Guy de Maupassant: Viajes de Gulliver

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Los viajes de Gulliver, aparecido como obra anónima siete años

después del Robinson Crusoe de Defoe, cuenta los fantásticos


viajes del cirujano y capitán de barco Lemuel Gulliver tras su
naufragio en una isla perdida. Pronto Gulliver descubrirá que la isla
está habitada por una increíble sociedad de seres humanos de tan
solo seis pulgadas de estatura, los liliputienses, engreídos y
vanidosos ciudadanos de Liliput. En un segundo viaje Gulliver
descubre Brobdingnag, una tierra poblada por hombres gigantes, de
gran capacidad práctica, pero incapaces de pensamientos
abstractos. En su tercer viaje va a parar a la isla volante de Laputa,
cuyos habitantes son científicos e intelectuales, ciertamente
pedantes, obsesionados con su particular campo de investigación
pero totalmente ignorantes del resto de la realidad. A este insólito
viaje siguen otros cinco llenos de aventuras, que sirven a Swift,
como los anteriores, para fustigar con su lúcida ironía la ridícula
prepotencia y vanidad de políticos, científicos y seres humanos en
general.
Esta edición se enriquece con las láminas a color que para esta
obra realizó el clásico de las aventuras Arthur Rackham en 1910.
Jonathan Swift

Los viajes de Gulliver


ePub r1.5
Titivillus 18.01.18
Título original: Gulliver’s Travels
Jonathan Swift, 1726
Traducción: Francisco Torres Oliver
Ilustraciones: Arthur Rackham

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
Presentación
Literatura infantil es —en principio— la que un autor escribe pensando en
que sus lectores van a ser los niños. Desde el XIX hasta nuestros días
escritores como J. M. Barrie, A. A. Milne, Kenneth Grahame, Richmal
Crompton, Enid Blyton, Margaret Mahy o J. K. Rowling han dedicado
algunos de sus mejores esfuerzos al público infantil. Pero lo escrito
conscientemente para ellos no es la única fuente que nutre las colecciones
de libros para adolescentes. La literatura infantil y juvenil, como género,
funciona con un talante francamente expansionista e incorpora a sus filas
obras que sus autores concibieron sin tener en mente a lectores menores de
edad. Las novelas históricas de Walter Scott, Las minas del rey Salomón de
Haggard, las novelas «científicas» de Julio Verne, los relatos de Sherlock
Holmes… de seguro que Wells o London se hubieran sorprendido viendo
buena parte de su obra en los catálogos de literatura juvenil.
Recopilaciones de tradiciones folclóricas, fábulas, algunos clásicos —
aligerados— de anteayer, o que peinan siglos de canas. De todo se utiliza
para llenar los catálogos. La infantil realiza continuos secuestros en el
repertorio de la literatura de adultos. Y pocas conquistas tan extrañas
como la llevada a cabo, desde hace generaciones, con Los viajes de
Gulliver, de Jonathan Swift; un misántropo pesimista, sarcástico y en
permanente estado de enfado, que publicó bajo firma anónima esta sátira,
auténticamente vitriólica, a la cual la censura en el pasado le ha metido las
tijeras en repetidas ocasiones.
Salvo en el caso de las novelas de aventuras —que desde antaño se
consideraron edificante lectura sobre los logros del esfuerzo, la amistad, el
valor, etc.—, lo habitual es que los clásicos de adultos pierdan «algunas
plumas» en su adaptación para niños. Suelen reducir longitud, modernizan
lenguaje, eliminan —si lo hay— lo truculento o escabroso y ganan en
ilustraciones. De todo eso que suele perderse hay algo en Los viajes de
Gulliver, sin embargo, en esta edición de la colección Avatares de
Valdemar, se aúna las excelentes ilustraciones realizadas por Rackham
para una edición de Los viajes de Gulliver «suavizado» —digámoslo así—
con la integridad del malintencionado texto de Swift. La edición de
Valdemar es, por tanto, íntegra y textual, y sigue fielmente la edición de la
Oxford University Press a cargo de Louis A. Landa.
La razón del porqué de la conversión en clásico de la infancia de Los
viajes de Gulliver hay que buscarla, quizá, en la afinidad que se ha dado en
épocas entre lo fantástico y lo infantil y, posiblemente también, en una
cierta proximidad temática entre los cuentos clásicos infantiles y los
personajes de los dos primeros viajes de Gulliver. A fin de cuentas se trata
de enanos en Liliput y gigantes en Brobdingnag… Algo parece tener que
ver esto con un universo infantil de pulgarcitos, habichuelas gigantes,
ogros, pequeñas gentes, etc. Bueno, esos dos capítulos y una larga
tradición de Los viajes de Gulliver infantiles haciendo gala, generación
tras generación, de nuevos y brillantes ilustradores. Lo cierto es que Los
viajes… pertenecen ya, tanto al universo infantil, como al sector adulto y
casi erudito de aficionados a los clásicos.
Su autor, Jonathan Swift, nace en Irlanda, aunque de padres ingleses,
en 1667. En 1689 se traslada con su madre a Leicester, donde será
secretario de sir William Temple. Profesa como sacerdote dentro de la
Iglesia anglicana en 1693. A la muerte de Temple, en 1699, se convierte en
capellán del justicia mayor inglés en Irlanda, lord Berkeley y obtiene, dos
años más tarde, su doctorado en Teología. A partir de entonces su
intervención en política es constante. Primero en favor del partido whig,
luego, cuando estos desatienden sus peticiones como representante del
clero irlandés en favor de que les sean suprimidos determinados
impuestos, se alinea con el partido tory. Publicando sátiras, siempre
anónimas, que todo el mundo sabe que le son atribuibles, siendo el paladín
de un influyente grupo de intelectuales donde, junto a él mismo, se alinean
autores como Pope o John Gay, dirigiendo el periódico del partido tory,
yendo de Inglaterra a Irlanda y de Irlanda a Inglaterra, siendo admirado y
temido, pasa esos primeros quince años del siglo XVIII que concluyen con
la muerte de la reina Ana en 1714. Con la llegada del nuevo reinado pierde
influencia y poder. Decide retirarse a Dublín, donde da comienzo a la
redacción de Los viajes de Gulliver y sigue publicando sátiras y panfletos
«anónimos». En 1718, contra la política inglesa de aquellos días respecto a
Irlanda, publica —anónimamente, cómo no— las Drapier’s Letters. En
1726 se edita su Travels into Several Remote Nations of the World by
Lemuel Gulliver (Los viajes de Gulliver) y tres años más tarde una de sus
más feroces sátiras, A Modest Proposal. Su actividad continuó incansable
hasta que en 1739 se inició un rápido declive mental que le llevó a la
incapacitación y la tutela en 1742 y a la muerte tres años más tarde.
En Los viajes de Gulliver sigue el esquema, clásico ya entre los
ingleses desde sir John Mandeville a finales del XV, del libro de viajes y,
en este caso, más concretamente del de «viajes fantásticos». Respecto al
más famoso escrito de Swift, que utilizó siempre el panfleto, la sátira y el
anónimo para expresar opiniones y fustigar enemigos, resulta ocioso
plantearse si tiene o no intenciones satíricas. Evidentemente sí, y lo que se
puede discutir entonces son las claves y los personajes que se ocultan tras
nombres como Liliput, o Brobdingnag. Si Blefuscu es Francia, o si tras
Bolgolam se oculta, realmente, el conde de Notthingham. Se opina que el
primer viaje representa paródicamente la Inglaterra de finales del reino de
la reina Ana. Parece bastante identificable una parodia cruel de la Royal
Society y de Isaac Newton en la visita, durante el tercero de sus viajes, de
Gulliver a la Ilustre Academia de Lagado. Algo más que probable, pues la
hostilidad del autor contra las ciencias se manifiesta ya en A Tale of Tub
(1699), donde satiriza los excesos del saber. Por tanto, pocas ocasiones
como esta para que el lector practique los dos niveles de lectura y,
pensando mal, acierte. Casi siempre que alguna actitud resulte condenable
o ridícula a los ojos de Gulliver cabe suponer que alguna situación social o
conocido particular de Jonathan Swift tenía motivos para darse por aludida
o aludido.
Sería injusto sin embargo tener como única conclusión final sobre
Swift la de un ser en estado de malevolencia perpetua, dotado de una
brillantez excepcional para zaherir mediante la palabra. No parece dudosa
ni una fe religiosa profunda, ni un sentido moral sincero, precisamente a
raíz del cual brota su indignación ante la conducta de un ser humano que
se comporta muy por debajo de sus posibilidades éticas. Excelente
prosista, una de las cumbres de la literatura satírica de todos los tiempos,
buen poeta y ensayista y, sin que pudiera él sospecharlo ni en sueños…
clásico de la literatura infantil. Supongo que le hubiera encantado
ferozmente.

ALFREDO LARA LÓPEZ


LOS VIAJES DE GULLIVER
a varias remotas naciones del mundo

con ilustraciones de Arthur Rackham,

algunas aparecidas en 1899, y revisadas y

coloreadas muchas de ellas por el artista para la

edición de 1939
Capítulo I
El autor da alguna información de él y de su familia;
primeras incitaciones a viajar. Naufraga, y nada
desesperadamente; consigue llegar a tierra en el país de
Liliput, es hecho prisionero, y transportado al interior.

Mi padre poseía una pequeña propiedad en Nottinghamshire; yo era el


tercero de cinco hijos. Me envió al Emanuel College de Cambridge a los
catorce años, donde residí tres, y me apliqué en mis estudios; pero como la
carga de mi manutención (aunque tenía una asignación muy pequeña) era
demasiada para una economía modesta, me vi obligado a colocarme de
aprendiz con el señor James Bates, cirujano eminente de Londres, con el
que estuve cuatro años; y mi padre me enviaba de vez en cuando pequeñas
cantidades de dinero que yo empleaba en aprender navegación, y otras
partes de las matemáticas útiles para quienes tienen intención de viajar,
como siempre creía yo que algún día sería mi destino. Cuando dejé al señor
Bates volví con mi padre, donde, con su ayuda y la de mi tío John, y algún
otro pariente, obtuve cuarenta libras, y la promesa de treinta más al año
para mi mantenimiento en Leiden: allí estudié física dos años y siete
meses, sabedor de que sería provechosa para los viajes largos.
A poco de regresar de Leiden, fui recomendado por mi buen maestro el
señor Bates para cirujano del Swallow, mandado por el capitán Abraham
Pannell, con quien continué tres años y medio, e hice un viaje o dos al
Levante y a otras regiones. Al regresar decidí establecerme en Londres, a lo
que me animó el señor Bates, mi maestro, quien me recomendó a varios
pacientes. Ocupé parte de una casita de la antigua judería; y aconsejado de
que cambiase de estado, me casé con Mary Burton, hija segunda del señor
Edmund Burton, calcetero de Newgate Street, con la que recibí
cuatrocientas libras de dote.
Pero tras la muerte de mi buen maestro Bates dos años más tarde, y
dado que tenía pocos amigos, mi trabajo empezó a decaer; porque mi
conciencia no me permitía imitar la mala práctica de multitud de colegas.
Así que después de consultarlo con mi esposa y algunos amigos, decidí
embarcar otra vez. Fui de cirujano en dos barcos sucesivos, e hice varios
viajes durante seis años a las Indias Orientales y Occidentales, con lo que
incrementé un poco mi patrimonio. Pasaba las horas libres leyendo a los
mejores autores antiguos y modernos, porque siempre estaba provisto de
buena cantidad de libros, y, cuando bajaba a tierra, observando las
costumbres y carácter de la gente, así como aprendiendo su lengua, para lo
que tenía gran facilidad por la solidez de memoria.
Dado que el último de estos viajes no resultó muy afortunado, me cansé
de la mar, y decidí quedarme en casa con mi esposa y mi familia. Me mudé
de la antigua judería a Fetter Lane, y de aquí a Wapping, con la esperanza
de salir adelante entre la gente de mar; aunque sin resultado. Tras esperar
tres años a que se enderezase la situación, acepté un ventajoso ofrecimiento
del capitán William Pritchard, que mandaba el Antelope e iba a hacer un
viaje a los Mares del Sur. Zarpamos de Bristol el 4 de mayo de 1699, y
nuestro viaje fue al principio muy próspero.
No estaría bien, por muchas razones, agobiar al lector con los
pormenores de nuestras aventuras en esos mares. Bástele saber que, en el
viaje de allí a las Indias Orientales un violento temporal nos abatió al
noroeste de la tierra de Van Diemen[1]. Por una observación, descubrimos
que estábamos en la latitud de 30 grados 2 minutos Sur. Doce de nuestra
tripulación habían muerto por excesivas penalidades y mala alimentación,
y el resto se hallaban muy débiles. El cinco de noviembre, que era
comienzos de verano en esas regiones, y con tiempo muy neblinoso, los
marineros avistaron un escollo a menos de medio cable del barco; pero el
viento era tan fuerte que nos empujó directamente sobre él, y nos
estrellamos en seguida. Seis de la tripulación, yo incluido, tras arriar un
bote al agua, conseguimos apartarnos del barco y del escollo. Bogamos,
según mis cálculos, unas tres leguas, hasta que no pudimos más,
extenuados como estábamos ya por las privaciones en el barco. Así que nos
confiamos a la merced de las olas, y como media hora después volcó el
bote a causa de un súbito golpe de viento del norte. No sé qué fue de mis
compañeros de bote, ni de los que escaparon al escollo o se quedaron en el
barco; pero me temo que perecieron todos. Por lo que a mí respecta, nadé
hacia donde el azar quiso dirigirme, y el viento y la marea empujarme. A
menudo bajaba las piernas, pero no tocaba fondo; y estaba ya casi exhausto,
y sin fuerzas para seguir luchando, cuando descubrí que hacía pie; y
entretanto el temporal había disminuido considerablemente. El declive del
fondo era tan suave que caminé casi una milla antes de alcanzar la playa,
que según calculé fue hacia las ocho de la tarde. Entonces seguí hacia el
interior cerca de media milla, aunque sin descubrir vestigio ninguno de
casas o habitantes; o al menos me encontraba tan débil que no me di
cuenta. Estaba indeciblemente cansado, lo que, sumado al calor del
ambiente, y a la media pinta de aguardiente que me había tomado en el
momento de abandonar el barco, hizo que sintiese enormes deseos de
dormir. Me tumbé en la hierba, que era muy corta y blanda, y dormí
profundamente como no recuerdo haberlo hecho en mi vida; y según
calculé, unas nueve horas, porque cuando me desperté era de día. Intenté
levantarme, pero no pude moverme: porque, tumbado boca arriba como
estaba, descubrí que tenía los brazos y las piernas firmemente sujetos al
suelo; y el pelo, que era largo y espeso, lo tenía atado de la misma manera.
Asimismo, noté tenues ligaduras que me cruzaban el cuerpo, desde las
axilas a los muslos. Sólo podía mirar hacia arriba; el sol empezaba a
calentar, y la luz me molestaba en los ojos. Oí un rumor confuso a mi
alrededor, pero, dada la postura en que estaba, no veía otra cosa que cielo.
Al poco rato noté que sobre mi pierna izquierda se movía alguna bestezuela
que, avanzando despacio por encima del pecho, me llegó casi hasta la
barbilla; cuando, al volver los ojos todo lo abajo que pude, descubrí a un
ser humano de no más de seis pulgadas de alto, con un arco y una flecha en
las manos, y aljaba a la espalda. Entretanto noté que lo menos cuarenta más
del mismo tamaño (según imaginé) seguían al primero. Estaba
absolutamente asombrado; y solté tal bramido que retrocedieron
espantados; algunos, como me contaron después, se magullaron en la caída
al saltar desde mis costados al suelo. Sin embargo, volvieron en seguida, y
uno de ellos, que se atrevió a avanzar lo bastante para verme entera la cara,
alzando las manos y los ojos en un gesto de admiración, exclamó con voz
chillona pero distinta: Hekinah degul. Los otros repitieron las mismas
palabras varias veces, que entonces yo no sabía qué significaban. Yo estaba
a todo esto, puede creerme el lector, enormemente inquieto; por último,
forcejeando, tuve la suerte de romper las cuerdas, y arrancar las estacas que
me sujetaban el brazo izquierdo al suelo; porque, al levantarlo hasta la cara,
descubrí el procedimiento que habían empleado para atarme; y al mismo
tiempo, con un tirón fuerte que me produjo un tremendo dolor, aflojé un
poco los hilos que me ataban el pelo en el lado izquierdo, de manera que
pude volver la cabeza unas dos pulgadas. Pero las criaturas echaron a correr
por segunda vez, antes de que pudiera atraparlas, lo que dio lugar a una
gran confusión de chillidos; y cuando cesó, oí gritar alto a uno de ellos:
Tolgo phonac; y sentí al instante que disparaban más de cien flechas a la
mano izquierda que se me clavaron como otros tantos alfileres; y a
continuación dispararon otra descarga al aire, como hacemos en Europa con
las bombas; muchas de ellas creo que me cayeron sobre el cuerpo (aunque
no las noté) y algunas en la cara, que inmediatamente me cubrí con la mano
izquierda. Al cesar este chaparrón de flechas empecé a gemir de dolor; y
seguidamente, al forcejear otra vez para soltarme, me lanzaron otra
descarga más grande que la primera, y algunos trataron de pincharme con
lanzas en los costados; pero por suerte llevaba un jubón de ante que no
lograron traspasar. Juzgué que lo más prudente era quedarme quieto, y me
hice el ánimo de seguir así hasta la noche, momento en que, con la mano
izquierda suelta, podría liberarme; y en cuanto a los habitantes, tenía
motivos para creer que podría enfrentarme al ejército más poderoso que
pudieran lanzar contra mí, si eran todos del mismo tamaño que el primero
que había visto. Pero el destino dispuso de mí de otra manera. Al observar
aquella gente que me había tranquilizado, dejaron de disparar flechas; pero
por el creciente rumor me di cuenta de que aumentaba su número; y a unas
cuatro yardas de mí, frente a mi oreja derecha, estuve durante más de una
hora oyendo golpeteos como de gente trabajando; y al volver la cabeza en
esa dirección hasta donde las estacas y los hilos me permitían, vi que
habían erigido un estrado, como a un pie y medio del suelo, capaz de
contener cuatro habitantes, con dos o tres escalas para subir; desde él uno
de ellos, que parecía ser persona de calidad, me dirigió un largo discurso
del que no entendí una palabra. Pero debía haber dicho que antes de que
este personaje iniciara su perorata, gritó dos o tres veces: Langro dehul san
(estas palabras y las anteriores me las repitieron y explicaron después).
Tras lo cual se llegaron inmediatamente unos cincuenta habitantes y
cortaron los cordeles que me sujetaban el lado izquierdo de la cabeza, lo
que me permitió volverme a la derecha, y observar la persona y ademán del
que iba a hablar. Parecía de mediana edad, y era más alto que los tres o
cuatro que le asistían, de los que uno era un paje que le sostenía la cola, y
era poco más alto que mi dedo corazón; los otros dos estaban a uno y otro
lado de él para atenderle. Cumplió en todo como un orador, y pude observar
muchos periodos de amenazas, y otros de promesas, compasión y
benevolencia. Contesté con unas pocas palabras, aunque en el tono más
sumiso, alzando la mano izquierda y los ojos al sol, como poniéndolo por
testigo; y como casi desfallecía de hambre, ya que no había probado bocado
desde varias horas antes de abandonar el barco, sentía tan fuertes las
reclamaciones de la naturaleza, que no pude evitar mostrar mi impaciencia
(quizá en contra de las estrictas normas del decoro), llevándome
repetidamente los dedos a la boca para indicar que necesitaba comer. El
hurgo (pues así llamaban a un gran señor, como me enteré más tarde) me
comprendió muy bien. Bajó del estrado y ordenó que pusiesen varias
escalas a mis costados; subieron por ellas más de un centenar de habitantes,
y se dirigieron a mi boca cargados con cestas llenas de comida, preparadas
y mandadas allí por orden del rey a la primera noticia que había tenido de
mí. Observé que se trataba de carne de diversos animales, aunque no pude
distinguirlos por el sabor. Había paletillas, piernas y solomillos como de
cordero, muy bien preparados, aunque de un tamaño más pequeño que las
alas de alondra. Me comí dos o tres de un bocado, y me tomé tres hogazas
de pan a la vez, como del tamaño de balas de mosquete. Me lo servían lo
más deprisa que podían, con mil muestras de admiración y de asombro ante
mi tamaño y apetito. Después les hice seña de que necesitaba beber.
Comprendieron, por lo que había comido, que no me saciaría con una
pequeña cantidad, y como eran gente de lo más ingeniosa, izaron uno de sus
más grandes bocoyes, lo rodaron después hasta mi mano, y le abrieron la
tapa; me lo bebí de un trago, lo que no me fue difícil, porque no contenía ni
media pinta, y encontré un sabor como a vino flojo de Borgoña, aunque
mucho más delicioso. Me trajeron un segundo bocoy, que me bebí de la
misma manera, y les hice señas de que quería más; pero no tenían. Cuando
hube terminado estos prodigios, gritaron de júbilo, bailaron sobre mi
pecho, y repitieron varias veces lo que habían gritado al principio:
«Hekinah degul». Me indicaron por señas que arrojase los dos bocoyes al
suelo, advirtiendo antes a la gente de abajo que se apartara con grandes
gritos de: «Borach mivola»; y cuando vieron volar los recipientes, hubo una
exclamación general de: «Hekinah degul». Confieso que estuve tentado
muchas veces, mientras andaban de un lado para otro sobre mi cuerpo, de
agarrar cuarenta o cincuenta de los primeros que se pusieron a mi alcance,
y despachurrarlos contra el suelo. Pero la conciencia de lo que había
sentido, lo que probablemente no era lo peor que me podían hacer, y la
palabra que les había dado, porque ese sentido daba yo a mi actitud de
sumisión, me hicieron desechar en seguida tal idea. Además, ahora me
consideraba obligado por las normas de hospitalidad con una gente que me
había tratado con tanto gasto y magnificencia. Sin embargo, en mi interior,
no me asombraba suficientemente la intrepidez de estos diminutos
mortales, que se atrevían a subir y deambular por encima de mi cuerpo,
mientras tenía yo una mano libre, sin temblar ante la visión de un ser tan
enorme, como debía parecerles. Al cabo de un rato, cuando vieron que no
les pedía más de comer, apareció ante mí un personaje de alto rango
enviado por su majestad imperial. Tras subirse su excelencia a la parte
delgada de mi pierna derecha, se encaminó hacia mi cara, con alrededor de
una docena de su séquito. Y sacando sus credenciales con el sello real, que
me acercó a los ojos, habló durante unos diez minutos, sin muestra alguna
de severidad, aunque con una especie de decidida resolución, señalando a
menudo hacia delante, que como averigüé después, era hacia la capital, a
una media milla de distancia, adonde debía ser conducido, como había
acordado su majestad en consejo. Contesté con pocas palabras, aunque no
servía de nada, e hice gesto con la mano que tenía libre, llevándomela a la
otra (pero por encima de la cabeza de su Excelencia, por temor a hacerle
daño a él o a su séquito) y luego a la cabeza y al cuerpo, para indicarle que
quería que me soltasen. Me comprendió bastante bien, porque meneó la
cabeza a manera de negativa, y alzó la mano en un gesto que indicaba que
debía ser conducido como prisionero. Sin embargo, me hizo otras señas
para hacerme saber que tendría comida y bebida suficientes, y muy buen
trato. Por lo que pensé otra vez en intentar romper las ligaduras; pero otra
vez, al sentir el escozor de las flechas en la cara y las manos, que tenía
llenas de ampollas, con multitud de dardos clavados aún en ellas, y
observar igualmente que el número de mis enemigos aumentaba, hice
gestos para darles a entender que podían hacer conmigo lo que quisieran.
Con esto se retiraron el hurgo y su séquito, con gran civismo y el semblante
animado. Poco después oí un grito general, con frecuente repetición de las
palabras «Peplom selan», y noté que gran número de gente a mi izquierda
aflojaba las cuerdas, de manera que pude volverme sobre el costado
derecho, y aliviarme orinando, lo que hice abundantemente para gran
asombro de la gente, que adivinando por mis movimientos lo que iba a
hacer, se apartó rápidamente a derecha e izquierda, en ese lado, para evitar
el torrente que brotó de mí con ruido y violencia. Pero antes de esto me
habían embadurnado la cara y las manos con una especie de ungüento de
olor muy agradable, que en pocos minutos me quitó el escozor de las
flechas. Estas atenciones, unidas al refresco recibido con las vituallas y la
bebida, muy reparadoras, me predispusieron al sueño. Dormí unas ocho
horas, como después me aseguraron; lo que no tenía nada de extraño,
porque los físicos, por orden del emperador, habían mezclado una poción
somnífera en el vino de los bocoyes.
Al parecer, tan pronto como me descubrieron durmiendo en el suelo,
tras llegar a tierra, habían enviado noticia de mí al emperador por un
expreso; y este determinó en consejo que debía ser atado de la manera que
acabo de relatar (lo que hicieron durante la noche mientras dormía), me
enviasen abundante comida y bebida, y dispusiesen una máquina para
transportarme a la capital.
Esta decisión quizá pueda parecer muy temeraria y arriesgada, y estoy
convencido de que no la habría imitado ningún príncipe de Europa en
semejante coyuntura; sin embargo, en mi opinión, fue extremadamente
prudente, a la vez que generosa. Porque suponiendo que esta gente hubiera
tratado de matarme con sus lanzas y sus flechas mientras dormía, sin duda
habría despertado a la primera sensación de escozor, lo que podría haberme
avivado la rabia y la fuerza al extremo de hacer posible que rompiera las
cuerdas con que me tenían inmovilizado; después, como no habrían sido
capaces de oponer ninguna resistencia, no podrían esperar piedad.
Esta gente son excelentes matemáticos, y han llegado a alcanzar gran
perfección en mecánica merced al apoyo y aliento del emperador, que es un
reputado protector del saber. Este príncipe posee varias máquinas armadas
sobre ruedas para el transporte de troncos y otros grandes pesos. A menudo
construye sus buques de guerra más grandes —de los que algunos alcanzan
los nueve pies de eslora— en el bosque, donde se produce la madera, y hace
que los transporten en estos ingenios hasta el mar, a unas trescientas o
cuatrocientas yardas. Quinientos carpinteros y expertos se pusieron al
punto a trabajar en la preparación del ingenio más grande que tenían. Era
un armazón de madera que se alzaba a tres pulgadas del suelo, de unos siete
pies de largo y cuatro de ancho, movido por veintidós ruedas. El grito que
oí fue por la llegada de este ingenio, que al parecer se había puesto en
marcha a las cuatro horas de mi llegada a tierra. Lo situaron paralelamente
a mí donde yacía. Pero la principal dificultad era levantarme y ponerme en
este vehículo. Erigieron para este fin ochenta palos, cada uno de un pie de
largo, con cuerdas muy fuertes, del grosor del bramante, sujetas mediante
ganchos a multitud de vendas que los trabajadores me habían ceñido
alrededor del cuello, brazos y piernas. Se emplearon novecientos hombres
de los más fuertes para tirar de estos cordeles mediante motones hechos
firmes a los palos; y así, en menos de tres horas, fui levantado y depositado
en el ingenio, y atado fuertemente a él. Todo esto me lo contaron, porque
mientras se llevaba a cabo este trabajo estuve profundamente dormido por
efecto de la medicina somnífera vertida en la bebida. Mil quinientos de los
más grandes caballos del emperador, cada uno de unas cuatro pulgadas y
media de alto, se emplearon para transportarme hasta la metrópoli, que,
como he dicho, se hallaba a media milla de distancia.
Unas cuatro horas después de emprender el viaje, me desperté debido a
un percance ridículo; porque, al detenerse un rato el carruaje para arreglar
algo que se había averiado, dos o tres jóvenes sintieron curiosidad por ver
mi aspecto dormido; treparon al ingenio, y avanzando muy calladamente
hasta mi cara, uno de ellos, oficial de la guardia, me metió el extremo
puntiagudo de su pica por la ventana izquierda de la nariz, lo que me
produjo picazón como de una paja, y me hizo estornudar de manera
violenta; tras lo cual se escabulleron inadvertidamente, y no me enteré
hasta tres semanas más tarde de por qué me había despertado tan de
repente. Hicimos una larga marcha el resto de ese día, y descansé por la
noche con quinientos centinelas a cada lado, la mitad con antorchas y la
otra mitad con arcos y flechas, preparados para disparármelas si intentaba
forcejear. A la mañana siguiente proseguimos la marcha con la salida del
sol, y hacia mediodía llegamos a doscientas yardas de las puertas de la
ciudad. El emperador salió con toda su corte a recibirnos, pero los altos
dignatarios no consintieron de ningún modo que su majestad expusiera su
persona subiendo a mi cuerpo.
En el lugar donde se detuvo el carruaje se alzaba un antiguo templo,
considerado el más grande del reino, el cual había sido profanado hacía
unos años con un atroz asesinato; y de acuerdo con el fervor de esta gente,
se consideró desacralizado, y se le dio un uso secular, despojándolo de todo
ornamento y mobiliario. En este edificio se decidió que debía alojarme. El
gran pórtico que se abría al norte tenía unos cuatro pies de alto y casi dos
de ancho, y pude introducirme por él. A cada lado del pórtico había una
ventana pequeña a no más de seis pulgadas del suelo: por la de la izquierda
los herreros del rey pasaron noventa y una cadenas, como las de los relojes
de las damas de Europa, y casi igual de grandes, que me ajustaron a la
pierna izquierda con treinta y seis candados. Enfrente de este templo, al
otro lado de la gran calzada, a veinte pies de distancia, había un torreón de
lo menos cinco pies de alto. Aquí subió el emperador, con muchos señores
muy principales de su corte, para tener ocasión de observarme, según me
dijeron, porque yo no podía verlos. Se calculó que más de cien mil
habitantes salieron de la ciudad con el mismo propósito; y pese a la guardia
que me custodiaba, creo que no fueron menos de diez mil los que, en
diversos momentos, subieron a mi cuerpo con ayuda de escalas; pero muy
pronto se pregonó un bando prohibiéndolo bajo pena de muerte. Cuando los
obreros comprobaron que era imposible que me soltase, cortaron las
cuerdas que me ataban; hecho lo cual me levanté con el ánimo más abatido
que nunca en mi vida. Pero las exclamaciones y el asombro de la gente al
verme levantarme y caminar fueron indecibles. Las cadenas que me
sujetaban la pierna izquierda tenían unas dos yardas de largo, y me
permitían no sólo andar de un lado a otro en semicírculo, sino que, como
las habían fijado a cuatro pulgadas del pórtico, podía entrar a gatas y
tumbarme cuan largo era en el templo.
Capítulo II
El emperador de Liliput, asistido por varios miembros de la
nobleza, va a ver al autor en su encierro. Descripción de la
persona y vestido del emperador. Se nombran sabios para
enseñar la lengua al autor. Este se gana el favor con su
actitud tranquila. Le registran los bolsillos, y le quitan la
espada y las pistolas.

Al ponerme de pie miré a mi alrededor, y debo confesar que jamás había


contemplado una perspectiva más amena. El campo alrededor parecía un
jardín interminable, y los terrenos cercados, de unos cuarenta pies
cuadrados por lo general, parecían otros tantos arriates. Estos campos se
entremezclaban con arboledas de medio cuarto de acre, y los árboles más
altos, a lo que podía juzgar, alcanzaban a lo más unos siete pies. A mi
izquierda tenía la capital, que parecía una ciudad pintada en un decorado
de teatro.
Hacía horas que me sentía apremiado por las necesidades de la
naturaleza, lo que no era extraño, ya que hacía casi dos días desde la
última vez que había evacuado. Me hallaba en un gran aprieto, entre la
urgencia y la vergüenza. El mejor recurso que se me ocurría era gatear al
interior de la casa, y así lo hice; y cerrando la puerta tras de mí, me alejé
todo lo que la cadena permitía, y alivié el cuerpo de esa carga molesta.
Pero fue la única vez que me sentí culpable de tan inmunda acción; así que
no puedo por menos de esperar que el cándido lector se muestre indulgente
conmigo, cuando considere mi caso con madurez e imparcialidad, y el
apuro en que estaba. Desde ese momento, mi práctica invariable fue, en
cuanto me levantaba, hacer dicha necesidad al aire libre, alejándome
cuanto daba de sí la cadena; y cada mañana, antes de que viniese nadie,
dos criados designados a tal efecto se ocupaban cumplidamente de llevarse
en carretillas la repugnante materia. No me habría extendido tanto en un
detalle que quizá puede no parecer muy importante a primera vista, si no
lo juzgase necesario para probar al mundo mi manera de ser en punto a
limpieza, que según me han dicho algunos detractores míos han puesto en
duda en esta y en otras ocasiones.
Concluida esta aventura, volví a salir de la casa en busca de aire
fresco. El emperador había bajado ya de la torre y venía hacia mí a
caballo, lo que sin duda podía haberle costado caro; porque el animal, muy
bien domesticado, pero no acostumbrado a semejante visión, que era como
si una montaña se moviese ante él, se encabritó; pero este príncipe, que es
excelente jinete, se mantuvo en su silla hasta que acudieron corriendo sus
asistentes y sujetaron la brida, en tanto que su majestad tenía tiempo de
desmontar. Una vez en tierra me inspeccionó con gran admiración, aunque
desde más allá de la longitud de mi cadena. Mandó a sus cocineros y
despenseros, ya preparados, que me dieran vituallas y bebida, lo que ellos
acercaron empujando una especie de vehículos con ruedas, hasta que
estuvieron a mi alcance. Cogí estos vehículos, y en poco tiempo los vacié
todos: veinte venían llenos de comida, y diez de licor. Cada uno de los
primeros me proporcionaron dos o tres buenos bocados; en cuanto al licor,
vacié diez recipientes, que eran redomas de barro, en un vehículo, y me lo
bebí de un trago; y lo mismo hice con el resto. La emperatriz y los jóvenes
príncipes de sangre, de uno y otro sexo, asistidos por multitud de damas,
se hallaban montados a cierta distancia en sus sillas; pero ante el percance
ocurrido con el caballo del emperador, se apearon, y se acercaron a su
persona, que ahora paso a describir: supera en estatura el espesor de una
uña mía a todos los de su corte, y sólo eso es suficiente para inspirar temor
a los presentes. Su rostro es fuerte y masculino, con el labio de los
Austrias y una nariz curvada, de color aceitunado, ademán erguido, el
cuerpo y los miembros proporcionados, sus movimientos gallardos y su
porte majestuoso. Había dejado atrás la juventud, ya que tenía veintiocho
años y tres cuartos, de los que llevaba reinando unos siete con gran dicha,
y victorioso por lo general. Para verlo con más comodidad me tumbé de
costado, de manera que la cara me quedaba paralela a la suya, mientras él
estaba de pie a tres yardas; después lo he tenido muchas veces en la mano,
así que no puedo errar en su descripción. Su vestido era normal y sencillo,
y la hechura entre asiática y europea; pero llevaba en la cabeza un yelmo
ligero de oro adornado con joyas y un penacho en la cimera. Tenía la
espada desenvainada en la mano, para defenderse en caso de que me
soltase; medía esta casi tres pulgadas de larga, y tenía el puño y la vaina
de oro, engastados con diamantes. Su voz era chillona, pero clara y
distinta, y pude oírla con nitidez cuando me levanté. Las damas y los
cortesanos iban espléndidamente ataviados, de manera que el lugar donde
estaban semejaba una saya extendida en el suelo, bordada con figuras en
oro y plata. Su majestad imperial me habló muchas veces; y yo le
contestaba, pero ni él ni yo entendíamos una sílaba. Había presentes varios
sacerdotes y legistas (como deduje por la vestimenta) con la orden de
interrogarme; y les hablé en todas las lenguas de las que tenía alguna
noción, que eran alto y bajo holandés, latín, francés, español, italiano y
lengua franca; pero todo fue inútil. Al cabo de dos horas se retiró la corte,
y me quedé con una nutrida guardia dispuesta para evitar impertinencias, y
probablemente la malevolencia del populacho, muy deseoso de acercarse a
mí hasta donde se atrevía, algunos de cuyos componentes tuvieron la
insolencia de dispararme flechas mientras estaba sentado en el suelo junto
a la puerta de mi casa, de las que una estuvo a punto de acertarme en el ojo
izquierdo. Pero el coronel mandó prender a seis instigadores, y juzgó que
el castigo más indicado era ponérmelos en la mano, cosa que sus soldados
hicieron puntualmente empujándolos con el regatón de sus picas hasta que
estuvieron a mi alcance; los cogí con la mano derecha, me metí a cinco en
el bolsillo de la casaca, y al sexto hice como que iba a comérmelo vivo. El
pobre se puso a chillar terriblemente, y el coronel y sus soldados se
sintieron desolados al verme sacar un cortaplumas; pero no tardó en
disipárseles el temor; porque mirándolo con benevolencia y cortándole
inmediatamente las cuerdas con que estaba atado, lo deposité suavemente
en el suelo, donde echó a correr. A los demás los traté de igual manera,
sacándomelos del bolsillo uno a uno; y observé que tanto los soldados
como la gente se sentían agradecidos ante esta muestra de clemencia, lo
que representó un gran aval para mí en la corte.
Hacia la noche me metí con cierta dificultad en la casa, donde me
tumbé en el suelo, y durante un par de semanas seguí haciendo lo mismo;
en cuyo tiempo el emperador dio orden de que me proveyesen de un lecho.
Trajeron en carruajes seiscientos colchones de tamaño normal, y los
dispusieron dentro de la casa. Ciento cincuenta, cosidos unos a otros,
dieron el largo y el ancho; y así hicieron cuatro capas, lo que, no obstante,
me libró muy poco de la dureza del suelo, que era de piedra lisa. Con el
mismo cálculo, me proporcionaron sábanas, mantas y colchas bastante
aceptables para alguien habituado a las penalidades como yo.
La noticia de mi llegada, al propagarse por todo el reino, atrajo a un
número prodigioso de gentes ricas, ociosas y curiosas por verme, de
manera que casi se vaciaron los pueblos; y habría supuesto un gran
abandono de la labranza y de las tareas domésticas, si su majestad
imperial no hubiera provisto, mediante varios bandos y decretos estatales,
contra esta eventualidad. Ordenó que los que ya me habían visto volviesen
a sus casas, y no osasen acercarse a cincuenta yardas de la mía sin un
permiso de la corte, por el que los secretarios de estado cobraban un precio
considerable.
Entre tanto, el emperador celebró frecuentes consejos para debatir las
medidas que debían tomarse respecto a mí; y más tarde, como me aseguró
un amigo particular, persona de calidad, y que estaba en el secreto como el
que más, que a la corte se le planteaban multitud de problemas respecto a
mí. Temían que, si me soltaba, mi alimentación fuera cuantiosa, y pudiera
acarrear una hambruna. Unas veces decidían mi muerte por hambre, o
disparándome en la cara y las manos flechas envenenadas que me
despacharían con prontitud; pero luego pensaron que el hedor de un
cadáver tan grande podía acarrear una peste en la metrópoli, y extenderse
esta probablemente por todo el reino. En medio de estas deliberaciones,
varios oficiales del ejército llegaron a las puertas de la cámara del gran
consejo, y dos de ellos, tras obtener permiso para entrar, informaron de mi
conducta con los seis citados criminales, lo que produjo tan favorable
impresión en el pecho de su majestad y del consejo entero respecto a mí,
que se expidió una comisión para obligar a todos los pueblos que estaban
dentro de un radio de novecientas yardas de la ciudad, a entregar cada
mañana seis vacas, cuarenta ovejas y otras vituallas, para mi manutención,
con una cantidad proporcional de pan, vino y otros licores; para cuyo pago
su majestad libró asignaciones sobre su tesoro. Porque como este príncipe
vive especialmente de sus tierras patrimoniales, rara vez, salvo en
ocasiones excepcionales, impone subsidios a sus súbditos, que están
obligados a asistirle en sus guerras costeándose sus propios gastos.
Asimismo se estableció un servicio de seiscientas personas para
atenderme, que recibían un salario para su manutención, y se montaron
para ellas tiendas muy convenientes a cada lado de mi puerta. Del mismo
modo, se dispuso que trescientos sastres me hicieran un traje, según el
estilo del país; que seis de los más grandes eruditos de su majestad se
encargasen de enseñarme su lengua; y por último, que los caballos del
emperador, y los de la nobleza y de las tropas de la guardia, realizasen sus
ejercicios en mi presencia a fin de que se acostumbrasen a mí. Todas estas
órdenes fueron debidamente llevadas a cabo, y en espacio de unas tres
semanas había hecho yo grandes progresos en el aprendizaje de la lengua;
tiempo durante el cual el emperador me honró a menudo con sus visitas, y
se plació en ayudar a mis maestros a enseñarme. Empezamos a tener
alguna conversación; y las primeras palabras que aprendí fueron para
expresar el deseo de que se dignase concederme la libertad, lo que le
repetía a diario de rodillas. Su respuesta, según entendía yo, es que debía
ser cuestión de tiempo, que no lo iba a decidir sin el asesoramiento de su
consejo, y que antes yo debía «lumos kelmin peffo defmar lon Emposo»;
esto es: comprometerme a una paz con él y con su reino. Sin embargo,
sería tratado con toda cortesía; y me aconsejaba que me granjease, con
paciencia y con un comportamiento discreto, una buena opinión de él y de
sus súbditos. Me pidió que no me tomase a mal si daba orden a los
funcionarios pertinentes de que me registrasen; porque podía ser que
llevase encima armas, que por necesidad debían de ser peligrosas, si se
correspondían con el volumen de tan prodigiosa persona. Le dije que su
majestad sería satisfecha, porque estaba dispuesto a desnudarme en su
presencia, y a volver los bolsillos del revés. Esto lo dije parte con palabras
y parte por señas. Él contestó que según la legislación del reino debía ser
registrado por dos funcionarios; que comprendía que no podría hacerse sin
mi consentimiento y mi colaboración; que tenía muy buena opinión de mi
generosidad y justicia, al extremo de poner sus personas en mis manos;
que cualquier cosa que me confiscasen me sería devuelta cuando
abandonase el país, o me sería pagada al precio que yo dijese. Cogí en mis
manos a los dos oficiales, me los metí primero en los bolsillos de la
casaca, y después en todos los demás, menos en dos pequeñas faltriqueras,
y en un bolsillo secreto que no quería que me registrasen, en el que
guardaba ciertas cosas que carecían de importancia para nadie salvo para
mí. En una de estas faltriqueras llevaba un reloj de plata, en la otra una
pequeña cantidad de oro en una bolsa. Como estos caballeros traían pluma,
tinta y papel, redactaron un inventario completo de cuanto vieron, y al
terminar me pidieron que los bajase, a fin de podérselo entregar al
emperador. Más tarde traduje dicho inventario al inglés, el cual, palabra
por palabra era como sigue:

Imprimis, en el bolsillo derecho de la casaca del «Hombre Montaña»


(porque así interpreto Quinbus Flestrin), tras riguroso registro, hemos
encontrado sólo una gran pieza de tela tosca, lo bastante grande para servir
de alfombra en la principal cámara de audiencias de su majestad. En el
bolsillo izquierdo hemos visto una caja de plata, con tapa del mismo
metal, que los inspectores no hemos conseguido sacar. Le hemos pedido
que la abra, y tras introducirse uno de nosotros en ella, se ha dado cuenta
de que estaba metido en una especie de polvo hasta media pierna, el cual,
al levantarse hasta la cara, nos ha hecho estornudar varias veces. En el
bolsillo derecho del chaleco hemos descubierto un enorme paquete de
delgadas sustancias blancas, plegadas unas sobre otras, del tamaño de tres
hombres, atadas con un cable fuerte, y marcadas con figuras en negro, que
humildemente opinamos que son escritos, de los que cada letra es casi del
tamaño de la palma de la mano. A la izquierda había una especie de
artefacto, de cuya parte superior salen veinte largas púas, semejantes a la
empalizada que hay ante el patio de su majestad; con él hemos deducido
que el Hombre Montaña se peina la cabeza, ya que no andamos
molestándolo constantemente con preguntas, porque es una dificultad
enorme hacer que nos entienda. En el gran bolsillo de la derecha de su
prenda media (así traduzco la palabra «ranfu-lo» con la que designaban
mis calzones), hemos visto una columna de hierro hueca, de la longitud de
una persona, encajada en un trozo duro de tronco, más ancho que la
columna; y en un lado de dicha columna había enormes piezas de hierro
sobresalientes, talladas en forma de extrañas figuras, que no sabemos qué
significan. En el bolsillo izquierdo hemos encontrado otro ingenio del
mismo tipo. En el bolsillo más pequeño del lado derecho, había varias
piezas redondas y planas de un metal rojo y blanco, de tamaños diferentes;
algunas de las blancas, que parecían de plata, eran tan grandes y pesadas
que mi camarada y yo apenas podíamos levantarlas. En el bolsillo
izquierdo había dos columnas negras de forma irregular; no hemos podido
llegar arriba de ellas sino con dificultad, ya que estábamos en el fondo del
bolsillo. Una estaba enfundada y parecía ser toda de una pieza; pero otra
tenía en la Parte superior una sustancia blanca y redonda, como el doble
del tamaño de nuestra cabeza. En el interior guardaban una prodigiosa
lámina de acero, que por orden nuestra ha tenido que enseñárnosla; porque
nos pareció que podían ser ingenios peligrosos. Las ha sacado de sus
estuches, y nos ha dicho que en su país se utilizan para afeitarse la barba
con una de ellas, y cortar la comida con la otra. Hay dos bolsillos en los
que no hemos podido entrar: él los llama faltriqueras: son dos grandes
ranuras situadas en lo alto de su prenda media, pero se hallan firmemente
cerradas por la presión de su barriga. De la faltriquera derecha colgaba una
gran cadena de plata, con un prodigioso ingenio en el fondo. Le hemos
ordenado que sacara lo que hubiese en el extremo de dicha cadena; y
hemos visto que tenía forma de un globo, mitad de plata y mitad de una
especie de metal transparente; por el lado transparente hemos visto unos
signos extraños, escritos de manera circular, y hemos pensado que se
podían tocar, hasta que descubrimos que nuestros dedos chocaban con la
materia transparente. Nos ha acercado este ingenio al oído, y hace un ruido
incesante, como el de un molino de agua: Y suponemos que se trata de
algún animal desconocido, o el dios que él adora; aunque nos inclinamos
por la segunda hipótesis, porque nos ha asegurado (si le hemos
comprendido bien, porque se expresa muy imperfectamente) que rara vez
hace nada sin consultarlo. Lo llama su oráculo, y dice que señala el tiempo
para cada acción de su vida. De la faltriquera izquierda se ha sacado una
red casi lo bastante grande para un pescador, pero concebida de tal manera
que se abre y se cierra como una bolsa, y le da ese mismo uso; en ella
hemos encontrado varias piezas macizas de metal amarillo que, si es oro
de verdad, deben de tener un valor inmenso.
»Una vez minuciosamente registrados todos sus bolsillos, en
cumplimiento de las órdenes de su majestad, hemos observado alrededor
de su cuerpo un cinturón, hecho con la piel de algún animal prodigioso, del
que, en el costado izquierdo, cuelga una espada de un largo equivalente a
cinco hombres; y en el derecho, una bolsa o morral, dividido en dos
compartimentos, cada uno capaz de contener tres súbditos de su majestad.
En uno de estos compartimentos había varios globos, o bolas, de un metal
sumamente pesado, del tamaño de nuestra cabeza, y se necesitaba una
mano robusta para levantarlas. El otro compartimento contenía cierta
cantidad de granos negros, aunque de escaso tamaño y peso, ya que
podíamos tener unos cincuenta en la palma de la mano.
»Este es el inventario exacto de lo que le hemos hallado encima al
Hombre Montaña, quien nos ha tratado con gran civismo, y el debido
respeto a la comisión de su majestad. Firmado y sellado el día cuatro de la
luna ochenta y nueve del próspero reinado de su majestad.

CLEFRIN FRELOCK, MARSI FRELOCK

El emperador, una vez que se le hubo leído el inventario, me ordenó,


aunque en términos muy amables, que entregase los diversos objetos.
Primero me pidió la espada, que me quité, con vaina y todo. Entretanto,
mandó que tres mil de sus soldados más escogidos (que en ese momento le
escoltaban) me rodeasen a cierta distancia, con los arcos y las flechas
listos para disparar; aunque yo no me di cuenta, porque no apartaba los
ojos de su majestad. Entonces me pidió que sacase la espada; y si bien
tenía partes oxidadas a causa del agua del mar, estaba casi toda de lo más
brillante. Lo hice así, y al punto los soldados profirieron una exclamación
de asombro y de terror; porque el sol brillaba claro, y sus reflejos, al
blandirla yo con la mano, los deslumbró. Su majestad, que era un príncipe
de lo más magnánimo, se atemorizó menos de lo que yo esperaba; me
ordenó que la volviese a su vaina, y la arrojase al suelo, lo más
suavemente que podía, a unos seis pies del extremo de mi cadena. Lo
siguiente que me pidió fue una de las columnas de hierro hueco, como
llamaban a las pistolas. Las saqué, y a requerimiento suyo le expliqué su
uso lo mejor que pude; y cargando una sólo con pólvora, que debido a lo
cerrado que llevaba el morral se había salvado de mojarse en el mar
(inconveniente que todo marinero prevenido tiene cuidado de evitar),
advertí primero al emperador que no se asustase, y seguidamente la
descargué hacia el cielo. La impresión aquí fue más grande que la
producida por la espada. Centenares cayeron al suelo como heridos de
muerte; e incluso el emperador, aunque siguió en pie firme, tardó unos
momentos en recobrarse. Entregué las dos pistolas del mismo modo que
había hecho con la espada, y después la pólvora y las balas, rogándole que
mantuviera la primera lejos del fuego, porque se inflamaba a la más
pequeña chispa, y podía hacer volar por los aires el palacio imperial.
Asimismo entregué el reloj, que el emperador tenía gran curiosidad por
ver, y ordenó a dos de los más altos alabarderos de la guardia que lo
cargasen colgado de un palo, que debían llevar sobre el hombro, como
llevan un barril de cerveza los porteadores en Inglaterra. Estaba
asombrado con el ruido constante que hacía, y con el minutero, que podía
distinguir fácilmente (porque ellos tienen una vista mucho más aguda que
nosotros); y pidió a los sabios que le acompañaban sus opiniones, que
resultaron dispares y remotas, como el lector puede fácilmente imaginar
sin necesidad de que las repita; aunque desde luego no les entendí muy
bien. Después entregué las monedas de plata y de cobre, la bolsa con
nueve piezas grandes de oro, y algunas más pequeñas; el cortaplumas y la
navaja de afeitar, el peine y la cajita de rapé, que era de plata, el pañuelo y
mi diario. La espada, las pistolas y la cartuchera las llevaron en carruajes a
los almacenes de su majestad; los demás objetos personales me los
devolvieron.
Yo tenía, como he dicho, un bolsillo secreto que escapó al registro, en
el que guardaba unos lentes (que a veces uso por lo debilitada que tengo la
vista), un pequeño catalejo, y varios otros objetos menudos que, como
carecían de importancia para el emperador, no consideré que me obligaba
mi honor a revelar, y pensaba que podía perderlos, o romperse si los
dejaba en manos de otros.
Capítulo III
El autor distrae al emperador y a su nobleza de uno y otro
sexo de una manera muy poco corriente. Descripción de las
diversiones en la corte de Liliput. Se concede la libertad al
autor bajo ciertas condiciones.

Mi mansedumbre y mi buen comportamiento habían ganado a tal extremo


al emperador y su corte, e incluso al ejército y al pueblo en general, que
empecé a concebir esperanzas de alcanzar la libertad en poco tiempo.
Utilicé todos los recursos posibles para cultivar esta disposición favorable.
Poco a poco, los naturales fueron perdiendo el temor a que fuese ningún
peligro para ellos. A veces me tumbaba y dejaba que cinco o seis bailaran
sobre mi mano; y al final los niños se atrevían a venir a jugar al escondite
en mi cabello. A todo esto había hecho progresos en comprender y hablar
su lengua. Al emperador se le ocurrió un día honrarme con varios
espectáculos del país, en los que superan a todas las naciones que conozco,
tanto en destreza como en esplendor. Nada me divirtió tanto como el
número de los funámbulos, ejecutado sobre un delgado hilo blanco de unos
dos pies de largo, a doce pulgadas del suelo, en la que, con permiso del
lector, me tomo la libertad de extenderme un poco.
Este número lo practican sólo los que aspiran a ocupar altos puestos y a
disfrutar de gran favor en la corte. Se los adiestra en este arte desde
jóvenes, y no siempre son de noble cuna ni han recibido una educación
liberal. Cuando queda vacante una plaza importante por algún fallecimiento
o caída en desgracia (lo que ocurre a menudo), cinco o seis de estos
candidatos solicitan del emperador divertir a su majestad y a la corte con
saltos sobre la cuerda, y el que salta más alto sin caerse consigue la plaza.
Muchas veces se ordena a los principales ministros que hagan
demostración de su habilidad, y confirmen así al emperador que no han
perdido facultades. A Flimnap, el tesorero, se le concede efectuar una
cabriola sobre la cuerda lo menos una pulgada más alto que ningún lord del
imperio. Yo lo he visto dar el salto mortal varias veces seguidas sobre un
trinchante fijado en la cuerda, que no es más gruesa que el bramante
normal y corriente de Inglaterra. Mi amigo Reldresal, Secretario Primero
de Asuntos Privados, es en mi opinión, si no peco de parcialidad, el
segundo después del Tesorero; el resto de los altos funcionarios están más o
menos igualados.
Estas diversiones suelen ir acompañadas de accidentes fatales, muchos
de los cuales han quedado registrados. Yo mismo he visto romperse una
pierna a dos o tres candidatos. Pero el peligro es mucho mayor cuando se
manda a los ministros que exhiban su destreza; porque al competir en
superar a sus compañeros y a sí mismos, se esfuerzan tanto que casi no hay
ninguno que no haya sufrido una caída, y algunos dos o tres. Me aseguraron
que un año o dos antes de mi llegada, Flimnap estuvo a punto de partirse el
cuello, si no llega a amortiguarle la caída un cojín del rey que casualmente
estaba en el suelo.
Hay otra diversión, también, que sólo se ejecuta en ocasiones especiales
ante el emperador, la emperatriz y el primer ministro. El emperador
extiende sobre la mesa tres finos hilos de seda de seis pulgadas de largo:
uno azul, otro rojo y el tercero verde. Estos hilos se ofrecen como trofeos a
las personas a las que el emperador quiere distinguir con un signo especial
de su favor. La ceremonia tiene lugar en la gran cámara del trono de su
majestad, donde los candidatos se someten a una prueba de destreza muy
diferente de la anterior, y de una naturaleza como no he visto otra en
ningún país del viejo o el nuevo mundo. El emperador sostiene un bastón
en las manos con los extremos paralelos al horizonte, mientras los
candidatos, avanzando uno a uno, unas veces saltan por encima del palo y
otras se arrastran por debajo de él, adelante y atrás, varias veces, según que
el bastón suba o baje. A veces el emperador sujeta por un extremo el bastón
y su primer ministro el otro; otras lo sostiene el ministro solo. Quien
realice su intervención con más agilidad y resista más tiempo saltando y
reptando recibe en premio el hilo de seda azul; el rojo se concede al
siguiente, y el verde al tercero; y todos se lo ciñen con dos vueltas
alrededor de la cintura, y se ven pocas personalidades en esta corte que no
se adornen con uno de estos cinturones.
Como se hacía desfilar a diario ante mí a los caballos del ejército y a
los de las caballerizas reales, ya no se asustaban, sino que se acercaban a
mis pies sin encabritarse. Los jinetes saltaban de ellos a mi mano cuando la
ponía a ras del suelo, y un cazador del emperador que montaba un enorme
corcel saltó mi pie, con zapato y todo, lo que constituyó una verdadera
proeza. Un día después tuve la suerte de divertir al emperador de una
manera realmente extraordinaria: le pedí que mandase traerme varios palos
de dos pies de largo y del grueso de un bastón corriente; al punto, su
majestad ordenó al jefe de su bosque que diese las instrucciones oportunas,
y a la mañana siguiente llegaron seis leñadores con otros tantos carruajes
tirados por ocho caballos cada uno. Cogí nueve palos de estos, y los hinqué
firmemente en el suelo en forma de un cuadrilátero de dos pies y medio
cuadrados, cogí otros cuatro palos y los até paralelos en cada esquina a
unos dos pies del suelo; luego até mi pañuelo a los nueve palos verticales, y
lo estiré hacia los lados hasta que quedó tenso como el parche de un
tambor; y los cuatro palos paralelos que se alzaban unas cinco pulgadas por
encima del pañuelo hacían de antepecho a cada lado. Una vez terminado
este trabajo pedí al emperador que un tropel de sus mejores caballos,
veinticuatro en total, vinieran a ejercitarse en esta plataforma. Aceptó su
majestad la sugerencia, y los cogí uno a uno con la mano, pertrechados y
armados, con los oportunos oficiales para adiestrarlos. En cuanto se
pusieron en fila, se dividieron en dos bandos, ejecutaron simulacros de
escaramuzas, se dispararon flechas sin punta, sacaron las espadas, huyeron
y persiguieron, atacaron y retrocedieron, y en suma tuve ocasión de
apreciar la mejor disciplina militar que he presenciado jamás. Los palos
horizontales los protegían a ellos y a los caballos de caerse de la
plataforma; y el emperador estaba tan complacido que dispuso que se
repitiese varios días este espectáculo; y una vez quiso que le subiese para
dar él la orden; y con gran dificultad convenció incluso a la emperatriz de
que me dejase tenerla en su silla de manos a dos yardas de la plataforma,
desde donde pudo disfrutar de una vista completa del espectáculo. Por
suerte no ocurrió en estos ejercicios ningún percance; sólo una vez un
caballo brioso, que pertenecía a un capitán, piafando con una pezuña, hizo
un agujero en el pañuelo, metió la pata, y se cayeron su jinete y él; pero
inmediatamente los socorrí, y tapando el agujero con una mano, fui bajando
con la otra a la tropa, de la misma manera que la había subido. El caballo
que se cayó se hizo daño en el hombro izquierdo; pero al jinete no le pasó
nada, y arreglé el pañuelo como pude; sin embargo, no volví a fiar en su
resistencia para estas empresas peligrosas.
Unos dos o tres días antes de que me dejasen en libertad, estaba yo
distrayendo a la corte con este tipo de proezas, cuando llegó un expreso e
informó a su majestad de que algunos súbditos, cabalgando por el lugar
donde yo había sido apresado, habían visto un gran bulto negro en el suelo,
de forma extrañísima, con el borde circular extendido, del tamaño de la
alcoba de su majestad, y levantado en el centro como a la altura de un
hombre; que no se trataba de ningún ser viviente, como se dieron cuenta
desde el principio, porque yacía en la hierba sin moverse, y algunos dieron
la vuelta a su alrededor varias veces; que subiéndose unos a hombros de
otros, se habían encaramado a la parte de arriba, que era llana y regular y al
dar unas patadas descubrieron que estaba hueco por dentro; que
humildemente sugerían que podía tratarse de alguna pertenencia del
Hombre Montaña; y que si placía a su majestad, se encargarían de traerlo
con sólo cinco caballos. En seguida comprendí a qué se referían, y me
alegré en mi interior de la noticia. Por lo visto, al ganar la orilla, después
del naufragio, me sentía tan confundido que, antes de llegar al sitio donde
me tumbé a dormir, el sombrero, que me había atado a la cabeza con un
cordel para bogar, y había conservado mientras nadaba, se me había caído;
no me di cuenta, sino que pensé que lo había perdido en el mar. Supliqué a
su majestad que diese orden de que me lo trajesen lo antes posible, y le
describí su uso y naturaleza; y al día siguiente llegaron los carreteros con
él, aunque en no muy buen estado: habían hecho dos agujeros en el ala, a
una pulgada y media del borde, y habían hecho firmes en esos agujeros dos
ganchos, que iban al extremo de una cuerda larga atada al arnés; y así
habían arrastrado el sombrero más de media milla inglesa; aunque como el
terreno de ese país es sumamente liso y llano, sufrió menos de lo que yo
había temido.
Dos días después de esta aventura, el emperador, que había ordenado
que parte del ejército que se acuartela dentro y alrededor de la metrópoli
estuviese preparado, le dio por divertirse de una manera muy singular: me
pidió que me plantase como un coloso, con las piernas lo más separadas
que pudiese con comodidad; y seguidamente ordenó a su general (un
caudillo veterano y experimentado, y gran protector mío) que mandase
formar las tropas, y desfilar por debajo de mí; la infantería de veinticuatro
en fondo, y la caballería de dieciséis, con redoble de tambores, banderas
desplegadas, y picas inclinadas hacia delante. Este cuerpo constaba de tres
mil soldados de a pie, y mil de a caballo. Su majestad dio orden, bajo pena
de muerte, de que cada soldado que desfilara observase el más estricto
decoro respecto a mi persona; lo que, sin embargo, no pudo impedir que
algunos de los oficiales más jóvenes alzasen la vista al pasar por debajo de
mí. Y para decir la verdad, tenía a todo esto los calzones en tan mal estado
que dieron ocasión a más de una risa y admiración.
Había mandado tantas instancias y memoriales solicitando que me
devolviesen la libertad que finalmente su majestad planteó el asunto
primero a su gabinete, y luego al pleno del consejo, donde nadie se opuso,
salvo Skyresh Bolgolam, que se placía en ser mi enemigo mortal sin
ninguna provocación por mi parte. Pero con únicamente su voto en contra,
el consejo la aprobó, y el emperador la refrendó. Este ministro era galbet, o
almirante del reino, persona de gran confianza de su señor, y muy versado
en los asuntos, pero de genio áspero y avinagrado. Acabó cediendo; sin
embargo, impuso que las cláusulas y las condiciones con que debía
ponérseme en libertad, y que por tanto debía jurar, las redactaría él. Dichas
cláusulas me las trajo Skyresh Bolgolam en persona, asistido por dos
subsecretarios y varias personas de distinción. Después de leerlas, se me
requirió que jurase su cumplimiento; primero a la manera de mi país, y
después según la fórmula prescrita por su legislación, que consistía en
sujetarme el pie derecho con la mano izquierda, y ponerme el dedo corazón
de la mano derecha en la coronilla, metiéndome la punta del pulgar en la
oreja derecha. Pero dado que el lector curioso puede querer hacerse una
idea del estilo y manera de expresarse de esta gente, y quizá conocer las
cláusulas bajo las que recuperé la libertad, he hecho la traducción del
instrumento entero, palabra por palabra, lo más cercana que he sido capaz,
que ahora ofrezco al público:

GOLBASTO MOMAREN EVLAME GURDILLO SHELFIN MULLY ULLY GUE, muy


poderoso emperador de Liliput, gozo y terror de universo, cuyos dominios
se extienden a cinco mil blustrugs (unas doce millas de circunferencia),
hasta las extremidades del globo; monarca de todos los monarcas, más alto
que los hijos de los hombres, cuyos pies pisan el centro y cuya cabeza
tropieza con el sol; de quien un gesto de cabeza hace que tiemblen las
rodillas de los príncipes; placentero como la primavera, cálido como el
verano, fructífero como el otoño, y terrible como el invierno. Su muy
sublime majestad propone al Hombre Montaña, llegado hace poco a
nuestros celestiales dominios, las siguientes cláusulas, que por solemne
juramento estará obligado a cumplir:
Primera: El Hombre Montaña no saldrá de nuestros dominios sin una
licencia nuestra con el gran sello.
Segunda: No osará entrar en nuestra metrópoli sin expresa orden
nuestra; en cuyo caso se advertirá a los habitantes con dos horas de
antelación para que se guarden en sus casas.
Tercera: El citado Hombre Montaña limitará sus recorridos a nuestras
vías principales, y no intentará pasear o tumbarse en ningún prado ni
sembrado.
Cuarta: Al caminar por las citadas vías, pondrá el mayor cuidado en no
pisar la persona de ninguno de nuestros amados súbditos, ni sus caballos o
carruajes, ni cogerá con sus manos a ninguno de nuestros citados súbditos
sin consentimiento de ellos.
Quinta: Si un expreso requiriese especial urgencia, el Hombre Montaña
estará obligado a llevar en su bolsillo al mensajero y a su caballo, un viaje
de seis días cada luna, y traer de vuelta a dicho mensajero (si así se le
pidiese) sano y salvo a nuestra imperial presencia.
Sexta: Será aliado nuestro frente a nuestros enemigos de la isla de
Blefuscu, y hará cuanto le sea posible por destruir su flota, que actualmente
se prepara para invadirnos.
Séptima: Que dicho Hombre Montaña, en sus momentos libres,
auxiliará y asistirá a nuestros obreros, ayudando a levantar grandes piedras,
en la construcción del muro de nuestro parque principal y de nuestros
reales edificios.
Octava: Que dicho Hombre Montaña efectuará, en el plazo de dos lunas,
la exacta medición de la circunferencia de nuestros dominios, mediante un
cálculo de sus propios pasos alrededor de la costa.
Última: Que una vez que haya jurado solemnemente cumplir las
cláusulas supraescritas, dicho Hombre Montaña recibirá una asignación
diaria de comida y bebida suficiente para mantener a 1.724 de nuestros
súbditos, con libre acceso a nuestra real persona, y otros signos de nuestro
favor.
Dado en nuestro palacio de Belfaborac, el día doce de la
nonagesimoprimera luna de nuestro reinado.
Juré y suscribí estas cláusulas con la mayor alegría y contento, aunque
algunas no eran todo lo honrosas que yo hubiera deseado, dado que
procedían enteramente de la malevolencia de Skyresh Bolgolam, el alto
almirante; tras lo cual me quitaron las cadenas y me dejaron en completa
libertad; el propio emperador en persona me honró con su presencia en la
ceremonia. Expresé mi agradecimiento postrándome a los pies de su
majestad; pero él me ordenó que me levantase; y tras muchas cortesías que,
para evitar la censura de la vanidad no debo repetir, añadió que esperaba
que me revelase un útil servidor, y merecedor de los favores que ya me
había concedido y podía concederme en el futuro.
Observe el lector que en la última condición para recobrar la libertad, el
emperador establece que se me concede una cantidad de comida y bebida
suficiente para alimentar a 1.724 liliputienses. Algún tiempo después, al
preguntarle a un amigo de la corte cómo habían llegado a determinar una
cifra tan concreta, me dijo que los matemáticos de su majestad, tras medir
la estatura de mi cuerpo con ayuda de un cuadrante, y hallar que supera a la
de ellos en la proporción de doce a uno, habían concluido, por la similitud
con sus cuerpos, que él mío debía de equivaler lo menos a 1.724 de los
suyos, y en consecuencia requeriría el alimento necesario para mantener a
ese número de liliputienses. Por donde puede hacerse el lector una idea de
la ingeniosidad de esa gente, así como de la prudente y exacta economía de
tan grande príncipe.
Capítulo IV
Descripción de Mildendo, metrópoli de Liliput, junto con el
palacio del emperador. Conversación entre el autor y un
secretario principal sobre los asuntos de ese imperio.
Ofrecimiento del autor a servir al emperador en sus
guerras.

La primera petición que hice al obtener la libertad, fue que se me diera


licencia para poder visitar Mildendo, la metrópoli; cosa que el emperador
me concedió de grado, pero con la especial recomendación de no causar
daño a los habitantes ni a sus casas. La gente se enteró de mi propósito de
visitar la ciudad por un bando. La muralla que la rodeaba tiene una altura
de dos pies y medio, y lo menos once pulgadas de espesor, de manera que
un coche con caballos puede dar la vuelta por ella sin peligro; y está
flanqueada de torreones, a trechos de diez pies. Pasé por encima de la gran
puerta de poniente, y fui muy despacio y de lado por las dos calles
principales, sólo con el chaleco por temor a estropear los tejados y aleros
de los edificios con los faldones de la casaca. Caminaba con la mayor
cautela para no pisar a algún rezagado que pudiera quedar todavía en las
calles, aunque había órdenes estrictas de que todo el mundo se encerrase
en sus casas bajo su responsabilidad. Las buhardillas y azoteas estaban tan
atestadas de espectadores que pensé que en ningún viaje había visto un
lugar más poblado. La ciudad es un cuadrado exacto, y cada lado de la
muralla tiene quinientos pies de largo. Las dos calles grandes, que se
cruzan y la dividen en cuatro cuartos, tienen cinco pies de ancho. Los
callejones y pasajes, por los que no podía entrar, sino sólo verlos al pasar,
tienen de doce a dieciocho pulgadas. La ciudad puede albergar unas
quinientas mil almas. Las casas tienen de tres a cinco plantas. Las tiendas
y los mercados están bien provistos.
El palacio del emperador se encuentra en el centro de la ciudad, donde
confluyen las dos grandes calles. Está rodeado por una muralla de dos pies
de altura, y a una distancia de veinte pies de los edificios. Tenía permiso
de su majestad para pasar por encima de esta muralla; y como había
bastante espacio entre ella y el palacio, tuve posibilidad de contemplarlo
desde todos los lados. El patio exterior es un cuadrado de cuarenta pies, e
incluye otros dos patios: en el más interior se encuentran los aposentos
reales, que yo estaba muy deseoso de ver, pero lo encontré
extremadamente difícil; porque las grandes puertas de una plaza a la otra
sólo tenían dieciocho pulgadas de alto, y siete de ancho. Ahora bien, los
edificios del patio exterior tenían una altura de lo menos de cinco pies, y
me era imposible pasar por encima sin causar gran daño en la albañilería,
aunque los muros estaban sólidamente hechos con piedra labrada, y tenían
cuatro pulgadas de grosor. A la vez, el emperador tenía mucho interés en
que admirase la magnificencia de su palacio; pero no pude hacerlo hasta
tres días más tarde, tiempo que me pasé cortando con el cuchillo algunos
de los árboles más grandes del parque real, como a un centenar de yardas
de la ciudad. Con estos árboles hice dos banquetas, de unos tres pies de
altura cada una, y lo bastante sólidas para soportar mi peso. Tras avisar a
esta gente por segunda vez, me adentré de nuevo en la ciudad hasta el
palacio, con las dos banquetas en las manos. Al llegar junto al patio
exterior me subí a una; cogí la otra, la pasé por encima del tejado, y la
coloqué con cuidado en el espacio entre la primera y la segunda ala, que
tenía una anchura de ocho pies. A continuación pasé con toda comodidad,
por encima del edificio, de una banqueta a la otra, y retiré después la
primera con un palo curvado. Mediante este recurso llegué al patio
interior; y tendiéndome de costado, acerqué la cara a las ventanas de los
pisos de en medio, que habían dejado abiertas a propósito, y descubrí los
más espléndidos aposentos que cabe imaginar. Vi allí a la emperatriz y a
los jóvenes príncipes en sus respectivos aposentos, con damas principales
alrededor. Su majestad imperial se dignó sonreírme graciosamente, y me
tendió la mano desde la ventana para que se la besara.
Pero no voy a adelantar al lector más descripciones de este género, ya
que las reservo para una obra de más fuste que ya tengo casi preparada
para la prensa, y que contiene una descripción general de este imperio,
desde sus orígenes, pasando por una larga sucesión de príncipes, con
especial relación de sus guerras, su política, sus leyes, su cultura y su
religión: sus plantas y sus animales, sus usos y costumbres particulares,
además de otras cuestiones curiosísimas y útiles. Mi principal interés
ahora es sólo relatar los asuntos y peripecias que le ocurrió a la gente, o a
mí, durante los aproximadamente nueve meses que estuve en ese imperio.
Una mañana, como un par de semanas después de obtener la libertad,
Reldresal, Secretario Principal (como ellos lo llaman) de Asuntos
Privados, vino a mi casa asistido por sólo un criado. Ordenó al coche que
aguardase a cierta distancia, y me pidió que le concediese una entrevista
de una hora, a lo que accedí de buen grado, dada su calidad y méritos
personales, así como los muy buenos oficios que me había hecho durante
mis solicitaciones en la corte. Me brindé a tenderme en el suelo a fin de
que pudiese llegar más cómodamente a mi oído; pero prefirió que lo
sostuviera en la mano durante la conversación. Empezó dándome la
enhorabuena por mi libertad; dijo que podía atribuirse algún mérito en
esto; sin embargo, añadió, si no fuera por la actual situación de las cosas
en la corte, quizá no la habría obtenido tan pronto. «Porque —dijo— por
muy floreciente que pueda parecer a los extranjeros el estado en que nos
encontramos, dos grandes males se ciernen sobre nosotros: una violenta
facción interior, y el peligro de ser invadidos por un poderosísimo
enemigo del exterior. En cuanto a lo primero, debéis saber que durante
más de setenta lunas ha habido en este imperio contienda entre dos
partidos, denominados Tramecksan y Slamecksan, por los tacones altos y
bajos de sus zapatos por los que se distinguen. Se afirma, efectivamente,
que los tacones altos son muy conformes a nuestra antigua constitución;
pero aunque así sea, su majestad ha determinado utilizar solamente a los
tacones bajos en la administración del gobierno y en todos los cargos que
concede la corona, como no puedo por menos de observar; y sobre todo,
que los tacones de su majestad imperial son al menos un drurr más bajos
que los de nadie de su corte (un drurr equivale a una catorceava parte de
pulgada). La animosidad entre ambos partidos llega a tal extremo que no
quieren comer ni beber juntos, ni dirigirse la palabra. Calculamos que los
tramecksan, o tacones altos, nos superan en número; pero el poder está
enteramente en nuestro lado. Sospechamos que su alteza imperial,
heredero de la corona, tiene cierta inclinación hacia los tacones altos; al
menos percibimos claramente que uno de sus tacones es más alto que el
otro, lo que imprime cierta cojera a su paso. Pero además, en medio de
estas inquietudes intestinas, tenemos la amenaza de una invasión desde la
isla de Blefuscu, que es el otro gran imperio del universo, casi tan grande
y poderoso como este de su majestad. Pues en cuanto a lo que os hemos
oído afirmar, que hay otros reinos y estados en el mundo, habitados por
criaturas humanas tan grandes como vos, nuestros filósofos tienen mucha
duda, y sospechan que habéis caído de la luna, o de una estrella; porque lo
cierto es que cien mortales de vuestro tamaño acabarían en poco tiempo
con toda la cosecha y ganado de los dominios de su majestad. Además,
nuestras historias de seis mil lunas no mencionan más regiones que las de
los dos grandes imperios de Liliput y de Blefuscu, cuyas dos grandes
potencias, como os decía, llevan empeñadas en obstinada guerra desde
hace treinta y seis lunas. Empezó por el motivo siguiente: es cosa admitida
por todos que la manera original de cascar un huevo para comérsele fue
por el lado más ancho; pero el abuelo de su actual majestad cuando era
niño, al ir a tomarse un huevo, y romperlo según la antigua práctica, se
cortó en un dedo. Tras lo cual el emperador su padre, hizo público un
edicto ordenando a todos sus súbditos, so pena de graves castigos, que los
huevos se rompiesen por el extremo más estrecho. La gente tomó tan a
mal esta ley, que cuentan nuestros historiadores que hubo seis
sublevaciones por tal motivo; en una de las cuales un emperador perdió la
vida, y otro la corona. Estas agitaciones civiles fueron fomentadas de
manera continuada por los monarcas de Blefuscu; y cuando eran
reprimidas, los que se exiliaban iban a buscar refugio en ese imperio. Se
calcula que once mil personas han preferido la muerte, en diversos
momentos, antes que someterse a romper un huevo por el extremo
estrecho. Se han publicado cientos de tratados sobre esta controversia;
pero los libros de los extremo-anchistas hace tiempo que están prohibidos,
y el partido ha sido inhabilitado por ley para ocupar ningún puesto. En el
transcurso de estas agitaciones, los emperadores de Blefuscu protestaron
con frecuencia a través de sus embajadores, acusándonos de provocar un
cisma religioso, violando una doctrina fundamental de nuestro gran
profeta Lustrog, recogida en el capítulo cincuenta y cuatro del Brundecral
(que es su Corán). Esto, sin embargo, se ha considerado un mero
forzamiento del texto: porque lo que dice es: que los verdaderos creyentes
deben romper los huevos por el extremo conveniente. Y cuál sea el
extremo conveniente, en mi humilde opinión, es algo que debe determinar
la conciencia de cada uno, o al menos el criterio del magistrado supremo.
Ahora bien, los exiliados extremo-anchistas han encontrado tal crédito en
la corte del emperador de Blefuscu, y tanto aliento y secreta ayuda su
partido aquí en nuestro país, que los dos imperios sostienen una guerra
sangrienta desde hace treinta y seis lunas, con fortuna varia; tiempo en el
que hemos perdido cuarenta barcos importantes y un número mucho
mayor de naves menores, además de treinta mil de nuestros mejores
marineros y soldados; en cuanto al daño infligido al enemigo, se calcula
que ha sido algo mayor que el nuestro. Sin embargo, actualmente han
aparejado una flota numerosa, y se están preparando para caer sobre
nosotros; y su majestad imperial, depositando gran confianza en vuestra
fuerza y valor, me envía para exponeros la situación de estos asuntos».
Rogué al secretario que presentase mis humildes respetos al
emperador, y le hiciese saber que pensaba que no estaba bien que, como
extranjero que era, me entrometiese en los partidos; pero que estaba
dispuesto, a riesgo de mi vida, a defender su persona y su estado frente a
todos los invasores.
Capítulo V
El autor impide una invasión mediante una estratagema
extraordinaria. Se le concede un título de gran dignidad.
Llegan embajadores del emperador de Blefuscu para pedir
la paz. El aposento de la emperatriz se incendia por
accidente; el autor colabora en salvar el resto del palacio.

