TEM A 2 DOC DE La Catedra Al Bacillerato-Puelles

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De la cátedra de bachillerato al profesorado de educación secundaria

Manuel de Puelles Benítez. UNED.


… la profesionalización docente de los nuevos profesores de bachillerato se irá
abriendo paso conforme la segunda enseñanza se va independizando de la
universidad. Todavía en 1836 el plan de estudio del duque de Rivas, a pesar de
que la instrucción secundaria obtenía un tratamiento propio, regulaba de modo
conjunto a los profesores de instituto y a los de las facultades mayores. Incluso,
en el plan Pidal de 1845, que suele considerarse el acta de nacimiento de la
profesión docente tanto en la segunda como en la tercera enseñanza, “perdura
la confusión entre la Segunda Enseñanza y la Facultad de Filosofía”1, ya que
integraba en la facultad de Filosofía los estudios de la segunda enseñanza de
carácter elemental y los llamados de ampliación (lo que hoy denominamos
educación secundaria superior). Sin embargo, la meta estaba próxima; dos
años más tarde, el plan de Pastor Díaz de 1847 separaba finalmente, al menos
desde el punto de vista institucional, los institutos de las universidades. A partir
de ahora se comienza a hablar en la legislación de “una carrera distinguida”
para el profesorado de educación secundaria.
No obstante, fue el plan Pidal de 1845 el que ocupó un lugar medular a pesar
de sus limitaciones. Su autor fue consciente de las novedades que introdujo
cuando afirmó que una de ellas “consiste en formar de todos los catedráticos
que enseñan en las Universidades [que albergan, como quedó indicado, las
facultades menores y las mayores] un cuerpo único”, considerándose a partir
de ahora a los profesores de ambas facultades “como parte de una corporación
numerosa y respetable, cuyos intereses son comunes, abrazando todos los
establecimientos [docentes] y extendiéndose por toda la monarquía.” A partir
de ahora, el catedrático de instituto, rodeado de otros profesores de menor
rango y, como en la universidad, a él subordinados, será la figura central en
torno a la cual girará la educación secundaria. El plan Pidal, como se sabe,
recibió el espaldarazo de la ley Moyano de 1857, que consolidó como cuerpo a
los “Catedráticos de Instituto del Reino”.
Con la ley Moyano la condición de catedrático de instituto quedó fijada y
asentada. La ley suponía también la consagración de un lugar propio para la
segunda enseñanza aunque, paradójicamente, su carácter intermedio entre la
primaria y la superior no dejó de condicionarlo. De ahí el esfuerzo permanente
de alejarse de la enseñanza primaria, la ausencia de una formación
pedagógica ‐se piensa que esta formación es más propia de los maestros de
enseñanza primaria‐ y la aspiración de asemejarse en todo lo posible a la
enseñanza universitaria. Pocos observadores de este fenómeno lo han
expresado mejor, en pocas palabras, como Giner de los Ríos, que en la
apertura del curso 1880‐1881, pocos años después de la fundación de la
Institución Libre de Enseñanza, se quejaba de que “tanto la organización de
nuestros Institutos como los métodos […] son exactamente los mismos de las
Universidades […], todo es análogo, casi siempre idéntico, a lo que en la
enseñanza superior acontece”2. Casi veinte años más tarde, en 1897, Giner se

1
Federico Sanz Díaz, La segunda enseñanza oficial en el siglo XIX (1834-1874), Madrid, Ministerio de
Educación y Ciencia, 1985, p. 176.
2
Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, Madrid, Año IV, núm. 87 (1880), p. 141.
reafirmaba con estas palabras: “En el sistema reinante, la segunda enseñanza
no sólo se halla separada de la primera bruscamente, sino que, por su origen,
como un desprendimiento de la antigua Facultad de Artes (más tarde, de
Filosofía) ha conservado su filiación esencialmente universitaria, en su sentido,
su estructura, su organización pedagógica, sus métodos y, hasta muchas
veces (entre nosotros, por ejemplo) en la formación de su profesorado.”3 Esta
“dependencia” del modelo universitario pasará a formar parte de la cultura
profesional de los catedráticos de instituto y condicionará su propia formación.

