Hamlet Lima Quintana Cuentos para No Morir
Hamlet Lima Quintana Cuentos para No Morir
Hamlet Lima Quintana Cuentos para No Morir
Es duro ¿viste?, muy duro. Pero no importaba entonces. Por eso aquel hombre
trabajaba su campo. Trabajaba y trabajaba, pero tenía un problema porque después de
sembrado el campo venían los pájaros y le comían las semillas.
El hombre encontró por fin la solución del problema: tomó una vieja camisa que
tenía todos los sudores de su trabajo, unos pantalones raídos que tenían todos los
movimientos de sus piernas, un sombrero que tenía todos los vientos y los soles
cotidianos y un par de zapatos que tenían recuerdos de todos los caminos. Rellenó todo
eso con la paja del último trigo cosechado y armó un hermoso espantapájaros que plantó,
como si fuera un árbol, en el medio del campo sembrado.
Los pájaros entonces se quedaban, respetuosamente, a la orilla del campo. Porque
el espantapájaros era una obra del hombre y le temían.
Las cosas venían bien. Trabajo fuerte, agotador, pero sin pérdidas de semillas.
Sucedió que, sin embargo, hubo un pájaro que no sintió temor y entró al campo. Y
no sintió temor por la simple razón de que no come semillas. Es el picaflor que, para
alimentarse, no necesita más que desarrollar su danza sobre una flor.
El picaflor llegó y, desafiante, desarrolló esa danza alrededor del espantapájaros.
Así observó que la camisa tenía un agujero en el costado izquierdo del pecho. Entonces,
en ese lugar, hizo un nido y puso un huevo. Después, se fue sin regreso.
El huevo recibió el calor de los soles de la siembra y, pasados los tres días y las tres
noches necesarias para el milagro, el huevo estalló.
Pero no nació otro picaflor que desarrollara su danza sobre una flor. Nació un
corazón que hacía tic-tac como una danza sobre una flor.
El espantapájaros vivió entonces con el corazón que le dejara el picaflor. Y
comenzó su drama: los pájaros ya no le temían porque tenía corazón de pájaro. El
espantapájaros sufría porque era incapaz de ahuyentarlos. Imposible ¿Cómo hacerlo, si los
amaba como solamente puede amarlos un corazón de pájaro? Y lloraba por las noches su
fracaso como espantapájaros.
Pero un día el hombre, que venía de sembrar un rincón del campo, al pasar junto al
espantapájaros lo salpicó con su sudor.
El sudor del hombre penetró a través de la camisa, recorrió la paja del último trigo
cosechado y se alojó en el corazón del espantapájaros. Así completó su vida: con corazón
de pájaro y sangre del trabajo del hombre. Y comprendió que el trabajo del hombre
merecía respeto.
Y, al fin, solucionó el problema como únicamente solucionan los problemas los
justos; se compró un campo vecino y lo sembró para que comieran los pájaros.
Por eso es que los picaflores, si uno los mira bien, sonríen cada vez que pasan junto
a un espantapájaros.
Hamlet Lima Quintana
HISTORIA DE GALLOS
Este gallito del cuento era un gallito compadre, presumido y sumamente orgulloso
de su voz. Él decía que era la mejor voz del mundo. Y lo decía como solamente lo dicen
aquellos que están seguros de todo lo que hacen. Pero este gallito era demasiado
vanidoso para el uso y consumo de época.
Tan presumido era que, sin esperar a que apuntara el día, con o sin neblina- que
siempre anda entre gallos y medianoche-, andaba por esos campos cantando a grito
pelado para obligar a todos a elogiar su propia voz.
Este gallito que cantaba a toda hora, además de presumido y vanidoso, era muy
jugador. Que es el peor de los males que le pueden ocurrir a un vanidoso.
Así sucedió que una vez, jugando al truco con otros gallos en una pulpería del pago,
entre ¡truco! Y ¡quiero!, la primera es mía y la segunda también, te vas a quedar a dormir
afuera y por el río Paraná venía navegando un piojo con un hachazo en un ojo y una flor
en el ojal, qué tarro tiene este tipo y otras cosas más, el gallito del cuento se encontró con
un gallo forastero.
