Guy de Maupassant: Viajes de Gulliver
Guy de Maupassant: Viajes de Gulliver
Guy de Maupassant: Viajes de Gulliver
edición de 1939
Capítulo I
El autor da alguna información de él y de su familia;
primeras incitaciones a viajar. Naufraga, y nada
desesperadamente; consigue llegar a tierra en el país de
Liliput, es hecho prisionero, y transportado al interior.
ARTÍCULO I
Por cuanto la ley, puesta en vigor durante el reinado de su majestad
imperial Calin Deffar Plune, decreta que quienquiera que haga aguas
menores dentro del recinto del palacio real incurre en la pena y castigo de
alta traición, pese a lo cual, dicho Quinbus Flestrin, en abierto
quebrantamiento de dicha ley, y so pretexto de apagar el incendio
declarado en el aposento de la muy imperial consorte de su majestad,
traidora y malvadamente, mediante el aliviamiento de su orina, apagó
dicho incendio habido en dicho aposento, ubicado en el recinto de dicho
palacio real, quebrantando así la ley prevista para el caso, etc., en contra
del deber, etcétera.
ARTÍCULO II
Que habiendo traído al real puerto dicho Quinbus Flestrin la flota de
Blefuscu, y habiéndole ordenado después su majestad imperial que
apresara el resto de las naves de dicho imperio Blefuscu, y redujese tal
imperio a una provincia para ser gobernada por un virrey de nuestro país, y
destruyese y matase no sólo a todos los extremoanchistas allí refugiados,
sino también a todo el pueblo de ese imperio que se negase a abjurar de la
herejía extremoanchista; este, el dicho Flestrin, como falso traidor a su
muy propicia y serena majestad imperial, pidió que se le excusase de
dicho servicio, so pretexto de que es contrario a forzar su conciencia y a
destruir la libertad y la vida de gente inocente.
ARTÍCULO III
Que así que llegaron ciertos embajadores de la corte de Blefuscu a la
corte de su majestad para pedir la paz, este dicho Flestrin, como falso
traidor, apoyó, confortó y agasajó a dichos embajadores, aun sabiéndolos
servidores de un príncipe que hacía poco había sido enemigo declarado de
su majestad imperial, y había estado en guerra abierta contra su majestad.
ARTÍCULO IV
Que dicho Quinbus Flestrin, en contra del deber de un súbdito leal, se
dispone actualmente a efectuar un viaje a la corte e imperio de Blefuscu,
para lo que sólo ha recibido licencia verbal de su majestad imperial, y al
amparo de la dicha licencia, falsa y traidoramente pretende emprender
dicho viaje, y por este medio ayudar, sostener y dar aliento al emperador
de Blefuscu, hasta hace poco enemigo, y en guerra abierta con la
mencionada majestad imperial.
—Hay otros artículos, pero los más importantes son estos de los que os
acabo de leer un resumen.
»En varios debates sobre esta acusación hay que reconocer que su
majestad ha tenido muchos detalles de gran benevolencia, a menudo
movido por los servicios que le habéis prestado, esforzándose en atenuar
la gravedad de vuestros crímenes. El tesorero y el almirante han insistido
en que se os debe aplicar la más dolorosa e ignominiosa muerte,
prendiendo fuego a vuestra casa por la noche, con el concurso del general
al mando de veinte mil soldados armados con flechas envenenadas para
acribillaros la cara y las manos. Algunos de vuestros criados recibirían
órdenes secretas del salpicar vuestras camisas y sábanas con un jugo
venenoso que al punto haría que os arrancarais la carne y murieseis en
medio de dolores espantosos. El general se mostró de la misma opinión;
de manera que durante mucho rato la mayoría estuvo contra vos; pero su
majestad, dispuesto a perdonaros la vida a toda costa, consiguió
finalmente disuadir al chambelán.
»Tras este incidente, el emperador ordenó a Reldresal, Secretario
Principal de Asuntos Privados, que siempre ha demostrado ser fiel amigo
vuestro, que expusiese su opinión, lo que hizo debidamente, justificando
con su intervención el buen concepto que tenéis de él. Admitió que
vuestros delitos eran graves, pero que sin embargo había ocasión para la
clemencia, muy loable virtud en un príncipe, y por la que su majestad era
tan justamente celebrado. Dijo que era tan conocida de todos la amistad
entre él y vos, que quizá el muy ilustre consejo podía considerarlo parcial;
no obstante, en acatamiento a la orden recibida, expondría libremente su
opinión: que si su majestad, en consideración a vuestros servicios, y
llevado de su naturaleza indulgente, se dignaba perdonaros la vida, y
ordenaba que sólo os arrancasen los ojos, humildemente creía que por este
expediente quedaba en cierto modo cumplida la justicia, y todo el mundo
aplaudiría la indulgencia del emperador, así como el justo y generoso
proceder de los que tienen el honor de ser sus consejeros. Que la pérdida
de vuestros ojos no mermaría en nada vuestra fuerza corporal, por lo que
podríais seguir siendo útil a su majestad. Que la ceguera acrecienta el
valor, puesto que oculta el peligro; que el temor que teníais por vuestros
ojos era la principal causa de no haber traído la flota del enemigo, y que os
bastaría con ver por los ojos de los ministros, dado que los más grandes
príncipes no hacen otra cosa.
»Esta propuesta obtuvo la mayor desaprobación del consejo entero. El
almirante Bolgolam no pudo contenerse, sino que, levantándose con furia,
exclamó que no comprendía cómo el secretario osaba pronunciarse a favor
de perdonarle la vida a un traidor; que los servicios que habéis prestado
eran, por verdaderas razones de estado, el gran agravamiento de vuestros
crímenes; que lo mismo que pudisteis apagar el fuego orinando sobre las
habitaciones de su majestad la reina (lo que mencionó con horror),
podríais en otro momento originar una inundación por el mismo medio, y
anegar el palacio entero; y la misma fuerza que os permitió traer la flota
del enemigo podría, al primer disgusto, serviros para devolverla; que él
tenía fundados motivos para creer que en el fondo de vuestro corazón sois
extremoanchista; y como es en el corazón donde toda traición germina
antes de manifestarse en claras acciones, os acusaba de traición, y por
tanto insistía en que se os diera muerte.
»El tesorero fue del mismo parecer. Demostró en qué apurada situación
había dejado reducidas las rentas de su majestad la carga de vuestra
manutención, la cual no tardaría en volverse insoportable; que el
expediente del secretario, de arrancaros los ojos, estaba muy lejos de ser el
remedio de ese mal, y que probablemente lo aumentaría, como revela la
práctica común de cegar aves de corral, que después comen mucho más y
engordan más deprisa; que su sacra majestad y el consejo, que son
vuestros jueces, estaban íntimamente convencidos de vuestra culpa, que
era argumento suficiente para condenaros a muerte sin las pruebas
formales que exige por la estricta letra de la ley.
»Pero su majestad imperial, radicalmente opuesto a la pena capital,
tuvo la gracia de explicar que puesto que el consejo consideraba la pérdida
de vuestros ojos un correctivo demasiado blando, podría aplicárseos algún
otro más adelante. Entonces volvió a pedir la palabra vuestro amigo el
secretario; y en respuesta a la objeción del tesorero sobre la gran carga que
representaba para su majestad tener que manteneros, dijo que su
excelencia, único encargado de la distribución de las rentas de su
majestad, podía fácilmente prevenir ese mal reduciendo gradualmente
vuestra asignación, con lo que, por falta de alimento suficiente, os iríais
debilitando, desfalleceríais, perderíais el apetito, y os consumiríais en
pocos meses; y así el hedor de vuestro cadáver no sería entonces tan
peligroso, dado que vuestro peso habría disminuido más de la mitad; e
inmediatamente después de vuestra muerte, cinco o seis mil súbditos de su
majestad, en dos o tres días, os deshuesarían, se llevarían vuestra carne en
carretas, y la enterrarían en diferentes lugares para evitar el riesgo de
infección, dejando el esqueleto a manera de monumento para admiración
de la posteridad.
»Y así es como, por la gran amistad del secretario, se ha acordado
finalmente resolver el asunto. Se ha recomendado llevar a término, en
riguroso secreto, el plan de haceros morir por inanición, pero haciendo
constar en acta la sentencia de arrancaros los ojos. Nadie se ha
pronunciado en contra, excepto el almirante Bolgolam, quien, instrumento
de la emperatriz, era constantemente presionado por ella para que
insistiese en vuestra muerte, movida por la perpetua malquerencia que os
tiene por ese infame e ilegal procedimiento que habéis utilizado para
apagar el incendio de su apartamento.
»Dentro de tres días, vuestro amigo el secretario recibirá instrucciones
de venir a vuestra casa a leeros los cargos, y significaros seguidamente la
gran lenidad y favor de su majestad y del consejo, por la que se os condena
sólo a la pérdida de los ojos, a lo que su majestad no duda que os
someteréis humildemente, con asistencia de veinte cirujanos de su
majestad, a fin de cuidar que la operación se ejecute limpiamente,
disparando muy afiladas flechas a los globos de vuestros ojos mientras os
tienen tumbado en el suelo.
»Dejo a vuestra discreción las medidas que consideréis prudente
adoptar; por mi parte, para evitar sospechas, debo regresar en seguida tan
secretamente como he venido».
Así lo hizo su señoría, y me quedé solo, sumido en un mar de dudas y
perplejidades.
Había una costumbre, introducida por este príncipe y sus ministros
(muy distinta, por lo que me han asegurado, de las prácticas de otros
tiempos) de que una vez que la corte decretaba una ejecución cruel, ya
fuera para satisfacer el enojo del monarca o el rencor de un favorito, el
emperador siempre pronunciaba un discurso a su consejo en pleno, en el
que proclamaba su lenidad y ternura, cualidades conocidas y reconocidas
por todo el mundo. Dicho discurso era inmediatamente difundido por todo
el reino; y nada aterraba tanto al pueblo como estos elogios de la
clemencia de su majestad; porque se tenía observado que cuanto más se
prodigaban y más se insistía en ellos, tanto más inhumano era el castigo, y
más inocente la víctima. En cuanto a mí, debo confesar que como no
estaba destinado a ser cortesano, ni por nacimiento ni por vocación, era tan
mal juez de esas cosas que no descubría lenidad ni favor en tal sentencia,
sino que la consideraba (quizá erróneamente) más rigurosa que generosa.
A veces pensaba hacer frente a mi proceso; porque aunque no podía negar
los hechos que me imputaban en los diversos artículos, sin embargo
esperaba que se admitiese cierta atenuación. Pero dado que había leído en
mi vida muchos procesos por delitos políticos, y había observado que
siempre acababan como los jueces consideraban conveniente, no me atreví
a confiar en tan azaroso fallo, en tan crítica coyuntura, y frente a tan
poderosos enemigos. En determinado momento consideré la posibilidad de
oponer resistencia; porque mientras estaba en libertad, toda la fuerza de
ese imperio no lograría doblegarme, y podía acabar con la metrópoli a
pedradas. Pero en seguida deseché esta medida con horror, al recordar el
juramento hecho al emperador, los favores que había recibido de él, y el
alto título de nardac que me había otorgado. Y no me había instruido tan
pronto en la gratitud de los cortesanos, para convencerme de que los
presentes rigores de su majestad me excusaban de mis pasadas
obligaciones.
Por último tomé una determinación que probablemente me hará
merecedor de alguna crítica; y no injustamente, porque confieso que debo
la conservación de los ojos, y consiguientemente la libertad, a mi gran
irreflexión y falta de experiencia; porque, si hubiese conocido el carácter
del príncipe y de sus ministros, como ahora los he estudiado en muchas
otras cortes, y su manera de tratar a criminales menos reprobables que yo,
con gran diligencia y presteza me habría sometido a un castigo tan suave.
Pero movido por el atolondramiento de la juventud, y dado que tenía
licencia de su majestad imperial para ir a visitar al emperador de Blefuscu,
mandé una carta a mi amigo el secretario, notificándole mi decisión de
partir esa misma mañana hacia Blefuscu, conforme a la licencia obtenida;
y sin aguardar a ninguna respuesta, me dirigí al lado de la isla donde
estaba amarrada nuestra flota. Cogí un gran buque de guerra, le amarré un
cable en la proa, y sacándole las anclas, me quité la ropa, la puse (junto
con el cubrecama, que me había llevado bajo el brazo) encima del barco, y
arrastrándolo detrás de mí, vadeando unas veces y nadando otras, llegué al
real puerto de Blefuscu, donde hacía tiempo que me esperaba la gente, y
me facilitaron dos guías para que me condujesen hasta la capital, que tiene
el mismo nombre. Los llevé en la mano hasta que estuve a unas doscientas
yardas de las puertas; entonces les pedí que anunciasen mi llegada a uno
de los secretarios, y le hiciesen saber que esperaría órdenes de su
majestad. Como una hora después recibí respuesta de que su majestad,
acompañado por su real familia y altos funcionarios de la corte, había
salido a darme la bienvenida. Avancé un centenar de yardas. El emperador
y su séquito se apearon de sus caballos, la emperatriz y las damas de sus
coches, y no vi que mostrasen temor ni inquietud de ninguna clase. Me
tumbé en el suelo para besar la mano de sus majestades, y dije al
emperador que había ido en cumplimiento de mi promesa, y con la
licencia del emperador mi señor, para tener el honor de ver a tan poderoso
monarca, y ofrecerle los servicios que estuviesen a mi alcance, siempre
que no entrasen en conflicto con mi deber para con mi príncipe, sin
mencionar mi caída en desgracia, porque hasta el momento no se me había
comunicado de manera oficial, y se me suponía totalmente ignorante de
mi destino. Tampoco podía imaginar razonablemente que el emperador
revelaría el secreto mientras estuviese fuera de su alcance; aunque no
tardé en averiguar que en eso equivocaba.
No aburriré al lector con los detalles de mi recibimiento en esta corte,
acorde con la generosidad de tan grande príncipe, ni de los apuros que tuve
por carecer de casa y de lecho, y tener que dormir en el suelo, envuelto en
el cubrecama.
Capítulo VIII
El autor, por un feliz accidente, encuentra el medio de
abandonar Blefuscu, y tras algunas dificultades regresa
sano y salvo a su país natal.
A los tres días de mi llegada, paseando con curiosidad por la costa noreste
de la isla, divisé en el mar, como a media legua, algo que parecía un bote
vuelto del revés. Me quité los zapatos y las medias, y tras vadear
doscientas o trescientas yardas, vi que el objeto se acercaba empujado por
la marea; y a continuación vi claramente que era un bote de verdad, que
quizá un temporal había barrido de la cubierta de algún barco. Así que
regresé inmediatamente a la ciudad, y pedí a su majestad imperial que me
prestase veinte barcos de los más altos que le habían quedado después de
la pérdida de la flota, y tres mil marineros, bajo el mando de su
vicealmirante. Esta flota dio la vuelta, mientras yo tomaba el camino más
corto al lugar de la costa donde había descubierto el bote, y encontré que
la marea lo había acercado aún más. Los marineros iban todos provistos de
cabos, que yo había colchado previamente para que tuviesen la suficiente
resistencia. Cuando llegaron los barcos, me desvestí, y vadeé hasta unas
cien yardas del bote, después tuve que nadar hasta llegar a él. Los
marineros me arrojaron un extremo del cabo, que amarré a un orificio que
el bote tenía a proa, y el otro extremo a un buque de guerra. Pero
comprobé que me valía de poco este trabajo; porque al no hacer pie, me
era imposible hacer fuerza. En esta situación, me vi obligado a nadar
detrás, y empujar el bote las veces que podía con la mano; y como la
marea me era favorable, avancé tanto que en seguida pude sacar la barbilla
y tocar fondo con el pie. Descansé dos o tres minutos; luego di otro
empujón al bote, y seguí de este modo hasta que el agua me llegó a los
sobacos; y ahora, concluida la parte más trabajosa, saqué los otros cables
que iban en uno de los barcos, los amarré primero al bote, y después a
nueve de los barcos que me acompañaban; con el viento favorable, fuimos
los marineros remolcando y yo empujando, hasta que llegamos a unas
cuarenta yardas de la playa; y tras esperar a que vaciase la marea, pude
dejar al bote en seco, y con ayuda de dos mil marineros, con cuerdas y
máquinas, conseguí darle la vuelta, y lo encontré muy poco dañado.
No molestaré al lector con las dificultades que tuve para, con ayuda de
un canalete que tardé diez días en hacer, llevar el bote al puerto real de
Blefuscu, donde apareció una multitud de gente a mi llegada, maravillada
ante la visión de tan prodigiosa nave. Dije al emperador que mi buena
estrella me había puesto este bote en el camino para llevarme a algún
lugar desde el que quizá podría regresar a mi país natal, y supliqué a su
majestad que diese órdenes de conseguir los materiales necesarios para
aparejarlo, junto con su licencia para partir; lo que, tras alguna amable
protesta, se dignó conceder.
Me extrañaba muchísimo, en todo este tiempo, no tener noticia de la
llegada de ningún expreso de nuestro emperador a la corte de Blefuscu
referente a mí. Más tarde me contaron confidencialmente que su majestad
imperial, imaginando que ignoraba cuáles eran sus propósitos, creía que
sólo había ido a Blefuscu para cumplir mi promesa conforme a la licencia
que él me había concedido, lo que era bien sabido en nuestra corte, y que
regresaría a los pocos días una vez concluida dicha ceremonia. Pero al
final le despertó recelos mi larga ausencia; y tras consultar con el tesorero
y el resto de esa camarilla, despachó a una persona de calidad con una
copia de la acusación contra mí. Este enviado tenía instrucciones de
exponer al monarca de Blefuscu la gran lenidad de su señor, que se
contentaba con castigarme tan sólo con la pérdida de los ojos; que yo
había huido de la justicia y, si no regresaba en dos horas, se me privaría de
mi título de nardac y sería declarado traidor. El enviado añadió además
que a fin de mantener la paz y la amistad entre los dos imperios, su señor
esperaba que su hermano de Blefuscu diera orden de que se me devolviese
a Liliput atado de pies y manos para ser castigado como traidor.
El emperador de Blefuscu, tras tomarse tres días para evacuar
consultas, envió una respuesta, consistente en muchas cortesías y excusas.
Decía que en cuanto a enviarme atado, su hermano sabía que era
imposible; que aunque lo había privado de su flota, sin embargo estaba
muy agradecido a mí por los buenos oficios que le había prestado para
lograr la paz; que, no obstante, pronto iban a tener sosiego ambas
majestades, porque yo había encontrado una enorme nave en la playa,
capaz de transportarme, que él había dado orden de aparejarla con mi
ayuda y dirección; y que en pocas semanas, esperaba, ambos imperios se
verían libres de tan insoportable estorbo.
Con esta respuesta regresó el enviado a Liliput, y el monarca de
Blefuscu me contó todo lo ocurrido, a la vez que me ofreció (pero en la
más estricta confidencia) su graciosa protección, si decidía seguir a su
servicio; aquí, aunque lo creía sincero, estaba yo decidido a no confiar más
en príncipes ni en ministros siempre que pudiera evitarlo, y, por tanto, con
los debidos agradecimientos por su amable intención, le supliqué
humildemente que me excusase. Le dije que ya que la fortuna, fuese buena
o mala, había puesto una embarcación en mi camino, estaba resuelto a
aventurarme en el océano, antes que ser motivo de diferencia entre dos
monarcas tan poderosos. No encontré que esto causara disgusto al
emperador; al contrario, por cierta casualidad, descubrí que se alegraba
muchísimo de mi decisión, y lo mismo la mayoría de sus ministros.
Estas consideraciones me movieron a decidir mi marcha algo antes de
lo que había planeado; cosa a la que la corte, impaciente por perderme de
vista, contribuyó de buen grado. Se emplearon quinientos obreros en
confeccionar dos velas para el bote, conforme a mis instrucciones,
superponiendo trece capas de su lienzo más fuerte. Yo me afané en
confeccionar jarcia y cables, colchando diez, veinte o treinta de las suyas
más gruesas y fuertes. Una gran piedra que encontré, después de buscar
bastante por la playa, me sirvió de ancla. Me proporcionaron el sebo de
trescientas vacas para calafatear el bote y otros usos. Me costó un trabajo
increíble hacer remos y palos con troncos de los árboles más altos,
empresa en la que sin embargo encontré no poca asistencia en los calafates
de su majestad, que me ayudaron a alisarlos después que los desbastara yo.
En aproximadamente un mes, cuando todo estuvo dispuesto, mandé un
mensajero para recibir órdenes de su majestad, y despedirme. El
emperador y la familia real salieron de palacio; me tumbé de bruces para
besarle la mano, lo que me concedió él graciosamente; y lo mismo la
emperatriz, y los jóvenes príncipes sus hijos. Su majestad me ofreció
cincuenta bolsas de doscientos sprugs cada una, junto con su retrato de
cuerpo entero, que guardé inmediatamente en uno de mis guantes para que
no sufriese daño. Fueron demasiadas las ceremonias de despedida para
aburrir ahora al lector con ellas.
Cargué el bote con un centenar de canales de buey y trescientos de
cordero, además de una cantidad proporcional de pan y bebida, y toda la
comida que cuatrocientos cocineros pudieron preparar. Me llevé vivos dos
toros y seis vacas, y otros tantos carneros y ovejas, con el propósito de
introducirlos en mi país y difundir la especie. Y para alimentarlos a bordo
cogí un buen brazado de heno, y un costal de avena. De buen grado me
habría llevado una docena de habitantes; pero esto era algo que el
emperador no estaba de ningún modo dispuesto a permitir; y además de
ordenar un minucioso registro de mis bolsillos, su majestad me pidió mi
palabra de honor de que no me llevaría a ningún súbdito, ni aun con el
consentimiento o deseo de este.
Una vez dispuestas las cosas lo mejor que pude, puse vela el día
veinticuatro de septiembre de 1701, a las seis de la madrugada; y cuando
ya me había alejado unas cuatro leguas hacia el norte, con viento del
sudeste, avisté a las seis de la tarde una pequeña isla como de media legua,
al noroeste. Avancé, y solté el ancla a sotavento de la isla, que parecía
deshabitada. A continuación tomé un refrigerio y me tumbé a descansar.
Dormí bien, y calculo que unas seis horas lo menos, porque el día empezó
a clarear a las dos horas de haberme despertado. Fue una noche serena.
