El Circo Del Miedo - Curtis Garlan
El Circo Del Miedo - Curtis Garlan
El Circo Del Miedo - Curtis Garlan
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Curtis Garland
ePub r1.0
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Título original: El circo del miedo
Curtis Garland, 1978
Ilustraciones: Miguel García
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Capítulo primero
LA música llegaba lejana, muy lejana, para estar cerca de allí.
Era esa música marcial, airosa y eterna de las marchas alegres que anuncian la
llegada del circo. Sólo que esta vez no era así, sino que era el final del espectáculo.
Desde los amplios y multicolores entoldados situados allá, en el llano, esa marcha
que cerraba el show bajo la lona, llegaba muy amortiguada hasta allí.
La noche tenía la culpa. Era una noche de viento y nieve. Ese viento soplaba en
dirección opuesta, hacia el oeste, y se llevaba las notas alegres y brillantes, hasta
hacerlas perderse en el silbido del vendaval, que agitaba los copos de nieve, en su
lento descenso sobre la población y sus alrededores, sombreados por el boscaje de
pinos y abetos.
La puerta de la cantina se abrió. Un remolino de viento y nieve acogió
hostilmente a los que salían del acogedor recinto, en cuyo centro se alzaba la estufa,
irradiando un amable y confortable calorcillo, en contraste con el frío inclemente de
la noche.
—¡Brrr, qué nochecita! —comentó desabridamente uno de los fornidos clientes
del local, escudriñando las sombras situadas más allá de las bailoteantes luces de la
calle principal del pequeño lugar oscuro como boca de lobo—, fría como la piel de
una mujer vieja, y desagradable como un invierno sin trabajo… Maldita sea, ¿cómo
pudo empeorar el tiempo así, tan de repente?
—Vamos, vamos, Ben, es la época, ¿no? —Comentó otro de los clientes, riendo,
mientras las cejas y la nariz se le llenaban de blancos copos—. Demasiada bonanza
tuvimos todo este tiempo, y eso es lo que nos enseñó mal. El invierno tenía que hacer
su aparición, tarde o temprano.
—Menos mal que nos calentamos por dentro —añadió un tercero con voz brusca,
hundiendo las manos en los bolsillos de su pelliza, tras subirse el cuello de pieles para
proteger su rostro y orejas del helado cuchillo del viento—. Y andando, muchachos,
que Brenda no está ahora para aguantarnos a la puerta de su negocio.
—Bien dicho, Jeremy —rió la mujerona que apareciera en el umbral de la
cantina, con una recia tranca de madera para ajustar el acceso al negocio—. Ya es
demasiado tarde, y estoy deseando cerrar para irme a la cama. Ese dichoso circo
termina demasiado tarde, para esperar a los que quieran tomar algo caliente después
de la función. Creí que terminarían como las dos noches anteriores, pero se ye que
cuando se despiden de un sitio, la cosa se prolonga demasiado. Así que buenas
noches, y hasta el lunes, amigos.
—Hasta el lunes, Brenda —se despidieron todos a coro. Y uno de ellos completó,
pisando ya el suelo sobre el que empezaba a cuajar la nieve—: Feliz domingo, que te
recuperes del cansancio, y nos pongas buena cara el lunes.
—Eso dependerá de la cantidad de nieve que para entonces nos rodee —rió ella
de buena gana—. Ya sabes que no me gusta andar abriendo paso a través de la acera
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para que mis clientes no pasen de largo cuando nieva demasiado… Y hale, dejaos de
charla y largaos para vuestras casas, muchachos.
Ellos se dispersaron por la calle principal de la población, en busca de su jeep uno
de ellos, y los demás hacia sus cercanos domicilios. Brenda, la cantinera, apagó la luz
del rótulo fluorescente de la entrada, con lo que la calle quedó solamente iluminada
por los faroles públicos, algunas bamboleantes luces de los porches, y algún que otro
anuncio luminoso disperso sobre los edificios de no más de dos plantas, que
formaban el recto trazado de la vía urbana.
Cerró la puerta vidriera, le aplicó unos postigos de recia madera, que aseguró con
la tranca, y luego hizo lo mismo con las ventanas, sin necesidad de asegurar los
postigos. En aquel pequeño y apacible lugar del norte de Wyoming, nunca había sido
asaltada o robada una casa. Todos se conocían, o poco menos, y formaban una
comunidad tranquila y honesta. El único vicio de la mayor parte de los ciudadanos,
leñadores o tratantes en maderas la mayoría, era el buen whisky o la cerveza.
Brenda apagó parte de las luces de la sala, dejando solamente la del mostrador,
sobre la caja registradora.
Se puso a contar la liquidación, anotando luego la suma en un papel.
Una ráfaga fría cruzó la vacía sala en sombras, y Brenda se estremeció.
Sorprendida, miró en todas direcciones. Masculló algo entre dientes cuando recordó
que no había asegurado aún la puerta trasera, que sin duda se había abierto, movida
por el viento, ya que pudo percibir a distancia el ulular del mismo, apenas hubo
notado la corriente helada penetrando en su establecimiento.
Se encaminó a la trastienda y almacén, dando la luz del mismo. Una bombilla
brilló, bajo una pantalla verde, de vidrio, algo polvorienta. Al fondo, vio oscilar la
puerta posterior, mientras el aire frío y la nieve entraban en el lugar.
En la distancia, la música del circo había cesado ya. Brenda imaginó que ahora
estarían los artistas recogiéndose en sus remolques, mientras las lonas empezaban a
ser desmontadas. Aquel sábado por la noche, se despedía la troupe circense del lugar,
Greybull era una población que no daba para más de tres fechas. Seguramente este
sábado la liquidación en taquilla no habría alcanzado las previsiones de los
empresarios.
Cerró Brenda la puerta, y la aseguró con un cerrojo oxidado, que chirrió
desagradablemente.
—Mañana tengo que engrasarlo un poco —se dijo en voz alta, sin ganas ahora de
hacer otra cosa que cerrar su negocio definitivamente e irse arriba, a la planta alta,
donde tenía su vivienda solitaria, de mujer viuda, con sólo dos gatitos ronroneantes y
afectuosos por toda compañía.
Con sus pasos lentos, de mujer cansada de muchas cosas en la vida, y que nunca
tiene auténtica prisa por nada, quizá porque considera que su propia existencia se ha
detenido en un remanso de calma, acaso de aburrimiento también, Brenda echó a
andar, de regreso hacia la tienda, ya satisfecha porque nada se interponía entre ella y
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el lecho donde haría reposar su cuerpo cansado, a la espera de aquel domingo que,
como todos los domingos de Greybull, sería interminablemente largo,
interminablemente perezoso y aburrido. Pero eso sí, al menos podría descansar de su
diaria lucha con los leñadores, ganaderos y almacenistas de madera ebrios y ruidosos.
Alguno de ellos se le había insinuado alguna vez, pero Brenda nunca les hizo el
menor caso. Después de todo, sabía que era producto de la soledad, y que lo más que
deseaba cualquiera de aquellos rudos individuos de su persona, era una compañía
femenina por algún tiempo. Aunque quizá por eso, tenía aún más éxito entre los
hombres de Greybull.
Mientras pensaba en todo eso, Brenda sentía también una cierta excitación
inferior, allá en su vida solitaria como dueña del establecimiento de bebidas situado
en la población ganadera y boscosa. También ella deseaba a un hombre, pero no le
gustaba la idea de la aventura, del simple amancebamiento. Hubiera sido feliz si
cualquiera de aquellos gañanes la hubiera pedido en matrimonio.
Suspiró, moviendo su rubia cabeza con desconsuelo. No era fácil que eso
sucediese ya, pensó con amargura. Cierto que ponderaban su cuerpo, que la miraban
con ojos de deseo, pero eso era todo. Aquellos tipos se casarían con cualquier otra,
pero no con ella.
De repente, movió la cabeza hacia la zona de sombras del establecimiento, allí
donde se hallaban las máquinas electrónicas y la apagada máquina de discos
automática. Había escuchado un ruido leve, como el roce de alguien en uno de los
muebles.
Los gatitos rara vez bajaban al establecimiento, para evitar que pudiesen salir a la
calle principal, que era a la vez carretera general, y pudiesen morir aplastados por un
vehículo.
Pero tal vez ahora sí hubiese alguno de ellos deambulando por el local. Les llamó,
como acostumbraba hacerlo:
—«Dicky»… «Robby»… Vamos, venid. No seáis malos. Cualquiera de los dos
que sea, que venga aquí. ¡«Dicky»! ¡«Robby»!
Los tenía muy bien enseñados. De haber estado allí cualquiera de los dos, hubiese
acudido rápido. No fue así. Nadie respondió ni se movió. Brenda se encogió de
hombros. Acaso se equivocó, y había sido solamente el viento moviendo alguno de
los ventanales cerrados, haciendo crujir un postigo o un marco. Sólo eso.
Se dispuso a apagar la última luz, y encaminarse a la planta alta. Entonces, al dar
unos pasos hacia el interruptor, vio las manchas de humedad en el suelo.
Huellas de pisadas.
Huellas que venían de la trastienda. Un reborde mojado, de nieve derretida, sobre
el pavimento. Se miró sus zapatos. Tenían un tacón cuadrangular, inconfundible. Las
huellas allí grabadas recientemente por un calzado húmedo, eran de hombre.
Sintió un nudo en su garganta, y notó otro escalofrío, pero esta vez no era
provocado por la corriente de aire. Estaba asustada.
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Recordó la puerta trasera abierta, el momento en que ella fue a cerrarla, pensando
que la había abierto el viento. ¿Y si no fue así?
Alguien había entrado por esa puerta trasera, alguien que se debió deslizar hacia
el establecimiento… Eran ésas las huellas que lo acusaban. Y ahora…, ahora debía de
estar allí agazapado, en algún oscuro rincón, entre las mesas y sillas, entre los
muebles electrónicos…
El ruido… El sonido de un roce que había captado poco antes. No eran los gatos.
Tampoco era el viento. Ni siquiera su imaginación. No; era algo más. Alguien.
Brenda empezó a recular, angustiada, los ojos fijos en la oscuridad. No pudo
disimular, tratar de alcanzar una salida, fingiendo no notar nada. Estaba demasiado
sorprendida y asustada para eso.
Y, naturalmente, el intruso no podía dejar de advertirlo. No era posible que pasara
de largo la reacción amedrentada de la cantinera.
Por eso se repitió el roce, esta vez sin disimulos, y una de las máquinas
electrónicas se tambaleó levemente.
Una sombra se irguió, paulatinamente, revelando la presencia de un hombre
terrible.
Brenda gritó ahogadamente cuando la única luz del bar se reflejó en la carátula
blanca, como de yeso, que aparecía fantasmal en la oscuridad, como si flotase un
rostro inverosímil, moldeado en escayola, con una especie de arco negro sobre un
ojo, aquellos ojos…
Apenas dos rendijas, visibles tras la careta blanca que hace irreconocible la faz
del visitante nocturno. El resto de su atavío, era simplemente una especie de túnica
negra, flotando en torno a una figura borrosa. Unas manos enguantadas se agitaban en
la sombra, como negros pajarracos amenazadores.
—Dios mío… —jadeó Brenda, mortalmente pálida, viendo avanzar hacia ella a
aquel personaje grotesco y terrible—. ¿Qué significa esto? ¿Quién es usted?
¡Márchese inmediatamente o dispararé mi arma, para que acudan todos aquí
inmediatamente!
Y rápida, se precipitó hacia la caja-registradora, donde guardaba un revólver
antiguo pero todavía eficaz, para la remota posibilidad de que alguien quisiera
asaltarla un día.
El intruso no iba a permitirle llegar hasta el arma. Se limitó a saltar, emitiendo un
gruñido sordo, sin mover un solo músculo de su cara blanca, de clown circense, bajo
el lustroso pelo negro rizado.
Se interpuso ante Brenda. Ella le lanzó un poderoso golpe con sus recias manos,
pero él lo detuvo sin dificultades, y reveló ser también muy fuerte. Aferró ambas
muñecas de la cantinera y, sin contemplaciones, le descargó un tremendo rodillazo en
el estómago, que la hizo doblarse, con un jadeo, a punto de desvanecerse a causa del
dolor.
Brenda gritó, angustiada, y ese grito enfureció a su agresor que, rápidamente, le
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soltó la muñeca zurda, para pegarle un formidable puñetazo en plena boca, y lanzarla
contra el mostrador. Sin darle respiro alguno, se precipitó sobre ella, y la derribó al
suelo de un empellón violento.
Cuando la tuvo allí, tendida boca arriba, su rostro blanco, siniestro, se inclinó
hacia ella, con un fulgor maligno en los ojos fijos en los muslos de la mujer, que la
caída habían dejado al descubierto, al abrirse su sencilla falda.
Brenda, a pesar del dolor y el aturdimiento, tuvo noción en ese momento de que
su asaltante reaccionaba ante la visión de sus fuertes nalgas, visibles bajo la falda en
su rotundo inicio, y notó que una mano enguantada del agresor se deslizaba por el
muslo, ávidamente.
Entonces trató de gritar nuevamente, resistirse al ataque, pese a que su boca
sangraba y tenía el labio partido. El horrible payaso de la cara blanca, no la dejó
hacer nada de eso.
Brutalmente, siempre tratándola con una ferocidad rayana en el salvajismo, la
aporreó ahora el rostro, hasta lograr que quedara jadeante, medio desvanecida. De su
amplia túnica extrajo una ancha tira de esparadrapo, que adhirió a la boca sangrante
de la infortunada cantinera.
Luego, rápidamente, sus manos enguantadas desgarraron las ropas de Brenda,
dejando escapar libremente del encierro de oscura tela recia, los enormes senos de
matrona, el vientre combado, los recios muslos y el opulento trasero.
Se precipitó sobre su víctima con un rugido, y el leve empeño de ella por
resistirse, por alzar sus manos temblorosas para repeler el acoso del sádico, solamente
logró empeorar las cosas.
El intruso de rostro de clown le martilleó con brutalidad el mentón, dejándola
desvanecida. Luego, su cuerpo se abalanzó sobre el de la infortunada mujer,
salvajemente…
Cuando se incorporó el agresor, Brenda jadeaba medio consciente, recuperándose
de los feroces golpes sufridos. Abrió sus ojos, contempló su desnudez, supo lo que
había sucedido, y alzó sus ojos para ver al feroz agresor.
Un sordo gruñido pugnó por escapar de sus cerrados labios cuando descubrió, en
las manos enguantadas del siniestro payaso, un instrumento de su leñera, que destelló
al reflejo de la luz encendida sobre el mostrador.
Un hacha de cortar leña…
El grito nunca pudo salir de los labios de Brenda, la cantinera de Greybull.
Porque el filo de la recia hoja de acero de aquel hacha, alcanzó violentamente su
cuello, casi segándolo por completo.
Un surtidor de roja sangre escapó del terrible tajo, que hizo bailotear la cabeza de
la víctima, sujeta al cuello sólo por unas escasas fibras de nervios, tendones y piel.
La sangre lo salpicó todo violentamente, mientras el cuerpo de la rubia cantinera
se agitaba en espasmos atroces, y el rostro de la cortada cabeza hacía muecas
espantosas, simple reflejo de la vida que se le extinguía por momentos.
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Luego, bajo aquellos labios rodeados de blanca pintura, brotó un murmullo agudo
y cruel, una especie de risa demoníaca, que ni siquiera hizo mover los labios
inmóviles del asesino con rostro de payaso.
El hacha cayó de sus manos, golpeando sordamente el suelo, junto al cuerpo que
se estremecía en los últimos espasmos de vida. La sangre corría copiosamente bajo la
desnudez de la infortunada mujer.
Silenciosamente, el mortal visitante se encaminó de nuevo a la trastienda, para
abandonar la cantina, pero antes pareció recordar algo, porque extrajo de su oscura
túnica un papel que desplegó.
Había en él un rostro de clown, sonriente, emergiendo entre una serie de figuras
pequeñas, que representaban las demás atracciones de un espectáculo circense.
Encabezando ese cartel multicolor, un nombre en grandes letras rojas:
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Capítulo II
BERNARD BARLING, director-propietario del Barling Circus, se quedó mirando
pensativo a la muchacha.
—Perdone, señorita. ¿Qué es lo que dijo?
—Creo que me ha oído perfectamente, señor —suspiró ella, imperturbable, sin
quitar sus ojos del rostro del hombre fornido, vigoroso, de rojos cabellos y expresión
enérgica, que controlaba el desmantelamiento de las lonas del circo, y su plegado,
para ir, junto con el armazón metálico, a los grandes remolques de carga ya
dispuestos para la marcha, lo mismo que el resto de la amplia caravana que, por
carretera, alcanzaría, tras una marcha de varias horas, su nuevo destino, para empezar
de nuevo.
—Creí entender que busca usted trabajo en el circo —comentó Barling,
arrugando el ceño.
—Eso es exactamente, lo que le dije.
—Pero, señorita, ¿usted sabe la cantidad de ofertas que tengo de ese tipo? ¿La
oferta constante de artistas de todo género, los representantes que me escriben o
telefonean…? Y usted, en una pequeña ciudad de Wyoming, viene a decirme que
desea un puesto de artista en mi circo.
—¿Por qué no, señor Barling?
—Mire, señorita…
—Brent. Rhonda Brent.
—Bien, señorita Brent. Este negocio no es tan sencillo como usted cree.
Llevamos una serie de artistas que cobran un sueldo elevado. La nómina diaria es
alta, los gastos muchos, el mantenimiento de animales, de entoldados, de material, de
la propia caravana motorizada, ingente. Muchas veces perdemos dinero. Aquí, en
Greybull, ha sido uno de esos lugares. Esta noche, la nieve y el viento han retenido a
la gente en sus casas, y la entrada ha sido escasa. Todo eso supone pérdidas, gastos,
mermas en posibles beneficios. Preocupaciones serias; en suma. ¿Cómo espera que,
en plena ruta, y con pérdidas económicas, piense en contratar a una nueva artista, que
ni siquiera viene representada por un agente artístico, que no es sino una amateur en
un lugar de Wyoming?
—De modo que sólo confía en números consagrados.
—Son los que dan dinero, señorita Brent. Como en todo.
—Usted dice que tiene pérdidas ahora, pese a sus números de primera fila, ¿no es
cierto?
—Muy cierto, sí —la miró, pensativo—. ¿Adónde quiere ir usted a parar? Tengo
mucho trabajo por hacer, salimos de viaje esta madrugada, hacia Yellowstone, donde
quizá las propias atracciones locales sean la mayor competencia para nosotros, y no
puedo dedicarle a usted todo mi tiempo, señorita Brent.
—Seré breve. Muy breve, señor Barling. Si todas sus objeciones son ésas, puede
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hacer dos cosas que resolverán esta situación favorablemente para ambos.
—Por favor, señorita, no sigamos por ese camino. Le dije mi última palabra ya, y
debo ahora ocuparme de otros asuntos. Con su permiso, yo…
—Espere. Sólo un minuto para dar su auténtica «última palabra», señor Barling
—insistió ella vivamente—. En primer lugar, ¿le parezco lo bastante atractiva para
salir a una pista de circo y agradar a los espectadores?
Bernard Barling dominó su impaciencia para echar una ojeada crítica a la joven
aspirante. Desde sus rojos cabellos de tono cobrizo, hasta sus bien formadas piernas,
que el pantalón tejano marcaba nítidamente. Observó su atractivo rostro, sus labios
carnosos, su breve nariz, sus ojos verdes, su busto juvenil y agresivo, su cintura
breve, sus bien formadas caderas…
Asintió, de mala gana, tratando de mostrar una sonrisa cortés.
—Usted sabe que sí. Tiene espejo en su casa, ¿no? Es… muy atractiva.
—Gracias.
—Pero eso no basta para…
—Por favor, aún no agoté ese minuto que le pedí. Admite que soy atractiva para
el espectador. Imagine que también hago un número difícil, poco frecuente. Un
verdadero número de éxito. Pero soy desconocida, no tengo «gancho» taquillero,
¿verdad? Bien. Entonces, usted me admite sin darme sueldo inicial alguno. Yo
debuto. Y si gusto, y la taquilla lo acusa favorablemente, usted mismo me fija el
sueldo que juzgue justo y adecuado. Si vuelve a haber pérdidas, me retira el sueldo.
¿Qué opina de ello?
—Sería abusar —negó, rotundo, Barling—. No, señorita Brent. Yo no puedo
contratar a nadie sin pagarle un sueldo. Eso sería injusto. Indigno de mi empresa.
—Claro —sonrió ella, con un destello luminoso en sus verdes pupilas—. No
sucederá de otro modo, esté seguro. Usted tendrá que pagarme bien, apenas vea el
resultado.
—O está muy segura de sí misma, o es la muchacha más audaz que he visto.
—Ambas cosas —aseguró ella, rotunda—. Vea mi número. Una parte de él,
cuando menos. Le bastará para hacerse una idea. Luego, decida.
—Eso lleva más de un minuto —objetó Barling.
—Claro está. Ya pasó el minuto que le pedí. Ahora debe decidir. O pierde unos
pocos más, viendo mi actuación… o me dice de nuevo que no, y yo me marcho. Pero
algo quiero advertirle, lo que yo hago, no lo hace nadie en su circo. Ni en ningún
otro. De modo que aún puede ganar una artista de excepción. Si miento, seré la única
que se engañó, y usted habrá perdido unos minutos. Además, no soy de Greybull.
Vengo de otra ciudad de Wyoming, exclusivamente en busca suya. Apenas oí la
publicidad de su circo por la radio, me puse en camino para ofrecerme. ¿Qué decide,
señor Barling?
—Señorita Brent, además de audaz, me resulta usted algo engreída. Fanfarronea,
¿me entiende? Yo lo he visto todo, absolutamente todo, en materia de circo. ¿Espera
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sorprenderme o maravillarme a mí?
—Eso es, señor Barling. Pretendo sorprenderle a usted. Y sé que me aceptará a
ojos cerrados.
—Muy bien —la voz de Barling sonó brusca—. Usted se lo ha buscado, jovencita
presuntuosa. Le concedo diez minutos para ver ese fantástico número de qué habla. Si
no logra realmente maravillarme, no necesitará ni decirme «adiós». Podrá usted coger
sus cosas y largarse. Por cierto, ¿dónde está su material de trabajo?
—No llevo apenas —sonrió ella, señalando el automóvil Ranger de color azul, en
el que había llegado hasta el entoldado circense—. ¿Dónde puedo actuar?