Después de muchos juegos compartidos, esta mano es redonda y la siguiente pica-
pica, con treinta tres de mano quién me gana, el gallito vanidoso quedó frente a frente
con el forastero.
Paso a paso, mano a mano, el gallito cantor perdió todo lo que tenía pero, como
todo vanidoso y presumido, no encontraba resignación. Un vanidoso herido es más
peligroso que chico con hacha. Un vanidoso herido pierde la dimensión de hombre para
adquirir la dimensión de la alienación. Por eso, el gallito apostó su esencia, apostó aquello
que lo personificaba: su voz. La misma que- él aseguraba- era la mejor del mundo. Claro
está que el mundo del gallito comenzaba en su garganta y terminaba en su pico.
Por supuesto, perdió. El forastero se colocó la voz ganada en la garganta y se largó
a los caminos sin que se conociera su rumbo cierto.
Al poco tiempo, el gallito vanidoso comenzó a buscar por todas partes al gallo
dueño de su voz, la mejor del mundo- decía él- para reclamar o, mejor dicho, para clamar
por su devolución.
Desesperado, comenzó a escuchar por el campo el canto de los gallos para conocer
su propia voz. Recorrió caminos, llanos, montañas, cruzó montes, ríos, lagunas y arroyos
sin encontrar nada. Se subió a los árboles para escuchar mejor y reclamar su voz, su
esencia, su personalidad. Pero nada. Salió del campo y llegó a la ciudad. Los gallos
ciudadanos, más domésticos, no tenían ni cerca la voz parecida.
Mudo de tristeza, se subió a los tejados para abarcar más horizonte. Y allí está
todavía siguiendo la dirección de los cuatro vientos, transformado en el gallo de las
veletas, para escuchar su propio canto perdido.
Hamlet Lima Quintana
LA PAJARITA DE PAPEL
Parece que una vez estaba el sapo cortándose las patillas. El sapo tiene fama de feo. Y es
feo. Pero bonachón, tranquilo y eficaz contra las alimañas, para atraer la lluvia, para dar
suerte, para las verrugas y la culebrilla, caballo agusanado y otras yerbas. El sapo es feo y
muchos han contado que, en algún milagro, se transformó en un apuesto doncel o en un
príncipe. Pero este sapo que estaba cortándose las patillas tuvo otra historia.
Para verse mejor y no darse un corte, se miró en el agua de la laguna. El sapo se vio feo y
se puso triste. Después de sacarle la lengua a su imagen del espejo de agua, se alejó
caminando con una patilla cortada y la otra no.
Así andaba cuando se encontró con una viejita que, sentada sobre una piedra, sollozaba
muy suavemente.
¿Qué te sucede? - preguntó el sapo.
Estoy cansada y tengo sed, pero no tengo agua - , respondió la anciana.
El sapo corrió hasta su pozo, donde no había ningún sapo que fuera de otro pozo
porque esa familia tenía sentido de casta, y cavó el suelo hasta que brotó agua que llevó a
la viejita. La sedienta bebió, pero continuó sollozando.
¿Y ahora? ¿Qué te sucede?
Sucede que tengo hambre y no hay comida -, fue la respuesta.
El sapo regresó, suspirando, al pozo en el que no era sapo de otro pozo y cavó un
túnel hasta un campo vecino, arrancó tres papas que luego hirvió con el agua que brotaba
en su pozo y dio de comer a la viejita. Sin embargo, ésta continuaba lamentándose.
¿Hay más todavía? - preguntó el sapo feo.
Ahora tengo frío y no tengo abrigo.
El sapo entonces se fue a recorrer el campo, salto tras salto, recogiendo los vellones
que las ovejas dejaban olvidados entre los abrojos y los chamicos. Una lana que, vista así,
parecía la blanca flor del campo. Con esa lana el sapo, recordando a antiguas teleras, tejió
una pañoleta que cubrió el frío de la anciana.
Entonces la viejita, agradecida, regaló al sapo una pluma color verde, diciéndole:
Esto calmará tus males.
Y se fue.
