Ratto La Ciudad Dentro de La Ciudad.
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Estéticas
ISSN: 0185-1276
iieanales@gmail.com
Instituto de Investigaciones Estéticas
México
RATTO, CRISTINA
La ciudad dentro de la gran ciudad. Las imágenes del convento de monjas en los
virreinatos de Nueva España y Perú
Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, vol. XXXI, núm. 94, 2009, pp. 59-92
Instituto de Investigaciones Estéticas
Distrito Federal, México
L
a descripción de las ciudades virreinales en términos de grandes
urbes dominadas por un número sorprendente de iglesias y conventos
ha sido una imagen visual y literaria muy frecuente. Un rasgo que ya
desde finales del siglo xvi fue motivo de orgullo para propios y sorprendió a
los extranjeros. Dentro de este paisaje, unos y otros coincidieron en destacar,
a lo largo del tiempo, la presencia insoslayable de los conventos de monjas. La
revisión de crónicas y textos literarios revela que ellos fueron un tópico recu-
rrente en el discurso laudatorio de la ciudad como urbs y civitas.
La idea de ciudad durante el antiguo régimen surgió de la fusión de con-
ceptos provenientes de la Antigüedad clásica y del pensamiento cristiano. La
urbs, como entorno construido, y la civitas, como comunidad humana, fueron
las dos caras de la moneda. Así, la exaltación del aspecto físico, mucho más
que la descripción puntual del espacio habitado, fue sobre todo una metáfora
con la que se destacó la piedad y la nobleza de sus habitantes. La civitas tomaba
cuerpo en la arquitectura: la traza de una ciudad, la suntuosidad de un palacio,
la disposición de una plaza hablaban de la pujanza de sus vecinos y la policía
de su gobierno. Sus conventos, sus iglesias monumentales, sus hospitales ex-
presaban elocuentemente la nobleza y la piedad tanto de los individuos que
las patrocinaban como de la comunidad en su conjunto.1 La cultura virreinal
1. Richard Kagan, Imágenes urbanas del mundo hispánico. 1493-1780, Madrid, El Viso, 1998,
pp. 48-50.
y se repartieron los solares por los vecinos, y a cada uno de los que fueron conquis-
tadores, en nombre de vuestra real alteza, yo di un solar, por lo que en ella había
trabajado, demás del que se les ha de dar como a vecinos, que han de servir, según
orden de estas partes, y hanse dado tanta prisa en hacer las casas de los vecinos,
que hay mucha cantidad de ellas hechas, y otras que llevan ya buenos principios;
y porque hay mucho aparejo de piedra, cal y madera, y de mucho ladrillo, que los
naturales labran, que hacen todos tan buenas y grandes casas, que puede creer vuestra
sacra majestad que hoy en cinco años será la más noble y populosa ciudad que haya
en lo poblado del mundo, y de mejores edificios.2
En igual medida, Bernal Díaz del Castillo destacó la diligencia con que sus
compañeros de armas, a instancias de Hernán Cortés, se habían dado a la tarea
de levantar la nueva ciudad tras la devastación.
mandó […] que limpiasen todas las calles de los cuerpos y cabezas de muertos, que
los enterrasen, para que quedasen limpias, y sin hedor ninguno la ciudad, y que todas
las puentes y calzadas que las tuviesen muy bien aderezadas como de antes estaban; y
que los palacios y casas las hiciesen nuevamente, que dentro de dos meses se volviesen
a vivir en ellas, y les señaló en qué parte habían de poblar y la parte que habían de
dejar desembarazada para que poblásemos nosotros.3
3. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España [1632],
México, Porrúa, 2004, pp. 373-374.
4. Joaquín García Icazbalceta, “Viaje de Robert Thomson, comerciante, a la Nueva España,
en el año de 1555. Con varias observaciones acerca del país y relación de diversos sucesos que
acaecieron al viajero”, en Relaciones de varios viajeros ingleses en la ciudad de México y otros lugares
de la Nueva España, Madrid, Porrúa/Turanzas, 1963, p. 29.
62 cr is tin a r at to
5. Francisco Cervantes de Salazar, México en 1554 y Túmulo imperial, México, Porrúa, 2000,
pp. 41-43.