—Venga conmigo —frunció el ceño Barling, volviéndose al interior de su
remolque bien iluminado, para advertir a alguien que había dentro—: Regreso
enseguida, Amos. Voy a atender a cierta joven artista…
—Está bien, Bernard —contestó una voz desde dentro—. Yo sigo con la
liquidación. Mal asunto, ¿sabes? Hay más pérdidas de las previstas…
—No me hables de eso, Amos —gruñó el empresario, alejándose del remolque,
junto a la joven pelirroja, a quien señaló una parte del entoldado, aún sin desmontar
—. Vamos allá. ¿Cree que podrá hacerlo allí, con ese pequeño fragmento de cúpula y
de pista?
—Cualquier sitio servirá —asintió ella vivamente, tomando de su coche un
maletín y emprendiendo la marcha tras de Barling, con aire satisfecho.
Momentos después, tras dar una orden al empresario de que artistas y mecánicos,
todos fraternalmente unidos en las tareas de montar y desmontar el circo, para que
descansaran un cuarto de hora y tomasen algo caliente en el coche-bar, por cuenta
suya, Barling y la joven Rhonda Brent se situaban a solas en un fragmento de pista
por desmontar, con uno de los lados del gran circo aún en pie, protegiéndoles del
viento y la nieve.
—Muy bien —dijo Barling, acomodándose en unos travesaños de metal—.
Adelante, jovencita. Empiece a maravillarme.
Rhonda abrió su maleta sin que él pudiese ver su contenido. Y unos segundos más
tarde, comenzaba su show, mientras algunos artistas y técnicos, con vasos encerados
de café, té, leche o caldo, se iban aproximando al recinto, para curiosear lo que allí
sucedía.
Y, realmente, muy pronto el rostro de Bernard Barling, el veterano empresario,
comenzó a mostrar el asombro e incluso la admiración hacia el trabajo de la
muchacha desconocida.
Y había motivo para ello…
Rhonda Brent situó su maleta en medio del serrín de la incompleta pista. Luego,
la cerró, tras manipular algo, entre los pliegues de una capa que se había puesto,
cubriendo su cuerpo hasta medio muslo. Bruscamente, se bajó los tejanos de color
azul vivo, dejando desnudo sus piernas bien formadas, con la sola prenda de su slip
cubriendo parte de su firme trasero y la entrepierna. Así, ágilmente, caminó hasta el
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centro del semicírculo.
Elevó sus brazos al cielo, apuntando con sus palmas extendidas hacia la altura.
Luego, cerró los ojos.
Emitió un grito agudo, sorprendente, que tensó los nervios del empresario.
E, inesperadamente, algo pareció estallar a los pies de la joven una luz
centelleante envolvió su figura…
La pelirroja salió disparada verticalmente hacia la altura, como podría hacerlo un
cohete en una base espacial.
Ante el estupor de Bernard Barling, aquella figura de mujer; convertida en
proyectil lanzado hacia la cúpula, alcanzó ésta, pareciendo que iba a perforarla,
desgarrando el recio tejido impermeable, de vivos colores.
Pero en ese momento pareció agotarse el misterioso poder que la impulsara, y las
manos y piernas de Rhonda se adhirieron a la lona, como si fuese una ventosa o una
araña, comenzando a moverse por la altísima lona con total normalidad, sin
despegarse de ella, sin caer a tierra, desafiando a todas las posibles leyes de la
gravedad.
Estupefacto, Barling mantenía su cabeza alta, la mirada fija en el asombroso
número. Otros artistas, paulatinamente, iban salpicando el vacío graderío, saboreando
su bebida caliente, y contemplando, incrédulos, las maniobras de la araña humana en
el cielo de lona del circo.
—Es increíble —dijo alguien—. ¿Cómo lo hace?
—Tiene que utilizar algún artilugio, algo mecánico —objetó otro, escéptico—.
No es mérito propio. Es una pura fantasía.
—Sí, pero ¿quién hizo antes algo así? Es más fantástico, más espectacular que el
proyectil humano o la mujer-bala de cañón —protestó una tercera voz—. Miren lo
que hace ahora. Va a llegar a la barra de soporte. Seguramente descenderá…
—Cállense —cortó Barling bruscamente—. Todos ustedes saben tan bien como
yo que todo número de circo tiene su truco, si no es un simple alarde físico. Pero hace
falta mucho valor y entrenamiento para hacer bien todo eso. Además… ¡eh! ¿Qué
hace?
Su grito coincidía con el momento en que Rhonda emitía un grito agudo, como de
terror. ¡Y su cuerpo se precipitó desde la cúpula del circo, vertiginosamente, en una
zambullida mortal!
Era cuestión de un segundo o dos estrellarse sobre el serrín de la pista incompleta.
Sin embargo, a pocas yardas del suelo, cuando todos los presentes gritaban también;
con horror, se detuvo bruscamente el cuerpo, como frenado por una fuerza invisible y
poderosa, y Rhonda Brent flotó, suspendida de la nada, como sí tuviera alas,
sonriente y tranquila.
Planeando, como un acróbata del espacio cuando se lanza con el paracaídas aún
sin abrir, flotó materialmente sobre el público inexistente ahora, que sólo formaban
los propios miembros del circo, y seguida por incrédulas miradas de asombro, la
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joven se meció en el vacío, y una música brotó de alguna parte. Era un vals de Johan
Strauss, Rosas del Sur, que ella siguió en su ritmo, con evoluciones que parecían de
pura magia, siempre suspendida del vacío, como por arte de un hechizo increíble.
Luego, estalló una luz en torno de ella, la envolvió en una fosforescencia
cegadora, y esa luz se precipitó velozmente hacia la pista, restallando allí, como una
bola de fuego que, al impactar, levantó miríadas de chispas multicolores.
Al desaparecer la luz y las chispas, todos miraron con estupor al serrín de la pista
incompleta.
¡La muchacha pelirroja había desaparecido!
Barling, desorientado, trató de buscarla en vano alrededor suyo. Sólo la maleta
cerrada permanecía en medio de la pista, como única huella real de la presencia de
Rhonda Brent entre ellos.
Luego, inesperadamente, la tapa de la maleta se abrió por sí sola.
Surgió una fuerte luz del interior… ¡y envuelta en ella, la figura de Rhonda, con
su corta capa brillante, extendiendo sus brazos en un saludo triunfal, su rostro
iluminado por una sonrisa de risueña satisfacción!
Todos miraron, atónitos, a la pequeña maleta en la que parecía increíble que
hubiese podido estar encajada ni siquiera una tercera parte del cuerpo de la joven.
Ella se inclinó ante su reducido público.
Bernard Barling fue el primero en salir de su asombro y aplaudir rabiosamente.
Le corearon los demás artistas, todavía deslumbrados por la exhibición.
—Gracias —dijo con sencillez la muchacha, yendo hacia ellos tras guardar en la
maleta su capa y algo que parecía ocultar ésta entre sus pliegues—. Se puede alargar
el número con algunos efectos y trucos más. Pero a grandes rasgos, esto es lo más
destacado de mi actuación.
—Sensacional, señorita Brent —ponderó Barling, entusiasmado, caminando hacia
ella—. ¿Cómo pudo montar este número?
—Yo diría que todo es simple artificio —comentó secamente el mismo que con
anterioridad hiciera el único comentario adverso—. Trucos de ilusionista, cohetes… y
poca cosa más.
—Cierto. —Rhonda miró con frialdad al que había hablado—. Hay truco, ¿a qué
negarlo? No soy capaz de reptar como una araña por esa cúpula sin ayuda de un
truco. Ni puedo elevarme al cielo sin un sistema de propulsión. Tampoco me
detendría en el aire, al caer, sin un sistema de freno invisible. Pero si a todo eso le
añaden eficacia, agilidad, dominio del número, capacidad de sugestión sobre los
espectadores, algo de ilusionismo, y mi capacidad de contracción para entrar en esa
pequeña maleta, tendrá la totalidad de un número que, posiblemente, usted mismo no
se atrevería a realizar. ¿Me equivoco?
—No discuta con él —cortó Barling, mirando con acritud al que había hablado
antes—. Y tú cállate, Walters. Tus acrobacias están ya muy vistas, y no puede tolerar
que alguien sea capaz de aportar algo nuevo al circo. La señorita Brent puede usar
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ingenios mecánicos. Está en su perfecto derecho, siempre que lo haga con esa
limpieza. Lo que nadie puede negarle es una agilidad formidable, gran capacidad de
ilusionismo, y un alarde de contracción física.
—Eso es verdad, señor Barling —afirmó otra persona, una mujer rubia, alta y
estilizada, de ojos intensamente azules—. Emlyn es un envidioso. La actuación de esa
muchacha ha sido sensacional. Electrizará al público, de seguro.
—Gracias. —Rhonda miró a la que hablara con simpatía—. Es muy amable.
—Ella es Nadia Lorescu, la ilusionista del circo —explicó Barling—. Y estoy de
acuerdo con su opinión. Señorita Brent, me ha convencido. Está usted contratada.
Puede montar el número a su entero gusto. Lo ensayaremos una vez más en la víspera
de nuestro debut en Yellowstone. ¿Cuál será su nombre artístico?
—La Araña Luminosa —sonrió Rhonda—. Creo que eso será comercial, señor
Barling. Pero como le dije, creo que será mejor esperar a que debutemos para…
—No se hable más. Cobrará mil dólares mensuales para empezar. Si la taquilla
experimenta una subida perceptible, recibirá un porcentaje sobre la media de
recaudación superior a la normal hasta la fecha. ¿Está conforme, muchacha?
—Es mucho más de lo que esperaba, señor Barling —confesó la joven con ojos
brillantes de satisfacción.
—También lo que usted acaba de ofrecerme es muchísimo más de lo que yo
esperaba —confesó Barling, sacudiendo la cabeza—. En verdad que nadie ha hecho
hasta ahora un número como el suyo. La felicito por su capacidad, su ingenio y su
habilidad en montarse ese show. Estoy seguro de que impresionará al público.
—Vaya, bienvenida a nuestra gran familia, jovencita —dijo un hombre de rostro
anguloso y amplia sonrisa, saliendo del grupo y tendiéndole su mano abierta por un
lado, y un vaso de caldo caliente en otra—. Toma, para que te repongas. Soy Jolly
James el payaso. Me llaman Happy Jolly profesionalmente… Cuando me veas en la
pista, con la cara blanca y el traje de lentejuelas seguro que no me reconocerás.
—Sois todos muy amables —dijo la joven, tomando la taza de caldo con un gesto
de gratitud, al tiempo que estrechaba la diestra del payaso. Estoy segura de que me
encontraré muy bien entre vosotros.
Barling la tomó de un brazo, apartándola del sonriente y amable payaso James.
—Vamos —le indicó—. Firmaremos el contrato ahora, en mi remolque. Y, como
dijo el alegre James, bienvenida a tu nueva casa. En lo sucesivo, me cuidare muy
mucho de negarme a escuchar a quien se me ofrezca para trabajar en mi circo. Estuve
a punto de perder un número fuera de serie. ¿Cómo pudiste aprender todo eso aquí en
Wyoming, sin ser una profesional del circo?
—Mi tío Jason ha sido siempre un genio de la mecánica y de los efectos de
artificio —sonrió ella—. Fue una idea suya educarme en esto. Su gran sueño fue ser
alguna vez artista de circo, pero una lesión vertebral a los diecinueve años, le impidió
ver cumplido sus deseos. Por eso concentró sus afanes en mí, y me enseñó sus trucos
y sus ideas… Decía que el circo no es sólo esfuerzo físico sino inventiva,
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espectacularidad y mucha imaginación.
—Su tío Jason nunca debió sufrir esa lesión desgraciada —suspiró Barling de
buen humor—. Seguro que hubiera sido más grande que Houdini…
Poco después Rhonda Brent firmaba su contrato con la empresa Barling
Incorporated. El empresario y su primo Amos, que era el contable y administrador de
la entidad, firmaron dicho documento, junto a la muchacha.
—Supongo que necesitará dinero, de momento —dijo Bernard Barling, tomando
unos billetes de la recaudación que contabilizaba su primo Amos. Tome quinientos
dólares a cuenta. Se le descontaran a razón de cien mensuales. Viaje con su coche.
Dormirá y comerá en el remolque de Nadia Lorescu, nuestra ilusionista, si no tiene
inconveniente, hasta que adquiriera en Yellowstone un remolque para usted, ¿le
parece bien?
—Por mí, excelente —asintió ella—. Siempre que él no ponga objeciones… Me
ha caído muy simpática la señorita Lorescu…
—Señora —dijo Barling suavemente—. Es señora, pero enviudó. Su marido era
un rumano que intentó evadirse de un campo de concentración, en un lugar del este
de Europa, donde estaba por motivos políticos Murió en el empeño. Pero usted tiene
razón. Es muy buena persona la señora Lorescu. Y no pondrá objeción alguna. Ya lo
hizo antes, durante unas fechas, con otra de nuestras artistas, Lota Chang, cuando
entró en el circo para su número de bailarina domadora de serpientes… Ahora, Lota
tiene su propio remolque, aunque lo comparte con Gina Morelli, nuestra animadora
de pista, porque… bueno, porque son muy buenas amigas las dos.
Con esa brusca explicación, dio por terminado el comentario. Rhonda guardó su
dinero y se encaminó a la salida del remolque de los Barling. Amos dejó el dinero y
las cuentas, para acompañarla.
—Yo iré con usted —dijo risueñamente—, mientras hablan con Nadia al
respecto…
El primo de Barling, más joven que el empresario, pero igualmente recio,
pelirrojo y de facciones rudas, la escoltó a través del esqueleto metálico que era ya el
entoldado, en torno al cual se agrupaban los remolques-vivienda y los grandes
camiones y trailers para carga de material. En otro punto, iban colocando ya sobre
ruedas, protegidos con lonas especiales, para que no recibieran la fría nieve, los
animales salvajes de la fauna circense: una pantera negra, tres leones, varios simios,
un gran gorila y unos graciosos poneys.
—Eres hermosa, pero puedes morir…
—¿Eh? —Rhonda se paró en seco, mirando en torno con perplejidad—. ¿Dijo
usted algo, señor Barling?
—¿Yo? —Amos Barling se volvió hacia ella, sorprendido—. No, ¿por qué dice
eso?
—Oí una voz… —Los ojos verdes de la joven se volvieron en varias direcciones,
tratando de averiguar de dónde pudo llegar aquella extraña, susurrante voz que,
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inconfundiblemente, había desgranado en algún lugar, no lejos de ella, unas palabras
que estaba bien segura de haber captado con nitidez: «Eres hermosa, pero puedes
morir…».
—¿Una voz? —Barling se encogió de hombros—. Hay muchas entre el personal,
mientras trabaja. No es nada extraño, ¿por qué se inquieta?
Rhonda pareció que iba a responder algo, pero apretó los labios y negó con la
cabeza, mientras observaba, con el rabillo del ojo, la presencia de Jolly James, el
payaso, siempre sonriente, tomando otro vaso de caldo caliente en el coche-bar, y
algo más allá al desagradable y crítico Emlyn Walters, el acróbata, ayudando a
desmontar barras metálicas.
¿Había sido uno de ellos quien pronunció tan extrañas palabras? ¿O acaso algún
empleado de los que desmontaban el armazón del entoldado?
Eres hermosa, pero puedes morir…
Estaba segura. Muy segura. Eso es lo que había oído. Una frase sin sentido tal
vez. Pero inquietante, amenazadora acaso…
Siguió adelante, siempre precedida por Amos Barling, hacia el remolque de la
ilusionista rumana, Nadia Lorescu. No volvió a oír esa voz susurrante. Pero no pudo
evitar la impresión de que unos ojos, desde alguna parte, estaban fijos en ella.
Unos ojos que tal vez la miraban con odio. Con maldad…
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Capítulo III
—ES asombroso, Bernard. Sobre el taquillaje de la tarde, el de la noche ha subido
como la espuma. La recaudación es de más del doble de la inicial. En todo
Yellowstone no se habla de otra cosa, lo he comprobado. La Araña Luminosa está en
todas las bocas. Están impresionados. Ella ha hecho crecer la asistencia de público
como nunca pudimos imaginar…
—Esa chica… —Barling meneó la cabeza, asombrado—. Si llego a despedirla,
hubiese demostrado ser el más estúpido empresario del mundo. Y, sin embargo, así
es. Ella tuvo que insistir una y mil veces para persuadirme, Amos.
—Tú no podías saber algo así —le confortó su primo, sonriendo—. De acuerdo
con el contrato, tendrás que darle un buen porcentaje de beneficios. Aun siendo
solamente el uno por ciento sobre la recaudación superior a la normal, al menos le
corresponderán hoy quinientos dólares limpios. Y así puede ser cada día…
—Ojalá —suspiró Barling—. Significará que estamos ganando dinero al fin. Ya
iba siendo hora, Amos. Esta gira resultaba casi ruinosa.
—Espero que no termine siéndolo —murmuró su primo, mirando por la ventana
del remolque.
—¿Qué quieres decir?
—La nieve. El cielo está cubierto totalmente. El boletín meteorológico anuncia
copiosas nevadas entre Wyoming y Montana para las próximas horas. Si eso se
cumple, llegar a Butte y Helena va a resultar casi una hazaña…
—Esperemos que las carreteras no queden bloqueadas —refunfuñó ásperamente
Barling, meneando la cabeza con disgusto—. A eso le llamaría yo tener mala suerte.
Tenemos una tournée nefasta. Ahora que hemos logrado un número sensacional, sólo
nos faltaría un bloqueo de nieve…
—Los artistas dicen que nunca debimos contratar para esta gira a Lota Chang.
—¿Qué diablos tiene que ver Lota con esto?
—Es ella… y su serpiente, «Kaa». Dicen que trae la mala suerte donde actúa. Tal
vez tengan razón.
—¿Mala suerte? ¿Lota Chang? —repitió Bernard Barling perplejo—. ¡Tonterías!
No me gustan las supersticiones ridículas. Ni ella ni «Kaa» tienen culpa alguna de
nada. Ya estuvieron con nosotros otras temporadas, y todo fue bien.
—Sí, pero ya sabes cómo son ellos… No es fácil disuadirles cuando piensan algo
así. Tal vez sea esa nueva serpiente, «Kaa». La anterior, la que se le murió el año
pasado, puede que no tuviese tanto infortunio…
—¿Tú también, Amos, pensando así? —Le reprendió severamente el empresario
—. Vamos, vamos. «Cobra» era un reptil peligroso. Tenía reacciones imprevisibles.
«Kaa» es algo más dócil, aunque más grande, ésa es la única diferencia. Bueno, ésa y
la ocurrencia de Lota, de darle ese nombre, quizá en homenaje a Kipling… Pero de
gafes y cosas por el estilo, nada de nada. Especialmente ahora, con esa estupenda
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muchacha haciendo su número sensacional… Por cierto, voy a ver si llego a tiempo
de verla esta noche también. No me canso de admirar los trucos de esa muchacha.
Pero también su valor en la representación…
Salió del remolque, cruzando el claro hacia los toldos multicolores. La música
sonaba, brillante y alegre, en el interior del iluminado recinto circense.
El aire, frío y seco, agitaba los toldos con cierta violencia. Las cuerdas tensas,
unidas a los soportes metálicos, chirriaban al impulso de las ráfagas. No nevaba, pero
no tardaría en hacerlo, o él no conocía bien el clima del noroeste del país.
Poco más tarde, situado tras el público, en uno de los accesos, junto al jefe de
pista Duncan Reeves y el payaso Jolly James, con su cara eternamente blanqueada,
asistía a la exhibición de Rhonda La Araña Luminosa.
Una vez más, se preguntó qué era lo que frenaba a la joven, en su primer
descenso en vertical, desde la cúpula del circo. Pero el truco no era visible, ni siquiera
con aquella brillante luminosidad de la pista los ojos asombrados presenciaban su
ingrávido vuelo sobre las cabezas de todos los presentes en los graderíos,
preguntándose quizá lo mismo que él. Cierto que Barling sabía que tenía que ser,
forzosamente, un truco. Pero resultaba admirable en su realización. Y la gracia etérea
de la bella muchacha pelirroja ponía el resto al sensacional número.
—Es un encanto —dijo entre dientes el payaso James, cuyo gesto risueño era
inapreciable en el encalado de su faz de clown—. La chica más maravillosa que
jamás vi…
Las exclamaciones de admiración sonaron por doquier, mezcladas con aplausos,
cuando se tornó luminosa, y cayó definitivamente, para disolverse misteriosamente
en el aire.
Pero Rhonda Brent tenía razón. No todos los ojos que seguían en la pista su
actuación, revelaban admiración o perplejidad. No todos la miraban con igual
entusiasmo y devoción.
Unos ojos, en alguna parte bajo aquella lona de brillantes colores, entre aquellas
luces deslumbrantes y mágicas del circo, se clavaban malignos en la esbelta figura de
bien torneadas piernas, que flotaba espectacularmente en el aire, sobre las cabezas de
los espectadores.
Eran unos ojos crueles, perversos, fríos. Los ojos de un asesino, resbalando
morbosa, voluptuosamente, por el cuerpo femenino. Como recreándose en algo que
su enfermiza mente había resuelto ya destruir, a cualquier precio.
Un asesino que estaba allí, entre todos los presentes. Vigilante. Tenso. Alerta.
Como una amenaza mortal, siempre a punto de caer sobre la víctima elegida.
En este caso, sobre Rhonda Brent La Araña Luminosa del gran circo Barling.
El asesino no tenía prisa. Sabía que, tarde o temprano, su víctima elegida sería
ejecutada ferozmente. Como todas las demás…
Como la última, Brenda, la cantinera, allá en un lugar llamado Greybull.
Judd Arlen, sheriff de Greybull, Wyoming, se volvió sobre su joven ayudante, que
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examinaba minuciosamente el escenario del crimen.
—¿Algo de particular? —preguntó.
—Supongo que sí, sheriff —asintió el atlético joven sin levantarse de su posición,
arrodillado junto al cadáver casi decapitado de Brenda, la cantinera.
—¿Qué es ello? —se interesó Arlen, avanzando hacia su ayudante.
—Pintura blanca.
—¿Qué?
—Pintura blanca. En los dedos y en la manga de Brenda. Debió tocar algo que
estaba cubierto de esa pintura, justo antes de morir. Incluso tiene residuos entre las
uñas. ¿Podrán analizarlo en el laboratorio?
