De La Tierra A La Luna - Julio Verne
De La Tierra A La Luna - Julio Verne
De La Tierra A La Luna - Julio Verne
la Tierra a la Luna
Por
Julio Verne
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Capítulo I.
El Gun-Club
Capítulo III.
Efectos de la comunicación de Barbicane
Capítulo IV.
Respuesta del observatorio de Cambridge
Capitulo V.
La novela de la Luna
Capítulo VI.
Lo que no es posible dudar y lo que no es permitido creer en Estados
Unidos
Capítulo VII.
El himno al proyectil
Capítulo VIII.
La historia del cañón
Capitulo IX.
La cuestión de las pólvoras
Capitulo X.
Un enemigo para veinticinco millones de amigos
Capitulo XI.
Florida y Tejas
Capitulo XII.
Urbi et orbi
Capitulo XIII.
Stone's Hill
Capitulo XIV.
Pala y zapapico
Capitulo XV.
La fiesta de la fundición
Capitulo XVI.
El columbiad
¿La operación había tenido buen éxito? Acerca del particular no se podía
juzgar más que por conjeturas. Todo, sin embargo, inducía a creer que la
fundición se había verificado debidamente, puesto que el molde había
absorbido todo el metal licuado en los hornos. Pero nada en mucho tiempo se
podría asegurar de una manera positiva. La prueba directa había de ser
necesariamente muy tardía.
En efecto, cuando el mayor Rodman fundió su cañón de ciento sesenta mil
libras, el hierro tardó en enfriarse más de quince días. ¿Cuánto tiempo, pues, el
monstruoso columbiad, coronado de torbellinos de vapor y defendido por su
calor intenso, iba a ocultarse a las investigaciones de sus admiradores? Difícil
era calcularlo.
Durante este tiempo la impaciencia de los miembros del Gun-Club pasó
por una dura prueba. Pero fuerza es esperar, y más de una vez la curiosidad y
el entusiasmo expusieron a J. T. Maston a asarse vivo. Quince días después de
verificada la fundición, subía aún al cielo un inmenso penacho de humo, y el
suelo abrasaba los pies en un radio de doscientos pasos alrededor de la cima de
Stone's Hill.
Pasaron días y días, semanas y semanas. No había medio de enfriar el
inmenso cilindro, al cual era imposible acercarse. Preciso era aguardar, y los
miembros del Gun-Club tascaban su freno.
—Nos hallamos ya a 1º de agosto —dijo una mañana J. T. Maston—.
¡Faltan apenas cuatro meses para llegar al 1 de diciembre, y aún tenemos que
sacar el molde interior, formar el ánima de la pieza y cargar el columbiad!
¿Tendremos tiempo? ¡Ni siquiera podemos acercarnos al cañón! ¿No se
enfriará nunca? ¡Sería un chasco horrible!
En vano se trataba de calmar la impaciencia del secretario; Barbicane no
despegaba los labios, pero su silencio ocultaba una sorda irritación. Verse
absolutamente detenido por un obstáculo del cual sólo podía triunfar el
tiempo, enemigo temible en aquellas circunstancias, y hallarse a discreción
suya, era duro para un hombre de guerra.
Sin embargo, observaciones diarias permitieron comprobar modificaciones
en el estado del terreno. Hacia el 15 de agosto, la intensidad y densidad de los
vapores había disminuido notablemente. Algunos días después, la tierra no
exhalaba más que un ligero vaho, último soplo del monstruo encerrado en su
ataúd de piedra. Poco a poco se apaciguaron las convulsiones del terreno, y se
circunscribió el círculo calórico; los espectadores más impacientes se
acercaron, ganaron un día 2 toesas y al otro 4; y el 22 de agosto, Barbicane,
sus colegas y el ingeniero pudieron llegar a la masa de hierro colado que
asomaba al nivel de la cima de Stone's Hill, sitio sin duda muy higiénico, en
que no estaba aún permitido tener frío en los pies.
—¡Loado sea Dios! —exclamó el presidente del Gun-Club con un inmenso
suspiro de satisfacción.
Se volvió a trabajar aquel mismo día. Procediose inmediatamente a la
extracción del molde interior para dejar libre el ánima de la pieza; funcionaron
sin descanso el pico, el azadón y la terraja; la tierra arcillosa y la arena habían
adquirido con el calor una dureza suma, pero con el auxilio de las máquinas,
se venció la resistencia de aquella mezcla que ardía aún al contacto de las
paredes de hierro fundido; se sacaron rápidamente en carros de vapor los
materiales extraídos, y se hizo todo tan bien, se trabajó con tanta actividad, fue
tan apremiante la intervención de Barbicane y tenían tanta fuerza sus
argumentos, a los que dio la forma de dólares, que el 3 de septiembre había
desaparecido hasta el último vestigio del molde.
Inmediatamente después, empezó la operación de alisar el ánima, a cuyo
efecto se establecieron con la mayor prontitud las máquinas convenientes, y se
pusieron en juego poderosos alisadores cuyo corte eliminó rápidamente las
desigualdades de la fundición. Al cabo de algunas semanas, la superficie
interior del inmenso tubo era perfectamente cilíndrica, y el ánima de la pieza
había adquirido un pulimento perfecto.
Por último, el 22 de septiembre, no habiendo aún transcurrido un año
desde la comunicación de Barbicane, la enorme máquina, calibrada
rigurosamente y absolutamente vertical, según comprobaron los más delicados
instrumentos, estaba en disposición de funcionar. No había que esperar más
que a la Luna, pero todos tenían una completa confianza en que tan honrada
señora no faltaría a la cita. La conocían por sus antecedentes, y por ellos la
juzgaban.
La alegría de J. T. Maston traspasó todos los límites, y poco le faltó para
ser víctima de una espantosa caída por el afán con que abismaba sus miradas
en el tubo de 900 pies. Sin el brazo derecho de Blomsberry, que el digno
coronel había felizmente conservado, el secretario del Gun-Club, como un
segundo Eróstrato, hubiera encontrado la muerte en las profundidades del
columbiad.