Desayuné antes de que saliera el sol; y tras levar ancla, como el viento era
favorable, tomé el mismo rumbo que había seguido el día anterior, para lo
que me guiaba por mi brújula de bolsillo. Mi propósito era alcanzar, si
podía, una de esas islas que tenía motivos para creer que se hallaban al
noreste de la tierra de Van Diemen. No descubrí nada en todo ese día; pero
al siguiente, a eso de las tres de la tarde, cuando por mis cálculos había
hecho veinticuatro leguas desde Blefuscu, divisé una vela que navegaba
hacia el sudeste; mi rumbo era Este derecho. Lo saludé, pero no obtuve
respuesta; sin embargo, me di cuenta de que le ganaba distancia, porque el
viento había aflojado. Puse toda la vela que pude, y media hora más tarde
me avistó; entonces izó su enseña y disparó un cañonazo. No es fácil
expresar la alegría que sentí ante la súbita esperanza de ver de nuevo mi
amado país y a los seres queridos que había dejado en él. Redujo vela el
barco, y le di alcance entre las cinco y las seis de la tarde del 26 de
septiembre; pero el corazón se me salía del pecho cuando vi los colores
ingleses. Me metí las vacas y las ovejas en los bolsillos de la casaca, y
subí a bordo con mi pequeño cargamento de provisiones. El barco era un
mercante inglés que regresaba de Japón por los Mares del Norte y del Sur;
el capitán, el señor John Bidel, de Depford, era un hombre muy cortés, y
un marino excelente. Estábamos ahora en la latitud de 30 grados Sur;
había unos cincuenta hombres a bordo; y aquí encontré, entre ellos, con un
antiguo camarada mío, un tal Peter Williams, quien dio buena referencia
de mí al capitán. Este caballero me trató con amabilidad, y me pidió que le
hablase del lugar donde había estado recientemente y adónde me dirigía,
lo que hice en pocas palabras; pero creyó que deliraba, y que las
penalidades a que había estado sometido me habían trastornado el juicio.
Así que me saqué del bolsillo las vacas y las ovejas, las cuales, tras unos
momentos de estupefacción, lo convencieron plenamente de mi veracidad.
Seguidamente le mostré el oro que me había dado el emperador de
Blefuscu, junto con el retrato de su majestad de cuerpo entero, y algunas
otras curiosidades de ese país. Le di dos bolsas de doscientos sprugs cada
una, y le prometí, cuando llegara a Inglaterra, regalarle una vaca y una
oveja preñadas.
No quiero molestar al lector con una relación detallada de este viaje,
que fue venturoso en su mayor parte. Llegamos a las Lomas el 13 de abril
de 1702. Sólo tuve un contratiempo, y es que las ratas de a bordo se me
llevaron una oveja; encontré los huesos en un agujero, totalmente limpios
de carne. El resto del ganado lo desembarqué sin novedad, y lo puse a
pastar en un campo del juego de bochas, en Greenwich, donde la fina
hierba las invitó a pacer con mucha gana, aunque yo había temido lo
contrario; tampoco habría podido mantenerlas durante tan largo viaje si el
capitán no me hubiera dado un poco de su mejor galleta, que, deshecha y
mezclada con agua, constituyó el pienso diario. En el poco tiempo que
estuve en Inglaterra, saqué buenos beneficios mostrando este ganado a
multitud de personas de calidad, y a otras; y antes de emprender mi
segundo viaje, las vendí por seiscientas libras. A mi último regreso me he
encontrado con que han aumentado considerablemente; en especial el de
ovejas, lo que espero que sea una gran ventaja para la producción de lana,
por la delicadeza de su vellón.
Estuve sólo dos meses con mi esposa y mi familia; porque mi
insaciable deseo de conocer países no me permitió quedarme más tiempo.
Dejé a mi esposa mil quinientas libras, y la instalé en una buena casa de
Redriff. El resto de mi fortuna me la llevé, parte en dinero y parte en
mercancía, con la esperanza de incrementarla. Mi tío John, el más viejo,
me había dejado una propiedad cercana a Epping, de unas treinta libras al
año; además había arrendado para bastante tiempo el toro negro en Fetter
Lane, lo que me proporcionaba otro tanto; de manera que no corría peligro
de dejar a mi familia en la calle. Mi hijo Johnny, bautizado así por su tío,
iba al colegio y era un chico dócil. Mi hija Betty (en la actualidad casada y
con familia) estaba entonces aprendiendo costura. Me despedí de mi
esposa y de los niños con lágrimas por ambas partes, y embarqué en el
Adventure, mercante de trescientas toneladas, con destino a Surat, capitán
John Nicholas de Liverpool al mando. Pero el relato de este viaje debo
dejarlo para la segunda parte de mis Viajes.
Mi ama tenía una hija de nueve años, criatura bastante despierta para su
edad, hábil con la aguja, y diestra en vestir a su muñeco-bebé. Su madre y
ella idearon prepararme la cuna del bebé para la noche. Alojaron la cuna en
un cajoncito en un armario, y lo pusieron en un estante colgado por miedo a
las ratas. Esa fue mi cama todo el tiempo que estuve con esa gente, aunque
poco a poco la fueron haciendo más cómoda, a medida que aprendía yo su
lengua y les hacía saber qué necesitaba. La niña era tan mañosa que,
después de quitarme yo la ropa delante de ella un par de veces, fue capaz de
vestirme y desvestirme; aunque yo nunca quise delegar en ella tal molestia
si me dejaba que lo hiciera por mí mismo. Me hizo siete camisas y alguna
otra prenda interior con la tela más fina que pudo encontrar, que de todas
maneras resultaba más basta que la arpillera, y me las lavaba
constantemente con sus propias manos. Era asimismo mi profesora, y me
enseñaba la lengua de ellos: cuando yo señalaba una cosa, ella me decía su
nombre, de manera que en pocos días fui capaz de pedir lo que se me
ocurriera. Era muy buena, y no tenía más de cuarenta pies de estatura, ya
que era un poco baja para su edad. Me puso de nombre Grildrig, que la
familia utilizó, y después todo el reino. Significa lo que los latinos llaman
nanunculus, los italianos homunceletino, y los ingleses mannikin. A ella
debo principalmente mi preservación en ese país: nunca nos separamos
mientras estuve allí; yo la llamaba mi glumdalclitch, o «pequeña niñera»; y
pecaría de desagradecido si no hiciese aquí honrosa mención de sus
cuidados y su afecto hacia mí, que fervientemente desearía que estuviese a
mi alcance corresponder como se merecen, en vez de ser el inocente pero
desgraciado instrumento de su desgracia, como tengo sobradas razones para
temer.
Ahora empezó a conocerse y comentarse en la vecindad que mi amo
había encontrado un extraño animal en el campo, del tamaño de un
splacknuck, pero exactamente igual en hechura al ser humano, al que
imitaba asimismo en todas sus acciones; parecía hablar una lengua propia,
había aprendido varias palabras de la de ellos, caminaba erguido sobre dos
patas, era dócil y pacífico, acudía cuando se le llamaba, hacía lo que se le
decía, tenía las extremidades más finas del mundo, y la piel más blanca que
la hija de tres años de un noble. Otro campesino, que vivía cerca y era muy
amigo de mi amo, vino de visita con intención de comprobar la verdad de
estos rumores. Me sacaron inmediatamente, y me pusieron encima de la
mesa, donde paseé como me ordenaron, saqué el sable, lo enfundé otra vez,
hice una reverencia al invitado de mi amo, le pregunté en su propia lengua
qué tal estaba, y le di la bienvenida, tal como mi pequeña niñera me había
instruido. Este hombre, que era viejo y cegato, se puso sus lentes para
verme mejor, a lo cual no pude evitar echarme a reír de buena gana, porque
sus ojos parecían la luna llena asomando a una cámara con dos ventanas.
Los de nuestra casa, que comprendieron la causa de mi hilaridad, se
unieron a mis risas, lo que hizo que el anciano fuera lo bastante necio para
enojarse y quedarse confuso. Tenía fama de avaro, y para mi desgracia muy
bien se la merecía, por el maldito consejo que dio a mi amo de que me
exhibiera como espectáculo el día de mercado en un pueblo vecino, que
estaba a media hora a caballo, o sea a unas veintidós millas de nuestra casa.
Sospeché que algo malo se tramaba al observar que mi amo y su amigo
hablaban largo tiempo en voz baja, señalando a veces hacia mí; y mi recelo
me hizo imaginar que oía y comprendía algunas de sus palabras. Pero a la
mañana siguiente mi pequeña niñera Glumdalclitch me contó todo el
asunto, que astutamente le había sonsacado a su madre. La pobre niña me
echó sobre su pecho, y rompió a llorar de vergüenza y de pena. Temía que
me viniera alguna desgracia de la gente ordinaria y vulgar, que me
despachurrasen o me rompieran una pierna o un brazo al cogerme en sus
manos. También había observado lo recatado que era respecto a mi persona,
mi gran sentido del honor, y qué indigno me parecería que me exhibiesen
como espectáculo público ante la gente más despreciable. Dijo que sus
papas le habían prometido que Grildrig sería suyo, pero ahora veía que
pensaban hacerle lo mismo que el año anterior; le prometieron un
corderito, y cuando estuvo cebado, lo vendieron al carnicero. Por mi parte,
puedo asegurar sinceramente que estaba menos preocupado que mi niñera.
Tenía la firme esperanza —que no me abandonó nunca— de que un día
recobraría la libertad; y en cuanto a la ignominia de que me fuesen
enseñando por ahí como un monstruo, me consideraba un completo
extranjero en el país, y tal desgracia jamás pesaría sobre mí como un
baldón, si alguna vez regresaba a Inglaterra, dado que el propio rey de Gran
Bretaña, en mi situación, habría tenido que soportar la misma vejación.
Mi amo, conforme al consejo de su amigo, me llevó en una caja al
siguiente día de mercado al pueblo vecino, trayéndose a su hijita, mi
niñera, en una silla que aparejó detrás de él. La caja estaba cerrada por
todos los lados, con una puertecita para que yo saliese y entrase, y unos
agujeros hechos con barrena como ventilación. La niña había tenido el
cuidado de meter en ella la colcha de su bebé para que fuese tumbado en
ella. Sin embargo, el viaje me dejó terriblemente molido y deshecho,
aunque sólo duró media hora. Porque cada paso del caballo era de unos
cuarenta pies, y tenía un trote tan alto que su movimiento equivalía al
cabeceo de un barco en un temporal, aunque más frecuente. El trayecto fue
algo más largo que de Londres a Saint Albans. Mi amo descabalgó en una
posada que solía frecuentar; y tras intercambiar unas palabras con el
posadero, y hacer los preparativos necesarios, contrató al grultrud, o
pregonero, para que anunciase por el pueblo la exhibición de un extraño
ser, en la posada de «El Águila Verde», más pequeño que un splacknuck
(animal de ese país de figura muy hermosa, de unos seis pies de largo),
semejante en todo al ser humano, y capaz de pronunciar varias palabras y
ejecutar un centenar de habilidades divertidas.
Me dejó encima de una mesa del aposento más grande de la posada, que
podía tener unos trescientos pies cuadrados. Mi pequeña niñera se subió a
un taburete junto a la mesa para cuidar de mí y mandarme lo que tenía que
hacer. Mi amo, para evitar aglomeraciones, sólo admitiría treinta personas
cada vez para verme. Me paseé por la mesa según me ordenó la niña; me
hizo preguntas hasta donde sabía ella que podía comprender su lengua, y
contesté lo más fuerte que pude. Me volví varias veces hacia los asistentes,
les presenté mis humildes respetos, les di la bienvenida, y utilicé algunas
otras expresiones que me habían enseñado. Levanté un dedal lleno de licor
que Glumdalclitch me había dado a modo de vaso, y bebí a la salud de
todos. Saqué el sable e hice con él unos cuantos molinetes a la manera de
los esgrimistas de Inglaterra. Mi niñera me dio parte de una paja que blandí
como una pica, dado que había aprendido dicho arte en mi juventud. Ese
día fui mostrado a doce grupos, y obligado a ejecutar las mismas monerías
una y otra vez, de manera que acabé muerto de cansancio y de fastidio.
Porque los que me habían visto contaron tales prodigios de mí que la gente
estuvo a punto de echar abajo la puerta para entrar. Mi amo, por su propio
interés, no consintió que nadie me tocase excepto mi niñera; y para evitar
toda tentación, los bancos alrededor de la mesa se habían colocado a una
distancia que me ponía fuera del alcance de todo el mundo. Sin embargo,
un desdichado escolar me disparó una avellana directamente a la cabeza, y
no me dio por poco; si me llega a dar con la fuerza que traía, infaliblemente
me habría saltado los sesos, porque era casi tan grande como una calabaza.
Pero tuve la satisfacción de ver cómo recibía una buena tunda y era
expulsado del aposento.
Mi amo hizo público anuncio de que me volvería a exhibir el próximo
día de mercado; y entre tanto preparó un vehículo más cómodo para mí.
Tenía sobradas razones para hacerlo; porque yo estaba tan cansado del
primer viaje y de divertir a los asistentes durante ocho horas seguidas que
las piernas apenas podían tenerme de pie, ni era capaz de decir una palabra.
Tardé lo menos tres días en recobrar fuerzas; y para que no pudiese tener
descanso en casa todos los caballeros de los alrededores, hasta cien millas a
la redonda, al saber de mi popularidad, acudieron a casa de mi amo para
verme. No había menos de treinta señores, con sus esposas e hijos (porque
la comarca es muy populosa), y mi amo exigía que la habitación estuviese
llena cada vez que me enseñaba en casa, aunque se tratase de una sola
familia; de manera que durante cierto tiempo tuve muy poco descanso entre
semana (salvo los miércoles, que es su día festivo); aunque no era llevado
al pueblo.
Mi amo, al ver lo rentable que podía serle, decidió llevarme a las
ciudades más importantes del reino. Así que, tras proveerse de todo lo
necesario para un largo viaje, arregló los asuntos de casa. Y el 17 de agosto
de 1703, a los dos meses más o menos de mi llegada, se despidió de su
mujer, y partimos hacia la metrópoli, situada casi en el centro del imperio,
a unas tres mil millas de nuestra casa, con su hija Glumdalclitch detrás.
Ella me llevaba en su regazo, en una caja atada a su cintura. La niña la
había forrado por todos lados con la tela más suave que había podido
encontrar, la había acolchado bien debajo, y amueblado con la camita de su
bebé. Me proveyó de ropa blanca y otras cosas necesarias y la hizo lo más
cómoda que pudo. No llevábamos otra compañía que un mozo de la casa,
que cabalgaba detrás de nosotros con el equipaje.
El propósito de mi señor era exhibirme en todos los pueblos por los que
pasábamos, apartándonos del camino real entre cincuenta a cien millas para
visitar cualquier pueblo o residencia de personas de calidad donde esperase
tener clientela. Hicimos cómodos trayectos de no más de ciento cuarenta o
ciento cincuenta millas al día; porque Glumdalclitch, a fin de ahorrarme
fatigas, se quejaba de que le cansaba el trote del caballo. A menudo me
sacaba de la caja, a petición mía, para que me diese el aire y enseñarme el
paisaje; aunque siempre sujetándome con un cordel que tenía atado.
Cruzamos cinco o seis ríos, bastante más anchos y profundos que el Nilo o
el Ganges; y apenas si había algún pequeño arroyo como el Támesis a su
paso por el puente de Londres. Invertimos diez semanas en el viaje y fui
exhibido en dieciocho grandes ciudades, así como en muchos pueblos y
familias particulares.
El día 26 de octubre llegamos a la metrópoli, llamada, en su propia
lengua, Lorbrulgrud, u Orgullo del Universo. Mi amo tomó alojamiento en
la principal calle de la ciudad, no lejos del palacio real, y puso carteles
como era costumbre suya, en los que se contenía una descripción exacta de
mi persona y mis habilidades. Alquiló un amplio aposento de trescientos a
cuatrocientos pies cuadrados. Lo proveyó de una mesa de sesenta pies de
diámetro, encima de la cual debía actuar yo, y le puso un cerco alrededor, a
tres pies del borde, y tan alto como yo, para impedir que me cayera. Fui
exhibido diez veces al día, para maravilla y satisfacción de toda la gente.
Ahora hablaba yo su lengua medianamente bien, y comprendía cada palabra
que me decían. Además, había aprendido su alfabeto, y me las arreglaba
para construir alguna frase aquí y allá; porque Glumdalclitch había sido mi
maestra mientras estuvimos en casa, y en las horas de descanso durante el
viaje. Ella llevaba un librito en el bolsillo no más grande que un Atlas
Sanson; era un manual corriente para uso de las niñas que trataba
brevemente de su religión. Con él me enseñó las letras, y a interpretar las
palabras.
Capítulo III
La corte envía por el autor. La reina lo compra a su amo el
agricultor y lo regala al rey. Discute con los grandes sabios
de su majestad. Construyen en la corte un aposento para el
autor. La reina lo tiene en gran favor. Sale en defensa del
honor de su país. Sus peleas con el enano de la reina.
Solía asistir una o dos veces por semana a las recepciones del rey al
levantarse, y a menudo lo había visto en manos del barbero, lo que, desde
luego, al principio me pareció una escena terrible; porque la navaja era
casi el doble de larga que una guadaña normal. Su majestad, según la
costumbre del país, sólo se afeitaba dos veces a la semana. Un día logré
que el barbero me diera un poco de la espuma, de la que saqué cuarenta o
cincuenta pelos de los más fuertes. Después cogí un trozo de madera fina,
y la tallé como un forzal de peine, le hice varios agujeros equidistantes
con una pequeña aguja que le pedí a Glumdalclitch. Enhebré hábilmente
los pelos en ellos raspándolos y adelgazándolos con el cuchillo hacia las
puntas, con lo que hice un peine bastante pasable; artículo que me fue muy
oportuno, ya que el que usaba tenía las púas tan rotas que casi estaba
inservible; y no sabía de ningún artesano en ese país tan cuidadoso y
preciso que fuera capaz de hacerme otro.
Y esto me trae a la memoria una diversión en la que pasé muchas horas
de ocio. Pedí a la dama que peinaba a la reina que me guardase cabellos de
su majestad, de los que con el tiempo conseguí reunir bastantes; y tras
consultar con mi amigo el ebanista, que había recibido la orden general de
hacerme pequeños trabajos, le di instrucciones para que hiciese dos
armazones de silla, no más grandes que la que tenía en la caja, y después
hiciese agujeritos con una lezna fina en las partes destinadas al respaldo y
al asiento; por estos agujeros pasé los cabellos más fuertes que pude
escoger, a la manera de las sillas de rejilla de Inglaterra. Cuando
estuvieron terminadas se las regalé a la reina, que las guardó en su vitrina
y las utilizó para mostrarlas como curiosidades, dado que eran
efectivamente la admiración de todo el que las contemplaba. La reina
habría querido que utilizase una de estas sillas para sentarme, pero me
negué en redondo a obedecerla, declarando que prefería recibir mil
muertes antes que poner la parte vergonzosa de mi persona sobre aquellos
preciosos cabellos que una vez habían adornado la cabeza de su majestad.
Con cabellos de estos (dado que siempre he tenido cierta aptitud para lo
manual) hice también una preciosa bolsita de unos cinco pies de larga, con
el nombre de su majestad la reina en letras de oro, que regalé a
Glumdalclitch con el consentimiento de la reina. A decir verdad, era más
para exhibirla que para usarla, ya que no era lo bastante fuerte para
soportar el peso de las monedas más grandes; así que la niña no guardó
nada en ella, quitando alguna pequeña chuchería a las que son aficionadas
las niñas.
El rey, a quien le encantaba la música, celebraba frecuentes conciertos
en la corte; y a veces me llevaban a mí, y me ponían en mi caja sobre una
mesa para que los escuchase; pero el sonido era tan fuerte que apenas
distinguía la melodía. Estoy seguro de que ni todos los tambores y
trompetas de un ejército real batiendo y sonando a un tiempo junto a tus
oídos podrían igualarlo. Mi costumbre era pedir que alejasen mi caja lo
más posible del sitio donde se sentaban los músicos, cerraba puertas y
ventanas, y corría las cortinas; después de lo cual no me era desagradable
su música.
De joven había aprendido un poco a tocar la espineta. Glumdalclitch
tenía una en su cámara, y un profesor iba dos veces por semana a
enseñarle. La llamo espineta porque se parecía un poco a ese instrumento,
y se tocaba de la misma manera. Se me metió en la cabeza la idea de
entretener al rey y a la reina tocando un aire inglés con ese instrumento.
Pero la cosa parecía bastante difícil porque la espineta tenía una anchura
de cerca de sesenta pies, y cada tecla dos pies, de manera que no abarcaba
más de cinco teclas con los brazos extendidos, y tocarlas requería por mi
parte un enérgico golpe con el puño, lo que representaba demasiado
esfuerzo, y en balde. El método que ideé fue el siguiente: me preparé dos
palos redondos del tamaño de los garrotes corrientes, más gruesos por un
extremo que por el otro, y les forré el extremo grueso con un trozo de piel
de ratón, a fin de que al golpear con ellos no dañasen la parte superior de
las teclas, ni estorbase el sonido. Colocaron delante de la espineta un
banco unos cuatro pies más bajo que las teclas, y me pusieron en él. Yo
corría de un lado a otro lo más deprisa que podía, golpeando las teclas que
convenía con los dos palos, y así logré tocar una jiga para gran
satisfacción de sus majestades; pero fue el ejercicio más violento que he
hecho en mi vida; y sin embargo no pude tocar más de dieciséis teclas ni,
consiguientemente, notas bajas y altas a la vez, como hacen los músicos;
lo que deslució bastante mi ejecución.
El rey, que como he dicho era un príncipe de amplios conocimientos,
mandaba a menudo que me llevasen en mi caja, y la dejasen sobre la mesa
de su gabinete. Entonces me ordenaba que sacase una silla, y me sentase a
tres yardas de él, encima del gabinete, lo que me situaba casi a la altura de
su cara. De esta manera tuve varias conversaciones con él. Un día me tomé
la libertad de decir a su majestad que el desdén que manifestaba hacia
Europa y el resto del mundo no parecía condecir con las excelentes
cualidades intelectuales que lo adornaban. Que la razón no se ensanchaba
conforme al volumen del cuerpo: al contrario, observábamos en nuestro
país que las personas más altas eran por lo general las menos dotadas de
ella. Que entre otros animales, las abejas y las hormigas tenían fama de
poseer más industria, arte y sagacidad que muchas de las especies más
grandes. Y que, aunque insignificante como era yo, esperaba poder vivir
para hacer a su majestad algún servicio importante. El rey me escuchó con
atención, y empezó a formarse una opinión mucho mejor de mí de la que
había tenido hasta ahora. Me pidió que le hiciese una relación exacta,
hasta donde pudiese, de cómo era el gobierno de Inglaterra; porque,
amantes como son los príncipes de sus propias costumbres (pues así
suponía él que eran otros monarcas por mis discursos anteriores), le
agradaría oír algo que mereciera ser imitado.