—Supongo que sí —suspiró Arlen—. Si no, lo enviaremos a Cheyenne. La
oficina federal tendrá allí mejores medios que nosotros.
—Sería preferible saberlo cuanto antes —comentó el ayudante, poniéndose en pie
y sacudiendo el polvo de su rodilla, que observó no tenía nada de matiz blanco—.
Puede ser importante.
—¿Importante? ¿En qué sentido?
—No lo sé aún. Es sólo una posibilidad, sheriff. ¿Ha interrogado usted a la gente
de los alrededores?
—Claro —farfulló Arlen, observando la caja registradora abierta, con todo el
dinero allí intacto, coincidiendo la suma con la cifra registrada como liquidación del
día—. No oyeron ni vieron nada. Toda la noche fue fría, ventosa y con nieve. El
asesino, ciertamente, no tenía intención de robar.
—Ya lo noté —el joven auxiliar del sheriff Arlen caminó hasta una de las
máquinas electrónicas del millón, y observó el borde del mueble en un determinado
punto. El sol, tras el nublado gris oscuro de aquella mañana del lunes, mientras caía
sin cesar la nieve, y las calles mostraban ya el blanco elemento cuajado con una
altura de casi dos pies, apenas si prestaba claridad al sombrío recinto de ventanales
cerrados. Necesitó una linterna de bolsillo para alumbrar aquel borde. Tocó con la
yema del dedo, y retiró éste. Lo examinó a la luz. Mostraba una leve mancha blanca.
Añadió en voz alta—: También hay aquí pintura blanca, sheriff. Debe ser de la misma
naturaleza. Algo grasienta y espesa. Ciertamente, no es salina ni parece tampoco
yeso.
—¿Qué puede ser, entonces?
—No lo sé —paseó de nuevo, hasta detenerse junto a las enormes manchas rojo
oscuras y el cadáver de la mujer desnuda, de ropas desgarradas, rígido y céreo,
todavía sin corromperse gracias a la baja temperatura. Arriba, maullaban
desesperadamente en el piso de arriba. El ayudante del sheriff escuchó, mientras
añadía, pensativo—: Lástima que ayer fuese domingo y nadie pensara en entrar aquí,
por si a Brenda le sucedía algo… Esto demora mucho las investigaciones.
—Es cierto —admitió Arlen, que parecía siempre escuchar con auténtico respeto
a su joven auxiliar oficial—. Pero ya nada podemos hacer en ese sentido. Si el
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asesino es alguien de la localidad, aquí seguirá. Si es un forastero, ya estará lejos.
Todo lo lejos, al menos, que esta nevada la permita.
—Los helicópteros han funcionado con normalidad hasta esta madrugada. Incluso
ahora mismo, con cierto riesgo, se pueden utilizar aún, eludiendo el centro de la
borrasca que está situada al este. El asesino ya podría estar muy lejos, Sheriff.
—Cierto. Pobre Brenda. Nunca hizo daño a nadie en la vida. ¿Por qué todo este
horror?
—Tal vez se trate de un maníaco.
Suspiro su ayudante, entornando los ojos con gesto preocupado evidente que fue
violada.
—Puede ser un sádico, un obseso sexual, sin duda alguna. Y un salvaje. Por
supuesto. No sólo goza violando a su víctima, sino que necesita matarla brutalmente.
—A lo que se ve. Un hachazo así… Es algo terrible. ¿El hacha era de Brenda?
—Sí lo era —asintió Arlen—. Ha sido identificada por varios clientes y vecinos.
—Se detuvo, al escuchar nuevos maullidos lastimeros—. Pobres gatitos… Habrá que
subirles algo de comer, y llevarlos luego a alguna parte.
—Yo me ocuparé de eso, sheriff —dijo el joven—. Ya he encargado que les
traigan algo de comida y agua, por si están hambrientos y sedientos, tras la muerte de
su dueña. Luego veremos adonde llevarles, para que estén bien cuidados…
Echó nuevamente la tela sobre el cuerpo rodeado de oscura sangre seca, y paseó
por el establecimiento, sin evitar una mirada pensativa al pasquín caído en el suelo,
cuyos bordes aparecían endurecidos por la sangre seca.
El rostro blanco y sonriente de un clown parecía hacerle alegres guiños desde el
papel impreso a vivo color, con el nombre del circo Barling. El ayudante del sheriff
local sacudió la cabeza.
—¿Cuándo se marchó el circo? —preguntó.
—¿El circo? —Pestañeó Arlen, sorprendido por la pregunta—. Oh, eso… Ya
recuerdo. Fue el sábado. Sí, el sábado por la noche terminaron. De madrugada
salieron de aquí, según creo.
—¿Hacia dónde iban?
—Creo que al norte, en dirección a Montana. ¿Por qué pregunta eso?
—Oh, por nada. Es una simple idea… Olvídelo, sheriff. Por favor, cuídese ahora
de esa pintura blanca y de su análisis. Puede ser importante.
Y tras rascar el mueble de la máquina electrónica, las uñas de la difunta y sus
dedos, puso los residuos en un sobre de papel celofán, cerrándolo con su borde
engomado, y tendiéndoselo a su superior, que asintió en silencio.
—Estoy contento de usted, muchacho —dijo Arlen con repentina complacencia
—. Cuando llegó aquí, pensé que me mandaban un jovenzuelo de esos que han
estudiado y se creen ya sabios en todo. Usted es un joven muy inteligente, agudo y
trabajador. Por eso colaboro a gusto con sus ideas. Tal vez este asunto sea más
adecuado para su imaginación de estudioso que para la mía de provinciano…
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—No hable así, sheriff —sonrió su ayudante jovialmente—. Sabe que usted no
tiene nada de tonto. Sólo me limito a emplear una serie de métodos que me enseñaron
en la academia de policía cuando aspiraba a ser algo más que el simple ayudante de
un sheriff provinciano. Luego, cuando me suspendieron y comprendí que hacía falta
mucho más para ser un buen policía, me desanimé y opté por esto. Será una práctica
muy útil por si algún día decido volver a la academia para intentar ser algo más de lo
que ahora soy. Si es así, gran parte de ello se lo deberé a un hombre rudo pero astuto,
provinciano pero despierto y hábil. Un hombre llamado Judd Arlen, en suma.
Se encaminó a la salida de la cantina. Afuera, numerosos grupos de leñadores,
que incluso habían abandonado el trabajo, con sus chaquetones o camisas a vivos
cuadros rojos, negros y verdes, típicos de los leñadores y gentes del noroeste, se
hallaban reunidos frente a la cantina, comentando el trágico suceso.
—Bueno, bueno, ya pueden ir a sus cosas, amigos —les habló amablemente el
ayudante de Arlen, pero con tono no exento de energía—. Aquí no hay gran cosa por
hacer.
—¿Es cierto que el hijo de zorra se ensañó en la pobre Brenda? —preguntó uno
con tono áspero.
—Desgraciadamente, sí.
—¿La…, la violaron? —masculló otro, con voz temblorosa.
—Eso es. La violaron. Y la decapitaron. Debe tratarse de un loco.
—Un loco… ¡Ese sucio bastardo que lo hizo tendrá que colgar del árbol más alto
de Greybull, en cuanto le echemos la mano encima! —rugió uno, apoyado por el
clamor de otros muchos.
—Calma, calma —levantó sus manos el ayudante del sheriff, conciliador—. Si
fuese un ciudadano de Greybull, no haríais nada de eso ninguno de vosotros. La
justicia se ocuparía de él y le castigaría como merece. Pero, desgraciadamente, me
temo que eso resulte demasiado sencillo. Apostaría algo a que el criminal no es de
aquí, y que a estas horas debe de estar muy lejos de nosotros.
—¿Qué le hace suponer eso? —preguntó uno de los leñadores hoscamente.
—Varias cosas —suspiró el joven ayudante, meneando la cabeza. Hundió las
manos en los bolsillos de su chaqueta de cuero con la insignia de comisario, y echó a
andar sobre la esponjosa y abundante nieve, hundiendo en ella sus botas
dificultosamente, camino de la oficina del sheriff—. Pero todavía no hay nada seguro.
Todos serán informados apenas se confirme algo concreto. Sé el aprecio que teníais a
la pobre Brenda. Y os aseguro que no quedará impune este crimen.
Una mujer llegó en ese momento con una botella de leche y un plato repleto de
comida para gatos. El joven le señaló hacia atrás, al edificio de la cantina.
—Vaya allá, señora Bates —rogó, amable—. El sheriff la ayudará a cuidar de los
gatitos de Brenda, si es que lo precisa.
—Oh, pobrecitos, no hará falta, muchacho —sonrió la buena mujer—. Ye sé
cuidar gatos. Les daré lo qué necesitan. Luego me los llevaré a casa, si me lo
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autoriza.
—Claro, señora Bates. Son suyos, mientras no surja algún pariente de Brenda que
los reclame, cosa que no creo que ocurra, puesto que en Greybull no tenía ella familia
alguna.
—Gracias —se alejó la mujer con el alimento para los felinos—. Es usted un gran
chico, Elliott.
El ayudante del sheriff Arlen no dijo nada. Sonrió, siguiendo adelante en su
marcha mientras, sombríamente, se dispersaban los leñadores, de mala gana. Algunos
buscaron la cafetería de Johnny Fulton, para calmar su sed. Otros, fueron al almacén,
comprando unas botellas para irse a beber a cualquier rincón del nevado bosque.
El joven comisario entró en la oficina, frotándoselas manos con alivio cuando el
vaho caluroso del interior, bien acondicionado, le acogió, en contraste con el gélido
frío exterior.
Un aparato de radio a transistores funcionaba sobre un mueble, junto a las mesas
vacías, y un locutor emitía un alarmante boletín meteorológico de última hora:
—… Las noticias del norte de la región y de Montana y Washington,
particularmente, no son nada alentadoras, puesto que señalan una nueva borrasca de
nieve que provocará abundantes precipitaciones en toda la zona, con heladas
nocturnas y fuertes vientos diurnos. Se advierte a las tripulaciones de aviones y
helicópteros se abstengan en lo posible de sobrevolar el sector citado durante las
próximas veinticuatro horas, y a la circulación por carretera que procure reducir sus
viajes, ya que se teme que, de no mejorar en algo el pronóstico, cabe la posibilidad de
graves bloqueos a causa de la nieve y el hielo, así como probables desprendimientos
en las zonas montañosas, que harían posible la existencia de…
Irritado, el joven comisario cerró la radio. El pelirrojo y espigado McCoy,
segundo ayudante de Arlen, y archivador de la oficina, levantó la cabeza de su mesa
de trabajo, donde estaba revisando y ordenando papeles oficiales, para estudiar a su
compañero, pensativo. No hizo comentario alguno. Sabía cuándo el comisario estaba
malhumorado, y también sabía que era mejor dejarle tranquilo en esos momentos.
Le vio tomar el teléfono y marcar un número, tras lo cual esperó, hasta hablar con
alguien presurosamente:
—¿Es ahí Yellowstone? ¿Oficina del jefe de policía? Sí, bien. Aquí Greybull…
Oficina del sheriff Arlen. Deseaba informarme sobre cierto circo que puede estar
actuando ahí… ¿El Barling? Sí, sí, exactamente. ¿Está actuando en Yellowstone?
¿Hoy debuta? Bien, bien. No, todavía nada de particular al respecto. Pero es posible
que más tarde deba llamarles de nuevo. Depende de ciertas pesquisas que estamos
haciendo aquí… ¿Motivos, dice? Un asesinato. ¿Qué? Sí, asesinato. Oyó bien. El
primero en Greybull, en más de tres años. Una mujer. Violada y decapitada con un
hacha. Parece ser obra de un maníaco sexual sumamente sanguinario y peligroso. No,
por nada. Es sólo una suposición sin fundamento. Si sé algo más, volveré a llamar.
Adiós, gracias, jefe Colman.
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Colgó, ceñudo, con aire reflexivo y preocupado. Luego, metió papel en su
máquina y comenzó a teclear con rapidez, escribiendo quizá un informe completo
sobre la muerte de Brenda Salters, la cantinera de Greybull.
McCoy, el pelirrojo, bajó la cabeza y siguió su tarea, sin preguntar nada. Seguía
pensando que su camarada estaba de mal humor.
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Capítulo IV
—ESTO se pone peor por momentos.
—Yo no diría eso, Bernard —rió entre dientes Amos Barling—. Tenemos casi
vendido el taquillaje de mañana por la tarde. Y para la noche, casi medio circo está
reservado, y se venden numerosas entradas. Todo el mundo quiere ver a La Araña
Luminosa.
—No me refería a eso —refunfuñó ásperamente su primo—. Es el maldito
tiempo… Cada vez aumenta el tono pesimista de las noticias meteorológicas, Amos.
Si esto sigue así, no podremos salir de Yellowstone, y perderemos los contratos de
Butte y Helena. Ya sabes que hay rodeo allí en la próxima semana. Sería fatal
coincidir con ellos. No tendríamos a nadie. En cambio, ahora es el momento
adecuado.
—Lo sé, pero ¿qué podemos hacer? Ni siquiera el todopoderoso señor Bernard
Barling puede dominar los elementos —comentó sarcástico su primo Amos, con
mirada irónica.
—Oh, deja tus bromas de siempre. Esto es muy serio. Estoy dispuesto a acortar la
estancia en Yellowstone, pese a la marcha de la taquilla. En Butte y Helena podemos
forrarnos. Pero no más tarde de esta semana y principios de la próxima.
—¿Qué sugieres? ¿Levantar el circo ahora mismo y dejar a esa gente con sus
localidades y reservas en el bolsillo?
—No —resopló Barling, frotándose el mentón—. Eso no podemos hacerlo. Pero
sí despedirnos mañana por la noche.
—¿Y perder dos días más en Yellowstone?
—Exacto. Dos días que pueden sernos vitales para llegar a Montana, si hay
problemas de circulación por bloqueo o desprendimientos. Mañana, martes,
despedida. Está decidido. Haz imprimir los carteles para cruzar los afiches.
Saldremos esa misma madrugada del martes al miércoles. Avisa a todo el personal
por la mañana. Es todo.
—Dos días perdidos. Tal vez cuatro llenos, Bernard… se quejó amargamente
Amos Barling.
—No me importa. Hay que jugar fuerte, cuando la nieve y el invierno de estas
regiones están contra uno, lo sé por experiencia. Ahora, vamos a descansar. A todos
nos hace falta, Amos.
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dormía profundamente en la litera de enfrente. No parecía haberse dado cuenta de
nada.
Ella empezó a sentirse insegura de su impresión ensueños. Tal vez sólo fue eso,
una impresión errónea, un producto de su sueño o de su imaginación. Procuró
permanecer quieta, erguida en la sombra.
Luego, bruscamente, el sonido se repitió. Claro. Inconfundible. Preciso. Fue el
roce de algo o alguien contra la carrocería del remolque. Y luego… luego, los ojos
asustados de la joven se clavaron en la puerta del vehículo.
El picaporte estaba moviéndose. Accionado desde el exterior, sin duda.
Rhonda no pudo evitar un estremecimiento, sin saber la razón. Todo aquello
podía explicarse fácilmente sin duda alguna: tal vez un error, un artista que se
confundía de coche-vivienda…
Pero aun así, Rhonda elevó la voz, preguntando agudamente:
—¿Quién está ahí? ¿Quién quiere entrar aquí? ¡Responda!
Cesó el movimiento del picaporte. Algo sonó afuera, como un roce en la nieve,
alejándose del vehículo. Eran pisadas, sin duda. Pisadas presurosas, perdiéndose en la
noche.
—¿Qué ocurre? —Sonó la voz adormilada de compañera. La rumana se
incorporó en la litera—. Rhonda, ¿estás despierta? ¿Hablabas algo?
—Sí… —susurró Rhonda, saltando del lecho.
—Ahí fuera… Había alguien, intentando abrir la puerta del remolque. Vi moverse
el picaporte.
—¿De veras? —La ilusionista también bajó de su lecho, preocupada, sin
molestarse en envolver su cuerdo semidesnudo en prenda alguna—. Tal vez lo
imaginaste… No acostumbran a equivocarse de remolque los artistas. Cada uno
conoce bien el suyo, a menos que alguien esté borracho…
—No, no. Estoy segura. Además, cuando le interpelé, se alejó rápidamente. Oí
sus pasos, Nadia.
—Es extraño… —La rumana se aproximó a una de las ventanas del remolque y
desplazó con sus dedos las tiras de la persiana graduable de plástico—. No veo a
nadie…
—Tuvo tiempo de alejarse, estoy segura. —Rhonda meneó la cabeza, pensativa
dijiste:
—Lo más seguro.
—Tal vez es lo que tú dices. Algún borracho que confundió el remolque.
Nadia Lorescu se encogió de hombros.
—Duncan Reeves, nuestro jefe de pista, acostumbra a beber de más. Le ocurre
desde que perdió a su mujer…
—¿Perdió a su mujer? ¿Quieres decir que… ella murió?
—Quiero decir exactamente que «la perdió» —murmuró Nadia entre dientes—.
Se le fue con otro y además se llevó los ahorros. Desde entonces, aborrece a todas las
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mujeres, y bebe más de la cuenta. Dicen que sufre un trauma, o algo así.
—Entiendo.
Rhonda se encaminó lentamente a su litera de nuevo, mientras Nadia ya volvía a
acostarse, quitando toda posible importancia al incidente. Pero antes de meterse
también entre las sábanas, la joven pelirroja se inclinó sobre otra de las ventanas del
vehículo, y oteó a través de la persiana. Nevaba con intensidad, y aun así captó
señales en la nieve, huellas que se alejaban del remolque y se perdían allá, en la zona
oscura, junto al entoldado y los vagones de los animales.
Huellas de alguien que se había acercado al vehículo ocupado por las dos mujeres
y había movido el picaporte, intentando entrar. Huellas que iban rectas, muy rectas
hacia alguna parte.
Rhonda no pudo evitar dos pensamientos que se mezclaron en uno solo: los
borrachos no caminan tan recto, si están en situación de confundir su propia vivienda
con la de otros. Y luego, aquellas palabras, aparentemente triviales, de Nadia
Lorescu: «… Desde entonces, aborrece a las mujeres y bebe más de la cuenta».
Recordó vagamente a Duncan Reeves, el fornido jefe de pista, con su voz siempre
engolada, anunciando los números del programa, con su frac rojo y su chistera del
mismo color, bordada de lentejuelas, con sus ojos azules y fríos y su roja nariz
afilada…
Tal vez sólo fue eso. El error de un borracho. Pero ese borracho,
sorprendentemente, se había apresurado a huir en cuanto ella levantó la voz.
Rhonda, pensando en todo eso, tardó bastante en dormirse. Pero durante aquella
noche, el incidente no se repitió.
Ella no sabía lo cerca que había estado de la Muerte. Pero ésta, al verse burlada
por una voz aguda de mujer que levantaba la alarma, se había ido a otros lugares a
cumplir su macabra tarea.
Enid Peters acostumbraba hacer siempre lo mismo a aquellas horas de la
madrugada. No lo hacía por gusto, porque nadie se levanta a las cuatro y media de la
mañana, en pleno invierno, y en norte de Wyoming, por simple placer.
Formaba parte de su rutina diaria. Era la hora de incorporarse al trabajo, y le
gustara o no, tenía que hacerlo. Ya había intentado buscarse otra clase de tarea menos
engorrosa, que permitiera dormir hasta más tarde todos los días de la semana, y no
solamente aquél en que descansaba. Pero no era fácil en Yellowstone encontrar
trabajos de mujer bien remunerados como el suyo, y encima de horario cómodo.
Aquello no era una capital importante, ni tan siquiera era como Cheyenne, donde
había muchas más posibilidades para cualquiera.
Pero Enid había nacido en Yellowstone, y allí pensaba continuar, aunque fuese
con el sacrificio cotidiano de levantarse del caliente y confortable lecho a las cuatro y
media de la madrugada, para arreglarse con rapidez, meter su cuerpo joven y
vigoroso en las gruesas ropas invernales adecuadas a aquellas latitudes, e ir al
Mercado Central, a llevar la contabilidad y las salidas y entradas de género que los
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proveedores locales se llevaban o traían en sus furgones.
Vivía cerca del Mercado Central, para no tener que caminar demasiado.
Especialmente, en noches así, nevando copiosamente, y con los senderos
virtualmente tapados por el blanco elemento. Además, la temperatura era muy baja en
los últimos días, y la nieve se helaba, haciéndose doblemente difícil y peligrosa.
Abandonó su casa a las cinco menos cuarto, como cada madrugada. A las cinco
en punto estaría en su puesto de servicio y, todavía con el café caliente ante sí,
empezaría la tarea de contar la carga y descarga de cada día. Más tarde, tendría una
breve pausa para el desayuno fuerte en calorías, y vuelta a contar y contar.
La amplia planicie cercana, estaba esta noche, como la anterior, ocupada por el
brillante y alegre entoldado del Circo Barling. Lo contempló mientras caminaba con
rapidez, hundiendo sus botas en la nieve crujiente y blanda, o pisando cautelosamente
sobre las zonas heladas, para no resbalar.
—Tengo que ir al circo —se dijo—. Tal vez mañana tenga ocasión para ello. Por
la tarde, naturalmente. A mí me está vedado salir de noche. ¡Sólo eso me faltaba, para
tener que levantarme luego a las cinco horas escasas de haberme acostado!
Contempló los numerosos remolques que, formando campamento, se alineaban
más allá de las grandes lonas de colores. En algún lugar, rugía un animal salvaje,
posiblemente para entrar en calor aquella gélida noche. Todos los circos llevaban
siempre tigres, panteras o leones.
Enid Peters aceleró el paso. La nieve en aquel punto estaba más blanda, y podía
ganar algún tiempo. Cuanto antes estuviera en las oficinas del mercado, tanto mejor
para ella. Allí, al menos, había calefacción. Y el trabajo hacía correr la sangre más
deprisa.
Su cuerpo, joven y fuerte, se movía con agilidad en un elemento que no le era
extraño, puesto que formaba parte de su propia vida y ambiente. Había nacido y había
crecido rodeada de nieve, hielos y clima frío. Así era la región, y así le gustaba a ella,
pese a todas sus incomodidades.
Al lado opuesto a aquél donde se hallaban acampados los del circo, sólo había
altos abetos, cargados ahora de blancos festones de nieve, y un suelo donde las agujas
de las coníferas estaban cubiertas ahora por el blanco elemento.