4. La formación docente en la educación secundaria


El origen de la educación secundaria, su ligazón durante varios siglos
con la universidad, explica varias cosas. Explica que cuando los liberales
históricos sienten en 1812 las bases de lo que será el nuevo sistema educativo,
el informe de Quintana de 1813 asigne a esta enseñanza unos nuevos centros
denominados precisamente universidades de provincia. A despecho de la
naturaleza bifronte de la nueva secundaria ‐cultura amplia y preparación para
las profesiones civiles‐, este objetivo dual se verá oscurecido por la irresistible
atracción que la universidad ejerció sobre las familias que enviaban sus hijos a
los nuevos centros y por la “poderosa atracción de la secundaria hacia la
universidad”4. Es decir, lo que importaba en realidad eran los conocimientos a
transmitir y el modelo era la universidad misma. Aunque, como hemos visto, la
educación secundaria obtiene plena autonomía respecto de la universidad a
partir de 1847, no por ello dejará de conservar de manera preponderante dicho
sello propedéutico. Se seguirá pensando que lo importante es la transmisión de
conocimientos, para lo cual bastaban los saberes adquiridos en la universidad
en las carreras correspondientes. Lo malo es que esta formación, adquirida en
las universidades, apenas suficiente durante el largo tiempo en que los nuevos
institutos atendieron a una pequeña parte de la población, se reveló totalmente
insuficiente cuando, como ocurrió a partir de 1990, tuvieron que recibir a toda la
población durante la etapa de la educación secundaria obligatoria y a buena
parte de ella durante la posobligatoria ‐bachillerato y formación profesional.
No obstante, hay que recordar que en el pasado hubo varios modelos
(todos frustrados) que intentaron suministrar una formación específica a los
docentes de esta enseñanza. Durante el siglo XIX y primer tercio del XX hubo
dos proyectos significativos que abordaron con rigor la formación de los
profesores de la educación secundaria (hubo un tercero, también fallido, en los
años ochenta del siglo XX del que nos ocuparemos más adelante). El primero
nos remite a 1850 con la creación de la Escuela Normal de Filosofía, verdadero
centro de formación de profesores de enseñanza secundaria. El ingreso en
esta escuela era selectivo en función de las necesidades de la enseñanza, los
estudios tenían una duración de cuatro años, la formación se orientaba hacia la
especialidad correspondiente de ciencias o de letras, se exigía el título de
bachiller para acceder a la escuela y se concedía el de licenciado a la salida,
completándose el conocimiento teórico con una adecuada formación didáctica.

3
Francisco Giner de los Ríos, “Los grados naturales de la educción”, en Obras completas, Madrid,
Espasa-Calpe, 1924, tomo X, p. 17 (los paréntesis son del original).
4
Patricio de Blas Zabaleta ha dedicado varias páginas a esta atracción en “El bachillerato en busca de su
identidad”, Participación Educativa, 17 (2011), pp. 22-25; la cita en la página 23.
Poco duró este experimento. La escuela fue suprimida en 1852 sin que pudiera
siquiera salir la primera hornada de profesores, debido “al giro que experimentó
la política educativa hacia posiciones más reaccionarias en el gabinete de
Bravo Murillo”5.
El segundo intento nos remite al primer tercio del siglo XX, un periodo
que ha sido llamado, con razón, la edad de plata de la cultura española, y que,
desde nuestra perspectiva, podríamos llamar también la edad de plata de la
renovación pedagógica. Es en este marco cuando se produce lo que el
profesor Viñao ha llamado un modelo de reforma educativa, aplicado por la
Institución Libre de Enseñanza (ILE)6.
Distingue Viñao tres momentos distintos en este proceso de reforma:
una primera fase, previa a la constitución de la ILE, que se remonta al sexenio
democrático (1868‐1874), en que se experimenta una reforma educativa desde
el poder, saldada con un notable fracaso26; una segunda, de 1876 a 1918, en
que se elabora un nuevo discurso educativo sobre la naturaleza, objetivos,
estructura y características de la segunda enseñanza; finalmente, una tercera,
que comienza con la creación del Instituto‐Escuela en 1918, de
experimentación primero, de difusión después, que se interrumpe con la guerra
civil en 1936.
En la tercera fase citada, de experimentación y difusión, ocupó un lugar
fundamental la reforma de la formación del profesorado mediante la fórmula del
aspirantado dentro del marco del Instituto‐Escuela. La formación de los
aspirantes a profesores de segunda enseñanza contaba con prestigiosos
catedráticos y profesores bajo cuya tutela se colocaba al aspirante. Si además
se aspiraba a ingresar en la función publica docente, el aspirante debía hacer
las correspondientes oposiciones. ¿Cuál era, en definitiva, esta fórmula del
aspirantado? Aunque resulte un poco larga la cita, dicha formación comprendía
varios pasos: “a) prácticas de enseñanza durante dos años, en régimen de
media jornada, asistiendo a las clases y encargándose directamente de la
enseñanza bajo la dirección del catedrático correspondiente; b) estudio de dos
lenguas modernas a elegir entre francés, inglés o alemán, mediante clases de
dos o tres horas semanales a cargo de profesores nativos; c) trabajos de
laboratorio, por lo general en alguno de los [centros] dependientes de la JAE
(Centro de Estudios Históricos, Instituto Nacional de Ciencias, Residencia de
Estudiantes); d) estudios pedagógicos y filosóficos, mediante lecturas y la
asistencia a las cátedras de filosofía y pedagogía de la Universidad Central y la
Escuela de Estudios Superiores del Magisterio, o a las enseñanzas que sobre
estas cuestiones se impartían en el mismo Instituto‐Escuela; e) envío al
extranjero, becados por la JAE, de ‘algunos de los mejores’, un aspecto que,
también a través de la Junta, había desempeñado un importante papel en la
formación científica y pedagógica de buena parte de los responsables y
profesores del Instituto‐Escuela.”. Ciertamente, era un modelo de reforma lenta
y gradual, pero, si se hubiera consolidado y generalizado, habría logrado un
buen sistema de formación del profesorado de educación secundaria.

