Quiroz Toda La Luz Mala
Quiroz Toda La Luz Mala
Quiroz Toda La Luz Mala
Mariano Quirós
Quirós, Mariano
La luz mala dentro de mí / Mariano Quirós. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de
Buenos Aires : Factotum Ediciones, 2016.
144 p. ; 23 x 14 cm.
ISBN 978-987-46218-2-5
ISBN 978-987-46218-2-5
La luz mala dentro de mí obtuvo el primer premio de cuentos del Régimen de Fomento
a la Producción Literaria Nacional y Estímulo a la Industria Editorial del Fondo
Nacional de las Artes, año 2014. El jurado de preselección estuvo integrdo por Leandro
Ávalos Blacha y Alejandra Zina; y el jurado de premiación por Fernanda García Lao,
Félix Bruzzone y Elvio Gandolfo.
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–y aún hoy me invade– como una gran nube tóxica. Supongo
que era mi alergia, pero mamá lo adjudicaba a nuestras difi-
cultades económicas y a la ausencia de una imagen paterna
fuerte.
Mi abuelo quería llenar eso que mamá llamaba “mi vacío”.
El pobre viejo se empeñaba en enseñarme la vida de campo.
“Vida de gaucho”, decía. Que ordeñara vacas y que anduviera
a caballo eran sus maneras de hacerme hombre.
A mí los animales me daban una mezcla de asco y miedo.
Temía que a una vaca le diera por cagar mientras yo le mano-
seaba la ubre o que, en un ataque de rebeldía, algún caballo
me diera una mordida o un golpe de coz. O peor, que una
vez arriba el caballo no atendiera mis órdenes, que se larga-
ra a trotar en cualquier dirección y que me encontraran a
muchos kilómetros de la casa, asustado y pavote.
Pero nunca pasó nada, el abuelo tenía bien claro el tema.
Sabía cuál era el caballo ideal para un chico, sabía que no hay
animal más noble que una vaca.
Mi actividad preferida –o menos odiosa–, era ayudar a la
abuela con las plantas del jardín. Regar, limpiar la maleza,
emprolijar arbustos, esas cosas quizá más delicadas que las
propuestas por mi abuelo.
Mi abuela recorría el jardín tarareando melodías de
María Elena Walsh. Desde las más elementales –Manuelita
la tortuga, Osías el osito– hasta las de apariencia y tono más
sofisticado.
Refugiada en la galería, y siempre con un cigarrillo
colgándole en la boca, mamá estudiaba mis movimientos
con preocupación. Prefería verme pasar el rato con el abuelo.
Cuando la insistencia del viejo era mucha, no me quedaba
más remedio que hacer tripas corazón y subir a un caballo.
Entonces la sonrisa de mamá, sus palabras de aliento –“Eso
mi chiquito, al galope mi chiquito”–, se hacían luminosas.
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Cazador de tapires
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gente muy pobre, gente de cara curtida y de ojos que miraban
más allá, algo lejano, una vida un poco más amable. Pensé
en Miraflores y me dispuse para lo peor.
Pero no me dispuse lo suficiente: apenas bajé del colec-
tivo, me sentí mal, descompuesto y triste, todo a la vez. La
gente que bajó conmigo también se veía mal. Miraflores era
una réplica pequeña y precaria –aún más precaria– de Tres
Isletas y Castelli.
Busqué a papá en medio de aquel páramo, pero no vi más
que a un hombre macilento que me sonreía, aunque era muy
difícil saber si la expresión en su cara era una sonrisa o una
burla. El hombre tardó más de lo aconsejable en presentarse:
––Soy Orión ––dijo––, su papá me mandó buscarlo.
Mientras apretaba la mano de Orión, me dije que solo
en un lugar como Miraflores alguien podía llamarse así.
Después nos subimos a una camioneta destartalada y en un
par de minutos estuvimos internados en el monte. O en algo
que para mí era como un monte.
Además de los ruidos que hacía la camioneta, Orión habla-
ba poco, rápido y mal, por lo que no me esforcé en buscarle
conversación. Anduvimos un trecho bastante corto, pero
aun así el calor y los olores que se levantaban de los asientos
hicieron el paseo bastante sufrido. Recordé al maestro cole-
ga de papá, su hartazgo.
Cuando llegamos a lo que parecía el final del camino,
Orión bajó de la camioneta y dijo algo que entendí como
una invitación a seguirlo. Lo seguí, incómodo por el sudor y
por la mochila llena de ropa que cargaba, muy coqueta para
semejante espesura, absurda incluso.