Enid, de repente, creyó oír pisadas por entre los esbeltos troncos de los árboles.
Miró hacia los abetos, sorprendida. Rara vez se cruzaba con alguien en aquel camino,
a tales horas. No podía tampoco imaginarse a nadie paseando por los bosquecillos de
abetos con semejante noche.
Siguió adelante, al no repetirse el ruido. Pero un momento después, Enid Peters se
detenía, al verse ante una superficie de duro hielo, sobre la que la nieve, apenas caía,
se iba endureciendo a su vez. Era un tramo peligroso del recorrido. Tenía que caminar
por allí con toda precaución para no caer.
Apenas cesó en su marcha, giró la cabeza. Estaba totalmente segura ahora. Había
alguien en el bosque de abetos. Las pisadas sobre la nieve crujiente habían tardado
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unos segundos más que las suyas en detenerse. Luego, reinó el silencio. Pero ya la
persona, quienquiera que fuese, había dado cuatro o cinco pasos más que ella.
Enid no se alarmó demasiado. En Yellowstone nunca sucedía nada. No había
maleantes habituales ni gente violenta. Pero no dejó de intrigarle el hecho. Elevó la
voz mirando al bosque:
—Eh… ¿Hay alguien ahí? ¿No sabe que hay zanjas en el terreno y puede caer en
una de ellas, sin que nadie lo advierta, y morirse ahí congelado? Responda vamos. Sé
que está ahí.
Un profundo silencio siguió a sus palabras. Enid se encogió de hombros. Allá el
temerario que elegía tan oculto sendero para caminar. Si caía a una zanja y se rompía
una pierna la muerte tardaría en llegarle no más de diez o doce minutos. Pero ella ya
se lo había advertido, por si era algún componente del circo. Ahora, allá él con sus
problemas.
Echó a andar sobre el hielo, despreocupándose del caminante oculto en el bosque.
Se paró de repente. Las pisadas en la crujiente nieve del bosque se habían reanudado.
Enid, sin saber la razón, empezó a preocuparse de veras.
La seguían. Estaba segura de ello. Y quien lo hacía, no quería dejarse ver ni dar
señales de su presencia, porque de nuevo cesaron sus pasos sigilosos en la nieve.
Enid miró en torno. Estaba completamente sola en el paraje. Gritar ahora, hubiera
sido ridículo, a juicio suyo. Podía despertar la alarma en los del circo, acampados a
menos de trescientas yardas de su camino, inútilmente. ¡Cómo se burlarían de ella sus
compañeros del Mercado Central, si llegaban a saber que tuvo miedo de un simple
ruido, acaso de un necio que quería disfrutar el frío nocturno estúpidamente!
Enid reanudó, una vez más, su marcha sobre el blanco y helado suelo. Éste, bajo
sus botas, era resbaladizo como si estuviese encerado hasta darle brillo de espejo.
De repente, sonó algo a su espalda. Se volvió, estando a punto de resbalar y caer.
Esta vez, realmente, se había sobresaltado. Y con razón.
Las pisadas sonaban en el hielo. Pisadas secas, duras, sonoras. Se quedó perpleja,
asombrada, contemplando a la figura que, a la claridad que la propia nieve prestaba al
paraje nocturno, se aproximaba a ella, tras haber emergido, al fin, del bosque de
abetos.
—¿Quién diablos es usted? —Le interpeló con gran presencia de ánimo—.
¿Acostumbra a ir siempre así? No sabía que los payasos de circo durmieran durante
la noche sin quitarse el maquillaje…
El payaso no respondió. Siguió caminando hacia ella, sobre el hielo, con pisadas
extraordinariamente firmes y seguras, para no ser un natural de allí.
Porque era un payaso. Un grotesco e inquietante payaso.
A Enid Peters no le gustó su cara, blanca encalada, con una ceja que era como un
interrogante tumbado, sobre uno de sus ojos estrechos y fríos. No le gustó la mueca
riente, risueña pero falsa, de su boca pintada de rojo intenso, ni le gustó aquella figura
envuelta en un largo ropaje oscuro, flotando en torno a sus pies. Las manos aparecían
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enguantadas. No llevaba sobre su cabeza cosa alguna. La nieve hacía brillar los rizos
de un negro pelo lleno de fijador o brillantina.
—¡Vamos, responda! —le apremió Enid, retrocediendo cada vez más inquieta—.
¿Qué clase de tontería, de farsa absurda es ésta? Le aseguro que no divierte a nadie de
esa forma, amigo. Y corre usted el riesgo de matarse en la nieve, sin que nadie le
ayude.
El payaso se limitó a reír, sin dejar de caminar hacia ella. Enid se estremeció.
Aquella risa hueca, aguda y sibilante que parecía brotar de todo su rostro blanco y
fantasmal, le produjo un efecto de terror, de incertidumbre, de angustia incluso.
Pensó en echar a correr, pero no podía hacerlo en aquella superficie helada, o
correría el riesgo de caer y romperse una pierna. Pero aquel payaso la asustaba, sin
saber la razón. El rostro maquillado para hacer reír a los niños, no le divertía en
absoluto. Era como una incongruente máscara de un siniestro carnaval, y nada más.
—Déjeme en paz —avisó—. Hágalo, o avisaré a la policía, y le arrestarán, por
andar por ahí amedrentando a la gente. No tiene usted ninguna gracia, si piensa que
deambulando con esa cara por el mundo puede divertir a nadie. ¡Márchese!
Su orden era casi histérica. Por momentos perdía el control de sus nervios. Dio
varios pasos, tratando de alejarse del horrible clown, pero éste río de nuevo… y
aceleró su marcha, avanzando hacia ella a largas zancadas.
Enid, ya realmente asustada, segura de que aquel personaje no pretendía hacerla
reír, ni mucho menos, intentó correr, alejarse. El payaso saltó, precipitándose sobre
ella.
Ambos rodaron por el hielo. Enid era una mujer fuerte, y sus brazos vigorosos
lucharon para golpear al payaso y apartarlo de sí para emprender la huida y denunciar
el absurdo hecho. Pero sorprendida, notó que su adversario era tan fuerte como ella
misma, y la inmovilizaba sobre la nieve helada, sin que su rostro encalado cambiara
lo más mínimo de expresión. Después, una de aquellas manos enguantadas la golpeó
sin piedad, y Enid cayó de espaldas, casi inconsciente, exhalando un gemido de dolor.
El payaso se incorporó, arrastrándola sobre el hielo, hacia el bosque de abetos.
Enid, con el frío de la nieve hiriendo su rostro y cuello, se rehízo, tratando de luchar
nuevamente. Esta vez, el payaso cruel fue mucho más brutal que antes. Le descargó,
sin contemplaciones, un puntapié salvaje al mentón, y el hueso crujió. Los dientes de
Enid Peters chocaron violentamente entre sí, la boca sangró, y ella perdió el
conocimiento.
De ese modo fue arrastrada sobre la nieve, entre los frondosos abetos lastrados
por los blancos invernales, hasta un lugar recoleto, alejado del sendero.
Una vez allí, con rapidez, las manos enguantadas del payaso aplicaron sobre la
boca de la muchacha una ancha tira de esparadrapo. Otra larga tira, ciñó sus muñecas
a la espalda.
Después, tumbó a la joven en una zanja, entre varios abetos. Un punto poco
visible desde el sendero. Se precipitó sobre ella, empezando a soltar y desabotonar
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sus prendas invernales con auténtica furia, jadeando entre dientes, los ojos
fulgurantes de un maligno deseo.
Poco después, satisfechos sus bestiales instintos en la mujer indefensa a su
merced, se irguió, contemplándola triunfante. Ella volvía en sí, estremecida de frío y
horror. Sus ojos se dilataron cuando intentó gritar y no pudo, cuando notó sus manos
ligadas atrás, incapaz de moverlas. Y, sobre todo, cuando comprendió, al ver su
desnudez entre las ropas de invierno, que había sido brutalmente atropellada por el
sádico payaso.
Ahora, éste, hizo algo escalofriante. Algo que heló aún más la sangre en las
ateridas venas de la infortunada muchacha de Yellowstone.
De su larga túnica había extraído un largo cuchillo de cocina de puntiaguda hoja.
El borde destelló al reflejo claro de la nieve, revelando su afiladísima amenaza.
Enid Peters nunca comprendió lo que sucedía. Sólo supo, en un paroxismo de
terror infinito, que aquel monstruo con rostro de clown iba a acuchillarla ferozmente,
tras consumar su aberrante acto.
Y así lo hizo. El arma blanca descendió, veloz como una centella. El acero
penetró blandamente en el cuerpo de la muchacha. Pese a la mordaza, un ronco
estertor, un berrido inhumano, escapó de los labios femeninos. El cuerpo vigoroso se
convulsionó, patéticamente, mientras el clown de la muerte extraía de él aquel arma,
goteante ahora de sangre, pero sólo para volver a alzarla y sepultarla, una y otra vez,
incansablemente, en todos los puntos vitales de la mujer, hasta que un atroz baño de
sangre envolvió aquel cuerpo sacudido por espasmódicos estremecimientos de
agonía, con la muerte, el dolor y la desesperación impresos en aquel rostro donde la
crispación de la agonía se helaba por momentos.
Luego, el arma cayó junto a la víctima, al fondo de la blanca zanja, donde ya la
nieve se teñía de un siniestro color carmesí oscuro. Pero no sin antes atravesar de
lado a lado un pasquín del circo Barling, en vivos colores, presentando la faz blanca y
risueña de un payaso…
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Capítulo V
EL telegrama fue abierto con brusquedad por el sheriff Arlen, de Greybull.
Clavó los grises, acerados ojos en el texto del mismo, y sus mandíbulas se
encajaron fieramente.
—Eh, mire esto —llamó a su ayudante—. ¿Qué opinas de ello?
El joven comisario dejó su mesa de trabajo para acercarse a la de su jefe. Tomó de
sus manos el mensaje de la Western Union, que contempló en silencio.
El telegrama aparecía fechado en Yellowstone y tenía carácter de urgencia.
«Por avería en líneas telefónicas a causa del desprendimiento causado fuertes
nevadas, utilizo vía telegráfica máxima urgencia. Noticias graves aquí. Hoy fue
hallado cadáver joven empleada mercado central, desaparecida noche del lunes entre
su casa y lugar trabajo. Localizado cadáver zanja nevada bosque abetos próximo
lugar acampamiento circo Barling. Violada y asesinada a cuchilladas con feroz
violencia. El arma del crimen hallada atravesando un pasquín del circo Barling.
Investigamos. Sin resultados aún. Circo se ausentó miércoles por la mañana,
anticipando despedida dos fechas pese éxito local. Caminos Montana interceptados
nieve. Bloqueo grave toda zona. No podemos localizar paradero caravana circo.
Helicópteros imposible despegar causa borrasca. Espero acuse recibo. Ser posible
utilizad radio aficionados. Aquí escucha, estación WJF-1.022. Saludos: Rhet Colman,
Departamento Policía Yellowstone».
—Cielos… —Silbó entre dientes el ayudante de Arlen—. Tal como
suponíamos…
—Eso es. Peores noticias de las previsibles. Otro crimen en el recorrido del
circo… Y tenemos el análisis de esa sustancia blanca…
—Exacto: según el laboratorio, pintura, maquillaje blanco, grasiento. Del que
utilizan los payasos de circo… Todo concuerda, ¿no?
—Desgraciadamente, sí. Pero no puedo pensar que todo empezara aquí… Llama
a Laramie, por favor. Es el último sitio de Wyoming donde actuó el circo Barling
antes de debutar aquí. Recuerdo que lo mencionaban en la gacetilla publicitaria del
periódico local.
—Entiendo lo que quiere decir, sheriff —asintió su joven ayudante,
precipitándose hacia el teléfono—. Esto empieza a tomar forma, aunque tal vez sea
ya demasiado tarde para impedir nuevos crímenes…
—¿Demasiado tarde? Arrugo el ceño Arlen. —Para salvar a esa pobre chica de
Yellowstone, o a la infortunada Brenda, tal vez. Pero no para evitar que ese criminal
siga su carrera de sangre… se mordió el labio el comisario, mientras marcaba un
número de Laramie—. Depende de que el circo, pese a sus prisas por salir de
Wyoming, haya quedado bloqueado en el camino por la nieve y el temporal. En ese
caso…
—¿Qué?
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—No, nada —suspiró el joven—. Es sólo una idea… ¿Laramie? Sí, aquí
Greybull. Oficina del sheriff Arlen. Un momento. Se pone el sheriff…
Le entregó el teléfono a su jefe, y se hizo a un lado. Arlen lo tomó en su recia
mano, y habló con brusquedad:
—¿McDavis? Sí, soy Arlen… Hola, amigo. Sí, es una llamada urgente. ¿Cómo?
Oh, no me hables. Tenemos aquí un tiempo infernal. Estamos virtualmente
bloqueados. Y no cesa de nevar. El teléfono con el norte no funciona o lo hace con
dificultades. Sí, tengo un feo asunto entre manos. Trata de recordar, McDavis. Estuvo
actuando ahí un circo hace poco tiempo. Un circo importante, ¿no? ¿Barling? Sí, eso
es. Circo Barling. También estuvo aquí. Escucha: hemos tenido un asesinato. Una
mujer. Y sé de otra asesinada en Yellowstone el lunes por la madrugada. Anteanoche,
sí. La hallaron hoy. En ambos casos igual: violación y asesinato brutal. Hacha o
cuchillo… ¿Cómo? Sí, McDavis. Creo que puede tener relación con el circo. Quería
que tú tratases de recordar si, durante la presencia de ese circo ahí, sucedió algo
parecido…
Una pausa. Los ojos grises del sheriff se abrieron, centelleantes. Su ayudante le
observó, excitado. Arlen meneó afirmativamente la cabeza, encajando sus
mandíbulas con energía; al tiempo que hablaba.
—¿Conque no tienes que recordar? Bien… Sí, dime… —Hizo un gesto a su
ayudante, y éste tomó bolígrafo y papel, empezando a escribir lo que repetía en voz
alta su jefe—. Sally Ann Vickers. Veintidós años. Rubia. Soltera. Cadáver hallado en
las afueras, a medio enterrar junto a un arroyo… Violada brutalmente. La cabeza
machacada con un peñasco… Es horrible. Sigue, sí… ¿Cómo? ¿Manchas blancas de
pintura en sus dedos y rostro? Sí, sí. También aquí, McDavis. Hemos analizado eso.
Sustancia grasa, un cosmético. Maquillaje de teatro. O de circo, claro. Lo que usan
los payasos… ¿Eh? ¿Un pasquín en un árbol cercano? ¿Con un payaso de cara
blanca… y unas manchas de sangre de unos dedos enguantados? Sí, sí, también
eso… Gracias, McDavis. Puedes informar a la policía de Cheyenne. Y tal vez al FBI.
A estas horas, el circo estará en tierras de Montana, en otro estado. Y puede haber
más víctimas en otros estados: Colorado, Utah, no sé… Llama al FBI por si acaso. Yo
intentaré comunicar con Helena, Montana. Ellos puede que logren hacer algo. Tal vez
el circo esté bloqueado por la nieve. Según los boletines, no se puede transitar ya por
las rutas de Montana y del sur de Wyoming. Bien. Adiós, McDavis. Te llamaré si hay
algo nuevo. Hazlo tú también.
Colgó. Su gesto era excitado, tenso. Su joven ayudante le miraba con ojos
acerados, la boca encajada casi con fiereza.
La teoría era cierta —murmuró—. El asesino viaja en ese circo. Es uno de sus
miembros. Tal vez un payaso… o alguien que se pinta como tal, Un loco, sin duda
alguna. De todos modos, tal vez contemos con algo de tiempo a nuestro favor, Elliott
—habló gravemente el sheriff Arlen—. La nieve, el bloqueo de carreteras… La
caravana de vehículos del circo tal vez estén aislados por esa nieve, y no puedan
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llegar a su destino… Eso nos permite disponer de un margen para hacer algo, para
intentar arrestar al culpable, para evitar que haya nuevas víctimas…
—¿Usted cree, sheriff? —dudó el joven.
—¿Qué te pasa, Elliott, muchacho? —Se irritó Arlen—. Bloqueados en el
camino, nadie peligra…
—Sheriff, hasta ahora, el circo siguió un itinerario sin demoras, sin detenerse en
ninguna parte. Y empezamos a creer que en cada sitio ese maníaco mató a una mujer.
Pero ¿qué hará si el bloqueo se prolonga?
—¿Podrá esperar? Tenga en cuenta que en un circo viajan muchas mujeres,
algunas jóvenes, bonitas, de cuerpo atractivo…
—Dios mío, tiene razón —palideció bruscamente Judd Arlen—. Usted sugiere
que el asesino podría atacar a las propias mujeres del circo.
—Eso es. Y si la policía no puede llegar hasta ellos ¿quién protegería a esas
mujeres del peligro? —dijo Elliott—. Tenemos que hacer algo. Prever tal situación.
Que, cuando menos, sepan en el propio circo lo que sucede, la clase de individuo que
llevan con ellos… ¿No tendrán radioteléfono? muy posible. El circo Barling es
importante. Bernard Barling es un gran promotor de espectáculos circenses. Debe
llevar medios de comunicación en su remolque, para establecer contacto con quien
sea. Pediremos los datos a la compañía telefónica. E intentaremos comunicar con
ellos, si el temporal lo permite. Por otro lado, pueden emitirse boletines por radio.
Probablemente sí escuchará alguno la radio. Avisaremos telegráficamente a Montana
para que repitan cierto boletín. Ellos lo captarán. Uno u otro escucharán las noticias,
seguro.
—Sí, creo que es lo único que se puede hacer, Elliott. —Resoplo Arlen airado—.
¡Este maldito temporal! Nos tiene atados de pies y manos.
—Quizá, sheriff, quizá. Pero aun así hay que intentar algo más…
—¿Algo como qué? Masculló Judd Arlen, malhumorado.
—Pues quizá… Escuche, sheriff.
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—Es lo que me pareció oír, sí. Pero tal vez sea solamente una sospecha de la
policía…
—Las sospechas no se difunden por radio, de no haber una seguridad para ello.
Miro su radioteléfono del despacho habilitado confortablemente en su remolque y
dio una patada en el suelo.
—Cielos, ¡si al menos funcionara ese trasto! Ha tenido que averiarse
precisamente ahora cuando estamos aquí aislados solos bloqueados por la nieve, sin
esperanza alguna de ir hacia adelante o hacia atrás, metidos en esta carretera, sin
poder salir a la autopista, sin medios de llegar a ninguna parte, ni seguridad de que
los demás puedan alcanzarnos para sacarnos de aquí. Ciertamente, sería una fea
situación si fuese cierta esa noticia, y hubiera un criminal en el circo… Amos, tú
sabes algo de electrónica. ¿Por qué no intentas reparar por todos los medios ese
endiablado radioteléfono? Nunca lo hemos necesitado más que en este momento…
—Está bien, lo intentaré. —Amos se interrumpió, cuando golpearon en el acceso
al remolque. Se volvió, indicando—: Sí, adelante.
Se abrió la puerta y entraron Lota Chang, la domadora de serpientes, y el enano
Carleton Boyd, con su humanidad reducida pero musculosa y su enorme cabeza casi
calva.
—¿Es verdad lo que hemos escuchado por la radio, señor Barling? —Sonó la voz
aguda de la joven mestiza oriental de ojos rasgados y rostro exóticos, color cetrino,
enfrentándose al empresario.
—Si se refieren a esas noticias de la policía de Wyoming, sé tanto como ustedes
—resoplo Barling, disgustado—. Yo mismo acabo de escucharlo ahora, y no muy
bien.
—Mi receptor de radio es muy bueno, señor Barling, —alardeó el enano Boyd—.
Y tiene una antena especial que yo le apliqué para escuchar bien los programas
cuando el tiempo es malo. Le aseguro que lo hemos oído perfectamente. Dijeron que
un asesino peligroso, posiblemente un sádico sexual, viaja con nosotros en este
circo…
—Es sólo una teoría, Boyd —contemporizó Amos Barling, ocultando su propia
preocupación—. No mencionaron nombre alguno. Pueden estar equivocados…
—Yo estaba con Boyd cuando hablaron por la radio. —De nuevo la voz de Lota
Chang fue demasiado estridente—. Lo oí muy bien. Han matado a unas chicas en
Laramie, Greybull y Yellowstone, coincidiendo con nuestra presencia allí… Y el
asesino dejó un pasquín, de los nuestros, a modo de firma…
—Además, los laboratorios policiales hallaron residuos de pintura blanca. Pintura
de payaso —puntualizó malévolamente el enano.
—Eso no lo oímos —se sobresaltó Amos Barling—. ¿Es cierto?
—Sí —corroboró Lota Chang—. No volveré a acercarme más a James, eso
seguro…
—Jolly James, nuestro clown… —Bernard Barling meneó la cabeza, perplejo—.
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No puedo creerlo, Lota. Tú haces el número con él, Boyd. Le conoces bien. ¿Le has
visto alguna vez algo raro?
—Bueno, le gustan mucho las chicas —rió groseramente el enano, guiñando un
ojo—. Tiene su remolque lleno de…, de desnudos. Hasta lleva una muñeca hinchable
con él. Es un poco morboso, ya sabe. Pero tímido. No se atrevería a seducir a una
chica…
—Tal vez sí se atrevería a atacarla, a violarla…, a asesinarla —apuntó Lota,
temerosa—. Así son esa clase de tipos…
—Bueno, basta —cortó Barling secamente—. No vamos a especular sobre eso, ni
a acusar a nadie, cuando la policía no lo ha hecho. Si es cierto realmente que tenemos
un asesino entre nosotros, habrá que adoptar medidas. Quizá por esa razón difunden
ellos el boletín. Saben que estamos atrapados en la nieve, sin poder salir ni recibir
ayuda, al menos en unos días, y nos han informado de ello, tras probar sin duda a
comunicarse por nuestra clase de radioteléfono que, desgraciadamente, no funciona.
Amos intentará arreglar eso. Mientras, van a reunirse todos conmigo en el remolque
bar, que es el más grande. Digan a Yvonne Parrish, nuestra cantinera, que sirva a
todos lo que quieran tomar, y lo cargue a mi cuenta. Que no falte ninguno de la
compañía, por favor. Boyd, Lota, difundan ustedes mi aviso. Dentro de media hora,
en el remolque bar. Tengo que hablarles a todos.