5
Carmen Benso Calvo, “Ser profesor de Bachillerato. Los inicios de la profesión docente (1836-1868)”,
Revista de Educación, nº 329 (2000), p. 293.
6
Antonio Viñao Frago, “Un modelo de reforma educativa: los institutos-escuelas (1918-1936)”, Boletín
de la Institución Libre de Enseñanza, IIª época, nº 39 (2000), pp. 86-87.
Este modelo, implantado en el Instituto‐Escuela por el Gobierno liberal
en 1918, no hubiera podido llevarse a cabo sin la experiencia previa realizada
en las aulas de la ILE, creada en 1876. Muy tempranamente, ya en el curso
1880‐1881, en el importante discurso de Giner ya citado, se dio a conocer lo
que sería el proyecto educativo de la ILE, con profunda incidencia en la
educación secundaria. En ese discurso, se afirmaba el propósito, formulado
con anterioridad en 1878, de “fundir, hasta donde fuese posible la primera
enseñanza y la segunda bajo la idea capital de que la una no es más que
continuación y desarrollo de la otra; y de que las dos juntas deben formar, en
consecuencia, un grado único y continuo de educación –el de la educación
general–, del cual son ambos momentos tan sólo diferentes en la amplitud que
recibe en cada cual de ellos esa obra, una misma en los dos casos, como unos
mismos son también los objetos de estudio y los procedimientos educadores”
29. Esta fue la concepción de la educación secundaria que puso en práctica en
las aulas públicas el Instituto‐Escuela.