Imagínate, amable lector, la de veces que deseé tener el verbo de
Demóstenes o de Cicerón, a fin de poder cantar las alabanzas de mi
querido país natal en un estilo que igualase a sus méritos y a su
prosperidad.
Empecé mi discurso informando a su majestad de que nuestros
dominios consistían en dos islas, que componían tres poderosos reinos
bajo un soberano, además de nuestras colonias en América. Me demoré
hablando de la feracidad de nuestro suelo y de la temperatura de nuestro
clima. Luego hablé extensamente de la constitución del parlamento inglés
formado en parte por un cuerpo ilustre, llamado la Cámara de los Pares,
personas de la más noble sangre y poseedoras de los más antiguos y
amplios patrimonios. Describí el extraordinario cuidado que siempre se
ponía en su educación en las artes y las armas, con objeto de hacerlos
aptos para ser consejeros del rey y del reino, tomar parte del cuerpo
legislativo, y ser miembros del más alto tribunal de justicia, desde el que
no cabía ya apelación; para que fuesen paladines siempre dispuestos a
defender con su valor, conducta y fidelidad a su príncipe y su país. Que
eran ornamento y baluarte del reino, y dignos descendientes de sus muy
renombrados antecesores, cuyo honor había sido la recompensa a su
virtud, del que la posteridad jamás supo que degenerase una sola vez. A
ellos se sumaban varias personas sagradas como parte de esa asamblea,
con el título de obispos, cuya misión especial era ocuparse de la religión y
de quienes instruyen en ella al pueblo. Estos eran buscados por el príncipe
y sus más sabios consejeros por toda la nación, y escogidos de entre los
sacerdotes más merecidamente distinguidos por la santidad de sus vidas y
la profundidad de su erudición; y eran, efectivamente, los padres
espirituales del clero y del pueblo.
Que la otra parte del parlamento la formaba una asamblea llamada
Cámara de los Comunes, que eran todos los caballeros principales
libremente escogidos y designados por el pueblo mismo, por sus grandes
dotes y amor a su país, para que representasen el buen juicio de la nación
entera. Y estos dos cuerpos formaban la más augusta asamblea de Europa,
a la que, junto con el príncipe, está encomendada la entera legislatura.
Después descendí a los tribunales de justicia, sobre los que los jueces,
sabios venerables e intérpretes de la ley presidían para determinar los
disputados derechos y propiedades de los hombres, así como el castigo del
vicio y la protección de la inocencia. Mencioné la prudente administración
de nuestro erario, y el valor y las hazañas de nuestras fuerzas por mar y
por tierra. Hablé del número de nuestra población, calculando cuántos
millones podía haber de cada secta religiosa o partido político entre
nosotros. No omití siquiera los deportes y pasatiempos, ni ningún otro
pormenor que pensaba que podía redundar en honra de mi país. Y terminé
con una breve relación histórica de las empresas y acontecimientos de
Inglaterra durante los últimos cien años.
Esta conversación no terminó en menos de cinco audiencias, cada una
de varias horas; y el rey lo escuchó todo con gran atención, tomando
frecuentes notas mientras yo hablaba, y apuntando las preguntas que
pensaba hacerme.
Cuando finalicé estos largos discursos, su majestad, en una sexta
audiencia, y tras consultar sus notas, formuló multitud de dudas,
interrogantes y objeciones en cada apartado. Preguntó qué métodos se
seguían para cultivar la mente y el cuerpo de nuestra joven nobleza, y en
qué clase de asuntos ocupaban normalmente la parte primera y educable
de sus vidas. Qué medidas se tomaban para proveer esa asamblea cuando
una familia noble se extinguía. Qué requisitos necesitaban los que debían
ser nombrados nuevos lores: si el humor del príncipe, una cantidad de
dinero entregada a una dama de la corte o a un primer ministro, o una
pretensión de fortalecer un partido contrario al interés público, habían
podido decidir alguna vez tales nombramientos. Qué conocimientos tenían
estos lores de las leyes de su país, y cómo los adquirían, al extremo de
permitírseles decidir sobre las propiedades de sus semejantes en su último
recurso. Si siempre les eran ajenas la avaricia, la parcialidad y la
necesidad, de manera que no podía tener lugar entre ellos el soborno ni
otros expedientes siniestros. Si esos sagrados varones de que hablaba yo
eran siempre ascendidos a ese rango por su saber en cuestiones religiosas,
y por la santidad de sus vidas, y nunca habían sido condescendientes con
los tiempos, mientras fueron simples sacerdotes, ni capellanes serviles y
prostituidos de algún noble, cuyas opiniones no siguieron siendo serviles
después que fueron admitidos en esa asamblea.
Después quiso saber qué artes se practicaban para elegir a los que yo
había llamado Comunes. Si un extraño, con una buena bolsa no podía
influir en el votante vulgar para que le eligiese por encima de su propio
señor, o del caballero más considerado de la vecindad. Cómo podía ser que
la gente se empeñara tan violentamente en introducirse en esa asamblea, lo
que yo reconocía que suponía enormes dificultades y gastos, y a menudo la
ruina de sus familias, sin ningún salario ni pensión; porque parecía este
tan exaltado esfuerzo de virtud y de espíritu público, que su majestad
dudaba que fuese en todo sincero; y quiso saber si tan celosos caballeros
podían abrigar algún propósito de resarcirse de las cargas y trabajos que
asumían, sacrificando el bien público a los designios de un príncipe débil
y depravado, en connivencia con un ministerio corrupto. Multiplicó sus
preguntas, y me interrogó a fondo sobre cada aspecto de este capítulo,
planteando innumerables interrogantes y objeciones que no creo que sea
prudente ni conveniente que repita.
Sobre lo que yo había contado en relación con nuestros tribunales de
justicia, su majestad quiso que le aclarase varios aspectos; y esto sí fui
capaz de hacerlo mejor, ya que casi me había arruinado a causa de un largo
litigio en los tribunales, que sentenciaron que yo debía pagar las costas.
Preguntó cuánto tiempo se tardaba normalmente en resolver entre lo justo
y lo injusto, y qué gastos generaba. Si los abogados y oradores tenían
libertad para defender causas que se sabía manifiestamente que eran
injustas, vejatorias u opresivas. Si se observaba que tomar partido en
religión o en política añadía algún peso a la balanza de la justicia. Si los
oradores de la defensa eran personas formadas en el conocimiento general
de la equidad, o sólo en los usos provinciales, nacionales y locales. Si ellos
o sus jueces intervenían en alguna medida en la redacción de esas leyes
que se tomaban la libertad de interpretar y glosar a su antojo. Si, en
diferentes momentos, habían pleiteado a favor y en contra de una misma
causa, y habían citado precedentes para probar opiniones contrarias. Si era
una corporación rica o pobre. Si recibían alguna recompensa pecuniaria
por defender o formular sus opiniones. Y en particular, si eran admitidos
como miembros de la Cámara Baja.
Después abordó la administración de nuestro erario, y dijo que creía
que la memoria me fallaba, porque calculaba que nuestros impuestos eran
de cinco o seis millones al año, y al hablar de las partidas, encontraba que
a veces ascendían a más del doble; porque las notas que había tomado eran
muy precisas en este punto, dado que esperaba, como me dijo, que el
conocimiento de nuestro proceder podía serle útil, y que no podía
equivocarse en sus cálculos. Pero si lo que le había dicho era verdad,
entonces no sabía cómo un reino podía quedarse sin fondos como si fuese
una persona particular. Me preguntó quiénes eran nuestros acreedores, y de
dónde salía el dinero para pagarles. Le asombraba oírme hablar de guerras
prolongadas y costosas; que sin duda éramos gente belicosa, o vivíamos
entre muy malos vecinos, y que nuestros generales debían de ser
forzosamente más ricos que nuestros reyes. Preguntó qué intereses
teníamos fuera de nuestras islas, aparte del comercio o de los tratados, o
de defender la costa con nuestra flota. Sobre todo, le asombraba oírme
hablar de un ejército mercenario permanente en plena paz, y en un pueblo
libre. Dijo que si éramos gobernados por nuestra propia delegación en las
personas de nuestros representantes no imaginaba de quién podíamos tener
miedo, o contra quién teníamos que luchar; y quiso saber mi opinión sobre
si la casa de un hombre particular no podía ser mejor defendida por él
mismo, sus hijos y su familia, que por media docena de bribones recogidos
al azar de las calles, por un salario insignificante, que podían centuplicarlo
cortándoles el cuello.
Se rio de mi singular clase de aritmética (como le dio por llamarla), al
calcular el número de nuestra población por el procedimiento de contar las
varias sectas religiosas y políticas entre nosotros. Dijo que no sabía de
ninguna razón por la que los que abrigaban opiniones perjudiciales para el
público debiera obligárseles a cambiar, o no se les obligaba a ocultarlas. Y
del mismo modo que era tiranía que un gobierno exigiese lo primero, era
también una debilidad no imponer lo segundo; porque se puede consentir
que un hombre guarde venenos en su armario, pero no venderlos
públicamente como cordiales.
Comentó que entre las diversiones de nuestra nobleza y pequeña
aristocracia había citado yo los juegos de azar. Quiso saber a qué edad
empezaban a practicar normalmente esta diversión, y cuándo la
abandonaban; cuánto tiempo se les dedicaba; si alguna vez se apostaba tan
alto que afectara a sus fortunas. Si gente ruin y depravada, con habilidad y
destreza en ese arte, no podía conseguir grandes fortunas, y a veces tener a
nuestros mismos nobles en dependencia, así como habituarlos a compañías
ruines, apartarlos del cultivo de la inteligencia, y obligarlos, por las
pérdidas sufridas, a aprender y practicar en otros esa infame habilidad.
Se quedó totalmente asombrado ante la relación histórica que le hice
de nuestros asuntos durante el siglo último, y afirmó que eran sólo un
montón de conspiraciones, rebeliones, homicidios, matanzas,
revoluciones, destierros, efectos mucho peores que los que la avaricia, la
bandería, la hipocresía, la perfidia, la crueldad, la rabia, la locura, el odio,
la envidia, la lujuria, la malicia o la ambición podían producir.
Su majestad, en otra audiencia, se tomó la molestia de resumir cuanto
yo le había dicho; comparó las preguntas que había hecho con las
respuestas que yo le había dado; luego me cogió en sus manos y,
acariciándome suavemente, se expresó con estas palabras que no olvidaré
nunca, ni el tono con que las dijo: «Mi pequeño amigo Grildrig, me has
hecho el más admirable panegírico de tu país; has probado claramente que
la ignorancia, la ociosidad y el vicio son ingredientes idóneos para
capacitar a alguien para legislador; que las leyes las explican, interpretan y
aplican mejor aquellos cuyo interés y habilidad está en pervertirlas,
confundirlas y eludirlas. Observo entre vosotros ciertas líneas de una
institución que en su origen pudo ser tolerable; pero unas casi se han
borrado, y el resto las han emborronado y ensuciado las corrupciones. No
se ve, de todo lo que has dicho, que haga falta perfección alguna para
ocupar ningún puesto entre vosotros; mucho menos que los hombres sean
ennoblecidos por su virtud, que los sacerdotes sean ascendidos por su
piedad o saber, los soldados por su conducta o valor, los jueces por su
integridad, los senadores por el amor a su país, o los consejeros por su
prudencia y discreción. En cuanto a ti —prosiguió el rey—, que has
pasado la mayor parte de tu vida viajando, me inclino a esperar que hayas
escapado hasta aquí de los muchos vicios de tu país. Pero por lo que he
entendido de tu propia relación, y de las respuestas que con gran esfuerzo
he logrado sacarte y arrancarte, no puedo sino concluir que la mayoría de
tus compatriotas son la más perniciosa especie de sabandijas que la
Naturaleza ha permitido que se arrastre sobre la faz de la tierra».
Capítulo VII
Amor del autor a su país. Hace al rey una proposición muy
ventajosa, que es rechazada. Gran ignorancia del rey en
política. El saber en ese país es muy imperfecto y limitado.
Sus leyes, asuntos militares y partidos en el estado.
Al bajarme del asiento me rodeó una multitud; pero los que estaban más
cerca parecían personas de más calidad. Me miraron con todas las muestras
y manifestaciones de asombro; pero no lo estaba yo menos respecto de
ellos, ya que hasta entonces no había visto una raza de mortales tan
singular en cuanto a figura, atuendo y semblante. La cabeza la tenían todos
ladeada a la derecha o a la izquierda; un ojo lo teñían vuelto hacia dentro, y
el otro miraba directamente al cénit. Sus ropas externas estaban adornadas
con figuras de soles, lunas y estrellas que se entremezclaban con violines,
flautas, arpas, trompetas, guitarras, clavecines y multitud de instrumentos
musicales desconocidos en Europa. Observé que había muchos, aquí y allá,
con vestimenta de criados, con una vejiga hinchada atada al extremo de un
bastón corto, como un mayal, que llevaban en la mano. Cada vejiga
contenía una pequeña cantidad de guisantes secos, o pequeños guijarros —
como me informaron después—. Con estas vejigas golpeaban de vez en
cuando a los que tenían cerca en la boca o en las orejas, práctica cuyo
sentido no era capaz de hacerme la más remota idea; al parecer, el cerebro
de esta gente se abstrae de tal modo en especulaciones que no son capaces
de hablar ni prestar atención al discurso de otro, a menos que alguna acción
externa sobre sus órganos del habla o del oído les saque del
ensimismamiento; motivo por el cual las personas que pueden permitírselo
tienen siempre un zurrador (su denominación original es climenole) en la
familia, como un criado más, y nunca salen ni hacen una visita sin hacerse
acompañar por este. Y la función de tal agente es, cuando se reúnen dos o
tres personas, golpear suavemente con la vejiga en la boca al que debe
hablar, y en la oreja a aquel o aquellos a los que se dirige el hablante. Dicho
zurrador se dedica asimismo a acompañar diligentemente a su amo en sus
paseos, y a darle con suavidad de vez en cuando en los ojos, porque este se
halla siempre tan inmerso en meditaciones que corre claro peligro de
caerse en cada precipicio, y golpearse la cabeza con cada poste y, en las
calles, de arrojar a la gente, o la gente a él, al arroyo.
Era preciso dar al lector esta información, ya que sin ella se encontraría
en el mismo estado de perplejidad que yo, para entender el proceder de esta
gente, cuando me hicieron subir por la escalinata a la parte superior de la
isla, y de allí al palacio real. Mientras subíamos se olvidaron varias veces a
qué iban y me dejaron solo, hasta que los zurradores les despertaban la
memoria; porque no les decía absolutamente nada la visión de mi atuendo,
ni mi aspecto extranjero, ni los gritos del vulgo, cuyo pensamiento y
cerebro eran menos propensos a la concentración.
Finalmente entramos en el palacio, y nos dirigimos a la cámara de
audiencias, donde vi al rey sentado en su trono, acompañado de varias
personas principales a cada lado. Delante del trono había una gran mesa
llena de globos, esferas e instrumentos matemáticos de todas clases. Su
majestad no advirtió nuestra presencia, aunque nuestra entrada no dejó de
causar suficiente revuelo, al acudir todas las personas pertenecientes a la
corte. Pero en esos momentos se hallaba absorto en un problema, y tuvimos
que esperar lo menos una hora antes de que lograra resolverlo. Tenía junto a
él, a cada lado, un joven paje, cada uno con su zurriago en la mano, y al
notar que se quedaba alelado, uno de ellos le golpeó suavemente en la boca,
y el otro en la oreja derecha; a lo cual se sobresaltó como el que despierta
de súbito; y mirándome a mí, y a los que me acompañaban, se acordó del
motivo de nuestra llegada, de la que había sido informado previamente.
Dijo unas palabras, a lo que en seguida un mancebo con zurriago se llegó a
mí y me dio suavemente en la oreja derecha; pero yo le indiqué lo mejor
que pude con una seña que no hacía falta que usara de dicho instrumento; lo
que, como me enteré más tarde, hizo que su majestad y la corte entera se
formasen una opinión muy pobre de mi inteligencia. El rey, según pude
deducir, me hizo varias preguntas, y yo le hablé en todas las lenguas que
conocía. Cuando se hizo evidente que ni le comprendía ni era comprendido,
me condujeron, por orden suya, a un aposento de su palacio (este príncipe
destacaba sobre sus predecesores por su hospitalidad con los
desconocidos), donde me asignaron dos criados para que me asistiesen. Me
trajeron la comida, y cuatro personajes de calidad, a los que recordaba
haber visto muy cerca de la persona del rey, me honraron comiendo
conmigo. Nos trajeron dos servicios de tres platos cada uno. El primero
consistió en paletilla de cordero, cortada en forma de un triángulo
equilátero, un filete de vaca de forma romboidal y un budín cicloidal. El
segundo menú consistió en dos patos ensartados de manera que parecían
violines, salchichas con aspecto de flautas y oboes, y pecho de ternera en
forma de arpa. Los sirvientes nos cortaron el pan en conos, cilindros,
paralelogramos y otras figuras matemáticas.
Mientras comíamos tuve el atrevimiento de preguntar los nombres de
varias cosas en su lengua, y aquellos nobles personajes, con la ayuda de sus
zurradores, me contestaron de buen grado, esperando con ello que admirara
aún más su gran inteligencia, si lograban que conversara con ellos. Poco
después fui capaz de pedir pan, bebida y cualquier cosa que necesitara.
Después de comer se retiraron los que me habían acompañado, y se me
envió una persona, por orden del rey, asistida por un zurrador. Trajo consigo
pluma, tinta y papel, y tres o cuatro libros; y me dio a entender por señas
que había sido enviado para enseñarme la lengua. Estuvimos trabajando
cuatro horas, tiempo en el que escribí gran número de palabras, en
columnas, con su traducción enfrente; asimismo conseguí aprender varias
frases breves. Porque mi profesor ordenaba a uno de mis criados ir por
algo, darse la vuelta, saludar con la cabeza, sentarse, levantarse caminar y
cosas por el estilo. Luego lo escribía. También me mostró, en un libro las
figuras del sol, la luna, las estrellas, el zodíaco, los trópicos y los círculos
polares, junto con el nombre de muchas figuras planas y tridimensionales.
Me dio el nombre y la descripción de todos los instrumentos musicales, así
como los términos generales del arte de tocar cada uno de ellos. Cuando se
marchó, puse todas las palabras con su traducción por orden alfabético, y
así, en pocos días, con ayuda de mi fidelísima memoria, adquirí ciertas
nociones de su lengua.
La palabra que yo interpreto por isla volante o flotante es, en su
original Laputa, de la que no llegué a saber nunca la verdadera etimología.
Lap, en la vieja lengua arcaizante, significa «alto», y untuh «gobernador»,
términos de los que dicen que deriva, laputa por corrupción de lapuntuh.
Pero a mí no me convence esa etimología, ya que me parece algo forzada.
Me atreví a sugerir a los entendidos una teoría personal: que laputa era casi
lap outed; lap significaba propiamente el cabrilleo de los rayos del sol en el
mar; y outed «ala»; teoría que no obstante no pretendo imponer, sino que la
someto al lector juicioso.
Aquellos a los que el rey me había confiado, al observar lo mal vestido
que iba, hicieron venir un sastre a la mañana siguiente, a tomarme las
medidas para un traje. Este artesano hizo su trabajo de manera diferente de
como se trabaja dicho oficio en Europa. Primero me tomó la talla con un
cuadrante; luego, con regla y compases, describió las dimensiones y
contorno de todo mi cuerpo, pasándolo todo al papel; y a los seis días me
trajo la ropa muy mal confeccionada, y completamente deforme, porque
había equivocado una cifra en los cálculos. Pero, para mi consuelo,
comprobé que tales accidentes eran bastante frecuentes y poco tenidos en
cuenta.
Durante mi reclusión por falta de ropa, y por una indisposición que me
retuvo varios días más, amplié bastante mi diccionario; y cuando volví a
comparecer ante la corte, fui capaz de comprender muchas cosas que el rey
dijo, y contestar amablemente a algunas de sus preguntas. Su majestad
había dado orden de desplazar la isla hacia el noreste y este derecho, hasta
la vertical sobre Lagado, metrópoli del reino en tierra firme. Estaba a unas
noventa leguas de distancia, y nuestro viaje duró cuatro días y medio. No
noté en absoluto el movimiento progresivo que la isla efectuaba en el aire.
A la segunda mañana, hacia las once, el propio rey en persona, acompañado
de su nobleza, cortesanos y oficiales, una vez preparados todos los
instrumentos musicales, tocaron durante tres horas sin descanso, de manera
que acabé completamente atontado por el ruido; pero no tenía idea de su
significado, hasta que me lo explicó mi profesor. Dijo que la gente de la
isla tenía los oídos adaptados para oír la música de las esferas, que siempre
tocaban en determinados periodos, y en la corte estaban ahora dispuestos a
interpretar su parte con los instrumentos que más destacaran.
Durante el viaje a Lagado, la capital, su majestad ordenó detener la isla
sobre determinadas ciudades y pueblos, a fin de poder recoger las
peticiones de sus súbditos. Con tal objeto se bajaron varios bramantes con
pequeñas pesas en el extremo. La gente ataba sus peticiones a estos
bramantes, que eran subidos inmediatamente, como los papeles que los
escolares atan en el rabo de la cometa para estabilizarla. A veces
recibíamos vino y provisiones de abajo, que se subían con aparejos.
Los conocimientos que tenía de matemáticas me fueron de gran ayuda
para adquirir su fraseología, que dependía en gran medida de esa ciencia y
de la música; y en cuanto a esta última, no me era desconocida. Sus ideas
están continuamente haciendo referencia a líneas y figuras. Si por ejemplo
quieren alabar la belleza de una mujer, o de cualquier otro animal, la
describen como rombos, círculos, paralelogramos, elipses y demás
términos geométricos, o mediante términos sacados del arte de la música
que no hace falta repetir aquí. Observé en la cocina del rey toda suerte de
instrumentos matemáticos y musicales, según la figura que querían dar a
los asados que servían a la mesa de su majestad.
Sus casas están muy mal construidas, las paredes están inclinadas, y no
hay un solo ángulo recto en ningún aposento, defecto que proviene del
menosprecio en que tienen la geometría práctica por considerarla vulgar y
mecánica; las instrucciones que dan son demasiado elevadas para el
entendimiento de sus trabajadores, que cometen continuos errores. Y
aunque son bastante diestros sobre una hoja de papel con el manejo de la
regla, el lápiz y el compás, aunque en las actividades corrientes y en la vida
cotidiana no he visto gente más torpe, tosca y desmañada, ni más lenta y
perpleja en sus ideas respecto a todos los terrenos, salvo el de las
matemáticas y la música. Son muy malos razonadores, y muy dados a
polemizar, menos cuando su opinión es la correcta, lo que ocurre rara vez.