Asintieron el enano y la domadora de serpientes, saliendo de su propio remolque
para apresurarse a difundir el comunicado del empresario por la larga hilera de
vehículos que, más o menos pesados, según fuesen de carga o de vivienda, se
hallaban ahora en caravana congelada, inmovilizada por los grandes bloques de hielo,
por la nieve endurecida, por la carretera intransitable a causa de los
desprendimientos, entre frondosos bosques de pinos y abetos, ya en territorio del
estado de Montana.
Y la nieve, entretanto, caía incesante, en medio del cierzo helado procedente de
las montañas, que hacía más y más difícil la salida de aquel embotellamiento en
medio de la salvaje y hermosa campiña del agreste noroeste americano.
—Bien, muchachos. Me alegra que estén todos aquí reunidos. Voy a exponerles la
situación exactamente, tal y como yo imagino que es.
Tras ese breve preámbulo, Bernard Barling, empresario del circo que llevaba su
nombre, probó un sorbo de café caliente, mientras sus empleados y artistas tomaban
infusiones o caldo para combatir el frío. Tenía absolutamente prohibido servir otra
bebida alcohólica que no fuese cerveza, y ahora a nadie parecía apetecerle el dorado
líquido, con el frío reinante en aquel lugar. Estaban todos sus artistas: Mike Stowe, su
hermano y la esposa de éste, Selena, que formaban la troupe de Los Halcones
Negros, los famosos trapecistas internacionales. Estaban Carleton Boyd, el enano de
cabeza voluminosa y gesto malévolo. Estaba Lota Ghang, sin su serpiente «Kaa».
Estaba Nadia Lorescu, la ilusionista, junto a Rhonda Brent, la flamante Araña
Luminosa. Algo más allá, Jolly James, el payaso, con el acróbata Emlyn Walters, el
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tipo más envidioso de toda la compañía. También vio a Karl Brunner, el austríaco
domador de fieras.
Y estaba Duncan Reeves, el jefe de pista, junto a Gina Morelli, animadora
también de la pista, entre número y número. La bella italiana parecía tan preocupada
como los demás. Especialmente, los rostros femeninos revelaban inquietud, acaso,
miedo…
Yvonne Parrish, que además de cantinera habitual del circo, en el remolque bar,
era la que cocinaba los platos preparados del snack, y si se terciaba salía a la pista a
cantar un par de melodías cuando algún número fallaba o se demoraba por la razón
que fuese, se ocupaba en tener a todos bien servidos, si bien su interés por las
palabras del empresario, que ahora exponía el boletín captado en los receptores de
radio, era tan grande y vivo como el de las demás mujeres de la compañía. A fin de
cuentas, ella también era mujer, joven y bien parecida. Y se sentía integrada en el
posible número de víctimas en potencia, si en realidad existía aquel obseso sexual de
que hablaba la policía… —Ahora, ya saben todos lo que dijo la radio, si es que
alguno no llegó a oír el boletín informativo— terminó lentamente Barling, tras una
pausa—. Amos y yo hemos captado de nuevo dicho boletín, y lo hemos grabado en
cinta magnetofónica. Quien lo desee, puede oír su reproducción, aunque en resumen
es como yo les he referido. Creo que, dada la situación, tienen más derecho que nadie
a saber lo que ocurre.
—Pero ¿realmente cree usted que uno de nosotros es un asesino? —preguntó con
voz aguda el acróbata Emlyn Walters.
—Yo no puedo poner en tela de juicio algo que la Policía de Montana y Wyoming
han considerado como suficientemente probado —repuso Barling cuidadosamente—.
No puedo tampoco sospechar de ninguno de vosotros, pero sí en cambio puedo
deciros que aquí, en tal situación, absolutamente todos los hombres somos
sospechosos, incluidos mi primo Amos y yo. No puede haber excepciones.
—Pero usted no citó a los empleados, a los que montan e instalan el circo —
señaló vivamente Karl Brunner, con su inglés de fuerte acento germánico—. ¿Por
qué, señor Barling? Cualquiera de ellos puede ser el asesino…
—Por supuesto que puede serlo —asintió Barling, ceñudo—. Tenemos
exactamente a diez hombres encargados de instalar o desmontar el circo, con ayuda
de los demás. Pero he preferido reunir solamente a los miembros de la compañía por
una sola razón.
—¿Cuál?
—La pintura blanca.
—¿El qué? —masculló Mike Stowe, el jefe de Los Halcones Negros, los ases del
trapecio volante.
—Pintura blanca. La policía la menciona como una evidencia. Es más lógico que
un artista manipule cosmético blanco, que no un simple mecánico.
—Sobre todo, un payaso —apuntó malignamente Emlyn Walters, el acróbata.
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—Ya salió usted con su habitual veneno —replicó vivamente Jolly James,
dibujando una triste sonrisa en su rostro—. Sabía que, tal como han dado esas
noticias, terminarían por acusarme a mí. Yo soy el clown. Yo aparezco en esos
pasquines que deja el asesino junto a su víctima. Yo me pinto de blanco, eso es obvio.
Tengo barras y tubos de maquillaje de ese color en mi remolque. Seguro que si los
comparan con esos residuos, resultarán idénticos. No puede ser de otro modo.
—Cálmese, James —cortó Barling—. Nadie le acusa de nada. Walters, será mejor
que no diga usted inconveniencias. Si vuelve a meterse directamente con alguien,
seré testigo, junto con los demás, de que usted injurió a alguien. Y esa persona podrá,
en cuanto lleguemos a Butte, presentarle demanda criminal por ello.
—Está bien, perdone —farfulló de mala gana el acróbata—. Pero yo no acusé a
James. Sólo dije que la pintura blanca suelen usarla los payasos… Yo no me pinto
jamás de blanco.
—Miente —cortó con frialdad Karl Brunner. Los azules ojos del domador
austríaco se clavaron en el envidioso Walters—. Usted usa pintura blanca, Walters.
—¿Yo? —Pestañeó el acróbata—. Todo el mundo sabe que no es cierto…
—Creo que muchos de los aquí presentes la usamos, aunque no sea tan evidente
como la que se pone, por ejemplo, Jolly James, cubriéndose todo el rostro —
corroboró con viveza Barry Stowe, el trapecista hermano de Mike, y esposo de
Setena—. Usamos maquillaje color carne, habitualmente. Pero sombreamos los
párpados con mezclas en las que entra la barra blanca los dedos pueden quedarse
manchados de un color u otro indistintamente.
—Eso es verdad —apoyó también Gila Morelli—. Yo misma…
—Ya basta, por favor —interrumpió vivamente Barling—. No quiero discusiones
ni teorías confusas. No estamos aquí para analizar hechos. Es demasiado pronto para
ello. Si reparamos el radioteléfono, tendremos informes más amplios de los hechos.
Entretanto, nos conformaremos con escuchar la radio, que es la única que nos puede
informar, y ellos lo saben muy bien. Además de eso, les he citado aquí para sugerirles
algo que, dada la situación, creo conveniente para general seguridad.
—¿Qué es ello? —se interesó Duncan Reeves, el de pista, con su ronca voz
aguardentosa.
—Grupos de vigilancia.
—¿Qué? —rezongo Carleton Boyd, el enano.
—Lo que oyeron. Vigilantes improvisados. Ninguno vigilará solo, porque ése
precisamente podría ser el criminal. Lo haremos en parejas, con determinados
horarios y turnos. El frío es muy intenso, y los turnos han de ser breves y sin reposo,
siempre deambulando por ahí. Tengo armas de fuego, aunque no suficientes claro
está. Exactamente un revólver, una automática, un rifle de aire comprimido y otro de
caza. Pueden ser suficientes para nuestro cuerpo de vigilantes.
—Yo tengo mi revólver —se ofreció Karl Brunner, el domador—. En vez de los
cartuchos de fogueo que uso en el número de los leones, podría poner proyectiles y…
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—Muy bien. Ya tenemos cinco armas. Gracias, herr Brunner —sonrió débilmente
el empresario—. Haremos cinco grupos de vigilantes, con diez turnos en la noche.
Eso evitará congelaciones y exceso de tensión. Sólo uno de cada pareja irá armado.
El otro podrá armarse, si lo desea, con alguna navaja u objeto contundente.
—La idea es buena —aceptó Mike Stowe—. Pero corremos el riesgo de armar al
propio asesino…
—El asesino ya se arma por sí mismo sin necesidad de ayudas —replicó
gravemente Barling—. Recuerden el último boletín que se ha citado aquí. La chica de
Laramie fue muerta a golpes de peñasco, la de Greybull con un hacha, y la de
Yellowstone con un cuchillo de cocina…
Hubo un silencio profundo, espeso. Y por si faltaba algún elemento dramático al
mismo, Ivonne Parrish, la cantinera, se encargó de ponerlo al comentar con voz
temblorosa:
—Cielos… Ahora lo recuerdo. Fue la otra noche, en Yellowstone… Eché en falta
uno de mis cuchillos…, pero no le di mayor importancia al hecho. Era uno largo,
afiladísimo, puntiagudo…
Todos los presentes se miraron entre sí, en un torvo mutismo que era más
elocuente que todas las palabras.
—Está bien, señor Barling —dijo al fin la voz de Karl Brunner—. Formemos esos
grupos de vigilancia… Creo que será lo más prudente.
En ese momento, hubo afuera un formidable estrépito en alguna parte. Resultó tan
brusco e inesperado, que a algunos se les cayó de la mano el vaso encerado en que
bebían.
—¿Qué ha sido eso? —masculló ásperamente Barling, dirigiéndose a la salida del
remolque bar.
Alcanzaba el exterior, cuando Amos, su primo, acudía a él rápidamente, con
rostro alterado, seguido por dos de los empleados de montaje del circo.
—¡Bernard, en el bosquecillo, junto a los camiones de los animales! —gritó con
voz alterada su primo ¡Un automóvil se ha estrellado entre los árboles, por pretender
salvar el bloqueo de la nieve! Es posible que haya heridos o muertos.
Todos corrieron ahora en esa dirección.
—¿Se encuentra bien?
—Creo que sí… Al menos, no noto ningún hueso roto, si se refiere a eso, señor.
—Pues ya puede dar gracias al cielo, muchacho. Pudo haberse roto la cabeza.
—Sí, creo que sí… —asintió el accidentado, tocándose con gesto pensativo el
cuello, y torciendo la boca en señal de dolor—. Uff, creí que me haría pedazos contra
los árboles, pero tenía que intentarlo…
—¿Intentar qué?
—Salir de este maldito bloqueo. Tengo cosas importantes que hacer en Helena…
—Nosotros también —refunfuñó Barling—. Pero no nos tiramos de cabeza contra
un muro para estrellarnos en él. Y eso que supone miles de dólares de pérdida, amigo.
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Esto es un circo, yo pago una nómina diaria, se trabaje o no, y mientras
permanezcamos aquí atrapados, aislados por la nieve entre esos bosques y montañas,
todo serán pérdidas, sin el menor beneficio…
El joven a quien acababan de rescatar milagrosamente con vida del arrugado
automóvil ranger, con matrícula de Montana, aplastado entre la arboleda próxima, y
medio sepultado en la blanda nieve aún sin helar, fue ayudado a ir al remolque
botiquín, donde Bernard Barling, que tenía nociones de Medicina, ayudado por
Rhonda Brent, se ocupó de atender al inesperado paciente.
—Yo estudié unos años de Medicina —comentó el empresario, haciendo tender al
automovilista sobre una mesa de vidrio y acero cromado—. Trataré de ayudarle en lo
que pueda. Tiéndase ahí. Es preciso examinarle, por si hay alguna lesión interna.
—Le ayudaré —se ofreció Rhonda, siguiéndole—. Yo hice un cursillo de
enfermera. No terminé, pero sé lo suficiente para echarle una mano, señor Barling.
—Gracias, señorita Brent —suspiró Barling—. Es usted una verdadera joya,
muchacha. Venga aquí. Haremos un examen a este joven imprudente y alocado…
—Vaya, he tenido fortuna por partida doble —sonrió el paciente, tendiéndose con
docilidad en la mesa—. Salvo la vida en ese absurdo accidente… y me atiende la
enfermera más bonita que pude imaginar. Evidentemente, hoy es mi día de suerte.
Ella enrojeció levemente en sus mejillas, eludiendo la penetrante mirada de los
ojos oscuros de aquel joven, alto y atlético, vestido con cazadora de cuero, pantalón
de pana recia, botas y camisa gris de franela. Barling hizo el comentario:
—No esté tan seguro de eso, amigo. Ha salido del accidente, pero se ha metido en
un pozo del que es difícil salir. Siendo muy optimista, calculo que podremos reanudar
el viaje dentro de dos días. No podemos recibir ayuda aérea ni por tierra, por
supuesto, y estamos totalmente aislados aquí. Por tanto, debe quedarse en la
caravana, le guste o no la idea.
—No me disgusta —suspiró el joven siempre que la preciosa enfermera viaje con
nosotros también su preciosa enfermera.
—Es nuestra mejor atracción, señor… Miller…
Morgan E. Miller se apresto a presentarse sin desviar sus ojos de la pelirroja
muchacha.
—Soy de Butte, Montana. Pero vengo de Livingston y tuve que desviarme a
causa de la nieve por esta carretera secundaria…
—Lo mismo nos pasó a nosotros —refunfuñó Barling—. Y aquí nos quedamos…
Butte, ¿eh, señor Miller? Allí vamos nosotros, si Dios no sigue impidiéndolo… Yo
soy el dueño de este circo, Bernard Barling. Ella Rhonda Brent, nuestra Araña
Luminosa…
—¿La Arana Luminosa? —Pestañeó el joven Millar—. Vi su anuncio en un
periódico que llevaba en el coche. Nunca creí que una «araña» pudiera ser tan
hermosa. Debió llamarse algo más bello, en consonancia con usted.
Rhonda se echó a reír, moviendo su roja cabeza.
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—Es usted incorregible —comentó, burlona—. Ahora quédese tranquilo. Hemos
de ver si está bien del todo aunque los indicios son muy positivos hasta ahora.
—Como le dije, señor Miller, no ha sido enteramente su día de suerte, dijo
Barling gravemente. —Usted ha salvado su vida. Pero ha de quedarse aquí. Y no todo
resulta tan hermoso como la señorita Brent, dentro del circo Barling. ¿Sabe que,
según la policía de Wyoming y de Montana, llevamos con nosotros a un sádico
asesino?
El joven Miller se quedó mirándole con asombro, como si no entendiera nada de
todo aquello.
—¿Bromea, señor Barling? —preguntó, incorporándose.
—No, mi joven amigo. Estoy muy lejos de sentirme bromista. Su vida no peligra,
porque él sólo atacó hasta ahora a mujeres. Especialmente, mujeres con cierto
atractivo sexual… Si la policía está en lo cierto, cualquiera de nosotros puede ser el
asesino… Estamos poniendo los medios para evitar que ataque a otra mujer, para que
no repita sus crímenes en este circo, ahora que no tiene a nadie más a quien atacar…
Y a ser posible, intentaremos desenmascararlo.
—Si he de quedarme aquí, cuente con mi ayuda —se ofreció el joven Miller—.
Creo que es lo único que puedo hacer por ustedes, en justa correspondencia a sus
atenciones. Además, de no estar ustedes bloqueados aquí…, yo hubiera muerto
congelado, dentro de los restos de mi coche. Les debo la vida. Dispongan de ella a su
gusto, señor Barling.
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Capítulo VI
—LO siento, Bernard. No logro repararlo. Hay algo que me falla, y no sé lo que es…
—Está bien, Amos, deja el radioteléfono. Tendremos que prescindir
definitivamente de él, hasta que salgamos de este bloqueo y podamos llegar a Butte.
Las últimas noticias meteorológicas, son pesimistas. Empeora el tiempo, los
helicópteros no pueden sobrevolar la zona, los vuelos regulares están suspendidos, y
las carreteras se han cerrado al tráfico hasta nuevo aviso.
—De modo que estamos condenados a seguir aquí, queramos o no —habló Amos
sombríamente, limpiándose las manos y dejando el radioteléfono medio desmontado.
Miró pensativo a su primo y al joven alto que le acompañaba, y meneó la cabeza con
desaliento—. Preciosa situación… ¿Ya están designadas las guardias de esta noche?
—Sí —afirmó Barling, mientras Miller se aproximaba, ceñudo, al radioteléfono
—. Nuestro joven y forzado huésped nos echará también una mano. Hará la segunda
guardia, junto a Mike Stowe. Le reemplazaremos Brunner y yo. Luego, irás tú con
Duncan Reeves.
—¿Ese borrachín? —resopló Amos disgustado—. Vaya, buen compañero me
cayó… Bebe como un cosaco. Seguro que lleva encima un frasco petaca. Mientras
me sirva de algo, bien estará.
—Seguirán Jolly James y Emlyn Walters. No se pueden ver, de modo que se
vigilarán mutuamente. Hay que pensar que, pese a todo, James sigue siendo el primer
sospechoso ya que, a fin de cuentas, es el clown del circo Y había un pasquín con un
clown y manchas de pintura blanca en los cadáveres… No lo olvidemos.
—¿Me dejan probar a mí? —Preguntó Miller, señalando el radioteléfono—. Soy
algo entendido en electrónica y radioelectricidad. Hice unos cursos una vez, y no lo
olvidé del todo…
—Por mí, encantado —aprobó Amos, con gesto de alivio—. Yo me atasqué ya.
Miller se puso a manipular en el radioteléfono. Los Barling salieron del remolque.
Oscurecía ya. A su alrededor, la nieve era un manto blanco y gélido. Los árboles
formaban un bosque oscuro a un lado. Al otro, picachos peligrosos, cargados de nieve
helada, amenazaban con sus farallones a la caravana. Si había un desprendimiento,
podían quedar sepultados. Pero no era zona de aludes. Unas millas más adelante, la
cosa cambiaba. Allí se había producido, según las noticias, el doble alud que paralizó
a la caravana circense en pleno camino.
—¿Crees que será de fiar ese joven desconocido? —indagó Amos, preocupado.
Su primo le miró, pensativo. Meneó la cabeza luego.
—¿Te refieres a que podría ser… el asesino? —indagó Barling. Y ante el
encogimiento de hombros de Ames, añadió—: Podría ser alguien que sigue al circo
ciudad por ciudad. Y ello crearía esa falsa impresión en la policía. Un maníaco puede
llegar a ser tan astuto… Pero esa teoría también resulta bastante fantástica, poco
consistente. De todos modos, teniéndole aquí podemos vigilarle. Ya le he dicho a
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Mike Stowe que le vigile de cerca durante su turno. Claro que igual le dije a Miller,
respecto de su compañero. Aquí lo peor es que no podemos descartar absolutamente a
nadie, Amos. Es terrible pensar que lo ignoramos virtualmente todo sobre ese
asesino. Y la idea de que podemos verle cada día, hablar con él, incluso tenerle
confianza, simpatía o afecto, me produce una sensación extraña y horrible.
—Pensamos igual —asintió Amos Barling, ceñudo. Miró hacia la hilera
inmovilizada de vehículos—. Cielos, es como sentirse metido en un pozo del que no
se puede salir. Y esa maldita nieve no cesa de caer…
Se limpió de blancos copos su pelliza de piel marrón, y echó a andar hacia los
demás remolques. Había decidido hacer cada día varías inspecciones, en previsión de
cualquier posible riesgo entre sus artistas, especialmente las mujeres.
Le tranquilizó ver reunidas a la mayor parte de ellas en un solo remolque,
charlando y jugando a los naipes. Estaban allí Rhonda Brent, Selena Stowe, la cuñada
de Mike, Nadia Lorescu y Gina Morelli, junto con Ivonne Parrish, que había dejado
al enano Carleton Boyd al cuidado del remolque bar, como hacía a veces.
Faltaba Lota Chang, la domadora de serpientes.
—¿Dónde está Lota? —preguntó a las presentes.
Todas se miraron entre sí. Algunas se encogieron de hombros. Fue Yvonne, la
cantinera, quien informó a Barling:
—La vi antes, hacia su remolque. Parece que su querida «Kaa» estaba algo
furiosa hoy. Como si se sintiera nerviosa, vamos. Fue a calmarla un poco.
Ya Barling se tranquilizó.
—¿Todas bien? ¿Cómo van esos ánimos, muchachas?
—Sólo regular —suspiró Gina Morelli, señalando la radio que emitía música
desde un estante—. Acaban de repetir la noticia de ese sádico y de nuestro circo.
Dicen que la policía de Laramie ha encontrado a un testigo importante, relacionado
con la muerte de Sally Ann Vickers, la chica del arroyo.
—¿Eso dijeron? —Parpadeó vivamente Barling.
—Sí —corroboro Nadia Lorescu. Añadieron que esta noche darían otro boletín
informativo especial, si la declaración del testigo se consideraba útil difundirla.
—Estaremos pendientes de ese boletín. No interrumpan en ningún momento la
radio, muchachas. Todas a la escucha, se lo ruego.
Asintieron ellas. Barling fue hacia la salida del remolque. Fuera, se encontró con
Lota Chang, la exótica domadora, que volvía de su remolque con una sonrisa en su
rostro oriental.
Se detuvo.
—«Kaa» tenía problemas —explico—. El frío, la inmovilidad… Tuve que
calmarla. Y le aumenté algo la temperatura ambiental.
—Brunner también se queja de eso. Sus animales están irritados, sobre todo la
pantera y el gorila. Ha hecho subir la calefacción de los coches jaula, y cubrirlos bien
de lonas herméticas. Este maldito clima, este viaje interrumpido…
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Barling se pasó una mano nerviosa por los canosos cabellos.
—Todos acabaremos trastornados, no sólo los pobres animales… Hasta luego,
Lota. Y recuerde, no anden solas por ahí, sobre todo cuando oscurezca. En caso de
algún problema, aunque sea mínimo no duden en dar la alarma. Y no se fíen de nadie.
Absolutamente de nadie, Lota.
—¿Ni de usted, Barling? —sonrió la oriental.
—Ni siquiera de mí —confirmó él gravemente, alejándose.
Una voz le detuvo:
—¡Eh, señor Barling! ¡Venga aquí! ¡Ya reparé el radioteléfono!
Se volvió, asombrado. Morgan E. Miller le llamaba desde el remolque de los
Barling, agitando jovialmente su mano. Con una imprecación de sorpresa, el
empresario corrió hacia allá.
