Azabache-Anna Sewell
Azabache-Anna Sewell
Azabache-Anna Sewell
AZABACHE
ANNA SEWELL
PUBLICADO: 1877
FUENTE: EN.WIKISOURCE.ORG
TRADUCCIÓN: ELEJANDRÍA
PARTE I
El primer lugar que recuerdo bien era un gran y agradable prado con un
estanque de agua clara. Algunos árboles sombríos se inclinaban sobre él, y
en el extremo profundo crecían juncos y nenúfares. Por un lado, el seto
daba a un campo arado, y por el otro, a la casa de nuestro amo, que estaba
al lado de la carretera; en la parte superior del prado había una plantación
de abetos, y en la parte inferior, un arroyo que corría por una orilla
empinada.
Cuando era joven, vivía de la leche de mi madre, ya que no podía comer
hierba. Durante el día corría a su lado y por la noche me acostaba junto a
ella. Cuando hacía calor, nos poníamos junto al estanque, a la sombra de los
árboles, y cuando hacía frío, teníamos un bonito y cálido cobertizo cerca de
la plantación.
En cuanto tuve la edad suficiente para comer hierba, mi madre salía a tra-
bajar durante el día y volvía por la tarde.
En el prado había seis potros jóvenes a mi lado, todos mayores que yo;
algunos eran casi tan grandes como los caballos adultos. Yo corría con ellos
y me divertía mucho; galopábamos todos juntos alrededor del campo, tan
fuerte como podíamos. A veces jugábamos de forma bastante brusca, pues a
menudo mordían y pateaban además de galopar.
Un día, en el que hubo una buena cantidad de patadas, mi madre me re-
linchó para que me acercara a ella, y me dijo:
"Quiero que prestes atención a lo que te voy a decir. Los potros que viven
aquí son muy buenos potros; pero son potros de tiro, y por supuesto, no han
aprendido modales. Tú has sido bien criado y has nacido bien; tu padre tie-
ne un gran nombre en estos lares, y tu abuelo ganó la copa dos años en las
carreras de Newmarket; tu abuela tenía el temperamento más dulce de todos
los caballos que he conocido, y creo que nunca me has visto patear o mor-
der. Espero que crezcas manso y bueno, y que nunca aprendas malas cos-
tumbres; haz tu trabajo con buena voluntad, levanta bien las patas cuando
trotes, y nunca muerdas ni patees ni siquiera en el juego."
Nunca he olvidado el consejo de mi madre; sabía que era una yegua vieja
y sabia, y que nuestro amo la apreciaba mucho. Se llamaba Duquesa, pero a
menudo la llamaba Mascota.
Nuestro amo era un buen hombre. Nos daba buena comida, buen aloja-
miento y buenas palabras; nos hablaba con tanta amabilidad como a sus hi-
jos pequeños; todos le queríamos, y mi madre le quería mucho. Cuando lo
veía en la puerta, relinchaba de alegría y trotaba hacia él. Él la acariciaba y
le decía: "Bien, vieja Mascota, ¿y cómo está tu pequeño Oscurito?". Yo era
un negro apagado, así que me llamaba Oscurito; luego me daba un trozo de
pan, que estaba muy bueno, y a veces traía una zanahoria para mi madre.
Todos los caballos acudían a él, pero creo que nosotros éramos sus favori-
tos. Mi madre siempre lo llevaba al pueblo los días de mercado en un bolo
ligero.
Había un campesino, Dick, que a veces venía a nuestro campo a coger
moras del seto. Cuando había comido todo lo que quería, se divertía con los
potros, lanzándoles piedras y palos para hacerlos galopar. A nosotros no nos
importaba mucho, porque podíamos salir al galope; pero a veces una piedra
nos golpeaba y nos hacía daño.
Un día estaba en este juego, y no sabía que el amo estaba en el campo de
al lado; pero estaba allí, observando lo que pasaba: por encima del seto sal-
tó de golpe, y cogiendo a Dick por el brazo, le dio tal golpe en la oreja que
le hizo rugir por el dolor y la sorpresa. En cuanto vimos al amo, nos acerca-
mos trotando para ver qué pasaba.
"¡Mal chico!", dijo, "¡mal chico! para perseguir a los potros. No es la pri-
mera vez, ni la segunda, pero será la última; toma tu dinero y vete a casa, no
te quiero en mi granja otra vez". Así que no volvimos a ver a Dick. El viejo
Daniel, el hombre que cuidaba los caballos, era tan gentil como nuestro
amo, así que estábamos bien.
CAPÍTULO II: LA CACERÍA.
Antes de cumplir los dos años, ocurrió una circunstancia que nunca he
olvidado. Era el principio de la primavera; había caído una pequeña helada
por la noche y una ligera niebla se cernía aún sobre las plantaciones y los
prados. Yo y los otros potros estábamos alimentándonos en la parte baja del
campo, cuando oímos, a lo lejos, lo que parecía el grito de unos perros. El
mayor de los potros levantó la cabeza, aguzó las orejas y dijo: "¡Ahí están
los sabuesos!", e inmediatamente salió a galope, seguido por el resto de no-
sotros, hacia la parte superior del campo, donde podíamos mirar por encima
del seto y ver varios campos más allá. Mi madre y un viejo caballo de mon-
tar de nuestro amo también estaban cerca, y parecían estar al tanto de todo.
"Han encontrado una liebre", dijo mi madre, "y si vienen por aquí, vere-
mos la caza".
Y pronto los perros estaban arrasando el campo de trigo joven contiguo
al nuestro. Nunca oí un ruido tan grande como el que hacían. No ladraban,
ni aullaban, ni lloriqueaban, sino que seguían con un "¡yo! yo, o, o! yo! yo,
o, o" a todo pulmón. Tras ellos venían varios hombres a caballo, algunos de
ellos con abrigos escarlata, todos galopando tan rápido como podían. El ca-
ballo viejo resoplaba y miraba con avidez tras ellos, y nosotros, los potros
jóvenes, queríamos galopar con ellos, pero pronto se alejaron hacia los cam-
pos de más abajo; aquí, parecía que se habían detenido; los perros dejaron
de ladrar, y corrían por todas partes con las narices pegadas al suelo.
"Han perdido el rastro", dijo el viejo caballo, "tal vez la liebre se aleje".
"¿Qué liebre?" dije.
"No sé qué liebre; lo más probable es que sea una de nuestras propias lie-
bres de la plantación; cualquier liebre que puedan encontrar servirá para que
los perros y los hombres corran tras ella", y en poco tiempo los perros em-
pezaron de nuevo su "¡yo, yo, o, o!", y volvieron todos a toda velocidad,
dirigiéndose directamente a nuestro prado en la parte en que la alta orilla y
el seto sobresalen del arroyo.
"Ahora veremos la liebre", dijo mi madre, y en ese momento una liebre
asustada se precipitó hacia la plantación. Los perros saltaron la orilla del
arroyo y atravesaron el campo, seguidos por los cazadores. Seis u ocho
hombres saltaron con sus caballos y se acercaron a los perros. La liebre tra-
tó de atravesar la valla; era demasiado gruesa, y giró bruscamente para diri-
girse al camino, pero era demasiado tarde; los perros estaban sobre ella con
sus gritos salvajes; oímos un chillido, y eso fue su fin. Uno de los cazadores
subió a caballo y apartó a los perros, que pronto la habrían despedazado. La
sostuvo por la pata desgarrada y sangrante, y todos los caballeros parecían
muy satisfechos.
En cuanto a mí, estaba tan asombrado que al principio no vi lo que ocu-
rría junto al arroyo; pero cuando miré, había un triste espectáculo: dos bue-
nos caballos estaban caídos, uno se debatía en el arroyo y el otro gemía so-
bre la hierba. Uno de los jinetes salía del agua cubierto de barro, y el otro
yacía inmóvil.
"Se ha roto el cuello", dijo mi madre.
"Y además le está bien empleado", dijo uno de los potros.
Yo pensé lo mismo, pero mi madre no se unió a nosotros.
"Bueno, no", dijo, "no debéis decir eso; pero aunque soy una vieja yegua,
y he visto y oído muchas cosas, nunca he podido entender por qué los hom-
bres son tan aficionados a este deporte; a menudo se hacen daño, a menudo
estropean buenos caballos, y destrozan los campos, y todo por una liebre o
un zorro, o un ciervo, que podrían conseguir más fácilmente de otra mane-
ra; pero nosotros sólo somos caballos, y no lo sabemos."
Mientras mi madre decía esto, nos quedamos mirando. Muchos de los ji-
netes se habían acercado al joven; pero mi amo, que había estado observan-
do lo que ocurría, fue el primero en levantarlo. Su cabeza cayó hacia atrás y
sus brazos colgaron, y todos parecían muy serios. Ya no había ruido; hasta
los perros estaban callados, y parecían saber que algo andaba mal. Lo lleva-
ron a la casa de nuestro amo. Después me enteré de que era el joven George
Gordon, el único hijo del terrateniente, un joven muy alto y el orgullo de su
familia.
Ahora se cabalgaba en todas direcciones a casa del médico, del herrador
y, sin duda, a casa del terrateniente Gordon, para hacerle saber lo de su hijo.
Cuando el Sr. Bond, el herrador, se acercó a ver el caballo negro que yacía
gimiendo sobre la hierba, lo palpó por todas partes y sacudió la cabeza; una
de sus patas estaba rota. Entonces alguien corrió a la casa de nuestro amo y
volvió con una pistola; en seguida se oyó un fuerte golpe y un espantoso
grito, y luego todo quedó en calma; el caballo negro no se movió más.
Mi madre parecía muy preocupada; dijo que conocía a aquel caballo des-
de hacía años, y que se llamaba "Rob Roy"; era un buen caballo audaz, y no
había en él ningún vicio. Desde entonces no volvió a ir a esa parte del
campo.
No muchos días después, oímos que la campana de la iglesia tocaba du-
rante mucho tiempo; y al mirar por encima de la puerta vimos un largo y
extraño carruaje negro que estaba cubierto de tela negra y era tirado por ca-
ballos negros; después venía otro y otro y otro, y todos eran negros, mien-
tras la campana seguía tocando, tocando. Llevaban al joven Gordon al ce-
menterio para enterrarlo. Nunca más volvería a cabalgar. Nunca supe lo que
hicieron con Rob Roy, pero todo fue por una pequeña liebre.
CAPÍTULO III: MI ENTRADA EN ESCENA.
En esta época solía estar en el establo, y mi pelaje era cepillado todos los
días hasta que brillaba como el ala de un grajo. Era a principios de mayo,
cuando llegó un hombre de Squire Gordon, que me llevó a la mansión. Mi
amo me dijo: "Adiós, Oscurito; sé un buen caballo y da siempre lo mejor de
ti". Yo no podía decir "adiós", así que puse mi nariz en su mano; él me aca-
rició amablemente, y dejé mi primer hogar. Como viví algunos años con
Squire Gordon, puedo contar algo sobre el lugar.
El campo de Squire Gordon rodeaba el pueblo de Birtwick. Se entraba en
él por una gran puerta de hierro, en la que se encontraba la primera casa de
campo, y luego se trotaba por un camino suave entre grupos de grandes y
viejos árboles; luego otra casa de campo y otra puerta, que te llevaba a la
casa y a los jardines. Más allá se encontraba el prado de la casa, el antiguo
huerto y los establos. Había sitio para muchos caballos y carruajes, pero
sólo necesito describir el establo al que me llevaron; era muy espacioso, con
cuatro buenos establos; una gran ventana abatible se abría al patio, lo que lo
hacía agradable y aireado.
El primer establo era grande y cuadrado, cerrado por detrás con una puer-
ta de madera; los otros eran establos comunes, buenos establos, pero no tan
grandes; tenía un estante bajo para el heno y un pesebre bajo para el maíz;
se llamaba box suelto, porque el caballo que se metía en él no estaba atado,
sino que se le dejaba suelto, para que hiciera lo que quisiera. Es una gran
ventaja tener un box suelto.
El mozo de cuadra me metió en él, que era limpio, dulce y aireado. Nun-
ca estuve en una caseta mejor que aquella, y los lados no eran tan altos, sino
que podía ver todo lo que pasaba a través de las barandillas de hierro que
había en la parte superior.
Me dio un poco de avena muy agradable, me dio unas palmaditas, me ha-
bló amablemente y se fue.
Cuando hube comido mi maíz, miré a mi alrededor. En el establo conti-
guo al mío había un pequeño poni gris y gordo, con una espesa crin y una
cola, una cabeza muy bonita y un morro muy fino.
Acerqué la cabeza a las barandillas de hierro de la parte superior de mi
box y le dije: "¿Cómo está usted? ¿Cómo se llama?".
Se dio la vuelta hasta donde le permitía el cabestro, levantó la cabeza y
dijo: "Me llamo Merrylegs: soy muy guapo, llevo a las jóvenes a cuestas y a
veces saco a nuestra ama en la silla baja. Me tienen en gran estima, y tam-
bién James. ¿Vas a vivir junto a mí en el box?".
Dije: "Sí".
"Pues entonces", dijo, "espero que tengas buen carácter; no me gusta que
los vecinos muerdan".
En ese momento, la cabeza de un caballo se asomó desde el establo de
más allá; las orejas estaban echadas hacia atrás y los ojos parecían bastante
malhumorados. Era una yegua alazana alta, con un cuello largo y hermoso;
me miró y dijo,
"Así que eres tú quien me ha echado de mi box; es algo muy extraño que
un potro como tú venga a echar a una dama de su propia casa".
"Le ruego que me perdone", dije, "yo no he echado a nadie; el hombre
que me trajo me puso aquí, y yo no tuve nada que ver con ello; y en cuanto
a que soy un potro, he cumplido cuatro años, y soy un caballo adulto: nunca
he discutido con un caballo o yegua, y es mi deseo vivir en paz."