El imperio de Blefuscu es una isla situada al noreste de Liliput, del que la


separa sólo un canal de ochocientas yardas de ancho. Yo aún no la había
visto, y ante la noticia de una inminente invasión, evité aparecer por ese
lado de la costa, por temor a que me descubriese algún barco del enemigo,
al que no le había llegado noticia de mí, ya que durante la guerra estaba
rigurosamente prohibido ningún tipo de intercambio entre los dos imperios
bajo pena de muerte, y el emperador había impuesto el embargo de toda
suerte de naves. Comuniqué a su majestad un proyecto que se me había
ocurrido para capturar la flota entera del enemigo que, como nos
aseguraban nuestros exploradores, se hallaba fondeada en puerto y lista
para zarpar al primer soplo de viento. Consulté con los marineros más
expertos sobre la profundidad del canal, que ellos habían sondado multitud
de veces, y me dijeron que en el centro, durante la pleamar, alcanzaba los
setenta glumgluffs, que equivalen a unos seis pies de medida europea; y en
el resto, cincuenta glumgluffs todo lo más. Me dirigí a la costa noreste,
frente a Blefuscu, donde, apostándome tras un montículo, saqué mi
pequeño catalejo de bolsillo, y observé la flota enemiga fondeada, unos
cincuenta buques de guerra, y gran número de transportes; después regresé
a casa y pedí (tenía autorización para ello) gran cantidad de cable del más
fuerte, y barras de hierro. El cable era del grueso del bramante, y las barras
tenían la longitud y tamaño de una aguja de hacer punto. Tripliqué el
grueso del cable para hacerlo más resistente, con la misma intención junté
y retorcí tres barras, y doblé el extremo en forma de gancho. En cuanto tuve
cincuenta ganchos atados a otros tantos cables, volví a la costa noreste; y
quitándome la casaca, los zapatos y las medias, me adentré en el agua, con
el jubón de piel puesto como una hora antes de la pleamar. Vadeé lo más
deprisa que pude, y en el centro nadé unas treinta yardas, hasta que hice
pie; llegué a la flota en menos de media hora. El enemigo se asustó de tal
manera al verme que saltaron todos de los barcos y nadaron hacia la orilla,
donde se agolparon no menos de treinta mil almas. Entonces cogí los
aparejos que traía, y sujetando cada gancho a un escobén de cada barco, até
todas las cuerdas juntas por el extremo. Mientras estaba ocupado en esto, el
enemigo disparó varios miles de flechas, muchas de las cuales me dieron
en las manos y en la cara, que aparte de producirme excesivo escozor, me
estorbaron bastante el trabajo. Mi principal temor eran los ojos, que habría
perdido irremediablemente si no se me llega a ocurrir de pronto un
expediente: guardaba entre otros objetos de primera necesidad unos lentes
en un bolsillo especial que, como he comentado ya, había escapado a los
inspectores del emperador; los saqué y me los encajé fuertemente en la
nariz, y así armado, proseguí osadamente mi trabajo pese a las flechas del
enemigo, muchas de las cuales se estrellaban contra los cristales de los
lentes, aunque sin otro efecto que el de descolocármelos. Ahora había
hecho firmes todos los ganchos; así que cogí el nudo con la mano y empecé
a tirar. Pero no se movió un solo barco, y estaban todos demasiado
firmemente anclados, de manera que me quedaba por llevar a cabo la parte
más osada de la empresa. Solté la cuerda, dejando los ganchos prendidos a
los barcos, y les corté resueltamente con el cuchillo los cables que los
sujetaban a las anclas, mientras recibía doscientas saetas en la cara y las
manos; luego cogí el extremo anudado de los cables a los que estaban
atados los ganchos, y me llevé tras de mí, con toda facilidad, cincuenta de
los más grandes barcos de guerra del enemigo.
Los blefuscudianos, que no tenían ni idea de lo que pretendía, se
quedaron al principio confundidos. Me habían visto cortar los cables, y
pensaron que mi propósito era dejar que las naves fueran a la deriva, o se
estrellasen unas contra otras; pero cuando se dieron cuenta de que la flota
entera se desplazaba ordenadamente, y me vieron a mí tirar del extremo,
empezaron a proferir tales gritos de aflicción y desesperación que es casi
imposible describir o imaginar. Cuando estuve fuera de peligro, me detuve
un momento a arrancarme algunas saetas de la cara y de las manos, y me di
el mismo ungüento que me habían puesto al principio de llegar, como ya he
comentado. A continuación me quité los lentes y, tras esperar una hora a
que la marea bajase un poco, vadeé por en medio con mi cargamento, y
llegué al puerto real de Liliput.
El emperador y toda su corte se hallaban en la orilla esperando el
resultado de esta gran aventura. Veían cómo los barcos avanzaban
formando una gran media luna, pero no me distinguían a mí, con el agua
hasta el pecho. Cuando llegué al centro del canal se sintieron más
desasosegados, porque iba con el agua hasta el cuello. El emperador
concluyó que me había ahogado, y que la flota del enemigo se acercaba de
manera hostil; pero no tardaron en desvanecerse sus temores, porque como
el canal se hacía menos profundo a cada paso que daba, en poco tiempo
estuve al alcance de la voz, y alzando el extremo del cable por el que tenía
atada la nota, grité: «¡Larga vida al muy poderoso emperador de Liliput!».
Este gran príncipe me recibió al llegar a tierra con todos los elogios
imaginables, y allí mismo me nombró nardac, que es el más grande título
de honor entre ellos.
Su majestad me pidió que hiciese una segunda incursión y trajese a su
puerto el resto de los barcos enemigos. Y es tan desmedida la ambición de
los príncipes, que pensaba nada menos que en reducir el imperio entero de
Blefuscu a una provincia, gobernarla mediante un virrey, y aniquilar a los
extremo-anchistas y obligar al pueblo a romper los huevos por el extremo
estrecho, con lo que habría un único monarca en todo el mundo. Así que
intenté apartarlo de su propósito con muchos argumentos tomados de la
política y de la justicia, y declaré con firmeza que jamás sería el
instrumento con que se sometería a una nación libre y valiente a la
esclavitud. Y tras debatir el asunto en consejo, el sector más prudente de
los ministros se inclinó a favor de mi opinión.
Esta abierta declaración era tan contraria a los planes y la política de su
majestad imperial, que no me la perdonó; la expuso de manera artera en el
consejo, donde algunos de los más sabios, me contaron, parecían compartir
—al menos por su silencio— mi opinión; pero otros que eran secretos
enemigos míos no habían podido reprimir ciertas manifestaciones, que
indirectamente me perjudicaban. Y desde ese momento empezó una intriga
entre su majestad y una camarilla de ministros malvadamente
predispuestos contra mí, que estalló menos de dos meses después, y a punto
estuvo de acabar con mi vida. Tan poco peso tienen los más grandes
servicios a los príncipes cuando se ponen en la balanza frente a una
negativa a satisfacer sus pasiones.
Unas tres semanas después de esta hazaña llegó una embajada solemne
de Blefuscu con humildes ofertas de paz que concluyeron pronto con
condiciones sumamente ventajosas para nuestro emperador, con las que no
voy a aburrir al lector. Venían seis embajadores, con una comitiva de unas
quinientas personas; su entrada fue espléndida, acorde con la grandeza de
su señor, y con la importancia de su comisión. Una vez concluido el
tratado, en el que les hice varios buenos oficios gracias al crédito que ahora
tenía en la corte, o parecía tener al menos, sus excelencias, a quienes les
había contado en secreto cuán de su parte me había mostrado, me rindieron
visita de manera formal. Empezaron con muchos cumplidos sobre mi valor
y mi generosidad, me invitaron a visitar ese reino en nombre del emperador
su señor, y me pidieron que demostrase con alguna prueba mi fuerza
prodigiosa, de la que ya habían oído muchas maravillas; cosa a la que
accedí de grado, aunque no entretendré al lector con los detalles.
Tras agasajar buen rato a sus excelencias a su infinita satisfacción y
sorpresa, les rogué que me hiciesen el honor de presentar mis humildes
respetos al emperador su señor, cuyo renombre y virtudes habían llenado el
mundo entero de admiración, y a cuya real persona tenía decidido rendir
visita antes de regresar a mi país; así que a la siguiente vez que tuve el
honor de ver a nuestro emperador solicité su licencia general para ir a
presentar mis respetos al monarca blefuscudiano; licencia que tuvo a bien
concederme muy fríamente, como pude notar; aunque sin sospechar el
motivo, hasta que cierta persona me contó confidencialmente que Flimnap
y Bolgolam habían hecho ver en mi entrevista con los embajadores un
signo de desafección, a la que por supuesto mi ánimo era totalmente ajeno.
Y fue entonces cuando por primera vez empecé a hacerme una cierta idea
de la imperfección de las cortes y los ministros.
Hay que decir que estos embajadores me hablaron por medio de un
intérprete, dado que las lenguas de los dos imperios difieren entre sí tanto
como dos europeas cualesquiera, y una y otra nación se enorgullecen de la
antigüedad, belleza y vigor de su propio idioma, a la vez que muestran un
claro menosprecio hacia el de su vecino; no obstante, nuestro emperador,
valiéndose de la ventaja adquirida con la captura de su flota, los obligó a
presentar sus credenciales y pronunciar sus discursos en lengua liliputiense.
Y hay que reconocer que, debido al gran intercambio de tráfico y comercio
entre ambos reinos, a la continua acogida de exiliados, que es recíproca
entre ellos, y a la costumbre de los dos imperios de enviar al otro a su joven
nobleza y miembros de la clase más acomodada para que se perfeccionen
viendo mundo, y conozcan a los hombres y sus costumbres, son pocas las
personas de distinción, mercaderes, marineros, y habitantes de las ciudades
costeras, que no sean capaces de sostener una conversación en una u otra
lengua, como descubrí unas semanas más tarde cuando fui a presentar mis
respetos al emperador de Blefuscu, lo que en medio de las grandes
desgracias que me sobrevinieron por intrigas de mis enemigos, resultó una
felicísima aventura para mí, como contaré en el lugar apropiado.
El lector recordará que cuando firmé las cláusulas por las que recobraba
la libertad, había algunas que me desagradaron por demasiado serviles, y
nada sino la extrema necesidad me había forzado a aceptarlas. Pero dado
que ahora era un nardac del más alto rango de ese imperio, consideraba
tales obligaciones impropias de mi dignidad; y el emperador (para hacerle
justicia) jamás me las recordó. Sin embargo, no había transcurrido mucho
tiempo cuando se me presentó la ocasión de hacerle a su majestad, al
menos eso me pareció entonces, un servicio señalado. En mitad de la noche
me alarmó un griterío de cientos de ciudadanos ante mi puerta, que al
sacarme súbitamente del sueño, me produjeron una especie de terror. Oía
repetir de manera incesante la palabra burglum; varias personas de la corte,
abriéndose paso entre la muchedumbre, me suplicaron que acudiese en
seguida a palacio, donde el aposento de su majestad imperial la reina estaba
en llamas por negligencia de una dama de honor que se había dormido
mientras leía una novela. Me levanté al punto; y tras dar orden de que
despejaran el camino ante mí, y aprovechando que había luna, logré llegar a
palacio sin pisar a nadie. Observé que habían arrimado escalas de mano a
los muros del aposento y que se habían provisto de cubos; pero el agua se
hallaba a cierta distancia. Los cubos eran como del tamaño de un dedal
grande, y la pobre gente me los pasaba lo más deprisa que podía; pero el
fuego era tan violento que tenían poco efecto. Podía haberlo sofocado
fácilmente con la casaca, pero por desgracia me la había dejado con la
precipitación, y había salido sólo con el jubón de piel. La situación parecía
desesperada; y el suntuoso palacio habría ardido irremediablemente hasta
la base si, con una presencia de ánimo inusitada en mí, no se me hubiera
ocurrido de repente un remedio. La noche antes había estado bebiendo
copiosamente un vino de lo más delicioso, llamado glimigrim (que los
blefuscudianos llaman flunec, pero el nuestro está considerado de mejor
clase) que es muy diurético. Por la más feliz casualidad del mundo, no me
había aliviado aún. El calor que me producían la proximidad de las llamas
y los esfuerzos por apagarlas hizo que el vino me empezase a salir en forma
de orina; y evacué tal cantidad, y la dirigí tan bien a los sitios apropiados,
que en tres minutos quedó totalmente extinguido el incendio; y el resto del
noble edificio, que habían tardado tantos siglos en erigir, se salvó de la
destrucción.
Se había hecho de día, y regresé a mi casa sin esperar a congratularme
con el emperador. Porque aunque le había prestado un servicio inestimable,
no sabía cómo iba tomar su majestad el medio con que lo había llevado a
cabo; pues según las leyes fundamentales del reino, cualquier persona que
haga aguas menores dentro del recinto del palacio, sea cual sea su
categoría, será reo de pena capital. Aunque me animó un poco un mensaje
de su majestad, en el sentido de que iba a dar orden al justicia mayor de que
aprobase mi indulto formalmente; cosa que sin embargo no logré obtener.
Y me aseguraron en secreto que la emperatriz, que había concebido la más
grande repugnancia a mi acción, se había trasladado a la parte más alejada
del patio, firmemente decidida a que los edificios afectados jamás se
reparasen para su uso, y que, en presencia de sus principales confidentes,
no pudo contenerse y juró que se vengaría.
Capítulo VI
De los habitantes de Liliput, su saber, sus leyes y
costumbres, y manera de educar a sus hijos. Forma de vida
del autor en ese país. Su vindicación de una gran dama.

Aunque tengo intención de reservar la descripción de este imperio para un


tratado aparte, me complace satisfacer al lector curioso con alguna idea
general. Si el tamaño de los naturales es algo menor de seis pulgadas, todos
los demás animales, así como las plantas y los árboles, guardan exacta
proporción; por ejemplo, los caballos y los bueyes más altos están entre las
cuatro y las cinco pulgadas, las ovejas tienen una pulgada y media más o
menos; los gansos son como del tamaño de un gorrión, y así van
disminuyendo los diversos grados, hasta los seres más pequeños, que eran
casi invisibles para mí; en cambio la naturaleza ha adaptado los ojos de los
liliputienses para captar objetos apropiados a ellos; ven con gran exactitud,
aunque no a mucha distancia. Y para dar una idea de la agudeza de su
visión de lo que tienen cerca: he tenido el placer de observar cómo un
cocinero desplumaba una alondra más pequeña que una mosca corriente, y
a una muchacha enhebrar una aguja invisible con un hilo de seda invisible.
Sus árboles más grandes medirían unas siete pulgadas; me refiero a los que
hay en el gran parque real, a cuyas copas podía llegar yo con el puño
cerrado. El resto de la flora guarda la misma relación; pero esto lo dejo a la
imaginación del lector.
De momento no me voy a referir al saber, que durante muchos siglos ha
florecido entre ellos en todas las ramas; pero su manera de escribir es muy
peculiar, ya que no va ni de izquierda a derecha como la de los europeos, ni
de derecha a izquierda como la de los árabes, ni de arriba abajo como la de
los chinos, sino en diagonal, de una esquina del papel a la otra, como
escriben las damas inglesas.
Entierran a sus muertos cabeza abajo porque tienen la teoría de que
resucitarán dentro de once mil lunas, término en el que la tierra (que ellos
conciben plana) se dará la vuelta y, por este medio, el momento de la
resurrección los encontrará preparados y en pie. Los sabios reconocen el
absurdo de esta doctrina, pero su práctica continúa para seguirle la
corriente al vulgo.
Hay leyes y costumbres muy singulares en este imperio; y si no fueran
totalmente contrarias a las de mi querido país, habría estado tentado de
decir algo en su justificación. Sólo sería de desear que fueran igualmente
aplicadas. La primera que citaré se refiere a los delatores. Todo delito
contra el estado se castiga aquí con el máximo rigor; pero si el acusado
demuestra claramente su inocencia ante el tribunal, el acusador es
ejecutado inmediatamente de manera ignominiosa, y de sus bienes o
tierras, la persona inocente recibe cuádruple compensación por la pérdida
de su tiempo, el peligro que ha corrido, las penalidades de su reclusión, y
las costas que ha tenido en su defensa. Pero si ese fondo resulta
insuficiente, la corona se encarga de resarcirle ampliamente. Asimismo, el
emperador le concede algún signo público de su favor, y manda que se
pregone un bando en toda la ciudad proclamando su inocencia.
Consideran el fraude un delito más grave que el robo, por lo que rara
vez se deja de castigar con la muerte; porque alegan que con cuidado y
vigilancia, y una inteligencia normal, un hombre puede preservar sus
bienes de los ladrones, pero la honradez carece de barreras frente a una
astucia superior; y dado que es necesario que exista constante relación de
compra y venta, y de comercio a crédito —donde se permite o tolera el
fraude, o no hay una ley que lo castigue—, el perjudicado es siempre el
comerciante honrado, y el granuja el que saca provecho. Recuerdo que una
vez intercedí cerca del rey en favor de un delincuente que había quitado a
Su señor una gran suma de dinero que había recibido por orden y había
huido con ella; y al decirle a su majestad, a manera de atenuante, que se
trataba sólo de un abuso de confianza, el emperador consideró una
monstruosidad por mi parte proponer como defensa el más grande
agravante del delito; y, sinceramente, no supe qué replicar, quitando la
respuesta normal de que diferentes naciones tienen diferentes costumbres;
porque confieso que me sentí totalmente avergonzado.
Aunque normalmente hacemos del premio y el castigo los dos goznes
sobre los que gira la acción de todo gobierno, sin embargo tengo observado
que en ninguna nación se practica más esta regla que en Liliput. Cualquier
habitante capaz de aducir pruebas suficientes de que ha observado
estrictamente las leyes de su país durante setenta y tres lunas tiene derecho
a ciertos privilegios, de acuerdo con su categoría social y condición de
vida, además de recibir una cantidad proporcional de dinero de un fondo
destinado a tal uso: asimismo, recibe el título de snilpall, o legal, que se
añade a su nombre, aunque no es transmisible a sus descendientes. Y esta
gente juzgó un enorme defecto de nuestra política lo que les conté de
nuestras leyes, que sólo imponen castigos y no hablan para nada de
premios. Esta es la razón por la que la efigie de la Justicia, en los juzgados,
se represente con seis ojos, dos delante, otros dos detrás y uno a cada lado,
para significar circunspección, con una bolsa de oro abierta en la mano
derecha y una espada en la izquierda para indicar que está más dispuesta a
premiar que a castigar.
A la hora de elegir a alguien para cualquier puesto tienen más en cuenta
su moralidad que su gran inteligencia; porque como la humanidad necesita
de gobierno, creen que la dimensión común del entendimiento se ajusta a
un puesto o a otro, y que la Providencia jamás ha pretendido hacer de la
gestión de los asuntos públicos un misterio inteligible sólo para unas pocas
personas de genio sublime, de las que rara vez nacen tres en un siglo, sino
que afirman que la verdad, la justicia, la templanza y demás son accesibles
a todo hombre, y la práctica de estas virtudes, asistida por la experiencia y
la buena intención, capacitan a cualquiera para servir a su país, salvo donde
se requiera un estudio de especialización. Pero piensan que la falta de
virtudes morales está tan lejos de poderse suplir con dotes intelectuales
superiores, que las plazas jamás han de ponerse en manos tan peligrosas
como las de personas así dotadas; y que al menos las faltas cometidas por
ignorancia, con una disposición virtuosa, jamás tienen fatales
consecuencias para el bienestar público como las prácticas del hombre
cuyas inclinaciones propenden a la corrupción, y tiene gran habilidad para
utilizar y multiplicar y defender sus corrupciones.
De igual manera, no creer en la divina Providencia incapacita al hombre
para ocupar un puesto en la función pública; porque, dado que los reyes se
proclaman delegados de la Providencia, los liliputienses piensan que nada
puede haber tan absurdo como que un príncipe utilice hombres que no
reconocen la autoridad bajo la que él actúa.
Al hablar de estas leyes y de las siguientes quiero que se entienda que
me refiero sólo a instituciones originales, y no a las escandalosas
corrupciones en que cae esta gente por la naturaleza degenerada del
hombre. En cuanto a esa infame práctica de conseguir puestos de
importancia danzando sobre la cuerda, o símbolos de favor y distinción
saltando por encima de un palo o gateando por debajo de él, debe saber el
lector que fueron introducidas al principio por el abuelo del emperador
actualmente reinante, y que aumentó hasta los actuales niveles por el
gradual aumento de partido y facción.
La ingratitud es entre ellos delito capital, como leemos que lo ha sido
en otros países; porque razonan que cualquiera que corresponde mal a su
benefactor, por necesidad ha de ser enemigo común del resto de la
humanidad, de la que no ha recibido ninguna obligación; y por tanto tal
hombre no merece vivir.
Sus ideas sobre los deberes de los padres y los hijos son muy distintas
de las nuestras. Porque dado que la unión de macho y hembra se funda en la
gran ley de la naturaleza, que se ordena a propagar y continuar la especie,
los liliputienses sostienen que los hombres y las mujeres se unen
necesariamente igual que los demás animales, por motivos de
concupiscencia, y que su ternura hacia sus crías proviene del mismo
principio natural; razón por la que no reconocen que un hijo tenga ninguna
obligación con su padre por haberlo engendrado, ni con su madre por
haberlo traído al mundo; lo que, considerando las miserias de la vida
humana, no ha supuesto un beneficio en sí, ni los padres han pretendido que
lo fuera, cuyo pensamiento en sus encuentros amorosos tenían puesto en
otra cosa. En estos y otros razonamientos por el estilo, la opinión de esta
gente es que los padres son los últimos a los que debe confiarse la
educación de sus hijos; por lo que en las ciudades hay guarderías públicas a
las que todos los padres, salvo los campesinos y los agricultores, tienen
obligación de enviar a sus hijos de uno y otro sexo, para que sean cuidados
y educados a partir de las veinte lunas, edad a la que se supone que poseen
ciertos rudimentos de docilidad. Estas escuelas son de varias clases,
conforme a las distintas categorías, y a uno y otro sexo. Tienen profesores
muy especializados en preparar niños para la clase de vida que conviene al
rango de sus padres, así como a su propio talento y aptitudes. En primer
lugar diré algo sobre las guarderías para niños, y luego sobre las destinadas
a las niñas.
Las guarderías para niños de familia noble o ilustre están dotadas de
graves y sabios profesores, con sus diversos auxiliares. La ropa y la comida
de los niños es sencilla y corriente. Se les inculcan los principios del honor,
la justicia, el valor, la modestia, la clemencia, la religión y el amor a su
país; los tienen ocupados siempre en alguna actividad, excepto en las horas
de comer o de dormir, que son muy pocas, más dos horas de esparcimiento,
que consiste en ejercicios físicos. Hasta los cuatro años son hombres los
que se ocupan de vestirlos; a partir de esa edad tienen obligación de hacerlo
por sí mismos, por muy alta que sea su condición; y las mujeres del
servicio, cuya edad es equivalente a los cincuenta años de las nuestras, se
encargan sólo de las tareas domésticas. No se permite a los niños hablar
con la servidumbre, sino que se divierten siempre juntos en grupos grandes
o pequeños, y siempre en presencia de un profesor o sustituto, por donde
evitan esos malos impactos del desatino y del vicio a los que
prematuramente están expuestos nuestros niños. A los padres se les
consiente verlos sólo dos veces al año; pero la visita no debe durar más de
una hora. Se les permite besar al niño al llegar y al despedirse; pero un
profesor, que siempre está presente en esas ocasiones, no consentirá que le
susurren o digan palabras cariñosas, ni que le den juguetes, golosinas ni
nada parecido.
Cuando no es debidamente abonada la pensión que cada familia debe
pagar para la educación y hospedaje del hijo, se encargan de recaudarla los
funcionarios del emperador.
Las guarderías para hijos de caballeros, comerciantes, empresarios y
artesanos corrientes se administran proporcionalmente de la misma
manera; sólo que a los destinados a oficios se les saca para colocarlos de
aprendices a los siete años, mientras que las personas de calidad continúan
en su internado hasta los quince, que corresponden a nuestros veintiún
años; aunque su encierro se va suavizando gradualmente a lo largo de los
tres últimos años.
En las guarderías femeninas, las niñas de calidad son educadas casi
igual que los varones, sólo que las visten personas disciplinadas de su
mismo sexo, aunque siempre en presencia de una profesora o una auxiliar,
hasta que se visten ellas solas, lo que hacen a partir de los cinco años. Y si
se descubre que estas niñeras osan entretener a las pequeñas con cuentos
horripilantes o con las bobadas que acostumbran contar las doncellas entre
nosotros, son azotadas públicamente tres veces en la ciudad, encarceladas
durante un año, y desterradas de por vida a las regiones más desoladas del
país. Así que allí a las señoritas les da tanta vergüenza ser cobardes o tontas
como a los varones, y desdeñan todo adorno personal fuera del decoro y la
limpieza: tampoco noté que hubiera ninguna diferencia en la educación por
la diferencia de sexo; sólo que los ejercicios de las niñas no eran tan
vigorosos; y que se les daba alguna noción sobre la vida doméstica, y se les
enseñaba un ciclo de materias más reducido: porque su máxima es, entre
personas de calidad, que una esposa debe ser siempre una compañera
sensata y agradable, porque no siempre será joven. Cuando las muchachas
llegan a los doce años, que entre ellos es la edad de casarse, sus padres o
tutores se las llevan a casa con grandes muestras de agradecimiento a los
profesores, y rara vez sin lágrimas por parte de la jovencita y de sus
compañeras.
En las guarderías femeninas de las clases inferiores se instruye a las
niñas en toda suerte de tareas propias de su sexo, y sus diversos grados: las
que van a ser aprendizas abandonan el centro a los siete años; el resto
continúa hasta los once.
Las familias modestas con hijos en esos internados, además de pagar su
pensión anual, que es lo más baja posible, están obligadas a entregar al
administrador del centro una pequeña cantidad de sus ingresos mensuales
que constituirá una parte de la herencia para el hijo; por lo que todos los
padres tienen por ley limitación en sus gastos. Porque los liliputienses
piensan que nada puede haber más injusto que traer hijos al mundo, y dejar
el peso de su mantenimiento al erario público. En cuanto a las personas de
calidad, garantizan asignar una determinada cantidad para cada hijo, acorde
con su condición; y estos fondos se administran siempre con una buena
economía, y la justicia más estricta.
Los campesinos y agricultores conservan a los hijos en casa, porque lo
que les interesa es sólo labrar y cultivar la tierra, y por tanto su educación
carece de relevancia para el público; pero los viejos y los enfermos son
acogidos en hospitales, porque la mendicidad es algo que se desconoce en
este imperio.
Y aquí, quizá divierta al lector curioso que dé alguna noticia de mi vida
doméstica, y cómo me desenvolví en este país durante una estancia de
nueve meses y trece días. Dada mi inclinación a lo artesanal, y empujado
también por la necesidad, me había hecho una mesa y una silla bastante
cómodas con los árboles más grandes del parque real. Hicieron falta
doscientas costureras para confeccionarme camisas, sábanas y manteles,
todo del tejido más basto y resistente que se pudo conseguir, que sin
embargo se vieron obligados a acolchar con varias capas, porque el más
grueso era varios grados más fino que el linón. Las piezas tienen
normalmente un ancho de tres pulgadas, y un largo de tres pies. Las
costureras me tomaron las medidas tumbado en el suelo, una de pie sobre
mi cuello, y otra en mitad de la pierna, con una cuerda extendida que
sostenían cada una de un extremo, mientras la tercera medía la longitud de
la cuerda con una regla de una pulgada de larga. Me midieron después el
pulgar derecho, y no necesitaron seguir; porque mediante un cálculo
matemático, por el que dos veces el perímetro del pulgar equivale al
perímetro de la muñeca, y lo mismo el cuello y la cintura, y con la ayuda de
una camisa vieja que extendí en el suelo ante ellas para que sacaran el
patrón, obtuvieron las medidas exactas.
De la misma manera se emplearon trescientos sastres para hacerme
ropa; aunque para tomarme las medidas recurrieron al otro procedimiento:
me arrodillé, y pusieron una escala desde el suelo a mi cuello; uno de ellos
se subió a lo alto de esta escala, y dejó caer una plomada desde mi cuello al
suelo, distancia que correspondía exactamente a mi casaca; pero la cintura
y los brazos me los medí yo. Al terminar de coser las ropas, tarea que
hicieron en mi casa (porque no habrían cabido en la más grande de las
suyas), parecían un centón de esos que hacen las damas en Inglaterra, sólo
que el mío era todo de un color.
Tenía trescientos cocineros que me guisaban los alimentos en prácticas
dependencias construidas alrededor de mi casa, donde vivían con sus
familias; y me preparaban dos platos cada uno. Tomaba a veintidós
camareros en la mano, y los depositaba en la mesa; cien más atendían abajo
en el suelo, unos con fuentes de comida, otros con barriles de vino y demás
licores que cargaban sobre el hombro, los camareros de arriba lo iban
subiendo todo a medida que yo lo pedía, mediante un ingenioso aparejo de
cuerdas, como subimos nosotros en Europa el cubo del pozo. Una fuente de
comida equivalía a un buen bocado, y un barril de su licor a un trago
moderado. Su cordero es inferior que el nuestro, pero su vaca es excelente.
He tomado un lomo tan grande que he tenido que cortarlo en tres trozos;
aunque eso fue una excepción. Los criados se asombraron al vérmelo comer
con huesos y todo, como nos comemos en mi país una pata de alondra. Los
gansos y los pavos los solía despachar de un solo bocado; y debo confesar
que son mucho mejores que los nuestros. De aves más pequeñas podía
tomarme veinte o treinta, pinchadas con la punta del cuchillo.
Un día su majestad imperial, informado de mi modo de alimentarme,
quiso tener la dicha (como se dignó calificarlo) de comer conmigo él y su
real consorte, con los jóvenes príncipes de sangre de uno y otro sexo. Así
que vinieron, y los acomodé en sillas de ceremonia sobre la mesa, justo
frente a mí, con su guardia alrededor. Flimnap, lord tesorero mayor, estaba
presente también, con su bastón blanco; y observé que me miraba a menudo
con una expresión desabrida que yo aparentaba no advertir, sino que comí
más de lo habitual en honor a mi querido país, y también para asombrar a la
corte. Tengo motivos particulares para creer que esta visita de su majestad
brindó a Flimnap ocasión para hacerme disfavores con su señor. Este
ministro había sido siempre secreto enemigo mío, aunque por fuera me
halagaba más de lo que podía esperarse de su carácter avinagrado. Expuso
al emperador la mala situación del tesoro, y dijo que se veía obligado a
aceptar dinero con gran descuento; que los bonos del tesoro no circulaban a
menos del nueve por ciento por debajo del par; que, en suma, yo había
costado ya a su majestad más de un millón y medio de sprugs (su moneda
de oro más alta, del tamaño de una lentejuela), y que, en resumen, sería
aconsejable que el emperador aprovechase la ocasión que primero se
presentase para librarse de mí.
No tengo más remedio que vindicar aquí la reputación de una excelente
dama, que fue víctima inocente por mi causa. Le dio al tesorero por ponerse
celoso con su esposa, por maldad de algunas lenguas que le insinuaron que
su excelencia había concebido un apasionado afecto hacia mi persona, y
durante un tiempo corrió el chisme palaciego de que una vez había acudido
en secreto a mi morada. Solemnemente afirmo que esto es una falsedad
infame y sin fundamento, salvo que su excelencia se complacía en tratarme
con todas las inocentes muestras de despreocupación y amistad. Reconozco
que venía a menudo a mi casa, pero siempre de manera abierta, y nunca sin
que la acompañasen tres personas en el coche, por lo general su hermana y
su hija pequeña, y alguna amiga particular; pero esto lo hacían igual
muchas otras damas de la corte. Y ruego incluso a los criados que me
rodeaban, que digan si alguna vez vieron un coche ante mi puerta sin saber
qué personas había en él. En esas ocasiones, cuando un criado me
anunciaba la llegada de un carruaje, mi costumbre era acudir
inmediatamente a la puerta; y después de presentar mis respetos, coger con
cuidado el coche y los dos caballos (porque si traía seis caballos el
postillón siempre desenganchaba cuatro) y colocarlos sobre una mesa, a la
que había adaptado un borde desmontable a todo alrededor, de cinco
pulgadas de alto, para evitar accidentes. Y a menudo llegué a tener a la vez
cuatro coches con sus caballos encima de la mesa llena de personas,
sentado en mi silla y con la cara inclinada hacia ellos; y mientras atendía a
un grupo, los cocheros paseaban a los demás plácidamente alrededor de la
mesa. He pasado muchas tardes agradables en estas conversaciones. Pero
desafío al tesorero, y a sus confidentes (a los que nombro, y allá se las
apañen) Clustril y Drunlo, a que prueben que haya venido nadie a verme de
incógnito, quitando el secretario Reldresal, enviado por orden expresa de su
majestad imperial, como he contado ya. No me habría extendido en este
asunto, si no afectara tan de cerca a la reputación de una gran dama, por no
hablar de la mía. Aunque yo tenía el honor de ser un nardac, cosa que el
tesorero no; porque todo el mundo sabe que es sólo un clumglum, título un
grado inferior, como el de marqués respecto al de duque en Inglaterra;
aunque reconozco que estaba por encima de mí debido a su puesto. Esas
falsedades, que llegaron a mi conocimiento más tarde por un incidente que
no tengo por qué citar, hicieron que durante un tiempo el tesorero pusiese
mala cara a su esposa, y peor a mí; porque, aunque finalmente se deshizo el
malentendido y se reconcilió con ella, yo en cambio perdí todo crédito para
él, y vi cómo menguaba deprisa mi credibilidad ante el emperador, quien se
deja gobernar demasiado por ese valido.
Capítulo VII
El autor, informado de un plan para acusarle de alta
traición, huye a Blefuscu. Su acogida allí.

Antes de dar cuenta de mi marcha de este reino quizá convenga informar


al lector de una intriga que se venía gestando desde hacía dos meses contra
mí.
Toda mi vida había vivido ajeno a las cortes, para las que carecía de
títulos dado mi origen humilde. Es verdad que había oído y leído bastante
sobre el talante de los grandes príncipes y ministros; pero no esperaba
descubrir sus terribles consecuencias en un país tan remoto, gobernado,
como creía, por principios muy distintos de los de Europa.
Me estaba preparando para rendir visita al emperador de Blefuscu,
cuando un importante personaje de la corte (al que había prestado buenos
oficios en unos momentos en que había caído en el más grande disfavor de
su majestad imperial) vino a mi casa muy en secreto, de noche, en una
silla de manos cerrada; y sin dar su nombre, solicitó verme. Despedí a los
silleteros. Me metí la silla, con su señoría dentro, en el bolsillo de la
casaca; y tras ordenar a un criado de mi confianza que dijera que me sentía
indispuesto y que me retiraba a dormir, eché el cerrojo a la puerta de casa,
deposité la silla de manos sobre la mesa como solía hacer, y me senté al
lado. Terminados los saludos habituales, al observar el semblante de
preocupación de su señoría, y preguntarle el motivo, me pidió que
escuchase con paciencia un asunto que afectaba grandemente a mi honor y
mi vida. Estas fueron sus palabras, ya que tomé notas en cuanto se
marchó:
—Debéis saber —dijo— que recientemente se han reunido muy en
secreto varias comisiones del consejo para tratar de vos; y que hace sólo
dos días su majestad adoptó una clara resolución.
»Sabéis bien que el caballero Bolgolam (galbet, o sea almirante
supremo) es enemigo mortal vuestro casi desde que llegasteis; ignoro los
motivos que tuviera al principio, pero su odio ha aumentado mucho desde
vuestro gran éxito contra Blefuscu, que ha contribuido a oscurecer su
gloria como almirante. Este personaje, junto con Flimnap, tesorero mayor,
cuya enemistad con vos es notoria a causa de su señora, el general Limtoc,
el chambelán Lalcon, y el justicia mayor Balmuff, han preparado un
memorial contra vos, acusándoos de traición y de otros delitos capitales».
Este preámbulo me impacientó, consciente como era de mis méritos y
mi inocencia; e iba a interrumpirle cuando, pidiéndome que guardase
silencio, prosiguió:
—En agradecimiento a los favores que me habéis hecho, he obtenido
información de todo el debate, y una copia del memorial, en lo que me
juego la cabeza para haceros servicio.

Memorial de acusaciones contra Quinbus Flestrin (el Hombre Montaña)

ARTÍCULO I
Por cuanto la ley, puesta en vigor durante el reinado de su majestad
imperial Calin Deffar Plune, decreta que quienquiera que haga aguas
menores dentro del recinto del palacio real incurre en la pena y castigo de
alta traición, pese a lo cual, dicho Quinbus Flestrin, en abierto
quebrantamiento de dicha ley, y so pretexto de apagar el incendio
declarado en el aposento de la muy imperial consorte de su majestad,
traidora y malvadamente, mediante el aliviamiento de su orina, apagó
dicho incendio habido en dicho aposento, ubicado en el recinto de dicho
palacio real, quebrantando así la ley prevista para el caso, etc., en contra
del deber, etcétera.
ARTÍCULO II
Que habiendo traído al real puerto dicho Quinbus Flestrin la flota de
Blefuscu, y habiéndole ordenado después su majestad imperial que
apresara el resto de las naves de dicho imperio Blefuscu, y redujese tal
imperio a una provincia para ser gobernada por un virrey de nuestro país, y
destruyese y matase no sólo a todos los extremoanchistas allí refugiados,
sino también a todo el pueblo de ese imperio que se negase a abjurar de la
herejía extremoanchista; este, el dicho Flestrin, como falso traidor a su
muy propicia y serena majestad imperial, pidió que se le excusase de
dicho servicio, so pretexto de que es contrario a forzar su conciencia y a
destruir la libertad y la vida de gente inocente.

ARTÍCULO III
Que así que llegaron ciertos embajadores de la corte de Blefuscu a la
corte de su majestad para pedir la paz, este dicho Flestrin, como falso
traidor, apoyó, confortó y agasajó a dichos embajadores, aun sabiéndolos
servidores de un príncipe que hacía poco había sido enemigo declarado de
su majestad imperial, y había estado en guerra abierta contra su majestad.

ARTÍCULO IV
Que dicho Quinbus Flestrin, en contra del deber de un súbdito leal, se
dispone actualmente a efectuar un viaje a la corte e imperio de Blefuscu,
para lo que sólo ha recibido licencia verbal de su majestad imperial, y al
amparo de la dicha licencia, falsa y traidoramente pretende emprender
dicho viaje, y por este medio ayudar, sostener y dar aliento al emperador
de Blefuscu, hasta hace poco enemigo, y en guerra abierta con la
mencionada majestad imperial.

—Hay otros artículos, pero los más importantes son estos de los que os
acabo de leer un resumen.
»En varios debates sobre esta acusación hay que reconocer que su
majestad ha tenido muchos detalles de gran benevolencia, a menudo
movido por los servicios que le habéis prestado, esforzándose en atenuar
la gravedad de vuestros crímenes. El tesorero y el almirante han insistido
en que se os debe aplicar la más dolorosa e ignominiosa muerte,
prendiendo fuego a vuestra casa por la noche, con el concurso del general
al mando de veinte mil soldados armados con flechas envenenadas para
acribillaros la cara y las manos. Algunos de vuestros criados recibirían
órdenes secretas del salpicar vuestras camisas y sábanas con un jugo
venenoso que al punto haría que os arrancarais la carne y murieseis en
medio de dolores espantosos. El general se mostró de la misma opinión;
de manera que durante mucho rato la mayoría estuvo contra vos; pero su
majestad, dispuesto a perdonaros la vida a toda costa, consiguió
finalmente disuadir al chambelán.
»Tras este incidente, el emperador ordenó a Reldresal, Secretario
Principal de Asuntos Privados, que siempre ha demostrado ser fiel amigo
vuestro, que expusiese su opinión, lo que hizo debidamente, justificando
con su intervención el buen concepto que tenéis de él. Admitió que
vuestros delitos eran graves, pero que sin embargo había ocasión para la
clemencia, muy loable virtud en un príncipe, y por la que su majestad era
tan justamente celebrado. Dijo que era tan conocida de todos la amistad
entre él y vos, que quizá el muy ilustre consejo podía considerarlo parcial;
no obstante, en acatamiento a la orden recibida, expondría libremente su
opinión: que si su majestad, en consideración a vuestros servicios, y
llevado de su naturaleza indulgente, se dignaba perdonaros la vida, y
ordenaba que sólo os arrancasen los ojos, humildemente creía que por este
expediente quedaba en cierto modo cumplida la justicia, y todo el mundo
aplaudiría la indulgencia del emperador, así como el justo y generoso
proceder de los que tienen el honor de ser sus consejeros. Que la pérdida
de vuestros ojos no mermaría en nada vuestra fuerza corporal, por lo que
podríais seguir siendo útil a su majestad. Que la ceguera acrecienta el
valor, puesto que oculta el peligro; que el temor que teníais por vuestros
ojos era la principal causa de no haber traído la flota del enemigo, y que os
bastaría con ver por los ojos de los ministros, dado que los más grandes
príncipes no hacen otra cosa.
»Esta propuesta obtuvo la mayor desaprobación del consejo entero. El
almirante Bolgolam no pudo contenerse, sino que, levantándose con furia,
exclamó que no comprendía cómo el secretario osaba pronunciarse a favor
de perdonarle la vida a un traidor; que los servicios que habéis prestado
eran, por verdaderas razones de estado, el gran agravamiento de vuestros
crímenes; que lo mismo que pudisteis apagar el fuego orinando sobre las
habitaciones de su majestad la reina (lo que mencionó con horror),
podríais en otro momento originar una inundación por el mismo medio, y
anegar el palacio entero; y la misma fuerza que os permitió traer la flota
del enemigo podría, al primer disgusto, serviros para devolverla; que él
tenía fundados motivos para creer que en el fondo de vuestro corazón sois
extremoanchista; y como es en el corazón donde toda traición germina
antes de manifestarse en claras acciones, os acusaba de traición, y por
tanto insistía en que se os diera muerte.
»El tesorero fue del mismo parecer. Demostró en qué apurada situación
había dejado reducidas las rentas de su majestad la carga de vuestra
manutención, la cual no tardaría en volverse insoportable; que el
expediente del secretario, de arrancaros los ojos, estaba muy lejos de ser el
remedio de ese mal, y que probablemente lo aumentaría, como revela la
práctica común de cegar aves de corral, que después comen mucho más y
engordan más deprisa; que su sacra majestad y el consejo, que son
vuestros jueces, estaban íntimamente convencidos de vuestra culpa, que
era argumento suficiente para condenaros a muerte sin las pruebas
formales que exige por la estricta letra de la ley.
»Pero su majestad imperial, radicalmente opuesto a la pena capital,
tuvo la gracia de explicar que puesto que el consejo consideraba la pérdida
de vuestros ojos un correctivo demasiado blando, podría aplicárseos algún
otro más adelante. Entonces volvió a pedir la palabra vuestro amigo el
secretario; y en respuesta a la objeción del tesorero sobre la gran carga que
representaba para su majestad tener que manteneros, dijo que su
excelencia, único encargado de la distribución de las rentas de su
majestad, podía fácilmente prevenir ese mal reduciendo gradualmente
vuestra asignación, con lo que, por falta de alimento suficiente, os iríais
debilitando, desfalleceríais, perderíais el apetito, y os consumiríais en
pocos meses; y así el hedor de vuestro cadáver no sería entonces tan
peligroso, dado que vuestro peso habría disminuido más de la mitad; e
inmediatamente después de vuestra muerte, cinco o seis mil súbditos de su
majestad, en dos o tres días, os deshuesarían, se llevarían vuestra carne en
carretas, y la enterrarían en diferentes lugares para evitar el riesgo de
infección, dejando el esqueleto a manera de monumento para admiración
de la posteridad.
»Y así es como, por la gran amistad del secretario, se ha acordado
finalmente resolver el asunto. Se ha recomendado llevar a término, en
riguroso secreto, el plan de haceros morir por inanición, pero haciendo
constar en acta la sentencia de arrancaros los ojos. Nadie se ha
pronunciado en contra, excepto el almirante Bolgolam, quien, instrumento
de la emperatriz, era constantemente presionado por ella para que
insistiese en vuestra muerte, movida por la perpetua malquerencia que os
tiene por ese infame e ilegal procedimiento que habéis utilizado para
apagar el incendio de su apartamento.
»Dentro de tres días, vuestro amigo el secretario recibirá instrucciones
de venir a vuestra casa a leeros los cargos, y significaros seguidamente la
gran lenidad y favor de su majestad y del consejo, por la que se os condena
sólo a la pérdida de los ojos, a lo que su majestad no duda que os
someteréis humildemente, con asistencia de veinte cirujanos de su
majestad, a fin de cuidar que la operación se ejecute limpiamente,
disparando muy afiladas flechas a los globos de vuestros ojos mientras os
tienen tumbado en el suelo.
»Dejo a vuestra discreción las medidas que consideréis prudente
adoptar; por mi parte, para evitar sospechas, debo regresar en seguida tan
secretamente como he venido».
Así lo hizo su señoría, y me quedé solo, sumido en un mar de dudas y
perplejidades.
Había una costumbre, introducida por este príncipe y sus ministros
(muy distinta, por lo que me han asegurado, de las prácticas de otros
tiempos) de que una vez que la corte decretaba una ejecución cruel, ya
fuera para satisfacer el enojo del monarca o el rencor de un favorito, el
emperador siempre pronunciaba un discurso a su consejo en pleno, en el
que proclamaba su lenidad y ternura, cualidades conocidas y reconocidas
por todo el mundo. Dicho discurso era inmediatamente difundido por todo
el reino; y nada aterraba tanto al pueblo como estos elogios de la
clemencia de su majestad; porque se tenía observado que cuanto más se
prodigaban y más se insistía en ellos, tanto más inhumano era el castigo, y
más inocente la víctima. En cuanto a mí, debo confesar que como no
estaba destinado a ser cortesano, ni por nacimiento ni por vocación, era tan
mal juez de esas cosas que no descubría lenidad ni favor en tal sentencia,
sino que la consideraba (quizá erróneamente) más rigurosa que generosa.
A veces pensaba hacer frente a mi proceso; porque aunque no podía negar
los hechos que me imputaban en los diversos artículos, sin embargo
esperaba que se admitiese cierta atenuación. Pero dado que había leído en
mi vida muchos procesos por delitos políticos, y había observado que
siempre acababan como los jueces consideraban conveniente, no me atreví
a confiar en tan azaroso fallo, en tan crítica coyuntura, y frente a tan
poderosos enemigos. En determinado momento consideré la posibilidad de
oponer resistencia; porque mientras estaba en libertad, toda la fuerza de
ese imperio no lograría doblegarme, y podía acabar con la metrópoli a
pedradas. Pero en seguida deseché esta medida con horror, al recordar el
juramento hecho al emperador, los favores que había recibido de él, y el
alto título de nardac que me había otorgado. Y no me había instruido tan
pronto en la gratitud de los cortesanos, para convencerme de que los
presentes rigores de su majestad me excusaban de mis pasadas
obligaciones.
Por último tomé una determinación que probablemente me hará
merecedor de alguna crítica; y no injustamente, porque confieso que debo
la conservación de los ojos, y consiguientemente la libertad, a mi gran
irreflexión y falta de experiencia; porque, si hubiese conocido el carácter
del príncipe y de sus ministros, como ahora los he estudiado en muchas
otras cortes, y su manera de tratar a criminales menos reprobables que yo,
con gran diligencia y presteza me habría sometido a un castigo tan suave.
Pero movido por el atolondramiento de la juventud, y dado que tenía
licencia de su majestad imperial para ir a visitar al emperador de Blefuscu,
mandé una carta a mi amigo el secretario, notificándole mi decisión de
partir esa misma mañana hacia Blefuscu, conforme a la licencia obtenida;
y sin aguardar a ninguna respuesta, me dirigí al lado de la isla donde
estaba amarrada nuestra flota. Cogí un gran buque de guerra, le amarré un
cable en la proa, y sacándole las anclas, me quité la ropa, la puse (junto
con el cubrecama, que me había llevado bajo el brazo) encima del barco, y
arrastrándolo detrás de mí, vadeando unas veces y nadando otras, llegué al
real puerto de Blefuscu, donde hacía tiempo que me esperaba la gente, y
me facilitaron dos guías para que me condujesen hasta la capital, que tiene
el mismo nombre. Los llevé en la mano hasta que estuve a unas doscientas
yardas de las puertas; entonces les pedí que anunciasen mi llegada a uno
de los secretarios, y le hiciesen saber que esperaría órdenes de su
majestad. Como una hora después recibí respuesta de que su majestad,
acompañado por su real familia y altos funcionarios de la corte, había
salido a darme la bienvenida. Avancé un centenar de yardas. El emperador
y su séquito se apearon de sus caballos, la emperatriz y las damas de sus
coches, y no vi que mostrasen temor ni inquietud de ninguna clase. Me
tumbé en el suelo para besar la mano de sus majestades, y dije al
emperador que había ido en cumplimiento de mi promesa, y con la
licencia del emperador mi señor, para tener el honor de ver a tan poderoso
monarca, y ofrecerle los servicios que estuviesen a mi alcance, siempre
que no entrasen en conflicto con mi deber para con mi príncipe, sin
mencionar mi caída en desgracia, porque hasta el momento no se me había
comunicado de manera oficial, y se me suponía totalmente ignorante de
mi destino. Tampoco podía imaginar razonablemente que el emperador
revelaría el secreto mientras estuviese fuera de su alcance; aunque no
tardé en averiguar que en eso equivocaba.
No aburriré al lector con los detalles de mi recibimiento en esta corte,
acorde con la generosidad de tan grande príncipe, ni de los apuros que tuve
por carecer de casa y de lecho, y tener que dormir en el suelo, envuelto en
el cubrecama.
Capítulo VIII
El autor, por un feliz accidente, encuentra el medio de
abandonar Blefuscu, y tras algunas dificultades regresa
sano y salvo a su país natal.

A los tres días de mi llegada, paseando con curiosidad por la costa noreste
de la isla, divisé en el mar, como a media legua, algo que parecía un bote
vuelto del revés. Me quité los zapatos y las medias, y tras vadear
doscientas o trescientas yardas, vi que el objeto se acercaba empujado por
la marea; y a continuación vi claramente que era un bote de verdad, que
quizá un temporal había barrido de la cubierta de algún barco. Así que
regresé inmediatamente a la ciudad, y pedí a su majestad imperial que me
prestase veinte barcos de los más altos que le habían quedado después de
la pérdida de la flota, y tres mil marineros, bajo el mando de su
vicealmirante. Esta flota dio la vuelta, mientras yo tomaba el camino más
corto al lugar de la costa donde había descubierto el bote, y encontré que
la marea lo había acercado aún más. Los marineros iban todos provistos de
cabos, que yo había colchado previamente para que tuviesen la suficiente
resistencia. Cuando llegaron los barcos, me desvestí, y vadeé hasta unas
cien yardas del bote, después tuve que nadar hasta llegar a él. Los
marineros me arrojaron un extremo del cabo, que amarré a un orificio que
el bote tenía a proa, y el otro extremo a un buque de guerra. Pero
comprobé que me valía de poco este trabajo; porque al no hacer pie, me
era imposible hacer fuerza. En esta situación, me vi obligado a nadar
detrás, y empujar el bote las veces que podía con la mano; y como la
marea me era favorable, avancé tanto que en seguida pude sacar la barbilla
y tocar fondo con el pie. Descansé dos o tres minutos; luego di otro
empujón al bote, y seguí de este modo hasta que el agua me llegó a los
sobacos; y ahora, concluida la parte más trabajosa, saqué los otros cables
que iban en uno de los barcos, los amarré primero al bote, y después a
nueve de los barcos que me acompañaban; con el viento favorable, fuimos
los marineros remolcando y yo empujando, hasta que llegamos a unas
cuarenta yardas de la playa; y tras esperar a que vaciase la marea, pude
dejar al bote en seco, y con ayuda de dos mil marineros, con cuerdas y
máquinas, conseguí darle la vuelta, y lo encontré muy poco dañado.
No molestaré al lector con las dificultades que tuve para, con ayuda de
un canalete que tardé diez días en hacer, llevar el bote al puerto real de
Blefuscu, donde apareció una multitud de gente a mi llegada, maravillada
ante la visión de tan prodigiosa nave. Dije al emperador que mi buena
estrella me había puesto este bote en el camino para llevarme a algún
lugar desde el que quizá podría regresar a mi país natal, y supliqué a su
majestad que diese órdenes de conseguir los materiales necesarios para
aparejarlo, junto con su licencia para partir; lo que, tras alguna amable
protesta, se dignó conceder.
Me extrañaba muchísimo, en todo este tiempo, no tener noticia de la
llegada de ningún expreso de nuestro emperador a la corte de Blefuscu
referente a mí. Más tarde me contaron confidencialmente que su majestad
imperial, imaginando que ignoraba cuáles eran sus propósitos, creía que
sólo había ido a Blefuscu para cumplir mi promesa conforme a la licencia
que él me había concedido, lo que era bien sabido en nuestra corte, y que
regresaría a los pocos días una vez concluida dicha ceremonia. Pero al
final le despertó recelos mi larga ausencia; y tras consultar con el tesorero
y el resto de esa camarilla, despachó a una persona de calidad con una
copia de la acusación contra mí. Este enviado tenía instrucciones de
exponer al monarca de Blefuscu la gran lenidad de su señor, que se
contentaba con castigarme tan sólo con la pérdida de los ojos; que yo
había huido de la justicia y, si no regresaba en dos horas, se me privaría de
mi título de nardac y sería declarado traidor. El enviado añadió además
que a fin de mantener la paz y la amistad entre los dos imperios, su señor
esperaba que su hermano de Blefuscu diera orden de que se me devolviese
a Liliput atado de pies y manos para ser castigado como traidor.
El emperador de Blefuscu, tras tomarse tres días para evacuar
consultas, envió una respuesta, consistente en muchas cortesías y excusas.
Decía que en cuanto a enviarme atado, su hermano sabía que era
imposible; que aunque lo había privado de su flota, sin embargo estaba
muy agradecido a mí por los buenos oficios que le había prestado para
lograr la paz; que, no obstante, pronto iban a tener sosiego ambas
majestades, porque yo había encontrado una enorme nave en la playa,
capaz de transportarme, que él había dado orden de aparejarla con mi
ayuda y dirección; y que en pocas semanas, esperaba, ambos imperios se
verían libres de tan insoportable estorbo.
Con esta respuesta regresó el enviado a Liliput, y el monarca de
Blefuscu me contó todo lo ocurrido, a la vez que me ofreció (pero en la
más estricta confidencia) su graciosa protección, si decidía seguir a su
servicio; aquí, aunque lo creía sincero, estaba yo decidido a no confiar más
en príncipes ni en ministros siempre que pudiera evitarlo, y, por tanto, con
los debidos agradecimientos por su amable intención, le supliqué
humildemente que me excusase. Le dije que ya que la fortuna, fuese buena
o mala, había puesto una embarcación en mi camino, estaba resuelto a
aventurarme en el océano, antes que ser motivo de diferencia entre dos
monarcas tan poderosos. No encontré que esto causara disgusto al
emperador; al contrario, por cierta casualidad, descubrí que se alegraba
muchísimo de mi decisión, y lo mismo la mayoría de sus ministros.
Estas consideraciones me movieron a decidir mi marcha algo antes de
lo que había planeado; cosa a la que la corte, impaciente por perderme de
vista, contribuyó de buen grado. Se emplearon quinientos obreros en
confeccionar dos velas para el bote, conforme a mis instrucciones,
superponiendo trece capas de su lienzo más fuerte. Yo me afané en
confeccionar jarcia y cables, colchando diez, veinte o treinta de las suyas
más gruesas y fuertes. Una gran piedra que encontré, después de buscar
bastante por la playa, me sirvió de ancla. Me proporcionaron el sebo de
trescientas vacas para calafatear el bote y otros usos. Me costó un trabajo
increíble hacer remos y palos con troncos de los árboles más altos,
empresa en la que sin embargo encontré no poca asistencia en los calafates
de su majestad, que me ayudaron a alisarlos después que los desbastara yo.
En aproximadamente un mes, cuando todo estuvo dispuesto, mandé un
mensajero para recibir órdenes de su majestad, y despedirme. El
emperador y la familia real salieron de palacio; me tumbé de bruces para
besarle la mano, lo que me concedió él graciosamente; y lo mismo la
emperatriz, y los jóvenes príncipes sus hijos. Su majestad me ofreció
cincuenta bolsas de doscientos sprugs cada una, junto con su retrato de
cuerpo entero, que guardé inmediatamente en uno de mis guantes para que
no sufriese daño. Fueron demasiadas las ceremonias de despedida para
aburrir ahora al lector con ellas.
Cargué el bote con un centenar de canales de buey y trescientos de
cordero, además de una cantidad proporcional de pan y bebida, y toda la
comida que cuatrocientos cocineros pudieron preparar. Me llevé vivos dos
toros y seis vacas, y otros tantos carneros y ovejas, con el propósito de
introducirlos en mi país y difundir la especie. Y para alimentarlos a bordo
cogí un buen brazado de heno, y un costal de avena. De buen grado me
habría llevado una docena de habitantes; pero esto era algo que el
emperador no estaba de ningún modo dispuesto a permitir; y además de
ordenar un minucioso registro de mis bolsillos, su majestad me pidió mi
palabra de honor de que no me llevaría a ningún súbdito, ni aun con el
consentimiento o deseo de este.
Una vez dispuestas las cosas lo mejor que pude, puse vela el día
veinticuatro de septiembre de 1701, a las seis de la madrugada; y cuando
ya me había alejado unas cuatro leguas hacia el norte, con viento del
sudeste, avisté a las seis de la tarde una pequeña isla como de media legua,
al noroeste. Avancé, y solté el ancla a sotavento de la isla, que parecía
deshabitada. A continuación tomé un refrigerio y me tumbé a descansar.
Dormí bien, y calculo que unas seis horas lo menos, porque el día empezó
a clarear a las dos horas de haberme despertado. Fue una noche serena.
Desayuné antes de que saliera el sol; y tras levar ancla, como el viento era
favorable, tomé el mismo rumbo que había seguido el día anterior, para lo
que me guiaba por mi brújula de bolsillo. Mi propósito era alcanzar, si
podía, una de esas islas que tenía motivos para creer que se hallaban al
noreste de la tierra de Van Diemen. No descubrí nada en todo ese día; pero
al siguiente, a eso de las tres de la tarde, cuando por mis cálculos había
hecho veinticuatro leguas desde Blefuscu, divisé una vela que navegaba
hacia el sudeste; mi rumbo era Este derecho. Lo saludé, pero no obtuve
respuesta; sin embargo, me di cuenta de que le ganaba distancia, porque el
viento había aflojado. Puse toda la vela que pude, y media hora más tarde
me avistó; entonces izó su enseña y disparó un cañonazo. No es fácil
expresar la alegría que sentí ante la súbita esperanza de ver de nuevo mi
amado país y a los seres queridos que había dejado en él. Redujo vela el
barco, y le di alcance entre las cinco y las seis de la tarde del 26 de
septiembre; pero el corazón se me salía del pecho cuando vi los colores
ingleses. Me metí las vacas y las ovejas en los bolsillos de la casaca, y
subí a bordo con mi pequeño cargamento de provisiones. El barco era un
mercante inglés que regresaba de Japón por los Mares del Norte y del Sur;
el capitán, el señor John Bidel, de Depford, era un hombre muy cortés, y
un marino excelente. Estábamos ahora en la latitud de 30 grados Sur;
había unos cincuenta hombres a bordo; y aquí encontré, entre ellos, con un
antiguo camarada mío, un tal Peter Williams, quien dio buena referencia
de mí al capitán. Este caballero me trató con amabilidad, y me pidió que le
hablase del lugar donde había estado recientemente y adónde me dirigía,
lo que hice en pocas palabras; pero creyó que deliraba, y que las
penalidades a que había estado sometido me habían trastornado el juicio.
Así que me saqué del bolsillo las vacas y las ovejas, las cuales, tras unos
momentos de estupefacción, lo convencieron plenamente de mi veracidad.
Seguidamente le mostré el oro que me había dado el emperador de
Blefuscu, junto con el retrato de su majestad de cuerpo entero, y algunas
otras curiosidades de ese país. Le di dos bolsas de doscientos sprugs cada
una, y le prometí, cuando llegara a Inglaterra, regalarle una vaca y una
oveja preñadas.
No quiero molestar al lector con una relación detallada de este viaje,
que fue venturoso en su mayor parte. Llegamos a las Lomas el 13 de abril
de 1702. Sólo tuve un contratiempo, y es que las ratas de a bordo se me
llevaron una oveja; encontré los huesos en un agujero, totalmente limpios
de carne. El resto del ganado lo desembarqué sin novedad, y lo puse a
pastar en un campo del juego de bochas, en Greenwich, donde la fina
hierba las invitó a pacer con mucha gana, aunque yo había temido lo
contrario; tampoco habría podido mantenerlas durante tan largo viaje si el
capitán no me hubiera dado un poco de su mejor galleta, que, deshecha y
mezclada con agua, constituyó el pienso diario. En el poco tiempo que
estuve en Inglaterra, saqué buenos beneficios mostrando este ganado a
multitud de personas de calidad, y a otras; y antes de emprender mi
segundo viaje, las vendí por seiscientas libras. A mi último regreso me he
encontrado con que han aumentado considerablemente; en especial el de
ovejas, lo que espero que sea una gran ventaja para la producción de lana,
por la delicadeza de su vellón.
Estuve sólo dos meses con mi esposa y mi familia; porque mi
insaciable deseo de conocer países no me permitió quedarme más tiempo.
Dejé a mi esposa mil quinientas libras, y la instalé en una buena casa de
Redriff. El resto de mi fortuna me la llevé, parte en dinero y parte en
mercancía, con la esperanza de incrementarla. Mi tío John, el más viejo,
me había dejado una propiedad cercana a Epping, de unas treinta libras al
año; además había arrendado para bastante tiempo el toro negro en Fetter
Lane, lo que me proporcionaba otro tanto; de manera que no corría peligro
de dejar a mi familia en la calle. Mi hijo Johnny, bautizado así por su tío,
iba al colegio y era un chico dócil. Mi hija Betty (en la actualidad casada y
con familia) estaba entonces aprendiendo costura. Me despedí de mi
esposa y de los niños con lágrimas por ambas partes, y embarqué en el
Adventure, mercante de trescientas toneladas, con destino a Surat, capitán
John Nicholas de Liverpool al mando. Pero el relato de este viaje debo
dejarlo para la segunda parte de mis Viajes.

FIN DE LA PARTE PRIMERA


Capítulo I
Descripción de una gran tempestad. Mandan una lancha por
agua, el autor va en ella para explorar la región. Es
abandonado en la playa, apresado por los naturales, y
llevado a casa de un campesino. Su acogida, con varios
percances que allí le ocurren. Descripción de los
habitantes.