6. Ibidem, pp. 41-57.
7. Ibidem, p. 49.
8. Cabe aquí una precisión terminológica. Tanto en el virreinato de la Nueva España como en
el de Perú las instituciones religiosas de clausura para mujeres fueron designadas predominan-
temente conventos. Los documentos y crónicas de la época virreinal en Lima y Cuzco llaman
“conventos recoletos” a las comunidades de clausura de vida común y “conventos grandes” a las
de clausura de vida privada. Luis Martín, Daughters of the Conquistadores. Women of the Vicero-
yalty of Peru, Dallas, Southern Methodist University Press, 1989, pp. 201-242. En algunos casos,
en los textos literarios y en la documentación relacionada con las comunidades de monjas de la
capital novohispana se emplea el término “monasterio” para referirse a las clausuras de monjas.
Sin embargo, hacia mediados del siglo xvii la palabra convento parece predominar. A reserva de
lo que futuras investigaciones aclaren al respecto, hasta el momento el término “monasterio”, en
el contexto de los virreinatos de Nueva España y Perú, constituye un sinónimo de “convento”,
es decir, comunidad de monjas de clausura.
l a ci udad d e n tro d e l a gr a n ciud a d 63
como algunos de los nombrados de Castilla, porque en él hay muchas monjas, las
más dellas hijas de hombres principales. Comienza ahora otra casa cerca desta, donde
se mudarán para tener el templo y morada que conviene.9
Décadas más tarde, las religiosas también fueron un tópico destacado en la obra
de Bernardo de Balbuena. En ella, los conventos de monjas y sus iglesias fueron
considerados una parte significativa del paisaje urbano y un signo de la opulen-
cia de la ciudad; al tiempo que una prueba evidente de la calidad de sus vecinos.
Por tanto, cada una de las diez comunidades que por entonces existía en la
ciudad no fue menos digna de encomio que las poderosas órdenes masculinas.
La jerarquía de sus edificios y la posición de sus moradoras funcionaron como
figuras retóricas muy elocuentes para subrayar la “grandeza mexicana”.
Sin embargo, la presencia reiterada de las monjas en las laudes urbanas no
parece ser un rasgo exclusivo de los primeros panegiristas novohispanos. Ellas
fueron un tópico recurrente cada vez que se buscó construir una imagen de las
ciudades virreinales como locus de civilización y símbolo de identidad regional
en distintos puntos del imperio de ultramar. Un claro ejemplo, en este sentido,
fue Lima. Fundada ex novo en 1535 y convertida en capital del virreinato del
Perú en 1543, comenzó a crecer con rapidez a partir de la década de 1560, según
9. Francisco Cervantes de Salazar, Crónica de la Nueva España [ca. 1557-1564], México, Porrúa,
1985, pp. 321-326.
10. Bernardo de Balbuena, La grandeza mexicana y compendio apologético en alabanza de la
poesía [1604], México, Porrúa, 2001, pp. 106-112.
64 cr is tin a r at to
11. Felipe Guamán Poma de Ayala, El primer nueva crónica y buen gobierno [ca. 1583-1615],
México, Siglo XXI, 2006, f. 482 [486], p. 450.
l a ci udad d e n tro d e l a gr a n ciud a d 65
No tiene Lima que envidiar las glorias de las ciudades antiguas, porque en ellas se
reconoce la Roma santa en los templos y divino culto; la Génova soberbia en el
garbo y brío de los hombres y mujeres que en ella nacen; Florencia hermosa por la
apacibilidad de su temple; Milán populosa por el concurso de tantas gentes como
12. Antonio Vázquez de Espinosa, Compendio y descripción de las Indias Occidentales [1628],
Madrid, Atlas, 1969, pp. 302-303; Agustín de Vetancurt, Teatro mexicano [1697-1698], México,
Porrúa, 1982, ff. 41-43.
66 cr is tin a r at to
acuden a ella; Lisboa por sus conventos de monjas, música y olores; Venecia rica
por las riquezas que produce para España y liberal reparte a todo el mundo; Bolonia
pingüe por la abundancia del sustento; Salamanca por su florida universidad, reli-
giones y colegios.13
Cada tópico de la laudatio urbis está representado por una ciudad emblemáti-
ca, la magnificencia arquitectónica, las bondades del clima y la abundancia de
sus recursos naturales, la riqueza y la prosperidad, la calidad, piedad y sabidu-
ría de los habitantes y, no menos importantes, sus conventos de monjas.