"Bueno", dijo ella, "ya veremos; por supuesto que no quiero tener pala-
bras con una criatura joven como tú". No dije nada más.
Por la tarde, cuando salió, Merrylegs me lo contó todo.
"El caso es que -dijo Merrylegs- Ginger tiene la mala costumbre de mor-
der y chasquear; por eso la llaman Ginger, y cuando estaba en la cabina
suelta, solía chasquear mucho. Un día mordió a James en el brazo y le hizo
sangrar, por lo que la señorita Flora y la señorita Jessie, que me tienen mu-
cho cariño, tuvieron miedo de entrar en el establo. Solían traerme cosas bo-
nitas para comer, una manzana o una zanahoria, o un trozo de pan, pero des-
pués de que Ginger estuviera en esa caseta, no se atrevieron a venir, y las
eché mucho de menos. Espero que ahora vuelvan a venir, si no muerdes ni
chasqueas".
Le dije que nunca había mordido otra cosa que no fuera hierba, heno y
maíz, y que no podía pensar en el placer que encontraba Ginger.
"Bueno, no creo que encuentre placer", dijo Merrylegs, "es sólo un mal
hábito; dice que nadie fue nunca amable con ella, y ¿por qué no iba a mor-
der? Por supuesto que es un hábito muy malo; pero estoy segura de que, si
todo lo que dice es cierto, debe haber sido muy maltratada antes de venir
aquí. John hace todo lo que puede para complacerla, y James hace todo lo
que puede, y nuestro amo nunca usa un látigo si un caballo se comporta
bien; así que creo que podría tener buen temperamento aquí; ya ves -dijo
con una mirada sabia-, tengo doce años; sé mucho, y puedo decirte que no
hay un lugar mejor para un caballo en todo el país que éste. John es el mejor
mozo de cuadra que ha habido nunca, lleva aquí catorce años; y nunca has
visto un chico tan amable como James, así que es culpa de Ginger que no se
haya quedado en ese box."
CAPÍTULO V: UN BUEN COMIENZO.
Un día, a finales del otoño, mi amo tenía que hacer un largo viaje de ne-
gocios. Me pusieron en el carruaje de los perros, y John fue con su amo.
Siempre me gustaba ir en el carro de los perros, pues era muy ligero y las
altas ruedas corrían muy agradablemente. Había llovido mucho, y ahora el
viento era muy fuerte y hacía volar las hojas secas por el camino en forma
de lluvia. Avanzamos alegremente hasta llegar a la barra de peaje y al bajo
puente de madera. Las orillas del río eran bastante altas, y el puente, en lu-
gar de elevarse, cruzaba justo a nivel, de modo que en el centro, si el río es-
taba lleno, el agua llegaba casi hasta la madera y los tablones; pero como
había buenas barandillas a cada lado, a la gente no le importaba.
El hombre de la puerta dijo que el río crecía rápidamente y que temía que
fuera una mala noche. Muchos de los prados estaban bajo el agua, y en una
parte baja del camino, el agua me llegaba a la mitad de las rodillas; el fondo
era bueno, y el amo conducía suavemente, así que no importaba.
Cuando llegamos a la ciudad, por supuesto que tuve un buen cebo, pero
como los asuntos del amo le ocuparon mucho tiempo, no partimos para casa
hasta bastante tarde. El viento era entonces mucho más fuerte, y oí que el
amo le decía a John que nunca había salido con semejante tormenta; y así lo
pensé, mientras íbamos por las faldas de un bosque, donde las grandes ra-
mas se balanceaban como ramitas, y el ruido de las prisas era terrible.
"Me gustaría que estuviéramos bien fuera de este bosque", dijo mi amo.
"Sí, señor", dijo John, "sería bastante incómodo que una de estas ramas nos
cayera encima". Apenas había dicho estas palabras, cuando se oyó un gemi-
do, un crujido y un sonido de rotura, y, rompiendo, se desplomó entre los
otros árboles un roble, arrancado de raíz, que cayó justo en el camino delan-
te de nosotros. Jamás diré que no me asusté, porque lo hice. Me detuve y
creo que temblé; por supuesto, no me di la vuelta ni salí corriendo; no fui
educado para eso. John saltó y en un momento estuvo a mi lado.
"Eso fue un golpe muy cercano", dijo mi amo, "¿Qué hay que hacer aho-
ra?" "Bueno, señor, no podemos pasar por encima de ese árbol ni aún ro-
dearlo; no habrá más remedio que volver a los cuatro cruces, y eso serán
unas buenas seis millas antes de llegar de nuevo al puente de madera; nos
hará llegar tarde, pero el caballo está fresco".
Así que volvimos, y dimos la vuelta por los cruces; pero cuando llegamos
al puente, ya estaba casi oscuro, pudimos ver que el agua estaba por encima
de la mitad del mismo; pero como eso ocurría a veces cuando las inundacio-
nes estaban fuera, el amo no se detuvo. Íbamos a buen ritmo, pero en el mo-
mento en que mis pies tocaron la primera parte del puente, sentí que algo
iba mal. No me atreví a avanzar y me detuve en seco. "Sigue, Azabache",
dijo mi amo, y me dio un toque con el látigo, pero no me atreví a moverme;
me dio un corte brusco, salté, pero no me atreví a seguir adelante.
"Algo va mal, señor", dijo John, y saltó del carro de los perros y se acer-
có a mi cabeza y miró a su alrededor. Intentó llevarme hacia delante: "Va-
mos, Azabache, ¿qué te pasa?". Por supuesto que no podía decírselo; pero
sabía muy bien que el puente no era seguro.
En ese momento, el hombre del peaje del otro lado salió corriendo de la
casa, lanzando una antorcha como un loco. "¡Hoy, hoy, hoy, halloo, alto!",
gritó. "¿Qué pasa?", gritó mi amo, "el puente está roto por la mitad, y parte
de él se ha llevado por delante; si seguís adelante os meteréis en el río".
"¡Gracias a Dios!", dijo mi amo. "¡Azabache!", dijo John, y tomó la brida
y me hizo girar suavemente hacia el camino de la derecha, al lado del río. El
sol se había puesto ya, el viento parecía haberse calmado después de aquella
furiosa ráfaga que arrancó el árbol. El cielo estaba cada vez más oscuro,
cada vez más tranquilo. Yo trotaba tranquilamente, las ruedas apenas hacían
ruido en el suave camino. Durante un buen rato ni el amo ni John hablaron,
y luego el amo comenzó a hablar con voz seria. No pude entender mucho de
lo que decían, pero descubrí que pensaban que si yo hubiera seguido como
el amo quería, lo más probable es que el puente hubiera cedido bajo noso-
tros, y que caballo, carruaje, amo y hombre hubieran caído al río; y como la
corriente era muy fuerte, y no había luz ni ayuda a mano, era más que pro-
bable que todos nos hubiéramos ahogado. El amo dijo que Dios había dado
a los hombres la razón con la que podían averiguar las cosas por sí mismos,
pero que había dado a los animales un conocimiento que no dependía de la
razón, y que era mucho más rápido y perfecto en su camino, y por el que a
menudo habían salvado la vida de los hombres. John tenía muchas historias
que contar sobre perros y caballos, y las cosas maravillosas que habían he-
cho; pensaba que la gente no valoraba a sus animales lo suficiente, ni se ha-
cía amiga de ellos como debería hacerlo. Estoy seguro de que él se hace
amigo de ellos, si es que alguna vez un hombre lo hizo.
Por fin llegamos a las puertas del parque y encontramos al jardinero espe-
rándonos. Nos dijo que la señora había estado muy preocupada desde el
anochecer, temiendo que hubiera ocurrido algún accidente, y que había en-
viado a James a lomos de Justice, el mazorca ruano, hacia el puente de ma-
dera para que investigara sobre nosotros.
Vimos una luz en la puerta del vestíbulo y en las ventanas superiores, y
cuando subimos, la señora salió corriendo, diciendo: "¿Estás realmente a
salvo, cariño? He estado muy preocupada, imaginando toda clase de cosas.
¿No has tenido ningún accidente?"
"No, querida; pero si tu Azabache no hubiera sido más sabia que noso-
tros, todos habríamos sido arrastrados por el río en el puente de madera".
No oí nada más, ya que entraron en la casa, y John me llevó al establo. Oh!
qué buena cena me dio aquella noche, un buen puré de salvado y algunas
judías machacadas con mi avena, y una cama de paja tan gruesa, y me ale-
gré de ello, pues estaba cansado.
CAPÍTULO XIII: LA MARCA DEL DIABLO.
El resto de nuestro viaje fue muy fácil, y poco después de la puesta de sol
llegamos a la casa del amigo de mi amo. Nos llevaron a un cómodo y lim-
pio establo; había un amable cochero que nos hizo sentir muy cómodos y
que pareció preocuparse mucho por James cuando se enteró del incendio.
"Hay una cosa muy clara, joven", dijo, "tus caballos saben en quién pue-
den confiar; es una de las cosas más difíciles del mundo sacar a los caballos
de un establo, cuando hay un incendio o una inundación. No sé por qué no
salen, pero no lo hacen, ni uno de cada veinte".
Nos detuvimos dos o tres días en este lugar y luego regresamos a casa.
Todo fue bien en el viaje; nos alegramos de estar de nuevo en nuestro pro-
pio establo, y John se alegró igualmente de vernos.
Antes de que él y James nos dejaran por la noche, James dijo: "Me pre-
gunto quién vendrá en mi lugar".
"El pequeño Joe Green en el Lodge", dijo John.
"¡El pequeño Joe Green! ¡Pero si es un niño!"
"Tiene catorce años y medio", dijo John.
"¡Pero es un tipo tan pequeño!"
"Sí, es pequeño, pero es rápido, y dispuesto, y de buen corazón también,
y entonces él desea mucho venir, y a su padre le gustaría; y sé que al maes-
tro le gustaría darle la oportunidad. Me dijo que si yo creía que no serviría,
buscaría a un niño más grande; pero yo le dije que estaba de acuerdo en
probarlo durante seis semanas."
"¡Seis semanas!", dijo James, "¡porque pasarán seis meses antes de que
pueda ser muy útil! Te dará mucho trabajo, John".
"Bueno", dijo John con una carcajada, "el trabajo y yo somos muy bue-
nos amigos; nunca le he tenido miedo al trabajo".
"Eres un hombre muy bueno", dijo James, "ojalá pueda llegar a ser como
tú".
"No suelo hablar de mí mismo", dijo John, "pero como te vas a alejar de
nosotros para salir al mundo, a cambiar por ti mismo, te diré cómo veo yo
estas cosas. Yo tenía la misma edad que Joseph cuando mi padre y mi ma-
dre murieron de fiebre, con diez días de diferencia, y nos dejaron a mí y a
mi hermana lisiada Nelly solos en el mundo, sin ningún pariente al que pu-
diéramos pedir ayuda. Yo era un granjero y no ganaba lo suficiente para
mantenerme, y mucho menos a las dos, y ella habría ido al asilo de no ser
por nuestra ama (Nelly la llama su ángel, y tiene derecho a hacerlo). Ella
fue y alquiló una habitación para ella con la vieja viuda Mallet, y le dio teji-
dos y labores de aguja, cuando pudo hacerlo; y cuando estuvo enferma, le
envió cenas y muchas cosas agradables y cómodas, y fue como una madre
para ella. Luego el amo, me llevó al establo bajo el viejo Norman, el coche-
ro que había entonces. Tenía mi comida en la casa, y mi cama en el desván,
y un traje y tres chelines a la semana, para poder ayudar a Nelly. Luego es-
taba Norman, que podría haberse dado la vuelta y decir que a su edad no
podía preocuparse por un niño crudo de la cola de arado, pero era como un
padre para mí, y se tomaba infinitas molestias conmigo. Cuando el viejo
murió algunos años después, yo ocupé su lugar, y ahora, por supuesto, ten-
go el mejor salario, y puedo esperar un día de lluvia o un día de sol, según
sea el caso, y Nelly es tan feliz como un pájaro. Así que ya ves, James, que
no soy el hombre que debería levantar la nariz ante un niño pequeño, y ve-
jar a un buen amo. No, no, te echaré mucho de menos, James, pero saldre-
mos adelante, y no hay nada como hacer un favor cuando te lo proponen, y
me alegro de poder hacerlo".
"Entonces", dijo James, "no sostienes ese dicho, 'Cada uno cuida de sí
mismo, y cuida del primero'".
"No, en efecto", dijo John, "¿dónde habríamos estado Nelly y yo si el
amo, la ama y el viejo Norman se hubieran ocupado sólo del primero? Ella
en el manicomio y yo arando nabos. ¿Dónde habrían estado Black Beauty y
Ginger si sólo hubieras pensado en el número uno? No, Jim, no! Ese es un
dicho pagano y egoísta, lo use quien lo use, y cualquier hombre que piense
que no tiene nada que hacer, sino ocuparse del número uno, por qué, es una
lástima, pero lo que se había ahogado como un cachorro o un gatito, antes
de que tuviera los ojos abiertos, eso es lo que pienso -dijo John, con un mo-
vimiento muy decidido de la cabeza.
James se rió de esto; pero había un espesor en su voz cuando dijo: "Has
sido mi mejor amigo, excepto mi madre; espero que no me olvides".
"¡No, muchacho, no!" dijo John, "y si alguna vez puedo hacerte un bien,
espero que no me olvides".
Al día siguiente Joe vino a los establos para aprender todo lo que pudiera
antes de que James se fuera. Aprendió a barrer el establo, a traer la paja y el
heno; comenzó a limpiar los arneses y ayudó a lavar el carruaje, ya que era
demasiado bajo para hacer nada en el aseo de Ginger y de mí, James le en-
señó sobre Merrylegs, ya que iba a estar a cargo de él; bajo la dirección de
John. Era un pequeño y brillante compañero, y siempre llegaba silbando a
su trabajo.