El sapo continuó sus paseos olvidado del regalo. Pero un día encontró la pluma verde
en el fondo del bolsillo izquierdo del pantalón, el bolsillo en el que guardaba sus tesoros.
Al mirarla suspiró y se la tragó sin querer. Y el sapo, de inmediato, salió volando
transformado en un picaflor que para alimentarse desarrollaba su danza sobre una flor.
Desde entonces, todos los sapos de todos los pozos buscan una pluma color verde. Pero
parece que las plumas más verdes son muy difíciles de conseguir.
Hamlet Lima Quintana
DOS HISTORIAS DE EL, LAS HORMIGAS Y LA CIGARRA
PRIMERA HISTORIA
(Donde la cigarra toma conciencia)
Toda la historia comenzó cuando él dedicó parte de su tiempo a observar a las hormigas.
En cierto sentido, ahora culpa a las hormigas - las negras, dice - de la experiencia.
Largas horas pasó mirando la fila de trabajadoras con la carga sobre la cabeza. Algunos
días trataba de adivinar qué clase de hojas habían fragmentado. Madreselva, ligustro,
mandarino - enumeraba - y hasta “¡Oh, me están comiendo el perejil”!, exclamó una vez.
Poco a poco se dio cuenta que las hormigas iban a pasar un buen invierno. Un invierno
anti-Alzogaray. De inmediato se dio a la tarea de preparar un análisis sobre la actitud de
las hormigas y la posibilidad de imitarlas. El paralelo entre él y las hormigas le costó
bastante, pero al fin logró un proyecto de equilibrio.
La primera dificultad que tuvo fue calcular qué cantidad de su sueldo podría destinar al
ahorro. Convengamos que sus necesidades primarias y elementales para sobrevivir le
insumían los ingresos de todo el mes en menos de 15 días. Es decir que tenía un déficit de
15 días por mes. Calcularlo así le resultaba menos angustioso. Un déficit de la mitad de sus
ingresos mensuales. Esto, calculado en un año, lo llevaba a la realidad de perder 6 meses
de vida por año. No podía destinar dinero al ahorro.
Pero, como recordó que él se había formado en una comunidad piadosa por la religión,
consideró que un sacrificio lo acercaba al cielo y, además, recordó aquello de “Dios
proveerá”. Ya metido en eso, pensó volver a antiguas prácticas y resolvió que ahorraría el
diezmo. Poco al fin, pero lo suficiente como para tranquilizar su conciencia con la posición
de dar cumplimiento a lo proyectado. “Ahora sí - pensó -. Además de dimensión de
hombre, tengo la dimensión de las hormigas.”
Mes a mes guardó la décima parte de su sueldo en la cuenta que abrió en la Caja Nacional
de Ahorro. Maravilloso. Llegaba, presentaba la libreta, todo mecánico, rieles que corrían,
tubos neumáticos, lo llamaban por micrófono, le devolvían la libreta con la suma nueva, la
guardaba en el bolsillo interior del saco, ascendía al colectivo, viajaba mirando por la
ventanilla, descendía en Jonte y Rivadavia, caminaba seis cuadras al sur, entraba a su casa,
sacaba la libreta y miraba, miraba esa cifra cada mes un poco más gordita. ¿Lindo eh? Si,
lindo…
El tiempo fue transcurriendo rápido. Lento en el almanaque pero rápido en los
acontecimientos. Un día se dio cuenta que el kilo de pan, que antes le costaba 2,70 pesos
moneda nacional, tenía que pagarlo ahora 160 pesos igual moneda nacional. La carne se le
había escapado del plato. Los zapatos tenían el precio que antes hubieran costado con
vaca y todo. Y es claro, quiso echar mano a los ahorros. Se le disolvían solos.
Allí se enteró que por una medida provisoria - así le dijeron - sólo podía retirar una
cantidad limitada por mes. Pensó, pensó, pensó. Nada, nada, nada. No encontraba la
vuelta.
Supo por allí que el ministro de Economía, o la economía del ministro, o algo así, había
destinado dinero del ahorro para pagar deudas del Estado, que eso pasaba
frecuentemente, que ese capital no devengaba intereses, o también algo así. Él no
entendía bien.