Ahora bien, de forma paralela, el discurso de la laudatio urbis se expresó
además por otros medios. Las imágenes visuales de la ciudad de México creadas
durante el siglo xvii —por ejemplo las plantas y las vistas realizadas por Juan
Gómez de Trasmonte en 1628 o la vista de la ciudad del reverso del Biombo
de la conquista— asentaron con escrupulosidad informativa los monumentos
13. Diego de Córdoba y Salinas, Teatro de la santa Iglesia Metropolitana de los Reyes [1650], cit.
en Kagan, op. cit., p. 267.
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que encarnaron el orgullo cívico. Con igual énfasis se registraron detalles topo-
gráficos, se destacó la regularidad de la traza y la importancia de la catedral, se
consignaron las parroquias, los edificios de las órdenes religiosas, y se informó
con igual detalle el nombre y la ubicación de los catorce conventos de monjas
(figs. 4 y 6). Asimismo, el plano de Lima publicado por Francisco de Echave y
Assu puede interpretarse como una laudatio urbis visual.14 En él se incluyeron
las murallas recién terminadas, se describió la regularidad de su traza y se ano-
taron, con exactitud, los edificios y espacios significativos de la capital: la plaza,
la catedral, el palacio, la universidad, las parroquias, los conventos de frailes y
—por supuesto— las comunidades de monjas. Se trata, sin duda, de una ima-
gen —un discurso visual— que destaca los datos informativos sobre la urbs de
Lima, como recurso retórico para ponderar la calidad de su civitas (fig. 7).
Es indudable que el plano de Trasmonte y la vista panorámica de la ciudad
de México, así como la planta de Lima dibujada por fray Pedro Nolaso, no
son rigurosamente exactos en el registro topográfico y en las características de
algunos de sus edificios. Sin embargo, tampoco son pura retórica en cuanto a
la documentación de la estructura urbana y arquitectónica. En los tres casos es
evidente que se buscaba destacar la magnitud de ambas capitales y la enverga-
dura de los edificios más significativos. Entre ellos y más allá de las hipérboles
visuales, destacan las dimensiones de los conventos de monjas.
En especial, hacia finales del siglo xvii, junto con las crónicas y los planos,
también comenzó a difundirse en la cultura virreinal un género de pintura
que fusionó el tema de la ciudad —como paisaje arquitectónico— con la
descripción costumbrista. Por lo general no se trató de pinturas estrictamente
tomadas del “natural”, sino, en lo fundamental, de la transposición visual de
algunos tópicos de la laudatio urbis.15 Así, por ejemplo, la Plaza Mayor de Lima
en 1680 ofrece una vista del corazón de la pujante capital. En ella se describe
con detalle el escenario arquitectónico, el conjunto de la sociedad virreinal
14. Francisco de Echave y Assu, La estrella de Lima convertida en Sol sobre sus tres coronas,
Amberes, Juan Baptista Verdussen, 1688. El plano, realizado por fray Pedro Nolaso, deriva de
uno dibujado por el jesuita flamenco Juan Ramón Koninick, en relación con el proyecto de
construcción de las murallas defensivas de la ciudad encabezado por el virrey duque de Palata
(1681-1689). Kagan, op. cit., pp. 268-270; Luis Eduardo Wuffarden, “La ciudad y sus emblemas:
imágenes del criollismo en el virreinato del Perú”, en Los siglos de oro en los virreinatos de América,
1550-1700, Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y
Carlos V, 2000, pp. 69-71.
15. Ibidem, pp. 59-75.
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4. Luis Gómez de Trasmonte, Ciudad de México, 1628, tinta y aguada, 47.2 × 65 cm,
Florencia, Biblioteca Medicea Laurenziana.
5. Anónimo, Vista de la ciudad de México, reverso del Biombo de la Conquista, siglo xvii, óleo
sobre tela, 213 × 550 cm, México, Museo Franz Mayer.