Era cierto.
El radioteléfono funcionaba. Y a la perfección.
Con toda rapidez, Barling comunicó con la central telefónica de Greybull,
pidiendo el número de la policía local. Poco después, hablaba con el sheriff Judd
Arlen, y éste se congratulaba, a distancia, de que al fin pudieran establecer contacto
su oficina y el circo Barling.
—Lo hemos intentado repetidas veces —explicó al empresario—. Pero su
radioteléfono permanecía mudo. Ya imaginamos que se trataba de una avería. No
podrá comunicar con Montana, por desprendimiento de postes telefónicos, al menos
en las próximas diez o doce horas. ¿Ha oído los boletines informativos por la radio?
—Eso es lo que me ha forzado a intentar comunicar con ustedes, pero sólo gracias
a un tal señor Morgan E. Miller, un automovilista accidentado a quien hemos
recogido en la caravana, por fortuna sin daño serio, esta línea se ha reparado, sheriff.
—Me alegro de ello, señor Barling. ¿Saben las últimas noticias?
—Sí, algo me dijeron. Creo que hay un testigo en Laramie…
—Lo hay, en efecto. Ya ha declarado. Tengo un informe de urgencia aquí.
—¡Cielos, eso es magnífico! ¿Qué dice? ¿Ha identificado al culpable?
—Desgraciadamente, eso no creo que sea sencillo. Pero el testigo afirma que vio
por el paraje del crimen, justamente la noche en que fue muerta Sally Ann Vickers, a
un hombre de larga túnica oscura, hasta los pies… y rostro de clown.
—¿Qué? —Le tembló la voz a Barling.
—Lo que ha oído: rostro de clown. Es decir, cara pintada de blanco, una sola ceja
en forma de doble curva, pelo negro, rizoso… Lo que es habitualmente un clown. La
copia exacta del que figura en su pasquín…
—Jolly James… Dios mío —susurró el empresario.
—Debe ser él.
—Sí, tengo su nombre aquí, entre los sospechosos —asintió la voz de Arlen—.
Pero no podemos estar seguros. Cualquiera puede ponerse la cara de un payaso, sin
serlo. Lo único que ayuda a ese tal James, es que sería ridículo ir matando por ahí con
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su maquillaje inconfundible… Pero si está loco, si es un enfermo mental, todo sería
posible…
—Quizá. De cualquier modo, eso parece confirmar que el asesino está aquí, entre
nosotros.
—Eso parece obvio. ¿Han tomado precauciones?
—Las únicas posibles. Hay turnos de vigilancia armada. Por parejas, para
vigilarse también mutuamente. Las mujeres serán las más vigiladas.
—Bien hecho, señor Barling. Respecto a ese joven que citó… er… Miller… ¿Qué
sabe de él?
—Poca cosa —miró a la puerta del remolque, donde permanecía erguido su
huésped—. Dice ser de Butte. Va a Helena. Destrozó su coche, por intentar seguir
adelante, pero él está bien. Sólo golpes superficiales sin importancia. Parece cordial y
amable. Es joven, alto, vigoroso… Y muy galanteador. ¿Cree que podría ser…?
—No creo nada. Vigile a todo el mundo, señor Barling. A todos. No podemos
llegar hasta ustedes, ni creo que puedan hacerlo tampoco los de Montana. ¿Pueden
soportar bien ahí?
—Respecto a viandas y calefacción, sí. Los animales son los que más peligran.
Casi todos ellos son tropicales. Pero haremos lo posible por resguardarlos del frío. Lo
demás… creo que se podrá controlar. Confío en ello.
—Yo también. Ustedes mismos son los únicos que pueden evitar que ese asesino
golpee de nuevo. Aquí pensamos que podría suceder que, a falta de víctimas
desconocidas, de habitantes de cualquier población cuando sintiera deseos de matar,
atacase a una cualquiera de las componentes de su circo…
—Es lo mismo que hemos pensado nosotros, sheriff. ¿Puedo difundir la noticia de
ese testigo, el hecho de que el asesino lleve la cara pintada de payaso?
—Sí, claro que puede hacerlo. Servirá de guía a las mujeres del circo. Pero que no
lo tomen al pie de la letra. Sabiendo esto, el asesino podría atacar a cara limpia o con
una máscara, a menos que se trate de un ritual dictado por su mente desequilibrada,
como en casos anteriores. Si hay novedad, llámeme en el acto. Estaremos a la
escucha en todo momento.
—Sí, gracias —colgó Barling, quedándose pensativo. Salió, palmeando el
hombro de Miller, que se volvió hacia él—. Muchacho, no sabe el bien que nos ha
hecho reparando ese radioteléfono… Ahora sabemos algo más que antes. Algo que
todos deben saber.
—¿Qué es ello?
—El asesino se pinta de payaso. Igual que Jolly James…, si es que no es él en
persona…
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—Resulta espantoso imaginarlo. Una cara con la que ríen los niños… ocultando
el verdadero rostro de un asesino —se estremeció Rhonda Brent, entornando sus ojos.
—Así es. Los informes de la policía confirman eso. Es la mejor evidencia de que
el asesino es uno de los miembros de este circo.
—Pero ¿quién? —Gimió la acróbata—. ¿El propio Jolly James? Parece tan buen
hombre, tan tímido y tan inofensivo…
—No se fíe de eso. Ha habido muchos criminales con aspecto tímido e
inofensivo, señorita Brent —sentenció el joven Millar—. De todos modos dice el
señor Barling que no por ello tenemos que acusar precisamente a James. Cualquiera
puede pintarse el rostro como un payaso. Es un modo de disfrazar la verdadera
identidad. Resulta poco lógico que un asesino se pasee por ahí con su propio
maquillaje habitual para que lo identifiquen en cualquier momento.
—Sí, tal vez sea cierto eso. Todos aquí tenemos maquillaje y pinturas. Y
cualquiera sabe pintarse una cara de payaso. Pero no deja de resultar horrible el
imaginarse algo así.
—La comprendo. —Miller tomó un sorbo de su café apoyó las manos sobre el
corto mostrador del remolque bar donde ambos estaban charlando, y miró curioso al
bello rostro de la joven.
—¿Lleva usted mucho tiempo en este circo?
—Muy poco —sonrió ella, volviendo hacia él sus verdes pupilas—, que soy una
novata en éste o en cualquier otro. Lo cierto es que soy una simple aficionada que se
enroló en este circo hace unos días en Greybull.
—¿Greybull? Miller la contempló sorprendido. Enarcó sus cejas. ¿Es usted de
allí, tal vez?
—No, no. No soy de Greybull, pero sí de Wyoming. Nací en Cheyenne. Aprendí
números difíciles de circo por simple afición. Lo cierto es que mi actual trabajo tiene
mucho truco, pero si no se hace algo espectacular, resulta difícil que a una la
contraten en un circo como el de Bernard Barling… Voy a ensayar ahora un poco.
¿Quiere venir acaso?
—¿Ensayar? Con esta nevada, y sin entoldado —se sorprendió Miller.
—Puede ensayarse en cualquier sitio. Claro que no utilizaré mis instrumentos de
trabajo, pero hay que estar en forma, sobre todo cuando hace tanto frío y los y los
músculos se envaran.
—Me gustará verla ensayar, sí —asintió él, incorporándose y echando a andar tras
de la joven—. Me han dicho que hace usted cosas prodigiosas.
—Bah, ya le dije que todo tiene su truco —rió ella—. Un sistema de propulsión
por medio de cohetes ocultos bajo mi capa, unas ventosas especiales, cápsulas de
fósforo, imanes en el calzado…, Y unos hilos invisibles transparentes de plástico,
sujetándome a lo alto de la lona. Confidencialmente, es usted el primero a quien
revelo parte de mis trucos, pero siempre queda algo que depende de una misma,
como es mi agilidad para entrar en una maleta, y mis condiciones físicas para
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contorsionarme y caber en ella sin dificultad, aparte la preparación que una necesita
seguir siempre, para hacer el ejercicio con limpieza y eficacia.
Miller asintió, acompañándola hasta el remolque que compartía con Nadia
Lorescu. Ésta se hallaba practicando trucos de magia. Rhonda Brent, sacó al exterior
una especie de toldo con varillas, que puso sobre la nieve a la puerta del remolque, y
comenzó a ejercitar bajo el mismo, con una alfombra de plástico sobre el blanco
suelo nevado.
—Sólo verá ejercicios físicos y de contorsión —dijo la joven sonriente—. Si
quiere ver el numero tendrá que esperar a que llegamos a Butte o Helena, si es que
llegamos alguna vez.
—Llegaremos, no lo dude —dijo el joven con enérgico movimiento de cabeza—
y veré su número, esté segura de ello.
—Confío en ello, —comenzó una serie de agilísimos movimientos apenas se
despojó de la falda y quedóse con una malla color carne que ceñía sus piernas y
cuerpo hasta la cintura produciendo momentáneamente la impresión de que estaba
desnuda. Miller admiro no solo su agilidad para saltar, contorsionarse y evolucionar,
sino también la belleza de sus pantorrillas y la forma esplendida de sus muslos.
Mientras practicaba sus ejercicios ella siguió hablando, sin mirarle— estamos
hablando de mi todo el tiempo. ¿Por qué no lo hacemos también un poco de usted?
—¿De mí? —rió suavemente el joven Millar—. No hay mucho que contar.
—Yo opino lo contrario. Apareció de repente y es un invitado especial dentro de
la gran familia circense. ¿De dónde vino y quién es usted, exactamente?
—Ya sabe que iba hacia Butte cuando ocurrió el accidente. Tenía prisa por llegar
allí, pero no tengo otro remedio que esperar, como todos ustedes. Mi profesión es
muy vulgar y aburrida: soy viajante comercial, representó a una serie de firmas de
productos alimenticios. Como ve, nada misterioso ni fantástico.
—Casado.
—No, no, soy soltero y sin compromiso —rió él de buena gana.
—Vaya, eso va a gustarle mucho a alguien.
—¿A alguien? —Frunció el ceño Millar—. ¿A quién, señorita Brent?
—A una compañera mía —le miró maliciosamente mientras enroscaba
increíblemente su cuerpo, que sin duda hubiese cabido ahora dentro de un pequeño
cesto. Me refiero a Gina Morelli. Una guapa italiana de cuerpo muy llamativo y
temperamento. Me preguntó si sabía algo sobre usted, si tenía novia o esposa… Se ve
que está muy interesada en su persona.
—Eso resulta muy halagador —rió Millar—. ¿Es guapa ha dicho?
—Sí. Una genuina belleza latina: morena, pelo oscuro… Mire aquélla es.
Hizo un gesto con la cabeza. Miller giró los ojos en la dirección indicada, y
rápidamente una mujer joven, morena, de exuberantes formas, se metió en su
remolque sorprendida por el joven viajero.
—Vaya… —Ponderó Miller de buen humor emitiendo un leve silbido—. No está
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nada mal la muchacha. Gracias por el informe, señorita Brent.
—De nada —sonrió la joven acróbata. Y no vuelva a llamarme «señorita Brent».
Somos compañeros de infortunio. Y amigos. Llámeme Rhonda.
—Bien, Rhonda. A mí llámeme… Morgan. Sólo eso. Me gusta que seamos
amigos.
—De acuerdo. Morgan. Pero no demos celos a Gina. La chica parece realmente
atraída por usted. No me gustaría que pensara ella que yo trato de ganarle ninguna
partida. Seremos amigos, y nada más. Soy una chica algo rara, y no he pensado nunca
en formar nada serio con nadie. Por tanto, no confunda mi amistad con otra cosa.
—Seguro que no lo haré —suspiró él—. Y no será por falta de ganas.
Ella siguió sus ejercicios. Miller la contemplaba abstraído. En dos ocasiones,
miró hacia el remolque de Gina Morelli. Descubrió que una cortinilla alzada, caía con
rapidez. Sonrió para sí, sin comentar nada. De repente, se puso rígido.
Rhonda Brent había emitido un leve grito. Se volvió hacia ella, rápido.
—¿Qué ocurre? —indago al verla en el suelo, tendida, pero con los ojos fijos en
un punto del campamento circense, con expresión de sorpresa y tensión en su bonito
rostro.
—Allí —musitó ella—. Había alguien mirando hacia acá.
—¿Dónde? —Se volvió él hacia los remolques parados forzosamente en la
carretera helada, sin ver nada que justificara las palabras de la joven.
—Allí, tras el remolque amarillo, el de Karl Brunner, el domador… Alguien se
asomaba. Me estaba mirando.
—¿Quién era? Supongo que es normal que algún compañero curiosee los ensayos
ajenos, ¿no es cierto? —arrugó el ceño Miller.
—Si lo hacen, es abiertamente, sin ocultarse. Apenas miré y le descubrí,
desapareció con rapidez. Es como me espiara.
—¿No le reconoció?
—No.
—Eso es lo más raro… Llevaba algo como una bufanda sobre el rostro… y un
gorro o algo parecido, Estoy seguro de que había algo familiar en su aspecto, pero no
podría asegurar que…
—Espere aquí, Rhonda. No se mueva. —Miller, rápido, cruzó hasta el remolque
amarillo y lo rodeó, mirando detrás. No había nadie. Clavó sus ojos en el suelo. La
nieve estaba helada, tan endurecida que no ofrecía huella alguna de pisadas. Regreso
junto a la joven. Meneó la cabeza negativamente.
—¿No había nadie? —indago ella.
—No, nadie. Quien fuese, se ausentó con rapidez.
—Esto me hace recordar lo que sucedió aquella noche, en Yellowstone…
—¿Qué noche?
—La víspera de nuestra despedida. Alguien manipuló en la puerta del remolque.
Al preguntar yo, despertándome de mi sueño, se alejó con rapidez. Tuve la impresión
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extraña de que un peligro me amenazó en aquellos momentos… Ahora he sentido
algo parecido, Morgan.
—Tal vez aquella noche, Rhonda, la muerte pasó muy cerca de usted. Puede que
el asesino, al verse defraudado en el ataque a una mujer de este circo, buscase su
víctima en Yellowstone. Y Enid Peters pagó con su vida esa noche en el bosque…
—Tiene usted muy buena memoria para fechas y nombres —le miró Rhonda,
extrañada—. ¿Le interesa tanto este horrible asunto como para memorizar sus
detalles?
—Sí, la verdad es que me apasionan los enigmas policíacos —sonrió él, algo
forzado—. Desde niño he leído novelas de crímenes. Es mi gran hobby. Hágame
caso, Rhonda. No se fíe de nadie. Absolutamente de nadie, dentro de este circo. Hay
un asesino aquí. Y tal vez la vigilaba hoy, mientras ensayaba. Sabemos que es un
sádico, un psicópata sexual. No corra riesgos, amiga mía.
Lo dijo muy serio. Tanto, que ella sintió un escalofrío, clavó en él su mirada
verde profunda, y murmuró impresionada:
—Sí, Morgan. Lo tendré en cuenta…
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Capítulo VII
—¿UN poco de brandy, Miller?
—Sí, gracias —el joven echó un trago del frasco-petaca de metal que le ofrecía
Mike Stowe, el trapecista principal de Los Halcones Negros—. Eso ayuda a combatir
el frío, cuando menos.
—Yo no acostumbro a beber alcohol —le confesó su compañero de turno de
guardia, reanudando el paseo por entre los remolques donde dormían ya los restantes
componentes del circo Barling—. Un trapecista depende demasiado de sus reflejos,
de sus músculos y de su mente, para nublar los sentidos con el licor. Pero esta noche
es diferente Hace frío, tenemos que soportar la intemperie durante una larga hora, y
además… le confieso que siento preocupación. O quizás miedo.
—¿Miedo? ¿Al asesino?
—Claro. Es algo espantoso lo que está sucediendo aquí. Mi hermano, mi cuñada
y yo, llevamos años y años en la profesión. Nunca hasta ahora convivimos con un
asesino. Mi hermano Barry vigila día y noche a Selena, su mujer. Está preocupado.
Ella es muy bonita, muy atractiva, y ese loco infame podría… Cielos, no quiero ni
pensarlo, Miller.
—No podemos remediarlo, Stowe —suspiró Miller—. Uno tiene que pensar en lo
peor, le guste o no. Sabemos que ataca a mujeres, ¿verdad? Siempre mujeres con un
cierto atractivo físico, aunque en las edades y aspecto general no sea muy regular.
Aquí hay suficientes mujeres para tentar a ese loco peligroso. Si sufre un nuevo
ataque, cualquiera de ellas puede ser su víctima. Eso es obvio.
—Sí, lo entiendo. Por eso estamos aquí ahora usted y yo, Miller. Pero me
preocupa la idea de que quizá nuestra ronda nocturna sea inútil. La caravana es muy
amplia, y ese monstruo debe conocerla a fondo. Lo suficiente para moverse aquí
como pez en el agua.
—No se puede hacer otra cosa. Si todos vigiláramos a la vez, terminaríamos
agotados por el frío y la fatiga. Es el único medio que tenemos de vigilar, cuando
menos, para dificultar cualquier posible maniobra suya.
Asintió Stowe, ceñudo, sin cesar ambos hombres en su paseo por entre los
vehículos bloqueados por la nieve. Pasaron ante los camiones cargados con las jaulas
de los animales de Karl Brunner el domador. Toldos protectores contra la nieve, y
calefacción eléctrica de los generadores del circo, les ayudaban a sobrevivir en tan
duras e inhóspitas condiciones. Un león rugió, mientras un simio poderoso gruñía en
otra jaula. Millar miró inquieto los bultos que se agitaban en sus encierros.
—No sé mucho de fieras, pero parecen nerviosos los animales —comento.
—Lo están —asintió Stowe—. Tienen frío. Y quizá presienten algo. Tienen un
raro instinto para esas cosas.
—Dios quiera que se equivoquen esta vez —suspiró Miller, pensativo.
Mike Stowe asintió con la cabeza, sin comentar nada. También su mirada hacia
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los animales era aprensiva. Los dejaron atrás, mientras pasaban los minutos y su
ronda, iba tocando a su fin.
Rodearon otro grupo de remolques. Sus pisadas sonaban secas sobre el
endurecido hielo. Por encima de ellos, el cielo era torvo y nublado. El aire que
soplaba entre los furgones y vehículos vivienda era gélido.
Fue un encuentro brusco, repentino. Casi aterrador, sobre todo para quien no
estaba familiarizado con la vida de circo. Aun así, fue Mike Stowe quien lanzó el
grito más agudo y sobresaltado, mientras Miller se limitaba a soltar un gruñido de
sorpresa y de alarma.
—¿Qué diablos significa…? —comenzó, dando un par de pasos atrás—. ¿Quién
ha dejado suelto…?
Lívido, Mike Stowe observó cómo aquella figura reptante, escamosa y
amarillenta, se desplaza hacia ellos, emitiendo sibilantes sonidos amenazadores.
—¡Es «Kaa»! —Rugió el trapecista—. ¡La serpiente de Lota Chang!
En efecto. Era «Kaa». Libre, fuera del remolque vivienda de su dueña y
domadora… Atacándoles, con un centelleo furioso en sus negros y vidriosos ojillos
malignos.
Morgan E. Miller actuó con pasmosa rapidez para ser un hombre que dedicaba su
vida a la apacible tarea de vender productos alimenticios. Su mano empuñó con
rapidez un revólver chato, negro y pavonado, calibre 38, que disparó con rapidez
hacia el reptil.
Retumbó la detonación, despertando ecos en todo el campamento circense, y el
reptil emitiendo un bufido furioso, culebreó, hundiéndose veloz bajo las ruedas de los
remolques, donde desapareció. No había sido herido, pero la bala pasó tan cerca de su
achatada cabeza que le había hecho comprender, sin duda, que el siguiente disparo
terminaría con su vida, y optaba por huir a tal posibilidad.
—Cielos, Miller, ¿de dónde sacó ese arma… y cómo ha sido tan rápido en actuar?
—jadeó Stowe, atónito, mirando a su compañero de ronda, mientras comenzaban a
encenderse luces dentro de los remolques.
—Se lo explicaré más tarde —dijo abruptamente Miller, clavando sus ojos
ensombrecidos en la puerta entreabierta del remolque de Lota Chang, de donde había
salido, sin duda, el poderoso reptil—. Ahora, vamos adentro. Algo debe suceder
ahí…
—¿Qué quiere decir? —murmuró el trapecista, pálido y sobresaltado.
Miller ni siquiera le contestó. Tras golpear con el cañón de su arma en la puerta
del remolque, sin recibir respuesta, se precipitó al interior y dio la luz. Le siguió Mike
Stowe rápidamente, mientras ya salían a la nieve diversos miembros de la caravana
del circo. Un grito de horror escapó de labios del trapecista.
—¡Oh, Dios, no…! ¡No es posible! —Casi sollozó, mortalmente lívido.
Miller no dijo nada. Estaba contemplando el caos dentro del remolque, la
presencia del cuerpo humano tendido boca arriba, con labios y manos inmovilizados
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por anchas tiras de cinta adhesiva. Con las ropas de dormir desgarradas y revueltas,
en torno a su esbelto cuerpo desnudo, de pequeños y firmes senos, de suave tez
aceitunada, de exótica belleza oriental.
Lota Chang, la domadora de serpientes. Lota Chang, la dueña de «Kaa», el reptil.
Muerta. Muerta y ultrajada, sin duda alguna.
Muerta a golpes de un arma blanca que, bañada en sangre, yacía junto a su cuello
y pechos hendidos a brutales tajos. Una sencilla y aparentemente inofensiva hacha
pequeña, de niquelado mango, de las que se utilizan en cocina para cortar carne o
pescado.
Esta vez, había cortado la vida de un joven cuerpo humano, ensañándose en ello
ferozmente. Bajo el hacha, aparecía un pasquín con el rostro de un clown anunciando
el Gran Circo Barling…
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menos. No ha tenido tiempo material de quitarse su faz de clown, si es que, como
supongo, atacó con ella a su víctima. Vamos, ¡no perdamos un solo instante!
Y la búsqueda había comenzado, siendo los propios Bernard y Amos Barling los
que se prestaron, con resultado negativo, a la prueba. Sus rostros estaban totalmente
limpios de toda señal de grasa o pintura.
Se realizó con rapidez el examen general de los presentes. Jolly James fue el
primero. Tenía el cabello despeinado y rostro adormilado. Se le examinó con una
potente luz y una lente de aumento cerca de su epidermis. No tenía otro rastro que el
de una loción para después del afeitado. Aquella noche misma, antes de acostarse,
confesó que se había rasurado, y parecía ser lo cierto.