El cañón estaba, pues, concluido, y no cabía duda alguna acerca de su
ejecución perfecta. Así es que, el 6 de octubre, el capitán Nicholl, no obstante
sus antipatías, pagó al presidente Barbicane la segunda apuesta, y Barbicane
en sus libros, en la columna de ingresos, apuntó una suma de 2.000 dólares.
Motivos hay para creer que la cólera del capitán llegó al último extremo,
causándole una verdadera enfermedad. Sin embargo, quedaban aún tres
apuestas, una de 3.000 dólares, otra de 4.000 y otra de 5.000, y con sólo ganar
dos de ellas, no se hubiera librado mal del negocio. Pero el dinero no entraba
para nada en sus cálculos, y el éxito obtenido por su rival en la fundición de su
cañón, a cuyo proyectil no hubiera resistido una plancha de 10 toesas, le daba
un golpe terrible. El 23 de septiembre se permitió al público entrar libremente
en el recinto de Stone's Hill, y ya se comprende lo que sería la afluencia de
visitantes.
Innumerables curiosos, procedentes de todos los puntos de los Estados
Unidos, se dirigían a Florida. Durante aquel año la ciudad de Tampa,
consagrada enteramente a los trabajos del Gun-Club, se había desarrollado de
una manera prodigiosa, y contaba entonces con una población de 60.000
almas. Después de envolver en una red de calles el fuerte Broke, se fue
prolongando por la lengua de tierra que separa las dos radas de la bahía del
Espíritu Santo. Nuevos cuarteles, nuevas plazas, un bosque entero de casas
nuevas había brotado en aquellos eriales antes desiertos, al calor del sol
americano. Habíanse fundado compañías para erigir iglesias, escuelas y
habitaciones particulares, y en menos de un año se decuplicó la extensión de la
ciudad.
Sabido es que los yanquis han nacido comerciantes. Adondequiera que les
lance la suerte, desde la zona glacial a la zona tórrida, es menester que se
ponga en ejecución su instinto de los negocios. He aquí por qué simples
curiosos que se habían trasladado a Florida sin más objeto que seguir las
operaciones del Gun-Club, se entregaron, no bien se hubieron establecido en
Tampa, a operaciones mercantiles. Los buques fletados para el transporte del
material y de los trabajadores, habían dado al puerto una actividad sin
ejemplo. Otros buques de todas clases, cargados de víveres, provisiones y
mercancías, surcaron luego la bahía y las dos radas; grandes contadores de
armadores y corredores se establecieron en la ciudad, y la Shipping Gazette
anunció diariamente en sus columnas la llegada de nuevas embarcaciones al
puerto de Tampa.
Mientras se multiplicaban los caminos alrededor de la ciudad, ésta,
teniendo en consideración el prodigioso desarrollo de su población y su
comercio, fue unida por un ferrocarril a los Estados meridionales de la Unión.
Por medio de un railway, Mobile se enlazó con Pensacola, el gran arsenal
marítimo del Sur, desde donde el ferrocarril se dirigió a la ciudad de
Tallahassee, donde había ya un pequeño trozo de vía férrea y ponía en
comunicación con Saint Marks, en la costa. Aquel railway se prolongó hasta
Tampa, vivificando a su paso y despertando las comarcas muertas de Florida
central. Gracias a las maravillas de la industria, debidas a la idea que cruzó por
la mente de un hombre, Tampa pudo darse la importancia de una gran ciudad.
Le habían dado el sobrenombre de Moon City, y Tallahassee, la capital de las
dos Floridas, sufrió un eclipse total, visible desde todos los puntos del globo.
Ahora comprende cualquiera el fundamento de la gran rivalidad entre
Tejas y Florida, y la exasperación de los tejanos cuando se vieron
desahuciados en sus pretensiones por la elección del Gun-Club. Con su
sagacidad previsora había adivinado cuánto debía ganar un país con el
experimento de Barbicane y los beneficios que produciría un cañonazo
semejante. Tejas perdía por la elección de Barbicane un vasto centro de
comercio, un ferrocarril y un aumento considerable de población. Todas estas
ventajas las obtenía la miserable península floridense, echada como una
estacada en las olas del golfo y las del océano Atlántico. Así es que Barbicane
participaba, con el general Santana, de todas las antipatías de Tejas.
Sin embargo, aunque entregada a su furor mercantil y a su pasión
industrial, la nueva población de Tampa no olvidó las interesantes operaciones
del Gun-Club. Todo lo contrario. Seguía con ansia todos los pormenores de la
empresa, y la entusiasmaba cualquier azadonazo. Hubo constantemente entre
la ciudad y Stone's Hill un continuo ir y venir, una procesión, una romería.
Fácil era prever que, al llegar el día del experimento, la concurrencia
ascendería a millares de personas, que de todos los puntos de la Tierra se iban
acumulando en la circunscrita península. Europa emigraba a América.
Pero es preciso confesar que hasta entonces la curiosidad de los numerosos
viajeros no se hallaba enteramente satisfecha. Muchos contaban con el
espectáculo de la fundición, de la cual no alcanzaron más que el humo. Poca
cosa era para aquellas gentes ávidas, pero Barbicane, como es sabido, no quiso
admitir a nadie durante aquella operación. Hubo descontento, refunfuños,
murmullos; hubo reconvenciones al presidente, de quien se dijo que adolecía
de absolutismo, y su conducta fue declarada poco americana. Hubo casi una
asonada alrededor de la cerca de Stone's Hill. Pero ni por ésas; Barbicane era
inquebrantable en sus resoluciones.
Pero cuando el columbiad quedó enteramente concluido, fue preciso abrir
las puertas, pues hubiera sido poco prudente contrariar el sentimiento público
manteniéndolas cerradas. Barbicane permitió entrar en el recinto a todos los
que llegaban, si bien, empujado por su talento práctico, resolvió especular en
grande con la curiosidad general. La curiosidad es siempre, para el que sabe
explotarla, una fábrica de moneda.