La imaginación, la fantasía y la invención les son totalmente ajenas, y no
existen en su lengua términos con que expresar esas ideas; todo el ámbito
de su pensamiento y de su entendimiento se circunscribe a las dos
mencionadas ciencias.
Casi todos, y en especial los que se relacionan con la parte astronómica,
poseen una gran fe en la astrología judiciaria, aunque les da vergüenza
reconocerlo en público. Pero lo que yo admiraba principalmente, y me
parecía de lo más inexplicable, era la fuerte propensión que observé en
ellos hacia las noticias y la política, ya que estaban siempre inquiriendo
sobre los asuntos públicos, emitiendo juicios sobre cuestiones de estado, y
discutiendo apasionadamente cada pulgada de opinión de los partidos. He
observado, desde luego, la misma disposición en la mayoría de los
matemáticos de Europa que he conocido, aunque jamás he logrado
encontrar la menor analogía entre las dos ciencias; a no ser que esta gente
crea que por el hecho de que el más pequeño círculo tenga los mismos
grados que el más grande, la regulación y gobierno del mundo no requieren
más habilidad que la de manejar y hacer girar un globo terráqueo: aunque
creo que esa tendencia proviene de una debilidad muy común de la
naturaleza humana, que nos inclina a ser más curiosos y vanidosos en
materias con las que tenemos relación, y para las que, por estudio o por
naturaleza, estamos menos preparados.
Esta gente es presa de continuas inquietudes, y jamás disfruta de un
minuto de paz interior; y sus tribulaciones provienen de causas que afectan
poco al resto de los mortales. Sus temores se deben a diversos cambios que
puedan acontecer a los cuerpos celestes. Por ejemplo, que la tierra, debido a
los continuos acercamientos del sol, sea absorbida o tragada por este en el
transcurso del tiempo; que la faz del sol quede poco a poco recubierta de
una costra de sus propios efluvios, y deje de iluminar al mundo; que la
tierra se ha librado por muy poco de que la barriera la cola del último
cometa, lo que infaliblemente la habría reducido a cenizas; y que el cometa
siguiente, que han calculado que pasará dentro de treinta y un años, nos
destruirá con toda probabilidad. Porque, si en su perihelio se acercase a
determinada distancia del sol (como tienen motivos para temer, según sus
cálculos), adquirirá un grado de calor diez mil veces más intenso que el del
hierro al rojo; y al irse del sol, llevará una cola llameante un millón catorce
millas de larga; con lo que si la tierra pasase a la distancia de cien mil
millas del núcleo, o principal cuerpo del cometa, se inflamaría y se
reduciría a cenizas; que el sol, al emitir sus rayos diariamente sin ningún
nutriente que lo alimente, se consumirá y se apagará por completo, lo cual
irá acompañado de la destrucción de esta tierra y de todos los planetas que
reciben su luz de él.
Están tan perpetuamente alarmados con el temor de estos y parecidos
peligros inminentes que no pueden ni dormir tranquilamente en la cama, ni
disfrutar de placeres o diversiones corrientes de la vida. Cuando se
encuentran con un conocido por la mañana, la primera pregunta es sobre la
salud del sol, qué aspecto tenía a la puesta y a la salida, y qué esperanzas
hay de esquivar el choque con el cometa que se aproxima. Esta
conversación suelen abordarla con el mismo ánimo que los chicos cuando
se deleitan oyendo historias terribles de espíritus y duendes, que las
escuchan embelesados, y no quieren irse a la cama por miedo.
Las mujeres de la isla son muy pletóricas; desdeñan a sus maridos, y les
gustan extraordinariamente los forasteros, de los que siempre hay muchos
del continente de abajo, que acuden a la corte, bien por asuntos de las
diversas ciudades y ayuntamientos, o por cuestiones particulares; aunque
son menospreciados porque carecen del talento de los de arriba. Las damas
escogen entre estos a sus galanes; pero lo irritante es que actúan con
demasiado descaro y seguridad, porque el marido está siempre embebido
en sus meditaciones, de manera que esposa y amante pueden entregarse a
las mayores familiaridades en su cara, con tal que él esté provisto de papel
y utensilios, y no tenga al zurrador a su lado.
Las esposas e hijas lamentan su confinamiento en la isla, aunque la
consideran el lugar más delicioso de la tierra; y aunque viven aquí en
medio de la mayor abundancia y magnificencia, y se les permite hacer lo
que les plazca, anhelan ver mundo y divertirse en la metrópoli, cosa que no
pueden hacer sin un permiso especial del rey; lo que no es fácil de obtener,
porque la gente de calidad ha comprobado por frecuentes experiencias cuán
difícil es convencer a sus esposas de que regresen de abajo. Y me contaron
que una gran dama de la corte, que tenía varios hijos y estaba casada con el
primer ministro, el hombre más rico del reino, muy gallardo de persona,
sumamente enamorado de ella, y dueño del palacio más hermoso de la isla,
bajó a Lagado, con un pretexto de salud, y se ocultó allí varios meses, hasta
que el rey dio orden de buscarla, y la hallaron en un figón oscuro, vestida
con harapos porque había empeñado las ropas para mantener a un lacayo
viejo y deforme que le pegaba diariamente, y de cuyo lado la arrancaron
muy contra su voluntad. Y aunque su marido la recibió con toda
benevolencia, y sin el más mínimo reproche, no tardó ella en arreglárselas
para bajar furtivamente otra vez, con todas sus joyas, a reunirse con el
mismo galán, y desde entonces no se ha sabido nada de ella.
Quizá le parezca esto al lector más una historia europea o inglesa, que
un sucedido de un país tan remoto. Pero debe tener en cuenta que los
caprichos femeninos no están limitados por ningún clima ni nación, y que
son mucho más uniformes de lo que fácilmente cabe imaginar.
En espacio de un mes conseguí un relativo dominio de su lengua, y era
capaz de contestar a las preguntas del rey, cuando tenía el honor de
acompañarle. Su majestad no mostraba la más mínima curiosidad por las
leyes, gobierno, historia, religión y costumbres de los países en los que yo
había estado, sino que limitaba sus preguntas a la situación de las
matemáticas, y acogía la explicación que yo le daba con gran desdén e
indiferencia; aunque a menudo lo despertaban los zurradores que tenía a
cada lado.
Capítulo III
Solución de un fenómeno por la filosofía y la astronomía
modernas. Grandes avances de los laputanos en esta
última. Método del rey para sofocar insurrecciones.
Pedí permiso a este príncipe para ver las curiosidades de la isla, cosa que
él graciosamente se dignó concederme, y ordenó a mi profesor que me
acompañase. Yo quería sobre todo saber a qué causa artificial o natural
debía sus diversos movimientos, de lo que paso ahora a dar una
explicación filosófica al lector.
La isla volante, o flotante, es totalmente circular, de un diámetro de
7.837 yardas, o unas cuatro millas y media, y por consiguiente abarca diez
mil acres. Tiene trescientas yardas de grosor. Su parte inferior, o base,
visible a los que la miran desde abajo, es una placa de diamante que se
alza a una altura de doscientas yardas. Sobre ella se encuentran los
diversos minerales en su orden habitual, y encima de todo hay un manto de
rica tierra vegetal de diez o doce pies de espesor. El declive de la
superficie de arriba, desde la circunferencia al centro, es la causa natural
de que el rocío y la lluvia que cae sobre la isla discurran en arroyuelos
hacia el centro, donde desaguan en cuatro anchas charcas, cada una de
media milla de perímetro, y a unas doscientas yardas del centro. Durante
el día el sol evapora continuamente el agua de estas charcas, lo que impide
que se desborden. Además, como el monarca tiene poder para elevar la isla
por encima de la región de las nubes y los vapores, puede impedir cuando
quiera que caigan rocío o lluvia. Porque las nubes no pueden elevarse más
de dos millas, como reconocen los naturalistas; al menos no se sabe que
haya ocurrido nunca en ese país.
En el centro de la isla hay una sima de unas cincuenta yardas de
diámetro, por la que descienden los astrónomos a un gran domo, llamado
Flan dona Gagnole, o Cueva del Astrónomo, situado a la profundidad de
cien yardas bajo la cara superior del diamante. En esta cueva hay veinte
lámparas continuamente encendidas que, mediante la reflexión del
diamante, arrojan una fuerte luz en todas direcciones. El lugar está
provisto de numerosos sextantes, cuadrantes, telescopios, astrolabios y
otros instrumentos astronómicos. Pero la curiosidad más grande, de la que
depende el destino de la isla, es una magnetita de tamaño prodigioso, cuya
forma se parece a una lanzadera. Tiene una longitud de seis yardas, y en la
parte más gruesa más de tres yardas lo menos. Este imán está sostenido
por un eje de diamante que lo atraviesa por el centro, sobre el cual gira, y
conserva un equilibrio tal que la mano más débil la puede hacer girar. Está
alojado en un cilindro hueco de diamante, de cuatro pies de alto, otros
tantos de ancho, y doce yardas de diámetro, colocado horizontalmente, y
sostenido por ocho pies de diamante, cada uno de seis yardas de alto. En el
centro de su cara cóncava tiene un surco de doce pulgadas de profundidad,
en el que van los extremos del eje, y gira por él llegado el momento.
Ninguna fuerza puede quitar la piedra de su sitio, porque el anillo y las
patas forman un todo con el cuerpo de diamante que constituye la base de
la isla.
Por medio de esta magnetita se hace que la isla baje o suba, y se
desplace de un lugar a otro. Porque, respecto a la parte de la tierra sobre la
que el monarca preside, la piedra está dotada, en uno de sus extremos, de
una fuerza de atracción, y en el otro, de repulsión. Colocando vertical la
piedra imán, con el extremo de atracción hacia la tierra, la isla desciende;
pero si se apunta hacia abajo el extremo repelente, la isla asciende
rápidamente en línea recta. Cuando la posición de la piedra es oblicua, el
movimiento de la isla es oblicuo también. Porque en esta magnetita las
fuerzas siempre actúan en líneas paralelas a su dirección.
Con este desplazamiento oblicuo dirigen la isla a distintas regiones de
los dominios del monarca. Para explicar la manera de este desplazamiento,
supongamos que A B representan una línea que cruza los dominios de
Balnibarbi, y que la línea c d representa la magnetita, de la que d, vamos a
suponer, es el extremo repelente, y c el atrayente, y que la isla está sobre
C; ahora supongamos que la piedra se coloca en posición c d, con su
extremo repelente hacia abajo: la isla se elevará oblicuamente hacia D;
una vez que ha llegado a D, giramos la piedra sobre su eje hasta que el
extremo atrayente apunta a E, y la isla se desplazará oblicuamente hacia E;
donde, si la piedra vuelve a girar sobre su eje, hasta colocarse en posición
E F, con la punta repelente hacia abajo, la isla se elevará oblicuamente
hacia F, desde donde, al dirigir el extremo atrayente hacia G, se la puede
desplazar a G, y de G a H, haciendo girar la piedra hasta hacer que el
extremo repelente apunte directamente hacia abajo. Y así, cambiando la
posición de la piedra las veces necesarias, se hace subir y bajar la isla
alternativamente en una trayectoria oblicua, y por estas subidas y bajadas
alternas (la oblicuidad no es considerable) se desplaza de una región a otra
de los dominios.
Pero hay que decir que esta isla no puede sobrepasar los límites de los
dominios de abajo, ni elevarse por encima de las cuatro millas. Esto los
astrónomos (que han escrito gruesos tratados sobre la piedra) lo atribuyen
a la siguiente causa: que la virtud magnética no se extiende más allá de la
distancia de cuatro millas y que el mineral que actúa sobre la piedra en las
entrañas de la tierra y en el mar, hasta unas seis leguas fuera de la costa,
no se halla extendido por todo el globo, sino que termina en los límites de
los dominios del rey; y era fácil para un príncipe, con la gran ventaja de
tan superior posición, someter a la obediencia a cualquier región que
estuviese dentro de la zona de atracción del imán.
Cuando se coloca la piedra paralela al plano del horizonte, la isla se
queda inmóvil; porque en ese caso sus extremos, al estar a igual distancia
de la tierra, actúan con igual fuerza, el uno atrayendo hacia abajo, el otro
empujando hacia arriba, y por consiguiente no se produce ningún
movimiento.
Esta magnetita está bajo el cuidado de ciertos astrónomos que, de vez
en cuando le dan la posición que el monarca les ordena. Pasan la mayor
parte de sus vidas observando los cuerpos celestes, lo que hacen con ayuda
de lentes muchísimo más potentes que las nuestras. Porque aunque sus
telescopios más grandes no sobrepasan los tres pies, amplían infinitamente
más que los nuestros de cien yardas, a la vez que muestran las estrellas
con mucha más claridad. Esta ventaja les ha permitido extender los
descubrimientos bastante más que nuestros astrónomos europeos; porque
han elaborado un catálogo de diez mil estrellas fijas, mientras que los
nuestros más completos sólo registran una tercera parte. Han descubierto
asimismo dos estrellas menores, o «satélites», que orbitan alrededor de
Marte, de los que el interior dista del centro del planeta primario
exactamente tres diámetros suyos, y el exterior cinco; el primero describe
su órbita en espacio de diez horas, y el segundo en veinticuatro y media;
de manera que el cuadrado de sus tiempos periódicos es más o menos
proporcional al cubo de su distancia al centro de Marte, lo que
evidentemente demuestra que están gobernados por la misma ley de
gravitación que influye en el resto de los cuerpos celestes.
Han descubierto noventa y tres cometas diferentes. Si es verdad eso (y
ellos afirman con gran seguridad que lo es), sería muy de desear que
hicieran públicas sus observaciones, por donde la teoría de los cometas,
que en la actualidad es muy floja y defectuosa, podría llevarse a la
perfección de otras áreas de la astronomía.
El rey sería el príncipe más absoluto del universo si consiguiese que se
le uniera un cuerpo de ministros; pero estos tienen sus posesiones abajo en
el continente, y considerando que el cargo de favorito es un puesto muy
inseguro, nunca consentirán que se esclavice su país.
Si una ciudad se lanza a una rebelión o motín, promueve tumultos
violentos o se niega a pagar el tributo habitual, el rey tiene dos formas de
reducirla a la obediencia. El primero y más suave procedimiento es
estacionar la isla sobre esa ciudad y las tierras de alrededor, con lo que las
privará del beneficio del sol y de la lluvia, y consiguientemente afligirá a
los habitantes con la escasez y las enfermedades. Y si el delito lo merece,
descargará al mismo tiempo sobre ellos una lluvia de grandes piedras,
contra la que no tendrán otro modo de protegerse que refugiándose en
cuevas o sótanos, mientras se hunden y derrumban los tejados de sus
casas. Pero si persisten en su obstinación, o se les ocurre sublevarse, pasa
al último remedio, consistente en dejar caer la isla directamente sobre sus
cabezas, lo que causa la destrucción total de casas y hombres. Sin
embargo, este es un extremo al que rara vez se ve obligado el príncipe a
recurrir, ni desde luego desea poner en práctica: tampoco sus ministros se
atreven a aconsejarle una acción que, al hacerlos odiosos a los ojos del
pueblo, acarrearía gran daño a sus propias posesiones, que tienen abajo
porque la isla es propiedad del rey.
Pero aún hay una razón de más peso por la que los reyes de este país
han sido siempre contrarios a aplicar tan terrible medida, si no es por la
más absoluta necesidad: que si el pueblo que quiere destruir tuviese
peñascos, como suele ser el caso de las grandes ciudades, situación
probablemente escogida desde el principio con idea de impedir tal
catástrofe, o abundase en torres de campanario, o en columnas de piedra,
una súbita caída podría poner en peligro el fondo o base de la isla, ya que
aunque es, como he dicho, un solo diamante de doscientas yardas de
grosor, podría agrietarse con tan fuerte golpe, o resquebrajarse al acercarse
demasiado a los fuegos de las casas de abajo, como le ocurre a menudo a
la base de hierro o de piedra de nuestras chimeneas. De todo lo cual está
bien informada la gente, y sabe hasta dónde llevar su porfía tocante a su
libertad y sus bienes. Y el rey, cuando se le desafía en exceso, ordena que
la isla descienda con gran suavidad, como si simulase cariño hacia su
pueblo; aunque en realidad es por temor a que se raje la base diamantina;
en cuyo caso, es opinión de todos sus filósofos que la magnetita no podría
sostenerla en alto, y la masa entera se vendría al suelo.
Unos tres años antes de mi llegada entre ellos, mientras el rey
sobrevolaba sus dominios, ocurrió un accidente que casi puso punto final
al destino de esa monarquía, al menos según se halla actualmente
constituida. Lindalino, segunda ciudad del reino, fue la primera que su
majestad visitó en su recorrido. Tres días después de abandonarla, los
habitantes, que a menudo se quejaban de sufrir grandes opresiones,
cerraron las puertas de la ciudad, detuvieron al gobernador, y con increíble
rapidez y trabajo erigieron cuatro grandes torres, una en cada esquina de la
ciudad (que es un cuadrado exacto) igual de altas que un peñasco
puntiagudo que se alza justo en el centro de la ciudad. Encima de cada
torre, y también del peñasco, colocaron una gran magnetita; y por si
fallaba este plan, pusieron gran cantidad del combustible más inflamable,
con el propósito de hacer estallar la base diamantina de la isla si el recurso
de las magnetitas salía mal.
El rey no tuvo cabal noticia de que los lindalineses se habían
sublevado hasta ocho meses después. Entonces mandó situar la isla encima
de la ciudad. La gente se había puesto de acuerdo y había almacenado
provisiones, y un gran río atravesaba el centro de la ciudad. El rey estuvo
estacionado encima de ellos varios días para privarles del sol y de la
lluvia. Mandó que se bajasen multitud de bramantes, pero nadie quiso
mandarle peticiones; sino, en vez de eso, osadas exigencias, reparaciones
de agravios, grandes exenciones, poder elegir a su gobernador, y otros
excesos. A lo cual su majestad ordenó a los habitantes de la isla que
arrojasen grandes piedras desde la galería más baja a la ciudad; pero los
ciudadanos se habían preparado para este daño trasladándose con sus
efectos a las cuatro torres y otros edificios fuertes, y a las cámaras
subterráneas.
El rey, decidido ahora a someter a este pueblo orgulloso, ordenó hacer
descender la isla suavemente hasta cuarenta yardas del coronamiento de
las torres. Se hizo así; pero los funcionarios encargados de estas
operaciones hallaron que el descenso se efectuaba más deprisa de lo
habitual, y girando la magnetita lograron, no sin gran dificultad,
mantenerla en una posición estable; pero notaron que la isla tendía a caer.
Se envió inmediata información de esta asombrosa novedad y pidieron
permiso a su majestad para elevar más la isla; accedió el rey, se convocó
un consejo general, y se ordenó a los funcionarios de la magnetita que
estuviesen presentes. Se concedió permiso a uno de los expertos más
viejos para que intentase un experimento. Cogió una cuerda resistente de
cien yardas, y tras elevar la isla más arriba de la fuerza de atracción que
sentían, ató en el extremo del cordel un trozo de diamante que tenía
mezcla de mineral del hierro, de la misma naturaleza que el de la base o
superficie inferior de la isla, y desde la galería más baja fue soltándolo
poco a poco hacia el coronamiento de una torre. No había bajado aún el
diamante cuatro yardas, cuando el funcionario sintió que era atraído
fuertemente hacia abajo, al extremo de que le resultaba muy difícil
recobrarlo. Entonces arrojó varios trozos pequeños de diamante, y observó
que todos eran atraídos violentamente por la cima de la torre. Hizo el
mismo experimento en las otras tres, y en el peñasco, con el mismo efecto.
Este incidente desbarató por entero las medidas del rey, por lo que —
para no alargarnos en más detalles— se vio forzado a conceder a la ciudad
las condiciones que pedía.
Un importante ministro me aseguró que si la isla hubiera bajado tanto
sobre la ciudad que no hubiese podido elevarse, los ciudadanos estaban
decididos a fijarla para siempre, matar al rey y a todos sus funcionarios, y
cambiar enteramente el gobierno.
Por una ley fundamental de este reino, ni al rey ni a ninguno de sus dos
hijos mayores les está permitido abandonar la isla, ni a la reina hasta que
haya pasado su edad de fecundidad.
Capítulo IV
El autor abandona Laputa, es llevado a Balnibarbi, llega a
la metrópoli. Descripción de la metrópoli y alrededores. El
autor es hospitalariamente acogido por un gran señor. Su
conversación con dicho señor.
Aunque no puedo decir que recibiera mal trato en esta isla, debo confesar
que me sentía demasiado ignorado, y en cierto modo menospreciado.
Porque ni el príncipe ni la gente parecían tener curiosidad por ninguna
área del saber, salvo las matemáticas y la música, en las que yo estaba
muy por debajo de su nivel; y por esa razón se me tenía muy poco
considerado.
Por otra parte, una vez vistas todas las curiosidades de la isla, tenía
muchas ganas de abandonarla, ya que estaba bastante cansado de esa
gente. Eran, desde luego, excelentes en dos ciencias que tengo en gran
estima, y de las que no carezco de nociones, pero al mismo tiempo son tan
abstraídos y están tan absortos en sus especulaciones que como compañía
jamás he conocido a nadie más antipático. Durante los dos meses de mi
estancia allí sólo conversé con mujeres, comerciantes, zurradores y pajes
de la corte, por lo que al final me sentí claramente despreciado; sin
embargo, esta gente fue la única de la que pude recibir respuesta
razonable.
Había conseguido con arduo estudio un buen nivel de conocimientos
de su lengua; estaba cansado de vivir confinado en una isla donde recibía
tan poco favor, y resolví abandonarla a la primera ocasión.
Había un gran señor en la corte, muy cercano al rey y, por ese solo
motivo, tratado con respeto. Se le consideraba de manera general como la
persona más ignorante y estúpida de todos ellos. Había prestado muchos y
destacados servicios a la corona, tenía grandes cualidades naturales y
adquiridas, y lo adornaban la integridad y el sentido del honor; pero tenía
tan mal oído para la música que sus detractores contaban que a menudo
marcaba el compás donde no correspondía. Los profesores no habían
conseguido sino con mucha dificultad enseñarle a demostrar la más
sencilla proposición matemática. Y se dignaba tener multitud de
atenciones conmigo; a menudo me honraba con su visita, me pedía que le
hablase de las cosas de Europa, de las leyes y las costumbres, de los
hábitos y educación de los diversos países que yo había visitado. Y me
escuchaba con gran atención, y hacía muy atinados comentarios sobre
cuanto yo decía. Le tenían asignados dos zurradores, pero nunca hacía uso
de ellos, salvo en la corte y en las visitas de ceremonia; y cuando
estábamos a solas los dos les mandaba siempre que se retirasen.