Barry Stowe, el hermano de Mike, tampoco revelo en su rostro huella alguna de
pintura. Ni tampoco de grasa limpiadora. Igual sucedió con Karl Brunner, el domador
austríaco El hecho se repitió con Emlyn Walters el acróbata, y con Duncan Reeves, el
jefe de pista.
Sólo un personaje masculino —porque obligadamente masculino tenía que ser el
culpable, dada la existencia de una violación— respondió positivamente a la prueba,
dejando perplejos a todos.
Carleton Boyd, el enano.
Tenía huellas claras de crema limpiadora, bastante perfumada por cierto, en su
piel. Y rastros de maquillaje entre sus cejas y patillas.
Sombríamente, Barling retiró la lupa y contempló acusador al enano. Éste
revelaba inquietud en su cara larga y deforme. Pestañeó, mirando a los Barling, a
Mike Stowe y a Miller.
—¿Qué pasa? —preguntó roncamente—. ¿He hecho algo malo?
—No lo sabemos aún, Boyd. Eres tú quien debe contestar a eso —silabeó el
empresario duramente—. ¿Por qué no desmaquillaste tu rostro esta noche? No hemos
trabajado, no tenías por qué pintarte para nada…
—Eh, señor Barling, eso es cosa mía —bizqueó el enano—. Estuve haciendo
pruebas para una nueva caracterización en el número del bombero… Luego, antes de
irme a dormir, naturalmente, me quité el maquillaje. ¿Eso es un delito, acaso?
—Podría serlo, Boyd, si ese maquillaje hubiera sido el del rostro de un payaso, y
hubiera atacado usted a Lota Chang de esa forma —aviso Miller con gravedad.
—¡Eh, un momento! ¿Qué pretenden con todo esto? ¿Tratan de echarme a mí la
culpa de lo sucedido aquí hoy? ¡Eso no tiene sentido! ¡Yo no hice nada a Lota ni a
persona alguna! ¡Soy inocente, maldita sea! ¡Estaba profundamente dormido cuando
sonaron esos gritos!
—Es lo que tú dices, Boyd —señaló su empresario—. Puede que tengas que
probarlo.
—¿Cómo lo voy a probar? Sabe usted que vivo solo, desde que Dixon se
despidió…
—¿No cree que sería difícil imaginar a…, a un enano como el asesino de
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mujeres? —terció Amos, dubitativo—. Alguien hubiera advertido la estatura del
clown en ese lugar donde hubo un testigo…
—¿En Laramie? —Miller se encogió de hombros—. Recuerde que también
dijeron que llevaba una túnica larga. Un enano, con unos zancos bien adaptados o con
unas piernas artificiales prolongando las suyas, bajo esa túnica, podría disimular su
estatura, así a primera vista…
—Eso es cierto —silabeó Amos Barling, frotándose el mentón. Miró a Boyd, que
sudaba copiosamente bajo la luz, pese al intenso frío reinante—. Boyd, ¿por qué
diablos tuvo que probar maquillajes esta noche? Eso le va a traer problemas, en tanto
no aparezca alguien más con señales de haberse pintado de clown. Eso, en el supuesto
de que el asesino se pintó realmente de clown esta vez…
—Estoy seguro de que así fue —afirmó Miller, rotundo—. Eso forma parte de su
ritual, como el pasquín del circo, el arma contundente y el ensañamiento en la víctima
o la brutal violación previa, que le conduce al crimen, quizá en una especie de clímax
sexual. No creo que renuncie a su juego. Nos las habemos con un demente, eso es
obvio. Pero los dementes tienen también su método, su lógica personal…
—Boyd, la cama está poco deshecha —apuntó Barling, ceñudo, tras estudiar la
litera—. Como si acabara de acostarse cuando llegamos. ¿Es así, realmente?
—No, no… —Boyd miró con temor a los Barling y a Miller. Luego, eludiendo la
mirada interrogante de Amos Barling con un pestañeo medroso, dijo torpemente—.
Tenía mucho sueño. Me dormí pronto.
—Está nevando ahora —señaló Miller, mirando por la puerta abierta del
remolqué—. Sin embargo, Boyd hay pisadas en el hielo. En esta zona está más
blando y se dejan huellas. Son pies pequeños. Los suyos, sin duda. Se dirigen hacia el
oeste. Y al oeste de su remolque… está el que fue de Lota Chang.
El silencio se hizo más pesado dentro del remolque. Boyd humedeció sus labios y
tragó saliva. Los Barling se miraron, y Boyd, el enano, evitó mirarles a ellos,
apresurándose a manifestar roncamente:
—Todo esto es absurdo… Quieren perderme, necesitan un culpable… ¡Yo no hice
nada, lo juro! Primero no podía dormir… y salí a respirar aire frío. La calefacción
aquí es muy fuerte… ¡No hice nada! ¡Juro que no he hecho nada! ¡No pueden
acusarme de algo así, por amor de Dios!
—Vamos, Boyd, tranquilízate —trató de calmarle Amos Barling, tomándole por
un brazo—. Nadie te acusa de nada. Estamos, simplemente, tratando de…
—¡No, no! —Le miró con ojos dilatados y se soltó de él, encogiéndose allá en el
fondo de su remolque—. ¡No quiero que me señalen como a un criminal! ¡No sé nada
ni he hecho nada! ¡No puedo decir más! ¡Váyanse, váyanse! ¡Si quieren, llamen a la
policía y que venga a buscarme! ¡Ellos creerán en mí, seguro!
—Boyd, yo soy la policía —dijo gravemente una voz en respuesta a sus palabras
—. No tengo jurisdicción aquí, pero puedo colaborar libremente con la policía del
estado de Montana y representar a la ley entre ustedes.
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Todos se volvieron a mirar, con asombro, al que había hablado. Bernard Barling
pestañeó, asombrado, contemplando a Morgan E. Miller, que sonreía fríamente
mirando a Boyd, el enano.
—Usted… —masculló—. Por eso lleva un arma, un revólver…
—Eso es —asintió el joven accidentado—. Soy Elliott Morgan Miller, realmente.
Cambié el orden de mis nombres eso fue todo. Soy ayudante del sheriff de Greybull y
se me ocurrió esta idea para reunirme con ustedes y vigilar el circo. Por desgracia no
sirvió de mucho. No pude salvar la vida de Lota Chang.
—¿De modo que el accidente en coche… fue simulado? —indagó Amos.
—Eso es. Pude llegar cerca de ustedes con helicóptero, pese a las condiciones
climatológicas adversas, alquilar un coche en una población cercana, y llegar hasta
aquí —mostró una credencial que extrajo del forro de su sombrero ranchero—.
Véanlo, no les miento.
Examinaron todos esa credencial, así como la placa de comisario que extrajo de
una de sus botas. Luego, mientras nadie sabía qué decir, se volvió a Boyd de nuevo.
—Será mejor que permanezca encerrado aquí por el momento, Boyd —avisó—.
No salga para nada del remolque sin mi permiso personal. Si necesita algo, pídalo.
—¿Es…, es una forma de decirme que estoy arrestado, comisario? —Tembló la
voz del enano, que miraba medrosamente a todos.
—Algo así. Pero sólo es momentáneo. Debo comunicar por radioteléfono con
Butte, con Helena tal vez, también con Greybull. Ellos me dirán qué debo hacer.
—Ya lo has oído, Boyd —dijo Barling, ceñudo—. Cierra esa puerta y no trates de
abrirla para nada. Si te veo andando por ahí, soy capaz de disparar sobre ti, ¿está bien
claro eso?
El enano se limitó a gemir entre dientes, acurrucándose en un asiento. Los cuatro
hombres salieron del remolque, y Barling preguntó a Miller si ponía vigilancia.
—De momento, no —dijo gravemente el joven ayudante del sheriff Arlen—. No
creo que abandone el remolque. Está asustado.
—Ése puede ser un motivo para intentar la fuga. —Señaló Stowe.
—No. Tengo la impresión de que algo le preocupa, de que nos está ocultando
alguna cosa… y tiene miedo. No saldrá de ahí. Tal vez por temor al asesino, no a
nosotros. Siempre que él no sea nuestro sangriento clown, naturalmente…
—¿Miedo, ha dicho? —Parpadeó Amos Barling, sorprendido—. ¿A qué o a
quién?
—Verán… Él es evidente que abandonó esta noche su remolque, y de ello no hace
mucho, o la nieve hubiese borrado sus huellas. Pudo ir a matar realmente a Lota
Chang. Pero si no fue así, tal vez vio algo, Y ahora, al recapacitar sobre lo que pudo
ver, se ha asustado. Dejemos que se considere preso, y tal vez termine por hablar,
revelándonos lo que sabe.
—De modo que el enano Boyd puede ser el asesino… o un testigo valioso —
señaló Mike Stowe.
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—Eso es —afirmó lentamente Miller—. Ahora, seguiremos investigando.
Perdonen que les engañara, pero pensé que podía ser más eficaz trabajando entre
ustedes sin revelar mi identidad real. Ahora, empiezo a dudar de ello.
—De todos modos, el asesino hubiera atacado igual —dijo Bernard Barling
sombríamente—. Estoy seguro de ello, comisario.
—Sí, yo también —murmuró él, moviendo la cabeza—. Pero eso no es ningún
consuelo…
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Capítulo VIII
—DE modo que también a mí me engañó…
—Lo lamento, Rhonda. Sólo la engañé en parte. Lo cierto es que fui representante
de productos alimenticios hasta hace tres años, en que ingresé en la oficina del sheriff
de Greybull, y llegué a comisario ayudante. Siempre me gustaron los misterios
policíacos, ya se lo dije. Y en eso no mentía.
—Sí, comprendo —ella suspiró, tomando un sorbo de leche. Apartó el
emparedado, con gesto de disgusto, y miró al exterior, donde un frío y gris amanecer
ponía tintes sombríos al agreste paisaje boscoso—. Debe ser mucho más emocionante
servir a la ley que vender alimentos en los supermercados…
—A veces, no mucho. La rutina y el aburrimiento son lo habitual. Éste es un caso
muy especial. Le pedí especialmente a mi jefe, el sheriff Arlen, que me permitiera
intentar llegar hasta aquí como fuese. Le costó algo convencerse, pero al fin lo hizo.
¿Qué le pasa, Rhonda? ¿No tiene apetito?
—No, en absoluto. Esa pobre chica, Lota… —Cerró sus ojos, exhalando un
suspiro de cansancio—. Es horrible pensar lo que le sucedió. Y saber que uno de
nosotros lo hizo…
—Exacto. ¿Se cierran bien por la noche usted y esa chica, Nadia Lorescu?
—Sí, no tema. Ahora, incluso ponemos un mueble contra la puerta del remolque.
Y aseguramos bien las ventanas. Los cristales son irrompibles…
—No se olvide nunca de todo eso, en tanto él ande suelto. Toda mujer peligra en
esta caravana. Y el clima no tiene trazas de mejorar. Siguen helados los caminos, y
por radioteléfono me han informado desde Butte que se aproxima una nueva nevada,
el viento sopla fuerte sobre las montañas, y eso imposibilita que los helicópteros de la
policía puedan venir hasta aquí. De momento, seguimos aislados.
—Aislados… y con un asesino entre nosotros —gimió la pelirroja muchacha.
—Sí, eso es lo peor —asintió el joven policía gravemente—. ¿Sabe una cosa? Me
gustaría encontrar a ese monstruo. Por todos ustedes, por saberles definitivamente a
salvo. Por usted especialmente, Rhonda.
—Gracias, Morgan… ¿Puedo seguir llamándole así?
—Claro —sonrió él—. Realmente, me llamo Elliott Morgan de nombre. Siempre
me llaman Elliott, pero a mí me gusta más el segundo nombre. Por eso lo utilicé ésta
vez.
—¿Cree realmente que Boyd sea culpable?
—No sé qué pensar. Es difícil imaginárselo en pleno ataque sexual y criminal,
pero está la evidencia del maquillaje y la crema limpiadora, están sus huellas en la
nieve… Sin embargo, he examinado esta mañana sus pinturas.
—¿Y?
—La barra de pintura blanca parece que se utilizó hace tiempo. No ofrece señal
grasienta en su extremo, de haber sido empleada esta misma noche.
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—¿Y si el criminal no usó esta vez su horrible maquillaje de clown?
—Lo usó.
—¿Cómo puede estar tan seguro? —Los grandes, verdes ojos de ella, se clavaron
en Miller con sorpresa.
—Tengo que estarlo —suspiró el comisario—. He examinado minuciosamente el
remolque de la infortunada Lota Chang. Hay señales de maquillaje blanco en sus
uñas. Y también en su negro cabello, donde él aproximó el rostro durante la
violación… Es evidente, Rhonda. Y ello confirma mi teoría de que utiliza un ritual,
una especie de método invariable en cada uno de sus crímenes.
—Pero ¿puede existir un motivo real para lo que hace? Me refiero a alguna razón,
aparte el simple hecho de ultrajar a una mujer y matarla después…
—Dentro de la lógica de un enfermo mental, siempre hay un motivo, sea cual sea.
Un viejo trauma, un complejo, una desviación psíquica que a lo mejor ni él mismo
conoce o recuerda cuando no está bajo los efectos de la crisis que le induce a asaltar y
matar mujeres solitarias. Lo difícil es dar con ese motivo que sólo su mente puede
imaginar como móvil para tales horrores.
—Creo que hace falta aquí más un psiquiatra que un policía, ¿no le parece?
—Quizá. Pero el psiquiatra sólo se cuidará después de darle caza nosotros.
—¿Cree que dará con él, que podrá capturarlo?
—Estoy seguro de ello. No cejaré hasta lograrlo, puede creerme.
—Le creo, Morgan —sonrió ella dulcemente, incorporándose para abandonar el
remolque bar de Yvonne Parrish, que limpiaba copas tras el mostrador, con gesto tan
ensombrecido y preocupado como el resto de los miembros femeninos de la caravana
—. Debo descansar un poco. Esta noche no he dormido apenas, tras el hallazgo del
cadáver de la pobre Lota… Por cierto, ¿qué van a hacer con él hasta salir de aquí?
—Improvisar una Morgue ambulante, Rhonda. El frío ayuda a ello. Un frigorífico
del vagón de mercancías servirá para conservarla hasta llegar a Butte o hasta que un
helicóptero pueda llegar aquí y la traslade al depósito…
—Es horrible —se estremeció ella—. Horrible. Estar hablando así, como la cosa
más natural del mundo…, de una compañera muerta, atacada por ese monstruo…
Se alejó por el hielo que lo blanqueaba todo. Miller pidió otra taza de café. Él
tampoco había podido dormir, y quería tener su mente despejada, para lo que pudiese
venir en las próximas horas.
Un momento después, Gina Morelli entraba en el bar y se sentaba junto a él. Le
dirigió una provocativa sonrisa, y se cruzó de piernas. Su falda no era muy larga, y
dejó exhibir sus morenos muslos bien torneados. El suéter de cuello alto, parecía a
punto de reventar, bajo la presión de los grandes y firmes pechos.
—Hola —saludó, humedeciendo sus carnoso labios con la punta de la lengua—.
¿Cómo se presenta el día, comisario?
—Mal —comentó Miller—. Con lo ocurrido, no promete ser muy bueno.
—Pobre Lora… —suspiró la italiana, hinchando todavía más su torso, con lo que
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el grueso punto de lana se tensó.
—¿La conocía usted mucho? —indagó Miller con aire distraído.
—Como a todos. Ella llevaba tiempo aquí. Yo también. Soy animadora de pista.
Bailo, canto, digo chistes… ¿Me verá actuar, en Butte, cuando lleguemos?
—Seguro que sí —asintió el joven comisario de Greybull—. ¿Usted conoce bien
a todos los miembros de este circo? Ahora me refiero a los varones.
—No muy bien —rió ella, maliciosa—. Hay pocos chicos guapos aquí. Ninguno
como usted, eso seguro. No me interesa conocerles… a fondo, ¿entiende?
—Claro. Pero Mike Stowe parece un chico arrogante y fuerte…
—¿Mike? Oh, no hay nada que hacer con él. Está loco por su cuñada.
—¿Selena, la mujer de su hermano Barry? —se sorprendió Miller.
—Eso es. Desde que se casó con Barry, Mike se sintió frustrado, y creo que odia a
las mujeres. No me sorprendería nada que un día intentase hacer un disparate en su
cuñada. La mira de un modo cuando cruzan la cúpula durante su número…
—Un trauma… Odiar a las mujeres… Lástima que Mike estuviera conmigo
cuando todo sucedió. Podría ser una posibilidad…
—No creo que tenga valor para matar a nadie, si se refiere a eso.
—Nunca se sabe adónde lleva el valor de un hombre trastornado por algún
complejo, señorita Morelli.
—Oh, por favor, llámame Gina solamente. Somos jóvenes y podemos tener
mutua confianza, ¿no? —Se inclinó hacia él, riendo, y casi le metió los pechos en el
rostro.
—Bien, Gina. Aparte de Stowe… ¿quién más en este circo… podría ser ese
clown, sanguinario? ¿Has pensado en alguien concreto?
—No. Me horroriza pensar en Morgan —estremecióse ella, como sentido un frío
especial, ajeno al clima reinante, y su muslo rozó el de Miller, sentado junto a ella en
el remolque bar. Yvonne les miró con malicia, y ocultó una sonrisa burlona.
—¿Tú sólo piensas en eso?
—Es mi trabajo. Además, debo cuidar de todas vosotras, las mujeres de este
circo. Lo de Lota no debe repetirse, aunque estemos aquí aislados durante más días.
—Dios te oiga —puso desenfadadamente una mano sobre la rodilla de Miller, y la
acarició sin rodeos Tengo café en mi remolque. Y es mucho mejor que esta pócima
del bar. ¿Por qué no vienes y hablamos? Tal vez pueda ayudarte, puesto que conozco
bien a mis compañeros…
Era toda una oferta. Algo, a cambio de algo, pensó Miller. La proposición no
estaba tan mal. Prestar algún servicio a la opulenta latina, no podía resultar
demasiado esfuerzo. Y menos aún, si ella estaba dispuesta a colaborar con él.
—Vamos —sonrió—. Ese café y esa ayuda tuya me han convencido…
Dejó la taza sin vaciar sobre el mostrador, y se encaminó con Gina Morelli a la
salida. Ivonne guiño un ojo, maliciosa. La puerta del bar se cerró tras ellos. Gina se
pegaba a él de tal modo, que sentía el calor de su carne a través de la lana del suéter
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invernal.
Poco después, estaban en el remolque de la italiana. Ella cerró la puerta y se
encaminó a un fogón donde, empezó a calentar café. Hacía calor en el recinto. La
italiana sonrió, acercándose a Miller.
—Ponte cómodo —le invitó—. ¿Tienes calor?
—Un poco. Pero se agradece, en un día así —se sentó él en un sofá azul—.
Tienes un hogar muy bonito.
—Pero siempre en movimiento —se quejó ella—. Esto no es un hogar, Morgan.
Oh, qué calor… Perdona me pondré algo más ligero.
Y con desparpajo absoluto, se despojó de su suéter de gruesa lana. Debajo no
llevaba más que su piel. Se volvió hacia él, tomando una blusa y, antes de ponérsela,
se inclinó hacia él.
Morgan jadeó, con ojos brillantes, humedeciendo sus labios con la punta de la
lengua.
—Morgan puedes tomar algo más que café… si quieres.
Formaba parte del pacto tácito entre ambos. Y resultaría bastante agradable esa
parte del mismo, pensó Miller, extendiendo sus brazos, tomando a Gina por los
hombros y atrayéndola hacia sí.
Ella gimió, cayendo sentada sobre él y apresando su cabeza, obligándole a
besarla.
Mientras, el café hervía, olvidado sobre el fuego, hasta que el transporte amoroso
de ambos jóvenes fue cediendo…
—De modo que quiere saber algo sobre mí, señor comisario…
—Sí, Brunner —afirmó secamente Miller, erguido frente al austríaco, domador de
fieras—. Acabo de enterarme de que usted es violento con las mujeres. Las azota, las
golpea. Y se ensaña con ellas…
—Eso es cosa mía —se mostró abrupto el austríaco—. Lo hago con quienes les
gusta ese trato. Ellas mismas me lo piden.
—Eso es sadismo, Brunner.
—Para ellas, es masoquismo —rió él, agresivo—, ¿algún delito, comisario?
—No. Pero podría serlo si llegase a otros extremos en mujeres que no se prestan
voluntariamente a ello.
—¿Trata de involucrarme en este feo asunto del asesino de mujeres? —resopló
Karl Brunner. Pierde el tiempo, comisario. Yo no soy un asesino ni un violador. Me
gusta tener aventuras con las mujeres. Y pegarles, si a ellas les gusta. Eso es todo.
—No, no es todo. En cierto lugar, usted dejo herida a una mujer. Parece que
cuando golpea y golpea, en plena digamos actuación, llega a maltratarlas ferozmente.
Se le proceso por ello, Brunner.
—Veo que le han informado bien —dijo amargamente el domador. —Hay mucho
hijo de perra en este circo. Y en todos. ¿Por qué no sé preocupan de ellos mismos?
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Cierto que me pase con una fulana a quien le gustaban en exceso los golpes. Estaba
algo ebrio entonces. Eso fue todo. Me juzgaron y condenaron. Pague una
indemnización y estuve un mes encarcelado. Supongo que no vale de nada negarlo.
Usted lo confirmara fácilmente.
—Ya pedí confirmación por radioteléfono, Brunner. De un momento a otro tendré
la respuesta. Me alegra que usted me ayude en esto. Si no es culpable, nada tiene que
temer. Debo llegar al fondo de cada uno de ustedes hasta dar con el asesino.
—¡Comisario, pronto! ¿Dónde está?
La voz sonaba afuera, estridente, con señales evidentes de alarma. Sobresaltados,
los dos hombres se precipitaron hacia la puerta, mientras la voz seguía.
—¡Pronto le necesito! ¡Ha ocurrido algo!
Era Bernard Barling. Estaba pálido, despeinado corría por entre los remolques y
con gesto de evidente de terror. Miller corrió a él y le sujetó con firmeza.
—¿Qué sucede, Barling? —quiso saber—. ¿Por qué grita así?
—¡Pronto, en mi remolque! —jadeo el empresario—. ¡Ha sido horrible! ¡Mi
primo Amos… y el radioteléfono…!