Gran cosa era contemplar el inmenso columbiad, pero la gloria de bajar a
sus profundidades parecía a los americanos el non plus ultra de la felicidad
posible en este mundo. No hubo un curioso que no quisiese darse a toda costa
el placer de visitar interiormente aquel abismo de metal. Atados y suspendidos
de una cabria que funcionaba a impulsos del vapor, se permitió a los
espectadores satisfacer su curiosidad excitada. Aquello fue un delirio.
Mujeres, niños, ancianos, todos se impusieron el deber de penetrar en el fondo
del ánima del colosal cañón preñado de misterios. Se fijó el precio de 5
dólares por persona, y a pesar de su elevado costo, en los dos meses
inmediatos que precedieron al experimento, la afluencia de viajeros permitió
al Gun-Club obtener cerca de 500.000 dólares.
Inútil es decir que los primeros que visitaron el columbiad fueron los
miembros del Gun-Club, a cuya ilustre asamblea estaba justamente reservada
esta preferencia. Esta solemnidad se celebró el 25 de septiembre. En un cajón
de honor, bajaron el presidente Barbicane, J. T. Maston, el mayor Elphiston, el
general Morgan, el coronel Blomsberry, el ingeniero Murchison y otros
miembros distinguidos de la célebre sociedad, en número de unos diez. Mucho
calor hacía aún en el fondo de aquel largo tubo de metal, se sentía dentro
alguna sofocación. ¡Pero qué alegría! ¡Qué encanto! Se colocó una mesa de
diez cubiertos en la recámara de piedra que sostenía el columbiad, alumbrado
a giorno por un chorro de luz eléctrica. Exquisitos y numerosos manjares que
parecían bajados del cielo, se colocaron sucesivamente delante de los
convidados, y botellas de los mejores vinos se apuraron profusamente durante
aquel espléndido banquete a 900 pies bajo tierra.
El festín fue muy animado y también muy bullicioso. Se entrecruzaron
numerosos brindis: se brindó por el globo terrestre; se brindó por su satélite; se
brindó por el Gun-Club; se brindó por la Unión, por la Luna, por Febe, por
Diana, por Selene, por el astro de la noche, por la pacífica mensajera del
firmamento. Los hurras, llevados por las ondas sonoras del inmenso tubo
acústico, llegaban a su extremo como un trueno, y la multitud, colocada
alrededor de Stone's Hill, se unía con el corazón y con los gritos a los diez
convidados hundidos en el fondo del gigantesco columbiad. J. T. Maston no
era ya dueño de sí mismo. Difícil sería determinar si gritaba más que
gesticulaba, y si bebía más que comía. Lo cierto es que no cabía de gozo en su
pellejo, que no hubiera dado su lugar por el imperio del mundo, aun cuando el
cañón cargado, cebado y haciendo fuego en aquel instante, hubiera debido
enviarle hecho pedazos a los espacios planetarios.
Capitulo XVII.
Un parte telegráfico
Capitulo XVIII.
El pasajero de Atlanta
Si tan estupenda noticia, en vez de volar por los hilos telegráficos, hubiera
llegado sencillamente por correo, cerrada y bajo un sobre, si los empleados de
Francia, Irlanda, Terranova y Estados Unidos de América no hubiesen debido
conocer necesariamente la confidencia telegráfica, Barbicane no habría
vacilado un solo instante. Hubiese callado por medida de prudencia, y para no
desprestigiar su obra. Aquel telegrama, sobre todo procediendo de un francés,
podía ser una burla. ¿Qué apariencia de verdad tenía la audacia de un hombre
capaz de concebir la idea de un viaje semejante? Y si en realidad había un
hombre resuelto a llevar a cabo tan singular propósito, ¿no era un loco a quien
se debía encerrar en una casa de orates, y no en una bala de cañón?
Pero el parte era conocido, porque los aparatos de transmisión son por su
naturaleza poco discretos, y la proposición de Michel Ardan circulaba ya por
los diversos Estados de la Unión. No tenía, pues, Barbicane ninguna razón
para guardar silencio acerca de ella, y por tanto reunió a los individuos del
Gun-Club, que se hallaban en Tampa, y, sin dejarles entrever su pensamiento,
sin discutir el mayor o menor crédito que le merecía el telegrama, leyó con
sangre fría su lacónico texto.
—¡Imposible!
—¡Es inverosímil!
—¡Pura broma!
—¡Se están burlando de nosotros!
—¡Ridículo!
—¡Absurdo!
Durante algunos minutos, se pronunciaron todas las frases que sirven para
expresar la duda, la incredulidad, la barbaridad y la locura, con
acompañamiento de los aspavientos y gestos que se usan en semejantes
circunstancias. Cada cual, según su carácter, se sonreía, o reía, o se encogía de
hombros, o soltaba la carcajada. J. T. Maston fue el único que tomó la cosa en
serio.
—¡Es una soberbia idea! —exclamó.
—Sí —le respondió el mayor—, pero si alguna vez es permitido tener
ideas semejantes, es con la condición de no pensar siquiera en ponerlas en
práctica.
—¿Y por qué no? —replicó con cierto desenfado el secretario del Gun-
Club, aprestándose para el combate que sus colegas rehuyeron.
Sin embargo, el nombre de Michel Ardan corría de boca en boca en la
ciudad de Tampa. Extranjeros a indígenas se miraban, se interrogaban y se
burlaban, no del europeo, que era en su concepto un mito, un ente imaginario,
un ser quimérico, sino de J. T. Maston, que había podido creer en la existencia
de aquel personaje fabuloso. Cuando Barbicane propuso enviar un proyectil a
la Luna, la empresa pareció a todos natural y practicable, y no vieron en ella
más que una simple cuestión de balística. Pero que un ser racional quisiera
tomar asiento en el proyectil a intentar aquel viaje inverosímil, era una
proposición tan sin pies ni cabeza que no podía dejar de parecer una chanza,
una farsa, un engaño.