5. Hacia la universalización de las enseñanzas básicas


Como hemos visto, lo que triunfó en toda Europa durante el siglo XIX fue la
concepción liberal de los sistemas educativos que los dotaba de una estructura
bipolar, separando a la población escolar en dos grupos, destinatarios ambos
de distintas enseñanzas: de un lado, una instrucción primaria, dedicada a las
clases populares, compartimiento estanco que carecía de conexión con el resto
del sistema educativo; de otro, una instrucción que brindaba las enseñanzas
secundaria y superior a las clases medias y altas de la sociedad. También
hemos reseñado que la asignación a las clases populares de la enseñanza
primaria fue una conquista social respecto del Antiguo Régimen.
De hecho, la historia de la educación en el siglo XIX europeo es, en parte, un
relato que nos cuenta la constante aplicación del principio de igualdad a la
enseñanza primaria. La primera manifestación de ese principio se encaminó a
conseguir una educación pública en la que la escuela elemental o básica
ocupara un lugar esencial, configurando la enseñanza primaria como una
obligación del Estado, como un deber de los poderes públicos. Pero ante la
pasividad de muchos Estados, surgió la necesidad de impulsar la escolaridad
obligatoria, único medio de lograr la alfabetización de toda la población, y con
ella el conocimiento de los derechos y deberes del ciudadano, su integración
social y su participación política por medio del sufragio universal (tanto
masculino como femenino). Después se dio otro paso: para que todos pudieran
cumplir con la escolarización obligatoria era necesario que la primera
enseñanza fuera gratuita. Desde mediados del siglo XIX los países
comenzaron a incorporar esta conquista social: la escolarización obligatoria y
gratuita se encarnó gradualmente en las leyes educativas europeas. Fue el
triunfo de la escolarización primaria y del aprendizaje de saberes socialmente
significativos, transmitidos de un modo sistemático.
La extensión de la escolarización primaria supuso una constante
transformación del currículo de la enseñanza primaria. Comenzó siendo un
currículo muy simple ‐leer, escribir y contar‐, pero después, conforme fueron
desarrollándose las sociedades europeas, fue creciendo en extensión e
intensidad. En España, por ejemplo, el primitivo currículo de sólo tres años,
según prescribía la ley Moyano para esta enseñanza obligatoria, pasó a
principios del siglo XX, a seis años de duración, y, pronto, en los años veinte de
ese siglo, a ocho años. Creció también en intensidad: de un currículo sencillo,
basado en las cuatro reglas y en los rudimentos de la lectura y la escritura, se
pasó en 1901 a un currículo enciclopédico. El problema no obstante seguirá en
pie, porque este currículo extenso e intenso, obligatorio y gratuito, seguía sin
tener conexión con el resto de los niveles educativos clásicos. El currículo del
sistema educativo continuaba siendo en toda Europa un currículo bipolar,
segmentado, fuertemente jerarquizado: el conocimiento era utilizado como un
filtro que sólo permitía el acceso a la educación secundaria a determinadas
clases.
Es cierto que durante la primera mitad del siglo XX la escolarización
primaria comprendió un periodo estándar de ocho o diez años de duración,
pero esta alfabetización masiva no impidió que la enseñanza primaria siguiera
siendo un nivel educativo que, dentro de los sistemas educativos europeos, se
cerraba sobre sí mismo. Para paliar esta notable desigualdad de
oportunidades, los diversos sistemas fueron introduciendo unas enseñanzas,
paralelas a las académicas, a las que se podía acudir desde la enseñanza
primaria: la modern secondary school en el Reino Unido, la Hauptschule en
Alemania, el collège d’enseignement tecnique en Francia o el centro de
formación profesional en España. Pero obviamente la estructura bipolar de los
sistemas educativos europeos permanecía intacta; más aún, la segregación
que suponía la existencia de esta enseñanza paralela era patente: afectaba
siempre a los mismos destinatarios, esto es, a las clases populares. Por el
contrario, la grammar school, el gymnasium, el lycée o el instituto se
reservaban para otros destinatarios: los estratos medios y superiores de la
sociedad.
El problema se fue complicando conforme fue abriéndose paso en la
conciencia europea, en el primer tercio del siglo XX, la idea de que la
educación secundaria no debía ser monopolio de una sola clase, sino abierta a
toda la población. Contribuyó a ello la influyente obra del historiador británico R.
H. Tawney, que en 1924 publicó un libro, Secondary Education For All, que
conformó ampliamente la opinión pública a este respecto, aunque la idea
encontró el terreno suficientemente preparado. En España, Cossío, una de las
cabezas más lúcidas de la ILE, al preparar para el Consejo de Instrucción
Pública el informe sobre la reforma de la educación secundaria, dirá en 1919
que era necesario superar la idea de que la enseñanza secundaria “constituye
el factor principal de la educación burguesa”, por lo que “hay que abrir la
segunda enseñanza a todo el mundo gratuitamente, como se ha hecho con la
primaria desde hace un siglo”7 Esta idea de abrir la secundaria a toda la
población de modo gratuito dará lugar, después de la Segunda Guerra Mundial,
a la enseñanza comprensiva, primero en Suecia, luego en el Reino Unido y
después en la mayor parte de los países europeos (sólo cabe exceptuar a los
países centroeuropeos donde, aunque también se implantó, no fue
predominante).
Entre nosotros, como es sabido, la introducción de la comprensividad se
produjo en 1970 con la ley general de Educación, que estableció una
educación básica para toda la población escolar comprendida entre los seis y
los catorce años edad, fundiendo la vieja primaria y la primera parte de la