Pero él quería su dinero y, de cualquier forma comenzó a retirarlo. Ahora cada vez tenía
menos. Porque cuando pensaba comprar un par de zapatos retiraba ese valor y cuando
llegaba al mostrador de la zapatería, los zapatos ya costaban mil pesos más.
Así se le fue todo: en nada. Pronto con todo lo ahorrado no podría comprar ni una caja de
fósforos. ¡Y él, que estaba pensando en el automóvil propio “¡Oh, me están comiendo el
perejil”exclamó otra vez.
Pensó, pensó, pensó, pensó. Nada, nada, nada, nada.
Como las hormigas, comenzó un caminito y se fue a pasear a la costanera. Era verano.
Calor, fiebre, sol. Todo junto. Allí estaba.
Entonces llegó la cigarra y se posó en el árbol que le daba un poco de sombra. La miró.
Cierto, al principio creyó ver mal, pero era cierto. La cigarra le sacó la lengua y le hizo:
¡Prrrrrrrrrrrrrt!
SEGUNDA HISTORIA
(Donde él toma conciencia, pero no mucho)
Él no hacía nada porque tenía tiempo. Era el único que le sobraba, ya sin trabajo. Y
comenzó a mirar el jardín, los cambios, los canteros, las plantas. Los pensamientos se le
adormecían, amodorrados, sobre el verde de las hojas. De pronto vio una hormiga. “Tan
negra - pensó -, le debe doler”. La hormiga se bamboleaba llevando una hoja entre las
pinzas de la cabeza. El equilibrio era perfecto. Él la seguía, ávido, con los ojos. ¿Ávido? Sí,
ávido de saber en qué finalizaría eso. Bueno, en realidad, ya lo sabía. La negra llegaría al
hormiguero y se la tragaría el hoyo.
Pero al cruce del caminito de la hormiga salió una cigarra. Se pusieron a conversar. La
hormiga y la cigarra conversaban y el prodigio fue que él entendía todo perfectamente
bien.
Comprendió que se trataba de un diálogo sobre economía. Tal convicción puso la hormiga
en sus razones sobre las ventajas del ahorro, que logró cambiar la inmemorial imprevisión
de la cigarra. La convirtió al ahorrismo.
(Diálogo de la hormiga y la cigarra, donde la cigarra logra el título de “conversa”, luego de
un lento proceso de transformación mental previo lavado de cerebro):
Cigarra: - ¿Qué ishi? -
Hormiga: - ¿Qué ashé? -
Cigarra: - Ca'shtoy. ¿Y vo?
Hormiga: - Ya lo ve, laburo -
Cigarra: - ¿Y pa qué? -
Hormiga: - Pa'orrar -
Cigarra: - ¿Y pa qué? -
Hormiga: - Pa pashar l'invierno -
Cigarra: - ¿Y pa qué? -
Hormiga: - Pa no morirme -
Cigarra: - ¿Y pa qué? -
Hormiga: - No che, no … ashí no vale -
Cigarra: - Bueno, empeshemo de nuevo empeshemo … ¿Y pa qué? -
Hormiga: - Pa'orrar -
Cigarra: - ¿Y pa qué? -
Hormiga: - Pa pashar l'invierno -
Cigarra: - ¿Y pa qué? -
Hormiga: - Pa no morirme -
Cigarra: - Tené razón. Vi'á'orrar. Yo eschpicho todo lo invierno -
Hormiga: - ¿Qué te parece si'orramo juntash? -
Cigarra: - Fenómeno. Ta bien -
Hormiga: - ¿Le damo? -
Cigarra. - Y bueno. Le demo. -
La hormiga y la cigarra hicieron un hoyito en la tierra del jardín y se dieron a la tarea de
juntar hojas para las reservas alimenticias. Y él, día tras día, salía asombrado a contemplar
esa extraña sociedad para el día de mañana.
Las cosas se suceden siempre dentro de un orden natural y así, naturalmente, llegó el
invierno. Los bichitos asociados se metieron en el hoyo a descansar de sus fatigas y a
disfrutar de su previsión. Para ello habían ahorrado.