Condenado por la naturaleza y la fortuna a una vida activa e inquieta, a los


dos meses de regresar abandoné mi país natal y embarqué en las Lomas el
día 20 de junio de 1702 en el Adventure, mandado por el capitán John
Nicholas, de Cornualles, con destino a Surat. Tuvimos muy favorable
viento hasta que llegamos al Cabo de Buena Esperanza, donde bajamos a
tierra para hacer aguada; pero al descubrir una vía de agua desembarcamos
las mercancías y pasamos allí el invierno, ya que el capitán había contraído
unas fiebres intermitentes, y no pudimos abandonar el Cabo hasta finales
de marzo. Entonces pusimos vela, y tuvimos buen viaje hasta que pasamos
el estrecho de Madagascar; pero al llegar al norte de esta isla, y
encontrarnos a cinco grados de latitud Sur aproximadamente, los vientos,
que en esos mares se ha observado que soplan constantemente fuertes entre
norte y oeste desde primeros de diciembre a primeros de mayo, el 19 de
abril empezaron a soplar con mucha más violencia, y más del oeste que lo
habitual, y de la misma manera continuó durante veinte días, tiempo en el
cual nos abatió un poco al este de las Molucas, unos tres grados al norte de
la línea, como nuestro capitán descubrió por una observación que tomó el 2
de mayo, momento en que cesó el viento, y sobrevino una calma total, de lo
que me alegré no poco. Pero como él tenía mucha experiencia en esos
mares, mandó que nos preparásemos para un temporal, como efectivamente
se presentó al día siguiente; porque empezó a soplar un viento del sur
llamado monzón meridional.
Comprendiendo que iba a arreciar, metimos la cebadera y nos
preparamos para aferrar el trinquete; pero como el tiempo era malo, nos
ocupamos de trincar los cañones, y aferramos la mesana. El barco iba muy
abierto respecto del viento; así que pensamos que era mejor navegar
empopados, que pairear o correrlo a palo seco. Arrizamos y mareamos el
trinquete, y cazamos a popa su escota; metimos el timón todo a sotavento.
El barco arribó con valentía. Amarramos la cargadera del trinquete; pero la
vela se había rifado, así que arriamos a cubierta la verga correspondiente, y
quitamos la vela. El temporal era horroroso; la mar rompía extraña y
peligrosa. Halamos del acollador de la barra, y ayudamos al que iba al
timón. No calamos el mastelero, sino que dejamos toda la arboladura, ya
que corríamos muy bien la mar de popa, y sabíamos que con el mastelero
arriba el barco iba más equilibrado y abría mejor el agua, dado que
teníamos franquía. Cuando disminuyó el temporal, largamos el trinquete y
la mayor, y pairamos. A continuación largamos la mesana, el juanete
mayor y el de trinquete. Nuestro rumbo era este-noreste, con viento del
sudoeste. Amuramos las velas por estribor, amollamos las brazas y
amantillos de barlovento; halamos a proa las bolinas de barlovento, las
llevamos a la cuadra, y las trincamos; cazamos la amura de mesana a
barlovento, y mantuvimos el barco todo lo ceñido al viento de que era
capaz.
Durante este temporal, al que siguió un viento fuerte del oeste-sudoeste,
fuimos abatidos según mis cálculos unas quinientas leguas al este, de
manera que el marinero más veterano a bordo no sabía en qué parte del
globo estábamos. Las provisiones duraban bien, el barco resistía firme y la
tripulación estaba sana; pero padecíamos la más angustiosa escasez de
agua. Consideramos que era mejor mantener el mismo rumbo, antes que
meter más al norte, lo que podría llevarnos a las regiones noroeste de la
Gran Tartaria y a los mares helados.
El día 16 de junio de 1703, un grumete que iba en la cofa avistó tierra.
El 17 llegamos a plena vista de una gran isla o continente (no sabíamos
qué), en cuya parte sur había una pequeña punta de tierra que sobresalía en
el mar, con una cala demasiado somera para dar abrigo a un barco de más
de cien toneladas. Largamos ancla a una lengua de esta cala, y nuestro
capitán mandó una docena de hombres bien armados en la lancha, con
recipientes para agua, por si encontraban. Le pedí licencia para ir con ellos,
a fin de reconocer la comarca, y efectuar los descubrimientos que pudiese.
Al llegar a tierra, no encontramos ningún río ni fuente, ni el menor vestigio
de habitantes. Así que nuestros hombres se pusieron a vagar por la playa
para ver si topaban con agua dulce cerca del mar, en tanto yo me alejaba
solo una milla en la otra dirección, donde observé que el campo era árido y
rocoso. Empezaba a sentirme cansado; y dado que no había nada que
despertase mi curiosidad, emprendí el regreso despacio hacia la cala; y
cuando tenía el mar totalmente a la vista, vi que nuestros hombres habían
subido al bote y bogaban con todas sus fuerzas hacia el barco. Iba a
llamarlos a gritos (aunque habría sido en balde), cuando vi a un ser
inmenso que iba tras ellos, metido en el mar, lo deprisa que podía; el agua
no le llegaba mucho más arriba de las rodillas, y sus pasos eran
prodigiosos; pero nuestros hombres le llevaban media legua de ventaja, y
como el mar en ese paraje está plagado de rocas afiladas, el monstruo no
pudo dar alcance al bote. Esto me lo contaron después, porque yo no me
atreví a quedarme a ver en qué paraba la aventura, sino que eché a correr lo
más deprisa que podía en la dirección por la que había vuelto, y luego me
subí a un cerro empinado que me proporcionó cierta perspectiva del campo.
Lo descubrí enteramente cultivado; pero lo primero que me llamó la
atención fue la altura de la hierba, que en el terreno que parecía reservado
para heno alcanzaba unos veinte pies de altura.
Topé con un camino real, porque eso es lo que me pareció, aunque a los
habitantes les servía sólo de sendero en mitad de un campo de cebada.
Avancé por él un rato, aunque veía poca cosa a uno y otro lado, dado que
era ya casi época de la siega, y el cereal se alzaba lo menos a cuarenta pies.
Tardé una hora en llegar al final de este campo, que estaba cercado por un
seto de lo menos ciento veinte pies de alto; y los árboles eran tan
gigantescos que me sentí incapaz de calcular su altura. Había una escala
pasadera para cruzar de un campo a otro. Tenía cuatro escalones, y una
piedra encima para cruzar cuando llegabas arriba. Me fue imposible subir
por esa escala, porque cada escalón tenía seis pies de alto, y la piedra de
arriba más de veinte. Estaba intentando encontrar alguna abertura en el
seto, cuando descubrí en el campo vecino a un habitante que se dirigía a la
escala; era igual de grande que el que había visto en el mar persiguiendo al
bote. Tenía la altura de un campanario corriente, y cubría unas diez yardas
con cada paso que daba, según pude calcular. Dominado por el miedo y el
asombro, corrí a esconderme en el trigo, desde donde lo vi en lo alto de la
escala, oteando el campo contiguo, a la derecha, y le oí llamar con una voz
muchísimo más fuerte que una bocina; pero se elevó con tal fuerza en el
aire que al principio creí que se trataba de un trueno. A lo cual acudieron
siete monstruos como él, con hoces en la mano, cada una del tamaño de
seis guadañas. Esta gente no iba tan bien vestida como el primero, sino que
parecían criados o peones del que los llamaba; porque, por algunas palabras
que este dijo, se pusieron a segar el campo donde yo me había tumbado. Me
alejé de ellos lo más que pude, aunque tenía que moverme con extrema
dificultad, porque los tallos de las plantas no distaban a veces unos de otros
ni siquiera un pie, de manera que apenas podía deslizarme entre ellos. Sin
embargo, logré seguir adelante, hasta que llegué a una parte del campo
donde el viento y la lluvia habían abatido el trigo. Aquí me fue imposible
dar un paso; porque los tallos estaban tan enmarañados que no había forma
de abrirme paso, y las raspas de las espigas eran tan fuertes y puntiagudas
que me atravesaban la ropa y me herían la carne. A todo esto oía a los
segadores a no más de cien yardas detrás de mí.
Totalmente desalentado por el esfuerzo, y dominado por la angustia y la
desesperación, me tumbé entre dos caballones, y deseé fervientemente
acabar allí mis días: compadecí a mi desconsolada viuda y a mis hijos
huérfanos, y lamenté mi insensatez y terquedad en intentar un segundo
viaje desoyendo el consejo de todos mis amigos y parientes; y en esta
terrible tribulación espiritual no pude por menos de pensar en Liliput,
cuyos habitantes me habían tenido por el más grande prodigio aparecido en
el mundo, donde pude llevarme una flota imperial con una mano, y realizar
otras acciones que habrán quedado consignadas para siempre en los anales
de ese imperio, aunque la posteridad apenas las creerá, pese a estar
atestiguadas por millones; pensé en la humillación que sería para mí
parecer tan insignificante ante esta nación como lo sería un liliputiense
ante nosotros. Pero esta, pensaba, sería sin duda la menor de mis desdichas;
porque dado que se ha observado que los seres humanos son tanto más
crueles y salvajes cuanto más aumente su tamaño, ¿qué podía esperar yo
sino ser un bocado para las fauces del primero de estos bárbaros gigantes
que consiguiera atraparme? Sin duda están en lo cierto los filósofos cuando
nos dicen que nada es grande ni pequeño sino por comparación. Igual
podría la fortuna disponer que los liliputienses descubriesen una nación
cuya gente fuera tan diminuta para ellos como ellos lo habían sido para mí.
Y quién sabe si incluso esta raza prodigiosa de mortales era igualmente
superada en alguna remota región del mundo de la que aún no tenemos
noticia.
Asustado y confundido como estaba, no paraba de darle vueltas a estas
cosas, cuando un segador se acercó a unas diez yardas del surco donde yo
estaba tumbado, lo que me hizo comprender que si daba un paso más me
aplastaría con el pie, o me cortaría en dos con la hoz. Así que, cuando vi
que iba a avanzar de nuevo, di un alarido que me salió del alma. Esto hizo
que el gigantesco ser contuviera el paso, y tras escrutar el suelo a su
alrededor unos momentos, acabó por descubrirme tumbado. Me observó un
rato, con la cautela del que se dispone a atrapar una bestezuela peligrosa de
forma que no le pueda arañar ni morder, como he atrapado yo a veces una
comadreja en Inglaterra. Finalmente me cogió por la mitad, con el pulgar y
el índice, y me acercó a menos de tres pulgadas de sus ojos, a fin de
examinarme con más detalle. Adiviné su intención, y mi buena estrella me
dio tal presencia de ánimo, que decidí no forcejear lo más mínimo mientras
me tuviera en el aire, a unos sesenta pies del suelo, aunque me hacía
bastante daño la manera en que me apretaba los costados, por temor a
escurrirme entre sus dedos. A lo más que me atreví fue a alzar los ojos
hacia el sol, juntar las manos en actitud suplicante, y proferir unas palabras
en tono humilde y compungido, en consonancia con la situación en que me
hallaba. Porque comprendía que en cualquier momento podía arrojarme
contra el suelo, como solemos hacer con un bicho asqueroso cuando
decidimos acabar con él. Pero mi buena estrella hizo que le agradaran mi
voz y mis gestos, y se quedó mirándome con curiosidad, maravillado de
oírme articular palabras, aunque no las comprendía. Entretanto, yo no
dejaba de gemir y derramar lágrimas, y señalarme los costados con la
cabeza, dándole a entender como podía cuán cruelmente me dolía la
opresión de sus dedos. Pareció comprender lo que intentaba decirle; porque
se levantó la tapa del bolsillo de la casaca, me metió dentro con suavidad, y
corrió conmigo a su amo, que era un importante agricultor, y la persona que
yo había visto al principio en el campo.
Tras dar el criado cuenta de mí al agricultor (como supongo por su
conversación), este cogió una pajita, como del tamaño de un bastón, y me
levantó con ella las solapas, al parecer creyendo que era una especie de
envoltura que la naturaleza me había dado. Me apartó el pelo hacia los
lados con un soplido para verme mejor la cara. Llamó a los mozos junto a
él, y les preguntó (como me enteré después) si habían visto en los campos
algún ser parecido a mí; después me depositó suavemente en el suelo, a
cuatro patas, pero me incorporé inmediatamente y me puse a andar
despacio, arriba y abajo, para hacer ver a esta gente que no tenía intención
de huir. Entonces se sentaron todos en círculo a mi alrededor, para observar
mejor mis movimientos. Me quité el sombrero e hice una inclinación ante
el agricultor. Caí de rodillas, alcé las manos y los ojos, y proferí unas
palabras lo más alto que pude: saqué una bolsa de oro del bolsillo, y se la
ofrecí humildemente. Él la recibió en la palma de su mano, luego se la
llevó a los ojos, para ver qué era, y seguidamente la volvió varias veces con
la punta de un alfiler (que se sacó de una manga); pero no comprendió de
qué se trataba. Así que le hice seña de que pusiese la mano en el suelo.
Entonces cogí la bolsa, y abriéndola, le vertí todo el oro en la palma. Había
seis piezas españolas de cuatro doblones cada una, además de veinte o
treinta monedas más pequeñas. Vi que se mojaba la punta del dedo con la
lengua y cogía una de las piezas grandes, y luego otra, aunque parecía
ignorar qué eran. Me hizo seña de que las volviera a meter en la bolsa y me
la guardara otra vez en el bolsillo, lo que, tras ofrecérsela varias veces,
concluí que era lo mejor.
Con todo esto, el agricultor se había convencido de que yo era un ser
racional. Me hablaba a menudo; pero su voz me traspasaba los oídos como
un molino de agua, aunque articulaba sobradamente las palabras. Yo le
contestaba lo más fuerte que podía en diversas lenguas, y él acercaba a
menudo la oreja a unas dos yardas de mí; aunque en vano, porque éramos
totalmente incomprensibles el uno para el otro. Entonces mandó al trabajo
a sus criados y, sacándose el pañuelo del bolsillo, lo dobló y lo extendió
sobre su mano izquierda, que colocó plana en el suelo, con la palma hacia
arriba, y me hizo seña de que me subiese allí, lo que hice fácilmente,
porque no tenía un pie de grosor. Pensé que debía obedecer; y por temor a
caer, me tumbé en el pañuelo; y él me envolvió con el sobrante hasta la
cabeza para mayor seguridad, y de esta manera me llevó a su casa. Una vez
allí llamó a su esposa y me enseñó a ella; pero ella dio un chillido y echó a
correr, como hacen las mujeres en Inglaterra al ver un sapo o una araña. Sin
embargo, después de observar durante un rato mi comportamiento, y lo
bien que ejecutaba las indicaciones que su marido me hacía, se reconcilió
en seguida; y poco a poco se fue mostrando sumamente solícita conmigo.
Eran alrededor de las doce, y un criado sirvió la comida, consistente
sólo en un abundante plato de carne (acorde con la condición sencilla de un
agricultor), en una fuente de unos veinticuatro pies de diámetro. La familia
la formaban el campesino y su esposa, tres hijos y una abuela. Cuando
estuvieron sentados, el agricultor me colocó a cierta distancia de él, sobre
la mesa que estaba a treinta pies del suelo. Yo me sentía terriblemente
asustado, y me coloqué lo más alejado posible del borde, por miedo a
caerme. La esposa desmenuzó un trocito de carne, luego desmigó un poco
de pan en un trinchero, y lo dejó delante de mí. Yo le hice una profunda
reverencia, saqué mi cuchillo y mi tenedor, y empecé a comer, lo que les
produjo un indecible deleite. La señora mandó a su doncella por una copita,
de unos dos galones de capacidad, y la llenó de bebida; cogí el recipiente
con gran dificultad con las dos manos, y de la manera más respetuosa
brindé a la salud de la dama, pronunciando las palabras lo más fuerte que
podía en inglés, lo que hizo reír a los reunidos con tanta gana que casi me
atronaron. Este licor sabía a una sidra floja, y no resultaba desagradable.
Luego el dueño me hizo seña de que me acercase a su trinchero; pero al
andar por la mesa, muy cohibido como estaba a todo esto, lo que el lector
indulgente puede fácilmente imaginar y excusar, tropecé con una miga y
me caí de bruces, aunque no me hice daño. Me levanté en seguida; y al
notar muy alarmada a esta buena gente, cogí el sombrero —que llevaba
bajo el brazo para observar los buenos modales— y alzándolo por encima
de la cabeza, grité tres hurras, a fin de mostrar que ningún daño había
sufrido con la caída. Pero al seguir avanzando hacia mi amo (como lo
llamaré en adelante), su hijo más joven, que estaba sentado junto a él, un
chico travieso de diez años, me cogió por las piernas, y me levantó tan alto
en el aire que me eché a temblar; pero su padre me cogió de él, al tiempo
que le daba una bofetada tal en el oído izquierdo que habría derribado a una
tropa europea del caballo a tierra, y le mandó que se fuera de la mesa. Pero
temiendo que el muchacho pudiera cogerme ojeriza, y recordando lo
dañinos que son por naturaleza todos los niños entre nosotros con los
gorriones, los conejos, los gatitos y los cachorrillos, caí de rodillas; y
señalando al niño, hice comprender a mi amo, lo mejor que pude, que
quería que perdonase a su hijo. Accedió el padre, y el chico volvió su sitio
otra vez; y acto seguido fui y le besé la mano, que mi amo le cogió y le
hizo que me acariciara suavemente con ella.
A mitad de la comida, la gata favorita de mi ama saltó a su regazo.
Detrás de mí oí un ruido como de una docena de calceteros trabajando; y al
volverme, descubrí que procedía del ronroneo de dicho animal, que parecía
el triple de grande que un buey, según calculé al verle la cabeza y una de las
zarpas mientras su ama la acariciaba y le daba de comer. La fiereza del
semblante de este ser me descompuso completamente, aunque me hallaba a
más de cincuenta pies, en el otro extremo de la mesa, y aunque mi ama lo
tenía sujeto por temor a que diese un salto y me atrapase con sus garras.
Pero no había peligro, porque la gata no hizo el menor caso de mí cuando
mi amo me colocó a tres yardas de ella. Y como he oído decir siempre, y he
comprobado que es verdad en mis viajes, que huir o manifestar miedo ante
un animal feroz es una manera segura de hacer que te persiga o te ataque,
decidí, en esta peligrosa coyuntura, no mostrar ninguna preocupación. Me
paseé con intrepidez cinco o seis veces ante la mismísima cabeza de la
gata, y me acerqué a menos de media yarda de ella; lo que hizo que se
retrajera como si tuviese miedo de mí. Menos temor me produjeron los
perros, de los que entraron tres o cuatro en la estancia, como es habitual en
casa de los campesinos, uno de ellos un mastín del tamaño de un elefante, y
otro un galgo, un poco más alto que el mastín, aunque no tan corpulento.
Cuando casi había concluido la comida entró la nodriza con un niño de
un año en brazos, que inmediatamente me descubrió, y empezó a chillar de
tal manera que habríais podido oírlo del puente de Londres a Chelsea, con
la oratoria habitual de los niños pequeños, al tomarme por un juguete. La
madre, por pura indulgencia, me cogió y me acercó al niño, que en seguida
me agarró por la mitad, y se llevó mi cabeza a la boca, lo que me hizo rugir
de tal manera que el pilluelo se asustó y me soltó; y me habría partido el
cuello infaliblemente si la madre no llega a extender el delantal debajo de
mí. La nodriza, para tranquilizar al bebé, empezó a tocar un sonajero, una
especie de recipiente hueco lleno de grandes piedras que el niño llevaba
prendido a la cintura; pero todo fue inútil, de manera que se vio obligada a
recurrir al último remedio dándole de mamar. Debo confesar que nada me
ha producido nunca más repugnancia que la visión de aquel pecho
monstruoso, que no sé con qué comparar para dar al curioso lector una idea
de su volumen, figura y color. Sobresalía unos seis pies, y no tenía menos
de dieciséis de circunferencia. El pezón era como la mitad de mi cabeza, y
su color y el de la teta eran tan multivarios con los lunares, granos y pecas
que nada podía resultar más repugnante: porque tenía a la matrona muy
cerca, cómodamente sentada como estaba para dar de mamar, y yo de pie
encima de la mesa. Esta visión me hizo pensar en la piel delicada de
nuestras damas inglesas, que nos parece hermosa sólo porque son de
nuestro tamaño, y sus defectos no se ven si no es con una lupa, con cuyo
experimento descubrimos que la piel más tersa y blanca tiene un aspecto
áspero y tosco y mal color.
Recuerdo, cuando estaba en Liliput, que la tez de aquella gente
diminuta me parecía la más blanca del mundo; y hablando de esto con una
persona instruida de allí, un íntimo amigo mío, me dijo que mi cara le
parecía mucho más blanca y lisa si la veía desde el suelo que si la tenía
cerca, cuando yo lo levantaba sobre mi mano y lo colocaba a poca
distancia; y me confesó que al principio le parecía una visión
estremecedora. Decía que podía distinguir grandes orificios en la piel; que
los pelos de mi barba eran diez veces más fuertes que las cerdas de jabalí, y
que mi piel mostraba una mezcla de colores de lo más desagradable;
aunque, si se me permite hablar en mi defensa, soy de piel tan blanca como
la mayoría de mi sexo y mi país, y muy poco tostado por los viajes. Por
otro lado, disertando sobre las damas de la corte de aquel emperador, solía
decirme que una tenía pecas, otra la boca demasiado grande, y una tercera
la nariz demasiado larga; nada de lo cual conseguía distinguir yo. Confieso
que esta reflexión era bastante evidente; lo que, sin embargo, no podía
abstenerme de hacerla, no vaya a pensar el lector que estos seres inmensos
son efectivamente deformes; porque para hacerles justicia debo decir que
son una raza de gente bien parecida; y en especial los rasgos del semblante
de mi amo, aunque campesino, cuando lo contemplaba desde la altura de
sesenta pies, parecían bien proporcionados.
Terminada la comida, mi amo salió a reunirse con sus peones y, como
adiviné por su voz y ademán, dio a su esposa orden estricta de que cuidara
de mí. Yo estaba cansadísimo y con ganas de dormir, y al notarlo mi ama
me depositó en su cama y me cubrió con un pañuelo limpio y blanco,
aunque más grande y más basto que la vela mayor de un buque de guerra.
Dormí unas dos horas, y soñé que estaba en casa con mi esposa y mis
hijos, cosa que agravó mis penas al despertarme y descubrirme solo en una
habitación inmensa de doscientos a trescientos pies de ancho y una altura
de más de doscientos pies, y acostado en una cama de unas veinte yardas
cuadradas. Mi ama había ido a ocuparse de sus obligaciones domésticas, y
me había dejado encerrado con llave. La cama se hallaba a ocho pies del
suelo. Ciertas necesidades del cuerpo hacían que me fuera imprescindible
bajar, pero no me atrevía a llamar; y de haberlo hecho habría sido en vano,
con una voz como la mía, y con tan grande distancia como había desde la
habitación donde me encontraba a la cocina donde se había quedado la
familia. Y estando en esta situación, treparon por las cortinas dos ratas, y
empezaron a corretear olisqueando aquí y allá por la cama. Una de ellas se
me acercó casi a la cara, con lo que me levanté espantado, y saqué el sable
para defenderme.
Estos horribles animales se atrevieron a atacarme por los dos lados, y
uno de ellos me agarró del cuello de la camisa con sus patas delanteras;
pero tuve la suerte de rajarle la tripa antes de que me hiciese ningún daño.
Cayó a mis pies; y la otra rata, al ver el destino de su camarada, escapó,
aunque no sin una buena herida en el lomo que le hice mientras huía,
dejando un rastro de gotas de sangre. Después de esta hazaña me puse a
pasear despacio por la cama a fin de recobrar el aliento y el ánimo
perdidos. Estos bichos eran del tamaño de un mastín grande, pero
infinitamente más ágiles y feroces, de manera que, si me hubiese quitado el
cinturón para acostarme, indefectiblemente me habrían destrozado y
devorado. Medí la cola de la rata muerta, y comprobé que tenía dos yardas
menos una pulgada; pero me revolvía el estómago echar el cuerpo de la
cama, donde seguía sangrando; me di cuenta de que aún respiraba, y de un
gran tajo en el cuello la despaché definitivamente.
Poco después entró mi ama en la habitación, y al verme todo
ensangrentado, corrió a levantarme en su mano. Le señalé la rata muerta,
sonriendo, y mediante señas le di a entender que no estaba herido, de lo que
se alegró no poco, y ordenó a la doncella que cogiera la rata muerta con
unas tenazas y la arrojara por la ventana. Entonces me dejó encima de una
mesa, donde le enseñé el sable totalmente ensangrentado; y tras limpiarlo
en el faldón de mi casaca, lo devolví a la vaina. Tenía urgencia de hacer
más de una cosa que nadie podía hacer por mí, así que me esforcé en que
mi ama comprendiese que deseaba que me bajara al suelo; hecho lo cual mi
vergüenza no me permitió otra cosa que señalar la puerta, y hacer varias
reverencias. La buena mujer comprendió finalmente, con mucha dificultad,
qué quería, y cogiéndome otra vez en su mano, se dirigió al huerto, donde
me dejó en el suelo. Me aparté unas doscientas yardas, y tras hacerle seña
de que no mirase ni me siguiese, me oculté entre dos hojas de acedera, y
allí alivié las necesidades de la naturaleza.
Espero que el amable lector me excuse por demorarme en estos y otros
detalles parecidos que, por insignificantes que puedan parecer a espíritus
mezquinos y vulgares, sin duda ayudará al filósofo a ensanchar sus ideas y
su imaginación, y practicarlas en beneficio de la vida tanto pública como
privada, lo que ha sido mi único propósito al ofrecer esta y otras
informaciones de mis viajes por el mundo, donde he puesto especial
cuidado en la veracidad, sin añadir ornato alguno de erudición o estilo. Pero
el panorama entero de este viaje hizo tan fuerte impresión en mi espíritu, y
se me quedó tan profundamente grabado en la memoria, que al llevarlo al
papel no he omitido un solo detalle esencial; sin embargo, al efectuar un
repaso minucioso, he tachado del primer borrador varios pasajes de poca
relevancia por temor a que se me tilde de aburrido y de trivial, como son
acusados a menudo, quizá no sin razón, muchos viajeros.
Capítulo II
Descripción de la hija del agricultor. El autor es llevado a
un mercado, y después a la metrópoli. Detalles de su viaje.

Mi ama tenía una hija de nueve años, criatura bastante despierta para su
edad, hábil con la aguja, y diestra en vestir a su muñeco-bebé. Su madre y
ella idearon prepararme la cuna del bebé para la noche. Alojaron la cuna en
un cajoncito en un armario, y lo pusieron en un estante colgado por miedo a
las ratas. Esa fue mi cama todo el tiempo que estuve con esa gente, aunque
poco a poco la fueron haciendo más cómoda, a medida que aprendía yo su
lengua y les hacía saber qué necesitaba. La niña era tan mañosa que,
después de quitarme yo la ropa delante de ella un par de veces, fue capaz de
vestirme y desvestirme; aunque yo nunca quise delegar en ella tal molestia
si me dejaba que lo hiciera por mí mismo. Me hizo siete camisas y alguna
otra prenda interior con la tela más fina que pudo encontrar, que de todas
maneras resultaba más basta que la arpillera, y me las lavaba
constantemente con sus propias manos. Era asimismo mi profesora, y me
enseñaba la lengua de ellos: cuando yo señalaba una cosa, ella me decía su
nombre, de manera que en pocos días fui capaz de pedir lo que se me
ocurriera. Era muy buena, y no tenía más de cuarenta pies de estatura, ya
que era un poco baja para su edad. Me puso de nombre Grildrig, que la
familia utilizó, y después todo el reino. Significa lo que los latinos llaman
nanunculus, los italianos homunceletino, y los ingleses mannikin. A ella
debo principalmente mi preservación en ese país: nunca nos separamos
mientras estuve allí; yo la llamaba mi glumdalclitch, o «pequeña niñera»; y
pecaría de desagradecido si no hiciese aquí honrosa mención de sus
cuidados y su afecto hacia mí, que fervientemente desearía que estuviese a
mi alcance corresponder como se merecen, en vez de ser el inocente pero
desgraciado instrumento de su desgracia, como tengo sobradas razones para
temer.
Ahora empezó a conocerse y comentarse en la vecindad que mi amo
había encontrado un extraño animal en el campo, del tamaño de un
splacknuck, pero exactamente igual en hechura al ser humano, al que
imitaba asimismo en todas sus acciones; parecía hablar una lengua propia,
había aprendido varias palabras de la de ellos, caminaba erguido sobre dos
patas, era dócil y pacífico, acudía cuando se le llamaba, hacía lo que se le
decía, tenía las extremidades más finas del mundo, y la piel más blanca que
la hija de tres años de un noble. Otro campesino, que vivía cerca y era muy
amigo de mi amo, vino de visita con intención de comprobar la verdad de
estos rumores. Me sacaron inmediatamente, y me pusieron encima de la
mesa, donde paseé como me ordenaron, saqué el sable, lo enfundé otra vez,
hice una reverencia al invitado de mi amo, le pregunté en su propia lengua
qué tal estaba, y le di la bienvenida, tal como mi pequeña niñera me había
instruido. Este hombre, que era viejo y cegato, se puso sus lentes para
verme mejor, a lo cual no pude evitar echarme a reír de buena gana, porque
sus ojos parecían la luna llena asomando a una cámara con dos ventanas.
Los de nuestra casa, que comprendieron la causa de mi hilaridad, se
unieron a mis risas, lo que hizo que el anciano fuera lo bastante necio para
enojarse y quedarse confuso. Tenía fama de avaro, y para mi desgracia muy
bien se la merecía, por el maldito consejo que dio a mi amo de que me
exhibiera como espectáculo el día de mercado en un pueblo vecino, que
estaba a media hora a caballo, o sea a unas veintidós millas de nuestra casa.
Sospeché que algo malo se tramaba al observar que mi amo y su amigo
hablaban largo tiempo en voz baja, señalando a veces hacia mí; y mi recelo
me hizo imaginar que oía y comprendía algunas de sus palabras. Pero a la
mañana siguiente mi pequeña niñera Glumdalclitch me contó todo el
asunto, que astutamente le había sonsacado a su madre. La pobre niña me
echó sobre su pecho, y rompió a llorar de vergüenza y de pena. Temía que
me viniera alguna desgracia de la gente ordinaria y vulgar, que me
despachurrasen o me rompieran una pierna o un brazo al cogerme en sus
manos. También había observado lo recatado que era respecto a mi persona,
mi gran sentido del honor, y qué indigno me parecería que me exhibiesen
como espectáculo público ante la gente más despreciable. Dijo que sus
papas le habían prometido que Grildrig sería suyo, pero ahora veía que
pensaban hacerle lo mismo que el año anterior; le prometieron un
corderito, y cuando estuvo cebado, lo vendieron al carnicero. Por mi parte,
puedo asegurar sinceramente que estaba menos preocupado que mi niñera.
Tenía la firme esperanza —que no me abandonó nunca— de que un día
recobraría la libertad; y en cuanto a la ignominia de que me fuesen
enseñando por ahí como un monstruo, me consideraba un completo
extranjero en el país, y tal desgracia jamás pesaría sobre mí como un
baldón, si alguna vez regresaba a Inglaterra, dado que el propio rey de Gran
Bretaña, en mi situación, habría tenido que soportar la misma vejación.
Mi amo, conforme al consejo de su amigo, me llevó en una caja al
siguiente día de mercado al pueblo vecino, trayéndose a su hijita, mi
niñera, en una silla que aparejó detrás de él. La caja estaba cerrada por
todos los lados, con una puertecita para que yo saliese y entrase, y unos
agujeros hechos con barrena como ventilación. La niña había tenido el
cuidado de meter en ella la colcha de su bebé para que fuese tumbado en
ella. Sin embargo, el viaje me dejó terriblemente molido y deshecho,
aunque sólo duró media hora. Porque cada paso del caballo era de unos
cuarenta pies, y tenía un trote tan alto que su movimiento equivalía al
cabeceo de un barco en un temporal, aunque más frecuente. El trayecto fue
algo más largo que de Londres a Saint Albans. Mi amo descabalgó en una
posada que solía frecuentar; y tras intercambiar unas palabras con el
posadero, y hacer los preparativos necesarios, contrató al grultrud, o
pregonero, para que anunciase por el pueblo la exhibición de un extraño
ser, en la posada de «El Águila Verde», más pequeño que un splacknuck
(animal de ese país de figura muy hermosa, de unos seis pies de largo),
semejante en todo al ser humano, y capaz de pronunciar varias palabras y
ejecutar un centenar de habilidades divertidas.
Me dejó encima de una mesa del aposento más grande de la posada, que
podía tener unos trescientos pies cuadrados. Mi pequeña niñera se subió a
un taburete junto a la mesa para cuidar de mí y mandarme lo que tenía que
hacer. Mi amo, para evitar aglomeraciones, sólo admitiría treinta personas
cada vez para verme. Me paseé por la mesa según me ordenó la niña; me
hizo preguntas hasta donde sabía ella que podía comprender su lengua, y
contesté lo más fuerte que pude. Me volví varias veces hacia los asistentes,
les presenté mis humildes respetos, les di la bienvenida, y utilicé algunas
otras expresiones que me habían enseñado. Levanté un dedal lleno de licor
que Glumdalclitch me había dado a modo de vaso, y bebí a la salud de
todos. Saqué el sable e hice con él unos cuantos molinetes a la manera de
los esgrimistas de Inglaterra. Mi niñera me dio parte de una paja que blandí
como una pica, dado que había aprendido dicho arte en mi juventud. Ese
día fui mostrado a doce grupos, y obligado a ejecutar las mismas monerías
una y otra vez, de manera que acabé muerto de cansancio y de fastidio.
Porque los que me habían visto contaron tales prodigios de mí que la gente
estuvo a punto de echar abajo la puerta para entrar. Mi amo, por su propio
interés, no consintió que nadie me tocase excepto mi niñera; y para evitar
toda tentación, los bancos alrededor de la mesa se habían colocado a una
distancia que me ponía fuera del alcance de todo el mundo. Sin embargo,
un desdichado escolar me disparó una avellana directamente a la cabeza, y
no me dio por poco; si me llega a dar con la fuerza que traía, infaliblemente
me habría saltado los sesos, porque era casi tan grande como una calabaza.
Pero tuve la satisfacción de ver cómo recibía una buena tunda y era
expulsado del aposento.
Mi amo hizo público anuncio de que me volvería a exhibir el próximo
día de mercado; y entre tanto preparó un vehículo más cómodo para mí.
Tenía sobradas razones para hacerlo; porque yo estaba tan cansado del
primer viaje y de divertir a los asistentes durante ocho horas seguidas que
las piernas apenas podían tenerme de pie, ni era capaz de decir una palabra.
Tardé lo menos tres días en recobrar fuerzas; y para que no pudiese tener
descanso en casa todos los caballeros de los alrededores, hasta cien millas a
la redonda, al saber de mi popularidad, acudieron a casa de mi amo para
verme. No había menos de treinta señores, con sus esposas e hijos (porque
la comarca es muy populosa), y mi amo exigía que la habitación estuviese
llena cada vez que me enseñaba en casa, aunque se tratase de una sola
familia; de manera que durante cierto tiempo tuve muy poco descanso entre
semana (salvo los miércoles, que es su día festivo); aunque no era llevado
al pueblo.
Mi amo, al ver lo rentable que podía serle, decidió llevarme a las
ciudades más importantes del reino. Así que, tras proveerse de todo lo
necesario para un largo viaje, arregló los asuntos de casa. Y el 17 de agosto
de 1703, a los dos meses más o menos de mi llegada, se despidió de su
mujer, y partimos hacia la metrópoli, situada casi en el centro del imperio,
a unas tres mil millas de nuestra casa, con su hija Glumdalclitch detrás.
Ella me llevaba en su regazo, en una caja atada a su cintura. La niña la
había forrado por todos lados con la tela más suave que había podido
encontrar, la había acolchado bien debajo, y amueblado con la camita de su
bebé. Me proveyó de ropa blanca y otras cosas necesarias y la hizo lo más
cómoda que pudo. No llevábamos otra compañía que un mozo de la casa,
que cabalgaba detrás de nosotros con el equipaje.
El propósito de mi señor era exhibirme en todos los pueblos por los que
pasábamos, apartándonos del camino real entre cincuenta a cien millas para
visitar cualquier pueblo o residencia de personas de calidad donde esperase
tener clientela. Hicimos cómodos trayectos de no más de ciento cuarenta o
ciento cincuenta millas al día; porque Glumdalclitch, a fin de ahorrarme
fatigas, se quejaba de que le cansaba el trote del caballo. A menudo me
sacaba de la caja, a petición mía, para que me diese el aire y enseñarme el
paisaje; aunque siempre sujetándome con un cordel que tenía atado.
Cruzamos cinco o seis ríos, bastante más anchos y profundos que el Nilo o
el Ganges; y apenas si había algún pequeño arroyo como el Támesis a su
paso por el puente de Londres. Invertimos diez semanas en el viaje y fui
exhibido en dieciocho grandes ciudades, así como en muchos pueblos y
familias particulares.
El día 26 de octubre llegamos a la metrópoli, llamada, en su propia
lengua, Lorbrulgrud, u Orgullo del Universo. Mi amo tomó alojamiento en
la principal calle de la ciudad, no lejos del palacio real, y puso carteles
como era costumbre suya, en los que se contenía una descripción exacta de
mi persona y mis habilidades. Alquiló un amplio aposento de trescientos a
cuatrocientos pies cuadrados. Lo proveyó de una mesa de sesenta pies de
diámetro, encima de la cual debía actuar yo, y le puso un cerco alrededor, a
tres pies del borde, y tan alto como yo, para impedir que me cayera. Fui
exhibido diez veces al día, para maravilla y satisfacción de toda la gente.
Ahora hablaba yo su lengua medianamente bien, y comprendía cada palabra
que me decían. Además, había aprendido su alfabeto, y me las arreglaba
para construir alguna frase aquí y allá; porque Glumdalclitch había sido mi
maestra mientras estuvimos en casa, y en las horas de descanso durante el
viaje. Ella llevaba un librito en el bolsillo no más grande que un Atlas
Sanson; era un manual corriente para uso de las niñas que trataba
brevemente de su religión. Con él me enseñó las letras, y a interpretar las
palabras.
Capítulo III
La corte envía por el autor. La reina lo compra a su amo el
agricultor y lo regala al rey. Discute con los grandes sabios
de su majestad. Construyen en la corte un aposento para el
autor. La reina lo tiene en gran favor. Sale en defensa del
honor de su país. Sus peleas con el enano de la reina.

Las frecuentes fatigas que soportaba a diario me afectaron en pocas


semanas muy considerablemente a la salud; cuanto más dinero ganaba
conmigo mi amo, más insaciable se volvía. Yo había perdido por completo
el apetito, y casi me había quedado en los huesos. El agricultor se había
dado cuenta; y calculando que no iba a durar mucho, decidió sacar de mí el
mayor partido posible. Mientras así meditaba, y decidía en su fuero interno,
llegó de palacio un slardral, o ujier de corte, y ordenó a mi amo que me
llevase inmediatamente a palacio para divertir a la reina y sus damas.
Algunas de estas ya me habían visto, y habían contado cosas singulares
sobre mi donosura, conducta y buen sentido. La reina y las damas que la
acompañaban disfrutaron sobremanera con mis modales: me hinqué de
rodillas, y rogué que se me concediese el honor de besar su imperial pie;
pero esta graciosa princesa me tendió el dedo meñique (después de
ponerme encima de la mesa), que yo estreché con los dos brazos, y me
llevé la punta, con la mayor deferencia, a los labios. Ella me hizo algunas
preguntas generales, sobre mi país y mis viajes, a las que contesté lo más
claramente y con el menor número de palabras que pude. Me preguntó si
me gustaría vivir en la corte. Hice una inclinación hasta el tablero de la
mesa, y humildemente contesté que era esclavo de mi amo; pero que si
dispusiera de mi persona estaría orgulloso de dedicar mi vida al servicio de
su majestad. Entonces preguntó a mi amo si quería venderme a buen precio.
Él, que se temía que no iba a vivir un mes, se mostró dispuesto a
desprenderse de mí, y pidió mil piezas de oro, cantidad que se ordenó
pagarle en el acto; y cada pieza era como del tamaño de ochocientos
moidores; pero teniendo en cuenta la proporción de las cosas entre ese país
y Europa, y el alto precio del oro entre ellos, apenas equivaldría tan grande
cantidad a mil guineas en Inglaterra. Entonces dije a la reina que, dado que
ahora era el más humilde servidor y vasallo del su majestad, debía pedir el
favor de que Glumdalclitch, que siempre había cuidado de mí con la mayor
solicitud y cariño, y creía que lo hacía muy bien, fuese admitida a mi
servicio, y siguiera siendo mi niñera e instructora. Accedió su majestad a
mi petición, y el agricultor dio fácilmente su consentimiento, ya que se
alegraba de tener a su hija preferida en la corte. En cuanto a la pobre niña,
no podía ocultar su alegría; se retiró mi anterior amo, y se despidió de mí
diciendo que me dejaba en un buen servicio; a lo que no repliqué una sola
palabra, sino con una leve inclinación de cabeza.
La reina notó mi frialdad; y cuando el agricultor hubo salido de la
estancia me preguntó el motivo. Me atreví a contarle a la reina que no tenía
nada que agradecer a mi anterior amo, salvo que no le saltara los sesos a
una criatura pobre e indefensa que encontró por casualidad en su campo;
gesto que le había recompensado ampliamente con los beneficios que le
había reportado exhibiéndome por medio reino, y con el precio al que ahora
me había vendido. Que la vida que había llevado yo desde entonces había
sido lo bastante fatigosa como para matar a un animal con diez veces mi
fuerza. Que tenía bastante maltrecha la salud debido al continuo agobio de
divertir a la chusma a todas las horas del día, y que si mi amo no se hubiera
convencido de que mi vida estaba en peligro, su majestad quizá no me
habría comprado tan barato. Pero no tenía ningún temor de que fuera a
recibir mal trato bajo la protección de tan grande y buena emperatriz,
ornamento de la naturaleza, predilecta del mundo, deleite de sus súbditos y
fénix de la creación; de manera que esperaba que los temores de mi
anterior amo se revelasen infundados, pues ya notaba que el ánimo me
revivía por el influjo de su muy augusta presencia.
Esa fue la suma de mi discurso, pronunciado con bastantes
incorrecciones y vacilaciones; la última parte expuesto en el estilo propio
de esa gente, de la que aprendí algunas frases de Glumdalclitch mientras
me llevaba a la corte.
La reina, concediendo gran indulgencia a mis defectos de expresión, se
sorprendió sin embargo ante el juicio y la sensatez en un animal tan
diminuto. Me cogió en sus manos, y me llevó al rey, que en ese momento se
hallaba en su gabinete. Su majestad, príncipe de mucha gravedad y
semblante austero, no bien observó mi forma a la primera ojeada, preguntó
a la reina fríamente cuánto tiempo llevaba encaprichada de un splacknuck;
pues por tal parecía que me había tomado, ya que me hallaba de bruces
sobre la mano derecha de su majestad la reina. Pero la princesa, que posee
infinito ingenio y sentido del humor, me dejó suavemente de pie encima
del escritorio, y me mandó que diera cuenta de mí a su majestad, cosa que
hice en muy pocas palabras; y Glumdalclitch, que esperaba en la puerta del
gabinete y no soportaba perderme de vista, tras recibir permiso para entrar,
confirmó todo lo que había pasado desde mi llegada a la casa de su padre.
El rey, aunque era la persona más sabia de sus dominios, y se había
instruido en el estudio de la filosofía, y en especial de las matemáticas, una
vez que observó mi constitución, y vio que andaba erguido, antes de que
empezara yo a hablar creyó que era una pieza de relojería (que en ese país
ha llegado a una grandísima perfección), construida por algún artista
ingenioso. Pero cuando oyó mi voz, y encontró sensato y razonable lo que
le decía, no pudo ocultar su asombro. No se quedó satisfecho ni mucho
menos con la relación que le hice sobre cómo llegué a su reino, sino que
creyó que era una historia fraguada entre Glumdalclitch y su padre, que me
habrían enseñado una sarta de palabras para venderme más caro. Con esta
suposición me hizo varias preguntas más, y asimismo recibió respuestas
razonables, que no tenían otro defecto que el imperfecto conocimiento de la
lengua, con algunas expresiones rústicas que yo había aprendido en casa del
agricultor y no eran propias del estilo refinado de una corte.
Su majestad mandó llamar a tres grandes sabios que entonces se
encontraban de servicio semanal (conforme a la costumbre de ese país).
Dichos caballeros, después de estudiar con detalle mi persona durante un
rato, llegaron a conclusiones diferentes respecto a mí. Estaban de acuerdo
en que no podía haber sido originado conforme a las normales leyes de la
naturaleza porque carecía de capacidad para defender mi vida, ya fuera
mediante la huida, trepando a los árboles, o haciendo un agujero en la
tierra. Observaban por mis dientes, que examinaron con gran detenimiento,
que era un animal carnívoro; sin embargo, dado que la mayoría de los
cuadrúpedos eran demasiado grandes para mí, y los ratones de campo y
otros animalillos demasiado ágiles, no imaginaban cómo podía
sustentarme, a menos que fuera con caracoles y otros insectos, lo que
trataron de probar que era imposible con muchos argumentos. Uno de ellos
creía que podía ser un embrión, o un aborto. Pero esta opinión la
rechazaron los otros dos, que comentaron que mis miembros eran perfectos
y acabados, y que llevaba viviendo varios años, como se evidenciaba por
mi barba, cuyos pelos cortados distinguían claramente con una lupa. No
admitieron que fuera un enano, porque mi pequeñez estaba más allá de
cualquier grado de comparación; porque el enano favorito de la reina, el
más pequeño que se había conocido en el reino, tenía una estatura de casi
treinta pies. Tras mucha discusión, llegaron a la conclusión unánime de que
era sólo un replum scaalcatch, lo que traducido literalmente significa lusus
naturæ, resolución que era conforme en todo con la moderna filosofía de
Europa, cuyos teóricos, desdeñando el viejo subterfugio de las causas
ocultas, con las que los seguidores de Aristóteles trataban en vano de
disfrazar su ignorancia, han inventado esta maravillosa solución a todas sus
dificultades, para indecible progreso del saber humano.
Tras esta conclusión decisiva, supliqué que se me escuchase una
palabra o dos. Me dirigí al rey, y aseguré a su majestad que venía de un país
que estaba habitado por varios millones de ambos sexos, todos de mi
estatura, donde los animales, los árboles, las casas y todo guardaba
proporción, y que por tanto era tan capaz de defenderme, y hallar sustento,
como cualquier súbdito de su majestad aquí; lo que entendía que contestaba
sobradamente a los argumentos de estos señores. A lo que replicaron ellos
con una sonrisa de desprecio, diciendo que el campesino me había
enseñado muy bien la lección. El rey, que tenía bastante más juicio,
despidió a los sabios y mandó llamar al campesino, que por suerte aún no
había abandonado la ciudad: y tras interrogarlo primero en privado, y luego
confrontándolo conmigo y con la niña, su majestad empezó a pensar que
probablemente lo que le decíamos era verdad. Pidió a la reina que mandase
que me cuidaran de manera especial, y fue de la opinión de que
Glumdalclitch debía seguir encargándose de atenderme, porque había
observado que nos teníamos gran afecto ella y yo. Se dispuso un cómodo
aposento para ella en la corte; se le asignó una especie de institutriz para
que se ocupase de su educación, una doncella para que la vistiese, y otras
dos criadas para tareas domésticas; pero el cuidado de mi persona se le
asignó enteramente a ella. La reina ordenó a su ebanista que hiciese una
caja que pudiera servirme de alcoba, conforme al modelo que
Glumdalclitch y yo acordáramos. Este hombre era un artista de lo más
ingenioso, y siguiendo mis instrucciones, en tres semanas terminó para mí
una cámara de madera de dieciséis pies cuadrados y doce de altura, con
ventanas de guillotina, una puerta, y dos gabinetes, como una alcoba
londinense. El tablero que hacía de techo se podía levantar y bajar mediante
dos bisagras, para meter una cama preparada por el tapicero de su majestad,
que Glumdalclitch sacaba a orear todos los días, la hacía con sus manos, la
metía por las noches, y cerraba el tejado sobre mí. Un artesano primoroso
que había ganado fama por sus pequeñas curiosidades, se propuso hacerme
dos sillas con respaldo y armazón de una materia no muy distinta del
marfil, y dos mesas, además de un armario para guardar mis cosas. El
aposento tenía acolchados todos los lados, así como el suelo y el techo,
para evitar cualquier accidente por falta de cuidado de quienes me
transportaran, y para amortiguar las sacudidas cuando me llevasen en
coche. Pedí una cerradura para la puerta, a fin de evitar que entrasen las
ratas y los ratones; el herrero, tras varios intentos, hizo la más pequeña que
se había visto entre ellos; porque yo conozco una más grande en la puerta
de la casa de un caballero en Inglaterra. Me las arreglé para guardarme la
llave en el bolsillo, por temor a que Glumdalclitch la perdiera. Asimismo
ordenó la reina que me hiciesen ropas con la seda más fina que se
encontrase, no mucho más gruesa que una manta inglesa, las cuales me
resultaron bastante molestas, hasta que me acostumbré a ellas. Eran según
la moda del reino, en parte parecidas a las persas, y en parte a las chinas, y
muy sobrias y decorosas.
La reina se aficionó tanto a mi compañía que no era capaz de comer sin
mí. Yo tenía una mesa sobre aquella en la que comía su majestad, junto a su
codo izquierdo, y una silla para sentarme. Glumdalclitch se ponía de pie
sobre un taburete, cerca de mi mesa, para ayudarme y cuidar de mí. Yo
tenía un cubierto completo de plata, y platos, y otros objetos que,
comparados con los de la reina, no eran mucho más grandes que los que he
visto en una juguetería de Londres como accesorios de las casitas de
muñecas. Mi pequeña niñera los guardaba en su bolsa, en una cajita de
plata, y me los daba en las comidas cuando me hacían falta; y siempre los
fregaba ella. Nadie comía con la reina excepto las dos princesas reales, la
mayor de dieciséis años, y la más joven, en aquel entonces, de trece y un
mes. Su majestad solía ponerme en una de mis fuentes un trocito de carne,
del que me servía yo; y su diversión era verme comer en miniatura. Porque
la reina (que era desganada) tomaba en cada bocado la cantidad que una
docena de campesinos ingleses eran capaces de consumir en una comida, lo
que representó para mí, durante un tiempo, un espectáculo repugnante.
Trituraba con los dientes un ala de alondra, huesos y todo, pese a que era
nueve veces el tamaño de un pavo cebado; y se metía en la boca un trozo de
pan del tamaño de dos hogazas de doce peniques. Bebía, de una copa de
oro, más de un tonel en cada sorbo. Los cuchillos eran el doble de largos
que una guadaña recta a continuación del astil. Las cucharas, tenedores y
demás utensilios tenían la misma proporción. Recuerdo, cuando
Glumdalclitch me llevó por curiosidad a ver algunas mesas de la corte,
donde se usaban diez o doce de esos enormes cuchillos y tenedores a la vez,
que pensé que jamás había contemplado hasta entonces una visión más
terrible.
Es costumbre que cada miércoles (que como ya he dicho era su día
festivo) el rey y la reina, con la real progenie, comiesen juntos en el
aposento de su majestad el rey, de quien me había convertido ahora en
favorito; y en esas ocasiones colocaban mi silla y mi mesa a su izquierda,
delante de un salero. Este príncipe disfrutaba conversando conmigo, y
haciéndome preguntas sobre las costumbres, la religión, las leyes, el
gobierno y el saber en Europa, materias sobre las que le daba toda la
información de que era capaz. Su discernimiento era tan claro, y su juicio
tan exacto, que hacía muy sabias reflexiones y observaciones sobre todo
cuanto yo decía. Pero confieso que después de mostrarme un poco
demasiado prolijo hablando de mi amado país, de nuestro comercio y de
nuestras guerras por tierra y por mar, de nuestros cismas religiosos, y de
los partidos políticos, los prejuicios de su educación eran tan fuertes que no
pudo por menos de cogerme con su mano derecha, y acariciándome con la
otra, me preguntó con una risotada si era wig o tory. Luego, volviéndose
hacia su primer ministro, que estaba de pie detrás de él con una vara blanca
casi tan alta como el palo mayor del Royal Sovereign, comentó cuán
despreciable era la grandeza humana, que podía ser remedada por insectos
tan diminutos como yo: «Y no obstante —dijo—, apuesto a que estos seres
tienen títulos y distinciones honoríficas, construyen pequeñas madrigueras
y refugios que llaman casas y ciudades; se revisten de importancia con la
ropa y el aparato; aman, luchan, disputan, engañan y traicionan». Y así
siguió hablando, mientras a mí un color se me iba y otro se me venía de
indignación, al oír con qué menosprecio era tratado nuestro noble país,
señor de las artes y las armas, azote de Francia, árbitro de Europa, sede de
la virtud, la piedad, el honor y la verdad, orgullo y envidia del mundo.
Pero como no estaba en situación de tomar a mal las injurias, tras
madurada reflexión, empecé a dudar si se me estaba injuriando o no.
Porque, habiéndome acostumbrado desde hacía varios meses a ver y oír
conversar a esta gente, y a observar que todos los objetos a los que volvía la
mirada eran de una magnitud proporcionada, el horror que al principio me
había inspirado su tamaño y aspecto se me disipó a tal extremo que si
entonces hubiese tenido delante una compañía de damas y caballeros
ingleses con sus galas y atavíos de fiesta, representando sus papeles con la
más galante manera de pavonearse, haciendo inclinaciones de cabeza y
parloteando, me habrían dado tantas ganas de reírme de ellos como el rey y
sus grandes se reían de mí. Y desde luego no podía por menos de reírme de
mí mismo, cuando la reina me acercaba en su mano a un espejo, en el que
aparecían las dos figuras enteras reflejadas ante mí, y no había nada más
ridículo que la comparación; de manera que realmente empecé a imaginar
que mi tamaño se había reducido gran número de veces respecto del
normal.
Nada me irritaba y mortificaba tanto como el enano de la reina, que
siendo la más baja estatura que se había registrado en todo el país (porque
creo sinceramente que no llegaba a los treinta pies de alto), se volvía
insolente al ver un ser tan por debajo de él, de manera que nunca dejaba de
recrecerse y sacar pecho cada vez que pasaba junto a mí en la antecámara
de la reina, si estaba yo de pie en alguna mesa hablando con los caballeros
y las damas de la corte, y rara vez dejaba de soltar alguna frase hiriente
sobre mi diminutez, de la que sólo podía vengarme llamándolo hermano,
desafiándolo a luchar, y con réplicas de esas que menudean en boca de los
pajes. Un día, en la comida, este bicho rencoroso se picó tanto con algo que
le dije que se subió al travesaño de la silla de su majestad, me cogió por la
mitad cuando iba a sentarme, sin sospechar que fuera a hacerme nada, me
dejó caer en un gran cuenco de plata lleno de leche, y salió corriendo lo
más deprisa que pudo. Caí de cabeza, y de no haber sido buen nadador lo
habría pasado muy mal; porque en ese momento Glumdalclitch estaba en el
otro extremo del aposento, y la reina se llevó tal susto que le faltó
presencia de ánimo para auxiliarme. Pero mi pequeña niñera acudió
corriendo en mi ayuda y me sacó, después que había tragado yo más de un
cuarto de galón de leche. Me metió en la cama; sin embargo, no sufrí otro
daño que la pérdida de un traje, que quedó totalmente inservible. El enano
recibió una buena tunda, y como castigo adicional, se le obligó a beberse el
tazón de leche al que me había arrojado; y no volvió a recuperar el favor;
porque, poco después, la reina lo transfirió a una dama de alcurnia; de
manera que no lo volví a ver, para grandísima satisfacción mía; porque no
sabía a qué extremidad habría llevado su resentimiento esa sabandija.
Antes me había gastado una jugarreta que había hecho reír a la reina,
aunque al mismo tiempo se sintió sinceramente enojada, y lo habría
despedido allí mismo, si no llego a interceder yo generosamente. Su
majestad se había servido en el plato un hueso de caña y, después de sacarle
el tuétano, puso el hueso en la fuente, de pie, como estaba antes; el enano,
al ver en ello una ocasión, mientras Glumdalclitch había ido al aparador, se
encaramó en el taburete donde se subía ella para atenderme en las comidas,
me cogió con las dos manos y, juntándome las piernas, me embutió en el
agujero del hueso hasta más arriba de la cintura, y allí estuve encajado unos
momentos, en una situación de lo más ridícula; creo que transcurrió un
minuto antes de que nadie se diera cuenta de lo que me pasaba; porque
consideré una indignidad ponerme a gritar. Pero, como los príncipes casi
nunca toman su comida caliente, no se me escaldaron las piernas, y sólo las
medias y los calzones sufrieron el desacato. El enano, gracias a mis
súplicas, no recibió más castigo que una buena azotaina.
A menudo la reina se burlaba de mi medrosidad; y solía preguntarme si
la gente de mi país era tan miedosa como yo. El motivo era el siguiente: el
reino en verano se plaga de moscas; y estos odiosos insectos, grandes como
una alondra de Dunstable, no me dejaban en paz mientras comía, con su
continuo zumbido y bordoneo en mis oídos. Unas veces se posaban sobre
mi comida. Otras se me ponían en la nariz o en la frente, donde me picaban
de manera irritante, con su olor desagradable, y veía fácilmente esa
sustancia viscosa que nuestros naturalistas dicen que permite a tales seres
caminar patas arriba por el techo. Encontraba muy difícil defenderme de
estos bichos detestables, y no podía reprimir un sobresalto cada vez que se
me acercaban a la cara. Y era práctica habitual del enano coger varios
insectos de estos, como hacen nuestros escolares, y soltármelos bajo la
nariz, a fin de asustarme y divertir a la reina. Mi remedio era hacerlas
trozos con el cuchillo cuando volaban en el aire, en lo que mi destreza era
muy admirada.
Recuerdo que una mañana en que Glumdalclitch me había puesto en
una ventana, dentro de la caja, como acostumbraba hacer en los días
soleados para que me diese el aire (porque no me atrevía a dejarla que la
colgase de un clavo, por fuera, como hacemos con las jaulas en Inglaterra),
después de levantar la hoja de cristal, me había sentado a la mesa a
tomarme un trozo de tarta para desayunar cuando, atraídas por el olor,
entraron volando más de veinte avispas con un zumbido más fuerte que los
roncones de otras tantas gaitas. Unas se precipitaron sobre la tarta y se la
llevaron a trozos; otras se pusieron a revolotear alrededor de mi cabeza,
atronándome con su ruido, e inspirándome un terror indecible con sus
aguijones. Sin embargo, tuve suficiente valor para levantarme, sacar el
sable y atacarlas en el aire. Despaché a cuatro, y el resto se fue; y a
continuación cerré la ventana. Estos insectos eran gordos como perdices.
Les quité el aguijón y comprobé que medían pulgada y media de largo; y
eran afilados como agujas. Me los guardé cuidadosamente; y después de
mostrarlos con otras curiosidades en varios lugares de Europa, a mi regreso
a Inglaterra, doné tres al Gresham College, y me quedé con el cuarto.
Capítulo IV
Descripción del país. Proposición para corregir los mapas
modernos. El palacio del rey y breve relación sobre la
metrópoli. Manera de viajar del autor. Descripción del
principal templo.

Es ahora mi propósito ofrecer al lector una breve descripción de este país,


hasta donde lo recorrí, que no fueron más allá de dos mil millas alrededor
de Lorbrulgrud, la metrópoli. Porque la reina, a la que acompañaba
siempre, jamás rebasaba esa distancia cuando acompañaba al rey en sus
viajes, y se quedaba ahí hasta que su majestad regresaba de inspeccionar
sus fronteras. La extensión entera de los dominios de este príncipe tiene
unas seis mil millas de longitud, y de tres a cinco mil de anchura; de lo
que no puedo por menos de concluir que nuestros geógrafos de Europa
yerran grandemente al suponer que entre Japón y California sólo hay mar;
porque yo siempre he sido de la opinión de que debe de haber un equilibrio
de tierra que compense el gran continente de Tartaria; y por tanto deberían
corregir sus mapas añadiendo esta vasta porción de tierra a las regiones
noroccidentales de América, tarea en la que estoy dispuesto a prestarles
ayuda.
El reino es una península limitada al noreste por una cordillera de
treinta millas de altura, totalmente infranqueable debido a los volcanes de
las cimas. Los más versados no saben qué clase de mortales habitan al otro
lado de esas montañas, ni si están estas habitadas. Los otros tres confines
los limita el océano. No hay un solo puerto de mar en todo el reino, y los
litorales en los que desaguan los ríos están tan llenos de escollos afilados y
el mar se encuentra generalmente tan tumultuoso que nadie se atreve a
desafiarlo con la más pequeña embarcación, así que esta gente se halla
excluida de cualquier comercio con el resto del mundo. En cambio los
grandes ríos están llenos de naves, y abundan en excelente pescado, ya que
rara vez pescan en el mar, porque los peces marinos son del mismo
tamaño que los de Europa, y por consiguiente no valen el trabajo de
pescarlos; por donde es manifiesto que la Naturaleza, tocante a producción
de plantas y animales de tan extraordinario tamaño, se limita
estrictamente a este continente, cuyas razones dejo que determinen los
filósofos. Sin embargo, a veces cogen alguna ballena, cuando por azar se
estrellan contra los escollos, y el pueblo las come con gusto. Estas
ballenas que he visto son tan grandes que un habitante no podía
cargárselas al hombro; y a veces las han llevado en cestos a Lorbrulgrud
como curiosidad. Vi una en un plato, en la mesa del rey, que pasaba por un
manjar especial; aunque no observé que le gustara excesivamente, sino
más bien me dio la impresión de que le desagradaba el tamaño; aunque he
visto una más grande en Groenlandia.
El país está bastante poblado, dado que comprende cincuenta y una
ciudades, cerca de cien pueblos amurallados, y gran número de aldeas.
Para satisfacer a mi curioso lector, bastará con que describa Lorbrulgrud.
Esta ciudad la forman dos partes casi iguales a uno y otro lado del río que
la atraviesa. Contiene más de ochenta mil casas, y unos seiscientos mil
habitantes. Su longitud es de tres blomgluns (que equivalen a unas
cincuenta y cuatro millas inglesas) y su anchura de dos y media, según la
medí yo, por orden del rey, en el mapa real que desplegaron en el suelo
para mí, y que tenía cien pies de extensión; medí descalzo los pasos de su
diámetro y su circunferencia, y cotejándolos con la escala, hice su
medición con bastante exactitud.
El palacio del rey no es un edificio regular, sino un apelotonamiento de
edificios que ocupan unas siete millas en total: los aposentos principales
tienen por lo general una altura de doscientos cuarenta pies y una anchura
proporcional. Nos asignaron un coche a Glumdalclitch y a mí, en el que su
institutriz la llevaba a menudo a visitar la ciudad o de compras; yo
siempre formaba parte del grupo, metido en mi caja, aunque la niña me
sacaba cada vez que se lo pedía, y me tenía en la mano, a fin de que
pudiera ver con más comodidad las casas y la gente cuando recorríamos
las calles. Calculo que nuestro coche era del tamaño de Westminster Hall
aunque no tan alto; pero no puedo precisarlo con exactitud. Un día la
institutriz ordenó a nuestro cochero que parase en varias tiendas, donde los
mendigos, al ver la ocasión de pedir, se agolparon a los lados del coche, y
me ofrecieron el más horrible espectáculo que hayan podido contemplar
unos ojos europeos. Había una mujer con un cáncer en el pecho, hinchado
de manera monstruosa, lleno de agujeros, en dos o tres de los cuales habría
podido meterme yo y caber entero. Había un individuo con un lobanillo en
el cuello más grande que cinco balas de lana, y otro con dos patas de palo:
cada una medía unos veinte pies. Pero la visión más odiosa fueron los
piojos que pululaban por sus ropas. Pude distinguir claramente las patas de
estos bichos a simple vista, mucho mejor que los de un piojo europeo con
el microscopio, así como el hocico con que hozaban como los cerdos. Eran
los primeros que veía, y habría tenido la curiosidad suficiente para disecar
uno, si hubiese contado con los instrumentos adecuados (que por desgracia
había dejado en el barco); aunque la verdad es que su visión era tan
repugnante que me revolvió totalmente el estómago.
Además de la caja grande en la que me llevaban normalmente, la reina
mandó que me hicieran otra más pequeña, de unos doce pies cuadrados y
diez de altura, para comodidad del viaje, porque la otra era algo grande
para llevarla Glumdalclitch en el regazo, y molesta en el coche; la hizo el
mismo artista, al que dirigí yo en toda su construcción. Este gabinete de
viaje era un cubo exacto con una ventana en el centro de tres de los
cuadrados, y las tres enrejadas con alambre por fuera, para evitar
accidentes en los viajes largos. La cuarta pared, que carecía de ventana,
tenía clavadas dos fuertes grapas por las que la persona que me llevara,
cuando me apeteciera ir a caballo, podía pasarle una correa y abrochársela
alrededor de la cintura. Esta era siempre misión de algún criado serio y
formal en el que yo podía confiar, ya acompañase al rey o a la reina en sus
viajes, o quisieran pasear por el parque, o efectuar una visita a alguna gran
dama o ministro de la corte, si por causalidad Glumdalclitch no estaba
disponible; porque pronto empecé a ser conocido y estimado entre las
grandes personalidades; más porque gozaba del favor de sus majestades
que por ningún mérito mío, supongo. En los viajes, cuando me cansaba del
coche, un criado a caballo se ceñía la caja, la colocaba sobre un cojín
delante de él, y allí gozaba yo de una completa perspectiva del campo a los
tres lados, desde las tres ventanas. En este gabinete tenía una cama de
campo y una hamaca colgada del techo, dos sillas y una mesa bien
atornilladas al piso para impedir que fueran de un lado para otro con la
agitación del caballo o del coche. Y como estaba acostumbrado desde
hacía mucho a los viajes por mar, estos movimientos, aunque a veces eran
muy violentos, no me alteraban.
Cada vez que me apetecía visitar la ciudad, lo hacía siempre en mi
gabinete de viaje, que Glumdalclitch llevaba sobre el regazo en una
especie de silla de manos abierta, a la manera del país, transportada por
cuatro hombres y escoltada por otros dos con librea de la reina. La gente,
como oía hablar de mí con frecuencia, se apiñaba alrededor de la silla de
manos, y la niña era lo bastante complaciente para ordenar a los silleteros
que se detuviesen, y cogerme en su mano para que me viesen mejor.
Yo tenía muchas ganas de ver el templo principal, y sobre todo la torre
adosada a él, que se decía que era la más alta del reino. Así que un día mi
niñera me llevó allí; pero con sinceridad puedo decir que regresé
decepcionado; porque no llegaba a los tres mil pies de altura, contando
desde el suelo a la punta del pináculo más alto; lo que, teniendo en cuenta
la diferencia de tamaño entre esta gente y la nuestra de Europa, no es de
admirar tanto, ni iguala (si no recuerdo mal) en proporción a la torre de la
catedral de Salisbury. Pero para no quitar mérito a una nación a la que
durante toda la vida me consideraré agradecido, he de reconocer que, le
falte lo que le falte en altura a esa famosa torre, lo tiene sobradamente
compensado en belleza y solidez. Porque los muros tienen cerca de cien
pies de grosor, y están hechos con sillares de piedra, cada uno de ellos de
unos cuarenta pies cuadrados, y están adornados en todos los lados con
estatuas de dioses y emperadores talladas en mármol a tamaño más grande
que el natural, y alojadas en sus correspondientes hornacinas. Medí un
dedo meñique de una de estas estatuas a la que se le había caído y encontré
inadvertido entre escombros, y vi que medía exactamente cuatro pies y
una pulgada de largo. Glumdalclitch lo envolvió con su pañuelo, se lo
metió en el bolsillo y se lo llevó para guardárselo junto a otras chucherías,
a las que la niña era muy aficionada, como suelen serlo todos los niños de
su edad.
La cocina del rey es un edificio realmente noble, abovedado, y de unos
seiscientos pies de alto. Al gran horno le faltan diez pasos para ser como la
cúpula de san Pablo de ancho; porque a mi regreso fui expresamente a
medirla. Pero si tuviera que describir la parrilla del fogón, las prodigiosas
ollas y cazuelas, los asados dando vueltas en los espetones, y multitud de
otros detalles, quizá no se me creería; un crítico riguroso, al menos,
tendería a pensar que exagero, como a menudo se sospecha que hacen los
viajeros. Intentando evitar este reproche, me temo que me he ido
demasiado al otro extremo, y que si este tratado fuera a traducirse a la
lengua de Brobdingnag (que es el nombre general de dicho reino) y
llevado allí, el rey y su pueblo tendrían razón en quejarse de que he sido
injusto con ellos al dar una descripción falsa y disminuida.
Raramente guarda su majestad en sus cuadras más de seiscientos
caballos, que por lo general tienen de cincuenta y cuatro a sesenta pies de
altos. Pero cuando sale en los días solemnes, se hace acompañar de una
escolta militar de quinientos a caballo, lo que sinceramente me parecía el
espectáculo más espléndido jamás contemplado, hasta que vi parte de su
ejército en formación, de lo que tendré ocasión de hablar más tarde.
Capítulo V
Varias aventuras que le acontecieron al autor. Ejecución de
un reo. El autor muestra su pericia en navegación.