7
Manuel B. Cossío, De su jornada, Madrid, Aguilar, 1966, pp. 44-45. También en Historia de la
educación…, op. cit., vol. III.
secundaria en un solo nivel educativo. Fue el primer paso para abrir la
educación secundaria a toda la población. Pero en lo que en mi opinión fue un
progreso –abrir la educación secundaria a toda la población‐, incrementó
notablemente, como veremos, el grado de problematicidad de la educación
secundaria. Utilizando un sencillo símil, podríamos decir que la ley del 70 fue
como la boa que devora un animal de excesivo tamaño para su estómago,
dando lugar a una difícil y laboriosa digestión que, en nuestro caso, llega hasta
nuestros días. En mi opinión, la LOGSE, al ampliar la escolaridad obligatoria, y
con ella la escuela comprensiva, hasta los dieciséis años, subestimó también
las dificultades de esta empresa, benemérita desde la perspectiva de la
equidad social pero que presentaba innegables dificultades que aún no hemos
superado.
6. Los profesores ante la universalización de la educación secundaria

La universalización de la educación secundaria obligatoria ha producido no sólo


un cambio estructural profundo en el sistema educativo, sino que ha aparejado
también un cambio sustancial en la condición del profesor que tradicionalmente
se ha ocupado de la educación secundaria.
En el escenario de este cambio ha pesado muy especialmente el alumnado. Ya
vimos que durante el siglo XIX y gran parte del XX la estructura de nuestro
sistema educativo ‐como los demás sistemas educativos europeos‐ tenía un
carácter dual o bipolar. En consecuencia, la mayor parte de la población
escolar era destinada a la enseñanza primaria, mientras que sólo una pequeña
minoría accedía a la segunda enseñanza, considerada como la vía adecuada
para los estudios universitarios. Sin embargo, en el último tercio del siglo XX se
produjo en España una revolución pacífica y silenciosa: se pasó de un sistema
muy selectivo y excluyente a un sistema abierto e integrador que acogió a toda
la población escolar desde los 6 hasta los 16 años. El alumnado que antes
frecuentaba las aulas de los institutos, minoritario y homogéneo, fue
incrementándose hasta alcanzar a todo el colectivo escolar comprendido en
esas edades; lógicamente, nuestras aulas se llenaron de un alumnado
heterogéneo y dispar. Este fenómeno ha sido algo más que una mutación
accidental, ha sido un giro copernicano que hubiera debido obligarnos a la
aplicación de más recursos que los puestos a disposición de esta reforma.
La escolarización de toda la población escolar, incluida la comprendida
entre los 12 y los 16 años ‐tramo ocupado ante por el bachillerato tradicional‐,
ha supuesto acoger lógicamente al cien por cien de los alumnos más capaces,
al cien por cien de los alumnos más motivados y al cien por cien de los
alumnos que “encajan” bien en el sistema, pero también a su reverso: “El
incuestionable éxito social que supone la escolarización plena del cien por cien
de los niños, supone dar cabida en nuestras aulas al cien por cien de los niños
más torpes, al cien por cien de los más agresivos, al cien por cien de los que
sufren malos tratos o que sobreviven en precario, con circunstancias
personales y sociales muy difíciles […]”8.31A ello ha venido a sumarse el
incremento constante en las aulas públicas de alumnos inmigrantes
procedentes de diversas culturas y lenguas. Piénsese que en el curso
2000/2001 había en nuestras aulas 141.916 escolares procedentes de otros
8
José Manuel Esteve, La tercera revolución educativa. La educación en la sociedad del conocimiento,
Barcelona, Paidós, 2003, p. 53.
países, fundamentalmente inmigrantes, mientras que los últimos datos oficiales
del curso 2010/2011 arrojan un total de 770.384, es decir, la población
inmigrante existente en nuestras aulas se ha quintuplicado. La pregunta que
surge inevitable es ésta: ¿con qué medios han apoyado las Administraciones
educativas la labor del profesorado? Y desde otra perspectiva, ¿qué puede
hacer el profesorado ante una situación que muchas veces le desborda?
La situación del profesorado, especialmente el de la segunda enseñanza que
aquí analizamos, se caracteriza en general por la perplejidad y el malestar.
Parte de estos docentes profesaron en las aulas de un sistema educativo muy
selectivo, con un alumnado motivado y muy homogéneo; tenemos así un
profesorado preparado, en la medida en que lo fue, para un sistema educativo
que ya no existe, y para un alumnado homogéneo que tampoco existe. Otra
parte del profesorado ingresó en los cuerpos docentes de secundaria
encontrándose con la nueva enseñanza comprensiva, con la ESO, sin que los
erráticos e improvisados programas de perfeccionamiento les sirvieran de
mucho. Hay que resolver, por tanto, un problema nuevo representado por la
heterogeneidad del alumnado, para el que el profesorado no ha sido
capacitado. Este problema es el de la diversidad. Esta es, a mi parecer, la
razón de fondo de los fracasos, de los abandonos, de la calidad media de
nuestro sistema en comparación con los mejores sistemas educativos
europeos.
Ello ha sido debido en gran parte, aunque nos parezca escandaloso, a que