—en cada uno de sus estamentos—, sus actividades y los productos caracte-
rísticos de la región. La vista hacia el oriente, desde el ayuntamiento, presenta
el espacio de la plaza y los edificios que encarnaron el orden social: los palacios
del virrey y del arzobispo, el sagrario y la catedral. Detrás de ellos, la silueta de
la urbe se pierde en el paisaje; sin embargo, se delinearon no sólo los grandes
edificios de las órdenes religiosas —el Convento de San Francisco y la Igle-
sia de la Compañía de Jesús—, sino también tres de los grandes conventos
de monjas de la capital —Santa Clara, la Concepción y Santa Catalina. Sin
duda, es una vista topográfica precisa en la identificación y posición de los
edificios destacados. Al mismo tiempo, la selección de elementos debe enten-
derse como un recurso visual con el que se buscaba expresar el orgullo cívico,
cimentado en los imponentes conjuntos conventuales de monjas no menos
que en las casas de las poderosas órdenes masculinas (fig. 8).
Asimismo, dos imágenes informan del papel significativo que representa-
ron las monjas en el contexto de la ciudad de Cuzco. Una pintura de autor des-
conocido, Cuzco después del terremoto de 1650, ofrece una vista panorámica de
la ciudad —como urbs— y documenta su destrucción, al tiempo que muestra
cómo los miembros de la comunidad —su civitas— piadosamente imploran
la protección divina frente a la catástrofe. El cabildo eclesiástico, las órdenes
religiosas, caballeros y damas forman parte de una procesión encabezada por
la imagen conocida bajo la advocación de “Nuestro Señor de los Temblores”.
En igual medida, aparecen grupos de indios orando. Sin embargo, nada más
significativo que las monjas de Santa Catalina, quienes han abandonado su
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a)
b) c)
7. Fray Pedro Nolaso, Planta de la ciudad de Lima, tomada de De Echave y Assu, op. cit.
(supra n. 14).
ningún modo era extraño ni excepcional: el hecho de que las monjas, aunque
ocultas, formaron parte fundamental de la civitas virreinal y estuvieron siem-
pre presentes detrás de los muros de las clausuras. Precisamente, la imagen
hace tangible a aquel grupo de vírgenes invisibles que con sus rezos interce-
dían ante Dios e imploraban la protección de sus vecinos (fig. 9). Asimismo,
la serie de lienzos que representa la procesión del Corpus, proveniente de la
Parroquia de Santa Ana de la ciudad de Cuzco, revela una imagen de la urbs y
la civitas de la gran ciudad. La serie es un retrato del paisaje urbano y de sus ha-
bitantes. En cada cuadro las calles y las iglesias de Cuzco son el escenario de la
procesión de los distintos miembros de la sociedad y sus corporaciones clara-
mente reconocibles. Resulta significativo que el primer lienzo de la serie —en
donde se representa el principio de la procesión y en el que se ve al obispo
Mollinedo portando la hostia bajo el palio— incluya, en primer término, el
retrato de una monja. Aunque no ha sido identificada, no resulta aventurado
72 cr is tin a r at to
a)
b) c)
8. Anónimo, Plaza Mayor de Lima en 1680, óleo sobre tela. Colección particular, Gran
Bretaña, a) detalle del Convento de San Francisco (6) y del Convento de Santa Clara (10);
b) detalle del Convento de la Concepción (13), de la Compañía de Jesús (14) y del Convento
de Santa Catalina (15).
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9. Anónimo, Cuzco después del terremoto de 1650, ca. 1650-1660, Catedral de Cuzco.
conjeturar que la religiosa fuera quien pagó el lienzo. Obviamente, las monjas
no asistían a los acontecimientos públicos de manera directa. El patrocinio de
una pintura fue una forma de estar presente en la procesión de Corpus, un
acto cívico de la mayor relevancia. Al mismo tiempo, el hecho de que se hicie-
ra retratar en ella refleja la importancia de su lugar social (fig. 10).