Las chanzonetas duraron sin interrupción hasta la noche, y se puede
asegurar que toda la Unión prorrumpió en una sola carcajada, lo que es poco
común en un país donde las empresas imposibles encuentran fácilmente
panegiristas, adeptos y partidarios.
Con todo, la proposición de Michel Ardan, como todas las ideas nuevas, no
dejaba de preocupar a más de cuatro, por lo mismo que se apartaba de la
corriente de las emociones acostumbradas. «He aquí —decían— una cosa que
no se le había ocurrido a nadie». Aquel incidente fue luego una obsesión por
su misma extrañeza. Daba en qué pensar. ¡Cuántas cosas negadas la víspera
han sido una realidad al día siguiente! ¿Por qué un viaje a la Luna no se ha de
realizar un día a otro? Pero siempre tendremos que el primero que a él quiera
arriesgarse debe ser un loco de atar, y decididamente, pues que su proyecto no
puede tomarse en serio, hubiera hecho bien en callarse en lugar de poner en
fermentación a una población entera con sus ridículas salidas de tono.
Pero ¿existía realmente aquel personaje? He aquí la primera cuestión. El
nombre de Michel Ardan no era desconocido en América. Era el nombre de un
europeo muchas veces citado por sus atrevidas empresas. Además, aquel
telegrama que había atravesado las profundidades del Atlántico, la designación
del buque en que el francés decía haber tomado pasaje, la fecha fija de su
llegada próxima, eran circunstancias que daban a la proposición ciertos visos
de verosimilitud. La empresa requería, sin duda, un valor inaudito. Pronto los
individuos aislados se agruparon: los grupos se condensaron bajo la acción de
la curiosidad como en virtud de la atracción molecular se condensan los
átomos, y al cabo se formó una multitud compacta que se dirigió al domicilio
del presidente Barbicane.
Éste, desde la llegada del telegrama, no había manifestado acerca de él
opinión alguna, había dejado a J. T. Maston descubrir la suya sin aprobar ni
desaprobar: se mantenía al pairo, y se proponía aguardar los acontecimientos.
Pero echaba las cuentas sin la huésped; pues no contaba con la impaciencia
pública, y vio con muy poca satisfacción a los habitantes de Tampa reunirse
bajo sus ventanas. Los murmullos, los gritos y las vociferaciones le obligaron
a presentarse. Tenía todos los deberes, y por consiguiente, todas las
obligaciones de la celebridad.
Se presentó, y la multitud guardó silencio. Un ciudadano tomó la palabra, y
dirigió a Barbicane la siguiente pregunta:
—¿El personaje designado en el parte bajo el nombre de Michel Ardan se
dirige hacia América? ¿Sí o no?
—Señores —respondió Barbicane—, no sé más que lo que saben ustedes.
—Pues es preciso saberlo —gritaron algunos con impaciencia.
—El tiempo nos lo dirá —respondió con sequedad el presidente.
—No reconocemos ningún derecho para mantener en un estado de
ansiedad penosa a un pueblo entero —replicó el orador—. ¿Habéis modificado
los planos del proyectil de conformidad con lo que dice el telegrama?
—Todavía no, señores; pero tenéis razón; es preciso saber a qué atenernos,
y el telégrafo, que ha causado toda esta conmoción, completará nuestros
informes.
—¡Al telégrafo! ¡Al telégrafo! —exclamó la muchedumbre.
Barbicane bajó, y, seguido del inmenso gentío, se dirigió a las oficinas de
la administración.
Pocos minutos después se envió al síndico de los corredores marítimos de
Liverpool un parte en el que se le hacían las siguientes preguntas:
«¿Qué buque es el Atlanta? ¿Cuándo salió de Europa? ¿Llevaba a bordo a
un francés llamado Michel Ardan?».
Dos horas después Barbicane recibía informes de una precisión tal que no
permitían abrigar ninguna duda.
«El vapor Atlanta, de Liverpool, se hizo a la mar el 2 de octubre con
rumbo a Tampa, llevando a bordo a un francés que, con el nombre de Michel
Ardan, consta en la lista de los pasajeros».
Al ver esta confirmación del telegrama, los ojos del presidente brillaron
con una llama de satisfacción, se cerraron fuertemente sus puños y con
violencia se le oyó murmurar:
—¡Pues, es cierto! ¡Es, pues, posible! ¡Este francés existe! ¡Y estará aquí
dentro de quince días! Pero es un loco, y nunca consentiré…
Y, sin embargo, aquella misma tarde escribió a la casa Breadwill y
Compañía para que suspendiese hasta nueva orden la fundición del proyectil.
Expresar ahora la conmoción que se apoderó de toda América, el efecto
que produjo la comunicación de Barbicane, lo que dijeron los periódicos de la
Unión, el asombro que les causó la noticia y el entusiasmo con que la
acogieron y con que cantaron la llegada de aquel héroe del antiguo continente;
describir la agitación febril de cada individuo, que veía transcurrir lentamente
las horas; dar una idea, aunque imperfecta, de aquella obsesión fatigosa de
todos los cerebros subordinados a un solo pensamiento; narrar el cese
completo de toda actividad humana; la paralización de la industria y la
suspensión del comercio para presenciar la llegada del Atlanta; descubrir la
animación de la bahía del Espíritu Santo, incesantemente surcada por vapores,
paquebotes, yates de placer, fly-boats de todas las dimensiones, enumerar los
millares de curiosos que cuadruplicaron en quince días la población de Tampa
y tuvieron que acampar bajo tiendas como un ejército en campaña, sería una
pretensión temeraria superior a todas las fuerzas de los hombres.
El 20 de octubre, a las nueve de la mañana, los vigías del canal de Bahama
distinguieron una densa humareda en el horizonte.
Dos horas después, un vapor de alto bordo era por ellos reconocido, y el
nombre de Atlanta fue transmitido a Tampa. A las cuatro, el buque inglés
entraba en la bahía del Espíritu Santo. A las cinco, cruzaba a todo vapor la
rada de Hillisboro. A las seis fondeaba en el puerto de Tampa.