Merrylegs estaba muy molesto por haber sido "maltratado", como él de-
cía, "por un chico que no sabía nada"; pero hacia el final de la segunda se-
mana me dijo confidencialmente que creía que el chico saldría bien.
Por fin llegó el día en que James tuvo que dejarnos: alegre como era
siempre, aquella mañana parecía bastante desanimado.
"Verás", le dijo a John, "dejo muchas cosas atrás; mi madre y Betsey, y
tú, y un buen amo y una buena ama, y luego los caballos, y mi viejo Merry-
legs. En el nuevo lugar no habrá un alma que conozca. Si no fuera porque
tendré un puesto más alto y podré ayudar mejor a mi madre, creo que no me
habría decidido: es un verdadero apuro, John."
"Sí, James, muchacho, así es, pero no debería pensar mucho en ti, si pu-
dieras salir de tu casa por primera vez y no sentirlo; anímate, harás amigos
allí, y si te va bien, como estoy seguro de que lo harás, será algo muy bueno
para tu madre, y ella estará bastante orgullosa de que hayas llegado a un lu-
gar tan bueno como ese."
Así que John le animó, pero todos lamentaron la pérdida de James; en
cuanto a Merrylegs, se lamentó de él durante varios días, y perdió el apetito.
Así que John lo sacó varias mañanas con la rienda suelta, cuando me ejerci-
taba, y trotando y galopando a mi lado, recuperó el ánimo del pequeño, y
pronto se puso bien.
El padre de Joe venía a menudo a ayudarle un poco, ya que entendía el
trabajo, y Joe se esforzaba mucho por aprender, y John estaba muy animado
con él.
CAPÍTULO XVIII: IR A BUSCAR AL MÉDICO.
Llevaba ya tres años viviendo en este feliz lugar, pero estaban a punto de
producirse tristes cambios. De vez en cuando nos enterábamos de que nues-
tra señora estaba enferma. El médico acudía a menudo a la casa, y el amo
parecía grave y ansioso. Luego nos enteramos de que debía abandonar su
casa de inmediato e irse a un país cálido durante dos o tres años. La noticia
cayó sobre la casa como el tañido de una campana de muerte, todo el mun-
do lo lamentó; pero el amo comenzó directamente a hacer los preparativos
para separarse de su hogar y dejar Inglaterra. En nuestro establo se oía ha-
blar de ello; de hecho, no se hablaba de otra cosa.
John se dedicaba a su trabajo en silencio y con tristeza, y Joe apenas sil-
baba. Había muchas idas y venidas; Ginger y yo teníamos mucho trabajo.
Las primeras del grupo que se fueron fueron la señorita Jessie y Flora con
su institutriz. Vinieron a despedirse de nosotros. Abrazaron al pobre Merry-
legs como a un viejo amigo, y así fue. Luego nos enteramos de lo que se
había dispuesto para nosotras. El amo nos había vendido a Ginger y a mí a
su viejo amigo el conde de W---, pues pensaba que tendríamos un buen lu-
gar allí. A Merrylegs se lo había dado al vicario, que necesitaba un poni
para la señora Bloomfield, pero con la condición de que nunca se vendiera,
y de que cuando dejara de trabajar se le disparara y se le enterrara.
Joe se comprometió a cuidarlo y a ayudar en la casa, así que pensé que
Merrylegs estaba bien. A John le ofrecieron varios lugares buenos, pero dijo
que debía esperar un poco y buscar.
La noche antes de partir, el amo entró en el establo para dar algunas indi-
caciones y para dar la última palmadita a sus caballos. Parecía muy desani-
mado; lo supe por su voz. Creo que los caballos sabemos más por la voz
que muchos hombres.
"¿Has decidido qué hacer, John?", dijo. "Veo que no has aceptado ningu-
na de esas ofertas".
"No, señor, he decidido que si pudiera conseguir una situación con algún
criador de potros y entrenador de caballos de primera categoría, eso sería lo
mejor para mí. Muchos animales jóvenes se asustan y se echan a perder por
el mal trato, lo que no tiene por qué ser así, si el hombre adecuado se hace
cargo de ellos. Siempre me he llevado bien con los caballos, y si pudiera
ayudar a algunos de ellos a tener un buen comienzo, me sentiría como si es-
tuviera haciendo algo bueno. ¿Qué le parece, señor?"
"No conozco a ningún hombre en ninguna parte", dijo el maestro, "que
me parezca tan adecuado para ello como usted. Usted entiende a los caba-
llos, y de alguna manera ellos lo entienden a usted, y con el tiempo podría
establecerse por sí mismo; creo que no podría hacerlo mejor. Si en algo
puedo ayudarte, escríbeme; hablaré con mi agente en Londres, y le dejaré tu
nombre".
El señor le dio a John el nombre y la dirección, y luego le agradeció su
largo y fiel servicio; pero eso fue demasiado para John. "Le ruego que no lo
haga, señor, no puedo soportarlo; usted y mi querida ama han hecho tanto
por mí que nunca podría pagarlo; pero nunca le olvidaremos, señor, y, por
favor, Dios, puede que algún día volvamos a ver a la ama como ella misma;
debemos mantener la esperanza, señor." El amo le dio la mano a John, pero
no habló, y ambos salieron del establo.
Había llegado el último y triste día; el criado y el pesado equipaje se ha-
bían ido el día anterior, y sólo quedaban el amo, la señora y su criada. Gin-
ger y yo llevamos el carruaje hasta la puerta de la mansión por última vez.
Los sirvientes sacaron cojines y alfombras y muchas otras cosas, y cuando
todo estuvo dispuesto, el amo bajó los escalones llevando a la señora en
brazos (yo estaba en el lado de la casa y podía ver todo lo que sucedía); la
colocó cuidadosamente en el carruaje, mientras los sirvientes de la casa es-
taban alrededor llorando. "Adiós de nuevo", dijo, "no nos olvidaremos de
ninguno de vosotros", y subió: "Conduce, John". Joe se levantó de un salto
y trotamos lentamente a través del parque y del pueblo, donde la gente se
paraba en sus puertas para echar un último vistazo y decir: "Que Dios los
bendiga".
Cuando llegamos a la estación de ferrocarril, creo que la señora pasó del
carruaje a la sala de espera. La oí decir con su dulce voz: "Adiós, John, que
Dios te bendiga". Sentí que la rienda se movía, pero John no respondió, tal
vez no podía hablar. En cuanto Joe hubo sacado las cosas del carruaje, John
lo llamó para que se quedara junto a los caballos, mientras él subía a la pla-
taforma. Pobre Joe, se acercó a nuestras cabezas para ocultar sus lágrimas.
Muy pronto, el tren llegó resoplando a la estación; luego, en dos o tres mi-
nutos, las puertas se cerraron de golpe; el guarda silbó y el tren se alejó, de-
jando tras de sí sólo nubes de humo blanco y algunos corazones muy
pesados.
Cuando se perdió de vista, John regresó: "No volveremos a verla", dijo,
"nunca". Tomó las riendas, montó en la caja y, junto con Joe, condujo lenta-
mente a casa; pero ya no era nuestro hogar.
PARTE II
Un día mi señora bajó más tarde que de costumbre, y la seda crujió más
que nunca.
"Conduzca hasta la duquesa de B", dijo, y luego, tras una pausa: "¿Nunca
vas a levantar las cabezas de esos caballos, York? Levántalos de una vez, y
no nos dejes más de estas bromas y tonterías".
York se acercó a mí primero, mientras el mozo de cuadra se ponía a la
cabeza de Ginger. Me echó la cabeza hacia atrás y fijó la rienda con tanta
fuerza que era casi insoportable; luego se dirigió a Ginger, que movía impa-
cientemente la cabeza hacia arriba y hacia abajo contra el bocado, como era
su costumbre ahora. Sabía muy bien lo que iba a ocurrir, y en el momento
en que York quitó la rienda del terrete para acortarla, ella aprovechó la
oportunidad y se levantó tan repentinamente que York recibió un fuerte gol-
pe en la nariz y se le cayó el sombrero; el mozo de cuadra casi salió despe-
dido de las piernas. Al instante, ambos se lanzaron a su cabeza, pero ella era
rival para ellos, y continuó lanzándose, encabritándose y pateando de la ma-
nera más desesperada; al final pateó justo sobre el poste del carruaje y cayó,
después de darme un fuerte golpe en mi cuarto delantero. No se sabe qué
más daño podría haber hecho si York no se hubiera sentado de inmediato
sobre su cabeza para evitar que se resistiera, gritando al mismo tiempo:
"¡Desenganche el caballo negro! Uno de los lacayos corrió a por el cabres-
tante, y otro trajo un cuchillo de la casa. El mozo de cuadra no tardó en li-
berarme de Ginger y del carruaje, y me llevó a mi box. Me entregó tal como
estaba, y corrió de vuelta a York. Estaba muy excitado por lo que había su-
cedido, y si alguna vez hubiera estado acostumbrado a dar patadas o a enca-
britarme, estoy seguro de que lo habría hecho en ese momento; pero nunca
lo había hecho, y allí me quedé enfadado, dolorido en la pierna, con la cabe-
za todavía tensa hasta la terreta de la silla de montar, y sin fuerzas para ba-
jarla. Me sentía muy miserable, y tenía muchas ganas de dar una patada a la
primera persona que se me acercara.
Sin embargo, al poco tiempo Ginger fue conducida por dos mozos de
cuadra, bastante golpeada y magullada. York vino con ella y dio sus órde-
nes, y luego vino a mirarme. En un momento me bajó la cabeza.
"¡Malditas sean estas riendas!", se dijo a sí mismo; "pensé que pronto
tendríamos alguna travesura; el amo se enfadará mucho; pero ya está: si el
marido de una mujer no puede gobernarla, por supuesto que un criado tam-
poco; así que me lavo las manos, y si no puede ir a la fiesta del jardín de la
duquesa, no puedo evitarlo". York no dijo esto ante los señores; siempre ha-
blaba con respeto cuando estaban cerca. Ahora, me palpó por todas partes, y
pronto encontró el lugar sobre mi corvejón donde me habían pateado. Esta-
ba hinchado y me dolía; ordenó que me limpiaran con una esponja con agua
caliente, y luego me pusieron una loción.
Lord W--- se sintió muy molesto cuando se enteró de lo que había sucedi-
do; culpó a York de haber cedido a su señora, a lo que él respondió que en
el futuro preferiría recibir sus órdenes sólo de su señoría; pero creo que no
pasó nada, pues las cosas siguieron igual que antes. Pensé que York podría
haber defendido mejor a sus caballos, pero tal vez no soy juez.
Ginger no volvió a subir al carruaje, pero cuando se recuperó de sus ma-
gulladuras, uno de los hijos menores de lord W dijo que le gustaría quedar-
se con ella; estaba seguro de que sería una buena cazadora. En cuanto a mí,
me vi obligado a ir todavía en el carruaje, y tuve un nuevo compañero lla-
mado Max; siempre había estado acostumbrado a la rienda floja. Le pregun-
té cómo lo soportaba. "Bueno", me dijo, "lo soporto porque debo hacerlo,
pero está acortando mi vida, y también la tuya, si tienes que aguantar".
"¿Crees", dije, "que nuestros amos saben lo malo que es para nosotros?"
"No puedo decirlo", respondió, "pero los tratantes y los médicos de caba-
llos lo saben muy bien. Una vez estuve en casa de un tratante, que nos esta-
ba entrenando a mí y a otro caballo para que fuéramos en pareja; nos estaba
subiendo la cabeza como él decía, un poco más y un poco más cada día. Un
caballero que estaba allí le preguntó por qué lo hacía: "Porque", dijo, "la
gente no los comprará si no lo hacemos nosotros. Los londinenses siempre
quieren que sus caballos lleven la cabeza alta y pisen fuerte; por supuesto,
es muy malo para los caballos, pero es bueno para el comercio. Los caballos
se desgastan pronto, o se enferman, y vienen a buscar otro par". Eso", dijo
Max, "es lo que me dijo a mí, y tú puedes juzgar por ti mismo".
Lo que sufrí con esa rienda durante cuatro largos meses en el carruaje de
mi señora, sería difícil de describir, pero estoy bastante seguro de que, si
hubiera durado mucho más, mi salud o mi temperamento habrían cedido.
Antes de eso, nunca supe lo que era echar espuma por la boca, pero ahora la
acción del afilado bocado sobre mi lengua y mi mandíbula, y la posición
constreñida de mi cabeza y mi garganta, siempre me hacían echar más o
menos espuma por la boca. A algunas personas les parece muy bien ver
esto, y dicen: "¡Qué criaturas de espíritu tan fino!". Pero es tan poco natural
para los caballos como para los hombres, echar espuma por la boca. Es una
señal segura de que algo va mal, y generalmente procede del sufrimiento.
Además de esto, había una presión en mi tráquea, que a menudo me hacía
respirar muy mal; cuando volvía de mi trabajo, mi cuello y mi pecho esta-
ban tensos y doloridos, mi boca y mi lengua sensibles, y me sentía agotado
y deprimido.
En mi antigua casa, siempre supe que John y mi amo eran mis amigos;
pero aquí, aunque en muchos aspectos me trataban bien, no tenía ningún
amigo. York podría haber sabido, y muy probablemente lo sabía, cómo me
acosaba esa rienda; pero supongo que lo tomó como algo natural que no po-
día evitarse; en todo caso no se hizo nada para aliviarme.
CAPÍTULO XXIV: LADY ANNE, O UN
CABALLO DESBOCADO.