En síntesis, los conventos de monjas, sus iglesias y sus moradoras fueron
considerados una parte significativa del mundo urbano y, al mismo tiempo,
un signo de la opulencia, la nobleza y la piedad de los ciudadanos. De esta
forma, la presencia y la importancia de las monjas resulta insoslayable. Sin
embargo, pese al espacio destacado que las monjas tuvieron dentro del mundo
urbano y al lugar que ocuparon en la composición de la fisonomía de la ciu-
dad, poca atención se ha puesto en la relevancia que para sus contemporáneos
tuvieron aquellas comunidades. La historia del arte apenas ha comenzado a
dar cuenta de ellas, tal vez detenida ante un concepto de clausura, castidad,
vida comunitaria y pobreza demasiado atado al presente, o quizá condicionada
por los prejuicios de los diferentes paradigmas científicos. En general, la his-
74 cr is tin a r at to
17. Por ejemplo, la ciudad de México tuvo 21 conventos de monjas, Puebla —la segunda ciu-
dad del virreinato— once y Querétaro tres. Cfr. María Concepción Amerlinck y Manuel Ramos
Medina, Conventos de monjas. Fundaciones en el México virreinal, México, Condumex-Centro
de Estudios de Historia de México, 1995, pp. 31-147, 153-193 y 205-213. En igual medida, para
la historia de los conventos de monjas novohispanos resulta importante tener en cuenta la obra
pionera de Josefina Muriel (Conventos de monjas en la Nueva España [1946], México, Jus, 1995).
En Lima se fundaron trece conventos y Cuzco contó con otros tres. También hubo conventos en
Arequipa, Potosí, La Plata, Santiago de Chile, Córdoba y Buenos Aires y, al igual que en Nueva
España, aun en algunas villas más pequeñas. Martín, op. cit., pp. 171-200.
18. Hacia esta fecha había en la ciudad de México dos comunidades de monjas de clausura, el
Convento de la Concepción y el de Santa Clara; además del recogimiento de Jesús de la Penitencia
—que en 1634 se convertiría en el Convento de Nuestra Señora de Balvanera— y el beaterio de
Santa Lucía —que en 1573 se transformó en el Convento de Regina Coeli. Cristina Ratto, “El
l a ci udad d e n tro d e l a gr a n ciud a d 75
cuales permanecieron como beaterios hasta las primeras décadas del siglo xvii.
Si se toma en cuenta que a finales del siglo xviii en la capital del virreinato
hubo 21 conventos de monjas, resulta entonces que la mitad de ellos se fundó
durante los primeros 70 años. En igual medida sorprende no sólo la gran can-
tidad, sino, sobre todo, sus dimensiones. La importancia de los conventos de
monjas dentro de las estructuras urbanas se hace evidente sólo con reparar en
la extensa superficie que ocuparon. En la capital novohispana, el Convento de
la Concepción ocupó 26 752 m2, el de Jesús María 12 122, el de San Jerónimo
12 540; incluso los más pequeños, como los de Santa Inés y San Bernardo,
alcanzaron los 7 942 y 7 106 m2, respectivamente; resulta claro entonces que
manzanas completas fueron ocupadas por las estructuras conventuales.19 Este
aspecto también es evidente en los planos y vistas del siglo xvii. Si en buena
medida la traza de la ciudad de México cobró forma a través de los edificios
levantados por las órdenes religiosas masculinas, un papel similar tuvieron
los conventos de monjas. La capital virreinal creció rápidamente contenien-
do estructuras que, en la mayoría de los casos, se extendieron casi al mismo
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11. Planta del Convento de San Jerónimo de la ciudad de México con la distribución
de funciones. A partir del plano publicado por Daniel Juárez Cossío, El convento de San
Jerónimo. Un ejemplo de arqueología histórica, México, Instituto Nacional de Antropología
e Historia, 1989.
12. Planta del patio poniente del Convento de San Jerónimo de la ciudad de México
(entre finales del siglo xvii y xviii), con la identificación de las celdas. A partir del
plano publicado por Daniel Juárez Cossío, El convento de San Jerónimo. Un ejemplo de
arqueología histórica, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1989.
28. Nuria Salazar Simarro ha reconstruido, a partir de una rigurosa investigación documen-
tal, la historia constructiva del Convento de Jesús María. Tal estudio brinda una idea precisa
constructiva del conjunto y la distribución de los espacios (“El convento de Jesús María de la
ciudad de México. Historia artística 1577-1860”, tesis de licenciatura, México, Universidad
Iberoamericana, 1986).