Habría vivido bastante feliz en ese país si mi pequeñez no me hubiera


expuesto a diversos accidentes ridículos y molestos, de los que voy a
permitirme contar algunos: Glumdalclitch solía llevarme a menudo al
parque de la corte en la caja más pequeña, y a veces me sacaba y me tenía
en la mano, o me dejaba en el suelo para que paseara. Recuerdo que un
buen día el enano, antes de que dejase a la reina, se vino con nosotros a ese
parque, y habiéndome depositado mi niñera en el suelo, estábamos él y yo
juntos cerca de unos manzanos enanos, cuando se me ocurrió exhibir mi
ingenio con una estúpida alusión a él y a los árboles, que casualmente en su
lengua tenía igual sentido que en la nuestra. Conque el malvado granuja
esperó la ocasión, y cuando andaba yo debajo de uno de ellos lo sacudió
justo sobre mi cabeza, con lo que cayeron a tierra una docena de manzanas
gordas como barriles de Bristol; una de ellas me dio en la espalda en el
momento en que me había agachado, y me tiró de bruces; pero no sufrí
ningún otro daño, y el enano fue perdonado por intercesión mía, ya que era
yo quien lo había provocado.
Otro día Glumdalclitch me dejó en un cuadro de suave hierba para que
me distrajese, mientras ella paseaba un poco con su institutriz. Entretanto
cayó de repente una granizada tan violenta que su fuerza me derribó a la
primera; y una vez en el suelo el granizo me siguió golpeando cruelmente
en todo el cuerpo como si me acosasen con pelotas de tenis; sin embargo,
conseguí arrastrarme a gatas, y me protegí tumbándome boca abajo, al
amparo de un borde de santolina, pero quedé tan magullado de pies a
cabeza que estuve sin salir diez días. Aunque no tiene esto nada de extraño,
porque como la Naturaleza en ese país observa la misma proporción en
todas sus manifestaciones, una piedra de granizo es casi mil ochocientas
veces más grande que las de Europa, lo que puedo asegurar por experiencia,
ya que he tenido la curiosidad de pesarlas y medirlas.
Más peligroso fue un percance que me ocurrió en ese mismo parque
cuando mi pequeña niñera, convencida de que me dejaba en lugar seguro,
como yo le pedía con frecuencia que hiciera para poder disfrutar pensando,
y habiendo dejado la caja en casa para ahorrarse la molestia de cargar con
ella, se alejó con la institutriz y otras damas amigas suyas. Y estando
ausente y más allá del alcance de la voz, un pequeño spaniel blanco de un
jardinero jefe que había entrado casualmente en el parque se puso a
corretear cerca de donde yo me encontraba tumbado. El perro, siguiendo el
olor, vino directamente a mí; y cogiéndome con la boca, corrió en busca de
su amo meneando la cola, y me depositó suavemente en el suelo. Por suerte
estaba tan bien enseñado que me llevó entre los dientes sin hacerme el
menor daño ni estropearme siquiera la ropa. Pero el pobre jardinero, que
me conocía y era muy amable conmigo, se asustó mortalmente. Me recogió
suavemente con las dos manos, y me preguntó si me encontraba bien. Yo
estaba tan afectado y sin aliento que no fui capaz de pronunciar una
palabra. Cinco minutos después me había recobrado, y me llevó sin
percance a mi pequeña cuidadora, que en ese momento había vuelto al sitio
donde me había dejado y estaba angustiada al no verme ni oírme contestar
a sus llamadas: reprendió varias veces al jardinero por dejar suelto al perro.
Pero el accidente se silenció y no llegó a conocimiento de la corte; porque
la niña tenía miedo de que enojara a la reina, y por lo que a mí se refería,
pensé que realmente no iba a beneficiar a mi reputación que se difundiera
semejante historia.
Este percance decidió de manera radical a Glumdalclitch a no perderme
de vista en lo sucesivo. Yo temía desde hacía tiempo que acabase
adoptando esta resolución, y por eso le ocultaba algún que otro pequeño
tropiezo que me ocurría en los momentos en que estaba solo. Una vez, un
milano que sobrevolaba el jardín se abatió sobre mí; y si no llego a sacar el
sable con resolución y corro a meterme bajo un espeso emparrado, seguro
que se me habría llevado en sus garras. En otra ocasión, al subirme a una
topera reciente, me hundí hasta el cuello en el agujero por el que ese animal
había estado sacando tierra, e inventé una mentira que no hace falta repetir
aquí para justificar mi ropa manchada. También, me rompí la espinilla de la
pierna derecha contra la concha de un caracol con que tropecé cuando
caminaba pensando en la pobre Inglaterra.
No sabría decir si me resultaba grato o mortificante observar, en esos
paseos solitarios, que los pajarillos no se asustaban en absoluto de mí, sino
que saltaban a menos de una yarda, buscando lombrices y demás alimentos
con la misma indiferencia y tranquilidad que si no hubiera ser ninguno en
la cercanía. Recuerdo que un tordo tuvo incluso el atrevimiento de
quitarme de la mano, con el pico, un trozo de tarta que Glumdalclitch
acababa de darme para desayunar. Cuando intentaba atrapar alguno de estos
pájaros se revolvían osadamente contra mí, tratando de picarme los dedos,
por lo que no me atrevía a ponerme a su alcance; y luego daban un salto
atrás despreocupadamente, para seguir cazando lombrices y caracoles como
antes. Un día, sin embargo, cogí un garrote y se lo lancé con todas mis
fuerzas a un pardillo con tal fortuna que lo derribé, lo cogí por el cuello con
las dos manos, y corrí triunfal a mi niñera. Sin embargo, el pájaro, que sólo
había quedado aturdido, al recobrarse, me dio tantos aletazos a un lado y al
otro de la cabeza y el cuerpo, aunque lo sujetaba a la distancia de los brazos
y estaba fuera del alcance de sus garras, que pensé una veintena de veces en
soltarlo. Pero no tardé en ser relevado por uno de nuestros criados, que le
retorció el cuello, y me lo sirvieron de comida al día siguiente por orden de
la reina. Este pardillo, según puedo recordar, teñía un tamaño algo más
grande que un cisne inglés.
Las damas de honor solían invitar a Glumdalclitch a sus aposentos y
pedirle que me llevase con ella a fin de disfrutar viéndome y tocándome. A
menudo me desnudaban de pies a cabeza y me echaban cuan largo era sobre
sus pechos, lo que me daba mucho asco; porque, a decir verdad, el olor que
exhalaba su piel era repugnante; y no lo digo para perjudicar a esas
excelentes damas —nada más lejos de mi intención—, a las que tributo
todos mis respetos; pero creo que mis sentidos corporales eran más agudos
en proporción a mi pequeñez, y que sus ilustres personas no eran más
desagradables para sus amantes, o recíprocamente, unas para otras, de lo
que es la gente de la misma calidad para nosotros en Inglaterra. Y, en
resumen, encontraba que su olor natural era bastante más soportable si no
le añadían perfumes, con los que me desmayaba inmediatamente. No se me
olvida que un íntimo amigo mío de Liliput, un día de calor en que yo había
hecho bastante ejercicio, se tomó la libertad de quejarse del fuerte olor que
yo desprendía, aunque en eso soy tan poco censurable como la mayoría de
mi sexo; pero supongo que su sentido del olfato era tan fino respecto a mí,
como el mío respecto al de esta gente. Sobre dicho particular no puedo por
menos de hacer justicia a la reina mi señora, y a Glumdalclitch, mi niñera,
cuyas personas eran tan fragantes como las de cualquier dama de
Inglaterra.
Lo que más me desazonaba de estas damas de honor, cuando me llevaba
mi niñera a visitarlas, era que me manipulasen sin ninguna ceremonia
como si fuese un ser insignificante. Porque me dejaban en cueros, y se
ponían la camisa en mi presencia, mientras me colocaban sobre el tocador,
justo delante de sus cuerpos desnudos, visión que para mí, desde luego,
estaba muy lejos de ser tentadora, y no me producía otras emociones que
las de repugnancia y horror. Su piel parecía áspera e irregular, de gran
variedad de color, cuando las veía de cerca, con lunares aquí y allá, grandes
como trincheros, y pelos saliendo de ellos más gruesos que un cordel; eso
por no hablar del resto de sus personas. Tampoco tenían ningún escrúpulo,
estando yo delante, en aliviarse de lo que hubiesen bebido, lo que
representaba una cantidad de dos toneles lo menos, en un recipiente capaz
de contener más de tres tinas. La más guapa de estas damas, una joven
alegre y juguetona de dieciséis años, me ponía a veces a horcajadas sobre
uno de sus pezones, y me hacía otras muchas picardías, que debe
excusarme el lector que no detalle. El caso es que me desagradaba todo esto
de tal manera que supliqué a Glumdalclitch que ideara alguna excusa para
no ver más a esta joven.
Un día vino un joven caballero, sobrino de la institutriz de mi niñera, a
pedirles con insistencia que asistiesen a una ejecución. Se trataba de un
hombre que había matado a un amigo íntimo del caballero. Convenció a
Glumdalclitch de que le acompañase, muy en contra de su inclinación, ya
que era de natural compasiva; en cuanto a mí, aunque tengo aversión a esa
clase de espectáculos, sin embargo me tentaba la curiosidad por ver algo
que consideraba que debía de ser extraordinario. Ataron al malhechor a una
silla en lo alto de un cadalso erigido a tal propósito, y le cortaron la cabeza
de un tajo con una espada de unos cuarenta pies de largo. De las venas y
arterias brotó una cantidad prodigiosa de sangre, y llegó tan arriba que el
gran jet d’eau de Versalles no lo habría igualado en el tiempo que duró; y la
cabeza, al caer del cadalso al suelo, rebotó de tal modo que me sobresaltó,
pese a que me hallaba lo menos a media milla inglesa de distancia.
La reina, que solía oírme hablar con frecuencia de mis viajes por mar, y
aprovechaba cualquier ocasión para alegrarme cuando me veía triste, me
preguntó si sabía manejar la vela y los remos, y si no me vendría bien para
la salud un poco de ejercicio de remo. Le contesté que ambas cosas las
conocía bien; porque aunque mi profesión había sido de cirujano o médico
de barco, sin embargo a menudo, en momentos de apuro, me había visto
obligado a trabajar como simple marinero. Pero no veía cómo podía
practicar lo uno ni lo otro en su país, donde el más pequeño esquife tenía el
tamaño de un buque de guerra de primer orden entre nosotros, y una
embarcación que yo pudiera manejar no sobreviviría en ninguno de sus
ríos. Su majestad dijo que si diseñaba yo un bote, su carpintero lo haría, y
que ella me proporcionaría un sitio donde navegar. El carpintero era un
artesano ingenioso; y con mis instrucciones, en diez días terminó un bote
de recreo, con todo su aparejo, capaz de acoger cómodamente a ocho
europeos. Cuando estuvo terminado, la reina se sintió tan complacida que
corrió con él en el regazo hasta el rey, quien mandó que lo pusieran en un
barreño lleno de agua, conmigo en él, a manera de prueba, donde no pude
manejar las dos palas, o pequeños remos, por falta de espacio. Pero a la
reina se le había ocurrido ya otra idea: mandó al carpintero que hiciera un
abrevadero de madera de trescientos pies de largo, cincuenta de ancho y
ocho de hondo; y una vez bien calafateado para que no perdiera agua, fue
colocado en el suelo junto a la pared, en un aposento exterior de palacio.
Tenía un grifo cerca del fondo para soltar el agua cuando empezara a
estropearse, y dos criados podían llenarlo fácilmente en media hora. Aquí
solía remar a menudo para mi propia diversión, y también para la de la
reina y sus damas, que se sentían gratamente distraídas con mis habilidades
y mi agilidad. A veces ponía la vela, y entonces todo mi trabajo consistía
en llevar el timón, mientras las damas creaban para mí un vendaval con sus
abanicos; y cuando se cansaban, unos cuantos pajes soplaban sobre la vela
para mover la embarcación con su aliento, mientras yo exhibía mi pericia
cayendo a estribor o a babor según se me ocurría. Al terminar,
Glumdalclitch se llevaba siempre el bote a su aposento y lo colgaba de un
clavo a secar.
Practicando este ejercicio tuve una vez un percance que casi me cuesta
la vida: después de poner un paje el bote en el abrevadero, la institutriz que
acompañaba a Glumdalclitch me cogió oficiosamente para ponerme en el
bote, pero me escurrí entre sus dedos; y habría caído indefectiblemente al
suelo desde una altura de cuarenta pies si, por la más feliz casualidad del
mundo, no me llega a detener un alfiler que la dama llevaba prendido en el
peto; la cabeza del alfiler se me enganchó entre la camisa y la pretina de
los calzones, y así me quedé colgando en el aire, hasta que Glumdalclitch
acudió corriendo en mi auxilio.
En otra ocasión, uno de los criados, encargado de llenar el abrevadero
cada tres días con agua dulce, era tan descuidado que dejó
(inadvertidamente) que una rana enorme se zambullera en el recipiente. La
rana se quedó escondida hasta que me pusieron en el bote; entonces, al ver
que este ofrecía buen sitio para descansar, se subió a él, inclinándolo tanto
de un costado que me vi obligado a equilibrarlo con todo mi peso para
evitar que zozobrara. Cuando la rana estuvo arriba, saltó de repente al
centro del bote, y luego sobre mi cabeza, volviéndose adelante y atrás, y
pringándome la cara y la ropa con su repugnante baba. La anchura de su
cara hacía que pareciese el animal más deforme que cabe imaginar. Sin
embargo, pedí a Glumdalclitch que dejase que me ocupara yo solo de ella.
Le estuve pegando bastante rato con un remo, y al final la obligué a
abandonar el bote de un salto.
Pero el peligro más grande que corrí en ese reino provino de un mono
que pertenecía a un oficial de la cocina. Glumdalclitch me había encerrado
en su aposento mientras iba a hacer un recado o una visita. Como hacía
mucho calor, había dejado abierta la ventana del cuarto, así como la
ventana y la puerta de la caja grande, que era la que utilizaba yo
normalmente por su amplitud y comodidad. Y estaba plácidamente sentado
junto a la mesa pensando, cuando oí que alguien saltaba de la ventana al
interior del cuarto, y andaba de un lado para otro; y aunque me alarmé
mucho, me atreví a asomarme, aunque sin moverme de la silla; y entonces
vi al revoltoso animal andando y brincando arriba y abajo, hasta que
finalmente llegó a la caja, pareció inspirarle gran placer y curiosidad, y
miró por la puerta y por cada ventana. Retrocedí hasta el ultimo rincón de
mi habitación, o caja; pero el mono, que miraba desde todos los ángulos,
me asustó de tal manera que me faltó presencia de ánimo para esconderme
debajo de la cama, como podía haber hecho fácilmente. Tras pasarse un
rato fisgando, sonriendo y dando chillidos, me descubrió por fin; y
metiendo una zarpa por la puerta, como hacen los gatos cuando juegan con
un ratón, aunque yo cambiaba de sitio a menudo para evitarlo, acabó
atrapándome por el faldón de la casaca (que como estaba hecha de seda de
ese país era muy gruesa y fuerte) y me sacó. Me levantó con su mano
anterior derecha, y me sostuvo como hacen las nodrizas con un niño cuando
van a darle de mamar, y como he visto yo hacer a esa misma clase de
criatura con un gatito en Europa; y cuando quise forcejear, me estrujó de tal
modo que juzgué más prudente desistir. Tengo buenas razones para creer
que me tomó por una cría de su especie; porque me acarició suavemente la
cara muchas veces con su otra zarpa. En esta diversión estaba cuando le
interrumpió un ruido en la puerta del aposento, como si alguien la abriese;
a lo cual saltó de repente a la ventana por la que había entrado, y de allí a
las tuberías y canalones, andando con tres patas y sujetándome con la
cuarta, hasta que se subió a un tejado vecino al nuestro. Oí a Glumdalclitch
proferir un grito en el instante en que salía conmigo. La pobre niña casi
enloqueció; se armó un tumulto en esa parte del palacio: los criados
corrieron en busca de escalas de mano; el mono fue visto por centenares de
personas sentado en el borde de un edificio, sujetándome como un bebé con
una de sus zarpas, y con la otra dándome de comer por el procedimiento de
embutirme en la boca las vituallas que había sacado de la bolsa que tenían a
un lado sus zahones, y acariciándome porque no quería comer; a lo que
muchos de la multitud de abajo no pudieron por menos de echarse a reír; y
no creo en justicia que se les pueda reprochar, porque evidentemente la
escena era bastante cómica para todo el mundo excepto para mí. Algunos
empezaron a lanzar piedras, con la esperanza de obligar a bajar al mono;
pero les prohibieron inmediatamente hacer tal cosa, porque probablemente
me iban a saltar los sesos.
Empinaron ahora escalas, y subieron varios hombres; cosa que estuvo
observando el mono, y al verse casi rodeado, como no podía moverse
suficientemente deprisa con tres patas, me dejó sobre una teja del caballete
y huyó. Aquí me quedé sentado un rato, a quinientas yardas del suelo,
temiendo a cada momento que el viento me arrojara al vacío, o que el
vértigo me hiciera caer rodando desde el caballete al alero; pero un
muchacho valeroso, criado de mi niñera, trepó y, metiéndome en un bolsillo
de sus calzones, me bajó sano y salvo.
Casi me sentía asfixiado con la porquería que el mono me había metido
hasta la garganta; pero mi inestimable niñera me la sacó de la boca con una
pequeña aguja, y entonces vomité; lo que me alivió mucho. Sin embargo,
estaba tan débil y tenía tan magullados los costados por los estrujamientos
a que me había sometido el odioso animal que tuve que guardar cama
quince días. El rey, la reina y toda la corte mandaban diariamente a
preguntar por mi salud, y la reina me hizo varias visitas durante mi
postración. Sacrificaron al mono, y se prohibió tener animales de esos en
palacio.
Cuando acudí al rey, tras mi recuperación, para darle las gracias por sus
favores, se rio un montón a mi costa con esta aventura. Me preguntó cuáles
habían sido mis pensamientos y especulaciones mientras estaba en las
garras del mono; si me había gustado la comida de que me había dado y su
manera de alimentarme, y si el aire del tejado me había abierto el apetito.
Quiso saber qué habría hecho en semejante trance en mi país. Dije a su
majestad que en Europa no teníamos monos, salvo los que se traían de otros
lugares como curiosidades, y eran tan pequeños que podía enfrentarme con
una docena a la vez si se les ocurría atacarme. Y en cuanto a ese animal
monstruoso con el que había tenido que habérmelas (desde luego era del
tamaño de un elefante), si mis miedos me hubieran dejado pensar en el
sable (adoptando una expresión fiera y apoyando la mano en el puño
mientras hablaba) cuando metió la zarpa en mi cámara, puede que le
hubiera infligido tal herida que la habría sacado más deprisa de lo que la
había metido. Todo esto lo dije con voz firme, como una persona celosa de
que no se pusiera en duda su valor. No obstante, mi discurso no consiguió
otra cosa que una risotada general de los presentes que el respeto debido a
su majestad no logró contener. Esto me hizo pensar cuán vano intento es
para un hombre tratar de darse importancia ante quienes no son sus iguales
ni con los que se puede comparar. Y sin embargo, desde mi regreso he visto
la moraleja de mi conducta muchas veces repetida en Inglaterra, donde un
insignificante y despreciable lacayo, sin el más pequeño título de
nacimiento, persona, inteligencia o sentido común, se atreve a darse
importancia y a ponerse en pie de igualdad con los más grandes personajes
del reino.
Yo proporcionaba diariamente a la corte alguna ridícula anécdota; y
Glumdalclitch, aunque me quería sobremanera, era lo bastante pilluela para
correr a informar a la reina, cada vez que cometía alguna estupidez que ella
juzgaba que divertiría a su majestad. Como había estado indispuesta, su
institutriz la había sacado a tomar el aire a una hora de distancia, o sea a
tres millas de la ciudad. Se apearon del coche cerca de un pequeño sendero
del campo; y tras dejar Glumdalclitch en el suelo mi gabinete de viaje, salí
a dar un paseo. Había en el sendero un boñigo, y juzgué oportuno probar
que me encontraba en forma intentando saltarlo. Cogí carrera, pero por
desgracia el salto fue corto, fui a caer justo en medio, y me hundí hasta las
rodillas. Salí de él con cierta dificultad, y un lacayo me limpió lo mejor que
pudo con su pañuelo; porque estaba pringado de porquería. Mi niñera me
encerró en el gabinete hasta que regresamos a casa, donde la reina fue
informada en seguida de lo que había ocurrido, y los lacayos lo airearon por
la corte, de manera que durante días se estuvieron riendo todos a mi costa.
Capítulo VI
Varios artificios del autor para agradar al rey y a la reina.
Muestra su habilidad en música. El rey pregunta sobre el
estado de Europa, de lo que el autor le hace relación.
Comentarios del rey sobre el particular.

Solía asistir una o dos veces por semana a las recepciones del rey al
levantarse, y a menudo lo había visto en manos del barbero, lo que, desde
luego, al principio me pareció una escena terrible; porque la navaja era
casi el doble de larga que una guadaña normal. Su majestad, según la
costumbre del país, sólo se afeitaba dos veces a la semana. Un día logré
que el barbero me diera un poco de la espuma, de la que saqué cuarenta o
cincuenta pelos de los más fuertes. Después cogí un trozo de madera fina,
y la tallé como un forzal de peine, le hice varios agujeros equidistantes
con una pequeña aguja que le pedí a Glumdalclitch. Enhebré hábilmente
los pelos en ellos raspándolos y adelgazándolos con el cuchillo hacia las
puntas, con lo que hice un peine bastante pasable; artículo que me fue muy
oportuno, ya que el que usaba tenía las púas tan rotas que casi estaba
inservible; y no sabía de ningún artesano en ese país tan cuidadoso y
preciso que fuera capaz de hacerme otro.
Y esto me trae a la memoria una diversión en la que pasé muchas horas
de ocio. Pedí a la dama que peinaba a la reina que me guardase cabellos de
su majestad, de los que con el tiempo conseguí reunir bastantes; y tras
consultar con mi amigo el ebanista, que había recibido la orden general de
hacerme pequeños trabajos, le di instrucciones para que hiciese dos
armazones de silla, no más grandes que la que tenía en la caja, y después
hiciese agujeritos con una lezna fina en las partes destinadas al respaldo y
al asiento; por estos agujeros pasé los cabellos más fuertes que pude
escoger, a la manera de las sillas de rejilla de Inglaterra. Cuando
estuvieron terminadas se las regalé a la reina, que las guardó en su vitrina
y las utilizó para mostrarlas como curiosidades, dado que eran
efectivamente la admiración de todo el que las contemplaba. La reina
habría querido que utilizase una de estas sillas para sentarme, pero me
negué en redondo a obedecerla, declarando que prefería recibir mil
muertes antes que poner la parte vergonzosa de mi persona sobre aquellos
preciosos cabellos que una vez habían adornado la cabeza de su majestad.
Con cabellos de estos (dado que siempre he tenido cierta aptitud para lo
manual) hice también una preciosa bolsita de unos cinco pies de larga, con
el nombre de su majestad la reina en letras de oro, que regalé a
Glumdalclitch con el consentimiento de la reina. A decir verdad, era más
para exhibirla que para usarla, ya que no era lo bastante fuerte para
soportar el peso de las monedas más grandes; así que la niña no guardó
nada en ella, quitando alguna pequeña chuchería a las que son aficionadas
las niñas.
El rey, a quien le encantaba la música, celebraba frecuentes conciertos
en la corte; y a veces me llevaban a mí, y me ponían en mi caja sobre una
mesa para que los escuchase; pero el sonido era tan fuerte que apenas
distinguía la melodía. Estoy seguro de que ni todos los tambores y
trompetas de un ejército real batiendo y sonando a un tiempo junto a tus
oídos podrían igualarlo. Mi costumbre era pedir que alejasen mi caja lo
más posible del sitio donde se sentaban los músicos, cerraba puertas y
ventanas, y corría las cortinas; después de lo cual no me era desagradable
su música.
De joven había aprendido un poco a tocar la espineta. Glumdalclitch
tenía una en su cámara, y un profesor iba dos veces por semana a
enseñarle. La llamo espineta porque se parecía un poco a ese instrumento,
y se tocaba de la misma manera. Se me metió en la cabeza la idea de
entretener al rey y a la reina tocando un aire inglés con ese instrumento.
Pero la cosa parecía bastante difícil porque la espineta tenía una anchura
de cerca de sesenta pies, y cada tecla dos pies, de manera que no abarcaba
más de cinco teclas con los brazos extendidos, y tocarlas requería por mi
parte un enérgico golpe con el puño, lo que representaba demasiado
esfuerzo, y en balde. El método que ideé fue el siguiente: me preparé dos
palos redondos del tamaño de los garrotes corrientes, más gruesos por un
extremo que por el otro, y les forré el extremo grueso con un trozo de piel
de ratón, a fin de que al golpear con ellos no dañasen la parte superior de
las teclas, ni estorbase el sonido. Colocaron delante de la espineta un
banco unos cuatro pies más bajo que las teclas, y me pusieron en él. Yo
corría de un lado a otro lo más deprisa que podía, golpeando las teclas que
convenía con los dos palos, y así logré tocar una jiga para gran
satisfacción de sus majestades; pero fue el ejercicio más violento que he
hecho en mi vida; y sin embargo no pude tocar más de dieciséis teclas ni,
consiguientemente, notas bajas y altas a la vez, como hacen los músicos;
lo que deslució bastante mi ejecución.
El rey, que como he dicho era un príncipe de amplios conocimientos,
mandaba a menudo que me llevasen en mi caja, y la dejasen sobre la mesa
de su gabinete. Entonces me ordenaba que sacase una silla, y me sentase a
tres yardas de él, encima del gabinete, lo que me situaba casi a la altura de
su cara. De esta manera tuve varias conversaciones con él. Un día me tomé
la libertad de decir a su majestad que el desdén que manifestaba hacia
Europa y el resto del mundo no parecía condecir con las excelentes
cualidades intelectuales que lo adornaban. Que la razón no se ensanchaba
conforme al volumen del cuerpo: al contrario, observábamos en nuestro
país que las personas más altas eran por lo general las menos dotadas de
ella. Que entre otros animales, las abejas y las hormigas tenían fama de
poseer más industria, arte y sagacidad que muchas de las especies más
grandes. Y que, aunque insignificante como era yo, esperaba poder vivir
para hacer a su majestad algún servicio importante. El rey me escuchó con
atención, y empezó a formarse una opinión mucho mejor de mí de la que
había tenido hasta ahora. Me pidió que le hiciese una relación exacta,
hasta donde pudiese, de cómo era el gobierno de Inglaterra; porque,
amantes como son los príncipes de sus propias costumbres (pues así
suponía él que eran otros monarcas por mis discursos anteriores), le
agradaría oír algo que mereciera ser imitado.
Imagínate, amable lector, la de veces que deseé tener el verbo de
Demóstenes o de Cicerón, a fin de poder cantar las alabanzas de mi
querido país natal en un estilo que igualase a sus méritos y a su
prosperidad.
Empecé mi discurso informando a su majestad de que nuestros
dominios consistían en dos islas, que componían tres poderosos reinos
bajo un soberano, además de nuestras colonias en América. Me demoré
hablando de la feracidad de nuestro suelo y de la temperatura de nuestro
clima. Luego hablé extensamente de la constitución del parlamento inglés
formado en parte por un cuerpo ilustre, llamado la Cámara de los Pares,
personas de la más noble sangre y poseedoras de los más antiguos y
amplios patrimonios. Describí el extraordinario cuidado que siempre se
ponía en su educación en las artes y las armas, con objeto de hacerlos
aptos para ser consejeros del rey y del reino, tomar parte del cuerpo
legislativo, y ser miembros del más alto tribunal de justicia, desde el que
no cabía ya apelación; para que fuesen paladines siempre dispuestos a
defender con su valor, conducta y fidelidad a su príncipe y su país. Que
eran ornamento y baluarte del reino, y dignos descendientes de sus muy
renombrados antecesores, cuyo honor había sido la recompensa a su
virtud, del que la posteridad jamás supo que degenerase una sola vez. A
ellos se sumaban varias personas sagradas como parte de esa asamblea,
con el título de obispos, cuya misión especial era ocuparse de la religión y
de quienes instruyen en ella al pueblo. Estos eran buscados por el príncipe
y sus más sabios consejeros por toda la nación, y escogidos de entre los
sacerdotes más merecidamente distinguidos por la santidad de sus vidas y
la profundidad de su erudición; y eran, efectivamente, los padres
espirituales del clero y del pueblo.
Que la otra parte del parlamento la formaba una asamblea llamada
Cámara de los Comunes, que eran todos los caballeros principales
libremente escogidos y designados por el pueblo mismo, por sus grandes
dotes y amor a su país, para que representasen el buen juicio de la nación
entera. Y estos dos cuerpos formaban la más augusta asamblea de Europa,
a la que, junto con el príncipe, está encomendada la entera legislatura.
Después descendí a los tribunales de justicia, sobre los que los jueces,
sabios venerables e intérpretes de la ley presidían para determinar los
disputados derechos y propiedades de los hombres, así como el castigo del
vicio y la protección de la inocencia. Mencioné la prudente administración
de nuestro erario, y el valor y las hazañas de nuestras fuerzas por mar y
por tierra. Hablé del número de nuestra población, calculando cuántos
millones podía haber de cada secta religiosa o partido político entre
nosotros. No omití siquiera los deportes y pasatiempos, ni ningún otro
pormenor que pensaba que podía redundar en honra de mi país. Y terminé
con una breve relación histórica de las empresas y acontecimientos de
Inglaterra durante los últimos cien años.
Esta conversación no terminó en menos de cinco audiencias, cada una
de varias horas; y el rey lo escuchó todo con gran atención, tomando
frecuentes notas mientras yo hablaba, y apuntando las preguntas que
pensaba hacerme.
Cuando finalicé estos largos discursos, su majestad, en una sexta
audiencia, y tras consultar sus notas, formuló multitud de dudas,
interrogantes y objeciones en cada apartado. Preguntó qué métodos se
seguían para cultivar la mente y el cuerpo de nuestra joven nobleza, y en
qué clase de asuntos ocupaban normalmente la parte primera y educable
de sus vidas. Qué medidas se tomaban para proveer esa asamblea cuando
una familia noble se extinguía. Qué requisitos necesitaban los que debían
ser nombrados nuevos lores: si el humor del príncipe, una cantidad de
dinero entregada a una dama de la corte o a un primer ministro, o una
pretensión de fortalecer un partido contrario al interés público, habían
podido decidir alguna vez tales nombramientos. Qué conocimientos tenían
estos lores de las leyes de su país, y cómo los adquirían, al extremo de
permitírseles decidir sobre las propiedades de sus semejantes en su último
recurso. Si siempre les eran ajenas la avaricia, la parcialidad y la
necesidad, de manera que no podía tener lugar entre ellos el soborno ni
otros expedientes siniestros. Si esos sagrados varones de que hablaba yo
eran siempre ascendidos a ese rango por su saber en cuestiones religiosas,
y por la santidad de sus vidas, y nunca habían sido condescendientes con
los tiempos, mientras fueron simples sacerdotes, ni capellanes serviles y
prostituidos de algún noble, cuyas opiniones no siguieron siendo serviles
después que fueron admitidos en esa asamblea.
Después quiso saber qué artes se practicaban para elegir a los que yo
había llamado Comunes. Si un extraño, con una buena bolsa no podía
influir en el votante vulgar para que le eligiese por encima de su propio
señor, o del caballero más considerado de la vecindad. Cómo podía ser que
la gente se empeñara tan violentamente en introducirse en esa asamblea, lo
que yo reconocía que suponía enormes dificultades y gastos, y a menudo la
ruina de sus familias, sin ningún salario ni pensión; porque parecía este
tan exaltado esfuerzo de virtud y de espíritu público, que su majestad
dudaba que fuese en todo sincero; y quiso saber si tan celosos caballeros
podían abrigar algún propósito de resarcirse de las cargas y trabajos que
asumían, sacrificando el bien público a los designios de un príncipe débil
y depravado, en connivencia con un ministerio corrupto. Multiplicó sus
preguntas, y me interrogó a fondo sobre cada aspecto de este capítulo,
planteando innumerables interrogantes y objeciones que no creo que sea
prudente ni conveniente que repita.
Sobre lo que yo había contado en relación con nuestros tribunales de
justicia, su majestad quiso que le aclarase varios aspectos; y esto sí fui
capaz de hacerlo mejor, ya que casi me había arruinado a causa de un largo
litigio en los tribunales, que sentenciaron que yo debía pagar las costas.
Preguntó cuánto tiempo se tardaba normalmente en resolver entre lo justo
y lo injusto, y qué gastos generaba. Si los abogados y oradores tenían
libertad para defender causas que se sabía manifiestamente que eran
injustas, vejatorias u opresivas. Si se observaba que tomar partido en
religión o en política añadía algún peso a la balanza de la justicia. Si los
oradores de la defensa eran personas formadas en el conocimiento general
de la equidad, o sólo en los usos provinciales, nacionales y locales. Si ellos
o sus jueces intervenían en alguna medida en la redacción de esas leyes
que se tomaban la libertad de interpretar y glosar a su antojo. Si, en
diferentes momentos, habían pleiteado a favor y en contra de una misma
causa, y habían citado precedentes para probar opiniones contrarias. Si era
una corporación rica o pobre. Si recibían alguna recompensa pecuniaria
por defender o formular sus opiniones. Y en particular, si eran admitidos
como miembros de la Cámara Baja.
Después abordó la administración de nuestro erario, y dijo que creía
que la memoria me fallaba, porque calculaba que nuestros impuestos eran
de cinco o seis millones al año, y al hablar de las partidas, encontraba que
a veces ascendían a más del doble; porque las notas que había tomado eran
muy precisas en este punto, dado que esperaba, como me dijo, que el
conocimiento de nuestro proceder podía serle útil, y que no podía
equivocarse en sus cálculos. Pero si lo que le había dicho era verdad,
entonces no sabía cómo un reino podía quedarse sin fondos como si fuese
una persona particular. Me preguntó quiénes eran nuestros acreedores, y de
dónde salía el dinero para pagarles. Le asombraba oírme hablar de guerras
prolongadas y costosas; que sin duda éramos gente belicosa, o vivíamos
entre muy malos vecinos, y que nuestros generales debían de ser
forzosamente más ricos que nuestros reyes. Preguntó qué intereses
teníamos fuera de nuestras islas, aparte del comercio o de los tratados, o
de defender la costa con nuestra flota. Sobre todo, le asombraba oírme
hablar de un ejército mercenario permanente en plena paz, y en un pueblo
libre. Dijo que si éramos gobernados por nuestra propia delegación en las
personas de nuestros representantes no imaginaba de quién podíamos tener
miedo, o contra quién teníamos que luchar; y quiso saber mi opinión sobre
si la casa de un hombre particular no podía ser mejor defendida por él
mismo, sus hijos y su familia, que por media docena de bribones recogidos
al azar de las calles, por un salario insignificante, que podían centuplicarlo
cortándoles el cuello.
Se rio de mi singular clase de aritmética (como le dio por llamarla), al
calcular el número de nuestra población por el procedimiento de contar las
varias sectas religiosas y políticas entre nosotros. Dijo que no sabía de
ninguna razón por la que los que abrigaban opiniones perjudiciales para el
público debiera obligárseles a cambiar, o no se les obligaba a ocultarlas. Y
del mismo modo que era tiranía que un gobierno exigiese lo primero, era
también una debilidad no imponer lo segundo; porque se puede consentir
que un hombre guarde venenos en su armario, pero no venderlos
públicamente como cordiales.
Comentó que entre las diversiones de nuestra nobleza y pequeña
aristocracia había citado yo los juegos de azar. Quiso saber a qué edad
empezaban a practicar normalmente esta diversión, y cuándo la
abandonaban; cuánto tiempo se les dedicaba; si alguna vez se apostaba tan
alto que afectara a sus fortunas. Si gente ruin y depravada, con habilidad y
destreza en ese arte, no podía conseguir grandes fortunas, y a veces tener a
nuestros mismos nobles en dependencia, así como habituarlos a compañías
ruines, apartarlos del cultivo de la inteligencia, y obligarlos, por las
pérdidas sufridas, a aprender y practicar en otros esa infame habilidad.
Se quedó totalmente asombrado ante la relación histórica que le hice
de nuestros asuntos durante el siglo último, y afirmó que eran sólo un
montón de conspiraciones, rebeliones, homicidios, matanzas,
revoluciones, destierros, efectos mucho peores que los que la avaricia, la
bandería, la hipocresía, la perfidia, la crueldad, la rabia, la locura, el odio,
la envidia, la lujuria, la malicia o la ambición podían producir.
Su majestad, en otra audiencia, se tomó la molestia de resumir cuanto
yo le había dicho; comparó las preguntas que había hecho con las
respuestas que yo le había dado; luego me cogió en sus manos y,
acariciándome suavemente, se expresó con estas palabras que no olvidaré
nunca, ni el tono con que las dijo: «Mi pequeño amigo Grildrig, me has
hecho el más admirable panegírico de tu país; has probado claramente que
la ignorancia, la ociosidad y el vicio son ingredientes idóneos para
capacitar a alguien para legislador; que las leyes las explican, interpretan y
aplican mejor aquellos cuyo interés y habilidad está en pervertirlas,
confundirlas y eludirlas. Observo entre vosotros ciertas líneas de una
institución que en su origen pudo ser tolerable; pero unas casi se han
borrado, y el resto las han emborronado y ensuciado las corrupciones. No
se ve, de todo lo que has dicho, que haga falta perfección alguna para
ocupar ningún puesto entre vosotros; mucho menos que los hombres sean
ennoblecidos por su virtud, que los sacerdotes sean ascendidos por su
piedad o saber, los soldados por su conducta o valor, los jueces por su
integridad, los senadores por el amor a su país, o los consejeros por su
prudencia y discreción. En cuanto a ti —prosiguió el rey—, que has
pasado la mayor parte de tu vida viajando, me inclino a esperar que hayas
escapado hasta aquí de los muchos vicios de tu país. Pero por lo que he
entendido de tu propia relación, y de las respuestas que con gran esfuerzo
he logrado sacarte y arrancarte, no puedo sino concluir que la mayoría de
tus compatriotas son la más perniciosa especie de sabandijas que la
Naturaleza ha permitido que se arrastre sobre la faz de la tierra».
Capítulo VII
Amor del autor a su país. Hace al rey una proposición muy
ventajosa, que es rechazada. Gran ignorancia del rey en
política. El saber en ese país es muy imperfecto y limitado.
Sus leyes, asuntos militares y partidos en el estado.

Nada sino un amor extremo a la verdad habría podido impedirme ocultar


esta parte de mi historia. Era inútil revelar mis enojos, que siempre se
convierten en ridículo, y no tuve más remedio que aguantar con paciencia,
mientras mi noble y queridísimo país era injuriosamente tratado. Lo siento
de veras, tanto como lo pueda sentir cualquiera de mis lectores, que se
produjera semejante situación; pero era tan curioso e inquisitivo este
príncipe sobre cada detalle, que no se compadecía con la gratitud y los
buenos modales no satisfacerle en lo que pudiera. Sin embargo, una cosa
debe permitírseme que diga en mi justificación: eludí ladinamente muchas
preguntas, y ofrecí de cada asunto un aspecto muchísimos grados más
favorable del que habría permitido la estricta verdad. Porque siempre he
practicado con mi país esa loable parcialidad que Dionisio de Halicarnaso
con tanta justicia recomienda al historiador: ocultar las fragilidades y
deformidades de mi madre política, y poner bajo la luz más favorecedora
sus virtudes y bellezas. Este fue mi sincero esfuerzo en los numerosos
discursos que celebré con ese poderoso monarca, aunque por desgracia no
tuve éxito.
Pero había que tener mucha consideración con un rey que vive
completamente aislado del resto del mundo, e ignora por tanto los modales
y costumbres que deben prevalecer en otras naciones, cuya ignorancia
causa siempre multitud de prejuicios, y cierta estrechez de pensamiento,
de lo que nosotros y los países más refinados de Europa estamos
totalmente exentos. Y sería verdaderamente duro que tuvieran que
ofrecerse las nociones de virtud y de vicio de tan remoto príncipe como
modelo para la humanidad.
En confirmación de lo que digo, y para mostrar además los penosos
efectos de una educación limitada, incluyo aquí un pasaje que difícilmente
se juzgará creíble: con la esperanza de ganarme aún más el favor de su
majestad, le hablé de una invención descubierta hacía trescientos o
cuatrocientos años, para hacer cierto polvo que, de caer en un montón de
este la más pequeña chispa de fuego se inflamaba al instante aunque fuese
como una montaña de grande, haciéndolo volar todo por los aires, con un
estampido y una sacudida más grandes que el trueno. Que una cantidad
determinada de este polvo, comprimida en un tubo hueco de latón o de
hierro, según el tamaño, lanzaría una bala de hierro o de plomo con tal
violencia y velocidad, que nada podría resistir su fuerza. Que las balas más
grandes así disparadas no sólo destruirían de una vez filas enteras de un
ejército, sino que demolería las murallas más fuertes, mandaría al fondo
del mar barcos con mil hombres cada uno; y en caso de que estuviesen
amarrados por una cadena, les cortaría la jarcia y los palos, partiría cientos
de cuerpos por la mitad, y lo devastaría todo a su paso. Que muchas veces
llenábamos con este polvo grandes bolas huecas de hierro, y las
lanzábamos mediante un ingenio al interior de la ciudad que estuviéramos
asediando, y estas destrozaban el pavimento, hacían añicos las casas,
reventaban y lanzaban metralla en todas direcciones, saltándole los sesos a
todo el que cogiese cerca. Que yo conocía los ingredientes, y eran baratos
y corrientes; sabía la manera de mezclarlos, y podía enseñar a sus obreros
a fundir esos tubos de un tamaño proporcionado a todas las demás cosas
del reino de su majestad, y el más grande no haría falta que superase los
cien pies de longitud, ya que veinte o treinta tubos de estos, cargados con
la cantidad adecuada de polvo y balas, podían derribar en pocas horas las
murallas de la plaza más fuerte de sus dominios, o destruir la metrópoli
entera si alguna vez osaba resistirse a sus órdenes absolutas. Esto le ofrecí
humildemente a su majestad, como un pequeño tributo de agradecimiento
por las muchas muestras que había recibido de su real favor y protección.
El rey estaba horrorizado ante la descripción que le había hecho de
esos terribles ingenios, y de lo que le proponía. Le asombraba cómo un
insecto impotente y rastrero como yo (esos fueron sus calificativos) podía
abrigar ideas tan inhumanas, y con tanta familiaridad, al extremo de
mostrarse completamente impasible ante las escenas de sangre y
desolación que le había pintado como efectos normales de esas máquinas
destructoras, de las que, dijo, su primer autor debió de ser algún genio
malvado, enemigo de la humanidad. En cuanto a él, declaró que, aunque
pocas cosas le deleitaban tanto como los nuevos descubrimientos en el arte
y en la Naturaleza, antes querría perder la mitad de su reino que ser
informado de semejante secreto; y me ordenaba que si tenía en alguna
estima mi vida no volviera a mencionárselo nunca más.
¡Extraño efecto de la estrechez de principios y cortedad de miras, que
un príncipe adornado de todas las cualidades que procuran la veneración,
el amor y la estima, de sólidas virtudes, gran sabiduría y conocimientos
profundos, dotado de un talento admirable para el gobierno, y casi adorado
por sus súbditos, por unos escrúpulos melindrosos e inútiles, de los que en
Europa no tenemos la menor conciencia, dejase escapar la oportunidad que
le ponía en las manos de hacerle dueño absoluto de la vida, libertad y
fortuna de su pueblo! No digo esto con intención de rebajar las numerosas
virtudes de este excelente rey, cuyo carácter, me doy cuenta, quedarán por
tal motivo menoscabado ante la opinión de un lector inglés. Pero supongo
que este defecto suyo proviene de la ignorancia: por no haber reducido la
política a una ciencia, como han hecho los cerebros más perspicaces de
Europa. Porque recuerdo muy bien, en una conversación con él, un día, al
ocurrírseme decir que entre nosotros se habían escrito miles de libros
sobre el arte de gobernar, que le mereció —exactamente lo contrario de lo
que era mi intención— muy mala opinión de nuestro discernimiento.
Afirmó que abominaba y despreciaba todo misterio, sutileza e intriga,
tanto en un príncipe como en un ministro. No sabía qué entendía yo por
secretos de estado, si no era con relación a un enemigo o a una nación
rival. Reducía el saber gobernar a unos límites muy estrechos: al sentido
común y la razón, a la justicia y la indulgencia, a la rápida resolución de
las causas civiles y penales, así como a otras parcelas obvias que no vale
la pena enumerar; y expresó su opinión de que quien podía sacar dos
espigas de trigo o dos hojas de hierba de un trozo de suelo que hasta el
momento había dado sólo una, merecía más del género humano, y hacía
más esencial servicio a su país, que toda la raza de políticos juntos.
El saber de este pueblo dista mucho de ser completo, ya que consiste
sólo en moral, historia, poesía y matemáticas, en las que hay que
reconocer que sobresalen. Pero la última de estas materias la aplican
enteramente a lo que puede ser útil para la vida: el mejoramiento de la
agricultura y de todas las artes mecánicas; de manera que entre nosotros
sería poco estimada. Y en cuanto a ideas, entes, abstracciones y
trascendentales, no logré metérselas en la cabeza.
Ninguna ley de ese país puede exceder en palabras al número de letras
de su alfabeto, que consta sólo de veintidós. Pero en realidad son pocas las
que alcanzan esa extensión. Están redactadas en los términos más claros y
simples, a los que esa gente no es lo bastante despierta para darles más de
una interpretación. Y escribir cualquier comentario sobre una ley es delito
capital. En cuanto a los fallos en las causas civiles o en los procesos
penales, sus precedentes son tan escasos que tienen poco motivo para
presumir de ninguna habilidad en ellos.
Cuentan con el arte de imprimir, igual que los chinos, desde tiempo
inmemorial; pero sus bibliotecas no son muy grandes; porque la del rey,
que está considerada la más grande, no contiene más de un millar de
volúmenes, ordenados en una galería de doscientos pies de larga, de la que
yo tenía libertad para sacar los libros que quisiera. El ebanista de la reina
había construido en un aposento de Glumdalclitch una especie de máquina
de madera, de una altura de veinticinco pies, en forma de una escala
plegable, con travesaños que tenían cincuenta pies de longitud. Era de
hecho una escala de tijera, cuyo lado más bajo se ponía a diez pies de la
pared de la cámara. El libro que quería leer lo apoyaba de pie contra la
pared; subía al travesaño superior de la escala, de cara al libro, y
empezaba por la cabecera de la página, andando a derecha e izquierda,
unos ocho o diez pasos, según la longitud de las líneas, hasta que llegaba
un poco por debajo del nivel de mis ojos; entonces bajaba, y seguía de este
modo, hasta que llegaba abajo; después de lo cual volvía a subir y
empezaba la página siguiente de la misma manera y daba la vuelta a la
hoja, lo que podía hacer fácilmente con las dos manos, porque eran
gruesas y tiesas como el cartón, y en los infolios más grandes no tenían
más de dieciocho o veinte pies de altas.
El estilo de los textos es claro, masculino y suelto, aunque no florido;
porque nada evitan tanto como multiplicar palabras innecesarias, o utilizar
maneras diferentes de expresar. Yo he leído muchos libros suyos, sobre
todo de historia y de moral. De estos últimos, me divertía mucho un viejo
tratado que siempre había en la alcoba de Glumdalclitch y pertenecía a su
institutriz, dama seria, entrada en años, que siempre estaba leyendo obras
de moral y de devoción. Dicho libro trataba de la debilidad del género
humano, y era poco estimado, salvo entre las mujeres y el vulgo. Sin
embargo, tuve curiosidad por ver qué podía decir un autor de ese país
sobre dicho asunto. Este abordaba todas las cuestiones habituales en los
moralistas europeos, y mostraba qué animal más pequeño, despreciable y
desvalido es el hombre en su naturaleza; cuán incapaz es de defenderse de
los rigores del tiempo y de la ferocidad de las bestias salvajes; cuánto lo
aventajaba en fuerza una criatura, en velocidad otra, en previsión una
tercera y en industria una cuarta. Añadía cómo la naturaleza había
degenerado en estas últimas etapas de decadencia del mundo, y cómo
ahora sólo engendraba pequeños abortos si se comparaba con los tiempos
antiguos. Decía que era razonable pensar no sólo que la especie de los
hombres fue originalmente mucho más grande, sino que debió de ser
gigantesca en los primeros tiempos; que, según lo mantienen la historia y
la tradición, así mismo lo confirman los enormes huesos y cráneos
casualmente exhumados en varios lugares del reino, los cuales exceden
con mucho a la común raza menguante del hombre de nuestros días.
Sostenía que las mismas leyes de la Naturaleza exigían absolutamente, al
principio, que estuviéramos hechos de una constitución más grande y
robusta, no tan expuesta a sucumbir por un pequeño accidente como la
caída de una teja de una casa, la pedrada de un crío, o ahogarse en un
riachuelo. De este modo de razonamiento, el autor extraía varias
aplicaciones morales útiles para la conducta en la vida que no hace falta
repetir aquí. Por mi parte, no pude por menos de pensar cuán
universalmente estaba extendida esta capacidad de extraer lecciones
morales, o mejor, materia de descontento y aflicción, de las luchas que
mantenemos con la Naturaleza. Y creo que si indagáramos con rigor estas
luchas, tal vez se revelarían tan faltas de fundamento entre nosotros como
entre esa gente.
En cuanto a la cuestión militar, presumen de que el ejército del rey
está formado por ciento setenta y seis mil soldados de a pie, y treinta y dos
mil de a caballo; si es que puede llamarse ejército al formado por
comerciantes de las distintas ciudades y hombres del campo, y cuyos jefes
son sólo la nobleza y la pequeña aristocracia, sin paga ni recompensa. Es
verdad que cumplen bastante bien en sus ejercicios, y con muy buena
disciplina; pero no veo gran mérito en ello; y ¿cómo podría ser de otra
manera, cuando cada campesino está bajo el mando del señor de sus
tierras, y cada ciudadano bajo el de los hombres principales de su ciudad,
elegidos por votación a la manera de Venecia?
He visto a menudo sacar a la milicia de Lorbrulgrud para hacer
ejercicios a un gran campo próximo a la ciudad, de veinte millas
cuadradas. En total no podían ser más de veinticinco mil de a pie y seis
mil de a caballo; pero me era imposible calcular su número, dado el
espacio que ocupaban. Un jinete, montado sobre un gran corcel, podía
tener una altura de unos noventa pies. He visto toda una formación de
caballería sacar sus sables a una orden, y blandirlos en el aire. ¡No puede
la imaginación concebir nada más grandioso, más impresionante, ni más
digno de asombro! Parecía como si diez mil relámpagos cayesen a un
tiempo fulgurantes desde todos los rincones del cielo.
Yo tenía curiosidad por saber cómo el príncipe, a cuyos dominios no
hay acceso desde ninguna otra región, llegó a pensar en ejércitos, o a
enseñar a su pueblo la práctica de la disciplina militar. Pero no tardé en
enterarme por conversaciones y lecturas de su historia que, en el
transcurso de muchos siglos, han sufrido la misma enfermedad a la que el
género humano está sujeto: las frecuentes contiendas de la nobleza por el
poder, del pueblo por la libertad, y del rey por el dominio absoluto. Todo
ello atemperado felizmente por las leyes de ese reino, que sin embargo han
violado a veces los tres estamentos, y han ocasionado más de una guerra
civil, a la última de las cuales puso felizmente fin el abuelo de este
príncipe mediante un acuerdo general. Y la milicia, establecida entonces
por común acuerdo, se ha mantenido hasta ahora dentro del más estricto
deber.
Capítulo VIII
El rey y la reina hacen un viaje a las fronteras. Los
acompaña el autor. Manera en que este abandona el país,
muy particularizadamente relatada. Regresa a Inglaterra.

Yo siempre había tenido un fuerte presentimiento de que algún día


recuperaría la libertad, aunque era imposible conjeturar por qué medio, ni
trazar ningún plan con una mínima perspectiva de poder llevarlo a
término. El barco en el que había llegado era, que se supiese, el primero
avistado desde esa costa; y el rey había dado órdenes estrictas de que, si
aparecía otro, fuese llevado a tierra y transportado en carreta, con
tripulación y pasajeros, a Lorbrulgrud. Estaba firmemente decidido a
conseguirme una mujer de mi tamaño con la que pudiese perpetuar la
especie; pero creo que antes me habría dejado morir que consentir el
baldón de dejar una progenie que tendrían encerrada en jaulas como
canarios, y quizá, con el tiempo, venderían por el reino como curiosidades
a personas de calidad. Desde luego, se me trataba con gran consideración:
era favorito de un gran rey y reina, y deleite de la corte; pero por esta
misma razón se conjugaba mal con la dignidad de la especie humana. No
podía olvidar a los seres queridos que había dejado atrás. Necesitaba estar
entre personas con las que poder conversar en pie de igualdad, y pasear por
las calles y el campo sin miedo a que me pisasen o me despachurrasen
como una rana un cachorrillo. Pero la liberación me llegó antes de lo que
esperaba, y de una manera muy singular: cuya historia y circunstancias
voy a relatar puntualmente:
Hacía dos años que estaba en este país; y a principios del tercero,
Glumdalclitch y yo acompañamos a los reyes en un viaje a la costa sur del
reino. Como de costumbre, me llevaron en mi caja de viaje, que, como he
descrito ya, era como un gabinete de viaje de doce pies cuadrados. Yo
había pedido que me sujetasen la hamaca, con cordones de seda, de los
cuatro ángulos superiores, a fin de amortiguar las sacudidas cuando me
llevase delante un criado a caballo, como a veces quería, y a menudo
dormía en la hamaca mientras hacíamos camino. En el techo del gabinete,
coincidiendo con el centro de la hamaca, mandé al ebanista que hiciese
una abertura cuadrada para que entrase el aire en los días de calor, con una
tapa que corriese adelante y atrás por una ranura.
Cuando llegamos al final de ese viaje, el rey juzgó conveniente pasar
unos días en un palacio que posee cerca de Flanflasnic, ciudad a dieciocho
millas inglesas de la costa. Glumdalclitch y yo estábamos muy cansados.
Yo había cogido un resfriado; pero la pobre niña se sentía tan mal que se
quedó en su aposento. Yo tenía muchas ganas de ver el océano, único
escenario capaz de brindarme la posibilidad de escapar, si se me
presentaba alguna vez. Fingí estar peor de lo que realmente me
encontraba, y pedí licencia para respirar el aire fresco del mar, con un paje
al que tenía mucho afecto, y al que a veces me habían confiado. Nunca
olvidaré de qué mala gana accedió Glumdalclitch, ni la estricta
recomendación que hizo al paje de que cuidase de mí, a la vez que
prorrumpía en un mar de lágrimas como si presintiese lo que iba a ocurrir.
El muchacho me llevó en la caja a dar un paseo de media hora del palacio
a las rocas de la costa. Le pedí que la dejase en el suelo, y tras levantar la
hoja de una ventana, lancé muchas miradas de nostalgia hacia el mar. No
me sentía muy bien, y le dije al paje que iba a descabezar un sueño en la
hamaca, lo que esperaba que me sentase bien. Me acosté, y el muchacho
bajó el cristal de la ventana para resguardarme del frío. Me quedé dormido
en seguida, y lo único que puedo suponer es que mientras dormía,
creyendo él que nada malo podía ocurrirme, se fue a las rocas a buscar
huevos de pájaros, ya que le había visto antes desde la ventana cómo
andaba buscando, y sacar uno o dos de las oquedades. Sea como fuese, el
caso es que de repente me despertó un violento tirón de la anilla que la
caja tenía en lo alto para comodidad del transporte. Sentí que elevaban la
caja muy arriba en el aire y que a continuación la llevaban a grandísima
velocidad. La primera sacudida estuvo a punto de arrojarme de la hamaca,
pero después el movimiento se hizo bastante suave. Llamé varias veces
con todas mis fuerzas, pero sin resultado. Miré por las ventanas, y no vi
otra cosa que nubes y cielo. Oía un ruido sobre mi cabeza como de
golpeteo de alas, y entonces empecé a comprender en qué trance me
hallaba: que alguna águila había agarrado la anilla de la caja con el pico,
con intención de dejarla caer contra las rocas como haría con una tortuga
con su caparazón, para luego extraer mi cuerpo y devorarlo. Porque la
sagacidad y el olfato de esta ave le permitía descubrir a su presa a gran
distancia, por muy escondido que yo pudiera estar dentro de unas tablas de
dos pulgadas.
Poco rato después noté que el ruido y batir de alas se aceleraban, y la
caja se agitaba de un lado a otro como un poste de señales en día ventoso.
Oí varios golpes o embestidas, según pensé, dirigidos contra el águila
(porque estoy seguro de que era un águila la que había agarrado con el
pico la anilla de la caja); y entonces, de repente, sentí que caía a plomo
durante un minuto, a tan increíble velocidad que casi se me cortó la
respiración. La caída paró en un terrible chapotón, que sonó a mis oídos
más fuerte que las cataratas del Niágara; después de lo cual me sumí en la
oscuridad durante otro minuto, y seguidamente la caja empezó a ascender
tan arriba que pude ver luz por la parte superior de las ventanas. Ahora
comprendí que había caído en el mar. La caja, por el peso de mi cuerpo, las
cosas que contenía, y las anchas chapas de hierro que reforzaban las cuatro
esquinas de arriba y abajo, se hundió hasta unos cinco pies. Supuse
entonces, y supongo ahora, que el águila que huía con la caja había sido
acosada por otras dos o tres, y se había visto obligada a soltarme para
defenderse de las otras, que pretendían participar de la presa. Las chapas
de hierro clavadas en la parte de abajo de la caja —que eran las más
fuertes— mantuvieron el equilibrio en la caída e impidieron que se
rompiera con el impacto. Cada junta estaba bien ensamblada; y la puerta
no giraba sobre bisagras sino que se deslizaba hacia arriba como una
ventana de guillotina, lo que hacía el gabinete tan estanco que entró
poquísima agua. Abandoné la hamaca con mucha dificultad, tras
atreverme a descorrer la tapa de la abertura del techo, así ideada, como he
dicho, para dejar entrar el aire, por cuya falta me sentía casi asfixiado.
¡Cuántas veces deseé entonces encontrarme junto a mi querida
Glumdalclitch, de la que una simple hora me había alejado tantísimo! Y
puedo decir con toda sinceridad que en medio de mis desventuras no podía
por menos de pensar en mi pobre niñera, la pena que sentiría por haberme
perdido, el disgusto de la reina, y la ruina de su porvenir. Quizá muchos
viajeros no se han visto en tan grandes dificultades y peligros como yo en
esta comprometida situación, esperando ver a cada momento cómo se
hacía añicos la caja, o la volcaba una ráfaga violenta, o una ola al romper.
Sólo una raja en el cristal de una ventana habría supuesto mi muerte
instantánea; nada habría preservado las ventanas tampoco de los
accidentes del viaje, si no llega a ser por el fuerte enrejado de alambre. Vi
cómo el agua rezumaba en varias juntas, aunque estas vías no eran de
importancia, y procuré taponarlas como pude. No conseguí levantar el
tejado del gabinete, lo que desde luego habría hecho, y me habría sentado
encima, lo que al menos me habría evitado ir encerrado en la bodega,
como puedo llamarla. Ahora bien, aunque escapase de estos peligros un
día o dos, ¿qué podía esperar sino una muerte desdichada por frío y
hambre? En esta situación estuve cuatro horas, esperando y deseando de
veras que cada momento fuera el último para mí.
Ya he contado al lector que había dos fuertes grapas hechas firmes en
la pared de la caja que carecía de ventana, por las que que pasaba una
correa el criado que solía llevarme a caballo, y se abrochaba a la cintura. Y
estando en esta desconsolada situación, oí, o al menos creí oír, una especie
de restregar en el lado de la caja donde estaban las grapas, y poco después
me dio la sensación de que arrastraban o remolcaban la caja; porque de
vez en cuando notaba una especie de tirón, que hacía que las olas se
levantasen casi hasta más arriba de las ventanas, dejándome casi a oscuras.
Esto me dio una débil esperanza de salvación; aunque no podía imaginar
quién lo hacía. Decidí desatornillar una de las sillas, que iban siempre
fijadas al suelo; y tras conseguir trabajosamente atornillarla otra vez
directamente bajo el tablero deslizante que había abierto previamente, me
subí a la silla, acerqué la boca lo más que pude a la abertura, y grité
pidiendo ayuda en todas las lenguas que conocía. Después até el pañuelo a
un bastón que llevaba normalmente y, sacándolo por el agujero, lo agité
varias veces en el aire, a fin de que, si había cerca algún bote o barco,
comprendiesen los marineros que en la caja iba encerrado un desventurado
mortal.
No vi que tuviera efecto nada de cuanto pude hacer, sino que notaba
que el gabinete se desplazaba claramente; y al cabo de una hora o más, el
lado de la caja donde estaban las grapas, y no tenía ventana chocó contra
algo duro. Supuse que era una roca, y sentí una sacudida más violenta que
nunca. Oí claros ruidos sobre la tapa del gabinete, como de un cable, y que
rozaba en ella al pasar por la anilla. A continuación noté que me izaban
poco a poco, lo menos tres pies. Así que volví a sacar el bastón con el
pañuelo, y empecé a pedir auxilio hasta enronquecer. En respuesta, oí un
gran grito que se repitió tres veces, lo que me inspiró un transporte de
alegría como sólo puede imaginar quien ha experimentado otro igual. Y
ahora oí pisadas arriba, y alguien que preguntaba a través del agujero, con
voz sonora y en lengua inglesa, que si había alguien abajo, hablase.
Contesté que era inglés, empujado por la mala suerte a la más grande
calamidad que había sufrido nunca criatura alguna, y suplicaba, por
compasión, que me liberasen de la mazmorra en que estaba. La voz replicó
que estaba a salvo, ya que habían amarrado la caja al barco, y que en
seguida vendría el carpintero y aserraría una abertura en la tapa lo bastante
grande para sacarme. Contesté que no hacía falta, que eso llevaría
demasiado tiempo; que lo único que había que hacer era que uno de la
tripulación metiese el dedo por la anilla, subiese la caja a bordo del barco,
y la llevase a la cámara del capitán. Algunos, al oír semejante desatino,
pensaron que estaba loco; otros se echaron a reír; porque lo cierto es que
ni se me había pasado por la cabeza que ahora estaba entre gente de mi
fuerza y estatura. Llegó el carpintero, y en pocos minutos aserró un paso
de alrededor de cuatro pies cuadrados, bajaron una pequeña escala, salí por
ella, y de allí me subieron al barco muy débil.
Los marineros estaban asombrados, y me hicieron mil peguntas, a las
que no me sentí con ánimo de contestar. Estaba confuso también ante la
visión de tantos pigmeos, pues por tales los tomaba al tener la vista tanto
tiempo acostumbrada a los individuos monstruosos que había dejado. Pero
el capitán, el señor Thomas Wilcocks, un hombre digno y respetable de
Shropshire, al darse cuenta de que estaba a punto de desmayarme, me
llevó a su camarote, me dio un cordial, me reanimó, y me obligó a
acostarme en su cama, aconsejándome que descansara un poco, cosa de la
que tenía gran necesidad. Antes de dormirme le dije que tenía algunos
muebles valiosos en la caja que no quería que se perdiesen: una hamaca
preciosa, una elegante litera de campo, dos sillas, una mesa y un armario;
que el gabinete estaba forrado todo por dentro, o más bien acolchado, con
seda y algodón; que si ordenaba a uno de la tripulación que lo trajera a su
camarote, se lo abriría para que lo viese, y le enseñaría mis pertenencias.
El capitán, al oírme decir todos estos absurdos, concluyó que deliraba; sin
embargo —supongo que para tranquilizarme—, me prometió dar la orden
que le pedía; subió a cubierta, y mandó bajar a algunos de sus hombres al
gabinete, del que —como supe después—, sacaron todas mis pertenencias
y arrancaron el tapizado; pero las sillas, el armario y la cama, que estaban
atornillados al suelo, sufrieron gran daño por ignorancia de los marineros,
que los arrancaron a la fuerza. Después le quitaron algunas tablas para
utilizarlas en el barco; y una vez que tuvieron todo lo que querían,
arrojaron el armatoste al mar, y dadas las numerosas rajas abiertas en las
paredes y el suelo y los lados se fue inmediatamente al fondo. Y desde
luego me alegré de no presenciar el estrago; porque seguro que me habría
afectado enormemente, al traerme a la memoria episodios de mi vida que
prefería olvidar.
Dormí unas horas, aunque asaltado continuamente por sueños sobre el
lugar que había abandonado, y sobre los peligros de los que había
escapado. Sin embargo, al despertar, me sentí bastante recuperado. Eran
ahora alrededor de las ocho de la noche; así que el capitán pidió que
trajeran la cena inmediatamente, pensando que podía llevar demasiado
tiempo sin comer. Me obsequió con gran amabilidad, al observar que no
tenía aspecto de trastornado, y que hablaba con coherencia; y cuando nos
quedamos solos me pidió que le contase sobre mis viajes, y por qué
accidente andaba a la deriva en aquel monstruoso cofre de madera. Dijo
que hacia el mediodía, al mirar con el catalejo, lo avistó a lo lejos; lo tomó
por una embarcación y decidió acercarse, ya que no necesitaba desviarse
demasiado de su rumbo, con la esperanza de comprar galleta, dado que la
que llevaba a bordo empezaba a escasear; que al aproximarse y descubrir
su error envió la lancha para averiguar qué era; que sus hombres volvieron
asustados, jurando que habían visto una casa flotante; que se echó a reír
ante tal disparate, y fue él mismo en el bote, ordenando a sus hombres que
llevasen un cable resistente; que como el tiempo era tranquilo, dieron
varias vueltas a su alrededor, y vieron las ventanas y las rejas que las
defendían; que descubrió dos grapas en una pared toda hecha de tablas, sin
vano para que entrase luz. Mandó a sus hombres que remasen hasta ese
lado, y tras amarrar el cable a una de las asas les ordenó que remolcasen el
cofre —como lo llamaban— hacia el barco. Cuando estuvo allí, dio
instrucciones para que diesen otro cable a la argolla fijada en la tapa, e
izasen el cofre mediante motones; pero ni todos los marineros juntos
consiguieron hacerlo subir más de dos o tres pies. Dijo que vieron el
bastón con el pañuelo que yo sacaba por el agujero, y concluyeron que sin
duda iba dentro algún desdichado. Pregunté si él o la tripulación habían
visto por los alrededores, en el momento de descubrirme, alguna ave
prodigiosa. A lo que contestó que, hablando de este asunto con los
marineros mientras yo dormía, uno de ellos dijo que había visto tres
águilas que volaban hacia el norte, pero que no notó que fueran más
grandes de lo normal, lo que supongo que debe atribuirse a la gran altura a
la que volaban; aunque el capitán no sospechó por qué se lo preguntaba.
Luego le pregunté a qué distancia calculaba que podíamos estar de tierra.
Dijo que según el cómputo más preciso que podía hacer estábamos lo
menos a cien leguas. Le aseguré que se equivocaba en casi la mitad,
porque yo no había abandonado el país del que venía más de dos horas
antes de caer al agua. A lo cual empezó a pensar otra vez que tenía
trastornado el cerebro, cosa que me dio a entender, y me aconsejó que me
acostase en una cámara que había ordenado disponer. Le aseguré que
estaba muy descansado gracias a sus atenciones y su compañía, y más en
mi juicio que nunca en mi vida. Entonces se puso serio, y me preguntó
abiertamente si no me turbaba la conciencia algún crimen, y si no había
sido condenado, por orden de algún príncipe, a ser abandonado en ese
cofre, como en otros países se condena a los grandes criminales a hacerse
a la mar en una nave que hace agua y sin provisiones; porque aunque
sentía haber recogido a bordo de su barco a un malvado, me daba su
palabra de desembarcarme sin daño en el primer puerto que tocáramos.
Añadió que sus sospechas habían aumentado mucho al oír las muy
absurdas palabras que había dicho al principio a los marineros, y después a
él, con relación al gabinete o cofre, así como por el extraño aspecto y
conducta mientras cenaba.
Le rogué que tuviese la paciencia de escuchar toda la historia, que le
contaría con total fidelidad, desde la última vez que abandoné Inglaterra
hasta el momento en que él me había avistado. Y como la verdad siempre
se abre paso en las mentes razonables, así este digno y justo caballero, que
tenía cierto barniz de cultura, y mucho sentido común, se convenció
inmediatamente de mi franqueza y veracidad. Pero para confirmar aún
más lo que le había contado, le rogué que diese orden de traer el armario,
cuya llave tenía en el bolsillo —porque ya me había contado cómo los
marineros lo habían sacado—; abrí el armario en su presencia, y le mostré
una pequeña colección de rarezas que había reunido en el país del que tan
extrañamente había escapado. Había un peine que me había hecho yo con
pelos de la barba del rey, y otro del mismo material, pero montado en un
recorte de uña del pulgar de la reina, que hacía de forzal. Había una
colección de agujas y alfileres de un pie a una yarda de largas; cuatro
aguijones de avispa como púas de carpintero; algunos cabellos de la reina;
un anillo de oro que ella me regaló un día con toda generosidad,
quitándoselo del dedo meñique, y pasándomelo por encima de la cabeza a
manera de collar. Rogué al capitán que tuviese la amabilidad de aceptar
este anillo en agradecimiento a sus atenciones; pero él lo rechazó de
manera irrevocable. Le enseñé un callo que había cortado con mi propia
mano a un dedo del pie de una dama de honor; era del tamaño de una
manzana de Kent, y había endurecido tanto que al regresar a Inglaterra lo
mandé tallar en forma de vaso y engastar en plata. Finalmente, le pedí que
se fijase en los calzones que yo llevaba puestos, hechos con piel de ratón.
No pude convencerlo de que aceptase nada, salvo una muela de un
lacayo que vi que examinaba con gran curiosidad, y noté que le gustaba.
La recibió con abundantes muestras de agradecimiento, más de las que
semejante bagatela merecía. Se la había extraído un cirujano poco hábil,
equivocadamente, a un criado de Glumdalclitch al que le dolía, pero que la
tenía tan sana como la que más. La había limpiado y me la había guardado
en el armario. Tenía como un pie de larga, y unas cuatro pulgadas de
diámetro. El capitán se consideró totalmente satisfecho con la sencilla
relación que acababa de hacerle, y dijo que esperaba que, cuando volviese
a Inglaterra, complaciera al mundo dándola a la prensa y haciéndola
pública. Le contesté que consideraba que estábamos sobradamente
abastecidos de libros de viajes; que nada ocurría en la actualidad que no
fuera extraordinario, lo que me hacía temer que para algunos contaba
menos la verdad que su propia vanidad o interés, o divertir a lectores
ignorantes. Que mi historia podía contener poca cosa, aparte de sucesos
corrientes, sin esas ornamentales descripciones de plantas, árboles, aves y
otros animales; o de las costumbres bárbaras e idolatría de los pueblos
salvajes, en lo que insisten la mayoría de los escritores. Sin embargo, le
agradecía su buena opinión, y prometía considerar tal posibilidad.
Dijo que había una cosa que le extrañaba muchísimo, y era que hablase
tan alto, y me preguntó si el rey o la reina de ese país eran sordos. Le dije
que esa había sido mi manera de hablar durante más de dos años; y que
admiraba mucho el tono en que hablaban él y sus hombres, que parecía un
susurro, aunque los entendía perfectamente. Pero en aquel país, cuando
hablaba yo era como si un hombre hablara desde la calle a otro asomado
en lo alto de un campanario, salvo cuando me ponían encima de una mesa,
o alguien me tenía en su mano. Le dije asimismo que había observado otra
cosa: que al subir a bordo al principio, y me rodearon todos los marineros,
pensé que eran los seres más pequeños e insignificantes que había visto.
Porque desde luego, mientras estuve en el país de ese príncipe, no
soportaba mirarme en un espejo, dado que tenía los ojos acostumbrados a
tan seres prodigiosos, y la comparación me daba una idea bastante
despreciable de mí. El capitán dijo que, mientras cenábamos, había
observado que lo miraba todo como con extrañeza, y que a menudo le daba
la impresión de que yo estaba a punto de no poder contener la risa, y no
sabía muy bien cómo interpretarlo, aunque lo había atribuido a algún
desequilibrio de mi cerebro. Le contesté que era muy cierto; y me
sorprendía poderme dominar cuando veía los platos del tamaño de una
moneda de plata de tres peniques, una pierna de cerdo que apenas tenía un
bocado, un vaso como una cáscara de nuez… y así seguí describiéndole, en
ese mismo tenor, el resto del servicio y las provisiones. Porque, aunque la
reina había mandado hacer un pequeño juego de objetos necesarios para
mí mientras estuviese a su servicio, sin embargo yo me formaba las
nociones según lo que veía a mi alrededor, y cerraba los ojos a mi propia
pequeñez, como los cierra la gente a sus propios defectos. El capitán
comprendió muy bien mi sorna, y replicó alegremente con el viejo
proverbio inglés, que se temía que tenía yo los ojos más grandes que la
tripa, porque no veía que mi estómago fuera tan bueno, aunque había
ayunado todo un día; y siguiendo la broma, afirmó que con gusto habría
pagado cien libras por ver mi gabinete en el pico del águila, y su caída,
después, desde una gran altura al mar; lo que sin duda había sido de lo más
asombroso, y digno de contar a las generaciones venideras; y la
comparación con Faetón era tan evidente que no pudo por menos de aludir
a ella; aunque a mí no me hizo mucha gracia la agudeza.
El capitán, que había estado en Tonkín, de regreso a Inglaterra fue
empujado hacia el noreste, hasta la latitud de 44 grados, y longitud 143.
Pero tras encontrar un viento alisio dos días después que llegara yo a
bordo, navegamos hacia el sur mucho tiempo y, costeando Nueva Holanda,
mantuvimos nuestro rumbo oeste-suroeste, y luego sur-suroeste, hasta que
doblamos el Cabo de Buena Esperanza. El viaje fue muy próspero; pero no
aburriré al lector con un diario de él. El capitán tocó uno o dos puertos, y
mandó la lancha por provisiones y agua dulce, aunque no abandonó el
barco ni una sola vez hasta que entramos en las Lomas, que fue el día 3 de
junio de 1706, unos nueve meses después de mi huida. Ofrecí dejar mis
pertenencias como garantía del pago de mi pasaje; pero el capitán dijo que
no me aceptaría un cuarto de penique. Nos despedimos cordialmente, y le
hice prometer que vendría a visitarme a mi casa de Redriff. Y con cinco
chelines que me prestó el capitán, alquilé un caballo y un guía.
Mientras iba de camino, observando la pequeñez de las casas, de los
árboles, del ganado y de la gente, empecé a pensar que estaba en Liliput.
Temía atropellar a cada viajero con el que me cruzaba, y a menudo les
gritaba que se apartasen del camino, por lo que casi me parten la cabeza
una o dos veces por mi impertinencia.
Cuando llegué a mi casa —por la que me vi obligado a preguntar—, al
abrir la puerta un criado me agaché para entrar (como hace un ganso para
pasar por debajo de una cerca) por temor a chocar con la cabeza. Mi
esposa salió corriendo a abrazarme, pero yo me agaché más abajo de sus
rodillas, convencido de que de otro modo no me llegaría a la boca. Mi hija
se arrodilló para recibir mi bendición, pero no conseguí verla hasta que se
levantó, tal era la costumbre que tenía de estar con la cabeza y los ojos
vueltos hacia arriba para mirar hacia una altura de más de sesenta pies; y
seguidamente quise levantarla con una mano cogiéndola por la cintura.
Miré a los criados y a uno o dos amigos que estaban en casa como si
fuesen pigmeos y yo un gigante. Le dije a mi esposa que había sido
demasiado ahorrativa, porque observaba que, con las privaciones, tanto a
ella como a su hija las encontraba muy empequeñecidas. En resumen, me
comporté de manera tan insólita que todos fueron de la opinión del capitán
al principio de verme, y concluyeron que había perdido el juicio. Cito esto
como ejemplo del gran poder del hábito y el prejuicio.
En poco tiempo la familia, los amigos y yo llegamos a un correcto
entendimiento; pero mi esposa declaró que no volvería a embarcar nunca
más; aunque mi mala estrella tenía dispuesto que no iba ella a poder
impedirlo, como el lector averiguará a continuación. Entretanto, concluyo
aquí la segunda parte de mis infortunados viajes.

FIN DE LA PARTE SEGUNDA


Capítulo I
El autor emprende su tercer viaje. Es apresado por unos
piratas. Malicia de un holandés. Su llegada a una isla. Es
acogido en Laputa.