El áncora no había aún mordido el fondo de la arena, cuando quinientas
embarcaciones rodeaban al Atlanta, y el vapor era tomado por asalto. El
primero que pisó su cubierta fue Barbicane, el cual dijo con una voz cuya
emoción quería en vano reprimir:
—¿Michel Ardan?
—¡Presente! —respondió determinado individuo encaramado a la toldilla.
Barbicane, con los brazos cruzados, con la mirada interrogante, con los
labios apretados, miró fijamente al pasajero del Atlanta.
Era éste un hombre de cuarenta y dos años, alto, pero algo cargado de
espaldas, como esas cariátides que sostienen balcones en sus hombros. Su
cabeza enérgica, verdadera cabeza de león, sacudía de cuando en cuando una
cabellera roja que parecía realmente una guedeja. Una cara corta, ancha en las
sienes, adornada con unos bigotes erizados como los del gato y mechones de
pelos amarillentos que salpicaban sus mejillas, ojos redondos de los que partía
una mirada miope y como extraviada, completaban aquella fisonomía
eminentemente felina. Pero la nariz era de un dibujo atrevido, la boca perfecta,
la frente alta, inteligente, y surcada como un campo que no ha estado nunca
inculto. Un cuerpo bien desarrollado, descansando sobre unas largas piernas,
unos brazos musculosos, qué eran poderosas y bien apoyadas palancas, y un
continente resuelto, hacían de aquel europeo un hombre sólidamente
constituido, que más parecía forjado que fundido, valiéndonos de una de las
expresiones del arte metalúrgico.
Los discípulos de Lavater o de Gratiolet hubieran encontrado sin dificultad
en el cráneo y en la fisonomía de aquel personaje los signos indiscutibles de la
contabilidad, es decir, el valor en el peligro y de la tendencia a sobrepujar los
obstáculos; los de la benevolencia y los de apego a lo maravilloso, instinto que
induce a ciertos temperamentos a apasionarse por las cosas sobrehumanas;
pero, en cambio, las protuberancias de la adquisibilidad, de la necesidad de
poseer y adquirir, faltaban absolutamente.
Para completar el retrato físico del pasajero del Atlanta, es oportuno decir
que sus vestidos eran holgados, que no oponía el menor obstáculo al juego de
sus articulaciones, siendo su pantalón y su gabán tan sumamente anchos que él
mismo se llamaba la muerte con capa. Llevaba la corbata en desaliño, y su
cuello de camisa muy escotado dejaba ver un cuello robusto como el de un
toro. Sus manos febriles arrancaban de dos mangas de camisa que estaban
siempre desabrochadas. Bien se conocía que aquel hombre no sentía nunca el
frío, ni en la crudeza del invierno, ni en medio de los peligros. Iba y venía por
la cubierta del vapor, en medio de la multitud que apenas le dejaba espacio
para moverse, sin poder estar quieto un momento. Pero él derivaba sobre sus
anclas, como decían los marineros, y gesticulaba y tuteaba a todo el mundo, y
se mordía las uñas con una avidez convulsiva.
Era uno de esos tipos originales que el Creador inventa por capricho
pasajero, rompiendo el molde enseguida.
En efecto, la personalidad moral de Michel Ardan ofrecía un campo muy
dilatado a la investigación de los observadores analíticos. Aquel hombre
asombroso vivía en una perpetua disposición a la hipérbole y no había
traspasado aún la edad de los superlativos. En la retina de sus ojos se juntaban
los objetos con dimensiones desmedidas, de lo que resultaba una asociación de
ideas gigantescas.
Todo lo veía abultadísimo y en grande, a excepción de las dificultades y
los hombres, que los veía siempre pequeños. Estaba dotado de una naturaleza
poderosa, exorbitante, superabundante; era artista por instinto, muy ingenioso,
muy decidor, pero aunque no hacía nunca un fuego graneado de chistes, el
chiste que se permitía era siempre una descarga cerrada. En las discusiones se
cuidaba muy poco de la lógica; rebelde al silogismo, no lo hubiera nunca
inventado, y todas sus salidas eran suyas y solamente suyas. Atropellando por
todo y para todo, apuntaba en medio del pecho argumentos ad hominem
certeros y seguros, y le gustaba defender con el pico y con las zarpas las
causas desesperadas.
Tenía, entre otras manías, la de proclamarse, como Shakespeare, un
ignorante sublime y hacía alarde de despreciar a los sabios. «Los sabios —
decía— no hacen más que llevar el tanteo mientras nosotros jugamos». Era un
bohemio del mundo de las maravillas, que se aventuraba mucho sin ser por eso
aventurero, una cabeza destornillada, un Faetón que se empeña en guiar el
carro del Sol, un Ícaro con alas de reserva. Por lo demás, pagaba con su
persona, y pagaba bien; se arrojaba, sin cerrar los ojos, a las más peligrosas
empresas; quemaba sus naves con más decisión que Agatocles; siempre
dispuesto a romperse el alma o desnucarse, caía invariablemente de pies, como
esos monigotes de médula de saúco con plomo en la base que sirven de
diversión a los niños.
En una palabra, su divisa era: A pesar de todo, y el amor a lo imposible,
constituían su pasión dominante.
Pero aquel hombre emprendedor tenía como ningún otro los defectos de
sus cualidades. Se dice que quien nada arriesga nada tiene. Ardan nada tenía y
lo arriesgaba siempre todo. Era un despilfarrador, un tonel de las Danaides.
Perfectamente desinteresado, hacía tan buenas obras como calaveradas;
caritativo, caballeresco y generoso, no hubiera firmado la sentencia de muerte
de su más cruel enemigo, y era muy capaz de venderse como esclavo para
rescatar a un negro.
En Francia, en la Europa entera, todo el mundo conocía a un personaje tan
brillante y que tanto ruido metía. ¿No hablaban acaso de él incesantemente las
cien trompas de la fama, puestas todas a su servicio? ¿No vivía en una casa de
vidrio, tomando el universo entero por confidente de sus más íntimos secretos?