80 cr is tin a r at to
Sigüenza y Góngora se refirieron a las “vestales mexicas” que servían en los tem-
plos, reinterpretando el sentido de la virginidad en el mundo prehispánico.31
Santa Clara y Santa Catalina, al igual que los conventos de la ciudad de
México, se afianzaron y crecieron de manera vertiginosa durante el siglo xvii.
En consecuencia, sus edificios cobraron forma en la medida que sus comuni-
dades se desarrollaron demográfica y económicamente. En 1655, sólo cinco
años después del terremoto devastador, la comunidad de Santa Clara comenzó
a construir un claustro nuevo que comportó una inversión significativa. Du-
rante los mismos años, las monjas de Santa Catalina, cuyo claustro había sido
destruido casi por completo, no sólo comenzaron a reconstruir el edificio sino
que aumentaron su superficie, al adquirir y agregar dentro de la clausura varias
calles y casas adyacentes.32
Aunque hay abundante información documental sobre el Convento de la
Encarnación de Lima —el de mayor superficie y el más densamente poblado
de la capital—,33 poco se sabe acerca de su estructura. El conjunto fue demo-
lido a finales del siglo xix, cuando se emprendió una reforma sustancial que
afectó el casco antiguo de la ciudad.34 Sin embargo, los testimonios de cronis-
tas como Bernabé Cobo y Antonio Vázquez de Espinosa —entre otros—,35
así como las vistas axonométricas del conjunto en los planos del siglo xvii, re-
velan algunas características generales de esta estructura. Puede conjeturarse
que se trató de un vasto edificio conformado por un núcleo que concentró el
templo y las áreas de uso común y una intrincada trama de celdas que hacían
de él un “pueblo formado” —tal y como lo caracterizó Cobo.36 Probable-
mente el núcleo conventual se concentró en uno de los extremos del predio
—en torno al templo—, en tanto que las celdas se extendieron hacia el otro
y cubrieron todo el espacio disponible. Tal fue el crecimiento de la estructura
verdaderamente urbana del conjunto que, a mediados del siglo xvii, llegó in-
31. Juan de Torquemada, Monarquía indiana [1615], México, Universidad Nacional Autónoma
de México, 1976, vol. 3, lib. IX, caps. XIV y XV, pp. 276-285; Carlos de Sigüenza y Góngora,
Parayso occidental [1684], México, Universidad Nacional Autónoma de México/Condumex-Centro
de Estudios de Historia de México, 1995, ff. 1-5.
32. Burns, op. cit., pp. 106-107.
33. De acuerdo con el testimonio de Bernabé Cobo, la Encarnación ocupó más de dos cuadras
y tenía, a principios del siglo xvii, una población total de 700 personas —300 monjas, novicias y
donadas, y 400 criadas y esclavas. Cobo, op. cit., p. 429; Martín, op. cit., pp. 176-192.
34. Serrera y Figallo, op. cit., p. 301.
35. Cobo, op. cit., pp. 429-434; Vázquez de Espinosa, op. cit., pp. 302-303.
36. Cfr. supra n. 21.
82 cr is tin a r at to
en una huerta, que se compró en nueve mil pesos, al cabo de la ciudad, en términos
de la parroquia de Santa Ana, en la cual parroquia caen también los conventos de las
Descalzas y de Santa Clara. Tiene de sitio más de dos cuadras, quedó inclusa dentro
de él una devota ermita de Nuestra Señora de Loreto, que pocos años antes se había
hecho, al modelo y medida de su original la casa de Loreto de Italia.39
44. Archivo General de la Nación (México), ramo Bienes nacionales, vol. 439, exp. 1, s/f.
86 cr is tin a r at to
45. Cfr. Nuria Salazar Simarro, “Arquitectura elitista en un conjunto conventual femenino”,
Historias, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, núm. 38, 1997, pp. 55-67;
“Repercusiones arquitectónicas en los conventos de monjas de México y Puebla a raíz de la im-
posición de la vida común”, en Arte y coerción. Primer Coloquio del Comité Mexicano de Historia
del Arte, Louise Noelle (ed.), México, Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de
Investigaciones Estéticas, 1992, pp. 123-147.
46. Burns, op. cit., pp. 106-107.
47. Ibidem, p. 107; Archivo Departamental del Cuzco, Lorenzo de Messa Andueza, 1656,
ff. 101-102, 10 de enero de 1656.