Debo decir ahora algo sobre Reuben Smith, que quedó a cargo de los es-
tablos cuando York se fue a Londres. Nadie entendía más a fondo su nego-
cio que él, y cuando estaba bien, no podía haber un hombre más fiel o de
más valor. Era gentil y muy inteligente en el manejo de los caballos, y podía
medicarlos casi tan bien como un herrador, pues había vivido dos años con
un veterinario. Era un conductor de primera clase; podía llevar un cuatro en
mano, o un tándem, tan fácilmente como un par. Era un hombre apuesto, un
buen estudiante y tenía unos modales muy agradables. Creo que le gustaba
a todo el mundo; ciertamente los caballos lo hacían; la única maravilla era
que estuviera en una situación inferior, y no en el lugar de un cochero prin-
cipal como York: pero tenía un gran defecto, y era la afición a la bebida. No
era como otros hombres, que siempre lo hacían; solía mantenerse estable
durante semanas o meses, y luego rompía y tenía un "ataque", como lo lla-
maba York, y era una desgracia para sí mismo, un terror para su esposa, y
una molestia para todos los que tenían que ver con él. Sin embargo, era tan
útil, que dos o tres veces York había silenciado el asunto y lo había ocultado
al conde; pero una noche, cuando Reuben tenía que llevar a un grupo a casa
después de un baile, estaba tan borracho que no podía llevar las riendas, y
un caballero del grupo tuvo que montar en la cabina y llevar a las damas a
casa. Por supuesto, esto no podía ocultarse, y Reuben fue despedido de in-
mediato; su pobre esposa y sus hijos pequeños tuvieron que salir de la boni-
ta casa de campo junto a la puerta del parque e ir donde pudieron. El viejo
Max me contó todo esto, ya que había sucedido hacía tiempo; pero poco an-
tes de que Ginger y yo llegáramos, Smith había sido llevado de nuevo. York
había intercedido por él ante el conde, que es muy bondadoso, y el hombre
había prometido fielmente que no volvería a probar una gota mientras vivie-
ra allí. Había cumplido tan bien su promesa, que York pensó que se podía
confiar en él para que ocupara su puesto mientras él estuviera fuera, y era
tan inteligente y honesto, que nadie más parecía tan adecuado para ello.
Era ya principios de abril, y se esperaba que la familia regresara a casa en
mayo. El coche ligero debía estar preparado, y como el coronel Blantyre
tenía que volver a su regimiento, se dispuso que Smith lo llevara a la ciudad
en él, y que volviera a caballo; para ello, se llevó la silla de montar, y yo fui
elegido para el viaje. En la estación, el coronel puso un poco de dinero en la
mano de Smith y se despidió de él, diciendo: "Cuida de tu joven ama,
Reuben, y no dejes que el negro Auster se deje llevar por cualquier joven
imbécil que quiera montarlo; guárdalo para la dama".
Dejamos el carruaje en casa del fabricante, y Smith me llevó hasta el
White Lion, y ordenó al mozo de cuadra que me alimentara bien y me tu-
viera listo para él a las cuatro. Un clavo en una de mis herraduras delanteras
se había arrancado mientras yo venía, pero el mozo de cuadra no se dio
cuenta hasta las cuatro en punto. Smith no entró en el patio hasta las cinco,
y entonces dijo que no se iría hasta las seis, pues se había reunido con unos
viejos amigos. El hombre le habló del clavo y le preguntó si debía hacer ver
la herradura. "No", dijo Smith, "estará bien hasta que lleguemos a casa".
Hablaba en voz muy alta, y me pareció que no era propio de él no ver lo de
la herradura, ya que en general era maravillosamente exigente con los cla-
vos sueltos en sus herraduras. No vino ni a las seis, ni a las siete, ni a las
ocho, y pasaron casi las nueve antes de que me llamara, y entonces fue con
una voz áspera y fuerte. Parecía estar de muy mal humor, e insultó al con-
serje, aunque no pude saber por qué.
El casero se paró en la puerta y le dijo: "¡Tenga cuidado, señor Smith!",
pero él respondió airadamente con un juramento; y casi antes de salir del
pueblo comenzó a galopar, dándome frecuentemente un fuerte corte con su
látigo, aunque yo iba a toda velocidad. La luna aún no había salido y estaba
muy oscuro. Los caminos eran pedregosos, ya que habían sido reparados
recientemente; al pasar por ellos a ese ritmo, mi herradura no tardó en aflo-
jarse, y cuando estábamos cerca de la puerta de la carretera, se desprendió.
Si Smith hubiera estado en su sano juicio, se habría dado cuenta de que
algo iba mal en mi paso; pero estaba demasiado borracho para darse cuenta
de nada.
Más allá de la carretera había un largo trozo de camino, sobre el que aca-
baban de colocar piedras frescas; grandes y afiladas piedras, sobre las que
ningún caballo podía ser conducido rápidamente sin peligro. Por este ca-
mino, sin una herradura, me vi obligado a galopar a la máxima velocidad,
mientras mi jinete me daba golpes con su látigo y me instaba a ir más rápi-
do con sus maldiciones. Por supuesto, mi pata sin herradura sufrió terrible-
mente; la pezuña estaba rota y rajada hasta el fondo, y el interior estaba te-
rriblemente cortado por el filo de las piedras.
Esto no podía continuar; ningún caballo podía mantener el paso en tales
circunstancias, el dolor era demasiado grande. Tropecé y caí con violencia
sobre mis dos rodillas. Smith salió despedido por mi caída, y debido a la
velocidad a la que iba, debió caer con gran fuerza. Pronto recuperé mis pies
y cojeé hasta el lado del camino, donde estaba libre de piedras. La luna aca-
baba de salir por encima del seto, y a su luz pude ver a Smith tendido unos
metros más allá de mí. No se levantó, sino que hizo un leve esfuerzo por
hacerlo, y entonces, se oyó un fuerte gemido. Yo también podría haber ge-
mido, pues sufría un intenso dolor tanto en el pie como en las rodillas; pero
los caballos están acostumbrados a soportar su dolor en silencio. No emití
ningún sonido, pero me quedé de pie y escuché. Smith emitió otro fuerte
gemido, pero aunque ahora estaba a la luz de la luna, no podía ver ningún
movimiento. No podía hacer nada por él ni por mí, pero, ¡oh! cómo espera-
ba el sonido del caballo, de las ruedas o de los pasos. El camino no era muy
frecuentado, y a esta hora de la noche podríamos permanecer durante horas
antes de que llegara la ayuda. Me quedé mirando y escuchando. Era una
tranquila y dulce noche de abril; no había sonidos, salvo unas pocas notas
bajas de un ruiseñor, y nada se movía, salvo las nubes blancas cerca de la
luna, y un búho marrón que revoloteaba sobre el seto. Me hizo pensar en las
noches de verano de hace mucho tiempo, cuando solía tumbarme junto a mi
madre en el verde y agradable prado de Farmer Grey.
CAPÍTULO XXVI: CÓMO TERMINÓ
No cabe duda de que una feria de caballos es un lugar muy divertido para
quienes no tienen nada que perder; en cualquier caso, hay mucho que ver.
Largas ristras de caballos jóvenes del campo, recién salidos de los panta-
nos; y hordas de pequeños ponis galeses desgreñados, no más altos que Me-
rrylegs; y cientos de caballos de carro de todo tipo, algunos de ellos con sus
largas colas trenzadas y atadas con cordón escarlata; y un buen número de
ellos como yo, guapos y de alta raza, pero caídos en la clase media, por al-
gún accidente o mancha, por falta de fuerza en el tiro o por alguna otra do-
lencia. Había algunos animales espléndidos en su mejor momento y aptos
para cualquier cosa; sacaban las patas y mostraban sus pasos con gran esti-
lo, mientras salían al trote con la rienda suelta, mientras el mozo corría a su
lado. Pero en la parte de atrás había un buen número de pobres animales,
tristemente destrozados por el duro trabajo, con las rodillas dobladas y las
patas traseras balanceándose a cada paso; y había algunos caballos viejos de
aspecto muy abatido, con el labio inferior colgando y las orejas echadas ha-
cia atrás, como si no hubiera más placer en la vida ni esperanza; Había al-
gunos tan flacos que se les veían todas las costillas, y otros con viejas llagas
en el lomo y en las caderas; eran vistas tristes para un caballo, que no sabe
si puede llegar a estar en el mismo estado.
Hubo mucho regateo, carreras y golpes, y si un caballo puede decir lo
que piensa en la medida en que lo entiende, yo diría que en esa feria de ca-
ballos se dijeron más mentiras y se hicieron más trucos de los que un hom-
bre inteligente podría contar. Me pusieron con otros dos o tres caballos fuer-
tes y de aspecto útil, y mucha gente vino a mirarnos. Los caballeros siempre
se apartaban de mí cuando veían las rodillas rotas, aunque el hombre que
me tenía juró que sólo había sido un resbalón en el establo.
Lo primero era abrirme la boca, luego mirarme a los ojos, después pal-
parme toda la pierna, y darme un duro tacto de la piel y la carne, y luego
probar mis pasos. Era maravilloso la diferencia que había en la forma de
hacer estas cosas. Algunos lo hacían de forma brusca, como si uno fuera
sólo un trozo de madera; mientras que otros pasaban sus manos suavemente
por el cuerpo de uno, con una palmadita de vez en cuando, como diciendo
"con tu permiso". Por supuesto, juzgué a buena parte de los compradores
por sus modales hacia mí.
Hubo un hombre que pensé que, si me compraba, sería feliz. No era un
caballero, ni tampoco uno de los que se autodenominan ruidosos. Era más
bien un hombre pequeño, pero bien hecho y rápido en todos sus movimien-
tos. En un momento supe, por la forma en que me trató, que estaba acos-
tumbrado a los caballos; hablaba con suavidad, y sus ojos grises tenían una
mirada amable y alegre. Puede parecer extraño decirlo, pero es cierto de to-
dos modos, que el olor fresco y limpio que había en él me hizo sentirme
atraído por él; no un olor a cerveza vieja y tabaco, que yo odiaba, sino un
olor fresco como si hubiera salido de un pajar. Ofreció veintitrés libras por
mí, pero las rechazó y se marchó. Miré tras él, pero ya se había ido, y vino
un hombre de aspecto muy duro y de voz muy fuerte; temí mucho que me
cogiera, pero se marchó. Vinieron uno o dos más que no tenían intención de
hacer negocios. Entonces el hombre de la cara severa regresó de nuevo y
ofreció veintitrés libras. Se estaba llevando a cabo una negociación muy re-
ñida, pues mi vendedor empezó a pensar que no conseguiría todo lo que pe-
día y que debía bajar; pero justo en ese momento el hombre de los ojos gri-
ses regresó de nuevo. No pude evitar extender mi cabeza hacia él. Me acari-
ció la cara amablemente. "Bueno, viejo amigo", dijo, "creo que nos conven-
dría el uno al otro". "Daré veinticuatro por él".
"Diga veinticinco y lo tendrá".
"Veinticuatro diez", dijo mi amigo, en un tono muy decidido, "y ni un pe-
nique más: ¿sí o no?".
"Hecho", dijo el vendedor, "y puede estar seguro de que hay una calidad
extraordinaria en ese caballo, y si lo quiere para trabajar en un coche, es una
ganga".
El dinero se pagó en el acto, y mi nuevo amo tomó mi ronzal y me con-
dujo fuera de la feria a una posada, donde tenía preparada una silla de mon-
tar y una brida. Me dio una buena ración de avena, y se quedó mientras la
comía, hablando consigo mismo y conmigo. Media hora más tarde nos pusi-
mos en camino hacia Londres, a través de agradables callejuelas y caminos
rurales, hasta que llegamos a la gran vía londinense, por la que viajamos sin
descanso, hasta que en el crepúsculo llegamos a la gran ciudad. Las lámpa-
ras de gas estaban ya encendidas; había calles a la derecha, y calles a la iz-
quierda, y calles que se cruzaban unas con otras durante kilómetros y kiló-
metros. Pensé que nunca llegaríamos al final de ellas. Por fin, al pasar por
una, llegamos a una larga parada de coches, cuando mi jinete gritó con voz
alegre: "¡Buenas noches, gobernador!".
"¡Halloo!", gritó una voz, "¿tiene usted uno bueno?".
"Creo que sí", respondió mi dueño.
"Te deseo suerte con él".
"Gracias, gobernador", y siguió cabalgando. Pronto tomamos una de las
calles laterales, y a mitad de camino entramos en una calle muy estrecha,
con casas de aspecto bastante pobre a un lado, y lo que parecían ser coche-
ras y establos al otro.
Mi dueño se detuvo en una de las casas y silbó. La puerta se abrió de gol-
pe, y una mujer joven, seguida de una niña y un niño, salieron corriendo. Se
produjo un saludo muy animado cuando mi jinete se apeó. "Ahora, Harry,
hijo mío, abre la puerta, y mamá nos traerá el farol". Al minuto siguiente
estaban todos de pie a mi alrededor en el pequeño patio del establo.
"¿Es manso, padre?"
"Sí, Dolly, tan manso como tu propio gatito; ven a acariciarlo".
Al instante la manita me acarició todo el hombro sin miedo; ¡qué bien se
sentía!
"Deja que le traiga una papilla de salvado mientras lo frotas", dijo la
madre.
"Hazlo, Polly, es justo lo que quiere, y sé que tienes un hermoso puré pre-
parado para mí".
"Puré de salchichas y manzana", gritó el niño, lo que les hizo reír a todos.
Me condujeron a un confortable puesto con olor a limpio y mucha paja
seca, y después de una cena mayúscula, me acosté, pensando que iba a ser
feliz.
CAPÍTULO XXXIII: UN CABALLO DE TAXI
LONDINENSE.