Pero lo que no sabían la hormiga y la cigarra es que, en el ínterin, el Banco Internacional
de la Naturaleza había decidido devaluar el peso. No, qué animal. Corrijo: había decido
reducir el valor de las hojas de los árboles. De tal manera que cuando los socios
comenzaron a alimentarse de sus ahorros, para lograr el valor calórico indispensable
contenido en una buena alimentación, precisaban tres veces más de hojas que antes por
comida. Consecuencias: en un mes y medio no tenían más alimento. La hormiga y la
cigarra comenzaron a adelgazar. Pasado un tiempito, además de flacas, estaban muy
deprimidas.
Los resultados en estos casos y en todas las depresiones universales, están previstos. Los
bichos sólo tenían dos caminos: uno era el final, la muerte. El otro era la subversión.
Él, de cuando en cuando, miraba por el agujerito de entrada al hoyo. Así pudo ser testigo
del día en que la hormiga y la cigarra resolvieron hacerse revolucionarias y salieron a la
lucha. En primer lugar, buscaron la pared más alta y más visible del jardín. Allí escribieron
una leyenda que a él lo dejó pensando mucho. Leía y se preguntaba: “¿Será cierto?” El
cartel, escrito con rasgos enérgicos, decía:
ESHOPO MENTIROSHO
Poco tiempo después, la hormiga y la cigarra comprendieron que así el triunfo estaba
lejos. Y resolvieron fundar una caja de ahorros a la que llamaron “Caja de empréstito
permanente” y se designaron presidentes del directorio. En poco tiempo se hicieron
millonarias.
Él miraba y miraba y no comprendía bien.
Y él quedó confuso, muy confuso. ¡Pobre él!
Hamlet Lima Quintana
EL TITERE DE ORO
Había una vez. Y en esa vez había un títere que ya llevaba muchos años de trabajo. Él
conocía perfectamente las obras con que el titiritero se comunicaba con la gente. Y, más
todavía, conocía sus manos. Por eso era que cuando sentía doblar el dedo índice que
llevaba atravesado en la garganta como si fuera la vida, la propia sangre del titiritero
continuándose con la suya, él sabía que tenía que decir: - Buenos días, señoras y señores,
buenos días, buenos días.
Pues sucedió que, uno de esos buenos días, el titiritero descubrió que la décima mano de
pintura extendida sobre la cara del muñeco comenzaba a descascararse. El títere recordó
entonces un poema que decía en cierta escena del segundo acto de la obra “Esas cosas
que pasan”, donde su capa azul volaba a impulsos del pulgar y el mayor, es decir, a
impulsos de su sangre compartida. Esos versos decían:
“¿Y qué diremos después
A la otra cara,
Cuando nos quede la que utilizamos
Gastada
Y la otra muerte nos reclame,
Urgentemente,
A cara limpia?”
Poco después, la cara del títere expuso distintos colores pues las anteriores manos de
pintura aparecían de tanto en tanto. Así fue como se le veía un cachete verde y otro
colorado, la nariz azul y la frente anaranjada, amarilla y celeste. A veces, al pasar frente a
un espejo en brazos del titiritero, el títere se miraba y, no sabía bien porque, le gustaba,
casi podría afirmar que era el arco iris de los títeres. Pero ese era un sentimiento que sólo
a él pertenecía, en total independencia de la sangre que circulaba por las venas y arterias
del titiritero. Era un sentimiento en colores.
¡Pobre arco iris! Fue a parar al cajón donde el titiritero guardaba recortes de diarios viejos,
comentarios de antiguos éxitos, retazos de género, cartón y otras cosas más o menos
cayendo en el olvido.
El títere lloró mucho esa noche, la primera que pasaba a ser recuerdo, precisamente. Sin
embargo, pasada la medianoche y sin encontrar resignación, escapó del cajón y se largó al
camino montado en su piernas de aire. A medida que caminaba, la luna le prestaba su luz
dorando su cara y su cuerpo. Caminó y caminó toda la noche recibiendo el reflejo de la
luna. Una luna que esa noche estaba entera, redonda y extrañamente amarilla. Ya
cansado, muy cansado, con un cansancio que únicamente sienten aquellos que han
destinado su vida a repartirla como si fuera una palabra de todos los diálogos, el títere se
recostó contra el tronco de un árbol para recordar cómo inclinaba la cabeza para decir: -
Buenos días, señoras y señores, buenos días.