No llevaba en casa más de diez días, cuando vino a verme el capitán


William Robinson, hombre de Cornualles, que mandaba el Hope-well, un
sólido barco de trescientas toneladas. Yo había ido de cirujano de otro
barco del que él era patrón, y propietario de una cuarta parte, en un viaje al
Levante; siempre me había tratado más como a un hermano que como a un
oficial inferior, y al enterarse de mi llegada vino a hacerme una visita,
según deduje, sólo por amistad; porque no hablamos de otras cosas que las
habituales después de largas ausencias. Pero tras repetir la visita muchas
veces, y manifestar su alegría por verme en buena salud, me preguntó si
me había estabilizado ya definitivamente, añadiendo que se proponía hacer
un viaje a las Indias Orientales en el espacio de dos meses; por último me
invitó claramente, aunque con disculpas, a ir de cirujano; que tendría a mis
órdenes a otro cirujano, además de nuestros dos oficiales; que mi sueldo
sería el doble de la paga habitual; y que teniendo en cuenta que mis
conocimientos en asuntos de la mar eran al menos iguales que los suyos,
asumiría tomar cualquier medida conforme a mi consejo, tanto como si
tuviera parte en el mando.
Dijo tantas cosas amables, y le sabía tan honrado, que no pude rechazar
su proposición; las ansias de ver mundo, a pesar de mis pasadas
desventuras, seguían siendo tan grandes como siempre. La única dificultad
estaba en convencer a mi esposa; sin embargo obtuve finalmente su
consentimiento, por la perspectiva de unas ganancias que ella deseaba para
sus hijos.
Zarpamos el día 5 de agosto de 1706 y llegamos al fuerte St. George el
11 de abril de 1707. Estuvimos allí tres semanas a fin de que la tripulación
se repusiera, dado que muchos hombres estaban enfermos. De allí fuimos
a Tonkín, donde el capitán decidió continuar algún tiempo, porque gran
parte del género que pretendía comprar aún no estaba listo, ni esperaba
que lo pudiesen expedir en varios meses. Así que, con la esperanza de
cubrir ciertos gastos que debía afrontar, compró una balandra, la cargó con
diversos géneros con los que los tonquineses comercian normalmente con
las islas vecinas y, tripulándola con catorce hombres, de los que tres eran
del país, me nombró a mí patrón, y me dio poderes para comerciar,
mientras él se ocupaba de sus asuntos en Tonkín.
No hacía más de tres días que habíamos salido, cuando se levantó una
gran borrasca que nos abatió durante cinco días en dirección nor-noroeste,
y luego al este; después de lo cual tuvimos tiempo despejado, aunque con
viento fuerte del oeste. Al décimo día nos persiguieron dos piratas que no
tardaron en alcanzarnos; porque la balandra iba tan hundida por la carga
que navegaba despacio; y tampoco estábamos en condiciones de
defendernos.
Fuimos abordados a la vez por los dos piratas, que entraron
furiosamente a la cabeza de sus hombres; pero al hallarnos tumbados boca
abajo —porque así había dado yo orden—, nos maniataron con fuertes
cuerdas, nos pusieron una guardia, y pasaron a registrar la balandra.
Observé entre ellos a un holandés que parecía tener alguna autoridad,
aunque no mandaba ninguna de las dos embarcaciones. Se dio cuenta por
nuestros rasgos de que éramos ingleses y, farfullando en su propia lengua,
juró que nos iba a atar espalda con espalda y arrojarnos al mar. Yo hablaba
holandés pasablemente; así que le dije quiénes éramos, y le supliqué, en
consideración a que éramos cristianos y protestantes de países vecinos, y
en estricta alianza, que pidiese a los capitanes alguna compasión para
nosotros. Esto encendió su rabia; repitió sus amenazas y, volviéndose a sus
compañeros, habló con gran vehemencia en lengua japonesa, supongo,
utilizando muchas veces la palabra cristianos.
La más grande de las naves piratas estaba mandada por un capitán
japonés que hablaba un poco de holandés, aunque muy mal. Se llegó a mí
y, tras varias preguntas, a las que contesté con gran humildad, dijo que no
moriríamos. Hice al capitán una profunda inclinación de cabeza y,
volviéndome después al holandés, le dije que sentía hallar más compasión
en un pagano que en un hermano cristiano. Pero no tardé en tener motivos
para arrepentirme de estas palabras estúpidas; porque el malvado réprobo,
tras esforzarse sin resultado en convencer a los dos capitanes de que
debían arrojarme al mar —a lo que no cedieron después de la promesa que
me habían hecho, de que no moriría—, logró que accedieran a que se me
aplicase un castigo peor que la muerte según toda humana apariencia. Mis
hombres fueron trasladados, divididos en igual número, a ambos barcos
piratas, y la balandra recibió otra tripulación. En cuanto a mí, decidieron
dejarme a la deriva, en una pequeña canoa, con pagayas y una vela, y
provisiones para cuatro días, cuya duración el capitán japonés tuvo la
amabilidad de doblar con sus propias vituallas, y no consintió que ningún
hombre me registrase. Bajé a la canoa, mientras el holandés, de pie en la
cubierta, descargaba sobre mí todas las maldiciones e injurias que su
lengua podía proporcionar.
Una hora antes de que avistásemos a los piratas más o menos había
tomado yo una observación, y había averiguado que estábamos en la
latitud de 46 N y longitud 183. Cuando aún me hallaba a cierta distancia
de los piratas, descubrí con el catalejo de bolsillo, al sureste, varias islas.
Así que desplegué la vela, ya que el viento era favorable, con el propósito
de ganar la más cercana de esas islas, cosa que conseguí en unas tres
horas. Era totalmente rocosa, aunque encontré muchos huevos de aves; y
haciendo chispa, encendí una fogata con algas secas, con la que cocí los
huevos. No cené nada más, decidido a alargar las provisiones lo más
posible. Pasé la noche al cobijo de una roca, extendiendo un poco de brezo
debajo de mí, y dormí bastante bien.
Al día siguiente me dirigí a otra isla, y de allí a una tercera, y a una
cuarta, unas veces utilizando la vela, y otras las pagayas. Pero para no
aburrir al lector con los pormenores de mis desventuras, baste decir que al
quinto día llegué a la última isla que había visto, situada al sur-sureste de
la primera.
La isla estaba más distante de lo que yo esperaba, de manera que no
tardé menos de cinco horas en llegar a ella. Le di un rodeo casi completo
antes de encontrar un lugar conveniente donde desembarcar, que era un
pequeño entrante, unas tres veces el ancho de la canoa. Descubrí que la
isla era toda rocas, sólo un poco entremezcladas con hierbas y matas
olorosas. Saqué mis escasas provisiones, y tras reponer fuerzas, guardé el
resto en una cueva, de las que había gran número. Conseguí gran cantidad
de huevos en las rocas, y recogí buena cantidad de algas y hierba seca, con
lo que pensé hacer fuego al día siguiente, para asar los huevos lo mejor
posible —ya que tenía pedernal, eslabón, mecha y un cristal de aumento
—. Pasé la noche tumbado en la cueva donde había guardado las
provisiones. De lecho me sirvieron las mismas hierbas y algas secas que
tenía para hacer fuego. Dormí muy poco, ya que las inquietudes del
cerebro prevalecieron sobre el cansancio y me tuvieron desvelado.
Pensaba en lo imposible que era sobrevivir en un medio tan desolado, y lo
desdichado que sería mi fin. Sin embargo, sentía tal indiferencia y
desaliento que no tenía ánimo para levantarme; y antes de que reuniera
suficiente valor para salir de la cueva el día había avanzado ya bastante.
Anduve un rato por las rocas; el cielo estaba totalmente despejado, y el sol
calentaba tanto que tenía que apartar la cara, cuando, de repente, se
oscureció, me pareció a mí, de manera totalmente distinta de como ocurre
cuando se interpone una nube. Me volví, y descubrí entre el sol y yo un
cuerpo inmenso y opaco que se desplazaba hacia la isla: parecía estar a
unas dos millas de altura, y ocultó el sol durante seis o siete minutos; pero
no noté que el aire se volviera más frío ni el cielo más oscuro que si me
hubiera puesto a la sombra de una montaña. Al acercarse al lugar donde yo
estaba, adquirió aspecto de una masa corpórea, con la parte inferior plana,
lisa, y resplandeciente a causa del reflejo del mar que tenía debajo. Yo me
encontraba en una elevación, a unas doscientas yardas de la orilla; y vi
cómo este cuerpo inmenso descendía casi hasta situarse a mi altura, a
menos de una milla inglesa de distancia. Saqué el catalejo de bolsillo, y
pude divisar claramente varias personas que subían y bajaban a sus bordes,
que parecían en pendiente; aunque no podía distinguir qué hacía esa gente.
El natural apego a la vida me inspiró un movimiento interior de júbilo,
y me sentí inclinado a esperar que esta aventura me ayudara de alguna
forma a liberarme del desolado lugar y situación en que me encontraba.
Pero, a la vez, no puede hacerse el lector idea de mi asombro, al ver una
isla en el aire, habitada por hombres capaces —como parecía— de subirla
o bajarla, o hacer que avanzase, según deseaban. Pero dado que no estaba
en esos momentos en situación de ponerme a filosofar sobre dicho
fenómeno, decidí observar qué curso tomaba la isla; porque de momento
se había quedado inmóvil. Pero poco después siguió acercándose, y pude
ver sus lados, cercados por galerías a distintos niveles, con escalinatas a
intervalos, para bajar de unas a otras. En la galería de más abajo vi
personas pescando con largas cañas, y a otras que miraban. Agité el gorro
(el sombrero hacía tiempo que se me había estropeado) y el pañuelo hacia
la isla; y al acercarse más, llamé y grité con todas mis fuerzas; y entonces,
muy circunspectamente, observé que la multitud se agolpaba en el lado
que tenía yo más a la vista. Observé, porque señalaban hacia mí y se
volvían unos hacia otros, que me habían descubierto, aunque no hacían
nada por contestar a mis llamadas. Pero distinguí que cinco o seis corrían
apresuradamente escaleras arriba, hacia lo alto de la isla, y desaparecieron
a continuación. Deduje acertadamente que habían sido enviados para
recibir órdenes de quien tuviera la autoridad en ese momento.
El número de personas fue en aumento, y menos de media hora
después pusieron la isla en movimiento, y se elevó, de manera que la
galería más baja se situó paralela a la altura donde yo estaba, a menos de
cien yardas de distancia; entonces adopté una actitud de lo más suplicante,
y les hablé en el tono más humilde; pero no obtuve respuesta. Los que
tenía más cerca, frente a mí parecían personas distinguidas, como deduje
por sus ropas. Hablaban gravemente entre sí, mirando a menudo en mi
dirección. Por último, uno de ellos habló en un dialecto claro, cortés,
suave, no muy distinto del italiano; así que respondí en esa lengua,
esperando al menos que la cadencia fuera más grata a sus oídos. Aunque
no nos entendimos, sin embargo adivinaron fácilmente lo que les decía,
porque la gente se daba cuenta de lo angustioso de mi situación.
Me hicieron seña de que bajase de la roca y fuese hacia la orilla, cosa
que hice; y elevándose la isla volante a una altura conveniente, con el
borde directamente encima de mí, arriaron una cadena desde la galería
inferior, con un asiento hecho firme en el extremo, en el que me acomodé,
y fui izado mediante motones.
Capítulo II
Descripción del humor y talante de los laputanos. Relación
sobre su saber. Del rey y su corte. Recibimiento en ella del
autor. Los habitantes sufren temores e inquietudes.
Descripción de las mujeres.

Al bajarme del asiento me rodeó una multitud; pero los que estaban más
cerca parecían personas de más calidad. Me miraron con todas las muestras
y manifestaciones de asombro; pero no lo estaba yo menos respecto de
ellos, ya que hasta entonces no había visto una raza de mortales tan
singular en cuanto a figura, atuendo y semblante. La cabeza la tenían todos
ladeada a la derecha o a la izquierda; un ojo lo teñían vuelto hacia dentro, y
el otro miraba directamente al cénit. Sus ropas externas estaban adornadas
con figuras de soles, lunas y estrellas que se entremezclaban con violines,
flautas, arpas, trompetas, guitarras, clavecines y multitud de instrumentos
musicales desconocidos en Europa. Observé que había muchos, aquí y allá,
con vestimenta de criados, con una vejiga hinchada atada al extremo de un
bastón corto, como un mayal, que llevaban en la mano. Cada vejiga
contenía una pequeña cantidad de guisantes secos, o pequeños guijarros —
como me informaron después—. Con estas vejigas golpeaban de vez en
cuando a los que tenían cerca en la boca o en las orejas, práctica cuyo
sentido no era capaz de hacerme la más remota idea; al parecer, el cerebro
de esta gente se abstrae de tal modo en especulaciones que no son capaces
de hablar ni prestar atención al discurso de otro, a menos que alguna acción
externa sobre sus órganos del habla o del oído les saque del
ensimismamiento; motivo por el cual las personas que pueden permitírselo
tienen siempre un zurrador (su denominación original es climenole) en la
familia, como un criado más, y nunca salen ni hacen una visita sin hacerse
acompañar por este. Y la función de tal agente es, cuando se reúnen dos o
tres personas, golpear suavemente con la vejiga en la boca al que debe
hablar, y en la oreja a aquel o aquellos a los que se dirige el hablante. Dicho
zurrador se dedica asimismo a acompañar diligentemente a su amo en sus
paseos, y a darle con suavidad de vez en cuando en los ojos, porque este se
halla siempre tan inmerso en meditaciones que corre claro peligro de
caerse en cada precipicio, y golpearse la cabeza con cada poste y, en las
calles, de arrojar a la gente, o la gente a él, al arroyo.
Era preciso dar al lector esta información, ya que sin ella se encontraría
en el mismo estado de perplejidad que yo, para entender el proceder de esta
gente, cuando me hicieron subir por la escalinata a la parte superior de la
isla, y de allí al palacio real. Mientras subíamos se olvidaron varias veces a
qué iban y me dejaron solo, hasta que los zurradores les despertaban la
memoria; porque no les decía absolutamente nada la visión de mi atuendo,
ni mi aspecto extranjero, ni los gritos del vulgo, cuyo pensamiento y
cerebro eran menos propensos a la concentración.
Finalmente entramos en el palacio, y nos dirigimos a la cámara de
audiencias, donde vi al rey sentado en su trono, acompañado de varias
personas principales a cada lado. Delante del trono había una gran mesa
llena de globos, esferas e instrumentos matemáticos de todas clases. Su
majestad no advirtió nuestra presencia, aunque nuestra entrada no dejó de
causar suficiente revuelo, al acudir todas las personas pertenecientes a la
corte. Pero en esos momentos se hallaba absorto en un problema, y tuvimos
que esperar lo menos una hora antes de que lograra resolverlo. Tenía junto a
él, a cada lado, un joven paje, cada uno con su zurriago en la mano, y al
notar que se quedaba alelado, uno de ellos le golpeó suavemente en la boca,
y el otro en la oreja derecha; a lo cual se sobresaltó como el que despierta
de súbito; y mirándome a mí, y a los que me acompañaban, se acordó del
motivo de nuestra llegada, de la que había sido informado previamente.
Dijo unas palabras, a lo que en seguida un mancebo con zurriago se llegó a
mí y me dio suavemente en la oreja derecha; pero yo le indiqué lo mejor
que pude con una seña que no hacía falta que usara de dicho instrumento; lo
que, como me enteré más tarde, hizo que su majestad y la corte entera se
formasen una opinión muy pobre de mi inteligencia. El rey, según pude
deducir, me hizo varias preguntas, y yo le hablé en todas las lenguas que
conocía. Cuando se hizo evidente que ni le comprendía ni era comprendido,
me condujeron, por orden suya, a un aposento de su palacio (este príncipe
destacaba sobre sus predecesores por su hospitalidad con los
desconocidos), donde me asignaron dos criados para que me asistiesen. Me
trajeron la comida, y cuatro personajes de calidad, a los que recordaba
haber visto muy cerca de la persona del rey, me honraron comiendo
conmigo. Nos trajeron dos servicios de tres platos cada uno. El primero
consistió en paletilla de cordero, cortada en forma de un triángulo
equilátero, un filete de vaca de forma romboidal y un budín cicloidal. El
segundo menú consistió en dos patos ensartados de manera que parecían
violines, salchichas con aspecto de flautas y oboes, y pecho de ternera en
forma de arpa. Los sirvientes nos cortaron el pan en conos, cilindros,
paralelogramos y otras figuras matemáticas.
Mientras comíamos tuve el atrevimiento de preguntar los nombres de
varias cosas en su lengua, y aquellos nobles personajes, con la ayuda de sus
zurradores, me contestaron de buen grado, esperando con ello que admirara
aún más su gran inteligencia, si lograban que conversara con ellos. Poco
después fui capaz de pedir pan, bebida y cualquier cosa que necesitara.
Después de comer se retiraron los que me habían acompañado, y se me
envió una persona, por orden del rey, asistida por un zurrador. Trajo consigo
pluma, tinta y papel, y tres o cuatro libros; y me dio a entender por señas
que había sido enviado para enseñarme la lengua. Estuvimos trabajando
cuatro horas, tiempo en el que escribí gran número de palabras, en
columnas, con su traducción enfrente; asimismo conseguí aprender varias
frases breves. Porque mi profesor ordenaba a uno de mis criados ir por
algo, darse la vuelta, saludar con la cabeza, sentarse, levantarse caminar y
cosas por el estilo. Luego lo escribía. También me mostró, en un libro las
figuras del sol, la luna, las estrellas, el zodíaco, los trópicos y los círculos
polares, junto con el nombre de muchas figuras planas y tridimensionales.
Me dio el nombre y la descripción de todos los instrumentos musicales, así
como los términos generales del arte de tocar cada uno de ellos. Cuando se
marchó, puse todas las palabras con su traducción por orden alfabético, y
así, en pocos días, con ayuda de mi fidelísima memoria, adquirí ciertas
nociones de su lengua.
La palabra que yo interpreto por isla volante o flotante es, en su
original Laputa, de la que no llegué a saber nunca la verdadera etimología.
Lap, en la vieja lengua arcaizante, significa «alto», y untuh «gobernador»,
términos de los que dicen que deriva, laputa por corrupción de lapuntuh.
Pero a mí no me convence esa etimología, ya que me parece algo forzada.
Me atreví a sugerir a los entendidos una teoría personal: que laputa era casi
lap outed; lap significaba propiamente el cabrilleo de los rayos del sol en el
mar; y outed «ala»; teoría que no obstante no pretendo imponer, sino que la
someto al lector juicioso.
Aquellos a los que el rey me había confiado, al observar lo mal vestido
que iba, hicieron venir un sastre a la mañana siguiente, a tomarme las
medidas para un traje. Este artesano hizo su trabajo de manera diferente de
como se trabaja dicho oficio en Europa. Primero me tomó la talla con un
cuadrante; luego, con regla y compases, describió las dimensiones y
contorno de todo mi cuerpo, pasándolo todo al papel; y a los seis días me
trajo la ropa muy mal confeccionada, y completamente deforme, porque
había equivocado una cifra en los cálculos. Pero, para mi consuelo,
comprobé que tales accidentes eran bastante frecuentes y poco tenidos en
cuenta.
Durante mi reclusión por falta de ropa, y por una indisposición que me
retuvo varios días más, amplié bastante mi diccionario; y cuando volví a
comparecer ante la corte, fui capaz de comprender muchas cosas que el rey
dijo, y contestar amablemente a algunas de sus preguntas. Su majestad
había dado orden de desplazar la isla hacia el noreste y este derecho, hasta
la vertical sobre Lagado, metrópoli del reino en tierra firme. Estaba a unas
noventa leguas de distancia, y nuestro viaje duró cuatro días y medio. No
noté en absoluto el movimiento progresivo que la isla efectuaba en el aire.
A la segunda mañana, hacia las once, el propio rey en persona, acompañado
de su nobleza, cortesanos y oficiales, una vez preparados todos los
instrumentos musicales, tocaron durante tres horas sin descanso, de manera
que acabé completamente atontado por el ruido; pero no tenía idea de su
significado, hasta que me lo explicó mi profesor. Dijo que la gente de la
isla tenía los oídos adaptados para oír la música de las esferas, que siempre
tocaban en determinados periodos, y en la corte estaban ahora dispuestos a
interpretar su parte con los instrumentos que más destacaran.
Durante el viaje a Lagado, la capital, su majestad ordenó detener la isla
sobre determinadas ciudades y pueblos, a fin de poder recoger las
peticiones de sus súbditos. Con tal objeto se bajaron varios bramantes con
pequeñas pesas en el extremo. La gente ataba sus peticiones a estos
bramantes, que eran subidos inmediatamente, como los papeles que los
escolares atan en el rabo de la cometa para estabilizarla. A veces
recibíamos vino y provisiones de abajo, que se subían con aparejos.
Los conocimientos que tenía de matemáticas me fueron de gran ayuda
para adquirir su fraseología, que dependía en gran medida de esa ciencia y
de la música; y en cuanto a esta última, no me era desconocida. Sus ideas
están continuamente haciendo referencia a líneas y figuras. Si por ejemplo
quieren alabar la belleza de una mujer, o de cualquier otro animal, la
describen como rombos, círculos, paralelogramos, elipses y demás
términos geométricos, o mediante términos sacados del arte de la música
que no hace falta repetir aquí. Observé en la cocina del rey toda suerte de
instrumentos matemáticos y musicales, según la figura que querían dar a
los asados que servían a la mesa de su majestad.
Sus casas están muy mal construidas, las paredes están inclinadas, y no
hay un solo ángulo recto en ningún aposento, defecto que proviene del
menosprecio en que tienen la geometría práctica por considerarla vulgar y
mecánica; las instrucciones que dan son demasiado elevadas para el
entendimiento de sus trabajadores, que cometen continuos errores. Y
aunque son bastante diestros sobre una hoja de papel con el manejo de la
regla, el lápiz y el compás, aunque en las actividades corrientes y en la vida
cotidiana no he visto gente más torpe, tosca y desmañada, ni más lenta y
perpleja en sus ideas respecto a todos los terrenos, salvo el de las
matemáticas y la música. Son muy malos razonadores, y muy dados a
polemizar, menos cuando su opinión es la correcta, lo que ocurre rara vez.
La imaginación, la fantasía y la invención les son totalmente ajenas, y no
existen en su lengua términos con que expresar esas ideas; todo el ámbito
de su pensamiento y de su entendimiento se circunscribe a las dos
mencionadas ciencias.
Casi todos, y en especial los que se relacionan con la parte astronómica,
poseen una gran fe en la astrología judiciaria, aunque les da vergüenza
reconocerlo en público. Pero lo que yo admiraba principalmente, y me
parecía de lo más inexplicable, era la fuerte propensión que observé en
ellos hacia las noticias y la política, ya que estaban siempre inquiriendo
sobre los asuntos públicos, emitiendo juicios sobre cuestiones de estado, y
discutiendo apasionadamente cada pulgada de opinión de los partidos. He
observado, desde luego, la misma disposición en la mayoría de los
matemáticos de Europa que he conocido, aunque jamás he logrado
encontrar la menor analogía entre las dos ciencias; a no ser que esta gente
crea que por el hecho de que el más pequeño círculo tenga los mismos
grados que el más grande, la regulación y gobierno del mundo no requieren
más habilidad que la de manejar y hacer girar un globo terráqueo: aunque
creo que esa tendencia proviene de una debilidad muy común de la
naturaleza humana, que nos inclina a ser más curiosos y vanidosos en
materias con las que tenemos relación, y para las que, por estudio o por
naturaleza, estamos menos preparados.
Esta gente es presa de continuas inquietudes, y jamás disfruta de un
minuto de paz interior; y sus tribulaciones provienen de causas que afectan
poco al resto de los mortales. Sus temores se deben a diversos cambios que
puedan acontecer a los cuerpos celestes. Por ejemplo, que la tierra, debido a
los continuos acercamientos del sol, sea absorbida o tragada por este en el
transcurso del tiempo; que la faz del sol quede poco a poco recubierta de
una costra de sus propios efluvios, y deje de iluminar al mundo; que la
tierra se ha librado por muy poco de que la barriera la cola del último
cometa, lo que infaliblemente la habría reducido a cenizas; y que el cometa
siguiente, que han calculado que pasará dentro de treinta y un años, nos
destruirá con toda probabilidad. Porque, si en su perihelio se acercase a
determinada distancia del sol (como tienen motivos para temer, según sus
cálculos), adquirirá un grado de calor diez mil veces más intenso que el del
hierro al rojo; y al irse del sol, llevará una cola llameante un millón catorce
millas de larga; con lo que si la tierra pasase a la distancia de cien mil
millas del núcleo, o principal cuerpo del cometa, se inflamaría y se
reduciría a cenizas; que el sol, al emitir sus rayos diariamente sin ningún
nutriente que lo alimente, se consumirá y se apagará por completo, lo cual
irá acompañado de la destrucción de esta tierra y de todos los planetas que
reciben su luz de él.
Están tan perpetuamente alarmados con el temor de estos y parecidos
peligros inminentes que no pueden ni dormir tranquilamente en la cama, ni
disfrutar de placeres o diversiones corrientes de la vida. Cuando se
encuentran con un conocido por la mañana, la primera pregunta es sobre la
salud del sol, qué aspecto tenía a la puesta y a la salida, y qué esperanzas
hay de esquivar el choque con el cometa que se aproxima. Esta
conversación suelen abordarla con el mismo ánimo que los chicos cuando
se deleitan oyendo historias terribles de espíritus y duendes, que las
escuchan embelesados, y no quieren irse a la cama por miedo.
Las mujeres de la isla son muy pletóricas; desdeñan a sus maridos, y les
gustan extraordinariamente los forasteros, de los que siempre hay muchos
del continente de abajo, que acuden a la corte, bien por asuntos de las
diversas ciudades y ayuntamientos, o por cuestiones particulares; aunque
son menospreciados porque carecen del talento de los de arriba. Las damas
escogen entre estos a sus galanes; pero lo irritante es que actúan con
demasiado descaro y seguridad, porque el marido está siempre embebido
en sus meditaciones, de manera que esposa y amante pueden entregarse a
las mayores familiaridades en su cara, con tal que él esté provisto de papel
y utensilios, y no tenga al zurrador a su lado.
Las esposas e hijas lamentan su confinamiento en la isla, aunque la
consideran el lugar más delicioso de la tierra; y aunque viven aquí en
medio de la mayor abundancia y magnificencia, y se les permite hacer lo
que les plazca, anhelan ver mundo y divertirse en la metrópoli, cosa que no
pueden hacer sin un permiso especial del rey; lo que no es fácil de obtener,
porque la gente de calidad ha comprobado por frecuentes experiencias cuán
difícil es convencer a sus esposas de que regresen de abajo. Y me contaron
que una gran dama de la corte, que tenía varios hijos y estaba casada con el
primer ministro, el hombre más rico del reino, muy gallardo de persona,
sumamente enamorado de ella, y dueño del palacio más hermoso de la isla,
bajó a Lagado, con un pretexto de salud, y se ocultó allí varios meses, hasta
que el rey dio orden de buscarla, y la hallaron en un figón oscuro, vestida
con harapos porque había empeñado las ropas para mantener a un lacayo
viejo y deforme que le pegaba diariamente, y de cuyo lado la arrancaron
muy contra su voluntad. Y aunque su marido la recibió con toda
benevolencia, y sin el más mínimo reproche, no tardó ella en arreglárselas
para bajar furtivamente otra vez, con todas sus joyas, a reunirse con el
mismo galán, y desde entonces no se ha sabido nada de ella.
Quizá le parezca esto al lector más una historia europea o inglesa, que
un sucedido de un país tan remoto. Pero debe tener en cuenta que los
caprichos femeninos no están limitados por ningún clima ni nación, y que
son mucho más uniformes de lo que fácilmente cabe imaginar.
En espacio de un mes conseguí un relativo dominio de su lengua, y era
capaz de contestar a las preguntas del rey, cuando tenía el honor de
acompañarle. Su majestad no mostraba la más mínima curiosidad por las
leyes, gobierno, historia, religión y costumbres de los países en los que yo
había estado, sino que limitaba sus preguntas a la situación de las
matemáticas, y acogía la explicación que yo le daba con gran desdén e
indiferencia; aunque a menudo lo despertaban los zurradores que tenía a
cada lado.
Capítulo III
Solución de un fenómeno por la filosofía y la astronomía
modernas. Grandes avances de los laputanos en esta
última. Método del rey para sofocar insurrecciones.

Pedí permiso a este príncipe para ver las curiosidades de la isla, cosa que
él graciosamente se dignó concederme, y ordenó a mi profesor que me
acompañase. Yo quería sobre todo saber a qué causa artificial o natural
debía sus diversos movimientos, de lo que paso ahora a dar una
explicación filosófica al lector.
La isla volante, o flotante, es totalmente circular, de un diámetro de
7.837 yardas, o unas cuatro millas y media, y por consiguiente abarca diez
mil acres. Tiene trescientas yardas de grosor. Su parte inferior, o base,
visible a los que la miran desde abajo, es una placa de diamante que se
alza a una altura de doscientas yardas. Sobre ella se encuentran los
diversos minerales en su orden habitual, y encima de todo hay un manto de
rica tierra vegetal de diez o doce pies de espesor. El declive de la
superficie de arriba, desde la circunferencia al centro, es la causa natural
de que el rocío y la lluvia que cae sobre la isla discurran en arroyuelos
hacia el centro, donde desaguan en cuatro anchas charcas, cada una de
media milla de perímetro, y a unas doscientas yardas del centro. Durante
el día el sol evapora continuamente el agua de estas charcas, lo que impide
que se desborden. Además, como el monarca tiene poder para elevar la isla
por encima de la región de las nubes y los vapores, puede impedir cuando
quiera que caigan rocío o lluvia. Porque las nubes no pueden elevarse más
de dos millas, como reconocen los naturalistas; al menos no se sabe que
haya ocurrido nunca en ese país.
En el centro de la isla hay una sima de unas cincuenta yardas de
diámetro, por la que descienden los astrónomos a un gran domo, llamado
Flan dona Gagnole, o Cueva del Astrónomo, situado a la profundidad de
cien yardas bajo la cara superior del diamante. En esta cueva hay veinte
lámparas continuamente encendidas que, mediante la reflexión del
diamante, arrojan una fuerte luz en todas direcciones. El lugar está
provisto de numerosos sextantes, cuadrantes, telescopios, astrolabios y
otros instrumentos astronómicos. Pero la curiosidad más grande, de la que
depende el destino de la isla, es una magnetita de tamaño prodigioso, cuya
forma se parece a una lanzadera. Tiene una longitud de seis yardas, y en la
parte más gruesa más de tres yardas lo menos. Este imán está sostenido
por un eje de diamante que lo atraviesa por el centro, sobre el cual gira, y
conserva un equilibrio tal que la mano más débil la puede hacer girar. Está
alojado en un cilindro hueco de diamante, de cuatro pies de alto, otros
tantos de ancho, y doce yardas de diámetro, colocado horizontalmente, y
sostenido por ocho pies de diamante, cada uno de seis yardas de alto. En el
centro de su cara cóncava tiene un surco de doce pulgadas de profundidad,
en el que van los extremos del eje, y gira por él llegado el momento.
Ninguna fuerza puede quitar la piedra de su sitio, porque el anillo y las
patas forman un todo con el cuerpo de diamante que constituye la base de
la isla.
Por medio de esta magnetita se hace que la isla baje o suba, y se
desplace de un lugar a otro. Porque, respecto a la parte de la tierra sobre la
que el monarca preside, la piedra está dotada, en uno de sus extremos, de
una fuerza de atracción, y en el otro, de repulsión. Colocando vertical la
piedra imán, con el extremo de atracción hacia la tierra, la isla desciende;
pero si se apunta hacia abajo el extremo repelente, la isla asciende
rápidamente en línea recta. Cuando la posición de la piedra es oblicua, el
movimiento de la isla es oblicuo también. Porque en esta magnetita las
fuerzas siempre actúan en líneas paralelas a su dirección.
Con este desplazamiento oblicuo dirigen la isla a distintas regiones de
los dominios del monarca. Para explicar la manera de este desplazamiento,
supongamos que A B representan una línea que cruza los dominios de
Balnibarbi, y que la línea c d representa la magnetita, de la que d, vamos a
suponer, es el extremo repelente, y c el atrayente, y que la isla está sobre
C; ahora supongamos que la piedra se coloca en posición c d, con su
extremo repelente hacia abajo: la isla se elevará oblicuamente hacia D;
una vez que ha llegado a D, giramos la piedra sobre su eje hasta que el
extremo atrayente apunta a E, y la isla se desplazará oblicuamente hacia E;
donde, si la piedra vuelve a girar sobre su eje, hasta colocarse en posición
E F, con la punta repelente hacia abajo, la isla se elevará oblicuamente
hacia F, desde donde, al dirigir el extremo atrayente hacia G, se la puede
desplazar a G, y de G a H, haciendo girar la piedra hasta hacer que el
extremo repelente apunte directamente hacia abajo. Y así, cambiando la
posición de la piedra las veces necesarias, se hace subir y bajar la isla
alternativamente en una trayectoria oblicua, y por estas subidas y bajadas
alternas (la oblicuidad no es considerable) se desplaza de una región a otra
de los dominios.
Pero hay que decir que esta isla no puede sobrepasar los límites de los
dominios de abajo, ni elevarse por encima de las cuatro millas. Esto los
astrónomos (que han escrito gruesos tratados sobre la piedra) lo atribuyen
a la siguiente causa: que la virtud magnética no se extiende más allá de la
distancia de cuatro millas y que el mineral que actúa sobre la piedra en las
entrañas de la tierra y en el mar, hasta unas seis leguas fuera de la costa,
no se halla extendido por todo el globo, sino que termina en los límites de
los dominios del rey; y era fácil para un príncipe, con la gran ventaja de
tan superior posición, someter a la obediencia a cualquier región que
estuviese dentro de la zona de atracción del imán.
Cuando se coloca la piedra paralela al plano del horizonte, la isla se
queda inmóvil; porque en ese caso sus extremos, al estar a igual distancia
de la tierra, actúan con igual fuerza, el uno atrayendo hacia abajo, el otro
empujando hacia arriba, y por consiguiente no se produce ningún
movimiento.
Esta magnetita está bajo el cuidado de ciertos astrónomos que, de vez
en cuando le dan la posición que el monarca les ordena. Pasan la mayor
parte de sus vidas observando los cuerpos celestes, lo que hacen con ayuda
de lentes muchísimo más potentes que las nuestras. Porque aunque sus
telescopios más grandes no sobrepasan los tres pies, amplían infinitamente
más que los nuestros de cien yardas, a la vez que muestran las estrellas
con mucha más claridad. Esta ventaja les ha permitido extender los
descubrimientos bastante más que nuestros astrónomos europeos; porque
han elaborado un catálogo de diez mil estrellas fijas, mientras que los
nuestros más completos sólo registran una tercera parte. Han descubierto
asimismo dos estrellas menores, o «satélites», que orbitan alrededor de
Marte, de los que el interior dista del centro del planeta primario
exactamente tres diámetros suyos, y el exterior cinco; el primero describe
su órbita en espacio de diez horas, y el segundo en veinticuatro y media;
de manera que el cuadrado de sus tiempos periódicos es más o menos
proporcional al cubo de su distancia al centro de Marte, lo que
evidentemente demuestra que están gobernados por la misma ley de
gravitación que influye en el resto de los cuerpos celestes.
Han descubierto noventa y tres cometas diferentes. Si es verdad eso (y
ellos afirman con gran seguridad que lo es), sería muy de desear que
hicieran públicas sus observaciones, por donde la teoría de los cometas,
que en la actualidad es muy floja y defectuosa, podría llevarse a la
perfección de otras áreas de la astronomía.
El rey sería el príncipe más absoluto del universo si consiguiese que se
le uniera un cuerpo de ministros; pero estos tienen sus posesiones abajo en
el continente, y considerando que el cargo de favorito es un puesto muy
inseguro, nunca consentirán que se esclavice su país.
Si una ciudad se lanza a una rebelión o motín, promueve tumultos
violentos o se niega a pagar el tributo habitual, el rey tiene dos formas de
reducirla a la obediencia. El primero y más suave procedimiento es
estacionar la isla sobre esa ciudad y las tierras de alrededor, con lo que las
privará del beneficio del sol y de la lluvia, y consiguientemente afligirá a
los habitantes con la escasez y las enfermedades. Y si el delito lo merece,
descargará al mismo tiempo sobre ellos una lluvia de grandes piedras,
contra la que no tendrán otro modo de protegerse que refugiándose en
cuevas o sótanos, mientras se hunden y derrumban los tejados de sus
casas. Pero si persisten en su obstinación, o se les ocurre sublevarse, pasa
al último remedio, consistente en dejar caer la isla directamente sobre sus
cabezas, lo que causa la destrucción total de casas y hombres. Sin
embargo, este es un extremo al que rara vez se ve obligado el príncipe a
recurrir, ni desde luego desea poner en práctica: tampoco sus ministros se
atreven a aconsejarle una acción que, al hacerlos odiosos a los ojos del
pueblo, acarrearía gran daño a sus propias posesiones, que tienen abajo
porque la isla es propiedad del rey.
Pero aún hay una razón de más peso por la que los reyes de este país
han sido siempre contrarios a aplicar tan terrible medida, si no es por la
más absoluta necesidad: que si el pueblo que quiere destruir tuviese
peñascos, como suele ser el caso de las grandes ciudades, situación
probablemente escogida desde el principio con idea de impedir tal
catástrofe, o abundase en torres de campanario, o en columnas de piedra,
una súbita caída podría poner en peligro el fondo o base de la isla, ya que
aunque es, como he dicho, un solo diamante de doscientas yardas de
grosor, podría agrietarse con tan fuerte golpe, o resquebrajarse al acercarse
demasiado a los fuegos de las casas de abajo, como le ocurre a menudo a
la base de hierro o de piedra de nuestras chimeneas. De todo lo cual está
bien informada la gente, y sabe hasta dónde llevar su porfía tocante a su
libertad y sus bienes. Y el rey, cuando se le desafía en exceso, ordena que
la isla descienda con gran suavidad, como si simulase cariño hacia su
pueblo; aunque en realidad es por temor a que se raje la base diamantina;
en cuyo caso, es opinión de todos sus filósofos que la magnetita no podría
sostenerla en alto, y la masa entera se vendría al suelo.
Unos tres años antes de mi llegada entre ellos, mientras el rey
sobrevolaba sus dominios, ocurrió un accidente que casi puso punto final
al destino de esa monarquía, al menos según se halla actualmente
constituida. Lindalino, segunda ciudad del reino, fue la primera que su
majestad visitó en su recorrido. Tres días después de abandonarla, los
habitantes, que a menudo se quejaban de sufrir grandes opresiones,
cerraron las puertas de la ciudad, detuvieron al gobernador, y con increíble
rapidez y trabajo erigieron cuatro grandes torres, una en cada esquina de la
ciudad (que es un cuadrado exacto) igual de altas que un peñasco
puntiagudo que se alza justo en el centro de la ciudad. Encima de cada
torre, y también del peñasco, colocaron una gran magnetita; y por si
fallaba este plan, pusieron gran cantidad del combustible más inflamable,
con el propósito de hacer estallar la base diamantina de la isla si el recurso
de las magnetitas salía mal.
El rey no tuvo cabal noticia de que los lindalineses se habían
sublevado hasta ocho meses después. Entonces mandó situar la isla encima
de la ciudad. La gente se había puesto de acuerdo y había almacenado
provisiones, y un gran río atravesaba el centro de la ciudad. El rey estuvo
estacionado encima de ellos varios días para privarles del sol y de la
lluvia. Mandó que se bajasen multitud de bramantes, pero nadie quiso
mandarle peticiones; sino, en vez de eso, osadas exigencias, reparaciones
de agravios, grandes exenciones, poder elegir a su gobernador, y otros
excesos. A lo cual su majestad ordenó a los habitantes de la isla que
arrojasen grandes piedras desde la galería más baja a la ciudad; pero los
ciudadanos se habían preparado para este daño trasladándose con sus
efectos a las cuatro torres y otros edificios fuertes, y a las cámaras
subterráneas.
El rey, decidido ahora a someter a este pueblo orgulloso, ordenó hacer
descender la isla suavemente hasta cuarenta yardas del coronamiento de
las torres. Se hizo así; pero los funcionarios encargados de estas
operaciones hallaron que el descenso se efectuaba más deprisa de lo
habitual, y girando la magnetita lograron, no sin gran dificultad,
mantenerla en una posición estable; pero notaron que la isla tendía a caer.
Se envió inmediata información de esta asombrosa novedad y pidieron
permiso a su majestad para elevar más la isla; accedió el rey, se convocó
un consejo general, y se ordenó a los funcionarios de la magnetita que
estuviesen presentes. Se concedió permiso a uno de los expertos más
viejos para que intentase un experimento. Cogió una cuerda resistente de
cien yardas, y tras elevar la isla más arriba de la fuerza de atracción que
sentían, ató en el extremo del cordel un trozo de diamante que tenía
mezcla de mineral del hierro, de la misma naturaleza que el de la base o
superficie inferior de la isla, y desde la galería más baja fue soltándolo
poco a poco hacia el coronamiento de una torre. No había bajado aún el
diamante cuatro yardas, cuando el funcionario sintió que era atraído
fuertemente hacia abajo, al extremo de que le resultaba muy difícil
recobrarlo. Entonces arrojó varios trozos pequeños de diamante, y observó
que todos eran atraídos violentamente por la cima de la torre. Hizo el
mismo experimento en las otras tres, y en el peñasco, con el mismo efecto.
Este incidente desbarató por entero las medidas del rey, por lo que —
para no alargarnos en más detalles— se vio forzado a conceder a la ciudad
las condiciones que pedía.
Un importante ministro me aseguró que si la isla hubiera bajado tanto
sobre la ciudad que no hubiese podido elevarse, los ciudadanos estaban
decididos a fijarla para siempre, matar al rey y a todos sus funcionarios, y
cambiar enteramente el gobierno.
Por una ley fundamental de este reino, ni al rey ni a ninguno de sus dos
hijos mayores les está permitido abandonar la isla, ni a la reina hasta que
haya pasado su edad de fecundidad.
Capítulo IV
El autor abandona Laputa, es llevado a Balnibarbi, llega a
la metrópoli. Descripción de la metrópoli y alrededores. El
autor es hospitalariamente acogido por un gran señor. Su
conversación con dicho señor.

Aunque no puedo decir que recibiera mal trato en esta isla, debo confesar
que me sentía demasiado ignorado, y en cierto modo menospreciado.
Porque ni el príncipe ni la gente parecían tener curiosidad por ninguna
área del saber, salvo las matemáticas y la música, en las que yo estaba
muy por debajo de su nivel; y por esa razón se me tenía muy poco
considerado.
Por otra parte, una vez vistas todas las curiosidades de la isla, tenía
muchas ganas de abandonarla, ya que estaba bastante cansado de esa
gente. Eran, desde luego, excelentes en dos ciencias que tengo en gran
estima, y de las que no carezco de nociones, pero al mismo tiempo son tan
abstraídos y están tan absortos en sus especulaciones que como compañía
jamás he conocido a nadie más antipático. Durante los dos meses de mi
estancia allí sólo conversé con mujeres, comerciantes, zurradores y pajes
de la corte, por lo que al final me sentí claramente despreciado; sin
embargo, esta gente fue la única de la que pude recibir respuesta
razonable.
Había conseguido con arduo estudio un buen nivel de conocimientos
de su lengua; estaba cansado de vivir confinado en una isla donde recibía
tan poco favor, y resolví abandonarla a la primera ocasión.
Había un gran señor en la corte, muy cercano al rey y, por ese solo
motivo, tratado con respeto. Se le consideraba de manera general como la
persona más ignorante y estúpida de todos ellos. Había prestado muchos y
destacados servicios a la corona, tenía grandes cualidades naturales y
adquiridas, y lo adornaban la integridad y el sentido del honor; pero tenía
tan mal oído para la música que sus detractores contaban que a menudo
marcaba el compás donde no correspondía. Los profesores no habían
conseguido sino con mucha dificultad enseñarle a demostrar la más
sencilla proposición matemática. Y se dignaba tener multitud de
atenciones conmigo; a menudo me honraba con su visita, me pedía que le
hablase de las cosas de Europa, de las leyes y las costumbres, de los
hábitos y educación de los diversos países que yo había visitado. Y me
escuchaba con gran atención, y hacía muy atinados comentarios sobre
cuanto yo decía. Le tenían asignados dos zurradores, pero nunca hacía uso
de ellos, salvo en la corte y en las visitas de ceremonia; y cuando
estábamos a solas los dos les mandaba siempre que se retirasen.
A este ilustre personaje le rogué que intercediera por mí ante su
majestad para que me concediese licencia para irme, cosa que hizo con
pesar, como tuvo a bien contarme; porque, efectivamente, me había hecho
muchos y muy ventajosos ofrecimientos que, no obstante, rechacé
manifestándole todo mi agradecimiento.
El día 16 de febrero me despedí de su majestad y de la corte. El rey me
hizo un regalo por valor de unas doscientas libras inglesas, y mi protector,
pariente suyo, otro igual, junto con una carta de recomendación para un
amigo suyo de Lagado, la metrópoli; dado que la isla se hallaba sobre una
montaña a unas dos millas de ella, me bajaron de la galería inferior de la
misma manera que habían subido.
El continente, la parte sometida al monarca de la Isla Volante, recibe el
nombre general de Balnibarbi; y la metrópoli, como ya he dicho, se llama
Lagado. Sentí cierta satisfacción al encontrarme en suelo firme. Me dirigí
a la ciudad sin preocupación, vestido como los del país, y suficientemente
preparado para entenderme con ellos. No tardé en dar con el domicilio de
la persona a la que iba recomendado; presenté la carta de su amigo el
grande de la isla, y fui recibido con toda amabilidad. Este gran señor,
llamado Munodi, ordenó que preparasen para mí un aposento en su propia
casa, donde seguí alojado durante mi estancia, y fui acogido de la manera
más hospitalaria.
A la mañana siguiente de mi llegada me llevó en su faetón a ver la
ciudad, que es como la mitad de Londres, aunque los edificios son de una
construcción muy rara, y la mayoría no tienen arreglo. La gente de las
calles caminaba deprisa, con expresión extraviada, la mirada fija y las
ropas harapientas por lo general. Cruzamos una de las puertas de la ciudad
y salimos unas tres millas hacia el campo, donde vi muchos campesinos
trabajando la tierra con varias clases de aperos; pero no conseguía adivinar
qué hacían exactamente; tampoco notaba que hubiese vestigios de cereal o
de hierba, aunque el suelo parecía excelente. No podía por menos de
admirar el singular aspecto de la ciudad y el campo; y armándome de
osadía, pedí a mi guía que me explicase qué significaba tanto afán como
denotaban las cabezas, las manos y los rostros en las calles y en el campo,
porque no veía que produjesen ningún buen efecto, sino al contrario, nunca
había visto una tierra tan mal cultivada, ni unas casas tan mal diseñadas y
ruinosas, ni una gente cuyos semblantes e indumentaria reflejaran tanta
necesidad y miseria.
Este lord Munodi era una persona de primera categoría, y hacía unos
años que era gobernador de Lagado; pero una camarilla de ministros lo
había destituido por incompetente. No obstante, el rey lo trataba con
afecto, como a una persona honesta, aunque de escasa y desdeñable
inteligencia.
Cuando le hice esa franca censura del país y sus habitantes, me dijo
por toda respuesta que no llevaba viviendo entre ellos el tiempo suficiente
para formarme un juicio, y que las diferentes naciones del mundo tenían
diferentes costumbres, con algún otro tópico del mismo tenor. Pero cuando
regresamos a su palacio me preguntó qué me parecía el edificio, qué
absurdos observaba, y qué pegas encontraba a la indumentaria y aspecto de
la servidumbre. Podía preguntar sin temor, porque todo a su alrededor era
magnífico, ordenado y distinguido. Contesté que la prudencia, la calidad y
la fortuna de su excelencia le habían evitado caer en los defectos que la
insensatez y la miseria habían producido en otros. Entonces me dijo que si
lo acompañaba a su casa de campo, a unas veinte millas, donde tenía su
alquería estaríamos más a gusto para esta clase de conversación. Dije a su
excelencia que me considerase a su entera disposición; y allí nos dirigimos
a la mañana siguiente.
Durante el trayecto me hizo observar los diversos métodos que los
labradores utilizaban para trabajar su tierra, para mí totalmente
inexplicables; porque, salvo en poquísimos lugares, no descubrí una sola
espiga de trigo ni hoja de hierba. Pero cuando ya llevábamos tres horas de
viaje, el paisaje cambió por completo; entramos en una comarca de lo más
hermosa; con casas de agricultores a poca distancia unas de otras,
esmeradamente construidas, los campos cercados con viñedos, trigales y
pastos. No recuerdo haber visto un escenario más encantador. Su
excelencia observó que se me iluminaba el semblante; y me dijo, con un
suspiro, que aquí empezaba su propiedad, y que continuaría igual hasta
que llegáramos a la casa. Que sus compatriotas lo ridiculizaban y
menospreciaban porque no llevaba mejor sus intereses, y por dar tan mal
ejemplo al reino, el cual seguían muy pocos, sólo los viejos, los tercos y
los débiles como él.
Llegamos finalmente a la casa, que efectivamente era un noble
edificio, construido según las mejores reglas de la antigua arquitectura.
Las fuentes, jardines, paseos, avenidas y arboledas, estaban dispuestos con
exquisito gusto y discernimiento. Yo le alababa debidamente todo lo que
veía, pero su excelencia no hizo el menor comentario hasta después de la
cena, momento en que, sin la presencia de terceros, me contó con
expresión triste que creía que debía derribar su casa de la ciudad y la del
campo, y volverlas a hacer conforme a la moda actual, destruir los cultivos
e iniciar otros según dictaba la moderna usanza; y dar las mismas
instrucciones a sus colonos, si no quería que le tildasen de orgulloso,
extravagante, afectado, ignorante, caprichoso, y aumentar quizá el
desagrado de su majestad.
Que la admiración que parecía suscitar en mí cesaría, o disminuiría,
cuando me informase de algunos detalles, de los que probablemente no
había oído hablar en la corte, dado que la gente allí andaba demasiado
absorta en sus propias meditaciones para hacer caso de lo que ocurría aquí
abajo.
La sustancia de su discurso fue la siguiente: que hacía unos cuarenta
años, ciertas personas subieron a Laputa, bien por negocios o bien por
diversión, y tras cinco meses de estancia, regresaron con muy pocos
conocimientos de matemáticas, pero llenos de espíritu volátil adquirido en
esa región aérea. Que estas personas, a su vuelta, empezaron a mostrar
desagrado por la manera con que se hacía todo aquí abajo, y a hacer planes
para fundamentar las artes, las ciencias, las lenguas y la mecánica sobre
una nueva base. Con este fin solicitaron un privilegio real para crear en
Lagado una academia de PROYECTISTAS; y tan fuertemente se impuso el
capricho en la gente, que no hay pueblo de importancia en el reino que no
tenga tal academia. En estos colegios, los profesores elaboran nuevos
sistemas y modelos de construcción y de agricultura, así como nuevas
herramientas e instrumentos para todas las profesiones y oficios con los
que, como ellos prometen, un hombre realizará el trabajo de diez. En una
semana se puede erigir un palacio con materiales tan resistentes que
pueden durar eternamente sin necesidad de reparación; los frutos de la
tierra madurarán en la época del año que se quiera, y su producción
aumentará cien veces la de ahora; así como una infinidad de venturosas
propuestas más. El único inconveniente es que ninguno de estos proyectos
se ha llevado todavía a la perfección; y entretanto, el campo entero
permanece lamentablemente yermo, las casas se hallan en ruinas y la
gente se encuentra sin ropas y sin alimentos. Ante esto, en vez de
desanimarse, se muestran cincuenta veces más encendidamente
empeñados en proseguir sus proyectos, igualmente empujados por la
esperanza y la desesperación. Que en cuanto a él, que no era de espíritu
emprendedor, se contentaba con seguir los métodos antiguos, vivir en las
casas que sus antecesores habían construido, y comportarse como se
habían comportado ellos en todas las facetas de la vida sin introducir
innovaciones. Que otras personas de calidad y de la aristocracia habían
hecho lo mismo, aunque se las miraba con menosprecio y aversión, como
enemigas del arte, ignorantes, y contrarias al bienestar común, que
prefieren su propia comodidad y apatía al progreso general de su país.
Su señoría añadió que de ninguna manera quería estropear con más
detalles el placer que sin duda me proporcionaría visitar la gran academia,
a la que estaba dispuesto a llevarme. Y se limitó a indicarme que me fijase
en un edificio en ruinas que había en la ladera de una montaña, a unas tres
millas de distancia, del que me contó lo siguiente: que él tenía un molino
muy práctico a media milla de su casa, movido por un brazal de un gran
río, suficiente para su familia, así como para gran número de colonos. Que
hacía siete años, una comitiva de estos proyectistas fueron a verlo, con la
oferta de demoler dicho molino, y construir otro en la ladera de esa
montaña, en cuyo lomo habría que excavar un canal largo para depósito de
agua, que habría que conducir mediante tuberías e ingenios para abastecer
al molino; porque el viento y el aire en esas alturas agitaban el agua, con
lo que la hacían más apta para el movimiento, y porque al bajar por la
pendiente harían girar el molino con la mitad del caudal de un río, cuyo
curso discurre más llano. Dijo que como en aquel entonces no estaba muy
bien con la corte, y lo presionaban muchos amigos, accedió a dicha
proposición; y después de tener trabajando a un centenar de hombres
durante dos años, la obra fracasó, y los proyectistas se fueron —echándole
toda la culpa a él y denostándolo desde entonces— a incordiar a otros con
el mismo experimento, con iguales garantías de éxito, y con igual
resultado.
Unos días después volvimos a la ciudad; y su excelencia, consciente de
la mala reputación que tenía en la academia, no quiso acompañarme, sino
que me recomendó a un amigo suyo para que lo hiciese. Milord se
complació en presentarme como un gran admirador de proyectos, y
persona de mucha curiosidad y fácil de convencer; lo que, desde luego, no
dejaba de ser verdad; porque en mis tiempos mozos había sido proyectista
en cierto modo.
Capítulo V
Se permite al autor visitar la Ilustre Academia de Lagado.
Amplia descripción de la Academia. Artes a las que en ella
se dedican los profesores.

Esta academia no ocupa un único edificio, sino varias casas sucesivas a


ambos lados de una calle que, al ir deteriorándose, fueron compradas y
destinadas a dicho uso.
Fui amabilísimamente recibido por el director, y estuve yendo muchos
días a la academia. Cada aposento lo ocupa uno o más proyectistas; y creo
que no estuve en menos de quinientos aposentos.
El primer hombre que vi era de tipo flaco, con las manos y la cara
manchadas de hollín, barba y cabellos largos, desordenados, y chamuscados
en varios sitios. Las ropas, la camisa y la piel eran del mismo color. Hacía
ocho años que trabajaba en un proyecto para extraer rayos de sol de los
pepinos; y había que guardarlos en frascos sellados herméticamente, y
sacarlos para calentar el aire en los veranos crudos e inclementes. Me dijo
que no dudaba que en ocho años más podría abastecer de sol el parque del
gobernador a un coste razonable; pero se quejó de que las cantidades
almacenadas fueran escasas, y me rogó que le diese algo a modo de
contribución al fomento de la inventiva, sobre todo teniendo en cuenta lo
caros que estaban los pepinos en esta época. Le hice una pequeña donación,
ya que milord me había provisto de dinero para este fin; dado que conocía
la práctica de pedir a todo el que los visitaba.
Entré en otra cámara, pero me eché rápidamente atrás, asaltado por un
olor nauseabundo. Mi guía me empujó adentro, suplicándome en voz baja
que no dijese nada ofensivo, que podían tomarlo como un gran agravio; así
que no me atreví a taparme la nariz. El proyectista de esta celda era el
investigador más antiguo de la Academia. Su rostro y su barba eran de un
amarillo pálido; y tenía las manos y las ropas pringadas de porquería. Al
ser presentados me dio un fortísimo abrazo (saludo del que con gusto le
habría dispensado). Desde su incorporación a la Academia trabajaba en un
procedimiento para reducir el excremento humano a su alimento original,
separando las diversas partes, eliminando la tintura que recibe de la bilis,
haciendo que exhale el olor, y quitándole la saliva. Recibía una asignación
semanal de la sociedad, consistente en una vasija llena de excremento
humano, del tamaño de un barril de Bristol.
Vi a otro ocupado en transmutar el hielo en pólvora por calcinación,
quien me enseñó asimismo un tratado que había escrito, y pensaba publicar,
sobre la maleabilidad del fuego.
Había un arquitecto de lo más ingenioso que había ideado un nuevo
método de construir casas empezando por el tejado, edificando hacia abajo
hasta los cimientos, proceso que me justificó por ser el practicado por dos
prudentes insectos como son la abeja y la araña.
Había un ciego de nacimiento que tenía varios aprendices en su misma
situación. El trabajo de estos consistía en confeccionar colores para
pintores; colores que el maestro les enseñaba a distinguir por el tacto y el
olor. Fue desde luego una mala suerte para mí, en esa ocasión, observar que
no andaban muy acertados en lo aprendido, y que hasta el profesor se
equivocaba por lo general; este artista es muy estimado y alentado por la
institución entera.
En otro aposento, me sorprendió muy gratamente encontrar a un
proyectista que había ideado una manera de arar la tierra con cerdos, de
ahorrar gastos de arado, ganado y mano de obra. El método es el siguiente:
en un acre de terreno se entierra, a seis pulgadas de distancia y ocho de
profundidad, cierta cantidad de bellotas, dátiles, castañas y frutos por el
estilo o de las hortalizas que más les gustan a estos animales: luego sueltas
en ese campo seiscientos o más ejemplares, y en pocos días, buscando
alimento, dejan la tierra completamente levantada, y preparada para la
siembra, a la vez que estercolada con sus excrementos; lo cierto, como han
comprobado experimentalmente, es que el coste y el engorro eran
considerables, y que al final encontraron poco o nada que cosechar. Sin
embargo, no hay duda de que la invención es susceptible de grandes
mejoras.
Entré en otra sala cuyas paredes y techo estaban cubiertos de telarañas,
salvo un estrecho pasillo por donde salía y entraba el artista. Al asomarme
yo me gritó que no tocase las telarañas. Lamentó el error fatal en el que
vivía el mundo desde hacía tiempo, de utilizar gusanos de seda, cuando
teníamos tantísimos insectos domésticos que los aventajaban infinitamente,
porque dominaban tanto el arte de tejer como el de hilar. Y afirmaba
además que empleando arañas se podía ahorrar el coste de teñir sedas; cosa
de la que me dejó totalmente convencido cuando me enseñó una inmensa
cantidad de moscas de hermosísimos colores con las que alimentaba a las
arañas, asegurándonos que las telarañas tomarían la tintura de ellas; y como
las tenía de todos los matices, esperaba satisfacer los gustos de todo el
mundo en cuanto encontrase el alimento apropiado para las moscas, de
ciertas resinas, aceites y otras sustancias pegajosas, para dar fuerza y
consistencia a los hilos.
Había un astrónomo que se había propuesto colocar un reloj de sol en la
gran veleta del ayuntamiento, ajustándole los movimientos anuales y
diurnos de la tierra y el sol, a fin de que se correspondiesen y coincidiesen
con los giros eventuales debidos al viento.
Me iba quejando yo de un dolorcillo de cólico, y mi guía me llevó a un
aposento donde residía un gran físico que tenía fama de curar esa
enfermedad mediante operaciones opuestas a la función de este aparato,
con un gran fuelle que tenía, dotado de un canuto largo y delgado tallado en
marfil. Introducía el canuto unas ocho pulgadas por el ano; y aseguraba que
extrayendo el viento lo mismo podía vaciar las tripas como secar la vejiga.
Pero cuando la enfermedad era persistente y violenta, metía el canuto con
el fuelle lleno de aire, y lo vaciaba en el cuerpo del paciente; a
continuación retiraba el instrumento y lo volvía a llenar, mientras aplicaba
fuertemente el pulgar sobre el orificio anal; y tras repetir la operación tres
o cuatro veces, el aire adventicio salía con fuerza, arrastrando consigo el
mal (como el agua del interior de una bomba), y entonces el paciente se
recupera. Yo le vi aplicar ambos experimentos a un perro; aunque en el
primero no observé que tuviera ningún efecto. Después, en el segundo, el
animal se puso como a punto de reventar, y soltó una violenta descarga de
lo más ofensiva para mí y mis acompañantes. El perro murió en el acto, y
dejamos al doctor esforzándose en devolverlo a la vida mediante la misma
operación.
Visité muchas otras salas, pero en aras de la brevedad no voy a aburrir
al lector con todas las curiosidades que vi.
Hasta aquí había visto sólo un lado de la Academia, ya que el otro
estaba reservado a los pioneros del saber especulativo, de los que diré algo
cuando haya hecho mención de un ilustre personaje más, conocido entre
ellos como «el artista universal». Nos dijo que llevaba treinta años
dedicando sus capacidades mentales al mejoramiento de la vida humana.
Tenía dos grandes estancias repletas de curiosidades maravillosas, y
cincuenta hombres trabajando. Unos convertían el aire en una sustancia
seca tangible extrayéndole el nitro y filtrando las partículas acuosas o
fluidas; otros ablandaban mármol para hacer almohadas y acericos; otros
petrificaban las pezuñas de un caballo vivo para evitar que se despeasen. El
artista estaba en esos momentos ocupado en dos grandes proyectos; el
primero era sembrar la tierra de cascarilla, en la que afirmaba que se
contenía la auténtica virtud seminal, como había demostrado con varios
experimentos que no tengo suficiente capacidad para comprender. El otro
consistía en aplicar externamente a dos corderos lechales cierta mezcla de
gomas, minerales y vegetales para impedir que les saliera lana, con lo que
esperaba difundir por todo el reino, en un plazo razonable, la raza de oveja
pelada.
Cruzamos un paseo y nos dirigimos al otro lado de la Academia, donde,
como he dicho, residían los proyectistas del saber especulativo.
El primer profesor que vi estaba en una amplísima estancia, con
cuarenta alumnos a su alrededor. Tras los saludos, al ver que observaba
atentamente un marco que ocupaba la mayor parte del ancho y largo del
aposento, dijo que quizá me asombrara verlo ocupado en un proyecto para
mejorar la enseñanza especulativa con trabajos prácticos y mecánicos; pero
que no iba a tardar el mundo en darse cuenta de su utilidad; y se jactaba de
que jamás había brotado pensamiento más noble y exaltado del cerebro de
nadie. Todos sabían cuán laborioso es el método habitual de dominar las
artes y las ciencias; mientras que, con su invención, el sujeto más
ignorante, con un desembolso razonable, y un pequeño esfuerzo físico,
podía escribir libros de filosofía, poesía, política, derecho, matemáticas y
teología sin asistencia ninguna de genio o de estudio. Seguidamente me
llevó al marco, en cuyos lados se hallaban en fila todos sus discípulos.
Tenía veinte pies cuadrados, y estaba colocado en medio de la habitación.
Su superficie la componían diversos tacos de madera, del tamaño de un
dado, aunque unos más grandes que otros. Estaban ensartados todos con
alambres delgados. Estos tacos de madera tenían las caras cubiertas con
papeles pegados; y en esos papeles estaban escritas todas las palabras de su
lengua en los diversos modos, tiempos y declinaciones; pero sin orden. El
profesor me pidió que prestase atención, ya que iba a poner en marcha el
ingenio. Los discípulos, a una orden suya, cogieron cada uno una manivela
de hierro, de las que había cuarenta alrededor del marco; y al darles
súbitamente una vuelta cambió la disposición de las palabras. Entonces
mandó a treinta y seis muchachos que leyesen despacio varios renglones,
según aparecían en el marco; y donde encontraban tres o cuatro palabras
juntas que podían formar parte de una frase, las dictaban a los cuatro
muchachos restantes que eran los escribientes. Repitieron esta operación
tres o cuatro veces, y a cada giro, el ingenio estaba ideado de tal modo que
las palabras se desplazaban a nuevos sitios, conforme los cuadrados de
madera se volvían boca abajo.
Estos jóvenes estudiantes dedicaban seis horas al día a esta tarea, y el
profesor me enseñó volúmenes en folio mayor ya recogidos con frases
incompletas que tenía intención de ensamblar y, de ese rico material,
ofrecer al mundo un corpus completo de las artes y las ciencias; lo que, sin
embargo, aún podía mejorarse, y acelerarse si el público aportaba fondos
para construir y poner en funcionamiento cuatrocientos marcos de estos en
Lagado, y obligar a los directores a aportar sus diversas recopilaciones.
Me aseguró que este invento le había acaparado todo su pensamiento
desde sus tiempos jóvenes; que había vaciado el vocabulario entero en ese
marco, y había hecho el más riguroso cálculo de la proporción general que
hay en los libros entre el número de partículas, nombres, verbos y otras
partes de la oración.
Di humildemente las gracias a este ilustre personaje por su gran
franqueza; y prometí, si alguna vez tenía la suerte de volver a mi país natal,
que le haría justicia como inventor único de esta máquina prodigiosa, cuya
forma y disposición pedía permiso para dibujar en un papel. Le dije que,
aunque era costumbre de nuestros sabios europeos robarse inventos los
unos a los otros, con lo que se tenía al menos la ventaja de convertir en
controversia la cuestión de quién era el dueño verdadero, me tomaría todo
el cuidado para que la honra fuera indiscutiblemente suya.
Luego fuimos a la escuela de lenguas, donde tres profesores se hallaban
reunidos en consulta sobre cómo mejorar la del país.
El primer proyecto consistía en abreviar el discurso reduciendo los
polisílabos a monosílabos, y suprimiendo las conjugaciones y los
participios; porque en realidad todas las cosas imaginables son sólo
nombres.
El otro era un procedimiento para suprimir toda clase de palabras; lo
que se recomendaba como una gran ventaja en lo que se refería a la salud,
así como a la brevedad. Porque está claro que cada palabra que
pronunciamos supone cierta merma de nuestros pulmones por oxidación, lo
que consiguientemente contribuye a acortar la vida. Por tanto se ofrecía un
expediente: que dado que las palabras sólo son nombres de cosas, lo más
práctico para todos era llevar encima las cosas necesarias para expresar el
asunto concreto sobre el que se tiene que hablar; invención que sin duda se
habría llevado a la práctica, para gran comodidad, y beneficio de la salud
del sujeto, si las mujeres, conjuntamente con el vulgo y los analfabetos, no
llegan a amenazar con sublevarse, a menos que se les concediese la libertad
de hablar en la lengua de sus mayores; tan recalcitrante e irreconciliable
enemigo de la ciencia es el común de la gente. Sin embargo, los más
instruidos y sabios se adhieren al nuevo sistema de expresarse por cosas; lo
que sólo tiene este inconveniente: que si el asunto de un hombre es muy
extenso y diverso estará obligado, en proporción, a ir con un gran surtido de
cosas a la espalda, a menos que pueda permitirse la asistencia de dos
fornidos criados. Yo he visto a menudo a dos de estos sabios casi doblados
bajo el peso de sus fardos, como los buhoneros entre nosotros; y cuando se
encuentran en la calle, sueltan la carga, abren sus sacos y se están
conversando una hora seguida; luego vuelven a ensacar sus avíos, se
ayudan mutuamente a cargar sus respectivos bultos, y se despiden.
Pero para las conversaciones breves uno puede llevar suficiente
provisión de útiles en los bolsillos, o bajo el brazo; y si está en su casa, no
le faltará con qué expresarse. Por todo ello, el aposento donde se reúne la
tertulia que practica este arte está llena de toda clase de cosas, dispuestas a
mano, a fin de facilitar material necesario para esta clase de conversación
artificial.
Otra gran ventaja que ofrecía esta invención era que servía de lengua
universal, comprendida en todas las naciones civilizadas, cuyas mercancías
y utensilios son generalmente del mismo género, o muy parecido, de
manera que su uso se podía entender sin dificultad. Y de esta manera los
embajadores estarían en condiciones de tratar con príncipes o ministros
extranjeros cuyas lenguas ignorasen.
Estuve en la escuela de matemáticas, donde el maestro enseñaba a sus
alumnos con un método difícilmente imaginable en Europa. Se escribían
con claridad la proposición y la demostración en una oblea delgada, con
tinta elaborada con tintura cefálica. El estudiante se la tragaba con el
estómago en ayunas, y durante los tres días siguientes no tomaba más que
pan y agua. Al digerir la oblea, la tintura le subía al cerebro, llevando
consigo la proposición. Sin embargo, hasta ahora no se había logrado
obtener ningún éxito, en parte por algún error en las cantidades o en la
composición, y en parte por la terquedad de los muchachos, a los que les
resulta tan repugnante ese bolo que suelen escabullirse disimuladamente, y
lo evacuan por arriba antes de que pueda actuar; por otro lado, tampoco se
les ha podido convencer para que practiquen la larga abstinencia que la
prescripción requiere.
Capítulo VI
Más sobre la Academia. El autor propone mejoras que son
honrosamente acogidas.

En la escuela de proyectistas políticos, sin embargo, fui mal atendido: los


profesores, en mi opinión, estaban completamente chiflados, espectáculo
que nunca deja de producirme tristeza. Los desdichados proponían planes
para convencer a los monarcas de que escogieran favoritos por su
sabiduría, capacidad y virtud; favoritos que enseñasen a los ministros a
consultar el bien público; que recompensasen el mérito, el talento y los
servicios eminentes; que instruyesen a los príncipes en el conocimiento de
su interés verdadero y a colocarlo en el mismo plano que el de su pueblo;
que escogiesen para los cargos a personas capacitadas para ejercerlos, con
muchas otras quimeras descabelladas e imposibles que jamás ha llegado
nadie a concebir, y que me confirmaron el viejo dicho de que nada hay tan
extravagante e irracional que no lo haya defendido algún filósofo como
verdad.
No obstante, debo hacer justicia a esta parte de la Academia,
reconociendo que no todos eran tan visionarios. Había un sapientísimo
doctor que parecía muy versado en la entera naturaleza y sistema de
gobierno. Este ilustre personaje había dedicado provechosamente sus
estudios a hallar remedios eficaces contra todas las enfermedades y
corrupciones a las que están expuestas las diversas formas de
administración pública causa de los vicios y debilidades de los que
gobiernan, así como de la licenciosidad de los gobernados. Por ejemplo,
dado que todos los escritores y razonadores coinciden en que hay una
estricta y universal semejanza entre el cuerpo natural y el político, ¿puede
haber nada más evidente que el que deba preservarse la salud del uno y el
otro, y curar sus enfermedades con las mismas prescripciones? Es cosa
admitida que los senados y los grandes consejos sufren frecuentes
trastornos debido a humores excesivos, exuberantes y de otro género,
además de numerosas enfermedades de la cabeza, y más del corazón, junto
con fuertes convulsiones, graves contracciones de los nervios y tendones
de ambas manos, y en especial de la derecha; con hipocondrías, flatos,
vértigos y delirios; con tumores escrofulosos llenos de materia fétida y
purulenta; con eructos agrios y espumajeantes, con apetitos caninos y
digestiones trabajosas, aparte de muchos otros males que no hace falta
mencionar. Así que este doctor proponía que cuando un senado iniciase sus
sesiones, asistiesen ciertos físicos en los tres primeros días, y al terminar
los debates de cada día tomasen el pulso a los senadores; después de lo
cual, y de estudiar y consultar maduradamente la naturaleza de las
diversas afecciones, y los medios de curación, volvieran al cuarto día a la
cámara del senado acompañados de sus boticarios provistos con las
medicinas adecuadas, y antes de que los miembros se sentasen, les
administrasen a cada uno el lenitivo, aperitivo, abstergente, corroyente,
restringente, paliativo, laxante, cefalálgico, ictérico, ótico o apoflemático
que requiriese cada caso; y conforme fueran haciendo efecto dichas
medicinas, repetirlas, cambiarlas o suprimirlas en la siguiente asamblea.
El proyecto no podía suponer un gran gasto para el erario público, y en
mi humilde opinión sería de mucha utilidad para resolver asuntos en
aquellos países en los que el senado tiene participación en el poder
legislativo; generar unanimidad, abreviar debates, abrir las pocas bocas
que están cerradas, y cerrar las muchas que están abiertas; refrenar la
petulancia de los jóvenes, y corregir la terquedad de los viejos, estimular a
los estúpidos y moderar a los insolentes.
Además, dado que existe la queja general de que los favoritos de los
príncipes adolecen de frágil y corta memoria, este mismo doctor proponía
que quienquiera que fuese recibido por un primer ministro, después de
exponer su asunto con la mayor brevedad y en los términos más sencillos,
al retirarse debía darle a dicho ministro un tirón en la nariz y un puntapié
en la tripa, o pisarle un callo, o tirarle tres veces de ambas orejas, o
hincarle un alfiler en el trasero, o darle un pellizco el brazo que le deje
moretones, a fin de impedir que se olvide; y repetir la misma operación en
cada audiencia, hasta que resuelva el asunto, o lo rechace de manera
definitiva.
Asimismo, enseñaba que cada senador del gran consejo de una nación,
tras exponer su opinión y aducir las razones en su defensa, debería estar
obligado a emitir su voto en contra; porque si se aprobase, su resultado
acabaría indefectiblemente en bien del público.
Cuando los partidos de un estado son violentos, proponía un medio
maravilloso para reconciliarlos; era el método siguiente: coges cien
dirigentes de cada partido; los distribuyes por parejas procurando que las
cabezas sean lo más parecidas de tamaño; luego haces que dos esmerados
cirujanos les sierren el occipucio a cada pareja a la vez, de manera que el
cerebro quede idénticamente dividido. A continuación intercambias los
occipucios seccionados, ajustando cada uno a la cabeza del miembro del
partido opuesto. Al parecer, se trata verdaderamente de un trabajo de
cierta precisión; pero el profesor nos aseguró que si se ejecuta con
destreza, la curación está garantizada: porque sostiene que dejando que los
dos medios cerebros debatan el asunto entre sí en el interior de un mismo
cráneo, llegarán en seguida a un entendimiento, y producirán esa
moderación, así como la regularidad de pensamiento que tanto se desea en
la cabeza de quienes se imaginan que vienen al mundo únicamente a
vigilar y gobernar su movimiento; y en cuanto a la diferencia en cantidad
o cualidad de los cerebros de quienes son dirigentes de una facción, el
doctor nos aseguró que, por lo que él sabía, era una completa bagatela.
Presencié un encendido debate entre dos profesores, sobre el modo y
manera más eficaz y conveniente de recaudar dinero sin agobiar al
súbdito. El primero afirmaba que el método más justo era aplicar cierto
impuesto al vicio y al desenfreno, y la cantidad señalada para cada hombre
debía establecerla con toda imparcialidad un jurado de vecinos suyos. El
segundo era de opinión diametralmente opuesta: gravar aquellas
cualidades corporales e intelectuales por las que más se valora a los
hombres; la cuantía debía ser más o menos acorde con los grados de valía,
cuya determinación se dejaría enteramente a criterio del interesado. El
impuesto más alto recaería en los más grandes favoritos del otro sexo, y
las tasas serían acordes con el número y naturaleza de los favores
recibidos, para lo que se les permitiría ser sus propios garantes. Asimismo,
proponía que se gravasen considerablemente el ingenio, el valor y la
cortesía, y se recaudase de la misma manera, dando cada persona palabra
de la cuantía de su peculio. Pero en cuanto al honor, la justicia, el juicio y
el saber, no debían gravarse en absoluto; porque son méritos de carácter
tan singular que nadie los reconocerá en su vecino ni los valorará en sí
mismo.
A las mujeres se proponía que se las gravase de acuerdo con su belleza
y su gusto en el vestir; en lo que tenían el mismo privilegio que los
hombres, de determinarlo a su propio juicio. Pero no se les debía gravar la
constancia, la castidad, la sensatez, y el buen carácter, porque no
compensaba el coste de cobrarles.
A fin de que los senadores guardasen el interés de la corona, se
proponía que los miembros se rifaran los cargos, prestando previamente
juramento cada hombre, y garantizando que votaría a favor de la corte,
tanto si ganaba como si no; tras lo cual los perdedores tenían a su vez
libertad para rifarse la siguiente plaza vacante. De este modo se
mantendrían vivas la esperanza y la expectación; ninguno se quejaría de
promesas incumplidas, sino que atribuiría su decepción enteramente a
Fortuna, cuyos hombros son más anchos y fuertes que los de un ministro.
Otro profesor me enseñó un largo documento con instrucciones para
descubrir tramas y conspiraciones contra el gobierno. Aconsejaba a los
grandes estadistas que estudiasen la dieta de todas las personas
sospechosas, sus horas de comida, de qué lado se acostaban, y con qué
mano se limpiaban el trasero; que examinasen sus excrementos, y a partir
del color, olor, sabor, consistencia y crudeza o madurez de la digestión,
extrajesen una idea de sus pensamientos y propósitos. Porque los hombres
nunca son tan serios, cuidadosos y atentos como cuando hacen del cuerpo,
lo que descubrió él con frecuentes experimentos; porque en tales aprietos,
cuando meditaba, sólo a manera de prueba, en cuál era la mejor manera de
asesinar a un rey, sus heces adquirían un tinte verdoso, y otro totalmente
diferente cuando pensaba en levantar una insurrección o incendiar la
metrópoli.
El discurso entero estaba escrito con gran perspicacia y contenía
multitud de observaciones curiosas y útiles para los políticos, aunque, a lo
que me pareció, no era del todo completo. Me atreví a decírselo a su autor,
y me brindé a facilitarle algún dato complementario si quería. Acogió mi
proposición más receptivamente de lo que es habitual en los escritores,
sobre todo los de la especie proyectista, declarando que le alegraría tener
más información.
Le dije que en el reino de Tribnia, que los nativos llaman Langden,
donde yo había vivido mucho tiempo, la mayoría del pueblo la formaban
descubridores, testigos, denunciantes, acusadores, demandantes, testigos,
juradores, junto con sus diversos instrumentos serviles y subalternos,
todos bajo los colores, conducta y sueldo de los ministros y sus delegados.
Las intrigas de ese reino son habitualmente obra de esas personas,
deseosas de acrecentar su fama de políticos profundos, dar nuevo vigor a
una administración disparatada, sofocar o distraer el descontento general,
llenar sus arcas con sanciones, y realzar o desprestigiar la opinión pública,
según lo que más convenga a su beneficio personal. Primero acuerdan y
establecen entre ellos qué personas sospechosas deben ser acusadas de
intrigar; después se toman eficaces medidas para intervenir sus cartas y
documentos, y encarcelar a sus poseedores. Se trasladan estos papeles a un
grupo de expertos hábiles en desentrañar significados misteriosos en
palabras, sílabas y cartas; por ejemplo, llegan a descubrir que un excusado
puede significar un consejo privado; una manada de gansos, un senado; un
perro lisiado, un invasor; una plaga, un ejército permanente; un buitre, un
primer ministro; la gota, un alto sacerdote; una horca, un secretario de
estado; un orinal, un comité de dignatarios; un cedazo, una dama de la
corte; una escoba, una revolución; una ratonera, un cargo público; un pozo
sin fondo, el Erario; una alcantarilla, una corte; un gorro con cascabeles,
un favorito; una caña rota, un tribunal de justicia; un tonel vacío, un
general; una llaga supurante, la administración.
Donde falla dicho método, tienen otros dos más eficaces, que los
entendidos llaman acrósticos y anagramas. Primero, pueden traducir las
letras iniciales a significados políticos. Así, la N significará una
conspiración, la B un regimiento de caballería, la L una flota. Y en el
segundo, transponiendo las letras del alfabeto de cualquier documento
sospechoso se pueden desenmascarar las más oscuras maquinaciones de un
partido descontento. Así, por ejemplo, si digo en una carta a un amigo que
nuestro hermano Tom tiene almorranas, un experto en descifrado puede
descubrir que las letras que forman dicha frase pueden descomponerse en
las siguientes palabras: «Resiste —se ha destapado una conspiración— el
viaje». Y este es el método anagramático.
El profesor me expresó su profundo agradecimiento por hacerle estas
sugerencias, y prometió citarme honrosamente en su tratado.
No vi nada en este país que me invitase a alargar más tiempo la
estancia, y empecé a pensar en volver a Inglaterra.
Capítulo VII
El autor abandona Lagado, llega a Maldonada. No hay
ningún barco listo para zarpar. Efectúa un corto viaje a
Glubbdubdrib. Su recibimiento por el gobernador.