Una mañana, cuando Jerry acababa de meterme en los ejes y estaba abro-
chando los tirantes, un caballero entró en el patio; "Su servidor, señor", dijo
Jerry.
"Buenos días, señor Barker", dijo el caballero. "Me gustaría hacer algu-
nos arreglos con usted para llevar a la señora Briggs regularmente a la igle-
sia el domingo por la mañana. Ahora vamos a la Iglesia Nueva, y eso está
bastante lejos de lo que ella puede caminar."
"Gracias, señor", dijo Jerry, "pero sólo he sacado una licencia de seis
días, y por lo tanto no podría llevar un pasaje en domingo, no sería legal".
"¡Oh!", dijo el otro, "no sabía que el suyo era un taxi de seis días; pero,
por supuesto, sería muy fácil modificar su licencia. Yo me encargaría de que
no perdieras con ello: el hecho es que la señora Briggs prefiere mucho que
la conduzcas tú".
"Estaría encantado de complacer a la señora, señor, pero una vez tuve una
licencia de siete días, y el trabajo era demasiado duro para mí, y demasiado
duro para mis caballos. Año tras año, sin un día de descanso, y nunca un
domingo con mi mujer y mis hijos, y sin poder ir a un lugar de culto, lo que
siempre había estado acostumbrado a hacer antes de coger la cabina de con-
ductor; así que durante los últimos cinco años sólo he cogido un permiso de
seis días, y lo encuentro mejor en todos los sentidos."
"Bueno, por supuesto", replicó el señor Briggs, "es muy apropiado que
toda persona tenga descanso, y pueda ir a la iglesia los domingos, pero ha-
bría pensado que no te importaría una distancia tan corta para el caballo, y
sólo una vez al día: tendrías toda la tarde y la noche para ti, y somos muy
buenos clientes, ya sabes."
"Sí, señor, eso es cierto, y estoy agradecido por todos los favores, estoy
seguro, y cualquier cosa que pudiera hacer para complacerle a usted, o a la
señora, estaría orgulloso y feliz de hacerlo; pero no puedo renunciar a mis
domingos, señor, de hecho no puedo. He leído que Dios hizo al hombre, a
los caballos y a todas las demás bestias, y que, en cuanto los hizo, estable-
ció un día de descanso, y ordenó que todos descansaran un día de cada sie-
te; y creo, señor, que debió de saber lo que era bueno para ellos, y estoy se-
guro de que es bueno para mí; estoy más fuerte y más sano en general, aho-
ra que tengo un día de descanso; los caballos también están frescos, y no se
desgastan tan rápido. Todos los conductores de seis días me dicen lo mismo,
y he acumulado más dinero en la Caja de Ahorros que nunca antes; y en
cuanto a la esposa y los hijos, señor, ¡vaya por Dios! no volverían a los siete
días ni por asomo."
"Oh, muy bien", dijo el caballero. "No se moleste más, señor Barker, voy
a averiguar en otro lugar"; y se alejó.
"Bueno", me dijo Jerry, "no podemos evitarlo, Jack, viejo amigo, debe-
mos tener nuestros domingos".
"¡Polly!" gritó, "¡Polly! ven aquí". Ella estaba allí en un minuto.
"¿De qué se trata, Jerry?"
"Bueno, querida, el Sr. Briggs quiere que lleve a la Sra. Briggs a la igle-
sia todos los domingos por la mañana. Yo digo que sólo tengo una licencia
de seis días. El dice que consiga una licencia de siete días, y haré que valga
la pena; y sabes, Polly, que son muy buenos clientes para nosotros. La seño-
ra B... a menudo sale de compras durante horas, o a hacer llamadas, y luego
paga de forma justa y honorable como una dama; no hay que dar palos, ni
convertir tres horas en dos horas y media como hacen algunas personas; y
es un trabajo fácil para los caballos, no como el de ir corriendo a coger tre-
nes para gente que siempre llega un cuarto de hora tarde; y si no la com-
plazco en este asunto, es muy probable que los perdamos del todo. ¿Qué di-
ces, mujercita?"
"Digo, Jerry", dice ella, hablando muy despacio, "digo que si la señora
Briggs te diera un soberano cada domingo por la mañana, no volvería a te-
nerte como taxista de siete días. Hemos sabido lo que era no tener domin-
gos; y ahora sabemos lo que es llamarlos nuestros. Gracias a Dios, ganas lo
suficiente para mantenernos, aunque a veces es un trabajo duro para pagar
toda la avena y el heno, la licencia y el alquiler; pero Harry pronto ganará
algo, y preferiría luchar más duramente que lo que hacemos, que volver a
esos horribles tiempos, cuando apenas tenías un minuto para mirar a tus
propios hijos, y nunca podíamos ir a un lugar de culto juntos, o tener un día
feliz y tranquilo. Dios no permita que volvamos a esos tiempos: eso es lo
que digo, Jerry".
"Y eso es justamente lo que le dije al señor Briggs, querida", dijo Jerry,
"y lo que pienso mantener; así que no te vayas a preocupar, Polly, (pues ha-
bía empezado a llorar,) no volvería a los viejos tiempos ni aunque ganara el
doble, así que está decidido, mujercita. Ahora anímate, y yo me iré al
puesto".
Habían pasado tres semanas después de esta conversación, y no había lle-
gado ninguna orden de la señora Briggs; así que no había más que tomar
trabajos del puesto. Jerry se lo tomó muy a pecho, pues desde luego el tra-
bajo era más duro para el caballo y el hombre; pero Polly siempre le anima-
ba y le decía:
"No importa, padre, no importa,
Hazlo lo mejor que puedas,
y deja el resto,
Todo saldrá bien
Algún día o noche".
Pronto se supo que Jerry había perdido a su mejor cliente, y por qué ra-
zón; la mayoría de los hombres dijeron que era un tonto, pero dos o tres se
pusieron de su parte.
"Si los trabajadores no cumplen con su domingo", dijo Truman, "pronto
no les quedará ninguno; es el derecho de todo hombre y de toda bestia. Por
la ley de Dios tenemos un día de descanso, y por la ley de Inglaterra tene-
mos un día de descanso; y yo digo que debemos aferrarnos a los derechos
que estas leyes nos dan, y mantenerlos para nuestros hijos."
"Está muy bien que ustedes, los religiosos, hablen así", dijo Larry, "pero
yo daré un chelín cuando pueda. No creo en la religión, pues no veo que
vuestros religiosos sean mejores que los demás."
"Si no son mejores", añadió Jerry, "es porque no son religiosos. Es lo
mismo que decir que las leyes de nuestro país no son buenas, porque algu-
nas personas las infringen. Si un hombre se deja llevar por su temperamen-
to, y habla mal de su vecino, y no paga sus deudas, no es religioso; no me
importa cuánto vaya a la iglesia. Si algunos hombres son unos farsantes y
unos patanes, eso no hace que la religión sea falsa. La verdadera religión es
lo mejor, y lo más verdadero del mundo; y lo único que puede hacer a un
hombre realmente feliz, o mejorar el mundo."
"Si la religión sirviera para algo", dijo Jones, "evitaría que sus religiosos
nos hicieran trabajar los domingos, como ya sabe que hacen muchos de
ellos, y por eso digo que la religión no es más que una farsa; porque si no
fuera por los que van a la iglesia y a la capilla, apenas valdría la pena que
saliéramos los domingos; pero ellos tienen sus privilegios, como ellos los
llaman, y yo voy sin ellos. Espero que respondan por mi alma, si no puedo
tener la oportunidad de salvarla".
Varios de los hombres aplaudieron esto, hasta que Jerry dijo,
"Eso puede sonar muy bien, pero no servirá: cada hombre debe velar por
su propia alma; no puedes ponerla en la puerta de otro hombre como un ex-
pósito, y esperar que él se ocupe de ella; y no ves que si siempre estás sen-
tado en tu caja esperando un pasaje, dirán: 'Si no lo llevamos, otro lo hará, y
no busca ningún domingo'. Por supuesto que no van al fondo de la cuestión,
o verían que si nunca vinieran a por un taxi, no serviría de nada que estuvie-
ras ahí parado; pero a la gente no siempre le gusta ir al fondo de las cosas;
puede que no sea conveniente hacerlo; pero si los domingueros os pusierais
todos en huelga por un día de descanso, el asunto estaría resuelto."
"¿Y qué haría toda la gente buena si no pudiera acudir a sus predicadores
favoritos?", dijo Larry.
"No me corresponde a mí establecer planes para otras personas", dijo Je-
rry, "pero si no pueden caminar tan lejos, pueden ir a lo que está más cerca;
y si lloviera pueden ponerse sus gabardinas como lo hacen en un día de se-
mana. Si una cosa está bien, se puede hacer, y si está mal, se puede hacer
sin ella; y un buen hombre encontrará un camino; y eso es tan cierto para
nosotros, los taxistas, como para los que van a la iglesia."
CAPÍTULO XXXVII: LA REGLA DE ORO.
El invierno llegó pronto, con mucho frío y humedad. Hubo nieve, agua-
nieve o lluvia, casi todos los días durante semanas, cambiando sólo por
fuertes vientos de arrastre, o heladas agudas. Los caballos lo sintieron mu-
cho. Cuando el frío es seco, un par de buenas y gruesas mantas mantienen
el calor; pero cuando llueve a cántaros, pronto se mojan y no sirven. Algu-
nos de los conductores tenían una cubierta impermeable para cubrirse, lo
cual era una buena cosa; pero algunos de los hombres eran tan pobres que
no podían protegerse ni a sí mismos ni a sus caballos, y muchos de ellos su-
frieron mucho ese invierno. Cuando los caballos habían trabajado la mitad
del día, nos íbamos a nuestros establos secos y podíamos descansar, mien-
tras que ellos tenían que sentarse en sus boxes, y a veces se quedaban fuera
hasta la una o las dos de la mañana, si tenían que esperar a un grupo. Cuan-
do las calles estaban resbaladizas por la escarcha o la nieve, eso era lo peor
para nosotros, los caballos; una milla de este tipo de viaje, con un peso que
arrastrar, y sin un suelo firme, nos exigiría más que cuatro en una buena ca-
rretera; cada nervio y músculo de nuestro cuerpo está en tensión para man-
tener el equilibrio; y además, el miedo a caer es más agotador que cualquier
otra cosa. Si los caminos son muy malos, nuestras herraduras están desgas-
tadas, pero eso nos pone nerviosos al principio.
Cuando el tiempo era muy malo, muchos de los hombres iban y se senta-
ban en la taberna cercana, y hacían que alguien vigilara por ellos; pero a
menudo perdían un viaje de esa manera, y no podían, como decía Jerry, es-
tar allí sin gastar dinero. Nunca iba al "Rising Sun"; había una cafetería cer-
ca, a la que iba de vez en cuando, o compraba a un anciano que venía a
nuestro puesto con latas de café caliente y pasteles. En su opinión, los lico-
res y la cerveza hacían que un hombre se enfriara después, y que la ropa
seca, la buena comida, la alegría y una esposa cómoda en casa eran las me-
jores cosas para mantener caliente a un taxista. Polly siempre le proporcio-
naba algo de comer cuando no podía llegar a casa, y a veces veía a la pe-
queña Dolly asomarse desde la esquina de la calle, para asegurarse de que
"papá" estaba en el puesto. Si lo veía, salía corriendo a toda velocidad y
pronto volvía con algo en una lata o en una cesta, una sopa caliente o un pu-
dín que Polly tenía preparado. Era maravilloso cómo una cosa tan pequeña
podía cruzar con seguridad la calle, a menudo atestada de caballos y carrua-
jes; pero era una criada valiente, y consideraba un gran honor llevar "el pri-
mer plato de papá", como solía llamarlo. Era una de las favoritas en el pues-
to, y no había hombre que no la hubiera visto cruzar la calle con seguridad,
si Jerry no hubiera sido capaz de hacerlo.
Un día frío y ventoso, Dolly le había traído a Jerry un cuenco de algo ca-
liente, y estaba junto a él mientras lo comía. Apenas había comenzado,
cuando un caballero, que caminaba hacia nosotros muy rápido, levantó su
paraguas. Jerry se tocó el sombrero, le dio la palangana a Dolly y se estaba
quitando el paño, cuando el caballero, acercándose a toda prisa, gritó: "No,
no, termine su sopa, amigo mío; no tengo mucho tiempo que perder, pero
puedo esperar hasta que haya terminado y ponga a su niña a salvo en la ace-
ra". Y diciendo esto, se sentó en el taxi. Jerry le dio las gracias amablemen-
te, y volvió hacia Dolly.
"Ahí, Dolly, eso es un caballero; eso es un verdadero caballero, Dolly,
tiene tiempo y piensa en la comodidad de un pobre taxista y una niña".
Jerry terminó su sopa, puso a la niña al otro lado, y luego tomó sus órde-
nes para conducir a "Clapham Rise". Varias veces después de eso, el mismo
caballero tomó nuestro taxi. Creo que le gustaban mucho los perros y los
caballos, porque cada vez que le llevábamos a la puerta de su casa, dos o
tres perros salían saltando a su encuentro. A veces se acercaba y me daba
una palmadita, diciendo a su manera tranquila y agradable: "Este caballo
tiene un buen amo, y se lo merece". Era muy raro que alguien se fijara en el
caballo que había estado trabajando para él. He sabido que las damas lo ha-
cen de vez en cuando, y este caballero, y uno o dos más, me han dado una
palmadita y una palabra amable; pero noventa y nueve de cada cien, pensa-
rían igualmente en dar una palmadita a la máquina de vapor que tiraba del
tren.