Eso no obstante, no le faltaba una buena colección de enemigos entre los
individuos a quienes había rozado, herido o atropellado más o menos al abrirse
paso con los codos entre la muchedumbre. Pero generalmente se le quería
bien, y hasta se le mimaba como a un niño. Era, según la expresión popular,
«un hombre a quien era preciso tomar o dejar», y se le tomaba. Todos se
interesaban por él en sus atrevidas empresas y le seguían con la mirada
inquieta. ¡Era audaz con tanta imprudencia! Cuando algún amigo quería
detenerle prediciéndole una próxima catástrofe, le respondía, sonriéndose
amablemente: «El bosque no es quemado sino por sus propios árboles».
Y no sabía, al dar esta respuesta, que citaba el más bello de todos los
proverbios árabes.
Tal era aquel pasajero del Atlanta, siempre agitado, siempre hirviendo al
calor de un fuego interior, siempre conmovido, y no por lo que pretendía hacer
en América, en lo cual ni siquiera pensaba, sino por efecto de su organización
calenturienta. Era seguramente un contraste, el más singular, el que ofrecían el
francés Michel Ardan y el yanqui Barbicane, no obstante ser los dos, cada cual
a su manera, emprendedores, atrevidos y audaces.
La contemplación a que se abandonaba el presidente del Gun-Club en
presencia de aquel rival que acababa de relegarle a un segundo término, fue
muy pronto interrumpida por los hurras y vítores de la muchedumbre. Tan
frenéticos fueron los gritos, y el entusiasmo tomó formas tan personales, que
Michel Ardan, después de haber apretado millares de manos, en las que estuvo
expuesto a dejar sus dedos, tuvo que buscar refugio en el fondo de su
camarote. Barbicane le siguió sin haber pronunciado una palabra.
—¿Sois vos Barbicane? —le preguntó Michel Ardan, cuando estuvieron
solos los dos, con un tono como si hubiese hablado a un amigo de veinte años.
—Sí —respondió el presidente del Gun-Club.
—Pues bien, os saludo, Barbicane. ¿Cómo estáis? ¿Muy bien? ¡Me alegro!
¡Me alegro!
—Así pues —dijo Barbicane entrando en materia, sin preámbulos—.
¿Estáis decidido a partir?
—Absolutamente decidido.
—¿Nada os detendrá?
—Nada. ¿Habéis modificado el proyectil como os indicaba en mi
telegrama?
—Aguardaba vuestra llegada. Pero —preguntó Barbicane con insistencia
— ¿lo habéis pensado detenidamente?
—¡Reflexionado! ¿Tengo acaso tiempo que perder? Se me presenta la
ocasión de ir a dar una vuelta por la Luna, y la aprovecho; he aquí todo. No
creo que la cosa merezca tantas reflexiones.
Barbicane devoraba con la vista a aquel hombre que hablaba de su
proyecto de viaje con una ligereza y un desdén tan completo y sin la más
mínima inquietud ni zozobra.
—Pero, al menos —le dijo—, tendréis un plan, tendréis medios de
ejecución.
—Excelentes, amigo Barbicane. Pero permitidme haceros una observación;
me gusta contar mi historia de una sola vez a todo el mundo, y luego no
cuidarme más de ella. Así se evitan repeticiones, y, por consiguiente, salvo
mejor parecer, convocad a vuestros amigos, a vuestros colegas, a la ciudad
entera, a toda Florida, a todos los americanos, si queréis, y mañana estaré
dispuesto a exponer mis medios y a responder a todas las objeciones,
cualesquiera que sean. Tranquilizaos, los aguardaré a pie firme. ¿Os parece
bien?
—Muy bien —respondió Barbicane.
Y salió del camarote para participar a la multitud la proposición de Michel
Ardan. Sus palabras fueron acogidas con palabras y gritos de alegría, porque la
proposición allanaba todas las dificultades. Al día siguiente, todos podrían
contemplar a su gusto al héroe europeo. Sin embargo, algunos de los más
obstinados espectadores no quisieron dejar la cubierta del Atlanta, y pasaron la
noche a bordo. J. T. Maston, entre otros, había clavado su mano postiza en un
ángulo de la toldilla, y se hubiera necesitado un cabrestante para arrancarlo de
su sitio.
—¡Es un héroe! ¡Un héroe! —exclamaba en todos los tonos—. ¡Y
comparados con él, con ese europeo, nosotros no somos más que unos
muñecos!
En cuanto al presidente, después de suplicar a los espectadores que se
retiraran, entró en el camarote del pasajero y no se separó de él hasta que la
campana del vapor señaló la hora del relevo de la guardia de medianoche.
Pero entonces los dos rivales en popularidad se apretaron muy
amistosamente la mano, y ya Michel Ardan tuteaba al presidente Barbicane.
Capitulo XIX.
Un mitin
Capitulo XXI.
Como arregla un francés un desafío
Capitulo XXII.
El nuevo ciudadano de los Estados Unidos
Aquel mismo día, América entera supo, al mismo tiempo que el desafío del
capitán Nicholl y del presidente Barbicane, el inesperado final que tuvo la
situación. El papel desempeñado por el caballeroso europeo, su inesperada
proposición con que zanjó las dificultades, la simultánea aceptación de los dos
rivales, la conquista del territorio selenita, a la cual iban a marchar de acuerdo
Francia y los Estados Unidos, todo contribuía a aumentar más y más la
popularidad de Michel Ardan. Ya se sabe con qué frenesí los yanquis se
apasionan de un individuo. En un país en que graves magistrados tiran del
coche de una bailarina para llevarla en triunfo, júzguese cuál sería la pasión
que se desencadenó en favor del francés, audaz sobre todos los audaces. Si los
ciudadanos no desengancharon sus caballos para colocarse ellos en su lugar,
fue probablemente porque él no tenía caballos, pero todas las demás pruebas
de entusiasmo le fueron prodigadas. No había uno solo que no estuviese unido
a él con el alma. Ex pluribus unum, según se lee en la divisa de los Estados
Unidos.