A este ilustre personaje le rogué que intercediera por mí ante su
majestad para que me concediese licencia para irme, cosa que hizo con
pesar, como tuvo a bien contarme; porque, efectivamente, me había hecho
muchos y muy ventajosos ofrecimientos que, no obstante, rechacé
manifestándole todo mi agradecimiento.
El día 16 de febrero me despedí de su majestad y de la corte. El rey me
hizo un regalo por valor de unas doscientas libras inglesas, y mi protector,
pariente suyo, otro igual, junto con una carta de recomendación para un
amigo suyo de Lagado, la metrópoli; dado que la isla se hallaba sobre una
montaña a unas dos millas de ella, me bajaron de la galería inferior de la
misma manera que habían subido.
El continente, la parte sometida al monarca de la Isla Volante, recibe el
nombre general de Balnibarbi; y la metrópoli, como ya he dicho, se llama
Lagado. Sentí cierta satisfacción al encontrarme en suelo firme. Me dirigí
a la ciudad sin preocupación, vestido como los del país, y suficientemente
preparado para entenderme con ellos. No tardé en dar con el domicilio de
la persona a la que iba recomendado; presenté la carta de su amigo el
grande de la isla, y fui recibido con toda amabilidad. Este gran señor,
llamado Munodi, ordenó que preparasen para mí un aposento en su propia
casa, donde seguí alojado durante mi estancia, y fui acogido de la manera
más hospitalaria.
A la mañana siguiente de mi llegada me llevó en su faetón a ver la
ciudad, que es como la mitad de Londres, aunque los edificios son de una
construcción muy rara, y la mayoría no tienen arreglo. La gente de las
calles caminaba deprisa, con expresión extraviada, la mirada fija y las
ropas harapientas por lo general. Cruzamos una de las puertas de la ciudad
y salimos unas tres millas hacia el campo, donde vi muchos campesinos
trabajando la tierra con varias clases de aperos; pero no conseguía adivinar
qué hacían exactamente; tampoco notaba que hubiese vestigios de cereal o
de hierba, aunque el suelo parecía excelente. No podía por menos de
admirar el singular aspecto de la ciudad y el campo; y armándome de
osadía, pedí a mi guía que me explicase qué significaba tanto afán como
denotaban las cabezas, las manos y los rostros en las calles y en el campo,
porque no veía que produjesen ningún buen efecto, sino al contrario, nunca
había visto una tierra tan mal cultivada, ni unas casas tan mal diseñadas y
ruinosas, ni una gente cuyos semblantes e indumentaria reflejaran tanta
necesidad y miseria.
Este lord Munodi era una persona de primera categoría, y hacía unos
años que era gobernador de Lagado; pero una camarilla de ministros lo
había destituido por incompetente. No obstante, el rey lo trataba con
afecto, como a una persona honesta, aunque de escasa y desdeñable
inteligencia.
Cuando le hice esa franca censura del país y sus habitantes, me dijo
por toda respuesta que no llevaba viviendo entre ellos el tiempo suficiente
para formarme un juicio, y que las diferentes naciones del mundo tenían
diferentes costumbres, con algún otro tópico del mismo tenor. Pero cuando
regresamos a su palacio me preguntó qué me parecía el edificio, qué
absurdos observaba, y qué pegas encontraba a la indumentaria y aspecto de
la servidumbre. Podía preguntar sin temor, porque todo a su alrededor era
magnífico, ordenado y distinguido. Contesté que la prudencia, la calidad y
la fortuna de su excelencia le habían evitado caer en los defectos que la
insensatez y la miseria habían producido en otros. Entonces me dijo que si
lo acompañaba a su casa de campo, a unas veinte millas, donde tenía su
alquería estaríamos más a gusto para esta clase de conversación. Dije a su
excelencia que me considerase a su entera disposición; y allí nos dirigimos
a la mañana siguiente.
Durante el trayecto me hizo observar los diversos métodos que los
labradores utilizaban para trabajar su tierra, para mí totalmente
inexplicables; porque, salvo en poquísimos lugares, no descubrí una sola
espiga de trigo ni hoja de hierba. Pero cuando ya llevábamos tres horas de
viaje, el paisaje cambió por completo; entramos en una comarca de lo más
hermosa; con casas de agricultores a poca distancia unas de otras,
esmeradamente construidas, los campos cercados con viñedos, trigales y
pastos. No recuerdo haber visto un escenario más encantador. Su
excelencia observó que se me iluminaba el semblante; y me dijo, con un
suspiro, que aquí empezaba su propiedad, y que continuaría igual hasta
que llegáramos a la casa. Que sus compatriotas lo ridiculizaban y
menospreciaban porque no llevaba mejor sus intereses, y por dar tan mal
ejemplo al reino, el cual seguían muy pocos, sólo los viejos, los tercos y
los débiles como él.
Llegamos finalmente a la casa, que efectivamente era un noble
edificio, construido según las mejores reglas de la antigua arquitectura.
Las fuentes, jardines, paseos, avenidas y arboledas, estaban dispuestos con
exquisito gusto y discernimiento. Yo le alababa debidamente todo lo que
veía, pero su excelencia no hizo el menor comentario hasta después de la
cena, momento en que, sin la presencia de terceros, me contó con
expresión triste que creía que debía derribar su casa de la ciudad y la del
campo, y volverlas a hacer conforme a la moda actual, destruir los cultivos
e iniciar otros según dictaba la moderna usanza; y dar las mismas
instrucciones a sus colonos, si no quería que le tildasen de orgulloso,
extravagante, afectado, ignorante, caprichoso, y aumentar quizá el
desagrado de su majestad.
Que la admiración que parecía suscitar en mí cesaría, o disminuiría,
cuando me informase de algunos detalles, de los que probablemente no
había oído hablar en la corte, dado que la gente allí andaba demasiado
absorta en sus propias meditaciones para hacer caso de lo que ocurría aquí
abajo.
La sustancia de su discurso fue la siguiente: que hacía unos cuarenta
años, ciertas personas subieron a Laputa, bien por negocios o bien por
diversión, y tras cinco meses de estancia, regresaron con muy pocos
conocimientos de matemáticas, pero llenos de espíritu volátil adquirido en
esa región aérea. Que estas personas, a su vuelta, empezaron a mostrar
desagrado por la manera con que se hacía todo aquí abajo, y a hacer planes
para fundamentar las artes, las ciencias, las lenguas y la mecánica sobre
una nueva base. Con este fin solicitaron un privilegio real para crear en
Lagado una academia de PROYECTISTAS; y tan fuertemente se impuso el
capricho en la gente, que no hay pueblo de importancia en el reino que no
tenga tal academia. En estos colegios, los profesores elaboran nuevos
sistemas y modelos de construcción y de agricultura, así como nuevas
herramientas e instrumentos para todas las profesiones y oficios con los
que, como ellos prometen, un hombre realizará el trabajo de diez. En una
semana se puede erigir un palacio con materiales tan resistentes que
pueden durar eternamente sin necesidad de reparación; los frutos de la
tierra madurarán en la época del año que se quiera, y su producción
aumentará cien veces la de ahora; así como una infinidad de venturosas
propuestas más. El único inconveniente es que ninguno de estos proyectos
se ha llevado todavía a la perfección; y entretanto, el campo entero
permanece lamentablemente yermo, las casas se hallan en ruinas y la
gente se encuentra sin ropas y sin alimentos. Ante esto, en vez de
desanimarse, se muestran cincuenta veces más encendidamente
empeñados en proseguir sus proyectos, igualmente empujados por la
esperanza y la desesperación. Que en cuanto a él, que no era de espíritu
emprendedor, se contentaba con seguir los métodos antiguos, vivir en las
casas que sus antecesores habían construido, y comportarse como se
habían comportado ellos en todas las facetas de la vida sin introducir
innovaciones. Que otras personas de calidad y de la aristocracia habían
hecho lo mismo, aunque se las miraba con menosprecio y aversión, como
enemigas del arte, ignorantes, y contrarias al bienestar común, que
prefieren su propia comodidad y apatía al progreso general de su país.
Su señoría añadió que de ninguna manera quería estropear con más
detalles el placer que sin duda me proporcionaría visitar la gran academia,
a la que estaba dispuesto a llevarme. Y se limitó a indicarme que me fijase
en un edificio en ruinas que había en la ladera de una montaña, a unas tres
millas de distancia, del que me contó lo siguiente: que él tenía un molino
muy práctico a media milla de su casa, movido por un brazal de un gran
río, suficiente para su familia, así como para gran número de colonos. Que
hacía siete años, una comitiva de estos proyectistas fueron a verlo, con la
oferta de demoler dicho molino, y construir otro en la ladera de esa
montaña, en cuyo lomo habría que excavar un canal largo para depósito de
agua, que habría que conducir mediante tuberías e ingenios para abastecer
al molino; porque el viento y el aire en esas alturas agitaban el agua, con
lo que la hacían más apta para el movimiento, y porque al bajar por la
pendiente harían girar el molino con la mitad del caudal de un río, cuyo
curso discurre más llano. Dijo que como en aquel entonces no estaba muy
bien con la corte, y lo presionaban muchos amigos, accedió a dicha
proposición; y después de tener trabajando a un centenar de hombres
durante dos años, la obra fracasó, y los proyectistas se fueron —echándole
toda la culpa a él y denostándolo desde entonces— a incordiar a otros con
el mismo experimento, con iguales garantías de éxito, y con igual
resultado.
Unos días después volvimos a la ciudad; y su excelencia, consciente de
la mala reputación que tenía en la academia, no quiso acompañarme, sino
que me recomendó a un amigo suyo para que lo hiciese. Milord se
complació en presentarme como un gran admirador de proyectos, y
persona de mucha curiosidad y fácil de convencer; lo que, desde luego, no
dejaba de ser verdad; porque en mis tiempos mozos había sido proyectista
en cierto modo.
Capítulo V
Se permite al autor visitar la Ilustre Academia de Lagado.
Amplia descripción de la Academia. Artes a las que en ella
se dedican los profesores.
El continente del que forma parte este reino se extiende, como tengo
motivos para creer, hacia el este de esa región desconocida de América, al
oeste de California y norte del Océano Pacífico, y no distará más de unas
ciento cincuenta millas de Lagado; hay allí un buen puerto, y abundante
comercio con la gran isla de Luggnagg, situada al noroeste unos 29 grados
latitud norte, y 140 de longitud. Esta isla de Luggnagg se encuentra al
sureste de Japón, a unas cien leguas de distancia. Hay una estrecha alianza
entre el emperador japonés y el rey de Luggnagg, lo que proporciona
numerosas ocasiones para navegar de una isla a la otra. Así que decidí
dirigir mis pasos en esa dirección a fin de regresar a Europa. Alquilé dos
mulas con un guía para que me mostrara el camino y llevara mi pequeño
equipaje. Me despedí de mi noble protector, que tanto favor me había
dispensado, y me hizo un espléndido regalo a mi partida.
Hice el viaje sin percances ni aventuras dignos de reseñar. Al llegar al
puerto de Maldonada (que así se llama), no había en él ningún barco con
destino a Luggnagg, ni parecía que fuera a haberlo durante algún tiempo.
La ciudad es más o menos como Portsmouth de grande. No tardé en
conocer gente, y fui muy hospitalariamente acogido. Un distinguido
caballero me dijo que dado que no habría aparejados barcos con destino a
Luggnagg no hasta dentro de un mes, quizá no fuera mala distracción
efectuar una excursión a la pequeña isla de Glubbdubdrib, unas cinco
leguas al suroeste. Se ofrecieron a acompañarme él y un amigo, y dijeron
que me proporcionarían un pequeño velero para el viaje.
Glubbdubdrib, según yo interpreto la palabra, significa Isla de
Hechiceros o Magos. Su tamaño es como un tercio de la isla de Wight, y
es extremadamente feraz; está gobernada por el jefe de cierta tribu, en la
que todos son magos. En dicha tribu sólo se casan entre sí, y el de más
edad, por riguroso orden, es príncipe o gobernador; tiene un noble palacio,
y un parque de unos tres mil acres, rodeado por un muro de sillares, de
veinte pies de alto. En este parque hay varios pequeños cercados para
ganado, cereal y huerta.
El gobernador y su familia son atendidos y servidos por criados de una
clase algo inusual porque, dado su dominio de las artes necrománticas, son
capaces de llamar a quien le place de entre los muertos, y tenerlo a su
servicio durante veinticuatro horas, aunque no más; tampoco puede volver
a llamar a la misma persona durante tres meses, salvo en ocasiones
sumamente excepcionales.
Cuando llegamos a la isla, que fue hacia las once de la mañana, uno de
los caballeros que me acompañaban fue al gobernador y solicitó permiso
para introducir a un extranjero que llegaba con el deseo de tener el honor
de ser recibido por su alteza. Se le concedió inmediatamente, y cruzamos
las tres puertas del palacio entre dos filas de soldados, armados y vestidos
de manera extrañísima, y con unos semblantes que me erizaron la carne y
me produjeron un horror que no soy capaz de expresar. Cruzamos varios
aposentos, entre criados del mismo estilo, alineados a uno y otro lado
como los soldados, hasta que llegamos a la cámara de audiencias donde,
efectuadas tres profundas reverencias, y tras unas preguntas generales, se
nos dio permiso para sentarnos en tres escabeles, junto al primer peldaño
del trono de su alteza. Este conocía la lengua de Balnibarbi, aunque era
distinta de la de su isla. Me pidió que le contase algo sobre mis viajes; y
para hacerme comprender que debía tratarle sin ceremonia, despidió a los
que le acompañaban con un movimiento de dedo, a lo cual, para gran
asombro mío, desaparecieron instantáneamente como visiones de un sueño
cuando despertamos de repente. Estuve unos momentos sin poder
recuperarme, hasta que el gobernador me aseguró que no iba a sufrir
ningún daño. Y tras comentar mis dos compañeros, que habían sido
acogidos a menudo de la misma manera, que no debía abrigar ningún
temor, empecé a sentirme mejor, e hice a su alteza un breve resumen de
mis diversas aventuras, aunque no sin cierta vacilación, y mirando de vez
en cuando por encima del hombro, hacia el sitio donde había visto esos
espectros asistentes. Tuve el honor de comer con el gobernador, donde un
nuevo grupo de fantasmas sirvió la comida y atendió la mesa. Ahora me di
cuenta de que me sentía menos asustado que por la mañana. Estuvimos
hasta la puesta del sol; pero supliqué humildemente a su alteza que me
excusase por no aceptar su invitación de alojarme en palacio. Paramos mis
dos amigos y yo en una casa particular de la ciudad vecina, que es la
capital de esta pequeña isla; y a la mañana siguiente volvimos a
cumplimentar al gobernador, como se había dignado ordenarnos.
Así continuamos en la isla durante diez días, pasando la mayor parte
del día con el gobernador, y retirándonos por la noche a nuestro
alojamiento. En seguida me acostumbré a la visión de los espíritus, que a
la tercera o cuarta vez dejaron de producirme emoción alguna; y si me
quedaba algún temor, mi curiosidad pudo más. Porque su alteza el
gobernador se me brindó a evocar a los difuntos que quisiese, fuera cual
fuese su número, desde los principios del mundo hasta el presente día,
para que contestasen a cuantas preguntas se me ocurrieran; con esta
condición: que las preguntas debían circunscribirse a los límites del
tiempo en que habían vivido. Y en una cosa podía confiar: que con toda
certeza me dirían la verdad; porque la mentira era una habilidad inútil en
el mundo inferior.
Expresé mi humilde agradecimiento a su alteza por tan grande favor.
Estábamos en una cámara desde la que se dominaba una hermosa
perspectiva del parque. Y dado que mi primer impulso fue solazarme con
escenas de pompa y magnificencia, pedí ver a Alejandro Magno al frente
de su ejército, justo después de la batalla de Arbelas, y a un gesto del
gobernador con el dedo surgió al punto en un gran campo al pie de la
ventana en la que estábamos. Alejandro fue llamado a la sala: me fue muy
difícil comprender su griego, y él entendió muy poco del mío. Me aseguró
por su honor que no fue envenenado, sino que murió de unas fiebres por
beber en exceso.
A continuación vi a Aníbal cruzando los Alpes, quien me dijo que no
había una sola gota de vinagre en su campamento.
Vi a César y a Pompeyo al frente de sus tropas a punto de entablar
batalla. Vi al primero en su último gran triunfo. Pedí que apareciese ante
mí el senado de Roma en una gran cámara, y enfrente otra moderna de
representantes. La primera parecía una asamblea de héroes y semidioses,
la otra un hato de buhoneros, rateros, salteadores y camorristas.
El gobernador, a petición mía, hizo una seña a César y a Bruto para que
se acercasen a nosotros. Me dominó un hondo sentimiento de respeto ante
la visión de Bruto, y en cada rasgo de su semblante descubrí fácilmente la
más consumada virtud, la más grande intrepidez y firmeza de espíritu, el
más sincero amor a su país, y una benevolencia general para con la
humanidad. Comenté, con gran placer, que había buen entendimiento entre
ambos personajes; y César me confesó con franqueza que las más grandes
acciones de su vida no igualaban ni de lejos la gloria de habérsela quitado.
Tuve el honor de hablar largamente con Bruto, quien me dijo que sus
antepasados, Junio, Sócrates, Epaminondas, Catón el Joven, sir Thomas
Moro, y él mismo estaban perpetuamente juntos: sextumvirato al que
todas las edades del mundo serán incapaces de añadir un séptimo.
Sería tedioso abrumar al lector con una relación de la infinidad de
personajes ilustres que fueron evocados para satisfacer el insaciable deseo
que yo tenía de ver el mundo desplegado ante mí en cada uno de los
periodos de la antigüedad. Sobre todo me recreé viendo a los grandes
destructores de tiranos y usurpadores, y a los que devolvieron la libertad a
las naciones oprimidas y atropelladas. Pero es imposible expresar la
satisfacción que sentí en mi interior de manera que resulte adecuada
distracción para el lector.
Capítulo VIII
Más información acerca de Glubbdubdrib. Se corrige la
historia antigua y moderna.
Dado que quería ver a los antiguos más famosos por su inteligencia y
saber, reservé un día a tal propósito. Pedí que apareciesen Homero y
Aristóteles a la cabeza de sus comentaristas; pero eran estos últimos tan
numerosos que unos centenares tuvieron que quedarse en el patio y
estancias adyacentes del palacio. Conocía y pude distinguir a primera vista
a los dos héroes, no sólo entre la multitud, sino a uno del otro. Homero era
el de figura más alta y gentil de los dos; caminaba muy erguido para su
edad, y sus ojos eran los más vivos y penetrantes que he visto en mi vida.
Aristóteles iba encorvado y utilizaba un cayado; tenía el rostro flaco, el
cabello fino y lacio, y la voz cavernosa. En seguida descubrí que los dos
eran totalmente desconocidos para el resto de los reunidos, y que nunca
habían visto ni oído hablar de ellos. Y un espectro, que dejaré en el
anonimato, me susurró que, en el mundo inferior, estos comentaristas se
han mantenido siempre lo más apartados de sus principales, conscientes de
su vergüenza y de su culpa, por haber tergiversado horriblemente lo que
tales autores habían pretendido transmitir a la posteridad. Presenté a
Dídimo y Eustacio a Homero, y logré que los tratase mejor quizá de lo que
se merecían; porque en seguida se dio cuenta de que carecían de genio
para penetrar el espíritu de un poeta. En cambio Aristóteles se impacientó
con Escoto y con Ramus, al presentárselos, y les preguntó si el resto de la
tribu eran igual de zopencos que ellos.
Luego pedí al gobernador que evocase a Descartes y a Gassendi, de los
que conseguí que explicasen sus sistemas a Aristóteles. Este gran filósofo
reconoció libremente sus propios errores en filosofía natural, porque en
muchos aspectos procedía por conjetura, como hacen todos los hombres; y
encontró que Gassendi, que había hecho la doctrina de Epicuro lo más
aceptable que podía, y los torbellinos de Descartes estaban igualmente
desacreditados. Predijo el mismo destino a la atracción, de la que los
actuales sabios son firmes defensores. Dijo que los nuevos sistemas de la
naturaleza no eran sino modas que podían variar en cada época; e incluso
los que pretendían demostrarlos mediante principios matemáticos gozaban
de popularidad durante un breve periodo de tiempo, y caían en el olvido en
cuanto este plazo expiraba.
Pasé cinco días conversando con muchos otros sabios antiguos. Vi a
casi todos los emperadores romanos. Hice que el gobernador llamase a los
cocineros de Heliogábalo para que nos prepararan una comida, aunque no
pudieron exhibir todas sus habilidades por falta de materiales. Un ilota de
Agesilao nos preparó una sopera de caldo espartano, aunque yo no fui
capaz de tomar una segunda cucharada.
Los dos caballeros que me habían llevado a la isla, reclamados por sus
asuntos personales, tuvieron que ausentarse tres días, tiempo que yo
aproveché para entrevistarme con algunos difuntos modernos que habían
sido las más grandes figuras durante los dos o tres últimos siglos en
nuestro país y en otros lugares de Europa; y como yo había sido siempre
gran admirador de las viejas dinastías, pedí al gobernador que evocase a
una o dos docenas de reyes, con sus antecesores, por orden, hasta ocho o
nueve generaciones. Pero mi decepción fue tan grande como inesperada;
porque en vez de un largo cortejo de figuras con diademas reales, en una
familia vi a dos violinistas, tres petimetres y un prelado italiano; y en otra
a un barbero, un abad y dos cardenales. Tengo demasiada veneración por
las cabezas coronadas para extenderme en tan delicado asunto. En cuanto a
condes, marqueses, duques, barones y demás, no tuve tantos escrúpulos; y
confieso que no dejó de producirme cierto placer el ver que podía seguir
hasta sus orígenes los rasgos por los que ciertas familias se habían
distinguido. Descubrí sin dificultad de dónde proviene la barbilla larga de
determinada familia, por qué en una segunda abundaron los bellacos
durante dos generaciones, y los idiotas en dos más; por qué una tercera
estaba chiflada, y los de una cuarta eran estafadores; de dónde venía lo que
Polidoro Virgilio dice de cierta gran casa, nec vir fortis, nec femina casta;
cuánta crueldad, falsedad y cobardía llegaron a ser los rasgos que
distinguieron a ciertas familias tanto como sus escudos de armas; quién
introdujo en una casa noble la sífilis, que ha pasado en línea recta a su
posteridad en forma de tumores escrofulosos. Pero nada de esto me
sorprendía cuando veía el linaje interrumpido por pajes, lacayos, ayudas
de cámara, cocheros, jugadores, violinistas, comediantes, capitanes y
rateros.