Este caballero no era joven, y tenía los hombros encorvados hacia delan-
te, como si siempre estuviese haciendo algo. Sus labios eran finos y cerra-
dos, aunque tenían una sonrisa muy agradable; su mirada era aguda, y había
algo en su mandíbula y en el movimiento de su cabeza, que hacía pensar
que estaba muy decidido en cualquier cosa que se propusiera. Su voz era
agradable y amable; cualquier caballo confiaría en esa voz, aunque era tan
decidida como todo lo demás en él.
Un día, él y otro caballero tomaron nuestro taxi; pararon en una tienda de
la calle R---, y mientras su amigo entraba, él se quedó en la puerta. Un poco
más adelante, al otro lado de la calle, un carro con dos caballos muy finos
estaba parado delante de unas bóvedas de vino; el carretero no estaba con
ellos, y no puedo decir cuánto tiempo llevaban parados, pero parecieron
pensar que ya habían esperado bastante, y se pusieron en marcha. Antes de
que dieran muchos pasos, el carretero salió corriendo y los atrapó. Parecía
furioso por el hecho de que se hubieran movido, y con el látigo y la rienda
los castigó brutalmente, incluso golpeándolos en la cabeza. Nuestro caballe-
ro lo vio todo, y cruzando rápidamente la calle, dijo con voz decidida: "Si
no dejan de hacer eso directamente, haré que los denuncien por abandonar
sus caballos y por conducta brutal".
El hombre, que evidentemente había bebido, soltó algunos improperios,
pero dejó de golpear a los caballos y, tomando las riendas, se subió a su ca-
rro; mientras tanto, nuestro amigo había sacado tranquilamente un cuaderno
de su bolsillo y, mirando el nombre y la dirección pintados en el carro,
anotó algo.
"¿Para qué quieres eso?", gruñó el carretero, mientras hacía sonar su láti-
go y se ponía en marcha; una inclinación de cabeza y una sombría sonrisa
fue la única respuesta que obtuvo.
Al volver a la cabina, nuestro amigo se reunió con su compañero, quien
dijo riendo: "Debería haber pensado, Wright, que tenías suficientes asuntos
propios de los que ocuparte, sin preocuparte por los caballos y los sirvientes
de otras personas".
Nuestro amigo se quedó quieto un momento, y echando la cabeza un
poco hacia atrás, "¿Sabes por qué este mundo está tan mal como está?"
"No", dijo el otro.
"Entonces te lo diré: es porque la gente sólo piensa en sus propios asun-
tos, y no se molesta en defender a los oprimidos, ni en sacar a la luz al que
hace el mal. Nunca veo una maldad como ésta sin hacer lo que puedo, y
más de un amo me ha dado las gracias por haberle hecho saber cómo se han
utilizado sus caballos."
"Ojalá hubiera más caballeros como usted, señor", dijo Jerry, "porque se
necesitan bastante en esta ciudad".
Después de esto continuamos nuestro viaje, y mientras bajaban del taxi,
nuestro amigo decía: "Mi doctrina es ésta, que si vemos crueldad o maldad
que tenemos el poder de detener, y no hacemos nada, nos hacemos partíci-
pes de la culpa."
CAPÍTULO XXXIX: SEEDY SAM.
Debo decir que, para ser un caballo de taxi, yo estaba muy bien; mi con-
ductor era mi dueño, y le interesaba tratarme bien y no hacerme trabajar en
exceso, aunque no fuera un hombre tan bueno como él; pero había muchos
caballos que pertenecían a los grandes propietarios de taxis, que los alquila-
ban a sus conductores por tanto dinero al día. Como los caballos no pertene-
cían a estos hombres, lo único en lo que pensaban era en cómo sacarles el
dinero, primero para pagar al dueño y luego para proveerse de su propio
sustento, y algunos de estos caballos lo pasaban fatal. Por supuesto, yo no
entendía mucho, pero a menudo se hablaba de ello en el estrado, y el Go-
bernador, que era un hombre de buen corazón y aficionado a los caballos, a
veces hablaba si alguno llegaba muy cansado o maltratado.
Un día, un cochero de aspecto miserable, que se llamaba "Seedy Sam",
trajo su caballo con un aspecto terriblemente agotado, y el Gobernador dijo:
"Usted y su caballo parecen más aptos para la comisaría que para este
puesto".
El hombre arrojó su andrajosa alfombra sobre el caballo, se volvió de
lleno hacia el Gobernador y dijo, con una voz que sonaba casi desesperada:
"Si la policía tiene algún asunto que tratar, debería ser con los amos que nos
cobran tanto, o con las tarifas que se fijan tan bajas. Si un hombre tiene que
pagar dieciocho chelines al día por el uso de un taxi y dos caballos, como
muchos de nosotros tenemos que hacer en la temporada, y debemos com-
pensar eso antes de ganar un centavo para nosotros mismos, digo que es
más que un trabajo duro; nueve chelines al día para sacar de cada caballo,
antes de empezar a ganarse la vida; usted sabe que eso es cierto, y si los ca-
ballos no trabajan debemos morir de hambre, y yo y mis hijos hemos sabido
lo que es eso antes de ahora. Tengo seis y sólo uno gana algo; estoy en el
puesto catorce o dieciséis horas al día, y no he tenido un domingo en estas
diez o doce semanas; ya sabes que Skinner nunca da un día si puede evitar-
lo, y si yo no trabajo duro, ¡dime quién lo hace! Quiero un abrigo y un im-
permeable, pero con tantos que alimentar, ¿cómo puede un hombre conse-
guirlo? Hace una semana tuve que empeñar mi reloj para pagar a Skinner, y
nunca más lo veré".
Algunos de los otros conductores se pararon alrededor asintiendo con la
cabeza, y diciendo que tenía razón; el hombre continuó...
"Los que tienen sus propios caballos y taxis, o conducen para buenos pa-
trones, tienen la oportunidad de salir adelante y de hacerlo bien; yo no. No
podemos cobrar más de seis peniques por milla después de la primera, en
un radio de cuatro millas. Esta misma mañana he tenido que recorrer seis
millas y sólo he cobrado tres chelines. No pude conseguir un viaje de ida y
vuelta, y tuve que regresar; son doce millas para el caballo y tres chelines
para mí. Después tuve que hacer un viaje de tres millas, y había bolsas y ca-
jas suficientes como para haber traído un buen número de dos peniques si se
hubieran puesto fuera; pero ya sabes cómo hace la gente; todo lo que podía
apilarse dentro, en el asiento delantero, se puso dentro, y tres cajas pesadas
iban encima, eso eran seis peniques, y la tarifa uno y seis peniques; luego
recibí una vuelta de un chelín; ahora eso hace dieciocho millas para el caba-
llo y seis chelines para mí; hay tres chelines todavía para que ese caballo
gane, y nueve chelines para el caballo de la tarde antes de que toque un cen-
tavo. Por supuesto que no siempre es tan malo como eso, pero usted sabe
que a menudo lo es, y yo digo que es una burla decirle a un hombre que no
debe hacer trabajar en exceso a su caballo, porque cuando una bestia está
realmente cansada, no hay nada más que el látigo que mantendrá sus patas
cansadas; usted no puede ayudarse a sí mismo; debe poner a su esposa e hi-
jos antes que al caballo, los amos deben mirar eso, nosotros no podemos.
Yo no maltrato a mi caballo porque sí, ninguno de ustedes puede decir que
lo hago; hay lazos equivocados en alguna parte, nunca un día de descanso,
nunca una hora tranquila con la esposa y los hijos. A menudo me siento
como un anciano aunque sólo tengo cuarenta y cinco años. Ya sabes lo rápi-
do que sospechan de nosotros algunos de los señores que nos engañan y nos
cobran de más; por qué, se quedan con el monedero en la mano, contando
hasta un céntimo, y nos miran como si fuéramos carteristas. Me gustaría
que algunos de ellos se sentaran en mi cabina dieciséis horas al día, y se ga-
naran la vida con ello, y dieciocho chelines más, y eso en cualquier tiempo;
no tendrían la rara particularidad de no darnos nunca ni seis peniques de
más, o de meter todo el equipaje dentro. Por supuesto, algunos de ellos nos
dan una buena propina de vez en cuando, pues de lo contrario no podríamos
vivir, pero no se puede depender de eso".
Los hombres que estaban alrededor, aprobaron mucho este discurso, y
uno de ellos dijo:
"Es desesperantemente duro, y si un hombre hace a veces lo que está
mal, no es de extrañar, y si se pasa de la raya, ¿quién lo va a hacer estallar?"
Jerry no había tomado parte en esta conversación, pero nunca había visto
su cara tan triste. El Gobernador había permanecido con las dos manos en
los bolsillos; ahora sacó su pañuelo del sombrero y se secó la frente.
"Me has vencido, Sam", dijo, "porque todo es verdad, y no te echaré más
en cara lo de la policía; fue la mirada de ese caballo la que me invadió. Son
líneas duras para el hombre, y son líneas duras para la bestia, y no sé quién
va a repararlas; pero de cualquier manera puedes decirle a la pobre bestia
que lamentas habérsela sacado de esa manera. A veces una palabra amable
es todo lo que podemos darles, pobres bestias, y es maravilloso lo que
entienden".
Pocas mañanas después de esta charla, un nuevo hombre entró en el
puesto con el taxi de Sam.
"¡Halloo!" dijo uno, "¿qué pasa con Seedy Sam?"
"Está enfermo en la cama", dijo el hombre, "le cogieron anoche en el pa-
tio y apenas pudo arrastrarse a casa. Su mujer envió esta mañana a un mu-
chacho para decirle que su padre tenía mucha fiebre y no podía salir; así que
yo estoy aquí en su lugar."
A la mañana siguiente volvió a venir el mismo hombre.
"¿Cómo está Sam?" preguntó el Gobernador, "Se ha ido", dijo el hombre.
"¿Qué? ¿Se ha ido? ¿No querrá decir que está muerto?"
"Acaba de apagarse", dijo el otro; "murió a las cuatro de la mañana; todo
el día de ayer estuvo desvariando sobre Skinner, y no teniendo domingos.
'Nunca tuve un domingo de descanso', fueron sus últimas palabras".
Nadie habló durante un rato, y entonces el Gobernador dijo: "Os digo
que, compañeros, esto es una advertencia para nosotros".
CAPÍTULO XL: LA POBRE GINGER.
Al entrar en el patio una tarde, Polly salió: "¡Jerry! He tenido aquí al se-
ñor B--- preguntando por tu voto, y quiere alquilar tu taxi para las eleccio-
nes: llamará para pedir una respuesta".
"Bueno, Polly, puedes decir que mi taxi estará ocupado de otra manera;
no me gustaría tenerlo lleno de sus grandes facturas, y en cuanto a hacer
que Jack y el Capitán recorran las casas públicas para traer a los votantes
medio borrachos, por qué, creo que sería un insulto para los caballos. No,
no lo haré".
"¿Supongo que votará por el caballero? Dijo que era de su política".
"Así es en algunas cosas, pero no votaré por él, Polly; ¿sabes cuál es su
oficio?"
"Sí".
"Bueno, un hombre que se enriquece con ese oficio, puede estar muy bien
en algunos aspectos, pero es ciego en cuanto a lo que quieren los trabajado-
res: No podría en mi conciencia enviarlo a hacer las leyes. Me atrevo a de-
cir que se enfadarán, pero cada hombre debe hacer lo que cree que es lo me-
jor para su país".
La mañana anterior a las elecciones, Jerry me estaba metiendo en los
ejes, cuando Dolly entró en el patio sollozando y llorando, con su pequeño
vestido azul y su pichi blanco salpicados de barro.
"¿Por qué, Dolly, qué pasa?"
"Esos chicos traviesos", sollozó, "me han tirado la tierra por encima y me
han llamado pequeña su- su-"
"La han llamado pequeña sucia, padre", dijo Harry, que entró corriendo,
con aspecto muy enfadado; "pero se lo he dado, no volverán a insultar a mi
hermana. Les he dado una paliza que recordarán; ¡un conjunto de cobardes,
bribones y pillos!"
Jerry besó a la niña y le dijo: "Ve a ver a mamá, cariño, y dile que creo
que es mejor que te quedes en casa hoy y la ayudes".
Luego, volviéndose serio hacia Harry: "Hijo mío, espero que siempre de-
fiendas a tu hermana y que le des una buena paliza a cualquiera que la insul-
te, como debe ser; pero ten en cuenta que no voy a permitir que se hagan
elecciones en mi casa. Hay tantos matones azules como naranjas, y tantos
blancos como morados, o de cualquier otro color, y no permitiré que nadie
de mi familia se mezcle con ellos. Hasta las mujeres y los niños están dis-
puestos a pelearse por un color, y ni uno de cada diez sabe de qué se trata."
"Vaya, padre, yo creía que el azul era por la Libertad".
"Hijo mío, la libertad no viene de los colores, sólo muestran el partido, y
toda la libertad que puedes obtener de ellos es, libertad para emborracharte
a expensas de otras personas, libertad para ir a la votación en un viejo y su-
cio taxi, libertad para abusar de cualquiera que no lleve tu color, y para gri-
tar hasta quedar ronco por lo que sólo entiendes a medias: ¡esa es tu
libertad!"
"Oh, padre, te estás riendo".
"No, Harry, hablo en serio, y me avergüenza ver cómo siguen los hom-
bres que deberían saber más. Una elección es una cosa muy seria; al menos
debería serlo, y cada hombre debería votar según su conciencia, y dejar que
su vecino haga lo mismo."
CAPÍTULO XLIII: UN AMIGO EN APUROS.
Por fin llegó el día de las elecciones; no faltó trabajo para Jerry y para mí.