El continente del que forma parte este reino se extiende, como tengo
motivos para creer, hacia el este de esa región desconocida de América, al
oeste de California y norte del Océano Pacífico, y no distará más de unas
ciento cincuenta millas de Lagado; hay allí un buen puerto, y abundante
comercio con la gran isla de Luggnagg, situada al noroeste unos 29 grados
latitud norte, y 140 de longitud. Esta isla de Luggnagg se encuentra al
sureste de Japón, a unas cien leguas de distancia. Hay una estrecha alianza
entre el emperador japonés y el rey de Luggnagg, lo que proporciona
numerosas ocasiones para navegar de una isla a la otra. Así que decidí
dirigir mis pasos en esa dirección a fin de regresar a Europa. Alquilé dos
mulas con un guía para que me mostrara el camino y llevara mi pequeño
equipaje. Me despedí de mi noble protector, que tanto favor me había
dispensado, y me hizo un espléndido regalo a mi partida.
Hice el viaje sin percances ni aventuras dignos de reseñar. Al llegar al
puerto de Maldonada (que así se llama), no había en él ningún barco con
destino a Luggnagg, ni parecía que fuera a haberlo durante algún tiempo.
La ciudad es más o menos como Portsmouth de grande. No tardé en
conocer gente, y fui muy hospitalariamente acogido. Un distinguido
caballero me dijo que dado que no habría aparejados barcos con destino a
Luggnagg no hasta dentro de un mes, quizá no fuera mala distracción
efectuar una excursión a la pequeña isla de Glubbdubdrib, unas cinco
leguas al suroeste. Se ofrecieron a acompañarme él y un amigo, y dijeron
que me proporcionarían un pequeño velero para el viaje.
Glubbdubdrib, según yo interpreto la palabra, significa Isla de
Hechiceros o Magos. Su tamaño es como un tercio de la isla de Wight, y
es extremadamente feraz; está gobernada por el jefe de cierta tribu, en la
que todos son magos. En dicha tribu sólo se casan entre sí, y el de más
edad, por riguroso orden, es príncipe o gobernador; tiene un noble palacio,
y un parque de unos tres mil acres, rodeado por un muro de sillares, de
veinte pies de alto. En este parque hay varios pequeños cercados para
ganado, cereal y huerta.
El gobernador y su familia son atendidos y servidos por criados de una
clase algo inusual porque, dado su dominio de las artes necrománticas, son
capaces de llamar a quien le place de entre los muertos, y tenerlo a su
servicio durante veinticuatro horas, aunque no más; tampoco puede volver
a llamar a la misma persona durante tres meses, salvo en ocasiones
sumamente excepcionales.
Cuando llegamos a la isla, que fue hacia las once de la mañana, uno de
los caballeros que me acompañaban fue al gobernador y solicitó permiso
para introducir a un extranjero que llegaba con el deseo de tener el honor
de ser recibido por su alteza. Se le concedió inmediatamente, y cruzamos
las tres puertas del palacio entre dos filas de soldados, armados y vestidos
de manera extrañísima, y con unos semblantes que me erizaron la carne y
me produjeron un horror que no soy capaz de expresar. Cruzamos varios
aposentos, entre criados del mismo estilo, alineados a uno y otro lado
como los soldados, hasta que llegamos a la cámara de audiencias donde,
efectuadas tres profundas reverencias, y tras unas preguntas generales, se
nos dio permiso para sentarnos en tres escabeles, junto al primer peldaño
del trono de su alteza. Este conocía la lengua de Balnibarbi, aunque era
distinta de la de su isla. Me pidió que le contase algo sobre mis viajes; y
para hacerme comprender que debía tratarle sin ceremonia, despidió a los
que le acompañaban con un movimiento de dedo, a lo cual, para gran
asombro mío, desaparecieron instantáneamente como visiones de un sueño
cuando despertamos de repente. Estuve unos momentos sin poder
recuperarme, hasta que el gobernador me aseguró que no iba a sufrir
ningún daño. Y tras comentar mis dos compañeros, que habían sido
acogidos a menudo de la misma manera, que no debía abrigar ningún
temor, empecé a sentirme mejor, e hice a su alteza un breve resumen de
mis diversas aventuras, aunque no sin cierta vacilación, y mirando de vez
en cuando por encima del hombro, hacia el sitio donde había visto esos
espectros asistentes. Tuve el honor de comer con el gobernador, donde un
nuevo grupo de fantasmas sirvió la comida y atendió la mesa. Ahora me di
cuenta de que me sentía menos asustado que por la mañana. Estuvimos
hasta la puesta del sol; pero supliqué humildemente a su alteza que me
excusase por no aceptar su invitación de alojarme en palacio. Paramos mis
dos amigos y yo en una casa particular de la ciudad vecina, que es la
capital de esta pequeña isla; y a la mañana siguiente volvimos a
cumplimentar al gobernador, como se había dignado ordenarnos.
Así continuamos en la isla durante diez días, pasando la mayor parte
del día con el gobernador, y retirándonos por la noche a nuestro
alojamiento. En seguida me acostumbré a la visión de los espíritus, que a
la tercera o cuarta vez dejaron de producirme emoción alguna; y si me
quedaba algún temor, mi curiosidad pudo más. Porque su alteza el
gobernador se me brindó a evocar a los difuntos que quisiese, fuera cual
fuese su número, desde los principios del mundo hasta el presente día,
para que contestasen a cuantas preguntas se me ocurrieran; con esta
condición: que las preguntas debían circunscribirse a los límites del
tiempo en que habían vivido. Y en una cosa podía confiar: que con toda
certeza me dirían la verdad; porque la mentira era una habilidad inútil en
el mundo inferior.
Expresé mi humilde agradecimiento a su alteza por tan grande favor.
Estábamos en una cámara desde la que se dominaba una hermosa
perspectiva del parque. Y dado que mi primer impulso fue solazarme con
escenas de pompa y magnificencia, pedí ver a Alejandro Magno al frente
de su ejército, justo después de la batalla de Arbelas, y a un gesto del
gobernador con el dedo surgió al punto en un gran campo al pie de la
ventana en la que estábamos. Alejandro fue llamado a la sala: me fue muy
difícil comprender su griego, y él entendió muy poco del mío. Me aseguró
por su honor que no fue envenenado, sino que murió de unas fiebres por
beber en exceso.
A continuación vi a Aníbal cruzando los Alpes, quien me dijo que no
había una sola gota de vinagre en su campamento.
Vi a César y a Pompeyo al frente de sus tropas a punto de entablar
batalla. Vi al primero en su último gran triunfo. Pedí que apareciese ante
mí el senado de Roma en una gran cámara, y enfrente otra moderna de
representantes. La primera parecía una asamblea de héroes y semidioses,
la otra un hato de buhoneros, rateros, salteadores y camorristas.
El gobernador, a petición mía, hizo una seña a César y a Bruto para que
se acercasen a nosotros. Me dominó un hondo sentimiento de respeto ante
la visión de Bruto, y en cada rasgo de su semblante descubrí fácilmente la
más consumada virtud, la más grande intrepidez y firmeza de espíritu, el
más sincero amor a su país, y una benevolencia general para con la
humanidad. Comenté, con gran placer, que había buen entendimiento entre
ambos personajes; y César me confesó con franqueza que las más grandes
acciones de su vida no igualaban ni de lejos la gloria de habérsela quitado.
Tuve el honor de hablar largamente con Bruto, quien me dijo que sus
antepasados, Junio, Sócrates, Epaminondas, Catón el Joven, sir Thomas
Moro, y él mismo estaban perpetuamente juntos: sextumvirato al que
todas las edades del mundo serán incapaces de añadir un séptimo.
Sería tedioso abrumar al lector con una relación de la infinidad de
personajes ilustres que fueron evocados para satisfacer el insaciable deseo
que yo tenía de ver el mundo desplegado ante mí en cada uno de los
periodos de la antigüedad. Sobre todo me recreé viendo a los grandes
destructores de tiranos y usurpadores, y a los que devolvieron la libertad a
las naciones oprimidas y atropelladas. Pero es imposible expresar la
satisfacción que sentí en mi interior de manera que resulte adecuada
distracción para el lector.
Capítulo VIII
Más información acerca de Glubbdubdrib. Se corrige la
historia antigua y moderna.

Dado que quería ver a los antiguos más famosos por su inteligencia y
saber, reservé un día a tal propósito. Pedí que apareciesen Homero y
Aristóteles a la cabeza de sus comentaristas; pero eran estos últimos tan
numerosos que unos centenares tuvieron que quedarse en el patio y
estancias adyacentes del palacio. Conocía y pude distinguir a primera vista
a los dos héroes, no sólo entre la multitud, sino a uno del otro. Homero era
el de figura más alta y gentil de los dos; caminaba muy erguido para su
edad, y sus ojos eran los más vivos y penetrantes que he visto en mi vida.
Aristóteles iba encorvado y utilizaba un cayado; tenía el rostro flaco, el
cabello fino y lacio, y la voz cavernosa. En seguida descubrí que los dos
eran totalmente desconocidos para el resto de los reunidos, y que nunca
habían visto ni oído hablar de ellos. Y un espectro, que dejaré en el
anonimato, me susurró que, en el mundo inferior, estos comentaristas se
han mantenido siempre lo más apartados de sus principales, conscientes de
su vergüenza y de su culpa, por haber tergiversado horriblemente lo que
tales autores habían pretendido transmitir a la posteridad. Presenté a
Dídimo y Eustacio a Homero, y logré que los tratase mejor quizá de lo que
se merecían; porque en seguida se dio cuenta de que carecían de genio
para penetrar el espíritu de un poeta. En cambio Aristóteles se impacientó
con Escoto y con Ramus, al presentárselos, y les preguntó si el resto de la
tribu eran igual de zopencos que ellos.
Luego pedí al gobernador que evocase a Descartes y a Gassendi, de los
que conseguí que explicasen sus sistemas a Aristóteles. Este gran filósofo
reconoció libremente sus propios errores en filosofía natural, porque en
muchos aspectos procedía por conjetura, como hacen todos los hombres; y
encontró que Gassendi, que había hecho la doctrina de Epicuro lo más
aceptable que podía, y los torbellinos de Descartes estaban igualmente
desacreditados. Predijo el mismo destino a la atracción, de la que los
actuales sabios son firmes defensores. Dijo que los nuevos sistemas de la
naturaleza no eran sino modas que podían variar en cada época; e incluso
los que pretendían demostrarlos mediante principios matemáticos gozaban
de popularidad durante un breve periodo de tiempo, y caían en el olvido en
cuanto este plazo expiraba.
Pasé cinco días conversando con muchos otros sabios antiguos. Vi a
casi todos los emperadores romanos. Hice que el gobernador llamase a los
cocineros de Heliogábalo para que nos prepararan una comida, aunque no
pudieron exhibir todas sus habilidades por falta de materiales. Un ilota de
Agesilao nos preparó una sopera de caldo espartano, aunque yo no fui
capaz de tomar una segunda cucharada.
Los dos caballeros que me habían llevado a la isla, reclamados por sus
asuntos personales, tuvieron que ausentarse tres días, tiempo que yo
aproveché para entrevistarme con algunos difuntos modernos que habían
sido las más grandes figuras durante los dos o tres últimos siglos en
nuestro país y en otros lugares de Europa; y como yo había sido siempre
gran admirador de las viejas dinastías, pedí al gobernador que evocase a
una o dos docenas de reyes, con sus antecesores, por orden, hasta ocho o
nueve generaciones. Pero mi decepción fue tan grande como inesperada;
porque en vez de un largo cortejo de figuras con diademas reales, en una
familia vi a dos violinistas, tres petimetres y un prelado italiano; y en otra
a un barbero, un abad y dos cardenales. Tengo demasiada veneración por
las cabezas coronadas para extenderme en tan delicado asunto. En cuanto a
condes, marqueses, duques, barones y demás, no tuve tantos escrúpulos; y
confieso que no dejó de producirme cierto placer el ver que podía seguir
hasta sus orígenes los rasgos por los que ciertas familias se habían
distinguido. Descubrí sin dificultad de dónde proviene la barbilla larga de
determinada familia, por qué en una segunda abundaron los bellacos
durante dos generaciones, y los idiotas en dos más; por qué una tercera
estaba chiflada, y los de una cuarta eran estafadores; de dónde venía lo que
Polidoro Virgilio dice de cierta gran casa, nec vir fortis, nec femina casta;
cuánta crueldad, falsedad y cobardía llegaron a ser los rasgos que
distinguieron a ciertas familias tanto como sus escudos de armas; quién
introdujo en una casa noble la sífilis, que ha pasado en línea recta a su
posteridad en forma de tumores escrofulosos. Pero nada de esto me
sorprendía cuando veía el linaje interrumpido por pajes, lacayos, ayudas
de cámara, cocheros, jugadores, violinistas, comediantes, capitanes y
rateros.
Me asqueó sobre todo la historia moderna. Porque tras observar
detenidamente a los personajes de más nombre en las cortes principescas
de los últimos cien años, descubrí cómo escritores prostituidos habían
engañado al mundo atribuyendo a cobardes las más grandes hazañas de
guerra, a necios el más sabio consejo, sinceridad a aduladores, virtud
romana a quienes traicionaron a su país, piedad a quienes fueron ateos,
castidad a sodomitas y veracidad a delatores. ¡Cuántas personas inocentes
y excelentes habían sido condenadas a muerte o desterradas por la presión
de grandes ministros sobre jueces corrompidos y la maldad de las
facciones!; ¡cuántos malvados habían sido exaltados a los más altos
puestos de confianza, poder, dignidad y provecho!; ¡cuántas mociones y
fallos de tribunales, consejos y senados podían ser recusados por
alcahuetas, rameras, rufianes y bufones!; ¡cuán baja era la opinión que me
mereció la prudencia y la integridad humanas al enterarme fidedignamente
de los móviles y motivos de las grandes empresas y revoluciones del
mundo, y de los insignificantes accidentes a los que debían su éxito!
Aquí descubrí la bellaquería y la ignorancia de los que simulan escribir
anécdotas, o historia secreta, que mandan a tantos reyes a la tumba con
una copa de veneno; pretenden repetir la conversación entre un príncipe y
su primer ministro cuando no había testigos presentes; abrir los
pensamientos y los cajones de embajadores y secretarios de estado, con la
desdicha de equivocarse perpetuamente. Aquí descubrí las verdaderas
causas de muchos acontecimientos importantes que han sorprendido al
mundo: cómo una ramera puede gobernar las intimidades de un consejo, y
el consejo las de un senado. Un general confesó en mi presencia que había
obtenido una victoria puramente a fuerza de cobardía y mal
comportamiento; y un almirante que, por carecer de suficiente
inteligencia, batió al enemigo al que pretendía entregar su flota. Tres reyes
me declararon que durante sus reinados jamás dieron prioridad a nadie de
mérito, salvo por equivocación, o traición de algún ministro en el que
confiaban; pero no lo volverían a hacer si vivieran otra vez, y demostraron
con sólidos argumentos que un trono no puede sostenerse sin corrupción,
porque ese carácter positivo, seguro e inquieto que la virtud imprime en el
hombre es un obstáculo perpetuo para la administración pública.
Tuve la curiosidad de preguntar especialmente por qué método había
obtenido mucha gente grandes títulos honoríficos y enormes propiedades,
limitando mi pregunta a un periodo moderno, sin rozar no obstante la
época presente, porque quería asegurarme de no ofender siquiera a
extranjeros (porque creo que no hace falta advertir al lector que lo que voy
a decir no se refiere ni muchísimo menos a mi país). Se evocaron gran
número de personas que estaban en ese caso para que yo las interrogase
muy ligeramente, y descubrí tal panorama de infamia que no puedo pensar
en él sin cierto malhumor. El perjurio, la opresión, el soborno, el fraude, el
rufianismo y demás flaquezas por el estilo se contaban entre las artes más
excusables a que hicieron mención; y como era de razón, me mostré
comprensivo. Pero cuando confesaron unos que debían su grandeza y su
riqueza a la sodomía o al incesto, otros a la prostitución de sus propias
esposas o hijas, otros a haber traicionado a su país o a su príncipe, unos
envenenando y los más pervirtiendo la justicia a fin de destruir al
inocente; espero que se me perdone si tales descubrimientos hicieron que
se me enfriara la encendida veneración que en principio tiendo a tributar a
las personas de rango elevado, a las que sus inferiores debemos tratar con
el mayor respeto, dada su sublime dignidad.
He leído a menudo cuán grandes servicios se han hecho a veces a
príncipes y estados, y he querido conocer a las personas que los llevaron a
cabo. Al preguntar, me dijeron que sus nombres no se hallaban registrados
en ninguna parte, salvo los de unos pocos a los que la historia presenta
como los más viles bellacos y traidores. En cuanto a los demás, nunca
había oído hablar de ellos. Todos aparecieron con el semblante abatido y la
indumentaria más lamentable; la mayoría me dijo que habían muerto en la
pobreza y la vergüenza, y el resto en el cadalso o en la horca.
Entre ellos había un personaje cuyo caso parecía un poco singular.
Tenía de pie junto a él a un joven de unos dieciocho años. Me dijo que
durante muchos años había mandado un barco; y que en la batalla naval de
Accio había tenido la suerte de romper la gran línea de batalla del
enemigo, hundir tres barcos excelentes y apresar un cuarto, lo que fue la
única causa de la huida de Antonio, y de la victoria que siguió; que el
joven que tenía junto a él, su hijo único, había muerto en la acción. Añadió
que, confiando en que se le reconociese algún mérito una vez acabada la
guerra, regresó a Roma, y solicitó en la corte de Augusto que se le
concediese el mando de un barco grande cuyo comandante había muerto; y
sin la menor consideración a sus pretensiones, se dio el mando a un joven
que jamás había navegado, hijo de una liberta que servía a una de las
amantes del emperador, y al regresar a su barco fue acusado de abandono
de su puesto, con lo que el mando del barco pasó a manos de un paje
favorito del vicealmirante Publicóla; así que se retiró a una modesta
propiedad, muy lejos de Roma, donde acabó sus días. Sentí tanta
curiosidad por saber la verdad de esta historia que pedí que se evocase a
Agripa, que fue el almirante de esa batalla. Apareció y confirmó toda la
historia; pero con mucha más honra para el capitán, cuya modestia había
atenuado u ocultado gran parte de su mérito.
Me tenía asombrado descubrir cómo la corrupción había medrado
tanto y tan deprisa en ese imperio a causa del lujo tardíamente
introducido, lo que hacía que no me sorprendiera tanto la multitud de
casos parecidos en otros países, en los que han prevalecido mucho más
tiempo vicios de todas clases, y en los que la gloria y el saqueo han sido
privilegio del jefe supremo, que seguramente era quien menos derecho
tenía a lo uno y a lo otro.
Como cada personaje evocado se aparecía con el aspecto exacto que
había tenido en vida, me inspiró lúgubres reflexiones constatar lo mucho
que había degenerado la especie humana entre nosotros en los últimos
siglos. Cómo la sífilis, en todas sus facetas y denominaciones, había
alterado los rasgos del semblante inglés, reducido el tamaño de los
cuerpos, debilitado los nervios, relajado los tendones y los músculos,
introducido un color cetrino y vuelto la carne floja y rancia.
Llegué lo bastante abajo como para pedir que se hicieran comparecer
algunos terratenientes ingleses de viejo cuño, famosos por la sencillez de
sus maneras, su comida y su vestido, por la honradez de su trato, su
auténtico espíritu de libertad, su valor y el amor a su país. Y no pude
sentirme indiferente, después de comparar a los vivos con los muertos, al
pensar cómo todas estas virtudes puras y originales las habían prostituido
a cambio de una moneda los nietos, los cuales, al vender sus votos y
manipular las elecciones, han adquirido todos los vicios y corrupciones
que pueden aprenderse en una corte.
Capítulo IX
Regreso del autor a Maldonada. Viaja al reino de
Luggnagg. El autor es encerrado. La corte envía por él.
Manera en que es admitido. Gran indulgencia del rey con
sus súbditos.

Llegado el día de nuestra marcha, me despedí de su alteza el gobernador


de Glubbdubdrib, y regresé con mis dos compañeros a Maldonada, donde,
tras una espera de quince días, estuvo un barco preparado para zarpar hacia
Luggnagg. Los dos caballeros, y algunos más, fueron lo bastante generosos
y amables para proporcionarme provisiones y acompañarme a bordo.
Tardé un mes en este viaje. Tuvimos una violenta tempestad, y nos vimos
obligados a poner rumbo oeste para coger los alisios, que persisten durante
más de sesenta leguas. El 21 de abril de 1708 entramos en el río de
Clumegnig, que es una ciudad portuaria situada en la punta sureste de
Luggnagg. Largamos ancla a una legua de la ciudad, e izamos la señal de
que queríamos un práctico. Llegaron a bordo dos en menos de media hora,
y nos guiaron entre bajíos y arrecifes, muy peligrosos en el paso, hasta una
dársena, donde podría fondear sin peligro una escuadra a menos de un
cable de la muralla de la ciudad.
Algunos de nuestros marineros, por deslealtad o inadvertencia, habían
contado a los prácticos que yo era extranjero y un gran viajero, y ellos
informaron de esto a un oficial de la aduana, que me registró
minuciosamente en cuanto bajé a tierra. Este oficial me habló en la lengua
de Balnibarbi, que debido al gran comercio la conocen casi todos en esa
ciudad, sobre todo los marineros y los funcionarios de la aduana. Le hice
una breve relación de algunos detalles, y presenté mi historia lo más
plausible y coherentemente que pude; pero consideré necesario ocultar mi
país y decir que era holandés; porque mi intención era dirigirme a Japón, y
sabía que los holandeses eran los únicos europeos a los que se permitía la
entrada en ese reino. Así que le dije al oficial que tras naufragar en la
costa de Balnibarbi, y ser arrojado a un escollo, fui acogido en Laputa, o
isla volante (de la que había oído hablar bastante), y ahora me proponía
dirigirme a Japón, donde podía encontrar el medio de regresar a mi país.
El oficial me dijo que debía permanecer confinado hasta que él recibiese
órdenes de la corte, para lo cual escribiría inmediatamente, y esperaba
tener respuesta en un par de semanas. Me llevaron a un cómodo
alojamiento con un centinela en la puerta; sin embargo, tenía la libertad de
un gran jardín, y fui tratado con bastante humanidad, y mantenido todo el
tiempo a expensas del rey. Me visitaron varias personas, sobre todo por
curiosidad, porque había corrido la voz de que era de países muy remotos
de los que nunca habían oído hablar.
Contraté a un joven que venía en el mismo barco para que hiciese de
intérprete; era natural de Luggnagg, pero había vivido unos años en
Maldonada, y dominaba perfectamente las dos lenguas. Con su ayuda pude
conversar con los que venían a visitarme; pero estas conversaciones
consistían sólo en preguntas por parte de ellos y respuestas por la mía.
El despacho de la corte llegó más o menos en el plazo en que lo
esperábamos. Contenía una autorización para que fuéramos conducidos mi
séquito y yo a Traldragdubb —o Trildrogdrib, porque se pronuncia de las
dos maneras según recuerdo— por un tropel de diez caballos. Mi séquito
consistía en el pobre muchacho que hacía de intérprete, al que había
convencido de que se pusiera a mi servicio. Y a humilde petición mía, nos
cedieron una mula a cada uno para ir. Se despachó un mensajero media
jornada antes que nosotros, a fin de que informase al rey de que yo estaba
en camino, y solicitar a su majestad que tuviese a bien fijar el día y la hora
en que se dignaría concedernos el honor de lamer el polvo delante de su
escabel. Ese es el estilo de la corte; y como descubrí, era más que una
cuestión de forma. Porque, al ser recibido dos días después de llegar, se
me ordenó que me tumbase boca abajo y lamiese el suelo como había
dicho; aunque, por ser extranjero, se tuvo el miramiento de que estuviese
lo bastante limpio para que el polvo no fuese desagradable. Esta, sin
embargo, era una gracia especial que no se tiene sino con personas del más
alto rango cuando solicitan audiencia. Es más, a veces esparcen polvo a
propósito, cuando la persona que solicita la audiencia tiene poderosos
enemigos en la corte. Yo he visto a todo un lord con la boca tan llena que
cuando llegó arrastrándose a la distancia adecuada del trono no fue capaz
de pronunciar una sola palabra. Y no tenía remedio; porque los que al ser
recibidos en audiencia osen escupir o lavarse la boca en presencia de su
majestad incurren en delito capital. Hay otra costumbre, por cierto, que no
apruebo del todo: cuando al rey se le ocurre ordenar ejecutar a algún noble
de manera amable e indulgente, manda esparcir por el suelo un polvo
marrón que contiene un compuesto mortal, el cual, al ser lamido, lo mata
indefectiblemente en veinticuatro horas. Pero para hacer justicia a la gran
clemencia de este príncipe, y a su preocupación por la vida de sus súbditos
(en lo que sería muy de desear que lo imitasen los monarcas de Europa),
hay que decir en su honor que ha dado órdenes estrictas de que después de
tal ejecución se frieguen bien las partes manchadas del suelo; lo que, si la
servidumbre deja sin hacer, corre peligro de concitarse el enojo real. Yo
mismo le oí mandar azotar a un paje cuya misión era avisar que se fregase
el suelo después de una ejecución, pero maliciosamente había dejado de
hacerlo, omisión por la que un joven lord de grandes expectativas que
había acudido a una audiencia tuvo la desgracia de envenenarse, pese a que
entonces el rey no tenía ningún propósito contra su vida. Pero este buen
príncipe era tan benévolo que perdonó el castigo al pobre paje, después de
prometer este que no volvería a hacerlo sin una orden específica.
Pero dejemos esta digresión: cuando, arrastrándome, hube llegado a
cuatro yardas del trono me incorporé despacio sobre las rodillas; luego
toqué siete veces el suelo con la frente, y pronuncié las palabras que me
habían enseñado la víspera: Ickpling gloffthrobb squut scrumm blhiop
mlashnalt zwin tnodbalkuffh slhiophad gurdlubh asht. Es el saludo que
establece la legislación del país para toda persona al ser admitida a la
presencia del rey, y puede traducirse por lo siguiente: «Sobreviva al sol
vuestra majestad celestial once lunas y media». A esto el rey contestó algo
a lo que, aunque no logré entender, repliqué como me habían apuntado:
Fluft drin yalerick dwuldom prastrad mirpush, que significa exactamente:
«Mi lengua está en la boca de mi amigo»; expresión que significa que
deseaba que trajesen a mi intérprete; con lo que hicieron pasar al joven del
que ya he hablado, por cuyo intermedio respondí a cuantas preguntas pudo
hacerme su majestad en el espacio de una hora. Yo hablaba en lengua
balnibarbiana, y mi intérprete vertía lo que decía a la de Luggnagg.
El rey se sintió muy complacido con mi compañía, y mandó a su
bliffmarklub, o gran chambelán, que mandase preparar en palacio
alojamiento para mí y para mi intérprete, con una asignación diaria para
mi manutención, y una gran bolsa de oro para mis gastos corrientes.
Estuve tres meses en ese país, en total obediencia al deseo de su
majestad, que estaba sumamente encantado en favorecerme, y me hizo
muy honrosos ofrecimientos. Pero me pareció más acorde con la prudencia
y la justicia pasar el resto de mis días junto a mi esposa y mi familia.
Capítulo X
Elogio de los luggnaggianos. Especial descripción de los
struldbruggs, con muchas conversaciones entre el autor y
eminentes conocedores de dicho asunto.

Los luggnaggianos son gente educada y generosa, y aunque no carecen de


ese orgullo que es característico de todos pueblos orientales, se muestran
corteses con los extranjeros, en especial con los favorecidos por la corte.
Hice muchas amistades entre las personas de la alta sociedad, y dado que
siempre estuve asistido por mi intérprete, las conversaciones que teníamos
no resultaban incómodas.
Un día que estaba rodeado de muy buena compañía, me preguntó una
persona de calidad si había visto sus struldbruggs, o inmortales. Le dije que
no y le pedí que me explicase qué quería decir tal apelativo aplicado a una
criatura. Me dijo que a veces, aunque muy raramente, nacía algún niño en
el seno de una familia con una mancha circular de color rojo en la frente,
encima justo de la ceja izquierda; era la marca infalible de que no moriría.
La mancha, según la describió, era del tamaño de una moneda de tres
peniques, pero con el tiempo se hacía más grande, y cambiaba de color: a
los doce años se volvía verde, y seguía igual hasta los veinticinco, edad en
que cambiaba a azul oscuro; y a los cuarenta y cinco, a negro como el
carbón, y se hacía del tamaño de un chelín inglés; y no se conocía ningún
otro cambio. Dijo que estos nacimientos eran tan raros que no creía que
hubiese más de mil cien struldbruggs de ambos sexos en todo el reino, de
los que calculaba que unos cincuenta estaban en la metrópoli; y entre el
resto había una niña de unos tres años; que estos nacimientos no eran
característicos de ninguna familia, sino meros productos de la casualidad; y
que los hijos de los propios struldbruggs eran tan mortales como el resto de
la gente.
Confieso sinceramente que me alegró lo indecible oír esta noticia; y
como la persona que me la facilitó comprendía la lengua balnibarbiana, que
yo hablaba muy bien, no pude por menos de prorrumpir en expresiones
quizá un poco demasiado desorbitadas. Exclamé con entusiasmo:
«¡Dichosa nación esta, en la que cada niño tiene al menos una posibilidad
de ser inmortal! ¡Dichoso su pueblo, que goza de tantos ejemplos vivos de
la antigua virtud, y tiene maestros que pueden instruirle en la sabiduría de
épocas pasadas! ¡Y más dichosos aún esos excelentes struldbruggs que,
ajenos a esa desdicha universal de la naturaleza humana, tienen el espíritu
libre y desembarazado, sin el peso y abatimiento de ánimo que causa el
continuo temor a la muerte!». Manifesté mi admiración de que no hubiera
observado a ninguna de estas ilustres personas en la corte; porque una
mancha negra en la frente era algo tan llamativo que no me habría pasado
fácilmente inadvertida; y era imposible que su majestad, príncipe de lo más
juicioso, no se rodeara de buen número de tan sabios y buenos consejeros.
Aunque quizá la virtud de estos sabios venerables era demasiado estricta
para las prácticas corruptas y libertinas de una corte. Y a menudo hallamos
por experiencia que los jóvenes son demasiado tercos e inconstantes para
dejarse guiar por los sobrios dictados de sus mayores. Sin embargo, dado
que el rey se dignaba concederme acceso a su real presencia, tenía
decidido, a la primera ocasión, manifestarle abiertamente y por extenso mi
opinión sobre el particular con ayuda de mi intérprete; y tanto si se dignaba
seguir mi consejo como si no, estaba dispuesto, ya que su majestad me
ofrecía a menudo una posición en este país, a aceptar agradecido el favor, y
pasarme aquí la vida conversando con los struldbruggs, esos seres
superiores, si tenían la gentileza de aceptarme.
El caballero al que dirigía mi discurso, que —como ya he comentado—
hablaba la lengua de Balnibarbi, me dijo, con esa sonrisa que normalmente
nace de la compasión hacia el ignorante, que se alegraba de cualquier
motivo que sirviese para retenerme entre ellos; y me pidió permiso para
explicar a los presentes lo que yo acababa de decir. Así lo hizo, y hablaron
entre sí durante un rato en su propia lengua, de la que no entendí una sílaba,
y pude observar por sus semblantes qué impresión hacían mis palabras en
ellos. Tras un breve silencio, la misma persona me dijo que mucho
complacían a sus amigos y míos (así juzgó conveniente expresarse) las
discretas razones que había expresado sobre la gran dicha y ventajas de la
vida inmortal, y que deseaban saber concretamente qué plan de vida me
habría hecho yo si me hubiese tocado la suerte de nacer struldbrugg.
Contesté que era fácil explayarse en tema tan amplio y tan agradable,
especialmente a mí, que tan acostumbrado estaba a distraerme imaginando
lo que haría si fuese rey, general, o grande de mi país; y en cuanto a este
caso, había recorrido el sistema entero de a qué me dedicaría y en qué me
ocuparía si tuviese la seguridad de vivir eternamente.
Que si hubiese tenido la suerte de nacer struldbrugg, tan pronto como
hubiese descubierto esa dicha, sabedor de la diferencia entre la vida y la
muerte, decidiría primero procurarme riquezas utilizando todas las artes y
métodos posibles. En esta empresa, con economía y administración, podía
esperar razonablemente convertirme, en un plazo de doscientos años, en el
hombre más rico del reino. En segundo lugar, desde temprana edad me
aplicaría al estudio de las artes y las ciencias en las que con el tiempo
llegaría a destacar por encima de todos los demás. Finalmente, consignaría
cuidadosamente cada acción y acontecimiento de importancia pública que
sucediera, trazaría con imparcialidad los caracteres de las diversas
sucesiones de príncipes y grandes ministros de estado, con mis propias
observaciones sobre cada aspecto. Tomaría nota exacta de los diversos
cambios de costumbres, lenguas, vestidos, hábitos alimentarios y
diversiones. Con todos estos conocimientos, sería un tesoro viviente de
ciencia y sabiduría, y desde luego me convertiría en el oráculo de la nación.
No me casaría después de los sesenta años, sino que llevaría una vida
hospitalaria, aunque sin dejar de ahorrar. Me dedicaría a formar y dirigir el
espíritu de los jóvenes prometedores, convenciéndolos con mis
remembranzas, experiencias y observaciones, reforzadas con numerosos
ejemplos, de la utilidad de la virtud en la vida pública y privada. Pero mis
compañeros escogidos y constantes serían un grupo de mi propia
fraternidad inmortal, entre los que elegiría una docena, de los más antiguos
a coetáneos míos. Donde alguno de estos fuese necesitado, lo proveería de
oportuno alojamiento vecino a mi propiedad, y sentaría siempre a mi mesa
a algunos de ellos, entremezclándolos sólo con unos pocos de los más
valiosos mortales, a los que el paso del tiempo me acostumbraría a perder
con poco o ningún pesar, y trataría a vuestra posteridad de la misma
manera, igual que se recrea un hombre en la sucesión anual de los claveles
y los tulipanes de su jardín sin llorar la pérdida de los que se marchitaron el
año anterior.
Estos struldbruggs y yo intercambiaríamos experiencias y recuerdos
durante el transcurso del tiempo; estudiaríamos las diversas gradaciones
con que la corrupción va invadiendo el mundo, y la combatiríamos en todas
sus etapas, brindando perpetua advertencia e instrucción a la humanidad; lo
que sumado a la poderosa influencia de nuestro ejemplo, probablemente
impediría esa progresiva degeneración de la naturaleza humana, de la que
tan justamente se han lamentado en todas las épocas.
A esto hay que añadir el placer de ver las diversas revoluciones de los
estados y los imperios, los cambios que se operasen en el mundo inferior y
superior, la conversión en ruinas de las ciudades antiguas, y en sedes de
reyes pueblos oscuros, la reducción a pequeños arroyos de ríos ahora
famosos; cómo el océano dejaba seco un litoral y anegaba otro; presenciar
el descubrimiento de muchos países todavía desconocidos; la invasión por
la barbarie de las naciones más cultas, y las más bárbaras volverse
civilizadas. Después vería el descubrimiento de la longitud, del
movimiento continuo, de la medicina universal, y cómo se elevaba a la
total perfección muchos otros inventos.
Qué maravillosos descubrimientos haríamos en astronomía,
sobreviviendo a nuestras predicciones y confirmándolas, y observando la
marcha y retorno de los cometas, con los cambios de movimiento del sol,
de la luna y de las estrellas.
Me extendí en otras muchas cuestiones que el deseo natural de una vida
interminable y una felicidad sublunar podían proporcionarme fácilmente.
Cuando terminé, y se hubo traducido como antes el total de mi discurso al
resto de los presentes, se produjo un animado intercambio de comentarios
entre ellos en la lengua de su país, no sin algunas risas a mi costa. Por
último, el mismo caballero que había sido mi intérprete dijo que el resto le
pedía que me corrigiese algunos errores en que había caído por la común
imbecilidad de la naturaleza humana, y que por tal consideración era menos
responsable de ellos: que esta raza de struldbruggs era peculiar de su país,
porque no había gente así ni en Balnibarbi ni en Japón, donde tenía el honor
de ser embajador de su majestad, y encontraba que a los naturales de ambos
reinos les costaba mucho creer que fuera posible algo así; y parecía por mi
asombro, cuando se me habló de esto por primera vez, que había acogido la
noticia como algo enteramente nuevo y apenas creíble; que en los dos
reinos arriba mencionados, donde había conversado mucho durante su
estancia, había observado que la longevidad era el deseo universal y la
aspiración de la humanidad; que todo el que tenía un pie en la tumba
mantenía el otro fuera lo más que podía; que el más decrépito abrigaba la
esperanza de vivir un día más, y miraba la muerte como el más grande de
los males, del que la Naturaleza le movía siempre a retraerse; que sólo en
esta isla de Luggnagg el apetito de vivir no era tan acuciante, debido al
ejemplo perenne de los struldbruggs que tenían ante los ojos.
Que el modo de vida que yo imaginaba no era razonable ni justo,
porque suponía gozar de perpetua juventud, salud y vigor, lo que nadie
podía ser tan necio de esperar, por disparatados que fuese en sus deseos;
que la cuestión, por tanto, no era si un hombre escogería estar siempre en la
flor de la juventud, asistido de la prosperidad y la salud, sino cómo pasaría
una vida interminable soportando las desventajas que comporta la vejez.
Porque aunque pocos hombres manifestarán el deseo de ser inmortales en
semejantes condiciones, sin embargo, en los dos reinos antes citados,
Balnibarbi y Japón, había observado que todos querían posponer la muerte
algún tiempo más, lo más posible, y rara vez había oído de que nadie
muriese de buen grado, salvo el acuciado por el sufrimiento o el dolor
extremo. Y me preguntó si en los países que había visitado, y en el mío, no
había observado la misma disposición general.
Tras este prefacio, me habló con detalle de los struldbruggs que había
entre ellos. Dijo que normalmente se comportaban como mortales hasta los
treinta años más o menos; después se volvían progresivamente tristes y
abatidos, estado que les seguía aumentando hasta los ochenta. Esto lo sabía
por confesión de ellos mismos; porque como en una generación no solían
nacer más de dos o tres de esa naturaleza, su número era demasiado escaso
para extraer una observación general. Cuando cumplían los ochenta, que
era el máximo de vida que se calculaba en este país, tenían no sólo todos
los achaques y chifladuras de los viejos normales, sino otras muchas que
derivaban de la espantosa perspectiva de no morir nunca. Eran no sólo
tercos, quisquillosos, codiciosos, malhumorados, vanidosos y charlatanes,
sino incapaces para la amistad, e insensibles a todo afecto natural que se
extendiese más allá de sus nietos. Sus pasiones dominantes son la envidia y
los deseos imposibles de cumplir. Pero lo que parece que envidian
principalmente son los vicios de los jóvenes y la muerte de los viejos.
Cuando reflexionan sobre los primeros, se dan cuenta de que están fuera de
toda posibilidad de placer; y cada vez que presencian un funeral, se duelen
y se afligen de que otros se vayan a un puerto de descanso al que saben
ellos no llegarán jamás. No tienen recuerdo de nada sino de lo que
aprendieron y observaron en su juventud y madurez, e incluso eso lo
recuerdan de manera imperfecta. Y en cuanto a la verdad o detalles de
algún hecho, es más seguro confiar en las tradiciones comunes que en sus
mejores recuerdos. Los menos desdichados son los que entran en la
decrepitud, y pierden la memoria por completo; estos encuentran más
compasión y ayuda, porque han perdido los defectos que abundan en los
otros.
Si un struldbrugg se casa por casualidad con alguien de su misma clase,
el matrimonio naturalmente se disuelve, por cortesía del reino, en cuanto el
más joven de los dos llega a los ochenta. Porque la ley considera razonable
que los que están condenados a continuar perpetuamente en el mundo, sin
culpa alguna por su parte, no vean doblada su desdicha con la carga de una
esposa.
En cuanto alcanzan la etapa de los ochenta años se los considera
muertos ante la ley; sus herederos toman inmediatamente posesión de sus
bienes, y sólo se les respeta una miseria para su sustento; de manera que los
pobres pasan a ser mantenidos por el erario público. Después de ese
periodo, se les declara incapaces para cualquier puesto de confianza o
responsabilidad: no pueden comprar propiedades, ni arrendar, ni se les
permite ser testigos en ningún juicio civil ni penal, ni siquiera para decidir
sobre lindes o deslindes.
A los noventa pierden los dientes y el pelo. A esa edad no distinguen ya
el sabor, sino que comen y beben lo que pueden sin gusto ni apetito. Las
enfermedades a las que estaban sujetos siguen sin aumentar ni disminuir.
Al hablar se les olvidan los nombres corrientes de las cosas y de las
personas, incluso el de los amigos y familiares más allegados. Por la
misma razón, no encuentran distracción en la lectura, porque la memoria
no les dura del principio al final de una frase, y por ese defecto se ven
privados de la única distracción de que podrían disponer.
Como la lengua de este país está cambiando constantemente, los
struldbruggs de una generación no comprenden a los de otra; y no son
capaces tampoco, al cabo de doscientos años, de sostener una conversación
—más allá de unas cuantas palabras— con sus vecinos los mortales; y así
se encuentran en la desventaja de vivir como extranjeros en su propio país.
Esto es lo que me contó de los struldbruggs, lo más exactamente que
puedo recordar. Después vi a cinco o seis de edades distintas, de los que el
más joven, al que me trajeron en diversas ocasiones unos amigos, no
tendría más de doscientos años; pero aunque les dijeron que yo era un gran
viajero, y había visitado el mundo entero, no manifestaron el menor interés
por hacerme alguna pregunta; sólo me pidieron que les diera slumskudask,
recuerdo, que es una manera velada de pedir limosna para soslayar la ley
que prohíbe estrictamente mendigar; porque viven a cargo del estado,
aunque desde luego reciben escasísima pensión.
Son menospreciados y odiados por toda clase de gentes; el nacimiento
de uno se considera un acontecimiento presagioso, y se consigna con toda
exactitud, a fin de que pueda saberse su edad consultando el registro, que
no obstante, sólo hace mil años que se lleva, o quizá había uno que lo
destruyó el tiempo, o los desórdenes públicos. Pero lo corriente para saber
su edad es preguntarles qué reyes o grandes personajes recuerdan, y
consultar después la historia; porque, infaliblemente, el último príncipe que
recuerdan no empezó a reinar después de cumplir ellos los ochenta.
Eran el espectáculo más lamentable que he contemplado jamás; y el de
las mujeres peor que el de los hombres. Además de las habituales
deformaciones de la extrema decrepitud, adquirían una lividez proporcional
al número de años que para qué describir; y de la media docena que conocí,
en seguida distinguí cuál era el más viejo, aunque la diferencia entre ellos
no llegaba a un siglo o dos.
Fácilmente habrá comprendido el lector que, por lo que oí y vi, mi
ardiente apetito de una vida perpetua se enfrió bastante. Me sentí
francamente avergonzado de las visiones placenteras que había forjado; y
pensé que ningún tirano podía inventar una muerte a la que no corriera yo
con gusto para acabar con semejante vida. El rey escuchó todo lo hablado
entre mis amigos y yo en esta ocasión, y se burló de mí de buen humor,
diciendo que le gustaría que me llevase a mi país un par de struldbruggs,
para curar así a nuestro pueblo del miedo a la muerte; pero por lo visto lo
prohíben las leyes fundamentales del reino; de lo contrario de buen grado
habría cargado con la molestia y los gastos de su transporte.
No podía por menos de reconocer que las leyes de este reino, referentes
a los struldbruggs, se fundaban en las más sólidas razones, y que cualquier
otro país habría tenido necesidad de elaborar otras iguales en parecidas
circunstancias. De lo contrario, dado que la avaricia es consecuencia
insoslayable de la vejez, esos inmortales llegarían con el tiempo a
convertirse en dueños de la nación entera, y acapararían el poder civil; lo
que, por falta de habilidad para manejarlo, acabaría arruinando la
administración pública.
Capítulo XI
El autor abandona Luggnagg y viaja a Japón. De allí
regresa a Ámsterdam en un barco holandés, y de
Ámsterdam a Inglaterra.

He creído que esta relación sobre struldbruggs podía ser de alguna


distracción para el lector, dado que es algo que se aparta un poco de lo
normal; al menos, no recuerdo haber encontrado nada parecido en ninguno
de los libros de viajes que he tenido en mis manos; si estoy en un error, mi
excusa está en que necesariamente los viajeros que describen el mismo
país coinciden en extenderse en los mismos detalles sin que se les acuse de
haber copiado o transcrito lo que otros escribieron antes que ellos.
Desde luego, hay un comercio constante entre este reino y el gran
imperio de Japón; y es muy probable que los autores japoneses hayan dado
alguna noticia de los struldbruggs; pero mi estancia en Japón fue tan
breve, y me era tan completamente extraña su lengua, que no me juzgué en
condiciones de hacer ninguna indagación. Pero espero que los holandeses,
ante esta noticia, sientan curiosidad y sean capaces de suplir mis defectos.
Tras insistirme su majestad repetidamente que aceptase algún puesto
en la corte, y hallarme totalmente determinado a regresar a mi país, tuvo a
bien concederme licencia para partir, y honrarme con una carta de
recomendación, de su puño y letra, para el emperador de Japón. Asimismo
me hizo donación de cuatrocientas cuarenta y cuatro grandes piezas de oro
(a esta nación le encantan los números pares) y un diamante rojo, que
vendí en Inglaterra por mil cien libras.
El día 6 de mayo de 1709, me despedí solemnemente de su majestad y
de todos mis amigos. Este príncipe tuvo la gentileza de ordenar que una
guardia me llevase a Glanguenstald, puerto real situado al suroeste de la
isla. A los seis días encontré un barco dispuesto a embarcarme para Japón
y tardé quince días hacer en el viaje. Desembarcamos en un pueblecito
marinero llamado Xamoschi, en la parte sureste de Japón; dicho pueblo
está en la punta oeste, donde hay una estrecha bocana que da acceso a un
largo brazo de mar, al noroeste del cual se alza Yedo, la metrópoli. Al
bajar a tierra enseñé a los oficiales de la aduana la carta del rey de
Luggnagg para su majestad imperial. Conocían perfectamente el sello, que
era ancho como la palma de la mano. Su impresión representaba a un rey
levantando del suelo a un mendigo tullido. Los magistrados del pueblo, al
ser informados de mi carta, me recibieron como a un ministro público; me
proveyeron de carruaje y criados, y llevaron mis bultos a Yedo, donde fui
recibido en audiencia y entregué la carta, que fue abierta con gran
ceremonia, y explicada al emperador a través de un intérprete, quien me
pidió, por orden de su majestad, que expusiese mi petición, la cual, fuera
la que fuese, me sería concedida en atención a su real hermano de
Luggnagg. Este intérprete era una persona empleada en negociar asuntos
con los holandeses; en seguida adivinó por mi semblante que era europeo;
así que repitió la orden de su majestad en bajo holandés, lengua que
hablaba perfectamente. Contesté —como había decidido de antemano—
que era mercader holandés, y había naufragado en un país remoto del que
había viajado por mar y por tierra hasta Luggnagg, y después había
tomado pasaje para Japón, donde sabía que traficaban frecuentemente
compatriotas míos, y esperaba tener ocasión de regresar a Europa con
algunos de ellos; por tanto, muy humildemente suplicaba el favor real de
que diese orden de llevarme a Nangasac; a esta añadí otra petición: que, en
consideración a mi señor, el rey de Luggnagg, se dignase su majestad
excusarme de ejecutar la ceremonia impuesta a mis compatriotas, de pisar
el crucifijo; porque mis desventuras me habían arrojado a este reino sin
ninguna intención de traficar. Al serle traducida esta última petición, el
emperador pareció sorprenderse un poco, y dijo que creía que era el
primero de mis compatriotas que manifestaba escrúpulos sobre este punto,
y que empezaba a tener dudas sobre si era holandés o no, aunque
sospechaba más bien que era cristiano. Sin embargo, por las razones que le
había dado, pero sobre todo para agradar al rey de Luggnagg, y como
muestra especial de su favor, complacería la singularidad de mi antojo;
pero había que llevar el asunto con habilidad, y ordenar a sus funcionarios
que me dejasen pasar como por descuido, por así decir. Porque aseguró que
si mis compatriotas los holandeses llegaban a descubrir el secreto, me
cortarían el cuello durante el viaje. Le di las gracias por medio del
intérprete, por tan excepcional favor; y dado que había tropas que en este
momento se dirigían a Nangasac, el oficial al mando recibió orden de
llevarme a salvo allí, con instrucciones especiales sobre el asunto del
crucifijo.
El día 9 de junio de 1709 llegué a Nangasac, tras un viaje larguísimo y
molesto. No tardé en entrar en relación con unos marineros holandeses
pertenecientes al Amboyna de Ámsterdam, sólido barco de 450 toneladas.
Yo había vivido mucho tiempo en Holanda, ya que había cursado mis
estudios en Leiden, y hablaba bien holandés. Tan pronto como supieron los
marineros de dónde había llegado, me preguntaron con curiosidad sobre
mis viajes, y mi clase de vida. Fabriqué una historia lo más corta y creíble
que pude, y me callé la mayor parte. Conocía a muchas personas de
Holanda; me inventé los nombres de mis padres, de los que dije que eran
gente oscura de la provincia de Gelderland. Le habría pagado al capitán
(un tal Theodorus Vangrult) lo que me hubiera pedido por llevarme a
Holanda; pero al enterarse de que era cirujano se contentó con cobrarme la
mitad del pasaje, a cambio de que fuese como médico en el viaje. Antes de
embarcar, la tripulación me preguntó a menudo si había cumplido la
ceremonia a la que me he referido antes. Sorteé la pregunta contestando de
manera genérica que había satisfecho al emperador y a la corte en todos
los detalles. Sin embargo, un patrón taimado y malicioso fue a un oficial
de la guardia y, señalándome, le dijo que aún no había pisado el crucifijo;
pero el otro, que había recibido la orden de dejarme pasar, descargó sobre
los hombros del granuja veinte bastonazos con un bambú; después de lo
cual dejaron de molestarme con preguntas.
No ocurrió nada digno de mención en este viaje. Navegamos con
viento favorable hasta el Cabo de Buena Esperanza, donde tocamos tierra
sólo para hacer aguada. El 16 de abril llegamos a Ámsterdam, con la
pérdida de sólo tres hombres por enfermedad durante el viaje, y un cuarto
que se cayó del palo de trinquete al mar, no lejos de la costa de Guinea. De
Ámsterdam embarqué pronto para Inglaterra en una pequeña nave
perteneciente a esa ciudad.
El 10 de abril de 1710 tocamos las Lomas. Salté a tierra a la mañana
siguiente, y una vez más vi mi tierra natal tras una ausencia de cinco años
y seis meses completos. Me dirigí directamente a Redriff, adonde llegué el
mismo día a las dos de la tarde, y encontré a mi esposa y mi familia en
buena salud.

FIN DE LA PARTE TERCERA


Capítulo I
El autor emprende un viaje como capitán de un barco. Sus
hombres conspiran contra él, lo tienen mucho tiempo
encerrado en su camarote. Lo desembarcan en una tierra
desconocida. Se adentra en la región. Descripción de los
yahoos, extraña especie animal. El autor topa con dos
houyhnhnms.

Continué en casa con mi esposa y mis hijos unos cinco meses, muy
felizmente si hubiera aprendido la lección de saber dónde estaba bien.
Dejé a mi pobre esposa embarazada y acepté un ofrecimiento ventajoso
que se me hizo de mandar el Adventure, sólido mercante de 350 toneladas,
porque sabía navegación; estaba cansado de navegar como cirujano,
práctica que no obstante podía ejercer en cualquier momento, y tomé a un
joven habilidoso, un tal Robert Purefoy, para ese puesto en mi barco.
Zarpamos de Portsmouth el día 2 de agosto de 1710; el 14 topamos con el
capitán Pocock, de Bristol, en Tenerife, el cual se dirigía a la bahía de
Campeche, a cortar palo. El 16 nos separó un temporal; a mi regreso me he
enterado de que naufragó su barco y sólo se salvó un grumete. Era un
hombre honrado, y buen marinero, aunque un poco demasiado radical en
sus opiniones, lo que fue la causa de su muerte, como le ha ocurrido a
muchos. Porque de haber seguido mi consejo ahora estaría en casa con su
familia, igual que yo.
Varios hombres de mi barco murieron a causa de las fiebres tropicales,
de manera que me vi obligado a enrolar gente de Barbados y de las Islas de
Sotavento, donde toqué por consejo de los mercaderes que me habían
contratado; de lo que tuve sobrado motivo para arrepentirme, porque hallé
más tarde que la mayoría habían sido bucaneros. Llevaba cincuenta
marineros a bordo, y las órdenes que había recibido eran comerciar con los
indios de los Mares del Sur, y llevar a cabo los descubrimientos que
pudiese. Estos bribones que tomé pervirtieron a mis hombres, y urdieron
una conspiración para reducirme y apoderarse del barco, lo que hicieron
una madrugada irrumpiendo en la cámara y atándome de pies y manos,
con la amenaza de arrojarme por la borda si ofrecía resistencia. Les dije
que era su prisionero y que me rendía. Me hicieron jurarlo, y a
continuación me desataron, dejándome encadenado sólo por un pie a la
cama, y pusieron un centinela en la puerta con el arma cargada, y la orden
de matarme de un tiro si intentaba liberarme. Me mandaron abajo vituallas
y bebida, y asumieron el gobierno del barco. Su propósito era dedicarse a
la piratería, y saquear a los españoles, lo que no podían hacer hasta que
reclutasen más hombres. Pero antes resolvieron vender la mercancía del
barco, y luego dirigirse a Madagascar en busca de gente, dado que
murieron varios después de encerrarme. Navegaron durante varias
semanas y comerciaron con los indios; aunque yo ignoraba el rumbo que
llevaban, ya que me tenían encerrado, y no esperaba sino que me mataran,
como a menudo amenazaban hacer.
El día 9 de mayo de 1711, un tal James Welch bajó a la cámara y me
dijo que tenía orden del capitán de llevarme a tierra. Traté de hacerle
cambiar de opinión, aunque en vano; y no quiso decirme quién era el
nuevo capitán. Me obligaron a embarcar en la lancha, permitiéndome que
me pusiese mi mejor uniforme, que era bueno y nuevo, y llevase un
pequeño bulto de ropa, aunque no armas, salvo el sable; y tuvieron el
detalle de no registrarme los bolsillos, en los que me había guardado todo
el dinero que tenía, además de algunas cosas necesarias. Bogaron
alrededor de una milla, y me dejaron en una playa. Les pedí que me
dijesen que país era. Todos juraron que respecto a eso no sabían más que
yo; pero dijeron que el capitán —como lo llamaban—, después de vender
la carga, había decidido librarse de mí en la primera tierra que avistase.
Acto seguido emprendieron el regreso, aconsejándome que me diese prisa
no fuera que me sorprendiese la marea, y me dijeron adiós.
En esta desolada situación eché a andar, y no tardé en llegar a suelo
firme, donde me senté en un declive a pensar qué podía hacer. Cuando me
sentí un poco descansado, me adentré en la región, dispuesto a entregarme
a los primeros salvajes que encontrase, y comprar mi vida con brazaletes,
aros de vidrio y otras baratijas de las que normalmente se proveen los
marineros en esos viajes, y de las que llevaba algunas encima: el terreno
se hallaba dividido por largas filas de árboles; no es que estuviesen
plantados regularmente, sino que crecían de manera natural; había
abundante hierba, y varios campos de avena. Caminaba muy
precavidamente por temor a que me sorprendiesen, o me disparasen alguna
flecha por detrás, o desde uno u otro lado. Salí a un camino frecuentado,
en el que descubrí huellas de pies humanos, y unas cuantas de vaca, pero
sobre todo de caballos. Finalmente, descubrí varios animales en un campo,
y uno o dos de la misma especie en lo alto de árboles. Su figura era muy
singular, y deforme, lo que me inquietó un poco; así que me escondí detrás
de un arbusto para observarlos mejor. Un grupo se acercó al lugar donde
yo estaba tumbado, lo que me permitió distinguir claramente en su forma.
Tenían la cabeza y el pecho cubiertos de espeso pelo, unos rizado y otros
lacio, barba como los chivos, y un largo lomo de pelo que les bajaba por la
espalda y por la parte delantera de las extremidades y los pies; pero el
resto del cuerpo lo tenían pelado, de manera que se les veía la piel, que era
del color del ante. Carecían de cola, y de pelo en el trasero, salvo alrededor
del ano, donde, supongo, la naturaleza había puesto allí para defenderlo
cuando el animal se sentase en el suelo; porque adoptaban esa postura, lo
mismo que la tumbada, y se levantaban sobre los pies. Trepaban a lo alto
de los árboles con la agilidad de una ardilla porque tenían largas y fuertes
garras delante y detrás que terminaban en afiladas y curvadas puntas como
ganchos. A menudo saltaban y brincaban con agilidad prodigiosa. Las
hembras no eran tan grandes como los machos; su pelo de la cabeza era
largo y lacio, aunque no tenían ninguno en la cara, ni otra cosa en el resto
del cuerpo que una especie de vello, salvo en el ano y las partes pudendas.
Las tetas les colgaban entre las patas delanteras, y a menudo casi les
rozaban el suelo al caminar. El pelo en ambos sexos era de diverso color:
castaño, rojizo, negro y amarillo. En general, no había visto en ninguno de
mis viajes un animal tan desagradable, ni que me inspirase el más fuerte
rechazo. Así que juzgando que había visto ya suficiente, y lleno de
repugnancia y aversión, me levanté y proseguí por el camino hollado, con
la esperanza de dar con la cabaña de algún indio. Y no había andado
mucho, cuando descubrí en mitad del camino a una de esas criaturas que
venía directamente hacia mí. El monstruo, al verme, contrajo de diversas
maneras cada una de sus facciones, y se me quedó mirando como algo que
no hubiera visto jamás; después, acercándose, levantó una zarpa delantera,
no sé si por curiosidad o con alguna intención aviesa. Pero saqué el sable y
le di un buen golpe con el plano de la hoja, ya que no me atreví a herirlo
con el filo por temor a concitar a los habitantes contra mí, si llegaban a
enterarse de que había matado o herido a un ejemplar de su ganado. La
bestia, al sentir el escozor, se retrajo, y soltó tan fuerte rugido que del
campo cercano acudió una manada de no menos de cuarenta y se apiñaron
a mi alrededor, aullando y haciendo muecas odiosas. Así que eché a correr
hacia el tronco de un árbol, y pegando la espalda a él, los mantuve alejados
blandiendo el sable. Varios de esta maldita camada, cogiéndose a las
ramas de atrás se subieron al árbol y empezaron a defecar sobre mi
cabeza; no obstante, me libré bastante bien pegándome al tronco de un
árbol, aunque casi me asfixiaba el hedor de lo que caía desde todas partes
junto a mí.
De repente, en medio de este trance, vi que echaban todos a correr lo
más deprisa que podían, por lo que me atreví a abandonar el árbol y a
seguir el camino, preguntándome qué podía haberlos asustado. Pero al
mirar a mi izquierda vi a un caballo que andaba plácidamente por el
campo, y había sido la causa de que huyeran mis perseguidores al
descubrirlo. El caballo se asustó un poco cuando estuvo cerca de mí; pero
en seguida se recobró y me miró directamente a la cara con asombro
manifiesto: me observó las manos y los pies, y dio varias vueltas a mi
alrededor. Yo quería continuar mi camino, pero se me puso justo delante,
aunque con ademán pacífico, sin la menor muestra de violencia. Nos
estuvimos mirando el uno al otro un rato; finalmente tuve el atrevimiento
de alargar la mano hacia su cuello con intención de acariciarlo,
recurriendo al estilo y silbido de los joqueis cuando se disponen a montar
un caballo extraño. Pero este animal, acogiendo mis atenciones con
desdén, sacudió la cabeza, arqueó las cejas, y levantó suavemente la
pezuña delantera derecha como para apartarme la mano. Luego relinchó
tres o cuatro veces, pero con una cadencia tan rara que casi llegué a creer
que hablaba consigo mismo en alguna lengua propia.
Mientras estábamos así él y yo, se acercó otro caballo; y dirigiéndose
al primero de manera ceremoniosa, chocaron suavemente la pezuña
derecha, y relincharon varias veces por turno, variando el tono de tal
manera que casi parecía articulado. Se alejaron unos pasos como para
conferenciar, paseando de un lado a otro, adelante y atrás, como personas
deliberando sobre algún asunto de peso; y volviéndose de vez en cuando
hacia mí como para vigilar que no me escapara. Yo estaba asombrado ante
la actitud y comportamiento de estos dos brutos; y concluí conmigo
mismo que si los habitantes de este país estaban dotados de un grado
proporcional de raciocinio eran por necesidad la nación más inteligente
del mundo. Este pensamiento me produjo tal alivio que decidí seguir
andando hasta encontrar alguna casa o aldea, o topar con algún natural del
país, dejando a los dos caballos que parlamentasen cuanto quisieran. Pero
el primero, que era tordo, al darse cuenta de que me alejaba, me relinchó
en un tono tan conminatorio que me pareció entender qué quería decir; así
que di media vuelta y me acerqué a él, a esperar a ver qué más se le
ocurría mandar, aunque disimulando mi temor como podía; porque
empezaba a preocuparme cómo podía acabar esta aventura; y podrá
creerme fácilmente el lector si digo que no me hacía mucha gracia mi
situación en esos momentos.
Se me acercaron los dos caballos, y me miraron con gran seriedad la
cara y las manos. El tordo pasó la pezuña de su pata derecha por todo el
sombrero y me lo descolocó de tal manera que me lo tuve que ajustar
quitándomelo y volviéndomelo a poner, lo que pareció sorprenderles
muchísimo a él y a su compañero —que era bayo—; este me tocó el faldón
de la casaca, y al notar que colgaba suelto, me miraron los dos con
asombro. Me rozó la mano derecha, como extrañado por la suavidad y el
color; pero me la apretó tan fuerte entre la pezuña y la cuartilla que solté
un bramido, tras lo cual me siguieron tocando los dos con toda la
delicadeza posible. Les tenían sumamente perplejos los zapatos y las
medias, que me tantearon muchas veces, relinchándose el uno al otro de
vez en cuando, y haciendo diversos gestos, no muy distintos de los del
filósofo cuando intenta resolver algún fenómeno nuevo y difícil.
En general, el comportamiento de estos animales era tan ordenado y
racional, tan grave y juicioso, que concluí que de necesidad debían de ser
magos metamorfoseados de esta manera con algún propósito, y que al ver
a un extranjero en el camino habían decidido divertirse a su costa; o quizá
estaban realmente asombrados ante la visión de un hombre tan distinto en
hábito, figura y piel de los que probablemente vivían en este clima remoto.
Basándome en este razonamiento, me atreví a dirigirme a ellos en los
siguientes términos: «Caballeros, si sois prestidigitadores, como tengo
buenos motivos para creer, sin duda comprenderéis cualquier lengua; por
tanto, me atrevo a poner en conocimiento de vuestras señorías que soy un
pobre y atribulado inglés al que las desventuras han arrojado a esta costa,
y suplico que una de vuestras mercedes me permita cabalgar sobre su
lomo, como si de verdad fuese caballo, hasta alguna casa o pueblo donde
se me pueda socorrer. A cambio de dicho favor, le haré regalo de este
brazalete y este cuchillo» —al mismo tiempo, saqué ambos objetos del
bolsillo—. Los dos seres estuvieron callados mientras hablaba, como si
escuchasen con gran atención, y cuando terminé, se pusieron a relincharse
el uno al otro, como enfrascados en seria conversación. Observé
claramente que su lengua expresaba muy bien las pasiones, y que sus
palabras podían resolverse en un alfabeto más fácilmente que el chino.
A menudo conseguía distinguir la palabra yahoo, que uno y otro
repetían de vez en cuando; y aunque me era imposible adivinar qué
significaba, mientras los dos caballos estaban enfrascados en su
conversación, me esforcé en practicar ese término con mi voz; y en cuanto
dejaron de hablar, pronuncié yahoo en voz alta, imitando al mismo tiempo,
lo más que podía, el relincho de caballo, a lo cual se quedaron los dos
visiblemente sorprendidos, y el tordo repitió el mismo vocablo dos veces,
como si quisiera enseñarme su correcta pronunciación, así que lo repetí
después que él lo mejor que pude, y descubrí que lo hacía mejor cada vez,
aunque aún estaba lejos de hacerlo bien del todo. Entonces el bayo probó
con una segunda palabra, mucho más difícil de pronunciar, que reducida a
la ortografía inglesa podría transcribirse como houyhnhnm. Con esta no
logré hacerlo tan bien como con la primera, pero después de intentarlo
otras dos o tres veces, tuve más suerte; y los dos parecieron asombrarse de
mi capacidad.
Tras unos cuantos intercambios más, que entonces imaginé que se
referían a mí, los dos amigos se despidieron con el mismo saludo de darse
la pezuña; y el tordo me hizo seña de que echase a andar delante de él; lo
que juzgué prudente acatar, hasta que encontrase mejor guía. Cuando traté
de aflojar el paso, profirió: «¡Hhuun, hhuun!»; comprendí qué quería
decir, y le di a entender lo mejor que pude que estaba cansado, y que no
podía ir más deprisa; con lo que se detuvo un rato para dejar que
descansase.
Capítulo II
Un houyhnhnm se lleva a su casa al autor. Descripción de la
casa. Recibimiento del autor. El alimento de los
houyhnhnms. Se soluciona finalmente la apurada situación
del autor por falta de comida. Su manera de alimentarse en
este país.