Me asqueó sobre todo la historia moderna. Porque tras observar
detenidamente a los personajes de más nombre en las cortes principescas
de los últimos cien años, descubrí cómo escritores prostituidos habían
engañado al mundo atribuyendo a cobardes las más grandes hazañas de
guerra, a necios el más sabio consejo, sinceridad a aduladores, virtud
romana a quienes traicionaron a su país, piedad a quienes fueron ateos,
castidad a sodomitas y veracidad a delatores. ¡Cuántas personas inocentes
y excelentes habían sido condenadas a muerte o desterradas por la presión
de grandes ministros sobre jueces corrompidos y la maldad de las
facciones!; ¡cuántos malvados habían sido exaltados a los más altos
puestos de confianza, poder, dignidad y provecho!; ¡cuántas mociones y
fallos de tribunales, consejos y senados podían ser recusados por
alcahuetas, rameras, rufianes y bufones!; ¡cuán baja era la opinión que me
mereció la prudencia y la integridad humanas al enterarme fidedignamente
de los móviles y motivos de las grandes empresas y revoluciones del
mundo, y de los insignificantes accidentes a los que debían su éxito!
Aquí descubrí la bellaquería y la ignorancia de los que simulan escribir
anécdotas, o historia secreta, que mandan a tantos reyes a la tumba con
una copa de veneno; pretenden repetir la conversación entre un príncipe y
su primer ministro cuando no había testigos presentes; abrir los
pensamientos y los cajones de embajadores y secretarios de estado, con la
desdicha de equivocarse perpetuamente. Aquí descubrí las verdaderas
causas de muchos acontecimientos importantes que han sorprendido al
mundo: cómo una ramera puede gobernar las intimidades de un consejo, y
el consejo las de un senado. Un general confesó en mi presencia que había
obtenido una victoria puramente a fuerza de cobardía y mal
comportamiento; y un almirante que, por carecer de suficiente
inteligencia, batió al enemigo al que pretendía entregar su flota. Tres reyes
me declararon que durante sus reinados jamás dieron prioridad a nadie de
mérito, salvo por equivocación, o traición de algún ministro en el que
confiaban; pero no lo volverían a hacer si vivieran otra vez, y demostraron
con sólidos argumentos que un trono no puede sostenerse sin corrupción,
porque ese carácter positivo, seguro e inquieto que la virtud imprime en el
hombre es un obstáculo perpetuo para la administración pública.
Tuve la curiosidad de preguntar especialmente por qué método había
obtenido mucha gente grandes títulos honoríficos y enormes propiedades,
limitando mi pregunta a un periodo moderno, sin rozar no obstante la
época presente, porque quería asegurarme de no ofender siquiera a
extranjeros (porque creo que no hace falta advertir al lector que lo que voy
a decir no se refiere ni muchísimo menos a mi país). Se evocaron gran
número de personas que estaban en ese caso para que yo las interrogase
muy ligeramente, y descubrí tal panorama de infamia que no puedo pensar
en él sin cierto malhumor. El perjurio, la opresión, el soborno, el fraude, el
rufianismo y demás flaquezas por el estilo se contaban entre las artes más
excusables a que hicieron mención; y como era de razón, me mostré
comprensivo. Pero cuando confesaron unos que debían su grandeza y su
riqueza a la sodomía o al incesto, otros a la prostitución de sus propias
esposas o hijas, otros a haber traicionado a su país o a su príncipe, unos
envenenando y los más pervirtiendo la justicia a fin de destruir al
inocente; espero que se me perdone si tales descubrimientos hicieron que
se me enfriara la encendida veneración que en principio tiendo a tributar a
las personas de rango elevado, a las que sus inferiores debemos tratar con
el mayor respeto, dada su sublime dignidad.
He leído a menudo cuán grandes servicios se han hecho a veces a
príncipes y estados, y he querido conocer a las personas que los llevaron a
cabo. Al preguntar, me dijeron que sus nombres no se hallaban registrados
en ninguna parte, salvo los de unos pocos a los que la historia presenta
como los más viles bellacos y traidores. En cuanto a los demás, nunca
había oído hablar de ellos. Todos aparecieron con el semblante abatido y la
indumentaria más lamentable; la mayoría me dijo que habían muerto en la
pobreza y la vergüenza, y el resto en el cadalso o en la horca.
Entre ellos había un personaje cuyo caso parecía un poco singular.
Tenía de pie junto a él a un joven de unos dieciocho años. Me dijo que
durante muchos años había mandado un barco; y que en la batalla naval de
Accio había tenido la suerte de romper la gran línea de batalla del
enemigo, hundir tres barcos excelentes y apresar un cuarto, lo que fue la
única causa de la huida de Antonio, y de la victoria que siguió; que el
joven que tenía junto a él, su hijo único, había muerto en la acción. Añadió
que, confiando en que se le reconociese algún mérito una vez acabada la
guerra, regresó a Roma, y solicitó en la corte de Augusto que se le
concediese el mando de un barco grande cuyo comandante había muerto; y
sin la menor consideración a sus pretensiones, se dio el mando a un joven
que jamás había navegado, hijo de una liberta que servía a una de las
amantes del emperador, y al regresar a su barco fue acusado de abandono
de su puesto, con lo que el mando del barco pasó a manos de un paje
favorito del vicealmirante Publicóla; así que se retiró a una modesta
propiedad, muy lejos de Roma, donde acabó sus días. Sentí tanta
curiosidad por saber la verdad de esta historia que pedí que se evocase a
Agripa, que fue el almirante de esa batalla. Apareció y confirmó toda la
historia; pero con mucha más honra para el capitán, cuya modestia había
atenuado u ocultado gran parte de su mérito.
Me tenía asombrado descubrir cómo la corrupción había medrado
tanto y tan deprisa en ese imperio a causa del lujo tardíamente
introducido, lo que hacía que no me sorprendiera tanto la multitud de
casos parecidos en otros países, en los que han prevalecido mucho más
tiempo vicios de todas clases, y en los que la gloria y el saqueo han sido
privilegio del jefe supremo, que seguramente era quien menos derecho
tenía a lo uno y a lo otro.
Como cada personaje evocado se aparecía con el aspecto exacto que
había tenido en vida, me inspiró lúgubres reflexiones constatar lo mucho
que había degenerado la especie humana entre nosotros en los últimos
siglos. Cómo la sífilis, en todas sus facetas y denominaciones, había
alterado los rasgos del semblante inglés, reducido el tamaño de los
cuerpos, debilitado los nervios, relajado los tendones y los músculos,
introducido un color cetrino y vuelto la carne floja y rancia.
Llegué lo bastante abajo como para pedir que se hicieran comparecer
algunos terratenientes ingleses de viejo cuño, famosos por la sencillez de
sus maneras, su comida y su vestido, por la honradez de su trato, su
auténtico espíritu de libertad, su valor y el amor a su país. Y no pude
sentirme indiferente, después de comparar a los vivos con los muertos, al
pensar cómo todas estas virtudes puras y originales las habían prostituido
a cambio de una moneda los nietos, los cuales, al vender sus votos y
manipular las elecciones, han adquirido todos los vicios y corrupciones
que pueden aprenderse en una corte.
Capítulo IX
Regreso del autor a Maldonada. Viaja al reino de
Luggnagg. El autor es encerrado. La corte envía por él.
Manera en que es admitido. Gran indulgencia del rey con
sus súbditos.
Continué en casa con mi esposa y mis hijos unos cinco meses, muy
felizmente si hubiera aprendido la lección de saber dónde estaba bien.
Dejé a mi pobre esposa embarazada y acepté un ofrecimiento ventajoso
que se me hizo de mandar el Adventure, sólido mercante de 350 toneladas,
porque sabía navegación; estaba cansado de navegar como cirujano,
práctica que no obstante podía ejercer en cualquier momento, y tomé a un
joven habilidoso, un tal Robert Purefoy, para ese puesto en mi barco.
Zarpamos de Portsmouth el día 2 de agosto de 1710; el 14 topamos con el
capitán Pocock, de Bristol, en Tenerife, el cual se dirigía a la bahía de
Campeche, a cortar palo. El 16 nos separó un temporal; a mi regreso me he
enterado de que naufragó su barco y sólo se salvó un grumete. Era un
hombre honrado, y buen marinero, aunque un poco demasiado radical en
sus opiniones, lo que fue la causa de su muerte, como le ha ocurrido a
muchos. Porque de haber seguido mi consejo ahora estaría en casa con su
familia, igual que yo.
Varios hombres de mi barco murieron a causa de las fiebres tropicales,
de manera que me vi obligado a enrolar gente de Barbados y de las Islas de
Sotavento, donde toqué por consejo de los mercaderes que me habían
contratado; de lo que tuve sobrado motivo para arrepentirme, porque hallé
más tarde que la mayoría habían sido bucaneros. Llevaba cincuenta
marineros a bordo, y las órdenes que había recibido eran comerciar con los
indios de los Mares del Sur, y llevar a cabo los descubrimientos que
pudiese. Estos bribones que tomé pervirtieron a mis hombres, y urdieron
una conspiración para reducirme y apoderarse del barco, lo que hicieron
una madrugada irrumpiendo en la cámara y atándome de pies y manos,
con la amenaza de arrojarme por la borda si ofrecía resistencia. Les dije
que era su prisionero y que me rendía. Me hicieron jurarlo, y a
continuación me desataron, dejándome encadenado sólo por un pie a la
cama, y pusieron un centinela en la puerta con el arma cargada, y la orden
de matarme de un tiro si intentaba liberarme. Me mandaron abajo vituallas
y bebida, y asumieron el gobierno del barco. Su propósito era dedicarse a
la piratería, y saquear a los españoles, lo que no podían hacer hasta que
reclutasen más hombres. Pero antes resolvieron vender la mercancía del
barco, y luego dirigirse a Madagascar en busca de gente, dado que
murieron varios después de encerrarme. Navegaron durante varias
semanas y comerciaron con los indios; aunque yo ignoraba el rumbo que
llevaban, ya que me tenían encerrado, y no esperaba sino que me mataran,
como a menudo amenazaban hacer.
El día 9 de mayo de 1711, un tal James Welch bajó a la cámara y me
dijo que tenía orden del capitán de llevarme a tierra. Traté de hacerle
cambiar de opinión, aunque en vano; y no quiso decirme quién era el
nuevo capitán. Me obligaron a embarcar en la lancha, permitiéndome que
me pusiese mi mejor uniforme, que era bueno y nuevo, y llevase un
pequeño bulto de ropa, aunque no armas, salvo el sable; y tuvieron el
detalle de no registrarme los bolsillos, en los que me había guardado todo
el dinero que tenía, además de algunas cosas necesarias. Bogaron
alrededor de una milla, y me dejaron en una playa. Les pedí que me
dijesen que país era. Todos juraron que respecto a eso no sabían más que
yo; pero dijeron que el capitán —como lo llamaban—, después de vender
la carga, había decidido librarse de mí en la primera tierra que avistase.
Acto seguido emprendieron el regreso, aconsejándome que me diese prisa
no fuera que me sorprendiese la marea, y me dijeron adiós.
En esta desolada situación eché a andar, y no tardé en llegar a suelo
firme, donde me senté en un declive a pensar qué podía hacer. Cuando me
sentí un poco descansado, me adentré en la región, dispuesto a entregarme
a los primeros salvajes que encontrase, y comprar mi vida con brazaletes,
aros de vidrio y otras baratijas de las que normalmente se proveen los
marineros en esos viajes, y de las que llevaba algunas encima: el terreno
se hallaba dividido por largas filas de árboles; no es que estuviesen
plantados regularmente, sino que crecían de manera natural; había
abundante hierba, y varios campos de avena. Caminaba muy
precavidamente por temor a que me sorprendiesen, o me disparasen alguna
flecha por detrás, o desde uno u otro lado. Salí a un camino frecuentado,
en el que descubrí huellas de pies humanos, y unas cuantas de vaca, pero
sobre todo de caballos. Finalmente, descubrí varios animales en un campo,
y uno o dos de la misma especie en lo alto de árboles. Su figura era muy
singular, y deforme, lo que me inquietó un poco; así que me escondí detrás
de un arbusto para observarlos mejor. Un grupo se acercó al lugar donde
yo estaba tumbado, lo que me permitió distinguir claramente en su forma.
Tenían la cabeza y el pecho cubiertos de espeso pelo, unos rizado y otros
lacio, barba como los chivos, y un largo lomo de pelo que les bajaba por la
espalda y por la parte delantera de las extremidades y los pies; pero el
resto del cuerpo lo tenían pelado, de manera que se les veía la piel, que era
del color del ante. Carecían de cola, y de pelo en el trasero, salvo alrededor
del ano, donde, supongo, la naturaleza había puesto allí para defenderlo
cuando el animal se sentase en el suelo; porque adoptaban esa postura, lo
mismo que la tumbada, y se levantaban sobre los pies. Trepaban a lo alto
de los árboles con la agilidad de una ardilla porque tenían largas y fuertes
garras delante y detrás que terminaban en afiladas y curvadas puntas como
ganchos. A menudo saltaban y brincaban con agilidad prodigiosa. Las
hembras no eran tan grandes como los machos; su pelo de la cabeza era
largo y lacio, aunque no tenían ninguno en la cara, ni otra cosa en el resto
del cuerpo que una especie de vello, salvo en el ano y las partes pudendas.
Las tetas les colgaban entre las patas delanteras, y a menudo casi les
rozaban el suelo al caminar. El pelo en ambos sexos era de diverso color:
castaño, rojizo, negro y amarillo. En general, no había visto en ninguno de
mis viajes un animal tan desagradable, ni que me inspirase el más fuerte
rechazo. Así que juzgando que había visto ya suficiente, y lleno de
repugnancia y aversión, me levanté y proseguí por el camino hollado, con
la esperanza de dar con la cabaña de algún indio. Y no había andado
mucho, cuando descubrí en mitad del camino a una de esas criaturas que
venía directamente hacia mí. El monstruo, al verme, contrajo de diversas
maneras cada una de sus facciones, y se me quedó mirando como algo que
no hubiera visto jamás; después, acercándose, levantó una zarpa delantera,
no sé si por curiosidad o con alguna intención aviesa. Pero saqué el sable y
le di un buen golpe con el plano de la hoja, ya que no me atreví a herirlo
con el filo por temor a concitar a los habitantes contra mí, si llegaban a
enterarse de que había matado o herido a un ejemplar de su ganado. La
bestia, al sentir el escozor, se retrajo, y soltó tan fuerte rugido que del
campo cercano acudió una manada de no menos de cuarenta y se apiñaron
a mi alrededor, aullando y haciendo muecas odiosas. Así que eché a correr
hacia el tronco de un árbol, y pegando la espalda a él, los mantuve alejados
blandiendo el sable. Varios de esta maldita camada, cogiéndose a las
ramas de atrás se subieron al árbol y empezaron a defecar sobre mi
cabeza; no obstante, me libré bastante bien pegándome al tronco de un
árbol, aunque casi me asfixiaba el hedor de lo que caía desde todas partes
junto a mí.
De repente, en medio de este trance, vi que echaban todos a correr lo
más deprisa que podían, por lo que me atreví a abandonar el árbol y a
seguir el camino, preguntándome qué podía haberlos asustado. Pero al
mirar a mi izquierda vi a un caballo que andaba plácidamente por el
campo, y había sido la causa de que huyeran mis perseguidores al
descubrirlo. El caballo se asustó un poco cuando estuvo cerca de mí; pero
en seguida se recobró y me miró directamente a la cara con asombro
manifiesto: me observó las manos y los pies, y dio varias vueltas a mi
alrededor. Yo quería continuar mi camino, pero se me puso justo delante,
aunque con ademán pacífico, sin la menor muestra de violencia. Nos
estuvimos mirando el uno al otro un rato; finalmente tuve el atrevimiento
de alargar la mano hacia su cuello con intención de acariciarlo,
recurriendo al estilo y silbido de los joqueis cuando se disponen a montar
un caballo extraño. Pero este animal, acogiendo mis atenciones con
desdén, sacudió la cabeza, arqueó las cejas, y levantó suavemente la
pezuña delantera derecha como para apartarme la mano. Luego relinchó
tres o cuatro veces, pero con una cadencia tan rara que casi llegué a creer
que hablaba consigo mismo en alguna lengua propia.
Mientras estábamos así él y yo, se acercó otro caballo; y dirigiéndose
al primero de manera ceremoniosa, chocaron suavemente la pezuña
derecha, y relincharon varias veces por turno, variando el tono de tal
manera que casi parecía articulado. Se alejaron unos pasos como para
conferenciar, paseando de un lado a otro, adelante y atrás, como personas
deliberando sobre algún asunto de peso; y volviéndose de vez en cuando
hacia mí como para vigilar que no me escapara. Yo estaba asombrado ante
la actitud y comportamiento de estos dos brutos; y concluí conmigo
mismo que si los habitantes de este país estaban dotados de un grado
proporcional de raciocinio eran por necesidad la nación más inteligente
del mundo. Este pensamiento me produjo tal alivio que decidí seguir
andando hasta encontrar alguna casa o aldea, o topar con algún natural del
país, dejando a los dos caballos que parlamentasen cuanto quisieran. Pero
el primero, que era tordo, al darse cuenta de que me alejaba, me relinchó
en un tono tan conminatorio que me pareció entender qué quería decir; así
que di media vuelta y me acerqué a él, a esperar a ver qué más se le
ocurría mandar, aunque disimulando mi temor como podía; porque
empezaba a preocuparme cómo podía acabar esta aventura; y podrá
creerme fácilmente el lector si digo que no me hacía mucha gracia mi
situación en esos momentos.
Se me acercaron los dos caballos, y me miraron con gran seriedad la
cara y las manos. El tordo pasó la pezuña de su pata derecha por todo el
sombrero y me lo descolocó de tal manera que me lo tuve que ajustar
quitándomelo y volviéndomelo a poner, lo que pareció sorprenderles
muchísimo a él y a su compañero —que era bayo—; este me tocó el faldón
de la casaca, y al notar que colgaba suelto, me miraron los dos con
asombro. Me rozó la mano derecha, como extrañado por la suavidad y el
color; pero me la apretó tan fuerte entre la pezuña y la cuartilla que solté
un bramido, tras lo cual me siguieron tocando los dos con toda la
delicadeza posible. Les tenían sumamente perplejos los zapatos y las
medias, que me tantearon muchas veces, relinchándose el uno al otro de
vez en cuando, y haciendo diversos gestos, no muy distintos de los del
filósofo cuando intenta resolver algún fenómeno nuevo y difícil.
En general, el comportamiento de estos animales era tan ordenado y
racional, tan grave y juicioso, que concluí que de necesidad debían de ser
magos metamorfoseados de esta manera con algún propósito, y que al ver
a un extranjero en el camino habían decidido divertirse a su costa; o quizá
estaban realmente asombrados ante la visión de un hombre tan distinto en
hábito, figura y piel de los que probablemente vivían en este clima remoto.
Basándome en este razonamiento, me atreví a dirigirme a ellos en los
siguientes términos: «Caballeros, si sois prestidigitadores, como tengo
buenos motivos para creer, sin duda comprenderéis cualquier lengua; por
tanto, me atrevo a poner en conocimiento de vuestras señorías que soy un
pobre y atribulado inglés al que las desventuras han arrojado a esta costa,
y suplico que una de vuestras mercedes me permita cabalgar sobre su
lomo, como si de verdad fuese caballo, hasta alguna casa o pueblo donde
se me pueda socorrer. A cambio de dicho favor, le haré regalo de este
brazalete y este cuchillo» —al mismo tiempo, saqué ambos objetos del
bolsillo—. Los dos seres estuvieron callados mientras hablaba, como si
escuchasen con gran atención, y cuando terminé, se pusieron a relincharse
el uno al otro, como enfrascados en seria conversación. Observé
claramente que su lengua expresaba muy bien las pasiones, y que sus
palabras podían resolverse en un alfabeto más fácilmente que el chino.
A menudo conseguía distinguir la palabra yahoo, que uno y otro
repetían de vez en cuando; y aunque me era imposible adivinar qué
significaba, mientras los dos caballos estaban enfrascados en su
conversación, me esforcé en practicar ese término con mi voz; y en cuanto
dejaron de hablar, pronuncié yahoo en voz alta, imitando al mismo tiempo,
lo más que podía, el relincho de caballo, a lo cual se quedaron los dos
visiblemente sorprendidos, y el tordo repitió el mismo vocablo dos veces,
como si quisiera enseñarme su correcta pronunciación, así que lo repetí
después que él lo mejor que pude, y descubrí que lo hacía mejor cada vez,
aunque aún estaba lejos de hacerlo bien del todo. Entonces el bayo probó
con una segunda palabra, mucho más difícil de pronunciar, que reducida a
la ortografía inglesa podría transcribirse como houyhnhnm. Con esta no
logré hacerlo tan bien como con la primera, pero después de intentarlo
otras dos o tres veces, tuve más suerte; y los dos parecieron asombrarse de
mi capacidad.
Tras unos cuantos intercambios más, que entonces imaginé que se
referían a mí, los dos amigos se despidieron con el mismo saludo de darse
la pezuña; y el tordo me hizo seña de que echase a andar delante de él; lo
que juzgué prudente acatar, hasta que encontrase mejor guía. Cuando traté
de aflojar el paso, profirió: «¡Hhuun, hhuun!»; comprendí qué quería
decir, y le di a entender lo mejor que pude que estaba cansado, y que no
podía ir más deprisa; con lo que se detuvo un rato para dejar que
descansase.
Capítulo II
Un houyhnhnm se lleva a su casa al autor. Descripción de la
casa. Recibimiento del autor. El alimento de los
houyhnhnms. Se soluciona finalmente la apurada situación
del autor por falta de comida. Su manera de alimentarse en
este país.
Tras recorrer unas tres millas, llegamos a una especie de edificio largo,
hecho con troncos clavados en el suelo y trabados transversalmente; la
techumbre era baja y de paja. Empecé a sentirme un poco aliviado; saqué
algunas baratijas que suelen llevar los viajeros como regalos para los indios
de América y de otras regiones, con la esperanza de que con eso a la gente
de la casa me recibiese con simpatía. El caballo me hizo seña de que
entrase delante; era un local grande, con el piso de arcilla, con un pesebre y
comederos dispuestos a lo largo en uno de los lados. Había tres rocines y
dos yeguas, no comiendo, sino algunos sentados sobre sus cuartos traseros,
lo que me dejó no poco asombrado; pero más me asombró ver a los demás
dedicados a tareas domésticas. Parecían ganado corriente; sin embargo,
esto confirmó mi primera impresión de que una gente que era capaz de
civilizar a los brutos a tal extremo necesariamente debía de aventajar en
sabiduría a todas las naciones del mundo. El tordo entró justo detrás de mí,
lo que evitó que me recibiesen con alguna posible hostilidad. Les relinchó
varias veces con acento autoritario y los otros respondieron.