48. Ibidem, p. 107; Archivo Arzobispal del Cuzco, LXI, 3, 53.
l a ci udad d e n tro d e l a gr a n ciud a d 87
49. Martín, op. cit., p. 181; Biblioteca Nacional del Perú, escritura de venta otorgada por la
abadesa y monjas del Monasterio de la Santísima Trinidad, MS Z215.
50. Serrera y Figallo, op. cit., pp. 299-300.
51. Los conventos de monjas virreinales, al igual que sus contemporáneos de la Europa católica,
más allá de su función religiosa específica, fueron instituciones que respondieron a necesidades
sociales y económicas. Tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo surgieron como los refugios
para las “bien nacidas”, las mujeres de las elites para las que sólo había dos opciones: el matrimonio
o el convento. La elección se supeditaba a los intereses familiares; en consecuencia, por lo general,
no fue algo que resolvieran las propias mujeres. Así, la profesión religiosa y el matrimonio fueron
asuntos cuidadosamente planeados. En particular, Asunción Lavrin y Antonio Rubial han co-
menzado a estudiar la conformación de “familias conventuales” en la Nueva España. Luis Martín
ha estudiado el fenómeno en los conventos peruanos. Asunción Lavrin, “Vida conventual: rasgos
históricos”, en Sara Poot Herrera (ed.), Sor Juana y su mundo, México, El Claustro de Sor Juana,
1995, pp. 35-91; Antonio Rubial, “Un caso raro. La vida y desgracia de sor Antonia de San Joseph,
88 cr is tin a r at to
monja profesa en Jesús María”, en Manuel Ramos Medina (ed.), El monacato femenino en el
imperio español. Memorial del II Congreso Internacional, México, Condumex-Centro de Estudios
de Historia de México, 1995, pp. 351-358; Martín, op. cit., pp. 192-200.
52. Ratto, op. cit., pp. 190-223.
l a ci udad d e n tro d e l a gr a n ciud a d 89
se sumaron las tres hijas del matrimonio. Las siete, más una serie de primas y
parientes lejanas, vivieron dentro de la clausura de acuerdo a su rango social
y económico. Sobre todo, tuvieron cómodas celdas vecinas, con sus esclavas y
sirvientas, y conservaron sus lazos familiares y afectivos.53 Aún más, todo in-
dica que, hacia finales del siglo xviii, la costumbre continuaba vigente en
ambas capitales. Así, en San Jerónimo, la marquesa de Selva Nevada contrató
a Ignacio Castera —uno de los arquitectos más renombrados de finales del
siglo xviii— para que construyera una celda destinada a dos de sus hijas. Sin
duda se trató de una vivienda con capacidad suficiente para alojar al menos a
cuatro monjas; dado que, al momento de profesar, la primera hija de la mar-
quesa hizo constar que la celda había sido pagada por su madre para ella, dos
hermanas y una sobrina, además de las mujeres de la familia que con posterio-
ridad decidieran tomar estado en el Convento de San Jerónimo.54 De manera
similar, cuatro hijas del general Juan de la Fuente Rojas disfrutaron de una de
las mejores celdas del Convento de Santa Catalina de Lima. En ella vivieron,
además, tres generaciones de sobrinas que quedaron a cargo de las religiosas
hasta tomar estado —mientras no se les concertara un matrimonio apropiado
o se arreglara su profesión en el mismo convento.55
No sólo la estructura de los conventos virreinales transparenta que su vida
interna fue rica en contrastes. La posibilidad de que las monjas dispusieran de
este tipo de espacio habitacional se relacionó directamente con un modo
de vida que, en muchos aspectos, se apartó de reglas y preceptos pastorales.
Al vivir en “núcleos familiares” y disponer de rentas personales, las monjas
reprodujeron el nivel de vida y las costumbres de sus casas paternas. Las di-
mensiones de las celdas, la comida e incluso detalles de coquetería en el vestir
variaron de acuerdo con la posición de cada religiosa. Así lo atestiguan las
visitas episcopales de los arzobispos de México y Lima durante el siglo xvii.56
Los autos que los prelados emitieron revelan la dicotomía que existió entre la
norma y la práctica en la vida cotidiana de los conventos virreinales.