España ha carecido desde los años setenta del pasado siglo de una política
firme y sostenida de formación inicial y de formación continua del profesorado,
aunque haya habido intentos importantes, aunque fallidos. Me refiero
concretamente al proyecto esbozado durante el primer gobierno socialista que
no llegó a ponerse en práctica, probablemente por una falta de decisión de las
autoridades educativas. Como es sabido, en 1987, con motivo del proceso de
reforma de las nuevas titulaciones universitarias, el Ministerio de Educación
nombró diversas comisiones de expertos para que propusieran lo que después
fueron las líneas directrices del currículo, las materias troncales. Entre estas
comisiones, el Grupo XV, encargado de las nuevas titulaciones pedagógicas,
propuso una cualificación académica específica que se concretaba en la
creación del título de profesor de educación secundaria. Estábamos, así, ante
una rigurosa novedad, instrumentada por medio de dos licenciaturas concretas:
una para los profesores de educación secundaria obligatoria, cuya formación
sería por áreas y no por materias específicas, y otra para los profesores de
educación secundaria postobligatoria –bachillerato–, cuya formación se
centraría en las disciplinas correspondientes. Se trataba de dos licenciaturas de
segundo ciclo para cuyo acceso se exigiría previamente un primer ciclo
universitario de tres años que suministraría los conocimientos científicos
precisos y que se cursaría en las facultades correspondientes.
Una de las autoridades responsables de la reforma educativa del
gobierno socialista diría después que “el Ministerio de Educación la rechazó [la
propuesta del Grupo XV] para evitar que los alumnos tuvieran que elegir, al
terminar su primer ciclo de estudios universitarios, entre las titulaciones
científicas y las didácticas. ¿El alumno que estudia historia, por ejemplo, elegirá
seguir estudiando la opción más científica sabiendo que se cierra la vía
docente cuando ésta es una de sus principales salidas laborales?”9. La verdad
es que en contra de esta solución pesó más el corporativismo universitario: los
rectores defendieron para sus graduados la solución tradicional ‐licenciatura en
Ciencias Físicas, por ejemplo, y un curso de cualificación pedagógica
después‐, solución que permitía a los egresados de la universidad una doble
“salida” profesional (en el ejemplo citado, emplearse como físico en la empresa
privada o, haciendo el citado curso, ingresar como docente en la función
pública). La conclusión final, empero, es que durante el periodo de la
experimentación de la reforma educativa no se abordó con la suficiente energía
el problema de la reestructuración de los cuerpos docentes, dejando sin
contestar esta apremiante pregunta: “Si la creación de la Secundaria
Obligatoria es la cuestión más emblemática de la Reforma, ¿cómo es posible
que no se haya[n] creado titulaciones específicas de Profesorado de
Secundaria?”10.
El resultado es que hasta la puesta en marcha del máster actual de
formación de profesores de educación secundaria, cuya reciente implantación
impide un juicio fundado sobre su virtualidad, el profesorado de la secundaria
obligatoria se ha enfrentado a enormes dificultades armado de un ineficiente y
desprestigiado certificado de aptitud pedagógica. El profesorado es nuestro
principal activo, pero no se ha sabido darle la máxima formación y el máximo
reconocimiento; quizá por ello tampoco se ha tenido con el profesorado la
máxima exigencia. Ese debería ser el camino a seguir por el Estado y por las
comunidades autónomas: máxima formación, máximo reconocimiento y
máxima exigencia.
Hay otro aspecto relacionado con el profesorado que también merece nuestra
atención. El profesorado actual ha sufrido el cambio estructural que supuso en
1970 la transformación de la vieja enseñanza primaria en una educación básica
que absorbió parte de la vieja educación secundaria, así como el cambio que
supuso la LOGSE de 1990 extendiendo dos años más la educación obligatoria.
Esto produjo un doble efecto desde la perspectiva que nos ocupa. En primer
lugar, la “educación secundaria que se convierte en obligatoria pasa a ser una
educación general”11, con todas las. implicaciones y mutaciones que ello
conlleva. En segundo lugar, la posición objetiva del profesorado de educación
secundaria cambió, no solamente porque tuviera que atender a la totalidad de
la población escolar de doce a dieciséis años ‐antes, en el bachillerato
tradicional, sólo a una pequeña minoría‐, sino también porque la educación
secundaria obligatoria dejó de ser una educación preuniversitaria. La ESO no
sólo prepara para el bachillerato sino que abre la vía de la formación
profesional de grado medio; incluso el bachillerato actual ‐tramo 16‐18 años‐,
no sólo ha sufrido un adelgazamiento patente (con lo que la formación
preparatoria para la universidad es escasa), sino que debe también preparar
para la formación profesional de grado superior.
La conclusión obligada es que el estatus objetivo del profesorado se ha
resentido de todos estos procesos. No es casual que la reforma de 1970