Desde aquel día, Michel Ardan no tuvo un momento de reposo.
Diputaciones procedentes de todos los puntos de la Unión le felicitaron
incesantemente, y de grado o por fuerza tuvo que recibirlas. Las manos que
apretó y las personas que tuteó no pueden contarse; pero se rindió al cabo, y su
voz, enronquecida por tantos discursos, salía de sus labios sin articular casi
sonidos inteligibles, sin contar con que los brindis que tuvo que dedicar a
todos los condados de la Unión le produjeron casi una gastroenteritis. Tantos
brindis, acompañados de fuertes licores, hubieran, desde el primer día,
producido a cualquier otro un delirium tremens; pero él sabía mantenerse
dentro de los discretos límites de una media embriaguez alegre y decidora.
Entre las diputaciones de toda especie que le asaltaron, la de los lunáticos
no olvidó lo que debía al futuro conquistador de la Luna. Un día, algunos de
aquellos desgraciados, asaz numerosos en América, le visitaron para pedirle
que les llevase con él a su país natal. Algunos pretendían hablar el selenita, y
quisieron enseñárselo a Michel. Éste se prestó con docilidad a su inocente
manía y se encargó de comisiones para sus amigos de la Luna.
—¡Singular locura! —dijo a Barbicane, después de haberles despedido—.
Y es una locura que ataca con frecuencia inteligencias privilegiadas. Arago,
uno de nuestros sabios más ilustres, me decía que muchas personas muy
discretas y muy reservadas en sus concepciones, se dejaban llevar a una
exaltación suma, a increíbles singularidades, siempre que de la Luna se
ocupaban. ¿Crees tú en la influencia de la Luna en las enfermedades?
—Poco —respondió el presidente del Gun-Club.
—Lo mismo digo; y, sin embargo, la historia registra hechos asombrosos.
En 1693, durante una epidemia, las defunciones aumentaron
considerablemente el día 21 de enero, en el momento de un eclipse. Durante
los eclipses de la Luna, el célebre Bacon se desvanecía, y no volvía en sí hasta
después de la completa emersión del astro. El rey Carlos VI, durante el año
1399, sufrió seis arrebatos de locura que coincidieron con la Luna nueva o con
la Luna llena. Algunos médicos han clasificado la epilepsia o mal caduco,
entre las enfermedades que siguen las fases de la Luna. Parece que las
afecciones nerviosas han sufrido a menudo su influencia. Mead habla de un
niño que experimentaba convulsiones cuando la Luna entraba en oposición.
Gall había notado que la exaltación de las personas débiles aumentaba dos
veces cada mes: una en el novilunio y otra en el plenilunio. En fin, hay mil
observaciones del mismo género sobre los vértigos, las fiebres malignas, los
sonambulismos, que tienden a probar que el astro de la noche ejerce una
misteriosa influencia sobre las enfermedades terrestres.
—Pero ¿cómo? ¿Por qué? —preguntó Barbicane.
—¿Por qué? —respondió Ardan—. Te daré la misma respuesta que Arago
repetía diecinueve siglos después que Plutarco: Tal vez porque no es verdad.
En medio de su triunfo, no pudo Michel Ardan librarse de ninguna de las
gabelas inherentes al estado de hombre célebre. Los que especulaban con lo
que está en boga, quisieron exhibirle. Barnum le ofreció un millón para
pasearlo de una ciudad a otra en todos los Estados Unidos y darlo en
espectáculo como un animal curioso. Michel Ardan le trató de guía de
elefantes, y le envió a paseo.
Sin embargo, aunque se negó a satisfacer de esta manera la curiosidad
pública, circularon por todo el mundo y ocuparon el puesto de honor en los
álbumes, sus numerosos retratos, de los cuales se sacaron pruebas de todas las
dimensiones, desde el tamaño natural hasta las reducciones microscópicas para
sellos de correo. Cualquiera podía proporcionarse un ejemplar en todas las
actitudes imaginables, retrato de cabeza, retrato de busto, retrato de cuerpo
entero, sentado, de pie, de perfil, de espaldas; se imprimieron más de
1.500.000 ejemplares, y podía muy bien, pero no quiso, haber aprovechado la
ocasión de enriquecerse con sus propias reliquias. Sin más que vender sus
cabellos a dólar cada uno; tenía los suficientes para hacer una fortuna.
Para decirlo todo, diremos que esta popularidad no le desagradaba.
Al contrario. Se ponía a disposición del público y se carteaba con el
universo entero. Se repetían sus chistes, se propagaban sus felices ocurrencias,
sobre todo las que él no había tenido. Por lo mismo que las tenía en
abundancia, se le atribuían muchas más. Así es el mundo. Más limosnas se
hacen al rico que al pobre.
No solamente tuvo propicios a los hombres, sino que también a las
mujeres. ¡Cuántos buenos matrimonios se le hubieran presentado por pocos
deseos que hubiera manifestado de casarse! Las solteronas particularmente, las
que habían pasado cuarenta años llamando inútilmente a un marido caritativo,
estaban día y noche contemplando sus fotografías.
La verdad es que hubiera encontrado compañeras a centenares, aunque les
hubiese impuesto la condición de seguirle en su peregrinación aérea. Las
mujeres son intrépidas cuando no tienen miedo a todo. Pero Ardan no tenía
intención de fundar una dinastía en el continente lunar y ser allí el tronco de
una raza cruzada de francés y americano. Por lo tanto, se negó rotundamente.
—¡Ir allá arriba —decía— a representar el papel de Adán con una hija de
Eva! ¡Gracias! ¡No tardaría en encontrar serpientes!