Tras recorrer unas tres millas, llegamos a una especie de edificio largo,
hecho con troncos clavados en el suelo y trabados transversalmente; la
techumbre era baja y de paja. Empecé a sentirme un poco aliviado; saqué
algunas baratijas que suelen llevar los viajeros como regalos para los indios
de América y de otras regiones, con la esperanza de que con eso a la gente
de la casa me recibiese con simpatía. El caballo me hizo seña de que
entrase delante; era un local grande, con el piso de arcilla, con un pesebre y
comederos dispuestos a lo largo en uno de los lados. Había tres rocines y
dos yeguas, no comiendo, sino algunos sentados sobre sus cuartos traseros,
lo que me dejó no poco asombrado; pero más me asombró ver a los demás
dedicados a tareas domésticas. Parecían ganado corriente; sin embargo,
esto confirmó mi primera impresión de que una gente que era capaz de
civilizar a los brutos a tal extremo necesariamente debía de aventajar en
sabiduría a todas las naciones del mundo. El tordo entró justo detrás de mí,
lo que evitó que me recibiesen con alguna posible hostilidad. Les relinchó
varias veces con acento autoritario y los otros respondieron.
Más allá de dicha estancia había otras tres, que se extendían hasta el
final de la casa, y a las que se accedía por puertas que estaban una frente
otra a manera de una perspectiva; cruzamos la segunda estancia, y llegamos
a la tercera; aquí entró el tordo primero indicándome con un ademán que
esperase; me quedé en la segunda habitación y preparé los regalos para los
señores de la casa: consistían en dos cuchillos, tres brazaletes de perlas
falsas, un espejito y un collar de cuentas. El caballo relinchó tres o cuatro
veces y esperé oír en respuesta alguna voz humana; pero sólo recibió
contestación en el mismo dialecto, aunque un tono o dos más alto que el
suyo. Empecé a pensar que esta casa debía de pertenecer a alguien de gran
importancia entre ellos, porque parecía haber mucha ceremonia antes de
admitirme. Pero que una persona de calidad se hiciese servir sólo por
caballos escapaba por completo a mi comprensión. Empecé a temer que se
me hubiera trastornado el cerebro con los sufrimientos y las desventuras.
Me despabilé, y miré por la habitación en la que me habían dejado. Estaba
amueblada como la primera, sólo que de manera más elegante. Me froté los
ojos varias veces; pero allí seguían los mismos objetos. Me pellizqué los
brazos y los costados para despertarme, convencido de que estaba soñando.
Entonces concluí absolutamente que todas estas apariencias no eran otra
cosa que magia y nigromancia. Aunque no tuve tiempo de demorarme en
estas reflexiones, porque asomó por la puerta el caballo tordo, y me hizo
indicación de que le siguiese a la tercera estancia, donde vi a una yegua
hermosísima, junto a un potro y una potra, sentados sobre sus ancas en
colchonetas de paja, confeccionadas no sin cierta gracia, y completamente
ordenadas y limpias.
La yegua, nada más entrar yo, se levantó de la colchoneta, se me acercó
y, tras observarme las manos y la cara con curiosidad, me lanzó una mirada
de lo más desdeñosa; luego, volviéndose al caballo, oí que decían entre
ellos varias veces la palabra yahoo, cuyo significado no comprendí
entonces, aunque había aprendido ya a pronunciarla; pero no tardé en tener
mejor información, para perpetua humillación mía; porque el caballo,
haciéndome una indicación con la cabeza, y repitiendo hhuun, hhuun como
había hecho por el camino, que interpreté como que debía acompañarlo, me
guio a una especie de patio, donde había otro edificio a cierta distancia de
la casa. Entramos aquí, y vi tres de aquellas criaturas detestables con que
había topado al desembarcar, comiendo raíces y carne animal, que más
tarde averigüé que era de asno y de perro, y a veces de alguna vaca muerta
accidentalmente o por enfermedad. Estaban todas atadas por el cuello con
fuertes mimbres a una viga; cogían la comida con las garras de las patas
delanteras, y la desgarraban con los dientes.
El caballo amo ordenó a un rocín alazán, uno de sus criados, que
desatase al más grande de estos animales y lo llevase al patio. Nos pusieron
juntos a la bestia y a mí; y amo y criado compararon con atención nuestros
semblantes, y a continuación repitieron varias veces la palabra yahoo. Es
imposible describir mi horror y mi asombro al reconocer en este animal
abominable una figura totalmente humana: en realidad tenía la cara ancha y
plana, la nariz deprimida, los labios gruesos y la boca grande; pero estas
diferencias son normales en todas las naciones salvajes, en las que los
rasgos de la cara se hallan deformados porque los nativos dejan que sus
hijos anden a rastras, o los llevan cargados a la espalda con la cara pegada
contra los hombros de la madre. Las patas delanteras del yahoo sólo se
diferenciaban de mis manos en la longitud de las uñas, la tosquedad y color
oscuro de las palmas, y la vellosidad del dorso. Igual semejanza había en
nuestros pies, con las mismas diferencias, que yo conocía bien, aunque los
caballos no por los zapatos y las medias; y otro tanto ocurría con cada parte
de nuestros cuerpos, salvo la vellosidad y el color, como ya he descrito.
El gran obstáculo que parecía desconcertar a los dos caballos era ver el
resto de mi cuerpo tan distinto del de un yahoo, por lo que me sentí
agradecido a mis ropas, de las que no tenían ni idea: el rocín alazán me
ofreció una raíz, que cogió —a su manera, como describiremos en su
momento— entre la pezuña y la cuartilla; la cogí con la mano y, tras olerla,
se la devolví con todo civismo. Trajo de la caseta del yahoo un trozo de
carne de asno; pero olía de manera tan repugnante que me aparté con asco;
entonces la arrojó al yahoo, y este lo devoró ansiosamente. Después me
enseñó un manojo de heno, y un menudillo lleno de avena; pero meneé la
cabeza, para indicarle que ninguno de estos alimentos eran apropiados para
mí. Y a decir verdad, ahora me daba cuenta de que iba a morir de inanición
si no conseguía llegar a alguien de mi especie: porque por lo que se refería
a estos inmundos yahoos, aunque pocos había en aquellos momentos que
amasen a la humanidad más que yo, confieso que nunca había visto un ser
sensible tan detestable en todos los respectos; y cuanto más cerca los tuve,
más odiosos se me hicieron en el tiempo que estuve en ese país. El caballo
amo se dio cuenta de esto por mi reacción, así que mandó al yahoo otra vez
a su caseta. Seguidamente se llevó la pezuña delantera a la boca, lo que me
sorprendió muchísimo, aunque lo hizo con toda soltura, y con un gesto que
parecía totalmente natural; e hizo otras señas para saber qué quería comer
yo; pero no fui capaz de darle ninguna respuesta que él pudiera
comprender; y aun de haberme entendido, no veía yo qué podía hacer para
proporcionarme algún alimento. Y estábamos así ocupados, cuando vi pasar
una vaca; la señalé, y le di a entender que deseaba que me permitiese
ordeñarla. Esto hizo efecto: porque me llevó otra vez a la casa y ordenó a
una yegua criada que abriese una puerta, donde había buena provisión de
leche en recipientes de arcilla y de madera, de manera muy ordenada y
limpia. Me dio un gran tazón lleno, del que bebí de buena gana, y me dejó
bastante repuesto.
A mediodía vi venir hacia la casa una especie de vehículo como un
trineo, tirado por cuatro yahoos. En él viajaba un viejo corcel que parecía
de calidad; descendió sacando primero las patas traseras, ya que tenía
herida una pata delantera a causa de un accidente. Venía a comer con
nuestro caballo, que lo recibió con gran cortesía. Comieron en la mejor
habitación, donde les sirvieron avena hervida con leche de segundo plato,
que el viejo caballo tomó caliente pero los demás fría. Los comederos
estaban colocados en círculo en el centro de la estancia, y divididos en
varias secciones, junto a los cuales se sentaron sobre sus cuartos traseros,
en almohadones de paja. En el centro había un gran pesebre, con ángulos
correspondientes a cada compartimento del comedero, de manera que cada
caballo y yegua comía su heno, y su sopa de avena con leche, con gran
decoro y pulcritud. La actitud de los jóvenes potros parecía muy modesta, y
la del señor y la señora sumamente alegre y amable con el invitado. El
tordo me ordenó que me quedara de pie a su lado; y conversaron
largamente él y su amigo sobre mí, como comprendí por la de veces que el
desconocido me miraba, y repitió la palabra yahoo.
Casualmente, llevaba yo los guantes puestos; y al reparar en ellos el
amo tordo se quedó perplejo, haciendo signos de asombro por lo que había
hecho con mis patas delanteras; señaló con una pezuña tres o cuatro veces
hacia ellos, como indicando que debía devolver mis manos a su forma
anterior, cosa que hice en seguida, quitándomelos y guardándomelos en el
bolsillo. Esto dio ocasión a nuevos comentarios; y noté que mi
comportamiento agradaba a los presentes, y al punto pude comprobar sus
buenos efectos: me ordenaron que dijese las pocas palabras que
comprendía; y mientras comían, el señor me enseñó los nombres de la
avena, la leche, el fuego, el agua y algunas cosas más; nombres que aprendí
a decir sin dificultades después de pronunciarlos él, ya que desde joven he
tenido gran facilidad para las lenguas.
Cuando terminó la comida el caballo amo me llevó aparte, y por señas y
palabras me hizo comprender lo preocupado que estaba de que no tuviese
yo nada para comer. Avena en su lengua se decía hluunh. Dije esta palabra
dos o tres veces; porque aunque la había rechazado al principio, sin
embargo, tras recapacitar, pensé que podía hacer con ella una especie de
pan, lo que, con la leche, sería suficiente para subsistir hasta que pudiese
escapar a algún otro país, y encontrar seres de mi especie. El caballo mandó
inmediatamente a una yegua blanca, criada de la familia, que me trajese
buena cantidad de avena en una especie de bandeja de madera. La calenté
ante el fuego lo mejor que pude, y la froté hasta que saltó la cascarilla, que
conseguí aventar; la molí entre dos piedras, luego cogí agua e hice con ella
una masa o torta, la cocí al fuego, y me la comí caliente con leche. Al
principio encontré esta dieta muy insípida, aunque es muy corriente en
muchas regiones de Europa; pero con el tiempo se me hizo soportable; y
como en mi vida me había visto muchas veces reducido al hambre, no era
el primer experimento que hacía sobre lo fácilmente que se satisface la
naturaleza. No puedo por menos de decir aquí que no estuve enfermo ni una
hora en todo el tiempo que viví en esta isla. Es verdad que de tarde en tarde
conseguía cazar un conejo o pájaro con lazos que me fabricaba con pelos de
yahoo; y a menudo recogía hierbas saludables que cocía, o las tomaba en
ensalada con pan; y de vez en cuando, como cosa excepcional, hacía un
poco de mantequilla y me bebía el suero. Al principio echaba de menos la
sal; pero la costumbre me reconcilió pronto con su falta; y estoy
convencido de que el uso frecuente de sal entre nosotros es consecuencia
del lujo, y que fue introducida como estimulante para beber, salvo donde es
necesaria para conservar la carne en los viajes largos, o en lugares alejados
de los grandes mercados. Porque observamos que ningún animal es
aficionado a ella aparte del hombre; y en cuanto a mí, después que
abandoné este país, transcurrió mucho tiempo antes de que soportara su
sabor en cualquier cosa que comiera.
Ya basta de hablar del asunto de las comidas, con lo que llenan sus
libros otros viajeros, como si los lectores estuvieran personalmente
interesados en si comíamos bien o mal. No obstante, había que hacer
alusión a él, para que nadie crea que era imposible subsistir tres años en
semejante país y entre tales habitantes.
Cuando empezó a anochecer, el caballo amo mandó que se me
preparase un sitio donde alojarme; estaba a sólo seis yardas de la casa, y
separado de la cuadra de los yahoos. Aquí me pusieron paja; y cubriéndome
con mis ropas, dormí muy profundamente. Pero poco tiempo después me
acomodaron mejor, como sabrá el lector más adelante, cuando aborde con
más detalle mi manera de vivir.
Capítulo III
El autor se aplica en aprender la lengua, y su amo
houyhnhnm lo ayuda dándole lecciones. Descripción de la
lengua. Varios houyhnhnms de calidad acuden curiosos a
ver al autor. Este hace a su amo una breve relación de su
viaje.

Mi principal interés era aprender la lengua que mi amo —porque así debo
llamarlo en adelante—, sus hijos y cada criado de la casa estaban deseosos
de enseñarme. Porque les parecía prodigioso que un bruto revelase tales
signos de racionalidad: lo señalaba todo, preguntaba el nombre, y lo
consignaba en mi diario cuando estaba solo, y corregía mi mal acento
pidiendo a alguien de la familia que lo pronunciase muchas veces. En este
trabajo se prestó a ayudarme de grado un criado rocín alazán.
Al hablar emitían el aire por la garganta y los ollares, y la lengua que
hablaban era más parecida al alto holandés, o alemán, que a ninguna de las
europeas que conozco, aunque es mucho más agradable y significativa. El
emperador Carlos V hizo casi la misma observación cuando dijo que si
tuviera que hablarle a su caballo lo haría en alto holandés.
La curiosidad e impaciencia de mi amo eran tan grandes que dedicaba
numerosas horas de descanso a enseñarme. Estaba convencido —como me
contó más tarde— de que yo debía de ser un yahoo; pero le asombraba mi
facilidad para aprender, mi civismo y mi limpieza, ya que estas cualidades
eran lo más opuesto a esos animales. Mis ropas le tenían de lo más
perplejo, y a veces deliberaba consigo mismo sobre si eran parte de mi
cuerpo o no; porque nunca me las quitaba hasta que la familia estuviera
dormida, y me las ponía antes de que nadie despertara por la mañana. Mi
amo estaba deseoso de saber de dónde venía; cómo había adquirido esos
vestigios de racionalidad que revelaba en todas mis acciones y oír mi
historia de mis labios, lo que esperaba que hiciese pronto, por los grandes
progresos que hacía en el aprendizaje y pronunciación de sus palabras y
frases. Para ayudar a mi memoria, transcribía todo lo que aprendía al
alfabeto inglés y anotaba cada palabra con su traducción. Esto último me
atreví a hacerlo, pasado un tiempo, en presencia de mi amo. Me costó
bastante explicarle qué hacía; porque los de ese país no tienen ni idea de
qué es un libro ni qué es literatura.
En unas diez semanas fui capaz de comprender la mayoría de sus
preguntas, y a los tres meses podía responder a ellas pasablemente. Él
tenía una enorme curiosidad por saber de qué país procedía, y cómo había
aprendido de imitar a los seres racionales; porque estaba probado que los
yahoos (a los que veía que me parecía en la cabeza, las manos y la cara,
que eran las únicas partes visibles de mi persona), pese a cierto atisbo de
ingenio, y una acusadísima inclinación a la maldad, eran de todos los
brutos los más incapaces de aprender. Contesté que había llegado por mar,
de un lugar muy lejano, con muchos otros de mi especie, en una gran nave
hueca hecha con troncos de árboles; que mis compañeros me habían
obligado a desembarcar en esta costa, y habían dejado que me las arreglara
solo. Con alguna dificultad, y ayudándome con muchas señas, conseguí
que me entendiera. Contestó que de necesidad debía estar equivocado, o
había dicho algo que no era —porque no tienen un término para decir que
una cosa es mentira o falsa—. Sabía que era imposible que hubiera una
región más allá del mar, ni que un puñado de brutos llevasen una nave de
madera a donde quisieran sobre las aguas. Estaba convencido de que
ningún houyhnhnm vivo sabría construir una nave así, ni confiaría a
yahoos su gobierno.
La palabra houyhnhnm significa en su lengua caballo, que
etimológicamente quiere decir perfección de la naturaleza. Le dije a mi
amo que me costaba expresarme, pero que mejoraría lo más deprisa que
pudiera; y esperaba que en breve tiempo podría contarle maravillas; y se
dignó pedir a su yegua, a sus potros y a la servidumbre de la familia, que
aprovechasen cualquier ocasión para instruirme; y en cuanto a él, dedicaba
a esta tarea dos o tres horas todos los días. Varios caballos y yeguas de
calidad, vecinos nuestros, acudían a menudo a nuestra casa, ante el rumor
que había corrido de que un prodigioso yahoo sabía hablar como un
houyhnhnm, y que sus palabras y conducta revelaban signos de
inteligencia. A estos les encantaba conversar conmigo: hacían muchas
preguntas, y recibían las respuestas que yo era capaz de dar. Con todas
estas ventajas, llegué a progresar de tal modo que a los cinco meses de mi
llegada comprendía cuanto me decían y me expresaba bastante bien.
Los houyhnhnms que venían a visitar a mi amo con intención de verme
y hablar conmigo no podían creer que fuese un verdadero yahoo, porque
tenía el cuerpo cubierto de manera diferente a los demás de mi especie.
Les asombraba verme sin el pelo habitual, salvo en la cabeza, la cara y las
manos; pero este secreto se lo había revelado a mi amo, por una casualidad
ocurrida un par de semanas antes.
Le he dicho ya al lector que por las noches, una vez que la familia se
había retirado a dormir, acostumbraba desvestirme y taparme con mis
ropas; y ocurrió que una mañana temprano mi amo envió por mí al rocín
alazán que era su ayuda de cámara; cuando entró yo estaba profundamente
dormido, las ropas se me habían caído a un lado, y la camisa se me había
remangado por encima de la cintura. Desperté al ruido que hizo, y noté que
me daba el recado con cierta confusión; después fue a mi amo, y con gran
espanto le dio una confusa explicación de lo que había visto; de esto me
enteré en seguida, porque al ir, tan pronto estuve vestido, a ponerme a
disposición de su señoría, me preguntó qué significaba lo que el criado le
había contado, de que no era igual cuando dormía que lo que parecía ser en
otros momentos; que su ayuda de cámara aseguraba que una parte de mí
era blanca, otra amarilla, o al menos no blanca, y otra de color moreno.
Yo había guardado hasta aquí el secreto de mi vestido a fin de
diferenciarme lo más posible de esa condenada raza de yahoos; pero ahora
comprendí que era inútil seguir ocultándolo. Además, pensé que no
tardaría en estropeárseme la ropa y los zapatos, que ya estaban bastante
deteriorados, y tendría que sustituirlos de alguna manera con pieles de
yahoo o de otro animal; por donde se sabría todo el secreto; así que le
conté a mi amo que en el país de donde venía los de mi especie se cubrían
el cuerpo con pelo de ciertos animales preparado con arte; por decoro, y
también para protegerse de inclemencias del frío y el calor; lo que, por lo
que se refería a mi persona, podía confirmar allí mismo si así tenía a bien
ordenármelo; sólo deseaba que me excusase si no descubría las partes que
la naturaleza nos enseñaba a ocultar. Dijo que mi discurso era muy
extraño, y en especial la última parte; porque no entendía por qué la
naturaleza tenía que enseñarnos a ocultar lo que ella misma nos había
dado. Que ni él ni su familia se avergonzaban de ninguna parte de sus
cuerpos; no obstante, podía hacer como quisiera. Tras lo cual, primero me
desabroché la casaca y me la quité. Lo mismo hice con el chaleco; me
quité los zapatos, las medias y los calzones. Me bajé la camisa hasta la
cintura, y me levanté los faldones y me los até como un cinturón por el
centro para ocultar mi desnudez.
Mi amo observó estas operaciones con grandes muestras de curiosidad
y admiración. Cogió las prendas con la cuartilla, una tras otra, y las
examinó atentamente; me acarició el cuerpo con suavidad, dio varias
vueltas a mi alrededor, y dijo que estaba claro que era en todo un completo
yahoo; pero que me diferenciaba mucho del resto de mi especie en la
suavidad, blancura y delicadeza de piel, la falta de vello en varias partes
del cuerpo, la forma y cortedad de mis garras delanteras y traseras, y mi
afectación de caminar siempre sobre las patas traseras. No quiso ver más;
y me dio permiso para volver a vestirme, porque me veía temblar de frío.
Le manifesté mi desagrado porque me llamasen constantemente con el
apelativo de yahoo, animal odioso que me inspiraba una total aversión y
desprecio; le supliqué que me eximiese de ese término, y ordenase a su
familia y amigos a los que me enseñaba que hiciesen lo mismo.
Igualmente le rogué que el secreto de la falsa envoltura de mi cuerpo fuese
conocido solamente por él, mientras durase mi actual indumentaria; en
cuanto a lo que había observado su ayuda de cámara el rocín alazán, su
señoría podía ordenarle que no lo divulgase.
Accedió mi amo muy amablemente a todo esto, y así se guardó el
secreto de mis ropas hasta que empezaron a estropearse, y me vi obligado
a sustituirlas con remedios que más adelante comentaré. Entretanto, me
pidió que siguiese aprendiendo su lengua con la mayor diligencia; porque
le tenía más asombrado mi capacidad para hablar y razonar que la figura
de mi cuerpo, estuviera cubierta o no; añadiendo que esperaba con cierta
impaciencia oír las maravillas que había prometido contarle.
A partir de entonces dobló los esfuerzos para instruirme: me
presentaba a toda clase de personas, y hacía que me tratasen con cortesía;
porque, como les había dicho en privado, eso me animaba mucho y hacía
que fuese más divertido.
Todos los días, mientras le asistía, además de la tarea que había
asumido de enseñarme, me hacía preguntas sobre mí, a las que contestaba
lo mejor que podía; y por este medio se había formado ya alguna noción,
aunque muy imperfecta. Sería tedioso relatar los diversos pasos por los
que llegué a estar en condiciones de sostener una conversación fluida; pero
la primera noticia que le di de mí, de cualquier orden y extensión, fue la
siguiente:
Que venía de un país muy lejano, como ya había tratado de decirle, con
unos cincuenta más de mi especie; que habíamos recorrido los mares en un
gran recipiente hueco hecho de madera, más grande que la casa de su
señoría. Le describí el barco lo mejor que pude, y le expliqué, con ayuda
del pañuelo desplegado, cómo se desplazaba empujado por el viento. Que
debido a una pelea entre nosotros, me habían dejado en esta costa, donde
eché a andar sin saber hacia dónde, hasta que él me libró de la persecución
de esos execrables yahoos. Me preguntó quién había hecho el barco, y
cómo era que los houyhnhnms de mi país dejaban su gobierno a brutos.
Contesté que no osaría seguir contando a menos que me diese su palabra
de no ofenderme, y que sólo entonces le contaría las maravillas que tantas
veces le había prometido. Así lo hizo, y proseguí, asegurándole que el
barco lo habían construido seres como yo, que en todos los países que
había visitado, al igual que en el mío, sólo gobernaban seres racionales; y
que a mi llegada allí, me causó tanto asombro ver a los houyhnhnms
actuar como seres inteligentes, como podían estarlo él y sus amigos
viendo signos de inteligencia en una criatura a la que daban en llamar
yahoo, con la que reconocía mi semejanza en todos los respectos, aunque
no me explicaba su naturaleza degenerada y brutal. Dije, además, que si la
fortuna me devolvía alguna vez a mi país natal, para relatar allí mis viajes,
como estaba decidido a hacer, todo el mundo creería que contaba «una
cosa que no es»; que me había sacado la historia de la cabeza; y con todos
los respetos hacia él, su familia y sus amigos, y su promesa de no
ofenderse, mis compatriotas apenas creerían posible que fuese el
houyhnhnm la criatura que gobernara una nación, y que los brutos fueran
los yahoos.
Capítulo IV
Noción de los houyhnhnms de verdad y falsedad. El
discurso del autor es desaprobado por su amo. El autor
cuenta más detalles de sí mismo y de las peripecias de su
viaje.

Mi amo me escuchó con grandes muestras de desazón en el semblante,


porque dudar, o no creer, es algo tan poco conocido en ese país que sus
habitantes no saben cómo comportarse en tales circunstancias. Y recuerdo
que en muchas conversaciones con mi amo sobre la naturaleza del hombre
de otras regiones del mundo, al tener que hablar de mentiras y de falsos
testimonios, le costaba comprender lo que yo quería decir; aunque en lo
demás tenía el más agudo discernimiento. Porque alegaba lo siguiente: que
el uso del habla era para comprendernos los unos a los otros, y recibir
información sobre la realidad; ahora bien, si alguien dice una cosa que no
es se frustran estos fines; porque no puedo decir propiamente que lo
comprendo; y estoy tan lejos de recibir información que me deja peor que
en la ignorancia, porque me induce a creer que lo blanco es negro, o que lo
largo es corto. Y estas son todas las nociones que tenía él sobre la facultad
de mentir, tan perfectamente conocida y universalmente practicada entre
los seres humanos.
Pero dejando esta digresión: al asegurarle que los yahoos eran los
únicos animales gobernantes en mi país, lo que a mi amo le parecía
totalmente inconcebible, quiso saber si había houyhnhnms entre nosotros y
qué hacían. Le dije que había muchísimos; que en verano pastaban en los
campos y en invierno se les guardaba en casas, con heno y avena, donde
los criados yahoos se ocupaban de cepillarles la piel, peinarles la crin,
limarles las pezuñas, ponerles comida y hacerles la cama. «Te comprendo
muy bien —dijo mi amo—; está muy claro, por lo que cuentas, que
cualquiera que sea el grado de raciocinio que pretendan tener los yahoos,
los houyhnhnms son vuestros amos; ojalá nuestros yahoos fueran tan
tratables». Rogué a su señoría que me excusase de proseguir, porque
estaba convencido de que la explicación que me pedía iba a resultarle
sumamente desagradable. Pero insistió en que quería saber lo mejor y lo
peor; así que le dije que sería obedecido. Confesé que los houyhnhnms,
entre nosotros, a los que llamábamos caballos, eran los animales más
generosos y hermosos que teníamos; que destacaban en fuerza y
velocidad; y cuando pertenecían a personas de calidad, y los empleaban
para viajar, para las carreras, o para tirar de carruajes, eran tratados con
todo el cariño y cuidado; hasta que caían enfermos o se despeaban.
Entonces se vendían, y se les dedicaba a toda clase de trabajos, hasta que
morían; cuando esto ocurría les quitaban la piel para venderla por lo que
valiera, y el cuerpo se dejaba que lo devorasen los perros y las aves
rapaces. En cuanto a los caballos corrientes, no tenían tanta suerte; porque
pertenecían a campesinos, carreteros y demás gente inferior que los
dedicaba a trabajos penosos y los alimentaba muy mal. Describí lo mejor
que pude nuestra manera de cabalgar; la forma y uso de la brida, la silla, la
espuela y la fusta; de los arneses y las ruedas. Añadí que les clavábamos
planchas de cierto material llamado «hierro» debajo de los pies para evitar
que se rompieran las pezuñas en los caminos pedregosos por los que
transitábamos a menudo.
Mi amo, tras algunas exclamaciones de gran indignación, preguntó
cómo osábamos montar sobre el lomo de un houyhnhnm; porque estaba
seguro de que el criado más flojo de su casa era capaz de sacudirse de
encima al yahoo más fuerte, o tumbarse y aplastar al bruto poniéndose
patas arriba. Contesté que nuestros caballos se domaban a los tres o cuatro
años para los diversos usos a que eran destinados; que si alguno salía
insoportablemente resabiado lo dedicaban al tiro de carruajes; que de
jóvenes se les castigaba severamente cuando hacían alguna maldad; que
los machos que iban a utilizarse para usos corrientes como la silla o el tiro
eran castrados por lo general cuando tenían dos años, para quitarles la
fogosidad y hacerlos más dóciles y tranquilos; que desde luego eran
sensibles a los premios y los castigos; pero que tuviese en cuenta su
señoría que carecían de toda sombra de raciocinio, como les ocurría a los
yahoos de este país.
Me vi obligado a recurrir a multitud de circunloquios para trasladar a
mi amo la idea correcta de lo que quería decir; porque su lengua no abunda
en variedad de palabras, al ser sus necesidades y sus pasiones menos
numerosas que las nuestras. Pero es imposible describir su noble enojo
ante nuestro trato salvaje de la raza houyhnhnm, sobre todo después de
explicarle la manera y costumbre de castrar a los caballos entre nosotros,
para impedir que propagaran su casta, y para volverlos más serviles. Dijo
que si fuera posible que hubiese un país donde sólo los yahoos tuviesen
uso de razón, evidentemente sería el animal gobernante; porque la razón
siempre acaba prevaleciendo sobre la fuerza bruta. Pero habida cuenta de
la constitución de nuestro cuerpo, y especialmente el mío, pensaba que
ningún ser de semejante tamaño estaba tan mal concebido para emplear
esa razón en las normales actividades de la vida; por lo que quiso saber si
aquellos entre los que yo vivía se parecían a mí o a los yahoos de su país.
Le aseguré que yo estaba tan bien formado como la mayoría de mi edad;
pero los jóvenes y las hembras eran mucho más suaves y tiernos, y su piel
era blanca como la leche por lo general. Dijo que desde luego yo era
distinto de los otros yahoos, ya que era mucho más limpio y no tan
deforme en términos generales; pero en cuanto a ventajas reales, creía que
comparado con ellos salía yo perdiendo; que mis uñas delanteras y traseras
carecían de utilidad, y si eran mis pies delanteros, no podía llamarlos
propiamente con ese nombre puesto que nunca me había visto caminar
sobre ellos, eran demasiado suaves para soportar el suelo, iba
generalmente con ellos al aire, y las fundas con que a veces me los cubría
no tenían la misma forma ni eran tan fuertes como las de los pies traseros;
que no podía caminar con seguridad porque si resbalaba uno de los pies
traseros inevitablemente me caería. Luego se puso a enumerar defectos de
las otras partes de mi cuerpo: tenía la cara plana, la nariz prominente y los
ojos delante, de manera que no podía mirar a uno u otro lado sin volver la
cabeza; no podía alimentarme sin llevarme una pata delantera a la boca, y
por tanto la naturaleza había dispuesto esas articulaciones para satisfacer
dicha necesidad. No sabía qué uso podían tener las diversas hendiduras y
divisiones de mis pies traseros; que eran demasiado blandos para soportar
las piedras sin un forro hecho con piel de algún bruto; que mi cuerpo
entero carecía de defensa contra el calor y el frío, lo que me obligaba a
ponerme y quitarme una diariamente con tedioso embarazo. Y por último,
señaló que todos los animales de este país detestaban instintivamente a los
yahoos, a los que los más débiles evitaban, y los más fuertes ahuyentaban.
De manera que, suponiendo que estuviésemos dotados de razón, no podía
ver cómo era posible curar esa antipatía natural que todos los seres
manifestaban hacia nosotros, ni, consiguientemente, cómo podíamos
domarlos y hacerlos dóciles. Sin embargo, no quería seguir más con este
asunto —dijo—, porque estaba ansioso por conocer mi historia, el país
donde había nacido, y los diversos sucesos y peripecias de mi vida antes
de llegar aquí.
Le aseguré que estaba sumamente deseoso de satisfacerle en todo; pero
que dudaba mucho que me fuera posible explicar muchas cosas de las que
su señoría no podía tener ninguna noción, porque no veía en este país nada
que pudiera parecerse; que, no obstante, haría lo posible, y me esforzaría
en expresarme con similitudes, y humildemente le pediría ayuda cuando
me faltasen las palabras adecuadas; cosa que me prometió de buen grado.
Le conté que había nacido de padres honrados, en una isla llamada
Inglaterra, que estaba muy lejos de este país, a tantas jornadas como el
criado más resistente de su señoría pudiera hacer en el curso anual del sol;
que me había formado como cirujano, oficio que consistía en curar heridas
y daños del cuerpo recibidos por accidente o violencia; que mi país estaba
gobernado por un hombre hembra llamado reina; que lo había abandonado
para ganar bastante riqueza para mantenernos mi familia y yo cuando
regresara; que en mi último viaje iba al mando del barco, con unos
cincuenta yahoos bajo mis órdenes, muchos de los cuales murieron en alta
mar, y me vi obligado a sustituirlos por otros que recogí en otras naciones;
que nuestro barco había estado dos veces en peligro de zozobrar; la
primera por una gran tempestad, y la segunda al chocar con un escollo.
Aquí mi amo me interrumpió para preguntarme cómo había convencido a
los extranjeros de los diferentes países para que osaran unirse a mí,
después de las pérdidas que había sufrido y los peligros que había corrido.
Le dije que eran hombres de fortuna desesperada a los que la pobreza o los
crímenes habían forzado a abandonar sus lugares de nacimiento. A algunos
los habían arruinado los pleitos; otros se pasaban el día bebiendo, jugando
a las cartas o en los lupanares; otros huían a causa de alguna traición;
muchos por homicidio, robo, envenenamiento, perjurio, falsificar
documentos o moneda, por rapto o sodomía, por desertar o huir del
enemigo; y la mayoría eran huidos de la prisión; y ninguno se atrevía a
volver a su país por miedo a la horca o a morir de hambre en un calabozo;
y por tanto se encontraban en la necesidad de buscarse la vida en otros
lugares.
Durante este discurso, mi amo tuvo a bien interrumpirme varias veces;
yo había utilizado multitud de perífrasis para describirle la naturaleza de
los diversos crímenes por los que la mayoría de mi tripulación se habían
visto obligados a huir de sus respectivos países. Esta empresa requirió
varios días de conversación, hasta que consiguió comprenderme. No se
explicaba qué utilidad o necesidad había de practicar tales vicios. Para
aclarárselo traté de darle alguna idea de las ansias de poder y de riqueza,
de los terribles efectos de la lujuria, la intemperancia, la malevolencia y la
envidia. Todo esto tuve que definírselo y describírselo exponiéndole casos
y haciendo suposiciones. Al terminar, como la persona a la que la
imaginación le presenta algo que no ha visto ni oído jamás, alzó los ojos
con asombro e indignación. El poder, el gobierno, la guerra, la ley, el
castigo y mil cosas más carecían de términos por los que la lengua pudiera
designarlas, lo que me hacía insuperablemente difícil dar a mi amo una
noción de lo que quería decir. Pero como estaba dotado de gran
discernimiento, muy ejercitado por la reflexión y la conversación, al final
llegó a un conocimiento bastante aceptable de lo que es capaz la
naturaleza humana en nuestras regiones del mundo y me pidió que le
contase alguna historia concreta de ese territorio que llamamos Europa, y
especialmente de mi país.
Capítulo V
El autor, a requerimiento de su amo, informa a este sobre el
estado de Inglaterra. Causas de las guerras entre los
príncipes de Europa. El autor comienza por explicarle la
constitución inglesa.

Advierto al lector de que el extracto que sigue de las muchas


conversaciones que tuve con mi amo contiene un resumen de los asuntos
más esenciales que abordamos, en diversas ocasiones, durante más de dos
años; su señoría me pedía a menudo que se los ampliase, a medida que iba
dominando más su lengua. Le expuse lo mejor que pude la situación entera
de Europa; le hablé del comercio y las manufacturas, de las artes y las
ciencias; y las respuestas que le daba a las preguntas que hacía, según las
sugerían los diversos asuntos, constituían un fondo inagotable de
conversación. Pero aquí consignaré sólo la sustancia de lo que abordamos
sobre mi país, lo más ordenado que pueda, sin considerar el tiempo ni
otras circunstancias, ciñéndome estrictamente a la verdad. Mi única
preocupación es que no consiga hacer justicia a los argumentos y
expresiones de mi amo, que necesariamente se resentirán de mi falta de
capacidad, tanto como a su traducción a nuestro bárbaro inglés.
Así pues, obedeciendo al mandato de su señoría, le conté la revolución
bajo el príncipe de Orange; la larga guerra con Francia que entabló este
príncipe, renovada por su sucesora la actual reina, en la que intervinieron
las más grandes potencias de la cristiandad, y que aún seguía; calculé, a
petición suya, que habían muerto alrededor de un millón de yahoos en la
contienda; y habían sido tomadas quizá cien ciudades o más, y cinco veces
esa cantidad los barcos incendiados o hundidos.
Me preguntó qué causas o motivos habituales hacían que un país se
alzara en guerra contra otro. Le contesté que eran innumerables, pero que
le citaría sólo algunas. Unas veces era la ambición de los príncipes, a
quienes nunca les parecía que tenían suficiente territorio o gente que
gobernar; otras la corrupción de los ministros, que involucraban a su señor
en una guerra a fin de desviar el clamor de los súbditos contra la mala
administración de ellos. Las diferencias de opinión han costado millones
de vidas; por ejemplo, si la carne es pan o el pan carne; si el jugo de cierta
baya es sangre o vino; si silbar es virtud o vicio; si es mejor besar un
madero o arrojarlo al fuego; qué color es mejor para una casaca, el negro,
el blanco, el rojo o el gris, y si debe ser larga o corta, estrecha o ancha, y
estar sucia o limpia, y cosas así. Y no ha habido guerras más furiosas y
sangrientas, ni más largas, que las ocasionadas por una diferencia de
opinión, especialmente sobre cosas indiferentes.
A veces la disputa entre dos príncipes es para decidir cuál de ellos
despojará a un tercero de sus dominios sobre los que ni el uno ni el otro
tiene ningún derecho. A veces un príncipe se pelea con otro por temor a
que el otro se pelee con él. A veces se emprende una guerra porque el
enemigo es demasiado fuerte; otras porque es demasiado débil. A veces
nuestros vecinos quieren lo que tenemos nosotros, o tienen lo que nosotros
queremos, y nos peleamos hasta que nos quitan lo que es nuestro o nos dan
lo que es de ellos. Es muy justificada causa de guerra invadir un país,
después que el hambre ha consumido a los habitantes, la peste los ha
diezmado y las banderías los han dividido. Es justificado emprender una
guerra contra nuestro aliado más próximo cuando tiene una ciudad cuya
posición nos conviene a nosotros, o un enclave que redondearía y
completaría nuestros dominios. Si un príncipe envía fuerzas a una nación
cuyos habitantes son pobres e ignorantes, puede legítimamente pasar por
las armas a la mitad y reducir a la esclavitud al resto a fin de civilizarlos y
sacarlos de su bárbara forma de vivir. Es una práctica muy noble, honrosa
y frecuente, cuando un príncipe pide auxilio a otro para que le ayude
contra una invasión, que el que ha prestado ayuda, una vez que ha
expulsado al invasor, se apodere de esos dominios y mate, encarcele o
destierre al príncipe al que había acudido a auxiliar. La alianza de sangre,
o matrimonial, es frecuente causa de guerra entre príncipes; y cuanto más
cercano es el parentesco, más grande es la disposición a pelear; las
naciones pobres sufren hambre y las naciones ricas son orgullosas; y el
orgullo y el hambre están siempre en desavenencia. Por estas razones el
oficio de soldado se tiene por el más honroso de todos; porque un soldado
es un yahoo contratado para matar a sangre fría a cuantos pueda de su
especie, quienes no le han ofendido jamás.
Hay asimismo en Europa una especie de príncipes pobres que no
pueden hacer la guerra por sí mismos, y contratan tropas a las naciones
más ricas, a un tanto al día por cada hombre; de lo que se quedan las tres
cuartas partes, y en esto descansa la mayor parte de su mantenimiento; así
son los de Alemania y otras regiones del norte de Europa.
—Lo que me cuentas —dijo mi amo— sobre el asunto de la guerra
revela admirablemente los defectos de esa razón que pretendéis poseer; sin
embargo, está bien que la vergüenza sea mayor que el peligro; y que la
Naturaleza os haya dejado totalmente incapaces para hacer daño. Porque al
tener la boca a nivel con la cara, no os podéis morder, salvo por
consentimiento. En cuanto a las garras de vuestras patas delanteras y
traseras, son tan cortas y blandas que uno de nuestros yahoos pondría en
fuga a doce de vosotros. Y por eso mismo, teniendo en cuenta el número
de los muertos en combate, no puedo sino pensar que has dicho una cosa
que no es.
No pude por menos de negar con la cabeza, y sonreírme de su
ignorancia. Y dado que no me es extraño el arte de la guerra, le hice una
descripción de los cañones, culebrinas, mosquetes, carabinas, pistolas,
balas, pólvora, espadas, bayonetas, batallas, asedios, retiradas, ataques,
minas, contraminas, bombardeos, así como de las batallas navales; barcos
hundidos con mil hombres; veinte mil bajas en cada bando, gemidos de
agonía, miembros volando por los aires; humo, fragor, confusión, muertes
al ser pisoteados por los caballos; huidas, persecuciones, victorias, campos
sembrados de cadáveres que sirven de alimento a los perros, los lobos y
las rapaces; de qué es saquear, despojar, violar, quemar y destruir. Y para
mostrarle el valor de mis queridos compatriotas, le aseguré que los había
visto hacer volar a un centenar de enemigos a la vez en un asedio, y a otros
tantos en un barco; y había visto caer de las nubes cuerpos a trozos para
gran regocijo de los que miraban.
Iba a seguir contando detalles, cuando mi amo mandó que me callara.
Dijo que quienquiera que conociese la naturaleza de los yahoos podía
fácilmente creer que un animal tan ruin sería capaz de todas las acciones
que yo había citado, si su fuerza y su astucia igualasen a su maldad; y que
del mismo modo que mi discurso había hecho que aumentase su aversión
hacia la especie entera, sentía que le crecía un desasosiego interior que
hasta entonces le había sido totalmente extraño. Creía que sus oídos, al
acostumbrarse a esas palabras abominables, quizá las iban admitiendo
cada vez con menos repugnancia. Que aunque detestaba a los yahoos de su
país, ya no los rechazaba por sus cualidades detestables, igual que a un
gnnayb (ave de presa) por su crueldad o a una piedra afilada por haberle
herido una pezuña. Pero cuando una criatura que decía razonar era capaz
de tales enormidades, le aterraba pensar que la corrupción de dicha
facultad podía ser peor que la brutalidad misma. Por tanto confiaba en que,
en vez de razón, sólo poseyéramos alguna cualidad susceptible de
aumentar nuestros vicios naturales, como el reflejo de un río turbulento
devuelve la imagen de un cuerpo deforme no sólo más grande, sino más
distorsionada.
Añadió que ya había oído demasiado sobre la guerra, en este y en
anteriores discursos. Ahora había otro asunto que le tenía perplejo. Yo le
había contado que algunos de nuestra tripulación habían abandonado su
país porque la ley los había arruinado; que le había explicado ya el
significado de esa palabra; pero no sabía cómo podía ser la ruina de nadie
una ley que estaba destinada a proteger a todos los hombres. Así que me
pidió que le explicase un poco más qué entendía por ley, y sobre su
administración, según se hacía actualmente en mi país; porque
consideraba que la Naturaleza y la razón eran suficiente guía para unos
seres racionales, como pretendíamos ser, y para mostrarnos qué debíamos
hacer y qué debíamos evitar.
Aseguré a su señoría que la ley era una ciencia con la que yo no había
tenido mucha relación, aparte de haber contratado inútilmente abogados
cuando había sido víctima de alguna injusticia; no obstante, trataría de
satisfacerle hasta donde pudiera.
Dije que entre nosotros hay una sociedad de hombres a los que se
forma desde la juventud en el arte de probar con palabras —que
multiplican para tal fin— que lo blanco es negro o lo negro blanco, según
se le pague. Para esta sociedad, el resto de la gente son esclavos.
Por ejemplo: si a mi vecino se le antoja mi vaca, contrata a un abogado
para que pruebe que debo dársela. Así que a mí me toca contratar a otro
abogado para que defienda mi derecho, ya que va en contra de toda norma
de la ley dejar que nadie hable por sí mismo. Ahora bien, en este caso, yo,
que soy el propietario legítimo, me encuentro con dos inconvenientes:
primero, mi abogado, adiestrado casi desde la cuna en defender la
falsedad, se halla completamente fuera de su elemento cuando tiene que
defender una causa justa, de manera que es una empresa antinatural que
lleva a cabo con gran torpeza, cuando no con mala voluntad. El segundo
inconveniente es que mi abogado debe proceder con gran cautela, de lo
contrario será reprendido por los jueces, y odiado por sus colegas, como
alguien que rebaja la práctica de la ley. Así que sólo tengo dos maneras de
conservar la vaca. La primera es ganarme al abogado de mi adversario
pagándole el doble de honorarios; quien entonces traicionará a su cliente,
insinuando que tiene a la justicia de su parte. La segunda manera es hacer
que mi abogado presente mi causa lo más injusta posible, reconociendo
que la vaca pertenece a mi adversario; lo que, llevado con habilidad, se
ganará el favor del tribunal. Ahora bien, su señoría debe saber que los
jueces son personas designadas para dirimir disputas sobre la propiedad,
así como los procesos penales, y sacadas de entre los abogados más
hábiles que se han vuelto viejos o perezosos; y como toda la vida han
estado predispuestos contra la verdad y la equidad, tienen tan fatal
necesidad de favorecer el fraude, el perjurio y la opresión que sé de varios
que han rechazado un cuantioso soborno de la parte justa, antes que
perjudicar la facultad haciendo algo no conforme con su naturaleza y su
oficio.
Es máxima entre estos juristas que cualquier cosa que se haya hecho
antes puede volverse a hacer legalmente; y por tanto tienen especial
cuidado en registrar todas las sentencias dictadas contra el derecho común
y la razón general de la humanidad. Estas, con el nombre de precedentes,
se aducen como autoridades para justificar las opiniones más inicuas, y los
jueces jamás dejan de pronunciar sus sentencias de acuerdo con ellas.
Al alegar, evitan cuidadosamente entrar en los méritos de la causa,
sino que se muestran vociferantes, violentos y tediosos demorándose en
circunstancias que tienen poco que ver. Por ejemplo, en el caso que ya he
mencionado: no quieren saber qué derecho o título puede tener el
adversario para reclamar mi vaca, sino sólo si la vaca es roja o negra; si
sus cuernos son largos o cortos; si el campo al que la saco a pastar es
redondo o cuadrado; si es ordeñada dentro o fuera de casa; a qué
enfermedades está expuesta, y cosas así; después de lo cual consultan los
antecedentes, aplazan las sesiones de fecha en fecha, y al cabo de diez,
veinte o treinta años, pronuncian el fallo.
Hay que decir asimismo que esta sociedad tiene una jerga propia que
ningún otro mortal es capaz de entender, y en la que están escritas todas
sus leyes, que ponen especial cuidado en multiplicar; por donde embrollan
completamente la esencia misma de la verdad y la falsedad, lo justo y lo
injusto; de manera que se tarda unos treinta años en decidir si el campo
que me dejaron mis antepasados durante seis generaciones me pertenece a
mí, o pertenece a un extraño que vive a trescientas millas.
En el juicio a personas acusadas de delitos contra el estado, el método
es mucho más breve y recomendable: primero el juez manda pregonar la
disposición de los que están en el poder, después de lo cual puede
fácilmente mandar ahorcar o salvar a un criminal, preservando
estrictamente las debidas formas de la ley.
Aquí me interrumpió mi amo; dijo que era una lástima que unos seres
dotados de tan prodigiosas habilidades intelectuales como estos juristas
debían de ser, según la descripción que hacía de ellos, no se les animara a
instruir a sus semejantes en el saber y en el conocimiento. En respuesta a
esto aseguré a su señoría que en todo lo que no fuera su oficio eran
normalmente la generación más ignorante y estúpida entre nosotros, los
más despreciables en una conversación corriente, enemigos confesados de
todo conocimiento y saber, y dispuestos asimismo a pervertir la razón
general de la humanidad en cualquier otra materia de discurso, igual que
en la de su propia profesión.
Capítulo VI
Continuación del estado de Inglaterra bajo la reina Ana.
Carácter de un primer ministro de las cortes europeas.

Mi amo seguía sin entender qué motivos podían incitar a esta raza de
juristas a complicarse, desasosegarse y a agobiarse coligándose en una
confederación de injusticia con el solo objeto de perjudicar a animales que
eran sus semejantes; tampoco comprendía a qué me había referido con eso
de que lo hacían por contrato. Tras lo cual me costó mucho trabajo
describirle el uso del dinero, de qué materia estaba hecho, y el valor de los
metales; que cuando un yahoo conseguía acumular gran cantidad de esta
preciosa sustancia, podía comprar lo que quisiera, las ropas más elegantes,
las casas más nobles, grandes extensiones de tierra, las más costosas
comidas y bebidas, y escoger a las hembras más hermosas. Por tanto, dado
que sólo el dinero permitía realizar todas estas hazañas, nuestros yahoos
consideraban que nunca tenían bastante para gastar, o para ahorrar, según
se sintieran inclinados por tendencia natural a la prodigalidad o a la
avaricia; que el rico disfrutaba del fruto del trabajo de los pobres, y que la
proporción de estos respecto de los primeros era de mil a uno; que la
mayoría de nuestra gente se veía obligada a vivir miserablemente y a
trabajar día tras día por un pequeño salario para que unos pocos vivieran
en la abundancia. Me extendí mucho en estos y otros detalles del mismo
tenor; pero su señoría seguía dubitativo: porque suponía que todos los
animales tenían derecho a su parte de lo que producía la tierra; y sobre
todo los que presidían a los demás. Por tanto me pidió que le explicase qué
eran esas comidas costosas, y cómo podía necesitarlas ninguno de ellos.
Así que le enumeré cuantas me vinieron al pensamiento, con diversas
maneras de aderezarlas, lo que no podía hacerse sin enviar naves a todas
las partes del mundo, lo mismo que en lo tocante a licores, o a salsas, y a
muchísimos otros artículos. Le aseguré que había que dar lo menos tres
vueltas a este globo entero de la tierra antes de conseguir para nuestras
mejores yahoos hembras el desayuno que exigían, o la taza donde
servírselo. Dijo que necesariamente debía de ser un país mísero, incapaz
de proporcionar alimento para sus propios habitantes. Pero lo que le
asombraba especialmente era cómo tan inmensas extensiones de suelo
como yo le describía careciesen de agua dulce, al extremo de tener que
enviar barcos en busca de bebida. Contesté que se calculaba que Inglaterra
—amado lugar de mi nacimiento— producía tres veces la cantidad de
alimentos que sus habitantes eran capaces de consumir, así como licores
extraídos del grano, o exprimidos del fruto de determinados árboles, los
cuales daban una bebida excelente; y la misma proporción en cuanto a las
demás comodidades de la vida. Pero a fin de alimentar el lujo y la
intemperancia de los machos, y la vanidad de las hembras, enviábamos a
otros países la mayor parte de nuestros productos necesarios, y a cambio
traíamos sustancias que acarreaban enfermedades, locura y vicio, para
consumirlas entre nosotros. De lo que se sigue necesariamente que un
número inmenso de nuestra gente se ve abocada a buscarse el sustento
mendigando, robando, atracando, engañando, abjurando, halagando,
sobornando, falsificando, jugando, mintiendo, adulando, intimidando,
votando, garabateando, diciendo la buenaventura, envenenando,
prostituyéndose, fingiendo, difamando, librepensando, o haciendo algo por
el estilo: conceptos que me costó lo indecible hacerle comprender.
Que no importábamos vino de otros países para suplir la falta de agua
u otras bebidas, sino porque era una especie de líquido que nos ponía
alegres adormeciéndonos los sentidos; alegraba los pensamientos tristes,
engendraba figuraciones extravagantes en el cerebro, avivaba las
esperanzas y borraba los temores; suspendía las funciones de la razón
durante un tiempo, y nos privaba del uso de los miembros hasta que
caíamos en un profundo sueño; aunque había que reconocer que uno
siempre despertaba enfermo y alicaído, y que el uso de este licor nos
llenaba de enfermedades que nos hacían incómoda la vida y nos la
acortaban.
Pero, aparte de todo eso, la mayoría de nuestra gente vivía de
proporcionar cosas necesarias y comodidades a los ricos, y los unos a los
otros. Por ejemplo, cuando estoy en mi tierra y vestido como debo, llevo
encima la labor de un centenar de artesanos; el edificio y los muebles de
mi casa representan la de otros tantos, y la de cinco veces ese número
adorna a mi esposa.
Iba a hablarle de otra clase de gente, que vivía de ocuparse de los
enfermos, ya que alguna otra vez había informado a su señoría de que
muchos de mi tripulación habían muerto por enfermedad. Pero aquí tuve
enormes dificultades para hacerle comprender lo que quería decir. Estaba
claro para él que un houyhnhnm se volvía débil y torpe pocos días antes de
morir; o que podía herirse una pata por algún accidente. Pero le parecía
imposible que la Naturaleza, que hace todas las cosas perfectas,
consintiera que el dolor medrara en nuestro cuerpo, y quiso saber la razón
de tan inexplicable mal. Le dije que nos alimentábamos de mil cosas que
operaban unas en contra de otras; que comíamos cuando no teníamos
hambre y bebíamos sin la incitación de la sed; que nos pasábamos noches
enteras bebiendo licores fuertes sin comer nada, lo que nos hacía
propensos a la pereza, nos enfebrecía el cuerpo, y precipitaba o impedía la
digestión. Que los yahoos hembras prostitutas contraían cierta enfermedad
que comunicaban putrefacción de los huesos a los que se daban a sus
abrazos; que esta y otras muchas enfermedades pasaban de padres a hijos,
de manera que muchísimos vienen al mundo con complicadas
enfermedades encima; que sería inacabable enumerarle el catálogo entero
de los males que pueden aquejar al cuerpo humano; porque no eran menos
de quinientos o seiscientos los que pueden extenderse en cada miembro y
articulación; en resumen, cada parte, sea externa o intestina, está sujeta a
enfermedades que le son propias. Para remediar todo esto, había entre
nosotros una clase de gente formada en la profesión, o pretensión, de curar.
Y dado que yo tenía cierto dominio de esta facultad, en agradecimiento a
su señoría, le revelaría el misterio y el método por el que procedían.
Su fundamento es que todos los males provienen de la saciedad, por
donde concluyen que es necesaria una gran evacuación corporal, bien por
el tránsito natural, bien por arriba por la boca. El segundo paso es hacer
con hierbas, minerales, gomas, aceites, conchas, sales, jugos, algas,
excrementos, cortezas de árbol, serpientes, sapos, ranas, arañas, huesos y
carne de muerto, pájaros, alimañas y peces, el compuesto de olor y sabor
más asquerosos, nauseabundos y detestables que pueden idear, compuesto
que el estómago rechaza en el acto con repugnancia, y al que llaman
vomitivo; o bien, del mismo almacén, con algunos otros añadidos
ponzoñosos, nos mandan ingerir por el orificio superior o inferior (según
se le ocurra al médico en el momento) un medicamento igualmente
desagradable y molesto para las tripas, y que, al relajar el vientre, hace que
vaya todo hacia abajo, y a este lo llaman purga o clister. Porque como la
naturaleza —según afirman los físicos—, ha dispuesto el orificio anterior
superior sólo para introducir sólidos y líquidos, y el posterior inferior para
expulsarlos, y estos artistas consideran ingeniosamente que toda
enfermedad aparta a Naturaleza de su función, para devolverla a ella hay
que tratar el cuerpo de manera diametralmente contraria, e intercambiar el
uso de ambos orificios, introduciendo forzadamente los sólidos y líquidos
por el ano, y evacuándolos por la boca.
Pero, aparte de las enfermedades reales, estamos sujetos a muchas que
sólo son imaginarias, para las que los físicos han inventado curas
imaginarias; tienen nombres diversos, así como drogas apropiadas para
ellas; y nuestros yahoos hembras están siempre infectados de ellas.
Un gran mérito de esta tribu es su habilidad para los pronósticos, en
los que raramente fallan: sus predicciones en enfermedades reales, cuando
estas revisten cierto grado de malignidad, auguran generalmente la
muerte, que está siempre en su poder, mientras que la recuperación no; así
que, frente a cualquier signo inesperado de mejoría después que han
pronunciado su sentencia, antes de que sean acusados de falsos profetas
saben probar su sagacidad frente al mundo mediante una dosis razonable.
Son igualmente de especial utilidad para los maridos y las esposas que
se han cansado de su pareja, para los hijos primogénitos, para los grandes
ministros de estado, y a menudo para los príncipes.
En una ocasión había hablado con mi amo sobre la naturaleza de
nuestro gobierno en general, y en particular de nuestra excelente
constitución, merecidamente admirada y envidiada por el mundo entero.
Pero como había hablado aquí de pasada de «un ministro de estado», me
mandó un rato después que le informase sobre a qué especie concreta de
yahoo hacía referencia con este nombre.
Le dije que un ministro de estado principal o primero, que era el
personaje al que me refería, era un ser carente por completo de alegría y
de tristeza, de amor y de odio, de compasión y de cólera; al menos, no
ejercita más pasión que la de un violento deseo de riqueza, poder y títulos;
que da a sus palabras todos los usos salvo el de expresar lo que piensa; que
nunca dice una verdad sino con intención de que la tomes por una mentira;
ni una mentira sino para que la tomes por verdad; que aquellos de quienes
peor habla a sus espaldas están en el mejor camino de medrar; y en cuanto
ves que te elogia ante los demás, o ante ti mismo, desde ese día puedes
considerarte destituido. La peor señal que puedes recibir es una promesa,
sobre todo cuando te la confirma con un juramento; a partir de ese
instante, cualquier hombre sensato se retira y abandona toda esperanza.
Hay tres métodos con los que un hombre puede llegar a ministro
principal: el primero es saber utilizar prudentemente a la esposa, hija o
hermana; el segundo, traicionar o socavar al predecesor; y el tercero,
tronar con celo furioso, en las asambleas públicas, contra las corrupciones
de la corte. Un príncipe prudente elegirá al que practica este último
método; porque tales fanáticos se revelan siempre los más obsequiosos y
serviles a la voluntad y las pasiones de su señor. Estos «ministros», al
tener todos los puestos a su disposición, se mantienen en el poder
sobornando a la mayoría del senado o gran consejo; y en fin, por un
expediente llamado Ley de Indemnidad —cuya naturaleza le describí— se
protegen de cualquier ajuste de cuentas posterior, y se retiran de la vida
pública cargados de despojos de la nación.
El palacio del primer ministro es un semillero donde se forma a otros
en su actividad: los pajes, los lacayos, y el portero, imitando a su señor, se
convierten en ministros de estado de sus diversas parcelas, y aprenden a
destacar en los tres ingredientes principales de la insolencia, la mentira y
el soborno. Por tanto, tienen una corte subalterna que les rinden personas
del mayor rango; y a veces, a fuerza de destreza y de desvergüenza, llegan,
aunque en grado diverso, a sucesores de su señor.
Este es gobernado normalmente por una moza marchita o un lacayo
favorito, que son los túneles por los que discurren todas las mercedes, y
pueden llamárseles propiamente, en última instancia, gobernadores del
reino.
Un día mi amo, al hacer yo alusión a la nobleza de mi país, se dignó
hacerme un cumplido que no pude fingir que merecía: que estaba seguro
de que sin duda había nacido yo en el seno de una noble familia, porque
aventajaba con mucho, en figura, color y limpieza, a todos los yahoos de
su nación; aunque parecía fallar en fuerza y agilidad, lo que debía
atribuirse a mi diferente forma de vida respecto de la de los otros brutos; y
además, no sólo estaba dotado de la facultad del habla, sino también de
cierta inteligencia rudimentaria, de manera que, ante sus amistades, yo
pasaba por prodigio.
Me hizo observar que entre los houyhnhnms, el blanco, el alazán y el
gris no estaban tan bien formados como el bayo, el tordo o el negro; ni
nacían con el mismo grado de entendimiento, o capacidad para
desarrollarlo; y por tanto seguían siempre en la condición de sirvientes,
sin aspirar nunca a sobrepasar su propia raza, lo que en ese país se
consideraría monstruoso y antinatural.
Agradecí humildemente a su señoría la buena opinión que se había
dignado formarse de mí, pero al mismo tiempo le aseguré que mi cuna era
humilde, ya que había nacido de unos padres honrados y sencillos que por
fortuna habían podido darme una aceptable educación; que la nobleza
entre nosotros era algo totalmente distinto de la idea que él tenía; que
nuestros jóvenes nobles son educados desde la niñez en la ociosidad y el
lujo; que tan pronto como los años lo permiten consumen su vigor y
contraen enfermedades odiosas con hembras lascivas, y cuando casi han
arruinado sus fortunas se casan con alguna mujer de baja condición,
carácter desagradable y constitución enfermiza, meramente por su dinero,
a la que odian y desprecian; que los vástagos de tales matrimonios salen
por lo general escrofulosos, raquíticos o deformes, por lo que la familia
raramente sobrepasa las tres generaciones, a menos que la esposa se
procure un padre saludable entre los vecinos o los criados, a fin de mejorar
y continuar la estirpe; que un cuerpo débil y enfermo, un semblante flaco y
una tez cetrina son signos inequívocos de nobleza de sangre; por lo que un
aspecto robusto y saludable deshonra en un hombre de calidad, ya que el
mundo concluye que su verdadero padre ha sido un mozo de cuadra o un
cochero. Las imperfecciones de su mente corren parejas con las del
cuerpo, dando lugar a una mezcla de hipocondría, pereza, ignorancia,
capricho, sensualidad y orgullo.
Sin el consentimiento de ese ilustre cuerpo, no se puede elaborar,
revocar ni modificar ninguna ley, inapelablemente.
Capítulo VII
El gran amor del autor a su país natal. Comentarios de su
amo sobre la constitución y la administración de
Inglaterra, según las describe el autor, con casos paralelos
y comparaciones. Comentarios de su amo sobre la
naturaleza humana.

Quizá el lector se sienta inclinado a preguntarse cómo pude decidirme a


dar tan clara descripción de mi especie a una raza de mortales demasiado
propensa a concebir la más degradante opinión del género humano, dada
esa total congruencia entre sus yahoos y yo. Pero confieso sinceramente
que las múltiples virtudes de estos excelentes cuadrúpedos, confrontadas
con las corrupciones humanas, me habían abierto los ojos de tal modo, y
habían ensanchado a tal grado mi comprensión, que empecé a ver las
acciones y las pasiones humanas bajo una luz muy distinta, y a pensar que
el honor de mi especie no merecía defensa; defensa que, además, me era
imposible hacer ante una persona de juicio tan agudo como mi amo, que
diariamente me convencía de mil defectos míos, de los que no había
tenido la menor conciencia hasta entonces y que, entre nosotros, jamás
habríamos incluido entre las debilidades humanas. También había
aprendido, siguiendo su ejemplo, a detestar completamente toda falsedad o
disimulo; y la verdad se me aparecía tan amable que decidí sacrificarlo
todo a ella.
Permitid que sea lo bastante franco con el lector para confesarle que
aún había un motivo mucho más fuerte para la libertad que me tomaba en
mi exposición de las cosas. No llevaba un año en este país cuando concebí
tal amor y veneración hacia sus habitantes, que tomé la firme resolución
de no volver más a la sociedad humana, sino pasar el resto de mi vida
entre estos admirables houyhnhnms, entregado a la meditación y a la
práctica de cada virtud, donde no tenía ningún ejemplo que me incitase al
vicio. Pero Fortuna, mi perpetua enemiga, tenía decretado que no
disfrutase de tan grande felicidad. Sin embargo, ahora es un consuelo
pensar que en lo que dije de mis compatriotas atenué sus faltas cuanto
pude ante tan riguroso examinador; y en cada parcela presenté la faceta
más favorable que el asunto podía ofrecer. Porque, verdaderamente, ¿qué
persona de carne y hueso no se habría dejado llevar por la predilección y
parcialidad por su lugar de nacimiento?
He contado lo esencial de varias conversaciones que sostuve con mi
amo durante la mayor parte del tiempo que tuve el honor de estar a su
servicio; aunque por mor de la brevedad he omitido muchísimo más de lo
que aquí he consignado.
Cuando ya había contestado a todas sus preguntas, y parecía que su
curiosidad estaba plenamente satisfecha, me mandó llamar una mañana
temprano, y tras ordenarme que me sentase a cierta distancia —honor que
nunca me había concedido—, dijo que había estado pensando muy
seriamente sobre todo lo que le había contado de mí y de mi país; que nos
consideraba una clase de animales dotados —no podía imaginar por qué
accidente— de cierto atisbo de razón, de la que no hacíamos uso si no era
para, con su concurso, agravar nuestras corrupciones naturales y adquirir
otras nuevas que la naturaleza no nos había dado; que nos habíamos
despojado de las pocas habilidades que ella nos había concedido, habíamos
sido muy eficaces en multiplicar nuestras necesidades originales, y al
parecer consumíamos nuestra vida entera esforzándonos en aumentarlas
con nuestras propias invenciones. Que en cuanto a mí, estaba claro que no
tenía la fuerza ni la agilidad de un yahoo normal; caminaba con torpeza
sobre mis patas traseras, utilizaba un recurso para inutilizar mis garras
para cualquier uso o defensa, y me quitaba el pelo del mentón, cuyo objeto
era protegerme del sol y de las inclemencias. Por último, que no podía
correr con velocidad, ni trepar a los árboles como mis hermanos —como
él los llamaba— los yahoos de este país.
Que nuestras instituciones de gobierno y de la justicia se debían
claramente a defectos groseros de nuestra razón, y por tanto en nuestra
virtud; porque la razón sola es suficiente para gobernarse una criatura
racional; que por tanto era un aspecto que no podíamos pretender alegar,
ni siquiera en la relación que le había hecho de mi pueblo; aunque había
notado manifiestamente que a fin de mostrarlo de manera favorable había
silenciado muchos detalles, y había dicho la cosa que no era.
Y se sentía tanto más confirmado en esta opinión cuanto que había
observado que yo coincidía en todos los rasgos de mi cuerpo con otros
yahoos, excepto donde era mi verdadera desventaja, respecto a la fuerza, la
velocidad y la agilidad, cortedad de mis garras, y algunos otros detalles en
los que la naturaleza no tenía parte alguna; así, en la descripción que le
había hecho de nuestra vida, nuestra conducta y nuestras acciones, hallaba
una estrecha semejanza con la disposición de nuestro interior. Dijo que era
sabido que los yahoos se odiaban unos a otros más que ninguna otra
especie animal; y el motivo al que normalmente se atribuía esto era a la
repugnancia de su figura, que cada uno veía en el resto pero no en sí
mismo. Por tanto había empezado a pensar que no era mala medida la
nuestra de cubrirnos el cuerpo, y con ese recurso ocultarnos mutuamente
muchas deformidades que de otro modo serían difícilmente soportables.
Pero ahora comprendía que había estado en un error, y que las disensiones
de esos brutos en su país se debían a la misma causa que las nuestras,
según las había descrito yo. Porque —dijo— si arrojas entre cinco yahoos
una cantidad de comida suficiente para cincuenta, en vez de ponerse a
comer pacíficamente, empiezan a pelearse, cada uno ansioso por
quedársela entera; así que normalmente se mandaba a un criado que los
vigilase cuando comían fuera, y los que se tenían en casa había que atarlos
distantes unos de otros; y si una vaca moría de vieja o por accidente, antes
de que un houyhnhnm pudiera llevársela para sus yahoos, los de la
vecindad acudían en manada para apoderarse de ella, y seguía una batalla
como las que yo había descrito, y ambos bandos se hacían terribles heridas
con las garras; aunque rara vez se mataban por carecer de instrumentos de
muerte como los que nosotros habíamos inventado. Otras veces estas
batallas tenían lugar entre yahoos de una zona sin una causa aparente:
porque los de un lugar acechaban la ocasión para sorprender a sus vecinos
antes de que estuvieran preparados. Pero si ven que no les sale el plan, se
vuelven a casa y, a falta de enemigos, entablan lo que yo llamo una guerra
civil entre ellos mismos.
Que en algunos campos de su país hay ciertas piedras brillantes de
varios colores por las que los yahoos sienten una furiosa afición; y cuando
estas piedras se hallan parcialmente hundidas en la tierra, como ocurre a
veces, excavan con las uñas días enteros para extraerlas; después se las
llevan y las esconden a montones en sus casetas, vigilando en torno suyo
con gran cautela, por temor a que sus camaradas descubran su tesoro. Mi
amo dijo que no había logrado averiguar la razón de este apetito
antinatural, ni cómo podían ser estas piedras de algún uso para un yahoo;
aunque creía que podía proceder del mismo principio de avaricia que yo
había atribuido a la humanidad; que una vez, a manera de experimento,
había quitado secretamente un montón de estas piedras del sitio donde uno
de sus yahoos las había enterrado; y que al echar en falta su tesoro, el
codicioso animal atrajo al lugar a la manada entera con un lamento
sonoro: allí se puso a aullar lastimeramente, y en seguida se lanzó sobre
los demás mordiendo y despedazando; luego empezó a languidecer: no
comía, ni dormía, ni trabajaba; hasta que mi amo mandó a un criado que
llevase secretamente las piedras al mismo hoyo y las enterrase como
habían estado antes; cuando el yahoo las descubrió, recobró luego su
ánimo y buen humor, aunque tuvo el cuidado de llevarlas a un escondite
mejor; y desde entonces se mostró un bruto muy servicial.
Mi amo me aseguró además, cosa que yo había observado también, que
en los campos donde abundaban esas piedras brillantes acontecen las más
feroces y frecuentes batallas, debidas a las constantes incursiones de los
yahoos de la vecindad.
Dijo que era corriente que, cuando dos yahoos descubrían una piedra
de estas en un campo, y contendían para ver quién se quedaba con ella, un
tercero aprovechaba para quitársela a los dos; lo que mi amo forzosamente
afirmaba que tenía cierto parecido con nuestros litigios; en lo que decidí
no desengañarle, en pro de nuestra reputación, dado que el fallo a que se
refería era mucho más equitativo que la mayoría de las sentencias entre
nosotros; porque el demandante y el demandado no perdían otra cosa que
la piedra por la que contendían, mientras que nuestros tribunales de
justicia jamás resolvían el caso mientras les quedase algo a uno u otro.
Prosiguiendo su discurso, dijo mi amo que no había nada que hiciese
más odiosos a los yahoos que su apetito indiscriminado por devorar cuanto
se les ponía en el camino, ya fueran hierbas, raíces, bayas, carroñas, o una
mezcla de todo eso; y era característica de su genio que les apeteciese más
lo que podían conseguir lejos por rapiña que el superior alimento que se
les proporcionaba en casa. Si su presa duraba, comían hasta que se
quedaban repletos y a punto de reventar, después de lo cual Naturaleza les
señalaba cierta raíz que les provocaba una evacuación general.
Había también otra clase de raíz, muy jugosa, aunque algo rara y
difícil de encontrar, que los yahoos buscaban con avidez, y chupaban con
enorme deleite; producía en ellos el mismo efecto que el vino entre
nosotros. Unas veces les incitaba a abrazarse y otras a destrozarse;
aullaban y sonreían, y parloteaban, y se tambaleaban, y se caían, y luego se
quedaban dormidos en el barro.
Desde luego, observé que los yahoos eran los únicos animales de este
país que sufrían enfermedades; sin embargo, eran bastantes menos que las
que sufren los caballos entre nosotros, y no las contraían porque recibieran
un mal trato, sino por la suciedad y la avidez de ese bruto repugnante. Su
lengua no tiene más que un término general para designar dichas
enfermedades, tomado del nombre de la bestia, y llamada hnea-yahoo, o
mal-del-yahoo, y la cura que se prescribe para ella era una mezcla de sus
propios excrementos y orina, que se le embutía a la fuerza garganta abajo.
Después he tenido noticia de que esta prescripción se toma muchas veces
con éxito, así que la recomiendo aquí encarecidamente a mis compatriotas,
por el bien público, como específico admirable contra toda enfermedad
ocasionada por el hartazgo.
En cuanto al saber, el gobierno, las artes, las manufacturas y demás, mi
amo confesaba que encontraba poca o ninguna semejanza entre los yahoos
de ese país y los del nuestro. Porque él sólo tenía en cuenta lo que
compartían nuestras naturalezas. Había oído contar a algunos houyhnhnms
curiosos que en la mayoría de las manadas había una especie de yahoo jefe
(como hay por lo general un macho dominante en las manadas de ciervos
de nuestros parques), que siempre era de cuerpo más deforme y
disposición más maligna que ninguno del resto. Que este líder tenía
habitualmente a un favorito lo más parecido a él que podía encontrar, cuyo
cometido era lamerle las patas y el trasero a su señor, y llevarle los yahoos
hembras a su caseta, por lo que de vez en cuando era recompensado con un
trozo de carne de asno. Este favorito es odiado por la manada entera; así
que para protegerse, va siempre pegado a su jefe. Normalmente se
mantiene en ese puesto hasta que surge uno peor; pero en el instante
mismo en que es despedido, su sucesor, a la cabeza de todos los yahoos de
ese distrito, jóvenes y viejos, machos y hembras, acuden en tropel y lo
cubren con sus excrementos de la cabeza a los pies. Pero mi amo dijo que
me correspondía a mí determinar hasta dónde era aplicable esta medida a
nuestros tribunales, favoritos y ministros de estado.
No me atreví a replicar a esta malévola insinuación, que colocaba el
entendimiento humano por debajo de la sagacidad de un vulgar sabueso,
que tiene suficiente juicio para distinguir y perseguir el ladrido del perro
más hábil de la jauría sin equivocarse en ningún momento.
Mi amo me dijo que había cualidades llamativas en los yahoos, de las
que notaba que no había hecho ninguna mención, o en todo caso muy
ligera, en mis descripciones de la especie humana. Dijo que esos animales,
como otros brutos, tenían a sus hembras en común, pero diferían en que el
yahoo-hembra admitía al macho cuando estaba preñada, y los machos se
peleaban y luchaban con las hembras con la misma fiereza que entre sí.
Ambas prácticas rayaban en un grado de infame brutalidad al que ninguna
otra criatura sensible había llegado jamás.
Otra cosa que le asombraba de los yahoos era su extraña disposición a
la suciedad y la mugre; cuando en todos los demás animales parece haber
un amor natural a la limpieza. Respecto a las dos acusaciones anteriores,
me limité a dejarlas sin contestar, porque no tenía una sola palabra que
ofrecer en defensa de mi especie, como de otro modo habría hecho
conforme a mi propia inclinación. Pero por lo que se refiere al último
reproche, podía haber defendido a la especie humana de la acusación de
singularidad, de haber habido cerdos en ese país —como, por desgracia
para mí, no los había—, animales de los que —aunque quizá más amables
que los yahoos— con toda humildad no concibo que pueda decirse en
justicia que sean más limpios; y así lo habría tenido que reconocer su
señoría misma, si hubiera visto su inmunda manera de comer, y su
costumbre de revolcarse y dormitar en el barro.
Mi amo mencionó asimismo otra cualidad que sus criados habían
descubierto en diversos yahoos, y que era totalmente inexplicable para él.
Dijo que a veces le daba a un yahoo por recluirse en un rincón, tumbarse, y
aullar y gemir, aunque fuese joven y estuviese cebado, rechazar a todo el
que se le acercaba, y negarse a comer y a beber; los criados tampoco se
explicaban qué podía aquejarle. Y el único remedio que encontraban era
hacerle trabajar, con lo que indefectiblemente volvía a su ser. A esto me
quedé callado, por parcialidad respecto a mi propia especie; no obstante,
aquí pude descubrir claramente la auténtica semilla del tedio que sólo
invade a los perezosos, los voluptuosos y los ricos; del que, si se les
aplicase el mismo régimen, estoy seguro de que curarían.
Su señoría había observado además que el yahoo hembra solía ponerse
a menudo tras un montículo o arbusto para ver a los machos jóvenes que
pasaban, donde se asomaba y se ocultaba, con muchas muecas y gestos
ridículos, en cuyo tiempo se observaba que exhalaba un olor de lo más
repugnante; y cuando un macho se acercaba, se escondía despacio,
mirando mucho hacia atrás y dando muestra de un fingido temor, echaba a
correr hacia un lugar conveniente adonde sabía que la seguiría el macho.
Otras veces, si una hembra extraña se acercaba, la rodeaban tres o
cuatro de su sexo, la miraban mientras parloteaban y sonreían, y la
olfateaban de arriba abajo, y la echaban con gestos que parecían expresar
menosprecio y desdén.
Tal vez mi amo suavizó un poco estas reflexiones, extraídas de lo que
él había observado o le habían contado otros. Sin embargo, no pude pensar
sin cierto asombro y gran tristeza que la naturaleza femenina tenía
inscritos por instinto los rudimentos de la lascivia, la coquetería, la crítica
y el chismorreo.
Esperaba que de un momento a otro acusara mi amo a los yahoos de
esos apetitos desaforados en ambos sexos, tan comunes entre nosotros.
Pero la Naturaleza, parece ser, no ha sido una maestra muy experta; y esos
placeres más refinados son enteramente producto del arte y la razón en
nuestra parte del globo.
Capítulo VIII
El autor cuenta varios detalles de los yahoos. Las grandes
virtudes de los houyhnhnms. Enseñanza y ejercicios de sus
jóvenes. Su asamblea general.