9
Álvaro Marchesi, Controversias en la educación española, Madrid, Alianza, 2000, p. 114.
10
33 Juan Yanes González, “La formación de profesores de educación secundaria: un espacio desolado”,
Revista de Educación, nº 317 (1998), p. 68.
11
34 José Gimeno Sacristán, La educación obligatoria: su sentido educativo y social, Madrid, Morata,
2005, 3ª ed., p. 80.
tuviera problemas en el tercer ciclo de la EGB, el tramo 12‐14 sustraído a la
educación secundaria, y que la reforma de 1990 los tuviera también en la
educación secundaria obligatoria, esto es, en el mismo tramo anterior sólo que
prolongado ahora hasta los 16 años. No es casual tampoco que los profesores
de bachillerato clamaran entonces contra la ley de 1970 alegando la
“egebeización” de la secundaria, ni que esos mismos profesores clamen hoy
contra la ESO y contra la pérdida de identidad del bachillerato. En ambos casos
se tropezó con la cultura escolar, ese conjunto de hábitos, prácticas, saberes y
mentalidades sedimentados a lo largo del tiempo que, en el supuesto de los
profesores de secundaria, está ligada con la cultura profesional específica de
este grupo. El cambio nominal de Institutos de Bachillerato a Institutos de
Educación Secundaria (IES) no fue sólo un cambio formal, sino también la
expresión de una profunda transformación de la naturaleza de la vieja
educación secundaria que chocó con la cultura profesional de este colectivo,
dotado de “una historia, unos valores, unos intereses materiales y fines”12 muy
determinados.
Por último, es obvio que la cultura escolar de los profesores de secundaria
sigue anclada mayoritariamente en una concepción del bachillerato como nivel
propedéutico, lo que tiene poco que ver con la formación general que debe
darse hoy a la totalidad de la población escolar, y en consecuencia pugna con
la concepción de una secundaria obligatoria como prolongación de la primaria
que, hoy por hoy, parece irreversible: “la educación secundaria obligatoria, por
su carácter comprensivo y obligatorio, comparte con la educación primaria más
aspectos y similitudes que con el bachillerato o la formación profesional.”13 Es
obvio también, por otra parte, que la formación de los profesores de secundaria
sigue siendo una formación especializada y académica ‐de contenidos‐,
suministrada por la universidad, y que esa formación tiene poco que ver con
una secundaria obligatoria que exige una formación centrada no en disciplinas
concretas sino en áreas de conocimiento (la universidad, por ejemplo, prepara
biólogos, geólogos o químicos, pero no prepara profesores para el área de
ciencias de la naturaleza). Que la LOGSE se adentrara en este complejo
terreno sin tener una política clara para el profesorado ‐a corto, medio y largo
plazo‐ explica buena parte de los problemas que hemos heredado hasta el
momento. Que no se preparara al profesorado en 1970 y 1990 para las
transformaciones de la educación secundaria, explica la otra parte del
problema.

12
Antonio Bolivar, La identidad profesional del profesorado de secundaria: crisis y reconstrucción,
Málaga, Aljibe, 2006, p. 94
13
Antonio Viñao Frago, “Del bachillerato de elite a la educación secundaria para todos (España, siglo
XX)”, en Guillermo Vicente y Guerrero (coordinador), Historia de la Enseñanza Media en Aragón,
Zaragoza, Institución “Fernando el Católico” (CSIC), 2011, p. 466.

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