Ya había amanecido cuando, justo en el momento en que la tristeza le iba a inventar
lágrimas, pasaron dos chicos por el camino. Al ver al títere, uno exclamó: - Mirá qué
lindo… Parece un títere de oro! El otro chico lo levantó del suelo como si fuera una suave
madre con su hijo y afirmó: - ¡Es de oro puro!
Los chicos lo llevaron a su casa y construyeron un teatro. Uno de los chicos se llamaba
Javier Villafañe y el otro Ariel Bufano. Esto no tiene nada que ver con la historia, pero el
títere así los bautizó. Desde entonces los chicos crecieron creyendo llamarse Javier
Villafañe y Ariel Bufano.
Pronto comenzaron a hacerlo trabajar y el títere sintió que volvía a vivir. Sintió como si la
vida de los chicos se le adhiriera por dentro y le cubriera todo su cartón.
Entonces, con corazón de chico y la cara limpia ante la muerte, repetía contento: - Buenos
días, señoras y señores, buenos días, buenos días, buenos días.
Y con ajo y laurel
Levanta la vida, la vida con él.
Hamlet Lima Quintana
LA DEUDA
Desde el lugar en que Abel estaba agachado podía ver, con el rabo del ojo, los tallos
emergiendo de la tierra. Apenas unos pocos matices los diferenciaban. Pero eran
suficientes para él. El reconocerlos le producía hasta la sensación de los olores de las
plantas.
(Los tomates vienen bien. Habrá que protegerlos mejor. La remolacha es la brava. A lo
mejor uno la descuidó un poco), eso pensaba Abel mientras las manos iban y venían en
una tarea cotidiana y agotadora.
Lo de la espalda dolorida también era cotidiano. (Claro, él no viene a deslomarse, es el
patrón). Y en medio de la observación de las plantas alcanzó a ver las alpargatas de la
Negra, que pesaban sobre la tierra y le parecía que pesaban también sobre su piel.
Después estaba lo de las ratas. (Se comen el grano, hay que matarlas. Viven de uno, del
trabajo de uno, de la vida de uno), hasta allí le daban las cavilaciones. (Pero a la Negra. A
ésa no hay que matarla. Hay que decirle que por qué siempre él. Los tomates vienen bien,
pero hay que protegerla más a ella).
Todo era cotidiano. Por eso el sol no lo pudo ver cuando salió del surco y se metió en el
galpón. Lentamente llenó de agua la palangana y, más lentamente todavía, sumergió los
pies en ella como si fuera un rito, la ceremonia de una extraña religión.
(¡Ah!... está fresca. Hay que sacarse la tierra. Claro, él no tiene que hacerlo. Sus pies no la
tocan casi. El es el dueño: Pero las ratas. A ésas hay que matarlas por que viven de uno.
Vivir de uno es casi como asesinarlo todos los días. Al grano cuesta producirlo. El grano es
parte de la vida de uno. Y ellas se lo comen y es de uno. Entonces es comer de uno).
(Y a la Negra. A ésa no hay que matarla. Hay que decirle que por qué siempre él. Lo de la
espalda no me importa. Es la tierra que se agarra de uno, lo toma, lo hace suyo, lo posee.
Ahora hay que sacarla de los pies y las manos).
Por el rabo del ojo la vio. Las alpargatas de la Negra pesaban sobre la tierra y le pareció
que pesaban también sobre su piel. El labio inferior se le cayó un poco cuando la vio
entrar en la pieza del otro. Después, también sobre la tierra, quedó el reguero del agua
que destilaban sus pies. Llegaba justo hasta la pieza del otro.
El comisario le preguntó su nombre.
Abel. Ponga sólo Abel, señor. (Se comen el grano, hay que matarlas. Viven
de uno, del trabajo de uno, del sudor de uno, de la vida de uno).
¿Y el otro?
(Y la Negra. A ésa no hay que matarla. Hay que decirle que por qué siempre él. Es la
tierra que se agarra de uno, lo toma, lo hace suyo, lo posee).