Como mi comprensión de la naturaleza humana debía de ser mucho mejor


que la que suponía en mi amo, me era fácil atribuirnos a mis compatriotas
y a mí el carácter que él daba a los yahoos; y creía que podía hacer más
descubrimientos mediante mi propia observación. Así que a menudo
rogaba permiso a su señoría para ir a las manadas de yahoos vecinas;
permiso que me concedía muy de grado, totalmente convencido de que la
aversión que me inspiraban esos brutos me salvaba de caer en sus
corrupciones; y su señoría ordenó a un criado, un robusto rocín alazán,
honesto y de buen natural, que fuese mi guardián, sin cuya protección no
me atrevía a emprender tales aventuras. Porque ya he contado al lector lo
mucho que me habían importunado esos odiosos animales nada más
llegar; y después faltó muy poco para que cayese tres o cuatro veces en sus
garras, al alejarme un trecho inadvertidamente sin mi sable. Y tengo
motivos para creer que les daba cierta sensación de que pertenecía a su
especie, a lo que contribuía yo muchas veces subiéndome las mangas y
mostrándoles los brazos y el pecho desnudos, cuando tenía cerca a mi
protector. En esas ocasiones se acercaban cuanto se atrevían, e imitaban
mis gestos a la manera de los monos, aunque siempre con grandes
muestras de rencor; como una chova domesticada, con gorro y medias, es
siempre perseguida por sus congéneres salvajes cuando se mezcla
casualmente con ellos.
Son prodigiosamente ágiles desde la infancia; sin embargo, una vez
cogí a un macho de tres años, y traté de apaciguarlo, con todas las
muestras de dulzura; pero el diablillo se puso a chillar, arañar y morder
con tal violencia que no tuve más remedio que soltarlo; y fue muy a
tiempo, porque a sus voces acudió una manada entera a nuestro alrededor,
aunque al ver que la cría estaba a salvo —porque echó a correr—, y yo
tenía conmigo al rocín, no osaron acercarse. Noté que la carne del joven
animal despedía mal olor, una mezcla como a zorro y comadreja, aunque
mucho más desagradable. Se me olvidaba un detalle —aunque quizá me
disculparía el lector si lo omitiese enteramente—: que mientras retenía en
mis manos a la repugnante sabandija evacuó sus inmundos excrementos,
una sustancia líquida y amarillenta, en toda mi ropa; aunque por suerte
había cerca un arroyuelo, donde me lavé lo mejor que pude, no me atreví a
presentarme a mi amo hasta que estuve suficientemente aireado.
Por lo que pude averiguar, los yahoos son los animales más incapaces
de aprender; sus aptitudes jamás van más allá de arrastrar o cargar pesos.
No obstante, mi opinión es que esa desventaja es consecuencia
principalmente de una disposición perversa y obstinada. Porque son
astutos, malévolos, traicioneros y vengativos. Son fuertes y osados, pero
de ánimo cobarde, y por tanto, insolentes, abyectos y crueles. Se ha
observado que los de pelo rojizo, de uno y otro sexo, son peores que los
otros, a los que aventajan con mucho en fuerza y vigor.
Los houyhnhnms tienen en chozas, no lejos de la casa, a los yahoos que
utilizan corrientemente; al resto los envían a ciertos parajes del campo,
donde arrancan raíces, comen diversas clases de hierbas, y buscan
carroñas, o a veces cazan comadrejas y luhimuhs (especie de rata salvaje)
que devoran con avidez. La naturaleza les ha enseñado a excavar agujeros
con las uñas en los taludes, donde se tumban aisladamente; sólo las
madrigueras de las hembras son más grandes, lo suficiente para poder
cobijar dos o tres crías.
Nadan como las ranas desde la infancia, y son capaces de aguantar
mucho tiempo bajo el agua, donde a menudo atrapan peces, que las
hembras llevan a sus crías. Y a este propósito, espero que me perdone el
lector si cuento una singular aventura.
Estando un día fuera con mi protector el rocín alazán, como hacía
muchísimo calor, le supliqué que me dejase bañarme en un río que había
cerca. Accedió, y en un instante me desnudé totalmente y me metí
despacio en el agua. Y ocurrió que un joven yahoo hembra que había
detrás de un montículo había estado observando mis movimientos; e
inflamada de deseo, como supusimos el rocín alazán y yo, echó a correr y
saltó al agua a menos de cinco yardas de donde yo me bañaba. Jamás en
mi vida he sufrido un susto tan terrible; el rocín, que pastaba a cierta
distancia, no receló nada malo. El yahoo hembra se me abrazó de una
manera de lo más grosera; solté un berrido con todas mis fuerzas, y el
rocín acudió galopando, con lo que se soltó el yahoo hembra, con gran
renuencia, y saltó a la orilla opuesta, desde donde estuvo mirando y
aullando mientras yo me ponía la ropa.
El incidente fue motivo de diversión para mi amo y su familia, y de
humillación para mí. Porque ahora ya no podía negar que era un verdadero
yahoo de la cabeza a los pies, dado que las hembras sentían una
inclinación natural hacia mí como hacia uno de su propia especie; y no era
el pelo de este bruto de un color rojizo (lo que habría podido excusar en
cierto modo un apetito un tanto desordenado), sino negro como la endrina;
en cuanto a su semblante, no parecía tan horrendo como el del resto de su
especie; porque, creo, no debía de tener más de once años.
Dado que viví tres años en ese país, supongo que el lector espera que,
como otros viajeros, haga una relación de los usos y costumbres de sus
habitantes, que era, desde luego, lo que principalmente traté de estudiar.
Comoquiera que estos nobles houyhnhnms están dotados por
naturaleza de una predisposición general a las virtudes, y no tienen idea ni
noción de la maldad en una criatura racional, su máxima por excelencia es
cultivar la razón, y gobernarse enteramente por ella. Y la razón, entre
ellos, no es una cuestión problemática como en nosotros, donde los
hombres pueden sostener con verosimilitud los extremos opuestos de un
debate, sino que te hiere con la inmediata convicción; como tiene que ser
cuando no está mezclada, oscurecida ni manchada por la pasión o el
interés. Recuerdo que me costó muchísimo conseguir que mi amo
comprendiera el significado de la palabra opinión, o cómo un asunto podía
ser discutible; porque la razón nos enseñaba a afirmar o negar sólo aquello
de lo que estamos seguros; y más allá de nuestro conocimiento no
podemos hacer ni lo uno ni lo otro. De manera que las controversias,
disputas y porfías en torno a proposiciones falsas o dudosas son un mal
desconocido entre los houyhnhnms. Asimismo, cuando le explicaba
nuestros diversos sistemas de filosofía natural, se reía de que una criatura,
pretendiendo razonar, se valorase por su conocimiento de las conjeturas de
otros, y en cosas en las que ese conocimiento, en caso de ser cierto, no
servía para nada. En lo que coincidía enteramente con el sentir de
Sócrates, según nos lo presenta Platón, lo que menciono como el más alto
honor que puedo hacer al príncipe de los filósofos. A menudo he pensado
en la destrucción que tal doctrina causaría en las bibliotecas de Europa; y
cuántos caminos hacia la fama se cerrarían entonces en el mundo del
saber.
La amistad y la benevolencia son las dos principales virtudes entre los
houyhnhnms; y estas no se limitan a objetos particulares, sino que son
comunes a la raza entera; pues un extraño de la región más remota es
tratado del mismo modo que el vecino más cercano; y a donde vaya, se le
considera como de casa. Mantienen el decoro y el civismo en el más alto
grado, pero hacen caso omiso de la ceremonia. No sienten ternura por sus
potros, sino que el cuidado con que los educan nace enteramente del
dictado de la razón. Y observé que mi amo mostraba el mismo afecto por
la progenie de su vecino que por la suya propia. Dicen que la naturaleza
les enseña a amar a la especie entera, y que únicamente la razón introduce
distinción de personas cuando se da un grado superior de virtud.
Cuando las houyhnhnms matronas han dado a luz a uno de cada sexo
dejan de acompañar a sus consortes, salvo si pierden a uno de sus vástagos
por cualquier accidente, lo que ocurre rara vez; pero en tal caso vuelven a
tener conocimiento; o cuando parecido accidente acontece a una persona
cuya esposa ha dejado atrás su etapa de fecundidad, otra pareja le cede uno
de sus propios potros y vuelve a tener conocimiento hasta que la madre
queda preñada. Esta cautela es necesaria para impedir que el país se
sobrecargue de población. Pero la raza de houyhnhnms educados para la
servidumbre no tienen tan rigurosa restricción en este capítulo; se les
permite engendrar tres de cada sexo, destinados a entrar como criados en
las familias nobles.
En sus matrimonios cuidan escrupulosamente escoger colores que no
den una mezcla desagradable en la descendencia. En el macho se valora
sobre todo la fuerza, y en la hembra la belleza; no por amor, sino para
evitar que la raza degenere; así, donde una hembra destaca en fuerza, el
consorte se elige con el criterio de belleza. El galanteo, el amor, los
regalos, la viudedad, las dotes, no tienen cabida en su pensamiento, ni hay
en su lengua términos con que designar estas cosas. La joven pareja se
conoce y se une meramente porque así lo deciden los padres y los amigos;
es lo que ven que se hace a diario, y lo consideran un acto necesario propio
de seres razonables. Pero jamás se ha oído hablar de un solo
quebrantamiento del matrimonio, ni de ninguna otra deshonestidad; y la
vida de la pareja discurre en perpetua amistad y mutua bienquerencia, que
extienden a los de la misma especie con los que tienen relación; sin celos,
pasión, peleas ni descontento.
En la educación de los jóvenes de uno y otro sexo utilizan un método
admirable que desde luego merece que lo imitemos. No se les permite
probar un solo grano de avena, salvo en determinados días, hasta los
dieciocho años; ni leche sino muy raramente; y en verano pacen dos horas
por la mañana y otras dos al atardecer, lo que cumplen asimismo los
padres; pero a los criados no se les permite más de la mitad de ese tiempo,
y gran parte de la hierba se la llevan a casa, que se comen a las horas más
convenientes, cuando pueden estar más desahogados de trabajo.
La templanza, la laboriosidad, el ejercicio y la limpieza son lecciones
que se imparten por igual a los jóvenes de ambos sexos; y mi amo juzgaba
monstruoso que nosotros diéramos a las hembras una educación diferente
de la de los machos, salvo en algunos capítulos del gobierno de la casa;
por lo que, según comentó con toda razón, la mitad de nuestros
compatriotas no servían más que para traer niños al mundo; y confiar el
cuidado de sus hijos a animales tan inútiles era un ejemplo más flagrante
aún de brutalidad.
Pero los houyhnhnms adiestran a sus jóvenes en la fuerza, la velocidad
y el vigor, ejercitándolos en carreras en las que suben y bajan empinadas
laderas, y por terrenos pedregosos, y cuando están cubiertos de sudor, se
les manda saltar de cabeza a una charca o a un río. Cuatro veces al año, los
jóvenes de una comarca se reúnen para exhibir su destreza en la carrera, el
salto y en otras hazañas de fuerza y agilidad, donde la victoria se
recompensa con una canción compuesta en su alabanza. En esta fiesta, los
criados conducen al campo a una manada de yahoos cargados con heno,
avena y leche para la comida de los houyhnhnms; inmediatamente después
se llevan otra vez a estos brutos por temor a que causen alboroto en la
reunión.
Cada cuatro años, en el equinoccio de primavera, se celebra un consejo
de representantes de toda la nación, que se reúne en una llanura a unas
veinte millas de nuestra casa, y dura cinco o seis días. Aquí se informan
del estado y situación de los diversos distritos; si hay escasez o
abundancia de heno o de avena, de vacas o de yahoos. Y donde hay falta —
lo que ocurre muy rara vez— se abastece inmediatamente por acuerdo y
contribución de todos. Aquí se acuerda asimismo la regulación de los
hijos: por ejemplo, si un houyhnhnm tiene dos machos, intercambia uno
con alguien que tenga dos hembras; y cuando se ha perdido un hijo por
cualquier accidente, si la madre ha dejado atrás su fecundidad, se
determina que familia del distrito deberá engendrar otro para suplir la
pérdida.
Capítulo IX
Gran debate en la asamblea general de los houyhnhnms, y
qué se determinó. El saber de los houyhnhnms. Sus
edificios. Su manera de enterramiento. La defectuosidad de
su lengua.

Una de esas importantes asambleas se celebró estando yo en el país, unos


tres meses antes de marcharme, a la que asistió mi amo como
representante de nuestra región. En este consejo retomaron su viejo
debate, en realidad, el único que tenían entre ellos, del que mi amo, a su
regreso, me hizo relación detallada.
Lo que se discutía era si había que suprimir a los yahoos de la faz de la
tierra. Uno de los miembros que estaban a favor expuso varios argumentos
de gran solidez y peso, sosteniendo que los yahoos, a la vez que eran los
animales más inmundos, repugnantes y deformes que la naturaleza había
dado, también eran tercos e indóciles, resabiados y malignos; mamaban en
secreto de las ubres de las vacas de los houyhnhnms; mataban y devoraban
sus gatos, pisoteaban los campos de pasto y de avena si no se les vigilaba
constantemente, y cometían mil tropelías más. Refirió una extendida
tradición que afirmaba que los yahoos no eran autóctonos, sino que hacía
muchos siglos apareció una pareja de estos brutos en una montaña, no se
sabía si generados por el calor del sol en el barro y el limo corrompidos, o
en el cieno y espuma del mar. Su progenie aumentó en poco tiempo a tal
extremo que invadieron e infestaron la nación entera. Contó que los
houyhnhnms, para librarse de esta plaga, organizaron una cacería general,
cercaron finalmente a la manada entera; y tras matar a los adultos, cada
houyhnhnm se quedó con dos cachorros, logró domesticarlos hasta donde
podía llegarse con un animal de naturaleza tan salvaje, y los utilizó para
carga y tiro; que parecía muy verosímil esta tradición, y que esos seres no
podían ser ylnhniamshy —o sea originales del país—, dada la insuperable
aversión que inspiraban en los houyhnhnms y el resto de los animales, que
aunque se la merecían sobradamente por su mala índole, jamás habría
llegado a ser tanta de haber sido autóctonos, o haría tiempo que se les
habría extirpado; que los habitantes, al haberse aficionado a utilizar
yahoos para su servicio, habían abandonado imprudentemente la cría de
asnos, que era un animal hermoso, fácil de mantener, más dócil y manso,
fuerte para la labranza, y no olía mal, aunque era inferior al otro en
agilidad corporal; y si bien su rebuzno no es un sonido agradable, es
infinitamente preferible a los aullidos espantosos de los yahoos.
Expusieron su opinión en el mismo sentido algunos más, cuando mi
amo propuso a la asamblea un expediente, cuya idea había tomado de mí.
Se mostró de acuerdo con la tradición a la que había hecho alusión el
«ilustre miembro» que acababa de intervenir, y afirmó que los dos yahoos
que según decían fueron los primeros en aparecer entre ellos habían sido
llevados allí por mar; que al llegar a tierra, y ser abandonados por sus
compañeros, se retiraron a las montañas, donde fueron degenerando
gradualmente, y con el tiempo se volvieron mucho más salvajes que los
congéneres del país del que eran originarios dichos dos ejemplares. La
razón para afirmar tal cosa era que él poseía en la actualidad un asombroso
ejemplar de yahoo (refiriéndose a mí) del que habían oído hablar casi
todos los presentes, y muchos habían visto. Seguidamente les contó cómo
me había encontrado; cómo me cubría el cuerpo con una composición
artificial de piel y pelo de otros animales; cómo hablaba una lengua propia
y había aprendido enteramente la de ellos; cómo le había contado la serie
de vicisitudes que me habían llevado hasta allí; cómo cuando él me veía
sin la envoltura con que me cubría era un yahoo en todos los sentidos,
aunque más blanco de color, menos peludo, y tenía las garras más cortas.
Contó, además, cómo había intentado convencerle de que, en mi país y en
otros, los yahoos eran animales racionales y gobernantes, y tenían a los
houyhnhnms en condición de servidumbre; cómo observaba en mí todos
los rasgos de un yahoo, aunque algo más civilizado debido a cierto
vestigio de razón, aunque en grado tan inferior al de la raza de los
houyhnhnms, como lo eran los yahoos de su país respecto a mí; cómo,
entre otras cosas, le había contado la costumbre que teníamos de castrar a
los houyhnhnms, cuando eran jóvenes, a fin de domarlos; que la operación
era sencilla y carecía de peligro; cómo no sería ninguna vergüenza
aprender dicho saber de los brutos, lo mismo que se aprendía la
laboriosidad de la hormiga y la construcción de la golondrina (que así
traduzco la palabra lyhannh, aunque se trata de un ave mucho más grande);
cómo podría practicarse aquí con los yahoos jóvenes este saber, que
además de volverlos más tratables y aptos para el trabajo, con el tiempo
podrían acabar con la especie sin quitarles la vida; cómo entre tanto se
exhortaría a los houyhnhnms a cultivar la cría de asnos, que, como son en
todos los sentidos brutos más valiosos, se tendría la ventaja de que a los
cinco años serían aptos para el trabajo, cosa que los otros no lo son hasta
los doce.
Eso es todo lo que mi amo juzgó oportuno contarme entonces sobre lo
que se dijo en la gran asamblea. Pero prefirió ocultarme una decisión,
referente a mí, cuyos desdichados efectos no tardé en experimentar, como
sabrá el lector en su momento, y a partir de la cual puedo datar las
sucesivas desventuras de mi vida.
Los houyhnhnms carecen de letras y consiguientemente todo lo que
saben lo saben por tradición oral. Pero dado que ocurren pocos sucesos de
importancia entre una gente tan unida, inclinada por naturaleza a la virtud,
totalmente gobernada por la razón y sin comercio ninguno con las demás
naciones, les es fácil conservar los hechos históricos sin recargar la
memoria. Ya he comentado que no están expuestos a las enfermedades, por
lo que no necesitan médicos. Sin embargo, tienen excelentes medicinas,
que confeccionan con hierbas, para curar contusiones y cortes accidentales
que se hacen en la cuartilla, o ranilla de la pezuña, con las piedras afiladas,
así como otras heridas y daños en diversas partes del cuerpo.
Calculan el año por la revolución del sol y la luna, aunque no utilizan
las subdivisiones en semanas. Están familiarizados con los movimientos
de estas dos luminarias y conocen la naturaleza de los eclipses, y eso es a
lo más que ha llegado su astronomía.
En poesía hay que reconocer que superan al resto de los mortales, en la
que la justeza de sus símiles, así como la exactitud y precisión de sus
descripciones, son desde luego inimitables. Sus versos abundan en estas
figuras, y normalmente contienen ideas exaltadas sobre la amistad y la
generosidad, o cantan las alabanzas de quienes salen victoriosos en las
carreras y otros ejercicios corporales. Sus edificios, aunque toscos y
simples, no son incómodos, sino que están bien ideados para protegerse de
la crudeza del calor y del frío. Tienen una clase de árbol que, cuando llega
a los cuarenta años se le aflojan las raíces, y lo tumba la primera tormenta;
crece muy recto, y sacándole punta como a las estacas con una piedra
afilada (porque los houyhnhnms no conocen el uso del hierro), los hincan
en el suelo como a diez pulgadas unos de otros, y luego trenzan entre ellos
paja de avena, o a veces zarzos. La techumbre la hacen de esta manera, y
también las puertas.
Los houyhnhnms utilizan el hueco entre la cuartilla y la pezuña de sus
pies delanteros como nosotros las manos, y eso con más destreza de lo que
yo había imaginado al principio. He visto a una yegua blanca de nuestra
familia enhebrar una aguja —que le presté a propósito— con dicha
articulación. De la misma manera ordeñan las vacas, siegan la avena y
hacen cualquier trabajo para el que se requieren manos. Tienen una
especie de pedernal duro con el que, frotándolo con otras piedras, hacen
instrumentos que les sirven de cuñas, hachas y martillos. Con
herramientas hechas con este pedernal cortan también el heno y siegan la
avena que crece de manera natural en sus campos; los yahoos transportan
las gavillas en carruajes, y los criados los pisan en chozas cubiertas para
sacar el grano, que guardan en almacenes. Hacen una tosca especie de
recipientes de barro y de madera, y los primeros los cuecen al sol.
Si pueden evitar accidentes, mueren sólo de vejez, y son enterrados en
los lugares más retirados que pueden encontrar, y sus amigos y allegados
no manifiestan ni pena ni alegría por su desaparición; en cuanto a la
persona moribunda, no revela más tristeza por abandonar este mundo que
si regresase a casa después de visitar a un vecino. Recuerdo que una vez
mi amo había citado a un amigo y a su familia para que acudiera a su casa
a tratar un asunto de cierta importancia; en el día fijado llegó muy tarde la
señora con sus dos hijos; ofreció dos disculpas; una por su marido, quien,
como dijo, esa misma mañana se había lhnuwnh. La palabra es
enormemente expresiva en su lengua, pero no es fácil traducirla al inglés;
significa «retirarse a su primera madre». En cuanto a la disculpa de ella
por no llegar antes, era que como su marido había muerto a última hora de
la mañana, había tenido que decidir con los criados el lugar adecuado
donde debían depositar el cuerpo; y noté que mientas estuvo en nuestra
casa se condujo con la misma jovialidad que los demás; murió tres meses
después.
Por lo general viven hasta los setenta o setenta y cinco años, muy
raramente hasta los ochenta; unas semanas antes de morir experimentan
un deterioro gradual, aunque sin dolor. Durante este tiempo, son muy
visitados por sus amigos, porque no pueden salir con la facilidad y
satisfacción de costumbre. Sin embargo, unos diez días antes de morir,
cálculo que casi nunca falla, devuelven las visitas que les han hecho a los
vecinos más próximos, en un cómodo trineo tirado por yahoos; vehículo
que utilizan no sólo en esta ocasión, sino cuando llegan a viejos, para
largos viajes, o cuando se hallan impedidos por algún accidente. Y por
tanto, cuando los houyhnhnms moribundos devuelven esas visitas, se
despiden solemnemente de sus amigos, como si se fueran a una remota
región del país, donde planeasen pasar el resto de sus vidas.
No sé si vale la pena comentar que los houyhnhnms no tienen una
palabra en su lengua para designar algo que es malo, salvo las que toman
de las deformidades o malas cualidades de los yahoos. Así, designan la
necedad de un criado, un descuido de un niño, una piedra que les hace un
corte en el pie, un tiempo tempestuoso o desapacible y cosas por el estilo
añadiendo a cada una de estas palabras el epíteto yahoo. Por ejemplo:
hhnm yahoo, whnahlm yahoo, ynlhmndwihlma yahoo, y una casa mal
construida, ynholmhnmrohlnw yahoo.
Me encantaría extenderme más en las costumbres y virtudes de esta
gente excelente; pero como tengo intención de publicar en breve un
volumen aparte precisamente sobre este asunto, remito a él al lector; entre
tanto, prosigo mi relato sobre mi infausta catástrofe.
Capítulo X
Economía y vida plácida del autor entre los houyhnhnms.
Su gran avance en virtud hablando con ellos. Sus
conversaciones. El autor es avisado por su amo de que debe
abandonar el país. La pena le ocasiona un
desvanecimiento, pero se resigna. Planea y concluye una
canoa con ayuda de un criado compañero, y sale a la
ventura.

Había arreglado mi pequeña economía a mi entera satisfacción. Mi amo


había mandado construir un aposento para mí, al estilo de ellos, a unas seis
yardas de la casa; enlucí los lados y el piso con arcilla, que cubrí con
esteras de junco que yo mismo confeccioné; había picado cáñamo, que allí
crece silvestre, y había tejido con él una especie de terliz; lo llené de
plumas de diversas aves que había cazado con lazos hechos con pelo de
yahoo, y que eran un excelente alimento. Había tallado dos sillas con mi
cuchillo, en la parte más tosca y trabajosa de las cuales me ayudó el rocín
alazán. Cuando las ropas que llevaba se volvieron andrajosas me hice otras
con pieles de conejo y de cierto hermoso animal del mismo tamaño,
llamado nnuhnoh, que tiene un finísimo pelo. Con piel de este me hice
también medias bastante pasables. Me puse suelas en los zapatos con
madera que corté de un árbol, que adapté al cuero de la parte superior; y
cuando se me gastó este lo sustituí por piel de yahoo secada al sol. A
menudo obtenía miel de los árboles huecos, y la mezclaba con agua o me
la untaba en el pan. Nadie ha podido confirmar mejor la verdad de estas
dos máximas, la naturaleza se conforma con poco, y la necesidad es
madre de la inventiva. Gozaba de una salud de cuerpo y una tranquilidad
de ánimo perfectas; no sufría la traición o la inconstancia de ningún
amigo, ni las ofensas de ningún enemigo secreto o declarado. No tenía que
sobornar, adular o alcahuetear para ganarme el favor de ningún grande o
de su favorito. No necesitaba de ningún parapeto contra el fraude y la
opresión; aquí no había físicos que me destruyeran el cuerpo, ni abogados
que me arruinaran la fortuna; ningún delator que acechase mis palabras y
acciones, o fabricase acusaciones por encargo contra mí; aquí no había
escarnecedores, criticadores, maledicentes, rateros, salteadores,
atracadores, procuradores, alcahuetes, bufones, jugadores, políticos,
chistosos, biliosos, pesados, polemistas, homicidas, ladrones, habilidosos;
ni líderes o seguidores de partidos o facciones; ni incitadores al vicio
mediante el ejemplo o la seducción; ni calabozos, hachas, horcas, rollos o
picotas; ni tenderos y mecanismos estafadores; ni orgullo, vanidad ni
afectación; ni pisaverdes, fanfarrones, borrachos, rameras ambulantes ni
sífilis; ni esposas gritonas, lascivas o derrochadoras; ni pedantes estúpidos
y fatuos; ni compañeros molestos, altaneros, iracundos, vociferantes,
vanos, engreídos y mal hablados; ni sinvergüenzas salidos de la nada por
sus vicios, ni nobleza hundida en ella por sus virtudes; ni lores, músicos,
jueces ni maestros de baile.
Tenía el privilegio de ser admitido a la presencia de varios
houyhnhnms que venían de visita o a comer con mi amo; ocasiones en que
su señoría consentía graciosamente que estuviese presente en el comedor,
y escuchase sus discursos. Tanto él como su compañía se dignaban
hacerme preguntas y escuchar mis respuestas. A veces también tenía el
honor de asistir a mi amo en las visitas que él hacía a otros. Nunca me
atrevía a hablar, salvo para responder a una pregunta, y entonces lo hacía
con pesar interior; porque significaba perder tiempo en perfeccionarme;
pero disfrutaba infinitamente con mi condición de humilde oyente en esas
conversaciones, en las que sólo trataban de cosas útiles, expresadas con el
menor número palabras y las más significativas; donde —como ya he
dicho— se observaba el más grande decoro, sin ninguna ceremonia; donde
nadie hablaba si no era por gusto y para complacer a sus compañeros;
donde no había interrupciones, aburrimiento, acaloramiento o diferencia
de opinión. Tienen la idea de que cuando se reúne la gente, un breve
silencio mejora mucho la conversación; y comprobé que era cierto; porque
durante esos breves intervalos entre intervenciones acuden nuevas ideas al
pensamiento, lo que animaba la tertulia. Sus temas son generalmente la
amistad y la benevolencia, o el orden y la economía; unas veces sobre las
acciones visibles de la naturaleza o las tradiciones antiguas; sobre los
límites y fronteras de la virtud; sobre las normas infalibles de la razón, o
sobre decisiones que había que adoptar en la siguiente asamblea general; y
a menudo sobre diversas excelencias de la poesía. Puedo añadir, sin
vanidad, que mi presencia daba a menudo materia suficiente para los
discursos, porque proporcionaba a mi amo la ocasión de dar a conocer a
sus amigos mi historia y la de mi país, lo que les permitía perorar de
manera no muy favorable para el género humano; y por esa razón no voy a
repetir lo que decían; baste sólo decir que su señoría, para gran admiración
mía, parecía comprender la naturaleza de los yahoos mucho mejor que yo.
Analizaba nuestros vicios y desatinos, y revelaba muchas cosas que yo
nunca le había contado, infiriendo únicamente qué cualidades era capaz de
desarrollar un yahoo de su país con una pequeña dosis de razón; y
concluyó, con demasiada verosimilitud, cuán vil y miserable puede llegar
a ser dicha criatura.
Sinceramente confieso que los pocos conocimientos que poseo de
algún valor los adquirí en las lecciones que recibí de mi amo, y en los
discursos que les oí a él y a sus amigos, a los que me enorgullecería
escuchar más que disertar a la más grande asamblea de Europa. Admiraba
la fuerza, la gracia y la velocidad de los habitantes; y tal constelación de
virtudes, en personas tan amables, inspiraban en mí la más grande
veneración. Al principio, desde luego, no sentía ese temor natural que los
yahoos y los demás animales sienten ante ellos; pero poco a poco me fue
naciendo, mucho antes de lo que habría podido imaginar, una mezcla de
respetuoso amor y gratitud de que condescendiesen en distinguirme del
resto de mi especie.
Cuando pensaba en mi familia, en mis amigos, en mis compatriotas, o
en la especie humana en general, los consideraba como lo que realmente
eran, yahoos tocante a figura y disposición, quizá algo más civilizados, y
dotados del don de la palabra; pero que no hacían uso de la razón sino para
perfeccionar y multiplicar aquellos vicios de los que sus hermanos de este
país sólo poseían la parte que la naturaleza les había asignado. Cuando por
casualidad contemplaba mi propia imagen reflejada en un lago o en un
manantial, apartaba los ojos con horror y aversión hacia mí mismo; y
soportaba mejor la visión de un yahoo corriente que la de mi propia
persona. Conversando con los houyhnhnms, y observándolos con
complacencia, acabé imitando su ademán y su paso, lo que ahora se ha
vuelto un hábito en mí; mis amigos me dicen con rudeza que troto como
un caballo; lo que tomo, sin embargo, como un gran cumplido. Tampoco
negaré que al hablar tengo tendencia a adoptar la voz y la manera de los
houyhnhnms; y oigo que se burlan de mí por eso sin que me cause la más
ligera mortificación.
En medio de toda esta felicidad, y cuando me consideraba instalado de
por vida, mi amo me mandó llamar una mañana, un poco antes de la hora
habitual. Noté en su expresión cierto embarazo, y que no sabía cómo
empezar. Tras un breve silencio, me dijo que ignoraba cómo me tomaría lo
que iba a decirme; que en la última asamblea, al abordarse el asunto de los
yahoos, los representantes habían considerado ofensivo que él tuviera un
yahoo (refiriéndose a mí) en su familia al que trataba más como un
houyhnhnm que como un bruto. Que era sabido que conversaba a menudo
conmigo, como si encontrase alguna ventaja o placer en mi compañía; que
semejante práctica no se acordaba con la razón ni con la naturaleza, ni era
algo que se hubiera visto jamás entre ellos. Así que la asamblea le
exhortaba, bien a emplearme como al resto de la especie, o bien a
mandarme que volviese nadando al lugar de donde había venido. Que el
primero de estos expedientes había sido rechazado por los houyhnhnms
que me habían visto en su casa o en la de ellos; porque dado que poseía
cierto rudimento de razón, alegaban, sumada a la natural maldad de esos
animales, era de temer que los atrajera a las regiones boscosas y
montañosas del país, y los condujera nocturnamente en manadas para
destruir el ganado de los houyhnhnms, dado que eran naturalmente de
carácter voraz, y contrarios a trabajar.
Mi amo añadió que diariamente era apremiado por los houyhnhnms de
la vecindad para que cumpliese las exhortaciones de la asamblea, y que no
podía demorarlo mucho más. Él dudaba que pudiera llegar nadando a
ningún país; y por tanto me dijo que debía construirme algún vehículo del
tipo de los que le había descrito, que pudiera llevarme por mar, en cuyo
trabajo tendría la ayuda de sus criados, así como la de los criados de los
vecinos. Concluyó que, por su parte, le habría gustado conservarme a su
servicio mientras viviese; porque encontraba que me había curado de
ciertos hábitos y disposiciones, esforzándome, hasta donde mi naturaleza
inferior era capaz, en imitar a los houyhnhnms.
Aquí debo señalar al lector que el decreto de la asamblea general de
este país se designa con la palabra hnhloayn, que significa exhortación,
que es lo más exactamente que la puedo traducir; porque no tienen la
menor noción de cómo obligar a una criatura racional, sino sólo
aconsejarla o exhortarla; porque nadie puede desobedecer a la razón sin
renunciar al derecho a ser una criatura racional.
La más grande aflicción y desesperación me asaltó al oír las palabras
de mi amo; e incapaz de soportar la angustia que me embargaba, caí
desvanecido a sus pies; cuando me recobré, dijo que pensaba que había
muerto —porque esta gente no está sujeta a tales debilidades de la
naturaleza—. Contesté con voz desfallecida que la muerte habría sido una
gran ventura para mí; que aunque no podía censurar la exhortación de la
asamblea, ni el apremio de sus amigos, según mi flaco y corrompido
juicio, opinaba que habría podido ser conforme con la razón una decisión
menos rigurosa. Que era incapaz de hacer una legua a nado, y
probablemente el país más cercano estaba a más de cien; que muchos de
los materiales necesarios para construir una pequeña nave con la que irme
eran inexistentes; en su país, sin embargo, lo intentaría, en obediencia y
gratitud a su señoría, aunque tenía el convencimiento de que iba a ser
imposible, y por tanto me consideraba ya destinado a perecer; que la
perspectiva cierta de una muerte no natural era el menor de mis males;
porque suponiendo que escapase con vida por alguna extraña casualidad,
¿cómo podía pensar serenamente en pasar mis días entre yahoos, y caer de
nuevo en mis antiguas corrupciones por falta de ejemplos que me guiasen
y mantuviesen en el camino de la virtud?; que demasiado bien conocía las
sólidas razones en que se fundaba la decisión de los sabios houyhnhnms,
para que las hiciesen tambalear argumentos como los míos, los de un
miserable yahoo. Así que después de expresarle mi humilde
agradecimiento por ofrecerme la ayuda de sus criados para la construcción
de una nave, y solicitarle un plazo razonable para tan difícil trabajo, le dije
que me esforzaría en preservar una vida tan desdichada; y si alguna vez
llegaba a Inglaterra, no sería sin la esperanza de ser útil a mi propia
especie, haciendo el elogio de los renombrados houyhnhnms, y
proponiendo sus virtudes para imitación de la humanidad.
Mi amo, en pocas palabras, me dio una respuesta de lo más amable:
me concedió el espacio de dos meses para terminar el bote; y ordenó al
rocín, mi compañero de servicio —porque así me permito considerarlo
desde esta distancia—, que siguiese mis instrucciones; porque le dije a mi
amo que me bastaría su ayuda, y sabía que me tenía afecto.
Acompañado por él, mi primera tarea fue dirigirme a la parte de la
costa donde me había desembarcado mi rebelde tripulación. Subí a un
altozano y, mirando a un lado y a otro del mar, me pareció divisar una
pequeña isla al noreste; saqué el catalejo, y con él pude distinguirla con
claridad a unas cinco leguas, según calculé; aunque al rocín alazán le
parecía sólo una nube azulenca, porque no tenía idea de que existiese
ningún país además del suyo; de manera que no tenía tanta práctica en
distinguir objetos remotos en el mar como nosotros, familiarizados como
estamos con dicho elemento.
Tras descubrir esta isla no lo pensé más, sino que resolví que era el
primer lugar al que me exiliaría, si era posible, dejando lo demás a la
fortuna.
Volví a casa, y tras consultar con el rocín alazán, nos dirigimos a un
bosquecillo no lejano, donde yo con el cuchillo y él con una piedra de sílex
afilada, hábilmente atada como hacen ellos, a un mango de madera,
cortamos varias varas de roble, del grueso de un bastón, y ramas algo más
grandes. Pero no aburriré al lector con una descripción detallada de mis
trabajos; baste decir que a las seis semanas, con la ayuda del rocín alazán,
que se encargó de lo más engorroso, terminé una especie de canoa india,
aunque mucho más grande, forrada con pieles de yahoo, bien cosidas unas
con otras con hilo de cáñamo que yo mismo había hilado. La vela la
compuse también con pieles del mismo animal; pero hice uso de los más
jóvenes que pude conseguir, ya que la de los viejos era gruesa y dura;
asimismo me proveí de cuatro pagayas. Me abastecí de carne cocida, de
conejo y de ave; y embarqué dos recipientes, uno lleno de leche, y el otro
con agua.
Probé la canoa en una gran charca cercana a la casa de mi amo, y le
corregí los defectos, calafateando las costuras con sebo de yahoo, hasta
que la encontré totalmente estanca, y capaz de cargar mi peso y el de la
carga. Y cuando estuvo todo lo acabada que pude hacerla, la mandé
transportar en un carruaje, muy despacio, tirado por yahoos, hasta la costa,
bajo la conducción del rocín alazán y otro criado.
Cuando estuvo todo dispuesto, y llegó el día de mi partida, me despedí
de mi amo y su señora, así como de toda la familia, con los ojos arrasados
y el corazón agobiado de pena. Pero su señoría, por curiosidad, y quizá —
si se me permite decirlo sin vanidad— en parte por afecto también,
decidió verme en la canoa; y logró que le acompañasen varios vecinos
amigos. Tuve que aguardar más de una hora debido a la marea; y entonces,
al notar que el viento empezaba a soplar favorablemente hacia la isla a la
que tenía intención de dirigir el rumbo, me despedí por segunda vez de mi
amo; y cuando iba a postrarme para besarle la pezuña me hizo el honor de
levantármela amablemente hasta la boca. No ignoro que se me ha criticado
por referir este último detalle. A los detractores les agrada considerar
improbable que tan ilustre personaje se dignase tener esa distinción con
una criatura tan inferior como yo. Tampoco olvido la inclinación de
algunos viajeros a presumir de extraordinarios favores recibidos. Pero si
estos criticadores conociesen mejor la noble y cortés disposición de los
houyhnhnms, cambiarían pronto de opinión.
Presenté mis respetos al resto de los houyhnhnms que acompañaban a
su señoría, subí luego a la canoa y la alejé de la orilla.
Capítulo XI
Peligroso viaje del autor. Llega a Nueva Holanda, donde
espera establecerse. Es herido con una flecha por un
nativo. Es apresado y llevado a la fuerza a un barco
portugués. Grandes muestras de cortesía del capitán. El
autor llega a Inglaterra.

Inicié este viaje azaroso el 15 de febrero de 1714-15, a las nueve en punto


de la mañana. El viento era favorable; sin embargo, al principio sólo hice
uso de la pagaya; pero pensando que no tardaría en cansarme, y que
probablemente cambiaría el viento, decidí poner la velita; y así, y con la
ayuda de la marea, navegué a la velocidad de una legua y media por hora,
a lo que pude calcular. Mi amo y sus amigos estuvieron en la playa hasta
que casi desaparecí de vista; y a menudo oí gritar al rocín alazán —que
siempre me había querido—: «Hnuy illa nyha majah yahoo», Cuídate,
buen yahoo.
Mi propósito, de ser posible, era descubrir alguna isla pequeña y
deshabitada, aunque con lo suficiente para proporcionarme con mi
esfuerzo el medio de subsistir, lo que consideraba una dicha más grande
que si fuese primer ministro de la corte más refinada de Europa; tan
horrible era la idea que había concebido sobre volver a vivir en sociedad y
bajo un gobierno de yahoos. Porque en la soledad que yo deseaba podía
gozar al menos de mis pensamientos, y deleitarme meditando sobre las
virtudes de esos excepcionales houyhnhnms, sin correr ningún riesgo de
degenerar en los vicios y las corrupciones de mi especie.
Recuerde el lector lo que conté de cuando la tripulación conspiró
contra mí y me encerraron en la cámara, cómo estuve allí varias semanas
sin saber qué rumbo llevábamos; y cuando me mandaron a tierra en la
lancha, cómo los marineros me juraron, fuese verdad o no, que ignoraban
en qué parte del mundo estábamos. Sin embargo, supuse entonces que nos
encontrábamos unos diez grados al sur del Cabo de Buena Esperanza, o 45
grados latitud sur, según deduje de un vago comentario que les oí, lo que
era, creo, al sureste, en su pretendido viaje a Madagascar. Y aunque se
trataba poco más que de una hipótesis, sin embargo decidí poner rumbo
este, con la esperanza de alcanzar la costa suroeste de Nueva Holanda, y
quizá la isla que yo quería, al oeste de ella. El viento era oeste derecho, y
calculé hacia las seis de la tarde que había corrido lo menos dieciocho
leguas para el este; cuando avisté un islote como a media legua, que no
tardé en alcanzar. Era sólo una roca, con una cala naturalmente excavada
por la fuerza de los temporales. Metí aquí la canoa, y trepando por una
pendiente, descubrí claramente una tierra al este, que se extendía de sur a
norte. Dormí toda la noche en la canoa; y tras reanudar el viaje por la
mañana, en siete horas llegué a la punta sureste de Nueva Holanda. Esto
me confirmó en la creencia que abrigaba desde hacía algún tiempo, de que
los mapas y cartas sitúan este país lo menos tres grados más al este de lo
que realmente está; lo que creo que comuniqué, hace años, a mi estimable
amigo, el señor Herman Moll, y le expuse las razones que tenía para ello,
aunque él ha preferido seguir a otros autores.
No vi habitantes en el lugar donde desembarqué, y como iba
desarmado, tuve miedo de aventurarme hacia el interior. Encontré
moluscos en la playa, y me comí unos cuantos crudos, ya que no me
atrevía a encender fuego por temor a que me descubriesen los nativos.
Estuve tres días alimentándome de ostras y lapas para ahorrar provisiones;
y afortunadamente encontré un manantial de excelente agua, lo que supuso
un gran alivio.
El cuarto día me arriesgué a adentrarme un poco, y descubrí unos
treinta nativos en una elevación, a no más de quinientas yardas de donde
yo estaba. Estaban completamente desnudos, hombres, mujeres y niños,
alrededor de una fogata, según deduje por el humo. Uno de ellos me vio y
advirtió a los demás; cinco de ellos vinieron hacia mí, dejando a las
mujeres y los niños junto al fuego. Me apresuré lo que pude a regresar a la
playa, salté a la canoa y me aparté remando. Los salvajes, al ver que me
alejaba echaron a correr hacia mí, y antes de que pudiera ganar la
suficiente distancia dispararon una flecha que se me hincó profundamente
en la rodilla izquierda (llevaré la cicatriz hasta la tumba). Temía que la
flecha estuviera envenenada, así que remé hasta ponerme fuera de alcance
de sus dardos (había calma), conseguí succionar la herida, y me la vendé
como pude.
No sabía qué hacer, pero no me atrevía a volver a la cala de antes; así
que continué hacia el norte, para lo que me vi obligado a remar; porque el
viento, aunque muy flojo, soplaba en contra, del noroeste. Y mirando a mi
alrededor en busca de un lugar seguro donde desembarcar, vi una vela al
nor-noreste, y al observar que se hacía más visible a cada minuto, dudé
unos momentos si esperarles o no; finalmente prevaleció mi aversión a la
raza yahoo: di la vuelta a la canoa, me dirigí hacia el sur, con las pagayas
y la vela, y me metí en la misma cala de la que había salido por la mañana;
porque prefería encomendarme a estos bárbaros a vivir con yahoos
europeos. Acerqué lo más que pude la canoa a tierra, y me escondí detrás
de una piedra junto a un pequeño manantial, que, como he dicho, era de
excelente agua.
El barco llegó a menos de media legua de esta cala, y envió su lancha
con recipientes para cargar agua (porque el lugar, al parecer, era
conocido); pero yo no me di cuenta hasta que la embarcación estuvo casi
en la orilla, y era demasiado tarde para buscar otro escondite. Los
marineros, al saltar a tierra, vieron la canoa, la registraron de arriba abajo,
y dedujeron fácilmente que no podía estar lejos su dueño. Cuatro de ellos,
bien armados, empezaron a inspeccionar cada oquedad y hendidura, hasta
que finalmente me descubrieron tumbado boca abajo, detrás de la roca. Se
quedaron mirándome con asombro ante mi tosca y extraña indumentaria,
la casaca hecha con pieles curtidas, el calzado con suelas de madera, y las
medias de piel; de lo que, no obstante, dedujeron que no era un salvaje del
lugar, donde todos van desnudos. Uno de los marineros me mandó
levantarme en portugués, y me preguntó quién era. Yo comprendía
bastante bien esa lengua; así que me puse de pie y expliqué que era un
pobre yahoo desterrado por los houyhnhnms, y les pedí por favor que
dejasen que me fuera. Se admiraron de oírme contestar en su propia
lengua, y vieron por mi color que debía de ser europeo; pero no sabían a
qué me refería con lo de yahoo y houyhnhnms; al mismo tiempo se
echaron a reír al oír mi extraña entonación al hablar, que semejaba un
relincho de caballo. A todo esto yo temblaba de miedo y de odio; les pedí
otra vez que me dejasen marchar, y me dirigí despacio hacia la canoa; pero
me detuvieron, y me preguntaron de qué país era, de dónde venía, con
muchas otras preguntas. Les dije que había nacido en Inglaterra, de donde
había llegado hacía unos cinco años, y que entonces su país y el mío
estaban en paz; y por tanto esperaba que no me tratasen como enemigo,
dado que yo no tenía intención de hacerles ningún daño, sino que era un
pobre yahoo que buscaba algún lugar desierto donde pasar el resto de su
desventurada vida.
Al principio de oírles hablar pensé que nunca había oído nada más
antinatural; porque me parecía tan monstruoso como si hablase un perro
en Inglaterra, o un yahoo en Houyhnhnmlandia. Los honrados portugueses
estaban igualmente asombrados ante mi extraño atuendo y mi rara manera
de entonar las palabras que, sin embargo, comprendían muy bien. Me
hablaron con gran humanidad, y dijeron que estaban seguros de que el
capitán me llevaría gratuitamente a Lisboa, de donde podía regresar a mi
país; que dos marineros volverían al barco para informar al capitán de lo
que habían visto, y recibir órdenes; entretanto, a menos que jurase
solemnemente no huir, me retendrían a la fuerza. Pensé que lo mejor era
acceder a lo que me proponían. Tenían mucha curiosidad por conocer mi
historia, pero les di muy poca satisfacción; y todos supusieron que mis
desventuras me habían trastornado el juicio. Dos horas después, el bote
que se había ido cargado con toneles de agua regresó con la orden del
capitán de llevarme a bordo. Caí de rodillas y les supliqué que me dejasen
en libertad; pero todo fue inútil, y los hombres, después de atarme con
cuerdas, me subieron al bote, me llevaron al barco, y una vez allí me
condujeron a la cámara del capitán.
Se llamaba Pedro de Méndez; era una persona muy generosa y cortés;
me rogó que le dijese quién era, y me preguntó si quería comer o beber
algo. Dijo que sería tratado igual que él; y mostraba tanta amabilidad que
me tenía asombrado encontrar semejante consideración en un yahoo. Sin
embargo, seguí callado y adusto; estaba a punto de desvanecerme a causa
del olor que desprendían él y sus hombres. Finalmente pedí comida de mi
canoa, pero él ordenó que me sirviesen pollo con un poco de excelente
vino, y mandó que me llevasen a la cama, preparada en una cámara muy
aseada. No me desvestí, sino que me tumbé encima de las sábanas; y a la
media hora, cuando juzgué que la tripulación estaría comiendo, salí
calladamente, llegué al costado del barco, y me dispuse a saltar al agua y
ponerme a salvo nadando, antes que continuar entre los yahoos. Pero me lo
impidió un marinero y, tras informar al capitán, me encadenaron en la
cámara.
Después de comer vino a verme don Pedro, y quiso saber la razón para
hacer tan desesperado intento; me aseguró que sólo pretendía ayudarme
hasta donde le fuera posible, y habló de manera tan afectuosa que
finalmente condescendí a tratarle como a un animal dotado de un pequeño
atisbo de razón. Le hice una brevísima relación de mi viaje: de la
conspiración que mis hombres llevaron a cabo contra mí; del país en el
que me habían desembarcado, y los tres años que había pasado allí. Todo
lo cual tomó él por un sueño o una visión, cosa que me ofendió
enormemente; porque había olvidado por completo la facultad de mentir,
tan propia de los yahoos en todos los países donde gobiernan, y por tanto,
la inclinación a recelar de la verosimilitud de otros de su misma especie.
Le pregunté si era costumbre de su país decir lo que no era. Le aseguré
que casi había olvidado qué se entendía por falsedad, y si hubiera vivido
mil años en Houyhnhnmlandia, jamás habría oído decir una mentira
siquiera al criado más humilde; que me tenía absolutamente sin cuidado
que lo creyera o no; que no obstante, en correspondencia a sus favores,
tendría consideración con la corrupción de su naturaleza, y contestaría a
cualquier objeción que él tuviera a bien poner, y entonces averiguaría
fácilmente la verdad.
El capitán, hombre discreto, tras repetidos esfuerzos por cogerme en
contradicción en alguna parte de mi historia, empezó a formarse mejor
opinión de mi veracidad. Pero añadió que, puesto que yo profesaba tan
inquebrantable adhesión a la verdad, debía darle mi palabra de seguir en su
compañía durante este viaje, sin intentar nada contra mi vida; de lo
contrario seguiría teniéndome prisionero hasta que llegásemos a Lisboa.
Hice la promesa que me pedía, pero al mismo tiempo declaré que prefería
sufrir las más grandes penalidades, antes que volver a vivir entre los
yahoos.
El viaje transcurrió sin percances dignos de reseñar. Para mostrar mi
agradecimiento, a veces me sentaba con el capitán, a insistente petición
suya, y me esforzaba en reprimir mi antipatía hacia el género humano,
aunque a veces me salía; y él lo dejaba pasar sin hacer comentarios. Pero
la mayor parte del día me quedaba encerrado en mi cámara para no ver a
nadie de la tripulación. El capitán me había rogado a menudo que me
quitase mis ropas salvajes, y se había ofrecido a prestarme el mejor juego
de ropa que tenía. No me dejé convencer, ya que detestaba ponerme nada
que hubiera cubierto la espalda de un yahoo. Sólo le pedí que me prestara
dos camisas limpias, que como las habían lavado después de llevarlas él,
pensé que no me iban a inficionar tanto. Me las mudaba cada dos días, y
las lavaba yo mismo.
Llegamos a Lisboa el 5 de noviembre de 1715. Al desembarcar, el
capitán me obligó a cubrirme con su capa para evitar que el populacho se
apiñase a mi alrededor. Me llevó a su casa; y a ferviente petición mía, me
subió a la habitación más alta de la parte de atrás. Le supliqué que no
revelase a nadie lo que le había contado de los houyhnhnms; porque la más
pequeña alusión a tal historia haría no sólo que la gente quisiera verme,
sino que probablemente correría peligro de que me encerrasen, o que me
condenase a la hoguera la Inquisición. El capitán me convenció de que
aceptara un juego de ropa nueva, pero no consentí que el sastre me tomara
las medidas. Sin embargo, como don Pedro era casi de mi talla, me lo
ajustaron bastante bien. Don Pedro me proveyó de otras prendas
necesarias, todas nuevas, que yo puse a orear veinticuatro horas antes de
utilizarlas.
El capitán no tenía esposa, ni más de tres criados, a ninguno de los
cuales consentía que atendiese a las comidas; y todo su proceder era tan
solícito, al que sumaba una inestimable comprensión humana, que
verdaderamente empecé a soportar su compañía. Llegó a ganar tal
ascendiente sobre mí, que me atreví a asomarme por la ventana de atrás.
Poco a poco me llevó a otra habitación, donde me asomaba a la calle, pero
retiraba la cabeza asustado. Al cabo de una semana me persuadió de que
bajara a la puerta. Noté que mi terror disminuía poco a poco, aunque me
aumentaban el odio y desprecio. Finalmente me atreví a salir a la calle con
él, aunque taponándome la nariz con ruda, o a veces con tabaco.
Al cabo de diez días, don Pedro, a quien había contado algo sobre mis
asuntos familiares, me hizo comprender que era un deber de honradez y de
conciencia regresar a mi país natal, y vivir en casa con mi esposa y mis
hijos. Me dijo dónde había un barco inglés en el puerto aparejado para
zarpar, y que él me facilitaría cuanto necesitase. Sería tedioso repetir sus
argumentos y mis objeciones. Dijo que era completamente imposible
encontrar una isla abierta como la que yo quería para vivir; pero que podía
mandar en mi casa, y vivir mi vida a la manera de un recluso si quería.
Accedí finalmente, viendo que no podía hacer nada mejor. Abandoné
Lisboa el 24 de noviembre, en un mercante inglés, aunque no llegué a
preguntar quién era el capitán. Don Pedro me acompañó al barco, y me
prestó veinte libras. Se despidió afectuosamente de mí, y me abrazó al
separarnos, cosa que soporté como pude. Durante este último viaje no tuve
trato alguno con el capitán ni con ninguno de sus hombres, sino que fingí
que estaba mareado, y permanecí todo el tiempo encerrado en mi cámara.
El 5 de diciembre de 1715 largamos ancla en las Lomas hacia las nueve de
la mañana; y a las tres de la tarde llegué sin percance a mi casa en
Rotherhithe.
Mi esposa y mi familia me recibieron con enorme sorpresa y alegría,
porque daban por supuesto que había muerto; pero debo confesar con
franqueza que, al verlos, el odio, la repugnancia y el desprecio me
dominaron, y más al pensar en la íntima relación que había tenido con
ellos. Porque, aunque desde que me exilié desdichadamente del país de los
houyhnhnms me había impuesto tolerar la visión de los yahoos, y
conversar con don Pedro de Méndez, tenía la imaginación y la memoria
perpetuamente puestas en las virtudes y las ideas de esos excelsos
houyhnhnms. Y cuando caía en la cuenta de que copulando con un
ejemplar de la especie yahoo me había convertido en padre de más, la
vergüenza, la confusión, el horror más tremendos se apoderaban de mí.
Nada más entrar en casa, mi esposa me estrechó en sus brazos y me
besó. A lo cual, como hacía años que no estaba acostumbrado al contacto
de ese asqueroso animal, me desmayé y estuve sin sentido casi una hora.
En las fechas en que escribo son cinco años los que han pasado desde mi
último regreso a Inglaterra: durante el primer año no soportaba la
presencia de la esposa y los hijos, y su olor me era insoportable; mucho
menos podía sufrir que comiesen en la misma habitación que yo. Hasta
este momento no se atreven a tocar mi pan, ni a beber del mismo vaso que
yo; ni dejo que ninguno de ellos me coja la mano. El primer dinero que
gasté fue para comprar dos sementales jóvenes, que guardo en una buena
cuadra; después de ellos, mi gran favorito es el mozo que los cuida;
porque siento que el ánimo me revive al olor que este adquiere en la
cuadra. Los caballos me comprenden bastante bien; converso con ellos lo
menos cuatro horas al día. Ignoran lo que es la brida o la silla; viven en
gran amistad conmigo, y camaradería entre ellos.
Capítulo XII
Veracidad del autor. Su propósito de publicar esta obra. Su
desaprobación de aquellos viajeros que se apartan de la
verdad. El autor se absuelve de ningún fin siniestro al
escribir. Respuesta a una objeción. Método para establecer
colonias. Elogio de su país natal. Se justifica el derecho de
la corona sobre los países descritos por el autor. Dificultad
para conquistarlos. El autor se despide finalmente del
lector, presenta su modo de vida para el futuro, da buen
consejo y concluye.

Así, pues, amable lector, te he hecho fiel relación de mis viajes durante
dieciséis años y siete meses largos, sin cuidar tanto el adorno como la
verdad. Quizá, como hacen otros, podía haberte asombrado con episodios
extraños e improbables; pero prefiero relatar el hecho escueto, en la
manera y estilo más simples; porque mi propósito primero era informarte
y no divertirte.
Nos resulta fácil, a quienes viajamos a países remotos que rara vez
visitan los ingleses u otros europeos, describir animales maravillosos, sean
marinos o terrestres. Sin embargo, el principal objeto del viajero ha de ser
hacer a los hombres más sabios y mejores, y perfeccionar sus espíritus con
malos y buenos ejemplos de lo que relatan acerca de lugares extraños.
Sinceramente me gustaría que se promulgara una ley que obligara a
todo viajero a jurar ante el gran canciller, antes de publicar sus viajes, que
todo lo que tienen intención de dar a la imprenta es absolutamente cierto
hasta donde a él se le alcanza; porque de ese modo no se engañaría al
mundo, como se hace habitualmente cuando algunos escritores, para que el
público acepte mejor sus obras, hacen tragar al lector desavisado las
falsedades más groseras. He leído con atención y enorme placer varios
libros de viajes en mis tiempos jóvenes; pero como desde entonces he
visitado muchísimas regiones del globo, y he podido desmentir por propia
observación muchos relatos fabulosos, me produce un gran rechazo esta
clase de lecturas, y cierta indignación ver cómo se abusa con el mayor
descaro de la credulidad de los hombres. Así que, como mis amistades
consideran que mis modestos esfuerzos pueden no ser inconvenientes para
mi país, me he impuesto la máxima de no apartarme en ningún momento
de la estricta verdad, ni caer en la más pequeña tentación de variarla, y
tener a la vez presentes las lecciones y el ejemplo de mi noble amo y otros
ilustres houyhnhnms, de quienes he tenido el honor de ser oyente mucho
tiempo.

… Nec si miserum Fortuna Sinonem


Finxit, vanum etiam, mendacemque improba finget.

Sé muy bien qué poco renombre se alcanza con escritos que no


requieren genio, ni saber, ni otro talento que el de una buena memoria o un
diario preciso. Sé igualmente que los autores de libros de viajes, como los
de diccionarios, se han hundido en el olvido por el peso y el volumen de
los aparecidos después que los suyos, y por tanto se ha acumulado encima.
Y es muy probable que los viajeros que en el futuro visiten los países que
describo en esta obra, descubriendo mis errores —si los hay— y
añadiendo multitud de descubrimientos hechos por ellos, me arrojen del
mundo la moda y ocupen mi lugar, y hagan que el mundo olvide que una
vez fui escritor. Esto desde luego sería demasiada humillación, si
escribiese para ganar fama; pero como mi único objeto es el BIEN PÚBLICO,
no puedo sentirme en absoluto defraudado. Porque ¿quién puede leer sobre
las virtudes que he mencionado de los gloriosos houyhnhnms sin
avergonzarse de sus propios vicios, cuando se considera un animal
razonable y dominante en su país? No diré nada de esas naciones remotas
en las que presiden los yahoos, de los que los menos corruptos son los
brobdingnagianos, cuyas sabias máximas morales y de gobierno sería una
dicha que observáramos. Pero renuncio a seguir disertando, y dejo al
discreto lector que haga sus propias observaciones y saque sus enseñanzas.
No me alegra poco que esta obra mía no llegue a ser objeto de censura;
porque ¿qué objeciones se pueden hacer a un escritor que refiere sólo
hechos ciertos ocurridos en esos países distantes, en los que no tenemos el
menor interés en lo que toca a comercio o tratados? He evitado
escrupulosamente aquellos defectos de los que comúnmente se acusa con
justicia a los autores de libros de viajes. Además, no me meto en absoluto
con ningún partido, sino que escribo sin pasión, sin prejuicios y sin
malevolencia hacia ningún hombre o grupo de hombres, sean de la clase
que sean. Escribo con el más noble fin de informar e instruir a la
humanidad, sobre la que, sin pecar de inmodestia, presumo de cierta
superioridad por la ventaja que he tenido de conversar durante tanto
tiempo con houyhnhnms acabados. Escribo sin la menor pretensión de
ganar beneficios ni alabanzas. Nunca me he permitido deslizar una palabra
que pueda tomarse como crítica, o pueda causar la más pequeña ofensa
incluso a los más suspicaces. Así que confío en poder proclamarme en
justicia un autor intachable, en el que las tribus de argumentadores,
consideradores, observadores, reflexionadores, averiguadores y
puntualizadores jamás lograrán encontrar materia en la que ejercitar su
talento.
Confieso que me dijeron confidencialmente que, como súbdito de
Inglaterra, debía haber entregado una memoria al secretario de estado,
nada más llegar; porque, sean cuales sean las tierras que un súbdito
descubra, pertenecen a la corona. Pero dudo que nuestras conquistas de los
países a los que me he referido fueran tan fáciles como las de Hernán
Cortés sobre los americanos indefensos. Respecto a los liliputienses, creo
que no vale la pena enviar una flota y un ejército para reducirlos; y dudo
que fuera prudente o seguro atacar a los brobdingnagianos, ni si el ejército
inglés se sentiría tranquilo con la Isla Volante cerniéndose sobre sus
cabezas. Los houyhnhnms, desde luego, no están muy bien preparados para
la guerra, ciencia de la que son completamente ignorantes, sobre todo en
lo que se refiere a armas arrojadizas. Con todo, si yo fuese ministro de
estado, jamás aconsejaría invadirlos. Su prudencia, su unanimidad, su
ignorancia de lo que es el miedo, y su amor a su país, suplirían
ampliamente sus carencias en el arte militar. Imaginad a veinte mil
houyhnhnms irrumpiendo en mitad de un ejército europeo, confundiendo
sus filas, volcando sus carruajes, machacándoles la cara a los guerreros
con las coces terribles de sus pezuñas traseras; porque bien se merecen la
reputación atribuida a Augusto: Recalcitrat undique tutus. Sino que, lejos
de proponer la conquista de tan magnánima nación, quisiera que tuviese
esta capacidad o deseo de enviar suficiente número de habitantes para
civilizar Europa enseñándonos los principios primeros del honor, la
justicia, la templanza, el civismo, la fortaleza, la castidad, la amistad, la
benevolencia y la fidelidad. Aún perduran los nombres de estas virtudes en
la mayoría de nuestras lenguas, y topamos con ellos tanto en autores
antiguos como modernos; como puedo confirmar por mis limitadas
lecturas.
Pero yo tenía otro argumento que me hacía menos partidario de
ensanchar los dominios de su majestad con mis descubrimientos. A decir
verdad, me habían asaltado escrúpulos con relación a la justicia
distributiva de los príncipes en situaciones así. Por ejemplo, un temporal
empuja a una tripulación pirata no saben adónde; finalmente un grumete
descubre tierra desde la gavia; bajan a tierra a robar y a saquear;
encuentran gente inofensiva, y son acogidos con amabilidad; ponen nuevo
nombre a este país; toman posesión formal de él en nombre de su rey;
erigen una tabla carcomida o una piedra a modo de monumento; matan a
dos o tres docenas de nativos, se llevan a una pareja como muestra,
regresan a casa, y obtienen el perdón. Y comienza aquí un nuevo dominio,
adquirido con un título por derecho divino. Se envían barcos a la primera
ocasión; los nativos son expulsados o exterminados; sus príncipes,
torturados, revelan dónde tienen oro; se concede licencia para todos los
actos de inhumanidad y lujuria, la tierra rezuma sangre de sus habitantes;
y esa execrable tripulación de carniceros embarcada en tan piadosa
expedición es una colonia moderna que se envía a convertir y civilizar a
un pueblo bárbaro e idólatra.
Pero declaro abiertamente que esta descripción no señala en absoluto a
la nación británica, que puede ser ejemplo para el mundo entero por su
buen criterio, cuidado y justicia para establecer colonias; por sus
generosas dotaciones para el progreso de la religión y el saber; por su
selección de pastores devotos e inteligentes para propagar el cristianismo;
por su cuidado en poblar sus provincias con personas de la madre patria de
vida y conversación discretas; por vigilar escrupulosamente la aplicación
de la justicia, proveer la administración civil de sus colonias con
funcionarios capacitados y totalmente limpios de corrupción; y como
remate de todo, por enviar a los gobernadores más vigilantes y virtuosos,
que no tienen otras miras que la felicidad del pueblo que presiden, y el
honor del rey su señor.
Pero como a estos países que he descrito no creo que les haga ninguna
gracia ser conquistados y esclavizados, asesinados o expulsados por
colonizadores; ni abundan en oro, plata, azúcar ni tabaco, humildemente
supuse que no eran en absoluto objeto adecuado de nuestra codicia, nuestra
intrepidez, o nuestro interés. Sin embargo, si aquellos a quienes pueda
concernir opinan de otro modo, estoy dispuesto a declarar, cuando se me
demande legalmente, que ningún europeo ha visitado jamás esos países
antes que yo. Es decir, si hay que creer a sus habitantes; a menos que se
plantee disputa sobre los dos yahoos que dicen que fueron vistos hace
muchísimos años en la montaña de Houyhnhnmlandia, de los que se
cuenta que desciende la raza de esos brutos; que por lo que sé, quizá
fueron ingleses, cosa que efectivamente me hacen sospechar las facciones
de los semblantes de sus descendientes, aunque bastante deformados. Pero
hasta dónde representa esto un derecho, lo dejo a los entendidos en
legislación colonial.
En cuanto a la formalidad de tomar posesión en nombre de mi
soberano, jamás me vino al pensamiento; y de habérseme ocurrido, según
era entonces mi situación, seguramente por prudencia y por instinto de
conservación lo habría dejado para otro momento.
Una vez contestada la única objeción que se me podría hacer como
viajero, me despido ahora, por última vez, de mis amables lectores, y
vuelvo a gozar de mis propias especulaciones en mi jardincito de Redriff;
a poner en práctica esas excelentes lecciones de virtud que aprendí entre
los houyhnhnms; a instruir a los yahoos de mi propia familia, en la medida
en que pueda encontrarlos animales maleables; a contemplar de vez en
cuando mi imagen en el espejo, y así, con el tiempo, si es posible,
acostumbrarme a tolerar la visión de una criatura humana; a lamentar la
condición de brutos de los houyhnhnms de mi país, pero tratar siempre sus
personas con respeto, por mi noble amo, su familia, sus amigos, y la raza
houyhnhnm entera, a los que los nuestros tienen el honor de parecerse en
todo, aunque su intelecto haya degenerado.
La semana pasada empecé a dejar a mi esposa sentarse a comer
conmigo, al otro extremo de una larga mesa; y que conteste —aunque lo
más brevemente posible— a las pocas preguntas que le hago. Sin embargo,
como el olor a yahoo me sigue resultando muy desagradable, llevo
siempre la nariz taponada con hojas de ruda, lavanda o tabaco. Y aunque
resulte duro para un hombre en la última etapa de su vida abandonar viejos
hábitos, no he perdido la esperanza de poder soportar, con el tiempo, la
presencia de un yahoo sin que me asalte el temor que aún me producen sus
dientes y sus garras.
Podría no ser difícil mi reconciliación con la especie yahoo en general
si se contentasen con esos vicios y desatinos con que la Naturaleza los ha
adornado. No me irrita en absoluto la visión de un abogado, un coronel, un
loco, un lord, un tahúr, un político, un chulo de putas, un físico, un testigo,
un sobornador, un procurador, un traidor, o algún personaje por el estilo;
eso es algo totalmente conforme con el curso de las cosas; pero cuando
veo la deformidad y la enfermedad en el cuerpo y el espíritu, hinchados de
orgullo, al punto se desbordan todas las medidas de mi paciencia, y jamás
comprenderé cómo puede emparejarse semejante vicio con semejante
animal. Los sabios y virtuosos houyhnhnms, que poseen en abundancia
todas las excelencias que pueden adornar a un ser racional, no tienen para
este vicio un nombre en su lengua, que carece de términos para expresar
nada malo, salvo aquellos que designan las cualidades detestables de sus
yahoos, entre las que no es posible distinguir el orgullo por falta de una
comprensión cabal de la naturaleza humana, como se revela en otros
países donde preside dicho animal. Pero yo, que tengo más experiencia,
puedo percibir claramente cierto atisbo de dicho vicio en los yahoos
salvajes.
Pero los houyhnhnms, que viven bajo el gobierno de la razón, no
estarían más orgullosos de las buenas cualidades que poseen de lo que
estaría yo de que no me faltaba una pierna o un brazo, cosa de la que nadie
en sus cabales se jactaría, aunque sí se sentiría desdichado sin esos
miembros. Me extiendo más sobre este asunto por el deseo que tengo de
hacer por cualquier medio que la sociedad de un yahoo inglés no sea
insoportable; así que advierto a los que tengan el más pequeño asomo de
ese vicio absurdo, que no se atrevan a ponérseme a la vista.

FINIS
JONATHAN SWIFT. Dublín (Irlanda), 1667 – Ídem, 1745. Escritor
político y satírico anglo-irlandés, considerado uno de los maestros de la
prosa en inglés y de los más apasionados satirizadores de la locura y la
arrogancia humanas. Sus numerosos escritos políticos, textos en prosa,
cartas y poemas tienen como característica común el uso de un lenguaje
efectivo y económico.
Nacido en Dublín el 30 de noviembre de 1667, estudió en el Trinity
College de dicha ciudad. Obtuvo un empleo en Inglaterra como secretario
del diplomático y escritor William Temple, pariente lejano de su madre.
Las relaciones con su patrón no fueron especialmente cordiales y, en 1694,
el joven Jonathan regresó a Irlanda, donde se ordenó sacerdote. Tras la
reconciliación con Temple, volvió a su servicio en 1696. Supervisó la
educación de Esther Johnson, hija de la recién enviudada hermana de
Temple, y permaneció con el caballero hasta su muerte, en 1699. Durante
ese tiempo, Swift, aunque tuvo frecuentes discusiones con su patrón,
dispuso de gran cantidad de tiempo para la lectura y la escritura.
Entre sus primeros trabajos en prosa se encuentra La batalla entre los
libros antiguos y modernos (1697), una mofa de las discusiones literarias
del momento, que trataban de valorar si eran mejores las obras de la
antigüedad o las modernas. En esta obra suya, el autor irlandés se puso de
parte de los maestros antiguos y, con gran mordacidad, atacó la pedantería
y el espíritu escolástico de los escritores de su tiempo. Su Historia de una
bañera (1704) es el más divertido y original de sus escritos satíricos. En
él, Swift ridiculizó con soberbia ironía varias formas de pedantería y
pretenciosidad, especialmente en los terrenos de la religión y la literatura.
Este libro despertó serias dudas sobre la ortodoxia religiosa de su autor, y
se cree que, a causa del enfado que produjo en la reina Ana Estuardo,
perdió sus prerrogativas dentro de la iglesia de Inglaterra.
Aunque en teoría era un whig, Swift mantenía importantes diferencias de
criterio con sus compañeros de partido. En 1710, subió al poder en
Inglaterra el partido tory, y el inconformista autor irlandés se pasó
rápidamente a sus filas. Comenzó a dirigir entonces sus ataques contra los
whigs, a través de una serie de brillantes textos cortos, asumió la dirección
del Examiner, el órgano informativo de los tories, y publicó una gran
cantidad de panfletos, en los que defendía abiertamente la política social
del gobierno tory. De entre esos textos, el más elocuente e influyente fue
El comportamiento de los aliados (1711), en el cual afirmaba que los
whigs habían prolongado la Guerra de Sucesión española mirando sólo a
sus propios intereses. Este panfleto fue la causa de la dimisión de John
Churchill, primer duque de Malborough, comandante en jefe de las
Fuerzas Armadas británicas.
Swift comenzó sus Cartas a Stella en 1710. Stella era el nombre que él
utilizaba para dirigirse a Esther Johnson, quien por entonces vivía en
Dublín. Esta serie de cartas íntimas, en las que aparecen numerosos
vocablos propios del lenguaje infantil, revelan un curioso aspecto de la
enigmática personalidad del satirista irlandés. Los especialistas no tienen
muy claro cuál era el tipo de relación que existía entre tutor y alumna. Es
posible incluso que se hubieran casado en secreto. La otra mujer de la que
se tiene noticia en la vida de Swift fue Esther Vanhomrigh, también
alumna suya, hija de un comerciante de Dublín de origen holandés, y a la
que él llamaba Vanessa. Esta se enamoró perdidamente de su tutor, pero él
no correspondió nunca a ese amor.
En 1717, fue nombrado deán de la catedral de San Patricio de Dublín. Al
año siguiente, el partido tory perdió el poder y su influencia política
desapareció por completo. Entre 1724 y 1725 publicó anónimamente
Cartas de Drapier, una serie de apasionados y efectivos panfletos en los
que intentaba defender la validez de la moneda irlandesa, y que
ocasionaron el fin del permiso otorgado por la corona a un comerciante
inglés para acuñar monedas en Irlanda. Por esta y otras obras en las que
apoyaba las reivindicaciones de su pueblo, se convirtió en un héroe entre
los nacionalistas irlandeses. Una humilde propuesta (1729), uno de estos
textos reivindicativos, incluye una propuesta especialmente irónica, la de
que los niños irlandeses pobres podían ser vendidos como carne para
mejorar la dieta de los ricos, pues con ello se beneficiarían todos los
sectores sociales.
La obra maestra de Swift, Viajes a varios lugares remotos del planeta,
titulada popularmente Los viajes de Gulliver, fue publicada como anónimo
en 1726 y obtuvo un éxito inmediato. A pesar de que fue concebida
originalmente como una sátira, un ataque ácido y alegórico contra la
vanidad y la hipocresía de las cortes, los hombres de estado y los partidos
políticos de su tiempo, el autor fue añadiendo, durante los seis años que
tardó en escribirla, desgarradas reflexiones acerca de la naturaleza
humana. Los viajes de Gulliver es, por tanto, una obra salvajemente
amarga y, en ocasiones, indecente; una desabrida burla a la sociedad
inglesa de su tiempo y por extensión al género humano. Aún así, es una
narración tan imaginativa, ingeniosa y sencilla de leer, que el primer libro
ha permanecido como un clásico de la literatura infantil. El cuarto libro,
Gulliver en el país de los houyhnhnms, suele eliminarse de muchas
ediciones juveniles por su excesiva mordacidad, ya que en el fondo lo que
está planteando Swift es que la compañía de los animales —de los
caballos, concretamente— es preferible y más estimulante que la de
muchos humanos.
Sus últimos años, tras las muertes de Stella y Vanessa, se caracterizaron
por una creciente soledad y asomos de demencia. Sufrió frecuentes
ataques de vértigo y, tras un largo periodo de decadencia mental, murió el
19 de octubre de 1745. Fue enterrado en la catedral de la que había sido
deán, junto al sepulcro de Stella. Su epitafio, escrito por él mismo en latín,
reza: «Aquí yace el cuerpo de Jonathan Swift, D., deán de esta catedral, en
un lugar en que la ardiente indignación no puede ya lacerar su corazón. Ve,
viajero, e intenta imitar a un hombre que fue un irreductible defensor de la
libertad».
Notas
[1] Tasmania. <<

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