La visita del arzobispo fray Payo Enrique de Rivera a las comunidades bajo su
jurisdicción durante 1673 permite reconocer algunos usos de los espacios con-
ventuales. Así, por ejemplo, tras la inspección del Convento de San Jerónimo
—y de otros de la capital novohispana—, el arzobispo intentó controlar el uso
de los locutorios y su función como espacio de abierta socialización.57 Al mismo
tiempo, llamó la atención sobre ciertos problemas en el uso de los espacios co-
munes. Si bien resulta claro que en San Jerónimo —al igual que en el resto de los
conventos de vida particular— se mantuvo una clara delimitación entre el nú-
cleo conventual y la zona habitacional, fray Payo detectó algunas irregularidades.
Y porque combiene que las viviendas que son comunes a todas las religiosas como son
dormitorio, sala de labor, nobiçiado y enfermería, sólo sirban de aquellas cosas para
que están destinadas, mandaba y mandó a dicha madre priora que es y en adelante
fuere no permita que en ellas se haga avitasión de ninguna religiosa particular, y que
especialmente se observe lo referido en la enfermería y que no haviendo enferma en ella
se sierre y guarde la llabe la dicha madre priora sin permitir cosa en contrario.58
del culto y verificaban la observancia de la vida religiosa. Todo el proceso se registraba por escrito
en documentos que hoy constituyen una fuente muy rica de información.
57. Leticia Pérez Puente et al. (eds.), “Autos de la visita que el yllustrisimo y reverendisimo
señor maestro don fray Payo de Ribera, arçobispo de este arçobispado de México, del consejo de
su magestad mi señor hizo en el sagrado combento de san Gerónimo de esta çiudad”, en Autos
de las visitas del arzobispo fray Payo Enríquez a los conventos de monjas de la ciudad de México
(1672-1675), México, Universidad Nacional Autónoma de México-Centro de Estudios Sobre la
Universidad, 2005, f. 16v, p. 114.
58. Ibidem, f. 18v.
l a ci udad d e n tro d e l a gr a n ciud a d 91
Lo que sí pudiera ser descargo mío es el sumo trabajo no sólo en carecer de maestro,
sino de condiscípulos con quienes conferir y ejercitar lo estudiado, teniendo sólo por
maestro un libro mudo, por condiscípulo un tintero insensible y en vez de explicación
y ejercicio muchos estorbos, no sólo los de mis religiosas obligaciones (que éstas ya
se sabe cuán útil y provechosamente gastan el tiempo) sino aquellas cosas accesorias
de una comunidad: como estar yo leyendo y antojársele en la celda vecina tocar y
cantar; estar yo estudiando y pelear dos criadas y venirme a constituir en juez de su
pendencia; estar yo escribiendo y venir una amiga a visitarme, haciéndome muy mala
obra con muy buena voluntad, donde es preciso no sólo admitir el embarazo, pero
quedar agradecida del perjuicio. Y eso es continuamente, porque como los ratos que
destino a mi estudio son los que sobran de lo regular de la comunidad, esos mismos
les sobran a las otras para venirme a estorbar; y sólo saben cuanta verdad es ésta los
que tienen experiencia de vida común.60
Aunque desde una perspectiva actual resulta difícil imaginarlo, las monjas, en
muchos sentidos, fueron el centro de la vida urbana. A partir de los casos re-
señados, todo parece indicar que los conjuntos conventuales podrían conside-
rarse, más que edificios, estructuras de carácter urbano, insertas en el espacio
de las grandes ciudades. En uno y otro punto del continente, los conventos de
monjas virreinales se percibieron, sin duda, como ciudades dentro de ciu-
dades. La importancia física de estas estructuras y la significación social de
sus moradoras hicieron de estas instituciones —muchas veces relegadas por
la historia del arte— tópicos fundamentales del orgullo cívico y, por tanto,
símbolos de identidad cultural.
Si apenas se ha comenzado a explorar el tema de la arquitectura conven-
tual femenina en los virreinatos de Nueva España y Perú, menos aún se han
intentado visiones comparativas. Sin embargo, con sólo poner en correlación,
desde una perspectiva general, casos de una y otra parte del continente, surgen
puntos de confluencia muy sugerentes, puntos de partida para comenzar a re-
pensar las geografías histórico-culturales desde una perspectiva integradora. •