Apenas pudo sustraerse a las alegrías demasiado repetidas del triunfo; fue,
seguido de sus amigos, a hacer una visita al columbiad. Se la debía. Además,
se había convertido en un experto en balística, desde que vivía con Barbicane,
J. T. Maston y tutti cuanti. Su mayor placer consistía en repetir a aquellos
bravos artilleros que no eran más que homicidas amables y sabios. Respecto
del particular, no se agotaba nunca su ingenio epigramático. El día en que
visitó el columbiad, lo admiró mucho y bajó hasta el fondo del ánima de aquel
gigantesco mortero que debía muy pronto lanzarlo por el aire.
—Al menos —dijo—, este cañón no hará daño a nadie, lo que, tratándose
de un cañón, no deja de ser una maravilla. Pero en cuanto a vuestras máquinas
que destruyen, que incendian, que rompen, que matan, no me habléis de ellas,
y, sobre todo, no me digáis que tienen ánima o alma, que es lo mismo, porque
yo no lo creo.
Debemos aquí hacer mención de una proposición relativa a J. T. Maston.
Cuando el secretario del Gun-Club oyó que Barbicane y Nicholl aceptaban la
proposición de Michel, le entraron ganas de unirse a ellos y formar parte de la
expedición. Formalizó un día su deseo. Barbicane, sintiendo mucho no poder
acceder a su demanda, le hizo comprender que el proyectil no podía llevar
tantos pasajeros. J. T. Maston, desesperado, acudió a Michel Ardan, quien le
aconsejó resignación y recurrió a diversos argumentos ad hominem.
—Oye, querido Maston —le dijo—, no des a mis palabras un alcance que
no tienen; pero, sea dicho entre nosotros, la verdad es que eres demasiado
incompleto para presentarte en la Luna.
—¡Incompleto! —exclamó el valeroso inválido.
—¡Sí, mi valiente amigo! Da por sentado que encontraremos bastantes
habitantes allá arriba. ¿Querrás darles una triste idea de lo que pasa aquí,
enseñarles lo que es la guerra, demostrarles que los hombres invierten el
tiempo más precioso en devorarse, en comerse, en romperse brazos y piernas,
en un globo que podría alimentar cien mil millones de habitantes, y cuenta
apenas mil doscientos millones? Vamos, amigo mío, no quieras que en la Luna
nos den con la puerta en las narices, que nos echen con cajas destempladas.
—Pero si vosotros llegáis a pedazos —replicó J. T. Maston—, seréis tan
incompletos como yo.
—Es una verdad digna de Perogrullo —respondió Ardan—. Pero nosotros
llegaremos muy enteritos.
En efecto, un experimento preliminar, realizado por vía de ensayo el 18 de
octubre, había dado los mejores resultados y hecho concebir las más legítimas
esperanzas. Barbicane, deseando darse cuenta del efecto de la repercusión en
el momento de partir un proyectil, mandó traer del arsenal de Pensacola un
mortero de 32 pulgadas (0,75 centímetros), que colocó en la rada de
Hillisboro, a fin de que la bomba cayera en el mar y se amortiguase su choque.
Tratábase únicamente de experimentar el sacudimiento a la salida y no el
choque al caer.
Para este curioso experimento se preparó con el mayor esmero un proyectil
hueco. Una gruesa almohadilla, aplicada a una red de resortes de acero
delicadamente templados, forraba sus paredes interiores. Era un verdadero
nido cuidadosamente mullido y acolchado.
—¡Qué lástima no poder meterse en él! —decía J. T. Maston, lamentando
que su volumen no le permitiera intentar la aventura.
La ingeniosa bomba se cerraba por medio de una tapa con tornillos, y se
introdujo en ella un enorme gato, y después una ardilla perteneciente al
secretario perpetuo del Gun-Club, J. T. Maston, a la cual éste profesaba un
verdadero cariño. Pero se quería saber prácticamente cómo soportaría el viaje
un animalito tan poco sujeto a vértigos.
Se cargó el mortero con ciento sesenta libras de pólvora, y, colocada en él
la bomba, se dio la voz de fuego.
El proyectil salió inmediatamente; con la rapidez propia de los proyectiles,
describió majestuosamente su parábola: subió a una altura aproximada de
1.000 pies, y, formando una graciosa curva, cayó en el mar y se abismó en las
olas.
Sin pérdida de tiempo se dirigió una embarcación al sitio de la caída, y
hábiles buzos, que se echaron al agua y chapuzaron como peces, ataron con
cables el proyectil, y éste fue izado rápidamente a bordo. No habían
transcurrido cinco minutos desde el momento en que fueron encerrados los
animales, cuando se levantó la tapa de su mazmorra.
Ardan, Barbicane, Maston y Nicholl se hallaban en la embarcación, y
examinaron la operación con un sentimiento de interés que fácilmente se
comprende. Apenas se abrió la bomba, salió el gato echando chispas, lleno de
vida, aunque no de muy buen humor, si bien nadie hubiera dicho que acababa
de regresar de una expedición aérea. Pero ¿y la ardilla? ¿Dónde estaba que no
se veía de ella ni rastro? Fuerza fue reconocer la verdad. El gato se había
comido a su compañera de viaje.
La pérdida de su graciosa y desgraciada ardilla causó una verdadera
pesadumbre a J. T. Maston, el cual se propuso inscribir el nombre de tan digno
animal en los anales de los mártires de la ciencia.
Después de un experimento tan decisivo y coronado de un éxito tan feliz,
todas las vacilaciones y zozobras desaparecieron. Para mayor abundamiento,
los planes de Barbicane debían perfeccionar aún más el proyectil y anular casi
enteramente los efectos de la repercusión.
No faltaba ya más que ponerse en camino.
Dos días después, Michel Ardan recibió un mensaje del presidente de la
Unión, siendo éste un honor que halagó mucho su amor propio.
Lo mismo que a su caballeroso compatriota, el marqués de Lafayette, el
gobierno le confirió el título de ciudadano de los Estados Unidos de América.
Capitulo XXIII.
El vagón proyectil
Capitulo XXIV.
El telescopio de las Montañas Rocosas
Capitulo XXVI.
Fuego
Capitulo XXVII.
Tiempo nublado
Capitulo XXVIII.
Un astro nuevo
FIN