Al otro lo maté, señor - (El grano es parte de la vida de uno. Y ellas se lo
comen y es de uno. Entonces es comer a uno. Los tomates vienen bien, pero hay
que protegerla más a ella).
Ya lo sé. Digo cómo se llama el otro.
(Vivir de uno es casi como asesinarlo todos los días. Hay que sacarse la tierra de los
pies y de las manos).
Era mi hermano. Ponga Caín, solamente Caín, señor.
Hamlet Lima Quintana
LEYENDA DEL GIRASOL
Él se paraba en la silla y estiraba las manos para alcanzar los frutos. Sobre su cabeza,
inclinadas por el peso, las ramas le ofrecían el rojo tajante de las granadas. El árbol estaba
en la mitad del fondo de la casa, veinte metros por diez rodeados de medianeras de
ladrillos pelados.
Él tenía su reino en ese rincón. Un reino absoluto, un mundo aparte. Cuando abría el
verano, ya comenzaba a mirar las ramas del árbol esperando la riente herida de la fruta. A
veces se arrodillaba a la sombra de la granada para garabatear los planos del tesoro
escondido. Treinta pasos del tronco hacia el gallinero, cinco doblando a la izquierda,
debajo del tercer pilar de la pared. Él sacaba entonces su cofre pirata de lata de té, las
cuentas del collar viejo de la madre, una pluma de pavo real, figuritas de chocolatines, dos
medallas de lata dorada que en el borde decían: “Capitán Kid”. Cuidadosamente elegía un
nuevo escondrijo, volvía a enterrar su cofre y, otra vez, de rodillas debajo del árbol hacía
los signos del mapa del tesoro.
El árbol de granada tenía un aire de misterio compartido. El reino de la magia se vestía de
rojo ante la espada de madera y el sudoroso perseguir enemigos por el fondo de la casa.
Algunos días se pasaba horas sentado delante del tronco acariciando al conejo amarillo. El
conejo amarillo era quien más conocía el fondo, el reino chiquilín. Sus túneles se
multiplicaban debajo de la tierra. No había raíz que tuviera secretos. Por eso él le
preguntaba cosas sobre el árbol de granada.
Únicamente ellos dos conocían a los habitantes de la raíz del árbol. Eran unos hombres
pequeñitos que tenían sus casas dentro de las raíces, trabajaban de noche con intensidad,
hacían crecer al árbol, empujaban las ramas hacia arriba, fabricaban las hojas, pintaban las
flores, ponían a madurar los frutos. El decía que los habitantes de la granada eran
hombrecitos muy alegres, por eso sus frutos maduros siempre parecen estar riéndose. El
llegaba corriendo a volcar sus sueños delante del tronco del árbol. Cualquier cosa podía
crecer a su costado: un barco, un tigre, una ciudad entera, una capa azul, un ejército que
nunca mataba a nadie, un globo, un camino de milagro, un tesoro debajo del tercer pilar
de la pared.
A veces conversaba con el conejo amarillo y la paloma. Porque también tenía una paloma.
Una mañana se la trajeron de la feria, con un ala más corta. Cuando colocaba a la paloma
sobre su brazo, no necesitaba los tres días y las tres noches para el milagro. Sencillamente
decía que tenía un cóndor o un águila. Y él sabía que sobre su brazo tenía un cóndor o un
águila.
El oso de aserrín, el de pelo naranja que dormía sobre su propia almohada, tanto podía ser
una fiera como el capitán de su ejército o un ángel preso entre las ramas. Era un mundo
debajo del árbol de granada: el conejo amarillo, la paloma, el oso de aserrín, los
hombrecitos de la raíz del árbol. Un mundo distinto todos los días.