Primero vino un caballero corpulento con una bolsa de moqueta; quería ir a
la estación de Bishopsgate; luego nos llamó un grupo que deseaba que le
lleváramos al Regent's Park; y a continuación se nos requirió en una calle
lateral donde una tímida y ansiosa anciana esperaba que la llevaran al Ban-
co: Allí tuvimos que detenernos para llevarla de nuevo, y justo cuando la
habíamos dejado, un caballero con la cara roja y un puñado de papeles, se
acercó corriendo y sin aliento, y antes de que Jerry pudiera bajar, abrió la
puerta, se metió dentro y gritó "¡Policía de Bow Street, rápido! "Así que nos
fuimos con él, y cuando, después de una o dos vueltas, volvimos, no había
ningún otro taxi en la parada. Jerry me puso la bolsa de la cabeza, porque,
como dijo, "Debemos comer cuando podemos en días como estos; así que
mastica, Jack, y aprovecha el tiempo, viejo amigo".
Descubrí que tenía una buena ración de avena triturada humedecida con
un poco de salvado; esto sería una delicia cualquier día, pero muy refres-
cante en ese momento. Jerry era tan considerado y amable; ¿qué caballo no
haría lo mejor por un amo así? Luego sacó uno de los pasteles de carne de
Polly y, de pie cerca de mí, comenzó a comerlo. Las calles estaban muy lle-
nas, y los taxis con los colores de los candidatos corrían entre la multitud
como si la vida y la integridad física no tuvieran importancia; aquel día vi-
mos a dos personas atropelladas, y una de ellas era una mujer. Los caballos
lo pasaban mal, ¡pobrecitos! pero los votantes de dentro no pensaban en
eso, muchos de ellos estaban medio borrachos, gritando por las ventanillas
de los taxis si pasaba su propio partido. Era la primera elección que veía, y
no quiero estar en otra, aunque he oído que las cosas están mejor ahora.
Jerry y yo no habíamos comido muchos bocados, antes de que una pobre
mujer joven, cargando un pesado niño, viniera por la calle. Miraba a un lado
y a otro, y parecía bastante desconcertada. Al cabo de un rato se acercó a
Jerry y le preguntó si podía indicarle el camino hacia el Hospital de St. Tho-
mas y cómo de lejos quedaba. Había venido del campo aquella mañana,
dijo, en un carro de mercado; no sabía nada de las elecciones, y era toda una
desconocida en Londres. Había recibido un aviso para el hospital para su
hijo pequeño. El niño lloraba con un débil llanto. "Pobrecito", dijo ella, "su-
fre mucho dolor, tiene cuatro años y no puede caminar más que un bebé;
pero el doctor dijo que si lo llevaba al hospital, se pondría bien; por favor,
señor, ¿a qué distancia está? y ¿en qué dirección está?
"Vaya, señorita", dijo Jerry, "no se puede llegar caminando entre la multi-
tud así; son tres millas de distancia, y ese niño es pesado".
"Sí, bendito sea, lo es, pero soy fuerte, gracias a Dios, y si supiera el ca-
mino, creo que podría llegar de alguna manera: por favor, dígame el
camino".
"No puedes hacerlo", dijo Jerry, "podrías ser derribada y el niño ser atro-
pellado. Ahora, mire, suba a este taxi y la llevaré sana y salva al Hospital:
¿no ve que está lloviendo?"
"No señor, no, no puedo hacer eso, gracias, sólo tengo el dinero justo
para volver: por favor, dígame el camino".
"Mire usted, señorita", dijo Jerry, "tengo una esposa y queridos hijos en
casa, y conozco los sentimientos de un padre: ahora súbase a ese taxi, y la
llevaré allí gratuitamente; me avergonzaría de dejar que una mujer y un
niño enfermo corran un riesgo como ese".
"¡Dios le bendiga!", dijo la mujer, y rompió a llorar.
"Ya, ya, anímate, querida, pronto te llevaré allí; ven, deja que te meta
dentro".
Cuando Jerry fue a abrir la puerta, dos hombres con colores en sus som-
breros y ojales, se acercaron corriendo, gritando: "¡Taxi!"
"¡Contratado!", gritó Jerry; pero uno de los hombres, empujando a la mu-
jer, se metió en el taxi, seguido por el otro. Jerry parecía tan severo como un
policía: "Este taxi ya está ocupado, señores, por esa señora".
"¡Señora!" dijo uno de ellos; "¡oh! ella puede esperar: nuestro negocio es
muy importante, además estábamos en primer lugar, es nuestro derecho, y
nos quedaremos dentro".
Una sonrisa cómica se dibujó en el rostro de Jerry cuando cerró la puerta
sobre ellos. "Muy bien, caballeros, rogad que os quedéis dentro el tiempo
que os convenga: Yo puedo esperar mientras ustedes descansan"; y dándo-
les la espalda, se acercó a la joven, que estaba de pie cerca de mí. "Pronto se
irán", dijo, riendo, "no te preocupes, querida".
Y pronto se fueron, pues cuando comprendieron el ardid de Jerry, se ba-
jaron, llamándole toda clase de malos nombres, y fanfarroneando sobre su
número, y consiguiendo una citación. Después de esta pequeña parada,
pronto nos pusimos en camino hacia el Hospital, yendo en lo posible por
calles secundarias. Jerry tocó la gran campana y ayudó a la joven a salir.
"Mil gracias", dijo ella; "nunca podría haber llegado aquí sola".
"Eres amablemente bienvenida, y espero que la querida niña se mejore
pronto".
La vio entrar por la puerta, y con suavidad se dijo a sí mismo: "En la me-
dida en que lo habéis hecho con uno de los más pequeños", y luego me dio
una palmadita en el cuello, que era siempre su manera de actuar cuando
algo le agradaba.
La lluvia caía ahora con rapidez, y justo cuando salíamos del Hospital, la
puerta se abrió de nuevo, y el portero gritó: "¡Taxi!". Nos detuvimos, y una
señora bajó los escalones. Jerry pareció conocerla enseguida; se echó el
velo hacia atrás y dijo: "¡Barker! Jeremiah Barker, ¿es usted? Me alegro
mucho de encontrarle aquí; es usted justo el amigo que necesito, pues hoy
es muy difícil conseguir un taxi en esta parte de Londres."
"Estaré orgulloso de servirle, señora, me alegro mucho de estar aquí; ¿a
dónde puedo llevarla, señora?"
"A la estación de Paddington, y luego si llegamos a tiempo, como creo
que será, me contará todo sobre Mary y los niños".
Llegamos a la estación a tiempo, y estando a cubierto, la señora se quedó
un buen rato hablando con Jerry. Descubrí que había sido la amante de Po-
lly, y después de muchas preguntas sobre ella, dijo: "¿Cómo te sienta el tra-
bajo en el taxi en invierno? Sé que Mary estaba bastante preocupada por ti
el año pasado".
"Sí, señora, lo estaba; tuve una tos muy fuerte que me acompañó hasta el
tiempo cálido, y cuando me quedo fuera hasta tarde, ella se preocupa mu-
cho. Verá, señora, son todas las horas y todos los climas, y eso pone a prue-
ba la constitución de un hombre; pero me las arreglo bastante bien, y me
sentiría bastante perdido si no tuviera caballos que cuidar. Fui educado para
ello, y me temo que no me iría tan bien en otra cosa".
"Bueno, Barker", dijo ella, "sería una gran pena que arriesgara seriamente
su salud en este trabajo, no sólo por su propio bien, sino por el de Mary y el
de los niños: hay muchos lugares donde se necesitan buenos conductores o
buenos mozos de cuadra; y si alguna vez piensa que debe dejar este trabajo
de taxista, hágamelo saber". Luego, enviando algunos mensajes amables a
Mary, le puso algo en la mano, diciendo: "Hay cinco chelines para cada uno
de los dos niños; Mary sabrá cómo gastarlos". Jerry le dio las gracias y pa-
reció muy satisfecho, y saliendo de la estación, llegamos por fin a casa, y
yo, al menos, estaba cansado.
CAPÍTULO XLIV: EL VIEJO CAPITÁN Y SU
SUCESOR.
La Navidad y el Año Nuevo son épocas muy alegres para algunas perso-
nas; pero para los taxistas y los caballos de los taxistas, no es ninguna fiesta,
aunque sea una buena cosecha. Hay tantas fiestas, bailes y lugares de diver-
sión abiertos, que el trabajo es duro y a menudo tardío. A veces el conduc-
tor y el caballo tienen que esperar durante horas bajo la lluvia o la escarcha,
temblando de frío, mientras la gente alegre de dentro baila al ritmo de la
música. Me pregunto si las bellas damas piensan alguna vez en el cansado
taxista que espera en su cabina, y en su paciente bestia de pie, hasta que sus
piernas se agarrotan de frío.
Yo tenía ahora la mayor parte del trabajo de la tarde, ya que estaba bien
acostumbrado a estar de pie, y Jerry también tenía más miedo de que Hots-
pur cogiera frío. Tuvimos mucho trabajo nocturno en la semana de Navi-
dad, y la tos de Jerry era muy fuerte; pero por muy tarde que fuéramos, Po-
lly se levantaba por él, y salía con la linterna a su encuentro, con aspecto
angustiado y preocupado. La noche de Año Nuevo tuvimos que llevar a dos
caballeros a una casa en una de las plazas del West End; los dejamos a las
nueve y nos dijeron que volviéramos a las once. "Pero", dijo uno de ellos,
"como es una fiesta de cartas, puede que tengáis que esperar unos minutos,
pero no lleguéis tarde".
Cuando el reloj dio las once, estábamos en la puerta, pues Jerry era siem-
pre puntual. El reloj hizo sonar los cuartos: uno, dos, tres, y luego dio las
doce, pero la puerta no se abrió.
El viento había sido muy cambiante, con chubascos durante el día, pero
ahora caía un fuerte aguanieve que parecía llegar a todas partes; hacía mu-
cho frío y no había ningún refugio. Jerry se bajó de su cabina y se acercó y
me tapó un poco más el cuello con uno de mis paños; luego dio una o dos
vueltas hacia arriba y hacia abajo, zapateando; después empezó a golpear
los brazos, pero eso le hizo toser; así que abrió la puerta de la cabina y se
sentó en el fondo con los pies en el pavimento, y se resguardó un poco. El
reloj seguía dando las campanadas de los cuartos, y no venía nadie. A las
doce y media, llamó al timbre y preguntó al criado si lo iban a buscar esa
noche.
"¡Oh! sí, te van a buscar seguro", dijo el hombre, "no debes irte, pronto
se acabará", y de nuevo Jerry se sentó, pero su voz era tan ronca que apenas
podía oírle.
A la una y cuarto se abrió la puerta y salieron los dos caballeros; subieron
al taxi sin decir nada, y le dijeron a Jerry por dónde debía conducir, que
eran casi dos millas. Tenía las piernas entumecidas por el frío, y creí que
habría tropezado. Cuando los hombres se bajaron, no dijeron que lamenta-
ban habernos hecho esperar tanto tiempo, sino que estaban enfadados por el
cargo: sin embargo, como Jerry nunca cobró más de lo que le correspondía,
nunca aceptó menos, y tuvieron que pagar por las dos horas y cuarto de es-
pera; pero era un dinero duramente ganado para Jerry.
Por fin llegamos a casa; él apenas podía hablar, y su tos era espantosa.
Polly no hizo preguntas, sino que abrió la puerta y le sostuvo la linterna.
"¿No puedo hacer algo?", dijo.
"Sí, tráele a Jack algo caliente y luego hiérveme unas gachas"; esto lo
dijo en un ronco susurro, apenas podía respirar, pero me dio un masaje
como de costumbre, e incluso subió al pajar a por un manojo de paja extra
para mi cama. Polly me trajo un puré caliente que me hizo sentir cómodo, y
luego cerraron la puerta.
A la mañana siguiente ya era tarde antes de que viniera alguien, y enton-
ces sólo estaba Harry. Nos limpió y nos dio de comer, y barrió los establos;
luego volvió a colocar la paja como si fuera domingo. Estaba muy quieto y
no silbaba ni cantaba. Al mediodía vino de nuevo y nos dio la comida y el
agua; esta vez Dolly vino con él; estaba llorando, y pude deducir de lo que
dijeron, que Jerry estaba peligrosamente enfermo, y el médico dijo que era
un caso grave. Así pasaron dos días, y hubo grandes problemas en el hogar.
Sólo veíamos a Harry y a veces a Dolly. Creo que ella vino por la compa-
ñía, porque Polly estaba siempre con Jerry, y había que mantenerlo muy
tranquilo.
Al tercer día, mientras Harry estaba en el establo, llamaron a la puerta y
entró el gobernador Grant. "Yo no iría a la casa, muchacho", dijo, "pero
quiero saber cómo está tu padre".
"Está muy mal", dijo Harry, "no puede estar mucho peor; lo llaman
"bronquitis"; el médico cree que se irá de un modo u otro esta noche".
"Eso es malo, muy malo", dijo Grant, sacudiendo la cabeza; "conozco a
dos hombres que murieron de eso la semana pasada; se los lleva en poco
tiempo; pero mientras hay vida hay esperanza, así que debes mantener el
ánimo".
"Sí", dijo Harry rápidamente, "y el médico dijo que padre tenía más posi-
bilidades que la mayoría de los hombres, porque no bebía. Dijo ayer que la
fiebre era tan alta, que si padre hubiera sido un bebedor, lo habría quemado
como un trozo de papel; pero creo que piensa que lo superará; ¿no cree us-
ted que lo hará, señor Grant?"
El Gobernador parecía desconcertado: "Si existe alguna regla para que
los hombres buenos superen estas cosas, estoy seguro de que lo hará, mu-
chacho; es el mejor hombre que conozco. Iré a ver mañana temprano".
A la mañana siguiente, temprano, estaba allí. "¿Y bien?", dijo.
"Papá está mejor", dijo Harry, "mamá espera que se recupere".