Más allá de dicha estancia había otras tres, que se extendían hasta el
final de la casa, y a las que se accedía por puertas que estaban una frente
otra a manera de una perspectiva; cruzamos la segunda estancia, y llegamos
a la tercera; aquí entró el tordo primero indicándome con un ademán que
esperase; me quedé en la segunda habitación y preparé los regalos para los
señores de la casa: consistían en dos cuchillos, tres brazaletes de perlas
falsas, un espejito y un collar de cuentas. El caballo relinchó tres o cuatro
veces y esperé oír en respuesta alguna voz humana; pero sólo recibió
contestación en el mismo dialecto, aunque un tono o dos más alto que el
suyo. Empecé a pensar que esta casa debía de pertenecer a alguien de gran
importancia entre ellos, porque parecía haber mucha ceremonia antes de
admitirme. Pero que una persona de calidad se hiciese servir sólo por
caballos escapaba por completo a mi comprensión. Empecé a temer que se
me hubiera trastornado el cerebro con los sufrimientos y las desventuras.
Me despabilé, y miré por la habitación en la que me habían dejado. Estaba
amueblada como la primera, sólo que de manera más elegante. Me froté los
ojos varias veces; pero allí seguían los mismos objetos. Me pellizqué los
brazos y los costados para despertarme, convencido de que estaba soñando.
Entonces concluí absolutamente que todas estas apariencias no eran otra
cosa que magia y nigromancia. Aunque no tuve tiempo de demorarme en
estas reflexiones, porque asomó por la puerta el caballo tordo, y me hizo
indicación de que le siguiese a la tercera estancia, donde vi a una yegua
hermosísima, junto a un potro y una potra, sentados sobre sus ancas en
colchonetas de paja, confeccionadas no sin cierta gracia, y completamente
ordenadas y limpias.
La yegua, nada más entrar yo, se levantó de la colchoneta, se me acercó
y, tras observarme las manos y la cara con curiosidad, me lanzó una mirada
de lo más desdeñosa; luego, volviéndose al caballo, oí que decían entre
ellos varias veces la palabra yahoo, cuyo significado no comprendí
entonces, aunque había aprendido ya a pronunciarla; pero no tardé en tener
mejor información, para perpetua humillación mía; porque el caballo,
haciéndome una indicación con la cabeza, y repitiendo hhuun, hhuun como
había hecho por el camino, que interpreté como que debía acompañarlo, me
guio a una especie de patio, donde había otro edificio a cierta distancia de
la casa. Entramos aquí, y vi tres de aquellas criaturas detestables con que
había topado al desembarcar, comiendo raíces y carne animal, que más
tarde averigüé que era de asno y de perro, y a veces de alguna vaca muerta
accidentalmente o por enfermedad. Estaban todas atadas por el cuello con
fuertes mimbres a una viga; cogían la comida con las garras de las patas
delanteras, y la desgarraban con los dientes.
El caballo amo ordenó a un rocín alazán, uno de sus criados, que
desatase al más grande de estos animales y lo llevase al patio. Nos pusieron
juntos a la bestia y a mí; y amo y criado compararon con atención nuestros
semblantes, y a continuación repitieron varias veces la palabra yahoo. Es
imposible describir mi horror y mi asombro al reconocer en este animal
abominable una figura totalmente humana: en realidad tenía la cara ancha y
plana, la nariz deprimida, los labios gruesos y la boca grande; pero estas
diferencias son normales en todas las naciones salvajes, en las que los
rasgos de la cara se hallan deformados porque los nativos dejan que sus
hijos anden a rastras, o los llevan cargados a la espalda con la cara pegada
contra los hombros de la madre. Las patas delanteras del yahoo sólo se
diferenciaban de mis manos en la longitud de las uñas, la tosquedad y color
oscuro de las palmas, y la vellosidad del dorso. Igual semejanza había en
nuestros pies, con las mismas diferencias, que yo conocía bien, aunque los
caballos no por los zapatos y las medias; y otro tanto ocurría con cada parte
de nuestros cuerpos, salvo la vellosidad y el color, como ya he descrito.
El gran obstáculo que parecía desconcertar a los dos caballos era ver el
resto de mi cuerpo tan distinto del de un yahoo, por lo que me sentí
agradecido a mis ropas, de las que no tenían ni idea: el rocín alazán me
ofreció una raíz, que cogió —a su manera, como describiremos en su
momento— entre la pezuña y la cuartilla; la cogí con la mano y, tras olerla,
se la devolví con todo civismo. Trajo de la caseta del yahoo un trozo de
carne de asno; pero olía de manera tan repugnante que me aparté con asco;
entonces la arrojó al yahoo, y este lo devoró ansiosamente. Después me
enseñó un manojo de heno, y un menudillo lleno de avena; pero meneé la
cabeza, para indicarle que ninguno de estos alimentos eran apropiados para
mí. Y a decir verdad, ahora me daba cuenta de que iba a morir de inanición
si no conseguía llegar a alguien de mi especie: porque por lo que se refería
a estos inmundos yahoos, aunque pocos había en aquellos momentos que
amasen a la humanidad más que yo, confieso que nunca había visto un ser
sensible tan detestable en todos los respectos; y cuanto más cerca los tuve,
más odiosos se me hicieron en el tiempo que estuve en ese país. El caballo
amo se dio cuenta de esto por mi reacción, así que mandó al yahoo otra vez
a su caseta. Seguidamente se llevó la pezuña delantera a la boca, lo que me
sorprendió muchísimo, aunque lo hizo con toda soltura, y con un gesto que
parecía totalmente natural; e hizo otras señas para saber qué quería comer
yo; pero no fui capaz de darle ninguna respuesta que él pudiera
comprender; y aun de haberme entendido, no veía yo qué podía hacer para
proporcionarme algún alimento. Y estábamos así ocupados, cuando vi pasar
una vaca; la señalé, y le di a entender que deseaba que me permitiese
ordeñarla. Esto hizo efecto: porque me llevó otra vez a la casa y ordenó a
una yegua criada que abriese una puerta, donde había buena provisión de
leche en recipientes de arcilla y de madera, de manera muy ordenada y
limpia. Me dio un gran tazón lleno, del que bebí de buena gana, y me dejó
bastante repuesto.
A mediodía vi venir hacia la casa una especie de vehículo como un
trineo, tirado por cuatro yahoos. En él viajaba un viejo corcel que parecía
de calidad; descendió sacando primero las patas traseras, ya que tenía
herida una pata delantera a causa de un accidente. Venía a comer con
nuestro caballo, que lo recibió con gran cortesía. Comieron en la mejor
habitación, donde les sirvieron avena hervida con leche de segundo plato,
que el viejo caballo tomó caliente pero los demás fría. Los comederos
estaban colocados en círculo en el centro de la estancia, y divididos en
varias secciones, junto a los cuales se sentaron sobre sus cuartos traseros,
en almohadones de paja. En el centro había un gran pesebre, con ángulos
correspondientes a cada compartimento del comedero, de manera que cada
caballo y yegua comía su heno, y su sopa de avena con leche, con gran
decoro y pulcritud. La actitud de los jóvenes potros parecía muy modesta, y
la del señor y la señora sumamente alegre y amable con el invitado. El
tordo me ordenó que me quedara de pie a su lado; y conversaron
largamente él y su amigo sobre mí, como comprendí por la de veces que el
desconocido me miraba, y repitió la palabra yahoo.
Casualmente, llevaba yo los guantes puestos; y al reparar en ellos el
amo tordo se quedó perplejo, haciendo signos de asombro por lo que había
hecho con mis patas delanteras; señaló con una pezuña tres o cuatro veces
hacia ellos, como indicando que debía devolver mis manos a su forma
anterior, cosa que hice en seguida, quitándomelos y guardándomelos en el
bolsillo. Esto dio ocasión a nuevos comentarios; y noté que mi
comportamiento agradaba a los presentes, y al punto pude comprobar sus
buenos efectos: me ordenaron que dijese las pocas palabras que
comprendía; y mientras comían, el señor me enseñó los nombres de la
avena, la leche, el fuego, el agua y algunas cosas más; nombres que aprendí
a decir sin dificultades después de pronunciarlos él, ya que desde joven he
tenido gran facilidad para las lenguas.
Cuando terminó la comida el caballo amo me llevó aparte, y por señas y
palabras me hizo comprender lo preocupado que estaba de que no tuviese
yo nada para comer. Avena en su lengua se decía hluunh. Dije esta palabra
dos o tres veces; porque aunque la había rechazado al principio, sin
embargo, tras recapacitar, pensé que podía hacer con ella una especie de
pan, lo que, con la leche, sería suficiente para subsistir hasta que pudiese
escapar a algún otro país, y encontrar seres de mi especie. El caballo mandó
inmediatamente a una yegua blanca, criada de la familia, que me trajese
buena cantidad de avena en una especie de bandeja de madera. La calenté
ante el fuego lo mejor que pude, y la froté hasta que saltó la cascarilla, que
conseguí aventar; la molí entre dos piedras, luego cogí agua e hice con ella
una masa o torta, la cocí al fuego, y me la comí caliente con leche. Al
principio encontré esta dieta muy insípida, aunque es muy corriente en
muchas regiones de Europa; pero con el tiempo se me hizo soportable; y
como en mi vida me había visto muchas veces reducido al hambre, no era
el primer experimento que hacía sobre lo fácilmente que se satisface la
naturaleza. No puedo por menos de decir aquí que no estuve enfermo ni una
hora en todo el tiempo que viví en esta isla. Es verdad que de tarde en tarde
conseguía cazar un conejo o pájaro con lazos que me fabricaba con pelos de
yahoo; y a menudo recogía hierbas saludables que cocía, o las tomaba en
ensalada con pan; y de vez en cuando, como cosa excepcional, hacía un
poco de mantequilla y me bebía el suero. Al principio echaba de menos la
sal; pero la costumbre me reconcilió pronto con su falta; y estoy
convencido de que el uso frecuente de sal entre nosotros es consecuencia
del lujo, y que fue introducida como estimulante para beber, salvo donde es
necesaria para conservar la carne en los viajes largos, o en lugares alejados
de los grandes mercados. Porque observamos que ningún animal es
aficionado a ella aparte del hombre; y en cuanto a mí, después que
abandoné este país, transcurrió mucho tiempo antes de que soportara su
sabor en cualquier cosa que comiera.
Ya basta de hablar del asunto de las comidas, con lo que llenan sus
libros otros viajeros, como si los lectores estuvieran personalmente
interesados en si comíamos bien o mal. No obstante, había que hacer
alusión a él, para que nadie crea que era imposible subsistir tres años en
semejante país y entre tales habitantes.
Cuando empezó a anochecer, el caballo amo mandó que se me
preparase un sitio donde alojarme; estaba a sólo seis yardas de la casa, y
separado de la cuadra de los yahoos. Aquí me pusieron paja; y cubriéndome
con mis ropas, dormí muy profundamente. Pero poco tiempo después me
acomodaron mejor, como sabrá el lector más adelante, cuando aborde con
más detalle mi manera de vivir.
Capítulo III
El autor se aplica en aprender la lengua, y su amo
houyhnhnm lo ayuda dándole lecciones. Descripción de la
lengua. Varios houyhnhnms de calidad acuden curiosos a
ver al autor. Este hace a su amo una breve relación de su
viaje.
Mi principal interés era aprender la lengua que mi amo —porque así debo
llamarlo en adelante—, sus hijos y cada criado de la casa estaban deseosos
de enseñarme. Porque les parecía prodigioso que un bruto revelase tales
signos de racionalidad: lo señalaba todo, preguntaba el nombre, y lo
consignaba en mi diario cuando estaba solo, y corregía mi mal acento
pidiendo a alguien de la familia que lo pronunciase muchas veces. En este
trabajo se prestó a ayudarme de grado un criado rocín alazán.
Al hablar emitían el aire por la garganta y los ollares, y la lengua que
hablaban era más parecida al alto holandés, o alemán, que a ninguna de las
europeas que conozco, aunque es mucho más agradable y significativa. El
emperador Carlos V hizo casi la misma observación cuando dijo que si
tuviera que hablarle a su caballo lo haría en alto holandés.
La curiosidad e impaciencia de mi amo eran tan grandes que dedicaba
numerosas horas de descanso a enseñarme. Estaba convencido —como me
contó más tarde— de que yo debía de ser un yahoo; pero le asombraba mi
facilidad para aprender, mi civismo y mi limpieza, ya que estas cualidades
eran lo más opuesto a esos animales. Mis ropas le tenían de lo más
perplejo, y a veces deliberaba consigo mismo sobre si eran parte de mi
cuerpo o no; porque nunca me las quitaba hasta que la familia estuviera
dormida, y me las ponía antes de que nadie despertara por la mañana. Mi
amo estaba deseoso de saber de dónde venía; cómo había adquirido esos
vestigios de racionalidad que revelaba en todas mis acciones y oír mi
historia de mis labios, lo que esperaba que hiciese pronto, por los grandes
progresos que hacía en el aprendizaje y pronunciación de sus palabras y
frases. Para ayudar a mi memoria, transcribía todo lo que aprendía al
alfabeto inglés y anotaba cada palabra con su traducción. Esto último me
atreví a hacerlo, pasado un tiempo, en presencia de mi amo. Me costó
bastante explicarle qué hacía; porque los de ese país no tienen ni idea de
qué es un libro ni qué es literatura.
En unas diez semanas fui capaz de comprender la mayoría de sus
preguntas, y a los tres meses podía responder a ellas pasablemente. Él
tenía una enorme curiosidad por saber de qué país procedía, y cómo había
aprendido de imitar a los seres racionales; porque estaba probado que los
yahoos (a los que veía que me parecía en la cabeza, las manos y la cara,
que eran las únicas partes visibles de mi persona), pese a cierto atisbo de
ingenio, y una acusadísima inclinación a la maldad, eran de todos los
brutos los más incapaces de aprender. Contesté que había llegado por mar,
de un lugar muy lejano, con muchos otros de mi especie, en una gran nave
hueca hecha con troncos de árboles; que mis compañeros me habían
obligado a desembarcar en esta costa, y habían dejado que me las arreglara
solo. Con alguna dificultad, y ayudándome con muchas señas, conseguí
que me entendiera. Contestó que de necesidad debía estar equivocado, o
había dicho algo que no era —porque no tienen un término para decir que
una cosa es mentira o falsa—. Sabía que era imposible que hubiera una
región más allá del mar, ni que un puñado de brutos llevasen una nave de
madera a donde quisieran sobre las aguas. Estaba convencido de que
ningún houyhnhnm vivo sabría construir una nave así, ni confiaría a
yahoos su gobierno.
La palabra houyhnhnm significa en su lengua caballo, que
etimológicamente quiere decir perfección de la naturaleza. Le dije a mi
amo que me costaba expresarme, pero que mejoraría lo más deprisa que
pudiera; y esperaba que en breve tiempo podría contarle maravillas; y se
dignó pedir a su yegua, a sus potros y a la servidumbre de la familia, que
aprovechasen cualquier ocasión para instruirme; y en cuanto a él, dedicaba
a esta tarea dos o tres horas todos los días. Varios caballos y yeguas de
calidad, vecinos nuestros, acudían a menudo a nuestra casa, ante el rumor
que había corrido de que un prodigioso yahoo sabía hablar como un
houyhnhnm, y que sus palabras y conducta revelaban signos de
inteligencia. A estos les encantaba conversar conmigo: hacían muchas
preguntas, y recibían las respuestas que yo era capaz de dar. Con todas
estas ventajas, llegué a progresar de tal modo que a los cinco meses de mi
llegada comprendía cuanto me decían y me expresaba bastante bien.
Los houyhnhnms que venían a visitar a mi amo con intención de verme
y hablar conmigo no podían creer que fuese un verdadero yahoo, porque
tenía el cuerpo cubierto de manera diferente a los demás de mi especie.
Les asombraba verme sin el pelo habitual, salvo en la cabeza, la cara y las
manos; pero este secreto se lo había revelado a mi amo, por una casualidad
ocurrida un par de semanas antes.
Le he dicho ya al lector que por las noches, una vez que la familia se
había retirado a dormir, acostumbraba desvestirme y taparme con mis
ropas; y ocurrió que una mañana temprano mi amo envió por mí al rocín
alazán que era su ayuda de cámara; cuando entró yo estaba profundamente
dormido, las ropas se me habían caído a un lado, y la camisa se me había
remangado por encima de la cintura. Desperté al ruido que hizo, y noté que
me daba el recado con cierta confusión; después fue a mi amo, y con gran
espanto le dio una confusa explicación de lo que había visto; de esto me
enteré en seguida, porque al ir, tan pronto estuve vestido, a ponerme a
disposición de su señoría, me preguntó qué significaba lo que el criado le
había contado, de que no era igual cuando dormía que lo que parecía ser en
otros momentos; que su ayuda de cámara aseguraba que una parte de mí
era blanca, otra amarilla, o al menos no blanca, y otra de color moreno.
Yo había guardado hasta aquí el secreto de mi vestido a fin de
diferenciarme lo más posible de esa condenada raza de yahoos; pero ahora
comprendí que era inútil seguir ocultándolo. Además, pensé que no
tardaría en estropeárseme la ropa y los zapatos, que ya estaban bastante
deteriorados, y tendría que sustituirlos de alguna manera con pieles de
yahoo o de otro animal; por donde se sabría todo el secreto; así que le
conté a mi amo que en el país de donde venía los de mi especie se cubrían
el cuerpo con pelo de ciertos animales preparado con arte; por decoro, y
también para protegerse de inclemencias del frío y el calor; lo que, por lo
que se refería a mi persona, podía confirmar allí mismo si así tenía a bien
ordenármelo; sólo deseaba que me excusase si no descubría las partes que
la naturaleza nos enseñaba a ocultar. Dijo que mi discurso era muy
extraño, y en especial la última parte; porque no entendía por qué la
naturaleza tenía que enseñarnos a ocultar lo que ella misma nos había
dado. Que ni él ni su familia se avergonzaban de ninguna parte de sus
cuerpos; no obstante, podía hacer como quisiera. Tras lo cual, primero me
desabroché la casaca y me la quité. Lo mismo hice con el chaleco; me
quité los zapatos, las medias y los calzones. Me bajé la camisa hasta la
cintura, y me levanté los faldones y me los até como un cinturón por el
centro para ocultar mi desnudez.
Mi amo observó estas operaciones con grandes muestras de curiosidad
y admiración. Cogió las prendas con la cuartilla, una tras otra, y las
examinó atentamente; me acarició el cuerpo con suavidad, dio varias
vueltas a mi alrededor, y dijo que estaba claro que era en todo un completo
yahoo; pero que me diferenciaba mucho del resto de mi especie en la
suavidad, blancura y delicadeza de piel, la falta de vello en varias partes
del cuerpo, la forma y cortedad de mis garras delanteras y traseras, y mi
afectación de caminar siempre sobre las patas traseras. No quiso ver más;
y me dio permiso para volver a vestirme, porque me veía temblar de frío.
Le manifesté mi desagrado porque me llamasen constantemente con el
apelativo de yahoo, animal odioso que me inspiraba una total aversión y
desprecio; le supliqué que me eximiese de ese término, y ordenase a su
familia y amigos a los que me enseñaba que hiciesen lo mismo.
Igualmente le rogué que el secreto de la falsa envoltura de mi cuerpo fuese
conocido solamente por él, mientras durase mi actual indumentaria; en
cuanto a lo que había observado su ayuda de cámara el rocín alazán, su
señoría podía ordenarle que no lo divulgase.
Accedió mi amo muy amablemente a todo esto, y así se guardó el
secreto de mis ropas hasta que empezaron a estropearse, y me vi obligado
a sustituirlas con remedios que más adelante comentaré. Entretanto, me
pidió que siguiese aprendiendo su lengua con la mayor diligencia; porque
le tenía más asombrado mi capacidad para hablar y razonar que la figura
de mi cuerpo, estuviera cubierta o no; añadiendo que esperaba con cierta
impaciencia oír las maravillas que había prometido contarle.
A partir de entonces dobló los esfuerzos para instruirme: me
presentaba a toda clase de personas, y hacía que me tratasen con cortesía;
porque, como les había dicho en privado, eso me animaba mucho y hacía
que fuese más divertido.
Todos los días, mientras le asistía, además de la tarea que había
asumido de enseñarme, me hacía preguntas sobre mí, a las que contestaba
lo mejor que podía; y por este medio se había formado ya alguna noción,
aunque muy imperfecta. Sería tedioso relatar los diversos pasos por los
que llegué a estar en condiciones de sostener una conversación fluida; pero
la primera noticia que le di de mí, de cualquier orden y extensión, fue la
siguiente:
Que venía de un país muy lejano, como ya había tratado de decirle, con
unos cincuenta más de mi especie; que habíamos recorrido los mares en un
gran recipiente hueco hecho de madera, más grande que la casa de su
señoría. Le describí el barco lo mejor que pude, y le expliqué, con ayuda
del pañuelo desplegado, cómo se desplazaba empujado por el viento. Que
debido a una pelea entre nosotros, me habían dejado en esta costa, donde
eché a andar sin saber hacia dónde, hasta que él me libró de la persecución
de esos execrables yahoos. Me preguntó quién había hecho el barco, y
cómo era que los houyhnhnms de mi país dejaban su gobierno a brutos.
Contesté que no osaría seguir contando a menos que me diese su palabra
de no ofenderme, y que sólo entonces le contaría las maravillas que tantas
veces le había prometido. Así lo hizo, y proseguí, asegurándole que el
barco lo habían construido seres como yo, que en todos los países que
había visitado, al igual que en el mío, sólo gobernaban seres racionales; y
que a mi llegada allí, me causó tanto asombro ver a los houyhnhnms
actuar como seres inteligentes, como podían estarlo él y sus amigos
viendo signos de inteligencia en una criatura a la que daban en llamar
yahoo, con la que reconocía mi semejanza en todos los respectos, aunque
no me explicaba su naturaleza degenerada y brutal. Dije, además, que si la
fortuna me devolvía alguna vez a mi país natal, para relatar allí mis viajes,
como estaba decidido a hacer, todo el mundo creería que contaba «una
cosa que no es»; que me había sacado la historia de la cabeza; y con todos
los respetos hacia él, su familia y sus amigos, y su promesa de no
ofenderse, mis compatriotas apenas creerían posible que fuese el
houyhnhnm la criatura que gobernara una nación, y que los brutos fueran
los yahoos.
