forma particular de afirmar y
desarrollar el valor de lo público, que también merece ser
considerado a la hora de pensar y hacer en el ámbito de la enseñana
univeritaria.

El marco metodológico que bajo estos supuestos y procesos bien


podría presidir el desarrollo del profesorado centrado en la mejora de
las titulaciones puede ser, dicho en breve, la resolución de
problemas. El análisis y revisión de los programas y las perspectivas
sobre el conocimiento y la profesionalización que traducen, así como
también las prácticas y relaciones pedagógicas que se propician para
el aprendizaje y resultados de los estudiantes, pueden erigirse en
ejes de articulación para analizar y valorar, proyectar y desarrollar,
reflexionar y experimentar en la práctica qué ha de mejorarse, por
qué y cómo han de hacerse las cosas para ello.

A todas luces, incluso esta propuesta más concreta merece ser


considerada como una innovación en toda regla. Por lo tanto, una
tarea de enorme complejidad. Esta puede ser todavía mayor, si, por
ejemplo, no se dispone del respaldo institucional adecuado por parte
de la política universitaria que, desde arriba, habría de estimular,
exigir y favorecer cambios desde abajo similares al sugerido. Dentro
de ese marco institucional, desde luego, han de clarificarse
cuestiones tan decisivas como un sistema de reconocimiento de este
tipo de trabajos, tiempos y recursos de apoyo. Su presencia o no en
torno a la propuesta sería el mejor mensaje del valor que la
Universidad y las Facultades, también las Areas de conocimiento,
atribuyen al desarrollo profesional orientado no sólo a mejorar ideas y
capacidades docentes sino también y al mismo tiempo a relacionarlos
con el curriculum, las experiencias y resultados del aprendizaje de
nuestros alumnos.

En resumidas cuentas, el desarrollo profesional de los docentes


universitarios representa un territorio por explorar. Para hacerlo, es
preciso tener en cuenta muchos referentes culturales y políticos, así
como decisiones estratégicas y procesos. Sólo he sugerido algunas
propuestas que, ciertamente, son parciales. Me resulta difícil
imaginar, sin embargo, que aquellas otras que puedan y deban
imaginarse no tengan en cuenta la complejidad del fenómeno que
nos ocupa, así como la necesidad de tocar muchos registros al
mismo tiempo. Este requesito, como he reiterado en mi exposición,
es crucial, sobre todo en el supuesto de pretender que la formación
adquiera el valor y la importancia que también debiera tener en la
Universidad; la incidencia que cabría esperar de ella en la
profesionalización del docente, en los aprendizajes de nuestros
estudiantes, así como en la construcción de una institución como ésta
en una organización que no solo dispense títulos sino que ejerza al
tiempo controles reflexivos y decisiones acordes con sus cometidos,
finalidades y contribuciones sociales.

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Escudero, J.M (1993) La construcción problemática de los contenidos


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Fullan, M y Hargreaves, A (1996) What´s Worth Fighting for in Your


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(4 de 4) Regreso...

Indice
Volumen 5, N#1
Editorial

• Nuevo Milenio: Universidad Virtual y Perfeccionamiento del Profesorado


(Martín Villalobos)

Presentación

• El Profesor en los Albores del siglo XXI. Perspectivas Actitudinales y


Aptitudinales.
(Leonor Aquerreta)

Ponencias
• La capacitación del Profesor Universitario: ¿Informativa o Formativa?
(César Villarroel)
• El Perfil del Profesor Universitario en los Albores del Siglo XXI
(Francisco Martínez)
• La Formación Permanente del Profesorado Universitario: Cultura, Contenido, y
Procesos
(Juan Manuel Escudero)
• La Práctica Reflexiva, Estrategía para Pensar la Formación del Docente
Universitario
(Juliana Jaramillo)
• El Programa de Actualización de los Docentes (PAD), una Experiencia Exitosa de
la ULA
(María Josefina Corredor)
• Formación Académica del Personal Docente y de Investigación de LUZ
(Esperanza Bravo de Nava)
• Sistema de Actualización Docente del Profesorado
(Elena Dorrego y Marina Polo, SADPRO-UCV)
• Perfeccionamiento del Profesor Universitario en Chile: Características y
Proyecciones
(Mario Quiróz Neira)
• La Formación Docente en la PUCP. Una Experiencia Institucional al Servicio del
País
(Juan Carlos Crespo)
• Recursos Tecnológicos en la Formación Permanente de la Universidad de
Málaga: Servicios, Modelos y Evolución
(Manuel Cebrián)
• El Rol del Profesor Universitario ante los cambios de la era Digital
(Jesús Salinas)
• Uso de las Tecnologías de la Información y la Comunicación en el
Perfeccionamiento Universitario
(Julio Cabero)
• El Modelo Contextual Crítico y el Perfil Profesional de los Formadores
(Adalberto Ferrández)
• Perfeccionamiento Integral y Evaluación del Profesor Universitario
(Hernando Salcedo)

Posters

• Diseño de un Modelo Básico de Formación de Docentes Universitarios Utilizando


la Investigación como Estrategía para la Transformación de las Prácticas
Pedagógicas
(Nelsón Ardón Centeno y Leonor Cala)
• Desarrollo Profesoral en la Universidad Simón Bolívar 12 Años de Gestión
(Aquiles Martínez)
• Visión Prospectiva del Facilitador Hacia la Universidad del Futuro
(Migdy Chacín y Ludmilla Ortegano)
• El Ambiente de Aprendizaje en el PEDES: Tres Rasgos Fundamentales
(Wuelquis Ramos A.)
• Una Experiencia en el Campo de la Innovación Educativa: El Uso de las Redes
Informáticas
(Juan José Monedero Moya y José Manuel Rios Ariza)
• La Certificación en México: el Caso de la Contaduría Pública. Su Significación en
el Contexto Académico
(Luis de la Paz Zuñiga y Miguel Hugo Garizurieta)

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