"¡Gracias a Dios! "dijo el gobernador-, y ahora hay que abrigarlo, y man-
tener su mente tranquila, y eso me lleva a los caballos; verás, Jack estará
mejor durante el resto de una o dos semanas en un establo cálido, y puedes
llevarlo fácilmente a dar una vuelta por la calle para que estire las piernas;
pero este joven, si no consigue trabajo, pronto estará de los nervios, como
puedes ver, y será mucho para ti; y cuando salga, habrá un accidente."
"Así es ahora", dijo Harry, "lo he tenido; le faltó maíz, pero está tan lleno
de energía que no sé qué hacer con él".
"Así es", dijo Grant; "ahora mira, le dirás a tu madre que si está de acuer-
do, vendré por él todos los días hasta que se solucione algo, y lo llevaré a
trabajar un buen rato, y lo que gane, le llevaré a tu madre la mitad, y eso
ayudará con el alimento de los caballos. Tu padre está en un buen club, lo
sé, pero eso no mantendrá a los caballos, y estarán comiéndose la cabeza
todo este tiempo: Vendré al mediodía a ver qué dice", y sin esperar el agra-
decimiento de Harry, se fue.
A mediodía creo que fue a ver a Polly, porque él y Harry fueron juntos al
establo, enjaezaron a Hotspur y lo sacaron.
Durante una semana o más vino a buscar a Hotspur, y cuando Harry le
daba las gracias o le decía algo sobre su amabilidad, él se reía diciendo que
todo era buena suerte para él, ya que sus caballos necesitaban un poco de
descanso que no habrían tenido de otro modo.
Jerry mejoró constantemente, pero el médico le dijo que no debía volver
a trabajar en el taxi si quería ser un anciano. Los niños tuvieron muchas
consultas juntos sobre lo que harían padre y madre, y cómo podrían ayudar
a ganar dinero.
Una tarde trajeron a Hotspur muy mojado y sucio. "Las calles no son más
que aguanieve", dijo el Gobernador, "te dará un buen abrigo, hijo mío, para
que se limpie y se seque".
"Muy bien, Gobernador", dijo Harry, "no lo dejaré hasta que lo esté; ya
sabe que he sido entrenado por mi padre".
"Ojalá todos los chicos hubieran sido entrenados como tú", dijo el
Gobernador.
Mientras Harry limpiaba con una esponja el barro del cuerpo y las pier-
nas de Hotspur, entró Dolly, con cara de pocos amigos.
"¿Quién vive en Fairstowe, Harry? Mamá ha recibido una carta de Fairs-
towe; parecía muy contenta, y subió corriendo a ver a papá con ella".
"¿No lo sabes? Es el nombre de la casa de la Sra. Fowler, la antigua ama
de mamá, ya sabes, la señora que papá conoció el verano pasado y que nos
envió a ti y a mí cinco chelines a cada uno."
"¡Oh! La señora Fowler, por supuesto que lo sé todo sobre ella, me pre-
gunto por qué le escribe a madre".
"Mamá le escribió la semana pasada", dijo Harry; "sabes que le dijo a
papá que si alguna vez dejaba el trabajo de taxista, le gustaría saberlo. Me
pregunto qué dirá; ve a ver, Dolly".
Harry se puso a fregar a Hotspur con un ¡huish! huish! como cualquier
viejo mozo de cuadra.
Al cabo de unos minutos Dolly entró bailando en el establo. "La Sra.
Fowler dice que nos iremos a vivir cerca de ella; hay una casa de campo va-
cía que nos vendrá muy bien, con un jardín, un gallinero, manzanos y todo.
y su cochero se marchará en primavera, y entonces querrá a papá en su lu-
gar; y hay buenas familias en los alrededores, donde puedes conseguir un
puesto en el jardín, o en el establo, o como paje; y hay una buena escuela
para mí; y mamá se ríe y llora por turnos, ¡y papá parece tan feliz!"
"Eso es una alegría extraordinaria", dijo Harry, "y diría que es lo correc-
to; les vendrá bien a padre y a madre; pero no tengo intención de ser un paje
con ropas ajustadas y filas de botones. Seré mozo de cuadra o jardinero".
Rápidamente se acordó que tan pronto como Jerry estuviera lo suficiente-
mente bien, se trasladarían al campo, y que el taxi y los caballos se vende-
rían tan pronto como fuera posible. Esta fue una noticia pesada para mí,
pues ya no era joven y no podía esperar ninguna mejora en mi condición.
Desde que dejé Birtwick, nunca había sido tan feliz como con mi querido
amo Jerry; pero tres años de trabajo en el taxi, incluso en las mejores condi-
ciones, hacen mella en las fuerzas de uno, y yo sentía que no era el caballo
que había sido.
Grant dijo inmediatamente que se quedaría con Hotspur, y había hombres
en el puesto que me habrían comprado, pero Jerry dijo que no debería vol-
ver a trabajar en un taxi con cualquiera, y el Gobernador prometió encontrar
un lugar para mí donde estuviera cómodo.
Llegó el día de irse. A Jerry no se le había permitido salir todavía, y nun-
ca lo vi después de aquella noche de Año Nuevo. Polly y los niños vinieron
a despedirse de mí. "¡Pobre viejo Jack! ¡Querido viejo Jack! Ojalá pudiéra-
mos llevarte con nosotros", dijo, y luego, poniendo la mano en mi melena,
acercó su cara a mi cuello y me besó. Dolly lloraba y me besaba también.
Harry me acarició mucho, pero no dijo nada, sólo parecía muy triste, y así
me llevaron a mi nuevo lugar.
PARTE IV
Nunca olvidaré a mi nuevo amo, tenía los ojos negros y la nariz ganchu-
da, la boca tan llena de dientes como la de un perro de caza, y su voz era tan
áspera como el rechinar de las ruedas de un carro sobre las piedras de grava.
Se llamaba Nicholas Skinner, y creo que era el mismo hombre para el que
conducía el pobre Seedy Sam.
He oído decir a los hombres que ver es creer, pero yo diría que sentir es
creer, porque por mucho que hubiera visto antes, nunca había conocido has-
ta ahora la absoluta miseria de la vida de un caballo de taxi.
Skinner tenía un conjunto de taxis y un conjunto de conductores de baja
categoría; era duro con los hombres, y los hombres eran duros con los caba-
llos. En este lugar no teníamos descanso los domingos, y eso que era
verano.
A veces, los domingos por la mañana, un grupo de hombres veloces al-
quilaba el taxi para pasar el día; cuatro de ellos dentro y otro con el conduc-
tor, y yo tenía que llevarlos diez o quince millas por el campo, y de vuelta:
ninguno de ellos se bajaba a subir una colina, por muy empinada que fuera,
ni por el calor que hiciera, a menos que el conductor temiera que yo no pu-
diera hacerlo, y a veces estaba tan febril y agotado que apenas podía tocar
mi comida. Cómo añoraba el buen puré de salvado con nitrato que Jerry so-
lía darnos los sábados por la noche cuando hacía calor, que nos refrescaba y
nos hacía sentir tan cómodos; cuando teníamos dos noches y un día entero
para descansar sin interrupción, y el lunes por la mañana estábamos frescos
como caballos jóvenes de nuevo; pero aquí no había descanso, y mi conduc-
tor era tan duro como su amo. Tenía un látigo cruel con algo tan afilado en
la punta que a veces sacaba sangre, e incluso me azotaba por debajo del
vientre y me lanzaba el látigo a la cabeza. Indignidades como éstas me des-
trozaban el corazón, pero aun así hacía lo que podía y nunca me quedaba
atrás; porque, como decía la pobre Ginger, era inútil; los hombres son los
más fuertes.
Mi vida era ahora tan miserable que deseaba, como Ginger, caer muerto
en mi trabajo y salir de mi miseria; y un día mi deseo estuvo a punto de
cumplirse. Entré en el puesto a las ocho de la mañana, y había hecho una
buena parte del trabajo, cuando tuvimos que tomar un viaje al ferrocarril. Se
esperaba un tren largo, así que mi conductor se detuvo en la parte trasera de
algunas de las cabinas exteriores, para aprovechar la posibilidad de un pasa-
je de vuelta. Era un tren muy cargado, y como todos los taxis se ocuparon
pronto, el nuestro fue llamado. Había un grupo de cuatro personas: un hom-
bre ruidoso y prepotente con una dama, un niño y una niña, y una gran can-
tidad de equipaje. La señora y el niño subieron al taxi, y mientras el hombre
ordenaba el equipaje, la niña se acercó y me miró.
"Papá", dijo, "estoy segura de que este pobre caballo no puede llevarnos
a nosotros y a todo nuestro equipaje tan lejos, está muy débil y agotado;
míralo".
"¡Oh! está bien, señorita", dijo mi conductor, "es lo suficientemente
fuerte".
El mozo, que arrastraba algunas cajas pesadas, sugirió al caballero, ya
que había tanto equipaje, que tomara un segundo taxi.
"¿Su caballo puede hacerlo o no?", dijo el hombre con la boca abierta.
"¡Oh! puede hacerlo perfectamente, señor; suba las cajas, mozo: podría
llevar más que eso", y ayudó a subir una caja tan pesada, que pude sentir
cómo se hundían los muelles.
"Papá, papá, coge un segundo taxi", dijo la joven en tono suplicante; "es-
toy segura de que nos equivocamos, estoy segura de que es muy cruel".
"Tonterías, Grace, sube de una vez y no hagas todo este alboroto; sería
muy bonito que un hombre de negocios tuviera que examinar cada caballo
de taxi antes de contratarlo; el hombre conoce su propio negocio, por su-
puesto: ¡ahí, sube y cállate la lengua!" Mi amable amiga tuvo que obedecer;
y caja tras caja fue arrastrada y alojada en la parte superior del taxi, o aco-
modada al lado del conductor. Por fin todo estaba listo, y con su habitual
tirón de rienda y golpe de látigo, salió de la estación.
La carga era muy pesada, y yo no había comido ni descansado desde la
mañana; pero hice lo que pude, como siempre, a pesar de la crueldad y la
injusticia.
Avancé bastante hasta llegar a Ludgate Hill, pero allí, la pesada carga y
mi propio agotamiento fueron demasiado. Me esforzaba por seguir adelante,
animado por los constantes tirones de la rienda y el uso del látigo, cuando
en un solo momento, no puedo decir cómo, mis pies resbalaron debajo de
mí, y caí pesadamente al suelo de costado; lo repentino y la fuerza con la
que caí, parecieron sacarme todo el aliento. Me quedé perfectamente inmó-
vil; en realidad no tenía fuerzas para moverme, y pensé que iba a morir. Oí
una especie de confusión a mi alrededor, voces airadas y el descenso del
equipaje, pero todo era como un sueño. Me pareció oír aquella dulce y lasti-
mosa voz que decía: "¡Oh, ese pobre caballo! es todo culpa nuestra". Al-
guien vino y aflojó la correa de la garganta de mi brida, y deshizo los tiran-
tes que mantenían el collar tan apretado sobre mí. Alguien dijo: "Está muer-
to, no volverá a levantarse". Entonces pude oír a un policía dando órdenes,
pero ni siquiera abrí los ojos; sólo podía respirar entrecortadamente de vez
en cuando. Me echaron agua fría sobre la cabeza, me echaron un poco de
agua en la boca y me cubrieron con algo. No puedo decir cuánto tiempo
permanecí allí, pero me pareció que volvía a la vida, y un hombre de voz
amable me daba palmaditas y me animaba a levantarme. Después de haber-
me dado un poco más de cordialidad, y tras uno o dos intentos, me puse en
pie tambaleándome, y fui conducido suavemente a unos establos que esta-
ban cerca. Allí me metieron en un establo bien iluminado y me trajeron
unas gachas calientes que bebí con agradecimiento.
Por la noche me recuperé lo suficiente como para que me llevaran de
nuevo a los establos de Skinner, donde creo que hicieron lo mejor que pu-
dieron por mí. Por la mañana, Skinner vino con un herrador a verme. Me
examinó muy de cerca y dijo: "Este es un caso de exceso de trabajo más
que de enfermedad, y si pudieras darle un descanso durante seis meses, se-
ría capaz de trabajar de nuevo; pero ahora no hay una pizca de fuerza en él".
"Entonces debe irse a la mierda", dijo Skinner, "no tengo prados para cui-
dar a los caballos enfermos; puede que se ponga bien o puede que no; ese
tipo de cosas no se ajustan a mi negocio, mi plan es trabajarlos hasta que
aguanten, y luego venderlos por lo que valgan, en el matadero o en otro
sitio".
"Si estuviera enfermo", dijo el herrador, "sería mejor que lo mataran de
inmediato, pero no lo está; hay una venta de caballos que se realizará dentro
de unos diez días; si lo dejas descansar y lo alimentas, es posible que se re-
cupere, y en todo caso puedes obtener más de lo que vale su piel". Siguien-
do este consejo, Skinner, más bien de mala gana, creo, dio órdenes de que
me alimentaran y cuidaran bien, y el mozo de cuadra, afortunadamente para
mí, cumplió las órdenes con mucha mejor voluntad que la que tuvo su amo
al darlas. Diez días de perfecto descanso, abundante avena, heno, purés de
salvado, con linaza hervida mezclada en ellos, hicieron más para mejorar mi
condición que cualquier otra cosa podría haber hecho; esos purés de linaza
eran deliciosos, y comencé a pensar después de todo, que podría ser mejor
vivir que ir a los perros. Cuando llegó el duodécimo día después del acci-
dente, me llevaron a la venta, a pocas millas de Londres. Sentí que cual-
quier cambio de mi lugar actual debía ser una mejora, así que levanté la ca-
beza y esperé lo mejor.
CAPÍTULO XLVIII: EL GRANJERO
THOROUGHGOOD Y SU NIETO WILLIE.