La casa de papá no era lo que yo esperaba: flanqueada
por dos enormes árboles –quebrachos, algarrobos, no sé qué
árboles eran, pero eran enormes–, asomaba como una cons-
trucción más derruida que modesta. Desde afuera podías
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Un arma en la casa
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Vallese vive” y así–. A mí, que por entonces ando por los ocho
años y las cosas no me parecen ni bien ni mal, los afiches no
me representan mayor problema. Pero a Katy, que tiene once
y una intuición más avanzada que la mía, el asunto no le causa
la menor gracia. Dice mi hermana que de alguna manera esos
afiches nos ponen en evidencia. En evidencia de qué, pienso
yo, pero no me atrevo a preguntarlo en voz alta.
Como sea, Katy consigue preocuparme. Cada vez que
alguien ajeno entra a la casa –un amigo del barrio, un
compañero de la escuela– hago lo posible por alejar su aten-
ción de las paredes. Señalo otras cosas, algún adorno, algún
juguete del que me siento especialmente orgulloso; también
hablo más alto –como si pudiera tapar una imagen con la
voz–, todo sin necesidad, porque no es que mis amigos se
dejen llevar por unos cuantos afiches. A excepción de uno de
ellos, Nacho, a quien el dibujo que acompaña la leyenda “A la
carga, mujeres cubanas” –un dibujo con mujeres vestidas de
fajina y fusiles en alto–, le sabe a película de guerra.
—Conseguime uno —pide Nacho.
Prometo hacer lo posible, pero mamá no me hace caso
cuando le hablo del tema. Y papá menos. Y como yo, por
mis propios medios, no tengo modo de conseguir el afiche,
prefiero dejar de juntarme con Nacho.
A la señora que nos cuida, Doña Julia, también le atraen
los afiches. Los mira siempre como si acabara de descubrir-
los. Hasta les pasa el plumero. Mamá la contrató, en prin-
cipio, para que cocine, pero al ver que el barrio no ofrece
garantías acaba por agregarle el trabajo de niñera.
Doña Julia es una mujer buena. Buena y vieja. Vive apenas
a un par de casas de la nuestra y suele llevarnos a comer
junto a Don Ángel, su marido. Don Ángel hace honor a su
nombre, tiene un bigote largo, del tipo manubrio, y quie-
re darnos consejos, hablarnos de la vida en profundidad,
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pero mi hermana y yo no estamos en condición de tomarlo
en serio. Nos reímos a sus espaldas, de sus consejos y de su
bigote, y después seguimos como siempre.
Don Ángel nos enseña que al agua, antes de tragarla, hay
que masticarla; con Katy miramos al viejo mover la mandí-
bula, lento muy lento, como macerando algo invisible, con
los bigotes bailándole sobre la boca como si quisieran salirse
de su cara, y más tarde pasamos el rato imitándolo. Tampo-
co Doña Julia le hace caso al viejo. Al menos nunca veo que
mastique el agua.
Lo bueno de comer en casa de Doña Julia es que siempre
hay comidas raras, cosas que mamá nunca prepararía. Un
día, la vieja nos aparece con una fuente de polenta con leche
para comer como postre. Mi hermana y yo ponemos cara de
asco. Y más impresión nos da cuando Don Ángel empieza
a comer. Come como un bebé –o quizá como lo que es: un
anciano–, la leche le cae por la comisura de los labios y unos
restos de polenta se le enredan en el bigote. A cada zampada
de polenta le sigue una sonrisa. Parece un viejito o, quizá, un
bebé feliz.
Tanto insiste Doña Julia con la polenta con leche que
acabamos probando. Por ser el menor, Katy me hace probar
a mí primero. Pruebo entonces, y me gusta. Y me gusta tanto
que me animo a repetir. Y desde entonces pruebo sin dudar
cada cosa que Doña Julia trae a la mesa. Katy dice que lo
mío es nada más que otra manera de molestarla, de hacerla
quedar mal con la gente, pero la verdad es que a mí me gusta
la comida de Doña Julia.
El día que papá trae el arma, llega con cara seria y no salu-
da a nadie. No es su cara más típica, por lo general papá es un
tipo de tener siempre a mano algún chiste, alguna ocurren-
cia que nos hace reír, siempre alguna mentira que nos alegra
la jornada.
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