La Niña de Los Fósforos
La Niña de Los Fósforos
La Niña de Los Fósforos
Y así la pobrecilla andaba descalza con los desnudos piececitos completamente amoratados por el
frío. En un viejo delantal llevaba un puñado de fósforos, y un paquete en una mano. En todo el
santo día nadie le había comprado nada, ni le había dado un mísero chelín; volvíase a su casa
hambrienta y medio helada, ¡y parecía tan abatida, la pobrecilla! Los copos de nieve caían sobre su
largo cabello rubio, cuyos hermosos rizos le cubrían el cuello; pero no estaba ella para presumir.
En un ángulo que formaban dos casas -una más saliente que la otra-, se sentó en el suelo y se
acurrucó hecha un ovillo. Encogía los piececitos todo lo posible, pero el frío la iba invadiendo, y,
por otra parte, no se atrevía a volver a casa, pues no había vendido ni un fósforo, ni recogido un
triste céntimo. Su padre le pegaría, además de que en casa hacía frío también; sólo los cobijaba el
tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos con que habían procurado
tapar las rendijas. Tenía las manitas casi ateridas de frío. ¡Ay, un fósforo la aliviaría seguramente!
¡Si se atreviese a sacar uno solo del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y sacó
uno: «¡ritch!». ¡Cómo chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cálida, como una lucecita,
cuando la resguardó con la mano; una luz maravillosa. Parecióle a la pequeñuela que estaba
sentada junto a una gran estufa de hierro, con pies y campana de latón; el fuego ardía
magníficamente en su interior, ¡y calentaba tan bien! La niña alargó los pies para calentárselos a
su vez, pero se extinguió la llama, se esfumó la estufa, y ella se quedó sentada, con el resto de la
consumida cerilla en la mano.
Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, volvió a ésta transparente como si
fuese de gasa, y la niña pudo ver el interior de una habitación donde estaba la mesa puesta,
cubierta con un blanquísimo mantel y fina porcelana. Un pato asado humeaba deliciosamente,
relleno de ciruelas y manzanas. Y lo mejor del caso fue que el pato saltó fuera de la fuente y,
anadeando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la espalda, se dirigió hacia la pobre
muchachita. Pero en aquel momento se apagó el fósforo, dejando visible tan sólo la gruesa y fría
pared.
Encendió la niña una tercera cerilla, y se encontró sentada debajo de un hermosísimo árbol de
Navidad. Era aún más alto y más bonito que el que viera la última Nochebuena, a través de la
puerta de cristales, en casa del rico comerciante. Millares de velitas, ardían en las ramas verdes, y
de éstas colgaban pintadas estampas, semejantes a las que adornaban los escaparates. La
pequeña levantó los dos bracitos... y entonces se apagó el fósforo. Todas las lucecitas se
remontaron a lo alto, y ella se dio cuenta de que eran las rutilantes estrellas del cielo; una de ellas
se desprendió y trazó en el firmamento una larga estela de fuego.
«Alguien se está muriendo» -pensó la niña, pues su abuela, la única persona que la había querido,
pero que estaba muerta ya, le había dicho: -Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia Dios.
Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio inmediato, y apareció la anciana
abuelita, radiante, dulce y cariñosa.
- ¡Abuelita! -exclamó la pequeña-. ¡Llévame, contigo! Sé que te irás también cuando se apague el
fósforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el asado y el árbol de Navidad. Apresuróse a
encender los fósforos que le quedaban, afanosa de no perder a su abuela; y los fósforos brillaron
con luz más clara que la del pleno día. Nunca la abuelita había sido tan alta y tan hermosa; tomó a
la niña en el brazo y, envueltas las dos en un gran resplandor, henchidas de gozo, emprendieron el
vuelo hacia las alturas, sin que la pequeña sintiera ya frío, hambre ni miedo. Estaban en la mansión
de Dios Nuestro Señor.
Pero en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió a la chiquilla, rojas las mejillas, y la boca
sonriente... Muerta, muerta de frío en la última noche del Año Viejo. La primera mañana del
Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver, sentado, con sus fósforos, un paquetito de los cuales
aparecía consumido casi del todo. «¡Quiso calentarse!», dijo la gente. Pero nadie supo las
maravillas que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había
subido a la gloria del Año Nuevo.
Hans Christian Andersen
Nace el 2 de abril de 1805-Copenhague y muere 4 de agosto de 1875) fue
un escritor y poeta danés famoso por sus cuentos para niños, entre ellos El patito feo, La
sirenita, El traje nuevo del emperador, y La reina de las nieves.
Hijo de un humilde zapatero, pronto aprendió diversos oficios, pero no finalizó ninguno. Con
catorce años, huyó con poco dinero a Copenhague dispuesto a hacer fortuna como actor y
cantante; escribió algunas obras y después de privaciones y desengaños, consiguió despertar
el interés de personalidades del país que se ocuparon de su formación. Andersen siempre
sintió que su origen humilde era un lastre y fantaseaba que era el hijo ilegítimo de un gran
señor.
Además de novelas, poesía y teatro, escribió una autobiografía (La aventura de mi vida, 1855)
y publicó valiosos libros de viajes fruto de sus experiencias, ya que se pasó aproximadamente
diez años de su vida viajando; el autor visitó Alemania, Gran Bretaña, Turquía y España entre
muchos otros países. Viajaba siempre con una cuerda en su maleta, por si debía escapar por
la ventana a causa de un incendio. Fruto de su viaje más largo es el libro El bazar de un
poeta (1848). En 1851 publicó sus vivencias por Suecia (En Suecia) y en 1862 lo que vivió
durante su estancia en España (En España).
Sin embargo, a Hans Christian Andersen se le conoce sobre todo por sus cuentos infantiles,
algunos inspirados en cuentos y leyendas nórdicas, pero la mayoría de ellos inventados por él
y caracterizados por una gran imaginación, humor y sensibilidad.