Capítulo IV
Noción de los houyhnhnms de verdad y falsedad. El
discurso del autor es desaprobado por su amo. El autor
cuenta más detalles de sí mismo y de las peripecias de su
viaje.
Mi amo seguía sin entender qué motivos podían incitar a esta raza de
juristas a complicarse, desasosegarse y a agobiarse coligándose en una
confederación de injusticia con el solo objeto de perjudicar a animales que
eran sus semejantes; tampoco comprendía a qué me había referido con eso
de que lo hacían por contrato. Tras lo cual me costó mucho trabajo
describirle el uso del dinero, de qué materia estaba hecho, y el valor de los
metales; que cuando un yahoo conseguía acumular gran cantidad de esta
preciosa sustancia, podía comprar lo que quisiera, las ropas más elegantes,
las casas más nobles, grandes extensiones de tierra, las más costosas
comidas y bebidas, y escoger a las hembras más hermosas. Por tanto, dado
que sólo el dinero permitía realizar todas estas hazañas, nuestros yahoos
consideraban que nunca tenían bastante para gastar, o para ahorrar, según
se sintieran inclinados por tendencia natural a la prodigalidad o a la
avaricia; que el rico disfrutaba del fruto del trabajo de los pobres, y que la
proporción de estos respecto de los primeros era de mil a uno; que la
mayoría de nuestra gente se veía obligada a vivir miserablemente y a
trabajar día tras día por un pequeño salario para que unos pocos vivieran
en la abundancia. Me extendí mucho en estos y otros detalles del mismo
tenor; pero su señoría seguía dubitativo: porque suponía que todos los
animales tenían derecho a su parte de lo que producía la tierra; y sobre
todo los que presidían a los demás. Por tanto me pidió que le explicase qué
eran esas comidas costosas, y cómo podía necesitarlas ninguno de ellos.
Así que le enumeré cuantas me vinieron al pensamiento, con diversas
maneras de aderezarlas, lo que no podía hacerse sin enviar naves a todas
las partes del mundo, lo mismo que en lo tocante a licores, o a salsas, y a
muchísimos otros artículos. Le aseguré que había que dar lo menos tres
vueltas a este globo entero de la tierra antes de conseguir para nuestras
mejores yahoos hembras el desayuno que exigían, o la taza donde
servírselo. Dijo que necesariamente debía de ser un país mísero, incapaz
de proporcionar alimento para sus propios habitantes. Pero lo que le
asombraba especialmente era cómo tan inmensas extensiones de suelo
como yo le describía careciesen de agua dulce, al extremo de tener que
enviar barcos en busca de bebida. Contesté que se calculaba que Inglaterra
—amado lugar de mi nacimiento— producía tres veces la cantidad de
alimentos que sus habitantes eran capaces de consumir, así como licores
extraídos del grano, o exprimidos del fruto de determinados árboles, los
cuales daban una bebida excelente; y la misma proporción en cuanto a las
demás comodidades de la vida. Pero a fin de alimentar el lujo y la
intemperancia de los machos, y la vanidad de las hembras, enviábamos a
otros países la mayor parte de nuestros productos necesarios, y a cambio
traíamos sustancias que acarreaban enfermedades, locura y vicio, para
consumirlas entre nosotros. De lo que se sigue necesariamente que un
número inmenso de nuestra gente se ve abocada a buscarse el sustento
mendigando, robando, atracando, engañando, abjurando, halagando,
sobornando, falsificando, jugando, mintiendo, adulando, intimidando,
votando, garabateando, diciendo la buenaventura, envenenando,
prostituyéndose, fingiendo, difamando, librepensando, o haciendo algo por
el estilo: conceptos que me costó lo indecible hacerle comprender.
Que no importábamos vino de otros países para suplir la falta de agua
u otras bebidas, sino porque era una especie de líquido que nos ponía
alegres adormeciéndonos los sentidos; alegraba los pensamientos tristes,
engendraba figuraciones extravagantes en el cerebro, avivaba las
esperanzas y borraba los temores; suspendía las funciones de la razón
durante un tiempo, y nos privaba del uso de los miembros hasta que
caíamos en un profundo sueño; aunque había que reconocer que uno
siempre despertaba enfermo y alicaído, y que el uso de este licor nos
llenaba de enfermedades que nos hacían incómoda la vida y nos la
acortaban.
Pero, aparte de todo eso, la mayoría de nuestra gente vivía de
proporcionar cosas necesarias y comodidades a los ricos, y los unos a los
otros. Por ejemplo, cuando estoy en mi tierra y vestido como debo, llevo
encima la labor de un centenar de artesanos; el edificio y los muebles de
mi casa representan la de otros tantos, y la de cinco veces ese número
adorna a mi esposa.
Iba a hablarle de otra clase de gente, que vivía de ocuparse de los
enfermos, ya que alguna otra vez había informado a su señoría de que
muchos de mi tripulación habían muerto por enfermedad. Pero aquí tuve
enormes dificultades para hacerle comprender lo que quería decir. Estaba
claro para él que un houyhnhnm se volvía débil y torpe pocos días antes de
morir; o que podía herirse una pata por algún accidente. Pero le parecía
imposible que la Naturaleza, que hace todas las cosas perfectas,
consintiera que el dolor medrara en nuestro cuerpo, y quiso saber la razón
de tan inexplicable mal. Le dije que nos alimentábamos de mil cosas que
operaban unas en contra de otras; que comíamos cuando no teníamos
hambre y bebíamos sin la incitación de la sed; que nos pasábamos noches
enteras bebiendo licores fuertes sin comer nada, lo que nos hacía
propensos a la pereza, nos enfebrecía el cuerpo, y precipitaba o impedía la
digestión. Que los yahoos hembras prostitutas contraían cierta enfermedad
que comunicaban putrefacción de los huesos a los que se daban a sus
abrazos; que esta y otras muchas enfermedades pasaban de padres a hijos,
de manera que muchísimos vienen al mundo con complicadas
enfermedades encima; que sería inacabable enumerarle el catálogo entero
de los males que pueden aquejar al cuerpo humano; porque no eran menos
de quinientos o seiscientos los que pueden extenderse en cada miembro y
articulación; en resumen, cada parte, sea externa o intestina, está sujeta a
enfermedades que le son propias. Para remediar todo esto, había entre
nosotros una clase de gente formada en la profesión, o pretensión, de curar.
Y dado que yo tenía cierto dominio de esta facultad, en agradecimiento a
su señoría, le revelaría el misterio y el método por el que procedían.
Su fundamento es que todos los males provienen de la saciedad, por
donde concluyen que es necesaria una gran evacuación corporal, bien por
el tránsito natural, bien por arriba por la boca. El segundo paso es hacer
con hierbas, minerales, gomas, aceites, conchas, sales, jugos, algas,
excrementos, cortezas de árbol, serpientes, sapos, ranas, arañas, huesos y
carne de muerto, pájaros, alimañas y peces, el compuesto de olor y sabor
más asquerosos, nauseabundos y detestables que pueden idear, compuesto
que el estómago rechaza en el acto con repugnancia, y al que llaman
vomitivo; o bien, del mismo almacén, con algunos otros añadidos
ponzoñosos, nos mandan ingerir por el orificio superior o inferior (según
se le ocurra al médico en el momento) un medicamento igualmente
desagradable y molesto para las tripas, y que, al relajar el vientre, hace que
vaya todo hacia abajo, y a este lo llaman purga o clister. Porque como la
naturaleza —según afirman los físicos—, ha dispuesto el orificio anterior
superior sólo para introducir sólidos y líquidos, y el posterior inferior para
expulsarlos, y estos artistas consideran ingeniosamente que toda
enfermedad aparta a Naturaleza de su función, para devolverla a ella hay
que tratar el cuerpo de manera diametralmente contraria, e intercambiar el
uso de ambos orificios, introduciendo forzadamente los sólidos y líquidos
por el ano, y evacuándolos por la boca.
Pero, aparte de las enfermedades reales, estamos sujetos a muchas que
sólo son imaginarias, para las que los físicos han inventado curas
imaginarias; tienen nombres diversos, así como drogas apropiadas para
ellas; y nuestros yahoos hembras están siempre infectados de ellas.
Un gran mérito de esta tribu es su habilidad para los pronósticos, en
los que raramente fallan: sus predicciones en enfermedades reales, cuando
estas revisten cierto grado de malignidad, auguran generalmente la
muerte, que está siempre en su poder, mientras que la recuperación no; así
que, frente a cualquier signo inesperado de mejoría después que han
pronunciado su sentencia, antes de que sean acusados de falsos profetas
saben probar su sagacidad frente al mundo mediante una dosis razonable.
Son igualmente de especial utilidad para los maridos y las esposas que
se han cansado de su pareja, para los hijos primogénitos, para los grandes
ministros de estado, y a menudo para los príncipes.
En una ocasión había hablado con mi amo sobre la naturaleza de
nuestro gobierno en general, y en particular de nuestra excelente
constitución, merecidamente admirada y envidiada por el mundo entero.
Pero como había hablado aquí de pasada de «un ministro de estado», me
mandó un rato después que le informase sobre a qué especie concreta de
yahoo hacía referencia con este nombre.
Le dije que un ministro de estado principal o primero, que era el
personaje al que me refería, era un ser carente por completo de alegría y
de tristeza, de amor y de odio, de compasión y de cólera; al menos, no
ejercita más pasión que la de un violento deseo de riqueza, poder y títulos;
que da a sus palabras todos los usos salvo el de expresar lo que piensa; que
nunca dice una verdad sino con intención de que la tomes por una mentira;
ni una mentira sino para que la tomes por verdad; que aquellos de quienes
peor habla a sus espaldas están en el mejor camino de medrar; y en cuanto
ves que te elogia ante los demás, o ante ti mismo, desde ese día puedes
considerarte destituido. La peor señal que puedes recibir es una promesa,
sobre todo cuando te la confirma con un juramento; a partir de ese
instante, cualquier hombre sensato se retira y abandona toda esperanza.
Hay tres métodos con los que un hombre puede llegar a ministro
principal: el primero es saber utilizar prudentemente a la esposa, hija o
hermana; el segundo, traicionar o socavar al predecesor; y el tercero,
tronar con celo furioso, en las asambleas públicas, contra las corrupciones
de la corte. Un príncipe prudente elegirá al que practica este último
método; porque tales fanáticos se revelan siempre los más obsequiosos y
serviles a la voluntad y las pasiones de su señor. Estos «ministros», al
tener todos los puestos a su disposición, se mantienen en el poder
sobornando a la mayoría del senado o gran consejo; y en fin, por un
expediente llamado Ley de Indemnidad —cuya naturaleza le describí— se
protegen de cualquier ajuste de cuentas posterior, y se retiran de la vida
pública cargados de despojos de la nación.
El palacio del primer ministro es un semillero donde se forma a otros
en su actividad: los pajes, los lacayos, y el portero, imitando a su señor, se
convierten en ministros de estado de sus diversas parcelas, y aprenden a
destacar en los tres ingredientes principales de la insolencia, la mentira y
el soborno. Por tanto, tienen una corte subalterna que les rinden personas
del mayor rango; y a veces, a fuerza de destreza y de desvergüenza, llegan,
aunque en grado diverso, a sucesores de su señor.
Este es gobernado normalmente por una moza marchita o un lacayo
favorito, que son los túneles por los que discurren todas las mercedes, y
pueden llamárseles propiamente, en última instancia, gobernadores del
reino.
Un día mi amo, al hacer yo alusión a la nobleza de mi país, se dignó
hacerme un cumplido que no pude fingir que merecía: que estaba seguro
de que sin duda había nacido yo en el seno de una noble familia, porque
aventajaba con mucho, en figura, color y limpieza, a todos los yahoos de
su nación; aunque parecía fallar en fuerza y agilidad, lo que debía
atribuirse a mi diferente forma de vida respecto de la de los otros brutos; y
además, no sólo estaba dotado de la facultad del habla, sino también de
cierta inteligencia rudimentaria, de manera que, ante sus amistades, yo
pasaba por prodigio.
Me hizo observar que entre los houyhnhnms, el blanco, el alazán y el
gris no estaban tan bien formados como el bayo, el tordo o el negro; ni
nacían con el mismo grado de entendimiento, o capacidad para
desarrollarlo; y por tanto seguían siempre en la condición de sirvientes,
sin aspirar nunca a sobrepasar su propia raza, lo que en ese país se
consideraría monstruoso y antinatural.
Agradecí humildemente a su señoría la buena opinión que se había
dignado formarse de mí, pero al mismo tiempo le aseguré que mi cuna era
humilde, ya que había nacido de unos padres honrados y sencillos que por
fortuna habían podido darme una aceptable educación; que la nobleza
entre nosotros era algo totalmente distinto de la idea que él tenía; que
nuestros jóvenes nobles son educados desde la niñez en la ociosidad y el
lujo; que tan pronto como los años lo permiten consumen su vigor y
contraen enfermedades odiosas con hembras lascivas, y cuando casi han
arruinado sus fortunas se casan con alguna mujer de baja condición,
carácter desagradable y constitución enfermiza, meramente por su dinero,
a la que odian y desprecian; que los vástagos de tales matrimonios salen
por lo general escrofulosos, raquíticos o deformes, por lo que la familia
raramente sobrepasa las tres generaciones, a menos que la esposa se
procure un padre saludable entre los vecinos o los criados, a fin de mejorar
y continuar la estirpe; que un cuerpo débil y enfermo, un semblante flaco y
una tez cetrina son signos inequívocos de nobleza de sangre; por lo que un
aspecto robusto y saludable deshonra en un hombre de calidad, ya que el
mundo concluye que su verdadero padre ha sido un mozo de cuadra o un
cochero. Las imperfecciones de su mente corren parejas con las del
cuerpo, dando lugar a una mezcla de hipocondría, pereza, ignorancia,
capricho, sensualidad y orgullo.
Sin el consentimiento de ese ilustre cuerpo, no se puede elaborar,
revocar ni modificar ninguna ley, inapelablemente.
Capítulo VII
El gran amor del autor a su país natal. Comentarios de su
amo sobre la constitución y la administración de
Inglaterra, según las describe el autor, con casos paralelos
y comparaciones. Comentarios de su amo sobre la
naturaleza humana.
Así, pues, amable lector, te he hecho fiel relación de mis viajes durante
dieciséis años y siete meses largos, sin cuidar tanto el adorno como la
verdad. Quizá, como hacen otros, podía haberte asombrado con episodios
extraños e improbables; pero prefiero relatar el hecho escueto, en la
manera y estilo más simples; porque mi propósito primero era informarte
y no divertirte.
Nos resulta fácil, a quienes viajamos a países remotos que rara vez
visitan los ingleses u otros europeos, describir animales maravillosos, sean
marinos o terrestres. Sin embargo, el principal objeto del viajero ha de ser
hacer a los hombres más sabios y mejores, y perfeccionar sus espíritus con
malos y buenos ejemplos de lo que relatan acerca de lugares extraños.
Sinceramente me gustaría que se promulgara una ley que obligara a
todo viajero a jurar ante el gran canciller, antes de publicar sus viajes, que
todo lo que tienen intención de dar a la imprenta es absolutamente cierto
hasta donde a él se le alcanza; porque de ese modo no se engañaría al
mundo, como se hace habitualmente cuando algunos escritores, para que el
público acepte mejor sus obras, hacen tragar al lector desavisado las
falsedades más groseras. He leído con atención y enorme placer varios
libros de viajes en mis tiempos jóvenes; pero como desde entonces he
visitado muchísimas regiones del globo, y he podido desmentir por propia
observación muchos relatos fabulosos, me produce un gran rechazo esta
clase de lecturas, y cierta indignación ver cómo se abusa con el mayor
descaro de la credulidad de los hombres. Así que, como mis amistades
consideran que mis modestos esfuerzos pueden no ser inconvenientes para
mi país, me he impuesto la máxima de no apartarme en ningún momento
de la estricta verdad, ni caer en la más pequeña tentación de variarla, y
tener a la vez presentes las lecciones y el ejemplo de mi noble amo y otros
ilustres houyhnhnms, de quienes he tenido el honor de ser oyente mucho
tiempo.
FINIS
JONATHAN SWIFT. Dublín (Irlanda), 1667 – Ídem, 1745. Escritor
político y satírico anglo-irlandés, considerado uno de los maestros de la
prosa en inglés y de los más apasionados satirizadores de la locura y la
arrogancia humanas. Sus numerosos escritos políticos, textos en prosa,
cartas y poemas tienen como característica común el uso de un lenguaje
efectivo y económico.
Nacido en Dublín el 30 de noviembre de 1667, estudió en el Trinity
College de dicha ciudad. Obtuvo un empleo en Inglaterra como secretario
del diplomático y escritor William Temple, pariente lejano de su madre.
Las relaciones con su patrón no fueron especialmente cordiales y, en 1694,
el joven Jonathan regresó a Irlanda, donde se ordenó sacerdote. Tras la
reconciliación con Temple, volvió a su servicio en 1696. Supervisó la
educación de Esther Johnson, hija de la recién enviudada hermana de
Temple, y permaneció con el caballero hasta su muerte, en 1699. Durante
ese tiempo, Swift, aunque tuvo frecuentes discusiones con su patrón,
dispuso de gran cantidad de tiempo para la lectura y la escritura.
Entre sus primeros trabajos en prosa se encuentra La batalla entre los
libros antiguos y modernos (1697), una mofa de las discusiones literarias
del momento, que trataban de valorar si eran mejores las obras de la
antigüedad o las modernas. En esta obra suya, el autor irlandés se puso de
parte de los maestros antiguos y, con gran mordacidad, atacó la pedantería
y el espíritu escolástico de los escritores de su tiempo. Su Historia de una
bañera (1704) es el más divertido y original de sus escritos satíricos. En
él, Swift ridiculizó con soberbia ironía varias formas de pedantería y
pretenciosidad, especialmente en los terrenos de la religión y la literatura.
Este libro despertó serias dudas sobre la ortodoxia religiosa de su autor, y
se cree que, a causa del enfado que produjo en la reina Ana Estuardo,
perdió sus prerrogativas dentro de la iglesia de Inglaterra.
Aunque en teoría era un whig, Swift mantenía importantes diferencias de
criterio con sus compañeros de partido. En 1710, subió al poder en
Inglaterra el partido tory, y el inconformista autor irlandés se pasó
rápidamente a sus filas. Comenzó a dirigir entonces sus ataques contra los
whigs, a través de una serie de brillantes textos cortos, asumió la dirección
del Examiner, el órgano informativo de los tories, y publicó una gran
cantidad de panfletos, en los que defendía abiertamente la política social
del gobierno tory. De entre esos textos, el más elocuente e influyente fue
El comportamiento de los aliados (1711), en el cual afirmaba que los
whigs habían prolongado la Guerra de Sucesión española mirando sólo a
sus propios intereses. Este panfleto fue la causa de la dimisión de John
Churchill, primer duque de Malborough, comandante en jefe de las
Fuerzas Armadas británicas.
Swift comenzó sus Cartas a Stella en 1710. Stella era el nombre que él
utilizaba para dirigirse a Esther Johnson, quien por entonces vivía en
Dublín. Esta serie de cartas íntimas, en las que aparecen numerosos
vocablos propios del lenguaje infantil, revelan un curioso aspecto de la
enigmática personalidad del satirista irlandés. Los especialistas no tienen
muy claro cuál era el tipo de relación que existía entre tutor y alumna. Es
posible incluso que se hubieran casado en secreto. La otra mujer de la que
se tiene noticia en la vida de Swift fue Esther Vanhomrigh, también
alumna suya, hija de un comerciante de Dublín de origen holandés, y a la
que él llamaba Vanessa. Esta se enamoró perdidamente de su tutor, pero él
no correspondió nunca a ese amor.
En 1717, fue nombrado deán de la catedral de San Patricio de Dublín. Al
año siguiente, el partido tory perdió el poder y su influencia política
desapareció por completo. Entre 1724 y 1725 publicó anónimamente
Cartas de Drapier, una serie de apasionados y efectivos panfletos en los
que intentaba defender la validez de la moneda irlandesa, y que
ocasionaron el fin del permiso otorgado por la corona a un comerciante
inglés para acuñar monedas en Irlanda. Por esta y otras obras en las que
apoyaba las reivindicaciones de su pueblo, se convirtió en un héroe entre
los nacionalistas irlandeses. Una humilde propuesta (1729), uno de estos
textos reivindicativos, incluye una propuesta especialmente irónica, la de
que los niños irlandeses pobres podían ser vendidos como carne para
mejorar la dieta de los ricos, pues con ello se beneficiarían todos los
sectores sociales.
La obra maestra de Swift, Viajes a varios lugares remotos del planeta,
titulada popularmente Los viajes de Gulliver, fue publicada como anónimo
en 1726 y obtuvo un éxito inmediato. A pesar de que fue concebida
originalmente como una sátira, un ataque ácido y alegórico contra la
vanidad y la hipocresía de las cortes, los hombres de estado y los partidos
políticos de su tiempo, el autor fue añadiendo, durante los seis años que
tardó en escribirla, desgarradas reflexiones acerca de la naturaleza
humana. Los viajes de Gulliver es, por tanto, una obra salvajemente
amarga y, en ocasiones, indecente; una desabrida burla a la sociedad
inglesa de su tiempo y por extensión al género humano. Aún así, es una
narración tan imaginativa, ingeniosa y sencilla de leer, que el primer libro
ha permanecido como un clásico de la literatura infantil. El cuarto libro,
Gulliver en el país de los houyhnhnms, suele eliminarse de muchas
ediciones juveniles por su excesiva mordacidad, ya que en el fondo lo que
está planteando Swift es que la compañía de los animales —de los
caballos, concretamente— es preferible y más estimulante que la de
muchos humanos.
Sus últimos años, tras las muertes de Stella y Vanessa, se caracterizaron
por una creciente soledad y asomos de demencia. Sufrió frecuentes
ataques de vértigo y, tras un largo periodo de decadencia mental, murió el
19 de octubre de 1745. Fue enterrado en la catedral de la que había sido
deán, junto al sepulcro de Stella. Su epitafio, escrito por él mismo en latín,
reza: «Aquí yace el cuerpo de Jonathan Swift, D., deán de esta catedral, en
un lugar en que la ardiente indignación no puede ya lacerar su corazón. Ve,
viajero, e intenta imitar a un hombre que fue un irreductible defensor de la
libertad».
Notas
[1] Tasmania. <<