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Elisa Castillo
Un ruido de galope sobre arena mojada logró desconcentrarme aquella noche. La luz de la
lámpara sólo alumbraba mi amarillento cuaderno de planes inconclusos. Esa noche trataba de
escribirte, quería fotografiarte con transparentes palabras y dejarte quieto, luminoso, dormido
como aquella vez, pero el ruido era cada vez más fuerte y comencé a buscar su procedencia. En un
primer momento creí que era ese viejo reloj descompuesto que encontré tirado en el desierto.
Entonces aún no te conocía y dedicaba mis días a escaparme en el silencio del desierto. Supongo
que tampoco entonces podría haber imaginado que ese reloj misterioso marcaría un nuevo
tiempo en mi vida... Claro, no hice más que recoger y guardarlo cuando todo en mí estaba
apuntándote: Tres días después del hallazgo apareces junto a mí en el mostrador de esa pequeña
joyería aparentando conocer fielmente el origen de ese reloj sólo para terminar hablándome de lo
brillante y hermoso que lucía mi pelo con los rayos del sol. Es un extraño comienzo para una
historia de amor que aún no está escrita... Debe ser porque ese objeto guarda tanto de mí y
nosotros en su esfera quebrada, que le atribuí ese sonido inquietante; pero era en realidad
demasiado grande para acunar un ruido tan pequeño. Busqué en los cajones y sólo encontré más
papeles amarillentos. Noté que tu cuerpo irradiaba una tranquilidad inmensa pero que tu pelo
luchaba por salir volando para alcanzar tu sueño... ¿Y qué le diría tu sueño a ese animal anclado y
oscuro que quería alcanzarlo?. Por largo rato traté de imaginarme qué decía tu sueño, qué
ordenaba a tu cuerpo quedarse así desnudo, relajado y húmedo, como recién salido de ese mar
que tú y yo conocemos. No pude seguir imaginando nada porque en alguna parte volvió a sonar
ese ruido de patas, cuatro puntos negros que sonaban uno tras otro desafiándome. Reanudé la
búsqueda, esta vez más concentrada en escuchar que en observar ese estrecho cuarto arrendado
que en invierno nos obligaba a dormirnos abrasados. Cerré los ojos y traté de escuchar sólo
aquellos cuatro clavos en el aire, pero un rumor de pájaros volando me obligó a abrirlos
rápidamente. Frente a mi nariz rechoncha y pecosa decenas de pájaros diminutos volaban
apegados a la piel de tu cuerpo. Pájaros que volaban con las alas unidas, volaban en una sola
mancha oscura que se deslizaba sobre tu pecho para beber tu humedad... Era tu pelo la bandada
de pájaros que huían de esos cuatro martillos que sonaban. Fue entonces que descubrí que el
ruido estaba atrapado en la cama. Me acerqué con cuidado para no despertar el sueño que
estabas devorando. Observé bajo la cama, sobre las sábanas, entre los cojines y nada. Me
desesperé. Pensé que era producto del cansancio y que con un momento de quietud pasaría todo.
Me recosté a tu lado cerrando los ojos. En mi oscuridad el sonido se fue haciendo más y más
fuerte y mi corazón inquieto y loco reanudó la búsqueda. Entonces ocurrió algo sorprendente:
Sobre tu vientre un pequeño caballo corría dando vueltas y brincos inexplicables. Corría libre por
todo tu cuerpo asustando a los pájaros quienes, en medio de la revuelta, dejaban escapar un
aroma dulzón de sus alas gritando melodías que pocas veces he escuchado. Y tú soñando quién
sabe qué...
Me quedé mirando ese fabuloso espectáculo que me regalabas. Tu cuerpo era el escenario para
esta hermosa fiesta y yo la niña que gozaba de ella. Quise acariciar al caballo mágico, pero él
decidió escaparse cada vez que mi mano se le acercaba. Fueron muchos los intentos y cuando creí
que lo atraparía, tu sueño te había abandonado y estabamos unidos en un mismo mar. Ese mar
que tú y yo conocemos.
Al día siguiente no pude borrarme las marcas de pequeñas herraduras que tenía en el vientre.