Miller presintió un nuevo desastre. Sin preguntar más, extrajo su revólver
reglamentario, y echo a correr hacia el remolque de los Barling resueltamente.
Cuando llegó, descubrió a numerosas personas del circo, agrupadas en la entrada.
Rhonda Brent asomaba a la puerta, con un maletín de primeros auxilios. Al verle, le
llamó con voz angustiada.
—Por favor, Morgan —suplico—. ¿Quiere ayudarme?
Entró con ella. Vio tendido en un sofá a Amos Barling.
Tenía sangre en la cabeza, el rostro muy pálido y había también manchas rojas en
el suelo, junto al radioteléfono. Éste aparecía totalmente destrozado, machacado a
golpes. No lejos de todo ello, se veía una barra de hierro, sobre el suelo del remolque.
—¿Qué ha sucedido? —quiso saber Miller, alarmado—. Solo sé lo que ha
contado el señor Barling —dijo Rhonda, inclinándose junto a Amos para atenderle de
urgencia—. Llegó aquí, y se encontró destrozada la instalación de radioteléfono, así
como a su primo en el suelo, inconsciente, sangrando en abundancia por el cabello y
la frente. Vea, le golpearon aquí. Un golpe brutal. De haberle dado en la sien, ahora
estaría muerto. O tal vez de haberle alcanzado aquí, donde se ven estos puntos, entre
el cabello. Alguna herida antigua, que pudo abrirse de nuevo, si le alcanzan en ese
punto, causándole la muerte. Ha tenido fortuna, en medio de todo…
Limpió la herida. Le aplicó desinfectantes y un apósito. Luego, vendó la cabeza
de Amos Barling, que gimió entre dientes, abriendo un poco sus ojos. Les miró
turbiamente.
—El… radio… teléfono… —jadeó.
—Sí, ya lo vimos —asintió Miller—. No se preocupe por él, Amos. ¿Qué
ocurrió?
—El…, el hombre… —jadeó—. Bufanda, gorro de piel… Entró de… repente…
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Destrozó todo… Le ataqué… Me golpeó… No pude ver… su rostro. Llevaba gafas
de sol… o de nieve… cubriendo el resto de su cara…
Se desvaneció de nuevo. Miller endureció su gesto, pensativo. Rhonda le miró.
—Debe ser él —dijo—. El asesino. La bufanda y el gorro… Usted vio a alguien
así ayer, cuando ensayaba, ¿verdad?
—Sí, es cierto —se estremeció ella—. De modo que también ataca ya de día…
—Es el aislamiento, este bloqueo… Debe estar trastornada su mente, llevándole a
más y más violencia por momentos. Si llega la noche… intentará matar hoy a alguien
más, estoy seguro… Tengo que evitarlo. ¡Tengo que evitarlo, maldita sea!
En ese instante, Mike Stowe apareció en la puerta del remolque. El acróbata que,
según Gina Morelli, estaba enamorado de su cuñada, venía lívido, desencajado.
Miller se alarmó, contemplándole fijamente.
—Comisario… —jadeó el trapecista—. Es…, es horrible…
—¿Qué sucede ahora, Stowe? —Se inquietó.
—Vengo del…, del remolque de Boyd… Ya sabe, el enano… Se ha… ¡se ha
ahorcado! Está muerto, Miller.
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Capítulo IX
EL cuerpo del enano oscilaba lúgubremente de la cuerda recia, atada al techo de su
remolque. Una expresión de horror se había grabado en su violáceo rostro hinchado.
Los ojos vidriosos, desorbitados, se clavaban en el vacío, sin ver ya nada.
—Muerto… —musitó lentamente Morgan Elliott Miller, la vista fija en el cuerpo
deforme que pendía del techo—. Pobre infeliz…
—Ha sido espantoso. Todo esto lo es, Miller —gimió Barling a su lado—. El
radioteléfono destrozado, mi primo malherido, Lota Chang asesinada… y, ahora,
esto, Ese pobre diablo, asustado, se cuelga del techo… Empiezo a sentirme
responsable de ello, comisario. Sospechamos de él, le aterrorizamos…
—No, Barling —negó firmemente Miller—. No se sienta culpable de nada. Boyd
no se colgó del techo por sí mismo.
—¿Qué…, qué dice? —jadeó roncamente Barling, mirándole asustado.
—Mire eso. Pasó la cuerda por un punto al que difícilmente podía llegar sin tener
en qué subirse. La mesa es fija, y queda lejos del punto donde se pasó la cuerda. El
taburete que yace a sus pies, no bastaba para sostenerle, vea… —Se inclinó, puso en
pie el taburete, bajo el enano, y los pies de éste siguieron colgando, a cosa de cinco o
seis dedos de distancia del asiento—. No hay más asiento movible aquí, y esta
banqueta es la única que había caída a sus pies. Todo es una farsa Barling. El asesino
entró aquí, le derribó de un golpe, puso esa soga en el techo y ahorcó a Boyd que
debió volver en sí cuando ya la cuerda le rompía el cuello. Eso sí queda explicado.
Uno de nosotros fácilmente puede llegar al techo del remolque para pasar la soga,
pero no el pobre Boyd. Se ha pretendido presentar un suicidio, pero el sistema ha sido
demasiado burdo. Sin duda, el asesino tenía prisa. Y miedo a ser sorprendido aquí.
Creo que ha empezado a perder la calma, se siente acosado teme ser cazado en
cualquier momento y eso le conduce a una crisis constante. Creo que empiezo a ver a
ver un modo de darle caza, Barling.
—Pero ¿tiene idea de quien pueda ser? —dudó el empresario.
—No sé… Estoy atando cabos. Algo entreveo, pero quiero estar seguro del todo.
Esta noche creo que saldremos todos de dudas.
—¿Esta noche? —dudó Barling, perplejo. Sí. Pero no debe decir nada a nadie. De
ello depende el éxito del intento. Verá, Barling… Mi idea es…
Nevaba ligeramente y el frío era muy intenso.
Una noche particularmente gélida y solitaria en la bloqueada carretera. Luces en
los remolques, gente armada deambulando entre los vehículos inmovilizados. Y
arriba, sobre ellos, nubarrones oscuros y copos blancos, descendiendo mansamente.
Una emisora de radio había anunciado una probable mejoría para el día siguiente, así
como un cielo más despejado. Si ello era así, el sol derretiría la nieve, permitiendo
salir al circo de su obligado encierro.
Miller y Rhonda se detuvieron ante el remolque de ésta y de Nadia Lorescu. La
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rumana no estaba dentro. Esta noche iba a quedarse con Gina Morelli, que había
sufrido una crisis nerviosa de terror al saber la muerte de Boyd y el ataque a Amos
Barling.
—¿De veras no siente miedo de dormir sola, Rhonda? —pregunto Miller en voz
alta, al detenerse junto al remolque.
—De verdad, Morgan —suspiró ella, mirándole con ojos pensativos—. Cerraré
todo muy bien, para estar segura.
—Durante mi guardia, procuraré pasar por aquí a menudo —prometió él—. No
abra a nadie. No se fíe de nadie.
—Solamente le abriré a usted, Morgan —prometió ella—. Pero sólo tras
persuadirme claramente de que es usted.
—Bien hecho —miro en torno, al aparentemente tranquilo campamento circense,
donde había ya dos cadáveres y un hombre malherido—. Sólo si me ve antes por la
ventana del vehículo, decídase a abrir. Hay quien sabe fingir la voz.
—¿Sabe algo de Amos Barling? —preguntó ella.
—Está mejor. Descansa tranquilo en su propio remolque. Su primo le atendió esta
noche, y le puso un calmante. Dormirá bien, no se preocupe. Cuando menos, él salvó
la vida. Boyd no tuvo tanta suerte. Ahora… buenas noches, Rhonda.
—Buenas noches, Morgan —ella apretó las manos de él con calor—. Y gracias
por todo, amigo mío…
Entró en el remolque. Cerró la puerta con llave y pestillo. Miller oyó cómo
aseguraba las ventanas. El joven comisario se alejó, desapareciendo entre los
remolques. Se cruzó con la guardia inicial, formada esta noche por Karl Brunner y
Bernard Barling. Se detuvieron al verle.
—Vaya a descansar, Miller —le aconsejó el empresario—. Tendrá su guardia en
el tercer turno, con Mike Stowe nuevamente. Trate de dormir algo.
—Lo intentaré —sonrió Miller—. Vigilen bien. Buenas noches.
Se alejó. La pareja armada siguió su ronda. Miller se retiró a descansar. O, cuando
menos, eso parecía.
El payaso permanecía en la zona de sombra, junto al remolque de los animales.
Un leopardo gruñó entre sus colmillos. El gorila se agitó inquieto.
El hombre de larga túnica y faz de payaso se movió en la oscuridad, lejos de las
luces del campamento circense. Un reflejo de luz hirió el blanco grotesco de su cara.
La nariz roía y redonda era como una bola en medio de aquella máscara blanca.
Se movió cauteloso, pegado siempre a los remolques menos céntricos,
acercándose a uno determinado. Los ojos brillaban maligna, excitadamente. Las
manos enguantadas se crispaban, como ávidas de aferrar algo, un cuerpo de mujer
que parecía desear por momentos.
Pasó junto al remolque de Gina Morelli. Oyó voces dentro. Las dos mujeres
hablaban. Nadia Lorescu compartía esta noche alojamiento con la deprimida italiana.
Maldijo entre dientes el clown. Siguió adelante, con un temblor de excitación
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incontenible. Su primera idea había sido aquel remolque, la exuberante Gina Morelli,
sus deseables formas opulentas… Tenía que desechar tal idea. Gina no estaba sola.
Aquella maldita rumana. Paró en seco. Allí, enfrente, estaba el remolque de Nadia
Lorescu y Rhonda Brent. Pero Nadia no estaba hoy en él. Sólo lo ocupaba una mujer:
la pelirroja Rhonda.
El payaso pareció pensar todo eso en breves segundos. Luego, se deslizó hacia un
punto en penumbras, donde esperó a que pasaran cerca de él los vigilantes de turno.
Se alejaron por entre los remolques, tras vigilar un momento el remolque de Rhonda
y ver que todo estaba normal.
Sigilosamente, el merodeador nocturno se despegó de la zona de sombras. Llegó
junto al remolque de Rhonda Brent. Se acercó a la puerta. No intentó probarla, no
empuñó el picaporte. Sabía que estaba herméticamente cerrada. Tampoco intentó
manipular las ventanas. Éstas también estaban aseguradas. Sólo lograría despertar la
alarma. Sonrió malignamente, aunque su rostro encalado siguió inmóvil. Miró al
techo del remolque vivienda.
Todo el mundo se olvidaba siempre de eso. El techo. Aquella clase de remolques
tenían el techo en dos secciones deslizables, para cuando querían sus ocupantes tomar
aire y sol, en tiempo veraniego o primaveral. Y él sabía cómo moverlos desde fuera…
Escaló el remolque cautelosamente, con agilidad, por un lado sin aberturas. No
produjo el menor ruido.
Llegó al techo. Lo deslizó muy lenta, muy cautamente, tras manipular con
habilidad en unos fijadores de metal. El techo cedió, lento, en silencio. Apenas hubo
logrado una abertura lo bastante ancha para su cuerpo, el payaso tomó impulso.
Y saltó al interior del remolque.
Apenas hubo tocado con sus pies el suelo, notó que Rhonda se movía en el lecho,
incorporándose. Ya lo había previsto. Rápido, se precipitó sobre ella, y aplicó una
ancha tira de esparadrapo a sus labios, ahogando todo sonido. Los verdes ojos de la
joven, le miraron con supremo horror en las penumbras del vehículo.
Sus manos forcejeaban, pero el agresor, sin vacilar, las sujetó con una sola mano
nervuda, que retuvo sus muñecas unidas, y abofeteó a la joven, lanzándola contra el
mueble-cama de dos literas.
Ella vaciló, medio inconsciente por el violento impacto, y él aprovechó para,
rápidamente, rodear sus muñecas con otra cinta adhesiva, utilizando en ella una rara
destreza.
Y ahora… —jadeó, contemplando a su víctima con apetitos desenfrenados—.
¡Ahora serás mía y de la muerte! ¡Tú, como todas esas malditas rameras, pagarás con
tu vida la entrega a un hombre…!
Rasgó violentamente el pijama, y se dispuso a caer sobre Rhonda.
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Capítulo X
DE la sombra, emergió la figura del hombre, con una rapidez centelleante. Fue como
un alud, cayendo sobre la siniestra persona del merodeador nocturno.
Había saltado desde la abertura misma del techo del vehículo, que sirviera al
asesino para entrar allí. Su ágil brinco le hizo caer sobre el intruso, que exhaló un
rugido colérico, revolviéndose hacia el inesperado agresor, al tiempo que de su larga
túnica extraía un larguísimo y afilado cuchillo-sierra, adecuado para trinchar pavos o
pollos.
—¡Maldito!
—¡Morirás, comisario…!
Miller evitó el impacto del arma blanca. Rápido, hizo fuego.
Su chato revólver negro llameó en el interior del remolque, con estruendo áspero.
El payaso, al sentirse herido en el hombro, exhaló un aullido de ira, y soltó el
arma, precipitándose hacia la salida. Con celeridad, abrió pestillo y llave y, cuando
Miller se lanzaba de nuevo sobre él, saltó al exterior, corriendo sobre el hielo.
Ya se oían voces y carreras. La patrulla de vigilancia venía a toda prisa al
escenario del suceso. El payaso asesino, corría, sangrando por su hombro
copiosamente, intentando huir de Miller.
Éste saltó al exterior, revólver en mano, para darle caza, gritó:
—¡Alto, o disparo! ¡Alto!
El clown no le hizo caso. Siguió adelante unos pasos. De súbito, ocurrió algo. De
debajo de un remolque, emergió una sombra furtiva, rápida, sigilosa. Algo alargado,
reptante, que emitió un sonido sibilante, siniestro.
Ese cuerpo ligero y huidizo, saltó sobre el clown. Éste gritó, horrorizado, cuando
el cuerpo se enroscó en torno a su cuerpo, a sus brazos y cuello, como una soga
viviente, de increíble grosor.
—¡«Kaa», la serpiente de Lota Chang! —gritó Miller, asombrado.
Era «Kaa», ciertamente. El reptil de la domadora asesinada, había acechado en la
noche. Él sí sabía quién mató a su dueña. Y esperó su ocasión. Ahora, pese a los
esfuerzos de los dos vigilantes y de él mismo, el reptil cumplía su venganza.
Caído en el hielo, el clown asesino era estrujado, triturado por el cerco mortal. El
cuerpo escamoso, potente, hizo crujir los huesos de su espina dorsal y su garganta.
Con un alarido de horror y agonía, el clown siniestro se debatió entre la vida y La
muerte mientras, inexorable, «Kaa» cumplía su misión vengadora.
Apenas hubo terminado de alentar la vida en el payaso, el reptil se deslizó lejos
de él, dejándose coger dócilmente por Karl Brunner, que había acudido rápido a
cazarla.
—Dios nos asista… —jadeó Bernard Barling, el otro vigilante, contemplando con
horror la escena—. ¿Qué ha sucedido esta vez, Miller?
—Que yo vigilaba y llegué a tiempo. Sospechaba que Rhonda era la siguiente,
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sobre todo al estar sola. Vi que la puerta del remolque de Boyd no había sido forzada.
Y sabiendo Boyd, como sabía, quien era la persona que la noche antes entró en el
remolque de Lota Chang, jamás le hubiera franqueado el pase al asesino. Éste entró
por el techo, como ahora… y mató a Boyd.
—¿Y la chica, está bien?
Miller asintió, volviendo hacia el remolque de ella.
—Rhonda tiene un buen susto y un golpe —dijo—. Eso ha sido todo, por
fortuna…
—De modo que cayó el criminal… —dijo Brunner, mirando la figura del payaso.
—Sí. —Miller le señaló, pensativo—. Vean su rostro. Por eso no había huellas de
pintura en nadie. No es maquillaje. Es una máscara de plástico, amoldado al rostro,
con la faz de un clown. La pintura la llevaba él consigo y la dejaba allí como rastro, al
aplicar un poco sobre la careta.
—Y… ¿quién hay detrás de esa máscara? —preguntó Barling, demudado.
Véalo usted mismo…, aunque no creo que le guste lo que va a ver —dijo Miller,
encogiéndose de hombros—. Sospechaba que era él. Y antes, reconocí su voz, cuando
atacaba a Rhonda Brent…
Barling se inclinó. Arrancó la máscara de plástico del rostro del payaso que yacía
sin vida en el hielo.
Una convulsión sacudió al empresario.
—¡Dios mío! —gimió—. Amos, mi primo Amos.
—Amos Barling, su primo. Un hombre de quien usted no podía sospechar —
asintió Miller—. Y sin embargo… ¿por qué sabiendo electrónica no podía arreglar
una avería tan simple en el radioteléfono? ¿Por qué el asesino mató la noche antes de
partir ustedes de Yellowstone, cuando sólo él podía saber, por habérselo dicho usted,
que anticipaban su despedida de esa ciudad? ¿Quién podía destrozar el radioteléfono
sin que se viera a intruso alguno llegar al remolque, y quién golpearse a sí mismo, de
modo que pareciese una agresión? Recuerde usted a Boyd, señor Barling. Miraba con
miedo a Amos, rehuía cruzar su mirada con él, lo eludía… Porque Boyd reconoció en
el visitante de Lota Chang, la noche antes, cuando curioseaba por ahí, a Amos
Barling. Y al comprender que él era el asesino, tuvo miedo… y con razón.
—Dios mío… Amos… —repitió Barling, sombrío—. Ahora recuerdo… Su
herida en la cabeza, hace años… Eso le afectó su carácter. Iba a casarse. Su
prometida le abandonó, se casó con otro… Se hizo misógino, eludía a las mujeres…
La lesión cerebral le volvió raro, introvertido… En realidad, aprendió a odiar a las
mujeres porque su novia le dejó al notarle tan cambiado, es evidente —suspiró Miller
—. Luego… sus deseos contenidos dieron rienda suelta a una lasciva enfermiza,
unida a un odio irracional por las mujeres. Al poseerlas, creía poseer a su exnovia. Y
luego, pensando que era como si le engañase con oír sus hombres, como pensó que
hacía al casarse con otro, las asesinaba feroz, brutalmente… Barling, lo siento. Nunca
estaremos seguros totalmente de lo que pase por una mente humana.
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—Ni por la mente de un reptil —sentenció Brunner—. Esa serpiente, «Kaa»…
sabía quién mató a su dueña. Y esperó para vengarse… Es increíble.
—Hay muchas cosas increíbles en la vida, Brunner —dijo Miller, entrando en el
remolque, para ayudar a Rhonda, que se recuperaba ya, mirándole con una mezcla de
gratitud y de admiración—. Pero suceden.
La despojó de las tiras adhesivas, la envolvió en una bata. Ella, sollozando, se
abrazó a él. Miller acarició sus rojos cabellos.
—¿Sabes una cosa, Rhonda? —Murmuró—. Lo de Gina era sólo una pequeña
aventura… Esto es diferente. No me conformo con que seamos amigos. Si tú quieres
algún día… puede ser algo más. Pero tendrás que dejar tu circo y venir a Greybull
para siempre…
—Oh, Morgan… —gimió ella, aferrándole con energía. Iré adonde sea contigo…
Ni el circo ni nada me importa ya…
—Bendito sea Dios —resopló Miller, radiante— hubo algo hermoso en este
infierno…
Y besó los cabellos de Rhonda, buscando luego sus labios, para encontrarlos sin
dificultad…
FIN
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JUAN GALLARDO MUÑOZ. Nació en Barcelona el 28 de octubre de 1929, pasó su
niñez en Zamora y posteriormente vivió durante bastantes años en Madrid, aunque en
la actualidad reside en su ciudad natal. Los primeros pasos literarios de nuestro
escritor fueron colaboraciones periodísticas críticas y entrevistas cinematográficas, en
la década de los cuarenta, en el diario Imperio, de Zamora, y en las revistas
barcelonesas Junior Films y Cinema, lo que le permitió mantener correspondencia
con personajes de la talla de Walt Disney, Betty Grable y Judy Garland y entrevistar a
actores como Jorge Negrete, Cantinflas, Tyrone Power, George Sanders, José Iturbi o
María Félix.
Su primera novela policíaca fue La muerte elige y a partir de ahí publicó más de 2000
títulos abarcando todos los géneros, ciencia ficción, terror, policíaca, oeste; es sin
duda alguna unos de los más prolíficos y admirados autores de bolsilibros (llegó a
escribir hasta siete novelas en una semana).
Los seudónimos que utilizó fueron Curtis Garland, Donald Curtis, Addison Starr o
Glen Forrester.
Además de escribir libros de bolsillo Juan Gallardo Muñoz abordó otros géneros,
libros de divulgación, cuentos infantiles, obras de teatro y fue guionista de cuatro
películas: No dispares contra mí, Nuestro agente en Casablanca, Sexy Cat y El pez de
los ojos de oro.
Su extensa obra literaria como escritor de bolsilibros la desarrolló principalmente en
las editoriales Rollán, Toray, Ferma, Delta, Astri, Ediciones B y sobe todo Bruguera.
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Tras la desaparición de los libros de bolsillo, Juan Gallardo Muñoz pasa a colaborar
con la editorial Dastin. En esa etapa escribió biografías y adaptaciones de clásicos
juveniles como Alicia en el país de las maravillas, Robinson Crusoe, Miguel Strogoff
o el clásico de Cervantes Don Quijote de la Mancha, asimismo escribió un par de
novelas de literatura «seria», La conjura y La clave de los Evangelios.
En 2008 la muerte de su esposa María Teresa le supone un durísimo mazazo pues ella
había sido un sólido soporte tanto en su matrimonio como en su producción literaria.
Es a ella a quién dedica su libro autobiográfico Yo, Curtis Garland publicado en la
editorial Morsa en 2009. Un interesantísimo libro imprescindible para los seguidores
de Juan Gallardo Muñoz.
Su último trabajo editado data de Julio de 2011 y es una novela policíaca titulada Las
oscuras nostalgias. Continuó afortunadamente para todos los amantes de bolsilibros
ofreciendo conferencias y charlas con relación a su extensa experiencia como
escritor, hasta el mes de febrero del 2013 que fallece en un hospital de Barcelona a la
edad de 84 años.
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