Pero una vez la granada lo vio llegar algo cambiado. Como el árbol tenía una ciudad en la
raíces, conocía el mundo de los hombres. Le resultaba simple ver a través del pecho. Por
eso se dio cuenta que él tenía el corazón más rojo. Y vio que los hombres que él tenía en
su raíz lo estaban empujando hacia arriba. Esa noche, junto al tronco, se reunieron el
conejo amarillo, el oso de aserrín, la paloma, los habitantes de la raíz del árbol, el Capitán
Kid y las figuritas de chocolatines del tesoro. Nunca se supo que hablaron, pero a la
mañana siguiente los ojos de todos tenían una profunda tristeza. Una semana después,
ante el estupor de la paloma y los miedos del conejo amarillo, llegó un hombre con un
hacha y golpe tras golpe derribó el árbol de granada. Cuando se llevaron los restos, sobre
el suelo quedó un aro rojo por el que se volaron los hombrecitos de la raíz.
Cuando volvió al fondo de la casa encontró todo desconocido. Se sentía como extranjero
dentro de su propio reino. El conejo amarillo se escondió en sus túneles. La paloma trató
de volar con su ala cortada, el oso de aserrín quedó contra una pared como sólo puede
quedar un oso de aserrín. Cuando él se fue, lo espiaron. Se dieron cuenta que sí, que el
árbol había tenido razón. Ya podía alcanzar los frutos con la mano y después se enteraron
que esa noche, cuando él quedó solo y estaba por dormirse, descubrió el sentido de las
lágrimas.
Hamlet Lima Quintana
LA MUJER DEL BARRO
Todo sucedió en un pueblo de alfareros. Uno de esos pueblos que todavía sobreviven
cuestionando al hambre cotidiano, a lo largo y ancho de la cordillera andina. Todos sus
habitantes trabajaban el barro como si fueran pequeños dioses dando vida a las cosas.
Porque el barro está ligado al hombre desde su origen, se reconozca o no su paternidad.
En ese pueblo del que hablo, vivía una mujer que fabricaba los mejores cacharros, las
mejores y más cantarinas vasijas, una suerte de pájaros sonoros que parecían encerrar la
luz.
Como sucede en todas partes, desde que el mundo es mundo y si no qué va a ser, otra
alfarera envidiaba los cacharros que fabricaba la mujer del milagro. Entonces resolvió
adoptar una actitud acorde con sus sentimientos: se convirtió en espía, para saber si
existía algún secreto, alguna forma especial en la obra de la mujer del barro.
Pacientemente, durante horas y horas, las mismas y pacientes horas que emplean los
espías y delatores, vigiló el taller de su rival. Nada, no pudo descubrir nada. Porque el
barro era el mismo y la mujer lo amasaba cantando, la mezcla era la misma y la mujer la
trabajaba cantando, el modelado era el mismo y la mujer acariciaba el barro cantando, el
cocido era el mismo y la mujer encendía la leña cantando. Nada, ni los colores que
semejaban sangre y oro y que la mujer pintaba cantando, tenían la más mínima diferencia.
Desesperada, la alfarera envidiosa robó un cántaro de luz de la mujer y lo llevó a su casa
para descubrir el secreto.
El hombre, en definitiva, no es tanto misterio. Lo que sucede es que a veces no alcanza a
comprender las cosas y se altera su forma de vivir. Un pensamiento es más fuerte que la
historia porque es capaz, precisamente, de torcer su curso. Y todo porque entonces, del
interior de la vasija, de cada pedazo roto, salió el canto de la mujer que trabajaba
cantando. Y, ya sabemos, el amor a lo que se hace produce lo mejor de la vida. Eso lo
conoce hasta mi tía vieja. Ella dice que cuando Dios hizo al hombre, seguramente aprendió
a cantar.
GENTE
Hay gente que con solo decir una palabra
Enciende la ilusión y los rosales;
Que con sólo sonreír entre los ojos
Nos invita a viajar por otras zonas,
Nos hace recorrer toda la magia.
Hay gente que con sólo dar la mano
Rompe la soledad, pone la mesa,
Sirve el puchero, coloca las guirnaldas,
Que con sólo empuñar una guitarra
Hace una sinfonía de entrecasa.
Hay gente que con sólo abrir la boca
Llega a todos los límites del alma,
Alimenta una flor, inventa sueños,
Hace cantar el vino en las tinajas
Y se queda después, como si nada
Y uno se va de novio con la vida
Desterrando una muerte solitaria
Pues sabe que a la vuelta de la esquina
Hay gente que es así, tan necesaria.